En Un Bohio
En Un Bohio
En Un Bohio
(1940)
Originalmente publicado en la Revista Carteles
(12 de mayo de 1940), pág. 71;
Dos pesos de agua
(La Habana: Ed. Impresor A. Ríos, 1941, 168 págs.);
Cuentos escritos en el exilio y apuntes sobre el arte de escribir cuentos
(Santo Domingo: Librería Dominicana,
Colección Pensamiento Dominicano, 23, 1962, 255 págs.)
LA MUJER NO se atrevía a pensar. Cuando creía oír pisadas de bestias se
lanzaba a la puerta, con los ojos ansiosos; después volvía al cuarto y se
quedaba allí un rato largo, sumida en una especie de letargo.
El bohío era una miseria. Ya estaba negro de tan viejo, y adentro se vivía
entre tierra y hollín. Se volvería inhabitable desde que empezaran las lluvias;
ella lo sabía, y sabía también que no podía dejarlo, porque fuera de esa choza
no tenía una yagua donde ampararse.
Otra vez rumor de voces. Corrió a la puerta, temerosa de que nadie pasara.
Esperó un rato; esperó más, un poco más: ¡nada! Sólo el camino amarillo y
pedregoso. Era el viento, ahí enfrente; el condenado viento de la loma, que
hacía gemir los pinos de la subida y los pomares de abajo; o tal vez el río, que
corría en el fondo del precipicio, detrás del bohío.
Uno de los enfermitos llamó, y ella entró a verlo, deshecha, con ganas de
llorar, pero sin lágrimas para hacerlo.
La mujer no podía seguir oyendo. Iba a derrumbarse, como los troncos
viejos que se pudren por dentro y caen un día, de golpe. Era el delirio de la
fiebre lo que hacía hablar así a su hijo, y ella no tenía con qué comprarle una
medicina.
El niño pareció dormitar y la madre se levantó para ver al otro. Lo halló
tranquilo. Era huesos nada más y silbaba al respirar, pero no se movía ni se
quejaba; sólo la miraba con sus grandes ojos serenos. Desde que nació había
sido callado.
El cuartucho hedía a tela podrida. La madre —flaca, con las sienes
hundidas, un paño sucio en la cabeza y un viejo traje de listado— no podía
apreciar ese olor, porque se hallaba acostumbrada, pero algo le decía que sus
hijos no podrían curarse en tal lugar. Pensaba que cuando su marido volviera,
si era que algún día salía de la cárcel, hallaría sólo cruces sembradas frente a
los horcones del bohío, y de éste, ni tablas ni techo. Sin comprender por qué,
se ponía en el lugar de Teo, y sufría.
Le dolía imaginar que Teo llegara y nadie saliera a recibirlo. Cuando él
estuvo en el bohío por última vez —justamente dos días antes de entregarse—
todavía el pequeño conuco se veía limpio, y el maíz, los frijoles y el tabaco se
agitaban a la brisa de la loma. Pero Teo se entregó, porque le dijeron que
podía probar la propia defensa y que no duraría en la cárcel; ella no pudo
seguir trabajando porque enfermó, y los muchachos —la hembrita y los dos
niños—, tan pequeños, no pudieron mantener limpio el conuco ni ira¡ monte
para tumbar los palos que se necesitaban para arreglar los lienzos de palizada
que se pudrían. Después llegó el temporal, aquel condenado temporal, y el
agua estuvo cayendo, cayendo, cayendo día y noche, sin sosiego alguno, una
semana, dos, tres, hasta que los torrentes dejaron sólo piedras y barro en el
camino y se llevaron pedazos enteros de la palizada y llenaron el conuco de
guijarros y el piso de tierra del bohío crió lamas y las yaguas empezaron a
pudrirse.
Pero mejor era no recordar esas cosas. Ahora esperaba. Había mandado a la
hembrita a Naranjal, allá abajo, a una hora de camino; la había mandado con
media docena de huevos que pudo recoger en nidales del monte para que los
cambiara por arroz y sal. La niña había salido temprano y no volvía. Y la madre
ojeba el camino, llena de ansiedad.
El hombre la midió con los ojos, sin bajar del caballo. Era una mujer flaca y
sucia, que tenía mirada de loca, que sin duda estaba sola y que sin duda, también
deseaba a un hombre.
—Déme alguito —insistía ella.
Y de súbito en esa cabeza atormentada penetró la idea de que ese hombre volvía
de La Vega, y si había ido a vender algo, tendría dinero. Tal vez llevaba comida,
medicinas. Además comprendió que era un hombre y que la veía como a mujer.
El hombre perdió su recelo y pareció sentir una súbita alegría. Agarró la
jáquima del caballo y se puso a amarrarla al pie del bohío. La mujer entró, y de
pronto, ya vencido el peor momento, sintió que se moría, que no podía andar, que
Teo llegaba, que los niños no estaban enfermos. Ten la ganas de llorar y de estar
muerta.
Ella cerró los ojos e indicó que hiciera silencio. Con una angustia que no le cabía
en el alma, se acercó a la puerta del aposento; asomó la cabeza y vió a los niños
dormitar. Entonces dió la cara al extraño y advirtió que hedía a sudor de caballo. El
hombre vió que los ojos de la mujer brillaban duramente, como los de los muertos.
—Mama —llamó el niño adentro—. ¿No era taita? ¿No tuvo aquí taita?
Pasándole la mano por la frente, que ardía como hierro al sol, ella se quedó
respondiendo:
—No, jijo. Tu taita viene dispués, más tarde.