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El Principe Resumen 3

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"EL PRÍNCIPE" DE MAQUIAVELO.

CAPITULO PRIMERO: “De las varias clases de principados y del modo de


adquirirlos.”
Cuantos Estados y cuantas dominaciones ejercieron y todavía una
autoridad soberana sobre los hombres, fueron y son principados o repúblicas.
Los principados se dividen en hereditarios y nuevos. Los hereditarios provienen
de su familia, que por mucho tiempo poseyó. Los nuevos se adquieren de dos

OM
modos: o surgen como tales en un todo, o aparecen como miembros añadidos
al Estado ya hereditario del príncipe que los adquiere.
Estos Estados nuevos ofrecen a su vez una subdivisión, porque: o están
habituados a vivir bajo un príncipe, o están habituados a ser libres; o el príncipe

.C
que los adquirió lo hizo con armas ajenas, o lo hizo con las suyas propias; o se
las proporcionó la suerte, o se las proporcionó su valor. En este capítulo
DD
presenta el esquema de toda su obra.

CAPITULO 2: “De los príncipes hereditarios.”


En los Estados hereditarios, que están acostumbrados a ver reinar la
LA

familia de un príncipe, hay menos dificultad de conservarlo que cuando son


nuevos.

CAPITULO 3: “De los principados mixtos”.


FI

Hállanse grandes dificultades en esta clase de régimen político, muy


principalmente cuando el principado antiguo que se posee de antemano. Por tal
reunión se le llama principado mixto. Consiste en que los hombres, aficionados


a mudar de señor, con la loca y errada esperanza de mejorar su suerte, se


arman contra el q les gobernaba y ponen en su puesto u otro.
Ello proviene de la necesidad natural en que el príncipe se encuentra de
ofender a sus nuevos súbditos, ya con tropas, ya con una infinidad de otros
procedimientos molestos, que el acto de su nueva adquisición llevaba consigo.
Por muy fuera que sean los ejércitos del príncipe, éste necesita siempre
el favor de una parte, a lo menos, de los habitantes de la provincia para entrar
en ella.

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Comenzaré estableciendo una distinción. Cuando son de la primera
especie, hay suma facilidad en conservarlos, especialmente si no están
habituados a vivir libres en república.
Aunque existan algunas diferencias de lenguaje, las costumbres se
asemejan, y esas diversas provincias viven en buena armonía. Cuanto al que
hace tales adquisiciones, si ha de conservarlas, necesita dos cosas: la primera,
que se extinga el linaje del príncipe que poseía dichos Estados; y la segunda,
que el príncipe nuevo no altere sus leyes, ni aumente los impuestos. Con ello,

OM
en tiempo brevísimo, los nuevos Estados pasarán a formar un solo cuerpo con
el antiguo suyo.
Pero cuando se adquieren algunos Estados que se diferencian del
propio en lengua, costumbres y constitución, las dificultades se acumulan, y es

.C
menester mucha sagacidad y particular favor del cielo para conservarlos.
Residiendo en su Estado nuevo, aunque se produzcan en él
DD
desórdenes, puede muy prontamente reprimirlos, mientras que, si residen en
otra parte, aun no siendo los desórdenes de gravedad, tiene difícil remedio.
Los súbditos se alegran más de recurrir a un príncipe que está al lado
suyo que no es uno que está distante, porque encuentran más ocasiones de
LA

tomarle amor, si quieren ser buenos, y temor, si quieren ser malos.


Después del precedente, el mejor medio consiste en enviar algunas
colonias a uno o dos parajes, que sean como la llave del nuevo Estado, a falta
de lo cual habría de tener allí mucha caballería e infantería. Formando el
FI

príncipe semejantes colonias, no se empeña en dispendios exagerados, porque


aun sin hacerlos, o con dispendios exiguos, las mantiene en los contérminos
del territorio. Con ello no ofende más que a aquellos cuyos campos y de cuyas


cosas se apodera, para dárselo a los nuevos moradores, que no componen, en


fin de cuentas, más que una cortísima parte del nuevo Estado, u quedando
dispersos y pobres aquellos a quienes ha ofendido, no pueden perjudicarle
nunca.
Si, en vez de colonias, se tiene tropas en los nuevos Estados, se
expande mucho, ya que es menester consumir, para mantenerlas, cuantas
rentas se sacan de dichos Estados.
El príncipe que adquiere una provincia, cuyo idioma y cuyas costumbres
no son los de su Estado principal, debe hacerse allí también el jefe y el

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protector de los príncipes vecinos sean menos poderosos, e ingeniarse para
debilitar a los de mayor poderío.
No permitieron, en fin, que las potencias extrajeras adquieran allí
consideración ninguna.
Podemos deducir una regla general que no engaña nunca, o que, a lo
menos, no extravía sino raras veces, y que es que el que ayuda a otro a
hacerse poderoso provoca su propia ruina. Él es quien le hace tal con su fuerza
o con su industria, y estos dos medios de que se ha manifestado provisto

OM
resúltanle muy sospechosos al príncipe que, por ministerio de ellos, se tornó
más poderoso.

CAPITULO 4: “Por qué, ocupado el reino de Darío por Alejandro, no se

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rebeló contra los sucesores de éste, después de su muerte.”
De dos modos son gobernados los principados conocidos. El primero
DD
consiste en serlo por su príncipe, asistido de otros individuos que,
permaneciendo siempre como súbditos humildes al lado suyo, son admitidos,
por gracia o concesión, en clase de servidores, solamente para ayudarle a
gobernar. El segundo modo como se gobierna, se compone de un príncipe,
LA

asistido por barones, que encuentras su puesto en el Estado, no por la gracia o


por la concesión de soberano, sino por la antigüedad de su familia. Estos
mismos barones poseen Estados y súbditos que los reconocen por señores
suyos, y les consagra espontáneamente su afecto.
FI

Así, cualquiera que considere atentamente ambas clases de Estado,


comprenderá que existe dificultad suma en conquistar el del sultán de Turquía,
pero que, si uno le hubiese conquistado, lo conservará con suma facilidad.


No habrá que temer ya más que a la familia del príncipe.


Cuanto a los Estados constituidos, como el de Francia, es imposible
poseerlos tan sosegadamente. Por esto hubo, tanto en Francia como en
España, frecuentes rebeliones semejantes a las que los romanos
experimentaron en Grecia a causa de los numerosos principados que había
allí.

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CAPITULO 5: “De qué manera deben gobernarse los estados que, antes
de ocupados por un nuevo príncipe, se regían por sus leyes particulares.”
Cuando el príncipe quiere conservar aquellos Estados que estaban
habituados a vivir con su legislación propia y en régimen de república, es
preciso, que abrace una de estas tres resoluciones: o arruinarlos, o ir a vivir
con ellos, o dejar al pueblo con su código tradicional.
Una cuidad acostumbrada a vivir libremente, y que el príncipe quiere
conservar, se contiene mucho más fácilmente por medio del influjo directo de

OM
sus propios ciudadanos que de cualquier otro modo.
Hablando con verdad, el arbitrio más seguro para conservar semejantes
Estados es el de arruinarlos.
Para justificar tan cuidad su rebelión invocará su libertad y sus antiguas

.C
leyes, cuyo hábito no podrán hacerle perder nunca el tiempo y los beneficios
del conquistador. Por más que éste se esfuerce, y aunque practiquen un
DD
expediente de previsión, si no se desunen y se dispersan sus habitantes, no
olvidará nunca el nombre de aquella antigua libertad.
No concuerdan los ciudadanos entre sí para elegir otro nuevo, y , no
sabiendo vivir libres, son más tardos en tomar las armas, por lo cual cabe
LA

conquistarlos con más facilidad, y asegurar su posesión.


CAPITULO 6:”De los principados nuevos que se adquieren por el valor
personal y con las armas propias.”
Los hombres caminan casi siempre por caminos trillados ya por otros,
FI

apenas hacen más que imitar a sus predecesores en las empresas que llevan a
cabo.
Los príncipes que son nuevos en un todo, y cuyo soberano es


completamente nuevo también, hay más o menos dificultad de conservarlos.


Los que llegan a ser príncipes por esos medios (admiración, etc.), no
adquieren su soberanía son trabajo, pero la conservan fácilmente, y las
dificultades con que tropiezan, al conseguirla, provienen en gran parte de las
nuevas instituciones que se ven obligados a introducir, para fundamentar su
Estado y para proveer a su seguridad.
Y aun que puedan sacarlo de los recién establecidos, suelen defenderlos
con tibieza suma, tibieza que dimana en gran parte de la escasa confianza que
los hombres ponen en las innovaciones, por buenas que parezcan, hasta que

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no hayan por el tamiz de una experiencia sólida. Mientras que los otros sólo las
defienden con timidez cautelosa, lo que pone en peligro al príncipe.
Al paso que, si pueden obligar, rara vez dejan de conseguir su objeto.
Por eso todos los profetas armados, han sido vencedores, y los desarmados
abatidos.
El natural de los pueblos es variable. Fácil es hacerles creer una cosa,
pero difícil hacerles persistir en su creencia. Por cuyo motivo es menester
componerse de modo que, cuando hayan cesado de creer, sea posible

OM
constreñirlos a creer todavía.
Los príncipes de la especie a que vengo refiriéndome, experimentan
sumas dificultades en su manera de conducirse, porque todos sus pasos van
acompañados de peligros y necesitan gran valor para superarlos. Pero cuando

.C
han triunfado de ellos y empiezan a ser respetados quedan, al fin, asegurados,
reverenciados, poderosos y dichosos.
DD
De simple particular que era, ascendió al príncipe de Siracusa, sin que la
fortuna le procurara otro recurso que el de una favorable ocasión.
Había sido virtuoso en su condición privada que, en sentir de los
historiadores, no le faltaba entonces para reinar más que poseer un trono.
LA

CAPITULO 7: “De los principados nuevos que se adquieren por la fortuna


y con las armas ajenas”.
Los que de particulares que eran se vieron elevados al principado por las
FI

sola fortuna, llegan a él sin mucho trabajo, pero lo encuentran máximo para
conservarlo en su poder. Los obstáculos les cercan por todas partes. Esos
príncipes no consiguieron su Estado más que de uno u otro de estos dos


modos: o comprándolo o haciéndoselo dar a favor.


No saben ni pueden mantenerse en tales alturas. No saben, porque a
menos de poseer un talento superior, no es verosímil que acierte a reinar bien
quien ha vivido mucho tiempo en una condición privada, y no pueden, a causa
de carecer de suficiente número de soldados, con cuyo apego y con cuya
fidelidad cuenten de una manera segura.
El que en un principado nuevo necesite asegurarse de sus enemigos,
ganarse amigos repetidamente, vencer por la fuerza o por el fraude, hacerse
amar y temer de los pueblos, obtener el respeto y la fidelidad de los soldados,

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sustituir los antiguos estatutos por otros recientes, desembarazarse de los
hombres que pueden perjudicarle, ser a la vez severo, agradable, magnánimo y
liberal, conservar la amistad de los monarcas, de suerte que éstos le sirvan de
buen grado, o no le ofendan más que con mucho miramiento: el que en tal caso
se halle, no encontrará ejemplo más fehaciente que el proceder del duque. Los
hombres ofenden por miedo o por odio.

CAPITULO 8: “De los que llegaron al principado por medio de maldades”

OM
Asciende a un príncipe, lo puede hacer todavía de otros dos modos, sin
deberlo todo al valor o a la fortuna, no conviene omita yo tratar de uno y de
otros de esos dos modos, aun reservándome discurrir con más extensión sobre
el segundo, al ocuparme de las repúblicas. El primero es cuando un hombre se

.C
eleva al principado por una vía malvada u detestable, y el segundo cuando se
eleva con el favor de sus conciudadanos.
DD
La traición de sus amigos, la matanza de sus conciudadanos, su
absoluta falta de humanidad y de religión son , en verdad, recursos con los que
se llegan a adquirir el dominio, mas nunca la gloria.
No puede atribuirse a su valor o a su fortuna lo que adquirió sin el uno y
LA

sin la otra.
Así, un príncipe debe, ante todas las cosas, a conducirse con sus
súbditos de modo que ninguna contingencia, buena o mala, le haga variar,
dado que, si sobreviven tiempos difíciles y penosos, no le quedaría ya ocasión
FI

para remediar el mal, y el bien que hace entonces no se convierte en provecho


suyo, pues lo miran como forzoso, y no se loa agradecen.


CAPITULO 9: “Del principado civil”.


Un particular llegar a hacerse príncipe, sin valerse de nefandos
crímenes, ni de intolerables violencias. Es cuando, con el auxilio de sus
conciudadanos, llega a reinar en su patria. A este principado lo llamo civil. Para
adquirirlo, no hay necesidad alguna de cuanto el valor o la fortuna pueden
hacer, sino más bien de cuanto una acertada astucia puede combinar. Pero
nadie se eleva a esta soberanía sin el favor del pueblo o de los grandes.
Del choque de ambas inclinaciones dimana una de estas tres cosas; o el
establecimiento del principado, o el de la república, y el de la licencia o

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anarquía. Cuanto al principado, su establecimiento se promueve por el pueblo
o por los grandes, según que uno u otro de estos dos partidos tengan ocasión
para ello.
Lo peor que el príncipe puede temer de un pueblo que no le ama, es ser
abandonado por él. Pero, si le son contrarios los grandes, debe temer, no solo
de verse abandonado, sino que también atacado y destruido por ellos, que,
teniendo más previsión y más astucia que el pueblo, emplean bien el tiempo
para salir del apuro, y solicitan dignidades de aquel que esperan ver sustituir al

OM
príncipe reinante.
Los que obran por cálculo o por ambición, manifiestan que piensan más
en é que en su soberano, y que éste debe prevenirse contra ellos y mirarlos
como enemigos declarados, porque en la adversidad ayudarán a hacerle caer.

.C
Un ciudadano llegado a un príncipe por el favor del pueblo ha de tirar a
conservar su afecto, lo cual es fácil, ya que el pueblo pide únicamente no ser
DD
oprimido. Pero el que llegó a ser príncipe con el auxilio de los grandes y contra
el voto del pueblo, ha de procurar conciliárselo, tomándolo bajo su protección.
Pero no hubiera logrado tamaños triunfos, si hubiera tenido el pueblo por
enemigo.
LA

Las soberanías de esta clase sólo pueden peligrar cuando se las hace
subir del orden civil al de una monarquía absoluta, en que el príncipe manda
por sí mismo, o por intermedio de sus magistrados.
Un soberano prudente debe imaginar un método por el que sus
FI

gobernados tengan de continuo, en todo evento y en circunstancia de cualquier


índole, una necesidad grandísima de su principado. Es el medio más seguro de
hacérselos fieles para siempre.


CAPITULO 10: “Cómo deben medirse las fuerzas de todos los


principados”.
Pueden los príncipes sostenerse por sí mismos cuando tienen suficiente
hombres y dinero para formar el correspondiente ejército, con qué presentar
batalla a cualquiera que vaya a atacarlos, y necesitan de otros los que, no
pudiendo salir a campaña contra los enemigos, se encuentran obligados a
encerrarse dentro de sus muros, de limitarse a defenderlos.

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La naturaleza de los hombres es obligarse unos a los otros. No le es
difícil a un príncipe prudente, desde el comienzo hasta el final de un sitio,
conservar inclinados a su persona los ánimos de sus conciudadanos, si no les
falta con qué vivir, ni con qué defenderse.

CAPITULO 11: “De los principados eclesiásticos”.


En cuya adquisición y posesión no existe ninguna dificultad, pues no se
requiere al efecto, ni de valor, ni de buena fortuna. Tampoco su conservación y

OM
mantenimiento necesita de una de ambas cosas, o de las dos reunidas, por
cuanto el príncipe se sostiene en ellos por ministerio de instituciones que,
fundadas de inmemorial, son tan poderosas, y poseen tales propiedades, que
la aferran a su Estado, de cualquier modo que proceda y se conduzca.

.C
Únicamente estos príncipes tiene Estados sin verse obligados a defenderlos, y
súbditos, in experimentar la molestia de gobernarlos.
DD
CAPITULO 12: “De las diferentes especies de tropas y de los soldados
mercenarios”.
Me resta ahora reflexionar acerca de los ataques y de las defensas que
LA

pueden ocurrir en cada uno de los Estados de que llevo hecha mención.
Porque los principales fundamentos de todos los Estados, ya antiguos, ya
nuevos, ya mixtos, están en las armas y en las leyes, y, como no se conciben
leyes malas a base de armas buenas, dejaré a un lado las leyes y me ocuparé
FI

de las armas. Las armas con que un príncipe defiende su Estado pueden ser
tropas propias, o mercenarias, o auxiliares, o mixtas, y me ocuparé por
separado de cada una de ellas.


Las mercenarias y auxiliares son inútiles y peligrosas. No se hallará


seguro nunca, no tienen temor de Dios ni buena fe con los hombres.
El príncipe debe ir en persona a su frente, y practicar por sí mismo el
oficio de capitán. La república de be enviar a uno de sus ciudadanos para
mandarlas y , si desde las primeras acciones de guerra no manifiesta bélica
capacidad debe remplazársele por otro.
La experiencia enseña que únicamente los príncipes que poseen ejército
propio y las repúblicas que gozan del mismo beneficio, triunfan con facilidad, en
tanto que los príncipes y las repúblicas que se apoyan sobre ejércitos

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mercenarios, no experimentan más que reveces. Deduzco de todo ello que con
tropas mercenarias, las conquistas son lentas, tardías, limitadas, y los fracasos
bruscos repentinos e inmensos.

CAPÍTULO 13: “De los soldados auxiliares, mixtos y propios.”


Las armas de ayuda que he contado entre las inútiles, son las que un
príncipe presta a otro para socorrerle y defenderle.
Si la cobardía es lo que más debe temerse en las tropas mercenarias, lo

OM
más temible en las auxiliares es la valentía. Pero un príncipe sabio, evitará
siempre valerse de unas y de otras, y recurrirá a sus propias armas prefiriendo
perder con ellas a ganar con las ajenas.
Por lo cual, el que, estando al frente de un principado no descubre el mal

.C
en su raíz, ni lo advierte hasta que se manifiesta, no es verdaderamente sabio.
Infiero de lo dicho que ningún principado puede estar seguro cuando no
DD
tiene armas que le pertenezcan en propiedad.

CAPÍTULO 14: “De las obligaciones del príncipe en lo concerniente al arte


de la guerra”.
LA

El príncipe no ha de tener otro objeto, ni abrigar otro propósito ni cultivar


otro arte que el que enseña el orden y la disciplina de los ejércitos, porque es el
único que se espera ver ejercido por el que manda.
Sucedió que varios príncipes que se ocupaban más en las delicias de la
FI

vida que en las cosas militares, perdieron sus estados. La primera causa que
haría a un príncipe perder el suyo, sería abandonar el arte de la guerra, como
la causa que hace adquirir un reino al que no lo tenía, es sobresalir en ese arte.


La razón y la experiencia nos enseñan que el hombre que se halla


armado no obedece con gusto al que está desarmado, y que el amo
desarmado no se encuentra seguro entre sirvientes amados.
La resolución, de acuerdo con las reglas que debe observar un príncipe
sabio, este, lejos de permanecer ocioso en tiempo de paz, ha de formarse
entonces un copioso caudal de recursos bélicos que puedan serle de provecho
en la adversidad, a fin de que, si la fortuna se toma contraria, se halle dispuesto
a resistírsele.

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CAPÍTULO 15: “De las cosas por las que los hombres, y especialmente
los príncipes, son alabados o censurados”.
Conviene ahora ver cómo debe conducirse un príncipe con sus amigos y
con sus súbditos.
Hay tanta distancia entre saber cómo viven los hombres, y como
debieron vivir, que el que para gobernarlos aprende el estudio de lo que se
hace, para deducir lo que sería más noble y más justo hacer, aprender más a
creas su rutina que a preservarse de ella, puesto que un príncipe que a todas

OM
costa quiere ser bueno, cuando de hecho está rodeado de gentes que no lo
son, no pueden menos que caminar hacia un desastre. Por ende, es necesario
que un príncipe que desee mantenerse en su reino, aprenda a no ser bueno en
ciertos casos, y a servirse de su bondad, según que las circunstancias los
exijan.

.C
Los príncipes, por hallarse colocados a mayor altura que los de demás,
DD
se distinguen por determinadas prendas personales, que provocan la alabanza
o la censura. Uno es mirado como liberal y otro como miserable.
Uno se reputa como más generoso, y otro tiene fama de rapaz; uno pasa
por cruel, y otro por compasivo; uno por carecer de lealtad, y otro por ser fiel a
LA

sus promesas; uno por afeminado y pusilánime, y otro por valeroso y feroz; uno
por humano, y otro por soberbio; uno por casto, y otro por lascivo; uno por
dulce y flexible, y otro por duro e intolerable; un por grave, y otro por ligero; uno
por creyente y religioso, y otro por incrédulo e impío.
FI

Es necesario que el príncipe sea lo bastante prudente para evitar la


infamia de los vicios que le harían perder su corona, y hasta para preservarse,
si puede, de los que no se la harían perder.


CAPITULO 16: “De la libertad y de la avaricia”


Comenzando por la primera de estas prendas, reconozco cuan útil
resultaría al príncipe ser liberal. Sin embargo, la liberalidad que impidiese le
temieran, sériale perjudicial en grado sumo. Si la ejerce con prudencia y de
modo que no lo sepan, no incurrirá por ello en la infamia del vicio contrario.
Pero, como el que quiere conservar su reputación de liberal no puede
abstenerse de parecer suntuoso, sucederá siempre que un príncipe que aspira
a semejante gloria, consumirá todas sus riquezas en prodigalidades, y al cabo,

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si pretende continuar pasando por liberal, se verá obligado a gravar
extraordinariamente a sus súbditos, a ser extremadamente fiscal, y a hacer
cuanto sea imaginable para obtener dinero. Ahora bien: esta conducta
comenzará a tornarlo odioso a sus gobernados, y, empobreciéndose así más y
más, perderá la estimación de cada uno de ellos, de tal suerte que después de
haber perjudicado a muchas personas para ejercitar una liberalidad que no ha
favorecido más que a un cortísimo número de ellas, sentirá vivamente la
primera necesidad y peligrará al menor riesgo. Y, si reconoce entonces su falta,

OM
y quiere mudar la conducta, se atraerá repentinamente el oprobio anejo a la
avaricia.
No pudiendo, un príncipe, sin que de ellos le resulte perjuicio, ejercer la
virtud de la liberalidad de un modo notorio, debe, si es prudente, no inquietarse

.C
de ser notado de avaricia.
Por tal arte, ejerce la liberalidad con todos aquellos a quienes no toma
DD
nada, y cuyo número es inmenso, al paso que no es avaro más que con
aquellas a quienes no da nada, y cuyo número es poco crecido.
Lo único que puede perjudicarle es gastar sus propios bienes, porque
nada hay que agote tanto como la liberalidad desmedida. Mientras la ejerce,
LA

pierde poco a poco la facultad misma de ejercerla, se torna pobre y


despreciable.
Ahora bien; uno de los inconvenientes mayores de que un príncipe ha de
precaverse, es el de ser menospreciado y aborrecido. Y, conduciendo a ello la
FI

liberalidad, concluyo que la mejor sabiduría es no temer la reputación de avaro,


que no produce más que infamia sin odio, antes que verse, por el gusto de
gozar renombre de liberal, en el brete de incurrir en la nota de rapacidad, cuya


infamia va acompañada siempre del odio público.

CAPITULO 17: “De la clemencia y de la severidad, y si vale más ser


amado que temido”.
Digo que todo príncipe ha de desear que se le repute por clemente y no
por cruel. Advertiré, que debe temer en todo instante hacer mal uso de su
clemencia.

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Al príncipe no le conviene dejarse llevar por el temor de la infamia
inherente a la crueldad, si necesita de ella para conservar unidos a sus
gobernados e impedirles faltara la fe que le deben.
A un príncipe nuevo le es dificilísimo evitar la fama de cruel, a causa de
que los Estados nuevos están llenos de peligros.
Un tan príncipe no debe, sin embargo, creer de ligero en el mal de que
se le avisa, sino que debe siempre obrar con gravedad suma y sin él mismo
atemorizarse. Su obligación es proceder moderadamente, con prudencia y aun

OM
con humanidad, sin que mucha confianza le haga impróvido, y mucha
desconfianza le convierta en un hombre insufrible. Y aquí se presenta la
cuestión de saber si vale más ser temido que amado. Respondo que
convendría ser una cosa y otra juntamente, pero el partido más seguro es ser

.C
temido antes que amado.
Los hombres se atreven más a ofender al que se hace amar que al que
DD
se hace temer, porque el afecto no se retiene por el mero vínculo de la gratitud,
que , en atención a la perversidad ingénita de nuestra condición, toda
ocasión de interés personal llega a romper, al paso que el miedo a la autoridad
política se mantiene siempre con el miedo al castigo inmediato, que no
LA

abandona nunca a los hombres. El príncipe que se hace temer, sin al propio
tiempo de hacerse amar, debe evitar que le aborrezcan, ya que cabe inspirar
un temor saludable y exento de odio, cosa que logrará con sólo abstenerse de
poner mano en la haciendo de sus soldados y de sus súbditos, así como de
FI

despojarles de sus mujeres, o de atacar el honor de éstas.


Cuando el príncipe esté con sus tropas y tenga que gobernar a miles de
soldados, no debe preocuparle adquirir fama de cruel, ya que, sin esta fama, no


logrará conservar un ejército unido, ni dispuesto para alguna cosa.


De donde infiero que amando a los hombres a su voluntad y temiendo a
la del príncipe, debe el último, si es cuerdo, fundarse en lo que depende de él,
no en lo que depende de los otros, y únicamente ha de evitar que se le
aborrezca, como llevo dicho.

CAPITULO 18: “De qué modo deben guardar los príncipes la de dada”.
Es necesario que el príncipe sepa que dispone, para defenderse, de dos
recursos: la ley y la fuerza. El primero es propio de hombres, y el segundo

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corresponde esencialmente a los animales. Pero, como a menudo no basta el
primero, es preciso recurrir al segundo. Le es, por ende, indispensable a un
príncipe hacer buen uso de uno y de otro, ya simultáneamente, ya
sucesivamente.
Cuando un príncipe es dotado de prudencia advierte que su fidelidad a
las promesas redunda en su prejuicio, y que los motivos que le determinaron a
hacerlas no estén ya, ni puede, ni siquiera debe guardarlas, a no ser que
consienta en perderse. Y obsérvese que, si todos los hombres fuesen buenos,

OM
este precepto sería detestable, pero, como son malos, y no observarían su fe
respecto al príncipe, si de incumplirla se presentara la ocasión, tampoco el
príncipe está obligado a cumplir la suya, si a ello se viese forzado.
No hace falta que un príncipe posea todas las virtudes de que antes hice

.C
mención, pero conviene que aparente poseerlas.
Puede aparecer manso, humano, fiel, leal, y aun serlo. Pero le es
DD
menester conservar su corazón en tan exacto acuerdo con su inteligencia que,
en caso preciso, sepa variar en sentido contrario. Un príncipe, y especialmente
uno nuevo, que quiera mantenerse en su trono, ha de comprender que no le es
posible observar con perfecta integridad lo que hace mirar a los hombres como
LA

virtuosos, puedo que con frecuencia, para mantener el orden en su Estado, se


ver forzado a obrar contra su palabra, contra las virtudes humanitarias o
caritativas hasta contra su religión.
FI

CAPÍTULO 19: “El príncipe debe evitar ser aborrecido y despreciado”.


El príncipe debe evitar lo que pueda hacerle odioso u menospreciable.
Cuantas veces lo evite, habrá cumplido con su obligación, y no hallará peligro


alguno en cualquiera otra falta en que llegue a incurrir.


Un príncipe cae en el menosprecio cuando pasa por variable, ligero,
afeminado, pusilánime e irresoluto. Ponga, pues, sumo cuidado en preservarse
de semejante reputación como de un escollo, e ingéniese para que en sus
actos se advierta constancia, gravedad, virilidad, valentía y decisión.
Finalmente, es preciso que los mantenga en una tal opinión de su
perspicacia, que ninguno de ellos abrigue el pensamiento de engañarle o de
envolverle en intrigas. El príncipe logrará esto, si es muy estimado, pues
difícilmente se conspira contra el que goza de mucha estimación.

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Dos cosas ha de temer el príncipe, son a saber: 1) en el interior de su
Estado, alguna rebelión de sus súbditos; 2) en el exterior, un ataque de alguna
potencia vecina. Se preservará del segundo temor con buenas armas y, sobre
todo, con buenas alianzas, que logrará siempre con buenas armas.
Para reducir la cuestión en breves términos, haré notar que del lado del
conjurado todo es recelo, sospecha y temor a la pena que le impondrán, si
fracasa, mientras que del lado del príncipe están las leyes, la defensa del
Estado, la majestad de su soberanía y la protección de sus amigos, de suerte

OM
que, si a todos estos preservativos se añade la benevolencia del pueblo, es
casi imposible que nadie sea lo bastante temerario para conspirar.
Los príncipes sabios y los Estados bien ordenados cuidaron siempre
tanto de contentar al pueblo, como de no descontentar a los nobles hasta el

.C
punto de reducirlos a la desesperación. Es esta una de las cosas más
importantes a que debe atender un príncipe.
DD
Cualquiera que reflexione sobre lo que dejo expuesto, verá que el odio, o
el menosprecio, o ambas cosas juntas, fueron la causa de la ruina de los
emperadores que he mencionado. Sabrá también por qué, habiendo obrado
parte de ellos de una manera, y otra parte de la manera contraria, sólo dos,
LA

correspondientes a cada uno a cada manera, tuvieron un fin dichoso, mientras


que los demás tuvieron un fin desastrado.

CAPÍTULO 20: “Si las fortalezas y otras muchas cosas que los príncipes
FI

hacen con frecuencia, son útiles o perjudiciales”.


Para conservar con seguridad sus Estados unos creyeron necesario
desarmar a sus súbditos, y otros promovieron diversiones en los países que les


estaban sometidos. Unos mantuvieron enemistades contra sí mismos, y otros


se consagraron a ganarse a los hombres que en el comienzo de su reinado los
eran sospechosos. Unos construyeron en sus dominios fortalezas, y otros
demolieron y arrasaron las que existían. Ahora bien, aunque no es posible
formular una regla fija sobre todos estos casos, a no ser que quepa, por
consideración de algunos detalles significativos, decidirse a tomar la
determinación que implique mayor cordura, hablaré, sin embargo, sobre ellos
del modo más extenso y más general que la materia misma permita.

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Cuando el príncipe desarma a sus súbditos, empieza ofendiéndoles,
puesto que manifiesta que desconfía de ellos, y que les sospecha capaces de
cobardía o de poca fidelidad.
Pero cuando un soberano adquiere un Estado, nuevo, que se incorpora
en calidad de nuevo miembro a su antiguo principado, es preciso que lo
desarme inmediatamente, no dejando armados en él más que a los hombres
que en el acto de la adquisición se declararon abiertamente partidarios suyos, y
aún con respecto a estos mismos, le convendrá, con el tiempo, y aprovechando

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las ocasiones propicias, debilitar su genio belicoso, y provocar su
afeminamiento progresivo.
Los príncipes, y especialmente los nuevos, hallaron muchas veces más
fidelidad y más provecho en los hombres que al principio de su reinado les eran

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sospechosos, que en aquellos en quienes al empezar ponían toda su
confianza.
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CAPITULO 21: “Como debe conducirse en príncipe para adquirir alguna
consideración”.
Nada granjea más estimación a un príncipe que las grandes empresas y
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las acciones raras y maravillosas.


Cuando un príncipe quiere atacar a otros, ha de cuidar siempre de no
asociarse a un príncipe más poderoso que él, a menos que la necesidad le
obligue a hacerlo, como queda indicado puesto que si dicho príncipe triunfa se
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convertirá en esclavo suyo en algún modo. Ahora bien: los príncipes deben
evitar, cuanto les sea posible, quedar a discreción de los otros príncipes.
Ha de manifestarse el príncipe amigo generoso de los talentos y honrar


a todos aquellos gobernados suyos que sobresalgan en cualquiera arte. Por


ende, debe estimular a los ciudadanos a ejercer pacíficamente su profesión y
oficio, agrícola, mercantil o de cualquier otro género, y hacer de modo que por
el temor de verse quitar el fruto de sus tareas, no se abstengan de enriquecer
al Estado, y que, por el miedo a los tributos, no se persuadan a dedicarse a
negocios diferentes. Debe, otro sí, preparar algunos premios para quien funde
establecimientos útiles, y para quién trate, en la forma que quiera, de multiplicar
los recursos de su ciudad. Finalmente, está obligado a proporcionar fiestas y
espectáculos a sus pueblos, en las fechas anuales que estime oportunas.

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Como todas ciudad de halla repartida en tribus municipales o en gremios de
oficios, conviénele guardar miramientos con estas corporaciones, reunirse a
nificencia, conservando, empero, inalterablemente la majestad de su clase, y
cuidando que, en tales casos de popularidad, no se humille su dignidad regia
en manera alguna.

CAPÍTULO 22: “De los ministros o secretarios de los príncipes”.


No es cosa de poca importancia para los príncipes loa buena elección de

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sus ministros, los cuales son buenos o malos, según la prudencia usada en
dicha elección. El primer juicio que formamos sobre un príncipe y sobre sus
dotes espirituales, no es más que una conjetura, pero lleva siempre por base la
reputación de los hombres de que se rodea. Si manifiestan suficiente

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capacidad y se muestran fieles al príncipe tendremos a éste por prudente,
puesto que supo conocerlos bien, y mantenerlos adictos a su persona. Si, por
DD
el contrario, reúnen condiciones opuestas, formaremos sobre él un juicio poco
favorable, por haber comenzado su reinado con una grave falta, escogiéndolos
así.
Cuando un príncipe, carente de originalidad creadora, posee inteligencia
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suficiente para discernir con mensura juiciosa lo que se dice y lo que se hace,
conoce las buenas y mala operaciones de sus consejeros, para apoyar las
primeras y corregir las segundas, y no pudiendo sus ministros abrigar
esperanzas de engañarle, se le conservan íntegros, discretos y sumisos.
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Cuando el príncipe vea a sus ministros pensar en ellos más que en él, y
regirse en todas sus acciones por afán de provecho personal, quede
persuadido de que tales hombres jamás le servirán bien.


El príncipe, a fin de no perder a sus ministros buenos y de generosas


disposiciones, debe pensar en ellos, revestirles de honores, enriquecerlos, y
atraérselos por la gratitud, con las dignidades y los cargos que los confiera.
Si príncipe y ministros se conducen así recíprocamente, la confianza
será no menos mutua. Pero, si no se portan del modo, uno y otro acabarán
mal.

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CAPÍTULO 23: “Cuando debe huirse de los aduladores”.
Cúmpleme no pasar en silencio un punto importante, conviene saber: la
falta de que con dificultad se preservan los príncipes (si no son muy prudentes,
o si carecen de tacto fino), y que es falta más bien de los aduladores de que
todas las cortes están llenas y atestadas. Pero se complacen tanto los
príncipes en lo que por sí mismos hacen, y se engañan en ello con tan natural
propensión, que liberarse del contagio de las adulaciones les cuesta Dios y
ayuda, y aun con frecuencia les sucede que por inhibirse sistemáticamente de

OM
semejante contagio corren peligro de caer en el menosprecio. Para obviar
inconveniente tamaño bástale al príncipe dar a comprender a los que le rodean
que no le ofenden por decirle la verdad. Pero si todos pueden decírsela, se
expone a que le falten al respeto. Así, un príncipe advertido y juicioso debe

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seguir un curso medio, escogiendo en su Estado algunos sujetos sabios, a los
cuales únicamente otorgue licencia para decirle la verdad, y esto
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exclusivamente sobre la cosa con cuyo motivo les pregunte, y no sobre
ninguna otra. Sin embargo, le conviene preguntarles sobre todas, oír sus
opiniones, deliberar después por sí mismo y obrar últimamente como lo tenga
por conveniente a sus fines personales.
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Concluyo que conviene que los buenos consejos, de cualquier parte que
vengan, dimanen, en definitiva, de la prudencia del propio príncipe y que no se
funden en sí mismos como tales.
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CAPÍTULO 25: “Dominio que ejerce la fortuna en las cosas humanas, y


cómo resistirla cuando es adversa”.
La fortuna me parece comparable a un río fatal que cuando se


embravece inunda llanuras, echa a tierra árboles y edificios, arranca terreno de


un paraje para llevarlo a otro. Todos huyen a la vista de él y todos ceden a su
furia, sin poder resistirle.
Los hombre, cuando el tiempo está en calma, pueden tomar
precauciones contra semejante río construyendo diques y esclusas, para que al
crecer de nuevo se vea forzado a correr por un canal, o , a lo menos, para que
no resulte su fogosidad tan anárquica y tan dañosa. Pues con la fortuna sucede
lo mismo.

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Si hubiera estado preservada por virtudes militares y cívicas, como lo
están Alemania, Francia y España, la inundación de tropas extranjeras que
sufrió no hubiese ocasionado las grandes mudanzas que ha experimentado, y
ni siquiera la inundación hubiera venido.
Concluyo, pues, que si la fortuna varía y los príncipes continúan siendo
obstinados en su natural modo de obrar, serán felices, ciertamente, mientras
semejante conducta vaya acorde con la fortuna misma. Pero serán
desgraciados, en cambio, no bien su habitual preceder se ponga en

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discordancia con ella. Sin embargo, pensándolo bien todo, me parece que
juzgaré sanamente si declaro que cale mas ser violento que ponderado porque
la fortuna es mujer y por ello conviene, para conservarla sumisa, zaherirla y
zurrarla. En calidad de tal se deja vencer más de los que tratan con aspereza

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que de los que la tratan con blandura. Por otra parte, como hembra, es siempre
amiga de los jóvenes, porque son menos circunspectos, más irascibles y se le
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imponen con más audacia.
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FI


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