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Antologia Cuentos Del Boom

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ANTOLOGÍA CUENTOS LATINOAMERICANOS hojas secas y senderos furtivos.

El puñal se entibiaba contra su pecho, y


debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las
páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba
La continuidad de los parques" (1956) - Julio Cortázar
decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del
amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por
la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido
negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se
olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada
dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes.
instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso
Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el
despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una
mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del
mejilla. Empezaba a anochecer.
estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón
favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una
irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se
una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba
memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr
protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los
placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que
y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El
del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del
más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las
Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una
dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera
movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal
Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de
cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para
repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de
ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro porque las
noches y los días son largos.
"La casa de Asterión" (1947) - Jorge Luis Borges
Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a
locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado.
irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a
sus puertas (cuyo número es infinito)1 están abiertas día y noche a los que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta
hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los
pompas mujeriles aqui ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a
quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos). Pero de
de la Tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a
Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo:
especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro
hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una
algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el cisterna que se llenó de arena o Ya verás cómo el sótano se bifurca. A
temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.
aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el Sol, pero el
desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa.
habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro
encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce
piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi (son infinitos) los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del
madre; no puedo confundirme con el vulgo; aunque mi modestia lo quiera. tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de
fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he
El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo
trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son
comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no catorce (son infinitos) los mares y los templos. Todo está muchas veces,
tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola
retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no
vez: arriba, el intrincado Sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las borrador a medio concluir y el tratado de Artemidoro sobre los sueños, libro
estrellas y el Sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo. un tanto anómalo ahí, ya que no sé griego. Otro día perdido, pensé. Tuve
que forcejear con la llave. Temí que el hombre se desplomara, pero dio
Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere unos pasos inciertos, soltó el bastón, que no volví a ver, y cayó en mi
de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra cama, rendido. Mi ansiedad lo había imaginado muchas veces, pero solo
y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno entonces noté que se parecía, de un modo casi fraternal, al último retrato
tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, de Lincoln. Serían las cuatro de la tarde.
quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Me incliné sobre él para que me oyera.
Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su -Uno cree que los años pasan para uno -le dije-, pero pasan también para
muerte, que, alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele los demás. Aquí nos encontramos al fin y lo que antes ocurrió no tiene
la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el sentido.
polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus Mientras yo hablaba, se había desabrochado el sobretodo. La mano
pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. derecha estaba en el bolsillo del saco. Algo me señalaba y yo sentí que era
¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? un revólver.
¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo? Me dijo entonces con voz firme:
-Para entrar en su casa, he recurrido a la compasión. Le tengo ahora a mi
El Sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni merced y no soy misericordioso.
un vestigio de sangre. Ensayé unas palabras. No soy un hombre fuerte y solo las palabras podían
salvarme. Atiné a decir:
-¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió. -En verdad que hace tiempo maltraté a un niño, pero usted ya no es aquel
niño ni yo aquel insensato. Además, la venganza no es menos vanidosa y
El episodio del enemigo – Jorge Luis Borges ridícula que el perdón.
-Precisamente porque ya no soy aquel niño -me replicó- tengo que matarlo.
Tantos años huyendo y esperando y ahora el enemigo estaba en mi casa. No se trata de una venganza, sino de un acto de justicia. Sus argumentos,
Desde la ventana lo vi subir penosamente por el áspero camino del cerro. Borges, son meras estratagemas de su terror para que no lo mate. Usted
Se ayudaba con un bastón, con un torpe bastón que en sus viejas manos ya no puede hacer nada.
no podía ser un arma sino un báculo. Me costó percibir lo que esperaba: el -Puedo hacer una cosa -le contesté.
débil golpe contra la puerta. Miré, no sin nostalgia, mis manuscritos, el -¿Cuál? -me preguntó.
-Despertarme.
Y así lo hice. -Sí, pero no veo rastro de nada.
FIN
-Me estoy cansando.
No oyes ladrar a los perros (1953) – Juan Rulfo -Bájame.

-Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó
ves alguna luz en alguna parte. allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas,
no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo
-No se ve nada. de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a
la espalda. Y así lo había traído desde entonces.
-Ya debemos estar cerca.
-¿Cómo te sientes?
-Sí, pero no se oye nada.
-Mal.
-Mira bien.
Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía
-No se ve nada. tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las
sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares
-Pobre de ti, Ignacio. como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su
pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba
La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le
abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según preguntaba:
avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.
-¿Te duele mucho?
La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
-Algo -contestaba él.
-Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas
de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron Primero le había dicho: “Apéame aquí… Déjame aquí… Vete tú solo. Yo te
que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco.” Se lo había dicho
dejado el monte. Acuérdate, Ignacio. como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna.
Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los
ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra. Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.

-No veo ya por dónde voy -decía él. -Te llevaré a Tonaya.

Pero nadie le contestaba. -Bájame.

El otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:
sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
-Quiero acostarme un rato.
-¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.
-Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
Y el otro se quedaba callado.
La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo,
Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente,
para volver a tropezar de nuevo. ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.

-Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba -Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre.
Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo
ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para
tú que vas allá arriba, Ignacio? llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da
ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras
-Bájame, padre. dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.

-¿Te sientes mal? Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el
sudor seco, volvía a sudar.
-Sí
-Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas
-Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta
que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que
hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso…
sean. Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted
tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te
se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras
que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.
gente… Y gente buena. Y si no, allí esta mi compadre Tranquilino. El que
lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar
suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ese no puede ser las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para
mi hijo.” Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo otro. Y le pareció que la cabeza, allá arriba, se sacudía como si sollozara.
desde allá arriba, porque yo me siento sordo. Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.

-No veo nada. -¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre,
¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal.
-Peor para ti, Ignacio. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de
maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los
-Tengo sed. mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido
decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima”. ¿Pero usted, Ignacio?
-¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy
noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la
de oír si ladran los perros. Haz por oír. impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se
le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó
-Dame agua. sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran
descoyuntado.
-Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la
hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido
yo solo no puedo. sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes
ladraban los perros.
-Tengo mucha sed y mucho sueño.
-¿Y tú no los oías, Ignacio? -dijo-. No me ayudaste ni siquiera con esta
-Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces. Despertabas con hambre esperanza.
y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te
habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. FIN
Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la
cabeza… Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te

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