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LunaNera 1 Las Ciudades Perdidas - Tiziana Triana

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Italia, campiña romana, siglo XVII.

La joven Ade y su hermano pequeño huyen de la casa en la que crecieron porque la


acusación que se cierne sobre ella la conduce directamente a la hoguera.
En lo más profundo del bosque encuentran refugio entre unas mujeres que, según los
rumores, son hijas del diablo. Son las Ciudades Perdidas, profundas conocedoras de las
plantas y de los astros, que han elegido ser libres, y que una sociedad supersticiosa e
ignorante condena sin clemencia: son brujas.
Para poder convertirse en una de ellas, Ade tendrá que completar un entrenamiento de
siete semanas, durante las cuales, la instruirán en la ciencia, el arte, el combate y otros
rituales secretos.
A este grupo de mujeres quieren darle caza los Benandanti, una congregación de hombres
entrenados para la batalla con un único enemigo, las brujas. Todos menos uno: Pietro, el
hijo del líder, estudiante de Medicina, que no cree en supersticiones, y que, además, está
enamorado de Ade y haría cualquier cosa por ella.
Tiziana Triana

Luna Nera
Las Ciudades Perdidas

Luna Nera
1
Título original: Luna Nera: Le città perdute
Tiziana Triana, 2019
Traducción: Lidia Bayona Y Juan Carlos Postigo, 2020

Revisión: 1.0
25/10/2021
A mamá, que ha criado a dos brujas.
DURANTE LA NOCHE

El golpe de la ventana la sorprendió cuando casi le vencía el sueño sobre las


páginas amarillentas de un viejo libro. El viento había irrumpido en la
estancia y las páginas de los volúmenes abiertos, ahora esparcidos por todas
partes, se removían ruidosas como si docenas de manos nerviosas las
agitaran.
Ade se levantó de la silla que usaba para llegar a los estantes más altos
de la biblioteca. Se había sentado allí, con el libro en las manos, casi dos
horas antes, en mitad de la noche, mientras el resto de la casa dormía
profundamente. Se dirigió hacia la ventana para cerrarla antes de que aquel
revuelo despertase a todo el mundo. Fue entonces cuando lo vio.
Pietro estaba apoyado en el umbral de la puerta acristalada que daba al
jardín secreto. Los rizos cubrían casi por completo su cara y, aunque
intentaba apartarlos con la mano, el viento los mecía otra vez hacia delante.
—¿Cómo has entrado? —le preguntó Ade, asustada y feliz a la vez.
—No lo sé. Me he encontrado aquí fuera y te he visto.
—Eso es imposible. Nadie ha llegado nunca hasta aquí. No puedes
quedarte, Pietro…
Él esbozó una sonrisa cómplice y avanzó unos pasos hacia ella.
—¿De verdad quieres que me vaya?
Ade permaneció un momento en silencio.
—Todo esto está mal —dictaminó, arrepintiéndose al instante.
—¿Qué tiene de malo? ¡No lo entiendo!
—Yo… tú… aquí… Esto no está bien. No podemos. Si los demás se
enteran, tendrás problemas…
—Yo no te tengo miedo. Ya deberías saberlo.
—Lo sé, pero no puedes estar aquí. Está prohibido. Ahora, vete —le
ordenó, empujándolo hacia la ventana.
—¿Qué estabas leyendo? —preguntó Pietro, bloqueándole el paso y
acercándose cada vez más a ella.
—Un viejo libro… nada importante —respondió mientras retrocedía.
—¿Una historia de amor imposible?
—¡No! ¡Un libro sobre plantas! Un libro sobre plantas de lo más
normal… —mintió Ade mientras seguía alejándose para ganarle espacio a
Pietro, que continuaba avanzando hacia ella.
Cuando llegaron a la pared del fondo, Ade quedó aprisionada contra los
estantes llenos de libros. Ahora Pietro estaba muy cerca, tanto que ella
podía sentir su aliento; sus ojos, de repente, parecían enormes y oscuros
pozos donde podría perderse para siempre.
Pietro acercó peligrosamente sus labios a los de Ade. Poco antes de que
se rozaran, oyó algo detrás de él que lo asustó. Se apartó rápidamente y
miró a su alrededor.
—¿Lo has oído?
—¿Qué? No he oído nada…
—Gritos… voces… —apuntó él.
Pietro recorría la estancia como si buscara algo. Se acercó a la ventana
abierta, aguzó el oído y exclamó:
—¡Tengo que irme, pero volveré! Puedes estar segura. —Tomó la mano
de Ade y le dio un delicado beso, luego añadió con complicidad antes de
marcharse—: Adiós, Mediafalda Ade permaneció inmóvil observando
cómo desaparecía por el jardín de la misma manera que había aparecido.
«La alternativa entre “magia” y “racionalidad”
es uno de los grandes temas que dan origen a la
civilización moderna».
Ernesto de Martino, Sud e magia.
EL FUNERAL

Tres meses antes.


Habían escogido una madera de color claro de buena calidad. Por cómo
se curvaba por los costados, dibujando una onda perfecta para cerrar la tapa,
debía de ser abedul. Los acabados de las incrustaciones se habían trabajado
a cincel con mucha destreza. A simple vista no parecía más grande que el
cesto de mimbre con el que recogían las aceitunas. Un solo hombre podía
cargarlo a la espalda.
Una robusta asa rodeaba el ataúd como si lo abrazase. Aquel rostro no
revelaba ninguna emoción; realmente debía pesar como un cesto medio
lleno. Solo la vena tensa del cuello y su latido frenético mostraban, a pesar
de las apariencias, una senda abierta al sufrimiento.
La mujer era de baja estatura. La cabeza, con el cabello oscuro
recogido, a duras penas llegaba a la espalda del hombre que caminaba a su
lado y que, con su brazo libre, rozaba su vestimenta. De vez en cuando,
alzaba los ojos y miraba rápidamente el ataúd, como si se avergonzase y no
quisiera que su esposo se diese cuenta. Si hubiera podido, no hubiera
escondido sus lágrimas a la gente de la aldea; cierto, era la esposa del
respetado y temido cazador, jefe de tres aldeas, juez en todas las contiendas,
el hombre más fuerte en varias millas a la redonda y el padre de siete
varones; pero aquella de allí arriba, aquel delgado cuerpo sin vida que
reposaba en un lecho de madera de color claro era su hija. La habían
llamado Maddalena, pero solo había podido pronunciar su nombre una vez.
Una muerte misteriosa se la había llevado antes del amanecer. Y a ella,
ahora, no se le permitía ni una muestra de desesperación.

***
La aldea entera caminaba en silencio detrás del ataúd. Nadie quería
dejar de asistir al último homenaje a aquella criatura desafortunada. Los
comercios habían cerrado, las puertas de las casas se habían abierto de par
en par, y por las calles solo se podía ver alguna gallina que había escapado
del corral, picoteando aquí y allá, incluso a los niños se les había prohibido
jugar. Detrás de los padres caminaban los siete hijos, los dos mayores iban
acompañados de sus esposas. El padre Agnolo iba en cabeza, separado unos
pocos pasos del resto. De vez en cuando se daba la vuelta para observar el
ritmo del cortejo fúnebre: ni muy lento ni muy rápido. El cementerio se
encontraba un poco más adelante y, justo al lado, en el prado verde, estaba
el cercado para los niños no bautizados. Hacia allí se dirigían todos.

***
Ade había visto acercarse primero al sacerdote, enfundado en su capa y
sosteniendo el crucifijo que abría el cortejo. Estaban casi enfrente de su
casa cuando los escalofríos comenzaron a recorrerle la espalda. La rendija
de la puerta de madera por donde observaba no era lo suficientemente
grande para poder vislumbrarlo todo, solo alcanzaba a ver lo que estaba
justo delante. Le horrorizaba que se detuvieran frente a su casa, aunque
fuera por unos segundos, para gritarle que se marchase, para maldecirla.
Valente tiraba de la falda de su hermana. Él también quería mirar por la
ranura. Quería ver la cara de las personas que lo forzaban a permanecer en
la oscuridad y lo condenaban a padecer hambre. Empujaba con todo su
cuerpo para apartarla, pero Ade era más grande. A menudo la veía trabajar
y soñaba con ser como ella. Se acordó de aquellos días en los que, con el
brazo izquierdo, sacaba los bebés de las madres, mientras con el derecho
echaba a los padres ansiosos por brindar por la nueva vida. Parecía que
nada podía derrumbarla; los músculos en tensión por la responsabilidad de
su cometido no mostraban ninguna vacilación. Ahora, a pesar de que en su
rostro se apreciaba una angustia desconocida, sus piernas permanecían
firmes en el suelo, como un enorme árbol que lo protegería para siempre
escondido bajo sus ramas, alimentándolo.
El padre Agnolo continuó sin detenerse. Cuando dejó atrás su puerta, se
apoyó en el crucifijo y pareció que miraba hacia atrás. Ese mero ademán
fue una advertencia para quienes lo seguían. El rostro del sacerdote no
dejaba lugar a dudas, su mirada era enérgica y severa y sus manos se
aferraban al crucifijo; bajo su guía, nadie se aventuraría a perturbar el
cortejo fúnebre vociferando amenazas. Alguien de la cola pareció contener
un grito; una mujer, un poco más adelante, se anudó el chal de lana bajo el
mentón para no parecer que se había retrasado más de lo debido. Los
hermanos de Maddalena se acercaron más a su madre. El jefe de la aldea, al
igual que su esposa, siguió andando hacia el cementerio con la mirada fija.
Alguien podría haber jurado que Teresa, así se llamaba la esposa, había
aminorado el paso delante de la casa de Ade para echar una rápida ojeada a
la puerta —ahora cerrada a cal y canto— de aquella pequeña morada, que
en el pasado le había parecido acogedora y perfumada, y que ahora
revelaba, finalmente, el abismo que escondía.
La joven partera permanecía encerrada detrás de aquella puerta,
escondida de su vista y de todas las miradas de Torre Rossa.
Ade se sobresaltó cuando vio el diminuto ataúd. Recordaba que
Maddalena era muy pequeña y delgada, pero le pareció increíble que
cupiera dentro de una caja de madera tan estrecha. Recordaba cómo la
miraban fijamente sus ojos oscuros y profundos, sus manos calientes y
escurridizas, su respiración entrecortada y su llanto estridente. Un llanto
que había sido una explosión de felicidad en la alcoba iluminada por las
primeras luces del alba.
—Es una niña —había anunciado acercándola a la madre, que esperaba
aquella noticia desde hacía años, después de todos sus hijos varones. Teresa
había abrazado a la pequeña, se la había acercado al pecho, había respirado
su tibieza y luego se había dormido junto a ella.
Cuando, una hora después, despertó de repente, presa de escalofríos y
sudor, se llevó las manos al pecho y se dio cuenta de que Maddalena ya no
estaba. Se la habían llevado después de que un quejido sofocado llamara la
atención de la muchacha que había ido a ayudar a la señora de la casa
cuando se encontraba encinta y próxima al parto. Los intentos por reanimar
el pequeño cuerpo frío y rígido de la recién nacida fueron en vano. El
menor de los hijos varones salió de la casa del jefe de la aldea veloz y
silencioso para no despertar a su madre y fue a llamar a la puerta de Ade,
arrancándola del sueño para llevársela consigo de urgencia. La muchacha lo
intentó todo para que Maddalena llorara. La puso boca abajo, le dio unos
cachetes suaves en las nalgas lívidas, le masajeó el estómago y le frotó los
diminutos pies. Nada consiguió que los inertes pulmones de la pequeña se
llenasen de aire de nuevo. Nada volvió a ser como antes a partir de aquel
momento.

***
Ade se sintió más tranquila después de que el último de los hermanos
desfilara por delante su casa. Se dejó caer al suelo y permaneció con la
espalda apoyada contra la puerta. Podía oír los pasos de los aldeanos a
pocos metros de ella, también los susurros de las oraciones, el roce de las
ropas, el sonido de la tierra pisoteada… Se esforzaba por reconocer a la
gente entre la que había crecido por los sonidos y el olor que desprendía
cada uno. Esperaba que todavía hubiera alguien que la creyese.
«La que acaba de pasar seguro que es Nunziatina, se huele el aroma del
pan desde aquí», pensó.
—¿Ya podemos salir? —preguntó Valente, que se había acercado a su
hermana con la mirada puesta en la chimenea apagada.
—No, todavía no. No es seguro —respondió Ade.
—Pero es que tengo hambre y quiero ir a jugar —se lamentó él.
Era la primera cosa que Valente le había dicho desde que se habían dado
cuenta de que estaba llegando gente a la aldea para el funeral. Su hermano
se había acurrucado a su lado, no parecía asustado, pero seguro que estaba
enfadado; su mirada fija en la chimenea y ese silencio obstinado eran
señales claras de que ni siquiera las preocupaciones de Ade le pasaban
desapercibidas. Le acarició la cabeza. Llevaba el pelo ya demasiado largo y
ella, afligida por lo sucedido durante esos últimos días, lo estaba
descuidando: no sabía cuánto hacía que no se peinaba. Los dedos de Ade se
enredaban en los nudos y arrastraban tierra y piedrecitas blancas.
—Te he dicho que no salieras.
—No lo he hecho…
—No me mientas, Valente. Tienes el pelo lleno de piedrecitas del río.
¿Has ido esta mañana cuando yo no estaba? Dímelo, prometo no
enfadarme.
Valente había bajado la mirada, sorbía por la nariz e intentaba que las
lágrimas no cayeran por sus mejillas.
—Quería ir a pescar…
—¿Has pescado algo? —le preguntó Ade en tono tierno y nada
amenazante.
—No…
—Lo conseguirás.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Lo sé. Como sé que ahora vas ponerte otra vez a dibujar.
Valente esbozó una sonrisa y relajó los músculos del rostro. Abrió la
mano derecha que mantenía cerrada en un puño y miró la mesita. En la
mano izquierda tenía un pedazo de carboncillo.
La luz cálida del atardecer hacía que la casa pareciese aún más pequeña.
Desde fuera, encarada al bosque y en el camino que llevaba al cementerio,
con unos pocos peldaños que la separaban de la tierra batida, parecía más
una cabaña que la morada de dos hermanos. Los rayos que se filtraban por
los postigos de la única ventana iluminaban el interior, dejando en la
sombra el resto de la casa. Tampoco es que hubiera mucho que ver. Algunos
utensilios de madera colgados en la pared, una despensa vacía desde hacía
tiempo, una mesa y un lecho. En las paredes no había calderos de cobre o
tamices para la harina, pero de cada clavo torcido que sobresalía de las
tablas de madera colgaba una hoja de papel. Eran muy dispares: algunas
irregulares y otras perfectamente cortadas, unas grandes y otras
pequeñísimas, descoloridas casi todas. Algunas estaban grasientas y llenas
de manchas, pero todas tenían un único dibujo: una luna creciente bellísima
contra un cielo negro a punto de engullirla. De la giba, para defenderla
contra la oscuridad, despuntaban unos majestuosos y largos rayos solares.
Valente miraba aquellos dibujos desde el ángulo oscuro en el que se
habían escondido. A simple vista podían parecer idénticos, pero para
Valente eran completamente diferentes: una tonalidad más intensa, un rayo
más largo, una giba más curvada o más ancha. Un día lluvioso, un hambre
repentina, una pelea desagradable, una explosión de carcajadas y el agua del
río en invierno: cada dibujo representaba un día de su vida, desde que había
aprendido a agarrar el carboncillo entre los dedos. Ahora, por ejemplo,
sabía muy bien cómo dibujaría el negro que engullía la luna. Buscó de
nuevo con la mano el pedazo de carboncillo en su bolsillo, pero no lo
encontró. Seguramente se le había caído al alejarse de la puerta. Casi sin
moverse, palpó el suelo alrededor de su hermana, que había permanecido
todo el tiempo abrazada a él. Trató de deshacerse de los brazos de Ade, se
removió y ella aflojó la presión, la respiración se volvió poco a poco más
pausada. Valente se levantó y, por fin libre, corrió hacia la entrada a coger el
trozo de carboncillo que entrevió justo al lado de la puerta. Mientras Ade
intentaba encender el fuego con la poca leña que quedaba, Valente se había
sentado a la mesa delante de una hoja de papel y ya empezaba a dibujar los
primeros trazos.
En la despensa quedaba un poco de pan del día anterior que Nunziatina
había conseguido ocultar bajo su falda antes de cerrar el horno. No es que el
padre de su amiga le diera miedo, lo que temía de verdad era encontrarse
con cualquiera de Torre Rossa. Nunziatina era su única amiga en la aldea, la
quería, se fiaba de ella. Ade se disponía a preparar una sopa con las hierbas
que había recogido en el bosque. Valente se quejaría, como siempre, pero al
final el hambre podría más que sus lamentos.
—¿Qué estás dibujando? —Siempre le preguntaba lo mismo—. Te lo he
dicho mil veces, ¿no te acuerdas? La luna no tiene rayos, es el sol. La luna
es una bola de color blanco como la leche que brilla de noche.
La respuesta de su hermano pequeño siempre era la misma:
—Mi luna tiene rayos. Lo sé. ¡Yo los veo!
Valente continuó dibujando sin siquiera girarse hacia su hermana, que lo
observaba preocupada. Había tenido que defenderlo muchas veces de las
malas lenguas. En el pueblo decían que era extraño, ensimismado y
demasiado silencioso. La primera vez que oyó los rumores fue en el río,
lavando la ropa. Dos mujeres conversaban a su lado, sin haberla
reconocido. «Es extraño ese niño, siempre solo —decían—. Sin familia,
solo con una hermana igual de extraña que él, qué otra cosa se puede
esperar». Ade continuó lavando y bajó la cabeza cuando se dio cuenta de
que estaban hablando de ellos. Le enfurecía el modo en que se referían a
Valente. Alguien dijo incluso que quizás sufría de «melancolía», una
enfermedad de ciudad de la que no había oído hablar nunca, un mal que te
robaba las ganas de vivir y el color de las mejillas. Algún día se lo
preguntaría al médico, pero ahora tenía problemas más serios y decisiones
más importantes que tomar.
La sopa olía maravillosamente bien a pesar de que había encontrado
pocas hierbas: bardana, diente de león y ortiga. Ade la probó satisfecha y en
su rostro apareció la primera sonrisa del día.
—A cenar. Aparta el dibujo —le dijo a Valente.
—¿Es una receta de la abuela?
—Sí.
—¡Pero si ni siquiera has abierto el libro!
—Me la sé de memoria. Ahora, a callar. Y aparta el dibujo. A comer y a
dormir. Mañana por la mañana debo despertarme pronto para ir a Serra.
—¿Puedo ir contigo? —preguntó Valente—. No quiero quedarme otra
vez solo en casa todo el día.
—No, ya sabes que no puedes. Cuando voy a Serra tengo que atravesar
el bosque deprisa para llegar lo antes posible. Tú todavía eres pequeño y me
retrasas. En casa no queda nada y, a partir de ahora, estoy segura de que
nadie de la aldea nos venderá nada. No podemos seguir contando solo con
la ayuda de Nunziatina. Mañana hay mercado en Serra, intentaré vender el
cesto.
—Pero es el último que queda…
—Haré más. Cuando vaya al bosque a coger las ramas jóvenes podrás
venir conmigo.
Con esta promesa, Valente se calmó y empezó a comer la sopa en
silencio. Ade se llevó la cuchara a la boca, no sabía como la de Antalia,
pero no estaba nada mal. Su abuela le había enseñado muchas cosas,
aunque no había tenido tiempo para explicárselo todo. En la aldea la
llamaban «la sabia». Podía ver cosas que los otros no veían. Leer el cielo y
escuchar el viento. Podía predecir con una precisión extrema cuándo
empezaría o dejaría de llover. Sabía cuántos días faltaban para que las aguas
del río subieran y cuándo una yegua tenía que parir; cuidaba de las plantas y
de las personas. Siempre observaba la naturaleza, también durante las
tormentas más terribles o las epidemias más virulentas porque, como
siempre decía, después, llegado el caso, sería más fácil defenderse. Ella
había enseñado a Ade las labores del parto y le había explicado los secretos
que se escondían detrás de aquello que parecía un milagro de Dios. Hacía
tres años que había muerto, pero en el recuerdo y en las conversaciones de
Ade, Antalia estaba más viva que nunca. Viva también gracias a aquel
recetario que le había legado y que había visto cómo escribía a diario
sentada al borde del camino. «Es un libro importante», le había dicho. Y lo
era. Tanto que, para poder descifrarlo, Ade había tenido que aprender a leer,
algo de lo que en las aldeas muy pocos eran capaces y aún menos una
muchacha de su edad. De manera que, cada día, antes de la puesta del sol y
de que tuvieran que encender las velas, si las tenían, Antalia le enseñaba,
pacientemente, a distinguir las letras y las palabras, a entender el sentido de
todo. Hasta que una tarde ya no fue capaz de pronunciar una frase entera del
libro; fue la tarde en que murió.
Ade había estado leyendo durante meses aquel libro, tenía miedo de
olvidarse, y no tenía ningún otro para practicar. Había acabado
aprendiéndoselo de memoria. Cada noche, antes de irse a dormir, Antalia le
repetía que era un libro importantísimo; y ella quería entender por qué. Solo
eran recetas, algunas muy buenas y otras muy difíciles, pero solo recetas.
No había ningún mensaje dirigido a ella, ningún secreto que pudiera
ayudarla: solo sopas, asados de caza y especias para aderezar.
En ese momento, un sonido de pasos firmes que se acercaban al otro
lado de la puerta le advirtió que el peligro no había pasado y corrió a
agarrar a su hermano y llevárselo lejos de la mesa, que estaba demasiado
cerca de la entrada. Si hubiera seguido mirando por la rendija, hubiera visto
que se trataba de un hombre de unos treinta y pocos años, corpulento y de
rostro sombrío, que se dirigía casi corriendo hacia su casa. Lo seguía veloz
una diminuta mujer que, a pesar de su apariencia, estaba decidida a frenar
su ímpetu, suplicándole que se detuviera. Federico, el hijo mayor del jefe de
la aldea, se abalanzó contra la puerta de entrada y, con un fuerte golpe que
pareció una orden, hizo temblar todas las tablas.
—¡No creas que todo ha terminado! —Su voz resonó en el silencio del
campo que rodeaba la aldea, ahora recogido en vela después de la sepultura
—. ¡O te vas tú o te echaremos nosotros, y no te gustará!
Entretanto, su esposa lo había alcanzado e intentaba llevárselo de allí:
tenía miedo por lo que podría haber ocurrido si la puerta hubiera cedido. ¿Y
si las historias que contaban sobre la muchacha eran ciertas? ¿Y si fuera
verdad que podía arrebatar la vida con solo una mirada? Aquellas tablas de
madera no habrían podido evitarlo y ella, con un hijo en su vientre, era
demasiado joven para quedarse viuda.
Mientras Federico seguía gritando amenazas, Ade y Valente se habían
refugiado en el ángulo oscuro de la casa, al otro lado de la entrada, donde
solo daba la luz durante las primerísimas horas de la mañana,
abandonándola luego a la humedad y al moho para el resto del día. Allí se
sentían más protegidos, como si solo aquella oscuridad pudiera esconderlos
de la vista de cualquier persona. Esperaron pacientes a que el hombre se
calmase y la mujer ganara su batalla. Antes de irse, Federico, secándose las
lágrimas del rostro y la frente bañada en sudor, gritó lo que pareció una
maldición fría y calculada:
—Aquí ya no habrá comida para ti, ni trabajo ni palabras. No habrá más
misas cantadas, fiestas en la plaza y tampoco juegos para tu hermano. No
habrá leche recién ordeñada ni campos para cultivar. No habrá la voz de un
amigo o una palabra de consuelo. No habrá vida para ti. Porque a partir de
hoy estás muerta, como mi pequeña hermana.
Dio un último golpe a la puerta y se alejó apoyándose en su esposa, que
debía de ser mucho más fuerte de lo que parecía.
En cuanto se hizo el silencio, Ade acarició a su hermano, que había
empezado a temblar con el primer golpe contra la puerta de madera.
—Ya se han ido —dijo Ade—. Vámonos a la cama.
—Pero ¿volverán? —preguntó Valente, asustado.
—Esta noche, no —lo calmó Ade, intentando arroparlo todo lo posible,
aunque sabía que duraría poco: se movía mucho mientras dormía, y ella
tenía que ajustarle bien el cubrecama para que por la mañana no se quejara
de frío.
Ade estaba cansada, le hubiera gustado dormir durante muchos días
seguidos. La noche era silenciosa, solo se oía algún pájaro en la lejanía. Se
estiró al lado de su hermano y cerró los ojos, esperando que ya nada ni
nadie perturbara su reposo.

***
Cuatro golpes secos en la puerta quebraron la calma. Ade se despertó
sobresaltada pero no se movió de la cama. Paralizada pero alerta, podía
sentir cómo se aceleraba su respiración y el corazón resonando en sus oídos.
Era la tercera noche seguida que sucedía lo mismo. Cuatro golpes, ni uno
más ni uno menos. Ade temía saber quién estaba al otro lado de la puerta y,
justo por eso, como las otras noches, no tenía ninguna intención de abrir.
Esperó a oír que los pasos se alejaran y se levantó poco a poco. Palpando
las paredes consiguió abrirse camino entre la negra oscuridad; si hubiera
encendido una vela hubiese sido una clara señal de que estaba despierta. Se
acercó a la puerta buscando fuerzas para abrirla y satisfacer la curiosidad
que la consumía desde hacía días. Apoyó una mano en el cerrojo dispuesta
a abrirlo con el menor ruido posible. Se arqueó para impedir con su propio
cuerpo el más mínimo crujido del hierro oxidado. Estaba a punto de deslizar
la barra cuando algo se lo impidió. A sus espaldas, una voz de mujer,
profunda y firme, la obligó a darse la vuelta, atemorizada.
—Si quieres vernos, ya sabes lo que tienes que hacer. No hace falta que
nos espíes, Ade, abre la puerta. Ahora somos tu única esperanza.
La casa seguía inundada de oscuridad y no parecía que ahí dentro
hubiera nadie más que ella y Valente, que continuaba durmiendo sin
percatarse de nada. Buscó con la mirada la procedencia de aquella voz, pero
de entre las sombras no emergía nada parecido a una silueta humana.
—Ven con nosotras y estarás a salvo.
Ahora la voz procedía de fuera, seguro, justo del otro lado de la puerta
que ella había estado a punto de abrir. Un escalofrío le recorrió el cuerpo de
pies a cabeza: confusión mezclada con miedo. Sintió sus músculos laxos y
que sus piernas desfallecían. Dio las gracias a su abuela por aquella puerta
vieja pero resistente, luego perdió el conocimiento y cayó al suelo.
UN ENCUENTRO EN EL BOSQUE

Un cielo sombrío hubiera ido más en consonancia con los ánimos de la


aldea, pero aquella mañana el sol había decidido brillar más que nunca. Un
tiempo atrás Ade lo hubiera interpretado como una señal de la desatención
celeste respecto a las tragedias terrenales, pero en ese momento se limitó a
maldecirse a sí misma por haber dormido en el alféizar de la puerta, por el
frío que le había calado los huesos y ahora le dolían y también por no
haberse dado cuenta de que los rayos ya habían superado la base de la
chimenea y se dirigían veloces hacia su oscuro interior. Esto solo
significaba una cosa: que era tarde. En el mercado de Serra ya debían de
haber empezado a abrir los puestos y descargar la mercancía. Valente aún
dormía y se había apoderado de la otra mitad de la cama con las piernas,
formando una graciosa postura con el cuerpo.
Ade estuvo tentada de dejarlo dormir, pero no se hubiera quedado
tranquila después de lo sucedido durante el entierro. Se acercó a la cama y
lo zarandeó con suavidad:
—Valente, es tarde… Me voy, despierta. No salgas por nada del mundo
y no abras la puerta. ¿Por qué no haces algún ejercicio de lectura mientras
me esperas? —Valente entreabrió los ojos sin ninguna intención de
obedecer—. Tengo que ir al mercado. Si tienes hambre, queda un poco de
sopa de ayer. Haz lo que quieras, pero no salgas bajo ningún concepto.
Ade se lo repitió una vez más para asegurarse de que su advertencia iba
más allá de los ojos medio abiertos de Valente.
Cogió un bonito cesto de mimbre, lo envolvió en una tela y lo cargó a la
espalda junto con un manojo de hierbas.
—¡Por favor, no abras a nadie! Si alguien pregunta por mí, dile que
estaré en casa antes del anochecer —dijo antes de abrir la puerta con tiento.
El miedo de la noche anterior todavía no había desaparecido. Al abrir, la
luz del sol inundó la estancia y, en el aquel momento, Ade se dio cuenta de
cuánto la echaba en falta. Verse forzada a tener la casa cerrada a cal y canto
le había hecho olvidar la felicidad que uno siente cuando la luz de la
mañana se vuelve cálida y reconfortante. Miró los escalones de forma
involuntaria, por si la persona que había llamado a la puerta anoche había
dejado algún rastro de su presencia.
El primer día reclamó su atención una voz de mujer, las siguientes
noches se fueron sumando más voces. Eran las visitantes quienes golpeaban
la puerta, estaba segura. Si bien el miedo le había impedido dormir las tres
últimas noches, temía que aquellas apariciones fueran fruto de su mente
intranquila. Aunque todos en Torre Rossa conocían la existencia de las
visitantes, mantenían las distancias. Tan solo toleraban su presencia en el
mercado de temporada, cuando la aldea, un pequeño centro cerrado dentro
de sus confines, se transformaba en una alegre aglomeración donde todos
querían hacer negocios: los mejores del año, según decían muchos. En esas
ocasiones, entre los cientos de rostros nuevos que desfilaban de forma
desordenada ante sus ojos, Ade no conseguía nunca identificar a las
visitantes especiales de las que toda Torre Rossa hablaba. Los días
posteriores al mercado, todos en la aldea afirmaban haberlas visto, cada
habitante contaba una historia y hacía una descripción diferente. Algunos
decían que habían estado hablando con ellas durante horas, en cambio, otros
juraban que eran mudas y se comunicaban con pequeños movimientos de
cabeza para confirmar o desestimar el precio de la venta. Unos imitaban su
voz —que recordaban grave, profunda y con un acento extranjero—,
mientras que otros explicaban que tenían los ojos oscuros y rodeados de
arrugas bajo una capucha de lana gruesa. Había quien escuchaba en silencio
rebuscando en la memoria los rostros que correspondían a esas historias y,
al final, rompía el parloteo con un puñetazo sobre el contador del horno de
Dante, exclamando con voz grave: «Son brujas, está en su naturaleza
confundirnos».
Ade participaba curiosa en esas conversaciones, celosa de no haber
podido obtener ningún detalle que le hubiera revelado la presencia de las
misteriosas habitantes del bosque. No podía ni siquiera imaginarse cuántas
había y cómo conseguían esconderse entre todos aquellos árboles que
conocía mejor que su propia casa. No recordaba haber visto nunca entre
aquellas ramas ni un techo ni nada que se pareciera remotamente a un
refugio o una estancia. Por aquellos caminos que recorría en busca de
plantas o pequeños animales solo había troncos, ramas y arbustos. Estaba
segura de haber inspeccionado cada rincón, de haber mirado en cada tronco
hueco y de trepado hasta en el árbol más alto. No había secretos para ella en
ese bosque y, sin embargo, algo se le escapaba.
Aquella mañana, al ver que era tarde, decidió coger el sendero más
corto, el que atravesaba el bosque justo por en medio y surgía a la altura del
trecho del río con las aguas más convulsas y que, una vez superado, solo
quedaba poco menos de una hora de camino a paso rápido hasta llegar a
Serra. El río no le preocupaba, conocía bien todos sus recovecos, a pesar de
que aquel era el tramo más peligroso y estrecho. Ambos márgenes estaban
separados por no más de veinte pasos, y con la cuerda dispuesta por los
aldeanos para unir las dos orillas, la travesía se convertía, con el tiempo y la
experiencia, en algo bastante cómodo. Por suerte no tendría que sumergirse
demasiado, ya que en esa época del año el agua le llegaba como máximo a
la cintura. Se subió la falda hasta las caderas y la sujetó con el cinturón, de
este modo solo se le calaron las medias. Así llegó a Serra, sin tener que
cargar con el peso de la ropa mojada que, a buen seguro, la hubiera
retrasado. Y justo ese día no quería llegar tarde. La media izquierda estaba
sujeta con un lazo blanco, atado con un nudo que dejaba libres y, quizás
demasiado largos, los dos extremos. Su abuela se lo había regalado y le
había enseñado a atarlo para sujetar bien la media; cada mañana, como si
fuera un ritual, lo anudaba bien para no perderlo durante sus salidas. Había
pertenecido a su madre y, antes, a la madre de esta. Y así hasta el inicio de
los tiempos. A veces también lo usaba para sujetar su larga melena castaña,
que caía rizada por la espalda. Las mujeres de Torre Rossa le habían dado a
entender muchas veces que debía recogerse el pelo con trenzas bien
tirantes, que eso era lo correcto. Pero a ella le gustaba llevarlo suelto y libre.
Pasado el río, el trayecto era más tranquilo. El camino tenía las marcas
de las ruedas de los carros, que con los años habían allanado la tierra con el
peso de la mercancía que llevaban al gran mercado. Incluso el bosque
parecía que poco a poco cedía espacio a la única fuerza que conseguía
desafiarlo. Montones de troncos caídos a golpe de hacha flanqueaban el
camino que llevaba a Serra: pronto se convertirían en material para levantar
una prisión imponente por deseo de Guido Poderico, el señor del Castillo.
La antigua prisión ya estaba llena de vagabundos y traidores y era necesario
construir otro espacio para castigar a quien quebrantara la ley.
Ahora ya quedaba poco. El silencio del bosque, roto solo por algunos
gorjeos y la huida temerosa de alguna liebre, iba cediendo a los primeros
sonidos del centro habitado: el traqueteo de las ruedas de los carros a lo
lejos, el viento que transportaba el siseo de las aspas de los molinos y los
gritos de los que entraban a la ciudad y aminoraban la marcha de los
caballos. Ya se avistaban las primeras casas bajas situadas justo al otro lado
de la puerta de Serra. En ellas vivían campesinos y artesanos que poseían
un permiso especial para entrar y salir cuando quisieran. Aun así, la puerta
principal estaba abierta casi siempre; con semejante sol hasta brillaba su
piedra oscura. Serra era un lugar hospitalario y pacífico. Por fin, después
del miedo del día anterior tras el funeral de Maddalena y la llegada, durante
la noche, de las misteriosas visitantes, Ade estaba recuperando un poco de
seguridad. Serra era más amable que Torre Rossa y en su mercado siempre
hacía buenos negocios. Casi nunca volvía a casa con las manos vacías.
Apuró el paso para llegar a tiempo de vender el cesto y comprar algo
para la cena.
—¡Qué vestido más bonito! ¿Es de algún sastre conocido? —Se oyó
desde lo alto.
Ade se detuvo y, mirando hacia arriba, escrutó los árboles que la
rodeaban. Las ramas eran densas, pero no parecían esconder a ningún
intruso.
—¿Quién eres? ¡Muéstrate! —dijo Ade.
Fue la seguridad en sí misma, que apenas había recobrado, la que le
hizo pronunciar esas palabras con tanta decisión; aunque identificar a quién
pertenecía esa voz le preocupaba más que la idea de ser espiada.
—Debe de ser una moda de ciudad. ¡Tengo que decírselo a mis
hermanas!
Alguien saltó desde una rama torcida de un cedro que se resistía a la
fiebre por la construcción del señor del Castillo.
Lo primero que vio fue un par de ojos oscuros y almendrados. Grandes
y vivaces. Las cejas pobladas hacían más hipnótica la mirada, que
permanecía fija en ella. El rostro anguloso le confería un aspecto
aristocrático, así como el tono de piel pálido y las mejillas afeitadas. Debía
de ser un par o, como mucho, tres años mayor que ella, aunque parecía
tener ya una cierta experiencia. O al menos, eso dejaba entrever aquella
sonrisa picara y enigmática.
—Explícamelo, ¿eso es una falda o escondes algo ahí? —le dijo
acercándose a ella.
Fue entonces cuando Ade se dio cuenta de que aún llevaba la falda
recogida en la cintura. Se ruborizó e intentó con torpeza desabrocharse el
cinturón y dejar caer la prenda.
—No deberías haber mirado —dijo Ade.
—Y, ¿por qué no? Hasta con la falda subida vas más tapada que yo.
Pero bueno, es mejor entrar en Serra con un atuendo más apropiado. Vete a
saber qué pensará la gente de una muchacha sin falda…
—Sí que llevo falda. ¡Mírala! Me la había recogido para que no se
mojase al cruzar el río. Pero ¿por qué pierdo el tiempo dando
explicaciones? Disculpa, sería un placer quedarme aquí hablando contigo,
pero tengo prisa. Además, para serte sincera, no me interesas lo más
mínimo.
—Pareces un poco perdida. Si quieres puedo acompañarte. Conozco un
atajo.
—No, gracias. Me sé muy bien el camino y puedo arreglármelas sola.
Ade pasó junto al muchacho y se dirigió a buen paso hacia la puerta
grande.
—Eh, Mediafalda, ¡te has olvidado esto!
Ade se dio la vuelta y vio su cesto en las manos del desconocido.
Odiaba tener que hacerlo, pero tenía que volver atrás. Debía de haberlo
dejado en el suelo mientras se desataba el cinturón.
—No tengo ninguna intención de darte las gracias.
—Vamos, Mediafalda, no te ofendas. No quería hacerte perder el
tiempo. Estabas muy graciosa vestida de esa manera.
—¡No estaba graciosa! ¡Estaba siendo… práctica! Y, sobre todo, ¡no me
llames Mediafalda! —Le arrebató el cesto de las manos y volvió sobre sus
pasos.
—Pero ¡dime cómo te llamas! ¡Yo me llamo Pietro!
—El placer es todo tuyo, Pietro —ironizó Ade sin siquiera darse la
vuelta.
EL MERCADO

Serra se emplazaba en una hondonada rodeada de colinas y la atravesaba un


arroyo serpenteante que nacía de un pequeño montículo situado a poca
distancia. Lo llamaban Monte Oscuro porque, aunque la cima se recortaba
inmaculada contra el horizonte durante la mayor parte del año, el verde de
los árboles era tan denso y oscuro que, en los días de lluvia o cuando el sol
se escondía tras las nubes, parecía casi negro.
Los muros que cercaban la ciudad no resultaban imponentes en
absoluto. Con una escalera de la longitud de un par de cañas o poco más
hubiera bastado para escalarlos. En su cara interior, algunos campesinos
habían levantado sus casas adosadas al muro, de manera que aquellas toscas
edificaciones se habían convertido en parte integrante de la ciudad, como
prolongaciones naturales; hijos hechos de la misma sustancia que la madre.
Hijos que, no obstante, hacían al burgo más vulnerable en manos de
aventureros y malintencionados. A pesar de ello, los habitantes de Serra
eran confiados y parecían no tener miedo a nada, como si aquel perímetro
amurallado fuese simplemente un confín mullido y cálido capaz de abrirse y
acoger a cualquiera que quisiera formar parte de él, casi como si lo
abrazara.
Después de aquel extraño encuentro, Ade había traspasado finalmente la
puerta y se dirigía ahora con paso rápido hacia la plaza del mercado, el
corazón de Serra y centro vital de la ciudad, del que partían las principales
vías. En la plaza se encontraba la residencia de Guido Poderico, en cuyas
salas se reunían las principales familias de Serra para tratar los asuntos más
importantes, un par de edificios que alojaban en su planta baja comercios y
casas de huéspedes y la iglesia mayor —siempre en reconstrucción—, sede
episcopal del territorio limítrofe. La noticia de que le habían encomendado
a un joven pintor de la escuela florentina los frescos de la nave central
recién renovada había llegado hasta Torre Rossa.
Monseñor Alessandro Tosco, obispo de Serra y gobernador de todas las
diócesis de los alrededores, incluida la aldea de Ade, era un amante del arte
y financiaba con su patrimonio todos los trabajos de embellecimiento de la
iglesia: de este modo conseguía distraer la atención de la población,
reformadores eclesiásticos, de sus pequeños vicios. Según él, no eran
muchos: algún amante, hombre o mujer —tampoco había gran diferencia—,
algunos negocios turbios y, sobre todo, la financiación de Sante y su banda
de extraños cazadores. Por más que Tosco no fuese el único que los
subvencionaba, alguien en Roma no veía con buenos ojos la existencia de
aquella extraña secta, por lo que el obispo intentaba esconder sus acciones
con su dedicación a la diócesis. La casi constante ausencia del señor de la
ciudad, Guido Poderico, que permanecía en Roma por largos periodos, le
facilitaba la posibilidad de esconder sus pequeños pecados.
Antes de entrar en la plaza, Ade se detuvo en una de las doce almazaras
con las que Serra se había ganado su fama fuera de sus confines. Quería
asegurarse de que el precio del aceite fuese todavía el mismo y que no se
hubiera incrementado en las últimas semanas. La cosecha del pasado otoño
había sido muy satisfactoria y les había generado varias tinajas, además
habían podido vender el aceite incluso más allá de Roma, sin que el coste
del transporte impidiera que siguiera siendo un muy buen negocio.
Extrañamente, ninguno de los trabajadores pareció reconocerla. Sin
embargo, aunque no era una clienta habitual —hacía durar mucho cada
cántaro de aceite que compraba para ella y Valente—, podría decirse que
era galanteada por aquellos hombres y, hasta entonces, su llegada a la
almazara había estado siempre festejada con un vaso de vino y unas
aceitunas verdes en conserva. Esta vez se limitaron a levantar los ojos con
desinterés y a responder con frialdad a sus preguntas, volviendo luego a sus
quehaceres sin dirigirle ni una sola palabra que no fuera estrictamente
necesaria. Mientras seguía su camino hacia el mercado, Ade se preguntó si
habría cambiado en los últimos meses. Se dijo además que, si encontraba un
trabajo nuevo, se compraría un espejo. Uno de esos pequeños que vendían
en el mercado de Serra. Jamás había podido permitirse ni el más barato.
Cuando llegó a la plaza, el sol ya brillaba alto en el cielo y el reloj de
sol de la iglesia advertía que se aproximaba el cierre del mercado. Los
carros ambulantes estaban medio vacíos y la gente deambulaba hacia la
posada o hacia los pocos puestos a los que todavía les quedaba algo por
vender. Ade miró a su alrededor buscando un lugar bien visible donde
exhibir el cesto y el manojo de hierbas medicinales que había llevado
consigo. Había llegado tarde, pero todavía alimentaba la esperanza de
vender el cesto. De repente, vio un espacio libre en la esquina, parecía ser el
más abarrotado: allí colocaría su mercancía.
Los hombres y las mujeres de Serra no parecían prestarle mucha
atención, era mejor así. Eran bastante celosos de su mercado, aunque
permitían que cualquier persona hiciera negocios. Bastaba con dejar a
cambio alguna moneda en los comercios o en los puestos locales. Eso era
todo lo que Ade pedía. Atravesó la plaza a paso rápido, pero eso no le
impidió oír que alguien pronunciaba su nombre ni ver que la señalaban. La
seguridad que la había acompañado durante la mañana empezaba a flaquear,
se le aceleraba el corazón a pesar de que intentaba con todas sus fuerzas
permanecer calmada. Los ciudadanos de Serra la miraban fijamente y un
murmullo irritante empezó a discurrir de boca en boca, un cuchicheo que
atravesó la plaza a toda velocidad, más rápido que sus frenéticas zancadas.
Varios hombres se movieron a la vez y ocuparon el espacio libre al que se
dirigía. Cuando llegó, los miró un momento e hizo ademán de volver atrás,
dispuesta a colocarse en otro lado. Se dio la vuelta, pero apenas se había
movido cuando todos los que estaban cerca de ella se pusieron delante
cerrándole el paso.
—¿A qué has venido? —preguntó alguno de los de delante del grupo.
Seguramente era un mercader, por su hermosa camisa de lino y sus botas de
piel ajustadas.
—A lo que se hace en un mercado. Vender y comprar —contestó Ade.
—Aquí no hace falta que vendas nada. No nos interesan tus cosas,
tenemos de todo —repuso una mujer que se había abierto camino desde
atrás—. Además, ya has visto que el mercado está cerrando, nadie tiene
nada para venderte.
—No necesito mucho. Y tengo un cesto: es resistente pero ligero,
perfecto para las aceitunas. Estoy segura de que si lo sujetaras un
momento… —explicó Ade.
—Ya tenemos muchos cestos. No parece que el tuyo tenga nada de
especial. Coge tus cosas y vete por donde has venido —le espetó la mujer.
—¡Aquí no te queremos, bruja! —gritó alguien entre la multitud.
Ade dio un brinco al oír aquella palabra. Comprendió que las noticias,
las malas, son más rápidas que un par de piernas y que aquella historia —la
muerte de Maddalena y todo lo que había sucedido después— ya había
llegado a oídos de toda Serra, con unas consecuencias que nunca habría
imaginado. ¿Cómo vivirían ahora ella y Valente?
—No soy una bruja. Me llamo Adelaide y he traído un cesto para
venderlo. Vengo de Torre Rossa, no del bosque —aclaró con la poca
convicción que todavía le quedaba.
—Ya sabemos quién eres —dijo un hombre alto y fornido, vestido con
un espléndido chaleco hecho a mano y un extraño collar—. Y ahora, vete.
Debía de ser alguien importante, porque su llegada a la plaza había
silenciado el murmullo de la gente. La siguió mirando a los ojos y añadió:
—Aquí no queremos problemas. Serra es una ciudad tranquila y así
debe continuar. Cada día llegan cientos de hombres y mujeres para comprar
nuestro aceite, nuestro grano y nuestros tejidos. Hasta Roma llega nuestra
fama. Nuestros melocotones son los más dulces de todos los campos de los
alrededores. No podemos permitirnos que la brujería infecte los muros de la
ciudad. Así que si no quieres que te pase nada, coge tu cesto y esas hierbas
extrañas y vete. No volveré a repetirlo.
En ese momento un grupo de jóvenes se acercó y se dispuso en un
semicírculo, todos llevaban el mismo collar que el hombre del chaleco: lo
llamaban Sante. Debía de ser su jefe, listaban todos ahí de pie, con los
brazos cruzados, las piernas separadas en una posición firme y la mirada
amenazante. Ade comprendió que no había manera de oponerse. Sentía la
injusticia de aquellas acusaciones que no guardaban relación ni con el
miedo ni con el bien de la comunidad. Sabía que la estaban tomando con
ella porque era presa fácil: estaba sola y era pobre y extranjera. Bajó la
mirada hacia el cesto que aún tenía en las manos, se arregló el mechón de
cabello que le caía sobre el rostro y murmuró contrariada:
—De acuerdo. Me voy. —Aunque le hubiera gustado añadir: «Pero
volveré».
Aun así no lo hizo.
La multitud le abrió paso, dejándole una especie de pasillo estrecho y
nada tranquilizador. Ade caminaba con la cabeza alta, rodeada por la
muchedumbre. Esperaba insultos, amenazas, incluso que la escupieran, pero
no hubo nada de eso. A cada paso veía manos que se apretaban en un puño,
un gesto que disimulaba mal las verdaderas intenciones de aquella gente. La
plaza nunca le había parecido tan grande. Cuando era pequeña, inventó un
método para superar los miedos, y con el paso del tiempo se había
convertido en un ejercicio casi diario. Una forma para hacer que todo fuera
posible. Su abuela solía decirle: «Si el obstáculo te parece demasiado
grande, divídelo en impedimentos más pequeños: una vez que los hayas
solventado todos, ya nada te parecerá insuperable». Así que Ade había
empezado a fijarse metas que, una tras otra, había ido alcanzando. También
en este caso, frente a una multitud que solo esperaba un movimiento
imprudente por su parte, y frente a una plaza que parecía crecer a cada paso,
su pensamiento se concentraba un poco más adelante, en el centro de la
plaza, sobre una gran piedra plana que se usaba como podio para anunciar
proclamas, órdenes o dar voces a la población.
«Si llego a la piedra estaré salvada», se repetía sin prestar atención a
nada de lo que sucedía a su alrededor, evitando pensar que necesitaría dar
unos cuantos pasos más antes de poder alejarse y considerarse finalmente
sana y salva. Aquel juego siempre le había funcionado para controlar sus
miedos. Muchas veces la abuela se marchaba casi al amanecer a visitar las
casas de la aldea vecina, ya que curaba ancianos y enfermos, y era habitual
que volviese muy entrada la noche.
También en esos casos, Ade jugaba para luchar contra el miedo que le
producía que no regresara. «Si consigo acertar con la honda el tronco de
aquel árbol, la abuela llegará al pueblo de los pastores sin que nadie le haga
daño», se decía. Y así lo hacía. Recogía piedras y las disponía en fila una
detrás de otra. Se ataba la honda a la muñeca derecha y empezaba a
lanzarlas. Siempre tardaba un poco en darle al tronco. Aunque era buena
lanzadora, se ponía nerviosa cuando la vida de su abuela estaba en juego y,
a veces, erraba el blanco por varios palmos. No obstante, al final, después
de mucha concentración y varias tentativas, acertaba siempre. Y su abuela
llegaba a su destino, tal como le explicaba por la noche, con todo lujo de
detalles, delante de la chimenea. Y Ade respondía feliz:
—¡Lo sé, abuela, le he dado al tronco!
También en ese momento pensó en la honda, que reposaba en el bolsillo
interior de la falda junto con una piedra especial que llevaba siempre
consigo, por si acaso.
Hubiera apuntado a la bandera que ondeaba en la ventana central de uno
de los edificios más bellos de la plaza. Pero no lo hizo, no por la dificultad
del ángulo o por el viento que se había levantado, sino porque seguramente
nadie hubiera entendido que para ella era solo un juego, y aquel gesto
hubiera parecido una agresión.
La gran piedra ya estaba a pocos pasos de ella. Saboreaba el momento
en que la dejaba a sus espaldas y retomaba la vía del torreón por donde
había venido. Cuando pisó el último adoquín, el que había considerado su
meta, Ade sintió el peso de una mirada diferente. Nadie en la plaza la
miraba de ese modo. Eran unos ojos de mujer. Se dio la vuelta lentamente,
intentando que nadie lo notase. Cuando sus miradas se cruzaron, vio dos
ojos claros, casi transparentes. Si hubiera tenido tiempo para analizarlos
hubiera visto el miedo en ellos, quizás más que el que ella sentía. Se
escondían bajo una capucha gruesa y oscura que caía sobre la frente y
dejaba entrever algún mechón pelirrojo desordenado. Sus manos sujetaban
con fuerza los bordes de la capucha, como si la cerrase, a pesar de que el
viento no parecía una amenaza real. El rostro estaba retirado hacia atrás,
con el mentón escondido; solo se veían los ojos. Ade se perdió dentro de
aquella mirada que le hablaba en una lengua conocida. Vio sus mismas
angustias, el mismo temor, y reconoció también una fuerza que se negaba a
permanecer encerrada. Esbozó una sonrisa cómplice y continuó andando sin
bajar la mirada. La piedra ya estaba a sus espaldas y Ade notaba que la
sangre volvía a fluir por sus venas, convirtiendo aquella caminata en algo
más parecido a un paseo que a una fuga.
Una piedra lanzada desde atrás se rompió en pedazos a pocos pasos de
ella. Con aquel sonido volvió en sí, desvió la mirada de la desconocida y, de
repente, empezó a correr. No habría sido necesario hacerlo, no había ningún
motivo. Había sobrepasado la gran piedra sin problemas: estaba a salvo,
pero ese ruido sordo y los fragmentos que le golpearon los tobillos la habían
sorprendido. Otra piedra, esta vez lanzada desde una distancia más próxima,
no falló el blanco y le golpeó la nuca. Con un gesto casi automático, Ade se
llevó la mano a la cabeza y con el otro brazo se cubrió el rostro, en una
inútil tentativa por defenderse. Cayó al suelo por un impacto en la cabeza
que le cortó la respiración. En ese momento, la multitud que había esperado
al acecho como un predador que aguarda el momento justo para abalanzarse
sobre la presa herida sin freno ni temor, empezó a recoger piedras y trozos
de adoquines para terminar aquello que algún intrépido había comenzado.
Antes de desvanecerse, Ade miró a un lado y buscó los únicos ojos
amigos de aquella plaza, pero ya no había rastro de ellos. Lo último que
pudo distinguir fue el perfil a contraluz de un hombre que se encaraba a la
multitud, interponiéndose entre ella y los demás. No podía ver su cara, pero
reconoció aquellos cabellos ondulados que caían por su cuello y se movían
nerviosamente a cada palabra que pronunciaba. Luego llegó la oscuridad.

***
Pietro se dirigió hacia la plaza, interrumpiendo su deambular por la
ciudad, cuando oyó el primer grito. Apareció jadeante por la vía del torreón
y se encontró con una escena grotesca. Toda la plaza estaba armada con
piedras y una joven yacía en el suelo. No era una muchacha cualquiera, era
la misma que se había encontrado aquella mañana en el bosque con la falda
levantada. Antes de darse cuenta ya estaba corriendo hacia ella.
—Pero ¿qué os sucede? ¡Esta no es la Serra que conozco! He estado
fuera tres años y, cuando vuelvo, os encuentro a punto de lapidar por la
espalda a una mujer desarmada.
—¿Y tú quién eres? —preguntó una voz entre la multitud.
—Soy Pietro, el hijo de Agnese. Soy de Serra, como vosotros.
—Apártate, Pietro, no tienes ni idea de quién es esa —le dijo una
campesina que se encontraba a poca distancia y que llevaba todavía una
piedra en la mano.
—Es una muchacha que quería vender un cesto y seguramente comprar
algo. ¿Desde cuándo merece eso un linchamiento? ¿Y desde cuándo se
resuelven de este modo los asuntos en Serra? ¿Dónde está mi padre?
—Estoy aquí. —Sante, que se había mantenido ajeno a lo que sucedía
hasta aquel momento, avanzó hacia él. Se oyó un murmullo entre la
multitud, era el hijo de Montesi—. Mi hijo tiene razón —dijo dirigiéndose a
la plaza—, no somos unos salvajes. Dejad que la muchacha vuelva a su
casa. No somos nadie para juzgarla, al menos por ahora.
—¿Juzgarla? ¿Por qué? ¿Por comercio ilegal de mimbre?
—Por brujería.
Durante un momento, Pietro, en silencio, con los puños cerrados y con
las últimas palabras que había gritado quemándole en la boca, miró
fijamente a su padre.
—Padre, sabéis mejor que yo que la brujería no existe —dijo Pietro
lentamente, mirándolo a los ojos.
Sante hizo una señal a sus hombres para que dispersaran a la multitud.
Luego se marchó, dejando a Pietro con la muchacha.

***
Ade no sabía durante cuánto tiempo había perdido el conocimiento.
Apartó el brazo de la frente y se dio cuenta de que estaba en el suelo, sintió
un dolor punzante en la nuca y recordó las piedras. La silueta que había
visto entre ella y la muchedumbre todavía estaba ahí.
—Ven, te ayudo a levantarte, Mediafalda.
Ade aceptó su brazo y se levantó, solo encontró el equilibro cuando
consiguió incorporarse por completo.
—No ha funcionado.
—¿Qué no ha funcionado, Mediafalda?
En ese momento se dio cuenta de que estaba muy cerca de su rostro.
Podía sentir que su respiración pausada le acariciaba los labios. En los de él,
en cambio, se dibujaba una sonrisa amistosa, o al menos así le parecía. Se
soltó rápidamente de eso que se parecía mucho a un abrazo y, sin decir nada
ni dar las gracias, se alejó hacia la puerta de la ciudad.
—¡Eh, Mediafalda! Te has vuelto a olvidar esto.
Pietro tenía por segunda vez el cesto en la mano y la miraba con la
misma sonrisa picara de hacía un rato en el bosque.
—No tengo ninguna intención de darte las gracias esta vez… —dijo
Ade—… por el cesto.
—Pues quizás deberías hacerlo, porque te he salvado la vida.
—No me has salvado la vida. Me hubiera escapado perfectamente. Pero
no ha funcionado…
—Pero ¿me puedes decir qué es lo que no ha funcionado?
—Nada. Déjalo.
—Eres extraña, lo sabes, ¿verdad?
—Eso también lo dicen de mi hermano. De alguien ha tenido que
aprenderlo.
Después de esa frase, le dio la espalda y se alejó de una vez por todas de
la plaza.
—¡Ah, tienes un hermano! ¿Ves? Ahora ya sé algo de ti… Solo falta
que me digas tu nombre y ya podremos ser amigos.
Ade fingió no oír nada, pero sonrió con disimulo.

***
Cuando la muchacha apenas hubo desaparecido tras un recodo que
conducía a la puerta de la ciudad, Pietro se fue directo a la taberna de
Settimo Tenace, donde estaba seguro de que encontraría a su padre. Entró
haciendo ruido para que todos lo oyeran. Tiró su bolsa de viaje en un banco
y miró hacia la mesa en la que Sante y algunos jóvenes estaban bebiendo
algo que parecía un consistente vaso de vino tino.
—Estamos brindando por tu retomo, hijo mío. Un retorno inesperado
para nosotros y afortunado para la muchacha. —Sante alzó el vaso lleno a
rebosar y se lo bebió de un trago a la salud de su hijo, de pie delante de él.
Los jóvenes que estaban con Sante lo imitaron, sin apartar los labios del
vaso, hasta que la última gota de tinto hubo descendido por su sedienta
garganta. Todos excepto uno.
Recordaba a Cesare mucho más pequeño. Ahora, en cambio, al lado de
su padre, que era un hombre fuerte, no había mucha diferencia. Tenía los
brazos musculosos y enérgicos y, aunque no lo había visto de pie, debía de
pasarle al menos un palmo. Y a Pietro no le gustaba que lo superasen, ni
siquiera en estatura.
—Siéntate con nosotros —dijo uno de los muchachos que Pietro
identificó como Bartolomeo, el hijo del orfebre, mientras le hacía sitio.
—No te esperábamos hasta la próxima semana.
—He anticipado mi regreso. Se han suspendido las lecciones debido a
una repentina enfermedad del profesor.
—Ah, parece que hasta en Roma se ponen enfermos…, aunque por
suerte tenéis muchos médicos allí… ¿Algo grave? —Esta vez fue
Domenico quien habló.
El hijo de Sante fingió no haber captado la provocación:
—No, parece que es una simple fiebre. Nada que ver con ninguna
epidemia.
Pietro los observó uno a uno. Si se fijaba más, no solo era Cesare el que
parecía haber crecido de una manera asombrosa. También Domenico, al que
recordaba como un muchachito menudo, casi raquítico, a pesar de ser hijo
de un granjero, acostumbrado al buen caldo y a la mejor leche, ahora era
todo un hombre: tenía un físico de luchador. Al igual que todos los demás.
Sus antiguos compañeros de juegos lucían orgullosos la fuerza de sus
brazos mientras alzaban los vasos vacíos para que se los rellenase Caterina,
la hija de Settimo. Pietro se miró con los ojos de ellos y se vio pálido y
demacrado. Un detestable y débil muchacho de ciudad.
—¿No bebes con nosotros? —Cesare le ofreció un vaso de vino.
—No tengo sed, gracias.
—¿Y desde cuándo se bebe un buen vino para saciar la sed?
Pietro cogió el vaso de las manos de Cesare y se lo bebió de un trago.
No quería que lo intimidasen.
—Veo que no has olvidado los buenos modales.
—Cierto, no los he olvidado, los he estudiado, de hecho.
La mirada de Cesare estaba llena de resentimiento: sentía que aquel
retomo, tan esperado por Sante y tan temido por él, cambiaría muchas
cosas, cosas relacionadas con su vida.
—Marchaos, ahora debo hablar con mi hijo.
Sante hizo una señal a Pietro para que se acercase, mientras sus
muchachos se levantaban de la mesa. Cesare fue el único que permaneció
sentado, convencido de que aquella orden no lo incluía a él.
—Cesare, tú también. Te mandaré llamar si te necesito —le dijo Sante
sin prestar atención a la mirada rencorosa que este le dedicó.
Cuando Cesare hubo abandonado la taberna, Sante le propuso a su hijo
dar un paseo hasta casa para poder charlar durante el trayecto. Su madre,
Agnese, estaría contenta de verlo llegar con tanta antelación; no le había
dicho nada para no estropearle la sorpresa. Se encaminaron uno junto al
otro, Sante con la bolsa de viaje de su hijo a la espalda y Pietro con una flor
que había cogido apresuradamente para su madre. Vistos desde atrás, nadie
dudaría de su parentesco: el mismo caminar —una zancada larga y regular
—, el mismo balanceo de los brazos acompañando el paso y la misma
forma de la espalda que se estrechaba en los costados. La única diferencia
era su tamaño.
—¿Vas a quedarte?
—¿Es una orden o una pregunta? —A Pietro no le había gustado el tono
autoritario de su padre.
—Se trata de tu futuro. Y también del de la ciudad.
—Si es de mi futuro de lo que estamos hablando, seguramente está
fuera de estos muros. Para eso me enviasteis a estudiar, ¿verdad?
—Todo ha cambiado mucho desde que te fuiste.
—Si os referís a lo que he visto hoy, padre, estoy contento de recordar
Serra tal como era.
—Lo que has visto hoy, Pietro, es solo el comienzo.

***
A pocos cientos de metros de ellos se podía entrever la figura esbelta de
una mujer que, con las manos en el delantal, entrecerraba los ojos para ver
mejor. Se había enterado de la noticia del retorno anticipado de Pietro
gracias a una vecina, mientras desplumaba un pollo para la cena. De
repente, el animal le pareció mucho más pequeño que cuando lo había
degollado. Hubiera tenido que coger el otro, el que se había escapado el
último, en un extraño instante de pereza. Pero había decidido indultarlo y
evitarle convertirse en el montón de piel y huesos que ahora tenía entre las
manos. Pero en ese momento ya era tarde, su hijo corría sonriente hacia
ella.
¡AQUÍ NO LOS QUEREMOS!

El padre Agnolo, de Torre Rossa, había reunido a los hombres de la aldea


en la pequeña capilla. Había dispuesto los bancos en semicírculo y, en el
centro, había colocado una especie de púlpito pequeño. Había cubierto con
una cortina el crucifijo de detrás del altar para que Dios no viera de qué
asunto terrenal se veía obligado a ocuparse su humilde servidor. Había
vaciado las dos pilas de agua bendita para evitar que los presentes tuvieran
a mano un arma sagrada para usarla contra el vecino de banco si la
discusión se encendía y, finalmente, había cerrado la entrada de la casa
parroquial. Todo estaba preparado para la asamblea de lugareños convocada
con urgencia por el jefe de la aldea para discutir sobre los oscuros
acontecimientos de los días anteriores.
Dada la naturaleza privada y especialmente delicada del asunto, el padre
Agnolo había sido designado para presidir la asamblea en lugar del jefe de
la aldea, tarea que se había tomado muy en serio. Los primeros en llegar
fueron los hijos de Gianbattista; se sentaron en los bancos más cercanos al
púlpito y esperaron al resto en silencio.
Dante, el panadero, caminó hasta el centro de la pequeña capilla y se
sentó en un banco cercano a la salida. Lo mismo hizo el dueño de la posada,
que prefirió no tomar asiento cerca de los hermanos de Federico. La capilla
se fue llenando con rapidez, y el silencio que reinaba unos minutos antes se
rompió con un parloteo nervioso. El último en llegar lúe Gianbattista, que,
en lugar de dirigirse hacia el púlpito, se sentó entre sus hijos. Esta vez no
estaba allí para ser juez imparcial; al contrario, esa noche era la punta de
lanza de la acusación y, en el fondo, esperaba encontrarse frente a un
defensor igual de combativo. La decisión final debía estar libre de dudas y
sospechas.
El padre Agnolo fue el primero en dirigirse al púlpito.
—Todos sabemos por qué nos hemos reunido en presencia de Dios y de
los hombres. Hace cuatro días el demonio vino a visitar nuestra pacífica
aldea. Ha sido la primera vez y ninguno de nosotros estaba preparado,
aunque sabíamos que tarde o temprano sucedería. Satanás no descansa
nunca, solo espera el momento y el servidor adecuado. Nada puede
detenerlo, solo la fe y la firmeza de nuestro espíritu, y eso es lo que os pido
esta noche, hijos míos: fe y firmeza. La primera guiará vuestro juicio y
vuestras palabras; la segunda encaminará vuestras acciones. Lo que el juicio
establezca, la mano lo ejecutará. No olvidemos que Dios se hizo hombre
para salvarnos y Satanás se hizo mujer para condenarnos.
Después de estas palabras, el padre Agnolo se alejó del púlpito y cedió
la palabra a Federico.
—Padre, hermanos y lugareños de Torre Rossa. El dolor por la
inexplicable muerte de mi hermana y la ternura que siento por mi pobre
madre no ofuscan mis pensamientos, sino que amparan mis palabras con la
intención de llegar hoy a un único juicio. Quien ha causado este dolor debe
sufrir igual o más que nosotros. Mientras esa muchacha permanezca en
Torre Rossa, mi madre no tendrá paz, mi padre no hallará sosiego, la sed de
venganza de mis hermanos no será satisfecha…
—Y de tu sed de venganza, Federico, ¿qué nos dices? —lo interrumpió
Dante.
—Yo, como mis hermanos… —se dispuso a responder Federico,
sonrojado, pero el panadero lo interrumpió de nuevo.
—No me refiero a la venganza de tus hermanos. Tú tienes otros motivos
para vengarte de la pequeña Adelaide. ¿O nos hemos olvidado todos… —
dijo levantándose y dirigiéndose a la asamblea—… de que Federico pidió
matrimonio a Adelaide hace varias lunas y que ella lo rechazó? Esa
muchacha sola, sin familia que la cuide y con un hermano al que alimentar,
hubiera podido solucionar su vida de una vez por todas. Solo Dios sabe
cuántas veces le recomendé que lo hiciera, por su bien. Pero ella se negó.
«No te quiero», dijo ella a quien no la dejaba en paz y la seguía a todas
partes. Este, y solo este, es su pecado. Firmeza y honestidad, ¿no es eso lo
que está pidiendo, padre? Firmeza y honestidad en el juicio. Adelaide lo ha
sido: firme y honesta. ¿Estaremos nosotros a su altura? —La voz de Dante
tembló al final por la emoción.
Gianbattista se levantó y, de inmediato, Federico le cedió el púlpito.
Cuando sus miradas se cruzaron, el muchacho entendió que, también en
aquella ocasión, su padre iba a salvarlo de la vergüenza.
—¡Pues ya hemos encontrado a quien defenderá a la muchacha de la
acusación de brujería! —empezó diciendo y mirando a Dante.
El panadero asintió con la cabeza, haciendo gala de su seguridad. En el
púlpito, Gianbattista parecía todavía más imponente, mientras Dante era
bien conocido en la aldea por su extraordinaria baja estatura. Cuando
sacaba las hogazas del horno tenía que usar una banqueta de madera para
ganar centímetros y tener más fuerza en los brazos. Sentado en aquel banco
de la capilla hubiera pasado por un niño, ya que los pies apenas le llegaban
al suelo. A pesar de ello, no se dejaba intimidar. Sabía que era una persona
justa, y que la justicia lo hacía grande.
—Bien —prosiguió Gianbattista—, ¡que no se diga que Tone Rossa es
una aldea de pueblerinos ignorantes y panaderos enanos! —Alguien se rio,
pero fue fulminado por la mirada del padre Agnolo, que velaba por el
pacífico desarrollo de la asamblea—. Tienes razón, querido Dante. Federico
tendrá sus motivos para enfrentarse a la muchacha, no es un santo. Pero
quién de nosotros puede afirmar que lo es. Somos humanos y, como tales,
imperfectos y susceptibles de pecar. No se tomó bien el rechazo, lo
consideró una ofensa. ¿Es eso censurable? Hasta yo lo habría hecho. Un
hombre joven, de buena posición, con un oficio, rechazado por una
muchachita cualquiera. Y además os recuerdo que un hombre enamorado es
capaz de muchas otras locuras, que van más allá de perseguir a la mujer que
ama. Pero no estamos aquí porque Adelaide rechazó a mi hijo, hubiera sido
una asamblea mucho más alegre. Estamos aquí porque mi hija, la primera
hija después de siete varones, la alegría de mi esposa, ha muerto mientras
dormía en mis brazos. ¿Y no es ese el lugar más seguro del mundo? Nunca
antes había sucedido nada parecido, ni en Torre Rossa, ni en las otras aldeas
que gobierno, ni en ninguna ciudad que yo conozca. El único lugar donde
puede suceder algo parecido es en el infierno. De allí ha llegado este horror
y es allí donde debe volver. Adelaide ha vivido con nosotros, ha comido en
nuestra mesa, ha sido acogida en nuestras casas y querida por todos
mientras no era la mano del demonio.
En la capilla, las voces de los hombres, cansados después de toda una
jornada de trabajo, empezaron a alzarse mientras sus manos golpeaban los
bancos. Alguien abandonó su asiento y se dirigió amenazante hacia Dante,
que de repente se sintió aislado: enseguida se dio cuenta de que no tenía
ningún aliado, incluso parecía que el padre Agnolo se había desplazado
imperceptiblemente hacia Gianbattista.
—¡Tiene que irse!
—¡Que vuelvan al infierno, ella y el pequeño! Aquí no los queremos.
El padre Agnolo levantó los brazos pidiendo silencio. Se acercó al
púlpito e indicó a Gianbattista que volviera a su asiento. Disfrutó mucho al
hacerlo, pero luego se arrepintió. Cuando terminara la asamblea haría
penitencia por aquel pecado, ahora no podía. Había llegado el momento de
llamar a la testigo: él mismo había ido a buscarla y quería gozar al ver la
sorpresa en los ojos de los presentes. Después de esto nadie le negaría una
ayuda para ampliar la capilla. Su sueño, tener una iglesia de verdad, que
fuera la envidia de todas las aldeas vecinas, estaba a punto de hacerse
realidad, y, quizás, quién sabe si en el futuro llegaría a tener un campanario
y alguna reliquia. ¿Quién se negaría a satisfacer las demandas de un párroco
rural que había resuelto un caso de brujería? En Roma estarían orgullosos
de él.
ESTAMOS LISTOS

Ade regresó a Torre Rossa desde Serra corriendo, sin detenerse en ningún
momento. Atravesó el río sin recogerse la falda, superando a nado la parte
más profunda para llegar lo antes posible. Escurrió el vestido lo mejor que
pudo y luego continuó corriendo hasta que, una vez superado el bosque,
vislumbró las primeras casas. No se paró hasta después de dejar atrás el
último árbol, un roble del que colgaba un columpio. Aquella tarde le
pareció un mal presagio que se meciera empujado por el viento. Aunque
tenía los pies clavados en el suelo, aquel vaivén le produjo cierta sensación
de vértigo. Apartó enseguida la mirada y continuó hacia el horno de
Nunziatina. Le daría el cesto a ella a cambio de un poco de harina y unos
huevos, aunque valiera mucho más. Ya no tenía mucha importancia.
La aldea estaba desierta. Las puertas de las casas estaban cerradas, por
las ventanas titilaba la tenue luz de las velas y una bocanada de humo
blanco ascendía de las chimeneas para luego disiparse en el cielo, a punto
ya de oscurecerse. Si Ade no conociera a los aldeanos, si no los hubiera
visto a todos reunidos el día anterior en el funeral de Maddalena, habría
pensado que Torre Rossa llevaba siglos dormida. En la calle no se veía el
puñado de hombres que de costumbre intercambiaban su punto de vista
sobre la cosecha, la posada estaba inusualmente oscura y nadie se encargaba
de la barra. Solo había luz en la capilla y le llegaban voces acaloradas, pero
no le parecía que estuvieran cantando vísperas. Se acercó lentamente a la
puerta cerrada con la intención de escuchar a hurtadillas. Sentía que allí
dentro estaba sucediendo algo y que, fuese lo que fuese, tenía que ver con
ella, lo sabía. Se agazapó detrás del pozo que dominaba la plaza. Las voces
eran más nítidas y estaba segura de que una era precisamente la del jefe de
la aldea; pero eran muchas, parecía que todos los hombres de Torre Rossa
habían acordado reunirse para la que, sin duda, no era una oración especial
por el alma de la pequeña Maddalena.
Iba a levantarse y conseguir una posición más favorable cuando la
puerta lateral se abrió y el padre Agnolo se asomó a husmear. Hizo una
señal a su izquierda y, de detrás del tronco del gran ciprés que se elevaba
como un centinela a un lado del edificio de madera, apareció una anciana
encorvada que caminaba arrastrando los pies pero que, pese a ello, se
dirigió hacia el sacerdote, como si no esperase otra cosa que aquella señal.
Ade la reconoció de inmediato y tuvo miedo. Habían pasado al menos dos
inviernos desde que fue expulsada de Torre Rossa, dos inviernos que
parecían veinte a juzgar por cuánto se habían ensañado con su cuerpo,
reducido a una hoja retorcida. Elvira había sido la matrona de Torre Rossa
antes de que ella ocupara su puesto; su regreso no podía significar nada
bueno. Ade la vio cuchichear un momento con el padre Agnolo y luego el
sacerdote le cedió el paso a la entrada de la capilla. La puerta se quedó
entreabierta tras ellos, la luz de las velas que iluminaba el interior apenas se
filtraba desde el umbral. Ade abandonó su escondite y se acercó al
resquicio. Miró a su alrededor. La aldea seguía desierta, nadie la vería. Si,
como pensaba, todos los hombres estaban en la capilla, todas las mujeres
estarían en casa esperándolos, así que no había nada que temer. Intentó
empujar suavemente la puerta y abrir un poco más la rendija para ver quién
había dentro. Tuvo mucho cuidado de no hacer ruido y se detuvo en cuanto
logró encuadrar el púlpito de madera que habían trasladado hasta la mitad
de la nave. Elvira había ocupado el centro de la escena y miraba a los ojos a
todos los presentes, uno tras otro.
Ade los reconoció; había varios amigos suyos. Y no solo ellos. Se
trataba, sin duda, de una asamblea importante, parecía no faltar ninguno. El
padre Agnolo, que era el único que estaba de pie junto a Elvira, fue el
primero en hablar.
—Hace dos inviernos la acusamos de robo y de habernos engañado. Un
hurto deleznable perpetrado contra una respetable familia. Aceptó nuestra
decisión y se mantuvo alejada de la aldea; ha vivido al día, subsistiendo a
duras penas y afrontando una acusación que siempre ha considerado injusta.
Se declaraba y se sigue declarando inocente. Yo la creo, ahora incluso más
que antes. Como buenos cristianos, os pido que escuchéis lo que tiene que
decimos y sabed que he sido yo quien la ha buscado y la ha traído ante
vosotros. Tuve que insistir, porque Elvira tenía miedo de volver a someterse
a vuestro juicio. Pero una vez que escuchéis lo que tiene que decir,
tendremos todos los elementos para tomar una decisión de acuerdo con la
justicia.
—Podríamos escucharla por complaceros, padre Agnolo. Pero no
entiendo qué tiene que ver el cuento de una vieja partera con nuestro
debate.
Ade reconoció la voz de Dante y se sintió aliviada por el tono seguro y
protector. Desde que murió la abuela, aquel pequeño panadero siempre los
había ayudado a ella y a Valente, a veces abiertamente, recomendándosela
como partera a quien necesitaba una en las aldeas vecinas; otras de forma
más discreta, como en los últimos tiempos, haciendo la vista gorda cuando
Nunziata se llevaba una hogaza de pan para ellos.
—Si tienes la paciencia de esperar, querido Dante, verás que la historia
de esta alma perdida, me temo que por nuestra culpa, nos ayudará a
despejar la niebla que envuelve estos últimos acontecimientos. Por favor,
hable. La escuchamos, Elvira.
Los ojos —velados por una pátina opaca— se movían febrilmente de
derecha a izquierda, y la mano que apoyaba en el púlpito temblaba. La
anciana llenó los pulmones de aire, como si tuviese que coger carrerilla o
lanzarse al río, y comenzó su historia.
—Han pasado dos inviernos desde que os vi por última vez y, en aquella
ocasión, estabais seguros de que era una mentirosa… ¡peor aún! ¡Una
farsante! A pesar de que os imploré que me creyerais, me echasteis,
condenándome a la pobreza y al hambre; pero no es culpa vuestra. Ahora lo
sé. Erais víctimas de un encantamiento, un maleficio que os dejó sordos y
ciegos durante mucho tiempo, pero que por fin se ha roto. Esa pequeña
malnacida —no quiero ensuciarme la boca pronunciando su nombre—, a la
que crio la bruja de su abuela, con un hermano loco y unos padres a los que
nunca nadie ha conocido, fue y es la maldición que desangra Torre Rossa.
Yo fui su primera víctima. Pero no la última, por desgracia para vosotros.
—Pronunció estas palabras y bajó la mirada hacia el jefe de la aldea, que
estaba sentado a su derecha.
La venganza que la anciana había soñado todos aquellos años de
cansancio y limosna se estaba haciendo realidad. Ya no sentía las punzadas
del hambre, y los huesos, que hasta el día de antes parecían desmoronarse a
cada paso, ahora la sostenían como si tuviese la mitad de años. Se sentía
más fuerte que nunca; y tal vez lo fuera.
Ade notaba su rencor inundando el aire. Podía sentirlo como un espeso
manto que la ahogaba, reconocía incluso su ruido; era un sonido sordo,
continuo e intimidatorio. Como el silbido del viento en las noches de
invierno. Recordaba muy bien el día en que echaron a Elvira, cuando la
pillaron en el establo de Marco —ya arrasado por los lobos— robando un
cordero. Escapó de milagro a un linchamiento, como le había sucedido a
ella esa misma mañana en la plaza de Serra. De lo único que se podía culpar
a Ade en todo ese asunto era de tener la capacidad de ocupar el puesto de
partera. Sacudió la cabeza para liberarse de aquel recuerdo y continuó con
la mirada fija en el púlpito y en aquella mujer, que estaba decretando su
final.
Elvira se concedió una pausa antes de acabar su discurso; sus ojos ya
habían quedado reducidos a una hendidura.
—Cuando el padre Agnolo vino a verme y me contó lo que le había
sucedido a la pequeña Maddalena, comprendí que había llegado el
momento de contaros todo lo que sé, porque por fin volvéis a tener oídos
para escucharme. El día que Antalia apareció en Torre Rossa, me pregunté
de dónde venía y por qué nadie de la aldea la conocía. Estaba entre
nosotros. Solo sabíamos eso. Se presentó como cocinera, pero las infusiones
y las sopas que preparaba no servían para quitarnos el hambre. Acababan
siendo utilizadas para curar todo tipo de dolores. Donde no llegaban sus
recetas, llegaba su fama de sanadora de huesos y de curandera. Una mujer
curandera… y aún peor, ¡una anciana curandera! Deberíamos de haberlo
entendido entonces, nos habríamos ahorrado dolor y vergüenza. Vengo aquí
a confesar mi deshonra: soy una ladrona, sí, pero no una embustera. Robé
para abriros los ojos, para demostraros que aquella mujer os estaba
engañando, quería ese cordero para mostraros lo que pronto veríais con
vuestros propios ojos frente a este sagrado altar. Ese maldito día, que marcó
mi destino, seguí a Antalia en una de sus visitas a los enfermos. Una de esas
visitas guiadas por el demonio. La llamaban de todas las aldeas, acordaos
de eso. Salía por la noche. No siempre iba sola, a menudo la acompañaba su
nieta, la muchacha cuyo nombre no quiero pronunciar. Las brujas solo
recurren a más brujas. Entraba en las casas de esas pobres almas y salía
poco tiempo después. A la mañana siguiente, aquellos a los que debía haber
curado se iban al cielo, o al menos eso quería hacemos creer. En realidad,
esas almas eran su tributo al demonio. ¡Y todo a través de ella! —Al decir
esto, sacó de uno de los grasientos bolsillos de sus ropajes un frasco de
cristal transparente con un tapón de madera envuelto en un trozo de
cáñamo.
Ade reconoció uno de los ungüentos secretos de su abuela. Recordaba
muy bien la forma y el color verde salobre del misterioso líquido. Todavía
tenía un frasco en casa y nunca se había atrevido a abrirlo. Su abuela
siempre le decía que era peligroso incluso descorcharlo y que, si un día se
veía obligada a hacerlo, debía cubrirse el rostro con un chal para evitar
respirar sus vapores. No tenía ni idea de cómo había llegado a manos de
Elvira.
—¿Reconocéis esta marca? —continuó la anciana, señalando el cáñamo
que envolvía el tapón, identificado con una A dentro de un círculo; ese
símbolo aparecía en casi todos los instrumentos de trabajo de su abuela.
Los presentes asintieron. No solo reconocían aquella marca, sino que
todos, en mayor o menor medida, habían sido objeto de las curas de Antalia
y ahora, en presencia de aquel pequeño contenedor de cristal, en vez de
dejarse llevar por la nostalgia, temblaban de miedo, como si cada uno de
ellos se hubiera librado de un peligro mortal.
Del otro bolsillo sacó un ratón de campo al que le había litado las patas
y lo apoyó en el púlpito. El animal, aterrorizado, trataba de escabullirse,
pero como se encontraba de costado no tenía manera de moverse. No emitía
ningún sonido. Parecía resignarse a su final, pero debía de suponerle algo
de bienestar respirar el aire que seguramente le había faltado en el
mugriento bolsillo de Elvira. La vieja miró a todos en silencio, parecía no
tener prisa por terminar la demostración. La puesta en escena no supondría
solo su salvación, estaba apostando a su propia fortuna. La rueda había
empezado a girar por fin, y ella estaba preparada para saltar. Con un
movimiento amplio y teatral destapó el frasco y, en un abrir y cerrar de ojos,
acercó la parte interna del codo a la nariz para protegerse. Los hombres se
sobresaltaron en los bancos echándose instintivamente hacia atrás, como si
algo o alguien espantoso pudiese salir del recipiente. Tratando también de
mantenerse lo más alejada posible, Elvira acercó el hocico del roedor al
cuello del frasquito y, presionando con los dedos que le quedaban libres, le
abrió la boca al ratón. Una gota de aquel misterioso líquido acabó en la
garganta del animal. Elvira volvió a meterse la botellita en el bolsillo, no sin
antes haberla cerrado con cuidado, y se acomodó el ratón en la palma de la
mano. Lo levantó para que todos pudieran verlo. Hasta Ade lo vio y sintió
pena por él. Ya no se zafaba. Parecía estar tranquilo, si es que un ratón de
campo puede adoptar ese estado de ánimo.
—Recordad siempre que quien sabe curar, también sabe matar. —Con
estas palabras, Elvira señaló con el brazo el centro de la estancia y acaparó
la atención de todos.
El vientre del ratón subía y bajaba con un ritmo irregular. Pasaron unos
segundos y un minúsculo espasmo, que solo pudieron ver los más próximos
a la mano de la anciana, se lo llevó. Desde el momento en que se tragó la
gota del ungüento secreto de su abuela hasta que expiró, Elvira no
pronunció más que un par de frases.
Al ver al ratón muerto, el padre Agnolo se arrodilló y se santiguó tres
veces. Elvira había logrado su objetivo, se arrodilló ella también, pero no
ante el crucifijo, sino frente a Gianbattista, muy alterado por todo lo que
acababa de presenciar.
—Su muy humilde servidora —dijo, y le besó las manos.
Dante fue el único que no se dejó engatusar y, tras levantarse del banco,
les preguntó a todos los presentes:
—¿Qué se supone que significa esta farsa?
—¡No es ninguna farsa, todos habéis visto lo que le ha pasado al ratón!
¡Y apuesto a que incluso mi hermana murió de esta manera! ¡Padre, estoy
seguro de haber visto un frasquito igual en las manos de Adelaide aquel día!
—Fue Federico quien gritó, seguro de poder redimirse de la humillación de
momentos antes.
La sangre de Ade hervía de rabia. Federico la estaba acusando de haber
matado a la pequeña Maddalena. Le hubiera gustado irrumpir en la capilla y
gritarle la verdad a aquella gente a la que antes quería. Jurar ante el crucifijo
y el sacerdote que jamás sería capaz de asesinar a nadie y, mucho menos, a
una maravillosa criatura como Maddalena. Le hubiera gustado decirles a
todos que sí había llevado un frasco a casa del jefe de la aldea, pero que era
solo una infusión para los dolores del parto, algo que había usado en
muchas otras ocasiones. Tenía su símbolo en el lacre, no el de Antalia. Pero
es más fuerte una mentira susurrada muchas veces que una verdad gritada
una sola vez. Ade reconoció en los ojos de sus conciudadanos el odio
alimentado por la sospecha y el miedo.
El jefe de la aldea, que se había mantenido en silencio, se levantó e
invitó a la anciana a hacer lo mismo. Gianbattista se apoyó en el púlpito,
como si no pudiera mantenerse en pie, y ese gesto alarmó a sus hijos, que
de inmediato se acercaron al unísono para sostenerlo.
—Nunca hubiera querido asistir a una exhibición como la de esta tarde.
El mal no tiene miramientos y yo tampoco voy a tenerlos. Mañana iremos a
casa de esa muchacha y, si encontramos las pruebas de lo que afirma la
anciana Elvira, Adelaide y su hermano tendrán que abandonar la aldea, por
las buenas o por las malas. En cuanto a quien nos ha ayudado en el juicio,
Elvira, tras aceptar nuestras disculpas, recuperará el puesto que le
arrebatamos por culpa de un hechizo.
Nadie tuvo valor para rebatirlo. Ni siquiera Dante, que sabía que era el
único que albergaba dudas sobre aquella historia disparatada de corderos y
ratones. Lo único que podía hacer era ir al día siguiente con los demás e
intentar proteger a Adelaide, incluso con su propio cuerpo, si la situación se
ponía difícil. La acompañaría a casa de unos parientes que vivían en una
aldea cercana y les rogaría que la ayudaran a encontrar un trabajo. Con este
propósito se encaminó hacia el horno.
Antes de salir de la capilla, el jefe de la aldea y sus hijos se acercaron al
padre Agnolo para darle las gracias y decidir con él los detalles de la visita
del día siguiente. Sin embargo, Ade no los vio discutir, porque se había
alejado corriendo hacia casa, justo después de que Gianbattista acabara su
discurso. Le había quedado claro que nada les haría cambiar de idea. Solo
podía pensar en ponerse a salvo y proteger a su hermano de lo que se les
venía encima. Mantenía la esperanza de que no le hubiese ocurrido nada
mientras ella estaba en Serra.

***
Cuando llegó a casa, salía humo de la chimenea. En ese momento cayó
en la cuenta de que no había traído nada para comer. No había pasado a ver
a Nunziatina y no había intercambiado el cesto por provisiones. Una
lágrima se abrió paso por la mejilla izquierda; se sintió sola, perdida. No se
atrevía a abrir la puerta y a enfrentarse al hambre de Valente. Su deber era
alimentarlo y defenderlo. Se lo había prometido a su abuela y, hasta aquella
tarde, siempre lo había cumplido. Apoyó la espalda en la madera fría de la
puerta y miró al cielo, que había empezado a lucir su manto de estrellas; la
oscuridad aún no había caído del todo y podía verse una franja de luz que se
teñía de rojo en el horizonte. Era el momento del día que más le gustaba,
cuando la luna y el sol estaban a punto de encontrarse, si querían, junto a las
estrellas, listas para sellar aquella unión celestial. Aunque posiblemente
sería mejor que entrara en casa, se quedó un rato más mirando la luz que
remitía, antes de volver y dejar espacio a otras estrellas y dibujos. Al día
siguiente partirían hacia una nueva vida y una nueva casa. Se despidió por
última vez de aquel atardecer tan familiar, se enjugó las lágrimas con la
palma de la mano y llamó a la puerta para que Valente la reconociera.
El muchacho levantó la vista del papel en cuanto oyó la señal de su
hermana, luego apartó la silla, corrió a abrir, y Ade cruzó la puerta. La casa
olía muy bien, a la sopa que hervía en el caldero que colgaba sobre el
fogón. La mesa estaba perfectamente preparada. En el centro destacaba una
botella de leche, una jarra de agua limpia y una hogaza de pan. Ade entró
titubeante y se aseguró, con un vistazo rápido, de que no hubiera nadie más
aparte de su hermano.
—¡Ade, por fin has vuelto! —El hermano, con las mejillas coloradas
por el calor del fuego, se lanzó a su cuello, haciendo temblar la mesa entera.
—¿Qué está pasando aquí, Valente? —preguntó ella sosteniéndolo en
brazos.
—¡Vamos a cenar!
—¿Quién ha preparado la sopa? ¿Y de dónde ha salido la leche?
—Hoy ha venido una amable señora a traerme todo esto.
—Me ha dicho que la habías enviado tú… —La voz de Valente se
volvió más vacilante.
—¿Pero no te dije que no debías abrirle a nadie? —Su grito se ahogó al
final—. ¿Has comido algo? ¿Eh? ¡Dímelo! —dijo agarrando a Valente por
los hombros y sacudiéndolo—. ¡Es importante! ¿Has comido algo? ¿Has
bebido de esa leche?
—No, no he probado nada… Quería esperarte. —Los ojos de Valente
estaban llenos de lágrimas y se clavaban en la mirada furiosa de su
hermana, que lo mantenía a distancia, escudriñándolo de pies a cabeza.
—¿Quién era esa señora? ¿Qué aspecto tenía?
—Tenía la mirada bondadosa.
Ade se detuvo e intentó tranquilizarse:
—¿Qué te ha dicho? Dime, ¿ha dicho cómo se llamaba?
—Solo ha dicho que era amiga tuya y que le habías pedido que viniera.
Me ha explicado qué debía hacer para que fueras feliz esta tarde cuando
volvieras, y también me ha dicho que te está esperando.
—¿Qué me está esperando dónde?
—Te espera y ya está. No ha dicho nada más. Ha dejado la sopa, el pan,
la leche y se ha ido. ¿Podemos comer ya? Tengo hambre.
Ade le acarició la cabeza y le enjugó las lágrimas que le habían surcado
las mejillas sonrojadas, luego lo soltó y se acercó a la chimenea. La sopa no
parecía contener nada amenazador, más bien lo contrario, tenía muy buen
aspecto. Había mucha verdura: repollo, zanahoria, apio y aromas que no
lograba obtener desde hacía meses, y, por último, una deliciosa carne de
pollo. El estómago empezó a gruñir. Cuando empezó a removerla con el
cucharón de madera, el olor se hizo más intenso. Decidió que sería la
primera en correr el riesgo, y así le daría tiempo a derramarla por el suelo
para que Valente no se la comiera. Cogió un poco de caldo y se lo llevó a
los labios, sopló para enfriarlo y dio un sorbo. El calor le cayó por la
garganta y llegó al estómago. Era todavía más sabrosa de lo que parecía.
Esperó unos segundos y prestó atención a su propio cuerpo. Las punzadas
del hambre se volvieron más intensas, esa fue la única reacción que notó.
Ninguna sensación de náuseas o atragantamiento, ninguna contracción o
espasmo; no había señal de envenenamiento. Tal vez aquella misteriosa
mujer era de verdad bondadosa. Valente no había perdido de vista ni un
momento a su hermana desde que ella se había acercado a la chimenea y
seguía esperando su turno.
—Siéntate a la mesa, vamos a comer.
No tuvo que insistirle, Valente se sentó en su sitio sobre las piernas
dobladas para llegar a la mesa. Apartó los dibujos y le tendió su cuenco.
Comieron en silencio. El pan estaba blando y se reblandecía aún más
mojándolo en la sopa. Hacía días que no cenaban tan bien, semanas que no
comían otra carne que no fuera la de un pájaro del bosque.
Después de terminarse la última gota de leche, Ade entendió que no
podía retrasarlo más; había llegado el momento de hablar con él. Así pues,
se volvió hacia su hermano y con voz seria y decidida le dijo:
—Recoge tus cosas y mételas en el bolsón. Esta noche nos marchamos
de aquí.
La frase sonó tan firme que Valente no encontró el valor para
preguntarle por qué ni adonde se dirigirían. Se levantó de la mesa y fue a
coger el bolsón en silencio. Introdujo las pocas prendas que poseía, algún
carboncillo y, por último, empezó a despegar los dibujos de la pared. Uno a
uno.
—No te los puedes llevar todos, coge dos, tres como mucho. Ya
encontraremos más papel.
Mientras tanto, Ade empezó a vaciar los cajones donde guardaba las
cosas de la abuela y abrió la cajita que contenía la reserva secreta. Extrajo
las dos botellitas que quedaban, las envolvió en un harapo y las metió en el
bolsón con lo demás. Por último, ordenó el libro de recetas y lo ató todo con
un lazo. Se aseguró de que la honda estuviera a salvo en un bolsillo.
—¿Y ahora? —preguntó Valente agazapado y agotado en el borde de la
chimenea; no entendía qué más debía hacer.
—Ahora a esperar —respondió Ade, sentándose a su lado.

***
El fuego casi se había apagado y el último madero aún candente apenas
iluminaba la estancia. Cuatro golpes secos en la puerta despertaron a Ade,
que dormía sobre las piedras de la chimenea. Su hermano también se había
desplomado, con la cabeza apoyada en su regazo. En torno a ellos, todo era
oscuridad.
—Valente, despierta. Es hora de irse.
El muchacho se frotó los ojos mirando a su alrededor, luego se
levantaron los dos. El silencio amplificaba sus respiraciones y cualquier
mínimo ruido. Valente atrapó al vuelo la última hoja de papel junto al
carboncillo que se había quedado en la mesa, y Ade se echó el bolsón a la
espalda. Un último e inesperado golpe en la puerta sentenció el fin de las
dilaciones. Ade abrió la puerta y, casi al mismo tiempo, sin concederse el
tiempo de reconsiderarlo, dijo:
—Estamos listos.
LAS MUJERES DEL BOSQUE

Con la luz del candil, Ade distinguió a dos mujeres. La más alta, que más
tarde se presentaría como Tebe, tenía una melena oscura que le llegaba
hasta los hombros, grandes ojos negros y una nariz recta y ligeramente
puntiaguda, que le otorgaba un aspecto severo. A primera vista podría
confundirse con una mujer noble de la ciudad, pero la capa de lana gruesa y
la capucha que le caía por la espalda le conferían la apariencia de una
pastora. La otra —Leptis, la llamó Tebe— era delgada y angulosa. Tenía
ojos rasgados, labios carnosos y el pelo corto, peinado como si fuera un
chico; si no fuera por la delicada mano que sujetaba el candil, la habría
confundido con un hombre. Inmóvil en la entrada, Ade se dio cuenta de que
las dos eran más altas que ella, más fuertes, y sintió miedo. La miraban
como dos fieras desean a una presa que han perseguido durante mucho
tiempo. La luz tenue les dibujaba en la cara unas sombras inquietantes. Ade
se arrepintió de haber abierto la puerta sin habérselo pensado dos veces,
quizás hubiera sido más seguro hacer frente a la ira de la aldea. Un tipo de
maldad conocida. Habían pasado ya unos segundos y nadie había hecho el
menor ruido. Se miraban en silencio.
Tebe fue la primera en hablar:
—Has demostrado ser muy testaruda, Adelaide. Empezaba a dudar de
que te decidieras.
—No tengo otra elección.
—Las elecciones obligadas no siempre son las peores.
—Pero seguro que tampoco son las mejores.
—¿Estaba buena la sopa? —Fue Leptis la que se lo preguntó, con un
tono muy poco reconfortante.
—Bueno… sigo viva, seguimos vivos… —Mientras pronunciaba
aquellas palabras, apretó a Valente contra ella, que, entretanto, espiaba a
aquellas dos misteriosas invitadas con una mezcla de curiosidad y miedo
desde detrás de la falda de su hermana.
Fue en aquel momento cuando Leptis pareció darse cuenta de la
presencia del niño y acercó el candil a su rostro. Él cerró los ojos por
instinto, para protegerse de la luz, y tal vez también de aquella mirada.
—Él no puede venir con nosotras. —Leptis miró a Tebe tratando de
confirmarlo.
—Él irá a donde yo vaya. No me moveré de aquí sin mi hermano.
—Entre nosotras no hay varones. Es la regla —continuó Leptis, que se
estaba poniendo nerviosa por la tranquilidad de Tebe ante aquel imprevisto.
—No me interesan vuestras reglas. Él es mi hermano, es un niño, y no
voy a dejarlo solo. —Valente volvió a esconderse tras la falda de su
hermana.
Tebe cogió el candil y lo acercó otra vez a la cara de Valente. Le agarró
la barbilla con el pulgar y el índice, le levantó la cara, la giró a un lado y al
otro, como si observara cada centímetro de la piel y lo miró fijamente a los
ojos, hasta que las lágrimas de miedo empezaron a correrle por las mejillas.
Valente era un niño curioso, pero aquella mirada inquisitiva que husmeaba
en sus pensamientos le hacía sentir en peligro.
—¡Ya basta! —Ade rescató a su hermano de aquel exhaustivo examen
—. Somos gente pobre, no animales. Si Valente no puede estar conmigo, ir
con vosotras es sin duda la elección equivocada. —Hizo ademán de girarse
hacia la puerta, que seguía abierta a sus espaldas; decidida a darse la vuelta.
Una mano fría la agarró de la muñeca y la obligó a detenerse.
—Espera, no tienes que renunciar. Tu hermano puede venir con
nosotras…
—¡Pero Tebe! No es posible, es la regla. Tú eres quien…
—Ya has dicho lo que querías, Leptis.
Estaba demasiado oscuro para reconocer las emociones que se
dibujaban en las caras de aquel extraño cuarteto nocturno, pero Ade hubiera
apostado a que en ese momento las mejillas de Leptis estaban rojas y el
calor de la frente le había aumentado a tal temperatura que ni una infusión
ni un ungüento habrían podido calmarla.
—No tengáis miedo, seguidnos. —Tebe fue quien habló; su voz era
ahora dulce y tranquilizadora—. Leptis no es mala, es que sigue las normas
a rajatabla, y para alguien como ella esto es extraño… —El comentario dio
en el blanco y la otra pareció dar un paso atrás, en silencio.
»Valente es un bonito nombre. Estoy segura de que te encontrarás bien
entre nosotras, no tenemos intención de separarte de tu hermana…
—Yo quiero estar con Ade… —respondió titubeante, pero seguro de lo
que decía.
—Muy bien. Nosotras también queremos estar con Ade en nuestra casa.
—¿Y dónde está vuestra casa? —preguntó Valente con la curiosidad de
un niño de diez años.
—En el bosque, pero eso tal vez ya lo sabías.
Tras estas últimas palabras, Tebe le hizo una señal a Leptis, que, con el
ceño fruncido, se echó el bolsón de Ade a la espalda.
—¿Has cogido todo lo que necesitas? —preguntó Tebe, señalando la
honda que le sobresalía del bolsillo.
La muchacha bajó la mirada y la clavó un segundo en el arma. La piedra
que se había llevado aquella mañana seguía en el bolsillo.
—En realidad no… Esperadme un momento.
Entró corriendo en casa. La chimenea estaba casi apagada y el destello
de las ascuas solo iluminaba la mesa. Sin embargo, Ade se movía segura en
aquella casa, que conocía desde siempre, y en dos pasos llegó junto a la
cama. Se agachó y descubrió una pequeña cavidad en el suelo de tierra
batida; un rectángulo negro se abrió dibujando los bordes del escondite que
custodiaba un montoncito de piedras lisas y afiladas, cuatro en total. Cinco
con la que tenía en el bolsillo. Las había pulido ella misma durante días y
días. Casi todas tenían el mismo tamaño, pero el peso y el color variaban:
había una negra como la lava de la que estaba hecha; una un poco más
grande gris, caliza; una porosa y llena de muescas tallada en toba; la más
pequeña, de marga blanca como la nieve; y, por último, su preferida, una
lasca de arcilla roja como el nombre de la aldea donde vivía. Recientemente
había empezado a esconderlas como un tesoro, preocupada porque Valente
pudiera perderlas. Cada una de esas piedras era un magnífico testimonio de
su vida en Torre Rossa, que acabaría en el mismo momento en que cruzara
de nuevo la puerta. Aguantándose las lágrimas, las cogió todas y se las
metió en el bolsillo. Salió de casa, cerró la puerta tras de sí, no sin antes
echarle un último vistazo a la silla que había junto a la chimenea, donde la
abuela solía escribir el libro y donde preparaba mejunjes para la aldea y
sopas de pan y hierbas.
—Ya podemos irnos. —Tomó a su hermano de la mano y le quitó el
bolsón a Leptis de la espalda—. Yo puedo sola.
—El camino es muy largo.
—Estoy acostumbrada. Siempre llevo los cestos hasta Serra, este bolsón
no pesa mucho más. —Empezó a caminar sin esperar a que Tebe o Leptis le
indicaran el camino.
Separadas unos pasos de ellos, las dos avanzaban en silencio.
—No me gusta —dijo Leptis, mirando fijamente la espalda de Ade, que
se alejaba.
—Al principio tú tampoco les gustabas a las demás.
—¡No es verdad! Es presuntuosa, arrogante, está claro que es una
rebelde. Se ve por cómo responde…
—Ya… también en eso me recuerda a alguien…
Tebe apretó el paso para alcanzar a Ade y a Valente e indicarles el
camino. Leptis corrió para ponerse a su lado.
—Tú ya sabías lo del hermano, ¿por qué no me dijiste nada? En todo
caso, no puede quedarse, Tebe, lo sabes… Ahora es pequeño, pero pronto se
convertirá en un hombre, ¿se te ha olvidado?
—No te lo dije porque Adelaide necesita que le echemos una mano y no
la habríamos convencido si la hubiésemos obligado a abandonar a su
hermano, lo sabes. Además, es un niño, no crecerá tan rápido.
—Está bien. Podrá quedarse con nosotras, pero solo hasta que le salga
bigote, luego tendrá que irse.
—Si es por el bigote, no sería el único que tendría que irse…
Tebe soltó una carcajada sonora y pegadiza. Hasta Leptis se dejó
contagiar y se le relajó el rostro.
Se pusieron en marcha hacia el bosque. Ade se giró solo un instante,
para observar el que había sido su puerto seguro durante tanto tiempo.
Ahora que la dejaba atrás, su casa parecía muy pequeña y expuesta a
todos los peligros. No sabía si regresarían algún día. Aquel tejado no
demasiado inclinado, que más de una vez había cedido por el peso de la
nieve, descansaba sobre paredes de madera delgada incapaces de mantener
el calor de la chimenea; aquellos tablones eran una barrera ineficaz contra
los vientos gélidos que soplaban desde el bosque. Solo la puerta de la
entrada daba la impresión de ser firme y de una madera diferente a la del
resto de la casa, más oscura y maciza. A pesar de los años y la intemperie,
no mostraba ninguna grieta y no chirriaba. Ade se sentía tranquila y a salvo
cuando la cerraba tras de sí. Nadie había podido cruzarla sin haber sido
invitado. Ni siquiera las habitantes del bosque.
Ahora que la puerta se había cerrado para siempre, Ade se sintió triste.
No era miedo ni nostalgia, sino un sentimiento más parecido a la
desolación. Como cuando muere una persona querida y la sensación de
vacío excava un abismo cuyo fondo no podría iluminar ninguna antorcha.
Ade cerró los puños y volvió a aguantarse las lágrimas, ya no había tiempo
para arrepentirse. Aquella casa ya no era su nido y aquella puerta ya no
podría defenderla. Arregló su capucha y la de su hermano, miró al frente y
se adentró en el bosque, en la parte más densa y oscura, donde durante el
día ni siquiera los rayos del sol conseguían filtrarse.
PIETRO

Pietro se levantó de la cama en cuanto la luz que se filtraba entre la


oscuridad iluminó la estancia lo suficiente para moverse sin tropezar. Había
dormido muy mal, no recordaba lo ruidosa que era la campiña por la noche:
pájaros, viento, lobos, toda clase de crujidos y otros sonidos que, aunque lo
había intentado, no había podido reconocer. En el momento en que el gallo
cantó, poniendo fin a aquella noche insomne, se dio cuenta por fin de
cuánto echaba de menos el silencio y la cama cómoda y caliente de su
habitación de la academia. El tiempo parecía haberse detenido el mismo día
en que, tres años atrás, se había marchado. En la penumbra solo se
distinguían el tintero de bronce y la pluma de oca sobre el pequeño
escritorio que su madre encargó construir, y encima de la caja del dominó,
sus dados preferidos. Al toparse con aquellos objetos, Pietro sentía que se
había ido siendo un niño y había vuelto como un hombre. Ojalá su padre lo
hubiese entendido y le hubiese permitido seguir el camino que lo habría
llevado a convertirse en médico en Roma.
Pietro entró de puntillas en la cocina. Quería sorprender a Agnese. Se
asomó a la estancia alumbrada por el calor del luego y, un instante después,
lo embriagó una orquesta de aromas. El olor del pan caliente recién sacado
del horno le hizo olvidar la melancolía y el rugido del estómago le confirmó
a su madre, en caso de que aún fuera necesario, que el pollo de la noche
anterior no había saciado el hambre de su hijo.
El pan no era lo único que le daba la bienvenida. Vio a su madre
agachada junto a la chimenea tratando de reavivar las brasas.
—¿Y la tarta de nueces? —preguntó Pietro con voz alegre, señalando la
mesa, que ya estaba servida.
En cuanto vio el pelo desgreñado de su hijo, Agnese sonrió de felicidad,
se alzó e hizo un poco de espacio entre el requesón y la jarra de agua.
—Nadie sabía que llegarías ayer, ni siquiera yo… —Al decirlo se
dirigió hacia la gran estufa de leña que dominaba la cocina—. Pero como
por arte de magia, esta mañana me he encontrado esto en el horno. —En las
manos de Agnese apareció un pastel dorado y humeante—. ¡Si supiera leer,
diría que lleva escrito tu nombre!
Pietro le dio un beso en la mejilla y le quitó el pastel de las manos. Se
puso cómodo en el que siempre había sido su sitio, desde que era pequeño y
apenas tocaba el suelo con los pies, en el lado derecho de la mesa, junto a
su padre. Agnese se sentó enfrente y vertió un poco de leche en el cuenco
de su hijo y en un vaso para ella.
—¿Has dormido bien?
—Muy bien, madre, como siempre.
Pietro cortó un pedazo de pan grueso y oscuro y lo llevó al requesón. A
Agnese se le reveló en la mirada una tierna reprimenda. Un hombro le
quedó al descubierto mientras toqueteaba la estufa y, en un acto reflejo, se
arregló el mantón de lana que le cubría la espalda y que había tejido con sus
propias manos. Viendo cuánto había crecido su hijo lejos de ella, esa barba
incipiente que empezaba a oscurecerle las mejillas, sintió que se le
humedecían los ojos y, casi como si el cuerpo quisiera ayudarla a no llorar
delante de él, le sobrevino un fuerte ataque de tos que le subió desde el
pecho. Después de beber agua, le preguntó a Pietro:
—¿Cómo te van los estudios?
Pietro levantó la cabeza del cuenco y miró fijamente los ojos oscuros de
su madre. En el rostro de Agnese se dibujó una sonrisa cómplice:
—¿Dónde está mi padre?
—Ha salido esta mañana muy temprano, volverá en cualquier momento.
—¡Entonces démonos prisa!
Pietro se levantó de la mesa y desapareció tras la puerta. Volvió unos
segundos después con un libro en la mano y una pila de papeles:
—¿Os acordáis de esto, madre?
El muchacho apoyó un libro en la mesa que, por su apariencia, debía de
ser muy valioso. Las páginas eran de fino pergamino, el dorso y la cubierta
tenían letras doradas y eran de una piel fuerte y suave, que parecía pegarse
perfectamente a sus manos.
—No estoy segura… Me parece diferente a la última vez.
—Entonces solo tenía apuntes, pero he podido sacar una copia de la
biblioteca. No me miréis así, no os enfadéis, le prometí al bibliotecario que
cuando volviera de Serra le llevaría un buen trozo de tocino a cambio del
favor. De todas formas, no perdamos el tiempo, ¿veis esto? —Pietro señaló
la cubierta—. Pone De revolutionibus orbium coelestium. Es latín y quiere
decir: «Sobre las revoluciones de los cuerpos celestes». En la academia no
se habla de otra cosa, aunque esté prohibido.
Agnese empezó a mirar nerviosa a su alrededor, la tos volvió a cortarle
la respiración. Pietro le acercó un vaso de agua y le recomendó que tomara
tomillo machacado en infusión. Agnese le acarició la mejilla, prometiéndole
con la mirada que así lo haría.
—Lo ha escrito un científico polaco, habla del cielo, del sol y usa los
números para explicarse.
Agnese siempre esperaba con ganas esos extraños momentos en los que,
aprovechando la ausencia de Sante, podía compartir las pasiones de Pietro.
Sabía que tenía un hijo especial, uno de los que ven las cosas de forma
diferente. Desde el primer momento se dio cuenta de que había algo fuera
de lo común en él: empezó a hablar muy pronto y sentía una gran
curiosidad por todo. Pietro pasaba días enteros observando los insectos
detrás de casa, había incluso encontrado una colonia de hormigas rojas y
había estudiado su comportamiento con calma y dedicación, como si fuese
un adulto. Podía pasarse horas observando las largas filas ordenadas que
atravesaban el jardín para llegar al manzano, subir el tronco y, por último,
desaparecer en un agujero. Todavía se acordaba del día en que Pietro —
debía de tener seis años— intentó convencer a Sante de que talara el árbol
para ver dónde acababan las hormigas. Y nunca podía evitar sonreír al
recordar la cara de su marido cuando se dio cuenta de que se lo pedía en
serio.
Con el paso de los años, aquella curiosidad se transformó en el deseo de
encontrar una explicación a todo lo que lo rodeaba. Mientras sus amigos
crecían jugando en la calle o trabajando para hacerse hombres, Pietro se
encerraba en la única biblioteca de Serra, ubicada en los departamentos del
anciano canónico, don Alfonso. Desafortunadamente, no tenía mucho con
lo que saciar su sed de conocimiento, pues había por lo general liturgias,
textos sagrados y algún volumen de filosofía. Sin embargo, Pietro lo leía
todo con voracidad. El sacerdote accedió a ser su tutor tras haber notado la
velocidad de aprendizaje de aquel niño silencioso. Pasados unos años y
muchas mañanas robadas al trabajo en el taller con su padre, Pietro se
limitó a volver a casa diciendo:
—Padre, se me han acabado los libros. Me voy a Roma.
Aquel fue el día más bonito y más triste de la vida de Agnese. Sante no
se opuso, no le disgustaba que aquel hijo tan taciturno supiese de ciencia,
quería que se convirtiera en médico y volviese a Serra como un hombre que
ha visto mundo; quería que creciese de un modo diferente al de los demás,
porque diferente era el futuro al que estaba destinado.
—¿Os traduzco algún fragmento, madre?
—Claro, hablas con semejante entusiasmo que estaría loca si no quisiera
escucharte. Tal vez no lo entienda todo…
—¡No, madre! De vos aprendí a observar el mundo, así que si yo lo
entiendo, seguramente vos no tendréis problemas.
—Con una sonrisa tranquilizadora, se acercó aún más a Agnese y, como
si quisiera confiarle un secreto, le susurró al oído: —Al principio a mí
también me daba miedo, pero en cuanto empecé a leer, reconocí la verdad
en las palabras de este tal Copérnico, ¡y su belleza me cautivó!
El muchacho abrió el libro como si fuera un cofre de gemas preciosas,
con delicadeza y atención. Con cuidado de que no se doblara ninguna hoja,
retiró la pluma de oca con la que marcaba la página y le acercó el libro a
Agnese:
—Oled, madre…
Agnese se aproximó a las páginas del libro e inspiró hondo.
—Este es el olor del futuro y estas son sus palabras. —Pietro arqueó la
espalda y levantó la barbilla, como un trovador a punto de narrar una
aventura—: «En el centro de todo está el sol. Es decir, ¿quién en este
maravilloso tiemp…?».
De repente, Sante apareció por la puerta e interrumpió la lectura. Pietro,
asustado, cerró inmediatamente el libro y se lo llevó al pecho, intentando
esconder la cubierta. Un momento después sonrió por aquel gesto, pues no
tenía nada que temerle a su padre: jamás se esforzaría por interpretar
aquellos signos impresos. En su vida solo había leído un libro, la Biblia:
solo había mostrado desprecio por cualquier otro texto.

***
—Veo que te has despertado. ¡Muy bien! ¿Qué hacíais? —continuó
Sante, que había visto el libro en manos de su hijo y cierto nerviosismo en
los ojos de Agnese.
—Estaba leyéndole a mi madre las últimas preparaciones medicinales
que he aprendido, padre. Estoy estudiando para un examen.
—Tu madre no puede entender ciertas cosas. No la aburras.
—¡Era muy interesante, Sante! —respondió Agnese, orgullosa.
Él se sorprendió por el tono reivindicativo de su mujer, que no solía
responder de esa manera.
—¿Ah, sí? Pues oigamos eso que era tan interesante. Lee también para
mí, Pietro. Déjame comprobar si invierto bien mi dinero.
El joven cruzó un guiño de complicidad con su madre, abrió el libro por
una página cualquiera, más o menos por la mitad; fingiendo leer, recitó en
voz alta:
—Para producir un sueño tan profundo que la piel del paciente pueda
ser seccionada sin que sienta dolor, como si estuviera muerto, debe tomarse
a partes iguales opio, corteza de mandrágora y raíz de beleño; prénsese y
añádase agua. Si se quiere cortar o suturar a un enfermo, sumérjase un paño
empapado en lo que se ha obtenido y póngaselo en la frente o sobre la nariz.
En poco tiempo caerá en un sueño tan profundo que se podrá llevar a cabo
lo que se considere necesario para sanar su enfermedad. Para despertarlo,
bañe un paño en vinagre fuerte…
—Muy bien, ya es suficiente. No es la Biblia pero, por lo menos, has
dejado de pensar en esas herejías de la última vez.
—No son herejías, padre, es ciencia. Y vos me enviasteis a estudiar para
conocer los fenómenos de la naturaleza.
—No, te envié a estudiar para que fueras médico, porque aquí, en Serra,
necesitamos uno, igual que necesitamos al Espíritu Santo, que
evidentemente no guía tus estudios.
—La intención del Espíritu Santo es señalarnos el camino para llegar al
cielo, no decimos cómo mirar al cielo.
—¡No blasfemes ante mí, Pietro! —gritó Sante.
Su hijo siguió tranquilo, limitándose a dar un paso atrás. Tenía la
convicción de tener razón en la mirada, a pesar de la pena.
Sante notaba la respiración quebrada por la rabia —habría bastado una
sola palabra para desatar su ira— mientras que la de Pietro apenas era
perceptible. Padre e hijo se enfrentaban como dos espadachines a punto de
alejarse para tomar carrerilla antes del asalto final.
Agnese, muda en una esquina de la cocina, rezaba en silencio por que su
hijo se contuviera.
Pietro pareció oírla y bajó la mirada.
—Deprisa, coge la túnica, nos vamos.
Después de aquella frase, Sante salió dejando la puerta abierta, seguro
de que su hijo iría tras sus pasos inmediatamente.
Pietro expulsó todo el aire que había contenido en el pecho y le entregó
el libro a su madre, pidiéndole con la mirada que lo pusiera a salvo. La besó
en la mejilla y desapareció.
UNA NUEVA CASA

Había pasado ya mucho tiempo desde que dejaron la aldea atrás y el frío era
cada vez más penetrante. Las sombras de la noche se volvieron poco a poco
más densas y los cantos de las aves nocturnas servían de contrapunto a sus
pasos.
—¿Te da miedo la oscuridad? —le preguntó Leptis a bocajarro.
—A veces… —respondió Ade, insegura, sin saber qué respuesta
esperaban de ella.
—No tienes por qué. Una bruja nunca debería tener miedo, ni siquiera
en el bosque más frondoso, porque, en lo más profundo de su corazón, sabe
que ella es la criatura más terrorífica.
Ade enmudeció y le apretó la mano a Valente, luego aceleró el paso
para acercarse a Tebe, que continuaba caminando segura, como si aquel
bosque no fuese un laberinto intrincado, sino un camino amplio y recto.
—Casi hemos llegado. No le hagáis caso a Leptis, le gusta bromear —
los tranquilizó Tebe—. Y, además, a veces las brujas también tienen miedo
—comentó, guiñándole el ojo a Ade.
Aunque ponerse a correr y huir con Valente era el único deseo de Ade
en ese momento, había algo que la empujaba a continuar. El miedo a
aquellas mujeres y a lo que eran no era suficiente para detenerla, ahora se
sentía increíblemente valiente, incluso fuera de su casa. Nada de lo que
había visto u oído había sido agradable, pero las ganas de vivir de una vez
por todas, libre de las ataduras y de las obligaciones de la aldea, eran
demasiado fuertes. Desde luego no era la confianza en Tebe lo que la
impelía a seguir, sino que caminar en la oscuridad de repente le parecía más
seguro que pasear por la tierra batida de Torre Rossa, besada por el sol,
mientras todos en el pueblo decretaban su condena. Este pensamiento y la
luz que se intuía no muy lejos de allí hacían su paso más decidido. Allí
dentro, en alguna parte, se suponía que los esperaba su destino. El comienzo
de una nueva vida.

***
Tebe fue la primera en acercarse a una enorme zarzamora cargada de
espinas y casi tan alta como un árbol: un muro más allá del cual era
prácticamente imposible ver nada. Metió una mano, convencida, justo en
medio. Se oyó un ruido metálico y la zarza empezó a cerrarse hacia dentro;
Ade y Valente se miraron impresionados.
—Hemos llegado.
Ade se quedó quieta en cuanto cruzaron aquel extraño portón,
admirando la fuente de luz que se atisbaba ya desde el bosque. Cientos de
luciérnagas revoloteaban alrededor, sobre un arbusto, sobre una brizna de
hierba, incluso sobre la cabeza de Tebe, que ahora resplandecía con un
negro reluciente.
Valente corrió enseguida hacia un punto más luminoso que el resto, una
esquina de césped verde, una especie de jardín secreto. En cuanto llegó a él,
una ola de luz se levantó del suelo y dio brillo a su cara, sonriente y
estupefacta. Ade lo llamó, porque Tebe y Leptis, ajenas a aquel espectáculo,
ya se habían encaminado hacia una gran cabaña de piedra.
En la aldea no había casas así. Solo había visto alguna parecida en
Serra, y pensaba que solo podían existir allí o en las grandes ciudades de las
que había oído hablar. Sin duda, no en mitad del bosque, donde ella solía ir
a buscar setas y hierbas.
El portón de la entrada se abría en la fachada principal y estaba
protegido por un cobertizo de madera. Las pequeñas ventanas del primer y
segundo piso estaban dispuestas en líneas regulares. Dos abajo y dos arriba.
Las persianas estaban cerradas y no dejaban entrever luces en el interior.
Ade contemplaba aquellas ventanas, le pareció no haber visto nunca tantas
ni tan de cerca; las casas que estaba acostumbrada a visitar en Torre Rossa
como matrona tenían, como mucho, una. A la izquierda de la fachada había
una escalera de piedra que conducía hasta un invernadero iluminado, con
las paredes de cristal, en la primera planta. A lo lejos también podía
reconocerla silueta de diferentes plantas y algún arbolito frutal, limoneros y
manzanos, seguramente. El fuego debía de estar aún encendido, porque, al
llegar, Ade había visto humo saliendo de una chimenea, a pesar de que los
vientos eran tan caprichosos que podían dispersarlo rápidamente; cuando
iba a por setas o a cazar nunca lo había visto, ni ella ni otros aldeanos.
Tebe llamó a la puerta y, con un movimiento amplio del brazo y una
sonrisa, los invitó a acercarse:
—Hemos llegado.
Se oyeron pasos dentro de la casa e, instantes después, se abrió la
puerta. En el umbral apareció una mujer anciana, no tan vieja como su
abuela, pensó Ade, pero seguramente más que el padre Agnolo de Torre
Rossa. Debía de haber visto pasar más de cincuenta primaveras, tenía unos
ojos pequeños y seguros que soportaban unos párpados hinchados y
arrugados. La nariz ancha y las mejillas rechonchas estaban enmarcadas con
espesos cabellos grises recogidos en un moño; de su cuello colgaba un
collar con una llave maciza. El conjunto, aderezado con un bigote blanco
que salpicaba el labio superior, le confería la apariencia de una lechuza
vieja. A pesar de que el aspecto era amable, tenía el rostro atravesado por
una larga cicatriz que asustó a Ade.
—Bienvenida, Adelaide. Te estábamos esperando.
—Ade, esta es Janara, nuestro ángel de la guarda. Mañana por la
mañana conocerás a las demás, a esta hora ya están durmiendo…
—¿Las demás? —preguntó Ade, mostrando por primera vez un poco de
curiosidad.
—Sí, claro. Las demás —respondió Janara sorprendida por la pregunta
—. ¿Y quién es este?
—Mi hermano, se llama Valente.
—No sabía que él también fuera a venir, no le he preparado una cama…
—Dormirá conmigo, ya estamos acostumbrados.
—No será necesario —se entrometió Tebe, interrumpiendo la
conversación—. Todas las estancias tienen dos camas, bastará con preparar
una más. Las sábanas para la segunda cama están en la habitación, podréis
dormir juntos y estar cómodos. Venga, idos, es tarde. Mañana en el
desayuno haremos las presentaciones. Conoceréis a vuestra nueva familia y
las normas de la casa.
—¿Son muchas normas? —preguntó Ade con cierta preocupación.
Desde que murió su abuela, ella y Valente habían aprendido a
arreglárselas solos, no estaban acostumbrados a que oíros les dijeran qué
hacer; en la aldea, las cosas habían acabado tan mal, en parte, por eso,
porque tenían sus propias reglas, su propia vida. Siempre fueron diferentes,
una muchacha y un crío gestionando una casa. Solo Dante y Nunziatina
habían entendido que si habían modelado un pequeño mundo propio había
sido solo por necesidad.
Solo las justas.
A Ade le hubiera gustado continuar haciendo preguntas, pero Tebe
desapareció al instante por el pasillo seguida de Leptis. Janara los guio con
una vela hacia las escaleras interiores y luego hasta la primera planta.
Resultaba asombrosa la agilidad con la que subía aquellos escalones; poco
después, abrió una de las puertas que daban al pasillo.
—Este es vuestro dormitorio. Los colchones tienen algunos años, pero
son muy cómodos, la manta es de lana, tejida a mano por las costureras, ya
veréis qué suave es. Cada cama tiene una bordada con un animal nocturno
del bosque. Como ves, Ade, a ti te toca el murciélago blanco, mientras que
para Valente, encima de la silla, está la manta con la zarigüeya. Si necesitas
escribir, puedes usar la mesa que hay bajo la ventana. Para guardar vuestras
cosas tendréis que conformaros con esta cómoda, pero al final de la semana
también tendrás una estantería para los volúmenes que decidas tener. Os
dejo ya, imagino que estaréis cansados. Os llamaremos mañana para el
desayuno. Buenas noches, que tengáis dulces sueños.
—Yo nunca sueño —respondió Valente, que había perdido la vergüenza
y miraba a su alrededor con cierto aire de satisfacción por el nuevo
alojamiento.
—Pues aquí soñarás, fíate de Janara.
—¿Y serán sueños bonitos?
—Depende de ti. —La anciana salió de la estancia cerrando la puerta a
su espalda.
La habitación estaba iluminada por una pequeña vela colocada encima
del escritorio. Ade dejó el bolsón en el suelo, agotada. No conseguía poner
en orden los pensamientos y las sensaciones, en una sola noche había
dejado su casa en Torre Rossa, había llevado a su hermano lejos de todo lo
que conocía, había aceptado la ayuda de unas desconocidas y, por último,
había encontrado refugio en una casa como no había visto nunca antes. La
habitación que le habían asignado era cálida, limpia, acogedora, y aquella
manta parecía ser de una lana excelente. Y podían acostarse cada uno en
una cama si así lo querían.
Ade se sentía a punto de sucumbir por el cansancio, así que, para no
dejarse llevar por las emociones, se acercó a la ventana cerrada con la idea
de respirar una bocanada de aire fresco.
—¡No la abras! —dijo Valente levantando un poco la voz y revelando
una preocupación oculta.
—¿Tienes frío?
—No… es que no quiero. En casa dormimos con la ventana cerrada…
—Pero a veces, por la noche, cuando hace calor, la abrimos para que
entre fresco, ¿recuerdas?
—No lo hacemos desde hace tiempo.
—Lo sé, no podíamos, porque se volvió peligroso… Pero ¿no lo echas
de menos?
—No.
—¿No quieres ver la luna?
Valente pareció vacilar ante esa pregunta.
—¿No quieres ver si hay rayos esta noche?
—… Bueno… solo un momento. ¡Pero luego la cerramos enseguida!
¿Lo prometes?
—¡Lo prometo!
Ade desenganchó el cierre que sujetaba los postigos y los abrió. Un
soplo de aire fresco inundó la habitación. Se asomó un poco y llenó los
pulmones de aire. Al cabo de un momento, Valente estaba a su lado, aún
timorato; de puntillas era lo suficientemente alto como para apoyarse en el
alféizar y sacar la cabeza, imitando a su hermana.
—Ni un rayo… —dijo Valente algo desilusionado, como si aquel
cambio de perspectiva pudiese realmente cambiar la forma y el perfil del
mundo.
—Ya… —respondió distraída Ade, mirando hacia el jardín.
Había algo que le llamaba manifiestamente la atención, pero Valente no
lograba adivinar qué era. Parecía explorar cada rincón más allá del pequeño
cuadrado colgante por el que se asomaban para observar su nuevo mundo.
Los ojos se movían raudos, seguidos por el movimiento nervioso de la
cabeza.
—¿Qué buscas, Ade?
—La salida.
LA GUARIDA

Por el ritmo que mantenían y la dirección que tomaron en el cruce que


marcaba el límite del bosque, Pietro supo que su destino era Monte Oscuro.
El resentimiento por la reciente discusión llenaba sus silencios. Se mantenía
a pocos pasos de su padre con la mirada fija en su amplia espalda. Era
consciente de que, dijera lo que dijera para llamar su atención, no haría
mella en la decepción que leía en sus ojos. Así pues, se quedó callado e
intentó seguirle el paso, esforzándose por entender cómo era posible que su
padre no se quedara sin aliento mientras a él le costaba controlar el jadeo
que le secaba los labios, exponiendo toda su inadaptación de muchacho de
ciudad.
El sendero que subía hacia Monte Oscuro dejaba atrás el calor
tranquilizador del valle. A mitad del camino aparecieron los primeros
árboles, que interrumpían el paisaje desolado de la montaña, y era un alivio
disfrutar unos segundos de la sombra fresca que los protegía del primer sol
primaveral. Pietro sabía, sin embargo, que cuando los rayos no llegaran a
filtrarse a través de la densa vegetación sobre la cima del monte, empezaría
a temblar por el frío y a desear que por fin el sendero se abriese a un valle
bañado por el sol.
En cambio, parecía que Sante tenía una intención muy distinta y una
meta muy clara para aquella caminata. En lugar de esperarlos un prado en el
que encontrar algo de reposo, se toparon con una cueva oscura, casi más
húmeda que el bosque. Se hallaba en el lateral de una roca saliente, la única
marca clara iluminada por el sol. Al otro lado, una sombra fría indicaba la
entrada de la guarida. Así la llamó Sante, tras girarse buscando la mirada de
su hijo, para luego dejar que se lo tragara la oscuridad con la seguridad de
quien conoce el camino.
Pietro lo siguió indeciso.
Las paredes de la cueva eran resbaladizas, parecían sudar agua por cada
grieta. Resonaba el eco continuo de un goteo, pero a pesar de que los ojos
de Pietro habían empezado a acostumbrarse poco a poco a la oscuridad, no
conseguía distinguir de dónde provenía.
Sante no había pronunciado una palabra desde que habían salido de casa
y empezó a caminar con determinación y paso firme. El ruido de sus botas
contra el terreno accidentado era relajante, aunque el trayecto se había
vuelto más dificultoso. El espacio entre las dos paredes de roca se estrechó
de pronto. Pietro tuvo que agacharse, como hacía Sante, para atravesar un
pasadizo que parecía ciego y que cualquier hombre en su sano juicio
hubiera desaconsejado abordar. Pero su padre no, continuó sin aflojar ni
volverse para ver si seguía allí, más por propia arrogancia que por confianza
en Pietro.
—No apoyes las manos en las paredes. —Fue la única frase que le
dirigió y que tuvo como único efecto el de frenar su impulso.
Pietro, intrigado, se detuvo a observar las paredes de aquel estrecho
pasaje y nada, aparte del olor a musgo mojado, lo disuadió de tocarlas. En
la academia había aprendido que la observación del mundo natural era la
primera herramienta de conocimiento para el hombre y que nada debía
amedrentar la mirada de un investigador. Por tanto, acercó la palma derecha
a la pared oscura y la dejó en el aire, como estudiando el peligro. Al final se
decidió a tocar la superficie, pero cuando entró en contacto con algo
húmedo y frío, dos pequeños ojos amarillos iluminaron la oscuridad y un
chillido hostil plantó cara a su consternación. Pietro, asustado, retiró
rápidamente la mano y aceleró el paso para alcanzar a Sante.
—Padre, perdonad, pero ¿adónde me lleváis? —le preguntó Pietro más
por recuperarse del susto que por la esperanza de recibir respuesta.
Como era previsible, su padre no solo no dijo una palabra, sino que ni
siquiera dio señales de haber oído su pregunta.
Debían de estar casi llegando al final de su camino. Un pequeño
resplandor al fondo de la estrecha galería parecía aproximarse con cada
paso.
A la salida de aquellas galerías, ante los ojos aturdidos de Pietro, se
abrió una cueva enorme. Lo que le sorprendió de la guarida fue la drástica
diferencia térmica que enseguida percibió. Después del frío húmedo que le
había calado hasta los huesos mientras recorría el túnel, un agradable calor
seco ocupaba ahora, inexplicablemente, todo el espacio bajo aquella
grandiosa bóveda. Alzó la mirada y vio un agujero pintado de azul que
dejaba entrar el aire y los rayos del sol y que eliminaba la oscuridad y la
condensación: era el cielo. El perímetro de la cueva estaba limpio y seco,
líquenes jóvenes reverdecían las paredes, con algún peñasco dispuesto de
forma irregular, la pared del fondo hacía las veces de horizonte a una fuente
de agua caliente. Diferentes pasadizos de alrededor conducían
probablemente al vientre oscuro de la montaña.
Por el suelo había extraños dibujos que formaban un sistema de anillos
concéntricos. Se habían fijado gruesas cuerdas a las rocas que sobresalían y
se entrelazaban unas con otras, tejiendo una telaraña gigante clavada a la
tierra con clavos largos como lanzas. Algunas de aquellas cuerdas estaban
totalmente empapadas de alquitrán. Parecía la trampa de una araña gigante.
De una esquina poco iluminada sobresalía una columna de piedra
rugosa con un pasadizo abierto en la roca de al lado que, como si fuese una
chimenea, terminaba en un recoveco tan ancho como un hombre. Por
último, una larga escalera de mano de madera, que a primera vista no
llevaba a ninguna parte, estaba incrustada entre dos muros que parecían los
bastidores de un teatro.
Pietro miró a su alrededor. Reinaba un silencio sepulcral, no parecía
haber un alma. Sin embargo, sentía como crecía la inquietud en el pecho
mientras caminaba hacia el centro de la caverna. Estaba seguro de que
alguien lo estaba observando.
Estaba a punto de preguntarle de nuevo a su padre por qué lo había
llevado hasta allí, cuando Sante se llevó los dedos a la boca y silbó tan
fuerte que el eco hizo vibrar todo el perímetro de la cueva. Una mancha
negra de murciélagos salió de uno de los túneles y, durante un momento,
tapó la luz que se filtraba desde lo alto. Pietro se cubrió la cabeza
instintivamente y se agachó temiendo un ataque. La colonia le pasó por
encima sin ni siquiera acercarse a sus rizos y desapareció por otra galería.
El silbido aún retumbaba en el aire cuando, en la gatera, vislumbró el perfil
de un hombre. Pietro tardó un poco en reconocer a Adriano, que intentaba
bajar con los pies descalzos y las manos abiertas pegadas a las paredes,
aprovechando la resistencia de la roca y haciendo fuerza con los muslos,
que se hinchaban con cada movimiento. En cuanto se encontró a unos
palmos del suelo, saltó y cayó con perfecto equilibrio. En ese momento,
Pietro oyó un ruido detrás de él y vio que las cuerdas se mecían.
Bartolomeo descendía ágil y veloz como una tarántula. Después de dar
una voltereta, se quedó colgado bocabajo con los brazos cruzados, mientras
saludaba moviendo la cabeza y sonriendo. A continuación, en la otra mitad
de la telaraña, avanzaba un joven que Pietro no había visto nunca. Tenía el
cabello muy negro, pero ojos azules como la nieve y la piel morena y
quemada por el sol. Una gran cicatriz bajo el pecho y numerosos moratones
en el cuerpo le conferían un aspecto aún más inquietante. Domenico
apareció, en cambio, desde detrás de las paredes que parecían bastidores. Se
encaramó a los peldaños de la escalera y se balanceó como si fuese un
columpio. En cuanto consideró que estaba a la altura adecuada, se soltó y,
con un salto mortal, aterrizó a poca distancia de Pietro.
Estaban todos sus amigos. Solo faltaba Cesare.
Sante reunió a los jóvenes en el centro del anillo más pequeño. Los puso
en fila frente a él y esperó en silencio.
Pietro no tenía ni idea de lo que estaba a punto de suceder, pero no se
atrevía a pedir explicaciones. Nada de lo que había visto en aquella cueva
era mínimamente comprensible: murciélagos, cuerdas, saltos, las extrañas
marcas en el suelo… Un chapoteo inesperado hizo que todos se volvieran
hacia la fuente, donde desde una montaña de agua surgió Cesare,
apretándose una piedra contra el pecho. Aún empapado, abrió los ojos y tiró
la piedra, lanzándola lejos, como si se tratase de un barril vacío. Se acercó a
toda velocidad al borde del agua, sin importarle que los demás lo estuvieran
observando, cogió un pequeño reloj de arena, lo giró en horizontal y, con
tono triunfante, exclamó:
—¡Casi entero!
Bartolomeo fue el primero en soltar un grito de triunfo, los otros cuatro
lo siguieron inmediatamente con vítores de ánimo. Era el mejor de todos, el
más fuerte, el más resistente, y sus progresos los dejaban atónitos.
Sante puso fin a aquella fiesta, obligando a Cesare a coger al vuelo la
toalla áspera que le había lanzado.
—Él casi es enemigo del todo. A nosotros nos interesa el todo, no la
serie infinita de intentos para llegar a él, así que, ¿qué os pone tan
contentos, el último fracaso? Solo cuando consigas aguantar la respiración
durante un reloj entero lo celebraremos.
Cesare encajó el golpe en silencio. Se pasó la toalla por la piel
obedeciendo a Sante, pero se quedó igual de mojado. Se unió a los demás,
que habían vuelto a sus puestos en el anillo con las piernas separadas, los
brazos cruzados y la barbilla en alto. Todos llevaban pantalones del mismo
estilo: anchos, de algodón crudo blanco y sujetos a la cadera por un fajín
más oscuro. Los pies y el pecho desnudos. Además del pantalón, lo único
visible era el collar del que pendía una diminuta ampolla de cristal con un
líquido en su interior, que también su padre llevaba siempre al cuello. La
primera vez que Pietro, de niño, le pidió a su padre tocarlo, Sante le regañó;
aquel fiasco estaba bendecido, no era algo que él pudiera analizar, como las
hormigas a las que seguía hasta el interior del manzano. Allí dentro, le dijo
Sante a su hijo, que lo miraba desde abajo con curiosidad, se guardaba su
historia y su futuro. Dado que no se podía tocar ni investigar, Pietro dejó de
prestarle atención.
Mientras sus amigos de la infancia aparecían uno a uno, Pietro se
mantuvo a un lado. En ese momento, los tres años que había pasado en la
academia le pesaron como la túnica que aún no se había quitado y que
empezaba a hacerle sudar. No podía decir con seguridad si la causa era la
temperatura de la caverna o la sorpresa que se había apoderado de él. Tal
vez fuera fiebre, pero de una clase que nunca había experimentado y para la
que no conocía remedio. Intentó liberarse del calor asfixiante
desabrochándose los dos botones que le ceñían el grueso tejido al cuello,
pero decidió no desprenderse aún de la capa. Se la dejó puesta, como si así
pudiera, de algún modo, compensar la diferencia de tamaño entre él y
aquellos muchachos que en otro tiempo fueron sus compañeros de juego.
Sante le hizo un gesto a Cesare, que dio un paso adelante; el frasco que le
colgaba del cuello brilló a la luz del sol, que se filtraba desde arriba. Cesare
lo apretó con la mano y se lo llevó al pecho, a la altura del corazón. Los
demás hicieron lo mismo justo después que él.

Señor que nos miras y nos señalas el camino


luchas a nuestro lado.
El destino ha elegido para nosotros a un enemigo inmoral;
el engaño y la mentira son sus armas,
demonios y brujas su ejército.
En este lugar sagrado, escucha nuestras voces.

Cesare terminó su oración y volvió a la fila con los demás. Todos


juntos, con voz firme y solemne, continuaron a coro:

Contra los corruptores de almas y de recolectores de pecados,


contra las siervas de Satanás y los opresores,
contra los apóstatas de la nueva herejía
se constituye por voluntad tuya,
de los buenos caminantes, la Compañía.

Al terminar la invocación, como si ya hubieran repetido aquellos


movimientos miles de veces, los cinco muchachos se colocaron
distanciándose unos de otros para ocupar todo el perímetro del círculo
externo y rodearon a Pietro que, mientras tanto, se había quedado quieto
dentro del dibujo.
—Te conviene quitarte de ahí, hijo mío.
La voz de su padre era ahora sosegada. No había rastro de reproche en
aquella frase, parecía un consejo sincero.
—Ven aquí, rápido, siéntate junto a mí.
Sante le señaló un punto fuera del círculo, un peñasco pulido que
recordaba un banco. No tuvo que insistirle dos veces y enseguida llegó
hasta su padre. Cuando se sentaron, Sante, con su hijo al lado, dirigiéndose
a la Compañía, solo dijo:
—Empecemos.
Domenico y Adriano entraron en el círculo y llegaron hasta el centro del
anillo más pequeño, se pusieron en guardia, listos para un combate con las
manos desnudas. Se estudiaron unos segundos; Adriano fue el primero que
atacó, con un puñetazo directo al estómago de Domenico, que no logró
esquivar el golpe y se arqueó por el dolor. Pietro se levantó por instinto,
como para intervenir, pero Sante lo retuvo, lo obligó a quedarse a su lado y
a mantener la calma. Domenico, de hecho, volvía a estar en guardia y
respiraba de nuevo con normalidad. Con un ataque repentino, se desplomó
sobre las piernas de Adriano y lo tiró al suelo con un solo movimiento. Le
bloqueó los brazos y juntos rodaron hacia el borde del anillo. A punto de
soltarse, Adriano, que en ese momento se encontraba debajo de su
compañero, arqueó la pelvis con todas sus fuerzas; un esfuerzo que
transformó su cara en una máscara deforme y sucia, y gritó arrojando a
Domenico al otro lado del círculo.
—Ya basta.
Los dos pararon de inmediato y volvieron con los demás alrededor del
círculo. Sante los miraba. El pecho de Adriano subía y bajaba a una
velocidad exagerada, un reguero de sangre le brotaba desde el hombro
derecho hasta el codo, pero parecía que nadie le prestaba atención, ni
siquiera él. Domenico tenía la mirada gacha y los brazos en la espalda.
Aparte de un poco de polvo que se había levantado del suelo, no presentaba
ninguna herida visible y tenía la espalda relajada.
Sante trasladó su atención al muchacho de ojos transparentes, que había
permanecido inmóvil desde que había comenzado la lucha, sin revelar
ninguna emoción, y dijo:
—Spirto, coge las cuerdas.
En ese momento, aprovechando la pausa de la salida a escena de Spirto,
Pietro reunió el valor para hablar y lo hizo mirando a su padre a los ojos:
—Padre, ¿puedo saber qué está sucediendo? ¿Por qué me habéis traído
aquí?
—Dentro de no mucho tiempo todo esto te será familiar. Ahora observa
y encuentra en los anillos las respuestas que buscas.
Entre tanto, Spirto había regresado con unas gruesas cuerdas
entrelazadas que terminaban en un lazo que bien podría apresar a un
becerro. Fijó el cabo libre alrededor de un peñasco que había en el borde del
anillo más grande y se colocó la lazada alrededor del pecho, dejándola
holgada. Bartolomeo estaba haciendo la misma maniobra con otra cuerda,
sujetándola a una roca opuesta a la de Spirto. Entraron en el círculo como
perros con correa.
Pietro pensó enseguida que la lucha sería desigual. Con su imponente
físico, Bartolomeo dominaría; Spirto era bajo y no tendría ninguna
oportunidad. Los dos se miraban fijamente desde la distancia. Las cuerdas
arrastraban por el suelo y dibujaban surcos en la arena, trazando así los
movimientos de la que en principio parecía una extraña danza. Como si
respondiera a una costumbre, Pietro calculó la longitud de las cuerdas
respecto al centro de los anillos y evaluó que ninguno de los dos podría
superar los dos tercios de la circunferencia. La cuerda tiraría de ellos hacia
atrás, a pocos pasos del centro. Ajeno a esta previsión, Spirto cogió
carrerilla y, con un salto acrobático, intentó sorprender a Bartolomeo por la
espalda. Previendo sus intenciones, el adversario pudo retroceder sin
alterarse demasiado. La lazada se estrechó en torno al pecho de Spirto que,
por un momento, perdió la respiración, las costillas le crujieron y el
estruendo que hizo al caer fue tan fuerte, que todos pensaron que no
volvería a levantarse. Se produjo un silencio siniestro. El cuerpo inerte de
Spirto yacía acurrucado en el suelo. Sante le hizo una señal a Cesare, que se
acercó al compañero y aflojó el nudo. La cuerda había grabado en el cuerpo
toda la fuerza que Spirto había empleado en el salto y dibujaba un mapa del
dolor que el muchacho arrastraría durante toda la vida. Ahora que estaba
cerca, de hecho, Pietro podía leer en su pecho una geografía de moratones y
marcas, como si le hubiesen azotado durante años. Bartolomeo, mientras
tanto, tras liberarse de su lazada, fue a llenar un cuenco de agua y volvió al
anillo sin apresurarse. Adriano recogió las cuerdas para ponerlas en una
esquina, junto a Domenico. Todos se movían como si supieran
perfectamente qué hacer y cuándo. Cesare tomó el agua del cuenco que
Bartolomeo había traído y le mojó los labios a Spirto. En cuanto vio que
fruncía levemente los labios y que sus párpados temblaban, se enderezó
para tirarle el resto del agua a la cara. Sin esperar a ver si había funcionado,
le dio la vuelta y volvió a la formación. Los demás hicieron lo mismo.
Spirto abrió los ojos y empezó a levantarse. Aún le costaba respirar, y la
contusión colorada que le había aparecido en el pecho lo obligaba a
contraer el rostro en muecas de dolor con cada movimiento. Poco a poco,
volvió al perímetro.
En ese momento, Sante se puso de pie y fue hasta el centro del anillo.
Le hizo un gesto a su hijo para que se acercara.
—No hace falta que os diga lo feliz que me hace que mi hijo haya
vuelto a Serra. Lo esperábamos para el verano, pero ha decidido damos una
sorpresa adelantando su regreso unas semanas. Cuando se marchó, hace ya
tres años, Serra era una ciudad tranquila. Nadie amenazaba nuestras
cosechas, el viento rizaba las aguas claras de nuestras fuentes y los animales
llegaban sanos y confiados al filo de nuestros cuchillos. Pietro dejó una
ciudad que gozaba del favor de Dios, nuestro señor. Sin embargo, las cosas
han cambiado. Ahora los tiempos son oscuros, un enemigo sin escrúpulos
amenaza nuestras vidas y las de nuestras familias. Granizadas y tormentas
jamás vistas dañan nuestros campos, y animales feroces se mueven en las
tinieblas, abriéndose camino hasta las murallas de la ciudad; en los establos,
las vacas paren terneros con dos cabezas. Plagas y enfermedades contagian
a los recién nacidos y ponen en riesgo el futuro de Serra. Se ha gestado un
proyecto diabólico sobre nuestras cabezas que está cargado de perversión y
horror. Aquel al que no podemos nombrar sin cometer pecado se está
preparando para la guerra y está reuniendo un ejército bajo sus órdenes. Se
ha reencarnado en una bruja y domina multitud de hechiceros, monstruos,
meretrices y demonios. Una joven mujer de apariencia tierna y piadosa.
Pero no nos podemos dejar engañar, está escrito que las mujeres son de
inteligencia débil, chismosas, vengativas, olvidadizas, coléricas, volubles,
insaciables en sus deseos. El cuerpo de las mujeres es la guarida de la
prostitución diabólica, mientras que los hombres estamos protegidos contra
la corrupción; nuestro Señor Dios eligió nuestro cuerpo sin pecado para
bajar a la tierra y salvarnos de la idolatría.
»La misión que debemos cumplir es crear hombres nuevos, un nuevo
orden capaz de señalar el camino correcto a quien ha sido infectado por la
perversión hereje. Somos los guerreros del Señor, debemos defender las
puertas de la ciudad celestial de esta horda demoníaca, solo nosotros
podemos proteger su casa en la tierra. Tenemos que castigar, encerrar y
pasar por el perdón del fuego a todos aquellos que militan en las filas del
maligno, a todos aquellos que hayan contraído ese mal. Ya en el Éxodo,
versículo 22:17, está escrito que no hay que dejar con vida ni a una bruja.
Así que, esos seremos nosotros, los ejecutores de la Palabra.
—¡Ya está bien, padre, no pienso escuchar más este discurso! —A
Pietro se le había encendido el rostro, tenía el puño cerrado y en sus ojos
podía leerse la rabia, el estupor y la desilusión.
—¿Esto es lo que te enseñan en Roma? ¿A interrumpir a tu padre?
—En Roma enseñan que es el paso de las estaciones, con sus cambios
imprevisibles, lo que amenaza las cosechas, no los misteriosos y oscuros
planes diabólicos; que las plagas y las enfermedades son la consecuencia de
la suciedad y la pobreza y, desde luego, no de hechizos o extrañas pociones
y, sobre todo, que ninguna brujería amenaza nuestro futuro. La magia,
blanca o negra, da igual, no existe. Solo son creencias populares, fruto de la
ignorancia y la insensatez. Padre, no sé qué intenciones tenéis con estos
entrenamientos y estas palabras que incitan al odio, pero no me concierne.
Mientras Pietro hablaba se produjo un silencio, hasta el punto de que
sus palabras resonaron contra las paredes de la cueva dándole aún más voz
a aquella provocación.
Sante, con rostro ceñudo, empezó a tantearse el bolsillo con
impaciencia. Sacó un fardo envuelto en un trapo sucio atado con un cordel.
Se lo lanzó a Bartolomeo:
—Ponedle esto y marchaos.
Bartolomeo lo cogió en el aire y dijo:
—Sí, capitán.
Adriano se acercó a Spirto y, con cuidado, intentó levantarlo. Todos se
dirigieron hacia la parte más oscura de la cueva, al otro lado de la
escalerilla.
El único que no se movió fue Cesare:
—¿Es mi tumo, capitán?
—Ya está bien por hoy. Os podéis ir todos.
—He entrenado con la espada. —La voz de Cesare revelaba un
nerviosismo apenas disimulado—. Voy a cogerla.
—He dicho que ya está bien por hoy. Mañana volveréis a entrenar,
como cualquier otro día que nuestro Señor le regalará a Serra. Ahora
déjame a solas con mi hijo.
El tono de Sante no admitía réplica. Cesare dijo:
—Sí, capitán. —Y también desapareció por detrás de la escalera.
Una vez solos, padre e hijo esperaron que el último eco de la voz de
Sante dejase de retumbar entre las rocas ocultas por la oscuridad de las
galerías y volvieron a mirarse, casi como los benandanti poco antes del
duelo.
—Cuando naciste, nadie apostaba a que superarías la primera luna. Eras
pequeño, frágil. La leche de tu madre parecía no ser nunca suficiente.
Tenías frío y recuerdo que, a pesar de que te preparamos una cesta junto al
friego, siempre tenías los pies helados. Los únicos que jamás perdimos la
esperanza fuimos ella y yo. Sabíamos que nada te impediría vivir, porque
estabas destinado a algo grande, algo especial.
—¿Se supone que a esto? —preguntó Pietro con sarcasmo y un
movimiento amplio del brazo—. ¿Una caverna oscura y húmeda que le
ocultáis al mundo?
—Te he permitido estudiar porque era el deseo de tu madre. Era un
acuerdo al que llegamos ella y yo. Podrías aprender las artes de la Medicina
y leer todos los libros que quisieras hasta que llegara el momento de seguir
tu verdadero camino, el trazado cuando naciste. Ahora, hijo mío, ese
momento ha llegado.
Sante adoptó de repente un tono solemne. La expresión se hizo grave,
los gestos lentos y comedidos, parecía que para él se trataba de un momento
que debía vivir con solemnidad, irrepetible. Del bolsillo interior de la
chaqueta sacó un recipiente protegido con un tejido de calidad, similar a los
que vendía a las señoras de la alta sociedad y que su Agnese tejía, soñando
con ponérselos algún día.
—Toma, este es tu destino.
Pietro cogió la cajita de manos de su padre y, con delicadeza, desató la
delgada cinta de seda carmesí que la sujetaba. La tela doblada se abrió
como una flor, descubriendo una caja de madera tallada con dos pequeñas
letras grabadas en la tapa: P. M., Pietro Montesi, sus iniciales.
Con dudas, el muchacho abrió la caja y desveló por fin su contenido.
Apoyado en un elegante tapizado, cosido por manos expertas, había un
frasco atado a un collar de cuerda anudado en el centro, igual que el de su
padre Era la primera vez que tenía la posibilidad de ver tan de cerca qué
contenía. Era algo oscuro, parecía sangre coagulada, pero fijándose mejor,
revelaba otra consistencia. Tenía el aspecto de una membrana desecada.
Aunque no debía, puesto que aún era demasiado joven, en más de una
ocasión, movido por la curiosidad, Pietro se había colado entre las últimas
filas de la clase de anatomía en el auditorio de la academia; gracias a
aquellas contadas ocasiones, pensó que el contenido que observaba era una
sustancia orgánica, y por las palabras del padre, había entendido que
pertenecía a él.
—¿Qué es? ¿Qué tratáis de decirme?
Sante cogió el collar y se lo puso en el cuello a su hijo:
—Naciste así. Saliste de tu madre cubierto por completo por un saco
santo y bendito, protegido, como tu padre, y como mi padre antes que yo.
Tú, hijo mío, estás destinado a defender el mundo del mal al igual que este
envoltorio te defendió al nacer. Pietro, tú eres un benandante, un buen
caminante, hijo y nieto de benandanti, de un linaje que se pierde en los
siglos. Quien nace con el velo, como nosotros, está destinado a entrar en
combate en cuanto se manifiesta el enemigo, y nuestro enemigo es el
maligno. Ha llegado el momento, Pietro, el mal está preparando la batalla
final, esa para la que todos seremos llamados en un acto de lealtad.
—¡Yo no tengo nada que ver con estas historias de pueblo! Yo no soy lo
que decís, padre. Serra ha cambiado y vos también, ¡mañana vuelvo a
Roma!
Pietro se quitó el collar y se lo entregó a Sante. Tenía intención de
marcharse, pero se detuvo a los pocos pasos:
—¿Mi madre sabe todo esto?
—Ella sabía que este momento llegaría.
—Está bien, entonces será más fácil despedirme. —Continuó en
dirección al túnel por donde habían entrado, dándole la espalda al padre. Un
gesto con el que, por primera vez, se sintió adulto, el hombre que estaba
estudiando para llegar a ser alguien.
—Tendrás que quedarte, Pietro. Mañana por la mañana nos vemos aquí,
con el canto del gallo. Y esta vez vendrás tú solo. Espero que hayas
prestado atención al camino.
Pietro esbozó una sonrisa despectiva. Se giró de nuevo hacia su padre y
dijo:
—Creo que no me habéis entendido: mañana vuelvo a Roma.
—No irás a ninguna parte. Aquí te necesitamos. Yo te necesito. Tu
madre te necesita más que nadie. ¿En qué clase de médico crees que puedes
convertirte si ni siquiera te das cuenta de que tu madre está mal? ¡Algo en
su interior le está arrebatando la respiración, pierde peso cada día y ya casi
no puede estar sentada en el telar por el frío que le corroe los huesos!
Pietro se quedó paralizado. Recordó que esa misma mañana una tos
seca había hecho de contrapunto a su conversación, su madre tenía las
mejillas hundidas y los ojos llorosos. Había pensado que era culpa del
cansancio y del invierno, que se agarraba con fuerza a los huesos y no
quería dejar espacio a los días templados de primavera. Pero ahora que su
padre le había gritado la verdad a la cara, señalando su ceguera con el dedo,
Pietro repasó el momento en el que entró a la cocina, pensando únicamente
en el desayuno, y vio a su madre como nunca antes la había visto: agachada
cerca de la chimenea con un pañuelo en la boca que, al percatarse de su
presencia, se guardó inmediatamente.
Sante aprovechó la sorpresa de su hijo para continuar:
—Por la mañana te entrenarás aquí y luego trabajarás conmigo en el
taller. Serás los ojos y las manos de tu madre en el telar y los brazos que me
ayudarán para la siembra del lino. El destino no se elige, Pietro.
—Me quedaré, lo haré por mi madre. Me quedaré con vosotros hasta la
cosecha, ni un día más. Luego volveré a la academia. No conozco otro
destino para mí.
Pietro se encaminó hacia el túnel y desapareció en la oscuridad. Sante
metió el collar de su hijo en la caja. Recogió la tela, la extendió sobre una
piedra y, con la mano, alisó con sumo cuidado la superficie haciendo
desaparecer todas las arrugas. Colocó la caja en el centro y volvió a doblar
el paño. Terminó el trabajo anudando los cabos de la cinta. Pietro ya lo
sabía: con su regreso, la Compañía, por fin, estaría al completo.
LAS CIUDADES PERDIDAS

Cuatro golpes en la puerta marcaron la hora de despertarse. Ade se levantó


de un salto y se sorprendió por la luz que se filtraba por las persianas. Miró
a su alrededor, era de día. Se giró enseguida en busca de Valente, que
dormía tranquilo en la cama de al lado. No recordaba ni siquiera haberlo
arropado con la manta. Poco a poco volvieron las imágenes de la noche
anterior: las dos mujeres, el bosque, el portón escondido, la cabaña, la
anciana con cara de lechuza amable y su nuevo alojamiento. Sin embargo,
desde fuera, alguien seguía llamando a la puerta sin darle tiempo a asumir
que al otro lado una nueva vida los aguardaba. Una vida de la que no sabía
qué esperar. No sabía siquiera quién había venido a despertarlos. Se armó
de valor y fue a abrir.
—Estamos todas abajo listas para desayunar. Daos prisa.
La que habló fue una muchacha que debía tener más o menos su edad.
Dieciséis, como mucho, diecisiete años. No era demasiado alta, pelirroja,
con el cabello corto y rizado. Su voz fue categórica, parecía como si no
tuviese ninguna intención de ser amable. Pero lo que más sorprendió a Ade
fueron sus ojos, del color azul que tenía el cielo en los días sin nubes: eran
intensos y profundos. Ade pensó que eran los mismos ojos que la habían
observado escondidos bajo una capucha en la plaza de Serra. Aquellos ojos
de los que no fue capaz de apartar la mirada mientras intentaba alejarse, los
mismos que buscó en cuanto se recuperó. Estaba a punto de preguntárselo
cuando la joven le dio la espalda y bajó por las escaleras limitándose a un
frío:
—No habrá segundo aviso.
Ade despertó a Valente despeinándole el pelo, se puso las medias con el
lazo blanco de la abuela, respiró hondo y abrió la puerta.

***
Los dos hermanos se asomaron al amplio salón un poco intimidados. Se
pararon en la entrada, como si fuese un límite y atravesarlo implicase el
pago de un arancel. La escena que se presentaba ante sus ojos recordaba a la
de una tranquila mañana en familia, pero había algo extraño que Ade no
sabía definir y que la mantenía inquieta y la hacía desconfiar. Una mesa, al
menos cuatro veces más grande que la que tenían en casa, ocupaba la
estancia. En los dos extremos estaban sentadas Tebe y Leptis. Janara
removía un caldero colgado sobre el fuego de la chimenea, donde un
líquido denso hervía desde hacía horas, a juzgar por el olor a hierbas y
especias que dejaba escapar. Todas «las demás» estaban sentadas, listas para
tomar el desayuno. La joven pelirroja que había subido a avisarles charlaba
con su compañera, una muchacha unos años mayor, de pelo rizado y ojos
oscuros y luminosos. Cuando alargó una mano para coger un trozo de pan,
Ade notó que llevaba unos extravagantes mitones de piel negra que dejaban
todos los dedos al aire excepto los pulgares. Enfrente de ellas se sentaban
dos muchachas que cuchicheaban sin parar y se parecían mucho, excepto en
los ojos, una los tenía verdes y la otra marrones con motas doradas. Podían
ser hermanas: la nariz pequeña y las largas pestañas hacían que parecieran
hurones, tenían un aire amable y alegre. Llevaban cintas de colores en el
pelo y vestían un delantal con agujas y alfileres clavados. Por último, junto
a dos sillas libres había otras dos huéspedes. La primera no se movía y
parecía muy concentrada; tendría más o menos la edad de Ade. Los ojos
oscuros y la tez aceitunada hacían que su mirada, clavada en la taza de
metal que tenía delante, fuera aún más penetrante. Aquella piel tan morena
le recordaba a las hijas de los campesinos que se habían criado en los
campos de Torre Rossa y que siempre tenían la piel marcada por el sol. La
segunda era la única que estaba comiendo. Mientras las demás parecían
distraídas, se llevaba a la boca un bocado después de otro; tenía los labios
muy finos, casi dibujados, parecía que cada pedazo de pan era una hostia
sagrada.
Salvo la joven mujer de mitones y las dos hermanas con alfileres, todas
las demás llevaban ropas cuidadas pero sencillas. Ade no hubiera sido
capaz de adivinar si eran pobres o ricas, señoras o campesinas, como si
dentro de aquella casa los bienes que cada una poseía no tuviesen ninguna
importancia. Todas juntas recordaban a una familia, pero de esas familias
grandes cuyos hijos se han dispersado por el mundo dando vida a una
descendencia distinta en sus costumbres y aspecto.
Ninguna parecía haberse percatado de su presencia, aunque a Ade le dio
la impresión de que desde que habían llegado a la puerta, las voces habían
ido bajado de volumen poco a poco, hasta un silencio casi absoluto. Al fin
Tebe les hizo un gesto, señaló las dos sillas libres para ella y su hermano.
Valente le apretó la mano, como hacía siempre que se sentía intranquilo, y
la siguió hasta la mesa. Janara los recibió enseguida con una jarra de leche y
llenó las dos tazas que tenían delante. Ade y Valente nunca habían visto una
mesa tan surtida. Sin duda no se trataba de platos elaborados: había pan,
leche, un cuenco frente a cada una listo para la sopa y un pastel de
manzana, pero prácticamente nadie en Torre Rossa podía permitirse
presentar esa comida toda junta para el desayuno. Desde luego, la abuela
Antalia no había podido y Ade tampoco.
—Gracias —dijo Ade, rompiendo el silencio.
Janara sonrió y volvió a la chimenea.
—Janara, por favor, quédate con nosotras, siéntate. Hagamos las
presentaciones.
La muchacha pelirroja apartó la silla y dejó un poco de espacio a su
lado. Janara se acercó con un taburete y tomó asiento junto a las demás.
Un ruido metálico sobresaltó la mesa. Todas se giraron hacia la
muchacha de piel oscura. La taza que tenía delante estaba vibrando y se
movía hacia el borde, o al menos eso parecía, sin que nadie la estuviese
tocando. Ade vio como se materializaban todos sus temores, confirmando
sus sospechas. Sintió la mano de Valente aferrarse a su brazo, como si el
contacto pudiese de alguna manera protegerlos el uno al otro. En ese
momento se sentía exactamente como la tacita de metal: temblorosa y al
borde de un precipicio, a merced de fuerzas desconocidas. Le hubiera
gustado levantarse, coger a Valente de la mano y salir corriendo. Pero ya no
tenían a dónde ir, aquellas mujeres desconocidas eran todo lo que les
quedaba. Solo debía dejar de temblar e intentar averiguar dónde estaba la
salida.
—Petra, ya basta. ¡No quiero que te ejercites en la mesa! No voy a
repetirlo ni una vez más.
Petra levantó la cabeza y dejó de mirar la taza, que se detuvo a
poquísimos centímetros del borde de la mesa:
—Perdona, Tebe —dijo. Luego puso la taza en su sitio, frente al cuenco.
—Bien, me parece que las presentaciones han comenzado —continuó
Tebe dirigiéndose a Ade—. Ella es Petra, al lado está Segesta. Levántate,
querida, así podrán verte.
Segesta se levantó enseguida y, un momento después, sin pronunciar
una palabra, se llevó un trozo de queso a la boca.
—Ellas son Atlantide e Itaca —prosiguió Tebe señalando a las dos
jóvenes con la cinta en el pelo y los delantales que, observándolas mejor, no
se parecían tanto—. A mí lado están Aquileia…
La mujer de los mitones extravagantes negros asintió como dándoles la
bienvenida.
—… y Persepolis.
Así que la muchacha que había ido a despertarlos se llamaba Persepolis;
ella volvió a saludarlos con sus profundos ojos azules, mientras la expresión
del rostro seguía siendo de indiferencia.
—A Leptis y Janara ya las habéis conocido. Nosotras somos las
Ciudades Perdidas y nos alegra acogeros en esta casa. Podréis conocernos
mejor a lo largo de las siete semanas de escuela, entre tanto, diles a todas
cómo te llamas y de dónde vienes.
Ade miró a Tebe sin saber qué hacer. No le gustaba que Tebe se
dirigiese solo a ella, como si Valente no le interesara demasiado, continuaba
temiendo que quisieran echarlo. Además, la única escuela que había
conocido, como todas las muchachas de la aldea, había sido la de su abuela,
todo lo que sabía lo había aprendido de ella, pero aquello parecía un
examen. Se puso en pie, como había visto hacer en la capilla cada vez que
alguien hablaba durante las asambleas ciudadanas.
—Soy Adelaide y vengo de Torre Rossa. Este es mi hermano Valente,
tiene diez años y somos inseparables.
—Sexta Regla: para evitar caídas, nada de hombres entre las Ciudades
Perdidas.
—Gracias, Persepolis, todas conocemos esta regla. ¿Quieres
recordarnos también las demás, así ahorramos tiempo? —La voz de Tebe
cambió de tono y se volvió autoritaria de repente.
Persepolis hundía sus ojos azules en los de Tebe, manteniendo una
mirada que habría atemorizado a un ejército de caballeros listos para el
combate.
—Levántate, levántate. Estamos esperando.
Persepolis respiró hondo, se levantó obedeciendo a la invitación de Tebe
y se giró hacia Ade, que seguía de pie. Recitó el Credo de las Ciudades
Perdidas sin quitarle los ojos de encima a la nueva huésped, tratando de
intimidarla:
—Primera regla: buena cosecha a quien habla poco y mucho escucha.
»Segunda regla: de fiesta o en el trabajo, acoge a quien es distinto a ti
porque tú también eres diferente.
»Tercera regla: la fatal, vuelve atrás tres veces tanto el bien como el
mal.
»Cuarta regla: ni rey, ni padre, ni Dios, en mi vida decido yo.
»Quinta regla: solidaridad, justicia y apoyo, estas son las reglas de
nuestro reino.
»Sexta regla: para evitar caídas, nada de hombres entre las Ciudades
Perdidas.
La declamación de las reglas se interrumpió por el repentino chirrido de
las sillas contra el suelo. Todas las Ciudades Perdidas se levantaron al
unísono y recitaron a coro la séptima y última regla:
—Séptima regla: este es nuestro canto, el tú se convierte en nosotras, de
ahora en adelante no hagas daño a nadie, sé libre y haz lo que quieras.
Después de que Tebe se lo indicara, las Ciudades Perdidas volvieron a
tomar asiento en silencio.
Solo Ade se quedó de pie, confusa. Valente, que estaba sentado, miraba
con sorpresa a su alrededor. Con todo, le resultaba estimulante que a su
hermana la involucraran nada más llegar en aquel extraño juego. Aquellas
mujeres hacían bienal recitar el Credo juntas, era como si lo cantaran a
coro, ya que habían mantenido el ritmo. Así pues, como si no pasara nada,
alargó la mano para coger su primer trozo de pan.
Tebe retomó la palabra:
—Necesitarás unos días para aprendértelas de memoria, pero al final de
la séptima semana, no tendrás ni que repetirlas para recordarlas, serán parte
de ti. Ahora siéntate y desayuna. Debéis estar hambrientos.
Ade, algo más animada porque consideraran por primera vez a Valente,
obedeció, aunque, a pesar de haber pasado tantos días luchando contra los
retortijones del hambre con las pocas hierbas que había podido recoger en
el bosque, ahora sentía el estómago cerrado. La leche humeante en la taza le
dio ganas de vomitar; todo su cuerpo parecía rebelarse contra aquel lugar.
Bajó la mirada hacia Valente que, por el contrario, casi se había terminado
todo lo que tenía delante. Sin ningún atisbo de desconfianza, se había
lanzado sobre la comida y, ahora, imitando a las demás, mojaba el pan en el
cuenco con avidez.
—¿Te pasa algo? —le preguntó Tebe en voz baja—. ¿Se te ha enfriado
la leche?
—No… —La voz de Ade era casi un susurro—. No tengo mucha
hambre.
—Me parece que ese no es el problema. Si hay algo que quieras
preguntarnos, puedes hacerlo. —Tebe parecía amable, igual que la tarde
anterior, cuando los invitó a seguirla.
A Tebe le había llamado la atención aquella muchacha de ojos color
miel, sinceros y escurridizos como los de un animal del bosque la primera
vez que la vio durante un día de mercado en Torre Rossa. Desde entonces,
la había seguido, espiado e incluso protegido desde lejos. Sabía que estaba
sola con su hermano pequeño y la experiencia le había enseñado que una
joven pobre y sola no duraría mucho tiempo, sobretodo en una pequeña
aldea de campo. Alguien o algo la metería en problemas, solo era cuestión
de tiempo; debía tener paciencia, tarde o temprano Ade se iría con ellas. Y
ahora ahí estaba, sentada a la mesa, con ojos lúcidos y labios rojos como la
sangre, probablemente porque no dejaba de mordisqueárselos, rellenando
todos sus silencios. El dibujo estaba casi terminado.
Ade se convertiría en Ciudad Perdida. Pero no sería fácil, lo sabía, más
allá de Valente. Habría preguntas, dudas, rebeldía y rechazo. El camino
hacia la libertad nunca ha estado desprovisto de obstáculos. Ni siquiera el
suyo.
—¿Vosotras sois brujas? —La pregunta salió fácil y directa de la boca
de Ade, esta vez sin la tensión de que pudiera mancillarle la voz. El sonido
cristalino cayó sobre la mesa como el repique de las campanas que invitan a
los fieles a vísperas. Nadie puede evitar escuchar la llamada a la oración.
Solo los infieles lo logran. Pero allí no había lugar para la herejía.
—Nosotras somos nosotras. Brujas es como nos llaman los demás. —
Leptis fue la que desveló el secreto oculto por el silencio de las Ciudades
Perdidas.
—¿Entonces si estoy aquí es porque yo también soy bruja?
—Por ahora no sabemos qué eres, por ahora no eres nadie. Ni siquiera
tienes nombre. Te volveremos a bautizar cuando termine la séptima semana.
Durante tu andadura, te enseñaremos gran parte de nuestros secretos:
aprenderás a reconocer la transición de las estaciones solamente con los
olores del bosque, a medir el tiempo, a reconocer las estrellas. Disfrutarás
del placer de aliviar el dolor y sentirás la fuerza que da causarlo, sabrás
distinguir el veneno del remedio y entenderás que casi siempre es una
cuestión de dosis; el bien y el mal a menudo están separados por una fina
línea. Aprenderás a tomar decisiones aunque eso signifique realizar un sano
orificio para ti misma y para las demás. Comprenderás cómo transformar el
miedo en fuerza, la debilidad en potencia y a darte cuenta de que las
respuestas no sirven nunca y que las preguntas, cuando son correctas, solo
generan más preguntas. Puede que incluso más apropiadas. Por lo tanto, no
te preguntes si eres una bruja, pregúntate solamente quién eres. Si crees que
todo esto nos convierte en brujas, entonces lo somos. —Leptis terminó la
explicación y bebió el último trago de agua que le quedaba en el vaso. Sin
más que añadir, se levantó y abandonó la sala.
Las Ciudades Perdidas hicieron lo mismo de una en una, en silencio.
Desaparecieron en pocos segundos, como si un acuerdo tácito las conectara
y tuvieran que atender muchas tareas. A la mesa solo quedaron Ade,
Valente y Tebe.
Incluso Janara dejó la estancia, algo de lo que Ade no se percató, pues
parecía que había desaparecido en la nada. Entre dientes musitó:
—¿Pero dónde se ha ido Janara?
Tebe sonrió, consciente de la manera en que todas las recién llegadas se
sorprendían por la capacidad de la más anciana de alejarse a escondidas, y
le dijo:
—Solo se ha ausentado un momento, la verás después. —Luego,
dirigiéndose hacia la puerta, añadió—: Venid, os enseñaré el resto de la casa
y después empezaremos la andadura.
Con la luz del día todo parecía menos espeluznante en comparación con
la noche anterior. La casa estaba bien iluminada, y las ranuras, que
perforaban las gruesas paredes de piedra, dejaban entrar el aire fresco y
perfumado del bosque, además de los rayos del sol. Salieron del salón de la
chimenea, cruzaron el pasillo y, al cabo de unos pocos pasos, se detuvieron
frente a una puerta cerrada.
—Ábrela, Ade, por favor. Esta puerta protege lo más valioso que
tenemos. Siempre estará abierta para ti, al igual que para las demás, cuando
queráis conocer los tesoros que custodia.
Ade empujó la puerta con excesiva fuerza, pues el aspecto macizo de la
madera la había engañado. Las bisagras bien engrasadas permitían una
apertura sin ninguna dificultad y Ade irrumpió en la estancia perdiendo el
equilibrio. La envolvió una luz deslumbrante y necesitó unos segundos para
acostumbrar los ojos. En cuanto los contornos adquirieron nitidez, pudo
distinguir la gran altura de paredes, sobre las que se apoyaba una estructura
de madera con balcones, escaleras y estanterías repletas de volúmenes
encuadernados. La cantidad de libros era incontable: estaban por todas
partes, forraban la habitación a lo alto y a lo ancho. La luz llegaba desde
una puerta con una vidriera que daba al jardín, que la noche anterior había
sido el escenario del baile de cientos de luciérnagas. El olor del bosque se
convertía, allí dentro, en un perfume cálido de papel entintado y cera
fundida.
—Aquí pasarás gran parte del tiempo libre que te deje el trabajo y las
tareas de casa. Leer y estudiar son una de las delicias del camino y una
parte esencial del crecimiento. Puedes coger un libro cada vez y leerlo en tu
habitación. Cuando lo acabes, deberás devolverlo al sitio donde lo
encontraste. Tendrás cuadernos para tomar notas y estudiar; los podrás
guardar en tu cuarto y utilizarlos para transcribir algunas partes
especialmente significativas de los libros. Yo seré quien supervise tu lectura
y tu estudio. Empezaremos por las ciencias naturales.
Ade entendió que en aquella casa sabían mucho de ella. Tebe había
dado por sentado que no solo era capaz de leer cualquier libro, también de
estudiar ciencias. La muchacha no podía creérselo. Jamás hubiera soñado
con poder estudiar.
—¿Y yo? ¡Yo también quiero leer!
—Aún no puedes, Valente. Siempre te he dicho que primero tienes que
practicar con el libro de recetas de la abuela.
—Tú también podrás leer, tranquilo. Aquileia será tu institutriz. La has
visto en el desayuno, es la Ciudad Perdida que llevaba guantes. Es una
maestra muy buena y conoce todos los secretos del arte.
A Ade tampoco le asombró que Tebe conociera la pasión de Valente por
el dibujo. Era como si ya hubiese asumido que los habían espiado durante
meses. La sorprendió, en cambio, que también hubiera un plan trazado para
su hermano, algo que aprender para, con el tiempo, poder contribuir de
alguna manera. Por lo que había intuido, a las Ciudades Perdidas les habían
impuesto la presencia de Valente. Para muchas de ellas, no era bienvenido.
Lo importante era, pues, tenerlo cerca. Eso le permitía albergar esperanzas
en su futuro.
—Continuemos con el paseo, volveremos aquí muy pronto.
En la planta baja había dos estancias más: una era el dormitorio de
Janara, que tenía una lechuza cosida en su manta —a Ade le pareció
gracioso pensar en lo acertado de aquel bordado— y la otra era una pequeña
habitación perfumada, llena de frascos. Justo delante de la única fuente de
luz, había una mesita con un extraño agujero en el centro. Tebe le informó
de que era la habitación de estudio de Leptis.
En la primera planta, aparte del suyo, estaban los dormitorios de las
otras Ciudades Perdidas. Ade y Valente ocupaban el del fondo del pasillo,
con el murciélago y la zarigüeya; en los otros se distribuían por parejas de
la siguiente manera: Atlantide e Itaca en el cuarto de los ciervos, para ellas
había un único animal; Segesta y Petra en el del búho y el erizo; y Aquileia
y Persepolis en la última, con el lobo y la rana. El pasillo se dividía en el
centro de la planta y conducía a un balcón que daba al exterior. Desde allí
se accedía al invernadero, un lugar que, a ojos de Ade, rebosaba de un
encanto misterioso. Cuando el trío cruzó el umbral, Segesta estaba
trasplantando un laurel muy grande.
—El invernadero es nuestro granero y almacén. Tenemos casi todo lo
que necesitamos. Trabajamos todas por tumos. Ella te enseñará lo que hay
que saber.
Cuando entraron, Segesta apenas los miró, ocupada como estaba entre
sus macetas, pero la boca que a Ade le había parecido muy fina y grácil en
el desayuno, se había fruncido en una sonrisita indescifrable, más parecida a
la de alguien que hubiese sido testigo de cosas tenebrosas que a la de una
chica de campo. Las plantas eran tan numerosas que Ade solo pudo
reconocer las que tenía más cerca: había manzanos y limoneros y tal
variedad de macetas que hubiera necesitado un día entero para observarlas
todas. Estaba segura de que algunas especies no las había visto nunca.
En la buhardilla, a donde se accedía por la última rampa de escaleras,
estaba la habitación de Leptis y Tebe. Sin embargo, la puerta permanecía
cerrada.
Cuando volvieron al salón, Aquileia estaba esperándolos. Tenía en la
mano una pequeña tela y unos pinceles. Llamó a Valente y lo llevó
gentilmente al jardín. El niño, con una sonrisa casi imperceptible, se volvió
un instante para despedirse de Ade antes de desaparecer al otro lado de la
puerta.
—No te preocupes, estará bien. Nosotras dos vamos a volver a la
biblioteca. Allí es donde empezará tu andadura.

***
Ade vio que Tebe le daba la espalda y abría la puerta. La luz cálida de la
mañana la deslumbró, como había ocurrido poco antes. Ade dudó, luchando
contra el deseo de abandonarse a la calidez manifiesta y reconfortante de
aquella habitación repleta de libros que despertaban su curiosidad —ella,
que en su vida solo había visto un libro— y a aquella casa que, a pesar de
todo, le resultaba familiar, como si la abuela Antalia hubiese vivido allí.
Pero debía permanecer alerta, no podía fiarse aún. No sabía nada de aquella
mujer ni de las demás. Desde que murió la abuela había aprendido a contar
solo consigo misma. Y, aunque estaba cansada y sentía que merecía algo
más de la vida, que hasta ese momento no la había tratado bien, en el fondo
de su corazón sabía que nada es tan fácil como parece.
—Eh, pequeña, ¿qué haces? A Tebe no le gusta esperar. —La voz de la
anciana Janara la distrajo de sus pensamientos. Debía de haberse escondido
detrás de la puerta, Ade no la había oído acercarse.
—Ya me voy. ¿Puedo antes preguntarte una cosa, Janara?
—Claro, hija mía.
—¿Quién es Tebe, en realidad?
TEBE

—Mal francés.
El médico pronunció aquellas dos palabras en el luctuoso silencio de la
estancia.
Fosco Sorgente yacía de lado; de la bata abierta en la espalda asomaba
una profusión de úlceras putrefactas de color púrpura. Hacía horas que no
mediaba palabra, se limitaba a mascullar algo cuando tenía sed o a rechazar
la comida cuando la sirvienta intentaba dársela.
—No se puede hacer mucho más. La enfermedad está muy avanzada.
Seguid cambiando los vendajes para aliviar el dolor y aplicad bálsamo
católico en las heridas.
Santorio Santori era profesor de Medicina en la Universidad de Padua y,
casualmente, se encontraba en la ciudad de Roma, a donde había acudido
para impartir una lección pública en el Studium de la Sapienza.
Unos conocidos de Ginevra dell’Armi, la madre viuda de Fosco, le
habían pedido que visitara la casa de ese noble señor napolitano, romano de
adopción, que hacía días que estaba en cama y rechazaba la comida.
Cuando entró en la estancia, pidió que abrieran enseguida las ventanas para
que entrara aire fresco; sacó del bolsillo interno de su gabán una bolsita con
alcanfor, azafrán y romero, y se lo acercó a la nariz. Aspiró con fuerza un
par de veces y lo volvió a guardar en el abrigo.
Era una casa elegante, con una decoración acorde al rango del señor que
yacía enfermo; se intuía una cierta atención en la limpieza y la higiene, pero
era evidente que aquella estancia había permanecido demasiado tiempo
cerrada y había acabado impregnándose de los hedores de una enfermedad
pestilente. Antes de acercarse al lecho para visitar al enfermo, Santori se
demoró unos instantes.
Junto a la cabecera del moribundo había dos mujeres con un velo que
les cubría parte del rostro y les protegía la nariz. La más entrada en años se
presentó como la madre del enfermo: era ella quien lo había mandado
llamar, tenía un fuerte acento napolitano. Le recordó de inmediato su breve
estancia en Nápoles en la que, invitado por su universidad para un
encuentro con la corporación del Arte dei Medici e Speziali, había
aprovechado para visitar la costa del golfo y el Castillo Nuevo. En ese
acento percibió el olor del mar, la violencia del puerto y una gran nostalgia.
La otra mujer era una joven de ojos color ébano y piel blanquísima que
debía de ser la esposa.
—Si lo permitís, debería examinaros también a vos, señora. —Después
de esta frase, pidió a la servidumbre que abandonara la estancia y trató de
alejar a la madre de la cabecera.
Ginevra dell’Armi no se movió ni un ápice. Ante el ademán
interrogativo del médico dijo que no saldría de la estancia bajo ningún
concepto. Lo hacía por el bien de su hijo.
Santorio Santori comprendió que no serviría de nada insistir y se acercó
a la joven, que se había sentado en un sillón al lado de la ventana abierta y
respiraba a todo pulmón con el rostro completamente al descubierto.
Santorio observó que era muy bella.
—¿Cómo os llamáis, madame? —preguntó usando el francés para
parecer cortés, pero teniendo en cuenta el motivo por el que se encontraba
allí, se arrepintió de inmediato.
—Polissena. Polissena De Luna.
—¡Sorgente! —la reprendió enojada Ginevra dell’Armi, que fingía estar
pendiente de los lamentos del hijo, pero a quien no se le escapaba ni una
sola palabra de aquel encuentro que tenía lugar a poca distancia de ella.
Polissena se volvió hacia la mujer que había aprovechado la ocasión
para manifestarle su rencor y, sin dejar de mirarla, dijo:
—Polissena De Luna Sorgente.
Santorio Santori puso punto final a ese tenso intercambio de reproches
pidiéndole a Polissena que se bajara el manto que le cubría la espalda,
mientras la acompañaba con delicadeza hacia la luz que entraba por la
ventana.
La seda dorada se deslizó por la piel blanca con un ligero frufrú.
Polissena lucía un elegante vestido carmesí con un pronunciado escote,
ribeteado con encaje blanco, que dejaba al descubierto los hombros, la
espalda y el pecho hasta el nacimiento de los senos. La luz del sol se posó
sobre la superficie de su piel con un brillo iridiscente, resultado de la
aplicación de polvos de tocador y de perfume, lo que reveló a Santori el
origen de aquel olor a rosa que lo había embriagado al acercarse a la
espalda de Polissena.
—¿Habéis sufrido algún dolor últimamente? ¿Os duele la cabeza o el
estómago?
—Tengo buena salud, doctor Santori.
—Vuestra espalda está limpia y lisa —comentó el médico mientras
examinaba cada centímetro visible de su piel—. ¿Puedo preguntaros si en
alguna otra parte del cuerpo tenéis rojeces, úlceras o erupciones de
cualquier tamaño?
—Ninguna rojez. Bajo el vestido, mi piel también es lisa, doctor
Santori.
Polissena fingió no darse cuenta de lo embarazosas que le resultaron sus
palabras al profesor. Sabía que una dama no debía hablar con tanto descaro
de ciertas cosas, pero era muy evidente por qué le hacía esas preguntas y
quería poner de manifiesto que no tenía síntomas de la enfermedad de su
esposo. No era ella la que había ido en busca de otros hombres, a pesar de
que ya hacía muchos años que su esposo y ella no yacían juntos. La última
vez debió de ser cuando quedó encinta de su segundo hijo, Paolo, que el
mes próximo cumpliría cuatro años. Tampoco podía revelar que las únicas
manifestaciones de afecto entre ambos estaban reservadas para los eventos
públicos, donde la familia Sorgente se presentaba como un indiscutible
ejemplo de moralidad.
Tampoco podía decir que su matrimonio fuera desdichado, los había
mucho peores, como los de sus amigas y confidentes. A pesar de ello,
siempre había pensado que ella estaba destinada a algo diferente, aunque no
fuera mejor. Cuando murió su madre —que le encomendó la administración
de todo su patrimonio con un testamento de su puño y letra y cuya lectura
dejó atónitos a todos los presentes, entre ellos a su padre—, Polissena
todavía no había cumplido los diecinueve años, pero ya había demostrado
una sorprendente inclinación por atender los negocios familiares.
«Nombro a Polissena como mi única heredera, con la esperanza de que
con su sabiduría usará esta fortuna para su bien y el del prójimo, para su
protección, su desarrollo y su provecho».
Su madre la había educado evitándole las tareas especialmente
reservadas a las mujeres. Le había dado una educación muy diferente a la
de las muchachas de su clase social, nada de costura ni cantos en las misas.
Polissena pudo estudiar matemáticas, filosofía, música y ciencias naturales
sin ningún tipo de prohibición o restricción ligadas a su condición social,
era la primogénita heredera de un impero mercantil. Cada vez que su padre
aludía a la posibilidad de un matrimonio para consolidar los lazos
comerciales de la familia, su madre lo obviaba y le señalaba cuán capaz era
Polissena de hacer frente sola al crecimiento económico de las inversiones
familiares. Tenía un talento natural para los números, llevaba un registro
detallado de las ventas y sabía reconocer un buen negocio al instante. Era
una mujer de su tiempo, así se lo decía su madre. Un tiempo de cambios.
Por desgracia, su muerte desvió la vida de Polissena muy lejos de la
esperada meta final.
Su padre no era un mal hombre. El matrimonio de sus padres había sido
por amor, todo un privilegio en aquella época. Pero la desaparición
prematura de su esposa lo había convertido en un hombre desesperado; y la
desesperación, a veces, nubla la mente. Impugnó el testamento ante un juez
complaciente y llevó como testigos a representantes de la Universidad de
Mercantes, que estuvieron encantados de declarar que a ninguna mujer se le
permitiría, ni en ese momento ni nunca, entrar en el oficio. Por lo que el
patrimonio podía pertenecer nominalmente a Polissena, pero la
administración y la gestión debían pasar al padre.
A Polissena se le impuso un matrimonio rápido, una forma de volver al
rango de su destino como mujer. Dio a luz dos hijos y perdió otros tantos,
vivió en una jaula dorada rodeada de encajes y recepciones vespertinas.
Polissena evitó a toda costa cualquier contacto con la familia Sorgente,
enemistándose para siempre con su suegra, la poderosa Ginevra dell’Armi,
que pensó que ese matrimonio era su oportunidad para consolidar su
posición en la alta sociedad romana y que, después, se encontró en casa con
una mujer excéntrica y huraña. Polissena llegó a un acuerdo tácito con su
marido: hagámonos el menor daño posible e ignorémonos.
Durante un tiempo el acuerdo funcionó bien, pero después el esposo
enfermó.

***
Santorio Santori, tras haber examinado la lengua y la boca, constató que
Polissena decía la verdad: no había ningún signo de la enfermedad que
eclipsara su belleza. Devolvió unos pocos instrumentos a su gran maleta de
piel y se abrochó el gabán. Su trabajo había terminado.
—¿Seguimos con las sangrías? —le preguntó Ginevra dell’Armi,
esperando una respuesta afirmativa que la llenara de esperanza.
—No le harán ningún daño —respondió el profesor mientras se
disponía a salir de aquella estancia para volver a ocuparse de asuntos
bastante más importantes.
Polissena, que se había acercado a la puerta para acompañar a Santorio,
lo detuvo en el umbral y dijo:
—He aplicado en las heridas un ungüento de plata viva y grasa de
animal y durante unos días ha parecido que mejoraba.
El profesor quedó impresionado por la seguridad de aquella joven, que
además de belleza poseía un cerebro más aventajado que el de muchos de
sus estudiantes. Su aspecto no difería en nada del de sus coetáneas de la alta
sociedad, de las que probablemente se hacía acompañar, sin embargo, bajo
los encajes, ocultaba conocimientos médicos lo bastante precisos como para
saber aplicarlos.
—Habéis hecho bien. La plata viva es el único remedio conocido para
este mal… vergonzoso. Tened cuidado con las aplicaciones, si la cura es
excesiva, se convierte a menudo en un veneno todavía más letal que la
enfermedad.
Dicho esto salió de la estancia y de sus vidas.

***
Fosco Sorgente murió esa noche. En silencio, tal como había pasado las
últimas semanas. Fue la servidumbre la que avisó cuando lo encontraron,
con las primeras luces del alba, boca arriba, con los ojos cerrados y la boca
semiabierta. Ginevra dell’Armi fue la primera en llegar, rompiendo a
lloraren cuanto divisó el lecho deshecho. Sostuvo la cabeza de su hijo entre
los brazos y empezó a acariciarlo como si estuviera dormido.
Cuando Polissena entró a toda prisa, todavía con la camisola puesta,
Ginevra le espetó:
—¡Habéis sido vos! ¡Vos habéis matado a mi hijo!
Polissena vio a aquella mujer desplomada sobre el cuerpo de su único
hijo y, por primera vez, sintió pena por ella. Percibió como el dolor de su
suegra llenaba el vacío de la estancia: impregnaba el aire y le impedía
respirar, casi no había espacio para ella.
—No quiero oír vuestras acusaciones, señora. He estado a su lado en
todo momento, lo he cuidado, alimentado y curado. Cada día, desde que
enfermó, le he desinfectado las llagas con vinagre, le he lavado cada parte
de su cuerpo como si fuera un recién nacido, le he aplicado ungüentos en
las heridas y le he preparado tisanas reconstituyentes. Nada ha funcionado
contra el mal oscuro que se lo ha llevado esta noche.
—¡Vos sois el mal oscuro, Polissena! Desde que entrasteis en esta casa
habéis sido una maldición para nuestra familia.
—No es en esta casa donde encontraréis la causa de la muerte de
vuestro hijo. ¡Son otras las casas que vuestro hijo ha frecuentado!
Al oír estas últimas palabras, Ginevra dell’Armi recostó la cabeza de su
hijo sobre la almohada, se puso de pie y, con paso firme, se acercó a
Polissena. Cuando estuvo a pocos pasos de ella, levantó el brazo para
descargarle con una bofetada toda la rabia que había acumulado durante
esos años.
—¡No oséis manchar la memoria de mi hijo! Vos, y solo vos, sois la
causa de todo esto. Nunca habéis estado en vuestro sitio. Habéis pretendido
que mi hijo aceptara vuestras extravagancias, que tolerara vuestro
comportamiento ultrajoso y ¡que encima apoyara vuestro deseo de ocuparos
de los negocios familiares! Una esposa no pide, da, y basta. Una esposa no
tiene otros deseos que los de satisfacer a su marido y a sus hijos y es feliz al
hacerlo. Siempre habéis cumplido con vuestros deberes a regañadientes.
Habéis deshonrado a esta familia. Habéis envenenado a mi hijo con
vuestros brebajes de bruja y lo habéis dejado morir. Pero habéis cometido
un error: ¡habéis dejado demasiados testigos de vuestra fechoría!
Polissena se quedó sin palabras. Miró a su alrededor y vio al servicio
cabizbajo. Comprendió que, durante todos aquellos años, Ginevra dell’Armi
había cobijado un hastío envenenado y que, probablemente, hacía muchos
días que se preparaba para descargarlo contra ella en cuanto encontrara la
oportunidad. Trató de defenderse diciendo que no había usado ningún
brebaje y que sabía lo que hacía. Que había intentado salvar a su esposo y
padre de sus dos hijos hasta el último aliento, y que los remedios que le
había dado eran comunes en las universidades más importantes de Europa,
como había podido confirmar el prestigioso profesor Santori en su visita.
Ginevra no atendió a razones. Le hizo saber que ya había redactado la
acusación y había recogido las pruebas para llevarlas ante del Tribunal
Supremo romano. La amenazó con que, si se le ocurría decirle a alguien que
Federico Sorgente había muerto del mal francés, la llevaría ante de la
Inquisición. Polissena sabía que no solo era capaz de hacerlo, sino que,
además, Ginevra dell’Armi tenía los suficientes conocidos para conseguir
que se pudriera en una lúgubre celda hasta el fin de sus días.
La discusión se interrumpió con la llegada del notario de la familia
Sorgente. Lodovico Longo entró en la estancia sin anunciarse, sabía que lo
esperaban: llevaba consigo un documento oficial escrito de su puño y letra.
Ginevra dell’Armi lo acogió en la estancia como a un salvador:
—Os agradezco que hayáis venido tan rápido. Os estábamos esperando.
—He acudido lo antes posible, señora, a vuestro servicio. Permitidme
expresaros mis más sinceras condolencias por la pérdida.
Ginevra bajó la mirada y la dirigió unos instantes hacia aquel cuerpo sin
vida que empezaba a adquirir el color de la muerte. Trató de concentrarse
en la venganza que le había reservado a la joven viuda y volvió a fijarse en
el documento que el notario tenía en las manos.
—Podéis dárselo a la señora —dijo sin siquiera mirar a Polissena,
segura de que todos los allí presentes habían comprendido a quién se
refería.
Lodovico Longo se dirigió hacia Polissena y le entregó el documento.
—¿Qué es esto? —preguntó la nuera.
—Vuestra madre os enseñó a leer, ¿verdad? Pues leed —sentenció
satisfecha al descubrir, quizás por primera vez, el temor en los ojos de
aquella joven arrogante.
Polissena rompió el sello del pergamino y empezó a leer. Se trataba de
una declaración firmada por su padre el día de su matrimonio que
dictaminaba que, en caso de muerte prematura de Fosco, todos los bienes y
terrenos heredados por ella, la dote y el título nobiliario debían pasar
automáticamente a los hijos, en caso de haberlos; y que si sus
descendientes, por edad, no estuvieran en condiciones de ostentar el título y
ocuparse de los negocios, la tutela del patrimonio y su educación quedaba
asignada, hasta su mayoría de edad, a la madre de Fosco, Ginevra
dell’Armi.
—¡Queréis quitarme a mis hijos! ¡No os lo permitiré!
—Os estáis equivocando, querida Polissena, no os estamos quitando a
vuestros hijos, os lo estamos quitando todo. El señor notario os aclarará
cualquier duda. Ahora os pido que abandonéis esta estancia, me repugnáis
y, además, debo ocuparme de mi hijo y su funeral.
Polissena, acompañada por el notario, salió de la estancia conmocionada
por lo que acababa de suceder y con la sensación de haber caído en una
trampa mucho tiempo atrás. Solo pudo oír la voz estridente de Ginevra, que
anunciaba al servicio que nadie, excepto ella, se ocuparía del lavado y la
mortaja de su hijo y que el velatorio comenzaría en un par de horas.

***
Dos días después del funeral de Fosco Sorgente, Polissena seguía
vagando por las calles de una Roma que le era desconocida. Durante todos
los años que había vivido en aquella ciudad, desde que nació, nunca había
necesitado recorrer aquellas calles a pie ni mezclarse con el pueblo llano
que abarrotaba las vías como si fuera un hormiguero. Percibía olores
desconocidos, oía ruidos cuyo origen no podía identificar y, además, tenía
la sensación de ser observada a cada momento. Le habían permitido
llevarse unas pocas cosas en una bolsa de viaje, aunque ella hubiera
preferido llevarse el baúl; sin embargo, ahora que se arrastraba exhausta por
las calles, le agradecía al cielo que se lo hubieran prohibido. El notario le
había dejado claro que si no se iba de forma voluntaria y lo antes posible de
aquella casa y no renunciaba a todo sin impugnar el documento firmado por
su padre, había una acusación de brujería preparada para ella. Todo el
servicio testificaría en su contra y darían fe de sus extrañas prácticas
médicas, además, puntualizó, el juez era un gran amigo de la familia
Sorgente. No tenía ninguna esperanza de haber salido indemne de un
proceso tan manipulado.
Había sido repudiada de esa casa y de esa familia ocho años después de
haber entrado. Tenía veintisiete años y, de repente, estaba sola, como si
nunca hubiera tenido hijos; sin ningún sitio adonde ir, perdida en su propia
ciudad. Llamó a la puerta de algunas amigas, pero ninguna se comportó
como tal. Todas tenían más interés en seguir contando con los favores de
Ginevra dell’Armi que de ayudarla a demostrar su inocencia.

***
Pasó la primera noche en una posada del barrio de Marte, pero no tenía
suficiente dinero para permanecer más días y, además, había algo que le
impedía empeñar la única joya que había conseguido llevar consigo; temía
que aquel gesto despertara la curiosidad de los clientes y entrañara otros
peligros. Como una confirmación de estos temores, el posadero le preguntó
por qué viajaba sola, y le dejó claro que aquel era un lugar respetable y que
no toleraría asuntos sospechosos ni encuentros vergonzosos. Polissena ni
siquiera le respondió: se limitó a asentir con la cabeza y pagó la estancia de
forma anticipada.
El día siguiente lo pasó pidiendo trabajo en las tiendas de los
alrededores de la Puerta Pinciana. Sabía leer, escribir y llevar las cuentas.
También sabía un poco de francés, lo que podía resultar muy útil, vista la
gran cantidad de peregrinos que visitaban Roma en ese tiempo de reforma y
arrepentimiento. Pedía que la aceptaran de prueba, aunque fuese por unas
pocas horas, el tiempo justo para demostrar sus aptitudes, pero parecía que
en Roma nadie quería hacerle una prueba a una mujer vestida de señora
pero con las urgencias de una plebeya. Consiguió media jornada en un taller
de seda, que ocupó en desenrollar los filamentos de los capullos a cambio
de un poco de pan y queso. A su lado había muchachas mucho más jóvenes,
con las manos pequeñas y ágiles, casi todas venían de las aldeas de los
alrededores de Roma. Se sentaban en unos bancos de madera torcidos,
delante de unos cuencos de agua muy caliente y sumergían los capullos para
que se desprendiera la sustancia pegajosa que los mantenía unidos. Sus
vestimentas de basto algodón se convertían en un repentino alivio para los
dedos escaldados. Las muchachas tenían nombres que olían a heno, corral y
estiércol. Dos de ellas, Amelia y Chiara, tan iguales que parecían hermanas,
le contaron algo de su pasado en esa media jornada, le hablaron del amor
que habían dejado en la aldea, a la que esperaban volver con una buena dote
para casarse. Conversaron poco por temor a ser castigadas y lo único que
Polissena consiguió saber fue que, como ellas, la mayor parte de las
muchachas soñaba con ganar lo suficiente para emprender el camino de
regreso a su aldea y formar una familia. Aquella noche, Polissena durmió
bajo el telar del taller. Mientras su respiración vibraba en armonía con la de
las demás, sintió con pesar la injusticia de un mundo que consideraba
menos que nada a aquellas niñas-mujeres. A la mañana siguiente volvió a
las calles, prometiéndose, antes de despedirse de Amelia y Chiara, que si
conseguía sobrevivir, volvería para saber qué había sido de ellas.

***
No sabía cuánto tiempo llevaba caminando, le había asegurado al patrón
que dejaría el taller antes de la salida del sol. Él le había dicho que era
demasiado lenta y culta para permanecer allí y que solo necesitaba mano de
obra. Los relojes de sol de la ciudad ya señalaban el mediodía. Hacía calor
y, si no fuera por un viento ligero que soplaba de vez en cuando y la
aliviaba, hubiera tenido que hacer un alto en cada fuente de la ciudad. Una
vez hubo pasado el Panteón tuvo que detenerse debido a unas punzadas
repentinas en el estómago y a un agotamiento que nunca había sentido. La
cabeza le daba vueltas y se le nublaba la vista. Se apoyó en la pared de uno
de tantos edificios señoriales que formaban una amplia zona de sombra en
la que refugiarse; unos edificios donde, hasta hacía algunos días, sus visitas
habrían sido acogidas con profundas reverencias. De repente, pensó en
todos aquellos días junto al lecho de su esposo, en el aire infecto y las
ventanas cerradas, y revivió los gestos de sus manos, dedicadas a secarle el
sudor del rostro y a frotarle ungüentos de todo tipo en su cuerpo
martirizado. Todas aquellas curas no habían servido para salvarlo, pero era
evidente que habían bastado para condenarla. El desánimo se apoderó de
ella. No tenía nada con qué curarse, la única cosa que le habían permitido
llevarse, aparte de la joya que escondía entre sus ropas, era un recuerdo de
su madre, una pequeña caja de cerámica que contenía la camisa de su
nacimiento, bendecida por el papa, y que, como siempre había dicho su
madre, la protegería durante toda la vida. Aunque no lo haría de aquella
enfermedad, y Polissena lo sabía bien.
Absorta en estos pensamientos y confundida por las náuseas, no se
había dado cuenta de que un hombre se había aproximado a ella y la
escrutaba desde hacía un rato. Llevaba una jarra de vino en la mano y, por
cómo se tambaleaba, debía de haber salido de una taberna hacía poco. Iba
bien vestido y llevaba un sombrero de ala ancha adornado con una vistosa
pluma rosa, quizás era un forastero de visita en la corte de los Saboya.
—Señora, permitidme que os ayude.
Polissena levantó los ojos y vio una mano que se tendía hacia ella. La
aceptó de buen grado y, gracias a la ayuda de aquel gentilhombre, pudo
ponerse de pie.
—Os lo agradezco. Debo pareceres una andrajosa con esta vestimenta
sucia y hecha jirones. Habéis sido muy amable.
—¿Puedo ofreceros un poco de vino? —preguntó ofreciéndole la jarra
—. Hacedme un poco de compañía… —Su aliento revelaba que aquella
jarra no era ciertamente la primera de la mañana.
—No quisiera parecer desconsiderada, señor, pero debo marcharme.
Polissena hizo ademán de alejarse, pero el hombre la sujetó por un
brazo y la arrastró hacia él con fuerza.
—Señora, os he pedido gentilmente que me hicierais compañía. No
comprendo por qué sois ser tan descortés.
Polissena forcejeó para soltarse. Sintió el aliento repulsivo de aquel
hombre en su cuello y advirtió que sus manos avanzaban entre los pliegues
de lo que había sido uno de sus vestidos más hermosos.
Cuanto más lo rechazaba, más fuerte la apresaba. La acorraló contra la
pared, con la espalda apoyada sobre la piedra desnuda de un edificio. Con
una mano trataba de levantarle la falda y con la otra le oprimía la garganta.
Polissena se defendía con fuertes patadas, pero su respiración era cada vez
más fatigosa. El forastero le decía que no se moviera, que iba a terminar
enseguida, y que dejara de gritar, porque nadie vendría a salvarla.
En un momento en el que el borracho, a punto de terminar aquello que
había iniciado, acercó la oreja a la boca de Polissena, esta aprovechó para,
con todas las fuerzas que pudo reunir, arrancarle el lóbulo de un mordisco.
Con un aullido animal, el cazador soltó a su presa y se llevó la mano a la
oreja ensangrentada. Al darse cuenta de lo que había sucedido, desenfundó
la espada, dispuesto a responder con más sangre a aquella afrenta. Estaba a
punto de clavarle la hoja cuando, desde atrás, recibió un golpe en la cabeza
que hizo que cayera desvanecido a los pies de Polissena. De inmediato,
apareció una mujer con un velo blanco que solo dejaba sus ojos al
descubierto; en la mano sujetaba una gruesa vara que hacía girar como un
experto abanderado.
—¡Venid conmigo, rápido, llego tarde! Poneos esto, aprisa. —Le lanzó
un velo idéntico al que le cubría el rostro—. ¡Vamos, apresuraos! ¡Están a
punto de pasar!
Polissena la miró sin mediar palabra, luego observó al hombre que
había estado a punto de matarla y que ahora yacía inmóvil en el suelo.
Seguía sintiendo como los escalofríos recorrían su cuerpo, aunque en ese
momento no sabía si se estremecía por el peligro del que se había librado o
por el dolor que la atenazaba.
—¡No hay tiempo para agradecimientos ahora, seguidme! —Después de
estas palabras, la mujer empezó a correr recogiéndose la falda para no
tropezar.
Polissena la vio alejarse y oyó que seguía gritándole que la siguiera sin
dilación. Pensó que probablemente no era prudente fiarse de una total
desconocida que casi había matado a un hombre ante sus ojos, aunque lo
cierto era que la había salvado de una muerte segura. Aquel rostro risueño y
lleno de arrogancia le había inspirado una simpatía inmediata y aquellos
eran los primeros ojos cómplices que veía después de tantas miradas de
indiferencia, palabras bruscas y puertas cerradas en las narices. Quedarse no
era lo más seguro, además, si la muerte estaba cerca, mejor acelerar el
momento. Se colocó el velo, lo sujetó a la cabeza lo mejor que pudo y fue
tras ella.

***
Al doblar la esquina, apareció la austera silueta de Santa María sobre
Minerva con la plaza de enfrente engalanada de fiesta. En el centro había un
tapiz de pétalos blancos que cubría todo el adoquinado. Los caballos y los
carruajes se habían desviado a las calles circundantes para no malograr
aquella belleza. Un parloteo alegre y frívolo llenaba el ambiente de
risotadas. A los lados, dos imponentes estructuras de madera sostenían el
palco y los asientos que acogían a los nobles, los prelados y las damas con
parasoles de encaje para protegerse del sol. A pesar del cansancio, Polissena
pudo reconocer a muchos de los presentes: estaban los prelados que hacía
unos años habían hecho algún negocio con su familia, las damas que había
invitado a los bailes en su salón y que, después de la muerte de su esposo, le
habían negado cualquier ayuda; también los nobles que participaban junto
con Fosco Sorgente en las cacerías y, probablemente, en las salidas
nocturnas donde se había infectado. Si no hubiera estado encerrada en su
casa por el luto, a buen seguro que en aquellos palcos se encontraría
Ginevra dell’Armi. Ese era el mundo que la había rechazado y castigado,
los tenía a todos ante sus ojos.
La mujer misteriosa le hizo una señal para que se detuviera. Se
quedaron escondidas allí, en los límites de la plaza.
—Os debo la vida y ni tan siquiera sé cómo os llamáis —dijo Polissena,
armándose de valor.
—Soy Camilla, Camilla Senese, pero todos me conocen como Camilla,
la Flaca. Y vos, ¿cómo os llamáis?
—Polissena. Polissena Sorg… Polissena De Luna.
—Un nombre de señora —comentó Camilla en tono burlón—. Rápido,
ya llegan. Haced lo que os digo y no os sucederá nada. ¿Qué lleváis debajo
del vestido? —Camilla acercó la mano y le abrió el escote. Polissena
retrocedió, cubriéndose el pecho.
—Todas tenemos lo mismo, ¡estad tranquila! ¿Lleváis una camisola,
unas enaguas o algo blanco?
—Sí, una camisola blanca…
—Perfecto, quitaos el vestido y ponedlo en la bolsa, que no parece estar
muy llena. Escondedla entre esas tablas, volveremos después a por ella. Os
quedará muy bien la camisola. No os preocupéis por la espalda, el velo que
os he dado es suficientemente largo. ¡Vamos, daos prisa!
En aquel momento, un cortejo silencioso de mujeres cubiertas por un
velo y una túnica blanca empezó a desfilar por la calle que conducía a la
plaza de la iglesia. Caminaban en fila de a dos, llevaban una vela encendida
y un rosario al cuello. Murmuraban algo, quizás una plegaria, pero por
mucha atención que se prestara, era imposible distinguir qué decían. De las
ventanas de los edificios empezaron a llover pétalos blancos.
—¡Vivan las enveladas! —gritaba todo el mundo.
Polissena entendió lo que tramaba su nueva amiga y escondió
rápidamente el vestido. Camilla sacó de su bolsa dos velas y dos rosarios, se
puso uno y el otro se lo tendió a Polissena.
—¡Mi amiga Ménica se ha demorado en el trabajo! Seréis vos quien
prometa una vida monacal a cambio de cien escudos. Yo fingiré que debo
desposarme… ¡nadie creería nunca que puedo entrar en un convento con
este rostro!
La carcajada de Camilla la puso de buen humor. Esa mujer había
conseguido en poco tiempo salvarle la vida y hacer que olvidara su
desgracia y todos sus males. Respiraba un aire nuevo, aventurero y feliz. Se
sentía libre. Por primera vez en la vida, desde que su madre la había dejado,
deseó no morirse tan pronto.
Cuando el cortejo pasó por delante, casi rozándolas con sus túnicas,
Camilla se colocó en el centro, entre dos parejas de mujeres, y esperó a
Polissena. Encendieron sus velas con la llama de las otras y, unos instantes
antes de entrar triunfalmente en la plaza al grito de «¡Gloria al Señor!», ya
no se las podía distinguir del resto de muchachas.
Polissena miraba a su alrededor intentando pasar desapercibida. Las
otras caminaban con la cabeza baja, pero ella no conseguía controlarse. El
espectáculo de aquella plaza engalanada visto desde el interior del cortejo le
despertaba curiosidad y fascinación al mismo tiempo. El repique de
campanas señalaba el momento más importante de la ceremonia, el
momento en el cual el cortejo abandonaba la plaza para entrar en la iglesia
y pronunciar su promesa.
En los asientos de la izquierda, fuera de la iglesia, un nutrido grupo de
prelados participaba con solemnidad de la procesión. Polissena los vio
enseguida, porque con sus hábitos formaban una mancha oscura allí donde
solo había colores y cestas de fruta. Permanecían de pie de forma
inquietante, mientras que la mayor parte de los presentes estaban sentados.
Del centro sobresalía un hombre alto y corpulento ataviado con un larga
capa negra con capucha calada hasta la frente; llevaba un colgante en el
cuello con una gran cruz de plata con cuatro rubíes engastados en los
extremos. Tenía los brazos relajados, las manos cerradas en un puño
distendido y sus labios dibujaban una sonrisa extraña, casi malévola.
Polissena presintió que la miraba. A pesar de que con la capa no había
forma de verlo, estaba segura de que ese hombre la miraba fijamente.
De repente, un zumbido inundó sus oídos y la obligó a doblarse de
dolor. Cerró los ojos y le pareció que casi perdía el equilibrio, el sonido se
hacía cada vez más agudo y punzante.
Cuando abrió los ojos, se hallaba sola en la plaza, las otras enveladas
habían desaparecido, incluso Camilla. Ante ella, la imponente fachada de
Santa María sobre Minerva irradiaba una luz cegadora. La puerta oscura se
abrió lentamente y apareció ese hombre, la capucha le cubría casi la
totalidad del rostro y dejaba a la vista su sonrisa malévola. En una mano
llevaba el crucifijo y en la otra un pequeño libro de tapas singularmente
oscuras. Su túnica rozaba el suelo sin apenas tocarlo: era como si se
acercara a ella flotando como una pluma llevada por el viento.
Polissena estaba petrificada de miedo. No entendía qué estaba
sucediendo, quería escapar de allí, pero algo se lo impedía. Bajó la vista y
vio dos manos enfundadas en unos guantes oscuros que surgían del suelo y
le sujetaban los tobillos. Trató de gritar, pero no salió sonido alguno de su
boca, solo un estertor ahogado. Al pasar por su lado, le habló, pero sus
labios no se movieron.
—Illa veniet vobis.
Aquella profecía resonó en sus oídos con un largo eco final, hasta
convertirse en un sonido intenso y desagradable.
—¡Eh, Polissena! ¡Ya podemos entrar!
Polissena abrió los ojos y la vela se apagó. Camilla la estaba sacudiendo
por los hombros. En torno a ellas, todo había vuelto a la normalidad: la
plaza, el cortejo, los nobles, los prelados vestidos de negro y los pétalos en
el suelo.
—¿Qué os sucede? De repente os habéis quedado paralizada y no
respondíais a mis preguntas…
Polissena miró confundida a su alrededor y, ahora sí vio con claridad
que el hombre misterioso la estaba mirando fijamente.
—He oído un zumbido y luego él me ha hablado.
Camilla trató de entender a quién se estaba refiriendo.
—Nadie os ha hablado, Polissena. Habréis sufrido un mareo. Las
campanas pueden llegar a ser muy molestas.
—Pero él… ellos —continuó Polissena señalando al grupo de hombres
de negro con la mano.
Camilla le bajó enseguida el brazo, nerviosa.
—¡No señaléis! Debéis pasar desapercibida. Esos son los Perros del
Señor, los conozco bien. Muchos son clientes míos, quieren mucho y pagan
poco, al contrario que sus víctimas. Mejor mantenerse alejada de ellos.
Cuando cesó el repique de campanas, el cortejo siguió avanzando y
subió las pocas escaleras que lo separaban del umbral de la puerta de Santa
María sobre Minerva. Las potentes notas del órgano acompañaban la
entrada de las enveladas a la nave central, despojada de toda decoración y
preparada para acoger la virtud de las jóvenes solteras del pueblo romano.
A ambos lados había fieles de procedencia y origen diversos que,
arrodillados, gritaban: «¡Aleluya!». A la espera de la llegada de la
procesión, en el majestuoso altar de la iglesia, estaba sentado el papa
Urbano VIII, rodeado de un numeroso grupo de cardenales. Sus pies
descansaban sobre un elegante cojín de terciopelo rojo.
Una a una, las jóvenes de blanco llegaban hasta el ábside, se
arrodillaban frente al pontífice, besaban sus zapatos y, después de la
bendición papal, recibían un pequeño saco de monedas.
Cuando llegó su turno, Camilla susurró a Polissena:
—Haced lo mismo que yo pero, cuando el papa os pregunte, responded
«velo».
Polissena vio que Camilla se arrodillaba de manera teatral frente al papa
y le besaba el zapato con fervor. Este le acarició la cabeza por encima del
velo, le hizo la señal de la cruz en la frente y le preguntó:
—¿Vuestra elección, hermana?
Camilla, sin alzar la vista del zapato, respondió:
—El anillo, Su Santidad.
—Que Dios os ayude y os tenga en su gloria. Levantaos.
Camilla, después de recibir el valioso saquito, se santiguó y se fue por
uno de los laterales, mientras Polissena se acercaba al altar. Cuando sus
miradas se encontraron, Camilla le guiñó un ojo con complicidad.
El zapato era mullido y olía a tomillo. Cuando sintió la mano del papa
en su frente, Polissena tembló. Estaba engañando a Dios y a su
representante en la tierra y ni todas las penitencias con las que Ginevra
dell’Armi llenaba sus días bastarían para obtener el perdón.
—¿Vuestra elección, hermana?
Polissena dudó. Miró solo un instante el rostro del papa: con esos ojos
oscuros y pequeños y la barba espesa parecía un pequeño chivo. Pidió
perdón a esos ojos y respondió:
—Velo, Su Santidad.
—Que Dios os bendiga y os dé paz. Levantaos.

***
Salieron de la iglesia con ciento cincuenta escudos. Camilla estaba
entusiasmada. Reía y hacía sonar su saco. No dejaba de repetir lo fácil que
había sido todo y lo mucho que le tenía que agradecer a aquel párroco que
llegó a su salón con poco dinero pero con una información muy útil.
—¿Os parecen bien treinta escudos por vuestras molestias? Creo que es
una cantidad justa. Y no olvidemos que prácticamente os he salvado la vida.
¡Algo tiene que valer eso!
Sacó las monedas y empezó a contarlas. Llegaba a trece, perdía la
cuenta y volvía a empezar. Maldecía sus manos que, según ella, eran
demasiado pequeñas para sostener todos aquellos escudos.
Polissena sonrió y se ofreció a ayudarla. Sabía contar y tenía las manos
más grandes. Dejó caer velozmente las treinta monedas del saquito a su
bolsa, sin perder la cuenta y mostrando cierta familiaridad con el dinero.
Camilla la miraba con admiración y desconfianza a la vez. Después del
reparto, las mujeres se despidieron, pero justo cuando Camilla estaba a
punto de marcharse, Polissena tuvo otro mareo y, de repente, una punzada
la hizo gritar de dolor.
—¿Qué sucede? ¿Os encontráis mal?
—Tengo algo que me aprieta el estómago y me dan mareos. Un mal
terrible me ha infectado, no tengo nada para curarme y moriré pronto.
Sabéis a qué me refiero, ¿verdad? No creo que haga falta explicároslo justo
a vos…
Camilla sonrió. Se acercó a Polissena y la sujetó por la cintura para
evitar que cayera.
—Claro que sé a que os referís. Visiones, mareos, punzadas en el
estómago: significa que sois una mujer afortunada porque habéis llegado a
vuestra edad sin conocer los dolores del hambre. No moriréis pronto o, al
menos, no por esa causa.

***
La casa de Camilla, la Flaca estaba en el primer piso de un edificio bien
cuidado del barrio de Borgo. Le explicó que no era de los mejores barrios
de Roma, pero tampoco el peor, bromeó con que era un barrio muy querido
por los papas y también por los sacerdotes.
—Aquí no es como en Ponte Sisto, que sales a la calle y vas directo al
hospital. Y tampoco como el barrio de Pozzo Bianco, donde hay tantas
mujeres vendiéndose que es difícil encontrar sitio. ¡Allí no iría nunca! Solo
hay españolas y marranas. Se puede oler su peste desde el rio.
El salón, en el centro de la casa, estaba amueblado con gusto. Había un
diván y dos sillas acolchadas en torno a una mesita redonda. En la pared del
fondo había una chimenea coronada por un cuadro de colores alegres que
representaba a un juglar con una mujer en una especie de taberna de los
bajos fondos.
—Un regalo de un cliente… Hermoso, ¿verdad? Lo cierto es que yo le
pedí una virgen… Pero era forastero.
Cogió una manzana de una cesta de fruta y se la lanzó a Polissena.
—No os saciará, pero la cabeza os dejará de dar vueltas. Sentaos —le
pidió señalando el diván—. ¡Ménica! ¿Estás ahí? ¡Ménica!
Una mujer baja y de formas generosas apareció por una puerta. Tenía
los cabellos negros trenzados y recogidos en un moño bajo. Llevaba un
vestido dorado con un amplio escote que no dejaba mucho a la imaginación.
En cierto modo, se podía decir que era bella.
—¡Ah, estás aquí! ¿Ya se ha ido el lechero? ¿Cuánto ha dejado esta
vez?
—Tres escudos —respondió Ménica en tono coqueto.
—¿Qué? ¿Tres escudos? ¿Somos una casa de beneficencia? ¡Dijimos
que menos de siete no podía ser! Hasta yo, que no sé contar, sé que tres no
es lo mismo que siete.
—Pero es tan bien parecido… Y además me ha dado leche fresca.
Camilla alzó los brazos al cielo, desconsolada.
—¿Leche fresca?… No somos corderitas. A partir de mañana se
acabaron los lecheros, Ménica. Aquí solo deben entrar gentilhombres:
notarios, médicos, artistas… ¡Y quizás algún cardenal! Así se nos conocerá
y nos haremos ricas, con clientes pobres, como nosotras, no quiero nada en
absoluto. ¡El pueblo puede irse al burdel!
Ménica se encogió de hombros.
—A mí me gusta la leche. ¡Y también el lechero!
Camilla lo dejó correr y se fue a preparar el baño para Polissena, que
mientras tanto se había levantado del diván atraída por una extraña estancia
que daba al salón. No parecía que la cama se utilizara mucho. El lecho
situado contra la pared estaba lleno de vestidos, capas y cajas de diversos
tamaños. Por el suelo había toda clase de objetos amontonados: cinturones,
sombreros, varias herramientas de trabajo, libros, pergaminos que parecían
de cierto valor, bolsas de viaje y hasta una espada. Parecía el almacén
desordenado de una ciudad turística.
—Tengo clientes muy despistados… Se olvidan de todo. ¡Una vez, un
famoso escultor se olvidó el pago de un cliente! Pero luego volvió a
buscarlo. —Camilla la observaba desde el umbral.
—¿Y por qué lo guardáis? ¿No podríais venderlo y sacar algo de
dinero? —preguntó Polissena con curiosidad.
—He tomado cariño a cada una de estas cosas. Por muy pequeña e
insignificante que sea, tiene una historia que me pertenece. Y puesto que mi
historia no es nada del otro mundo, me complace pensar que puedo
apropiarme un poco de las de los demás.
Polissena se acercó a un libro amarillento, con la cubierta negruzca y
apolillada. El título estaba impreso con caracteres dorados: Tebe y las otras
Ciudades Perdidas.
—Esto pertenecía a un artista trotamundos. ¡Un poeta! ¡Y pensar que
hay personas que viven de esto! ¡Declamaba poesía! Y no le pagaban nada
mal. Nunca me lo hubiera creído si no lo hubiese visto con mis propios
ojos. Me habló de todos los lugares que había visitado. Había sido invitado
a muchísimas fiestas de las cortes de Europa y había llegado hasta Egipto.
Decía que ahí dentro, entre esas páginas, se habla delas maravillas de un
pasado que hace soñar. Yo tuve que creer sus palabras, ya que no sé leer.
Polissena daba vueltas al libro con las manos. Lo abrió con cuidado por
la primera página, sopló para quitar el polvo y leyó la dedicatoria escrita
por una mano firme y elegante: «Un futuro glorioso se esconde entre las
ruinas del pasado». Se repitió aquellas palabras en silencio más de una vez.
Aquel libro la fascinaba y aquella dedicatoria parecía dirigida a ella. Le
estaba hablando.
Cerró el libro, se acercó a Camilla, le dio sus treinta escudos y dijo:
—Si dejas que me quede, yo te lo leeré.

***
Bastaron unos pocos meses para que Polissena pusiera orden y
empezara a generar beneficios para aquella casa. Empezó por establecer
unas tarifas fijas y lo dejó escrito a la vista de todos en la entrada. No se
fiaba a nadie y solo los clientes habituales y los viejos amigos podían asistir
a las reuniones de lectura o música y los juegos de sociedad que se
celebraban fuera del horario de apertura. Antes de cada tumo, las
muchachas debían bañarse y obligar a los clientes a lavarse, al menos, sus
partes íntimas. Si se negaban, el servicio no se realizaba. La limpieza y la
higiene se convirtieron en la marca de la Casa de Camilla, la Flaca, junto a
la dirección elegante y refinada de Polissena, que pronto se transformó en la
madama más famosa de la vieja Roma. Se hizo llamar Tebe, como la ciudad
de la que leía maravillas todos los martes por la tarde, cuando la casa
pasaba de ser un prostíbulo de lujo a un salón literario frecuentado por
intelectuales y gentilhombres que llegaban de todas partes de Italia. Se
discutía de arte, poesía y, obviamente, de sexo. Pero el tema preferido de
Tebe —en el que destacaba especialmente— era la política. No toleraba las
injusticias, sentía un odio profundo hacia la corrupción y guardaba un gran
rencor a todos esos hombres poderosos que arruinaban la vida de la gente
pobre.
Nunca había recibido la visita de ningún amigo de su esposo, la casa
que regentaba con tanta atención estaba abierta a viajeros y artistas y,
aunque hubiera coincidido con alguien del círculo de Ginevra dell’Armi,
nadie hubiera reconocido en aquella joven madama a la desafortunada
Polissena De Luna, de la que se había perdido todo rastro. Gracias a ese
giro extraño que había dado su vida, había desarrollado un agudo instinto
para descubrir lobos vestidos de cordero y pecadores con olor de santidad;
ya sabía, desde hacía tiempo, en quién podía confiar y en quién no.
Los días libres paseaba por los barrios más sórdidos de la ciudad en
busca de muchachas pobres cuyo único destino podía ser la cárcel o la
peste. Tebe sabía por qué lo hacía: no había podido salvar a sus hijos, pero
había decidido enseñar a las mujeres a protegerse de aquello en lo que ellos
con toda seguridad también se habrían convertido: violentos e intimidadores
nobles romanos. El recuerdo de las muchachas del taller de seda con las que
había trabajado estaba muy vivo en su corazón. Escuchaba con atención las
historias de las pobres muchachitas, todas iguales y, a la vez, todas
diferentes. Las consolaba, les regalaba algún escudo y, cuando la situación
era desesperada, se las llevaba consigo. La estancia de los objetos perdidos
se llenó muy pronto de sonrisas e ilusiones: se había convertido en una
lugar de recuperación, con lechos y sábanas limpias para quienes no habían
ni siquiera imaginado poder olerías algún día. Las muchachas que acogía
estaban hambrientas de muchas cosas; eran despiertas e intuitivas y
aprendían con rapidez todo lo que les enseñaba. No tenían estudios, pero
haber sobrevivido a tantas vejaciones era por sí mismo un conocimiento
valioso. Cuando volvían a las calles, estaban listas para afrontar la vida. Su
existencia sería igual de difícil que antes —el mismo tormento cotidiano—,
pero esta vez estarían preparadas para reaccionar, defenderse y construir
algo para sobrevivir. Tebe no había salvado sus vidas, les había dado las
herramientas para que fueran dignas de ser vividas.

***
Cuando Tebe decidió dejar la casa de Camilla, la Flaca para perseguir
su sueño, las muchachas organizaron una fiesta. Invitaron a los mejores
músicos de la ciudad y cantaron hasta el amanecer. A la mañana siguiente,
Tebe llenó su bolsa de viaje: guardó el antiguo vestido carmesí —ya
remendado—, la cajita de su madre, un capullo de seda que robó del taller,
el velo de las enveladas, el libro de las Ciudades Perdidas y un pequeño
frasco con el perfume favorito de Camilla. Tomó su parte de dinero —había
reunido un discreto patrimonio— y, tratando de no despertar a nadie, se
dispuso a marcharse.
—¿Qué haces? ¿Te vas sin despedirte? —El tono vivo de la voz de
Camilla daba a entender que hacía mucho que estaba despierta y que, con
toda seguridad, la había estado espiando hasta aquel momento.
—Pensaba que dormías y no quería despertarte. Ha sido una fiesta
maravillosa, siempre la recordaré.
—¿Y de mí? ¿Te acordarás?
—No te olvidaré nunca. Has sido mi mejor amiga y lo serás allí donde
esté.
—¿Tienes adónde ir?
—La semana pasada conocí a un joven. Es soguero, pero quiere
convertirse en tejedor. Me habló de la aldea en la que vive, se encuentra a
unas horas de camino de Roma. Está en mitad del bosque y al lado de un río
y, gracias a unas indagaciones que he hecho, he descubierto que en esos
parajes se encuentran las ruinas de una antigua ciudad. Me parece un buen
lugar para empezar.
—¿Volverás?
—Sabes que puedes venir conmigo, si quieres.
Camilla esbozó una sonrisa. Bajó la mirada y se dirigió hacia la puerta.
Sus grandes ojos castaños se humedecieron, pero ninguna lágrima cayó por
sus mejillas.
—Tú quieres salvar a todas las mujeres del mundo, en cambio, a mí me
basta con salvar solo a una. Lo sabes, ¿verdad?
—Hace mucho tiempo que ya no eres pobre.
—La pobreza la llevo encima, como a una sanguijuela. En cuanto me
distraigo empieza a chuparme la vida. Es mejor estar alerta.
—Entonces, vendré de vez en cuando a verte, guarda un poco de lo
bueno para las grandes ocasiones.
Ahora eran los ojos de Tebe los que brillaban de emoción.
Camilla se puso de puntillas y rozó sus labios con un dulce beso.
—Adiós, Tebe.
—Adiós, Camilla, la Flaca.
Tebe bajó veloz por las escaleras, sin darse la vuelta. Temía que, si la
miraba otra vez, no podría irse de esa casa.
Camilla corrió a la ventana que daba a la calle y abrió los postigos. Se
asomó y vio que Tebe hablaba con una mujer joven de cabellos cortos y
rostro anguloso, que también llevaba una bolsa de viaje.
—¡Eh! ¿Qué les digo a los clientes? —le gritó sonriendo desde la
ventana.
Tebe miró hacia arriba con una gran sonrisa. Alargó los brazos y
respondió:
—¡Que Tebe ha resucitado!
LAS SEÑALES DEL DEMONIO

Tres fuertes golpes resonaron en el vacío de la pequeña casa de Torre


Rossa. Gianbattista, junto a tres de sus hijos y gran parte de la aldea, estaba
frente a la puerta cerrada esperando una respuesta. Dante, que había
permanecido unos pasos atrás con Nunziatina, avanzó hasta el jefe de la
aldea. Cuando Gianbattista lo vio, llamó otra vez y con más fuerza que
antes.
—¡Ade, sabemos que estás dentro! ¡Abre la puerta o tendremos que
derribarla!
Federico avanzó e intentó mirar por las rendijas. Solo sintió la humedad
que la noche había dejado en la madera, no se oía nada que se pareciera a
un susurro o una respiración.
—Padre, parece que no hay nadie.
Dante se armó de valor y llamó a la puerta. A diferencia de los demás,
lo hizo con suavidad. Su llamada era casi como una súplica.
—Ade, soy Dante. Abre. Nunziatina está aquí. —Se volvió hacia su hija
que estaba algo más atrás, hizo una señal para que se acercara y le dijo—:
Vamos… di algo.
La muchacha tenía un rostro delicado y unos pequeños ojos verdes. Las
pecas, que salpicaban la nariz y las mejillas, estaban cubiertas por un fino
velo de harina blanca, igual que las manos; parecía que hubiera salido del
horno a toda prisa.
—Hola, Ade… Ayer te esperé, pero no pasaste a por el pan que te había
preparado…
Gianbattista la interrumpió impaciente —estaba cansado de esperar a
que la muchacha saliera por las buenas— y retrocedió unos pasos.
—Basta, está claro que no quiere abrimos. ¡Querrá que entremos sin ser
invitados!
Dicho esto, tomó impulso y se lanzó con todo su peso contra la puerta,
que se abrió sin oponer resistencia. Ya no tenía a nadie a quien proteger,
ahora ya podía dejar entrar a quien quisiera hacerlo sin ser invitado.
La luz cortó la oscuridad proyectando un haz en el centro de la estancia
e iluminó de improviso a un ratón que comía tranquilo las migas de la mesa.
La casa todavía olía a sopa y, bajo la ceniza de la chimenea, las brasas latían
como un corazón caliente. Todos se precipitaron al interior y se encontraron
con un vacío silencioso que mostraba una ausencia definitiva. Gianbattista y
Federico empezaron a rebuscar por todas partes, como si aquella única
estancia pudiera ocultar algún escondite. Dante abrió las ventanas, y las
paredes se iluminaron de repente. Casi todos los dibujos de Valente estaban
ahí colgados: un mapa compuesto por una nueva e inquietante cosmogonía
con un solo astro que giraba a su alrededor. El padre Agnolo, al ver los
dibujos, se arrodilló y se santiguó tres veces.
—Esto es obra del demonio, arrodillaos todos y tapaos los ojos si no
queréis que os infecte.
Todos los presentes siguieron el consejo del párroco, todos menos dos.
Dante y Nunziatina permanecieron de pie mirando los dibujos colgados en
la pared. Nunziatina se acercó a uno y lo arrancó, lo miró a contraluz y se lo
dio a Dante.
—Son los dibujos de Valente, padre. No debemos tener miedo. Valente
es un muchacho silencioso, pero no es malo. Ade me ha hablado de su
pasión por el dibujo y, además, aquí nadie ha querido jugar nunca con él por
ciertos rumores que corren… Valente imagina cosas que no existen, eso es
todo.
Gianbattista se puso en pie y arrancó el dibujo de las manos de Dante.
No podía creer que aquel panadero enano permitiera que su hija le hablase
de ese modo delante de todos.
—Si no hay nada que temer y estos solo son los dibujos de un niño,
explicadme por qué Ade y su hermano se han escapado en mitad de la
noche como si fueran unos ladrones.
—Quizás porque sabían cuáles eran vuestras intenciones, señor. Aquí no
hay nada interesante, es tarde y tengo que volver a mi horno. Dejadme
pasar. —Nunziatina de dirigió hacia la puerta, abriéndose paso entre los
presentes.
—¡Vos sabéis a dónde han ido! —gritó Federico, impidiéndole el paso.
—La verdad es que me gustaría saberlo. Pero después de ver vuestro
rostro, que parece el de un lobo hambriento, creo que ha hecho bien.
Nunziatina consiguió salir de ahí abriéndose camino con los brazos.
Federico la vio pasar ante él con la cabeza alta. Hubiera querido detenerla,
pero no lo hizo, volvía a sentirse humillado, otra vez, delante de todos. Miró
a su padre y al resto de los aldeanos, que todavía estaban arrodillados
entorno al padre Agnolo.
—¡Levantaos! No podemos permanecer aquí, ¡tenemos que hacer algo!
—Acalorado por la rabia y la vergüenza, Federico empezó a arrancar todos
los dibujos, tirándolos al suelo.
—Vayamos a hablar con Sante. —Flavio, el hijo menor de Gianbattista,
un muchacho un poco más joven que Ade, dio voz a la idea que
sobrevolaba la estancia—. Es el único que puede ayudamos a encontrarla.
El padre Agnolo, que se había levantado apoyándose en el crucifijo,
puso de manifiesto su desacuerdo:
—No, debemos ir a explicar todo lo sucedido a monseñor Alessandro
Tosco. Las directrices de la Santa Madre Iglesia en caso de brujería son
claras. En cuanto la sospecha se convierte en certeza, debe denunciarse lo
antes posible a las autoridades eclesiásticas. Iré yo, si me lo permitís.
—Lamento contradeciros, padre Agnolo, pero no podemos permitirlo:
esto es un asunto de familia. Iremos nosotros y hablaremos con Sante;
podéis acompañarnos, si así lo deseáis. Monseñor Tosco ya nos ha recibido
otras veces sin ningún resultado, parece que está más interesado en otros
pecados…
Gianbattista pronunció aquellas últimas palabras como una constatación
irrefutable. Estaba decidido: irían ahora mismo. Formaron una pequeña
comitiva, integrada por él, sus hijos y el padre Agnolo. Al final, se unió
también Dante, que tenía la intención de poner un poco de cordura en la
defensa de los desgraciados nietos de Antalia.
Antes de salir de la casa, Federico, con la ayuda de sus hermanos Flavio
y Fabrizio, recogió todos los dibujos de Valente y los tiró a la chimenea. Se
puso uno en el bolsillo, quería una prueba de lo que había visto. Las señales
del demonio debían desaparecer de Torre Rossa; se retrasó un poco
esperando que el papel prendiese. No se demoró mucho. Un espeso humo
blanco envolvió las hojas que, poco a poco, se rindieron al calor de las
llamas. Un siniestro crepitar acompañaba aquel lento proceso de
destrucción.
De repente, las hojas comenzaron a moverse y a dar vueltas sobre ellas
mismas, como si la fuerza de las llamas intentara formar un dibujo más
grande. Una tras otra, se unieron de nuevo, como si fueran piezas de un
mosaico. Donde había una esquina irregular, se recomponía y se
redondeaban los extremos; un espacio vacío se rellenaba enseguida de
carboncillo; un exceso de blanco se quemaba lentamente, como si hubiera
una línea precisa.
Federico, incrédulo, vio cómo se formaba una luna negra con largos
rayos que se movían hacia el interior de la chimenea. Se alejó aterrorizado,
llamó a su padre sin poder apartar la vista de aquel fuego infernal. Cuando
Gianbattista, atraído por los gritos, entró en la casa, una repentina llamarada
enorme explotó en la chimenea y todos los papeles ardieron en un destello
de luces.
—¿Qué sucede, hijo?
Federico enmudeció y solo pudo señalar el fuego vivo; el brazo le
temblaba, como el resto del cuerpo.
Gianbattista quiso acercarse a las llamas, pero su hijo lo detuvo:
—Quemémoslo todo, padre. No debe quedar nada de esta casa. ¡Nada!
Entre estas paredes habita el maligno.
Diciendo esto, cogió un leño todavía encendido y salió. Gianbattista
descolgó una antorcha apagada de la pared, la encendió y siguió a su hijo
hasta la calle. Lanzaron sus armas de fuego sobre la cubierta de paja del
tejado. En unos segundos, la techumbre empezó a arder y una llama enorme
prendió las paredes de madera. Una columna de humo se elevó hacia el
cielo y, por un momento, se oscureció el sol. Nunziatina, que desde el horno
solo olía el humo y oía el ruido de las llamas, entendió enseguida qué estaba
sucediendo, pero decidió no salir. No quería ver cómo se quemaba la casa
de Ade. Se puso a llorar en silencio, con lágrimas de dolor que terminaron
cayendo en la masa del pan de la tarde.
EN BUSCA DE AYUDA A SERRA

Cuando la pequeña comisión de Torre Rossa cruzó la entrada amurallada de


Serra, no hizo falta que pasara mucho tiempo para que la noticia llegara a
oídos de los informadores que monseñor Tosco tenía diseminados por toda
la ciudad. Tampoco era necesario adivinar el motivo de aquella visita,
todos, sin excepción, hubieran apostado varias monedas de plata por la
acusación de brujería formulada por Gianbattista, el jefe de la aldea, junto
al párroco de Torre Rossa y el resto del grupo.
Aunque monseñor Tosco había dicho que no se le molestara porque
estaba ocupado con una reunión importante, su secretario entró en el
palacio episcopal para anunciar la visita de uno de los informadores más
fieles, que le traía una comunicación muy urgente.
Alessandro Tosco estaba reunido con un ilustre pintor, formado en la
escuela de Guido Reni y miembro de la Academia de los Virtuosos del
Panteón, el maestro Mattia Corso Trevisan, a quien le había encargado el
fresco de la nueva capilla. No deseaba perderse ningún detalle de aquella
obra que consagraría su poder en la diócesis.
Cuando el secretario entró en el salón, se encontró a ambos con la
mirada absorta sobre la gran mesa situada en el centro de la estancia, donde
había desplegados numerosos bocetos para el gran proyecto de
embellecimiento de la catedral de Serra. Estaba dedicada a san Lorenzo
mártir y hacía poco que había recibido el título de sede residencial
episcopal de toda la diócesis, que ocupaba el vasto territorio que discurría
entre la pendiente del Monte Oscuro hasta casi la muralla de Roma.
Aparte del fresco de la nave central, monseñor Tosco estaba interesado
en la decoración de la capilla gentilicia, dedicada al santo de quien tomaba
su nombre, san Alejandro mártir. No tenía ninguna intención de morir de
forma prematura, pero sí quería asegurarse un lugar de honor en la catedral
por la que tanto había hecho para que estuviese así de majestuosa. Los
trabajos estaban muy avanzados, no debían de faltar más de cinco semanas
para su finalización, pero para estar seguro de que todo estuviera a punto
para la inauguración, el maestro Trevisan había contratado a un joven pintor
de Florencia, un verdadero talento, según muchos de sus colegas. Tosco
había pedido que no fuera uno de aquellos seguidores de Caravaggio que
ahora ensuciaban todas las capillas de Roma con aquellos rostros deformes
y fondos oscuros. Para su iglesia solo quería aires clásicos, rostros
angelicales y colores rafaelianos. El maestro le había garantizado que así
sería. Para completar aquel equipo solo faltaba un buen colorista, confiaba
en encontrarlo por los alrededores. Mañana pondría un anuncio en la puerta
de la iglesia.
El secretario, que se había quedado de pie en el umbral, esperó un poco
antes de atreverse a hablar.
—Su Eminencia, perdonad la interrupción, pero es un asunto de gran
urgencia.
Monseñor Tosco apartó la mirada de los bocetos. A sus ojos, el padre
Beniamino era alguien sobresaliente, y no precisamente por la vistosa
protuberancia que cargaba a la espalda, sino porque era su hombre de
confianza. Lo había servido siempre con devoción, se había ganado con
creces el cargo que ahora ocupaba desde su nombramiento. Secretario
personal con acceso a sus estancias y a sus más recónditos secretos. El
padre Beniamino se acercó unos pasos y el obispo pudo observar en su
rostro cierta expresión severa, casi de preocupación. Debía de tratarse de un
asunto de considerable importancia.
—Maestro Trevisan, os ruego que nos disculpe, debo pediros que nos
deje a solas. Continuaremos nuestra reunión mañana a la misma hora, si no
os importa.
El maestro se inclinó frente al cardenal, recogió sus bocetos y salió de la
estancia.
—Decidme, Beniamino. Os escucho.
—El joven Rocco ha venido a advertirle de una visita.
Tosco se acomodó en un sillón e hizo una señal para que dejara entrar al
muchacho. Dos piernas delgadas hicieron acto de presencia en el salón. Un
par de ojos negros era lo único que resaltaba en ese rostro demacrado e
imberbe. El padre Beniamino lo obligó a quitarse la gorra frente a
monseñor, algo que hizo de inmediato, excusándose sin levantar la cabeza.
—Y bien, decidme, hijo mío. Os escucho.
Rocco balbuceó algo antes de empezar a hablar. Era la primera vez que
el padre Beniamino lo llevaba hasta el salón y todo aquel mármol
resplandeciente le había provocado mareos.
—Su Eminencia, Gianbattista, de Torre Rossa, acaba de entrar en Serra
junto al padre Agnolo, sus hijos y otros aldeanos, y se dirigen aquí para
veros. Nosotros pensamos que es por la bruja… Aquella que vimos en el
mercado.
—¿Y quién es «nosotros»?
—Toda Serra lo piensa, su Eminencia.
El obispo se dirigió al padre Beniamino:
—Preparad la sala pública, los recibiré allí. En cuanto a ti, hijo mío, te
lo agradezco. El padre Beniamino sabrá recompensarte por tus servicios.
Ahora, márchate.
—¿No me dais la bendición?
Monseñor Tosco se levantó del sillón, se acercó al muchacho, le hizo la
señal de la cruz en la frente, lo bendijo y, con la mano, le indicó que se
alejara.
Una vez a solas, resiguió con un dedo, uno a uno, los libros bien
ordenados del estante. Enseguida encontró el que estaba buscando. Extrajo
un voluminoso ejemplar encuadernado con una cubierta de piel oscura y se
dirigió hacia la puerta.
***
La mesa estaba puesta como para las grandes ocasiones. Agnese había
cocinado su pollo más joven, el que la picoteaba siempre que entraba al
gallinero. Las hermanas de Pietro habían ido a casa expresamente para estar
con él. Ambas trabajaban como personal de servicio de un importante
notario y debían volver al atardecer. Anna, la mayor, hacía poco que había
pasado de la cocina al servicio de mesa, por sus modos gentiles y su rostro
delicado. María, en cambio, menos dócil y con cabellos rizados parecidos a
los de Pietro —ni con cofia podía controlarlos—, permanecía relegada a la
limpieza.
Pietro entró el último en la casa. Todos estaban a la mesa, excepto
Anna, que ayudaba a su madre en la cocina. Estaba contento y feliz de
volver a ver a sus hermanas. María saltó a sus brazos animada e impetuosa.
Sante la regañó: con ese comportamiento no era de extrañar que todavía no
hubiera pasado el umbral del comedor del notario. ¿Qué señor aceptaría
semejante euforia en la servidumbre? María se recompuso, pero le lanzó
una mirada pilla a su hermano, que le respondió con una sonrisa. Anna lo
besó en la mejilla con ternura y se interesó por si estaba bien, si comía lo
suficiente y si no pasaba demasiado tiempo con los libros. Recordaba
cuando él tenía más o menos la edad de Anna, pasaba horas y horas
leyendo, mientras sus hermanas ayudaban a su madre en la cocina. A veces,
llegaba corriendo, acalorado, para contarles alguna historia curiosa que
había leído o algún fenómeno natural que había observado. Pietro siempre
había sido diferente.
Agnese no podía esconder su felicidad: no recordaba la última vez que
habían estado todos juntos. Desde que los hijos se habían ido de casa, sus
días transcurrían entre el telar y el corral, sin la alegría de sus voces y sus
risas; hasta sus peleas echaba de menos. Después llegó aquella enfermedad
horrible que la obligaba a permanecer en casa casi todo el tiempo, tanto que
no podía ni ir al mercado de las aldeas vecinas. A veces pensaba en la
crueldad del destino y la imposibilidad de curarse. Anna había sido la
primera en irse para asegurarse una dote y María hizo lo mismo al cumplir
los trece años. Había albergado la esperanza de que al menos Pietro se
quedase, pero no tardó en ver que él también estaba destinado a volar lejos
del nido.
—Se acabaron los saludos, ahora a comer —dijo llevando la comida a la
mesa. Luego le pidió a su hijo que se sentara.
Justo en aquel momento Pietro se dio cuenta de la presencia de Cesare;
estaba sentado en su silla de siempre, a la derecha de Sante, y hasta
entonces no había dicho nada.
—Cesare, me sorprende casi más verte a ti aquí que a mis hermanas.
—Iba a decir lo mismo de ti, Pietro.
Pietro encajó el golpe y ya no pudo responder, porque Agnese se vio en
la obligación de explicar que, después de la muerte de su padre en el
accidente del molino, Cesare comía cada día con ellos.
—Ayuda a tu padre desde que te fuiste a Roma.
—Y parece ser que también ocupa mi sitio en la mesa.
Pietro se sentó en la silla vacía a la izquierda de su padre, enfrente de
Cesare, y alargó la mano hacia el pan caliente.
Sante dio un manotazo sobre la mesa y todo lo que había encima se
movió con el golpe.
—¡Tres irnos en compañía de esos herejes y ya te has olvidado de dar
gracias al Señor!
Pietro apartó la mano de la mesa.
—¿Dónde estabas? ¡Te estábamos esperando para comer! Tu madre
lleva toda la mañana cocinando y tus hermanas han salido con el alba para
llegar a tiempo a casa.
—Necesitaba estar solo para pensar.
—Pensar… ¿Eso es lo que te enseñan? Como si pensar fuera suficiente
para sobrevivir. El mundo está cambiando, Pietro y, te guste o no, tus
pensamientos no serán lo que te salve, sino mis enseñanzas. Ahora,
recemos.
Pietro permaneció en silencio. Todo lo que había sucedido aquella
mañana en el Monte Oscuro, la noticia de la enfermedad de su madre y la
convicción de que le sería muy difícil regresar a su vida de estudio en
Roma, lo habían inquietado.
Al salir de la guarida, había caminado un largo trecho hasta la pequeña
biblioteca del palacio episcopal; sabía que ese era el único lugar donde
podría encontrar un momento de tranquilidad. Quería volver a ver los libros
que lo habían acompañado de pequeño y dejar una flor en la tumba del
padre Alfonso. Bajó el monte, atravesó la ciudad, y se dio cuenta de lo
mucho que había cambiado en unos pocos años. Las puertas de las casas
estaban todas cerradas y por las calles solo se había encontrado a algún que
otro borracho, a los informadores del obispo —que estaban en cada cruce
de las calles principales, observando a los transeúntes con mirada hostil e
inquisitiva— y aun par de jóvenes que hacían rodar un enorme barril hasta
el molino. No había niños correteando o muchachas bordando, sentadas en
el exterior de los comercios. Al llegar a la biblioteca, vio la puerta cerrada,
llamó varias veces, pero nadie abrió. Incluso el palacio episcopal estaba
cambiado: el color de la fachada era diferente, lucía un ocre brillante que
contrastaba con la piedra blanca de la iglesia de san Lorenzo, que parecía
más grande, más lujosa. Hubiera encajado mejor en Roma que en una
pequeña ciudad como Serra. Caminó hasta la entrada principal y empujó la
gran puerta taraceada. En su interior, un diligente grupo de ebanistas,
carpinteros, pintores y coloristas estaban acabando el fresco de la nave
central. La luz se filtraba por las vidrieras de colores y se reflejaba en los
candelabros encendidos. Entre aquellos muros se respiraba una atmósfera
diferente a la de las calles de Serra: afuera solo había silencio y desolación,
allí dentro, una extraña euforia llenaba el espacio de risas y bromas; el arte
despertaba la camaradería entre esos hombres, como si no se hallaran en la
casa del Señor. Pietro preguntó si alguien le podía indicar dónde se
encontraba la nueva entrada de la biblioteca, pero nadie, durante aquellos
largos meses de trabajo, había oído hablar del lugar. No había ninguna
biblioteca o, mejor dicho, había dejado de existir. Incluso a aquella pequeña
sala, con sus textos inofensivos, se la había tragado el tiempo. Un tiempo
extraño, como le había dicho su padre.
***
Al terminar la oración, Sante partió el pan y después todos pudieron
imitarlo. Cesare sirvió agua a Anna, que estaba sentada a su lado, y Pietro
no pudo evitar observar cierta intimidad entre ellos y un ligero rubor en las
mejillas de su hermana. La vio sonreír y regañar con dulzura a María
porque no había esperado su turno para coger un trozo de carne y pensó
que, por suerte, algo no había cambiado. Cesare lo sacó de sus
pensamientos:
—Al final has decidido quedarte…
Esas palabras lo cogieron desprevenido, no solo porque daba a entender
que la decisión ya estaba tomada, sino porque esa decisión, sobre la que
todos se preguntaban, la había verbalizado precisamente alguien que no
debería ni haber estado sentado allí con ellos.
Pietro miró a su madre, que se sonrojó y, por primera vez desde que
había entrado, reprimió un golpe de tos. Sante continuó comiendo sin
levantar la cabeza, esperando, como todos los presentes en la mesa, lo que
él tenía que decir.
—Ya tenía planeado permanecer un tiempo en Serra, al menos hasta la
cosecha del lino. Aunque deberé ir de vez en cuando a Roma para algunas
lecciones públicas de práctica médica.
—¿Es verdad que cortáis a los muertos? ¿Lo has hecho alguna vez? —
preguntó María con curiosidad morbosa.
—María, por favor… No son temas para hablar en la mesa —intervino
Agnese, intentando frenar el inicio de una discusión.
—Madre, no debéis preocuparos. La muerte es un estado natural y, para
comprenderla, debe observarse de cerca.
—Profanando de esta manera el cuerpo que ha sido otorgado por
nuestro Señor —puntualizó Cesare.
—Por no hablar del comercio de almas del purgatorio al que darán lugar
estas prácticas —concluyó Sante, mirando fijamente a los ojos de su hijo.
—Ya sabíais lo que iba a estudiar cuando me mandasteis a Roma. De
todas formas, son cuerpos que se sacrifican para el progreso de las artes
médicas, padre. Y aunque en vida hayan sido malhechores, prostitutas,
ladrones o embusteros, pueden conquistar un lugar en el paraíso salvando
las almas del futuro.
Unos golpes a la puerta sonaron como repiques de campana después de
la penitencia: salvadores y providenciales. Anna se levantó para ver quién
era, esperando que esa visita terminara con aquella polémica conversación.
En el umbral aparecieron Gianbattista y el padre Agnolo de Torre Rossa
que, disculpándose por la hora, solicitaron hablar con Sante a solas. Detrás,
en el exterior, se quedaron Federico y Dante.
Agnese y Anna comprendieron enseguida la naturaleza de aquella visita
e intercambiaron miradas de preocupación. Les preguntaron si deseaban
tomar un vaso de vino o de agua. Intentaban postergar, aunque solo fuera
por unos instantes, el momento en el que Sante se levantara de la mesa y se
reuniera con ellos. El padre Agnolo hubiera tomado, de buen grado, un
poco de vino y del aromático guiso que veía en sus platos, pero Gianbattista
rechazó el ofrecimiento. No tenían mucho tiempo: si no se daban prisa,
tendrían que atravesar el bosque al atardecer y, en esos tiempos, uno no
sabía nunca con quién podía toparse.
Sante se levantó de la mesa y se dirigió hacia la puerta.
—Seguidme, hijo.
Pietro y Cesare se levantaron a la vez. Uno frente al otro respondieron
al unísono:
—Por supuesto.
Estuvieron un instante mirándose sin saber quién tenía que desistir: cada
uno pensaba que él era el legítimo destínala rio de esa orden y no tenía
ninguna intención de dejar pasar al otro. Se fueron hacia la puerta, pero
cuando se disponían a salir, Agnese agarró del brazo a su hijo y lo trajo
hacia sí.

***
Buscaron un rincón discreto, se detuvieron delante del granero y Sante
se abrió paso.
—Aquí estaremos más tranquilos y alejados de miradas curiosas.
Decidme, pues, Gianbattista, os escucho.
—Sante, creo que podéis imaginar el motivo de nuestra presencia en
Serra un día sin mercado: hace una semana que fue asesinada nuestra
Maddalena, una niña inocente, pocas horas después de venir al mundo, en
brazos de su madre, que desde entonces no ha vuelto a hablar. Su voz
desapareció junto al aliento de nuestra hija. Tenemos motivos fundados para
creer que es obra de un maleficio y que la causante ha sido una joven de
Torre Rossa; la muchacha es la nieta de la vieja Antalia, se llama Ade.
Sante interrumpió la explicación, se acercó a Gianbattista y le puso una
mano en el hombro.
—Siento el dolor de vuestras palabras. No hace falta que me expliquéis
más, el mal siempre encuentra el modo de hacerse presente y ya hace días
que se habla de la tragedia en Serra. En el momento en que el alma de la
pequeña voló hacia el limbo, la tierra tembló y las campanas de nuestra
iglesia repicaron sin que nadie tirase del badajo. Oí una voz dentro de mí,
una advertencia. Sabía que llegaría este momento.
Federico avanzó y se sacó del bolsillo una hoja de papel enrollada, que
ofreció a Sante.
—Esta mañana, cuando entramos en la casa donde vive con su hermano,
no había ni rastro de ellos, pero encontramos esto. Había decenas. Todos
iguales y colgados en las paredes. Lo he traído para enseñároslo.
Sante abrió la hoja. Una imponente luna negra resaltaba sobre un fondo
blanco.
—¿Habéis visto alguna vez este símbolo? ¿Sabéis qué significa?
—No, pero estad seguro de que lo descubriremos. Mañana iré a ver la
casa y todo el mal que esconde.
La delegación de Serra permaneció en silencio. Gianbattista miró a su
hijo, esperando un gesto o una palabra, pero Federico permaneció con la
mirada fija en el suelo. A la vergüenza de no haber podido persuadir a
Dante de venir con ellos, se le sumaba otra por el error cometido.
El padre Agnolo tomó la palabra:
—Hemos quemado la casa, pero os aseguro que hemos mirado por
todas partes. No encontramos nada importante, excepto los dibujos. La
muchacha ha desaparecido, se ha esfumado.
Sante le dio el dibujo a Cesare, que lo guardó con cuidado antes de
doblarlo.
—¡No puedo creer que tengamos miedo de los dibujos de un niño! —
exclamó Dante, interrumpiendo la denuncia que hasta ese momento parecía
unánime—. No sé qué veis vos, Sante, pero para mí solo son dibujos al
carbón sobre un papel, sin ningún otro significado. Aquella muchacha ha
escapado presa del terror: han conseguido su objetivo, no la querían en forre
Rossa. Ahora no sabemos dónde ha ido, dejémosla en paz. Basta de
necedades y volvamos todos al trabajo.
—Siento contradeciros, señor —intervino Cesare—, pero esto no es
ninguna necedad. El mal se manifiesta de muchas formas. Trata de
engañamos y confundirnos. Se esconde en todas partes, incluso detrás de las
inocentes manos de un niño.
—¿Qué puede hacer por vosotros la Compañía? —les apremió Sante.
—Tenéis que ayudarnos, queremos justicia. Justicia para mi hija y para
todos aquellos a los que habrá matado sin que lo sepamos —respondió
Gianbattista.
—Y por todos los que morirán si no la detenemos —concluyó Federico
—. Debéis encontrarla. Encontrarla y quemarla, como a su casa.
Ante estas palabras, el padre Agnolo se santiguó tres veces y así
hicieron también los otros. Excepto Dante que, trastornado, no pudo
contener las lágrimas. Se las secó inmediatamente por miedo a que alguno
de los presentes viese su emoción y la interpretase como una debilidad. Se
alejó deprisa del granero, alzó la vista al cielo y buscó un punto impreciso
entre las nubes blancas: había una abertura que parecía un gran ojo que
vigilaba el mundo. Y justo hacia allí dirigió su petición de perdón, para
cada uno de ellos.

***
Cuando Sante hizo pasar a todos en el granero, Pietro dejó de espiarlos
desde la ventana y volvió a la mesa. Nadie había dicho nada desde que se
habían ido, incluso María parecía haber perdido las ganas de bromear y
había empezado a recoger la mesa. Sus horas de permiso estaban a punto de
acabarse y, en breve, las dos muchachas deberían volver a casa del notario.
Pietro había reconocido al párroco de Torre Rossa, el padre Agnolo.
Recordaba haberlo visto alguna vez en la misa de Pentecostés, junto al
obispo, pero aquella era la primera vez que lo veía fuera de una iglesia y,
además, en Serra y sin un motivo aparente. No había reparado en que su
mirada —que siempre le había parecido honesta y temerosa de Dios—,
ahora reflejaba miedo. De los otros no sabía casi nada, con toda seguridad
eran almas guiadas por aquel párroco rural. Pero ¿qué debían querer de su
padre y por qué había ido Cesare con él? Pietro no sabía qué pensar. Estaba
claro que aquella visita imprevista los había desconcertado y había marcado
la comida familiar; hasta la mirada de su madre, que en un principio era de
angustia, se había ido entristeciendo hasta que la resignación había ganado
la batalla. Pietro no tuvo el coraje de preguntarle a qué se debía, como si
esperase que cuanto había sucedido desde su retorno a Serra estuviera
unido, por un hilo firme pero invisible, a aquella visita inesperada. En su
corazón albergaba sentimientos encontrados. Sentía el deseo inmenso de
huir, no solo de casa, sino también de la ciudad: lo estaban transportando a
un mundo lleno de creencias, supersticiones y prejuicios y, sin embargo,
sentía que, de alguna forma misteriosa, formaba parte de él. Era una
sensación que no podía explicar, sentía miedo al vacío: como si estuviera al
borde de un precipicio, con el miedo que le cortaba la respiración y un
viento gélido que, desde abajo, lo empujaba sin remisión hacia un abrazo
mortal con el abismo. Una sensación de vértigo se apoderó de él. Sacudió la
cabeza intentando apartar esos pensamientos que nunca había tenido en las
aulas de la universidad, y luego se puso en pie de un salto, como si quisiera
comprobar la fortaleza de sus piernas.

***
Sante entró en casa en ese momento. Volvía solo. Por el rabillo del ojo,
Pietro vio como se alejaba el grupo de Torre Rossa. Cesare no estaba. El
muchacho no pudo esconder su satisfacción: a pesar de que no le
interesaban lo más mínimo los extraños asuntos de su padre, la presencia
abrumadora de Cesare lo obligaba a reclamar su lugar y eso lo ponía
nervioso.
Incluso Anna se dio cuenta de esa ausencia, pero, a diferencia de su
hermano, no la complació en absoluto. Esperaba que Cesare la acompañara
al río, por donde pasaba el carruaje que debía llevarlas a ella y a María a
casa del notario. Llevaba soñando con ese trayecto toda la mañana, había
imaginado todos los detalles, cada paso a través del bosque. Los últimos y
menos cálidos rayos de sol, el cielo, que lentamente cambiaba de color, y
sus miradas que se buscaban. Además, también había imaginado con qué
palabras se le declararía, cuando María se hubiera alejado un poco para
dejarlos atrás caminando solos. ¿Hubiera sido muy directo, sin palabras
rebuscadas o, quizás, se hubiera puesto un poco nervioso y lo hubiera
insinuado hablando de una casa, de lo bien que iba su trabajo, para acabar
confesándole que algún día querría tener hijos con ella? Anna había
imaginado que ella bajaba los ojos, se sonrojaba un poco, lo justo para no
que no pareciera que se lo estaba esperando, y decía algo que a él le
resultaba esperanzados Luego, delante de la portezuela abierta del carruaje,
Cesare le ofrecía el brazo para ayudarla a subir, como a las señoritas de
ciudad, y ella se lo agradecía con una inclinación de cabeza.
Nada de todo esto iba a suceder. Sus sueños desaparecieron con las
palabras de su padre:
—Vosotras dos, idos o llegaréis tarde.
María recogió su bolsa y le dio un abrazo a Pietro. Le hizo prometer que
no se iría antes de que ellas volvieran otra vez a casa, que no se lo
perdonaría. Anna también lo abrazó y, antes de salir, se armó de valor y le
dijo a su padre que saludara a Cesare de su parte.
—Ahora tiene cosas más importantes que hacer que recibir saludos de
dos muchachitas. Ya lo saludaréis la próxima vez que vengáis.
Anna y María le dieron un beso a Agnese y se alejaron juntas hacia el
río. El cielo estaba empezando a cambiar de color.

***
Cuando sus informadores le comunicaron que habían visto a
Gianbattista y al resto de la comitiva saliendo de la ciudad, después de
haber estado en casa de Sante, el obispo se dio cuenta de que lo habían
ignorado. Había estado esperando durante varias horas a que aquellos
campesinos bobalicones se dignasen a pedirle audiencia y, cuanto más
esperaba, más se enfurecía por aquel ultraje. Sus largos dedos repiqueteaban
nerviosos sobre la mesa de nogal. ¿Cómo osaban dirigirse a Sante antes de
hablar con él? Ese hombre respondía a sus órdenes, no era nadie sin su
protección ni su dinero. Sus espías, diseminados por toda Serra, no habían
alcanzado a escuchar la conversación en el granero, pero habían estado
presentes en el momento en que Sante le había encomendado a Cesare un
asunto fuera de la ciudad. El muchacho había partido de inmediato con uno
de los caballos de Sante.
El obispo Tosco le pidió al padre Beniamino que llamara a uno de sus
mensajeros más veloces. Ese rudo tejedor, convencido de ser un guerrero de
Cristo, había ido demasiado lejos, había burlado su autoridad. Ya era hora,
de una vez por todas, de que pagara por ello.
Con un gesto brusco, monseñor se recogió la túnica de color púrpura
para sentarse delante del escritorio a redactar una larga carta. La firmó con
su nombre y la selló hundiendo el anillo de su dedo anular derecho en el
lacre todavía caliente.
Cuando el mensajero entró en la estancia, le ordenó que la llevase
personalmente al cardenal Giovanni Savelli, del convento dominico de
Santa María sobre Minerva, en Roma. Debía entregársela únicamente a él:
era un asunto primordial, bajo pena de muerte. Estaba seguro de que el
mensaje llegaría, a más tardar, al día siguiente.
SECRETOS

La biblioteca se convirtió en el lugar preferido de Ade. Nunca había


imaginado que pudieran existir tantos libros en el mundo. Había intentado
contarlos, pero siempre se perdía entre el quinientos setenta y el seiscientos
y tenía que volver a empezar. Era como si de repente se multiplicaran y el
espacio entre las paredes y los estantes fuera insondable. Aunque Tebe le
había dado permiso para llevarse un libro a su habitación, Ade había
decidido pasar los tres primeros días mirándolos detenidamente, no podría
decidirse por ninguno. Pasaba los dedos por el lomo, de arriba abajo,
sintiendo la basta costura bajo sus yemas, luego lo sacaba y reseguía el
contorno de las letras marcadas a fuego de la cubierta. Sus preferidos eran
los más pequeños, los que podía hojear sin tener que apoyarse para aguantar
el peso. Aquel cálido olor a heno que desprendían las páginas le recordaba
al verano. Además de los volúmenes cosidos, la biblioteca también
albergaba numerosos pergaminos enrollados, a pesar de que la mayoría
estaban escritos en lenguas que Ade desconocía.
Uno en particular había llamado su atención, aunque no lo entendía
mucho. Se trataba de un mapa del cielo o, al menos, eso le parecía. En el
centro estaba el sol, de eso estaba segura, un sol amarillo con rayos.
También tenía unos ojos sonrientes que la miraban. A su alrededor, unos
círculos concéntricos se alargaban hasta ocupar todo el pergamino. Además,
había unos pequeños globos con una inscripción a su lado. El pergamino
tenía unos colores vivos y elegantes, y a Ade le fascinaba tanto que, cada
vez que entraba a la biblioteca, lo abría solo para mirarlo un momento y
luego dejarlo en su sitio. Creía que así acabaría aprendiendo a leerlo y a
comprender sus secretos.
Era una sensación maravillosa poder tener acceso a todos aquellos
conocimientos. Se necesitarían al menos tres vidas para leer todos los
volúmenes de la biblioteca; con el tiempo que le quedaba a ella en la Tierra,
no llegaría ni a leerse los de un estante. Cuando Janara le explicó que
aquella recopilación no representaba ni una pequeñísima parte del
conocimiento que aglutinaban los libros del mundo, Ade decidió no perder
más tiempo y escogió uno. Se trataba de una historia de amor entre un joven
y valiente caballero que había luchado contra un gigante para liberar a su
tierra de un rey enemigo y la hija de este último, una muchacha de increíble
belleza y bondad que lo había salvado y le había curado las heridas.
Fue Janara quien le aconsejó que empezara con la historia de Tristán e
Isolda. «Las historias de amor y guerra son siempre las mejores», le había
dicho con una mirada maliciosa, como si supiera mucho más de cuanto su
diminuto y envejecido cuerpo daba a entender. Luego se había ido para
dedicarse a una de sus misteriosas ocupaciones.
Ade tuvo que darle la razón desde la primera página. Esa historia
hablaba de ella: Tristán había crecido con un tío, como ella con su abuela;
ambos habían tenido que enfrentarse a enemigos más fuertes que ellos
mismos, sin el apoyo de sus padres. Aunque también podía verse reflejada
en Isolda, que curaba con hierbas y se enamoraba de Tristán. Este
pensamiento hizo que se sonrojara: de repente, por algún recóndito lugar de
la memoria había asomado Pietro, con sus ojos magnéticos, y aquel extraño
encuentro en el bosque.
Otro motivo que hacía que la biblioteca fuera su sitio preferido era que
allí podía estar sola, rodeada de un agradable aroma a antiguo, y en silencio,
alejada de las otras habitantes de la casa.
Habían pasado tres días desde su llegada y nadie le había dirigido la
palabra excepto para darle alguna orden o un mensaje de parte de Tebe. La
observaban de lejos y, más de una vez, Ade las había visto murmurar sin
quitarle el ojo de encima. Además, Tebe había cambiado su forma de ser:
estaba más distante. Parecía que quisiera dejar claro su papel de autoridad
indiscutible que no permitía palabras o atenciones superfluas. El suyo era
un liderazgo austero y silencioso, de pocos gestos, sin discursos solemnes ni
declaraciones altisonantes. Se limitaba a marcar los objetivos del día para
cada una de la Ciudades Perdidas y a pedir una relación de los resultados
antes de la cena.
Desde la primera noche, sentadas alrededor de la mesa, donde también
se hacían las plegarias, Segesta hablaba sobre las plantas trasplantadas y los
progresos de los nuevos cultivos; Leptis, sobre el avanzado estado de una
nueva preparación para curar las quemaduras; las jóvenes Persepolis, Petra,
Itaca y Atlantide hablaban sobre sus estudios, los libros que habían
consultado durante el día y le referían alguna cuestión sobre aquello que
habían aprendido. Janara también participaba: una noche, después de
comentarles qué verduras del huerto había puesto en salmuera, había
terminado su recuento negando con la cabeza, un mensaje mudo dirigido a
Tebe, que decía que ese día no tenía otras buenas noticias. Aquileia se
limitaba a anunciarles lo mismo cada noche: que todavía no había acabado
su cuadro. Nadie le pedía cuentas, la suya era una ocupación que
evolucionaba con el transcurso de los días. Pronto podrían admirar el
resultado. También a Valente, desde el principio, le habían pedido dibujos y
Ade sonreía, porque parecía que se estaban encariñando con él.
Los objetivos no eran iguales para todas. Tebe parecía seguir una lógica
muy personal, que no tenía nada que ver con la cantidad de trabajo
necesaria para la supervivencia del grupo o lo que debía aprenderse. Ade
estaba empezando a entender las pequeñas y las grandes reglas que dictaban
la vida en la casa. Leptis, Segesta y Aquileia, puesto que eran las que hacía
más tiempo que vivían con Tebe, eran las que se ocupaban de enseñar
algunas materias consideradas esenciales. Ade debía asistir a las lecciones
de Segesta en el invernadero a la mañana siguiente. Aquellos primeros días
le tendrían que haber servido para ambientarse en la nueva casa y, en teoría,
conocer a las otras muchachas, sobre todo a las más jóvenes, con las que
debía reunirse para estudiar. Pero Ade prefirió pasar aquellos días en la
biblioteca y ahora se enfrentaba a su primera jornada de verdad con ellas sin
siquiera saber sus nombres.
Valente parecía haberse integrado mejor que ella, tanto, que para él las
lecciones con Aquileia ya habían empezado y su periodo de adaptación
había terminado antes de tiempo.
Lo veía caminar por los pasillos de la casa, confiado y seguro, y eso la
ponía nerviosa. No quería que su hermano se encariñara demasiado con
aquel lugar, todavía no sabía cuánto tiempo se quedarían o si ese era un sitio
seguro. Sobre todo para él. No obstante, Valente no parecía estar muy
preocupado por eso. Si hubiera tenido la valentía de admitirlo, hubiera
reconocido que su hermano era feliz allí. Después de mucho tiempo lo veía
sonreír otra vez.
Decidió aprovechar aquellas últimas horas libres para tratar de abrir la
urna que contenía el único libro inaccesible de toda la biblioteca. Había
reparado en él el primer día y le había preguntado a Tebe, que se había
limitado a decir que era suyo y que era el motivo por el cual todas estaban
allí. La urna era de cristal, transparente y ligera, daba la impresión de que
podría romperse con el toque de una uña. Los bordes eran de hierro forjado,
así como las bisagras y el gran candado que la cerraba.
Cada una de las veces que había observado el libro se había dicho que
no le encontraba nada especial que justificara un cuidado tan excesivo.
Tampoco era muy grande. Estaba abierto por el frontispicio, sobre un
caballete de madera a modo de atril donde se leía: Tebe y las otras Ciudades
Perdidas. Diario de lugares, gentes y secretos. Lo firmaba un tal Bosco del
Valle, viajero, compositor y poeta. En la página opuesta había una
dedicatoria escrita a mano con una letra diminuta: «Un futuro glorioso se
esconde entre las ruinas del pasado».
Ade no podía entender qué podía contener un libro de viajes que fuera
tan importante. Aparte de la referencia a los nombres de las habitantes de la
casa, no veía razón alguna para que lo custodiasen de aquella manera.
Debía de haber algo que se le escapaba, por eso quiso dedicar un poco de
tiempo a indagar en su interior, en busca de secretos escondidos, ilusiones
ópticas o, quizás, un doble fondo. Lo único que había notado, aunque podía
ser un efecto del reflejo de la luz en el cristal, era que, en un punto en
concreto, hacia la mitad del libro, el grosor de las páginas cambiaba. Era
como si el moho se hubiera apoderado solo de una parte, liberando al resto
de páginas de esa enfermedad porosa y oscura.
Mientras intentaba por enésima vez abrir el candado —había tratado, sin
ningún resultado, de aflojar el cierre de los bordes haciendo palanca con el
abrecartas, el mismo con el que ahora hurgaba entre la bisagra y la
cerradura—, Ade oyó una voz a sus espaldas que la llamaba. El pánico se
apoderó de ella. Alguien la había descubierto y sería castigada, quizás la
echarían de la casa, otra vez solos ella y Valente. El abrecartas se le resbaló
de las manos y el sonido del metal al caer quedó amortiguado por la gruesa
madera del suelo.
Persepolis, que lo había visto todo a pocos pasos de distancia, se acercó
a ella como si hubiera pillado a un ladrón con las manos en la masa:
—Es inútil, lo he intentado muchas veces. Solo Tebe tiene la llave, pero
nadie la ha visto nunca abrir la urna.
Era la primera vez que le dirigía la palabra para algo que no fuera una
orden o un horario a seguir y Ade, invadida por un repentino optimismo,
creyó haber percibido incluso un leve indicio de complicidad. Se relajó y le
sonrió con amabilidad.
Llevaban el mismo vestido, una larga túnica oscura con un delantal
anudado a la cintura para limpiarse la manos. Aunque ella había encontrado
una forma inteligente de tener más libertad de movimiento: se había atado a
la cintura un extremo de la falda, de modo que podía mover las piernas con
más holgura al caminar. Los ojos de Persepolis eran dos aberturas casi
transparentes que nunca descansaban. Cambiaba la dirección de sus ojos a
gran velocidad, era imposible cruzar la mirada con ella. Al principio, eso no
le inspiró ninguna confianza, no se fiaba de aquella muchacha de cabellos
rojos despeinados con numerosos mechones desordenados por toda la
cabeza.
—No te preocupes, no se lo diré a nadie. Todas hemos estado en tu
lugar. Al principio, desvelar el secreto escondido en esa urna de cristal
parece lo más importante, luego te olvidas y piensas que quizás no hay nada
por descubrir.
—Sé que es algo valioso para Tebe.
—Y para todas nosotras.
Ade dirigió al libro una última mirada de despedida y se acercó a su
nueva amiga, la única que tenía desde que había llegado.
—Mi periodo de adaptación ha terminado y no sé qué debo hacer… La
verdad es que no sé ni si quiero quedarme aquí.
—Si Tebe te ha escogido, significa que este es el único lugar donde
estás a salvo.
—¿A ti también te escogió?
—Nos ha escogido a todas. Excepto a Janara, ella vino sola.
—¿Y nunca has deseado volver allí fuera?
—Fuera solo me espera la muerte y, si lo he entendido bien, a ti
también.
Ade bajó la mirada. Persepolis tenía razón. Fuera no había nada bueno
para ella y la única persona que necesitaba, Valente, estaba en esa casa.
Mientras se daba cuenta de lo pequeño que era su mundo —por segunda
vez en pocos días— un par de ojos castaños rodeados de suaves rizos le
sonrieron. «¡Hola, Mediafalda!», Ade apartó de inmediato ese pensamiento,
aunque no pudo evitar sonrojarse.
—No sé si lo conseguiré… Tengo miedo de empezar a echar de menos
mi vida, Terra Rossa, el mercado de Serra, el río, Valente esperándome en
casa entre trocitos de carboncillo y hojas de papel por todas partes.
—Hace varios meses que estoy aquí y yo no echo de menos nada de lo
que tenía antes, una se acostumbra rápido. Solo te hace falta algún que otro
truco…

***
Aquella noche, de vuelta a su estancia, Ade, como cada día, se asomó a
la ventana para respirar el aire fresco y húmedo de la noche. La primera
noche en el bosque había mentido a Leptis, la oscuridad nunca le había
dado miedo. Pronto había entendido que era del día y de sus rígidas reglas
de lo que debía protegerse. Con la llegada de la noche todos eran iguales;
expuestos a los mismos peligros e inseguridades. Sin la luz que definiera los
límites, nadie podía sentirse protegido; cada sombra podía ser un amigo en
quien encontrar consuelo o un enemigo de quien escapar. La noche
redimensionaba hasta al más indómito caballero e infundía coraje a la más
tímida de las hijas de la calle.
Ade apoyó los brazos en el alféizar de la ventana y asomó la cabeza.
Sintió la tibieza de su piel desnuda y recordó cómo se sentía cuando Antalia
la abrazaba con sus brazos cálidos; ella hundía su rostro en el hueco del
hombro y pensaba que nada malo podía sucederle mientras estuviera allí
escondida. Cerró los ojos esperando ver, una vez más, la sonrisa de su
abuela. Desde que murió, se esforzaba cada día por pensar en ella, por
recordar sus facciones, aunque solo fuera un instante. Justo el tiempo para
imprimirlas en la memoria e impedir que la vida las borrara. Se había
propuesto recordar cada vez un detalle, una expresión concreta, un solo
gesto, una mirada atenta o sencillamente el rosa pálido de su labios que, con
los años, se había convertido en casi blanco, en contraste con su piel oscura
y abrasada por el sol y el viento. Aquella noche había decidido quedarse
con el recuerdo del hoyuelo que se le formaba en el mentón cuando reía con
ganas, la boca se le abría de par en par, los ojos resplandecían y se
estrechaban muchísimo, hasta que se formaban unas pequeñas arrugas en su
contorno.
—¿Por qué te ríes? —La cabecita de Valente apareció de repente
delante de sus ojos y se abría espacio, retorciéndose, como si fuera un gato
en busca de caricias.
—Estaba pensando en la abuela. Siempre nos hacía reír, ¿te acuerdas?
—Un poco…
—¿Qué dices? ¡Pero si nos hacía reír mucho!
—No, que solo me acuerdo un poco…
Ade lo abrazó y le acarició la cabeza.
—¿Podemos quedamos con Tebe y Aquileia? A mí me gusta mucho
estar aquí, tengo todos los colores que quiero.
—¿No quieres volver a casa?
—Nuestra casa ya no existe.
—Pero ¿qué dices? Siempre ha estado en el camino del cementerio, con
el tejado de paja y la puerta de madera que nadie puede abrir, aunque ahora
no estamos dentro. Dejamos pasar un tiempo y luego volvemos, ¿de
acuerdo? Solo tenemos que esperar…
—Nuestra casa ya no está, Ade. Lo sé.
En ese momento, unas voces que procedían del jardín de las luciérnagas
interrumpieron su conversación. Ade hizo una señal a Valente para que no
hablara, y ella se agachó para que no la vieran y poder observar qué sucedía
bajo su ventana. Reconoció la silueta elegante de Tebe y, detrás de ella, a
pocos pasos, vio a Leptis, como si la persiguiera.
—¡Tebe, por favor, espera! No quería que te enfadaras… lo siento. —La
voz de Leptis entró clara y nítida en la estancia de Ade.
—¡Es Leptis! —susurró Valente agachado junto a su hermana debajo de
la ventana.
Ade volvió a hacerle una señal para que se callara y, para ser más
convincente, le tapó la boca con una mano. Volvió a mirar hacia afuera,
tratando de no ser vista.
Tebe estaba frente a Leptis, inmóvil. Aunque desde allí no podía verlo,
Ade hubiera apostado a que Tebe la miraba con inquietud.
—Solo estoy preocupada por ti… por nosotras —susurró Leptis.
—Es la clave de todo, lo sé yo y lo sabe Janara. Tema zanjado.
—Pero ¿cómo puedes estar tan segura? ¿Y si te equivocas? ¿Y si
estuviésemos arriesgando nuestra vida y la de las demás por nada? ¿Y si
fuera el fin de todo?
—No puede ser el fin, porque todo lo que ha sucedido antes no era
nada.
—¿Nada? ¿Nosotras no somos nada? —Leptis le sujetó el brazo y la
acercó hacia ella. Con un ímpetu feroz la besó en los labios. Poco a poco, la
rabia cedió a la pasión, y las manos, que antes se agarraban a las ropas de
Tebe, empezaron a acariciar sus largos cabellos negros.
Ade no podía apartar la mirada, a pesar de saber que tenía que hacerlo.
Estaba invadiendo un espacio íntimo que no tenía nada que ver con ella.
Además, era un espacio que no hubiera existido si ella no lo hubiera visto,
era algo que no estaba previsto en el mapa del cielo y que ahora, en cambio,
quedaría marcado en su memoria para siempre. De repente, sintió una
sensación de calor en las mejillas y una punzada extraña la obligó a contraer
los músculos entre las piernas. Se apoyó en el marco de madera para no
perder el equilibrio y la ventana crujió con su peso.
Leptis miró hacia el primer piso, de donde le pareció que procedía el
ruido, pero no vio nada.
—Volvamos dentro. Aquí hace frío. —Rodeó a Tebe por la cintura y la
acercó hacia ella para poder apoyar la cabeza sobre su hombro y, así,
caminar juntas.
Tebe no dijo nada después de aquel beso, pero Ade juraría que aquel
impulso apasionado no la había hecho cambiar de opinión en absoluto.
EL INVERNADERO

Los consejos de Persepolis habían sido claros: Segesta valoraba mucho que
se mostrara entusiasmo por sus clases y que sus alumnas estuvieran
esperándola en el invernadero, dispuestas a aprender todo lo que había que
saber sobre sus adoradas plantas. Ade dejó la ventana abierta para que la
brisa fresca de la mañana la despertase y, cuando abrió los ojos, el cielo
estaba despejándose con timidez en el horizonte. Valente dormía
profundamente y, como de costumbre, había ido enrollando las mantas a los
pies de la cama durante el sueño. Ade se levantó y fue a mirar afuera, hacia
el jardín secreto. En su interior esperaba volver a ver el beso de Tebe y
Leptis, como si la hierba hubiese atrapado el reflejo y lo devolviese con las
primeras luces del sol. Sin embargo, allí fuera nada había cambiado. Nada
que le diese la impresión de haber sido testigo de un prodigio. Todo estaba
tranquilo, en calma. Cuando su mirada se detuvo en un matorral de
minúsculas flores azules besadas por el rocío matutino, Ade se percató de
que el alba estaba cerca. Debía darse prisa para estar preparada antes de que
llegara Segesta. Un nudo en el lazo blanco de la media y ya estaría lista.
Echó un último vistazo a Valente antes de abrir la puerta de la
habitación y salir al pasillo. La enterneció ver aquel cuerpecito que
escondía aún las formas y los signos de la madurez al mundo. Se detuvo a
arroparlo, como había hecho siempre en su antigua casa. Tal vez él tenía
razón, tal vez aquel era un lugar seguro de verdad. Cuando le echó la manta
sobre los hombros, Ade descubrió un tesoro escondido: sobre el colchón vio
una decena de hojas desperdigadas, todas mostraban en el centro el mismo
dibujo, un dibujo que Ade conocía muy bien. La luna con los rayos de
Valente se multiplicaba en un firmamento muy personal. Entre infinitos
matices de blanco y negro, Ade vio una mancha rosa en una de las hojas
que quedaban cubiertas. Apartó las lunas y vio aparecer el dibujo de una
casita. Las paredes oscuras contrastaban con el rojo brillante de las llamas
que salían del techo. Dobló la cuartilla y se la metió en el bolsillo. Si se
entretenía a preguntarle a Valente en ese momento, llegaría tarde a clase,
pero aquel dibujo la preocupaba. Más tarde hablaría con él, cuando
estuvieran a solas.
Persepolis le había aconsejado que entrara por la puerta trasera, que casi
siempre estaba abierta; desde allí llegaría directamente al puesto de trabajo
de Segesta. Persepolis la estaría esperando allí y recibirían juntas a Segesta
cuando llegara.
Parecía todo muy sencillo y, de hecho, llegó ante la puerta que le había
indicado su compañera sin ningún problema. Apoyó la mano en el pomo y
empujó lentamente.
El invernadero estaba envuelto en una neblina clara que lo hacía aún
más luminoso que el resto de la casa. La primera luz de la mañana se
reflejaba a través de las cristalera sobre la infinidad de gotitas de rocío que
perlaban cada hoja, convirtiendo aquel espacio en algo más parecido a un
cielo estrellado que a un escalofriante bosque. Ade dio unos pasos hacia el
centro y susurró el nombre de Persepolis. Esperaba que su tono no hubiera
sido demasiado exagerado: no quería despertar al resto de la casa, aunque
no creía que eso fuera posible debido al grosor de las paredes de cristal.
Nadie respondió a su llamada. Lo intentó otra vez, alzando un poco más la
voz, poniéndose de puntillas para superar un espeso muro de vegetación.
Esta vez el silencio se vio interrumpido por el tímido croar de una rana. Ade
no pudo hacer otra cosa que sonreír cuando cayó en la cuenta de que aquel
sonido le recordaba a la voz de Persepolis. Se llevó una mano a la boca para
ahogar una carcajada. Se adentró en el invernadero avanzando un poco más
y se abrió ante ella un claro sin vegetación, donde una gran mesa de madera
marcaba un límite. Hasta ahora le había parecido estar atravesando un
bosque, pero al otro lado, las plantas cambiaban de forma y color. Además
de aquella mesa —debía de ser sobre la que trabajaba Segesta— había
macetas ordenadas y pequeños cultivos medicinales dispuestos en hileras.
Ade miró a su alrededor y, ahora sí, estaba segura de estar completamente
sola. Su compañera todavía no había llegado. Tal vez era demasiado
temprano, o tal vez los nervios por llegar tarde la habían desorientado tanto
que había confundido los rayos de la luna con las primeras luces del alba, o
es que había entendido mal las indicaciones de Persepolis, que quizá la
estaba esperando en otra parte, preguntándose dónde se habría metido. Pero
claro, no podía volver atrás. Ya estaba allí dentro y allí se quedaría, porque
antes o después alguien llegaría para la clase. Aprovechó entonces para
familiarizarse con aquel lugar tan fascinante.
A pesar de que estaba convencida de que conocía bien las hierbas
medicinales, enseguida se dio cuenta de que no reconocía casi ninguna de
aquellas plantas. Se concentró entonces en los olores, pero tampoco
consiguió distinguir nada de lo que olía. O mejor dicho, identificaba un
aroma, pero no sabía indicar el origen. Convencida de haber reconocido la
fragancia inconfundible del limón, siguió la estela, hasta que se encontró no
ante el estimulante árbol de frutos amarillos, sino frente una extraña caña de
color verde brillante. Cuanto más se acercaba, más intenso era el olor y la
constatación de su fracaso, más evidente.
Un poco más adelante, entre unas hierbas desconocidas, distinguió una
planta familiar y, aunque nunca le había gustado, porque su abuela la
obligaba a tomarla en grandes cantidades cuando le dolía el estómago,
aquel cardo espinoso e imponente le provocó una nostalgia inmediata,
mezclada con una felicidad repentina. También en aquel lugar misterioso,
en el corazón más oscuro del bosque, había encontrado un pedacito de
hogar.
Cuando hubo inspeccionado la parte más verde, donde reconoció la cola
de caballo —que había aprendido a machacar en el mortero tras haber
secado los tallos para obtener el polvo para infusiones, como ilustraba el
libro de recetas de la abuela—, Ade se aventuró en la zona del invernadero
que quedaba al otro lado de la mesa. Los colores vivos de los pétalos y las
formas extrañas de las hojas demostraban que Segesta cultivaba allí todo un
jardín secreto.
El olor más fuerte era sin duda el de la cicuta, con sus flores blancas,
dispuestas como pequeños paraguas. Ade se acercó un poco y se dio cuenta
de que, justo al lado, tan cerca que parecía una única maceta con dos
inflorescencias distintas, crecía el estramonio, amenazante y poderoso,
punteado de hermosas campanillas blancas. A su alrededor había plantas
que había aprendido a usar a muy temprana edad. Formaban parte de la
reserva de la abuela y, los extractos, conservados con cuidado, eran el fruto
final de todos los cuidados que Antalia les dedicaba a aquellas plantas.
Luego buscó las bayas oscuras de la belladona, estaba segura de que las
encontraría muy cerca; eran las únicas que faltaban para completar el
conjunto perfecto de la reserva. Las localizó casi enseguida, porque también
parecían ocupar un lugar de honor en el invernadero. Las miró como se
mira a un amigo al que no se ve desde hace tiempo, con el mismo deseo de
abrazarlo y el mismo miedo a que algo pueda haber cambiado. La planta
estaba en plena madurez y los frutos empezaban a oscurecerse. Las hojitas
se abrían como estrellas alrededor de la baya, parecían una mano ofreciendo
un plato exquisito. Ade recordaba perfectamente a las señoras de Serra que
llamaban a su puerta en busca del tónico de belladona para los ojos.
Algunas eran impacientes y le pedían a Antalia que les pusiera alguna gota
en el acto. Entrecerraban los ojos, se quedaban un instante con los párpados
cerrados y luego los volvían a abrir con esperanza. Todas, sin excepción,
revolvían el bolso en busca del espejo y se miraban felices; sus pupilas eran
tan grandes que les cubrían el iris casi por completo. Brillantes, vivaces y
preciosas. Pagaban para eso, para sentirse bellas.
Un intenso rayo de sol iluminó una zona en sombra, y Ade se dio cuenta
de que prácticamente ya había amanecido. Esperaba ver a Persepolis
cruzando la puerta de un momento a otro, o, sin duda, la castigarían por el
retraso. En aquella casa, no tardó en entenderlo, los horarios de las clases se
tomaban muy en serio. Entretanto, la luz del día le había revelado un
insólito fruto en espiga formado por multitud de pequeñas bayas rojas
brillantes, pegadas a un tallo largo y fino, prácticamente sin hojas. Intrigada
por el color vivo y la falta de follaje, Ade se aproximó para investigar aquel
extraño arbusto. Acercó la nariz para identificar un olor familiar, entonces
le alcanzó un calor inesperado que parecía envolver toda la planta. Pero no
era un perfume; parecía más bien algo marchito, pese a que el aspecto de las
bayas fuera tentador. Con prudencia, alargó la mano hasta la punta del
racimo, decidida a tocar la baya más alta, que parecía a punto de caer;
quería entender si aquel calor innatural procedía de ahí.
—Si yo fuera tú, no haría eso. —La voz severa de Segesta la paralizó un
instante antes de que pudiese averiguarlo.
Segesta y Persepolis estaban al otro lado de la mesa y la miraban con
gesto grave. Habían llegado juntas y en silencio.
—Esa planta es la cala japonesa y es solo uno de los muchos motivos
por los que no le permito a nadie que entre aquí sin mi permiso y mi
supervisión. Solo con que la hubieras rozado mínimamente, habrías sentido
de inmediato una fuerte quemazón y se te hubiera enrojecido la piel. Es una
planta urticante de las más peligrosas. Entre los campesinos se cuenta que
las serpientes la envuelven con sus anillos para comerse los frutos, de donde
luego sacan la resina para su veneno.
Ade vio los labios fruncidos de Persepolis abrirse lentamente con una
sonrisa de satisfacción.
—Di indicaciones muy precisas sobre encontrarnos puntualmente en el
salón y llegar aquí juntas, pero está claro que has preferido ir por tu cuenta.
—Pero en realidad yo… Persepolis me había citado… —intentó
justificarse Ade, mientras la mirada de Segesta no dejaría lugar a excusa
alguna.
—Cierto, yo la cité. De hecho, la esperaba en el salón… Como
acordamos.
—No me interesan tus explicaciones. Las reglas se respetan, sobre todo
las que os damos para que sigáis con vida. Sé que es tu primer día, Ade,
pero no puedo tolerar un comportamiento semejante, es muy grave, así que,
al final de la clase, como castigo, tendrás que limpiar todos los cristales
exteriores del invernadero, así podrás observar detenidamente, una a una,
todas las plantas que estudiaremos. Y espero que lo que ha sucedido hoy no
vuelva a repetirse.
Ade aceptó con la cabeza. Segesta parecía satisfecha y dirigiéndose a
Persepolis dijo:
—Pues comencemos, tráeme los guantes de trabajo.

***
Durante la larga clase, las dos muchachas no se dirigieron la palabra.
Siguieron en silencio todas las explicaciones de Segesta, repitiendo
exactamente sus gestos. Ade estaba más decepcionada que enfadada. Había
creído que había encontrado una amiga de verdad en aquella casa, alguien
que le explicase los secretos, una cómplice con quien dejar de sentirse tan
sola. Pero aquella broma de mal gusto lo único que hizo fue confirmarle
que no se quedaría mucho tiempo con las Ciudades Perdidas. Persepolis,
por su parte, mantenía una actitud distante y satisfecha: había logrado lo
que pretendía, ni siquiera le había resultado demasiado difícil dejar en mal
lugar a Ade. Después de que su llegada llamara la atención de todas, en
especial de Tebe, ya era hora de que su estrella volviese a brillar.
Ahora Segesta solo tenía palabras para Persepolis: «Persepolis, enséñale
a Ade cómo hacer ese extracto», «Persepolis, por favor, repite para Ade los
efectos del acónito», «Ade, mira cómo lo hace Persepolis y repite paso a
paso cada fase de la preparación». Su mundo había vuelto a girar en el
único sentido posible, alrededor de ella.
El día terminó frente a un gran aparador lleno de ánforas de distintos
tamaños que contenían una increíble variedad de semillas: una vez
mezcladas con grasa animal y después de ser finamente machacadas, se
convertirían en ungüentos milagrosos, según Segesta. Esa fue la parte de la
clase que más le gustó. Cada ánfora estaba marcada con un símbolo y el
nombre de la planta que contenía; Ade se perdió en la lectura y dejó de
escuchar las explicaciones de Segesta. Había conseguido diferenciar incluso
las semillas secas de la cala japonesa, la planta por la que se había ganado
aquel agotador castigo. Esperaba que, durante la clase, Segesta le permitiera
ponerse los guantes y abrir todas las tinajas. No fue así.
***
—Limpiad la mesa de trabajo juntas y luego, Ade, podrás dedicarte a
los cristales. Lo que necesites lo encontrarás en aquel rincón —dijo
señalando un cubil junto a una planta de enormes hojas verdes, casi tan
grandes como las alas de un helicón.
En ese momento, Segesta salió del invernadero y las muchachas se
quedaron solas, quitando la tierra y los restos de follaje de la mesa de
trabajo.
—¿Por qué me has hecho venir aquí, cuando sabías que teníamos que
quedarnos en el salón? —preguntó Ade, interrumpiendo el silencio.
—Tú no eres como nosotras.
—¿Qué significa que no soy como vosotras? No me conoces. No sabes
nada de mí… —Ade pronunció esta frase mientras pasaba el trapo húmedo
por la mesa, sin ni siquiera levantar la mirada hacia Persepolis. La voz le
salió como un susurro, se mostraba más cansada que enfadada por el
engaño.
—Sé que pondrás en peligro todo lo que hemos construido aquí dentro.
—¿Y por qué iba a hacer eso?
—Porque no quieres quedarte. Solo estás esperando el momento
perfecto para marcharte. No formas parte de este mundo. Perteneces al
mundo de afuera, aunque ya te haya condenado.
—Sois vosotras las que no me queréis aquí. Desde que llegué, ninguna
me ha dirigido la palabra salvo para darme órdenes, y tú, en cuanto has
podido, me has engañado; pensaba de veras que querías ser mi amiga. ¿Qué
se supone que hago aquí dentro? Sea lo que sea lo que me espera ahí fuera
no será peor que lo que tengo aquí.
—¡Yo no he sido la que se ha encerrado en la biblioteca durante días,
sin hablar con nadie! Yo no fui la que nos acusó de ser brujas el primer día
que pusiste un pie en esta casa. Y tampoco soy yo la que se ha traído a un
hombre a la fuerza, aunque lo prohíba el Credo.
—¡Valente no es un hombre! —respondió Ade de forma impulsiva. Un
grito desesperado y doloroso le salió directamente del estómago.
Persepolis, sorprendida, esperó que la respiración de la otra se calmase
y la hostigó de nuevo:
—Si no es un hombre, ¿qué es entonces? ¿De quién crees que te estás
riendo?
Ade mantuvo la mirada, estaba segura de que si hubiera vacilado
siquiera un instante, Persepolis la habría hecho derrumbarse. Y añadió:
—Valente es mi hermano.
Cogió los guantes que Segesta había dejado en la mesa y los colocó en
la estantería que había junto a las ánforas de las semillas, cambiando su
atención y la de Persepolis a algo distinto a su vida, luego repitió:
—Tercera regla: La fatal, vuelve atrás tres veces tanto el bien como el
mal.
—¿Me estás amenazando, Ade?
—No. Solo estoy aprendiendo a ser como vosotras.

***
Todas dormían, excepto Janara, que nunca tenía sueño. Decía que lo
había perdido hace muchos años, cuando no tuvo más remedio que
quedarse despierta durante días, sin poder tumbarse ni apoyarse en ninguna
parte para descansar. Había sobrevivido, pero el peaje que debía pagar era
no poder volver a pasar una noche tranquila. A fin de cuentas, añadía, no
estaba mal tener tanto tiempo extra para dedicarse a peinar los alrededores y
proteger la casa.
Así pues, fue la primera en llegar a la habitación de Persepolis y Petra.
De allí era de donde llegaban los gritos que habían despertado a toda la casa
en mitad de la noche.
Petra estaba de pie, junto a la cama de su compañera de habitación, la
miraba con una mezcla de terror y desconcierto. La cama estaba deshecha,
las mantas hechas un ovillo a los pies y Persepolis, de rodillas en mitad del
colchón, se miraba las manos y los brazos sin dejar de llorar y chillar.
Llevaba un camisón blanco de tirantes que le llegaba hasta los tobillos, pero
que, por la postura y la conmoción, se le había enrollado a la altura de la
cadera, dejando las piernas al descubierto. Tenía el cuerpo plagado de
puntitos rojos y brillantes, y donde no tenía rojeces, estallaban pequeñas
ampollas de sangre provocadas con toda probabilidad por la comezón
desmedida.
—¡No la toques! —instó Janara a Petra, que estaba intentando ponerle
paños mojados en los brazos.
Tebe, Leptis y Segesta llegaron a toda prisa, alarmadas por los gritos y
el insólito escándalo nocturno.
—¿Qué está pasando? ¿Qué son estos chillidos? —Tebe ni siquiera
esperó una respuesta y, después de echarle un vistazo a Persepolis, le hizo
una señal a Leptis, que se marchó de la habitación para volver pocos
segundos después con un par de guantes y un frasco cerrado.
—Déjame ver… —Leptis cogió la mano de Persepolis y alargó un
brazo para acercarlo a la luz del candelabro que aguantaba Tebe.
—Dafne perfumada o eléboro… Segesta, compruébalo tú también.
Esta se acercó y cogió el candelabro de manos de Tebe, dirigiéndolo
hacia la parte interior del antebrazo.
—Estaba durmiendo y he sentido una llama. Quema… —susurró
Persepolis, afligida.
Luego iluminó la cama y empezó a revisar las sábanas de algodón crudo
hasta encontrar lo que buscaba.
—No. Más sutil, es cala japonesa.
Un resto de polvillo rojo oscuro podía verse sin problema en mitad del
colchón.
Los gritos despertaron también a Ade y a las demás jóvenes de la casa
que, poco a poco, se fueron acercando a la puerta de la habitación de
Persepolis y esperaron en el pasillo, intentando comprender qué había
pasado.
Ade caminó despacio, tanto para no llamar la atención como porque le
dolían los brazos y las piernas por el castigo que le habían impuesto. Los
cristales, sobre todo los que estaban más altos, no tenían ninguna intención
de quedar tan transparentes como le hubiera gustado a Segesta y, aunque
limpió hasta sentir que un millón de alfileres le atravesaban los brazos y la
espalda, llegó un momento en que tuvo que desistir.
Fue entonces, mientras se masajeaba tratando de aliviarse el dolor,
cuando vio los guantes de Segesta apoyados cerca de las ánforas y pensó en
vengarse.

***
Con timidez, Ade se asomó a la habitación abriéndose paso entre las
modistas y Aquileia; al llegar al umbral, se detuvo bloqueando la entrada,
como protegiendo el resto de la casa de aquel misterio aún sin resolver.
En cuanto Persepolis la vio, se abalanzó sobre ella gritando:
—¡Has sido tú! Bruja, que no eres más que…
Se bajó corriendo de la cama liberándose del apretón de Leptis, que
intentaba ponerle remedio a la erupción con un ungüento de olor pestilente,
y hundió las manos cubiertas de ampollas en el pelo de Ade.
Las dos cayeron al suelo y empezaron a pelearse, sin escatimar en
puñetazos y patadas en cuanto cualquiera de las dos bajaba la guardia.
Persepolis continuaba tirándole de la larga coleta a Ade, mientras esta, que
no conseguía agarrarle el pelo corto y rizado, la aferraba haciéndole la pinza
con las piernas, quitándole, además de la respiración, la capacidad de
movimiento. Parecían dos erizos inmersos en una lucha por la conquista del
territorio.
—¡Ya basta! ¡Estaos quietas!
La voz de Tebe no escondía la rabia y la decepción que sentía ante
aquella escena. Le parecía increíble que con todo lo que estaba sucediendo
ahí fuera, Persepolis y Ade no solo encontrasen tiempo para pelearse, sino
lo peor, que aprovecharan las clases que debían instruirlas en su
supervivencia para orquestar jugarretas y estúpidas bromas.
Janara las separó con facilidad, demostrando no solo una fuerza poco
común, sino también la capacidad de meterse en una riña y salir de ella sin
un mechón fuera de lugar.
—Volved todas a vuestro cuarto. Aquí no hay nada que ver —dijo Tebe
dirigiéndose a las costureras y a Aquileia—. Vosotras, venid conmigo.

***
Mientras caminaban en silencio por el pasillo, Ade vio a Valente
adormilado, frotándose los ojos y asomándose desde su habitación.
—¡Vuelve a la cama! —le dijo con la boca pequeña, esperando que la
entendiese.
Aquileia, que la seguía, vio a Valente y fue a tranquilizarlo.
—¿Pero Ade no viene a dormir?
—Ahora tiene que hacer unas tareas urgentes. Vuelve a la cama, la verás
mañana en cuanto te despiertes…
—Haz lo que dice Aquileia, Valente. Yo me acostaré más tarde, nos
veremos mañana por la mañana. —Ade le dio un beso en la frente y
continuó hasta la planta baja.
Tebe abrió la puerta de la biblioteca y se dirigió a la pared de los libros
y los pergaminos más antiguos. Cogió uno de los volúmenes y un ruido
atronador precedió la apertura de un pasaje secreto. Al otro lado se abría
una habitación enorme; la gran araña del centro estaba iluminada con velas
que parecían no consumirse nunca, tan nuevas y lisas como estaban. Ade se
maldijo por haber perdido todo aquel tiempo, unos días antes, intentando
abrir una urna de cristal, en vez de darse cuenta de que allí detrás se
escondía aquella maravilla.
Persepolis no parecía tan sorprendida, pues no debía de ser la primera
vez que estaba en aquella habitación.
De las paredes colgaban cuadros con hombres, mujeres e incluso algún
niño, que seguían con los ojos a todos los que pasaban por delante. Su
mirada era inquisitiva y penetrante; tenían barba y bigote, algunas mujeres
también mostraban orgullosas una espesa pelusa bajo la barbilla y sonreían
felices al pintor que las había retratado. Había animales disecados con la
voz ahogada en la garganta por la muerte, pero con la mirada amenazante
del depredador aún intacta. En las estanterías, máscaras de madera oscura y
armas blancas que Ade no había visto nunca. Esferas de colores, relojes de
arena, relojes mecánicos y una infinita variedad de objetos a los que no
sabía dar nombre. Todo era de una belleza deslumbrante. Le hubiera
gustado preguntar la historia de cada uno, el uso que se le podía dar, pero
sabía que esta vez Tebe no sería tan amable con ella, y prefería mil veces
limpiar todos los días los cristales del invernadero a afrontar lo que fuera
que la esperaba.
—No quería presentarte de esta manera nuestra sala de las maravillas,
Ade, pero no me habéis dejado elección. Leptis, coge la camisa.
Leptis, que las había seguido en silencio cerrando el grupo, se dirigió
hacia una vitrina de dos puertas, encima de ella colgaba un cuadro que
retrataba a dos gemelas especiales. No debían tener más de quince años,
sonreían y parecían darles la bienvenida. Estaban pegadas la una a la otra y
llevaban un único vestido blanco, que dejaba las piernas al descubierto. El
vestido del cuadro se guardaba en la vitrina.
—¡Noooo! ¡La camisa de Cerbero no!
—Nosotras no la llamamos así, Persepolis. Ya deberías haberlo
aprendido.
La pieza era en realidad dos camisas unidas por un lado, con dos
mangas cada una para los brazos y dos agujeros para las cabezas. Se
abrochaba por la espalda, lo que permitía que las dos personas que lo
llevaran pudieran moverse, exclusivamente, al unísono. A Ade le intrigaba,
pero también temía descubrir cuál era el significado de lo que tenía ante sus
ojos.
—Llevaréis puesta la camisa de las siamesas hasta que aprendáis a vivir
sin insultaros o pegaros. Lo haréis todo juntas. Comeréis, estudiaréis y
trabajaréis pegadas la una a la otra, porque así es como somos en esta casa:
indisolubles. Quien vive bajo este techo debe defender a todas las demás,
las antipatías no están permitidas.
—Y si tenéis ganas de pegaros —continuó Janara, aprovechando la
pausa de Tebe—, lo haréis en mi clase. Cada mañana, al alba, en el
gimnasio que hay detrás del invernadero. Ese será el único momento en el
que se os permitirá quitaros la camisa.
LOS BENANDANTI[1]

Cuando sintió de nuevo en la piel la humedad de la caverna, Pietro se


arrepintió de no haberse quedado en casa ayudando a su madre. Había
esperado unos días antes de obedecer a su padre, buscando la fuerza para
volver a la guarida, como él le había ordenado. Durante esos días, Sante
había pasado muy poco por casa, Pietro pensaba que su padre lo había
estado evitando para no tener que abordar el peso de su desobediencia.
Esa mañana Pietro decidió acudir, ni siquiera sabía cómo había logrado
encontrar la senda sin dudar un instante la dirección que debía seguir o cuál
escoger en un cruce de caminos. Su padre le dijo que se debía sin duda al
instinto, que lo llevaba en la sangre, que era su destino o algo así. Él se
limitó a concluir que todo lo que había estudiado en Roma sobre los puntos
cardinales y cómo orientarse le había sido de gran ayuda.
Sante salió muy temprano y le anunció a Agnese que esperaría a su hijo
en la guarida, que él ya conocía el camino. Lo mismo que cada mañana
desde que lo llevó allí por primera vez.
Sin embargo, aquel día Pietro no se quejó, comió pan con queso,
preparó una infusión de hierbas para su madre, recomendándole que se la
bebiera entera y, casi sin darse cuenta, salió en dirección a Monte Oscuro.
Durante el trayecto se preguntó si lo que lo empujaba a escalar aquella
colina y adentrarse en aquella cueva solo era la autoridad de su padre o si
había algo más. No era capaz de ponerle nombre a lo que había sentido allí
dentro, pero sin duda le había gustado. Había sentido envidia de aquellos
cuerpos atléticos y de su fuerza. Deseó ser como sus amigos de la infancia:
saber qué sentían después de pelear, paladear el sabor ferroso de la sangre y
ver cómo se transformaba su propio cuerpo. Pero por encima de todo,
deseaba oír como retumbaba su nombre entre aquellas paredes de piedra,
aclamado por los compañeros. Aunque no podía dejar de sentirse
avergonzado por esa necesidad de reconocimiento.

***
—Llegas tarde. —Fue el tosco recibimiento de Cesare. Le lanzó un par
de pantalones idénticos a los suyos, dándole a entender que se cambiara
deprisa.
Pietro no tardó en darse cuenta de que en la cueva no estaban solo sus
amigos. Se entrenaban con ellos al menos otros seis muchachos que no
había visto nunca y que, dado que parecían tener más o menos su edad, eran
sin duda forasteros, llegados de quién sabe dónde. Entre ellos había también
un joven de piel oscura que levantaba grandes peñascos, trasladándolos de
una pila a otra cercana. Un sarraceno. No era la primera vez que veía uno.
En Roma le había ocurrido varias veces; por lo general eran mercaderes,
pero también esclavos, soldados y algún que otro artesano. Muchos de ellos
paraban frente a la Casa de los Catecúmenos, que se levantaba cerca de la
academia, a la espera de un certificado de conversión o de un trabajo. Fuera
de las murallas de Roma, sin embargo, jamás se había encontrado uno.
Ninguno de los demás muchachos parecía darle mucha importancia. Se
movía y se entrenaba como si fuese uno más.
—Vamos a ver cómo trepas —le instó Cesare, señalando la chimenea
excavada en la roca.
—¡Nicola! Deja las pirámides y enséñale cómo se hace.
El joven de piel oscura dejó enseguida el último peñasco, el más
pequeño, el que debía colocarse encima de los otros, y se acercó a la
chimenea.
Con un salto, se agarró con manos y pies de la roca y empezó a
ascender con la facilidad de una araña. Los músculos tensos se movían con
armonía, con las venas palpitando con cada movimiento. Cuando llegó
arriba, descansó en la pequeña cavidad a la espera de nuevas órdenes.
—Ahora inténtalo tú.
Cuando Cesare pronunció aquellas palabras, se hizo de repente un
silencio y todos dejaron de hacer lo que estaban haciendo. Spirto fue el
único que no abandonó las tres esferas negras que hacía girar como un
malabarista experimentado. No obstante, sus ojos, como los de todos los
demás, apuntaban a Pietro, que se acercaba lentamente a la chimenea.
Antes de dar un paso, Pietro levantó la mirada hacia el sarraceno, que
parecía inalcanzable. Oía las respiraciones de los muchachos a sus espaldas
y las piernas empezaban a temblarle. Estiró los brazos y se agarró con
fuerza a las paredes. Los primeros tres pasos parecían sencillos. Los dedos
de los pies sentían la roca fría y se agarraban a ella con la esperanza de no
resbalar, mientras que las manos se aferraban a cualquier saliente que
pudiese darle impulso para continuar. Al cuarto paso, los músculos
empezaron a estremecerse de forma incontrolada, le caían gotas de sudor de
la frente, la espalda mojada había dejado una aureola oscura en la camisa y
los dientes, apretados por el esfuerzo, empezaban a dolerle, como el resto
del cuerpo.
Con el quinto paso, Pietro soltó el agarre y se dejó caer al suelo.
—Nada mal para un joven de ciudad.
El fingido reconocimiento de Cesare le hirió más que la humillación del
fracaso.

***
La mañana continuó sin que Sante apareciera por allí. Cesare era quien
marcaba el ritmo y el programa de entrenamiento, a veces con la ayuda de
Benedetto, que, en principio, se ocupaba de las cuerdas. Pietro quedó a
cargo de Nicola, que, tras bajar de la chimenea, volvió a los montones de
piedra.
—Tienes que componer estas montañas de piedras cada mañana. En tu
tiempo libre puedes dedicarte a los otros entrenamientos, hasta que lo hagas
todo sin esfuerzo. En ese momento tus brazos estarán preparados.
—¿Preparados para qué?
—Para todo.
La voz de Nicola no permitía reconocer ningún acento extranjero, aquel
joven debía de venir de algún lugar no muy lejano a Serra. Del cuello,
además de la ampolla de la Compañía, le colgaba un rosario de madera
finamente tallado.
—Antes de que me lo preguntes, sí, soy cristiano, y sí, soy sarraceno.
Mi madre vive en Passocori, donde crecí. Mi padre era mercader, pero
nunca lo he conocido. Me llamo Nicola, porque a mi madre le dijeron que
me parecía a un santo, y a ella le pareció un buen presagio.
—Yo también llevo el nombre de un santo, será un buen presagio
también para mí.
—No diría eso. Tú moriste con la cabeza hacia abajo.
—No morí, soy un mártir. Los mártires viven eternamente.
—¿Por qué no llevas el collar?
—Porque no quiero, no soy como vosotros.
—Eso lo has dejado claro en la chimenea.
Spirto los interrumpió, con voz suave y alegre, advirtiéndoles de que
había llegado el momento de pelear. Cesare ya estaba en el círculo pequeño.
Pietro y Nicola se acercaron a los anillos y esperaron su turno, uno al
lado del otro. Mientras Adriano se dedicaba a echar a uno de los nuevos del
círculo central, Sante entró en la cueva y ordenó con la cabeza que
continuaran sin reparar en él. Solo un instante cruzó la mirada con su hijo,
luego continuó viendo los combates, satisfecho.
Pietro sabía que de un momento a otro tendría que entrar en aquel anillo
y luchar. La última vez que se había peleado con alguien fue hace muchos
años, y recordaba que no había estado muy bien, aunque al final hubiese
salido ganando. Cuando Nicola lo agarró de un brazo y lo empujó al
interior, se dio cuenta de que eran los últimos en enfrentarse. Ante ellos
había cuatro anillos con otros tantos compañeros presidiéndolos. Desde el
centro, Cesare lo miraba con aire desafiante.
Se pusieron uno frente al otro esperando la señal de inicio. Cuando la
última de las esferas que Spirto lanzó al aire se quedara quieta entre sus
manos, debían comenzar.
—Cesare y Nicola, cambiaos de sitio —ordenó Sante.
Los dos obedecieron sin protestar.
Pietro se encontró frente a Cesare, que llegó a su anillo haciendo girar
una larga maza de madera entre sus manos.
—Dásela.
Cesare se volvió hacia Sante en busca de confirmación, la maza era su
arma preferida y nadie más tenía permiso para usarla.
—Dásela.
Cesare le lanzó el arma a Pietro, que la cogió al vuelo y se puso en
guardia. El otro hizo lo mismo, pero con las manos desnudas. Con la señal
de inicio, Pietro se lanzó contra el adversario e intentó golpearle. Cesare se
echó a un lado y oyó el siseo del aire junto a su oreja; aprovechando que
Pietro perdía el equilibrio, le dio un puñetazo a dos manos en la espalda. El
sonido sordo de su caja torácica retumbó en el silencio de la cueva.
—¡No te detengas! —dijo Sante, pero no quedó claro a cuál de los dos
se dirigía.
Ambos obedecieron. Pietro consiguió golpear a Cesare en las piernas,
que se ladeó por el dolor, mientras con un esfuerzo extremo tiraba de la
maza intentando arrebatársela de las manos. Pietro intentó resistirse, pero
Cesare, que era claramente más fuerte, lo arrastró hasta él.
En cuanto estuvieron cara a cara, Cesare le acercó los labios al oído a
Pietro y le susurró, sin que nadie pudiera oírlo:
—No eres digno de estar en esta cueva, me di cuenta en cuanto
regresaste a Serra. Ahora también se dará cuenta tu padre. —Con estas
palabras, le pegó un cabezazo en la cara.
Pietro cayó al suelo inconsciente. Cuando volvió a abrir los ojos, estaba
tumbado junto a la fuente, mientras Spirto y Nicola le trataban las heridas.
—No es nada, se te pasará en unos días.
Pietro se tocó el ojo que sentía hinchado sin poder abrirlo.
—¡Ay!
—No te lo toques, hemos puesto hierba de san Juan. Funcionará si dejas
de moverte.
—¿Dónde está mi padre?
—Se marchó después de que cayeras al suelo.
—Te has llevado un buen golpe… —dijo Spirto sonriendo—. Eres el
nuevo récord de Cesare. Ni siquiera medio reloj de arena.
—Gracias, Spirto, ahora me siento mucho mejor. Ayudadme a
levantarme.
Ya en pie, Pietro se percató de que Spirto tenía razón. El golpe debió de
haber sido considerable, la cabeza seguía dándole vueltas y le resultaba casi
imposible mantener el equilibrio. Volvió a sentarse en el borde de la fuente
y dejó los pies flotando. Los demás estaban en el agua. Había quien nadaba,
quien bromeaba y quien, como Bartolomeo, se lavaba los pantalones.
Cesare, al ver que Pietro se había recuperado, se acercó y le dijo:
—No estás muerto.
—No, todavía no.
—Tienes la cabeza dura.
—Tengo la cabeza llena.
—Pero no sirve en el anillo.
—Eso lo dirás tú.
—Mientras tanto, deja que se te baje ese ojo, porque solo las brujas ven
en la oscuridad —dijo Cesare dándole la espalda con suficiencia y
alejándose hacia la salida.
—Y dime, Cesare, ¿tú cuántas brujas has visto en tu vida?
A Cesare, aquello lo cogió por sorpresa. Se detuvo a pocos pasos del
agua y respondió:
—Más de las que crees.
—No te pregunto por las que te has imaginado, sino por una de carne y
hueso, en acción, sorprendida planeando un hechizo o haciendo daño a
alguien. ¿Cuántas has visto de esas?
Cesare sonrió levemente, como si lo hubieran pillado con la guardia
baja, y dijo:
—Aún no he tenido esa suerte, Pietro. Pero la espera ha acabado. Todo
eso para lo que nos entrenamos, todo el esfuerzo de estos meses y toda la
rabia que hemos acumulado contra los enemigos de Dios, por fin quedarán
satisfechas. Ahora tenemos un enemigo de carne y hueso. Nada de teoría,
nada de fe. Ahí fuera hay una bruja de verdad, escondida, y vamos a
encontrarla. Con o sin tu ayuda.
—¿Y qué pobre anciana loca tendrá que sufrir vuestra inútil caza?
—¿Qué te hace pensar que se trata de una anciana? Es una muchacha,
de nombre Adelaide, de Terra Rossa, y si no hubiese sido por aquel circo
que montaste en pleno mercado de Serra, ya la habríamos capturado.
Pietro se levantó haciendo caso omiso a los mareos.
—¿Adelaide? ¿Se supone que la bruja es la muchacha que quería vender
el cesto? —estalló con una molesta carcajada.
—No sé de qué te ríes. ¡Mató a una recién nacida pocas horas después
del parto! ¡Hay testigos!
—¿Y cómo lo hizo? Cuéntamelo, tengo curiosidad por saber qué
pruebas tenéis de ese embrujo…
Esta vez era Pietro quien tenía un tono desafiante, y la arrogancia de
Cesare parecía ceder a la lucidez de su razonamiento. Pietro no tenía
adversarios en aquella cueva que pudieran derrotarlo con argumentos.
—No sabes responder, ¿verdad? No tenéis ni el menor indicio de que
fuera ella. ¿Sabéis cuántos recién nacidos mueren en Roma o cuántos
mueren en todo el Estado Pontificio?
—¡En Roma, en Roma! ¡Todo pasa en Roma! Vuelve por donde has
venido si tanto la echas de menos. Todos saben que esa ciudad está
infestada de brujas. ¡A lo mejor también las frecuentas, y todas las
infusiones que das a beber a tu madre te las han enseñado ellas!
Después de oír aquello, Pietro estuvo a punto de volver a lanzarse
contra Cesare, pero Nicola lo agarró por el brazo.
—¡Ya basta! —Bartolomeo puso fin a la discusión—. ¡Estáis
exagerando!
Cesare enmudeció, al igual que Pietro.
—Bartolomeo tiene razón. Ya está bien. Mañana volveremos a vemos,
si consigues mantenerte en pie.
—Claro, a la misma hora. Tendré la cabeza como nueva.

***
En el camino de vuelta, en dirección al taller de Sante, Pietro se
prometió que se entrenaría hasta que no pudiera más con tal de ganar a
Cesare y vengar aquel ojo morado. Sonreía al pensar que tal vez esa había
sido precisamente la intención de su padre. En realidad no eran tan
diferentes.
PERSEPOLIS

—¡Hay uno nuevo! ¡Hay uno nuevo! —empezó a gritar Petra en cuanto
traspasó la puerta de entrada. Corría a voz en grito hacia el jardín secreto.
Dejó atrás a Aquileia y a Valente, que dibujaban al sol, y llegó hasta Leptis.
Se apoyó acalorada en una de las ruinas que salpicaban el jardín y dijo:
—¡Hay uno nuevo! —repitió de nuevo con la poca voz que le quedaba,
aunque era suficiente para que Leptis pudiese oírla.
—¿Pero dónde? ¿De qué hablas, Petra?
—¡En la guarida! ¡Hay uno nuevo! Lo he visto bajar esta mañana de la
montaña, iba solo. No lo había visto antes. Es alto, joven, pelo castaño
rizado, iba vestido de forma distinta a los demás, parecía uno de ciudad. Es
guapo.
—¿Guapo? —Leptis frunció el ceño.
—Bueno, sí. Guapo… A ver, estaba lejos, pero me ha parecido guapo.
Bueno… no es feo.
—Está bien, Petra, olvidémonos de la belleza. ¿Entonces cuántos son
ahora?
—Deben de ser doce. Trece con Sante.
—Los apóstoles y su Jesucristo. Maravilloso.
Tebe se acercó poco después:
—¿Qué sucede? ¿Qué es todo este jaleo? —preguntó con una pizca de
curiosidad.
—Petra ha visto a uno nuevo que bajaba de la montaña. Un joven de
cabello castaño rizado.
—¡Yo sé quién es! —La que habló esta vez fue Persepolis, que
arrastraba a Ade con ella.
A pesar de que ya había pasado un día desde que se habían visto
obligadas a llevar la camisa de Cerbero, todavía no habían aprendido a
moverse a la par.
—Es el muchacho que defendió a Ade en el mercado. Si no hubiera sido
por él, la habrían linchado. Me acuerdo perfectamente. La descripción
coincide.
—¿Un forastero? —preguntó Petra.
—No. Parecía que lo conocieran. Pero yo me fui inmediatamente
después de que interviniera, tenía prisa por avisar a Tebe. No sé mucho más.
—Entonces tú eras la de la capucha, ¡lo sabía! —dijo Ade,
empujándola.
—Ade, ¿tú te acuerdas? —preguntó Tebe. Ade rememoró aquella
mirada alargada sobre ella mientras la ayudaba a levantarse, la sonrisa
amable de Pietro y la respiración cálida junto a sus labios.
—No mucho, no —respondió.
—Está bien, no os preocupéis. Mañana iré al mercado y veré qué puedo
averiguar. ¡Vosotras dos! —continuó dirigiéndose a Persepolis y Ade—.
Aún tenéis que acabar con los establos.
—¡Pero así es muy difícil! ¿Nos la podemos quitar al menos para el
establo de Ares? —suplicó Persepolis.
—No. Debéis aprender a hacerlo juntas.
—¡Ese caballo me odia! —contestó.
—No digas estupideces. Ares solo huele tu miedo. Fíate de él y él se
fiará de ti —concluyó Tebe.
Ade y Persepolis tomaron direcciones diferentes y perdieron el
equilibrio cuando la camisa tiró de las dos.
—¡El establo de Ares está por aquí! —dijo Persepolis.
—Pero yo tengo sed —respondió Ade.
—Está oscureciendo y debemos darnos prisa, luego bebes. —Con estas
palabras empezó a tirar de ella hacia el establo, pero Ade no se movía.
Persepolis continuó haciendo fuerza, intentando arrastrarla, sin conseguir
dar un solo paso. Agotada, se dio por vencida.
—Está bien, podrás beber en la fuente que hay junto al establo, así
llegaremos antes. ¿Podemos irnos ya?
—¡Vamos! —respondió Ade, en parte satisfecha.
Esta vez se marcharon juntas hacia el mismo destino, como un extraño
animal con cuatro patas y dos cabezas.

***
Las últimas horas habían sido las peores de su vida. La convivencia
forzada con Persepolis no había hecho más que aumentar la desconfianza en
aquel sitio y en sus extrañas habitantes. Obligada a comer, estudiar y pasar
el tiempo libre con la persona que más detestaba de aquella casa, Ade
anhelaba la noche, el momento en que podía quedarse en su habitación con
Valente, leyendo algunas de las recetas de la abuela, recordando su olor y su
sabor.
Sin embargo, al amanecer tenía que presentarse puntual en el gimnasio
de Janara, que no era otra cosa que una gran habitación rectangular con el
suelo de madera y dos ventanas en dirección este, para que por la mañana se
inundara de luz. Allí, junto a Persepolis, se entrenaba en la lucha. Cuando le
preguntó a Tebe por qué no se lo enseñaron el primer día, cuando le
mostraron la casa, respondió que Janara era muy celosa y que el camino no
siempre preveía entrenamientos con la más anciana de las Ciudades
Perdidas.
Las clases en el gimnasio, además de ser el único momento del día en
que las dos podían estar separadas, eran la única oportunidad en la que
podían molerse a palos. También por eso a Ade empezaron a gustarle las
clases de Janara y el modo elegante con el que les enseñaba el uso de las
armas blancas y la lucha cuerpo a cuerpo. De hecho, Ade demostró desde el
principio su predilección por las patadas, los puñetazos y las volteretas, que
le gustaban casi tanto como el tiro con honda. Las otras armas no le
despertaban ningún interés y Janara se vio obligada a rendirse a la
evidencia; Ade tenía un gran talento para el uso de aquella arma
rudimentaria y, tras el entrenamiento general, le dedicaba siempre tiempo a
afinar la puntería y la velocidad. Después de cada clase se preguntaba cómo
era posible que en aquel cuerpo inclinado por los años Janara escondiese
toda esa agilidad, y dónde habría aprendido a pelear tan bien, ya que parecía
haber crecido en el campo, como ella. Le hubiera gustado comentárselo a
Persepolis, quien tal vez supiera algo más, pero tras la broma pesada con
Segesta no se fiaba de compartir con ella los asuntos que despertaban su
curiosidad. Persepolis, por su parte, era rapidísima y ágil. Menos fuerte que
Ade, sus músculos se habían desarrollado a lo largo, en vez de en potencia,
y era muy reactiva al esquivar los golpes directos de Janara. El pequeño
puñal con la empuñadura de hueso que elegía casi siempre como arma
desaparecía entre sus manos para reaparecer de repente, un instante
después, demasiado cerca de la mejilla de Ade.
Janara no podía ocultar su satisfacción por los rápidos progresos de sus
dos alumnas y, cada mañana, les asignaba ejercicios cada vez más difíciles.
Ninguna destacaba sobre la otra. También en esto había mucho equilibrio,
entre la velocidad de una y la precisión de la otra. «Si encontraran la
manera de entenderse formarían un estupendo equipo», pensaba Janara
cuando cada mañana las veía salir doloridas del gimnasio. Aparte de estos
momentos, sin embargo, ninguna de las dos mostraba ninguna señal de
acercamiento. El castigo de Tebe no parecía provocar ningún efecto en
ellas. Eran insufribles e indisciplinadas y cada decisión se convertía en una
oportunidad para una nueva pelea. Como ahora, enfrentadas por el establo
de Ares.
—Esa no la quito yo —dijo Persepolis señalando con el dedo una
montaña de excrementos junto a la cola del caballo, que se movía de un
lado a otro, mostrando nerviosismo.
—Me parece que limpiar el establo de Ares significa precisamente eso
—respondió Ade pasándole una pala después de coger una para ella.
—Vamos. Cuanto antes hagamos esto, antes nos quitaremos esta camisa
del terror.
—Al menos estamos de acuerdo en una cosa.
Entraron al establo intentando no asustar al caballo.
—¡Menudo pestazo! —dijo Persepolis, tapándose la nariz con el brazo
libre.
—¿Pero tú dónde vivías? Son caballos. Apestan. Es normal.
—No me gustan los caballos.
—Pues son animales preciosos. ¡Míralo! Es maravilloso. Parece un rey,
¡con ese majestuoso hocico al cielo! —continuó Ade, mientras le acariciaba
la melena trenzada.
—Son animales peligrosos. No hay que fiarse… Por su culpa, el pelo
me… —Persepolis se interrumpió de golpe.
—¿Qué tiene que ver tu pelo? —preguntó Ade, intrigada y alargó la
mano hacia la cabeza de Persepolis.
—¡No te atrevas! ¡Nadie me lo puede tocar, nadie! —gritó Persepolis,
cuya voz ahora parecía desesperada. Intentó dar un paso atrás, pero la
camisa la obligó de nuevo a una cercanía forzada con Ade. Volvió a coger
la pala y empezó a limpiar.
—¡Démonos prisa, estoy harta de estar aquí contigo!
Ade la miró con interés por primera vez. Al final Persepolis había
dejado escapar algo personal. Algo que tenía que ver con su pasado, su
pasado fuera de aquella casa. Hasta ese momento le había parecido que la
vida que habían dejado atrás era un tema prohibido para las Ciudades
Perdidas, como si, al entrar, les hubieran pedido que olvidaran lo que habían
sido.
Empezaron a trabajar en silencio. Para no molestarse, se coordinaron
con cierta armonía y lanzaban los excrementos en la misma dirección.
Estaban trabajando juntas por primera vez y todo iba bien. De cuando en
cuando, Ade le echaba un vistazo a su compañera, como si no acabase de
creerse aquella repentina calma y se esperase una broma de mal gusto de un
momento a otro, pero Persepolis seguía con su tarea sin detenerse ni un
momento. Ade notó que el asidero de la pala de Persepolis rozaba
peligrosamente el trasero de Ares, que desde hacía unos minutos había
empezado a taconear en el suelo con la herradura de la pezuña, molesto.
—Persepolis…
—No perdamos el tiempo charlando, casi hemos terminado —dijo ella,
dándole un tirón más fuerte a la empuñadura. Ade soltó la pala rápidamente
y, como todavía seguían pegadas por la camisa, empujó a Persepolis al
suelo, justo a tiempo para oír la herradura del caballo golpear contra la
pared del establo y dejar en la madera la señal de su paso.
—He intentado advertirte… —dijo, echándose a un lado para permitir
que cogiera aire.
Persepolis miró al caballo, que seguía resoplando por la nariz, y luego
se giró hacia Ade. De pronto sus ojos se volvieron vidriosos. Se frotó la
nariz intentando esconder el miedo y, con un hilo de voz, dijo:
—Gracias. Este caballo me odia… Todos los caballos me odian —
añadió, quedándose tumbada en la paja.
—Eso no es posible… Los caballos no odian a nadie —respondió Ade,
apoyándose en los brazos.
—Eh… así me vas a ahogar, deja de estirar —protestó Persepolis
tratando de aflojar el cuello de la camisa.
—Levántate tú también, aquí arriba no huele tanto… —respondió Ade
y, por primera vez en días, sonrió.
Persepolis siguió su ejemplo y se levantó apoyando los brazos en el
suelo del establo. Se quedaron un momento en silencio mirando a su
alrededor. Su trabajo prácticamente había terminado y parecía que Ares se
había tranquilizado.
—Cuando llegó el caballo estábamos todos dentro de casa… —
Persepolis empezó a rememorar con la mirada fija al frente, como si
estuviese describiendo una escena que ocurría justo entonces, delante de
ella—. Mamá y yo estábamos en la cocina horneando el pan y mi padre
arreglaba la leña con mi hermana. Ella fue la primera que lo vio y salió
corriendo de casa. Le encantaban los caballos, sabía montar como un
hombre, aunque a mi padre no le gustaba. Ese caballo estaba sucio y parecía
enfermo. Sobre el lomo había un hombre desmayado. Un soldado
desarmado y herido. Su piel estaba llena de úlceras. Cuando llegó delante
de casa, desmontó al caballero, como si quisiera deshacerse de aquel
cadáver maloliente. En seis meses murieron todos. Mi hermana fue la
última. En el lecho de muerte me miró a los ojos y me dijo que tendría que
arreglármelas sola y que no debía rendirme jamás. Me acarició el pelo, lo
tenía largo. Lo apretó y sus últimas palabras fueron para él: «Siempre lo has
tenido más bonito que yo».
»Todavía no entiendo por qué yo no enfermé. Tebe dice que es porque
tengo una misión, que los supervivientes tienen grandes responsabilidades.
En ese momento no pensaba así. Estaba enfadada con todo el mundo y,
sobre todo, con aquel caballo que trajo la muerte a mi vida. Acabé en un
orfanato. Después, cuando no pude aguantar más el frío y las palizas, me
escapé, allí no dejaba a casi nadie… Me fui a Roma y empecé a robar para
vivir. Era buena. No, eso es quedarme corla. Era la mejor. La mejor ladrona
de toda Roma. Era famosa, ¿sabes? Me llamaban “el Fantasma”, todos
sabían que existía, pero nadie me había visto nunca. No conocían mi
nombre, no podían decir si era hombre o mujer. Me disfrazaba. Un día era
una campesina, al día siguiente un granuja del barrio, al otro una tímida
señorita entre los callejones. Si no hubiera sido porque corría peligro a
diario, habría sido incluso divertido. Lo más difícil era ocultar el pelo. Lo
tenía larguísimo y brillante. Siempre robaba cremas y me lo peinaba cada
noche. Tendrías que haberlo visto… Por la mañana brillaba con la luz del
sol, era del mismo color que la sangre roja. —Persepolis hizo una pausa. Se
pasó una mano por el pelo corto y despeinado y lo agarró con fuerza—.
Ahora está muerto. Como mi familia. —Cerró los ojos para que no le
cayeran las lágrimas.
—Pero volverá a crecer, solo debes tener paciencia… —Ade intentó
consolarla.
—No. El pelo no volverá a crecerme. De todas las torturas que me han
infligido, esta fue la peor.
—¿Torturas? —La voz de Ade se había vuelto cálida y expectante.
—Parecía un golpe fácil, demasiado fácil. Tendría que haberlo pensado
más. Fui una estúpida. Él parecía un forastero, de esos cretinos que se
quedan embobados contemplando las ruinas de Roma. Qué les encontrarán,
yo aún no lo entiendo. Tenía un saquito lleno de monedas atado a la cintura.
Bastaba con fingir un tropiezo y pedirle perdón. En un momento, el saquito
estaría en mis manos. Y así fue. Solo que aquel no era un forastero y los
que paseaban por los alrededores no estaban haciendo recados. Era una
trampa de los guardias y yo caí de lleno. Intenté escapar en cuanto me di
cuenta de que algo no marchaba bien. Era rápida, rapidísima. Si hubiera
conseguido alejarme aunque fuera un poco, jamás me hubieran cogido. Vi
una escapatoria y, justo cuando intentaba llegar, un caballo desbocado me
bloqueó el paso elevándose sobre sus patas traseras. Era un demonio, quería
aplastarme. Desperté en una celda húmeda, oscura y sucia. Tenía cadenas
por todas partes. No sé a dónde creían que podía huir. Me pasé un año allí
dentro. Me golpeaban con varas y látigos, cada vez que intentaba dormir me
echaban un cubo de agua helada encima. Cuando entendieron que aquello
no me disgustaba, llenaron el cubo de orina. Llevaban meses
persiguiéndome, los había desmoralizado y humillado, y ahora querían
vengarse. Pero yo resistí. Siempre abría los ojos y los veía. No les tenía
miedo. Pero ellos a mí sí. Cerval. Habían empezado a decir que era una
bruja, que no había otro modo de explicar tanta resistencia en alguien que
para ellos no era más que una niña. Y luego llegó él. Era un sacerdote… o
algo así. Iba vestido de negro y llevaba una gran capucha que le cubría los
ojos. Solo recuerdo su boca, tenía una sonrisa extraña. Una mueca burlona.
Al entrar en mi celda no dijo nada. Se acercó y me ordenó que me
levantara. No podía mantenerme en pie sola, me tuvieron que sostener dos
guardias por las axilas. Cogió el enorme crucifijo que tenía en el cuello y
me lo apoyó en la frente. En ese momento sentí un frío tremendo en todo el
cuerpo. Los pelos se me pusieron de punta, como cuando sopla el viento,
aunque era imposible, la celda no tenía ventanas. Cuando me apartó el
crucifijo de la cara, lo único que ordenó fue que me cortaran el pelo y que
luego dejaran que me marchara. Mis protestas y mis llantos solo
consiguieron afilar aún más las espadas de aquellos desgraciados. Cada
mechón que caía era un cuchillo clavado en mis carnes; cada tirón, el
bocado de un animal venenoso. Ningún latigazo me hirió tanto. Me dejaron
libre aquella misma noche. Me echaron a la calle vistiendo la túnica que me
habían obligado a llevar, manchada de sangre y de todo lo que había tenido
que soportar esos meses. Al salir de prisión, Tebe me estaba esperando.
Desde aquel día no me ha vuelto a crecer el pelo.
Ade escuchó aquella larga historia sin apenas respirar. Temía que
cualquier ruido pudiera interrumpir el flujo doloroso de los recuerdos de
Persepolis. No podía creerse que una muchacha tan débil hubiera soportado
semejante violencia durante todo un año y hubiera sobrevivido.
Hasta ese momento había creído que era el ser más desafortunado del
mundo. Había perdido a la única persona que la había querido, su abuela
Antalia. Había perdido su casa y a Nunziatina, la única amiga que tenía. No
había llegado a conocer a sus padres, tenía un hermano pequeño del que
prometió ocuparse durante toda la vida y, por si fuera poco, la habían
acusado de brujería. Después de escuchar a Persepolis se dio cuenta de que
no sabía casi nada de lo que les había sucedido a las demás. Al fin y al cabo
había vivido tranquila y protegida durante muchos años. Muchos más que
su compañera de castigo. Ya no estaba segura de merecérselos.
—Perdona, ni siquiera sé por qué te he contado todo esto. Venga,
pongámonos en marcha y volvamos con las demás. Nos estarán esperando.
Persepolis y Ade cerraron la puerta del establo tras de sí y se dirigieron
hacia la casa. Janara estaba en la puerta, observándolas atentamente, como
siempre. Antes de estar demasiado cerca, Ade se detuvo y Persepolis con
ella.
—Siento mucho lo de tu pelo… —le dijo. Estaba realmente apenada,
sus ojos eran el espejo de toda la tristeza que le había provocado aquella
historia.
—No te preocupes. Yo ya ni lo pienso —mintió Persepolis. Y Ade
fingió creerla.
—Con el pelo no puedo hacer nada, pero con el miedo a los caballos
puedo ayudarte… Soy buena. Me gustan y yo les gusto a ellos. Apenas
tendrás que esforzarte, ya verás. Mañana mismo podemos empezar.
—No estoy segura de que sea una buena idea…
—Claro que sí. Si aceptas mi ayuda, prometo que me dejaré derribar en
el gimnasio… —dijo Ade con un guiño antes de echarse a reír.
Persepolis sonrió y dijo:
—¿Ah, sí? ¿Y desde cuándo necesito yo ayuda para ganarte? —
preguntó siguiéndole la broma.
—Bueno, desde que canta el gallo hasta que vuelven las gallinas… —Y
terminó la frase con otra carcajada.
Persepolis no quería darle aquella satisfacción, pero la risa de Ade era
tan contagiosa que no pudo contenerse. Así fue como llegaron a la puerta,
riendo y cogidas de la mano. Saludaron a Janara y entraron en casa.
Tebe las vio pasar por el salón y subir las escaleras. Iban alegres, unidas.
Intercambió una mirada cómplice con Janara y sonrió.
Había hecho falta más tiempo de lo previsto, pero había funcionado. El
castigo había terminado.
EL SANTO OFICIO

Pese a que la reunión no empezaría antes de una hora, Savelli se despidió


aprisa de su amante y le dio un beso en la espalda desnuda, garantizándole
su pronto regreso. Ella podría esperarlo en la terraza. El día prometía un
viento fresco y ninguna otra urgencia.
Mientras bajaba las escaleras del palacio, tenía entre manos, como si se
tratara de algo que debía degustar con mucho cuidado, la carta que había
llegado días atrás desde Serra. No sabía ni cómo sostenerla: el contenido era
altamente inflamable y el miedo a quemarse antes de llegar a la
Congregación superaba con creces el impulso de leerla una vez más.
Después de pedirle al cochero que se dirigiera a la Ínsula Sapientae, el
cardenal Giovanni Savelli se acomodó en la cabina del carruaje y rezó por
sus pecados.
El convento de Santa María sobre Minerva apenas distaba dos calles de
su palacio. Podía haber ido caminando, pero ir a pie no era algo propio de
un prelado de su categoría, que aglutinaba el poder de uno de los tribunales
eclesiásticos más importantes de Roma y de toda la Sagrada Iglesia
Romana: la Congregación del Santo Oficio. Su familia se contaba entre las
más conocidas de toda la burguesía capitolina y con el paso de los siglos ya
le había dado un par de papas y numerosos cardenales a la ciudad.
Savelli llegó al Santo Oficio casi por sucesión dinástica, como si fuera
un rey. Después se hizo un nombre por intervenir, junto al papa Urbano
VIII, en la liberación del monje dominico Tommaso Campanella, un hereje
para todos. Desde su punto de vista, sin embargo, era un hombre de
increíble inteligencia, aunque mal enfocada. En los últimos tiempos se
había distinguido por apoyar más que cualquier otro —defendiéndola en los
momentos indicados— a la Compañía de los Benandanti. En Roma eran
muchos los que la consideraban un rebaño de campesinos convencidos de
ser guerreros de Dios, que en el mejor de los casos utilizaban el poco poder
que se les concedía para dirimir pequeñas disputas de pueblo y, en el peor,
se ponían a cazar ancianas enloquecidas por el cansancio y el hambre.
Savelli pensaba de forma distinta. Justo por eso, aquella breve carta de
monseñor Alessandro Tosco lo había puesto nervioso y le preocupaba tanto.
En el claustro, iluminado por el sol, ya alto, los demás cardenales daban
cuenta de un refrigerio bajo la sombra de los pórticos. Ya estaban todos allí,
habían llegado antes de la hora a la que habían sido convocados. También
Savelli. Eso solo podía significar una cosa: quien presidiría la reunión sería
el inquisidor general Marzio Oreggi, a quien no le gustaban los
impuntuales, las brujas, los sodomitas, los herejes y los convertidos. En este
exacto orden de prioridad.
Junto a caras conocidas y monjes del convento —que caminaban de un
lado para otro como si esperaran una señal de alguien para pararse y
mantener una conversación—, Savelli observó a un joven monje de rostro
despierto y aspecto de conocer muy bien aquellas paredes. Paseaba sin
ningún temor entre el claustro y la cisterna y sostenía entre los brazos una
carpeta de papeles cosidos. Debía de ser uno de esos jóvenes criados en la
escuela y que había hecho carrera precozmente. El emblema troquelado en
la carpeta era, de hecho, el de la Penitenciaría, el más misericordioso —y
con peor fama— de los tribunales de la curia, de cuyas decisiones
sospechaban muchos basándose en una firme convicción: perdonar pecados
tan vergonzosos debía ser tarea de Dios o de su vicario en la tierra, el papa,
y no de esos frailecillos vestidos de blanco y negro que se paseaban por la
ciudad y el campo recabando confesiones con rostros comprensivos. Si
fuera por ellos, quedaría absuelto todo el mundo y Roma acabaría como
Sodoma y Gomorra.
Con el repique de la campana todos se dirigieron hacia la sala de los
frescos, dedicada desde hacía meses a las sesiones de los miércoles. La
estancia era cuadrada y amplia, con dos ventanales que daban al patio
interior. En el centro había una gran mesa oval, y en un extremo destacaba
un sillón de terciopelo negro elevado unos centímetros por un palco de
madera. Cada purpurado se dirigió la silla que le estaba destinada. Solo el
joven penitenciario se quedó en pie, a la espera de que todos tomaran
asiento. Al fin, se acomodó en el fondo de la mesa y, al igual que los demás,
esperó la entrada del cardenal Oreggi.
Este no tardó en llegar y, pasados unos instantes, hizo su entrada
triunfal. Llevaba la sotana de servicio y en el pecho tenía cosida la cruz
blanca de la orden de los predicadores. Todo en él inspiraba miedo. Su
estatura, varios palmos más alta respecto a la de todos los presentes, los
ojos del color del hielo, sus manos enormes y casi siempre entrelazadas —
que recordaban más un puñetazo que una oración— y aquella extraña boca
que terminaba con una larga cicatriz dibujándole una mueca. Nunca nadie
se había atrevido a preguntarle sobre ella.
Tomó asiento en el sillón de terciopelo negro y se quitó la capucha.
—Hermanos e ilustres compañeros, antes de empezar nuestra reunión
me gustaría presentaros al hermano Filippo, penitenciario menor enviado
por su Eminencia, el cardenal Scipione Caffarelli, arzobispo de Todi y
penitenciario apostólico mayor.
Tras estas palabras el joven monje se puso en pie e inclinó la cabeza
hacia la mesa, en señal de respetuoso saludo.
—He solicitado personalmente que de ahora en adelante esté presente
en nuestras reuniones. Nuestro tiempo es cada vez más oscuro y muchos
enemigos amenazan a nuestra madre Iglesia. Las súplicas enviadas a la
Penitenciaría nos ayudarán a descifrar las acciones y los planes futuros de
los adversarios. Sabremos cuáles son sus armas, cómo las usan y qué
cuerpos deciden desviarse del camino recto y sano que es la vía del Señor,
nuestro Dios. Las calles de Roma están repletas de embusteros y
estafadores. Diferenciar el verdadero mal del simple subterfugio es un
trabajo ingrato y laborioso. Pero solo así podremos aprender a reconocer al
diablo cuando lo tengamos delante. Hermano Filippo, ¿queréis abrir la
sesión?
Filippo Sabino cumpliría veintitrés años al mes siguiente y estaba en el
colegio desde que tenía más o menos dieciséis. No veía a sus padres desde
entonces. No sabía ni siquiera si seguían vivos. Había crecido en un
pequeño pueblo al norte de Roma, atrapado entre las montañas y azotado
siempre por un viento gélido. La suya era una familia de pastores y él, el
cuarto de nueve hijos. Cuando muchos años antes un fraile predicador se
encaramó entre las destartaladas callejuelas de su pueblo y anunció la
apertura del Colegio de santo Tomás de Aquino a todos los jóvenes que
quisieran estudiar las Sagradas Escrituras, sin distinción de sangre, su
familia vio en aquel hombre de la iglesia a un mensajero de esperanza y
permitieron que el más dotado de sus hijos se marchara con él. Y Filippo
estaba realmente dotado. Desde el primer momento se puso a estudiar con
voracidad y pronto llegó a ser uno de los mejores estudiantes del colegio,
hasta tomó los hábitos antes que todos los que habían entrado con él. Lo
animaba una fe sincera en Dios y la firme convicción de la bondad de los
hombres, nacidos a su imagen y semejanza. Algunos lo definían como un
idealista y muchos otros, sencillamente, como un hombre justo.
Fray Filippo tomó la palabra después de soltar su carpeta y buscar un
folio entre los que no estaban cosidos y dijo:
—Su Eminencia, sus eminencias, la nuestra es una de las labores más
importantes de nuestra madre Iglesia, así como uno de los oficios más
bellos. Nosotros escuchamos a los pecadores, los ayudamos a expresar su
arrepentimiento y su pesar y, por último, abrimos los brazos para que
vuelvan de nuevo a la familia, a la derecha del Señor. Decenas, cientos de
súplicas llegan a nuestras mesas, muy a menudo somos nosotros los que
vamos a sus casas y escribimos sus historias. Recopilamos sus palabras, sus
relatos y sus motivos. Si lo que escuchamos nos parece sincero, fruto de un
sentido arrepentimiento, perdonamos. Todos son inocentes ante Dios. El
pecado se queda en la tierra.
—Si eso fuese cierto, no tendríamos todos estos problemas en Roma,
hermano Filippo —lo interrumpió el cardenal Senese, que escuchaba
aburrido el sermón de aquel inútil frailecillo.
—No digo que todos merezcan el perdón, su Eminencia, digo que
nuestra misión es hacer que puedan aspirar a obtenerlo. Entre la gran
cantidad de peticiones de los últimos días, muchas de fácil valoración, me
gustaría compartir con vos la lectura de una en especial, que llevaba mucho
tiempo en mi escritorio, que me inquieta por las noches y me atormenta por
el día. Se trata de la confesión de una mujer acusada de brujería en un
pueblo a varios días de viaje de Roma. Siento que hay verdad en lo que
dice, pero la verdad, en este caso, es salvación y condena al mismo tiempo.
—Filippo, todavía de pie y con el papel en las manos, empezó a leer:

En el nombre del Señor, yo Giovanna Zarra, apodada la Deforme, escribo estas palabras
para confesar todas mis culpas y lo hago ante notario, vicario de Cristo, que me ayuda a
escribir con buena letra. Lo hago para que podáis comprender las razones de mis pecados y de
los grandes males que he causado y concederme así el perdón. Me convertí en bruja con
veinte años…

Filippo interrumpió la lectura y levantó la mirada hacia los cardenales


para añadir que, en el momento de la súplica, la mujer tenía treinta y seis,
luego continuó:

… cuando, tras una grave enfermedad, me curó una mujer que no me pidió nada a
cambio. Me hizo beber una infusión amarga y oscura y vomité durante días. Me dijo que, de
esa manera, moriría el mal y que me habían echado un conjuro porque era guapa. Cuando
quedé totalmente recuperada, volví a verla y le pedí que me enseñara. Le dije: «Enséñame el
arte de la brujería para que nadie pueda volver a hacerme daño». Y aquella mujer me enseñó.
Era maestra bruja y venía de los campos del sur. Su nombre era de una belleza inaudita,
aunque no lo recuerdo, hizo magia para que me olvidara de él. Sabía de hierbas, de huesos, de
arte cirujano y curaciones. No había herida que no fuese capaz de suturar o daño que no
pudiera curar. Cortaba la piel y sacaba al demonio, pero el enfermo no moría. Después de
coserlo otra vez, estaba mejor que antes. Yo lo aprendí todo y empecé a hacer lo que hacía
ella. Y lo hacía bien. La gente pobre venía a verme y me pagaba lo que podía, y yo los
ayudaba porque ese era el trabajo de la brujería. Pero un día llegaron los guardias enviados
por el Arte dei Medici e degli Speziali, y me encarcelaron: solo ellos podían curar, mi maestra
y yo éramos brujas y les robábamos a los enfermos. En prisión, me pegaron, me ataron y me
mordieron las ratas, que tenían más hambre que yo. En aquella celda oscura me convertí en la
Deforme. Salí tras pasar dos primaveras. Cuando volví a ver la luz, no podía reconocerla. Mi
corazón era oscuro, negro como la brea. Aprendí a hacer daño, porque la brujería se puede
hacer de muchos modos, al menos mil, tantos como se le ocurra al diablo. Como quien
aprende a leer y a escribir y al principio se cansa, pero cuando entiende cómo funciona, quiere
saber cada vez más y no se conforma, como si tuviese que leer todos los libros del mundo, así
es el arte de la brujería. Se hace el mal para hacer el bien. El tuyo o el de la persona que te
paga…
—Hermano Filippo, no veo ninguna dificultad en la valoración, para ser
sinceros, y no entiendo por qué estamos perdiendo un tiempo precioso con
esta carta. Se trata de brujería, de la más pérfida y peligrosa. No solo no
merece nuestro perdón, ¡sino que debe castigarse con la muerte! —
prorrumpió uno de los cardenales que estaba sentado a unas sillas del
inquisidor Oreggi.
Filippo permaneció en silencio un instante y miró a los ojos a quien le
había invitado a hablar, para entender si tenía permiso para responder o si
era mejor aceptar la sentencia sin añadir nada más.
Con un leve movimiento de cabeza, Oreggi lo animó a seguir.
Filippo se armó de valor y respondió:
—Comprendo vuestros reparos, pero insisto en decir que junto a la
confesión de los males causados, las razones que transformaron a Giovanna
en una bruja hechicera son claras y límpidas. Antes de la cárcel y de los
tormentos lo suyo sí era un arte, pero no se trataba, en mi opinión, de arte
brujo. Curaba a los enfermos, ajustaba huesos, daba consuelo a las
embarazadas antes del parto… Y todo esto por poco, muy poco dinero.
Muy a menudo los artesanos del pueblo le pagaban con huevos, leche y
pequeños regalos.
—Hermano, ¿acaso no nos estáis acusando de haber corrompido su
corazón mientras intentábamos salvar su alma? ¡Los instrumentos que se
usan para redimir a los culpables en prisión son instrumentos de Dios! No
os permito blasfemar en esta sede. Eminencia, os ruego que intervengáis…
No podemos seguir tolerando esto.
—No nos olvidemos de que la clemencia cristiana no es humillación,
hermanos, y es una de las virtudes más importantes, es imitar a Jesucristo
—dijo Oreggi, consiguiendo inmediatamente lo que pretendía, es decir,
silencio y atención, por lo que había insinuado.
»Lo que nos está diciendo el hermano Filippo no es nada malo —
continuó—. Esta mujer ha confesado ser una bruja, pero confesó también
ser una víctima. El cuerpo de las mujeres es débil, corruptible, predispuesto
a acoger al demonio. Iras un largo periodo de tormentos y privaciones,
resulta aún más fácil minar sus defensas. Recordemos de dónde viene el
nombre que todas comparten: hembra, de femina, a su vez, de feminus, es
decir, “menor fe”. Es imposible exigirles mucho, deberíais saberlo.
Además, esta mujer fue víctima de la persuasión de una bruja maestra que
fue la primera que la introdujo en la brujería y le abrió el camino del mal.
Ella, la maestra, es nuestra enemiga, no la pobre Giovanna, la Deforme, que
se arrepiente en esta súplica. Por vuestra experiencia como penitenciario,
hermano Filippo, ¿qué aconsejáis?
Filippo escuchó con atención las palabras de Oreggi, que de algún modo
le daban la razón, pero sentía que, por lo que había afirmado, ese discurso
estaba lejos de una victoria. Los argumentos del inquisidor general no
tenían nada que ver con la petición de misericordia por el alma no perdida,
sino claramente desviada. Habría deseado la total absolución de Giovanna,
bruja por necesidad y malvada por venganza, pero sabía que no se le
concedería.
—Su Eminencia, os agradezco sus palabras rebosantes de sabiduría y
espíritu santo. Mi consejo es ser cristianamente misericordiosos y
permitir…
—Perdonad la interrupción, hermanos —dijo Savelli, elevando la voz y
tomando la palabra después de haber estado en silencio hasta ese momento
—. Me permito intervenir en este debate importante, sin duda muy erudito,
solo porque sé de quién se está hablando, y ya no es necesario tomar una
decisión en esta sede. Anoche me entregaron un despacho de prisión en el
que se informaba de que entre las muertes de la noche se contaba la de una
mujer que se quitó la vida degollándose con un clavo. Se llamaba
Giovanna, apodada la Deforme. No podemos hacer nada más por ella. Su
alma está dañada. Pero podemos, si esto puede consolaros, hermano
Filippo, dedicarnos a todas las almas que nos quedan por salvar del
maligno.
A Filippo se le resbaló el folio de la súplica y cayó lentamente sobre la
mesa de madera oscura, revoloteando, como una hoja que en otoño se
desprende de la rama sin la ayuda del viento.
—Esto ha sido una pérdida de tiempo —se oyó murmurar entre las
sillas mientras Filippo volvía a su sitio en silencio.
—¿Podemos continuar la reunión con las comunicaciones de la Sagrada
Congregación del índice sobre los nuevos libros que hay que incluir? —
preguntó el secretario, que decidió no transcribir nada de lo que había
ocurrido hasta ese momento, convencido de que la historia de Giovanna, la
Deforme no merecía la tinta y la pluma.
—Hermano Filippo, os agradezco mucho el informe —continuó Oreggi
—, ha sido muy útil para nuestro trabajo. Os ruego que continuéis
participando en nuestros encuentros de los miércoles con nuevos casos. En
cuanto al índice, antes de proceder con las nuevas entradas, decidme si hay
novedades respecto al volumen que os pedí que buscarais, El libro de los
reinos. ¿Ha habido denuncias desde que lo incluimos en el índice?
Uno de los cardenales más bajos de estatura se levantó de la mesa. Se
trataba del comisario del Santo Oficio Raimondo Durastanti que, entre otras
cosas, se ocupaba de la censura teológica y de la gestión de las relaciones
con el índice.
—Su Eminencia, ha habido muchas denuncias, pero al realizar controles
más exhaustivos han resultado ser falsificaciones de rufianes atraídos por la
acaudalada recompensa y la remisión de todos los pecados. Obviamente,
han recibido lo que merecían. Por desgracia, hasta ahora no hay rastro del
libro del demonio. Continuaremos la búsqueda sin descanso.
Oreggi no pudo ocultar cierta molestia ante la información de
Durastanti. Habían pasado meses desde que mandaron incluir ese libro en el
índice Paolino y años desde que empezaron a buscarlo, pero parecía que
había desaparecido de forma irremisible. Solo existía una copa en el mundo
y tenía que ser suya, aunque significara dedicar toda la vida terrenal a ese
único fin.
Después de que el comisario terminara de leer la lista de las nuevas
entradas, alegando que los volúmenes sobre las nuevas ciencias
astronómicas eran peligrosos no solo para la Iglesia, sino para el mundo
entero, la reunión llegó torpemente a su fin.
Giovanni Savelli ocultó la carta en la carpeta que tenía delante, esperaba
el momento justo para hablar de ella, con la esperanza, al mismo tiempo, de
que este no llegara nunca. Sus oraciones no fueron escuchadas. El
secretario, antes de dictaminar que la sesión se daba por cerrada, como de
costumbre, les preguntó a los cardenales presentes si alguien tenía
novedades relevantes que comunicar a la Congregación.
Savelli se armó de valor y sacó la carta. Se preparaba para intervenir por
segunda vez.
—Hermanos, me gustaría que prestarais atención a una carta que llega
de Serra, un pequeño pueblo en la campiña de Roma, de cuya diócesis se
encarga el cardenal Alessandro Tosco. Me la ha entregado personalmente
uno de sus mensajeros más leales. Para mayor exhaustividad, os la leo tal y
como me ha llegado:

Su Eminencia, envío la presente para informaros de que en Torre Rossa ha tenido lugar un
caso de brujería negra. Como exige la praxis para acontecimientos de esta naturaleza, los
habitantes del lugar tendrían que venir a verme, pero estoy obligado a comunicaros que más
bien se han dirigido a Sante Montesi y a sus benandanti. Su arrogancia está superando todos
los límites. Me reservo el derecho a emprender cualquier acción dentro de mis facultades y
los límites de mi atribución para devolverlos a la única función que se les permite y por la que
reciben tan generosa protección: la de servidores de nuestra madre Iglesia, a las órdenes
directas de sus representantes. Vuestro humilde servidor, Alessandro Tosco.

La reacción de los cardenales no se hizo esperar. Empezaron a alterarse,


como si los asientos quemaran. Murmuraban frases entre dientes,
acusaciones y, si no fuera porque eran clérigos prominentes, de un
comportamiento irreprochable, se podría jurar incluso que pronunciaron
alguna blasfemia.
—¡Lo próximo será que nos exijan poder decir misa! —La voz del
cardenal Monti se elevó tanto que manifestó claramente el malestar general,
que se podía expresar en voz alta sin miedo a ofender a nadie.
—Siempre dije que no debíamos apoyarlos… ¡Emplean métodos al
borde de la herejía!
—¡Nosotros les hemos dado las armas!
—No se puede esperar de las serpientes nada más que una mordedura
venenosa, a la mínima oportunidad.
—¿Y no andan por ahí con un demonio encerrado en la ampolla que les
cuelga del cuello?
Giovanni Savelli se quedó de pie, con el papel en la mano y la cabeza
gacha. Sentía como las miradas de todos sus compañeros se clavaban en él
y, aunque ninguno había expresado aún una acusación directa, estaba seguro
de que la culpa de aquel enfrentamiento recaería sobre sus hombros.
Aunque solo fuera por el hecho de que fue él mismo quien, meses antes,
solicitó financiar a aquel extraño grupo de hombres que decían combatir la
nueva herejía. Él, después de que monseñor Tosco le advirtiera de lo que
sucedía en el campo romano. Los enemigos de nuestros enemigos son
nuestros amigos… Rebosaban entusiasmo, creían en Dios y sentían que
tenían una misión. Podían convertirse en mensajeros de la palabra del Señor
allí donde era más difícil que los escucharan, en el campo, lejos de los
grandes centros de la fe. Le pareció una buena manera de tener bajo control
el vasto territorio papal hiera de las murallas de Roma. Pero tenía que
admitir que en los últimos tiempos los benandanti habían adquirido cada
vez más peso a ojos de la población y, con frecuencia, se ocupaban de
pequeñas refriegas al margen de las sospechas de herejía. Sin embargo, solo
intervenían después de que el obispo analizara el asunto y valorara su
posible actuación. Nunca, hasta entonces, el pueblo se había dirigido
directamente a la Compañía, pasando por encima de los legítimos
representantes del poder de la Iglesia. Allí, de pie y con la cabeza inclinada,
Savelli pensó que Sante Montesi lo pagaría, y con él todos los que se habían
prestado a la ofensa que lo desacreditaba ante un hombre inescrutable como
Oreggi. Tenía que castigar uno a uno a los habitantes de Torre Rossa.
—No hay motivos para alarmarse, hermanos. Sante Montesi y los
benandanti nos han sido útiles en el pasado y pueden sernos útiles todavía
hoy —dijo, intentando bajar el tono y controlar la rabia que sentía crecer en
su interior.
—Si me permitís, hermano Savelli, quien consigue un derecho se
compromete con un deber y, si este deber falla, entonces el derecho también
es nulo —contestó el cardenal Monti.
Savelli se vio arrinconado. Minimizar el problema no lo ayudaría a salir
de aquella situación.
Oreggi levantó la mano y, con un gesto, puso fin a la discusión.
—Hermanos, antes de llegar a conclusiones precipitadas intentemos
analizar la situación y entender si podemos darle la vuelta en nuestro
beneficio. El cardenal Savelli tiene razón cuando dice que los benandanti
nos han sido útiles; han mantenido el orden, han controlado que todo el
mundo asistiera al servicio de los domingos, han tomado nota de quién no
acudía, han reprimido las peleas y, donde se ha presentado la oportunidad,
han señalado los casos sospechosos de brujería.
—¿Y si las cosas no fueran tan sencillas y fueran ellos los primeros
brujos, su Eminencia? —preguntó el cardenal Monti, no sin iniciar una
polémica.
—Es verdad. Sus métodos no siempre son ortodoxos. Se dice que por la
noche vagan a la espera de la gran batalla contra el Maligno, hay quien los
acusa de no ser tan distintos de las brujas que cazan, tienen ritos extraños,
parece que incluso los han visto transformarse en animales para ir al Sabbat.
El caso es que, queridos hermanos, el mundo está lleno de enemigos del
Señor, de malpensados dispuestos a todo para confundimos. Lo que sé es
que estos hombres son nuestros soldados y, como todos los soldados, a
veces se pierden. Pero siguen siendo fieles a su único amo, que no somos
nosotros. Solo uno es el amo de todos y es Dios nuestro Señor. Mientras
sigan combatiendo en su nombre y representando a Dios, contarán con
nuestra confianza. Dicho esto, Dios confía, pero su confianza no es
ilimitada. Cardenal Savelli, id a Serra en cuanto os sea posible para valorar
de visu[2] lo que está sucediendo e informadnos de lo que veáis. Si
realmente existe la sospecha de un caso de brujería negra, sería el primero
en la zona…
Giovanni Savelli suspiró aliviado y aceptó viajar lo antes posible.
Filippo había escuchado todo el debate con creciente interés y, en cuanto
quedó claro que Savelli se dirigiría a Serra, pidió poder ir con él.
—Un penitenciario puede ser muy útil en este momento. Mientras el
hermano Savelli habla con los benandanti, yo podría buscar información
sobre la bruja y, si la captura, redactar inmediatamente su súplica. Sería una
de las formas más rápidas de conocer su historia y comprender si se trata
realmente de brujería, sin pérdidas de tiempo inútiles. Podría aportar
documentos importantes para el proceso.
A Oreggi le sorprendió la propuesta de Filippo. El joven fraile dominico
tenía más iniciativa que todos aquellos cardenales juntos, que pasaban el
tiempo quejándose y enfrentados entre sí. Le gustaba. Veía en él una llama
viva, pero aún era difícil entender su naturaleza. ¿Se convertiría en un
inquisidor meticuloso o se dejaría ablandar por las tristes historias que
recopilaba de norte a sur?
No le dejó indiferente lo que había dicho para apoyar la necesidad de su
partida. De hecho, conocer con antelación la historia de la presunta bruja
sería útil. Hasta entonces todas las mujeres acusadas de brujería que le
habían presentado luego habían resultado ser ancianas y pobres
desquiciadas o mujeres infieles. Y eso no era lo que él buscaba.
—Doy mi consentimiento a vuestra petición, hermano Filippo. Saldréis
junto al cardenal Savelli hacia Serra. Volved con noticias y con la bruja.

***
En su celda, iluminada con una única vela, Filippo empezó a guardar las
pocas cosas que se llevaría consigo de viaje. En su saco había espacio para
una túnica limpia, un cuenco y algún pequeño objeto de uso cotidiano. La
Biblia cabía sin problema en el bolsillo interior del sayo. Aunque el viaje
con Savelli estaba previsto para dentro de un par de días, Filippo decidió
adelantarlo y llegar antes a Serra. Si encontraba un caballo, saldría al día
siguiente. De lo contrario, caminaría, como hacía siempre, deteniéndose de
vez en cuando en alguna casa para pedir misericordia y agua. Para
mantenerse durante el viaje, le bastaba con un poco de pan.
No se había enfrentado nunca a un caso de brujería negra y la curiosidad
lo devoraba. En esos primeros años como penitenciario había aprendido que
la brujería, a menudo, no era otra cosa que superstición mezclada con
creencias y tradiciones populares. Por lo general, los acusados eran judíos,
conversos, paganos y mujeres, sobre todo, mujeres solas e indefensas. Tras
un estudio más exhaustivo, se podía afirmar que con la acusación de
brujería se culpaba a los enemigos de la Iglesia y se resolvían los conflictos
de poder en Roma. Filippo no se había encontrado aún con una verdadera
bruja. Su incansable búsqueda estaba alimentada por las ganas de servir a
Dios, junto con la esperanza de que ese Dios o, mejor dicho, sus siervos
terrenales, no lo engañaran.
Antes de acostarse quiso disipar una última duda que lo atormentaba
desde que había dejado la sala de los frescos y a sus eminentes compañeros
esa mañana. Cogió la vela y, sin sandalias, salió de la celda. En el colegio
reinaba un silencio tranquilo. Era la hora del retiro. Excepto algún que otro
penitente, todos dormían. Filippo se dirigió hacia la inmensa biblioteca que
dominaba la planta baja del edificio. Entró con mucho cuidado de no hacer
ruido, agarró el candelabro que había junto a la puerta y lo encendió. La
estantería de estudios latinos y vulgares era imponente, una de las secciones
más ricas, pero él había sido un estudiante brillante y recordaba dónde
estaban colocados casi todos los volúmenes de esa área de conocimiento.
Tras un par de intentos, el movimiento de la luz iluminó el lomo que le
interesaba, el famoso Vocabulario de los académicos de la Crusca.
Era una de las primeras ediciones, celosamente conservada. Pasó las
páginas hasta la letra H, y la palabra «hembra», de femina. Su memoria no
lo había traicionado, la etimología de la palabra no tenía nada que ver con la
fe, y mucho menos con una fe menor… Foemina tenía la misma raíz latina
que foecundus, «fecundo».
Satisfecho, cerró el volumen y volvió a su celda.
¡QUIERO SER UNA BRUJA!

Lo único que Aquileia había conseguido de Valente era que se sentara en el


jardín, al lado del invernadero, a observar la variedad de elementos que
podía dibujar con el carboncillo y los pinceles que le había traído. Había
manifestado un cierto interés por la pintura y el dibujo, sobre todo por la
elección de los pigmentos y la maceración de los colores. El pequeño le
traía a la memoria recuerdos lejanos y, cuando esto sucedía, los pulgares
escondidos dentro de los guantes volvían a doler. A Aquileia le encantaba
mirarlo mientras mezclaba los polvos y creaba sombras y tonos que no
tenían ninguna relación con la naturaleza que lo rodeaba pero que, de
alguna manera, parecían representar el único mundo que a él le interesaba
de verdad: el suyo. A pesar de que ella lo motivaba para que observara su
alrededor y tratara de reproducir una flor, una mariposa o cualquier otro ser
que le llamara la atención, Valente cogía los pinceles y solo dibujaba la luna
con sus rayos. Estudiaba un rato la tela o el folio, como si dudara, antes de
disponerse a dibujar.
No obstante, últimamente, Aquileia había notado algunas pequeñas
diferencias. Día tras día, la luna creciente disminuía y la parte oscura que la
devoraba se hacía más grande. Valente le dedicaba una atención y un
cuidado de gran artista, y el ojo experto de Aquileia hacía tiempo que se
había dado cuenta de que aquel alumno, que le habían confiado para pasar
el rato, representaba sobre el papel algo que él realmente creía ver; era
como si mentalmente imaginara un modelo que iba transformándose poco a
poco.
—¿Te acuerdas de la lección de ayer sobre la luz natural, Valente? Te
gustó mucho, ¿verdad? —le preguntó acercándose al niño, que no parecía
prestarle mucha atención.
—Sí, me acuerdo —respondió Valente sin apartar la vista del pincel con
el que estaba difuminando los rayos dorados de la luna.
—Y en este dibujo, ¿dónde está luz? ¿De dónde viene? ¿Y esta sombra
oscura?
—No viene de ninguna parte.
—Eso no es posible, Valente… Ya sabes que si hay una sombra,
también debe haber una luz y que debe proceder de algún lugar, una especie
de fuente. Como cuando caminas, que a tu espalda está el sol y delante de ti
se proyecta tu sombra…
Valente pareció reflexionar sobre las palabras de Aquileia y levantó
unos segundos el pincel del lienzo. Inclinó la cabeza hacia un lado, como si
observase el dibujo desde una perspectiva diferente. Se volvió hacia la
maestra y, con una sonrisa inocente, afirmó:
—Alrededor de mi luna todo es luz.
Aquileia le devolvió la sonrisa y le acarició la cabeza. Ese niño siempre
la sorprendía con sus respuestas meditadas y a la vez impulsivas.
Valente sintió el olor cálido y suave de la piel de los guantes negros.
Permaneció en el aire incluso cuando Aquileia se fue para dejarlo solo con
sus dibujos.

***
Ade observaba a su hermano desde la ventana de su estancia, veía cómo
su rostro se doraba con el sol. Día tras día, los cabellos le crecían y sus ojos
parecían más vivos y atentos. Lo veía pasearse tranquilo por el jardín, entrar
en las caballerizas, moverse por primera vez por lugares amables. Era como
si después de mucho tiempo, Valente hubiera encontrado un sitio en el que
podía ser él mismo, sin temor a ser juzgado. Además, ninguna de las
Ciudades Perdidas parecía tener en cuenta sus extravagancias, era casi un
niño normal entre tantas mujeres especiales. Si ahora supieran su secreto,
seguramente lo hubieran aceptado y no hubiera parecido una afrenta a Dios,
como lo había definido, hacía unos años, el párroco de Torre Rossa cuando
le impidió asistir a catecismo. El padre Agnolo ni siquiera hizo preguntas,
se limitó a respetar las decisiones de su predecesor.
Valente se había convertido en alguien igual a su luna con rayos: nadie
la había visto todavía, pero existía en alguna parte y calentaba la noche. Era
verdad que había algo que todavía preocupaba a Ade, aquel extraño dibujo
de las llamas, el hecho de que Valente estuviera seguro de que no podían
volver a casa. Ade estaba concentrada en sus estudios y no había
encontrado aún el momento para hablar con él, pero se había prometido que
lo haría lo antes posible.

***
Cuando Petra se le acercó, Valente no se dio cuenta de nada. Observaba
detenidamente su dibujo en el lienzo y ni siquiera oyó el sonido de las
pisadas sobre la hierba de alguien que se le aproximaba por la espalda.
Petra alzó la mirada y vio a Ade en la ventana, se llevó un dedo a los labios
y le hizo una señal para que guardara silencio, luego sonrió y siguió con su
broma. Cuando ya estaba tan cerca que sentía la respiración del muchacho,
alargó una mano hacia los pinceles de encima de la mesa y la dejó
suspendida a cierta distancia. Los pinceles empezaron a temblar, como
movidos por una fuerza invisible. Valente se giró asustado para pararlos y
vio a Petra a su lado, que lo miraba divertida.
Se tranquilizó y la observó con curiosidad. Uno a uno, los pinceles más
pequeños ascendieron de la mesa hasta la mano abierta de Petra.
Los ojos de Valente estaban llenos de asombro.
—¡Yo también quiero ser una bruja!
—Valente, tú no puedes, eres un niño… Las brujas son todas mujeres,
como nosotras.
—¿Y qué puedo ser yo? —preguntó Valente después de un corto
silencio.
—Tú puedes ser rey, ¿no te parece bien?
—Yo no quiero ser rey. Quiero hacer magia, como tú. Por favor,
¡enséñame! —Dejó el pincel encima de la mesa y levantó la mano tal como
había hecho Petra. Trató de concentrarse, frunció el ceño y entrecerró los
ojos. Su rostro enrojeció por el esfuerzo. Su mano empezó a temblar por la
tensión, pero el pincel permaneció inmóvil.
A Petra se le escapó una carcajada, después sonrió, cuando vio los
párpados temblorosos de Valente. No bajaba el brazo, convencido de que
podía conseguirlo.
—Valente, escucha, te diré un secreto… Para hacer magia necesitas un
amuleto, ¿ves?, yo también tengo uno. —Le enseñó la palma de la mano,
donde permanecían pegados los pinceles. Petra llevaba un anillo extraño,
por la parte superior parecía un anillo convencional, de cobre, con una pieza
plana con símbolos y letras grabadas, y en la parte de la palma había una
piedra pulida. Era como si llevara un anillo al revés, con la piedra entre los
dedos, como si la escondiera de los ladrones.
—Si te portas bien te regalaré uno igual…
—¿Me lo dejas probar? —preguntó tranquilo Valente, tocando el anillo
con los dedos.
—Solo si no se lo dices a nadie, será nuestro secreto. ¿Lo prometes?
—¡Sí! ¡No se lo diré a nadie, ni a Ade!
—¡A ella sobre todo! —dijo Petra con una sonrisa y alzando la vista
hacia la ventana desde donde Ade contemplaba toda la escena.
Petra se quitó el anillo y se lo puso a Valente.
—Te va un poco grande, pero funcionará igual… ¿Lo probamos?
—Sí, ¡estoy listo!
—Perfecto, cierra el puño y concéntrate. Acerca la mano a los
pinceles…
Valente seguía al pie de la letra las indicaciones de Petra. En su rostro se
leía la emoción y su mano temblaba.
—Ahora abre la mano lentamente… —dijo ella alargando las palabras
para darle un tono solemne a la orden.
Valente vio que los pinceles empezaban a moverse bajo su mano. Con
los ojos llenos de felicidad, le dedicó a Petra una sonrisa que casi terminó
en carcajada. Como había sucedido antes, los pinceles ascendieron hasta su
mano como por encanto. ¡Estaba haciendo magia y no podía esperar a
contárselo a Ade! Las promesas nunca habían sido su fuerte…

***
Cuando Valente corrió a contarle lo de Petra y el amuleto mágico, Ade
tuvo la tentación de explicarle todo lo que había aprendido en las lecciones
con Tebe sobre el magnetismo, pero la felicidad de su hermano era tal que
prefirió dejarle creer un poco en la magia y que pensara que, con el tiempo,
él también podría ser una bruja. El universo de Valente era mejor que el que
les había tocado vivir a ellas: un mundo donde la magia podría haberlas
salvado de la tortura, la pobreza y la violencia a las que las habían
sometido. Una forma de redención, más que una venganza. Por lo tanto,
escuchó con atención a Valente y simuló sorprenderse y asustarse un poco
al saber que habían ido a parar a una cueva de brujas peligrosas.
—Pero no tengas miedo, Ade, ellas son brujas buenas, ¡me lo ha dicho
Petra! —le aseguró Valente, feliz de ser por una vez el que protegía, el que
sabía más que ella.
Ade pensó que quizás ese era un buen momento para hablar sobre el
dibujo, pero puesto que le parecía que era algo de lo que el niño no quería
hablar, prefirió no estropearle aquella tarde llena de felicidad y decidió
dejarlo para otro día.

***
Al acabar el día, Valente se convenció, si aún le quedaba alguna duda,
de que la casa de las Ciudades Perdidas era un lugar encantado. Lo que
sucedió también las sorprendió a todas ellas. Ade había pasado casi toda la
tarde en la ventana pensando en su hermano y disfrutando de la lectura de la
historia de Tristán e Isolda. Se la había aprendido casi de memoria, nunca
se cansaba de leerla y de soñar despierta. De repente, un vocerío procedente
del jardín, cerca de la salida camuflada tras las zarzas, interrumpió su
lectura. Ade se asomó a la ventana para ver qué sucedía. Siguiendo los ecos
de los gritos de Tebe y Segesta, vio que ambas perseguían a Janara. Ade
decidió bajar a descubrir qué estaba pasando cuando vio que la pequeña
sombra de Valente también corría tras ellas.
Las Ciudades Perdidas estaban ocupadas con un visitante inesperado.
Por el hueco entre sus espaldas, colocadas en semicírculo, le pareció
entrever que se trataba de un ciervo: debía haberse colado en el jardín y,
asustado, no dejaba que nadie se acercase. Ade se dirigió a zancadas hacia
ellas, podía ver los esfuerzos de Janara por retenerlo —era la más hábil para
capturar animales del bosque sin herirlos— y a Leptis, que había salido de
su laboratorio para ayudarla.
Cuando estuvo a pocos pasos de ellas y de su hermano, Ade se dio
cuenta de que no se trataba de un ciervo, sino de una cierva con una
evidente y abultada barriga. Lo más probable era que aquella joven hembra
de nariz húmeda y pelo de color pardo hubiera elegido su jardín para parir.
Su experiencia como matrona la puso en alerta: por algunas pequeñas
señales —la cabeza, que se movía arriba y abajo, y la estrechez de sus
caderas— Ade intuyó que no sería un parto fácil; y además la hembra no
parecía tener ninguna intención de dejar que se acercaran. Enseguida le
vino a la cabeza lo que su abuela decía de las parturientas desconfiadas: si
no se las ayudaba a afrontar el parto con tranquilidad, podían acabar
poniendo en riesgo su vida El truco consistía en acercarse con un paso
tranquilo, ni muy lento ni muy rápido, mirándolas fijamente a los ojos, con
las manos abiertas y los brazos al descubierto, arremangados. Eso era
suficiente para que entendieran que quien se aproximaba a ellas solo quería
ayudarlas. Sin que ninguna de las Ciudades Perdidas se diera cuenta, Ade
respiró profundamente, se alisó la falda y se subió las mangas: si no hubiera
intervenido, la madre y el pequeño hubieran muerto. En cuanto se abrió
paso, Ade se acercó al animal manteniendo el contacto visual. La cierva
empezó a respirar agitadamente, pero luego, hipnotizada por la mirada de
Ade, se fue calmando poco a poco. Sentía la presencia de las mujeres a sus
espaldas, parecía que en el jardín nadie se atrevía a moverse: todas dejaron
de hablar. Se dio la vuelta para sonreír a Valente, que seguía inmóvil en el
mismo sitio, y luego se volvió hacia el animal.
—No te preocupes, preciosa —le dijo a la cierva con suavidad,
acariciándole el cuello—, ahora me ocupo de ti.
Se acercó hacia la cola poco a poco y vio que la cierva estaba inquieta
porque el cervatillo estaba mal colocado. No era una mujer, pero la
anatomía no debía de ser muy diferente, pensó. Con una ligera presión
sobre el abdomen del animal y con la ayuda de la otra mano consiguió girar
a la cría con un solo movimiento, la cierva levantó la pata y su cachorro
salió todo mojado y con el pelaje moteado. La cierva alargó rápidamente el
cuello para lamerlo, dándole calor y limpiándolo al mismo tiempo, y dio un
golpecito con el morro a Ade, que lo interpretó como un gesto de
agradecimiento. Sabía que en aquel momento a esa nueva madre le
complacería que la acompañaran en dirección al bosque.
Las Ciudades Perdidas estallaron en aplausos mientras Valente corría
hacia su hermana. Las otras podían hacer levitar objetos, pero solo ella
podía ayudar a nacer. La abrazó y le guiñó un ojo a Petra:
—¿Has visto a mi hermana? ¡Ella es la bruja más poderosa de todas!
Desde aquel día, todas las Ciudades Perdidas contribuyeron a que la
estancia de Valente en esa casa fuera más mágica. Se convirtió en un juego
en el que todas participaban y que, poco a poco, las hizo más cómplices y
solidarias. Era un pasatiempo cariñoso y, hasta Leptis, inflexible si se
trataba de bromear sobre sus pociones, fruto de elaborados experimentos a
base de precipitaciones, coágulos y fermentaciones, cuando se encontraba
con Valente adornaba su discurso con palabras misteriosas y fantásticas; así,
la sala Paracelsiana, su reino, se convertía de repente en el laboratorio de
una bruja alquimista.
Ese muchachito sacaba lo mejor de todas las de la casa. Era un pequeño
imán con el poder de atraer el bien.
LA FUENTE

Habían pasado tres semanas y Ade se encontraba a mitad de camino de su


aprendizaje. Había hecho muchos progresos en el combate y el estudio y
había conseguido ganarse la confianza de Janara, que desde el principio le
había parecido la más desconfiada y menos propensa a desvelar secretos.
Tebe todavía era un hueso duro de roer, siempre ocupada con las lecciones e
investigaciones, aunque, últimamente, Ade le había notado un tono un poco
más suave y, alguna vez, observándola de lejos, la había visto incluso
sonreír.
Aquella mañana, Persepolis y Petra acompañaron a Leptis a cazar al
bosque. La despensa estaba casi vacía y Janara tenía pensado preparar una
sopa de carne para la cena. Ade, aprovechando el clima de tregua que se
respiraba en la casa, pidió permiso a Tebe para ir con ellas. Podría ayudar a
Leptis con la honda, mientras Petra y Persepolis recogían las hierbas
necesarias para la sopa y las decocciones. Tebe respondió de forma
automática que no era posible, que no había terminado las semanas de
preparación, que era muy peligroso y que ahí fuera la estaban buscando…
—¡Te prometo que estaré atenta y no me alejaré de Leptis en ningún
momento! Por favor, Tebe, déjame probar, yo también quiero ayudar… Si
algo va mal, no te lo volveré a pedir hasta que tú me lo digas.
Ade la miraba con ojos suplicantes y parecía sincera. Aquella mañana,
Tebe había tenido que ir al mercado de Serra con Aquileia, y Ade, que no
había podido recibir su lección en la biblioteca, se había quedado en casa
sin nada que hacer. Darle ese permiso podía ser una primera prueba. Tebe
buscó la mirada de Janara para que la ayudara, que asintió con la cabeza.
Antes o después tendría que salir: mejor saber con quién y si podían fiarse
de ella.
Tebe encargó a Leptis que cuidara de ella sin necesidad de palabras, y el
grupo atravesó la verja desapareciendo detrás de un muro de espinas. A Ade
le parecía imposible poder moverse de nuevo libremente entre aquellos
árboles, que para ella habían sido más que un hogar, entre aquellos olores
que había aprendido a reconocer casi antes de empezar a andar y antes de
que Valente viniera al mundo. Cada palmo de aquel bosque le recordaba un
día feliz en Torre Rossa, antes de que todo cambiase.

***
Leptis tuvo que admitir que Ade se movía muy bien por el bosque. No
les había mentido cuando afirmaba que lo conocía mejor que la palma de su
mano. Trepaba con facilidad por los árboles, sabía reconocer las huellas y
distinguir el mínimo sonido para saber dónde se agazapaban los animales
que querían cazar. Con los entrenamientos de Janara ahora se sentía más
fuerte y, cuando se subió a una rama solo con la potencia de sus brazos,
tuvo claro que no se trataba solo de una sensación, era un hecho. Sentía una
energía que nunca había experimentado y, si se lo hubieran permitido,
hubiera corrido hasta su pequeña casa y se hubiera enfrentado a Gianbattista
y a todos aquellos que, reunidos en la capilla, habían decretado su condena.
Ahora sí que se había convertido en la bruja a la que todos temían, se dijo
para sus adentros con una pizca de orgullo.
—¡Ade, ven a ver esto! —gritó Petra de repente.
—¿Puedo ir, Leptis? —preguntó Ade, que hasta aquel momento no se
había separado ni lo más mínimo del grupo.
—¿Es la liebre? —le preguntó Leptis, señalando a un pequeño animal
que se había detenido entre los matorrales.
Ade comenzó a hacer girar la honda desde la rama a la que se había
subido, apuntó y lanzó una piedra afilada. Desde que había llegado a la casa
las había estado puliendo a diario. Había algo dentro de ella que le decía
que no podía usar las piedras que se había traído de casa, como si debiera
reservarlas para una ocasión especial. El silbido del aire anticipó el golpe
seco de la piedra contra la liebre.
—¿Puedo ir a ver? —preguntó con una sonrisa en los labios.
Sin esperar una respuesta, saltó del árbol y se reunió con Petra que,
mientras tanto, había ido hasta donde estaba Persepolis.
Ambas estaban agazapadas detrás de un arbusto y miraban con atención
más allá del bosque. Desde allí se podía observar sin ser visto el camino que
iba del Monte Oscuro hasta Serra; últimamente ese se había convertido en
el pasatiempo preferido de las jóvenes Ciudades Perdidas. Atlantide e Itaca
habían descubierto que por aquel sendero pasaban a menudo los benandanti
que se dirigían hacia la cueva y, gracias a su perseverancia, habían
aprendido a reconocerlos y evitarlos en sus rápidas visitas al mercado.
—¿Qué estáis mirando? —preguntó Ade cuando se reunió con sus
amigas.
—¡No grites! ¡Agáchate! —le ordenó Petra dándole un tirón—. ¡Mira!
—añadió señalando la silueta a contraluz de un muchacho que descendía
solitario del monte.
Ade entrecerró los ojos y trató de enfocar lo que a primera vista parecía
solo una sombra oscura en movimiento. Sabía cuánto medía, reconoció su
agilidad al caminar y la línea suave de sus músculos, aunque su rostro
todavía permanecía en la sombra. Cuando estuvo lo suficientemente cerca,
al pasar bajo las ramas de los árboles, Ade reconoció los cabellos rizados de
Pietro y sus inconfundibles ojos almendrados, aquellos ojos que, de vez en
cuando, después de su breve encuentro en Serra, volvían para llamarla
Mediafalda en sus pensamientos.
—Pietro… —Ade pronunció su nombre casi sin darse cuenta.
—¿Sabes cómo se llama? —preguntó Persepolis, asombrada e irritada a
la vez.
Ade, avergonzada, sacudió nerviosamente la cabeza.
—Creo que se llama así… no estoy segura. Alguien dijo su nombre
aquel día en el mercado —trató de explicarse, balbuceando.
—Es uno de ellos, no puede vernos —dijo Petra para calmar la tensión.
—¿Quiénes son «ellos»? —preguntó Ade, más curiosa que asustada.
—¡Los benandanti! Pero ¿dónde has estado viviendo tú? —le contestó
Petra con determinación.
Ade había oído hablar de ellos en Torre Rossa, sabía que eran los
«predestinados» —así los había llamado su abuela—, hombres que habían
nacido diferentes, con la misión de combatir el mal y a los malandanti.
—Por lo tanto nos protegen, ¿verdad, abuela?
—Hasta que nosotras nos convirtamos en el mal, pequeña mía.
Aquel día Ade no entendió a qué se refería su abuela, pero unos años
después, en la plaza de Serra, cuando le lanzaron la primera piedra en la
nuca, lo comprendió todo. El mal y el bien no eran categorías inmutables,
cambiaban como el viento cambia de dirección, cuando escampan las nubes
o te obliga a entrar corriendo en casa antes de que estalle una tormenta.
Mientras tanto, Pietro casi había descendido del Monte Oscuro y se
había detenido a beber de su bota. Se tiró un poco de agua por la cabeza
para refrescarse del calor, que en aquella hora de la mañana empezaba a ser
fuerte. Al sacudir la cabeza se formó un pequeño arcoíris a su alrededor.
Ade lo miraba en silencio mientras Petra y Persepolis habían vuelto a su
búsqueda de hierbas medicinales. De vez en cuando, Persepolis la miraba y
le hacía una señal para que se alejara, porque Pietro se estaba acercando y
podía descubrirla, pero Ade no se movía. No entendía por qué tenía que
tenerle miedo.
Cuando Pietro se puso en marcha otra vez, Ade se alejó del escondite —
las otras mujeres ya se habían ido— protegida por la vegetación. Se movía
ágil y ligera, como un animal habituado a cazar sin hacer el mínimo ruido.
Se justificaba diciendo que quería saber hacia dónde se dirigía, pero
realmente —sentía cómo le hervía la sangre y cómo un repentino calor le
subía por el cuello y el rostro— lo que quería era no perderlo de vista, como
si todos aquellos días hubiera sido lo único que hubiera estado deseando.
Era una atracción que la hacía sentir culpable, la enfadaba y no podía
controlar y, además, iba en contra de las reglas de Tebe y de la casa. Sentía
en el pecho un vértigo cada vez más fuerte que la embriagaba de felicidad y,
al mismo tiempo, la atemorizaba, como si estuviera suspendida en un
puente de cuerda sobre un barranco mientras empezaba a soplar un viento
fuerte: el deseo de lanzarse al vacío era parecido a llegar corriendo al lado
seguro de la montaña.
Ade veía que se acercaba el límite del bosque y sabía que para ella era
infranqueable, porque más allá estaba el camino iluminado por el sol, la
ciudad, los hombres y las mujeres de Serra. Todo aquello que allí fuera era
vida, para ella significaba la muerte. Cuando llegó al límite tuvo la
tentación de llamar a Pietro para que se diera la vuelta, solo una vez. ¿La
reconocería? ¿Se acordaría de ella como ella se acordaba de él y de sus
ojos? Si lo hiciera, traicionaría a las Ciudades Perdidas y Ade no podía caer
en eso. Aunque a veces ocurre que, donde no llega el coraje, viene en
auxilio el destino, que se abre camino entre las intenciones calladas de un
joven corazón y vence senderos intransitables para satisfacerlo.
Retrocedía lentamente mientras seguía con la mirada a Pietro, que se
dirigía a Serra, cuando incurrió en uno de aquellos errores que nunca
hubiera cometido en otras circunstancias, de hecho, nunca antes le había
ocurrido. No puso atención en dónde pisaba y tropezó con una raíz de roble.
En unos segundos perdió el equilibrio, cayó sobre unas ramas secas y una
pequeña bandada de pájaros que reposaba entre el follaje del árbol salió
volando asustada.
—¿Quién anda ahí? —preguntó Pietro, dándose la vuelta, en tono de
alarma.
Los entrenamientos lo habían hecho sentirse seguro de sí mismo y
ningún animal del bosque, asustado por sus pasos, le haría perder su
firmeza.
Ade permaneció inmóvil a los pies del roble, esperando no tener que
arrepentirse para siempre de aquel único momento de debilidad.
—¿Hay alguien? —gritó Pietro, acercándose peligrosamente a los
límites del bosque. Pensaba que, si de verdad había alguien al acecho, era la
ocasión de poner en práctica la nueva maniobra que le había visto hacer a
Benedetto.
Ade no podía escapar porque Pietro la hubiera visto correr, pero
tampoco podía quedarse allí esperando tropezarse con él tan pronto
traspasase los árboles. Lo único que podía hacer era trepar por aquel roble
lo más rápido posible. Así lo hizo, se agazapó en una de las ramas más
bajas esperando a que Pietro se alejara. Se cubrió la cabeza y el rostro con
la capucha del abrigo. Por un momento pensó en su hermano, que cuando
era pequeños y jugaban juntos, para que no lo encontrara, cerraba
simplemente los ojos y decía: «Si yo no te veo, tú tampoco puedes verme».
Esperó que tuviera razón.
Mientras tanto, Pietro se había adentrado en el bosque y miraba a su
alrededor, por si lo acechaba un ladrón o un animal salvaje.
Se acercó al roble y observó un montoncito de ramas rotas. Vio una
honda en el suelo y se dispuso a cogerla. Ade asomó la cabeza por la
capucha, porque recordó que durante la caída había perdido su arma. No
quería quedarse sin ella, tendría que tallar otra si Pietro la cogía. Tratando
de no hacer ruido, se movió para controlar la posición del muchacho que,
justo en ese momento, estaba debajo de ella. Podía sentir el olor acre del
azufre de sus cabellos, el agua de aquella bota procedía con toda seguridad
de las fuentes opacas del Monte Oscuro, que quemaban la piel pero
saciaban la sed.
Mientras estudiaba cómo salir de esa situación sin ser vista, Pietro dio
un salto, la agarró por los tobillos y la tiró hacia abajo. Ade cayó encima de
él sin poder controlar la caída. Alejarse de la cueva no había sido una
pérdida de tiempo: con una maniobra de luchador, de hecho, Pietro tiró a
Ade contra el suelo y le clavó la rodilla en el cuello, cortándole la
respiración. Todavía llevaba la capucha puesta que le tapaba medio rostro.
A Ade le costaba respirar, sentía el peso del cuerpo de Pietro y un terrible
dolor que le subía por la nuca. Si hubiera tenido fuerzas para reír, lo hubiera
hecho, debía ser cosa del destino que, cada vez se encontraba con Pietro,
acababa en el suelo con un fuerte dolor en la cabeza. La situación ahora no
era para reírse: él estaba encima de ella de forma peligrosa, nunca podría
liberarse.
—¿Quién eres? ¿Quieres robarme? —preguntó Pietro con un tono
enfadado.
Ade no respondió. Desde la oscuridad de su capucha solo podía entrever
el mentón de Pietro y sus labios muy cerca de ella. Estaba perdida, la
arrestaría, no vería más a Valente, nunca más volvería a casa.
Nervioso por el silencio de aquel desconocido, el muchacho le apartó la
capucha para poder mirarlo a los ojos. En cuanto vio el rostro de Ade, su
expresión dejó de ser hostil:
—¡Deberíamos dejar de encontrarnos así, Mediafalda!
La había reconocido y, no solo se acordaba de ella, le estaba alargando
la mano para que se levantara. Ade estiró el brazo, pero en vez de
levantarse, cuando sus dedos se entrecruzaron, tiró con fuerza hacia el suelo
y lo hizo caer. Una vez que lo hubo reducido sentada sobre las hojas, se
puso en posición de defensa. Ahora era ella la que ponía en práctica las
enseñanzas de Janara, derribando a Pietro y dándole la vuelta a la situación.
Si él creía que iba a poder con ella, se equivocaba.
—¡Eh! ¿Qué pasa? ¿No te acuerdas de mí? ¡Tranquila! —balbuceó
Pietro, sorprendido por la reacción de Ade—. ¡No te haré daño!
—Eso es mío —respondió Ade, señalando la honda que Pietro tenía en
la mano.
—No era mi intención robártela, estaba en el suelo. Toma…
Ade se relajó. El tono de Pietro era calmado y nada amenazante. Cogió
la honda y se la metió enseguida en el bolsillo interno de sus pantalones
anchos.
—¿Qué haces en el bosque? ¿Me estabas siguiendo? —preguntó Pietro
en tono gracioso.
—Estaba cazando…
—¿Con qué? ¿Con esto? —dijo él riéndose y señalando el bolsillo de
donde sobresalía la honda.
Ade se levantó, sacó la honda y la cargó con una de sus piedras
especiales, la de color blanco. No podía fallar. Cogió una piedra grande del
suelo y empezó a girar la honda muy cerca del rostro de Pietro, tanto que se
apartó a un lado para evitar que le diera. Luego miró a su alrededor y lanzó
la piedra en dirección a un árbol bastante alejado. En cuanto un grupo de
pájaros alzó el vuelo, apuntó y lanzó. De la bandada cayó el ejemplar más
grande, a peso muerto y en perpendicular. Casi enfrente de los ojos
admirados de Pietro.
—De acuerdo, te creo…
Ade se puso la capucha y emprendió la marcha. Pietro corrió en su
busca y la sujetó del brazo.
—Espera, ¿ya te vas?
—Debo volver al bosque… no puedo quedarme aquí. Contigo…
—¿Por qué? ¿Crees que soy peligroso? A mí me han dicho que la
peligrosa eres tú, que eres una bruja, eso es lo que dicen en la ciudad… —
bromeó Pietro.
Ade se soltó bruscamente y lo empujó.
—¡Vete con tus amigos!
—Disculpa, no lo decía en serio… Vamos, no te pongas así, Mediafalda,
estaba bromeando. Yo no tengo ninguna relación con ellos… con aquellos
que querían matarte en el mercado, ¡créeme! He vuelto a Serra después de
mucho tiempo. Estaba en Roma estudiando en la universidad. Además, la
verdad es que creo que solo son historias para contar alrededor del fuego y
asustar a los niños, pero nada más.
—Eso díselo a la gente del mercado… —Ade miró durante un instante
hacia el suelo con los puños cerrados y añadió—: ¿Tú no crees que yo soy
una bruja?
—No más de lo que lo soy yo.
—Pero tú eres un benandante, ¿no?
—No, Mediafalda, no soy un benandante… Entreno con ellos para
obedecer a mi padre, pero no creo en nada de lo que dicen o hacen. Soy un
estudiante y pronto seré médico, para tu información. Lo único que quiero
es volver a Roma lo antes posible.
Al oír esta frase, el rostro de Ade se ensombreció, pero Pietro no se dio
cuenta, estaba empeñado en justificar esas mañanas en la cueva.
—Si fuera una bruja no tendría que esconderme. ¡Tendría poderes y
podría defenderme! ¡No hubiera permitido que me echasen de mi casa! Un
poco de magia me hubiera ido bien, créeme…
—No debería ser necesaria la magia para satisfacer tus deseos. Nadie
quiere que le quiten la casa o la libertad. —Pietro se acercó
imperceptiblemente a Ade.
Una voz muy clara se oyó entre los sonidos del bosque. Leptis la estaba
llamando.
—Tengo que irme… Me están esperando.
—¿Quién te está esperando? —Puesto que no parecía tener la intención
de responderle y sabiendo que tenía muy poco tiempo, Pietro le preguntó
sin pensar—: ¿Cuándo puedo volver a verte?
A Ade la cogió desprevenida. No tenía respuesta a aquella pregunta,
pero sabía que quería volver a verlo. Le hubiera gustado citarse otra vez con
él, como si fueran dos muchachos normales, pero no lo eran, y, en este caso,
ni la magia podía ayudarla. Debía volver con Leptis, tenía que estudiar y
tratar de salvarse de los hombres que la estaban buscando, y solo Dios sabía
qué le harían si la encontraban.
—No puedo… no podemos —respondió Ade, bajando la mirada.
—Nunca me he detenido ante algo que parecía imposible…
—Mis maestros dicen que lo imposible es solo lo que no conocemos.
—Pero en Serra me conocen bien… —dijo Ade, intentando parecer
segura.
—Pues entonces nos veremos en el bosque, donde solo eres una
Mediafalda que caza pájaros y yo un muchacho que vuelve a casa… —
Pietro miró a su alrededor—. Allí, ¿ves esa fuente? —dijo señalando un
viejo abrevadero para animales excavado en la roca y por donde corría el
agua de un río cercano—. Podemos vernos allí, cuando la luna esté alta en
el cielo… cuando nadie pueda vernos, solo yo, que vendré a tu encuentro.
Ade lo miró y no pudo evitar sonreír.
—Pero mis cabellos son castaños y no brillan a la luz de la luna como
los rubios cabellos de Isolda…
Pietro la miró sorprendido:
—¿Conoces la historia de Tristón e Isolda? Entonces sí que debes ser
una bruja.
—No, solo soy una muchacha que ha aprendido a leer con un libro de
sopas y decocciones…
Pietro se acercó lentamente, sin apartar sus ojos de los de Ade.
—Dime que volveremos a vemos, Mediafalda, dime que no me tienes
miedo.
—Yo no le tengo miedo a nadie.
—No me refería a esto.
—No me llamo Mediafalda.
—Lo sé, pero te queda bien.
Sus rostros estaban muy cerca, Ade sintió que de repente se le aceleraba
el corazón y le subía hasta la garganta, notó un hormigueo en los labios
como si miles de insectos microscópicos caminaran por ellos, un intenso
calor le quemaba las mejillas, y las piernas, hasta ese momento estables y
firmes, se transformaban en briznas de hierba que se levantaban con el
mínimo soplo de viento. «¿Qué me está pasando?», pensaba, mientras con
un gran esfuerzo intentaba volver en sí y alejarse del deseo de abandonarse
a aquella tibieza que le nublaba la mente. Esa sensación se parecía a lo que
sintió el día que robó un frasco de licor de la reserva secreta de la abuela y
se lo bebió todo de un trago.
La segunda llamada de Leptis llegó como una bendición y le dio la
fuerza necesaria para volver en sí y encontrar su lugar en el mundo, un
lugar alejado de Pietro. Echó a correr sin decir nada, ni tan solo se dio la
vuelta cuando Pietro la llamó por su nombre.
—¡Adelaide!
El sonido de aquella palabra oída mil veces le pareció nuevo, más
intenso. Pietro sabía su nombre. Ade creyó enloquecer de alegría.
El bosque se la tragó después de pocos pasos y desapareció tal como
había aparecido. El sonido de un trueno interrumpió la quietud del bosque.
Mientras tanto, Pietro, de regreso a casa, se sorprendió pensando en cuándo
podría volver a verla.
FORTUNATA

Una ráfaga de viento agitó la larga melena negra de Tebe mientras ella y
Aquileia entraban en la plaza de Serra. Habían atado los caballos fuera de la
muralla de la ciudad, después de haber difuminado sus huellas en el bosque,
como siempre hacían, un poco adelante y un poco atrás, entre el río y el
camino. Nadie había conseguido nunca acercarse a las zarzas que escondían
el acceso a la casa, pero con la llegada de Ade, Tebe tenía miedo de que
aumentaran las batidas de los benandanti y, por tanto, tenían que ser más
precavidas.
—Este es un viento frío del oeste. Está a punto de llegar una tormenta
—dijo Tebe, apartando un mechón de sus ojos oscuros con un gesto
elegante.
Al pasar por delante de la iglesia, Aquileia vio un papel clavado en la
puerta cerrada.
—Hoy hago la compra yo. Nos vemos donde los caballos, dentro de una
hora, ¿de acuerdo? —preguntó segura de recibir una respuesta afirmativa.
—De acuerdo, pero haz el recorrido corto. Solo lo estrictamente
necesario. Ve a casa de Lena y pregunta cómo están sus hijas, luego pasa
por el molino para el aceite, si no te lo venden, prueba con Salvatore y… —
Tebe dejó de hablar cuando vio la expresión divertida de Aquilea—.
Disculpa, sabes perfectamente lo que debes hacer, lo sé. Solo estoy
preocupada, en los tiempos que corren debemos andarnos con cuidado. Nos
vemos donde los caballos, yo voy al mercado.
Se separaron delante de la iglesia y, cuando Tebe dobló la esquina,
Aquileia corrió a leer el aviso de la puerta.
Con una caligrafía elegante y llena de gracia, el maestro Mattia Corso
Trevisan anunciaba estar buscando un joven colorista para terminar el
fresco de la nave central de la iglesia. Debía tener probada experiencia en
algún taller y un gran conocimiento de los colores rafaelitas.
Aquileia leyó al menos cuatro veces aquellas pocas líneas antes de
atreverse a empujar la puerta para entrar. Cuando lo hizo, volvió a notar ese
dolor en los pulgares que se le ramificaba hasta las puntas de los otros
dedos, como si se tratara de un oscuro presagio o de una advertencia
amorosa.

***
Doce ampollas de cristal finísimo, las más pequeñas, que puedan
contener unas pocas gotas de esencia. Estas eran las indicaciones que Leptis
le había dado a Tebe, que acababa de salir del vidriero de Serra con su
pequeño tesoro envuelto en un paño grueso para evitar que se rompieran
durante el viaje de vuelta. Antes de dirigirse hacia la muralla de la ciudad,
vio a una anciana encorvada y pálida que daba vueltas sobre sí misma
mirando el cielo despejado de nubes. Reconoció en aquella mirada opaca y
extraviada a Fortunata, la única superviviente del naufragio del barco de los
locos de hacía unos años; la tragedia quiso que, en vez de desembarcar la
carga de locura en las plácidas orillas del Tíber, la nave se hundiera en
extrañas circunstancias cuando se acercaba a la desembocadura, no muy
lejos de Serra.
Un grupo de jóvenes leñadores, que amontonaban troncos para ser
trasladados por la corriente, encontraron a Fortunata desaliñada y medio
ahogada. Cuando la mujer abrió los ojos, revelando su ceguera casi total,
susurró varias veces seguidas la palabra «Fortunata». Nadie supo nunca si
aquel era su nombre o si la anciana había sido consciente de su fortuna al
salvarse. Después del naufragio tampoco dijo mucho más. Vagaba por los
callejones de Serra comiendo lo que la gente le dejaba en la puerta de sus
casas y dormía donde podía, según la estación. De vez en cuando, monseñor
Tosco le permitía tumbarse en los peldaños de la iglesia para pedir limosna
y, aprovechando su ceguera, se apropiaba de un poco más de una décima
parte de lo que recogía al día para los trabajos de renovación. Tebe no había
tardado mucho en comprender que Fortunata era una viejecita con la mente
alterada que padecía pérdida de memoria y melancolía. Para los demás, solo
estaba loca de atar.
Tebe se le acercó para saludarla y darle un ungüento que Leptis
preparaba a propósito para aliviarle el dolor de los ojos, que con el paso del
tiempo se había agudizado. Le puso una mano sobre el hombro con
delicadeza e hizo que dejara de girar sobre sí misma.
—¿Cómo estás, Fortunata? ¿Estás bien? —le preguntó, agachándose
para que la oyera mejor, ya que la anciana le llegaba a la altura del codo.
Fortunata se detuvo y le dedicó una sonrisa desdentada. Buscó con sus
manos los brazos de Tebe y se los acercó a las mejillas arrugadas.
—Ponte un poco de esto y estarás mejor… ¿Has comido? —siguió
preguntando como si esperara respuesta.
—Lluvia… negra —dijo Fortunata, señalando al cielo azul.
—Todavía luce el sol, pero sí, el viento viene cargado de promesas
aguadas. Acércate, te dejo pan fresco para la noche. —Tebe sacó un
pequeño frasco de la bolsa que llevaba a la espalda y la abrió frente al rostro
de Fortunata para que la mujer pudiera reconocer el olor y no se asustara.
—Lluvia… negra —repetía como una cantinela mientras Tebe le
masajeaba los párpados con el ungüento.
Estaba observando el estado de la membrana opaca de los ojos de
Fortunata cuando una canica rodó hasta sus pies y el sonido a sus espaldas
de unos pasos nerviosos le confirmó que no estaba sola.
—Sois una bruja de poca monta. La anciana loca sigue ciega a pesar de
vuestros potingues.
Tebe reconoció de inmediato la voz de Cesare y se enderezó sin miedo,
dispuesta a encararse con él. Iba acompañado de otros jóvenes benandanti,
de los que, poco a poco, se había ido aprendiendo los nombres: Benedetto,
Nicola y Spirto, este último ahora ocupado en recoger sus canicas
esparcidas por el suelo.
—Esto debería enseñaros algo sobre lo que llamáis brujería, señor, si
vuestra cabeza no estuviera del todo hueca. Pero entiendo que es pedir
demasiado a alguien que prefiere no hacerse preguntas y encontrar
directamente respuestas simples.
—¡Cuidado con lo que decís, señora! —le advirtió Cesare,
pronunciando la última palabra con un tono sarcástico y amenazador.
—Lluvia… negra —continuó Fortunata, como si todo lo que sucedía a
su alrededor no fuera con ella.
—¿La escucháis? ¡Habla de lluvia con este sol! ¡Tiene visiones! —
exclamó Cesare mirando a sus amigos.
—¡Su cabeza está tan vacía como mis canicas! —añadió Spirto,
riéndose y sacudiendo una de sus canicas, que no emitió ningún sonido.
—¡Tendría que estar en el fondo del río con los que eran como ella! —
concluyó Benedetto.
—¿Y tú? —preguntó Tebe, dirigiéndose a Nicola—. ¿No tienes nada
que añadir?
Nicola la miró a los ojos y se llevó su rosario a los labios.
No podemos hacer nada por ella. Es víctima del demonio de la locura y
por eso debe ser condenada al fuego. Solo falta elegir el tipo de llama,
terrenal o infernal.
Tebe entrecerró los ojos y dijo:
—Fortunata no está loca y mucho menos endemoniada. ¡Es una anciana
enferma, pobre y ciega! Algo que, ojalá no sea así, podría sucedemos a
cualquiera de nosotros. ¡Su vida vale igual que la vuestra, que la mía o que
la del señor de Serra! Dice «lluvia negra», porque, aunque no puede ver,
reconoce las señales de la naturaleza, el viento que cambia y la humedad
del aire, y sabe que dentro de poco estallará una tormenta. Sus ojos
funcionan mejor que los vuestros, que os obstináis en ver con los de los
demás. ¿Dónde está vuestro señor y patrón? ¿Por qué no ha venido a
socorreros todavía de esta peligrosa bruja? —Tebe gritó estas últimas
palabras como si las dirigiese a toda Serra, en vez de solo a esos cuatros
muchachos. No había podido controlarse, ver a Fortunata indefensa, frente a
la amenaza que los benandanti significaban para ella, le impedía ser cauta.
—Tantos años y todavía no podéis prescindir de mí, Tebe. —Sante salió
de la taberna de Settimo Tenace al oír el barullo que se había formado en la
plaza.
—Son vuestros discípulos los que no pueden estar sin mí, ni tan solo
cuando estoy dando de comer a una pobre mujer. Se llama caridad cristiana,
aunque de estas cosas vos deberíais saber más que yo.
—La verdad es que os estábamos buscando. Os han visto en la ciudad
esta mañana —dijo Sante. Se acercó a Tebe y se detuvo justo delante de
ella.
—No habrá sido difícil encontrarme, como veis, no me escondo. ¿Por
qué me buscabais con tanta insistencia, Sante? —Esta vez fue Tebe quien
avanzó hacia él, forzándolo a dar un paso atrás.
—Estamos buscando a una joven de una aldea más allá del río, una
muchacha de Torre Rossa, de unos dieciséis años, se llama Adelaide. Viaja
con su hermano pequeño y se habrá perdido en el bosque…
—¿Y puedo preguntar por qué la estáis buscando?
—Porque a pesar de su corta edad ya es toda una bruja, incluso ha
causado la muerte de una criatura.
—Como ya os he dicho en el pasado, yo no acojo a brujas, sino a
mujeres. Si esta que buscáis es una bruja, conmigo no la encontraréis.
Sante se acercó amenazante al rostro de Tebe y aproximó los labios a su
oído. Le apartó un poco los cabellos y le susurró, para que nadie más lo
escuchara:
—Andaos con cuidado, Tebe, que nuestro acuerdo ya no tiene valor si
escondéis a una bruja entre vuestras protegidas.
—Os recuerdo que nuestro acuerdo tendrá valor hasta que me hayáis
devuelto el último céntimo de lo que os presté para vuestra próspera
actividad. ¿U os habéis olvidado de cuando vinisteis corriendo a mí después
del incendio? —Tebe no bajó la voz en ningún momento, a pesar de que
nadie en Serra sabía a qué se refería, ni tampoco la creerían a ella antes que
a él.
—¿Y vos, Tebe, habéis olvidado quiénes sois? —respondió Sante,
agarrándole el colgante y sacando la diminuta ampolla que llevaba
escondida entre la ropa. Una ampolla muy parecida a la que los benandanti
y él mismo llevaban.
Tebe lo amenazó con el puño cerrado y lo miró fijamente a los ojos.
—Yo sé quién soy, Sante. Lo sé tanto como para tener claro de qué parte
estoy. Sois vos quien todavía no habéis entendido que las brujas que buscáis
son mujeres como yo. Que no hay nada de mágico o maléfico en lo que
hacemos. Que yo, con este velo del colgante, el mismo que lleváis vos, no
soy vuestra enemiga y en mí no hay más que piedad cristiana y
conocimiento. ¿Desde cuándo la sabiduría y la sensatez son instrumentos
del demonio?
Sante permaneció en silencio, las palabras de Tebe habían dado en el
blanco. Ella era como una espina clavada. Ella, benandante de nacimiento,
hacedora del bien, había decidido alejarse de la Compañía cuando Sante
había abrazado la cruzada contra la nueva herejía.
—¿Qué os ha sucedido, Sante? ¿Por qué habéis preferido la oscuridad
de las creencias y habéis cerrado la puerta a la luz del futuro? —le espetó
Tebe.
Sante estuvo a punto de gritárselo a la cara, de vomitarle encima todo su
dolor, de hacerle experimentar la angustia y la pena que él sentía cada día al
volver a casa. Él sí merecía una muerte lenta, la tisis en su cuerpo y la
locura en su mente. No su mujer, un ejemplo de virtud que nunca había
confundido los placeres carnales con el amor. Por sus locas pasiones de
juventud, su única traición, el Señor lo había castigado en la tierra con una
pena injusta. ¿Cómo podía explicarle a Tebe que por culpa de ellos, de
aquella única noche de amor de hacía mucho tiempo, su mujer se estaba
muriendo, y que el único modo que había encontrado para apaciguar la ira
de Dios y esperar el milagro de la cura era convertirse en su más fiel
soldado contra Satanás? No podía decírselo y, además, no lo entendería.
—Habláis como mi hijo, que ha estudiado en la universidad de Roma,
pero que ha decidido quedarse en Serra entre nuestras creencias y luchar en
nuestra batalla. Él lo ha entendido, es un hombre. La sabiduría no está
precisamente en la naturaleza de las mujeres. Si una mujer quiere hacerse
pasar por sabia, ¡ya vemos su destino! —dijo Sante en tono socarrón,
señalando a Fortunata, que había vuelto a girar sobre sí misma mirando al
cielo—. Quien traiciona su propia naturaleza, redobla su propio defecto.
Tebe cerró el frasco del ungüento, acarició la frente de Fortunata a
modo de despedida y, con una mirada severa, se volvió hacia quien fuera su
amante, el muchacho al que una vez consideró un hombre justo.
—Estoy contenta de que os hayáis reencontrado con vuestro hijo, Sante.
Nosotros no tenemos nada más que decirnos. Es inútil que hagáis que me
sigan, ya sabéis que solo podréis encontrarnos si nosotras nos dejamos. —
Dicho esto, se alejó de la plaza.
—Recordad que quien esconde a una bruja se convierte en cómplice y
puede ser condenado por el mismo pecado de herejía.
—Ya nos estáis condenando —respondió Tebe sin apenas girarse.
Cesare y Benedetto se dispusieron a seguirla, pero Sante los detuvo.
—Tiempo al tiempo, Cesare. Necesitamos pruebas.

***
Cuando el primer trueno dejó claro que la anciana Fortunata no estaba
tan loca, en los límites del bosque, junto al río y por el camino que conducía
a Serra, se cruzaron Pietro —de vuelta de su extraño encuentro amoroso—,
Tebe y Aquileia —a caballo hacia la casa escondida tras las zarzas— y un
joven fraile dominico que señaló la muralla de la ciudad como si fuese la
tierra prometida. Tebe pensó que, a buen seguro, como muchos de su orden,
debía hacer muchos días que estaba en camino y se dirigía hacia la ciudad.
Intercambiaron una mirada rápida, casi distraída. Solo Pietro hizo un
saludo de gentilhombre con la cabeza, antes de que Tebe apartara la mirada
y ajustara las riendas para dirigirse hacia la parte más oscura del bosque.
EL NOGAL

Un ruido ensordecedor interrumpió el sueño de las Ciudades Perdidas, y


una luz blanca y fría iluminó durante unos instantes el silencio inalterable
de la casa. Había pasado tanto tiempo desde el inicio de la tormenta que
nadie recordaba cuánto hacía que había comenzado. Durante horas, una
lluvia fina y unas fuertes ráfagas de viento golpearon el bosque y sus
inmediaciones.
—Este ha debido de caer muy cerca —dijo Leptis, que no podía dormir
por el ruido—. Voy a comprobar que todo esté bien.
Tebe, adormecida, se dio la vuelta y la rodeó con un brazo, atrayéndola
hacia sí:
—Está Janara… Ella se encarga, ya sabes que se lo toma como una
misión. Quédate.
Leptis se dejó convencer por la tibieza del cuerpo de Tebe contra el
suyo, pero permaneció con los ojos abiertos en la oscuridad, alerta, como si
realmente la tormenta pudiera entrar por la ventana de un momento a otro.
Si hubiera mirado en dirección contraria, habría visto una luz cálida y
trémula que iluminaba la rendija bajo la puerta de su estancia y una sombra
que se detenía delante durante unos instantes. Janara, como siempre, hacía
la ronda. En contraste con su fuerte constitución, sus pasos eran muy
ligeros. La viejas tablas del suelo crujían al pasar un gato, pero cuando ella
lo hacía enmudecían a sus pies. Un prodigio que a los ojos y oídos de las
Ciudades Perdidas ahora era normal, pero que durante las primeras noches,
les había parecido un misterio inexplicable.
Cuando hubo terminado su ronda por los pisos superiores, bajó
corriendo las escaleras y se detuvo ante la puerta principal. Apoyó el
candelabro en un saliente de la roca viva de las paredes y abrió la puerta de
golpe. Una ráfaga de viento húmedo y frío la sacudió e hizo temblar las
llamas de las velas. El ruido de la tormenta se parecía al estruendo de las
ruedas de los carros sobrecargados de mercancía, y el silbido del viento,
aquella noche, recordaba al de un pastor llamando a su rebaño; o más bien
al de un cuerno que llamaba a las tropas a la batalla. Una cortina de lluvia le
impedía ver dos pasos más allá, y la luna se escondía detrás de una espesa
capa de nubes. Protegida por la marquesina, Janara escrutaba la tormenta
mientras sus cabellos recogidos luchaban contra la fuerza del viento. Poco
antes de cruzar la cortina de lluvia, se desató las trenzas y, con el vendaval,
un laberinto de cabellos plateados tomaron vida en torno a su cabeza. Su
cuerpo, curvado por los años, pareció enderezarse con el contacto de la
primera gota y estirarse hasta formar la silueta de la muchacha que fue en el
pasado.
Caminaba a zancadas bajo la tormenta y solo se detuvo cuando vio a su
lado la señal de un rayo que acababa de caer. Miró al cielo y dejó que la
lluvia inundara su cara. Luego se arrodilló, cerró los ojos y susurró una
plegaria:
—Sobre el agua y sobre el viento, sobre cada desconcierto, aquí reposa
mi juramento, bajo el nogal de Benevento.
A cada estrofa, un relámpago iluminaba el cielo. La lluvia parecía
detenerse sobre su cabeza sin mojarla, cayendo a su alrededor, como si
siguiera las curvas de una capa invisible. Ella cerró los ojos sin dejar de
recitar la invocación y continuó hasta que los cabellos se secaron.
De repente enmudeció y abrió los ojos. Delante de ella se abría un prado
verde inundado por un sol pálido. La tibieza que sentía sobre su piel era
más por la serenidad que experimentaba que por el calor de los rayos del
sol. Las aguas del río Sabato corrían plácidas y transparentes, enroscándose
con las raíces de los árboles de la orilla del río. Janara llevaba puesta una
túnica blanca hasta los tobillos. Iba descalza, y los cabellos plateados le
caían de forma ordenada por la espalda. Se dirigía hacia un nogal enorme
que aparecía majestuoso ante sus ojos. Las ramas se extendían por todo su
alrededor y la sombra que proyectaban cubría por completo la colina y
creaba un refugio de frescor en una tierra de luz. Las hojas, afiladas como
lanzas, parecían mecidas por un viento inexistente. Junto al silbido se oía
también el siseo inquietante de decenas de víboras doradas enroscadas a las
ramas nudosas del nogal. Algunas, aquellas que se encontraban más cerca
de la copa, tenían dos o más cabezas que sobresalían de un único cuerpo.
Aquel nogal estaba lleno de vida.
Cuando llegó al árbol, Janara se arrodilló, apoyó la mano izquierda
sobre el tronco y dejó de entonar la plegaria que había retomado momentos
atrás. En cuanto la manó rozó la madera mágica, aparecieron a su lado otras
mujeres que llevaban la misma túnica blanca. También apoyaban su mano
sobre el tronco, como si se tratase de un único abrazo. Janara puso
delicadamente su mano derecha sobre el hombro de la mujer que tenía a su
lado y las otras la imitaron. A sus espaldas apareció otra hilera de mujeres
que alargaban su mano izquierda hasta la espalda de la mujer que tenían
delante, y la derecha hacia la que estaba a su lado, y así, sucesivamente,
hasta la base de la colina. Una telaraña de mujeres, unidas unas a otras y,
todas ellas, al nogal.
De repente, Janara sintió un calor que subía desde la tierra hasta las
rodillas, ascendía por los muslos, el pubis e incendiaba el pecho. Abrió los
ojos y vio su cuerpo rodeado por una gran víbora con la cabeza girada hacia
ella. Los ojos amarillos de la serpiente querían penetrar su iris y despojarla
de cualquier defensa. En la propia imagen, vio reflejadas las batallas en
Oriente, la herida que había producido aquella gran cicatriz en su rostro, las
torturas y hasta la casa de las Ciudades Perdidas. Una pequeña víbora
dorada se deslizaba por debajo de la puerta principal y subía por las
escaleras que llevaban a los dormitorios.
Janara tenía miedo, pero no podía moverse. Desde el jardín no podía
protegerlas. Sus ojos seguían a la víbora, vio que se introducía en la
estancia de Ade por la rendija bajo la puerta. La serpiente subía por la pata
del lecho hasta el colchón. La tormenta debía haber despertado a Valente: él
y Ade estaban abrazados en el mismo lecho y respiraban tranquilos. La
serpiente siguió reptando hasta aquella pequeña colina de cuerpos
abrazados. Miró fijamente a Ade y sacó su lengua bífida hacia su rostro,
dispuesta a atacar. De aquel cuerpo oscuro y venenoso surgió otra cabeza de
ojos vidriosos. El animal había mutado su naturaleza: ahora dos cabezas
vigilaban el sueño de los dos hermanos.

***
Cuando Leptis oyó caer, a poca distancia, el cuarto rayo, se levantó del
lecho sin pensárselo. Tebe la siguió, también preocupada. Lo que vieron en
el jardín de la casa les cortó la respiración. Janara estaba desplomada en la
hierba y parecía que llevaba mucho rato así. La lluvia caía sobre ella con
fuerza, y los rayos estallaban a pocos pasos de donde se encontraba, como
si fuera una barca a la deriva en mitad de una tormenta.
Leptis trató de levantarla, pero Tebe se lo impidió:
—¡Será mejor no moverla!
—¡Los rayos podrían matarla! —replicó Leptis, mirando a Janara con
ojos aterrorizados.
Leptis la llamó por su nombre a gritos, por encima del estruendo de la
tormenta. Nada parecía sacarla de su estado aletargado. De repente, el
temporal empezó a aflojar, los rayos desaparecieron y las nubes se
diluyeron con el viento. Un rayo de luna menguante le iluminó el rostro.
Tenía los ojos completamente abiertos. Tebe y Leptis se acercaron a toda
prisa.
—¡Janara! ¿Qué sucede? ¿Estás bien?
Ella las miró en silencio y luego habló:
—La hemos encontrado… Pero eso significa que él vendrá a buscarla
pronto.
Dicho esto se puso en pie y, tambaleándose, corrió hacia la casa,
seguida de Tebe y Leptis. Abrió de golpe la puerta de la estancia de Ade.
Los dos hermanos yacían en el lecho abrazados e inmóviles. Janara se
acercó para escuchar si respiraban. Estaban durmiendo, aunque el
movimiento nervioso de los párpados mostraba que estaban teniendo una
pesadilla. Junto al lecho, en el suelo, encontraron el cuerpo de una víbora
con las dos cabezas cortadas.
A las tres mujeres solo les bastó una mirada para saber que ninguna de
ellas diría nada, por ahora, a las demás.
LA VENGANZA DE TOSCO

Serra amaneció con el ruido de la tormenta todavía resonando en los oídos


de sus habitantes y con las calles inundadas de barro. Por la noche, un rayo
había partido el estandarte que colgaba de la residencia de Guido Poderico
y había quemado un trozo del escudo de la familia, dos abejas con las alas
extendidas sobre una llave de oro. Todos lo consideraban un terrible
presagio y monseñor Tosco, para que la ciudad no se alarmara, dio la orden
de sustituirlo de inmediato. Era la primera vez que un rayo caía tan cerca de
un lugar habitado y, puesto que muchos aseguraban haber oído una fuerte
tormenta con rayos aquella noche, el cardenal dijo que debían considerarse
afortunados por que ese hubiera sido el único daño. Aprovechando las
preocupaciones que aquella tempestad había desatado, monseñor Tosco
obtuvo el permiso para acelerar los trabajos de reforma de la iglesia y
prometió a Guido Poderico y a su noble familia que la fiesta para celebrar la
reapertura sería tan fastuosa que haría olvidar ese siniestro presagio y,
además, frenaría a las fuerzas del mal que se estaban acumulando a las
puertas de Serra, preparadas para el ataque. Si el maestro Mattia Corso
Trevisan hubiera cumplido su promesa y los trabajos no se hubieran
retrasado, la fiesta habría coincidido con las celebraciones de la Candelaria
y san Lorenzo mártir, el patrón de Serra.
—Es necesaria una demostración de que Dios es más fuerte que
Satanás. Nosotros lo sabemos, pero el pueblo, enfadado, a veces lo olvida
—concluyó Tosco con un tono a medio camino entre la profecía y una
amenaza velada.
Cuando volvió a sus estancias pidió que Sante fuera a su encuentro. Lo
mandó llamar con una cierta urgencia y lo esperó sentado en el escritorio,
delante de un gran libro abierto. Sus asistentes lo encontraron enseguida, a
esa hora Sante estaba en el taller con su hijo, intentando avivar el fuego
bajo la cuba de la tintura. Aquella mañana habían llegado los nuevos
pigmentos, uno en particular había llamado la atención de Pietro; era un
escarlata maravilloso, uno de los más preciados. Teñía el agua de la cuba
con un tono rojo resplandeciente. En el tendedero estaban colgadas un par
de telas de seda que habían sido encargadas directamente por monseñor
para las nuevas vestimentas cardenalicias, que debería llevar durante la
fiesta de la Candelaria y que tendrían que coserse en el telar, con la mano de
la hábil de Agnese.
—Añade un puñado de sal y mantón la ebullición hasta que vuelva —
dijo Sante, saliendo a toda prisa. Había visto dos emisarios de monseñor
que se acercaban y no sabía si estaban allí por él.
Pietro se quedó solo en la gran estancia habilitada en el patio que había
construido fuera de casa para evitar que los efluvios pestilentes de las
tinturas invadiesen la cocina. Miró a su alrededor en busca de un recipiente
lo suficientemente grande como para esconder un poco de pigmento
escarlata. Al ver aquella agua roja se le había ocurrido una idea que estaba
deseando poner en práctica.

***
Antes de llegar a la residencia de monseñor Tosco, Sante vio a Nicola y
Spirto hablando con un joven fraile dominico en mitad de la plaza. No se
dieron cuenta de su presencia y pensó que más tarde les pediría
explicaciones. Quería estar al tanto de todo lo que sucedía en Serra. Aquel
joven fraile debía de ser un forastero, no lo había visto nunca. ¿Había
decidido Roma, por fin, enviar a sus ministros para tener aquí una sede
digna del tribunal de la Inquisición? Hacia tiempo que se lo había pedido a
monseñor, y hasta el conde Podenco opinaba lo mismo: un tribunal así en la
ciudad aumentaría la popularidad y la importancia del burgo. No obstante,
hasta ese momento, Tosco había estado más ocupado en enriquecer los
muros de su iglesia que en velar por las almas de sus feligreses. Los
trágicos acontecimientos de las últimas semanas tendrían que haber bastado
para hacerlo cambiar de idea.
Estos eran los pensamientos de Sante mientras cruzaba el umbral de la
sala pública del palacio episcopal, buscando con la mirada a monseñor. En
su lugar se encontró con los ojos serviles y traicioneros del padre
Beniamino, que lo estaba esperando de pie, al lado de Tosco, y le hacía
señas para que se acercara.
—Pensaba que era una reunión privada, monseñor —dijo Sante en un
tono un poco arrogante; no era amante de la intriga y del oficio de la
manipulación, arte en el que, ciertamente, destacaba el padre Beniamino.
—Lo es, de hecho. Estamos solo vos y yo —repuso Tosco levantando la
vista del libro que había estado leyendo con mucha atención hasta aquel
momento.
El padre Beniamino no se movió, como si fuera casi invisible.
—Acercaos, Sante. Tenemos que hablar —prosiguió Tosco cerrando el
libro de golpe. Sante reconoció la inconfundible cubierta del tratado
Malleus y adivinó las intenciones de monseñor. Era el momento definitivo
de armarse contra la nueva herejía y él sería el jefe de aquel ejército.
—He sabido que hace unos días una pequeña delegación de Torre Rossa
vino a visitaros. ¿Puedo conocer el motivo?
—Sé que vuestros informadores ya os lo habrán explicado todo, por lo
que podríamos pasar a lo que realmente quiere decirme.
Tosco alejó la silla de la mesa y se levantó haciendo crujir la madera.
—Quería saber qué hay de verdad en esta historia. Faltan pocas
semanas para la inauguración de la nueva iglesia y no puedo permitir que
haya una bruja por los alrededores, ¡una bruja de verdad! No me refiero a
las típicas bromas de los campesinos, ¡sino a una bruja que se pasea
libremente por los bosques de Serra! Deberíais haber venido a verme
enseguida y no lo hicisteis, a pesar de que es de esta bolsa de donde sale el
dinero para financiar a vuestro pequeño ejército.
A Sante le hubiera gustado responder que, si lo hubiera hecho, si se
hubiera dirigido a él de inmediato, Tosco se hubiera limitado a escribir un
par de proclamas para ser leídas en la plaza e intensificar las redadas
nocturnas de los benandanti para asombrar al pueblo, que, con su presencia,
se sentía protegido y a la vez amenazado. No había tiempo que perder, el
mal se había instalado en la debilidad de sus reacciones y galopaba
desbocado a la conquista del mundo. Le hubiera gustado responder todo
eso, pero no lo hizo, se limitó a bajar la mirada y a repetir que los
benandanti eran instrumentos del Señor y que todas sus acciones se
realizaban en interés de la Santa Iglesia Romana.
Tosco fingió entender que Sante quería excusarse y aprovechó para
informarle sobre el hallazgo de un importante libro antiguo en las
inmediaciones de Tívoli, que se expondría al público durante la celebración
de la inauguración de la nueva iglesia y antes de ser enviado a Roma.
—De ahora en adelante vuestra principal ocupación será proteger el
lugar donde se guardará para evitar el robo o la manipulación —concluyó
Tosco.
—Si me lo permitís, podemos tenerlo a buen recaudo en un lugar donde
nadie podrá encontrarlo —propuso Sante, tratando de evitar que la
Compañía fuera utilizada para algo tan improductivo. Había muchas almas
que proteger, debían vencer al maligno, y Tosco pretendía que se dedicasen
a custodiar un viejo libro enmohecido.
—No, imposible, el libro no puede trasladarse, órdenes de arriba. Os
necesito a vos, día y noche. Podéis empezar hoy mismo. Sobre los detalles,
dirigios al padre Beniamino que, ahora, gentilmente, os acompañará… —
Dicho esto se alejó y salió de la estancia.
Sante entendió de inmediato que aquello era solo el principio. La
venganza de Tosco sería lenta e implacable y sus movimientos
impredecibles; al menos, esperaba que no fuera demasiado tarde.
LA SEÑAL

La reunión se fijó para la hora de la cena, había comunicados importantes


que transmitir aquel día, pero no había rastro de Segesta. Había salido
temprano por la mañana para realizar sus visitas habituales. Aquileia se
había ofrecido para acompañarla, pero después de haber hecho sus compras
en la plaza del mercado y haberse entretenido en el molino, se había ido
hacia casa, pensando que su amiga no la había esperado. Nadie sabía dónde
estaba. Tebe había empezado a preocuparse y a andar arriba y abajo entre la
puerta de entrada y la cocina, donde estaban todas sentadas. Leptis no la
había visto nunca tan nerviosa. Tebe era tranquila, segura, la más inalterable
de todas. Siempre había sido así. Verla en ese estado la preocupaba hasta a
ella.
—Tebe, ¿sucede algo? —preguntó Leptis, inquieta.
—Segesta no ha vuelto… Es muy extraño. No es propio de ella, siempre
es muy puntual. Hoy es día de reunión —respondió Tebe, nerviosa, sin
dejar de moverse.
—Habrá tenido algún contratiempo —intentó calmarla Leptis.
—Yo también he pensado lo mismo —corrió a añadir Aquileia, que se
sentía responsable.
—Tendría que estar ya de vuelta… Esto que está haciendo es peligroso.
—¿Te refieres a lo que ha ido a hacer hoy? Tebe, ¿qué sucede? Siempre
lo hace, es muy buena, la mejor de todas nosotras.
—Lo sé, pero tengo miedo de que le haya sucedido algo… —Tebe bajó
la voz al decirlo.
Leptis intentó sonsacarle información, primero de forma amable, luego,
presionando un poco, hasta que por fin Tebe confesó su encuentro con
Sante en el mercado. Explicó que prácticamente la había amenazado,
bueno, a ella y a todas. Desde entonces ninguna había vuelto al mercado
todavía, Segesta y Aquileia habían sido las primeras en acudir después de
aquel encuentro. Segesta había ido a curar enfermos por las casas.
—Y Segesta es la que está en una situación más difícil, produce
hemorragias a las mujeres que están encintas, y eso es pecado mortal, o
peor… ¡brujería!
—¡Esas decocciones las preparo yo! La ruda y el eléboro no dejan
rastro, ¿quién podría darse cuenta? ¿Ya no te fías de mí? Cada vez que ves a
Sante te vuelven a entrar dudas… dudas sobre nosotras. —La voz de Leptis
se quebró con la última palabra y sus ojos se cubrieron de una profunda
tristeza.
Tebe estaba demasiado preocupada para darle importancia a los celos de
Leptis y ahora no quería volver sobre el tema, no después de tanto tiempo y
de todo lo que habían vivido juntas. Intentó mantenerse calmada al
responderle:
—No tengo ninguna duda, Leptis, ni sobre nosotras ni sobre lo que
sucede en esta casa. Sé que lo que hacemos es justo, que alivia el dolor y el
sufrimiento de las mujeres de allí fuera, que ayuda a mejorar un poco el
mundo en el que nos ha tocado vivir, pero también sé que existen muchas
personas, hombres, preparados para detenernos, sea como sea, y que solo
esperan la excusa perfecta para hacerlo. No quiero que ninguna de nosotras
corra peligro.
—Y ahora tienen a Ade… —susurró Leptis.
—Exacto, ahora tienen a Ade. Pero nosotras también la tenemos…
Leptis la miró contrariada, pero Tebe no se dio cuenta, porque justo en
ese momento vio la silueta de Segesta en el umbral.
Su relato se interrumpía con golpes de tos y una respiración
entrecortada. Segesta había venido corriendo por el bosque para llegar a
casa antes de que oscureciera. Se había retrasado en casa de Lena porque
una de sus hijas, Millina, a diferencia de lo que había dicho Aquileia, hacía
más de cuatro meses que no tenía hemorragias —no un par de semanas— y
la decocción de Leptis no había sido suficiente. No en esa dosis, al menos.
Era necesario pensar en algún otro método, y habían hablado sobre lo que
sucedería en breve. Millina no podía perder ningún día de trabajo y su
barriga empezaba a ser visible incluso bajo dos capas de ropa. Después de
haberla convencido para que se fiara de ella, Segesta había salido de esa
casa convencida de que, con la ayuda de Leptis, encontrarían un remedio en
el menor tiempo posible. Cuando estaba yendo hacia el bosque sucedieron
dos cosas muy extrañas que la inquietaron y la obligaron a correr para evitar
la caída de la noche.
Delante del palacio episcopal oyó un gran vocerío, una multitud se
arremolinaba alrededor del padre Beniamino, el secretario personal de
monseñor Tosco y, pasando inadvertida, había intentado escuchar qué
decían. Los habitantes de Serra parecían muy preocupados por las últimas
enfermedades que habían atacado sus cultivos y los árboles frutales al otro
lado de la muralla. Las plantas no crecían lo suficiente y estaban infectadas
por insectos nunca vistos, los frutos de las ramas estaban secos y arrugados,
como si nunca hubieran visto una gota de agua. Alguien juraba haber visto
por la noche extrañas sombras al lado del pozo y le pedía a monseñor, a
voces, que interviniera para echar al maligno. El padre Beniamino les había
asegurado que todos estaban en las oraciones de monseñor y que con la
inauguración de la nueva casa del Señor ya no habría lugar para el mal.
Satanás vería la magnificencia y grandeza de Dios, contra eso no podía
luchar ninguna fuerza humana o maligna. Entonces, Segesta se dio cuenta
de que, por primera vez desde que había llegado a la ciudad, las palabras
del secretario parecían no poder calmar el terror y la sed de venganza en los
ojos del pueblo. Prosiguió su camino con las ampollas vacías de Leptis a
buen recaudo bajo su abrigo. Había percibido a la perfección que hubiera
bastado una mirada distraída hacia ella para que la multitud encontrara al
culpable que necesitaban. Algunos de ellos desconfiaban porque no
conocían los secretos y la historia y, sobre todo, porque estaba fuera del
control del único poder que conocían: el miedo.

***
Las reuniones eran una de las citas más importantes en la casa de las
Ciudades Perdidas. Se reunían en torno a la mesa del salón principal. Nadie
podía ausentarse, ni siquiera Janara, no había ronda de reconocimiento que
la pudiera excusar. Se les pedía puntualidad y atención. Para Tebe era
fundamental que cada una de ellas se sintiese responsable del éxito de ese
proyecto en común. En las reuniones se podía hablar de todo: no solo de los
problemas y las dificultades relacionados con las gestiones de la casa, sino
también de cualquier lema, desde el arte hasta la política y los sentimientos,
siempre y cuando el humor y el tono de la reunión lo permitieran. Tebe
había tratado de reproducir a pequeña escala las noches que, un tiempo
atrás, la habían hecho famosa en Roma y que le habían permitido acumular
las riquezas necesarias para realizar su sueño. Y su sueño eran ellas.
Aquella noche fue Aquileia quien tomó las riendas de la reunión, quería
llamar la atención de todas las Ciudades Perdidas con el relato de lo que
había descubierto en su visita a la iglesia. Apenas habló del anuncio, motivo
por el cual había entrado —el que decía que el maestro Corso Trevisan
buscaba a un colorista—, y fue directa al grano. Había esperado al
encuentro diario para hablar de ello y poder compartirlo con todas ellas.
Serra se estaba preparando para la fiesta de la Candelaria, que aquel año
se consagraba a los nuevos frescos y a la nueva capilla de san Lorenzo
mártir, y era una ocasión tan especial que el conde Guido Poderico, de
manera excepcional, había consentido el uso del salón público de su
residencia para un gran baile de máscaras en honor al santo y para mostrar a
toda la población un misterioso libro sagrado hallado en una antigua tumba.
Pocos eran los afortunados que lo habían visto antes de que monseñor
Tosco hubiera ordenado su cuidado y custodia en un lugar seguro. Quienes
lo habían hecho contaban que no era como en otras ocasiones, que
ciertamente se trataba de un libro divino, infundido de la misma sustancia
del Señor creador de todos los cielos. Aquella fiesta sería la única ocasión
para poder rendirle homenaje al libro antes de mandarlo a Roma.
Janara buscó los ojos de Tebe, mientras que los de ella se cruzaron con
los de Leptis. Fiesta, baile de máscaras. ¿Cuánto tiempo hacía que no
asistían a un acontecimiento parecido? Era otra vida, de hecho, hacía ya una
vida.
—¿Un baile de máscaras? ¡Sería un sueño! —Itaca fue la primera en
reaccionar al relato de Aquileia.
—No veo un baile desde el día de la entrega del vestido de rosas
blancas —continuó Atlantide.
—No terminó muy bien, si no recuerdo mal… —intervino Petra con
una media sonrisa.
—Es verdad… estuvimos cosiendo toda la noche aquellas rosas, ¡una a
una! ¡Nos merecíamos ver cómo quedaba puesto! —dijo Itaca.
—¡Lo tenía que ver la señora, no tú! —le increpó Atlantide—. ¡Nuestro
plan era perfecto! Teníamos que esperar escondidas en la cámara de la
señora para ver nuestra última obra, pero como siempre, lo estropeaste todo.
—El corpiño era obra tuya. Si se rompió fue porque no estaba bien
cosido por dentro.
—¡Se rompió porque tú te comías los gusanos de seda en el taller!
—¡Silencio! —interrumpió Tebe, intentando reconducir la reunión y
alejando el recuerdo de cuando había ido a buscar a esas dos modistas, las
muchachas que había conocido en sus desdichadas caminatas cuando
Ginevra dell’Armi la echó de casa.
—Hemos escuchado esta historia mil veces ya. Además, no habrá
ninguna fiesta para nosotras. Las cosas están cambiando en Serra y no para
bien.
—¡Tebe, por favor! —suplicó Itaca—. Coseremos unos vestidos
espléndidos, y nadie nos reconocerá. ¡Te lo prometo!
—Lo siento, pero la respuesta es no. No puede ser. Están buscando a
una bruja ahí fuera y creen que somos nosotras quienes la escondemos. Es
demasiado peligroso.
—¿Y no puedes usar un hechizo de invisibilidad? —preguntó Valente
de repente. Para él las reuniones eran un momento maravilloso: todas las
Ciudades Perdidas juntas contando historias y mucha magia. Aunque
hubiera podido excusarse, nunca se las hubiera perdido.
Tebe y las demás lo miraron sin saber qué responder. Janara tomó la
palabra para sacarlas de ese momento embarazoso:
—El hechizo de invisibilidad es muy difícil y cansado. Y no se puede
hacer para un grupo tan grande de brujas. Y, además, ¿quién se divierte en
una fiesta si es invisible?
—¡Yo! ¡Házmelo a mí! —respondió Valente, entusiasmado.
—Cuando terminen las siete semanas, veremos qué se puede hacer… —
concluyó Tebe, sonriendo.
—Y además recuerda que eres un niño… La magia es para las mujeres
—añadió Petra.
Tebe le dirigió una mirada de reproche. No quería que tratasen a Valente
de forma diferente solo porque se convertiría en un hombre, al igual que no
quería que a ellas las tratasen de otro modo porque fueran mujeres. Ese
comentario no desanimó a Valente en absoluto.
—Yo puedo ser lo que quiera —afirmó, y se alejó de la sala.
Tebe siguió al pequeño con una mirada llena de respeto: si todas las
Ciudades Perdidas hubieran tenido su espíritu, ya habrían llevado a cabo la
mitad de sus misiones.
Ade, que hasta ese momento había permanecido en silencio, cayó en la
cuenta de que aquella fiesta podía ser una oportunidad para ver a Pietro, así
que intentó tímidamente dar su opinión:
—A mí también me gustaría ir… Nunca he ido a una fiesta: una de
verdad, con máscaras y música. En Torre Rossa no había. El único
momento de entretenimiento era la misa de la tarde.
—Y a mí también… —añadió Persepolis con la mirada fija en ella.
—¡Y a mí! —Se unió Petra.
—Vaya, veo que todas las jóvenes estáis de acuerdo… Aunque, como
sabéis, no se puede decidir nada si una de las mayores no está de acuerdo
con vosotras. Y no parece que nadie de nosotras haya dicho nada al
respecto… —concluyó Tebe.
—La verdad es que… a mí me gustaría ir a esa fiesta. —La voz de
Aquileia las sumió a todas en un largo silencio. Tebe no podía creer lo que
estaba escuchando. Aquileia, más que nadie, sabía lo que podía sucederles.
Aquellos guantes negros que llevaba eran la prueba del peligro que el
mundo exterior representaba para cada una de ellas—. Me gustaría ver el
fresco de la iglesia… Han utilizado una técnica de la que no había oído
nunca hablar… No sucede muy a menudo que lleguen novedades así a estos
parajes —terminó Aquileia, tratando de disipar las dudas de Tebe.
Tebe miró a Leptis para que dijera algo y la ayudara en esa situación,
que se estaba complicando sin remedio.
—Tebe tiene razón. Aquí dentro estamos seguras; fuera, el clima ha
cambiado. Tenemos que permanecer escondidas hasta que las aguas vuelvan
a su cauce.
La única que no había dicho nada era Janara. Todas sabían que Tebe la
tenía en gran estima y siempre escuchaba sus consejos. Se volvieron hacia
ella, esperando que hablara.
—Háblanos de ese libro —dijo Janara mirando a Aquileia.
—No se sabe mucho, como he dicho antes. Es un libro antiguo,
misterioso. Los que lo han encontrado dicen que estaba escondido en una
tumba a mucha profundidad.
—¿Y no han explicado nada sobre el contenido? —Para Janara parecía
una cuestión de vital importancia.
—No, nada. ¡No han podido abrirlo! El libro está cerrado
herméticamente y tampoco se ve ningún candado.
—¿No han podido abrirlo?
—No… por eso lo mandarán a Roma. Creen que encierra algo muy
valioso. Lo ha solicitado el índice.
Tebe comenzó a entender las intenciones de Janara, y la esperanza de
controlar el entusiasmo de las muchachas desapareció en ese mismo
momento.
EL PRIMER BESO

Antes de dar por concluida la reunión, Segesta habló sobre el extraño color
de la fuente, pero la única que se interesó por sus palabras fue Ade. Las
demás ya estaban alrededor de Atlantide e Itaca, pensando qué vestido
ponerse para la fiesta. Ade, en cambio, se acercó lentamente a Segesta para
preguntarle si aquel color podía deberse al efecto de la puesta de sol sobre
el agua, un oportuno reflejo destinado a esfumarse cuando cayera la noche.
Segesta le aseguró que no se trataba de ninguna ilusión óptica: el agua era
roja. A la mañana siguiente, Leptis se encargaría de ir a ver si se debía a un
musgo invasivo o a un hongo venenoso.
En cuanto pudo, Ade corrió a la biblioteca, subió los peldaños de la
escalera de madera hasta el estante que le interesaba y sacó el volumen que
estaba leyendo hacía semanas, soñando y suspirando en cada página. Ojeó
rápidamente el libro y se detuvo en un punto preciso hacia la mitad del
libro.

Don Tristán de Cornualles e Isolda la Rubia, la esposa del rey Marcos, compartían una
señal de amor secreta entre ellos: cuando don Tristán quería hablar con ella, acudía a la fuente
que había en un jardín del rey y enturbiaba el agua del arroyo que salía de ella. El arroyo
pasaba por el palacio en el que residía la bella Isolda y, cuando ella veía el agua enturbiada,
sabía que don Tristán se encontraba en la fuente…
***
Cuando la respiración de Valente fue más pausada y sus párpados
comenzaron a temblar, Ade se levantó de la cama con cuidado de no
despertarlo. El silencio reinaba en la casa, aunque no hacía mucho que
todas se habían ido a dormir. Antes de abrir la puerta, miró a través de la
rendija para asegurarse de que Janara no estuviese haciendo la ronda en el
corredor. Todo parecía en calma y Ade se armó de valor. Bajó rápidamente
hasta el primer piso: solo crujió uno de los peldaños de madera al final de la
escalinata, pero fue muy leve. Para llegar a la puerta de entrada, Ade debía
pasar por delante del salón, pero una luz tenue procedente de su interior
daba a entender que Janara estaba junto a la chimenea. Avanzó unos pasos,
tratando de no hacer ruido, y se acercó al umbral. Junto a las brasas todavía
ardientes vio a Janara, pero no estaba sola, Tebe estaba con ella. Hablaban
en voz baja, como contándose secretos. En otro momento, Ade se hubiera
quedado a escuchar la conversación, pero ahora su único pensamiento era
encontrarse con Pietro, decirle que le había llegado su mensaje. Las dos
mujeres seguían hablando y Ade lo interpretó como una buena señal: era
una oportunidad única. Además, no podía quedarse allí, Leptis llegaría de
un momento a otro.
Pasó sin problema por delante del umbral del salón, estaba claro que
hablaban de algo importante. Cogió un candil de los que colgaban fuera de
la puerta y se fue a paso ligero hacia el bosque. Enseguida la embriagó el
olor a tierra y hojas caídas. Corrió sin detenerse hasta que la vegetación se
hizo demasiado densa para continuar, allí estaba la fuente. Se detuvo, no se
atrevía a acercarse al agua y descubrir que se trataba solo de un reflejo; que
los ojos cansados de Segesta la habían engañado y que ella había
desobedecido las reglas de la casa para nada.
De noche el bosque era casi más ruidoso que de día. Los silbidos de las
aves rapaces hacían de contrapunto al rumor del agua: en aquel lugar el río
corría más agitado a causa de los rápidos. Los árboles crujían por el trabajo
incansable de las termitas y por los depredadores, que se paseaban
tranquilos entre los arbustos del bosque. Aunque no veía ninguno a su
alrededor, Ade sentía que no estaba sola. Numerosos ojos la observaban
mientras caminaba hacia el margen de la fuente. Apoyó el candil encima de
la piedra y dirigió la luz hacia el agua. El fondo se iluminó tanto que le
bastó para constatar que el agua era transparente, como siempre.
Decepcionada, se desplomó en el suelo y miró hacia el cielo sin luna.
¿Cómo había podido creer en un libro? Era solo una historia, un sueño
hecho realidad por alguien antes que ella. Un engaño. Y si Pietro hubiera
pensado en una forma de encontrarse, no habría esperado solo en el bosque
hasta aquella hora. Qué tonta había sido. Solo le quedaba la posibilidad de
ir a la fiesta y tratar de verlo.
—El efecto escarlata ha desaparecido con el flujo del agua… —La voz
suave de Pietro le llegó como una caricia y, entre la oscuridad de los
árboles, emergió su silueta elegante—. Pensaba que no vendrías nunca,
Mediafalda. Empezaba a perder la esperanza… Es la tercera vez que tiño el
agua. Y te confieso que iba a ser la última… —Le tendía la mano y su
sonrisa se iluminaba con la luz del candil.
—No puedo quedarme mucho tiempo —dijo Ade.
Una vez más, Pietro la ayudaba a levantarse.
—No sé ni por qué estoy aquí… No debería estar fuera a esta hora, ni
debería salir sola —dijo ella, preocupada, intentando ocultar la vergüenza
de estar a solas con él en mitad de la noche.
—Eh, Mediafalda, no te preocupes —la interrumpió Pietro, atrayéndola
hacia él con delicadeza—. Tranquila, nadie sabe que estoy aquí. Nadie
puede vemos ni oírnos. Estamos solos.
—¿Querías decirme algo? Quiero decir… ¿me buscabas por algo
concreto?
—Bueno… la verdad es que quería verte, Adelaide.
Casi nadie la llamaba por su nombre completo y oírselo pronunciar a
Pietro le provocó una sensación extraña. No lo había sentido nunca como
suyo, pero en sus labios sonaba diferente.
—Desde aquella primera vez en el bosque solo nos hemos encontrado
por casualidad, en los momentos y lugares más raros. En los días siguientes
a tu desaparición, empecé a esperar que sucediera otra vez y no he dejado
de pensar en ello. No sé si existe el destino, pero si existe, nos está diciendo
algo. ¿Estás de acuerdo, Mediafalda?
—Si el destino hubiera querido que nos encontráramos de verdad, no
nos tendríamos que ver de noche en un bosque.
—Lo único que importa es que estamos aquí y ahora. Que has entendido
mi señal y has venido.
Pietro se acercó un poco más a su rostro y ella sintió de nuevo esa
especie de vértigo que la asaltaba cada vez que estaba a su lado. Una
pérdida total de equilibrio, algo que la dejaba desarmada, a ella, que estaba
acostumbrada a tener el control de su cuerpo desde pequeña. Si hubiese
tirado con la honda, no hubiera acertado ni un tronco a unos cuantos pasos.
Todo era nuevo: si Pietro se acercaba un poco, ella retrocedía. No era
miedo, solo quería mantener una distancia de seguridad, un espacio neutral.
Se sentaron en una pequeña hondonada que parecía que la naturaleza
había puesto ahí solo para ellos.
Aquella noche hablaron mucho y trataron de conocerse más, ya que
ambos sabían que sería difícil volver a verse. Pietro le advirtió del peligro
que corría: le dijo que debía permanecer escondida todo el tiempo posible y
que Serra ya no era la ciudad que él recordaba cuando la dejó. Hacía
muchos días que Ade oía el mismo discurso, por lo que le pidió que le
hablase de Roma: quería saberlo todo sobre la gran ciudad a orillas del
Tíber y sobre la universidad. Pietro se dio cuenta de que no tenía delante a
una muchachita ingenua, sino a una mujer que conocía los astros y los
ciclos lunares, las hierbas medicinales y sus usos, algunos incluso
desconocidos para él. Era una persona con inquietudes, brillante en su
razonamiento, sarcástica cuando Pietro dudaba de ella y de lo que había
aprendido de su abuela Antalia. Si Ade hubiera podido ir a la universidad,
sería a buen seguro una de las estudiantes más brillantes. Pero ambos sabían
que eso no sucedería nunca, las mujeres no estudiaban, y menos las del
campo.
El canto de la lechuza le recordó que tenía que llegar antes que Janara o
cualquier otra se percatara de su ausencia.
—Tengo que irme —murmuró Ade mientras Pietro explicaba lo bonito
que sería que pudieran cabalgar juntos hacia la muralla de Roma.
—Te acompaño.
—No. ¡No puedo! —exclamó Ade en un impulso.
—¿No te fías de mí? —preguntó, desilusionado.
—No, no es eso. No pueden verme contigo… Es una larga historia. —
Intentó justificarse.
—Espero que me la cuentes la próxima vez…
Ade no respondió. Lo miraba a los ojos buscando la fuerza para irse. Él
se dio cuenta de su indecisión y la atrajo hacia sí con dulzura. Ade sintió el
calor y el olor de su piel y, por un instante, se dejó llevar por aquella
sensación. Era allí donde quería estar: entre sus brazos, para siempre. No
obstante, ese era el lugar más peligroso del mundo.
Se deshizo de sus brazos y dio unos pasos sin despedirse. Luego volvió
atrás, poco a poco. De repente parecía segura y decidida. Se acercó al rostro
de Pietro, que la miraba en silencio. Se puso de puntillas y lo besó en los
labios. Pietro la escrutaba y, después de un momento de excitación, tomó el
rostro de ella entre las manos y la besó. No duró mucho tiempo, pero fue
suficiente para saber que, a partir de ese instante, ese beso los había unido
para siempre.
Ade se fue corriendo, esta vez sin mirar atrás.
Pietro la vio desaparecer en la oscuridad y, antes de que el sonido de los
pasos de ella se apagara, casi sin esperar respuesta, gritó:
—¿Cuándo volveremos a vernos?
—¡En la fiesta! —respondió el bosque.
SUSURROS

«Ayer por la mañana me asomé a la ventana y vi a la anciana a la que llaman Fortunata


acercándose al pozo sin titubear; parecía como si pudiera ver. En las manos llevaba un tarro, lo abrió
y untó el contenido en el borde del pozo».
«Pasaba por la plaza, de camino al molino, la lluvia de los días anteriores había retrasado el
trabajo. En ese momento vi a Fortunata haciendo cosas que no me gustaron. La vi ensuciando el pozo
con un ungüento oscuro, pero no podía olerlo, estaba lejos».
«Fortunata la loca ensució el pozo con un ungüento que le dio una mujer del bosque el día del
mercado».

Los mensajes anónimos encontrados en la Caja de los Susurros se


acumulaban desordenados en la mesita de la habitación que le habían
asignado al hermano Filippo a su llegada a Serra. El padre Beniamino lo
había acompañado personalmente a conocer al obispo Tosco. Tras la rápida
presentación, mientras esperaba que llegara el inquisidor Savelli, le
encargaron la tarea de supervisar el estado de ánimo de la ciudadanía con la
lectura cotidiana de las denuncias anónimas, a cambio de la promesa de
conocer a Sante lo antes posible. El padre Beniamino, que al hermano
Filippo le pareció que conocía muy bien Serra y sus pecados, no tenía
ninguna prisa por organizar aquel encuentro; prefería dejar languidecer a
aquel confiado frailecillo dominico entre rumores de pueblo y denuncias
miserables. La Fiesta de las Velas y la inauguración de los nuevos frescos
eran demasiado importantes para su señor, monseñor Tosco, y nadie debía
interferir en sus planes, de ninguna manera.
—El padre Beniamino dice que tenéis algo que decirnos.
Nicola entró en la habitación sin ser anunciado y su voz segura
sobresaltó a fray Filippo, inmerso en la lectura de los mensajes. Llevaba
anchos pantalones oscuros y una camisa de algodón crudo que dejaba
descubiertos el cuello y una parte del pecho. El colgante de los Benandanti
estaba a la vista, junto al rosario de madera.
Filippo lo vio entrar y presentarse sin temor a interrumpir algo
importante, seguro de que, fuese lo que fuese, tenía que ver con él. Una
seguridad que tenía mucho que ver con la arrogancia y que no cuadraba
bien con la bondad que transmitía su mirada, pensaba el joven dominico.
—Buenos días, vos debéis de ser Nicola. Nos conocimos hace unos días
en la plaza. No os había oído entrar —dijo Filippo, levantándose de la silla
y mostrando su sonrisa.
La llegada de Nicola lo cogió por sorpresa y, en cuanto lo tuvo enfrente,
se dio cuenta de que hacía días que esperaba verlo, desde que lo conoció
brevemente al llegar a Serra.
—Ser silenciosos es uno de nuestros deberes, padre —continuó Nicola,
indicándole a Filippo que se sentara y tomando asiento frente a él.
—No soy padre. Llamadme hermano Filippo, o solo Filippo, será
suficiente.
Nicola alargó la memo y cogió uno de los mensajes de la mesa:
—Todos dicen lo mismo. A esa mujer, Fortunata, la han visto hacer
cosas extrañas cerca del pozo y todos creen que tal vez haya envenenado el
agua —explicó Filippo—. ¿Vos la conocéis? —acabó preguntando.
—En Serra todos la conocen —respondió Nicola, que seguía leyendo
los mensajes uno a uno.
Filippo se sorprendió al verle las manos. Eran grandes y nudosas, le
harían parecer mayor, aunque la piel oscura de su rostro parecía gruesa y
delataba una juventud aún inexperta. Nicola era de una belleza desigual,
una mezcla de rasgos campesinos y movimientos patricios. Filippo se
esforzó por no mostrar la turbación que aquel joven le provocaba e intentó
recuperar el control de sí mismo.
—¿Pensáis que puede ser cierto lo que han escrito? ¿Creéis que
realmente ha podido envenenar el agua? —El tono sacó a la luz sus dudas
sobre aquella historia.
—Esa mujer solo podría haberse envenenado a sí misma. No distingue
el día de la noche y no recuerda nada de su vida, apenas habla y come lo
que encuentra. Pero debemos prestarles atención a los susurros. Es la ley —
respondió Nicola, recogiendo todos los mensajes desparramados por la
mesa y metiéndolos en la bolsa.
Filippo lo vio salir igual que había entrado: silencioso, pero seguro de
sus pasos.
Nicola alimentaba una fe profunda e infalible, la misma fe que Filippo
ponía en duda todos los días de su vida para hacerla crecer más fuerte.

***
Encontraron a Fortunata cuando era casi mediodía. A esa hora solía
buscar un poco de fresco a la sombra de un manzano del límite de la plaza.
Spirto fue quien dio con ella; no le resultó muy difícil. La anciana no tenía
ningún motivo para esconderse y, aunque lo hubiese tenido, no hubiera
podido hacerlo. Nicola y Spirto la agarraron del brazo y la acompañaron a
los calabozos de la prisión de Serra: la encerrarían en la nueva ala para los
casos de herejía y brujería. Mientras cruzaba el pueblo, Fortunata saludaba
a todos los que salían a su encuentro, sonreía y extendía la mano, como
pidiéndoles un pedazo de pan. Se comportó como lo hubiera hecho
cualquier otro día.
Los transeúntes le devolvían la sonrisa, convencidos de que aquel
arresto marcaría el final de sus sufrimientos. Cuando los tres llegaron frente
a la casa de Pietro, Agnese miró a Nicola y a Spirto con desaprobación y se
acercó a Fortunata para darle agua.
—¿A dónde la lleváis? —preguntó preocupada.
—Los susurros —respondió Nicola.
—Los susurros esta vez se equivocan. ¡Miradla! ¿Qué daño puede
hacer? —continuó Agnese, intentando cerrarles el camino.
Spirto se detuvo y buscó la mirada de Nicola. Seguía siendo la mujer de
su capitán y les estaba diciendo que se detuvieran. ¿Qué debían hacer?
—Doña Agnese, no podéis detenemos, lo sabéis. Es la ley, no nos pidáis
que la desobedezcamos —dijo Nicola sin vacilar, e intentó avanzar.
—¿Dónde está mi marido? ¿Dónde está Sante? —preguntó
sacudiéndolo.
—Nos espera en la mazmorra —respondió Nicola, lapidario.
Agnese no pudo añadir nada más y los vio desfilar por delante de ella.
De repente se sintió llena de impotencia y un violento ataque de tos la hizo
retorcerse. Sintió como si el corazón estuviera a punto de despedazársele,
como las solapas de un viejo vestido apenas cogidas con dos puntadas. Miró
a su alrededor para comprobar que nadie la había visto y se encerró en casa.

***
La cárcel era un pequeño edificio en los límites de Serra. Desde hacía
algunos años había servido para ocultar las maquinaciones del conde,
alojando a los adversarios políticos y a las favoritas que ya no gozaban de
su protección o, como mucho, a algún ladronzuelo que estuviese de paso.
En Serra no había habido nunca crímenes tan violentos como para requerir
la reclusión de ningún malhechor; los forasteros acudían para hacer
negocios que cerraban con inteligencia, no con artimañas.
Sin embargo, en los últimos tiempos, Sante había insistido para que la
prisión se ampliase con una parte subterránea con celdas estrechas que
debían servir para afrontar la inminente ofensiva de la nueva herejía; una
zona que había estado siempre vacía e inutilizada hasta el arresto de
Fortunata. Sante esperaba a su primera bruja. A pesar de no estar seguros de
que la anciana era la malvada que esperaban, al menos era un comienzo.
Sería su bautizo de fuego mientras aguardaban todo aquello para lo que
llevaban meses entrenándose.
Cesare llegó a las mazmorras junto a Filippo, al que habían hecho
llamar. A Sante se lo presentaron como el invitado de Tosco y representante
de Roma. Filippo se disculpó por no haberse personado antes, hacía unos
días que había llegado a Serra, pero hasta ese momento no había tenido
oportunidad de conocerlo personalmente.
—¿Sois un ministro inquisidor? —preguntó Sante.
—No, solo soy un penitenciario. Estoy aquí para recoger la súplica de la
acusada, en caso de que hubiese una condena —respondió Filippo.
—Ah, entiendo. Sois uno de los buenos, de los que quieren salvar las
almas. Los del perdón.
—El perdón es el ejemplo más grande del amor de Dios.
—Os confundís, Jesucristo es quien perdona, no Dios. Dios castiga y
nosotros somos los ejecutores de su voluntad. Mediante nuestras acciones
se cumplirá su reinado de paz, pero antes hay que ganar la guerra. Y las
guerras, hermano Filippo, no se ganan con el perdón. —El discurso quedó
interrumpido por un ruido de pasos que se aproximaban.
Nicola y Spirto bajaban, uno detrás del otro, las estrechas escaleras que
conducían a las mazmorras, manteniendo a Fortunata entre ellos, como les
había dicho Sante.
Cuando llegaron a su destino, entregaron a Fortunata a uno de los
guardias, que la encerró en una celda oscura.
Sante la miró desde el otro lado de los barrotes: tenía el vestido raído,
los ojos velados por una pátina opaca, los dientes podridos y las uñas de las
manos y los pies negras y consumidas por el tiempo. Susurraba de forma
incomprensible y tanteaba las paredes húmedas de la celda buscando un
asidero o una salida. Probablemente desconocía dónde se encontraba, pero
no parecía asustada. De vez en cuando dejaba ver una media sonrisa entre
las arrugas alrededor de los labios, pero hubiera sido difícil identificar
alguna intención en todos aquellos gestos espontáneos y erráticos. Aquella
mujer era el ejemplo perfecto de cómo el mal consumía el alma y el cuerpo
de quien había negado a Dios para abrazar a su enemigo mortal, se dijo
Sante antes de darle la espalda.
—Quiero interrogarla ahora mismo. Los ciudadanos de Serra tienen
derecho a una justicia rápida, antes de que la enfermedad de esta mujer
pueda infectar a otras personas —dijo Sante, alejándose de los barrotes.
—Perdonadme, Sante, me temo que eso no es posible, hay que esperar a
los ministros de Roma. El inquisidor Giovanni Savelli estará aquí en unos
días —respondió Filippo.
—No hay tiempo. Vos no lo entendéis, hermano Filippo, porque lleváis
poco tiempo en Serra, pero esta ciudad está siendo atacada. Se han perdido
las cosechas de toda una temporada, a nuestros animales los devoran los
lobos famélicos, que incluso llegan hasta la misma puerta de nuestras casas,
el ulular de los búhos domina todas las noches y pronto llegará el momento
de llorar las primeras muertes. Roma está lejos y Satanás llama con
insistencia a las puertas de la ciudad. En cuanto lleguen los ministros
podrán aplaudir nuestra diligencia y nuestro empeño a favor de la Santa
Iglesia Romana.
—Lamento llevaros de nuevo la contraria, Sante, pero no tenéis
autoridad para hacerlo, solo los ministros competentes pueden llevar a cabo
un proceso judicial válido que se resuelva con una confesión y una condena.
Ni vos ni yo ni monseñor Tosco. No puedo permitirlo. Mandaré enseguida
una misiva a Roma para que el viaje del cardenal Savelli se adelante. Debo
rogaros que os atengáis a las reglas hasta su llegada.
A Sante nunca le había sucedido que alguien osara interponerse entre él
y el cumplimiento de su misión y que, además, lo hiciese delante de sus
muchachos. Había subestimado a aquel joven fraile, lo había considerado
un débil, uno de esos puros que creen en la salvación de toda la humanidad,
un redivivo Savonarola o peor, ¡un franciscano! Por el contrario, era un
firme defensor del poder, guardián de los secretos vetados a cualquiera que
no formase parte del estrecho círculo de los elegidos. Y él, Sante, no era un
elegido. O al menos aún no.
—Tenemos unos doce susurros que la acusan de haber envenenado el
pozo, murmura cosas incomprensibles, probablemente maleficios, no
duerme y no come y nadie sabe cómo consigue orientarse, ya que es
completamente ciega. ¡Decidme vos si no es una bruja! —gritó Sante,
esperando que el volumen de su voz pudiese de algún modo ser más
convincente que sus argumentos.
—Una condena por brujería necesita una confesión, no acusaciones
anónimas viciadas de sufrimiento, hambre y desgracia —respondió Filippo
con vehemencia, sin amedrentarse por el rumbo que estaba tomando aquella
conversación.
Como única respuesta, Sante se dirigió hacia una parte aún más oscura
de las mazmorras y les gritó a todos que lo siguieran:
—Estamos casi listos para la confesión —dijo, abriendo de par en par
una puerta gruesa y oscura, la única sin barrotes.
La habitación, iluminada por una única antorcha, dejaba ver un cuchitril
pedregoso equipado con cuerdas y cadenas. En el centro, un catre de
madera en forma de cruz con grilletes de hierro forjado para bloquear las
manos y los pies de los acusados. En una esquina se levantaba una polea
enganchada a una gruesa viga de madera y, a su derecha, un potro tallado
con delicadeza. La pirámide hollada de tres pies gruesos y sólidos era
puntiaguda y lisa, habría desgarrado a cualquiera que se apoyara en ella. En
la roca habían cavado un horno, y en una de las paredes adyacentes,
alisadas adecuadamente, colgaban pinzas, clavos, collares, hierros que
calentar y armas blancas.
—Una cámara de torturas… —susurró Filippo, sorprendido y asustado.
No había visto nunca una. Debía darse prisa en hablar con monseñor
Tosco, debía mandar enseguida un mensajero a Savelli, tenía que impedir
que Sante Montesi pusiera en marcha sus planes. El hermano Filippo solo
suplicó contar con el tiempo suficiente.

***
Cuando Sante volvió a casa, vio a su mujer tumbada en el lecho, con
una manta hasta el cuello y a su hijo poniendo leña en la estufa para
calentar la habitación.
—Os he buscado por todas partes, ¿dónde estabais? —Pietro corrió
hacia él, rojo de ira—. Mi madre lleva horas así. ¡Tiembla de frío y no deja
de toser!
Sante se acercó a Agnese. Temblaba casi más que su mujer y se le cortó
la respiración al ver el rostro consumido por la enfermedad. La arropó aún
más con la manta y le retiró la venda húmeda que Pietro le había puesto en
la frente. Agnese abrió los ojos y pidió agua. Su hijo salió de la habitación y
volvió poco después con un vaso lleno de agua fresca. Ayudó a su madre a
incorporarse y a beber:
—Sante, tengo que decirte algo, tengo… —empezó a decir con un tono
de voz bajísimo, tanto que las palabras parecían ahogarse en la garganta.
—No hagas esfuerzos, Agnese. Hablaremos luego —respondió Sante,
intentando convencerla para que volviera a tumbarse.
—No… quiero hablar ahora. Lo que estáis haciendo, lo que estáis
haciéndole a esa mujer, Fortunata… —dijo con dificultad.
—No son cosas de las que debas ocuparte, Agnese. Ahora tienes que
pensar en recuperarte —la interrumpió su marido.
—No voy a ponerme bien. —La voz de Agnese se volvió nítida de
repente, como si hubiese recuperado lucidez y fuerza—. Y tú y Pietro
debéis encontrar una forma de hablar entre vosotros, para entenderos, para
ser padre e hijo.
Pietro, que hasta ese momento había estado en silencio en la cabecera
de su madre, le respondió:
—Yo no tengo nada que decirle a un hombre que condena a muerte a
una pobre anciana cuya única culpa es no tener suficiente cordura como
para defenderse. —Su tono era firme, y la mirada de desafío iba dirigida sin
duda a su padre.
—A Fortunata la han acusado los Susurros, no yo. Yo solo ejecuto la
voluntad de Serra —respondió Sante, decidido, esforzándose por
permanecer tranquilo.
—Los Susurros solo son miedos, la manera más fácil de resolver un
problema. ¡Lo que mata de hambre a esta ciudad no es Fortunata con sus
ungüentos para los ojos, sino los vientos fríos del norte, la granizada del
cielo y los parásitos que he visto en las hojas de la coliflor! ¿Habéis
intentado aconsejarles a los campesinos que cambien el lugar de la siembra,
en vez de empezar una caza de brujas? —Pietro, a diferencia de su padre,
no tenía ninguna intención de controlarse; cuando volvió a casa y encontró
a su madre agotada junto al fuego, consiguió sonsacarle la razón de su
pesadumbre, aquel encuentro con Nicola y Spirto la había turbado tanto que
había agravado su estado. Agnese no pensaba que Fortunata mereciese un
destino tan cruel, y esta certidumbre lo fortaleció de nuevo.
—¡Fortunata ha sobrevivido a un naufragio, la única entre hombres
mucho más fuertes que ella! ¡Nadie sabe nada de su pasado, de dónde
viene, qué hacía antes de llegar a Serra, qué significa esa cantinela que
susurra a todas horas! ¡Nos maldice! ¡Nos maldice desde que llegó!
—Canta… —dijo Agnese.
—¿Qué dices, Agnese? —le preguntó Sante, atónito.
—Fortunata canta todo el día la misma canción. Una canción de amor.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Porque un día, en vez de pasar de largo, me detuve a escucharla. A
escucharla de verdad. —Agnese empezó a canturrear una melodía alegre—:
«El amor me volvió loca, porque al veros, solo por besaros suspiro, el
pecho suavemente aspiro…».
Pietro sonrió y empezó a aplaudir, como siguiendo el ritmo de aquella
divertida canción. Su madre continuó canturreando y, por un momento,
pareció que la enfermedad hubiese desaparecido de aquella habitación y de
sus vidas. Los ojos de Agnese se volvieron luminosos y el rostro recuperó
un color rosado. El pelo, despeinado y húmedo en la frente por el sudor,
volvió a enmarcarle delicadamente la cara. Por desgracia, solo duró un par
de estrofas; poco después, un ataque feroz de tos ahogó el canto y sus
sonrisas:
—¡Ya basta! —rugió Sante—. Basta ya de tonterías. Yo sé lo que es
correcto: Fortunata será procesada y, si la consideran culpable, será
castigada como prevé la ley de Dios.
—No será la ley de Dios la que la castigue, sino vuestro miedo y vuestra
ignorancia, padre.
—¡Esa mujer es la prueba encarnada de la existencia del diablo! —
Sante se levantó apretando los puños.
—Y vuestra falta de misericordia y juicio, la prueba de la inexistencia
de Dios… —respondió Pietro.
Sante se abalanzó sobre su hijo y lo empujó, obligándolo a retroceder
hasta la pared:
—¡No te atrevas a blasfemar en mi presencia, Pietro! No sé qué te han
metido en la cabeza en esa academia, pero aquí no estamos en Roma y no
leemos tus libros herejes. Esta es mi casa, son mis reglas, y tú debes
respetarlas. No puedes seguir rechazando tu destino, porque antes o después
llamará a tu puerta y, si para entonces no estás listo, no sobrevivirás. Eres
un benandante, Pietro, te guste o no.
Los labios de Sante temblaban de rabia, Pietro no respondió. Sabía que,
si intentaba decir algo, la furia que brotaba en los ojos de su padre caería
sobre cualquier cosa o persona que tuviese delante.
Ante ese silencio, Sante se tranquilizó, le arregló el cuello de la camisa
a su hijo y se alejó unos pasos. Respiró hondo para permitirle al corazón
que dejara de rebotarle en el pecho y relajó las facciones:
—Esta noche no vendré a cenar. Debes quedarte con tu madre —
concluyó con la voz otra vez tranquila y baja.
—¿A dónde vais? —preguntó Pietro.
—Es el tercer jueves del mes.
EL DESCUBRIMIENTO

Los gritos despertaron a Valente, que dormía acurrucado en la cama vacía


de Ade. Abrió los ojos y tocó el colchón en busca de su hermana. Una
ráfaga de viento frío lo obligó a volverse hacia la ventana abierta.
Ade estaba de pie, apoyada en el alféizar de puntillas, para poder ver
más allá de la barrera de zarzas.
Valente bajó de la cama y se acercó a la hermana. En esas pocas
semanas en la casa de las Ciudades Perdidas había cogido peso y su cuerpo
empezaba a mostrar su verdadera naturaleza. La espalda amplia y
musculosa se contraía sobre la cintura, formando un bonito triángulo. Las
caderas delgadas hacían de base para las piernas, largas y torneadas, y el
cuello, encajado entre los hombros hasta hacía muy poco, había dejado
espacio a una nuca elegante. Estaba creciendo más rápido de lo previsto.
Alargó la mano y agarró la de su hermana que, justo en ese momento, se
dio cuenta de que estaba despierto.
—Nos buscan a nosotros —le dijo mientras continuaba mirando hacia
fuera, observando aquellos destellos que alumbraban el bosque.
—Pero no nos encontrarán, ¿verdad? Esta es una casa mágica —
respondió Valente, esperando unas palabras tranquilizadoras.
Ade se giró hacia él. Sus ojos abiertos pedían una mentira.
—Claro que no nos encontrarán, esta casa es invisible… —sonrió Ade,
acariciándolo.
—¡Déjame ver! —pidió Valente, levantando los brazos para que lo
cogiera en brazos.
Ade obedeció y, no sin dificultad, lo levantó, permitiéndole ver al otro
lado de la ventana.
—Cada vez pesas más… —comentó Ade, apretándolo contra ella.
—No hay luna esta noche —dijo Valente con la mirada hacia el cielo—.
Está todo oscuro… No me gustan las noches sin luna.
—Pero así es más fácil ser invisibles, mira. A nuestro alrededor está
todo oscuro. Esta noche no hay ni luciérnagas.
—¡No es verdad! ¡Mira ahí abajo! —dijo Valente, señalando una parte
de la casa iluminada por una luz tenue. Debía de ser el reflejo del fuego
encendido en la cocina.
Janara no lo había apagado aún. Ade estaba segura de que, como la
noche anterior, Janara y Tebe se habían citado frente a la chimenea para
hablar de algo importante; decidió saber qué escondían, quería saber de qué
se trataba.
—Volvamos a la cama, venga. Mañana tal vez tendremos más suerte y
podremos ver tu luna con rayos —dijo Ade, cerrando la persiana.
Después de esperar a que Valente volviera a dormirse, salió de la
habitación decidida a investigar un poco más.
Su hermano, que fingía dormir, la siguió por el pasillo hasta la planta
inferior, sin dejarse ver ni oír. Era la primera vez que salía de la habitación
de noche, y el miedo a ser descubierto acompañaba la euforia del momento:
la oscuridad siempre había sido su amiga. Cada esquina, cada curvatura de
madera, cada cuadro, le parecía diferente. Se movía tranquilo entre los
tablones de madera. Cuando vio a su hermana detenerse ante la puerta de la
gran cocina, él también se paró, manteniendo una distancia de seguridad.
Valente se apoyó en la puerta que quedaba junto a él y se dio cuenta de que
estaba abierta. Debía de ser la habitación de trabajo de Aquileia, un lugar
donde no le estaba permitido entrar. No le estaba permitido a nadie, excepto
a Tebe. Husmeó un poco, prometiéndose a sí mismo que no daría un paso
más, pero cuando vio la pared pintada al fresco e iluminada por la luz de
una pequeña vela, casi consumida del todo, no pudo resistirse, entró, y cerró
la puerta tras él.

***
Aunque Valente intentó acompañar la puerta hasta que se cerrara por
completo, no pudo evitar que el ruido alarmase a su hermana, que iba un
poco por delante de él.
Ade se sentía observada, se le cortó la respiración y el pánico le
inmovilizó las piernas. Incluso girarse para observar el pasillo
completamente inmerso en tinieblas le costó un esfuerzo enorme, pero
quiso asegurarse de que ningún monstruo oculto en aquel silencio estuviese
a punto de abalanzarse sobre ella. Cuando se cercioró de que estaba sola, se
dijo que debía dejar de hablarle a Valente de magia y hechizos capaces de
enfrentarse a demonios sedientos de sangre. Ese mundo de fantasía había
acabado dándole un susto de muerte.
Volvió a concentrarse en lo que estaba ocurriendo en la cocina, que no
daba menos miedo. En torno al fuego se sentaban Janara y Tebe. La primera
se había despojado de las numerosas capas que constituían sus ropas de
trabajo en la casa y llevaba los pantalones amplios y la túnica clara que
vestía durante los entrenamientos de la mañana. En la mano tenía una
extraña joya de oro, que desde esa distancia le parecía un broche. Le daba
vueltas entre los dedos mientras hablaba con Tebe, tenía una expresión
arrepentida y preocupada.
—La clave no falla y tampoco el nogal. Desde que entró en esta casa
sentí su fuerte poder. Es ella, estoy segura. Antes o después se revelará al
mundo y será el final de nuestros sufrimientos —dijo Janara, poniéndole la
joya delante de los ojos.
—No lo sé, Janara, empiezo a tener dudas… El exterior ha empezado a
ser muy peligroso para nosotras —respondió Tebe, notoriamente nerviosa.
—Por eso precisamente no debemos rendirnos. Acuérdate de lo que se
te predijo —sentenció la otra.
—Ya no sé qué creer. ¿Y si fue solo una alucinación? Hacía calor y no
había comido. La plaza estaba llena de gente, aquella mañana ya había
estado a punto de desmayarme…
—Puedes dudar de lo que has visto, pero no de lo que has oído, Tebe. El
hombre vestido de negro sabía que ella llegaría, que tú serías quien la
encontrara y la guiaría hacia su destino. Sus palabras fueron precisas,
exactas…
—Illa veniet vobis —recordó Tebe.
—«Ella vendrá a ti». Ella se te revelará. El nogal me envió aquí hace
años por un motivo. Tú y esa muchacha sois ese motivo, Tebe.
Ade se inclinó un poco para intentar captar el mayor número de
palabras posible y entender mejor lo que estaban diciendo, pero si daba un
paso más, se expondría demasiado a ser descubierta.
¿Estaban hablando de ella? ¿Pero a qué se estaban refiriendo? Había
algo extraño en esa casa que aún no encajaba. Continuaba teniendo
sentimientos contradictorios. Por una parte, algo le decía que ella y Valente
estaban por fin a salvo. Entre aquellos muros crecería en paz y aprendería a
estar en el mundo. Por otra, el instinto hacía que estuviera siempre alerta,
preparada para huir a la menor señal de peligro. Como si las paredes de
aquella casa pudieran, al mismo tiempo, abrazarla o aplastarla como los
anillos de una serpiente.
Un ruido detrás de ella la sacó de sus pensamientos. Alguien estaba
bajando las escaleras. Tenía que esconderse y debía hacerlo
inmediatamente; abrió la puerta de la biblioteca y la entornó deprisa al
entrar. Justo a tiempo para ver a Leptis acercarse a la cocina con una vela en
la mano.
—Ah, por fin te encuentro, aquí estás… —La oyó decir dirigiéndose
casi con toda seguridad a Tebe.
En cuanto estuvo segura de tener vía libre, Ade volvió a la planta de
arriba.
EL TERCER JUEVES DEL MES

Los mismos gritos que despertaron a Valente esa noche le interrumpieron el


sueño a Pietro poco antes del amanecer. El ruido de caballos al galope y
chillidos desbocados anticiparon el primer canto del gallo y lo obligaron a
levantarse de la cama.
—Ade… —dijo casi sin darse cuenta. Pietro abrió los ojos y le costó
reconocer su viejo cuarto. Hasta hacía unos instantes había estado en una
hermosa habitación llena de libros y, ante él, los ojos felices de Ade.
¿Lo había soñado? Pero parecía tan real… Se tocó el cuerpo, como
queriendo asegurarse de que estaba entero. ¿Cómo podía haber estado en un
lugar que ni imaginaba que existiera? Se rozó los labios con los dedos y
trató de llevar a la mente la misma sensación de calor y prohibición que
había experimentado durante la noche, cuando le besaba el dorso de la
mano, justo antes de despertarse. ¿Podían los sueños recrear sensaciones tan
vividas? ¿Y ese olor a cera y a papel que lo embriagó nada más entrar en la
biblioteca, cómo se explicaba?
Se acostó tarde para poder cuidar de su madre, hasta que al final se
quedó dormida. Antes de dormirse, Agnese le pidió a Pietro que sacara a la
puerta una hogaza de pan, una botella de vino nuevo y un cuenco de leche.
Le insistió en que no se olvidase, porque era fundamental: era el tercer
jueves del mes. Para no cansar a su madre, Pietro no le pidió explicaciones
y obedeció enseguida.
Salió de la habitación y fue a la cocina. Su madre seguía durmiendo
profundamente. Se acercó a la puerta de casa y la abrió, decidido a entender
qué estaba sucediendo allí fuera. El aire fresco y penetrante de la mañana lo
despertó por completo. Bajó la mirada al suelo y se dio cuenta de que la
hogaza de pan había desaparecido y la botella de vino estaba vacía. El
cuenco de leche estaba roto en pedazos y, parte de su contenido, vertido en
el umbral. Fuera parecía que no hubiese nadie, pero delante de cada puerta
había algo así como los restos del saqueo de un banquete. Corazones de
manzanas masticados y escupidos de mala manera hacían compañía a
huesos de pollo y trozos de pan, desperdigados por toda la calle. Había
muestras de salvajismo en todas partes, como si aquella noche, por las
calles de Serra, hubiese pasado un ejército de mercenarios dispuestos a
todo.
Aquel silencio irreal lo rompió un grito de mujer que procedía de la
única casa que no tenía restos de comida en la entrada, allí no había cuencos
de leche o botellas de vino. La puerta estaba abierta y en el interior se oía
claramente un forcejeo. Al cabo de unos instantes, dos hombres salieron
arrastrando a una muchacha que se defendía gritando que la dejaran en paz.
Detrás de ella, una mujer anciana, probablemente su madre, agitaba los
brazos intentando detenerlos. Pietro, sin pensárselo dos veces, corrió hacia
los dos hombres:
—¡Dejadla en paz! —gritó.
Ambos se pararon y se volvieron al unísono hacia él. A Pietro le costó
reconocer en aquellos rostros desfigurados los rasgos de Cesare y
Benedetto. Sus ojos estaban dilatados y vidriosos —como si tuviesen
delante un fantasma—; los labios, enrojecidos y mordidos, y los brazos, con
los que sostenían a la muchacha, no dejaban de temblar de forma
espasmódica.
—¿Pero qué hacéis? ¡Soltadla! ¡Dejadla en paz! —ordenó Pietro.
Ninguno de los dos parecía reconocer a su compañero de entrenamiento
y siguieron zarandeándola como si no hubiese nadie, arrastrando tras de sí
el cuerpo de la joven, que continuaba resistiéndose.
Pietro se abalanzó sobre Cesare y le asestó un puñetazo en la cara. El
otro, cogido por sorpresa, soltó a la muchacha, que consiguió huir y volver
a casa. Una vez recuperado del golpe, intentó mantener el equilibrio y le
lanzó una mirada cómplice a Benedetto. Los dos desenvainaron la espada y
se pusieron en guardia ante Pietro. Cargando toda la fuerza en las piernas,
se lanzaron a por él. El ataque no fue muy certero, se tambaleaban, y el
peso de las espadas les doblaba las muñecas. Pietro, aun estando
desarmado, consiguió evitarlo con agilidad y golpearlos: a Benedetto le
propinó una patada en la espalda y a Cesare otro puñetazo en toda la cara.
Los dos cayeron al suelo. Ni siquiera intentaron levantarse, tenían el rostro
y la boca llenos de barro. Benedetto vomitó unos segundos después y Pietro
lo colocó de lado, para evitar que se ahogase. Cesare, por su parte, parecía
haber perdido el conocimiento, así que se lo cargó a hombros y lo llevó a
casa.
Lo tumbó en la cama, le quitó las botas y el sayo. Sonrió al pensar que
lo había odiado por haberle robado el puesto en la mesa, a la derecha de su
padre, y ahora incluso lo cobijaba en su habitación. Cesare estaba sudado y
con cada respiración se le hinchaba el pecho, como buscando rescatar la
mayor cantidad de aire posible. Le abrió los párpados para comprobar las
pupilas: estaban opacas y dilatadas. Cesare parecía bajo el efecto de alguna
planta, podía ser belladona o láudano. Pietro no podía hacer mucho, una
buena siesta lo arreglaría todo. Volvió a la cocina a por agua y encontró a su
madre apoyada en la mesa.
—¿Qué hacéis, madre? Volved a la cama, cogeréis frío —le advirtió,
corriendo a sostenerla.
—Estoy mejor, Pietro. ¿Por qué has salido? No deberías… no tendrías
que haber visto. Tu padre…
—¿Mi padre, qué? Si mi padre permite lo que he visto esta noche, ya no
es mi padre.
—No digas eso, Pietro, te lo ruego. Tu padre no es quien dicta las
reglas. Se es benandante por nacimiento y, lo que para muchos es un don,
pronto se convierte en una condena. El tercer jueves del mes, los
benandanti salen de caza, pero la suya no es una caza normal. Entran en un
mundo que nosotros desconocemos, de maleficios, fantasmas y demonios.
Para hacerlo, para volver intactos del enfrentamiento con sus enemigos,
necesitan ayuda.
—Si la ayuda de la que hablas es la que he reconocido en los temblores
y en los ojos de Cesare y Benedetto, el único monstruo que encuentran
durante la noche está en sus cabezas, madre. ¡Ahí fuera no hay demonios ni
brujas a los que combatir! El verdadero mal de Serra es el miedo. El miedo
que, en parte, se ha incrementado por esos saqueos. ¿Esto qué es? —
preguntó cada vez más acalorado, señalando en dirección a la calle—. ¿Un
tributo al dios benandante?
—Es nuestro derecho, Pietro. Y también un derecho tuyo.
Sante entró por la puerta, que había quedado abierta, y escuchó la
última parte de la conversación entre su mujer y su hijo.
Pietro se giró y vio a su padre, quieto en el umbral. Sus ojos estaban
sosegados y opacos, como siempre; no se podía leer en él ninguna señal de
algún estado alterado de conciencia. Él había aprendido a tolerar la
sustancia que hubiera tomado.
—Después de las salidas, tenemos la garganta seca y un agujero en el
estómago que lo absorbe todo. Necesitamos beber y comer. No es un
tributo, es más una forma de agradecimiento. Serra nos da las gracias
porque la protegemos —continuó Sante.
—¿Y a quien es demasiado pobre para agradecéroslo —Pietro subrayó
a propósito la última palabra—, le ocurre lo que he visto esta noche?
—Te lo he dicho, hijo mío, es nuestro derecho de nacimiento. No lo
hemos decidido nosotros. Es nuestro destino y también el tuyo, lo quieras o
no.
—¡Yo no soy como vos, padre! No lo seré jamás. ¡Tenéis otro hijo para
esto! —dijo, señalando la puerta abierta de la habitación, en la que
descansaba Cesare—. Yo no tengo un destino y una misión por la que deba
dar las gracias.
—¡Cuando empiece la guerra, tú serás quien me dé las gracias por
haberte convertido en un guerrero! —gritó Sante, cogiendo un cuchillo y
lanzándolo contra su hijo.
Pietro levantó el brazo y atrapó el cuchillo al vuelo por la parte de la
empuñadura. Sin quitarle los ojos de encima a su padre, lo clavó en la mesa
de madera:
—¡Cuando empiece la guerra, os arrepentiréis por haberme convertido
en un guerrero, porque seré vuestro peor enemigo, padre!
—Eres sangre de mi sangre y, en nuestro caso, hijo mío, esta frase nos
define perfectamente. Por tus venas corre una parte de mí…
—Sante, lo prometiste… —lo interrumpió Agnese y, mientras tanto, sus
ojos le suplicaban que se callase.
Sante se detuvo al instante y bajó la mirada. Después de todos aquellos
años, seguía siendo la única persona en el mundo que conseguía hacerle
razonar.
—Ya no queda tiempo, Agnese —dijo por fin y volvió a dirigirle la
mirada a su hijo—. Es justo que lo sepa. —Se apoyó en el respaldo de la
silla, como si lo que estaba a punto de decir fuese insoportable incluso para
él, luego continuó—: Cuando naciste, eras débil, Pietro, uno de los recién
nacidos más frágiles que jamás hubiera visto. Estabas destinado a una
muerte segura, a engordar la ya nutrida fosa común de la iglesia. Sin
embargo, yo sabía que saldrías adelante. Habías nacido con el velo, eras un
elegido. Dios no hubiera permitido que murieras. Y, de hecho, de repente,
sin explicación aparente, empezaste a mejorar. Empezaste a comer más
tarde que tus coetáneos, pero vorazmente, como queriendo recuperar el
tiempo y el alimento perdido. Había una extraña luz en tus ojos, no la
llamaría divina, sino todo lo contrario, Pietro. Con dos años andabas como
un muchacho y hablabas sin tropiezos. Aprendiste muy deprisa todo lo que
había que aprender y querías más. Siempre más, nunca tenías suficiente. Al
día de tu bautizo llegaste sin haber cumplido aún los tres años. Fuimos a la
iglesia, por la mañana temprano, y nos estaba esperando un joven sacerdote
recién llegado. Te cogió en brazos para sumergirte en la pila. En ese
momento, el agua santa empezó a hervir, a hervir como si en la base de
mármol hubiese fuego. El sacerdote se asustó y te soltó, y quedaste
totalmente sumergido en el agua hirviendo. Estabas a punto de ahogarte y,
sin pensármelo dos veces, metí las manos en la pila para sacarte. Aún tengo
las marcas, estas no son las quemaduras de un tinte que saliera mal, te
mentí, tu madre y yo te mentimos —dijo mostrándole las cicatrices de las
quemaduras—. Mis brazos se quemaron, pero tu piel continuó inalterable,
tan suave y rosada como siempre. Fuiste maldecido, Pietro, te echaron un
mal de ojo. Tuve que pensar muy rápido, más que el maligno. Te hicimos
una sangría para eliminar toda la sangre podrida, infesta, maléfica, y luego
te di la mía, la sangre elegida de quien lucha por el Señor. Tus pequeños
brazos bebieron durante horas tanta sangre que me desmayé. En ese
momento, cuando se me cerraron los ojos, los tuyos se abrieron. Resucitaste
gracias a mí. Me debes la vida, hijo mío, más de lo que se la debes a tu
madre. Eres mío, más que ningún otro. Eres yo.
Pietro lo escuchó, apretando los puños y esforzándose por no responder
hasta que no terminara con ese relato absurdo. El rechazo inicial, la
distancia sideral respecto a aquellas palabras, las ganas de gritar que dejase
de atormentarlo, daban paso ahora a una extraña inquietud. Todo lo que su
padre le contaba resonaba en su cuerpo —como si fuese la caja armónica de
un clavicémbalo—, y la música que salía le resultaba conocida, familiar. De
repente, sintió que la sangre le palpitaba, le hervía, como si respondiese a
una pregunta que él no tenía el valor de formular. En su cuerpo se dirimía
un combate salvaje, a muerte. Lo que la mente le pedía: racionalidad,
moderación y equilibrio, chocaba con la naturaleza animal de aquella
sangre donada. En ese preciso instante, Pietro comprendió que la necesidad
de explicarlo todo, de encontrar siempre una razón científica a los misterios
del mundo, de alejarse de creencias y supersticiones, dependía de la
necesidad de aplacar esa sangre rebelde, esa sangre que parecía decirle a
diario: «cree».
—Desde entonces, hijo mío —continuó Sante, como si sintiese la lucha
interna que se consumaba en Pietro—, juré que encontraría a quien te echó
ese mal de ojo, la bruja o el nigromante que te condenó al infierno. Decidí
abrazar el destino que al principio había rechazado. Exactamente como
ahora mismo haces tú.
UNA EXTRAÑA FIEBRE

Leptis fue quien encontró a Valente desmayado en el suelo, con una


hinchazón en la frente y una pequeña herida. Después de despedirse de
Tebe y Janara, decidió no volver a dormir, prefirió pasar por su laboratorio.
Ya no tenía sueño y necesitaba distraerse; todos esos corrillos de los que
parecía estar excluida la preocupaban. Al pasar por delante de la puerta de
la oficina de Aquileia oyó un sonido y, tras llamar a su compañera sin
recibir respuesta, se asomó para ver si había sucedido algo.
Valente se encontraba a los pies del fresco, probablemente se había
caído del banco de madera que había usado para alcanzar la parte alta del
muro, en la que Aquileia había extendido un azul uniforme para preparar el
cielo. Todavía sostenía en la mano un pincel sucio que, con la caída, se le
había quedado encajado entre los dedos rígidos. Tenía los ojos muy abiertos
y opacos por un velo lechoso que borraba el marrón intenso del iris. Leptis
intentó sacudirlo, pero el muchacho no daba señales de vida. Todo él
permanecía como rígido, como si fuese una estatua de sal. Ade llegó justo
después, le había dado tiempo a volver a la habitación y darse cuenta de que
la cama de su hermano estaba vacía. Bajó las escaleras saltando los
escalones de dos en dos, segura de que el grito que había oído tenía que ver
con Valente.
Tebe y Janara llegaron también a toda prisa, y juntas decidieron llevarlo
a la habitación de esta última, la única de la planta baja, y lo colocaron
encima de la cama. Ade estaba aterrorizada. Su hermano no se despertaba,
aunque tenía los ojos abiertos.
—Ahora nos ocupamos nosotras, Ade. Sal, por favor —le dijo Tebe con
firmeza.
—Yo no me muevo de aquí.
Leptis miró a Janara y, con un solo gesto, les pidió:
—Lleváosla fuera y dejadme sola con Valente.
Cuando la puerta de la habitación se cerró en su cara, Ade creyó que
enloquecía. Había forcejeado, pataleado, insultado y escupido como nunca
pensó que lo haría. Janara, sin embargo, era todavía una adversaria
demasiado fuerte para ella. La bloqueó con un agarre que aún no le había
enseñado y que, probablemente, aunque lo hubiera hecho, jamás hubiera
podido atajar. La soltó cuando la respiración se le tranquilizó y el corazón le
dejó de saltar en el pecho.
Mientras tanto, toda la casa se había ido despertando, Aquileia entró en
su estudio para tratar de entender lo que había pasado. Su fresco estaba
intacto, perfecto. Aún más bonito de lo que lo recordaba, si es que eso era
posible. El adoquinado de la plaza de Serra brillaba con un gris plateado
mezclado con el ocre de las casas; los edificios proyectaban sus sombras
como largas manos oscuras que quisieran abrazar la plaza, mientras a la
multitud la alcanzaba una luz fría que iluminaba solo parte de los rostros,
todos dirigidos hacia lo alto, en una única dirección, una humanidad
doliente y asustada. Los cuerpos estaban orientados hacia el lado izquierdo
de la plaza, oscuro y uniforme. Mientras que en otras zonas del fresco
triunfaban los matices, las sombras y las imperfecciones, allí reinaban los
colores densos, la tinta fuerte que absorbe toda la luz de los ojos. Un pozo
del que es imposible salir. La mirada de toda Serra se alzaba hacia el cielo,
de un azul elegante e intenso, sobre cuyas pinceladas regulares había
dibujado una media luna enorme y brillante, con una corona de rayos
rodeando la giba.
Valente había modificado su dibujo, pero el resultado final no era
diferente de la idea de Aquileia, más bien parecía la única resolución
posible.
Ade todavía estaba acurrucada junto a la puerta cerrada de la habitación
de Janara, no se había movido ni un centímetro. Tenía la mirada fija al
frente y un temblor que parecía que no la había abandonado ni un minuto
desde que había visto a su hermano sin conocimiento. Su mente —a
diferencia de su cuerpo, incapaz de moverse— no dejaba de dar vueltas, de
imaginar qué estaba sucediendo al otro lado de la puerta. Era culpa suya, lo
sabía. Había estado distraída en esos últimos días, en varias ocasiones se
había repetido que debía hablar con Valente, pero Pietro le había hecho
olvidar lo único que su abuela le pidió que recordara siempre, la última
promesa que le hizo antes de que muriese: «No pierdas nunca de vista a tu
hermano, él te necesita». Y ahora la habían echado del único lugar donde
debía estar.
Pasaron unas horas, Ade perdió completamente la noción del tiempo.
Persepolis y Petra iban de un lado para otro, llevando leche y agua, Leptis
las recibía en la puerta sin dejarlas entrar. Hacía mucho que había
amanecido y nadie había comido aún en la casa. De aquella habitación
todavía no había salido ninguna noticia, y Segesta era la única a la que
Leptis había dejado cruzar la puerta, bien pertrechada de su arsenal de
hierbas y pócimas.
Al final, cuando el sol ya estaba muy alto y fuera se estaba preparando
el que sería uno de los mejores días de la primavera, Leptis abrió la puerta.
Ade se levantó de inmediato:
—¿Cómo está? ¿Está despierto? ¿Puedo verlo? —preguntó con
aprensión sin esperar respuesta.
—Se ha despertado… Está mejor, pero ahora descansa porque tiene
mucha fiebre. Segesta y Janara se quedarán con él, pero les he dado
instrucciones de que me llamen y no lo toquen, no creo que se levante muy
pronto, necesita reposo. Está en buenas manos —respondió Leptis,
tranquilizándola.
—Tengo que verlo.
Ade quiso entrar, pero Leptis le bloqueó la puerta.
—No debe cansarse… Se ha dado un buen golpe y, aunque él… —dudó
Leptis.
Miró intensamente a Ade a los ojos y reconoció una preocupación
sincera. En ese momento ambas comprendieron que el bien de Valente
dependía de su colaboración: debían fiarse la una de la otra. Leptis sabía
que, hiciera lo que hiciera aquella muchacha, sería por el bien de su
hermano.
Ade, por su parte, estaba segura de que, de todas las Ciudades Perdidas,
Leptis era la única que en realidad podría entenderlo.
Así pues, Leptis continuó:
—Él es fuerte. Su cuerpo, bueno, su cuerpo no. Todavía no está
preparado —concluyó.
«Ella lo sabe», pensó Ade inmediatamente. Ha descubierto el secreto de
Valente: que es un niño diferente a todos los demás, especial, único. Como
su luna.
—No lo despertaré, lo prometo. Pero déjame verlo, te lo ruego —le
suplicó esperando que le concediera el permiso.
—Muy poco.
—¿Alguien más lo ha cuidado…? —le preguntó Ade, con un hilo de
voz.
—Nadie lo ha tocado excepto yo —la tranquilizó Leptis.
Valente estaba en mitad de la gran cama de Janara, tapado con una
manta blanca de algodón crudo. Tenía el rostro relajado, de un color rosa un
poco encendido bajo los ojos cerrados. La respiración cálida salía por la
boca entrecerrada y producía un sonido gracioso, como un silbido, que la
hizo sonreír. Janara la vio y, llevándose un dedo a los labios, le indicó que
no hiciera ruido para no despertarlo. Ade se acercó y empezó a llorar en
silencio.
—Estará bien, no te preocupes —susurró Janara—. Lo has hecho bien
todos estos años, Valente ha tenido suerte de tener una hermana como tú,
pero ya no estás sola. Nosotras estamos aquí.

***
Valente estuvo en la cama de Janara dos días, su misteriosa fiebre
desapareció poco a poco y, cuando por fin consiguió levantarse, su cuello
parecía haberse alargado extrañamente, los hombros se habían alejado uno
del otro, formando un perfecto ángulo recto entre la cara y la escápula.
Valente se parecía cada vez más al adulto que sería. Un muchacho de rasgos
elegantes y ánimo inquieto.
Ade cuidó de su hermano siempre que pudo, al finalizar el trabajo en la
casa o antes del estudio. Y decidió que, cuando volvieran a estar solos en su
habitación, conversarían sobre todas las cosas raras e inexplicables en las
que se habían visto metidos —sobre todo él— desde que habían entrado en
la casa, de las Ciudades Perdidas, del dibujo y también de esa extraña
fiebre.
En cuanto entró en su habitación, Valente fue a buscar sus dibujos,
como si sintiese la necesidad de verlos después de haber estado tan lejos, no
solo de la posibilidad de dibujar otros, sino incluso de tocar los que ya había
hecho. «Valente es todavía un niño», pensó Ade. Sin embargo, últimamente
él también parecía difícil de entender, como si tuviera secretos, como si se
estuviese imperceptible, pero inexorablemente, alejando de ella.
—Tus dibujos están todos ahí, Valente, no he tocado ni uno.
Su hermano parecía sorprendido con esa frase, sabía muy bien que no
había tocado sus lunas, ni en la antigua casa ni en esta nueva. Y le dijo que
no tenía ninguna intención de contarlas pero, en cuanto volvió, lo primero
que quería era verlas, como si no las recordara.
Ade se quedó un instante en silencio, intentando entender cómo
continuar aquella conversación, y luego decidió que le diría, sencillamente,
lo que sabía, es decir, que entre ellos nunca había habido secretos, al menos
hasta la llegada de Pietro.
—Valente, sé que en los últimos días debo haberte parecido un poco
distraída, pero había alguien a quien quería ver y quería salir de aquí sin
crear problemas. Han pasado algunas cosas extrañas desde que llegamos,
cosas que no consigo explicarme, pero sé que deben de tener una
justificación racional. ¿Te acuerdas cuando te dije que un día volveríamos a
casa y tú me respondiste que no podíamos, porque nuestra casa ya no
existía? En ese momento pensé que me lo decías porque querías quedarte
aquí con Tebe y Aquileia, pero una mañana, cuando todavía dormías,
encontré entre tus lunas el dibujo de una casa ardiendo…
Valente la miraba fijamente, como si también él hubiese estado
buscando en todo ese tiempo las respuestas a las mismas preguntas que
ahora se estaba haciendo Ade.
—Yo no sé por qué lo dije, no he vuelto a casa, pero al día siguiente de
que vinieran a buscarnos, como en un sueño, vi a Gianbattista, a Federico y
a todos los habitantes de Torre Rossa llamando a nuestra puerta y entrando,
los vi buscándonos, desordenando los muebles y arrancando los dibujos de
la pared, así que tuve miedo. Me hubiera encantado no haber dejado allí
todas mis lunas… Y el día después dibujé la casa.
—Entiendo, Valente —respondió Ade, que trataba de orientarse en el
discurso de su hermano, aunque fuera un bosque envuelto en tinieblas—. A
veces nos empeñamos con enorme ahínco en algo, nos obsesionamos hasta
tal punto que nos parece que lo hemos soñado o incluso que lo hemos visto.
Tal vez es solo que tenías miedo de que nos quemaran la casa, pero no
significa que realmente haya ocurrido.
En ese momento, Valente la interrumpió:
—Ade, lo sé, nuestra casa ya no está, he sentido las llamas, he visto la
ira, el tejado ardiendo… —Valente se puso a llorar rodeado de todos sus
dibujos, y Ade tuvo miedo de haberle pedido demasiado a su cuerpo,
todavía convaleciente, sintió que insistir había sido injusto por su parte. Tal
vez para ella había llegado el momento de acostumbrarse a la idea de que su
hermano también tenía secretos.
MALOS PRESAGIOS

El comienzo de la semana paracelsiana marcaba el final del aprendizaje de


Ade. Después de esta última parte recibiría el bautismo y formaría parte,
por fin, de las Ciudades Perdidas. Así pues, Leptis se había visto obligada a
abrir las puertas de su laboratorio y a compartir sus secretos y
conocimientos.
Había aprovechado la preocupación provocada por la fiebre de Valente
para empezar a mostrarle todos los principios activos que habían hecho falta
para preparar las medicinas que lo habían curado. Había animado a Ade a ir
más allá, a no quedarse en la superficie de lo que tenía a mano. Todo se
transformaba, solo pocos, muy pocos elementos, permanecían inalterables.
Era como estar frente a muchas flores con miles de pétalos, cada uno de los
cuales serviría para crear otra cosa. Por lo general algo útil, curativo, solo a
veces mortal.
Ade escuchaba las lecciones de Leptis sin rechistar, completamente
fascinada por ese mundo mágico y misterioso que, sin sus explicaciones, le
parecería oscuro; pero lo que empezaba a entender, cada día más, era que
para todos los fenómenos inexplicables había una respuesta que dependía
de los elementos: no existían los demonios ni los fantasmas ni los hechizos.
Solo existían cosas que aún no había aprendido a comprender. Observaba el
laboratorio con los ojos hambrientos de un polluelo que espera el regreso de
su madre con el pico apuntando hacia arriba.
Las estanterías estaban repletas de frascos y recipientes de barro
cerrados herméticamente con gruesos paños y cuerdas de algodón. La mesa
que había en medio de la sala estaba llena de alambiques de diferentes
tamaños y tenía un agujero en medio, bajo el cual había un fogón que,
cuando estaba encendido, producía tanto calor que la dejaba sin respiración.
Muy pronto se dio cuenta de que gran parte de lo que estaba aprendiendo lo
había ido asimilando de otra manera y con otros nombres. Recordó todas las
veces que su abuela Antalia le enseñó a machacar las hierbas, a exprimir las
semillas y a cocer durante horas infusiones que luego se espesaban hasta
convertirse en ungüentos, cremas y bálsamos perfumados.
Ya sabía darle un nombre a las «recetas» de la abuela. Ya sabía qué era
una fermentación y un coágulo, podía reconocer la destilación de la
sublimación y lo que unos meses antes le parecía una mezcla accidental de
ingredientes, ahora comprendía lo que realmente era: un proceso alquímico.
Entendió de pronto que Antalia no era una anciana de campo que sabía de
hierbas y remedios. Era una alquimista. El suyo no era solo un libro de
recetas, probablemente allí dentro estaba toda su vida. Su abuela también
tuvo secretos para ella, y ahora por fin le serían revelados.
—Leptis, ¿puedes decirme qué son estas…? —le preguntó Ade a mitad
de semana, sacándose del bolsillo las dos pequeñas ampollas de la reserva
secreta de la abuela.
Leptis, que había sido interrumpida mientras tenía azufre en la mano, se
limpió groseramente el delantal, que en otra vida debió de ser blanco, y los
cogió con delicadeza. Se acercó a la ventana y las miró a contraluz,
agitándolas un poco. Apoyó una en la mesa y abrió con cuidado la otra.
Ambas tenían la letra A en el tapón. Leptis acercó la nariz al pequeño cuello
de cristal del frasquito, pero tuvo que apartarla de inmediato. Tosió un par
de veces y lo cerró antes de que Ade pudiese advertirle de las
recomendaciones de Antalia.
—¿De dónde las has sacado? —preguntó.
—Eran de mi abuela, formaban parte de su reserva secreta. La llamaba
así —respondió Ade, recuperándolos.
—Son venenos potentes, muy peligrosos. Pueden matar en muy poco
tiempo a quien pruebe solo una gota. Y no es cuestión de dosis, con una
gota es suficiente, son armas mortales.
Ade quiso guardárselas en el bolsillo del que se las había sacado, pero
Leptis la detuvo.
—No puedes quedártelas. Es demasiado arriesgado. Déjalas aquí, en el
laboratorio. —Abrió una pequeña urna de madera oscura que estaba en la
esquina más alejada de la luz—. Las guardaremos aquí, junto con las
demás.
La afirmación de Leptis no contemplaba ninguna negativa y su mirada
cayó en aquellas botellitas con una insistencia nerviosa. Ade sintió que
aumentaba la tensión, como un líquido denso que escalaba lentamente
desde los tobillos hasta obstruirle la garganta. No quería separarse de la
reserva de la abuela: junto al libro, eran las únicas cosas que le quedaban de
ella y la ayudaban a mantener vivo su recuerdo. Leptis abrió la mano sin
decir nada y esperó a que Ade le entregase el botín. La mano de Ade
temblaba, la de Leptis era firme, segura.
—Pero son mías… —trató de decir Ade.
—Serán tuyas también aquí dentro. No puedo permitir que eso esté
rondando por la casa, Ade. Si Valente las encontrase, o cualquiera que no
sepa lo que contienen… No estamos aquí para discutir. —Y con estas
palabras señaló la caja abierta y alargó el brazo.
Ade distinguió una decena de botellas de cristal selladas con un tapón
de plata. Contenían líquidos transparentes y opacos de distintos tonos,
desde el verde intenso hasta el azul oscuro. Una, la más grande de todas,
estaba llena de un polvo blanco: tenía el aspecto de los polvos de talco, pero
posiblemente quemaría la piel en vez de perfumarla. Ade le entregó los dos
frascos —no le quedó alternativa— y Leptis los metió en la urna, después la
cerró y, como si no hubiera pasado nada, continuó su clase sobre el azufre.

***
Poco después, Leptis se despertó agitada en mitad de la noche. Alargó el
brazo buscando a Tebe, pero encontró su lado de la cama frío y las sábanas
sin ninguna marca de su paso, por tercera noche consecutiva.
Probablemente había acudido en busca de Janara. Le pareció que Tebe se
mostraba inquieta y aún más atenta a lo que ocurría entre aquellas paredes
tras su extraño comportamiento durante la tormenta y la fiebre de Valente.
Leptis se dio la vuelta en la cama. Solo faltaba que la fiesta complicara
el asunto, aquello era como ir directas a la guarida del lobo, no entendía por
qué Janara les había dado permiso a las muchachas, estaba deseando que
todo ese alboroto pasase y pudieran por fin volver a vivir sus días con un
poco de tranquilidad. Sin duda, mientras Ade y Valente estuvieran bajo
aquel techo sería difícil. A pesar de ello, bajo su dirección, la muchacha se
había revelado como una alumna muy dotada; la abuela había hecho muy
buen trabajo.
Los misterios de esa última semana se acrecentaron con el
descubrimiento de un pésimo presagio. Al entrar a la biblioteca a primera
hora, Petra notó que la urna en la que se guardaba el libro de las Ciudades
Perdidas había sido manipulada y que habían robado el volumen. El cristal
estaba intacto, pero los candados rotos se balanceaban y los más grandes
estaban en el suelo: los arcos de cierre que deberían haberlos sostenido
habían desaparecido. Parecían haberse volatilizado.
Janara se dio cuenta en cuanto escuchó los gritos.
—Los candados están abiertos… —dijo Petra casi llorando cuando la
vio llegar.
Janara vio que la urna estaba vacía y luego se agachó a recoger uno de
los candados sin arco. Se lo cambió de mano y se lo metió en el bolsillo.
Levantó el cristal y comprobó el interior. El ladrón no había dejado ningún
indicio.
Tebe y Leptis llegaron poco después, y Petra les contó lo que había visto
en cuanto entró en la biblioteca. Le preguntaron si había notado algo
extraño, pero ella respondió que no había nada diferente respecto a todas las
demás mañanas. Había entrado a oscuras en la biblioteca tropezando contra
la silla que alguien había dejado en medio, en un lugar que no le
correspondía, omitiendo el hecho de que posiblemente había sido Ade quien
la había usado para alcanzar los libros de las estanterías prohibidas, algo
habitual, por otro lado. La luz se filtraba por los postigos de la gran ventana
de madera que daba al jardín secreto; después de abrirla, se dio cuenta del
robo y se puso enseguida a llamarlas a voces.
—¿Y has oído ruidos esta noche? ¿Algo diferente? —preguntó Leptis.
—Nada de nada. He dormido profundamente —respondió.
—Deberíamos preguntarles también a las demás si esta noche han
notado algo extraño —le comentó Leptis a Tebe, como queriendo sugerir
una investigación más a fondo.
—¿Y qué hacías esta mañana en la biblioteca tan temprano? —la
apremió Janara.
—Quería… —balbuceó Petra, visiblemente avergonzada.
—Petra, ¿qué hacías a primera hora en la biblioteca? —preguntó con
firmeza Tebe.
—Nada… Bueno, nada importante… —continuó, intentando esconder
torpemente con el cuerpo algo que quedaba a sus espaldas, que reposaba
sobre la mesa Tebe se dio cuenta y se acercó poco a poco:
—¿Me lo enseñas tú o tengo que cogerlo yo?
Petra, con la espalda apoyada en la pared, suspiró y enseñó el volumen
que había intentado esconder hasta ese momento.
—Solo quería ver esto… —confesó, agachando la mirada.
Tebe cogió el libro y, después de ver la cubierta, no consiguió ahogar
una pequeña carcajada que le iluminó la mirada, incluso en ese momento.
Con un gesto le indicó a Leptis que se acercara:
—De humani corporis fabrica —leyó en voz alta Leptis—. Bien,
bien… Dedicándote a estudiar anatomía, veo… —continuó, burlándose de
la pobre Petra, que no podía ocultar cierto sonrojo.
—Puedes irte, Petra —la despidió Tebe con una caricia.
No tuvo que decírselo dos veces, desapareció.
Cuando se quedaron a solas, Tebe volvió a mirar la urna vacía, se
estremeció con un escalofrío indecoroso y preguntó:
—¿Quién puede haber sido?
—Alguien que sabe usar la magia… —respondió Janara, sacando el
candado del bolsillo y enseñándoselo a las dos.
***
La noticia de que alguien había robado el valioso libro de las Ciudades
Perdidas se propagó por la casa en un abrir y cerrar de ojos.
Petra había descrito con gran detalle y alguna licencia novelesca la
manera en que los candados habían quedado inutiliza bles:
—Parecía como si se hubieran derretido como la nieve al sol, les
faltaban trozos. Desaparecieron, como si no hubieran existido nunca —
continuaba repitiendo, mientras las demás la miraban pendientes de sus
palabras.
Les hubiera gustado tener la prueba del prodigio, si hubieran podido
habrían corrido a la biblioteca en ese mismo momento para verlo con sus
propios ojos, pero la puerta había sido tapiada, nadie podía entrar ni salir sin
el permiso de Janara. Y ellas no estaban autorizadas.
—¿Pero estás segura de que el ventanal estaba cerrado? ¿Pudo haber
entrado alguien por ahí? —preguntó Aquileia con preocupación.
Petra la tranquilizó. No solo estaba cerrada la ventana, como siempre, si
no que tenía la prueba de que nadie la había abierto, porque justo al lado de
las hojas de la puerta de madera, en el cuchitril oscuro entre el montante y
la bisagra, Janara siempre escondía un libro para bloquear la apertura. Y
aquella mañana el libro estaba en su sitio.
Segesta, al igual que Aquileia, parecía muy asustada por la posibilidad
de que alguien entrase. Las dos sabían muy bien que, en aquella casa, nadie,
excepto Janara, había conseguido llegar por sí mismo, sin ser guiado por
Tebe. Y si alguien había irrumpido entre aquellos muros, así que había que
hacer algo al respecto y cortarlo de raíz.
Atlantide e Itaca eran las únicas que parecían indiferentes a lo que había
ocurrido. Habían escuchado distraídas la historia de Petra, pero luego
volvieron a su habitación para seguir cosiendo los vestidos para la fiesta.
Trabajaban en secreto desde hacía días y no le habían permitido a ninguna
de las demás curiosear en lo que estaban confeccionando. Ni siquiera
habían revelado en qué se estaban inspirando o cómo eran los diseños de los
vestidos. Se encerraban en el laboratorio por la mañana temprano y no
salían hasta la noche, para cenar. Ade las sorprendió más de una vez
señalando a una u otra de las Ciudades Perdidas; charlaban y se reían entre
sí. Desde luego, no todos los secretos acarreaban problemas y el misterio en
torno a las creaciones de Atlantide e Itaca era un tesoro oculto a la vista,
pero visible al corazón: todas sabían que a lo que le estaban dando forma
encerradas en el laboratorio no era una amenaza, sino solo una promesa de
felicidad. Incluso Persepolis, que de todas era la más desconfiada, mantenía
hacia ellas dos una actitud casi cariñosa y fue precisamente ella la que ese
día las defendió.
Tras el robo, Ade empezó a barruntar que una de ellas era la
responsable, motivada por la curiosidad. Ellas fueron las primeras en las
que Ade centró sus sospechas, ambas estaban siempre juntas y se mostraban
indiferentes a esa fechoría.
Persepolis, que se lo leyó en los ojos, incluso antes de que Ade
expresase sus suspicacias, le explicó:
—Habrán visto tantos casos cuando estaban en la tienda del sedero que
un ladronzuelo de libros no les da ningún miedo.
Pero a Ade le gustaba aquella investigación y no iba a desistir tan
pronto:
—¿Y no te parece, como mínimo, sospechoso que se hayan apartado
enseguida? ¿Y si fuesen ellas las ladronas? —Expuso sin demasiados
miramientos.
Persepolis estalló en una carcajada:
—¿Ellas? ¿Pero las has visto? ¡No podrían ni robarle una espina a un
gato! Y créeme, yo sé algo de robos… Es más, ¿por qué no me acusas a mí,
en vez de a ellas? Yo era la mejor ladrona de Roma, te lo conté.
—Petra está convencida de que alguien lanzó un hechizo a los candados
—continuó Ade sin caer en la trampa de Persepolis.
—Petra debe dejar de inventar historias para Valente, porque acaba
creyéndoselas —atajó la otra.
—Pero debes admitir que lo que ha pasado es extraño. Si no ha sido
alguien de fuera, teniendo en cuenta que la ventana estuvo cerrada todo el
tiempo, debe haber sido alguien de la casa. ¿Quién de nosotras haría una
cosa así? —insistió Ade.
—Perdona, ¿ya no te acuerdas de que el primer día que hablamos tú
estabas en la biblioteca intentando forzar la urna con un abrecartas? La
respuesta ya la conoces: todas —sentenció Persepolis.
Ade tuvo que admitir que su amiga tenía razón. Si hubiera encontrado
una forma de abrir aquella urna, ella también se hubiera atrevido con el
robo. Alguien había sido mejor que ella.
—¿Crees que por culpa de esto no nos dejarán acudir a la fiesta? —
preguntó Ade con inquietud.
—Es posible… Tebe se preocupa mucho por ese libro. Y, sobre todo,
por las normas. ¡Casi sería mejor que quien haya robado el libro haya sido
un ladrón de verdad o el diablo en persona! Si ha sido alguna de nosotras, lo
pagaremos todas —explicó Persepolis.
—¡No podemos permitirlo! Busquemos el libro ahora mismo.
¡Encontremos a quien se lo ha llevado!… —propuso Ade.
—¿Pero qué te pasa? ¿Qué estás diciendo? No vamos a ir a ninguna
parte y no buscaremos ningún libro. Si intentamos movernos, Janara nos
fulminará y Tebe nos castigará otra vez. ¡No gracias, ya he tenido suficiente
camisa de Cerbero!
—¡Pero yo tengo que ir a esa fiesta! —dijo Ade, casi incapaz de
controlarse.
Persepolis la miró confundida y sus ojos se transformaron
inmediatamente en cotorras, listas para robarle todos los secretos.
—Quería decir que tenemos que ir… Sí, bueno, todas. Es una bonita
manera de festejar mi bautismo —balbució, intentando recuperar un poco
de credibilidad.
—Se trata de ese muchacho, ¿verdad? ¿Pietro? El de Serra —insinuó
Persepolis, segura de haber dado en el clavo.
Ade se puso colorada y trató de negarlo inútilmente. De hecho, no
estaba mintiendo o, al menos, no le estaba mintiendo a Persepolis. Se había
dado cuenta de que Pietro era el motivo por el que tenía tantas ganas de ir a
esa fiesta, justo en el momento en que Persepolis lo había nombrado. Sintió
una vez más esa sensación de calor y peligro a la vez, ese sentimiento de
vulnerabilidad y omnipotencia, en una sola palabra, el enamoramiento.
—Estabas con él cuando desapareciste durante la caza, ¿verdad? No me
creí ni por un segundo la historia de aquel pájaro que te llevaste como
trofeo. Era una perdiz de lo más común, seguramente un poco más grande
de lo habitual, pero desde luego no justificaba el tiempo que tardaste en
capturarla, podrías haber encontrado muchas más como esa.
Ade comprendió que no tenía elección, debía confesar:
—Él es diferente, Persepolis. No es como ellos. No cree que sea una
bruja. No lo piensa de ninguna de nosotras, ¡no cree en la brujería! ¡Es un
erudito! —explicó Ade.
—Al principio todos son diferentes, Ade, fíate de mí. Luego vuelven a
ser hombres…
—¡Sé cuidar de mí misma! —la interrumpió Ade—. Lo he hecho
siempre y te aseguro que no he dejado de hacerlo desde que estoy aquí.
—No creo que estés en peligro. Creo que ahora lo estamos todas.
—Jamás le he dicho nada de vosotras. No sabe dónde vivo y no sabe
nada de esta casa.
—Estamos en peligro porque ahora hay algo fuera de estos muros que
tú quieres. Algo que no nos incluye. Lo que te empuja a salir es más fuerte
que lo que te mantiene aquí, y siempre lo será. Repasa las normas, Ade, no
falta mucho para tu bautizo. Pero esta vez empieza por la sexta. —
Persepolis se estaba alejando de ella.
—¿Se lo dirás a Tebe? —preguntó Ade, desafiándola.
—No habrá necesidad. El amor siempre encuentra un camino para
dejarse ver.
«Sexta regla: para evitar caídas, nada de hombres entre las Ciudades
Perdidas».
HUÉSPEDES ILUSTRES EN SERRA

La llegada del cardenal inquisidor Giovanni Savelli a Serra coincidió con el


anuncio de que Sante hablaría públicamente en la plaza por la tarde. Las
malas lenguas —y la verdad es que en Serra no faltaban—, insinuaron que
no se trataba exactamente de una coincidencia. Decían que Sante quería
aclarar enseguida quién mandaba y que no aceptaría interferencias, ni
siquiera desde las altas esferas del clero.
Savelli cruzó las puertas de Serra cómodamente sentado en un carruaje
tirado por cuatro caballos negros, mientras sostenía la mano de Porzia
Corradi, quien, en cuanto habían abandonado el bosque, empezó a cubrirse
la nariz con un pañuelo blanco bordado.
—El campo no me gusta, Giovanni. ¿Por qué me habéis traído aquí?
¿No notáis este insoportable hedor a estiércol? No me lo quito de encima…
—se quejó.
—Cambiar de aires os vendrá bien, querida mía, y yo no quiero
separarme de vos. En cualquier caso, no nos quedaremos mucho. Justo el
tiempo de comernos un buen cordero, os lo aseguro —la tranquilizó Savelli,
asomándose por la ventanilla y respirando a pleno pulmón.
—¿Pero dónde nos alojaremos? Aquí no tendrán habitaciones a nuestra
altura… —continuó Porzia.
—Nos hospedaremos en los aposentos de monseñor Tosco. Os aseguro
que a ese obispo no falta ni gusto ni buenas maneras. Tiene fama de ser un
estudioso de la belleza, del arte. Sería un importante mecenas si no lo
hubiesen enviado a este lugar olvidado de la mano de Dios. Y además,
querida mía, si nos viésemos obligados a entretenernos más tiempo, en unos
días se celebrará la Fiesta de las Velas en el salón del señor de Serra y habrá
un fastuoso baile de máscaras, durante el que se expondrá un libro de gran
importancia destinado a volver a Roma, a manos de Marzio Oreggi.
Porzia guardó silencio y Savelli se convenció de haberla persuadido. No
eran muchos los momentos en los que podía admirar su belleza silenciosa:
Porzia pasaba la mayor parte del tiempo hablando. Desde luego lo que decía
no eran estupideces, había sido educada en los mejores colegios femeninos
de Roma, conocía la música, el griego antiguo y era una bailarina
encantadora. Cualquiera podía admirar la gracia con la que realizaba
cualquier gesto, incluso el más banal. Savelli, que también se consideraba
un hombre muy afortunado por tenerla a su lado, hubiera preferido poder
halagar su elegancia antes que su inteligencia, su maravilloso cabello y no
su conocimiento de las cosas del mundo. A veces tenía la impresión de que
sus ojos se velaban de una melancolía sombría, terrible. Como si un
pensamiento mitigado bajo todas esas capas de protección consiguiese de
repente turbarla durante unos instantes y transformar su dulce expresión en
un gesto duro, inflexible. Una mirada que revelaba fragmentos de una vida
oculta que lo aterrorizaban, secretos que podrían arruinar para siempre su
carrera. Su adoración por esa piel diáfana y sin defectos era la amenaza más
grande para su futuro.
Para recibir al carruaje, delante de los escalones de la iglesia de San
Lorenzo, además de Tosco y el padre Beniamino, los aguardaban también
Sante y los benandanti, convocados por el obispo. Estaban en su típica
formación en pirámide, con Sante en la punta; detrás de él, Cesare y
Benedetto; en la tercera fila, Nicola, Adriano y Bartolomeo. Llevaban
pantalones blancos de algodón crudo y una camisa muy abierta, que dejaba
el pecho al descubierto, con las ampollas a la vista colgando del cuello.
Spirto estaba, como de costumbre, en segundo plano: sentado no muy lejos,
fingía ocuparse de otras cosas, pero con el rabillo del ojo no perdía ni un
detalle de lo que estaba ocurriendo.
Savelli bajó en primer lugar y le ofreció el brazo a Porzia. El largo
vestido turquesa de la noble dama cayó meciéndose sobre la piedra blanca
de la plaza. Cuando Porzia alzó la vista para recibir la bienvenida de Tosco,
se encontró con los ojos de Cesare, que la miraba fijamente. Sin dar un paso
atrás ni sonrojarse, la mujer le sostuvo la mirada y lo saludó con un gesto.
—Monseñor Tosco, dejad que os presente a mi sobrina, doña Porzia
Corradi, que ha querido acompañarme a Serra, atraída por las maravillas
que se cuentan de vuestra campiña. Mientras nosotros estemos ocupados en
asuntos bastante lamentables, ella podrá disfrutar de las bellezas del lugar.
Con esta frase, Cesare levantó una ceja y dio un paso al frente:
—En caso de que necesite un escolta, la Compañía de los Benandanti
está a vuestro servicio, señora.
Ella hizo una inclinación como agradecimiento y rodeó con su brazo el
de Savelli.
—Su Eminencia, perdonad el entusiasmo fuera de lugar de mis
muchachos, la Compañía de los Benandanti está aquí para serviros. Serra os
estaba esperando con muchas ganas.
—Vos debéis ser Sante Montesi, por fin nos conocemos.
—Lo mejor que podía pasarme era conocer a nuestro benefactor —
respondió Sante con una media inclinación, con un gesto tan desgarbado
que resultó cómico.
El cardenal inquisidor no se dio cuenta o, al menos, no lo demostró, y se
dirigió hacia la entrada de la residencia episcopal de monseñor Tosco.
Sante le ordenó a la Compañía que volviera a hacer la guardia de
custodia al libro hasta que él estuviera de vuelta y desapareció también tras
la gran puerta de entrada. No era la primera vez que hacía una incursión en
el salón público de la residencia episcopal, donde a Tosco le encantaba
mostrar su gran pasión por la cultura, la música y las artes figurativas. Las
estanterías de madera alojaban volúmenes encuadernados en los mejores
talleres de la época. Entre ellos se podía reconocer, por los típicos grabados
en el dorso y por las esculturas, distintas obras impresas por la academia de
los Incogniti[3], claro indicador del origen veneciano del monseñor y,
probablemente, de la naturaleza libertina y excéntrica que profesaban todos
aquellos que la habían frecuentado. El sitio de honor estaba dedicado a un
volumen de grandes dimensiones, con la cubierta de piel oscura y el título
en filigrana de oro, Malleus Maleficarum, impreso en los famosos talleres
Bertano de Venecia. Sante, a quien tampoco le gustaban los libros y que no
los quería en su casa —salvo la Biblia—, pasó un tiempo ante aquel
volumen, sin abrirlo. No obstante, intuía que entre sus líneas estaban los
fundamentos de su misión, la declaración de un saber que de otro modo se
habría transmitido únicamente a través de narraciones orales y leyendas
rurales. Lo que le enseñaron a él por derecho de nacimiento y destino era
consagrado en aquellas páginas por el estudio y la experiencia de hombres
de la Iglesia mucho más instruidos que él, que elevaban esa misma misión a
deber supremo de todo servidor de Dios. Las dos columnas que
identificaban el sello de los Bertano eran para él la última frontera contra la
invasión del mal, un límite infranqueable que debía vigilar, por voluntad de
Dios.
—¿Dónde está el penitenciario? Sé que se adelantó unos días —dijo
Savelli acomodándose en el trono habitualmente ocupado por monseñor
Tosco, que lo miró molesto.
—Está con la bruja, su Eminencia. En las mazmorras de la cárcel —
respondió Tosco con deferencia.
—¡Entonces la hemos cogido! Había entendido que aún estábamos
dando caza a esa pequeña malvada —se alegró Savelli.
Tosco y el padre Beniamino intercambiaron un gesto cómplice antes de
responder, pero aquel leve silencio dictado por la prudencia y la estrategia
dejó espacio a Sante, que no conocía otro objetivo que el suyo:
—Su Eminencia, hemos cogido a otra. Se trata de una anciana con
mucha experiencia que no ha parado de lanzar conjuros desde que llegó,
hace años. Deja que todos crean que es ciega, pero nos ve mejor que un
gato cuando envenena nuestras cosechas.
—¿Pero que está sucediendo en vuestra ciudad, Tosco? Un lugar
tranquilo donde uno se hospedaba de buena gana disfrutando de la paz y la
naturaleza parece que se ha convertido, de un día para otro, en el enclave
elegido por el demonio para comenzar su último asalto a Roma —dijo
Savelli con ironía.
Sante tampoco dejó responder a monseñor y replicó al sarcasmo del
cardenal:
—Aunque no nací aquí, conozco Serra desde hace muchos años, su
Eminencia, y os puedo asegurar que, en los últimos meses, algo siniestro ha
empezado a deambular en la oscuridad de la noche. Yo tengo el poder de
reconocer esas señales ocultas, la sabiduría de interpretarlas y la fuerza para
combatirlas. Si no nos movemos enseguida, llegará el día en que nos
encontraremos combatiendo a un ejército demasiado numeroso y no
tendremos manera de defendernos —concluyó Sante con una leve
inclinación.
—Parece que a vuestro soldado le preocupa esta ciudad y la fe en Cristo
más que a vos y a mí, Tosco.
—Todavía no tenemos ninguna prueba de que se trate de brujería, su
Eminencia. La anciana ha sido acusada por los Susurros y hasta hoy no ha
manifestado ninguna señal de posesión o hechizo —añadió por fin Tosco,
reservándole a Sante una mirada severa—. Por eso os esperábamos a vos —
añadió al instante.
—Para encontrar las pruebas basta con darse una vuelta por nuestros
campos. Si queréis, os acompaño con gusto, monseñor Tosco, ya que al
estar demasiado recluido entre obras de arte os olvidáis de que ahí fuera
está la obra maestra de nuestro Señor —dijo Sante, desafiando abiertamente
la autoridad de Tosco.
Monseñor acusó el golpe y se esforzó por adoptar una expresión
tranquila, pero el temblor del párpado derecho, además de traicionarlo,
demostró que Sante sabía muy bien cómo tensar la cuerda. Tosco, sin
embargo, tenía presente que únicamente el último tirón podía romperla.
Solo había que esperar.
Beniamino anunció la entrada del hermano Filippo, que, justo en ese
momento, volvía de las mazmorras. Llevaba en las manos unos folios con
apuntes y reflexiones. Había pasado toda la mañana con Fortunata y todo lo
que había conseguido eran pocas respuestas lúcidas y muchas historias
confusas.
—Decidme, hermano Filippo, ¿es entonces una bruja la que está en las
mazmorras? —preguntó Savelli sin más preámbulos.
—Por lo que he podido entender de sus incoherentes palabras, es una
anciana aquejada de melancolía y sinrazón. Fortunata ha perdido el juicio,
no el alma, su Eminencia —respondió Filippo, enseñando los folios—.
Aquí están todos mis apuntes y las valoraciones que he podido hacer
durante toda la jornada. Podéis leer directamente la respuesta más
importante, la que habla sobre el ungüento que habría envenenado el pozo.
Fortunata cree que es un remedio para sus ojos, un remedio que le habría
recomendado la Virgen, según ella. A primera vista podría sonar como una
blasfemia, pero si escarbamos un poco más hondo, leyendo también los
Susurros, descubrimos que se trata de una joven misericordiosa que se
ocupa de ella —continuó Filippo.
—¿Quién sería esa mujer? Tal vez sea a ella a quien haya que buscar —
afirmó Savelli.
—Fortunata no recuerda el nombre, pero volveré a interrogarla en los
próximos días para continuar con la redacción de la súplica —respondió
Filippo.
—Yo conozco a esa mujer, su Eminencia —se entrometió Sante—.
Tengo indicios fundamentados de que ella es la que esconde a la bruja que
buscamos…
—Quien esconde a una bruja también es bruja, Sante —lo interrumpió
Tosco, muy contento de poder asestarle uno de los primeros golpes que le
tenía guardados—. Pero en vez de abordar el verdadero mal que se esconde
en el bosque y que todos conocemos de antes, nos limitamos a atormentar a
una anciana enferma. Esa es la diferencia entre la Iglesia y quien la alaba,
su Eminencia —continuó, dirigiéndole la mirada al cardenal Savelli—. La
Iglesia no pierde el tiempo con creencias, hechizos o embrujos. Nosotros
nos ocupamos del único y verdadero enemigo que nos amenaza desde
siempre: Satanás ha tomado la forma de mujeres de mente refinada que
conocen las artes y que a menudo enseñan a otras lo que han aprendido.
Desafían la naturaleza, que las ha hecho débiles e insensatas, cabalgan sin
silla abriendo las piernas, viven en el bosque sin hombres —y todos saben
que una mujer sin un hombre es como una oveja sin su rebaño y sin el
pastor—: un ser perdido que vaga a la deriva y se acaba cayendo por el
barranco por querer llegar a la hierba más fresca. Pero Sante Montesi parece
no estar interesado en averiguar hacia dónde apuntan todas las miradas, tal
vez porque en el pasado esas mujeres le fueron muy útiles…
Sante apretó los puños y miró a Tosco con desprecio, le hubiera gustado
pegarle, pero sabía que no podía hacerlo. Pensaba que esa vieja historia ya
había sido olvidada y, sobre todo, que nunca había llegado a los oídos de
Tosco, ya que asumió el cargo de la diócesis de Serra muchos años después
de que sucediese. Se vio a sí mismo como aquel joven tintorero al que
encargaron teñir un lote de paños, y que cometió un grave error: el trabajo
le salió mal por las prisas. Se recordó derrotado, con los acreedores en la
puerta y demasiadas bocas que alimentar en casa. Él también sabía que, si
no hubiera sido por Tebe, lo habría perdido todo mucho antes de tener
tiempo de construirlo. Pero ahora se lo estaba jugando todo y Sante ya no
tenía memoria para quien lo salvó entonces. Respiró hondo e intentó
despejar la mente. Relajó las arrugas de la cara y se secó la frente, luego se
dirigió al cardenal Savelli:
—Le agradezco a monseñor Tosco su discurso apasionado y puedo
asegurarles a ambos que atacar a esas brujas es exactamente mi deber y mi
misión. No las estoy evitando, las estoy acorralando.
Filippo, que hasta entonces había permanecido en silencio,
impresionado por esa conversación y convencido de que su papel era
conducir al resto por la senda de la prudencia, tomó la palabra:
—La Iglesia no condena sin un juicio, su Eminencia. Puedo llevaros con
Fortunata hoy mismo, cardenal. Me gustaría recordaros a todos que, hasta
hace poco, creer en la brujería era una herejía que se pagaba con la muerte.
—Hermano Filippo, si me lo permitís, ahora es una herejía no creer en
ella —concluyó Sante que, despidiéndose, renovó la invitación a que
estuvieran presentes en el llamamiento a los ciudadanos de Serra que tenía
previsto ofrecer por la tarde en la plaza.
EN EL ANUNCIO

Porzia Corradi no quiso entrar en razón y fue una de las primeras en


asomarse a la ventana de sus aposentos, que daban directamente a la plaza
de Serra. Debajo de ella, una pequeña multitud de campesinos y artesanos
empezaba a aglomerarse frente a la gran piedra elevada que, aparentemente,
debía hacer las veces de púlpito público, pero que, durante la mayor parte
del tiempo, era utilizada por los niños de Serra como fortín para sus
batallas. Porzia escrutaba atentamente cada esquina, en busca de aquel
joven que, delante de todos y sin ninguna timidez, le había ofrecido sus
servicios. Por el momento no había rastro de él. Ninguno de todos esos
jóvenes en los que posaba la vista tenía esa seguridad y arrogancia que por
poco no la hicieron sonrojar. Desde allí arriba, ese pequeño pueblo le
pareció casi tan bonito como todas las cosas desde la distancia adecuada.
Ella arriba, ellos abajo. Un mundo que por fin se ordenaba, tal cual lo
conocía desde que nació.
En el balcón público de la residencia episcopal estaban Tosco y Savelli
y, unos pasos por detrás, el padre Beniamino. Ellos también tenían los ojos
puestos en la multitud que esperaba la llegada de Sante. El hermano
Filippo, por el contrario, estaba en la plaza, entre los ciudadanos de Serra,
pero el sayo blanco y la capa negra lo hacían inconfundible.
Tres bolas en llamas fueron las que abrieron el paso a los benandanti y a
su jefe. Spirto, que iba a la cabeza del cortejo, las hacía rodar con velocidad
sin que las cuerdas a las que estaban atadas ardieran. Era uno de sus juegos
preferidos y le encantaba la mirada de admiración que todos le dedicaban
cuando atravesaba la multitud de esa forma. No era lo suficientemente
fuerte como para entrar en la Compañía, pero nadie era más rápido y ágil
que él. En su interior sabía que antes o después llegaría su momento.
Pietro se abrió camino entre los ciudadanos de Serra y ganó la primera
fila a tiempo para ver a su padre encaramarse a la piedra, mientras la
Compañía se colocaba detrás de él, como si fuese su guardia personal.
Tenían los rostros contraídos y las mandíbulas apretadas por la tensión;
Pietro sabía que de aquel discurso no debía esperar nada bueno, la situación
corría el riesgo de precipitarse.
De repente se hizo el silencio y todos se quedaron inmóviles, esperando
que Sante empezase a hablar. No lo escuchaban solo los ciudadanos de
Serra, pues habían llegado habitantes de los pueblos vecinos y una nutrida
delegación de Torre Rossa, con el padre Agnolo y Gianbattista a la cabeza;
Dante no había querido abandonar el horno. Todos intuían ya qué sucedería.
Semioculta tras una espesa manta, Janara se camuflaba entre la gente.
Había llegado a Serra unas horas antes, con la intención de poder ver el
misterioso libro. Aquileia se había ofrecido a acompañarla con la excusa de
comprar unos colores para poner remedio a la intervención de Valente en su
cuadro, pero había desaparecido poco después de llegar a la ciudad.
—Ciudadanos de Serra y amigos que habéis llegado de todos los
pueblos limítrofes, os doy las gracias por haber respondido tantos a la
llamada. Mis palabras de hoy sonarán confiadas y convenientes a los
buenos, y nefastas y amenazantes a los malvados. Vivimos en tiempos en
los que ya no hay espacio para la equidistancia ni la neutralidad; grandes
decisiones llaman a nuestras puertas y es el momento de responder a esos
golpes. ¿Queréis abriros a la llamada del Señor y armaros en su ejército,
que se prepara para la batalla contra el mal, o seguir, por el contrario,
encerrados en vuestras casas a la espera de que sea Satanás quien derribe
esas puertas? Que ninguno de vosotros se atreva a mirar a su vecino, pues
estamos todos llamados a una gran empresa. Os habréis dado cuenta de que
Serra está cambiando. Una sombra ha oscurecido nuestro sol y un aire
pestilente flota con el viento, como si procediese de las vísceras más fétidas
de la tierra.
Los ciudadanos de Serra empezaron a asentir con la cabeza y a
murmurar en señal de aprobación. La multitud, que al principio parecía una
compacta mancha humana, ahora se movía como una marea invisible,
oscilaba, levantaba los brazos y las cabezas, se giraban en busca de
confirmación. Se agitaban nerviosos, como si las palabras de Sante
hubiesen calentado no solo los corazones, sino también la tierra bajo sus
pies, hasta hacer que quemara.
—Nuestras puertas están siempre abiertas, son acogedoras y orientadas
hacia el prójimo, pero, además de los amigos fieles, por esa puerta han
entrado también nuestras enemigas: las que traman en la sombra, las que
envenenan nuestros ríos, las que matan a nuestros hijos. Y, por último, las
que corrompen a nuestras mujeres, criaturas débiles, delicadas, que
necesitan un guía que las proteja.
Janara sentía cómo crecía la tensión de la multitud a su alrededor, podía
percibir las respiraciones fatigarse y los latidos acelerándose. Aquellas
palabras eran agua fresca en un campo bien arado, las semillas germinarían
pronto y, para las Ciudades Perdidas, sería cada vez más difícil esconderse.
Un grupo de mujeres solas sería el blanco ideal para su rabia.
—Han llegado a Serra invitados notables en los últimos días, los más
importantes que jamás han cruzado nuestras puertas, eso es porque Roma se
ha acordado por fin de nosotros. Ha comprendido que aquí se han dado cita
los príncipes del Infierno, que desde hace semanas se dan un festín con
nuestras cosechas. Estos huéspedes traen noticias no menos preocupantes,
porque también Roma está siendo atacada. Cada día se descubren y arrestan
nuevas brujas, siervas del diablo. Se disfrazan, se confunden entre la buena
gente. ¡Son mujeres que, al parecer, hacen el bien, curan, alivian los
dolores, ajustan huesos, pero su verdadero objetivo es enfermar vuestra
alma para siempre! ¡La venden a su señor, enemigo mortal de Dios! Una de
ellas, para que no la purificaran en la hoguera, se quitó la vida en la cárcel
con un clavo oxidado. Se llamaba Giovanna, la Deforme y para todos era
solo una loca, una mujer que había perdido la razón y parloteaba sobre
vuelos nocturnos y orgías satánicas. Pero no estaba loca, creedme. ¡No
debemos ser compasivos con estos hechos lamentables! Había sido
corrompida por una bruja maestra, una que le enseñó todo lo que sabía,
dándole libertad para hacer sus hechizos allá donde fuera. ¡Este es su
apostolado, esta es su misión!
Al escuchar el nombre de Giovanna, la Deforme, Janara se estremeció.
Sus ojos se humedecieron e inspiró la fuerza para aguantarse las lágrimas.
Se acordaba bien de esa muchacha y recordaba también cuánto le costó
dejarla, a pesar de que Giovanna le rogó que se quedara. De repente sintió
frío, el escalofrío que le corrió por la espalda la alejó de esos tristes
recuerdos. Un fantasma había venido a visitarla.
Mientras tanto, desde lo alto de su balcón, Porzia desvió la mirada hacia
Savelli y Tosco; ninguno de los dos parecía contento con el discurso que
aquel pueblerino estaba dando en la plaza, lo podía deducir por los rostros
tensos y por las manos, que casi querían detener aquello. Probablemente,
pensaba Porzia —que conocía muy bien a los miembros del alto clero en
Roma, aunque no solo a ellos—, ambos escuchaban aquellas palabras como
un ataque a su autoridad y, además, casi con toda seguridad, envidiaban la
capacidad de ese paleto de inflamar a la masa. Porzia sonrió, aquel pueblo
que apestaba a estiércol y orina le iba a regalar algunos momentos
divertidos, y tal vez una buena mano en su particular partida contra el
presuntuoso Savelli.
El discurso de Sante continuaba:
—He escuchado lamentos, dudas e incertidumbre por el arresto de
Fortunata. Os entiendo, parece inofensiva, silenciosa, a veces sus
extravagancias arrancan incluso una sonrisa. ¡Pero las mentiras de Satanás
son potentes y nos nublan la vista! Esa mujer llegó de la nada y se quedó
entre nuestras murallas. No tiene de qué vivir, no tiene familia, no tiene
casa, duerme donde sea y come lo que encuentra. Una persona normal ya se
hubiera muerto de hambre, de frío o de una enfermedad. Ella no, lleva años
entre nosotros. Todos lo sabemos, alguien la está ayudando, alguien que
evidentemente tiene interés en mantenerla con vida. ¿Queréis decirme
vosotros quién la ayuda, o debo decirlo yo?
Alguien empezó a pronunciar el nombre de Tebe, primero lentamente,
casi con timidez, y luego, alimentada por la multitud, cogió fuerza una
única voz, potente y clara. Ahora todos gritaban ese nombre y, con cada
grito, parecía que un monstruo agitaba sus cabezas con cientos de ojos y
brazos preparados para destruir todo lo que tenía alrededor.
En ese momento, Porzia regresó a sus aposentos, el discurso de Sante la
había aburrido, pero era cierto que Tebe era un nombre muy extraño para
una bruja de campo, le pediría cuentas a Savelli en cuanto fuera a verla.

***
Un momento antes de que acabase el discurso de Sante en la plaza, el
cardenal Savelli abandonó el balcón desde el que había asistido a esa inútil
farsa, junto a Tosco y el padre Beniamino. Oreggi no lo había enviado allí
para hacer de espectador de un campesino que había decidido liderar un
ejército, además, el calor fuera era asfixiante y le parecía que su túnica se
estaba arrugando demasiado. Respiró hondo intentando decidir rápidamente
cómo intervenir, en ese momento se dio cuenta de que a su lado estaba el
padre Beniamino, quien, sin ser visto, debía haberlo seguido hasta la sala, a
la espera de sus movimientos.
—Padre Beniamino, habéis hecho bien en perseguirme —dijo para darle
a entender que se había percatado de su presencia.
El secretario de monseñor Tosco dio un paso adelante, como si hasta ese
momento no hubiese esperado otra cosa que ponerse al servicio del notable
huésped invitado de Roma.
—Decidme, monseñor Savelli, ¿puedo serle útil de alguna manera?
El cardenal sabía qué era exactamente lo que debía hacer en ese
momento, justo aquello para lo que lo habían mandado a Serra, con pleno
respeto a su papel y su misión:
—Sí. Os pediría que advirtierais al hermano Filippo que tengo intención
de hablar con la acusada hoy mismo y que quiero estar solo cuando proceda
con el interrogatorio; solo permitiré la presencia del señor de Serra, Guido
Podenco. No necesito nada más. —Con estas palabras, abandonó el salón,
con la firme intención de poner a Sante Montesi y a su panda de miserables
en su sitio.
SIEMPRE ENCUENTRO EL CAMINO A
CASA

—Siempre encuentro el camino a casa.


Así se presentó Janara a Tebe cuando le abrió la puerta de las Ciudades
Perdidas. Entonces el lugar estaba todavía en ruinas. Solo habitado por Tebe
y Leptis, trabajando para arreglar las ruinas abandonadas en el bosque que
habían elegido como hogar; lo convertirían en un puerto seguro para todas
las mujeres que lo necesitaran. Dijo que se llamaba Bellezza, pero ese
nombre ya no significaba nada para ella. Hacía años que todo el mundo la
llamaba Janara y habían hecho de ella una fugitiva. Sus ojos eran los de una
mujer con mucha fuerza, pero tenía el rostro marcado por las experiencias y
las mil y una batallas a las que se había enfrentado. Una gran cicatriz le
surcaba la mejilla izquierda hasta rozarle el párpado, el pelo lo tenía
recogido en una larguísima trenza gris, que dejaba libre solo algún mechón
que le enmarcaba la parte alta de la frente. De su cuello colgaba una llave
similar a muchas otras, pero que Janara no se quitaba nunca, como si
guardase el secreto de su vida. Con el cuerpo recio y curvo, y un insólito
cabello plateado, parecía el retrato de una belleza consumida y, tal vez, bien
vivida.
A pesar de ser una mujer singular, Tebe le dio cobijo. Había aprendido
en carne propia que rechazar una petición de ayuda a una mujer solo podía
significar una condena a muerte. Y después de haber escapado a la suya,
quería presenciar el menor número de muertes posibles, incluso a costa de
correr algún riesgo. Leptis fue más cauta o, mejor dicho, desconfiada. Con
Tebe tenía en común una sana apertura hacia el prójimo, pero cultivaba en
lo más profundo una desconfianza más prudente en la bondad humana; la
vida le había enseñado que había que elegir muy atentamente a las personas
en las que depositar la confianza. Sin embargo, su amor por Tebe consiguió
que se fiara de ella, de su instinto. Por otra parte, a ello le debía la vida.
—Me convertí en Janara con catorce años, así es como en mi región
llaman a las brujas de las cosechas, las que roban los caballos de los
establos para montarlos por la noche. Era la noche de Navidad y me quedé
más tiempo en la iglesia, porque me había citado con mi enamorado. Yo fui
la última en salir, pero él no se presentó. A partir de ahí comenzó todo. Mi
familia de sangre venía de las altas montañas nevadas, a muchos días de
camino de la ciudad. Hacía poco que nos habíamos trasladado, no podíamos
saber que esa era la forma que tenían los habitantes de Benevento de
reconocer a las janaras[4] en su forma humana. La mujer que se retrasa y
sale última de la casa del Señor en la noche de Navidad es una bruja, una
janara. Según dicta la leyenda.
»Desde entonces, mi vida cambió. Aunque mi familia y yo intentásemos
convencer a todos en Benevento de que no era bruja, nadie quiso creemos.
De un día para otro, empezaron a dejarme de lado, a insultarme y, sobre
todo, a temerme. No me permitían ver a sus hijos o sus animales. Crecí en
absoluta soledad —aparte de mi familia— y sin amigos. Hasta que el nogal
me llamó.
Janara les contó que el nogal era un árbol gigantesco que crecía junto al
río Sabato, en la que llamaban la orilla de las janaras, y se decía que en sus
raíces albergaba un demonio horrible con forma de serpiente. La tierra que
alimentaba el nogal era, en cambio, bendita para algunas mujeres. La
tradición decía que, quien no era fértil, solo tumbándose bajo sus ramas o
pisando la tierra sobre sus raíces, podía llegar a serlo. Pero nadie se atrevía
a ir de noche, porque allí se reunían las janaras y los hechiceros para
celebrar ritos peligrosos. Un día, mientras estaba en casa hilando, escuchó
una cancioncilla:

Sobre el agua y sobre el viento,


sobre cada azoramiento,
aquí reposa mi juramento,
bajo el nogal de Benevento.

Y entendió que el nogal quería que fuese hacia él, que alrededor del
árbol encontraría a otras mujeres y su aislamiento terminaría.
La historia de Janara continuó con su adiestramiento y el estudio de los
astros y de las hierbas medicinales. Convertirse en janara fue una de las
experiencias más bellas de su vida. Las hermanas de Diana eran mujeres
como ella, curiosas, inteligentes y rebeldes; y el nogal, su corazón. Un
corazón que latía al unísono con el suyo y que le daba energía y poderes
infinitos.
—A los veinte años decidí marcharme. Benevento se había quedado
demasiado pequeño para mis deseos. Viajé por el mundo, disfrazada de
hombre para estar más segura y hacer lo que me más gustaba, luchar. Si
alguien me preguntase hoy qué soy, respondería sin dudarlo: «Una
guerrera». No una bruja ni una hechicera ni una malvada. Soy una guerrera
adiestrada en el Lejano Oriente, forjada por el fuego de un gran volcán. He
combatido en guerras en lugares lejanos, donde morir en batalla significaba
caer con honor. He preferido siempre la vida, incluso cuando no era
decente. Ser mujer bajo esas ropas masculinas me permitió ver el mundo
con otros ojos. Para nosotras la vida siempre vale más, sencillamente
porque aún no hemos empezado a vivirla.

***
Leptis volvió con el recuerdo al momento exacto en que Janara había
entrado en sus vidas cambiando inexorablemente su curso. Fue entonces
cuando Tebe empezó a ocultarle algo. Hasta entonces no había habido
secretos entre ellas. Lo que las unió fue un amor absoluto, auténtico, fuerte.
Tan fuerte que eclipsaba todo el mal que habían tenido que afrontar antes de
ocultarse. Sin embargo, cuando Leptis, aceptando de buena gana acoger a
Janara, manifestó dudas sobre su historia, esperando que Tebe tuviera
también sus suspicacias, leyó cierta desilusión en sus ojos. Por primera vez,
Tebe la excluía de su vida.
Leptis estaba segura de que, aprovechando un momento en que se había
alejado de ellas para comprobar un destilado, Janara le entregó algo a Tebe.
Sucedió justo cuando ella volvía a la habitación que después se convertiría
en el salón, pero no pudo ver de qué se trataba y, por otra parte, Tebe lo
negó siempre, cada vez que intentó pedirle explicaciones. Así que, en algún
momento, desistió de entender qué era lo que le estaban ocultando.
Janara pasaba tiempo a solas con Tebe cada vez con más frecuencia, y
Leptis enseguida entendió que en aquellos encuentros se traían entre manos
algo fundamental. Algo que ella solo había podido imaginar, porque, cada
vez que le preguntaba, Tebe solo respondía: «Llegará un momento en el que
todo se desvelará, no te preocupes, Leptis».
Incluso entonces, mientras estaban las tres reunidas en el salón y Janara
contaba que no había podido acercarse lo suficiente al libro porque los
benandanti estaban de guardia, Leptis tuvo la extraña sensación de que
hablaba en un código que ella desconocía. Un código que la mantenía al
margen, observadora de un espectáculo al que no había sido invitada. No
entendía por qué Janara había corrido el riesgo de ir sola a Serra y, además,
coincidiendo con el discurso de Sante y solo para ver un libro que, de todos
modos, iba a exhibirse en la fiesta a la que todas ellas tenían previsto acudir,
gracias también a su intervención.
Los rayos del sol se filtraban por los postigos semiabiertos del gran
salón y le daban a Janara en la cara, por su reflejo, sus cabellos brillaban
con un plateado aún más vivo.
—Debo estar segura de que es el libro que estamos buscando, pero para
hacerlo tengo que acercarme más, y no será fácil. Por desgracia, traigo otra
mala noticia, en la plaza he asistido a nuestra condena pública.
Al escuchar aquella frase, Leptis frunció el ceño, no sabía que las
Ciudades Perdidas estuviesen buscando un libro, ni que la situación en
Serra hubiese llegado a ese punto. Decidió que no pediría explicaciones,
esperando que llegara por fin el momento en que Tebe se lo contase.
Janara hizo un resumen del discurso de Sante, la rabia de la plaza, un
susurro que en breve se convirtió en coro del que se elevaba un único y
aterrador anuncio de muerte. Aquel anuncio sonaba para ellas.
—No podemos ir a la fiesta, Tebe —dijo imperativa Leptis,
interrumpiendo el relato de Janara.
—Lo sé —respondió—. Y, por si fuera poco, aún no sabemos quién ha
robado nuestro libro de la urna. Lo he buscado en todas partes, pero no hay
rastro ni del libro ni de quién puede habérselo llevado.
—Continuaré buscando, te prometo que lo encontraré —intentó
tranquilizarla Leptis.
—A esa fiesta tenemos que ir, sin duda. Yo necesito algo que distraiga a
los benandanti que hacen guardia en la cripta; vosotras seréis mi señuelo —
explicó Janara.
Leptis se levantó de la silla furiosa:
—Pero ¿qué dices? ¡Ya basta! No permitiré que nos llevéis a una
masacre. No arriesgaremos nuestras vidas por un libro solo porque tú y
Tebe habéis decidido que lo necesitamos. Ya estoy harta de todos estos
secretos. Tebe, por favor, ¡despierta! ¿No ves lo que nos está ocurriendo?
Hemos empezado a hablar como ellos, a estar listas para poner en riesgo
toda nuestra tranquilidad y nuestra seguridad por una convicción que no
tiene ninguna base racional… Ya no te entiendo…
Tebe vio los ojos de Leptis enrojecidos por las lágrimas. Sabía que le
haría daño como nunca antes. Se levantó y, sin bajar la mirada, dijo con
firmeza:
—Iremos.
Leptis, furiosa, quiso abandonar la habitación. La voz de Tebe la
detuvo:
—Hoy Segesta no dejará la casa. Dile que no podrá salir a dar su vuelta.
Es demasiado peligroso.
—Ha prometido a Millina que la ayudaría con su problema respondió
Leptis con voz cortante.
—No puede. —El tono de Tebe era ahora frío y distante. Eran órdenes
de verdad.
—Como deseéis, señora —concluyó Leptis, y se alejó.
LOS PREDESTINADOS

El mismo sol que había hecho brillar los cabellos de Janara, arrojando luz
sobre las sombras de su relato, calentaba en ese momento la larga hilera de
hombres que se amontonaba a la entrada de la cueva de los benandanti, que
interpretaron aquellos rayos como una bendición divina.
El discurso de Sante en la plaza había removido las conciencias de
todos aquellos que hasta ese momento se habían limitado a amenazar y
susurrar. Ahora, al fin, podían ponerse al servicio del bien supremo,
combatir para derrotar al maligno y salvar no solo a su pequeña ciudad, si
no erigirse como baluartes de toda la iglesia. Dispuestos como hormigas,
uno detrás de otro, se abrían paso para llegar antes del que les precedía;
querían demostrar al capitán su ferviente voluntad para formar parte de la
Compañía y contribuir a limpiar Serra de todo pecado. Tenían los rostros de
los hermanos, los padres, los esposos y los prometidos de las mujeres que a
la mañana siguiente perseguirían y darían caza, pero no parecían darse
cuenta de eso. Estaban del lado de la justicia, allí donde no hay espacio para
las dudas.
En la entrada de la cueva, para recibirlos, estaban Spirto y Nicola, que
escribían sus nombres y oficios en una lista que cada vez era más larga.
Algunos de aquellos hombres traían el paño bendecido que los había
envuelto apenas nacieron; otros, el crucifijo de madera del que no se
separaban nunca y otros, el escapulario que utilizaban sus madres para
protegerlos durante la noche de la muerte maligna; la mayoría se
presentaban solo con anécdotas y relatos sobre predicciones
fantasmagóricas acerca de su destino hechas por gitanas sin nombre. Todos
juraban haber visto con sus propios ojos, al menos una vez en la vida, a una
bruja. Ese era su salvoconducto.
Pietro avanzaba a duras penas por aquella serpiente humana que se
desbordaba a lo largo de la falda del Monte Oscuro. Aquella mañana había
tardado en salir hacia la cueva porque su madre no había podido levantarse
del lecho, y aunque Agnese le rogó que se fuera, él permaneció a su lado
hasta que se encontró mejor y ya pudo ponerse a trabajar en el telar. La
verdad es que Pietro buscaba una excusa para retrasar el momento en el que
debía encontrarse con su padre y su fiel Compañía después del discurso en
la plaza.
Cuando se topó con aquella multitud exaltada y sudorosa intentó abrirse
camino con el cuerpo, ostentando una seguridad que, a su modo de ver,
tenía que demostrar que era un auténtico representante de la Compañía y un
digno heredero de su padre, no un aventurero en busca de nuevo patrón.
Pero su físico no era lo suficientemente imponente para que le dejaran pasar
y, después de algunos golpes de hombro y alguna que otra mirada hostil,
tuvo que ponerse sin remedio al final de la cola.
Spirto, que compensaba su poca fuerza física con una agilidad y una
vista de ave rapaz, divisó entre la multitud los rizos de Pietro, que en vano
intentaba avanzar. Subió al banco de madera del lado de la entrada de la
cueva, se llevó el pulgar y el indice a la boca y silbó para llamar la atención
de los presentes. El sonido fue tan agudo y molesto que los de delante de la
fila se llevaron las manos a los oídos y, por un momento, se hizo el silencio.
—¡Dejad pasar al hijo de Sante! —ordenó desde allí arriba.
Todos se dieron la vuelta buscando a Pietro que, en ese momento, se
había apoyado en una roca para descansar. Hacia la mitad de la fila se hizo
un gran hueco, como si esa orden la hubiera gritado un antiguo profeta de
barba larga y no un flaco muchacho abandonado en el tomo de un hospicio.
Pietro se dirigió lentamente hacia la entrada, intentando no cruzar ninguna
mirada con nadie. Distinguió pocas frases susurradas entre la gente, pero
casi todos repetían lo mismo: «Pobre Sante, condenado a quedarse sin un
heredero digno de él». Hubiera querido responder y hacerlos callar, pero
¿de qué hubiera servido? Ellos no estaban interesados en él, su padre era su
héroe y él, su hijo pródigo, que no se arrepentiría ni aunque matasen a siete
temeros cebados.
Al llegar a la cima dio las gracias a Spirto con una señal de la cabeza y
traspasó el umbral de la cueva.
—Imagino que hoy pasarás la noche aquí —dijo distraído.
—No lo creo. Acabaremos rápido y luego vendré a darte una paliza —
respondió Spirto bromeando.
Pietro esbozó una sonrisa, aquel muchachito conseguía ponerlo de buen
humor incluso en los peores momentos. Pasar tiempo juntos esas últimas
semanas, al margen de la Compañía, los había unido y, aunque Spirto
envidiaba que Pietro fuera el elegido, apreciaba sus modales gentiles y
también que pudiera darle un papel importante en la Compañía, ya que de
entre todos era el único benandante auténtico, el legítimo portador de una
segunda alma.
—Tú eres bueno, Spirto. Cuando te des cuenta, entenderás de qué parte
estar —le decía cada vez que luchaban en los entrenamientos.
Spirto no estaba seguro de comprender bien su significado, pero le
gustaban esas palabras que lo hacían sentir importante.

***
En la Gruta del Viento reinaba una calma poco habitual. No se oían los
ruidos típicos de los entrenamientos: ningún golpe contra el suelo de arena,
ningún grito de cansancio al llegar al final del camino y las campanillas
atadas a la cuerda permanecían extrañamente mudas. Pietro se acercó
buscando con la mirada a sus compañeros y los vio a todos sentados en
círculo en torno al anillo central. Su padre estaba entre ellos. Sin alzar la
mirada, como si tuviera ojos en la espalda, Sante lo llamó:
—Acércate y siéntate, hijo mío. Llegas tarde.
Pietro obedeció en silencio. Se sentó entre Benedetto y Adriano.
Enfrente estaba Cesare, situado, como siempre, al lado de su padre.
—Hoy tenemos que tomar una decisión muy importante —continuó
Sante.
—¿Por eso no entrenamos? —preguntó Pietro.
—Esto también forma parte del entrenamiento de un benandante. Con
la lucha se esculpe la armadura, con las decisiones se forma el carácter —
repuso Cesare antes de que Sante pudiera responder a su hijo.
—Fuera de la cueva hay decenas, quizás centenares de hombres listos
para jurar lealtad a la Compañía y armarse contra la nueva herejía —dijo
Sante.
—¿Y os sorprende? ¿Qué esperabais después de vuestro sermón?
Parecía que Serra se hubiera convertido de repente en la boca del infierno.
—Lo sé, hijo mío, aunque tú no quieres aceptarlo. Llegará un día en que
todo estará claro y tú estarás preparado, gracias a mí.
—Estoy harto de hablar siempre de las mismas cosas con vos, prefiero
practicar para batir la marca de Cesare —dijo Pietro, levantándose.
—¡Siéntate! ¡No hemos terminado! —le ordenó Sante. Su voz resonó
entre las piedras de la cueva.
—¡No quiero tener nada que ver con vuestra cruzada, padre! Si es una
nueva guerra santa lo que buscáis, tened cuidado con no reclutar a
saqueadores.
Pietro volvió a su sitio y vio la mirada socarrona de Cesare.
—Ahora que mi hijo nos ha llevado al fondo de la cuestión, tenemos
que pensar si abrimos las puertas de la Compañía a los no destinados,
reforzando nuestras filas con un numeroso ejército, a riesgo de
contaminarlo con sangre impura, o seguimos siendo una raza de caballeros
elegidos, pocos, pero llenos de la fe y la gracia de Dios.
—Si esta es la decisión que queréis tomar, padre, debéis tener en cuenta
que no estamos todos, como vos decís. Faltan Spirto y Nicola —lo
interrumpió Pietro.
Los Benandanti se miraron entre ellos, pero nadie osó decir nada.
—Voy a llamarlos.
—Quieto, Pietro. Somos nosotros quienes tenemos que tomar esta
decisión —dijo finalmente Cesare.
Pietro intentó leer entre líneas lo que Cesare acababa de decir. Miró a
los otros Benandanti, pero nadie tuvo la valentía de responder a la pregunta
que expresaban sus ojos, todos agacharon la cabeza con cobardía.
—Así pues, se trata de esto… No es casualidad que los que están allí
fuera tomando nota de los nombres sean un huérfano y un sarraceno. Ellos
no son dignos. A pesar de todos esos bellos discursos que pronunciáis,
padre, incluso aquí, no todos somos iguales a los ojos de Dios. No corráis a
decidir, ya lo habéis hecho, queréis acoger a los siervos. Esto facilita aún
más mi decisión, estoy más cómodo sentado ahí fuera entre los renegados
que cruzado de piernas entre los elegidos.
Pietro volvió a levantarse, mientras dentro de él se libraba una extraña
lucha entre la obediencia a la sangre y el respeto a la razón. Sante, que
había permanecido en silencio hasta ese momento, hizo una señal a Cesare,
que se lanzó contra Pietro, inmovilizándolo de espaldas contra el suelo.
Sorprendido por la agresión, permaneció quieto durante un instante, luego,
hizo acopio de toda su fuerza y rabia y la concentró en los brazos; sujetó a
Cesare hasta sentir el crujido sordo de sus huesos y, con la ayuda de las
piernas, lo empujó y se deshizo de él. Una vez liberado de su agresor
hubiera podido llegar con facilidad a la salida de la gruta, pero algo lo
empujó a ensañarse con Cesare. Se tiró encima de él y le golpeó con
puñetazos firmes y certeros en la boca del estómago, cada vez con más
violencia; Cesare, arrollado por la furia incontenible de Pietro, intentó
protegerse.
Benedetto hizo ademán de levantarse, pero Sante lo detuvo.
—Dejad que arreglen las cosas entre ellos —aclaró.
La reacción de Cesare no se hizo esperar: aprovechando una pequeña
vacilación jadeante de Pietro, consiguió alejarlo de él y ponerse en pie,
luego lo embistió, como un toro que ha permanecido demasiado tiempo en
cautiverio. Continuaron así durante un rato. Sus rostros empezaron a
enrojecer y los dedos de las manos mostraban ya algunas heridas sangrantes
en los nudillos. Se detenían solo para respirar a pleno pulmón y se
comportaban como si en esa gruta solo estuvieran ellos y no toda la
Compañía, que los observaba como se daban una buena tunda. Evitaban
hablar para ahorrar energía, solo se oían jadeos y gritos desordenados. Al
final estaban exhaustos. Se detuvieron, con las manos apoyadas en las
rodillas, tratando de recuperar el aliento. No tenían fuerzas ni para secarse
el sudor de la frente.
Pietro fue el primero que pudo hablar.
—Hoy ha sido empate —dijo a duras penas, con la respiración
entrecortada.
Cesare lo miró y su expresión cambió de repente: en un momento se
olvidó de todo el agotamiento. Se puso en guardia y descargó un derechazo
contra el rostro de Pietro. El hijo de Sante consiguió evitar el puñetazo con
un rápido movimiento hacia atrás. Cesare perdió el equilibrio y Pietro
consiguió atraparlo por el cuello con el antebrazo. Empezó a apretar. Cesare
trató de deshacerse de él, pero empezaba a faltarle la respiración, el rostro
enrojeció y los ojos se pusieron en blanco. Cesare se estaba ahogando y
Pietro no se detenía. Sentía que las fuerzas de su compañero disminuían y
que su respiración era cada vez más débil. Pero no podía dejar de
presionarle el cuello. Ya no era la lucha, la rabia, la victoria. Era algo más
profundo, tan profundo que era negro.
—¡Basta ya, Pietro! —gritó Sante.
La voz de su padre lo hizo volver en sí y soltó de inmediato a su presa,
unos segundos antes de traspasar el punto de no retorno. Cesare se
desplomó en el suelo.
—Tendrías que haberte conformado con el empate —le lanzó mientras
miraba los ojos aterrorizados de Cesare, luego corrió hacia la salida y
desapareció.

***
Cuando Pietro pasó corriendo por delante de Spirto y Nicola, estaban
acabando de apuntar los últimos nombres de la fila. Una vez al aire libre,
vio que el Monte Oscuro era de nuevo el espacio tranquilo que recordaba.
Spirto no se preocupó mucho al ver pasar a Pietro, no era la primera vez
que se iba antes de terminar el entrenamiento, pero le gritó que debían
volver a luchar, que ellos ya habían acabado y que volvían a la cueva.
Pietro pareció no oírlo, ni siquiera se dio la vuelta y siguió corriendo
hacia el valle. No se detuvo hasta llegar a las primeras casas situadas fuera
de la muralla de Serra, esperando que el cansancio de las piernas y la falta
de aliento pudieran borrar el vacío que había experimentado mientras
oprimía el cuello de Cesare. Un vacío de razón, la conciencia de estar
perdido y la sensación de caer a gran velocidad hacia un abismo oscuro y
frío, donde el cuello de Cesare era lo único a lo que podía asirse para no
precipitarse. No dejaba de pensar en lo que su, padre le había explicado, en
la sangre que lo había salvado de morir. ¿Y si fuera verdad? ¿Y si aquel
abismo negro y maloliente, pero a la vez fascinante, fuera el legado de
sobrevivir a una muerte que volvía para reclamar su alma? Ni siquiera
podía permitirse el beneficio de la duda, como sus maestros de la
universidad le habían enseñado. La duda que, cuando estudiaba, estaba en
la base del aprendizaje, en este caso, se exponía a que le consumiera el
alma, agotara sus energías, confundiera su mente.
Con este ánimo inquieto, Pietro cruzó la puerta de Serra y se dirigió
hacia su casa. Tenía ganas de ver a su madre, no solo para saber cómo se
encontraba, necesitaba hablar con alguien. La necesitaba a ella, su calma, su
mirada siempre acogedora, incluso hacia lo peor del mundo. Pero lo que vio
en el camino detuvo su paso.
Una jauría de hombres estaba delante de la puerta de la prisión, tratando
de forzar la puerta cerrada por dentro. Gritaban: «¡Muerte a la bruja!»,
«¡Todas a la hoguera!», «¡El día del juicio ha llegado!». Había rostros
deformados por el odio, bocas abiertas que escupían esputos y gritos de
bestias; muchos llevaban botellas de vino que se pasaban de mano en mano
hasta vaciarlas y que acababan estampando contra los muros de la prisión.
Reivindicaban su derecho a ser jueces, servidores de Dios y de Sante, su
divinidad en la tierra, claro. Habían interpretado que su nombre formaba
parte de la lista de la Compañía como una licencia para matar en nombre
del bien supremo.
Un poco más adelante había otro grupo, menos numeroso pero igual de
salvaje, que murmuraba bajo la ventana de la casa de Lena y de sus hijas.
Amenazaban con derribar la puerta si no salían de inmediato y se rendían a
su destino de prostitutas del diablo.
—En esta casa, el semen esparcido por los hombres se convierte en
barro del que nacen pequeños diablos —gritó alguien.
—¡Muerte a las putas de Satanás! —Era la ofensa que coreaba la
mayoría.
Pietro solo veía a su alrededor hombres de todas las edades que vagaban
por las calles de Serra con palos, cuerdas y herramientas del campo
convertidas en armas improvisadas. Buscaban enemigos tan bien
escondidos que necesitaban llevar antorchas encendidas para descubrirlos, a
pesar de que el sol lucía alto en el cielo. Luz había más que suficiente, al
menos para los ojos de Pietro, que hubieran preferido no ver todo aquello.
Sin motivo alguno, de repente, sintió miedo por su madre. O más bien
por el único motivo que parecía importarles: esos hombres no cazaban
brujas, sino mujeres. Parecía que los guiaba el fuego de las antorchas y no
la razón. Y aunque Agnese era la esposa de Sante, los habitantes de Serra
habían perdido el juicio.
Cuando llegó delante de su casa vio que todo estaba tranquilo. La puerta
estaba entornada, como siempre, su madre nunca echaba el cerrojo durante
el día. Igual que la puerta de la ciudad, la de su casa tenía que ser una
invitación a entrar, su madre se lo había repetido desde niño. Pietro se dijo
que, de ese momento en adelante, se aseguraría personalmente de que
siempre estuviera cerrada. Si Serra había cambiado, su casa también.
—Madre, ¿dónde estáis? —preguntó Pietro en voz alta tan pronto como
hubo cerrado la puerta tras de sí.
Agnese estaba donde la había dejado, inclinada frente al telar, con una
gruesa manta sobre los hombros para protegerse del frío que la atormentaba
día y noche.
—Ya estás aquí, Pietro. No te esperaba antes de la noche.
—¿Cómo estáis? ¿Tenéis tos? —le preguntó Pietro.
—No, ahora que lo pienso, ¡no he tosido! Lo que me has dado esta
mañana parece que ha funcionado. Y hasta tenía buen sabor, serás un muy
buen médico, hijo mío.
—Madre, fuera está sucediendo algo terrible —dijo Pietro, cambiando
de tono. Tomó una silla, la acercó al telar y añadió—: Serra está
enloqueciendo y mi padre es el principal responsable. Su discurso de ayer
en la plaza ha provocado un terremoto, y de las grietas del suelo ha salido
un ejército de demonios. Nuestros conciudadanos han perdido la razón,
parecen lobos hambrientos. Están yendo de casa en casa a la caza de brujas,
madre. ¡Brujas en Serra!
Agnese dejó de enlazar los hilos de la trama con los de la urdimbre y
soltó la bobina. Su hijo estaba consternado por todo lo que había visto y
oído, pero debía de haber algo más. Había algo que lo inquietaba, lo
percibía por cómo movía los dedos, sin ningún motivo aparente. Parecía
que quisiera agarrar algo transparente y tan imposible de atrapar como el
aire. Agnese le sujetó las manos poniendo fin a aquel movimiento
incesante.
—Puede que te parezca imposible entenderlo, pero tu padre sabe lo que
se hace, Pietro. No seas tan duro con él.
—Madre, ¿cómo podéis decir algo así? ¿Vos sabéis lo que está pasando
ahí fuera? Todos se han vuelto locos, amenazan con quemar la prisión. No
habéis oído lo que yo he escuchado… ¡Quieren quemar a una mujer, una
anciana loca, y será solo la primera! Hoy le toca a ella y ¿mañana? ¿Quién
nos asegura que no vendrán a por mis hermanas? ¿Y vos, madre, y si
vinieran a por vos? ¿Y si quisieran dar caza a todas las mujeres?
—Pietro, sabes perfectamente que eso no sucederá nunca, no harían
algo así.
—No, madre, yo ya no estoy seguro, ya no sé nada de Serra, y vos
tampoco…
—Me parece que hay algo más que no me estás contando, Pietro, te
conozco. Te conozco desde siempre, desde antes de que nacieras… —
Agnese le estrechó las manos con más fuerza y le acarició el dorso entre las
suyas—. ¿Hay alguna mujer de Serra por la estés preocupado? ¿Alguna que
ocupe un lugar especial en tu corazón? ¿Tienes miedo por ella? —lo
interrogó, sabiendo que había dado en el clavo.
A Pietro le sorprendió esa pregunta tan directa. ¿Acaso su madre había
entendido aquello que para él era todavía algo confuso?
—Quizás… —respondió, diciéndoselo más a sí mismo que a Agnese.
—¡Corre, ve con ella! Asegúrate de que esté bien, en un sitio seguro.
—No sé dónde está, madre. Está escondida… y es la que todos buscan,
es por la que ha venido el inquisidor desde Roma. Pero no es una bruja, yo
lo sé, y no solo porque la brujería no existe, si no porque la he mirado a los
ojos. Son los ojos de una persona buena, amable… ¿Me creéis?
—Claro que sí, Pietro. Sobre todo creo en el amor que veo en ti. Ahora,
vete, ve a buscarla.
—Pero os he dicho que no sé cómo encontrarla.
—El amor siempre encuentra el camino.

***
Los gritos de aquellos vándalos habían molestado a monseñor Savelli,
que había retrasado la visita a las mazmorras en las que estaba encerrada
Fortunata; en el fondo no le parecía que hubiera tanta prisa por interrogarla,
ya que, con toda probabilidad, solo era una pobre loca y, además, Porzia lo
estaba esperando. A la mañana siguiente, el padre Beniamino, que quería
ser útil a Savelli, había ido a buscarlo para comunicarle que, cuando fuera
de su agrado, el hermano Filippo lo estaría esperando en la prisión de Serra.
Savelli, casi como si esa tarea lo molestara, le dijo al padre Beniamino
en un tono dócil:
—Id yendo, yo iré ahora.
Un guardia y el fraile dominico que Roma había designado para que le
pisara los talones lo estaban esperando en el ala nueva de la prisión. Era
extraño que Sante Montesi hubiera preferido no estar presente. Su ausencia
le resultó sospechosa: con toda seguridad, aquel fanático maquinaba algo
mientras él perdía su tiempo con el interrogatorio. Maldecía el día que había
decidido financiar aquella dudosa Compañía, porque, al final, era él quien
tenía que bajar a esas celdas oscuras por escaleras empinadas y mal
iluminadas.
—Buenos días, su Eminencia, me alegra ver que habéis podido venir a
visitar a esta infeliz tan deprisa. —Junto a las palabras del hermano Filippo,
podía oír, de fondo, los pasos cojos de Fortunata dentro de la celda. La
anciana parecía inquieta por el alboroto que procedía del exterior.
De repente, como una flecha capaz de traspasar las gruesas piedras de
los muros, un grito llegó hasta ellos:
«¡Todas a la hoguera!».
Luego, el padre Beniamino explicó que la multitud enfurecida rodeaba
la prisión y amenazaba con prenderle fuego.
Los ojos de Savelli se entrecerraron indignados, no hubiera tenido que
permitir aquel discurso público de Sante Montesi, había encendido los
ánimos, y solo Dios sabía de qué son capaces los hombres cuando se les da
carta blanca. Miró la celda de Fortunata, donde la anciana, que había
intuido el peligro que la amenazaba, estaba girando sobre sí misma,
resiguiendo las paredes, como si buscase una salida.
—¿Confirmáis vuestra idea, hermano Filippo, respecto a esta mujer?
—Sí, monseñor Savelli, creo que adonde no ha llegado el miedo lo ha
hecho el hambre, Fortunata es solo una anciana que ha perdido la razón, no
hay rastro de brujería en ella.
—Gracias por vuestra opinión, hermano Filippo, la tendré en cuenta.
El fraile había permanecido de rodillas junto a los barrotes todo el
tiempo, pero en cuanto Savelli se dio la vuelta, se levantó y corrió a
detenerlo, sujetándolo por la muñeca.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó Savelli con una voz afilada como
un cuchillo.
Solo entonces Filippo se dio cuenta de su imprudencia y soltó el brazo
del cardenal, sabía que pagaría por ello, pero algo dentro de él lo había
empujado a realizar un último intento para salvar a aquella infeliz.
—Perdonadme, pensaba que queríais interrogar a la acusada.
—Yo sé lo que me hago y no lo veo necesario. —Savelli corrió hacia las
escaleras, quería dejar atrás, lo antes posible, aquella desagradable historia
rural.
ESTÁ CERCA LO QUE ESTÁ LEJOS

Después del entrenamiento con Janara, Persepolis salió sola de la casa —


esos días había demasiada agitación debido al robo en la biblioteca y la
fiesta— y caminó hasta la colina, desde donde se veía el río. Siempre que
podía subía hasta allí para verlo correr. Una de las cosas que más echaba de
menos desde que les habían prohibido salir era sumergirse en el agua fría y
dejarse llevar por la corriente. Le gustaba pensar que aquella era la misma
agua que la había acogido el día que salió de prisión, que le había lavado el
dolor y la suciedad de la celda. Un único hilo que unía su pasado y su futuro
y que no cesaba de fluir. Tebe había sido la que había anudado ese hilo.
Sumergir la cabeza en aquella agua la conectaba de inmediato con la
huérfana y la ladrona que había sido y hacía que valorase aún más a su
nueva familia.
Llevaba consigo un objeto que había encontrado en la sala de las
maravillas: si miraba a través de él, podía ver cerca lo que estaba lejos. Tebe
lo había llamado telescopium, le había dicho que venía del norte y que
alguien muy importante lo había perdido en su antigua casa de Roma.
Desde que un día lo vio colgado en la pared, al lado de una máscara de
madera oscura, Persepolis no había dejado de pensar en que le sería muy
útil para observar partes del río inexploradas, podría acercarse al agua casi
hasta tocarla y ver a través de sus ondas en movimiento.
Cuando llegó a la cima, lo sacó del bolsillo interior del abrigo y lo
observó entre sus manos, preguntándose cuál sería el extremo correcto por
el que mirar. Cuando lo hubo decidido, se lo acercó a un ojo y lo dirigió
hacia el río.
«No funciona», pensó al ver solo una mancha negra. Probó diferentes
movimientos buscando el paisaje que sabía que había allí abajo, pero nada
de lo que llegaba a ver tenía sentido. Al final, apuntó el telescopium hacia
arriba y el azul claro del cielo la tranquilizó. Funcionaba, pero tenía que
entender dónde mirar. Buscó con la vista un pequeño meandro que
sobresalía entre la espesa vegetación del bosque y, sin dejar de observar en
esa dirección, recolocó el artilugio sobre el ojo izquierdo y, esta vez, el
turquesa del agua apareció a pocos pasos de ella.
—¡Es una maravilla! —exclamó feliz.
Después de comprender el funcionamiento, se divirtió espiando entre
las ramas nudosas de los castaños y descubriendo pájaros entre las hojas.
Tebe se lo tendría que haber prestado cuando iban de caza, todo hubiera
sido más fácil. Cuando dirigió la lente hacia el río, encuadró rápidamente la
fuente y vio que el agua era de color rojo. A pesar de que era de un color
vivo, Persepolis apuntó con más precisión, para asegurarse de que no era un
reflejo; al final tuvo que admitir que algo o alguien estaba tiñendo el agua.
Persepolis guardó el telescopium en el bolsillo interno de su abrigo, se
puso la capucha y se dirigió hacia el bosque. Esa debía ser la famosa señal
de la que le había hablado Ade, la señal de amor entre ella y Pietro.
Se lo había contado hacía tiempo, cuando Leptis les había vuelto a
permitir a ambas que la acompañaran de caza.

***
Persepolis pensó en acercarse a la fuente con Ade, ya le había dicho que
aquel muchacho era un peligro para ellas, pero estaba enamorada y sabía
que repetírselo no serviría de nada: si Ade quería ver a Pietro, lo vería,
aunque una Ciudad Perdida le pidiera que dejara de citarse con él.
—Pero dime… —le preguntó acercando los labios a su oído, para que
nadie pudiera oír aquella confidencia—, ¿cómo se os ha ocurrido una forma
tan extraña de proponer una cita? Mira que he visto cosas, pero teñir a
propósito el agua de una fuente para ver a una muchacha…
Ade se sintió obligada a explicarle la verdad, total, no pasaba nada por
darle todos los detalles, si ya sabía lo de la cita y, además, la consideraba
una amiga.
—Hemos leído el mismo libro a la vez, se llama Tristán e Isolda, y
ellos… —Ade titubeó, sintiéndose un poco boba hablando de ella y Pietro
de esa manera—. Es decir, cuando Tristán quería hablar con Isolda,
enturbiaba el agua de una fuente, y así, ella sabía que…
Ade no había terminado cuando Persepolis se llevó la mano a la boca
para ahogar una carcajada:
—Así que eso es lo que has aprendido todos estos días en la biblioteca,
y yo que pensaba que estabas estudiando…
Después de eso ya no hablaron más del tema.

***
Cuando una sigilosa silueta femenina encapuchada se acercó a la fuente,
a Pietro se le paró el corazón. Era verdad, pues, que en la adversidad el
amor siempre encuentra el camino.
—¡Ade! —exclamó saliendo de detrás del gran tronco donde se había
escondido.
La mujer dio un brinco y se dio la vuelta, asustada. Cuando vio el rostro
que se ocultaba bajo la capucha se dio cuenta de que no era ella.
—¿Quién sois? ¿Dónde está Ade? —preguntó alarmado.
Persepolis observó a aquel muchacho con atención. Parecía
sinceramente preocupado y sus ojos eran, en verdad, los de una buena
persona.
—¿Qué le habéis hecho al agua? —respondió, sumergiendo una mano
en la fuente y mojándose la camisa hasta el codo. Necesitaba tiempo, tenía
que encontrar una excusa creíble para haber ido allí en lugar de Ade.
—Pronto desaparecerá. Es solo el pigmento de una planta. Se va cuando
el agua corre. Pero, decidme, ¿quién sois vos? ¿Dónde está Ade? ¿Por qué
habéis venido vos en su lugar?
—Soy su amiga. Ella no vendrá —contestó Persepolis.
—¿Qué le ha sucedido? ¿Está enferma o herida?
—No, no os preocupéis, está bien. Está en un sitio seguro, pero no
vendrá. No quiere volver a veros —mintió Persepolis.
—No lo entiendo, ¿por qué no quiere volver a verme? ¿Qué he hecho
mal? —continuó Pietro vacilante y trastornado.
El rostro de la muchacha era severo:
—Sois uno de ellos. Ella no puede amaros, me ha pedido que os lo
dijera y que no la busquéis más.
—No os creo. No es verdad. Ella sabe que no soy uno de ellos y he
venido para protegerla, ¡para avisarla!
—¿Avisarla de qué?
—Para avisarla de que mi padre está formando un ejército solo para
encontrarla y arrestarla, a ella y a quien la proteja. La ciudad se ha vuelto
loca: Serra es peligrosa para todas las mujeres solas. Amenazan con
quemarlo todo.
—¿Vos sois el hijo de Sante Montesi? ¡Cómo no lo habíamos visto
antes! Vos, su heredero…
Pietro bajó la cabeza, no podía negar sus orígenes y entendía que
aquello pudiera alejar a Ade de él para siempre.
Persepolis entendió que eso no era una respuesta y dijo:
—El mundo siempre ha sido peligroso para las mujeres, no es ninguna
novedad para nosotras.
—Os lo ruego, dadle un mensaje de mi parte, es importante. Su vida y la
vuestra está en juego.
Persepolis hizo un gesto para que prosiguiera.
—En la fiesta de la Candelaria ensillaré y preparé mi caballo para huir
de aquí. En un momento concreto, monseñor Tosco enseñará a todos los
presentes un libro muy extraño que procede de Roma. En ese momento,
cuando todos estén distraídos, yo me alejaré e iré a buscar mi caballo, que
estará atado fuera de la residencia del señor de Serra. Allí la esperaré.
Quiero sacarla de aquí, de Serra y de toda esta locura. Vendrá a Roma
conmigo, podré esconderla en la ciudad durante un tiempo, hasta que las
aguas se hayan calmado y pueda volver con vosotras.
—Nunca irá con vos, ahora nosotras somos su familia —dijo Persepolis
con una firmeza en su voz que no correspondía a lo que sentía.
—Prometedme que se lo diréis. Si sois una amiga de verdad, os
preocupareis por su seguridad. Si no viene a la cita, lo entenderé y me iré
sin ella.
Persepolis permaneció en silencio. No quería prometer algo que sabía
que no haría, pero ante la insistencia de Pietro, no tuvo otro remedio que
volver a mentir.
—Prometo que le haré llegar vuestro mensaje, pero no puedo prometer
nada más —dijo finalmente.
Pietro dio las gracias a aquella joven sin nombre y se alejó esperanzado
del agua de la fuente que, poco a poco, se estaba volviendo transparente.
Faltaban muy pocos días para la fiesta y para el momento en el que volvería
a ver a su amada Ade.

***
A su vuelta a casa, Persepolis hizo todo lo posible por pasar
desapercibida, corrió a su habitación para esconder el telescopium hasta que
fuera posible devolverlo a la sala de las maravillas sin que nadie la viera y
así evitar ser castigada.
—¿Dónde estabas? —La voz de Ade la sorprendió a sus espaldas.
Estaba apoyada en el umbral de la puerta y la miraba con curiosidad—. Te
he buscado por todas partes después del entrenamiento. Quería hacerte unas
preguntas sobre el bautismo… Estoy inquieta. No sé si es lo adecuado para
mí… ¿Y si en algún momento quisiera irme?
—¿Irte? —preguntó Persepolis en tono severo sin darse la vuelta.
—Irme… irme de aquí. Volver a mi casa.
—Esta es tu casa. Allí fuera ya no hay nada para ti y, si continuas con
estas dudas, nos pondrás a todas en peligro, ya te lo he dicho otras veces.
—Es lo último que querría. Estoy agradecida a Tebe y a todas vosotras
por lo que hacéis por mí aquí, dando un refugio seguro a las mujeres como
yo.
—No se trata solo de eso, Ade. Aquí no solo te ofrecemos un techo,
sino también un futuro. Aquello que siempre nos ha faltado.
—¿Qué es eso? —preguntó Ade, señalando la manga de la camisa de
Persepolis, manchada de rojo.
—¿Qué? Ah, esto, nada… —respondió, escondiendo el brazo bajo el
abrigo.
—¡Enséñamelo!
Ade se acercó a su amiga y le sujetó el brazo.
—¡Está mojado! ¿Dónde has estado? —La voz de Ade era dura y
desconfiada—. ¿Has ido a la fuente? ¿Lo has visto? ¡Dímelo!
—Solo te diré que te he salvado la vida —dijo Persepolis, aguantando la
mirada amenazante de Ade.
—¿Qué te ha dicho? ¿Quería verme? ¿Por qué no me has avisado?
¡Respóndeme, Persepolis! —Ade comenzó a perder la paciencia.
—Le he dicho la verdad. Que no podéis volver a veros. Tú tienes que
convertirte en una Ciudad Perdida y él…
—Persepolis, ¿cómo te has atrevido? Pensaba que eras mi amiga…
—Precisamente por eso lo he hecho, porque soy tu amiga. Algún día lo
entenderás.
—No hay nada que entender… ¡Si para convertirme en Ciudad Perdida
tengo que renunciar a Pietro, prefiero arriesgar mi vida ahí fuera! —
exclamó Ade, y salió a toda prisa de la estancia.
LA PROFECÍA

Cuando el fuego de las hogueras luzca en el cielo más que el sol y las hijas de Eva se
conviertan en leña ardiente, Lilith enviará a su única hija, hecha de la misma sustancia que su
madre y capaz de transformar la voz del dolor de las hijas de Eva en rebelión. Lilith
esconderá a su hija entre las últimas, crecerá alimentándose del odio contra ella y se revelará
con todo su poder cuando el Cosmos la llame para este fin. De la oscuridad surgirá una nueva
luz, visible solo para aquellos que tendrán nuevos ojos. Preparaos para allanar en el desierto
el camino de la elegida, que llevará el sello de Lilith, dará fuerza y poder a quien anhela el
conocimiento y no teme la oscuridad.

El pergamino amarillento estaba entre las páginas centrales del libro de


las Ciudades Perdidas y había dañado el papel blanco que lo ocultaba. En
esa parte, las páginas se habían vuelto más gruesas, saturadas por la
humedad de aquella presencia extraña.
Leptis había leído aquella profecía muchas veces, y cada vez le dolía
más. ¿Era esta la verdadera misión de Tebe? No estaban salvando a todas
las mujeres con problemas, sino que estaban buscando a una en particular.
Y cuando la encontraran, ¿qué? ¿Las otras deberían seguir muriendo, como
siempre? ¿Por qué Tebe le había mentido? ¿Cómo podía creer en aquellos
desvaríos?
No había sido fácil abrir la caja y sacar el libro, ni tampoco traicionar la
confianza que Tebe había depositado siempre en ella, pero Leptis sentía que
le escondía algo, y eso la consumía por dentro, le ponía freno a su energía y
la alejaba cada vez más del amor de su vida. Con una de sus ampollas y el
silencio de la noche sería suficiente, nadie sospecharía de ella.
Hizo todo lo posible por retener las lágrimas que llenaban sus ojos y
estaban a punto de rodar por las mejillas con solo cerrar los párpados. Miró
hacia arriba, hacia el techo de su laboratorio, intentando retenerlas. De
repente, un ruido a sus espaldas hizo que se moviera y dos lágrimas saladas
llenas de dolor cayeron encima del pergamino.
—Sabía que habías sido tú. He esperado todo este tiempo para que
vinieras a decírmelo, para que me lo confesaras, pero no lo has hecho. —
Tebe estaba de pie, al lado de la puerta, la cerró con delicadeza y se acercó a
Leptis, que se había quedado petrificada, sentada en el banco y con el
pergamino todavía en las manos—. En cuanto Janara me ha enseñado el
candado he comprendido de inmediato que solo en esta estancia se podía
esconder la magia necesaria para disolver ese arco de metal y que solo
había una persona que sabía cómo conseguirlo.
—Era solo un poco de aceite de vitriolo… —le confirmó Leptis.
—¿Por qué me has mentido? ¿Por qué no me has dicho enseguida que
habías sido tú la que lo había cogido?
—No soy la única que miente, Tebe. Y tampoco he sido la primera en
hacerlo —dijo Leptis, mostrándole el pergamino.
—Te lo hubiera explicado…
—¿Cuándo? ¿Cuándo lo hubieras hecho? Janara trajo consigo esta
profecía cuando llegó, ahora lo he entendido, he intentado preguntártelo
muchas veces, pero no ha habido forma. Y ahora, mucho tiempo después,
ya somos muchas. Pensaba que entre nosotras no había secretos, pensaba
que esto que hacíamos, salvar a las mujeres abandonadas por la sociedad,
como nosotras, las que estaban condenadas a una muerte segura, no era solo
nuestra misión, sino el motivo por el que nos enamoramos. Y ahora
descubro que nuestros objetivos siempre han sido otros…
—¡No es verdad, Leptis! No son otros motivos, no ha cambiado nada,
esta profecía habla de nosotras…
—¿Cómo puedes creerte estas frases sin sentido? ¿Cómo puedes estar
tan segura de algo sin ninguna prueba? Eso es justo lo contrario de lo que
les enseñamos a estas muchachas: dudar, estudiar, entender. Dime, ¿vamos
a poner en peligro todo lo que hemos conseguido por esto? ¿Por una
profecía? ¿Por una leyenda? Yo solo creo lo que veo, Tebe, ¡y aquí yo no
veo nada! —exclamó Leptis con rabia, poniéndose en pie y agitando el
pergamino frente al rostro de Tebe—. Hasta hace poco me obligaban a creer
en un Dios que solo daba órdenes, sin obtener nada a cambio, excepto una
vaga promesa de vida eterna y felicidad después de la muerte. Aquella
promesa, la puerta del paraíso, se cerró en cuanto me enamoré de una
mujer. ¿Y ahora tú me pides que vuelva a empezar? ¿Que crea en qué? ¿En
una especie de Dios femenino que nos promete la salvación a través de su
hija? ¿También tú me pides que crea en un mesías?
—¡No es así, Leptis! No estamos hablando de un Dios femenino,
estamos hablando de una madre. La profecía habla de una hija, en eso tienes
razón, pero la hija somos todas nosotras. Fecundadas desde hace milenios
de dolor, opresión y violencia. Una hija que no nos devolverá la fuerza, sino
la capacidad de reconocerla, y que nos enseñará a utilizarla contra los que
nos han hecho daño. Tenemos el deber de protegerla, porque ella nos
salvará a todas.
—No tenemos necesidad de creer en una leyenda, Tebe. Ahí fuera ya
estamos haciendo todo lo que podemos, tú, yo, las Ciudades Perdidas, las
lecciones, los bautizos, nosotras mismas ya somos un ejército contra el mal.
—Leptis, escúchame… —la interrumpió Tebe—. Recuerdo la promesa
que nos hicimos cuando empezamos a construir esta casa. Tratamos de
proteger a todas las mujeres que venían expulsadas del mundo exterior, las
curamos, las alimentamos y, sobre todo, les dimos los instrumentos para
sobrevivir, porque de otra forma ahora estarían muertas, igual que nos
hubiera sucedido a nosotras si el nacimiento de las Ciudades Perdidas no
nos hubiera protegido. A pesar de esto, a pesar de nuestro incesante trabajo,
las mujeres de ahí fuera siguen muriendo: perseguidas, torturadas,
encerradas en lúgubres celdas y recluidas en conventos contra su voluntad.
No tienen la libertad de decidir sobre su vida, son forzadas a matrimonios
sin amor, a trabajos extenuantes y a criar a hijos que irán a la guerra. Si
existe una mínima esperanza para cambiar todo esto, yo quiero intentarlo,
Leptis.
—¿Y para hacerlo tenemos que creer en una fábula? ¿Tenemos que
creer que vendrá un mundo mejor porque nuestras fuerzas no son
suficientes para construir uno aquí, en la tierra? ¿Y, además, quién es esa
Lilith? —preguntó Leptis, contrariada frente a la firmeza de Tebe
Tebe le acarició el rostro. Leptis respondió con un gesto de rabia, no
quería compasión. Quería entenderlo.
—Al principio de los tiempos, el hombre y la mujer fueron creados
iguales. Del mismo barro y la misma saliva crearon a Lilith y Adán, la
primera mujer y el primer hombre. En el séptimo día de la creación del
Cosmos los dos se amaron, pero cuando Lilith pidió no estar unida a Adán,
se le negó porque aquel era su sitio. Lilith se enfureció y huyó, cayendo
hacia el centro del mundo. Voló hasta que desapareció y nunca volvió al
Edén. Dios vio que Adán estaba solo y decidió crear a otra mujer, esta vez,
a partir de una costilla de él, y la llamó Eva. Ambos vivieron en el Edén,
felices, hasta que Eva desobedeció a Dios y a Adán. La dos primeras
mujeres del Creador eran rebeldes, Leptis, como tú y como yo.
—Por lo tanto, tú y todas las de ahí fuera creéis entender el mundo y
todo esto de la fábulas… —dijo Leptis, desanimada—. Aunque quisiera
creerte y esta historia fuera verdad, estamos arriesgándonos a perder todo lo
que tenemos… a perdernos a nosotras… ¿Por qué no me lo habías
explicado, porque no te fiabas de mí?
—No ha sido fácil, Leptis, créeme. No he sabido encontrar la forma de
decírtelo, la manera concreta. Cuando leí por primera vez la profecía, tuve
la misma reacción que tú: no quería creerlo. Luego, Janara me recordó algo
que me sucedió hace años, y que no se lo había contado a nadie, casi lo
había borrado de mi memoria. Mucho antes de conocemos, antes incluso de
ir a casa de Camilla, la Flaca, tuve una extraña visión. Un hombre, un
dominico, se me apareció y me dijo una frase que en ese momento no
entendí, pero que luego he sabido interpretar. Me dijo: «Ella vendrá a ti».
Recuerdo que me desmayé, durante mucho tiempo pensé que había sido un
sueño o una alucinación causada por el hambre y el cansancio. Janara me ha
hecho entender que no lo era. Ella conoce a ese hombre —respondió Tebe,
mirándola a los ojos.
—¿Y quién es? ¿Qué quiere de ti?
—De mí, nada, la quiere a ella, a la hija de Lilith.
—No sé si seré capaz de creer en esto… —murmuró Leptis.
—Cree en mí —le pidió Tebe, luego le acarició el rostro con las dos
manos y lo atrajo hacia ella. Cerró los ojos y la besó dulcemente en los
labios.
Leptis se unió al abrazo y le devolvió el beso. Permanecieron así, juntas,
durante un largo rato. Un único barro, una única saliva. Sentían que aquel
era el único lugar donde tenían que estar.
Aunque Leptis no se lo dijo, Tebe sabía de corazón que no iba a
abandonarla en esas circunstancias. Sabía que siempre podía contar con
ella. Leptis se deshizo del abrazo y puso el pergamino en las manos de su
amada.
—Deberíamos dejarlo en su sitio…
Luego cogió el libro de las Ciudades Perdidas y lo abrió por el mismo
lugar del que había extraído el pergamino. Tebe lo colocó de nuevo entre las
páginas y, en ese momento, reparó en dos manchas en la parte inferior. Pasó
un dedo por encima y notó que estaban húmedas.
—He sido yo… bueno, mis lágrimas —aclaró Leptis.
—Hay algo escrito debajo… —anunció Tebe, acercando el pergamino a
la luz de la mesa—. ¡Moja un trozo, rápido!
Leptis humedeció un paño. Tebe lo pasó delicadamente por el
pergamino y, poco a poco, apareció un escrito invisible hasta entonces.
—¿Entiendes lo que dice? —preguntó Leptis.
Tebe trató de interpretar aquella escritura tortuosa. A diferencia del
resto, aquellas pocas frases escondidas estaban escritas a toda prisa y por
una mano distinta a la que había escrito la profecía. Las leyó lentamente y
en voz alta, para que Leptis las oyera:
«Para reconocer a la hija de Lilith, esperad a que el Libro de los Reinos
se revele, la que trae ese libro, trae el sello de Lilith».
—¿Qué significa? —preguntó Leptis.
—Que Janara se ha equivocado…
EL CONFESOR IN EXTREMIS

Inclinado sobre el escritorio, el hermano Filippo anotaba las impresiones de


sus encuentros con Fortunata. Savelli no había querido interrogarla y, justo
por eso, pensaba que su informe tenía que ser lo más preciso posible. Desde
hacía un tiempo; concretamente, desde que su cometido en las prisiones lo
llevaba a tener contacto con las acusadas de brujería de manera cada vez
más frecuente, había empezado a escribir un libro, un ensayo, dirigido a los
príncipes y a la Santa Iglesia Romana. Según su parecer, podía convertirse
en una herramienta fundamental para equilibrar el furor persecutorio que
estaba incendiando —hasta él se daba cuenta del obsceno juego de palabras
— el futuro de miles de personas, sobre todo mujeres.
Se había prometido que en ese libro recogería toda su fe y toda su
experiencia terrenal, convencido de que la fe que tenía en Dios, a pesar de
ser inmensa, no podía de ninguna forma abarcar la totalidad de su
existencia. Consideraba esencial cuestionar a Dios cuando no conseguía
comprender sus intenciones, porque solo de esta forma, abandonarse a Él
sería un acto de entrega total. Y, en ese momento, había diversas cosas que
no llegaba a entender, por eso se había convertido en sacerdote de prisiones,
para cultivar la duda más que la misericordia.
Esos eran sus momentos preferidos del día. La soledad de la escritura y
de la reflexión lo reconciliaba con su vocación, pero lo que más lo acercaba
a Dios y a la fe era la lectura. Al lado de sus anotaciones siempre había
numerosos volúmenes, la mayoría eran textos sagrados, pero cada vez más
a menudo, para profundizar en las cuestiones relacionadas con el maligno y
la brujería, Filippo leía con voracidad textos prohibidos, considerados
heréticos, que sacaba a escondidas de la biblioteca del convento. Entre los
libros había uno que había leído muchas veces: los escritos del pensador de
Ñola, un dominico, como él, en manos del Tribunal del Santo Oficio, la
santa congregación a la que Filippo dedicaba sus humildes y devotos
servicios. En esas teorías, Filippo encontraba las pruebas de la existencia de
Dios y de su grandeza.
Esos últimos días alternaban en su cabeza los intentos fallidos de
demostrar que Fortunata era solo una pobre anciana ciega y maltrecha, con
una extraña e inexplicable sensación de euforia. Un sentimiento nuevo que
partía del corazón y parecía irradiarse por todo el cuerpo, hasta las
extremidades, transportado por un torrente de sangre lleno de vida. No
recordaba haber experimentado antes algo parecido, pero era tan fuerte y
estaba tan presente que creía que estaba enfermo, aunque entre todos los
tratados médicos que había consultado aún no había conseguido dar con un
nombre para ese estado en el que se encontraba. Hasta que esa noche
alguien llamó a la puerta y, apenas Filippo lo vio entrar, se declaró curado,
finalmente había encontrado un nombre para su enfermedad.
—Nicola, acomódese. No os esperaba —dijo retirando rápidamente de
la mesa todas sus notas y libros—. ¿Qué os trae por aquí?
—No os preocupéis, no me quedaré mucho tiempo. Me han encargado
deciros que mañana, al alba, la bruja Fortunata será condenada a la hoguera
en el primer Acto de Fe coram populo de Serra. Así pues, esta es su última
noche, y vos habéis sido nombrado su confesor, por eso he venido a
comunicároslo. Pasaréis con ella sus dos últimas horas —sentenció Nicola
casi sin respirar, como si esas palabras le quemaran la lengua.
La noticia sorprendió e inquietó a Filippo:
—¿Pero qué decís, Nicola? ¡Ni siquiera he terminado de escribir la
súplica! ¿Por qué estas prisas? No hay ningún peligro de fuga, es una
anciana y se mueve con dificultad. ¿Qué temores tenéis? Necesito tiempo,
hay muchas cosas por entender, la justicia divina necesita tiempo. ¿Quién
ha tomado esta decisión? ¿Está informado de ello el cardenal Savelli?
—La orden la ha dado el propio cardenal, hermano Filippo. Él y
monseñor Tosco se han reunido con el capitán Sante y han tomado esta
decisión para responder a las demandas de la población de Serra. Han
decidido la condena a muerte de la bruja y quieren que se ejecute de
inmediato —explicó Nicola.
El hermano Filippo permaneció un momento en silencio, recordó haber
pedido audiencia a monseñor Tosco para defender a Fortunata, y que el
padre Beniamino lo había echado diciendo que volviera a la mañana
siguiente porque, en aquel momento, monseñor estaba ocupado con
cuestiones más importantes. Lo habían decidido sin él, sin preguntarle
cuáles eran sus conclusiones después de las visitas a Fortunata. El cardenal
Oreggi debía saberlo.
Miró a Nicola y le preguntó:
—¿Y desde cuando los ciudadanos deciden sobre la vida y la muerte de
alguien?
—No me corresponde a mí responder a esta pregunta, solo soy un
servidor de Dios, como vos, pero puedo deciros lo que he visto: las calles y
las plazas de Serra están llenas de hombres preparados para matar a
cualquier mujer que cruce sus calles; tal vez la hoguera pueda calmar su sed
de sangre.
—¿Estamos, pues, condenando a una inocente solo porque una multitud
enloquecida amenaza con matarla con sus propias manos?
—No, la condenan a la hoguera para evitar que la ciudad arda en un
solo fuego. Esa multitud no amenaza con matar a Fortunata, hermano
Filippo, amenaza con destruir Serra.
—¿Y vos estáis de acuerdo con ellos? —le preguntó Filippo de repente,
con dureza.
—Yo solo cumplo órdenes… —respondió Nicola, bajando la cabeza.
—Con esta frase se podrían justificar los crímenes más crueles, Nicola,
espero que seáis consciente de ello. —La voz del fraile volvía a ser
calmada, sabía que no había nada que Nicola o él pudieran hacer para
cambiar la decisión.
El muchacho tenía razón, ellos solo eran dos hombres servidores de
Dios.
—¿Y vos, hermano Filippo? ¿Por qué estáis tan seguro de que Fortunata
no merece el castigo? ¿Cómo podéis saber que la brujería no está
amenazando nuestra fe y corrompiendo nuestra vida? —le preguntó Nicola
de nuevo, con energía.
—No puedo jurar que no haya brujas en el mundo, incluso el Éxodo
recoge una advertencia contra ellas, pero puedo deciros que todas a las que
he confesado acusadas de esta infamia y que he acompañado a la hoguera
no lo eran. Cuanto más se alza el humo de las hogueras que matan y
purifican, más presente y fuerte parece ser la brujería. Por tanto, Nicola, y
espero que estéis de acuerdo, las cuestiones son dos: o somos demasiado
débiles o nos estamos equivocando de objetivo.
—¿Debo, pues, comunicar que rechazáis aceptar el encargo de confesor
in extremis? —preguntó finalmente Nicola.
—Nunca podría rechazarlo, forma parte de mis deberes. Id, Nicola, y
decid que lo haré. Estaré con Fortunata esta noche y la acompañaré mañana
a la estaca. Otros pensarán en la leña.
Nicola se despidió y dejó al fraile solo en la estancia, ordenando sus
escritos antes de prepararse para aquella larga noche. A la mañana
siguiente, una inocente moriría por motivos que no tenían ninguna relación
con la fe. Filippo sabía que no había escogido el hábito que vestía para ser
artífice de semejante atrocidad. Se acercó a la pequeña ventana para cerrar
los postigos y, alzando la vista hacia el cielo en busca de ayuda, vio que la
luna tenía el mismo ánimo que el suyo.
LAS LLAMAS

Una luna llena de color rojo sangre vigilaba la ceremonia que vería la
entrada de Ade en la Ciudad Perdida: aquella noche terminaban las siete
semanas de entrenamiento y ella estaba preparada para su bautizo. Como de
costumbre, se habían congregado en el jardín secreto las luciérnagas que
iluminaban el pequeño altar de piedra sobre el que reposaba el libro de las
Ciudades Perdidas. A medianoche, Ade, con las manos sobre aquellas
páginas, recitaría su Credo.
Atlantide e Itaca fueron las primeras en llegar y coger sitio delante del
altar. No tuvieron que esperar mucho a que llegaran Segesta y Aquileia.
Tebe se situó en medio del círculo, detrás del altar, a poca distancia del
libro. Leptis la siguió y se puso a su lado. Petra y Persepolis llegaron
corriendo, porque sabían que eran las últimas, y se colocaron a la derecha
de Atlantide. Estaban esperando la llegada de quienes cerrarían el círculo,
Janara, acompañada de Ade, vestida de blanco y lista para ser oficialmente
miembro de su nueva familia. A Valente, que aquellos días había estado
muy callado, se le había permitido seguir la ceremonia desde la ventana de
su estancia.
Itaca echó un vistazo al libro e hizo una señal de atención a Atlantide.
La noticia de su retomo había corrido por toda la casa y, aunque ninguna se
había creído que hubiera aparecido de forma mágica, todas estaban felices
de que la preocupación por su extravío hubiera terminado. La calma de
Tebe y el bautizo de la recién llegada daban la sensación de que habían
recuperado la normalidad. Las Ciudades Perdidas habían vuelto, aunque
con reservas, a sonreír y a confiar en el futuro.
Quizás, poco a poco, todo volvería a su cauce: Serra sería otra vez la
ciudad de las puertas siempre abiertas y el Monte Oscuro solo un lugar
desde donde admirar la salida del sol por el valle.
Aquella noche, aunque ninguna lo hubiera admitido delante de sus
compañeras, todas esperaban que ese fuera el último bautizo y que, en
adelante, no llegase nadie más a trastornar otra vez sus vidas. A Ade la
querían, habían aceptado a Valente, pero todas sabían que su presencia en la
casa había comportado problemas y amenazas.
Janara, que acaba de llegar con el vestido blanco de Ade en la mano, fue
la que desbarató sus sueños de tranquilidad.
—No la encuentro por ningún lado, me temo que se ha escapado —dijo
mirando a Tebe.

***
Valente fue el primero al que Tebe y Janara interrogaron, pero juró que
no sabía nada. No tenía ni idea de dónde podía haberse escondido su
hermana. Cuando se alejaba de la casa, siempre se lo decía para que no se
preocupara, pero esta vez no le había avisado. Tebe explicó a Valente que
era muy importante encontrarla: el exterior era peligroso, y si él tenía la
mínima sospecha de dónde podía estar, tenía que decírselo de inmediato.
Pero Valente se quedó mudo.
Tebe insistió y le sujetó los brazos para que hablara, pero el niño seguía
sin pronunciar palabra.
—No lo sabe. Deja de torturarlo o lo pondrás nervioso —le reprochó
Leptis.
Desde que se había curado de su misteriosa fiebre y había descubierto
su secreto, Leptis había establecido con Valente un vínculo especial y era
capaz de ver cuándo decía la verdad. Y en ese momento no estaba
mintiendo.
—Yo sé dónde puede haber ido… —dijo Persepolis, dando un paso al
frente.

***
Después de haber caminado durante horas en la oscuridad del bosque,
Ade divisó los muros iluminados de Serra. Había estado sentada en la
fuente durante un rato, esperando un milagro, esperando que Pietro
entendiera que lo estaba buscando. No había aparecido, no tenía ningún
motivo para ir allí, de hecho, pero ella creía que quizá él podría percibir su
deseo, sentirlo igual que ella y presentarse de improviso allí delante, como
la primera vez que se habían encontrado, como por casualidad. Cuando
comprendió que no vendría, decidió ir andando hasta Serra, consciente del
peligro que corría, pero convencida de que, en aquel momento, no había
nada más importante que encontrarlo y explicarle qué había sucedido
realmente con Persepolis.
Cuando llegó a las puertas de la ciudad, se puso la capucha del abrigo
para ocultar su rostro y arqueó los hombros. La oscuridad no sería de gran
ayuda, ya que las primeras luces del alba empezaban a despuntar en el cielo
y se percibía en el aire húmedo del rocío el despertar de los hombres y los
animales. Dio los primeros pasos con prudencia. Se acordó de que la última
vez que había entrado en esa ciudad, casi perdió la vida y, si no hubiera sido
por Pietro, no habría sobrevivido. Miró a su alrededor con miedo, como si,
de un momento a otro, los asesinos pudieran aparecen por cualquier
esquina. Por suerte, a aquella hora de la mañana no había nadie. Continuó
andando sin detenerse y sin saber con exactitud hacia dónde se dirigía.
A pesar de que habían pasado pocas semanas, Serra había cambiado.
Había trozos de cristal de botellas de vino rotas por todas partes. Alguien
había tirado paja fresca en los lugares en que el líquido se había mezclado
con el barro y habían llenado con cenizas de leña los desagües en el borde
de las aceras.
A pesar de eso, Serra parecía una letrina pública y los restos de comida
tirados por suelo estaban llenos de gusanos. Las ventanas de las casas
estaban todas cerradas y, en más de una, se podían ver las señales de los
intentos de forzar los postigos. La mayoría habían resistido el asalto, pero
algunos habían cedido y se descolgaban de los muros como brazos
fatigados.
Ade se acercó para asegurarse de que los habitantes de una de las casas
asaltadas se encontraran bien. No lo tendría que haber hecho, pero tenía el
presentimiento de que había pasado alguna desgracia o estaba a punto de
suceder una. No había nadie en ninguna estancia de la casa.
Pensó que todo aquello que veía podía ser el resultado de una fiesta que
había terminado mal, o incluso era la consecuencia de una juerga salvaje de
bandoleros que estaban de paso, o quizás, como le explicaba su abuela, un
ejército de mercenarios que arrasaban con todo a su paso. Cerca de Roma
todo eso podía suceder.

***
Continuó hacia el centro de la ciudad, donde las calles estrechas y
tortuosas conducían a la gran plaza del mercado. Antes de llegar, oyó a sus
espaldas el traqueteo de un carro que parecía dirigirse en la misma
dirección que ella. Para que no la vieran, se escondió rápidamente en una
callejuela estrecha y sin salida que los habitantes de Serra llamaban la calle
de los Besos Robados: si dos personas entraban en ella, tenían que caminar
una pegada a la otra y, a menudo, los muchachos la aprovechaban para
ayudar a vencer la timidez de sus enamoradas.
Agazapada en la oscuridad, Ade vio pasar delante de ella a dos jóvenes
vestidos con amplios pantalones claros que iban detrás de un carro de
madera, arrastrado por una vieja mula. En el rostro de aquellos muchachos
reconoció los ojos de quienes la acusaron de brujería aquel día en el
mercado y un escalofrío le recorrió la espalda y le cortó la respiración.
Encima del carro iba atada una anciana, que a duras penas se aguantaba de
pie, y que se tambaleaba con cada piedra que sobresalía del adoquinado.
Llevaba una amplia túnica, sucia y remendada, demasiado ligera para el aire
fresco de la mañana. No obstante, no parecía tener frío y tenía la mirada fija
hacia delante, esbozando una sonrisa cada vez que el carro pegaba un
brinco. Cuando pasaron justo por delante de la callejuela, la anciana, de
repente, se dio la vuelta hacia Ade y, por un momento, sus miradas se
cruzaron. Aquella mujer era ciega.
Detrás del carro iba un joven fraile vestido con un hábito de lana blanca
y una capa negra con capucha. Estaba concentrado en una plegaria que
susurraba sin descanso. Caminaba con la mirada baja y entre las manos
sostenía un crucifijo de plata que se llevaba a los labios cada vez que
terminaba una oración y comenzaba otra.
La procesión la cerraba un sarraceno que Ade no había visto nunca, iba
vestido como los dos muchachos que abrían esa extraña procesión. Eran
miembros de la Compañía de los Benandanti.
Una vez pasaron de largo, Ade asomó la cabeza con sigilo para verificar
la dirección que habían tomado y confirmó sus peores temores. Se dirigían
a la plaza, como ella. Esperó unos instantes, justo el tiempo necesario para
poder seguirlos a cierta distancia y asegurarse de que no la descubrían.
Mientras daba los primeros pasos se dio cuenta de lo mucho que le habían
servido las lecciones de Janara. Sus reflejos eran muy rápidos. Había
podido oír las ruedas del carro con la antelación suficiente para escoger una
vía de salida; había adaptado su respiración de forma que no se acelerasen
los latidos del corazón y pudiera permanecer en calma si surgía un posible
ataque. Agazapada en la callejuela oscura había llevado su mano derecha a
la honda y, sin usar la otra, que permanecía en posición de guardia, la había
cargado. Si no estuviera furiosa por su fuga, Janara se sentiría muy
orgullosa de ella en ese momento.
Apenas el carro dobló la esquina que anunciaba la entrada en la plaza,
Ade oyó un clamor de voces. Un grito formado por cientos de personas
recibía la llegada de la bruja.
—¡Muerte a la bruja!
—¡A la hoguera! ¡A la hoguera!
Las casas se habían vaciado para llenar la plaza de odio.
Al doblar la esquina, el sonido de los gritos era espantoso y Ade pudo
reconocer algunos rostros de los habitantes de Serra. Estaban los
muchachos a los que siempre les compraba el aceite, la vendedora de cestos
que le había enseñado un entramado nuevo para las ramas y también el
panadero y el herrero, el carnicero con una marca en forma de pera en la
sien izquierda y, por último, los guardias del señor, Guido Poderico. Parecía
que se habían reunido todos allí, hombres y mujeres, para asistir al
espectáculo más trepidante de sus vidas. Continuó tras el cortejo con la
intención de confundirse entre la multitud, mientras el carro se abría camino
entre escupitajos, insultos, lanzamientos de objetos y restos de comida
maloliente. Un trozo de madera, arrojado con violencia, golpeó la frente del
joven fraile, que cayó al suelo. Ade corrió de inmediato hacia él para
ayudarlo, sin pensar en las consecuencias de situarse en el centro de
atención de aquella enfurecida multitud, pero se detuvo a los pocos pasos,
porque vio que el sarraceno benandante se había precipitado a socorrerlo y
lo ayudaba a caminar, sujetándolo por la cintura. El fraile le dio las gracias,
dolorido, llevándose las manos al pecho, y el joven le sonrió con dulzura.
Era la primera vez que Ade veía sonreír a un benandante.

***
El carro se detuvo al lado de una enorme pila de leña sobre la que se
había clavado una estaca. Alrededor de los leños habían colocado fardos de
paja y ramas secas. Un hombre encapuchado embadurnaba la base de la
estaca con pez negra. Por el empeño que le dedicaba y la cantidad de leña
apilada, parecía que iban a quemar a un gigante, en vez de a una anciana
encorvada por los años y las dificultades.
Ade se situó en la última fila, en una de las esquinas de la plaza, quería
disponer de una vía de escape si la descubrían o las cosas iban mal. No
podía creer todo lo que oía. Palabras obscenas y blasfemias se mezclaban
con plegarias y rosarios. Había tres mujeres de rodillas vigiladas por
algunos hombres armados. Ade vio que sus manos estaban atadas con una
gruesa cuerda. Le pareció reconocerlas, dos jóvenes y una algo mayor,
debía de haberlas visto por Serra. Las personas se movían a su alrededor sin
parar, como una oleada dispuesta a arrasar a quien se interpusiera entre ellas
y la hoguera. Se concentró en un punto delante de ella, escogió a un niño
más pequeño que su hermano, de unos cinco o seis años como máximo.
Sujetaba la mano de su madre y tiraba de ella, de vez en cuando, para
llamar su atención. Tenía la nariz llena de mocos y se quejaba por algo. Su
madre parecía no oírlo, por los gritos de la plaza. Ade trató de focalizarse
en aquella pequeña boca y en las palabras que pronunciaba. Poco a poco, el
ruido a su alrededor se fue convirtiendo en un murmullo de fondo. La gente
empezó a desaparecer de su vista y delante de ella se materializó aquel
mocoso que seguía llamando a su madre. Sus labios se movían
pronunciando una única palabra: «Mie… do». En ese momento, un reguero
caliente de pipi bajó por sus piernas y Ade creyó poder olerlo.
Volvió en sí después de haber relajado la tensión y, tratando de pasar
desapercibida, miró a su alrededor buscando el rostro de Pietro. Se debatía
entre el deseo de verlo y el horror de descubrir que él estaba allí dispuesto a
disfrutar, junto con el resto de la ciudad, de aquella condena a muerte. De
hecho, cuando no reconoció sus ojos entre la muchedumbre, se sintió
aliviada: Pietro nunca permitiría algo así. Luego tuvo miedo por si le había
sucedido algo o por si, después de la mentira de Persepolis, había vuelto a
Roma, y decidió esperar a ver si lo encontraba. Lo odiaría si lo viera entre
la gente que miraba cómo ardía la hoguera, pero al menos sabría que estaba
vivo y cerca de ella. Ade pensó que su amor por Pietro despertaba su
egoísmo, en esto Persepolis tenía razón.

***
Las tres esferas en llamas de Spirto y un redoble de tambores
anunciaron la llegada de Sante y el resto de la Compañía. No había rastro de
Pietro. Reclamados por ese sonido, monseñor Tosco, el cardenal Savelli y
Porzia Corradi se asomaron al balcón del palacio episcopal dispuestos a
disfrutar del espectáculo, con una sombra a sus espaldas que debía de ser el
padre Beniamino. Desde su fundación, al menos mil años atrás, Serra
presenciaba su primera hoguera.
Junto al montículo de leña se había dispuesto un pequeño palco de
madera que, hasta ese momento, solo se había utilizado para las bendiciones
de Pascua, pero aquel día iba a utilizarse para otros fines.
Cesare fue el primero en subir, se puso de pie en el lado derecho, el más
cercano a la estaca. Se quedó ahí con las piernas abiertas y los brazos detrás
de la espalda. Miraba hacia delante con el mentón alto. Desde alguna
ventana, lo sabía, una noble dama de Roma lo estaba mirando.
Sante subió unos pocos peldaños hasta el palco. En la mano sujetaba un
rollo de pergamino lacrado. Cuando la muchedumbre lo vio, se hizo el
silencio.
—Atadla a la estaca —dijo dirigiéndose a Benedetto y Adriano, que
estaban junto al carro.
Mientras lo obedecían, Sante rompió el sello y desenrolló el pergamino.
Lo abrió y leyó la sentencia para sí antes de hacerlo en voz alta. La
expresión de su rostro cambió de inmediato, sus ojos recorrieron a toda
velocidad las pocas líneas manuscritas y cerró los puños al final de su
lectura. Alzó los ojos y miró en dirección al balcón, donde estaban sentados
Savelli y Tosco.
Los dos prelados permanecieron impasibles, seguros de su autoridad,
que tanto él como el resto de los de abajo debían acatar. Entre ellos, por
detrás de las cortinas de la ventana abierta, apareció Pietro. Debido a la
seriedad del momento, el hijo de Sante tenía una expresión severa. Apoyó
las manos en la balaustrada y dirigió a su padre una mirada desafiante.
Fue él quien los convenció para cambiar las palabras de aquella condena
después de una larga reunión con el cardenal Savelli, que las acabó
dictando, llevado no tanto por la justicia y la prudencia necesarias en
aquellas ocasiones o por la presunta inocencia de Fortunata —de quien el
cardenal ya había olvidado su nombre—, sino por las consecuencias que la
condena apresurada de una anciana loca podría tener sobre su reputación
ante el Tribunal del Santo Oficio.
Por su estancia en Roma y la universidad, Pietro sabía que el mando de
Marzio Oreggi era riguroso e inflexible, así como su lucha contra la herejía;
y en virtud de estos principios pedía a los cardenales de su círculo más
íntimo gran ponderación en sus decisiones.
Savelli no estaba dispuesto a perjudicar su propia carrera por una
anciana cualquiera y por un ciudad llena de barro y estiércol de vaca.
Tosco, informado del cambio de parecer de Savelli, no podía esperar
para vengarse por todas aquellas afrentas que el pueblerino de Sante
Montesi le había infligido en los últimos meses. Desmentirlo en mitad de la
plaza lo pondría en su sitio.
Tener delante la traición de su propio hijo fue un golpe muy duro para
Sante. Sabía que solo Pietro podía haber orquestado algo así: tenía la
capacidad, la inteligencia y la astucia. Aunque no era obediente, Pietro era
altamente resolutivo. Por mucho que su hijo se esforzara en odiarlo y
alejarse de él, eran como dos gotas de agua.

… por haber mendigado y vagabundeado y bajo la sospecha de haber envenenado el agua


del pozo, la anciana llamada Fortunata es condenada al exilio perpetuo de las murallas de
Serra y, si se la sorprendiera de nuevo en alguna de estas actividades, se la echará a la hoguera
hasta su muerte.

Estas eran las últimas palabras del pergamino, la sentencia que quemaba
en las manos de Sante y que sonaba como unas campanadas a muerte para
sus planes.
La multitud a los pies del palco permanecía en silencio, todavía
esperando poder ver con sus propios ojos lo que se les había anunciado, casi
prometido: la muerte de la bruja y el fin de sus tormentos. No comprendían
qué sucedía entre la plaza y el balcón; dos bandos, en apariencia aliados,
que en realidad estaban combatiendo en una guerra soterrada a base de
enfrentamientos y golpes bajos. En la plaza empezó a notarse un cierto
nerviosismo, no solo por la larga espera, sino por la convicción de que la
leña, debidamente conservada a cubierto durante la noche, quemaría con
más dificultad por la mañana, debido a la humedad, que iba en aumento.
Alguien de las primeras filas hizo un llamamiento a Sante, seguido de
otros gritos llenos de impaciencia:
—Si no nos damos prisa a quemarla, ¡con esta leña a duras penas
podremos ahumar un capón!
—¡Esta bruja merece al menos un fuego que caliente a toda Serra por
todo lo que nos ha hecho!
Sante alejó la mirada del balcón y la dirigió a la plaza. Esos rostros no
esperaban promesas, querían hechos, y si un día quería capitanear no solo
su pequeño ejército sino la ciudad entera, necesitaba la fe y la rabia de todos
ellos. Arrugó el pergamino con la mano derecha y lo lanzó a los pies de
Cesare, luego alargó los brazos hacia la plaza, como si quisiera abrazarla al
completo.
—Ciudadanos de Serra, estas no son mis manos. ¡Son las vuestras! Yo
solo soy un servidor, vuestro y del Señor. Hay otros que traman en la
sombra para que nuestros enemigos sean los vencedores, los enemigos del
bien.
—¡Muerte a los enemigos de Dios y muerte a la bruja! —gritaron como
respuesta los hombres y las mujeres de Serra.
—Delante de vosotros está preparada para que reniegue de sus crímenes
y pecados, la encarnación del maleficio sobre Serra, el ojo sacrilego que ve
a pesar de estar enfermo, la mano que embrutece cuando mendiga y la boca
que infecta con sus hechizos.
—¡La única cura es el fuego! ¡No pedirá perdón! —respondió la
multitud.
Sante no escondía su satisfacción y lanzó una mirada de soslayo al
balcón. Estaba a punto de asestar el golpe de gracia.
—¡Fortunata! —gritó, mirando a la anciana atada a la estaca, que
parecía no entender nada de lo que estaba a punto de suceder.
Al oír su nombre, la mujer volvió la cabeza hacia el sonido de una voz
familiar y abrió la boca, tratando de responder, pero solo produjo un débil
quejido.
—Estáis acusada de haber renunciado a vuestro nombre de bautizo y de
haber escogido a un nuevo amo, por el que cometéis crímenes y maldades.
Vuestro deambular perenne es la prueba incontestable de vuestra herejía.
Cada vez que habéis sido descubierta como bruja, habéis huido hasta llegar
aquí, el último escenario de vuestro vagar y de vuestras fechorías. Estáis
acusada de haber envenenado el pozo con aceites pestilentes, de haber
causado daños irreparables a los animales y a la cosecha, de haber desatado
tormentas y vientos gélidos y ¡todo por la gloria de vuestro nuevo amo y
señor, el diablo!
Con estas palabras, la multitud estalló en gritos, insultos y maldiciones.
La tensión de los instantes previos había dado paso a una furia
descontrolada. Sante llamó a la calma con un gesto dirigido a las almas de
la multitud y se hizo el silencio en la plaza.
—Oigamos su disculpa. La justicia divina, que nadie lo ponga en duda,
es misericordiosa con los arrepentidos de sus pecados. Fortunata, ¿queréis
renunciar a Satanás y volver a la protección de Dios?
Todas las miradas se posaron en el cuerpo delgado y maltrecho de la
anciana. La cuerda con la que la habían atado a la estaca era demasiado
larga para su cuerpo y tuvieron que darle más vueltas en torno a su cintura
para evitar que se descolgase. Con los brazos encogidos sobre el pecho y
atados junto al resto del cuerpo, solo podía mover el rostro y el cuello.
Durante todo el discurso de Sante, Fortunata había estado murmurando,
como hacía siempre, y como todos sabían que hacía. Al principio, aquellas
cantinelas incomprensibles fueron motivo de broma, pero ahora, en aquella
plaza y delante de aquella pila de leña, adquirían un oscuro tono de
amenaza.
En el silencio que Sante había pedido, la voz de Fortunata pudo llegar a
oídos de todos los presentes:
—… El amor me ha vuelto loca… a besaros el pecho humildemente
aspiro…
—¿Lo habéis oído? —gritó un hombre de la primera fila—. ¡Quiere
besar el pecho de Satanás! Es una prostituta del diablo. ¡A la hoguera!
¡Muerte a la bruja!
Al poco, aquel grito se convirtió en una única voz, tan poderosa como
todo un pueblo.
Sante hizo una señal a Spirto para que encendiera una de las antorchas
preparadas para prender la hoguera y se la subiera al palco.
—Vista la confesión de la bruja, prueba irrefutable de su culpabilidad,
¿queréis que se la castigue con el fuego para que el alma salga de su cuerpo
y termine en el infierno, donde será acogida por demonios como ella y se
revolcará en un río de barro y mierda? —preguntó Sante a la plaza,
convencido de que ya nada podría detenerlo.
La multitud respondió con un grito ensordecedor y el rostro del capitán
se llenó de satisfacción.
Mientras tanto, en el balcón, Pietro se sujetaba con rabia en la
balaustrada, no podía creer lo que su padre estaba a punto de hacer:
desobedecer las órdenes de la Iglesia. La misma Iglesia a la que había
jurado fidelidad, a la que protegía y a la que se refería cada vez que Pietro
ponía en duda alguna de sus enseñanzas. Se encontraban en la absurda
situación de que cada uno vestía la ropa del otro, pero mantenían
invariables sus convicciones.
—¡No podéis hacerlo! —clamó Pietro con todas sus fuerzas para que su
voz pudiera oírse por encima del griterío.
En un instante, todas las miradas dirigidas a la hoguera se volvieron
hacia el balcón de la residencia episcopal. Si hubieran podido, hubieran
quemado todo el palacio, no solo a los ocupantes de aquel pequeño púlpito.
—¡Es verdad, hijo mío! —repuso Sante, aceptando el desafío—. ¡Yo no
puedo, pero ellos sí! —Y diciendo esto, lanzó la antorcha encendida a uno
de los hombres de las primeras filas que, tan pronto como la hubo cogido,
corrió a encender los fardos de paja.
A pesar de los temores de la gente de la plaza, las ramas y la paja se
encendieron enseguida y prendieron la leña apilada. Una nube de humo gris
envolvió a Fortunata que, ajena a todo, continuaba murmurando su letanía.
Solo cuando el humo llegó hasta ella empezó a toser y el pánico tomó
forma entre las arrugas de su rostro. Las primeras llamas le alcanzaron los
pies, y su grito solitario llenó la plaza de miedo y dolor. Alguien pudo
observar cómo su piel se desgarraba abrasada y se veía lo que había debajo,
antes de que todo se volviera negro y un fuerte olor a carne quemada
apestara el aire. Fortunata no dejaba de gritar desesperada, seguía diciendo
cosas incomprensibles, hablaba lenguas desconocidas, lloraba sin lágrimas
y los ojos parecían querer salirse de las órbitas para escapar del fuego.
De repente dejó de gritar. Calló y todos pensaron que estaba muerta. La
habían matado. Habían vencido. Fortunata había cerrado los párpados y se
había desplomado encima de la cuerda quemada. La plaza también se
estaba calmando, justo el tiempo para regodearse. Se acercaron a la
hoguera, no mucho, porque el calor era insoportable, pero lo suficiente para
asegurarse de que estaba muerta.
Fortunata se estremeció. Todavía estaba viva, abrió los ojos, dirigió sus
ojos opacos hacia la plaza y gritó:
—¡Yo os veo!

***
Ade estaba inmóvil. Había oído la voz de Pietro y se había girado un
momento para verlo. Estaba en el palco, detrás de aquella multitud
enfurecida. Había intentado salvar a Fortunata, él era distinto a aquellos
hombres que parecían bestias. Su rostro estaba tenso, como nunca lo había
visto antes, pero a pesar de ello, mantenía aquella expresión amable que la
había enamorado. Un salvaje grito de dolor le hizo apartar la vista del rostro
deformado de Fortunata. Hasta que los fardos no empezaron a arder, no
había creído posible que alguien quisiera realmente condenar al fuego a
Fortunata, una anciana ciega. Ahora, en cambio, estaba allí, carbón entre
carbones. Y ella no había entendido nada. ¿Era esto, pues, lo que trataba de
hacer Tebe? ¿Salvarla del fuego? Salvarlas a todas de aquel fuego…
De repente, se dio cuenta de que, si no hacía nada, aquello que estaba
sufriendo la mujer atada a la estaca le podría suceder a ella también, a todas
las Ciudades Perdidas, así que se cubrió la cabeza con la capucha y sacó la
honda. Cogió la piedra de lava, la más dura de sus piedras especiales, y
apuntó a la cabeza de Sante. El mismo hombre que, en lo que parecía un
pasado lejano, dejó que la lincharan en el mercado de Serra.
—¡Sante, estoy aquí! —Se sorprendió gritando con todas sus fuerzas.
Comenzó a agitar fuertemente la honda y el siseo hizo que los estaban
más cerca de ella se dieran la vuelta. Lo más probable es que la matasen ese
mismo día, pero con ella moriría quien había comenzado la guerra.
Sante la reconoció de inmediato y dio la orden a sus muchachos de darle
caza. Viva o muerta.
Ade no se dio cuenta de que varios miembros de la Compañía se le
estaban acercando, porque estaba concentrada en una arruga de la frente del
hombre que había soliviantado a aquella multitud sedienta de sangre. Ese
era su objetivo y no erraría el blanco.
Para darse ánimos, miró una última vez al balcón donde todavía estaba
apoyado Pietro, inmóvil, observando la hoguera; cuando lo había visto
desafiar a su padre casi había gritado de alegría. Quería despedirse de él,
aunque solo fuera con el pensamiento. En ese momento, sus miradas se
cruzaron y Ade sintió que las piernas le flaqueaban y le faltaba el aliento, su
corazón se aceleró y la mano que agitaba la honda se volvió insegura.
Todo había desaparecido, su convicción, Sante, el peligro, todo. El amor
por Pietro no le permitía lanzar esa piedra, si lo hubiera hecho, el agua que
bañaba la fuente de su corazón hubiera permanecido por siempre del color
rojo de la sangre de Sante que, como un musgo venenoso, lo hubiera
infectado todo; no hubiera tenido ningún futuro lejos de allí, ningún futuro
con Pietro. En esos ojos almendrados que la miraban asombrados y
asustados veía la imagen de la muchacha que siempre había sido, que había
elegido ser, aquella que había crecido con su abuela, que curaba las heridas
y ayudaba a los niños a nacer, aquella que conocía los olores del bosque,
aquella que observaba las estrellas.
Bajo aquella mirada, Ade no podía convertirse en una asesina.
Poco a poco, exigiéndole al brazo que siguiera al corazón, bajó la
honda. Pero sabía que no podía quedarse con el arma a la vista o merodear
por allí con la cara descubierta; sabía también que los ciudadanos de Serra
que hasta entonces la rodeaban se habían ido alejando, por el rabillo del ojo
había visto varios benandanti que se acercaban a ella, tenía que irse y tenía
que hacerlo de inmediato.

***
Pietro apartó los ojos de las llamas que envolvían a Fortunata, mientras
los dos prelados continuaban, en silencio, con la vista puesta en la hoguera
con la mandíbula tensa; entonces, sin saber qué, algo hizo que sus ojos se
posaran sobre la plaza. Como si un vacío lo hubiera dirigido hacia el centro
—como el ojo de un huracán que embiste los campos—, vio a Ade que
apuntaba con la honda hacia su padre.
Durante una fracción de segundo sus miradas se cruzaron, como la
primera vez que se encontraron fuera de las murallas de Serra, o un
momento después de su primer beso en la fuente. Luego, Ade bajó la honda
y se fue corriendo; a su alrededor, saciados de la sangre que acababa de
derramarse en la hoguera, los habitantes de Serra habían abierto un pasillo,
dejando espacio a Benedetto y Adriano, que estaban a un paso de Ade.
Pietro trató de dirigirse hacia ella, pero dos guardias de monseñor Tosco le
impidieron la salida.
Pietro luchó con todas sus fuerzas, pero la agitación de saber que Ade
corría peligro no lo dejaba pensar con lucidez. En su intento por deshacerse
de los guardias, Pietro vio cómo Ade esquivaba una larga patada de
Benedetto y lo remataba con otra justo cuando este caía al suelo,
transformándolo en una catapulta que cayó sobre Adriano. Ambos se
desplomaron, maltrechos, contra los adoquines.
Pero no faltaba mucho para que Cesare la alcanzara y con él iban Nicola
y todos los otros.
Unos segundos más y Ade sería capturada. Y luego la matarían.

***
Después de librarse de los dos primeros hombres, Ade buscó a toda
velocidad un modo de huir, necesitaba una estrategia. No podían capturarla:
Valente la necesitaba, y además tenía que volver a casa, explicarle a Tebe lo
que había visto, debía reconocer ante ella que tenía razón. Había muchas
cosas por hacer antes de morir en Serra aquel día. Y, sobre todo, quería
volver a ver a Pietro.
Todavía sujetaba entre los dedos la piedra que había escogido para
Sante; no merecía la pena mancharla con la sangre de un hombre déspota,
ahora aquella piedra tenía que salvarla a ella. Cargó otra vez la honda y
apuntó a la cabeza de la mula que había conducido a Fortunata a la muerte;
si conseguía alcanzarla con la fuerza suficiente para ponerla nerviosa, se
iría al galope con el carro detrás, provocando una gran confusión en la
plaza. Miró hacia el animal, contuvo la respiración y la mula empezó a dar
coces, sembrando el pánico a su alrededor. Luego vino el caos y todos
empezaron a gritar.
En ese momento, Ade echó a correr.

***
Cuando ya había conseguido avanzar para intentar salir de la plaza,
desde atrás, una flecha pasó por su lado con un silbido y Ade corrió a
esconderse bajo una balaustrada de madera, mientras oía el repiqueteo de
unos cascos al galope. Ade notó que un brazo la sujetaba por la cintura y la
subía al lomo de un caballo. Era Leptis, que la regañó diciéndole que se
estuviera quieta. Detrás venían Janara y Persepolis, montadas en otro
caballo. Los dos animales se encabritaron con energía sobre sus patas
posteriores en medio de la multitud. Leptis y Janara parecían, a los ojos de
los pobres campesinos de Serra, dos enfurecidas amazonas.
Cesare fue el primero en atacar. Desenfundó la espada y se puso en
guardia. Mientras Ade se sujetaba a Leptis con la mano izquierda para no
caerse, con la derecha hacía girar la honda. Lanzó la piedra y golpeó el filo
de la espada de Cesare, que tuvo que doblar el brazo por la fuerza del
impacto.
—No es el momento de combatir, Ade —le dijo Leptis.
Sacó un látigo de cuero negro que llevaba anudado a la cintura y lo
agitó para que se desplegara. En cuanto la calle se vació, gritó a Janara para
que huyeran y corrió al galope, para tratar de salir de allí por una callejuela.
Antes de seguirla, Janara tensó el arco y terminó su trabajo, lanzando una
flecha a la frente de Fortunata, poniendo fin, de este modo, a su sufrimiento.
Los dos caballos desaparecieron velozmente, tal como habían llegado.
Monseñor Tosco hizo una señal a sus guardias para que soltasen a
Pietro, y este llegó a la plaza justo a tiempo para ver el rostro de Ade una
última vez.
NO QUIERO VOLVER A ROMA

La ceniza esparcida por el suelo se deshizo entre las manos temblorosas de


las hijas de Lena gracias a un viento cálido del sur cargado con olor de mar.
Les habían desatado los brazos para que pudieran trabajar, pero no tenían
libertad de movimiento. Una cuerda les ceñía la cintura y las tres mujeres
tenían que moverse poco a poco, coordinándose entre sí para no caerse o
hacerse daño. Las vigilaban los mismos hombres que las habían obligado a
mirar la hoguera de rodillas, mientras en la plaza resonaban los insultos y
las amenazas de todo Serra. Sabían que el único motivo por el que
continuaban con vida era por las buenas relaciones de Millina con
monseñor Tosco; ellas habían obedecido sin pedir explicaciones y se habían
mostrado dóciles, a pesar de que solo habían recibido odio y rabia. Decenas
de hombres confirmarían su casta redención, hombres que, hasta hacía
pocos días, llamaban a la puerta de su casa para otro tipo de servicios.

***
Medio escondida entre las cortinas de su estancia, Porzia Corradi
también observaba aquel extraño animal de seis patas que limpiaba la plaza.
No se había atrevido ni una sola vez a salir de las plantas superiores del
palacio, donde estaba hospedada; quería mantener una cierta distancia con
aquel mundo mezquino y vulgar. Todavía permanecía atenta a aquel
espectáculo penoso, como si fuera el único remedio para hacer frente al
pensamiento que no la abandonaba desde que se habían extinguido los
últimos rescoldos de la hoguera. No había podido ver bien las facciones,
porque estaba situada en un ángulo lejano del balcón, pero la turbación que
había sentido en cada fibra de su cuerpo, la náusea repentina y la lucha
contra ella misma por seguir mirando, la habían transportado a un momento
de su vida que creía haber olvidado para siempre, pero que acababa de
descubrir que a duras penas había enterrado en el tiempo. Un momento tan
calcinado ante sus ojos como aquella anciana.
La voz de Savelli la sacó de aquellos pensamientos oscuros al entrar en
su estancia sin anunciarse.
—Querida, si estáis lista, podemos irnos. El carruaje llegará en un
momento —dijo besándole la mano.
Porzia apartó el brazo y se acercó a la puerta que había quedado abierta.
—No habéis llamado —comentó en un tono ofendido y empujó la
puerta hasta cerrarla en silencio.
—Perdonadme, no debería haberlo hecho. Ha sido por la urgencia de
comunicaros que al fin podemos volver a Roma y alejamos de aquí. Sante
Montesi ha desobedecido una orden directa del Santo Oficio que yo le
transmití: tengo que volver e informar de inmediato al arzobispo mayor. Un
castigo mío en este momento no serviría de nada. Creo que será necesaria la
excomunión. —Savelli tenía prisa por volver, sabía que su posición ante el
Tribunal del Santo Oficio estaba más que comprometida.
A Porzia la tomó desprevenida. La noticia de que su exilio forzado
estaba a punto de acabar no la hizo nada feliz. Hubiera dicho cualquier cosa
con tal de no admitir que su tristeza tenía que ver con aquella silueta que
creyó ver entre el tumulto y que esperaba poder volver a ver muy pronto.
Era casi imposible pensar en la posibilidad de que aquellos ojos que
brillaban en aquel rostro estuvieran todavía llenos de vida. Pero tenía que
comprobarlo.
—No quiero —dijo simplemente.
—¿No queréis? ¿Qué es lo que no queréis? —preguntó Savelli,
sorprendido.
—No quiero volver a Roma. Ahora no. Me habéis prometido una fiesta
de máscaras… —dijo con aire de indiferencia.
—Pero Porzia, se trata de una fiesta de campesinos. Nada por lo que
merezca la pena pasar ni un día más en esta ciudad maloliente —insistió
Savelli, dispuesto a imponer su autoridad y a no perder más tiempo.
—Yo me quedo un día más, vos haced lo que os convenga. Le pediré a
alguno de los jóvenes que me ha ofrecido su servicio de acompañamiento
que me lleve a Roma.
Savelli se acercó amenazante y le sujetó el brazo.
—¡No creáis que no he visto cómo le mirabais!
Porzia se quedó paralizada. ¿Tan evidente había sido su turbación? Solo
fue un instante, un instante en el que había bajado la guardia y se había
encontrado impotente frente a aquel rostro. No podía haberse dado cuenta.
Había pasado los últimos años de su vida construyendo una coraza
infranqueable en torno a ella para que nadie, ni tan siquiera su círculo más
íntimo, pudiera conocer sus auténticos sentimientos.
—No sé a qué os referís, ¡y me hacéis daño! —respondió, dando un
tirón para aflojar la presión de su brazo.
—¡El joven benandante del palco! ¿Creéis que soy ciego? Seré un
pecador ante los ojos de Dios, merecedor de reprobación, pero no me dejo
engañar tan fácilmente. Vos vais donde yo vaya, señora.
Porzia se relajó, sus temores eran infundados. Solo tenía que hacer lo
que hacía tan bien siempre. Hacer creer a los hombres que tenían el control
sobre ella sin dar nunca la impresión de que estaban siendo manipulados.
—De acuerdo, Giovanni. Calmaos. No sé qué me ha sucedido. Debe
haber sido la hoguera y todo aquel tumulto… Iré con vos, por supuesto —
dijo dócilmente, cambiando el tono de voz; luego, mientras recogía sus
cosas, añadió distraída—: ¿Le pediréis a Tosco que os entregue el libro
antes de la fiesta…?
Savelli se alisó la túnica y se colocó bien la capa. Se aclaró la voz para
ganar tiempo y buscó cómo responder a aquella extraña pregunta de su
amante:
—Todavía no lo sé… —titubeó.
—He pensado en lo que me dijisteis anoche, y creo que tenéis razón. Es
importante una demostración de vuestra fidelidad a Oreggi. Si el libro que
tienen aquí es el que Oreggi está buscando desde hace tanto tiempo,
llevárselo en persona hará que reconozca vuestra valía; y quizás el pequeño
contratiempo de ayer pasará a un segundo plano. Puede que esté dispuesto a
hacer la vista gorda ante la humillación que supone que un campesino haya
desobedecido una orden vuestra y vos no hayáis podido impedirlo.
A Savelli le cogió desprevenido su argumento: no recordaba haber
hablado nunca con Porzia sobre la necesidad de ganar credibilidad a ojos
del arzobispo mayor, pero era justamente lo que deseaba, sobre todo
después de la jugada de Sante Montesi.
—Me hace feliz que estéis de acuerdo conmigo sobre la necesidad de
complacer a Oreggi. Recordadme cuándo hemos hablado de eso, señora
mía…
Porzia se acercó a Savelli con un gesto misterioso. Se aproximó
directamente a su oreja derecha y le apoyó los labios sobre el lóbulo, como
si quisiera compartir un secreto obsceno que nadie pudiera oír.
—Anoche, cuando conseguisteis sacarme el corsé y os permití levantar
la combinación… ¿recordáis? —le preguntó Porzia en un tono lascivo.
—Cómo podría olvidarlo… —respondió Savelli, balbuceando y
encendiéndose de deseo al mismo tiempo.
—¿Recordáis lo que sucedió después? —preguntó Porzia, sabiendo que
en ese momento podría hacerle creer cualquier cosa.
—No pudimos ni llegar al lecho, señora mía…
Porzia estalló en una carcajada cristalina y benévola.
—Me refería a después… después de todo —lo animó a seguir.
—Me dormí, creo, sobre vuestro pecho, desnudo y jadeante…
—No antes de explicarme vuestro temor respecto a Oreggi. El miedo a
que quisiera excluiros del Consejo de los Seis… enviaros a gobernar alguna
remota diócesis de provincias. ¿Recordáis…?
—Sí, ¡lo recuerdo! —afirmó Savelli más interesado en la fiebre que se
estaba apoderando otra vez de él que en el relato de Porzia.
—Bien, pues luego os referisteis al libro y entendí que habíais
encontrado la solución a vuestros problemas. No hay mejor manera para
descartar cualquier duda sobre la necesidad de vuestra presencia en el
Consejo que llevar a Oreggi el libro que está buscando con tanto afán —
concluyó Porzia, clavando su última estocada.
—Es por todo esto que os amo, Porzia. Porque detrás de este cuerpo
para el placer hay una mente de hombre genial.
—No me halaguéis tanto. El genio que veis en mí es solo el reflejo de lo
que no conseguís ver en vos mismo. Sois vos quien ha encontrado la
solución, yo solo he puesto voz a lo que el sueño me había hecho olvidar.
Retiraos, pues, tengo que preparar mi equipaje. ¡Ahora ya estoy impaciente
por partir!
Savelli le besó el cuello con pasión y, antes de irse, le dijo:
—No hagáis vuestro equipaje tan deprisa, querida mía. Tosco no dejará
escapar el libro tan fácilmente…
—Pero no me hagáis esperar demasiado, la verdad es que echo mucho
de menos Roma —dijo, escondiendo una mueca de satisfacción.
—¿Qué serán unos días más en esta ciudad comparados con la brillante
carrera de vuestro amado Savelli? Ya he escogido el nombre, querida mía.
¿Queréis oírlo?
—¡Por supuesto! —exclamó Porzia con sincero entusiasmo.
Esta vez era Savelli quien la sorprendía: ¿quería un hijo suyo? ¿Se había
decidido finalmente?
—Papa Domenico, en honor al fundador de nuestra orden. ¿Qué os
parece? Repetidlo, papa Domenico I —dijo con la mirada perdida,
imaginándose con la larga sotana blanca.
En el rostro de Porzia se apagó la sonrisa que lo había iluminado
durante unos instantes, lo miró con indiferencia y dijo:
—Os queda muy bien.
EL NUEVO HIJO

Pietro había rastreado el bosque durante horas tratando de seguir las huellas
de los caballos, hasta que llegó a uno de los meandros más amplios del río.
Spirto estaba con él. En su interior esperaba que, si encontraban el
escondite de las brujas, las reticencias de Sante para dejarlo entrar en la
Compañía quedarían superadas. Aunque no le había dicho una palabra a
Pietro sobre esto, se había limitado a decirle que no lo dejaría solo en el
bosque y que, si quería ir a buscar a esa muchacha, lo acompañaría. Los
cascos de los caballos habían irrumpido en la plaza sin que nadie los oyera
aproximarse.
—¡Eran caballos mágicos, Pietro, salieron de la nada! ¡Nadie oyó sus
cascos al galope! —comentó Spirto.
—¿Qué dices? Nadie los ha oído llegar porque estaban todos demasiado
ocupados en gritar e invocar el fuego. No te dejes impresionar por esas
estupideces —dijo Pietro, secamente.
—No son estupideces… Quien me abandonó en el torno del hospicio, lo
hizo para salvarme de una muerte segura. Fui marcado por una bruja…
¡Mira! —le confesó, levantándose la camisa y mostrando lo que parecía a
todos los efectos un tercer pezón, bien alineado con los otros, en el centro
del tórax.
Pietro se acercó para revisarlo mejor. Aun habiendo visto a Spirto con el
torso desnudo en varias ocasiones, nunca se había dado cuenta de aquella
pequeña protuberancia.
—Si hago así, ¿te duele? —le interrogó con tono de médico mientras le
presionaba el pezón con la yema del dedo.
—No… es un poco raro… bueno, siento cierta molestia —respondió
Spirto con vergüenza.
—No es nada. He visto de estos en los cadáveres en la academia.
—¿Cadáveres? ¿Entonces moriré? —preguntó Spirto, alarmado.
—Todos moriremos, Spirto. Pero no, no morirás por este bulto de carne
de más. Y esto no es ninguna marca de brujería. Si lo fuera, habría que
considerar muy estúpido a vuestro diablo, porque si quería marcaros, por lo
menos podría haber ocultado un poco la señal. ¡No colocaros una mama a
simple vista! —concluyó Pietro, risueño.
—¡Bueno, las brujas crían a sus hijos demonios de una mama como
esta! —replicó Spirto.
—¡Ah! Si empezases a amamantar a alguien con eso, entonces sí que
creería en algo. ¡Pero no en las brujas, creería en los milagros, amigo mío!
De ese pezón no saldrá, te lo aseguro, ni una gota de leche. Volvamos ya,
que está oscureciendo… Amamantar demonios, esa sí que es buena —
continuó, realmente animado.

***
Cuando Pietro llegó a casa era casi la hora de cenar, Cesare estaba
sentado otra vez en su sitio, sirviéndose vino tinto. Reprimió las ganas de
lanzar aquel vaso contra la pared y, sin mediar palabra, se sentó al otro lado
de la mesa, justo frente a él. No le importaba que se sentara en su silla, no le
importaba que le hubiese robado un papel que él, de todos modos, no había
querido, y ahora menos que nunca. Era ese aire de suficiencia pintado en el
rostro —y cuyo origen fuese haber condenado a una pobre mujer inerme a
morir en las llamas sin un juicio— lo que le hacía apretar los puños de
rabia.
Cuando Agnese apoyó a duras penas el caldero en la mesa, ambos se
levantaron, pero Cesare fue más rápido en arrebatárselo.
—Dejad que os ayude, Agnese. Debéis descansar —dijo, cambiando la
mirada de la madre al hijo para destacar, como si todavía fuese necesario
hacerlo, lo indispensable que resultaba ya su presencia en aquella casa.
Agnese le dio las gracias con una caricia y se sentó. Pietro, por su parte,
le arregló el mantón de lana sobre los hombros y ella le sonrió,
tranquilizándolo.
—¿Dónde está mi padre? —preguntó.
—Tosco lo ha mandado llamar —respondió Agnese, dejando la frase
inconclusa sin saber cómo evitar una discusión entre los jóvenes.
Pietro hundió la primera cucharada en la sopa caliente y recogió la
respuesta. Cesare fue quien buscó el enfrentamiento:
—¿Qué hacías en el balcón con ellos, en vez de estar en la plaza, como
era tu deber? —le presionó.
—Lo que había que hacer. He intentado evitar la muerte de una inocente
—respondió, mirándolo a los ojos.
—Has traicionado a la Compañía y, sobre todo, has traicionado a tu
padre. Si le ocurriese algo, juro que…
Pietro dejó de comer y sonrió para sí mismo:
—¿Qué quieres hacer, Cesare? ¿Matarme? Estáis todos tan cegados por
el miedo y por la rabia que no os dais cuenta de que os habéis convertido en
unos asesinos. No os ha quedado ni la buena intención.
—El Señor dice: «No temáis a aquellos que matan el cuerpo, mas al
alma no pueden matar; temed a aquellos que tienen el poder de destruir el
alma y el cuerpo».
—Si hay algo que he aprendido de las Sagradas Escrituras es que
sacándolas de contexto, acabas encontrando en ellas cualquier cosa que
quieras que digan, Cesare.
—Estás blasfemando, Pietro. Y en estos tiempos puede ser muy
peligroso.
—¿Me estás amenazando?
—No hace falta, tu sola existencia es la mayor amenaza para tu vida.
La mano de Agnese cayó sobre la mesa con fuerza, poniendo fin a la
discusión:
—¡Ya basta! ¡No voy a tolerar estas conversaciones en mi casa! —gritó,
mostrando una energía que debía tener oculta en alguna parte. Sus manos
temblaban por la tensión y el color amoratado de la cara esta vez se debía a
la cólera, no a la fiebre—. ¡Dejad de hablar de muerte, no quiero oír una
palabra más! Basta de pelearos como dos niños. Sois mayores los dos. Tú,
Pietro, ya deberías haber entendido la diferencia entre los sueños y la vida;
y tú, Cesare, deberías saber que solo los estúpidos actúan sin plantearse
dudas. El hombre sabio acostumbra a dudar.
Dos fuertes golpes de tos pusieron fin a su intento de evitar una pelea en
la cena. Cuando Agnese se quitó las manos de la boca, los dos muchachos
vieron que tenía sangre en el pañuelo, y esto fue lo que, más que ninguna
otra cosa, ayudó a calmar los ánimos. Aunque cada uno de ellos creía que
aquello era la consecuencia de dos causas distintas —uno de un maleficio y
el otro de una enfermedad—, ambos sentían que nada de lo que estaban
haciendo sería suficiente para curarla.
La cena continuó sin más sobresaltos. Pietro se levantó de la mesa un
par de veces, solo para controlar la infusión que debía darle a su madre
después de la sopa.
—Os ayudará a dormir mejor —le dijo.
Sante regresó cuando parecía que todo había pasado y se preparaban
para la noche. Atravesó la cocina, directo hacia la silla de su mujer, la besó
y le entregó un pequeño paño de algodón, que cobijaba una hierba
medicinal. Pietro la reconoció enseguida, era un tipo de cáñamo prohibido
por una bula papal desde hacía algún tiempo. Era la segunda vez, en ese día,
que su padre transgredía las reglas que él mismo quería imponer a los
demás.
—Este te lo manda Lena, para el dolor —le susurró al oído esperando
que nadie, excepto su mujer, lo oyese.
Luego levantó la cabeza y reservó una mirada torva al resto de la mesa.
Cesare se sorprendió al no reconocer una expresión benévola en sus ojos.
Se preguntaba cuándo llegaría el momento que anhelaba desde hacía años:
el día en que Sante entendiera que él era el único ser digno de ocupar su
lugar como jefe de la Compañía. Aquella mirada, sin embargo, no parecía ir
dirigida solo hacia Pietro; Sante acusaba a sus dos hijos, no solo al de
sangre.
—Si no te he echado de casa es solo por el amor que siento por tu
madre, y porque ella me ha rogado que no lo hiciera. Pero a partir de hoy,
ya no eres hijo mío, Pietro. Ningún vínculo me une ya a ti. Mi sangre, que
corre por tus venas, debe haberse infectado con todos los malditos libros
que has leído en estos años. Tras esas palabras que has devorado se esconde
el diablo y tú no lo has reconocido, a pesar de que, por tu interior, corra
sangre elegida. Ni siquiera estos meses han servido para devolverte al
camino recto, para enseñarte algo bueno. Te has hecho más fuerte, eso sí.
Pero la fuerza sin la fe no sirve para nada. Podrás quedarte en esta casa,
dormirás en la cocina hasta que vuelvas a Roma. Ya he hecho sacar tus
cosas. Desde esta noche, Cesare dormirá en tu habitación. Creía que lo
conseguiría, que podría guiarte. He fracasado. Pero no permitiré que
vuelvas a interponerte en nuestro camino. A partir de mañana no vendrás a
entrenar más en la guarida.
Cesare no pudo ocultar una expresión de suficiencia y triunfo. Por fin lo
había logrado. Se había convertido en el legítimo heredero de Sante, hasta
el punto de destronar a Pietro incluso de su cama.
—Hay poco de qué alegrarse, Cesare —le dijo Sante, dejándolo helado
—. Esta mañana no solo has dejado escapar a esa muchacha… Si no
hubieran llegado a rescatarla las otras dos al galope incluso habrías perdido
en combate. ¿De qué te han servido los entrenamientos? Explícamelo. Te he
visto retroceder asustado, abalanzarte sobre ella descompuesto. Parecía que
la espada te servía para matar moscas, en lugar de para desgarrarle el pecho
al adversario, como si ante ti hubiese un inventario de armas blancas, en
lugar de una pequeña insolente con piedras en las manos.
Cesare se tragó toda la amargura que le provocaban esas palabras y
permaneció en silencio. Sante tenía razón, era inútil intentar defenderse
diciendo que la muchacha era una bruja; hacía meses que se entrenaban
para derrotarlas y en la primera prueba real había fallado, delante de todo el
pueblo, pero sobre todo, a ojos de su capitán.
—Dentro de unos días se celebrará la Fiesta de las Velas. La iglesia de
San Lorenzo Mártir volverá a abrirse para que todos los habitantes de Serra
y los peregrinos que lleguen de los demás pueblos puedan admirar el
esplendor de los nuevos frescos. Por la noche, para el baile de máscaras,
quiero que estéis todos allí. Y cuando digo todos, quiero decir todos. Tú
también, Pietro. Si lo prefieres, no hagas nada, quédate quieto, limítate a
observar cómo se divierte la gente, pero debes acudir. No podemos mostrar
ni un ápice de debilidad. Tenemos que parecer unidos, como un bloque.
Serra estará llena de forasteros, gente que no hemos visto nunca y que no
sabemos qué intenciones puede tener. Le he prometido al cardenal Savelli
que el libro estará protegido y vigilado todo el tiempo, y eso es lo que
haremos. Confundiéndoos entre la multitud, seréis mis ojos y mis oídos.
—Esta noche iré a hacer mi turno de guardia al libro, capitán —dijo
Cesare, poniéndose en pie.
—No. Te he librado por esta noche. Ha ido Nicola —respondió Sante.
—Capitán, permitidme ir. No volveré a defraudaros —le suplicó Cesare.
—No quiero discusiones. Ya está decidido. Después de lo que he visto
hoy no veo por qué debería considerarte capaz. Tendrás que pasar la noche
reflexionando sobre lo sucedido. Un castigo, a veces, puede ser un regalo.
Aprovéchalo.

***
Cuando se apagó la última vela, Pietro tenía todavía los ojos abiertos de
par en par. Su madre le había preparado un pequeño lecho junto a la
chimenea y había intentado hacerlo lo más cómodo posible. Sin que la viera
su marido, incluso había conseguido encontrar viejos tejidos descartados y
coser una manta a toda prisa. El fuego estaba apagado, pero quedaban
algunos rescoldos, el calor que despedían hacían agradable la estancia. A
pesar de ello, Pietro no podía dormir. Su mente volvía al momento en que
sus ojos se encontraron con los de Ade; había sido un instante, pero a él le
había parecido un tiempo infinito. Se había perdido en ese abismo de rabia
y poder, había sentido el dolor y el deseo de venganza y, justo cuando
estaba seguro de no ser ya capaz de salir de aquel fango negro que se lo
tragaba, fue rescatado por esa última mirada de amor que lo devolvió a la
superficie.
Esa misma mañana, Ade, en vilo entre la vida y la muerte, había elegido
el amor. Lo había elegido a él.
REVELACIONES

—Has tomado la decisión correcta —dijo Persepolis, entrando de repente


en su habitación.
Ade intentaba conciliar el sueño, pero no podía. Cada vez que lo
intentaba, veía frente a ella los dos enormes ojos empañados de Fortunata,
que se derretían como sebo al sol. La perseguía la visión de ese fuego
asesino y de esos gritos desgarradores que le anunciaban al mundo su
inocencia. Debía haberle puesto fin a todo ese dolor. Debía haber tirado la
piedra y haber acabado con el rostro del mal que había incitado al odio del
pueblo. Pero luego… Luego algo la había obligado a girarse, una mirada
conocida se detenía en ella. Y todo se volvió más difícil, tan difícil que, al
final, fue imposible.
—¿Me escuchas…? He dicho que has hecho bien en no matarlo…
Hubiera sido el suicidio de todas nosotras. Y no me lo hubiera perdonado
jamás… No hubiera soportado perder…
—¿Dónde está Valente? ¿Por qué no está aquí? —respondió con dureza
Ade, sin hacerle caso.
—Está con Leptis, si quieres voy a llamarlo… —continuó Persepolis,
intentando ser lo más amable posible. Sabía que si Ade se había escapado
era solo por su culpa; su amiga había estado a punto de morir por culpa de
sus miedos.
Ade se dio la vuelta en la cama y le dio la espalda.
—Llevas aquí dentro desde esta mañana y no has comido nada. ¿Te
traigo algo?
Ade sentía las punzadas del hambre desde hacía horas, pero no quería
que Persepolis pensase que bastaba con llevarle pan y queso para que todo
volviera a ser como antes.
—Estoy aquí para disculparme… —continuó Persepolis—. No sé qué
me ha pasado, perdóname. Solo quería…
—No te preocupes —la interrumpió Ade—. Ahora ya no podemos
tenerlo ninguna de las dos. Después de lo de esta mañana, Pietro me odiará.
Ha entendido que soy una asesina. Me ha visto.
—¿Pero qué dices, Ade? ¡A mí Pietro no me interesa! ¡No me ha
interesado nunca! Eres una estúpida. ¡No has entendido nada de nada! —
dijo enfadada, saliendo a toda prisa de la habitación.
Ade la vio alejarse sin entender qué había provocado que se
encolerizara así. Era ella quien tenía todo el derecho a estar molesta. Era
ella quien había perdido para siempre a su primer amor —mejor dicho, al
amor de su vida— y quien corría el riesgo de acabar en la hoguera, como
aquella pobre anciana.
Se subió la manta hasta la frente y encogió las piernas para mantener el
calor, esperando que esa posición la ayudase a coger el sueño. Se sopló aire
cálido en las manos, que seguían estando heladas. Se las había frotado,
metido entre los muslos, envuelto en un paño de lana caliente… Pero nada,
era la única parte del cuerpo que no conseguía calentar. Continuaban
estando frías, blancas, como cuando en invierno las metía en el agua helada
del río y su abuela le untaba un bálsamo especial, obligándola a sentarse
junto al fuego durante horas. Los dedos eran insensibles al tacto, había
estado pellizcándose las yemas y no había sentido nada. Si no hubiera sido
imposible, habría dicho que no tenían vida, que estaban muertos… Se
esforzó por volver al momento en el que sintió ese frío repentino y no tardó
mucho en entender que había sido cuando bajó la honda, renunciando a
golpear al jefe de los benandanti. Aquella pulsión asesina se había quedado
donde había nacido: entre sus manos.
Con la cabeza bajo la manta, Ade no vio llegar a su hermano. Valente
entró intentando no hacer ruido y, con dulzura, se percató de aquel bulto
tembloroso. Ade abrió solo un ojo, lo suficiente para asegurarse de que no
había llegado el momento en el que Tebe la mandaba llamar. Tras reconocer
el peculiar perfil de su hermano, que la miraba, se levantó de la cama y lo
abrazó.
—Ade, tienes las manos heladas… ¡Suéltame!
—Sí, lo sé… perdona. Es que no puedo calentármelas —respondió ella,
escondiéndolas en las mangas de la túnica.
—¿Quieres mirar si en el libro de la abuela hay recetas para calentarlas?
—dijo, mostrándoselo.
—¿Y tú qué haces con el libro de la abuela? —preguntó Ade con
curiosidad.
—Estaba con Leptis… Hacía los ejercicios de lectura —respondió
Valente.
—Y con todos los libros que hay en esta casa, ¿has decidido practicar
con el de la abuela?
—Leptis dice que hay recetas muy interesantes… Yo leo y ella las
aprende.
—Y dime otra cosa, ¿has encontrado la receta de una sopa caliente que
haga que olvide las cosas desagradables…?
—Ummm, déjame ver… —dijo Valente, empezando a pasar las
páginas.
—¡Cuidado! ¡Más despacio! Es muy delicado… ¿lo ves? —Lo detuvo
Ade, haciéndole ver que una página estaba a punto de desprenderse.
—¡Pero es justo la que buscaba! Aquí está… ¡Caldo del buen humor!
¿Te acuerdas? —exclamó Valente, feliz.
—¡Claro que me acuerdo! Está buenísimo…
—¿Has visto, Ade? ¡Todo es mágico en esta casa! Quiero quedarme
aquí para siempre.
—Tebe está muy enfadada conmigo… No sé si nos dejarán quedarnos
—intentó decir ella.
—Lo sé… Me lo ha dicho Leptis… —le confesó Valente, mirando a su
hermana con un halo de tristeza—. Pero estoy seguro de que al final te
perdonará… Tebe es una bruja buena. ¡Tú también me lo dijiste!
En ese momento entró Petra y le pidió a Ade que se presentara en la sala
de las maravillas. La esperaban Tebe y las demás. Ade le dio un beso a
Valente y le ordenó que se quedara en la habitación y que apagara la vela.
Ella volvería pronto.

***
La sala de las maravillas estaba muy iluminada: habían encendido todas
las velas, incluso las más altas. Probablemente era la primera vez que Ade
veía tan bien todas las esquinas de aquella sala enorme y llena de rarezas.
Alguna, tal vez Atlantide, les había contado que era la habitación preferida
de Tebe, porque le recordaba una parte de su vida pasada.
Una habitación repleta de objetos misteriosos que las personas dejaban
olvidados antes de emprender largos viajes. Muchos eran del pasado de
Tebe, otros se habían ido acumulado durante años gracias a los negocios y a
las relaciones con el mundo exterior, y decían que algunos —los más raros
y bonitos— los había robado Janara en sus misteriosos viajes. Al principio
Ade no creyó posible que Janara fuese capaz de robar nada, pero con el
tiempo comprendió que aquella mujer era capaz de todo. Incluso de robar
una cabeza de león embalsamada…
—No, en realidad esa se la quitó Petra a sus amos… —le explicó
Atlantide.
Todas estaban alrededor de la gran urna. El libro había vuelto a su sitio,
pero la urna estaba aún abierta. Con un gesto, Tebe le indicó a Ade que se
acercara.
—Lo que has hecho es muy grave. Imagino que lo has comprendido. Te
hemos dejado reflexionar durante todo el día, esperando que nos explicases
cómo se te ha ocurrido escapar justo en la noche de tu bautizo, corriendo el
riesgo de acabar muerta en Serra. ¿No has pensado en tu hermano? ¿No has
pensado en el dolor que hubiera sentido? ¿No has pensado en todas
nosotras, en lo preocupadas que estaríamos por ti?
Ade intentó responder, el tono era culpable:
—No fui para que me descubrieran… Solo quería encontrar a una
persona —dijo casi susurrando.
—Sabemos a quién has ido a buscar, Ade. Pero ese muchacho es un
peligro para ti. Más que ningún otro.
—Lo sé… «Para evitar caídas, nada de hombres entre las Ciudades
Perdidas» —cantó la sexta regla.
—No es solo eso. Pietro es el hijo de Sante, el jefe de los Benandanti, el
hombre que llevó a Fortunata a la hoguera, su camino está escrito. Al igual
que el tuyo. Y son dos caminos que no se encontrarán jamás si no es para
enfrentarse entre sí.
Ade creyó que se le paraba el corazón: Pietro era el hijo de Sante, el
hijo de los Benandanti, el hombre al que había estado a punto de matar. No
quería creerlo. Si cada uno de ellos seguía el camino del que hablaba Tebe,
no volverían a verse jamás, y Ade no pretendía renunciar a él más de lo que
pretendía renunciar a sí misma.
—Yo no tengo ningún destino escrito… —trató de replicar Ade.
Tebe miró a Janara como preguntándole si había llegado el momento,
pero la otra bajó la mirada. Ya no estaba segura de que fuese ella a la que
estaban esperando, estaba segura de haber percibido con claridad su
potencial cuando Ade entró en la casa, pero era un poder oculto, encerrado
en una envoltura inestable, fuera de control. Sin embargo, las frases de la
profecía contaban ahora otra parte de la historia, una parte que podía
cambiar su búsqueda. Para reconocer a la hija de Lilith hacía falta recuperar
el Libro de los Reinos.
—Tu bautizo se ha pospuesto, Ade. Todavía no estás lista para entrar en
las Ciudades Perdidas. Siete semanas no han sido suficientes para hacerte
entender la diferencia entre lo que te hemos dado aquí dentro y lo que te
han arrebatado —y seguirán arrebatándote— ahí fuera, día tras día. Ayer
viste con tus propios ojos qué son capaces de hacerte. Escuchaste los gritos
de Fortunata, la viste morir soportando un sufrimiento atroz. Cualquiera de
nosotras podría haber estado en su lugar. Míranos a la cara, Ade; donde ves
una cara amiga, ahí fuera ven un monstruo. Tú formas parte de los
monstruos desde que naciste.
La joven empezó a temer que quisieran echarla, pero su mayor
preocupación tenía que ver con su hermano:
—Valente no tiene ninguna culpa. Él no sabía nada, no le dije a dónde
iba. Castigadme a mí, no a él. No tiene nada que ver. Si me queréis
expulsar, lo entiendo. Pero dejad que Valente se quede. Él se siente seguro
con vosotras… más de lo que se ha sentido conmigo.
—Ade, nadie quiere expulsarte y menos aún echar a tu hermano. He
pensado mucho en cómo castigarte, pero sé que ya has tenido el peor de los
castigos posibles: asistir a la muerte de Fortunata es algo que te dejará una
cicatriz para siempre. Durante los próximos días tendrás que ayudar a
Segesta. La Fiesta de las Velas se está acercando y puede ser una buena
oportunidad para vender algunos de nuestros productos.
—¿Quieres decir que yo también podré ir a la fiesta? ¿En serio? —
preguntó sorprendida Ade.
—Iremos todas. Atlantide e Itaca nos han prometido vestidos
fantásticos. Nadie nos reconocerá.
—¿Pero no es demasiado peligroso ahora…? —preguntó Petra, con un
hilo de voz.
—Sí, lo es. Pero tenemos una tarea muy importante para esa noche…
Luego os lo explicaré todo. Ahora volved a dormir, se ha hecho muy tarde.
Con esa frase, Leptis frunció el ceño, no podía creerse lo que estaba
escuchando.

***
En cuanto todas las Ciudades Perdidas hubieron abandonado la sala de
las maravillas y Tebe empezó a apagar las velas, Leptis la miró con una
intensidad que casi le hace perder el equilibrio.
—Leptis, sé que quieres decirme algo. Ahora estamos solas, ¿qué te
atormenta?
No esperó ni un instante para liberar el flujo de pensamientos que hasta
ese momento había intentado controlar, impidiendo que la onda cayese
sobre Tebe delante de las demás.
—Tebe, espero haberte entendido mal, y espero que realmente no tengas
intención de hacer lo que creo… Después de todo lo que ha sucedido, la
hoguera, el discurso de Sante y Serra transformada en una guarida de
carniceros, ¿en serio insistes en llevar a estas niñas a la fiesta?
—Sé que no estás de acuerdo, pero tenemos que recuperar ese libro…
—Ya me lo has dicho, pero si quieres condenar a estas muchachas a una
muerte segura tienes el deber de decirles que eso es justo lo que estás
haciendo y, sobre todo, por qué pretendes hacerlo. Confían en ti, confían en
nosotras… Les hemos prometido seguridad, un futuro, la posibilidad de
elegir… ¿y tú y Janara queréis que arriesguen sus vidas por una profecía
que ignoran?
Tebe seguía dándole la espalda, su rostro se fue inclinando hacia abajo
poco a poco. Sabía que Leptis tenía razón: ningún ejército, ni aunque
estuviese formado por más inteligencia que fuerza, podía batirse en campo
abierto sin un objetivo compartido. Pero sabía también que decirles a las
Ciudades Perdidas cuál era el plan podía asustarlas y hacerles perder la
única posibilidad que tenían de acercarse al Libro de los Reinos. Mientras
reflexionaba en silencio, Leptis se acercó a ella por detrás y le susurró al
oído:
—Tebe, debemos decírselo, recuerda nuestro credo: «Ningún rey,
ningún padre, ningún dios, en mi vida decido yo». No podemos
comportarnos como todos los demás; si quieren, decidirán venir con
nosotras. —Con ese «nosotras» Leptis apretó a Tebe en un abrazo.
EL LIBRO SECRETO

Parecía que esa noche no fuera a acabar nunca, ni siquiera el hermano


Filippo podía conciliar el sueño. A pesar de haber pasado la noche anterior
despierto, rezando por Fortunata, delante de su celda, no sentía el más
mínimo cansancio. Se sentía preso de una emoción extraña. Se bajaba
continuamente del lecho, daba una vuelta por su habitación, escribía alguna
línea y luego trataba de tumbarse sin ningún éxito. Al enésimo intento cogió
un farol y salió de la pequeña habitación que le habían asignado cuando
llegó.
El pasillo del palacio episcopal era frío y oscuro. A cada lado se
ubicaban estancias con las puertas de madera rigurosamente cerradas. El
techo abovedado le confería a aquel entorno, por lo demás angosto, un aire
elegante, casi urbano. Tosco había llevado a la campiña romana parte del
refinado gusto de su ciudad natal.
Tras avanzar unos pasos, Filippo se dio cuenta de que una de las puertas
del final del pasillo se había quedado abierta. Se acordó de que allí era
donde monseñor Tosco custodiaba el famoso libro. Si al menos fuera
posible verlo de cerca… ojearlo… Hasta ahora solo Tosco había podido
verlo y había prohibido a los demás hacer lo mismo. Eso no había hecho
más que aumentar la curiosidad de Filippo y las ganas de ver con sus
propios ojos aquellas páginas y leer aquellas palabras prohibidas.
Cuando llegó al umbral trató de asomarse con discreción. El libro estaba
apoyado en una madera, en mitad de una gran mesa de mármol, rodeado por
tres candelabros encendidos. El resto de la estancia estaba sumida en la
oscuridad. La luz de las velas definía el perfil de la cubierta de piel y
delineaba los dibujos grabados a fuego, que le daban a aquella obra un
aspecto noble y, al mismo tiempo, espectral. Según el ángulo desde el que
se mirara, parecía enorme, como si estuviese formada por miles de hojas, o
minúscula, como un breviario de viaje. Las esquinas estaban reforzadas con
cantoneras de hierro y, para asegurar el volumen, lo envolvía un lazo de piel
oscura, que le daba más de una vuelta para acabar con un nudo en el lomo.
Le llevaría un tiempo abrirlo, pero parecía que no había nadie de
guardia.
Filippo se armó de valor y se aventuró unos pasos, esperando que las
suelas de sus sandalias no crujieran a su paso, como solían hacer. Se acercó
al volumen casi sin respirar; si hubiese alargado el brazo, habría podido
tocarlo.
Con gran pena se dio cuenta de que sobre la cubierta no había grabado
ningún título, ninguna inscripción que pudiese ayudarlo a satisfacer, al
menos en parte, su curiosidad. Del bolsillo del pesado camisón sacó una
vieja lente de bibliotecario, con el mango de madera. La tenía desde sus
años de estudio en el convento y, a pesar de los muchos viajes, estaba
todavía perfectamente pulida, el cristal no presentaba ni un arañazo.
Se acercó un poco más y se llevó la lente al ojo, apuntándola a la
cubierta en busca de secretos ocultos. No le dio tiempo a ver una sombra
furtiva detrás de él, cuando la hoja fría de una espada le acarició el cuello.
—¡Apartaos enseguida, es una orden!
Filippo se sobresaltó por el miedo. La lupa se hizo añicos en el suelo.
Con un gesto irreflexivo del brazo golpeó uno de los candelabros y, al caer,
se apagaron casi todas las velas, excepto una.
En cuanto la espada lo dejó libre, Filippo se agachó para recoger el
candelabro, sin pensar en el peligro que se cernía a sus espaldas; no quería
que, por su ingenuidad, el libro corriese ningún peligro, se preocupaba por
él más que por su propia vida. A la luz de aquella única vela reconoció el
perfil familiar de Nicola, que se agachó para ayudarlo.
—Dejadlo, yo me encargo… Me habéis asustado —respondió Filippo.
—Hacéis bien en asustaros, habría podido atravesaros con mi espada sin
dudarlo. ¿Qué hacéis a esta hora de la noche dando vueltas por el palacio?
¿No sabéis que está prohibido ver este libro? Imaginad tocarlo —lo
interrogó Nicola mientras colocaba el candelabro en su sitio. Luego,
señalando una larga vela apagada posada sobre la mesa de mármol,
continuó—: Pasadme esa, por favor.
El fraile obedeció y se la entregó, después de haber recogido lo que
quedaba de su amada lente. Nicola pudo así volver a encender, uno a uno,
todos los cabos del candelabro, robándole la llama a la única vela
superviviente. En la tenue luz de la habitación, que poco a poco se aclaraba
de nuevo, los ojos de Nicola surgieron de la oscuridad.
—¿No creéis vos también que el fuego es algo maravilloso? —dijo al
fin, soplando la vela que había usado para encender todas las demás.
—No os entiendo, Nicola. ¿A qué os referís? —le preguntó Filippo,
intentando controlar la preocupación que le teñía la voz.
—Me refiero a que esta pequeña llama ilumina nuestro camino, caldea
nuestras noches, cuece nuestra comida, calienta el agua con la que nos
lavamos, transforma en campos de cultivo tierras donde hay maleza y
bosques tortuosos, purifica de los males…
—… marca la piel de quien no piensa como nosotros, incendia las
casas, transforma en cenizas todo lo que encuentra, mata a inocentes… —
continuó Filippo.
—A veces no parecéis sacerdote —lo provocó Nicola.
—De hecho, no lo soy. Soy fraile, un estudioso, un penitenciario. Me
ocupo de los libros más que de las almas y las únicas almas que me
interesan son las de las pecadoras y los pecadores, que cada vez veo con
más frecuencia que son pobres y, por tanto, deberían entrar por derecho en
el reino de los cielos, por todo el sufrimiento padecido en vida.
—En la pobreza suele esconderse el vicio.
Filippo pensó en su niñez y en su casa repleta de hermanos que no
volvería a ver:
—El único vicio de la pobreza está en los ojos de quien la mira —
comentó, bajando la voz.
—No podéis estar aquí —prosiguió Nicola, cambiando de tema,
avergonzado.
—¿No sentís curiosidad por saber qué hay escrito? ¿Ni siquiera habéis
intentado abrirlo? —preguntó Filippo, llevando la mirada al libro, testigo
silencioso de aquel encuentro nocturno.
—Está prohibido. Es imposible tener curiosidad por algo que no se
puede ver. Lo que está prohibido es como si no existiese —respondió
Nicola, alzando levemente el tono de voz, como aclarando en ese momento
y para siempre su pensamiento.
—¡Qué seguro estáis de vos, Nicola, cuánta fuerza exhibís! Entonces,
¿no me permitiréis abrirlo a mí tampoco?
—Si lo hacéis, me veré obligado a mataros. En la Fiesta de las Velas
podréis verlo más de cerca, junto a todos los demás.
—Entiendo. No me gustaría forzaros a hacer algo que no queréis y no
quiero causaros problemas. Habéis sido amable al ayudarme esta mañana,
os lo agradezco —dijo Filippo, despidiéndose.
—Debéis dormir, hermano. Si no descansáis como es debido, podríais
enfermar.
—No os preocupéis. Estoy acostumbrado a dormir poco. Las horas de la
noche son perfectas para el estudio.
—Me encantaría aprender… sé leer y escribir. Pero poco más que eso.
Mi madre era una mujer del pueblo, yo aprendí en la iglesia, en el pueblo,
pero no había libros donde crecí. Sería bonito descubrir nuevas cosas —dijo
Nicola con entusiasmo.
—¿Me estáis pidiendo que sea vuestro preceptor?
—Solo si no tenéis mucho que hacer. Puedo pagaros algo…
—Tendré que volver a Roma… dentro de no mucho…
—Es verdad, perdonadme. Sin duda, tendréis cosas más importantes en
las que pensar. No hagáis caso a lo que os he dicho, olvidadlo, buenas
noches —dijo todo de golpe y desapareció de nuevo en la sombra de la que
había surgido.
Filippo se acercó a la puerta. Antes de cruzar el umbral y regresar al
pasillo, se giró por última vez hacia Nicola y le anunció:
—Nos vemos mañana por la noche, a esta hora. Ya conocéis mi estudio.
LOS PREPARATIVOS PARA LA
FIESTA

Los días que precedieron a la Fiesta de las Velas fueron jornadas de grandes
preparativos. Serra parecía volver a ser la que era: el olor a carne quemada
se había volatilizado y dos días después de la hoguera casi nadie hablaba de
ello. La ciudad se preparaba para recibir, al menos, al doble de su población
y había que pensar cuanto antes en cómo abastecer, apagar la sed y evitar
que todas aquellas personas durmieran en la calle después del baile.
La rueda del molino giraba día y noche sin parar, las velas de los
negocios estaban encendidas hasta tarde, el horno cocía panes y bollos de
cara al acontecimiento. Todos parecían querer sacar el máximo provecho de
la llegada de los forasteros, porque muchos de ellos eran adinerados.
Cordeleros, tejedores, carpinteros, boticarios y tenderos aumentaron la
producción de sus mercancías; a fin de cuentas, si era bueno que se
mejorase la casa del Señor, también lo era hacer lo mismo con las suyas. La
posada de Settimo Tenace se preparaba para ser uno de los lugares más
concurridos de toda Serra y, aunque se trataba de una fiesta religiosa en la
que la moderación y la sobriedad debían ser obligadas, Settimo estaba
seguro de que, tras unas horas de penitencia y de oraciones en voz alta, las
gargantas estarían secas, y él había previsto alimentarlas con vinos tintos y
cecinas.
El señor de Serra, que acababa de regresar de su larga estancia en
Roma, había dado la orden de abrir los establos y disponer en ellos el mayor
número de jergones posible. No bastarían, lo sabía, pero darían cobijo, al
menos, a mujeres y niños. También dispuso que ese día se les repartiera un
plato abundante a los reclusos de la prisión, para que sus pecados y
crímenes quedaran eclipsados por la bondad de su gracia. Las malas
lenguas decían que quería mantenerlos callados para evitar que organizaran
un motín precisamente durante la fiesta: la barriga llena haría que se
durmieran temprano, quitándoles de la cabeza extraños impulsos.
El padre Beniamino acomodó al menos veinte jergones en el refectorio
de la residencia episcopal para hospedar a los padres peregrinos que
llegaran de los territorios confinados y paja fresca para los penitentes. Se
preocupó de pedir una cantidad suficiente de hostias consagradas en el
monasterio benedictino, cercano a Serra, su favorito. Además de un hierro
para obleas que cortaba el pan en distintos tamaños —más grandes para los
prelados, más pequeños para los fieles—, los frailes benedictinos grababan
el cristograma IHS en cada forma de pan ácimo para luego entregarlas
envueltas en un paño húmedo que evitaba que se secasen. En su fuero
interno, el padre Beniamino sabía que con la inauguración de la nueva
capilla, el obispo Tosco, su protector, gozaría de reconocimiento y agasajos;
sería su consagración y, tal vez, alguien decidiera reclamarlo por fin en
Roma. Quizá, en ese caso, le pediría a él que lo acompañara. Cada vez que
la idea le rondaba la cabeza, una sonrisa arrebatadora se le dibujaba en los
labios.
Tosco controlaba a diario los progresos de la nave central y se había
encargado de indicar personalmente en qué lugares y de qué modo
aparecería el escrito: «Gloria in excelsis Deo». Una forma perfecta, a su
juicio, para destacar la fidelidad de su iglesia al único y verdadero Dios,
contra toda forma de divinidad pagana y herejía que sobreviviera a la
Reforma. El proyecto de la nave era majestuoso, los artistas llamados a
trabajar en ella eran dignos de San Pedro, esa era su pequeña revancha a
aquel desafortunado destino; nadie podría decir que el obispo Tosco se
había embrutecido en el campo, todos —incluso Oreggi— debían admitirlo.
A Sante y a los suyos les ordenaron que se ocuparan solo de vigilar el
libro, no debían pensar en otra cosa. Entre los peregrinos podía esconderse
alguien preparado para robarlo y revenderlo a un alto precio o, peor aún,
para usarlo en quién sabe qué rito maléfico. Sante tenía muy claro que no se
le perdonaría otra conducta indebida, Savelli y Tosco esperaban de él solo
respeto y obediencia. En el encuentro al que los dos lo convocaron después
de la hoguera de Fortunata, le habían comunicado que la petición de
excomunión ya había sido enviada a Roma, pero que la intervención de
Savelli, a punto de volver al Santo Oficio, tal vez podría evitar lo peor,
siempre que no cometiera ningún otro acto de rebeldía.
Savelli había conseguido arrancarle a Tosco la promesa de que, al día
siguiente de la fiesta, el cardenal en persona le llevaría el libro a Oreggi. A
cambio, el obispo obtuvo un nuevo apoyo, en forma de dinero en metálico,
para la decoración de la capilla adyacente, en la que había puesto los ojos
desde hacía tiempo y que pronto sería rebautizada en su honor.
Teniendo en cuenta las nuevas disposiciones de su padre, Pietro
aprovechó para organizar su fuga con Ade. Unos días antes, sin desvelarle
sus intenciones ni siquiera a su madre, había ido a ver al caballerizo de
Guido Poderico para preguntarle si había posibilidad de comprar un caballo
a buen precio, uno de esos regordetes y musculosos; no importaba si era
bonito, solo tenía que ser lo suficientemente fuerte como para poder hacer
un largo camino sin detenerse. El hombre, que en sus maneras vio las de un
ciudadano y pensó en sacarle provecho, respondió que los caballos del
señor no estaban en venta, pero que conocía a un campesino fuera de las
murallas que quería deshacerse de una yegua anciana y se conformaría con
poco. Se propuso hacer de intermediario por una pequeña cantidad y Pietro,
que tenía prisa por cerrar el trato, no se lo pensó mucho a la hora de
entregarle casi todo lo que tenía. Al volver a Roma daría alguna clase
privada para recuperarse de esa compra, pero estaba dispuesto a sacrificar
sus ahorros por Ade.
Además de los preparativos para la huida, había otra cosa que lo
preocupaba: quería asegurarse de que su madre participaba en la fiesta y,
dado que sería su última noche en Serra, quería dejarla con una sonrisa,
para que su despedida fuese menos dolorosa. Se hizo con un tónico a base
de apio y remolacha roja para dosificárselo unos días antes del baile y que
fuera recobrando las fuerzas. Agnese necesitaba energía para aliviar la
tensión y estar atenta. Toda Serra, de hecho, había acudido al negocio de
Sante para encargar las ropas para la fiesta, y, puesto que sus hijas no
llegarían hasta la misma mañana del día del baile, no podían ayudarla a
confeccionarlas.
Nicola había empezado a seguir las clases de Filippo. Se encontraban
casi todas las noches, excepto en las que hacía guardia para proteger el
libro. En esas ocasiones Filippo iba a verlo y allí continuaban con la lectura
de algunos de sus libros preferidos de la antigüedad. Durante sus encuentros
hablaban —o mejor dicho, Filippo hablaba y Nicola escuchaba con atención
— de Aristóteles y de la importancia que tuvo para la Iglesia, de las tesis de
san Agustín sobre la inmortalidad del alma, pero también del gran
florentino que contó la vida de las almas después de la muerte.
Filippo enseguida se dio cuenta de lo vitales que eran las citas
nocturnas, no solo para él, sino también para Nicola, que manifestaba cada
vez un mayor afán de conocimiento y un entusiasmo que culminaba con un
deseo: quería más y más.
Nicola reconocía en aquel joven fraile capacidades que él no poseía, y
no se trataba solo de que Filippo pareciera saberlo todo sobre todas las
cosas del mundo. Lo que Nicola más admiraba —lo llamaría envidia, en
realidad, si no fuese un pecado capital— era la seguridad que Filippo
manifestaba en todo lo que hacía. Una seguridad que se fundamentaba,
como Nicola aprendería a entender con el transcurso de los días, en un
continuo cuestionamiento de la fe, sobre una duda constante en las verdades
de la Iglesia, que en vez de debilitar su amor por Dios, lo reforzaban. Dios
continuaba brillando en el corazón de Filippo, aunque a su alrededor reinase
la oscuridad.

***
En sus aposentos, Porzia Corradi dormía con sueño agitado. Savelli no
estaba con ella y la habitación estaba inmersa en la penumbra. La noble se
agitaba en la cama con el cabello empapado en sudor pegado a la frente y el
corsé de la bata aflojado por haber estado moviéndose demasiado; parecía
que una pesadilla no quería abandonarla, y su rostro, que también mostraba
las señales del sueño, parecía turbado por el miedo. Porzia Corradi veía ante
sí imágenes confusas, una boda, un baile de máscaras macabras y sangre…
Cuando sus ojos no veían más que en color rojo, se despertó con un grito,
que alertó a la doncella que habían puesto a su servicio.
—Señora, señora… ¿qué os sucede? —preguntó la muchacha, asustada
por aquel desgarro y por el estado en el que se hallaba la huésped de Roma.
Como un soplo, la voz de Porzia le respondió:
—Nada, nada, salid, solo era un mal sueño, solo un mal sueño. —Pero
sabía que sus fantasmas se habían despertado.

***
Tras la muerte de Fortunata, una inquietud desconocida se había
apoderado de todas las Ciudades Perdidas. Si hasta un tiempo antes solo era
un miedo que cada una de ellas había callado a las demás, una amenaza
futura que flotaba sobre sus vidas pero sin erosionar su día a día, ahora se
había convertido en un pensamiento permanente. Un enemigo real
preparado para atraparlas las acechaba en cada esquina. Allí fuera eran
consideradas brujas, servidoras del mal, mujeres poderosas y malas. Las
cosas que para ellas eran estudio, conocimiento y habilidades, para el resto
constituían hechizos, encantamientos y maldiciones. Aquel mundo
condenaba sin posibilidad de súplica su independencia, su liberación de la
prisión de un destino escrito y las condenaba por lo que habían escogido
ser; por haber elegido una vida distinta a la marcada por sus padres y la
Iglesia. Su existencia se veía como un imprevisto en el transcurso
convencional del tiempo, un bache que debía eliminarse del camino.
A pesar de ello, ninguna de ellas había perdido el ánimo y todas
esperaban con ilusión y nervios el día de la fiesta. Atlantide e Itaca casi
habían terminado de confeccionar los vestidos y las máscaras, ya solo les
faltaba probárselos. Tebe había pedido que los disfraces fueran perfectos:
nadie debía reconocerlas. Habría muchísima gente y podrían confundirse
fácilmente entre la multitud, pero la intención de los Benandanti de dar con
ellas era, en cualquier caso, muy evidente.
La tarde de la prueba, Tebe decidió seguir el consejo de Leptis y,
mientras todas esperaban para ver los disfraces y arreglar los últimos
detalles, a Atlantide e Itaca se les ordenó que acudieran al salón sin sus
creaciones, aquella sería la reunión más importante de sus vidas.
Las primeras en bajar corriendo fueron Ade y Petra, deseando probarse
los vestidos de los que hablaban cada día. Justo después llegó Valente, que
aunque sabía que no podía ir a la fiesta, quería a toda costa disfrutar de la
alegría contagiosa que llevaba días rondando por la casa; además, todavía
no sabía quién se quedaría con él esa noche, y pensaba que en aquella
reunión saldría de dudas. Detrás de ellos llegaron todas las demás.
En el salón se encontraron a Tebe, Leptis y Janara, con los rostros serios
y las manos cruzadas en el regazo.
La primera en hablar fue Tebe:
—Sentaos todas, tú también, Valente. Esta tarde, sintiéndolo mucho, no
os probaréis los vestidos, hay algo más importante que os tengo que decir.
A Ade se le heló la sangre. ¿Y si Tebe había cambiado de idea? ¿Y si ya
no podían ir a la fiesta?
Los ojos de todas las Ciudades Perdidas se dirigieron, incrédulos, hacia
Tebe; todas y cada una de ellas esperaba con la máxima ilusión aquella
fiesta, era una oportunidad única para ser iguales que los demás, al menos
por un día.
Persepolis rompió el silencio, la más rápida de todas en afrontar las
consecuencias del destino:
—Dinos, Tebe, si nos has reunido aquí, significa que debes anunciarnos
algo importante. No perdamos más el tiempo.
Tebe sonrió a Persepolis, aquella joven siempre acababa
sorprendiéndola; la manera con la que afrontaba la vida le servía de
ejemplo, debería serlo para todas ellas.
—Hace muchos años, Leptis y yo vinimos a esta casa, que entonces
estaba en ruinas, para hacer realidad el sueño de darle un hogar a cualquier
mujer que lo necesitase, pero esto ya lo sabéis. Y sabéis también que Janara
llegó aquí sin que yo la buscase. En todos estos años ella es la única que ha
encontrado este lugar sin mapa o indicaciones. Lo que no sabéis, porque
decidí no decíroslo en su momento, es que Janara no vino sola: trajo
consigo una profecía. Una historia que se pierde en la noche de los tiempos
y cuya materialización, con el paso de los años, se ha transformado en un
objetivo. Aquí, en esta casa que todas hemos aprendido a amar, habéis
tenido la posibilidad de estudiar, de cultivar vuestras pasiones, de leer
algunas de las historias más bellas que el mundo haya jamás escuchado y
habéis sido libres, libres de elegir lo que era mejor para vosotras. Siempre
he esperado poder ampliar este lugar hasta el punto de que cupiesen todas
las mujeres del mundo, pero, como podéis imaginar, eso no es posible. Hace
falta algo más potente para conseguirlo, algo que va más allá de mis
capacidades y más allá de las paredes de esta casa. Hace falta una
esperanza. La esperanza de que para nosotras, y no solo para las que hoy
estamos aquí, haya ahí fuera un futuro donde no estemos obligadas a
defendernos o a encerramos en una casa, aunque sea preciosa, para ser lo
que somos.
Al escuchar la palabra «profecía», Aquileia y Persepolis fruncieron el
ceño. ¿Qué trataba de decir Tebe? ¿No habían aprendido en aquella casa
que el futuro se construía día tras día?
Ade se quedó en silencio, estaba segura de que, de algún modo, la
charla tenía que ver con ella, que tal vez el motivo por el que Tebe las había
reunido a todas allí era precisamente para construir juntas esa esperanza.
Estrechó a Valente, como si una nueva amenaza, hasta hace poco
inexistente, recayera ahora sobre todas ellas.
—Bueno, la profecía habla de una mujer que nos salvará a todas. La hija
de nuestros sufrimientos, el fruto de nuestro dolor, aquella que de nuestras
penas hará un arma contra todos los que nos han oprimido. Las ruinas de
nuestro pasado serán los cimientos para construir el imperio de nuestro
futuro. Eso es lo que dice el libro del que todas nosotras tomamos el
nombre y la posibilidad de una nueva vida. Y el libro es la clave que nos
permitirá reconocer a la elegida, a la hija de Lilith, nuestra Luxor, ciudad de
la luz y del esplendor. Un libro que Janara busca desde hace años y que
parecía haber sido enterrado para siempre. Hasta hoy.
—O sea, nos habéis permitido ir a la fiesta solo por ese libro, ¿verdad?
—Persepolis siempre era muy perspicaz.
—Exacto, Persepolis —respondió Leptis.
—En Serra parecen todos locos, nos han condenado en la plaza, ¡nos
quieren muertas! —La voz de Petra salió suave, para luego elevar el tono,
era el miedo el que hablaba, no ella.
Tebe se quedó un segundo en silencio, pensando en qué decir, luego se
aferró a las reglas, como le había recordado su leal compañera:
—Os he reunido aquí por eso, Leptis tiene razón, no puedo ser yo quien
decida por vosotras una cosa tan importante. Si decidís venir a la fiesta, lo
haréis sabiendo que vais a correr el riesgo de no volver. Sé que os estoy
pidiendo mucho, pero pensad en los cientos, miles de muchachas y mujeres
que, ahí fuera, luchan todos los días en la misma guerra que hasta hace poco
teníais que afrontar vosotras. Pensad en sus rostros, en sus lágrimas. Pero
pensad también en su fuerza, ese extraño poder que tienen las mujeres para
sobrevivir a todo, a veces, incluso a la muerte. Yo no puedo aceptar
renunciar a ninguna de ellas, su vida vale lo mismo que la nuestra, cada una
tiene derecho a pensar en poder salir a flote del fango en el que la han
hundido. Yo creo. Tengo que creer. Debo creer que, si existe una justicia en
este mundo, a la fuerza debe comenzar por nosotras.
Las Ciudades Perdidas, ante estas palabras, se unieron
imperceptiblemente alrededor de Tebe, incluso Atlantide e Itaca, que se
habían quedado al margen, se levantaron y comprendieron profundamente
sus palabras. Si no hubiera sido por Tebe, que llegó a Roma en un día de
invierno de mucho frío después de estar buscándolas durante años, después
de haber trabajado juntas la seda durante un solo día… Si no hubiese sido
por ella, seguro que habrían muerto de hambre. Muchas, demasiadas
mujeres, no tuvieron su misma suerte.
Al unísono, las Ciudades Perdidas hablaron con una sola voz:
—Solidaridad, justicia y apoyo, esas son las reglas de nuestro reino.
***
Después de la reunión en la que habían revelado a todas las Ciudades
Perdidas cuál era el objetivo de la fiesta, Leptis se encerró en su laboratorio
durante varios días. No permitía que nadie entrase, ni siquiera Tebe. A
veces, si pasaban frente a la puerta cerrada, se notaba un olor pestilente,
algo que recordaba a miles de huevos podridos. Si alguien se atrevía a
permanecer más de unos segundos espiando por las fisuras de las tablas de
madera cruzadas, corría el riesgo de sentir unas náuseas incontrolables.
Todas se preguntaban cómo podía permanecer Leptis allí dentro sin vomitar
y ninguna encontraba una explicación plausible. Excepto Valente,
obviamente. Él estaba seguro de que el olor era un encantamiento para
mantenerlos a todos lejos de su laboratorio. Lo percibían todos menos ella,
que era inmune.
La misma mañana de la fiesta, Leptis estaba por fin lista para salir.
Abrió la pequeña ventana que daba al pasillo y se disponía a desactivar el
complicado engranaje que había diseñado personalmente para abrir y cerrar
la puerta. Portaba unos pequeños recipientes en la mano, similares a
cáscaras de huevo oscuras, de un material frío y sólido, todas las habitantes
de la casa estaban esperándola.
—Esta vez has tardado un poco más… —le dijo Aquileia.
—Cogedlos —respondió entregándole a cada una de las Ciudades
Perdidas un recipiente—. No los mováis y que no se os caigan. Son
delicados… y peligrosos —explicó con aire satisfecho.
—¿Y para mí? —preguntó Valente, que se quedó con las manos vacías.
Leptis lo miró con dulzura y metió una mano en el bolsillo:
—Para ti tengo uno especial —respondió, entregándole una cáscara
pequeña, más pequeña que las demás, de color dorado—. Pero debes
prometerme que no lo usarás hasta que volvamos de la fiesta. ¿Me lo
prometes…?
—¡Yo también quiero ir a la fiesta, Leptis! No quiero quedarme solo en
casa.
—Persepolis se quedará contigo —añadió Ade, a poca distancia.
Antes del final de la reunión, Tebe había apartado a Persepolis para
comunicarle que ella se quedaría en casa con Valente. No debía tomárselo
como un castigo, pero ella era la única que, en caso de problemas, podría
hacer algo por salvarlo. Era la más entrenada de las jóvenes, rápida y ágil, y
sabía usar el puñal como ninguna otra. Sería su arma secreta en caso de
dificultades.
—No quiero quedarme con Persepolis, quiero ir con vosotras. ¡Yo
también quiero una máscara! —insistió, quejándose.
Atlantide se acercó y le puso una máscara negra con una nariz
puntiaguda y larga:
—¿No habrás pensado que nos habíamos olvidado de ti? —le dijo,
sonriendo.
Valente se tocó la larga nariz y se giró hacia Atlantide:
—¿Es mágico? —preguntó.
—¡Claro! ¡Con esto sabremos cuándo sales de casa sin permiso! Fuera
del muro de zarzas, la nariz se pone roja como el fuego y empieza a
calentarse tanto que te quema toda la cara.
—No me lo creo. ¡Me estáis tomando el pelo!
—Yo que tú no lo probaría, Valente. Recuerda quiénes somos… —le
instó Petra pronunciando las palabras lentamente, para que parecieran
realmente una amenaza.
Valente bajó los ojos resignado y se quitó la máscara.
Parecía que la revelación de Tebe las había unido más, tenían una
misión, algo en común en lo que creer y por lo que valía la pena arriesgarse.

***
En su habitación, la noche antes de la fiesta, Ade recordó las palabras de
Tebe y cómo y cuánto la afectaba lo que ella le había dicho. Sin Tebe, sin
las Ciudades Perdidas, probablemente estaría muerta o, en el mejor de los
escenarios posibles, se estaría marchitando en una celda oscura, devorada
por los ratones. Valente habría acabado mendigando por la calle hasta que
algún caballo al galope hubiera acabado atropellándolo. Tebe le había
salvado la vida. Además, Tebe le había devuelto la vida que alguien, en su
nacimiento, debía haberle prometido. Casi nunca pensaba en sus padres. Su
abuela Antalia le había dado todo el amor que había necesitado. No se
puede sentir la falta de algo que nunca se ha tenido y ella no conocía ni la
cara de su padre y la de su madre, ni la voz ni el olor. Murieron cuando ella
y su hermano eran demasiado pequeños para recordarlos; y la abuela
Antalia apenas hablaba de ellos, como si el dolor por la pérdida de su hija
siguiese aún muy vivo en ella.
Sin embargo, esa noche Ade sintió el anhelo, un sentimiento nuevo para
ella. El discurso de Tebe había despertado lo que parecía ser un recuerdo,
pero era algo tan borroso y confuso como un sueño. Se acordó de su madre,
o de la imagen que su mente había creado de ella hacía muchos años.
Visualizó a una mujer joven, de largos cabellos rizados. Con los ojos
castaños, más claros que los suyos. Y una sonrisa dulce que le decía: «Pase
lo que pase, debes estar lista, Adelaide, tú tienes un deber especial».
LA FIESTA DE LAS VELAS

Cuando el sol empezó su lento descenso hacia el oeste, las Ciudades


Perdidas estaban preparadas para salir hacia Serra. Los caballos habían sido
alimentados adecuadamente y las aguardaban con ruido de cascos a las
afueras del establo. Los disfraces les quedaban como un guante a cada una
de ellas. Atlantide e Itaca se habían inspirado en los animales que
decoraban las mantas de las camas de la casa. Ade se convirtió en una
elegante lechuza blanca. La máscara que le ocultaba el rostro estaba
decorada con un delicado plumaje blanco y las dos orejas en punta estaban
coronadas con sendos penachos de plata. La parte inferior del vestido estaba
formada por unas largas medias, en las que habían cosido, una a una,
cientos de plumas que pasaban del blanco como la nieve al gris ahumado.
En la parte superior, una blusa blanca ancha y escotada dejaba entrever el
busto a través del encaje. En las mangas le habían cosido amplias alas, para
que, cada vez que abriese los brazos, pareciera lista para alzar el vuelo.
—Es fantástico —dijo en cuanto se vio con él.
Segesta se transformó en una elegante lechuza de mirada intensa,
Aquileia en una espléndida loba plateada, Petra en un pequeño erizo con
púas atiborradas de paja, Atlantide e Itaca en dos ciervas con largos
cuernos. Para Tebe se habían superado y crearon un vestido en líneas
estilizadas, ajustado, que terminaba con una larga cola. Del cuello salía,
alargándose como un gran abanico, la máscara de una temible serpiente de
ojos amarillos que le cubría la cabeza por completo y terminaba delante de
la cara, escondiendo su identidad. Ade le dirigió una mirada a Persepolis, le
preguntó con los ojos si realmente en la cama de Tebe había una serpiente.
Leptis fue la única que se negó a ponerse la máscara. No veía la
necesidad. Dijo que sabía cómo hacerlo para que no la reconocieran. Fue a
su habitación y salió vestida de hombre. Una gorra aplastada en la frente
completó su disfraz.
—Desafío a quien sea a reconocer bajo estos ropajes a una mujer… —
sentenció.
Las demás tuvieron que darle la razón.
Se alejaron dejando a Persepolis y a Valente en la puerta, Janara se les
había adelantado, contaba con poder entrar en el salón de la fiesta sin
necesidad de disfraz, pero para hacerlo debía llegar con suficiente
antelación. Si Persepolis no las veía venir con el segundo tañido de
campana después de medianoche, sabría que era el momento de ir a
rescatarlas.

***
Esa tarde, Serra estaba tan iluminada que advertía de su existencia
mucho antes de la llegada. En cuanto tomaron el camino del río, divisaron
un resplandor amarillo en el horizonte que, al igual que una estrella, las
guio hasta las murallas. No tenían prisa por llegar, sus caballos trotaban con
una marcha leve, con zancadas largas y elásticas. Leptis era quien marcaba
el ritmo. Estaba al frente de todas con Ares, que tendía al galope, pero que
ella frenaba tirando de las riendas con seguridad. También Tebe cabalgaba
encima de Ares, sentada de costado justo delante de Leptis. Su vestido no le
permitía guiar al grupo como de costumbre y estaba tranquila entre los
brazos firmes de su compañera.
Ade cabalgaba con Petra y era la única que realmente sufría aquel ritmo
pausado. Se alternaban en ella sentimientos encontrados. Estaba impaciente
por llegar, impaciente por saber si Pietro estaría allí, impaciente por llevar a
cabo su misión. No podía dejar de desear que Pietro la reconociese tras
aquella máscara, que solo con una mirada pudieran volver a ver uno en los
ojos del otro aquel puerto seguro donde atracar cuando el mar está bravo.
Al mismo tiempo, sabía que tenían una misión mucho más importante y que
debía estar concentrada únicamente en cumplirla con éxito. De vez en
cuando volvían a su cabeza las palabras de la profecía, pero Ade las repelía
a toda prisa; tenía ya tantos problemas en los que pensar, que no estaba
preparada para afrontar las consecuencias, al menos no por ahora.
—Janara debe de haber llegado ya… —le susurró Petra al oído.
—¿Cómo lo sabes?
—La vi salir ayer por la tarde. Estará escondida en alguna parte, lista
para actuar a nuestra señal.
—¿Qué tienes aquí? Siento algo detrás de la espalda… —dijo Ade,
agitándose y, al girarse, se encontró con la mirada avergonzada de Petra.
—Perdona… es mi imán. Es una especie de amuleto, no podía dejarlo
hoy en casa.
—¿Pero no te basta con el anillo?
—Normalmente sí… pero hoy, sí, bueno, esta noche… es una velada
importante. Necesitamos mucha suerte. ¿Tú no tienes un amuleto? ¿Un
talismán?
Ade pensó en el lazo que su abuela le regaló y que le sujetaba la media
de su pierna izquierda, pero prefirió no decírselo a Petra. Le pareció algo
ridículo.
—Yo solo me fío de mi honda —respondió, palpándose con una mano
debajo de la blusa—. Cuando falla la suerte, ella entra en juego.
—¡Shhh! —la reprendió Leptis—. ¡Guardad silencio ahí atrás! Casi
hemos llegado. Atemos los caballos fuera de las murallas. Los
encontraremos aquí cuando volvamos.

***
En cuanto las Ciudades Perdidas cruzaron la puerta de Serra, los
sonidos bulliciosos de la fiesta las inundaron. En cada esquina, músicos y
saltimbanquis saludaban a todo el que pasaba con una inclinación y la
petición de una limosna. Había vendedores ambulantes de fruta confitada
que gritaban los precios de sus manjares mientras algún niño intentaba
alargar la mano dentro de las cestas y llevarse cuantos más dulces mejor.
Los callejones estaban iluminados con decenas de antorchas y lámparas de
aceite colgadas de los muros de las casas. Cada diez pasos había un brasero
que, además de iluminar la calle, calentaba el aire y servía de punto de
encuentro para los jóvenes. Todo el mundo estaba disfrazado. La mayoría
no había arriesgado mucho: se habían limitado a ponerse una máscara que
dejaba los ojos y la boca al descubierto, combinada con una larga túnica
negra; en conjunto tenían un aspecto bastante inquietante. Otros, con mayor
dosis de fantasía, homenajeaban a la Roma antigua; por un día, pastores y
campesinas se convertían en emperadores y emperatrices. Muchos iban
disfrazados de animales: desde lobos a ovejas, pasando por gallos y cerdos
de morro aplastado.
Cuando llegaron frente a la iglesia de San Lorenzo, Aquileia pidió
entrar a ver los frescos:
—No tardaré mucho. Os alcanzo enseguida, seguid —añadió.
Tebe se vio tentada a detenerla, no había previsto que se separase del
grupo, pero no le dio tiempo; Aquileia ya había desaparecido engullida por
la multitud que rebosaba por el gran portón de la iglesia y se dirigía hacia el
palacio. El gran baile estaba a punto de empezar.
—Todas sabéis lo que tenéis que hacer —dijo Tebe antes de subir el
escalón que le abriría la puerta al salón de fiestas de Guido Poderico.
—Yo os espero aquí fuera —respondió Segesta, abriendo el morral.
Encontró un rincón justo al lado de la entrada y empezó a vender sus
preciosas cremas de belleza—. No tardéis demasiado, he traído lo suficiente
para llegar a medianoche, pero no más. Estando aquí podré controlar los
movimientos de quien llega.
—Acabaremos mucho antes —respondió Leptis, agarrándole la mano a
Tebe. ¡Vamos!
***
Mientras tanto, para entretener a Valente, que todavía se lamentaba por
haber tenido que quedarse en casa con ella, Persepolis decidió llevarlo a la
sala de las maravillas. No eran muchas las ocasiones que él tenía de entrar
allí, y estaba segura de que esta distracción bastaría para dejar pasar al
menos unas horas y aliviar la tensión. En cuanto el joven traspasó la puerta
secreta que, desde la biblioteca, llevaba a la sala en la que se guardaban
todos aquellos objetos misteriosos, pareció que se le salían los ojos de las
órbitas, como si de repente se encontrase ante un tesoro.
—Persepolis, ¿qué son todas estas cosas?
Ella estaba lista para pasar un tiempo en su compañía, segura de que no
bastaría una hora para satisfacer toda la curiosidad de aquel simpático
mocoso. Solo tenía que estar atenta para que no armara ningún lío y no
rompiese nada. Estaba pensando precisamente en esto cuando posó la
mirada en Valente, que se había acercado al telescopium y le daba vueltas
en la mano.
—Presta atención, ese objeto es muy delicado y Tebe le tiene mucho
cariño…
Valente miraba a Persepolis a la espera de una explicación:
—¿Es un tubo mágico?
—En cierto sentido sí, sirve para acercar las cosas que están lejos.
—¿Y podemos ver la fiesta desde aquí?
¡Aquel muchacho era realmente sorprendente! Cómo no lo había
pensado antes, se recriminó Persepolis. Gracias al telescopium no estaría
obligada a esperar el segundo repique después de medianoche para saber
qué había sucedido, vería todo mientras ocurría. Solo tenía que volver a su
sitio secreto, desde donde podía enfocar las murallas de Serra.
Persepolis lo despeinó con un gesto cariñoso:
—¡Claro, Valente. De hecho ahora vamos al río tú y yo a ver si este tubo
puede hacernos ver las máscaras con su magia!
—Pero Tebe nos ha dicho que nos quedemos aquí esperándolas…
—¿Es que no sientes ninguna curiosidad por ver cómo son los vestidos
de los demás?
Esta pregunta fue suficiente para disipar las últimas dudas de Valente,
que, con el telescopium bien agarrado, salió corriendo de la habitación.

***
En cuanto Ade cruzó la puerta del vestíbulo quedó impresionada por
tanta magnificencia. No creía posible que dentro de aquel austero palacio se
escondiese semejante maravilla. El inmenso salón con techos altísimos
tenía una planta circular y estaba rodeado por semicolumnas sobre las que
habían colocado cariátides y edículos. Estaba rodeado por una galería de
mármol claro en la que se asomaban decenas de mujeres con espléndidos
vestidos de colores y máscaras de encaje. En las paredes se abrían cuatro
grandes chimeneas encendidas que, además de calentar la sala, aumentaban
la luminosidad y hacían el ambiente agradable y acogedor. Al fondo, había
un ábside con vidrieras inmensas. El reflejo de las velas creaba juegos de
luz que hipnotizaban a todo el que se detenía a observarlas. Bajo la
semicúpula que servía de bóveda, Guido Podenco se sentaba en un gran
diván de brocado, bebiendo de una copa transparente con el filo dorado
llena de vino tinto. También el señor de Serra, como todos en la sala,
llevaba una máscara y parecía divertirse mucho.
Un clavicémbalo, dos violas, cuatro violines y un arpa formaban la
orquesta organizada a no mucha distancia del ábside, para que el señor,
duro de oídos, pudiese disfrutar de la música sin tener que moverse
demasiado.
Ade trató de identificar inmediatamente el libro que estaban buscando y
comprendió que la insólita concentración de benandanti en un vestíbulo
lateral rematado por un amplio arco era posiblemente el indicio más claro
de su ubicación. Le hizo una señal a Tebe y se dirigió hacia allí
discretamente. Se detuvo a cierta distancia, y pudo verlo dentro de una
hornacina de mármol gris decorada con un bajorrelieve que representaba un
saqueo y un rapto de jóvenes mujeres. Haciendo guardia, uno junto al otro,
despuntaban dos benandanti, parecían los más altos y fuertes; el de la
derecha la había perseguido en la plaza durante la hoguera de Fortunata y
había acabado derrotado. Estaban inmóviles, con las piernas separadas y los
brazos cruzados detrás de la espalda. A la vista, una poderosa espada de
hierro amarrada alrededor de la cintura. Los otros rondaban muy cerca de
las columnas del salón principal y, si no hubiera sido por el movimiento del
pecho, por el ritmo de su respiración, los habría confundido con estatuas.
Ade identificó un candelabro encima de la mesa que estaba bastante
cerca de una de las tantas cortinas de seda que decoraban el salón. Se lo
señaló a Petra y juntas se colocaron al lado del candelabro. Desde ese
momento y hasta la señal de Janara, su tarea era divertirse y parecer dos
muchachas más.

***
Como habían acordado con Leptis y Tebe, se acercaron para echar un
vistazo a la urna, pero sin asomarse, la sala se estaba llenando y en breve
sería difícil saber dónde se encontraba cada una de ellas. Leptis, sin
máscara, se sentía ligera con las ropas de hombre, nadie podía reconocerla,
y ella y Tebe, por una vez, podían pasar desapercibidas, sin que nadie
pusiese en peligro sus vidas.
La orquesta estaba a punto de empezar a tocar y las filas de damas y
caballeros estaban ya listas para el desfile inaugural que daría inicio a los
bailes. En la fila de los caballeros, Leptis reconoció los rasgos
inconfundibles de los hijos de Gianbattista, sobre todo los de Federico, el
gran acusador de Ade. Llevaban trajes divertidos de grandes señores y se
inclinaban torpemente ante las damas. Leptis vio que Ade se había puesto
detrás de Petra para evitar que Federico la viese; debía haber olvidado que
llevaba una máscara y que era imposible que alguien pudiera reconocerla
tras el pico de un ave nocturna; una pequeña sonrisa se le dibujó en los
labios.
—¡Es como ser invisibles! —le dijo Ade a Petra, que no se movía de su
lado.
Petra pareció no oírla y Ade pensó que tal vez Valente tenía razón y era
verdad que en la casa de las Ciudades Perdidas hacían magia.
Luego todos dirigieron su atención a la entrada, por donde apareció el
cardenal, que llevaba consigo a una noble con aire altivo. Como los demás,
también Leptis clavó la mirada en ella. En ese momento, en aquella sala
quedó clara la diferencia entre una verdadera dama, una señora de ciudad, y
ludas las demás, que solo llevaban la máscara. La mujer avanzaba regia con
el largo vestido de líneas ceñidas que definían, sin estridencias, las formas
de su cuerpo. El color dominante era el blanco, en el que destacaban
pliegues azules y encajes dorados. El escote, amplio y redondo, dejaba al
descubierto los hombros y la parte superior del pecho, creando un marco
blanco intenso para un precioso collar de perlas. La gorguera había
desaparecido y había dejado espacio a un trenzado de bordados rígidos y
sutiles alrededor del escote. El talle era lino, ensalzado por un corpiño
bordado con motivos florales, la señora tenía en las manos una máscara
negra con encajes dorados sostenida por una varita. Prefería no llevarla
puesta, en un melindroso intento de revelar una mirada maliciosa y
complacida. No necesitaba ninguna máscara. Todos sabían quién era y
nadie, allí dentro, era como ella.
Era hermosa. De una belleza cruel, inaccesible. Parecía decirle a todo el
mundo: «Yo no formo parte de vuestro mundo y así es como debe ser».
A Leptis le bastaron los primeros pasos de aquella dama en el salón para
entender quién era y para interpretar su presencia allí como una broma del
destino. Se quedó bloqueada, casi sin aliento. Su respiración pareció
aminorarse, como si prefiriese morir antes que enfrentarse a ese fantasma.
Tebe, que estaba a su lado, notó de inmediato el terror en sus ojos, pero no
tenía idea de qué podía haberlo causado; le cogió el brazo y le preguntó qué
le pasaba.
—Es ella… —respondió Leptis con la mirada clavada en el rostro de la
mujer que sonreía a las inclinaciones de los caballeros que le abrían el paso
—. Es Porzia.
Tebe siguió su mirada y al fin la vio. Llevaba años imaginando su
rostro, y ahora estaba allí, delante de ella. La pesadilla que había visitado y
atormentado sus noches se había materializado en el momento menos
oportuno.
—Es muy hermosa —comentó.
—Como la muerte tras una larga enfermedad —le respondió Leptis con
voz grave.

***
Detrás de Porzia entraron en la sala Pietro y toda su familia. Tras Sante,
que caminaba en solitario, estaba Agnese, envuelta en un grueso mantón de
lana a pesar de que no hacía mucho frío; las infusiones la habían fortalecido
lo suficiente como para mantenerla en pie. Tenía aspecto demacrado y
respiraba con dificultad. Tebe reconoció en ella el rostro afligido de quien
se había rendido a la enfermedad y solo esperaba su hora. Además de
Pietro, que no se despegaba de ella, también la sostenía Anna; María
caminaba ligeramente atrás y no dejaba de mirar sorprendida a su alrededor.
Pietro identificó enseguida un sillón de terciopelo no muy lejos de una de
las chimeneas encendidas y condujo a su madre hasta allí. Cuando Agnese
se acomodó, esta lo invitó con un gesto a que dejara de preocuparse por ella
y fuera a divertirse.
Pietro mantuvo la vista en la sala. Con todas aquellas máscaras no sería
sencillo reconocer a Ade, parecía que todos los animales del bosque se
habían reunido allí para confundirlo. Y además, ¿habría acudido
finalmente?
Preso de las dudas, Pietro se puso a caminar por la sala, deseando que
su padre no lo reclamase; observó a Cesare y a Benedetto, que estaban de
guardia del famoso libro, pavoneándose y amenazando con la mirada a
cualquiera que se acercase demasiado. A Pietro le encantaría ojear aquel
volumen, pero no le apetecía en absoluto tener que tratar con Cesare, así
que se mantuvo a una distancia prudente.
***
Tebe buscó con la mirada a Ade, para asegurarse de que no abandonase
su puesto al ver a Pietro, pero ya había desaparecido. Siguió escrutando en
la misma dirección, intentando entender si se había desplazado solo unos
pasos; pero no había rastro de ella, ni mucho menos de Petra.
—Si estás buscando a Ade y a Petra, ahí las tienes —le dijo Leptis,
señalando un punto en medio del salón de baile.
A Ade no le había dado tiempo a ver la entrada de Pietro porque dos
jóvenes desconocidos, tras realizar la debida inclinación, las habían invitado
a bailar. Ella y Petra habían titubeado un poco, pero teniendo en cuenta que
no debían despertar sospechas en nadie, decidieron aceptar y comportarse
como dos muchachas que querían divertirse.
—Esperemos que puedan ver la señal de Janara desde allí… murmuró
Tebe.
—Mira, también ha llegado Aquileia —la interrumpió Leptis.
—¿Con quién está? —preguntó Tebe alargando el brazo—. ¿Quién es
ese hombre?
Aquileia hablaba con un joven bien vestido que llevaba un sombrero de
fieltro, de ala ancha y con el ala delantera alargada. Una larga pluma azul
decoraba el casquete, que se movía con elegancia con cada pequeña
carcajada.
—Por cómo va vestido parece un artista, un pintor… He visto alguno en
Roma.
—Debe de ser el pintor florentino de los frescos, he oído hablar de él en
Serra.
—Tal vez se conocían… ¿Crees que es uno de esos? ¿Uno de sus
amigos de antes?
—No, Leptis, no creo. Aquileia terminó con esa gente hace mucho
tiempo. Tiene sus guantes en casa para recordárselo cada día.
—Voy a llamarla, espérame aquí —concluyó Leptis, y se movió en
dirección a Aquileia.
En ese mismo instante, la orquesta tocó una melodía alegre que todos
reconocieron de inmediato y, en un júbilo de chillidos e incitaciones, las
damas formaron un círculo dándose la espalda. Los hombres hicieron lo
mismo formando uno por fuera y poniéndose frente a ellas.
Dos caballeros invitaron a Porzia Corradi a unirse a las mujeres en el
rondo interior. Echándole un vistazo de reojo a Cesare, que guardaba el
libro, Porzia aceptó con coquetería.
—¡Es Gira la dama! ¡Cúbreme, ven! —le gritó Cesare a Nicola, que
estaba de pie junto a una de las columnas vecinas.
Nicola, que en los últimos tiempos pensaba más en las charlas nocturnas
con el hermano Filippo que en sus obligaciones con la Compañía, le
obedeció, y Cesare entró en el círculo externo de los hombres.
Anna, al ver a Cesare dejando su puesto de guardia por el baile y
creyendo que lo hacía por ella, arrastró a un malhumorado Pietro hasta el
centro de la pista y lo colocó en el rondo externo antes de situarse delante
de él.
—Te lo ruego, no armes un escándalo, Pietro. ¡Es solo un baile! —le
dijo en cuanto lo vio fruncir el ceño.
María, que se había quedado sola y se moría de ganas de bailar, se
escabulló en el círculo interior, pero las damas no le dejaron sitio:
—Tienes que encontrar un caballero, si no, no puedes entrar —le decían
con arrogancia. Miró a su alrededor para ver si quedaba algún caballero
libre. Aparte de los benandanti de guardia, solo quedaba Spirto, que se
mantenía apartado, jugueteando con sus esferas.
«Mejor eso que nada», se dijo. Se abalanzó sobre él y, sin darle la
posibilidad de pensárselo, lo empujó hasta el círculo de los hombres y,
contenta, le pidió sitio a las mismas damas que la habían echado.
—Habíamos dicho un caballero… ese no es más alto que un crío —
dijeron insolentes.
María se mostró indiferente a sus comentarios y se hizo un hueco entre
ellas. Spirto la miraba con ojos muy abiertos:
—No sé bailar… —intentó decir en voz baja, pero la música ya había
empezado y el baile debía comenzar.
***
En el bosque, Persepolis encontró un punto de observación que le
permitía ver la entrada del palacio.
La que llevaba la cesta cerca de la entrada debía de ser Segesta, como
habían establecido.
—¡Venga, Persepolis, yo también quiero mirar! —le dijo Valente, que
abandonó su máscara en la hierba temiendo la amenaza de Atlantide e Itaca.
—Espera, Valente, déjame un poco más… —respondió Persepolis
haciendo tiempo, no quería perderse ni un minuto de lo que estaba
ocurriendo: había visto entrar a un purpurado llevando del brazo a una
noble mujer y a la familia de Pietro al completo.
Cuando hasta el último de los invitados parecía haber entrado,
Persepolis notó que, tras haberle tirado de la falda y haber lloriqueado un
rato, hacía tiempo que Valente no decía nada.
—¡Aquí tienes, puedes mirar! —dijo al fin, pensando que así se haría
perdonar por la espera.
Sin embargo, su ofrecimiento cayó en saco roto, pues Valente ya no
estaba detrás de ella. Persepolis se levantó corriendo y empezó a llamarlo a
gritos. Solo después de haberlo buscado por todas partes se dio cuenta de
que también su máscara había desaparecido.
—Dios mío, debe haberse ido a Serra…
Un instante después, Persepolis corría a voz en grito.

***
Sin percatarse de que Porzia también se había unido al rondo, Leptis se
vio obligada a entrar en el círculo exterior, porque era la única manera de
llegar a Aquileia sin levantar sospechas. Gira la dama estaba muy de moda
en Serra y se bailaba en cada fiesta de la primavera, en la plaza, cuando el
polen perfumaba el aire y los campos se preparaban para recibir esa
estación. Era un baile que permitía a las damas cambiar al caballero en cada
giro de pasos, por lo que a los jóvenes les gustaba mucho, pues tenían la
posibilidad de ver a su amada y cortejarla sin que sus padres u otros
pretendientes sospechasen.
Las mujeres se quedaban en círculo, quietas en su sitio, mientras el
círculo externo, formado por hombres, se movía tras la última secuencia de
pasos, que culminaba en un giro de la dama, una inclinación de
agradecimiento y un aplauso. En ese momento, con un paso lateral a la
derecha, los caballeros cambiaban de dama y empezaban desde el principio.

***
Sante se quedó al margen de la sala; lejos de su mujer, que seguía
sentada cerca del fuego, observaba a toda esa gente enmascarada y buscaba
posibles amenazas. No era tanto el miedo a la excomunión lo que lo movía,
sino el presentimiento de que algo iba a suceder durante la fiesta, en parte
por ese libro al que Savelli y Tosco parecían tener tanto cariño y esperaban
de Sante que se encargara de que no llamara la atención de nadie más.
Libros…
Sante miró a su hijo, que bailaba con Anna. Los libros lo habían alejado
de él, los libros y la academia habían infectado su sangre. Apretó los puños
y buscó a Cesare con la mirada junto a la urna, aunque sus ojos se hicieron
añicos contra la piel oscura de Nicola. Cesare no estaba donde debía estar.
Sante se dirigió a la urna, pero con tanta gente bailando era casi imposible
atravesar la sala; su paso quedó bloqueado en cuando vio a Cesare entre los
caballeros. También Cesare no hacía otra cosa que decepcionarlo, en vez de
quedarse a su lado se había puesto a bailar, como si fuera un invitado a la
fiesta. Sante sintió que el corazón se le convertía en piedra. Había fallado
con los dos, no había sangre ni alma que pudiese darle un heredero.
***
Ade había bailado Gira la dama solo una vez, en Torre Rossa. No
estaba segura de recordar los pasos y esperaba que la señal de Janara no
llegara justo en ese momento. Sería imposible llegar al candelabro sin
hacerse notar. Petra estaba a su lado y tenía la misma expresión preocupada.
Los primeros giros fueron tranquilos. Los jóvenes que se les presentaron
delante eran educados y un poco tímidos. Era gracioso ver su expresión
cuando se encontraban ante esa máscara tan elegante como amenazante.
Estaba claro que allí abajo se escondía una mujer, pero el temor a que fuese
tan fea que tuviese que ocultar su rostro de aquella manera les hacía
bambolearse y esperar a cambiar de dama lo más deprisa posible. Ade debía
admitir que se estaba divirtiendo en el momento más absurdo de su vida.
Tembló un poco cuando Federico apareció ante ella. Este, a diferencia de
los demás, no parecía asustado o intimidado por la máscara. Se le veía
curioso. Bailaba bien y la forma en que le cogía las manos para guiarla en el
giro revelaba su bravuconería. Tenía la barba espesa y mal cuidada, y estaba
más gordo de lo que ella recordaba. Solo habían pasado unas semanas, pero
Federico parecía envejecido. Con el cambio de giro, Ade soltó un suspiro
de alivio y se tranquilizó al ver a un desconocido que apestaba a vino
rancio.

***
Al cabo de varios cambios, Cesare llegó a Porzia. Cuando la vio, ella no
pudo contener una sonrisa de satisfacción:
—Me he dado toda la prisa que he podido, señora —respondió Cesare,
besándole la mano.
Bailaron sin quitarse los ojos de encima, más pegados que todas las
demás parejas y, cuando llegó el momento de cambiar de dama, Cesare se
echó atrás y dejó pasar al caballero a la derecha de Porzia. Cuando este
intentó protestar, reclamando el derecho a bailar con la mujer más hermosa
de la velada, Cesare echó mano a la espada y el mensaje quedó claro.
—Me parece que esas no son las normas del baile —le dijo Porzia,
provocándolo.
—Aquí las reglas las pongo yo, señora. Espero que no os disguste —
respondió, alargando el brazo para reiniciar la secuencia.
Continuaron bailando durante otros dos cambios. Anna, que estaba algo
alejada esperando que llegara su amado, asistió a la escena con
perturbación. No prestaba atención a ninguno de los hombres que se sí
parecían interesados en ella y bailaba distraída, equivocándose en los pasos.
Mantenía la mirada concentrada en la pareja formada por Cesare y Porzia,
tres cambios por delante de ella. En ese momento sintió que se le rompía el
corazón y pensó en todo el tiempo que había empleado en escoger la tela
del vestido que estrenaba esa noche; su madre lo había hilado y cosido para
ella. En los ojos de Cesare veía algo que no había visto nunca antes: el
deseo.

***
Al décimo cambio, Pietro llegó frente a Ade. Hizo una inclinación
apática y alargó el brazo distraídamente. Ade cayó presa de una emoción
nerviosa, ahogó las ganas de gritar su nombre y aceptó la invitación, como
había hecho hasta ese momento con todos los caballeros. Pietro levantó la
mirada y empezó a bailar. Estaba rígido, era áspero en los movimientos, y
parecía perdido en sus pensamientos, que lo llevaban lejísimos de allí. Ade
no podía creer que estuviesen tan cerca como para poder tocarse, y Pietro
parecía no dignarse a mirarla. Cuando llegó el momento del giro de la
dama, Pietro levantó la vista para no tropezar y, en el momento exacto en el
que la cruzó con Ade, sintió una punzada helada en el pecho. Eran sus ojos.
No tenía duda.
—Eres tú —le susurró.
Ade no respondió, pero estaba feliz. Feliz como nunca antes en su vida.
—Reconocería esos ojos entre un millón, Mediafalda. Cambia de sitio
también tú, quiero por lo menos otro baile —le dijo deprisa.
Ade, sin pensárselo dos veces, tiró de Petra, que estaba a su derecha, y
se cambió con ella.
—Está todo listo. Podemos irnos esta noche —continuó Pietro.
—¿Qué dices?
—He encontrado el caballo. Es una yegua vieja, en realidad, pero en
buenas condiciones. Llegaremos a Roma mañana al mediodía.
—Pero yo no puedo irme a ninguna parte. ¿De qué hablas, Pietro? —
preguntó Ade sin entender a qué se refería.
—¿Tu amiga no te ha dicho nada? Le dejé un mensaje para ti.
En ese momento, Ade vio a un niño que se abría paso entre los invitados
que no bailaban. Si no hubiera sido imposible, habría jurado que se trataba
de Valente. También llevaba la extraña máscara con la nariz larga que
Atlantide e Itaca habían hecho para él.
Detrás de él apareció Persepolis, envuelta en una túnica y con una
amplia capucha cubriéndole el rostro. Cuando Persepolis lo sacudió, Ade
comprendió que lo estaba regañando por algo. Valente se había escapado
para ir a la fiesta.
A Ade la invadió el pánico. Ya no conseguía oír lo que decía Pietro, su
único pensamiento en ese momento era poner a salvo a Valente.
Con el nuevo giro se quedó inmóvil y Pietro, convencido de que Ade lo
estaba siguiendo, cambió de dama. Ade intentó dejar el círculo, pero el
caballero que tenía delante la obligó a bailar.
Sin embargo, al cabo de unos pasos, el baile fue interrumpido por un
grito, un grito de miedo.
—¡Ella es la bruja que buscáis! ¡Cogedla!
Fue Porzia Corradi quien pronunció la terrible acusación: quieta, en el
centro del salón, señalaba a alguien frente a ella. No obstante, nadie podía
ver a una bruja, y mucho menos a una mujer. Delante de ella había un
hombre, pero solo Porzia podía reconocer en ese rostro anguloso y
andrógino los rasgos aristocráticos de la mujer que la había engañado tantos
años antes y que creía muerta y enterrada bajo los escombros de un
incendio que nadie pudo controlar. Delante de Porzia estaba Leptis.
Lo que Tebe se había temido desde el principio se había hecho realidad.
Porzia había reconocido a Leptis y ahora todas estaban en peligro. Janara,
que hasta ese momento había permanecido escondida cerca del vestíbulo
que albergaba el libro, entendió que su plan podía fracasar y que tendrían
que improvisar. Lanzó la señal, un silbido largo y continuo, que superó el
volumen de todas las voces de la sala. Todas las Ciudades Perdidas
corrieron hacia los candelabros y prendieron luego a las cortinas de seda
que decoraban todo el perímetro de la sala. En un momento estalló el
pánico y todos corrieron hacia la salida. Lo mismo hicieron las Ciudades.
Todas excepto Ade, que trató de llegar hasta Valente.

***
En medio del revuelo, Sante tenía campo libre para correr hasta el libro
y ponerlo a salvo. Estaba en lo cierto, las brujas aspiraban al libro y debía
defenderlo con su propia vida, todos ellos debían hacerlo. Deseó que sus
muchachos estuviesen listos para la batalla. Al llegar al vestíbulo, encontró
a Nicola y a Benedetto en el suelo y a una mujer de blancos cabellos largos
enredados metiendo el libro en un morral y echándoselo a la espalda.
—¡Detente! —la instó Sante.
Janara, para nada asustada por la orden, sacó su largo sable y se preparó
para luchar.
Sante desenvainó la espada y se puso en guardia. Vio como olla
conquistaba, con movimientos lentos e hipnóticos, una posición de ataque
que no reconoció.
Janara tenía las largas piernas semiflexionadas y sostenía el sable con
ambas manos por encima de la cabeza. A pesar de que las arrugas de la cara
revelasen su verdadera edad, aquella mujer se movía con la agilidad de una
joven guerrera.
Sante atacó primero. Se lanzó con una estocada poderosa y Janara, para
evitarlo, saltó sobre la hornacina de piedra donde había estado el libro.
Desde allí arriba saltó al suelo y, con toda la fuerza de la que disponía,
arrancó un golpe contra la cabeza de Sante, que lo detuvo oponiéndose con
la espada de canto, para luego intentar un nuevo ataque. Las dos armas se
enfrentaban vibrando con cada golpe. El sonido metálico de las hojas hacía
de contrapunto a los gritos de esfuerzo de Sante y a los gemidos de la
guerrera. Estaban cansados, extenuados, pero ninguno de los dos tenía
intención de rendirse.
Mientras tanto, el fuego continuaba en toda la sala, el humo y el calor
empezaban a hacerse insoportables. Janara tuvo que cubrirse la nariz y la
boca para evitar respirar y, en ese momento, el capitán de los benandanti
aprovechó para asestarle un golpe en la espalda, hiriéndola. Janara dio un
paso atrás. Se palpó la herida. Era profunda, pero no podía permitirse
ningún retraso. Intentó recuperar la lucidez a pesar del dolor y se puso en
guardia.
—¿Aún no has tenido suficiente? —le dijo él—. Dame el libro y todo
habrá acabado.
Como respuesta, Janara cargó, pero el adversario fue rápido al moverse
y le asestó otro golpe en la espalda. Janara cayó al suelo sin fuerzas.
Persepolis acudió a socorrerla, pues se había quedado en el salón buscando
a Valente y había visto que se desplomaba. Cogió su puñal y se lo lanzó al
padre de Pietro. Se lo incrustó en el muslo y, cuando se tambaleó por el
dolor, lo tiró al suelo de una patada, una de las que Janara le había
enseñado. Se echó a Janara al hombro y se la llevó a rastras.

***
El salón había quedado vacío, en la plaza, una multitud asustada corría
de un lado a otro presa del pánico. Anna y María llamaron a Pietro, porque
Agnese no podía respirar. Él había cogido a su madre en brazos y la había
sacado del salón. De su padre no había rastro, ni tampoco de Cesare.
Agnese continuaba tosiendo, ya ni siquiera escondía la sangre, no tenía
fuerzas para ello.
—¡Tenemos que llevarla a casa, Pietro! —le gritó María—. ¡Está mal!
Pietro se giró solo un momento, justo mientras Ade, arrastrada por el
tumulto, salía expulsada del palacio. Se le había roto un lateral de la
máscara y pudo ver sus largos cabellos castaños.
—¡Pietro! ¡Tenemos que irnos! ¡Mamá se ha desmayado!
La voz de su hermana lo devolvió a la realidad. Su madre había
desfallecido entre sus brazos. La apretó contra su pecho y se alejaron
corriendo del incendio.

***
Ade no había podido llegar hasta Valente. Las decenas de personas que
corrían en desbandada hacia la salida la habían arrastrado consigo. Cuando
vio a Persepolis sola con Janara la invadió la desesperación.
—¿Dónde está Valente? —le preguntó, yendo en su dirección.
—¡No lo sé, lo he perdido cuando habéis provocado el incendio en las
cortinas! —respondió Persepolis, tan desesperada como ella.
—Tenemos que irnos —dijo Segesta, alcanzándolas—. Los benandanti
no tardarán mucho en saber quiénes somos si permanecemos aquí.
—¡Sin mi hermano no iremos a ninguna parte! —gritó Ade.
—¿Dónde está Aquileia? —preguntó Tebe.
Miraron a su alrededor, nadie había vuelto a verla desde el baile. Una
extraña sensación se apoderó de todas ellas.
—Vosotras id, yo me quedaré para buscarlos. Al final, si estamos en
esta situación, es por mi culpa —dijo Leptis.
—No podemos quedarnos, ninguna de nosotras. Tenemos que irnos
antes de que sea demasiado tarde —respondió Tebe—. Janara necesita que
la curemos.
En ese momento, Ade vio a Valente. Solo, en mitad de un grupo de
hombres. Lo vio quitarse la máscara. Entre esos hombres, Ade reconoció la
espesa barba de Federico.
—¡No! —gritó, y trató de salir corriendo hacia él.
Tebe la contuvo:
—Ade, ahora no.
Atraído por aquel grito, Federico se giró y levantó el brazo, señalándola:
—¡Allí está! ¡Es Ade! ¡Coged a los animales! ¡Los animales son las
brujas!
La voz de Sante se unió al grito, que emergió del humo que salía por la
puerta del salón apoyándose en Nicola y Benedetto, que no paraban de
toser. Detrás de ellos apareció Cesare, que sostenía a Porzia por la cintura.
—¡Benandanti! ¡Cogedlas y traédmelas, vivas o muertas! —ordenó.
Leptis se dirigió a Janara:
—¿Puedes llegar hasta el callejón? —le preguntó, señalando la calle de
salida de la plaza.
Janara le respondió que sí con un gesto.
—¡Ade, volveremos a por tu hermano, te lo prometo! ¡Ahora debemos
correr!
Las Ciudades empezaron a correr hacia el callejón, todas juntas. Eran
ágiles esquivando a los borrachos que yacían en el suelo inconscientes y a
la multitud todavía conmocionada por el incendio, pero los benandanti eran
rápidos persiguiéndolas y estaban a punto de darles caza.
—¡No miréis atrás! —gritaba Leptis.
Continuaban corriendo, también Ade, aunque las lágrimas le bañasen
las mejillas. Había aceptado abandonar a su hermano, ¿cómo podía estar
haciendo algo así? ¿Era más fuerte el miedo a ser quemada que el deseo de
salvar la vida de Valente?
Persepolis pareció leerle la mente y la cogió de la mano, obligándola a
correr. La agarró para animarla:
—Volveremos a por él, Ade.
Cuando llegaron al callejón, a la señal de Leptis, sacaron los pequeños
cascarones oscuros que llevaban en los bolsillos desde hacía horas.
—¡Ahora! —gritó Leptis.
Todas se giraron y lanzaron las cáscaras, que explotaron al caer tras de
sí. Una nube de humo negro y de olor acre invadió el callejón. Los
benandanti se detuvieron, asustados por aquella maravilla. Ni siquiera
Cesare pudo continuar. El olor era tremendo y no podía ver nada. Cuando la
nube negra se disolvió, las brujas habían desaparecido.
LEPTIS

La peluca rizada y larga hasta los hombros le provocaba picazón. Se


sorprendió al saber que a su hermano le sucedía lo mismo y que, a pesar de
haberla empolvado bien, emanaba un cierto olor a rancio. Se la colocó lo
mejor que pudo, evitando que sus cabellos castaños se escaparan por la
nuca. Se los había recogido en trenzas perfectamente atadas; estaban muy
apretados, pero aun así, algún mechón rebelde, un poco más corto que los
otros, conseguía escaparse y salirse por la frente. El sombrero le daría el
último toque. Era de terciopelo rojo, liso y suave al tacto. El borde era
rígido y corto y estaba adornado por un delicada y larga pluma de pavo real.
Se lo caló con cuidado tratando de no estropear la elegante línea. La gruesa
peluca no permitía que el sombrero se fijara bien y Beatrice tuvo que
ponérselo de lado, como los artistas, una forma poco apropiada para un
señor de su rango. ¿Cómo conseguía su hermano que se sostuviese encima
de aquella masa blanca de rizos? Seguro que había un truco y no se lo había
dicho. Cuando se sintió satisfecha con el resultado se puso frente al gran
espejo de la cámara y este le devolvió la imagen de un joven noble de físico
delgado y rostro anguloso. El traje de fiesta de Massimo le encajaba a la
perfección. Los pantalones eran abombados y le llegaban más allá de las
rodillas, el atuendo lo completaban unas calzas blancas y unas botas con
solapa. El doblete acolchado le caía suave en la cintura y estaba rematado
por botones y encaje. Encima lucía una corta capa de lana fina y cuello
blanco. A excepción del sombrero, el resto le quedaba muy bien, pensaba.
Avanzó unos pasos imitando el modo de andar de su hermano y se llevó las
manos a las caderas descargando ligeramente hacia adelante el peso del
cuerpo mientras se apoyaba sobre el pie derecho que había abierto la
zancada.
Se inclinó ante el espejo y, en voz baja, invitó a una misteriosa
muchacha a bailar:
—¿Me concedéis este baile, madame? —dijo con una reverencia. Luego
rompió a reír y se arregló el sombrero, que no había resistido el cambio de
postura.
La representación se interrumpió por un ruido en la puerta que,
abriéndose de improviso y sin llamar, no podía ser otro que su padre.
La familia de Stefano Spada era una de las más influyentes de Roma. A
diferencia de muchos nobles romanos que pasaban sus días en fiestas,
cacerías y diversiones varias, Stefano Spada administraba personalmente
sus posesiones y se encargaba de la gestión de su gran patrimonio, incluida
la lujosa residencia del barrio Parione donde vivía con su familia: su esposa,
Ersilia di Narni, que daba vida a uno de los salones más elegantes de Roma;
su anciana madre, viuda hacía dos años y medio; sus dos hijos gemelos,
Massimo y Beatrice Spada, que cumplirían diecisiete años dentro de unos
meses, y un discreto número de sirvientes que se ocupaban de que su vida
fuera lo más cómoda posible. Stefano era un hombre arisco, no era malo,
pero sí inflexible en el seguimiento de las formas y obligaciones propias de
su clase social. Su robusto físico simbolizaba muy bien el prestigioso papel
que desempeñaba; un ligero estrabismo acababa por conferirle un aire
todavía más severo.
Spada estaba buscando a su hija, que había desaparecido del control de
la institutriz hacía al menos media hora. La había dejado sola un momento
bordando un pañuelo, pero cuando había vuelto, Beatrice ya no estaba. La
habían buscado por todas partes; incluso por el jardín, donde pasaba mucho
tiempo mezclando semillas y extraños brebajes que luego se convertían en
algo espeso con olor a rancio, pero allí tampoco estaba. Su padre quiso
asegurarse de que no hubiera vuelto a su estancia antes de dar la voz de
alarma.
Cuando abrió la puerta se quedó sorprendido por lo que vio.
—¡Massimo! —dijo asombrado al ver a su hijo en la estancia de su
hermana—. No te esperábamos hasta antes del anochecer. Imagino que
estás buscando a tu hermana…
Beatrice trató de frenar los escalofríos que hacían temblar sus piernas e
intentó mantener la calma. Su padre no la había reconocido, es más, había
reconocido a su hermano en ella. Que se parecían mucho estaba claro, pero
que su propio padre no la reconociera vestida de ese modo era realmente
increíble. Tenía ganas de explicárselo a su hermano. Ahora, no obstante,
tenía que salir de aquel apuro.
Puso la voz tan grave como pudo, pero sin exagerar mucho, ya que su
hermano tenía un timbre agudo a pesar de ser un muchacho y dijo:
—Estará en el jardín como siempre, padre.
—Ya he mirado y no está. Cuando la encuentre tendré que castigarla.
¡No quiero ser el hazmerreír de todo el servicio por culpa de sus
extravagancias! —Iba a salir hacia el pasillo, pero algo hizo que se diera la
vuelta hacia quien creía que era su hijo y añadió—: ¿Por qué has salido
antes de la escuela? ¿No te habrá contado algo tu madre?
Beatrice negó con la cabeza sin saber qué decir.
—Perfecto. Ya le he dicho que te lo diría yo. Bajemos, pero antes ponte
bien este sombrero.
—Ahora bajo, padre, quiero refrescarme y cambiarme —dijo Beatrice
probando suerte.
Stefano Spada se lo pensó un momento, miró a su hijo y dijo:
—De acuerdo. Te espero en el salón, pero vístete de forma adecuada.
Esta noche tenemos invitados. Y si ves a tu hermana, dile que la estoy
buscando.
Stefano Spada permaneció en el umbral esperando a que su hijo se
moviera.
—¿Qué haces? ¿No vas a tu estancia? —dijo impaciente.
Beatrice corrió hacia la puerta y la cerró tras de sí. Se despidió de su
padre y fingió entrar en la habitación de Massimo. Cuando se aseguró de
que su padre había bajado las escaleras, volvió a su estancia y se quitó de
inmediato toda aquella ropa.
Para evitar un castigo ejemplar fingió una indisposición. Lo hacía muy
bien, incluso había aprendido a simular un estado febril corriendo por sus
aposentos con varios vestidos encima. Sudaba tanto que su piel adquiría un
color violáceo. Cuando llegó su hermano, a la hora que se le esperaba, bajó
a hurtadillas al patio de la entrada y, antes de que nadie hablara con él, se lo
llevó a su estancia y le explicó la increíble historia que le había sucedido
unas horas antes.

***
Massimo bajó las escaleras vestido como su hermana le había
aconsejado, solo se negó a ponerse el sombrero, que él sí podía mantener
derecho sobre los cabellos postizos. En el salón principal lo esperaban su
padre y su madre junto a los invitados misteriosos de los que hablaba esa
mañana.
En efecto, el parecido con su hermana era asombroso. Tenían los
mismos ojos negros almendrados, los pómulos marcados y el mentón
afilado, los labios rojos y carnosos que parecían más definidos en esa piel
rosada y joven. Massimo no tenía nada de barba y eso lo hacía aun más
parecido a su hermana. Incluso las cejas eran iguales, pobladas y brillantes,
y dibujaban un arco perfecto encima de los párpados.
Beatrice lo vio bajar las escaleras y buscó el mejor ángulo para observar
a escondidas aquella reunión en el salón. La «fiebre» la había salvado del
castigo, pero le habían prohibido hacer acto de presencia en la visita de los
señores Guglielmo y Vittoria Corradi y su familia. Se limitó, pues, a
quedarse agazapada como un gato en la balconada interior.
Después de la mirada de extrañeza de su padre a Massimo —que en vez
de pocos minutos había estado horas vistiéndose—, unos saludos y otras
tantas formalidades, se llegó pronto al verdadero motivo que los había
reunido allí. Fue el señor Corradi el que empezó a hablar. Su hija Porzia,
una espléndida muchacha de su edad, estaba en edad de casarse.
Beatrice se dio cuenta de que, si aquella muchacha tenía su edad, en
breve ella también sería presentada a alguien para convertirse en su esposa.
Sintió pánico al pensarlo.
Su padre y el señor Corradi ya lo habían acordado todo. Los
muchachos, y con esto se entendía Porzia y su hermano Massimo, se
encontrarían tres veces en casa de los Corradi, siempre en presencia de
alguien, para conocerse mejor. Tras lo cual, si todo iba como estaba
programado —y no había ningún motivo para pensar que algo podría salirse
del plan—, se celebraría la pedida de mano y se establecería la fecha de las
nupcias, no más allá de entrado el otoño. Stefano ya había estado en casa de
los Corradi y había conocido a Porzia. Se apresuró a elogiarla ante los
padres y, sobre todo, ante Massimo, para que se preparase para comportarse
como un caballero. Cuando los dos hombres se alejaron para tratar los
aspectos económicos del matrimonio y las mujeres permanecieron sentadas
conversando, Massimo subió a su estancia con una expresión afligida y
resignada.
Al imaginar el humor de su hermano, Beatrice fue a verlo con una taza
de chocolate caliente, una bebida exótica y buenísima que adoraban desde
pequeños. Lo encontró tirado en el lecho con la mirada fija en el techo.
—Te he traído chocolate… —dijo, esperando animarlo.
Massimo se volvió y miró la taza humeante, pero luego devolvió la vista
al techo y dijo:
—Estoy de ayuno —respondió.
—Pero si esto no es comida… se bebe, no se mastica —insistió
Beatrice, acercándose al lecho.
—Para los dominicos, el chocolate rompe el ayuno —le explicó
Massimo.
—Y eso qué nos importa, ¡tú vas a la escuela jesuita!
Ante esta argumentación, Massimo se incorporó y se sentó en el lecho,
aceptando la taza.
—Es culpa mía… —dijo Beatrice en voz baja.
—¿Qué es culpa tuya? ¿De qué estás hablando?
—Tu compromiso… tu compromiso con esa Porzia. Es mi culpa.
—¿Y tú que tienes que ver con eso?
—Soy yo la que tendría que casarse, pero nuestro padre está convencido
de que nadie aceptará nunca por esposa a una delgaducha y sin modales
como yo. Me ha dicho que si no encuentro esposo acabaré en un convento.
—¿Y no estás contenta? No sé que daría yo por quedarme en los
jesuitas… Quizás se lo podría preguntar al tío Michele. He oído que ahora
es un cardenal del cónclave.
—Pero ¿qué estás diciendo? ¿Prefieres ser sacerdote a casarte? No te
entiendo. Además, nuestro padre ha dicho que Porzia es hermosa, tiene
muchas cualidades. A lo mejor te enamoras, quién sabe… —continuó
Beatrice, tratando de hacerle entrar en razón.
—Imposible.
—¿Qué es imposible?
—Es imposible que me enamore. Ya estoy enamorado —le confesó
Massimo de repente.
—¿Ah, sí? ¿Y quién es? ¿La conozco? Por favor, no me digas que es la
hija de los Bonelli, no la soporto. Una vez me explicó cómo poner algodón
dentro del corsé. Eso no es normal.
—No, no es la hija de los Bonelli. ¿Tú crees que me puede gustar
alguien como ella? Si ni tan solo se cambia la camisa cuando va a la iglesia.
—¿Y quién es, pues? Vamos, siempre nos lo explicamos todo… —
insistió Beatrice con tono lastimero, esperando convencerlo.
—¡De acuerdo, te lo digo! Pero prométeme que no se lo dirás a nadie y
que no te reirás. —Massimo, de repente, se puso serio, estaba decidido a no
decir nada hasta que su hermana le prometiera guardar su secreto—. Es
Marco… Marco Strozzi —dijo casi en un susurro.
—¿Es una broma? ¿Tu amigo de la escuela? ¿El hijo del príncipe
Strozzi? Un muchacho…
—Me has prometido que no dirías nada. No lo sabe nadie, ¿por qué te lo
habré dicho? Es la primera vez que pronuncio su nombre en voz alta… —
Massimo bajó la mirada y apretó el puño encima del cubrecama de seda,
esperando encontrar la fuerza para continuar hablando—. No sabemos
cómo ha sucedido. Pero así ha sido. Además, no somos los únicos de la
escuela. Los jesuitas nos han enseñado que Dios es amor. Bueno, pues
cuando estamos juntos, él y yo somos amor, somos Dios.
Beatrice se estiró en el lecho junto a su hermano, se llevó las manos a la
frente y dijo:
—¡Madre mía, si te oyera nuestro padre! Massimo, debes parar. Si lo
descubre, te matará.
—Mejor la muerte que el matrimonio —dijo, estirándose otra vez en el
lecho con los brazos detrás de la nuca.
—¿Qué intenciones tienes? —preguntó Beatrice, poco convencida de
querer escuchar la respuesta.
—No lo sé… Podría escapar, pero no sé adonde. Podría ir a casa de
nuestros primos, al sur.
—¿Y crees que no dirían nada a nuestros padres? Irían a buscarte en un
segundo, y lo sabes.
—Entonces podría desfigurarme la cara para estar horrible, así nadie me
querría.
—Tampoco tu amigo te querrá, todo desfigurado.
—No me ayudas mucho, Beatrice. Solo me queda el suicidio. Dame uno
de tus brebajes, no han curado nunca a nadie, seguro que me matarán.
Beatrice le dio un golpe en el muslo fingiendo estar ofendida:
—No te hagas el gracioso. Mis brebajes salvarán al mundo de personas
como tú. ¡De los que piensan que morir es mejor que vivir!
—Pero yo no quiero morirme, Beatrice. Es que no soporto la idea de
tener que vivir así, sin él, no puedo vivir con mentiras. ¿Qué vida sería esa?
Dímelo… Beatrice, imagina que te forzaran a desposarte con alguien que
no amas, que no te gusta, ¡que prefirieras pasar la noche arrodillada encima
de mil garbanzos a dormir a su lado!
—¿No es lo que le sucede a todas las muchachas que conoces? —
preguntó Beatrice en tono provocativo—. ¿Por qué debería ser diferente
conmigo?
—Porque no es justo. Así de simple. No es justo para ti ni para mí. ¡Me
enfrentaré a nuestro padre y se lo explicaré todo!
—No puedes estar hablando en serio… No te lo permitiré, Massimo.
Nuestro padre no lo entendería y te obligaría a desposarte de todas formas.
Sería incluso peor.
—¿Peor de lo que ya es? —preguntó Massimo, incorporándose y
mirando a los ojos preocupados de su hermana.
Beatrice vio en esa mirada un sufrimiento de verdad, un dolor profundo.
Quería mucho a su hermano y verlo triste la hacía sentir terriblemente mal.
Le hubiera gustado aliviarle la pena, regalarle la felicidad y la vida que
soñaba.
—Quizás haya una forma… —se aventuró Beatrice—. Si lo he
entendido bien, debes ver a Porzia tres veces antes de hacer oficial el
matrimonio.
—Sí, pero ¿eso qué tiene que ver? Ya sabes que solo se trata de una
formalidad.
—¿Y si Porzia te odiase? ¿Y si te odiase con todas sus fuerzas? Tanto
que tuviera que rogarle a su padre que anulara el compromiso…
Massimo miraba fijamente a su hermana tratando de entender qué tenía
en mente.
—Puedo intentarlo… es decir, puedo intentar ser descortés con ella —
dijo.
—¡Massimo, no podrías ser odioso o descortés ni ante una multitud de
bárbaros asesinos! El amable eres tú, ¿recuerdas? Tus modales elegantes
forman parte de ti, es imposible pedirte que seas diferente. No, no. No me
refería a eso.
—¿Y entonces? ¡Dímelo, si tienes un plan! ¡El primer encuentro es
mañana! —Quiso averiguar su hermano, que en aquel momento estaba
exultante: quería saberlo todo.
—¡Iré yo! ¿Conoces a alguien más antipático y poco elegante que tu
hermana? —le preguntó Beatrice, divertida.
—¿Ves? Otra vez igual. ¡Yo te hablo en serio, te abro mi corazón y tú te
burlas de mí! Beatrice, esto es muy serio. ¡Yo me mato, me mato! —gritó
Massimo fuera de sí.
Ella tomó sus manos, las besó y continuó:
—Cálmate, Massimo. ¡Hablo en serio! Si nuestro padre no me ha
reconocido esta mañana, ¿cómo podría hacerlo Corradi? Mientras yo esté
con tu futura esposa, tú podrás estar a escondidas con Marco. ¡Fíate de mí,
funcionará! Cuando quiero puedo ser la persona más insoportable, odiosa y
mala que hayas conocido. ¡Créeme!
—Estoy seguro de ello, hermanita… —La voz de Massimo era ahora
más tranquila. Beatrice lo había convencido.
—¿De verdad harías eso por mí? —le preguntó, besándole las manos.
—Por supuesto, Massimo. Todo por verte feliz. Y, además, mi vida es
tan aburrida… Siempre estoy encerrada en casa con la institutriz. Hace
meses que intenta enseñarme una puntada de bordado, convencida de que
mi único deseo es lucir una gorguera. Odio las gorgueras. ¡Pican!
Al final, Massimo se relajó y sonrió con dulzura. No sabía si el plan de
su hermana iba a funcionar, pero la sola idea de poder encontrarse con
Marco otra vez lo hacía feliz.

***
El primer obstáculo era su madre y, el siguiente, su abuela. Sabía que
esperarían a Massimo al final de la escalera para darle sus consejos de
última hora. Llevaba uno de los mejores trajes de su hermano, uno de los
modelos más actuales, que su madre había mandado coser a un famoso
sastre de Nápoles. Las señoras de los salones romanos podían ser muy útiles
cuando se trataba de intercambiar información sobre la moda y los tejidos
más en boga.
Le quedaba muy bien. Hasta su hermano admitió que nadie podría
distinguirlos, luego se subió a la ventana que daba al jardín y desapareció.
Se habían citado en su estancia exactamente una hora después. Mientras
tanto, Beatrice continuaba con la farsa de la fiebre, así que todos en la casa
estaban convencidos de que se quedaría durmiendo bajo la colcha. Se había
encargado de decirle a su familia y al servicio que su fiebre era muy
contagiosa y que no quería que la molestaran. A pesar de ser una
muchachita, había demostrado manejarse muy bien con sus brebajes y
decocciones, podía curarse sola y todos la creían; al servicio no hizo falta
que se lo repitieran ni una sola vez. Ya habían padecido muchas veces los
gritos y los atropellos de esa muchacha cuando intentaban que hiciese algo
contra su voluntad. Los momentos en los que estaba enferma eran los
peores.
Cuando vio cómo la miraban, una junto a la otra, con ojos soñadores y
esperanzados, se dio cuenta de que su plan estaba funcionando. Bajó las
escaleras con calma, como solía hacer su hermano. Se regodeó en el sonido
de las botas en la piedra y en la sensación de control absoluto que le daba el
espadín ligero cargado a la cintura. Su madre la acogió con una sonrisa y le
pidió que saludase de su parte a la señora Corradi. Su abuela, a pesar de su
mala salud y la ausencia de dientes, consiguió farfullar algo así:
—Compórtate como un caballero, no nos pongas en evidencia.
Beatrice tranquilizó a las dos mujeres con grandes sonrisas y pocas
palabras y se subió deprisa al carruaje.
La residencia de los Corradi distaba justo el tiempo de incitar al caballo
al galope y Beatrice pidió al cochero que llevara el caballo al trote para
disfrutar del paseo lo máximo posible. Las pocas veces que salía con su
madre y su abuela tenía que permanecer escondida detrás de las cortinas del
carruaje y no podía asomarse ni cuando el calor era insoportable. Los
transeúntes no podían ver a las señoras de un cierto rango. Ahora, en
cambio, con la ropa de Massimo, podía desplazarse con el rostro
descubierto y, mientras el aire fresco le golpeaba la piel, disfrutaba de las
calles de Roma, bella y ruidosa, ante sus ojos. El barrio Ponte era su
destino, una de las zonas más ricas de la ciudad, con edificios señoriales,
talleres de artesanía y posadas. Era un lugar abarrotado de peregrinos y
viajeros. Béatrice no podía apartar la vista del espectáculo que veía en cada
esquina: parejas de gendarmes, señoras paseando, mercaderes forasteros y,
además, el Tíber. El plácido río que, aunque no podían verlo desde su casa,
sí lograban percibir claramente su presencia en las frescas mañanas de
invierno, cuando el aire húmedo sabía a agua dulce.
Al llegar a la residencia de los Corradi, descendió del carruaje y, un
poco temerosa, se dirigió a la puerta para anunciarse.
La acomodaron en el salón pequeño, que, pese a su nombre, a Beatrice
le pareció enorme; al menos comparado con el salón principal de su casa.
Le preguntaron si deseaba té o chocolate y Béatrice respondió que prefería
un destilado. Le pareció la respuesta adecuada para un hombre, su padre lo
había dicho alguna vez. Estaba claro que no tenía idea de lo que era y
mucho menos de a qué sabía. La primera en llegar fue la señora Vittoria,
Beatrice la saludó de parte de su madre y la invitó a visitar su salón los
miércoles.
—Decidle a vuestra madre que así lo haré —respondió Vittoria, y luego
anunció la llegada de su hija.
—Os dejo un poco a solas, así podréis conoceros. El servicio
permanecerá en la estancia a vuestra disposición, en caso de que deseéis
algo.
Dicho esto se alejó y salió. Unos instantes después hizo acto de
presencia Porzia Corradi, con un garito anaranjado de ojos avispados en sus
brazos.
Su padre no mentía. Porzia era una muchacha bellísima, quizás la más
bella que Beatrice había visto. Llevaba los cabellos recogidos con un alfiler
de perla en un moño, sobre la nuca. El elegante vestido que lucía resaltaba
sus formas. En cuanto abrió la puerta, a Beatrice le pareció que entró una
bocanada de viento frío perfumado de ciclamen. El olor del invierno, el de
una planta acostumbrada a hacer frente a los climas gélidos con sus propias
flores. Porzia tenía todo de lo que Beatrice carecía: los modales, la belleza,
la suavidad de las formas, la feminidad y una dulce expresión sumisa.
Beatrice se puso de pie y le hizo una inclinación de bienvenida. Porzia
respondió con una tímida flexión de rodillas y se sentó en el sillón al lado
del diván donde se había acomodado su prometido. Un sirviente corrió a
llenarle un vaso de agua, pero Porzia lo rechazó con un rápido gesto de la
mano y continuó acariciando a su gato.
—Se llama Alvise. Es macho —dijo de repente.
—Buenas tardes, Porzia, sois bellísima —respondió Beatrice,
sorprendida de haberlo dicho.
Ella se sonrojó, estaba claro que le había gustado oírlo. Dejó el gato en
el suelo y, con un gesto, llamó a su dama de compañía, que lo cogió y se lo
llevó.
—Me han dicho que estáis en la escuela de los jesuitas. ¿Qué os gusta
estudiar, Massimo? —preguntó, mirando fijamente a los ojos de Beatrice.
Beatrice pensó que aquel aire sumiso debía de ser solo una más de las
tantas máscaras que estaba acostumbrada a llevar para adaptarse a su
familia. Reconoció en ella su propia estrategia de supervivencia.
—Me gusta la historia y la literatura, sobre todo.
—¿Y no os gusta el arte de la guerra o el combate? Vuestro predecesor
ya es maestro de armas.
Beatrice se dio cuenta enseguida de que había infravalorado a su presa.
Tenía enfrente a una muchacha inteligente y brillante, y parecía que estaba
jugando con su prometido, igual que Beatrice quería hacer con ella.
—Por lo tanto no soy el primero que os corteja, ¿verdad? —preguntó,
avanzando ligeramente el cuerpo y alargando la mano hacia el destilado que
acababan de servirle.
—No, de hecho, sois el sexto. Pero al menos esta vez mi padre ha
escogido a alguien presentable —continuó con su tono altivo y seguro.
—Por lo tanto tenéis un carácter difícil.
—Soy de gustos refinados y vos, al menos, vais bien vestido. ¿Conocéis
la Odisea? No quiero imaginarme el resto de mi vida al lado de un patán
ignorante, aunque sea de cuna noble.
—Conozco la Odisea y también a Dante, pero prefiero hablar de otras
cosas. No perdamos estos pocos momentos con la poesía… estamos aquí
para conocernos, ¿verdad? Pues, conozcámonos.
—Exacto, conozcámonos, Massimo. Decidme, ¿qué queréis saber? —
preguntó Porzia con una mirada maliciosa, acercándose al rostro de
Beatrice.
Beatrice hizo un esfuerzo para no sonrojarse y se llevó el vaso a los
labios para apartar de su vista los hombros descubiertos de Porzia. En
cuanto el licor descendió por su garganta, sintió que la boca le ardía y que
no podía respirar. Se puso de pie tosiendo con fuerza y se llevó la mano al
cuello.
—¡Oh, Dios mío, os estáis ahogando! ¡Traed agua, rápido!
Uno de los sirvientes corrió a llenar de agua el vaso de Beatrice, que lo
vació de un trago. Cuando su boca dejó de arder y empezó a respirar bien
miró a su alrededor, avergonzada. Su hermano nunca se habría comportado
de ese modo.
Porzia, que estaba preocupada de verdad, ahora que lo peor había
pasado, sonreía divertida.
—Sois un tipo gracioso, Massimo —pronunció estas palabras con una
mezcla de dulzura y burla mientras volvía hacia su sillón.
—¿Gracioso? Tengo la sensación de que no estamos haciendo
progresos… —dijo Beatrice sin atreverse a mirar a Porzia, después de aquel
paso en falso.
—¡Nada de eso! Eché de malas maneras a vuestros predecesores
después de un tiempo muy breve. Vos todavía estáis aquí.
Beatrice alzó la cabeza y se encontró con el rostro de Porzia. Su plan
estaba fallando, aquella muchacha se lo estaba poniendo tan difícil como
nunca antes nadie lo había hecho. Hubiera querido levantarse e irse
corriendo, alejarse de aquella casa y de aquella voz, que parecía que estaba
abriendo una brecha en su corazón. Parecía que el eco de sus palabras no
quisiera salir de sus oídos.
—¿Habéis perdido la voz? ¿El destilado os ha dejado mudo?
—No, no, estoy perfectamente, Porzia. Creo que nuestra cita ha
terminado. Tengo que volver a mi residencia —respondió Beatrice,
aprovechando la entrada de la dama de compañía de Porzia en la estancia,
para no tener que alargar el momento de la despedida.
—Escuchad, Massimo. No sé por qué, pero creo que puedo fiarme de
vos. Yo no quiero desposarme, supongo que igual que vos. No creáis que no
lo he visto. Se nota que no os intereso, ni tan solo me habéis preguntado si
sangro regularmente.
Con esta frase, Beatrice tuvo otro golpe de tos, que sofocó rápidamente
con el vaso de agua lleno que había sobre la mesa.
—¿Os he turbado? —preguntó Porzia en un tono preocupado y sincero.
—No, no… por favor… solo es que he cogido frío en una vigilia en la
escuela, no os preocupéis, continuad —balbuceó Beatrice ante la
determinación abrumadora de Porzia.
—De acuerdo, nos quedan otros dos encuentros, y esta vez debo
concederle a mi padre el beneficio de la duda. A los otros los he echado en
la primera cita, con vos podría hacerle creer que estoy sinceramente
interesada en daros una oportunidad, así se olvidará de mí durante un
tiempo. ¿Qué os parece? ¿Pensáis que podréis soportar dos encuentros más
conmigo? Podremos hacer lo que os plazca, conversar, pasear por el jardín,
sé tocar el arpa, no lo hago de forma excelente, pero para pasar el rato
estará bien o si no podemos seguir con el destilado… después de dos
encuentros más conseguiréis beberlo casi sin moriros —dijo, rompiendo a
reír de forma sincera y contagiosa.
Beatrice disfrutó riendo con ella, las cosas iban mejor de lo que
pensaba. Su hermano estaría contento por la noticia. Aceptó la oferta y se
citaron para la semana siguiente.

***
En efecto, Massimo estuvo más que contento. Además, su encuentro
con Marco había ido muy bien y la idea de poder pasar más tiempo con él
lo hacía sentir capaz de enfrentarse a cualquier cosa. Stefano Spada aceptó
la decisión de su hijo, Beatrice lo ayudó a que fuera así.
La noticia de que el encuentro entre Massimo y Porzia había ido sobre
ruedas corrió pronto por toda la casa. Ersilia di Narni no dejó de hablar de
ello en su salón y, junto a su suegra, empezaron a pensar en la celebración
del matrimonio y sus preparativos. También Guglielmo Corradi era
optimista ante el enlace y así se lo comunicó de inmediato a Stefano Spada.
Los patrimonios de ambas familias se unirían muy pronto. Su hija había
manifestado el deseo de volver a ver a Massimo, y él había interpretado esta
decisión como una buena señal. Guglielmo Corradi no le había dicho al
padre de Massimo que, en realidad, estaba desesperado por no conseguir
desposar a esa hija que parecía muy mansa en público pero que, en privado
y con los pretendientes, era casi como una fiera salvaje.
Todo el mundo estaba contento y deseoso de festejar el inminente
matrimonio. Todos excepto Beatrice, que desde ese primer encuentro se
sintió inquieta y turbada, no solo porque Porzia había resultado ser una
mujer resuelta y capaz de decidir por sí misma y por los demás, sino
también por su incapacidad para reaccionar ante aquella fuerza de la
naturaleza, una incapacidad que se negaba a reconocer y cuyo origen temía
descubrir.

***
El segundo encuentro fue igual de divertido que el primero. Porzia, por
fin libre para poder ser ella misma, reía y conversaba con soltura, hablaba
sobre los temas más diversos y disparatados, aunque su verdadera pasión
eran los jardines. Pasaba mucho tiempo paseando entre flores y arbustos,
conocía el nombre de la mayoría de las plantas y controlaba su crecimiento
cada día. Beatrice pudo, finalmente, compartir con alguien su amor por las
semillas y discutir abiertamente sobre frutos desecados, polvos, emplastos y
extrañas cremas milagrosas. En su casa, su interés por esos temas siempre
había sido considerado extraño, pero Porzia estaba sinceramente interesada
por sus experimentos y, en más de una ocasión, había conseguido mejorar
las formulaciones aconsejándole una flor o una esencia para hacer los
compuestos más aromáticos.
—Vosotros, los hombres, no pensáis nunca que una cosa que cura tiene
que oler bien también, si esperáis que la usemos, claro —comentó.
Beatrice empezaba a pensar que Porzia hubiera sido una esposa perfecta
para su hermano. Poseía una belleza inigualable, era irónica e inteligente.
Sentía crecer en su interior un afecto tan fuerte que casi le sabía mal no
poder tenerla como cuñada. Pensó que el amor era algo realmente extraño y
que tenía reglas incomprensibles para ella. Aquello que, en apariencia,
parecía idóneo para todos, entristecía a los propios protagonistas.
Al final de aquel segundo encuentro, Porzia le dio la mano y le
agradeció aquella jornada tan hermosa.
—Quizás nos estamos haciendo amigos —dejó caer Beatrice.
—¿Un hombre y una mujer, amigos? No creo que sea posible, Massimo.
Dejémoslo así. Odiseo viajó un buen trecho para volver a casa de su amada,
que lo había estado esperando todo ese tiempo sin ninguna sombra de duda
sobre él. Yo no seré nunca como esa mujer, no quiero esperar a nadie tanto
tiempo, pero tampoco quiero un hombre que no me haga dudar nunca de su
amor por mí —dijo en tono serio. Esta vez no había ironía en sus palabras.
Beatrice comprendió que le estaba diciendo algo importante. Algo que
tenía relación con la verdadera Porzia, la que se escondía dentro de la
muchacha maliciosa y difícil que todos pensaban que era.

***
Cuando llegó a casa esa noche, en la soledad de su estancia, se sintió
sucia. Estaba engañando a Porzia y lo estaba haciendo sin pensar en las
consecuencias. Había sido superficial, temeraria y egoísta. Ella no se lo
merecía, nadie se merecía algo así. Beatrice pensó que lo mejor era no
acudir al tercer encuentro. Sería el gesto más honesto desde que había
comenzado toda esa historia.
Le dijo a su hermano que tendría que fingir una enfermedad y después
enviar un mensaje a la residencia Corradi, explicando que no podría asistir a
la cita debido a una indisposición. Massimo no hizo preguntas, pero cuando
buscó los ojos de Beatrice ella bajó la mirada.
Pasó aquella tarde sentada en el alféizar de la gran ventana de su
estancia, esperando que llegase la hora en la que hubiera tenido que irse a la
residencia Corradi. Una extraña melancolía se apoderó de ella. Apoyó el
mentón en las rodillas y comenzó a fantasear, a pensar en que cuando las
aguas se hubieran calmado trataría de ver a Porzia como Beatrice, y estaba
segura de que se convertirían en amigas, en amigas del alma.
Intercambiarían confidencias y secretos, perfeccionarían todas las técnicas
para engañar a sus padres y a los pretendientes, irían juntas a misa y,
mientras el sacerdote pronunciaba la homilía, se dedicarían a chismorrear
sobre todas las muchachas presentes en la iglesia.
Beatrice tenía que admitir que echaba de menos a Porzia. Nunca había
conocido a nadie así. Alguien tan parecido a ella.
Mientras estaba absorta en sus pensamientos, vio el escudo de los
Corradi en el carruaje que estaba entrando en su patio. Le pareció que el
corazón se le salía del pecho. ¿Sería Porzia? ¿Su padre, quizás? Se agachó
detrás de la balaustrada para no ser vista y se quedó observando. Cuando el
pequeño pie de Porzia asomó por la portezuela abierta, Beatrice corrió
enseguida a la cámara de Massimo para avisarlo.
Entró a toda velocidad, como una roca que, de repente, baja rodando por
la ladera de una montaña.
—¡Massimo, despierta! ¡Porzia está aquí! —dijo, inclinándose sobre las
diversas colchas que escondían a su hermano y tirando de ellas para sacarlo
—. ¡Vamos, tenemos que hacer algo!
Bajo esa montaña de ropa solo había almohadas y sábanas amontonadas
para hacer bulto. Ni rastro de Massimo. La ventana abierta era una pista
clara de lo que había sucedido.
Beatrice, atemorizada, se puso la bata de noche de su hermano, se
colocó la peluca y se deslizó debajo de las colchas, esperando que su madre
y su abuela no permitieran nunca que Porzia viera a su hermano en ese
estado. El sonido de unos pasos en las escaleras enseguida acabó con sus
esperanzas.
Beatrice cerró los ojos y fingió estar dormida. Rezó al Señor: si la
salvaba de eso, nunca jamás en su vida volvería a hacer nada parecido.
Su madre abrió con suavidad la puerta y anunció la visita de Porzia
Corradi. Beatrice no respondió, intentando convencerla de que Massimo
dormía profundamente. Luego oyó unos pasos nerviosos, distintos a los de
su madre. Eran los de Porzia, que se acercaban al lecho.
—Massimo, ¿cómo estáis? Estoy preocupada —dijo con dulzura. Y
mirando a su madre dijo—: Señora Ersilia, ¿puedo quedarme unos instantes
con su hijo? Os prometo que acabaré enseguida y no lo cansaré en exceso.
«Madre, por favor, decid que no, decid que no…», pensó Beatrice
mientras oía la voz de su madre, que accedía de buen grado a la petición.
—De acuerdo. ¿Deseáis que os traiga alguna bebida caliente, mi querida
Porzia? —preguntó Ersilia.
—No, no os preocupéis, no quiero molestar. Estoy bien, gracias —
respondió Porzia, y se despidieron.
Cuando su madre salió y la dejó sola con Porzia, Beatrice pensó que
tenía fiebre de verdad por el sudor frío y los escalofríos que sentía por todo
su cuerpo.
—¿Estáis despierto? ¿Cómo os sentís? —preguntó, acercándose
demasiado.
—Porzia, alejaos. Es muy contagioso. El doctor me ha prescrito reposo
absoluto y me ha ordenado que no vea a nadie —intentó escabullirse
Beatrice.
—¿Ni a mí? Os he traído una cosa… mirad… —Porzia abrió un
envoltorio de tela, donde había un saquito con hierbas medicinales—. Estoy
segura de que sabréis qué hacer con esto. Yo conozco un par de ellas, me las
ha aconsejado una anciana del mercado de Ponte.
Beatrice observó ese pequeño tesoro que comprendía la mayoría de las
plantas que cultivaba en el jardín, a escondidas de su padre y de la
institutriz.
—No son venenosas, ¿verdad? —preguntó Porzia, dubitativa.
—No, no. Dejad que las vea mejor… —respondió Beatrice
recostándose un poco y cogiendo el saquito. Sabía que tenía que continuar
con su puesta en escena de enferma, pero la curiosidad era más fuerte.
—¿Veis? Esto es diente de león, y eso del medio debe de ser equiseto…
aquella se parece a la cola de caballo. No creo que haya nada peligroso.
Gracias, sois muy amable por haber venido, no debíais haberos molestado.
A vuestro padre no le gustará. Aquí sola, en la estancia de un hombre… —
Las palabras salieron de la boca de Beatrice antes de que pudiera recordar
haberlas pronunciado.
—Nunca lo sabrá. Lo he hablado con vuestra madre que, por cierto, es
muy amable, se os parece… Pensaba que vería a vuestra hermana.
¿Podemos llamarla? Quiero conocerla, nunca he visto a unos gemelos.
El corazón se le desbordó, sentía los latidos resonar dentro de sus oídos,
Beatrice no sabía cómo escapar de aquella situación. Le dijo que no sabía
dónde estaba, que le gustaba desaparecer y que no la encontrara nadie. Era
una persona extraña, rebelde, que no le gustaría…
—¡Si es extraña como vos, seguro que me gustará, Massimo! —Y
diciendo esto, se sentó en la cama.
Porzia daba la impresión de estar siempre a gusto.
—Tendremos que volver a programar nuestro encuentro, este no cuenta.
Vos os encontráis indispuesto… —dijo de repente.
—Porzia, quizás deberíamos cerrar nuestro acuerdo. Podemos
aprovechar que me encuentro mal y vos podéis decir que soy demasiado
enfermizo, y que un hombre así no puede ser nunca vuestro esposo… y así
terminamos. ¿Qué os parece?
Porzia la miró interrogativa y preguntó:
—¿No queréis volver a verme, Massimo?
—¡No, no es eso! Yo os tengo en mucha estima… Creo que si seguimos
viéndonos después será más difícil, esto… será más difícil separarnos.
—¿Y si no quisiera dejaros? —preguntó Porzia con espontaneidad,
como si fuera lo más natural del mundo.
Beatrice no supo qué responder.
—¿No os gusto, Massimo? —preguntó, acercándose peligrosamente al
rostro de Beatrice.
—No se trata de esto… Porzia, sois bellísima. Se trata de que yo…
yo… —balbuceó Beatrice. Intentaba alejarse cada vez más, pero el cabezal
del lecho le impidió moverse.
—¿Vos, qué?
Porzia no la dejó responder y la besó. Beatrice sintió cómo el calor de
aquel beso invadió todo su cuerpo, sus labios encajaban a la perfección. Sin
pensarlo, y sin saber muy bien cómo hacerlo, le devolvió el beso. El
perfume de ciclamen la envolvió, nunca lo había sentido tan intensamente.
Cuando se separaron, ninguna de las dos sabía cuánto tiempo había
pasado.
—Creo que os amo, Massimo —susurró Porzia.
—Tenemos que hablar… —respondió Beatrice, que hubiera preferido
morir en ese mismo instante a tener que enfrentarse a la conversación que
haría que no pudiera volver a ver a Porzia nunca más en su vida.
—De acuerdo, hablemos. ¡Pero antes quitaos esta estúpida peluca! —
Porzia, divertida, le arrancó la enorme peluca de rizos blancos y aparecieron
sus trenzas atadas a la nuca.
Porzia se quedó de piedra, saltó del lecho y se llevó las manos a la boca,
sofocando un grito.
Beatrice se incorporó y, alargando un brazo como si quisiera retenerla,
gritó:
—¡Porzia, dejad que os lo explique!
—¿Cómo habéis podido? —dijo con la voz ahogada por la rabia—.
¿Cómo habéis podido engañarme de este modo? ¡Burlaros así de mí! ¡Yo
confiaba en vos! ¿Quién sois, decidme?
—Soy Beatrice, siempre he sido yo… pero puedo explicároslo… No
quería engañaros, os lo juro.
Porzia se alejó como si hubiera visto a un monstruo, daba un paso detrás
de otro sin alejar la vista de aquel rostro que la había traicionado.
Abrió la puerta y volvió a gritar:
—¡Me las pagaréis! ¡Os destruiré, Beatrice, a vos y a toda vuestra
familia! ¡Aunque sea lo último que haga!
Bajó las escaleras corriendo, Beatrice la oyó maldecir a todos, incluso a
su madre y a su padre. La oyó gritar que arruinaría a los Spada, que nadie
en Roma querría volver a tener ninguna relación con ellos.
Su madre, Ersilia, al oír el griterío, subió corriendo y la encontró
llorando en el lecho de su hermano, con la peluca en el suelo y las hierbas
medicinales esparcidas a su alrededor.

***
Cuando Massimo volvió, su padre lo estaba esperando. Trató de
justificarse, pero la mano de Stefano Spada fue más rápida que sus palabras.
Para intentar enmendar el desastre que sus hijos habían causado, Stefano
Spada había consentido anticipar las nupcias y pagar todo lo que tuviera
que pagar. Había accedido a repartir la deshonra y el precio sería muy alto.
Massimo reunió las fuerzas para decirle a su padre que no se casaría con
Porzia, porgue ya estaba enamorado. Pero en cuanto su padre oyó el nombre
de «esa puta» —así es como la llamó—, él no se atrevió a decirle la verdad.
Cuando encontraron el cuerpo de Massimo en el suelo, entre el lecho y
el aseo, con la boca abierta y con restos de los preparados venenosos de
Beatrice entre los dientes, ella entendió que lo había hecho por debilidad:
Massimo se había quitado la vida porque no había podido pronunciar ese
nombre. Más que el matrimonio, lo había matado la vergüenza de sí mismo.
Beatrice, que desde aquella famosa tarde tuvo que permanecer
encerrada en su estancia a pan y agua, fue acusada de la muerte de su
hermano. La acusaron de envidiar a su hermano y de haberlo matado por
celos. Eso es lo que el padre gritaba, mientras la madre permanecía en
silencio. El convento no bastaba, su hija estaba loca. La encerraría con otros
como ella.
Beatrice pensaba que podría soportar el convento, de hecho, lo estaba
casi deseando. Pero, cuando se dio cuenta de que su destino era un
manicomio, decidió que para ella también lo mejor era la muerte.
Con un candelabro encendido, prendió fuego a su lecho, luego hizo lo
mismo con las cortinas y los armarios. Su estancia se convirtió rápidamente
en un infierno de humo y llamas. Cuando alguien del servicio abrió la
puerta, una llamarada lo rodeó y el fuego se propagó a toda velocidad por la
casa.
Beatrice, a pesar de estar convencida de querer morir, se acercó a la
ventana aspirando bocanadas de aire. Se asomó y, por un instante, pensó
que lanzarse al vacío sería mejor que morir quemada. Miró el muro exterior
del edificio y entendió cómo Massimo había conseguido huir por la
ventana. Había descendido por aquella pared como si fuera una araña.
Podía conseguirlo. Incluso ella podía hacerlo. Antes había llevado sus
ropas, ahora podía reseguir sus pasos.

***
Cuando puso los pies en el suelo, toda la casa ya estaba ardiendo. El
fuego había alcanzado todas las estancias y las llamas salían por las
ventanas como largas lenguas de fuego que buscaran más víctimas.
Por un momento le pareció escuchar los gritos de su madre. Pero solo
fue un instante. Echó a correr de aquel lugar y de aquel dolor lo más rápido
que pudo.
PALABRAS DE DESPEDIDA

Aquileia sabía que solicitar aquel trabajo de colorista era arriesgado, pero
cuando entró en el iglesia de Serra, donde se llevaban a cabo los trabajos de
reforma, y olió la pintura fresca, no pudo resistirse. Después de todos
aquellos años, la oportunidad de dedicarse a ese gran fresco le había hecho
olvidar la prudencia y la mesura en las decisiones que solían caracterizarla.
Aquileia era una artista y allí estaba ahora, a pesar de todo lo que había
sufrido. Al entrar en aquella iglesia, entre los andamios de madera, las
mezclas de colores y los cabos de las velas que iluminaban el progreso de
los trabajos, lo había visto muy claro. No había nada en el mundo
comparable a esa embriagadora sensación de vértigo, se sentía imbatible.
Ese estado era difícil de manejar, podía tocar el cielo: le gustaba estar en un
andamio, suspendida a una gran distancia del suelo creando un mundo
donde ella era la protagonista. Cuando el maestro Mattia Corso Trevisan
aceptó hacerle una prueba —convencido de que aquella mujer del pueblo
iba a hacerle perder el tiempo—, Aquileia demostró que no solo era una
excelente colorista: la forma en la que sostenía el pincel, la mano con la que
extendía el color y el ojo acostumbrado a reconocer cómo tenía que caer la
luz, dejaron claro a todos y, en especial a un maestro experimentado, que
tenían ante ellos a alguien especial. En aquella muchacha de campo se
escondía un gran talento y, además, con falda. Era lo más extraño del
mundo. Trevisan le ofreció el trabajo solo para ver con sus propios ojos
hasta dónde podía llegar. Únicamente recordaba otra mujer que hubiera
demostrado aquella misma maestría, aunque le había perdido el rastro, y
ahora pesaba sobre ella una orden de busca y captura.
Cuando obtuvo el trabajo, Aquileia supo que no podía compartir aquella
felicidad con nadie de la casa y, mucho menos con Tebe, que no solo le
hubiera impedido continuar, sino que, además, le hubiera recordado, como
si fuera necesario, que su pasado estaba ahí, dispuesto a pedirle la
devolución del botín. Su vida.
Por tanto se vio obligada a trabajar a escondidas y, cuando las Ciudades
Perdidas tenían que ir a Serra, ella siempre se unía al grupo con alguna
excusa.
La atención de las habitantes de la casa estaba tan centrada en la
pequeña Ade y en cuánto estaba cambiando su vida, que nadie le hacía caso
a ella y a sus extrañas desapariciones diurnas. Todas la consideraban una
persona amable y el hecho de que se uniera a ellas para ayudarlas en sus
encargos en Serra no había levantado ninguna sospecha. Aquileia la dócil,
Aquileia la cándida. Además, ella siempre había sido la más sensata y
tranquila de la casa, la que nunca había dado ningún problema. Alguien de
absoluta confianza. A menudo se repetía que no estaba haciendo nada malo.
En la iglesia solo había artistas que deseaban dejar huella, no representaban
ningún peligro para ella o para las otras, no había ningún cazador de brujas
ni fanático soldado de Dios. Aquello que sucedía fuera no les interesaba,
allí dentro, con esos muros tan gruesos, no se oía nada. Ese era un lugar
sagrado y consagrado al arte.
Lo más seguro era que su historia ya la hubieran olvidado y, si alguno la
recordaba, el rumor no habría llegado a ese pueblo perdido en la campiña
romana.
No obstante, lo que no sabía Aquileia era que el mundo, ese del que
todas habían huido, no perdona a quien no se doblega ante él, y la afrenta
que ella representaba no iba a olvidarse.
El rostro de una mujer la había traicionado, una santa mártir, santa
Catalina de Alejandría. Donde tenía que haber éxtasis y resignación al
martirio, Aquileia había pintado una mirada feroz. Una mirada fuerte que
no pedía perdón por existir. Aquella mirada que, en su anterior vida, era
considerada su sello distintivo.

***
La noticia de la captura de una de las protegidas de Tebe llegó junto a la
del secuestro del hermano de la muchacha de Torre Rossa que estaban
buscando. Ahora los benandanti se sentían muy cerca de la victoria final, y
Cesare quiso informar a su capitán de aquella buena nueva, buscando con
ello recuperar la fe perdida después de la noche de fuego.
Había permanecido en el exterior junto a toda la Compañía, hasta las
primeras luces del alba, intentando sofocar las llamas y restaurar el orden en
la ciudad. Se sentía culpable, no solo por haber abandonado el puesto de
guardia junto al libro —el puesto de mayor responsabilidad durante la fiesta
—, sino también por haber dañado, con su comportamiento desconsiderado,
la imagen de la Compañía a ojos de los habitantes de Serra y del obispo.
Esperaba que su empeño nocturno y la noticia de aquella captura pudieran
redimirlo.
Llegó corriendo hasta la entrada de la casa de los Montesi, pero la
encontró inusualmente cerrada. Puso la oreja sobre la madera y entrecerró
los ojos. Se concentró en buscar algún ruido o respiración que pudiera oír al
otro lado de la puerta. No quería que Sante se enfadara si la echaba al suelo
de repente, pero aquel silencio no presagiaba nada bueno. Golpeó la madera
para anunciar su presencia. No estaba acostumbrado a aquellas finuras, pero
esa extraña quietud lo obligó a actuar con prudencia. Cuando estaba a punto
de irse, convencido de que Sante y su familia no estaban dentro, Anna abrió
la puerta. Tenía la mirada opaca y estaba lívida, como si no hubiera pegado
ojo en toda la noche. Permaneció inmóvil unos instantes sin mediar palabra,
como si no lo reconociera. En un principio pensó que se debía a que el amor
que ella sentía por él estaba resentido por su relación con Porzia, sabía que
le debía una explicación; pero la mirada ausente y los brazos caídos e
inertes le parecían, incluso a él, acostumbrado a ser el centro de todo, una
reacción excesiva. Había algo más detrás de aquel dolor, algo que
permanecía protegido entre esos muros.
—Buenos días, Anna, ¿puedo pasar? Tengo algo importante que
comunicarle a vuestro pa… —Sin dejarlo acabar de hablar, ella se dio la
vuelta y se dirigió hacia la estancia de sus padres.
Cesare se quedó sorprendido en el umbral, dio unos pasos y avanzó
hacia la chimenea. Echó una rápida ojeada a la estancia de Pietro,
convencido de que su compañero habría aprovechado su ausencia para
volver al lecho. La estancia estaba vacía y las sábanas perfectamente
dobladas. También los dos de Anna y María, que estaban contra la pared de
la cocina, estaban impolutos. Toda la familia se había reunido en la estancia
de los padres, en torno a la cama matrimonial, donde se encontraba Agnese,
envuelta en un baño de sudor frío. Sante estaba de rodillas a un lado del
lecho. Le daba la mano y rezaba en voz baja sin parar. Anna y María
estaban al otro lado, de pie y con la mirada fija en su madre. De vez en
cuando, Anna le ponía bien la almohada bajo la cabeza y le secaba el sudor,
pero a Agnese no parecía serle de gran ayuda. Pietro estaba a los pies,
alejado de los demás. Entre las manos sostenía nerviosamente un cazo vacío
sin saber qué hacer con él.
Eran la viva imagen del dolor y la desesperación.
Cesare se puso al lado de Anna, y le bastó una mirada para saber que
Agnese no vería el sol del mediodía. Su respiración era casi imperceptible y
sus ojos parecían perdidos en alguna parte, por encima de los rostros de sus
seres queridos. Solo su piel mantenía todavía un tono rosáceo, creando la
ilusión de una posible recuperación.
Pietro casi no se dio cuenta de la entrada de Cesare y tampoco Sante le
prestó mucha atención. Sus miradas estaban centradas en los mínimos
movimientos del rostro de Agnese. Esa mujer tenía un alma guerrera: se
resistía como si tuviera una última misión que cumplir antes de abandonarse
a la paz eterna.
Cuando Sante observó un débil temblor en las manos, se acercó al rostro
de su esposa. Entonces, como si fuera un milagro, ella lo miró, le sonrió y le
acarició la mejilla.
—Estoy lista. Pero antes tengo que hablar contigo, amor mío —dijo,
como si hubiera recobrado la energía. Y, sin apartar los ojos de su esposo,
añadió—: El Señor me concede la fuerza y yo tengo que encontrar el valor.
Quisiera estar a solas contigo, será más fácil.
Sante se volvió hacia sus hijos e hizo un gesto nervioso para que se
fueran, para no perder tiempo:
—Marchaos, salid rápido. Haced como dice vuestra madre.
Su tono no permitía discusión alguna. Anna fue la primera en besar a su
madre y salir, con los ojos otra vez llenos de lágrimas. Luego María le
susurró algo al oído y la besó suavemente en la frente. Cesare tomó sus
manos y se despidió respetuosamente. El último en acercarse al cabecero
fue Pietro, se agachó para ver si la fiebre había disminuido; después cogió
un paño mojado de la jofaina, lo escurrió y se lo puso en la frente. Agnese
lo miró con ternura. Su hijo no se rendía, ni ante el final más inminente. Le
sujetó la mano y se quitó la tela mojada de la frente.
—Ya no me hace falta —le dijo.
Pietro la miró, tembloroso. Ella le hizo un gesto para que se acercara y
lo abrazó como si fuera un niño pequeño.
—Puedes irte, Pietro.
Cuando estuvieron solos, Sante cerró la puerta y volvió al lado de su
esposa, que ahora se había recostado un poco.
La sala estaba iluminada solo por la luz de un par de velas, aunque
podían verse los rayos de sol que se filtraban entre los postigos de la
ventana y caían sobre los pocos muebles de la estancia. Un baúl, una silla y
una mesa con la jofaina. Las manos de Agnese habían embellecido con
tejidos y amor, lo poco que tenían.
—Ya es de día… Abre la ventana. Quiero ver el sol —le dijo Agnese.
—No sé si es prudente hacerlo en tus condiciones. El aire es muy
fresco… —respondió él enseguida.
Agnese le lanzó una mirada inequívoca y Sante abrió los postigos. En
un instante la luz inundó la estancia. Incluso sus rasgos se iluminaron. Era
feliz.
—¿Cómo estás? ¿Estás mejor? ¿Llamo al médico? —preguntó Sante,
fingiendo que no había entendido que su esposa se estaba preparando para
dejar este mundo.
—Ahora tengo todo lo que deseo. Ven, tenemos que hablar.
—Te escucho —dijo, sentándose otra vez en la pequeña silla al lado del
lecho.
—No me queda mucho tiempo ya, seguramente no llegaré al final del
día…
—No digas eso.
—Sante, no me interrumpas. Déjame acabar, por favor. No es fácil y
tengo que decírtelo antes de morir. No puedo llevarme este secreto al más
allá y saber que estarás aquí solo, luchando en una guerra basada en una
mentira.
Sante no entendía nada, quizás su esposa desvariaba, aunque su mirada
no parecía perturbada. Trató de permanecer calmado, dispuesto a escuchar
lo que Agnese tuviera que decirle.
—Cuando Pietro nació, fui la mujer más feliz del mundo. Aquel niño
era la prueba de que nuestro amor sería para siempre, más allá del horizonte
finito de nuestra vida terrenal. Lo alimenté como si fuese mi único objetivo
en la vida, era madre y me bastaba. Cuando me di cuenta de que con mi
leche no crecía, se lo llevé a una nodriza fuera de la ciudad. No quería que
pensaras que no era capaz de criar a nuestro hijo. Al principio mejoró,
parecía que la leche de aquella mujer le hacía bien. Pietro aumentaba de
peso, pero no lo suficiente como para poder sobrevivir al frío y a las
enfermedades que estaban matando a muchos niños en Serra. Un día, la
nodriza dijo que había algo que no acababa de funcionar: era extraño que su
leche no lo ayudase a crecer, no le había sucedido nunca. Le dije que había
nacido con el velo, que estaba bendecido por el destino y que nunca podría
sucederle nada malo. Cuando se lo dije, la nodriza se lo retiró del pecho y
dijo: «Quien nace con el velo puede ser santo o demonio».
Desde ese día se negó a amamantarlo. Pasaban los días y Pietro se
debilitaba. Estaba desesperada. No quería ver morir a nuestro hijo y,
entonces, hice algo que, después de todo este tiempo, volvería a hacer sin
pensármelo dos veces, sin ninguna duda. Puesto que Dios y la divina
providencia no querían ayudarme, fui a buscar ayuda a otra parte…
Sante se puso de pie al oír estas palabras. No podía creer lo que su
esposa le estaba diciendo.
—Agnese, no entiendo por qué me estás explicando todo esto ahora,
quizás te ha subido la fiebre y estás desvariando, no pienso escuchar nada
más. Estás cansada, tienes que reposar.
Agnese alargó el brazo y tomó la mano de su esposo para tranquilizarlo.
—Sante, tendré tiempo para reposar cuando haya acabado de hablar. No
me niegues este último deseo. Considéralo una confesión en el lecho de
muerte. Es muy importante para mí.
—No lo quiero saber —dijo en un tono que, en otro momento, hubiera
sonado brusco o violento, pero que en ese instante parecía rogarle que no
siguiera hablando.
—Dios no respondió a mis plegarias, cada día rezaba un rosario entero
para él. Pensé en las palabras de la nodriza y decidí hacerlo. Vendí mi alma
al diablo. Yo soy la bruja, Sante. Yo soy la que ha hechizado a nuestro hijo,
la culpable del agua hirviendo en su bautismo. Yo soy la bruja que
atormenta tus sueños desde ese día. Y lo volvería a hacer, lo volvería a
hacer porque de este modo he salvado la vida a nuestro hijo. Tenía la
certeza de que, de alguna forma, tú, al menos, llegarías a salvar su alma. Yo
estoy condenada, pero me siento feliz.
Sante permaneció inmóvil, con los ojos fijos en el rostro sereno de su
esposa. Una avalancha de preguntas apartó el dolor y lo sustituyó por la
rabia. ¿Cómo había sido capaz de mentirle de ese modo? ¿Y cómo era
posible que no hubiera sabido que había sido el esposo de una bruja todos
esos años?
Apartó de su mente todos aquellos pensamientos y lo que acababa de
escuchar. Si aquello era cierto tendría que renegar de todos sus principios.
—Estás delirando, Agnese —dijo en tono severo—. Es la fiebre. Estás
débil… Siempre has sido débil.
Agnese vio en los ojos del único hombre que había amado una
expresión glacial. El esposo se estaba defendiendo, y lo hacía de la única
forma que sabía. Renegaba de ella. Sus palabras no eran de fiar: eran las de
una mujer.
Sante no podía creer que esas fueran las últimas palabras que le dirigía a
su esposa. Eran palabras más duras que las piedras, como si fueran
arrojadas para sepultarla en el suelo. Palabras que autorizaban, de una vez
por todas, también dentro de los muros de esa casa, a quién se le permitía
contar o protagonizar la historia, de quién sería la única versión de lo que
había sucedido. Unos hacían la historia y otros se limitaban a ser testigos de
ella, según las reglas dictadas por alguien ajeno a ellos.
Unas horas más tarde, frente a aquel cuerpo lívido y frío, Sante todavía
no había encontrado la paz.

***
Toda Serra asistió al funeral. Se reunieron dentro de la iglesia recién
restaurada y, por una mañana, abandonaron sus ocupaciones. Ningún taller
o tienda abrió sus puertas y ningún aspa de molino se movió un ápice. No
había nada más importante que mostrar el dolor por la muerte de Agnese y
conceder al luto y al dolor algunas horas de inactividad. Ese lúe el tributo
simbólico de la ciudad a aquella gran pérdida. Algunos animales podían
enfermar, algunas plantas secarse y para algunos, diligentes o
desafortunados, podía llegar a perderse toda la cosecha por abandono, pero
renunciar a un poco de su riqueza era la única forma que tenían de
devolverle a Sante todo lo que había hecho por ellos y que seguiría
haciendo. Todos querían demostrarle que estaban dispuestos a perder algo
con tal de estar presentes en el funeral. Incluso monseñor Tosco y Giovanni
Savelli dejaron de lado el resentimiento por la pérdida del libro y aplazaron
para otro día las repercusiones que ese hecho pudiera tener.
El cuerpo de Agnese estaba envuelto en un sudario claro y limpio. Sante
se aseguró de que se usara para ello el tejido más suave de su taller.
—A Agnese le gusta cuando la tela le acaricia la piel —dijo, como si su
esposa todavía estuviera a su lado.
Anna y María se ocuparon de lavarla y vestirla, mientras tanto, Pietro
fue a localizar el mejor lugar para la sepultura. Después de una larga
búsqueda escogió un espacio protegido por un gran roble, en el margen
oriental del cementerio de Serra. Allí daba el sol todo el día y calentaba la
tierra. A su madre le gustaba el calor, estaba seguro de que hubiera
aprobado su elección.
Durante el funeral, Sante no medió palabra. No rezó ni lloró, y no quiso
tomar la comunión. Unos interpretaron su comportamiento como una forma
de postergar el momento de su despedida, de su adiós eterno. Otros, en
cambio, pensaron que el sufrimiento era tan grande que le impedía
acercarse a Dios. Hubo algunos, como monseñor Tosco, que se dieron
cuenta de que Sante rechazaba el sacramento. No sabía muy bien por qué,
pensó que quizás Sante se estaba infligiendo un castigo por su propio
fracaso, una penitencia simbólica pero muy importante. No quería permitir
que ni él ni su esposa hallaran el consuelo del eterno reposo en los brazos
del Señor. Por un momento, Tosco sintió pena por aquel hombre tan
disciplinado con su fe: luego recordó que deberían haber comunicado a
Oreggi el robo del libro y muy pronto volvió a pensar en su venganza.
Sante, por su parte, se negaba a admitir que las últimas palabras de su
esposa lo habían perturbado. Quería olvidar aquella confesión con todas sus
fuerzas, pero seguía resonando en su cabeza desde hacía muchas horas. Si
su esposa se había entregado al maligno, no tenía derecho a entrar en el
reino de Dios.

***
Pietro sentía la necesidad de permanecer lúcido: su padre parecía
destrozado, sus hermanas casi ya no tenían lágrimas de tanto llorar. A él se
le pedía permanecer sereno. Tenía que estar preparado para apoyar a toda su
familia si se diera el caso. Además, era el único que podía ver la muerte con
otros ojos, como si fuera el final de un ciclo natural de la vida: doloroso, a
veces injusto, pero inevitable. Era el único que podía responder
simplemente esperando que la ciencia, la medicina, pudiera algún día
descubrir de qué había muerto su madre para poder salvar otras vidas. Lo
único que no había visto en esa muerte era algo sobrenatural ni demoníaco.
Y lo consiguió: permaneció fiel a sus principios, a aquellos estudios que
había compartido con su madre, a lo que creía justo. Más tarde, cuando la
primera pala de tierra cayó en la fosa, sobre la vestimenta de la mujer que lo
había traído al mundo, comenzó a llorar de formar liberadora y, cuando su
hermana María se acercó para decirle que Agnese se encontraba en un lugar
mejor, mirándolo con ternura, él decidió creerla.
EN LAS MAZMORRAS

—Estos son tiempos despiadados, tiempos que no conceden espacio ni para


el luto —comentaba Filippo a Nicola, mientras bajaban las empinadas
escaleras de las mazmorras. Hacía muy poco que había acabado el funeral y
Filippo pidió si podían acompañarlo a ver a la mujer y al niño que habían
capturado y encarcelado.
Estaban encerrados juntos en la misma celda que Fortunata y todavía
conservaba las señales de su breve estancia: un poco de sangre coagulada
en la gruesa cadena con la que la habían atado al muro, un diente roto en el
suelo y un trozo de pan lleno de moho. Filippo pensó que si aquella celda
ya era pequeña para una persona debía ser horrible compartirla con otra.
Aquileia estaba agazapada en el único ángulo seco de la celda, el único
que misteriosamente permanecía libre de humedad y moho. Valente estaba
entre sus brazos. Casi oculto entre su ropa. Temblaba de frío y ella trataba
de darle calor con un fuerte abrazo. No se atrevía a admitir que casi se
sentía feliz de que Valente hubiera sido capturado. Sabía que era un
pensamiento mezquino y cruel, pero estaba segura de que hubiera sido
terrible enfrentarse sola a aquella prisión. Con Valente entre sus brazos
sentía que tenía un objetivo, un motivo para no morirse de miedo. Tenía que
ser fuerte por él.
—No puedo dormir…
La voz de Valente la sacó de sus pensamientos, y dirigió la mirada hacia
aquel bulto acurrucado en su regazo. Tomó su rostro entre las manos y le
regaló una sonrisa tranquilizadora.
—¿Sabes que cuando duermes el tiempo pasa más rápido?
—¿Como si fuera magia?
—Sí, como si fuera magia. Si ahora cierras los ojos y piensas en algo
bello, cuando te despiertes quizás ya no estemos aquí.
—¿Pero por qué estoy aquí? Tengo hambre y frío.
—Ya verás como todo se arregla pronto —dijo, abrazándolo fuerte. Las
mentiras parecen más ciertas si se acompañan con un abrazo.
—¿Ade vendrá a buscarme? —preguntó con timidez.
—Sí, claro. Vendrán todas —respondió Aquileia, tranquila.
En ese momento, la mirilla de hierro de la puerta se abrió de golpe y un
par de ojos que parecían más asustados que los suyos se asomaron al marco
rectangular.
Aquileia se encogió más contra la pared de piedra fría con la intención
inútil de poner más distancia entre ella y aquellos ojos que la escrutaban.
Valente levantó la cabeza y permaneció alerta. El corazón de Aquileia
empezó a latir cada vez con más fuerza, incluso Valente podía oírlo.
—No tengáis miedo —dijo una voz—. Soy Filippo, el padre Filippo. He
venido a ver cómo estáis.
Ella se levantó de repente, dejó a Valente junto al muro y corrió hacia la
puerta.
—¡Padre, ayúdenos! Os lo ruego. Hay un niño aquí. Tiene frío y
hambre. No aguantará mucho tiempo. No hemos hecho nada. Sáquenos de
aquí.
—Calmaos, hermana. ¿Cómo os llamáis?
—Soy Aquileia, Aquileia del bosque… y él es Valente. No tiene ni doce
años. No puede estar aquí dentro.
—Habéis sido acusada de colaborar con la mujer que le dio un ungüento
misterioso a Fortunata y de esconder a la joven bruja que todos andan
buscando. Si sabéis alguna cosa, hablad y salvareis vuestra vida, Aquileia.
—No sé de qué estáis hablando, padre —dijo Aquileia para desviar la
atención.
—A ellos solo les interesa la muchacha y el libro robado. No les
interesa lo que hacéis o lo que hayáis hecho en vuestra vida pasada. Dadles
lo que quieren y todo se habrá terminado. Os prometo que la muchacha será
conducida ante la Inquisición de Roma, con un juicio honesto y con
abogados para defenderla. No permitiré que tenga lugar en Serra.
—Conozco bien los juicios en Roma, padre. No es precisamente justicia
lo que se puede encontrar en ellos. El reloj de la Inquisición no marca nunca
la hora de la libertad. Lo he vivido en carne propia —dijo Aquileia,
apretando las manos dentro de los guantes negros que ocultaban las señales
del pasado.
—¿Ya sabéis lo que os espera, pues? —preguntó Filippo, que había
visto que tenía delante a una mujer culta y llena de determinación.
—Yo sé lo que me espera y estoy preparada. Pero el niño no. Valente no
merece todo esto. Tenéis que hacer algo por él. Veo en vuestra mirada
bondad y amabilidad. Sois diferente a los demás. Os lo ruego,
demostrádmelo…
—Veré qué puedo hacer. ¿Necesitáis algo por ahora? ¿Un poco de agua?
—Aquí ya hay demasiada agua… Sería más útil una manta.
—No será fácil.
Aquileia bajó la mirada y se le escapó una sonrisa resignada.
—No será más difícil que salir viva de aquí… —dijo en voz baja, pero
Filippo la oyó y se prometió que haría todo lo posible por asegurarle un
juicio justo. Aunque le supusiera la excomunión.

***
En cuanto entraron en casa, Ade corrió hacia la biblioteca para acceder
desde allí a la sala de las maravillas. Mientras la puerta secreta se abría
lentamente, no podía parar quieta y la empujaba, nerviosa, pero el
mecanismo de apertura no permitía ninguna interferencia.
Cuando se abrió, entró en desbandada, llevándose por delante varias
sillas, unas velas y algún que otro objeto de los estantes. Detrás la seguían
apresuradas Tebe, Leptis y Persepolis.
—¿Qué estás haciendo? —le gritó Tebe, tratando de detenerla.
Ade, sin responder, se subió a un pequeño taburete de madera y, de
puntillas, intentó alcanzar el objetivo de su precipitada entrada. Descolgó
del muro una hermosa ballesta y una aljaba llena de flechas.
—La honda no bastará para ir a buscar a mi hermano y a Aquileia.
Janara puede enseñarme cómo funciona. Lo aprenderé rápido —dijo,
bajando del taburete y colgándose la ballesta a la espalda.
Les llevó todo un día que desistiera, la encerraron en su estancia hasta
que perdió la voz de tanto gritar. Luego Tebe entró con un tazón de leche
caliente para que se recuperase. Ade la miraba fijamente sin hablar. Tenía
los ojos enrojecidos, hinchados y secos: parecía que no había cerrado los
párpados durante horas. Estaba sentada en el suelo, mirando hacia la
ventana enrejada. ¿Cómo había podido abandonar así a su hermano? No se
lo perdonaría nunca. Había prometido a su abuela Antalia que lo protegería
y lo defendería siempre; que nunca se separaría de él y, en cambio, en
cuanto vio el peligro, huyó. ¿Qué clase de hermana era? Ella tendría que
ocupar el sitio de Valente. Era a ella a quien buscaban. Se entregaría, sí, eso
es lo que haría. En cuanto las Ciudades Perdidas dejaran de vigilarla, se iría
a Serra a entregar su vida a cambio de la su hermano.
—Sé lo que quieres hacer, Ade —dijo Tebe mientras se agachaba para
darle la leche caliente.
Ade ni tan siquiera la miró.
—Yo también he tenido que dejar a alguien muy importante, alguien
que era mi propia vida —continuó Tebe—. Tengo hijos, Ade. Hijos a los
que no veo desde hace años y que nunca volveré a ver; seguramente no
saben ni que existo. Los tuve que abandonar, no había otra opción. Ni para
ellos ni para mí.
—Yo no abandonaré a mi hermano. No podéis encerrarme aquí para
siempre. Y, si pensáis hacerlo, encontraré el modo de escapar.
—Nadie quiere encerrarte, Ade. Nosotras también queremos salvar a
Valente. Y a Aquileia… Estoy segura de que están juntos.
Al escuchar esas palabras, Ade, al fin, se dio la vuelta y miró a Tebe.
—¿Cuándo iremos a buscarlos?
—Tenemos que pensar un plan y esperar el momento preciso.
Ade se puso de pie hecha una furia.
—¡No lo entendéis! ¡No tenemos tiempo! ¡No tenemos tiempo! Valente
no es un muchacho como los demás… no lo entendéis… ¡él es especial! —
gritó con todas sus fuerzas, y las palabras se le ahogaron en la boca.
—Lo sé, Ade, y es por eso que no podemos arriesgarnos a que todo
vaya mal.
—¿Lo sabéis?
—Sí, lo sé. Yo he hecho las reglas, Ade… Y no podéis desobedecerlas
nunca, ni una sola vez. Tienes que tranquilizarle. Aquí estáis seguros. Aquí,
tú y Valente podéis ser quienes queráis ser.
—Por lo tanto, sabéis lo importante que es ir a buscarlo antes de que
alguien lo descubra. Él está en peligro más que nosotros, le harán daño.
—Ade, te prometo que lo salvaremos. En este momento Janara está
intentando descifrar el libro. Es muy importante: podría ser la clave de todo,
incluida la liberación de Valente. Poro tú tienes que ayudarnos, solas no lo
conseguiremos.
—Estoy lista para hacerlo, ahora mismo —dijo Ade con determinación.
—Antes tienes que recuperar fuerzas, bébete la leche y descansa. Esta
noche empezamos con el plan para liberarlos.

***
Janara sacó el libro de la bolsa y lo puso delicadamente sobre el
escritorio de su estancia. Acercó una vela con cuidado, para no mancharlo
con cera.
No se equivocó la primera vez que lo vio: no había nada escrito en la
cubierta. La observó bien, buscando cualquier señal o trazo que pudiera
tener. Nada, era lisa y perfecta, como si nadie lo hubiera tocado jamás.
Estaba impaciente por abrirlo, sus manos temblaban con solo pensarlo.
¿Estaba realmente ante el Libro de los Reinos? ¿El valioso libro que
revelaba la elegida e indicaría el camino hacia la victoria? Sabía que solo
aquel que fuera digno podría conocer esos secretos, pero ella confiaba en
que era una de las pocas que podía hacerlo. El nogal se lo había vaticinado:
«Tú serás la profeta del nuevo comienzo, tú serás el principio de todo». Se
lo había susurrado al oído al volver de sus largos años de guerra. Desde ese
momento había estado buscando el libro que ahora tenía ante sus ojos.
Desató con cuidado el cordón de cuero que lo cerraba y lo hizo girar varias
veces en tomo al libro.
Puso la mano derecha encima del borde superior y cerró los ojos.
Escuchó durante un instante qué le decía el libro. Una fuerte energía le
recorrió todo el cuerpo: sintió cómo sus manos se calentaban hasta arder, su
herida en la espalda se inflamó y Janara se dobló al percibir el dolor. Apartó
la mano de la cubierta y dio un paso atrás, atemorizada, parecía que de
repente iba a salir algo de aquellas páginas.
No sucedió nada. El libro permanecía cerrado en su sitio. Janara se
calmó y volvió a acercarse, esta vez decidida a no asustarse. Aquel libro era
su única esperanza para encontrar vivos a Aquileia y a Valente. Si ahí
dentro estuviera el secreto para reconocer a la elegida, todas estarían a salvo
y podrían luchar contra cualquier enemigo.
Cogió el borde de la cubierta rígida y, sin pensárselo dos veces, intentó
abrirlo. Primero lo hizo poco a poco, como si se necesitara una fuerza
sobrenatural para hacerlo, luego, visto que el libro no oponía resistencia, lo
abrió del todo.
En la primera página no había nada escrito: estaba completamente en
blanco, inmaculada, sin ninguna marca de uso ni del paso del tiempo. Era
como si aquella fuera la primera vez que alguien lo abría, como si hubiera
estado todo ese tiempo esperando a sus sabias manos.
Se armó de valor y ojeó el libro, pasando las páginas en busca de algún
indicio. Pero todas la páginas estaban en blanco, vacías. Un libro enorme
sin nada escrito. Un montón de folios blancos, listos para que la tinta
penetrara en ellos. Cuando revisó hasta la última página, y comprobó que,
efectivamente, no había nada, Janara lo cerró. Enseguida comprendió que
ese no era el Libro de los reinos y que por fin sabía qué tenía que hacer. Se
trataba de un libro no menos mágico e importante que el que estaban
buscando, pero que no las ayudaría en absoluto a resolver la situación.
Tenía que hablar inmediatamente con Tebe.
La encontró en el salón, junto a Leptis, Segesta y Persepolis. Ante ellas
había una gran hoja de papel, que Janara reconoció inmediatamente como
un plano de Serra.
—Estas son las prisiones, están cerca del molino —estaba diciendo
Leptis cuando Janara entró.
Febe la vio y le hizo una señal para que se acercara. Estaba impaciente
por conocer los secretos del libro y saber si su búsqueda ya había
terminado.
—Tengo malas noticias —dijo Janara.
—No has podido abrirlo… —repuso Tebe.
—No, al contrario. Lo he abierto sin problema, pero no es el Libro de
los reinos. No es el libro que estamos buscando.
—¿Cómo puedes estar segura? —preguntó Leptis.
—Lo sé porque es otro libro. Este es un libro muy potente, su leyenda
se remonta a muchos siglos atrás. Lo llaman el Libro del olvido y, si acaba
en las manos equivocadas, puede causar mucho daño.
—Explícate mejor, Janara… —pidió Tebe.
—Cuentan que su poder aparece en el inicio de los tiempos, cuando el
reino de los vivos y el de los muertos se dividieron para siempre. Este libro
se creó para asegurarse de que las almas destinadas al averno emprendiesen
su viaje sin ningún arrepentimiento y ha experimentado decenas de
transformaciones antes de tener este aspecto.
»La leyenda explica que el alma del difunto debe ser llamada ante las
páginas blancas de este libro tres días después de su muerte. En cuanto llega
el alma, las páginas empiezan a llenarse de palabras, dibujos e imágenes
que representan la vida culera del fallecido. Cuando se lee cada una de las
frases, el difunto revive durante un momento su vida, las alegrías y las
penas. Luego, tan pronto los ojos se sitúan en la frase siguiente, la anterior
se borra y así desaparece de la mente del difunto, como si nunca hubiera
sucedido. Y hasta el final. Cuando el alma haya revivido toda su vida, en
ese momento ya la habrá olvidado y podrá encaminarse sin arrepentimiento
hacia el averno. La extensión del libro depende de la vida que haya tenido
el fallecido. Si la existencia del difunto ha sido larga y llena de aventuras, el
libro tendrá centenares de páginas, en cambio, si ha sido corta, será un libro
breve y ligero.
Tebe y las otras permanecieron en silencio junto a Janara. Después del
desconcierto inicial comenzaron a entender que todo aquello que habían
hecho, el enorme riesgo que habían corrido y la pérdida de Aquileia y
Valente no había servido de nada.
Ade, que había entrado en la estancia, puso voz al pensamiento de
todas:
—Por lo tanto, no nos ayudará a liberar a mi hermano, ¿verdad?
—No, Ade. No nos ayudará a liberar a tu hermano, pero es mejor que
esté en nuestras manos y no en las suyas. Este libro puede convertirse en un
arma devastadora si se usa de la forma equivocada.
Ade, sin prestar atención al final de la frase, se acercó al mapa de Serra.
Leptis y Persepolis le hicieron un hueco. Ade las miró fijamente, luego se
volvió hacia Tebe.
—Necesitamos un plan. Yo estoy lista.
EL JUICIO

—La obligaron a poner las manos en posición de rezo. Le bloquearon las


muñecas de modo que no pudiese liberarse y, por último, empezaron a
pasarle cuerdas entre los dedos. Se llama Tortura de la Sibila, eminencia. En
Roma suelen utilizarlo.
La voz del maestro Mattia Corso Trevisan resonaba, potente y
amenazadora, en el silencio de la residencia episcopal, transformada
rápidamente en un tribunal para celebrar el primer juicio por brujería en
Serra. No habían pasado más de dos días desde la captura de Aquileia y
Valente y lo único que Filippo había podido conseguir habías sido la
promesa de un juicio justo, evitando otra ejecución precipitada, la segunda
después de la de Fortunata, que atormentaría para siempre su conciencia. Al
menos un juicio justo.
El acusador principal, además de autor de la rocambolesca captura de la
imputada, era el maestro Trevisan, que, tras haber reconocido en Aquileia a
la famosa Lucrezia Gentili, hija del pintor Ottavio Gentili, cuyo rastro
habían perdido hacía al menos diez años, había denunciado la tóxica
presencia entre las filas de sus ayudantes y, la noche del baile, la entretuvo,
convencido de que era la bruja que todos estaban buscando.
—Cuando le ordené al guardia que empezara a girar la mordaza, las
cuerdas se encajaron entre los dedos y, cuanto más la giraba, más tiraban y
apretaban las cuerdas. Se oía crujir los huesos de aquellas delicadas manos,
mientras la cuerda cortaba la carne y la sangre empezaba a brotar. Ni un
grito de dolor de aquella boca. Lucrezia Gentili estaba quieta, se miraba las
manos, sin alterarse, sin confesar. Si esa no es una señal del diablo, no sé
qué podría serlo. Al final de la tortura, le rompieron los pulgares con las
tenazas para obligarla a admitir su crimen.
Mientras el maestro Trevisan contaba la terrible tortura que sufrió
Aquileia sin pasar por alto ningún detalle, ella se miraba los pulgares
cubiertos por los espesos guantes de piel negra, y aquella dolorosa punzada
—como si una gruesa aguja se le clavara bajo la piel— volvió a atravesarla.
De ese día parecían haber pasado un puñado de minutos, no diez años.
Al final de su testimonio, el maestro Trevisan comprobó que tenía toda
la atención de los presentes; no solo de los dos jueces imparciales, Tosco y
Savelli, sino también la de todas las personas apretujadas en la sala pública.
Parecía que los habitantes de Serra habían abandonado sus ocupaciones
para participar en aquel juicio. Mientras, en la calle, los que habían quedado
fuera del palacio de episcopal vociferaban y preguntaban si había
novedades. Nicola y Benedetto habían tenido que renunciar a asistir a la
vista para controlar que entre los empujones no se desencadenasen
disturbios.
La noticia del juicio se había propagado rápidamente por los callejones
de la ciudad y quedó confirmada por el anuncio público que había ofrecido
el pregonero de Tosco en la plaza. Dado que no sería un juicio abierto, los
ciudadanos de Serra no podían esperar ser espectadores o, al menos, no
todos. Tosco, al que no le faltaba, además del gusto por el arte, cierto olfato
para los negocios, decidió aprovechar la morbosa curiosidad de sus fieles
incluyendo una pequeña apostilla:

A los primeros cien ciudadanos de Serra que se presenten de manera voluntaria en la


oficina de la secretaría de monseñor Tosco con información útil para la incriminación de la
bruja, acompañada de una ofrenda para la conclusión de los trabajos de San Lorenzo Martire,
se les permitirá asistir al juicio.
***
La fila de los honestos habitantes de Serra parecía un jabalí tratando de
entrar torpemente en la guarida de un tejón y que con cada intento emitía un
gruñido insatisfecho. Se empujaban, se daban codazos, se peleaban y se
veían desfilar las bolsitas de monedas que sacaban de los bolsillos, todo
para tener el derecho a asistir a lo que se anunciaba como un
acontecimiento que nadie quería perderse. Eran pocos los que se habían
mantenido al margen de aquel espectáculo de final ya escrito. Entre esa
minoría estaban Lena y sus hijas, que durante años habían recibido ayuda y
reconocimiento de Aquileia y de las mujeres del bosque. Se quedaron
encerradas en casa, espiando desde la oscuridad las idas y venidas al otro
lado de la puerta, escuchando las conversaciones, los comentarios, los
insultos de quien había conseguido hacerse con un sitio y las invocaciones
al Señor para que Tosco decidiese abrir las puertas a todo el mundo.
Desde el día de la quema de Fortunata, los negocios se habían reducido
a la mitad y quienes llamaban a su puerta eran solo los pobres, a quienes las
mujeres concedían pocos minutos de amor a cambio de alguna noticia de la
ciudad. Gracias a uno de ellos, Millina había podido saber que el joven
fraile Filippo se había ofrecido a respaldar oficialmente la defensa de la
bruja en el juicio, algo que le había concedido el cardenal Giovanni Savelli
en persona.
Millina no conocía personalmente a Filippo, pero de él había oído que
era un joven estudioso con un comportamiento excéntrico para ser fraile.
Sin embargo, desde el primer día en que llegó a Serra había mostrado una
gran misericordia por los desventurados y estuvo al lado de Fortunata hasta
su última hora. Por lo que había podido comprender, probablemente era el
único hombre que lucharía por la salvación de Aquileia en el juicio.
***
Filippo estaba en silencio, escuchando la diatriba del maestro Trevisan.
De vez en cuando escribía alguna nota en un cuaderno que tenía pegado al
pecho con un cordón y que, a menudo, con el movimiento del cuerpo, que
no lograba mantener quieto, cubría el crucifijo del rosario, en una continua
lucha de poder entre la fe y la verdad.
Decidió proponerse como defensor en el momento exacto en que se
cruzó con la mirada incendiada de Sante al decirle que Aquileia tenía
derecho a un juicio imparcial y que no tendría una ejecución apresurada
como había ocurrido con Fortunata.
Sante se presentó ante Tosco y Savelli al día siguiente del funeral de
Agnese. El enorme dolor que lo había golpeado se dibujaba en las marcadas
ojeras y en una nueva y profunda arruga que le cruzaba la frente. Su cara
había adelgazado de repente, como si lo hubieran condenado a ayunar,
parecía que había envejecido varios años. Solo la luz de los ojos seguía
siendo la misma. Una llama siempre viva y lista para quemar a cualquiera
que se pusiera en su camino.
Tosco lo recibió con un abrazo frío, forzado. De ese apretón sereno pero
precipitado se intuía que, aunque el dolor de Sante fuese inconmensurable,
ahora hechos mucho más graves requerían su tiempo.
Por su parte, Savelli se apresuró a vomitarle todo el disgusto que sentía:
—Habéis sido una gran decepción, Sante Montesi. Ni siquiera podéis
imaginar el daño que me habéis causado, es más, que le habéis causado a
toda la Iglesia. Con toda probabilidad, el libro que habéis dejado que os
roben en vuestras propias narices un puñado de brujas es uno de los más
peligrosos del mundo, lleva años incluido en el índice. El cardenal
inquisidor general Marzio Oreggi lo busca desde hace mucho tiempo, ahora
tendré que comunicarle que se ha perdido. Otra vez. Y únicamente por
vuestra culpa.
—Si me lo permitís, eminencia… —intentó justificarse Sante.
—¡No os lo permito, no! No os permito decir nada en vuestra defensa.
Habéis fracasado, Sante. ¡Fracasado miserablemente y, con vos, vuestro
ejército de granujas que se disfrazan de guerreros!
—Confío en vuestro juicio, eminencia, y espero mi castigo.
Se limitó a responder Sante después de haberse arrodillado ante Savelli.
—De ahora en adelante la Iglesia dejará de financiar vuestras correrías.
Y no me interesa saber dónde encontraréis apoyo. Además, se os incautarán
las tierras y la tienda para compensar el daño por la pérdida del libro.
Sante se quedó estupefacto: sin la tienda no tendría de qué vivir. Se
arrodilló, apoyando ambas manos en el suelo y agachando aún más la
cabeza, en un intento desesperado de súplica.
—Dejadme al menos el negocio, eminencia. Es todo lo que tenemos mi
familia y yo. Tengo dos hijas en edad casadera y un hijo en Roma. Os
prometo que conseguiré compensar de algún modo la deshonra que habéis
sufrido por mi culpa. Soy un hombre que no se rinde fácilmente.
—Eso ya me lo habéis dicho, Sante. Sin embargo, escapasteis frente al
fuego que invadió el salón y permitisteis que las brujas se marcharan sin
ningún problema.
—No volverá a ocurrir. Ahora sé cómo encontrarlas. Tenemos algo que
ellas quieren, mucho más que el libro.
—Os equivocáis, Sante. No lo tenéis vos, lo tenemos nosotros.

***
Estas eran las palabras que retumbaban en la cabeza de Sante mientras
asistía impotente al juicio y se limitaba a asentir a cada acusación que se
pronunciaba ante Savelli.
Después del maestro Trevisan, que confirmó y aplicó mano dura a su
relato, empezaron los testimonios de los ciudadanos de Serra que se habían
ganado un puesto en primera fila. Había quien juraba haber visto a Aquileia
adentrarse en una cueva oscura, salir transformada en un lobo y dirigirse a
un aquelarre; quien declaraba haber sido víctima de un hechizo suyo; quien
solo susurraba su nombre convencido de que Aquileia podía robarle la voz
en un momento, con solo escuchar su acusación; quien, por último, se
limitó a señalar dos o tres momentos en los que había visto a Aquileia
hablando con otras mujeres encapuchadas. Una acusación insignificante,
esta última, en comparación con las otras invenciones más logradas, pero
era sin duda la más interesante para los acusadores: la que la ponía en
contacto directo con Tebe y las mujeres del bosque.
—Se hacen llamar las Ciudades Perdidas y, de hecho, así están,
perdidas. Son mujeres que han rechazado la tarea que les asignó la
naturaleza, que vagan por los bosques persiguiendo no se sabe qué
propósito diabólico.
Tosco empezó a hablar como si estuviese en el púlpito de la iglesia de
San Lorenzo, predicando ante sus fieles, y no de pie, apoyado sobre una
balaustrada de madera que lo separaba de Savelli y de la acusada, sentada
en un banquillo a pocos pasos de él.
—La acusada se hace llamar Aquileia, pero su verdadero nombre es
Lucrezia Gentili, un nombre que a muchos de ustedes no les dirá nada, pero
que más allá de estas paredes todavía provoca asco y miedo. Conocí su
historia hace mucho tiempo, cuando me trasladé de Venecia a Roma para
terminar mis estudios. En esa época se hablaba mucho de una muchacha,
hija de un pintor bastante conocido en los círculos romanos, Ottavio Gentili.
Lucrezia era su hija menor, por detrás de dos varones; vivía con la familia
en su taller, frecuentada por los más importantes nombres de la pintura y de
la escultura de la época. Su madre había muerto por enfermedad y al pintor
lo ayudaba una amiga de la familia. Nunzia, creo que se llamaba, pero su
nombre no es importante para nuestra historia. Fue precisamente esa mujer
la que creyó vislumbrar un talento en la niña. La veía moler y amasar los
colores, extraer los óleos, hacer los pinceles con pelo y cerdas de animales.
Pero sobre todo, la observaba mientras miraba el trabajo de su padre y de
los que acudían al taller. Una noche la sorprendió dibujando. Estaba
copiando un cuadro de su padre y, como pudo declarar en el juicio unos
meses antes, parecía capaz de reproducirlo a la perfección.
Filippo, que desde hacía un rato había dejado de escribir en su
cuaderno, se levantó ruidosamente y tomó la palabra, interrumpiendo el
relato interminable de Tosco.
—Excelencia, perdonadme, pero no entiendo para qué sirve todo esto.
Esta mujer está hoy acusada de brujería, no de ser una pintora que se libró
de la acusación de estafadora. Me gustaría continuar con los
acontecimientos recientes y no perder tiempo en desenterrar parte de su
vida pasada.
Tosco, a quien no le gustó haber sido interrumpido tan bruscamente, se
aclaró la garganta tosiendo un par de veces para devolver el silencio a la
sala, que había empezado a murmurar irritada y, dirigiéndose directamente a
Savelli, sin dignarse a mirar al pobre Filippo, dijo:
—Eminencia, el sentido de lo que relato es muy sencillo. Esta mujer no
es una bruja desde hoy. Lucrezia Gentili, apodada Aquileia, tenía fama de
bruja antes de que vos y yo nos ocupásemos de perseguir a las de su especie
y, si me concedéis el tiempo suficiente, a todos les quedará claro lo que
quiero explicarles.
—Os lo concedo, Tosco. Pero os ruego que no os andéis con rodeos
porque no tengo intención de meterme en cuentos que parecen poco
relacionados con los hechos —sentenció Savelli, lanzándole una mirada a
Porzia, que estaba sentada en un sillón de terciopelo en el palco de honor de
la sala, esperando que le correspondiera con una sonrisa.
Desde la noche de la fiesta, su humor había cambiado irreversiblemente.
Apenas había hablado desde entonces y se limitaba a unos pocos gestos
para expresar conformidad o desacuerdo. Savelli había intentado
tranquilizarla, pronto se marcharían y muy pronto ella olvidaría aquella
desagradable historia: el fuego, los gritos, la multitud corriendo y
arrastrando consigo cualquier cosa que se encontrase en su camino. Sería
una historia de terror sobre la vida en la campiña romana que compartiría
con los amigos frente al fuego cualquier noche de invierno.
Incluso ahora que la miraba suplicante en busca de una expresión
cómplice, Porzia manifestaba su total indiferencia, como si en los últimos
días él se hubiese vuelto invisible.
Porzia no se movía, tenía el cuello recto y el mentón en alto. Parecía
que el palco no era suficiente para destacar la distancia entre ella y los
demás asistentes al juicio. Continuaba estirando la espalda, ganando en
altura y visibilidad.
Había exigido estar presente en la sala, ver con sus propios ojos y oír
con sus propios oídos lo que aquella mujer tenía que decir en su defensa. Su
exigencia no había contemplado la negativa por parte de Savelli. La verdad
era que quería estar lo más cerca posible de la mujer que había vivido con
Beatrice, que la había disfrutado en su lugar; quería robar de los ojos de la
acusada un botín de nuevas imágenes y recuerdos. Acaba de darse cuenta de
cuánto había echado de menos a Beatrice durante todos aquellos años.
Tosco, mientras tanto, continuaba narrando el pasado de Aquileia, el
rechazo de la academia a aceptar a una mujer en sus filas, el precipitado
matrimonio con un pintor famoso y la posterior acusación de fraude a costa
de este último.
—Michele Taffo sufrió la deshonra de tener que demostrar ante la
sociedad de las artes de la capital y también ante un tribunal, ser el único
autor de sus cuadros. Precisamente él, que había hecho de su estilo y de su
trazo la firma más reconocible entre sus coetáneos. Un nombre que brilla
aún en el firmamento de los artistas más grandes de Roma y que…
—¡Estoy harta de escuchar estas historias! —La voz enfadada de
Aquileia silenció de repente el monólogo de monseñor fosco y resonó en la
sala, rebotando contra las paredes de mármol pulido—. ¡Por lo que sé, esta
es la única obra por la que recordarán a mi marido! —Con estas palabras,
Aquileia se quitó los guantes de piel negra y les enseñó a todos lo que
quedaba de sus pulgares, si podían llamarse así. Dos dedos cortados que,
por mucho que se esforzase, no podía enderezar, en lugar de uñas tenía una
mancha azulada e inflamada a pesar de los años transcurridos, que daba la
impresión de temblar todavía por el dolor y, por último, en el pulgar
derecho, una cicatriz grande y gruesa, cosida de forma chapucera por un
médico demasiado brusco o poco experto.
»Yo y solo yo era la autora de aquellas obras, las pinceladas eran mías,
mías las perspectivas y míos los enfoques. Durante años tuve que trabajar a
la sombra de mi marido, mientras él disfrutaba de mi éxito, convencida de
que antes o después llegaría mi momento. Michele Taffo continuaba
prometiéndome que me ayudaría, que algún día mostraría mis obras, que
me devolvería todo el bien que yo le había propiciado… No ocurrió jamás.
Seguía encargándome cuadros para vender con su firma hasta que decidí
ponerle la mía, mi nombre completo.
—¿Confesáis pues haber firmado con vuestro nombre cuadros
pertenecientes a vuestro marido? ¿Mentisteis por tanto en el juicio? —
presionó Savelli.
—Confieso que mentí, sí. Pero no sobre lo que creéis vos. Le mentí a
Roma entera en esos años. Hice creer que Michele Taffo era un gran pintor,
un talento del retrato, un refinado creador de matices y sombras, un genio…
Como alguien se atrevió a definirlo. Pero no era más que un estafador, un
mentiroso y un mediocre paisajista. Mi culpa fue haber confundido con
amor lo que para él solo era interés.
—¡Pero cuando os pusieron a prueba perdisteis! ¿O eso también lo
negáis? —intervino el maestro Trevisan, que había permanecido
escuchando hasta ese momento.
—Me aplastaron los pulgares el día antes de la prueba y durante la
noche, en la celda, me agredieron tres guardias enviados por mi marido. Me
violaron tantas veces que por la mañana no podía mantenerme en pie. La
sala del tribunal estaba llena de maestros del arte, compradores y prelados;
yo estaba sola. Teníamos que pintar un cuadro «al estilo Taffo» en menos de
dos horas tras las cortinas oscuras para que ninguno de los presentes
pudiese ver quién era el autor. Al final de la prueba, mi cuadro fue valorado
como un auténtico Taffo, mejor dicho, un auténtico Gentili como reiteré,
pero empleé más de dos horas en terminarlo. Por eso perdí la prueba. Fue el
tiempo y no el talento lo que me faltó.
—Y os pareció mejor escapar en vez de afrontar vuestra condena —
apostilló Savelli.
—No encontré justicia en aquel tribunal y la busqué en otra parte —
respondió ella con orgullo.
—¿Habéis oído lo que se ha atrevido a decir? —estalló Sanie, que no
tenía autorización para hablar. Todos los ojos se giraron inmediatamente
hacia esa voz familiar y autoritaria. De todas las personas importantes
presentes, Serra solo se fiaba de Sante, y el inmediato silencio que cayó
sobre la sala fue como un brusco despertar para Savelli y Tosco.
—¡No tenéis derecho a interrumpir este juicio, Sante! —prorrumpió
Tosco con el rostro encendido por la rabia de esa afrenta pública.
—Perdonadme, pero no entiendo qué estamos haciendo aún aquí dentro.
Esta mujer esconde a la bruja que buscamos, ¡llagamos que hable! —
respondió Sante igual de imperioso.
—¡Callad! —ordenó Savelli desde su tribuna.
El zumbido de la multitud comenzó a hacerse más insistente. Aunque
no era posible distinguir las palabras, estaba clara que su decepción iba
dirigida a Tosco y Savelli. Tras las dolorosas horas vividas junto al cuerpo
de Agnese, Sante se sentía de nuevo fuerte por la confianza y el respeto de
sus conciudadanos: todos y cada uno de los presentes se hubieran jugado la
vida por él con solo pedírselo. En un momento, recordó las miradas de los
hombres en fila frente a la guarida, listos para entregarle lo más valioso que
tenían: la fe. A ojos de ellos, marcados por el sufrimiento, Sante ocupaba el
sitio de Dios y de la Iglesia. Incluso en ese momento, cuando todo parecía
perdido, Sante se giró hacia ellos y entendió que no estaba solo. Que nunca
lo había estado. Agachó la cabeza y saludó a su pueblo. Aquel gesto teatral
infundió valor a algunos de los más agresivos, que levantaron la voz y se
separaron del resto de chismorreos con frases lapidarias.
—¡Dejadle hablar!
—¡Dejadle hablar!
—¡Dejadle hablar!
En un instante, como una fajina que le da vida a un incendio, un puñado
de ciudadanos gritaba el nombre de Sante y, al mismo tiempo, dio un paso
al frente estrechándose alrededor de Tosco y Savelli. Una barrera de rostros
enfadados que daba la impresión de poder explotar de un momento a otro y
liberar toda la furia contenida hasta ese momento. Savelli dio un puñetazo
en la madera intentando que los presentes recuperasen la calma, pero nadie
pareció hacerle caso. Los chillidos se confundían con las llamadas al orden
que gritaban los pocos hombres de Tosco encargados de contener a la
multitud, mientras algunos de los Benandanti se quedaban con los brazos
cruzados en todo el perímetro de la sala y el ruido de los pasos que
rodeaban a Savelli y a Tosco parecía el avance amenazante de un ejército de
serpientes listas para atacar. Nadie estaba preparado para enfrentarse a una
revuelta, y mucho menos ellos dos, que tenían otras cosas en qué pensar. Lo
que hicieron dictó su derrota. Le dirigieron una mirada de súplica a Sante,
que se había quedado quieto, en absoluto intimidado por el cariz que habían
tomado los acontecimientos. Se encomendaron a él, demostrando así toda
su debilidad.
Fue entonces cuando Sante levantó el brazo derecho y apaciguó con un
imperceptible movimiento de la mano a la horda lista para atacar. Se
quedaron en silencio de repente, igual que de repente enardecieron.
Retrocedieron sin necesidad de que Sante dijese una palabra y volvieron a
ocupar los sitios por los que habían pagado.
Sante se hizo con el centro de la sala sin prisas. La zancada era amplia,
el ruido de las botas en el mármol reverberaba entre las paredes, su cuerpo
poderoso daba la impresión de ocupar más espacio con cada paso, tanto
como para obligar a los de las primeras filas a echarse atrás, como si, al
moverse en esa gran sala pública, no hubiese un hombre, sino un gigante.
—Su eminencia, gracias por haberme concedido la palabra —dijo,
mirando a Savelli a los ojos, disfrutando su victoria—. Que la aquí presente
Lucrezia Gentili o Aquileia, como la conozco yo, sea una bruja no me
parece en entredicho en estos momentos.
Filippo, al escuchar estas palabras, se levantó sonoramente,
interrumpiendo el discurso de Sante:
—¡El juicio no ha terminado, Sante, y vos no sois quien debe dictar la
sentencia! No hay nada mágico ni demoníaco en lo que hemos escuchado
hasta ahora, solo una mujer que tuvo que padecer un sufrimiento indecible
por haberse atrevido a ser tan talentosa o incluso más que un hombre.
Sante sacudió, no sin teatralidad, la cola baja que le recogía la mayor
parte del pelo y esbozó una sonrisa de burla.
—¿Os parece gracioso todo esto, Sante? —preguntó Filippo,
provocativo.
—Me parece que sois muy joven y aún os dejáis guiar por las
emociones. ¿Vuestros maestros no os han enseñado a discernir?
—Mis maestros me han enseñado a valorar con mucha cautela el delito
de brujería, porque es enorme, terrible, e implica por su naturaleza crímenes
mortales como la apostasía, la herejía, la blasfemia, el sacrilegio, el coito
con entes demoníacos y el odio contra Dios y su Palabra. Precisamente por
eso es fundamental discernir entre aquellos que la practican y los que solo
son acusados de ello. La muerte de un inocente sería un pecado aún más
grave y nosotros seríamos los mancillados.
—Mi Dios, Filippo, que espero que sea también el vuestro, no
consentiría jamás la muerte de un inocente al que la mirada de los hombres
ha declarado culpable. ¿No es cierto que el Señor sabe apartar a los puros
de espíritu de la tentación?
Quien deposita en Él la esperanza no podrá nunca ser condenado
injustamente, al igual que los que juzgan en Su nombre no podrán
equivocarse.
—Dios permitió en el pasado cosas mucho peores, Sante. Miles de
mártires cristianos sufrieron suplicios y torturas mortales, acusados del
mismo delito del que hablamos hoy. Nuestro Señor ha permitido que su
único hijo muriese en la cruz, traicionado y ridiculizado por su propio
pueblo; a diario permite que asesinos impunes trunquen las vidas de almas
santas. ¿Por qué lo que ha sucedido en el pasado no debería repetirse hoy?
O mejor dicho, nuestro Señor no permitiría jamás tomar a un inocente por
culpable excepto en los juicios de brujería, según lo que decís. ¿No os
parece extraño, Sante?
—Si no supiese quién sois, Filippo, debería denunciaros por herejía…
—Si no supiese quién soy, Sante, ya habría renunciado a luchar por la
verdad.
—Esta mujer pudo pintar perfectamente a pesar de no poder usar ya los
pulgares y la hemos escuchado decir que apenas se mantenía en pie. ¿Cómo
pudo hacerlo sin la ayuda de la magia? —gritó Sante, harto de toda aquella
charla—. A mí no se me da tan bien hablar como a vos, Filippo. No he
estudiado esos grandes libros llenos de palabras que no son de nuestro
Señor —continuó, recuperando el escenario que le había dejado unos
minutos al joven dominico—. Yo solo he estudiado la Biblia, esa es mi
única academia, ese es mi saber. Pero fui afortunado, porque es todo lo que
me hace falta para reconocer qué es justo y qué es equivocado. ¡Y ella —
dijo señalando a Aquileia—, ella es lo más equivocado que hay en este
mundo!
El público, callado hasta ese momento, explotó en un clamor de
aprobación. Alguien gritó:
—¡A la hoguera!
Otro se limitó a insultar y a hacer gestos obscenos contra Aquileia.
Esta vez Sante no los detuvo. Necesitaba ese odio, esas bocas
preparadas de nuevo para alimentarse de flamas y violencia. Las necesitaba
para conquistar, de una vez por todas, el poder que anhelaba, lo que le
permitiría hacerles la guerra a las brujas sin tener que responder ante nadie
de sus acciones. Ningún purpurado volvería a interponerse entre él y su
misión.
Se acercó a Aquileia, que mantenía su fuerte determinación y que,
mientras Sante le dirigía una mirada asqueada, permaneció con el mentón
levantado y la mirada fija. Se inclinó hasta ponerse a la altura de su oído
izquierdo y susurró:
—¿Oís eso? Os quieren muerta. Bastaría con que hiciera un gesto, con
solo una señal se lanzarían encima de vos como hostias enloquecidas. Pero
yo no soy como ellos. Yo sé quién sois y qué hacéis: algo mucho más
peligroso que la magia. Vos y vuestras amigas creáis una esperanza. No
podemos permitíroslo, y lo sabéis. Os hemos tolerado, pero esta vez habéis
ido demasiado lejos. Escondéis a una bruja, a una auténtica bruja. Yo solo la
quiero a ella. Dadme a esa joven y se os perdonará la vida.
Aquileia se apartó horrorizada, hundió sus profundos ojos oscuros en
los de Sante y, en respuesta, le escupió en la cara.
Porzia fue la única que permaneció impasible. La saliva en las mejillas
de Sante no le hizo ningún efecto. Al contrario, aquello casi la alegró. Le
hubiera escupido ella si hubiese tenido la oportunidad, y no porque
estuviera dispuesta a sacrificarse por la salvación de aquella mujer. Hasta
ese momento, nadie le había preguntado aún a Aquileia sobre las mujeres
del bosque con las que estaba y entre las que se escondía Beatrice.
Después del escupitajo, Porzia estaba segura de que Sante, con esas
pocas palabras susurradas, había hablado de ellas y ella no había podido
escucharlas. Una afrenta que no podía permitir.
En cambio, el resto de la sala reaccionó con enorme asombro, un ruido
estrangulado hasta sofocar un grito. Alguna mujer contuvo la respiración y
se llevó una mano a la boca, como si no se atreviese a dejarlo salir, otro
agarró el brazo de quien tenía al lado para bloquear de raíz un gesto brusco
y, por último, todos esperaron el contrataque de Sante.
Filippo, que se había quedado de pie y listo para continuar la ferviente
defensa de Aquileia, volvió a sentarse, resignado a escribir en su cuaderno.
Ahora Sante no tendría ningún obstáculo.
Tosco intentó torpemente ocultar una expresión satisfecha mientras
Sante se limpiaba rápidamente la mejilla con el brazo. Ese hombre
presuntuoso había sido humillado delante de toda Serra, humillado por una
mujer, nada menos. Lo que Tosco no podía imaginarse aún es que Sante
aspiraba a ese escupitajo hasta el punto de haberlo buscado, provocado y
finalmente encontrado. Un inicio perfecto para su próximo movimiento.
—Eminencia, le he susurrado a esta mujer las palabras del Señor, le he
preguntado si quería un confesor para purificarse y volver entre los hijos de
Dios. La respuesta la habéis podido ver con vuestros propios ojos.
—¡Mentiroso! ¡Sois un mentiroso, no es cierto! —gritó Aquileia.
—¡Ya es suficiente! —Se dispuso a concluir Savelli, levantando mucho
el tono de voz.
—No pretendo perder más tiempo. Hemos comprobado que la aquí
presente, Lucrezia Gentili, conocida como Aquileia, es una embustera,
bruja y blasfemadora y ahora incluso ha rechazado el perdón de nuestro
Señor. Que la metan en una celda y se prepare la leña. ¡Mañana al amanecer
será ajusticiada como dispone la ley!
—Eminencia, permitidme una palabras —pidió Sante de forma
conciliadora.
—Acercaos.
Sante avanzó hacia la tribuna de Savelli y apoyó las manos en la mesa
para encontrar aún más estabilidad, como si las palabras que iba a
pronunciar pudiesen provocar un terremoto.
—Aquileia es la única que puede decirnos dónde se esconde la
muchacha, la bruja que habéis venido a buscar, Adelaide Bruno y, sobre
todo, dónde se encuentra el libro que os han robado. Yo siento la
responsabilidad de ese fracaso y ahora puedo remediarlo. Podríais volver a
Roma victorioso. Puedo hacer que hable, tengo mis métodos.
—Sante, sabéis que no puedo autorizaros a torturar a la acusada…
—Hay torturas peores, su eminencia. Tormentos que le arrancan el alma
al cuerpo. Junto a Aquileia hemos capturado también al hermano pequeño
de la bruja. Dejad que les diga a todos que mañana, al alba, junto a ella y
entre un sufrimiento atroz, estará también el niño. Veréis cómo habla. Estoy
seguro.
—La Iglesia no puede permitirlo, Sante. No podemos llevar a la
hoguera a un muchacho inocente, aunque sea hermano de una bruja.
—Pero no lo haremos, solo se trata de que ella crea que somos capaces
de hacerlo… ¿No es esa nuestra gran fuerza?
Savelli no supo responder. No estaba seguro de si lo que Sante acababa
de proponer era adecuado y aceptable, pero la posibilidad de encontrar el
libro y llevárselo a Oreggi le nubló el juicio.
—Haced lo que debáis, pero no hagáis que vuelva a arrepentirme por
haber confiado de nuevo en vos, Sante.
SÁLVALO

Pietro salió de la sala del juicio antes del veredicto de Savelli. Había tenido
suficiente; de la arenga de su padre había entendido que aquella mujer no
tenía ninguna esperanza, a pesar de los esfuerzos de Filippo. Sin embargo,
ese fraile le había sorprendido, era diferente de los demás hombres de la
Iglesia que se había encontrado hasta entonces.
Se había despedido de sus hermanas esa misma mañana, al comienzo de
un día que preveía largo y arduo. Les había prometido a las dos que se
quedaría junto al padre en aquel momento difícil, que intentaría dejar de
lado los roces, al menos durante un tiempo, y trataría de ser el hijo varón
que Sante tanto había querido. Anna se lo pidió casi suplicándole, y él sintió
el deber de aceptar la petición. No mintió, o mejor dicho, no tuvo intención
de hacerlo. Frente a los ojos tristes de su hermana sintió la responsabilidad
de tranquilizarlas a las dos; cuando volvieran a Serra, encontraría a su padre
sano y salvo.
Después de haber pasado la mañana escuchando las absurdas
acusaciones dirigidas contra Aquileia, Pietro se dio cuenta de que no lo
conseguiría. Una vez más decepcionaría a su familia. El respeto y el amor
que sentía por su padre chocaban con el convencimiento de no ser como él.
Por mucho que se esforzarse en comprenderlo, en justificar sus acciones, y
por mucho que supiese que le debía la vida, sentía que había algo profundo
que los separaba. Algo relacionado con su verdadera naturaleza, que
continuaba forcejeando con su sangre. Esta última, de hecho, empezó a
hervir en cuanto Pietro salió por la enorme puerta de la residencia episcopal
y se encaminó hacia la prisión.

***
Filippo se dirigió enseguida a él tras el coloquio con Aquileia. Lo buscó
aun sabiendo que el dolor del luto seguía fresco, convencido de que Pietro
era, en aquella ciudadela ya a la deriva, el único capaz de comprender su
petición. No solo porque lo había visto enfrentarse a su padre en público
durante la quema de Fortunata, sino, sobre todo, porque había sabido por
Nicola del afecto que sentía por la bruja a la que todos buscaban, que era la
raíz de los extraños acontecimientos de las últimas semanas, Adelaide
Bruno.
—A ti no podrán hacerte nada —le dijo Filippo, intentando pronunciar
las palabras con un tono que le insuflara tranquilidad a sí mismo, incluso
antes que al propio Pietro—. Eres el hijo de Sante. Nadie se preguntará por
qué bajas a las mazmorras. Es tu derecho. Búscalo en una celda aislada,
cerrada. Lo han separado de Aquileia poco antes de empezar el juicio.
Y con estas palabras, que retumbaban aún en su cabeza, Pietro bajó las
estrechas escaleras que conducían a las mazmorras.
Superar a los guardias del piso superior no había sido difícil. Filippo
tenía razón. Al ver al hijo de Sante, le abrieron paso enseguida, pero le
aconsejaron no acercarse demasiado a las celdas. Ante el acceso de las
escaleras, Pietro había dicho que continuaría solo y ellos volvieron a su
puesto.
El olor acre a humedad y sangre seca lo abofetearon de nuevo en cuanto
superó el último escalón. La piel reaccionó inmediatamente al cambio de
temperatura y Pietro se bajó las mangas del jubón para protegerse del frío.
Los ojos necesitaron varios segundos para acostumbrarse a la oscuridad;
para no arriesgarse a tropezar con los adoquines levantados cogió una de las
teas encendidas de la pared. La llama era débil, Pietro la colocó por delante,
para ver el camino. Parecía que no había nadie, al menos no en el pequeño
vestíbulo al que se abrían dos pasillos oscuros y estrechos. Antes de decidir
cuál tomar, Pietro se detuvo ante una puerta de madera cerrada. Intentó
abrirla, pero estaba bloqueada con un candado que trababa el pestillo. Se
tanteó los bolsillos de los pantalones en busca de algo. Sacó una pequeña
navaja de hierro y trasteó el candado, intentando hacerlo saltar. No sabía
detrás de qué puerta tenían a Valente, pero le bastó un vistazo a aquel
imponente sistema de cierre para convencerse de que debía encontrarse al
otro lado. Apoyó la tea en el suelo, con cuidado para que no se apagase, y
se agachó para dar con el mejor ángulo para maniobrar. El candado era
grueso y pesado, lo movió un par de veces para intentar entender cómo se
desbloqueaba, pero no lo consiguió. La navaja seguía abriéndose camino en
el cerrojo sin éxito. El único resultado fue una muesca en la pequeña hoja y
un fuerte ruido metálico amplificado por el silencio sepulcral. Resignado,
Pietro se desplomó y apoyó la espalda en la puerta. En ese momento oyó
que un ruido familiar llegaba por uno de los dos pasillos. Asomó la cabeza
para escuchar mejor y dio con la providencia. Cogió la antorcha y entró por
el pasillo de la izquierda sin pensar que quien estuviese escondido en la
oscuridad no estaba esperando visitas.
Tras dar unos pasos, junto al inconfundible ruido de las bolas de Spirto,
que rebotaban en las manos de su dueño, Pietro distinguió también la voz
de un niño.
—Estoy harto de entrenarme con piedras…
—Porque has cogido unas muy pesadas…
—Es que aquí no hay muchas piedras… solo suelo mojado. ¿No puedes
pasarme tus bolas, aunque sea un rato? No las dejaré caer, soy bueno. ¿Has
visto?
—No lo digas ni en broma. Jamás me separo de ellas.
—¿Por qué? ¿Son mágicas?
Spirto se sorprendió con la pregunta y se tomó unos segundos antes de
responder:
—Bueno, en cierto sentido lo son. Son mágicas para mí. Te haré otras,
solo para ti.
—¿Lo prometes?
—Lo prometo… ¿Quién anda ahí? —preguntó alarmado Spirto al ver
aparecer en la oscuridad una tea encendida.
—No quería asustaros, Spirto… Soy yo, Pietro —respondió, alejándose
la llama de la cara—. ¿Qué haces aquí? —continuó, deteniéndose a pocos
pasos de su compañero.
—Todos los benandanti están ocupados en el juicio y el capitán me ha
pedido que haga guardia aquí, en las mazmorras, lis una tarea importante…
—¿Y quién es el peligroso criminal con el que hablabas? —preguntó
Pietro con ironía.
—¡Soy yo! ¡Valente Bruno! ¡Y no soy un criminal! —respondió una
voz melodiosa desde detrás de una pequeña puerta cerrada que parecía
poder abrirse empujándola con el hombro.
Pietro se asomó a la rejilla e iluminó la cara sucia de Valente. Aquel
muchacho tenía los mismos ojos que su hermana: enormes y oscuros. Pietro
no pudo contener una sonrisa al verlo.
—¿Y tú quién eres? —le preguntó Valente, en absoluto intimidado.
—Soy Pietro… Un amigo de tu hermana Ade.
—No te creo. Ade no tiene amigos como tú.
—¿Qué quieres decir con «amigos como yo»?
—Malos…
—¿Quién dice que sea malo? ¿Tengo cara de ser malo?
—En la fiesta estabas con los malos… Los que han apresado a Aquileia.
—¿Entonces Spirto, que deja que juegues y te diviertas, también es
malo? —lo provocó Pietro, intentando ganarse su confianza.
—No, Spirto no. Él no es como vosotros. Él es simpático. Y me aprecia.
¡Hasta me ha traído una manta!
Spirto se estremeció y se apresuró a justificarse:
—Era una manta vieja, Pietro… ¡No una de vuestro taller!
Pietro se rio y lo tranquilizó:
—No tienes que dar explicaciones, Spirto, yo hubiera hecho lo mismo si
estuviera en tu lugar…
Spirto se calmó. Luego, como si se le hubiera ocurrido algo, preguntó:
—¿Y tú cómo es que has venido? ¿Ha terminado ya el juicio?
—Todavía no, pero no falta mucho. He oído suficiente y, sobre todo,
tenía una tarea pendiente.
Spirto escrutó a Pietro con una mirada interrogativa. ¿Qué tenía en la
cabeza? ¿Qué significaba aquella frase?
Pietro avanzó unos pasos hacia Spirto, lo examinó de pies a cabeza, le
ordenó que se diera la vuelta con un gesto y Spirto obedeció.
—No eres muy alto… —comentó Pietro.
—Las hermanas decían que era culpa del diablo —respondió Spirto en
voz baja.
—Claro, o de la pésima comida que te daban. Pero déjame adivinar, de
todos modos hubieran respondido que era comida maldecida por el diablo.
Spirto iba a responder, pero se detuvo al ver una pequeña navaja en las
manos de Pietro.
—Spirto —dijo al fin Pietro—, tengo que pedirte un favor Pero no te
gustará…

***
Convencer a Valente de que se pusiera las ropas de Spirto y, sobre todo,
de que saliera de aquella celda sin Aquileia fue lo más difícil. Pietro intentó
tranquilizarlo de todas las maneras posibles: haría lo que hiciera falta para
salvarla y ante todo, lo llevaría con su hermana, pero la postura de Valente
era inamovible. Se mantenía quieto, con las piernas cruzadas dentro de la
celda.
—No me fío de ti —seguía repitiendo—. Espero a Aquileia.
—Aquileia se pondrá muy contenta al saber que has salido de aquí, que
estás a salvo… —trató de insistir Pietro.
Valente, en respuesta, le giró la cara y se encerró en su silencio.
Pietro le dirigió una mirada resignada a Spirto, que estaba disfrutando
de la escena desde lejos y ya había empezado a quitarse la ropa. Recogió la
túnica y se sacó las bolas de los bolsillos. Las miró como se mira a un viejo
amigo antes de emprender un largo viaje.
—¿Y si te doy mis bolas mágicas…? ¿Te irías con Pietro? —preguntó
Spirto, seguro de que la propuesta no quedaría desatendida.
Al escuchar aquellas palabras, Valente cambió inmediatamente la
expresión y se levantó del suelo de un brinco:
—¡Has dicho que no te separabas nunca de ellas!
—Y de hecho no me separo… Tú serás yo —al decirle esto, Spirto le
guiñó un ojo y Valente cogió las bolas.
—Están calientes… —comentó.
—Porque estaban en el bolsillo de la túnica. Verás como también te
gusta.
Spirto se agachó hasta el oído de Valente y le susurró algo que Pietro no
pudo entender, pero, fuese lo que fuese, pareció funcionar.
Valente accedió a cambiarse la ropa con Spirto y a salir de la celda con
Pietro. Hizo que Spirto le prometiera que no comería ratones mientras tanto,
porque Ade siempre le había dicho que después venían las plagas y que era
mejor morir de hambre.
Spirto lo tranquilizó diciéndole que no pensaba hacerlo ni por asomo y
que tenía guardado un poco de pan, pero que muy pronto vendrían a por él.
—Ten cuidado con mis bolas, por favor… —le dijo a Valente al
despedirse.
Tras cerrar la puerta de madera, Pietro se asomó a la rejilla para
despedirse de Spirto. Descalzo, con los pies ya embarrados, se estaba
echando la manta por encima. La ropa de Valente le tiraba un poco por la
espalda. Por lo demás, no era demasiado pequeña. El sentirse cómodo con
la ropa de un niño lo hizo sentir incómodo. Entonces era verdad lo que
todos seguían diciéndole desde que nació: «No has crecido lo suficiente».
¿Pero lo suficiente para qué? Seguramente no lo suficiente para agarrar el
último marco de la telaraña de hilo sin despegar los pies del suelo, no lo
suficiente para subirse a los taburetes de la posada sin dar un saltito, no lo
suficiente para mirar a los ojos a Cesare y Benedetto cuando se enfrentaba a
ellos en el anillo pequeño y el espacio era insuficiente para ampliar la
visión. Sus cortas piernas eran, sin embargo, las más rápidas en llegar al
valle después del entrenamiento, sus manos las más hábiles para hacer botar
las pelotas y cualquier otro objeto que se pudiera hacer volar, sus ojos eran
los más atentos para detectar el mínimo detalle que siempre se le escapaba a
los demás. No había crecido lo suficiente para pelear, pero tenía la altura
perfecta para sobrevivir, mejor que muchos otros. Pero lo que Spirto sabía
hacer mejor que todos ellos era cumplir las órdenes. Como acababa de
hacer ahora, solo que había cambiado de jefe.
Pietro no había tenido que insistir mucho para convencer a Spirto de
que lo ayudara. Valente ya había hecho la mayor parte del trabajo por él.
Spirto vio en los ojos de aquel niño lo mismo que en los del niño que él
mismo fue, cuando lo obligaban a quedarse días enteros en el sótano del
orfanato. Se reconoció en la mirada avispada de Valente, cuyos ojos
asomaban entre el barro incrustado en la piel de la cara. Fue allí, entre
viejos harapos y trastos, donde Spirto aprendió a hacer malabares para pasar
el tiempo. Pasaba las horas buscando objetos no demasiado grandes ni
pesados y que pudiese manipular con sus manos sin hacerse daño.
Inventaba siempre nuevas formas de jugar, creaba obstáculos y aumentaba
cada cierto tiempo la dificultad del lanzamiento. Mantenía el equilibrio
encima de un barril, se ataba un brazo a la espalda y seguía lanzando los
objetos con una sola mano… Cuando un día consiguió hacer rebotar, sin
que se le cayera, un bastón, junto con una cajita de cristal y una vieja clavija
del telar, gritó tan fuerte que las hermanas pensaron que se lo estaban
comiendo los ratones. Entraron empujando la pesada puerta de madera y lo
encontraron tan feliz, sentado sobre todos los objetos que había acumulado,
como si fueran un trono.
Valente no era tan distinto a él, pensaba. No había hecho nada malo, su
única culpa era no haber crecido lo suficiente como para defenderse por sí
solo.
—No olvidaré nunca lo que estás haciendo, Spirto. No me quiero ni
imaginar cuánto te está costando.
Si me descubren no podré ser un benandante, Pietro. Pero los dos
sabemos que nadie en esa cueva cree que pueda llegar a serlo algún día. Tú
has sido el único que ha confiado realmente en mí. Yo soy quien no lo
olvidará.
—Volveré a por ti, aunque sea lo último que haga.
Spirto recogió las tres piedras que Valente había dejado en el suelo y
empezó a hacerlas saltar en las manos con maestría.
—Entretanto, no iré a ninguna parte…
Pietro sonrió y le puso la capucha a Valente, deslizándosela hasta
encima de los ojos.
—Déjame ver cómo de bien se te dan las bolas —le dijo.
No hubo que decírselo dos veces, empezó a hacerlas volar como si fuera
un malabarista de la corte.
—Bien, ya estamos listos. Recuerda lo que te he dicho.
Valente asintió con la cabeza y echó a andar. Las ropa de Spirto le
quedaba un poco grande, pero Pietro le había hecho un par de nudos para
evitar que se le cayese y pareciese un mendigo.
Cuando subieron las escaleras vieron a uno de los guardias que estaba
preparando una bandeja con pan y un poco de leche. En cuanto este los vio,
corrió a saludar a Pietro y a abrir la puerta para que saliera.
Valente lo seguía a cada paso sin decir una palabra, como le habían
dicho. Tenía las tres pelotas en las manos y las llevaba a la vista.
—Podéis volver a hacer guardia ahí abajo, Spirto viene conmigo. —Se
limitó a decir Pietro.
—Íbamos a bajar a llevarle la comida. Se niega a comer desde que lo
metimos en la celda.
—Ahora está durmiendo, dejadlo tranquilo. Comerá más tarde.
—Así será, señor.
Cuando salió y sintió el sol cálido en la piel, Pietro se dio cuenta, tal vez
por primera vez, de lo que significaba en Serra ser el hijo de Sante. Una
especie de salvoconducto perpetuo, el privilegio de la impunidad
acompañado de la infalibilidad. Su padre no se equivocaba nunca a ojos de
los habitantes de Serra y él, sangre de su sangre, debía disfrutar a la fuerza
de los mismos privilegios.
Sin embargo, ahora había que llegar a la casa de Lena, el único lugar
donde no irían a buscar al muchacho. Para hacerlo era necesario atravesar la
plaza y toparse con Cesare y Benedetto, a quien ya veía por delante de él.
Llevaban a Aquileia atada de manos y pies con una gruesa cuerda. Tenía la
cabeza gacha y el pelo suelto le cubría el rostro casi por completo. A pesar
de ello, caminaba al mismo ritmo que los dos carceleros sin tropezarse.
Mantenía en lo posible un toque de elegancia al andar, como si las noches
en prisión y la mañana del juicio no hubieran hecho mella en su fuerza de
voluntad.
En cuanto Pietro se percató de que se acercaban, le apretó el brazo a
Valente y le señaló la piedra donde Spirto solía sentarse a practicar. Le
ordenó que fuera hasta ella y que se quedara en silencio, que lo dejara
actuar a él. Valente no se inmutó. Ver a Aquileia lo hizo titubear. Estaba tan
cerca y, sin embargo, tan lejos… No podía verlo, y él no podía dejar que lo
reconociera. Por un momento tuvo la intención de dejar a Pietro y correr a
sus brazos. Gritarle que se quedaría con ella, que no la dejaría sola en aquel
sitio tan frío.
—Si nos descubren, estamos todos muertos… Tú, ella y yo… —señaló
Pietro, consciente de lo que se le podía ocurrir al niño.
Valente volvió en sí, se arregló la capa y se cubrió la cara tanto como
pudo, se colocó encima la piedra y empezó a botar las pelotas en las manos
como hubiera hecho Spirto, con la esperanza de que no se le cayeran.
—¡Ahora hacéis pareja vosotros dos! —se burló Cesare desde lejos.
—En cambio tú siempre vas acompañado de alguna señora… —
respondió Pietro sin temor.
—La estamos llevando a las mazmorras; Spirto debería estar de guardia
con el niño. ¿Qué haces aquí fuera? —continuó Cesare.
Pietro buscó una excusa plausible a toda prisa y se volvió para ver si
Valente seguía con su recital:
—Yo le he pedido que viniera conmigo. Lo necesito… Debo trasladar
cosas de la habitación de mi madre… Necesitamos espacio. Mis hermanas
siempre han dormido en la cocina, ahora no hay necesidad.
Al escuchar aquello, Cesare guardó silencio y trató de enmendarlo de
algún modo.
—No he podido despedirme de Anna, ¿te ha dicho algo? ¿Tienes algún
mensaje para mí? —preguntó con un tono sumiso y culpable.
—Se marcharon esta mañana al alba, antes de que empezase el juicio.
No me ha dejado ningún mensaje. Solo me ha dicho que volvería antes del
final del verano.
—¡Pero tenía que volver para la cosecha!
—Algo le habrá hecho cambiar de idea…
Cesare bajó la mirada, Pietro vio en su semblante cabizbajo una tristeza
sincera. Sin embargo, no sintió compasión por él, más bien al contrario. Le
dio las gracias en silencio a su hermana que, aunque estuviese lejos y no
supiera nada, había podido ayudarlo a desviar la atención de Cesare sobre
Spirto.
Con una sacudida repentina, Cesare tiró de Aquileia hacia él:
—¡Sigamos! —dijo con rabia.
Sorprendida por la furia, Aquileia perdió el equilibrio y cayó a pocos
pasos de Pietro.
—¡Levántate! —ordenó Benedetto.
Pietro se agachó y le tendió la mano:
—¿Os habéis hecho daño? —preguntó con gentileza.
Aquileia levantó la rodilla ensangrentada:
—No es nada —dijo con un hilo de voz.
En ese momento, una de las esferas de Spirto se apoyó en el pie de
Aquileia. Había rodado hasta allí desde la piedra donde se sentaba Valente.
Las mantuvo en equilibrio tanto tiempo como pudo, pero, por desgracia no
agarró bien una de las bolas y salió disparada en la dirección que no debía.
Aquileia fue quien la cogió y miró hacia el lugar de donde procedía la
pelota. Allí estaba Valente, petrificado por el miedo. Por un momento, sus
ojos se encontraron. Los de Valente se humedecieron y Aquileia supo con
claridad que hubiera bastado una señal suya para que corriera hacia ella.
Pietro tomó la pelota de la mano de Aquileia.
—Yo me encargo… —dijo.
Aquileia sintió como el calor que desprendían las manos de Pietro
pasaba a los dedos descubiertos por los guantes y se propagaba a toda
velocidad por su cuerpo.
Soltó la esfera y se la entregó a Pietro. Él la ayudó a levantarse y, al
hacerlo, se acercó a su oído para susurrarle:
—Podéis fiaros de mí.
Otro tirón la alejó de Pietro con fuerza.
—¿Ha terminado, caballero? ¡Ya basta! Estamos perdiendo demasiado
tiempo —gritó Cesare—. ¡Si no quieres perderte el último almuerzo de tu
vida es mejor que empieces a caminar!
Aquileia se movió con lentitud, con menos firmeza que antes. Esta vez
estaría sola en las mazmorras, sin el consuelo de Valente entre sus brazos a
la espera de un milagro. Pero saber que estaba a salvo, en cualquier otro
sitio que no fuese aquella celda infecta, le parecía ahora más que nunca lo
más importante.
Al final del juicio, cuando Savelli se puso en pie y todos se quedaron en
silencio, comprendió que estaba en las últimas.
No esperaba otra cosa que una sentencia de muerte. No se podía escapar
más de una vez de la guadaña y su único cartucho lo había gastado hacía
diez años. Estaba preparada para morir, lista para decirle adiós a aquel
mundo. En ese momento nada podría sorprenderla o angustiarla más de lo
que ya había ocurrido. O al menos eso era lo que pensaba antes de escuchar
las últimas y horribles palabras de Savelli, que Pietro vio escritas en
grandes caracteres en el edicto colgado en el portón de la iglesia de San
Lorenzo Martire, antes de doblar la esquina hacia la casa de Lena.

Mañana al amanecer, décimo tercer día de marzo, Lucrezia Gentili, apodada Aquileia, y
Valente Bruno, declarados culpables de brujería, serán quemados para la expiación y
salvación de sus almas.

Pietro se quedó paralizado ante aquel escrito. No podía creer lo que


estaba leyendo. ¿Cómo era posible condenar a muerte a un crío que ni
siquiera tenía edad para entender cuál era el pecado que se suponía que
había cometido? Sintió un tirón y se dio prisa en cubrir el campo visual de
Valente.
—¿Qué sucede? ¿Por qué nos hemos parado? —preguntó Valente,
intentando levantarse el borde de la capucha.
Pietro lo detuvo con la mano:
—No te destapes, todavía estamos en la plaza, ¡es peligroso! Vámonos,
no es nada. Creía haber visto a alguien… pero no hay nadie. Prosigamos, ya
casi hemos llegado.
Lo había sacado de la prisión justo a tiempo, pero ahora tenía que
encontrar la manera de salvar a Spirto antes de que alguien pudiese darse
cuenta del cambio y lo considerase culpable.
LA BATALLA

A Segesta le tocó distribuir los trozos de oblea de menta que había cocinado
siguiendo las indicaciones de Leptis.
—Exagera con la menta —le había dicho.
Segesta había intentado protestar, porque, cuando tenía demasiada
menta, sabía amargo, pero Leptis no atendió a razones.
—Cuando creas que tiene suficiente menta, añade un poco más —
repitió.
Por suerte, en el invernadero la menta crecía próspera y no había peligro
de que se acabase. Cuando Leptis le ordenó que preparara aquel tipo de pan
tan extraño, en una cantidad que no saciaría ni a un gatito, Segesta obedeció
convencida de que tenía algo que ver con el plan para liberar a Aquileia.
Hizo pocas preguntas y se puso enseguida a trabajar. De vez en cuando
probaba la comida y, si no hubiese tenido toda esa menta tapándole el sabor,
sería uno de los panes más deliciosos que había cocinado en la casa. Debían
estar listos para el atardecer. Todos iguales, perfectamente tiernos, los
quadrucci aromatizados. Antes de ponerlos a ahumar cerca de la chimenea,
Leptis los requisó y se los llevó al laboratorio. Salió al cabo de media hora.
Ahora que los estaba distribuyendo, Segesta estudiaba la forma uno a
uno. No distinguió ninguna diferencia, como si dentro del laboratorio Leptis
se hubiese limitado a observarlos con gran atención sin alterar en absoluto
su forma.
—¿Qué son? —preguntó Ade en cuanto cayó uno en sus manos.
—¿No lo ves? Oblea de menta en cuadradaditos… una antigua receta
familiar… —le respondió Persepolis tomándole el pelo a Segesta.
Ade se acercó uno a la nariz y aspiró fuerte. Se alejó del cuadradito para
estornudar y se frotó la nariz con nerviosismo.
—Pica por toda la menta que lleva… —comentó mientras seguía
arrugando la punta de la nariz y tratando de contener los estornudos, que
parecían no querer parar.
—¿Pero se comen? Están duros como piedras… —preguntó Petra,
dando con el suyo contra la mesa de madera.
—¡Quietas! —gritó Leptis—. Parecen inofensivos, pero son asesinos
potentes y engañosos. La menta sirve para disimular el sabor amargo y el
olor pestilente de un veneno de los más mortales que se conocen —explicó
zanjando las bromas.
Ade la miró a los ojos y al instante comprendió qué contenían:
—La reserva secreta de mi abuela…
—Una única gota en cada uno, solo una. Si las cosas se ponen feas,
antes de que sea demasiado tarde, coméoslos. Todo terminará en menos de
un reloj de arena.
—¿La mitad? —preguntó Persepolis.
—No, un poco más… —respondió Leptis y se metió su cuadradito en el
bolsillo de la blusa.
Un triste silencio invadió la casa de las Ciudades Perdidas. Sabían que
aquella podía ser su última noche. Hacía días que hablaban de ello y ponían
a punto el plan, pero nada las obligaba a afrontar la posibilidad de la muerte
de manera tan directa como esos pequeños cuadrados de oblea de menta de
Leptis.
Mientras cabalgaban por el bosque, con la luna en su apogeo, las obleas
saltaban en los bolsillos y parecían pesar mucho más que su verdadera
consistencia.
Leptis iba por delante de todas, junto a Tebe, detrás iban Ade y
Persepolis, un poco más atrás, Segesta y Petra. Atlantide o Itaca renqueaban
asustadas sobre un único caballo. En el último lugar de la fila, atenta a cada
arbusto en movimiento del sotobosque de Serra, galopaba Janara.
Llegaron cerca de las murallas de Serra casi sin sentir el cansancio y la
distancia; en silencio, se aproximaron a la gran puerta de entrada. Dejaron
los caballos atados justo allí, listos para la fuga.
—No es posible…
Los ojos de Tebe se quedaron fijos en las enormes puertas atrancadas de
la entrada. Era la primera vez que veía la puerta de la ciudad cerrada desde
que se había instalado en el bosque de Serra. El símbolo de la ciudad,
aquella entrada siempre abierta y acogedora, se había transformado en una
barrera que dejaba todo fuera, lo bueno y lo malo del mundo.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Atlantide, desconsolada.
Nadie respondió. Todas tenían miraban hacia arriba, calculando la
medida de esa altura imposible de superar.
—Ni con dos escaleras de veinte travesaños se podría… —comentó
Segesta.
Leptis se acercó con paso lento, prestando atención a que los cascos de
Ares no hicieran demasiado ruido. Alargó una mano hasta tocar la madera
húmeda de la enorme puerta.
—No creo que llamar sea lo más adecuado… —comentó Persepolis,
sarcástica.
Leptis se giró y la fulminó con la mirada. Persepolis se escondió detrás
de Ade.
Janara, que había entendido la intención de Leptis, se acercó también a
la puerta.
—No está demasiado carcomida, Leptis. Pero sé qué hacer, seguidme.
—Y guio al caballo hacia el lado izquierdo de la muralla.
Ade fue la primera en obedecer a Janara, no había tiempo que perder.
Salvar a Valente era su único objetivo esa noche. No le interesaba si para
hacerlo perdía la libertad. Se lo imaginaba solo, aterido y asustado. Pero lo
que la hacía sentirse peor, lo que le quitaba el sueño y le arrebataba el
futuro era pensar que su hermano creyese que lo habían abandonado. Desde
que nació, no había pasado un día en que no hubieran estado juntos, una
noche que no hubiesen dormido pegados el uno al otro. Lo había visto
crecer alegre hasta la muerte de la abuela y, entonces, justo después de la
noche en que Antalia no volvió a abrir los ojos, se encerró en sí mismo. Se
convirtió en ese muchacho raro del que todos hablaban en Torre Rossa.
Entenderlo y quererlo por lo que era había sido la experiencia más
bonita de Ade hasta entonces. Nunca había entendido de dónde sacaba las
fuerzas ese pequeño cuerpo tan delicado. En ese momento se acordó de
cuando, de vuelta de una de las primeras visitas sin la abuela, lo encontró
sentado fuera de casa con la cara roja y algo en la cabeza. Al acercarse, Ade
se dio cuenta de que a Valente lo habían atado de pies y manos encima de
una gran roca que alguien había transportado hasta allí, y que aquella rojez
era rabia. Enseguida salió corriendo hacia su hermano, que levantó los ojos
para pedirle ayuda. En la cabeza le habían puesto una especie de peluca de
paja y ramitas que le llegaba hasta la espalda. Un saco de arpillera
desgastada hacía las veces de vestimenta atada por la cadera con una soga
trenzada. Le habían embadurnado la cara con un engrudo de harina y arcilla
roja. Valente parecía un juglar triste lidiando con una campesina.
—Me han dicho que soy una mujer… —pronunció en cuanto se le
acercó Ade.
—Olvídate de ellos, Valente, son unos estúpidos, no entienden nada. ¿Te
han hecho daño? —le preguntaba mientras intentaba desatar los fuertes
nudos de las muñecas.
—No… pero eran muchos, pero yo me he defendido, eh. ¡Les he dicho
que ser mujer no es nada malo!
—Has hecho bien, no es nada malo. Yo soy mujer y no soy tonta, como
ellos —le respondió Ade, sorprendida por el comentario de Valente.
—No es nada malo, pero les he dicho que no lo soy. Que no soy una
mujer… Y me han dicho que estoy loco, que tengo que subirme al barco de
los locos cuando baje el río, y también que me harían ver que sí soy
mujer…
—La próxima vez puedes decirles a esos canallas que los hombres
importantes de la ciudad son los que llevan esas pelucas tan caras y
largas…
Le vino a la memoria la sonrisa que iluminó entonces la cara de Valente,
se le humedecieron los ojos y espoleó al caballo al galope para alcanzar a
Janara, que se había detenido no muy lejos de una de las casas de los
campesinos que había pegadas a las murallas de Serra.
—Cuando no quiero que me vean paso por aquí. —Mientras decía esto,
Janara se bajó de la silla y se dirigió a uno de los árboles que rozaban el
límite. Lo ató al tronco, removió un poco de hierba para que comiera y
esperó que las demás siguiesen su ejemplo.
—Ataos bien todo lo que necesitéis, armas u otros enseres dijo sin dar
más explicaciones. Ade metió la mano en el bolsillo donde guardaba la
honda y tocó unos segundos la oblea de Leptis. Casi sintió miedo, como si
solo el contacto bastase para activar su efecto letal. Cogió la honda y la
engarzó al cinturón, luego apretó fuerte, como le habían ordenado hacer.
Janara se encaramó ágilmente al techo de madera de la casa, después,
desde arriba, ayudó a las demás a llegar hasta allí. Fueron trepando de una
en una y se colocaron en silencio alrededor de lo que parecía una chimenea.
—Tenemos que subir aquí arriba y de ahí llegar al borde bajo de la
muralla. Con los brazos nos impulsamos y ya estaremos —explicó Janara.
—¿Y luego cómo bajamos por la otra cara? —preguntó Petra.
—Tened confianza, lo he hecho otras veces —zanjó Janara, y ayudó a
Tebe a subir en primer lugar.
La conquista del borde bajo del muro fue menos difícil de lo previsto.
Las Ciudades Perdidas habían adquirido agilidad y fuerza con los
entrenamientos de Janara. Todas lo lograron, la única que necesitó ayuda
fue Atlantide.
—¡No mires abajo e impúlsate con los brazos hacia arriba, como
hacemos con la rama torcida del roble! —la animó Itaca.
—Todo me da vueltas… —respondió Atlantide, asustada—. No puedo
hacerlo.
—No podemos dejarte aquí, Atlantide, ¡tienes que conseguirlo!
Ade ya había empezado a escalar a la parte superior y enseguida se
encontró al otro lado, suspendida sobre un pequeño pasillo que recorría toda
la muralla.
—¡Rápido! ¿Qué esperáis? —dijo dirigiéndose a las demás, que se
habían quedado atrás.
Al escuchar aquellas palabras, Atlantide hizo un último y gran esfuerzo.
Se agarró al borde con las manos, cerró los ojos y empleó los brazos para
hacer palanca. El peso del cuerpo desapareció de repente y consiguió
impulsarse con un rápido tirón. En cuanto apoyó los pies en la piedra del
borde abrió los ojos, feliz.
—¡Lo he conseguido!
Las otras sonrieron mientras Leptis recogía la cuerda con la que había
tirado de ella enganchando el nudo en el bolsón que Atlantide llevaba a la
espalda.
—Estaba casi… —comentó.
—Vamos, no hay tiempo para estas cosas —concluyó Janara, abriendo
camino hacia el pasillo por donde Ade ya estaba caminando.
—Por aquí —continuó hacia el lado más oscuro.
Tras dar unos pasos en la oscuridad más absoluta, manteniéndose
pegadas al borde y en fila india, llegaron hasta un nicho y un portón de
hierro forjado.
—Son las escaleras que nos llevarán abajo —explicó Janara, y sacó del
bolsillo una llave con la que hizo saltar el cerrojo.
—¿Cómo la has conseguido? —preguntó Persepolis, sorprendida.
—Habrás sido la ladrona más famosa de Roma durante un tiempo, pero
no eres la única…
Aprovechando la luz tenue de las escasas antorchas, llegaron a la calle
muy rápido. Se encontraron al lado del molino, justo detrás de la iglesia.
Para llegar a la prisión tenían que atravesar la plaza corriendo.
A esa hora de la noche Serra estaba desierta. Hasta los informadores de
monseñor Tosco se habían ido a dormir acunados por la seguridad de haber
cerrado el único acceso a su preciosa ciudad.
—Ya sabéis lo que tenéis que hacer —dijo Tebe al ver la cárcel.
—¿Cómo saldremos, Tebe? No falta mucho para que amanezca —
preguntó Petra.
Janara se anticipó a la respuesta de Tebe:
—Nos esconderemos en la casa junto al molino, construido en la
muralla. La reconoceréis porque en el techo tiene un gallo de hierro para
señalar la dirección del viento. Al alba está vacía. Son campesinos y pasan
todo el día en los campos. La puerta se queda abierta. De todas formas,
dentro no hay nada que robar. Nos ocultaremos allí y esperaremos a que
oscurezca, luego recuperaremos las escaleras y volveremos al bosque.
El plan, que habían estudiado día y noche, solo duró el tiempo de
bajarse del caballo. Para superar el primer imprevisto Janara se vio obligada
a modificarlo sobre la marcha. En vez de escapar por el camino más corto, a
través de la puerta de Serra, tendrían que quedarse en la ciudad hasta el
atardecer. Tebe se fiaba de ella, sabía que haría cualquier cosa para que
estuvieran a salvo y trató de mantener la calma. Al final se trataba solo de
esconderse, se decía a sí misma. Algo que a las Ciudades Perdidas siempre
les había salido muy bien. Esperarían a que cayera la noche, que apareciera
su amiga la luna y, por último, llegarían a casa, a la suya. Todo lo demás se
mantendría sin cambios, al menos así lo esperaba.
—No perdamos más el tiempo, ya casi estamos. Allí abajo está la
prisión. Atlantide, Itaca y Segesta, ¿estáis listas? Nosotras nos
esconderemos a la vuelta de la esquina y esperamos vuestra señal, como
hemos acordado.
—Sí, Tebe. Sabemos lo que tenemos que hacer. Nos vemos luego… —
respondió Segesta con tranquilidad.
Las tres se pusieron la capucha y se dirigieron a la entrada. Tebe y las
demás se colocaron en un rincón oscuro, a la espera.
Custodiando la puerta había dos hombres con los ojos somnolientos.
Empuñaban una espada cada uno, colgada en la pared había una tea cuya
llama tenue apenas iluminaba la habitación. El que estaba más cerca de la
antorcha llevaba un sombrero calado hasta las orejas y parecía ser el más
despierto, mientras que el otro, tal vez debido a la lejanía de la luz, tenía los
párpados casi cerrados y acabaría rindiéndose al sueño de un momento a
otro.
—¿Quién va? —exclamó el primero cuando vio que se acercaba la
sombra de alguien.
Atlantide e Itaca ganaron la iluminación de la antorcha balanceándose
sobre las caderas.
—¿Quiénes sois? ¿Qué hacéis aquí a estas horas de la noche? —dijo el
segundo, despertándose del letargo.
—Debéis disculparnos, nos hemos perdido… Buscábamos la casa de
Lena, Lena la panadera… ¿La conocéis? ¿Nos podéis decir dónde está? —
comenzó diciendo Itaca con la voz más inocente que pudo mostrar.
—Quién no conoce a la panadera… —dijo ya completamente despierto
y repleto de fuerzas.
—¡Silencio! —le gritó enseguida el primero, que debía ser el de más
alta graduación, el que llevaba el sombrero calado hasta las orejas.
—¿Para qué buscáis a la panadera? —continuó.
—Tenemos que mudarnos a su casa… para trabajar —insinuó Atlantide,
lánguida.
—¿Y cómo habéis entrado…, señoras?
Atlantide e Itaca no se esperaban esa pregunta. De hecho, no figuraba
en sus planes que pasaran de la puerta. Tenían que pensar a toda prisa una
respuesta creíble. Acudió en su ayuda Segesta, que se había quedado
apartada y todavía no se había dejado ver:
—Tenemos permiso —dijo ganando la luz del fondo.
—¿Pero cuántas sois?
—Somos tres o, mejor dicho, ellas dos vienen conmigo… Yo soy quien
las debe presentar ante la panadera. Somos amigas. Trabajamos juntas en
Roma, y luego… abrimos nuestros negocios. Independientes —continuó
Segesta, metida perfectamente en el papel.
—Y decidme, señora —dijo uno de los dos guardias acercándose a la
cara de Segesta—, ¿vos también hacéis panes especiales en vuestro
horno…?
—Los más buenos de la Sabina, no es por presumir. Si queréis, os
dejaremos probarlos. De todas formas, la panadera estará durmiendo y
podemos entretenernos un rato, sois tan amables…
—También tengo vino… —añadió Atlantide, señalando el bolsón que
llevaba a la espalda.
Los dos guardias miraron a su alrededor. Efectivamente, no había nadie,
la noche parecía tranquila. Un poco de diversión no haría daño a nadie.
Las dejaron entrar y les presentaron a los otros dos guardias, que
presidían la entrada de las escaleras que conducían a las mazmorras.
—¿Estáis todos aquí? —preguntó Atlantide de forma lasciva.
—¿Qué ocurre, señora, no somos suficientes? —planteó con
prepotencia uno de los nuevos.
—Al contrario, solo hacía el recuento para el vino. No quiero que nadie
se quede sin… Lo hemos hecho nosotras. Es de nuestras viñas.
—¿Tenéis vasos aquí dentro? ¿O tazas? —preguntó Itaca, que hizo
espacio en la mesa.
Uno de los guardias desapareció un momento y volvió con vasos y
tazas.
—¡Claro que tenemos! Aquí tenemos de todo, esta noche no nos falta de
nada…
—Absolutamente nada —confirmó Segesta mientras veía a Itaca echar
el vino tinto enriquecido con sus extractos de acónito y boj.
Había prestado atención a las dosis. No pretendía matarlos, aunque
quizá se lo merecieran. Dejarlos fuera de juego un rato, el tiempo de liberar
a Aquileia y a Valente y huir, ese era el plan. Enseguida empezaron todos a
beber y, para no despertar sospechas, las tres Ciudades Perdidas simulaban
que tragaban: se llenaban la boca con un poco de vino y, en cuanto los
hombres se distraían o estaban riéndose, se las arreglaban para escupirlo en
el vaso, en una especie de continuo balanceo de vasos que se vaciaban y se
llenaban una y otra vez.
Aquellas maravillas de la naturaleza, como a Segesta le gustaba llamar a
sus plantas venenosas, tardaron en hacer efecto menos de lo previsto y, tras
un par de vasos, los hombres empezaron a sentirse mal. Vómitos en su
mayor parte, sudores fríos y calambres en el estómago. Uno de los guardias
de la entrada a las mazmorras salió corriendo de la prisión preso de
fortísimos dolores. Segesta pensó que no valía la pena seguirlo, con esos
retortijones de estómago no llegaría lejos, era mejor permanecer todas
juntas, sin tomar iniciativas que pudieran costarles la vida. Mientras
pensaba aquello, tocó un instante el cuadradito de pan que llevaba en el
bolsillo del abrigo.
Segesta salió para indicar a las demás que tenían vía libre. Ataron a los
tres guardias, ya seminconscientes. Petra fue a amordazarlos, pero Segesta
se lo impidió:
—Si vomitan, se ahogarán. No os preocupéis, no tendrán fuerzas para
gritar. Están exhaustos y confundidos por el dolor.
Ade, entre tanto, localizó las escaleras y las bajó a toda prisa. Leptis
corrió tras ella y la detuvo a mitad del camino.
—¿Dónde crees que vas sin esto? —le dijo mientras sostenía un gran
manojo de llaves de hierro.
—No sabemos lo que nos espera ahí abajo, podría haber otras. Sigue el
plan, Ade. Debemos ser prudentes. Nos va la vida en ello, y también la de
tu hermano —continuó haciéndola entrar en razón sin querer alargar
demasiado la discusión.
Ade moderó el paso y sacó la honda. Leptis la superó y aguantó una de
las antorchas que colgaban de la pared. Bajó dos pasos más y, en cuanto vio
el último escalón, arrojó la antorcha hacia delante. Esperaron unos
segundos. No hubo ninguna reacción, parecía que todos los guardias habían
quedado fuera de combate con el vino especial de Segesta.
Al llegar a la amplia entrada, Leptis recogió la tea del suelo y la dirigió
hacia los dos túneles que se adentraban en la oscuridad.
—Dividámonos —ordenó.
Ella y Ade fueron por la derecha, Tebe y Persepolis por la izquierda.
Janara y Petra se quedaron cerca de las escaleras para evitar emboscadas y
sorpresas desagradables.
—Mantente cerca de mí —le dijo Leptis.
Ade se pegó a ella, pero no apartó la mirada de las paredes húmedas,
que parecían hacerse cada vez más estrechas.
—Hay una puerta… —anunció Leptis.
Cuando escuchó esto, Ade no pudo contenerse más, empujó a Leptis
para poder pasar y llegó la primera hasta la puerta.
—¡Valente! —lo llamó.
—¡Shh! —la mandó callar Leptis—. ¿Quieres que nos maten?
—Tenemos que abrir la puerta… ¡rápido!
Al cuarto intento encontraron la llave adecuada y abrieron la puerta de
golpe. La celda estaba oscura y vacía. O al menos eso parecía a primera
vista. Leptis la iluminó con la antorcha y, al fondo, distinguieron la figura
de una mujer con los brazos extendidos, maniatada a dos aros de hierro.
Tenía la cabeza y el cuerpo abandonados en peso muerto.
—¡Aquileia! —la llamó Ade mientras corría hacia ella. Le agarró la
cabeza y se la levantó—. Aquileia… somos nosotras, ¿nos oyes? —Intentó
despertarla mientras seguía acariciándole la cabeza.
Aquileia entreabrió los ojos, le costó un poco reconocer quién hablaba.
Estaba oscuro y no comía desde hacía horas. Cuando se le acostumbraron
los ojos a la penumbra consiguió reconocer a Ade, que la miraba con
dulzura.
—Ade… —susurró—, sabía que no me abandonaríais…
Leptis, mientras tanto, estaba cortando la gruesa cuerda que tenía a
Aquileia crucificada desde quién sabía cuándo. En cuanto quedó liberada,
pareció recuperar las fuerzas, como si en todo ese tiempo hubiese
conservado un poco de resuello, sin perder la esperanza de que llegaran a
rescatarla.
—¿Puedes caminar? —preguntó Leptis.
—Creo que sí…
—Aquileia, ¿dónde está mi hermano? ¿Por qué no está aquí contigo?
—Se lo llevaron el día de mi juicio… No sé dónde…
Un grito las obligó a apresurarse y a salir de la celda. Se unieron a las
demás que, mientras tanto, habían sacado a rastras a Spirto.
Cuando Ade lo vio de rodillas con las ropas de Valente se lanzó a su
cuello.
—¿Qué le habéis hecho a mi hermano? ¿Dónde está? ¿Por qué llevas su
ropa?
Spirto no podía responder por la vehemencia y la rabia de Ade.
—Lo hemos encontrado en una celda, estaba prisionero —explicó
Persepolis.
—Lo conozco, se llama Spirto. Un huérfano que cuenta con la gracia de
Sante —añadió Tebe.
Ade le quitó el cuchillo a Persepolis y se lo puso a Spirto en la garganta.
—Dime ahora mismo dónde se encuentra mi hermano o te mato. —Su
voz era tranquila y afilada como la hoja.
Spirto miró a su alrededor aterrorizado y en busca de ayuda. Se topó
con los ojos de Persepolis, esperando recibir un poco de apoyo.
Cuando la puerta de la celda se había abierto en plena noche, Spirto
esperaba ver a Pietro caminando en la oscuridad, imaginándose que había
encontrado una excusa, no se explicaba cómo, para liberarlo sin
consecuencias. Sin embargo, se encontró frente a dos mujeres encapuchadas
llamándolo Valente, que le ordenaron que se levantara del suelo.
Le habían traicionado las antorchas que había fuera de la celda. Aquella
luz que había desvelado su identidad le permitió, sin embargo, reconocer en
la muchacha de los ojos transparentes que lo presionaba con preguntas y
amenazas, a la única amiga que había tenido en el orfanato, o tal vez en
toda su vida.
—Betta… —le susurró Spirto.
Persepolis se bloqueó. Nadie la llamaba con ese nombre desde hacía
años.
—Creía que no volvería a verte… —continuó diciendo Spirto.
Persepolis arrugó el entrecejo y dio un paso atrás, para mirarlo desde
otra perspectiva. No había duda de que el rostro del joven le resultaba
familiar, pero no sabía exactamente por qué. Spirto se metió una mano en el
bolsillo en busca de las piedras, pero Tebe lo detuvo.
—No voy armado, os lo juro, señora… Me conocéis… —intentó
defenderse Spirto.
Tebe lo dejó continuar y Spirto, cuando sacó las piedras, empezó a
lanzarlas ante la mirada atónita de Persepolis.
—¿Te acuerdas ahora de mí, Betta?
Persepolis se acercó a él, tendiendo una mano a la mejilla de Spirto.
Estaba caliente, a pesar del frío de las mazmorras.
—Te creía muerto —dijo.
Spirto esbozó una sonrisa. ¡No lo había olvidado! Le rozó la capucha,
que se le había caído hacia atrás, desvelando el peinado corto y desaliñado
de Persepolis.
—¡Tu pelo…! ¿Qué te ha pasado? —exclamó estupefacto.
—¡No lo toques! ¡No debes tocarme! —De la boca de Persepolis salió
un grito.
Desde ese momento, Persepolis no volvió a dirigirle la palabra y, ahora
que Ade amenazaba con matarlo, parecía no querer hacer nada para
salvarlo.
—¡Segesta ha visto movimiento en las calles, tenemos que irnos,
rápido! —intervino Janara desde el fondo.
—¡Sin mi hermano no voy a ninguna parte! ¡Habla! ¿Qué sabes? —Ade
continuaba presionando a Spirto sin dar un paso atrás, apretando con
firmeza la empuñadura del cuchillo.
—Pietro me pidió que ocupara su sitio en la prisión… Se lo ha llevado,
pero no sé a dónde. ¡Os lo juro! No sé nada. Pietro no me dijo dónde se lo
llevaba…
Ade aflojó y volvió a respirar con normalidad. Valente estaba con
Pietro, lo había salvado.
—Ade, tenemos que irnos —dijo Tebe, quitándole el cuchillo de las
manos y devolviéndoselo a Persepolis.
—No tenemos mucho tiempo. Tenemos que llegar a esa casa antes de
que amanezca —añadió Leptis.
—¿Qué hacemos con él? —preguntó Petra.
—Lo devolvemos a la celda, yo me encargo —dijo Persepolis,
blandiendo el cuchillo con aire amenazador.

***
Cuando salieron de la cárcel no faltaba mucho para el alba. El aire había
empezado a humedecerse y Tebe les dijo a todas que se dieran prisa y se
dirigieran hacia la casa que había indicado Janara.
—Id vosotras, yo buscaré a mi hermano —dijo Ade.
—Ni siquiera sabes por dónde empezar. No seas estúpida —le
respondió Tebe.
—No me importa, seguid vosotras. Yo lo encontraré. —Con estas
palabras se alejó corriendo hacia el centro del pueblo.
Quería empezar por la iglesia. Pensó que Pietro podría haber escondido
a Valente allí. El día que quemaron a Fortunata lo vio junto a monseñor
Tosco, tratando de evitar su muerte. Era posible que, desde entonces, Tosco
se hubiese convertido en aliado suyo.
Cerca de la escalinata de la iglesia, Ade se vio sorprendida por la
llegada de Sante y los benandanti, acompañados del guardia de la prisión
que había huido con dolor de estómago. Eran muchos, muchos más de los
que había visto semanas antes. Sante había ganado seguidores.
—¿Dónde crees que vas, bruja? —le gritó Sante—. Te estábamos
esperando.
Los benandanti desenvainaron las espadas y se pusieron en guardia al
unísono. Sante los detuvo con un gesto.
—No hay necesidad. Ella quiere algo que nosotros tenemos. ¿No es así,
Adelaide? —continuó Sante.
Ade dio un paso atrás y miró a su alrededor.
—¿Dónde están tus amigas? ¿Te han dejado sola?
—Se han ido, habéis llegado tarde… —respondió, esperando que Tebe
y las demás los vieran y se escondiesen en alguna parte.
—Eres una pésima embustera…
Ade metió la mano en el bolsillo y apretó la oblea de menta de Leptis.
Seguía allí, lista para recurrir a ella en caso de necesidad. Se sintió casi
aliviada.
—Cogedla —ordenó Sante.
Cesare y los benandanti atacaron a la vez, conscientes del ridículo que
habían hecho unas semanas antes. Ade empezó a girar la honda, que silbaba
amenazante alrededor de ella.
La rodearon y esperaron la señal de Sante. Cesare fue el primero en
avanzar, los demás lo siguieron y empezaron a estrechar el círculo, un paso
tras otro. Cesare sabía que Sante quería a Ade viva, no podía permitirse
volver a decepcionarlo. Era prudente y atento en sus movimientos: un paso
en falso y los demás podrían malinterpretarlo y clavar la daga.
Ade jadeaba pero no perdía la concentración. Iba a caer en sus manos,
de ello no había duda, pero no tenía ninguna intención de ponerles las cosas
fáciles.
Cesare le hizo una señal a Benedetto, que atacó en primer lugar,
levantando la espada al cielo, dispuesto a clavársela. En ese momento, un
sonido cortó el aire y una pequeña hoja fría penetró en el brazo con el que
cargaba Benedetto. Era el cuchillo de Persepolis.
Las Ciudades Perdidas estaban listas para atacar a unos pasos de los
Benandanti. Habían sacado las armas y tenían la cabeza alta y descubierta,
en señal de desafío.
—Estaba seguro de que os quedaríais, Tebe. No hubiera sido propio de
ti abandonarla a su suerte. Tu sentido del deber ha sido siempre tu peor
enemigo… —la provocó Sante.
—Hubo un tiempo en el que mi sentido del deber te fue muy útil.
—Esa época ya pasó. Yo ya no soy aquel hombre, y tú también has
cambiado.
—Ese es tu error, yo soy exactamente la misma que entonces. Pero en
algo estoy de acuerdo contigo. Esa época ya pasó. Ahora, dejadnos pasar.
Sante estalló en una carcajada estruendosa y arrogante.
—¿De verdad crees que eso va a pasar, Tebe? —preguntó, recuperando
de repente el tono serio.
—No, pero tenía que intentarlo —respondió. Luego desenvainó la
espada y gritó—: ¡Ahora!
Ade vio a las Ciudades Perdidas correr hacia los benandanti. El corazón
le latía sin parar, como si quisiera salírsele del pecho y ayudar en la batalla.
La primera en llegar fue Janara, que se abalanzó contra Cesare, blandiendo
su larga lanza. Cesare atacó avanzando y sosteniendo con fuerza la espada,
abriéndose camino con amplios movimientos del brazo. La hoja chocó
violentamente contra el puño de la lanza y, en más de una ocasión, Janara
tuvo que arquear la espalda para detener los golpes. Leptis, mientras tanto,
se había hecho con el arco y mantenía alejados a los benandanti lanzando
flechas con mucha puntería. Ade había conseguido derribar a Benedetto,
que se quejaba de la herida, mientras Tebe se enfrentaba a Sante. El suyo,
más que un duelo, era un ajuste de cuentas: se estudiaron mucho antes de
dar un paso, luego enfrentaron las espadas y el ruido de las hojas superó
cualquier otro sonido. La respiración de Sante se condensaba en pequeñas
nubes de vapor, mientras se movía con agilidad entre golpes y alardes. Tebe
se defendía, no solo con la espada, sino con todo el cuerpo. Daba patadas y
codazos cuando la distancia se acortaba lo suficiente. De una y otra parte
peleaban por algo más importante que la propia vida y ninguno quería
rendirse, por mucho que la lucha fuese agotadora y fascinante al mismo
tiempo. Cuando Tebe logró desarmar con un empujón a Sante y
arrinconarlo contra la pared, este levantó las manos en señal de rendición:
—¿Ahora nos dejaréis pasar? No pretendo matarte. No soy ninguna
asesina.
—Eres una benandante, Tebe, siempre lo has sido. ¿Qué haces en ese
bando? ¿A qué esperas para volver conmigo?
El brazo extendido de Tebe empezó a temblar y una gota de sudor le
cayó por el cuello. Cada vez que Sante le recordaba su pasado, ante los ojos
de Tebe se abría un abismo oscuro y la sensación de vértigo que lo
acompañaba le restaba lucidez y firmeza. Aprovechando ese momento de
desconcierto, Sante apartó a Tebe con una patada y la desarmó con un
rápido movimiento, poniéndole la espada en el cuello.
—Te has olvidado de mis enseñanzas, Tebe. Nunca le muestres tu
debilidad al adversario…
Nadie, y mucho menos Sante, esperaba que hiciera falta tanto tiempo
para desarmarlas. Además de Tebe, Atlantide e Itaca también sucumbieron
a las amenazas de los benandanti, que se rindieron después de ser rodeadas,
pero no antes de herir a tres de sus mejores combatientes. Poco a poco, tras
la captura de Tebe, todas las Ciudades Perdidas fueron derrotadas y
obligadas a juntarse en un mismo punto para ser atadas. Janara continuaba
su lucha en solitario y, como Nicola y Bartolomeo no se bastaron para
desarmarla, Adriano acudió en su ayuda.
Las últimas en rendirse fueron Ade y Leptis, que corrieron hacia el
intrincado laberinto de calles de Serra esperando dejar atrás a los
benandanti y volver para liberar al resto de las Ciudades.
En busca de Ade salió Cesare, deteniendo a todos los demás:
—¡De ella me encargo yo! —dijo.
Corría con el único pensamiento de llevarla ante Sante como un trofeo y
de restregarle a Pietro su muerte en la cara. En ese momento no había nada
que pudiera pararlo. Nada que pudiera entrometerse entre él y el objetivo de
su vida: convertirse en el único hijo de Sante. Su digno heredero.
Ade sentía que las piernas empezaban a fallarle y que le costaba
respirar. Sentía como si correr fuese cada vez más complicado y que Cesare
estaba cada vez más cerca. Empezaba a tener miedo. Miedo a morir, y se
sentía culpable de su debilidad. Tenía que resistir y no temer a la muerte. Lo
importante era que Valente estuviese a salvo, en un lugar seguro, eso era lo
único que debía prevalecer. Pero no lo conseguía, no podía dejar de pensar
que le hubiera gustado verlo crecer, ver al hombre en que se convertiría. Un
hombre distinto, un hombre nuevo. Como el mundo que hubiese creado si
hubiese tenido la oportunidad.
Cesare la alcanzó y la bloqueó en el suelo, desde donde podía verse la
casa de Lena. Ade no podía saber que estaba tan cerca de Valente, que, en el
lecho de Millina, dormía abrazado a Pietro.
Millina los miraba con ternura por encima de la butaca.

***
Cuando Cesare volvió a la plaza, ya había empezado a amanecer. Las
Ciudades Perdidas habían sido atadas y estaban sentadas en círculo,
vigiladas por los benandanti. Ade fue hecha prisionera junto a las demás y
se quedó mirando al suelo. Tebe, sin que la vieran, se pegó a ella y le
preguntó en un susurro dónde estaba Leptis. Ade, sorprendida por la
pregunta, miró a su alrededor.
Estaban todas atadas, una junto a la otra. Excepto Leptis.
LA HOGUERA

Con los primeros rayos de sol, en la mesa de monseñor Tosco apareció la


cuenta de los haces de leña necesarios para la hoguera de todas las mujeres;
el número había aumentado en consonancia con su captura y era
verdaderamente caro. Don Beniamino no pudo contener la rabia de
monseñor ni haciéndole saber que entre las brujas estaba la que estaban
buscando.
—¡Los leñadores de esta región piensan enriquecerse a costa de la
justicia divina! —estalló.
—Si me lo permitís, Excelencia, al total hay que añadirle los cirios para
la tarima, algún guardia para apaciguar a la muchedumbre y los verdugos
que enciendan las ramas —añadió don Beniamino.
—Que el verdugo sea ese agitador de Sante Montesi… ¡Están muy
equivocados si creen que mi iglesia se va a hacer cargo de todo!
—Podríamos usar todo lo que hemos recaudado con el juicio a
Aquileia… —especuló don Beniamino, buscando una solución.
—¡De ninguna manera, esas ofrendas son para mi capilla adyacente!
Recibí permiso de Roma, no tengo intención de renunciar a ella por cuatro
pueblerinos que han decidido montar un brasero enorme sin consultarme.
Decidles a los leñadores que busquen en otra parte para el pago de la leña.
Nosotros hemos ajusticiado y condenado a una bruja, por ella, y solo por
ella, tengo intención de pagar. Aquí todos saben dónde encontrar a los
benandanti, que les pregunten a ellos.
Don Beniamino salió de la estancia de monseñor Tosco suspirando.
Esperaba haber podido convencerlo para que se hiciera cargo de una parte
de los costes añadidos de la hoguera pública. Pero hora tenía que encontrar
otra manera de pagarlos. Funcionaba siempre así. Tosco se empecinaba y le
tocaba a él resolver la situación. Estaba allí para eso, una sombra leal y
eficiente.

***
La noticia de la captura de las brujas y de su inmediata quema se
propagó como un torbellino por las calles de Serra. Había cerrado las
persianas de las ventanas, desconchado las paredes de piedra seca, arañado
la piel de los madrugadores, listos para ir al campo para un nuevo día de
trabajo.
—Dicen que la han pasado a mediodía, para que les dé tiempo a
preparar los haces.
—A mí me han dicho que se retrasan para que Gianbattista, de Torre
Rossa, pueda estar presente.
—Las llamas serán tan altas que podremos verlas desde el campo.
Las voces se sumaban a las proclamas del pregonero, que pedía a la
población que donara toda la leña que tuvieran en sus casas en señal de
devoción por la causa. Decían también que con ese tributo conseguirían que
se les perdonasen más pecados en el próximo e inminente Jubileo del papa
Urbano VIII.
Uno de los informadores de Tosco llamó a la puerta de Lena a primera
hora. La que abrió fue Millina, cubierta con un grueso chal de lana espesa.
Era uno de sus clientes habituales y, antes de entregarles la poca leña que
tenían, consiguió que le contara un poco mejor lo que había sucedido.
Desde que Pietro les encargó que vigilaran y protegieran a Valente, ninguna
de ellas había vuelto a salir de casa ni para coger agua de la fuente.
—Tenían armas y corrían como animales feroces. Las han sorprendido
mientras intentaban escapar tras haber liberado a su compañera. Solo ha
conseguido escapar una de ellas; era rápida y ha desaparecido en sus
narices, parece que se ha liberado de las cuerdas con un hechizo, un instante
antes estaba atada y después no han vuelto a verla. Todavía la están
buscando, dicen que no puede haber salido de las murallas. ¿No la
esconderéis aquí, eh? —insinuó en broma, metiendo la cabeza por encima
del brazo de Millina para intentar entrar.
Ella le bloqueó el paso:
—Hoy estamos cerradas, y no, no escondemos a ninguna bruja. Ya nos
han buscado bastantes problemas, ¿no crees? Toma, anda, aquí está tu leña.
Esta noche no tendremos nada con lo que calentarnos, dale las gracias a
monseñor.
—Yo vuelvo a por ti, Millina… —respondió provocativo.
—Así no podrán perdonarme todos mis pecados, y tampoco a ti. —
Cerró la puerta con una sonrisa y se giró para volver a su habitación. A
pocos pasos de ella estaba Valente, con los ojos vidriosos. En las memos
tenía un trozo de tela donde había dibujado con un carboncillo.
—¿No te había dicho que te quedaras en la cama? Lo has escuchado
todo, ¿verdad?
—A mi hermana no la han cogido. Se ha escapado…
—No sabemos si ella es la que se ha escapado, Valente.
—Sí que es ella. Es la más rápida de todas corriendo, la más rápida que
conozco. Tenemos que salir a buscarla. Ahora mismo. Me necesita. —Con
estas palabras desapareció de la vista de Millina y se adentró en la casa.
Ella lo siguió hasta su habitación. Lo vio ponerse el sombrero y
calárselo hasta las orejas, darle vueltas al pantalón demasiado largo, y se
apretó bien el cinturón para que no se le cayera mientras corría. El trozo de
tela que tenía en las manos cayó al suelo. Millina la recogió y miró el
dibujo de Valente. Una gran bola negra con una corona de rayos alrededor.
Observó las paredes de la habitación y, justo en ese momento, se percató de
que Valente había dibujado lo mismo en cada folio que se había encontrado,
casi en cada superficie y en las paredes de alrededor.
—¿Qué es este dibujo? —preguntó sin despegar la vista de las paredes.
Parecía como si Valente no la hubiera oído. Se acercó a Millina, le
arrebató el dibujo de las manos y se lo metió en el bolsillo:
—Estoy listo, vamos —dijo.
—Tú y yo no vamos a ninguna parte. Y quiero saber qué es este
dibujo… me da miedo…
—Es mi luna.
Millina le prometió a Valente que lo acompañaría, pero antes debían
avisar a Pietro, que había salido por la mañana, muy temprano, atraído por
la agitación que se respiraba en las calles. Consiguió convencerlo de que la
esperara en casa y de que no saliera bajo ningún concepto. Volvería con
Pietro lo antes posible.
Pero las promesas no eran la especialidad de Valente en el día a día, y
difícilmente podían serlo durante una emergencia; así que la que le hizo a
Millina también duró poco tiempo. Solo el que tardó la joven en doblar la
esquina, entonces, Valente se escabulló sin ser visto. Se encontró en un
callejón desconocido. No había estado nunca antes en Serra y no sabía a
dónde ir. Empezó a vagar intentando no mirar a nadie a los ojos,
manteniendo la cabeza baja y las manos en los bolsillos. Si se cruzaba con
hombres armados se escondía detrás de algún barril o se agachaba,
mezclándose con los niños de Serra. Fue precisamente en ese momento,
mientras se levantaba en una esquina en la sombra, cuando Leptis lo
reconoció. Llevaba desde las primeras horas de la mañana espiando la calle
desde la ventana semicerrada de la casa de los campesinos donde se
escondía. Buscaba noticias y cualquier cosa que pudiera acercarla a la plaza
donde llevarían a cabo la quema.
Había llegado a la casa poco antes de que se elevara el sol, agotada y
conmocionada por el encuentro que le había salvado la vida. Corría en
dirección al molino, donde debía encontrarse la casa que les había indicado
Janara. De vez en cuando se giraba hacia atrás, para comprobar dónde
estaban sus perseguidores. Le costaba respirar, pero no podía detenerse,
tenía que resistir; esconderse y encontrar la manera de ayudar a Tebe y a las
demás antes de que fuese demasiado tarde. Mientras corría, se topó con
alguien y, sin saber quién era, lo arrolló. Acabaron en el suelo, uno encima
del otro. Sintió a la vez la dureza del suelo en las piernas y un olor familiar
a violeta persa.
Porzia decidió bajar a la calle, intrigada por los pasos de los guardias y
los benandanti. Allí abajo estaba sucediendo algo, y la austeridad del
palacio la aburría. Se puso un gabán pesado y oscuro, con una gran capucha
cubriéndole la cabeza. Que no dijeran por ahí que una señora de su
categoría andaba merodeando en mitad de la noche. Leptis chocó contra
alguien mientras huía como una fiera, cayó al suelo y sintió una dolorosa
punzada en la espalda. Porzia enseguida se arrepintió de haberse aventurado
en la noche durante lo que parecía una batida de caza; la había seducido el
deseo irrefrenable de volver a ver a Beatrice y, en cierto modo, esperaba
que ella fuera la causante de todo ese bullicio. Cuando Leptis se recuperó
del susto y la caída, trató de levantarse y sacó la daga que llevaba en el
cinturón, convencida de haberse topado con uno de los hombres de Sante.
Cuando se cruzó con la mirada aterrorizada de Porzia, se quedó paralizada.
—Porzia… —pronunció su nombre como si fuera una súplica.
Porzia sintió que el corazón se le aceleraba y un hormigueo provocado
por la caída comenzó a nublarle la vista. Aprovechando su desconcierto,
Leptis se levantó del suelo.
—Perdonadme, Porzia. He de irme…
Envainó la daga en el cinturón y se puso la capucha. De repente, Porzia
volvió en sí y, oyendo el repiqueteo de pasos que se acercaban, gritó:
—¡Por aquí!
Leptis la levantó con fuerza, le tapó la boca y, buscando rápidamente a
su alrededor, reconoció el callejón de los besos robados, a unos pasos de
ellas. La arrastró hasta esa callejuela oscura y la arrinconó contra el muro.
Estaban pegadas la una a la otra. Leptis presionaba la boca de Porzia con la
mano.
—Ni una palabra, Porzia, no me costaría nada usar la espada, aunque no
me gustaría tener que hacerlo —le susurró al oído.
Cuando los benandanti estaban cerca, Leptis le quitó la capucha a
Porzia, le soltó unos mechones de pelo y, forzándola a dar la espalda a la
calle, la besó. Porzia abrió los ojos de par en par y trató por todos los
medios de zafarse de aquel abrazo. En realidad fue un intento débil, pues a
los pocos segundos se entregó a aquel beso que, de inmediato, la devolvió a
sensaciones enterradas muchos años antes.
Los benandanti, mientras tanto, pasaron por delante de aquella esquina,
dividiéndose en busca de la fugitiva. Uno de ellos se acercó al callejón de
los besos robados y lo alumbró con la antorcha. La llama iluminó la espalda
y la nuca despeinada de Porzia y los brazos de Leptis que la rodeaban bajo
la amplia capa.
Benedetto les soltó una reprimenda:
—¿Pero qué hacéis esta noche en la calle, no sabéis que es peligroso?
¡Estamos buscando a una bruja! —Dado que las dos amantes no parecían
tener ninguna intención de responderle, siguió avanzando para reunirse con
los demás.
Cuando estuvo segura de encontrarse a salvo, Leptis despegó sus labios
de los de Porzia. Arrancó un trozo del forro de la falda y le tapó la boca con
él.
—Gracias, Porzia, sabré cómo hacerme perdonar —le dijo, mientras le
ataba las manos y los pies para que no diera la alarma.
Todavía tenía un trozo de esa tela en las manos mientras intentaba
llamar la atención de Valente con pequeños golpes en las puertas
entreabiertas.
—¡Valente… estoy aquí…! —susurraba con la esperanza de que él
pudiera oírla.
Abrió un poco la puerta y continuó llamándolo sin éxito. Valente se
levantó y continuó su camino a ninguna parte.
Leptis no se rindió, cerró la ventana y buscó algo que pudiese ayudarla
dentro de aquella casa sencilla y vacía. Junto a la chimenea encontró un
manto de lana gruesa que olía a humo, como a quemado; debía haber
pasado toda la noche al lado del fuego. Se lo echó por encima, se
embadurnó la cara de ceniza y salió a la luz del sol. No podía dejar que se
fuera, se pondría en peligro, su secreto amenazaba con llevarlo
directamente a la hoguera con su hermana.
Se puso a buscar a Valente y se dirigió al punto donde lo había visto
desaparecer. No tardó mucho en reconocerlo, a pocos metros de ella,
caminando en zigzag, tratando de parecer un tranquilo niño de la calle
planeando alguna travesura. Aceleró lo suficiente hasta alcanzarlo y
ponerse a su lado. Sacó un brazo de la capa y lo agarró, intentando ser lo
más dulce posible. Sin embargo, en cuanto Valente sintió que alguien lo
tocaba reaccionó propinándole un empujón.
—¡Dejadme! ¡Soltadme! —dijo mirando hacia quien lo estaba atacando.
Leptis se agachó y se apartó un poco la capucha para que la viera. Se
tapó la boca con un dedo y le indicó que se callara. Valente la reconoció y
mostró una sonrisa cálida que se apagó casi al momento: si Leptis estaba
allí con él, entonces quería decir que su hermana no había sido la que había
huido. Ade estaba en manos de los benandanti, que la quemarían en la
hoguera como una bruja.
—Hueles raro… Apestas… —dijo Valente.
Leptis no pudo hacer otra cosa que sonreír y, llevándoselo con ella a la
casa de los campesinos, respondió:
—Dentro de poco tú también apestarás…

***
El sol estaba ya alto en el cielo cuando las sacaron de la prisión. Iban en
fila, atadas una detrás de otra. La cuerda les apretaba las muñecas, lo que
las obligaba a caminar al unísono, para que a ninguna se le ocurriera
intentar fugarse. Ade abría la procesión justo detrás de Filippo, que se había
ofrecido a acompañarlas en su último viaje. Cuando pudo abrir los ojos y
acostumbrarse a la luz del sol, distinguió dos hileras de gente que marcaban
todo el recorrido hasta la plaza. Estaban en silencio. Un silencio irreal.
Esperaba que alguien empezase a insultarlas, a maldecirlas. A llenar el
espacio de ruido y gritos. Ruidos que pudieran acallar el dolor de los
raspones de sus pies contra el suelo y los de las Ciudades Perdidas que la
seguían. Sin embargo, nadie pareció escuchar sus plegarias y el pueblo
enmudeció a su paso. Alguno hizo incluso el ademán de echarse atrás y que
esa última humillación pareciera más un paseo que un desfile de la
vergüenza. Pero muchos se quedaron allí, como compuertas capaces de
evitar el desbordamiento del río.
En la plaza, junto a Sante y a los benandanti, las esperaban cientos de
personas. Como si los habitantes de todos los pueblos limítrofes se hubieran
dirigido a Serra, como sucedía cada año para la Fiesta de las Velas. En
primera fila destacaba Gianbattista con sus hijos, que sujetaban una
antorcha, lista para ser encendida.
Desde el balcón del palacio de Guido Poderico se asomaban los señores
de Serra y algún comerciante llegado especialmente para la ocasión. Parecía
que el conde había vendido los asientos a un elevado precio, tanto que la
avaricia le había impedido llenarlos todos. La mayor parte se conformó con
los palcos de madera que se levantaron en la plaza.
Para las nueve brujas se habían preparado ocho piras. Atlantide e Itaca
habían pedido que las quemaran atadas al mismo palo. No aceptaban morir
separadas después de haber compartido cada momento de sus vidas, y
Filippo había conseguido convencer a Sante para que lo pasara por alto,
aunque solo fuese porque esa concesión satisfacía también la petición de
limitar el uso de la leña. Así pues, prepararon las piras en semicírculo,
como una gran media luna, en cuyo centro se había reunido la gente que
había acompañado a las brujas en aquella procesión fúnebre.

***
En el balcón de la residencia episcopal estaban Tosco y Savelli, que
observaban el espectáculo con disgusto, esperando que pronto llegase de
Roma el apoyo solicitado para reprimir lo que cada vez más parecía una
sublevación de los Benandanti contra la Iglesia. Porzia, mientras tanto,
había ocupado su lugar en un palco individual cubierto con una carpa; en
las muñecas y en los tobillos tenía todavía la marca roja de las ataduras que
latía cuando el sol impactaba en ellas. Los labios, en cambio, le ardían
incluso a la sombra. De vez en cuando, casi sin darse cuenta, se llevaba una
mano a la boca para comprobar la temperatura.
A la vista de todos, cerca de la posada de Settimo Tenace, rodeado de
niños que lo molestaban, estaba Spirto. Cesare había sido quien le había
pedido a Sante que usaran la picota[5].
—Templa el espíritu… —dijo, autocomplaciéndose por la broma. Pietro
no era el único que sabía usar las palabras.
El cuello, aprisionado, le dolía, aunque la madera no había sido
reforzada con hierro, sino con vergüenza y moscas atraídas por la fruta
madura que los niños continuaban tirándole a la cara. Lo que le molestaba
era el picor en la piel en contacto con la madera y las pequeñas heridas
ensangrentadas que se provocaba al menor movimiento. Sentía cada astilla
que se despegaba de la picota y se le incrustaba bajo la piel; se moría de
ganas de rascarse y quitárselas una a una, como si fueran pequeñas
garrapatas y él un perro abandonado y encadenado. Pero tenía la capacidad
de movimiento de las manos tan restringida como la del cuello. Cuando vio
pasar la procesión de las brujas esperó con todo su corazón que Persepolis
no se girase en su dirección. Quería que su último recuerdo quedase
congelado en el momento en el que lo llevó a la celda, sola. Cuando en la
oscuridad y en el silencio de la prisión le dio las gracias y él, si bien vestido
como un niño y más bajo que ella, se sintió, por primera vez en su vida, un
gigante.
En el momento en que la reconoció, atada y arrastrada como un becerro
camino del sacrificio, de inmediato se arrepintió de lo que había deseado
hasta un momento antes. Lo que más deseaba era que sus miradas se
cruzasen. Que ella supiera que él estaba allí, que no la dejaría sola en ese
momento y que, de haber tenido las manos libres, habría encontrado la
manera de salvarla, aunque tan atado como estaba, se arriesgaba cada vez
más a poder defender únicamente su recuerdo.
Persepolis sentía el aire caliente en la piel e intentaba concentrarse en la
oblea de menta que tenía escondida entre los dedos. Cuando las ataran, con
los brazos por encima de la cabeza, sería el momento de hacer que cayera
en su boca. Tebe dijo que lo conseguirían y ella la creyó. Igual que creyó a
Ade cuando le acarició la cabeza y le aseguró que su pelo era perfecto así.
Ahora que caminaba bajo el sol sentía que le quemaba la piel descubierta, le
ardían las pequeñas clapas rosadas donde no habían vuelto a crecer los
largos cabellos pelirrojos, se esforzó en no pensar que todos en la plaza le
verían la cabeza desaliñada, mechones arrancados y nudos donde debía
haber trenzas suaves e hilos de seda.
Spirto la buscó con la mirada y la siguió hasta que ya no pudo girar más
la cabeza y, entonces, una zancada familiar, una espalda ancha y unos rizos
rebeldes atrajeron su atención. Pietro lo estaba observando desde lejos y
apretaba los ojos, como enfocando algo a lo que no podía o quería dar
nombre. En cuanto se dio cuenta de que era Spirto, su amigo, el que estaba
en la picota, Pietro corrió hacia él y empezó a quitarle los restos secos de
tierra y comida podrida que tenía pegados en la cara y el cuerpo.
—¿Quién ha sido? ¡Dímelo! —preguntaba, agitado—. Esta ciudad se
está volviendo loca, ya no reconozco el lugar donde crecí… Perdóname,
Spirto, no debí ponerte en peligro…
Pietro seguía hablando solo, mientras Spirto lo observaba con ternura.
—Pietro, no te preocupes, me lo merecía. Sabía que esto sucedería. Pero
no me arrepiento de lo que hice… —intentaba calmarlo.
Pietro no se resignaba y seguía limpiándole la cara, tratando de aliviar el
peso del castigo que le había tocado. Luego se centró en el candado que
cerraba la picota.
—No lo conseguirás, Pietro. Hacen falta unas llaves de hierro, las he
visto. Son gruesas y pesadas.
—Encontraré un mazo o un martillo. ¡Algo! Juro que te soltaré.
—Pietro… Pietro, detente. El sol está alto. Es mediodía. De un
momento a otro encenderán el fuego, no es aquí donde tienes que estar.
Pietro alzó la vista al cielo. Spirto tenía razón. Ya casi se le había
acabado el tiempo.
—Volveré para liberarte de esta trampa, Spirto. —Y, con estas palabras,
echó a correr hacia el centro de la plaza.

***
A la señal de Sante, Cesare y los demás benandanti se colocaron frente
a las piras, uno por cada palo. Nicola se quedó al margen y se acercó a
Filippo para acompañarlo lejos de las llamas.
—Aquí es demasiado peligroso. Las llamas son imprevisibles, Filippo
—le dijo cogiéndolo de un brazo para llevarlo hacia la esquina más
protegida del viento.
—No me moveré de aquí, Nicola. Ya puedes decírselo también a tu
capitán. Estas mujeres son inocentes y todos pagaremos por lo que les
estamos haciendo. Ahora pagaremos en la tierra y más tarde en el cielo,
ante de Dios.
Nicola intentó empujarlo, pero Filippo no se movió, quieto como una
columna de mármol.
—Si os hacéis daño, ¿quién me dará clase? —preguntó Nicola con la
esperanza de que desistiera.
—Después de esto no será posible aprender nada, Nicola… Hablar de
libros, hablar de historia, ya nada tendrá sentido.
Filippo fijó la mirada en las piras levantadas en nombre del Señor y, en
ese preciso momento, sintió que la fe por la que había luchado y estudiado
estaba a punto de ser destruida por las llamas ante sus propios ojos.
Pietro se abrió camino entre la gente que abarrotaba cada rincón de la
plaza y llegó hasta la fila de los benandanti, que hacían guardia en las
hogueras. Señaló a Cesare y corrió hacia él:
—¡Déjame pasar! —dijo.
—No creo que sea posible, Pietro. Ni siquiera para ti… —respondió
satisfecho.
—Me lo permitas o no, pasaré igualmente. Ya te demostré una vez de
qué soy capaz, no me gustaría volver a avergonzarte delante de toda Serra.
—Ese día solo tuviste suerte…
—¿Hoy también quieres desafiar la suerte? Estoy listo.
Cesare vio en los ojos de Pietro una furia descompuesta y reconoció la
mirada fría, casi muerta, que vio en su rostro mientras trataba de
estrangularlo en la guarida.
Se apartó, seguro de que de todos modos no podría cambiar de ninguna
manera el curso de los acontecimientos. Que se despida de ella. Después
sería aún más doloroso verla quemarse.
Pietro llegó hasta Ade justo cuando Benedetto la estaba obligando a
subir a la pira. Se abalanzó sobre él y, con un empujón, lo alejó:
—¡Apártate! —gritó.
La intensidad del murmullo de la multitud pareció crecer, pero nadie se
atrevía a acercarse al hijo de Sante, a aquel muchacho que había vuelto de
Roma y que no parecía convencido de luchar junto a su padre.
Ade no se dio cuenta de lo que estaba sucediendo, demasiado
concentrada en ver si entre las miradas de la plaza podía reconocer los ojos
oscuros de su hermano.
—Ade… estoy aquí… —le dijo Pietro, cogiéndole las manos atadas.
—Pietro…
—Sé que crees que se ha acabado todo, pero yo sé la manera, yo
podré…
—Shh… —lo calló Ade—. Ahora no prometas nada, solo dime que
Valente está a salvo.
—Tu hermano está a salvo, en una casa, abrigado, protegido y amado
por personas buenas.
—Para mí eso es lo único que importa.
—Todavía no puedo creerme lo que está sucediendo…
—Estoy tranquila, Pietro. Cuida de Valente, solo te pido eso. Sé que
puedes hacerlo, sé que puedes criarlo incluso mejor que cómo hubiera
podido hacerlo yo. Haz que estudie, llévalo a Roma. Sácalo de aquí, él es
especial. No es como los demás niños, necesita a alguien que lo ayude…
—Ade, escúchame, tenemos poco tiempo, solo quiero decirte que no me
rendiré…
—Promételo, promete que cuidarás de mi hermano.
Pietro vio los ojos de Ade llenarse de lágrimas y secarse
inmediatamente, como si incluso el dolor ya no encontrase el camino.
Parecía que alguien había empezado a gritarle a Pietro por la espalda.
Entonces, una mano fría le agarró el brazo y lo apartó con fuerza. Sante le
había permitido a su hijo que hablara con aquella bruja con la esperanza de
que entendiera que lo que estaba sucediendo era lo único justo que había
que hacer. Esas mujeres eran la ruina de Serra y del mundo entero, Pietro
debía verlo con sus propios ojos para prepararse para, algún día, ocupar su
lugar como capitán de los benandanti. Pero quien había acudido hasta allí
para presenciar la quema no lo entendía, y Sante corría el riesgo de perder
el control de la situación, algo que no podía permitirse, era un momento
demasiado importante.
—Ya basta, hijo, tenemos que empezar —le dijo en voz baja.
Pietro se quitó a su padre de encima y desenvainó la espada. Sante no se
esperaba una reacción de ese tipo y se quedó atónito unos instantes. ¿Su
hijo lo estaba amenazando de verdad? ¿Hasta ese punto había llegado su
odio? ¿Y si la confesión de la mujer a punto de morir había sido un aviso?
Su hijo lo traicionaría al final porque en su sangre corría otra distinta a la
suya, ¿la de una bruja? La hoja de la espada de Pietro temblaba y los rayos
del sol caían sobre el metal brillante, cegando los ojos de quien asistía sin
palabras a la escena.
Cesare y los benandanti dejaron sus puestos a toda prisa y, en un
instante, rodearon a Pietro, apuntándole la garganta con las espadas.
Sante, con un movimiento lento y tranquilo, bajó la espada de su hijo
sin despegar los ojos de su mirada, llena de odio.
El silencio de la plaza parecía hacer retumbar aún más la respiración
jadeante de Pietro.
—Lleváoslo ya… —ordenó a los suyos casi con un susurro.
Benedetto y Adriano lo cogieron con fuerza y lo arrastraron lejos de las
piras. Pietro forcejeaba, pero la desesperación y la sensación de impotencia
eran tan grandes que, en realidad, se revolvía con poca convicción, hasta
abandonar del todo cualquier resistencia al cabo de unos pasos.
Se detuvieron no muy lejos de la picota y entregaron a Pietro a dos
guardias del conde Poderico, ordenándoles que no lo dejaran escapar.
Mientras uno lo agarraba de un brazo, el otro le clavaba un pequeño puñal
en la garganta para quitarle las ganas de intentar algo. En esa posición,
Pietro podía ver no solo a Ade, que subía a la pira y era atada, con los
brazos levantados hasta el palo clavado en mitad de los haces de leña,
también le pareció reconocer a un muchacho vestido de leñador, con el
rostro embadurnado de ceniza y carbón y la expresión inteligente y grácil
de Valente. Junto a él había alguien tapado con una espesa capa y una gran
capucha; seguramente no era ni Lena ni ninguna de sus hijas.
Pietro debió aceptar que incluso la última promesa que le había hecho a
Ade, poco antes de morir, también había sido una mentira. Su hermano no
estaba a salvo.
LUXOR

Leptis y Valente salieron de casa y fueron directamente hacia la plaza. El


olor a humo y moho de los abrigos que los envolvían los protegía de la
curiosidad molesta de la gente de Serra, que se apartaba a su paso. Cuando
llegaron a las hogueras, Leptis sujetó a Valente de un brazo, era como si al
retenerlo a él se retuviera a ella misma para no lanzarse hacia la plaza a
liberarlas. Ade, Tebe y todas las Ciudades Perdidas ya estaban atadas a las
estacas y los benandanti volvían a su posición. Sante fue hacia el palco
cercano al semicírculo y subió unos pocos peldaños para tener una visión
completa de la plaza.
No fue necesario llamar la atención de la multitud. Después de la
agitación causada por su hijo, había vuelto el silencio y la atmósfera era aún
más aterradora, tanto que Sante tuvo miedo de romper ese inquietante
sigilo. Pero sabía que pronto acabaría, desde lo alto de los palcos lo
observaban los señores de Serra y, desde la residencia episcopal, monseñor
Tosco y el cardenal Savelli, que seguramente estaban descontentos con el
rumbo que había tomado la caza de brujas. Quizás se lamentaban de que el
botín fuera tan valioso, pensaba Sante.
—Ciudadanos de Serra —comenzó—, os hicimos una promesa y hoy
estamos aquí para cumplirla. La bruja que atormentaba nuestras noches ha
sido capturada y, con ella, sus cómplices diabólicas. El mal que intoxica
nuestras aguas será hoy erradicado y, a partir de mañana, Serra volverá a ser
la ciudad feliz que todos conocíamos, famosa por sus puertas siempre
abiertas y por su fruta más dulce que la miel.
Sante hizo una pausa para recibir los aplausos y el apoyo de la multitud,
pero solo obtuvo unos tímidos asentimientos de cabeza en señal de
aprobación y los gritos groseros de un par de borrachos. Un observador
agudo, y sin las pasiones que aquel día trastornaban a la ciudadanía, hubiera
dicho que Serra estaba harta de las cazas de brujas. Era gente de campo que
necesitaba trabajar y, ahora, entre juicios, hogueras y rondas nocturnas,
aquella historia ya estaba durando demasiado. Era como si además de estar
cansados de los malabares de Spirto con las bolas también se hubieran
hartado de todo lo demás.
Sante se dio cuenta de que no hacían falta más discursos: había llegado
el momento de poner punto final a aquella batalla. Y esta vez él saldría
victorioso. Con la muerte de Ade, incluso su hijo se resignaría al destino
que estaba escrito para él. Aquella absurda obstinación, fortalecida por el
amor, tenía que ser combatida con la única arma posible: la desaparición de
la persona amada.
Sante hizo una señal a Filippo para que se acercara a las mujeres y les
ofreciera una última oración antes de su muerte.
Aquileia, que estaba situada en uno de los dos extremos y que iba a ser
la primera de las Ciudades Perdidas en recibir el consuelo de Filippo, no
pudo ni mirarlo a los ojos. No estaba enfadada con él, al contrario. Sabía
que aquel joven fraile había hecho todo lo posible para salvar su vida y la
de todas las Ciudades, pero ahora su atención se concentraba en la escena
que tenía ante sus ojos. La plaza estaba llena de gente, nadie se movía y sus
miradas se dirigían hacia un único punto, las sombras de los edificios se
alargaban por el suelo como lenguas de serpiente, y las hogueras, dispuestas
en forma de medialuna, llenaban un vacío que en su mente era negro como
el azabache. Delante de ella se estaba materializando el fresco que había
empezado a dibujar en el laboratorio y que Valente había terminado la
noche que se había desmayado.
Un escalofrío aterrador le recorrió todo el cuerpo hasta llegar a las
manos que sujetaban la oblea de menta.
—Aquileia… —La voz de Filippo la devolvió a la realidad cuando le
preguntó si estaba preparada.
Ella asintió con la cabeza y abrió los dedos. La oblea cayó como una
pluma en las manos de Filippo. El fraile la bendijo como si fuese una hostia
y se la ofreció a Aquileia, que la apoyó levemente con la lengua bajo el
paladar, para que no entrase en contacto con sus papilas gustativas antes de
tiempo, antes de que todas hubieran recibido aquella hostia especial.
Ade estaba atada a una estaca en el centro de la medialuna y desde ahí
alcanzaba a ver toda la plaza. Les habían dejado la cabeza descubierta:
Sante había decidido que todas debían ver el tormento de aquella joven
bruja, del mismo modo que ella tenía que ver las caras de los que le daban
muerte.
«Concéntrate en un objetivo alcanzable», se repetía Ade con la
esperanza de que el juego que hacía con su abuela pudiese salvarla del dolor
en ese momento. Aunque era cierto que la última vez que lo había puesto en
práctica en Serra no había ido bien, ahora, con los dientes apretados,
pensaba que no quería que la multitud la viese llorar. No quería que nadie
viera su desesperación. Pensando en la sonrisa de su abuela Antalia,
examinó palmo a palmo el rectángulo de piedra clara, pero no consiguió ver
nada en lo que concentrar su atención para dejar volar la imaginación. Justo
cuando estaba a punto de rendirse, un joven gato negro de ojos amarillentos
subió por uno de los palcos de honor y se acomodó encima de la
balaustrada. Desde esa posición parecía que la estuviera mirando también a
ella.
«Si el gato maúlla, me salvaré…». Se concentró en el pelo negro, limpio
y brillante, pero, de repente, algo la deslumbró y la obligó a cerrar los ojos.
Al abrirlos, buscó el origen de la luz y se dio cuenta de que el gato llevaba
un pequeño medallón colgando del cuello. Era imposible, desde donde
estaba, poder saber si llevaba alguna inscripción, pero sí que podía ver su
color. Era de oro, como sus grandes ojos, que seguían mirándola fijamente.
Cuando Filippo terminó, las Ciudades ya habían sido bendecidas y
parecía que ya estaban listas para dejar este mundo sin dolor. La única que
no dejó caer la oblea en las manos misericordiosas de Filippo fue Janara.
No era lo que habían acordado unos instantes antes de salir de la prisión,
pero Filippo sabía que si retrasaba el proceso se arriesgaban a ser
descubiertos y el final menos cruel que había conseguido para todas ellas
estaría en peligro. El fraile frunció el ceño, como preguntando a Janara si
estaba segura, y la más anciana de las Ciudades Perdidas expresó, con solo
un pequeño movimiento de cabeza, que nunca había estado tan segura de
algo. Filippo la bendijo y le deseó un buen traspaso al más allá.
—¿Habéis terminado, hermano Filippo? —preguntó Sante sin disimular
su impaciencia.
Filippo respondió con el filo de voz que le quedaba y se alejó de las
hogueras. En ese momento, Sante alzó un brazo al cielo. Los benandanti
encendieron las antorchas y prendieron las de Gianbattista y sus hijos. Sus
caras se iluminaron y en sus ojos se podía ver la determinación por vengar a
Maddalena. Todo estaba preparado. Flanqueado por los guardias de Guido
Poderico, Pietro gritaba y forcejeaba, mientras un poco más allá, Spirto
bajaba la cabeza para no ver el final de Persepolis.
Leptis le tapó los ojos a Valente, intentando ahorrarle algo que no
olvidaría en toda su vida. Él le apartó la mano y, en un tono seguro, dijo:
—¡Leptis, déjame ver, son brujas! Ahora se liberarán… ¡han practicado
para esto!
Leptis lo miró con dulzura, los ojos de Valente estaban llenos de
esperanza, no tuvo la valentía de decirle la verdad. Volvió la vista hacia
Tebe, que tenía la cabeza bien alta y una expresión sombría. Quería que
aquella fuese la última imagen suya que retuviera en su corazón. Cuando las
llamas empezaron a subir por sus pies, Leptis cerró los ojos.
El primero en acercarse a las hogueras fue Federico, que se dirigió hacia
el centro, hacia los haces de leña que rodeaban la estaca de Ade. Ella no lo
miró, permanecía concentrada en la boca del gato negro.
—¡Mírame! —le dijo.
Ade no bajó la mirada ni siquiera en aquel momento. Continuaba
concentrada. En un instante que pareció eterno vio una enorme sombra que
avanzaba, como una masa de lava que arrasaba con todo lo que encontraba,
para verla después desaparecer por el fondo de la plaza.
Había algo que oscurecía los rayos del sol: la luz y el calor daban paso
al frío y a la oscuridad. Un murmullo nervioso empezó a oírse por las
últimas filas, el miedo y la consternación se iban apoderando de todos los
presentes. Cuando la sombra cubrió y engulló hasta al gato, el animal
levantó la cabeza y maulló tan fuerte que se pudo oír hasta en las
mazmorras. Un sonido estridente y terrible que dio rienda suelta a todo el
miedo reprimido hasta ese momento.
Estaba sucediendo algo inaudito, antinatural y demoníaco. Los hombres
y las mujeres de Serra se arrodillaron atemorizados sin saber por qué.
Empezaron a rezar pidiendo perdón por sus pecados y se llevaron las manos
a la cabeza, como si el sol pudiera caerles encima de un momento a otro.
Nadie osó moverse, parecía que aquella sombra gélida había convertido sus
piernas en trozos de hielo. En el adoquinado de la plaza, al igual que en los
palcos, la vida se había detenido: pobres y nobles, artesanos y prelados,
locales y forasteros, hombres y mujeres, todos estaban unidos por el mismo
terror.
Valente miró al cielo y vio aquello que hacía mucho tiempo que llevaba
esperando, lo que había soñado, imaginado y dibujado a cada momento
desde hacía mucho tiempo. Valente vio su luna con rayos contra el cielo
azul.
El sol era un gajo de luna devorado por un disco negro que avanzaba sin
detenerse. Valente no podía apartar los ojos de aquel prodigio. Mientras los
otros no podían mirarlo debido al dolor insoportable en los ojos, él
permanecía con la mirada fija en su luna. Las pupilas se habían convertido
en lagos en los que se reflejaba el eclipse, primero dos círculos blancos
luminosos y luego dos esferas negras como la noche rodeadas por una
corona de rayos luminosos.
En cuanto el sol quedó oscurecido por la sombra de una luna negra
gigantesca, Valente notó que la tierra temblaba. Un rugido rasgó la piedra
que cubría la plaza. A los pies de Valente se abrieron ocho grietas gigantes
llenas de roca y barro: avanzaban imparables como un río que de repente se
desborda y se abre paso hacia el valle. Llegaron zigzagueando hasta las
hogueras a una velocidad increíble. Todos los que se encontraban al lado de
los haces de leña perdieron el equilibrio y cayeron al suelo. Alguno se
hundió en una de las grietas y su grito se apagó en la oscuridad.
Los pies de Valente empezaron a alzarse mientras sus ojos permanecían
fijos en la gran Luna Negra que desde hacía unos minutos dominaba el
cielo. Las cuerdas que mantenían atadas a las Ciudades Perdidas se soltaron
y cayeron al suelo. En cuanto tocaron los haces de leña se convirtieron en
decenas de serpientes que se escondieron entre las ramas secas y
desaparecieron. Los candados que cerraban la picota de Spirto se abrieron
repiqueteando y una fuerza invisible lanzó a varios pasos el collar. Spirto se
levantó aterrado y buscó la mirada de Pietro. Lo vio absorto, con los ojos
fijos en Ade y en aquello que estaba sucediendo, algo para lo que ni los
estudios ni la razón podrían jamás encontrar una explicación.
Los cuerpos de la Ciudades Perdidas, como Valente, un poco más lejos,
se elevaron del suelo hasta quedar suspendidos en el aire, con los brazos
extendidos, la cabeza hacia atrás y los ojos abiertos de par en par, mirando
la luna negra enorme. En el suelo solo quedaba Leptis, que no había podido
impedir que Valente ascendiera hacia el cielo. Sabía que aquello que veían
sus ojos no lo olvidaría jamás, ni ninguno de los allí presentes.
Los cabellos de Persepolis comenzaron a crecer, fuertes y llenos de vida
como nunca antes. Crecían sin parar, se alargaban como brazos rojos que se
deslizaban hacia el suelo, llenos de deseo por envolverlo, sinuosos y
mortales como los colmillos de una víbora.
Las manos de Aquileia se abrieron como los pétalos de una flor
carnívora, dispuesta a devorar todo aquello que tuviera la desgracia de
posarse encima. Los guantes negros desaparecieron y la piel se tornó lisa e
intacta. Las cicatrices se volvieron oscuras, como si la sangre que corría por
las venas ya no fuese roja sino negra, o como si alguien las hubiera pintado
formando líneas que decoraban el dorso y la palma de las manos.
Los cabellos y los ojos de Tebe se convirtieron en hielo blanco como la
nieve. El aliento que salía de sus labios entreabiertos formaba pequeñas
nubes cargadas de lluvia. Leptis solo pudo llevarse las manos a la boca
cuando la vio, y ese frío glacial la invadió también a ella.
Todas las espadas y las cadenas de la plaza se abalanzaron contra Petra
y quedaron adheridas a su cuerpo. Una a una se fueron liberando de los
cinturones a los que estaban sujetas y que se habían ido pegando entre ellas
y al cuerpo de Petra formando una extraña estatua de hierro alrededor de su
figura, que fluctuaba ruidosamente en el aire.
La estaca a los pies de Segesta empezó a brotar. De la madera, que
parecía muerta, nacieron ramas sinuosas y trepadoras que, en vez de
dirigirse hacia el suelo, empezaron a subir hasta encontrar sus piernas y se
enrollaron a ellas como una hiedra en un muro; en un momento, como si ya
hubiera pasado una estación, todas florecieron.
Al final, liberadas de sus sogas, Atlantide e Itaca se dieron la mano,
inconscientes pero juntas comenzaron a levitar. Se agarraban con fuerza
para no separarse, de repente y al unísono, abrieron los ojos de par en par.
Una los tenía verdes y la otra marrones con motas doradas, al mirarse, la
pupila izquierda de una se fundió con la pupila derecha de la otra, hasta el
punto que parecían la misma muchacha que se miraba al espejo con los ojos
de diferentes colores.
Ade, un poco por encima de las otras, estaba en el centro de aquella
medialuna, como si fuera el vértice de una pirámide enloquecida e
inconexa. Delante, a unos pasos de ella, separado por una bruma que tenía
la consistencia de los espectros, estaba Valente, congelado en una posición
antinatural. Quería llamarlo para que se acercara a ella, quería transformar
aquella extraña energía, fría y viva, que parecía haber sustituido a la sangre,
y sentía correr por sus venas en dirección contraria, de la periferia de su
cuerpo hacia el corazón, pero no podía. Sus extremidades estaban
bloqueadas, al igual que las de Valente.
La única que mantuvo la conciencia y la lucidez durante la ascensión
fue Janara. Flotando en el aire, parecía encontrarse cómoda. Su cuerpo,
envejecido por el tiempo y las experiencias, parecía rejuvenecido allí arriba.
Erguido como una flecha, permanecía vigilante y en guardia como si
estuviera listo para una batalla. Los ojos de Janara, a diferencia de los de las
demás, no miraban fijamente al cielo, sino hacia Valente, como si esperara
una señal para volver a tierra. En cuanto lo vio subir, apretó los puños y
sonrió. Bajo ellos, la ciudad permanecía quieta.
La señal que esperaba Janara se la dio el primer rayo de sol. La sombra
lo estaba liberando lentamente, un retazo de luz iluminó los rostros de las
Ciudades Perdidas. Janara fue la primera en descender, saltando como un
gato se situó en el centro de la plaza. Las otras la siguieron unos segundos
después, bajando con la misma maestría.
Se sentían distintas.
Se miraron.
Eran distintas.
Eran brujas.

***
Con el retorno de la luz, el pánico se apoderó del desconcierto de la
multitud, que hasta ese momento y durante toda la sobrecogedora escena,
había permanecido de rodillas con la cabeza entre las piernas. Todos
huyeron y se dispersaron por las callejuelas gritando en busca de una salida.
En la plaza se quedó Sante, los benandanti y algún que otro temerario;
también se encontraba Filippo, que durante el terremoto se le había quedado
atrapada una pierna en una grieta. No quedaba rastro de Savelli, ni de
monseñor Tosco ni de los nobles sentados en el palco. Porzia se había
dirigido corriendo a la puerta de la residencia episcopal al percibir el primer
temblor y se había quedado allí, mirando a través de la puerta entreabierta.
Desde allí vio a Leptis con el rostro descubierto. Su abrigo estaba en el
suelo y en la mano sujetaba un arco sin flechas. Todas se habían encastado
en el cuerpo de Petra. Ella, al contrario que las otras, pensó Porzia, no había
ascendido hacia el cielo y no parecía transformada en absoluto. Cuando
Valente tocó el suelo lentamente, como una pluma que cae, Leptis lo
sacudió para hacerlo volver en sí.
—¡Valente! ¿Puedes oírme? —le preguntó, acariciándole la mejilla.
—¿Has visto, Leptis? ¡Tenía razón! Han hecho magia y ahora son
libres.
Leptis lo abrazó con fuerza y lo besó en la frente.
—¡Leptis, cuidado! —La voz de Ade rompió el largo silencio de la
plaza.
Leptis se puso de pie y vio a Sante, que avanzaba hacia ellos. Enseguida
ocultó a Valente detrás de ella. Fuera lo que fuera aquello que acababa de
suceder, aquello que había devuelto la vida a Valente, no había podido
evitar que estuviera todavía demasiado débil para defenderse: tenía que
protegerlo, aunque le costara la vida. Estaba preparada para luchar. Dejó en
el suelo el inútil arco sin flechas y se puso en guardia.
Mientras tanto, los benandanti, siguiendo el ejemplo de su capitán,
avanzaron hacia las brujas armadas solo con la fuerza de sus brazos,
asustados pero leales. El primero en pasar al ataque fue Cesare. Corrió y
saltó a pocos pasos de Tebe, intentando derribarla de una patada. Tebe alzó
instintivamente el brazo para defenderse y, con un fuerte golpe, embistió al
joven, tirándolo por los suelos.
Cuando Segesta vio lo que había podido hacer Tebe, apoyó las palmas
de las manos sobre el suelo agrietado de la plaza. Un sonido sordo empezó
a emerger de las profundidades de la tierra y, poco a poco, de entre los
adoquines y las grietas, emergieron raíces retorcidas y vivas. Salieron como
si fueran enormes lombrices y se enroscaron en las piernas de los
benandanti. Subieron por los muslos hasta los brazos y, en unos instantes,
los aprisionaron impidiéndoles realizar un solo movimiento.
Leptis, mientras tanto, intentaba hacer frente a Sante, respondiendo a
sus golpes y esquivando los puñetazos más peligrosos. Sante también había
perdido la espada, como todos los demás, pero su cuerpo era robusto y
fuerte. No parecía sentir el cansancio, golpeaba con una fuerza
sobrehumana y su único objetivo era llegar hasta Valente. Leptis era un
obstáculo para él. Con un golpe en toda la cara, Sante la derribó haciéndole
perder el conocimiento, momento que aprovechó para alargar el brazo y
sujetar a Valente. El niño no comprendía qué estaba sucediendo. Lo tiró al
suelo de espaldas y le oprimió el cuello con las manos hasta hacerle perder
el aliento.
—¡Terminemos esta historia de una vez por todas! —dijo mirándolo
mientras se le cerraban los ojos.
Valente intentaba todo para librarse de él: le había dado puntapiés y se
había llevado las manos al cuello para tratar de liberarse, pero bajo aquel
hombre enorme parecía más pequeño de lo que era en realidad. Consiguió
girar el rostro para cruzar la mirada con Ade que, después de haberle
gritado a Petra que le acercase una de las espadas, la lanzó hacia Sante.
Pietro siguió con los ojos el vuelo de aquella espada que, por su ángulo
y su velocidad, iba directa al cuello de su padre.
—¡Padre! —Aquel grito salió de la boca de Pietro sin que él se diera
cuenta o tuviera realmente esa intención. Era su sangre la que había gritado,
no él.
Sante, al oír aquella voz familiar, se dio la vuelta y la espada se le clavó
entre un costado y el hombro izquierdo.
Aterrado por la potencia del golpe y el dolor desgarrador, Sante cayó
rodando por el suelo. Leptis, que había vuelto en sí, aprovechó ese
momento para agarrar a Valente del brazo y llevárselo a Ade. Luego volvió
a su lugar en el campo de batalla.
La herida de Sante era profunda, la sangre manaba a borbotones sin
cesar. Un pequeño lago de un rojo intenso se extendía por toda su casaca.
Pietro se acercó y le levantó la cabeza para que cogiera aire. Enseguida se
dio cuenta de que la herida podía ser mortal. Trató de sacar la espada con
suavidad, pero su padre emitió un grito de dolor desgarrador. Hasta para
Sante era un dolor insoportable. Hizo una mueca y cerró los ojos y la boca
al mismo tiempo. Se quedó así, con los ojos cerrados y la respiración
entrecortada.
—Padre, miradme. Tenéis que permanecer despierto… —le pidió Pietro
casi como un ruego.
Sante hizo un esfuerzo por abrir los párpados y tardó unos segundos en
ver bien el rostro de su hijo, que lo miraba con los ojos brillantes, la frente
perlada por las gotas de sudor y las manos manchadas con el rojo de su
sangre. Las pupilas de Pietro se movían nerviosas de izquierda a derecha,
como si buscaran un ángulo desde donde pudiera salvar la vida de su padre.
Sus manos se movían inútilmente tratando de detener la hemorragia.
—Está caliente, ¿verdad? —preguntó Sante con la voz ahogada.
—¿Qué decís, padre?
—Mi sangre… mi sangre está caliente…
Pietro bajó la mirada. Su mano derecha presionaba el pecho de su padre,
entre los dedos le brotaban regueros de sangre caliente y oscura. Asustado,
disminuyó la presión.
—¿Os estoy haciendo daño? —preguntó, alarmado.
—No siento nada, Pietro. Me estoy muriendo…
—No digáis eso… La herida es profunda, pero todavía estamos a
tiempo. ¡Spirto! ¡Spirto! —gritó en dirección a su amigo.
Sante hizo acopio de las pocas fuerzas que le quedaban y lo agarró por
el brazo.
—Espera, tenemos poco tiempo. Yo estoy en paz… Ahora te toca a ti,
hijo. Ayúdame a sentarme. —Sante se recostó apoyándose en las piernas de
su hijo.
Pietro lo ayudó a incorporarse, tal como le había pedido.
—Busca en el bolsillo… aquí, debajo de la casaca —dijo, indicándole
una pequeña abertura interna de la camisa, ahora ya empapada de sangre.
Pietro sacó un envoltorio diminuto, de tela exquisita, atado con una
cinta que su padre le había dado mucho tiempo antes de que tuviera
conocimiento de lo que hacían en la guarida, un tiempo que ahora parecía
otra vida. No tardó en reconocerlo.
—Ábrelo tú, yo no puedo… —le ordenó su padre.
Pietro desató la cinta y vio la ampolla de los benandanti que contenía el
velo bendecido de su nacimiento.
—Cuélgatelo, Pietro. Ahora tú serás el capitán. Eres el único que puede
ocupar mi lugar.
Pietro dudó mientras miraba fijamente a su padre.
—¿Por qué dudas? Has visto lo mismo que han visto mis ojos y los de
toda Serra, y que nunca nadie olvidará… —La voz se quebró con un golpe
de tos y Sante empezó a escupir sangre—. Al final estamos mirando en la
misma dirección…
Luego alargó el brazo, señaló a Ade y a Valente y continuó:
—Esa es la bruja que tienes que matar, ella es el principio y el fin de
todo…
Pietro miró a los ojos de Ade y en su mirada vio un miedo sincero.
Hacía unos minutos lo único que deseaba era correr hacia ella, abrazarla y
susurrarle al oído que pronto todo volvería a ser como antes, que nada de lo
que había sucedido era real, pero ahora, con su padre en brazos, a punto de
perder al último de sus progenitores, sentía en el pecho el deseo irrefrenable
de huir, de irse muy lejos de aquella tragedia que sucedía ante sus ojos, de
abandonarlo todo, despedirse del amor de su vida y volver a Roma, entre
los muros reconfortantes de la universidad.
Ade permanecía inmóvil en medio de la plaza. Abrazaba tan fuerte a
Valente que sus nudillos se estaban volviendo blancos de la presión. No
conseguía dar ni un paso, había herido de muerte a Sante y ahora lo único
que haría Pietro sería odiarla para siempre. Miraba a las otras Ciudades
Perdidas, que estaban en torno a ella para protegerla de los ataques de los
benandanti, pero no podía ayudarlas. Sentía un peso enorme en el corazón,
algo que le impedía respirar, como una roca que lo presionaba de forma
implacable. Un zumbido en los oídos le impedía escuchar las palabras de
las otras, veía cómo se movían sus labios pero no oía nada, era como si
hubiera miles de moscas zumbando dentro de su cabeza, de repente se
sentía encerrada en una burbuja sin salida.
El sol casi había vuelto a brillar con todo su esplendor y había alejado la
sombra que hasta ese momento había oscurecido todo ese horror. Los
colores volvían a ser brillantes. El rojo deslumbrante de los cabellos de
Persepolis, aferrados a uno de los hombres del Conde Poderico contra el
que luchaba, contrastaban con la palidez de su rostro, que parecía no poder
oponerse a aquella nueva fuerza. Eran sus cabellos, los reconocía y los
recordaba exactamente así: ondulados, finos y suaves. No obstante, había en
ellos algo increíblemente diferente. ¡Estaban vivos! Se movían y se alejaban
a su antojo, agarraban cosas y personas, lanzaban objetos y, sobre todo,
podían matar. Algo que Persepolis nunca había hecho antes.
Leptis y Tebe combatían dándose la espalda. No habían tenido tiempo ni
de mirarse. Leptis había conseguido hacerse de nuevo con su arco y Petra le
había lanzado las flechas. Con su arma podía mantener a raya a los guardas
del conde que iban apareciendo, uno tras otro, y parecía que no se acababan
nunca. Notaba la respiración de Tebe a su espalda y eso le bastaba. De
repente, Janara vio a Cesare, dispuesto a vengarse, levantándose y cogiendo
una lanza del suelo. Se acercaba a Tebe con la espalda curvada para
clavársela en el pecho. Janara estaba a unos pasos y enseguida se hizo cargo
de la intención de Cesare, lo vio en su ojos en cuanto los abrió, pero no
podía esperar a estar más cerca, perdería unos segundos muy valiosos. Así
pues, se interpuso entre la lanza y el pecho de Tebe.
El filo del arma fue directo a clavarse en el costado derecho de Janara,
que cayó al suelo, a los pies de Tebe. Cesare se irguió y corrió como nunca
lo había hecho.
—¡Janara! —gritó Tebe, y se inclinó, desesperada, sobre ella. Luego,
mirando a Leptis añadió—: ¡Tenemos que llevárnosla de aquí ahora mismo!
Janara se recostó, miró la lanza clavada en su costado y, con un gesto
fuerte y decidido, se la sacó.
—Tebe, debes llevártelas a todas. No os podéis quedar aquí ni un
segundo más. Estáis en peligro… Lo que acaba de suceder ha cambiado el
curso de la historia. Él ya debe saberlo…
—Cierto, vámonos. Deja que te ayude a levantarte.
—No, yo no tengo muchas fuerzas. Os cubriré las espaldas. Mi
cometido ha terminado… La hija de Lilith se ha manifestado, ahora puedo
continuar sola.
—No, Janara, no… No puedes abandonarme justo ahora. Yo no sabré
qué hacer, ¡no sé ni quién soy!
Janara le acarició su largo cabello de color hielo y sonrió.
—Ahora eres tú quien tiene el cabello plateado, tú debes guiar a las
Ciudades Perdidas. Puedes hacerlo, Tebe. Así está escrito.
Janara se puso de pie y, con la herida todavía sangrando, cogió la lanza
y se puso en guardia.
—No te dejaré aquí, Janara. ¡Puedes curarte! Segesta y Leptis sabrán
qué hacer —insistió Tebe.
Janara buscó en el bolsillo de sus largos pantalones, sacó la oblea de
menta y se la llevó a la boca.
—Tenéis menos de un reloj de arena para alejaros… ¡Ahora, marchaos!
—dijo, y se giró dispuesta a enfrentarse a los hombres que se estaban
acercando.
Pietro fue el único que se quedó al lado del cuerpo de su padre, era
incapaz de abandonarlo a su suerte mientras se le iba la vida. Cerca de él,
agazapado, estaba Spirto. Tebe no tuvo otra elección que la de reunir a
todas las Ciudades Perdidas. Se pusieron en círculo, en el centro estaban
Ade y Valente. Tebe no sabía cómo reaccionar, pero tenía que hacer algo,
algo que las alejara a todas de allí enseguida. Miró a su alrededor: la salida
que les quedaba se limitaba a una callejuela estrecha que podía
transformarse rápidamente en una trampa, pero era lo único que podían
hacer, debían tomar esa dirección. Se oyó un ruido de caballos al galope que
se acercaba, y no parecían unos cuantos, quizás eran centenares. Janara
tenía razón, no había tiempo que perder. Les indicó la callejuela y todas
empezaron a correr. Se adentraron en ella a toda prisa y, una vez allí,
descubrieron que era un callejón sin salida. El muro del fondo era muy alto
y no había ningún asidero visible. Mientras tanto, el choque de las espadas
contra la lanza de Janara se oía cada vez más cerca, al igual que el ruido de
los cascos de los caballos, que se estaban aproximando, asediándolas;
podían percibir cómo golpeaban contra los adoquines de la plaza. Petra vio
que Janara avanzaba de espaldas a ellas, luchando contra Cesare y los otros
benandanti. No tenían mucho tiempo. Se giró hacia las Ciudades Perdidas,
agazapadas contra el muro, y se dio cuenta de que una de las manos de
Aquileia brillaba contra la piedra.
—¡Dibuja algo! —le gritó—. ¡Rápido!
—¿Pero tú crees que ahora es el momento? —respondió Aquileia.
—Mira tus manos… —dijo Petra.
Aquileia bajó la mirada y vio que sus manos brillaban cada vez que
tocaba la piedra del muro.
—Dibuja una puerta… —sugirió Ade.
—¡No, dibuja la puerta de nuestra casa! —la corrigió Tebe, como si
tuviera una intuición.
Aquileia trazó con los dedos las líneas de la puerta de entrada de la casa
de las Ciudades Perdidas. Apenas hubo terminado, la puerta se materializó
en el muro.
—Es la puerta… Es la puerta de casa… —dijo Atlantide.
Tebe acercó la mano a la cerradura y la abrió.
—¡Vamos, entrad! —les ordenó.
Una a una fueron entrando por aquella especie de cavidad oscura que
había aparecido de repente al otro lado del muro. Antes de cerrar la puerta,
Tebe echó una última mirada a Janara, que estaba a punto de caer al suelo
bajo los efectos del veneno.
EL LIBRO DE LOS REINOS

Cuando entraron en el salón de su casa, la apertura por la que acababan de


acceder desapareció tal como había aparecido. Miraron a su alrededor y
tocaron los muebles y las sillas para cerciorarse de que no era un sueño.
Estaban en casa, seguras. Ninguna podía explicar cómo lo habían
conseguido, pero ahora eso no tenía importancia.

***
Encima de la gran mesa oscura vieron un libro abierto. Ade fue la
primera en reconocerlo. Era el libro de recetas de la abuela, pero no
recordaba haberlo dejado allí encima cuando se fueron la noche anterior. Se
acercó y las otras la siguieron. En cuanto lo tocó, el libro pareció cobrar
vida y las hojas empezaron a pasar a toda velocidad. Con el sonido de las
páginas que se movían frenéticamente, despuntó una luz que parecía
proceder de su interior. De repente, las letras que formaban las palabras
escritas a mano por Antalia salieron de las páginas y empezaron a
mezclarse, para volver a caer en la misma página creando palabras nuevas.
Después de caer la última letra sobre el libro de Antalia, este se cerró. En la
cubierta, como una marca a fuego, apareció escrita la palabra reina.
—Ábrelo tú, Ade —le dijo Tebe.
Ade lo cogió y lo miró durante un momento antes de atreverse a leerlo.
Lo abrió poco a poco, temerosa de que algo prodigioso volviera a suceder.
Vio que en la primera página había una carta escrita. Enseguida distinguió
la letra de su abuela:

Amores míos:
Si estáis leyendo esta carta significa que vuestro destino ya se
ha cumplido.
Seguramente os sentiréis desconcertados, asustados y
enfadados. Pero sé que sentiréis dentro de vosotros una fuerza
que nunca habíais experimentado. Esta fuerza es el destino,
la misión que debéis llevar a cabo.
Estoy triste mientras escribo estas líneas, triste porque estoy
a punto de dejaros, os abandono otra vez. Yo, que lo único que
he deseado siempre ha sido estar a vuestro lado y protegeros.
Os he mentido, pero lo he hecho porque era la única forma
de salvaros y defenderos del peligro que os acecha.
Cuando nació Valente, sabía que no podríamos seguir
escondiéndonos. Vuestro padre os habría encontrado, habría
descubierto la fuerza de Valente, y esta fuerza, que es vuestra
bendición, habría sido también vuestra condena. Tenía que
confundirlo, ofuscar su juicio, y la única forma de hacerlo y
seguir juntos fue un hechizo irreversible. Sacrifiqué mi
juventud, mi fuerza y mi vida para permanecer juntos, al
menos hasta que os valierais por vosotros mismos.
Aquella noche di muerte a la mujer que era, la joven
Antalia, vuestra madre. Y me presenté a vosotros como la
anciana Antalia, vuestra abuela.
Mi sacrificio pudo esconderos de vuestro padre, que nunca ha
dejado de buscaros.
Antalia fue, hace mucho tiempo, mi nombre de bautizo en
el «Libro de los Reinos». Soy la descendiente de una
antigua orden de brujas que tenía el cometido de proteger el
libro. Día y noche custodiábamos sus secretos, página a
página, lo imprimíamos en la memoria. Después de una
dura batalla contra los Furiosos, el libro fue destruido, mis
hermanas asesinadas y solo quedé yo para conservar su
contenido.
Yo misma he sido toda mi vida el Libro de los Reinos.
La única forma de proteger su contenido era conservarlo en el
lugar más seguro del mundo, mi mente. Inaccesible a
cualquier persona, incluso a ellos. Sabía de memoria cada
hechizo, cada invocación, hasta las pausas y las invocaciones
estaban grabadas en mi mente, eran imborrables, como
marcadas al rojo vivo. Luego llegó a mi vida algo más fuerte
que mi destino: vosotros y todo cambió. Acorté mi vida para
alargar la vuestra, y por eso tuve que escribir de nuevo el libro
para vosotros. Ya no puedo custodiar el «Libro de los
Reinos» con mi vida. Ahora debéis hacerlo vosotros, las
últimas descendientes de mi estirpe.
Puede que todo os parezca una locura, pero en estas páginas
encontraréis las respuestas que buscáis. Un mapa que os
ayudará a conocer vuestra verdadera naturaleza y a vuestra
legítima familia.
El hechizo permite que el libro se desvele solo en el
momento adecuado, cuando el mundo tenga necesidad de
vosotras.
Os amo, amores míos, perdonadme si podéis.

Vuestra madre Antalia.

Ade terminó de leer la carta rodeada por todas las Ciudades Perdidas.
Fuera del grupo estaba Valente, que miraba a su hermana sin entender muy
bien todas aquellas palabras. De repente, sintió un dolor en la entrepierna y
bajó la mirada. Una mancha de sangre apareció en sus pantalones cortos.
—Ade… —dijo—. Estoy herido…
Ade miró a su hermano con ternura y se secó una lágrima que caía por
su mejilla. Se giró hacia Tebe y vio que se acercaba a Valente, le daba la
mano y decía:
—Bienvenida, Luxor.
EL BAUTISMO

Una hiedra exuberante, de un verde esplendoroso y brillante, cubría por


completo los muros de la casa. Segesta pensó que de esta forma sería más
difícil verla desde detrás de las zarzas, que también había intentado hacerlas
más frondosas con nuevas ramas llenas de espinos, pero Tebe la
interrumpió:
—Déjalo —le dijo—, todavía no sabemos de qué se trata. Podría
hacerte daño.
Segesta obedeció y se separó de las ramas del arbusto que estaba
haciendo crecer hacia el cielo. Después de limpiarse las manos en el
delantal se las metió en el bolsillo; nunca se había sentido mejor en su vida,
pero le había asegurado a Tebe que, en lo que quedaba de día, no volvería a
usar su nuevo poder.
—Empezamos enseguida —le dijo Tebe antes de volver hacia la casa.
Al entrar en la gran cocina vio el pequeño banco de madera al lado de la
chimenea. Ahí solía sentarse Janara, cuando la casa estaba en silencio y
podía relajarse. Las cenizas estaban frías y oscuras, desde hacia unos meses
nadie había vuelto a encender el fuego. Todavía la veían allí, atizando las
brasas y gritando a Persepolis para que se alejara de la sopa si no quería
quemarse.
Tebe se apoyó con las manos en la mesa, bajó la cabeza y buscó
consuelo en el silencio. Tal vez si se concentrase aún podría escuchar su
voz.
—Te están esperando todas.
Leptis interrumpió sus pensamientos. Tebe se giró de repente y vio a su
amada.
—Sé que la echas de menos. Yo también, mucho —dijo, acercándose al
rostro de Tebe.
—No sé si podré enfrentarme a todo esto.
—Sí que podrás y Janara lo sabía. Por eso se sacrificó por nosotras.
Leptis le acarició su cabello plateado. Al tacto parecía más espeso y frío
de como lo recordaba antes de la transformación.
—Parezco una anciana —murmuró Tebe, bajando la mirada hacia los
mechones blancos que caían sobre su pecho.
—Nunca has estado tan bella —le dijo Leptis, besándola en los labios.
—Están calientes —respondió Tebe cuando se separaron.
—Los tuyos no… —repuso Leptis con una sonrisa.
Tebe sopló ligeramente en la cara de Leptis y una neblina fresca se posó
sobre su piel.
—Eres mejor que un paseo de verano por la cima del Monte Oscuro —
dijo mientras la daba la mano para acompañarla hasta la sala de las
maravillas.
—¿Podrías acostumbrarte? —preguntó Tebe con una mezcla de desafío
y miedo.
Leptis la miró a los ojos. Eran los mismos ojos oscuros y profundos de
los que se había enamorado hacía unos años. El velo de hielo que apareció
mientras estaba suspendida en el aire en la plaza de Serra ya había
desaparecido. A pesar de eso estaba allí, escondido en alguna parte. Ese
velo había cambiado radicalmente la naturaleza de la mujer que amaba y
temía que esto hubiera alterado para siempre el curso de sus vidas. Aunque
ahora sabía que Tebe la necesitaba, necesitaba que mintiera.
—¿Te refieres a los escalofríos en la espalda cuando te beso? No es
ninguna novedad…
Tebe sonrió y se dejó llevar por Leptis, sin oponer ninguna resistencia.
***
El libro de las Ciudades Perdidas volvía a estar otra vez en su altar de
piedra del jardín secreto. Ade estaba lista para ser bautizada y terminar así
su largo periodo de adiestramiento. Habían cambiado muchas cosas desde
el día que había abandonado ese mismo jardín para encontrarse con Pietro.
Ahora nadie pensaba que algo así podría volver a suceder. Ese capítulo de
su vida se había cerrado completamente y la Casa de las Ciudades Perdidas
se había convertido en su única casa.
Desde la ventana de su estancia veía que las demás se estaban situando
alrededor del altar a la espera de una señal de Tebe para comenzar la
ceremonia. Pero no podían empezar sin ella, tenían que esperar a que
entrara en el jardín con la túnica blanca, que todavía reposaba encima de su
lecho.
—Si no puedes ponértela sola, yo te ayudo.
Oyó la voz de Persepolis a sus espaldas. Se giró y no pudo evitar una
carcajada. Los largos cabellos rojos de su amiga subían por la túnica y
entraban dentro creando ondas y formas para imitar la silueta de una mujer.
—¡No estoy tan gorda! —dijo Ade sin dejar de reír.
—¿Gorda? ¿Esto es gorda? ¡Ahora verás! —repuso Persepolis,
entrecerrando los ojos. En unos segundos sus cabellos se volvieron más
gruesos, tanto que el tejido de la tela se expandió hasta el límite.
—¡Quita, la estás rompiendo! —le pidió Ade—. Ahora me la pongo…
Al instante, los mechones se replegaron como pequeñas serpientes que
retrocedían atemorizadas y la cabeza de Persepolis volvió a ser el arbusto
mal cortado de siempre.
—¿Has visto a Valente? —preguntó Ade.
—Sí, estaba con Aquileia. Lleva una túnica pero no ha querido quitarse
los pantalones ni las botas. Está muy gracioso… graciosa…
Ade se acercó al lecho y cogió la túnica.
—Quería decírtelo pero no sabía cómo hacerlo. Para Valente todo es
natural. Él no ve ninguna diferencia…
—¿Tebe lo sabía? —preguntó Persepolis.
—Sí, ella lo supo enseguida. Leptis y Janara lo sabían desde que
Valente estuvo enfermo.
—¿Y por qué no me dijiste nada?
—He estado muchos años defendiéndome de las malas lenguas y me
había acostumbrado tanto a protegerlo, a esconder su verdadera naturaleza,
que ya no me parecía un secreto. Se había convertido en algo normal. De
hecho, siempre lo ha sido. Él es Valente, aunque haya nacido mujer como tú
y yo. No le importa tener ese cuerpo.
—Me gusta tu hermano.
—Y a mí.

***
Empezaba a amanecer cuando Ade y Persepolis se reunieron con las
demás en el jardín. Valente estaba al lado de Tebe y se había subido la
túnica hasta la cintura, como si llevara una blusa desigual. Ade se situó
delante del altar de piedra y Valente corrió a su lado. Llevaba el Libro de los
Reinos entre las manos, estaba decidida a no perderlo de vista hasta que se
lo supiera de memoria, tal como había hecho con el libro de recetas de la
abuela.
Tebe le dio la mano a Leptis, y todas la imitaron. Habían formado un
círculo cerrado donde todas podían ver los rostros de las demás.
—Hemos esperado este día durante muchos largos años. Sé que os debo
a todas una explicación, os prometo que ya tendremos tiempo para hacerlo.
Janara y yo soñamos muchas veces con este discurso, lo ensayamos una y
otra vez hasta terminar riéndonos. Me gustaría que estuviera ahora aquí, ella
sabría, más que yo y que cada una de nosotras, qué decir. Me ha dejado sus
enseñanzas y nadie nos las podrá quitar. Una de las más importantes es que
no debemos olvidarnos que dependemos unas de otras. Nuestra vida
depende de la vida de quien está a nuestro lado. Nuestros cuerpos solos son
frágiles y están expuestos al mal del mundo, pero este círculo unido, estás
manos entrelazadas, son una fortaleza inexpugnable. Ahora más que nunca.
Todas las Ciudades estrecharon las manos de las que tenían a su lado.
Lo hicieron con todas sus fuerzas, hasta que notaron los latidos del corazón
que fluía por la sangre.
—Valente, acércate —dijo Tebe.
Valente se separó de su hermana y corrió al lado de Tebe.
—Valente Bruno, tú que siempre has sido diferente de todas, enséñanos
a amar nuestra diversidad. De ahora en adelante serás Luxor, la ciudad reina
de la luz y el esplendor que iluminará nuestro futuro.
Valente permaneció en silencio un momento, luego se rasgó la túnica
con las manos, como si le molestara, y simplemente dijo:
—¿Me la puedo quitar ya?
Tebe se rio y asintió con la cabeza, aceptando la petición de la recién
llegada. Valente no se hizo de rogar y se deshizo de ella con un gesto
rápido.
Por fin había llegado el turno de Ade. Tebe le indicó que se acercara,
ella y Persepolis, que estaba a su lado, la empujaron suavemente hacia el
centro del círculo.
Cuando Ade soltó las manos de sus compañeras, un hormigueo le
recorrió todo el cuerpo. Le pareció que perdía el equilibrio y le sorprendió
que ninguna corriera en su auxilio. La verdad era que lo que le sucedía era
invisible a los ojos de las demás. En apariencia su cuerpo estaba inmóvil y
tranquilo, como si estuviera pensando en el paso siguiente. En unos
segundos, que parecieron infinitos, sus pupilas oscuras fueron ocupando el
iris castaño y el blanco que lo rodeaba. Sus ojos, ahora, eran como dos
pozos negros y brillantes. Cerró los párpados para poder volver en sí, pero
cuando los abrió, el paisaje que vio la dejó trastornada. Seguía en el jardín
secreto, o al menos eso parecía, aunque los colores y lo que la rodeaba eran
diferentes. Como si estuviera frente a un espejo convexo que deforma todo
lo que refleja. Alrededor de las Ciudades Perdidas veía claramente un aura.
Cada una de ellas tenía un halo de un color diferente que resplandecía de
forma constante. Al mirar a Valente vio luz pura, una luz de un blanco hielo
que titilaba como una estrella. Trató de gritar y de pedir ayuda, pero su boca
no emitía ningún sonido a pesar del esfuerzo. Intentó volver atrás en el
tiempo, cuando estaba en el centro del círculo, unida y protegida por las
demás, pero sus piernas pesaban como un bloque de mármol.
Estaba aterrorizada, pensó que estaba muerta. Así, sin más y sin ningún
motivo.
—No estás muerta, Ade. —Una voz profunda la sacó de sus
pensamientos—. Esto es solo el principio de todo lo que puedes hacer.
Debes escoger de qué lado estás.
—¿Quién eres? —preguntó Ade, oyendo, por fin, un sonido de su boca.
—Ven conmigo. Te estoy esperando.
Tal como había llegado, la voz desapareció y todo, poco a poco, volvió
a la normalidad. Dejó de sentir el hormigueo y empezó a notar el calor de la
sangre. Una gota de sudor de su rostro se evaporó al primer contacto con un
rayo de sol.
—Ade, ¿estás bien? No tengas miedo, es solo un bautismo… —Las
palabras de Persepolis fueron como un brazo tendido para sacarla hasta la
superficie.
Ade se recompuso, se secó el rostro con la manga de la túnica y se
acercó a Tebe.
—Adelaide Bruno, desde que llegaste a nuestras vidas han cambiado
muchas cosas, pero nada de lo que hemos hecho ha sido en vano. Hasta la
muerte de Janara tiene un sentido. Este libro que tienes en las manos posee
una antigua historia. De esta historia seremos partícipes junto a ti. Estas
últimas semanas hemos hablado mucho sobre tu nombre, sobre qué ciudad
definiría mejor tu futuro. Hemos llegado a la conclusión de que la ciudad de
los muertos no se puede volver a bautizar. Ya eres una Ciudad Perdida, Ade.
Siempre lo has sido.

***
Esa noche, Ade fue la última en retirarse. Permaneció en el jardín
secreto observando el cielo sobre ella. Estirada en la hierba fresca, se había
despedido de todas las Ciudades Perdidas que al fin habían decidido dejarla
sola. Valente se había quedado dormido después de la ceremonia y Leptis lo
llevó en brazos a su lecho. Ade no tenía sueño. ¿Cómo podía terminar aquel
día de la misma forma que todos los días anteriores de su vida? No era
capaz de cerrar los ojos y olvidar durante unas pocas horas que no sabía
nada de ella, que no sabía en quién o en qué se había convertido. Seguía
teniendo el Libro de los Reinos en sus manos. Lo sujetaba como se hace con
algo que no se quiere perder, aunque la presión que realizaba era más
parecida a la que se ejerce para destruir. Tenía la certeza de que entre esas
páginas se hallaban las respuestas que necesitaba, pero no estaba segura de
querer saberlas. Aquella nueva naturaleza ya le había hecho perder a Pietro.
Por lo que seguía mirando las estrellas fijamente, intentando no mover
mucho los párpados, porque cada vez que lo hacía, en aquellos pocos
segundos de oscuridad, volvía a su mente aquella voz que le decía:
—Debes escoger de qué lado estás.
Cuando cruzó la puerta, las primeras luces del alba empezaban a colarse
por los postigos e iluminaban con destellos la estancia. Valente estaba en el
lecho, había enrollado la manta como siempre y la empujaba hacia el borde
con los pies desnudos. Tranquila al ver que no todo había cambiado, Ade se
acercó con la intención de arreglar aquella maraña. Pero lo que vio en las
paredes no la dejó seguir avanzando.
De la nada, habían aparecido decenas de dibujos con una única imagen.
Una puerta de piedra con una grieta en el centro. Una grieta que advertía
que alguien o algo presionaba para salir. Había muchísimos dibujos por
toda la estancia, idénticos y amenazantes. Instintivamente, Ade se dirigió
hacia su hermano para protegerlo. Cuando estuvo a su lado, vio que tenía
las manos de color negro, estaban manchadas por el inconfundible color del
carboncillo que Valente utilizaba para dibujar.
¿Qué significaba esa puerta? ¿Y por qué Valente había comenzado a
dibujarla de forma obsesiva justo ahora? Ade sabía que a la mañana
siguiente tendría que enfrentarse a ello, y quizás a otras cosas que la vida le
había reservado.
Tiziana Triana nació en el campo del Lazio, aunque vive y trabaja en Roma. Intelectual feminista, es
la directora editorial de Fandango Libri. Las Ciudades Perdidas, el Libro I de la Trilogía Luna Nera,
es su primera novela. Es además cocreadora de la serie homónima de Netflix que puede verse en 190
países.
Notas
[1]Los Benandanti («los buenos caminantes») eran miembros de un culto
cristiano campesino basado en la fertilidad de la tierra difundido en la
región italiana del Friuli entre los siglos XVI y XVII. (N. de los T.) <<
[2] Locución latina: Con los propios ojos. (N. de los T.) <<
[3]La Academia de los Incogniti fue una de las academias más activas del
Seiscientos veneciano y una de las más libres en la península italiana.
Reunía en su círculo diversos nobles, literatos e intelectuales de la época,
tanto venecianos, como refugiados procedentes de otros reinos de Italia
sometidos a represión religiosa por ser librepensadores o por su actividad en
torno a la investigación natural y filosófica, en el contexto de la
Contrarreforma. (N. de los T.) <<
[4]
La janara, en las creencias populares de la Italia meridional, y en especial
en la zona de Benevento, es una de las muchas clases de brujas de los
cuentos pertenecientes sobre todo a la tradición del mundo agrícola y
campesino. El nombre podría derivar de Dianara, es decir, «sacerdotisa de
Diana», diosa romana de la Luna. (N. de los T.) <<
[5]Instrumento de tortura medieval donde se exponía públicamente a los
ajusticiados o los reos. (N. de los T.) <<

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