RELATOS - Continuación Ficha1
RELATOS - Continuación Ficha1
RELATOS - Continuación Ficha1
La literatura latinoamericana abarca las literaturas nacionales de América del Sur y Central, México, Cuba, Puerto Rico,
y partes de las Indias Occidentales. La lengua madre de las mismas es el español o castellano y no es equivalente hablar
de Literatura hispanoamericana pues esta incluye otros países hispanohablantes del continente europeo.
La literatura latinoamericana refleja la vida y las preocupaciones de los latinoamericanos, abundan temáticas de
injusticia social, inestabilidad política y problemas económicos o de clase. La literatura nacida de un mestizaje cultural,
en ella se pueden apreciar influencias tanto indígenas como europeas.
Hay que destacar la importancia del movimiento literario del modernismo en la literatura latinoamericana, que buscaba
la novedad, lo mitológico, trata temas exóticos, precolombinos, rompiendo con las formas literarias.
Te presento alguno de los cuentos latinoamericanos para que pongas a trabajar la imaginación y viajes sin
salir de casa.
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entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces
lo deploro porque las noches y los días son largos.
Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de
piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor
y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier
hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo
realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos). Pero de tantos juegos el que
prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes
reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o
Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás
cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.
No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están
muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son
catorce (son infinitos) los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo;
mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías
de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta
que una visión de la noche me reveló que también son catorce (son infinitos) los mares y los templos.
Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez:
arriba, el intrincado Sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el Sol y la enorme casa, pero
ya no me acuerdo.
Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o
su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos
minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los
cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos
profetizó, en la hora de su muerte, que, alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la
soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos
los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos
puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con
cara de hombre? ¿O será como yo?
El Sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.
-¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió.
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La situación era en verdad aterradora. Parecía que no había distancia entre la vida que había dejado
atrás, del otro lado de la puerta, y la que iba a iniciar en ese momento. Físicamente, la distancia sería
de tres metros, tal vez de cuatro.
Sin embargo, lo que veía indicaba que la separación entre lo que fui y lo que sería no podía medirse en
términos humanos.
-Entregue su cabeza -dijo una voz suave.
- ¿La mía? -pregunté, con tanto miedo que a duras penas me oía a mí mismo.
-Claro - ¿Cuál va a ser?
A pesar de que no era autoritaria, la voz llenaba todo el salón y resonaba entre las paredes, que se
cubrían con lujosos tapices. Yo no podía saber de dónde salía. Tenía la impresión de que todo lo que
veía estaba hablando a un tiempo: el piso de mármol negro y blanco, la alfombra roja que iba de la
escalinata a la gran mesa del recibidor, y la alfombra similar que cruzaba a todo lo largo por el centro;
las grandes columnas de mayólica, las cornisas de cubos dorados, las dos enormes lámparas colgantes
de cristal de Bohemia. Sólo sabía a ciencia cierta que ninguna de las innumerables cabezas de las
vitrinas había emitido el menor sonido.
Tal vez con el deseo inconsciente de ganar tiempo, pregunté.
- ¿Y cómo me la quito?
-Sujétela fuertemente con las dos manos, apoyando los pulgares en las curvas de la quijada; tire hacia
arriba y verá con qué facilidad sale. Colóquela después sobre la mesa.
Si se hubiera tratado de una pesadilla me habría explicado la orden y mi situación. Pero no era una
pesadilla. Eso estaba sucediéndome en pleno estado de lucidez, mientras me hallaba de pie y solitario
en medio de un lujoso salón. No se veía una silla, y como temblaba de arriba abajo debido al frío mortal
que se había desatado en mis venas, necesitaba sentarme o agarrarme de algo. Al fin apoyé las dos
manos en la mesa.
- ¿No ha oído o no ha comprendido? -dijo la voz.
Ya dije que la voz no era autoritaria sino suave. Tal vez por eso me parecía tan terrible. Resulta aterrador
oír la orden de quitarse la cabeza dicha con tono normal, más bien tranquilo. Estaba seguro de que el
dueño de esa voz había repetido la orden tantas veces que ya no le daba la menor importancia a lo que
decía.
Al fin logré hablar.
-Sí, he oído y he comprendido -dije-. Pero no puedo despojarme de mi cabeza, así como así. Deme algún
tiempo para pensarlo. Comprenda que ella está llena de mis ideas, de mis recuerdos. Es el resumen de
mi propia vida. Además, si me quedo sin ella, ¿con qué voy a pensar?
La parrafada no me salió de golpe. Me ahogaba. Dos veces tuve que parar para tomar aire. Callé, y me
pareció que la voz emitía un ligero gruñido, como de risa burlona.
-Aquí no tiene que pensar. Pensaremos por usted. En cuanto a sus recuerdos, no va a necesitarlos más:
va a empezar una nueva vida.
- ¿Vida sin relación conmigo mismo, si mis ideas, sin emociones propias? -pregunté.
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Instintivamente miré hacia la puerta por donde había entrado. Estaba cerrada. Volví los ojos a los dos
extremos del gran salón. Había también puertas en esos extremos, pero ninguna estaba abierta.
El espacio era largo y de techo alto, lo cual me hizo sentirme tan desamparado como un niño perdido
en una gran ciudad. No había la menor señal de vida. Sólo yo me hallaba en ese salón imponente.
Peor aún: estábamos la voz y yo. Pero la voz no era humana, no podía relacionarse con un ser de carne
y hueso. Me hallaba bajo la impresión de que miles de ojos malignos, también sin vida, estaban
mirándome desde las paredes, y de que millones de seres minúsculos e invisibles acechaban mi
pensamiento.
-Por favor, no nos haga perder tiempo, que hay otros en turno -dijo la voz.
No es fácil explicar lo que esas palabras significaron para mí. Sentí que alguien iba a entrar, que ya no
estaría más tiempo solo, y volví la cara hacia la puerta. No me había equivocado; una mano sujetaba el
borde de la gran hoja de madera brillante y la empujaba hacia adentro, y un pie se posaba en el umbral.
Por la abertura de la puerta se advertía que afuera había poca luz. Sin duda era la hora indecisa entre el
día que muere y la que todavía no ha cerrado.
En medio de mi terror actué como un autómata. Me lancé impetuosamente hacia la puerta, empujé al
que entraba y salté a la calle. Me di cuenta de que alguna gente se alarmó al verme correr; tal vez
pensaron que había robado o había sido sorprendido en el momento de robar. Comprendía que llevaba
el rostro pálido y los ojos desorbitados, y de haber habido por allí un policía, me hubiera perseguido.
De todas maneras, no me importaba. Mi necesidad de huir era imperiosa, y huía como loco.
Durante una semana no me atreví a salir de casa. Oía día y noche la voz y veía en todas partes los
millares de ojos sin vida y los centenares de cabezas sin cuerpo. Pero en la octava noche, aliviado de mi
miedo, me arriesgué a ir a la esquina, a un cafetucho de mala muerte, visitado siempre por gente
extraña. Al lado de la mesa que ocupé había otra vacía. A poco, dos hombres se sentaron en ella. Uno
tenía los ojos sombríos; me miró con intensidad y luego dijo al otro:
-Ese fue el que huyó después que estaba…
Yo tomaba en ese momento una taza de café. Me temblaron las manos con tanta violencia que un poco
de la bebida se me derramó en la camisa.
Mi mal es que no tengo otra camisa ni manera de adquirir una nueva. Mientras me esfuerzo en hacer
desaparecer la mancha oigo sin cesar las últimas palabras del hombre de los ojos sombríos:
-Después que ya estaba inscrito.
El miedo me hace sudar frío. Y yo sé que no podré librarme de este miedo; que lo sentiré ante cualquier
desconocido. Pues en verdad ignoro si los dos hombres eran miembros o eran enemigos del Partido.
Ahora estoy en casa, tratando de lavar la camisa. Para el caso, he usado jabón, cepillo y un producto
químico especial que hallé en el baño. La mancha no se va. Está ahí, indeleble. Al contrario, me parece
que a cada esfuerzo por borrarla se destaca más.
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4-"Es que somos muy pobres" - Juan Rulfo
Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado, cuando ya la
habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover como nunca. A mi papá eso
le dio coraje, porque toda la cosecha de cebada estaba asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de
repente, en grandes olas de agua, sin darnos tiempo ni siquiera a esconder, aunque fuera un manojo;
lo único que pudimos hacer, todos los de mi casa, fue estarnos arrimados debajo del tejaban, viendo
cómo el agua fría que caía del cielo quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada.
Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años, supimos que la vaca que mi
papá le regaló para el día de su santo se la había llevado el río.
El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy dormido y, sin embargo,
el estruendo que traía el río al arrastrarse me hizo despertar en seguida y pegar el brinco de la cama con
mi cobija en la mano, como si hubiera creído que se estaba derrumbando el techo de mi casa. Pero
después me volví a dormir, porque reconocí el sonido del río y porque ese sonido se fue haciendo igual
hasta traerme otra vez el sueño.
Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazones y parecía que había seguido lloviendo sin
parar. Se notaba en que el ruido del río era más fuerte y se oía más cerca. Se olía, como se huele una
quemazón, el olor a podrido del agua revuelta.
A la hora en que me fui a asomar, el río ya había perdido sus orillas. Iba subiendo poco a poco por la
calle real, y estaba metiéndose a toda prisa en la casa de esa mujer que le dicen la Tambora. El chapaleo
del agua se oía al entrar por el corral y al salir en grandes chorros por la puerta. La Tambora iba y venía
caminando por lo que era ya un pedazo de río, echando a la calle sus gallinas para que se fueran a
esconder a algún lugar donde no les llegara la corriente.
Y por el otro lado, por donde está el recodo, el río se debía de haber llevado, quién sabe desde cuándo,
el tamarindo que estaba en el solar de mi tía Jacinta, porque ahora ya no se ve ningún tamarindo. Era
el único que había en el pueblo, y por eso nomás la gente se da cuenta de que la creciente esta que vemos
es la más grande de todas las que ha bajado el río en muchos años.
Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de agua que cada vez se hace
más espesa y oscura y que pasa ya muy por encima de donde debe estar el puente. Allí nos estuvimos
horas y horas sin cansarnos viendo la cosa aquella. Después nos subimos por la barranca, porque
queríamos oír bien lo que decía la gente, pues abajo, junto al río, hay un gran ruidazal y solo se ven las
bocas de muchos que se abren y se cierran y como que quieren decir algo; pero no se oye nada. Por eso
nos subimos por la barranca, donde también hay gente mirando el río y contando los perjuicios que ha
hecho. Allí fue donde supimos que el río se había llevado a la Serpentina, la vaca esa que era de mi
hermana Tacha porque mi papá se la regaló para el día de su cumpleaños y que tenía una oreja blanca
y otra colorada y muy bonitos ojos.
No acabo de saber por qué se le ocurriría a la Serpentina pasar el río este, cuando sabía que no era el
mismo río que ella conocía de a diario. La Serpentina nunca fue tan atarantada. Lo más seguro es que
ha de haber venido dormida para dejarse matar así nomás por nomás. A mí muchas veces me tocó
despertarla cuando le abría la puerta del corral porque si no, de su cuenta, allí se hubiera estado el día
entero con los ojos cerrados, bien quieta y suspirando, como se oye suspirar a las vacas cuando
duermen.
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Y aquí ha de haber sucedido eso de que se durmió. Tal vez se le ocurrió despertar al sentir que el agua
pesada le golpeaba las costillas. Tal vez entonces se asustó y trató de regresar; pero al volverse se
encontró entreverada y acalambrada entre aquella agua negra y dura como tierra corrediza. Tal vez
bramó pidiendo que le ayudaran. Bramó como solo Dios sabe cómo.
Yo le pregunté a un señor que vio cuando la arrastraba el río si no había visto también al becerrito que
andaba con ella. Pero el hombre dijo que no sabía si lo había visto. Solo dijo que la vaca manchada pasó
patas arriba muy cerquita de donde él estaba y que allí dio una voltereta y luego no volvió a ver ni los
cuernos ni las patas ni ninguna señal de vaca. Por el río rodaban muchos troncos de árboles con todo y
raíces y él estaba muy ocupado en sacar leña, de modo que no podía fijarse si eran animales o troncos
los que arrastraba.
Nomás por eso, no sabemos si el becerro está vivo, o si se fue detrás de su madre río abajo. Si así fue,
que Dios los ampare a los dos.
La apuración que tienen en mi casa es lo que pueda suceder el día de mañana, ahora que mi hermana
Tacha se quedó sin nada. Porque mi papá con muchos trabajos había conseguido a la Serpentina, desde
que era una vaquilla, para dársela a mi hermana, con el fin de que ella tuviera un capitalito y no se fuera
a ir de piruja como lo hicieron mis otras dos hermanas, las más grandes.
Según mi papá, ellas se habían echado a perder porque éramos muy pobres en mi casa y ellas eran muy
retobadas. Desde chiquillas ya eran rezongonas. Y tan luego que crecieron les dio por andar con
hombres de lo peor, que les enseñaron cosas malas. Ellas aprendieron pronto y entendían muy bien los
chiflidos, cuando las llamaban a altas horas de la noche. Después salían hasta de día. Iban cada rato por
agua al río y a veces, cuando uno menos se lo esperaba, allí estaban en el corral, revolcándose en el
suelo, todas encueradas y cada una con un hombre trepado encima.
Entonces mi papá las corrió a las dos. Primero les aguantó todo lo que pudo; pero más tarde ya no pudo
aguantarlas más y les dio carrera para la calle. Ellas se fueron para Ayutla o no sé para dónde; pero
andan de pirujas.
Por eso le entra la mortificación a mi papá, ahora por la Tacha, que no quiere vaya a resultar como sus
otras dos hermanas, al sentir que se quedó muy pobre viendo la falta de su vaca, viendo que ya no va a
tener con qué entretenerse mientras le da por crecer y pueda casarse con un hombre bueno, que la
pueda querer para siempre. Y eso ahora va a estar difícil. Con la vaca era distinto, pues no hubiera
faltado quién se hiciera el ánimo de casarse con ella, solo por llevarse también aquella vaca tan bonita.
La única esperanza que nos queda es que el becerro esté todavía vivo. Ojalá no se le haya ocurrido pasar
el río detrás de su madre. Porque si así fue, mi hermana Tacha está tantito así de retirado de hacerse
piruja. Y mamá no quiere.
Mi mamá no sabe por qué Dios la ha castigado tanto al darle unas hijas de ese modo, cuando en su
familia, desde su abuela para acá, nunca ha habido gente mala. Todos fueron criados en el temor de
Dios y eran muy obedientes y no le cometían irreverencias a nadie. Todos fueron por el estilo. Quién
sabe de dónde les vendría a ese par de hijas suyas aquel mal ejemplo. Ella no se acuerda. Le da vueltas
a todos sus recuerdos y no ve claro dónde estuvo su mal o el pecado de nacerle una hija tras otra con la
misma mala costumbre. No se acuerda. Y cada vez que piensa en ellas, llora y dice: “Que Dios las ampare
a las dos.”
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Pero mi papá alega que aquello ya no tiene remedio. La peligrosa es la que queda aquí, la Tacha, que
como palo de ocote crece y crece y que ya tiene unos comienzos de senos que prometen ser como los de
sus hermanas: puntiagudos y altos y medio alborotados para llamar la atención.
-Sí -dice-, le llenará los ojos a cualquiera dondequiera que la vean. Y acabará mal; como que estoy
viendo que acabará mal.
Esa es la mortificación de mi papá.
Y Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la ha matado el río. Está aquí a mi lado, con su
vestido color de rosa, mirando el río desde la barranca y sin dejar de llorar. Por su cara corren chorretes
de agua sucia como si el río se hubiera metido dentro de ella.
Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende. Llora con más ganas. De su boca sale un
ruido semejante al que se arrastra por las orillas del río, que la hace temblar y sacudirse todita, y,
mientras, la creciente sigue subiendo. El sabor a podrido que viene de allá salpica la cara mojada de
Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a
hincharse para empezar a trabajar por su perdición...
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Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local.
Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.
Actividad
Luego de la lectura elige un tema, el que desees, para realizar un ensayo.
Te dejo un enlace para que te guía para poder realizar este tipo de texto académico:
file:///C:/Users/Administrador/Desktop/Spinola/Guia%20para%20realizar%20un%20ensayo.pdf
Utiliza conectores discursivos para conectar o enlazar conceptos, frases y de esta manera crear
un texto coherente y con sentido lógico.
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Si las dudas sobre la utilización de los signos de puntuación te invaden con frecuencia a la hora de escribir, la
siguiente publicación te aclarará cuáles son las reglas de ortografía del punto, la coma, el punto y coma, los
dos puntos y los puntos suspensivos.
El punto es el signo de puntuación que se utiliza para indicar el final de un enunciado, de un texto o de un
párrafo. Los puntos tienen dos reglas principales que deben respetarse en cualquier tipo de texto o mensaje
escrito:
1. La letra inicial de la palabra que aparezca después del punto se escribe con mayúscula.
Un punto señala los límites entre las palabras, las oraciones y los enunciados con el objetivo de distribuir las
ideas dentro de un párrafo. Esta organización de las ideas o de los argumentos que necesites expresar con el
lenguaje escrito, dependerá de cómo estén relacionadas las ideas con el contenido general de un párrafo.
Habrá algunas ideas que necesiten expresarse independientemente sin alterar el sentido general de un sólo
párrafo; habrá, sin embargo, otras ideas que no presenten coherencia entre sí. Con el fin de organizar
correctamente las ideas dentro de un texto, el punto se clasifica de la siguiente manera:
Punto y seguido.
De manera formal podemos decir que el punto y seguido se escribe cuando, al final de una oración, le sigue
una segunda sobre el mismo renglón. El uso principal de un punto y seguido es hacer una breve pausa entre
dos ideas que desarrollan el contenido de un mismo tema. Recordemos que, un texto está formado por un
número específico de párrafos, cada uno de estos párrafos es una unidad independiente dentro de la cual se
busca exponer argumentos o información específica al lector. Si dos oraciones tienen relación con el mismo
tipo de información de la cual se está tratando podemos utilizar el punto y seguido para separarlas.
Punto y aparte
Para organizar las ideas dentro de un texto, utilizamos los párrafos. Ya hemos explicado anteriormente que los
párrafos son unidades independientes entre sí, cada párrafo es utilizado para exponer puntos de vista,
argumentos o información diferentes entre sí. La estructura de un texto nos exige que cada párrafo sea
separado por espacios en blanco conocidos como sangrías. Sin embargo, este no es el único recurso
ortográfico utilizado para separar dos párrafos; el punto y aparte es también necesario para distribuir los
bloques de la información.
Punto final
El punto final es el signo de puntuación que deberás utilizar para concluir una narración, un ensayo o incluso
un mensaje de texto pequeño. Su utilización dependerá de la intención comunicativa de tu texto. Si el texto
que estás escribiendo tiene una dimensión mayor a la de un artículo, el punto final también te servirá para
concluir una sección o un capítulo.
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Reglas de los signos de puntuación: La coma
De manera similar a las separaciones entre ideas que el punto establece al interior de un párrafo, la
coma marca una separación entre las palabras al interior del enunciado. El signo de puntuación conocido
como la coma no se divide en subcategorías – como ya hemos visto que sucede con el punto –, en cambio, la
coma presenta más riqueza en cuanto a su utilización se refiere.
1. El punto y coma es utilizado para unir oraciones yuxtapuestas sin recurrir a la utilización de un nexo.
2. El punto y coma se coloca antes de algunos tipos de nexos o conectores. Por regla general, los conectores, sin
embargo, así pues, aunque y, pero deben ser precedidos de un punto y coma.
3. El punto y coma se utiliza para hacer enumeraciones complejas. Ej: Juan trajo las papas; Brenda, los refrescos;
Juan, el alcohol y yo, la piñata.
Los sinónimos son palabras cuyo significado es similar a otros términos: bolígrafo-pluma, coche-auto.
3. Los dos puntos son utilizados cuando vamos a introducir una cita textual al texto.
4. En las cartas, los dos puntos son colocados inmediatamente después de un vocativo.
5. Los dos puntos se utilizan para introducir una prueba, argumento, conclusión o explicación.
Los puntos suspensivos son utilizados para señalar una pausa o la falta de una parte del texto. El enunciado siguiente a
los puntos suspensivos siempre debe iniciar con mayúscula. Este signo de puntación indica el final de una oración
inconclusa o incompleta. No olvides que, al menos dentro de la lengua española, únicamente deben escribirse tres
puntos suspensivos.
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ACTIVIDAD: Coloca los signos de puntuación según correspondan en el siguiente fragmento.
El realismo mágico
El realismo mágico es un movimiento literario surgido en América Latina a mediados del siglo XX (entre las décadas del 60
y 70). En sus obras se representó lo fantástico, lo irreal y lo extraño de la manera más común y cotidiana posible.
Junto con el realismo épico, con el que presenta algunas similitudes, el realismo mágico aspiraba a dar verosimilitud a lo
irreal, manteniendo la cotidianidad de lo fantástico como una postura ante la vida, muy diferente a lo que proponían
las vanguardias, fundamentalmente nihilistas.
Muchas aproximaciones críticas al realismo mágico lo han interpretado como un producto típico de
las literaturas poscoloniales, o sea, de pueblos que vivieron el dominio por parte de naciones más poderosas y
que luego se emanciparon. Visto así, el realismo mágico intenta conciliar la realidad de los colonizadores y la
realidad de los colonizados en un relato mixto, híbrido.
El realismo mágico fue ampliamente cultivado en América Latina y llegó a convertirse, con el éxito de muchos
de sus representantes tanto en América como en Europa, en un movimiento representativo de
la cultura latinoamericana y sus tensiones entre la sensibilidad popular, tradicional y anclada en la superstición,
y el mundo tecnológico, industrial y moderno.
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Gabriel García Márquez
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no molestarlo, porque la mayoría entendió que su pasividad no era la de un héroe en uso de buen retiro sino
la de un cataclismo en reposo.
El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas de inspiración doméstica,
mientras le llegaba un juicio terminante sobre la naturaleza del cautivo. Pero el correo de Roma había perdido
la noción de la urgencia. El tiempo se les iba en averiguar si el convicto tenía ombligo, si su dialecto tenía algo
que ver con el arameo, si podía caber muchas veces en la punta de un alfiler, o si no sería simplemente un
noruego con alas. Aquellas cartas de parsimonia habrían ido y venido hasta el fin de los siglos, si un
acontecimiento providencial no hubiera puesto término a las tribulaciones del párroco.
Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del Caribe, llevaron al
pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido en araña por desobedecer a sus padres. La
entrada para verla no sólo costaba menos que la entrada para ver al ángel, sino que permitían hacerle toda
clase de preguntas sobre su absurda condición, y examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera
en duda la verdad del horror. Era una tarántula espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza de una
doncella triste. Pero lo más desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con que contaba
los pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se había escapado de la casa de sus padres para ir a un
baile, y cuando regresaba por el bosque después de haber bailado toda la noche sin permiso, un trueno
pavoroso abrió el cielo en dos mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de azufre que la convirtió en
araña. Su único alimento eran las bolitas de carne molida que las almas caritativas quisieran echarle en la
boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad humana y de tan temible escarmiento, tenía que
derrotar sin proponérselo al de un ángel despectivo que apenas si se dignaba mirar a los mortales. Además
los escasos milagros que se le atribuían al ángel revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego que
no recobró la visión pero le salieron tres dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo andar pero estuvo a
punto de ganarse la lotería, y el del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas. Aquellos milagros de
consolación que más bien parecían entretenimientos de burla, habían quebrantado ya la reputación del ángel
cuando la mujer convertida en araña terminó de aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó para
siempre del insomnio, y el patio de Pelayo volvió a quedar tan solitario como en los tiempos en que llovió tres
días y los cangrejos caminaban por los dormitorios.
Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado construyeron una
mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy altos para que no se metieran los
cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las ventanas para que no se metieran los ángeles. Pelayo
estableció además un criadero de conejos muy cerca del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo de
alguacil, y Elisenda se compró unas zapatillas satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda tornasol,
de los que usaban las señoras más codiciadas en los domingos de aquellos tiempos. El gallinero fue lo único
que no mereció atención. Si alguna vez lo lavaron con creolina y quemaron las lágrimas de mirra en su interior,
no fue por hacerle honor al ángel, sino por conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba como un
fantasma por todas partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuando el niño aprendió a
caminar, se cuidaron de que no estuviera cerca del gallinero. Pero luego se fueron olvidando del temor y
acostumbrándose a la peste, y antes de que el niño mudara los dientes se había metido a jugar dentro del
gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a pedazos. El ángel no fue menos displicente con él que con el
resto de los mortales, pero soportaba las infamias más ingeniosas con una mansedumbre de perro sin
ilusiones. Ambos contrajeron la varicela al mismo tiempo. El médico que atendió al niño no resistió la
tentación de auscultar al ángel, y encontró tantos soplos en el corazón y tantos ruidos en los riñones, que no
le pareció posible que estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo, fue la lógica de sus alas.
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Resultaban tan naturales en aquel organismo completamente humano, que no podía entender por qué no las
tenían también los otros hombres.
Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían desbaratado el gallinero.
El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá como un moribundo sin dueño. Lo sacaban a escobazos de un
dormitorio y un momento después lo encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos lugares al mismo
tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la casa, y la exasperada
Elisenda gritaba fuera de quicio que era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles. Apenas si podía
comer, sus ojos de anticuario se le habían vuelto tan turbios que andaba tropezando con los horcones, y ya no
le quedaban sino las cánulas peladas de las últimas plumas. Pelayo le echó encima una manta y le hizo la
caridad de dejarlo dormir en el cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasaba la noche con calenturas
delirantes en trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las pocas veces en que se alarmaron, porque
pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina sabia había podido decirles qué se hacía con los ángeles
muertos.
Sin embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor con los primeros soles. Se
quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio, donde nadie lo viera, y a principios de
diciembre empezaron a nacerle en las alas unas plumas grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que más
bien parecían un nuevo percance de la decrepitud. Pero él debía conocer la razón de estos cambios, porque se
cuidaba muy bien de que nadie los notara, y de que nadie oyera las canciones de navegantes que a veces
cantaba bajo las estrellas. Una mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo,
cuando un viento que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces se asomó por la ventana, y
sorprendió al ángel en las primeras tentativas del vuelo. Eran tan torpes, que abrió con las uñas un surco de
arado en las hortalizas y estuvo a punto de desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos indignos que
resbalaban en la luz y no encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar altura. Elisenda exhaló un suspiro de
descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por encima de las últimas casas, sustentándose de cualquier
modo con un azaroso aleteo de buitre senil. Siguió viéndolo hasta cuando acabó de cortar la cebolla, y siguió
viéndolo hasta cuando ya no era posible que lo pudiera ver, porque entonces ya no era un estorbo en su vida,
sino un punto imaginario en el horizonte del mar.