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Lo Antiguo y Lo Definitivo: Isaac Asimov 29 de Septiembre de 2020

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Lo antiguo y lo definitivo

Isaac Asimov
29 de septiembre de 2020

Hace unas tres semanas (en el momento de escribir esto) asistı́ a un semi-
nario en un lugar al norte del Estado de Nueva York, un seminario sobre las
comunicaciones y la sociedad. Yo no tenı́a mucho que hacer, pero estuve allı́
cuatro dı́as, ası́ que tuve la oportunidad de enterarme de las actividades que se
estaban desarrollando.
La primera noche asistı́ a una conferencia excepcionalmente buena dictada
por un caballero extraordinariamente inteligente y encantador, que trabaja en
el campo de las cintas de vı́deo. Con argumentos atractivos, y en mi opinión
irrefutables, afirmó que las cintas de vı́deo representaban la tendencia del futuro
en el campo de las comunicaciones, o al menos una de las tendencias.
Señaló que los programas comerciales destinados a cubrir los tremendos gas-
tos de las cadenas de televisión y de los terriblemente ávidos anunciantes no
tenı́an más remedio que atraer a audiencias de decenas de millones de especta-
dores.
Como todos sabemos, los únicos programas que tienen alguna posibilidad de
agradar a entre veinticinco y cincuenta millones de personas son los que evitan
cuidadosamente la posibilidad de ofender a nadie. Cualquier cosa que pudiera
darles un poco de sabor o de variedad ofenderı́a a alguien y se habrı́a perdido
la partida.
Ası́ que sólo sobreviven las papillas insı́pidas, no porque sean especialmente
agradables, sino porque tienen buen cuidado de no resultar desagradables pa-
ra nadie. (Bueno, a algunas personas, como a usted y a mi, por ejemplo, nos
desagradan, pero cuando los magnates de la publicidad contabilizan el núme-
ro de ustedes y yoes, y de gente como nosotros, el resultado final les provoca
desdeñosas carcajadas.)
Pero las cintas de vı́deo, capaces de complacer a los paladares más peculiares,
sólo venden contenido, y no tienen por qué enmascararlo con un barniz falso
y costoso o con la presencia de alguna renombrada estrella del espectáculo. Si
se lanza una cinta sobre estrategias de ajedrez con sı́mbolos de las piezas de
ajedrez moviéndose sobre un tablero, no es necesario añadir nada más para
vender un número x de copias a un número x de fanáticos del ajedrez. Si cada
cinta se vende a un precio que cubra los gastos de su edición (más un honrado
margen de beneficios), y si el número de ventas está de acuerdo con lo calculado,
entonces todo va bien. Es posible que alguna cinta venda menos de lo previsto,
pero también es posible que otra venda mucho más de lo que se esperaba.

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Para abreviar, el negocio de las cintas de vı́deo serı́a bastante parecido al de
las editoriales. El orador expuso este punto con toda claridad, y cuando dijo:
((El manuscrito del futuro no será un fajo de papeles torpemente mecanografia-
dos, sino una secuencia de imágenes hábilmente fotografiada)), no pude evitar
removerme inquieto en mi silla.
Es posible que al moverme llamara la atención sobre mi persona, ya que
estaba sentado en la primera fila, porque el orador añadió acto seguido: ((Y los
hombres como Isaac Asimov se quedarán anticuados y serán sustituidos por
otros.))
Como es natural, di un brinco, y todo el mundo se rió alegremente ante la
ocurrencia de que yo pudiera quedarme anticuado y fuera reemplazado por otro.
Dos dı́as más tarde el orador que iba a hablar aquella tarde llamó desde
Londres para comunicar que le era imposible salir de la ciudad, ası́ que la en-
cantadora dama que dirigı́a el seminario vino a verme y me pidió dulcemente
que lo sustituyera.
Como es natural, dije que no tenı́a nada preparado, y como es natural ella
dijo que todo el mundo sabı́a que no necesitaba prepararme para dar una con-
ferencia maravillosa, y como es natural, me ablandé ante los cumplidos, y como
es natural aquella tarde me levanté y como es natural di una conferencia mara-
villosa . Todo fue muy natural.
Me resulta imposible contarles qué es lo que dije exactamente, porque, como
todas mis charlas, fue improvisada; pero, por lo que recuerdo, en esencia era algo
ası́: Como hacı́a dos dı́as que un orador nos habı́a hablado de las cintas de vı́deo,
presentándonos la fascinante y deslumbrante imagen de un futuro en el que las
cintas de vı́deo y los satélites dominarı́an el panorama de las comunicaciones, yo
me disponı́a a servirme de mis conocimientos de ciencia-ficción para explotar un
futuro aún más lejano y habları́a de cómo podrı́an fabricarse cintas de vı́deo con
métodos mejores y más refinados, haciéndolas aún más sofisticadas. En primer
lugar, el orador nos habı́a mostrado que las cintas tenı́an que ser decodifı́cadas
por un aparato bastante caro y voluminoso, que transmitı́a las imágenes a una
pantalla de televisión y el sonido a un altavoz.
Evidentemente, todo el mundo esperarı́a que este equipo auxiliar fuera ha-
ciéndose más pequeño, más ligero y transportable. En el fondo, lo que se espe-
rarı́a es que acabara por desaparecer y que se integrara a la misma cinta.
En segundo lugar, para que la información contenida en la cinta se trans-
forme en imágenes y sonido es necesario un gasto de energı́a que redunda en
perjuicio del medio ambiente. (Como cualquier gasto de energı́a; aunque su uso
es inevitable, hay que evitar utilizarla más de lo estrictamente necesario.)
Por consiguiente, es razonable esperar que disminuya la cantidad de energı́a
necesaria para decodifı́car las cintas. En último término, esperarı́amos que dis-
minuyera tanto como para llegar a desaparecer por completo.
Por tanto, podemos imaginarnos una cinta que fuera completamente trans-
portable y autónoma. Serı́a necesario emplear energı́a en su fabricación, pero
no en su utilización, y tampoco serı́a necesario un equipo especial para su uso
posterior. No serı́a necesario enchufarla en la pared ni cambiarle las pilas, y
podrı́a ser transportada para ser vista en el lugar en que cada uno encontra-

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ra más cómodo: en la cama, en el cuarto de baño, en un árbol o en el ático.
Una cinta de vı́deo de estas caracterı́sticas produce sonidos, como es natural, y
también desprende luz. Evidentemente su usuario debe recibir con claridad las
imágenes y el sonido, pero serı́a un inconveniente que molestara a otras perso-
nas que posiblemente no estarı́an interesadas en su contenido. Idealmente, esta
cinta autónoma y transportable sólo tendrı́a que ser vista y oı́da por el usuario.
Por muy sofisticadas que sean las cintas existentes en la actualidad en el mer-
cado o previstas para un futuro próximo, siempre tienen necesidad de controles.
Tiene que haber una palanca o un interruptor para encenderlas y apagarlas,
y otros para controlar el color, el volumen, el brillo, el contraste y todas esas
cosas. Mi idea es que esos controles pudieran ser manejados, en la medida de lo
posible, por la voluntad.
Me imagino una cinta que deje de correr en el momento en que se aparte la
mirada. Permanece parada hasta que se le vuelve a prestar atención, momento
en el cual vuelve a ponerse en marcha inmediatamente. Me imagino una cinta
que corre más deprisa o más despacio, hacia adelante o hacia atrás, a saltos o
con repeticiones, dependiendo únicamente de la voluntad del usuario. Admitirán
ustedes que una cinta de estas caracterı́sticas constituye un perfecto sueño futu-
rista: autónoma, transportable, sin consumo de energı́a, absolutamente privada
y controlada en gran medida por la voluntad. Ah, pero soñar no cuesta nada, ası́
que seamos prácticos. ¿Es posible la existencia de una cinta ası́? Mi respuesta
es: sı́ naturalmente. La siguiente pregunta es: ¿cuantos años habrá que esperar
antes de conseguir una cinta tan increı́blemente perfecta?
También tengo respuesta para eso, y una respuesta bastante concreta. La
conseguiremos dentro de menos de cinco mil años, porque lo que acabo de des-
cribir (como es posible que hayan adivinado). ¡es el libro!
¿Estoy haciendo trampas? ¿Acaso usted opina, amable lector, que el libro no
es la cinta más refinada posible, ya que sólo ofrece palabras y no imágenes, que
las palabras sin imágenes son un tanto unidimensionales y están divorciadas de la
realidad, que es posible que las palabras por sı́ solas nos transmitan información
relativa a un universo que se manifiesta en imágenes? Bien, vamos a considerar
la cuestión. ¿La imagen es más importante que la palabra?
No cabe duda de que si sólo tenemos en cuenta las actividades puramente
fı́sicas del hombre, el sentido de la vista es con diferencia la manera más im-
portante que tenemos de reunir información sobre el Universo. Sı́ me dieran a
elegir entre correr por un terreno escabroso con los ojos vendados y un sentido
del oı́do muy agudo o con los ojos abiertos y sin poder oı́r nada, sin ninguna
duda preferirı́a utilizar los ojos. De hecho, si tuviera los ojos cerrados, pondrı́a
la máxima atención en cualquier movimiento que realizara.
Pero el hombre inventó la palabra durante las primeras fases de su desarrollo.
Aprendió a modular el aliento al espirar, y a utilizar distintas modulaciones del
sonido como sı́mbolos establecidos de objetos materiales y de diferentes acciones
y —lo que es mucho más importante— de conceptos abstractos.
Por último, aprendió a codificar los sonidos modulados en señales visibles que
podı́an ser traducidas mentalmente a sus sonidos correspondientes. Un libro, no
es necesario que lo diga, es un dispositivo que contiene lo que podrı́amos llamar

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un ((discurso almacenado)).
El lenguaje constituye la diferencia fundamental entre el hombre y los demás
animales (excepto quizás el delfı́n, que posiblemente haya desarrollado un len-
guaje, pero no un sistema para almacenarlo).
El lenguaje y la capacidad potencial de almacenarlo no sólo distinguen al
hombre del resto de las especies vivas ahora o en el pasado; además es algo
que todos los hombres tienen en común. Todos los grupos conocidos de seres
humanos, por muy ((primitivos)) que sean, saben hablar y utilizar un lenguaje.
He oı́do decir que algunos pueblos ((primitivos)) utilizan lenguajes muy complejos
y sofisticados.
Lo que es más, todos los seres humanos con una mentalidad incluso inferior
a lo normal aprenden a hablar a una edad temprana. Como el lenguaje es el
atributo universal de todo el género humano, ocurre que nos llega más informa-
ción, en nuestra calidad de animales sociales, a través del lenguaje que a través
de las imágenes.
Y no estoy hablando de cantidades ni siquiera similares. El lenguaje y las
formas de almacenarlo (la palabra escrita o imprenta) constituyen la fuente abru-
madoramente mayoritaria de la información que obtenemos, hasta tal punto que
sin ella estarı́amos indefensos. Para poner un ejemplo, pensemos en un programa
de televisión, normalmente compuesto de imágenes y lenguaje, y vamos a pre-
guntarnos qué ocurre cuando prescindimos de aquéllas o de éste. Supongamos
que oscurecemos la imagen y dejamos puesto el sonido. ¿No seguiremos teniendo
una idea bastante aproximada de lo que está ocurriendo? Es posible que en al-
gunos momentos haya mucha acción y poco sonido, dejándonos frustrados ante
la pantalla oscura y en silencio, pero si se supiera por anticipado que no se iba
a ver la imagen, serı́a posible añadir algunos comentarios y nos enterarı́amos de
todo.
De hecho, la radio está basada únicamente en el sonido; se servı́a del lenguaje
y de ((efectos sonoros)). Es decir, en algunos momentos el diálogo se servı́a de
artificios para compensar la falta de imágenes: ((Ahı́ viene Harry. Oh, no ha visto
el plátano. Oh, ha pisado el plátano. Ahı́ va.)) Pero, por lo general, no era difı́cil
enterarse. No creo que ningún oyente de la radio echara realmente de menos la
falta de imágenes.
Pero volvamos a la televisión. Quitemos ahora el sonido y dejemos la imagen
intacta: perfectamente enfocada y a todo color. ¿Qué es lo que sacamos en
limpio? Muy poco. Ni todas las expresiones de emoción de los rostros, ni todos
los gestos apasionados, ni todos los trucos de la cámara, dirigiéndose aquı́ y allá,
son capaces de transmitirnos más que una vaga idea de lo que está ocurriendo.
Además de la radio, que utilizaba únicamente el lenguaje y sonidos diversos,
estaban las pelı́culas mudas, que eran sólo imágenes. Los actores de estas pelı́cu-
las, que no disponı́an del sonido ni del lenguaje, tenı́an que ((emocionar)). Oh,
los ojos relampagueantes; oh, las manos que se llevaban a la garganta, que se
agitaba en el aire, que se alzaban al cielo; oh, los dedos que apuntaban confiada-
mente hacia el cielo, o firmemente hacia el suelo, o airadamente hacia la puerta;
oh, la cámara que se acercaba para enseñarnos la piel de plátano en el suelo, el
as en la manga, la mosca en la nariz. Y, con todos los recursos de la inventiva

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visual en sus manifestaciones más exageradas, ¿qué es lo que ocurrı́a cada quin-
ce segundos? La acción se detenı́a por completo y aparecı́an unas palabras en
la pantalla.
Esto no quiere decir que no sea posible comunicarse, en cierto modo, sir-
viéndose únicamente de los recursos visuales: utilizando imágenes pictóricas.
Uno mismo hábil como Marcel Marceau o Charlie Chalpin o Red Skelton es
capaz de hacer maravillas; pero la razón de que les observemos y aplaudamos es
precisamente que sean capaces de comunicar tanto sirviéndose únicamente de
imágenes.
De hecho, nos divertimos jugando a las charadas, intentando que otras per-
sonas adivinen una frase sencilla que nosotros ((representamos)). No serı́a un
juego tan popular si no exigiera mucho ingenio, y aun ası́, los jugadores idean
series de señales y estratagemas que (lo sepan o no) sirven de los mecanismos
del lenguaje.
Dividen las palabras en sı́labas, indican si una palabra es larga o corta, uti-
lizan sinónimos y sonidos similares. Al hacerlo, están sirviéndose de imágenes
visuales para hablar. Sin valerse de ningún truco relacionado con alguna pro-
piedad del lenguaje, sirviéndose únicamente de los gestos y las acciones, ¿serı́an
ustedes capaces de comunicar una frase tan sencilla como ((Ayer hubo un atar-
decer muy bonito, rosa y verde))?
Claro que ustedes podrı́an objetar que una cámara de cine puede fotografiar
una hermosa puesta de sol. Pero para ello es necesario invertir una gran cantidad
de tecnologı́a, y no estoy seguro de que eso les informara de que la puesta de sol
fue ası́ ayer (a menos que la pelı́cula truque el calendario, que también es una
fortuna de lenguaje).
O piensen en esto: las obras de Shakespeare fueron escritas para ser repre-
sentadas. La imagen era parte esencial de ellas. Para apreciar todo su sabor,
hay que ver a los actores y observar sus acciones. ¿Cuánto dejarı́an de entender
si asisten a una representación de Hamlet y cierran los ojos, concentrándose
únicamente en escuchar? ¿Cuánto dejarı́an de entender si se tapan los oı́dos y
se concentran únicamente en mirar?
Una vez que he expuesto claramente mi creencia de que un libro, formado
por palabras y no por imágenes, no pierde demasiado por falta de imágenes y,
por tanto, es más que razonable considerarlo como una variante tremendamente
sofisticada de una cinta de vı́deo, voy a cambiar de terreno y a servirme de un
argumento aún mejor.
Un libro no carece de imágenes en absoluto: tiene imágenes. Lo que es más,
imágenes mucho mejores —al ser personales— que cualquiera de las que la tele-
visión podrı́a ofrecernos jamás. ¿Acaso no acuden imágenes a su mente cuando
está leyendo un libro interesante? ¿Acaso no ven mentalmente todo lo que está
ocurriendo?
Esas imágenes son suyas. Le pertenecen a usted y sólo a usted, y son infi-
nitamente mejores para usted que aquellas que otros le presentan sin que se lo
pida.
Una vez vi a Gene Kelly en Los tres mosqueteros (la única versión que he
visto que se mantiene razonablemente fiel al libro). La pelea de espadachines

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entre D’Artagnan, Athos, Porthos y Aramı́s, por un lado, y los cinco hombres
de la guardia del cardenal, por el otro, que ocurre casi al principio de la pelı́cula,
era verdaderamente maravillosa. Por supuesto, se trataba de un baile, y disfruté
muchı́simo con él... Pero Gene Kelly, por mucho talento de baiları́n que tenga,
no encaje en la imagen de D’Artagnan que yo tengo en la cabeza, y durante
toda la pelı́cula me sentı́ a disgusto porque violentaba mi visión de Los tres
mosqueteros.
Esto no quiere decir que, en ocasiones, no resulte que un actor encaja exac-
tamente con nuestra propia visión. Resulta que para mı́ Sherlock Holmes es
precisamente Basil Rathbone. Pero es posible que para usted Sherlock Holmes
no sea Basil Rathbone; podrı́a ser Dustin Hoffman. ¿Por qué tendrı́an todo
nuestros millones de Sherlock Holmes que encajar en un único Basil Rathbone?
Ya ven, por tanto, por qué un programa de televisión, por maravilloso que
sea, nunca podrá proporcionar tanto placer, ser tan absorbente y ocupar un
lugar tan importante en la vida de la imaginación como un libro. Para ver el
programa de televisión sólo tenemos que poner la mente en blanco y sentarnos
apáticamente mientras nos dejamos invadir por el despliegue de imágenes y
sonidos, sin que nuestra imaginación intervenga para nada. Si hay otras personas
viéndolo, también se dejan llenar hasta arriba exactamente de la misma manera,
todas ellas, y con exactamente las mismas imágenes sonoras.
En cambio, el libro exige la colaboración del lector. Insiste en que tome parte
en el proceso.
Al hacerlo, nos ofrece una interrelación de la que el lector dispone a su gusto
según sus necesidades, que se ajusta exactamente a sus caracterı́sticas y a su
idiosincrasia. Cuando leemos un libro, creamos nuestras propias imágenes, los
sonidos de las diferentes voces, los gestos, las expresiones y emociones. Creamos
todo excepto las mismas palabras. Y si la creación nos produce algún placer, el
libro nos ha dado algo que el programa de televisión es incapaz de darnos.
Además, si diez mil personas leen el mismo libro al mismo tiempo, no obs-
tante cada una de ellas crea sus propias imágenes, sus propias voces, sus propios
gestos, expresiones y emociones. No será un sólo libro, sino diez mil libros. No
será obra exclusivamente de su autor, sino el producto de la interacción del autor
con cada uno de los lectores por separado.
Por tanto, ¿qué es lo que podrı́a sustituir al libro?
Admito que el libro puede sufrir alteraciones en algunos aspectos secundarios.
Hubo una época en que se escribı́a a mano; ahora se imprime. La tecnologı́a de
la publicación de libros impresos ha progresado de mil maneras, y es posible
que en el futuro los libros puedan visualizarse electrónicamente en la pantalla
de televisión de nuestras casas.
Pero en último término, nos encontramos a solas con la palabra impresa, y
¿qué podrı́a sustituirla?
¿No estaré tomando mis deseos por realidades? ¿No será que como me gano
la vida con los libros no quiero aceptar el hecho de que los libros puedan ser
reemplazados por otra cosa? ¿Me estaré limitando a inventar argumentos inge-
niosos para consolarme? Nada de eso. Estoy seguro de que los libros no serán
sustituidos en el futuro, porque no lo han sido en el pasado.

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Desde de luego, hay muchos más espectadores de televisión que lectores
de libros, pero esto no es ninguna novedad. Los libros siempre han sido una
actividad minoritaria. Habı́a muy poca gente que leyera antes de la televisión y
antes de la radio y antes de cualquier cosa que se les pueda ocurrir.
Como he dicho, los libros son absorbentes y exigen una cierta actividad
creativa por parte del lector. No todo el mundo, en realidad muy pocas per-
sonas, están dispuestas a dar lo que éstos requieren, ası́ que no leen ni leerán.
No renuncian a ello porque el libro les decepciones de algún modo, sino por
naturaleza.
La verdad es que me gustarı́a insistir en que leer es difı́cil, excesivamente
difı́cil. No es como hablar, algo que hasta los niños que no tienen una inteligencia
normal aprenden sin necesidad de un programa de enseñanza consciente. Basta
con el impulso de imitación que se manifiesta a partir del primer año.
Por el contrario, leer requiere un cuidadoso aprendizaje que pocas veces tiene
éxito.
El problema es que nos engañamos a nosotros mismos con nuestro concepto
de lo que es saber leer y escribir. Casi todo el mundo puede aprender (si lo intenta
con bastante interés y durante el tiempo suficiente) a leer las señales de tráfico
y comprender las instrucciones y los avisos y carteles, y a descifrar los titulares
de los periódicos. Siempre que el mensaje impreso sea corto y razonablemente
sencillo y que la motivación para leerlo sea grande, casi todo el mundo sabe leer.
Y si esto es saber leer, entonces casi todos los norteamericanos saben leer,
pero si luego nos preguntamos por la razón por la que tan pocos norteameri-
canos leen libros (parece ser que el norteamericano medio que ha completado
los estudios primarios no lee ni siquiera un libro al año) nos estamos engañando
con nuestra interpretación de lo que es saber leer.
Pocas personas de las que saben leer, en el sentido de ser capaces de leer un
cartel de PROHIBIDO FUMAR, llegan a familiarizarse con la palabra impresa
y a realizar con facilidad el proceso de decodificar rápidamente las pequeñas y
complicadas formas que representan sonidos modulados hasta el punto de estar
dispuestos a emprender una lectura prolongada, como, por ejemplo, la de abrirse
camino por un marasmo de mil palabras consecutivas.
No creo que esto se deba únicamente a un fallo de nuestro sistema educativo
(aunque Dios sabe que es un fallo). No es de esperar que si, por ejemplo, se
enseña a todos los niños a jugar al béisbol, todos ellos lleguen a ser jugadores
de béisbol de primera clase, o que todos los niños que aprenden a tocar el piano
se conviertan en pianistas de talento. En casi todos los campos del esfuerzo
humano aceptamos la idea de que es necesario la existencia de un cierto talento
que pude ser alentado y desarrollado, pero que no es posible crear de la nada.
Bueno, en mi opinión la lectura también es un talento. Se trata de una
actividad muy difı́cil. Permı́tame que les cuente cómo la descubrı́.
De adolescente leı́a de vez en cuando revista de historietas, y mi personaje
preferido, si les interesa saberlo, era Scrooge McDuck. En aquella época las
revistas de historietas costaban diez centavos, pero por supuesto yo las leı́a
gratis porque las cogı́a del quiosco de mi padre. Aunque siempre me asombraba
de que alguien pudiera ser tan tonto como para pagar diez centavos cuando

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bastaba con hojear la revista en el quiosco durante un par de minutos para
leérsela entera.
Después ocurrió que un dı́a iba a la Universidad de Columbia en el metro;
estaba agarrado a mi correa en un vagón atestado de gente y no tenı́a nada a
mano para leer. Afortunadamente, la chica que iba sentada frente a mı́ estaba
leyendo una revista de historietas. Era mejor que nada, ası́ que me coloque
de manera que pudiera ver las páginas y leerlas al mismo tiempo que ella.
(Afortunadamente, puedo leer al revés con tanta facilidad como al derecho.)
Pasaron algunos segundos y pensé: ¿Por qué no le da la vuelta a la página?
Por fin, lo hizo. Tardaba varios minutos en acabar cada doble pagina, y mien-
tras estaba observando sus ojos que iban de una viñeta a la siguiente y sus labios
que murmuraban cuidadosamente cada palabra, tuve una súbita revelación.
Estaba haciendo lo que yo harı́a si estuviera descifrando palabras inglesas
escritas en caracteres hebreos, griegos o cirı́licos. Como no conozco estos alfabe-
tos más que por encima, primero tendrı́a que reconocer cada letra, recordar su
sonido, luego unirlas y después reconocer la palabra. Luego tendrı́a que pasar
a la siguiente palabra y hacer lo mismo. Después de haber descifrado varias
palabras de este modo, tendrı́a que volver atrás e intentar combinarlas.
Pueden apostar a que en esas circunstancias yo leerı́a bien poco. La única
razón de que lea es que cuando miro una lı́nea impresa inmediatamente veo las
palabras ya formadas.
Y la diferencia entre el lector y el no-lector se va haciendo cada vez mayor con
el paso de los años. Cuanto más lee un lector, más información va acumulando,
más amplı́a su vocabulario y más se va familiarizando con las diversas alusiones
literarias. Cada vez le resulta más fácil y más divertido leer, mientras que al
no-lector cada vez le resulta más difı́cil y menos gratificante.
El resultado es que hay, y que siempre ha habido (sea cual sea el supues-
to nivel cultural de una sociedad determinada) lectores y no-lectores; aquéllos
constituyen una pequeña minorı́a de, supongo, menos del uno por ciento.
He calculado que unos cuatrocientos mil norteamericanos han leı́do algunos
de mis libros (de una población de doscientos millones), y yo soy considerado,
y yo mismo me considero, un autor de éxito. Si se vendieran dos millones de
ejemplares de un libro determinado en todas las ediciones estadounidenses, serı́a
un notable éxito de ventas, y esto sólo significarı́a que uno por ciento de la
población de los Estados Unidos se habrı́a animado a comprarlo. Además, estoy
seguro de que al menos la mitad de los compradores no conseguirı́an hacer otra
cosa que recorrerlo a trompicones para encontrar los pasajes subidos de tono.
Estas personas, estos no-lectores, estos receptores pasivos de entrenamientos,
son terriblemente volubles. Pasan de una cosa a otra, buscando continuamente
algún dispositivo que les dé el máximo posible y les exija el mı́nimo esfuerzo.
De los juglares a los actores de teatro, del teatro a las pelı́culas, de las
pelı́culas mudas a las sonoras, del blanco y negro al color, del tocadiscos a
la radio y de nuevo al tocadiscos, de las pelı́culas a la televisión y luego a la
televisión en color y luego a las cintas de vı́deo.
¿Qué importa?

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Pero mientras tanto esa minorı́a de menos del uno por ciento se mantiene
fiel a los libros. Sólo la palabra impresa puede exigirles tanto, sólo la palabra
impresa puede obligarles a mostrarse creativos, sólo la palabra impresa puede
adaptarse a sus deseos y necesidades, sólo la palabra impresa puede darles lo
que no podrı́a darles ninguna otra cosa.
Puede que el libro sea un invento antiguo, pero también es definitivo y nada
convencerá a los lectores de que lo abandonen. Se mantendrán como minorı́a,
pero se mantendrán.
Ası́ que, a pesar de lo que dijo mi amigo en su conferencia sobre cintas de
vı́deo, los autores de libros no se quedarán nunca pasados de moda ni serán
sustituidos. Puede que escribir no sea una buena manera de hacerse rico (¡oh,
bueno, y que importa el dinero!), pero siempre existirá como profesión.

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