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19 La Proscrita Marciana - Ramon Somoza

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La

pequeña Tanit ha tenido que huir del planeta donde había encontrado un
hogar con su madre debido a que el nuevo gobernador quiere arrancarle el
mayor secreto conocido: el salto galáctico que la pequeña genio ha
descubierto.
Pero su madre está en peligro, puesto que quiere proteger a los nativos Urgh,
que el gobernador también quiere exterminar. La niña entonces regresará a su
Marte natal con su familia extraterrestre, convencida de que logrará desvelar
los siniestros planes del gobierno y así evitar el genocidio, además de proteger
a su madre.
No obstante, el planeta en el que nació es ahora una trampa mortal donde se
está metiendo sin saberlo. Y aunque la familia que quedó en Marte estará
dispuesta a echarle una mano a pesar del peligro, Tanit también va a
reencontrarse de forma inesperada con alguien que jamás esperaba volver a
ver…

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Ramón Somoza

La proscrita marciana
En órbitas extrañas - 19

ePub r1.0
Titivillus 10.04.2020

Página 3
Título original: La proscrita marciana
Ramón Somoza, 2020

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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En órbitas extrañas 19:
La proscrita marciana

—No derrames agua por pesar, Tanit.


Las palabras del enorme dinosaurio inteligente que está a mi lado no
habrían tenido efecto de no haber sido porque la garra de mi cohembra se
apoya en mi hombro, y Tara se agacha hasta que su cara está rozando la mía.
—Tiene razón, Art’Ana. No lo pienses más.
Art’Ana. En cierto modo, esa palabra hace que reaccione. Soy la
matriarca del nido. No puedo mostrar debilidad. Si yo me pierdo, toda nuestra
familia está en peligro. Pero aún así, a pesar de que comienzo a enjugarme las
lágrimas, no puedo dejar de llorar.
—¡Matará a mi madre!
El nuevo gobernador militar del mundo que mi padre descubrió, Harrigan,
me ha declarado una traidora a la humanidad. Porque impedí que intentase
exterminar a dos razas inteligentes que mi madre había descubierto en el
planeta. Porque me negué a darle el secreto que yo descubrí, el cómo viajar de
forma casi instantánea entre las estrellas. Planeaba viviseccionar a mi familia
extraterrestre para que yo cediese. Estaba dispuesto a torturar a mi madre, que
se ha quedado atrás para proteger a los Urgh y los Laarneis. Y para colmo
hemos destruido la nave estelar en la que llegó, dejándole atrapado en el
mismo planeta que mi madre.
—No, no lo hará —oigo decir a la suave voz de Irina, la IA que es el
cuarto miembro de nuestro rarísimo matrimonio.
Vuelvo a pasarme la mano por los ojos, intentando en vano enjugarme las
lágrimas.
—¿Por qué piensas eso?
La voz de la computadora suena casi petulante, aunque Irina por supuesto
no puede ser eso. Creo. Claro que ella es una IA muy peculiar.
—Amenazaste con volver con una flota alienígena para destruir a la
humanidad si no le mataban en caso de que hiciera daño a tu madre. Su

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instinto de preservación evitará que le haga nada. Es lógico.
Vuelvo a pasarme la mano por los ojos.
—¿Y si no me cree? ¿Si piensa que solo es un farol?
Parece dudar.
—No veo la relación con un dispositivo que da luz.
Suspiro. Aunque Irina ya sabe español, supongo que no conoce esa
expresión.
—Quiero decir, si piensa que estoy mintiendo.
—Entonces hay que hacer que piense que tiene mucho que perder si le
hace daño a tu madre.
—¿Pero cómo?
—Continuando con el plan original. Haciendo que la Tierra se entere de
que los extraterrestres existimos y que el gobierno terrestre está intentando
exterminar a los Urgh.
—¡Pero si el dron que iba a hacer eso ha sido destruido! —me exaspero
—. Y si no lo ha sido, ¡no podrá volver con el Hijo del Trueno, puesto que
hemos destrozado sus motores!
Groar enseña sus dientes en lo que en su raza es una sonrisa.
—Pero nosotros sí podemos hacerlo. Vayamos allí y emitamos tu libro y
la grabación que hicisteis tu madre y tú.
Me quedo con la boca abierta. ¿Ir nosotros al Sistema Solar?
—¿Hablas en serio?
—Por supuesto que habla en serio —interviene Tara—. Aunque no será
fácil. Como tu raza tenga sistemas sofisticados de detección de amenazas, nos
atacarán en cuanto lleguemos, antes de poder emitir el mensaje.
Termino de secarme las lágrimas, de pronto esperanzada.
—Que yo sepa, no tiene nada de eso. Y ya no soy humana, Tara: Me han
expulsado de la raza humana. Ahora soy tan Krogan como tú.
Suelta una risita.
—Siempre lo has sido, Art’Ana, desde que creaste un nido con un macho
Krogan. Eso sí, no confundas la sociedad con la biología. —Me hace un
guiño, en un gesto muy humano—. A menos, claro, que seas capaz de tener
un cachorro con Groar cuando tengas la edad adecuada.
No puedo menos que reírme. Tara siempre ha sabido decir lo correcto
para animarme. Eso sí, siempre está dispuesta a pinchar.
Reflexiono un instante. Con los motores de doblado del espacio
tardaremos meses en llegar al Sistema Solar. Demasiado tiempo, estando mi
madre y los Urgh en peligro. Sin embargo, eso no debería ser un problema,

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puesto que ahora sabemos que esta nave tiene otros motores que pueden hacer
ese viaje en cuestión de minutos.
—Mucho me temo que yo no voy a poder engendrar en este nido, Tara. —
Inspiro hondo—. Está bien. Vamos a estropearles su plan a esos asquerosos.
¿Irina?
—¿Sí, Art’Ana?
—¿Nos queda combustible para un salto de pulso?
El salto de pulso. Una tecnología que descubrí y que me permitió regresar
con mi madre. Aunque cuando intentamos aplicarla con nuestra propulsión
normal, nos encontramos con que nuestro acorazado de bolsillo —fabricado
por una antigua civilización antes de la Guerra de las Máquinas— tiene un
motor que usa esa tecnología. ¿Casualidad? No lo creo, aunque me haya
venido muy bien. Lo malo es que casi no teníamos combustible para usarlo, y
no sabemos qué clase de fuente de energía utiliza. Son unos cristales extraños,
pero ni sabemos fabricarlos ni tampoco tenemos idea de dónde proceden.
—Para un salto de pulso normal, sí, aunque un segundo pulso tendría que
suplirlo con nuestros otros motores. Pero si pretendes realizar un híperpulso…
pues me temo que no.
Por poco me atraganto. El híperpulso, el salto galáctico cuyo
conocimiento el gobernador Harrigan ha intentado arrancarme, no solo
requiere los motores de pulso. Requiere una mente con capacidades psi, como
la de una servidora, amén de una capacidad de computación brutal, como la
de Irina. Pero ni loca voy a volver a intentar un salto así. Había… algo. Algo
gigantesco, que se sentía atraído por mi psique. Un depredador al lado del
cual cualquier bestia que hayamos jamás conocido es apenas una bacteria. No,
ni en broma voy a repetir un híperpulso. Claro que maldita falta que hace.
—Irina, que estamos a solo veintidós ciclos-luz de la Tierra. Un salto de
pulso es más que suficiente.
—Muy bien. Dame las coordenadas.
Abro mi pantalla de navegación y busco en el brazo de Orión la enana
amarilla de tipo G2V que es el sol donde creció nuestra especie. Cuando lo
encuentro, lo marco en mi pantalla.
—Aquí es. No te acerques demasiado, no queremos que nos detecten
demasiado pronto.
—No podría hacerlo de todos modos, Tanit. Según tus fórmulas, es
peligroso acercarnos tanto a un pozo de gravedad.
Pongo cara de circunstancias. Yo habré redescubierto este modo de
propulsión, pero está visto que Irina ha estudiado mis propias fórmulas

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incluso más a fondo que yo. A decir verdad, yo había pasado por alto ese
detalle.
Tardamos bastante en alejarnos del planeta y alcanzar la velocidad
suficiente para poder realizar el salto de pulso. Pero como Irina está
ascendiendo sobre la elíptica del sistema de Gliese 163, no tenemos que
preocuparnos de posibles interferencias debido a la gravedad de otros
planetas.
Después de unas horas, Irina nos informa de que está preparada para el
salto y yo inspiro hondo. Miro a mi nido, viendo la determinación en sus
rostros.
—Adelante —masculla Groar.
—De acuerdo. Irina… ¡Pulso!
Las luces parpadean, y durante unos segundos veo algo parecido a un
túnel azul. Acto seguido, estamos en otro lugar.
—Hemos emitido una señal electromagnética muy extraña, además de
muy intensa —informa Tara, consultando su consola—. Más vale que nos
larguemos de aquí. Cualquier observatorio astronómico va a fijar sus sensores
en esta dirección, el eco de nuestra salida de pulso ha sido de una magnitud
que no va a pasar desapercibido.
—Ya lo has oído, Irina —indico—. Pero reduce la velocidad, vamos
demasiado rápidos para ser un objeto normal.
—Si reduzco la velocidad, se observarán nuestros propulsores —se queja
la IA.
Hago una mueca. Nuestra velocidad actual es algo superior a 0,3c, un
tercio de la velocidad de la luz. Ningún objeto natural viajará así de deprisa,
por lo que levantará una alarma enorme en cuanto nos detecten. Si frenamos,
por el contrario, cualquiera que nos observe se dará cuenta de que no somos
un asteroide. Todas las opciones son malas.
—Espera unos nanociclos —advierte Groar—. Eso nos alejará del eco que
hemos generado. Luego frena con toda la potencia, para limitar la señal de los
retropropulsores. Con algo de suerte, nadie habrá aún enfocado su
instrumentación en nuestra dirección y nos habremos alejado lo suficiente
para que no nos detecten.
Asiento. Groar tiene razón. La reverberación causada por el pulso irá a la
velocidad de la luz, por lo que tardará al menos un cuarto de hora en ser
detectada, estando nosotros en la periferia del sistema solar. Eso nos permite
alejarnos antes de tener que frenar. Vamos demasiado deprisa para movernos
por el espacio normal, y no nos queda más remedio que disminuir la

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velocidad para poder aterrizar en alguna parte. Cuanto menos dure el frenado,
menos probabilidades habrá que alguien nos detecte.
Al cabo de unos minutos, Irina enciende la retropropulsión. Con la
gravedad artificial ni lo notamos, lo que es una suerte. El frenado supone una
aceleración de casi dos mil ges. Sin un campo gravitatorio propio, nos
tendrían que recoger con espátula del suelo.
Yo no estoy prestando atención, puesto que estoy observando las órbitas
de los planetas en mi pantalla. Si queremos una máxima difusión de mi
mensaje, tenemos que ir a uno de los tres planetas mayores colonizados. Las
colonias en las lunas de los planetas gaseosos son aún muy pequeñas y
demasiado fáciles de aislar. Y ya no te digo los asentamientos en el cinturón
de Kuiper, que en su mayoría apenas tienen un centenar de habitantes.
Pero la órbita de la Tierra y Venus las ha llevado al lado opuesto del Sol.
Aunque por suerte, Marte se nos está acercando. Siento un escalofrío de
emoción ante la idea de volver a mi planeta natal. Marco mi mundo en la
pantalla.
—Irina, este es nuestro destino. Procura comportarte como una nave
terrestre.
—He estado observando sus trayectorias ¡y van demasiado lentas! —
protesta nuestra IA—. ¡Tardaremos muchísimo en llegar!
—¿Tienes prisa? —bromeo.
A decir verdad, yo sí tengo prisa, puesto que estoy intranquila de lo que le
pueda pasar a mi madre. Aunque… escondida con los Larneeis a veinte
kilómetros de profundidad, debería estar a salvo durante una buena
temporada. Años, posiblemente. Y Harrigan no va a poder entrar en la ciudad
de los Larneeis así como así. Mamá ya les habrá avisado de sus intenciones, y
esa raza le lleva miles de años de ventaja a la raza humana. Aunque sean
pocos, el gobernador lo va a tener muy difícil el poder someterlos.
Sin embargo, Irina tiene razón: Vamos a tardar casi dos semanas en llegar,
teniendo en cuenta la velocidad a la que nos movemos. Dudo un instante. Si
vamos más rápido, podremos volver antes para proteger a mi madre, pero es
más fácil que nos detecten. Si vamos así de despacio, pasaremos
desapercibidos… y tendré que confiar en que no la encontrarán fácilmente.
Suspiro. Mejor ser precavidos; nos estamos jugando demasiado.
Durante las dos siguientes semanas avanzamos en dirección a mi hogar.
Señalo a mi nido dos asentamientos en asteroides en los límites del sistema
solar, donde pequeñas estaciones mineras con enormes paneles solares
intentan sobrevivir. Pasamos cerca de Júpiter, y les muestro la gigantesca

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tormenta que los humanos llamamos Mancha Roja, que es incluso más grande
que la Tierra, explicándoles que en la luna Europa descubrimos los primeros
seres vertebrados fuera de nuestro planeta natal. Tara entonces se acuerda de
una de mis canciones favoritas, Una aventura en Europa. La canción nació
precisamente con ese descubrimiento, y la cantamos con Irina, partiéndonos
todos de risa. Claro que la cancioncita de marras se las trae.

Olía mal, olía mal,


la mierda alienígena
en una nave espacial.

Las dos semanas, a decir verdad, se me pasan muy rápido mientras nos
acercamos a mi hogar. Aunque llega un momento donde estamos tan cerca
que nuestra nave tiene que empezar a maniobrar para poder tomar tierra.
Tengo que tragar de la emoción cuando Irina gira la nave y el planeta que es
mi hogar aparece en el ventanal del mirador. Antiguamente, en los tiempos
pre-coloniales, decían que Marte era el planeta rojo, pero el color es más bien
marrón dorado. Y ahora, con la terraformación que está en marcha, tiene un
halo azul.
—¿Qué es eso?
Me basta un vistazo para identificar lo que Groar está señalando. Una
enorme construcción en el punto de Lagrange L1 de Marte, es decir, el punto
entre el sol y el planeta donde un objeto se queda estacionario.
—Oh, es la estación Escudo.
Groar me mira, interrogante. Parece impresionado.
—¿Los humanos tenéis escudos planetarios?
No puedo menos que soltar una risita ante el equívoco. Él debe pensar que
es una protección contra una invasión planetaria, pero en realidad es algo
mucho más pedestre.
—Es una magnetosfera artificial para desviar el viento solar. Además de
reducir la radiación, así evitamos que se pierda la atmósfera en el espacio,
dado que la gravedad es insuficiente para retenerla. Fue lo primero que
hicieron cuando comenzó la terraformación del planeta en el siglo XXI.
Lograron que la presión de la atmósfera subiese y la temperatura se elevase
unos cuatro grados centígrados. Eso hizo que se derritiese el hielo de dióxido
de carbono en el casquete polar norte, con lo que se provocó un efecto
invernadero que aumentó aún más la temperatura. Terminamos con ríos y
lagos. Luego trajeron hielo de los anillos de Saturno y estrellaron varios
cometas contra la superficie del planeta, aumentando la presión de la

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atmósfera. Me lo explicó la tía Ethel. Ella y el tío Nadir son ingenieros
planetarios.
—Ingenioso —admite Tara—. No es usual que se terraforme este tipo de
planetas. Es demasiado caro.
Asiento.
—Bueno, no fue barato. Pero en aquella época los humanos no
conocíamos el viaje estelar, por lo que no teníamos muchas opciones si
queríamos abandonar la Tierra. La terraformación de Venus va mucho más
lenta.
—Veo que tiene dos lunas —señala la Krogan.
—Sí. La mayor se llama Fobos. La pequeña es Deimos. Significan
«miedo» y «terror».
Puedo observar las luces de la base en el cráter Stickney de Fobos. Lo que
muchos no saben es que la base cubre casi totalmente el cráter Limtoc.
Incluso muchos marcianos ignoran que está en un cráter dentro de otro cráter.
Yo lo sé porque visité la base con mi padre. La vista de Marte desde allí es
alucinante, como 6400 veces más grande y 2500 veces más brillante que la
Luna vista desde la Tierra. Me lo contó uno de los astrónomos de la base
cuando estuve allí. Eso sí, la gravedad era casi inexistente. Claro que Fobos
tiene solo poco más de doce kilómetros de diámetro, por lo que no es nada
sorprendente.
—Unos nombres muy curiosos —se extraña Tara—. ¿Los llamasteis así
por alguna razón?
—Bueno, así los denominó el que detectó las lunas por primera vez hace
muchos siglos, cuando los humanos aún no habíamos salido al espacio —
sonrío—. Esos eran los nombres de los acompañantes del dios de la guerra,
Marte —en aquella época lo llamaban Ares—, en una famosa batalla
legendaria.
Groar sacude la cabeza, en un gesto muy pero que muy humano.
—Los humanos sois muy raros. Aunque me agrada que recordéis a
vuestros héroes.
No puedo menos que reírme. A Groar también le gusta pincharme de vez
en cuando. Lo que no sabe es que Fobos y Deimos no eran héroes de verdad.
Solo formaban parte de la leyenda de la Ilíada.
—Esa luna está en una órbita muy baja —apunta Irina—. Terminará por
desintegrarse por las fuerzas de marea o estrellarse contra el planeta.
—Bueno, sí —admito—. Pero aún tardará algunos millones de años en
hacerlo. A los marcianos no nos preocupa mucho.

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Irina desciende hacia el planeta y tardo un momento en orientarme.
Entonces veo el gigantesco volcán —el más grande del Sistema Solar— y en
seguida sé dónde estamos. Aunque no vamos allí. Busco los montes de
Tharsis, tres enormes volcanes llamados Ascreus, Pavonis y Arsia, y más allá
de ellos la enorme cicatriz de más de cuatro mil kilómetros de longitud que
afea la superficie de Marte. Abro una pantalla, busco hacia el final del enorme
Valle Marineris y localizo sin problemas los Montes del Néctar. Amplío la
imagen, y las oscuras cúpulas de Rhea Silvia aparecen al instante. Busco un
poco al oeste, ampliando aún más la imagen, y en apenas segundos descubro
la casa de mi abuelo.
—Vamos aquí, Irina —explico, marcando la posición en la pantalla—. Un
poco más al noreste hay unas colinas donde podemos camuflar la nave
fácilmente. Aterriza allí.
—Afirmativo.
Nuestra nave ajusta el rumbo y apenas diez minutos después se posa en el
gigantesco valle, en unas colinas muy cerca de los Montes del Néctar.
—La densidad del aire es baja —advierte nuestra IA cuando se han
apagado los motores y nos preparamos para salir—. Será difícil respirar.
También detecto que hay compuestos peligrosos en la atmósfera.
—Ya lo sé —respondo alegremente—. Es mi planeta natal, ¿recuerdas?
Hay un pequeño detalle de Marte que hace que sea peligroso en más de un
sentido: los percloratos. Estos compuestos químicos, combinados con óxidos
de hierro y peróxido de hidrógeno, están por todo el planeta, y son tóxicos.
Las concentraciones no son tan dañinas como para matarte, pero tampoco son
nada buenas para la salud, por lo que la gente sale fuera de las cúpulas de las
ciudades con mascarilla, y no solo porque la atmósfera sea tan tenue. El
Departamento de Terraformación usa bacterias como una Moorella
perchloratireducens modificada —que estudié en la universidad— para
convertir los percloratos en cloruros y oxígeno, aunque tardarán al menos
cincuenta años más antes de haberlos eliminado hasta un nivel inocuo.
Es cierto que la atmósfera de Marte ha subido mucho desde que el hombre
comenzó a terraformarla; sin embargo, aún es más baja que la presión normal
que se encuentra en la Tierra. Es como si estuvieses en una montaña, y
aunque la vida es posible, la gente se cansa muy rápidamente debido a la
menor cantidad de oxígeno, de ahí que la mayor parte de las ciudades tengan
una o varias cúpulas donde la presión se ajusta más a la que estamos
acostumbrados los seres humanos. Según el gobierno marciano, las cúpulas

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ya no serán necesarias dentro de veinte años o así, cuando la presión
atmosférica del planeta suba un poco más.
En Marte hace frío. Lo dicen todos los terrícolas que nos visitan, pero los
que hemos nacido aquí apenas lo notamos. Con estas temperaturas, los
terrícolas van muy abrigados. Nosotros los marcianos no es que vayamos en
manga corta, si bien es cierto que tampoco es que nos pongamos mucha ropa.
Aunque nuestros trajes espaciales nos van a mantener a una temperatura
confortable.
Salgo con Groar y Tara disfrazados. Bueno, en realidad no van
disfrazados. Llevan unos dispositivos que nos cedió la matriarca de lo que era
entonces nuestro clan para infiltrarnos en un planeta enemigo. Cuando se
firmó la paz, los Naurin nos enviaron los aparatos que habían confiscado, y la
matriarca no consintió en que se los devolviésemos. Estos ingenios hacen que
ambos parezcan humanos, concretamente hacen que tengan la apariencia de
mis padres. Seamos sinceros: La presencia de dos gigantescos saurios
inteligentes iba a atraer más atención de la que nos interesa. Es mejor que
vayan camuflados.
Hemos aterrizado a apenas tres kilómetros de casa de mis abuelos, así que
aprieto el paso, adoptando el andar que es común en Marte y que es el que he
utilizado casi toda mi vida. Nosotros lo llamamos «el trote marciano». A los
terrestres les sorprende mucho que los marcianos andemos dando saltitos,
pero no se dan cuenta de que aquí pesamos poco más de un tercio de lo que
pesaríamos en la Tierra. Podemos desplazarnos así bastante rápido: En poco
más de un cuarto de hora llegamos a la finca de mis abuelos.
Dudo un instante antes de entrar en la cúpula, y luego le pido a Groar que
espere hasta que le llame. Mi madre ya les avisó que mi padre había muerto,
por lo que se llevarán un enorme susto si le ven pretendiendo ser su hijo, y
una enorme decepción cuando descubran que no lo es. Mejor les evitamos ese
disgusto.
Tara y yo cruzamos la esclusa, y el hombre que está de espaldas a
nosotros podando un rosal del jardín se vuelve al oír el siseo del aire de la
presurización. Por un momento se me queda mirando. Se le abre la boca de
par en par. Está muy envejecido, pero le reconozco sin lugar a dudas; después
de todo, estuvo conmigo desde que nací hasta que abandoné Marte para
volver con mi madre.
—Hola, abuelo.
De pronto se pone pálido y se agarra el pecho. Para consternación mía,
cae de rodillas. Está boqueando, como si no pudiese respirar.

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Tara se da cuenta la primera de lo que está ocurriendo, puesto que salta
adelante, sacando un autodoctor portátil del bolso que lleva colgado en un
costado. Se arrodilla al lado del abuelo mientras activa el aparato. Yo también
me arrodillo a su lado, angustiada. ¿Le ha dado un ataque al corazón de la
impresión por verme?
—¿Qué es lo que ocurre aquí?
Levanto la mirada. La abuela Johanna está en la puerta, mirándonos.
También se le abre la boca al reconocerme. Luego se fija en el cuerpo que
está tumbado en el suelo.
—¡Dios mío! ¡Voy a llamar a una ambulancia!
Pego un salto, poniéndome en pie. No puede hacer eso. Nos buscan, y
solo faltaba que llamemos la atención. Además, el autodoctor que está
manejando Tara es más sofisticado que cualquier otro dispositivo médico en
todo el sistema solar.
—No, abuela. Ya le estamos curando.
Ella me mira con ojos enloquecidos.
—¿Curando? ¡Tiene un problema cardíaco!
—Ya no —contesta Tara, levantándose—. He aprovechado para corregir
sus lesiones internas.
Mi abuela la mira con ojos alocados.
—¿Lesiones? ¡Ese tipo de problema cardíaco no se cura!
Me encojo de hombros. Ella por supuesto no sabe de qué es capaz la
tecnología Tloc que nosotros usamos.
—Nosotros sí podemos hacerlo.
El abuelo entonces tose, abre los ojos y se endereza, apoyándose en los
codos. La abuela corre a su lado, sujetándole, apenas incapaz de ocultar su
preocupación.
—Paco, ¿estás bien?
El hombre se sienta y se pasa la mano por el pelo. Para mi sorpresa, está
sonriendo.
—Sí. Estoy bien. De hecho, me siento mejor de lo que me he sentido en
mucho tiempo. —Mira a Tara, luego a mí, obviamente perplejo—. Laura…
Tanit… ¿de dónde habéis salido?
Me agacho para ayudarle a levantarse.
—Ahora te lo cuento, abuelo. Pero no aquí. Entremos.
Para mi sorpresa, rechaza mi ayuda y se levanta solo de un salto. Incluso
la abuela se queda con la boca abierta cuando lo hace. Es obvio que está

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mucho más ágil de lo que estaba antes. Milagros de la tecnología médica
alienígena.
—¿Qué es ese trasto, Laura? —le pregunta a Tara mientras entramos en la
casa—. ¿De dónde lo has sacado?
Carraspeo, incómoda. Aunque no sé cómo se lo van a tomar los abuelos,
sé que en cuanto hablen cinco minutos con mi coesposa se van a percatar de
que no es mi madre.
—Abuelo, más vale que os sentéis antes de que lo cuente. Porque es que
os podéis caer de culo de la sorpresa. Y os aseguro que no exagero lo más
mínimo.
Se sientan, y yo me acomodo en el sofá delante de ellos. Tara se queda de
pie. Aunque el dispositivo que hace que parezca mi madre camufla su forma,
no disminuye su peso. Hundiría el asiento si se apoyara en él.
—Estás muy misteriosa, cariño —me dice la abuela, reclinándose en su
mecedora. Señala—. Por cierto, ¿qué es eso que tienes en la frente?
—Es la piedra del destino —interviene mi coesposa—. Tanit la recibió
cuando los Krogan la proclamamos como el Lei-Tar.
Los dos parpadean, perplejos. Creo que no han entendido ni una palabra.
—¿Perdona?
Inspiro hondo. No hay manera de hacer esto de forma sencilla. Es tan loco
que podría estar contándolo un mes, y seguirían sin creerme.
—Abuelos… ella no es mamá. Es una alienígena de la raza Krogan. Ellos
me pusieron esa piedra que tengo en la frente.
Los abuelos se miran. Por sus caras veo que piensan que me he vuelto
loca. Me pongo de pie de un salto y me acerco hasta estar a su lado.
—Miradlo de cerca. Tengo ese cristal empotrado en el cráneo. ¿Cómo
creéis que ha ocurrido eso?
La abuela extiende la mano con cuidado, tocándome la frente, palpando
esa misteriosa joya que siempre llevaré conmigo.
—Paco… es verdad, lo tiene incrustado en el hueso. ¿Quién haría algo
así?
Tomo la mano del abuelo, y hago que también toque mi frente. Veo que
está poniendo cara de repelús.
—Es… una especie de condecoración. No me duele.
—Es el mayor honor que los Krogan puedan otorgar a nadie —les
informa Tara—. Pasarán miles de vuestros años antes de que alguien vuelva a
hacerse acreedor de ese honor.
Los dos se miran, atónitos.

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—Creo… creo que no es Laura —musita al final la abuela—. A menos
que se haya vuelto completamente loca. —Me mira, un poco acongojada—.
¿Dices que es una alienígena? ¿De dónde ha salido?
—De un lugar muy lejos de aquí. No le tengáis miedo, no os hará nada.
—Somos del mismo clan —asiente Tara—. Por supuesto que no tenéis
nada que temer.
—¿El mismo clan?
Me encojo de hombros.
—Las dos estamos casadas con el mismo macho. Formamos un nido
Krogan, y yo soy la matriarca. Dado que soy una Martín, vosotros formáis
parte de nuestro clan. —Veo que me están mirando como si necesitase una
camisa de fuerza y suspiro. Habrá que convencerles a lo bruto—. Tara,
desactiva tu camuflaje.
Mi coesposa hace lo que he ordenado, y al instante aparece una hembra de
dos metros parecida a los dinosaurios ante mis abuelos. Los dos se quedan
mirando a la Krogan, con la boca abierta, como si fuera una visión.
Tardo más de media hora en tranquilizarlos. Cuando lo consigo, les relato
cómo me perdí en el espacio. Veo cómo sus ojos se humedecen cuando les
cuento la muerte de papá. Es lógico: Era mi padre, pero para ellos era su hijo.
Se toman de las manos, intentando reconfortarse el uno al otro, mientras les
resumo de forma breve mis aventuras. Sus ojos van una y otra vez a la
alienígena que está detrás del sofá y que procura no acercarse demasiado, no
vaya a asustarles.
—Y… ¿dices que estás casada? —tartamudea al final la abuela.
—Sí. Según la raza Krogan sí. —Veo la mirada que intercambian, y me
echo a reír—. Aunque sin sexo. Yo aún no tengo edad para esas cosas. —
Hago un gesto hacia la puerta detrás de ellos, donde Groar ha entrado sin
hacer ruido—. Os presento a Groar, nuestro macho. Vamos, nuestro marido.
De nuevo veo cómo sus ojos se abren de miedo ante el enorme saurio de
tres metros que acaba de entrar en su salón, pero el guerrero se inclina y hace
una especie de reverencia.
—Es un placer conocerles —dice en perfecto español, intentando
tranquilizarles—. Tanit nos ha hablado mucho de ustedes. Estaba deseando
conocer al resto de nuestro clan.
Los abuelos ponen tal cara de alucinados que apenas puedo evitar reírme.
Al final, una vez que se han hecho a la idea de que los alienígenas existen
de verdad y de que no son peligrosos, los abuelos parecen calmarse un poco.
Entonces les cuento lo que ha ocurrido en Thuis.

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—Tenemos que hacer que el intento del genocidio se conozca —concluyo
—. Porque si no, mamá estará en peligro.
—A ver si lo he entendido. —El abuelo junta las manos sobre la nariz,
reflexionando—. Hubo un accidente, donde Henk murió junto con el resto de
la tripulación. Tú te perdiste en el espacio. Contactaste con alienígenas y te
casaste con estos dos. Y a pesar de todo, lograste volver con tu madre.
—Así es.
—Además, Laura ha descubierto una raza alienígena en Thuis.
—En realidad son dos, pero sí.
—El gobierno solar no quiere que se sepa que existen los alienígenas y
planea exterminar a los nativos de Thuis. Y ya de paso, hacer desaparecer a
tus amigos. Así que tú has venido a Marte en tu propia nave estelar a
impedirlo.
—Correcto.
El abuelo mira a su esposa y se levanta, sacudiendo la cabeza.
—Johanna, ya sé que no te gusta que beba tan temprano, pero necesito un
vaso de algo.
Ella traga fuerte, mirando a mis esposos. Inspira hondo.
—Que sean dos, Paco. Yo también necesito uno.
El yayo levanta las cejas y yo también. Ninguno de los dos la hemos visto
jamás beber alcohol.
Más tarde, después de ponerse a toser la abuela con lo que sea que le ha
puesto el abuelo en el vaso, él se acuerda de sus modales y les pregunta a los
Krogan si ellos también quieren beber algo.
—Están en su casa —añade.
—Lo sabemos —asiente Tara—. Después de todo, ahora somos familia.
Los dos se atragantan con el líquido y me ponen perdida al escupir lo que
están bebiendo. Por suerte llevo puesto mi traje espacial, y ese no se moja. La
moqueta, en cambio, no puede decir lo mismo.
Al cabo de un rato, una vez que se han recuperado de la impresión, les
explico lo que hemos venido a hacer, y por qué.
—Mamá tiene razón: Tenemos que publicar mi libro sobre razas
extraterrestres, además del mensaje que hemos grabado y los vídeos de
alienígenas que tengo para que se monte tal escándalo que el gobierno solar
tenga que dar marcha atrás.
El abuelo mira un instante a mi nido, se levanta y se pone a pasear
alrededor de la habitación, las manos a la espalda, reflexionando. Yo no

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intento interrumpirle: le conozco. Tara me mira, interrogante, y sacudo la
cabeza. Mejor que le dejemos pensar.
Tara mientras tanto le pasa el autodoctor a la abuela. Recuerdo que ella
tenía artrosis; aunque eso ya lo curan en la Tierra, ese tipo de aparatos
médicos aún no los tenemos en Marte. Al cabo de apenas diez minutos, por
cómo se mueve, es evidente que ya no padece esa enfermedad degenerativa, o
al menos se le ha aliviado muchísimo.
—Deberíamos llevarles a nuestra nave y meterles en el autodoctor —me
dice Tara, volviéndose hacia mí—. Sus cuerpos están muy desgastados.
—Eso se llama hacerse viejo —comenta el abuelo Paco con humor, sin
dejar de pasear—. Estamos acostumbrados.
—Y nuestro autodoctor puede reparar muchos de los daños de la vejez —
replico—. Es una tecnología muy avanzada.
—¿Nos va a hacer jóvenes? —pregunta la abuela con incredulidad.
Me encojo de hombros.
—No. Pero seguro que os puede quitar todos vuestros achaques. Mira lo
que ha hecho la versión portátil. El que tenemos en nuestra nave es mucho
más sofisticado.
La abuela se mira la mano derecha mientras mueve los dedos. Recuerdo
que cuando me marché casi no podía usarla. Entonces se vuelve hacia mí,
sonriente.
—Bueno, pues si el resto del cuerpo me lo deja igual que la mano, estoy
por salir andando…
—Ahora no, Johanna —interviene el yayo—. No es el momento. —Se ha
parado y está mirando al suelo. Al cabo de unos segundos se endereza y me
mira a mí—. Tanit —dice al fin, el ceño fruncido—. No sabes cómo de fácil
esto se nos puede ir de las manos.
—¿De las manos? —inquiero, sorprendida.
—No se ataca a un gobierno en la línea de flotación sin que este
reaccione. Habrá consecuencias. —Me señala—. A menos que el escándalo
llegue por varios flancos y no puedan pararlo de inmediato. Que la
información se divulgue más rápido de lo que puedan ocultarla. Porque lo
intentarán ocultar, te lo aseguro. Intentarán desacreditarte. Dirán que es un
montaje. Una falsificación. Cualquier cosa que se les ocurra.
—Entonces… ¿qué hacemos?
—Déjanos tu libro. Tu abuela lo va a publicar en todas las redes sociales,
junto con el vídeo que habéis grabado tu madre y tú. Yo lo voy a distribuir a
todos los periódicos y televisiones del planeta. Con un poco de suerte, se

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convertirá en tal bombazo antes de que el gobierno pueda reaccionar, que la
prensa terrestre se partirá el culo por reproducirlo. Pero tú también tienes que
hacer algo, y es imprescindible para darle credibilidad a la historia.
Le miro, perpleja.
—¿El qué?
—Cuélgalo como prepublicación en la web planetaria de publicaciones
científicas. Que todos los xenobiólogos del sistema solar puedan evaluar si tu
libro es o no un fraude. Conociendo cómo de exhaustiva eres con tu trabajo,
creo que toda la comunidad científica va a salir en tu defensa, diga lo que diga
el gobierno. Y en el momento que los científicos te avalen, la prensa va a
montar tal escándalo que hará caer el gobierno.
Hago una mueca.
—Pero yo no tengo acceso a la web de publicaciones…
El abuelo entonces se echa a reír.
—Por supuesto que lo tienes. Eres una doctorada cum laude en
exobiología por la universidad Isaac Asimov. Eso te da un acceso casi
ilimitado a la red universitaria. Conociendo a los tipos que llevan los
permisos, te habrán bloqueado el acceso desde el exterior cuando abandonaste
la universidad. Y se habrán olvidado…
—… de hacerlo desde la propia universidad —añado lentamente—.
¡Tienes razón, abuelo! Estuve haciendo prácticas de posgrado antes de irme
hacia Thuis. ¡Seguro que mi cuenta sigue activa!
—Tendrás que crear una cuenta para publicar en ciencia.marte. Aunque,
si sigues teniendo acceso a la red universitaria, el sistema te avalará como una
científica graduada allí y te podrás registrar sin problemas en la web
planetaria de publicaciones.
Dudo un momento. Es una buena idea, pero hay una pega.
—Lo malo es que el acceso a la universidad está restringido. ¡No podré ni
siquiera entrar!
—Claro que podrás. Espera un momento. —El yayo sale y vuelve al cabo
de unos minutos con algo en la mano—. Guardé esto como recuerdo.
Me quedo a cuadros al verlo. Es mi carnet de acceso a la universidad
como investigadora de posgrado. De acuerdo, en la foto estoy como casi tres
años más joven, pero no creo que nadie vaya a prestar atención a ese detalle.
Salto en pie y corro a darle un abrazo a mi yayo.
—¡Gracias, abuelo!
Sonríe y me pega un achuchón.
—Lo que sea por mi nieta favorita.

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—Tu única nieta —puntualizo, y él me guiña un ojo.
—Bueno, eso también.
Ante la mirada de los Krogan, que no se han enterado de mucho,
preparamos nuestro plan de comunicaciones. La abuela tiene una red de
seguidores enorme, siendo una artista de fama interplanetaria. Se pone a
preparar una serie de mensajes que seguro que se convierten en virales. El
abuelo prepara mientras tanto unos comunicados de prensa que van a levantar
ampollas.
—Muy bien —dice cuando todo está listo—. Ahora necesitamos que
hagas tu publicación antes de lanzar el ataque. Porque la gente no se lo va a
tomar en serio si no está en ciencia.marte. Añadiremos los enlaces para darle
más credibilidad en cuanto esté disponible.
—Vale. Salgo ahora mismo para la universidad. ¿Me puedes llevar?
El yayo sacude la cabeza.
—No hace falta. Tu minirover sigue en el garaje, donde lo dejaste. La
batería está cargada. No es que pensasemos que fueras a volver, es que
Johanna lo usa de vez en cuando.
Aunque Groar y Tara no están muy de acuerdo con que vaya sola, y los
abuelos tampoco parecen estar muy tranquilos de que los deje solos con dos
alienígenas, consigo tranquilizarlos a todos y salgo hacia el garaje.
El minirover se llama así por los primeros vehículos de exploración que
recorrieron el planeta, mucho antes de que llegásemos los humanos. Es un
vehículo monoplaza abierto, con seis ruedas, muy apto para terrenos
irregulares. Mi padre me lo regaló cuando entré en la universidad —era un
incordio que tuviese que llevarme y traerme mamá mientras él estaba en el
espacio. Si bien en la Tierra por lo visto tienen una edad mínima para
conducir, ese no es el caso de Marte. Si eres lo suficiente mayor para estar en
la universidad, no te pueden tampoco prohibir conducir un vehículo. Que yo
tuviese ocho años en aquella época era un mero detalle. Si había algo
irregular en eso, el gobierno planetario miró hacia otro lado. De todas formas,
no creo que hubiera una ley que lo prohibiese. En Marte somos aún una
sociedad de pioneros, y por lo tanto alérgicos a tener muchas leyes.
Me monto en el minirover y me pongo la mascarilla respiratoria que está
colocada sobre el panel de control. Si activara el casco de mi traje espacial,
eso llamaría la atención. Aunque el aire es respirable en Marte, ningún
marciano sale al exterior sin mascarilla. El vehículo zumba gozoso cuando lo
enciendo, como si se alegrase de verme de nuevo, y, después de cruzar la
esclusa del garaje, acelero.

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En Marte no tenemos carreteras, puesto que la mayor parte de los
vehículos son aéreos. Los vehículos terrestres como mi minirover son una
excepción, pero a decir verdad, son una pasada. Muy pocos saben lo que es ir
dando tumbos por el terreno, levantando una enorme nube de polvo rojo a tu
paso. Grito de alegría y emoción, disfrutando del paseo, como hacía cuando
iba a clase. Esto lo echaba mucho de menos.
Y entonces, cuando ya estoy divisando a lo lejos la cúpula principal de
Rhea Silvia, la capital del planeta, es cuando ocurre: Una tremenda explosión
detrás de mí zarandea el minirover, haciendo que pierda el control por unos
instantes. Mientras derrapo, luchando por estabilizar de nuevo mi vehículo,
veo de reojo a alguien que está apuntando una especie de tubo en mi
dirección.
Estoy desarmada, pero no indefensa. Veo por el color rojizo de mi panel
de control que ese extraño cristal que tengo en la frente se ha iluminado, y
extiendo mi mano en dirección al hombre que me ha disparado, atacándole
con mi mente, tirándole a él y a su aparato hacia atrás. La granada sale del
tubo hacia arriba, cayendo luego muy cerca de él, explotando y causando un
alud de tierra y rocas que medio sepulta al individuo.
Yo no me quedo a verlo. Giro la manilla del acelerador al máximo, y mi
minirover salta adelante en una enorme nube de polvo. Empiezo a moverme
en zigzag, de forma que la nube se extienda y no pueda descubrir mi posición.
Es una de las enseñanzas de Groar: Si no pueden ver dónde estás, tampoco te
pueden disparar.
Es nada más llegar al lado de una de las cúpulas de Rhea Silvia cuando
empieza a darme el tembleque. ¡Han intentado matarme!
¿Quién podría ser? Nadie sabía que venía a la capital, de hecho solo mis
abuelos saben que estoy en este planeta. Podría alguien haber detectado la
señal que dejamos cuando salimos del salto de pulso, podrían incluso haber
detectado nuestra nave. ¿Pero cómo sabía nadie que venía hacia acá? ¿Que
era precisamente yo quien viajaba en esa nave?
Entro por una de las esclusas laterales e intento orientarme. A costa del
atentado me he debido desviar, creo que estoy en la cúpula del distrito
Heinlein. Es un poco engorroso ir desde aquí en minirover hasta la
universidad. Tendría que salir y volver a entrar por otra esclusa, e igual me
están esperando fuera. Mejor cojo el transporte público.
El abuelo Paco me comentó una vez que en la Tierra hay que pagar por el
transporte público, lo que me parece una soberana estupidez. ¿Acaso no se
paga con nuestros impuestos? Pues precisamente por eso en Marte es gratuito.

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De acuerdo, no es lo más rápido que hay, pero el que tenga prisa siempre
tiene la posibilidad de pagarse un aerotaxi.
Cruzo la plaza hacia la entrada al tubo de transporte cuando tengo una
extraña sensación, como si alguien me vigilase. Aunque normalmente esa
sensación va asociada a una sensación de peligro, no es el caso, lo que me
resulta muy extraño. Echo un rápido vistazo a mi alrededor, mas no logro ver
nada especial.
Llego a los soportales de la entrada del tubo y veo un policía reclinado
contra la puerta, con cara de aburrido. Dos pasajeros pasan a su lado y ni se
molesta en mirarlos. Eso sí, levanta la cabeza cuando me acerco y me
inspecciona con interés.
—¿No deberías estar en el colegio, jovencita?
Me encojo de hombros.
—Querrá decir en la universidad. Lo siento, ya la terminé.
Alza las cejas, sorprendido.
—¿Que has terminado la universidad?
Saco mi carnet de investigadora y se lo enseño.
—Pues como puede ver, sí lo he hecho.
El hombre mira el carnet y se endereza.
—Tanit Martín —lee—. O sea que eres tú. —Extiende un brazo hacia mí
—. Mucho me temo que vas a tener que acompañarme a comisaría. Estás
arrestada.
Por un instante me quedo con la boca abierta. ¿Arrestada? Luego siento la
mano que agarra mi muñeca, veo que está echando mano a las esposas para
ponérmelas, y reacciono. Un rodillazo con muy mala uva hace que se doble
con un grito, soltándome. Luego agarro su brazo y le volteo sobre mí,
lanzándole contra la puerta. El poli cae, inconsciente, y yo me apresto a huir.
Entonces una voz de chico a mi espalda me sobresalta:
—Eso no ha estado nada bien, nena.
Me vuelvo como una centella, echando mano del tipo que está detrás de
mí; tengo que dejarle fuera de combate antes de que pueda dar la alarma. Para
mi gran sorpresa, sin embargo, una mano apresa mi muñeca antes de que yo
pueda agarrarle a él. ¡Mierda! Va con uniforme de la Flota. Un militar, y me
ha pillado con las manos en la masa.
Entonces levanto la vista, para mirarle a la cara, y me quedo helada. Es
muy joven, debe tener como quince años, demasiado joven como para poder
pertenecer a la Flota. Aún así, va con uniforme, y lleva una cantidad de
condecoraciones que no veas. Sin embargo, no es eso lo que me deja

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anonadada, ni tampoco el hecho de que esté sonriendo. Es que yo conozco a
ese chico.
—¿Stefan? —pregunto, incrédula.
Su sonrisa se hace más ancha.
—Parece que también volviste. A decir verdad, nunca dudé de que lo
lograrías. —Hace un gesto hacia el guardia que he derribado—. Salgamos de
aquí. Podemos meternos en un buen lío si encuentran a este mientras estamos
cerca. —Señala con descuido hacia una puerta lateral—. Por aquí.
Mientras le sigo por la puerta, intento reaccionar ante la sorpresa de
volver a ver a Stefan. Es la última persona que esperaba encontrarme en
Marte.
Conocí a Stefan Johansson en una nave colonizadora que se perdió hace
más de treinta años y que de alguna manera saltó —al igual que la nave en la
que yo viajaba— al otro lado de la galaxia. Con catorce años era el jefe de las
alas de combate que protegían a la nave colonizadora de unos piratas
cornecianos. Nosotros le rescatamos de un caza destrozado y le devolvimos a
casa. Ellos regresaron al espacio humano a través de un agujero de gusano
que se colapsó antes de que nosotros pudiéramos atravesarlo también. Era un
chico algo engreído, pero me caía bien. Aunque después de separarnos jamás
pensé que pudiera volver a verle, debo reconocer que durante meses estuve
soñando con él.
Salimos a la calle, y activamos nuestros respiradores. Stefan me hace
recorrer dos manzanas, y luego él llama a un aerotaxi desde su móvil.
Momentos más tarde, estamos volando en dirección norte, saliendo de la
ciudad.
Le miro de reojo. Sigue siendo muy guapo, aunque ha crecido. Yo le
conocí con catorce años, pero ahora debe tener como quince, quizás incluso
dieciséis. Claro que para él el tiempo ha pasado mucho más rápido que para
mí. Cosas de la relatividad: Cuando viajas casi a la velocidad de la luz, el
tiempo transcurre más despacio que en el resto del universo.
—¿Qué haces disfrazado de militar? —pregunto.
Alza las cejas, en un gesto de curiosidad mezclado con diversión.
—¿Disfrazado? Nada de disfraz, nena. Estás hablando con el teniente más
joven de la Flota.
Le miro, incrédula. Sigue tan sobrado y engreído como siempre. Lo que
acaba de decir me parece la mayor trola que he oído en mucho tiempo.
—¿Me vas a hacer creer que en la Flota tienen a mocosos de tu edad?
Entonces se me ríe en la cara.

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—Siempre los han tenido, Tanit. Cadetes. Guardiamarinas. Sin embargo,
yo soy una excepción porque he terminado la Academia en menos de un año
y además soy el que tiene más experiencia en combate real de toda la Flota.
Seis años combatiendo contra aliens quedan muy bien en tu expediente, si es
que te dejan consultarlo, claro, porque el mío está clasificado que-te-cagas. —
Me guiña un ojo—. Se supone que la existencia de extraterrestres es alto
secreto. Tengo prohibido hasta soñar con ese tema, y ya no te digo lo de
mencionarlo.
Bufo, algo incómoda.
—Me lo estás mencionando a mí.
—Porque tú estabas allí, nena. Supongo que te han aleccionado al
respecto, ¿no? A todos los del Gloria de Venus nos dejaron muy claro que no
querían que se desatase un pánico universal, y que como abriésemos la boca,
nos encerrarían por chiflados. ¿A ti no te lo explicaron?
Gruño sin comprometerme, algo que podría ser un sí o un no. O sea, que
es verdad que las autoridades no quieren que se sepa que hay extraterrestres.
No es de extrañar, si quieren exterminar a los Urgh. Una vez cometido el
genocidio, ya se preocuparán de ocultar las pruebas, negarlo todo, y tratar de
majara a cualquiera que diga algo al respecto. Empiezo a comprender que les
hayan cerrado la boca a todos los que sí saben que los extraterrestres existen.
—¿Y esas medallas? —señalo, intentando cambiar de tema.
—¿Esto? —Se mira las condecoraciones que lleva en la pechera—. Me
dieron un buen puñado de esas por cómo protegí al Gloria de Venus con mi
equipo. Supongo que es para callarme la boca, porque tengo prohibido decir
cómo las conseguí. El resto es por haberles dado unas buenas palizas a un
montón de almirantes.
Parpadeo, aún sin recobrarme de mi asombro.
—¿Les has pegado a unos almirantes?
Suelta una carcajada.
—No, eso no. Son juegos de guerra. Estoy en el Centro de Entrenamiento,
y me ponen en las simulaciones contra los oficiales más expertos. Cada vez
que termino una batalla y les dejo para el arrastre, me condecoran, y eso que
todos salen echando pestes de mí. Luego recapacitan, claro, no son tampoco
tan tontos. No hay nada como la práctica para dejar a la teoría a la altura del
betún. Lo malo es que esos cabrones están aprendiendo rápido. Dentro de
poco van a lograr ganarme. —Su sonrisa se hace casi demoníaca—. O eso
creen ellos. Lo que no saben es que yo también estoy aprendiendo. —Se
reclina en el sillón y me mira, con aire suficiente—. Soy el mejor, no lo

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dudes. ¿Y tú de dónde has salido? La última vez que te vi estábamos a quince
mil años luz de aquí. ¿Encontraste tú también un agujero de gusano para
volver?
Dudo un instante. No quiero mentirle a Stefan, ni tampoco quiero decirle
que he descubierto el híper-salto de pulso, un medio de navegación estelar
que hace que las distancias sean casi irrelevantes. Ya me han intentado
secuestrar, arrestar e incluso torturar por ese secreto.
—Algo así —contesto—. ¿Qué haces en Marte?
—He estado pateándole el trasero en el simulador a los oficiales del Ala-2
aquí en Marte. Ahora estoy de permiso, antes de salir hacia la Tierra, tengo
que retomar mis cursos con el Ala-1. Por lo visto me echan de menos. ¿Y tú
qué haces atacando policías?
Tuerzo el gesto. Stefan me cae bien, y estoy seguro de que yo también él.
Al menos me estuvo tirando los tejos de forma muy clara cuando nos
conocimos. Hasta me besó, el muy caradura. Pero pertenece a la Flota. Como
me descuide, será él quien me arreste.
—Bueno… es que estoy en un pequeño lío. No te lo puedo decir, porque
si no te comprometeré.
Suelta una risita. Parece divertido.
—¡Vamos, Tanit! ¡Como si no me conocieses! ¿Acaso crees que por
pertenecer a la Flota me he vuelto un tío serio que no hace nunca una
trastada?
Le ojeo por un instante. Seguro que podría ayudarme. Lo malo es que no
tiene ni idea de en qué problemón se iba a meter. No. No voy a dejar que
termine en una cárcel —o algo peor— por echarme un cable. A decir verdad,
me gusta mucho, pero… de ninguna manera voy a dejar que le pase nada.
Echo un vistazo por la ventanilla de nuestro aerotaxi. Esta zona la
conozco. Hora de salir por pies, antes de que me vaya de la lengua y meta a
Stefan en un lío.
Le doy al botón de parada intermedia del aerotaxi, y este desciende. En
cuanto ha aterrizado, abro la puerta mientras me pongo el respirador. Salgo y
me vuelvo. A Stefan le he pillado desprevenido, y está echando mano de su
propia mascarilla. No es tan grave, no es que se vaya a asfixiar por estar un
minuto sin ella.
—Lo siento —le digo—. Créeme, es mejor que no te metas. —Dudo un
momento, mientras él termina de ajustarse el respirador. Se nota que no es del
propio Marte, un verdadero marciano lo hace de forma casi instintiva—. Me
he alegrado mucho de verte, Stefan. Adiós.

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Pulso el botón de cerrado de puertas, y el aerotaxi reanuda su viaje antes
de que Stefan pueda reaccionar. Yo, en cambio, echo una carrerita hacia unas
rocas, y me escondo entre ellas. Justo a tiempo: El aerotaxi está volviendo, y
se pone a hacer círculos en el aire: Stefan me está buscando.
Lo lleva crudo. Este es mi planeta, y conozco los alrededores de Rhea
Silvia tan bien como la palma de mi mano. Me pongo a cuatro patas y me
escurro entre las rocas, alejándome de la ciudad. Seguro que no se le ocurre
buscarme en esa dirección.
Al cabo de unos once o doce minutos veo el barranco que estoy buscando,
y me meto por él. Este lugar lo conozco muy bien. Era uno de los sitios donde
realizábamos experimentos en la universidad: El barranco permite tener un
microclima más suave que en terreno abierto, y eso a pesar de que entre la
pared del Valle Marineris y los Montes del Néctar aquí apenas hay trece
kilómetros, con lo cual las condiciones son mucho más suaves que en el resto
del planeta.
Después de andar unos minutos por el desfiladero, llego al área de
experimentación. Han cambiado las plantaciones, pero por lo demás, todo
sigue igual. No puedo resistirme, y me pongo a mirar los medidores. Bien.
Parece que los cloruros del suelo están bajando de forma bastante drástica, los
resultados son mucho mejores de los que yo recordaba. La terraformación de
Marte está avanzando a pasos agigantados.
—¡Eh! —oigo a mi espalda—. ¡Esta es un área restringida! ¡Y esos son
instrumentos científicos muy sensibles!
Me vuelvo y me encuentro con un hombre joven que no conozco de nada.
Lleva colgando un identificador de la universidad, por lo que supongo que
debe ser un profesor, y además bastante nuevo. Si fuera de los antiguos, ya le
conocería. Cuando yo estudié en el campus, pasé por absolutamente todas las
cátedras y los maestros se desvivían por ayudarme. Claro que yo empecé mis
estudios universitarios con ocho años.
—Lo sé. —Saco mi carnet de investigadora de posgrado del bolsillo y se
lo enseño—. Estoy más que cualificada para utilizarlos. —Señalo el
analizador de suelos—. Por no hablar del hecho de que este analizador lo
diseñé yo misma.
Mira el carnet con los ojos muy abiertos y luego se relaja de forma
perceptible.
—¿Tanit Martín? He oído hablar de ti. Tenía entendido que habías
emigrado.

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—Bueno… —Me encojo de hombros, un poco incómoda, mientras vuelvo
a guardar mi carnet. Tampoco es que le vaya a contar nada a este hombre. Es
la primera vez que le veo, y hay alguien por ahí que quiere matarme—. He
tenido que volver para un proyecto de exobiología muy importante
relacionado con la colonia.
—Ah. —El hombre asiente, extendiendo una mano que yo estrecho—.
Soy Pavel Dupond, profesor visitante de la universidad de la Sorbona. —Ve
mi rostro inexpresivo y pilla que no tengo ni idea de dónde está esa
universidad en concreto, por lo que añade—: Está en Francia, Europa, una de
las zonas de la Tierra.
Entonces me fijo en que lleva un intensificador de la gravedad en el
cinturón. Los terrícolas suelen llevarlos para no perder músculo durante su
estancia en nuestro planeta. Es un aparato que conozco muy bien: Yo llevé
uno durante tres años, para poder ir con mi madre al planeta Thuis.
—Es un placer, profesor.
Me mira de arriba abajo.
—Aunque me dijeron que eras una niña, no pensé que fueses tan joven.
¿Qué edad tienes?
—Siete años —sonrío—. Bueno, casi. En realidad los voy a cumplir
dentro de unos meses.
Ese es un chiste marciano. Cuando nos encontramos con un terrícola y
pregunta por la edad, le decimos la edad en años de Marte, aunque en realidad
la solemos medir en años terrestres, dado que los años marcianos los
llamamos órbitas. La cara que suelen poner suele ser bastante divertida.
Y efectivamente, el tipo frunce el ceño. Debe ser bastante listo, porque lo
pilla enseguida.
—Oh, años marcianos. Eso son… ¿trece rotaciones terrestres?
—Eso es —sonrío. Señalo el aparato que estaba mirando—. Los
percloratos y los cloruros han bajado muchísimo desde que emigré. También
el peróxido de hidrógeno. ¿Cómo lo han hecho? Para bajar a este nivel
deberían haber pasado al menos veinte años, y han pasado apenas tres.
Sonríe con superioridad.
—Bueno, antes usábamos una Moorella perchloratireducens modificada
para convertir los percloratos en cloruros. Hasta que a un ingeniero planetario
sénior, un tal Marshall, se le ocurrió combinar varias bacterias para atacar los
tres problemas al mismo tiempo. Y ha sido todo un éxito, tanto que le acaban
de nombrar arquitecto planetario y le han destinado a Venus. Creo que se irá
en unas semanas.

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Me lo quedo mirando.
—¿Marshall? —pregunto—. ¿Te refieres a Nadir Marshall?
—Sí, claro. Ese tipo es un puñetero genio. ¿Le conoces?
Hago una mueca. Por supuesto que le conozco. Como que estuve viviendo
en su casa durante casi dos años. Es el marido de la tía Ethel. El hermano de
mamá. Y por supuesto que es un genio. Creo que la familia Marshall ha
acaparado más premios Nobel que ninguna otra desde que existe ese
galardón. Creo que ya van por cinco o seis. Supongo que son los genes de
mamá los que me hacen también un genio, porque aunque papá es —bueno,
era— muy inteligente, no le llegaba ni a la suela de los zapatos a mamá.
—Es mi tío.
—¿Oh? —El tipo parece sorprendido—. Está visto que en la familia sois
todos muy inteligentes. —Hace un gesto hacia atrás—. Tengo que volver a la
universidad. ¿Quieres que te lleve o prefieres ir por tus propios medios?
Por poco me atraganto ante la oportunidad que se me presenta.
—Me harías un gran favor si me dejas en la universidad, muchas gracias.
Subimos a su vehículo y despegamos, mientras el tipo ese y yo charlamos
sobre cómo está evolucionando la atmósfera de Marte. En estos tres años que
yo no he estado, han avanzado muchísimo. Por lo visto, mi tío ha estado
haciendo varios milagros científicos que han dejado a todo el mundo con la
boca abierta, incluyendo una manera de ampliar la exosfera de forma brutal.
No es de extrañar que le hayan nombrado arquitecto planetario.
Entramos en el campus de la universidad y el profesor me pregunta que a
dónde quiero que me lleve. Abusando de su cortesía, le pido que me deje en la
biblioteca. Desde allí me será más fácil acceder a la red universitaria.
Sin embargo, cuando aterrizamos, termino de agradecerle su amabilidad y
voy a bajar, tengo de pronto una extraña sensación. Me vuelvo, justo cuando
el tal profesor Dupond me dispara con un aturdidor eléctrico, como los que
usa la policía.
No me hace nada, claro. Aunque he dejado mis armas en casa del abuelo
—sería demasiado evidente de que fuese armada—, sigo llevando el escudo
de los Tloc, y este rechazará cualquier proyectil o campo electromagnético
que me pueda poner en peligro. Levanto por instinto la mano, y con mi poder
mental le estampo contra la parte trasera del vehículo, dejándole inconsciente.
Miro a mi alrededor. Nadie parece haberse dado cuenta de nada, así que
vuelvo a entrar en el aeromóvil, y le ato con su propio cinturón. Luego
instruyo al vehículo para que se dirija a la ciudad de Meroe Patera, rompo el
micrófono y el sistema de comunicaciones antes de bajarme, y dejo que el

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auto despegue. Ese tipo va a viajar durante horas hasta el otro lado del
planeta, sin poder hacer nada al respecto. Y yo mientras tanto tendré las
manos libres.
Mientras se aleja, yo entro en la biblioteca, pensativa. Algo muy raro está
ocurriendo. De acuerdo, es posible que detectasen el pulso electromagnético
que generamos cuando llegamos al sistema solar. Es incluso posible que
detectasen la llegada de nuestra nave a Marte. ¿Pero cómo narices me están
siguiendo? ¿Y quién lo está haciendo? Creo que es el gobierno, puesto que
me intentaron arrestar. Este supuesto profesor en cambio me ha intentado
secuestrar. Aunque a mi llegada a Rhea Silvia intentaron matarme. Tengo la
impresión de que hay varios interesados en mí aparte del gobierno, y no todos
me quieren viva.
En fin. Entro en la biblioteca, un poco suspicaz, y nadie me hace el más
mínimo caso. Me siento en una de las mesas, accedo a un terminal, e instantes
después estoy en la red universitaria. Accedo a la red ciencia.marte y creo una
cuenta. Yo ya he publicado cosas, pero siempre junto con un profesor. Fueron
ellos los que presentaron los trabajos, conmigo como segunda autora, así que
jamás había accedido yo por mí misma.
Me recomo de impaciencia mientras el sistema comprueba mis
credenciales con la universidad y verifica que efectivamente estoy graduada
como exobióloga. Entonces suena una pequeña campanada y aparecen todas
mis publicaciones en la pantalla lumínica. Estoy dentro.
Miro a mi alrededor. Nadie me presta atención, así que coloco el cristal de
memoria de mi ordenador de pulsera sobre el lector. Acto seguido, transfiero
mi libro, el vídeo que hice con mi madre y todas las grabaciones de
alienígenas de las que dispongo a la red. Tarda un buen rato, y mientras tanto
registro el libro como prepublicación para su revisión por pares. Eso hará que
otros científicos se pongan a mirarlo. Me aseguro de añadir el nombre de mi
madre como segunda autora. Aunque es lo justo, y es lo que acordamos las
dos, eso también hará que llame la atención. Mamá es la exobióloga más
prestigiosa del Sistema Solar, y por lo tanto cualquier libro suyo va a saltar a
los primeros lugares en cualquier búsqueda sobre el tema. Pero el hecho de
que no esté como autora principal va a levantar no pocas cejas y despertar
mucha curiosidad.
Cierro la consola y vuelvo a inspeccionar mi entorno. Nada especial.
Todos los estudiantes están enfrascados con lo que sea que muestren sus
terminales. También hay dos tipos que están hablando en voz baja cerca de la

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puerta, enfrascados en una conversación. Me levanto y me dirijo a la salida,
procurando no llamar la atención.
¡Es una trampa! Me doy cuenta cuando, al pasar al lado de los dos
hombres, ambos intentan agarrarme a la vez. Eso sí, lo llevan claro. Con mis
músculos reforzados mediante una tecnología alienígena y después de estar
años en gravedades equivalentes al triple de lo que hay en Marte, soy
muchísimo más fuerte que ellos dos juntos. No tardo ni cinco segundos en
tumbarlos. La biblioteca entera tiembla por el golpazo.
Los estudiantes levantan la cabeza, mirándome sorprendidos, y les
respondo con una sonrisa oblicua.
—El suelo está muy resbaladizo —digo—. ¿Os importaría atenderles? Es
que tengo que irme…
Salgo pitando, mientras algunos estudiantes se levantan para ayudar esos
dos tipos, que están casi inconscientes del costalazo que se han pegado. Con
un poco de suerte, les entretendrán lo suficiente como para que yo pueda
largarme. De todas formas, en cuanto salgo por la puerta, me pongo a correr.
En la universidad no se suelen usar mucho los aeromóviles: Los
estudiantes prefieren los minirover, y yo sé dónde los suelen aparcar. Minutos
después, estoy saliendo con uno de ellos por la puerta principal. En Marte
apenas hay crimen, por lo que está chupado robar uno. Como los vehículos
tienen todos un GPS para poder localizarlos en caso de accidente, lo primero
que hago es romperlo. No sé cómo me ha estado localizando esta gente que
viene a por mí, pero no voy a dar incluso más pistas de dónde estoy.
Después de eso, resulta casi insultante lo sencillo que es salir de la ciudad
y volver a casa del abuelo.
—Está hecho —informo en cuanto entro en el salón. Para mi sorpresa,
Tara y la abuela están jugando al ajedrez tridimensional con efecto temporal.
Por ahora la abuela parece que está ganando, aunque sospecho que Tara se lo
está permitiendo, puesto que ella juega muy bien. Groar le está explicando al
abuelo el funcionamiento de su cañón de plasma. El hombre apenas lo puede
sujetar, de lo pesado que es.
—Perfecto —contesta el yayo, devolviéndole el arma a Groar—. Vamos
allá.
En vista del percal, yo me vuelvo a equipar con mis armas mientras le
explico brevemente a mi nido lo que ha pasado. En Krogan, para que no se
enteren los abuelos. No quiero preocuparles.
Oigo el gruñido del abuelo y me vuelvo. Está sentado en su terminal
lumínica, intentando conectarse, y tiene el ceño fruncido.

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—Qué raro… —musita—. No hay señal. ¿Se habrá caído la antena?
—Voy a ver —indico, dirigiéndome a la puerta para comprobar la antena
del tejado. Pero cuando la abro, me quedo con la boca abierta. Stefan me está
sonriendo con todo el descaro del mundo.
—¿Pensabas que te era tan fácil escapar de mí, nena?
—¿Cómo me has encontrado? —pregunto, toda sorprendida.
Se me ríe en la cara, con ese gesto de sobrado que tiene este caradura.
—Oh, secreto profesional…
Frunzo el ceño. Esto no me gusta ni pizca. Si Stefan me ha podido
localizar, otros también pueden hacerlo. Y ya sé que hay alguien que quiere
secuestrarme e incluso matarme.
—Stefan…
Por el tono de mi voz y supongo que también por la cara que pongo debe
darse cuenta de que no estoy para bromas, que esto va muy en serio. Levanta
las manos, en gesto de disculpa.
—¡Vale! Mira, debido a que estuve luchando con los aliens, tengo una
habilitación de seguridad que-te-cagas. Así que la utilicé para pedir que
localizasen tu chip de ciudadana. Apenas les llevó unos minutos. Extrapolé la
dirección que llevabas… y aquí estoy. Es la única casa que hay por aquí.
—¿Qué?
Me miro la muñeca izquierda, escandalizada. En Marte nos implantan
nada más nacer un pequeño chip en el dorso del brazo, del tamaño de un
grano de arroz. Sirve para identificar a niños perdidos y —cuando eres mayor
— para identificarte en trámites oficiales y para pagar. Nunca me imaginé que
eso le diera al gobierno la capacidad de saber dónde estás. Se supone que solo
es un chip de identificación por radiofrecuencia, y que tienes que estar muy
cerca de un lector para que puedan leerlo.
Stefan debe haber seguido mi línea de pensamiento, porque hace un gesto
de disculpa.
—Bueno, hay lectores de radiofrecuencia en muchos sitios, tanto en sitios
públicos como en taxis. Si sabes cómo hacerlo, puedes aumentar su
sensibilidad y detectar quién está a su alrededor. También es posible lanzar un
impulso desde un emisor en un vehículo aéreo o un dron y detectar la
respuesta. La policía lo utiliza para encontrar criminales.
—¡Mierda, mierda, mierda!
Echo mano de mi daga, palpo un instante mi piel para detectar dónde está
el dichoso granito de arroz, y acto seguido me hago un buen tajo en el brazo.
Duele un horror, pero mejor eso que estar muerta. Ante el desconcierto de

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Stefan, dejo caer mi daga y hurgo en la herida, buscando el dichoso chip. No
puedo verlo, estoy sangrando de lo lindo. Finalmente lo encuentro, lo saco y
lo tiro al suelo, pateándolo. Aunque no es probable que vaya a romperlo,
estoy tan rabiosa que me da lo mismo.
El chico me está mirando horrorizado.
—¡Tanit! ¿Te has vuelto loca? ¿Se puede saber a qué viene eso?
Saco mi pañuelo e intento parar la hemorragia con él, descubriendo que
no es nada fácil hacerlo con una sola mano. Por suerte Stefan me lo quita, lo
enrolla y luego lo coloca encima de la herida, vendándomela. Lo aprieta
fuerte, porque tengo ya toda la mano machada de sangre.
—Stefan, esto es muy importante —le digo—. Lárgate. Estás en peligro.
El gobierno quiere matarme y te matarán a ti también si estás conmigo. Por
favor, ¡vete ya y no intentes volver a verme!
Se me queda mirando con una cara de idiota que no veas mientras vuelvo
a recoger mi daga y me la meto en el cinto, sin importarme un pepino que me
estoy poniendo la ropa hecha un cromo. Ignorando al chaval, me precipito por
la puerta hacia el salón. Todos me miran asombrados en cuanto entro. Groar y
Tara echan mano de sus armas nada más ver mi cara.
—¡Tenemos que irnos! ¡El gobierno sabe que estoy aquí!
Groar levanta su arma, apuntando al chico, que me ha seguido.
—¿Nos ha traicionado él? —ruge.
Me pongo delante de Stefan, antes de que pueda dispararle.
—No, no ha sido él. Resulta que nos pueden encontrar gracias a un chip
que nos implantan al nacer. —Les muestro mi muñeca manchada de sangre
—. Me lo he quitado. Tenemos que irnos, ¡ya!
—Espera un momento —interviene Tara, metiendo la garra en su bolso.
Saca el autodoctor portátil, me quita el pañuelo y me lo pasa por encima
del brazo. Para asombro de Stefan y los abuelos, el brazo deja de sangrar al
instante. Tara utiliza el pañuelo para limpiarme la sangre del brazo y yo me lo
miro: La piel se ha cerrado, y no hay ni la más mínima señal del tajo que me
he dado.
—Tenemos que irnos —insisto—. ¡Ya!
—Pero Tanit… —protesta la abuela.
Cojo sus manos, mirándola lo más serio que puedo.
—Yaya, si me quedo, os pondré en peligro. Ya lo ha dicho el abuelo: No
se puede atacar a un gobierno sin que este reaccione. Por favor, cuando
podáis, enviad los mensajes que hemos preparado. —Le doy un beso en la

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mejilla—. Prometo venir a veros antes de irme del planeta, pero ahora no me
puedo quedar. Os quiero.
Stefan intenta agarrarme cuando voy a pasar a su lado, así que le doy un
empujón que le tira al suelo mientras nosotros salimos corriendo.
—¡Tanit, espera! —grita detrás de mí.
Hago una mueca. Aunque Stefan me gusta, este no es el momento de
socializar. Corremos hacia la salida de la cúpula y salimos al exterior. Yo me
pongo la mascarilla, y los Krogan activan sus trajes espaciales. A toda prisa
corremos hacia las rocas.
Me vuelvo un momento antes de escondernos. Stefan nos ha seguido hasta
la entrada de la cúpula, y nos está mirando. Está apretando los puños, de
forma decidida. Sé que él se queda aquí, pero tengo una sensación extraña. De
alguna manera, sé que me lo voy a encontrar de nuevo. Y que la próxima vez
no voy a poder dejarle plantado. Entonces oigo el rugido a lo lejos.
—¡Abajo! —grito, tirándome detrás de una roca.
Instantes después, el rugido se hace ensordecedor. Nosotros no nos
movemos, mientras Groar lanza una minúscula sonda espía. Es tan pequeña
que es casi imposible detectarla, y nos permite ver lo que está ocurriendo en
los monitores de nuestros trajes.
Hay al menos media docena de vehículos enormes, sin ningún tipo de
identificación, que han rodeado la cúpula antes de aterrizar. Decenas de
hombres con unos uniformes negros que desconozco están desembarcando y
asegurando las entradas a la casa de los abuelos.
Stefan está con la boca abierta, pero debo admitir que es valiente. Cuando
los hombres intentan entrar en la casa, él se enfrenta a ellos. Para mi horror, le
disparan y cae como un saco.
—¿Le han matado? —pregunto, angustiada.
Groar acerca la sonda hasta la cúpula. Inspecciona el cuerpo inmóvil
mientras los hombres se precipitan hacia la casa.
—No hay señales de sangre. Deben haberle aturdido con algo.
—¡Los abuelos!
Intento levantarme para correr en su ayuda, pero Tara me obliga a
echarme de nuevo.
—Es demasiado tarde, no llegaremos a tiempo. Esos hombres no parecen
querer matar. Creo que te buscan a ti. Si nos acercamos, tus abuelos pueden
salir heridos en el tiroteo.
Tiene razón, por supuesto, pero me estoy recomiendo durante los veinte
minutos que dura el registro de la casa. Es cierto, me están buscando a mí.

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Aunque esos tipos están con mis abuelos. Espero que no les hagan nada… o
me voy a liar a tiros con ellos. La sonda no puede entrar en la cúpula, por lo
que no sabemos lo que está ocurriendo dentro de la casa.
Groar inspecciona mientras tanto los vehículos con la sonda. Son de un
modelo que no he visto nunca, de aspecto militar, sin ningún tipo de
identificación. Los hombres van uniformados, aunque sin ningún indicativo
de rango o de la unidad a la que pertenecen. Todo esto es muy raro.
Al fin los vehículos se largan, y después de esperar un tiempo prudencial
nos precipitamos hacia la casa, saltando por encima del cuerpo inmóvil de
Stefan.
—¿Yaya? —grito en cuanto entro—. ¿Abuelo?
Ni siquiera el eco de las paredes me responde.
Tardamos menos de cinco minutos en registrar la casa. No hay nadie.
—¿Cómo han podido llevarse a los abuelos? —me desespero—. ¡No
hemos visto que los sacasen!
—Porque los han sacado por el garaje, que está al lado opuesto de donde
nosotros estábamos —deduce Groar—. La propia casa lo tapaba. —Señala—.
Y creo que esto te va a explicar por qué se los han llevado.
Me vuelvo a mirar a donde señala. Hay una tarjeta plástica para notas con
algo escrito sobre la mesa.
—Tanit Martín, si quiere volver a ver a sus abuelos, venga el sol 624 a
mediodía a la entrada principal de la universidad —leo en voz alta.
—¿Sol 624? —pregunta Tara, extrañada.
—Así llamamos a los días marcianos —aclaro, estrujando la tarjeta con
furia. No es que sirva para nada, claro, puesto que la tarjeta se vuelve a alisar
sola en cuanto la tiro al suelo—. Soles. Hay seiscientos sesenta y ocho soles y
medio en una órbita. Eso nos da tres soles para prepararnos. Algo menos de
cuatro microciclos. —Señalo hacia el exterior, intentando calmarme—.
Veamos qué le han hecho a Stefan.
Salimos, y me arrodillo al lado del chico. Para mi gran alivio, tiene pulso.
Solo está como paralizado.
—Se recuperará en unos nanociclos —me informa Tara, que está mirando
su autodoctor portátil—. No parece que vaya a tener secuelas.
Respiro aliviada. Este chaval me gusta, y además le han paralizado
mientras defendía a mis abuelos. En un impulso, me inclino sobre él y le beso
en los labios.
—Gracias por todo, Stefan. Siento que no nos volveremos a ver. —Me
levanto, ignorando la mirada sorprendida de mi nido—. Vámonos. Tenemos

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que rescatar a mis abuelos.
—¿Cómo? —se sorprende Tara—. ¡Si no sabemos a dónde los han
llevado! Y como vayas a esa cita, te meterás en una emboscada. Lo sabes.
Sonrío, echando a andar.
—Es que sé quién puede descubrir dónde los tienen prisioneros. Vamos a
salvarles antes de que esos tipos sepan siquiera que estamos allí.
Volvemos a la nave mientras les cuento mi plan. Groar no está muy de
acuerdo con que me vaya a infiltrar de nuevo en la ciudad, pero acepta a
regañadientes cuando digo que él me escoltará, camuflado con el dispositivo
que nos regaló la matriarca de los K’Raugh. Y los dos iremos armados hasta
los dientes. Bueno, irá él, porque su camuflaje también ocultará lo que lleve.
Yo iré armada, pero no puede ser demasiado evidente o llamaré la atención.
Me quito el vestido pringado de sangre y me pongo otro encima del traje
espacial. Como ya hice en una ocasión, escondo el láser entre mis pechos, con
lo que parece que tengo mucha más pechuga que la poca que tengo en
realidad. Luego meto en un bolsillo de mi traje un aturdidor de Stronhinp,
puesto que es tan plano que apenas se nota. Me miro en el espejo. Perfecto,
parece que estoy totalmente desarmada. Mi rifle criogénico y mi pistola de
proyectiles explosivos se los voy a dejar a Groar, amén de unas granadas. No
soy tan tonta como para salir sin armamento algo más pesado que lo que llevo
oculto.
Volvemos a la casa de los abuelos, y saco su aeromóvil del garaje. A
diferencia del minirover, este vehículo es totalmente automático, con lo cual
solo tengo que decirle a dónde quiero que nos lleve. Por suerte el vehículo es
de cuatro plazas, o Groar no cabría en él y quizás ni siquiera podría despegar
debido a su peso. El dispositivo de camuflaje no puede cambiar las leyes
físicas, y mi macho pesa cerca de media tonelada.
En apenas veinte minutos hemos llegado a la cúpula principal de Rhea
Silvia y poco después llegamos a casa de mi tío. A pesar de sus protestas, le
indico a Groar que espere en el coche cerca de la casa, mientras yo entro sola.
Va camuflado con el aspecto de mi padre, y eso iba a levantar muchas
preguntas por parte de mis tíos, puesto que sabrán que papá ha muerto. Ya va
a ser lo suficiente raro que yo haya aparecido, aunque creo que mamá ya les
avisó cuando regresé a Thuis de que estaba viva.
Cruzo el jardín y entro en la casa. En Marte casi nadie cierra la puerta, y
mis tíos no son una excepción. Eso sí, yo lo hago después de entrar: No
quiero que nadie nos moleste. Oigo a la tía Ethel ajetrearse en alguna parte de

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la planta baja, así que subo con cuidado la escalera hasta la habitación de mi
primo y entro sin llamar.
—Hola, sabelotodo.
Mi primo Alem Marshall es en realidad más joven que yo —nació cuando
yo ya tenía dieciséis meses— pero debido a mis viajes a velocidades
relativistas ahora es biológicamente mayor; debe tener como ocho órbitas,
unos quince años terrestres. Alem y yo siempre nos hemos llevado bien: Él es
casi tan inteligente como yo, y cuando yo me fui, él ya estaba estudiando
Ingeniería Espacial y Astrofísica en la misma universidad en la que yo me
gradué. Siendo los dos unos cerebritos, y por lo tanto considerados unos
bichos raros por casi todo el mundo, siempre nos apoyábamos el uno al otro.
Es muy difícil socializar con el resto del mundo cuando les duplicas el
coeficiente intelectual a todos. Eso sí, yo me gradué mientras él aún estaba en
segundo curso.
—¡Anda! —se sorprende, dándose la vuelta para mirarme mientras la
puerta se cierra detrás de mí—. ¡Si es la diosa! ¡Creí que te habías ido a
Cartago, a defenderla de los romanos!
Nos echamos a reír. Siempre nos hemos tomado el pelo con nuestros
respectivos nombres, aunque el suyo da más juego, puesto que Alem significa
«el que todo lo sabe». El chiste es tan obvio que resulta trivial. Aunque nunca
me he atrevido a hacer lo mismo con el nombre de su padre —Nadir—, dado
que significa «raro, singular, poco común». Y anda que mi tío no es peculiar.
Será también un genio, pero un genio raro de narices.
Me dejo caer en su cama, como hacía cuando mamá se marchó a Thuis y
yo me tuve que quedar con los tíos mientras los dos abuelos trabajaban.
Inspecciono con interés la habitación. Hay más cachivaches por las paredes,
por lo que está visto que el primo sigue inventando que da gusto. De hecho,
uno de esos cacharros que inventó con siete años pagó sus estudios. También
hay montones de cajas a medio llenar. Si se va a llevar todo esto a Venus, les
va a salir el transporte por un dineral. Aunque seguro que a Alem le sobra el
dinero. Siempre ha sabido comercializar muy bien sus inventos. A mí en
cambio, eso de rentabilizar las ideas no se me da nada bien.
—Las Guerras Púnicas acabaron hace más de dos mil trescientos años,
nene.
Me mira con gesto de sobrado. Desde luego que Alem y Stefan podrían
hacerse buenos amigos.
—Y las perdiste, Dea Caelestis[1]. —Se echa a reír—. Creía que el
Sombra Lunar se había perdido y tú habías acabado respirando el vacío, pero

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está visto que era una falsa alarma. —Frunce el ceño cuando ve la cara que
estoy poniendo—. ¿Pasa algo?
Hago una mueca, intentando ocultar mi incomodidad.
—Es que se perdió. Murió toda la tripulación… incluido papá.
Alem palidece.
—Lo… lo siento. No lo sabía. ¿Cómo te salvaste?
Me encojo de hombros.
—Bueno, estaba en uno de los refugios de la nave cuando ocurrió el
accidente. Yo… mira, no quiero hablar de ello. En cualquier caso, por lo visto
choqué con una anomalía del espacio-tiempo. Terminé muy lejos de aquí.
Por supuesto, no quiero decir cómo de lejos terminé. No quiero poner a
Alem y sus padres en peligro. Mejor que no sepan nada.
Sin embargo, sé que no me voy a quitar a mi primo tan rápido de encima.
Aunque tenga quince años, es astrofísico e ingeniero espacial. Está muerto de
curiosidad por saber los detalles.
—Hay una anomalía asociada a los agujeros negros —le explico cuando
termino de cansarme de sus preguntas—. Es un evento cuadrimensional que
le «roba» una dimensión al agujero negro y que va desde el horizonte de
sucesos de mayor al de menor tamaño. Al plegar el espacio, de alguna forma
me metí en una corriente anómala gigantesca que va desde el supercúmulo de
Shapley hacia Sagitario A.
Silba, impresionado. Casi veo el humo saliendo de sus orejas, mientras
elucubra las implicaciones.
—¿Y cómo sabes que fue eso?
Dudo un instante, pero luego me encojo de hombros. Es Alem. No es que
me vaya a torturar por el secreto del salto intergaláctico, pero tampoco hace
falta que le cuente que para el salto de híperpulso se necesita una capacidad
psi enorme, amén de una potencia de cálculo brutal. Me limitaré a contarle la
versión desnatada.
—Porque tengo una teoría que permite viajar muchísimo más rápido que
la navegación estelar actual. Es posible abrir agujeros de gusano en el
espacio.
Sus ojos brillan de emoción cuando le explico cómo funciona el salto de
pulso, y me acribilla a preguntas sobre el modelo subyacente. Al final, le
describo las fórmulas que he descubierto en su ordenador, y le señalo la
solución particular que me permitió regresar. Veo cómo mueve los labios,
intentando captar todas las implicaciones. Y sí, lo está pillando. Después de

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todo, es un Marshall. La familia de mamá siempre ha estado plagada de
genios. Alem no la desmerece.
—Tanit, ¡esto es increíble! ¡Es el descubrimiento del siglo! ¡Vas a hacerte
famosa!
Entonces me doy cuenta de que me he pasado de lista.
—No, Alem. Nadie debe saber esto.
Me mira como si me hubiera vuelto loca.
—¿Por qué? ¿Es que no te das cuenta? ¡Lo que has descubierto puede ser
incluso la anhelada teoría unificada[2] o al menos un elemento clave para
encontrarla! ¡Es casi tan revolucionario como la teoría de la relatividad! ¿Y lo
quieres ocultar? ¿Por qué?
—Porque me quieren matar por saber esto.
Se le abre la mandíbula de par en par.
—¿Matar?
Agarro su brazo y le miro lo más seria que puedo.
—Sabelotodo, que no va de coña. Alguien me está persiguiendo, y creo
que es el gobierno. Han intentado secuestrarme e incluso asesinarme ya varias
veces.
Inclina la cabeza, mirándome de reojo, y sostengo su mirada. Entonces
parece darse cuenta de que estoy hablando en serio.
—¡Qué fuerte!
Oímos los dos las sirenas al mismo tiempo. Hago un intento de salir
corriendo, pero Alem me retiene.
—Demasiado tarde —musita, mirando a su alrededor, como si buscase
algo—. Deben estar rodeando la casa.
—¿Y qué hago? —me desespero.
—Esconderte —dice, tirando de mi brazo—. Ven aquí.
Me lleva a una esquina y me cuelga uno de sus aparatos del cuello.
Conecta varios cables, mientras oigo cómo alguien tira abajo la puerta con
gran estrépito y luego alguien sube a la carrera por las escaleras.
—¡No te muevas! —me sisea mi primo, dándole a un interruptor—. Si no
te mueves, ¡no podrán verte!
Se precipita hacia su sillón, sentándose y girándose hacia la mesa,
abriendo un libro virtual que se proyecta sobre la superficie. Segundos
después, alguien abre la puerta y dos soldados armados se precipitan por ella,
con las armas preparadas. Yo me quedo paralizada del susto. Mi primo, en
cambio, hace que se sobresalta, volviéndose hacia ellos.
—Pero… —masculla—. ¿Qué es esto? ¿Quiénes son ustedes?

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—Estamos buscando a una peligrosa terrorista —contesta uno de los
soldados, dirigiéndose hacia el armario, sin dejar de apuntarlo—. ¡Apártate,
muchacho!
Abre el armario de golpe y baja el arma casi de inmediato, pues la ropa en
el interior no parece muy peligrosa. Se agacha para mirar debajo de la cama,
donde por supuesto que no hay nadie. Yo, en cambio, estoy acongojada: Su
compañero está en ese momento mirando en mi dirección.
Sin embargo, no debe haber visto nada raro, porque se vuelve a
inspeccionar el resto de la habitación.
—El único terrorista que hay por aquí es mi perro —señala Alem—. Ha
mordisqueado unos cables de mi último invento, y ha quemado unos circuitos.
¿No notan el olor?
De pronto, yo también lo estoy notando. Es precisamente este cacharro
que tengo puesto lo que estoy oliendo. Me pongo a sudar. Como estos tipos se
pongan a investigar el pestazo, me han pillado.
Pero no lo hacen. Uno de ellos se pone a aporrear las paredes, por si
hubiera alguna puerta oculta, aunque me parece que no va a encontrar nada.
Se acerca mucho, y aguanto la respiración, no vaya a oírla, porque lo que sea
el invento de sabelotodo que me está ocultando, funciona a la perfección. El
tipo ese solo arruga la nariz, como oliendo la chamusquina, mira a algo que
tengo a mis pies, y se marcha. De reojo veo que en el suelo hay como una
placa de circuitos medio quemada.
Una vez que se han convencido de que no estoy allí escondida, los dos
salen de la habitación; Alem se lleva el dedo a los labios y sale detrás de ellos,
dejándose la puerta abierta. Oigo al fondo a la tía Ethel gritar, toda indignada.
—¡Ya les digo que en esta casa no hay terroristas escondidos! ¡Y nos han
destrozado la puerta cuando tenemos que entregar la vivienda dentro de una
semana!
Una voz desconocida responde.
—Mire, perdone, pero…
—¿Y dónde está la orden judicial? —le interrumpe mi tía, aún furiosa.
Aunque no sé quién será el jefe de estos tipos, me temo que no sabe con quién
se está jugando los cuartos. La tía Ethel es de armas tomar—. ¡No se crea que
porque nos vayamos a mudar a Venus tenemos menos derechos! ¡Somos
ciudadanos!
—Es que…
—¡Se les va a caer el pelo! ¡Tiene mi palabra!

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—Tanit, ¿necesitas ayuda? —oigo a Groar por mi comunicador—. Veo
que han rodeado la casa y la están registrando.
—Negativo —respondo—. Mantén la posición. No me han visto.
—Confirmado.
Alem vuelve entonces y cierra la puerta, riéndose.
—Esos tipos se están largando —dice—. ¡Con mamá han topado! Espera
unos minutos. Me he asomado un momento y creo que están escaneando la
casa con infrarrojos para comprobar si estás aquí.
—¿Con infrarrojos? —tartamudeo—. ¡Verán mi señal térmica!
Entonces, mi primo sabelotodo se echa a reír.
—¡Ni que fuera tonto, Tanit! Tu rastro térmico anterior se ha disipado
gracias a la ventilación, y lo tomarán como parte del mío. Y el actual no
pueden detectarlo porque mi escudo de invisibilidad no solo oculta la luz
visible. Cubre todo el espectro de radiación.
—¿Escudo de invisibilidad?
—Es un prototipo, claro. Tengo que ajustar la potencia, huele a quemado
cuando lo enciendo. A pesar de todo… ¿a que mola?
Me miro las manos. Yo desde luego que no me veo invisible, pero he
tenido a dos soldados mirándome a menos de dos metros sin que me hayan
descubierto.
—¿Cómo se te ha ocurrido diseñar algo así?
Suelta una risita y me guiña un ojo. Aunque en realidad lo guiña hacia
donde cree que estoy, puesto que sigo siendo invisible.
—Es que a veces quiero salir de casa sin que mis padres se enteren.
Además… digamos que tengo una amiga, y tampoco quiero que los suyos me
descubran cuando… voy a verla.
Abro mucho los ojos. ¿Alem tiene un lío con una chica? Pues sí que me
he perdido muchas cosas desde que me fui.
—¿Tienes novia?
De pronto se pone colorado.
—Bueno, algo así. O al menos la tenía hasta que le expliqué que nos
íbamos a Venus. Se cogió un rebote que no veas, y eso que le prometí que
volvería a por ella en cuanto fuese mayor de edad. —Suspira—. Las chicas no
sois nada razonables.
—¿Razonables? —Frunzo el ceño. Yo también me cogería un rebote
enorme si mi novio me dijese que se iba a otro planeta—. Si yo fuera ella, te
daba en…
Sabelotodo levanta las manos, en un gesto de disculpa.

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—¡Vale, vale! ¡No te mosquees, diosa! El hecho es que Silvia me gusta
mucho, y en cuanto pueda, volveré a por ella. Por si no te has dado cuenta, los
dos somos aún menores de edad y no tenemos ni voz ni voto de a dónde nos
llevan nuestros padres. —Echa un vistazo por la ventana—. Parece que esos
tipos se están marchando del todo. De todas formas, espera unos minutos
antes de apagar el camuflaje, por si acaso.
—Está bien —suspiro—. Alem, necesito que me hagas un favor.
Se repanchinga en su sillón, con las manos detrás de la cabeza.
—Dispara.
—Necesito que me metas en el sistema del gobierno planetario.
De no haber estado sentado, creo que se habría caído del susto.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Porque han raptado a mis abuelos paternos.
Pega tal salto que se estampa contra la mesa, aunque apenas parece
notarlo. Simplemente se frota el dorso de la mano, que es la que se ha llevado
la peor parte del golpe.
—¿Estás de coña?
Le miro lo más seria que puedo, aunque luego me doy cuenta de que sigo
siendo invisible.
—No. Alem, jamás he hablado tan seria en mi vida. ¿Cómo se apaga este
cacharro?
—Espera. —Mi primo se acerca, moviendo la mano por el aire,
obviamente para descubrir dónde estoy, puesto que no puede verme. Agarro
su mano y la llevo hasta el aparato. Él lo palpa, dejando que su mano se
deslice hasta la parte inferior, y pulsa un botón que no puedo ver—. Ya está.
Levanta la mirada, mirándome a los ojos. Por la cara que pone, sé que está
viendo en mi rostro que lo digo en serio.
—Alem, no es una broma.
—¡Tenemos que llamar a la policía!
Le agarro antes de que pueda echar mano de su teléfono de muñeca.
—¿Estás tonto? ¡Que estamos hablando del gobierno! ¡Es el propio
gobierno quien les ha secuestrado para poder chantajearme! La policía tiene
órdenes de arrestarme para que me puedan sacar el secreto del salto de pulso.
¿Por qué crees que han invadido tu casa?
Se deja caer en su sillón, poniéndose pálido.
—¿Crees que nosotros también estamos en peligro?
Suspiro. A decir verdad, no tengo ni idea, pero es improbable.

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—No lo creo. Los abuelos viven muy apartados, por lo que no hubo
testigos de su secuestro. Vosotros vivís en el centro y tu padre es una
celebridad. Se armaría un enorme escándalo si intentasen secuestraros
también. Ya has visto la que ha montado tu madre: Seguro que se han
enterado todos los vecinos. Además… ¿para qué iban a meterse con tu
familia? Ya tienen a los abuelos como rehenes, para hacerme hablar.
—Y… ¿no podrías darle lo que quieren? Digo… para que os dejasen en
paz.
Bufo con impaciencia. Alem también será un genio, pero está visto que es
más inocente de lo que pensaba, por mucho que se haya liado con una chica.
—Alem, en Thuis el gobernador estaba dispuesto a torturar a mi madre
con tal de conseguir este secreto. Acaban de cometer un delito, secuestrando a
unos ciudadanos. ¿Y de verdad crees que no iban a callarnos para siempre,
una vez que les diera lo que buscan? ¿Para que no se supiese que han estado
pisoteando la ley con tal de conseguir su objetivo?
Mi primo hace una mueca. Bueno, si bien es un inocentón, tampoco es
nada tonto, de hecho es tan inteligente como yo. Sabe perfectamente que
tengo razón.
—¿Y qué vas a hacer?
—Voy a rescatar a los abuelos. Y luego me voy a dedicar a hundir a esos
asquerosos del gobierno.
Pone cara de escéptico, aunque no puedo culparle.
—¿Cómo vas a hacer eso?
—Mejor que no lo sepas, Alem. No quiero poneros a vosotros también en
peligro. Eso sí, necesito tu ayuda. ¿De acuerdo?
Suspira.
—De acuerdo. ¿Qué quieres que haga?
Me siento en el borde de su sillón y señalo su ordenador.
—Los que se llevaron a los abuelos no eran como estos tipos que han
venido aquí. No llevaban identificación de ningún tipo. Me juego lo que sea a
que eran del gobierno. Hay que averiguar a dónde los han llevado.
—¿Cómo?
—Mira los registros de movimientos inusuales. Comprueba las cámaras
de tráfico. Las imágenes por satélite. Busca vehículos sin matrícula.
Comprueba si existen edificios gubernamentales en lugares apartados o
cerrados donde de pronto haya visitas. Pero bueno, ¿acaso te lo tengo que
decir yo todo? ¡Usa el coco!

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—Vale, vale… —masculla, poniéndose manos a la obra—. No has
cambiado ni un pelo, diosa.
Me quito el dispositivo de invisibilidad mientras Alem cacharrea con su
ordenador. Mi primo es muy bueno: En apenas seis minutos ya está dentro del
sistema. Recuerdo que cuando tenía siete años una vez hizo que nos enviasen
helados con cargo al Presupuesto planetario. La oposición montó una bronca
enorme en el parlamento, y luego echaron tierra sobre el asunto porque, según
el «arreglo» de Alem, ellos también habían aprobado aquel apartado de los
presupuestos. Se conoce que los políticos ni leen lo que van a votar. Gracias a
eso, tuvimos un año de helados gratis.
—Y por cierto… —pregunta, sin dejar de hacer lo que sea que está
haciendo con su terminal—. ¿Por qué llevas pegado ese cristal en la frente?
¿Es una moda en Thuis?
Levanto la mano y me palpo la estrella del destino que los Krogan me
implantaron en el cráneo. Mejor me callo que es un amplificador psíquico. Ya
he metido lo suficiente la pata explicándole a Alem lo del salto de pulso.
—Sí. ¿No te gusta?
Levanta un momento la vista y me ojea. Luego sacude la cabeza,
volviendo a lo suyo.
—No. Ni pizca. Estás rara de narices. Desde luego que las chicas sois un
caso…
Tarda algo más de media hora, mientras yo lanzo algunas sugerencias que
a veces sigue y a veces no. Está tan enfrascado y está trabajando tan rápido
que no me estoy enterando de lo que hace, por lo que termino paseando
nerviosa por la habitación. Cuando finalmente me llama, abre un mapa de
Rhea Silvia y señala un punto concreto en las afueras, muy cerca de las
laderas de los Montes del Néctar.
—Hay seis vehículos militares sin ningún tipo de identificación que han
entrado en este almacén en desuso hará como cuarenta minutos.
Concuerda. Está claro que son los que han secuestrado a los abuelos. Me
asomo por encima de su hombro, tomando nota del lugar. Conozco ese sitio:
No está muy lejos de nuestra casa. Papá construyó nuestro hogar allí porque
está muy apartado y tiene unas vistas preciosas. La vegetación está ya
apoderándose del Valles Marineris, y el panorama desde mi habitación es
espectacular, sobre todo por las enormes paredes que se alzan a lo lejos casi
seis kilómetros hasta el cielo. Y es que el enorme valle en el que estamos
tiene nada menos que siete kilómetros de profundidad. Sin embargo, no

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recuerdo que por aquella zona hubiese ninguna construcción, aparte de
nuestra casa. Claro que yo me fui hace casi tres años.
—¿Puedes aumentar el tamaño del mapa? Quiero ver los detalles de ese
almacén.
Alem sonríe con picardía.
—Puedo hacer algo mejor. —Teclea unas órdenes en su terminal y
aparece el plano tridimensional de un edificio—. Son los planos de la
instalación.
Jadeo de sorpresa al ver la imagen. Creía que aquello era un edificio
normal, pero no es cierto. Hay unos túneles subterráneos enormes excavados
en la roca que se adentran en el interior de las montañas.
—¿Qué se supone que es eso?
Mi primo sacude la cabeza, dubitativo.
—Tengo la impresión de que son unas instalaciones secretas de una
corporación.
Me quedo a cuadros. El gobierno me persigue… ¿y también una de las
grandes interplanetarias? Esto es peor de lo que pensaba.
—¿Quieres decir que no es del gobierno?
—Pues no. Al menos creo que no. Es difícil de decir, porque he
descubierto al menos siete sociedades interpuestas. Seguramente hay más.
Alguien no quiere que se sepa a quién pertenece. En los registros oficiales
pone que es parte de una empresa logística y solo aparece el edificio en la
licencia de construcción. Aunque sospecho que es de GenoFutur. Esos tipos
han tenido serios problemas con los experimentos genéticos que estaban
haciendo, y el gobierno les cerró hace un año su laboratorio principal. No me
extrañaría que hayan montado un laboratorio clandestino.
—Entonces… ¿cómo has conseguido los planos?
Mi primo se ríe.
—Porque no se puede construir una cosa así simplemente improvisando.
Hace falta maquinaria pesada, y es de suponer que, si quieren mantener el
secreto, utilizaron maquinaria automática. Me llamó la atención que
emplazasen un almacén en un lugar tan apartado. Así que miré quién se
supone que lo construyó. Al ver que fue una obra robótica, me descargué la
memoria de todos los dispositivos de excavación que poseen. —Señala la
pantalla—. Al combinar los datos, salió esto. —Ríe entre dientes—. Estos
tipos son unos aficionados ocultando cosas.
—Pásame el plano.

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Hace un gesto de barrido en la pantalla en dirección a mi ordenador de
muñeca, y siento el familiar temblor que me indica la recepción de datos. No
le presto más atención, estoy mirando el mapa de las instalaciones, dubitativa.
—Supongo que habrá un montón de gente ahí.
Alem sonríe.
—No lo creo. Según los datos de la maquinaria, esto lo han terminado
hace menos de dos meses. No es fácil que lo hayan acondicionado aún. —
Hace aparecer una imagen de puntos—. Vamos a ver… esto es el tráfico de
vehículos en los últimos dos meses. Nada. Solo han entrado y salido tres
vehículos en ese periodo. Además de los seis de hace una hora, quiero decir.
Echo cuentas. Había decenas de personas en casa de los abuelos. Cierro
los ojos, recordando. Groar me ha entrenado a contar enemigos y me salen…
treinta y seis.
—Cuatro de los vehículos están saliendo ahora —señala sabelotodo—.
¿Lo ves en la imagen de satélite?
Me inclino sobre su pantalla. Es verdad. Si solo llevan el piloto, quedan
treinta y dos enemigos. Si van tan cargados como cuando raptaron a los
abuelos, quedan doce. Me encojo de hombros. Bueno, me da lo mismo
cuántos sean. Vamos a entrar ahí y darles a todos una buena patada en el culo.
Alem me está mirando. Hace una mueca. No debe haberle gustado la
expresión que debo tener en la cara.
—¿Y qué hacemos ahora?
Le palmeo el hombro a mi primo.
—Tú, nada, sabelotodo. No quiero que te pongas en peligro o que pongas
en peligro a tus padres. Así que asegúrate de borrar cualquier pista de lo que
has estado haciendo. Por si alguien investiga. Yo me voy a salvar a los
abuelos.
Me contempla con los ojos muy abiertos.
—¿Tú sola?
Sonrío.
—Voy a tener ayuda, primo. Y no, no te puedo decir quién es. No me
creerías. Pero si miras mi libro en ciencia.marte, igual te haces una idea.
Levanta la vista, sorprendido.
—¿Has publicado un libro? —Se pone a teclear con furia—. A ver…
¿«Tratado de especies alienígenas inteligentes»? ¿Dos mil páginas sobre
extraterrestres? ¿Estás de broma?
Vuelvo a sonreír. No es nada fácil impresionar a mi primo, aunque por la
cara que pone, he debido sobrecogerle aún más que con mi descubrimiento

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del salto de pulso.
—No. Me ha llevado casi tres años escribirlo. Ciento veintiuna especies
entre las que ha descubierto mamá y las que he descubierto yo.
Me lanza un rápido vistazo y se queda mirando la pantalla, alelado.
—Flipo. De verdad, estoy flipando. —Señala el terminal—. ¿Pero por qué
no has puesto los apéndices con la evidencia para su revisión por pares?
Pego un respingo, golpeándome la cabeza contra el respaldo de su sillón.
Me agacho, frotándome el lugar donde me he pegado el golpazo.
—¿Cómo? ¡Si añadí miles de horas de vídeo y todos mis datos de campo!
¡Casi quince petabytes de datos!
—Pues no hay nada.
Me quedo helada. Miro la pantalla y veo que Alem tiene razón. No hay
apéndices. Siento que algo helado me aprieta las tripas. Alguien ha censurado
la parte más importante de mi publicación. Miro a mi primo, y por su cara veo
que está pensando lo mismo.
—¿Y por qué no han borrado también el propio libro?
Sabelotodo aprieta los labios, pensativo.
—Porque el documento principal de una publicación científica se graba de
forma irrevocable en una memoria cristalina, oculta en un centro de datos
excavado en roca viva a doscientos metros bajo tierra, para que pueda resistir
a cualquier catástrofe durante miles e incluso decenas de miles de años. Los
anexos, por el contrario, se guardan en servidores tradicionales. Es decir, que
el primero no se puede borrar, mientras que lo otro sí. Te han jodido pero
bien. Sin la evidencia, todo el mundo lo va a considerar un interesante estudio
teórico, y nada más.
—¿Y no puedo volver a añadirlos?
Se echa a un lado, dejándome la terminal.
—Inténtalo. Lo malo es que si te han censurado, seguro que también te
van a impedir añadirlos.
Intento acceder a ciencia.marte, y como esperaba mi primo, el sistema no
me deja. Una y otra vez reporta que mi usuario no existe. Ya no puedo
acceder a mi propia publicación.
Alem me mira muy serio, y acto seguido me aparta, para borrar las huellas
de mis intentos. No puedo reprochárselo: Si me buscan y descubren que he
intentado acceder a los servidores de ciencia.marte desde su casa, él y su
familia van a tener problemas.
—Tanit —dice, mientras borra todo el historial en la red y luego en su
propio ordenador—. No me lo has contado todo. ¿También has descubierto

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extraterrestres?
Me dejo caer en la cama, deprimida.
—Sí. Y no me preguntes nada más, Alem. Parece que el gobierno está
muy interesado en que no se sepa. No quiero poneros en peligro a vosotros.
—Me levanto—. Creo que lo mejor será que me vaya.
Aprieta los labios un instante. Luego se levanta y va hacia la mesilla
donde dejé su aparato de invisibilidad.
—Ponte mi capa invisible.
—¿Capa invisible?
—Bueno, ya sé que no es una capa, pero tenía que llamarlo de alguna
manera, ¿no? En fin, póntela. Si esos tipos que han venido te buscan, prefiero
que nadie te vea saliendo de mi casa. Y si vas a entrar en ese sitio, no te
vendrá mal que seas invisible. Eso sí, ten en cuenta que la batería solo dura
tres horas. Y que te tienes que mover despacio. La invisibilidad no funciona
muy bien cuando corres.
Me acerco y le beso en la mejilla.
—Muchas gracias por todo, sabelotodo.
Sonríe, algo azorado.
—Bueno, diosa, ya sabes, siempre hemos luchado juntos contra la
ignorancia. —Nos reímos los dos. Era un chiste privado cuando estábamos en
la universidad ante tanto paleto que intentaba darnos lecciones. De pronto se
pone serio—. Cuando hayas rescatado a tus abuelos, házmelo saber. Porque
en caso contrario, montaré una misión de rescate. En serio.
Vuelvo a besarle la mejilla.
—Eres un cielo, Alem. Que te vaya bien en Venus. Y que recuperes a tu
chica.
—Y a ti que te vaya bien en… mira, prefiero no saber dónde estarás.
Enciende mi dispositivo, y por cómo mira en mi dirección sé que está
comprobando que su invento funciona a la perfección. Después de unos
segundos asiente, satisfecho.
—Ven —dice—. Abriré la puerta. La gente se mosquearía si se abriese
sola. No hables, mamá está abajo. Mejor que no sepa nada.
Le sigo por la escalera y abre la puerta medio destrozada que han
intentado colocar en su sitio, saliendo al jardín. Se desplaza un poco hacia un
lado, para que pueda pasar yo. Se frota la barbilla, y luego hace como si
estornudase.
—No te volveré a ver, ¿verdad? —pregunta en voz baja detrás de la mano.
—Me temo que no.

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—Te echaré de menos, diosa.
Le vuelvo a besar en la mejilla y salgo corriendo. Menos mal que soy
invisible, porque no me hubiese gustado que Alem me viese llorar.
Groar sigue en el vehículo donde le dejé, inspeccionando de forma
suspicaz la casa de mis tíos. Pega un respingo cuando abro la puerta, puesto
que él no puede verme.
—Soy yo —explico a toda prisa, cuando echa mano de sus armas—.
Tengo un camuflaje que me ha prestado mi primo. Mejor lo dejo encendido,
hay cámaras por las calles. Vámonos. Sé dónde tienen a los abuelos.
Arrancamos, y durante el trayecto le explico a Groar todo lo que ha
ocurrido. Luego le transfiero el mapa de las instalaciones a su traje espacial,
así como la posición del complejo y un mapa tridimensional de la zona. Al
instante se pone a planear el rescate.
—Tara —llama por el comunicador—. Te envío los datos que me ha dado
Tanit. Espéranos al norte de las instalaciones, en el punto que he marcado.
—Afirmativo —responde la hembra—. ¿Quieres que vaya también Irina?
—Negativo. Tenemos que seguir aparentando ser humanos, e Irina
llamaría demasiado la atención. Mantén tu camuflaje hasta nueva orden.
—Recibido.
El saurio gira el plano tridimensional, inspeccionándolo. Mira brevemente
en mi dirección, sin ver nada, claro.
—Ese camuflaje de tu primo nos va a ser muy útil. ¿Tienes alguna idea de
los enemigos que puede haber allí?
Asiento antes de darme cuenta de que no me puede ver.
—Un mínimo de doce, y un máximo de treinta y dos. Han salido cuatro de
los vehículos que asaltaron la casa de los abuelos. Quedan dos.
—Buen trabajo —masculla.
Eso hace que me enderece más en mi asiento de orgullo. Groar no suele
hacer muchos cumplidos.
Al cabo de apenas diez minutos, ya tiene preparado su plan. Me da una
breve explicación, radiándosela al mismo tiempo a Tara. Para cuando nos
aproximamos al edificio, todos sabemos lo que hay que hacer.
Obviamente no aterrizamos cerca, ni dejamos que nos vean; eso sería una
estupidez. Hago que el aeromóvil se introduzca por uno de los valles laterales,
para luego subir hasta el risco que está encima del pequeño valle donde está
enclavado el supuesto almacén. Con cuidado nos acercamos. Observo que en
el risco de enfrente Tara ya ha tomado posiciones. Entonces nos lanzamos al
asalto.

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A decir verdad, en realidad saltamos sin más al vacío. Nos dejamos caer
los trescientos metros que hay desde el risco hasta el fondo del valle, y
frenamos con los impulsores de nuestros trajes espaciales en el último
momento. Groar y yo aterrizamos al lado del almacén; Tara aterriza en el
tejado.
Nuestro macho usa entonces su cañón de plasma, abriendo un agujero de
veinte metros en la pared del almacén. Me hace un gesto y yo activo de nuevo
el escudo de invisibilidad, que había apagado para ahorrar batería. Despacio,
siguiendo las instrucciones de Alem, penetro en el almacén.
El disparo de Groar se ha llevado por delante no solo la pared, sino
también uno de los dos vehículos, que ha sido lanzado con fuerza al interior,
convertido en chatarra. El otro transporte está ardiendo; ha debido rozarle la
descarga.
Hay algo más de una docena de hombres, mirando asustados a su
alrededor. Unos apuntan al hueco por donde estoy entrando, otros al agujero
que Tara ha abierto en el alto techo. Es obvio que no saben por dónde les va a
llegar el ataque.
Lo que no se esperan es que les llegue por la espalda. Yo los he rodeado,
puesto que no me ven, y abro fuego con mi rifle criogénico. Incluso antes de
que se den cuenta de que estoy ahí, los catorce están congelados. Esos tipos
van a pasar mucho frío las próximas seis horas. La buena noticia es que, como
sus metabolismos van a reducir la actividad al mínimo debido al frío, no les
va a perjudicar que la mayor parte de ellos estén sin máscara respiratoria,
ahora que el almacén está abierto a la atmósfera planetaria. Solo unos pocos
se la pusieron cuando atacamos.
—Despejado.
Tara se deja caer desde el techo con sus propulsores y Groar entra por el
mismo hueco que yo, mientras inspecciono el almacén. No parece haber nada
más, aunque sé que tiene que haber una entrada a los túneles. Al final la
encuentra Tara. Está muy bien camuflada, pero no puede escapar a los
escáneres que poseen los Krogan. Como no sabemos cómo se abre, usamos
una granada. Vale, estamos rompiendo cosas. La cuestión es que nos importa
un pimiento.
Una especie de ametralladora empieza a tabletear en cuanto vamos a
entrar en el pasillo, y nos echamos rápidamente a un lado. Desconecto mi
escudo de invisibilidad y miro a Groar: Es imposible entrar por ahí. El hecho
de ser invisible no te hace inmune a las balas. El gigantesco saurio ríe, se

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asoma un momento y lanza una granada de implosión. Recibe varios
impactos, que su escudo Tloc desvía sin problemas.
Esperamos hasta que el enorme suuish de la granada de implosión se oye,
y una enorme corriente de aire nos acaricia al precipitarse hacia el interior del
pasillo. Cuando nos asomamos, las paredes se han combado hacia dentro,
parte del techo se ha derrumbado y la torreta del arma automática está tirada
en mitad del pasillo, lista para el desguace.
Vuelvo a activar el aparato de mi primo, y avanzo, con los dos guerreros
siguiéndome cautelosamente. Aunque el despliegue Krogan normal suele ser
muy diferente, en este caso lo suyo es que vaya primero aquella a quien el
enemigo no puede ver.
En realidad es una buena idea, porque cuando llego a un cruce observo
que en la siguiente intersección unos tipos están colocando algo un poco más
allá. Vuelvo a reportárselo a nuestro jefe militar.
—Minas —concluyo—. O algo similar.
—Entonces ya sabes el qué hacer. Tú puedes pasar. Nosotros no.
Asiento y cierro los ojos. Puedo seguir viendo con la mente, y me
adelanto mentalmente, inspeccionando eso que están poniendo esos hombres.
Sí, debe ser algo parecido a unas minas. Sigo avanzando, y descubro que
detrás de la siguiente esquina nos esperan otros seis tipos en emboscada.
Al instante me teletransporto detrás de ellos y les dejo fríos en un pis-pas
con mi rifle. Acto seguido salgo al pasillo y les doy también una ración de
congelación a los tipos de las minas. No me atrevo a desactivarlas yo, así que
las teletransporto a un pasillo que no parece ir a ninguna parte.
—Despejado.
Los dos Krogan se acercan con cautela. Tara asiente con aprobación
cuando ve los resultados de lo que he estado haciendo.
—Buen trabajo, Art’Ana. ¿Hay más?
—No lo sé. Prosigamos.
Sigo por el corredor, abriendo con cuidado las puertas que voy
encontrando. Pero en ninguna de las salas parece haber nada ni nos volvemos
a encontrar con nadie. Los Krogan vienen detrás de mí, ajustando su paso a la
apertura de puertas, puesto que no me pueden ver.
—Tanit, te estás volviendo parcialmente visible —advierte de pronto
Groar.
Me paro por un instante y me miro. Yo sigo viéndome aunque esté
invisible, así que no puedo comprobar si se me ve o no. De repente me

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percato de que una lucecita marcada con un rayo en el aparato de mi primo se
ha puesto a parpadear con una luz roja.
—Tres horas, Alem —mascullo—. Eso decías. Y ya estoy sin batería. Me
parece que se te olvidó recargarlo la última vez que fuiste a ver a tu novia.
En fin. Apago el trasto ese y le explico la situación a mi nido. Groar se
adelanta al instante. En condiciones normales, son los guerreros los que abren
la marcha de un grupo Krogan.
Por suerte no nos encontramos más problemas y para colmo, al final del
pasillo, descubrimos un bloque de celdas. En una de ellas, sentados en un
camastro con gesto abatido, están los abuelos.
—¿Os apetecería salir? —pregunto risueña, adelantándome, mientras los
Krogan se despliegan para vigilar las dos entradas.
A los dos se les cae la mandíbula de la sorpresa.
—¿Tanit? ¿Pero cómo has llegado aquí?
—Bueno —respondo, colgándome el rifle criogénico a la espalda y
sacando el láser—. Mi nido y yo pensamos que podíais echarnos de menos.
—¡Si hay decenas de hombres vigilándonos!
—Había dos docenas nada más.
—Y Tanit los ha congelado a todos —dice Tara, mirando un momento
hacia atrás—. El honor de vuestro rescate le corresponde a ella. Nosotros
apenas hemos hecho nada.
Los abuelos ponen cara de alucinados, pero yo no les hago caso. Con el
láser corto los barrotes de la celda, puesto que no sé cómo se abre. Caen con
gran estruendo al suelo uno tras otro, hasta que el hueco es lo suficientemente
grande para que puedan salir.
Los yayos salen y me abrazan. Estamos así unos instantes, y luego Groar
carraspea.
—Mejor nos vamos, antes de que lleguen refuerzos.
—Sí —asiento, soltándome del abrazo—. Vámonos.
Volvemos por los pasillos, y a la que pasa, Groar se agacha, le quita los
respiradores a dos de mis víctimas y las pasa hacia atrás. Yo los cojo y se los
doy a los abuelos. A ellos les han quitado los suyos, y vamos a salir al aire
libre. Tardan un momento en darse cuenta del detalle.
Vamos a salir al almacén cuando caigo en una cosa.
—Estas instalaciones tienen que haber costado una fortuna, ¿no?
El abuelo mira a su alrededor.
—Así a ojo… millones.
—Vale. Pues vamos a darle a los jefes de estos tipos una pequeña lección.

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Le explico a Groar lo que pretendo, y se echa a reír.
—Ké, ké, ké… ¡Eso es glorioso, Art’Ana! Destruir las fortalezas
enemigas ha sido siempre una meritoria tradición.
—Pero saquemos primero a estos tipos. No quiero matarlos. —Veo el
gesto de desagrado que pone, y me apresuro a añadir—: Resultará muy
deshonroso y humillante para ellos tener que reportar a sus jefes que hemos
destruido las instalaciones sin que ellos hayan salido siquiera heridos al
defenderlas.
Vuelve a reírse ante lo que estoy proponiendo. Los Krogan no suelen
dejar atrás enemigos vivos. Claro que para ellos, ser deshonrado es bastante
peor que la muerte.
—Ké, ké, ké… Tienes razón, Tanit. Yo me ocupo.
Vuelve a entrar de nuevo en el pasillo mientras los demás salimos al
almacén. Los abuelos se quedan a cuadros cuando ven el destrozo que hemos
causado. No se lo puedo reprochar; supongo que no se podían imaginar que
su nietecita y sus amigos pudieran ser tan brutos.
—Voy a por nuestro transporte.
Salgo al exterior y enciendo los impulsores de mi traje. Subo trescientos
metros, aterrizo donde el aeromóvil y en apenas unos minutos estoy de vuelta
con los abuelos. Los dos Krogan están terminando de sacar a los
secuestradores y dejándolos caer al suelo de forma descuidada en una zanja
natural a unos cien metros del almacén. Allí estarán a salvo.
Los abuelos suben al aeromóvil mientras yo me bajo. Acabo de acordarme
de algo más.
Busco en los bolsillos de los secuestradores hasta que veo que uno tiene
un teléfono móvil de pulsera. Me lo pongo y marco un número que me
conozco de memoria, asegurándome de que la cámara está apagada. Alem no
bromeaba cuando dijo que si no le avisaba iría a rescatarme, así que es mejor
que le advierta de que hemos tenido éxito. Tarda menos de cinco segundos en
contestar.
—Soy Caelestis —me presento.
Por supuesto que mi primo lo pilla, no es idiota.
—Yo soy Ba’al Hammon.
Sé que la conexión es segura cuando mi primo me cita el nombre del
consorte de la diosa que me dio mi nombre. Es obvio lo que significa: Puedo
estar confiada. Si fuese una trampa, o hubiese alguien escuchando, habría
dicho que era Alem. Aquí en Marte no hay nadie que sepa suficiente de
mitología cartaginense como para descubrir nuestros códigos secretos.

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—Carthago delenda est resultó ser una frase vacía.
Casi oigo sonreír a mi primo al otro lado de la línea.
—Aníbal Barca vencerá una vez más a Roma.
—Así será. Pero su hogar debe desaparecer como la Atlántida.
—Ah. —Mi primo tarda unos segundos en pillarlo—. Nadie lo encontrará.
—No.
—Ba’al Hammon siempre responderá a las plegarias.
Inspiro hondo. No puedo decir «gracias» a las claras. Aunque tampoco es
tan difícil inventarse algo.
—Los dones de los dioses siempre son bienvenidos. Los mortales siempre
los agradecerán y recordarán a las deidades que les ayudaron.
Cuelgo. Si alguien ha estado escuchando, no habrá entendido nada en
absoluto. Además, el intercambio ha durado apenas quince segundos, muy
poco tiempo para localizarme y, si lo han hecho, van a buscarme en el lugar
equivocado. Tiro la pulsera al interior del almacén, salgo corriendo y me subo
al aeromóvil, que arranca al instante hacia el destino que había programado.
—¿Ya? —inquiere Groar.
—Ya.
Enseña los dientes en lo que en su raza es una sonrisa y activa uno de los
controles de su traje. Yo señalo al almacén, y los abuelos miran en esa
dirección, un poco confusos. Se quedan con la boca abierta cuando las
paredes y el tejado se abomban hacia adentro, para luego derrumbarse y ser
succionadas hacia el interior del túnel. La cosa no se queda ahí: Hasta la
propia roca parece hundirse hacia las profundidades. Cuando todo se
tranquiliza, apenas queda ninguna señal de que jamás hubiera ahí nada, tan
solo un cráter con roca medio fundida por el rozamiento. Esas instalaciones
nunca más podrán volver a usarse.
—¡Dios mío! —exclama la yaya—. ¿Qué ha sido eso?
—Una bomba de implosión, abuela. Estaba deseando poder ver qué hacía.
Buen trabajo, maestro guerrero.
Groar enseña los dientes en una amplia sonrisa. En cambio, los abuelos
ponen una cara de alucinados que no veas mientras nos alejamos de las
ruinas.
—¡No podemos volver a casa! —advierte el abuelo—. ¡Tenemos que ir a
la policía!
—No, abuelo —respondo—. La policía me está buscando a mí.
—Entonces… ¿a dónde vamos?

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—A mi antiguo hogar. Está muy bien camuflado en la ladera de la
montaña y lleva tres años abandonado. Nadie nos buscará allí.
—¡Vamos, Tanit! —protesta—. Cualquiera que consulte los registros…
—No encontrará nada —le interrumpo—. Mi primo Alem se está
ocupando de eso. Dentro de unos minutos, esa casa habrá dejado de existir, y
yo no habré vivido jamás allí.
Los abuelos se miran, asombrados.
—¿Alem sabe hacer eso?
Suelto una risita.
—¿Y cómo crees que el Parlamento nos invitó a helado gratis durante un
año? ¡Claro que es capaz!
La abuela sacude la cabeza, incrédula.
—Ya me extrañaba a mí aquello… ¡qué niños!
Durante el resto del viaje no vuelven a pronunciar una palabra.
La casa donde pasé mi niñez está en un risco de los Montes del Néctar, y
no es visible desde el aire porque no tiene una cúpula como la casa de los
abuelos. Es una estructura que simula la forma de la propia montaña, y a
diferencia de la mayoría de las cúpulas marcianas está fabricada con un
aerogel de sílice de tres centímetros de espesor. El aerogel tiene un 97% de
porosidad, lo que permite que pase la luz solar a la par que impide el paso de
la peligrosa radiación ultravioleta, con lo cual es factible la fotosíntesis de
nuestras plantas. Si a eso añadimos que sus nanocapas de dióxido de silicio
retienen una buena parte del calor, las paredes y techo de nuestro refugio
provocan un efecto invernadero que hace que la temperatura allí dentro sea
nada menos que doce grados superior a la del exterior.
Y nuestro refugio es muy grande, casi un kilómetro de largo por
doscientos metros de ancho. Hasta tenemos un verdadero bosque en su
interior. Además, como el color del aerogel es casi el mismo que el del propio
risco, es casi imposible verlo, salvo desde un punto muy concreto. Papá
detestaba que le molestasen y muy poca gente sabía dónde estaba nuestra
finca. Se lo compró a un ingeniero planetario que experimentaba con el
aerogel y que volvió a la Tierra cuando murió su mujer. Cuando yo nací, papá
pensó que era el lugar ideal para que creciese una niña… y tenía razón.
Siento algo en la garganta cuando abro la esclusa de entrada. Voy a volver
a mi hogar… a menos que alguien lo haya comprado y ocupado en estos tres
años. Aunque es improbable. Si nos hubiesen declarado muertos a papá y a
mí, mamá sería su heredera. No podrían haberla vendido sin más.

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Entramos, y una bofetada de calor nos saluda. Debe haber como
veintipocos grados, una enorme diferencia con los diez que hace fuera. Miro a
mi alrededor, mientras me quito la mascarilla respiratoria, tragando de la
emoción. El jardín se ha vuelto salvaje, cubriendo ya hasta parte del edificio.
Pero es lo más bonito que he visto en años.
El interior de la construcción está tal y como lo dejamos cuando me fui de
Marte. Es lógico: A papá le quedaban unos años para jubilarse, por lo que iba
a seguir utilizándola antes de venir a Thuis con mamá y conmigo. Por
desgracia, nunca llegó a volver.
Paseo por las estancias, echando un vistazo, intentando no exteriorizar la
emoción que siento. Voy a mi habitación, mirando el impresionante paisaje
que se ve desde mi ventana. Siendo uno de los lugares más profundos del
planeta, el Valle Marineris se está ya inundando con el agua que empieza a
existir en la atmósfera. Las pocas lluvias que tenemos crean pequeños
riachuelos que descienden hacia este gigantesco barranco, creando lagos. El
lago Laura —nombrado así por mi madre— aún no es muy profundo, poco
más que un metro. Cuando suba el agua, se unirá con el lago del Cisne, y
dentro de algunos siglos se convertirá en un verdadero mar. Mis padres y yo
hacíamos mapas de cómo crecería aquel futuro océano en el futuro,
poniéndole nombres de fantasía a las cumbres que se convertirían en islas. La
mayor parte de la orografía menor de Marte aún no tiene nombre oficial.
Trago fuerte y cierro los ojos, recordando todos los momentos felices que
pasé en este lugar con mis padres. Aunque no volveré aquí nunca más, este es
mi hogar. Siempre lo será.
—¿Tanit? —La pregunta de la abuela es suave, casi como si no se
atreviese a molestarme. Debe saber lo que siento, y sé que ella debe sentirlo
también. Este también era el hogar de su hijo, al que jamás volverá a ver—,
¿estás bien?
—Sí, yaya —respondo, volviéndome hacia ella—. Estoy bien.
Ella mira a su alrededor.
—Recuerdo cuando Henk compró esta casa. Pintó esta habitación de rosa
y dijo que sería para ti, porque te merecías el paisaje más hermoso que
pudieras tener. —Señala—. Que algo así abriría tu mente.
Sigo su dedo hacia el admirable paisaje, al tranquilo lago, a las no tan
lejanas montañas que se elevan casi siete kilómetros sobre el nivel del valle y
que ya se están oscureciendo en el atardecer. Siento que me escuecen los ojos.
Sí, papá, este paisaje abrió mi mente a las maravillas del universo. Gracias
por eso.

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Con mucho esfuerzo arranco la vista de este hermoso panorama y me
dirijo a la puerta. No es tiempo para sentimentalismos.
—Vamos con el abuelo, yaya. Tenemos que hablar.
Volvemos al salón. Para mi sorpresa, están solo Tara y el abuelo.
—¿Y Groar?
—Ha salido a inspeccionar —me informa mi coesposa. Hace un gesto que
en su especie es como un encogimiento de hombros—. Es un guerrero.
—Sí —asiento—. Lo sé. Siempre está pendiente de posibles peligros.
Suspiro y me siento en el sofá, haciéndoles a los abuelos una señal para
que se sienten. Les cuento cómo les hemos encontrado, cómo les hemos
rescatado y cómo el gobierno —o quien haya sido— ha censurado mi trabajo,
impidiendo que pueda publicar las pruebas que lo respaldan.
—Ya no sé qué hacer —admito, desanimada.
El abuelo se levanta y empieza a pasear de nuevo, las manos a la espalda.
No le interrumpimos, sabiendo que así se concentra mejor. Pasados unos dos
minutos se para y nos mira.
—Mucho me temo que va a ser imposible hacer nada en Marte, Tanit —
me advierte.
—Pero… —comienzo a protestar.
—He dicho en Marte, cariño —me interrumpe—. Mira, la población de
este planeta aún es muy pequeña, apenas hay cuarenta millones de personas.
Es fácil controlar las redes y los medios de comunicación si estás sobre aviso.
Y por lo que nos estás contando, tus enemigos ya saben lo que pretendes. No
lo lograremos. —Inspira hondo—. Por eso tendrás que intentarlo en la Tierra.
Me quedo con la boca abierta.
—¿La Tierra?
—Hay quince millardos de personas en la Tierra, cielo. Es sencillamente
imposible que el gobierno o cualquier corporación pueda bloquear todas las
redes y canales de comunicación del planeta. Necesitaría controlarlos todos en
tiempo real, y eso requiere una capacidad de computación tan enorme que
excede la de todos los ordenadores del planeta juntos.
Me quedo a cuadros. ¡Claro! Allí sería imposible bloquear mi
información. Llegaría a tanta gente a la vez que su difusión sería imparable.
Salto en pie, entusiasmada.
—¡Entonces vayamos a la Tierra, abuelo!
El abuelo suspira y se deja caer en el sillón, al lado de la yaya.
—Tanit, me gustaría acompañarte. Sin embargo, después de tantos años
en Marte, la gravedad de la Tierra sería demasiado para mi cuerpo. No podría

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sostenerme siquiera en pie. Tendrás que ir sin mí.
Es verdad. La gravedad de Marte es de 0,38 ges. En la Tierra el abuelo
pesaría dos veces y medio lo que pesa aquí. Aunque él nació en ese planeta,
sus músculos se han atrofiado tanto que sería incapaz de sostenerse allí. A
diferencia de lo que pasaba con los primeros colonizadores, la degeneración
física por una menor gravedad ya no supone un problema médico serio, pero
por desgracia es irreversible.
—Eso lo podemos arreglar —indica de pronto Tara.
El abuelo se vuelve hacia ella, sorprendido.
—¿De verdad?
—Sí. —La Krogan está enseñando los dientes, lo que en su raza es una
sonrisa—. En el lugar del que procedemos, a los colonos que van a
establecerse en planetas de mayor gravedad se les refuerzan los huesos y
músculos. En condiciones normales se necesita un autodoctor especial, pero
teniendo en cuenta que el nuestro lo fabricaron los Tloc… Bueno, que ya
hemos realizado esa operación con unos cuantos miles de colonos en Thuis. Y
con la propia Tanit. En realidad es bastante sencillo.
El abuelo parece dudar un instante y luego se levanta, decidido.
—Pues no sé a qué esperamos. Vamos allá.
La abuela protesta débilmente.
—Pero Paco…
Él se vuelve entonces para mirarla.
—Cariño, nuestra nieta y nuestra nuera están en peligro si no podemos
demostrar que existen los alienígenas y que el gobierno los quiere exterminar
a todos —explica en tono casi suplicante—. ¿Qué quieres que haga?
La abuela aprieta los labios y frunce el ceño mientras trata de digerir las
palabras de su marido. Entonces, para mi sorpresa, se levanta también.
—Pues patearle el culo a esos cabrones. Iremos los dos.
El abuelo levanta las cejas, más asombrado de lo que le haya visto nunca.
—¿Los dos?
—Eso he dicho. Paco. —Se vuelve hacia Tara, interrogante—. ¿Podrías
reforzar nuestros cuerpos para que podamos ir no solo a la Tierra, sino
también a Thuis?
—Por supuesto.
Entonces la abuela asiente. Yo siempre pensaba que la abuela era de las
que no les gustaba tomar decisiones, pero la determinación en su rostro casi
asusta.

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—Iremos a la Tierra a explicar lo que están haciendo esos desgraciados, y
luego iremos con Laura, Paco. Hemos terminado con Marte, aquí ya no
estamos a salvo. Y aunque lo estuviéramos, no voy a permitir que nadie
ponga en peligro a mi nieta ni a mi nuera.
—De acuerdo. —Me levanto, intentando ocultar mi sorpresa ante este giro
de los acontecimientos. Miro a Tara—. Voy a echar un vistazo para
asegurarme de que no hay nadie por los alrededores y a llamar a Groar. Luego
iremos a casa de los abuelos, recogeremos sus cosas y nos largamos.
—Tanit, cielo —advierte la yaya—. Ten cuidado.
Sonrío, tranquilizándola.
—Abuela… que ya has visto que sé cuidarme.
De todas formas, echo mano a mi cinturón y saco el láser. Con cuidado
abro la puerta y me asomo. Nadie. Doy una vuelta alrededor de la casa, hasta
donde empieza el bosque, buscando a Groar. No le veo. Estoy a punto de
llamarle cuando una voz detrás de mí me sobresalta.
—Debo de ser un tonto corriendo detrás de ti, Tanit, aunque a decir
verdad, no me importa en absoluto.
Me vuelvo, con la mandíbula desencajada de la sorpresa.
—¿Stefan? —logro al fin tartamudear—. ¿Pero… cómo me has
encontrado esta vez?
El chico se encoge de hombros y hace una mueca de disculpa.
—Bueno, reconozco que no fue fácil. Cuando nos encontramos por
primera vez, me dijiste que tu casa estaba en las Montañas del Néctar,
mirando a los pechos de tu planeta. —Mira hacia la derecha, en dirección al
lateral del valle—. Al principio no lo pillé, hasta que rebusqué en un mapa
tridimensional de la zona. —Suelta una risita—. Es verdad, desde el aire se
parecen un poco a unos pechos. Hasta tienen pezones.
Sigo su mirada, hacia las dos pequeñas montañas que sobresalen como
islas del lago delante de nosotros. Papá siempre bromeaba que se parecían un
poco a los pechos de mamá, y que por eso había comprado nuestra casa allí.
Los «pechos de Marte» los llamaba, y de hecho ni siquiera sé sus verdaderos
nombres. Me vuelvo hacia el chico, que ahora me está mirando a mí.
—Me ha costado horrores encontrar tu casa. De no haber visto el reflejo
del sol en uno de los cristales, jamás la habría encontrado. Hay que estar muy
cerca para ver lo que es, parece parte de la montaña.
—¿Y para qué has venido?
Hace una mueca y de pronto se pone serio. De hecho, yo diría que está
hasta algo cortado.

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—Es que… bueno, mira, Tanit, yo tengo bastante éxito con las chicas,
¿sabes?
Bufo con desprecio. Está visto que este chico es un engreído a más no
poder. Sí, es verdad, me gusta, pero lo uno no quita lo otro.
—Ya.
Mira al suelo. Para mi sorpresa, de pronto se ha ruborizado.
—Pues eso. Soy el teniente más joven de la flota, tengo un porrón de
medallas, y me pagaron una pasta por mis años de servicio a bordo del Gloria
de Venus, con lo que añadido a mi sueldo significa que tengo mucho dinero.
Vamos, que las atraigo como moscas. —Suspira hondo—. La cuestión es que
no me interesa ninguna.
Se me abre la boca de sorpresa.
—¿Por qué?
Entonces me mira a los ojos y coge mi mano.
—Porque en el otro extremo de la galaxia me encontré con una chica al
lado de la cual ellas no son nada. Porque te conocí a ti, y no he visto jamás a
una chica como tú. Y quiero estar contigo.
Me quedo sin aliento, hasta el punto que me pongo a boquear. Entonces el
muy caradura se echa para adelante y me besa. Por un instante siento como si
marease. Entonces le empujo hacia atrás, jadeando de la impresión. Le miro
como si no le hubiese visto nunca y entonces lo percibo: un hilo dorado que
nos une. Un hilo que no es real, aunque puedo vislumbrarlo con la mente.
Retrocedo a trompicones, asustada, sabiendo lo que significa. Y él me sigue,
tomando mis manos en las suyas.
—Ven conmigo a la Tierra, Tanit. Allí estarás a salvo. Yo te mantendré a
salvo. Porque quiero estar contigo. Sé que te gusto, y tú me gustas a mí. —
Aprieta mis manos, mirándome a los ojos, su rostro más serio de lo que jamás
le haya visto—. No, no es verdad que me gustes. Tanit, te quiero. De verdad,
te quiero.
—No —respondo, estremecida, retrocediendo—. No puede ser, Stefan.
Estoy casada. Lo sabes.
—¿Con dos alienígenas? —pregunta con sorna—. Ah, sí, y una
inteligencia artificial. —Se acerca aún más, hasta el punto que siento que de
nuevo me estoy mareando—. No me hagas reír, Tanit. ¡Eres una chica! ¡Eres
humana!
Entonces me separo con violencia de él.
—¡Ya no sé lo que soy! —De pronto estoy sollozando—. Ya no lo sé.
Pero no soy humana. Ya no. —Levanto la mirada, contemplándole entre mis

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lágrimas—. Era una niña perdida, a quince mil años luz de mi hogar. No te
puedes ni imaginar lo que es eso. Y entonces Groar me adoptó en su clan. Me
entrenó. Me protegió. Creó un nido para mí. Y… y Tara. Me salvó la vida.
Me pidió unirse a mi nido, y yo la acepté. —Cierro los ojos, intentando
enjugarme las lágrimas con el reverso de la mano—. No sabes lo que es eso,
lo que he pasado. Durante más de dos años he estado viajando por la galaxia.
He luchado, he sufrido… y lo único que tenía era a mi nido. Lo único que me
protegía. Fue lo que evitó que me volviese loca. Mi nido era todo lo que tenía,
porque en realidad jamás pensaba que lograría volver a casa. Y ahora que he
vuelto… soy una extraña, y hasta los humanos me han rechazado. ¡Ya no soy
humana! Y a pesar de todo eso, sigo teniendo a mi nido.
Veo que intenta hablar, y levanto la mano, acallando sus palabras antes de
que llegue a pronunciarlas. Sé que como le escuche me voy a derrumbar del
todo.
—¡No digas nada! No importa lo que sientas, no importa lo que pueda
sentir yo. En última instancia soy una Martín. La Art’Ana de mi nido. De mi
propio clan. En lo único que importa de verdad. —Le doy la espalda—. Vete.
No vuelvas más. Nunca más.
Entre mis sollozos no llego a oír cómo se va, pero cuando me vuelvo, aún
enjugándome las lágrimas, percibo el movimiento entre los árboles.
—¿Desde cuándo estás ahí?
Sale de la maleza, enorme, poderoso.
—Desde el principio. Ya estaba aquí cuando llegasteis. No quise molestar.
Me paso la mano por los ojos, secándomelos.
—No he deshonrado al nido.
Su respuesta es increíblemente suave para ser un Krogan.
—No pensé jamás que lo harías. Obraste con honor.
Elevo mi rostro hacia el suyo.
—No ha sido fácil. Jamás he sentido tanto dolor. Jamás he estado tan
cerca de…
No puedo continuar, es Groar quien completa mi frase.
—De abandonarnos.
—Sí.
—Ha habido veces que lo has pensado. Muchas veces. Puedo leerte,
pequeña Ch’ka. Sin embargo, siempre te has decidido por el nido. Siempre
has hecho la elección correcta.
Mi voz se rompe por un momento.
—¿Y cómo sé que es la correcta?

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Entonces se agacha, hasta que sus ojos están a la altura de los míos.
—Porque no es solo el honor, Art’Ana. —Coloca su garra con suavidad
sobre mi pecho, sobre mi corazón—. Es lo que sientes aquí. Es aquellos que
quieres. Aquellos que te importan más que nadie. Aquellos por los que estás
dispuesta a morir porque sin ellos tu vida no tiene sentido. Tu raza lo llama
amor. Familia. Nido. En última instancia es todo la misma cosa. Sabes que
incluso yo subordiné mi honor a ello. Que lo perdí todo a causa de ello. Y que
a costa de mi falta te conseguí, conseguí a Tara y a Irina. Conseguí un nido
mejor, un nido frente al cual no me importa el honor, ni lo que perdí. Mira en
tu corazón, pequeña Ch’ka. Siente el dolor por lo perdido, al igual que lo
siento yo. Atesora ese dolor. Y después recuerda todo lo que tienes.
Miro esos ojos azules y amarillos, y sé que tiene razón. Termino de
limpiarme las lágrimas. Es mi nido, y yo soy la Art’Ana. Habré perdido a
Stefan, pero lo que tengo es irremplazable. No puedo negar ese lazo que me
une a ellos y que veo con la mente. Me moriría si lo intentase, estoy segura de
ello.
—Vámonos —susurro—. Ya no hay nada más que hacer aquí. Vayamos a
casa de los abuelos a recoger sus cosas y luego volvamos a la nave. Nos
vamos a la Tierra.
—Como quieras, Art’Ana.
Echo un vistazo en la dirección en la que se ha ido Stefan y aprieto los
labios. Es mejor así. No podía haber nada entre nosotros. Nunca. Aunque con
la mente he visto el enlace dorado que nos une, este palidece ante la gruesa
maroma que me une a mi nido. No puedo ignorar eso. Sacudo la cabeza y
empiezo a andar.
Nos cuesta un poco organizarnos, puesto que los abuelos no pueden ir
muy rápidos y no me atrevo a utilizar el aeromóvil porque ese es más fácil de
detectar. Además, no son unos guerreros y no sabrían comportarse de forma
adecuada en caso de combate. Y digo combate, porque si vuelven a aparecer
esos hombres de negro, los vamos a recibir a tiros.
Al final, Groar sugiere explorar él mismo los alrededores mientras
nosotros conducimos a los abuelos a su casa. Puede cubrir una gran zona
mientras nosotros avanzamos mucho más lentos. Yo acepto sin dudarlo: No
soy quién para darle lecciones de estrategia a un maestro guerrero.
Vamos en fila india. Yo voy delante, buscando cualquier posible amenaza,
mientras que Tara vigila nuestra retaguardia. Los abuelos van en medio. A
Groar no se le ve, aunque eso no me preocupa: Sé que está ahí y evitará que
caigamos en una emboscada.

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Un puntito pasa por delante del lejano sol. Por la velocidad a la que se
mueve, debe ser Deimos, dado que esa luna orbita Marte cada 7,65 horas. Si
fuera Fobos iría más despacio, puesto que su órbita es de 30,3 horas. En la
Tierra tienen pocos eclipses; aquí los tenemos todos los días. Eso sí, al ser
nuestras lunas más pequeñas, no tapan todo el sol.
Veo que el cielo está empezando a ponerse azul, y aprieto el paso. Dicen
que en la Tierra el cielo es azul durante el día y se pone rojo al atardecer. En
Marte es justo al contrario, porque el polvo existente dispersa las longitudes
de onda rojas, dejando un cielo azul. Pronto se hará de noche. Más vale que
nos demos prisa.
Están empezando a caer las sombras cuando al fin llegamos a casa de los
abuelos sin encontrarnos a nadie. Después de asegurarnos de que nadie nos
espera dentro, Tara y yo nos ponemos a vigilar mientras los yayos
empaquetan todo aquello que se quieren llevar. Y sí, sigo pensando en Stefan.
Lo nuestro es imposible, pero no me lo puedo quitar de la cabeza. Como ha
dicho Groar, duele, aunque es un dolor que quiero atesorar.
Oigo a la abuela decirle a su marido que no se puede llevar tantas cosas, y
entro para avisarles de que tanto Tara como yo llevamos unos palés
gravitatorios plegables en nuestro equipo. Podemos llevarnos toda la casa, si
ellos quieren.
Entonces caigo en que, efectivamente, nos podemos llevar toda la casa.
Literalmente. Nuestra nave es enorme, y la cúpula de la finca de los abuelos
tiene como cincuenta metros de diámetro, incluso contando con el jardín.
Llamo a Irina por el circuito de mi traje, y ella me confirma que es factible.
Aviso entonces a Tara y a Groar por el comunicador, e informo a los abuelos
de que no se molesten en empaquetar. Mientras nuestro guerrero sigue
vigilando los alrededores, Tara y yo seccionamos con los láseres la roca que
forma los cimientos de la cúpula que contiene la casa. Apenas nos lleva veinte
minutos hacerlo, aunque ya casi es noche cerrada cuando terminamos. Eso sí,
los abuelos tienen que ponerse las máscaras respiratorias, dado que el aire se
está escapando por donde estamos cortando.
Instantes después, el Viento Solar emerge desde detrás de las colinas y se
posiciona sobre nosotros, para descender lentamente. Veo que Irina ha abierto
la bodega dos, y aterriza de tal forma que la cúpula se introduce sin un
rasguño a través de la pantalla que retiene la atmósfera de la nave.
Nos lleva otros veinte minutos levantar un poco la roca que sostiene la
cúpula con palés antigravitatorios, para que Irina pueda cerrar las compuertas.

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Poco después, la casa reposa firmemente en el suelo. Ni siquiera hemos
arañado la vajilla de la abuela ni tronchado una sola flor de su jardín.
—¿Despegamos, Art’Ana? —pregunta Irina una vez que todo está
asegurado y la yaya ha verificado que efectivamente no hemos roto nada. Los
dos están impresionadísimos por lo que hemos hecho. Y no nos engañemos:
Abandonar su casa era algo que hacían muy a disgusto. El que nos la
llevemos con nosotros es algo muy reconfortante para ellos. Supongo que a la
edad de los abuelos no hay nada como su hogar. Por desgracia, no sería
posible hacer lo mismo con mi propia casa.
—No —dice Groar, que ha aparecido de repente—. Activa el camuflaje
de tierra para que no nos puedan ver, Irina. Hay una nave orbitando y no
queremos que nos detecten. Esperaremos a que aterrice o abandone la órbita
del planeta.
—Pero… —objeta el abuelo—. ¡Si tenemos que ir a la Tierra!
Groar desactiva su camuflaje y le mira desde sus tres metros de altura.
—¿Tienes prisa, Paco?
Los abuelos se miran, y el hombre retrocede, algo intimidado muy a su
pesar.
—N… no.
Yo tengo que aguantarme la risa, aunque a decir verdad el yayo me está
dando un poco de pena.
—Abuelo —explico—. Groar es un maestro guerrero. Mejor dicho, es el
maestro de los maestros de su especie. Si él dice que mejor esperamos,
créeme que lo dice por muy buenas razones. Yo desde luego que no se lo voy
a discutir.
El hombre suspira.
—Está bien. Tanit, ¿hay algún problema si nos quedamos en nuestra casa
en vez de un camarote o algo así? Es que… bueno, es nuestro hogar, al fin y
al cabo. —Mira al enorme alienígena que se eleva sobre ellos—. Digo… si no
hay ningún inconveniente.
—Por supuesto que no hay ningún problema —interviene Tara,
desactivando su propio camuflaje—. Si estáis más a gusto aquí, podéis
quedaros. Veré si os puedo suministrar agua y energía. Luego vendré a
enseñaros la nave, si queréis. Y ya de paso os metemos en el autodoctor, para
ver si os podemos quitar algunos achaques más.
—Perfecto —sonríe la abuela, lanzándole una pícara mirada a su marido
—. Yo me apunto a eso. A ver si con ese autodoctor… bueno, recuperamos
energías.

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Para mi sorpresa, el abuelo de pronto se pone colorado. A decir verdad,
tardo un minuto en pillarlo, y entonces la que se sonroja soy yo.
Groar masculla que va a verificar otra vez que no hay nadie por los
alrededores y desaparece de nuevo. Tara se va también, probablemente al
puente o a ver cómo hacer que la casa de los abuelos funcione, puesto que
hemos cortado sus conexiones al módulo de servicio de la cúpula. Yo
aprovecho para tranquilizar a los abuelos, les aseguro que su casa está bien
anclada al suelo y que ni van a notar que están en una nave estelar. Luego me
voy a mi camarote, a ducharme y cambiarme. Lo de cortar los cimientos de la
casa ha sido un trabajo bastante sucio y tengo el pelo lleno de polvo.
Al cabo de un rato, una vez que he terminado de asearme, he metido el
traje espacial en su armario para que se limpie y me he tumbado para
descansar un poco, Tara viene a buscarme.
—Ven al centro médico —me dice—. Quiero enseñarte algo.
Me levanto al instante. Conociendo a Tara, seguro que ha preparado algo
con Irina para los abuelos. Estoy segura de que los van a dejar como nuevos.
Yo no sé si nuestro autodoctor rejuvenece, pero no me extrañaría nada. Ese
trasto está milenios por delante de la ciencia humana.
—Groar nos ha contado lo que pasó con ese amigo tuyo —me comenta,
mientras andamos por los pasillos.
Hago una mueca. En el nido no tenemos secretos. De hecho, no
podríamos siquiera tenerlos, puesto que un nido Krogan supone también
compartir un enlace mental que los seres humanos no podemos establecer
entre nosotros. Eso sí, reconozco que me siento incómoda hablando del tema.
—No ocurrió nada de lo que debiera avergonzarme —replico—. Nada.
Entra en el centro médico y se vuelve, mirándome a los ojos.
—Lo sé. Ese humano te gustaba, ¿verdad?
Sostengo su mirada.
—Ese humano no era de los nuestros. No deshonré a nuestro nido.
Ella sacude la cabeza. Es un gesto muy humano.
—Sé que jamás lo harías. Pero te gustaba.
—Da lo mismo, Tara. No le volveré a ver nunca más.
Hace un gesto extraño que no sé interpretar.
—Sí le verás. Está en nuestro salón.
Levanto la cabeza, sorprendida. De hecho, me quedo boquiabierta. ¿Es
por eso que mi coesposa me ha traído aquí? ¿Para hablar de Stefan conmigo
sin que se enteren los demás?
—¿Ha venido?

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—Sí.
—Pero… pero… ¿cómo nos ha encontrado? ¿Cómo ha entrado en la
nave?
—El caso es que lo ha hecho.
Miro a mi alrededor, indecisa, sin saber qué hacer. No, no soy capaz de
enfrentarme otra vez con Stefan. De ninguna manera.
—No quiero verle. Dile que se vaya.
—No puedo hacerlo. Quiere vernos a todos.
Me quedo mirándola, perpleja.
—¿A los tres?
—También ha pedido que Irina esté presente.
—¿Y qué es lo que quiere?
—Pregúntale.
Suspiro. Aunque no me apetece nada volver a ver a Stefan, al menos no le
veré a solas. No quiero que me diga de nuevo que me quiere, porque entonces
me moriré. Me moriré de verdad. Y sé que no lo dirá delante de mi nido.
Aprieto los labios, dándome valor. Mejor que acabemos con esto.
—Está bien. Vamos a verle.
—Espera. —Su garra retiene mi brazo con suavidad—. Antes de eso
quiero enseñarte algo.
La miro, extrañada.
—¿El qué?
Se sube ella al autodoctor, y por cómo parpadea sé que ha dado
rápidamente unas órdenes. Un instante después aparece un holograma de su
interior encima de la mesa.
—Mira bien.
Me cuesta un poco encontrarlo. Estoy buscando lesiones, enfermedades…
pero no eso. Entonces la miro, asombrada.
—¿Lo sabe Groar?
Tara se ríe, apaga el autodoctor y se baja de él.
—Primero lo tiene que saber la Art’Ana. Pronto tendrás a dos pequeños
guerreros en tu nido.
—¿Pero no pensabas que eras estéril porque no lograbas engendrar?
—Eso creía. Por lo visto estaba equivocada. Ya sabes que los Krogan no
somos muy prolíficos.
Entonces la abrazo.
—Me alegro, Tara. Me alegro mucho.
—¿Porque tú no puedes hacerle un guerrero a Groar? —pincha ella.

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Río alegremente, aunque un poco abochornada.
—Sabes que estaría dispuesta, una vez que tenga la edad para ello. No soy
una verdadera Krogan, biológicamente hablando. No hay forma de que yo
pueda engendrar en este nido.
Entonces ella me mira de forma muy extraña. De una manera como nunca
me ha mirado antes.
—Ya veremos.
Mientras salimos del centro médico y nos dirigimos al salón, me pregunto
qué ha querido decir con eso. Sin embargo, no vuelve a abrir la boca a pesar
de mis preguntas. Tengo la impresión de que está muy pensativa.
Groar y la extensión móvil de Irina están en el salón, con Stefan. El
guerrero lleva su coraza de combate, y parece enormemente peligroso. Pero
Stefan no está impresionado, o al menos no lo aparenta estar. Se levanta
cuando Tara y yo entramos. Voy directa al grano, no quiero que este asunto se
prolongue. Me duele mucho estar en presencia de ese chico, sabiendo que
nunca podrá haber nada entre nosotros.
—Querías vernos. Habla, y cuida lo que dices. Respeta el honor de mi
nido.
Procuro ser lo más seca que puedo, desalentándole para que no diga nada
que pueda delatar mis sentimientos. No quiero que me deshonre delante de mi
nido, no quiero que me recuerde lo que siento por él. Porque si lo hace, yo
misma le mataré. Y luego me dispararé en la cabeza con la misma pistola. No
podría soportar la vergüenza de ser deshonrada ante mis esposos. Y… a decir
verdad, tampoco podría soportar el haberle matado yo.
Me sorprende cuando mira primero a Groar, después a Irina y finalmente
a Tara. No se trata de una mirada recelosa, ni siquiera como si les tuviese
miedo. Por extraño que parezca, casi es una mirada de complicidad.
Entonces cae de rodillas, abriendo los brazos, levantando la cabeza,
dejando su garganta al descubierto. Casi se me desencaja la mandíbula al
comprender lo que está haciendo.
—Art’Ana, te ofrezco mi vida. Hónrame aceptándome en tu nido y
permitiendo que engendre tus guerreros, para mayor gloria y honra de tu clan.
Miro a Groar, luego a Tara. Están intentando aparentar indiferencia, pero
yo les conozco muy bien, y es obvio que se están regocijando. ¡Serán
cabrones! Han sido ellos quienes han tramado esto con Stefan.
Vuelvo a mirar a Groar. ¿Habrá sido él quien se lo ha propuesto a Stefan?
Es posible. También puede haber sido Tara, aunque el culpable más probable
es mi macho. Desde luego que la idea no ha sido de Stefan, a ese no se le

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habría ocurrido sabiendo que mi rechazo también supone que le cortaré el
pescuezo. Y ahora recuerdo que Groar salió a explorar cuando volvimos a la
nave. Creo que además estuvo haciendo de guía, amén de casamentero.
Saco mi daga, y la planto en la garganta del chico. No se inmuta. O está
seguro de que no le voy a matar o es que no le importa que lo haga si le
rechazo. Aunque a decir verdad, no sé qué hacer. Sí, este chico me gusta. Me
gusta mucho. Pero… Vuelvo a mirar a Groar, indecisa, como buscando
ayuda.
—Un guerrero no se puede incorporar a un clan. Va contra las costumbres
Krogan.
—No me vengas con las costumbres Krogan, Tanit —gruñe, fastidiado—.
Las has cambiado más de una vez. Ni nosotros somos ya totalmente Krogan
ni tú eres solo humana. Nuestro clan decide sus propias costumbres.
—La decisión es tuya, Art’Ana —interviene entonces Tara—. Lo sabes.
Mátale o acéptale.
—Así es —confirma Irina—. Eres tú quien debe elegir.
Entonces envaino mi daga. Estaba equivocada. Después de todo, parece
que algún día sí voy a poder engendrar en este nido.

<<<<>>>>

Página 67
Índice de contenido

Cubierta

La proscrita marciana

En órbitas extrañas 19: La proscrita marciana

Página 68
Notas

Página 69
[1] Nombre romanizado de la diosa cartaginesa Tanit. <<

Página 70
[2] La teoría unificada o teoría del todo es una teoría hipotética de la física

teórica que explica y conecta en una sola todos los fenómenos físicos
conocidos. <<

Página 71
Página 72

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