El Violín de Dios
El Violín de Dios
El Violín de Dios
Lisandro Amarilla
EL VIOLÍN
DE DIOS
(Vida novelada de Sixto Palavecino)
2ª Edición
Lucrecia Editorial
Lavalle 50, Santiago del Estero - C.P. 4200
editorial.lucrecia@gmail.com
ISBN 978-987-720-207-6
ISBN 978-987-720-207-6
PRESENTACIÓN
GFA
El Violín de Dios 9
PRÓLOGO
Guillermo Ara
El Violín de Dios 25
Lisandro Amarilla
El Violín de Dios 27
CAPÍTULO I
Solano.
Pedro Anríquez, que era un mulato ladino lo
apresuró:
—Si usted no se apura señor cura, no llegare-
mos a tiempo. ¡Con tantas pláticas...!
El padre Solano se miró los pies descalzos y la
frailera a medio calzar y dijo:
— ¡Espera, hombre! Dejadme calzar por lo me-
nos las sandalias.
Del otro lado del río la oscuridad era mayor.
Como una densa marea de sombras que se rompía
sobre la infinita selva.
—¿Cómo cruzaremos el río con esta niebla? —
preguntó el fraile.
—Una yunta de indios chiriguanos nos aguar-
da en la balsa. Espero encontrarlos sobrios a los be-
llacos.
—¿Quién les dio licor? —preguntó el cura.
—Les dejé un porrón de vino mezclado con
aguardiente traído del Capayán.
—Buena pieza eres tú. Después os quejáis de la
ferocidad de esos pobres desgraciados.
—Cate, cate lo que dice, señor cura. Que uno
de estos bellacos hirió al noble capitán don Juan de
Varas.
—¿Quién lo hirió, dónde y cuándo? —volvió a
preguntar el fraile.
—Maipi, el hijo del cacique. Por una doncella
india que su merced el capitán encomendero dispuso
30 Lisandro Amarilla
tono afligido.
—¡Prepare el oficio, fraile! Ustedes caven la se-
pultura en medio de la plaza cerca de la pira, don-
de arderán pronto esos bellacos salvajes—ordenó el
nuevo encomendero.
El padre Solano sintió la mirada inexorable del
nuevo capitán, pero no se amedrentó. Tenía que ga-
narle tiempo al tiempo para saber cuál era la situa-
ción de los prisioneros.
—Necesito mi violín para acompañarme en el
responso —pidió. —Pues bien—dijo el nuevo enco-
mendero, volviéndose al mulato Anríquez. Pedro,
monta tu caballo y ve a Soconcho en busca del violín
del fraile.
—¡ A la orden su merced!
—¡Vean la majadería de este cura! — dijo el
capitán. El buen fraile no encuentra nada mejor que
ejecutar su violín. ¡Qué contrariedad! ¡Qué fracaso!
Si no tiene su violín no podemos dar cristiana se-
pultura a un caballero del rey. Si fuera yo, a hacerle
caso a este cura pronto acabaría loco. No, de ningu-
na manera, no lo quiero en mi encomienda. ¡Tenien-
te! —dijo —Encargaos de llevar al fraile de vuelta a
Soconcho cuando acabe el servicio.
—¡Como Usted mande su merced!...
—¡Un momento caballero! — dijo el cura Sola-
no. Si no voy no podrá traer el violín, pues está bien
oculto en un lugar de la sacristía.
—¿Habéis oído, Pedro? Toma a este fraile bri-
34 Lisandro Amarilla
res...
Llegaron a Umamax. En la claridad completa
se oía la campana de la iglesuca que doblaba su fú-
nebre nota y volaba por sobre el caserío y las chozas
de los indios de servicio.
—Están doblando a muerto — dijo Pedro An-
ríquez.
El cura Solano se persignó.
—Con toda seguridad estarán condenando a
muerte al indio Maipi. A él lo decapitarán— afirmó
el mulato Anríquez.
—¿Cómo lo sabes? — le preguntó el fraile.
—Por el doblar de las campanas. Ya condena-
ron antes a otro cacique que hirió de un flechazo a
un teniente. Es por el rango militar del muerto. Al
que decapitarán lo dejan para el último; primero ar-
derán los indios rasos.
—¡Mi gran Dios! — exclamó el padre Solano.
¿Por qué tanto genocidio? La sangre llama a la san-
gre...—sentenció.
Llegaron a la plaza. El padre Solano vio que
había diez postes altísimos de quebracho colorado
enterrados a cierta distancia, dispuestos en semicír-
culo. De espaldas al palo estaban amarrados por las
muñecas y los tobillos un guerrero, dos mujeres y un
niño. Todos indios chiriguanos de la tribu de Maipi.
El cura Solano los contó. Había cuarenta y más
allá en la cúspide de una lomadita de tierra, el indio
Maipi, maniatado con correas como un chivo expia-
El Violín de Dios 39
CAPÍTULO II
ja, Pancho.
—Dicen los antiguos que esto antes era pura
agua, Gualberta. Que llovía tanto que la inundación
lo cubría todo, que tan sólo se mantenía seca la chu-
pa del albardón. Allí se mudaban todos los vecinos
con los animales y vivían muchos meses.
—Así es, Pancho. También hablan que hace
añares en la lomada vivían indios, y dejuro ahi ser
nomás porque los vecinos han encontrao tinajas en-
teritas y se las dieron al maestro Lemos, para que las
entregue en el museo de la ciudad.
—Lo que no sabes, Gualberta, que por Colonia
Dora, andan dos hermanos gringos, que cavan en los
ríos secos y desentierran toda clase de huesos y cosas
de los indios. Dicen que andan todo el día por los
montes.
—¡Gringos locos! —reprobó doña Gualberta.
Un vaho cálido inundaba el interior del rancho.
Afuera la tierra estaba tan reseca, que en la noche ca-
liente flotaba un polvillo con fiebre de sed.
Las nubes oscuras que trajeron el breve agua-
cero, como sombras bagualas, se habían perdido tras
los montes del albardón.
—Dicen, Gualberta, que enantes había tan-
ta agua en el campo, como pa’ tomarla de parao y
que estando echao en el catre uno estiraba el brazo
y agarraba un pescao con la mano ¡qué lindo no, ni
siquiera había que molestarse pa’ echar el anzuelo!
—¡Callate, hombre, deja de tabiar!
50 Lisandro Amarilla
Pancho?
—¿Y eso qué tiene que ver? No sé leer, pero
tengo dos brazos fuertes pa’ trabajar de capachero
en las obras.
—Eso no es suficiente, no sabes leer las señales.
No podrás reconocer el nombre de las calles y en
cuanto cruces una, ¡ Zaas!... Te pisa un auto. Acor-
date del finao Eulalio, apenas ha llegao nomás y ha
querío cruzar la calle al frente de la estación Retiro y
ahí mismo lo ha pasao por encima un colectivo.
—No será mi caso, vieja. Pa’ tonto no se estu-
dia, ¿cómo va a cruzar la calle sin mirar pal naciente
o pal poniente? Es el destino. Si el cristiano va a mo-
rir, aunque esté sentao bajo el alero tomando mate,
llega un rayo atraído por la bombilla y ¡listo! El cris-
tiano canta pal carnero, en su propia casa sin dar un
solo paso siquiera.
Doña Gualberta no dejó de reconocer que su
marido hasta cierto punto tenía razón. Miró la som-
bra que se agitaba fatigosa sobre el catre y recapa-
citó sobre su intención de multiplicar el sufrimiento
con las palabras y ya no quiso seguir hablando, pues
la somnolencia le había ganado todo el cuerpo. Ce-
rró los ojos y sintió que el sueño le iba entrando des-
pacito pero seguro, y antes dijo:
—Dormite, Pancho. Mañana será otro día y los
chicos tendrán mucha tarea para alimentar a las ca-
bras. Endemientras vos tienes que desbarrar el pozo,
porque si no todos moriremos de sed.
52 Lisandro Amarilla
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
monte.
En tanto doña Gualberta removía la olla sobre
el fuego para que el maíz no se pegue. Ella iba y ve-
nía pretextando buscar algo. Siempre era lo mismo,
no se estaba quieta nunca, ni de noche.
A las tres de la tarde el calor y la aridez eran
mayores. No se veía una sola nube en el cielo. Pan-
cho como todos los días iba sin objeto a controlar la
vertiente del pozo y a darle vueltas al cerco de ramas,
para sufrir por la cosecha perdida y, recorría cortos
senderos de cabra por costumbre, para olvidarse de
los ruegos impetratorios de su mujer.
—¡A dormir la siesta! — les ordenó doña Gual-
berta. ¡Mucho cuidadito con andar hondiando utu-
tus en el monte! El Sachayoq debe salir a estas ho-
ras—agregó para atemorizarlos.
—¿Cómo es el Sachayoq, mama? — le pregun-
tó Sixto, curioso.
—Es un duende sombrerudo, dueño del monte.
Tiene la barba que toca el suelo y toda su ropa es de
hojas y tiene las ushutas de cáscara de árbol y un lá-
tigo trenzado de enredadera, para castigar a los que
andan por el monte en plena siesta. ¡Bueno, a dormir
he dicho!...
—Sixto se quedó mirando un instante la clari-
dad escandalosa que entraba por la puerta. Luego se
acomodó en el catre, a la par de su hermano Eulogio.
Una rápida gota de sudor le cosquilleó en la mejilla,
cuando se levantó en puntillas, en busca de la ha-
82 Lisandro Amarilla
grande.
Y llovió más de la cuenta y creció el río y se lle-
vó a los animales y los cercos y la balsa para cruzar
a la villa, y mientras iba desapareciendo todo, Sixto
no sabía si regresaba o se alejaba, y miraba como
entre lágrimas a través de los flecos de agua, la ima-
gen oscura del albardón, quieto entre los relámpagos
blanquecinos del diluvio.
El Violín de Dios 87
CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VIII
¡Dios proveerá...!
El chango se puso al paso silbando y bordean-
do los charcos. Buscaba las partes altas, pero no en-
contraba. Andaba con mucho trabajo, pues debía
obligar al burro a caminar por el bañado.
El burro blanco era un hechor de cabeza gran-
de, con una oreja pipila por un garrotazo recibido
al entrar en cerco ajeno. Tenía matas en el cogote y
en el lomo; mordiscos de otros burros y remiendos y
costurones en las patas y en el anca.
El burro conocía el camino del boliche y mar-
chaba casi sin guía. Sixto sabía que al burro blanco
le gustaba ir al boliche, para comer cuanto papel y
cartón hallaba en el patio y levantar algunos granos
de maíz guacho con la nariz, que siempre había dise-
minados por el suelo.
Con todo el miedo que el animal le tenía al
agua, marchaba a paso regular, y Sixto le había
abandonado las riendas sobre el pescuezo. Se podía
palpar la soledad del campo; metidos en esa agua
profunda, burro y jinete iban como guardados por
los árboles solitarios y habían cubierto leguas de au-
sencias de hombres.
Cuando al atardecer divisó las primeras casas,
Sixto lanzó un grito. Era un grito profundo y dura-
dero como de sapucai, igual al que usaba para lla-
mar a los chicos escueleros por el hilo largo de la
picada, llamándolos en las mañanas frías. El grito re-
sonó limpio y ancho por toda la vastedad sin gente.
98 Lisandro Amarilla
muchacho.
Después de quitarle la montura rústica y ma-
near al burro blanco, lo dejaron suelto para que
pudiera mariscar a su albedrío en el patio y aleda-
ños del boliche. Luego fueron a comer un pedazo
de mortadela con galleta de la panadería del pueblo,
que a Sixto tanto le gustaba. Era el mejor manjar que
podía ofrecerle su hermano. Finalmente se acostaron
a la par en un cuartucho del fondo, que más parecía
una pocilga que una habitación para personas.
La habitación era un desorden completo, la
cama turca, sin espaldares, tenía el alambre elástico
vencido. El que se acostaba casi tocaba la espalda
y los glúteos en el piso duro de tierra. En la pared
que alguna vez fue blanca por el lado de la cabecera
había un afiche pegado con espinas de cardón de la
fábrica Alpargatas, con una caricatura del dibujante
Molina Campos. Sixto se quedó contemplándolo a
la luz difusa del candil y entonces rió con ganas al
notar la boca exageradamente grande del gauchito.
—Hombre jetón... ¿no, Faustino?
—Está hecho de balde, no le creas. No es en
serio— le dijo Faustino.
No tenía ropero, ni percha. En un rincón sobre
el espaldar de la única silla, estaban sus prendas de
vestir de varios colores. Y, recostados en un rincón,
un machete y una pala; junto a los pies de la cama un
lavatorio de latón con agua.
Todo el terreno que comprendía el boliche: las
102 Lisandro Amarilla
quilitos.
—¡Está loco, Faustino! Sabe que don Abraham
anda con la escopeta cargada toda la noche.
—Vos salí un ratito solamente y conversamos
Tomasita.
En ese momento detrás del corral partió el re-
buzno poderoso del burro de Sixto, y doña Rative
salió escandalizada.
—¿Qué basa, Tomasa? ¿Qué escándalo es ése?
Faustino salió de disparada por detrás del co-
rral, mientras Sixto trataba de calmar al burro blan-
co, que se había enamorado de una burra del vecino.
108 Lisandro Amarilla
CAPÍTULO IX
CAPÍTULO X
pies.
— ¡Carajo de borquería! —dijo. Estos bichos
están hambrientos.
Sacó un cigarro de hoja y lo encendió para
ahuyentar a los mosquitos con el humo denso y pe-
netrante, pero en ese instante doña Rative comenzó
a toser dormida.
—¿Ha vuelto el asma osté, mujer?
Doña Rative le contestó con un gruñido y si-
guió durmiendo y tosiendo.
Volvió a sentir un silbido alegre que partía del
fondo del patio, era por el lado del corral. Don Abra-
ham se quedó atento.
—Caracho, barece que anda algún ladrón bor
el batió.
El silbido se corría. Parecía quedarse. Subía y
bajaba por la galería. Se callaba y volvía de nuevo.
Faustino, en cuclillas detrás del corral, parape-
tándose en el tronco del mistol, espiaba para el lado
de la pieza de la Tomasa. La muchacha no salía.
—¡Qué lo parió!... Será posible que no piense
salir la chinita i’maula...
Como el silbido le resultaba inocuo, esta vez
aulló como un perro en celo. Aulló varias veces y
de a ratos se le ahogaba el aullido en la garganta.
Tenía la boina en un costado de la cabeza y gruesas
gotas de sudor le corrían por las patillas, surcándole
la cara y bajaban por el cuello. También las manos
le transpiraban.
116 Lisandro Amarilla
tino — lo amenazó.
—Un ratito, un ratito, mi amor.
—¡Don Abraham! — gritó bajito la Tomasa.
Las manos de Faustino se movían a discreción.
—Voy a gritar.
—No, Tomasita, no seas malita, ya verás que
es hermoso estar juntos. Déjame quererte un ratito.
—Van a venir los patrones le digo.
—¡Qué vengan qué me importa, si puedo tocar
el cielo con las manos!
—Suélteme atrevido que me quita el aire.
—Es que te quiero, Tomasita, con toda el alma.
—Si me quiere me lo dirá mañana delante del
patrón.
—No, mi negrita—querida. Mañana será tar-
de, tengo que ir con mi gente. Sixto vino a buscarme
y lo dejé durmiendo en mi cama.
—Lindo había sabido cuidar a su hermano me-
nor. ¡Suélteme no me apriete con esos brazos acos-
tumbrados a apretar a otras mujeres!.
Faustino, no la oía, jadeaba, hablaba sigilosa-
mente entre el jadeo. Se multiplicaba en el abrazo.
—No, Faustino. ¡No! Ya está bueno. Déjeme
le digo.
—Quédate quietita, mi amor. Si no te va a pa-
sar nada.
—¡No, Faustino! ¡Eso sí que no ! Primero el
casorio o nada.
—Pero mi pichonita ¿Quién va a saber?...
120 Lisandro Amarilla
CAPÍTULO XI
CAPÍTULO XII
“Pobrecita mi provincia,
lástima le estoy teniendo
estos terrenos eran secos
y ahora sigue lloviendo”.
CAPÍTULO XIII
CAPÍTULO XIV
pago salavinero.
Algún día estaría rodeado de grandezas y de
no poder llegar a ellas, se conformaba con cambiar
de lugar y llevar a su madre para poder decirle: ¡se
acabó el trabajo para usted!
No alcanzaban a recorrer dos leguas por día
y hacía una semana que andaban por el bañado. El
carro aguantaba porque las ruedas se mantenían hú-
medas, pero el caballo comenzó a mancar, porque te-
nía los vasos de las patas tan blandos que cualquier
palito o raíz, se le quedaba clavado.
Al octavo día salieron del bañado y un largo
desierto los esperaba.
—No podemos continuar si no le damos des-
canso a este pobre animal —dijo Pancho.
—¿Vamos a tirar el pescado? —le preguntó
Sixto.
—Tanto como tirarlo, no. Pero no debemos
estar lejos de Taco Totoráyoj, ahí cambiaremos un
poco de pescado por algarroba y mistol, para ali-
mentar el resto del viaje a nuestro caballo.
—Y pensar que mi mama dijo que con la venta
del pescado alcanzaría para pagar el charré y el ca-
ballo y nos quedaría plata —se lamentó Sixto.
Adelante todo era desierto, no se divisaba ros-
tro humano alguno. Con el primer día de calor por
aquel arenoso terreno, el carro ya se iba convirtien-
do en un montón de ruinas. Hubo que remendar las
ruedas con unas tiras de cuero húmedo que Pancho
150 Lisandro Amarilla
nos despedimos...
—Veinte y ni un centavo menos —le dijo Pan-
cho, serio, como dándole a entender que despreciaba
su regateo.
—Eres mal comerciante. Se te echarán a perder
y te los harán comer con gusanos en la comisaría.
El gringo se ponía histérico, no conseguía ha-
cerlo aflojar y él como proveedor del ferrocarril, veía
el negocio redondo.
—¿Y me puedes decir a dónde quieres llegar
con este penco?
Y dicho esto se arrimó al tobiano, que se había
caído al suelo, muerto de sed.
—¿Y con esta ruina de animal queréis seguir
adelante? —y le asestó un puntapié en las verijas. El
tobiano se quejó e intentó levantarse en tanto Pan-
cho agarró la pala de punta colgada del carro y se
abalanzó sobre el gringo.
—Yo te voy a dar, gringo de mierda, pegarle a
mi pobre caballo. ¡Explotador de esos pobres infeli-
ces que ponen las vías! No necesito tu plata, ganada
con el sudor de los pobres. Prefiro tirarlo al pescado
antes de vendértelo.
Sixto lo agarró por la cintura antes de que le
abriera la cabeza al gringo con casco y todo de un
palazo.
—Vaya con tu padre, muchacho. No sabe
aguantar una broma.
—Con mi caballo no se hacen bromas.
El Violín de Dios 153
CAPÍTULO XV
bandolera.
Maipi se estuvo quieto un rato y por primera
vez habló una frase en quichua, aprendida del padre
Solano.
—Hombre blanco, que cabalgas el viento y que
dominas el rayo que da muerte. Te ordeno que aban-
dones mis dominios y dejes libre a mi gente. Si obe-
deces te dejaré con vida. Si te quedas te mataré con
el viento que quema.
—¡Ja, ja, ja! Tu viento no es capaz de atravesar
mi escaupil, ¡imbécil!
Enseguida apuntó a Maipi con su arcabuz y
habló a sus hombres con extraña lentitud.
—¡Atención! Esto es un duelo a muerte. Él con
su arco y flecha y yo con el arcabuz. Si me toca mo-
rir, cosa que no creo, deberán retirarse y dar cuenta
al gobernador, entretanto el alférez Gómez se hará
cargo y será vuestro nuevo encomendero. Si mato
al indio encargaos de arrebatarle el violín que hace
llover. Cueste lo que cueste, a sangre y fuego, pero
quitadle. Porque muerto el perro se acabó la rabia.
Entre tanto, la aurora roja como la sangre con-
trastaba con el profundo azul del nuevo día. Recién
entonces pudieron percibir a la distancia, las figuras
indias que rodeaban a su jefe; estaban con el torso
pintado de blanco y ocre y semejaban cachorros de
corzuela en medio del pastizal.
López Quintero estaba seguro de poder matar
a ese desarrapado, porque él tenía el escaupil, la cota
164 Lisandro Amarilla
***
CAPÍTULO XVI
CAPÍTULO XVII
CAPÍTULO XVIII
CAPÍTULO XIX
CAPÍTULO XX
—Sí.
—¿Y qué habilidad tiene el mozo?
—Sabe tocar bastante bien el violín.
—No es suficiente. Yo le puedo conceder mu-
chas y mejores habilidades, pero tú ya conoces cuál
es mi precio.
—Él no necesita nada, sólo te pide por su tata,
que lo sanes de la enfermedad a que lo tienes conde-
nado.
—Si pasa la prueba, puede ser. Ahora veamos
si es tan macho y corajudo para haber entrado en la
Salamanca.
Y comenzaron las terribles pruebas. El diablo
le ordenó a Sixto que se sacara la camisa, pero con-
servaba en bandolera el violín en la espalda desnuda.
Pasó a un salón contiguo donde como brotadas del
suelo aparecieron horripilantes serpientes. El mu-
chacho permaneció clavado en el piso. Supay sonrió
con su risa grosera, pretendía aquilatar el valor del
mozo. Una enorme víbora de cascabel hizo chas-
quear la cola y se le arrimó amenazante, pero no lo
mordió.
Las víboras se retiraron y Sixto siguió cami-
nando hasta otra sala. Allí estaban las brujas, que
chillaban y se convertían de pronto en hermosas
doncellas entregadas al amor, y, seguidamente en
vampiresas con dientes babeantes que volaban por
sobre la cabeza de Sixto.
El muchacho no se inmutaba y permanecía
El Violín de Dios 203
CAPÍTULO XXI
taba en el candelero.
Cuando salía en el ford “T” a bigotes, color
verde oscuro, tipo sedán de cuatro puertas, con la
capota de lona negra, Sixto se sentaba al lado del
chofer y lo acompañaba. Don Teodulfo lo miraba
con ojos indagadores clavados en su nuca y le pre-
guntaba:
—¿Cómo te andas portando, Sixto?
—Bien, don Teodulfo.
Lo que don Teodulfo no sabía, ni podía ima-
ginar, era que Sixto miraba a Manuelita con otros
ojos, no de empleado a patrona con sumisión, sino
que detenía su mirada adormilada y querendona en
esa jovencita que al andar lucía los pechos y las ca-
deras de una manera provocativa.
Manuelita también lo miraba a él, y cuando
ella lo sorprendía mirándola le preguntaba con una
sonrisa complaciente:
—¿Qué me miras, Sixto?
—Te miro caminar. Nada más.
—¿Eso nomás?...
—Bueno, y otras cosas —contestaba Sixto.
Aquella tarde Manuelita estaba sola en su
cuarto, adornaba un botellón de caramelos; Sixto
pasó mirando furtivamente; don Teodulfo dormía la
siesta. Ella al verlo le ofreció:
—¿Quieres un caramelo?
Sixto se volvió y entró a la habitación. La mu-
chacha estaba sentada de espaldas a Sixto, mirándo-
El Violín de Dios 211
catre de tientos.
—Todo va a salir a pedir de boca. Ya verás...
je, jeje..
Sixto miraba alternativamente a la muchacha
yacente y al viejo curandero, que se restregaba las
manos con entusiasmo. En realidad no entendía
nada, no imaginaba remotamente la actitud expec-
tante del viejo.
Afuera la mañana avanzaba, el viento había
calmado y todo parecía sumido en el sopor del si-
lencio. Oyeron entonces un sordo quejido que venía
de la enferma, que se fue por el aire junto al trino
estridente y gozoso del hornero, que en ese momento
comenzaba su labor matinal.
Ño Tudela descolgó un pequeño trozo de espe-
jo y lo aproximó a los labios de Manuelita.
—Ya no respira—dijo. Empezaremos a fabri-
car el cajón. Maver ayudame a sacar la puerta y la
tapa de la ventana y desclavá las tablas de la banque-
ta. Ahí en la cumbrera está el serrucho y el martillo
de zapatero.
Ño Tudela descolgó unos tientos colgados de la
lezna, los yapó y tomó la medida de la finada.
Sixto la miró con todo el dolor del mundo con
su vestido blanco como una pelada cordillera en un
paisaje lunar. No lo podía creer, si tan sólo tres días
antes vibró con las caricias de esa muchacha lindí-
sima de trenzas renegridas y de piel de nardo, que
lo había hecho tan feliz por un instante fugaz. Se
224 Lisandro Amarilla
CAPÍTULO XXII
CAPÍTULO XXIII
compadre de su mama.
Alfonso lo sacó del arrobamiento y volvieron
sus pasos por la avenida Madero, que limitaba la
zona portuaria. Sin mostrar asombro obedeció a su
compañero. La marea de gente los arrojaba contra
las paredes de chapa del tinglado que hacía de salón
de baile “El palacio de las flores”, el más grande de
Sudamérica, de acuerdo con el anuncio pomposo del
parque de diversiones.
Las gigantes tortugas de Retiro extendían sus
enormes caparazones de vidrios ahumados. Más allá
la Torre de los Ingleses parecía un frasco de cara-
melos y tras ella pasó resoplando uno de los trenes
de carga que como sanguijuela, como ¡qashampa!
—exclamó Sixto, al descubrir la comparación—, se
escurría entre los barcos y galpones de las dársenas.
El reloj de la Torre de los Ingleses dio las cuatro
de la tarde. Sixto no tenía hambre. La emoción de
estar en medio de esa barahunda es más fuerte que
todos los apetitos. En los diques vecinos los buques
de carga se apiñaban, proa contra proa como si qui-
sieran besarse, ¡como el padrillo y la yegua mora!
—dijo Sixto en voz alta.
El atardecer se fue haciendo más profundo y
cierto. La noche se venía muy temprano, Sixto se
dijo que debía surgir de los enormes galpones del
puerto. Llegaron a la Dársena Norte, donde junto
a los guinches se apretaban los barcos cargueros de
ultramar. Hacia el Sur los diques parecían encade-
El Violín de Dios 247
FIN
El Violín de Dios 259
NOTAS Y GLOSARIO*
Gabriela Amarilla
NOTAS
variedad de armadillo.
Sachayoq. s. Ser mitológico que cuida del monte, evi-
tando su depredación.
Sanku. s. Una comida típica a base de maíz o trigo.
Sapallo-Charki. l.nom. Charqui de zapallo.
Shalako. adj. Saladino, poblador de las costas del
Río Salado.
Shumita. adj. Lindito, diminutivo de sumaq ‘lindo,
hermoso’.
Suncho. s. Arbusto resinoso perteneciente a la fami-
lia de las Compuestas, que se usa para techar
los ranchos.
Supay. s. Diablo, demonio, Satanás.
Suri. s. Avestruz, ñandú.
Taka. adj. Lleno, completo, cubierto de, infestado.
Tala. s. Una variedad de árbol espinoso de madera
dura de la familia de las Celtidáceas.
Tata. s. Padre, papá. También es una denominación
que se aplica a los hombres mayores a quie-
nes se les atribuye cierta sabiduría. Tata Sola-
no, más que una equivalencia entre ‘padre’ y
‘sacerdote’ es una expresión de respeto por su
sabiduría.
Tatay. s. Mi padre.
Tiyu-simi. Panal de abejas hecho en los huecos de
ramas de árboles caídos.
Tuku. s. Luciérnaga, coleóptero luminoso. También
se le llama tuku-tuku.
Tuna. s. Voz taína, designa a la tuna comestible.
268 Lisandro Amarilla
BIBLIOGRAFÍA
ÍNDICE
Presentación...........................................................7
Prólogo..................................................................9
Carta de Guillermo Ara a Lisandro Amarilla........ 23
Capítulo I............................................................. 27
Capítulo II............................................................ 46
Capítulo III.......................................................... 52
Capítulo IV.......................................................... 63
Capítulo V........................................................... 72
Capítulo VI.......................................................... 80
Capítulo VII......................................................... 87
Capítulo VIII........................................................ 96
Capítulo IX........................................................ 108
Capítulo X......................................................... 114
Capítulo XI........................................................ 121
Capítulo XII....................................................... 128
Capítulo XIII...................................................... 137
Capítulo XIV..................................................... 141
Capítulo XV....................................................... 155
Capítulo XVI..................................................... 167
Capítulo XVII.................................................... 170
Capítulo XVIII................................................... 180
Capítulo XIX..................................................... 188
Capítulo XX...................................................... 196
Capítulo XXI..................................................... 207
Capítulo XXII.................................................... 230
Capítulo XXIII................................................... 239
Notas y Glosario................................................ 259
Bibliografía........................................................ 271
Mapa Ilustración................................................ 273
La presente edición se terminó de imprimir
en el mes de marzo de 2020 en