Location via proxy:   [ UP ]  
[Report a bug]   [Manage cookies]                

Un Trauma de Infancia

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 8

UN TRAUMA DE INFANCIA

Mi padre fue un gran hombre. Trabajaba en un banco en el centro de Bogotá. En


nuestra casa había comidas importantes y personas vestidas de traje. Desde que tengo
memoria quise ser como él. Me sentaba en sus piernas cuando veía televisión, un cigarro
Belmont en una mano con la cual sostenía mi cintura para que no me cayera al piso y en la
otra un vaso de ron. Sabía que era ron porque decía que era la bebida de los hombres, de los
machos. Aunque yo tuviera ocho años, y no supiera mucho sobre esa terminología, sabía
que yo quería ser uno de esos hombres, de esos machos, y mi bebida cuando lo fuera, iba a
ser el ron.

Mi madre por otro lado era una típica mujer. Se encargaba de mí y el resto del día
hacía cosas que mi padre decía que solo ella era capaz de hacer. No entendía si era porque
ella era buena para la labor o porque todas las mujeres debían serlo. Claro que en ocasiones
no hacía bien su trabajo y eso enojaba mucho a mi padre.

Yo no entendía muchas de las cosas que él me decía. Usualmente, me hablaba del


tipo de mujer que debía buscar para casarme. Con tan solo nueve años eso era algo que no
estaba en mis planes. Sin embargo, mi padre consideraba que nunca se era muy joven para
saber qué esperar de una mujer.

—Esto es lo que debes querer de una mujer hijo, nunca busques menos y te aseguro
que serás feliz. — me decía constantemente, cada vez que el alcohol estaba a punto de
acabarse en su vaso.

La mayor parte del tiempo él era el que hablaba. Yo hacía preguntas ocasionales
para saber si mi madre cumplía con esas características y la mayoría del tiempo parecía que
si era así. La cena siempre lista (aunque a mí no me daba almuerzo), la casa impecable (al
menos para cuando él llegará), se quedaba callada y dejaba que mi padre hablara sobre su
día en el trabajo, cuando él no estaba hablaba mal de él, yo sabía que eran groserías porque
yo no tenía permitido decirlas. Si las decía mi padre me daba una cachetada y luego a mi
madre por habérmelas enseñado. Ella también me pegaba de vez en cuando por repetirlas,
pero esas no me dolían.
También se le daba bien el fingir una sonrisa con mi padre. Ella lloraba
ocasionalmente dentro del baño. La única vez que la vi, me cerró la puerta en la cara. Jamás
se quejaba en frente de él. Sus problemas eran insignificantes al lado de los que mi pobre
padre vivía. Mientras ella obedeciera, los gritos en la noche no eran tan fuertes.

Hubo algo que mi padre jamás me dijo, espero a que el momento fuera el correcto
para mostrarme. Todo paso uno de esos viernes agotadores en donde mi papá quería que su
mujer lo atendiera de la manera correcta. Sin embargo, todo empezó a fallar cuando mi
madre se durmió en la tarde, afirmando que estaba cansada. Para cuando mi padre llegó del
trabajo, yo estaba lleno de tierra por estar buscando gusanos en el patio, la comida no
estaba lista, y el ron, junto con los cigarrillos, no estaban en la mesa en donde se supone mi
madre debía dejarlos siempre.

—Crees que me levanto todos los días para llegar a mi casa a ver mi hijo
descuidado, la comida fría, y ni siquiera el ron servido— cuando la tomó del pelo, supe que
iba en serio—¿por qué mierda no puedes ser una buena esposa? Me haces decir groserías
enfrente de mi hijo. Te doy todo, maldita, todo. Te doy quince minutos para que me des de
comer y por favor, baña a Felipe. No lo pienso sentar así para ver la televisión—. Acto
seguido soltó su pelo y empujo su cabeza hacia adelante en señal que debía apurarse.

Me dejó bajo la ducha mientras ella arreglaba la comida, yo por la puerta


entreabierta, vi como mi padre se servía solo el ron. Un vaso tras otro la botella se
consumía, eso solo significaba que el tomarla del pelo iba a ser el menor de sus problemas
esa noche.

Mi padre terminó de comer y fuimos a ver la tele. Debido al ron sus movimientos
eran torpes y no sabía cómo ponerme en sus piernas. Como en otras ocasiones, el cigarrillo
rozaba con mi ropa. La cicatriz que tenía debajo de mis costillas, se volvía una herida
abierta de nuevo. Yo aguantaba. Yo era un hombre. Yo era un macho. Las lágrimas que
caían sobre mi mejilla las limpiaba rápidamente con la manga de mi pijama. Si me veía, me
daría una razón real para llorar.

Pasadas las 10:00 pm, dos botellas de ron después y muy pocas ganas de llevarme a
la cama, mi padre me hizo caminar hasta el cuarto y mientras abría su usual correa de
cuero, puso su dedo índice sobre mi boca y sonrió. Luego se fue al cuarto quitándose la
ropa lentamente por todo el pasillo de la casa y por primera vez no cerró la puerta de su
habitación. Siempre pensé en eso como una invitación a que conociera el mundo real y por
qué él era el hombre que yo debía admirar.

Mi madre estaba retirando el maquillaje de su rostro cuando mi papá empezó a


besarla por el cuello. Al principio ella se resistió. Cuando mi padre sintió esto, fue como si
algo cambiara en él, como si su fuerza aumentara. La tomo del cuello para ayudarla a
levantar de la silla y la llevó a la cama. Al principio los gritos eran leves, entre murmullos
solo se escuchaba que le decía que no, pero él era un hombre que no se rendía. Cada vez
que hacía que ella se relajara más, yo celebraba en silencio. Cuando empezó a quitarle la
ropa, ella se negó aún más, no entendía por qué, me parece que se lo debía por lo que había
pasado con la comida. Lo bueno es que mi padre siempre lograba tener la razón.

Tomó sus dos muñecas con fuerza y las puso sobre la cabecera de cama. En su
intento por quitar su ropa interior la rompió. Tenía muchas ropa interior entonces creo que a
mi madre no le preocupó. Luego él bajó sus pantalones, al igual que su ropa interior. Ese
día llevaba los de color rojo, igual a los míos. Recuerdo que sacó su pene y note que era
muy diferente al mío. Tenía mucho pelo alrededor, además de estar en una posición
diferente, tieso, duro, no sé si es la palabra, pero diferente. Y ahí vino el primer grito de mi
madre. No era como los gritos de otras noches, este era como uno de esos cuando te pegas
en el dedo pequeño del pie. Mi padre se movía de maneras extrañas sobre ella, en su cara el
dolor era algo que no podía explicar. No fue hasta que las lágrimas empezaron a caer sobre
su rostro que entendí que era dolor real. Luego escupió su mano, la puso boca abajo sobre
la cama y paso su mano por la cola, como cuando me limpiaban después de ir al baño. Ahí
vino el segundo grito.

Justo en ese momento la mirada de mi madre de posó sobre mí. No fue una mirada
de desaprobación, fue más bien de asco, como si fuese mi culpa que ella no hubiera tenido
la comida lista esa noche. Las lágrimas en sus ojos no eran de tristeza, ahora eran de rabia,
como cuando yo hacía alguna cosa mala y ella empezaba a pegarme en los brazos. En un
último movimiento mi padre la volteó, puso su pene en la boca de ella y mientras la
agarraba del pelo me vio a mí, sentado en la puerta, viendo el final de la mayor lección de
mi vida y con esa peculiar sonrisa en su rostro me dijo:

—Así es como te debe recibir una mujer.

Acto seguido, un líquido color blanco salió de él justo a la boca de mi madre. Ella se
levantó con algo de dificultad y sangre en sus piernas. Me dio un poco de miedo y corrí a
mi habitación. Esa noche no pude dormir.

Al día siguiente fuimos a la panadería a desayunar. Al parecer lo que había pasado


la noche anterior le dio la idea a mi papá la idea que mi madre no cocinara. Siempre íbamos
a la panadería de los Duarte, el pan era el mejor de toda la cuadra y siempre nos tenían una
mesa lista. Mi padre disfrutaba mucho los caldos de costilla, además tenía un negocio
pendiente con Don Julio, el dueño del lugar.

En realidad, la panadería era nuestra. Mi padre le había hecho un préstamo a Don


Julio para poder comprar el local. El joven panadero pagaba lo que podía mes a mes, su
esposa esperaba su cuarto hijo y se tomaba su tiempo para saldar la deuda con mi padre.

José, Juan y Jerónimo eran mayores que yo, de vez en cuando iban a jugar a mi casa
en el Xbox o salíamos a jugar futbol. Sabía que yo no era del agrado de Don Julio, la forma
en la que miraba cuando estaba con sus hijos era la misma en la que mi madre me miraba a
mí, la única diferencia era que él no me podía pegar.

No pasó mucho tiempo para enterarnos que la nueva integrante de la familia Duarte
había llegado al mundo. Ver a un bebé era algo nuevo para mí.

Cuando la vi por primera vez, Juliana Duarte no era más grande que una de mis
piernas. Lloraba mucho y sus ojos no parecían distinguir muy bien a los que estábamos en
su casa ese día. Fue la primera vez que fui a aquella casa. Era una de esas casas antiguas de
dos pisos y varias habitaciones. Mi casa era mucho más pequeña, pero era algo que
entendía, después de todo yo no tenía hermanos.

El cuarto de la bebé era muy rosado; sin embargo, me gustó el toque de los
muñecos. Creo que muchos eran heredados por algunos ojos faltantes y una que otra
mancha en las barrigas de los osos y conejos que adornaban el piso. La cama color blanco,
con un cubrelecho color rosa pálido hacía de ese lugar muy acogedor. Parte de mi deseo era
tocar esa cama algún día. La mía jamás iba a brindar la comodidad que se vea en ese
colchón.

Estuvimos en la sala la mayoría del tiempo, Juliana era muy pequeña. Lloraba
mucho. Olía mal. Lloraba de nuevo. Entonces me la pusieron en los brazos.

Su piel era blanca. Sus pequeñas manos agarraban mi dedo índice con fuerza. El
poco pelo tenía en su cabeza era de color rubio. Los labios apenas si se notaban, pero eran
tan rosados como los del cuarto, además de simétricos. Y los ojos. Esos ojos que no
miraban bien, del color del cielo, que con una sola mirada te robaban el alma.

Era una bebé preciosa. Aunque sabía que no debía pensar esas cosas, que yo no
entendía mucho de la vida y que esa niña no tenía ni un día en la vida, algo paso en mi
cuerpo. Sentí como entre mis piernas, mi pene se ponía duro. Pensé en la noche de la
revelación y en como lo tenía mi padre, entonces entendí. Entendí que esa era la mujer que
debía esperar a que fuera más grande, e iba a ser mi mujer.

Eso fue cuando yo tenía nueve años. Vi crecer a Juliana. Traté que mis padres me
llevaran cada vez que podíamos. No fue un problema, mi madre quería más a esa niña que a
mí. La entendía, como no quererla.

En mi cumpleaños número catorce mi madre decidió invitar a los Duarte por


primera vez a la casa para comer, partir el ponqué y celebrar. La idea de la reunión era que
fueron los tres hermanos. Ninguno pudo asistir esa noche. Al parecer ya tenían planes con
otros amigos del colegio.

Los señores Duarte entraron disculpándose por el inconveniente, pero mi Juliana


estuvo muy puntual. En sus manos de niña de casi seis años, traía un regalo para mí.

Con poco amor, mi madre había hecho algo de pasta. Mi padre servía ron a los
Duarte hablándoles de mis logros en el colegio y el gran contador que iba a ser. Juliana
jugaba sola en la sala. Cuando terminamos de comer, mi madre sacó de la nevera el ponqué
que había comprado donde los mismos Duarte horas antes. Cantamos, comimos, nos
reímos.
Pasadas las diez de la noche, los cuatro viejos ya sentían los efectos del alcohol. Mi
madre no quería que los gritos empezaran. Mi padre ya había tomado lo suficiente para
hacer que era fuera otra noche de lágrimas, así que saco otras dos botellas de ron e hizo que
los Duarte se quedaron un poco más de tiempo.

Aburridos al ser los únicos dos que no tomaban o hablaban, llevé a Juliana a mi
cuarto para abrir mi regalo de cumpleaños y mostrarle algunos de mis viejos juguetes. Nos
sentamos en el piso y empecé a romper la envoltura para que ella también sintiera la
emoción.

Cuando logré romper todo el papel me di cuenta de que era una de esas carpas en
forma de casa que eran fáciles de armar. La abracé y le di un beso en la mejilla, luego la
tomé de la mano para empezar a armar la que iba a ser nuestra casa por una noche. Su
pequeña, blanca y sedosa mano tomaba la mía para pedir ayuda, aunque no hablaba mucho
apreciaba más sus caricias, definitivamente eran mejores que las de mi madre.

Cuando por fin terminamos de armar la carpa, empezamos a meter todos mis
juguetes adentro. Su vestido de tul blanco se levantaba un poco cuando se agachaba a
recogerlos. Tenía una ropa interior no muy distinta a la de mi madre. La mayor diferencia
en realidad era que tenía pequeños osos color rosa. Fue justo después de ver esos osos que
sentí de nuevo la erección, pero no sabía muy bien que hacer. Y pensé: tengo que hacer lo
que mi padre había hecho esa y muchas noches más. Cerré la puerta para que nadie pudiera
vernos. Nuestros padres estaban preocupados por tomar, así que sabía que no iban a vernos
y le dije a Juli que jugáramos al papá y a la mamá.

Todo empezó bien. Ella sabía cómo jugar. Los primeros minutos se trató de
organizar nuestro “cuarto”, que ella me “hiciera la comida”, darnos besos en la mejilla y
abrazarnos para irnos a “dormir”. Fue en ese momento que tomé la iniciativa. Le dije que
debía quedarse muy quieta y así no le iba a doler. Y claro, que no podía gritar por que los
grandes se iban a asustar. Su respiración se aceleró un poco, pero confiaba en mí, porque
solo asintió tras pedirle esto.

Levanté su falda muy suavemente y aunque las manos me temblaban, no tarde en


encontrar la entrada de su ropa interior y sentir algo muy distinto a lo que yo tenía entre mis
piernas. Estaba caliente y en vez de salir era más como un camino. Deslicé mis dedos para
poder sentir un poco más, sabía que había como un pequeño hueco, porque había visto a mi
papá hacerlo un par de veces. Ella me miraba asustada. Era la misma mirada de mi madre,
pero ella confiaba un poco más en mí, además no lloraba.

Después de tocarla por un tiempo empecé a sentir como mi mano se mojaba de un


líquido, pensé que era algo similar a las babas. Supe, entonces, que era momento de meter
mi pene en ese hueco que estaba abajo. Bajé mis pantalones con algo de torpeza y me puse
sobre ella. Cuando empezó a llorar, supe que estaba haciéndolo bien. Una vez sentí que
estaba dentro, empecé a hacer los movimientos que mi padre hacía. Juliana solo daba
pequeños gritos, ella sabía que la regla era no gritar.

No paso mucho tiempo cuando algo extraño me paso. Sentí como algo iba a salir de
mi cuerpo. Así que lo saqué y lo puse en la boca de mi Juli. El líquido blanco salió. Ya era
todo un hombre.

Me tumbé al lado de ella y tomé su mano. Cuando la ayude a levantarse, los osos
rosados estaban llenos de sangre. Sabía que mi padre iba a estar orgulloso.

Pasamos otro momento jugando en la casa. Juliana tomo la actitud de mi madre y


entendí por qué él se enojaba tanto. Después de un momento tan maravilloso, lo menos que
se podía esperar era una sonrisa. Pero era igual que ella, desagradecida, infeliz y no me
amaba.

Minutos después entraron mi padre y Doña Julieta buscándonos. Juliana se levantó


adolorida. Cuando su madre la miró un grito retumbo en toda la casa. Mi padre me miro
algo horrorizado, como si esperara una explicación.

—Mira papá, soy como tú. Soy un macho.

Mi madre y el señor Duarte corrieron a ver tras escuchar el grito. Mi madre solo
pudo poner sus manos en la boca con horror, mientras veía las manos del señor Duarte
acercándose hacía mí.
No recuerdo mucho luego de eso. Sé que mi padre me golpeó hasta dejarme
inconsciente. Mi madre jamás me volvió a hablar y los Duarte se fueron del barrio. A
Juliana nunca la volví a ver. No me molesta claro, a veces.

Luego mi padre me envió acá. Aun no entiendo qué hice mal. Yo solo quería ser
como él.

—Entiendo que la historia sigue teniendo sentido para ti Felipe, pero es algo que
estuvo mal.

—Quizá, han pasado tres años. Usted entiende por qué quería ser como él, ¿verdad?

—Sé que tu padre era tu modelo, Felipe…

—¡No, usted no lo entiende! Por tres años he estado internado en este lugar y cada
semana debo repetirle la misma historia como si no la hubiera escuchado antes.

—Sé que puede ser frustrante para ti, pero pedirte que cuentes la historia es
encontrar perspectivas, buscar que no pase otra vez.

—No va a pasar otra vez. No voy a encontrar a nadie como Juliana.

—Felipe ¿qué te parece si continuamos mañana? El tiempo se ha acabo por hoy,


quiero que descanses y pienses en por qué aún piensas en Juliana, ¿sí?

—Si, doctora. Nos vemos mañana.

También podría gustarte