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Tema 1

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INTRODUCCIÓN A LA EVALUACIÓN CLÍNICA Y AL DIAGNÓSTICO

PSICOLÓGICO

______________________________________________________________________

ESQUEMA DEL CAPÍTULO

I. Psicodiagnóstico, psicopatología, evaluación clínica, psiquiatría.

II. Definición de términos generales: Enfermedad orgánica, enfermedad mental, trastorno

mental, trastorno psicológico, problema psicológico. Síndrome.

III. Motivos para realizar un diagnóstico formal.

IV. El proceso diagnóstico: consideraciones generales

V. Clasificación de la gravedad de los trastornos mentales y del comportamiento.

VI. El diagnóstico clínico formal en ámbitos forenses.

I. PSICODIAGNÓSTICO, PSICOPATOLOGÍA, EVALUACIÓN PSICOLÓGICA CLÍNICA, PSIQUIATRÍA.

El término “psicodiagnóstico” aparece por primera vez en 1921 como título del libro en

que Hermann Rorschach presenta su prueba psicológica de las manchas de tinta, conocida

actualmente como “Test de Rorschach” o “Prueba de las manchas de tinta de Rorschach”.

En los medios anglosajones se suele entender “psicodiagnóstico” en sentido estricto.

Esto es, (a) como la disciplina que tiene por objeto el estudio de los procedimientos y métodos

mediante los que se pueden o deben asignar las categorías de los trastornos mentales y del

comportamiento al patrón de comportamientos de un individuo, (b) o como el proceso -conjunto

de procedimientos ordenados dirigidos a un fin- que tiene como objetivo la asignación de una

categoría nosológica psíquica –o, en su ausencia, la asignación de la categoría “normal”- al

patrón de comportamientos de un individuo concreto).

Por el contrario, en la mayoría de los países europeos con frecuencia se le ha dado al

término psicodiagnóstico un significado más amplio, tendiendo a englobar casi cualquier tipo de

evaluación clínica, especialmente la que se aplica sobre un único individuo. Actualmente

ambas concepciones tienden a converger, considerándose que “psicodiagnóstico” hace

referencia fundamentalmente a la disciplina que tiene como objeto el estudio de los


procedimientos y modos en que se puede o debe aplicar alguna categoría nosológica de tipo

psíquico a un comportamiento problemático.

Actualmente las expresiones “psicodiagnóstico” y “diagnóstico psicológico” pueden

hacer referencia a tres conceptos distintos: una disciplina científica, un procedimiento

profesional, y el juicio que el clínico se forma al aplicar dicho procedimiento.

El psicodiagnóstico como disciplina científica está formado por conocimientos sobre

procedimientos y métodos.

El psicodiagnóstico como procedimiento o proceso está formado por una secuencia de

actividades profesionales mediante la cual se aplican de forma sistemática a un individuo

concreto dichos procedimientos y métodos con el objetivo de clasificar su comportamiento de

tal forma que sea posible realizar un pronóstico y elegir el tratamiento más apropiado.

Por último, el psicodiagnóstico como juicio clínico está formado por la opinión que se ha

formado el clínico durante el proceso anterior acerca del trastorno que más conviene aplicar al

cuadro clínico del paciente. Cuando se habla de “emitir” o “comunicar” el diagnóstico, nos

estamos refiriendo al hecho de hacer público el juicio diagnóstico previamente formado. Por

tanto, conviene diferenciar estas tres cosas distintas: el conjunto de tareas en que consiste el

proceso diagnóstico, el juicio resultante tras realizar dichas tareas, y la comunicación pública (o

no) de dicho juicio.

Aunque sólo sea de pasada, conviene señalar que el juicio diagnóstico que el

profesional clínico se ha formado y el juicio diagnóstico que se emite públicamente no siempre

coinciden. Es más, las variables que influyen sobre la comunicación pública del juicio

diagnóstico son distintas que las que influyen sobre la formación del juicio diagnóstico. El caso

más extremo es aquél en que el profesional se ha formado un juicio clínico claro y preciso,

pero, por alguna razón, decide no emitirlo (.v.g., porque, dados los prejuicios sociales en torno

a la etiqueta diagnóstica a aplicar, emitir el diagnóstico acarrearía perjuicios al paciente). Es

muy posible que, en muchas otras situaciones, el juicio diagnóstico emitido por el clínico se

encuentre modulado por consideraciones de conveniencia clínica, social, laboral, o de otro tipo,

y, por ello, no coincida exactamente con el juicio que en privado mantiene el clínico y que ha

resultado del proceso diagnóstico.


I.1. El psicodiagnóstico es distinto de la psicopatología.

La psicopatología es la disciplina científica que estudia los trastornos mentales (v.g.,

qué tipos de trastornos existen, cuáles son sus características, cómo surgen, cómo

evolucionan, a qué tipo de personas afectan en mayor o menor medida, por qué se producen,

etc.). El psicodiagnóstico, por su parte, estudia cómo puede o debe averiguarse si un

determinado individuo padece alguno de los trastornos diferenciados por la psicopatología. La

psicopatología es una ciencia básica para el psicodiagnóstico, pero ambas disciplinas no deben

confundirse. Así por ejemplo, con respecto a las características propias de los trastornos

psicopatológicos, en tanto que la psicopatología se interesa de forma prioritaria por las

características típicas y definitorias de los trastornos psicológicos, el psicodiagnóstico se

interesa fundamentalmente por sus características diferenciadoras (denominadas

“características diagnósticas”). De hecho, existen características altamente típicas de un

determinado trastorno (v.g., el estado de ánimo deprimido en la depresión mayor) que pueden

resultar de poco valor diagnóstico por presentarse en muchos trastornos distintos. Y al

contrario, características infrecuentes en un determinado trastorno (v.g., los signos

patognomónicos en el retraso mental) que, sin embargo, de presentarse adquieren un alto valor

diagnóstico. De la misma forma, cómo se originan y cuál suele ser el curso temporal de los

trastornos son dos campos de estudio importantes en psicopatología. Dado el estado actual de

nuestros conocimientos, sin embargo, el origen y el curso de los trastornos suelen ser datos

poco diagnósticos. En este sentido, en psicodiagnóstico a lo único que suele atenderse es a la

duración de los problemas psicológicos del paciente y, en general, no a su origen o forma de

evolucionar a lo largo del tiempo. No obstante, existen áreas que resultan importantes tanto

para la psicopatología como para el psicodiagnóstico, tal como ocurre con las consecuencias

personales y sociales asociadas a los trastornos, que son motivo de estudio en la

psicopatología y también un criterio diagnóstico importante a la hora de clasificar un problema

psicológico como trastorno clínico.

Actualmente parece existir un cierto grado de confusión entre psicopatología y

psicodiagnóstico, entre otras razones, por el predominio que han tomado los sistemas

clasificatorios como el DSM y la CIE (o ICD), que, en la práctica, se están tomando con un

doble papel: como sistemas descriptivos de las características esenciales o definitorias de los
trastornos (nosologías), y como sistemas diagnósticos. A este respecto, no debe olvidarse que

dichos sistemas principalmente destacan las características más diagnósticas (criterios

diagnósticos) de los distintos trastornos, dedicando poco espacio a los factores que suelen

originarlos, cómo suelen evolucionar, qué tipo de consecuencias producen o qué

características resultan típicas pero no diagnósticas (ver el apartado siguiente). Por ello,

adquirir los conocimientos proporcionados por el DSM-5 o por el ICD-10, aunque esencial para

el diagnóstico de los trastornos mentales, no permite comprender en qué consisten estos y, ni

siquiera, hacerse una idea elemental de en qué consiste una “depresión mayor típica”, o una

“esquizofrenia típica”, etc. Por ejemplo, sobre el simple estudio del DSM-5 no es posible

responder a ciertas preguntas relacionadas con la mayoría de los criterios diagnósticos o los

subtipos de la depresión mayor: qué es más frecuente en las personas que padecen depresión

mayor, ¿ganar o perder peso?, ¿el insomnio o la hipersomnia?, ¿la agitación o el

enlentecimiento psicomotor?, ¿con qué frecuencia se da irritabilidad o ira?, ¿qué

consecuencias diferenciales suele conllevar padecer depresión mayor con síntomas

melancólicos?, etc. Es más, cuando la psicopatología se reduce al estudio del DSM o de la

CIE, tienden a tomarse como típicos los comportamientos que son útiles como criterios

diagnósticos (aun cuando se presenten con poca frecuencia en la población que sufre el

trastorno). Por ejemplo, puede tender a pensarse que casi todas las personas con trastorno

obsesivo-compulsivo presentan obsesiones y compulsiones, cuando existe evidencia de que

hay un porcentaje muy apreciable que únicamente presentan obsesiones pero no

compulsiones; así como que existen bastante pacientes con dicho trastorno muy cronificado

que presentan rituales y compulsiones en ausencia de obsesiones.

Como acertadamente establece el DSM-5 (p. 19), el propósito de dicho manual es el de

ayudar al diagnóstico y a la formulación de casos clínicos. “Los síntomas contenidos en los

respectivos conjuntos de criterios diagnósticos no constituyen definiciones comprensivas de los

trastornos subyacentes, los cuales engloban procesos cognitivos, emocionales, conductuales y

fisiológicos mucho más complejos de lo que pueden describirse en estos breves resúmenes”.

El DSM-5 no describe ni el trastorno en sí, ni los factores biológicos y ambientales de riesgo, ni

sus correlatos neuropsicológicos y fisiológicos, ni la forma en que suele surgir o evolucionar


con el tiempo. Lo único que el DSM-5 describe son aquellas características que resultan de

utilidad para diferenciarlo de otros trastornos.

El psicodiagnóstico también existe en la especialidad médica de psiquiatría, tanto en su

vertiente académica como en la profesional (donde usualmente se lo denomina “diagnóstico

psiquiátrico”). Pero en ambos casos la psiquiatría es más general que el psicodiagnóstico, ya

que incluye también, entre otras, tareas de prevención y tratamiento.

I.2. Características típicas y características diagnósticas de un trastorno.

Se dice que una característica es típica de un trastorno cuando se presenta en todos o

casi todos los casos que padecen dicho trastorno. Se dice que una característica es

diagnóstica de un trastorno si dicha característica es más probable que se presente en dicho

trastorno que en algún otro. Desde el punto de vista de la clínica aplicada, lo ideal sería contar

con características que fueran, a la vez, típicas y diagnósticas. Por desgracia, con frecuencia,

la característica que es típica no suele resultar diagnóstica. Lo contrario también puede resultar

cierto: no todas las características diagnósticas, que permiten distinguir un trastorno de otro,

resultan típicas. Así por ejemplo, manifestar trastornos de pensamiento-lenguaje es una

característica típica de la esquizofrenia y, al mismo tiempo, diagnóstica con respecto a otros

trastornos (v.g., con respecto a los trastornos de ansiedad). La tristeza es una característica

típica del trastorno depresivo mayor, pero poco diagnóstica, ya que tiende a presentarse en

otros muchos trastornos.

A veces, a las características más típicas de un trastorno se las denomina

características nucleares o centrales. Esto tiene especial sentido cuando se conciben los

trastornos como prototipos, distinguiéndose entre características centrales y características

periféricas (ver el tema 4). La psicopatología suele preocuparse fundamentalmente por las

características centrales de los trastornos, en tanto que el diagnóstico se preocupa

fundamentalmente por las características diagnósticas, tanto si son centrales como si son

periféricas.

II. DEFINICIÓN DE TÉRMINOS GENERALES: ENFERMEDAD, ENFERMEDAD MENTAL, TRASTORNO MENTAL,

TRASTORNO DEL COMPORTAMIENTO, PROBLEMA PSICOLÓGICO Y PROBLEMA DE COMPORTAMIENTO.

SÍNDROME.
Usualmente se entiende por enfermedad una alteración más o menos grave de la

salud. A su vez, por salud suele entenderse el estado del organismo en que éste ejerce

normalmente todas sus funciones (OMS: “La salud es un estado de completo bienestar físico,

mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”).

En psicología clínica, la expresión “trastorno mental y del comportamiento” suele

hacer referencia a la alteración clínicamente significativa de las funciones psicológicas

normales, tanto cognitivas, como afectivas y motoras. El DSM-5 define trastorno mental como

“un síndrome caracterizado por una perturbación clínicamente significativa de la cognición, la

regulación emocional o la conducta de un individuo que refleja una disfunción de los procesos

psicológicos, biológicos o de desarrollo que subyacen al funcionamiento mental”.

Los trastornos mentales aparecen asociados a un fuerte malestar (v.g., dolor) o a

limitaciones importantes de tipo social, laboral o en alguna otra área de la vida diaria (v.g.,

deterioro de uno o más ámbitos de funcionamiento).

Este patrón no debe ser una respuesta culturalmente aceptada ante un acontecimiento

determinado (v.g., la muerte de un ser querido). Con independencia de su causa, debe

considerarse como la manifestación de una disfunción comportamental, psicológica o biológica.

Los comportamientos y conflictos socialmente desviados (v.g., políticos, religiosos o sexuales)

no deben considerarse trastornos mentales.

No obstante, tanto el concepto de enfermedad como el de trastorno son conceptos

“borrosos”; esto es, no son conceptos que se encuentren bien definidos y que establezcan

límites claros e incontrovertibles. Esta falta de límites precisos se debe a que los conceptos

actuales subsumen concepciones surgidas en distintos momentos históricos y para responder

a distintas necesidades (v.g., de práctica clínica, de investigación, de actuaciones forenses o

de cobertura de seguros de salud).

Así ocurre también con el concepto de enfermedad física, enfermedad orgánica o

enfermedad médica (de las tres formas se suele denominar). La definición de algunas de estas

enfermedades se fundamenta en anomalías anatómicas (v.g., existencia de ulceras,

agrandamiento de los ventrículos cerebrales, malformación cráneo-encefálica, etc.); algunas en

la histopatología (v.g., el cáncer); otras, en la presencia de un agente etiológico tipo virus,

hongo o bacteria (todas las infecciones); otras, en deficiencias o trastornos bioquímicos (v.g.,
pelagra, beriberi, porfiria); e, incluso, en una desviación de una norma estadística (hipertensión

arterial, hipercolesterolemia). Es más, hay estados físicos tratados en medicina sobre los que

no existe acuerdo unánime acerca de si se deben catalogar o no como una enfermedad (en el

mismo sentido en que se aplica el término a las nombradas anteriormente como ejemplos),

tales como varias condiciones atribuidas a hábitos de vida insanos (v.g., alimentación, falta de

ejercicio físico, falta de higiene bucal), e incluso, estados físicos atendidos por los médicos que

nadie clasificaría como enfermedades (v.g., los embarazos o los partos).

Algo semejante ocurre con el concepto de trastorno mental. Aunque hay muchos

patrones de comportamiento que se catalogan como trastornos clínicos atendiendo al malestar

que provocan en el individuo que los sufre (y en las personas que lo rodean) o en las

limitaciones que le imponen en su vida diaria (v.g., familiar, académica, laboral); otros se

catalogan como tales por su irracionalidad (trastorno esquizoafectivo, trastorno delirante,

trastorno psicótico breve); por la naturaleza de las conductas manifestadas (v.g., trastornos de

tics, enuresis, encopresis), o por la desviación de una norma estadística (v.g., retraso mental,

trastornos específicos de aprendizaje). Sólo en algunos casos muy concretos se atiende a la

etiología de un patrón de comportamiento para clasificarlo como trastorno clínico (v.g., los

atribuibles a enfermedades orgánicas o al uso de sustancia psicoactivas).

La conclusión general, pues, es que el concepto de trastorno mental y del

comportamiento es complejo y que en unos trastornos se atiende primordialmente a unas

características definitorias y, en otros, a otras totalmente distintas.

En la actualidad se prefiere utilizar la expresión “trastorno mental” a “enfermedad

mental”, especialmente en el campo de la psicología y, algo menos en el campo de la

psiquiatría. Esta preferencia por el término “trastorno” se da incluso en los casos en los que la

mayoría de los profesionales clínicos están de acuerdo en que el patrón de comportamiento

manifestado por el individuo puede considerarse una enfermedad, en el mismo sentido que se

utiliza este término en medicina (v.g., las demencias).

Igualmente borrosos son los conceptos de problema mental, problema psicológico y

problema del comportamiento, aunque estos casos suelen definirse mejor atendiendo

simplemente al malestar que causa al individuo que lo sufre (y a los que lo rodean) y a las

limitaciones que le imponen en su vida diaria. Con frecuencia, el mismo patrón de


comportamiento que se clasifica como trastorno clínico (cuando cumple todos los criterios

diagnósticos requeridos) se clasifica como “problema” cuando no produce un malestar o una

limitación fuerte; o de “trastorno subclínico” cuando dicho patrón de comportamiento reúne

bastantes pero no todos los criterios de un determinado trastorno clínico.

Desde el punto de vista de la clínica psicológica, hay que tener en cuenta, no obstante,

que muchos de los problemas atendidos en consulta, dada su naturaleza, no constituyen

trastornos clínicos y, por tanto, no se los diagnostica (aunque sí se los evalúa). Así ocurre, por

ejemplo, con los problemas de crianza de los hijos, con los problemas de pareja, o con las

reacciones psicológicas a muchos problemas académicos, laborales o de relación

interpersonal.

Debido a las limitaciones del concepto de trastorno mental y del comportamiento, en

psicopatología y psicológica clínica suele atenderse al concepto de síndrome clínico para

clasificar los trastornos mentales. En general, se entiende por síndrome un patrón de

comportamientos (cogniciones, emociones y acciones) que clínicamente tienden a presentarse

o a evolucionar conjuntamente, que proceden de unos mismo factores etiológicos, o que

responden de forma similar a un mismo tratamiento. Agrupar los comportamientos en

síndromes, a los que se denomina con un nombre determinado, además de facilitar la

comunicación, tiene la ventaja de que facilita el estudio de su curso, historia familiar,

variaciones culturales, factores biológicos asociados, trastornos comórbidos, grado de deterioro

que produce y respuesta al tratamiento. Sin embargo, debido a que un síndrome puede

constituirse porque varios comportamientos tienden a evolucionar conjuntamente, porque

tienden a darse secuencialmente (a lo largo del curso o desarrollo del síndrome), o

simplemente porque presentan asociación estadística en muestras clínicas, los pacientes que

cumplen todos los criterios para un determinado síndrome no necesariamente van a presentar

la misma etiología, el mismo curso, o la misma respuesta al tratamiento aunque sí es usual que

exista un curso y, con frecuencia, una respuesta al tratamiento típicos (esto es,

estadísticamente más frecuente). La mayoría de los síndromes psicológicos que constituyen

trastornos clínicos, sin embargo, son puramente descriptivos y son poco informativos con

respecto a los factores etiológicos que los desencadenan.


Por último, debe tenerse en cuenta que los sistemas de clasificación de los trastornos

mentales y del comportamiento (DSM e ICD) son exactamente eso: sistemas de clasificación

de patrones de comportamiento, no sistemas de clasificación de las personas. Técnicamente,

por tanto, adjetivos tales como “esquizofrénico”, “depresivo” o “delirante” se aplican a

comportamientos (v.g., acciones, emociones, pensamientos), no a la persona que manifiesta

dichos comportamientos.

III. MOTIVOS PARA REALIZAR UN DIAGNÓSTICO FORMAL DEL PACIENTE.

Los motivos para realizar el diagnóstico formal de un paciente son múltiples. Estos

motivos con frecuencia provienen de los requerimientos de la propia finalidad con que se pone

en marcha el proceso de evaluación. No obstante, en algunas ocasiones, el requerimiento de

formarse y emitir un juicio diagnóstico es externo a la propia interacción clínica, tal como ocurre

cuando es necesario justificar la baja laboral del paciente ante su empresa o ante la institución

que la costea, o cuando se hace bajo requerimiento judicial, etc., casos todos en los que

resulta necesario proporcionar el juicio diagnóstico a terceros.

Lo más usual, sin embargo, es que el profesional considere adecuado formarse un

juicio diagnóstico por requerimiento de la propia actuación clínica. Y ello, principalmente con

varias finalidades importantes: clasificar los problemas del paciente, predecir el curso futuro

más probable de los mismos, y elegir el tratamiento más indicado.

Con frecuencia resulta difícil hacer una predicción (denominada “pronóstico”) acerca

de la evolución futura de los problemas psicológicos concretos experimentados por un paciente

particular y únicamente mediante su catalogación como un determinado trastorno clínico

resulta factible realizar una predicción probabilística: la de que tales problemas tenderán a

evolucionar como es usual que lo haga dicho trastorno. Esto es, con frecuencia, únicamente

mediante la formación de un diagnóstico clínico resulta posible hacerse una idea acerca de qué

cabe esperar que ocurra en el futuro, tanto si se trata como si no se trata al paciente. Así, por

ejemplo, cuando un paciente llega a consulta con un estado de ánimo extremadamente

deprimido, resulta difícil prever cómo evolucionará dicho estado, tanto a corto como a medio

plazo. Si, tras la realización de las tareas requeridas, se concluye que el paciente padece un

trastorno depresivo mayor, cabe suponer que lo más probable es que el paciente evolucione

como sabemos que lo hacen la mayoría de personas que sufren dicho trastorno.
De la misma forma que ayuda a realizar predicciones, el juicio diagnóstico resulta de

gran utilidad para inferir qué tipo de tratamiento va a resultar probablemente más eficaz para

atacar los problemas psicológicos del paciente. Siguiendo con el ejemplo anterior, el estado de

ánimo deprimido del paciente podría ser contrarrestado, por sentido común, de múltiples

formas (v.g., intentando animar o consolar al paciente, emborrachándolo, etc.), aunque con un

nivel de eficacia incierto. Cuando dicho estado de ánimo se considera que constituye un

trastorno depresivo mayor, es posible recurrir a los conocimientos existentes acerca de qué

tratamientos (físicos, químicos o psicológicos) se sabe que son eficaces para atacar este tipo

de trastorno.

En resumen, pues, los motivos principales por los que decidimos hacer un diagnóstico

formal del paciente suelen ser de tres tipos: (a) porque se ha de comunicar dicho diagnóstico al

paciente, a sus familiares o a terceros; (b) porque nos ayuda a realizar un pronóstico; y (c)

porque permite inferir qué tipos de tratamientos van a ser probablemente eficaces para los

problemas de nuestro paciente.

Como se ha dicho anteriormente, el diagnóstico, como proceso, consta de una serie de

tareas realizadas secuencialmente de tal forma que sea posible conseguir el objetivo que se

persigue. En toda intervención clínica, la finalidad última es la de mejorar la vida del paciente

(y, con frecuencia, la de los que lo rodean), tanto disminuyendo o eliminando los problemas

psicológicos que lo puedan estar aquejando, como ayudándole a conseguir las metas positivas

que se propone. Para conseguir este fin último, el clínico debe realizar una evaluación clínica

consistente en recoger la información necesaria que le permita conseguir tal fin. Por tanto,

nunca debe olvidarse que la información a recoger va destinada a un fin y, por ello, toda

información que contribuya a su consecución es importante y toda información que no

contribuya es irrelevante. El diagnóstico psicológico, por tanto, es importante cuando con su

realización se facilitan los objetivos de la evaluación clínica.

III.1. ¿Es posible realizar un pronóstico o elegir un buen tratamiento para los

problemas del paciente sin realizar un diagnóstico previo?

Ciertamente ambas cosas son posibles. Es más, cuando no resulta posible formarse un

juicio diagnóstico (por las razones que sea), todavía puede resultar necesario hacer un

pronóstico o idear un tratamiento para el paciente. En estos casos, pues, deberá actuarse de
tal forma que, a pesar de no disponer de un diagnóstico, podamos hacernos una idea de cómo

cabe esperar que evolucione el paciente y qué se podría idear para tratar sus problemas. En

estos casos, sin embargo, el pronóstico con frecuencia resulta mucho más incierto que en el

caso de disponer de un diagnóstico formal. De la misma forma, dado que no es posible elegir

un tratamiento del que ya se sabe que va a ser probablemente eficaz, va a ser necesario

diseñar o idear en qué va a consistir el tratamiento, tarea bastante más costosa y con

resultados más inciertos.

No cabe duda de que elegir un tratamiento cuyos efectos se han demostrado

empíricamente en la investigación previa es algo clínicamente mucho más prudente que idear

un tratamiento del que esperamos que funcione, pero del que desconocemos la probabilidad de

que lo haga. Por ello, siempre que los problemas de un paciente puedan ser diagnosticados en

términos de algún tipo de trastorno clínico para el que existen tratamientos eficaces

(técnicamente denominados, “tratamientos con apoyo empírico” o “tratamientos empíricamente

validados”), lo más fácil, rápido y prudente es diagnosticarlo y elegir el tratamiento más

indicado para dicho tipo de diagnóstico. Sólo en el caso de que los problemas del paciente no

resulten diagnosticables tiene sentido dedicar esfuerzo y tiempo en arriesgarse a idear un

tratamiento especialmente diseñado para sus problemas particulares.

En resumen, pues, si resulta posible, es mejor elegir que diseñar un tratamiento; y es

mejor predecir utilizando los conocimientos reunidos en torno a los trastornos clínicos que

predecir basándose en creencias particulares cuya validez se supone, pero aún permanece por

demostrar.

IV. EL PROCESO DIAGNÓSTICO.

A lo largo de los temas que siguen entenderemos por proceso diagnóstico el conjunto

de pasos o fases secuencialmente ordenados que da un profesional clínico con el objetivo de

formular el diagnostico de un paciente y, en su caso, transmitirlo al propio paciente o a

terceros. Cada uno de dichos pasos o fases consta, a su vez, de objetivos que se persiguen,

acciones que se realizan, herramientas técnicas que se utilizan, consideraciones teóricas y

prácticas que se tienen en cuenta, y decisiones que se toman. Ejemplos de objetivos son el

recoger determinado tipo de información o lograr determinado grado de fiabilidad y validez en

la información a recoger; de acciones realizadas por el clínico, el hacer una entrevista clínica
estructurada o pasar una determinada prueba o test; de herramientas, la entrevista concreta o

el test utilizados; de consideraciones teóricas y prácticas, los conocimientos teóricos (v.g.,

los criterios diagnósticos de un cierto trastorno) y procedimentales (v.g., cómo se pasa un test,

cómo se realiza una entrevista clínica) a los que se recurre, o las reglas de actuación a las que

se atiende (v.g., “el clínico debe primero recoger información sobre el motivo de consulta, luego

formar hipótesis, luego comprobar dichas hipótesis”); de decisiones, recoger determinado tipo

de información antes que otros datos, seguir recogiendo información, o terminar de recogerla y

pasar a la fase siguiente.

Así pues, la realización de un psicodiagnóstico suele constar de varios pasos o fases

que se expondrán en cada uno de los temas destinados al diagnóstico de trastornos

psicológicos concretos pero que, de forma general, se enumeran a continuación.

IV.1 Fases del proceso diagnóstico:

(1) Establecimiento de la finalidad de la consulta clínica y logro de un buen rapport con el

paciente.

(2) Investigación y evaluación de los problemas psicológicos del paciente.

(3) Valoración de la severidad de los problemas evaluados

(4) Clasificación de algunos de los problemas evaluados como síntomas o signos clínicos.

(5) Consideración de algunos síntomas o signos como criterios diagnósticos.

(6) Propuesta de hipótesis diagnósticas compatibles con los criterios diagnósticos

considerados.

(7) Valoración de las hipótesis diagnósticas y, si resulta necesario para ello, recogida de

nueva información (diagnóstico diferencial).

(8) Elección del diagnóstico a asignar al paciente.

(9) Emisión del diagnóstico.

Sin embargo, antes de comenzar todo proceso diagnóstico (al igual que antes de

comenzar todo proceso general de evaluación en psicología clínica) conviene tener en cuenta

algunas consideraciones generales de extrema importancia a lo largo de todo el proceso. Nos

referimos a los asuntos de la abordabilidad y seguridad del paciente y de las personas que lo

rodean, al establecimiento de una buena relación o rapport, y a la toma en consideración de las


circunstancias que pueden afectar la fiabilidad y validez de los datos recogidos durante todo el

proceso.

IV.2. Consideraciones generales.

De acuerdo con lo que se ha dicho antes, el diagnóstico psicológico es una parte de la

evaluación clínica del paciente que, dada la naturaleza de los problemas que más usualmente

se presentan en la clínica psicológica, sólo a veces es necesario o conveniente realizar. La

necesidad de realizar un diagnóstico, por tanto, deriva de la misma finalidad con que se

comienza la evaluación clínica, usualmente la de realizar un pronóstico y la de decidir qué

tratamiento resulta más conveniente aplicar. Hay situaciones, sin embargo, en las que la

finalidad del diagnóstico no obedece a que se tengan intenciones de aplicar un tratamiento

posterior. Así ocurre, por ejemplo, en aquéllas ocasiones en que se recurre al psicólogo clínico

para que actúe como perito en un juicio. Este tipo de situaciones forenses requieren que se

cumplan algunos requisitos que no son usuales en las situaciones clínicas ordinarias.

IV2.1. Abordabilidad y rapport

La interacción clínica durante la que se produce el diagnóstico es una interacción social

que, para llegar a buen fin, debe resultar posible y adecuada.

Averiguar la abordabilidad del paciente no suele conllevar dificultades importantes, ya

que desde los primeros contactos suele poder apreciarse con claridad si el paciente es o no

cooperativo (tal como ocurre con el paciente que acude a consulta por decisión propia o el que

es traído a consulta en contra de su voluntad), o si no está en disposición de proporcionar la

información requerida (tal como puede ocurrir por ejemplo en niños pequeños o en pacientes

con demencia).

Si el paciente no resulta abordable, la información necesaria para hacer el diagnóstico

suele obtenerse de terceras personas (v.g., familiares, cuidadores, etc.) o, de existir, de la

historia clínica.

En caso de que el paciente resulte abordable, el establecimiento de un buen rapport

es un requisito previo, sin el cual es difícil que pueda transcurrir la relación clínica de forma

apropiada para la consecución de sus fines. Con frecuencia suele hacerse un gran hincapié en

los conocimientos que debe poseer el clínico para estar en disposición de realizar un adecuado
diagnóstico. Y no cabe duda de que ello es así (véase el tema 4). Sin embargo, sin un buen

ambiente clínico, sin una relación de confianza psicólogo-paciente, la interacción clínica se

dificulta tremendamente y, con frecuencia, se hace imposible. De ahí que, en algunos casos de

pacientes usualmente difíciles (v.g., los que presentan trastorno límite de personalidad), la

evaluación suele incluir una fase de intervención expresamente destinada a asegurar una

calidad mínima en la interacción clínico-paciente, única forma de poder continuar con dicha

relación.

En esta introducción al diagnóstico psicológico no nos extenderemos más sobre cómo

establecer un buen rapport (un clima de confianza y empatía) con el paciente, ya que ello,

aunque tremendamente importante para la correcta realización del diagnóstico, pertenece al

ámbito más general de la intervención clínica y de las habilidades terapéuticas.

IV.2.2. Seguridad del paciente y de las personas que lo rodean.

En toda evaluación clínica (termine o no con un diagnóstico formal) una preocupación

constante (esto es, desde el principio al fin de la interacción clínica) ha de ser la de la

seguridad del paciente y la de los que lo rodean (incluyendo la del propio clínico y la del resto

de personal sanitario implicado).

Establecer la seguridad del paciente y la de los que lo rodean requiere que se averigüe

activamente la información necesaria para concluir de forma razonable si existe un riesgo

notable de que el paciente se dañe a sí mismo (v.g., autolesiones o suicidio) o dañe a las

personas con las que se relaciona (violencia contra la familia, vecinos, otros pacientes,

personal sanitario, etc.).

La información a recoger y la forma de proceder en los casos de suicidio (o auto-lisis)

se expondrán en el tema 6, dedicado a los trastornos del estado de ánimo, donde este

problema suele presentarse con frecuencia. No debe olvidarse, sin embargo, que intentos de

suicidio también se presentan en otros muchos trastornos psicológicos, tales como la

esquizofrenia, los trastornos adaptativos o el trastorno de estrés postraumático. En ningún caso

debe olvidarse que el 90% de los suicidios se producen en personas que, en el momento de

cometerlo, padecen algún tipo de trastorno mental. Factores positivamente asociados al

suicidio son: ser varón, edad avanzada, vivir solo, sufrir mala salud (especialmente,

enfermedades terminales), trastornos psicóticos, del estado de ánimo o abuso de sustancias, y


disponer de medios u ocasiones letales en las que es poco probable que otros adviertan el

intento o tengan oportunidad de intervenir (v.g., vivir en pisos elevados, disponer de venenos

potentes o armas de fuego, posibilidad de ahorcamiento). Excepto el retraso mental y las

demencias, el resto de trastornos mentales parece aumentar el riesgo de suicidio.

Las conductas parasuicidas o auto-líticas (intentos de suicidio sin resultado fatal) son

mucho más frecuentes que los suicidios consumados y requieren igualmente atención clínica.

Las tentativas parasuicidas se asocian positivamente con: ser mujer, joven, sufrir trastornos

adaptativos o trastornos de la personalidad del grupo B, y la utilización de medios de baja

letalidad (v.g., cortes en muñecas, dosis no letales de medicamentos o venenos) utilizados en

situaciones con una alta probabilidad de rescate. En torno al 10% de las personas que han

presentado algún intento de suicidio en el pasado, termina consumando el acto.

De igual forma que se debe recabar activamente información para establecer el riesgo

de suicidio, también debe hacerse lo mismo para investigar la posibilidad de que el individuo

pueda dañarse a sí mismo de alguna otra forma (automutilarse, golpearse, morderse, herirse),

aunque ésta sea menos grave que el suicidio. Trastornos psicológicos, entre otros, en los que

investigar activamente si el individuo se autolesiona (y en los que estar pendiente para ver si

pueden apreciarse signos de dichas lesiones) son, entre otros, el autismo, el retraso mental

grave y profundo, y el trastorno de estrés postraumático. Incluso en trastornos en los que

tiende a considerarse que las tentativas de suicidio son de carácter manipulativo (v.g., el

trastorno de personalidad límite), las lesiones que el individuo se infringe pueden ser graves.

Además, el sufrir uno de estos últimos trastornos (v.g., de personalidad límite) no excluye que

también puedan estar dándose otros trastornos (v.g., episodio depresivo mayor, abuso de

sustancias) también (o más) asociados al suicidio.

Por otra parte, existen muchos trastornos psicológicos en que la probabilidad de dañar

físicamente o abusar de otras personas es especialmente elevada. Entre éstos destacan las

intoxicaciones agudas con algunas sustancias psicoactivas (v.g., alcohol, anfetaminas,

inhalantes), el trastorno de personalidad antisocial, el trastorno de personalidad límite, las

demencias, el delirium, el trastorno explosivo intermitente, el retraso mental, los trastornos de

conducta, el trastorno negativista desafiante, el trastorno de estrés postraumático, el trastorno

delirante, la esquizofrenia (cuando se presentan ideas delirantes de tipo paranoide o celotípico,


o alucinaciones auditivas de tipo imperativo), los episodios maníacos, la pedofilia o el sadismo

sexual. En ocasiones la agresión va dirigida contra un objetivo específico (como cuando

obedece a ideas delirantes paranoides o celotípicas, o a alucionaciones auditivas imperativas),

o ser aleatoria (lo que es frecuente en los episodios maníacos, donde la agresividad suele

dirigirse contra cualquiera que coarte al paciente).

No debe olvidarse que las disfunciones neurofisiológicas, hormonales o de los

neurotransmisores no actúan de forma específica en la causación de violencia, aunque sí

pueden aumentar la impulsividad, desinhibición, irritabilidad o desorganización de la conducta.

El que se produzca violencia de hecho parece depender más de variables psicológicas (v.g.,

auto-regulación emocional, callosidad o frialdad emocional) y del entorno (v.g., aislamiento o

indefensión de la victima, tener la ocasión).

Por último, pero no menos importante, no debe olvidarse que, igual que existen

individuos con un mayor riesgo de manifestar violencia contra sí mismos o contra los demás,

también existen personas sobre las que es más probable que se den actos de violencia (esto

es, victimas potenciales, como las que sufren demencia o retraso mental).

Es difícil predecir un comportamiento tan poco usual como la violencia contra sí mismo

o contra los demás. Los mejores predictores del suicidio parecen ser los intentos pasados, la

ideación suicida y la desesperanza. Los mejores predictores de la violencia contra los demás

parece ser la conducta violenta pasada, especialmente cuando se acompaña de abuso de

alcohol u otras drogas estimulantes.

IV.2.3. Fiabilidad y validez de los datos a recoger o ya recogidos.

En toda evaluación clínica, y por tanto también en el proceso diagnóstico, es necesario

atender a la fiabilidad, validez y utilidad de los datos que deben recogerse o que ya se han

recogido. En este sentido, la máxima general a seguir es que los datos que se utilicen deben

ser fiables, válidos y útiles para formar el juicio diagnóstico. No nos detendremos aquí en

exponer los conceptos de fiabilidad o validez, puesto que se tratan con detenimiento en otras

materias (evaluación psicológica y psicometría). El concepto de utilidad, aplicado a la

psicología clínica, se tratará en el tema 3. No obstante, sí queremos hacer algunas

consideraciones generales sobre la aplicación de estos conceptos a la práctica diagnóstica.


Aunque con frecuencia se entiende que los conceptos de fiabilidad y validez hacen

referencia a los tests y demás instrumentos con que se recaba la información, esto es

incorrecto. Los conceptos de fiabilidad y validez hacen referencia, no a los instrumentos de

recogida de información, sino a la información recogida. Por ello, la utilización de un

instrumento del que se puede decir que suele proporcionar datos fiables y válidos aumenta la

probabilidad pero no asegura que la información recogida en una ocasión determinada con un

individuo particular sea fiable y válida. Para asegurarnos de que la información que estamos

recogiendo o utilizando es fiable y válida deberemos estar en disposición de afirmar que el

instrumento utilizado suele proporcionar información fiable, que el instrumento se ha podido

aplicar de la forma recomendada, que nuestro paciente está bien representado en la muestra

normativa utilizada para interpretar las puntuaciones, que dichas puntuaciones sirven (son

válidas) para evaluar la variable que pretendemos evaluar, y que se ha mostrado útil para

formarse los juicios o tomar el tipo de decisiones que intentamos tomar.

En la frase anterior hemos destacado en negrilla “que pretendemos evaluar” y “que

intentamos tomar” porque estamos acostumbrados a leer y oír que “un test es válido si mide lo

que dice medir”, o (con menos frecuencia) “un test es útil si sirve para lo que dice servir”. En la

práctica, sin embargo, la información que estamos manejando será válida (o útil) si el test o

instrumento elegido para evaluarla mide lo que nosotros queremos o necesitamos medir (o

para tomar la decisión que necesitamos tomar). Por ello, si se elige mal lo que se quiere

evaluar, o se lo evalúa con el instrumento equivocado, la información obtenida será inválida, y

tanto más inválida cuanto más válido sea el test utilizado. Esto es, si un test es válido cuando

mide lo que dice medir y sólo lo que dice medir, si la variable evaluada por el test no coincide

con la variable que pretendíamos evaluar, la puntuación proporcionada por el test se

interpretará de forma totalmente errónea. Por último, como veremos en el tema 3, un

determinado instrumento puede proporcionar información útil para labores de cribado, pero no

para labores de diagnóstico (v.g., la mayoría de los tests clínicos denominados de screening), o

al revés (v.g., la entrevista estructurada para el diagnóstico de los trastornos psíquicos del DSM

[SCID-I; ver tema 2] es un instrumento útil para el diagnóstico clínico, pero totalmente

impracticable para realizar labores de cribado sobre la población general).


Así pues, la información que utilicemos deberá ser fiable, válida y útil para la finalidad

que pretendemos. Aquí, sin embargo, debemos tener en cuenta que la finalidad que

pretendemos es la que debe establecer el grado de fiabilidad y validez que deberán tener

nuestros datos. Todo esfuerzo por lograr una fiabilidad y validez más allá de la exigida por la

finalidad que pretendemos es innecesario y, por tanto, clínicamente inútil. Esto es, con

frecuencia lo que las decisiones que hemos de tomar nos exigen es un cierto nivel de fiabilidad

o de validez. Superar dicho nivel no es ni malo ni bueno, sino simplemente una pérdida de

tiempo. Por ejemplo, si lo que necesitamos averiguar es simplemente si el individuo posee una

percepción aproximadamente normal y suficiente para leer un cuestionario de personalidad,

enviarlo al oculista para que nos informe con precisión de su agudeza visual es totalmente

innecesario y en nada mejora la decisión de aplicarle (o no) el cuestionario. Por tanto, enviar al

paciente al oculista, aunque proporcione información más fiable y válida, es una decisión

clínicamente inútil (además de poco perspicaz) por parte del psicólogo. Lo mismo puede

decirse cuando lo único que se necesita es establecer si el individuo posee una inteligencia

aproximadamente normal, pero se le pasa de forma individual un largo test de inteligencia que

nos proporciona, con bastante precisión y validez, su CI. Dado que muchas decisiones clínicas

se basan en la clasificación de los comportamientos en categorías discretas (como normales /

anormales; o altos / medios / bajos), buscar una precisión mayor de la que se necesita

empeora el proceso diagnóstico, ya que lo alarga sin obtener ningún tipo de beneficio añadido.

En muchos casos ordinarios, la precisión que proporciona un buen test solo se justifica en los

casos dudosos, en los que, por alguna razón, no resulta posible asignar una categoría

basándonos en el juicio clínico y, además, en los que asignar con precisión dicha categoría es

importante.

No debe olvidarse, sin embargo, que, dado que la finalidad que pretendemos varía de

una situación clínica a otra, el grado y el tipo de fiabilidad y validez requerido también puede

cambiar de una a otra ocasión. Así por ejemplo, en una situación clínica ordinaria en consulta

privada, para averiguar el nombre del paciente suele ser suficientemente fiable y válido

preguntárselo en entrevista (aunque, ciertamente, pedirle el pasaporte o el DNI es más fiable y

válido). No obstante, la respuesta que nos pueda dar a nuestra pregunta en la entrevista es

suficientemente fiable y válida para lo que pretendemos, ya que, aunque se equivoque (cosa
poco probable) o por alguna razón nos engañe, ello no produce ningún tipo de decisión errónea

puesto que el nombre del paciente únicamente se suele utilizar para diferenciar las anotaciones

de su historia clínica o expediente del de otros pacientes, así como para dirigirse a él por su

nombre.

En ciertos tipos de situaciones forenses, sin embargo, en las que es importante

asegurarse de que el individuo es quien dice que es, pedir el pasaporte o el DNI y comparar

detenidamente su fotografía con la facciones de la persona que tenemos delante nos

proporciona un grado de fiabilidad y validez más apropiado a la finalidad que pretendemos.

Algo semejante ocurre, no con el grado, sino con el tipo de fiabilidad y validez

requeridas en una situación particular. Si la finalidad que pretendemos es evaluar una variable

de contenido homogéneo con objeto de predecir alguna otra variable, la fiabilidad por

consistencia interna y la validez predictiva serán especialmente relevantes. Si lo que

pretendemos es evaluar una variable compuesta, la consistencia interna será de poco interés

o, incluso, será algo indeseado. Aunque el índice alfa de Cronbach se ha reificado y convertido

en una especie de criterio supremo de la fiabilidad de las contestaciones a una prueba

psicológica, en bastante ocasiones de la práctica clínica ordinaria es poco sensato esperar, por

ejemplo, que quien presenta comportamientos obsesivo-compulsivos de lavado-limpieza,

también los presente de comprobación y, además, rituales comportamentales al asearse y

vestirse, y rituales mentales, y obsesiones de tipo religioso, sexual y agresivo. Probablemente

existen pacientes obsesivo-compulsivos que presentan todos esos tipos de comportamientos a

la vez, pero su número (por suerte) no es elevado y, por ello, carece de todo fundamento

esperar que los ítems de una prueba que evalúa todos esos contenidos (y que se pasa a la

generalidad de pacientes obsesivo-compulsivos) obtengan una alta consistencia entre sí (esto

es, que quien contesta “sí” a un ítem, que hace referencia a un contenido, también conteste “sí”

a otro ítem, que hace referencia a otro contenido obsesivo-compulsivo). En este tipo de casos

(al que pertenecen muchos trastornos psicológicos, que poseen una amplia variedad de

comportamientos diferentes), parece más sensato, en lugar de prestar atención al alfa de

Cronbach, prestársela a los índices de fiabilidad test-retest y de estabilidad temporal de los

comportamientos evaluados.
En cualquier caso, durante el proceso diagnóstico, es necesario estar atento y tomar en

cuenta los posibles condicionantes que pueden afectar la fiabilidad y la validez de la

información que se recoge. Esto significa que, ya desde el principio de la evaluación, es

necesario averiguar qué factores pueden favorecer una fácil y adecuada recogida de

información, cuáles pueden dificultarla, y cuáles pueden minar la calidad de los datos

necesarios, especialmente el tipo de calidad que resulta más necesario para acertar en las

decisiones que se han de tomar.

IV.2.4. Exploración y evaluación, de forma más o menos detallada, de los problemas

psicológicos del paciente.

Por último, otra preocupación que debe mantenerse a lo largo de todo el proceso

diagnóstico consiste en recabar la información necesaria para comprender bien todos los

problemas psicológicos que sufre un paciente. Comprender bien un problema psicológico

significa que se tiene una idea clara y precisa de en qué consisten las acciones, cogniciones,

emociones y reacciones psicofisiológicas que presenta el paciente y que se consideran

especialmente problemáticas, así como por qué se las considera especialmente problemáticas.

Comprender todos los problemas psicológicos importantes significa que se tiene una

seguridad razonable de que es poco probable que el paciente esté presentando algún

problema psicológico, especialmente molesto o limitante, adicional a los explorados. Ambas

finalidades suelen abordarse mediante la entrevista de exploración general del paciente.

Comprender todos los problemas psicológicos importantes del paciente no es algo

absolutamente necesario para asignar un diagnóstico, pero pocos clínicos estarían de acuerdo

en que puede pasarse por alto esta comprensión global sin mayores consideraciones. Decimos

que no es absolutamente necesario porque, si ya al principio de la entrevista clínica aparecen

comportamientos problemáticos clasificables como criterios diagnósticos, el clínico puede

continuar con la valoración de la severidad de dichos comportamientos y con la exploración del

resto de criterios diagnósticos que permitirán decidir qué diagnóstico conviene aplicar de entre

los diversos trastornos posibles. Así ocurre, por ejemplo, cuando se está utilizando una

entrevista diagnóstica (semi)estructurada. De esta forma, el clínico puede llegar a la conclusión

de que un determinado diagnóstico le es aplicable al paciente.


Sin embargo, si no existe exploración adicional, no sabrá si, además de los problemas

considerados en el diagnóstico ya dado, el paciente presenta otras dificultades que también es

necesario atender. Por tanto, es posible que el diagnóstico aplicado sea correcto. Sin embargo,

el proceso diagnóstico queda incompleto, permaneciendo la duda de si hubiera convenido

aplicarle al paciente algún otro diagnóstico adicional, tanto o más importante que el que ya se

le ha asignado.

IV.2.5. Valoración de la severidad de los problemas evaluados y su clasificación como

síntomas clínicos.

Cuando los comportamientos problemáticos del paciente no son directamente

atribuibles a una enfermedad orgánica pero producen un gran malestar o interfieren

fuertemente con la realización de las tareas usuales en la vida diaria, se puede comenzar a

pensar que dichos comportamientos problemáticos podrían ser síntomas de un trastorno

mental. Este paso del proceso diagnóstico es importante e implica que un mismo patrón de

comportamientos problemáticos será catalogado como trastorno clínico o simplemente como

problema psicológico según sea el grado de malestar y la interferencia que produce. Aunque

no siempre es necesario (v.g., en el diagnóstico de los trastornos de tics, o en la enuresis o la

encopresis), para considerar un comportamiento problemático como síntoma, lo más frecuente

es que se requiera que produzca un alto grado de malestar o de interferencia de la vida diaria

del paciente. Así pues, usualmente se clasifica un comportamiento problemático como síntoma

si sobrepasa un cierto grado de severidad y si coincide con algunas de las características

típicas o diagnósticas de algún trastorno mental.

Al clasificar un determinado comportamiento como síntoma (o como criterio

diagnóstico), no debe olvidarse nunca que dicho comportamiento debe estar produciendo

consecuencias importantes (esto es, malestar intenso o discapacidad). A su vez, para

establecer el tipo y la gravedad de las consecuencias que está produciendo es necesaria una

cuidadosa evaluación de la persona y de las circunstancias en que vive.

Excepto en casos muy contados (como los ejemplos de los tics, la enuresis o la

encopresis, anteriormente mencionados), pues, si el problema que presenta el individuo no

causa un malestar extremo (a él o a otros) o no limita fuertemente su funcionamiento diario, el

proceso diagnóstico termina en este punto, ya que dicho problema de ninguna forma podrá
clasificarse como un trastorno clínico. Esto no implica que deba terminarse la relación clínica,

ya que, aunque no sea un trastorno clínico, el problema sigue siendo un problema y, por tanto,

deberá seguirse con el proceso más general de la evaluación clínica.

V. CLASIFICACIÓN DE LA GRAVEDAD DE LOS TRASTORNOS MENTALES Y DEL COMPORTAMIENTO.

Todos los trastornos mentales y del comportamiento admiten calificativos que indiquen

su gravedad. A continuación aparecen estos calificativos que sirven para graduar la gravedad

de cualquier trastorno, excepto la de aquéllos que tienen una graduación propia (v.g., retraso

mental, episodios depresivos y maníacos, etc.).

Graduación de los trastornos mentales y del comportamiento

Grado Criterios

Leve Los comportamientos alterados que presenta el individuo no exceden, o

apenas si exceden, los criterios diagnósticos mínimos requeridos para

aplicarle el diagnóstico. Además, los síntomas solo producen un ligero

malestar o interfieren poco la vida diaria del paciente

Moderado Existe un número de síntomas, un malestar, o un deterioro funcional entre

leve y grave.

Grave Los comportamientos alterados que presenta el individuo exceden en varios

síntomas los criterios mínimos requeridos para aplicarle el diagnóstico, o

existen varios síntomas que son particularmente intensos, o los síntomas

producen un gran malestar o interfieren fuertemente con la vida diaria del

paciente.

En remisión En la actualidad se cumplen algunos pero no todos los criterios diagnósticos

parcial del trastorno, aunque sí se cumplían en el pasado reciente.

En remisión En la actualidad no se cumple ningún criterio diagnóstico del trastorno, sin

total embargo existen motivos clínicos para no clasificar al paciente como

recuperado (v.g., porque el trastorno ha aparecido recurrentemente en el

pasado, porque el trastorno está siendo tratado, etc.)

Historia En el pasado se han cumplido en su totalidad los criterios diagnósticos del


anterior trastorno, pero en la actualidad se considera que el paciente está

completamente recuperado. No obstante, por motivos clínicos, se considera

adecuado dejar constancia de que el trastorno se ha dado en el pasado (v.g.,

en un paciente actualmente con trastorno de angustia se puede considerar

importante dejar constancia de que, de pequeño, sufrió trastorno de ansiedad

por separación).

(Recuperado) En el pasado se han cumplido en su totalidad los criterios diagnósticos del

trastorno, pero en la actualidad no se cumple ninguno de ellos. Además el

clínico considera que es poco probable que puedan surgir de nuevo. El

calificativo “recuperado” es un juicio que el clínico puede formarse, pero que

solo en contadas ocasiones expresará públicamente, ya que los individuos

totalmente recuperados pocas veces van a recibir un diagnóstico a posteriori.

El psicólogo clínico con frecuencia se encuentra con problemas psicológicos que,

produciendo un fuerte malestar o deterioro funcional del individuo, no cumplen exactamente

todos los criterios requeridos para aplicar un determinado diagnóstico Por ejemplo, una

persona puede presentar todos menos uno de los criterios requeridos para diagnosticar

trastorno depresivo mayor; o se acerca, pero no llega, a los límites temporales mínimos durante

los que deben presentarse dichos síntomas. En estos casos caben dos posibilidades de

actuación: (a) el de asignar el diagnóstico de “trastorno xx no especificado” (siendo xx, por

ejemplo, depresivo, ansioso, etc.); o (b) el de asignar el diagnóstico de “otro trastorno xx

especificado, con insuficientes síntomas (o con duración inferior a…, etc.)”, señalando

explícitamente el criterio que no se cumple. También se utiliza esta calificación para cualquier

tipo de trastorno mental o del comportamiento que no aparece en la clasificación del DSM o del

ICD.

En aquellos casos en que se cumplen bastantes criterios diagnósticos, pero se está

lejos de que se cumplan todos, así como en los casos en que el malestar y el deterioro

producidos por los síntomas existen, pero no son de gran importancia, suele emplearse el

calificativo de “trastorno subclínico”. Un “trastorno subclínico”, por tanto, es un problema

psicológico de importancia, pero que no alcanza el umbral para ser clasificado como un

trastorno clínico determinado ni como “trastorno xx no especificado”.


Por último, cuando no se dispone de información suficiente y no resulta posible

recogerla (al menos en el presente), la incertidumbre diagnóstica puede expresarse mediante

el calificativo de “provisional (v.g., “trastorno xx, provisional”), o mediante la expresión

“diagnóstico aplazado”.

VI. EL DIAGNÓSTICO CLÍNICO FORMAL EN ÁMBITOS FORENSES

Los sistemas clasificatorios (DSM e ICD) no se han creado pensando en su utilización

en medios forenses, sino como herramientas o guías que favorezcan la investigación y la

enseñanza de los diagnósticos psicológicos de los trastornos clínicos. Por ello, ni el DSM ni el

ICD son “la biblia”, que dicen la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Ambos son

clasificaciones de aceptación general en un momento histórico determinado, sometidas a

múltiples críticas, a continuo estudio y con revisiones y modificaciones periódicas.

Tampoco debe olvidarse que el DSM y el ICD, en sí mismos, no son ni fiables ni

válidos. Estos calificativos se aplican a la información que el clínico recoge y a los juicios que el

clínico realiza, no a las propias clasificaciones. De las propias clasificaciones se puede decir

que son más o menos completas, más o menos acertadas, o más o menos concretas en los

criterios diagnósticos que proponen, pero no que son fiables o válidas en el sentido que estos

términos tienen en psicología y en las teorías de tests.

A pesar de que ni el DSM ni el ICD han sido concebidos pensando en el ámbito

forense, no cabe duda que en dicho ámbito se utilizan con frecuencia los sistemas

clasificatorios. Así, pues, cuando el psicólogo actúa en este ámbito como perito forense no

debe olvidar varias consideraciones importantes al formarse sus juicios clínicos, en los que va

a fundamentar su diagnóstico formal.

Primero, si los comportamientos problemáticos que presenta un individuo no causan un

malestar importante o no deterioran fuertemente su vida diaria, excepto en contadas ocasiones,

el comportamiento de dicho individuo no puede clasificarse como trastorno clínico. Es cierto

que en unos cuantos trastornos clínicos no se exige, como criterio diagnóstico, que los

síntomas produzcan un malestar o un deterioro funcional clínicamente significativos, pero

también lo es que en la mayoría de estos trastornos dicho deterioro se da de forma acusada y

claramente perceptible.
Segundo, que el patrón de comportamientos que presenta un individuo cumpla todos y

cada uno de los requisitos exigidos para asignarle un diagnóstico no implica que todos y cada

uno de sus comportamientos (y especialmente aquéllos en los que el juez se fundamentará

para atribuirle responsabilidad penal, o madurez de juicio, etc.) estén influenciados por los

síntoma presentes en el trastorno manifestado.

Tercero, que se cumplan todos los criterios diagnósticos exigidos no implica que en

dicho individuo se den todos y cada uno de los síntomas que típicamente se presentan en

dicho trastorno. Como es bien sabido, aun cuando dos individuos compartan exactamente el

mismo diagnóstico y con el mismo grado de gravedad, puede existir una gran diferencia en el

cuadro clínico que uno y otro presentan.

Por último, debe tenerse en cuenta que en el ámbito forense suelen presentarse

motivaciones para recibir un determinado diagnóstico que no son tan usuales en el ámbito de la

práctica clínica. Por ello, el profesional que ha de emitir sus diagnósticos en contextos forenses

(v. g., juicios, cárceles, etc.) deberá tener especialmente presente la posibilidad de que se

puedan estar simulando u ocultando síntomas.

Los casos más frecuentes de que se informe de síntomas “no reales” son la simulación

y el trastorno facticio. Dado que en los temas que siguen no se va a estudiar el trastorno

facticio, únicamente diremos aquí que cuando la simulación de síntomas está motivada por la

consecución de un objetivo concreto (v.g., ser exonerado de responsabilidad legal civil o militar,

escapar a un cierto deber, cobrar una póliza de seguros o asignación económica, u obtener

fármacos psicoactivos) se suele denominar simplemente simulación (Z76.5). Con frecuencia,

la simulación de los síntomas únicamente se presenta en consulta, pero no fuera de ella.

Puede darse igualmente una exageración o prolongación temporal intencionada de los

síntomas producidos por una enfermedad o incapacidad física confirmada (F68.0). Cuando la

simulación de síntomas obedece al deseo o necesidad de adquirir, en general, el rol de

paciente o enfermo, suele hablarse de trastorno facticio (F68.1), en el que los síntomas suelen

ser temporal y transituacionalmente consistentes, presentándose tanto dentro como fuera de la

consulta.

En ambos casos (simulación y trastorno facticio) los síntomas simulados suelen

corresponderse más con lo que popularmente se cree sobre los trastornos mentales que con
los criterios diagnósticos estrictos que aparecen en la CIE o el DSM para la mayoría de los

trastornos y con los síntomas típicos observados en clínica. Así, es más probable informar de

tristeza y falta de apetito, si se pretende ser diagnosticado de depresión, que informar de

anhedonia y de ingerir alimentos en exceso; o informar de padecer “ideas raras” y

estrambóticas, que informar de ideas, todas ellas usuales, pero bien organizadas en un

trastorno delirante perfectamente estructurado.

Aunque esta correspondencia con las creencias populares puede ser frecuente en los

casos de simulación, no debe olvidarse que algunos individuos pueden llegar a ser más

sofisticados en su presentación de síntomas simulados, pudiendo imitar bastante bien los

presentados por un paciente conocido (v.g., un familiar cercano, u otro paciente en la misma

sala o pabellón del hospital).

Téngase también en cuenta que la simulación y el trastorno facticio también podrían

confundirse en algunos casos con trastornos disociativos o somatomorfos.

Por último, no debe pasarse por alto que el que un individuo simule todos o parte de los

síntomas que presenta (o dice presentar) no excluye que pueda estar pasando por una

situación difícil en la que resultan posibles actos violentos contra sí mismo o contra los demás.

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