El documento cuenta la historia de Capilla, una estudiante española que conoce a Loïc, un cocinero francés, la noche de un atentado terrorista. Más tarde se vuelven a encontrar y Loïc le cuenta sobre su vida y filosofía que combina la gastronomía y la filosofía.
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El documento cuenta la historia de Capilla, una estudiante española que conoce a Loïc, un cocinero francés, la noche de un atentado terrorista. Más tarde se vuelven a encontrar y Loïc le cuenta sobre su vida y filosofía que combina la gastronomía y la filosofía.
El documento cuenta la historia de Capilla, una estudiante española que conoce a Loïc, un cocinero francés, la noche de un atentado terrorista. Más tarde se vuelven a encontrar y Loïc le cuenta sobre su vida y filosofía que combina la gastronomía y la filosofía.
El documento cuenta la historia de Capilla, una estudiante española que conoce a Loïc, un cocinero francés, la noche de un atentado terrorista. Más tarde se vuelven a encontrar y Loïc le cuenta sobre su vida y filosofía que combina la gastronomía y la filosofía.
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¡Me cago en la puta Gastrosofía!
El día que Loïc me dijo… «cocinar carne humana es el summum
para un cocinero», detecté un temblor imperceptible, casi un guiño, en uno de sus ojos verdes y hundidos. Ese día descubrí que el nivel de su conversación era tan elevado que me obligaba a una agilidad mental agotadora.
Me llamo Capilla Montijano soy de Jaén, y estaba de Erasmus en
la Universidad Cergy-Pontoise de París, estudiando filología francesa, cuándo conocí a Loïc. Él, era un joven alto, más bien espigado, pelirrojo y carilargo, con las mejillas hundidas y la tez salpicada de pecas, con las piernas estevadas como todos los bretones. Nos conocimos el 13 de noviembre de 2015. El pasado nunca deja de estar presente para quienes estuvimos aquella noche en la Sala Bataclan escuchando el concierto de Eagles of Death Metal ¡Que ironía! “Águilas de muerte metálica”. Las incertidumbres del destino siempre superan las expectativas. Los años nunca acaban de borrar la huella de un atentado terrorista para los supervivientes: un color, un olor, un sonido. La muerte masiva tiene un color: el de la sangre por todas partes. Tiene un olor: el de la pólvora fría, mezclado con el olor acre de los fluidos humanos. Y tiene un sonido que queda marcado en la memoria: el de los teléfonos móviles que vibran. No sé, si el azar o la desesperación, hizo que los dos quedáramos sepultados bajo cinco o seis jóvenes que nos sirvieron de escondite y parapeto hasta que llego un policía, con la cara roja y el cuello empotrado entre dos hombros cúbicos, y nos liberó, justo después que enganchara su mano con la fuerza del que se agarra a la barra del vagón de una montaña rusa y durante unos segundos discernir levemente nuestras caras.
Dos días después, coincidimos otra vez en la Gendarmería
Central de Montparnasse. Allí, estábamos citados para declarar sobre la barbarie que estaba intentando borrar de mi memoria. De nuevo se cruzaron nuestras miradas pero esta vez de forma sosegada, sin esa mueca de terror que marcó nuestro gesto bajo aquella “montaña humana” que nos salvo la vida. Nos reconocimos de inmediato. Dos horas de dilación en la sala de espera de la Gendarmería, dan tiempo para hablar de muchas cosas y las situaciones traumáticas provocan terremotos que desbaratan el carácter de las personas. Si a mí, aquella maldita noche, otra vez por azar o por desesperación, me sumergió en una afonía taciturna, a Loïc, lo transformó de un retraído afásico a un sociable locuaz. Así supe… que se llamaba Loïc Styvell y acababa de entrar en la treintena. Que había nacido en un pequeño pueblo de Bretaña llamado Saint-Thégonnec. Que trabajaba de cocinero en una Crepería del Quartier Latin a pesar de haber terminado el Doctorado en filosofía. Que su madre murió durante la cesárea que fue necesaria para su nacimiento y se crió solo. Solo con su padre, aislado y aprendiendo lo que son la melancolía, la violencia y la venganza. Que al padre le gustaba probar la consistencia de sus cinturones en la espalda de Loïc cada vez que el aprendiz de repostero equivocaba algún paso en las elaboraciones panaderas de la Boulangerie familiar. Evocando el aprendizaje del oficio de maestro obrador, recordó su infancia perdida, el agujero que crea en el alma humana la ausencia de una madre, la falta de amor que su padre demostraba. Que durante su adolescencia, solo la lectura le mantuvo intactas las ganas de vivir. Se apoderó de él una neurosis lectora que le sumía en reflexiones más típicas de adultos que de un barbilampiño. Que a los once años se dio cuenta bruscamente, que no creía en Dios, y, a los quince , que la mortalidad terrestre había reemplazado para él la idea de la supervivencia eterna. Que a los dieciocho, fue cuando empezó a transcribir sus ideas en una libreta que luego se transformó en un recetario. La principal, era ya, la de la libertad del individuo frente a las leyes que la sociedad impone. El libre albedrio le obsesionaba. Que sus años de estudios en La Sorbonne fueron dichosos. Durante ellos, también en solitario, terminó sus estudios de filosofía y ejerció la autodefensa con pequeñas y benignas violencias contra aquellos que lo marginaban. –¡Perdona! –solté el pelo con un movimiento de cabeza y me hice una trenza con las manos. No sé el porqué, pero lo hago siempre que una situación me incomoda–. ¿Quieres agua?– le ofrecí una botella que tenía en mi bolso. –Oui, gracias. Te estoy aburriendo –se disculpó un poco azorado– ¿Cómo te llamas? –Capilla Montijano. –¿Montiganó? –la palabra se le atraganto, como si tuviera en la boca un polvorón, cuando trato de pronunciarla. –M,o,n,t,i,j,a,n,o. ¡Montijano! Soy española, andaluza de Jaén. –Yo viví seis años en San Sebastián, trabajando como repostero en el restaurante Arzak –dijo con una sonrisa que terminó en carcajada estridente, para rápidamente volver con su historia, y siguió contando… Que después de terminar sus estudios de filosofía se fue a España para alejarse lo más posible del padre y no volver más a su pueblo. Que en “Arzak” se instruyó en los secretos de la gastronomía y que con la filosofía era la unidad de lo que hacía. La gastronomía y la filosofía eran el eje alrededor del que giraba su vida. –¿Filosofía y gastronomía? … ¿uuuh? –puse los labios en forma de “¿cómo?” y los ojos muy abiertos expresando un “¿qué?”. Un gesto típico en mí, cuando algo me asombra. –La gastronomía desde un ámbito filosófico la podemos relacionar como el arte de condimentar los alimentos para producir felicidad. Mientras que la filosofía desde el ámbito gastronómico la podemos definir cómo el ingenio de cocinar ideas para obtener respuestas. Me fascina lo efímero del arte culinario porque lo hace único e irrepetible. –Chico, tu no hablas, tu enuncias –dije agobiada por su retorica. En el umbral apareció un gendarme de masa cansada y mirada altiva. –¡Mademoiselle Capilá Montíganu! –gritó. –¡Capilla Montijano! –grite más fuerte aún, hasta el mismo coño de que me cambien acentos, letras y hagan de mi nombre un galimatías–. Entré en el despacho del comisario encargado de la investigación y pase el mal trago de volver a rememorar todo lo que había pasado hacía dos días, a pesar que me había propuesto no hablar más de ello. Cuando salí, hipeando y agónica, comprobé que Loïc ya no estaba en la Sala. Me hubiera gustado tener su teléfono para volver a estar con él. Habíamos estado dos horas juntos y me habló sin tapujos, a cara descubierta, y lo mejor de todo, sin ninguna alusión a la noche en que nos conocimos.
No volví a verlo hasta pasadas las fiestas, “¿Fiestas?”, de
Navidad de ese año. Era mediados de enero cuando entré, con mis compañeras de piso, en la crepería La Petite Bretonne, en el 48 de la rue Moufetard, muy cerca de La Sorbonne. Al entrar, barrí con una mirada sombría las caras de los comensales, hasta llegar a la cocina abierta al Salón, y… entonces atisbé sus rizos rojizos y su figura desgarbada, pero imponente. Cerré los ojos, di media vuelta y huí precipitadamente a la calle. Toda clase de agonías sin nombre se desataron en mi pecho. Tenía la mirada perdida. Los que paseaban pasaban como sombras ante mis ojos. Había conseguido pasar página de aquella sombría noche y de nuevo volvía a presentarse en mi vida. Me recompuse, solté el pelo con un movimiento de cabeza y me hice una trenza con las manos. Entonces, salió él por la puerta, buscándome con la mirada. –¿Capilá? – acentuó la “a” y se comió una “l”. –¡Capilla! ¡María Capilla! –¡Oh! Oui, oui. Perdona, tienes un nombre muy difícil. Me alegro muchísimo de volver a verte –me dijo marcándome con sus ojos hundidos y verdes. –¿Trabajas aquí? —Pregunté un poco alterada. –Oui… pero, por favor. Pasa, tus amigas están ya sentadas. Entramos juntos, ambos un poco turbados, y él, galante, movió la silla para que pudiera sentarme cómodamente con mis amigas. –Perdonad, tengo que volver a cocina o nadie cenará a su hora esta noche –dijo, sonriendo a toda la mesa. Todas reímos al unísono y él dijo acercándose a mi oído –Por favor, no te vayas sin que hablemos. Prometo no darte la brasa como la última vez. Cuando acabe las comandas, vuelvo–. En su voz baja y dulce había un temblor roto que me conmovió.
Mis amigas, querían saberlo todo, yo, no quería contar nada. Mi
rotundo silencio consiguió que desistieran y nos pusimos a dar cuenta del inédito menú que preparo Loïc, en exclusiva para nosotras. Estábamos terminando los postres, cuando se acercó para invitarnos a unos chupitos de grappa. Mientras reíamos contando anécdotas de unas españolas en París y de un francés en España, acabamos la botella, y trajo otra, aún mejor que la anterior; era un Armañac, oloroso, profundo, de los que dejan huella en la garganta. También sucumbió. Mis amigas se dieron cuenta que allí estaban de más, y al fin, se disculparon para dejarnos a solas. Me propuso tomar unas copas en un local cercano, yo le advertí, que aceptaba, a cambio de no hablar de la noche en que nos conocimos. –Para mí, eso es pasado, y el pasado que no me alimenta lo destruyo. Solo la venganza tiene la sublime capacidad de desvanecer una pesadilla –dijo elevando los hombros y arqueando las cejas. Caminamos por el Boulevard Saint-Michel, la noche era un negro bloque de frío cortante. El viento sajaba las orejas como una navaja y secaba los ojos. Fuimos a caer en Le Piano Vache, un local con música en directo, paredes y techos forrados de afiches de películas, exposiciones, conciertos, discos y toda clase de cacharros y objetos, sin ton ni son, que creaban un ambiente acogedor y bohemio. Al abrir la puerta, nos inundó una atmósfera vaporosa de hamman turco, que con el frío que traíamos, fue como entrar en un paraíso. Conseguimos una mesa en el rincón justo enfrente de los músicos. El trío musical lo formaban un regordete “carrozón” con sombrero “porkpie”, que tocaba guitarra española, un joven de rizos revueltos y barba descuidada que rasgaba la guitarra acústica y cantaba con voz “aguardientosa” además de un mulato imponente con gorra de “cortijero” que punteaba el contrabajo. Lo mismo hacían una bossa nova, un blues o una balada, en ese tono que quien quiere oírlos, puede y a quien necesita intimidad, no molesta, lo acompaña. No sabía que tomar y lo dejé que eligiera por mí, sin saber el peligro que tiene un Breton, militante gaélico, bebiendo. Otra vez, me sorprendió, trajo unos “chupitos”, y me explico que eran de un whisky ahumado de la Isla de Skye en las Tierras Altas Escocesas. Sustituir los cubatas vastos y empalagosos por una delicia, fluida pero recia, que se bebe a pequeños sorbos, cambió mi percepción de catar bebidas alambicadas. Nos pimplamos un vasito tras otro… no sé cuántos exactamente. Hacía demasiado tiempo que no me encontraba tan relajada, perdí por completo la noción del paso del tiempo, disfrutaba de la situación con una intimidad cada vez más profunda y a él lo percibía cada vez más deseable. Gozaba. Respiraba el denso aire de aquel tugurio como si estuviera robándolo. Lugar agradable, buena música, conversación interesante y entretenida, sin referencia alguna a la “innombrable”, como la calificó cuando me prometió no hablar de la noche siniestra. –Me intriga que hables de tu vida con tanta claridad, sin disimulo, no escondes tu pasado ni tu alma –dije, con la mirada perdida en el fondo del local. –Todo andaría mejor si de pronto sonara una campana y los unos se dijeran a los otros honradamente lo que hicieron, como vivieron, como amaron. El ocultar las cosas es lo que las hace pudrirse. –Apenas hemos estado dos veces juntos y parece que he vivido años contigo. Sé casi todo de ti y yo sigo encerrada en mí concha protectora. –Quizás ese “casi” puede ser mayor que tu silencio. Reconozco que yo, como organismo, soy incompleto –dijo, sonriendo y cerrando esos ojos verdes que tanto me atraían. –Y dentro de poco, si sigo bebiendo así, ya no seré organismo de ninguna clase –también sonreí, pero esta vez mirándole fijamente a los ojos. –Beberé…, beberé hasta que cuando me corte salga whisky a chorros. ¿Para que sirve la sangre cuando se puede tener whisky en las venas? –proclamó, soltando una carcajada que me contagió y no sé como moví la cabeza, quizás producto de los cinco “chupitos” que habíamos “trasegao”, que la apoyé levemente en su hombro y así me quede para engullir un largo trago. Él alargó su mano para acariciar mi mejilla y sentí mi cuerpo erizarse como debe sentirlo un electrocutado. –Vivo solo, ¿quieres que vayamos a mi apartamento? –había en su pregunta una mezcla desgarradora de angustia y esperanza. No lo pensé dos veces –¡vamos!–.
Salimos a la Siberia invernal Parisina y sus brazos se ciñeron a mi
espalda como una cuerda de nudos. Yo me acurruqué en su pecho. Me temblaban las piernas, un rato del whisky, otro del frío. Al poco tiempo llegamos a su loft. Entramos y casi no me dio tiempo a mirar la decoración del desván moderno en que vivía. Sentí su cara en la nariz y su boca buscando ávidamente la mía. Sus labios chupaban los míos impidiéndome casi respirar. Sus manos aplicaban la presión precisa para sentirme excitada pero no violentada, disfrutaba del equilibrio perfecto entre pasión y ternura que era capaz de transmitir con sus besos, sus miradas y sus caricias. Poco a poco avanzamos entrelazados hacia la cama gigante, que había en una esquina junto a un gran ventanal, y comenzó un lento desvestir mutuo, donde ninguno quitamos ropa nuestra. Desnuda sobre la cama, comenzó una especie de ritual sensual que nunca había experimentado. Loïc, lentamente, paso a paso, milímetro a milímetro fue recorriendo todo mi cuerpo desde la cabeza a los pies, acariciándome con la yema de los dedos, besándome con labios jugosos y lamiendo con su lengua suave y húmeda. Nunca había sido consciente de cuántos recovecos podía tener mi cuerpo hasta ese día. No sé cuánto tiempo duró aquello pero yo estaba en la gloria y en el techo se reflejaba el cambiante resplandor de un cartel de la calle, blanco, verde, rojo. Luego, como una ampolla que explota, otra vez blanco, verde, rojo. Cuando entró en mí, lentamente con exquisito cuidado, sobrevino un autentico “polvo chillao”, me abrí como una flor carnívora dispuesta a devorar cuanto había cerca. Nuestros cuerpos entrelazados se agitaron como látigos hasta quedar absolutamente exhaustos y plenos. –¡Ah! He disfrutado como un Heliogábalo –dijo, con las respiración alterada. –Loïc, ha sido la hostia –no pude más que susurrar y empecé ha hundirme en la mullida cama. –El erotismo supone la habilidad de aliñar bien el amor –oí medio dormida. –Este chico habla como los clásicos griegos –pensé antes de caer en un profundo sueño.
Cuando desperté, en pelota viva, me di cuenta que caí dormida
según terminó el zafarrancho amoroso. Incorporándome quedé sentada en la cama agarrando las rodillas con las manos, mirándole con los ojos muy abiertos. Sentía la lengua áspera como un rallador, efecto de todo el whisky ahumado que había bebido la noche anterior. Tenía el cuerpo entero, entumecido, reblandecido y avinagrado. –Te deseo buenos días –dije, tapando la cara entre las piernas. –Bonjour mon amour –contesto con una cálida sonrisa y preguntó– «Te deseo, buenos días» ¿con o sin coma? Abrí los ojos como quien ve el doble tirabuzón, suspendido en el aire, de un funambulista y volviendo a casi cerrarlos, le dije —¡Eres un chico malo!—. Los dos quedamos en silencio, unos largos segundos, mirándonos fijamente, él sin bajar la vista, avanzo hacia mí, pelirrojo, masculino, esbelto y besó mis labios suavemente mientras con su manos acariciaba mis mejillas. –Te estoy haciendo un brunch. –¿Que es un brunch? –contesté. –Pues que tú desayunas y yo almorzaré –dijo, soltando una gran carcajada. –¿Tienes hambre? –Mucha y cómo huele lo que estás haciendo, más. Él siguió cocinando y yo me fui hacia el cuarto de baño para darme una ducha. Cuando volví al salón, abierto al dormitorio y la cocina, había preparado una mesa con mantel y servilletas de hilo, un pequeño florero con una rosa roja, copas, vajilla y cubiertos perfectamente alineados. A mí, ningún tío me había tratado con tanta deferencia, con tanto mimo, con tanta pasión. Sentados uno frente a otro, puso ante mí una especie de crepe relleno. –¿Qué es? –pregunté. –Primero prueba y luego te cuento –quedó mirando fijamente mi cara, esperando mi reacción. –¡Uhmmm! … delicioso. ¡Diosss! Es… no sé… tiene varios olores, distintas texturas, cada bocado un sabor diferente. –Aunque ahora trabaje como Chef en una crepería mi verdadero objetivo es tener restaurante propio donde pueda fusionar mis dos disciplinas, filosofía y gastronomía. ¿Conoces la Gastrosofía? Le miré con cara de “¿qué me estas contando?” y le apunté con el tenedor al entrecejo. –¿No recuerdas la “chapa” que te di en la Gendarmería?… La gastronomía desde un ámbito filosófico es el arte de condimentar alimentos para producir felicidad y la filosofía desde un ámbito gastronómico es el ingenio de cocinar ideas para obtener respuestas que te acerquen a la felicidad –enunció con alegría y cierto brillo en los ojos. –Por favor, me vas a decir… ¿qué - estoy - comiendo?… es solo para saber qué debo pedir cuando lo vea en algún menú. –Le llamo “Ceremonia de la confusión”. Es mi versión de un “hachis parmentier francés” en donde a riñones, sesos, hígados, ricota, calabacines, alcachofas, manzanas asadas y peras al vino intento dotar de una falsa uniformidad compensada por la riqueza de las texturas y los sabores interiores. –¿uuuh? –puse los labios en forma de “¿cómo?” y los ojos muy abiertos expresando un “¿qué?”. Mi gesto de asombro, que comenzó a transformarse en un intento de arcada, que reprimí, pues el placer de comerlo superaba en creces al de conocer su procedencia. Tomé un buen trago de vino y seguí con la tarea.
Quedé tan saciada, que me senté en el sofá, mientras él recogía
la cocina y encendí la TV. En duermevela, escuché el noticiario que hablaba de la huelga de controladores aéreos, de las declaraciones del Presidente Hollande instando a los parisinos a colgar banderas francesas en sus balcones como homenaje a las victimas del atentado terrorista. No sé cuanto tiempo estuve “zombi” pero cuando reaccioné, eran más de las seis de la tarde. Agradecí lo bien que me había sentido con él, nos intercambiamos los teléfonos, prometimos volver a vernos y me fui para mi piso compartido.
Aquello no fue pura retórica de despedida a la “sevillana” y se
fueron repitiendo los fines de semana alcohólicos, carnales y gastronómicos juntos. Entre increíbles disquisiciones filosóficas o para ser exactos, gastrosóficas, los fines de semana eran una montaña rusa de emociones que me cargaban las pilas para soportar mi soledad del resto de los días. Quizás por eso, posteriormente, también algún que otro día de la semana nos empezamos a ver y así terminé durmiendo más noches en su cama que en la mía.
A los pocos meses, el día de la noche de San Juan, por eso de la
noche más corta del año y el solsticio de verano, me preparo una cena especial en su casa. Ya acostumbrada a sus sorpresas nutritivas, no preguntaba, simplemente me dedicaba a oír su discurso metafísico-culinario y gozar de las delicias que creaba y preparaba en exclusiva para mí. El plato principal de esa noche lo tituló “Desquite Artúrico” y definió, como encuentro afortunado de despojos, tan sutiles como pulmones, hígados, criadillas e intestinos de animal indescifrable, comida de pobres y a la vez barroca. A pesar de mis experiencias anteriores, solté el pelo con un movimiento de mi cabeza y me hice una trenza con las manos, aunque esta vez la incomodidad duró el tiempo de hincarle el diente a aquella casquería celestial. A los postres brindamos con una botella de Moët&Chandon que sacó del congelador, en su justo punto de escarcha. –Capilla –dijo con gran esfuerzo y exactitud –¿Quieres venirte a vivir conmigo? –¡Síii! –contesté. Cuando se ama, no es difícil sacrificar algo por ese alguien, lo difícil es encontrar a ese alguien que merezca tal sacrificio y estaba convencida que Loïc era ese alguien. –Yo creo que no amé a nadie por mucho tiempo, a menos que a mi mismo… soy una criatura imposible. Pero contigo, me siento… es diferente. Eres la única persona, hasta ahora, que ha sido capaz de entender mi complejidad sin reproches, de escuchar activamente mis disquisiciones. –Te aseguro que no es fácil –dije, sonriendo. Soltó una carcajada y dijo –Naturalmente, nunca se llega a todo, pero hay que querer todo. La soledad es mi estado natural pero, sin embargo, quiero vivir contigo. Lo demás, fue otra noche sicalíptica, descubriendo recovecos y tesoros insondables de mi cuerpo, dejando a “Las edades de Lulu” en un cuento infantil. Como era día laboral, me despabiló La radio-despertador con el noticiario matutino. La previsión meteorológica para ese día era de agua-nieve por la mañana y lluvias intermitentes por la tarde. «Suerte que traje el chambergo». La locutora comentaba la ausencia de banderas francesas en los balcones del Barrio de Saint Denis, como homenaje a las victimas del pasado atentado terrorista, y la aparición, cerca del mismo, de un cadáver al que habían seccionado el escroto. «¡Vamos que le habían cortado la polla y los huevos! Estos cochinos franceses son tan degenerados que siempre andan con los “cacharros” de la “jodienda” entre manos». Me di una ducha rápida y me fui para la Universidad pues tenía clase temprano. Quedamos para hacer la mudanza por la tarde.
Llevábamos seis meses viviendo juntos, cuando una mañana
nos despertó el teléfono, en vez de la radio-despertador. Contestó Loïc y pude apreciar en su cara una cierta turbación. Habló más de veinte minutos en ese francés con música de calidad que suele distinguir a un ciudadano cultivado muy al contrario que la del otro lado del aparato, más bien con música de galillo y expectoración propio de las gargantas rústicas. Colgó. Quedó con la mirada perdida hacia el gran ventanal, rascándose los rizos y restregando los dedos por las cuencas de los ojos. –¿Quién era?… –pregunte. –Era de Saint Thégonnec, la encargada del obrador –volvió la cara y se quito de los ojos unos mechones de pelo rojizo. –¿Ha pasado algo? –Mi padre. Ha caído fulminado por un infarto esta madrugada mientras trabajaba en el Horno. Ha muerto. Se acabó –sentenció, sin un atisbo de dolor. –Lo siento –fue lo único que fui capaz de decir. –Me parece que el odio a mi padre no se curará –y continuó–: Por lo demás, estoy bien –y, tímidamente–: Soy el mismo de antes… ¿No? –Claro, el mismo; amor –le dije, acercando mis labios a su frente y abrazándolo con más ternura que fuerza. –No es su muerte lo que me inquieta; es mi cerebro. La muerte la presentía sin angustia, pero sinceramente, que ahora no sepa si reír o llorar, me crea solo cierto desasosiego, sin ninguna tristeza. –Loïc, me desconciertas. Me cuesta entenderte. Estoy confundida –le dije, intentando averiguar su verdadero estado de animo. –Es fácil, ni te desconciertes, ni te confundas y fóllame como si no hubiera un mañana –propuso contundentemente. Se abalanzó sobre mí. Arrancó la poca ropa que llevaba puesta. Hizo el amor con premura, sin sentido. Terminó rápidamente. –Tengo que ir al pueblo –soltó, cuando yo no había empezado y él había terminado. –Voy contigo. –No hace falta, estás de exámenes finales y allí… –Loïc, Loïc, Loïc… yo estoy contigo , no junto a ti –interrumpí, solté el pelo con un movimiento de cabeza y me hice una trenza con las manos, como tantas veces. –Vale, de acuerdo. Tendremos que estar un tiempo, al menos yo, para ti, prepara maleta para una semana.
Cogimos el primer tren directo que había de París a Morlaix y
desde allí otro hasta Saint Thégonnec. Llegamos avanzada la noche y muy cansados al tanatorio, donde el padre estaba siendo velado por los tres trabajadores del obrador. Loïc, agradeció todo lo que habían hecho y les propuso que descansaran. Con una entereza que me seguía sorprendiendo, sin acercarse a ver el cadáver, habló con los empleados de la funeraria para concretar todos los trámites del entierro a la mañana siguiente. No quiso pasar la noche en casa del padre, había reservado habitación en el hotel Auberge Saint-Thégonnec, el único del pueblo y bastante céntrico. Después de ocupar nuestra habitación, decidimos dar un paseo. No llevábamos más que unos minutos andando, cuando retumbó un largo trueno. Empezó a llover. Llovía como llueve en Bretaña… como si se desatara un diluvio. Yo me ajusté el impermeable y la capucha; Loïc se encasquetó el sombrero hasta las orejas y se subió el cuello de la chaqueta. Los relámpagos zigzagueaban entre la fila de ventanas muertas. La lluvia batía el adoquinado, los escaparates, las escaleras de piedra. Teníamos las rodillas mojadas. Por la espalda abajo, nos corría un chorro de agua, y frías cascadas nos caían de las mangas por las muñecas. Estábamos como una sopa pero seguimos un buen rato chapoteando, en silencio, de charco en charco, de acera en acera.
A la mañana siguiente, seguía lloviendo, nos despertamos pronto
y sin desayunar, fuimos a la funeraria. Loïc, contrató una incineración rápida sin funeral ni ceremonia alguna. Pagó en metálico todos los servicios, quedó en recoger las cenizas en tres días y no pidió ver a su padre y menos aún despedirse de él. Era espectadora de una transformación que me costaba dar crédito. Me había enamorado de una persona: indecisa, generosa, sensible, débil, cariñosa y estaba descubriendo a un individuo determinante, seguro, frío, calculador. Decidí no cuestionar, ninguna de sus decisiones, pues no sabía casi nada de su historia y confiaba que todo era consecuencia de sucesos anteriores que no era el momento de poner en cuestión. Del tanatario, nos fuimos a la Boulangerie familiar, estaba cerrada al público y allí nos esperaban la encargada y los dos operarios del obrador. Desayunamos juntos, mientras ella le ponía al día de todo lo concerniente al negocio y a la casa de su padre. Le dio un juego de llaves, entre hipidos y sollozos, a la vez que explicaba dónde se podían encontrar documentaciones, incluso el lugar y la clave de la caja fuerte. Nos sorprendió los detalles que era capaz de dar y que pudimos comprobar cuando fuimos, ya solos, a la casa de su infancia. Sin duda, esa mujer, ejercía de algo más que encargada, había vivido en la casa con el padre y tuvo que salir atropelladamente con el devenir de los acontecimientos. En la entrada de la casa había un espejo. Loïc Stivell se detuvo a contemplar a Loïc Stivell. Habían pasado muchos años desde la última vez que se miró en él. Estuvimos horas, abriendo ventanas, escudriñando armarios en busca de intimidades, fisgando cajones para descubrir secretos y recopilando papeles, escrituras y documentaciones. Abrimos la caja fuerte donde había bastante dinero en metálico que no llegamos a contar. Me empezaron a sonar las tripas. –¿Comemos en el Hotel y recogemos las maletas? –le propuse. –De comer en el Hotel nada de nada. Un hotel es un lugar de paso y un restaurante puede llegar a ser una patria. –Me encantan tus frases gastrosóficas —dije, sonriendo. –Comeremos en Ar Chupen para que conozcas una rama más de la Gastrosofía. El restaurante estaba en Guimiliau, un pueblo cercano, y me sorprendió que dentro de sus especialidades, una era la comida vegana. Mientras comíamos me contó que había decidido liquidar todo el patrimonio familiar, para conseguir el sueño de su vida… abrir su propio restaurante en París. –Se llamará “Extase Antrophagique” –sentenció con una gran sonrisa y un brillo en los ojos que nunca había visto. –Un poco extravagante el nombre –afirmé sin perder la sonrisa. –Cocinar carne humana es el summum para un cocinero –noté un temblor imperceptible, casi un guiño, en uno de sus ojos verdes y hundidos que interrumpió soltando una carcajada que hizo mirar hacia nosotros al resto del comedor. –¡Ja,ja,ja,ja! –también reí, mientras me soltaba el pelo con un movimiento de mi cabeza y me hice una trenza con las manos, una vez más.
Pasaban los días, seguía lloviendo y yo me quedaba en su casa
estudiando. El, como había decidido finiquitar todo su pasado en Saint-Thégonnec tramitaba, cerraba y vendía todo lo que pudiera suponer cualquier lazo con ese lugar y su desaparecida familia. Tenía que volver a París para hacer los exámenes finales y como él no había terminado su liquidación de propiedades, recuerdos y enseres, decidimos que al día siguiente me iría yo sola a París y él volvería en cuanto saldara hasta las cenizas de su padre. La noche anterior a mi partida preparó una cena singular de las que dejaban alguna huella especial en mi alma, en mi cuerpo, en mis sentidos. – ¿Dime con qué me sorprendes hoy? –pregunté, salivando. –Lo titulo “Venganza caníbal” y es una especie de Shakrieh que utilizo para rellenar berenjenas y calabacines. Se hace con yogur, cebolla, huevo, carne picada, aceite de oliva, media cucharada de “fulful bar” o mezcla de especias, canela, sal, limón y entrañas. –¡Lo que te gustan las entrañas, hijo! –dije, riéndome y tranquila. –Es como un poema mental sencillo, pero de efectos mágicos en el paladar, una alegoría, un desquite, que eleva la excelencia de lo rellenado –enunció, dejándome con la boca abierta. –¿Por qué apodas a cada plato con títulos tan desconcertantes y extraños? –pregunté, inocentemente. –Los títulos son como los dueños del secreto de los platos y los dotan de una gran belleza enunciativa y un profundo significado. –Te explicas como un libro abierto… pero… ¡chico!... yo necesito tiempo para procesar ese raudal de razonamientos metafísicos con el que me inundas –dije, con la boca llena. Hubo postre, copa de Champagne y “final feliz” en el coche, junto a un campo de patatas, cuando volvíamos a casa de su padre. Una vez más, aquello fue un festival de sensaciones que nublaban mi voluntad pero del que terminaba gozosa, satisfecha y plena en el más amplio sentido de la palabra.
El tren salía a las cuatro. Tomamos un café en la cantina de la
estación. Me levanté tres minutos antes. –Hasta pronto, amor… no hagas nada que yo no haría –le susurré mientras le daba un beso dulce y suave en la boca. Sonrió de manera indefinible y me dijo: –Así, pues, es la ceremonia del adiós. –No seas trágico, es solo, un hasta pronto –le puse la mano en el hombro. La sonrisa… la frase, me ha perseguido largo tiempo. Yo no daba a la palabra «adiós» el sentido supremo que tuvo unos días mas tarde, pero entonces estuve sola para pronunciarla. Ya en el tren, sobre el asiento que me correspondía, alguien había dejado un ejemplar del diario bretón “Le télégramme”. Me acomodé y cuando llevaba más de una hora de viaje, cansada de ver campos de todas las tonalidades posibles de verde y vacas perezosas pastando, reparé en el periódico olvidado. En portada a toda pagina informaba de la conexión entre la aparición, hacia dos días, cerca de la mezquita de Guimiliau, del cuerpo de un marroquí descuartizado con la ola de asesinatos de idénticas circunstancias y características que estaban sucediendo en París desde primeros de año. La policía seguía investigando estos sucesos, con pruebas concluyentes, relacionándolos con los atentados de la Sala Bataclan del noviembre pasado. Según el comisario encargado de la investigación, datos de ubicación de un teléfono móvil enlazaban todos los escenarios con una persona. Los recuerdos, las fechas, los lugares, las situaciones se fueron ordenando en mi cabeza como piezas del Tetris. Di una gran arcada al relacionar de la misma forma los platos con los que había estado disfrutando tanto tiempo. Las personas felices no pierden el tiempo haciendo el mal a los demás. El mal es una cosa para gente infeliz, frustrada, mediocre y envidiosa… Loïc no era así. Un desasosiego creciente invadía mis pensamientos. Es infructuoso y horrible asistir a la agonía de una esperanza. Estaba destrozada. Todo cuadraba y rebelarme contra un destino que no podía modificar me parecía banal. Hay un tipo de tristeza que no te hace llorar. Es como una pena que te vacía por dentro y te deja pensando en todo y en nada a la vez, como si ya no fueras tú, como si te hubieran robado una parte del alma. Entonces, surgió de lo más profundo de mi pecho, desgarrándome la garganta, un grito atroz, espeluznante: –¡Me cago en la puta Gastrosofía!