Location via proxy:   [ UP ]  
[Report a bug]   [Manage cookies]                

Adjetivos Sustantivos

Descargar como pptx, pdf o txt
Descargar como pptx, pdf o txt
Está en la página 1de 17

ADJETIVOS

Actividad:
1.- Remarca con color rosa los sustantivos.
2.- Subraya en el siguiente texto todos los
adjetivos que aparecen.
3.- ¿Cómo se caracteriza la figura de
Facundo mediante el uso de estos adjetivos?
Facundo era de estatura baja y fornido; sus anchas espaldas sostenían
sobre su cuello corto una cabeza bien formada, cubierta de pelos
espesísimos, negro ensortijado. Su cara un poco ovalada estaba hundida
en medio de un bosque de pelo, al que correspondía una barba
igualmente espesa y negra, que subía hasta la frente para descubrir una
voluntad firme y tenaz. Sus ojos negros llenos de fuego y sombreados
por pobladas cejas causaban una sensación involuntaria de terror en
aquellos en quienes alguna vez llegaban a fijarse, porque Facundo no
miraba nunca de frente; por hábito, por arte, por deseo de hacerse
temible, tenía de ordinario la cabeza inclinada y miraba por entre las
cejas. Por lo demás su fisionomía era regular y el pálido moreno de su
tez sestaba bien a las sombras espesas en que quedaba encerrada. La
estructura de su cabeza revelaba, sin embargo, bajo esta cubierta
selvática, la organización privilegiada de los hombres nacidos para
mandar.
UN MENSAJE IMPERIAL
DE FRANZ KAFKA
El Emperador, tal va una parábola, os ha mandado, humilde sujeto, quien sóis la
insignificante sombra arrinconándose en la más recóndita distancia del sol imperial, un
mensaje; el Emperador desde su lecho de muerte os ha mandado un mensaje para vos
únicamente.
Ha comandado al mensajero a arrodillarse junto a la cama, y ha susurrado el mensaje; ha
puesto tanta importancia al mensaje, que ha ordenado al mensajero se lo repita en el oído.
Luego, con un movimiento de cabeza, ha confirmado estar correcto. Sí, ante los
congregados espectadores de su muerte -toda pared obstructora ha sido tumbada, y en las
espaciosas y colosalmente altas escaleras están en un círculo los grandes príncipes del
Imperio- ante todos ellos, él ha mandado su mensaje.
El mensajero inmediatamente embarca su viaje; un poderoso, infatigable hombre; ahora empujando con su brazo
diestro, ahora con el siniestro, taja un camino al través de la multitud; si encuentra resistencia, apunta a su pecho, donde
el símbolo del sol repica de luz; al contrario de otro hombre cualquiera, su camino así se le facilita.
Mas las multitudes son tan vastas; sus números no tienen fin. Si tan sólo pudiera alcanzar los amplios campos, cuán
rápido él volaría, y pronto, sin duda alguna, escucharías el bienvenido martilleo de sus puños en tu puerta.
Pero, en vez, cómo vanamente gasta sus fuerzas; aún todavía traza su camino tras las cámaras del profundo interior del
palacio; nunca llegará al final de ellas; y si lo lograra, nada se lograría en ello; él debe, tras aquello, luchar durante su
camino hacia abajo por las escaleras; y si lo lograra, nada se lograría en ello; todavía tiene que cruzar las cortes; y tras
las cortes, el segundo palacio externo; y una vez más, más escaleras y cortes; y de nuevo otro palacio; y así por miles de
años; y por si al fin llegara a lanzarse afuera, tras la última puerta del último palacio -pero nunca, nunca podría llegar
eso a suceder-, la capital imperial, centro del mundo, caería ante él, apretada a explotar con sus propios sedimentos.
Nadie podría luchar y salir de ahí, ni siquiera con el mensaje de un hombre muerto. Mas os sentáis tras la ventana, al
caer la noche, y os lo imagináis, en sueños. 
EL GATO NEGRO

EDGAR ALLAN POE


      NO ESPERO NI remotamente que se conceda el menor crédito a la extraña, aunque familiar historia que voy a
relatar. Sería verdaderamente insensato esperarlo cuando mis mismos sentidos rechazan su propio testimonio.
No obstante, yo no estoy loco, y ciertamente no sueño. Pero, por si muero mañana, quiero aliviar hoy mi alma. Me
propongo presentar ante el mundo, clara, suscintamente y sin comentarios, una serie de sencillos sucesos
domésticos. Por sus consecuencias, estos sucesos me han torturado, me han anonadado. Con todo, sólo trataré de
aclararlos. A mí sólo horror me han causado, a muchas personas parecerán tal vez menos terribles que
estrambóticos. Quizá más tarde surja una inteligencia que de a mi visión una forma regular y tangible; una
inteligencia más serena, más lógica, y, sobre todo, menos excitable que la mía, que no encuentre en las
circunstancias que relato con horror más que una sucesión de causas y de efectos naturales.
      La docilidad y la humanidad fueron mis características durante mi niñez. Mi ternura de corazón era tan
extremada, que atrajo sobre mí las burlas de mis camaradas.
      Sentía extraordinaria afición por los animales, y mis parientes me habían permitido poseer una gran variedad
de ellos. Pasaba en su compañía casi todo el tiempo y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer o
acariciaba. Esta singularidad de mi carácter aumentó con los años, y cuando llegué a ser un hombre, vino a
constituir uno de mis principales placeres. Para los que han profesado afecto a un perro fiel e inteligente, no es
preciso que explique la naturaleza o la intensidad de goces que esto puede proporcionar. Hay en el desinteresado
amor de un animal, en su abnegación, algo que va derecho al corazón del que ha tenido frecuentes ocasiones de
experimentar su humilde amistad, su fidelidad sin límites. Me casé joven, y tuve la suerte de encontrar en mi
esposa una disposición semejante a la mía. Observando mi inclinación hacia los animales domésticos, no perdonó
ocasión alguna de proporcionarme los de las especies más agradables. Teniamos pájaros, un pez dorado, un perro
hermosísimo, conejitos, un pequeño mono y un gato. Este último animal era tan robusto como hermoso,
completamente negro y de una sagacidad maravillosa. Respecto a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era
bastante supersticiosa, hacía frecuentes alusiones a la antigua creencia popular, que veía brujas disfrazadas en
todos los gatos negros. Esto no quiere decir que ella tomase esta preocupación muy en serio, y si lo menciono, es
sencillamente porque me viene a la memoria en este momento.
"La continuidad de los parques"
Julio Cortázar

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios
urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba
interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde,
después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una
cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba
hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a
la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de
intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo
verde y se puso a leer los últimos capítulos.
Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de
los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida.
Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea
de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba
cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los
cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los
ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra
a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes,
dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían
color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la
cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora
llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una
rama.
Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él
rechazaba las caricias, no había venido para repetir las
ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de
hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su
pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo
anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y
se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas
caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo
retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de
otro cuerpo que era necesario destruir.
Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada
instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se
interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta
de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se
volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en
los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que
llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a
esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre
galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul,
después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la
primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la
mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza
del hombre en el sillón leyendo una novela.

También podría gustarte