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9 Octubre 5 La Liturgia de La Palabra

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LA LITURGIA DE LA PALABRA

1. «Misa de los catecúmenos»

Todavía en vísperas del Vaticano II, Jungmann distingue la liturgia de la pa-labra como
«antemisa», y la «misa sacrificial» 157. La liturgia bizantina distingue entre la «liturgia
de los catecúmenos» y la «liturgia de los fieles», que empieza con la «oración de los
fieles», a continuación de la cual, en la entrada mayor, tiene lugar la traslación de los
dones preparados, desde la mesa en que están dispuestos al altar. Si bien las
delimitaciones no son unitarias (así p. ej. en el siglo VI se despedía a los catecúmenos
ya antes del Evangelio porque se consideraba que, a causa de la disciplina arcana,
había de privárseles todavía de él como no bautizados que eran), esta división es, de
hecho, más feliz que la de «antemisa» y «misa de los catecúmenos»: ésta última
puede provocar la im-presión de que lo propio comienza sólo con el ofertorio, y que
todo lo que le precede es más o menos insignificante, como también hasta los tiempos
más modernos lo ha defendido la teología de la moral 158. Si ya los «antepatios» de
la celebración de la misa están «por completo al servicio de la unificación de los fieles
en la comunidad cristiana» 159 a la que Cristo le ha prometido su presencia, cuánto
más estará, en ese caso, en el centro el encuentro de la comunidad con el Señor que
aquí se expresa en su palabra antes de que se encuentre con El en el santo banquete.
Teniendo presente toda subdivisión de la celebración de la misa, toda singularidad
específica de la liturgia de la palabra, a la que

donde los procesos individuales de la misa hasta el «sacrificio» se definen como


¡«partes insignificantes» cuya desatención es exclusivamente un pecado venial!

también los catecúmenos pueden asistir en la celebración renovada de la iniciación de


adultos antes de ser despedidos con motivo de la celebración de la «liturgia de los
fieles», ha de quedar claro que la celebración eucarística es un todo unitario.

Como se desprende de la Apología de Justino, ya sobre la mitad del siglo II, en


sentido estricto ya se había cumplido la fusión en un todo unitario de la liturgia de la
palabra y la celebración eucarística. La separación de la eucaristía, del ágape y su
conexión a la liturgia de la plegaria y la palabra constituyó aquella unidad que
conocemos hoy día. El servicio de la sinagoga fue para la Iglesia primitiva un modelo
para el servicio divino de la plegaria y la lectura 160.

2. El orden de lecturas

Según Elbogen, la lectura de la Torá y los profetas pertenece a las instituciones


litúrgicas más antiguas; estima incluso probable «que la lectura de la Escritura haya
dado lugar a las primeras congregaciones para el servicio divino» 162. La lectura de la
ley está por encima de la de los profetas. Acontece como lectio continua y está
dividida en capítulos (paraschen). Después de la conclusión de la Torá se empezaba
de nuevo desde el principio. En la lectura de los profetas se tomaban capítulos
(haftare) conforme a una más libre elección. Estas lecturas de la Escritura estaban
insertadas en la oración de la comunidad, y la congregación acababa con una
bendición.

«La liturgia de la lectura, de la celebración sinagogal del sabbat se convirtió en el


fundamento de la misa de los catecúmenos» 163, como lo atestigua la Apología de
Justino. Este parecer lo sostienen muchos liturgistas desde Baumstark hasta
Jungmann; otros lo ponen en duda. Según Meyer «una dependencia directa de la
liturgia cristiana de la palabra, del servicio sinagoga/ no es ni demostrable ni probable
para los primeros tiempos. Si bien, de hecho, es manifiesto que entre los siglos II al IV
se produjo una evolución al final de la cual la liturgia de la palabra de la celebración
eucarística en algunos testi-monios importantes de oriente presenta un parentesco con
el servicio sinagoga], imposible de pasar por alto, que concierne también al orden de
oración. Especialmente en el ámbito siríaco es manifiesta la existencia de contactos
muy estrechos que perduraron largo tiempo, y que, desde el punto de vista de la
historia de la tradición, han repercutido después de que se cumpliera la separación de
la Iglesia y el judaísmo» 164.

Todavía en el siglo IV, en Antioquía se conocía la lectura de la ley y de los profetas,


completada con una de las cartas de los apóstoles, o en su caso, de los Hechos de los
apóstoles, y de uno de los evangelios. En los tiempos mayores del año eclesiástico
resultó la tendencia a limitar las lecturas del Antiguo Testamento o a omitirlas por
completo para poner de relieve el misterio de la redención por medio de la predicación
sólo del Nuevo Testamento, por lo tanto ya no en la «relectura» del Antiguo
Testamento, sino en el cumplimiento acontecido de lo prometido. Así, en la liturgia
copta, p. ej., se persiste en el número de las cuatro lecturas tomadas en su totalidad
del Nuevo Testamento: Cartas de san Pablo, Cartas católicas, Hechos de los
apóstoles, Evangelio. Esta tendencia se extendió por todo el año litúrgico, de manera
que desde el siglo VII entre los bizantinos sólo había dos lecturas, y del Nuevo
Testamento: el «apóstol» y el Evangelio. Una evolución similar la conoció también la
liturgia romana: primero tres lecturas (una del Antiguo Testamento, una del Nuevo
Testamento y el Evangelio) que se redujeron a la «epístola» y el Evangelio.

El principio que también se había aclimatado en la Iglesia antigua de la lectio continua


se interrumpió, en primer lugar, en las fiestas más importantes, y, finalmente, también
en las conmemoraciones de los mártires. Se escogían lecturas de la Escrituras
correspondientes a la fiesta, como para Jerusalén lo atestigua el informe de
peregrinación de Egeria: las lecturas con sus correspondientes salmos y antífonas en
la epifanía y en la semana santa y pascual eran aptae die. Si en occidente se había
renunciado prácticamente al principio de la lectio continua hasta la reforma litúrgica del
Vaticano II con la excepción de pequeños relictos en el caso de las epístolas, en
cambio oriente permaneció ligado más estrechamente a él en el sentido de la scriptura
occurens: se lee un libro sagrado al menos los sabados y los domingos, aunque en
forma de selección, si bien ésta sigue el curso del texto. Así la Iglesia bizantina
conoce, después de Pentecostés, diecisiete domingos con lecturas del Evangelio
según san Marcos y san Juan. El orden de lecturas de la Iglesia romana estaba
configurado completamente al inicio de la Edad Media. La impronta de los diferentes
tiempos del año litúrgico mediante determinados temas en la proclamación del
Evangelio, la selección de lecturas adecuadas en las fiestas del Señor y los san-tos,
también las repercusiones de la correspondiente iglesia estacional romana sobre las
lecturas bíblicas hicieron que la lectio continua desapareciera ampliamente en
occidente. Con el surgimiento de las fiestas cada vez más numerosas de los santos
esto afectó también a la selección de las perícopas para las misas entre semana.

Un orden de lecturas completamente nuevo se elaboró conforme a la misión de la


Constitución sobre la liturgia «para que la mesa de la Palabra de Dios se prepare con
mayor abundancia para los fieles, ábranse con mayor amplitud los tesoros bíblicos, de
modo que, en un espacio determinado de años, sean leídas al pueblo las partes más
importantes de la Sagrada Escritura» (SC 51). El año 1969 la Congregación para el
servicio divino publicó el nuevo Ordo lectionum missae, aparecido en su segunda
edición el año 1981.

Para los domingos y festivos se preveen, ateniéndose al modelo antiguo, tres lecturas:
una lectura del Antiguo Testamento, una lectura del Nuevo Testamento y el Evangelio.
El orden de lecturas obedece a un ciclo de tres años (años de lecturas A, B y C), con
lo cual cada uno de los tres evangelios sinópticos se adscriben a un año de lectura,
mientras que el evangelio según san Juan se lee en determinados tiempos cada año.
Para el orden de lecturas de los do-mingos y festivos se aspiró a una síntesis entre la
armonización temática y la lectio continua. Los tiempos señalados del año litúrgico
(adviento, cuaresma, pascua) están, antes bien, determinados por temas; los
domingos de durante el año rige la lectio continua. Se prestó especial atención a la
cohesión interna entre la lectura del Antiguo Testamento y el Evangelio. Esta puede
consistir en que la lectura del Antiguo Testamento sea la de un pasaje tal de la
Escritura, al que como cita recurra el Evangelio que le sigue. O bien muestra una
contra-posición consciente entre el Nuevo y el Antiguo Testamento; o se subraya la
continuidad de la historia de salvación o el Evangelio aparece a plena luz de la
promesa del Antiguo Testamento.

El nuevo leccionario para las misas entre semana conoce sólo dos lecturas que en los
tiempos señalados obedecen a un ciclo de un año, fuera de los cuales, en las treinta y
cuatro semanas de durante el año, a un ciclo de dos años (I para los años impares, II
para los pares). Hay órdenes de lectura especiales que tienen vigencia para la
celebración de la misa en las fiestas de los santos así como en la celebración de los
sacramentos y sacramentales, para misas con distintos motivos así como en el caso
de las misas votivas. Las posibilidades de selección dadas son nuevas, lo que, no
obstante, sólo para domingos y festivos está muy limitado, en cambio, se aplica tanto
más para los días entre semana, las fiestas de los santos y las misas por motivos
diversos.

3. El lugar de la predicación de la Escritura

Si para la parte introductoria de la misa el asiento del sacerdote era el lugar


destacado, para el servicio divino de las lecturas lo es el ambón, cuyo nombre deriva
del verbo griego «anabainein», «subir», y, así, todavía indica su forma. El traslado de
la acción a un lugar que le es propio atestigua el singular carácter de esta parte de la
misa: la presencia de Cristo en la comunidad celebrante (cfr. Mt 18, 20) se especifica
como presencia del Señor que habla en su palabra, «pues es Él mismo el que habla
cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura» (SC 7). Esto encontró en el pasado
su vía de expresión en la división de las diversas partes de la iglesia —y
posteriormente (en el contexto de la impronta de la liturgia de la misa a consecuencia
de la misa privada) también del altar— en un «lado de la epístola» y «lado del
Evangelio». En la basílica tardoantigua, la cátedra del obispo situada en el centro del
ábside determinaba el lado derecho (por lo tanto, visto desde la parte de la comunidad
el izquierdo) de la iglesia como el «lado honorífico»; a la derecha del obispo, orientado
al pueblo sin darle la espalda, el diácono leía el Evangelio hacia el sur o hacia el norte,
atendiendo a si la basílica estaba orientada hacia el este o hacia el oeste. La
orientación de la lectura hacia el norte —habitual en las basílicas más antiguas,
orientadas hacia el oeste— se independizó de la situación geográfica de la Iglesia y
perdió su relación con el motivo de la orientación fija de la lectura del Evangelio. Los
comentaristas medievales de la misa aportaron explicaciones (proclamación efectiva
del Evangelio hacia el norte como región del diablo y las tinieblas, traspaso de la
anunciación del reino de Dios de los judíos a los paganos) 165, que, finalmente,
debieron también fundamentar alegóricamente el traslado del misal del lado derecho
del altar al izquierdo. A pesar de las interpretaciones alegóricas, se tenía todavía la
intuición de un carácter «sacramental» del Señor que hablaba en el Evangelio. La
nueva concienciación de la dignidad de la palabra de Dios y la presencia del Señor en
la palabra proclamada de la Escritura, que en la polémica antirreformadora habían
sido un poco desatendidas 166, condujo en la reforma a la recuperación del ambón
adscrito estrecha-mente al altar y al presbiterio. Esta adscripción es testimonio
simbólico de las diversas formas presenciales del Señor en la comunidad congregada
conforme a SC 7: la presencia de Cristo en el sacrificio eucarístico y en las formas
consagradas se corresponde al altar; el ambón, a su presencia en la palabra
proclamada; y a

Respecto al conjunto total de la cuestión del lado de las epístolas y de los evangelios
la que tiene lugar en la comunidad congregada bajo la presidencia de su ministro, el
asiento presidencial. Así como sólo hay un Cristo, en la iglesia debe haber sólo un
altar y un ambón.

4. Los ritos de acompañamiento

También las palabras y ritos que acompañan a las lecturas deben subrayar la
presencia de Cristo en la proclamación de la palabra. Esto tiene especial validez para
el Evangelio: En oriente y occidente el diácono solicita una bendición especial por su
proclamación; también el mismo sacerdote ruega por la gracia de una proclamación
digna. La procesión con los evangelios, acompañada con candelabros e incienso, la
incensación del evangeliario, el saludo litúrgico Dominus vobiscum reservado al
ministerio conferido por la consagración así como el triple signo menor de la cruz por
parte de los fieles sobre la frente, la boca y el pecho en la misa occidental realzan el
carácter verdaderamente sacramental de la proclamación de la Escritura y,
especialmente, de la del Evangelio. El nuevo misal enfatiza esto también en el hecho
de que la comunidad responda a las lecturas y al Evangelio con el Deo gratias
después de que el lector, o en su caso el diácono, de forma análoga a la fórmula de
los profetas en el Antiguo Testamento también haya proclamado lo predicado en la
misa como Verbum Domini 167. Antiguamente, el Deo gracias servía también de
fórmula «de la manifestación con matiz religioso, de la percepción del mensaje,
comparable al amén» 168. También el beso del evangeliario expresa veneración y
puede compararse con el beso del altar. El triple signo de la cruz por los fieles, que se
remonta hasta el siglo IX, lo interpreta Jungmann como expresión del anhelo por
captar la palabra de Dios y retener su bendición. Un signo de la cruz al final del
Evangelio debía sellar la palabra de Dios oída contra los ataques del mal. La triple
autobendición sirve de expresión de la defensa franca del mensaje de Cristo, de su
franco re-conocimiento y su fiel conservación en el corazón 169.

5. El salmo responsorial 170


«A continuación de la primera lectura sigue el salmo responsorial (gradual), que
constituye un elemento esencial de la liturgia de la palabra» (IGMR 36).

Para el Evangelio, el misal alemán menciona como invocación especial del que
proclama: «Evangelio de nuestro Señor Jesucristo», a lo que el pueblo responde:
«Alabado seas, Cristo».

Con el salmo responsorial la comunidad responde a lo que ha escuchado en la lectura


como palabra de Dios. Lo hace con el versículo reiterativo indicado en el leccionario, el
cual pone de relieve una vez más la declaración de la lectura. Con él responde la
comunidad no sólo a lo que ha oído en la lectura, sino también al salmo cantado por el
cantor, que, en cuanto a su contenido, está en relación con la lectura proclamada.

Las respuestas responsoriales a un salmo o a otro texto bíblico tenían carta de


naturaleza ya en la liturgia judía. En la liturgia cristiana el salmo responsorial está
atestiguado desde el siglo IV y era un asunto de la comunidad hasta que las formas
artísticas cada vez más complicadas de la poesía y el canto exigieron un coro especial
de cantores. «En este canto responsorial de los salmos tenemos ante nosotros el
principio y la forma de interpretación más antiguos de la salmodia en el servicio divino
cristiano; en oriente y occidente está atestiguado desde el siglo IV». Pero «en el
trascurso del tiempo, la liturgia romana ha configurado el responsum con tanta riqueza
que sólo podía ser interpretado por el cantor y el coro; el salmo se redujo a un único
versículo» 171. No sólo a causa de la estrecha relación del salmo responsorial con la
lectura, sino también con la finalidad de abrirle a la comunidad un vivo acceso a la
piedad de los salmos, el salmo responsorial no puede sustituirse por otro canto, lo que
Fischer pone justamente de relieve en vista de la peculiar evolución en el ámbito
lingüístico alemán 172. Sólo la recuperación de las tres lecturas ha vuelto a colocar
también los «cantos intermedios» en su función propia de responder a lo oído en la
primera lectura con el salmo responsorial y de saludar con el aleluya después de la
segunda lectura al Cristo que habla en el Evangelio que le sigue. El nombre de
«gradual» se deriva de la costumbre de que al cantor le estuviera permitido subir al
ambón, si bien no hasta el escalón más alto, que estaba reservado para la
proclamación del Evangelio, sino sólo hasta un escalón intermedio, el gradus. La
denominación de «gradual», que aparece desde el siglo IX (al principio como
responsorium graduale), expresa la rica configuración músical del responsum por
contraposición al responsorium original, como se ha conservado en la liturgia de las
horas. En la evolución del gradual Hucke ve verdaderamente una clave de la evolución
de la música eclesiástica hacia la música artística 173.

6. Aleluya y secuencia
El aleluya —el segundo «canto intermedio»— está relacionado con el Evangelio que le
sigue, saluda al Señor que habla por su palabra y tiene, en consecuencia, un carácter
más aclamativo que meditativo. La aclamación de la comunidad es siempre —
¡excepto en la cuaresma, IGMR 37!— el aleluya; el versículo entonado por el cantor
está tomado del Evangelio subsiguiente. El aleluya, que procede del servicio divino
judío, es en el Apocalipsis (19, 1-7) la invocación de júbilo de la Jerusalén celestial y
fue provisto de un acento pascual en la Iglesia occidental —por contraposición a los
orientales que lo entonan durante todo el año y en todas las ocasiones, incluso en la
liturgia de difuntos. En días de carácter penitencial, especialmente durante la
cuaresma, se renunciaba al aleluya y se substituía por el tracto. Además, se
desarrollaron ritos propios de la despedida del aleluya al comienzo de la cuaresma y
de su salutación de nuevo en la vigilia pascual, los cuales aportaron temas para
representaciones escénicas en la Edad Media 174. La ejecución melódica más
sencilla, es decir, más original del tracto la interpretaron los comentaristas medievales
de la misa como «canto arrastrado», que era adecuado al carácter penitencial del
tiempo; otra derivación parte de la premisa de que el canto se ejecuta sin interrupción
de una (tractim) sin interrupción responsorial. También en la liturgia renovada se
renuncia en la cuaresma al aleluya, pero, a cambio, se ha introducido antes del
Evangelio un canto responsorial en el que una aclamación a Cristo enmarca el
versículo del cantor (IGMR 38 b).

Del aleluya surgió la secuencia. Primeramente, se la concebía como una melodía de


rica configuración, sin texto, sobre la a final (jubilus) del aleluya. En época carolingia
tardía se dotó esta melodía con un texto en prosa con una sílaba por cada nota. En el
período subsiguiente con el concepto de «secuencia» se entendió una complicada
formación. La composición poética de secuencias más antigua sigue un canto
introductorio y de conclusión con pares de estrofas en su parte principal, p. ej. la
secuencia de la pascua Victimae paschali laudes. La composición poética más nueva
de secuencias, de la Alta Edad Media, retomó la rima y la métrica, y equiparó cada vez
más la secuencia al himno, p. ej. la secuencia de Pentecostés Veni Sancte Spiritus
datada en el período de transición del siglo XII al XIII. Las secuencias crecieron de tal
modo, que se convirtieron en componente fijo de casi todas las misas y constituyeron
la raíz de la canto eclesiástico en lengua vulgar. El misal de 1570 retomó, de entre las
muchas secuencias, exclusivamente cuatro (pascua, Pentecostés,

Corpus Christi y misa de difuntos), el de 1970 prevee sólo la secuencia de la pascua


de resurrección y de Pentecostés (IGMR 40), mientras que la del Corpus Christi
(Lauda Sion) y la secuencia introducida a principios del siglo XVIII para la festividad de
los siete dolores de la virgen (Stabat Mater) son facultativos. La secuencia se canta
hoy día antes del aleluya a fin de saludar con él mismo al Cristo presente en el
Evangelio 175.

7. La homilía

La homilía «se recomienda encarecidamente como parte de la misma liturgia» (SC


52); «es una parte de la liturgia» (IGMR 41) y, por ello, se exige en domingos y
festivos, y en todos los demás días, especialmente en los tiempos señalados, se
recomienda intensamente (IGMR 42). Lo que se reclama como componente integral
de la liturgia, en opinión de Jungmann expresada todavía en el año 1962, la
sensibilidad predominante lo considera «más como inserción en la marcha de la
liturgia que como avance en su trascurso» 176.

Todavía en la Apología (I, 67) de Justino es la homilía parte de la acción litúrgica. Se


diferencia del «sermón» en tanto que está más estrechamente liga-da a la liturgia, y
que quiere hacer fructíferos para una vida a partir de la fe los procesos resultantes de
sus palabras y signos, y los textos proclamados en ella. El sermón es, en sentido
propio, misional, se dirige, por contraposición a la homilía, a los no iniciados, que se
trata de ganar (o recuperar) para la fe, y tiene, por lo tanto, también una relación
mucho más laxa con la liturgia 177. También en cuanto a su contenido se diferencia
por su espectro temático completamente diferente. La época de los padres de la
Iglesia es también el período de las grandes homilías, pero ya no se menciona en
absoluto en las descripciones de la liturgia en oriente y occidente. Desde época
carolingia hubo un relicto, al leerse las homilías de los santos padres, o, en su caso,
reproducirse en lengua vulgar de forma más o menos libre. Un nuevo florecimiento de
la palabra anunciadora, dicha libremente llegó con la Alta Edad Media y las órdenes
mendicantes, pero no como renacimiento de la homilía, sino como sermón. Con ella se
llegó a un desprender ampliamente del proceso litúrgico, lo que acabó primero por
llevar a un bloque en lengua vernácula dentro de la liturgia latina de la misa, el cual
evolucionó hasta convertirse en un propio servicio divino del sermón. Cuanto más
amplio se fue haciendo este bloque (repeticiones en lengua vernácula de las lecturas
latinas, comunicaciones, oraciones y canciones en lengua vernácula), tanto más se
separó de la liturgia de la misa 178. También el «púlpito» (cuya denominación en
alemán recuerda todavía los cancelli, las barandillas del coro en las que estaba
integrado el ambón) se desplazó a la nave de la iglesia, de manera que el predicador
tenía que abandonar el espacio del altar, lo que, igualmente, hacía evidente el
desprendimiento del sermón, tanto más cuanto hasta nuestro siglo se apagaban las
velas del altar para el sermón y el predicador —aun si era el celebrante de la misa—
se quitaba la casulla, al menos el manípulo. Temáticamente apenas se orientaba el
sermón en la liturgia o en los textos proclamados en la Escritura. Así, se llegó a
trasladar fuera de la misa el servicio divino con sermón a la tarde del domingo, y este
servicio divino con sermón había de convertirse en el servicio principal de los surgidos
de las Iglesias reformadoras 179. Que el sermón se pudiera sentir dentro de la
celebración de la misa como «elemento extraño», se explica también por la naturaleza
del sermón (y de la homilía) como palabra de la anunciación, expresada libremente:
conforme al principio de la lex orarsdi, lex credendi la liturgia fijada por el concilio de
Trento debía ser igual en todas partes y las indicaciones de sus rúbricas debían
obedecerse minuciosamente para preservar la identidad de la fe católica también por
medio de la ejecución del servicio divino. La palabra expresada libremente nunca es
sometible a una férrea unidad de tal naturaleza, de manera que la separación del
sermón y de la ejecución litúrgica de la misa bajo ese aspecto suscitaba la impresión
de que en el sermón se trataba de una meritoria, aunque voluntaria, aportación
especial del sacerdote, pero no de un componente integral de la liturgia eucarística.
Que la homilía en la liturgia renovada se contempla como componente integral de la
celebración litúrgica, da fin a una incerteza que persiste más de un milenio con
respecto a su posición en el servicio divino y se adhiere a la tradición de la época de
los padres de la Iglesia. La homilía se dirige a insider, a los congregados para la
celebración de la liturgia y les debe dar indicaciones mistagógicas para la práctica
cristiana de vida. El lugar de la homilía es el ambón, la «mesa de la palabra de Dios» o
el asiento del celebrante principal (IGMR 97); el signo de la cruz al comienzo y al final
o la salutación de entrada se omiten. Todo esto subraya que la homilía es componente
orgánico de la celebración de la misa. Esto pone de relieve muy especialmente la
discutida prohibición del sermón para los laicos en la celebración de la misa, si bien la
cohesión interna entre la homilía y la liturgia de la misa sólo está plenamente
salvaguardada si el mismo celebrante (principal) también pronuncia la homilía, ¡y su
ejecución no se contempla sólo desde el aspecto del ministerio conferido por la
ordenación!

8. La profesión de fe

Como texto de profesión que es, el credo de la fe puede representar en cualquier caso
un elemento extraño aunque IGMR 43 defina de pasada su función al afirmar «que la
comunidad asiente a la palabra de Dios como la ha oído en las lecturas y en la
homilía, responde a ella y evoca en el recuerdo las verdades esenciales de la fe antes
de que comience la celebración del convite». Ya la fórmula en primera persona de la
profesión de fe («Credo») destaca sobre el «nosotros» litúrgico, y hace referencia a su
lugar original en la liturgia del bautismo. Las denominaciones de symbolum y
«profesión apostólica de fe» se derivan de un escrito redactado el año 404 de Tiranio
Rufino, según el cual los doce apóstoles antes de separarse para misionar habrían
«juntado» (symballein) cada uno de los artículos de la fe. Esta leyenda tuvo
continuación en el siglo octavo en un sermón adscrito a san Agustín, a cada uno de
los artículos se les dotó incluso con Ios nombres de los doce apóstoles. El
«Apostolicum» es en realidad una profesión romana de bautismo, como la tenemos
presente en la obra de Hipólito y se remonta, probablemente, al pontificado de Víctor
(189-197) 180. El Misal Romano, como también las liturgias orientales, prefieren el
«Nicaeno-Constantinopolitanum», mientras que el Misal Alemán también permite el
uso del «Apostolicum». La profesión de fe entró en la celebración de la misa a través
de Timoteo, que fue patriarca de Constantinopla entre los años 511-517, y al que se le
atribuían simpatías por la herejía monofisita. A fin de demostrar su ortodoxia, según la
narración del historiador Teodoro el lector, ordenó que la profesión de fe se orase en
toda celebración de la misa, lo que pronto fue imitado en todo el oriente. Todavía en
ese mismo siglo llegó la profesión de fe a España donde una franja costera todavía se
encontraba bajo soberanía bizantina. Con ocasión del tercer concilio de Toledo en el
año 589, el rey ostrogodo Recaredo se convirtió al catolicismo abjurando de la fe
arriana, y se determinó que la profesión de fe había de rezarse en cada misa. Otra
línea de tradición se extiende desde el oriente pasando por Irlanda y el territorio anglo-
sajón hasta Aquisgrán, donde Carlomagno lo acogió en el servicio divino de la capilla
palaciega. Pero por primera vez en el siglo se fue extendiendo poco a poco por el
norte, de forma que el emperador Enrique II echó de menos la profesión de fe en
Roma cuando en el 1014 permaneció allí para su coronación.

El papa Benedicto VIII cedió a las instancias de Enrique e introdujo el credo en la misa
romana, si bien pronto se estableció la regulación restrictiva según la cual la profesión
de fe sólo había de pronunciarse los domingos y las festividades que se mencionan en
ella misma. Según la regulación actual (IGMR 44 y 98) la profesión de fe se reza, o en
su caso se canta, los domingos y las festividades mayores, pero puede pronunciarse
en los acontecimientos solemnes. El credo entró –quizá en contra de las intenciones
del patriarca Timoteo– en la celebración eucarística como profesión de la comunidad,
a lo cual occidente se atuvo todavía durante mucho tiempo; en oriente lo pronunciaba
al menos un representante del pueblo. Por ello, la forma cantada fue también, en la
mayoría de los casos, una antigua melodía recitativa. Será con la aparición de la
polifonía cuando por primera vez ya no la comunidad sino el coro continuaba el credo
entonado por el sacerdote. Emminghaus reclama una amplia difusión del conocimiento
del credo en latín para que la unidad de la Iglesia en la fe se exprese también más allá
de las fronteras lingüísticas –p. ej. en los encuentros internacionales–, y para que el
credo, con ello, pueda ser realmente parte de la comunidad congregada y de su
participación activa en la liturgia 181.
9. Las súplicas

La reintroducción de las súplicas (también llamadas «oración común» o «plegaria de


los fieles») la reclama el mismo Vaticano II (SC 53) conforme a la exigencia de que
«restablézcanse en cambio, según la norma primitiva de Ios Santos Padres, las cosas
que han desaparecido a causa del tiempo» (SC 50). La invocación de los padres de la
Iglesia se remonta en el caso de las súplicas hasta el mártir Justino, que menciona las
súplicas «por todos los otros, que se encuentran en todas partes», así como, en dos
ocasiones, las oraciones después de la homilía del celebrante principal en su Apología
(I, 65, 67). Hasta hoy en día la celebración eucarística bizantina conoce, además de
muchas otras ekteneiai, de carácer similar a las súplicas, una oración de los fieles
(«Orad, vosotros, fieles, una y otra vez en paz al Señor») después de despedir a los
catecúmenos y antes de la entrada mayor con la traslación de las ofrendas preparadas
al altar, lo que pone de relieve y fundamenta la especial situación de la «oración de los
fieles». Por ello, en la antigua Iglesia se recelaba del hecho de rezar conjunta-mente
con los infieles catecúmenos todavía no bautizados. El motivo consiste en la
percepción del sacerdocio común por parte de los fieles, con el cual también el Misal
Romano renovado realza la importancia de las súplicas: puesto que la comunidad
ejerce en las súplicas por todos los hombres su ministerio sacerdotal, han de incluirse
en toda celebración de la misa (IGMR 45). Ya en Justino se dice expresamente que
sólo a partir de la condición de néofito se puede tomar parte en la «plegaria de los
fieles». La exhortación a una acción sacerdotal de tal naturaleza, de los fieles (cfr. 1 P
2, 9) está ya en el Nuevo Testamento (1 Tm 2, 1-4); ha de acontecer dentro de un
orden que IGMR 45 determina modélicamente: «por el interés de la Iglesia, por los
gobernantes y la salvación del mundo entero, por todos los oprimidos por necesidades
diversas, por la comunidad local». Conforme a ello, las súplicas son verdaderas
peticiones POR, por lo tan-to peticiones por aquellos que no están presentes en la
congregación litúrgica, y no son peticiones por NOSOTROS, que se correspondan con
el nosotros litúrgico de la comunidad congregada (como las preces en las laudes del
oficio di-vino renovado). Ya sólo el hecho de que en la liturgia falten miembros de la
comunidad entendida como reunión de la familia de Dios, es un motivo suficiente para
rezar por ellos, por los enfermos, los presos, aquellos en los que peligra su fe. Las
súplicas expresan, de ese modo, la correspondencia de los cristianos y su
responsabilidad fraternal por sí recíprocamente y por el mundo entero. El celebrante
principal dirige la oración común, es decir, invita a los fieles a ella y la concluye
después de que un diácono, un cantor o un orante principal hayan pronunciado cada
una de las peticiones, y la comunidad las haya convertido en un asunto propio con la
invocación de una oración (cfr. IGMR 49). Con ello, la forma actual de las súplicas se
corresponde más bien a la letanía del kyrie introducida en la celebración romana de la
misa durante el pontificado de Gelasio que a la forma romana antigua de las súplicas
tal como ha llegado hasta nosotros sólo en el viernes santo: la mención de la solicitud,
la oración callada de los fieles en la mencionada solicitud, la oración colectiva (colecta)
del celebrante principal. Que las súplicas «a causa del tiempo» se hayan perdido, está
relacionado con el surgimiento del kyrie al principio de la misa. Relictos de la oración
común se han conservado, especialmente en el ámbito lingüístico francés, en las así
llamadas priéres du próne, que eran muy amplias y en su forma plena (aparte de una
forma abreviada de todos los do-mingos) al menos debían rezarse una vez al mes.
Según Heinz, esto ocurrió en el espacio geográfico de la frontera germano-francesa
hasta los umbrales de la renovación litúrgica. Sin embargo, también en el ámbito
cultural alemán hubo, según Heinz, un relicto de la oración común inmediatamente
después del sermón en la «Oración común por las solicitudes de la cristiandad» de
Pedro Canisio 182. Por contraposición a las ekteneiai bizantinas, cuyas solicitudes
siempre son las mismas, las súplicas de la liturgia renovada pertenecen a los
elementos de la celebración de la misa que se configuran libremente. Esta libertad
sólo se utiliza correctamente si las súplicas se crean apropiadamente: son peticiones
en las que la comunidad cristiana percibe su dignidad sacerdotal por el mundo. Las
súplicas han de ser auténticas peticiones y verdaderas solicitudes, no envoltorios
vacíos hechos de palabras, pero sobre todo ni deben estar superpuestos por criterios
ideológicos ni contener reprimendas moralizantes 183.

10. La proclamación de la Escritura de la celebración eucarística en otros ritos

A. La liturgia bizantina

Una bendición sacerdotal desde el asiento del sacerdote y el prokeimenon preceden a


la lectura: un «prólogo» a la lectura de la Escritura, extraída de algunos versículos de
los salmos; se corresponde también, conforme a la historia de su surgimiento, con el
gradual occidental que sigue a la lectura 184. La misma lectura se toma del Nuevo
Testamento exclusivamente, por lo que el libro litúrgico lleva también el nombre de
Apóstolos. El canto del aleluya entrelazado con dos versículos de los salmos precede
al Evangelio mientras el diácono lleva a cabo la incensación del altar y de toda la
Iglesia. Bajo influencia occidental en algunas Iglesias bizantinas vuelve a tener lugar
después del Evangelio, según una tradición antigua, la homilía, mientras que otras
Iglesias en la tradición de la exhortación a la comunión conocen una alocución a la
comunidad durante la comunión del clero junto al altar. Más que las Iglesias de
occidente la bizantina ha conservado el principio de la lectio continua 1ß5. Entre el
servicio bizantino de la lectura se cuenta, después del evangelio, o en su caso la
homilía, también la «ekteneia insistente» así como la «ekteneia de los catecúmenos»,
después de la cual el diácono los despide.
B. La liturgia mozárabe

La liturgia mozárabe conoce normalmente tres lecturas: Prophetia (AT), Apostolus


(NT) y Evangelium. Durante la cuaresma hay cuatro lecturas porque la lectura del
Antiguo Testamento se divide en una lectura extraída de la literatura sapiencial (lectio
sapientialis) así como en una de los libros históricos (lectio historica). Todas las
lecturas están contenidas en el Liber Commicus. En el período pascual la profecía del
Antiguo Testamento se reemplaza por una lectura extraída del Apocalipsis 186. El
principio de la lectio continua se ha conservado con solidez. A continuación de la
profecía (o en su caso la lectura histórica en la cuaresma) le sigue, de forma análoga
al gradual romano o al psalmellus ambrosiano, el psallendum, que es substituido los
miércoles y viernes de las cinco semanas de cuaresma por cantos fúnebres y en las
festividades de los mártires por textos del martirologio. En este caso se le añade una
parte del himno de los tres jóvenes en el horno 187. La liturgia de la palabra acaba
después del Evangelio o, cuando le corresponde, de la homilía, con las «laudes», una
parte del salmo enmarcado por el aleluya, mientras que éste se omite en la penitencia
pascual como en la liturgia romana. La liturgia mozárabe no cono-ce ningún canto
antes del Evangelio 188.

C. La liturgia ambrosiana

La liturgia de la palabra de la misa de Milán se corresponde con la de la liturgia


romana: una primera lectura extraída del Antiguo Testamento, salmo responsorial,
segunda lectura del Nuevo Testamento, aleluya, o durante la cuaresma invocación
antes del Evangelio, ambos con el nombre de Canto al vangelo; a continuación del
Evangelio se entona un canto propio: Dopo il vangelo. El leccionario milanés se
concibe como «suplemento ambrosiano a los volúmenes del leccionario romano» 189.
Conforme a ello, se dan muchos puntos de relación con el orden romano de la misa.
Una peculiariedad es la bendición del lector por el sacerdote. A continuación de la
homilía le sigue inmediatamente la oración de los fieles (Preghiera universale o dei
fedeli). A continuación de las súplicas les sigue siempre la «oración para la conclusión
de la liturgia de la palabra», pronunciada por el sacerdote antes de que la liturgia
eucarística comience con el saludo de paz 190.

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