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Prado, Pedro - La Reina de Rapanui

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PEDRO PRADO -

LA REINA DE RAPANUI

Pedro Prado
LA REINA DE RAPANUI
(Segn edicin de1914. Ortografa modernizada)
UNIVERSIDAD DE CHILE
FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES
Coleccin de Libros Electrnicos
Serie: Literatura Chilena
Diagramacin y Diseo
Oscar E. Aguilera F.
Programa de Comunicacin e Informtica
1977

PEDRO PRADO -

LA REINA DE RAPANUI

A JUAN FRANCISCO GONZLEZ,


PINTOR
BUSCANDO en mi memoria, recuerdo que
Ud. conoci a mi amigo. Juntos, una tarde,
compartimos su charla y sus uvas finas y rosadas. No he olvidado que, de vez en vez,
cuando callbamos, se oa el arrullo de las
palomas y el ligero roce que hacan al andar
por el entretecho.
Es lstima que Ud. no conserve los hermosos apuntes que tomara de la casa, donde
vivi un hombre que me fue querido.
No lo s con certeza, pero presumo que l
tambin era pariente suyo. Al menos han
dicho de Ud. lo que decan de l: es un hombre raro y solitario.
Quiere Ud. aceptar el que yo le dedique
estas pginas?

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LA REINA DE RAPANUI

PRLOGO

u via estaba cercana a mi propiedad.


Como fue amigo de mi padre, me reciba con cario y deferencia; pero pronto
nuestro afecto se hizo independiente de toda causa ajena a nosotros mismos, y mis visitas
fueron continuas y prolongadas .
Antes de llegar al pueblo de X., siguiendo el camino que orilla el estero, en una
gran hondonada que defienden cerros yermos, se divisaba, entre los rboles del huerto, el
tejado de su casa, cubierto de palomas, y un pequeo campanario. El conocido campanario de fundos y de chacras guarda la campana para llamar diariamente al trabajo y pedir
auxilio en las noches trgicas de salteos o de incendios.
Desde que se penetraba en los dominios de mi amigo, cualquiera comprenda, aunque no
fuese entendido en trabajos agrcolas, que reinaba all cierto desorden y abandono. Las
pircas de los potreros, derruidas en varias partes, dejaban vagar a los animales por los
angostos caminos. Muchas veces detuve mi tilbur para espantar un grupo de bueyes
perezosos. Los desages, cegados largo tiempo, hicieron que se formasen lagunas donde,
entre los pajonales, algunos queltehues venan a anidar.
La casa misma tena, en ese entonces, un ala medio en ruinas, que los inviernos
crudos de los ltimos aos han derrumbado. La postrera vez que estuve en ella, crecan
las ortigas sobre los paredones hmedos, y una parvada; de chanchitos rosados hozaba
entre los escombros.
Mi amigo atenda el cultivo de una via medio ahogada por la maleza, y cuidaba
de un colmenar bajo los duraznos envejecidos del huerto. Pero las nuevas familias que
salan todos los aos, las dejaba escapar. De este modo, muchos vecinos probaron miel
gracias a las abejas de mi amigo.
Como las frutas no hicieran lo que las abejas, venan a buscarlas a altas horas de la
noche y, a pesar de los perros, nunca los merodeadores dejaron que se desarrollaran y
madurasen en el rbol unas manzanas enormes y rosadas, cuyas cualidades fueron para
nosotros un enigma.
Mi amigo era un hombre de regular estatura, enjuto y moreno. Rara vez usaba

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sombrero. Sus facciones eran definidas: la frente slida; los ojos, hundidos y brillantes; la
nariz, firme; la boca grande, y el mentn saliente, ancho y cuadrado, adivinndosele los
huesos duros bajo la piel siempre rapada.
Cuando yo le conoc, tendra cuarenta aos, o quizs cincuenta; pero como no
usaba bigote ni barba y su cabello era negro, todo clculo fuera aventurado. Daba la
impresin de una edad detenida.
Nunca encontr a nadie de visita en su casa. Viva solo con su hermana, la seorita
Adela, siempre silenciosa, seria y preocupada del manejo de la servidumbre. Ella slo nos
acompaaba a la hora del almuerzo y muchas veces no dijo, en todo el tiempo, ms de dos
o tres frases. Es posible, por lo que pude entrever, que no congeniase con mi amigo. En su
cara plida y en sus ojos vivos se vislumbraba un carcter firme, y aunque jams tuvieron
una disputa, cada uno entenda las cosas de la vida en sentido diverso.
Yo no he querido y no quiero dar el nombre de mi amigo, porque puede ser pariente
del lector, y quizs sus aventuras y su modo de ser y de pensar le molesten. Conmigo le
ligaba, asimismo, un lejano entroncamiento, que una tarde silenciosa, mientras oamos el
ruido del agua que suba el molino, me hizo conocer la seorita Adela. Su familia estaba
y est relacionada con casi todas las familias chilenas; por esto creo prudente callar.
Estoy seguro que Ud. es por algn lado su pariente.
Una vida aventurera en la juventud, y de aislamiento y soledad en los ltimos aos,
dieron a sus juicios y costumbres un sello inconfundible. Haba ledo mucho; pero su
psima memoria, o su memoria en alto grado digestiva, no retena ms que el jugo ltimo
de las cosas, y todo lo accesorio: nombres, fechas, sistemas nunca ocup un hueco til en
su espritu.
Como cierta vez demoraba largo tiempo en la lectura de un libro interesante, le
pregunt por la causa.
Cuando menos lo s, me dijo, sigo dando vueltas y vueltas a las pginas que mis
ojos recorren. Pero mi conciencia no los acompaa, empeada en seguir pensamientos
mos que han tenido su origen en las primeras lneas. Tal vez sea mejor as. Mi lectura no
es un acto pasivo. No leo para saber; leo para pensar.
Anotar algunas otras de sus opiniones, y aunque nadie las estime justas, a m me
recordarn das pasados: aquellos lejanos das de primavera, cuando, en agradable pltica, recorriendo los pastales floridos, sonrea con benevolencia ante la inundacin de muchachos que, en Setiembre, elevaban, hasta en el huerto de su casa, innumerables volantines; o bien cuando, de regreso, desde los ltimos potreros que colindan con las primeras
casas de X., nos detenamos, a la oracin, a ver cmo entraban a pastorear los bueyes y

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los caballos hambrientos.


En ese tiempo yo acababa de terminar mis estudios, y tena impregnada hasta la
ropa del olor pedante de los libros. Cada vez que llevaba preparada una controversia,
presumiendo sus ideas, l sala con otras opiniones tan imprevistas, que me quedaba
confuso y molesto. As, sobre mi admiracin por los filsofos, deca sonriendo:
Lo que importa no es ponerse a pensar sobre todo, sino buscar el mayor nmero
de situaciones de pensamiento. Cada oficio, y cada hombre, son una situacin de pensamiento, y si los viajes ilustran, ensear ms an el viaje que podemos hacer a otro gnero
de actividad que el que acostumbramos. Los filsofos son seres especializados. y toda
especializacin tiene mucho de monstruoso.
l, que haba recorrido mares y tierras por largos aos como cargador, marinero,
periodista, colono, comerciante, militar cuando la guerra del Per, contrabandista, curandero, juez, agricultor, agregaba:
Y luego el moderno afn de las paradojas. Quien anda jugando con ellas revela
no tener ninguna originalidad. Es un sistema burdo e infantil ese de pensar al revs. Eche
Ud. una mancha de tinta sobre una carilla, doble el papel y oprmalo con fuerza. La
grotesca silueta que resulta servir de base a esos pobres dibujantes sin ideas.
Una tarde de verano estbamos sentados en el alfizar de la ventana de su dormitorio. Poco a poco se iba el da. Por los postigos abiertos entraban, con el primer aire fresco
de la noche, los aromas de las flores, entre los que se distingua el del floripondio como
una claridad ms viva. Continuamos charlando en la oscuridad.
Mi juventud, el olor de las flores, el aire callado y las sombras que caan sobre la
paz del campo, me produjeron un placer melanclico, propicio a las disertaciones sobre el
amor. No recuerdo mis palabras.
El amor, dijo, es un concepto, una abstraccin, una manera de hablar; no se
puede construir nicamente sobre l, porque, al igual de todas las cosas, no existe en la
realidad aislado y libre. Cuando decimos amor, slo a l lo tomamos en cuenta. La mezcla
inoportuna de estados de amor con el de varias otras circunstancias que en la existencia
sobrevienen, y que le son ajenos o contradictorios, lo reducen a algo inestable. De all
proviene su desengao y escepticismo.
Estar a su lado era vivir en compaa de un hombre tranquilo y sin vicios, porque si
bien haca cuanto en los vicios se hace, siempre fue de un modo natural y discontinuo.

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A veces, en verano, en poca de vendimia y de chicha nueva, se embriagaba tranquilamente y su rostro adquira poco a poco una expresin de beatitud y agradecimiento.
Sentado bajo los parrones, que dejaban caer las primeras hojas amarillas, su rostro se
iluminaba con una sonrisa, antes de penetrar en el sueo apacible.
Este ser extrao y bueno fue nombrado juez de su distrito; pero pronto tuvo que
renunciar, porque las sentencias no las dictaba nunca y tena una aficin desmedida por lo
pintoresco.
En una ocasin, la polica de X. aprehendi a dos malhechores que, apostados en el
camino real, esperaban el paso de nuevas vctimas a quienes despojar.
Mi amigo, en vez de tomar una declaracin definida y precisa, se entretuvo en
sonsacarles detalles de otras aventuras, y luego convers con ellos sobre sus vidas duras
y peligrosas. y ante el asombro del secretario del juzgado, dijo a los ladrones:
Cunta impresin recibira yo si hiciera lo que Uds. hacen. Escondido entre la
zarzamora, estarse quieto y palpitante en espera del viajero desconocido. Como no se
sabe sobre quin va a caer nuestro golpe, uno llega a sentirse la encarnacin del destino
ciego.
No eran de extraar sus palabras; un hombre de hgados era para l el mejor de los
libros. En una vendimia, a sabiendas, tom como trabajador al famoso bandido llamado
EI Rucio Parrales. ste, un hombronazo alto y colorn, estuvo receloso de sus primeras
preguntas; mas, pronto, comprendiendo qu clase de patrn era el suyo, refiri sin temor
aventuras que mi amigo interrumpa para aclarar los pasajes oscuros.
Cuando supe esta ocurrencia, cre que tena una gran idea sobre nuestro roto; pero
l me contest:
Las cualidades que atribuimos a un pueblo sirven para que, separadamente, nos
engaen los individuos que lo componen, y es natural; para que exista algo que se encuentre en todos, es menester no olvidar que ello formar pequea parte de cada uno. No tengo
ninguna idea general sobre nuestro pueblo.
Era extremadamente desordenado; no usaba reloj, y slo coma cuando le llamaba el
apetito. Muchas veces, en la noche, salt de su cama para ir al comedor en busca de algo
que roer.

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Como su casa, llena de costras, chorreaduras y remiendos, con el gran tejado cubierto de
lquenes, era pintoresca vista contra los cerros pardos y a travs de las ramas revueltas de
los rboles, convid a un conocido pintor amante de los paisajes abandonados y evocadores.
A la hora de once, sentados en torno de un canasto de uvas rosadas, finas y olorosas, que
comamos entre grandes alabanzas, mi amigo interrumpi mis apreciaciones un poco despectivas sobre la pintura y dijo:
Los pintores son los verdaderos filsofos. Aman lo que ven, la realidad primera, y
aunque ni ella sea verdad, todo lo otro es aun ms vago y ms incierto.
De la gran inquietud de sus primeros aos, de sus viajes por la Oceana, Australia y
Amrica, pas, como piedra que rueda por una ladera, a la quietud de la verde hondonada
de su via entre aquellos cerros solitarios, llenos de cardones y de quiscos.
All, a medida que pasaba el tiempo, pude notar que le iba ganando una oculta tristeza.
Con cierto temor hurgu en su corazn.
Amigo mo, me dijo; en mis aos juveniles cre que lo que deseaba eran nuevas vistas
y nuevos aires. Pero eso me trajo fatiga y desilusion. Volv con placer a esta casa que fue
de mis padres, y me entregu de lleno a los quehaceres campesinos. Pero tampoco era ese
trabajo lo que yo buscaba. Me cas con una buena mujer, que Ud. no ha conocido. Muri
hace aos. Antes de su muerte, me convenc que el amor no bastaba para traerme la paz.
Dentro de m, un deseo permanece insatisfecho como el primer da. Metido en este agujero, continu en mis antiguas lecturas y, a pesar del aspecto de abandono en que se encuentra todo lo mo, soy rico en demasa. He envejecido; mis dos hijos viven en las salitreras.
Estn bien de fortuna; son hombres sanos; el porvenir de ellos no me preocupa. Pero este
deseo que no s definir y que ignoro lo que busca y lo que quiere, me va taladrando como
una carcoma.
S, le confirm; le noto a Ud. cada da mas callado y taciturno.
Aunque la tristeza, prosigui, sea un sentimiento vecino al ridculo, puesto que una
cara llorosa es fea y molesta, confesar a Ud. que me siento triste, y es como una tristeza
de todo mi cuerpo: mis ojos estn tristes, y estn tristes mi cabeza y mis manos, porque no
saben qu hacer.
Transcurrieron algunos meses. Un da del otoo antepasado, oscuro y lluvioso, supe la
muerte de mi amigo.
El antiguo cementerio de X., lleno desde hacia muchos aos, estaba entonces en el cora-

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zn del pueblo. Casas de reciente construccin rodeaban sus muros asomndose sobre
los potreros de mi amigo. Tras de las lomas haban abierto un camposanto nuevo. All le
fui a dejar.
A su entierro no acudi nadie. Muchos creyeron no deberle ningn servicio, porque slo
le haban robado.
Van casi cuatro aos corridos desde su muerte. Enfrente del nuevo cementerio hay ahora
una casa donde venden licores y comestibles. En ella descansan los campesinos que llevan al hombro los atades llenos. Siempre est aquello en plena soledad de campo. En las
noches, se oye ladrar a los zorros. Como las murallas con el terremoto vinieron al suelo,
las vacas pastan entre las tumbas. No es raro ver algn hueso sobre la tierra. Es posible
que esta noche los grillos canten entre los huesos de mi amigo.
La ltima vez que vi a la seorita Adela caa el crepsculo, y ella, en persona, atrancaba
las puertas y corra los cerrojos. Supe, cuando hablbamos en la sala, que su hermano
haba escrito varias cosas, que tal vez estaran por all abandonadas.
Con su permiso las busqu. En una caja antigua, forrada en cuero de buey, que ya perda
el pelaje blanco y amarillento, encontr un manuscrito ledo por los dientes de los ratones
y con otras seas de los mismos animalitos.
De vuelta, en mi casa, pude ver que estaba incompleto y lleno de borraduras y tachas.
En parte lo he rehecho; pero el ttulo, La Reina de Rapanui, es de mi invencin. Las
escenas que relata me parece que fluctan entre los aos 70 y 74, poco mas o menos.

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CAPTULO I
DE LAS PREDISPOSICIONES A LAS AVENTURAS

e ha dicho que Chile es una isla, y yo creo que hay pocas islas tan islas como nuestro
territorio. En realidad, slo poseemos una extensa playa.

La cordillera nos empuja al mar, y si la contemplamos a la distancia, azul y empenachada de nieve, nos parece una ola gigante floreciendo su espuma; y si trepamos por ella
vemos, en los das claros, un ocano inmenso..
En la regin austral, las aguas se internan en los valles estrechos y forman millones
de islas. Veo en ello una invitacin, y veo en los hermosos archipilagos escuadrillas de
naves hacindose a la mar.
Aun la conquista de Antofagasta y Tarapac fue la conquista del fondo del ocano,
porque toda esa tierra salitrosa estuvo sumergida. Y, ro en el mar, la gran corriente que
viene del polo y baa nuestras costas, nos ayuda a dejar el pas y a aventurarnos en las
soledades del Pacfico.
Yo siento una pasin profunda por el agua. De pequeo, am la lluvia. Cuando caa
en el patio de casa, con una curiosidad ilusionada contemplaba los pequeos ros, los
lagos minsculos, las bahas abiertas que rizaban las rfagas de viento. Mi hermano Diego
corra en busca de diarios viejos, y hacamos numerosos buques de papel. Yo, en representacin de la Providencia, con una escoba, formaba tempestades terribles. Si llova en
tiempo de moscas, pillbamos las necesarias y todas, despus de arrancarles las alas,
cumplan a maravilla con el oficio de marineros. Era de ver cmo trepaban a inspeccionar
las velas, y cmo, atareadas, iban de la proa a la popa, de la cala al puente, llenas de una
agitacin extraa. Pero Diego, que era muy impaciente, conclua por poner fuego a las
naves, y entonces mis tempestades se tornaban horrorosas. Sin embargo, en nosotros no
haba crueldad; por el contrario, sentamos una inquietud indecible al contemplar los naufragios de los blancos barquichuelos que alimentaban a nuestra fantasa.
Muchacho an y emancipado de la tutela familiar, me establec en Valparaso. All
estuve dos aos como empleado de la casa Grace, y luego, como redactor noticioso de El
Heraldo.

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El mar de la baha no me hizo impresin; pero los vapores y grandes veleros que
salan diariamente, llevaban a bordo a mi pensamiento Europa nunca me atrajo; la adivinaba vulgar; en cambio, el Occidente legendario me produca nostalgia.
Un da amaneci en el puerto la barca francesa Jean Albert. Por una casualidad
supe que iba con destino a Tahit; pero antes deba recalar en la Isla de Pascua. Embarcaba una partida de cerdos consignada a la orden de un seor Bornier, colono, segn me
dijeron, de aquella tierra lejana.
La Isla de Pascua! Rapa Nui! Cuando estudi geografa, mi ramo predilecto, me
llenaba de orgullo el prrafo aquel que dice: Chile posee en la Oceana la Isla de Pascua,
la nica colonia que puede ostentar la Amrica del Sur. La nica colonia era nuestra!
Encontr natural que se nos comparara a los ingleses. No se trataba, en verdad, de una
gran extensin de tierra; pero, en cambio, era una tierra misteriosa. Rapa Nui, resto de la
antigua Lemuria! Lemuria, continente fabuloso ms antiguo que la famosa Atlntida y
ante el cual las sencillas imaginaciones de los sabios han quedado en silencio!
Corr en busca del director de El Heraldo.
Seor, le dije; ha llegado a este puerto un barco que se dirige a la Isla de Pascua.
No seria conveniente que este peridico aprovechara la oportunidad, y enviase all a
alguna persona que, ms tarde, imponga al pblico de lo que significa esa isla fantstica?
El director, un vejete dado al amor, con cuanta claridad lo recuerdo, se puso de pie,
se acerc a m silencioso y, sin dejar de mirarme, me tom de la solapa de la chaqueta y se
puso a rer con un modo acompasado y burlesco.
Seor... le repet.
Amiguito, es Ud. el fantstico al pensar que El Heraldo pueda facilitar dinero
para una empresa semejante. Aquella isla es completamente intil; todas las otras naciones la han despreciado, y a ello debemos que sea colonia nuestra. Mire Ud. que hacer
tamao viaje y todo para venir despus a contarnos crudezas de unos salvajes aficionados
a los placeres de Venus! No, amigo; no.
No le dej concluir. No puedo recordar ahora todas las razones que le aduje, pero no
me olvidare jams de la risa incontenible que le produjeron. Echado sobre un sof, se
retorca en medio de grandes carcajadas. Sea por lo mucho que le hice gozar con mis
supuestos conocimientos sobre las costumbres de aquel pueblo, sea por otra causa, lo
cierto fue que consegu el valor del pasaje y un No tenga Ud. cuidado, a su regreso

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veremos. Pero todo esto importa poco.


Una maana de Enero, dos meses despus de mi partida de Valparaso, aburrido y
maltrecho, llegu a bordo de la Jean Albert a la vista de los volcanes de Rapa Nui. El
viaje haba sido molesto por las grandes calmas y la mar boba que dieron a la barca un
balance terrible. Mas, luego el torrente de los vientos alisios nos hizo recuperar el tiempo
perdido. Confesar que el mar me desilusion. Slo en las tardes algunos crepsculos
soberbios con nubes de fuego y oro formaban en el horizonte lejano un reino de islas
encantadas. Nuestro barco con la proa al poniente se encaminaba hacia ese mundo desconocido. Una luz amarillenta tea el espacio. El mar se tornaba cristalino; las olas verde y
rosa eran de una trasparencia profunda; las espumas, malva y oro, hacan una msica
divina, y el erguido velamen, ardiente en la luz y azul en la sombra, avanzaba como una
hoguera sobre el mar.
Los marineros, acodados en la borda, contemplaban en silencio la lejana. Los rostros, iluminados y rojos, tenan un aspecto imprevisto. El sol poniente trasparentaba la
sangre de las manos puestas a contra luz, y el viento, perfumado de infinito, haca temblar
a aquellas almas toscas como a las speras cuerdas del navo.

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CAPTULO II
RAPA NUI

e senta enfermo, con fiebre, y la cabeza dolorida. El viento continuo, de fuerza


extraordinaria, acrecentaba mi malestar. Aquella maana, el cielo entoldado por
nubes delgadas, dejaba caer un reflejo molesto. El mar se mova fuerte y pesadamente.
Innumerables sargazos flotaban siguiendo el vaivn de las olas. Defendida por sus altos y
rojizos volcanes, Rapa Nui, desnuda de grandes rboles, era una masa enorme, oscura y
silenciosa. La playa blanca de Angapiko se vea salpicada de curiosos. Tres pequeas
embarcaciones se aproximaron con rapidez.
La descarga de la Jean Albert se hizo con gran dificultad. Un cordn distante de
espuma blanca mostraba la lnea de los arrecifes de coral. Las chalupas, entre las olas
agitadas, quedaban ocultas un instante para luego aparecer cada vez ms lejos. Afortunadamente, todas lograron cruzar el paso peligroso: la entrada del angosto canal que corta la
sirte.
Antes de ir a tierra conoc abordo a un viejo dans, a quien llamaban Adams, y al
seor Bornier, nicos civilizados que vivan en la isla. El ltimo, un francs terco, barrigudo y cejijunto, me acogi malamente. En cambio, los nativos, hombres de una elegancia
admirable en los movimientos, me ofrecieron, por algunas chucheras, gallinas, conejos y
extraas legumbres. Todos iban desnudos; su color era ligeramente tostado y amarillento;
sus cuellos, largos y femeninos; y sus msculos, elsticos y poco ceidos. A cada instante
se lanzaban al agua para dirigirse a tierra, nadando con una rapidez asombrosa.
Cuando al dejar la chalupa, con el agua hasta la rodilla llegu a la playa, me sent por
fin seguro. Oh! el segundo aquel en que debamos embocar el angosto canal, y slo tenamos delante montaas de hirviente espuma! Una fuerza irresistible cogi de pronto a
nuestra embarcacin, y fuimos lanzados como en medio de un vrtigo al centro del estrecho canal. Todos, instintivamente, cerramos los ojos.
Ya en tierra nos dirigimos a casa de Bornier. Trepamos a un ligero altozano cubierto
de una yerba leosa y resbaladiza. En mitad de l, y dispuestas en semi-crculo, haba
media docena de casas de madera. Ms lejos, se divisaban las ruinas de una construccin

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de piedra y algunas chozas extraas, como grandes y largas canoas tumbadas, con gateras
estrechas, por las que entraban y salan hombres, mujeres y chiquillos. Todos iban en
busca de los marineros para ofrecer sus transacciones. Con cunto asombro vi cambiar
una gallina por una caja de fsforos; un conejo, por un alfiler; un dolo embutido en una
botella de paja, por una chaqueta inservible.
Pasaban delante de nosotros mujeres graciosas con tnicas blancas que el viento
impetuoso hacia flamear como banderas.
Poco antes de llegar a la casa de Bornier, un viejo me alcanz. Tena la cabellera
rojiza y los labios teidos de azul. Por nico vestido ostentaba un cinturn de hojas de
morera que el viento sacuda sobre su pellejo reseco, arrancando a cada instante una hoja.
En un francs primitivo me ofreca un abanico de plumas negras en cambio de mi sombrero. Me pareci excesiva su pretensin, y luego poseer un abanico en un da de viento,
tena poco atractivo.
Yo estaba como desorientado; la cabeza me dola cada vez ms, y mis ojos, ciegos
por los torbellinos de polvo, lloraban lgrimas y basuras. Con gran trabajo pude seguir
tras mis compaeros. Atravesamos una verja de madera, ahogada por la zarza, que defenda un hermoso jardn apenas entrevisto. Todo, sin embargo, aparentaba el aire de una
pesadilla.
Hubiese dicho que ensordeca por momentos y que la tierra, bajo mis pies, era algo
inconsistente.
Quizs el capitn se expres bien de m, por que Bornier volvi hacia donde me
encontraba como perplejo y, cogindome de un brazo, me hizo entrar, en medio de frases
amables.
Penetramos a una pieza grande, casi desmantelada, con peridicos amarillentos en
las paredes. Sentados en torno de una mesa pequea, nos dispusimos a beber. Les imit
maquinalmente. Estaba como bajo el aturdimiento de un gran golpe que me hubieran
asestado en mitad de la frente. Hubiera querido que nadie advirtiese mi presencia; pero
tuve que explicar, una vez ms, el objeto de mi viaje, y la verdad es que no se me ocurra
qu decir.
Seor, le dije en francs, yo he sido siempre muy aficionado a las aventuras; pero
hasta el da de hoy no he podido realizar ninguna. Un viaje como ste me proporciona un
goce que no puedo explicar. Tratar, a mi regreso de referir en El Heraldo de Valparaso
mis impresiones. Espero que Ud. me preste su valiosa ayuda.

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El gabacho no qued muy contento de mis explicaciones; porque inspeccionndome


con impertinencia, fruncidos sus ojillos maliciosos, se puso a tamborilear con los dedos
en la mesa.
Desgraciadamente, me respondi, voy a aprovechar la Jean Albert para ir a Tahit.
Estar de vuelta en dos o tres meses ms. Mientras tanto, Adams acompaar a Ud.
Adams hizo un gesto de amable acogida, expresando el consuelo que mi compaa
le representaba en su voluntario destierro.
Ah! ya ver Ud., exclam con su voz ronca, ya ver las historias que conozco de
estos diablos de canacas. Quiere Ud. servirse?
Por la angosta ventana que haba a mi derecha se divisaba el mar incandescente bajo
el fuego blanco que el sol de medio da enciende sobre las aguas. Por otro ventanuco del
frente se vea un bosquecillo de nsperos, naranjos e higueras, sacudido con rabia por la
saa del viento.
El Capitn y Bornier hablaron largo rato sobre el viaje a Tahit. Adams vino a hacerme compaa, ofrecindome un nuevo vaso de aguardiente.
No, no, gracias, le supliqu. Me siento mal, enfermo.
Beba, amigo; esto lo sana todo.
Quise oponerme; pero al ver sus ojos y mejillas encendidos, comprend que estaba
algo borracho, y abdiqu otra vez la poca voluntad que me permita mi malestar.
No pudiendo ms, le rogu a Adams que me dejase tranquilo y me tend sobre un
banco de madera. Los pantalones, todava hmedos, se pegaban a mis piernas. Mis pies
eran dos trozos de hielo; mi frente arda y mi garganta estaba reseca. Largo rato sent que
la casa se balanceaba dulcemente como si la isla flotara sobre el mar.
Algo les dira el dans, porque pasaron a la pieza vecina. Segu oyendo, sin entender, retazos de conversaciones que sostuvieron con una nueva persona que tena la voz
agradable como de una mujer. O, por ltimo, un choque de copas y pasos que se alejaban. Antes de salir, mi amigo Adams tir una manta sobre mis pies y puso a mi alcance un
vaso de aguardiente lleno hasta los bordes y, sonriendo con malicia, me dej solo.
Quedaba un gran silencio batido por el viento incesante que, silbando furioso en
torno de la casa, sacuda las ventanas y los tabiques. Por las rendijas dejadas por las

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tablas del piso entraban chijetes de aire hmedo y mal oliente, que hacan enloquecer a
los papeles a medio despegar.
En medio de ese alarido ensordecedor, medit en mi aventura. Me encontraba en la
Isla de Pascua, en una isla de salvajes situada en mitad del Pacfico y lejos, muy lejos, de
todas las rutas que siguen las naves que cruzan el grande ocano solitario.
Y, cosa extraa, pensaba en ello tranquilamente, sin arrepentimiento ni entusiasmo;
acaso porque no poda creer en la realidad de lo que me rodeaba. Mi ideas y sensaciones
no tenan vigor. Imaginaba encontrarme bajo la pesadilla de un sueo estrambtico, en el
que un viento impetuoso barra con todas las cosas que hay sobre la tierra y el mar.

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CAPTULO III
COEMATA ET

dams haba salido. Yo, sentado en una silla de lona, bajo un angosto corredor, dejaba
vagar mi pensamiento y el humo del cigarro. La maana estaba extraordinariamente
quieta. El cielo, de un ail intenso, se vea cubierto de nubecillas redondas y blancas
como el copo del algodn. Bajo las moreras del jardn flotaba una vislumbre verde y
clida. Las hojas, quietas y lavadas por las continuas lluvias, brillaban como el esmalte.
De los cuadros, donde florecan aleles y pensamientos, y de los senderos enmalezados y
hmedos, emerga un vaho caliente, denso y perfumado, que suba lentamente entre los
troncos, se desgarraba contra las ramas y desapareca poco despus de haber atravesado
las copas espesas y oscuras de los rboles.
La atmsfera, difana en la altura, prestaba un valor minucioso a los detalles de los
volcanes y lejanas colinas que se vean hermosos y cercanos. Por los claros de la espesura
se divisaba a trechos el azul resplandeciente del mar.
El jardn de Bornier se confunda con el de la reina. En las parras speras y nudosas,
destacndose contra la penumbra, los pmpanos trasparentes y encendidos por el otoo,
eran pequeas llamas resplandeciendo sobre los sarmientos. Bajo la sombra de un grupo
de higueras enanas haba dos mujeres. Al moverse, grandes manchas de sol corran por
sus cabellos y por sus tnicas blancas y rojizas. Una de ellas era la reina. Al reconocerme
me llam.
El da anterior el dans me haba presentado a la soberana de Rapa Nui. Era una
mujercita menuda y graciosa, y tan pequea que pareca una nia de diez aos. Su nombre, Coemata Et, quera decir Estrella en los Ojos.
Esa maana una joven le ofreca, risuea, los higos cados de las higueras. Escoga
slo los lacios y blanduchos, que se rasgaban de maduros, y con sus dientes blancos
desgarraba la pulpa convertida en una miel espesa.
Ven, me dijo con naturalidad, y me ofreci de sus higos.
La joven sigui recogiendo las frutas cadas.

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En verdad que era muy grato estar en compaa de una reina tan sencilla, comiendo, a la
sombra de las higueras enanas, higos dulces como el almbar.
Una brisa naciente curioseaba bajo su tnica anaranjada, y los gallos silvestres cantaban
ocultos en los matorrales.
Ests contento? me dijo.
No me preguntaba si estaba bueno de salud, como es costumbre en los pases civilizados;
me preguntaba por mi felicidad.
S, estoy muy contento, le respond.
Sus ojos eran grandes, negros y hmedos; su frente, tersa y tranquila; la nariz perfilada,
abra las ventanillas sensuales a la brisa marina, y en la boca grande, de labios finos y
acariciadores, los dientes blancos sonrean a los higos abundantes. Su cabellera amarillenta era
ligeramente tostada como la piel de su pescuezo largo y flexible. De pie, a su lado, yo vea el
nacimiento de la espalda y adivinaba los msculos finos y la carne suave y aterciopelada de
Coemata Et.
Qu me miras? me pregunt.
Yo, sorprendido, no supe qu responder.
Me encuentras fea?
Oh! no, le dije; t bien sabes que eres hermosa.
Fue ella entonces la que se confundi.
Ven, Jeca Majina (Canoa de Luna) exclam dirigindose a la joven. Ven y repite a este
seor lo que te dijo Kanaroga.
La muchachita, interrumpiendo su tarea, sonrojada, rea en silencio.
Kanaroga es mi novio, dijo en voz muy baja. Hace dos noches me asegur que mi
mirada qued prendida de su frente como la hebra de la araa.
Rieron con alborozo. Coemata Et cogi de las ramas de la higuera una larga seda que
brillaba al sol; la puso en mi mejilla y ambas, alegres como colegialas, corrieron hacia su casa
dejndome solo y asombrado.

Sent sobre mi rostro un levsimo peso; pero ni mis ojos impacientes, ni mis manos
intranquilas, lograron desprender la hebra de la araa.

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CAPTULO IV
IN

eca Majina tenia una hermana melliza, y ambas habitaban con sus padres la ltima
cabaa situada precisamente donde comienza a enderezarse el camino que penetra
entre los renuevos de toromiros y trepa las colinas del norte. Tooa Tafune (Dulce Caracol)
se llamaba la hermana y ambas eran idnticas. Coincidencia que explotara a maravilla el
muy listo de Kanaroga.
An no se haba realizado el matrimonio, porque la novia no alcanzaba los diez
aos. El nacimiento de las mellizas fue muy celebrado, y Kanaroga se hizo reconocer
como futuro marido cuando Jeca Majina cumpli cinco aos
A m me agradaba permanecer en compaa de las mellizas, porque eran alegres
como pajarillos y golosas de las frutas perfumadas que embalsaman la rada de Angapiko.
Una tarde cog algunas flores del jardn y atravesando la aldea fui a visitar a las
mellizas. En una revuelta del camino encontr a un isleo armado de una maza de la
madera pesada del toromiro, de una lanza, que llevaba en el extremo un afilado pedernal,
y de una hacha de piedra colgada a su cintura. No me atrev a hablarle, pero l me pregunt por Coemata Et. Le dije que la reina haba salido. Se detuvo indeciso y mir a uno y
otro lado. Como, a pesar de ello, nada pareca tramar en mi contra, me atrev a preguntarle qu deseaba decir a Coemata Et.
Vengo, me contest, a pedir permiso para hacer la guerra.
Y sin agregar otra palabra se fue por donde haba venido.
Dudando de lo que deba hacer, continu, sin embargo, mi camino, no sin volver la vista
de vez en cuando.
Como las propiedades de los isleos no tienen cercos que las separen del campo
libre, penetr sin cuidado en la de las mellizas. Detrs de la casa encontr a la madre
sacando agua del pozo.
Ella me hizo saber que sus hijas no estaban y que el padre andaba en la pesca de la
careba.
Volvern tarde, me dijo, porque Kanaroga las llev a la playa de los caracoles.
Has visto pasar a un hombre armado? le pregunt.
S, s; le he visto.
Iba en busca de la reina para pedirle permiso para hacer la guerra. Qu quiere
decir ese permiso?
La madre de las mellizas dej en tierra el cntaro de barro lleno de agua y con ira y
tristeza dijo:

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Malo es In. Muy lejos arroja las piedras, y las piedras que arroja In buscan la
cabeza de su enemigo. Toda la isla est cubierta de piedras. Nio, jugaba con ellas y
golpeaba el mar para que el mar se enojase, y lo escupa y lo insultaba, y era muy pequeo
In cuando hacia todo esto. Ligero para la carrera como el viento de Mataveri y sufrido
para la marcha, y en el agua se burla de la langosta porque todo el fondo del mar lo
conoce. Pero In es malo, porque no gusta de la alegra.
Dime, volv a insistir; pero por qu pide permiso para hacer la guerra?
La guerra se hace con permiso de la reina. Los que desean pelear van a la guerra.
A veces son varios y en dos bandos se dividen. A veces son dos. Uno hace la guerra al
otro, y se arrojan las piedras de la tierra. El enemigo acecha al enemigo, y detrs de las
estatuas se esconde, y pide ayuda a las sombras de la noche y paso a paso va sin hacer
ruido. Cuando lejos lo creen, tan cerca est que hiere; pero es ms deseable el esclavo y
no lo mata. Y el vencedor se lleva al vencido y a las mujeres y a los hijos del vencido, y
todo lo que era de su enemigo es suyo, porque el que pierde debe callar.
Nosotros cultivamos lo poco que t ves; as nadie quiere llevrselo. Mis hijas buscan
en el Kau las frutas que a todos pertenecen, y mi marido saca del mar los peces y las
langostas.

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CAPTULO V
UN PARLAMENTO NOCTURNO

uando se haca de noche, las mellizas, acompaadas de Kanaroga, un


mozo alto, delgado y sonriente, se encaminaban a la reunin nocturna
de los isleos, en la que se da cuenta a la reina de las novedades del da.
Terminado el parlamento, a veces nos quedbamos a contemplar las danzas y
a or las canciones que sonaban muy agradables en la calma nocturna.
Una vez, llegados de los primeros, fuimos en busca de la reina. Como
luca una luna hermosa, comprendimos que la reunin se hara en la playa, al
aire libre. Coemata Et no estaba en su casa. Las mellizas curiosearon en las
habitaciones vacas y cogieron varios meloncillos limensos que impregnaban el aire, all encerrado, de un perfume mareador. Mientras ellas los coman con placer, yo me encamin a la playa por temor a un disgusto de la
reina, si sta llegaba de improviso.
Un grupo de isleos, tumbados en la arena, aguardaban silenciosos. Algunas mujeres rean con los gritos de los nios cuando les mojaban los pies
las olas mansas.
Por los senderos que vienen del norte, del interior y del volcn, llegaban
los habitantes de las playas lejanas. El penltimo en llegar fue el emisario
que venia de la distante Anakena, a ocho millas de distancia; y el ltimo,
Coturhe Uruiri (Fuego Negro), el viejo de Vui Mou.
Despus aparecieron la reina y Adams. Ella se sent en un extremo de la
suerte de crculo que formaban los isleos, y el dans busc sitio al igual de
todos. Yo, sentado entre los pescadores de Angaroa, aguard con curiosidad,
porque Adams iba a quejarse de ciertos robos de ovejas.
La arena fresca blanqueaba a la luna. Estrellas azulinas, estrellas doradas, estrellas rojas se vean por el mbito del cielo silencioso. La Va Lctea
era una niebla de luz, y el Saco de Carbn una sima negra en el profundo
color del firmamento. El acompasado sonar de las olas pareca medir el tiempo que volaba invisible. En el mar oscuro rielaban los rayos de la luna. La

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silueta ntida de las colinas en sombra les daba un aspecto desconocido, y el


viento que dorma haba dejado vagando en el aire el aroma agradable de las
algas marinas.
En Anakena, Coemata Et, el da de hoy y el de ayer son hermanos.
La luna dice que el tiempo cambiar, y yo creo que esto ser pronto; porque
son muy escasas las estrellas que caen en el mar.
Todos, levantando los ojos, contemplamos al mozo que haba pronunciado esas palabras.
Hacia el lado del viento de Mayo, las estrellas caen en abundancia. Yo
creo que el mal tiempo har dao a las fiestas de Areanti, dijo una mujer
anciana.
Las fiestas de Areanti sern tristes, porque pocos alcanzarn a ellas,
exclam el viejo de Vui Mou.
La poca que nombras est an lejana y te puedes engaar, dijo la
reina, y si lo que aseguras fuese verdad y ningn remedio se te alcanza por
qu nos entristeces dos lunas antes de que llegue el mal?
El viejo que trata de asustarnos, o alguno de sus parientes, me ha
robado, dijo Adams. Estuve ayer en Vui Mou y vi que faltaban dos ovejas
negras.
Yo no las he robado, replic el anciano
Pero t sabes quin es el ladrn.
Yo no s nada. T tienes muchas ovejas, y poca falta te hacen las
ovejas negras.
Cmo se entiende, salt el dans es decir que yo no tengo derecho
para reclamar?
No te enfades, le suplic Coemata Et. Todos te ayudan; dles en
cambio las ovejas perdidas.
A los ladrones?
Me has dicho, comenz la reina con su voz armoniosa, que en tu pas
se castiga el robo, y yo he comprendido que se castiga porque son muchos los
que, no queriendo robar, no desean que otros se apoderen de sus cosas. En
Rapa Nui, en cambio, todos roban a todos; de esta manera nadie hace dao
a nadie. Por qu no robas t tambin?
Y qu les voy a robar? replic con sorna Adams.
Roba los conejos y los gallos silvestres, dijo un pescador que se senta-

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ba a mi lado.
Como los robos de gallinas en tiempos de Inucura, prosigui la reina,
eran fastidiosos, porque quedaban las nidadas a medio empollar, sin que nadie lo propusiera, se dejaron las gallinas en libertad, y desde aquel tiempo
pertenecen a todos, y los muchachos ms listos buscan los sitios donde esconden sus huevos.
Cmo sabes, dijo un joven, si las ovejas negras se te han perdido al
igual del sombrero que reclamabas la otra noche.
Mientes, grit Adams; t encontraste el sombrero y lo tienes en
Angaroa.
Entonces, dijo la reina, el sombrero no se ha perdido. Si alguien recoge lo que a ti se te cae, no puedes decir que se ha perdido algo. Si lo que cay
nadie lo ve y permanece como oculto o tragado por el mar, sin que a nadie
aproveche, puedes decir que algo has perdido. Qudate t con el sombrero,
djole al joven, porque a ti tambin te aprovecha.
Adams se levant furioso y vino a sentarse a mi lado.
Estoy aburrido, me dijo, de vivir entre estos mentirosos y ladrones. En
pocos das ms, me ir al norte, a Anakena.
Alguien repiti a la reina lo que yo acababa de or, porque ella dijo:
Si no te acostumbras entre nosotros, yo lo sentira; pero sentira ms
que vivieses disgustado en Rapa Nui. No nos comprendes y nosotros tampoco te comprendemos. Es verdad que hasta nuestros nios acostumbran a mentir; pero como todos sabemos que se nos quiere engaar, no creemos en lo
que se nos dice, y as llegamos a conocernos unos a otros mucho mejor de lo
que t te figuras. En tu lugar, yo tambin mentira; pero varios me han dicho
que eres muy tonto para mentir, por eso no te guardan el respeto que deseas.
Pero si afirmas que todos Uds. mienten, replic el dans amoscado
cmo s yo ahora si lo que me dices lo dices o no en serio?
En las noches decimos la verdad, porque es intil engaar a alguien
cuando estamos todos juntos y cualquiera puede en seguida, prevenirlo.
Sigui un largo silencio. Adams se retir disgustado.
Nada ms tienen que decirme? pregunt Coemata Et. Me alegro,
porque as s que el da de hoy fue hermano del de ayer.
Los jvenes se dispusieron a bailar en la parte de la playa hmeda y
endurecida, y los muchachos corrieron alegremente.

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Cuando el emisario de Anakena se retir, yo le alcanc y le ped que me


explicara sus temores.
T sabes, me dijo, sin acortar su paso elstico y en tanto ascendamos
la colina, que en Rapa Nui no hay ms agua que el agua de la lluvia.
S, le contest. Extraa tierra es sta en que nadie conoce un ro, ni un
arroyo, ni una fuente.
T sabes, prosegua sin escucharme, que la tierra arenosa slo deja
hacer pozos en muy pocas partes. En muchas nunca mana el agua, y en ninguno se encuentra cuando pasa una luna sin llover. En los tres volcanes de los
tres extremos de Rapa Nui se mantiene un tiempo el agua del cielo, y en los
doce pequeos que se levantan en el centro, brilla un slo da. La luna dice
que llegarn das secos, y t has odo que hacia el viento de Mayo caen
muchas estrellas en el mar. Las fiestas de Areanti, en celebracin de la poca
de las lluvias, sern tristes. Coemata Et lo sabe, pero es buena y ha querido
engaarnos.
El campo estaba sembrado de pedruscos que hacan fatigosa la marcha.
Algunos conejos sorprendidos corran azorados en busca de sus madrigueras.
Slo en la poza de los sapos, continu el joven de Anakena, el agua no
se agota; pero enferma a quien la bebe. Oyes? me dijo.
Se distingua un croar cercano.
Cuando llegamos a la poza, los sapos enmudecieron. Quise lanzarles
una piedra, pero el joven me contuvo.
Si les arrojas una piedra, el agua enturbiada no les dejar cantar. Los
sapos saben que su agua es podrida. Por eso cantan rara vez de da, y casi
nunca en las noches nubladas. Cuando brillan las estrellas cantan alegres,
porque las ven en el fondo y creen que el agua es nueva.
Me desped del emisario de Anakena y regres lentamente pensando en
el peligro de la sequa. Ya en lo alto de la colina pude distinguir las casas de
Angapiko. Permanec largo rato inmvil contemplando el efecto de las danzas y de la luna sobre el mar. El roco brillaba en el csped como polvo de
plata, y al palpar mis cabellos los sent hmedos y frescos .

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CAPTULO VI
TUKUIH

oco antes de medio da lleg Kanaroga a decirme que la reina haba par
tido en direccin del volcn Huititi. Me rog que lo acompaara y, para
convencerme, me dijo, haciendo un gesto de inteligencia, que Coemata Et
haba preguntado por m. La malicia ajena se anticipa a nuestros propsitos.
A m me era agradable la compaa de la reina, porque, olvidada de Bornier,
haba quedado gustando del trato de los extranjeros. Curiosa de las costumbres, que llamamos civilizadas, tena sobre ellas juicios tan originales que
me hacan admirar su inteligencia tranquila y libre.
El sol picaba la piel, y los odos el viento los llenaba de canciones.
Nubecillas de polvo arremolinado nos antecedan. Kanaroga, desnudo, llevaba slo un ancho cinturn de hojas y, a manera de sombrero, un crculo de
plumas de aves marinas, trenzadas con yerbas flexibles.
Se haca difcil el conversar; el viento impetuoso nos atragantaba, si
habramos la boca. Inclinados hacia adelante, los ojos fruncidos, caminbamos con dificultad. A la vera del camino los arbustos, estremecidos por los
golpes huracanados entregaban sus hojas entre las garras del viento. Toda la
grande extensin del mar se vea salpicada de espumas blancas. Los torbellinos cambiantes peinaban y despeinaban a las pequeas espigas como a los
hilos de una cabellera. Si necesitbamos comunicarnos algo, nos veamos
obligados a hablar a gritos.
Nuestra marcha segua las ondulaciones suaves y continuas del terreno
sinuoso. Se divisaba el volcn, pero los ojos cegados se abran con dolor.
Al cruzar Winipao, atravesamos una plataforma que hacia el lado del
mar tena una muralla de piedra de ms de cien pasos de largo. Las malezas
crecan entre las grietas. Varias vereditas sorteaban las escalinatas ocultas y
las peas desprendidas. Trepaban en seguida, entre los cimientos y las ruinas
de los primeros bastiones de lo que fue castillo, fortaleza o templo. Numerosas y enormes estatuas y columnas tumbadas, medio ocultas por los matorrales y el guano de las aves marinas, yacan por todas partes. Slo tres

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quedaban aun en pie. Una, cerca de nosotros, nos mostraba su fuerte y ancho
torso de piedra. Haba otra tan inclinada, que se esperaba sentir el sordo
estremecimiento que hara su mole al caer, y como centinela avizorando el
mar, la ms gigantesca de todas rasgaba con su enorme nariz el paso del
viento y all, entre sus hermanas cadas, misteriosa, soberbia y sombra, su
perfil aquilino reconcentraba orgullo por los siglos vencidos.
Lagartos inquietos, rojos y atornasolados corran entre las piedras.
Descansando, sentados a la sombra de la muralla, sentamos pasar el
viento monstruoso por encima de nuestras cabezas. Algunas de las grandes
estatuas, talladas en lava gris, llevaban una roja corona de tofo volcnico.
Las caras rectas, abultadas, contemplaban la altura con una mirada vaca.
Todas tenan una impresin desdeosa que los escultores indicaron con extrao vigor. Huesos quemados y dispersos al pie de las columnas hacan pensar en antiguos sacrificios.
Quin hizo todo esto? pregunt a Kanaroga.
Tukuih lo hizo.
Hace mucho tiempo?
Kanaroga con un gesto de su brazo extendido quiso dar a entender una
poca muy antigua.
La luna estaba joven cuando partieron de la Isla Rapa hacia el Oriente
Tukuih y los suyos. En un gran barco venan. Tukuih era el rey y todos lo
queran, porque era el rey de todos.
A Ouinipu lleg el gran barco. Slo Tukuih baj a tierra y gust de ella,
y como era sabio hizo en Huititi ochenta casas de la piedra del mar, y fue al
volcn y de la piedra del volcn hizo las estatuas de la isla. Entonces llam a
todos y distribuy la tierra. Tukuih viva en el volcn y cuando la fardela
pone su huevo viva en su casa de piedra que baan las olas.
Tukuih hizo en los barrancos que caen al mar las estatuas de los hombres sin piernas, y al llegar a viejo, tallaba en madera; la piedra era dura para
l. Muchas cosas saba y no quiso morir. En mariposa se transform, porque
amaba a los nios. Los nios corren detrs de las mariposas y llaman a
Tukuih.
Su hijo fue rey. Inmeke se llamaba, y despus reinaron Va Kai, Marama,
Roa, Mitiake, Utuite, Inucura, Mira, .. . Tepito y Gregorio. Nombre feo; los
extranjeros le pusieron este nombre; pero su hermana, Coemata Et, tiene un

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nombre hermoso. Ella te espera para ofrecerte de sus pltanos, y Jeca Majina
a m me aguarda.
Haba menguado el viento y la tarde, baada largo rato por l, estaba
fra.
Una red de caminillos trazados por los animales cubra la falda de los
cerros de la costa. Vacas y ovejas dispersas pacan tranquilamente. El volcn
Huititi alzaba su mole rota. Seguimos orillando el mar. Las olas, al retirarse,
formaban con los guijarros un ruido alegre.
En las vertientes del crter se vean nuevas y numerosas estatuas. Eran
tambin de lava. Medio enterradas, asomando slo sus grandes y toscas cabezas, admir a los desconocidos artistas que al hacer ese pueblo fro, silencioso e inmvil, escogieron, como el ms preciado material, a lo que un da,
animado por el fuego, corri con estrpito, rojo, ardiente y devastador.
Se distinguan algunas mujeres con sus tnicas amarillas hinchadas por
el viento. Los muchachos bajaban a la carrera sorteando las estatuas a riesgo
de matarse: Tukuih! Tukuih! Uno de ellos haba levantado una mariposa y
todos la perseguan sin descanso.
Tarde has llegado, me dijo Coemata Et. Nada tengo que ofrecerte,
porque todo lo hemos comido.
Pero Tooa Tafune, en quien no haba reparado, sacando de debajo de su
tnica un ligero racimo de pltanos pequeitos, me los ofreci sonriendo.
La reina sorprendida miraba intrigada.
Yo le asegur que haba comprendido su castigo, y ella, creyndome
engaado, dijo a mi odo palabras dulces y cariosas.
Tukuih! Tukuih! exclamaban los muchachos contemplando con tristeza la mariposa que se alejaba aire arriba.
Caminando por la arena muelle dije a Coemata Et:
Kanaroga me ha contado la historia de Tukuih; quisiera haberla odo
de tus labios.
Qu te dijo Kanaroga?
Le repet lo que oyera cuando, sentado a la sombra de la muralla, contemplaba las estatuas cadas.
Hay muchos, dijo Coemata Et, que creen ms de lo que uno dice. En
las reuniones de la noche recordamos a veces los aos pasados de la isla. Yo

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les cuento lo que o a mis padres y ellos entienden ms de lo que oyen. Cierto
que Tukuih lleg el primero a Rapa Nui. Pero yo no creo que haya hecho las
estatuas, porque no dijo para qu las haba hecho. Las estatuas son tantas
como las estrellas. Cmo pudo hacerlas un hombre solo? Pero Tukuih era
mas sabio que nosotros y se convirti en mariposa.
En muchas mariposas?
S, en muchas; no lleva el viento a todas partes las cenizas? Aquellas,
termin, sealando unas rocas distantes, son las casas de piedra. Tukuih
saba que es poderoso el huevo de la fardela y se apoderaba del primero del
ao.
Me rega, en seguida, por no haber ido al crter del Huititi.
Es hermoso, me dijo, y tan hondo que, si existiera un paso, el mar
baara las plantaciones de caa de azcar y de pltano. Es muy agradable
dormir all, en la sombra, bajo las grandes hojas, cuando el sol est alto y el
calor hace que los pltanos sean mas olorosos que las flores. Acrcate, me
dijo.
Y haciendo que aproximara mi cara, sent que sus cabellos estaban perfumados. Entre mis manos su cabecita aromaba como una magnolia.
T no sabes, me dijo, mirndome a los ojos, cul fue el ensueo de
esta tarde.

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CAPTULO VII
UN VETERANO DE LA GUERRA DE
CRIMEA

ntes de su partida a Anakena, Adams me cont la historia de Bornier.


Estbamos tendidos en la playa en medio de la inmensa sombra que
proyectaba el volcn Kau. La arena, an tibia, nos suma en una agradable
somnolencia, y la suave brisa del mar borraba los ltimos restos de mi inquietud.
Monsieur du Trou Bornier, comenz Adams, veterano de la guerra de
Crimea, es un hombre extraordinario. Escuche Ud.
Yo no prestaba gran atencin. Observando sus manos toscas, rubias y
velludas, vea, en medio de los cordones azules de las venas y de las pecas
doradas, un ancla tatuada en ndigo, cubrindole la mueca izquierda.
Bornier lleg a esta isla hace cuatros aos, trado por su irresistible
necesidad de movimiento y quin sabe si por quitarle el bulto a cierto asunto.
Son dceres; yo no lo puedo asegurar. Los o una vez en Tahiti, en la taberna
de un amigo mo; despus, el piloto de la goleta que hace el viaje a las Islas
Marquesas, me los confirm. No me atrevera; pero ya que Ud. se empea le
dir que hay cierto robo de cananacas para venderlos en el Per a la Empresa
de las Guaneras de las Islas Chinchas.
Lleg a Rapa Nui en circunstancias de que mediaba un ao, o poco ms,
que se haba establecido aqu, al otro lado de esa colina, en Angapiko, una
misin de frailes franceses. En un principio todo march bien, pero Bornier
es sanguneo, y qu diablos... y como no siempre se consigue lo que se desea... En una palabra, tuvo cierta cuestin con una mujer y los religiosos
formaron un escndalo. Qu vamos a hacerle! los frailes meten una alharaca
por cualquier motivo. Este fue el comienzo.
Bornier, que tal vez vena para estudiar el terreno, ver modo de traer
ganado a la isla y emprender algunos cultivos, para evitar enredos se vino a
Angapiko y comenz a construir una casa con la madera, an servible, de

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algunos buques que haban naufragado en aos anteriores .


Casualmente aqulla, la ltima a la derecha, detrs de esos nsperos. Es
bien poco confortable, pero era mucho hacer para la poca ayuda que le prestaron los indgenas.
Se vea, medio oculta por los rboles, una casucha plomiza de ese color
gris que toma la madera expuesta a la lluvia y al viento salino.
Aprovechando el caso, rarsimo en ese tiempo, de la llegada de un
buque, volvi a Tahit por poco tiempo. Meses despus regresaba con ciertos
poderes otorgados por las autoridades francesas y bien surtida una vieja goleta de ganado lanar, algunos arbolillos, herramientas, comestibles. Yo le acompaaba. Nos habamos conocido en casa de una mujer amable de Papeete, y
como sucede en esos casos, uno intima estrechamente o se quita el cuerpo a
los conocedores de nuestras horas alegres.
Yo soy dans, Ud. lo sabe, nac en Aalborg, pero mis primeros aos
transcurrieron en Islandia a donde fui emigrando con mis padres, unos pobres campesinos. Un da, no alcanzaba todava catorce aos, triste y desesperado en esa tierra oscura y muerta, me escap a bordo de un velero. Desde
entonces ruedo por el mundo. No me he casado. No he reconocido hijos.
Tuve y dej de tener en ms de una ocasin una pequea fortuna, y ahora, sin
esperar nada, sigo viviendo porque la vida es ms fuerte que todo eso.
Me ofreci tabaco, sac su cachimba, y, despus de cargarla cuidadosamente, prosigui envuelto en grandes volutas de humo que le hacan fruncir
sus ojos azules y candorosos.
Cuando me habl Bornier de su proyecto, no me quedaba un centavo.
Un bandido haba soplado ciertos cuentos a la polica, mentiras, calumnias.
Acept. Poda hacer otra cosa? y luego me pareca un gabacho listo. En sus
expansiones me refiri aventuras deliciosas.
Llegamos en primavera, en tiempo de las fiestas de Mataveri, que se
celebran por dos meses; pero un aire de muerte vagaba por la isla. Bornier no
reconoca la animacin antigua. Los misioneros estaban entristeciendo a los
alegres isleos.
Ud. no ignorar que en todas las islas nacen, el diablo se mete en ello,
ms hombres que mujeres. As la mujer, que en cualquier parte es codiciada,
en una isla vale ms que el oro. Los buenos padres, al impedir que unos

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pocos con su poligamia abarrotaran la existencia, hicieron un bien a la mayora, pero como amenazaran con las llamas del infierno a algunas mujercitas
complacientes, los pobres muchachos andaban tristes y rabiosos.
Ah! este don Adams, le dije golpendole el hombro.
Qu diablos, amigo mo. Yo tengo mi modo de pensar y siempre he
dicho que donde
hay de todo, viene bien la moral; pero donde no hay nada?
De modo que Ud...
Ay! seor; cuando uno ha dado vuelta al mundo no ignora que hay
muchas maneras de vivir, y no me vengan a m que sta es buena y que la otra
es mala. Ignorancia y nada ms.
Bornier encontr tambin que la casucha que haba construido estaba
medio hecha pedazos y como el hombre con los aos se pone sospechoso,
crey entender que sus compatriotas... Entonces; ah! nunca me he redo ms.
Le juro a Ud. que estuve enfermo de rer.
El gabacho, que no se achicaba por cualquier cosa, llam a los hombres
que vagaban como almas que lleva el diablo. Por ellos supo que la reina,
huyendo de toda catequizacin, se haba retirado a Anakena con unos cuantos sbditos fieles. En tanto, Torometi y su hijo In, los isleos ms belicosos, eran el brazo derecho de los misioneros.
Pues seor, nos fuimos una madrugada a Anakena. La reina, Coemata
Et, antigua conocida de mi amigo, nos recibi cordialmente, convidndonos con ames o camotes asados. Comprend, desde el primer momento, que
esa mujer era inteligente porque acept, sin vacilar, el plan que le propuso el
francs.
Se llam a todos los habitantes que se pudo, logrando que vinieran no
pocos curiosos de los que vivan con los frailes en Angaroa.
Reunidos en la playa, la reina les hizo saber que ramos sacerdotes de
ms elevada alcurnia que los entrometidos del sur y que, provistos de poderes divinos, bamos a poner fin a sus prdicas. En adelante, slo nosotros
podramos hacer los verdaderos matrimonios y fijar las normas de conducta.
Era un hermoso da de Octubre. En la noche haba llovido torrencialmente
en medio de truenos y relmpagos. A travs del aire lavado, el sol brillaba
hasta cegarnos. Bornier se haba puesto toda la ropa que pudo: una chaqueta

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sobre la otra, dos sombreros. Un verdadero lujo de abundancia que hizo gran
impresin entre los desnudos circunstantes.
A m, no se ra Ud., me oblig a meterme un tarro en la cabeza. Esto
brillar, me deca.
Bornier, como sumo pontfice, deshizo para comenzar, todos los matrimonios que se le presentaron, consagrados por los misioneros; form nuevas
uniones ms del gusto del da de los interesados, y sigui, en lo que pudo, las
tendencias de sus alegres fieles.
Y esto no se hizo slo en Anakena; por espacio de una semana recorrimos la isla de un extremo a otro, enderezando entuertos y devolviendo la
perdida libertad.
Pero siempre quedaba un punto oscuro, porque ha de saber Ud. que exista una situacin falsa para Coemata Et. El rey Tepito, su padre, aos atrs,
haba sido robado a bordo de un buque con mil de sus sbditos por uno de
esos tantos traficantes de esclavos que, hasta no hace mucho tiempo, venan
a buscar sus mercaderas en estas islas indefensas del Pacfico.
Tepito dej dos hijos: Coemata Et y un muchacho que pronto catequizaron los misioneros, bautizndolo con el nombre de Gregorio. Como haba
cierta disconformidad de pareceres para saber cul de ellos deba gobernar, la
isla andaba revuelta.
Gregorio era un pobre nio flacuchento y enfermo, que en medio de sus
nuevas creencias no pudo desprenderse de antiguas prcticas y prerrogativas. Tonteras que Bornier, nunca he sabido cmo, le ayudaba a cultivar. Quin
sabe si lo hizo por intermedio de algunos indgenas, que con sus consejos
robusteceran esa actitud ridcula que molestaba a los frailes.
Pues bien, uno de esos prejuicios, el de que la cabeza real era tab e
impalpable, iba a costar la vida al pobre Gregorio. Enfermo como estaba de
fiebres, resisti con energa a los cuidados de los misioneros, que no pudieron conseguir que les permitiese colocarle paos hmedos en la frente, ni
cortar uno solo de sus abundantes y largusimos cabellos, que crecan libremente, en virtud de esa idea, desde que vino al mundo. Claro est que tuvo
que morir; porque con la mata sa de pelo, bueno y sano cualquiera se lleva
un sofocn.
Fue nuestro primer triunfo; la suerte nos ayudaba. Pero mi amigo quera

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LA REINA DE RAPANUI

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un procedimiento ms rpido; con este fin reparti cuatro o cinco viejas armas de fuego que slo entonces supe que haba trado ex-profeso.
Se form una verdadera guerra civil. El bravo Torometi y su hijo In,
codiciando las nuevas y terribles armas, se pasaron a nuestro bando. Ah! no
iban a quedar descontentos; les armamos de pies a cabeza.
Mientras tanto, el gabacho le hacia el amor a la reina y lleg a ser el
verdadero prncipe consorte. Coemata Et lo dejaba hacer y, cediendo a sus
deseos, dispuso que, en adelante, los frutos de la tierra se repartiesen en tres
partes iguales: una para ella, otra para el francs, y la tercera para el pueblo.
Mas, como Bornier era el marido de la reina, fueron, en realidad, dos las
partes que l reciba. Los frutos eran abundantes; bastaban y bastan dos das
de trabajo en un ao de fiestas y jolgorios; los isleos no protestaron.
La revolucin dur poco tiempo. Dos veces los nuestros incendiaron el
pueblo y la nueva misin de Vui Mou. Por suerte para los misioneros, lleg
una goleta de arribada forzosa, por falta de vveres, y se embarcaron ms que
de prisa. La mitad de la poblacin de la isla los sigui. Bornier quedaba
satisfecho; pero la pobre Coemata Et llor largo tiempo la ingratitud de
algunos de sus sbditos.
De dos mil o ms habitantes que haba en tiempos de Tepito, con tales
descalabros, no quedaron arriba de trescientos. Rapa Nui era una isla silenciosa. Andando por los caminos interiores no se vea un alma, y aun cuando
Bornier asegurase que todo ello redundaba en nuestro beneficio, lo cierto es
que se senta un desasosiego al recorrer los campos solitarios.
Yo me haba puesto de pie. Un vientecillo helado y desagradable comenzaba a soplar.
Quiere Ud. que regresemos? le dije. Mientras caminbamos
fatigosamente por la playa, detenindonos a cada instante, Adams record
que los misioneros haban enviado numerosas cartas a Bornier en las que le
rogaban que hiciera cesar los graves disturbios en que la isla se vea envuelta.
Invariablemente, deca Adams, mi amigo les contestaba:
Reverendos padres: Uds. son unas buenas personas; pero severas y tristes en exceso. Enturbian la alegre inconciencia de los isleos con demasiados
deberes y anuncios espeluznantes. Esto est mal, muy mal. Si hay un Dios,
les castigar a Uds. Porque a qu viene el llenar de trabas y temores a la vida
sencilla e inocente de estos hombres buenos y primitivos?

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LA REINA DE RAPANUI

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Y todo lo recuerdo, palabra por palabra, porque estaba bien dicho. No


lo cree usted as?
Sin embargo, amigo Adams..

CAPTULO VIII
LOS NAUTILOS

a embriaguez del esto se apoderaba del nimo y naca un deseo de vagar


a la ventura. Cada cosa la contemplaban los ojos con amor y uno rea de
ver tantas variedades de florecillas orillando los caminos de la aldea. Por los
senderos de las rocas bajaban los pescadores de langostas con sus redes de
barah, y en la playa distante se divisaba a los isleos buscando la careba. El
aire caldeado por las arenas suba tembloroso.
Coemata Et, le dije; quieres que vayamos donde aquellos pescadores?
S, vamos, me contest.
En los montones de algas que las olas haban arrojado sobre la playa,
pululaban las blancas pulgas de mar. A nuestro paso, abandonando su comida, saltaban en todas direcciones y quedbanse las ms pequeas imposibilitadas de salir de los hoyos que hicieran las pisadas de los pescadores.
Coemata Et sonrea observndolas.
La humedad de la arena era un espejo que copiaba sus piernas finas, y

PEDRO PRADO -

LA REINA DE RAPANUI

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los pliegues de su capa amarilla reciban el azul reflejo del mar. Su pequea
silueta se vea an ms reducida al recortarse en la vasta amplitud de las
aguas.
Divisamos, de pronto, que los pescadores comenzaban a correr y, asombrados, nos detuvimos. Uno subi a lo alto de una roca. Todos parecan llenos de agitacin. Se les vea discutir.
Fuimos hacia ellos y nos recibieron con grande algazara. Un mocetn, que
llevaba un calabazo de sombrero, nos dijo que hacia el poniente se divisaba
una vela.
El que permaneca sobre la roca nos asegur que sus compaeros se
equivocaban y pronto todos vimos que tena razn. Con desaliento los pescadores volvieron hacia los peces abandonados que ensuciaban el brillo de sus
escamas con sus saltos sobre la arena.
Nos sentamos a la sombra de las rocas y, tomando entre las mas una
mano de Coemata Et, le pregunt si no haba deseado alguna vez abandonar
a Rapa Nui y conocer tierras lejanas.
Nunca, me dijo, nunca. Mucho tiempo hace, un buque retuvo engaadas a las mujeres que van a ofrecer amor a los marineros y a los hombres que
venden el ame y las gallinas silvestres. Sali el buque mar afuera y les dejaron en libertad cuando slo agua se vea en torno; mas ninguno dud, y
todos se arrojaron al agua. Nadaron con rapidez, siguiendo la huella que
dejan los buques en el agua. Dnde estaba Rapa Nui? Buenos para nadar
son sus hijos, pero son muchas las olas del mar. La tarde era oscura y el fro
morda las carnes.
All van, all van unos tras los otros los hijos de Rapa Nui como las
rondas de la careba. Las mujeres seguan a los hombres, pero el amor las
haba fatigado y buscaron para dormir el fondo del mar. Entonces los hombres divisaron el volcn Kau, y el volcn Kau les dio fuerzas para nadar. Y la
noche lleg y siguieron en la noche nadando. Los que iban adelante no saban de los dems. Los tiburones venan a reemplazarlos. Y el primero que
nadaba vio que Rapa Nui pareca alejarse. Pero l era ms fuerte que todos y
no crey en lo que vea. Y nad sobre cada ola, y una a una las dej vencidas
y todos los tiburones lo acompaaban.
El cont todo esto y puso a su hijo el nombre de Jecan Jerai, que quiere
decir Nadar el Mar. El mereci su nombre porque fue dos veces el ganador de

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la fardela...
Un repentino chubasco nos hizo guarecernos en una gruta formada por
grandes rocas verdinegras. El agua de la lluvia comenz a filtrar por una
grieta invisible, y un arroyuelo corri buscando una salida.
Coemata Et, le dije; al igual de este hilo de agua que corre a nuestros
pies, hay en esas tierras, que t no quieres conocer, ros anchurosos cuyas
locas aguas bajan de las montaas a los mares sin que nunca dejen de pasar y
pasar. Antes de que yo naciera, y antes del nacimiento de mi padre, antes de
que llegase Tukuih a Rapa Nui, mil lunas haca desde que esas aguas estaban corriendo. y despus de mi muerte y de la tuya, Coemata Et, corrern
otras mil y mil lunas, y el rumor que hacen esas aguas es como un canto; y
como todas se juntan en el mar, el mar puede hacer el estruendo armonioso
que t conoces. No oyes sin cansancio y con agrado el ruido de las olas?
Verdad que en esta gruta suenan sus voces como si estuviramos dentro de
un caracol?
Coemata Et, que escuchaba ensimismada y con el pensamiento lejano,
se puso repentinamente de pie y corri hacia la salida de la gruta.
Ven, ven, deca, y sealaba algo sobre el mar.
Ah! entonces vi, entre la chispera de la lluvia, al ser iluminada por el
sol, un espectculo maravilloso.
A corta distancia de la playa navegaban tres pequeos barcos a la vela,
no mayores que los que hacamos cuando muchachos. Sus cascos eran tornasolados como madreperlas; su velamen, amarillento y trasparente, y azul el
cordn del ancla que caa en el agua como buscando puerto.
Qu es eso, Coemata Et, le pregunt.
Los invisibles tripulantes de esos barcos diminutos parecieron advertir
nuestra presencia, y temerosos de correr algn peligro, enmendaron rumbo
alejndose con rapidez.
Son nautilos?
S, me dijo; ese nombre y otros muchos tienen. Oh! en ellos, agreg
sonriendo, en ellos s que yo quisiera ir por los mares, hacia las tierras de que
t me hablas.
El chubasco segua su camino hacia el sur, y el sur se tornaba ms y ms
oscuro, en tanto que sobre nosotros y sobre todo lo que nos rodeaba caa un
sol brillante.

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Largo rato permanecimos reuniendo conchas de pequeos caracoles y


ramillas de corales blancas, rosadas y rojas. Eran tan hermosas, que la playa
se vea como un jardn, y era tal su nmero que yo no hallaba donde colocar
mis pies.
Por trepar sobre rocas afiladas, Coemata Et se lastim ambos tobillos.
La sent sobre mis rodillas; con un pauelo enjugaba su sangre. Su peso no
era mayor que el de una brazada de flores, y el calor de su cuerpo, al atravesar
su tnica y mis ropas, turbaba mis sentidos.
Liblulas encarnadas volaban de a pares jugando al amor. Silenciosos
contemplamos sus giros ondulados. De vez en vez llegaban hasta nosotros el
zumbido ardoroso de sus alas.

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CAPTULO IX
EL SABIO WI MOU

oco a poco confirm mi opinin de que Coturhe Uruiri era considerado


como un sabio. No sin cierto trabajo consegu ganarme su amistad. Un
da deseando aclarar algunos datos que l mismo me haba dado fui en su
busca.
Unos muchachos me hicieron saber que Coturhe haba ido al crter del
Kau; tom esta nueva direccin. Al llegar a la cumbre una cortina de nubes
bajas volaba con ligereza; pronto ocultara el sol. Sobre el fondo oscuro y
violeta de las nubes, como una arista de fuego, se destacaba el inmenso anillo
rojizo del crter. Era de una regularidad tan perfecta, que se creera contemplar un coliseo para gigantes. Grandes y profundas torrenteras labradas por el
agua de la lluvia partan las imaginarias graderas, y sombras de un azul
oscuro llenaban sus hondas concavidades. A cien varas de profundidad comenzaba a sealarse una ligera vegetacin, que se haca cada vez ms tupida
y lozana hasta convertir el fondo del crter en una elipse verde y tropical.
La relativa aridez exterior se trocaba all en una fertilidad imposible de
ponderar. Los arbustos llamados barah, los pltanos, las caas de azcar, las
palmeras, los helechos crecan casi unos sobre otros con una fuerza que slo
ese conservatorio de una milla de largo les poda dar.
Por el cmodo camino de descenso baj en busca de Coturhe, y cruzando de un extremo a otro el fondo plano del crter, llegu hasta una angosta
laguna formada por las lluvias.
Numerosas mujeres sacaban en sus calabazos del agua all apozada.
Como nadie supiera donde estaba Coturhe, volv a salir ayudando a una
anciana que apenas poda caminar bajo su carga de pltanos.
Cuando llegamos al anillo de la cumbre vimos a un viejo que, inmvil,
contemplaba la vasta exencin de las aguas. Ya el cielo y el mar estaban
grises y velados por una niebla tenue. Pasaba el uno al otro sin cambio aparente, de modo que, desde el silencio de la altura, la isla era como un mundo
pequeo suspendido en el espacio. Me sent para cobrar aliento y, mirando el

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cielo y el ocano confundidos, me qued pensando en algo que no tomaba


forma, pero que, dominndome cada vez ms, me hizo olvidar lo que me
rodeaba y lo que yo era.
En qu piensas? dijo una voz conocida.
Despert sobresaltado y la conciencia que volva, al penetrar violentamente en m, pareci herirme. De pie, sonriente y triste, estaba Coturhe Uruiri.
Buscas las islas perdidas?
No s nada de lo que me cuentas, le contest.
Hombres de tu tierra vienen a buscarlas. Nadie las encuentra. Y las
islas siguen donde nadie las ve.
Es verdad lo que dices?
S, es verdad. y no son aqullas. Aqullas son el Mutu Rakau y el
Mutu Nioi. Las otras estn lejos y estn cerca, adelante y atrs, y a uno y otro
lado.
No comprendo lo que quieres decir.
Digo que ellas estn donde nadie las ve. Yo no las he visto, pero alguien las vio.
Mutu Rakau y su hermana son las de las fiestas de Mataveri, cuando el
mahute retoa y pone su huevo la fardela.
Llegu en Enero, Coturhe, ya el Mataveri haba pasado. Porqu buscan el huevo de la fardela?
Cuando el mahute retoa nos reunimos al pie de este volcn frente a
Mutu Rakau. Mutu Rakau y su hermana estn llenas de los pjaros del mar.
Los jvenes se meten en una caverna y la caverna les oculta corto tiempo.
Despus todos se lanzan al agua. Mutu Rakau est lejos, el mar lo defiende
con sus olas grandes; las rocas y los corales lo defienden, y una corriente
oculta lleva lejos a los que se ahogan. Los jvenes, al nadar, van gritando, y
todas las aves dejan la isla y gritan a su vez. Y las aves vienen y vuelan en
torno de los que nadan y los persiguen con furia y quieren romperles la cabeza y los ojos. Y al llegar a Mutu Rakau, algunos tiemblan por el trueno del
mar. Las olas grandes estrellan contra las rocas a los que han temblado. Y a
los que nada temen, las olas los dejan encima de las rocas altas de Mutu
Rakau. Y el primero que toma un huevo de fardela y vuelve con l a Rapa
Nui es el elegido. Todava vuelan las aves cuando l se asla y es el jefe de
todos, y todos dicen que es el ms fuerte y el ms valiente. Por doce lunas es

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el jefe despus del rey y vive solo, y entonces muchos quieren pelear y con
gusto pelean porque la guerra es buena.
Qu extrao es todo lo que me dices, Coturhe.
La guerra es buena y viene en Mataveri, y todos sienten como nace la
guerra en ellos.
En mi tierra es el amor el que nace en primavera.
El amor y la guerra son hermanos; pero el amor en Rapa Nui ahora es
triste.
Por qu es triste?
Es triste desde que se fue el rey Tepito. Una vez robaron en un buque
al rey Tepito y a todos los que le acompaaban. Eran muchos, muchos. Pasaba el tiempo y ninguno volva. Todos los tuvieron por muertos y las mujeres
buscaron otros maridos. Mas un da apareci un buque y alguien se vino
nadando a tierra y era Pana. Cuando todos lo reconocieron, le lanzaron piedras porque Pana estaba muerto y los muertos no deben volver. Las mujeres
de Pana se haban ido con otros; la casa de Pana era de otro y ninguna cosa
era entonces suya.
Mataron a Pana, pero llegaron otros y otros nadando; y vieron que no
eran muertos los que volvan. Hubo as muchas guerras, porque todo estaba
confuso.
Las mujeres y los hombres que haban llegado principiaron a enfermar.
Y era una cosa terrible. Quien encontraba el amor de ellos luego sus carnes
caan a pedazos y sus huesos se quebraban. En medio de lamentos mora. Y
cundi el miedo y los hombres teman a las mujeres y las mujeres teman a
los hombres, y como todos se deseaban, Rapa Nui se volvi loca de no poder
amar sin caer en la muerte. Y muchos pensaron que slo quedaran los hombres de piedra del volcn Huititi; mas los enfermos comenzaron a lanzarse
desde este sitio al crter del volcn Kau, y todos se mataron contra las rocas
de all abajo. Volvi as el amor y volvi triste y miedoso, porque ahora
quien va a amar piensa en aquella enfermedad.
Y qu Importa el amor y el mal, continu diciendo, cuando luego todos
de sed vamos a morir!
Por qu crees que pronto no llover ms? le pregunt.
Mira, me dijo ves la luna?
En medio del da, por el cielo ya despejado a trechos, se vea avanzar a la

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luna en creciente, blanca y pequeita como el jirn de alguna nube densa.


Dime si la luna ha estado as alguna vez!
Nada le encuentro, dije, de anormal.
En el da nadie mira a la luna, pero Coturhe Uruiri la sigue y la cuida,
y l dice que nunca ha estado como ahora la ve...

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CAPTULO X
ALEGRA ESTRAA

upimos una noche, en un parlamento nocturno, que desde lo alto del


morro de Wi Mou se haba arrojado al mar Coturhe Uruiri. Cosa frecuente entre los
isleos; l tambin quiso despedirse de la vida.
Gran trabajo cost sacar su cadver despedazado de entre las rocas que slo asoman en
la baja marea. En unas parihuelas lo trajeron hasta su casa. Sus restos venan acompaados
por los habitantes de Wi Mou que entonaban sin orden canciones alegres.
Kanaroga estaba conmigo. Sentados sobre una estatua cada comentbamos lo sucedido, cuando divisamos la curiosa procesin. La distancia no me permita entender la letra de
las canciones, pero el regocijo de todos era evidente:
Grande era Coturhe Uruiri, Sabio......
Viene esa gente cantando con alegra acompaan a un muerto, exclam con disgusto.
Djalos hacer, que ellos entienden de estas cosas, dijo Kanaroga, tranquilamente.
No fue l el que quiso morir? Por qu tener tristeza de lo que se hizo con voluntad?
Cmo sabes si la desesperacin le llev a matarse?
No lo s, ni t tampoco lo sabes. Pero si l prefiri la muerte a su vida, era para estar
mejor. l fue sabio y todo lo que hizo est bien.
Me parece extrao, repliqu, el estar contento en casos semejantes.
Si alguien muere y no quera morir, todos le lloramos. Triste dej la vida, por qu
no llorar? Coturhe Uruiri, para alegrarse la dej, por qu no alegrarnos? Oye t las canciones y no olvides que esta noche habr gran fiesta.
Creo, Kanaroga, que el difunto ha dejado varios hijos, algunos pequeos, quin los
cuidar? No sientes siquiera pena por ellos?
Los hijos son los hijos y no valen ni ms ni menos que los padres. Esto hace que cada
uno est tranquilo y se sienta libre. Sobran los pltanos en los volcanes y las gallinas silvestres no escapan dos veces de las pedradas de los muchachos. Por qu atormentarse?
Malhumorado Kanaroga por mi insistencia, call largo rato y luego se fue sin decir una
palabra.
Wi Mou con sus cabaas pardas sobre el faldeo estril, rojo y polvoriento, era un
lugarejo desolado, en el que, por primera vez, se notaba desusada animacin. Frente a las
chozas, con ramas y cabezas resecas de pltanos, hacan fogatas en grandes agujeros abiertos en la tierra y llenos hasta la mitad de piedras lisas. Las mujeres cuidaban de alimentar las
llamas. Los hombres volvan con races de ti y sartas de conejos y gallinas.

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Coemata Et haba dispuesto que trajesen diez de los mejores corderos de Bornier. No
demoraron mucho en ser cumplidas sus rdenes. Enterrndoles las cabezas en montones de
tierra, los asfixiaban. Con las afiladas hachas de piedra les abrieron el vientre. Envueltos en
telas viejas y hmedas los depositaban en los hoyos que haban sido despojados del fuego.
Tapando con otras piedras los huecos, encendieron nuevamente las alegres fogatas que humearon todo el da. Con los conejos, las gallinas, los ames y las races de los helechos
llamados ti, hicieron igual cosa.
Mientras los deudos terminaban de construir una pirmide de piedras a la orilla del
mar, las mujeres sacaron el cadver arropado en telas blancas de mahute. La envoltura tenia
la forma de una canoa. Tomaron los parientes el extrao barco, colocndolo sobre la pirmide, la cabeza hacia el mar.
All qued Coturhe Uruiri. Una ola invisible baara sus restos; deslizndose sin ruido
sobre las peas, en las altas horas de la noche, dejara a Rapa Nui el casco abandonado de su
cuerpo.
La tarde languideca en un suave crepsculo.
Largos y pesados cirrus cruzaban la claridad verdiazul del poniente. El sol, bajo las
aguas, aureolaba sus vientres de gualda y sus dorsos tenan los matices de las heces del vino.
La noche entrada, lleg Coemata Et y su squito. No hubo parlamento y los emisarios
venan a gozar de la fiesta. La alegre comitiva cruz entre las fogatas que resplandecan ms
y ms a medida que avanzaba la noche.
El aguardiente de Bornier era el licor preferido y la reina hizo que trajeran de l en
abundancia. Las races de ti asadas entre las piedras, se haban convertido en una chancaca
ms fina que la de Pascamayo. El aroma que sala cuando destapaban los agujeros era delicioso. Las carnes jugosas de los corderos, blandas como mantecas, desprendan un vapor
como el incienso de la gula.
Haba grupos alrededor de cada uno de los ocho agujeros. Los muchachos buscaban
los que contenan las races de ti y los hombres iban de uno en otro detenindose a beber en
sus calabazos.
Las cortesanas alternaban con las mujeres de vida un poco ms recatada. Eran las
primeras las codiciadas de los muchachos, aunque ellas, a su vez, prefiriesen la compaa de
los hombres formados.
Cuando los cantos y las danzas comenzaron, Coemata Et vino a buscarme. Contemplbamos todo con indulgencia y oamos los agradecimientos que los isleos hacan al muerto:
Era grande Coturhe Uruiri, Sabio era......
Las canciones se iniciaban con acentos opacos, breves y distanciados. Las cabezas
principiaron a moverse lentamente, siguiendo el comps. Una melancola extraa brotaba
de las voces montonas y veladas. Poco a poco fue elevndose el diapasn y los brazos
comenzaron a agitarse; el recitado se haca ms rpido y agudo, y a los cuerpos, temblando
un instante, se les vio ondular como a las llamas de las hogueras. Avanz una joven desnuda,
vibrando como una sensitiva. Se hizo un breve silencio. Todos adivinamos, con slo ver sus
flancos estremecidos, la armona naciente. Su cuerpo trmulo era como un vaso lleno empu-

PEDRO PRADO -

LA REINA DE RAPANUI

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ado por una mano febril. Bebimos en l la embriaguez de la danza.


Las voces se hicieron agudsimas; los hombres y las mujeres bailaban frenticos. En
medio de esa tempestad, la bailarina radiante era como una hoja en el viento.
Coemata Et, recostando su cabeza en mi hombro, me besaba con su boca mas dulce
que el ti. Sus brazos flojos caan sin fuerza sobre su cuerpo lnguido.
Kanaroga bailaba con la pequea Jeca Majina. Tooa Tafune, acompaada de un desconocido, me miraba con insistencia.
Los hijos del muerto hacan rer a las mujeres alegres. Los hombres se fueron aproximando hasta formar corro en torno de ellas. Cesaron poco a poco los bailes y luego slo se
oyeron las palabras ardientes del amor.

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CAPTULO XI
LA MUERTE DE LOS SACERDOTES

aruaba sin fuerza y a largos intervalos. La tierra reseca absorba con


rapidez las dispersas gotas, pero ya a medio da toda esperanza de una
abundante lluvia haba desaparecido. Cuando dej a Angapiko, internndome
en direccin a Anakena, la yerba llamada pelo de ratn se vea cuajada de
gotitas brillantes; y all donde el sendero baja al vecino y angosto valle, cubierto de cizaa y de verbena, un aroma indefinible brotaba de la tierra y de
las yerbas hmedas. Un grupo de yeguas arranc al galope. Las verbenas
lucan sus hermosas y pequeitas flores de color violado, y millares de insignificantes insectos volaban en derredor de cada una como en torno de una
lmpara. Aquel perfume incomparable me acompa por largo tiempo, y
durante toda esa parte de mi viaje sent una especie de placer y reconocimiento.
La tierra se iba haciendo ms arenosa, los matorrales eran cada vez ms
escasos, y mucho antes de divisar el mar dej a mi espalda el ltimo toromiro.
Mis zapatos, hmedos por el roce de las yerbas mojadas, todava conservaban adheridos pequeos ptalos violados. El sonriente recuerdo del sur de
la isla contrastaba con las ridas colinas que en ese da de bochorno cubra
un aire espeso y caliente.
Desde una eminencia, a la que trepara para asegurar mi rumbo, pude ver
la playa blanca de Anakena. Olvidando mi fatiga, camin con resolucin .
Adams, conocedor de mi viaje, me aguardaba a la entrada de la aldea. La
alegra que tuvo al verme desapareci pronto, y sus lamentaciones sobre el
mal tiempo hicieron que sin descanso me persiguiera la angustia que se haba apoderado de la infortunada Rapa Nui.
La cosecha de camotes puede darse por perdida, me dijo. He preguntado a los isleos ms viejos y todos aseguran que nunca ha habido un ao
semejante. Y en Angapiko?
All, como aqu, Adams, todos estn desesperados. El agua del volcn Kau se evapora con rapidez, y si antes de una semana no ha llovido, creo
que no quedar una gota de agua dulce en toda la isla.

PEDRO PRADO -

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Me dicen que han robado los licores que guardaba Bornier.


No he sabido nada. Aunque no; es verdad. En las fiestas que acaban
de celebrarse en memoria de Coturhe Uruiri, el aguardiente no ha escaseado.
Del viejo de Wi Mou, el de las ovejas?
S, le dije; se suicid hace tres das.
Comentamos con asombro el gran nmero de suicidios que ocurre en
Rapa Nui.
Ello le probar a Ud., me dijo Adams, que estos indgenas no son tan
salvajes como los ignorantes los creen. Tienen una nerviosidad muy desarrollada y muchas veces la desesperacin nace por motivos que yo no he podido
comprender. Muy por el contrario de un pueblo primitivo, da la impresin de
una raza sencilla, pero trabajada por los siglos.
Me han dicho, Adams, que no han sido sus antepasados los que han
tallado las estatuas de la isla. Quin sabe! Quiere Ud. que le lleve donde
un artista famoso? Bien, iremos esta tarde a la choza de Rakaja.
Despus que, comimos una ligera colacin, medios recostados bajo la
carpa de mi amigo, vagamos un rato sin rumbo entre las escasas y dispersas
habitaciones de los indgenas. Luego fuimos a ver a Rakaja.
Penetramos, arrastrndonos, por la angosta gatera de la choza y cuando
nuestros ojos se acostumbraron a esa semi-oscuridad distinguimos, al fondo,
a un anciano acurrucado e inmvil que nos vea avanzar sin decirnos una
palabra. Detrs de l una mujer viejsima y de repugnante fealdad permaneca igualmente en silencio.
Buenos das; amigos, exclam Adams.
A tu casa llegas, respondi el anciano.
Te traigo al extranjero que lleg hace, tiempo a Angapiko.
T eres el extranjero? Qu buscas en Rapa-Nui? Me pregunt.
Nada, le repliqu.
Y por qu has venido?
Por conocerla y no por otra cosa.
Es verdad lo que dice tu amigo?
S, confirm Adams; le gusta correr por el mundo y ahora quiere ver
lo que t haces y cambiar algn dolo por varias cosas que a ti te agradarn.
Rakaja tena ojos cansados y blanquecinos, barba rojiza y escasa. La
frente y las mejillas las llevaba adornadas con un tatuaje azul de complicado

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dibujo, que a la escasa luz no se distingua bien. Su cabellera, como la de su


mujer, era un verdadero haz de penachos negros. Al hablar, entre los labios
azules, sus dientes brillaban en la penumbra y su cuerpo desnudo era slo un
poco ms claro que la techumbre de carrizo y de hojas de palma.
Curioseando los paos de la pulpa filamentosa del mahute, que l teja
diestramente, las redes de barab que nunca pudre el agua del mar, los dolos, las figuras de pescados y de aves, y los curiosos jeroglficos que tallaba
en la madera del toromiro, pasamos todo el resto de la tarde.
Qu quieren decir los signos de estas tablas que t has labrado? le
pregunt sealando los jeroglficos.
No s, me dijo. Mi padre haca otros iguales.
Y estos dolos son tus dioses?
No entiendo lo que quieres decir. Hago esto por que s hacerlo, y las
gentes que vienen en los buques los piden y dan ropa por ellos.
De regreso, bajo la carpa, observando los objetos que haba comprado a
Rakaja, pregunt a Adams si seria posible que los indgenas no tuvieran ninguna idea acerca de dioses y divinidades. El dans me hizo saber una nueva
historia verdaderamente extraa.
Por la abertura de la carpa se vea la niebla que, desprendindose del
mar, avanzaba borrndolo todo y apresurando la oscuridad naciente de la
noche. Era una neblina olorosa y espesa. En torno de la lmpara se form un
halo luminoso. Envuelto en una frazada, escuch con avidez. Mi amigo fumaba su gran cachimba, que morda con sus dientes negros, arriscando el
labio superior como si sonriese a su propio relato.
Lo que asegura Rakaja es la verdad. Muchas personas se han preguntado qu quieren decir esos jeroglficos, y creen que los pascuenses no han
comprendido la pregunta que se les hace, porque responden que no significan nada. As, ellos, sin desearlo, engaan a los sabios, que en su afn de
descubrir la verdad, quieren encontrar revelaciones extraordinarias en hechos mecnicos y sencillos. Los jeroglficos que Ud. ha visto no son otra
cosa que la reproduccin, en madera, de los antiguos dibujos que hacan en
los tejidos de mahute. No hay tal escritura ni cosa parecida. Y en cuanto a lo
que nosotros creemos que son sus dolos, Ud. ve que no les sirven sino para
negociar con ellos. Es un pequeo comercio que se efecta cada vez que

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llega un buque.
No puedo creer, repliqu, en lo que usted afirma. Ideas ms elevadas
deben inspirarlos. Un pueblo que no tenga fbulas sobre lo que sigue a la
muerte, es difcil de encontrar.
Ver Ud., me interrumpi el dans, como ambos tenemos razn.
Por tradiciones que conservan los ms ancianos y que tengo anotadas en
mis memorias, he sabido que, hace mucho tiempo, hubo entre ellos sacerdotes que, rodendose de toda clase de misterios, ensearon multitud de cosas
que hoy da nadie recuerda.
El sacerdocio era hereditario y el poder de esa religin siempre fue fielmente trasmitido de padres a hijos, sin que ninguna otra persona vislumbrase
su secreto ni pudiera ejercer las ceremonias del culto. Pero sucedi que unos
sacerdotes no dejaron hijos, llevndose a la tumba su ciencia y podero, y un
da, en medio de la inquietud de todos los fieles, muri el ltimo sacerdote.
Como ste tampoco tuvo descendencia a quien legar su tesoro, los isleos
quedaron confusos y aturdidos.
Pasaron los aos; nada de particular ocurri al pueblo hurfano de intermediarios divinos y al ganador de la fardela, que es siempre el joven ms
fuerte y ms valiente, se le concedi algo as como las prerrogativas del
sacerdocio; pero sin que l ni nadie sepa claramente cules pueden ser esas
prerrogativas.
A su llegada, los misioneros franceses encontraron que no tenan necesidad de desarraigar viejas creencias para sembrar las suyas. El campo estaba
limpio, y como el indgena de esta isla es curioso y asequible, las
catequizaciones parecieron ciertas.
Duda Ud. de ellas?
Ah estn las diabluras de Temana y Torometi que le convencern a
Ud.
Torometi era un hombre fuerte e inteligente, que ejerca cierto imperio
sobre muchos de sus compatriotas, y Temana, su ms odiado enemigo, era en
todo su ms digno rival.
Torometi, cuando supo la llegada de los misioneros, entreviendo en ello
alguna ventaja, abraz la religin catlica, constituyndose en el protector de
los sacerdotes franceses.

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Estos recelaron de tanta obsequiosidad; pero Torometi les oblig a aceptar a la fuerza la merced que les otorgaba.
Temana, en el intermedio, envidioso de su contrincante, hizo llegar a
odos de los misioneros que Torometi les estaba robando, y que l ira a defenderlos de toda injuria y dao. No porque tuviesen ms fe en uno que en
otro, sino porque Torometi, sospechoso de algo, activaba sus rapias, los
misioneros dejaron a Angapiko para irse a Wi Mou, huyendo al mismo tiempo de Temana que viva en el norte. Pero ste, que estaba sobre aviso, se les
dej caer proclamndose a su vez su ms fiel y cristiano defensor. Sin prdida de tiempo, por senderos extraviados, los hizo huir en busca de un sitio
ms seguro. All, por algunas semanas, se aprovech de ellos, robndoles
hasta la ropa; pero sus vctimas lograron escapar.
Y as aconteci que Temana y los suyos por un lado y Torometi y los que
le seguan por otro, iniciaron una persecucin continuada contra los misioneros medio desnudos. No hubo camino que no recorrieron, ni escondrijo que
no visitaron en esa apasionante cacera hecha, segn cada uno de ellos, con el
nico objeto de librar a los indefensos frailes de las malas artes de su enemigo.
Cuando sobrevino la guerra civil, que refer a Ud. en otra ocasin,
Torometi estaba de turno en la defensa de los misioneros; pero bast que
codiciara unas viejas armas de fuego para que se pasase al otro bando. Entonces fue Temana el que acudi a proteger a los sacerdotes, y creyendo el
pobre diablo que an se podra servir de ellos, los sigui con sus huestes en la
huda a Tahit.

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CAPTULO XII
EVAI OQUIMAI

os nativos atribuan al cambio de mes lunar la prolongada sequa. Por el


sendero que trepa al crter del volcn Kau iban los hombres intranquilos a
observar el horizonte marino.
El aire paralizado y el cielo azul imperturbable y limpio daban a los idnticos das sucesivos la apariencia de un solo da inmvil.
Con el alba comenzaba la peregrinacin a las alturas y aun en las noches,
llenas de pesado silencio, se vea sobre el crter algunas pequeas siluetas que
contemplaban el casco de la luna nueva. Lentamente descenda la inmensa brasa roja, y al ras de las olas su contorno deshecho lanzaba el ltimo reflejo de los
barcos incendiados al desaparecer entre las aguas oscuras.
Con Kanaroga y el padre de las mellizas trabajamos en ahondar el pozo de
su casa. Algunos vecinos nos ayudaban. Palas viejas y comidas de orn; trozos
de tablas, piedras y manos inquietas y desgarradas, todo nos servia en nuestra
desesperacin.
Arrojbamos afuera la tierra seca que no se agotaba nunca. Cuando apareca algn filn hmedo le seguamos con ms avidez que si hubiese sido oro.
Todos bajaban a tocar la ligera frescura, que era para ellos el anuncio ms preciado.
Una mujer colocbase en la frente afiebrada puados de esa tierra feliz, y
muchos no resistan al vivo deseo de llevrsela a la boca despellejada y reseca.
Los pltanos dulces tornaban ms terrible la sed que segua al comerlos;
por esto buscbamos de preferencia races de plantas inspidas, a menudo lacias
y sin savia.
Hubo un pobre muchacho que, por beber agua del mar, muri en medio de
interminables convulsiones. Esa misma tarde supe que Coemata Et estaba enferma y quera verme.
La haban sacado de su casa y puesto en la proximidad del mar, segn el
sistema curativo de los isleos. Una fiebre alta la haca, por momentos, delirar.
Alguien dijo a mi odo que bebi agua de la poza de los sapos.
Ven, me dijo al divisarme. Ven t que has sido bueno. Voy a morir, por-

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que distingo cosas que nunca haba visto...


Cun hermosa estaba medio incorporada sobre las verdes y grandes hojas
de pltano de su rstico lecho. La frente, brillante de sudor; los ojos, con una luz
vaga; los brazos desnudos y agitados. La respiracin anhelante meca sus firmes y pequeos senos que, plidos, se asomaban por la entreabierta tnica como
dos nios enfermos.
Tooa Tafune la acompaaba. Dos mujeres entristecidas, impotentes ante el
mal, permanecan quietas y llorosas.
Coemata Et, le dije, qu has hecho pobre pjaro desventurado?
Sin orme, queriendo desacir su mano quemante de entre las mas, balbuce palabras y relatos ininteligibles.
Venid! gritaba, venid! Aqu hay un camino de agua que corre sin cesar.
Espero que concluya para ir hacia vosotros; pero nunca termina, nunca! Cunta agua, cunta! Ah! qu fresca est y cmo me llama. Cmo la beben mis pies
heridos; cmo la beben mis piernas trmulas y mi vientre que mora de sed. La
abrazo como abrazara a un amante, y su cuerpo es fresco como la carne de un
joven. Mis cabellos flotan sobre la corriente y quieren desprenderse para acudir
a una cita. Los sigo, los sigo... Oh! hermosa visin la que ven mis ojos al
hundirse en el agua! Ningn canto comparable al rumor que hace al penetrar
en mis odos!
Su voz se hizo cada vez ms lejana y opaca como si hablase desde una
profundidad creciente. y en el tiempo en que el mahute se seca, mora Coemata
Et.
Cuando an Tooa Tafune me rodeaba con sus menudos brazos, trmula y
espantada, cerca de nosotros alguien profiri en gritos de una inslita alegra.
Era una nube que se divisaba Dejamos abandonada a la pobre muerta y
corrimos desalados en todas direcciones. Vena como el barco de la abundancia, las blancas velas henchidas por un viento lejano. Su sombra avanzaba por
el mar. La vimos acercarse. La vimos elevarse lentamente y ocultar por largo
rato el sol. Ya estaba sobre nosotros. Ya nos anticipaba la frescura del agua que
traa en su seno. Pero segua y sigui volando hacia el oriente sin que ninguna
gota de lluvia humedeciera nuestras locas ansias.
Dos, tres, cinco grandes nubes oscuras y amarillentas pasaron proyectando
las sombras de sus alas gigantescas. La ltima cruz en mitad de la noche y era
toda negra, y tres veces ms grande que las otras juntas.
Las primeras luces del alba nos encontraron en la playa bendiciendo a la

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noche misericordiosa. Ella era fresca como una flor. La luz de sus estrellas se
hizo roco, y por una breve maana un polvo de agua brill sobre la asolada
Rapa Nui.
Por fin, un da amaneci el cielo encapotado. Nubes bajas y pesadas opriman un aire fatigoso de respirar. Soplos bruscos, oleadas de viento denso e
impuro caan sobre un mar de aceite. Manadas de yeguas seguidas de sus potrillos, enardecidas y temerosas, cruzaban con estruendo al gran galope, las crines agitadas, las narices abiertas y rojizas.
Adams lleg esa maana. Nos estrechamos las manos silenciosos y emprendimos la ascensin del volcn. El sendero angosto no contena a todos los
isleos que resbalaban sobre el pasto escurridizo que crece sobre los barrancos.
Todos llevaban sus calabazos para recoger agua. Un viejo, al apresurarse, cay,
rompiendo el suyo. Le omos llorar. El ltimo de la extraa procesin, yo, tambin segu tras los isleos sedientos. Ms all del caminito estrecho, las laderas
se vean sembradas de grandes guijarros. De vez en vez un montn de ellos
coronado por tres rodados blancos indicaba sepulturas antiqusimas. De unas a
otras las ratas corran presurosas.
Cuando cesaron los soplos de viento, una calma inmensa pareci ensordecernos. Slo se oa el leve chasquido de los pies desnudos sobre la tierra arenosa. Nadie hablaba; los nios iban llenos de gravedad. El horizonte se haca cada
vez mayor, y las casas de Angapiko veanse pequeitas. Una atmsfera mortecina lo anegaba todo en una palidez de fiebre. Nuevos golpes de viento cayeron
como aletazos invisibles, doblegando las yerbas menudas.
A medio camino, al borde de un barranco encontramos un grupo sentado
con los pies colgando sobre el abismo. Una vieja profera en lamentos que sonaban como blasfemias u oraciones. Pero nadie haca caso de nadie. Cuando alguno se pona de pie, todos se llevaban la mano sobre los ojos a guisa de visera
para escrutar el horizonte.
Un punto negro, tal el humo de un incendio, emergi por el poniente. Hacia el sur, una franja verde de cielo cristalino se vea por encima de las aguas
turbias del mar.
Evai! Evai! (agua! agua!) grit una voz.
Todos se detuvieron, observando con atencin la nube negra ribeteada de
rojo, que ascenda rpida y fantstica como una isla de acantilados y volcanes.
Evai! Evai! gritaron todos, y las voces anhelantes sonaron sordas en la
atmsfera de plomo.

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Se vea abajo las manadas de caballos, corriendo sin descanso llenas de


presentimientos.
Habamos alcanzado la boca ancha y profunda del crter. Su fondo, cubierto de pltanos y arbustos, era de un verde mustio, plido y tristn. En un extremo, un pajonal oscuro indicaba el sitio del agua consumida.
Casi todos los hombres permanecieron arriba. Adams, yo y unos pocos ms
descendimos al crter.
Las mujeres rodearon el lecho enjuto de la pequea laguna y los muchachos lloraban buscando a sus madres.
En las torrenteras sombras veanse grandes y hermosos helechos, y por
todas partes los rboles, libres de la furia del viento, crecan sin la actitud trgica de los que afuera tienen que soportar los embates furiosos de los vientos del
Pacfico. Una oscuridad repentina nos sobrecogi y todos levantamos la vista.
Evai oquimai! (venid agua!) gritaban. Del suelo brot un sordo susurro. Las primeras gotas de lluvia, pesadas y veloces, removieron el polvo. Sigui un instante de calma e incertidumbre, y cuando todos vean con envidia las
gotas que resbalaban por las hojas de los pltanos, un diluvio torrencial cay
sobre la tierra con el rumor de un inmenso hervidero.
La vvida y repentina claridad de un relmpago, hizo que todo arrojase una
sombra precisa y fugaz. Y el estruendo creciente y horrsono de un trueno, rebot dentro del crter como dentro de una campana gigantesca, el golpe ensordecedor del badajo.
Los hombres tiraban lejos sus casquetes de plumas, alargando sus cabezas
descubiertas. Las mujeres, despojadas de sus tnicas, ofrecan sus cuerpos desnudos al azote de la lluvia sonora.
Los que se haban detenido al borde del crter descendan a la carrera dando gritos de posedos y haciendo contorsiones violentas.
Un aroma intenso emerga de la tierra y de las mujeres empapadas en agua.
Las piedras y los cuerpos se vean brillantes.

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CAPTULO XIII
VISIN

obre una pirmide de piedras, entre su casa y el mar, estaba el cadver de


Coemata Et. El pequeo y blanco envoltorio era como un nio abandonado cubierto con sus paales. Las olas arrullaban su sueo. Una vez que fui
a arrojar un puado de flores sobre su cuerpo, un ave blanca, tal vez una
gaviota, pareci salir de l, y volando, volando, se perdi de vista.
Veinte das despus de la muerte de Coemata Et, lleg la Jean Albert.
Bornier no vena a bordo. Adams, intranquilo, tuvo que contentarse con las
vagas explicaciones de una carta del francs.
Quiso retenerme, ofrecindome cuanto le dictaba su inagotable fantasa:
la reina no dej hijos; era una oportunidad para declararse rey de Rapa Nui.
Ofreca compartir conmigo el gobierno de la isla.
Con pena me desprend de sus brazos. Le promet volver; pero bien saba l y saba yo que no nos veramos ms.
Kanaroga qued contento porque le obsequi mis viejas prendas de vestir. A Jeca Majina no la vi en parte alguna. En cambio, Tooa Tafune iba a mi
siga sin decir una palabra. Cuando la sorprenda mirndome fijamente, echaba a correr, y poco antes de embarcarme, huy llorando, sin querer aceptar
ningn regalo.
En la tarde abandonamos el fondeadero. La cadena del ancla sali cubierta de trozos de coral y de algas que chorreaban agua.
Una brisa que iba en aumento nos hizo avanzar rpidamente.
Cuando doblamos por afuera de los islotes de Mutu Rakau, el viento nos
dio de costado; las velas temblaron y la barca se detuvo inclinada a babor.
Una rpida maniobra nos devolvi el equilibrio y continuamos nuestro viaje.
Me encamin a popa. Salt entre javas llenas de gallinas y trepando al
ms alto fardo de los que obstruan la cubierta, contempl cmo se alejaba la
ya distante Rapa Nui.
Se oa, entre los chasquidos de las olas al batir los costados del buque,
una de esas melanclicas canciones de marineros.

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Un viejo de blanca sotabarba llevaba el comps. Entre las voces roncas,


un acento claro y juvenil volaba como un pjaro liviano que siguiera la marcha del barco. Una bandada interminable de gaviotas de blando y gil vuelo
nos acompaaba sin cansancio. El sol poniente tea de anaranjado las blancas pechugas y las alas que batan la brisa de la tarde. Cuando algn desperdicio caa del buque, los breves graznidos de las aves formaban una estridente algaraba.
Al poniente y al extremo de la estela que dejaba nuestro paso, la Isla de
Pascua elevaba su altiva silueta erizada de volcanes como de inmensos troncos renegridos. Quise imaginar la poca remota en que un bosque altsimo de
humo inmvil, gris, amarillo y rojo, brill Como un otoo fabuloso perdido
en la azul soledad del mar. Cuando al atardecer, su sangriento reflejo bajaba
a las profundidades de las aguas, y su sombra creca hasta alcanzar el confn
del horizonte.
Oh! misteriosa y tranquila Rapa Nui; envidio tu corte de impenetrables
gigantes de piedra, porque su origen nadie penetrar jams.
Oh! isla de los higos llenos de miel y de los pltanos finos y olorosos; t
guardas los restos de la pequea y amada Coemata Et, que ahora duerme
entre sus sbditos ingenuos y desnudos .
La noche que llega borra tu imagen; pero no tu recuerdo, y en medio de
tus peces voladores mi pensamiento vuelve hacia ti, seguro de encontrarte al
extremo de la estela fosforescente que va trazando en la negrura de las aguas
el barco que me lleva a pueblos tristes y atormentados.
Feliz la vida de tus hijos que viven lejos de la fiebre y de la ambicin de
los hombres nuevos. Feliz y sabia la existencia llevada entre fiestas de amor
y de abundancia, y nicamente sujeta a las aguas del cielo.

PEDRO PRADO -

LA REINA DE RAPANUI

Programa de Comunicacin e Informtica


Facultad de Ciencias Sociales
Universidad de Chile
Mayo 1997

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