Alejandro Dumas - La Dama de Las Camelias
Alejandro Dumas - La Dama de Las Camelias
Alejandro Dumas - La Dama de Las Camelias
III
Manon a Marguerite;
Humildad.
IV
Dos días después la subasta estaba completamente terminada. Produjo ciento cincuenta mil francos.
Los acreedores se repartieron las dos terceras partes, y la familia, compuesta por una hermana y un
sobrino, heredó el resto.
La hermana abrió unos ojos como platos cuando el agente de negocios le escribió diciéndole que
heredaba cincuenta mil francos.
Aquella joven llevaba seis o siete años sin ver a su hermana, que había desaparecido un día sin que
llegara a saberse, ni por ella ni por otros, el menor detalle sobre su vida desde el momento de su
desaparición.
Así que llegó a toda prisa a París, y no fue pequeño el asombro de los que conocían a Marguerite cuando
vieron que su única heredera era una gorda y hermosa campesina que hasta entonces no había salido de su
pueblo.
De pronto se encontró con una fortuna hecha, sin saber siquiera de qué fuente le venía aquella fortuna
inesperada.
Volvió, según me dijeron después, a sus campos, llevándose una gran tristeza por la muerte de su
hermana, compensada no obstante por la inversión al cuatro y medio por ciento que acababa de hacer.
Empezaban ya a olvidarse todas aquellas circunstancias, que corrieron de boca en boca por París, la
ciudad madre del escándalo, y hasta yo mismo estaba olvidando la parte que había tomado en los
acontecimientos, cuando un nuevo incidente me dio a conocer toda la vida de Marguerite, y me enteré de
detalles tan conmovedores, que me entraron ganas de escribir aquella historia, como ahora hago.
Hacía tres o cuatro días que el piso, vacío ya de todos sus muebles vendidos, estaba en alquiler, cuando
una mañana llamaron a mi puerta.
Mi criado, o por mejor decir mi portero, que me servía de criado, fue a abrir y me trajo una tarjeta,
diciéndome que la persona que se la había entregado deseaba hablar conmigo. Eché un vistazo a la tarjeta y
leí estas dos palabras:
Armand Duval
Me puse a pensar dónde había visto antes ese nombre, y me acordé de la primera hoja del volumen de
Manon Lescaut.
¿Qué podía querer de mí la persona que había dado aquel libro a Marguerite? Mandé que pasara en
seguida el hombre que estaba esperando.
Vi entonces a un joven rubio, alto, pálido, vestido con un traje de viaje que parecía no haberse quitado en
varios días ni tomado siquiera la molestia de cepillarlo al llegar a París, pues estaba cubierto de polvo.
El señor Duval, profundamente emocionado, no hizo ningún
esfuerzo por ocultar su emoción, y con lágrimas en los ojos y la voz temblorosa me dijo:
Le ruego me disculpe por esta visita y esta ropa; pero, aparte de que entre jóvenes no nos preocupamos
tanto de estas cosas, tenía tantos deseos de verlo a usted hoy mismo, que ni siquiera he perdido el tiempo
bajándome en el hotel, donde he enviado mi equipaje, y he venido corriendo a su casa, por miedo de no
encontrarlo a pesar de lo pronto que es.
Rogué al señor Duval que se sentara junto al fuego, como así hizo, a la vez que sacaba del bolsillo un
pañuelo en el que ocultó un momento su rostro.
Debe de estar usted preguntándose ––prosiguió suspirando. tristemente–– qué quiere este visitante
desconocido, a estas horas, con esta pinta, y llorando de tal modo. Sencillamente, vengo a pedirle un gran
favor.
––Usted dirá. Estoy a su entera disposición.
¿Asistió usted a la subasta de Marguerite Gautier?
Ante aquella palabra, la emoción que había conseguido dominar un instante fue más fuerte que él, y se
vio obligado a llevarse las manos a los ojos.
Debo de parecerle muy ridículo ––––añadió. Discúlpeme una vez más y créame que no olvidaré nunca la
paciencia con que se digna escucharme.
––Caballero ––repliqué––, si el favor que, según parece, está en mi mano hacerle ha de calmar la pena
que usted experimenta, dígame en seguida en qué puedo servirle, y encontrará usted en mí un hombre
dichoso de poder complacerlo.
El dolor del señor Duval inspiraba simpatía, y sin querer estaba deseand© serle grato.
Entonces me dijo:
––¿Ha comprado usted algo _en la subasta de Marguerite?
––Sí, señor, un libro.
––¿Manon Lescaut?
Exactamente.
––tTiene usted aún ese libro? Está en mi dormitorio.
Ante esta noticia, Armand Duval pareció quitarse un gran peso de encima y me dio las gracias como si,
guardando aquel volumen, hubiera empezado ya a hacerle un favor.
Me levanté, fui a mi habitación a coger el libro y se lo entregué.
––Sí, es éste ––dijo, mirando la dedicatoria de la primera página y hojeándolo––. Sí, es éste.
Y dos gruesas lágrimàs cayeron sobre sus páginas.
Bueno ––dijo, levantando la cabeza hacia mí, sin intentar siquiera ocultarme que había llorado y que
estaba a punto de llorar otra vez––, ¿tiene usted mucho interés en este libro?
––¿Por qué?
Porque he venido a pedirle que me lo ceda.
Perdone mi curiosidad ––dije––, pero ¿entonces fue usted quien se lo dio a Marguerite Gautier?
Yo mismo.
El libro es suyo, tómelo; me siento feliz de poder devolvérselo.
––Pero repuso el señor Duval un poco desconcertado–– lo menos que puedo hacer es darle lo que le
costó.
––Permítame que se lo regale. El precio de un solo volumen en una subasta semejante es una bagatela, y
ni siquiera me acuerdo de lo que me costó.
Le costó cien francos.
Es cierto ––dije, desconcertado a mi vez––. ¿Cómo lo sabe usted?
––Es muy sencillo: esperaba llegar a París a tiempo para la subasta de Marguerite, y no he llegado hasta
esta mañana. Quería a toda costa tener un objeto que hubiera sido suyo y fui corriendo a casa del
subastador a pedirle permiso para ver la lista de los objetos vendidos y los nombres de los compradores. Vi
que usted había comprado este libro, y decidí rogarle que me lo cediera, aunque el precio que pagó por él
me hizo temer si no estaría usted también ligado por algún recuerdo a la posesión de este volumen.
Y al decir esto, Armand parecía evidentemente temer que yo hubiera conocido a Marguerite como la
había conocido él.
Me ápresuré a tranquilizarlo.
––Sólo conocía de vista a la señorita Gautier ––le dije––. Su muerte me causó la impresión que causa
siempre en un joven la muerte de una mujer bonita con quien tuvo el placer––'de encontrarse. Quise
comprar algo en su subasta y me empeñé en pujar por este volumen, no sé por qué, por el placer de hacer
rabiar a un señor que se había encarnizado en él y parecía desafiarme a ver quién se lo llevaba. Así que, se
lo repito, el libro está a su disposición y le ruego otra vez que lo acepte, para que no lo obtenga de mí como
yo lo obtuve de un subastador y para que sea entre nosotros el compromiso de un conocimiento más amplio
y de unas relaciones más íntimas. .
––Está bien ––me dijo Armand, tendiéndome la mano y estrechando la mía––. Lo acepto y le estaré
eternamente agradecido.
Yo tenía buenas ganas de interrogar a Armand acerca de Marguerite, pues la dedicatoria del libro, el viaje
del joven y su deseo de poseer aquel volumen me picaban la curiosidad; pero temía que, al interrogar a mi
visitante, pareciera que no había rehusado su dinero sino para tener derecho a meterme en sus asuntos.
Diríase que adivinó mi deseo, pues me dijo:
––¿Ha leído usted este volumen?
De arriba abajo.
––¿Qué ha pensado usted de las dos líneas que escribí?
He comprendido en seguida que a sus ojos la pobre chica a quien usted dio este volumen era alguien
fuera de lo común, pues me resistía a ver en esas líneas sólo un cumplido banal.
Y tenía usted razón. Aquella chica era un ángel. Tenga ––me dijo––, lea esta carta.
Y me tendió un papel que parecía haber sido leído y releído muchas veces.
Lo abrí. Decía lo siguiente:
«Querido Armand: He recibido su carta, y doy gracias a Dios porque está usted bien.
Sí, amigo mío, yo estoy enferma, y de una de esas enfermedades que no perdonan; pero
el interés que aún se toma usted por mí disminuye mucho mis sufrimientos. Sin duda ya
no viviré el tiempo suficiente para tener la suerte de estrechar la mano que ha escrito la
bondadosa carta que acabo de recibir, y teas palabras me curarían, si algo pudiera
curarme. Ya no lo veré más, pues estoy a un paso de la muerte y a usted lo separan de mí
centenares de leguas. ¡Pobre amigo mío! Su Marguerite de antaño está muy cambiada, y
quizá es preferible que no vuelva a verla antes que verla como está. Me pregunta usted si
lo perdono. ¡Oh, de todo corazón, amigo mío, pues el daño que usted quiso hacerme no
era más que una prueba del amor que me tenía! Llevo un mes en la cama, y tengo en tanta
estima su aprecio, que todos los días escribo el diario de mi villa desde el momento de
nuestra separación hasta el momento en que ya no tenga fuerzas para escribir.
Si su interés por mí es verdadero, Armand, a su regreso vaya a casa de Julie Duprat.
Ella le entregará este diario. En él encontrará la razón y la disculpa de lo que ha pasado
entre nosotros. Julie es muy buena conmigo; a menudo las dos juntas charlamos de usted.
Estaba aquí cuando llegó su carta, y lloramos al leerla.
En caso de que no me dé usted noticias suyas, ella queda encargada de enviarle estos
papeles a su llegada a Francia. No me lo agradezca. Este volver todos los días sobre los
únicos momentos felices de mi villa me hace un bien enorme, y, si usted va a encontrar
en su lectura la disculpa del pasado, yo encuentro en ella un continuo alivio.
Quisiera dejarle algo para que me tuviera usted siempre en su recuerdo, pero todo lo
que hay en la casa está embargado y nada me pertenece.
¿Comprende usted, amigo mío? Voy a morir, y desde mi dormitorio oigo andar por el
salón al vigilante que mis acreedores han puesto allí para que nadie se lleve nada ni me
quede nada en caso de que no muriera. Espero que aguarden hasta el final para
subastarlo.
¡Oh, qué despiadados son los hombres! No, me equivoco, es mejor decir que Dios es
justo a inflexible.
Pues bien, querido mío, venga usted a la . subasta y compre cualquier cosa, pues, si
apartara yo el menor objeto para usted y se enterasen, serían capaces de denunciarlo por
ocultación de objetos embargados.
¡Qué villa tan triste la que dejo!
¡Si Dios permitiera que volviera a verlo antes de morir! Según todas las probabilidades,
adiós, amigo mío; perdóneme que no le escriba una carta más larga, pero los que dicen
que van a curarme me agotan con sangrías, y mi mano se niega a escribir más.
Marguerite GAUTIER.»
Pasó bastante tiempo sin que oyera hablar de Armand, pero en cambio hubo muchas ocasiones de tratar
de Marguerite.
No sé si lo han notado ustedes, pero basta que el nombre de una persona, que parecía que iba a seguir
siéndonos desconocida o por lo menos indiferente, se pronuncie una vez ante nosotros, para que alrededor
de ese nombre vayan agrupándose poco a poco una serie de detalles y oigamos a todos nuestros amigos
hablar con nosotros de algo de lo que antes nunca habíamos conversado. Entonces descubrimos que esa
persona casi estaba tocándonos, y nos damos cuenta de que pasó muchas veces por nuestra vida sin ser
notada; encontramos en los acontecimientos que nos cuentan una coincidencia y una afinidad reales con
ciertos acontecimientos de nuestra propia existencia. No era ése exactamente mi caso respecto a
Marguerite, puesto que yo la había visto, me había encontrado con ella y la conocía de vista y por sus
costumbres; sin embargo, desde la subasta su nombre llegó tan frecuentemente a mis oídos y, en la
circunstancia que he dicho en el capítulo anterior, su nombre se halló mezclado con una tristeza tan
profunda, que creció mi asombro, aumentando mi curiosidad.
De ello resultó que ya no abordaba a mis amigos, a los que nunca antes había hablado de Marguerite, Comentario [L21]: En esta novela la
sino diciéndoles: palabra francesa fille tiene en general una
––¿Conoció usted a una tat Marguerite Gautier? extensión que no posee habitualmente la
––¿La Dama de las Camelias? castellana «chica». Su mejor explicación
sería la frase de Choderlos de Laclos
––Exactamente. ¡Mucho! (1741––1803) en Las relaciones peligrosas:
Aquellos «¡Mucho!» a veces iban acompañados de sonrisas incapaces de dejar lugar a dudas acerca de su «Une fine, bien connue pour telle» (carta
significado. 135). He conservado «chica», recordando el
––Y bien, ¿cómo era aquella chica? ––continuaba yo. título de la película de Jorge Grau, Chicas
de Club.,
––Pues una buena chica.
––¿Eso es todo?
––¡Santo Dios! ¿Pues qué quirere que sea? Con más inteligencia y quizá con un poco más de corazón que
las otras.
––¿Y no sabe usted nadá de particular sobre ella?
––Arruinó al barón de G...
––¿Sólo?
––Fue la amante del viejo duque de...
––¿Era de verdad su amante?
––Eso dicen: en todo caso, él le daba mucho dinero.
Siempre los mismos detalles generates.
Sin embargo sentía curiosidad por conocer algo acerca de la relación de Marguerite con Armand.
Un día me encontré con uno de esos tipos que viven continuamente en la intimidad de las mujeres
conocidas. Le pregunté:
––¿Conoció usted a Marguerite Gautier?
Me respondió con el mismo mucho de siempre.
––¿Qué clase de chica era?
––Una buena chica. Y guapa. Su muerte me ha causado una gran pena.
––¿No tuvo un amante llamado Armand Duval?
––¿Uno rubio alto?
––Sí.
––Es cierto.
––¿Cómo era ese Armand?
––Creo que era un chaval que se comió con ella lo poco que tenía y que se vio obligado a dejarla. Dicen
que estaba loco por ella.
––¿Y ella?
––Según dicen, también ella lo quería mucho, pero como suelen amar esas chicas. No hay que pedirles
más de lo que pueden dar.
––¿Qué ha sido de Armand?
––Lo ignoro. Nosotros lo conocíamos poco. Estuvo cinco o seis meses con Marguerite, pero en el campo.
Cuando ella regresó, él se fue.
––¿Y no ha vuelto usted a verlo desde entonces?
––Nunca.
Tampoco yo había vuelto a ver a Armand. Llegué a preguntarme si, cuando se presentó en mi casa, la
noticia reciente de la muerte de Marguerite no había exagerado su amor de antaño y en consecuencia su
dolor, y me decía que posiblemente con la muerta había olvidado también la promesa que me hizo de venir
a verme.
Tal suposición hubiera sido bastante verosímil tratándose de otro, pero en la desesperación de Armand
hubo acentos sinceros, y, pasando de un extremo a otro, me imaginaba que su pena se había convertido en
enfermedad y que, si no tenía noticias suyas, era porque estaba enfermo o quién sabe si muerto.
No podía dejar de interesarme por aquel hombre. Quizá en mi interés había algo de egoísmo; quizá bajo
aquel dolor había vislumbrado una conmovedora historia de amor, o quizá mi deseo de conocerla se debía
en buena parte a lo preocupado que me tenía el silencio de Armand.
Puesto que el señor Duval no volvía a mi casa, decidí ir yo a la suya. No era diñcil encontrar un pretexto.
Por desgracia no sabía su dirección, y de todos los que pregunté nadie supo decírmela.
Me dirigí a la calle de Antin. Tal vez el portero de Marguerite supiera dónde vivía Armand. Era un
portero nuevo. Lo ignoraba como yo. Pregunté entonces por el cementerio donde había sido enterrada la
señorita Gautier. Era el cementerio de Montmartre. Comentario [L22]: Montmartre fue un
Había llegado abril, hacía buen tiempo, las tumbas ya no tendrían ese aspecto doloroso y desolado que antiguo municipio de París, que en 1860
les da el invierno; en fin, hacía ya bastante calor para que los vivos se acordasen de los muertos y los quedó anexionado a la ciudad. En sus
orígenes se trataba de una colina al N de
visitaran. Me dirigí al cementerio, diciéndome: «Con sólo ver la tumba de Marguerite, sabré si el dolor de París, que por sus características de
Armand subsiste aún, y quizá me entere de lo que ha sido de él.» fortaleza natural desempeñó un papel
Entre en la casilla del guarda, y le pregunté si el 22 de febrero no había sido enterrada en el cementerio importante en las guerras de religión. En la
de Montmartre una mujer llamada Marguerite Gautier. época de la novela aún no estaba construida
la basilica del Sagrado Corazón. El
El hombre hojeó un grueso libro, donde están inscritos y numerados todos los que entran en aquel último cementerio está en ei bulevar Clichy.
asilo, y me respondió que, en efecto, el 22 de febrero a mediodía había sido inhumada una mujer de ese
nombre.
Le rogué que me condujera a su tumba, pues sin cicerone no hay forma de orientarse en esa ciudad de los
muertos, que tiene sus canes como la ciudad de los vivos. El guarda llamó a un jardinero y le dio las
indicaciones necesarias, pero él lo interrumpió diciendo:
––Ya sé, ya sé... jOh, es una tumba bien fácil de encontrar! ––continuó, volviéndose hacia mí.
––¿Por qué? le dije yo.
––Porque tiene flores muy diferentes a las otras.
––¿Es usted quien cuida de ella?
––Sí, señor, y ya me gustaría a mí que todos los familiares se preocuparan por sus difuntos lo mismo que
el joven que me ha encargado de ella.
Después de dar algunas vueltas, el jardinero se detuvo y me dijo:
––Ya hemos llegado.
En efecto, ante mis ojos tenía un cuadrado de flores que nadie hubiera tomado por una tumba, si un
mármol blanco con un nombre encima no lo testificara.
El mármol estaba colocado verticalmente, un enrejado de hierro limitaba el terreno comprado, y el
terreno estaba cubierto de camelias blancas.
––¿Qué le parece? ––me dijo el jaydinero.
––Muy hermoso.
––Y cada vez que una camelia se marchita, tengo orden de renovarla.
––¿Y quién se lo ha mandado?
––Un joven que lloró mucho la primera vez qúe vino; un ex de la muerta sin duda, pues parece que era Comentario [L23]: En la traducción se
un poco ligera de cascos. Dicen que era muy guapa. ¿La conoció el señor? pierde inevitablemente el juego de palabras:
––Sí. «Un jeune homme... un ancien á la morte.»
La oposición joven/viejo subyacente en el
––Como el otro me dijo el jardinero con una maliciosa sonrisa. doble sentido desaparecería aun traduciendo
––No, yo nunca hablé con ella. «un antiguo amante de la muerta», que por
––Y viene usted a verla aquí; es muy amable por su parte, pues los que vienen a ver a la pobre chica no su excesiva longitud es mucho menos
arman atascos en el cementerio. eficaz.
––¿Entonces no viene nadie?
––Nadie, excepto ese joven, que ha venido una vez.
––¿Sólo una vez?
––Sí, señor.
––¿Y no ha vuelto desde entonces?
––No, pero volverá cuando regrese.
––¿Entonces está de viaje?
––Sí.
––¿Y sabe usted dónde está?
––Creo que ha ido a ver a la hermana de la señorita Gautier. ––¿Y qué hace allí?
––Va a pedirle autorización para exhumar a la muerta y llevarla a otro lugar.
––¿Por qué no la deja aquí?
––Ya sabe usted las ocurrencias que se tienen con los muertos. Nosotros vemos estas cosas a diario. Este
terreno lo han comprado sólo por cinco años, y ese joven quiere una concesión a perpetuidad y un terreno
más grande; será mejor en la parte nueva.
––¿A qué llama usted la parte nueva?
––A esos terrenos nuevos que están ahora en venta a la izquierda. Si hubieran cuidado siempre el
cementerio como ahora, no habría otro igual en el mundo; pero todavía hay muchas cosas que hacer para
que quede como 'ès debido. Y además la gente es tan rara...
––¿Qué quiere usted decir?
––Quiero decir que hay gente que es orgullosa incluso aquí. Fíjese, esta señorita Gautier parece que ha
sido una mujer de vida alegre, y perdone la expresión. Ahora la pobre está muerta, y de ella queda lo
mismo que de las otras de las que nadie tiene nada que decir y que regamos todos los días; bueno, pues,
cuando los familiares de las personas que están enterradas a su lado se enteraron de quién era, ¿quiere usted
creer que todo lo que se les ocurrió decir fue que se opondrían a que la enterraran aquí, y que tendría que
haber sitios aparte para esta clase de mujeres lo mismo que para los pobres? ¿Cuándo se ha visto esto? Me
los tengo yo bien vistos a ésos: ricos rentistas que no vienen más que cuatro veces al año a visitar a sus
difuntos, que les traen flores ellos mismos, ¡y mire qué flores!, que andan mirando lo que supone la
conservación de quienes dicen llorar, que escriben en sus tumbas lágrimas que nunca han derramado, y que
vienen a poner peros por el vecindario. Mire, yo no conocía a esta señorita ni sé lo que ha hecho; bueno,
pues, no sé si me creerá usted, pero la quiero a esta pobrecilla, y tengo cuidado de ella y le pongo las
camelias al precio justo. Es mi muerta preferida. Mire usted, nosotros nos vemos obligados a amar a los
muertos, pues tenemos tanto trabajo, que casi no tenemos tiempo de amar otra cosa.
Yo miraba a aquel hombre, y algunos de mis lectores comprenderán, sin necesidad de explicárselo, la
emoción que experimentaba al oírlo.
Se dio cuenta sin duda, pues continuó:
––Dicen que ha habido gente que se ha arruinado por esta chica, y que tenía amantes que la adoraban;
bueno, pues, cuando pienso que ni uno viene a compFarle siquiera una flor, eso sí que es curioso y triste. Y
aún ésta no, puede quejarse, pues tiene su tumba, y, si no hay más que uno que se acuerde de ella, él
cumple por los demás. Pero tenemos aquí otras pobres chicas de la misma clase y de la misma edad, que
han ido a parar a la fosa común, y se me parte el corazón cuando oigo caer sus pobres cuerpos en la tierra.
¡Y una vez muertas, ni un alma se ocupa de ellas! No siempre es alegre el oficio que hacemos, sobre todo
mientras nos queda un poco de corazón. ¿Qué quiere usted? Es más fuerte que yo. Tengo una hermosa hija
de veinte años y, cuando traen aquí .una muerta de su edad, pienso en ella y, ya sea una gran dama o una
vagabunda, no puedo menos de emocionarme. Pero sin duda lo estoy aburriendo con estas historias y usted
no ha venido aquí para escucharlas. Me han dicho que lo lleve a la tumba de la señorita Gautier, y aquí está.
¿Puedo servirle en alguna otra cosa?
––¿Sabe usted la dirección del señor Armand Duval? ––pregunté a aquel hombre.
––Sí, vive en la calle... O por lo menos allí es doncle he ido a cobrar el precio de las flores que ve usted.
––Gracias, amigo.
Eché una última mirada a aquella tumba florida, cuyas profundidades deseaba sondear sin querer, para
ver lo que había hecho la tierra con aquèlla hermosa criatura que le habían arrojado, y me alejé sumamente
triste.
––¿Quiere usted ver al señor Duval? ––prosiguió el jardinero, que iba a mi lado.
––Sí.
––Es que estoy completamente seguro de que todavía no ha vueltó; si no, ya lo habría visto por aquí.
––¿Entonces está usted convencido de que no ha olvidado a Marguerite?
––No sólo estoy convencido, sino que apostaría que su deseo de cambiarla de tumba no es más que el
deseo de volver a verla.
––¿Cómo así?
––Las primeras palabras que me dijo al venir al cementerio fueron: «¿Qué podría hacer para volver a
verla?» Eso no puede hacerse más que cambiándola de tumba, y ya le informé de todos los requisitos que
cumplir para obtener el cambio, pues ya sabe usted que para trasladar un muerto de una tumba a otra es
preciso identificarlo, y sólo la familia puede autorizar esa operación, que debe realizarse en presencia de un
comisario de policía. Precisamente para conseguir esa autorización ha ido el señor Duval a ver a la hermana
de la señorita Gautier, y su primera visita será evidentemente para nosotros.
Habíamos llegado a la puerta del cementerio; di las gracias una vez más al jardinero poniéndole unas
monedas en la mano, y me dirigí a la dirección que me había dado.
Armand no había vuelto.
Dejé una nota en su casa, rogándole que viniera a verme en cuanto llegara, o que me dijera dónde podría
encontrarlo.
Al día siguiente por la mañana recibí una carta de Duval, en la que me comunicaba su regreso y me
rogaba que pasara por su casa, añadiendo que estaba agotado de cansancio y le era imposible salir.
VI
VII
Las enfermedades como la que había cogido Armand tienen la ventaja de que o matan en el acto o se
dejan vencer rápidamente.
Quince días después de los acontecimientos que acabo de contar, Armand estaba en plena convalecencia
y nosotros unidos por una estrecha amistad. Apenas dejé su habitación durante todo el tiempo que duró su
enfermedad.
La primavera había sembrado con profusión sus flores, sus hojas, sus pájaros, sus canciones, y la ventana
de mi amigo se abría alegremente sobre el jardín, del que subían hasta él efluvios saludables.
El médico le había permitido que se levantara, y a menudo nos quedábamos charlando, sentados junto a
la ventana abierta a la hora en que el sol calienta más, de doce a dos de la tarde.
Yo me guardaba muy bien de hablarle de Marguerite, temiendo siempre que ese nombre despertara
tristes recuerdos adormecidos bajo la calma aparente del enfermo; pero Armand, por el contrario,. parecía
complacerse en hablar de ella, no ya como otras veces, con lágrimas en los ojos, sino con una dulce sonrisa
que me tranquilizaba respecto a su estado de ánimo.
Noté que, desde su última visita al cementerio, desde el espectáculo que desencadenó en él aquella crisis
violenta, parecía que la enfermedad había colmado las medidas del dolor moral, y que la muerte de
Marguerite ya no se le aparecía bajo el aspecto del pasado. De aquella certeza adquirida había resultado una
especie de consolación, y, para arrojar la imagen sombría que a menudo se le representaba, se abismaba en
los recuerdos felices de su relación con Marguerite y no parecía querer aceptar ninguno más.
Estaba el cuerpo demasiado agotado por el alcance a incluso por la curación de la fiebre para permitir al
espíritu una emoción violenta, y la alegría primaveral y universal que rodeaba a Armand transportaba sin
querer su pensamiento hacia imágenes risueñas.
Se había negado siempre obstinadamente a comunicar a su familia el peligro que corría y, cuando ya
estuvo a salvo, su padre ignoraba todavía su enfermedad.
Una tarde nos quedamos a la ventana hasta más tarde que de costumbre. Había hecho un día magnífico, y
el sol se dormía en un crepúsculo resplandeciente de azul y oro. Aunque estábamos en París, el verdor que
nos rodeaba parecía aislarnos del mundo, y apenas si de cuando en cuando el ruido de un coche turbaba
nuestra conversación.
––Fue aproximadamente por esta época del año y en la tarde de un día como éste cuando conocí a
Marguerite ––––me dijo Armand, escuchando sus propios pensamientos y no lo que yo le decía.
No respondí nada.
Entonces se volvió hacia mí y me dijo:
De todos modos tengo que contarle esta historia. Escribirá usted un libro con ella, que nadie creerá, pero
que quizá sea interesante de escribir.
Ya me lo contará otro día, amigo mío le dije––; aún no está usted bueno del todo.
––La noche es cálida, y me he comido mi pechuga de pollo ––me dijo sonriendo––. No tengo fiebre, no
tenemos nada que hacer, así que voy a decírselo todo.
––Si se empeña usted, le escucho.
Es una historia muy sencilla ––añadió entonces––, y se la voy a contar siguiendo el orden de los
acontecimientos. Si algún día hace algo con ella, es usted libre de contarla como quiera.
Esto es lo que me refirió, y apenas si he cambiado unas pàlàbras de aquel conmovedor relato: Comentario [L26]: Aquí empieza el
¡Sí ––prosiguió Armand, dejando caer la cabeza sobre el respaldo del sillón––, sí, fue en una noche como segundo gran bloque narrativo: la historia
ésta! Había pasado el día en el campo con mi amigo Gaston R... Al atardecer volvimos a París y, sin saber de las relaciones entre Armand y
Marguerite, contada por el propio Armand.
qué hacer, entramos en el teatro Variétés.
Salimos durante un entreacto, y en el pasillo nos cruzamos con una mujer alta, a quien mi amigo saludó. Comentario [L27]: Teatro del bulevar
de Montmartre.
––¿Quién es ésa a quien ha saludado usted? ––le pregunté.
––Marguerite Gautier ––me dijo.
––Me parece que está muy cambiada, pues no la he conocido ––áije con una emoción que en seguida
comprenderá usted.
––Ha estado enferma; la pobre chica no irá muy lejos.
Recuerdo estas palabras como si me las hubieran dicho ayer.
Ha de saber usted, amigo mío, que hacía dos años que, siempre que me encontraba con aquella chica; su
vista me causaba una extraña impresión.
Sin saber por qué, me ponía pálido y mi corazón latía violentamente. Tengo un amigo que se dedica a las
ciencias ocultas y que llamaría a lo que yo experimentaba afmidad de fuidos; yo creo simplemente que
estaba destinado a enamorarme de Marguerite y que lo presentía. .
El caso es que me causaba una impresión real, que varios de mis amigos fueron testigos de ello, y que se
rieron no poco al identificar a quien me ocasionaba aquella impresión.
La primera vez que la vi fue en la plaza de la Bourse, a la puerta de Susse. Una calesa descubierta se paró
allí, y de ella bajó una mujer vestida de blanco. Un murmullo de admiración acogió su entrada en la tienda.
De mí sé decir que me quedé clavado en el sitio desde que entró hasta que salió. A través de los cristales la
miraba escoger en la boutique lo que había ido a comprar. Hubiera podido entrar, pero no me atreví. No
sabía quién era aquella mujer y temí que adivinara el motivo de mi entrada en la tienda y se ofendiera. Sin
embargo, no me creí llamado a volver a verla.
Iba elegantemente vestida; llevaba un vestido de muselina rodeado de volantes, un chal de la India
cuadrado con los ángulos bordados de oro y flores de seda, un sombrero de paja de Italia y una sola pulsera:
una gruesa cadena de oro que empezaba a ponerse de moda por aquella época.
Volvió a subir a la calesa y se fue.
Uno de los dependientes de la tienda se quedó a la puerta, siguiendo con los ojos el coche de la elegante
compradora. Me acerqué a él y le rogué que me dijera el nombre de aquella mujer.
––Es la señorita Marguerite Gautier ––me respondió.
No me atreví a preguntarle la dirección y me alejé.
El recuerdo de aquella visión, pues fue una verdadera visión, se me quedó grabado en la mente como
muchos otros que ya había tenido, y empecé a buscar por todas partes a aquella mujer blanca tan
soberanamente bella.
Pocos días después tuvo lugar una gran representación en la ópera Cómica. Fui a ella. La primera persona
que vi en un palco proscenio del anfiteatro fue a Marguerite Gautier.
El joven con quien yo estaba también la conoció, pues me dijo nombrándola:
––Fíjese qué chica más bonita.
En aquel momento Marguerite dirigía sus gemelos hacia nosotros; vio a mi amigo, le sonrió y le hizo una
seña para que fuera a visitarla.
––Voy a saludarla ––me dijo––, y vuelvo dentro de un momento.
No pude dejar de decirle:
––¡Qué suerte tiene usted!
––¿Por qué?
––Por ir a ver a esa mujer.
––¿Está usted enamorado de ella?
––No ––dije, enrojeciendo, pues realmente no sabía a qué atenerme al respecto––, pero sí que me
gustaría conocerla.
––Pues venga conmigo, yo le presentaré.
––Pídale permiso primero.
––¡Pardiez! Con ella no hay que andarse con tantos remilgos; venga.
Aquellas palabras me dieron pena. Temblaba ante la idea de adquirir la certeza de que Marguerite no
mereciera lo que experimentaba por ella.
Comentario [L28]: Alphonse Karr
Hay un libro de Alphonse Karr, titulado Am Rauchen, en el que un hombre sigue por la noche a una (1808––1890), escritor francés
mujer muy elegante y tan hermosa, que se ha enamorado de ella a la primera. Con tal de besar la mano de contemporáneo de Dumas, alcanzó la fama
aquella mujer, se siente con fuerzas para emprenderlo todo, con voluntad para conquistarlo todo y con ya a los 24 años con la publicación de la
novela, en parte autobiográfica, Bajo los
ánimo para hacerlo todo. Apenas si se atreve a mirar el coqueto tobillo que ella enseña al levantarse el
tilos. Tras otra serie de novelas de corte
vestido para que no se manche al tocar el suelo. Mientras va soñando en todo lo que sería capaz de hacer romántico, abandonó el lirismo juvenil y
por poseer a aquella mujer, ella lo detiene en la esquina de una calle y le pregunta si quiere subir a su case. fundó una revista política mensual titulada
El vuelve la cabeza, atraviesa la calle y regresa muy triste a casa. Les Guépes (Las avispas), publicación
satírica y polémica, cuyas «avispas» en
Recordaba este estudio, y yo, que habría querido sufrir por aquella mujer, temía que me aceptara
ocasiones picaban de verdad, y aun él no se
excesivamente de prisa y me concediera excesivamente pronto un amor que yo hubiera querido pagar con vio libre de sus efectos en forma de una
una large espera o un gran sacrificio. Los hombres somos así; y es una suerte que la imaginación deje esta puñalada que le asestó una dama vengativa
poesía a los sentidos y que los deseos del cuerpo hagan esta concesión a los sueños del alma. y que, si no hizo más que rasgarle la ropa,
no por ello dejó de hacerse legendaria. Tras
En fin, si me hubieran dicho: «Esta mujer será suya esta noche, y mañana lo matarán», habría aceptado.
el golpe de Estado del 51 se retiró a los
Si me hubieran dicho: «Déme diez luises, y será usted su amante», me habría negado y habría llorado como alrededores de Niza, donde se dedicó a la
un niño que ve desvanecerse al despertar el castillo entrevisto por la noche. floricultura.
Sin embargo quería conocerla. Era una manera, a incluso la única, de saber a qué atenerme con ella. Comentario [L29]: El luis era una
Le dije, pues, a mi amigo que tenía mucho interés en que ella le diera permiso para presentarme, y moneda de oro de 20 francos, que entró en
empecé a dar vueltas por los pasillos, imaginándome que desde aquel momento iba a verme, y que no vigor el año XI de la Primera República
sabría qué actitud tomar bajo su mirada. francesa (1803 ). Conservó su validez hasta
la Primera Guerra Mundial.
Traté de hilvanar de antemano las palabras que iba a decirle. ¡Qué sublime niñería la del amor!
Un instante después mi amigo volvió a bajar.
––Nos espera ––me dijo.
––¿Está sola? ––pregunté.
––Con otra mujer.
––¿No hay hombres?
––No.
––Vamos.
Mi amigo se dirigió hacia la puerta del teatro.
––Eh, que no es por ahí ––le dije.
––Vamos a comprar unos bombones. Me los ha pedido.
Entramos en una confitería del pasaje de la Opera.
Yo hubiera querido comprar toda la tienda, y hasta me preguntaba de qué podíamos llenar la bolsa,
cuando mi amigo pidió:
––Una libra de uvas escarchadas.
––¿Sabe usted si le gustan?
––Todo el mundo sabe que sólo come bombones de esos. Ah ––continuó cuando hubimos salido––,
¿sabe usted a qué clase de mujer voy a presentarlo? No vaya a figurarse que es una duquesa, es
simplemente una entretenida, y de lo más entretenida, querido amigo; así que no se ande con remilgos y
diga todo lo que se le ocurra.
––Bueno, bueno ––balbuceé, y lo seguí, diciéndome que iba a curarme de mi pasión.
Cuando entré en el palco, Marguerite reía a carcajadas.
Yo hubiera querido que estuviera triste.
Mi amigo me presentó. Marguerite me hizo una ligera inclinación de cabeza y dijo:
––¿Y mis bombones?
––Aquí están.
Al cogerlos, me miró. Bajé los ojos y enrojecí.
Se inclinó al oído de su veciná, le dijo unas palabras en voz baja, y ambas rompieron a reír.
Con toda seguridad era yo la causa de aquella hilaridad; mi confusión aumentó. Por aquella época tenía
yo por amante a una burguesita muy tierna y sentimental, cuyo sentimiento y melancólicas cartas me hacían
reír. Comprendí el daño que debía de hacerle por el que yo experimentaba, y durante cinco minutos la quise
como nadie ha querido nunca a una mujer.
Marguerite comía las uvas sin preocuparse de mí.
Mi introductor no quiso dejarme en aquella ridícula posición.
––Marguerite ––dijo––, no se extrañe de que el señor Duval no le diga nada, pero es que lo tiene usted
tan turbado, que no acierta a decir una palabra.
––Más bien creo yo que el señor lo ha acompañado aquí porque a usted lo aburría venir solo.
––Si eso fuera cierto ––dije yo entonces––, no habría rogado a Ernest que le pidiera a usted permiso para
presentarme.
––Quizá no fuera más que un modo de retrasar el momento fatal.
Por poco que uno haya vivido con chicas de la clasé de Marguerite, sabe el placer que les causa dárselas
de falsamente ingeniosas y embromar a la gente que ven por primera vez. Es sin duda un desquite por las
humillaciones que a menudo se ven forzadas a sufrir por pane de los que las ven todos los días.
Así que para responderles hace falta estar un poco habituado a su mundillo, y yo no lo estaba; además la
idea que me había hecho de Marguerite me hacía exagerar sus bromas. Nada de lo que viniera de aquella
mujer me resultaba indiferente. Así que me levanté, diciéndole con una alteración de voz que me fue
imposible de ocultar completamente:
––Si es eso lo que piensa usted de mí, señora, sólo me resta pedirle perdón por mi indiscreción y
despedirme de usted, asegurándole que no volverá a repetirse.
A continuación saludé y salí.
Apenas hube cerrado la puerta, cuando oí la tercera carcajada. Me hubiera gustado que alguien me diera
un codazo en aquel momento.
Volví a mi butaca.
Avisaron que iba a levantarse el telón.
Ernest volvió a mi lado.
––¡Cómo se ha puesto ustedl ––me dijo al sentarse––. Creen que está usted loco.
––¿Qué ha dicho Marguerite cuando me he ido?
––Se ha reído y me ha asegurado que nunca había visto un tipo tan raro como usted. Pero no hay que
darse pot vencido; lo único que tiene que hacer es no tomarse a esas chicas tan en serio. No saben lo que es
la elegancia ni la cortesía; es como echar perfumes a––––los perros: creen que huelen mal y van a
revolcarse en el arroyo.
––Después de todo, ¿a mí qué me importa? ––dije, intentando adoptar un tono desenvuelto––. No volveré
a vet a esa mujer y, si me gustaba antes de conocerla, ha cambiado mucho la cosa ahora que la conozco.
––¡Bahl No pierdo la esperanza de verlo un día al fondo de su palco ni de oír decir que está arruinándose
pot eila. Además, tiene usted razón: será una maleducada, pero merece la pena tener una amante tan bonita
como eila.
Por suerte se alzó el telón y mi amigo se calló. No podría decirle lo que estaban representando. Todo lo
que recuerdo es que de cuando en cuando levantaba los ojos hacia el palco que tan bruscamente había
abandonado y que rostros de nuevos visitantes se sucedían allí a cada momento.
Sin embargo me hallaba lejos de haber dejado ––de pensar en Marguerite. Otro sentimiento estaba
apoderándose de mí. Me parecía que tenía que olvidar su insulto y mi ridículo; me decía que, aunque
tuviera que gastar lo que poseía, aquella chica sería mía y ocuparía pot derecho propio el sitio que tan
rápidamente había abandonado.
Antes de que terminara el espectáculo, Marguerite y su amiga dejaron el palco.
Sin querer también yo dejé mi butaca.
––¿Se va usted? ––me dijo Ernest.
––Sí.
––¿Pot qué?
En aquel momento se dio cuenta de que el palco estaba vacío.
––Váyase, váyase ––dijo––, y buena suerte, o más bien, mejor suerte.
Salí.
En la escalera oí roces de vestidos y rumor de voces. Me aparté y, sin set visto, vi pasar a las dos mujeres
y a los dos jóvenes que las acompañaban.
Bajo el peristilo del teatro un botones se presentó ante eilas.
––Ve a decir al cochero que espere a la puerta del Café Inglés ––dijo Marguerite––; iremos a pie hasta Comentario [L30]: El Café Anglais
allí. estaba en el número 13 del bulevar de los
Unos minutos después, rondando pot el bulevar, vi a Marguerite a la ventana de uno de los grandes Italianos, esquina a la calle Marivaux. Se
llamaba así por los oficiales ingleses que
reservados del restaurante: apoyada en el alféizar, deshojaba una a una las camelias de su ramo. concurrían a él habitualmente desde su
Uno de los dos jóvenes estaba inclinado sobre su hombro y le hablaba en voz baja. fundación en 1815.
Me fui a la Maison––d'Or, me instalé en los salones del primer piso y no perdí de vista la ventana en Comentario [L31]: La Maison d'Or––
cuestión. fue un restaurante donde estuvo la
A la una de la mañana Marguerite volvía a subir a su coche con sus tres amigos. redacción de Le Mousquetaire, un periódico
fundado por Dumas padre tras la revolución
Tomé un cabriolé y la seguí. de 1848. «La Maison d'Or ––escribe
El coche se detuvo en la cane de Antin, número 9. Maurois–– era más conocida con el hombre
Marguerite se apeó y entró Bola en su casa. de Maison dorée, restaurante ilustre frente
Fue sin duda una casualidad, pero aquella casualidad me hizo muy dichoso. al cual el diario y. en el piso de arriba, la
morada de Alexandre Dumas ocupaban una
Desde aquel día me encontré muchas veces con Marguerite en los espectáculos o en los Campos Elíseos. torre cuadrada» (Los tres Dumas, VII, 3).
Ella siempre con la misma alegría, yo siempre con la misma emoción.
Sin embargo pasaron quince días sin que volviera a verla en ningún sitio. Me encontré con Gaston, y le
pedí noticias de ella.
––La pobre chica está muy enferma ––me respondió.
––¿Pues qué tiene?
––Tiene que está tísica y que, como la vida que ha llevado no es la más adecuada para curarse, está en la
cama y se muere.
El corazón es extraño; casi me alegré de aquella enfermedad.
Todos los días iba a preguntar por ––la enferma, aunque sin escribir mi nombre ni dejar mi tarjeta. Así
me enteré de su convalecencia y de su marcha a Bagnéres.
Luego pasó el tiempo; la impresión, si no el recuerdo, pareció borrarse poco a poco de mi espíritu. Viajé;
relaciones, hábitos, trabajos ocuparon el sitio de aquel pensamiento y, cuando pensaba en aquella primera
aventura, no quería ver en ella más que una de esas pasiones que suele uno tener cuando es muy joven, y de
que poco tiempo después se ríe uno.
Por lo demás no tenía ningún mérito triunfar de aquel recuerdo, pues había perdido de vista a Marguerite
desde su marcha y, como ya le he dicho, cuando pasó a mi lado en el pasillo del Variétés, no la conocí.
Llevaba un velo, es cierto; pero, por más velos que hubiera llevado dos años antes, no habría tenido
necesidad de verla para reconocerla: la habría adivinado.
Lo que no impidió que mi corazón latiera cuando supe que era ella; y los dos años pasados sin verla y los
resultados que aquella separación hubiera podido ocasionar se desvanecieron en la misma humareda con el
solo rozar de su vestido.
VIII
Sin embargo ––continuó Armand tras una pausa––, aun comprendiendo que todavía estaba enamorado,
me sentía más fuerte que entonces, y en mi deseo de volver a encontrarme con ella había también una
voluntad de hacerle ver la superioridad que sobre ella había conseguido.
¡Con cuántos rodeos se anda el corazón y cuántas razones se da para llegar adonde quiere!
Así que no pude quedarme mucho tiempo en los pasillos, y volví a mi sitio del patio de butacas, lanzando
una ojeada rápida a la sala, para ver en qué palco estaba ella.
Estaba en un palco proscenio de platea y completamente sola. Había cambiado mucho, como ya le he
dicho, y ya no se veía en su boca aquella su sonrisa indiferente. Había sufrido, sufría aún. l
Aunque ya estábamos en abril, todavía iba vestida como en invierno y toda cubierta de terciopelo.
La miraba tan obstinadamente, que mi mirada acabó por atraer la suya.
Me observó unos instantes, tomó sus gemelos para verme mejor, y sin duda creyó reconocerme, sin poder
decir positivamente quién era yo, pues, cuando volvió a dejar los gemelos, una sonrisa, ese encantador
saludo de las mujeres, erró por sus labios para responder al saludo que parecía esperar de mí; pero yo no
respondí, como para adquirir ventaja sobre ella y aparentar haberla olvidado cuando ella se acordaba de mí.
Creyó haberse equivocado y volvió la cabeza.
Se alzó el telón.
He visto muchas veces a Marguerite en el teatro, pero nunca la he visto prestar la menor atención a lo que
se representaba.
Por lo que a mí respecta, tampoco me interesaba mucho el espectáculo, y sólo me ocupaba de ella, pero
haciendo todos los esfuerzos que podía para que no se diera cuenta.
Y así la vi intercambiar miradas con la persona que ocupaba el palco frontero al suyo; dirigí los ojos
hacia aquel palco, y en él reconocí a una mujer con la que había tenido yo bastarite trato.
Aquella mujer era una antigua entretenida, que había intentado entrar en el teatro, que no lo había
conseguido, y que, valiéndose de sus relaciones con las elegantes de París, se había dedicado al comercio y
había puesto una sombrerería de señoras.
Vi en ella un medio de encontrarme con Marguerite, y aproveché un momento en que miraba hacia mi
lado para saludarla con la mano y con los ojos.
Sucedió lo que había previsto: me llamó a su palco.
Prudence Duvernoy ––que tal era el acertado nombre de–– la sombrerera–– era una de esas mujeres
gordas de cuarenta años, con las que no hace falta tener mucha diplomacia para que lo digan lo que quieres
saber, sobre todo cuando lo que quieres saber es tan sencillo como lo que yo tenía que preguntarle.
Aproveché un momento en que ella volvía a empezar su intercambio de señas con Marguerite para
decirle:
––¿A quién está usted mirando de ese modo?
––A Marguerite Gautier.
––¿La conoce?
––Sí; soy su sombrerera, y ella es mi vecina.
––¿Entonces vive usted en la calle de Antin?
––En el número 7. La ventana de su cuarto de aseo da a la ventana del mío.
––Dicen que es una chica encantadora.
––¿No la conoce?
––No, pero me gustaría conocerla.
––¿Quiere que le diga que venga a nuestro palco?
––No, prefiero que me presente usted a ella.
––¿En su casa?
––Sí.
––Es más diñcil.
––¿Por qué?
––Porque es la protegida de un viejo duque muy celoso.
––Protegida: es encantador.
––Sí, protegida ––prosiguió Prudence––. El pobre viejo se vería muy apurado para ser su amante.
Prudence me contó entonces cómo Marguerite había conocido al duque en Bagnéres.
––¿Por eso está aquí sola? ––––continué.
Justamente.
––Pero ¿quién la acompañará?
––El.
––¿Entonces va a venir a recogerla?
––Dentro de un momento.
––¿Y a usted quién la acompañará?
––Nadie.
––Me ofrezco.
––Pero creo que está usted con un amigo.
––Entonces nos ofrecemos los dos.
––¿Qué amigo es ése?
––Es un muchacho simpático, muy ingenioso, y que estará encantado de conocerla.
––Bueno, de acuerdo; saldremos los cuatro después de esta pieza, pues ya conozco la última.
––Con mucho gusto; voy a avisar a mi amigo.
––Hala, vaya... ¡Ah! ––me dijo Prudence en el momento en que yo iba a salir––, ahí tiene al duque, que
entra en el palco de Marguerite.
Miré.
En efecto, un hombre de setenta años acababa de sentarse detrás de la joven y le daba una bolsa de
bombones, de la que ella en seguida sacó uno sonriendo, y luego lo alargó por encima del antepecho de su
palco, haciendo a Prudence una seña que podía traducirse por:
––¿Quiere?
––No ––dijo Prudence.
Marguerite recogió la bolsa y, volviéndose, se puso a charlar con el duque.
El relato de todos estos detalles parece una niñería, pero todo cuanto tenía relación con aquella chica está
tan presente en mi memoria, que no puedo dejar de recordarlo hoy.
Bajé para avisar a Gaston de lo que acababa de disponer para él y para mí.
Aceptó.
Dejamos nuestras butacas para subir al palco de la señora Duvernoy.
Apenas habíamos abierto la puerta del patio de butacas, cuando nos vimos obligados a detenernos para
dejar pasar a Marguerite y al duque, que se iban.
Hubiera dado diez años de mi vida por estar en el sitio del buen viejo.
Una vez que llegaron al bulevar, la ayudó a acomodarse en un faetón que conducía él mismo, y Comentario [L32]: Carruaje pequeño
desaparecieron, llevados al trote por dos soberbios caballos. de cuatro asientos, ligero y descubierto, con
Entramos en el palco de Prudence. la caja elevada por encima de las ruedas. Su
nombre procede de Faetón o Faetonte, el
Cuando hubo terminado la pieza, bajamos y tomamos un simple simón, que nos condujo hasta la calle de hijo del Sol en la mitología griega, que un
Antin, número 7. A la puerta de su casa Prudence nos invitó a subir para enseñarnos su tienda, que no día se empeñó en conducir el carro y los
conocíamos y de la que ella parecía sentirse muy orgullosa. Puede usted imaginarse la rapidez con que caballos de su padre, muriendo a
acepté. consecuencia de ello.
Me parecía que iba acercándome poco a poco a Marguerite. Pronto conseguí que la conversación Comentario [L33]: «(Abreviatura de
recayera sobre ella. "coche de don Simón", por referencia a un
alquilador de coches.) Se aplicaba en
––¿Está el viejo duque en casa de su vecina? ––dije a Prudence. Madrid a los coches de caballos, de
––No; ya estará sola. alquilen» (María Moliner). En francés,
––Pero entonces va a aburrirse horriblemente ––dijo Gaston. fiacre.
––Solemos pasar juntas casi todas las veladas, o, si no, cuando vuelve, me llama. Nunca se acuesta antes
de las dos de la mañana. No puede dormirse más pronto.
––¿Por qué?
––Porque está enferma del pecho y casi siempre tiene fiebre.
––¿No tiene amantes? ––pregunté.
––Nunca veo que nadie se quede cuando yo me voy; pero no puedo asegurar que no venga nadie cuando
ya me he ido; con frecuencia me encuentro por la noche en su casa con un tal conde de N..., que cree ganar
terreno en sus lances visitándola a las once y enviándole todas las joyas que quiera; pero ella no puede
verlo ni en pintura. Comete un error, pues es un muchacho muy rico. Por más que le digo de cuando en
cuando: «¡Ese es el hombre que le conviene, hija mía!» , ella, que ordinariamente me hace bastante caso,
me vuelve la espalda y me responde qué es tonto. Estoy de acuerdo en que es tonto, pero le proporcionaría
una posición, mientras que el viejo duque puede morirse cualquier día. Los ancianos son egoístas; su
familia le reprocha sin cesar su afecto por Marguerite: he ahí dos razones para que no le deje nada. Yo la
sermoneo, pero ella responde que siempre habrá tiempo de tomar al conde a la muerte del duque. No
resulta tan divertido ––continuó Prudence–– vivir como ella vive. Sé que a mí eso no me iría y que bien
pronto enviaría a paseo al buen señor. Es uñ viejo insípido; la llama hija, la cuida como a una niña, siempre
anda detrás de ella. Estoy segura de que a estas horas uno de sus criados ronda la calle para ver quién sale,
y sobre todo quién entra.
––¡Ah, pobre Marguerite! ––dijo Gaston, poniéndose al piano y tocando un vals––. Yo no sabía eso. Y
sin embargo ya hacía algún tiempo que me parecía menos alegre.
––¡Chist! ––dijo Prudence aguzando el oído.
Gaston dejó de tocar.
––Creo que me llama.
Escuchamos.
En efecto, una voz llamaba a Prudence.
––Hala, caballeros, váyanse ––nos dijo la señora Duvernoy.
––¡Ahl ––dijo Gaston riendo––, ¿es así como entiende usted la hospitalidad? Nos iremos cuando nos
parezca bien.
––¿Por qué tenemos que irnos?
––Voy a ver a Marguerite.
––Esperaremos aquí.
––Eso no puede ser.
––Entonces iremos con usted.
––Menos aún.
––Yo conozco a Marguerite ––dijo Gaston––, y bien puedo ir a hacerle una visita.
––Pero Armand no la conoce.
Yo se lo presentaré.
––Es imposible.
Volvimos a oír la voz de Marguerite, que seguía llamando a Prudence.
Esta corrió a su cuarto de asco. La seguí hasta allí con Gaston. Abrió la ventana.
Nos escondimos de forma que no se nos viera desde fuera.
––Llevo llamándola diez minutos ––dijo Marguerite desde su ventana y con un tono casi imperioso.
––¿Qué quiere?
––Quiero que venga en seguida.
––¿Por qué?
––Porque el conde de N... está aquí todavía y me está aburriendo mortalmente.
––No puedo ir ahora.
––¿Quién se lo impide?
––Tengo en casa a dos jóvenes que no quieren irse.
––Dígales que tiene usted que salir.
––Ya se lo he dicho.
––Bueno, pues déjelos ahí; cuando la vean salir, se irán.
––¡Después de ponerlo todo patas arribal
––¿Pero qué quieren?
––Quieren verla.
––¿Cómo se llaman?
––Al uno lo conoce usted, Gaston R...
––¡Ah, sí! Ya sé quién es. ¿Y el otro?
––Armand Duval. ¿No lo conoce?
––No; pero, ande, tráigaselos; cualquier cosa antes que el conde. Los espero, vengan en seguida.
Marguerite volvió a cerrar su ventana y Prudence la suya.
Marguerite, que por un momento se había acordado de mi rostro, no se acordaba de mi nombre. Hubiera
preferido un recuerdo desfavorable antes que aquel olvido.
––Ya sabía yo ––dijo Gaston–– que estaría encantada de vernos.
––Encantada no es la palabra ––respondió Prudence, poniéndose su chal y su sombrero––. Los recibe a
ustedes para obligar al conde a que se vaya. Traten de ser más amables que él porque, si no, conozco a
Marguerite y sé que se enfadará conmigo.
Seguimos a Prudence mientras bajaba.
Yo temblaba; me parecía que aquella visita iba a tener una gran inffuencia en mi vida.
Estaba aún más emocionado que la noche de mi presentación en el palco de la Opera Cómica.
Al llegar a la puerta del piso que ya conoce usted, me latía con tanta fuerza el corazón, que era incapaz de
controlar mis pensamientos.
Hasta nosotros llegaron unos acordes de piano.
Prudence llamó.
El piano se calló.
Una mujer con aspecto de dama de compañía más que de doncella fue a abrirnos.
Pasamos al salón, y del salón al gabinete, que en aquella época estaba tal como lo vio usted después.
Un joven estaba apoyado contra la chimenea.
Marguerite, sentada ante el piano, dejaba correr sus dedos por las teclas, y empezaba fragmentos que no
terminaba.
Aquella escena ofrecía un cariz de aburrimiento, que en el hombre era producto de lo incómodo de su
nulidad, y en la mujer, de la visita de aquel lúgubre personaje.
Al oír la voz de Prudence, Marguerite se levantó y, acercándose a nosotros tras cambiar una mirada de
agradecimiento con la señora Duvernoy, nos dijo:
––Pasen, caballeros, y bienvenidos:
IX
Buenas noches, querido Gaston ––dijo Marguerite a mi compañero––. Me alegro mucho de verlo. ¿Por
qué no ha entrado usted en mi palco del Variétés?
––Temía ser indiscreto.
––Los amigos ––y Marguerite hizo hincapié en esa palabra, como si quisiera dar a entender a los
presentes que, pese a la familiaridad con que ella lo recibía, Gaston no era ni había sido nunca más que un
amigo––, los amigos nunca son indiscretos.
––Entonces, ¿me permite usted que le presente a Armand Duval?
––Ya había autorizado a Prudence para que lo hiciera.
––Además, señora ––dije entonces, inclinándome y consiguiendo a duras penas emitir sonidos
inteligibles––, ya tuve el honor de serle presentado.
Los ojos encantadores de Marguerite parecieron buscar en su recuerdo, pero no recordó o pareció no
recordar.
––Señora ––proseguí––, le agradezco mucho que haya olvidado aquella primera presentación, pues
estuve muy ridículo y debí de parecerle muy aburrido. Fue hace dos años en la Opera Cómica; yo estaba
con Ernest de***.
––¡Ah, ya recuerdo! ––repuso Marguerite con una sonrisa––. Pero no estuvo usted ridículo; fui yo la que
me puse en plan bromista, como aún sigo haciendo a veces, aunque menos. ¿Me ha perdonado usted?
Me tendió su mano, y yo se la besé.
––Es cierto ––prosiguió––. Imagínese, tengo la mala costumbre de querer poner en aprietos a la gente
que veo por primera vez. Es una estupidez. Mi médico dice que es porque soy nerviosa y estoy siempre
delicada: crea a mi médico.
Pues tiene usted muy buen aspecto.
––¡Oh, he estado muy enferma!
Ya lo sé.
––¿Quién se lo ha dicho?
––Todo el mundo lo sabía; vine con frecuencia a preguntar por usted, y me alegré mucho cuando me
enteré de su convalecencia.
––No me han entregado nunca su tarjeta.
––No la dejé nunca.
––¿No será usted el joven que venía a preguntar por mí todos los días durante mi enfermedad y que
nunca quiso dejar su nombre?
––Yo soy.
––Entonces es usted más que indulgente, es generoso. Usted, conde, no hubiera hecho eso ––añadió,
volviéndose hacia el señor de N..., tras haberme lanzado una de esas miradas con las que las mujeres
completan su opinión sobre un hombre.
––Sólo hace dos meses que la conozco ––replicó el conde.
––Y el señor sólo hace cinco minutos que me conoce. No dice usted más que tonterías.
Las mujeres son despiadadas con las personas que no son de su agrado.
El coride enrojeció y se mordió los labios.
Sentí piedad por él, pues parecía estar enamorado como yo, y lá dura franqueza de Marguerite debía de
hacerle muy desgraciado, sobre todo en presencia de dos extraños.
––Estaba usted tocando cuando hemos entrado ––––dije entonces para cambiar de conversación––. ¿No
quiere usted darme el gusto de tratarme como a un viejo conocido y continuar tocando?
––¡Oh! ––dijo, echándose en el canapé a invitándonos con un gesto a sentarnos––. Gaston sabe
perfectamente qué clase de música toco. Cuando estoy sola con el conde, vale, pero no quisiera 'que ustedes
tuvieran que soportar semejante suplicio.
––¿Tiene usted esa preferencia por mí? ––replicó el señor de N... con una sonrisa que tenía pretensiones
de ser sutil a irónica.
––Se equivoca usted al reprochármela: es la única.
Estaba decidido que aquel pobre muchacho no dijera una palabra. Lanzó a la joven una mirada realmente
suplicante.
––Dígame, Prudence ––continuó ella––, ¿ha hecho usted lo que le rogué?
––Sí.
––Está bien, ya me lo contará más tarde. Tenemos que chaxlar; no se vaya sin hablar conmigo.
––Creo que hemos sido un poco indiscretos ––dije yo entonces––, y ahora que ya hemos, o mejor dicho
he obtenido una segunda presentación para hacer olvidar la primera, Gaston y yo vamos a retirarnos.
––¡Ni hablar de eso! No lo he dicho por ustedes. Al contrario, quiero que se queden.
El conde sacó un reloj muy elegante y miró la hora:
––Ya es hora de que me vaya al club ––dijo.
Marguerite no respondió.
El conde se separó entonces de la chimenea y, dirigiéndose a ella:
––Adiós, señora.
Marguerite se levantó.
––Adiós, querido conde, ¿ya se va usted?
––Sí, me temo que estoy aburriéndola.
––No me aburre usted hoy más que otros días. ¿Cuándo volveremos a verlo?
––Cuando usted me lo permita.
––¡Entonces, adiós!
Reconocerá usted que aquello era cruel.
Por suerte el conde tenía muy buena educación y un carácter excelente. Se contentó con besar la mano
que Marguerite le tendía con no poca indolencia, y salió tras habernos saludado.
En el momento en que franqueaba la puerta miró a Prudence.
Esta se encogió de hombros con un aire que parecía significar: «¿Qué quiere usted? He hecho todo lo que
he podido».
––¡Nanine! ––gritó Marguerite––. Alumbra al señor conde.
Oímos abrir y cerrar la puerta.
––¡Por fin se ha ido! ––exclamó Marguerite, volviendo a aparecer––. Ese muchacho me pone los nervios
de punta.
––Hija mía ––dijo Prudence––, hay que ver lo mala que es usted con él, con lo bueno y atento que es él
con usted. Sin ir más lejos, ahí tiene en la chimenea ese reloj que le ha dado, y que estoy segura de que le
ha costado mil escudos por lo menos. Comentario [L34]: El escudo fue
Y la señora Duvernoy, que se había acercado a la chimenea, 3 jugueteaba con la joya de que hablaba introducido en Francia por Luis IX o San
mientras le lanzaba miradas codiciosas. Luis (12141270), y se llamó así porque
llevaba el escudo de Francia en una de sus
––Amiga mía ––dijo Marguerite, sentándose al piano––, cuando sopeso por un lado lo que me da y por caras. Desde entonces ha tenido un valor y
otro lo que me dice, aún me parece que sus visitas le salen baratas. peso variables. El escudo blanco era una
––El pobre muchacho está enamorado de usted. moneda de plata acuñada en 1641 y que
––Si tuviera que escuchar a todos los, que están enamorados den mí, no tendría tiempo ni para cenar. valía tres libras. Aquí debe de referirse al
escudo republicano, acuñado el año II de la
Y dejó correr sus dedos por el piano, tras lo cual, volviéndose hacia nosotros, nos dijo: República: era una moneda de plata y valía
––¿Quieren tomar algo? Yo beberla con gusto un poco de ponche. cinco francos.
––Y yo comería con gusto un poco de pollo ––––dijo Prudence¿Y si cenáramos?
––Eso es, vámonos a cenar ––dijo Gaston.
––No, vamos a cenar aquí.
Llamó. Apareció Nanine.
––Di que vayan a buscar algo de cenar.
––¿Qué hay que traer?
––Lo que quieras, pero en seguida, en seguida.
Nanine salió.
––Eso es ––dijo Marguerite, saltando como una niña––, vamos a cenar. ¡Mira que es aburrido ese imbécil
del conde!
Cuanto más veía a aquella mujer, más me encantaba. Era hermosa hasta dejarlo de sobra. Ineluso su
delgadez era una gracia.
Yo la contemplaba arrobado.
Apenas puedo explicar lo que me ocurría. Me sentía lleno de indulgencia hacia su vida, lleno de
admiración por su belleza. La prueba de desinterés que daba no aceptando a un hombre joven, elegante y
rico, dispuesto a arruinarse por ella, excusaba a mis ojos todas sus faltas pasadas.
Había en aquella mujer algo como una especie de candor.
Se veía que aún estaba en la virginidad del vicio. Su paso seguro, su talle flexible, las ventanillas de su
nariz rosadas y abiertas, sus grandes ojos ligeramente circundados de azul, denotaban una de eras
naturalezas ardientes que esparcen a su alrededor un perfume de voluptuosidad, como esos &ascos de
Oriente que, por bien cerrados que estén, dejan escapar el perfume del licor que contienen. Comentario [L35]: En el sentido
En fin, fuera por naturaleza, fuera consecuencia de su estado enfermizo, de cuando en cuando pasaban amplio de «substancia líquida». También
por los ojos de aquella mujer destellos de deseo, cuya expansión hubiera sido una revelación del cielo para así está utilizada la palabra francesa
liqueur.
quien ella hubiera amado. Pero los que habían amado a Marguerite ya no podían contarse, y los que ella
había amado no podían contarse todavía.
En una palabra, en aquella chica se reconocía a la virgen a quien una pequeñez había convertido en
cortesana, y a la cortesana a quien una pequeñez hubiera convertido en la virgen más amorosa y más pura.
Todavía quedaba en Marguerite orgullo e independencia: dos sentimientos que, heridos, son capaces de
hacer lo que el pudor. Yo no decía nada; mi alma parecía haberse pasado totalmente a nü corazón y mi
corazón a mis ojos.
––¿Así que ––prosiguió ella de pronto–– es usted el que venía a preguntar por mí cuando estaba
enferma?
––Sí.
––Eso es algo muy hermoso, ¿sabe? ¿Y qué puedo hacer yo para agradecérselo?
––Permitirme venir a verla de cuando en cuando.
––Siempre que usted quiera, de cinco a seis de la tarde y de once a dote de la noche. Oiga, Gaston,
tóqueme la Invitacíón al vals. Comentario [L36]: La Invitación al
––¿Por qué? vals es una obra para piano del compositor
––Primero, porque tengo ese gusto, y luego, porque no consigo tocarla sola. y pianista alemán Carl Maria von Weber
(1786––1826). Su obra más importante está
––¿Qué es lo que le results complicado? constituida por óperas, género al que dio
––La tercera parte, el fragmento en sostenido. una nueva orientación. No obstante, en.el
Gaston se levantó, se puso al piano y comenzó la maravillosa melodía de Weber, cuya partitura estaba resto de su obra, instrumental, de cámara,
abierta sobre el atril. piano o vocal, toca casi todos los géneros
musicales de la época. La Invitación... es
Marguerite, con una mano apoyada en el piano, miraba el álbum de música, siguiendo con los ojos cads de; 1821.
nota, que acompañaba en voz baja, y, cuando Gaston llegó al pasaje que le había indicado, tarareó mientras
dabs con los dedos en la taps del piano:
Re, mi, re, do, re, fa, mi, re, eso es lo que no me sale. Empiece otra vez.
Gaston empezó otra vez, y luego Marguerite le dijo:
Déjeme intentarlo a mí ahora.
Ocupó su sitio y se puso a tocar; pero sus dedos rebeldes se equivocaban siempre en una de las notas que
acabo de decir.
––¡Es increíble ––dijo con una auténtica entonación de niñaque no consiga tocar ese pasaje! ¿Podrán
creer ustedes que a veces me he tirado hasta las dos de la mañana detrás de él? ¡Y cuando pienso que ese
imbécil de conde lo toca admirablemente y sin partïtura, creo que eso es lo que hace que me ponga furiosa
con éll
Y volvió a empezar, siempre con los mismos resultados.
––¡Que el diablo se lleve a Weber, la música y los pianos! ––dijo arrojando el álbum a la otra punts de la
habitación––. ¿Cómo puede entenderse que no sea capaz de tocar ocho sostenidos seguidos?
Y se cruzaba de brazos mirándonos y golpeando el suelo con el pie.
La sangre se le subió a las mejillas y una tos ligera entreabrió sus labios.
Vamos, vamos ––Iijo Prudence, que se había quitado el sombrero y se alisaba los bandós ante el espejo––
; todavía va a enfadarse usted y le sentará mal; más vale que vayamos a cenar: yo es que me estoy
muriendo de hambre.
Marguerite volvió a llamar, luego se puso al piano y comenzó a media voz una canción libertina, en cuyo
acompañamiento no se equivocaba.
Gaston se sabía aquella canción a hicieron una especie de dúo.
––No cante esas porquerías ––dije familiarmente a Marguerite y con un tono de súplica.
––¡Oh, qué casto es ustedl ––me dijo sonriendo y tendiéndome la mano.
––No es por mí, es por usted.
Marguerite hizo un gesto como queriendo decir: «¡Oh, yo hace ya mucho tiempo que terminé con la
castidad!»
En aquel momento apareció Nanine.
––¿Está lista la cena?
––Sí, señora, dentro de un momento.
––A propósito ––me dijo Prudence––, no ha visto usted el piso; venga, se lo voy a enseñar.
El salón, como ya sabe usted, era una maravilla. Marguerite nos acompañó un poco, luego llamó a
Gaston y pasó con él al comedor para ver si la cena estaba lists.
––¡Vaya! ––dijo Prudence en voz bien alts, mirando hacia un estante y cogiendo una figura de porcelana
de Sajonia––. ¡No sabía yo que tenía usted aquí este hombrecito!
––¿Cuál?
––Un pastorcillo que tiene una jaula con un pájaro.
––Lléveselo, si le gusta.
––Ah, pero no quisiera que se quedara sin él.
––Iba a dárselo a mi doncella; me parece horroroso; pero, si le gusta, lléveselo.
Prudence no vio más que el regalo y no cómo se lo habían hecho. Apartó el hombrecilIo y me Ilevó al
cuarto de aseo, donde, enseñándome dos miniaturas a juego, me dijo:
––Ahí tiene al conde de G..., que estuvo muy enamorado de Marguerite; fue él quien la lanzó. ¿Lo
conoce usted?
––No. ¿Y ésta? ––pregunté, señalando la otra miniatura.
––Es el vizcondesito de L... Se vio obligado a marcharse.
––¿Por qué?
––Porque estaba casi arruinado. ¡Ese sí que quería a Marguerite!
––Y ella también lo querría mucho sin duda.
––Con una chica tan rara como ésta una no sabe nunca a qué atenerse. La noche del día en que él se fue,
ella estaba en el teatro, como de costumbre, y sin embargo había llorado en el momento de la despedida.
En aquel momento apareció Nanme anunciándonos que la cena estaba servida.
Cuando entramos en el comedor, Marguerite estaba apoyada contra la pared, y Gaston, que la tenía
cogida de las manos, estaba hablándole en voz baja.
––Está usted loco ––le respondía Marguerite––. Sabe usted de sobra que no me interesa. A una mujer
como yo nadie le pide ser su amante al cabo de dos años de conocerla. Nosotras nos entregamos en seguida
o nunca. Vamos, señores, a la mesa.
Y, liberándose de las manos de Gaston, nos hizo sentar a él a su derecha, a mí a su izquierda, y luego dijo
a Nanine:
––Antes de sentarte, ve a decir en la cocina que si llaman no abran.
Tal orden se daba a la una de la mañana.
Reímos, bebimos y comimos mucho en aquella cena. Al cabo de unos instantes la alegría había
descendido a los últimos límites y, entre grandes aclamaciones de Nanine, de Prudence y de Marguerite, de
cuando en cuando estallaban esas palabras que a ciertas gentes les hacen mucha gracia y que manchan
siempre la boca que las dice. Gaston se divertía francamente; era un muchacho de gran corazón, pero tenía
el espíritu un poco maleado por los hábitos primeros. Por un momento quise aturdirme, dejar que mi
corazón y mi pensamiento permanecieran indiferentes al espectáculo que tenía ante los ojos y tomar parte
en aquella alegría que parecía ser uno de los manjares de la cena; pero poco a poco me fui aislando de aquel
ruido, mi vaso seguía lleno, y casi me puse triste viendo a aquella hermosa criatura de veinte años beber,
hablar como un carretero y reír más cuanto más escandaloso era lo que se decía.
Sin embargo aquella alegría,, aquella forma de hablar y de beber, que en los otros comensales me
parecían resultado del libertinaje, la fuerza o la costumbre, en Marguerite me parecían una necesidad de
olvidar, una fiebre, una irritabilidad nerviosa. A cada copa de champán sus mejillas se teñían de un rojo
febril, y una tos, ligera al comienzo de la cena, se había ido haciendo a la larga lo suficientemente fuerte
para obligarla a echar la cabeza sobre el respaldo de la silla y a apretarse el pecho con las manos cada vez
que tosía.
Yo sufría por el daño que harían en su débil organismo aquellos excesos diarios.
Al fm sucedió algo que yo había previsto y me temía. Hacia el final de la cena se apoderó de Marguerite
un acceso de tos más fuerte que todos los que había tenido desde que yo estaba allí. Me pareció como si su
pecho se desgarrase interiormente. La pobre chica se puso púrpura, cerró los ojos por el dolor y se llevó a
los labios la servilleta, que una gota de sangre enrojeció. Entonces se levantó y se fue corriendo al cuarto de
aseo.
––¿Pero qué le pasa a Marguerite? ––preguntó Gaston.
––Pues le pasa que ha reído demasiado y escupe sangre ––dijo Prudence––. ¡Oh, no será nada, le pasa
todos los días! Ya volverá. Dejémosla solar prefiere que sea así.
Pero yo no pude contenerme, y ante la gran estupefacción de Prudence y de Nanine, que me llamaban
para que volviera, fui a reunirme con Marguerite.
La habitación donde se había refugiado sólo estaba iluminada por una vela colocada encima de una mesa.
Echada en un gran canapé, con el vestido desabrochado, tenía una mano sobre el rorazón y dejaba colgar la
otra. Encima de la mesa había una palangana de plata con agua hasta la mitad; el agua estaba veteada de
hilillos de sangre.
Marguerite, muy pálida y con la boca entreabierta, intentaba recobrar el aliento. Por momentos su pecho
se hinchaba en un hondo suspiro que, una vez exhalado, parecía aliviarla un poco, y le producía durante
unos pocos segundos un sentimiento de bienestar.
Me acerqué a ella, sin que hiciera ningún movimiento, me senté y le tomé la mano que reposaba sobre el
canapé.
––¿Ah, es usted? ––me dijo con una sonrisa.
Supongo que mi cara tenía un aspecto alterado, pues añadió:
––¿También usted se siente mal?
––No; y a usted ¿no se le ha pasado todavía?
––No mucho y se secó con el pañuelo las lágrimas que la tos había hecho acudir a sus ojos––; pero ya
estoy acostumbrada.
––Está usted matándose, señora ––le dije entonces con voz emocionada––. Me gustaría ser amigo suyo,
alguien de su familia, para impedirle que esté haciéndose daño de este modo.
––¡Bah! La verdad es que no vale la pena que se alarme usted ––replicó en un tono un poco amargo––.
Ya ve cómo se ocupan de mí los otros: saben perfectamente que con esta enfermedad no hay nada que
hacer.
Dicho esto, se levantó y, tomando la vela, la puso sobre la chimenea y se miró en el espejo.
––¡Qué pálida estoyl ––dijo, abrochándose el vestido y pasándose los dedos por el pelo para alisarlo––.
¡Bah! Vamos otra vez a la mesa. ¿Viene?
Pero yo estaba sentado y no me moví.
Comprendió la emoción que me había causado aquella escena, pues se acercó a mí y, tendiéndome la
mano, me dijo:
––Vamos, venga.
Tomé su mano, y la llevé a mis labios, humedeciéndola sin querer con dos lágrimas largo tiempo
contenidas.
––¡Pero, bueno, no sea usted niño! ––dijo, volviendo a sentarse a mi lado––. ¡Mira que ponerse a llorarl
¿Qué le pasa?
––Debo de parecerle un necio, pero lo que acabo de ver me ha hecho un daño espantoso.
––Es usted muy bueno. Pero ¿qué quiere que haga? No puedo dormir, y tengo que distraerme un poco. Y
además, chicas como yo, una más o menos ¿qué importa? Los médicos me dicen que la sangre que escupo
procede de los bronquios; yo hago como que los creo, es todo lo que puedo hacer por ellos.
––Escuche, Marguerite ––dije entonces expansionándome sin poderme contener––, no sé la influencia
que llegará usted a tener sobre mi vida, pero lo que sé es que en este momento no hay nadie, ni siquiera mi
hermana, que me interese tanto como usted. Y llevo así desde que la vi. Pues bien, en nombre del cielo,
cuídese y no siga viviendo como ahora.
––Si me cuidara, moriría. Esta vida febril que llevo es lo que me sostiene. Además, cuidarse está bien
para las mujeres de la buena sociedad que tienen familia y amigos; pero a nosotras, en cuanto dejamos de
servir a la vanidad o al placer de nuestros amantes, nos abandonan, y a los largos días suceden las largas
noches. Mire, yo lo sé muy bien: estuve dos meses en la cama, y al cabo de tres semanas ya nadie venía a
verme.
––Es verdad que yo no soy nada para usted ––repuse––, pero, si usted quisiera, la cuidaría como un
hermano, no la dejaría y la curaría. Y luego, cuando tuviera fuerzas para ello, podría usted volver a
proseguir la vida que ahora lleva, si así le pareciese; pero estoy seguro de que preferiría usted una
existencia tranquila, que la haría más dichosa y la conservaría bonita.
––Esta noche piensa usted así, porque tiene el vino triste, pero no tendría usted la paciencia de que
presume.
––Permítame decirle, Marguerite, que estuvo usted enferma dos meses y que durante esos dos meses vine
todos los días preguntar por usted.
––Es verdad; pero ¿por qué no subía usted?
––Porque entonces no la conocía.
––¿Es que hay que andar con tantas consideraciones con uni chica como yo?
––Siempre hay que tenerlas con una mujer; al menos ésa es m opinión.
––¿Así que usted me cuidaría?
––Sí.
––¿Se quedaría usted todos los días a mi lado?
––Sí.
––¿Incluso todas las noches?
––Todo el tiempo que no la aburriera.
––¿Cómo llama usted a eso?
––Abnegación.
––¿Y de dónde viene esa abnegación?
––De una simpatía irresistible que siento por usted.
––¿Así que está usted enamorado de mí? Dígalo en seguida, el mucho más sencillo.
––Es posible; pero, si tengo que decírselo algún día, no será hoy.
––Hará mejor no diciéndomelo nunca.
––¿Por qué?
––Porque de esa declaración no pueden resultar más que dos cosas.
––¿Cuáles?
––O que yo no lo acepte, y entonces me odiará usted, o que la acepte, y entonces tendría usted una
amante lastimosa; una mujer nerviosa, enferma, triste, o alegre, pero con una alegría más triste que la
misma tristeza; una mujer que escupe sangre y que gasta cien mil francos al año está bien para un viejo
ricachón como el duque, pero es muy enojosa para un joven como usted, y la prueba es que todos los
amantes jóvenes que he tenido me han abandonado bien pronto.
Yo no respondía nada: escuchaba. Aquella franqueza, que tenía casi algo de confesión, aquella vida
dolorosa entrevista bajo el velo dorado que la cubría, y de cuya realidad huía la pobre chica refugiándose en
el libertinaje, la embriaguez y el insomnio, todo aquello me impresionó de tal modo, que no encontré ni una
palabra.
––Vamos ––continuó Marguerite––, estamos diciendo niñerías. Déme la mano y volvamos al comedor.
Nadie tiene por qué saber el motivo de nuestra ausencia.
––Vuelva usted, si le parece bien, pero yo le pido permiso para quedarme aquí.
––¿Por qué?
––Porque su alegría me hace mucho daño.
––Bueno, pues estaré triste.
––Escuche, Marguerite, déjeme decirle una cosa, que sin dude le han dicho muchas veces, y que de tanto
oírla quizá ya no puedi usted creer, pero que no por eso es menos cierta y que no volveré ,j decirle nunca.
––¿Y es...? ––––dijo con esa sonrisa propia de las madres jóven cuando van a escuchar una locura de su
hijo.
––Pues que desde que la vi, no sé cómo ni por qué, ha ocupadc usted un sitio en mi vida; que, por más
que he intentado arrojar su imagen de mi pensamiento, vuelve una y otra vez; que hoy, cuando he vuelto a
encontrarla, después de haber estado dos añoÍ sin verla, ha adquirido usted sobre mi corazón y mi cabeza
un ascendiente aún mayor; y, en fin, que ahora que me ha recibido, que la conozco, que sé todo lo que de
extraño hay en usted, se me ha hecho indispensable, y me volveré loco no ya si no me ama, pero aun si no
me deja amarla.
––Pero, desgraciado, debería decirle lo que decía la señora D.. «Es entonces usted muy rico». ¿Pero no
sabe usted que gasto seis siete mil francos al mes, y que ese gasto se me ha hecho imprescindible? ¿No sabe
usted, pobre amigo mío, que lo arruinaría en nada y menos, y que su familia le prohibiría entrar en casa
para enseñarle así a vivir con una criatura como yo? Quiéramd mucho; como un buen amigo, pero nada
más. Venga a verme,, reiremos, charlaremos, pero no exagere lo que valgo, porque nq valgo gran cosa.
Tiene usted buen corazón, necesita ser amadoi pero es excesivamente joven y sensible para vivir en nuestrq
mundo. Búsquese una mujer casada. Ya ve usted que soy buena chica y que le hablo francamente.
––¡Pero, buenol ¿Qué diablos están haciendo aquí? gri Prudence, a quien no habíamos oído llegar y que
apareció en umbral de la habitación medio despeinada y con el vestid desabrochado. En aquel desorden
reconocí la mano de Gaston.
––Estamos hablando de cosas serias ––dijo Marguerite Déjenos un momento, que vamos en seguida a
reunirnos co ustedes.
––Bueno, bueno, sigan charlando, hijos míos ––dijo Prudence al retirarse, cerrando la puerta como para
reforzar el tono en que había pronunciado las últimas palabras.
––Así pues ––prosiguió Marguerite, cuando nos quedamos solos––, estamos de acuerdo en que dejará de
quererme.
––Me marcharé.
––¿Pero tan fuerte le ha dado?
Había ido demasiado lejos para dar marcha atrás, y por otra parte aquella chica me trastornaba. Aquella
mezcla de alegría, tristeza, candor, prostitución, incluso aquella enfermedad, que en su caso desarrollaba la
sensibilidad ante las impresiones como la irritabilidad de los nervios, todo ello me indicaba que, si desde el
principio no adquiría dominio sobre aquella naturaleza ligera y olvidadiza, la perdería.
––¡Vamos, entonces lo dice en serio!
––Muy en serio.
––¿Pero por qué no me lo ha dicho antes?
––¿Y cuándo se lo habría dicho?
––Pues al día siguiente de aquel en que me fue usted presentado en la Opera Cómica.
––Creo que, si hubiera venido a verla, me habría recibido usted muy mal.
––¿Por qué?
––Porque la víspera me porté como un estúpido.
––Eso es verdad. Sin embargo, ya me quería por entonces.
––Sí.
––Lo que no le impidió ir a acostarse y dormir tan tranquilamente después del espectáculo. Todos
sabemos lo que son esos grandes amores.
––Sí, sólo que en eso se equivoca usted. ¿Sabe lo que hice la noche de la Opera Cómica?
––No.
––La esperé a la puerta del Café Inglés. Seguí el coche que la llevó a usted y a sus tres amigos y, cuando
la vi bajar Bola y entrar en su casa, me sentí muy feliz.
Marguerite se echó a reír.
––¿De qué se ríe?
––De nada.
––Dígamelo, se lo suplico, o acabaré por creer que está otra vez burlándose de mí.
––¿No se enfadará?
––¿Con qué derecho podría enfadarme?
––Bueno, pues tenía una buena razón para entrar sola.
––¿Cuál?
––Estaban esperándome aquí.
Si me hubiera dado una puñalada, no me habría hecho tanto! daño. Me levanté y, tendiéndole la mano:
––Adiós ––le dije.
––Sabía que se enfadaría ––dijo––. Los hombres rabian por enterarse de lo que va a hacerles sufrir.
––Pues le aseguro ––añadí con un tono frío, como si hubiera querido demostrarle que estaba curado para
siempre de mi pasión––, le aseguro que no estoy enfadado. Es muy natural que la; esperase alguien, como
es muy natural que yo me vaya a las tree de la mañana.
––¿También a usted está esperándolo alguien en su casa?
––No, pero tengo que irme.
––Adiós, entonces.
––¿Me echa usted?
––De ninguna manera.
––¿Por qué me hace sufrir así?
––¿Que yo le hago sufrir?
––Me dice que alguien estaba esperándola.
––No he podido dejar de reírme ante la idea de que usted se sintiera tan feliz de verme entrar sola,
cuando había una razón tan buena para ello.
––Muchas veces le entra a uno alegría por una niñería, y no está bien destruir esa alegría, cuando,
dejándola subsistir, se puede hacer más feliz aún al que la encuentra.
––¿Pero con quién cree que está tratando? Yo no soy una virgen ni una duquesa. No lo conozco más que
de hoy y no tengo por qué! darle cuenta de mis actos. Y aun admitiendo que un día llegara a ser su amante,
ha de saber que he tenido otros amantes antes que usted. Si ya ahora empieza haciéndome escenas de celos,
¡qué será después, si ese después existe alguna vez! No he visto nunca un hombre como usted.
––Es que nadie la ha querido nunca como yo.
––Vamos a ver, francamente, ¿tanto me quiere usted?
––Creo que todo lo que es posible querer.
––¿Y desde cuándo dura eso...?
––Desde un día en que la vi bajar de una calesa y entrar en Susse, hace tres años.
––¿Sabe que eso es muy hermoso? Bueno, ¿y qué tengo que hacer para corresponder a tan gran amor?
––Quererme un poco ––dije, mientras los latidos de mi corazón casi me impedían hablar; pues, pese a las
sonrisas medio burlonas con que había acompañado toda aquella conversación, me parecía que Marguerite
empezaba a compartir mi turbación y que me acercaba a la hora esperada desde hacía tanto tiempo.
––Bueno, ¿y el duque?
––¿Qué duque?
––Mi viejo celoso.
––No se enterará de nada.
––¿Y si se entera?
––La perdonará.
––¡Ah, eso sí que nol Me abandonará, ¿y qué será de mí?
––Ya está arriesgándose usted a ese abandono por otro.
––¿Cómo lo sabe usted?
––Por el aviso que ha dado de que esta noche no dejen entrar a nadie.
––Es cierto; pero ése es un amigo serio.
––Que a usted no le importa mucho, puesto que le prohíbe la entrada a tales horas.
––No es usted precisamente quien debiera reprochármelo, puesto que ha sido para recibirlo a usted y a su
amigo.
Poco a poco había ido acercándome a Marguerite, había pasado mis manos en torno a su cintura y sentía
su cuerpo flexible apoyarse ligeramente en mis manos entrelazadas.
––¡Si supiera cuánto la quiero! ––le dije en voz muy baja.
––¿De veras?
––Se lo juro.
––Bueno, pues, si me promete no hacer más que mi voluntad sin decir una palabra, sin hacerme una
observación, sin preguntarme nada, tal vez pueda llegar a amarlo.
––¡Todo lo que quiera!
––Pero le advierto que quiero ser libre de hacer lo que me parezca, sin tener que darle la menor
explicación sobre mi vida. Hace tiempo que busco un amante joven, sin voluntad, enamorado sin
desconfianza, amado sin dérechos. Nunca he podido encontrar uno. Los hombres, en vez de estar
satisfechos de que se les conceda durante mucho tiempo lo que apenas hubieran, esperado obtener una vez,
piden cuentas a su amante del pasado, del presente y hasta del futuro. A medida que se acostumbran a ella,
quieren dominarla, y, cuanto más se les da todo lo que quieren, tanto más exigentes van haciéndose. Si
ahora me decido a tomar un nuevo amante, quiero que tenga tres cualidades poco frecuentes: que sea
confiado, sumiso y discreto.
––Bueno, pues yo seré todo lo que usted quiera.
––Ya lo veremos.
––¿Y cuándo lo veremos?
––Más tarde.
––¿Por qué?
––Porque ––––dijo Marguerite, liberándose de mis brazos y tomando de un gran ramo de camelias rojas
comprado por la mañana una camelia que colocó en mi ojal––, porque no siempre se puedén cumplir los
tratados el mismo día en que se firman.
Era fácilmente comprensible.
––¿Y cuándo volveré a verla? ––dije, tomándola entre mis brazos.
––Cuando esta camelia cambie de color.
––¿Y cuándo cambiará de color?
––Mañana, de once a doce de la noche. ¿Está usted contento?
––¿Y usted me lo pregunta? Comentario [L37]: Pregunta retórica,
––De esto, ni una palabra a su amigo, ni a Prudence, ni a nadie. que en castellano haría célebre una rims de
–– Se lo prometo. Bécquer:
––Ahora béseme, y volvamos al comedor. «¡Qué es poesía! ¿Y tú me lo preguntas?
Me ofreció sus labios, alisó de° nuevo sus cabellos, y salimos de aquella habitación, ella cantando, yo Poesía... eres tú.»
medio loco.
En el salón se detuvo y me dijo en voz muy baja: La misma frase, en forma admirativa, será
repetida por Armand más adelante.
––Quizá le parezca raro que me haya mostrado tan dispuesta a aceptarlo así, en seguida. ¿Sabe a qué se
debe? Se debe ––continuó, tomándome una mano y colocándola contra su corazón, cuyas palpitaciones
violentas y repetidas yo sentía––, se debe a que, ante la perspectiva de vivir menos que los demás, me he
propuesto vivir más de prisa.
––No vuelva a hablarme de ese modo, se lo suplico.
––¡Oh, consuélesel ––prosiguió, riendo––. Por poco que viva, viviré más tiempo del que usted me quiera.
Y entró cantando en el comedor.
––¿Dónde está Nanine? ––dijo al ver a Gaston y a Prudence solos.
––Se ha ido a dormir a la habitación de usted, esperando que usted se acueste ––respondió Prudence.
––¡Pobre infeliz! ¡Estoy matándolal Vamos, señores, retírense, ya es hora.
Diez minutos después Gaston y yo salimos. Marguerite me estrechó la mano diciéndome adiós y se
quedó con Prudence.
––Bueno ––me preguntó Gaston, cuando estuvimos fuera––, ¿qué me dice de Marguerite?
––Es un ángel, y estoy loco por ella.
––Me lo imaginaba. ¿Se lo ha dicho?
––Sí.
––¿Y le ha prometido hacerle caso?
––No.
––No es como Prudence.
––¿Ella sí que se lo ha prometido?
––¡Ha hecho algo más, amigo mío! ¡Aunque no lo parezca, hay que ver lo buena que está todavía esa
gorda de Duvernoy!
XI
Cuando volví a cara ––prosiguió, sin necesidad de concentrarse, de tan presentea como estaban aún en su
pensamiento todos los detalles––, no me acosté; me pose a reflexionar sobre la aventura de la jornada. El
encuentro, la presentación, el compromiso de Marguerite para conmigo, todo había sido tan rápido, tan
inesperado, que había momenios en que creía haber soñado. Sin embargo, tampoco era la primera vez que
una chica como Marguerite prometía entregarse a un hombre al día siguiente de aquel en que se lo había
pedido.
Por más que me hacía tal reflexión, la primers impresión que mi futura amante me produjo había sido tan
fuerte, que sigue subsistiendo todavía. Yo seguía empeñado en no ver en ella una chica como las demás y,
con era vanidad tan común a todos los hombres, estaba dispuesto a creer que ella sentía por mí la misma
irresistible atracción que yo sentía por ella.
Sin embargo tenía ante los ojos ejemplos muy contradictorios. y con frecuencia había oído decir que el
amor de Marguerite había pasado a ser un artículo más o menos carp según la estación.
Por otro lado, ¿cómo conciliar aquella reputación con los continuos rechazos al joven conde que vimos
en su casa? Dirá usted que no le gustaba y que, como el duque la mantenía espléndidamente, antes de tomar
otro amante prefería un hombre que le gustase. Pero entonces, ¿por qué no le interesaba Gaston, siendo
como era simpático, ingenioso y rico, y parecía aceptarme a mí, que le había dado la impresión de ser tan
ridículo la primers vez que me vio?
Es cierto que hay incidentes de un minuto que producen más efecto que un cortejo de un año.
De todos los que estábamos cenando yo fui el único que se preocupó al verla dejar la mesa. Yo la seguí,
me emocioné sin poder disimularlo, lloré al besarle la mano. Aquella circunstancia, unida a mis visitas
cotidianas durante los dos meses de su enfermedad, pudo hacerle ver en mí un hombre distinto de todos los
que había conocido hasta entonces, y quizá se dijo que bien podía hacer por un amor expresado de aquel
modo lo que había hecho tantas veces, algo que ya no podía tener consecuencias para ella.
Como ve usted, todas aquellas suposiciones eran bastante verosímiles; pero, fuera coal fuese la razón de
su consentimiento, lo cierto era que ella había consentido.
Pues bien, estaba enamorado de Marguerite, iba a ser mía, no podía pedirle más. Y sin embargo, se lo
repito, aunque fuera una entretenida, harts tal punto había hecho yo de aquel amor, quizá para poetizarlo,
un amor sin esperanza, que, cuanto más se acercaba el momento en que ya no tendría siquiera necesidad de
esperar, más dudas me entraban.
No pude pegar ojo en toda la noche.
No me conocía a mí mismo. Estaba medio loco. Tan pronto no me veía ni lo bastante guapo, ni lo
bastante rico, ni lo bastante elegante para poseer una mujer semejante, como me sentía lleno de vanidad
ante la idea de aquella posesión; luego empezaba a temer que Marguerite no sintiera por mí más que un
capricho pasajero, y, presintiendo una desgracia en una pronta ruptura, me decía que quizá haría mejor no
yendo aquella noche a su casa y marcharme escribiéndole mis temores. De ahí pasaba a tener una esperanza
infinita, una confianza ilimitada. Fabricaba increíbles sueños de futuro; me decía que aquella chica me
debería su curación fisica y moral, que pasaría toda mi vida con ella y que su amor me haría más feliz que
los más virginales amores.
En fin, no podría repetirle los mil pensamientos que subieron de mi corazón a mi cabeza y que fueron
extinguiéndose poco a poco en el sueño, que me venció al rayar el día.
Eran las dos cuando me desperté. Hacía un tiempo magnífico. No recuerdo que nunca la vida me haya
parecido tan hermosa y tan plena. Volvían a mi mente los recuerdos de la víspera, sin sombras, sin
obstáculos y alegremente escoltados por las esperanzas de aquella noche. Me vestí a toda prisa. Estaba
contento y me sentía capaz de las mejores acciones. De cuando en cuando el corazón me saltaba de alegría
y de amor dentro del pecho. Una dulce fiebre me agitaba. Ya no me preocupaba de las razones que me Comentario [L38]: Se refiere a dos
habían inquietado antes de dormirme. No veía más que el resultado, no pensaba más que en la hora en que grandes caballos sostenidos por un hombre
volvería a ver a Marguerite. a pie que hay a la entrada de los Campos
Elíseos y que fueron esculpidos por el
Me fue imposible quedarme en casa. Mi habitación me parecía muy pequeña para contener tanta escultor francés Guillaume Coustou (1677-
felicidad; necesitaba la naturaleza entera para expansionarme. 1746), autor también de varias esculturas
Salí. del jardín de las Tullerías. Los caballos de
Pasé por la calle de Antin. El cupé de Marguerite la esperaba a la puerta; me dirigí hacia los Campos Marly es su obra maestra. Se llaman así
porque pertenecieron a la Residencia Real
Elíseos. Amaba, aun sin conocerlos, a todos los que encontraba a mi paso. conocida con el nombre de Marly-le-Roi,
¡Qué buenos nos hace el amor! que el arquitecto francés Jules Hardouin de
Llevaba una hora paseándome desde los caballos de Marly a la glorieta y desde la glorieta a los caballos Mansart o Mansard (1646-1708) construyó
de Marly, cuando vi de lejos el coche de Marguerite; no lo reconocí, lo adiviné. para Luis XIV a 8 km al N de Versalles,
junto al bosque de Marly. El fastuoso
En el momento de doblar hacia los Campos Elíseos, mandó parar, y un joven alto se separó de un grupo palacio estuvo adomado con muchas y
donde estaba charlando y fue a charlar con ella. bellas estatuas, algunas de las cuales fueron
Charlaron unos instantes; el joven fue a reunirse con sus amigos, los caballos reemprendieron la marcha, trasladadas a París cuando el palacio fue
y yo, que me había acercado al grupo, reconocí en el que había hablado con Marguerite a aquel conde de abandonado y empezó a deteriorarse. Entre
ellas se hallaban los citados caballos, que
G... cuyo retrato había visto yo y a quien Prudence señalaba como el hombre al que Marguerite debía su adornaban la entrada del abrevadero de
posición. Marly. Coustou perteneció a una familia de
escultores franceses, entre los que cabe
recordar a su hermano Nicolás (1658-1733),
autor de La Píedad de la catedral de París.
Era a él a quien había prohibido la entrada la noche anterior; supuse que ella había mandado parar el
coche para darle la explicación de aquella prohibición, y esperé que a la vez hubiera encontrado cualquier
otro pretexto para no recibirlo la noche siguiente.
Ignoro cómo transcurrió el resto de la jornada; anduve, fumé, charlé, pero a las diez de la noche no
recordaba nada de lo que dije ni con quiénes me encontré.
Todo lo que recuerdo es que volví a mi casa, que me pasé tres horas acicalándome y que miré cien veces
mi reloj y el de pared, que por desgracia iban los dos igual.
Cuando dieron las diez y media, me dije que ya era hora de salir.
Por entonces vivía yo en la calle de Provence: seguí por la calle del Mont––Blanc, atravesé el bulevar,
tomé la calle de Luois––leGrand, la de Port––Mahon y llegué a la de Antin. Miré hacia las ventanas de
Marguerite.
Había luz en ellas.
Llamé.
Pregunté al portero si estaba en casa la señorita Gautier.
Me respondió que no volvía nunca antes de las once o las once y cuarto.
Miré mi reloj.
Creía que había venido muy despacio, y no había empleado más de cinco minutos para ir de la calle de
Provence a la casa de Marguerite.
Así que estuve paseándome por aquella calle sin tiendas y desierta a aquella hora.
Al cabo de media hora llegó Marguerite. Bajó de su cupé mirando a su alrededor como si estuviera
buscando a alguien.
El coche se fue al paso, pues en la casa no había cuadras ni cochera. En el momento en que Marguerite
iba a llamar me acerqué y le dije:
Buenas noches.
––¡Ah!, ¿es usted? ––me dijo en un tono poco tranquilizador respecto al placer que le causaba el
encontrarme allí.
––¿No me permitió que viniera a visitarla hoy?
––Sí, es verdad; lo había olvidado.
Aquellas palabras echaban por tierra todas mis reflexiones de la mañana, todas las esperanzas de la
jornada. Sin embargo, empecé a habituárme a sus modales y no me fui, cosa que evidentemente hubiera
hecho en otro tiempo.
Entramos.
Nanine había abierto ya la puerta.
––¿Ha vuelto Prudence? ––preguntó Marguerite.
––No, señora.
––Ve a decir que venga en cuanto vuelva. Apaga antes la lámpara del salón y, si viene alguien, di que no
he vuelto y que ya no volveré.
Tenía el aspecto de una mujer preocupada por algo y quizá molesta por un importuno. Yo no sabía qué
cara poner ni qué decir. Marguerite se dirigió hacia su dormitorio; yo me quedé donde estaba.
––Venga ––me dijo.
Se quitó el sombrero y el abrigo de terciopelo y los arrojó sobre la cama; luego se dejó caer en un gran
sillón, al lado del fuego, que mandaba encender hasta principios de verano, y me dijo, mientras jugueteaba
con la cadena de su reloj:
––Bueno, ¿y qué me cuenta de nuevo?
––Nada, sino que me he equivocado viniendo esta noche.
––¿Por qué?
––Porque parece usted contrariada y sin duda estoy estorbando. No estorba usted; sólo que estoy un poco
enferma, me he sentido indispuesta todo el día, no he dormido y tengo una jaqueca horrible.
––¿Quiere que me vaya para dejarla meterse en la cama?
––¡Oh!, puede usted quedarse; si quiero acostarme, no tengo inconveniente en acostarme delante de
usted.
En aquel momento llamaron.
––¿Quién viene ahora? Eijo con un movimiento de impaciencia.
Unos instantes después volvieron a llamar.
Por lo visto no hay nadie para abrir; voy a tener que abrir yo misma.
Y, en efecto, se levantó diciéndome:
––Espere aquí.
Atravesó el piso y oí abrir la puerta de entrada. Escuché.
El hombre a quien había abierto se detuvo en el comedor. A las primeras palabras reconocí la voz del
joven conde de N...
––¿Cómo se encuentra esta noche? ––dijo.
––Mal ––respondió secamente Marguerite.
––¿La molesto?
––Quizá.
––¡Cómo me recibe usted! Pero, querida Marguerite, ¿qué le he hecho yo?
––Querido amigo, no me ha hecho usted nada. Estoy enferma y tengo que acostarme, así que hágame el
favor de marcharse. Me fastidia no poder volver por la noche sin verlo aparecer cinco minutos después.
¿Qué quiere? ¿Que sea su amante? Bueno, pues ya le he dicho cien veces que no, que me irrita usted
horriblemente y que puede dirigirse a otra parte. Se lo repito hoy por última vez: No me interesa usted,
¿está entendido? Adiós. Mire, ahí vuelve Nanine; ella lo alumbrará. Buenas noches.
Y sin añadir una palabra, sin escuchar lo que balbuceaba el joven, Marguerite volvió a su habitación y
cerró violentamente la puerta, por la que a su vez entró Nanine casi inmediatamente.
––Escúchame ––le dijo Marguerite––, dile siempre a ese imbécil que no estoy o que no quiero recibirlo.
Ya empiezo a estar harta de ver sin cesar a esa gente que viene a pedirme lo mismo, que me pagan y que se
creen en paz conmigo. Si las que se inician en nuestro vergonzoso oficio supieran lo que es, preferirían
antes hacerse doncellas. Pero no; la vanidad de tener vestidos, coches, diamantes nos arrastra; te crees todo
lo que oyes, pues la prostitución tiene su fe, y el corazón, el cuerpo, la belleza se te van desgastando poco a
poco; te temen como a una fiera, te desprecian como a un paria, estás rodeada de gente que siempre se lleva
más de lo que te da, y un buen día revientas como un perro, después de haber perdido a los demás y haberte
perdido a ti misma.
––Vamos, señora, cálmese ––dijo Nanine––; está muy nerviosa esta noche.
––Este vestido me molesta ––prosiguió Marguerite, haciendo saltar las presillas de su corpiño––; dame
un peinador. Bueno, ¿y Prudence?
––No había vuelto todavía, pero le dirán que venga a ver a la señora eri cuanto vuelva.
––Otra que tal ––––continuó Marguerite, quitándose el vestido y poniéndose un peinador blanco––. Otra
que se las apaña perfectamente para encontrarme cuando me necesita y que nunca me hace gratis un favor.
Sabe que espero esa respuesta esta noche, que me hace falta, que estoy intranquila, y estoy segura de que se
ha ido por ahí sin preocuparse de mí.
––A lo mejor la han entretenido.
––Al que nos traigan el ponche.
––Va a hacerle daño otra vez ––dijo Nanine.
––Mejor. Tráeme también fruta, paté o un ala de pollo, cualquier cosa, pero en seguida; tengo hambre.
Es inútil decirle la impresión que me causaba aquella escena; lo adivina usted,¿verdad?
––Cenará usted conmigo ––me dijo––; entre tanto, coja un libro; voy un momento al cuarto de aseo.
Encendió las velas de un candelabro, abrió una puerta situada al pie de la cams y desapareció.
Yo me puce a reffexionar sobre la vida de aquella chits, y mi amor aumentó con la piedad.
Estaba paseándome a grandes pasos por aquella habitación, sumido en mis pensamientos, cuando entró
Prudence.
––¡Vaya! ¿Usted aquí? ––me dijo––. ¿Dónde está Marguerite?
––En el cuarto de aseo.
––La esperaré. Una cosa, ¿no sabe que lo encuentra a usted encantador?
––No.
––¿No se lo ha insinuado?
––En absoluto.
––¿Y. cómo está usted aquí?
––He venido a hacerle una visits.
––¿A las dote de la noche?
––¿Por qué no?
––¡Farsante!
––Pues me ha recibido muy mal.
––Verá como ahora lo recibe mejor.
––¿Cree usted?
––Le traigo una buena noticia.
––No time importancia. ¿Así que le ha hablado de mí?
––Anoche, o por mejor decir esta noche, cuando se fue usted con su amigo... A propósito, ¿cómo está su
amigo? Gaston R..., creo que se llama así, ¿no?
––Sí ––dije, sin poder dejar de sonreír, al recordar la confidencia que Gaston me había hecho y ver que
Prudence apenas sabía su nombre.
Es simpático ese muchacho. ¿Qué hace?
Tiene veinticinco mil francos de renta.
––¡Ah!, ¿de veras? Bueno, pues, volviendo a usted, Marguerite me ha interrogado acerca de usted; me ha
preguntado quién era, qué hacía, qué amantes había tenido; en fin, todo lo que puede preguntarse sobre un
hombre de su edad. Le he dicho todo lo que sé, añadiendo que es usted un muchacho encantador, y eso es
todo.
––Se lo agradezco; ahora dígame qué fue lo que le encargó a usted ayer.
––Nada; lo dijo para que se fuera el conde, pero hoy sí que me ha encargado algo, y esta noche le traigo
la respuesta.
En aquel momento salió Marguerite del cuarto de aseo: traía coquetamente puesto el gorro de dormir
adornado con manojos de cintas amarillas, llamados técnicamente borlas.
Estaba encantadora de aquel modo.
Llevaba en sus pies desnudos zapatillas de raso, y acababa de arreglarse las uñas.
––Bueno ––dijo al ver a Prudence––, ¿ha visto al duque?
––¡Pues claro!
––¿Y qué le ha dicho?
––Me lo ha dado.
––¿Cuánto?
––Seis mil.
––¿Los tiene ahí?
––Sí.
––¿Parecía contrariado?
––No.
––¡Pobre hombre!
Aquel «¡pobre hombre!» fue pronunciado en un tono imposible de describir. Marguerite cogió los seis
billetes de mil francos.
––Ya era hora dijo––. Querida Prudence, ¿necesita dinero?
––Ya sabe, hija mía, que dentro de dos días estamos a 15: si pudiera prestarme trescientos o cuatrocientos
francos, me haría un gran favor.
––Mande a buscarlos mañana por la mañana, ahora es muy tarde para ir a cambiar.
––No se olvide.
––Descuide. ¿Cena con nosotros?
––No, me está esperando Charles en casa.
––¿Pero sigue usted tan loca por él?
––¡Chiflada, querida! Hasta mañana. Adiós, Armand.
La señora Duvernoy salió.
Marguerite abrió su secreter y echó dentro los billetes de banco.
––¿Me permite que me acueste? ––dijo sonriendo y dirigiéndose hacia la cama.
––No sólo se lo permito, sino que se lo ruego.
Retiró hacia los pies de la cama la colcha de guipur que la cubría y se acostó. Comentario [L39]: Tejido en figura de
––Ahora ––dijo––, venga a sentarse a mi lado y charlemos. redecilla o especie de encaje de malla ancha
Prudence tenía razón: la respuesta que había traído a Marguerite la alegró.
––¿Me perdona el mal humor de esta noche? ––me dijo, cogiéndome la mano.
––Estoy dispuesto a perdonarle muchos más.
––¿Y me quiere?
––Hasta volverme loco.
––¿A pesar de mi mal carácter?
––A pesar de todo.
––¿Me lo jura?
––Sí ––le dije en voz baja.
Nanine entró entonces llevando platos, un pollo frío, una botella de burdeos, fresas y dos cubiertos.
––No he dicho que le hagan el ponche ––dijo Nanine––; para usted es mejor el burdeos, ¿verdad, señor?
––Desde luego ––respondí, emocionado todavía por las últimas palabras de Marguerite y con los ojos
aráientemente fijos en ella.
––Bueno ––dijo––, pon todo eso en la mesita y acércala a la cama; nos serviremos nosotros mismos.
Llevas tres noches en vela y debes de tener ganas de dormir; ve a acostarte, no necesito nada.
––¿Hay que cerrar la puerta con dos vueltas de llave?
––¡Ya lo creo! Y, sobre todo, di que no dejen entrar a nadie antes de mediodía.
XII
A las cinco de la mañana, cuando el día empezaba a despuntar a través de las cortinas, Marguerite me
dijo:
––Perdona que te eche, pero es preciso. El duque viene todas las mañanas; van a decirle que estoy Comentario [L40]: Nótese el salto al
durmiendo, cuando llegue, y quizá esperará a que me despierte. tuteo, símbolo del salto a la intimidad total.
Tomé entre mis manos la cabeza de Marguerite, cuyos cabellos sueltos se esparcían a su alrededor, y le En todo caso, no se olvide que estamos en
1848 y en París, donde el tratamiento tiene
di un último beso diciéndole: mucha mayor rigidez, llegando a límites
––¿Cuándo volveré a verte? hoy inconcebibles. Téngase sobre todo en
––Escucha ––repuso––, coge esa llavecita dorada que hay en la chimenea, ve a abrir esa puerta, vuelve a cuenta en los diálogos posteriores de
traer la llave aquí y vete. Durante el día recibirás una carta y mis instrucciones, pues ya sabes que tienes Armand con su padre. Por lo demás, el
mismo Dumas, por su carácter, era poco
que obedecerme ciegamente. dado a las familiaridades y al tuteo. En
––Sí, y si lo pidiera ya algo? cierta ocasión, cuando tenía poco más de 18
––¿Qué? años, le dijo un amigo de su padre: «Tuteo a
––Que me dejases esta llave. su padre y con usted no me atrevo. ¡Es
ridículo! Habrá que regularizarlo.» «Desde
––Nunca he hecho por nadie lo que me pides. luego ––respondió el joven Dumas––. Ya
––Bueno, pues hazlo por mí, pues lo juro que tampoco los demás lo han querido como yo. puede ir llamando de usted a mi padre.» He
––Bueno, pues quédate con ella; pero te advierto que sólo de mí depende que esa llave no te sirva para respetado en todo momento los saltos del
nada. «tú» al «usted» y viceversa, tal como
aparecen en el original.
––¿Por qué?
––Porque la puerta tiene cerrojos por dentro.
––¡Mala!
––Mandaré que los quiten.
––Entonces ¿me quieres un poco?
––No sé cómo explicarlo, pero me parece que sí. Ahora vete; me caigo de sueño.
Todavía nos quedamos durante unos segundos el uno en brazos del otro, y me fui.
Las calles estaban desiertas, la gran ciudad dormía aún, una suave brisa corría por aquellos barrios que el
ruido de los hombres iba a invadir unas horas más tarde.
Me pareció que aquella ciudad dormida era mía; busqué en mi memoria los nombres de aquellos cuya
felicidad había envidiado hasta entonces, y no recordaba a nadie que no me pareciera menos feliz que yo.
Ser amado por una joven casta, ser el primero en revelarle ese extraño misterio del amor ciertamente es
una gran felicidad, pero es la cosa más sencilla del mundo. Apoderarse de un corazón que no está
acostumbrado a los ataques es entrar en una ciudad abierta y sin guarnición. La educación, el sentido del
deber y la familia son muy buenos centinelas, pero no hay centinela tan vigilante que no pueda ser burlado
por una muchachita de dieciséis años, cuando la naturaleza, por medio de la voz del hombre que ella ama,
le da esos primeros consejos de amor, tanto más ardientes cuanto más puros parecen.
Cuanto más cree la joven en el bien, más fácilmente se abandona, si no al amante, sí al amor, pues, como
no desconfia, está desprovista de fuerza, y conseguir ser amado por ella es un triunfo que cualquier hombre
de veinticinco años podrá permitirse cuando quiera. Y es tan cierto, que mire si no cómo rodean a estas
jóvenes de vigilancia y baluartes. No tienen los conventos muros lo suficientemente altos, ni las madres
cerraduras lo suficientemente seguras, ni la religión deberes lo suficientemente asiduos para mantener a
todos esos encantadores pajarillos encerrados en su jaula, en la que ni se toman la molestia de echar flores.
De ese modo, ¡cómo no van a desear ese mundo que se les oculta, cómo no van a creerlo tentador, cómo no
van a escuchar la primera voz que a través de los barrotes les cuenta los secretos y a bendecir la primera
mano que levanta una puma del velo misterioso!
Pero ser amado realmente por una cortesana es una victoria mucho más dificil. En ellas el cuerpo ha
gastado el alma, los sentidos han quemado el corazón, el desenfreno ha acorazado los sentimientos. Las
palabras que se les dicen ya hace mucho tiempo que se las saben, los medios que se emplean con ellas los
conocen de sobra, y hasta el amor que inspiran lo han vendido. Aman por oficio y no por atracción. Están
mejor custodiadas por sus cálculos que una virgen por su madre y su convento. Y así han inventado la
palabra capricho para esos amores no comerciales que de cuando en cuando se permiten como descanso,
como excusa o como consuelo, de modo semejante a esos usureros que, tras explotar a mil individuos,
creen redimirse prestando un día veinte francos a un pobre hombre cualquiera que se está muriendo de
hambre, sin exigirle intereses ni pedirle recibo.
Y luego, cuando Dios permite el amor a una cortesana, ese amor, que parece en principio un perdón, casi
siempre acaba convirtiéndose para ella en un castigo. No hay absolución sin penitencia. Cuando una
criatura que tiene todo un pasado que reprocharse se siente de pronto presa de un amor profundo, sincero,
irresistible, del que nunca se creyó capaz; cuando ha confesado ese amor, ¡cómo la domina el hombre al
que así ama! ¡Cuán fuerte se siente él teniendo el cruel derecho de decirle: «Ya no puedes hacer por amor
nada que no hayas hecho por dinero»!
Entonces no saben qué pruebas dar. Cuenta la fábula que un niño, después de haberse divertido mucho Comentario [L41]: Alude a la fábula
tiempo en un campo gritando: «¡Socorro!» para importunar a los trabajadores, un buen día fue devorado 318 de Esopo, El pastor bromista, aunque
por un oso, porque aquellos a quienes había engañado con tanta frecuencia no creyeron aquella vez en los en la fábula esópica no se trata de un oso,
sino de un lobo. La misma fábula fue
gritos verdaderos que lanzaba. Lo mismo ocurre con esas pobres chicas, cuando aman de verdad. Han recogida por el fabulista español Félix
mentido tantas veces, que nadie quiere creerlas, y en medio de sus remordimientos se ven devoradas por su María Samaniego (1745-1801) con el título
propio amor. de El zagal y las ovejas (1. II, fáb. 4). No
De ahí esas grandes abnegaciones, esos austeros retiros de los que algunas han dado ejemplo. aparece, en cambio, en el francés Jean de
La Fontaine (1621-1695), que teóricamente
Pero, cuando el hombre que inspira ese amor redentor tiene el alma lo suficientemente generosa para era más accesible para Dumas.
aceptarla sin acordarse del pasado, cuando se abandona a él, cuando ama en fm como es amado, ese
hombre agota de golpe todas las emociones terrenales, y después de ese amor su corazón se cerrará a
cualquier otro.
Estas refiexiones no se me ocurrieron la mañana en que volvía a mi casa. Entonces no hubieran podido
ser más que el presentimiento de lo que iba a sucederme y, a pesar de mi amor por Marguerite, no
vislumbraba yo semejantes consecuencias; se me ocurren hoy. Ahora que todo ha terminado
irrevocablemente, se desprenden espontáneamente de lo que sucedió.
Pero volvamos al primer día de aquella relación. A la vuelta, yo estaba loco de alegría. Al pensar que las
barreras que mi imaginación había alzado entre Marguerite y yo habían desaparecido, que la poseía, que
ocupaba un lugar en su pensamiento, que tenía en el bolsillo la llave de su piso y el derecho de servirme de
ella, estaba contento de la vida, orgulloso de mí mismo, y amaba a Dios por permitir todo aquello. Comentario [L42]: En el romanticismo
Un día un joven pasa por una calle, se cruza con una mujer, la mira, se vuelve, sigue adelante. Aquella es frecuente que la exaltación del amor
mujer, que él no conoce, tiene placeres, penas, amores, en los que él no tiene nada que ver. Tampoco él conduz. ca a Dios. Recuérdese de nuevo la
rima de Bécquer:
existe para ella, y hasta es posible que, si le dijera algo, se burlase de él como Marguerite lo había hecho de «Hoy la tierra y los cielos me somíen, hoy
mí. Pasan las semanas, los meses, los años y, de pronto, cuando cada uno ha seguido su destino en un orden llega al fondo de mi alma el sol, hoy la he
diferente, la lógica del azar vuelve a ponerlos al uno frente al otro. Aquella mujer se convierte en amante de visto..., la he visto y me ha mirado... ¡Hoy
aquel hombre y lo ama. ¿Cómo? ¿Por qué? Sus dos existencias ya forman una sola; apenas se establece la creo en Dios!»
intimidad, les parece que ha existido siempre, y todo lo que precedió se borra de la memoria de los dos
amantes. Confesemos que es curioso.
De mí sé decir que ya no recordaba cómo había vivido hasta la víspera. Todo mi ser se exaltaba de
alegría al recuerdo de las palabras intercambiadas durante aquella primera noche. O Marguerite era muy
hábil para engañar, o sentía por mí una de esas pasiones súbitas que se revelan desde el primer beso, y que
a veces mueren también como han nacido.
Cuanto más pensaba en ello, más me decía que Marguerite no tenía ninguna razón para fingir un amor
que no hubiera sentido, y me decía también que las mujeres tienen dos formas de amar, que pueden
proceder una de otra: aman con el corazón o con los sentidos. Muchas veces una mujer toma un amante,
obedeciendo solamente a la voluntad de los sentidos, y, sin habérselo esperado, , descubre el misterio del
amor inmaterial y no vive más que para su corazón; otras veces una joven que sólo busca en el matrimonio
la unión de dos afectos puros recibe la súbita revelación del amor fisico, esa enérgica conclusión de las más
castas impresiones del alma.
Me dormí en medio de aquellos pensamientos. Me despertó una carta de Marguerite, que contenía estas
palabras:
«Aquí tiene mis instrucciones: Esta noche en el Vaudeville. Venga durante el tercer entreacto. Comentario [L43]: El Vaudeville es un
M. G.» elegante teatro que se halla precisamente en
la Chaussée d'Antin. A pesar de su nombre,
con frecuencia se representan obras de gran
Guardé la nota en un cajón, con el fin de tener siempre la realidad a mano en caso de que me entraran interés.
Judas, como me sucedía por momentos.
Como no me decía nada de que fuera a verla durante el día, no me atrevía a presentarme en su casa; pero
tenía tantas gams de encontrarme con ella antes de la noche, que fui a los Campos Elíseos, donde, como el
día anterior, la vi pasar y volver.
A las siete ya estaba yo en el Vaudeville.
Nunca había entrado tan pronto en un teatro.
Todos los palcos fueron llenándose uno tras otro. Sólo uno quedaba vacío: el proscenio de platea.
Al empezar el tercer acto oí abrir la puerta de aquel palco, del que no quitaba ojo, y apareció Marguerite.
Pasó en seguida a la parte delantera del palco, buscó por el patio de butacas, me vio y me dio las gracias
con la mirada.
Estaba maravillosamente hermosa aquella noche.
¿Era yo la causa de aqueIIa coquetería? ¿Me quería lo suficiente para creer que cuanto más hermosa me
pareciera más feliz sería? Aún no lo sabía; pero, si tal había sido su intención, lo había conseguido, pues,
cuando apareció, las cabezas ondularon unas hacia otras, y hasta el actor que se hallaba en escena en aquel
momento miró a la que turbaba de aquel modo a los espectadores con su sola aparición.
Y yo tenía la llave del piso de aquella mujer, y dentro de tres o cuatro horas iba a ser mía otra vez.
Se vitupera a los que se arruinan por actrices y entretenidas; lo sorprendente es que no hagan por ellas
veinte veces más de locuras. Hay que haber vivido, como yo, esa vida, para saber cómo las pequeñas
vanidades de cada día que proporcionan a su amante van soldando fuertemente en el corazón ––pues no
tenemos otra palabra–– el amor que uno siente por––ella.
Prudence se acomodó luego en el palco, y un hombre, en quien reconocí al conde de G..., se sentó al
fondo.
Al verlo, un escalofrío me traspasó el corazón.
Sin duda Marguerite se dio cuenta de la impresión que me había producido la presencia de aquel hombre
en su palco, pues me sonrió de nuevo y, dando la espalda al conde, pareció seguir la obra con mucha
atención. En el tercer entreacto se volvió, dijo dos palabras, el conde abandonó el palco, y Marguerite me
hizo una seña para que fuera a verla.
––Buenas noches ––me dijo cuando entré, tendiéndome la mano.
––Buenas noches ––respondí, dirigiéndome a Marguerite y a Prudence.
––Siéntese.
––No quisiera quitar el sitio a nadie. ¿No va a volver el señor conde de G...?
––Sí; lo he mandado a comprar bombones para que pudiéramos charlar solos un instante. La señora
Duvernoy está en el secreto.
––Sí, hijos ––dijo ésta––; pero no os preocupéis, que no diré nada.
––¿Qué le pasa esta noche? ––dijo Marguerite, levantándose y yendo hasta la sombra del palco para
besarme en la frente.
––No me siento muy bien.
Entonces será mejor que vaya a acostarse ––repuso con aquel aire irónico que tan bien le iba a su rostro
delicado y ocurrente.
––¿Adónde?
––A su casa.
––Bien sabe usted que allí no podría dormir.
––Entonces no venga aquí arrugándonos el morrito porque ha visto un hombre en mi palco.
––No era por eso.
––Claro que sí, bien sé yo lo que me digo; y usted está equivocado, así que no hablemos más de esto.
Vaya después del espectáculo a casa de Prudence, y quédese allí hasta que yo lo llame. ¿Entendido?
––Sí.
¿Acaso podía desobedecer?
––¿Sigue queriéndome? ––prosiguió.
––¡Y usted me lo pregunta!
––¿Ha pensado en mí?
––Todo el día.
––¿Sabe una coca? Decididamente, me temo que voy a enamorarme de usted. Pregúnteselo si no a
Prudence.
––¡Ah! ––respondió la gorda––. ¡Menudo latazol
––Ahora vuelva a su butaca; el conde va a regresar, y es mejor que no lo encuentre aquí.
––¿Por qué?
––Porque le resulta a usted desagradable verlo.
––No; sólo que, si usted me hubiera dicho que deseaba venir esta noche al Vaudeville, yo habría podido
enviarle este palco tan bien como él.
––Por desgracia, me lo llevó sin que yo se lo pidiera, y se ofreció para acompañarme. Sabe usted muy
bien que no podía negarme. Todo lo que podía hacer era escribirle dónde iba, para que usted me viese y
para tener yo también el placer de volver a verlo antes; pero, ya que me lo agradece así, tendré en cuenta la
lección.
––Me he equivocado, perdóneme.
––Enhorabuena; hula, sea bueno y vuélvase a su sitio, y sobre todo no se me ponga celoso.
Me besó otra vez y salí.
En el pasillo me encontré con el conde, que ya volvía.
Torné a mi butaca.
Después de todo, la presencia del señor de G... en el palco de Marguerite era la cosa más normal. Había
sido su amante, le llevaba un palco, la acompañaba al espectáculo: todo era muy natural, y desde el
momento en que yo tenía por amante a una chica como Marguerite no me quedaba más remedio que
aceptar sus costumbres.
No por eso dejé de sentirme menos desdichado el resto de la velada, y al irme me encontraba muy triste,
después de haber visto Prudence, al conde y a Marguerite subir a la calesa que los esperaba a la puerta.
Y, sin embargo, un cuarto de hora después ya estaba yo en casa de Prudence. Ella acababa de entrar.
XIII
Ha llegado usted casi tan de prisa como nosotros ––me dijo Prudence.
–Sí ––respondí maquinalmente––. ¿Dónde está Marguerite?
––En su casa.
––¿Sola?
––Con el señor de G...
Me paseaba a grandes pasos por el salón.
––Pero bueno, ¿qué le pasa?
––¿Cree usted que me parece divertido esperar aquí a que el señor de G... salga de casa de Marguerite?
––Tampoco usted es muy razonable que digamos. Comprenda que Marguerite no puede echar al conde a
la calle. El señor de G... ha estado mucho tiempo con eila, siempre le ha dado mucho dinero, y todavía se lo
da. Marguerite gasta más de cien mil francos al año; time muchas deudas. El duque le envía lo que le pide,
pero no siempre se atreve a pedirle todo lo que necesita. No puede romper con el conde, que le proporciona
diez mil francos al año por lo menos. Marguerite le time a usted mucho cariño, querido amigo, pero,
mirando el interés de ambos, su relación con ella no debe llegar a nada serio. Con sus siete a ocho mil
&ancos de renta no podría usted mantener el lujo de una chica así; no bastarían ni para el cuidado de su
coche. Tóme a Marguerite como es: una buena chica ingeniosa y bonita; sea su amante un mes, dos meses;
cómprele ffores, bombones y palcos; pero no se meta otra cosa en la cabeza y no le haga escenas ridículas
de celos. Sabe muy bien con quién está tratando: Marguerite no es precisamente una virtud. Usted le gusta,
usted la aprecia, no se preocupe de lo demás. ¡Me encanta viéndolo hacerse el susceptiblel ¡Time la amante
más apetecible de París, lo recibe en un piso magnífico. está forrada de diamantes, no le costará un céntimo
si quiere, y todavía no está contento! ¡Pide usted demasiado, qué demonios!
––Tiene razón, pero es más fuerte que yo; la idea de que ese hombre es su amante me hace un daño
horrible.
En primer lugar ––repuso Prudence––, ¿es aún su amante? Es un hombre al que necesita, eso es todo.
Lleva dos días cerrándole la puerta; pero ha venido esta mañana, y ella no ha tenido más remedio que
aceptar su palco y dejarse acompañar. La trae hasta aquí, sube un momento a su casa y no se queda, puesto
que usted espera aquí. Me parece que todo esto es muy natural, Por otra parte, al duque lo tolera, ¿no?
––Sí, pero es un anciano y estoy seguro de que Marguerite no es su amante. Además muchas veces uno
puede llegar a tolerax una relación y no tolerar dos. Esa facilidad se parece mucho a un cálculo, y el
hombre que consiente en ella, incluso por amor, se acerca a los que, en una escala más baja, hacen de ese
consentimiento oficio, y de ese oficio dinero.
––¡Pero, hombre, qué atrasado está usted! ¡A cuántos he visto yo, y de los más nobles, más elegantes y
más ricos, hacer lo que le aconsejo a usted, y eso sin esfuerzos, sin vergüenza, sin remordimiento! ¡Pero si
esto es algo que se ve todos los días! ¿Qué quiere que hagan las entretenidas de París para mantener el tren
de vida que llevan, si no tuvieran tres o cuatro amantes a la vez? No hay fortuna, por considerable que sea,
capaz de sufragar por sí sola los gastos de una mujer como Marguerite. Una fortuna de quinientos mil
francos de renta es en Francia una fortuna enorme; pues bien, querido amigo, quinientos mil francos de
renta no bastarían para cubrir gastos, y vea por qué: un hombre con tales ingresos tiene también una casa
montada, caballos, criados, coches, cacerías, amigos; generalmente está casado, tiene hijos, toma parte en
las carreras, juega, viaja, ¡qué sé yo! Todas esas costumbres están arraigadas de tal manera, que es
imposible prescindir de ellas sin pasar por estar arruinado y sin armar un escándalo. En resumidas cuentas,
con quinientos mil francos anuales no se pueden dar a una mujer más de cuarenta o cincuenta mil francos al
año, y no es poco. Pues bien, otros amores tendrán que completar el gasto anual de esa mujer. En el caso de
Marguerite resulta aún más cómodo: por un milagro del cielo ha caído sobre un viejo rico con diez
millones, y encima su mujer y su hija han muerto, no tiene más que sobrinos también ricos, y le da todo lo
que quiere sin pedirle nada a cambio; pero ella no puede pedirle más de setenta mil francos al año, y estoy
segura de que, si le pidiera más, a pesar de su fortuna y del afecto que siente por ella, se lo negaría. Todos
esos jóvenes que tienen veinte o treinta mil libras de renta en París, es decir, que apenas si les da para vivir
en el mundo que frecuentan, cuando son amantes de uná mujer como Marguerite, saben perfectamente que
con lo que le dan ni siquiera podría pagar el piso y los criados. No le dicen que lo saben, hacen como si no
vieran nada, y cuando se hartan se van. Si tienen la vanidad de correr con todos los gastos, se arruinan
tontamente y van a buscar la muerte a Africa después de haber dejado cien mil francos de deudas en París.
¿Cree usted que esa mujer se lo agradece? De ninguna manera. Por el contrario, dirá que ha sacrificado su
posición y que, mientras andaba con ellos, estaba perdiendo dinero. ¡Ah!, le parecen vergonzosos estos
detalles, ¿eh? Pues es la pura verdad. Es usted un muchacho encantador y lo estimo de todo corazón; pero
llevo veinte años viviendo con entretenidas, sé lo que son y lo que valen, y no quisiera ver que se toma en
serio el capricho que una chica bonita ha tenido por usted. Aparte de esto ––continuó Prudence––,
admitamos que Marguerite lo quiere a usted lo suficiente para renunciar al conde y al duque, en caso de que
éste se diera cuenta de sus relaciones y le planteara el dilema de elegir entre usted y él: es incontestable que
el sacrificio que haría por usted sería enorme. ¿Y podría usted hacer por ella un sacrificio igual? Cuando
llegase la saciedad, cuando estuviese al fin cansado de ella, ¿qué haría para resarcirla de todo lo que le hizo
perder? Nada. La habría aislado del mundo en que se hallaban su fortuna y su porvenir, ella le habría dado
sus mejores años y sería olvidada. O sería usted un hombre ordinario, y entonces, echándole en cara su
pasado, le diría que al dejarla no hacía más que obrar como sus otros amantes, y la abandonaría a una
miseria segura; o sería usted un hombre honrado y, creyéndose obligado a seguir a su lado, se entregaría
usted mismo a una desgracia inevitable, pues una relación así, excusable en un joven, ya no lo es en un
hombre maduro. Se convierte en un obstáculo para todo, no permite tener familia ni ambición, esos
segundos y últimos amores del hombre. Así pues, amigo mío, créame, acepte las cosas en lo que valen y a
las mujeres como son, y no conceda a una entretenida el derecho de llamarse su acreedora, de cualquier
modo que sea.
No estaba aquello mal razonado, y tenía una lógica de que no hubiera creído capaz a Prudence. No
hallaba nada que responderle¡ sino que tenía razón; le di la mano y le agradecí sus consejos.
––Vamos, vamos ––me dijo––, olvide esas perniciosas teorías y ríase; la vida es encantadora, amigo mío,
todo depende del cristal con que se la mira. Mire, hable con.su amigo Gasten: ahí tiene alguien que me da Comentario [L44]: Otro tópico
la impresión de que entiende el amor como la entiendo yo. De lo que tiene usted que convencerse, y sin eso literario, vulgarizado en España sobre todo
se convertirá usted en un muchacho insípido, es que aquí al lado hay una chica guapa que espera con a través de la conocida cuarteta de Ramón
de Campoamor (1817––1901):
impaciencia que el hombre que está en su casa se vaya, que piensa en usted, que le reserva la noche y que «En este mundo traidor
lo quiere, estoy segura. Ahora venga conmigo a asomarse a la ventana, y veremos salir al conde, que no nada es verdad ni es mentira:
tardará en dejarnos el sitio libre. todo es según el color
Prudence abrió una ventana, y nos acodamos sobre el alféizar el uno al lado del otro. del cristal con que se mira.»
¡Hasta un escritor de novelas policiacas
Ella miraba a los escasos transeúntes; yo soñaba. como William Irish (seudónimo del
Todo lo que me había dicho me zumbaba en la cabeza, y na podía dejar de convenir en que tenía razón; norteamericano Cornell Woolrich, 1903-
pero el amor real que yo sentía por Marguerite tenía dificultad para avenirse con aquella razón. Y así, de 1968) lo repetirá en una de ellas! «Al fin y
cuando en cuando lanzaba yo unos suspiros que hacían volverse a Prudence y le hacían encogerse de al cabo, uno ve a los demás según su cristal
propio, no como verdaderamente son» (El
hombros, como un médico que desespera de curar a un enfermo. plazo expira al amanecer, 2).
«¡Qué pronto se da uno cuenta de lo corta que debe ser la vida ––me decía a mí mismo––, a juzgar por la
rapidez de las sensaciones! Sólo hace dos días que conozco a Marguerite, sólo desde ayer es mi amante, y
ya ha invadido de tal modo mi pensamiento, mi corazón y mi vida, que la visita de ese conde de G... supone
una desgracia para mí.»
Al fin el conde salió, subió a su coche y desapareció. Prudence cerró la ventana.
En aquel mismo instante Marguerite nos llamaba.
––Vengan de prisa, están poniendo la mesa ––decía––; vamos a cenar.
Cuando entré en su casa, Marguerite corrió hacia mí, me saltó al cuello y me besó con todas sus fuerzas.
––¿Qué, todavía seguimos de mal humor? ––me dijo.
––No, se acabó ––respondió Prudence––; he estado echándole un sermón, y ha prometido ser bueno.
––¡Enhorabuena!
No pude evitar echar una ojeada a la cama: no estaba deshecha. Marguerite ya estaba en peinador blanco.
Nos pusimos a la mesa.
Encanto, dulzura, expansión, Marguerite lo tenía todo, y de cuando en cuando me veía obligado a
reconocer que no tenía derecho a pedirle nada más; que muchos se sentirían felices en mi lugar, y que,
como el pastor de Virgilio, no tenía más que gozar de los placeres que un dios o, por mejor decir, una diosa Comentario [L45]: Dumas alude al
me concedía. verso 6 de la Bucólica, I, del poeta latino
Intenté poner en práctica las teorías de Prudence y mostrarme tan alegre como mis dos compañeras, pero Publio Virgilio Marón (70––19 a.C.): «O
Meliboee, deus nobis haec otia fecit» («Oh,
lo que en ellas era natural en mí resultaba forzado, y mi risa nerviosa, aunque las engañase a ellas, estaba Melibeo, debo a un dios estos placeres»).
muy cerca de las lágrimas.
Al fin terminó la cena y me quedé solo con Marguerite. Fue a sentarse en la alfombra ante el fuego, como
tenía por costumbre, y se puso a mirar con aire triste la llama del hogar.
¡Pensaba! ¿En qué? Lo ignoro; yo la miraba con amor y casi co* terror, al considerar lo que estaba
dispuesto a sufrir por ella.
––¿Sabes en qué estaba pensando?
––No.
––En un proyecto que se me ha ocurrido.
––¿Y cuál es ese proyecto?
––Aún no puedo decírtelo, pero puedo decirte su resultado. Y e resultado será que dentro de un mes seré
libre, no deberé nada nadie, y nos iremos a pasar juntos el verano en el campo.
––¿Y no puede decirme de qué medios se valdrá?
––No, lo único que hace falta es que me quieras como yo te quiero, y todo saldrá bien.
––¿Y ha encontrado usted sola ese proyecto?
––Sí.
––¿Y lo llevará a cabo sola?
––Yo correré con las preocupaciones ––me dijo Marguerite cox una sonrisa que no olvidaré jamás––,
pero los dos compartiremo: los beneficios.
Al oír la palabra beneficios, no pude dejar de enrojecer recordaba a Manon Lescaut comiéndose con Des
Grieux el diner: del señor de B... Comentario [L46]: Nada más conocer a
Respondí en un tono un tanto duro al tiempo que me levantaba: Des Grieux, Manon Lescaut acepta al señor
––Permítame, querida Marguerite, que no comparta má; beneficios que los que produzcan las empresas de B..., el cual «se había declarado a ella
como lo hacen los ricachones, o sea,
que idee y explob yo mismo. indicando en una carta que el pago
––¿Qué significa eso? guardaría proporción con los favores
––Significa que tengo muchas sospechas de que el señor cond« de G... esté asociado con usted en este recibidos». Manon lo abandona después,
feliz proyecto, del que no acepto las cargas ni los beneficios. llevándose «las alhajas y unos 60.000
francos que de él ha recibido» , para irse a
––Es usted un niño. Creía que me quería, pero me he equivocado; está bien. vivir con Des Grieux.
Y al mismo tiempo se levantó, abrió el piano y se puso otra vez a tocar la Invitación al vals, hasta llegar
al famoso pasaje en tono mayor que la hacía detenerse siempre.
¿Fue por costumbre o para recordarme el día en que nos conocimos? Lo único que sé es que con aquella
melodía se reavivaron los recuerdos y, acercándome a ella, tomé su cabeza entre mis manos y*la besé.
––¿Me perdona? ––le dije.
––Ya lo ve ––me respondió––; pero observe que no estamos más que en el segundo día y ya tengo algo
que perdonarle. Mal cumple usted sus promesas de obediencia ciega.
––Qué quiere usted, Marguerite, la amo demasiado y tengo celos hasta del menor de sus pensamientos.
Lo que me ha propuesto hace un momento me volverá loco de alegría, pero el misterio que precede a la
ejecución de ese plan me oprime el corazón.
––Vamos a ver si razonamos un poco ––prosiguió, cogiéndome las dos manos y mirándome con una
sonrisa encantadora, a la que me era imposible resistir––; usted me quiere, ¿verdad?, y sería feliz si pudiera
pasar en el campo tres o cuatro meses a solas conmigo; también yo sería feliz en esa soledad compartida
por los dos, y no sólo sería feliz, sino que lo necesito para mi salud. No puedo irme de París tanto tiempo
sin poner en orden mis asuntos, y los asuntos de una mujer como yo siempre están muy embrollados;
bueno, pues he encontrado el medio de compaginarlo todo, mis asuntos y mi amor por usted, sí, por usted,
no se ría, ¡me ha dado la locura de quererlo!, y, mire usted por dónde, viene dándose aires solemnes y
diciéndome palabras altisonantes. Niño, más que niño, acuérdese sólo de que lo quiero y no se preocupe de
nada. Vamos a ver, ¿en qué quedamos?
––Quedamos en todo lo que quiera, bien lo sabe usted.
––Entonces, antes de un mes, estaremos en algún pueblecito, paseándonos a la orilla del agua y bebiendo
leche. Quizá le parezca extraño que yo, Marguerite Gautier, hable así; se debe, amigo mío, a que, cuando
esta vida de París, que tan feliz parece hacerme, no me abrasa, me aburre, y entonces siento súbitas
aspiraciones hacia una existencia más tranquila que me recuerde mi infancia. Todos hemos tenido una
infancia, seamos ahora lo que seamos. ¡Oh! tranquilícese, no voy a decirle que soy hija de un coronel
retirado y que fui educada en Saint-Denis !Soy una pobre campesina, y hacel seis años aún no sabía escribir Comentario [L47]: Municipio francés a
mi nombre. Ya está usted tranquilo, ¿no? ¿Por qué me he dirigido a usted antes que a nadie para, compartir 8 km al N de París. La abadía de Saint-
la alegría del deseo que me ha entrado? Sin duda porque he comprendido que me quiere por mí y no por Denis ha sido el panteón de casi todos los
reyes de firancia, así como de sus hijos y
usted, mientral que los demás nunca me han querido más que por sí mismos. He. estado muchas veces en el otros grandes personajes. Marguerite se
campo, pero nunca como hubiera querido ir. Cuento con usted para esta sencilla felicidad, así que no' sea refiere al Colegio de la Legión de Honor,
malo y concédamela. Piense lo siguiente: « No llegará a vieja, y un día me arrepentiré de no haber hecho fundado por Napoleón Bonaparte, donde se
por ella lo primero que me pidió, con lo fácil de hacer que era.» educaban los hijos de los Caballeros de la
Legión de Honor que tuvieran como
¿Qué responder a semejantes palabras, sobre todo con el recuerdo de una primera noche de amor y en mínimo el grado de capitán.
espera de la segunda?
Una hora después tenía a Marguerite entre mis brazos, y, si me! hubiera pedido que cometiera un crimen,
la hubiera obedecido.
A las seis de la mañana me marché; y antes de marcharme le dije:
––¿Hasta esta noche?
Me besó más fuerte, pero no me respondió.
Durante el día recibí una carta que contenía estas palabras:
«Querido mío: Estoy algo indispuesta, y el médico me, ordena reposo. Esta noche me
acostaré pronto y no lo veré a usted. Pero, en recompensa, lo espero mañana a mediodía.
Lo quiero.»
Mi primera palabra fue: «¡Me engaña!»
Un sudor helado recorrió mi fr&ente, pues quería ya demasiado a aquella mujer para que no me
trastornase la sospecha.
Y sin embargo, tratándose de Marguerite, debía esperarme un acontecimiento así casi a dario, cosa que
me había ocurrido muchas veces con otras amantes, sin que me preocupase demasiadó. ¿A qué se debía,
pues, el dominio que aquella mujer ejercía sobre mi vida?
Entonces, puesto que tenía la llave de su casa, pensé en ir a verla como de costumbre. De ese modo sa-
bría realmente la verdad y, si encontraba a un hombre allí, lo abofetearía.
Entre tanto fui a los Campos Elíseos. Estuve allí cuatro horas. No apareció. Por la noche entré en todos
los teatros donde ella solía ir. No estaba en ninguno.
A las once me dirigí a la calle de Antin.
No había luz en las ventanas de Marguerite. Sin embargo llamé.
El portero me preguntó dónde iba.
––A casa de la señorita Gautier ––le dije.
––No ha vuelto.
––Subiré a esperarla.
––No hay nadie en casa.
Evidentemente era una consigna que podía forzar, puesto que tenía la llave, pero temía armar un
escándalo ridículo y salí.
Sólo que no volví a mi casa, no podía dejar la calle y no perdía de vista la casa de Marguerite. Me parecía
que aún me enteraría de algo, o por lo menos que iban a confirmarse mis sospechas.
Hacia las doce un cupé que conocía perfectamente se paró cerca del número 9.
El conde de G... bajó de él y entró en la casa, tras haber despedido a su coche.
Por un momento esperé que, como a mí, le dirían que Marguerite no estaba en casa y que volvería a verlo
salir; pero a las cuatro de la mañana seguía esperando todavía.
He sufrido mucho en estas tres últimas semanas, pero creo que no ha sido nada en comparación con lo
que sufrí aquella noche.
XIV
Al llegar a casa, me puse a llorar como un niño. No hay hombre que no haya sido engañado al menos una
vez y que no sepa lo que se sufre.
Bajo el peso de las resoluciones de la fiebre, que siempre nos creemos con fuerza para cumplir, me dije
que tenía que romper inmediatamente con aquel amor, y esperé el día con impaciencia para ir a reservar
billete y volver al lado de mi padre y de mi hermana, doble amor del que estaba seguro y que ése sí que no
me engañaría.
Sin embargo no quería irme sin que Marguerite supiera exactamente por qué me iba. Sólo un hombre que
defmitivamente ya no quiere a su amante puede abandonarla sin escribirle.
Escribí y volví a escribir veinte cartas en mi cabeza.
Estaba claro que había estado tratando con una chica parecida a todas las entretenidas, la había poetizado
en exceso, y ella me había tratado como a un escolar, empleando para engañarme una treta de una
simplicidad insultante. Entonces mi amor propio se sublevó. Tenía que abandonar a aquella mujer sin darle
la satisfacción de saber lo que me hacía sufrir aquella ruptura, y, con mi letra más elegante y lágrimas de
rabia y de dolor en los ojos, le escribí lo siguiente:
«Mi querida Marguerite:
Espero que su indisposición de ayer no haya sido grave. A las once de la noche estuve
a preguntar por usted y me dijeron que no había vuelto. El señor de G... tuvo más suerte
que yo, pues se presentó unos instantes después, y a las cuatro de la mañana aún seguía
en su casa.
Perdóneme las pocas horas aburridas que le he hecho pasar, y puede estar segura de
que no olvidaré jamás los momentos felices que le debo.
Desearía ir hoy a saber de usted, pero pienso volver a casa de mi padre.
Adiós, mi querida Marguerite; no soy lo suficientemen rico para amarla como yo
querría, ni lo suficientemen pobre para amarla como querría usted. Olvidemos, pues,
usted un nombre que debe de serle casi indiferente, y yo una felicidad que me resulta
imposible.
Le devuelvo su llave, que nunca me ha servido y que. podrá serle útil, si se pone a
menudo tan enferma como se puso ayer.»
Ya ve usted, no tuve valor para terminar aquella carta sin añadir una impertinente ironía, que demostraba
lo enamorado que aún estaba de ella.
Leí y releí diez veces la carta, y la idea de que daría un disgusto a Marguerite me calmó un poco. Comentario [L48]: El escritor irlandés
Intentaba enardecerme con los sentimientos que la carta afectaba y, cuando a las ocho llegó a casa mi Oscar Wilde (1854––1900) lo diría de
criado, se la di para que la llevara en seguida. forma más escalofriante en su Balada de la
cárcel de Reading: «...aquel hombre había
––¿Hay que esperar respuesta? ––me preguntó Joseph (pues mi criado, como todos los criados, se matado lo que amaba y por eso debía morir.
llamaba Joseph). Y, sin embargo, todo hombre mata lo que
––Si le preguntan si espera respuesta, diga que no sabe y aguarde. ama, sépanlo todos...» La frase no ha caído
Me agarraba a la esperanza de que me respondiera. en el olvido, y Robert Bloch (Chicago,
1917) la ha recordado por boca de un
¡Qué pobres y débiles somos! demente «Sin embargo, solemos olvidar
Todo el tiempo que mi criado estuvo fuera me vi preso de una agitación extrema. Unas veces, recordando que el hombre mata aquello que más ama»
cómo Marguerite se había entregado a mí, me preguntaba con qué derecho le escribía una carta tan (Mundo oscuro, 1). En el caso de Armand
impertinente, cuando podía responderme que no era el señor de G... quien me engañaba, sino yo quien adquirirá toda su patética crueldad cuando
se consume la ruptura: «Mi amor por ella,
engañaba al señor de G..., razonamiento que permite a muchas mujeres tener varios amantes. Otras veces, exaltado hasta tal punto que se creía
recordando los juramentos de aquella chica, quería convencerme de que mi carta aún era demasiado suave convertido en odio, se regocijaba a la vista
y que no había expresiones bastante fuertes para afrentar a una mujer que se reía de un amor tan sincero de aquel dolor cotidiano».
como el mío. Luego me decía que habría sido mejor no escribirle a ir a su casa durante el día, y que de ese
modo habría gozado con las lágrimas que le habría hecho derramar.
Finalmente me preguntaba qué me respondería, dispuesto ya a creer la excusa que me diera.
Volvió Joseph.
––¿Y qué? ––le dije.
––Señor ––me respondió––, la señora estaba acostada y aún no se había despertado, pero en cuanto llame
le entregarán la carta y, si hay respuesta, la traerán.
¡Dormía!
Veinte veces estuve a punto de mandar a buscar aquella carta, pero siempre me decía:
«Quizá se la hayan entregado ya y parecerá que me he arrepentido.»
Cuanto más se acercaba la hora en que era verosímil que me respondiera, más lamentaba haberla escrito.
Dieron las diez, las once, las doce.
A las doce era el momento de acudir a la cita, como si nada hubiera sucedido. Al fin no sabía qué
imaginar para salir del círculo de hierro que me oprimía.
Entonces, con esa superstición propia del que espera, creí que, si salía un rato, a la vuelta encontraría una
respuesta. Las respuestas que se esperan con impaciencia siempre llegan cuando uno no está en casa.
Salí con el pretexto de ir a comer.
En vez de comer en el Café Foy, en la esquina del bulevar, como tenía por costumbre, preferí ir a comer
al Palais––Royal y pasar por la calle de Antin. Cada vez que divisaba una mujer de lejos, creía ver a Nanine
que me llevaba una respuesta. Pasé por la calle de Antin sin encontrarme siquiera con un recadero. Llegué
al Palais-Royal y entré en el Véry. El camarero me dio de comer o, por mejor decir, me sirvió lo que quiso, Comentario [L49]: El Véry estaba,
pues no comí nada. como dice Dumas, en el Palais-Royal. Véry
Sin querer, mis ojos seguían fijos en el reloj de pared. era un cocinero que llegó a París con treinta
años y montó una excelente casa de
Volví, convencido de que iba a encontrar una carts de Marguerite. comidas. Primero tuvo un restaurante en las
El portero no había recibido nada. Todavía quedaba mi criado. Pero éste no había visto a nadie desde mi Tullerías, y en 1808 abrió el del Palais-
salida. Royal, adquiriendo en seguida una gran
Si Marguerite me hubiera respondido, ya lo habría hecho hace tiempo. reputación. El escritor y , periodista francés
Louis Véron (1798––1867), en sus
Entonces empecé a lamentar los términos de mi carts; hubiera debido callarme completamente, y eso sin Memorias de un burgués de París (1854),
duda la hubiera obligado en su inquietud a dar el primer paso; pues, al no verme acudir a la cita de la escribe que en tal restaurante «la cocina es
víspera, se habría preguntado las razones .de mi ausencia, y sólo entonces hubiera debido dárselas. De ese exquisita y sabia, y los vinos excelentes...
modo ella no habría podido hacer otra cosa que disculparse, y lo que yo quería era que se disculpara. Sentía Véry es uno de los primeros restaurantes de
París». Y Véron debía de saberlo bien, pues
ya que habría creído cualquier razón que hubiera pretextado, y que habría preferido cualquier , cosa antes asistió a alguna de las pantagruélicas cenas
que no volver a verla. que Dumas padre solía dar. También a este
Llegué a creer que vendría ella misma a mi casa, mss pasaron, las horas y no vino. restaurante iban los protagonistas de la
Decididamente Marguerite no era como las demás mujeres, pues hay pocas que, recibiendo una carta novelita de Musset, Frédéric y Bernerette
(cf. cap. III, nota 3).
como la que yo acababa de escribir, no respondan algo.
A las cinco corrí a los Campos Elíseos.
«Si me encuentro con ella ––pensaba––, afectaré un sire a indiferente, y se convencerá de que ya no
pienso en ella.»
Al doblar por la calle Royale, la vi pasar en su coche; el encuentro fue tan brusco, que palidecí. Ignoro si
vio mi emoción; yo estaba tan turbado, que no vi más que su coche.
No seguí mi paseo hasta los Campos Elíseos. Miraba los carteles de los teatros, pues aún me quedaba una
oportunidad de verla.
Había un estreno en el Palais––Royal. Evidentemente Marguerite asistiría a él.
A las siete ya estaba yo en el teatro.
Se llenaron todos los palcos, pero Marguerite no apareció.
Dejé entonces el Palais––Royal y entré en todos los teatros adonde iba ella más a menudo, el Vaudeville,
el Variétés y la Opera Cómica.
No estaba en ninguno.
O mi carts la había apenado demasiado para andar ocupándose de espectáculos, o temía encontrarse
conmigo y quería evitar una explicación.
Eso era lo que mi vanidad me iba soplando por el bulevar, cuando me encontré con Gaston, que me
preguntó de dónde venía.
––Del Palai-Royal.
––Y yo de la Opera ––me dijo––; por cierto, creí que lo vería a usted allí.
––¿Por qué?
––Porque estaba Marguerite.
––¿Ah, estaba alli?
––Sí.
––¿Sola?
––No, con una amiga.
––¿Y nadie más?
––El conde de G... ha estado un momento en su palco; pero ella se ha ido con el duque. A cada instante
creía que iba a verlo aparecer a usted. Había a mi lado una butaca que ha estado vacía todo el tiempo, y
estaba convencido de que estaba reservada para usted.
––¿Pero por qué voy a ir yo donde va Marguerite?
––¡Pardiez, pues porque es usted su amante!
––¿Y quién se lo ha dicho?
––Prudence, que me la encontré ayer. Lo felicito, amigo mío; es una linda amante que no la tiene todo el
que quiere. Consérvela, que ella lo honra.
Aquel simple comentario de Gaston me demostró cuán ridícu las eran mis susceptibilidades.
Si me lo hubiera encontrado el día anterior y me hubiera hablado así, desde luego no habría escrito la
estúpida carta de la mañana.
Estuve a punto de ir a casa de Prudence y de enviarla a decir a Marguerite que tenía que hablar con ella;
pero temía que por vengarse me respondiera que no podía recibirme, y volví a mi casa después de haber
pasado por la calle de Antin.
Pregunté otra vez al portero si había alguna carta para mí.
¡Nada!
« Habrá querido ver si daba otro paso y si hoy me retractaba de mi carta ––pensé al acostarme––, pero, al
ver que no le escribo, me escribirá mañana.»
Aquella noche sobre todo me arrepentí de lo que había hecho. Estaba solo en mi casa, sin poder dormir,
devorado de inquietud y de celos, cuando, de haber dejado que las cosas siguieran su verdadero curso,
hubiera debido estar al lado de Marguerite, oyéndole decirme las encantadoras palabras que sólo había oído
dos veces y que en mi soledad me abrasaban los oídos.
Lo más horrible de mi situación era que el razonamiento no me daba la razón; en efecto, todo me decía
que Marguerite me quería. Primero, ese proyecto de pasar un verano sólo conmigo en el campo, luego esa
certidumbre de que nada la obligaba a ser mi amante, puesto que mi fortuna era insuficiente para sus
necesidades a incluso para sus caprichos. En ella, pues, no había habido más esperanza que la de encontrar
en mí un afecto sincero, capaz de hacerla descansar de los amores mercenarios en medio de los que vivía, y
ya al segundo día destruía yo aquella esperanza y pagaba con una ironía impertinente el amor aceptado
durante dos noches. Lo que estaba haciendo, pues, más que ridículo era poco delicado. ¿Había pagado
siquiera a aquella mujer, para tener derecho a censurar su vida, y no parecía más bien retirándome al
segundo día un parásito de amor que teme que le retiren la carta de su comida? ¡Cómo! Hacía treinta y seis
horas que conocía a Marguerite, hacía veinticuatro que era su amante, y me hacía el susceptible; y en vez
de alegrarme de que me reservase una parte para mí, quería tenerlo todo para mí solo y obligarla a romper
de golpe las relaciones de su pasado, que eran los ingresos de su futuro. ¿Qué tenía que reprocharle? Nada.
Me había escrito diciéndome que estaba indispuesta, cuando pudo haberme dicho crudamente, con esa
odiosa franqueza de algunas mujeres, que tenía que recibir a un amante; y en vez de creer en su carta, en
vez de irme a pasear por todas las canes de París excepto por la calle de Antin, en vez de pasar la noche con
mis amigos y presentarme al día siguiente a la hora que me había indicado, yo hacía de Otelo, la espiaba, y Comentario [L50]: Otelo, protagonista
creía castigarla no viéndola más. Por el contrario, debía de estar encantada de tal separación, debía de de la tragedia homónima del inglés William
parecerle soberanamente bobo, y su silencio ni siquiera era rencor; era desdén. Shakespeare (1564-1616), ha quedado
como símbolo de los celos irracionales a
Hubiera debido hacer entonces a Marguerite un regalo que no dejara duda alguna acerca de mi irreprimibles.
generosidad, y que me hubiera permitido, al tratarla como una entretenida, creerme en paz con ella; pero
con la menor apariencia comercial habría creído ofender, si no el amor que ella sentía por mí, al menos el
amor que yo sentía por ella, y, puesto que este amor era tan puro que no admitía división, no podía pagar
con un presente, por hermoso que fuera, la felicidad que se le había concedido, por corta que hubiera sido.
Eso es lo que me estuve repitiendo toda la noche, y lo que a cada instante estaba dispuesto a ir a decir a
Marguerite.
Cuando se hizo de día, aún no dormía y tenía fiebre; no podía dejar de pensar en Marguerite.
Como comprenderá usted, había que tomar una resolución definitiva, y terminar con aquella mujer o con
mis escrúpulos, si es que aún consentía en recibirme.
Pero ya sabe usted que siempre aplazamos las resoluciones definitivas: así que, como no podía quedarme
en mi casa ni me atrevía a presentarme en la de Marguerite, intenté un medio de acercarme a ella, un medio
que mi amor propio pudiera atribuir al azar en caso de que diera resultado.
Eran las nueve; corrí a casa de Prudence, que me preguntó qué debía aquella visita matinal.
No me atreví a decirle francamente lo que me llevaba allí. Le respondí que había salido temprano para
reservar un billete en la diligencia de C..., donde vivía mi padre.
––Tiene usted mucha suerte ––me dijo––: poder dejar París con este tiempo tan hermoso.
Miré a Prudence y me pregunté si no estaba burlándose de mí.
Pero su rostro estaba serio.
––¿Irá a decir adiós a Marguerite? ––prosiguió con la misma seriedad.
––No.
––Hace usted bien.
––¿Cree usted?
––Naturalmente. Si ha roto con ella, ¿para qué volver a verla?
––¿Entonces sabe lo de nuestra ruptura?
––Me ha enseñado su carta.
––¿Y qué le ha dicho?
––Me ha dicho: «Querida Prudence, su protegido es un maled cado: estas cartas se piensan, pero no se
escriben.»
––¿Y en qué tono se lo ha dicho?
––Riéndose, y ha añadido: «Ha cenado dos veces en mi casa, ni siquiera me ha hecho una visita de
estómago agradecido.»
Ese era el efecto que mi carta y mis celos habían producido. ll vi cruelmente humillado en la vanidad de
mi amor.
––¿Y qué hizo ayer por la noche?
––Estuvo en la Opera.
––Ya lo sé. ¿Y después?
––Cenó en su casa.
––¿Sola?
––Creo que con el conde de G ...
Así pues, mi ruptura no había modificado nada las costumbres de Marguerite.
Es en estas circunstancias cuando la gente suele decirte: « tenía usted que pensar tanto en esa mujer que
no lo quería.»
––Vaya, me alegra saber que Marguerite no se afiige por mí––repuse con una sonrisa forzada.
––Y tiene mucha razón. Usted ha hecho lo que debía hacer, ha sido usted más razonable que ella, pues
esa chica lo quería, no hacía más que hablar de usted, y habría sido capaz de cualquier locura.
––¿Por qué no me ha contestado, si me quiere?
––Porque ha comprendido que había cometido un error al quererlo a usted. Además, las mujeres permiten
a veces que se traicione su amor, pero nunca que hieran su amor propio, y siempre se hiere el amor propio
de una mujer cuando, a los dos días de ser su amante, uno la abandona, cualesquiera que sean las razones
que alegue para esa ruptura. Conozco a Marguerite, y moriría antes de contestarle.
––Entonces ¿qué tengo que hacer?
––Nada. Ella lo olvidará a usted, usted la olvidará a ella, y no tendrán nada que reprocharse uno a otro.
––¿Y si le escribiera pidiéndole perdón?
––No se le ocurra, pues lo perdonaría.
Estuve a punto de saltar al cuello de Prudence.
Un cuarto de hora después ya estaba en mi casa escribiendo a Marguerite:
«Alguien que se arrepiente de una carta que escribió ayer, que se irá mañana si usted
no lo perdona, desearía saber a qué hora podrá ir a depositar su arrepentimiento a sus
pies.
¿Cuándo podrá encontrarla sola? Ya sabe usted que las confesiones deben hacerse sin
testigos.»
Doblé aquella especie de madrigal en prosa y se lo envié con Joseph, que entregó la carta a Marguerite en
persona, quien le respondió que contestaría más tarde.
Sólo salí un instante para ir a comer, y a las once de la noche aún no había recibido respuesta.
Entonces decidí no seguir sufriendo más tiempo y marcharme al día siguiente.
A raíz de aquella decisión, convencido de que si me acostaba no dormiría, me puse a hacer las maletas.
XV
Llevaríamos Joseph y yo una hors poco más o menos preparándolo todo para mi marcha, cuando
llamaron violentamente a la puerta.
––¿Abro? ––me dijo Joseph.
––Abra ––le dije, preguntándome quien podría venir a mi casa a tales horas y no atreviéndome a creer
que fuera Mar guerite.
––Señor ––me dijo Joseph al volver––, son dos señoras.
––Somos nosotras, Armand ––gritó una voz que reconocí ser la de de Prudence.
Salí de mi habitación.
Prudence, de pie, miraba las pocas cunosidades de mi salón; Marguerite, sentada en el canapé,
reflexionaba.
Nada más entrar me dirigí hacia ella, me arrodillé, le cogí las dos manos, y muy emocionado le dije:
––¡Perdón!
Ella me besó en la frente y me dijo:
––Ya es la tercera vez que lo perdono.
––Iba a marcharme mañana.
––Mi visita no tiene por qué cambiar su decisión. No veng para impedirle que abandone París. Vengo
porque no he tenid tiempo de contestarle en todo el día y no he querido que creyer que estaba enfadada con
usted. Y eso que Prudence no quería qu viniese; decía que tal vez lo molestaría.
––¡Usted, molestarme usted, Marguerite! ¿Y cómo?
––¡Toma! Podía tener usted una mujer en casa ––respondió Prudence––, y no hubiera sido divertido para
ella ver llegar otras dos.
Durante aquella observación de Prudence, Marguerite me miraba atentamente.
––Querida Prudence ––respondí––, no sabe usted lo que dice.
––Tiene usted un piso muy bonito ––replicó Prudence––. ¿Se puede ver el dormitorio?
––Sí.
Prudence entró en mi habitación, no tanto para visitarla cuanto para reparar la tontería que acababa de
decir, y nos dejó solos a Marguerite y a mí.
––¿Por qué ha traído a Prudence? ––le dije entonces.
––Porque estábamos juntas en el teatro, y al salir de aquí quería tener alguien que me acompañara.
––¿Y no estoy yo aquí?
––Sí; pero, aparte de que no quería molestarlo, estaba segura de que al llegar a mi puerta me pediría subir
a mi casa, y, como no podía concedérselo, no quería que se fuera con derecho a reprocharme una negativa.
––¿Y por qué no podía recibirme?
––Porque estoy muy vigilada, y la menor sospecha podría hacerme un gran perjuicio.
––¿Es ésa la única razón?
––Si hubiera otra, se la diría; ya hemos dejado de tener secretos el ono para el otro.
––Vamos a ver, Marguerite, no quiero andarme con rodeos para llegar a lo que quiero decirle. Con
franqueza, ¿me quiere usted un poco?
––Mucho.
––Entonces ¿por qué me ha engañado?
––Amigo mío, si yo fuera la señora duquesa de tal o de coal, si tuviera doscientas mil libras de rents, y,
siendo su amante, tuviese otro amante distinto de usted, tendría usted derecho a preguntarme por qué lo
engañaba; pero, como soy la señorita Marguerite Gautier, tengo cuarenta mil francos de deudas, ni un
céntimo de fortuna y gasto cien mil francos al año, su pregunta es ociosa y mi respuesta inútil.
Es cierto ––dije, dejando caer mi cabeza sobre las rodillas de Marguerite––, pero es que yo la quiero con
locura.
––Bueno, amigo mío, pues tendrá que quererme un poco menos o comprenderme un poco más. Su carts
me ha dolido mucho. Si hubiera sido fibre, para empezar, anteayer no habría recibido al conde, o, de
haberlo recibido, habría venido a pedirle el perdón que usted me pedía hace un momento, y no tendría otro
amante que usted en el futuro. Por un momento creí que podría permitirme esa suerte durante seis meses;
usted no lo ha querido; se empeña en conocer los medios, y, ¡válgame Dios!, los medios eran bien fáciles
de adivinar. Al emplearlos estaba haciendo un sacrificio mucho más grande de lo que cree. Habría podido
decirle: « Necesito veinte mil fraricos.» Estando usted enamorado de mí, los habría encontrado, a riesgo de
reprochármelos más tarde. He preferido no deberle nada; pero usted no ha comprendido esa delicadeza, y lo
era. Nosotras, mientras nos queda un poco de corazón, damos a las palabras y a las cosas una dimensión y
un desarrollo que las demás mujeres no conocen; le repito, pues, que, tratándose de Marguerite Gautier, el
medio que había encontrado para pagar sus deudas sin pedirle el dinero necesario para ello era una
delicadeza que debería usted aprovechar sin decir nada. Si no me hubiera conocido hasta hoy, se sentiría
muy feliz con lo que yo le prometiera, y no me preguntaría lo que hice anteayer. A veces nos vemos
obligadas a comprar una satisfacción para el alma a expensas de nuestro cuerpo, y sufrimos mucho más, si
después esa satisfacción se nos escapa.
Yo escuchaba y miraba a Marguerite con admiración. Al pensar que aquella maravillosa criatura, cuyos
pies hubiera deseado besar en otro tiempo, me permitía entrar para algo en su pensamiento, darme un papel
en su vida, y que aún no me conformaba con lo que me daba, me preguntaba si el deseo del hombre tiene
límites, cuando, satisfecho tan pronto como lo había sido el mío, aspira todavía a otras cosas.
Es verdad ––prosiguió–– que nosotras, criaturas del azar, tenemos deseos fantásticos y amores
inconcebibles. Nos entregamos lo mismo para una cosa que para otra. Hay quien se arruinaría sin obtener
nada de nosotras, y hay otros que nos consiguen con un ramo de flores. Nuestro corazón tiene caprichos;
ésa es su única distracción y su única excusa. Yo me he entregado a ti con más rapidez que a ningún
hombre, te lo juro. ¿Por quéî Porque al verme escupir sangre me cogiste la mano, porque lloraste, porque
eres la única criatura humana que se ha dignado compadecerme. Voy a decirte una locura, pero hace tiempo
tuve un perrito que me miraba con un aire muy triste cuando yo tosía; es el único ser al que he amado.
Cuando murió, lloré más que a la muerte de mi madre. También es verdad que ella estuvo pegándome doce
años. Bueno, pues en seguida lo he querido tanto como a mi perro. Si los hombres supieran lo que se puede
conseguir con una lágrima, los querríamos más y los arruinaríamos menos. Tu carta te ha desmentido, ella
me ha revelado que no tenías toda la inteligencia del corazón, te ha perjudicado más en el amor que te tenía
que todo lo que hubieras podido hacerme. Eran celos, es verdad, pero celos irónicos a impertinentes. Ya
estaba triste cuando recibí la carta, contaba con verte a mediodía, comer contigo, borrar en fin con tu
presencia un tenaz pensamiento que tenía y que antes de conocerte admitía sin esfuerzo. Además ––
continuó Marguerite––, eras la única persona ante la que creí comprender en seguida que podía pensar y
hablar libremente. Todos los que rodean a las chicas como yo tienen mucho interés en escrutar sus menores
palabras, en sacar consecuencias de sus más insignificantes acciones. Naturalmente no tenemos amigos.
Tenemos amantes egoístas, que gastan su fortuna no por nosotras, como ellos dicen, sino por su vanidad.
Para esa clase de gente tenemos que estar alegres cuando ellos están contentos, gozar de buena salud
cuando quieren cenar, ser escépticas como ellos. Se nos prohi'be tener corazón, so pena de ser abucheadas y
de arruinar nuestro crédito. . Ya no nos pertenecemos. Ya no somos seres, sino cosas. Somos las primeras
en su amor propio, las últimas en su estima. Tenemos amigas, pero son amigas como Prudence, antiguas
entretenidas que tienen aún gustos costosos que ya su edad no les permite. Entonces se convierten en
amigas nuestras o más bien en comensales. Su amistad puede llegar hasta el servilismo, pero nunca hasta el
desinterés. Jamás te darán un consejo que no sea' lucrativo. Poco les importa que tengamos diez amántes de
más, con tal de ganarse unos vestidos o un brazalete, poder de cuando en cuando pásearse en nuestro coche
a ir a ver espectáculos desde, nuestro palco. Se quedan con nuestras flores de la víspera y nos piden
prestadas nuestras cachemiras. Nunca nos hacen un favor, , por pequeño que sea, sin que se cobren el doble
de lo que vale. Tú mismo lo viste la noche en que Prudence me llevó los seis mil francos que le había
rogado que fuera a pedir al duque para mí: me pidió prestados quinientos francos, que no me devolverá
nunca, o que me pagará en sombreros que no saldrán de sus cajas. Así pues, no podemos tener o, mejor
dicho, no podía tener más que una suerte, y era, triste como estoy muchas veces, poco buena como estoy
siempre, la de encontrar un hombre lo suficientemente superior para no pedirme cuentas de mi vida, y para
ser el amante de mis impresiones más que de mi cuerpo. Encontré ese hombre en el duque, pero el duque es
viejo, y la vejez no protege nip consuela. Creí poder aceptar la vida que él me ofrecía, pero, ¿qué, quieres?,
me moría de aburrimiento, y para consumirse de ese modo, tanto da arrojarse a un incendio que asfixiarse
con carbón. Entonces te encontré a ti, joven, ardiente, feliz, y he intentado hacer de ti el hombre a quien
llamaba en medio de mi ruidosa soledad. Lo que yo amaba en ti no era el hombre que eras, sino el que ibas
a ser. Tú no aceptas ese papel, lo rechazas como indigno de ti; eres un amante vulgar; haz como los demás:
págame y no hablemos más.
Marguerite, fatigada por aquella larga confesión, se echó sobre el respaldo del canapé y se llevó el
pañuelo a los labios y a los ojos, para apagar un débil acceso de tos.
––Perdón, perdón ––murmuré––, ya había comprendido todo esto, pero quería oírtelo decir, mi
Marguerite adorada. Olvidemos todo lo demás y no nos acordemos más que de una cosa: que estamos
hechos el uno para el otro, que somos jóvenes y que nos queremos. Marguerite, haz conmigo lo que
quieras, soy tu esclavo, tu perro; pero en nombre del cielo rompe la carta que te he escrito y no me dejes Comentario [L51]: Téngase en cuenta
marcharme mañana: me moriría. esta frase, porque la misma pregunta será
Marguerite sacó mi carta del corpiño de su vestido y, al entregármela, me dijo con una sonrisa de una hecha por Marguerite, como una especie de
contrapunto dramático, después de que se
inefable dulzura: desencadene la tragedia.
––Toma, te la traía.
Rompí la carta y besé con lágrimas la mano que me la devolvía.
En aquel momento Prudence reapareció.
––Oiga, Prudence, ¿a que no sabe lo que me pide? ––dijo Marguerite.
––Le pide perdón.
––Exacto.
––¿Y lo perdona usted?
––Qué remedio, pero es que quiere otra cosa.
––¿Qué?
––Quiere venir a cenar con nosotras.
––¿Y usted lo permite?
––¿Usted qué cree?
––Creo que son ustedes dos niños y que no tienen juicio ni el uno ni el otro. Pero creo también que tengo
mucha hambre y que cuanto antes se lo permita antes cenaremos.
––Vamos ––dijo Marguerite––, cabremos los tres en mi coche. Mire ––añadió dirigiéndose hacia mí––,
como Nanine ya estará acostada, abra usted la puerta, tenga mi llave y procure no volver a perderla.
Besé a Marguerite hasta ahogarla.
Joseph entró en ese momento.
––Señor ––me dijo con el aire de un hombre encantado de sí mismo––, ya están héchas las maletas. .
––¿Del todo?
––Sí, señor.
––Bueno, pues deshágalas: ya no me voy.
XVI
Hubiera podido contarle en pocas líneas los comienzos de aquella relación ––me dijo Armand––, pero
quería que viera usted perfectamente los acontecimientos y la gradación por los que llegamos, yo a
consentir todo lo que Marguerite quería, y Marguerite a no poder vivir más que conmigo.
Fue al día siguiente de la noche en que vino a buscarme cuando le envié Manon Lescaut.
Desde aquel momento, como no podía cambiar la vida de mi amante, cambié la mía. Ante todo quería
que mi mente no tuviera tiempo de reflexionar sobre el papel que acababa de aceptar, pues sin querer habría
concebido una gran tristeza. Así que mi vida, de ordinario tan tranquila, revistió de pronto una apariencia
de ruido y de desorden. No vaya usted a creer que, por desinteresado que sea, el amor de una entretenida no
te cuesta nada. Nada sale tan caro como los mil caprichos de flores, palcos, cenas y excursiones al campo,
que nunca puede uno negar a su amante.
Ya le he dicho que yo no tenía fortuna. Mi padre era y sigue siendo recaudador general en G... Goza allí
de una gran reputación de lealtad, gracias a la cual encontró la fianza que tenía que depositar para entrar en
funciones. Tal recaudación le proporciona cuarenta mil francos al año, y en los diez años que lleva ha
reintegrado la fianza y se ha preocupado de ir ahorrando para la dote de mi hermana. Mi padre es el hombre
más honrado que se pueda encontrar. Mi madre, al morir, dejó seis mil francos de renta, que él dividió entre
mi hermana y yo el día en que obtuvo el cargo que solicitaba; luego, cuando hice veintiún años, añadió a
esos pequeños ingresos una pensión anual de cinco mil francos, asegurándome que con ocho mil francos
podría ser muy feliz en París, si junto a aquella renta me ponía a labrarme una posición en el foro o en la
medicina. Vine, pues, a París, hice derecho, saqué el título de abogado y, como muchos otros jóvenes, me
metí el diploma en el bolsillo y me dejé llevar un poco por la vida indolente de París. Mis gastos eran muy
modestos; sólo que gastaba en ocho meses los ingresos de todo el año y me pasaba en casa de mi padre los
cuatro meses de verano, lo que en resumidas cuentas suponía doce mil libras de renta y me daba la
reputación de un buen hijo. Por otra parte, no debía un céntimo.
Así estaban las cosas cuando conocí a Marguerite.
Ya comprenderá usted que mi tren de vida aumentó sin querer. Marguerite era de una naturaleza
sumamente caprichosa, y formaba parte de esa clase de mujeres que nunca han mirado como gasto serio las
mil distracciones de que se compone la existencia. Y así resultaba que, como quería pasar conmigo el
mayor tiempo posible, me escribía por la mañana que comería conmigo, no en su casa, sino en algún
restaurante de París o del campo. Iba a buscarla, comíamos, íbamos al teatro, a menudo cenábamos, y por la
noche ya había gastado cuatro o cinco luises, lo que hacía dos mil quinientos o tres mil francos al mes y
reducía mi anualidad a tres meses y medio, poniéndome en la necesidad de contraer deudas o de dejar a
Marguerite.
Pues bien, yo podía aceptar cualquier cosa, excepto esta última eventualidad.
Perdone que le dé tantos detalles, pero es que ya verá usted que fueron la causa de los acontecimientos
que siguieron. Lo que le cuento es una historia verdadera, sencilla, y conservo toda la ingenuidad de los
detalles y toda la simplicidad de su desarrollo.
Comprendí, pues, que, como no había nada en el mundo que tuviera influencia sobre mí para hacerme
olvidar a mi amante, tenía que encontrar un medio de sostener los gastos que me ocasionaba. Además aquel
amor me tenía trastornado hasta tal punto, que los momentos que pasaba lejos de Marguerite me parecían
años, y experimentaba la necesidad de quemar aquellos momentos en el fuego de una pasión cualquiera y
de vivirlos tan rápidamente, que no me diera cuenta de que los vivía.
Empecé por tomar cinco o seis mil francos de mi pequeñ capital, y me puse a jugar, pues desde que han
cerrado las casas de juego se juega en todos los sitios. Antes, cuando uno entraba en Frascati, tenía la
posibilidad de hacer una fortuna: jugaba contra dinero contante y sonante, y si perdía, siempre le quedaba el
consuelo de pensar que podía haber ganado; mientras que ahora, excepto en los círculos donde aún reina
una cierta severidad para el pago, en cuanto uno gana una suma importante casi puede tener la certeza de
no recibirla. Se comprenderá fácilmente por qué.
El juego sólo puede ser practicado por jóvenes con grandes necesidades y faltos de la fortuna necesaria
para sostener la vida que llevan; juegan, pues, y el resultado es naturalmente el siguiente: cuando unos
ganan, los perdedores sirven para pagar los caballos y las amantes de aquellos señores, cosa muy
desagradable. Se contraen deudas; relaciones que comienzan en torno a un tapete verde acaban en querellas
donde el honor y la vida siempre salen un poco malparados; y, cuando uno es un hombre honrado, se ve
arruinado por otros jóvenes no menos honrados, cuyo único defecto consistía en no tener doscientas mil
libras de renta.
No necesito hablarle de los que hacen trampas en el juego, y de cuya marcha forzosa y condena tardía se
entera uno el día menos pensado.
Así que me lancé a esa vida rápida, ruidosa, volcánica, que antaño me horrorizaba al pensar en ella, y que
se había convertido para mí en el complemento inevitable de mi amor por Marguerite. ¿Oué quería usted
que hiciera?
Las noches que no pasaba en la calle de Antin, de haberlas pasado solo en mi casa, no habría dormido.
Los celos me hubieran tenido despierto y me hubieran quemado el pensamiento y la sangre; el juego, en
cambio, desviaba por un momento la fiebre que hubiera invadido mi corazón y lo llevaba a una pasión,
cuyo interés me dominaba sin querer, hasta que sonaba la hora de volver junto a mi amante. Entonces, y en
ello reconocía la violencia de mi amor, ganara o perdiese abandonaba implacablemente la mesa,
compadeciendo a los que dejaba allí y que no iban a encontrar como yo la felicidad al abandonarla.
Para la mayoría el juego era una necesidad; para mí era un remedio.
Curado de Marguerite, estaba curado del juego.
De ese modo, en medio de todo aquello, conservaba bastante sangre fría; no perdía más que lo que podía
pagar, y no ganaba más que lo que hubiera podido perder.
Por lo demás, la suerte me favoreció. No contraía deudas, y gastaba el triple de dinero que cuando no
jugaba. No era fácil resistirse a una vida que me permitía sin ponerme eñ apuros] satisfacer los mil
caprichos de Marguerite. En cuanto a ella, seguía queriéndome lo mismo e incluso más.
Como ya le he dicho, empezó por recibirme sólo desde las doce de la noche a las seis de la mañana,
luego me admitió de cuando; en cuando en su palco, después vino a cenar conmigó algunas' veces. Una
mañana no me fui hasta las ocho, y llegó un día en que no me fui hasta mediodía.
En espera de la metamorfosis moral, una metamorfosis fisica s había obrado en Marguerite. Yo había
emprendido su curación, y la pobre chica, adivinando mi intención, me obedecía para demostrarme su
agradecimiento. Sin brusquedades y sin esfuerzos, había conseguido aislarla casi de sus antiguas
costumbres. Mi médico, que había ido a verla a instancias mías, me dijo que sólo' el reposo y la
tranquilidad podían preservar su salud, de suerte que, logré sustituir sus cenas y sus insomnios por un
régimen higiénicol y un sueño regular. Marguerite iba acostumbrándose sin querer a' aquella núeva
existencia, cuyos saludables efectos experimentaba. Empezaba ya a pasar algunas veladas en su casa, o
bien, si hacía bueno, se envolvía en un chal de cachemira, se cubría con un velo, y nos íbamos a pie, como
dos niños, a dar vueltas toda la tarde po las alamedas sombrías de los Campos Elíseos. Volvía cansada,
cenaba ligeramente y se acostaba después de leer o tocar un poco, cosa que antes nunca le había sucedido.
La tos, que cada vez que la, oía me desgarraba el pecho, había desaparecido casi por completo:
Al cabo de seis semanas ya no se hablaba del conde, definitivamente sacrificado; sólo el duque me
obligaba todavía a ocultar mi] relación con Marguerite, y hasta él fue despedido con frecuencia mientras yo
estaba allí, so pretexto de que la señora dormía y había prohibido que la despertaran.
De la necesidad a incluso de la costumbre que Marguerite había adquirido de verme resultó que
abandoné el juego justo en el momento en que un jugador diestro lo hubiera dejado. En resumidas cuentas,
a consecuencia de mis ganancias me vi dueño de unos diez mil francos, que me parecían un capital
inagotable.
Llegó la época en que solía volver con mi padre y con mi hermana, pero no me decidía a irme; de suerte
que con frecuencia recibía cartas del uno y de la otra, en las cuales me rogaban que volviera a su lado.
A todos sus ruegos respondía yo como mejor podía, repitiendo siempre que estaba bien y que no
necesitaba dinero, dos cosas que creía que consolarían un poco a mi padre por el retraso de mi visita anual.
Así las cosas, sucedió que una mañana, habiéndose despertado Marguerite con un sol resplandeciente,
saltó de la cama y me preguntó si quería llevarla a pasar todo el día en el campo.
Mandamos a buscar a Prudence y nos fuimos los tres, no sin que Marguerite hubiera recomendado antes
a Nanine que dijera al duque que había querido aprovechar aquel hermoso día para irse al campo con la
señora Duvernoy.
Aparte de que la presencia de la Duvernoy era necesaria para tranquilizar al viejo duque, Prudence era
una de esas mujeres que parecen estar hechas expresamente para esas excursiones al campo. Con su alegría
inalterable y su eterno apetito, no dejaría que los que la acompañaban se aburrieran un momento, y se las
entendería perfectamente a la hora de encargar los huevos, las cerezas, la leche, el conejo salteado y, en fin,
todo aquello de que se compone una comida tradicional en los alrededores de París.
Sólo nos faltaba saber adónde iríamos.
Una vez más fue Prudence quien nos sacó de apuros.
––¿Quieren ir al campo de verdad? ––preguntó.
––Sí.
––Pues entonces vamos a Bougival, al Point––du Jour, donde la viuda Arnould. Armand, vaya a alquilar Comentario [L52]: Bougival era un
una calesa. pueblecito de unos 2.000 habitantes, situado
Hora y media después estábamos donde la viuda Arnould. a la izquierda del Sena, cerca de Versalles.
Era un apacible lugar de recreo,
Quizá conozca usted esa posada, hotel entre semana, merendel ro el domingo. Desde el jardín, que está a frecuentemente visitado por los parisienses.
la altura de un primer piso ordinario, se descubre una vista magnífica. A la izquierda el acueducto de Marly Cerca de allí estaba Marly-laMachine,
cierra el horizonte, a la derecha la vista se extiende sobre un sinfin de colinas; el río, casi sin corriente en llamado así por la máquina hidráulica
aquel lugar, se despliega como una ancha cinta de un blancd tornasolado, entre la llanura de los Gabillons y construida en tiempos de Luis XIV para
llevar las aguas del Sena a Versalles a
la isla de Croissy , eternamente mecida por el suave balanceo de los altos álamos y través del acueducto de Marly, mencionado
murmullo de los sauces. más abajo. Precisamente en el camino de
Al fondo, en medio de un amplio rayo de sol, se elevan casitad' blancas con tejados rojos y fábricas que, Bougival a Saint_Germain edificó Dumas
al perder con la distanci su carácter duro y comercial, completan admirablemente paisaje. padre la casa de sus sueños, un auténtico
palacio digno de Las mil y una noches. Le
¡Al fondo, París en medio de la bruma! dio el nombre de Montecristo, y hasta el
Como nos había dicho Prudence, aquello era el campo de verdad y, debo decirlo, también fue una comida mismo Balzac reconoció que era «una de
de verdad. las locuras má deliciosas que se hayan
No digo todo esto por agradecimiento a la felicidad que le debí, pero Bougival, pese a su horrible hecho».
nombre, es uno de los parajel más bonitos que se pueda imaginar. He viajado mucho y he vista cosas más Comentario [L53]: Se refiere a la isla
grandes, pero no más encantadoras que ese pueblecit alegrementé recostado al pie de la colina que te de la Loge, que está en el Sena frente a
Croissy-sur-Seine, un pueblecito cerca de
protege. Versalles, que en aquella época no tendría
La señora Arnould nos propuso organizarnos un paseo en barca, que Marguerite y Prudence aceptaron 2.000 habitantes.
con alegría.
Siempre se ha asociado el campo al amor, y no es para menosy no hay mejor marco para la mujer amada
que el cielo azul, los olores, las flores, la brisa, la soledad resplandeciente de los campos y de los bosques.
Por mucho que se quiera a una mujer, pox mucha confianza que se tenga en ella, cualquiera que sea la
certeza que sobre el futuro nos brinde su pasado, siempre está uno más o menos celoso. Si ha estado usted
enamorado, seriamente enámorado, ya habrá experimentado esa necesidad de aislar del mundo al ser dentro
del cual querrià usted vivir enteramente. Parece como si la mujer amada, por indiferente que sea a cuanto la
rodea, perdiera algo de su perfume y de su unidad al contacto con los hombres y las cosas. Yo
experimentaba aquello mucho más que cualquier otro. Mi amor no era un amor ordinario; estaba
enamorado tanto como puede estarlo una criatura ordinaria, pero de Marguerite Gautier, es decir, que en
París podía cruzarme a cada paso con un hombre que hubiera sido amante de aquella mujer o que fuera a
serlo al día siguiente. Mientras que en el campo, en medio de gentes que nunca habíamos visto y que no se
fijaban en nosotros, en el seno de uná naturaleza vestida con todas sus galas de primavera ––ese perdón
anual–– y apartada del ruido de la ciudad, podía recatar mi amor y amar sin vergüenza y sin temor.
Allí desaparecía poco a poco la cortesana. Tenía a mi lado una mujer joven, bonita, a la que yo quería,
que me quería y que se llamaba Marguerite: el pasado ya no tenía formas, ni el futuro nubes. El sol
iluminaba a mi amante como hubiera iluminado a la más casta novia. Juntos nos paseábamos por aquellos
parajes encantadores, que parecen hechos expresamente para recordar los versos de Lamartine o cantar las
melodías de Scudo. Marguerite llevaba un vestido blanco, se apoyaba en mi brazo, me repetía por la noche Comentario [L54]: Alphonse de
bajo el cielo estrellado las palabras que me había dicho el día anterior, y el mundo seguía a lo lejos Lamartine (1790––1869), el último gran
viviendo su vida, sin manchar con su sombra el cuadro risueño de nuestra juvèntud y nuestro amor. romántico francés, procedía de una familia
aristocrática venida a menos. Sus
Este era el sueño que el sol ardiente de aquel día me llevaba a través de las hojas, mientras, tumbado todo Meditaciones poéticas (1820) le valieron un
lo largo que era en la hierba de la isla en donde habíamos atracado, libre de todos los lazos humanos que éxito inmediato, pero toda su vida osciló
antes lo retenían, dejaba correr mi pensamiento y recoger todas las esperanzas que encontraba. entre la política y la literatura. Murió
Añada a ello el que, desde el lugar en que me encontraba, veía a la orilla una encantadora casita de dos oscuramente, casi en la pobreza y olvidado
del público, dejando tras de sí obras tan
pisos con una verja semicircular; a través de la verja, delante de la casa, un césped verde, liso como conocidas como Raphaël (1849) o
terciopelo, y detrás del edificio 'un bosquecillo lleno de misteriosos refugios y que cada mañana borraría Graziella (1852).
bajo su musgo el sendero hecho la víspera. Paolo (Paul) Scudo (1806––1864), aunque
Plantas trepadoras ocultaban la escalinata de aquella casa deshabitada, a la que abrazaban hasta el primer nacido en Venecia, se instaló en París desde
muy niño, y pronto figuró como cantante y
piso. clarinetista. Desde 1830 se dedicó a la
A fuerza de mirar aquella casa acabé por convencerme de que era mía: tan bien resumía lo que yo estaba enseñanza del canto y a la crítica musical.
soñando. Me veía allí con Marguerite, durante el día en el bosque que cubría la colina, por la noche Fue en este campo donde adquirió no poca
sentados en el césped, y me preguntaba si alguna vez criaturas terrestres habrían sido tan felices como fama, sobre todo como crítico musical de la
Revue des deux mondes. Atacó
nosotros. encarnizadamente la obra innovadora de
––¡Qué casa más bonita! ––me dijo Marguerite, que había seguido la dirección de mi mirada y acaso músicos como Berlioz o Liszt.
también la de mi pensamiento.
––¿Dónde? ––dijo Prudence.
––Allá abajo.
Y Marguerite señalaba con el dedo la casa en cuestión.
––¡Ah! Preciosa ––replicó Prudence––. ¿Le gusta?
––Mucho.
––¡Bueno, pues diga al duque que se la alquile! Estoy segura de que se la alquilará. Si quiere, yo me
encargo de ello.
Marguerite me miró, como preguntándome qué pensaba yo de aquella idea.
Mi sueño se había desvanecido con las últimas palabras de Prudence y me arrojó tan brutalmente a la
realidad, que aún estaba aturdido por la caída.
––En efecto, es una excelente idea ––balbuceé, sin saber lo que decía.
––Bueno, pues yo lo arreglaré ––dijo estrechándome la mane; Marguerite, que interpretaba mis palabras
según su deseo––. Vamos a ver ahora mismo si está en alquiler.
La casa estaba libre y el alquiler costaba dos mil francos.
––¿Será usted feliz aquí? ––me dijo.
––¿Puedo estar seguro de venir aquí?
––¿Pues por quién cree que vendría a enterrarme yo aquí, de no ser por usted?
––Bueno, Marguerite, pues entonces déjeme que sea yo mismo quien alquile esta casa.
––¿Está loco? No solamente es inútil, sería peligroso. Sabe usted de sobra que no puedo aceptar nada que
no venga de un hombre determinado, así que déjeme hacer, niño grande,, y cállese.
––Eso quiere decir que, cuando tenga dos días libres, vendré a pasarlos en su casa ––dijo Prudence.
Dejamos la casa y volvimos a coger la carretera de París, charlando de aquella nueva resolución. Tenía
yo a Marguerite, entre mis brazos, de tal modo que, al bajar del coche, empezaba ya; a enfocar el plan de
mi amante con ánimo menos escrupuloso.
XVII
Al día siguiente Marguerite me despidió temprano, diciéndome que el duque iba a venir a primers hors y
prometiéndome escribirme en cuanto se fuera, para darme la cita de cads noche. En efecto, durante el día
recibí estas cuatro Tetras:
«Me voy a Bougival con el duque; vaya a casa de Prudence esta noche a las ocho.»
A la hora indicada Marguerite estaba de vuelta y venía a reunirse conmigo en casa de la señora
Duvernoy.
––Bueno, pues ya está todo arreglado ––dijo al entrar.
––¿Ha alquilado la casa? ––preguntó Prudence.
––Sí; ha accedido en seguida.
No conocía al duque, pero me dabs vergüenza engañarlo de aquella manera.
––¡Y eso no es todo! ––prosiguió Marguerite.
––¿Qué más hay?
––Me he preocupado del alojamiento de Armand.
––¿En la misma casa? ––preguntó Prudence riendo.
No, sino en Point-du-Jour, donde hemos comido el duque y yo. Mientras él contemplaba el panorama, he
preguntado a la señora Arnould, pues se llama señora Arnould, ¿no?, le he preguntado si tenía un
apartamento adecuado. Precisamente tenía uno, con salón, antesala y dormitorio. Creo que es todo lo que
hace falta. Sesenta francos al mes. Todo amueblado de tal manera que podría distraer a un hipocondríaco.
Lo he reservado. ¿He hecho bien?
Salté al cuello de Marguerite.
––Será encantador continuo––; usted tendrá una have de la puerta pequeña, y he prometido al duque una
Ilave de la verja, que no cogerá, porque no irá más que de día, cuando vaya. Entre nosotros, creo que está
encantado de este capricho que me aleja de París durante cierto tiempo y hará callar un poco a su familia.
Sin embargo me ha preguntado cómo, gustándome tanto París, había podido decidirme a enterrarme en el
campo; le he respondido que no me encontraba bien y que era para descansar. No ha parecidc creerme del
todo. Ese pobre viejo está siempre acorralado. Así que mi querido Armand, tomaremos muchas
precauciones, pues har––, que me vigilen allá, y no es lo principal que me alquile una casa; aún tiene que
pagar mis deudas, y desgraciadamente tengo una; cuantas. ¿Le agrada todo esto?
––Sí ––respondí, intentando acallar todos los escrúpulos quc aquella forma de vivir despertaba de cuando
en cuando en mí.
–Hemos estado viendo la casa con todo detalle, y estaremo; allí de maravilla. El duque se preocupaba por
todo. ¡Ah, queridc míol ––añadió aquella loca abrazándome––, no estará usted de queja: todo un millonario
le hace la cama.
––¿Y cuándo se mudan? ––preguntó Prudence.
––Lo antes posible.
––¿Se lleva el coche y los caballos?
––Me llevaré toda la casa. Usted se encargará del piso duranta mi ausencia.
Ocho días después Marguerite había tomado posesión de la casí de campo, y yo me hallaba instalado en
Point–du–Jour.
Entonces empezó una existencia que me costaría mucho trabajo describírsela.
Al principio de su estancia en Bougival, Marguerite no pudi romper de golpe con sus costumbres y, como
la casa siempn estaba de fiesta, todas sus amigas venían a verla; durante un me no pasó día sin que
Marguerite tuviera ocho o diez personas a li mesa. Por su parte, Prudence se traía a toda la gente que
conocía y les hacía todos los honores de la casa como si aquella casa fuer suya.
Como usted puede imaginar, todo aquello lo pagaba el dinero del duque, y aun así de cuando en cuando
Prudence me pedía w billete de mil francos, de parte de Marguerite según decía. Ya sab usted que yo había
ganado algo en el juego; así que me apresuré entregar a Prudence lo que Marguerite me pedía a través de
ella por temor a que necesitara más de lo que yo tenía, me vine a París a pedir prestada una cantidad igual a
la que ya me habían prestado antaño y que había devuelto puritualmente.
Así pues, otra vez me encontré en posesión de unos diez mil francos, sin contar mi pensión.
Sin embargo, el placer que experimentaba Marguerite recibiendo a sus amigas se apaciguó un poco ante
los gastos a los que aquel placer la arrastraba, y sobre todo ante la necesidad en que a veces se veía de
pedirme dinero. El duque, que había alquilado aquella casa para que Marguerite descansara, no aparecía
por allí, temiendo siempre encontrarse con una alegre y numerosa compañía de la que no quería dejarse ver.
Ello se debía sobre todo a que, habiendo ido un día para cenar a solas con Marguerite, cayó en medio de
una comida de quince personas, que aún no habían terminado a la hora en que él esperaba sentarse a la
mesa para cenar. Cuando, sin sospechar nada, abrió la puerta de la sala del comedor, una carcajada general
acogió su entrada, y se vio obligado a retirarse bruscamente ante la impertinente alegría de las chicas que se
encontraban allí.
Marguerite se levantó de la mesa, fue a buscar al duque a la habitación contigua a intentó, dentro de lo
posible, hacerle olvidar aquella aventura; pero el anciano, herido en su amor propio, le guardó rencor: le
dijo con bastante crueldad a la pobre chica que estaba harto de pagar las locuras de una mujer que ni
siquiera era capaz de hacer que lo respetasen en su casa, y se marchó muy encolerizado.
Desde aquel día no volvimos a oír hablar de él. Aunque Marguerite despidió a sus invitados y cambió de
costumbres, el duque no volvió a dar señales de vida. Con ello yo había salido ganando que mi amante me
perteneciera más completamente y que mi sueño se realizara al fin. Marguerite no podía pasarse sin mí. Sin
preocuparse de las consecuencias, proclamaba públicamente nuestras relaciones, y yo llegué a no salir ya
de su casa. Los criados me llamaban el señor, y me miraban oficialmente como a su amo.
Prudence le echó buenos sermones a Marguerite a propósito de aquella nueva vida; pero ella le había
respondido que me quería, que no podía vivir sin mí y que, pasara lo que pasase, r renunciaría a la felicidad
de tenerme a su lado sin cesar, añadiel do que todos aquellos a los que no les gustara eran muy libres c no
volver.
Eso fue lo que oí un día en que Prudence dijo a Marguerite qr tenía algo muy importante que decirle,
mientras yo escuchaba a puerta de la habitación donde se habían encerrado.
Poco tiempo después Prudence volvió.
Yo estaba al fondo del jardín cuando ella entró; no me vio. Po la forma de salir Marguerite a su
encuentro, sospeché que iba tener lugar una conversación parecida a la que ya había sorprend do, y quise
oírla como la otra.
Las dos mujeres se encerraron en un gabinete y yo me puse escuchar.
––¿Qué pasa? ––preguntó Marguerite.
––¡Qué va a pasar! Que he visto al duque.
––¿Qué le ha dicho?
––Que le perdona de buen grado la primera escena, pero que ha enterado de que vive usted públicamente
con el señor Armar Duval y que eso no se lo perdona. «Que Marguerite deje a e hombre ––me há dicho––,
y le daré todo lo que quiera como ante si no, tendrá que renunciar a pedirme ni una cosa más.»
––¿Qué ha respondido usted?
––Que le comunicaría su decisión, y le he prometido hacer entrar en razón. Piense, hija mía, en la
posición que pierde y qi nunca podrá darle Armand. El la quiere con toda el alma, pero r tiene bastante
fortuna para hacer frente a todas las necesidades i usted, y un día no le quedará más remedio que
abandonarl cuando ya sea demasiado tarde y el duque no quiera hacer mi por usted. ¿Quiere que hable con
Armand?
Marguerite parecía reflexionar, pues no respondía. El corazl me latía violentamente mientras esperaba su
respuesta.
––No ––repuso––, no dejaré a Armand, y no me ocultaré pa vivir con él. Quizá sea una locura, ¡pero lo
amo!, ¿qué quiere uste Y además, ahora que se ha acostumbrado a amarme sin obstác los, sufriría
demasiado si se viera obligado a abandonarm aunque no fuera más que una hora al día. Por otra parte, no
me queda tanto tiempo que vivir como para convertirme en una desgraciada y hacer la voluntad de un viejo
cuya sola vista me hace envejecer. Que se guarde su dinero; me pasaré sin él.
––¿Pero cómo va a arreglárselas?
––No lo sé.
Prudence iba sin duda a responder algo, pero entré bruscamente y corrí a arrojarme a los pies de
Marguerite, bañando sus manos en las lágrlmas que me hacía derramar la alegría de verme amado sí.
––Mi vida es tuya, Marguerite, no necesitas a ese hombre. ¿No estoy yo aquí? ¿Cómo podré abandonarte
nunca ni pagarte suficientemente la felicidad que me proporcionas? Nada de coacciones, Marguerite mía.
¡Nos queremos! ¿Qué nos importa lo demás?
––¡Sí, sí, lo quiero, Armand mío! ––murmuró enlazando sus brazos en torno a mi cuello––. Te quiero
como nunca creí que pudiera querer. Seremos felices, viviremos tranquilos y daré un adiós eterno a esa vida
de que ahora me avergüenzo. Nunca me reprocharás el pasado, ¿verdad?
Las lágrimas velaban mi voz. Sólo pude responder estrechando a Marguerite contra mi corazón.
––Vamos ––dijo con voz conmovida, volviéndose hacia Prudence––, cuéntele esta escena al duque y
añada que no lo necesitamos.
Desde aquel día ya no se habló más del duque. Tampoco Marguerite era la chica que yo había conocido.
Evitaba todo lo que pudiera recordarme la vida en medio de la cual la había encontrado. Nunca mujer,
nunca hermana tuvo con su esposo o con su hermano el amor y los cuidados que ella tenía conmigo.
Aquella naturaleza enfermiza estaba abierta a todas las impresiones, era accesible a todos los sentimientos.
Había roto con sus amigas como con sus costumbres, con su lenguaje como con los gastos de otro tiempo.
Cuando nos veían salir de la casa para ir a darnos un paseo en una encantadora barquilla que yo había
comprado, nadie hubiera creído que aquella mujer vestida de blanco, cubierta con un gran sombrero de paja
y con un sencillo ropón de seda al brazo para protegerse del frescor del agua era Marguerite Gautier, la
misma que cuatro meses antes armaba tanto jaleo con su lujo y sus escándalos.
¡Ay! Nos dábamos prisa a ser felices, como si hubiéramos adivinado que no podíamos serlo mucho
tiempo.
Hacía dos meses que ni siquiera íbamos a París. Nadie había ido a vernos, excepto Prudence y esa Julie
Duprat de que le he hablado y a quien Marguerite entregaría más tarde el conmovedor relato que tengo
aquí.
Me pasaba días enteros a los pies de mi amante. Abríamos las ventanas que daban al jardín y, mirando
cómo el verano se dejaba caer gozosamente en las flores que había hecho brotar y bajo la sombra de los
árboles, respirábamos uno al lado de otro aquella vida auténtica que ni Marguerite ni yo habíamos
comprendido hasta entonces.
Aquella mujer se asombraba como una niña por las más pequeñas cosas. Había días en que corría por el
jardín, como una cría de diez años, detrás de una mariposa o de un caballito del diablo. Aquella cortesana,
que había hecho gastar en namos de flores más dinero del que necesitaría toda una familia para vivir en la
alegría, a veces se sentaba sobre el césped, durante una hora, para examinar la sencilla flor cuyo nombre
llevaba.
Fue por entonces cuando leyó con tanta frecuencia Manon Lescaut. Muchas veces la sorprendí
escribiendo notas en el libro: no dejaba de decirme que, cuando una mujer ama, no puede hacer lo que
Manon hacía.
El duque le escribió dos o tres veces. Conoció la letra y me dio las camas sin leerlas.
A veces los términos de aquellas cartas hacían que los ojos se me llenasen de lágrimas.
Había creído que, cerrándole la bolsa, volvería a recobrar a Marguerite; pero, cuando vio la inutilidad de
aquel medio, no pudo aguantar más; escribió, pidiendo como otras veces permiso para volver, cualesquiera
que fuesen las condiciones que pusiera para ese regreso.
Leí, pues, aquellas cartas apremiantes y reiterativas, y las rompí sin decir a Marguerite su contenido y sin
aconsejarle que volviera a ver al anciano, aunque un sentimiento de piedad por el dolor de aquel pobre
hombre me impulsara a ello: pero temía que, al hacer reemprender al duque sus antiguas visitas, viera ella
en aquel consejo el deseo de hacerle reemprender también el pago de los gastos de la casa; y por encima de
todo me asustaba que me creyera capaz de negarme a cargar con la responsabilidad de su vida en cualquier
circunstancia a que su amor por mí pudiera arrastrarla.
De ello resultó que el duque, al no recibir respuesta, dejó de , escribir, y Marguerite y yo continuamos
viviendo juntos sin preocuparnos del futuro.
XVIII
Darle detalles acerca de nuestra nueva vida sería cosa áificil. Se componía de una serie de niñerías,
encantadoras para nosotros, pero insignificantes para aquellos a quienes yo se las contara. Ya sabe usted lo
que es amar a una mujer, ya sabe cómo se acortan los días y con qué amorosa pereza se deja uno llevar al
día siguiente. No ignora usted ese olvido de todas las cosas, que nace de un amor violento, confiado y
compartido. Toda criatura que no sea la mujer amada parece un ser inútil en la creación. Unò lamenta haber
arrojado ya parcelas del corazón a otras mujeres, y no vislumbra la posibilidad de estrechar jamás otra
mano distinta de la que tiene entre las suyas. El cerebro no admite trabajo ni recuerdos, nada en fm que
pueda distraerlo del único pensamiento que se le ofrece sin cesar. Cada día descubrimos en nuestra amante
un encanto nuevo, una voluptuosidad desconocida.
La existencia no es más que el cumplimiento reiterado de un deseo continuo; el alma no es más que la
vestal encargada de mantener el fuego sagrado del amor.
Muchas veces, al caer la noche, íbamos a sentarnos bajo el bosquecillo que dominaba la casa. Allí
escuchábamos las alegres armonías de la noche, pensando los dos en la hora próxima que iba a dejarnos a
uno en brazos del otro hasta la mañana siguiente. Otras veces nos quedábamos acostados todo el día, sin
dejar siquiera que penetrara el sol en nuestra habitación. Las cortinas estaban herméticamente cerradas, y el
mundo exterior se detenía un momento para nosotros. Sólo Nanine podía abrir nuestra puerta, pero
solamente para traernos de comer; y aun así lo hacíamos sin levantarnos a interrumpiéndolo sin cesar con
risas y locuras. A esto sucedía un sueño de unos instantes, pues, desapareciendo en nuestro amor, éramos
como dos buceadores obstinados que no vuelven a la superficie más que para recobrar aliento.
Sin embargo a veces sorprendía yo momentos de tristeza e incluso de lágrimas en Marguerite; le
preguntaba de dónde procedía aquella pena súbita, y me respondía:
Nuestro amor no es un amor ordinario, mi querido Armand. Me quieres como si nunca hubiera
pertenecido a nadie, y me da miedo que más tarde te arrepientas de tu amor y mires mi pasado como un
crimen, obligándome a arrojarme otra vez a la existencia en medio de la cual me recogiste. Piensa que
ahora que he probado y una nueva vida moriría al reemprender la otra. Dime que no me abandonarás
nunca.
––¡Te lo juro!
Ante aquellas palabras me miraba como para leer en mis ojos si mi juramento era sincero, luego se
arrojaba en mis brazos y,escondiendo su cabeza en mi pecho, me decía:
––¡Es que no sabes cuánto te quiero!
Una noche, acodados en el alféizar de la ventana, mirábamos la luna, que parecía salir con dificultad de
su lecho de nubes, y escuchábamos el viento, que se agitaba ruidosamente entre los árboles; estábamos
cogidos de la mano y llevábamos ya un largo cuarto de hora sin hablar, cuando Marguerite me dijo:
––Ya está aquí el invierno, ¿quieres que nos vayamos?
––¿Y adónde?
––A Italia.
––¿Te aburres?
––Me da miedo el invierno, y sobre todo me da miedo nuestro regreso a París.
––¿Por qué?
––Por muchas cosas.
Y prosiguió bruscamente, sin darme las razones de sus temores:
––¿Quieres que nos vayamos? Venderé todo lo que tengo, nos iremos a vivir allá, no me quedará nada de
lo que fui, nadie sabrá quién soy. ¿Quieres?
––Vámonos, si eso te agrada, Marguerite; vamos a hacer un viaje ––le dije––; pero ¿qué necesidad tienes
de vender cosas que estarás contenta de encontrar a tu regreso? No tengo una fortuna lo suficientemente
grande para aceptar un sacrificio semejante, pero tengo bastante para que podamos viajar a lo grande
durante cinco o seis meses, si eso te divierte de algún modo.
––Mejor no ––continuó, retirándose de la ventana y yendo a sentarse al canapé en la penumbra de la
habitación––. ¿A qué ir a gastar dinero allá? Ya te cuesto bastante aquí.
––Estás echándomelo en cars, Marguerite, y eso no es generoso.
––Perdón, amigo mío ––dijo, tendiéndome la mano––; este tiempo de torments me pone nerviosa; no
digo lo que quiero decir.
Y, después de besarme, cayó en una profunda ensoñación.
Muchas veces ocurrieron escenas semejantes y, aunque ignoraba lo que las originaba, no por ello dejaba
de sorprender en Marguerite un sentimiento de inquietud ante el futuro. Ella no podía dudar de mi amor,
pues cads día aumentaba, y sin embargo a menudo la veía triste, sin que nunca me diera otra explicación
del motivo de sus tristezas que no fuera por causas fisicas.
Temiendo que se cañsara de una vida excesivamente monótona, le proponía volver a Paris, pero ella
rechazaba siempre aquella propuesta y me aseguraba que no podía ser en ninguna pane tan feliz como en el
campo.
Prudence ya sólo venía raras veces, pero en cambio escribía camas que nunca pedí que me enseñara,
aunque siempre sumieran a Marguerite en una profimda preocupación. No sabía qué imaginar.
Un día Marguerite se quedó en su habitación. Entré. Estaba escribiendo.
––¿A quién escribes? ––le pregunté.
––A Prudence. ¿Quieres que te lea lo que le escribo?
Yo tenía horror a todo lo que pudiera parecer sospecha, y así respondí a Marguerite que no necesitaba
saber lo que escribía; y, sin embargo, tenía la certeza de que aquella carts me hubiera revelado la verdadera
causa de sus tristezas.
Al día siguiente hacía un tiempo soberbio. Marguerite me propuso ir a dar un paseo en barco y visitar la
isla de Croissy. Parecía muy alegre; eran las cinco cuando volvimos.
––Ha venido la señora Duvernoy ––dijo Nanine al vernos entrar.
––¿Se ha ido ya? ––preguntó Marguerite.
––Sí, en el coche de la señora; ha dicho que ya lo sabía usted
––Muy bien ––dijo vivamente Marguerite––; que sirvan la mesa.
Dos días después llegó una carta de Prudence, y durante quinco días Marguerite pareció haber roto con
sus misteriosas melancolías, por las que no dejaba de pedirme perdón desde que habíar dejado de existir.
Sin embargo el coche no volvía.
––¿A qué se debe que Prudence no te devuelva tu cupé? ––le pregunté un día.
Uno de los dos caballos está enfermo y hay que hacer uno arreglos en el coche. Más vale que lo hagan
todo mientras estamos aquí, donde no necesitamos el coche, que esperar a que volvamo a París.
Unos días después vino a vernos Prudence y me confirmó lc que había dicho Marguerite.
Las dos mujeres se pasearon solas por el jardín y, cuando fui reunirme con ellas, cambiaron de
conversación.
Por la noche, al irse, Prudence se quejó del frío, y rogó Marguerite que le prestase un chal de cachemira.
Así pasó un mies, durante el cual Marguerite estuvo más alegri y más amorosa que nunca.
Sin embargo el coche no volvió, el chal de cachemira no fui devuelto, todo lo cual me intrigaba sin
querer, y, como yo sabía ei qué cajón guardaba Marguerite las camas de Prudence, aprovechl un momento
en que estaba al fondo del jardín, corrí al cajón i intenté abrirlo; pero fue en vano: estaba cerrado con dos
vueltas di llave.
Entonces huigué en los que estaban ordinariamente las joyas y los diamantes. Se abrieron sin resistencia,
pero los joyeros habían desaparecido, con lo que contenían por supuesto.
Un temor punzante me oprimió el corazón.
Iba a exigir a Marguerite la verdad sobre aquellas desaparicio nes, pero ciertamente ella no me lo
confesaría.
––Mi buena Marguerite ––le dije entonces––, vengo a pedirti permiso para ir a París. En mi casa no
saben dónde estoy, y debe de haber llegado cartas de mi padre; sin duda está preocupado, y es conveniente
que le escriba.
––Ve, amigo mío ––me dijo––, pero vuelve pronto. Me marché.
Corrí en seguida a casa de Prudence.
––Vamos a ver ––le dije, sin más preliminares––, respóndame francamente: ¿Dónde están los caballos de
Marguerite?
––Vendidos.
––¿El chal de cachemira?
––Vendido.
––¿Los diamantes?
––Empeñados.
––¿Y quién los ha vendido y empeñado?
––Yo.
––¿Por qué no me lo ha advertido?
––Porque me lo prohibió Marguerite.
––¿Y por qué no me ha pedido usted dinero?
––Porque ella no quería.
––¿Y dónde ha ido ese dinero?
––A pagar.
––¿Entonces debe mucho?
––Treinta mil francos todavía poco más o menos. ¡Ah, queridol, ¿no se lo había dicho yo? Usted no quiso
creerme; bueno, pues ahora ya estará convencido. Al tapicero, de cuyas facturas respondía el duque, le
dieron con la puerta en las narices cuando se presentó en casa del duque, el cual le escribió al día siguiente
que no haría nada por la señorita Gautier. Ese hombre quería dinero, y le di a cuenta unos miles de francos
que le pedí a usted; luego algún alma caritativa le ha advertido que su deudora, abandonada por el duque,
vivía con un muchacho sin fortuna; los otros acreedores fueron prevenidos igualmente, pidieron dinero y
embargaron. Marguerite quiso venderlo todo, pero ya no había tiempo, y además yo me habría opuesto. De
todos modos había que pagar y, para no pedirle dinero a usted, ha vendido los caballos, las cachemiras y ha
empeñado las joyas. ¿Quiere los recibos de los compradores y las papeletas del Monte de Piedad?
Y Prudence abrió un cajón y me enseñó dichos papeles.
––¡Ah! ––continuó con esa insistencia típica de la mujer que puede decir: «¡Qué razón tenía yo!»––.
¿Cree que basta amarse e° irse al campo a vivir una vida pastoril y vaporosa? No, amigo mío, no. Al lado
de la vida ideal existe la vida material, y las resoluciones más castas están sujetas a la tierra pqr hilos
ridículos, pero de hierro, y que no se rompen tan fácilmente. Si Marguerite no lo ha engañado veinte veces,
es porque ella es de una naturaleza excepcional. Y no será porque yo no se lo haya aconsejado, pues me
daba pena ver a la pobre chica despojarse de todo. ¡Pero ella no ha querido! Me ha respondido que lo quería
y que no lo engañaría por nada del mundo. Todo esto es muy bonito, muy poético, pero con esa moneda no
se paga a los acreedores, y hoy no puede salir del atolladero con menos de treinta mil francos, se lo repito.
––Está bien, le proporcionaré esa cantidad.
––¿Va a pedirla prestada?
––¡Pues claro que sí!
––Bonita cosa va usted a hacer: enemistarse con su padre, paralizar sus recursos, y además no se
encuentran treinta mil francos así de la noche a la mañana. Créame, querido Armand, conozco a las mujeres
mejor que usted; no haga esa locura, de la que algún día se arrepentirá. Sea razonable. No le digo que deje a
Marguerite, pero viva con ella como vivía al principio del veraho. Déjeme encontrar los medios de salir del
apuro. El duque poco a poco volverá otra vez a ella. El conde de N... me decía ayer mismo que, si ella lo
acepta, le pagará todas sus deudas y le dará cuatro o cinco mil francos al mes. Tiene doscientas mil libras
de renta. Para ella será una buena posición, mientras que usted antes o después tendrá que dejarla; no
espere para eso a verse arruinado, tanto más cuanto que el conde de N... es un imbécil, y nada le impedirá a
usted ser el amante de Marguerite. Ella llorará un poco al principio, pero acabará por acostumbrarse y algún
día le agradecerá lo que ha hecho. Suponga que Marguerite está casada y engaña al marido, eso es todo.
Todo esto ya se lo he dicho otra vez: sólo ry que en aquella época no era aún más que un consejo, mientras
que hoy es casi una necesidad.
Prudence tenía cruelmente razón.
––Lo que pasa ––continuó, volviendo a doblar los papeles que acababa de enseñarme–– es que las
entretenidas siempre prevén que las amarán, pero nunca que amarán ellas; si no, irían ahorrando dinero y a
los treinta años podrían permitirse el lujo de tener un amante gratis. ¡Ah, si yo hubiera sabido lo que sé
ahora! En fin, no diga nada a Marguerite y tráigasela a París. Ha vivido usted cuatro o cinco meses solo con
ella, y es razonable; todo lo que se le pide ahora es que cierre los ojos. Dentro de quince días ella aceptará
al conde de N..., economizará este invierno, y el verano próximo empezarán ustedes otra vez. ¡Así es como
hay que hacer las cosas, querido!
Y Prudence parecía encantada de su consejo, que yo rechazaba con indignación.
No sólo mi amor y mi dignidad me impedían obrar así, . sino que además estaba absolutamente
convencido de que, en el punto a que había llegado, Marguerite moriría antes que aceptar repartirse así.
––Bueno, basta de bromas ––dije a Prudence––. Definitivamente, ¿cuánto le hace falta a Marguerite?
––Ya se lo he dicho, unos treinta mil francos.
––¿Y para cuándo hace falta esa cantidad?
––Antes de dos meses.
––La tendrá.
Prudence se encogió de hombros.
––Yo se la entregaré ––continué––, pero júreme que no dirá a Marguerite que se la he entregado yo.
––Esté tranquilo.
––Y si le manda que venda o empeñe algo más, avíseme.
––No hay peligro, ya no tiene nada.
Antes pasé por mi casa para ver si había cartas de mi padre. Había cuatro.
XIX
En las tres primeras cartas mi padre se preocupaba por mi silencio y me preguntaba la causa; en la última
me daba a entender que le habían informado de mi cambio de vida y me anunciaba su próxima llegada.
Siempre he sentido un gran respeto y un sincero afecto por mi padre. Así que le respondí que un pequeño
viaje había sido la causa de mi silencio, y le rogaba que me avisara del día de su llegada para poder salir a
recibirlo.
Di a mi criado mi dirección en el campo, encargándole que me llevara la primera carta que llegara
timbrada de la ciudad de C..., y volví a salir en seguida para Bougival.
Marguerite me esperaba a la puerta del jardín.
Su mirada expresaba inquietud. Me saltó al cuello y no pudo evitar decirme:
––¿Has visto a Prudence?
––No.
––¡Has estado mucho tiempo en Paris!
––Es que he recibido unas cartas de mi padre y he tenido que contestarle.
Unos instantes después entró Nanine muy sofocada. Marguerite se levantó y habló con ella en voz baja.
Cuando salió Nanine, Marguerite volvió a sentarse a mi lado me dijo cogiéndome la mano:
––¿Por qué me has engañado? Has ido a casa de Prudence.
––¿Quién te lo ha dicho?
––Nanine.
––¿Y cómo lo sabe?
––Porque te ha seguido.
––¿Entonces le dijiste tú que me siguiera?
––Sí. Pensé que tenía que haber un motivo poderoso para , hacerte ir así a París, a ti que no me has
dejado en cuatro meses.
Temía que lo hubiera ocurrido una desgracia o quizá que fueras a ver a otra mujer.
––¡Qué cría eres!
––Ahora estoy tranquila; sé lo que has hecho, pero no sé aún lo que te han dicho.
Enseñé a Marguerite las cartas de mi padre.
––No es eso lo que te pregunto: lo que me gustaría saber es para qué has ido a casa de Prudence.
––Para verla.
––Estás mintiendo, amigo mío.
––Bueno, pues he ido a preguntarle si el caballo estaba mejor, y si ya no le hacía falta tu chal de
cachemira ni tus joyas.
Marguerite enrojeció, pero no respondió.
Y ––continué–– me he enterado del use que has hecho de los caballos, de las cachemiras y de los
diamantes.
––¿Y estás enfadado conmigo?
––Estoy enfadado contigo por no habérsete ocurrido pedirme lo que necesitaras.
––En una relación como la nuestra, si la mujer tiene aún un poco de dignidad, debe imponerse todos los
sacrificios posibles antes que pedir dinero a su amante y ofrecer un aspecto venal a su amor. Tú me quieres,
estoy segura, pero no sabes lo frágil que es el hilo que sujeta al corazón el amor que se siente por chicas
como yo. ¿Quién sabe? ¡Quizá un día de mal humor o de aburrimiento lo imaginaras ver en nuestra relación
un cálculo hábilmente combinado! Prudence es una charlatana. ¡Para qué quería yo los caballos!
Vendiéndolos, ecònomizo; puedo pasarme sin ellos perfectamente y así no me gastan nada. Todo lo que te
pido es que me quieras, y tú me querrás lo mismo sin caballos, sin cachemiras y sin diamantes.
Lo dijo todo en un tono tan natural, que se me saltaron las lágrimas escuchándola.
––Pero, mi buena Marguerite ––respondí estrechando amorosamente las manos de mi amante––, sabías
perfectamente que un día a otro me enteraría de ese sacrificio y que el día que me enterase no lo toleraría.
––¿Pero por qué?
––Pues porque no puedo entender que el cariño que sientes por mí tenga que privarte ni siquiera de una
joys, niña mía. Tampoco yo quiero que en un momento de malhumor o de aburrimiento puedas pensar que,
si vivieras con otro hombre, esos momentos no existirían y que te arrépientas ni por un minuto de vivir
conmigo. Dentro de unos días tus caballos, tus diamantes y tus chafes de cachemira te serán devueltos. Te
son tan necesarios como el sire a la vida, y quizá sea ridículo, pero te prefiero suntuosa antes que sencilla.
––Entonces es que ya no me quieres.
––¡Loca!
––Si me quisieras, me dejarías quererte a mi manera; por el contrario, tú continúas viendo en mí sólo una
chits a quien ese lujo le results indispensable y que sigues creyéndote obligado a pagan Te da vergüenza
aceptar pruebas de mi amor. Sin querer, piensas abandonarme un día a intentas por todos los medios poner
tu delicadeza al abrigo de toda sospecha. Times razón, amigo mío, pero yo esperaba algo mejor.
Y Marguerite hizo un movimiento para levantarse; la retuve diciéndole:
––Quiero que seas feliz y que no tengas nada que reprocharme, eso es todo.
––¡Y vamos a separarnos!
––¿Por qué, Marguerite? ¿Quién puede separarnos? ––grité.
––Tú, que no quieres permitirme que comprenda tu posición, y tienes la vanidad de velar por la mía; tú,
que, al conservarme el lujo en medio del que he vivido, quieres conservar la distancia moral que nos
separa; tú, en fin, que no trees que mi cariño sea lo suficientemente desinteresado para compartir conmigo
tu fortuna, con la que podríamos vivir felices juntos, y prefieres arruinarte, esclavo como eres de un
prejuicio ridículo. ¿Crew que yo comparo un coche y unas joyas con tu amor? ¿frees que para mí la
felicidad consiste en las vanidades con que una se contents cuando no ama nada, pero que se convierten en
algo muy mezquino cuando ama? Tú pagarás mis deudas, malbaratarás tu fortuna ¡y me mantendrás al fin!
¿Cuánto tiempo durará todo eso? Dos o tres meses, y entonces será demasiado tarde para emprender la vida
que propongo, pues entonces lo aceptarías todo de mí, y eso es lo que un hombre de honor no puede hacer.
Mientras que ahora times ocho o diez mil francos de renta, con los cuales podemos vivir. De lo que tengo,
yo venderé lo superfluo, y sólo con esa venta me haré con dos mil libras al año. Alquilaremos un lindo
pisito en el que nos quedaremos los dos. En verano vendremos al campo, pero no a una casa como ésta,
sino a una casita suficiente para dos personas. Tú eres independiente, yo soy libre, somos jóvenes; en
nombre del cielo, Armand, no vuelvas a arrojarme a la vida que me vi obligada a llevar en otro tiempo.
Yo no podía responder. Lágrimas de agradecimiento y de amor inundaban mis ojos, y me precipité en los
brazos de Marguerite.
––Quería arreglarlo todo sin decirte nada ––prosiguió––, pagar todas mis deudas y preparar mi nuevo
piso. En octubre habríamos vuelto a Paris y te lo hubiera dicho todo; pero, puesto que Prudence te lo ha
contado todo, es preciso que consientas antes en lugar de consentir después. ¿Me quieres lo bastante para
hacerlo?
Era imposible resistirse a tanta abnegación. Besé las manos de Marguerite con efusión y le dije:
––Haré todo lo que quieras.
Quedó, pues, convenido lo que ella había decidido.
Entonces se volvió lots de alegría: bailaba, cantaba, se regocijaba de la sencillez de su nuevo piso y me
consultaba ya acerca de su distribución y del barrio.
La veía feliz y orgullosa de aquella resolución, que parecía que iba a acercarnos definitivamente el uno al
otro.
Así que yo tampoco guise ser menos que ella.
En un instante decidí mi vida. Hice un balance de mi fortuna, y dejé en manos de Marguerite la rents que
procedía de mi madre y que me pareció muy insuficiente para recompensar el sacrificio que aceptaba.
Me quedaban los cinco mil &ancos de pensión que me pasaba mi padre y, sucediera lo que sucediese,
siempre tendría bastante con esa pensión anual pats vivir.
No dije a Marguerite lo que había resuelto, convencido cómo estaba de que rechazaría aquella donación.
Dicha renta procedía de una hipoteca de sesenta mil francos sobre una casa que yo ni siquiera hábía visto.
Todo lo que sabía es que cada trimestre el notario de mi padre, un viejo amigo de nuestra familia, me
enviába setecientos cincuenta francos contra un simple recibo.
El día en que Marguerite y yo nos vinimos a París para buscar piso, fui a ver al notario y le pregunté de
qué modo debía proceder para hacer la transferencia de aquella renta a otra persona.
El buen hombre me creyó arruinado y me preguntó por la causa de aquella decisión. Y, como más pronto
o más tarde tendría que decirle en favor de quién hacía aquella , donación, preferí contarle en seguida la
verdad.
No me hizo ninguna de las objeciones que su posición de notario y de amigo le autorizaba a hacerme, y
me aseguró que se encargaría de arreglarla todo del mejor modo posible.
Naturalmente le recomendé la mayor discreción respecto a mi padre, y fui a reunirme con Marguerite,
que me esperaba en casa de Julie Duprat, en donde había preferido bajarse antes de tener que escuchar los
sermones de Prudence.
Nos pusimos a buscar piso. Todos los que veíamos a Marguerite le parecían demasiado caros y a mí
demasiado sencillos. Sin embargo acabamos por ponernos de acuerdo, y en uno de los barrios más
tranquilos de París alquilamos una especie de chaletito, aislado del edificio principal.
Detrás del chaletito se extendía un jardín encantador, un jardín que dependía de él, rodeado de paredes lo
suficientemente elevadas para separarnos de nuestros vecinos, y lo suficientemente bajas como para no
limitarnos la vista.
Era más de lo que habíamos esperado.
Mientras me dirigía a mi casa para dejar libre mi piso, Marguerite iba a ver a un hombre de negocios que,
según decía ella, había hecho ya por una de sus amigas lo que iba a pedirle que hiciera por ella.
Vino a buscarme a la calle de Provence encantada. Aquel hombre le había prometido pagar todas sus
deudas, darle los recibos correspondientes y entregarle veinte mil francos a cambio de todos sus muebles.
Ya ha visto usted, por el precio que alcanzó la subasta, que aquel honrado varón habría ganado más de
treinta mil francos con su cliente.
Volvimos muy contentos a Bougival, sin dejar de comunicarnos nuestros proyectos para el futuro, que,
gracias a nuestra despreocupación y sobre todo a nuestro amor, se nos aparecía de color de rosa.
Ocho días después estábamos comiendo, cuando Nanine vino a decirme que mi criado preguntaba por
mí.
Mandé que entrara.
––Señor ––me dijo––, su padre ha llegado a París, y le ruega que vuelva en seguida a casa, donde lo está
esperando.
Aquella noticia era la cosa más simple del mundo y, sin embargo, al recibirla Marguerite y yo nos
miramos.
Adivinábamos una desgracia tras aquel incidente.
Así que, sin que me hiciera partícipe de aquella impresión que yo compartía, respondí tendiéndole la
mano:
––No temas.
––Vuelve lo antes posible ––murmuró Marguerite abrazándome––, te esperaré a la ventana.
Envié a Joseph a decir a mi padre que ya iba.
En efecto, dos horas después, estaba en la calle de Provence.
XX
XXI
––¡Por fin! ––gritó, echándome los brazos al cuello––. ¡Ya estás aquí! ¡Qué pálido estás!
Entonces le conté la escena con mi padre.
––¡Oh, Dios mío! Lo sospechaba ––dijo––. Cuando Joseph vino a anunciarnos la llegada de tu padre, me
sobresalté como ante la noticia de una desgracia. ¡Pobre amigo mío! Y soy yo la causante de todas estas
penas. Quizá sería mejor que me dejaras y que no te enemistaras con tu padre. Sin embargo yo no he hecho
nada, Vivimos muy tranquilos y vamos a vivir más tranquilos aún. El sabe de sobra que necesitas tener una
amante, y debería estar contento de que sea yo, puesto que te amo y no ambiciono nada que tu posición no
te permita. ¿Le has dicho los planes que hemos hecho para el futuro?
––Sí, y eso es lo que más le ha irritado, pues ha visto en esa determinación la prueba de nuestro amor
mutuo.
––¿Entonces qué vamos a hacer?
––Seguir juntos, mi buena Marguerite, y dejar pasar esta tormenta.
––¿Pasará?
––Tendrá que pasar.
––¿Y si tu padre no se conforma con eso?
––¿Qué quieres que haga?
––¿Y qué sé yo? Todo lo que un padre es capaz de hacer para que su hijo lo obedezca. Te recordará mi
vida pasada y quizá me haga el honor de inventar alguna nueva historia para que me abandones.
––Bien sabes que te quiero.
––Sí, pero también sé que antes o después uno tiene que obedecer a su padre, y quizá acabarás por dejarte
convencer.
––No, Marguerite, soy yo quien va a convencerlo a él. Han sido los chismorreos de algún amigo suyo los
que lo han hecho enfadarse de ese modo; pero él es bueno, es justo, y se volverá atrás de su primera
impresión. Además, al fin y al cabo, ¡qué me importa!
––No digas eso, Armand; preferiría cualquier cosa antes de permitir que crean que yo te indispongo con
tu familia; deja pasar este día y mañana vuelve a París. Tu padre habrá reflexionado por su lado como tú
por el.tuyo, y quizá os entendáis mejor. No vayas en contra de sus principios, simula hacer algunas
concesiones a sus deseos; aparenta que no tienes tanto interés por mí, y dejará las cows como están. Ten
esperanza, amigo mío, y estáte seguro de una cosa, y es que, suceda lo que suceda, tu Marguerite será
siempre tuya.
––¿Me lo juras?
––¿Necesito jurártelo?
¡Qué dulce es dejarse persuadir por la voz que amamos! Marguerite y yo pasamos todo el día
repitiéndonos nuestros proyectos, como si hubiéramos comprendido la necesidad de realizarlos más de
prisa. A cada minuto esperábamos algún acontecimiento, pero por suerte el día pasó sin traemos nada
nuevo.
Al día siguiente, a las diez, me marché y llegué al hotel a mediodía.
Mi padre había salido ya.
Volví a mi casa, esperando que quizá hubiera ido allí. No había ido nadie. Fui a casa de mi notario.
¡Nadie!
Volví al hotel y esperé hasta las seis. El señor Duval no volvió.
Tomé otra vez el camino de Bougival.
Encontré a Marguerite, no aguardándome como el día anterior, sino sentada al lado del fuego que ya
estaba pidiendo la estación.
Estaba lo suficientemente sumida en sus reflexiones para dejarme acercar a su sillón sin oírme y sin
volverse. Cuando posé mis labios en su frente, se estremeció como si aquel beso la hubiera despertado
sobresaltada.
––Me has dado un susto ––dijo––. ¿Y tu padre?
––No lo he visto. No sé qué quiere decir esto. No lo he encontrado ni en su hotel ni en ninguno de los
lugares donde había posibilidad de que estuviera.
––Vamos, será cosa de empezar mañana otra vez.
––Me están dando ganas de esperar a que me llame. Creo que ya he hecho todo lo que teníá que hacer.
––No, amigo mío, no es bastante; tienes que volver a ver a tu padre, sobre todo mañana.
––¿Por qué mejor mañana que otro día?
––Porque ––dijo Marguerite, que pareció enrojecer un poi ante aquella pregunta––, porque la insistencia
por tu parte le parecerá más viva, y con ello obtendremos antes el perdón.
Todo el resto del día Marguerite estuvo preoçupada, distraída, triste. Me veía obligado a repetirle dos
veces lo que le decía para obtener una respuesta. Achacó aquella preocupación a los temores que le
inspiraban para el futuro los acontecimientos acaecidos en los dos últimos días.
Pasé la noche tranquilizándola, y al día siguiente me hizo marchar con una insistente inquietud que yo no
lograba explicarme.
Como el día anterior, mi padre estaba ausente; pero, al salir, me había dejado esta carta:
«Si vuelve a verme hoy, espéreme hasta las cuatro; si a las cuatro no he regresado,
vuelva mañana para cenar conmigo: tengo que hablar con usted.»
Esperé hasta la hora indicada. Mi padre no apareció. Me marché.
Si el día anterior encontré a Marguerite triste, aquel día la encontré febril y agitada. Al verme entrar me
echó los brazos al cuello, pero estuvo llorando mucho tiempo entre mis brazos.
Le pregunté por aquel dolor súbito cuya progresión me alarmaba. No me dio ninguna razón positiva,
alegando todo lo que puede alegar una mujer cuando no quiere decir la verdad.
Cuando estuvo un poco más calmada, le conté los resultados de mi viaje; le enseñé la carta de mi padre,
haciéndole observar que eso podía ser un buen presagio.
A la vista de aquella carta y del comentario que hice redoblaron las lágrimas hasta tal punto, que llamé a
Nanine y, temiendo un ataque de nervios, acostamos a la pobre chica, que seguía llorando sin decir una
palabra, aunque me cogía las manos y las besaba a cada instante.
Pregunté a Nanine si, durante mi ausencia, su ama había recibido alguna carta o alguna visita que hubiera
podido motivar el estado en que la hallé, pero Nanine me respondió que no había venido nadie ni le habían
traído nada.
Sin embargo algo había pasado desde el día anterior, tanto más inquietante cuanto que Marguerite me lo
ocultaba.
Por la noche parecía un poco más calmada; y, haciéndome sentar al pie de su cama, me reiteró
largamente la certeza de su amor. Luego me sonrió, pero haciendo un esfuerzo, pues a pesar suyo las
lágrimas velaban sus ojos.
Empleé todos los medios a mi alcance para hacerle confesar la verdadera causa de aquella pesadumbre,
pero se obstinó en seguir dándome las vagas razones que ya le he dicho.
Acabó por dormirse entre mis brazos, pero con ese sueño que destroza el cuerpo en lugar de hacerlo
descansar; de cuando en cuando lanzaba un grito, se despertaba sobresaltada y, tras cerciorarse de que
seguía a su lado, me hacía jurarle que la querría siempre.
Yo no lograba entender esas intermitencias de dolor, que se prolongaron hasta la mañana. Entonces
Marguerite cayó en una especie de sopor. Llevaba dos noches sin dormir.
Aquel descanso no duró mucho.
Hacia las once Marguerite se despertó y, al verme levantado, miró a su alrededor gritando:
––¿Ya te vas?
––No ––dije, cogiéndole las manos––, pero he querido dejarte dormir. Todavía es temprano.
––¿A qué hora te vas a París?
––A las cuatro.
––¿Tan pronto? Hasta entonces te quedarás conmigo, ¿verdad?
––Pues, claro, ¿no lo hago siempre así?
––¡Qué felicidad!–– ¿Desayunamos? ––prosiguió con aire distraído.
––Como quieras.
––¿Y luego me abrazarás bien fuerte hasta la hora de irte?
––Sí, y volveré lo antes posible.
––¿Volverás? ––dijo, mirándome con ojos extraviados.
––Naturalmente.
––Claro, volverás esta noche, y yo te esperaré como de costumbre, y me amarás, y seremos tan felices
como lo somos desde que nos conocemos.
Decía todas estas palabras en un tono tan entrecortado parecían ocultar un pensamiento doloroso tan
continuo, que temí a cada instante ver caer a Marguerite en el delirio.
––Escucha ––le dije––, tú estás enferma, no puedo dejarte así. Voy a escribir a mi padre que no me
espere.
––¡No! ¡No! ––gritó bruscamente––. No hagas eso. Tu padre volvería a acusarme de que te impido ir con
él cuando quiere verte. No, no, ¡tienes que ir, tienes que ir! Además no estoy enferma, me siento de
maravilla. Es que he tenido un mal sueño y no estaba bien despierta.
Desde aquel momento, Marguerite intentó mostrarse más alegre. Dejó de llorar.
Cuando llegó la hora de marcharme, la besé, y le pregunté si quería acompañarme a la estación de
ferrocarril: esperaba que el paseo la distraería y que el aire la sentaría bien.
Quería sobre todo estar con ella el mayor tiempo posible.
Aceptó, cogió un abrigo y me acompañó con Nanine para no volver sola.
Veinte veces estuve a punto de no marcharme. Pero la esperanza de volver pronto y el terror de
indisponerme de nuevo con mi padre me contuvieron, y el tren me llevó.
––Hasta la noche ––dije a Marguerite al dejarla.
No me respondió.
Ya otra vez no me respondió a esa misma frase, y el conde de G..., como recordará usted, pasó la noche
en su casa; pero aquellos tiempos estaban tan lejos, que parecían borrados de mi memoria y, si algo temía,
no era desde luego que Marguerite me engañase.
Nada más llegar a París corrí a casa de Prudence a rogarle que fuera a ver a Marguerite, con la esperanza
de que su verborrea y si alegría la distrajeran.
Entré sin anunciarme, y encontré a Prudence en el tocador.
––¡Ah! ––me dijo con aire inquieto––. ¿Ha venido Marguerite con usted? con usted?
––No.
––¿Qué tal está?
––No está bien del todo.
––¿No vendrá entonces?
––¿Es que tenía que venir?
La señora Duvernoy enrojeció y me respondió con cierto embarazo:
––Quería decir que, como ha venido usted a París, si no va a venir ella a reunirse con usted.
––No.
Miré a Prudence; bajó los ojos, y en su fisonomía creí leer el terror de ver prolongarse mi visita.
––También venía a rogarle, querida Prudence, que, si no tiene nada que hacer, vaya a ver a Marguerite
esta tarde; le haría usted compañía y podría dormir allí. Hoy estaba como nunca la había visto, y temo que
caiga enferma.
––Voy a cenar en la ciudad ––me respondió Prudence–– y no podré ver a Marguerite esta tarde; pero la
veré mañana.
Me despedí de la señora Duvernoy, que parecía estar casi tan preocupada como Marguerite, y fui a ver a
mi padre, cuya primera mirada me estudió con atención.
Me tendió la mano.
––Sus dos visitas me han complacido mucho, Armand ––me dijo––. Ellas me han hecho esperar que haya
usted reffexionado por su pane, como yo he reflexionado por la mía.
––Padre, ¿puedo permitirme preguntarle cuál ha sido el resultado de sus reffexiones?
––Pues ha sido, amigo mío, que he exagerado la importancia de los informes que me dieron, y que me he
prometido ser menos severo contigo.
––¡Qué me dice, padre! ––grité con alegría.
Digo, querido hijo, que es conveniente que todo joven tenga una amante y que, después de haberme
informado mejor, prefiero saberte amante de la señorita Gautier antes que de otra.
––¡Padre admirable! ¡Qué feliz me hace usted!
Charlamos así unos instantes y luego nos pusimos a la mesa.; Mi padre estuvo encantador todo el tiempo
que duró la cena.
Yo tenía prisa por regresar a Bougival para contar a Marguen aquel dichoso cambio. A cada instante
miraba el reloj de pared
––Miras la hora ––me dijo mi padre––, estás impaciente por dejarme. ¡Oh, los jóvenes! ¿Siempre
sacrificaréis los afectos sinceros a los dudosos?
––¡No diga eso, padre! Marguerite me quiere, estoy seguro.
Mi padre no respondió; no tenía aspecto de dudar ni de creer.
Insistió mucho para que me quedara a pasar toda la noche con él y para que no me fuera hasta el día
siguiente; pero le dije que había dejado ––a Marguerite enferma y le pedí permiso para volver con ella
pronto, prometiéndole que regresaría al día siguiente.
Hacía bueno; quiso acompañarme hasta el muelle. Nunca me había sentido tan feliz. El futuro se me Comentario [L58]: «En las estaciones
aparecía tal como deseaba verlo desde hacía mucho tiempo. del ferrocarril, plataforma alta desde la que
Quería a mi padre como no lo había querido nunca. sc realiza la carga y descarga de los
vagones de mercancías» (Maria Moliner)
En el momento en que iba a partir insistió por última vez para que me quedase; me negué. Es el significado exacto del francés
––Así que la quieres, ¿eh? ––me preguntó. débarcadère, que, obviamente, esta
––Como un loco. empleado como sinónimo de andén.
––¡Bueno, pués vete! y se pasó la mano por la frente como si quisiera ahuyentar un pensamiento; luego
abrió la boca como para decirme algo, pero se contentó con estrecharme la mano y me dejó bruscamente
gritando:
––¡Hasta mañana, pues!
XXII
Cuando hube leído la última palabra, creí que iba a volverme loco.
Por un momento tuve realmente miedo de caer sobre el pavimento de la calle. Una nube me pasó por los
ojos y la sangre me golpeaba en las sienes.
Al fin me repose un poco, miré a mi alrededor, totalmente asombrado de ver que la vida de los demás
continuaba sin detenerse ante mi desgracia.
No era lo suficientemente fuerte para soportar yo solo el golpe que me dabs Marguerite.
Entonces me acordé de que mi padre estaba en la misma ciudad que yo, que en diez minutos podía estar a
su lado, y que, cualquiera que fuese la causa de mi dolor, él la compartiría.
Corrí como un loco, como un ladrón, hasty el hotel de Paris: encontré la have puesta en la puerta de la
habitación de mi padre. Entré.
Estaba leyendo.
A juzgar por el poco asombro que mostró al verme aparecer, hubiérase dicho que me esperaba.
Me precipité en sus brazos sin decide una palabra, le di la carts de Marguerite y, dejándome caer delante
de su cama, lloré a lágrima viva.
XXIII
Cuando todas las cosas de la vida volvieron a recobrar su curso, no podía creer que el día que despuntaba
no sería para mí semejante a los que lo precedieron. Había momentos en que me figuraba que alguna
circunstancia que no podía.recordar me había hecho pasar la noche fuera de casa de Marguerite, pero que,
si volvía a Bougival, la encontraría preocupada, como yo lo había estado, y me preguntaría qué había
podido retenerme lejos de ella.
Cuando la existencia ha contraído un hábito como el del amor, Y parece imposible que ese hábito pueda
romperse sin quebrar al mismo tiempo todos los resortes de la vida.
Así que me veía obligado a releer de cuando en cuando la carta de Marguerite, para convencerme de que
no había soñado.
Mi cuerpo, al sucumbir bajo la sacudida moral, era incapaz de hacer un movimiento. La inquietud, la
caminata de la noche y la noticia de la máñana me habían agotado. Mi padre aprovechó aquella postración
total de mis fuerzas para pedirme la promesa formal de irme con él.
Prometí todo lo que quiso. Era incapaz de mantener una discusión y necesitaba un afecto verdadero que
me ayudara a vivir después de lo que acababa de ocurrir.
Me sentía muy dichoso de que mi padre se dignara consolarme ;,. de tamaña pesadumbre.
Todo lo que recuerdo es que aquel día, hacia las cinco, me hizo subir con él en una silla de posta. Sin Comentario [L60]: Carruaje de dos o
decirme nada, había mandado que preparasen mis maletas, que las colocasen con las suyas detrás del coche, cuatro ruedas que hacía el servicio de
y me llevó con él. correo y transporte de viajeros entre las
poblaciones.
No me di cuenta de lo que hacía hasta que la ciudad hubo desaparecido y la soledad de la carretera me
recordó el vacío de mi corazón.
Y otra vez se me saltaron las lágrimas.
Mi padre comprendió que ninguna palabra, ni siquiera suya, me consolaría, y me dejó llorar sin decir
nada, contentándose con estrecharme la mano alguna vez, como para recordarme que tenía un amigo a mi
lado.
Por la noche dormí un poco. Soñé con Marguerite.
Me desperté sobresaltado, sin comprender por qué estaba en un coche.
Luego la realidad volvió a mi mente y dejé caer la cabeza sobre el pecho.
No me atrevía a hablar con mi padre; seguía temiendo que me dijera: «¿Ves como tenía razón cuando
negaba el amor de esa mujer?»
Pero no abusó de su ventaja, y llegamos a C... sin que me dijera más que palabras completamente ajenas
al acontecimiento que me había hecho partir.
Al besar a mi hermana, recordé las palabras de la carta de Marguerite que se referían a ella, pero
comprendí en seguida que, por buena que fuese, mi hermana sería insuficiente para hacerme olvidar a mi
amante.
Habían levantado la veda de caza, y mi padre pensó que me serviría de distracción. Así que organizó
partidas de çaza con vecinos y amigos. Yo iba a ellas sin repugnancia, pero sin entusiasmo, con esa especie
de apatía que caracterizaba todas mis acciones desde mi partida.
Cazábamos al ojeo. Me ponían en mi puesto. Yo colocaba la escopeta descargada a mi lado y soñaba.
Miraba pasar las nubes. Dejaba que mi pensamiento vagara por las llanuras solitarias, y de cuando en
cuando oía que algún cazador me llamaba, señalándome una liebre a diez pasos de mí.
Ninguno de aquellos detalles se le escapaba a mi padre, y no se dejaba engañar por mi calma exterior.
Comprendía perfectamente que, por más abatido que estuviese, mi corazón tendría cualquier día una
reacción terrible, peligrosa quizá, y, mientras evitaba cuidadosamente parecer que intentaba consolarme,
hacía todo lo posible por distraerme.
Mi hermana, naturalmente, no estaba en el secreto de todos aquellos acontecimientos, y así no se
explicaba por qué yo, tan alegre antes, me había vuelto de repente tan pensativo y tan triste.
A veces, sorprendido en medio de mi tristeza por la mirada inquieta de mi padre, le tendía la mano y
estrechaba la suya como s pidiéndole tácitamente perdón por el daño que sin querer le hacía.
Así pasó un mes, pero fue todo lo que pude soportar.
El recuerdo de Marguerite me perseguía sin cesar. Había amado y amaba demasiado a aquella mujer para
que pudiera hacérseme indiferente de improviso. Era preciso que la amara o que la odiase. Sobre todo era
preciso que, cualquiera que fuese el sentimiento que experimentara por ella, volviera a verla, y en seguida.
Ese deseo penetró en mi ánimo y se asentó con toda la violencia de la voluntad que al fin reaparece en un
cuerpo inerte desde hace mucho tiempo.
Me hacía falta Marguerite, pero no en el futuro, dentro de un mes, dentro de ocho días; me hacía falta al
día siguiente de aquel en que se me había ocurrido la idea; y fui a decirle a mi padre que tenía que dejarlo,
pues unos asuntos reclamaban mi presencia en París, pero que volvería en seguida.
Sin duda adivinó el motivo que me empujaba a marcharme, pues insistió para que me quedase; pero,
viendo que el incumplimiento de aquel deseo, en el estado irritable en que me hallaba, podría tener fatales
consecuencias para mí, me abrazó y me rogó, casi con lágrimas, que volviera pronto a su lado.
No dormí hasta no háber llegado a Paris.
Una vez allí, ¿qué iba a hacer? No lo sabía. Pero ante todo tenía que ocuparme de Marguerite.
Fui a mi casa a cambiarme y, como hacía bueno y aún era buena hora, me dirigí a los Campos Elíseos.
Al cabo de media hora vi venir de lejos, desde la glorieta a la plaza de la Concorde, el coche de
Marguerite.
Había recuperado sus caballos, pues el coche era el mismo de antes; sólo que ella no iba dentro.
Apenas había notado su ausencia, cuando, al volver los ojos a mi alrededor, vi a Marguerite que bajaba a
pie, acompañada de una mujer que no había visto hasta entonces.
Al pasar a mi lado palideció, y una sonrisa nerviosa crispó sus labios. Por lo que a mí respecta, un
violento latido de corazón conmovió mi pecho; pero conseguí dar una expresión fría a mi rostro y saludé
fríamente a mi ex amante, que llegó casi al instante a su coche, al que subió con su amiga.
Yo conocía a Marguerite. Mi encuentro inesperado debió de trastornarla. Sin duda se había enterado de
mi marcha, que la había tranquilizado sobre las consecuencias de nuestra ruptura; pero, al verme volver, al
encontrarse cara a cara conmigo, pálido como estaba, comprendió que mi vuelta tenía un objetivo, y debió
de preguntarse lo que iba a suceder.
Si hubiera encontrado a Marguerite desgraciada; si, para vengarme de ella, hubiera podido ir en su ayuda,
quizá la habría perdonado, y desde luego no habría pensado en hacerle daño; pero la encontré feliz, al
menos en apariencia; otro le había devuelto el lujo que yo no pude mantenerle; nuestra ruptura, que había
partido de ella, adquiría por consiguiente el carácter del más bajo interés; me sentía humillado en mi amor
propio lo mismo que en mi amor, y necesariamente tenía que pagar lo que yo había sufrido.
No podía quedarme indiferente ante lo que hacía aquella mujer; por consiguiente lo que más daño le
haría sería mi indiferencia; había, pues, que fingir tal sentimiento no sólo a sus ojos, sino a los ojos de los
demás.
Intenté poner cara sonriente y me dirigí a casa de Prudence.
La doncella fue a anunciarme y me hizo esperar unos instantes en el salón.
Al fin apareció la señora Duvernoy y me introdujo en su gabinete; en el momento en que me sentaba oí
abrir la puerta del salón, y un paso ligero hizo crujir el parquet; luego alguien cerró violentamente la puerta
del rellano.
––¿La molesto? ––pregunté a Prudence.
––En absoluto. Estaba aquí Marguerite. Cuando ha oído anunciarlo a usted, ha huido: era ella la que
acaba de salir.
––¿Es que ahora le doy miedo?
––No, pero teme que le resulte a usted desagradable volver a verla.
––¿Y por qué? ––dije, haciendo un esfuerzo por respirar libremente, pues la emoción me ahogaba––. La
pobre chica me ha dejado para recobrar su coche, sus muebles y sus diamantes: ha hecho bien, y no tengo
por qué guardarle rencor. Me he encontrado hoy con ella ––continué con negligencia.
––¿Dónde? ––dijo Prudence, que no dejaba de mirarme y parecía preguntarse si aquel hombre era
realmente el que ella había conocido tan enamorado. .
En los Campos Elíseos. Estaba con otra mujer muy bonita. ¿Quién es esa mujer?
––¿Cómo es?
––Rubia, delgada, con tirabuzones; ojos azules y muy elegante.
––¡Ah, es Olympe! Una chica muy bonita, efectivamente.
––¿Con quién vive?
––Con nadie, con todo el mundo.
––¿Y dónde vive?
––En la cane Tronchet, n °... Ah, ¿pero quiere usted hacerle la corte?
––Quién sabe lo que puede pasar.
––¿Y Marguerité?
––Decide que ya no pienso en ella en absoluto sería mentir; pero soy de esos hombres para quienes
cuenta mucho la forma de romper. Y Marguerite me ha despeáido de una forma tan ligera, , que me parece
que he sido un grande majadero por haber estado tan enamorado como lo estuve, pues la verdad es que he
estado muy enamorado de esa chica.
Imagínese en qué tono intenté decir aquellas cosas: el agua me corría por la frente.
––Mire, ella lo quería de verdad y aún lo sigue queriendo: la prueba es que, después de
haberseencontrado hoy con usted, ha venido a contármelo en seguida. Al Ilegar, estaba temblando de arriba
abajo, casi hasta encontrarse mal.
––Bueno, ¿y qué le ha dicho? '
––Me ha dicho: «Sin duda vendrá a verla», y me ha rogado que implore su perdón.
––Está perdonada, puede decírselo. Es una buena chica, pero es una chica... cualquiera; y lo que me ha
hecho debía esperármelo. Hasta le agradezco su resolución, pues hoy 'me pregunto adónde nos hubiera
llevado mi idea de vivir siempre con ella. Era una locura.
––Estará muy contenta de saber que se ha resignado usted ante la necesidad en que ella se encontraba. Ya
era hora de que lo dejara a usted, querido. Ese granuja del negociante a quien le propuso vender su
mobiliario fue a ver a sus acreedores para preguntarles cuánto les debía ella; éstos tuvieron miedo, y ya
iban a subastarlo todo dentro de dos días.
––¿Y ahora está pagado?
––Más o menos.
––¿Y quién ha provisto de fondos?
––El conde de N... ¡Ah, querido! Hay para esto hombres hechos que ni de encargo. En una palabra, ha
dado veinte mil francos; pero ha conseguido sus fines. Sabe perfectamente que Marguerite no está
enamorada de él, lo que no le impide ser muy amable con ella. Ya ha visto usted: ha recuperado sus
caballos, le ha desempeñado las joyas y le da tanto dinero como le daba el duque; si ella quiere vivir
tranquilamente, ese hombre seguirá con ella mucho tiempo.
––¿Y qué hace ella? ¿Vive todo el tiempo en París?
––No ha querido volver a Bougival después de que se marchó usted. He sido yo quien ha ido a buscar
todas sus cosas a incluso las de usted, con las que he hecho un paquete que puede usted mandar a recoger
aquí. Está todo, excepto una carterita con sus iniciales. Marguerite quiso conservarla y la time en su casa.
Si le interesa, se la pediré.
––Que se quede con ella ––balbucí, pues sentía que las lágrimas se me agolpaban del corazón a los ojos
al recuerdo de aquel pueblecito donde yo había sido tan feliz, y a la idea de que Marguerite tenía interés en
quedarse con una coca mía que la haría recordarme.
Si hubiera entrado en aquel momento, mis resoluciones de venganza habdan desaparecido y habría caído
a sus pies.
––Por lo demás ––prosiguió Prudence––, nunca la he visto como ahora: casi no duerme, recorre los
bailes, cena, hasta se achispa. Ultimamente, después de una cena, ha estado ocho días en la cama; y, en
cuanto el médico la ha permitido levantarse, ha vuelto a empezar aun a riesgo de morir. ¿Va a ir a verla?
––¿Para qué? He venido a verla a usted, porque usted ha estado siempre encantadora conmigo y la
conocía antes de conocer a Marguerite. A usted le debo haber sido su amante, como le debo a usted no
serlo ya, ¿no es así?
––Yo he hecho todo lo que he podido para que ella lo dejase, ¡qué caramba!, y creo que más tarde no me
guardará usted rencor por ello.
––Le estoy doblemente agradecido ––, añadí, levantándome pues empezaba a asquearme de esa mujer, al
ver cómo se tomab en serio todo lo que le decía.
––¿Se va usted?
––Sí.
Ya sabía bastante.
––¿Cuándo volveremos a verlo?
––Pronto. Adiós.
––Adiós.
Prudence me condujo hasta la puerta, y volví a mi casa con lágrimas de i'abia en los ojos y un deseo de
venganza en el corazón.
Así que, decididamente, Marguerite era una chica más; así que aquel amor profundo que sentía por mí no
había podido luchar contra el deseo de reemprender su vida pasada y contra la necesidad de tener un coche
y organizar orgías.
Eso es lo que me decía yo en medio de mis insomnios, mientra que, si hubiera reflexionado tan fríamente
como aparentaba habría visto en aquella nueva existencia ruidosa de Marguerite lá' esperanza que tenía de
poder acallar un pensamiento continuo, un recuerdo incesante.
Por desgracia, la mala pasión me dominaba, y sólo estaba buscando un medio de torturar a aquella pobre
criatura.
¡Oh, y qué pequeño y qué vil es el hombre cuando le hieren en alguna de sus mezquinas pasiones!
Aquella Olympe con quien yo la había visto era, si no amiga de, Marguerite, por lo menos la que más
frecuentemente salía con eila desde que volvió a París. Iba a dar un bade y, suponiendo que Marguerite
asistiría, busqué el modo de hacerme con una invitación y la conseguí.
Cuando, lleno de mis dolorosas emociones, llegué al bade, estaba ya muy animado. Bailaban, gütaban
incluso, y, en una de las contradanzas, descubrí a Marguerite bailando con el conde de N..., el coal parecía
muy orgulloso de exhibirla y parecía decir a todo el mundo:
––¡Esta mujer es mía!
Fui a apoyarme en la chimenea, justo frente a Marguerite, y miraba cómo bailaba. Apenas me descubrió,
se turbó. La vi y la saludé distraídamente con la mano y con los ojos.
Cuando pensaba que después del bade no se iría conmigo, sino con aquel rico imbécil; cuando me
imaginaba lo que verosímilmente seguiría a su regreso a casa de eila, la sangre se me subía al rostro y
experimentaba la necesidad de turbar sus amores.
Después de la contradanza fui a saludar a la dueña de la casa, que exponía ante los ojos de los invitados
unos hombros magníficos y la mitad de una pechera resplandeciente.
Aquella chica era hermosa, y, desde el punto de vista de las formas, más hermosa que Marguerite. Lo
comprendí mejor aún por ciertas miradas que echó a Olympe mientras hablaba con ella. El hombre que
fuese amante de aquella mujer podría estar tan orgulloso como lo estaba el señor de N..., y ella era lo
suficientemente hermosa para inspirar una pasión igual a la que me había inspirado Marguerite.
Por aquella época no tenía amante. No sería dificil Ilegar a serlo. El toque estaba en mostrar bastante oro
para llamar la atención.
Mi decisión estaba tomada. Aquella mujer sería mi amante.
Empecé mi papel de pretendiente bailando con Olympe.
Media hors después Marguerite, pálida como una muerta, se ponía el abrigo y abandonaba el baile.
XXIV
Ya era algo, pero no era bastante. Comprendía el ascendientc que tenía sobre aquella mujer y abusaba de
él cobardemente.
Cuando pienso que ahora está muerta, me pregunto si Dios ms perdonará un día todo el daño que le hice.
Después de la cena, que fue de las más ruidosas, nos pusimos a jugar.
Me senté al lado de Olympe y aventuré mi dinero con tantiosadía, que no pudo menos de prestar atención
a ello. En ur momento gané ciento cincuenta o doscientos luises, que extend ante mí y en los que ella fijaba
sus ojos ardientes.
Yo era el único que no se preocupaba del juego en absoluto que se ocupaba de ella. Seguí ganando todo
el resto de la noche, fui yo quien le dio dinero para jugar, pues ella perdió todo lo quo tenía encima y
probablemente en casa.
A las cinco de la mañana nos marchamos.
Yo iba ganando trescientos luises.
Todos los jugadores estaban ya abajo; sólo yo me quedé detrá sin que se dieran cuenta, pues no era
amigo de ninguno d aquellos caballeros. '
La misma Olympe alumbraba la escalera, y ya iba a bajar yi como los otros, cuando, volviéndome hacia
ella, le dije:
––Tengo que hablar con usted.
––Mañana ––me dijo.
––No, ahora.
––¿Qué tiene que decirme?
––Ya lo verá.
Y volví a entrar en el piso.
––Ha perdido usted ––le dije.
––Sí.
––¿Todo lo que tenía en casa?
Vaciló.
––Sea franca.
––Bueno, pues es verdad.
––Yo he ganado trescientos luises: ahí' los tiene, si me permite quedarme aquí.
Y al mismo tiempo arrojé el oro encima de la mesa.
––¿Y por qué esta proposición?
––¡Porque me gusta usted, pardiez!
––No; lo que pasa es que está usted enamorado de Marguerite y quiere vengarse de ella convirtiéndose en
mi amante. A una mujer como yo no se la puede engañar, amigo mío. Por desgracia, soy aún demasiado
joven y hermosa para aceptar el papel que me propone.
––Así que ¿se niega usted?
––Sí.
––¿Prefiere amarme por nada? Soy yo quien no aceptaría entonces. Refiexione, querida Olympe; si yo le
hubiera enviado una persona cualquiera a ofrecerle estos trescientos luises de mi parte con las condiciones
que pongo, usted habría aceptado. He preferido tratarlo directamente con usted. Acepte sin buscar las
causas que me impulsan a actuar; dígase que es usted guapa y que no hay nada de sorprendente en que yo
esté enamorado de usted.
Marguerite era una entretenida como Olympe, y sin embargo nunca me hubiera atrevido a decirle, la
primera vez que la vi, lo que acababa de decirle a aquella mujer. Es que yo amaba a Marguerite, es que
había adivinado en ella unos instintos que a esta otra criatura le faltaban, y en el mismo momento en que
proponía aquel trato, pese a su extremada belleza, aquella con quien iba a cerrarlo me daba asco.
Por supuesto acabó por aceptar, y a mediodía salí de su casa convertido en su amante: pero abandoné su
lecho sin llevarme el recuerdo de las caricias y de las palabras de amor que ella se creyó obligada a
prodigarme a cambio de los seis mil francos que le dejaba.
Y sin embargo había quien se había arruinado por aquella mujer.
Desde aquel día hice sufrir a Marguerite una persecución constante. Olympe y ella dejaron de verse, y ya
comprenderá usted fácilmente por qué. Regalé a mi nueva amante un coche y joyas; jugaba; en fin, hice
todas las locuras propias de un hombre enamorado de una mujer como Olympe. El rumor de mi nueva
pasión se extendió inmediatamente.
Hasta Prudence se dejó engañar y acabó por creer que había olvidado completamente a Marguerite. Esta,
bien porque hubiese adivinado el motivo que me impulsaba a obrar, bien porque se equivocara como los
demás, respondió con gran dignidad a las heridas que le causaba todos los días. Sólo que ella parecía sufrir;
pues, en todas las panes donde me la encontraba, siempre la veía cada vez más pálida, cada vez más triste.
Mi amor por ella, exaltado hasta tal punto que se creía convertido en odio, se regocijaba a la vista de aquel
dolor cotidiano. Muchas veces, en circunstancias en que fui de una crueldad infame, Marguerite elevó hacia
mí miradas tan suplicantes, que enrojecí por el papel que estaba haciendo, y estuve a punto de pedirle
perdón.
Pero aquellos arrepentimientos tenían la duración del relámpago, y Olympe, que había acabado por dejar
de lado toda clase de amor propio y por comprender que haciendo daño a Marguerite obtendría de mí lo
que quisiera, me incitaba sin cesar contra ella y la insultaba siempre que se le presentaba la ocasión, con esa
persistencia cobárde de la mujer autorizada por un hombre.
Marguerite acabó por no ir más al baile ni al teatro, por miedo a encontrarse con Olympe y conmigo.
Entonces las camas anónimas sucedieron a las impertinencias directas, y no había cosa alguna vergonzosa
sobre Marguerite que no animase yo a contar a mi amante o que no contara yo mismo.
Había que estar loco para llegar hasta ahí. Yo estaba como un hombre que, habiéndose emborrachado
con vino malo, cae en una de esas exaltaciones nerviosas en que la mano es capaz de cometer un crimen sin
que el pensamiento intervenga para nada. En medio de todo aquello, yo sufría un martirio. La calma sin
desdén, la dignidad sin desprecio con que Marguerite respondía a todos mis ataques y que a mis propios
ojos la hacían superior a mí, me irritaban aún más contra ella.
Una noche Olympe no sé dónde fue y se encontró con Marguerite, que aquella vez no condescendió con
la estúpida chica que la insultaba, hasta el punto de que ésta se vio obligada a ceder el sitio. Olympe volvió
furiosa, y a Marguerite se la llevaron desmayada.
Al volver, Olympe me contó lo que había pasado, me dijo que Marguerite, al verla sola, quiso vengarse
de que fuera mi amante, y que yo tenía que escribirle diciéndole que respetase a la mujer que amaba, tanto
si estaba yo presente como si no.
No necesito decirle que accedí y que le puse en aquella epístola, que envié a su dirección el mismo día,
todo lo más amargo, vergonzoso y cruel que pude encontrar.
Esta vez el golpe había sido demasiado fuerte para que la desgraciada pudiera soportarlo sin decir nada.
No dudaba de que me llegaría una respuesta; así que decidí no salir de casa en todo el día.
Hacia las dos llamaron, y vi entrar a Prudence.
Intenté adoptar un aire indiferente para preguntarle a qué debía su visita; pero aquel día la señora
Duvernoy no estaba risueña y, en un tono seriamente conmovido, me dijo que desde mi regreso, es decir,
desde hacía unas tres semanas, no había dejado escapar una ocasión de hacer sufrir a Marguerite; que
estaba enferma, y que la escena del día anterior y mi carta de por la mañana la habían postrado en el lecho.
En una palabra, sin hacerme reproches, Marguerite enviaba a pedirme gracia, diciéndome que ya no le
quedaba fuerza fisica ni moral para soportar lo que le hacía.
––La señorita Gautier ––dije a Prudence–– está en su derecho al despedirme de su casa; pero que insulte
a la mujer que amo, so pretexto de que esa mujer es mi amante, no lo permitiré jamás.
––Amigo mío ––me dijo Prudence––, está usted sufriendo la infiuencia de una chica sin corazón ni
entendimiento; es verdad que está usted enamorado de ella, pero ésa no es una razón para andar torturando
a una mujer que no puede defenderse.
––Que la señorita Gautier me envíe a su conde de N... y quedará igualada la partida.
––Bien sabe usted que no lo hará. Así que, querido Armand, déjela tranquila; si la viera usted, le daría
vergüenza su forma de comportarse con ella. Está pálida, tose, y ya no llegará muy lejos.
Y Prudence me tendió la mano, añadiendo:
––Vaya a verla, su visits la hará muy feliz.
––No tengo ganas de encontrarme con el señor de N...
––El señor de N... no está nunca en su casa. Ella no puede? soportarlo.
––El a Marguerite le interesa verme, sabe dónde vivo; que venga. Lo que es yo, no pondré los pies en la
calle de Antin.
––¿La recibirá usted bien?
––Perfectamente.
––Bueno, pues estoy segura de que vendrá.
––Que venga.
––¿Va a salir hoy?
––Estaré en casa toda la noche.
––Voy a decírselo.
Prudence se marchó.
Ni siquiera escribí a Olympe que no iría a verla. No me molestaba por aquella chica. Apenas si pasaba
con ella una noche por semana. Creo que se consolaba con un actor de no sé qué teatro del bulevar.
Salí a cenar y regresé casi inmediatamente. Mandé encender fuego en todas partes y dije a Joseph que se
fuera.
No podría darle cuenta de las diversas impresiones que me agitaron durante una hors de espera: pero,
cuando hacia las nueve oí llamar, se resumieron en una emoción cal, que al ir a abrir la. puerta me vi
obligado a apoyarme contra la pared para no caer.
Por suerte la antesala estaba en semipenumbra, y era menos visible la alteración de mis facciones.
Entró Marguerite.
Iba toda vestida de negro y con velo. Apenas si reconoc í su rostro bajo el encaje.
Pasó al salón y se levantó el velo.
Estaba pálida como el mármol.
––Aquí estoy, Armand ––––dijo––. Deseaba usted verme y he venido.
Y, dejando caer la cabeza entre las manos, se deshizo en lágrimas.
Me acerqué a ella.
––¿Qué le pasa? ––le dije con voz alterada.
Me estrechó la mano sin responderme, pues las lágrimas velaban aún su voz. Pero unos instances
después, habiendo recobrado un poco de calma, me dijo:
––Me ha hecho usted mucho daño, Armand, y yo no le he hecho nerds.
––¿Nada? ––repliqué con una amarga sonrisa.
––Nada que las circunstancias no me hayan obligado a hacerle.
No sé si en toda su vida habrá experimentado o experimentará usted alguna vez lo que sentía yo en
presencia de Marguerite.
La última vez que vino a mi casa se sentó en el mismo sitio en que acababa de sentarse; sólo que después
de aquella época eila había sido la amante de otro; otros besos distintos de los míos habían tocado sus
labios, hacia los que sin querer tendían los míos, y sin embargo sentía que quería a aquella mujer tanto o
quizá más que nunca la había querido.
No obstante, me resultaba diñcil entablar conversación sobre el asunto que la traía. Marguerite lo
comprendió sin duda, pues prosiguió:
––Vengo a molestarlo, Armand, porque tengo que pedirle dos cosas: perdón por lo que dije aver a la
señorita Olympe, y gracia para lo que quizá está dispuesto a hacerme todavía. Voluntariamente o no, desde
su regreso me ha hecho usted tanto daño, que ahora sería incapaz de soportar la cuarta pane de las
emociones que he soportado hasta ester mañana. Tendrá usted piedad de mí, ¿verdad?, y comprenderá que
para un hombre de corazón hay cosas más nobles que hacer que vengarse de una mujer enferma y triste
como yo. Mire, coja mi mano. Tengo fiebre, me he levantado de la tamer para venir a pedirle no su
amistad, sino su indiferencia.
En efecto, cogí la mano de Marguerite. Estaba ardiendo, y la pobre mujer se estremecía bajo su abrigo de
terciopelo.
Arrastré al lado del fuego el sillón en que estaba sentada.
––¿Cree que yo no sufrí ––repuse–– la noche en que, después de haberla esperado en el campo, vine a
buscarla a París, donde no encontré más que aquella carts que estuvo a punto de volverme loco? ¡Cómo
pudo engañarme, Marguerite, a mí que tanto la quería!
––No hablemos de eso, Armand; no he venido a hablar de ello. He querido verlo no como enemigo, eso
es todo, y he querido estrecharle la mano una vez más. Tiene usted una amante joven, bonita, y según dicen
la ama: sea feliz con ella y olvídeme.
––¿Y usted? Sin duda es usted feliz
––¿Tengo cara de mujer feliz, Armand? No se burle de mi dolor, usted que sabe mejor que nadie cuál es
su causa y su alcance.
––Sólo de usted dependía no ser nunca desgraciada, si es que lo es como dice.
––No, amigo mío, no; las circunstancias han sido más fuertes que mi voluntad. No he obedecido a mis
instintos de chica de la calle, como usted parece decir, sino a una necesidad seria y a razones que usted
sabrá algún día y que entonces harán que me perdone.
––¿Por qué no me dice hoy qué razones son ésas?
––Porque no restablecerían un acercamiento, imposible entre nosotros, y quizá lo alejarían a usted de
personas de quienes no debe alejarse.
––¿Quiénes son esas personas?
––No puedo decírselo.
––Entonces es que miente.
Marguerite sé levantó y, se dirigió hacia la puerta.
Yo no podía asistir a aquel mudo y expresivo dolor sin conmoverme, al comparar interiormente a aquella
mujer pálida y llorosa con la chica alocada que se había burlado de mí en la Opera Cómica.
––No se irá ––dije, poniéndome delante de la puerta.
––¿Por qué?
––Porque, a pesar de lo que me has hecho, te sigo queriendo y quiero que te quedes aquí.
––Para echarme mañana, ¿no es eso? ¡No, es imposible! Nuestros dos destinos se han separado: no
intentemos unirlos de nuevo. Quizá me despreciaría usted, mientras que ahora sólo puede odiarme.
––No, Marguerite ––grité, sintiendo despertarse todo mi amor y mis deseos al contacto con aquella
mujer––. No, lo olvidaré todo y seremos tan felices como nos habíamos prometido serlo.
Marguerite sacudió la cabeza en señal de duda y dijo:
––¿No soy su esclava, su perm? Haga conmigo lo que quiera; tómeme, soy suya.
Y, quitándose el abrigo y el sombrero, los arrojó sobre el canapé y empezó a desabrocharse bruscamente
el corpiño de su vestido, pues, por una de eras reacciones tan frecuentes en su enfermedad, la sangre se le
agolpaba del corazón a la cabeza y la ahogaba.
Siguió una tos seca y ronca.
––Mande a decir a mi cochero ––prosiguió–– que se lleve el coche.
Bajé yo mismo a despedir a aquel hombre.
Cuando volví, Marguerite estaba tendida ante el fuego y sus dientes castañeteaban de frío.
La tomé entre mis brazos, la desnudé sin que hiciera un movimiento y la llevé completamente helada a
mi cama.
Entonces me senté a su lado a intenté hacerla entrar en calor con mis caricias. No me decía una palabra,
pero me sonreía.
¡Oh, fue aquélla una noche extraña! Toda la vida de Marguerite parecía haberse concentrado en los besos
de que me cubría, y yo la amaba tanto, que, en medio de los transporter de su amor febril, me preguntaba si
no iba a matarla para que no perteneciera nunca a otro.
Un mes de un amor como aquél, y, de cuerpo como de corazón, quedaría reducido uno a un cadáver.
El día nor sorprendió a los dos despiertos.
Marguerite estaba lívida. No decía una palabra. Gruesas lágrimas corrían de cuando en cuando de sus
ojos y se detenían en su mejilla, brillando como diamantes. Sus brazos agotados se abrían de cuando en
cuando para abrazarme, y volvían a caer sin fuerza sobre el lecho.
Por un momento creí que podría olvidar lo que había pasado desde que me marché de Bougival, y dije a
Marguerite:
––¿Quieres que nor vayamos, que dejemos París?
––No, no ––me dijo casi con espanto––, seríamos muy desgraciados; yo ya no puedo valer para hacerte
feliz, pero mientras me quede un soplo de vida seré la esclava de tus caprichos. A cualquier hora del día o
de la noche que me desees, ven y seré tuya; pero no asocies más tu futuro con el mío: serías muy
desgraciado y me harías muy desgraciada. Aún seré por algúa tiempo una chica bonita: aprovéchate, pero
no me pidas más.
Cuando se marchó, me quedé espantado al ver la soledad en que me dejaba. Dos horas después de su
marcha aún estaba sentado en la cama que ella acababa de abandonar, mirando el almohadón que.
conservaba los pliegues de su forma y preguntándome qué sería de mí entre mi amor y mis celos.
A las cinco, sin saber lo que iba a hacer allí, me dirigí a la calle de Antin.
Me abrió Nanine.
La señora no puede recibirlo ––me dijo, confusa.
––¿Por qué?
––Porque el señor conde de N... está aquí y ha dicho que no deje entrar a nadie. .
––Es natural ––balbucí––, lo había olvidado.
Volví a mi casa como un borracho, y ¿sabe lo que hice durante el minuto de delirio celoso que bastó para
la acción vergonzosa que iba a cometer? ¿Sabe lo que hice? Me dije que aquella mujer estaba burlándose
de mí, me la imaginaba en su tete-à-tête inviolable con el conde, repitiendo las mismas palabras que me Comentario [L61]: «Expresión francesa
usada frecuentemente, que significa
había dicho por la noche, y, cogiendo un billete de quinientos francos, se lo envié con estas palabras. entrevista personal para tratar un asunto»
(María Moliner). Aunque en español a
«Se ha ido usted tan de prisa esta mañana, que olvidé pagarle. veces tiene el sentido de enfrentamiento, en
Ahí tiene el precio de su noche.» este caso tiene únicamente el sentido de
«estar juntos».
Luego, cuando hube enviado la cartá, salí como para sustraerme a los remordimientos instantáneos de
aquella infamia.
Fui a casa de Olympe, a quien encontré probándose vestidos, y que, en cuanto estuvimos solos, me cantó
obscenidades para distraerme.
Era ella el tipo perfecto de cortesana sin vergüenza, sin corazón y sin entendimiento, al menos para mí,
pues quizá algún hombre había soñado con ella como yo con Marguerite.
Me pidió dinero, se lo di y, libre entonces de irme, volví a mi casa.
Marguerite no me había contestado.
Es inútil que le diga en qué estado de agitación pasé el día siguiente.
A las leis y media un recadero trajo un sobre que contenía mi carts y el billete de quinientos &ancos: ni
una palabra más.
––¿Quién le ha entregado esto? ––Iije a aquel hombre.
––Una señora que ha subido con su doncella en el correo de Boulogne y que me ha encargado que no la
trajera hasta que el coche estuviera fuera del patio.
Corrí a casa de Marguerite..
––La señora se ha ido a Inglaterra hoy a las leis ––me respondió el portero.
Nada me retenía ya en París, ni odio ni amor. Estaba agotado por todas aquellas conmociones. Un amigo
mío iba a hacer un viaje a Oriente; fui a decir a mi padre que deseaba acompañarlo; mi padre me dio camas
de crédito y recómendaciones, y ocho o diez días después me embarqué en Marsella.
Fue en Alejandría, por medio de un agregado de la embajada a quien había visto alguna vez en casa de
Marguerite, donde me enteré de la enfermedad de la pobre chits.
Le escribí entonces la carts cuya contestación conoce usted, y que recibí en Toulon.
Sali en seguida, y el resto ya lo sabe usted.
Ahora ya no le queda más que leer las pocas hojas que Julie Duprat me ha enviado y que son el
complemento indispensable de lo que acabo de contarle.
XXV
Armand, cansado por este extenso relato interrumpido menudo por sus lágrimas, se llevó las dos manos a
la frente cerró los ojos, ya fuera para pensar o ya para intentar dormir, después de darme las páginas
escritas de puño y letra de Marguerite.
Unos instantes después una respiración un poco más rápida me indicaba que Armand dormía, pero con
ese sueño ligero que el menor ruido hace desaparecer.
Esto es lo que leí, y lo transcribo sin añadir ni quitar ninguna sílaba: Comentario [L62]: Aquí comienza el
tercer bloque narrativo,. constituido por el
Hoy estamos a 15 de diciembre. Hace tres o cuatro días que no me siento bien. Esta mañana me he diario de Marguerite, más las notas finales
de Julie Duprat. Para distinguirlo, se ha
quedado en la cama; el tiempo está sombrío, yo estoy triste; no tengo a nadie junto a mí y pienso en usted, compuesto todo él en cursiva.
Armand. Y usted, ¿dónde está usted en el momento en que escribo estas líneas? Me han dicho que lgos de
París, muy lejos, y quizá ya haya ? olvidado a Marguerite. En fin, sea feliz, usted, a quien debo los únicos
momentos alegres de mi vida.
No pude resistir el deseo de darle una explicación de mi conducta, y le escribí una carta; pero, escrita
por una chica como yo, tal carta puede ëparecer una mentira, a no ser que la muerte la santifique con su
autoridad y que en vez de ser una carta sea una confesión.
Hoy esto; enferma; puedo morir de esta enfermedad, pues siempre he tenido el presentimiento de que
moriría joven. Mi madre murió enferma del pecho, y mi forma de vivir hasta el presente no ha podido sino
empeorar esa afección, la única herencia que me dejó; pero no quiero morir sin que sepa usted a qué
atenerse respecto a mí, si es que, cuando regrese, aún se preocupa por la pobre chica a quien tanto quería
antes de marcharse.
He aquí lo que contenía aquella carta, que me sentiría feliz de volver a escribir para darme una nueva
prueba de mi justificación:
Recordará usted, Armand, cómo la llegada de su padre nos sorprendió en Bougival; se acordará del
terror involuntario que aquella llegada me causó, de la escena que tuvo lugar entre usted y él y que usted
me contó por la noche.
Al día siguiente, mientras estaba usted en París esperando a su padre, que no volvía, se presentó un
hombre en mi casa y me entregó una carta del señor Duval.
Aquella carta, que adjunto a ésta, me rogaba en los términos más solemnes que lo alejara a usted al día
siguiente con cualquier pretexto y que recibiera a su padre; tenía que hablar conmigo y me recomendaba
sobre todo que no le d#era a usted nada de su petición.
Ya sabe con qué insistencia le aconsjé a su vuelta que fuera otra ver a París al día siguiente.
Hacía una hora que se había marchado usted cuando se presentó su padre. Excuso decirle la impresión
que me causó su rostro severo. Su padre estaba imbuido de las vigas teorías, que quieren que toda
cortesana sed un ser sin corazón, sin razón, una especie de máquina de coger oro, siempre dispuesta, como
las máquinas de hierro, a triturar la mano que le tiende al go y a desgarrar sin piedad, sin discernimiento,
al que la hace vivir y actuar.
Su padre me escribió una carta muy correcta para que yo accediera a recibirlo; no se presentó en
absoluto como había escrito. Hubo en sus primeras palabras la suficiente altanería, impertinencia a
incluso amena.Zas para que yo le hiciera comprender que estaba en mi casa y que no tenía por qué darle
cuenta de mi vida, a no ser por el sincero afecto que sentía por su hijo.
El señor Duval se calmó un poco, y con todo se puso a decirme que no podía sufrir por más tiempo que
su h o se arruinará por mí; que yo era hermosa, cierto, pero que por hermosa que fuese no debía servirme
de mi hermosura para echar a perder el porvenir de un joven con gastos como los que yo tenía.
A eso no había más que una cosa que responder, ¿verdad?, y era enseñar las pruebas de que desde que
era su amante no me había costado ningún sacrificio serle fiel sin pedirle más dinero del que pudiera
darme. Le enseñé las papeletas del Monte de Piedad, los recibos de las personas a quienes había vendido
los objetos que no pude empeñar y participé a su padre mi decisión de deshacerme de mi mobiliario para
pagar mis deudas y para vivir con usted sin serle una carga demasiado pesada. Le conté nuestra feliciáad,
la revelación que usted me había hecho de una vida más tranquila y más dichosa, y acabó por rendirse a la
evidencia y tenderme la mano, pidiéndome perdón por su forma de presentarse al principio.
Luego me dijo:
––Entonces, señora, no será con reprensiones ni amenaZas, sino con súplicas, como intentaré obtener de
usted un sacrificio más grande que todos los que ha hecho hasta ahora por mi hijo.
Me eché a temblar ante aquel preámbulo.
Su padre se acercó a mí, me cogió las dos manos y continuó en tono afectuoso:
––Hija mía, no me tome a mal lo que voy a decirle; comprenda solamente que la vida tiene a veces
necesidades crueles para el corazón, pero a las que hay que someterse. Es usted buena, y hay en su alma
generosidades desconocidas de muchas mujéres que quizá la desprecian y no valen lo que usted. Pero
piense que al lado de la amante está la familia; que más allá del amor están los deberes; que a la edad de
las pasiones sucede la edad en que el hombre, para ser respetado, necesita estar sólidamente asentado en
una posición seria. Mi hijo no tiene fortuna, y sin embargo está dispuesto a cederle la herencia de su
madre. Si él aceptara el sacrificio que está usted a punto de hacer, sería para él un motivo de honor y
dignidad el hacerle a usted a cambio esa cesión que la pondría para siempre al abrigo de una adversidad
completa. Pero él no puede aceptar ese sacrificio, porque el mundo, que no la conoce, atribuiría a ese
consentimiento una causa desleal que no debe alcanZar al nombre que llevamos. No mirarían si Armand la
ama ni si usted lo ama a él, si ese doble amor es una felicidad para él y una rehabilitación para usted; no
verían más que una coca: que Armand Duval ha permitido que una entretenida, y perdóneme, hija mía, lo
que me veo obligado a decirle, vendiera para él todo lo que poseía. Luego llegaría el día de los reproches
y las lamentaciones, puede estar segura, para usted como para los demás, y arrastrarían los dos una
cadena que no podrían romper. &ué harían entonces? Usted habría perdido su juventud, el porvenir de mi
h o estaría destruido, y yo, su padre, sólo tendría de uno de mis h os la recompensa que espero de los dos.
»Es usted joven y hermosa, la vida la consolará; es usted noble, y el recuerdo de una buena acción la
redimirá de muchas cocas pasadas. Desde hace seis meses que la conoce, Armand me ha olvidado. Le he
escrito cuatro veces, y no ha pensado ni una vez en contestarme. ¡Hubiera podido morirme sin que lo
supiera!
»Cualquiera que sea su decisión de vivir de un modo distinto a como ha vivido hasta ahora, Armand,
que la ama, no se resignará a la reclusión a que la condenará su modesta posición y que no está hecha
para su belleza. ¡Quién sabe lo que haría entonces! Sé que ha jugado; sé también que no le ha dicho nada
a usted; pero, en un momento de embriagueZ, hubiera podido perder una parte de lo que yo he ido
reuniendo desde hace muchos años para la dote de mi hüa, para él y para la tranquilidad de mi vejez. Lo
que pudo ocurrir puede ocurrir todavía.
»Además, ¿está usted segura de que no la atraerá de nuevo la vida que dejaría por él? ¿Está segura,
usted que lo ha amado, de no amar a otro? Y, en fin, ¿no sufrirá usted con las trabas que su relación
pondrá a la vida de su amante, de las gue quizá no pueda consolarlo, si, con la edad, a los sueños de amor
suceden ideas de ambición? Reflexione sobre todo esto, señora; usted ama a Armand; demuéstreselo con el
único medio que aún le gueda de demostrárselo: sacrificando su amor por el futuro de él. Todavía no ha
ocurrido ninguna desgracia, pero ocurrárá, y quizá mayor de lo que preveo. Armand puede ponerse celoso
de algún hombre que la haya amado; puede provocarlo, puede batirse, puede morir en fin, y piense en lo
que sufriría usted ante este padre que le pediría cuentas de la vida de su hijo.
»En fin, hija mía, sépalo todo, pues no se lo he dicho todo; sepa, pues, lo que me traía a París. Acabo de
decirle que tengo una hija, joven, guapa, pura como un ángel. También ella ama y quiere hacer de ese
amor el sueño de su vida. Le escribí todo esto a Armand, pero estaba tan ocupado con usted, que. no me
contestó. Bueno, pues mi h& va a casarse. Se casa con el hombre que ama y entra en una familia
honorable que quiere que todo sea honorable en la mía. La familia del hombre que será mi yerno se ha
enterado de la vida que Armand lleva en París y ha manifestado que retirará su palabra si Armand sigue
viviendo así. En sus manos está el futuro de una niña que no la ha hecho nada y que tien derecho a contar
con el futuro.
»¿Puede ustéd y se siente con fuerzas para destrozarlo? En nombre de su amor y de su arrepentimiento,
Marguerite, concédame la felicidad de mi hija.
Yo lloraba silenciosamente, amigo mío, ante todas aquellas reflexiones que yo me había hecho con tanta
frecuencia y que, en boca de su padre, adquirían una realidad más seria aún. Me decía todo lo que su
padre no se atrevía a decirme y que tuvo en la punta de la lengua veinte veces: que al fin y al cabo yo no
era más que una entretenida y que cualquier razón que diera a nuestra relación tendría siempre el aspecto
de cálculo; que mi vida pasada no me daba ningún derecho a soñar con semejante futuro y que aceptaba
responsabilidades que por mis costumbres y mi reputación no ––ofrecían ninguna garantía. En fin, yo lo
amaba a usted, Armand. La manera paternal de hablarme del señor Duval, los castos sentimientos que
evocaba en mí, la estima de aquel anciano leal que iba a conquistar, la suya, gue estaba segura de tener
más tarde, todo ello despertó en mi corazón nobles pensamientos que me realzaban a mis propios
impulsaban a hablar de santas vanidades, desconocidas hasta entonces. Cuando pensaba que algún día
aquel anciano, que me imploraba por el futuro de su h o, diría a su h& que añadiera mi nombre a sus
oraciones, como el nombre de una misteriosa amiga, me transformaba y me sentía orgullosa de mí misma.
La exaltación del momento exageraba qui.Zá la verdad de aquellas impresiones; pero eso era lo que yo
experimentaba, amigo, y aquellos nuevos sentimientos hacáan callar los cons jos que me Baba el recuerdo
de los días felices pasados con usted.
––Está bien, señor dije a su padre, enjugando mis lágrimas––. ¿Cree usted que amo a su hijo?
––Sí me dijo el señor Duval.
––¿Con un amor desinteresado?
––Sí.
––¿Cree que había hecho de ese amor la esperanza, el sueño y el perdón de mi vida?
––Firmemente.
––Pues bien, señor, béseme una vez como besaría a su hija, y le juro que ese beso, el único realmente
casto que habré recibido, me hará fuerte contra mi amor, y que antes de ocho días su hijo volverá con
usted, quizá desgraciado por algún tiempo, pero curado para siempre.
––Es usted una noble muchacha ––replicó su padre, besándome en la frente, e intenta algo que Dios le
tendrá en cuenta, pero mucho me temo que no obtendrá nada de mi hijo.
––¡Oh!, esté tranquilo, señor: me odiará.
Hacía falta levantar entre nosotros una barrera infranqueable para el uno como para el otro.
Escribí a Prudence que aceptaba las proposiciones del señor corule de N..., y que fuera a decirle que
cenaría con ella y con él. Cerré la carta y, sin decirle lo que encerraba, rogué a su padre que la enviara a
su destáno en llegarrdo a París. No obstante me preguntó gué contenía.
––Es la felicidad de su hijo le respondí.
Su padre me besó una vez más. Sentí en mi frente dos lágrimas de agradecimiento, que fueron como el
bautismo de mis faltas de otro tiempo y, en el momento en que acababa de consentir en entregarme a otro
hombre, irradiaba de orgullo al pensar en lo gue redimía por medio de aquella nueva falta.
Era muy natural, Armand; usted me había dicho que su padre era e, hombre más honrado que se podía
encontrar.
El señor Duval subió al coche y se fue.
Sin embargo soy mujer y, cuando volví a verlo a usted, no pude menoj de llorar, pero no flaqueé.
¿He hecho bien? Eso es lo que me pregunto hoy que he caído enferma en un lecho que quizá sólo muerta
dejaré.
Usted fue testigo de lo que yo experimentaba a medida que se acercaba la hora de nuestra separación
inevitable; su padre ya no estaba allí para apoyarme, y hubo un momento en qxe estuve muy cerca de
confesárselo todo, de tan espantada como estaba ante la idea de que ustea iba a odiarme y despreciarme.
Quizá no lo crea, Armand, pero rogaba a Dios que me diera fuerza, y la prueba de que aceptó mi
sacrificio es que me dio la fuerza que le imploraba.
¡Aún necesité ayuda en aquella cena, pues no quería saber lo que iba A hacer, de tanto como temía que
me faltase valor! .
¿Quién me hubiera dicho a mí, Marguerite Gautier, que llegaría a sufrir tanto ante la sola idea de tener
un nuevo amante?
Bebí para olvidar y, cuando me desperté al día siguiente, estaba en la cama del conde.
Esta es toda la verdad, amigo: ju.Zgue usted y perdóneme, como ya le he perdonado todo el daño que me
hizo desde aquel día.
XXVI
Lo que siguió a aquella noche fatal lo sabe usted tan bien como yo, pero lo que no sabe, lo que no puede
sospechar es lo que he sufrido desde nuestra separación.
Me enteré de que su padre se lo había llevado consigo, pero me figuraba que no podría vivir mucho
tiempo lejos de mí, y, el día en que me encontré con usted en los Campos Elíseos, me emocioné, pero no me
sorprendí.
Comenzó entonces aquella serie de días, cada uno de los cuales me traía un nuevo insulto suyo, insulto
que recibía casi con alegría, pues, aparte de que era la prueba de que me seguía queriendo, me parecía
que cuanto más me persiguiera más me engrandecería a sus ojos el día en que supiera la verdad.
No se extrañe de este martirio gozoso, Armand:: el amor que usted sintió por mí abrió mi cora,––ón a
nobles entusiasmos.
Sin embargo no fui tan fuerte en seguida.
Entre la realización del sacrificio que hice por usted y su vuelta pasó un tiempo bastante largo, durante
el cual necesité recurrir a medios físicos para no volverme loca y para aturdirme en la vida a que me
había lanzado. ¿No le düo Prudence que iba a todas las fiestas, a todos los bailes, a todas las orgías?
Tenía una especie de esperanza de matarme rápidamente a fuerza de excesos, y creo que esa esperanza
no tardará en realizarse. Mi salud se alteró necesariamente cada ve,–– más, y el día en que envié a la
señora Duvernoy a pedirle clemencia estaba agotada de cuerpo y de alma.
No le recordaré, Armand, de qué forma recompensó usted la última prueba de amor que le di, y por
medio de qué ultraje arrojó de París a la mujer que, moribunda, no pudo resistirse a su voz cuando le
pidió una noche de amor, y que, como una insensata, cregó por un instante que podría volver a unir el
pasado y el presente. Tenía usted derecho a hacer lo que hizo, Armand: ¡no siempre me han pagado mis
noches tan caras!
¡Entonces lo abandoné todo! Olympe me reemplazó al lado del señor de N..., y me han dicho que se
encargó de comunicarle el motivo de mi marcha. El conde de G... estaba en Londres. Es uno de esos
hombres que, no dando a los amores que tiepen con las chicas como yo más que la importancia justa para
que sea un pasatiempo agradable, siguen siendo amigos de las mujeres que tuvieron, y no tienen odio, pues
nunca tuvieron celos; en fin, es uno de esos grandes señores que sólo nos abren un lado de su cora.Zón,
pero nos abren los dos lados de su bolsa. En seguida pensé en él. Fui a buscarlo. Me recibió de maravilla,
pero era allí amante de una mujer del Bran mundo y tenía miedo de comprometerse I¡gándose a mí. Me
presentó a sus amigos, que me ofrecieron una cena, tras la cual me fui con uno de ellos.
¿Qué quería usted que hiciera, amigo mío?
¿Matarme? Hubiera sido cargar su vida, que debe ser fell.Z, con un remordimiento inútil; y además, ¿a
qué matarse cuando está uno tan cerca de morir?
Pasé al estado de cuerpo sin alma, de cosa sin pensamiento; viví durante algún tiempo con aquella vida
automática; luego volví a Paris y pregunté por usted; me enteré entonces de que se había ido a un largo
viaje. , Ya nada me sostenía. Mi existencia volvió a convertirse en lo que era doss años antes de que lo
conociera. Intenté atraerme al duque, pero habáa herido harto rudamente a aquel hombre, y los ancianos
no son pacientes, sin duda porque se dap cuenta de que no son eternos. La enfermedad se apoderaba de mí
de día en día, estaba pálida, estaba triste, estaba más delgada todavía. Los hombres que compran el amor
examinan la mercancía antes de tomarla. Había en Paris mujeres con mejor salud y más carnes que yo; me
olvidaron un poco. Este ha sido el pasado hasta ayer.
Ahora estoy enferma de verdad. He escrito al duque pidiéndole dinero, pues no lo tengo, y los
acreedores hen vuelto y me traen sus facturas con un encarnizamiento despiadado. ¿Me contestará el
duque? ¡Si estuviera usted en Paris, Armand! Vendría a verme y sus visitas me consolarían.
20 de diciembre,
Hace un tiempo horrible, nieva, estoy sola en casa. Llevo tres días con tanta fiebre, que no he podido
escribirle una palabra. Nada nuevo amigo mío; todos los días espero vagamente una carta suya, pero no
llega y sin dada no llegará nunca. Sólo los hombres tiepen fuer:Za suficiente para no perdonar. El duque
no me ha contestado.
Prudence ha vuelto a empe.Zar con sus viajes al Monte de Piedad.
No dijo de escupir sangre. ¡Oh, le daría pena verme! Tiene usted la gran suerte de estar bajo un
cielo cálido y no tener como yo todo un invierno de hielo pesando sobre su pecho. Hoy me he levantado un
poco y, tras las cortinas de mi ventana, he mirado pasar esa vida de Paris con la que ahora sí que creo
haber roto definitivamente. Algunos rostros conocidos han pasado por la calle, rápidos, alegres,
despreocupados. Ni uno ha levantado los ojos hacia mis ventanas. No obstante, han venido algunos
jóvenes y han dejado su nombre. Ya estuve enferma otra vez, y usted, sin conocerme, sin haber obtenido de
mí más que una impertinencia el día en que lo vi por primera vez, usted vino a preguntar por mí todas las
mañanas. Aquí me time enferma otra vez. Hemos pasado seis meses juntos. He sentido por usted todo el
amor que el cora.zón de una mujer puede encerrar y ofrecer, y usted está lejos, me maldice y no me llega
ni una palabra suya de consuelo. Pero estoy segura de que sólo el azar es el causante de este abandono,
pues, si estuviera usted en Paris, no se apartaría de la cabecera de mi cama ni saldría de mi habitación.
25 de diciembre.
Todos los dies el médico me prohábe escribir. En efecto, mis recuerdos no hacen más que aumentar mi
fiebre, pero aver recibí una carte que me hizo macho bien, no tanto por la ayuda material que me aportaba
cuanto por los sentimientos que expresaba. Así que hoy puedo escribirle. La carta era de su padre y mire
lo que decía:
«Señora:
Acabo de enterarme de que está usted enferma. Si estuviera en Parás, iría
personalmente a saber cómo se encuentra; si mi hijo estuviera aquí, le diría que fuera a
preguntar por usted; pero yo no puedo salir de C..., y Armand está a seiscientas o
setecientas leguas de aquí; así pues, permítame, señora, que le escriba simplemente
diciéndole cuánto me apena su enfermedad, y créame que hago sinceros votos por su
pronto restablecimiento.
El señor H..., un buen amigo mío, irá a su casa: le ruego que lo reciba. Le he dado un
encargo, cuyo resultado espero con impaciencia.
4 de enero
Acabo de pasar una serie de días muy dolorosos. No sabía que e cuerpo pudiera hacernos sufrir tanto.
¡Oh, mi vida pasada! Hoy estoy pagándola dos veces.
Me han velado todas las noches. Ya no podía respirar. El delirio y la tos se repartían el resto de mi
pobre existencia.
El comedor está lleno de bombones, de regalos de toda clase que m han traído mis amigos. Entre ellos
hay alguno sin dada que espera qué más tarde seré su amante. Si vieran lo que la enfermedad ha hecho
conmigo, huirían espantados.
Prudence da el aguinaldo con los que yo recibo.
Es la época de las heladas, y el doctor me ha dicho que podría salir de aquí a unos días si continúa el
buen tiempo.
8 de enero.
Ayer salí en mi coche. Hacía un tiempo magnífico. Los Campos Elíseos estaban llenos de gente. Parecía
la primera sonrisa de la primavera. A mi alrededor todo tenía un aire de fiesta. Nunca sospeché que en un
rayo de sol pudiera haber tanta alegría, dulzura y consuelo como encontré ayer.
Me he encontrado con casi todas las personas que conozco, siempre alegres, siempre dedicadas a sus
placercs. ¡Cuánta gente feliz que no sabe que lo es! Olympe ha pasado en un elegante coche que le ha
regalado el señor de N... Ha intentado insultarme con la mirada. No sabe cuán lejos estoy de todas eras
vanidades. Un buen muchacho que conozco desde hace mucho tiempo me ha preguntado si quería cenar
con él y con un amigo suyo, que tiene muchos deseos, según decía, de conocerme.
He sonreído tristemente y le he tendido mi mano ardiente de fiebre.
Nunca he visto un rostro tan asombrado.
He vuelto a las cuatro y he cenado con bastante apetito.
Esta salida me ha sentado bien.
¡Si me curase!
¿Cómo es que el aspecto de la vida y de la felicidad de los demás hace que le entren deseos de vivir al
que el día anterior, en la soledad de su alma y en la sombra de su habitación de enfermo, deseaba morir
rápidamente?
10 de enero.
La esperanza de recobrar la salud no era más que un sueño. Aquí estoy, otra vez en la cama, con el
cuerpo cubierto de emplastos que me queman. ¡Vete a ofrecer este cuerpo, que tan caro pagaban en otro
tiempo, y ya verás lo que darían hoy!
Es preciso que hayamos hecho mucho mal antes de nacer o que vayamos a gozar de una felicidad muy
grande después de la muerte, para que Dios permita que en esta vida se den todas las torturas de la
expiación y todos los dolores de la prueba.
12 de enero
Sigo sufriendo.
Ayer me envió dinero el conde de N..., y no lo acepté. No quiero nada de ese hombre. El es el causante
de que no esté usted a mi lado.
¡Oh! ¿Dónde están nuestros hermosos días de Bougival?
Si salgo viva de esta habitación, será para ir en peregrinación a la casa en que vivimos juntos; pero sólo
saldré muerta.
¿Quién sabe si podré escribirle mañana?
25 de enero
Llevo once noches sin dormir, ahogándome y creyendo a cada instante que me voy a morir. El médico ha
ordenado que no me dejen tocar una pluma. Julie Duprat, que me vela, aún me ha permitido que le escriba
estas pocas líneas. ¿Es que no va a volver usted antes de que muera? ¿Ha terminado todo eternamente
entre nosotros? Me parece que, si usted viniera, me curaría. ¿Para qué curarme?
28 de enero.
Esta mañana me ha despertado un gran ruido. Julie, que dormía en mi habitación, se ha precipitado al
comedor. He oído voces de hombres contra las que la suya luchaba en vano. Ha vuelto llorando.
Venían a embargar. Le he dicho que les dejara hacer lo que ellos llaman justicia. El alguacil ha entrado
en mi habitación sin quitarse el sombrero. Ha abierto los cajones, ha tomado nota de todo lo que ha visto,
y no ha parecido darse cuenta de que había una moribunda en la cama que, afortunadamente, la caridad
de la ley me deja.
Al marcharse ha consentido en decirme que podía interponer recurso antes de nueve días, ¡pero ha
dejado un vigilante! Dios mío, ¿qué va a ser de mí? Esta escena me ha puesto más enferma aún. Prudence
quería pedir dinero al amigo de su padre, pero me he opuesto.
He recibido su carta esta mañana. La necesitaba. ¿Le llegará a tiempo mi contestación? ¿Volverá a
verme? Es éste un día feliz que me hace olvidar todos los que he pasado desde hace seis semanas. Me
parece que estoy mejor, a pesar del sentimiento de tristeza bajo cuya impresión le he contestado.
Al fin y al cabo no vamos a ser siempre desgraciados.
¡Cuando pienso que puede ocurrir que no me muera, que venga usted, que vuelva a ver la primavera,
que me ame todavía y que volvamos a empezar nuestra vida del año pasado!
¡Qué loca estoy! Apenas si puedo sostener la pluma con que le escribo este insensato sueño de mi
corazón.
Pase lo que pase, yo lo quería de verdad, Armand, y habría muerto ya hace mucho tiempo si no me
asistiera el recuerdo de ese amor y una especie de vaga esperanza de volver a verlo a mi lado.
4 de febrero.
Ha vuelto el conde de G... Su amante lo ha engañado. Está muy triste, la quería mucho. Ha venido a
contármelo todo. Al pobre muchacho le va bastante mal en sus negocios, lo que no le ha impedido pagar al
alguacil y despedir al vigilante.
Le he hablado de usted y me ha prometido hablarle de mí. ¡Cómo olvidaba yo en esos momentos que
había sido su amante y cómo intentaba él también hacérmelo olvidar! Tiene buen cocaón.
El duque mandó a preguntar por mí ayer y ha venido esta mañana. No sé qué le puede hacer vivir aún a
ese anciano. Se ha quedado tres horas conmigo y no me habrá dicho veinte palabras. Dos gruesas
lágrimas han caído de sus ojos cuando me ha visto tan pálida. Sin duda le hacía llorar el recuerdo de la
muerte de su hija. La habrá visto morir dos veces. Tiene la espalda encorvada, su cabeza se inclina hacia
el suelo, le cuelga el labio, su mirada está apagada. La edad y el dolor cargan su doble peso sobre su
cuerpo agotado. No me ha hecho un reproche. Incluso se diría que se alegraba secretamente de los
estragos que ha causado en mí la enfermedad. Parecía orgulloso de estar de pie, cuando yo, joven aún,
estaba aplastada por el sufrimiento.
Ha vuelto el mal tiempo. Nadie viene a verme. Julie vela a mi lado todo lo que puede. Prudence, a quien
ya no puedo dar tanto dinero como otras veces, comienza a pretextar asuntos para alejarse.
Ahora que estoy al borde de la muerte, a pesar de lo que me dicen los médicos, pues tengo varios, lo que
prueba que la enfermedad se agrava, casi siento haber escuchado a su padre; de haber sabido que no
quitaría más que un año a su porvenir, no habría resistido al deseo de pasarlo con usted, y al menos
moriría teniendo la mano de un amigo. Claro que, si hubiéramos vivido juntos ese año, no habría muerto
tan pronto.
¡Hágase la voluntad de Dios!
5 de febrero
¡Oh, Armand, venga, venga, sufro horriblemente! ¡Dios mío, voy a morir! Ayer estaba tan triste, que
quise pasar fuera de mi casa la noche, que prometía ser tan larga como la del día anterior. El duque vino
por la mañana. Me parece que la vista de ese anciano olvidado por la muerte me hace morir más de prisa.
A pesar de la fiebre ardiente que me abrasaba, pedí que me vistieran y me llevaran al Vaudeville. Julie
me puso colorete, porque si no habría parecido un cadáver. Fui al palco donde le di nuestra primera cita;
todo el tiempo tuve los ojos clavados en la butaca que ocupaba usted aquel día, y que ayer ocupaba un
paleto que reía ruidosamente de todas las estupideces que decían los actores. Me llevaron a casa medio
muerta. He estado tosiendo y escupiendo sangre toda la noche. Hoy no puedo hablar y apenas si puedo
mover los brazos. ¡Dios mío, Dios mío, voy a morir! Lo esperaba, pero no puedo hacerme a la idea de
tener que sufrir más de lo que sufro, y si...
A partir de esta palabra los pocos caracteres que Marguerite había intentado trazar resultaban fegibles, y
fue Julie Duprat quien continuó.
18 de febrero.
Señor Armand:
Desde el día en que Marguerite se empeñó en ir al teatro, cada vez se puso peor. Perdió la voz por
completo y luego el uso de los miembros. Es imposible decir lo que sufre nuestra pobre amiga. No estoy
acostumbrada a esta clase de emociones, y tengo continuos temores.
¡Cuánto me gustaría que estuviese usted a nuestro lado! Delira casi siempre, pero, delirante o lúcida,
siempre pronuncia su nombre en cuanto llega a poder decir una palabra.
El médico me ha dicho que no durará mucho. Desde que se ha puesto tan mala, el viejo duque no ha
vuelto.
Ha dicho al doctor que este espectáculo le dolía demasiado.
La señora Duvernoy no se porta bien. Esa mujer, que creía que iba. sacar más dinero de Marguerite, a
cuyas expensas vivía casi completamente, ha adquirido compromisos que no puede mantener y, al ver que
su vecina ya no le sirve de nada, ni siquiera viene a verla. Todo el mundo la abandona. El señor de G...,
acosado par sus deudas, se ha vista obligado a volverse a Londres. Al marcharse nos ha enviado algún
dinero; ha hecho lo que ha podído, pero han venido otra vez a embargar, y los acreedores están esperando
a que se muera para realizar la subasta.
He intentado agotar mis últimos recursos para impedir todos esto embargos, pero el alguacil me ha
dicho que era inútil, y que aún quedaban, otros juicios pendientes de ejecución. Puesto que va a morir,
más vale abandonarlo todo que salvarlo para su familia, a quien ella no ha querido ver y que nunca la
quiso. No puede usted imaginarse en medio de qué miseria dorada se muere la pobre chica. Ayer no
teníamos absolutamente nada de dinero. Cubiertos, joyas, cachemiras, todo está empeñado; el resto está
vendido o embargado. Marguerite aún tiene conciencia de lo que pasa a su alrededor, y sufre en su
cuerpo, en su espíritu y en su corazón. Gruesas lágrimas corren par sus mejillas, tan enflaquecidas y tan
pálidas, que, si usted pudiera verla, no reconocería el rostro de la que tanto lo amó. Me ha hecho prometer
que le escriba cuando ella ya no pueda, y estoy escribiéndole delante de ella. Dirige sus ojos hacia mí,
pero no me ve: su mirada está ya velada par la muerte cercana; sin embargo sonríe, y estoy segura de que
todo su pensamiento y toda su alma están puestos en usted
Cada vez que alguien abre la puerta sus ojos se iluminan y siempre cree que va a entrar usted; luego,
cuando ve que no es usted, su rostro recobra su dolorida expresión, queda bañado en un sudor frío, y sus
pómulos se tiñen de púrpura.
¡Qué triste dáa el de hay, mi pobre señdr Armand! Esta mañana Marguerite se ahogaba, el
médico le ha hecho una sangria, y ha recobrado un poco la voz. El doctor le ha aconsejado que vea a un
sacerdote. Ella ha dicho que bueno, y él mismo ha ido a buscar a un cura de Saint-Roch.
Entre tanto Marguerite me ha llamado al lado de su cama, me ha rogado que abriera el armario, luego
me ha señalado un gorro, un camisón cubierto de encajes, y me ha dicho con voz debilitada:
––Voy a morir después de confesarme; vísteme entonces con estas cosas: es una coquetería de
moribunda.
Luego me ha besado llorando y ha añadido:
––Puedo hablar, pero me ahogo mucho cuando hablo. ¡Me ahogo! ¡Aire!
Deshecha en lágrimas, abrí la ventana, y unos instantes después entró el sacerdote.
Fui a su encuentro.
Cuando supo dónde estaba, pareció temer que iba a ser mal recibido.
Entre sin miedo, padre ––le he dicho.
Ha estado poco tiempo en la habitación de la enferma, y ha salido diciéndome:
Ha vivido coma una pecadora, pero morirá coma una cristiana.
Unos instantes después ha vuelto acompañado de un monaguillo que llevaba un crucifijo, y de un
sacristán que iba delante tocando la campanilla, para anunciar que Dios venía a casa de la moribunda.
Han entrado los tres en este dormitorio, donde en otro tiempo resonaron tantas palabras extrañas, y que
en aquella hora sólo era un tabernáculo sagrado.
He caído de rodillas. No sé cuánto tiempo durará la impresión que me ha producido este espectáculo,
pero creo que, hasta que yo llegue al mismo momento, no habrá cosa humana que pueda impresionarme
tanto.
El sacerdote ungió con los cantos óleos los pies, las manos y la frente de la moribunda, recitó una breve
oración, y Marguerite se encontró preparada para ir al cielo, donde irá sin duda, si Dios ha visto las
pruebas de su vida y la santidad de su muerte.
Desde entonces no ha dicho una palabra ni ha hecho un movimiento. Veinte veces la hubiera creído
muerta, de no haber oído el esfuerzo de su respiración.
Todo ha terminado.
Marguerite ha entrado en agonía esta noche alrededor de las dos. Nunca un mártir ha sufrido
semejantes tormentos, a juzgar por los gritos que daba. Dos o tres veces se ha incorporado del todo sobre
su lecho, como quisiera agarrar la vida que se remontaba hacia Dios.
Dos o tres veces también ha pronunciado el nombre de usted, luego se ha callado y ha vuelto a caer
agotada en la cama. Lágrimas silenciosas brotaban de sus ojos, y ha muerto.
Me he acercado entonces a ella, la he llamado y, como no respondía, le he cerrado los ojos y la he
besado en la frente.
¡Pobre querida Marguerite! Me hubiera gustado ser una santa, para que ese beso lo encomendara a
Dios.
Luego la he vestido como me había pedido que lo hiciera, he ido a buscar un sacerdote a Saint-Koch, he
encendido dos velas por ella y he rezado durante una hora en la iglesia.
He dado a los pobres dinero que era de ella.
No entiendo mueho de religión, pero pienso que Dios reconocerá que mis lágrimas eran verdaderas, mi
oración fervorosa, mi limosna sincera, y que tendrá piedad de ella, que, habiendo muerto joven y bella, no
me ha tenido más que a mí para cerrarle los ojos y amortajarla.
22 de febrero.
Hoy ha sido el entierro. Han venido a la iglesia muchas amigas de Marguerite. Algunas lloraban
sinceramente. Cuando el cortejo ha tomado el camino de Montmartre, sólo dos hombres iban detrás: el
conde de G..., que ha venido expresamente de Londres, y el duque, que andaba sostenido por dos criados.
Le escribo todos estos detalles desde su casa, en medio de mis lágrimas y ante la lámpara que arde
tristemente al lado de una cena que no toco como puede usted imaginar, pero que Nanine ha mandado
hacer, pues llevo sin probar bocado más de veinticuatro horas.
Mi vida no podrá conservar durante mucho tiempo estas triste impresiones, pues mi vida no me
pertenece más de lo que pertenecía la suya a Marguerite; por eso le doy todos estos detalles en los mismo,
lugares donde han sucedido, por temor a no poder contárselos con toda su triste exactitud, si pasa mucho
tiempo entre ellos y su regreso.
XXVII
y colaborador de la
eros literarios, y lo hizo con su
mas, se refieren a sus
que de vanas especulaciones; a
filosóficos (piénsese en
de todo fanatismo y
asi sin interrupción ––dice en su
sobre los cadalsos por
ado tanto tiempo, ha sido porque
mo su Tratado robre la
ha dicho Paul Valéry, «Voltaire