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SEGUNDA PARTE.

LA LITURGIA DE LA PALABRA

En la misa tenemos la oportunidad de nutrirnos de Dios a través de dos


fuentes. La primera es la Palabra de Dios. La segunda es del Pan de Vida. Ya
preparados por los ritos iniciales, nos disponemos a alimentarnos de la
Palabra. La palabra que revela la salvación no puede ausentarse de donde la
salvación acontece, de la misa.
Los ritos iniciales se presidieron desde la sede. Ahora nuestra atención
se centra en el ambón, que es la mesa de la Palabra (Neh 8, 4-5) En las
sinagogas ya existía un estrado desde donde se leían las Escrituras. Cuando
el culto se empezó a celebrar en templos, se recuperó ese estrado para
ayudar a una mejor audición de todos los presentes. Después cayó en
desuso, pero tras el Concilio Vaticano II se recuperó, para favorecer la
escucha de la Palabra.

I. LECTURAS

Antes del Evangelio se pueden proclamar una o dos lecturas, dependiendo


del día. También se canta o lee un salmo. Un laico puede hacerlas. Quien
lee debe de tener presente que está dando a conocer un texto sagrado. Su
entonación y su ritmo han de corresponder a lo que se dice. Debe orar
mientas lee.
Escuchar la proclamación no es para conocer acontecimientos o palabras
del pasado. Hay que hacer una escucha orante, tratando sí de conocer, pero
también de comprender que hay un mensaje actual, que hay algo que el
Señor me quiere decir a mí hoy y ahora.
Podemos leer las Escrituras en cualquier lugar. Sin embargo, su lectura y
escucha en la misa es distinta. En la liturgia, escuchamos como comunidad,
todos juntos. Como escuchaban los israelitas lo que el Señor había dicho a

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COMPRENDER LA MISA

Moisés (Ex 34, 29-35). Como las multitudes escuchaban a Jesús predicar la
Buena Nueva. O como las primeras comunidades escuchaban los dichos y
escritos de los Apóstoles. La voz del Esposo concurre con la de la Esposa.
Respecto a lo que ocurría con Jesús, dice san Lucas que María guardaba
y meditaba todas esas cosas en su corazón (Lc 2, 19). Debemos imitar a
Nuestra Señora en la Liturgia de la Palabra. Que sea un tiempo en el que
guardemos y meditemos la Palabra de Dios que escuchamos o leemos.

1. Primera lectura

Todos nos sentamos para escuchar las lecturas. Es la posición de los


alumnos que, sentados, escuchan al maestro. Entonces se leen perícopas
(fragmentos) de la Escritura, de partes que no sean los Evangelios. Los
domingos y solemnidades serán dos lecturas; el resto de días, sólo una.
Los domingos que no son del tiempo de Pascua, la primera lectura se
toma del Antiguo Testamento. Podemos imaginarnos cómo se leían esos
pasajes en las sinagogas. El mismo Jesús, en la sinagoga de Nazaret, leyó un
pasaje del profeta Isaías (Lc 4, 16-20). Al terminar de leer, Jesús explicó que
esa profecía se había cumplido. En los textos del Antiguo Testamento
podemos ir descubriendo a Jesús, pues todos se refería a él. Con la lectura
del Evangelio, seremos plenamente consientes de cómo todo se refería a él,
así como Jesús se los explicó a los discípulos que caminaban a Emaús (Lc 24,
25-27).
Los domingos del tiempo de Pascua, la primera lectura se toma de los
Hechos de los Apóstoles. En la Vigilia Pascual los catecúmenos son
bautizados, y los ya cristianos renovamos nuestro Bautismo. Es un nuevo
comienzo. Al estar ante un nuevo inicio, se recuerdan los acontecimientos
de los comienzos del cristianismo, los primeros pasos de la Iglesia.

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LITURGIA DE LA PALABRA

Entre semana, y fuera del tiempo de Pascua, la única lectura se puede


tomar del Antiguo Testamento o de las cartas apostólicas. En tiempo de
Pascua, esta única lectura se toma de los Hechos de los Apóstoles.

2. Salmo responsorial

A lo que Dios nos dijo en la primera lectura se le responde con un salmo.


Los salmos son las palabras que ha inspirado Dios para que lo alabemos.
Así, alabamos para responder a lo que Dios nos dijo. No solo es escuchar,
como se hizo en la lectura. Ahora nuestra acción también supone otra cosa:
alabar con las Escrituras.
Alabar y rezar con salmos es algo que se hacía desde el Antiguo
Testamento. El mismo Jesús rezó con salmos. Incluso, clavado en la cruz,
oraba con el salmo 22 (Mt 27, 46; Mc 15, 34). El libro de los Salmos es el más
citado en el Nuevo Testamento.
Pensemos que la lecturas de los Evangelios y de las cartas apostólicas no
siempre estuvo presnte en la misa. Se necesitaban escribir y difundir para
que pudieran ser parte de la celebración. La parte de la Escritura que
siempre ha estado presente en la misa son los salmos.
Se ha dicho que debemos leer los salmos como si fuéramos el autor, esto
es, pronunciando o escuchando las palabras reflejando los deseos,
sentimientos y afectos que inspiraron al autor. Los Padres de la Iglesia
señalaron que la clave de los salmos es Cristo. El mismo Jesús resucitado así
lo dijo al indicar que era necesario que se cumpliera en él todo lo que los
salmos decían sobre sí (Lc 24, 44). Es decir, fueron compuestos para que él
los recitara.
Los Padres de la Iglesia también indicaron que la clave de Cristo de los
salmos no solo es la persona individual de Jesús, sino el Cristo total
formado por Cristo cabeza, y por los miembros de su cuerpo, que somos
nosotros.

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COMPRENDER LA MISA

Si en el Evangelio conocemos los dichos y hechos del Señor, en los


salmos conocemos los sentimientos de Jesús. Con el salmo, por lo menos la
antífona que repite toda la asamblea, debemos apropiarnos de los
sentimientos de Jesús. Así lograremos hacer realidad el consejo de san
Pablo, de tener los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús (Fil 2,5)

3. Segunda lectura

Los domingos y en las solemnidades, tras el salmo se proclama una segunda


lectura, que se toma de una de las epístolas apostólicas. Podemos
imaginarnos a las primeras comunidades cristianas recibiendo una carta de
un apóstol y leyéndolas en sus reuniones, en las primeras misas. Podemos
imaginarnos que somos de Roma, de Corinto o de Éfeso y que recibimos
una carta, que nos da consejos para nuestra vida. Pedro, Pablo, Juan
Santiago o Judas, que de primera mano conocieron a Jesús, nos transmiten
su mensaje.

4. Secuencia

En la Edad Media se compusieron himnos poéticos que explicaban el


misterio que se celebraba, que se llamaron secuencia. Tras el Concilio de
Trento sólo pervivieron cinco. Y actualmente contamos con cuatro: dos
son obligatorias (Pascua y Pentecostés) y dos son potestativas (Corpus
Christi y la fiesta de la Dolorosa). La secuencia se escucha permaneciendo
sentados, y buscando deleitarse con los versos que poéticamente explican
el misterio que ese día se celebra, buscando profundizar en su conocimiento
con la ayuda del Espíritu Santo.

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LITURGIA DE LA PALABRA

II. EVANGELIO

1. Aclamación al Evangelio

Llega el momento culminante de la liturgia de la Palabra. Nos preparamos


para escuchar ahora al mismo Jesús. Si anteriormente estábamos sentados
como discípulos, ahora nos ponemos de pie en señal de respeto a que la
Palabra que pronunció el Padre Eterno nos hablará ahora. No son palabras
inspiradas; son las palabras de la Palabra las que escucharemos.
Nos preparamos para esta escucha alabando a Dios. Salvo en la
Cuaresma, lo alabamos repitiendo una palabra hebrea: aleluya. Aleluya
significa alabad a YHVH. Las últimas dos letras (ya) son una abreviatura de
Yahveh. Esta expresión de alabanza aparece 25 veces en los salmos.
También aparece en el libro de Tobías (13, 18) y en el Eclesiástico (51, 15). En
el Nuevo Testamento aparece en el Apocalipsis, cuando se relata la alegría
del cielo (19, 1-6). Esta alabanza se dice junto con un versículo que nos ayuda
a introducirnos en el pasaje evangélico que se leerá.
Antiguamente, en algunas regiones, se le había dado al aleluya un
carácter pascual. Por ello, en los tiempos de Cuaresma y de la Septuagésima
(un tiempo que comprendía las tres semanas previas a la Cuaresma), no se
decía el aleluya, sino un tracto. Ahora durante la Cuaresma se aclama al
Evangelio con otra expresión distinta, que se acompaña del versículo.
Durante la aclamación, se prepara la proclamación del Evangelio. Si se
emplea incienso, el celebrante coloca unos granos en el turíbulo.
Además, el clérigo que va a leer el Evangelio se prepara para hacer esa
acción sagrada. Si es el sacerdote celebrante, se coloca frente al altar, el gran
símbolo de Cristo, y reza una oración:
“Purifica mi corazón y mis labios, Dios todopoderoso, para que anuncie
dignamente tu Evangelio”

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COMPRENDER LA MISA

Si un diácono es quien va a proclamar el Evangelio, o si es un presbítero


y el obispo celebra la misa, en vez de rezar esa oración se para frente al
celebrable principal y le pide que lo bendiga para realizar esa acción sagrada:
“Padre, dame tu bendición.”
Y el celebrante lo bendice diciendo en voz baja:
“El Señor esté en tu corazón y en tus labios, para que anuncies dignamente
su Evangelio; en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.”
Los fieles no deben de decir nada. Sin embargo, pueden decir en su
corazón algunas palabras similares para prepararse a escuchar a Jesús. Algo
como: “Purifica mi corazón y mis oídos, Dios todopoderoso, para que
escuche dignamente tu Evangelio”.
Si el Evangeliario se colocó sobre el altar al inicio de la misa, el clérigo
que va a leer el Evangelio lo toma y lo lleva procesionalmente hasta el
ambón. Puede ir acompañado de dos acólitos que portan ciriales, como una
forma de reconocer a Jesús en el Evangelio.

2. Evangelio

En el ambón, el clérigo que va a proclamar el Evangelio, como al inicio de


la misa, extiende su deseo de que el Señor esté con todos los presentes. No
es una afirmación de que está. Es un deseo: que reconozcamos al Señor en
las palabras que vamos a escuchar, que son sus palabras, para que esas
palabras sean fecundas en nosotros. Dice, por tanto:
“El Señor esté con ustedes.”
Y los fieles responden con el mismo deseo: que el Señor también esté con
quien va a proclamar el Evangelio mientras realiza esta acción sagrada, a fin
de que lo haga de forma que produzca frutos espirituales en él y en los
oyentes:
“Y con tu espíritu.”

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LITURGIA DE LA PALABRA

Luego, el clérigo que proclamará el Evangelio hace la señal de la cruz


sobre el libro. No lo bendice, porque es la Palabra de Dios, que es por
esencia bendita. Hace la señal de la cruz para tocarlo, como para tomar la
bendición de la Palabra en nombre de todos.
Quien proclama el Evangelio después hace la señal de la cruz sobre su
frente, sus labios y su pecho. Lo mismo hacen todos los asistentes. Este
gesto no es persignarse, ir dando saltos con el dedo formando tres pequeñas
cruces y luego santiguándose colocando la mano en la cabeza, en el pecho
y los hombros. Es hacer con el pulgar tres señales de la cruz en distintos
lugares del cuerpo. Como si esa bendición tomada de la Palabra de Dios por
el clérigo en nombre de todos, nos la pusiéramos en la cabeza, para entender
lo que se va a decir; en los labios, para repetir lo que escucharemos; y en el
corazón, para que ahí quede y cambie nuestra vida. Mientras se hacen estas
señales, el clérigo dice:
“Lectura del santo Evangelio según san N.”
A lo que los presentes responden alabado al Señor:
“Gloria a ti, Señor.”
Si se emplea incienso, en ese momento el clérigo inciensa el libro como
señal del culto y del honor que se le tiene no al objeto sino a las palabras de
Jesús que ahí están escritas. Bendición, procesión, incensación. La liturgia
no solo es lectura, sino acción. Luego de incensar, o tras la alabanza, se
proclama el Evangelio.
El Misal indica que todos los presentes han de volverse hacia el ambón
en este momento. Es una postura corporal que pretende ayudarnos a
volvernos hacia Jesús, a descubrir que él es el Camino, que no tiene sentido
mirar hacia otro lugar, a ir a otro sitio, porque solo él tiene palabras de vida
eterna, como le dijo Pedro (Jn 6, 68). Escuchar las palabras de Jesús, como él
mismo dijo, nos dará vida eterna (Jn 5, 24). Con esa confianza, escuchamos
atentamente.
Al acabar de proclamar el Evangelio el clérigo dice:

29
COMPRENDER LA MISA

“Palabra del Señor.”


A lo que se responde aclamando nuevamente:
“Gloria ti, Señor Jesús.”
Luego, el clérigo que leyó el Evangelio, o el celebrante principal, lleva a
cabo un bonito gesto que muchas veces pasa desapercibido, que es besar el
libro. Así como se veneró el altar con un beso al inicio de la misa, ahora se
hace un acto de fe y reconoce en las palabras dichas a Jesús. El beso es una
manifestación de amor. Muchas veces se piensa que los cristianos
separados son los que más aman las Escrituras. Pero no es así. Los católicos
amamos igual o más a la Palabra de Dios. Por eso se hace este gesto, mientras
quien lo realiza dice en secreto:
“Las palabras del Evangelio borren nuestros pecados.”
Sólo quien besa el libro lo dice, pero todos podemos hacer en nuestro
corazón la misma petición de purificación. La lectura del Evangelio no nos
perdonará los pecados mortales, pero puede alejar el pecado de nuestras
vidas. Sus palabras de vida pueden transformar nuestra existencia,
convertirnos hacia Dios. El amor de Jesús por nosotros arde en cada letra
del Evangelio. Cuando se acerca se amor ardiente a la boca del clérigo, y
hemos escuchado de corazón las palabras de la Palabra, podemos sentir que
no solo a él, sino a todos, el serafín del que habla Isaías nos dice: “Como
esto ha tocado tus labios, se ha retirado tu culpa, tu pecado está expiado”
(Is 6, 6-8).

III. HOMILÍA

Jesús resucitado, antes de partir el pan con los discípulos que caminaban a
Emaús, les explicó las Escrituras (Lc 24, 25-27). Anteriormente, Jesús tuvo
que explicar sus parábolas a petición de Pedro, porque no habían

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LITURGIA DE LA PALABRA

comprendido (Mt 15, 15). De ese modo, en la homilía, el celebrante o el


diácono explicará las lecturas que se escucharon.
Quien hace la homilía cumple el mandato de Jesús de predicar su
Evangelio (Mc 16, 15). La predicación es un servicio. No es un discurso, ni
una conferencia, ni una clase. Es orar, retomar el diálogo que ya se había
entablado entre el Señor y su pueblo, para que se materialice en la vida de
cada uno.2
El papa Francisco dio muy buenos consejos sobre cómo predicar la
homilía en su exhortación Evangelii Gaudium. Hay una buena guía para ello
en el Directorio Homiliético publicado por la Congregación para el Culto
Divino.
A veces los sacerdotes no siguen esos consejos, y los fieles no sienten que
las palabras del predicador no hacen arder su corazón, como sintieron los
discípulos de Emaús. A diferencia de los dichos de Jesús, las palabras del
predicador pueden ser complicadas y su hablar monótono y aburrido. La
homilía puede ser un momento de tedio, que se espera acabe pronto.
Aburrirnos puede ser normal. Eso pasaba hasta cuando los apóstoles
predicaban. Narran los Hechos de los Apóstoles que un muchacho llamado
Eutico se quedó dormido junto a una ventana mientras san Pablo predicaba
en una misa (20, 7-12).
Pero ante el aburrimiento, la actitud cristiana no puede ser la crítica ni la
murmuración contra el predicador. Debe ser la humildad. Escuchar
humildemente pues, hasta de la profundidad del pozo de las palabras más
aburridas podemos sacar aunque sea una gota de agua que riegue nuestro
corazón para que en él pueda brotar la flor de la gracia.
Hay que pedirle siempre al Señor que de algún modo las palabras del
sacerdote sirvan para abrirnos el entendimiento y comprender las
Escrituras, como hizo con los apóstoles en el cenáculo cuando se les
apareció resucitado (Lc 24, 44-48).

2
Papa Francisco, Audiencia general del 7 de febrero de 2018.

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COMPRENDER LA MISA

Si no se hace la homilía, o al finalizar ésta, pueden guardarse unos


momentos de silencio. Ya hubo una pausa silenciosa en el acto penitencial
y otra antes de la oración colecta. Esta puede ser la tercera. Recordemos que
la liturgia también se compone de silencios. El silencio es el ascensor al
Cielo. El silencio no es una ausencia; es una manifestación de la presencia
más intensa que existe y que sólo sin ruido puede escucharse. La Palabra
que habló el Padre sólo puede ser escuchada en silencio, como explicó san
Juan de Ávila.
Cuenta el Primer Libro de los Reyes (6, 7), que mientras se edificaba el
templo de Salomón no se escuchaban martillos ni hachas. Es decir, el
templo se construyó en silencio. Cada uno de nosotros, los bautizados,
somos templos de Dios, como dice san Pablo. Ese templo, ese espacio para
que habite Dios ha de construirse en silencio. El ecosistema en el que puede
habitar la Palabra es el silencio, pues de otra forma no puede ser oída.
El silencio nos permite escuchar lo que no puede ser proferido. Este
momento es para comunicarnos con Dios. No una comunicación con
palabras, sino de forma más profunda. Como los enamorados que, en
silencio, y solo con la mirada, se dicen las cosas más profundas, que no
pueden expresarse con palabras.
Este es un momento de silencio orante, que nos lleva a pensar: ¿qué me
dicen a mí las lecturas?, ¿qué le digo yo a Dios sobre ese texto?, ¿qué hacer
como resultado de esta meditación?

IV. PROFESIÓN DE FE

Después de resucitar, Jesús dijo que “el que crea y sea bautizado se salvara”
(Mc 16, 16). Por eso, inmediatamente antes del Bautismo hay que confesar
la fe. Desde los primeros tiempos de la Iglesia, era en la Vigilia Pascual en
donde se administraba el sacramento del Bautismo. Los ya cristianos en esa

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LITURGIA DE LA PALABRA

vigilia renovaban su propio Bautismo, por lo que renovaban su profesión


de fe.
Primero en Oriente, y después también en Occidente, la profesión de la
fe empezó a hacerse todos los domingos por ser la Pascua semanal, como un
modo de recordar más constantemente la verdadera fe ante la proliferación
de las herejías.
Los textos con los que se profesa la fe se denominan símbolos. Ello
porque la palabra griega symbolon significaba una señal que se tiene para
darse a conocer. El símbolo, por tanto, es el signo de identificación y de
comunión entre los creyentes.
En la misa puede emplearse el símbolo llamado Niceno-
constantinopolitano, por ser fruto de los concilios ecuménicos de Nicea y
de Constantinopla. También puede usarse el llamado símbolo de los
Apóstoles, que era el empleado como profesión de fe en los bautismos en
Roma, la sede del Príncipe de los Apóstoles, Pedro.
Cualquiera de los dos se divide en tres partes. Primero habla de la
Primera Persona divina y de la obra de la creación. Después se confiesa la fe
en la segunda Persona y se en el Misterio de la Redención. Y finalmente se
habla de la tercera Persona divina, fuente y principio de nuestra
santificación.
El símbolo, también llamado Credo, no se reza porque no es una oración.
Se profesa o se dice. Y en el momento en el que recordamos la Encarnación,
todos hacemos una inclinación profunda, ante el misterio de que el mismo
Dios, la Palabra que era la luz (Jn 1, 9), se hizo hombre. No tomó la apariencia
de hombre; se hizo hombre. En todo semejante a nosotros menos en el
pecado (Hb 4, 15). Es tan fuerte esta afirmación que muchos herejes negaron
la divinidad o la humanidad de Jesús pese a ser tan claro el prólogo del
Evangelio de San Juan (1, 14). Nosotros inclinamos nuestra cabeza, nuestro
entendimiento, ante ese Misterio. Y en las solemnidades de la Natividad y
de la Anunciación del Señor, no solo nos inclinamos, sino que nos
arrodillamos para confesar este Misterio.

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COMPRENDER LA MISA

Después de menciona la muerte y la resurrección de Jesús. Podemos


pensar que fueron dos acontecimientos más centrales de la fe, pues los
cristianos somos, ante todo, los testigos de la resurrección y, por ello, que
sería más lógico inclinarse al profesar la fe en estos acontecimientos. La
liturgia prevé una inclinación en este momento porque posteriormente, en
la misa, estaremos en presencia de la misma muerte y resurrección de Jesús.
Y en ese momento nos arrodillaremos ante esos misterios.
Recordar el momento que partió la Historia en dos, la Encarnación y la
Natividad, tiene un sentido cristológico. Pero también mariano.
Profesamos la fe en la Encarnación que tuvo lugar en el vientre de María.
La segunda mención que puede hacerse de Nuestra Señora en la misa es
para proclamar la fe en Jesús habitando en María.
La segunda sección de la primera parte del Catecismo de la Iglesia
Católica explica línea por línea el símbolo de forma muy extensa. La
segunda sección de la primera parte del Compendio del Catecismo lo
explica de forma más sencilla y sintética. Quizá cada semana podemos leer
la explicación de una línea del símbolo para que, al momento de profesarla
el domingo, lo hagamos de una forma más consiente.

V. ORACIÓN DE LOS FIELES

Al final de los ritos iniciales el sacerdote recolectó y presentó las


necesidades e intenciones de todos los presentes a Dios mediante la oración
colecta. De todos los presentes, es decir, de los bautizados y de los
catecúmenos. Eso porque ellos pueden estar presentes hasta la homilía;
para profesar la fe se retiran. Ahora, al final de la Liturgia de la Palabra, se
presentan en voz alta las intenciones, pero solo lo hacen los bautizados, los
fieles. De ahí el nombre de esta oración.
Esta oración se hacía antiguamente y luego desapareció por varios
motivos. El Concilio Vaticano II pidió que se reinstaurara.

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LITURGIA DE LA PALABRA

Esta oración inicia con una invitación del sacerdote a presentar las
súplicas a Dios. Después un lector presenta cada una de las intenciones por
las que se ha de orar, tras lo cual todos con una sencilla fórmula ruegan a
Dios por esa necesidad, o bien pueden orar con un momento de silencio.
Esta segunda opción casi nunca se utiliza, pero a veces puede ser útil hacer
estas pausas para que cada uno de los presentes ruegue en su corazón por la
intención propuesta. Al final, el sacerdote concluye con una plegaria más
extensa en la que se dirige a Dios de modo solemne, con las manos
extendidas.
Entre las intenciones que deben proponerse debe estar la Iglesia, los
gobernantes, la salvación del mundo entero, los que se encuentran en
necesidades particulares y la comunidad local.
Hay que orar verdaderamente por la intención y no limitarnos a repetir
una fórmula mecánicamente. Que sea una oración como la de Jesús: por la
fe (Lc 22, 32), por la unidad y la santificación de la Iglesia (Jn 17, 11-17). Que
sea una verdadera oración de unos por otros para ser sanados, como pide el
apóstol Santiago (San 5, 16). Que sea verdaderamente orar en el Espíritu por
todos nuestros hermanos en la fe, como pide san Pablo (Ef 6, 18), y como él
mismo hacía (Col 1,3 y 1 Tes 1, 2), haciendo rogativas y peticiones por todos
los hombres (1 Tim 2, 1).

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