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Arena

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VIH+

Una mirada y un lápiz labial; una cartera y una minifalda. Una niña de ojos
provocadores. Y una extraña perversión se te enciende, frenas, bajas la luna del coche.
Ella se te acerca, tu cerebro máquina que hacer con la muchacha, ella te pregunta y tú
no respondes. Tú corazón late, ella te mira y se sonríe. Amiguito, te dice, no tengo toda
la noche. ¿Cuánto por todo?, preguntas. El servicio completo, cien mangos; te
responde. Le abres, ella sube, se cruzan las miradas y una mano se desliza por donde no
debe. Entonces ambos salen rumbo al lugar indicado. La oscuridad se esconde y la
claridad despierta. Amaneces en un cuarto oliendo a mujer. Creíste que la anochecida
había sido perfecta pero ahora, cuando lo recuerdas te das cuenta que lo que hiciste fue
una total tontería, que si no te hubieras acostado con ella. No estarías en este momento
en esa cama, oliendo a hospital, dependiendo de ese respirador artificial, lleno de ajugas
como si fueras alfiletero. Tus ojos miran al cielo raso y lamentas lo ocurrido. Pero no
eres el único, a unos metros de tu cuarto se encuentra Fabiola. De seguro ni siquiera te
acuerdas de ella, esta en la sala de enfermeras, arreglando algunos papeles, todos los
compañeros del hospital creen que esta bien. Sin embargo en su memoria, aun esta
presente la vez en que le entregaron aquel trágico sobre. Se acuerda que era sábado, la
tarde estaba opaca y hacia algo de frío, Fabiola llevaba una chompa gris, unos jeans, un
polo y un bolso, su semblante estaba algo deprimido y es que después de haber hecho el
amor contigo, tuvo que hacerse forzosamente análisis por indicación médica.
- Señorita Fabiola San Martín – dijo la encargada de recepción.
- Si soy yo – respondió Fabiola.
Cogió el sobre, lo abrió, leyó atentamente, sus ojos no podían creer lo que veían.
- Tiene que a ver un error – dijo ofuscada a la recepcionista
- No señorita este es su sobre trae su DNI
- Si, si – lo saco del marrón bolso y se lo entregó
- Si señorita, no hay duda, su nombre y apellidos coinciden y es el mismo numero
de DNI – sentencio la encargada
- Pero es que no puede ser, a mi edad no puede estarme ocurriendo esto.
- Lo lamento pero ese es su sobre, muchísimas gracias Señor Ronald Acuestas
Ruedas – continuo llamando la recepcionista.
Fabiola, sólo atino a retirarse. ¿Te acuerdas cómo la conociste?, recuerdas que decías
que era una jermita muy bien despachada, la conociste en la fiesta, esa que organizo tú
prima Isabel y ella te presento a unas amigas y una de sus amigas te presento con
Fabiola. Toda la noche la pasaste tras de ella y luego de un baile le dijiste: vamos yo soy
buena gente tomate esto que hace calor. Y en un segundo la pusiste a dormir y en un
minuto la llevaste hasta la puerta del segundo cuarto del segundo piso de un hostal,
entraste y en un segundo la pudiste desvestir, cuando ella abrió los ojos, se encontró
desnuda en el cuarto de un hostal. Por más que quiso olvidarlo no pudo, aún no se le
nota pero sabe que morirá igual. Y ella vendrá, te atenderá, te curara y luego se irá. Tal
vez jamás se percatará que fuiste tú quien provoco su mal. Y es que después de que le
entregaron el sobre, ella tuvo la sospecha de que tu la habías contagiado. Más nunca le
contestaste sus llamadas. Y es que quién se ha de imaginar que una noche de placer,
acabaría así. Pero bueno que le vamos hacer, los dados ya corrieron y los sentenciaron
con los haces de una hoz que rebana sus vidas muy lentamente. Y yo aquí al pie de tu
cama cuidando de un sueño que parece que fuese para siempre.
Cielo Vacío
 
Salí temprano como siempre. Subí, atravesé y bajé por el puente peatonal. Tenía
que apresurarme: si la combi me dejaba no llegaría a tiempo, y eso era sinónimo de
menos bille. Un terno, un buen perfume, un portafolio y un reloj. Un reloj que marcaba
mi salida; ¿pero quién se iba imaginar lo que sucedería? Había logrado conseguir un
bus con asientos vacíos para no ir parado como la mayoría de veces, soportando olores
que estimulan el desmayo. Cogí un sitio al lado de la ventana. Me encantaba ver el
paisaje; o, tal vez, era la fuerza de la costumbre: descubrir esos rostros que se esconden
tras el viento y la velocidad; mirar edificios y contemplar a esa selva compuesta de
árboles de una sola rama, con un ojo color miel de donde se desprenden lianas negras
que se entrecruzan formando extrañas telarañas que entran a las chozas de cemento y
vidrio. Una radio sonando en el ambiente y un cobrador haciendo tintinear el dinero,
gritando: Pasaje, por favor. Recuerdo haberle escuchado anunciar con fuerte voz: ¡Todo
Canadá, Canal dos, San Felipeeee! Qué buen marco para lo que sucedería minutos
después. Aún recordaba la sonrisa de mi esposa. Su beso, dulce y triste a la vez, cual
presagio de un oráculo que esconde enigmas de un futuro. Pero ella, muy sagaz,
ocultaba dichos augurios en lo más profundo de su ser. Quizás no quería perturbarme
con esas tonterías, como ella a veces les decía. Eran la siete y cuarentaicinco, en mi
MP3 sonaban “Los aterciopelados”, mientras que mis ojos revisaban las últimas
cuentas. A mi lado se sentó una de esas señoritas que se echan perfume, sabrá Dios por
dónde. Mientras que leía, escuché un estruendo tan fuerte que me hizo levantar la
mirada; me di cuenta que los fierros de adelante estaban siendo aplastados, mi cuerpo
quedaba poco a poco atrapado entre el cristal y el metal, escuchaba a la gente gritar y a
algunos niños llorar; parecía el fin del mundo. O del mundo que conocía hasta entonces.
No podía entender cómo hacía unos minutos estaba leyendo y ahora veía sangre sobre
las páginas del cuaderno, mientras que mis piernas se doblaban tanto, que sentía como
la rótula se desprendía. El dolor fue brutal. Al rato sentí que un vidrio se introducía en
mi brazo; y mi cuerpo, al final, quedaba poco a poco sin ganas de luchar, sin vida. Mi
cuerpo, igual que otros, quedo ahí, destrozado junto con los escombros del ómnibus. Era
increíble ver la cantidad de luces blancas que empezaron a llover, cual moscas que
llegan al cadáver de un animal muerto. Luego vendrían los cuervos, aquellos seres
vestidos de negro que dicen estar apenados por los hechos ocurridos, pero que contemos
con ellos para cualquier diligencia. Ahora ya estoy aquí, metido entre estas cuatro
maderas. Mañana me entierras y, de seguro, estarás planeando un par de misas por mi
alma marchita. Ahora quizás sea tan solo un recuerdo para ti.

El cielo nublado, los carros van y vienen. Las noticias siguen su rumbo. Quizás
me viste en alguno de esos canales que dieron la noticia sobre el accidente que tuve. Ya
me imagino como la habrán narrado: A las siete y cuarentaicinco de esta mañana ha
ocurrido un accidente entre las avenidas Canadá y Del Aire, entre dos empresas de
transporte urbano. El móvil del accidente fue la disputa por unos pasajeros. Hubo
tantos heridos y tantos muertos. Los cadáveres fueron transportados a la morgue por el
grupo de rescate número tal de la compañía de bomberos. Aquí le presentamos la
relación de muertos. Ya me imagino que habrás de llorar al contemplar las escenas y
escuchar mi nombre por la TV. Ahora buscarás la manera de aferrarte a los recuerdos.
Comprarás ropa, saldrás a maquillarte y buscarás despejarte. Total, este mundo así te lo
susurra, te lo insinúa, te lo dice, te lo ordena, te lo exige. Tal vez mañana sea solo un
recuerdo más en ese cielo vacío que es hoy tu vida.
Despedida

La noche oscura, como sus ojos. La luz pálida amarilla del poste. Me alumbra
como nos alumbró aquella noche, cuando la vi por última vez. Ella, con su maleta, subió
al ómnibus. Yo había llegado tarde. Por más que intenté no llegué a tiempo. Cuando se
sentó al lado de la ventana me vio. Se apoyó, mientras que mi mirada la seguía. Me
envió un beso y el aire transportó su sensación. El bus arrancó y empezó a avanzar. Yo
tenía en una de mis manos el maletín, con la otra sujeté el sombrero en señal de
despedida. Me volví y avancé por la acera en sentido contrario al bus. Me puse el
sombrero, saqué la cajetilla de cigarros, cogí uno, lo encendí y continué la caminata en
dirección a la calle. Cuídate, mi amor, pues yo no supe hacerlo, pensé. Y Traspasé la
puerta del terminal y me sumergí en la calle.
Centenario
Cuántas historias se esconden en estas calles, en cada uno de estos edificios, en
cada piedra y ventana, ellas son testigos de excepción del camino, de la evolución, de
estos cien años. Celebramos el centenario de una provincia, pero no de la ciudad, de
esta ciudad, de este lugar en cual nunca se inicio con los Tallanes, sino al pie de un
algarrobo, en esos pequeños bares apodados “Los agachaditos”. Ahí se inició tu
historia real, al lado de un paso de agua porque era el sitio más bajo para pasar a
caballo, y se inició como “La Punta”, luego como Sullana, en una villa, que de seguro,
por aquel entonces, no pasaban de las doscientas personas mal distribuidas alrededor
de la “Loma de Mambré”. Personas que se asentaron en torno a ese cerro de arena.
Porque de seguro vieron que había cierta prosperidad, porque quizá el lugar era
tranquilo. De seguro tus muy ilustres primeros hijos, fueron campesinos, cholas y
cholos, negros y alguno que otro descendiente de alguna Capullana u hombre Tallán.
Junto a un tanque, sí el “Tanque elevado”. Fue ahí, Sullana, donde aprendiste a
luchar, desde esa niñez árida y solitaria, contra personajes como Don José de Lama,
intentándote invadir. Y otros defendiéndote como lo haría la sullanerita, esa forastera
llegada de Suyo, una mujer mítica y enigmática, ducha en el manejo del maíz para
hacer chicha, experta con el cuchillo para hacer cebiche, y cortés para atender a los
clientes. Una mujer, sí una mujer salió en tu defensa. Y aunque haya gente que se
rasgue las vestiduras. Tú, Sullana, obtuviste tu nombre gracias a la valentía de ella. Y
de muchos hombres y mujeres que pelearon por esta tierra en la corte de Huancayo.
Ganando para ellos, y para sus hijos, y los hijos de sus hijos un lugar donde vivir.
Cuando las batallas de Simón Bolívar logaron expulsar definitivamente a los españoles
del Perú, un par de tus hijos ya habían ofrendado sus almas en batallas, entre ellos,
José Cardó Granell y Juan José Farfán. Luego darías a luz a tus artistas, pues, como
toda dama, te gustaba sentarte a mirar, en las arenas donde hoy es el malecón, y
escuchar en la brisa la música de tus hijos. Sullana quien te viera y quien te ve. Haz
crecido, y aunque el mundo se empeña en verte entre ponchos, sombreros, faldas
negras, chichas y cebiches; hoy nos demuestras que estás tecnificada, que te has vuelto
más cibernética, pero que tu vestido aún sigue sucio. Tus cabellos ya no se pueden
lavar en tus aguas, pues esta fuente luce contaminada, ya no te puedes recostar en el
malecón para ver el atardecer, a ese sol poniéndose rojo, escondiéndose en el
horizonte, tras las montañas de los Marcawilcas. Ahora lo tienes que ver desde el
ventanal de algún edificio. Porque hoy tu casa luce sucia, porque hoy tus calles se
empolvan con la indiferencia de los demás pensando que la calle es propiedad de
alguien más pero no de ellos. Por tus plazas deambulan niños y niñas, pero de seguro
no te debe extrañar, ellos también han perdido la memoria, como la pierdes tú día a
día. Cuando alguien descubre parte de tu pasado y lo vende. Y entonces te enfureces,
quieres tomar venganza, y nos hieres, con nuestra propia gente. Con nuestros propios
amigos y hermanos, te vuelves hostil, nos haces daño, pero igual persistimos en
dañarte. En robarte, en ultrajarte, en profanarte, en utilizarte y no darte gracias. Y nos
iremos a casa, a descansar, pensando que aún nos proteges, aunque en realidad nos
quieras lejos de ti. De tanto pensar me da sed. Me acerco a una tienda, compro una
gaseosa, salgo miro el reloj: 10:30 p.m. Es tarde, me digo en voz alta, no pensará venir.
Cruzo hacia el centro de la Avenida José de Lama. Me paro frente al terminal de buses.
Me recuesto en una reja. Saco un cigarrillo del bolsillo derecho, lo enciendo, una
bocanada de humo al viento, abro la lata de cerveza y tomo un poco. Espero, no me
queda más. El clima está frío, como nunca el clima anda irregular, en fin, no es mi
materia, no me interesa, pensé. Vibra el celular en el bolsillo de la gabardina, lo saco,
leo el mensaje: Espérame, llego enseguida, estoy por el terminal de Lima entrando a
Sullana, tkm. Lucía. Vaya, hasta en esto hemos cambiado, me digo en voz alta.
Mientras fumó otra vez.
El espejo

El vidrio frente a mí. La calle. La bulla. El semáforo en rojo. Momento de


trabajar. Bajo y vendo entre los conductores, un agua, un chicle, un cigarro, una
gaseosa. Algo, cualquier cosa es bienvenida a la hora de vender durante el cambio de
luces. Apenas son segundos. Son vitales para la empresa callejera. De ahí dependen
nuestra alza o baja en las acciones de la vereda. El gigante amarillo de tres ojos, ha
cerrado su ojo rojo y ha abierto el verde. Se termina el trabajo. Los carros continúan su
marcha. Las personas paran. Vuelvo a mi vereda, me refugio en el lugar designado, para
las personas como yo. Y descansó hasta que llegue el nuevo rojo. Me siento y al mirar
al frente, me choco nuevamente con aquel reflejo. Es alguien que conozco. Pero esos
ojos, esa mirada, me perturba, es como si ingresara, a lo más profundo de mi ser y
encontrara los demonios de mi pasado, presente y futuro. Su mirada es penetrante, y tan
solo con verle me siento en el confesionario. Entonces, bajo la vista, trato de huirle,
pero la curiosidad me persigue. Y como atraído por un imán, vuelvo a observarle. Pero
ahora busco entenderle. Son cosas ajenas a mi edad. Cosas que aún no comprendo. Sin
embargo, aquel reflejo, aquella imagen, de un ser inacabado, de un ser sucio y
polvoriento, de gorra roja raída, de rodillas negras y de casaca algo antigua. Llama
poderosamente mi atención, es como si me identificara con él, como si de pronto,
hubiese entendido quién es. Pero entonces reparo en la imagen, y trato de entender el
espejismo de esa existencia. La inexistencia de un ser aparentemente lejano. Pero muy
parecido a mí. Aquel vidrio refleja a alguien. ¿Quién puede ser? ¿Acaso puedo ser yo?,
pero es que no soy yo. Entonces, ¿Quién es? ¿Por qué me mira así? ¿Con esa mirada
inyectada de dolor y marginación? ¿Qué quiere de mí? ¿Si me acerco? ¿Si le pregunto?
Mejor no. Mejor quedarse lejos de él. Pero esos ojos café hablan, dicen preguntas que
mi alma entiende. Delatan vivencias que mi corazón comprende. Su mirada refleja
tristeza. Tristeza que se empoza en el alma. Como copa que jamás se llena y así se
revuelca en el huracán del desierto. Que va quemando las entrañas, que va diluyendo el
odio y lo une con la ira. Y todo eso lo entiendo, lo comprendo, lo comparto ¿Pero
aquel muchacho de roja gorra, de osca mirada, puedo ser yo? ¿Acaso soy yo? Y ¿Quién
soy yo? ¿Soy ese cuerpo que veo?, ¿Soy aquel chiquillo, triste y abatido? Pero los
vidrios solo trasmiten imágenes, reflejos de cosas. Entonces, puede ser solo eso. Tan
sólo una imagen, un referente, un parámetro que sirve solo para compararnos. Pero no
puedo ser yo. Definitivamente no debo ser yo. Pero ¿Quién soy yo? ¿Quién es ese
muchacho? Con apariencia decaída por el tiempo, por el sufrimiento, por una carga,
que no es la suya; pero obligado a vivirla. Y entonces, me siento abrumado por sus
penas, y me siento en los suburbios de la vida, de la ciudad mal construida. Del edificio
sin bases. Del basural de la calle. Siento que al igual que él, soy el estorbo de alguien.
La rabia empozada de una ciudad mal gastada. ¡Imposible, ése no puedo ser yo! Pero
entonces ¿Quién soy yo? Yo debo ser alguien, y ese alguien debe ser grande. Como los
edificios de esta ciudad. Limpios, bonitos y con luces de colores, que huelen bien
cuando entras a ellos. De ésos debo ser yo, sin embargo ese muchacho no es nadie. ¿Y
qué es ser Alguien? ¿Qué significa ser Alguien?
- Alguien, es un ser que es profesional con familia, que logra un status, – responde
él
- Familia ¿Qué es una familia? ¿Tengo Familia? ¿Alguien como yo tiene familia?
- Tú no tienes familia – responde ella
- Alguien como tú, jamás ha tenido familia – Responde él La familia es la unión
de varios seres inexistentes ligados entre sí – dice un cura
- Pero entonces ¿A dónde pertenezco? ¿Quién soy? ¿Qué soy?
- Ya te dijimos eres un muchacho. Un muchacho de la calle – responden él y ella
- Entonces ése soy yo, ése de aquel vidrio soy yo, un muchacho que vende
caramelos, en la calle.
- ¡Sí, ése eres tú!, bravo. – Ellos aplauden, sonríen, toman champaña, en eso me
miran, y todos serios – Déjanos en paz.
Voces, voces de gente que no significa nada. Que se sienten dueñas, por tener unos
centavos más que uno. ¿Acaso soy juguete de ellos? ¿Acaso debo dejarme arrastrar por
sus pensamientos? No ¿Pero al final qué soy? ¿Soy algo o no soy nada? No. Soy
Alguien. He decidido ser algo. Ser Alguien. Ésa es mi verdad. Esa es mi meta. Ese es mi
sueño. El chico de enfrente, es solo eso, una imagen, una proyección mía, que parte de
una realidad. La realidad actual. Ahora puedo verlo, puedo enfrentarlo. No le tengo
miedo. Y el vidrio vibra. Me levanto. El vidrio cruje. Avanzo. El vidrio tiembla. Llego y
el vidrio se raja de parte a parte. El muchacho se pierde entre los vidrios caídos de la
acera de enfrente. Definitivamente no podía ser yo. No podía ser, el chico reflejado en el
espejo.
Arena
El sol caía sobre la arena. La carretera se derretía en una cruel visión, como si la
autopista se estuviera evaporando bajo el inclemente sol. A diez metros de ahí,
doblando a la altura del algarrobo con el colegio nacional, se levantaba una turba de
casas, distribuidas en forma de ciudad. De una urbe, precaria, apocalíptica, hecha de
esteras, cemento, ladrillo y calamina. A diez metros de la carretera a Paita, se levanta un
pueblo lleno de llagas y sufrimiento. A diez metros del pavimento se pierde la esperanza
y renace la costumbre, el hambre y el padecimiento. Al centro de aquellas casas, hay
una iglesia, pretendiendo ser el centro, el corazón de aquel asentamiento humano o
mejor dicho, del hacinamiento humano. Con un nombre, que intenta seducir el oído,
haciéndole creer, esperanzas vanas, casi profanas a la razón y al bolsillo. Aduce el
nombre, a una mejor vida. Intentando mejorar a su antecesora, piensa ser nueva, cuando
lo único que logra a cada momento, en cada instante, es hundirse en su propio dolor,
como visión infernal en donde los hombres y mujeres anclados a riscos se tragan unos a
otros en un eterno padecimiento. Pienso, que tal vez quisimos eso, en el génesis de
nuestra creación, siendo éste el móvil intrínseco de nuestro actuar. En aquel tiempo,
muchos nos sentíamos capaces de hacer de este sitio, un lugar diferente, un territorio
capaz de albergar al foráneo, de abrazar al hermano, de ayudar a la mujer caída, de
sonreírle a los problemas y poder voltear al costado confiando en el otro, en su mano
extendida hacia nosotros. Siento que muchos de nosotros, queríamos hacer de este lugar
un sitio diferente. Contrario al recuerdo de las ciudades de las que proveníamos.
Opuesto a las historias, que llenaban nuestras ollas. Inverso, a las dificultades pasadas
en nuestras tierras. Sin embargo, la esperanza se volvió ilusión. La Ilusión se volvió
recuerdo. El recuerdo, se lo trago la arena, de este desierto, al que venimos a vivir. Día a
día contemplo nuestros hogares, desde a través de estas rejas, mientras hago la limpieza
de la capilla, observo nuestras casas. Y siento, que cada vez, entiendo más y más, ese
lenguaje de las fachadas. Esas historias que se pintan, se desdibujan en cada puerta, en
cada ventana, en cada estera, ladrillo o tripley. Veo en ellas el afán con el que fueron
edificadas, miro el trajinar de mis hermanos para subsistir en esta, supuesta nueva
ciudad. Percibo el esfuerzo de las madres por el futuro de sus hijos, y la indiferencia de
estos hacia al trajín y tesón de sus padres. También descubro la desilusión, el
conformismo de otras casas. El poco ánimo de sus dueños por culturizarse o el poco
empeño o vigor, necesario para resolver los avatares de sus vidas. Otros prefieren
convivir con ello. Para así sobrellevar la carga, de una historia en la que ellos fueron
participes. Pienso, que en algún momento intentamos cambiar nuestras vidas, nuestras
tradiciones. Entonces, llegó un cura. Vimos una esperanza, vino gente extraña,
forasteros de otros lares y alucinamos que ellos nos sacarían de pobres. Un mal, que nos
consumía día con día. Entonces, creímos, creemos y creeremos, en aquel hombre sujeto
al madero, con tres clavos, en el vertimos nuestras esperanzas, nuestros sueños, nuestros
delirios, nuestras penas. Y pensamos, aquel hombre nos va ayudar. Por eso damos
nuestro tiempo, nuestro sudor y lagrimas, las depositamos en él. Y decimos: él, tiene
que ayudar. Por eso venimos el domingo, damos la limosna, nos casamos, ofrecemos
nuestros hijos y nos condenamos con nuestros pecados. Y a una voz repetimos: Él tiene
que ayudarnos. Es en aquel momento, en donde sentimos la necesidad de estar ahí. De
permanecer a su lado, ayudando de cualquier manera y poco a poco nos vamos
sumergiendo en esto que llamamos parroquia. Un grupo de gente inconforme. Con su
suerte, con su casa, con su familia, consigo mismo. Pero algo nos empuja a ser
diferentes, en creer nuevamente en nosotros y que podemos cambiar algo en nuestra
vida. Que esta humanidad que nos aqueja y nos rasga como trapo viejo, es una realidad
pasajera. Ya vendrán tiempos mejores. Pero de pronto, nos damos cuenta, dejamos de
soñar, levantamos la cabeza. Y la realidad degradante, cruel emperador, nos golpea en
la cara. En el rostro marchito y desnudo, y caemos adoloridas sobre esta arena, en esta
maldita arena, pegada a nuestros ojos, a nuestros sueños, rompiéndonos la propulsión y
anclándonos, cual despiadado verdugo, a una terrible condena. Esta arena, esta rara
compañera, nos aguarda, cual fiel aliada, se devora nuestros llantos desesperados,
nuestras historias amargas, nuestros ecos de madres y padres desorientados. Y entonces
volvemos los ojos, desesperados, atormentados hacia ese Cristo desnudo. Capaz de
entregarse a la humillación, capaz de sentirse tan humillado y tan digno. Pensamos, nos
refugiamos, nos acogemos a un Cristo. Tan sufriente, tan herido, tan acongojado como
nosotros mismos. Que se desnuda ante nuestra humanidad. Que se viste de humano para
comprender nuestros pesares. Aullidos del alma, que nos callamos. Nos tragamos, con
cada golpe del marido. Con cada olla vacía. Con cada cartera desaparecida. Con cada…
Son estos dolores, que nos atraviesan la piel y nos laceran los huesos. Fatigan el
espíritu y envenenan la mente. Es tal vez por eso que también vinieron aquellos
jóvenes. Con esas ganas, que se despiertan en los albores de la juventud. Vinieron a
inyectar algo de su vida a esta desolada capilla. A pintar una sonrisa, en los rostros
compungidos de los más pequeños. Llegaron una mañana de enero, se fueron una tarde
de febrero, bajo la lluvia de verano, y los niños siguen aquí, esperando su regreso. Uno
el cual parece, nunca se va a dar.
Examen final
I
- A ver, a ver, organicemos lo que está diciendo – dijo el Profesor Rueda – según
usted, todo estaba tranquilo hasta que llegaron sus compañeros de tercero…
/En realidad todo ya había sido planeado junto con Paola y Paris, el chiste era que
necesitábamos de una distracción para que Edmundo robara una prueba. Con el
examen robado, todo quedaba resuelto. Una nota bastaba para salvar el año. Con
respecto a Edmundo, él era sencillamente el instrumento, un peón de este pequeño
juego. Pero todo se complicó cuando Baruc tomó las cosas demasiado en serio y
empezó a pelear con Paris. No sé cómo miércoles se enteraron de todo, sin embargo,
conociendo a Baruc, la partida aquí frente al profesor Rueda, la tengo ganada /
- Así es profe, además, hay que acotar que ellos empezaron el pleito – argumentó
Wagner
- Eso es mentira Wagner – estalló Baruc, se puso en pie de un brinco y contuvo el
puñetazo que iba a dar al escritorio del profesor Rueda – Disculpe profesor, pero es que
no fue así
- Ve, profesor, como esta en mi contra. Yo un simple muchacho indefenso. Sería
incapaz de golpear a una mole como ésta.
- Basta – dijo el profesor Rueda y mirando a Baruc – siéntese y tranquilícese.
Baruc estaba sentado al lado de Wagner. Mirando al profesor de disciplina
tratando de explicar el problema que había surgido en el patio de la escuela el día de
ayer. El despacho amplio y por las paredes color leche se descolgaban cuadros. Un
ambientador desplegándose por la oficina. El sol a la espalda del Profesor Rueda,
tratando de atravesar las persianas y en la computadora, cual secretario de juzgado
estaba el psicólogo de la escuela, el Sr. Hernández.
- Lo ocurrido fue lo siguiente – dijo Wagner – verá profesor Rueda. Paris, Paola
y yo estábamos conversando frente al aula de segundo de primaria. Cuando Baruc vino
con su pandilla y nos empezó a amenazar, como no le hicimos caso, entonces, se la
agarró con Paris y empezó la bronca. Realmente, yo estoy apenado por lo ocurrido,
Profesor Rueda…
- Bueno ¡basta!, eso es suficiente para aclarar un tanto el asunto y usted que tiene
qué decir al respecto jovencito – dijo mirando a Baruc

/Que Wagner es una rata, hace una semana se había portado demasiado extraño.
Sabía que por alguna extraña razón Edmundo andaba con ellos. No sé los motivos de
Edmundo, pero tampoco me interesan, el hecho es que no me agradaba para nada la
compañía de esos sujetos al lado de Edmundo. Que para ser sincero no son más que
pura basura. El asunto aquí, es que el gordo de Wagner nos ha dejado como cagada
frente al teacher. Para mí que esta mierda tiene algo que ver en todo lo que ocurrió
el día de ayer, pero ¿Cómo acusarlo? Necesito algo que lo incrimine, vamos piensa
Baruc, piensa /
- Bien si no quiere hablar entonces no puedo hacer, más – Dijo el profesor Rueda a
Baruc – Señor Hernández llame a Gabriel Albujar y a Paris Crisanto
- Sí, profesor, jovencitos por aquí por favor - dijo el psicólogo a Baruc y Wagner,
mostrándoles la salida. Al salir al pasadizo miro a Gabriel y a Paris – Por favor pasen –
les dijo y los hizo entrar a la oficina. – ¡Ustedes! – dirigiéndose a Wagner y Baruc –
vayan a su aula luego se les llamará – y con eso cerró la puerta.

II
El hombre. El hombre una pieza de ajedrez. El hombre una pieza de ajedrez en un
inmenso tablero. Una marioneta de sus pasiones, de sus razones. ¿Quién me puede
decir si eso es verdad o falsedad? ¿Quién de todos los dioses me puede contestar? Anda
dime Zeus cómo evitar la ambición desmedida, si tu trono lo robaste. Y tú, Yavé que
puedes decir al respecto, has creado el bien y el mal, pero tú estas ajeno a él. La
humanidad sufre y ustedes qué hacen. Ajenos. Exiliados. Cual entes fuera de la materia.
Yo, un tipejo, una masa corpórea de tiempo limitado. Que divaga en una tierra sin
tiempo ni espacio. En esta soledad que me consume. Es mi crimen que me señala.
Quisiera explotar, romper algo; pero me detengo. Me quedo aquí cansado sobre mi
cama pensado sobre lo que hubiese pasado si no lo hubiese realizado. Si mi padre
nunca me hubiera castigado. Pero todos los días es siempre lo mismo, si no sacas
buenas notas no hay paseo de vacaciones. A veces quisiera mandar por un tubo al viejo
y a mis estudios. Pero no lo hice y terminé por destruirme, realizando una acción que
hoy me condena. Pero la bomba explotó hace unos días, para ser más exactos hace
cuatro días atrás. Después de esa conversación me decidí a realizar cualquier cosa con
el fin de salir aprobado. Ocurrió que durante la cena, mi padre me informó que había
ido al colegio averiguar sobre mis notas y en cortas palabras me dijo que si no aprobaba
en el último examen del trimestre me mandaría derechito a un colegio militar. Y me
salio con el típico reproche de papá economista: Mira hijo, tú sabes que el país vive
una crisis económica muy fuerte; darte educación ya es mucho y yo con mi gran
esfuerzo estoy dándote una educación particular, en uno de los colegios más caros y
respetados de la ciudad. Ya pues, ponte las pilas y no desperdicies el dinero que estoy
invirtiendo. Yo entiendo que vives bajo una fuerte presión, pero haz un pequeño
esfuerzo y trata de aprobar. Dios porque no me mandaste un hijo como el Julio, ése sí
que es hijo. Deberías seguir su ejemplo. Y yo pensé para mí: Y qué miércoles me
importa Julio. Mi padre continuó: Bueno, ve tú cómo lo haces, pero me traes,
aprobado el examen final. Se levantó y se fue a descansar. Luego me fui a mi cuarto.
Mientras trataba de descansar sonó el celular. Al mirar la pantalla vi el nombre de un
compañero de clase (Vaya -compañero que me había tocado)
- Sí aló – contesté
- Hola Edmundo, qué decidiste ¿le entras o no? – me dijo Wagner
- Sí, sí claro
- Entonces mañana en el recreo te explico cómo le vamos a hacer
- Perfecto, entonces hasta mañana, ok, bye.
- Bye.
Durante el recreo, busque a Wagner por los patios del colegio. Lo hallé junto
con Paola, una chica que según dice ha estado con medio mundo. A mí me valía, me
importaba la nota. Odio los colegios militares como para meterme en uno. Así que, si
quería sacar buenas notas tenía que considerar todas las posibilidades. Y Wagner era
una de las opciones. Esa mañana me explicó cómo era el trabajito. Para las 12:00 horas
del día siguiente, debía haberse cumplido la mitad del plan. Yo estaría en las
inmediaciones de la biblioteca del colegio. Wagner junto con Paola y Paris, harían que
mis patas y ellos se peleen en plena escuela, de esa forma atraerían las miradas de todos
los profesores. En cuanto eso ocurriera debía ir hacia la sala de profesores, ya ahí
buscaría los exámenes de tercer año, tan luego los obtuviera iría hacia la biblioteca, así
nadie sospecharía de mi persona. Luego solo era cuestión de esperar a que termine el
recreo. La otra mitad del plan era la entrega de la prueba. Tan solo consistía en enviar
el examen a través de un cuaderno y luego ellos me darían la prueba y las respuestas de
la misma. Vaya, era un plan genial. Pero se salió de control cuando uno de mis amigos
empezó a mecharse de verdad y Paris terminó en la enfermería. Mientras que yo fui
traicionado por Wagner y Paola, pues cuando les entregué el examen, sencillamente, no
me volvieron a hablar. Hace ya cuatro lunas que no me hablo con Gabriel, ni con
Laura, ni con Baruc. Hace cuatro días que terminó el colegio. Yo desaprobé el año,
mañana viajo a Piura. Mi padre quiso que me internara en el colegio militar. Hoy sólo
queda empacar mis cosas. Y no sé por dónde empezar.
III
Una gota de cristal resbala por la mejilla de Laura. El barandal detiene su rabia en su
mirada se contempla el enojo, la pena y el llanto. Es que en aquel ómnibus que se aleja
rumbo a Piura, viaja algo que pudo ser. De nada valió el esfuerzo y el sudor. Aún
recuerda cómo corrió a través de las calles para llegar al Terminal terrestre. Cómo el
viento golpeaba su rostro, y en su mano derecha una carta. En su mente sólo el rostro de
Edmundo. Laura no entendía lo que ocurría solo quería verle. Laura sabía que lo que
sentía quizás no era correspondido. Ella solo quería observarle. Notar en sus ojos la
inocencia y la picardía de los chicos bien. Le gustaba cuando él se bromeaba con ella.
Su sonrisa franca y aquel regalo que le dio para su cumpleaños. Laura sólo quería
mirarle. Descubrir entre sus palabras la sinceridad de su corazón Si tan sólo, se
hubiera animado a gritarle antes de subir al bus o cogerle para que no subiera. Laura
sólo quería entender. Comprender a aquel joven que le dio la mano por primera vez en
el colegio nuevo. Su pelo castaño y sus ojos color caramelo, una sonrisa agradable y ese
gorro que le asentaba tan bien con ese polo de marca y esas zapatillas. Así se le presentó
por primera vez en su casa cuando el grupo fue hacer un trabajo que el profesor de
ciencia les había dejado. Laura se acuerda muy bien de aquel día. Por la mañana se
acordaron del trabajo de ciencia. Entonces Edmundo le dijo: No te preocupes Laura si
no tienes grupo nosotros te acogemos. Y Laura tan avergonzada por ello: Gracias,
respondió tímidamente.
- Te parece si vamos a las cuatro – dijo Edmundo
- Si, claro – respondió Lura – Pero ¿Quiénes van a ir?
- No te los he presentado eh, disculpa mi despiste. Mira – le dijo y señalando a un
chico algo paliducho, agregó – él es Gabriel, él, Baruc – un chico algo agarrado, pero
con pinta de tener calle – por último – agregó – Marcela y Jorge
- Entonces te espero en mi casa – le dijo Paula y se fue algo ruborizada
Por la tarde llegaron todos y en menos de dos horas tenían el trabajo listo. Lo que
Laura mas admiraba de Edmundo era esa confianza con la que él le hablaba. Era como
si se conocieran de toda la vida. Paula sentía en él un amigo. Pero cuando Edmundo se
subió al bus, ella entendió que era algo más. Era un sentimiento distinto, uno que no
había sentido jamás y que ahora le causaba cierto dolor. Pero también era algo que le
daba la ilusión y las ganas de hacer alguna locura para que Edmundo se diera cuenta de
lo que ella sentía. Entonces respiró hondo, reunió sus fuerzas y saltó el barandal.
Tres damas.
Dedicado a doña Liliana, mi madre,
doña Susana y a doña Yanina.

Eran tres señoras. Tres mujeres muy amables y serviciales. Eran tres féminas
que adoraban el café y la buena charla. Tres mujeres que se encontraban todas las tardes
en la juguería de don Rubén a las cinco de la tarde. La mayor de las tres; doña Isabel, la
segunda doña Emperatriz y la tercera doña Carlota. La primera de vestimenta sencilla y
de acorde con su peso y edad. La segunda siempre pretendía ser más que las otras
damas, así que siempre iba arreglada con los mejores atavíos para la ocasión, aunque a
veces abusaba del maquillaje y sus atuendos, convirtiéndose así, en un reverendo
escándalo para la moda y el buen gusto. La tercera siempre buscaba ser caritativa, y no
por ser muy devota, de algún santo o por alguna santa penitencia impuesta en alguna
Iglesia o por el perdón de sus pecados. Sino porque para ella era imprescindible dos
cosas: el donativo a raudales y que su nombre anduviera de boca en boca, entre las altas
esferas del pueblo. Resulta, que estas tres damas coincidieron en el cielo y como tres
Marías, bajo un mismo techo las tres niñas nacieron. Cual prodigio de algún Dios
peregrino, al calor de doña Yolanda y don Ángel, vivieron. Como todas las tardes se
reúnen. Para charlar y tomar el acostumbrado lonchecito, aunque este nombre sea
motivo para algún programa, de una radio capitalina. Pero, eso a nuestras ilustres
damas, nos les importaba. Las cinco de la tarde era hora sagrada, y ahí estaban las tres,
cuales jóvenes mozas, en su mesa reservada, riendo y parlando, dándole a la sin güeso,
trabajo y elocuencia. Alrededor de aquella mesita, con el sabor del café negro, recién
pasau en la boca; con sus galletitas con mermelada o saboreando algún dulce de
ocasión. Es en ese instante del día, en que el tiempo se detiene para ellas. Aquel lugar,
aquel sitio de la ciudad se vuelve su centro y surge la voz, como paladín de esa
costumbre perdida, y se comunica, se habla, se parla y tertulia, sobre los últimos
acontecimientos de la ciudad, de la casa, de la vida y milagros de cualquier persona que
se les cruce por la mente. Sin embargo no todo es sonrisa y buenas costumbres, no todo
es apariencia frívola y desencarnada, cual pintura realista, estas tres señoras tienen cada
una su historia, su oscuridad, su propia sombra, y su propio madero que cargar. Sin
embargo y a pesar de todo, las tres señoras, no olvidaban su tradición sagrada, su
costumbre incorrupta. Y como cada tarde, pase lo que pase, se reúnen a tomar su café
con galletitas, a las cinco de la tarde, en la juguería de don Rubén.

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