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El Jardin de Los Cerezos

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El jardín de los cerezos

Chéjov, Antón
Teatro

Se reconocen los derechos morales de Chéjov, Antón.


Obra de dominio público.
Distribución gratuita. Prohibida su venta y distribución en medios ajenos a la Fundación Carlos Slim.

Fundación Carlos Slim


Lago Zúrich. Plaza Carso II. Piso 5. Col. Ampliación Granada
C. P. 11529, Ciudad de México. México.
contacto@pruebat.org

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NOVELA DIALOGADA

PERSONAJES

LUBOVA ANDREIEVNA RANEVSKAIA, propietaria rural.


ANIA, diez y siete años, su hija.
VARIA, veinticuatro años, su hija adoptiva.
LEONIDAS ANDREIEVITCH GAIEF, hermano de Lubova Andreievna.
YERMOLAI ALEXIEVITCH LOPAKHIN, mercader.
PIOTOR SERGINEVITCH TROFIMOF, estudiante.
PITSCHIK BORISAVITCH SIMEACOF, pequeño propietario rural.
CARLOTA YVANOVNA.
SIMEON PANTELEIVITCH EPIFOTOF, administrador.
DUNIASCHA, camarera.
FIRZ, ochenta y siete años, camarero.
YASCHA, joven ayuda de cámara.
Un desconocido.
El jefe de la estación del ferrocarril.
PESTOVITCH TCHINOVNIK, funcionario público.
Gente en visita.
Sirvientes.

PRIMERA PARTE

LOPAKHIN. (Aplicando el oído.)


Paréceme que el tren ha llegado por fin. ¡Gracias a Dios! ¿Puedes decirme qué hora
es?

DUNIASCHA.
Son las dos. (Apaga la bujía.) Ya lo ve usted, amanece.

LOPAKHIN
El tren lleva dos horas de retraso, por lo menos. Pero ¿quién se admira ya de los
retrasos de trenes? Después de todo, soy un imbécil. Si, soy un imbécil. Vine
justamente para ir al encuentro del tren. Procediendo con toda la calma imaginable,
hubiera llegado a tiempo, puesto que el tren anda retrasado dos horas, como de
costumbre. Tomé un libro para mantenerme despierto, y me dormí apenas hube leído
las primeras líneas. ¿Por qué no me despertasteis, Duniaschat?

DUNIASCHA.
Muy sencillo. Porque supuse que se habría despertado sin necesidad de mí.
(Escuchando rumores que vienen de fuera.) Ya llegaron... ¡Escuche...!

LOPAKHIN. (Escuchando a su vez.)


No. ¡Esto no puede ser! Teníamos que haber recogido el equipaje, hacerlo cargar,
acomodarlo en los coches, y eso, y lo otro, y lo de más allá... ¿Cómo es posible que ya
estén ahí...? Lubova Andreievna ha residido en el extranjero por espacio de cinco años.
Mucho debe de haber cambiado. En el extranjero se contraen nuevos hábitos, se
cambian las ideas, se modifica el carácter. Como quiera que sea, Lubova Andreievna
es una excelente mujer, llana, tratable, de buen corazón. Me acuerdo de que, siendo

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yo un muchachuelo de ocho años, mi padre, mercader de un pueblo inmediato, me
pegó en la cara, no sé por qué, y me brotó sangre de la nariz. Lubova Andreievna,
entonces tan jovencita, tan delgada, tan candida, me tomó de la mano, me condujo al
lavabo, que precisamente se hallaba en esta habitación, y me dijo: «No llores,
aldeanito, no llores; esto no será nada. De aquí a tu boda, todo habrá pasado... ¡Ah, sí;
aldeanito! En efecto: mi padre era un labriego, nada más que un insignificante
labriego; pero yo, ahora, uso chaleco blanco y calzo botas amarillas... No cabe duda,
soy rico; tengo muchísimo dinero, aunque reflexionándolo bien, mirando las cosas
como son, yo, a mi vez, no soy sino un labriego... Quise leer este libro, hice lo posible
por leerlo, trate de comprender, y nada comprendí. Las letras impresas me trajeron el
sueño, y me dormí profundamente.

DUNIASCHA.
Los perros, sin embargo, no se duermen jamás cuando esperan a sus amos.

LOPAKHIN.
¿Qué te ocurre, Duniascha? Tu actitud me causa extrañeza.

DUNIASCHA.
Mis manos tiemblan. Mis piernas flaquean. Tengo miedo de caer.

LOPAKHIN.
Ello viene de que tú eres muy impresionable, de que tú te enterneces demasiado.
Hay algo en ti que no me agrada del todo; tú vistes como una señorita. No es posible
continuar así. Debes acordarte de ti misma y hacerte cargo de cuál es tu verdadera
condición.

EPIFOTOF.
(Entra con un gran ramo de flores y con el traje de los domingos. Tropieza, y el ramo
cae al suelo.)
El jardinero me encomendo este ramo, diciéndome que había que colocarlo en un
jarrón, sobre la mesa. (Epifotof entrega las flores a Duniascha, y ella cumple el
encargo.)

LOPAKHIN. (Dirigiéndose a Duniascha.)


Te he dicho que me traigas kwas.

DUNIASCHA.

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Ahora mismo. (Vase.)

EPIFOTOF.
Es ya de dia... Tres grados bajo cero, y todos los cerezos en flor... Yo no puedo
aprobar este clima. (Suspira.) ¡Ah! ¡No! Es absurdo. Nuestro abominable clima va
siempre contra nuestra conveniencia. Permítame usted, Yermolai Alexievitch, que le
explique mí caso: hace tres días compré un par de botas; mírelas, son éstas que llevo.
Las malditas, se lo aseguro, hacen tal ruido que no hay modo de andar con ellas. ¿Qué
hacer? ¿Cómo podría yo engrasarlas para que no rechinen?

LOPAKHIN.
¡Déjame en paz! Me fastidias con tus estúpidas historias.

EPIFOTOF.
Todos los días me ocurre algo desagradable. Al fin y al cabo, yo no me lamento. Ya
empiezo a acostumbrarme a las contrariedades crónicas. Ellas me hacen ya sonreir.

DUNIASCHA.

(Entra y presenta a Lopakhin el vaso de «kwas».)


Está servido el señor.

EPIFOTOF.
Voy a... (Pronuncia frases incoherentes, va de un lado para otro y sale.)

DUNIASCHA.
Tengo que decirle, Yermolai Alexievitch, que Epifotof quiere casarse conmigo; ha
pedido mi mano...

LOPAKHIN.
¡Ah...!

DUNIASCHA.
¿Por qué no? Es una persona tranquila. Su único defecto es que cuando empieza a
hablar no sabe contenerse, y habla, habla... No se le entiende todo lo que dice. Pero
habla con entusiasmo, convencido de que sus palabras tienen un valor. A mí, a decir
verdad, no me disgusta. Me quiere locamente. En el fondo, es una persona que no

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tiene suerte. Cada día le sucede alguna peripecia. En su casa se burlan de él. Le dan el
nombre de el «Ventidos desgracias».

LOPAKHIN. (Aplicando el oido.)


Duniascha, paréceme que llegan...

DUNIASCHA.
¡Llegan...! ¡Dios grande...! Casi me dan escalofrios..., ¡brrr!

LOPAKHIN.
En verdad, llegan. Vamos a su encuentro. ¿Me reconocerán todavía? ¡Cinco años
hace que no nos hemos visto!

DUNIASCHA. (Con agitación.)


Me siento mal. No me sostengo en pie. (Vacila.) Oíd, oíd... (Óyense ruidos de
carruajes que se aproximan.) Se acercan... (Lopakhin y Duniascha precipítanse fuera de
la habitación. Ésta queda vacía. Poco después aparece Firs, el viejo servidor,
caminando dificilmente, apoyado en un bastón, y dirígese hacia la salida, por donde
deben llegar los viajeros. Va vestido a la antigua. Lleva librea y sombrero de copa.
Articula frases ininteligibles, como paralizado por la emoción. Óyense frases
pronunciadas desde fuera.) Pasemos por aquí... Eso es..., por aquí...; ya estamos.
(Lubova Andrejevna y Carlota Yvanovna entran. Carlota lleva tras sí, atado, a su perrito.
Ambas están en traje de viaje. Siguen Ania, elegante; Gaief, Simeacof, Pitschik,
Lopakhin y Duniascha, cargados de paquetes, paraguas y sombrillas. Camareras y
criados transportan los bailes.)

ANIA.
¿Te acuerdas, mamá, de esta habitación?

LUBOVA ANDREIEVNA. (Con lágrimas de gozo.)


¡Si, me acuerdo! Esta es la habitación de los niños.

VARIA.
¡Qué frío hace! Mis manos están heladas. (Dirigiéndose a Lubova Andreievna.)
Nuestros aposentos, mamá, el azul y el violeta, siguen siendo los mismos. Ninguna
variación hubo en ellos. Tal como los dejamos, tal están.

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LUBOVA. (Mirando en derredor suyo.)
Verdaderamente, esta habitación de los niños es encantadora. Aquí dormí yo siendo
niña, muy niña. (Llora.) Y hoy, ¿por qué no decirlo?, vuelvo a ser una niña... (Abraza a
su hermano, a Varia, y de nuevo a su hermano.) Varia, como siempre, parece una
monja... Y aquí está Duniascha; la reconozco bien; no ha cambiado en nada. (Abraza a
Duniascha.)

GAIEF.
El tren lleva dos horas de retraso. ¡Qué desorden! Este país no se parece a ningún
otro. Mejor fuera que no hubiese ferrocarriles...

CARLOTA. (A Pitschik.)
Mi perro come hasta las nueces.

PITSCHIK.
¡Figúrense ustedes..! Un perro que come nueces. ¿Es posible? (Todos salen, a
excepción de Ania y Duniascha.)

DUNIASCHA.
¡Con cuánta impaciencia, señorita, les hemos esperado! (Ayuda a Ania a quitarse el
abrigo y el sombrero.)

ANIA.
Hace cuatro noches que no pude pegar los ojos. Siento mucho frío.

DUNIASCHA.
Como salieron ustedes durante la Cuaresma, temíamos la nieve y el hielo... No
pueden imaginar hasta qué punto me inquietaba yo por su regreso. Deseaba verlos de
nuevo. Deseaba, sobre todo, referirle mi dicha...

ANIA. (Con apatía.)


Alguna nueva sandez.

DUNIASCHA.
Él también se impacienta. ¿Sabe de quién le hablo? ¿Quién es el culpable? Epifotof,
que pidió mi mano para después de Pascua.

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ANIA.
Siempre la misma cosa. (Arreglándose el peinado.) He perdido todos mis alfileres.
(Titubea, fatigada.)

DUNIASCHA.
Yo no sé verdaderamente que pensar; él me ama, me ama tanto...

ANIA. (Dulcemente, sin pasar el dintel.)


Mi habitación, mis muebles, mis ventanas, como si nunca las hubiera abandonado.
Ahí están. Me encuentro en mi casa. Mañana por la mañana al levantarme iré al jardín.
¡Ah! Si pudiera dormirme en seguida. No he dormido en todo el viaje. La angustia me
impedía conciliar el sueño.

DUNIASCHA.
Señorita, hace tres días que Piotor Serginevitch llegó.

ANIA. (Con alegría.)


¿Pietcha?.

DUNIASCHA.
Le hemos alojado en la casita del baño. Allí duerme. Dice que no quiere molestar.
(Mirando su reloj.)

ANIA.
¿No convendría despertarlo?

DUNIASCHA.
Bárbara Chichailovna nos lo prohibió, diciendo: «Cuidado con despertarlo.»

VARIA. (Las llaves colgantes del cinto.)


Duniascha, date prisa. Mamá desea tomar café.

DUNIASCHA.
Al instante; voy a prepararlo. (Váse.)

VARIA.

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En fin. Anita mía, de nuevo te veo en casa. (Acariciándola.) Mi querida Ania está de
regreso. ¡Bravo!

ANIA.
Bastante he sufrido, créelo.

VARIA.
Lo creo.

ANIA.
Me puse en viaje en la primera semana de Cuaresma. El frío era intenso. Carlota
charlaba sin cesar, me trastornaba el seso. ¿Por qué me la diste como compañera?

VARIA.
A tu edad, a los diez y siete años, no podías viajar sola.

ANIA.
Llegamos a París. Hacía frío. La nieve tapizaba los techos y las calles. Yo hablo el
francés bastante mal. Mamá vivía en el quinto piso. Al entrar en su alojamiento, vi
algunos franceses y señoras, y un cura anciano, con un libro. El desorden allí era
grande. El humo de los cigarrillos invadía la atmósfera. Allí no se sentía uno a sus
anchas. Súbitamente, mamá me inspiró compasión. Cogí su cabeza entre mis manos, la
estreché, la cubrí de besos. No me era posible soltarla. Mamá me acariciaba, llorando
copiosamente.

VARIA. (A través de las lágrimas.)


No hables... No hables..., mi querida Ania.

ANIA.
Han vendido la villa que tenía cerca de Menton. Nada le queda, absolutamente
nada. ¡Qué ruina! ¡Qué desastre! Estamos sin un copek. Lo que nos restaba, apenas
nos bastó para el viaje. Mamá no comprende. ¡Con decir que en el restaurante de la
estación pidió los platos más caros y dió al mozo una propina regia...! Carlota, por su
parte, y Yascha también, comieron lo que más caro costaba. Hubiérase dicho que no
sabíamos qué hacer con nuestro dinero. ¡Terrible! ¡Gastar así cuando en la bolsa no
hay más que aire! ¿Por qué hacer venir a Yascha, el ayuda de cámara de mamá, con
nosotros? ¿De qué podrá servirnos?

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VARIA.
Buen perillán está...

ANIA.
¿Y la contribución? ¿Se ha pagado?

VARIA.
Ciertamente que no.

ANIA.
¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué va a ser de nosotros?

VARIA.
En el mes de agosto próximo, la propiedad será vendida por mandamiento judicial.

ANIA.
¡Dios mío...! (Lopakhin, entreabriendo la puerta, escucha.)

ANIA. (A Varia en dos baja.)


¿Y Lopakhin, te ha propuesto la boda? (Varia hace un signo de cabeza negativo.)

ANIA.
Él te quiere, sin embargo. ¿Por qué no os explicáis? ¿Qué esperáis, pues?

VARIA.
Me parece que esto no va a seguir adelante. El hombre está ocupadísimo. No
piensa, no tiene tiempo de pensar en mí. No me presta la menor atención. ¡Que Dios
le bendiga! Me causa pena el verle. Todo el mundo se ocupa de nuestro matrimonio,
todos nos felicitan, y, en realidad, no hay nada de serio ni de real. No es mas que una
ilusión... (Cambiando de tono.) Ania, tu broche tiene la forma de una abeja.

ANIA. (Tristemente.)
Es mamá quien me lo confió... En París, sabes, subí a un globo cautivo.

VARIA.

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Me parece mentira que estés de vuelta. (Abrazándola.) Mi buena, mi querida Ania,
ha llegado por fin.

DUNIASCHA. (Con la cafetera y un juego de café.)


El café para Lubova Andreievna.

VARIA.
Todo el día lo consagro a las faenas domésticas y mientras trabajo, sueño. Yo me
digo: es necesario que te cases con una persona rica, y de esta suerte vivirás tranquila;
luego, irás en peregrinación a algún santuario, a Kief..., a Moscov..., recorrerás todos
los lugares santos...

ANIA.
Las alondras cantan en el jardín. ¿Qué hora es ya?

VARIA.
Me parece que las tres. Debieras acostarte, querida mía.

ANIA.
Tienes razón. (Entran en la cámara de Ania.) Es deliciosa... (Llega Yascha con una
manta de viaje y un saco de mano; atraviesa la habitación, no sin preguntar
discretamente.) ¿Se puede pasar?

DUNIASCHA.
No la había reconocido. ¡Cómo ha cambiado en el extranjero!
YAŞCHA.
¡Hola! Y usted, ¿quién es?

DUNIASCHA.
Cuando se fueron los señores de viaje, yo era así de alta. (Señalando con la mano
una estatura baja.) Yo soy Duniascha, la hija de Teodoro Konoyedof. ¿No se acuerda,
señor Yascha?

YASCHA.
¡Hum! Un pepino. (Echa un vistazo en aerredor y le aplica un beso en la mejilla a
Duniascha. Ésta lanza un grito ahogado y deja caer un platillo. Yascha huye.)

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VARIA. (Desae la puerta.)
¿Qué diablos ocurre?

DUNIASCHA.
He roto un platillo.

VARIA.
Eso es de buen agüero.

ANIA. (Asomando por su habitación.)


Convendría hacer saber a mamá que Pietcha se encuentra aquí.

VARIA.
Sí, pero yo he dado orden de no despertarle.

ANIA. (En la puerta de su estancia; pensativa.)


Seis años hace que murió papá. Un mes más tarde, mi hermanito Grischa se ahogó
en el río. Era un lindo muchacho de siete años. Mamá no pudo soportar este dolor, y
partió para tierras extrañas. Aquí dejó, tras de sí, sus pesares. (Temblando.) ¡Cómo la
comprendo...! ¡Si ella supiera...! (Ensimismada.) Pietcha Trofimof era el profesor de
Grischa. Su nombre puede despertar en mamá recuerdos penosos.

FIRZ. (Muy correcto. Encamínase hacia el servicio de café.)


La señora tomará aquí su desayuno. (Se pone los guantes blancos.) ¿El café, está
listo? (A Duniascha.) ¿Y la leche?

DUNIASCHA.
¡Ah! ¡Dios mío! (Sale corriendo.)

FIRZ. (Contemplando la cafetera.)


¿Y tú...? Henos aquí, de regreso de París... Antaño, el señor estuvo también en
París... en coche... No se viajaba de otro modo. (Ríe.) En coche.

VARIA.
¿De qué ríes, Firz?

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FIRZ.
¿Qué quieres? (Con jubilo.) La señora, por fin, ha regresado. Ahora, yo podré morir
tranquilamente. (Se enjuga las lágrimas. Entran Lubova Andreievna, Gaief, Lopakhin y
Pitschik, éste último en padiovska de paño fino, pantalones bombachos y botas altas,
nuevas. Gaief, al entrar, hace movimientos con sus manos y su cuerpo, como si jugara
al billar.)

LUBOVA ANDREIEVNA.
¿Cómo era esto? Voy a recordar. La bola encarnada, a un lado...

GAIEF.
Y yo, por tabla... ¿Te acuerdas, hermana mía? Tiempo pasó desde que dormíamos
en esta habitación. Yo cuento ahora cincuenta y un años. Más de medio siglo. ¡Es raro,
verdad!

LOPAKHIN.
El tiempo vuela...

GAIEF.
¿Qué?

LOPAKHIN.
He dicho que el tiempo vuela.

GAIEF.
Aquí huele a pachulí.

ANIA. (Sale de su habitación.)


He decidido irme a dormir. Buenas noches, mamá. (La besa.)

LUBOVA.
Angel querido, ¿estás contenta de hallarte de nuevo en casa? A mí se me figura un
sueño.

ANIA.
Adiós, tío.

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GAIEF. (Besando la mejilla y la mano de Ania.)
Que Dios te bendiga. ¡Cómo te pareces a tu madre! (Dirigiéndose a su hermana.) Tú,
Liuba, a su edad, tú eras enteramente como ella. (Ania tiende la mano a Lopakhin y a
Pitschik, penetra en su habitación y cierra la puerta.)

LUBOVA.
Debe de estar cansadísima.

VARIA. (A Lopakhin y a Pitschik.)


Vamos, ya han dado las tres. Hay que tener un poco de conciencia. Hora es de dejar
descansar a los viajeros.

LUBOVA.
Tú, Varia, tú eres siempre la misma. (La trae hacia ella y la besa.) Voy a tomar una
taza de café, y nos iremos todos a dormir. (Firz coloca una almohadilla bajo los pies de
Lubova Andreievna.) Gracias, querido. Yo no he perdido la costumbre de tomar café.
Lo bebo de día y de noche... No sé prescindir del café... Muchas gracias.

FIRZ.
Sí está bien, señora.

VARIA.
Hay que ver si trajeron todo el equipaje. (Váse.)

LUBOVA.
¿Es posible que sea yo la que se encuentra en este sitio? Ganas me vienen de saltar,
de bailar. ¿Estoy soñando? Dios sabe si yo amo a mi patria. La adoro. Desde la
ventanilla del vagón, la contemplación del paisaje me emocionaba profundamente.
Lloraba como una niña... En fin, es necesario que acabe de tomar el café. Gracias,
muchas gracias, viejo. ¡Qué contenta estoy de haberte hallado vivo todavía!

FIRZ.
Anteayer...

GAIEF.
Oye mal.

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LOPAKHIN.
Muy temprano, hacia las cinco de la mañana, tengo que salir para Kharkof. ¡Qué
fastidio! Mucho me gustaría poder permanecer con vosotros, conversar... La miro a
usted, señora, y la veo como fué siempre: deslumbrante.

PITSCHIK.
Hasta ha embellecido. Ahí la tenéis, vestida a la ultima moda de París.

LOPAKHIN.
Su hermano Leónidas Andreievitch afirma que yo soy un ganapán, un explotador,
diga lo que quiera, no me importa. Puede decir lo que le venga en gana. Lo que yo
desearía es que la señora me tratase con entera confianza, como antes de ahora me
trataba, y que su dulce mirada se fije en mí alguna que otra vez. Mi padre fué siervo en
casa de vuestro abuelo y en casa de vuestro padre; y usted particularmente, señora,
me ha dispensado tanto bien que he olvidado todo lo antiguo y la quiero como si
fuese de mi familia, y aun más.

LUBOVA.
No puedo contenerme..., no, no puedo. (Levántase agitada.) ¿Cómo sobrevivir a una
alegría tan intensa? Reíos de mí; soy una tonta, una imbécil... ¡Mi pequeño armario! (Lo
besa.) ¡Mi mesita...! ¡Todo lo que me rodea me es tan querido...! ¡Habla tanto a mi
alma...!

GAIEF.
Durante tu ausencia, la nodriza murió...

LUBOVA.
(Vuelve a sentarse y absorbe su café.) Lo sabía. Me lo escribieron. ¡Que Dios la haya
en su seno!

GAIEF.
Y Anastasia murió también. Petruchka, la miope, nos dejó, y ahora habita en casa del
jefe de los agentes de policía. (Saca de su bolsillo una cajita de caramelos.)

PITSCHIK .
Mi hija Daschinka la saluda, señora.

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LOPAKHIN.
Yo quisiera referirle algo alegre. (Mira su reloj.) ¡Cáspita, debo partir en seguida! No
tengo tiempo que perder... No obstante, lo que he de decirle se lo diré en dos o tres
palabras. Supongo que estará informada de que vuestro jardín de los cerezos será
puesto en venta para responder de las deudas. La subasta está anunciada para el 22
de agosto, pero usted, querida amiga, permanezca tranquila; no se inquiete, duerma
sin recelos; no faltará solución a este conflicto. Tengo un proyecto. ¿Quiere usted
prestarme atención? La finca está situada a veinte kilómetros de la ciudad, y por sus
linderos pasa la vía férrea. Dividiendo en parcelas el jardín de los cerezos y la parte de
su propiedad más próxima al río, podrían arrendarse a quienes quisieran construir
datchas. Sin dificultad le rentaría a usted esto veinticinco mil rublos anuales. Es una
especulación segura. Yo le garantizo que todas las parcelas serán inmediatamente
arrendadas a buen precio.

GAIEF.
Excúseme si le advierto que lo que acaba usted de decir es una solemne tontería.

LUBOVA.
Yo, en verdad, no comprendo...

LOPAKHIN.
De cada datchuk se sacaría por año y por deciatina... Como hagan desde ahora una
buena publicidad, tendrá usted más arrendatarios de los que necesite; yo le aseguro
que antes del año todas sus tierras estarán alquiladas. La situación topográfica es de
primer orden. El río es profundo. Habrá que poner un poco de orden; demoler los
edificios. He aquí, por ejemplo, esta casa, que ya no vale nada. Todo lo viejo, lo rancio,
lo inútil, tendrá que desaparecer. Habrá que talar el jardín de los cerezos...

LUBOVA.
¿Talar el jardín de los cerezos? ¿Está usted loco? Permítame que le diga, querido
amigo, que usted no entiende nada de este asunto. Nuestro jardín de los cerezos es lo
más notable, sin disputa, que existe en toda la comarca.

LOPAKHIN.
¿Notable, este jardín? Lo único que tiene de notable es su superficie. Por lo demás,
sus árboles no dan fruto mas que una vez cada dos años, y cuando las cerezas cuajan,
para nada sirven, pues nadie las compra...

17
GAIEF.
Hasta en las enciclopedias este jardín está mencionado.

LOPAKHIN. (Mirando su reloj.)


Si no hallan otra solución que más les convenga, el jardín de los cerezos será
vendido en pública subasta el 22 de agosto, con toda la propiedad, sin que una
pulgada de terreno se libre de la venta. ¡Decídase! No hay otra salida. Se lo juro. ¡No
la hay!

FIRZ.
Hace unos cuarenta o cincuenta años, fabricábamos conservas de cerezas,
mermeladas, confituras, y entonces...

GAIEF.
Cállate, Firz.

FIRZ.
Acuérdome que la cereza secada era expedida, por grandes cantidades, a Choscon
y a Kharkof, lo que reportaba mucho dinero. En aquel tiempo, la cereza secada era
blanda, agradable al gusto, jugosa, aromática... Conocíase el método para prepararla
convenientemente.

LUBOVA.
¿Y qué se ha hecho de este método?

FIRZ.
Lo olvidaron...

PITSCHIK. (A Lubova Andreievna.)


Dígame... ¿Qué ocurre en París? ¿Han comido ustedes ranas?

LUBOVA.
No. He comido cocodrilos.

PITSCHIK.
¡Figúrese usted...!

18
LOPAKHIN.
Hasta el presente no había en el campo sino nobles y campesinos. Ahora comienzan
a ser numerosos los datchnik. Todas las ciudades, incluso las más pequeñas, están
actualmente rodeadas de datchas. Puede preverse que el datchnik, de aquí a unos
veinte años, habrá adquirido un vasto desarrollo, y representará una fuerza social.
Actualmente limítase a beber vasos de te en los verandah.

GAIEF.
¡Qué majaderia!
(Entran Varia y Yascha.)

VARIA.
Mamá, se me habia olvidado. Hay para ti dos telegramas. (Busca una llave en el
manojo que cuelga de su cintura, y abre el armario.) Aquí están.

LUBOVA.
¡Ah! Son de París. (Abre los telegramas y los deposita sobre la mesa, sin leerlos.) Con
París todo termino.

GAIEF.
Oye, Lubova. ¿Sabes cuántos años tiene este armario? Hace algunos días, abriendo
un cajón inferior, noté que la fecha estaba marcada a fuego. Data ya de cien años.
¿Qué te parece, Lubova? Pudiéramos celebrar un jubileo... Es un objeto inanimado
que significa algo... Un armario propio para contener libros...

PITSCHIK.
¡Figúrese usted! ¡Cien años...!

GAIEF.
Sí: es un objeto inanimado. ¡Oh, mi querido armario de edad venerable! Yo saludo
tu existencia centenaria. (Lo palpa con cariño.) Yo saludo tu vejez robusta. Tú has sido
útil a mis ascendientes, y tú nos vives como en tu primera juventud. Tú eres un amigo.

LOPAKHIN.
Sí...

19
LUBOVA. (A Gaief.)
Idealista, sentimental; eres siempre el mismo.

LOPAKHIN. (Mirando su reloj.)


Debo irme...

YASCHA.
(Ofreciendo una pildora a Lubova Andreievna.)
¿Tomará usted en seguida sus píldoras?

PITSCHIK.
No hay que tomar medicamentos, mi querida amiga... No hacen ni daño ni
provecho... ¡Vengan esas píldoras...! (Se apodera de ellas, las estruja entre sus manos,
reduciéndolas a polvo, que absorbe, con acompañamiento de un trago de agua.)¡...
Así!

LUBOVA. (Con espanto.)


¿Ha perdido usted el juicio?

PITSCHIK.
¡Me lo he tragado todo, todo!

LOPAKHIN.
¡Qué bruto!
(Todos rien.)

FIRZ. (Hablando de Pitschik en tercera persona.)


Estuvo por Pascuas en casa; se comió medio cubo de pepinos... (No puede
continuar, balbucea frases incoherentes.)

LUBOVA.
¿Qué le ocurre?

VARIA.
Desde hace tres años se encuentra así. Balbucea. Ya nos hemos acostumbrado.

20
YASCHA.
Efecto de la edad.
(Entra Carlota Yvanovna, vestida de blanco, esbelta, fina de talle.)

LOPAKHIN.
Dispénseme, Carlota Yvanovna. No tuve aún tiempo de darle los buenos días.
(Acércase a Carlota Yvanovna para besar su mano.)

CARLOTA. Retirando su mano.)


Si le permito besar la mano, querrá besar el codo, y luego el hombro...

LOPAKHIN.
Hoy no tengo suerte.

CARLOTA.
Me voy a descansar.

LOPAKHIN.
Dentro de tres semanas nos veremos. (Besa la mano de Lubova Andreievna.) Entre
tanto, adiós. (A Gaief.) Es tiempo de marchar. Hasta la vista. (Bésanse en la mejilla él y
Pitschik.) Hasta más ver. (Tiende la mano a Varia, a Firs ya Yascha.) La verdad es que no
tengo ganas de abandonarlos. (A Lubova Andreievna.) Si se decide respecto a los
terrenos para datchas, entéreme. Yo podré procurarle un préstamo de cincuenta mil
rublos. Piense en ello seriamente.

VARIA. (Descontenta.)
¿Cuándo acabará usted de irse?

LOPAKHIN.
Me voy, me voy... (Vase.)

GAIEF.
¡Qué animal...! ¡Ah... Mis excusas... Varia se va a casar con él.

VARIA.
No hables de eso, mi querido tío.

21
LUBOVA.
¿Por qué no, Varia? Yo me alegraría de que eso se realizara. Es una excelente
persona.

PITSCHIK.
Hay que convenir en que es un hombre muy honorable... Mi pequeña Daschinka lo
dice así; y añade que... añade bastantes cosas. (Cierra los ojos, pega un ronquido y
despierta de nuevo.) En todo caso (A Lubova.), amiga mía, présteme doscientos
cuarenta rublos. Mañana he de pagar las contribuciones.

VARIA. (Asustada.)
No, no.

LUBOVA.
Verdaderamente, yo no dispongo de esa suma.

PITSCHIK. (Riendo.)
Sí, dispone usted de ella. Yo no pierdo jamás la esperanza. Vea. Yo me imaginaba
que todo estaba perdido. Pero, de repente, se construyó la vía férrea que atraviesa mis
tierras, y se me indemnizó. Y de este modo, muy bien puede suceder que mañana se
presente alguna otra ganga. Quizá Daschinka gane doscientos mil rublos... Ha
comprado un billete.

LUBOVA.
Bebamos el café, y vámonos a descansar.

FIRZ. (A Gaief.)
Lleva usted ahora otro pantalón, que no casa con la chaqueta. ¿Qué tendré yo que
hacer para que ande usted correcto?

VARIA. (Dulcemente.)
Ania duerme. (Abre con precaución la ventana.) El Sol sube. No hace frío. Vea,
mamá, qué hermosos árboles. ¡Dios mío! ¡Qué puro es el aire! Los mirlos cantan...

GAIEF. (Abre otra ventana.)

22
El jardín está enteramente blanco. Observa, Lubova: esta larga avenida se prolonga
directamente como una correa. Brilla en las noches de luna. Siempre fué así. ¿Te
acuerdas? Tú no olvidaste los días que transcurrieron...

LUBOVA. (Mirando hacia la ventana.)


¡Infancia mía! ¡Virginidad! En este aposento dormí yo. En el jardín paseé mis
ensueños juveniles. ¿Cómo olvidarlo?

GAIEF.
El jardín, que va a ser vendido por causa de nuestras deudas. ¡Qué cosa más rara!

LUBOVA.
¿Qué veo? Nuestra difunta madre camina por el jardín. Lleva un traje blanco como la
nieve. ¡Se ríe! ¡Sí; es ella!

GAIEF.
¿Dónde...?

VARIA.
Mamá; ¿qué dice?

LUBOVA.
En efecto, no hay nadie. Fué una alucinación... A la derecha, junto al pabellón, hay
un arbolito que se asemeja a una mujer inclinada.
(Entra Trofimof, vestido con uniforme de estudiante. Usa anteojos.)

LUBOVA. (Sin apartar la vista de la ventana.)


El jardín es verdaderamente encantador. ¡Cuántas florecillas! ¡Y qué bien se destacan
en el cielo azul!

TROFIMOF.
Lubova Andreievna... (Ésta vuelve la cabeza.) Vengo únicamente a saludarla, y me iré
en seguida. (Besa la mano a Lubova Andreievna.) Se me ordenó esperar hasta ya
entrada la mañana; pero me faltó paciencia.

LUBOVA. (Observándole con sorpresa.)


Usted es...

23
VARIA. (Emocionada.)
Es Pietcha Trofimof.

TROFIMOF.
Pietcha Trofimof, el preceptor de su Grischa. ¿Tanto he cambiado? (Lubova le abraza
y llora.)

GAIEF.
Basta, Lubova, basta.

VARIA. (Llorando.)
Yo le dije a usted, Pietcha, que aguardase hasta mañana.

LUBOVA.
Mi pobre Grischa, hijo mío... Grischa, mi adorado hijo...

VARIA.
¿Qué hacer, mamá? Es la voluntad de Dios.

TROFIMOF. (Con ternura.)


La vida es así...

LUBOVA.
(Sollozando.)
¡Pobre hijo mío! ¡Ahogado! ¿Por qué...? Mas (Volviendo a la calma.) yo profiero
exclamaciones y hablo a gritos, y Ania duerme. No hagamos ruido. Pero vamos a ver,
Pietcha, ¿por qué ha cambiado usted tanto? ¡Y envejecido!

TROFIMOF.
En el vagón, una mujer me adjudicó los epítetos de «sarnoso», «arisco».

LUBOVA.
Cuando yo le conocí, era usted un niño. Un estudiantillo joven. Y ahora, lleva usted
anteojos como un profesor, y la cabellera le clarea. ¿Es usted todavía estudiante,
Trofimof? (Se dirige hacia la puerta.)

24
TROFIMOF.
Probablemente lo seré toda mi vida.

LUBOVA. (Besando a su hermano y luego a Varia.)


Ea, vámonos a dormir... (A su hermano.) Tú también has envejecido.

PITSCHIK. (Siguiendo en pos de ella.)


En fin..., vámonos a dormir. ¡Oh mi gota! Yo me quedaré hoy en esta casa. Lubova
Andreievna, mi buena amiga, yo quisiera recibir mañana... doscientos cuarenta rublos.

GAIEF.
Lo que es eso, no lo deja de la mano.

PITSCHIK. (Lastimero.)
Doscientos cuarenta rublos...; necesito pagar las contribuciones.

LUBOVA.
No tengo dinero, amigo.

PITSCHIK.
Pero yo se lo restituiré en seguida, mi buena amiga..., la suma es tan insignificante...

LUBOVA.
Bien, Leónidas se lo entregará a usted. Escuche, Leónidas, entréguele doscientos
cuarenta rublos.

GAIEF.
Sí; puede contar con ellos. (Irónicamente.) ¡Que espere sentado!

LUBOVA.
¿Qué le vamos a hacer? Entregárselos, si los necesita con urgencia..., él los
devolverá. (Lubova Andreievna, Trofimof, Pitschik y Firz se van. Quedan en la estancia
Gaief, Varia y Yascha.)

GAIEF.

25
Decididamente, mi hermana no ha perdido la costumbre de tirar el dinero. (A
Yascha.) Apártate un poco, hueles a gallina.

YASCHA.
Leónidas Andreievitch, siempre será usted el mismo.

GAIEF. (A Varia.)
¿Cómo? ¿Qué ha dicho?

VARIA. (A Yascha.)
Tu madre ha llegado del campo. Te espera desde anoche en el departamento de los
criados, y quiere verte, Yascha.

YASCHA.
Me importa poco.

VARIA.
Tú eres un inconsciente.

YASCHA.
¿Quién le impide volver mañana? (Vase.)

VARIA.
Mamá no ha cambiado. ¡Siempre la misma! Si de ella dependiera, ya hubiera
despilfarrado lo que le resta. Su manía es regalar, gastar, distribuir dinero sin ton ni
son.

GAIEF.
Sí; en efecto... (Después de una pausa.) ¿A qué buscar remedios contra una
enfermedad incurable? Yo me esfuerzo por comprender. Yo creo disponer de muchos
medios, de muchos, lo cual equivale a decir que no dispongo de ninguno. Excelente
medio sería el heredar. Heredar, ¿de quién? Yo no vislumbro ninguna herencia en
perspectiva. Convendría también que Ania contrajese matrimonio con alguien muy
rico. Muy útil nos será, tal vez, ir a Yaroslav y probar suerte cerca de nuestra tía, la
condesa. Nuestra tía es enormemente rica; es, además, de una bondad extraordinaria.
Yo la quiero mucho. Será necesario que le hablemos, que se o confesemos todo, aun
apoyándonos en circunstancias atenuantes...

26
VARIA. (A media voz.)
Ania está en la puerta.

GATEF.
¡Qué diablo! ¡Es sorprendente! Hay algo extraño dentro de mi ojo derecho...
Empieza a dolerme... (Ania entra.)

VARIA
¿Por qué no duermes?

ANIA.
No puedo.

GAIEF.
¡Ay pequeña! (Besa las manos y la cara de Ania.) Hija mía (Lloriquea.), tú no eres mi
sobrina; tú eres mi ángel, tú lo eres todo para mí. Créeme, tú eres lo que yo más
quiero.

ANIA.
Lo creo; todo el mundo le estima a usted y os respeta. Pero en ciertas ocasiones
convendría que no hablase usted tanto. ¿Qué ha dicho usted, hace poco, a propósito
de mamá, de su hermana? ¿A qué venían esas palabras?

GAIEF.
Tienes razón, Ania. (Coge las manos de Ania y se cubre con ellas su propio rostro.)
Es terrible; Dios mío, sálvame. Es verdad. Hablo más de lo debido. Mi discurso ante el
viejo armario, ¡qué tonto! No me dí cuenta de ello sino cuando lo terminé.

VARIA.
Verdaderamente, tío, debe usted echarse un nudo a la lengua. Cállese. Así está
bien.

ANIA.
Si se callara usted, se encontraría mejor, mucho mejor.

GAIEF.

27
Ya me callo. (Besa las manos de ambas jóvenes.) Pero mirad..., acerca del asunto en
cuestión... El jueves fuí al tribunal; estábamos entre amigos, y nos pusimos a charlar.
Paréceme que será posible efectuar un préstamo para el pago de las contribuciones.

VARIA.
¡Si Dios quisiera ayudarnos!

GAIEF.
El martes volveré allá. (A Varia.) No te apures. (A Ania.) Tu mamá hablará con
Lopakhin; él no se negará si es ella quien le pide prestado. Cuando tú hayas
descansado bien, te irás a Yaroslaf, a casa de tu abuela la condesa. Con seguridad, se
podrán satisfacer los intereses. Y nuestra finca se habrá salvado. ¡Respiro! No permitiré
nunca, ¡oh nunca!, que nos la vendan en pública subasta.

ANIA. (Con calma.)


Tú eres bueno. Tu bondad me tranquiliza.

FIRZ. (Entra súbitamente.)


Leónidas Andreievitch, ¡váyase, váyase ya a dormir

GAIEF.
En seguida... Firz, puedes retirarte. Vámonos a dormir. (Besa a sus sobrinas.)

ANIA.
¿Y tú? ¿Todavía charlarás?

VARIA.
¡Callaos ya!

FIRZ. (Volviendo atrás.)


Leónidas Andreievitch, yo me retiro.

GAIEF.
Y yo. (Vase, seguido por Firz.)

VARIA.

28
Parece que estoy algo más tranquila. (Varia se retira, llevándose consigo a Ania. A lo
lejos óyese el caramillo de un pastor. Trofimof atraviesa la sala, y viendo a las dos
jóvenes, se detiene. Varia y Ania parecen muy fatigadas. Varia, apoyando ligeramente
su cabeza sobre el hombro de Ania, murmura, medio dormida:) Vamos..., vamos.

TROFIMOF. (Contemplando el grupo.)


¡Sol mío! ¡Primavera mía!

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SEGUNDA PARTE

CARLOTA.
Yo no tengo pasaporte, yo ignoro mi edad. Figúrome que soy todavía joven. En mis
tiempos de infancia, mi padre y mi madre recorrían las ferias, dando representaciones:
yo brincaba como un diablillo, y hasta daba saltos mortales. Así aprendí y practiqué el
oficio de titiritera. A la muerte de mis padres, una señora alemana me tomó en su casa,
y me educó. Crecí. Me convertí en aya. Pero ¿qué soy yo en realidad? No lo sé.
¿Quiénes fueron mis padres? ¿Estaban casados? (Saca del bolsillo un pepino y lo come
ávidamente.) Yo no sé nada, nada, de lo que fueron mis padres y de lo que yo soy.
(Pausa.) Me devoran las ganas de hablar con alguien, y nadie tiene interés en
escucharme.

EPIFOTOF. (Cantando al son de la guitarra.)


Yo me burlo de todo el mundo.
¡Qué me importan los amigos y los enemigos!
¡Qué cosa tan agradable expresar los propios sentimientos en música!

DUNIASCHA. (Empolvándose el rostro.)


Canta, canta...

EPIFOTOF.
La vida es una eterna canción.

CARLOTA. (Tomando su escopeta.)


Tú, Epifotoſ, eres muy completo, muy sabio; pero me inspiras miedo. ¡Todos los
sabios se me antojan tan imbéciles!

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EPIFOTOF.
Carlota, piense usted de mí lo que quiera. Pero debo decirle que la suerte no me ha
sido propicia. (Llegan Lubova Andreieuna y Lopakhin.)

LOPAKHIN.
Ahora bien; urge decidirse. El tiempo vuela. La cuestión es bien sencilla. Déme
usted su consentimiento, y yo me las arreglaré para realizar el negocio de las parcelas.
¿Sí, o no?

LUBOVA.
Malos augurios corren por acá.

GAIEF.
La línea férrea va a ser puesta en explotación. Ello constituirá una gran comodidad.

LOPAKHIN.
Una palabra, Lubova, una simple respuesta. ¿Sí, o no?

GAIEF. (Bostezando.)
¿Responder? ¿A qué?

LUBOVA. (Examinando su portamonedas.)


Ayer me quedaba aún bastante dinero. Hoy, muy poco. Mi pobre Varia, hay que
economizar: Danos de comer a todos sopas de leche. Los criados se contentarán con
un plato de guisantes. ¡Y decir que yo gasto mi dinero tontamente! (Deja caer el
portamonedas, del cual salen, rodando por el suelo, algunas piezas de oro.) ¡Ea! Ya
veis cómo ruedan.

YASCHA. (Que llega en este mismo momento.)


Déjeme; voy a recogerlas una por una. (Las recoge.)

LUBOVA.
Gracias, Yascha.

GAIEF.
¿De qué te ríes, Yascha?

31
YASCHA.
Yo no puedo escuchar la voz de usted sin reir.

LUBOVA. (A Yascha.)
¡Vete de ahí!

YASCHA. (Entregándole el portamonedas.)


Me iré.

LOPAKHIN.
Derejanof, el ricachón, desea comprar vuestra propiedad; piensa tomar parte en la
subasta.

LUBOVA.
¿Por dónde lo sabe usted?

LOPAKHIN.
Lo he oído decir en la ciudad.

GAIEF.
La tía de Yaroslaf prometió enviarnos fondos. Cuándo los enviará. Dios lo sabe.

LOPAKHIN.
¿Cuánto? Cien, doscientos, mil.

LUBOVA.
Diez o quince mil. Eso vendrá muy bien.

LOPAKHIN.
Excúseme por lo que voy a decir. Yo no he visto jamás personas más negligentes y
ligeras que ustedes, personas tan nulas, tan negadas en lo que se refiere a los
negocios. Se les advierte en ruso, de una manera explícita y clara, que su propiedad
será puesta en venta, y ustedes como si tal cosa.

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LUBOVA.
¿Qué debemos hacer? Dígalo.

LOPAKHIN.
Yo se lo estoy diciendo, en todos los tonos, todas las mañanas, todos los días, y
ustedes aparentan no entender mi lenguaje. Su jardín de los cerezos y toda su finca
deben ser transformados en terreno de datchas. Esto debe ser realizado sin tardanza,
con la mayor prontitud posible. El día de la subasta se aproxima. ¿Comprende? Si se
decide a arrendar la tierra para las datchas, podrá salvarse. Yo no sé ya cómo repetirlo;
métase bien en la cabeza la idea de que no hay otro medio de salvación.

LUBOVA.
Siempre los datcha y los datchnik. ¡Qué vulgaridad!

GAIEF.
Soy enteramente de tu opinión.

LOPAKHIN.
Voy a llorar, a gritar, a desmayarme. Me atormentáis demasiado. Me voy, me voy
lejos de aquí...

LUBOVA. (Deteniéndole.)
No se vaya usted. Acaso haya modo de arreglar algo.

LOPAKHIN.
¿Se le ha ocurrido alguna idea?

LUBOVA.
Se lo suplico, no se aleje... Su presencia nos consuela. He gastado más de lo que
debía. Mi marido murió, y quedé tan joven y tan sola... Cometí una grave falta
casándome por segunda vez... En ese río se ahogó mi único hijo, mi pobre Grischa.
Loca de dolor, me fui al extranjero para no volver a ver más ese río fatal. Entonces
cerré los ojos a la realidad y huí en busca de nuevos horizontes, y mi segundo marido
me siguió; era un ser grosero, que me trataba sin piedad. Compré la «villa» cerca de
Menton porque él había caído enfermo y necesitaba un clima templado, y por espacio
de tres años no tuve reposo, ni de día ni de noche. Este año último, la villa fué vendida

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por reclamación de mis acreedores. Me instalé en París. Mi segundo marido, el infame,
robóme lo que pudo, y me abandonó, para irse con otra. Traté de envenenarme...
Luego me asaltó el ansia de regresar a mi país. ¡Dios misericordioso, no me castigues
más! (Saca de su bolsillo un telegrama.) He aquí que el miserable me suplica que
vuelva cerca de él y que le perdone. (Rompe el telegrama. A lo lejos, óyese una
música.)

GAIEF.
Es nuestra célebre orquesta judía: cuatro violines y un contrabajo.

LUBOVA.
Habría que invitarlos para una pequeña fiesta.

LOPAKHIN.
La historia de usted me interesa; siga su relato.

LUBOVA. (A Lopakhin.)
Y usted, ¿por qué no se ha casado? Ahí está nuestra Varia, buena muchacha,
excelente por todos conceptos.

LOPAKHIN.
Sí.

LUBOVA.
Laboriosa, sencilla, y que, además, siente por usted cierto cariño.

LOPAKHIN.
No digo que no; Varia es una buenísima muchacha.

GAIEF.
Se me propone un empleo en un Banco; sesenta mil rublos por año.

LUBOVA.
No digas majaderías.

FIRZ. (Con el abrigo de Gaief.)


Tenga la bondad de ponerse el abrigo. Temo que se resfríe.

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GAIEF.
¡Me aburres, hombre!

FIRZ.
No importa.

LUBOVA.
Firz, ¡cómo has envejecido!

FIRZ.
¿Qué desea la señora?

LOPAKHIN.
La señora dice que tú has envejecido.

FIRZ.
En efecto. Mi vida es ya larga. Nuestro padre no había nacido aún cuando ya me
querían casar. (Ríe.) Entonces nos emanciparon de la servidumbre. Yo era el jefe de
camareros, y no quise aprovecharme de mi libertad. Me quedé como estaba, ni más ni
menos; seguí sirviendo fielmente a mi amo... (Pausa.) Me acuerdo muy bien. Todos mis
camaradas rebosaban de gozo; todos estaban contentísimos. ¿De qué? Ellos mismos
no lo sabían.

LOPAKHIN.
¡Oh! Antes se estaba mucho mejor. Había latigazos... ¡Qué delicia!

FIRZ. (Que no había entendido bien las anteriores frases.)


Sin duda; los mujiks andaban entonces con los propietarios, y los propietarios, con
los mujiks; mientras que ahora cada cual anda por su lado.

GAIEF.
¡Cállate ya! (A Lopakhin:) Mañana intentaré en la ciudad pedir fondos prestados.

LOPAKHIN.
Sépalo usted de antemano. Fracasará usted. No se podrá pagar la contribución. Es
inútil forjarse ilusiones. (Llegan Trofimof, Ania y Varia.)

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LUBOVA.
Siéntense ustedes.

LOPAKHIN.
Nuestro estudiante perpetuo está siempre con las jóvenes.

TROFIMOF.
Cosa es ésta que no te atañe.

LOPAKHIN.
Pronto tendrá cincuenta años, y todavía estudia.

TROFIMOF.
Tú, en cambio, eres una plaga social.

LOPAKHIN.
Yo trabajo desde por la mañana hasta la noche. Levántome de la cama a las seis, y
antes, si es preciso. Nunca me falta dinero: el mío o el de los demás. Alrededor de mí
observo a los hombres y veo cómo se desenvuelven. Es preciso trabajar. Trabajando,
compréndese cuán reducido es el número de las personas honradas. A veces, cuando
no puedo conciliar el sueño, me pongo a pensar: «Dios mío, tú nos has deparado los
grandes bosques, los inmensos campos, los horizontes profundos; y, en nuestra
calidad de habitantes de esta tierra enorme y prodigiosa, nosotros debiéramos ser
gigantes...»

GAIEF.
Déjanos en paz con tus gigantes. Los gigantes no caben sino en los cuentos de
hadas. (Epifotof pasa tocando una melodía melancólica. Todos escuchan. Larga pausa.)

LUBOVA.
Epifotof viene...

ANIA. (Pensativa.)
Epifotof viene...

GAIEF.

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El sol se pone.

TROFIMOF.
Sí.

GAIEF. (A media voz, y como declamando.)


¡Oh, Naturaleza! Tú brillas con tu eterno esplendor.

VARIA. (Suplicante.)
¡Tío!

ANIA.
¿Otra vez? ¡Tío, tío...! (Tranquilidad, silencio. Malestar latente. Firz balbucea
confusamente no se sabe qué. Ruido misterioso en el aire; como el son de una cuerda
que se rompe.)

LUBOVA.
¿Qué es eso?

LOPAKHIN.
No sé.

LUBOVA. (Con sobresalto.)


Es desagradable.

FIRZ.
La víspera de la desgracia, ya saben cuándo digo, la víspera de la liberación de los
mujiks, se produjo el mismo fenómeno. Hubo más: el buho gritó; el samovar hirvió con
un ruido extraño.

GAIEF. (Murmurando.)
Yo escuché algo parecido cuando el pobre Frischa... (Pausa.)

LUBOVA. (Muy impresionada.)


Vámonos, amigos míos, es tarde. (A Ania.) Lágrimas corren por tus mejillas. ¿Qué
tienes, niña?

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ANIA.
Nada, mamá.

TROFIMOF.
Alguien viene. (Pasa un transeunte, con una gorra vieja, un vestido mugriento;
camina como si estuviera borracho.)

EL TRANSEUNTE.
¿Pueden decirme si por este camino voy derecho a la estación?

GAIEF.
Sí; siga por ahí.

EL TRANSEUNTE.
Gracias mil. (Tosiendo.) El tiempo es magnífico. (A Varia.) Señorita, préstele usted a
un hambriento treinta kopeks. (Varia, asustada, profiere un grito.)

LOPAKHIN.
¡Qué molestia! La impertinencia tiene también sus límites.

LUBOVA. (Sacando una pieza de su portamonedas.)


¡Tome! No tengo ninguna moneda de plata. Ahí va una de oro.

EL TRANSEUNTE.
Muchas gracias. (Vase.)

VARIA.
No puedo más. ¡Qué locura! En casa, las gentes de servicio no tienen qué comer, y
usted da, tan fácilmente, diez rublos en oro.

LUBOVA.
¿Qué le voy a hacer? Soy tonta. En casa, te entregaré todo lo que tengo. Yermolai
Alexievitch, présteme aún...

LOPAKHIN.
Bien.

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LUBOVA.
Es hora de que nos vayamos. ¿Sabes, Varia? Hemos arreglado ya tu matrimonio. Mi
enhorabuena.

VARIA.
Con estas cosas, mamá, no se bromea.

LOPAKHIN.
Le advierto una vez más que el día veintidos de agosto, vuestro jardín de los cerezos
será sacado a subasta. (Todos se van, excepto Ania y Trofimof.)

ANIA.
Gracias a ese desconocido, que asustó a Varia, nos hemos quedado solos.

TROFIMOF.
Varia teme que nos amemos. No la deja a usted sola ni un minuto. Su espíritu
estrecho no le permite comprender la elevación de nuestro amor. (Ania le mira con
ternura.)

ANIA.
Hoy se está bien aquí.

TROFIMOF.
El tiempo es hermoso.

ANIA.
¿Qué ha hecho usted de mi, Pietcha? ¿Por qué no admiro ya tanto como antes ese
jardín de los cerezos? ¿Por qué ese jardín no me inspira la misma afección que me
inspiraba antes de ahora? Yo lo amaba tiernamente. Parecíame que, en la tierra, no
existía paraje más bello.

TROFIMOF.
Toda Rusia es actualmente su jardín. La tierra es vasta y magnífica. Los bellos lugares
abundan en todas partes. (Pausa.) Reflexione bien, querida mía. Su padre, su abuelo y
su bisabuelo eran señores que poseían, en plena propiedad, almas humanas. ¿No ve
cómo de cada cereza, de cada hoja y de cada árbol se desprenden seres humanos que

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la contemplan? ¿No escucha sus voces...? Oh, es terrible. Vuestro jardín de cerezos me
llena de pavor. De noche, cuando uno pasa por ese jardín, la vetusta corteza de los
árboles brilla con una luz opaca. Diríase que los cerezos viven, en el sueño, lo que
acontecía doscientos años ha. Una trágica pesadilla los abruma. Nosotros debemos
expiar nuestro pasado. Debemos acabar con él. Los tormentos se nos imponen. Fíjese
bien en lo que digo.

ANIA.
La casa que habitamos no nos pertenece ya, en realidad, desde hace mucho tiempo.

TROFIMOF.
Tire usted muy lejos las llaves domésticas. ¡Salga de aquí! ¡Sea libre como el viento!

ANIA.
¡Qué bien habla!

TROFIMOF.
Créame, Ania, créame. Todavía no he cumplido treinta años; pero ya he sufrido
mucho. A la entrada del invierno, tengo hambre, tengo frío, estoy enfermo, nervioso,
soy pobre como un mendigo. El Destino me arrastro de un lado para otro. Y por
doquiera, y siempre, mi alma fué invadida por los presentimientos. Yo presiento la
felicidad, Ania, yo la veo de cerca.

ANIA.
La Luna asoma. (A lo lejos, resuena la canción melancólica de Epifotof. La Luna surge
en el horizonte.)

VARIA. (Desde el bosque de los tilos.)


¡Ania! ¿Dónde estás?

TROFIMOF.
Mire la Luna. (Pausa.) La dicha se acerca. Oigo sus pasos. Sí; es la dicha, por fin.

VARIA. (De entre los árboles.)


¡Ania! ¿Dónde estás?

TROFIMOF. (Con enfado.)

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¡Al diablo, Varia! ¡Qué fastidio!

ANIA.
¿Qué hacer? Encaminémonos hacia el río.

TROFIMOF.
Tienes razón, vámonos de aquí. (Ambos se levantan del banco, y en dirección
opuesta al lado de donde parten las voces, aléjanse muy lentamente.)

VARIA. (Desde la arboleda.)


¡Ania! ¡Ania...!

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TERCERA PARTE

PITSCHIK.
Bailo con mucho trabajo. Estoy apoplético. A pesar de eso, tengo una salud de
caballo. Mi difunto padre, hablando de nuestros predecesores, aseguraba que la
familia Simenof Pitschik procedía del caballo que Calígula hizo sentar en el Senado.
(Siéntase.) Pero aquí está lo malo. Me falta dinero. Un perro hambriento no piensa sino
en su trozo de carne. (Pitschik, de repente, se duerme, lanza un ronquido y se
despierta.) Y yo, hambriento a mi modo, no pienso sino en el dinero. ¿Qué hacer? Esto
de no tener dinero es una gran desgracia

TROFIMOF. (Observando su fisonomía.)


Realmente, hay en el rostro de usted algo de caballar.

PITSCHIK.
Siquiera el caballo es un animal vendible, que se puede convertir en dinero.
(En una sala vecina, ruido de bolas de billar. Varia aparece bajo la arcada.)

TROFIMOF.
Señora Lopakhin... Señora Lopakhin...

VARIA. (Con muestras de agrado.)


Señor tiñoso...

TROFIMOF.
Me enorgullezco de ello.

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VARIA. (Después de una pausa.)
Ahí están los músicos, que vienen a pedir su salario. ¿Pero cómo se les pagará?

TROFIMOF. (A Pitschik.)
Si en lugar de gastar su energía buscando fondos la emplease usted en cualquier
otra cosa, hubiera ya, probablemente, solucionado el Universo.

PITSCHIK.
Se expresa usted como Nietzsche. Tiene usted, en verdad, mucho talento.

TROFIMOF.
¿Ha leído usted a Nietzsche? ¿Por dónde se ha enterado de Nietzsche?

PITSCHIK.
Daschinka me habla de él de vez en cuando... Créalo, tan apurado me hallo de
dinero, que me siento capaz de fabricar billetes de Banco... Pasado mañana debo
pagar trescientos diez rublos. He podido hallar ciento treinta. ¿Cómo procurarme el
resto? (Explorando sus bolsillos, con angustia.) El dinero se evaporo. Lo perdí. ¡Vive
Dios! ¿Dónde están mis ciento treinta rublos...? ¡Ah! (Triunfante.) Helos aquí en el forro.
¡Qué susto me llevé!
(Entran Lubova Andreievna y Carlota.)

LUBOVA. (Cantando, a media voz, la «lezguimka»)


¿Qué ocurre con Leónidas? (A Duniascha, que anda por allí.) Ofrece te a los músicos.

TROFIMOF.
La subasta, según parece, no se efectuará.

LUBOVA.
En mal hora vinieron los músicos. Y la idea de bailar, en estas circunstancias, fué una
idea absurda... Pero no importa... (Siéntase, y vuelve a cantar a media voz...) ¿Qué se
ha hecho de Leónidas? Todo ha terminado. La finca será vendida. La subasta, ¿no se
ha verificado todavía? ¿A qué ocultármelo?

VARIA. (Tratando de consolarla.)


El tío fué quien se quedó con la propiedad. Estoy segura de ello.

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TROFIMOF. (Riendo.)
¡Muy bien!

VARIA.
La abuela envió, probablemente, a nuestro tío los fondos necesarios para rescatar la
tierra a nombre de Ania. Con la ayuda de Dios, todo se arreglará a nuestra satisfacción.

LUBOVA.
La abuela de Yaroslaov debió enviar quince mil rublos para comprar la propiedad a
nombre suyo. Ella no tiene confianza en nosotros. Pero con esta suma no habrá ni para
pagar las contribuciones. (Cúbrese el rostro con las manos.) Hoy va a decidirse mi
suerte.

TROFIMOF. (A Varia, cínicamente.)


¡Señora Lopakhin...!

VARIA. (Fastidiada.)
¡Estudiante perpetuo!

LUBOVA.
¿Por qué te enfadas? Él te da broma con Lopakhin. ¿No te halagaría llamarte la
señora Lopakhin? Es un buen partido... Si tú no le quieres, nadie te manda que lo
tomes.

VARIA.
Este asunto es serio. Lopakhin me gusta. Es una excelente persona. Yo le amo...

LUBOVA.
¡Cásate con él! ¿Qué esperas?

VARIA.
Yo no puedo, sin embargo, tomar la iniciativa; él no me dice, no me insinúa nada. Es
un hombre que trabaja, que se enriquece. Sus negocios le absorben. No piensa en
mí... ¡Dios mío! Si yo dispusiera siquiera de un centenar de rublos, lo abandonaría todo
y me encerraría en un convento.

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TROFIMOF.
¡Magnifico!

LUBOVA.
¿Por qué tarda tanto Leónidas? Estoy inquieta. ¿Han vendido mis bienes, o no?

TROFIMOF.
Vendidos o no, resulta lo mismo. Mire bien, por una vez, las cosas cara a cara.

LUBOVA.
Usted juzga la cuestión desde un punto de vista que no puede ser el mío. Yo nací en
esta casa. Mi padre y mi madre residieron aquí y mis antepasados lo propio. Yo adoro
esta vivienda y ese jardín de los cerezos. Yo no concibo mi existencia sin ese jardín. Si
hay que venderlo, que me vendan a mí con el jardín. (Toma entre sus manos la cabeza
de Trofimof y le besa la frente.) Mi hijo Grischa corrió frecuentemente entre esos
cerezos. Me parece que le estoy viendo. Grischa se ahogó en estas cercanías.
(Llorando.) Tenga, compasión de mí...

TROFIMOF.
Harto sabe usted, Lubova Andreievna, que yo comparto sus infortunios.

LUBOVA.
Sí, en efecto; pero convendría que los compartiese de otro modo. (Saca su pañuelo
del bolsillo; un telegrama cae al suelo...) Yo quisiera concederle la mano de Ania; pero
usted no se ocupa de nada, no hace nada. Camina de una Universidad a otra. Pierde el
tiempo lamentablemente. Divaga sin rumbo fijo. Yo no sé qué pensar de usted,
Trofimof. Es usted un tipo singular.

TROFIMOF. (Después de recoger el telegrama.)


Yo no tengo empeño en ser una perfección.

LUBOVA. (Estrujando el telegrama.)


Otro despacho de París. Cada día uno nuevo... Yo le quiero, le quiero... Un gran
peso llevo sobre mis hombros. Este peso me aplasta. No sé vivir sin él. (Estrecha la
mano de Trofimof.)

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TROFIMOF. (Con ternura.)
Excuse mi franqueza. Él la robó, por él ha sido usted despojada de parte de su
fortuna.

LUBOVA.
No, no. (Se tapa los oídos.) No diga usted eso.

TROFIMOF.
Es un tunante. Usted es la única que no se da cuenta de ello. Cierra los ojos a la
evidencia.

LUBOVA. (Molesta, conteniéndose.)


A la edad de usted, veintiséis o veintisiete años, se expresa como un alumno de
segunda enseñanza.

TROFIMOF.
Tanto peor.

LUBOVA.
A su edad debiera ser ya un hombre; comprender la vida. Carece usted de pureza
de alma. Siempre estará en ridículo.

TROFIMOF. (Aterrado.)
¿Qué es lo que dice?

LUBOVA.
Yo me siento más alta que el amor... Usted no está, no, por encima del amor. Como
dice Firz, es usted un ser acabado. ¡A su edad, y no tener siquiera una amante...!

TROFIMOF.
Lo que dice es horrible. (Desaparece por el gran salón, la cabeza entre las manos.
Lubova permanece silenciosa. Trofimof, al cabo de un rato, vuelve.) Entre nosotros,
Lubova Andreievna, todo ha terminado. (Vase.)

LUBOVA. (Riendo.)
Pietcha, aguarde. Es usted tonto. Quise bromear.

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(Ruido de alguien que baja rápidamente por las escaleras. Ania y Varia, en las
estancias interiores, ríen a carcajadas.) Qué suceder (Ania entra a la carrera, riendo.)

ANIA.
Pietcha rueda por las escaleras. (Huye.)
(Resuenan las notas de un vals. Ania y Pietcha pasan por el fondo del salón.)

LUBOVA.
Pietcha, perdóneme. Venga a bailar conmigo.
(Ania y Varia bailan juntas. Pietcha baila con Lubova Andreievna. Entra Firz, quien
coloca su bastón en un ángulo de la pieza. Yascha le sigue. Ambos contemplan el
baile.)

YASCHA.
¿Qué tal, viejo Firz?

FIRZ.
No me siento bien... Antaño había almirantes y generales que tomaban parte en el
baile. Hoy se ha invitado al jefe de estación y al empleado de Correos; y ni aun esos
vienen con gran apresuramiento... Estoy muy débil. No sé ya qué medicina tomar. El
difunto amo, abuelo de la señora, trataba todas las enfermedades por el lacre. Ésta era
toda su farmacopea. Yo lo tomo desde hace veinte años, y, acaso por este motivo, me
hallo todavía vivo.

YASCHA.
¿Qué aburrido eres, Firz? Puedes reventar cuando quieras.

FIRZ.
¿Y tú...? (Balbucea algunas frases.)
(Trofimof y Ania entran, bailando, en el gabinete.)

LUBOVA.
Gracias..., voy a sentarme. Estoy algo cansada.
(Ania, que había vuelto a salir, bailando con Trofimof, torna, presa de gran
turbación.)

ANIA.

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Un hombre acaba de decir en la cocina que el jardín de los cerezos ha sido vendido.

LUBOVA.
Vendido, ¿a quién?

ANIA.
No dijo a quién. Dió la noticia, y partió.
(Ania reanuda la danza con Trofimof, y ambos desaparecen en la sala.)

YASCHA.
Es un desconocido, un anciano: el que charló en la cocina.

FIRZ.
¡Y Leónidas Andreievitch, que todavía no está de vuelta! Se fué, llevando gabán de
entretiempo. Temo que se resfríe.

LUBOVA.
Me consumo. Ardo en ansias por saber noticias. Yascha, vaya inmediatamente a
informarse si es verdad que han vendido el jardín de los cerezos.

YASCHA. (Riendo.)
El viejo que trajo la noticia partió hace tiempo.

LUBOVA. (Confusa.)
¿De qué se ríe? Explique la razón de su júbilo. (A Firz.) Oye, Firz; y si venden la finca,
¿dónde irás tú?

FIRZ.
Iré donde usted me mande.

LUBOVA.
¿Qué significa esa cara? ¿No te encuentras bien? Mejor harías yendo a descansar un
rato.

FIRZ. (Sonriendo.)
Sí; me iré a dormir. Pero cuando yo duerma, ¿quién me reemplazará en mis
quehaceres? Hay que tener en cuenta que estoy solo en la casa.

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YASCHA.
Lubova Andreievna, permítame que le dirija un ruego. Cuando regrese a París, haga
por que yo la acompañe. Aquí me aburro.
(Pitschik entra.)

PITSCHIK. (A Lubova Andreievna.)


Concédame usted un valsecito. (Lubova Andreierna sale del brazo con él.) Mi
querida amiga, necesito todavía ciento ochenta rublos. ¿Puedo contar con ellos?
(Ambos se alejan bailando. Óyense voces en la gran sala. Llega Lopakhin. Pistchik le
besa y le dice:) Tú hueles a cognac. Nosotros, ya lo ves, nos divertimos.
(Entra Lubova Andreievna.)

LUBOVA.
¿Es usted, Yermolai Alexievitch? ¿Cómo ha tardado tanto? ¿Dónde está Leónidas?

LOPAKHIN.
Leónidas Andreievitch ha llegado antes que yo.

GAIEF. (Entrando.)
Me encuentro terriblemente fatigado, Firz; voy a cambiar de traje. (Firz le sigue.)

PITSCHIK. (A Lopakhin.)
Hable; hable.

LUBOVA.
¿Y el jardín de los cerezos? ¿Lo han vendido?

LOPAKHIN.
Sí.

LUBOVA. (Ansiosamente.)
¿Quién lo ha comprado?

LOPAKHIN.
Yo.
(Pausa prolongada.)

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LUBOVA.
(Desfallecida, tiene que apoyarse en una mesa para no caer.)
¡Vendido...!

VARIA.
(Desprende el manojo de llaves de su cintura y lo arroja al suelo. Parte en silencio.)

LOPAKHIN.
Yo lo compré. Atención, señores. Háganme el favor... Mi cabeza vacila. (Ríe.) Yo
llegué a la subasta. Derejanof se me había anticipado. Leónidas Andreievitch no poseía
más que quince mil rublos..., los de la tía de Yaroslaov. Derejanof ofreció, además del
importe de las deudas, treinta mil. Yo, excluídas las deudas, pujé hasta noventa mil; y
el jardín de los cerezos me fué adjudicado, con el resto. El jardín de los cerezos es mío.
(Da saltos de alegría.) ¡Si mi padre y mi abuelo, desde el fondo de sus tumbas,
pudieran asistir a este acontecimiento! ¡El pequeño Yermolai, que ellos dejaron en el
mundo sin saber apenas leer y escribir, aquel mozalbete que durante el invierno
caminaba descalzo, ha comprado esta vasta propiedad! Mi padre y mi abuelo eran
siervos. ¿No parece esto un sueño? (Recoge del suelo las llaves, contemplándolas con
amor.) Ha tirado las llaves. Ha reconocido, por este gesto, que la propiedad ya no les
pertenece. El amo soy yo. (Hace sonar las llaves.) ¿Qué se me da de lo que puedan
ellos pensar? (La orquesta afina sus instrumentos.) ¡Vengan acá; quiero oirles! ¡Mañana
se oirá otra música: la del hacha de Yermolai Lopakhin cortando los cerezos, en cuyo
ex jardín se elevarán las datchas. Una vida nueva renacerá en estos parajes. (La música
suena. Lubova, sentada en una silla, llora amargamente.) ¿Por qué no ha escuchado
usted mis consejos? Ahora ya es tarde.

PITSCHIK. (Estrechándole en sus brazos y besándole.)


Lubova Andreievna llora. Dejémosla sola. Vámonos.

LOPAKHIN.
¿Qué es eso? Músicos, tocad fuerte. Que se os oiga. Yo quiero que todo se efectúe
con arreglo a mis instrucciones... (Con arrogancia.) Aquí está el nuevo propietario del
jardín de los cerezos. (Yendo de un lado para otro, henchido de satisfacción, tropieza
con un velador y derriba un candelabro.) ¡No es nada! Lo pagaré. Yo puedo pagar
cuantos desperfectos se originen por mi causa. (Vase con Pitschik. En el salón no
queda sino Lubova Andreievna, sentada y llorando. La orquesta toca a la sordina. Ania
entra y se arrodilla ante su madre.)

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ANIA.
Mamá, no llores..., yo te quiero. Yo te bendigo... El jardín de los cerezos ya no es
nuestro. Para nosotros, este jardín no existe ya. ¡No importa! No llores más. Miremos al
porvenir. Ven conmigo. Cultivaremos un nuevo jardín de los cerezos, que será mucho
más hermoso que el otro. Una nueva felicidad descenderá sobre tu alma. Vámonos, mi
querida mamá, vámonos.

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CUARTA PARTE



champagne. Epifotof, en la antecámara, ocúpase en clavar un cajón. Un grupo de
mujiks llega para decir adiós a sus antiguos amos. Óyese la voz de Gaief que dice:
«Gracias, amigos míos.» Yascha hace los honores a los que vienen a despedirse. El
ruido cesa; gradualmente, Lubova Andreievna y Gaief aparecen. Lubova está pálida,
pero no llora. Su voz tiembla.

GAIEF.
¿Y le has dado todo lo que tenías en el portamonedas?

LUBOVA.
No podía hacer menos. (Parten.)

LOPAKHIN. (Gritando desde la puerta.)


Oigan, yo les invito. Vengan a beber una copa de champagne, en señal de adiós.
(Pausa.) ¿No quieren aceptar mi invitación...? Si lo hubiera sabido, no lo habría
comprado. Está bien; yo no lo beberé tampoco. (Yascha coloca con precaución la
bandeja sobre una silla.) Yascha, en tal caso, bébetelo tú.

YASCHA.
¡Buen viaje! ¡Mi enhorabuena a los que se quedan aquí. (Apura una copa.) Yo le
aseguro que este champagne no es natural. Sin embargo, lo pagué a ocho rublos la
botella.

LOPAKHIN.
Hace un frío de todos los diablos en este aposento.

YASCHA.
Hoy no se han encendido las estufas. Lo mismo da, puesto que nos vamos. (Ríe.)

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LOPAKHIN.
¿Por qué te ríes?

YASCHA.
Porque estoy muy contento.

LOPAKHIN.
Para lo avanzado de la estación, el tiempo es excelente. ¿Quién diría que este cielo
es el del mes de octubre? (Mira su reloj, dirigiéndose hacia la puerta, grita:) ¡Ea,
señores, acordaos de que no nos restan sino cuarenta y cinco minutos hasta la salida
del tren!

TROFIMOF. (Abrigado en su gabán.)


Paréceme, en efecto, que es tiempo de partir... ¿Y mis chanclos? Mis chanclos han
desaparecido, Ania. ¿Qué se ha hecho de mis chanclos de goma?

LOPAKHIN.
Voy a pasar el invierno en Kharkof. Tomaré el mismo tren que ustedes. No sé qué
hacer de mis manos Me cuelgan de los brazos como si pertenecieran a otro individuo.

TROFIMOF.
Nosotros partiremos, y tú podrás empezar de nuevo a trabajar.

LOPAKHIN.
¡Ea, bebe!

TROFIMOF.
No quiero.

LOPAKHIN.
Así, pues, ¿no partes para Moscov?

TROFIMOF.
Los acompañaré hasta la ciudad, y mañana saldré para Moscov. (Trofimof sigue
buscando sus chanclos.) Probablemente, no nos volveremos a ver más. Permite que te
dé un consejo antes de separarnos. No gesticules. Abandona esa detestable

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costumbre. Oye lo que te voy decir: construir una datcha, imaginar que de un datchnik
puede salir un pequeño propietario, es tan inútil como gesticular. Pero sea como
quiera, tu me eres simpático. (Se abrazan.)

LOPAKHIN.
Y tú a mí también me eres simpático. Ya lo sabes. Yo haré cuanto pueda por ti. Me
tienes a tu disposición. No soy tan malo como algunos suponen. (Lopakhin saca su
portamonedas y hace ademán de entregarle dinero.)

TROFIMOF.
¿A qué viene esto? Yo no necesito dinero.

LOPAKHIN.
Pero tu bolsillo está vacío.

TROFIMOF.
De ningún modo. Dinero no me falta. Me pagan bien mis traducciones. (Con
énfasis.) No, yo no carezco de medios de subsistencia... ¿Dónde están mis chanclos?

VARIA
(Desde el interior, a gritos.)
¡Aquí está esa antigualla! (Le lanza, en medio de la habitación, un par de chanclos
viejos.)

TROFIMOF.
¡Pero si esos chanclos no son los míos!

LOPAKHIN.
En la primavera planté mil deciatinas de peonías y gané en ello cuarenta mil rublos.
¡Qué hermoso era ver los campos en flor! Sobre ese beneficio, yo te ofrezco un
préstamo. ¿A qué tantos remilgos? Yo no soy más que un mujik, un simple mujik. Mi
proposición es sincera.

TROFIMOF.
Tu padre era un mujik. El mío es un pequeño farmacéutico...

LOPAKHIN. (Extrae la cartera de un bolsillo.)

54
¿Aceptas?

TROFIMOF.
Déjame, déjame en paz. Aunque me ofrecieras veinte mil rublos, no tomaría nada.
Yo soy un hombre libre. Las deudas son servidumbre. Y todo eso que vosotros, ricos o
pobres, apreciáis a tal extremo, sobre mí no ejerce el menor poder. Yo puedo
prescindir de ti. Yo puedo pasar delante de ti, sin advertir tu presencia. Yo soy fuerte,
orgulloso. La Humanidad es un camino en marcha que lleva a la felicidad suprema, la
cual es posible en este mundo. Yo me hallo en las primeras filas.

LOPAKHIN.
¿Y tú crees poder llegar?

TROFIMOF.
Llegaré. (Pausa.) Y si no llego, por lo menos habré mostrado el camino a los que me
seguirán. (A lo lejos sóyese un ruido seco. Es un hachazo que cortó un árbol.)

LOPAKHIN.
Mi buen amigo; hay que irse.

ANIA. (En el dintel de la puerta.)


Mamá os suplica que no se tale el jardín de los cerezos mientras ella se encuentre en
la casa.

TROFIMOF.
En verdad, ese individuo carece de tacto. (Vase.)

LOPAKHIN.
Entendido... Ellos son, verdaderamente... (Sigue a Trofimof.)

ANIA.
Y Firz, ¿le han llevado al hospital?

YASCHA.
Di las órdenes necesarias a este efecto. Supongo que las habrán cumplido.

ANIA. (A Epifotof, que atraviesa la habitación.)

55
Simeón Panteleimaritch, tened la bondad de informaros de si han llevado a Firz al
hospital.

YASCHA. (Ofendido.)
Yo se lo mandé esta mañana a Vegov. No hace falta insistir.

EPIFOTOF.
El viejo Firz, a mi juicio, no tiene compostura. Hay que expedirlo a sus antepasados.
(Diciendo esto, coloca una maleta sobre una sombrerera de cartón y la aplasta.) Eso es,
ya me lo maliciaba. (Parte.)

YASCHA. (Riendo.)
El «Veintidós desgracias». (Dentro suena la voz de Varia.) ¿Han llevado a Firz al
hospital?

ANIA.
¡Si!

VARIA.
¿Por qué se olvidó la carta para el doctor?

ANIA.
Enviaremos la carta; no te preocupes. (Vase.)

VARIA. (Siempre desde el interior.)


¿Dónde anda Yascha? Dile que su madre vino a despedirse de él.

YASCHA. (Con un gesto de desdén.)


¡Qué fastidio! (Entra Duniascha, y, con Yascha, arregla los equipajes. Siguen Lubova
Andreievna, Gaief y Carlota.)

GAIEF.
Es hora de partir.

YASCHA.
¿Quién huele a arenque?

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LUBOVA.
Dentro de diez minutos habrá que tomar asiento en los carruajes. (Contempla los
muros de la habitación.) Adiós, vieja y querida morada. Pasará el invierno; la primavera
tornará, y tú serás demolida desde los cimientos hasta el tejado. ¡Cuántas cosas vieron
estas paredes! (Besa a su hija con pasión.) ¡Tesoro mío! Estás contenta; tus ojos brillan
como dos diamantes. Estás muy contenta, verdad?

ANIA.
Sí, mamá. Esto es el comienzo de una nueva vida.

GAIEF.
Sí, por cierto, será mejor. Hasta el momento de la venta del jardín de los cerezos,
todos hemos sufrido mucho. Ahora, cuando todo acabó, nos hemos calmado y nos
sentimos casi alegres. Voy a ser, en adelante, un empleado de casa de banca. Tú,
Lubova Andreievna, tienes mejor semblante.

LUBOVA.
Mis nervios no me molestan tanto. (Gaief le entrega su manta y su sombrero.)
Duermo mejor. Yascha, que se lleven el equipaje. (A Ania.) Así, pues, niña, pronto nos
volveremos a ver... Yo parto para París, allí viviré con los fondos que la abuela de
Yaroslaov nos envió para la compra de nuestra finca. ¡Viva la abuela! Sin embargo, este
dinero no me durará mucho tiempo.

ANIA.
Mamá, confío en que pronto estarás de regreso, ¿verdad? Yo, entre tanto, haré mis
exámenes en el colegio; después, trabajaré, te ayudaré. Juntas leeremos bonitos
libros, muchos libros, ¿verdad, mamá? (La besa.) Ante nosotros ábrese un mundo
nuevo... (Pensativa.) Sí, mamá; vuelve a París; regresa lo más pronto posible.

LUBOVA.
Regresaré muy en breve; pronto nos volveremos a ver. (Entran Lopakhin y Pitschik.)

PITSCHIK. (Sofocado.)
Déjame tiempo para respirar. Estoy cansado... Un vaso de agua...

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GAIEF.
¿Vienes acaso a pedir dinero...? Me voy para no ser testigo de la escena. (Parte.)

PITSCHIK. (A Lubova Andreievna.)


Hace tiempo que no la he visto a usted. (A Lopakhin.) ¡Ah! ¿Estás tú aquí? Me alegro
de verte; eres el hombre más listo de la tierra. Toma; recibe estos cuatrocientos rublos.
Te quedo a deber ochocientos cuarenta.

LOPAKHIN. (Con asombro.)


Esto es un sueño! ¿Dónde has encontrado ese dinero?

PITSCHIK.
Yo me ahogo... Ha sido una circunstancia totalmente imprevista. Los ingleses han
hallado en mis tierras una arcilla blanca... (A Lubova Andreievna.) Para usted los
cuatrocientos rublos. El resto vendrá después.

LOPAKHIN.
¿Qué ingleses?

PITSCHIK.
Yo te arrendé por veinticuatro años el terreno arcilloso.

LUBOVA.
Es hora de partir... Y mañana tomaré el tren para el extranjero.

PITSCHIK. (Emocionado.)
Estas cosas... (Se va y vuelve...) Daschinka me encarga que la salude a usted muy
cariñosamente. (Parte.)

LOPAKHIN.
¿Qué la preocupa a usted?

LUBOVA.
Dos cosas me preocupan: Firz, que está enfermo; luego, Varia. Es una muchacha
laboriosa, madrugadora, fiel. Su aspecto no me gusta. Está pálida. Enflaquece de día

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en día... (Pausa.) Está como un pez que le han sacado del agua. (A Lopakhin.) Yo
contaba casarla con usted. (Ania y Carlota, obedeciendo a un signo de Lubova
Andreievna, salen de la habitación.) Sé que ella le quiere; y usted la quiere también...
No comprendo lo que ocurre.

LOPAKHIN.
Yo la quiero también; es exacto. No comprendo tampoco lo que ocurre... en
verdad... Esto es ridículo. Si tuviéramos tiempo, yo estoy dispuesto a zanjar el asunto
en seguida.

LUBOVA.
Voy a llamarla... ¡Varia!

LOPAKHIN.
A propósito, tenemos aquí el champagne para celebrar el suceso... (Mira la bandeja
y las copas.) ¡Todas están ya vacias! (Yascha circula a diestro y siniestro. Lubova, con
Yascha, sale.) Lopakhin saca su reloj. ¡Ah! (Detrás de la puerta, risa ahogada; Varia
entra contemplando las maletas.) ¿Y usted qué va a hacer, Varia Michelovna?

VARIA.
¿Yo? Iré a casa de los Rasdinlin, como ama de llaves.

LOPAKHIN.
Yo salgo inmediatamente para Kharkof. He arrendado la propiedad a Epifotof.

VARIA.
Está bien. (Óyese una voz por la ventana abierta: «¡Yermolai Alexievitch!» Lopakhin,
como si esperara a ser llamado, vase rápidamente. Varia siéntase por el suelo, apoya la
cabeza y llora. La puerta se entreabre. Lubova Andreievna aparece.)

LUBOVA.
Tenemos que irnos. (Varia levanta la cabeza, se enjuga los ojos.) Sí; vámonos. ¡Ania!
¿Estás lista? (Llegan Ania, Gaief y Carlota. Gaief lleva un viejo gabán de invirno y un
tapabocas. Epifotof acaba de arreglar los bultos de equipaje. Entran Trofimof y luego
Lopakhin.)

LUBOVA.

59
¿Empezaron a cargar las maletas?

LOPAKHIN.
Creo que sí. (A Epifotof.) Procura que todo esté en orden.

EPIFOTOF.
Yo me encargo de ello, tranquilícese.

LOPAKHIN.
¿Te ahogas?

EPIFOTOF.
Acabo de beber agua y me he tragado no sé qué.

YASCHA. (Con desprecio.)


¡Qué imbécil!

TROFIMOF.
Andando, ¡al coche!

VARIA.
Pietcha, aquí están, por fin, sus chanclos. Se hallaban detrás de una maleta. ¡Qué
viejos y qué sucios son!

TROFIMOF. (Calzando sus chanclos.)


Gracias, Varia.
(Gaief hace esfuerzos por no llorar.)

ANIA.
Adiós, vieja morada; adiós la vida de ayer.

TROFIMOF.
¡Viva la vida de mañana! (Sale con Ania. Varia contempla la habitación y sale sin
darse ninguna prisa. Carlota la sigue, llevando su perrito en brazos.)

LOPAKHIN.
¡Hasta la primavera próxima! Salid, si os place... ¡Hasta la vista! (Parte.)

60
LUBOVA.
¿Es una pesadilla? (Cae en los brazos de Gaief, y ambos lloran silenciosos, como si
temieran ser oídos.)

GAIEF. (Desesperado.)
¡Ay, hermana mía! ¡Hermana mía!

LUBOVA.
¡Ay, mi querido jardín! ¡Mi querido, mi hermoso jardín...! ¡Mi vida, mi juventud, mi
felicidad! ¡Adiós...! ¡Adiós...!

VOZ DE ANIA. (Gozosa.)


¡Mama...!

VOZ DE TROFIMOF. (Alegre, con exaltación.)


¡Ea...!

LUBOVA.
Miro, por última vez, estos muros, estas ventanas... Mi madre sentíase tan feliz en
este aposento!

GAIEF.
¡Hermana mía, hermana mía!

VOZ DE ANIA.
¡Mama!

VOZ DE TROFIMOF.
¡Ea...!

LUBOVA.
Vámonos. (Se van. La habitación queda vacía. Óyese cómo van cerrando con llave
todas las puertas. Luego, el ruido de los coches; resuena el golpe seco del hacha que
tala los cerezos. Este golpe es extraño, lúgubre. Alguien se acerca. Rumor de pasos.
Por la puerta de la derecha entra Firz. Viste como siempre, de librea y chaleco blanco;
usa zapatillas. Tiene aspecto de enfermo. Semeja un fantasma.)

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FIRZ. (Aproximándose trabajosamente a una de las puertas de salida y tratando de

abrirla.)
Está cerrada. Se han ido... (Déjase caer sobre el sofá.) ¡Me han olvidado...! No
importa... Esperaré... Ahora caigo en que Leonidas Andreievicht se ha olvidado de
ponerse su abrigo de pieles... (Suspira con inquietud.) Y pensar que yo no lo noté...
(Balbucea algunas frases.) La vida pasó ya. Es como si yo no hubiera vivido... (Tiendese
sobre el canapé.) Permaneceré así, tendido, por algunos instantes... Las fuerzas
empiezan a faltarte. Firz, tu vida se va. Nada más me queda, nada más... (Su cabeza
hace un movimiento, cual si intentara erguirse, y cae de nuevo.) Nada... (Balbuciente.)
Más... (Expira.)

Ruido lejano, como si viniera del cielo, como el de una cuerda de violín, que estalla.
Ruido siniestro que se extingue poco a poco. Todo está en calma. En el profundo
silencio, los hachazos continúan.

FIN

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