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Humildad Pacinte

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Humildad

paciente

Carlos Díaz
Carlos Díaz (1944) estudió en
Salamanca, Madrid y Munich.
Hoy, con tres hijos y tres nietos
hispano-noruegos, sigue
estudiando en los autobuses, en
los trenes, entre conferencia y
conferencia. Enseña en España,
donde hace veinte años fundó
el Instituto Emmanuel Mounier,
y en México, donde preside
la Fundación para el Desarrollo
del Personalismo Comunitario.
H u m ild a d p a c ie n te
C O LEC C IÓ N SINERGIA

Director:
Carlos Díaz
C arlo s D ía z

Humildad paciente
1.* Edición (España): julio 2002
2.“ Edición (España): abril 2004

© Fundación Emmanuel Mounier


Melilla, 10. 8.“ D. 28005 Madrid
Teléf. y Fax: 91 473 16 97
e-mail: carlosdiazh@eresmas.net
www.pangea.org/~spie/iem/iem.html

©SOLITEC
Cayetano de Cabra, 14. 29003 Málaga
Teléf. 952 33 01 51

Diseño de cubierta
unocomunicación

Depósito legal: S. 961-2002


ISBN: 84-95334-39-9

Imprenta KADMOS
Teléf.: 923 28 12 39
SALAMANCA, 2004
\ c o 'V °
ÍNDICE
lV W >/*
EL H O M B R E E S U N SOPLO F U G A Z Vo

1.1. Sencillez, m odestia ............................ .............. 10


1.2. Silencio ................................................. .............. 13
1.3. M a n s e d u m b re ...................................... .............. 15
1.4. A b n e g a c ió n .......................................... .............. 15
1.5. E le g a n c ia .............................................. .............. 17
1.6. F a lib ilid a d ............................................ .............. 20
1.7. A leg ría ................................................... .............. 22
1.8. N o e sta r pen dien te d e s í ................... .............. 23
1.9. N o ju s tific a r s e ...................................... .............. 23
1.10. N o qu erer se r algo en raada............................. 25
2. Expresado en parábolas .......................................... 26
Parábola de los grandes ríos y el m a r ...................... 26
Parábola del león y las a v is p a s................................... 27
Parábola del estudiante de medicina ........................ 27
P arábola budista del e lefa n te...................................... 28
Parábola de la carpintería .......................................... 29
3. Condición poliédrica de los v icio s contrarios a la
hum ildad........................................................................... 30
3.1. S o b erb ia ................................................................ 30
P arábola del cuervo y la zorra.......................... 32
3.2. O rgu llo................................................................... 32
3.3. Tim idez d e sm e d id a ............................................. 33
3.4. Vanidad, ja c ta n c ia , p resu n ció n , fa m o se o ,
o sten tación ............................................................ 34
Parábola de Nasruddin y el C a lifa .................. 40
Parábola del ostentoso y el ca m a rero ............ 40
P arábola de la rana que deseó ser b u e y ........ 41
3.5. H ip o c r e s ía ........................................................... 41
3.6. P u ri(ta n i)sm o ...................................................... 43
3 .7. A d u la c ió n ............................................................. 43
3.8. M a le d ic e n c ia ...................................................... 47
3.9. E n v id ia .................................................................. 49
3.10. R esentim iento ..................................................... 52

EL PACIENTE A PA G A C O N TIEN DA S
1. Contra ansiedad, p a c ie n c ia ........................................ 55
1.1. L a gran erosión se hace con hum ildes
r o c e s ....................................................................... 59
1.2. La pacien cia, tiem po de e sp e r a n z a .............. 61
1.3. P aciencia: agon ía y seren idad de una v ir­
tu d fu erte .............................................................. 62
1.4. Paciencia, sa b e r situ arse en el tiem po: el
se r del e sta r s ie n d o ............................................ 67
1.5. L a (im )paciencia le g ítim a ............................... 70
2. Paciencia longánim a .................................................... 71
2.1. C om ienza ¡ahora! ............................................. 73
2.2. Perseverancia para continuar y recom enzar.. 75
2.3. Im paciencia y d e so r d e n .................................... 77
3. Expresado en parábolas................................................ 78
Parábola del buho, la cotorra, la cigarra y la hor­
miga ................................................ :................................ 78
Parábola de la tortuga y la liebre .............................. 79
Parábola del labrador y la viña .................................. 79
Parábola de Teófano el recluso ................................... 79
Parábola del bon s a i ...................................................... 80
Parábola de L in co ln ....................................................... 80
Parábola del pequeño caracol .................................... 81
Parábola del leopardo y el fuego ............................... 81
Parábola del chino y el c a b a llo ................................... 82
Parábola de los artesanos de C h ia p a s....................... 82
Parábola del tr ig a l......................................................... 83
Parábola del se m b ra d o r............................................... 84
Parábola del barrendero .............................................. 85
Parábola del niño trisómico ........................................ 86
Parábola de Grimm ....................................................... 90
Parábola del niño y el r e y ............................................. 90
Parábola del rey orgulloso ........................................... 91
Parábola del rey p o d e ro s o ............................................ 92
Parábola del rey p e rp le jo .............................................. 92
Parábola del p ic a p e d re ro ............................................. 93
EL HOMRE ES UN SOPLO FUGAZ
(La hum ildad)

1. Condición poliédrica de la humildad


El prim er paso en la búsqueda de la verdad es la
h u m ild ad . El seg u n d o , la h u m ild a d . El tercero , la
hum ildad. N aturalm ente, eso no significa que la hum il­
dad sea la única virtud necesaria. Todas las virtudes
com unican su fuerza, son sinérgicas. En el hum ano la
fu e rz a se e x p resa de dos m odos com plem entarios:
com o fu erza fuerte (fortaleza y asociados), y com o
debilidad fuerte (hum ildad y asociados). Ambas, forta­
leza y h u m ild a d , p u ed en e s ta r e q u ilib ra d a s en un
m ism o sujeto, y eso sería lo ideal, pero lo m ás usual es
que en cada uno de nosotros predom ine una de las dos.
«Hom bre» (homo), «tierra» (hum us) y «hum ilde»
(hum ilis) tienen un m ism o origen sem ántico y vital,
porque el hom bre viene de la tierra hum ildem ente, de
ahí que la hum ildad se tom e verdadero conocim iento y
voluntario reconocim iento de nuestra miseria. Resulta
necesario soportar nuestra im perfección para lograr la
perfección. D igo soportar con paciencia, no am arla ni
acariciarla: la hum ildad se alim enta de este sufrimiento.
L a hum ildad, según el D iccionario de la L engua
Española, es «virtud que consiste en el conocim iento
de nuestras lim itaciones y debilidades y en obrar de
acuerdo con este conocim iento». D icho de otro modo,
la hum ildad está en reconocer que hay cosas que me
superan: si no poseo un carruaje, debo cam inar a pie.
A lgo tan sencillo es sin em bargo sum am ente com plejo
(con frecuencia lo sim ple es com plejo y lo com plejo
sim ple), asom ém onos por un m om ento a algunas de
las caras de su poliedro.
10 CARLOS DÍAZ

1.1. Sencillez, m odestia


D ecía Confucio que las virtudes del hom bre supe­
rior son como el viento y las del hom bre vulgar com o la
hierba: cuando el viento pasa por encim a, se inclina.
Sem ejante apreciación se cumple por antonom asia con
la virtud de la hum ildad. Humilde no es la persona que
v se autodenigra absurdam ente (humildad y hum illación
se repelen), sino la que conoce exactam ente cuáles son
sus propios límites, y los acepta; es la lúcida sinceridad
sin ilusiones falsas. L a m odestia, lejos de m over al
desagrado, al vilipendio, o a la conm iseración propias,
pide una discreta estim a por uno mismo: es la intención
desinteresada de la verdad. La hum ildad es «en sí», no
es «para sí», ni para la galería (ser agente, no actor), ni
siquiera para que lo que es sea m encionado si no resulta
necesario. E sta hum ildad requiere el coraje de cada
m inuto para perseverar, la lucidez para no ofuscarse, y
el deseo de perm anecer honestam ente en la verdad.
D iscretam ente, sin escándalos, m oderadam ente, ni
pretenciosa ni orgullosa, la hum ildad es sinceridad con
uno m ismo, y por ende la virtud del hom bre que sabe
q u e no p u e d e se r D io s . Se tra ta d e re c o n o c e r la
pobreza, cuando ésta se sitúa ante la m áxim a R iqueza
de lo A b so lu to . S ó lo a sí es p o b re z a e n riq u e c id a ,
hum ildad dignificada, antítesis de pobreza hum illada y
sin autoestim a. L a m endicidad del hum ilde es recono­
cim iento de esa pobreza, aceptada con alegría y grati­
tud. La vocación del hum ilde no es la de contem plarse
en la desnudez, sino la de tender hacia la verdadera
esencia, y más allá de ella hacia la superesencia donde
la verdad no estará recubierta por ningún velo. Sim pli­
ficación total, verdad verdadera. El pobre, el alegre, el
agradecido se concitan, y tienen un rostro visible en la
figura de Francisco de Asís.
HUMILDAD PACIENTE 11

H um ildad es olvido de sí, del orgullo y del miedo:


es sosiego co ntra inquietud, alegría contra angustia,
ligereza contra gravedad, espontaneidad contra refle­
xión, am or contra am or propioTvérdad contra preten­
sión. l'l yo subsiste, sin duda, pero aligerado, purifi­
cado, liberado, desligado de sí, privado de su trono.
¿De qué sirven esas perpetuas vueltas sobre sí m ism o?
No term inaría nunca de exam inarse, de juzgarse, de
condenarse. N uestras m ejores acciones son sospecho­
sas, nuestros m ejores sentim ientos engañosos. El sen­
cillo lo sabe y se burla de ello. En él la m isericordia
hace las veces de inocencia, o tal vez la inocencia de
m isericordia. No se considera con seriedad ni a lo trá­
gico. Sigue su cam ino común en paz, ligero el corazón,
sin meta, sin nostalgia, sin im paciencia. El m undo es
su reino. El presente es su eternidad, y lo colm a. No
tiene nada que probar, pues no tiene n id i i]ue aparen­
tar. Ni nada que buscar pues todo ést i ilh Hay algo
más sencillo que la sencillez? ¿ S ig o más leve? Es la
virtud de los sabios y la sabiduría de los santos.
N aturalidad, ausencia de todo cálculo, de todo arti­
ficio, de to d a com plicación, de todo narcisism o, de
toda autosuficiencia. Antítesis de estar siem pre com ­
p on ien d o el g esto ante el espejo, h asta el punto de
poder parecer a llegar descuido. Veracidad, candidez,
in o cen c ia, g o zo , paz, e sp o n tan e id ad , c o in cid e n cia
inm ediata con uno m ismo, incluso con lo que ignora­
m os respecto de nosotros m ism os, im provisación ale­
gre, d esin terés, d esd én p o r la d em ostración por la
ganancia, por la apariencia. Preocuparse £ti exueso por
sí m ism o, aun p or los buenos m otivos, es k opuesto a
la sencillez. Al querer ser sencillos nos alejaríam os de
la sencillez. Lo real basta a lo real, y esa sim plicidad es
la realidad m ism a. Y así es el sencillo: individuo real,
reducido a su m ás sim ple expresión. Com o las aves de
12 CARLOS DÍAZ

los bosques, ligero y silencioso siem pre, aun cuando


canta, incluso cuando se posa. ¿El canto? Sí, de vez en
cuando. M ás a m enudo el silencio. Es la vida insignifi­
cante, la verdadera. El sencillo vive cual respira, sin
más esfuerzos ni m ás gloria. La sencillez no es una vir­
tud agregada a la existencia, sino la existencia misma,
sin agregados. El reverso de la literatura: vida sin fra­
ses, sin falsQdades, sin hipérboles, sin grandilocuencia.
La sene illev as lo contrario de la duplicidad, de la com-
plejidatC de la pretensión.
X a generosidad es un afán, la sencillez un reposo.
L a generosidad una victoria, la sencillez una paz. La
g e n e ro s id a d u n a fu e rz a , la s e n c ille z u n a g ra c ia .
M odestia sin sencillez es falsa m odestia. Sinceridad
sin sencillez es exhibicionism o o cálculoTLa sencillez/
es la verdad de las virtudes: cada una sólo es genuina
cu an d o , lib era d a de la p reu cu p ición de parecer, e
incluso de ser, (sí: liberada de si m ism a), carece de arti­
ficio, de am aneram iento. Ni siquiera es pretensión de
no pretensión. Quien sólo es sencillo en público (eso
sucede: hay quienes tutean a un recién llegado al que
no conocen) es sim plem ente un am anerado. Toda vir­
tud sin la sencillez está pervertida, com o vaciada de
ella m ism a, com o re p le ta de yo. A la in v ersa, una
genuina sencillez, sin suprim ir las virtudes, torna más
so p o rtab les los d efecto s. S er sim p lem en te egoísta,
co b ard e o in fiel no h a im pedido ja m á s a nadie ser
seductor o sim pático, m ientras que el im bécil preten­
cioso, el egoísta de postín o el cobarde que sim ula son
in to le ra b le s , así co m o el p re su m id o que se fin g e
rom ántico o d espliega slis conquistas. L a sencillez,
verdad de las virtudes, coartaba de los defectos, gracia
de santos y encanto de pecadores.
E l sencillo ñ o 'a p a re n ta , -no p re sta atención (a sí
m ism o, a su im agen, a su reputación), no calcula, no
HUMILDAD PACIENTE 13

posee artilugios ni secretos, ni segundas intenciones,


program as o proyectos. ¿Virtud de infancia? Es m ás
bien la infancia com o virtud, pero una infancia reen­
contrada, liberada de sí m ism a, de la im itación de los
adultos, de la im paciencia de crecer, de la seriedad de
vivir, del gran secreto de ser uno m ism o.
L a sencillez enseña desprendim iento, es m ás bien
el desapego de todo, hasta de uno m ism o, dejar ir, reci­
bir lo que viene sin guardar nada para uno m ismo. Sen­
cillez es d esn u d e z, d esp o sesió n , po b reza. Sin otra
riqueza que todo. Sin otro tesoro que nada. Es libertad,
ligereza, trasparencia. Sim ple com o el aire, libre com o
el aire: la sim plicidad es el aire del pensam iento, ven­
tana abierta a la inm ensa respiración del m undo, a la
presencia infinita y callada del todo.
Cuando el serm ón es bueno, poco im porta la form a
del pùlpito. D esde luego, la sencillez es el sello de la
verdad: hom bre sencillo, alm a grande. Una cosa no es
vulgar por el solo hecho de ser corriente. En las cosas
grandes hay ostentación, en las pequeñas realidad, así
que ganaríam os m ás m ostrándonos tal com o som os,
que intentando aparecer com o distintos de lo que real­
m ente som os. E n realid ad , lo b ello , p ara serlo, no
necesita de elogios. Se basta a sí m ism o. L a belleza es
un bien frágil. L a m itad de la belleza depende del pai­
saje, la otra m itad del ojo. Bravo: persona sencilla es la
que tiene el valor de firm ar legiblem ente y de viajar
llevando sólo el equipaje necesario.

1.2. Silencio
Es m ás fácil que diez doctos oculten su doctrina
que un ignorante su ignorancia, así que más que aver­
gonzarte por confesar tu ignorancia, avergüénzate de
insistir en una necia discusión que la pone de m ani-
14 CARLOS DÍAZ

fiesto: quien voluntariam ente persiste en la ignorancia


es reo de todos los delitos producidos por la ignoran­
cia. Es necesario que ese hom bre sea un gran igno­
rante, pues responde a todo lo que se le pregunta.
El grande dem uestra su grandeza por, la form a de
trata r al pequeño: sabe ser grande en lo pequeño y
pequeño en lo grande, de tal m anera que lo grande no
im pide ser pequeño, ni a la inversa. La grandeza, lejos
de precisar de la hum illación ajena, consiste en saber
reconocer la propia pequeñez; si alguno se considera
grande_porque no se baja del pedestal, no lo es.
L a gente« m o d e s ta h a c e lo o r d in a r io , la ta re a
pequeña, com o si fuera extraordinario; ño siem pre se
trata de hacer cosas extraordinarias, pero siem pre se
pueden hacer extraordinariam ente bien las cosas ordi­
narias de cada día. Lo pequeño es herm oso, y quien
c o n s ig u e v e rlo tie n e la m ira d a lim p ia . E l g ra n d e
d e m u e s tra su g ra n d e z a p o r el m o d o d e tr a ta r al
pequeño, y se dice a sí m ismo: «m e dañó un ruido,
p ero lo to m é, lo e lev é , lo in te rp re té , y su m ú sic a
resultó excelente: si la m úsica no es arm oniosa ¿no
seré yo el atonal?». L os perfum es de las flores son sus
sentim ientos, y la flor m ás pequeña, al abrirse, puede
abrirnos el cielo. L a m odestia está entre la tragedia y la
com ed ia, p u es «la d iferen cia entre la trag e d ia y la
com ed ia co n siste p recisam en te en esto: la segunda
intenta representar a los hom bres peores de lo que hoy
son; la prim era, m ejores».
M o destia: las m u jeres han venido siendo desde
siem pre el espejo que reflejaba la figura del hom bre al
doble de su tam año. Inm odestia: y el hom bre ni se lo
h a agradecido, no quiere reconocer que cuando son
dos a cabalgar en un caballo, uno de am bos tiene que ir
detrás. Y es que nada im pide tanto ser natural com o el
afán de parecerlo, pero incluso en el trono m ás alto
HUMILDAD PACIENTE 15

uno se sienta sobre sus propias posaderas; además, un


enano encaram ado sobre los hom bros de un gigante
puede ver m ás lejos que el propio gigante. Cuanto más
elevados nos hallam os, tanto m ás debem os descender
hacia nuestros inferiores. Recuerda: si persigues dos
liebres no atraparás ninguna. El m undo es un espejo
que refleja la cara de cada cual: la abeja y la avispa
liban las m ism as flores, pero no logran la m ism a miel.

1.3. M ansedum bre


--,/La mansedum bre es una virtud que tiene por objeto
m oderar la ira. A su vez, la clem encia es una forma de
mansedumbre que inclina al superior a mitigar, según el
recto orden de la razón, la pena o castigo debido al culpa­
ble. A ella se oponen la crueldad, dureza de corazón en la
imposición de las penas, que llega incluso a complacerse
en el tormento de las personas, y la blandura o lenidad de
ánimo que perdona o mitiga imprudentem ente las justas
penas que es necesario imponer a los culpables.
En el justo se unen fortaleza y mansedumbre, pues
manso es quien muestra con suavidad su fortaleza interior
sin necesidad de violencia. El m anso no es un mansurrón
sin casta, un blando, antes al contrario sabe que «es pre­
ciso estar recto, no que te pongan recto», y por eso puede
reaccionar con «santa indignación» controlada, orientada
a corregir y no a herir, no debiendo entonces producir en
el amonestado resentimiento, sino arrepentimiento.

1.4. A bnegación
L a m ansedum bre, que se m anifiesta en la abnega­
ción, no es auto d eg rad ación, sino n egación de uno
m ism o (ab-negatio) para abrirse a lo que hay en uno
m ás grande que uno mismo: «buscarse a sí en D ios es
buscar regalos y recreaciones, buscar a Dios en sí es
16 CARLOS DÍAZ

inclinarse a carecer de eso y a escoger por Cristo todo


lo m ás desabrido». E lla se m anifiesta en:
• Saber arrodillarse: la persona crece cuando sabe
arrodillarse ante lo absoluto.
• Saber/retirarse: cualquier persona que haga una
contribución/significativa en cualquier cam po, y
perm anezca en ese cam po el tiem po suficiente, se
convertirá en un obstáculo para su progreso, y
esto es directam ente proporcional a la im portan­
cia de su contribución original.
• Saber callar: «porque, verdaderam ente, es de gran
hum ildad Verse condenar sin culpa y callar. El
verdadero hum ilde ha de desear con verdad ser
tenido en po co y p erseg u id o y co n d e n ad o sin
culpa; aun o k o s as graves».
X S a b e r reco n o cer las propias in su ficien cias, así
' como las'cuaííclades y capacidades, aprovechándo­
las para h acer el bien sin llam ar la atención ni
requerir el aplauso ajeno: «dichoso aquel siervo
que no se enaltece más por el bien que el Señor dice
y obra por su medio, que por el que dice y obra por
medio de otro. Dichoso el siervo capaz de soportar
con igual pacien cia la instrucción, acusación y
reprensión que le viene de otro com o si se la hiciera
él mismo. Dichoso el siervo que, al ser reprendido,
acata benignamente, se somete con modestia, con-
f ie s a h u m ild e m e n te y e x p ía de b u e n g ra d o .
Dichoso el siervo que no tiene prisa para excusarse
y soporta humildemente el sonrojo y la reprensión
por un pecado en el que no tiene culpa».
• Saber acom pañara «quisiera yo que m e consolase
el pobre-en mi pobreza, el triste en mi tristeza, el
desterrado en m i destierro y el que tiene tan en
peligro su vida com o yo tengo ahora a m ano la
muerte; porque no hay tan saludable ni tan verda­
HUMILDAD PA CIENTE 17

dero consejo com o es el del hom bre que está lasti­


m ado cuando aconseja a otro lastim ado como él».
• Saber quedarse el últim o, pues quien se ensalza
será hum illada. Saber crecer hacia abajo. Las plan­
tas acuáticas que suben a la superficie son agitadas
sin cesar por la corriente. Sin embargo, sus hojas
se reúnen debajo del agua y de ahí proviene su
estabilidad en lo alto. Y aún m ás estables son las
raíces, sólidamente afincadas en la tierra y que las
sostienen desde lo más bajo, pues lo que el árbol
tiene de florido vivc <JeTo~cfcie tiene sepultado.
• S ab er q v itar la micropsijícr, q u e es ten erse en
nada, déprimiT^TMsóquismo. Q uien se tran s­
form a en gusano será pisado, quien se transform a
en estatua será apeado algún día de su pedestal.
¿C uántos sólo se acusan para censurar m ejor el
m undo o la vida y así excusarse?
«A mi a hum ilde no m e gana nadie», contradicción.
«Me falta hum ildad», contradicción. Si la elocuencia
es arte de abultar las cosas pequeñas y de dism inuir las
grandes, Sócrates fue tan grande, que ni siquiera tuvo
la pelig ro sa afectación de fingir falta de afectación.
Los dignos no son ostentosos, los ostentosos no son
dignos. Q uien pretende pasar por sabio entre los necios
pasa p or necio entre los sabios. D entro de los cuatro
m ares todos los hom bres som os herm anos.

1.5. E legancia
En el fondo, la gran m ansedum bre viene a ser ele­
gancia, naturalidad, gracia, herm osa levedad de ser.
E legancia es v estirse de dentro a fuera. El elegante
sabe perder para intentar volver a ganar. M ientras el
eéó latja no sabe perder, e f elegante es maestro del fa ir
p la y ' y hasta perdiendo es m aestro: acepta la derrota
18 CARLOS DÍAZ

propia, conocedor com o es de la condición hum ana. Al


elegante la experiencia de la caída le sirve para ver la
hum ana debilidad, al soberbio las faltas sólo le sirven
para im pacientarse al verse lim itado, y la experiencia
de la caída le enajena, por eso la oculta. Al elegante las
m uchas caídas no le asom bran, aunque no por esperar­
las le parezcan bien, ni trate con ellas de justificar lo
injustificable; el elegante acepta volver a em pezar^ a
pesar de que hubiera avanzado m u c t e tam bién en un
jardín cuidado hay que Volver a q u i t a r ^ m ala hierba,
lo im portante es que a cien xaídas, d eiito una levanta­
das. P ero al sob erb io las^caídas propias le extrañan
porque se Rabia autodeificado, por esó reacciona como
una deidad-herida, haciendo pagar el pato a los demás.
Al eleg an te el cam ino de perfección se le presenta
cóm o algo difícil y trabajoso para lo que es necesario
tiem po, trabajo, constancia y paciencia.
En la pelea §g.,Xúiioce al soldado, en la victoria al
c a b a lle ro . I^a a u d a c ijp d e u n a v id a se h ac e con la
m odestia de cada uno de sus m om entos. f*l éxito está
en p restar la m ism a atención y cuidado a las cosas
pequeñas que a las grandes: hay que aprender a hacer
las cosas pequeñas de la m anera m ás grande. En las
g randes cosas nos m ostram os a veces com o lo que
debem os ser^gn4as-pequeñas siem pre com o somos.
Si la^bnegacHx^n no es m a so q u ism o , ¿ p o r q u é
habría de resulTárlncom patible con el logro del éxito,
cuando precisam en tS a~ yía dO arlíuM Irlád'es'T á clave
del éxito? E¿o que o c u r r í es que hay éxitos verdaderos
y éx ito s cuestíoñaM és. v p o r lo general, los pilares
sobre los que se asienta el superficial lo llevan a prefe­
rir los éptes"foU©s, en los que se com place contra sí
m ism o. Éxito al uso: más san tos que o rn a d ñas, rozar
todas las for-mas de degradación en form a de triunfo. A
veces éxito y testim onio siguen sendas divergentes: es
HUMILDAD PACIENTE 19

en to n ce s (y só lo en to n ce s) cu an d o h ay que optar.
Q uienes bien nos quieren nos desean éxito; quienes
nos quieren bien no nos desearían sin em bargo ciertos
tipos J e éxitos que el m undo rico parece desear por
encim a de todas las cosas. El éxito que proporciona
felicidad, que se aplaude, que m uchos desean es el
ligado al poder, al prestigio y al dinero. Hay, pues,
cierto s éx ito s q u e talm ente tien en el m archam o de
rotundos fracasos.
\ L a delicad^i m ansedum bre se enseña y se aprende
con ejem plos de buenos m odales, trato .amable, pala-
bras afables, respeto, cordialidad, calor hum ano, dul­
zura, serena com prensión, paz interior, acogida y sim ­
patía: siem pre una sonrisa en el rostro, así las cosas
rostro de la elegancia.
( Por éTcóntrario] el quisquilloso, el iracundo, el des-
com roládo’, el bestia, el dom inado ¿ o r la cólera, el des­
com puesto, el que se m olesta y enoja por una nim ie­
d a d , d e m u e s tr a in m a d u re z e in c a p a c id a d p a r a
relacionarse con los dem ás y para dom inar sus m ás rui­
nes tendencias. P or lo general, tras lá irascibilidad, la
grosería y los m alos m o d o s je oculta siem pre'ün débil
y un cobarde. L a (¡lelicá3eza| niega el enaltecim iento;
más alia de ninguna otra escuela, m ás allá de los con-
fu cian o s, los tao ístas p erm an ecían im p asib les ante
c u a lq u ie r e x p re sió n de fo rm a lism o , e sp e c tá c u lo y
cerem onia, rechazando toda presunción, com petición o
vanidad. L a áctitu<| casi rev eren cial de los tao ístas
hacia la hum ildad lo s llevó a honrar a los jorobados y
los lisia d o s. « D e sin te re sa d o co m o el h ie lo _que se
derrite» es una de sus expresiones favoritas.
A unque las personas hum ildes (y por desgracia no
p u ed o h a b la r d e m í en este c a m p o , d ich o sea sin
hum ildad alguna; de todos m odos, en este terreno esta­
m os siem pre en precario, ya que al reconocer que no se
20 CARLOS DÍAZ

es m odesto se puede parecer m odesto...), aunque las


personas hum ildes, decíam os, suelen dar pocos conse­
jos, algunos dan. Valgan los siguientes: m ientras esca­
las los travesaños del éxito, asegúrate de que la esca­
lera esté apoyada en el edificio correcto. Se puede
trepar hasta las m ás altas cumbres, pero no perm anecer
a llí m u ch o tiem p o . Si q u ieres ap la u so , a d e lá n ta te
aplaudiendo a otros. L a gloria rápidam ente lograda
pronto se desvanece. L a victoria tiene m uchas m adres,
y la derrota es huérfana, sin em bargo, el arte de vencer
se aprende en las derrotas. N ada sienta tan bien en la
frente del vencedor com o una corona tejida con los
laureles de la hum ildad. Alguien nos ayudó siempre:
recuérdalo en la victoria. M áxim a victoria: vencerse a
sí mismo.

1.6. F alibilidad
Sólo quien cae puede ofrecer a los dem ás el edifi­
cante espectáculo de levantarse de nuevo. Por m ucho
oprobio que hayam os m erecido, casi siem pre está en
nuestro poder el rehabilitar nuestra reputación.
La vida es una larga lección de falibilidad. Tú no
eres perfecto ni in falible. D on P erfecto sólo quiere
im posiciones, es rígido, no adm ite errores: «deberías
ser el núm ero uno», «tienes que saberte todo perfecta­
m ente». Eso no hace ser más responsable, al contrario,
p ro v o ca angustia; hay que d ejar tra b a ja r con e n tu ­
siasm o y sin reprim ir cuando las cosas no salen exacta­
m ente com o se quieren; adem ás ¿conoces a alguien
que siem pre sea perfecto? ¡Ni siquiera D on Perfecto lo
e s ! Don Perfecto no existe. Si por fallar eres tonto(a),
entonces todos lo somos. No sea la cuestión cóm o eras
en com paración con Fulano, sino si estabas a la altura
HUMILDAD PACIENTE 21

de lo m ejor de ti m ismo. Sé arbusto si no puedes ser


árbol: si no puedes ser sol, sé estrella.
D esde luego, lo ideal para ti es tratar, con todo tu
co razó n y to d o tu esfu erzo, de no co m eter erro res
desde un p rin cip io . Sin em bargo, todos com etem os
errores a lo largo de nuestra vida. En vez de ocultarlos
o negarlos, los escucham os y aprendem os de ellos. D e
sab io s es c a m b ia r de c o n d u c ta c u a n d o ésta n o es
buena. Precisam ente porque tú eres falible, com o los
dem ás, tienes que rectificar tam bién con sinceridad lo
que has hecho mal. Arrepiéntete de tus errores, recti­
fica, enm iéndate. El error puede ser nuestro peor ene­
m igo o nuestro m ejor m aestro, dependiendo de cóm o
lo tom em os. Un error es algo que no deseam os, pero si
llega debe ser un m aestro que nos enseñe a no repe­
tirlo. Tú perm ites a los errores enseñarte y no piensas
que eres to n ta o to n to por co m ete rlo s. C uando las
cosas no van bien, ¡tienes que ponerte a hacer bien las
cosas! Pregúntate: ¿Q ué debo hacer para prevenir que
ocurra algo com o esto?, ¿cóm o puedo elim inar este
tipo de erro res?, ¿qué m e en señ a este error que no
debo volver a hacer?, ¿qué puedo aprender de los erro­
res ajenos?
¿Has pensado que los dem ás a veces te devuelven
lo que tú les has dado? Encerrarse en sí m ism o es poco
rentable, hacerse una idea de sí m ism o sin escuchar lo
que dicen los dem ás conduce a errores sobre la propia
im agen. ¿Y si los dem ás llevaran razón? Por eso has de
perm anecer abierto a su juicio, y no encerrado en la
propia torre de m arfil con obcecación. Pero ¿y si el ju i­
cio ajeno sobre ti m ism o es m enos grato de lo que tú
pensabas? A veces los demás devuelven lo que uno les
da, pero uno no es consciente de ello.
D is c ú lp a te : « lo s ie n to , m e h e e q u iv o c a d o » .
Em pieza de nuevo, si es necesario; tú vales, aunque te
22 CARLOS DÍAZ

equivoques, pero tu error no vale. Tú tienes problem as,


com o toda la gente; pero eso no te convierte a ti m ismo
en problem a. Puedes tener m uchos defectos, pero tu
valor com o persona no cam bia; en todo caso, siem pre
está en tu m ano rectificar.
¿Cóm o superar lo erróneo? A cepta el error y saca
una conclusión positiva de acción y de aprendizaje. La
p ró x im a vez lo harás m ejor. F abrica una idea re a l­
m ente útil, para resolver m ejor los problem as: piensa
positivam ente que la podrás lograr... y actúa. Cuando
algo vaya mal, repite: «yo valgo, a pesar de m is erro­
res», «fallar no m e hace ser m enos com o persona»,
«puedo cambiar, aprender, m ejorar en cada m om ento»,
«ocupo un lugar en el m undo tan im portante com o el
de cualquier otra persona». Estos axiom as te ayudarán
a acejjlaf la realidad tal y com o ella es, con humildad.

1.7. legrjía
H um ildad es siem pre tam bién alegría y gratuidad.
Saber que no se sabe nada es saber imiclio, pero a la
vez es saber nada: Sócrates fue m uy hum ilde por muy
sabio, y muy sabio por m uy hum ilde. Por_siibio que
sea, sólo soy un hom bre. M as, si bien reparam os en lo
anterior, ¿acaso no resp lan d ece tras el ro stro de la
hum ildad el de la justicia? Pues, en efecto, ¿no con­
siste la justicia en dar a cada uno lo suyo, ni m ás ni
m enos, com o lo dice la hum ildad? Sócrates no sólo fue
hum ilde al reconocer su ignorancia, y sabio al cono­
cerla, sino adem ás ju s to al p ro c la m arla dando a la
ignorancia lo que es de la ignorancia y a la sabiduría lo
que es de la sabiduría. ¿A quién podría extrañar des­
pués de todo eso que Sócrates fuese juzgado y conde­
nado por impío, por una sociedad tan ignorante com o
presuntuosa, y por am bas cosas injusta? Vale m ás una
HUMILDAD PACIENTE 23

tristeza genuina que una alegría falsa, si aquélla pro­


cede de la identificación con lo que se es.

1.8. N o estar pendiente de sí


Hum ildad, gom o dice Clive Lew is, no es m ujeres
guapas intentando creer que san feas ü hom bres inteli-
g e ^ ^jca^ando de ¿ ^ v encerse de que son tontos, sino
qna m ujer bella consciente de su BeIleza"'péro a la que
no da excesiva im portancia y en la que no se recrea, y
a la que no utiliza pára esclavizar a auienesJ e rodean,
p referentem ente del sexo m asculino.(T am poc|) con­
siste en p en sar lo contrario y calificarlo sicológica­
m ente de autoestim a, que queda m uy bien. Hum ildad
-|es‘ considerar, a ser'posible no m ás de un seriando, los
propios valores y las propias realizaciones y quedarse
luego tan contento com o si fueran de otro. Y esto no es
\ una técnica: es pura y llana objetividad. Porque todo
'' nuestro talento es prestado. Y nadie puede enorgulle­
cerse del preciado autom óvil que la generosidad de un
am igo nos perm ite conducir.
L a hum ildad es, pues, la verdad, pero ésa es una
descripción probablem ente dem asiado bella para ser
tenida en cuenta en cada m om ento de nuestra vida, en
la calle, a la hora de ejercitarla. P or eso me parece m ás
útil la definición anterior: no estar pendiente de uno
m ismo. A lgo tan sencillo... y tan difícil: ¡vivimos tan
apegados al ego, le tenem os tan cerca, nos presiona
tanto!

1.9. No justificarse
L a persona hum ilde no sufre ansiedad ni enojo si
sus valores personales no son exaltados o reconocidos,
ni tiende a hacer gala de ellos, por tanto es pacífica y
dialogante, abierta alegrem ente a los demás: en el pre-
24 CARLOS DÍAZ

tencioso, la necesidad de que se le reconozcan y exal­


ten valores que a veces no tiene le m antiene constante­
m ente inquieto e inseguro, puesto que para él el reco­
n o c im ie n to s o c ia l es u n a im p o r ta n te f u e n te d e
seguridad. Para la persona segura de sí, el reconoci­
m iento social no es más que una fuente de segundo
orden en su autoestim ación. D e este m odo, y contra las
apariencias, el m odesto suele ser una persona que se
autoestim a m ás que el pretencioso, se preocupa menos
por lo que lo valoran los dem ás y basa su autoestim a
en valores reales. Esto im plica independencia y seguri­
dad en su criterio, que le hace m enos vulnerable a la
carencia de gratificaciones sociales y m antiene su sere­
nidad cuando éstas no le son ofrecidas. M uchos artis­
tas y hom bres de ciencia han tenido esas característi­
cas, que de faltarles les hubieran hundido en un m undo
de resentim ientos, desconfianza e inactividad, ya que a
veces sus m éritos no fueron apreciados hasta después
de su muerte.
Excusa no pedida respecto del yo, acusación m ani­
fiesta; muchas excusas convencen m enos que una sola.
Sé riguroso contigo, recom ienda Larrañaga: m ira que
el Yo te va a reclam ar ahora un bocado de autocom pa-
sión. L uego te exigirá un m om ento de autosatisfac-
ción, más tarde te llorará pidiéndote que lo defiendas,
te suplicará que no lo dejes en ridículo, te hablará en
nom bre de la razón y de la objetividad, te sacará a relu­
cir conceptos elevados com o autorrealización u otros.
N o te dejes ofuscar, m antente frío, sé im placable: no le
des s a tisfa c c io n e s a esa fie ra h a m b rie n ta . C u an to
m ejor la alim entes, m ayor tiranía ejercerá sobre ti. Si
hablan desfavorablem ente de ti, no te im porte nada,
quédate en silencio, no te defiendas, deja que se desan­
gre el am or propio. No te justifiques, dando explica­
ciones para quedar bien, si tus proyectos no salieron a
HUMILDAD PACIENTE 25

la m edida de tus deseos. Es preferible un poco m ás de


hum ildad, que un poco más de prestigio. No busques
aprobación y elogios en tus actuaciones ni abierta ni
disfrazadam ente. Si calculas que, presentándose ante
ese grupo, te van a felicitar por tu actuación, no vayas.
Hay m aneras disfrazadas de m endigar elogios: evíta­
los. Evita hablar de ti m ismo o de tus asuntos. N o bus­
ques disfrazadam ente aplausos ni parabienes. Es sobre
todo en tu intim idad donde se libra la principal lucha
liberadora: rectifica incesantem ente las intenciones.
N o saborees, rum iándolas, las actuaciones felices. En
lugar de ello, rem ite a Dios la gloria de tus realizacio­
nes. En la m edida en que D ios es m enos para mí, yo
soy más en m í, para mí, aum entando el am or propio:
vanidad, búsqueda de sí, resentim ientos, vacíos afecti­
vos, rivalidades, tristezas, m anías de grandeza, necesi­
dad de autocom pasión, m endigar consolación... E sta­
m os en el fondo del barranco. Y no transform es esta
lucha liberadora en un deporte ascético, sino en segui­
m iento de las pisadas de Jesús.

1.10. N o querer ser algo en nada


G randeza de los hum ildes: llegan hasta lo profundo
de su pequeñez, de su m iseria, de su vacuidad, allí
donde ya no hay nada, donde sólo hay todo. Helos ahí,
solos y desnudos, iguales a cualquiera, expuestos sin
m áscaras al am or y a la luz.
«Para venir a gustarlo todo,
no quieras tener gusto en nada.
P ara venir a poseerlo todo,
no quieras poseer algo en nada.
Para venir a serlo todo,
no quieras ser algo en nada.
Para v en ir a saberlo todo,
26 CARLOS DÍAZ

no quieras saber algo en nada.


Para venir a lo que no gustas,
has de ir por donde no gustas.
P ara venir a lo que no sabes,
has de ir por donde no sabes.
P ara venir a lo que no posees,
has de ir por donde no posees.
P ara venir a lo que no eres,
has de ir por donde no eres...
Cuando reparas en algo,
dejas de arrojarte al todo.
Porque para venir del todo al todo
has de negarte del todo en todo.
Y cuando lo vengas del todo a querer,
has de tenerlo sin nada querer.
Porque, si quieres tener algo en todo,
no tienes puro en Dios tu tesoro».
En esta desnudez halla el alm a espiritual su quietud
y descanso, porque, no codiciando nada, nada le falta
hacia arriba y nada le oprim e hacia abajo, porque está
en el centro de su hum ildad. Porque cuando algo codi­
cia, en eso m ism o se fatiga. Laxitud, abandono.

2. Expresado en parábolas
Parábola de los grandes ríos y el m ar
L os grandes ríos y el m ar son los reyes de los cien
arroyos y b arran co s, p orque saben abajarse. A sí, el
sabio que quiere ser superior al vulgo se abaja en sus
palabras. Para anteponerse al vulgo, se pospone. Dice
la hum ildad: en el m undo todos m e tienen por grande,
pero no lo parezco; porque soy grande, no lo parezco.
Si lo pareciera, haría tiem po que habría dejado de serlo;
HUMILDAD PACIENTE 27

sería muy pequeña. ¿De qué están hechos los ríos que
se desbordan e inundan los campos, sino de pequeñas
gotas de agua? U na pequeña filtración no reparada a
tiem po provoca, a la larga, el hundim iento del barco.
La nieve recién caída se derrite con facilidad. Pero, si
se libra de la acción del sol, se endurece. Y, si se acumula
año tras año resistiendo los cambios del clima, se con­
vierte en un glaciar, en una gran roca de hielo. Algo pare­
cido ocurre con nuestros pequeños fallos. Fáciles de eli­
m inar al principio, se van acumulando y endureciendo
poco a poco y, cuando escapan por mucho tiempo a la
acción correctora, se hacen casi incorregibles.

Parábola del león y las avispas


Un león puede m atar a un hom bre de una sola den­
tellada; una avispa, no. Pero, si un ser hum ano tiene la
desgracia de caer en un avispero, ¿no es cierto que a la
larga va tam bién a m orir a causa de las miles de pica­
duras de las pequeñas y frágiles avispas?

Parábola del estudiante de m edicina


Un estudiante de enferm edades pulm onares m ira en
una habitación oscura por rayos X trazos indefinidos
en una pantalla fluorescente situada contra el pecho del
paciente y oye el com entario que hace el radiólogo a
sus ayudantes, en un lenguaje técnico, sobre los rasgos
sig n ificativ o s de esas som bras. E n un p rincipio, el
estudiante se encuentra com pletam ente confundido ya
que, en la im agen de rayos X del pecho, sólo puede ver
las som bras del corazón y de las costillas que tienen
entre sí unas cuantas m anchas com o patas de araña.
Los expertos parecen estar im aginando quim eras; él no
puede ver nada de lo que están diciendo. Luego, según
28 CARLOS DÍAZ

v ay a e s c u c h a n d o d u ra n te u n as c u a n ta s se m a n a s,
m irando cuidadosam ente las im ágenes siem pre nuevas
de los diferentes casos, em pezará a com prender; poco
a poco se olvidará de las costillas y com enzará a ver
los pulm ones y finalm ente, si persevera, se le revelará
un rico panoram a de detalles significativos: de varia­
ciones fisiológicas y cam bios patológicos, cicatrices,
infecciones crónicas y signos de enferm edades agudas.
H a entrado en un m undo nuevo. Todavía ve sólo una
parte de lo que pueden ver los expertos, pero ahora las
im ágenes tienen p or fin sentido, así com o la m ayoría
de los com entarios que se hacen sobre ellas. H a pre­
guntado antes mucho.

Parábola budista del elefante


«¡Bonzos! U na vez un rey dirigió un día la palabra
a uno de sus hom bres: ‘ve y reúne en un lugar a todos
los ciegos que encuentres en Sawatthi, y m uéstrales un
elefante’. El hom bre cum plió lo ordenado, m ostró el
elefante a los ciegos, y les dijo: ‘¡ciegos, esto es un
elefante!’. A uno le presentó la cabeza del elefante, al
segundo las orejas, al tercero un colm illo, a otros la
trom pa, el lomo, un pie, la nalgas, el rabo, el extrem o
peludo del rabo. Y a todos les fue diciendo que se tra­
taba de un elefante. Llegó el m om ento en que el rey
preguntó a los ciegos: ‘Ciegos, ¿os han m ostrado ya el
elefante?’ ‘Sí, M ajestad, nos han m ostrado el elefante’.
‘D ecidm e entonces, ciegos, ¿cóm o es un elefante?’.
Los ciegos que habían exam inado la cabeza del ele­
fante dijeron: ‘un elefante es com o un caldero’. Quie­
nes habían palpado la oreja: ‘un elefante es com o un
gran abanico’. Los que habían exam inado el colm illo:
‘un elefante es com o una reja de arado’. Aquellos que
habían exam inado la trom pa del elefante: ‘un elefante
HUMILDAD PACIENTE 29

es com o el tim ón de un arado’. Y lo m ism o ocurrió con


los dem ás. Según hubieran palpado el lom o, el pie, las
nalgas, el rabo o la punta peluda del rabo, com pararon
el elefante con un granero, un pilar, un alm irez, una
estaca o una escoba. Y, en m edio de los gritos de ‘¡Así
es un elefante, un elefante es así; así no es un elefante,
un elefante no es así!’, em pezaron a darse puñetazos.
M ie n tra s ta n to , oh b o n z o s, el re y se d iv e rtía en
extremo».

Parábola de la carpintería
En la carpintería hubo una extraña asamblea. Fue
una reunión de herram ientas para arreglar sus diferen­
cias. El m artillo ejerció la presidencia, pero la asam ­
blea le notificó que tenía que renunciar. ¿La causa?
¡Hacía dem asiado ruido! Y adem ás se pasaba el tiem po
golpeando.
El m artillo aceptó su culpa, pero pidió que tam bién
fuera expulsada la garlopa. ¿Por qué? H acía todo su
trabajo en la superficie. N o tenía nunca profundidad
en nada.
L a garlopa aceptó a su vez, pero pidió la expulsión
del tornillo. A dujo que había que darle m uchas vueltas
para que al fin sirviera para algo.
Ante el ataque el tom illo aceptó tam bién, pero a su
vez pidió la expulsión del papel de lija. Hizo ver que
era muy áspero en su trato y siem pre tenía fricciones
con los dem ás.
Y el papel de lija estuvo m uy de acuerdo, a condi­
ción de que fuera expulsado el m etro, que siem pre se
pasaba m idiendo a los dem ás con su m edida, com o si
fuera el único perfecto.
En eso entró el carpintero, se puso el delantal y se
fue al banco p ara iniciar el trabajo. U tilizó el m artillo,
30 CARLOS DÍAZ

la garlopa, el papel de lija, el m etro y el tornillo. Final­


m ente la tosca m adera inicial se convirtió en un lindo
m ueble.
C uando la carpintería quedó nuevam ente sola, la
a s a m b le a re a n u d ó la d e lib e r a c ió n . F u e e n to n c e s
cuando tom ó la palabra el serrucho, y dijo: «señores,
ha quedado dem ostrado que tendrem os m uchos defec­
tos, pero el carpintero trabaja con nuestras cualidades.
E so es lo que nos hace valiosos. A sí que no pensem os
ya en nuestros puntos m alos y concentrém onos en la
utilidad de nuestros puntos buenos».

3. Condición poliédrica de los vicios contrarios


a la humildad
3./. Soberbia
\
i A quel gallo estaba convencido de que era la poten-
^ cia y belleza de su canto lo que hacía despertar al sol
cada m añana. U n día, agotado, se quedó dorm ido y
^ descubrió que eran los rayos del sol quienes hacían
posible el am anecer, y no su canto. Pero, com o gallo
v ,-í que canta dem asiado rato, se lastim a la garganta. Tú no
^ ^ te envanezcas, hijo m ío, que no hay vanidad que cien
^ años dure; no seas gallo vanidoso, que no sirve para
gran cosa: ¿o es que piensas que el sol ha salido esta
, m añana para oirte hacer gárgaras?
L a soberbia nunca baja de donde sube, pero siem ­
p re cae de donde subió. L a tenem os tan dentro de
v n o so tro s, que aún d esp u é s de m u erto s tard a unos
m inutos o unas horas en salir del cadáver; en algunos
casos, no sale nunca. El soberbio es com o hierba que
crece en los tejados, está m uy alta, pero no tiene raíz, y
se seca antes incluso de ser arrancada. Se parece a un
globo hinchado (m áxim a contradicción: estar lleno de
HUMILDAD PACIENTE 31

vacío). «A m í a hum ilde no m e gana nadie». ¿N adie?


Quienes viajan p o r la carretera de la soberbia encuen­
tran dem asiado tráfico, y se exponen a choques fre­
cuentes: tú ap ro v ech a la au to p ista (sin peaje) de la
m odestia, que adem ás va vacía.
Se conoce a un soberbio porque q u i ere ’i rn~p'oñer} a
toda costa su propio punto de vista, obligando a que le
vean com o él quiere ser visto, pues la soberbia es pro-
yectiva: quien tiene ictericia todo lo ve am arillo. V ul­
nerable e irritable, cualquier com entario adverso, o que
a él se le antoja tal, parece instalarse com o una quem a­
dura en su piel, por eso echa kilos de crítica sobre sí
m ism q p a ra evitar, an ticip án d o se, aquello que m ás
teme: per criticad^ p or los dem ás (si no ha sido sufi-
c ien tem en te" rápido y el dardo ajeno llega antes que el
propio, se enfada o deprim e); con él hay que m edir las
palabras, pues exige veneración por su persona, sus
sentencias y sus cualidades: tiene resentim iento por las
supuestas injurias de que ha sido objeto, su vida se ha
trastornado por u n a m irada aviesa o una palabra acida
pronunciada años atrás; la autoestim a ajena le parece
una evaluación errónea, y el egoísta ajeno una persona
de mal gusto que se interesa más en sí m ism o que en
m í> E l soberbio siem pre quiere tener razón (prim ero
dispara y luego dibuja la diana en torno á su tiro); se
hace valer a cualquier precio; en todo pretende figurar,
y cuando pierde insulta y echa las culpas a otros; todos
deben aplaudirle; si alguien le advierte de una falta, se
enfada porque adm ira sus propios defectos: «¿Por qué
no cesas de croar? M e encanta m i voz», respondió la
ra n a . N^_3 be_^edif~pfeM Qn^a n a d ie ; m ie n te p a ra
hacerse el interesante; es envidioso com o esa rana que
vió co rn ífherraban al caballo y presentó tam bién sus
p atas; si no le salen bien las cosas se desanim a en
seguida; cree que no necesita de nadie; es insolente en
32 CARLOS DÍAZ

la prosperidad, y servil en la adversidad. Resum iendo:


en su «Escala del paraíso», san Juan Clím aco observa
que un m onje orgulloso no tiene necesidad de ser per­
seguido por el diablo: él es su propio demonio.

Parábola del cuervo y la zorra


Un cuervo que había robado un trozo de carne se
posó en un árbol, y una zorra que lo vio quiso adue­
ñarse de la carne(1p detuvo y em pezó a exaltar sus pro-
porciones y belleza, diciéndole además que le sobraban
méritos para ser el rey de las aves y que sin duda podría
serlo si tuviera voz. Pero, al querer dem ostrar a la zorra
que tenía voz, dejó caer la carne y com enzó a lanzar
grandes graznidos. Aquélla se lanzó y, después que le
arrebató la carne, dijo: «cuervo, si tam bién tuvieras ju i­
cio, nada te faltaría para ser el rey de las aves».

3.2. Orgullo
Los peores grupos son los que están com puestos
por un hom bre solo. Si el soberbio quiere que sus valo­
res sean reconocidos en dem asía por los otros, o que le
reconozcan m éritos que no posee, el orgulJoso^puede
adem ás perm an ecer en una Actitud narcisista, ence-
rrado en su torre de m arfil, s i n ^ a r e ñ te~n ec es id a d de
i que eríriu'iído le valore, e incluso d esprecian do aparen-
tem en te la o p in ió n ajena. E n realidad, su posición
q altiva es üri infantil m ecanism o de defensa m ediante el
cual procura evitarse el dolor que produce-gl no reco­
n ocim iento ajeno. En el fondo, ^íl o rgullosq es m ás
%*&' d éb il de lo que q u iere aparentar: n ad ie sabe tantas
!.>
cosas m alas de si rn tsm írco m o él, y a pesar de ello
-c nadie piensa tan bien de sí m ism o com o él m ism o; si
hubiera de tolerar a los dem ás lo que se perm ite tolerar
] a sí mismo, la vida sería insoportable: jam ás se despoja
HUMILDAD PACIENTE 33

de su orgullo, pues cuando pasa revista a sus defectos


lo hace a todo galope. El orgullo no quiere deber, y el
am or propio no quiere pagar. El m ism o orgullo que
nos conduce a censurar los defectos que creem os no
tener nos lleva a despreciar las cualidades que no pose­
em os; asim ism o, nos im pide conocer aquellos rem e­
dios que podrían curar nuestros defectos.
San G regorio señala cuatro causas del orgullo des­
medido (soberbia)/atribuirse a sí m ism o lo'S bienes que
se han recibido de Dios; creer que los hem os recibido
en atención a nuestros propios m éritos; jactarse de bie­
nes que no se poseen; d esear ap arecer com o único
poseedor de tales bienes, con desprecio de los demás.
^ El orgullo de J e s j nediocres consiste en atribuirse todos
los m éritos ajenos para hablar siem pre de sí m ism os; el
* d é lo s grandesTíom bres es no h ablar nunca d e e llo s ,
agradeciendo los propios m éritos a los demás. Quien
sin serlo se cree genio razona así: la aparición de un
/genm se reconoce porque todos los necios se conjuran
cofítra_él. En reiu m en T lT ácér una C orona resü ltíi m á s
difícil que hallar una cabeza digna de llevarla.

3.3. Timidez desm edida


Se ha dicho despectivam ente que la m odestia es la
virtud de los asnos, el género de orgullo que m enos
desagrada, la virtud de los im béciles, el últim o refina­
m iento de la vanidad, y que si uno se sustrae a los elo­
gios no es p o r m odestia, sino p ara ser elogiado dos
veces. Eso puede ser, en todo caso, la falsa m odestia,
p ero h ay u n a m o d e s tia m ás m o d e s ta q u e la fa ls a
m odestia, y es la verdadera m odestia, la cual no tiene
nada que ver con el exceso de tim idez.
La timidez^-cuando es-exce-BAUi v enferm iza, puede
ser u n a v a ria n te d el o rgullo: el tím id o suele darse
34 CARLOS DÍAZ

dem asiada im portancia. L a tim idez se com pone del


deseo de agradar y del tem or de no conseguirlo, pero
se resuelve en la desconfianza del am or propio, que
deseando agradar tem e no conseguirlo, y en tem or al
am or ajeno, que se rechaza p o r tem or a su posible
herida. Los resultados sotunalos^jp no son dem asiado
buenos, pues quien pide con tim idezTnvita a negar.

3.4. Vanidad, jactancia, presunción, fam oseo,


ostentación
Sale a pasear, y ya está saboreando aquel elogio que
le hicieron, aquel éxito, aquel aplauso. Sujn stin to i es el
de una serpiente de m il cabezas, siem pre con alguna
cabeza levantada pidiendo una m anzana de autosatis-
facción. Pero, com o tiene mil cabezas, a la vuelta de la
esquina y en el m o m éñ lo T ñ eñ o l^^
cabeza alim éñlándff a fy o : ¡qué cansancio! La vanidad
es el am or desordenado a ser estim ado p or los demás, el
hablar de sí m ism o o ^ 'C o d o lo que pueda redundar en
la propia alabanza. \Un caracol)jactancioso que estaba
subido sobre un obelisCcrtfiifo el rastro qüe dejaba su
propia baba, y exclam ó ufano: «¡ahora com prendo que
dejaré una huella para la histoñat»7Sn"M ^estad el Ego,
h in c h a d o ; tu m e sc e n te : aq u e l p re su n tu o so p uso un
buzón de correos sobre su propia tum ba para contestar
las cartas. A quel otro, con gesto heroico, quería morir
sólo para que labrasen en su tum ba u n epitafio a la
altura de tan altivo gesto: «yo le dije: usted tiene que
morir, m aestro. Si usted m uere, queda redondeada su
vida ejemplar. N o correrá el riesgo de contradecirse».
He ahí algo estúpido. Hay gentes tan_armgantes-quejiQ.
son capaces de alabar a un^granhom bre al queadm iran,
HUMILDAD PACIENTE 35
"O
conduce a ellos m ism os. Se agolpan hacia la luz no
para ver mejor, sino para brillar más.
Si el soberbio se com place en la propia excelencia,
el vanidoso se com place^fin-e^reconocim iento que los
dem ás le tributai^.Vf^vanidoso jio sólo vocea su ego-
ísmo, sino que para preservarle aplica su oído a tódo,
por si selialjla de él. Ahora bien, señal de tener gastada
la fam a'pfópia es cuidar de la infam ia ajena; por el con­
trario, escuchando con paciencia se saca partido incluso
de los que h a b la n m al y ap resu rad am en te. C uando
alguien está deseando oir algo que le interesa, bastará
con que se lo digan una vez y a m edia voz; por el con­
trario, cuando le digan algo que no quiera oir, habrá que
repetírselo m uchas veces y en voz alta; aún así, no se
dar i por enterado, Generalm ente ía .v ániclád"procede!de
Ja soberbia: quier^se jbstim a m ás de lo que vale desea
ser muy estim ado por los dem ás. S fd ~ o rg u llo com e
vanidad y^ceña desprecio, si devora nuestras propias
entrañas, la vanidad es un loro que salta de ram a en
ram a y cotorrea a plena luz: cuando no puede jactarse
de otra cosa, se jacta de su desventura. La vanidad de
los dem ás resulta insoportable porque hiere la suya.
{^i el soberhio e s críticoJ(ci'i ti cará ásperam ente su
propia obra, recalcando todo tipo de defectos; con ello
intenta evitar aquello que m ás tem e, a saber, que otro
sea el que señale esas deficiencias: no podría sopor­
tarlo), pues no se vanagloria de los propios m éritos,
está perpetuam ente concentrado en sí m ismo; com o el
len guaje siem p re traiciona, es fá c il reco n o cer a un
soberbio en esa-jpeisoiia que emplea_enjexceso la pri­
m era persona del singular («com o yo siem pre digo»),
sin em bargo la vanagloria (o presunción, o jactancia, o
inm odestia: los tuaregs del desierto disponen de m ás
de cien nom bres para designar al m ism o cam ello) del
vanidoso es dem asiado evidente. Tras él hay una per­
36 CARLOS DÍAZ

sona que no sabe aceptarse a sí m ism a, sin autoestim a,


p ro b ab lem en te la que m ás sufre, p o rq u e es la que
m enos se aprecia y m ás necesitada está de ser el centro
de atención. Si además es inteligente y se da cuenta
p ero no puede ev itarlo, p ad ecerá gran sufrim iento:
nunca se es tan ridículo por las cualidades que se tie­
nen, cuanto por las que se aparenta tener (dim e de qué
presum es y te diré de qué careces), de ahí el desa­
liento, causa a su vez de nuevas caídas: quien siendo
asno se crea gam o, se desengañará al saltar una zanja.
A quien m ás hace sufrir el jactancioso, después de
sí m ismo, es a otro jactancioso: am bos rozan frecuen­
tem ente porque cada uno de ellos se ve orillado o nin-
guneado p or el otro, dada la infinita avidez de vanaglo­
ria que am bos precisan. De los roces y choques de sus
fallas tectó n icas em ergen v io len to s y perm an en tes
seísmos. Junto a ellos no cabe la paz, pues son volca­
nes en erupción perm anente, aunque erupten fum aro-
las, o fango.
El p re su n tu o so evita las p eq u e ñ as v irtu d es que
pasan in ad v ertid as y busca las virtudes «vistosas».
Ignora que río ancho no hace ruido. Tú, aunque seas
m andarín, ten en cuenta que no eres m ás que el hijo de
tu m ad re; re c u e rd a que los h o m b res de v erd ad ero
m érito prefieren ser requeridos, los presuntuosos se
presentan p or sí solos, y sus arm as favoritas son la
grandilocuencia y el retoricism o hueco.
Q ué suplicio oír declam ar pom posam ente un frío
discurso o p ronunciar versos m ediocres con todo el
énfasis de un mal poeta. L a vanidad es la espum a del
vanidoso, todos los dem ás le adm iran, y por eso es
parco en hablar, salvo cuando se trata de sí m ism o. Por
el contrario, la m odestia es respecto al m érito lo que
las som bras son en relación con las figuras de un cua­
dro: le dan fuerza y relieve. N adie está libre de proferir
HUMILDAD PACIENTE 37

se n te n c ia s a b s u rd a s , lo m a lo es d e c irla s en to n o
solem ne y académ ico: el intelectual usa más palabras
de las necesarias para decir m ás cosas de las que sabe,
aunque no sólo el intelectual. P ero entre un intelectual
culto y un erudito a la violeta abundantoso en citas de
otros existe la m ism a diferencia que entre un libro y un
índice de m aterias. D e todas las pedanterías, la m ás
pintoresca es la de los sabios por oposición, los cuales
se construyen una jerg a ininteligible y no se com uni­
can con nadie a no ser con otros tan vanidosos com o
ellos, ideolecto oscuro que es retórica de la apariencia.
Y, luego, a esa m ediocridad p agada con fondos del
Estado, de la que salen tesis doctorales (ser doctor es
una cosa, d o cto o tra), le llam an filo so fía. En todo
departam ento universitario hay siem pre algún podio
para los m ás severos críticos (ciegos que discuten los
colores del arco iris) y otro para los hipercríticos o crí­
ticos esp ecializad ísim o s (quienes no tuvieron éxito
com o pintores se convierten en restauradores de cua-
dros. los escritores fracasados en críticos). Ser crítico
es practicar un oficio, ser criticón es dar rienda suelta a
un a baja debilidad^, el crítico construye, el criticón des­
truye. O rdinariam ente se habla m al del prójim o m ás
por vanidad que por malicia: al hablar de los dem ás,
sólo busca hablar de sí m ismo. E n realidad el crítico se
( jacta de lo difícil que es satisfacerle, por eso expresa la
im potencia del D on Nadie. T riste tam bién su alma: un
' hom bre a quien nada gusta es m ucho m ás desgraciado
e^que el que no gusta a nadie. N ingún genio fue nunca
„ enardecido p or el aliento de los críticos.
^ Junto a los oscuros e (hiper)críticos están los arcai-
T zantes, aquellos que debido a su tortícolis perm anente
0 se rem ontan a los presocráticos para nunca decir nada
1 del hoy: la A ntigüedad seguram ente se inventó para
\ que ellos com ieran. Los seudom etafísicos -b u e n caba-
38 CARLOS DÍAZ

lio en el establo, rocín en el c a m in o - dicen que se


entienden, pero no lo creo: sólo sirven para hacem os
caer en la cuenta de que todo cuanto llegam os a com ­
prender no valía la pena com prenderlo. Las discusio­
nes m etafísicas se parecen a los globos de aire: cuando
revientan sus vejigas no queda nada, com o en el mito
de Pandora. ¿Para qué, pues, el m etafisico? Para pro­
porcionar frases a quienes no piensan: la tal industria
será siempre próspera.
A unque hay diferencias de m atiz, entre vanidad,
jactancia, presunción, fam oseo, ostentación y sim ilares
existe un evidente aire de fam ilia, com o si la natura­
leza hubiese ordenado las cosas de m anera que todo
sea vano y p arezca real. U n poco de esplendor, un
poco de polvo: ¿es un héroe o una m ariposa? H ace
falta mucho ingenio para no naufragar en la populari­
dad. Pero la im portancia sin m érito no obtiene ni res­
peto ni estim a duraderos. Si la vanidad no echa por tie­
rra todas las virtudes, por lo m enos las hace vacilar,
por eso el precio de ,1a fam a es el desprecio de la vir­
tud: todos los vicios de m oÍ3i''pa§anpoF V Írtudesria
autoridad de la m oda es tan absoluta, que nos fuerza a
ser ridículos para no parecerlo.
Fam a viene de fe m i, decir (faina: lo que se dipe), y
su últim a dentellada,de voracidad esLviyi^jia ra labrarse
u n epjjàfìo. .n a rc is is ta : q u ien es se preo cu p an p o r la
fam a postum a olvidan que quienes les recuerdan tam ­
bién m orirán pronto, y tam bién aquéllos que les suce­
dan. La fam a es tan dulce, que incluso se la am a unién­
dola a la m uerte; sin embargo, es com o la cocina: no
conviene ver las m anipulaciones preparatorias, o com o
un globo lleno de aire enrarecido del cual salen gran­
des intoxicaciones cuando en él se hace un agujero.
Vanidad de vanidades y todo vanidad, vacío de vacíos
y todo vacío es quien se cree pleno de plenitudes y
HUMILDAD PACIENTE 39

todo plenitud. No existe persona tan vacía com o aque­


lla que está llenísim a de sí, ni tan opaca com o la que
piensa brillar m ás, aunque m uchos se agolpen hacia la
luz no para ver mejor, sino para brillar más. L a rueda
más deteriorada del carro es la que hace más ruido; los
v an id o so s so n b o te lla s de cu e llo estre ch o : cu a n to
m enor es su contenido, tanto m ayor ruido hacen al
vaciarlas; el cubo vacío siem pre está encim a, lleno de
vanidad vacía; el gorrión que vuela detrás del halcón
cree que éste huye de él. Y así sucesivam ente.
El m alo se hace pésim o cuando finge ser bueno.
A unq u e cu a n to m ás h ab lam o s de n u estro s m éritos
m enos nos creen los dém ásrnff pocos hom bres'falsean
la verdad, prefieren parecer a ser~ ser valorados p o r lo
que pareceñ“T e r ;^ lío |»OT T6~qüF”son en realidad. Real­
mente, e í com erció m ás lucrativo consistiría en com ­
prar al vanidoso p o r lo que vale y en volverlo a vender
p o r lo que él dice que vale. C alza unos zapatos de
tacón alto: siem pre seguirás m idiendo lo que m ides.
Todas las cosas fingidas caen com o flores secas, no
hay falsedad que tenga larga vida. A sí pues, tú no te
estires m ás de lo que alcanza la cobija; m ientras vivas,
guárdate de ju zg ar a los hom bres por el gesto: las per­
sonas nun ca son m ás rid iculas que cuando quieren
parecer lo que no son.
L a ostentación es jactan cia y vanagloria, pero de
form a m anifiestam ente exterior y visible, algo sim ilar
a una presunción incontenida, tosca, basta, y en esa
m edida m enos refinada. L a ostentación llam a la aten­
ción a voces, m ientras que la presunción es m ás sibi­
lina y cerebral.
El ostentoso gasta dinero que no tiene para com prar
cosas que no necesita, a fin de im presionar a gentes
que no le agradan. Del m ism o m odo, gasta m ucho en
palabras, olvidando que las cosas m ás grandes no se
40 CARLOS DÍAZ

pueden decir m ás que sim plem ente, pues se estropean


con el énfasis; por eso, es necesario decir noblem ente
las m ás pequeñas, que sólo se sostienen por la expre­
sión, el tono y la m anera. M ás aún: si lo que vas a decir
no es m ás bello que el silencio, no lo vayas a decir.
Generalm ente los elefantes se dibujan m ás peque­
ños que al natural, pero la pulga siem pre más grande.
L a o sten tació n ra d ic a en q u erer llam ar la atención
sobre la form a de com portarse, sobre la fastuosidad en
el m odo de vivir, y sobre las cosas singulares o llam ati­
vas que realizam os. A esos el viajar no les sirve para
ensanchar su m ente, sino para propagar por más sitios
su estrechez de miras.

Parábola de N asruddin y el Califa


Aquel día, todos los filósofos, teólogos y doctores de
la ley fueron reunidos en el tribunal para asistir al juicio
del m ullah N asruddin, a quien se acusaba de hereje.
Antes sin embargo se organizó entre ellos una trem enda
disputa acerca de quién era el más sabio de todos. Para
decidirlo, las respuestas a la pregunta sobre la constitu­
ción de la materia fueron escritas y entregadas al Califa.
Uno decía: está hecha de la nada; otro: de moléculas;
otro: de energía; otro: de luz; otro: de esencia metafí­
sica... Entonces Nasruddin dijo al Califa: «cuando se
pongan de acuerdo acerca de lo que es la m ateria estarán
en condiciones de juzgar asuntos del espíritu, pero ¿no
es extraño que no puedan ponerse de acuerdo en algo de
lo que ellos mismos están hechos y, sin embargo, sean
unánim es a la hora de decidir que yo soy un hereje»?

P arábola del ostentoso y el camarero


El ostentoso llam a al cam arero, tuteándolo, para
decirle en voz alta que quiere ser servido por el maitre,
HUMILDAD PACIENTE 41

el cual se a c erc a ap resu rad am en te. R ep asa la lista


com o si fuera el plano de un tesoro escondido; discute
sobre la posibilidad de hacerse preparar un plato com ­
plicadísim o, para term inar aceptando los fideos con la
condició n de que sean « esp eciales» ; si hay cocido
quiere carne asada, y si hay carne asada se m aravilla
«grandem ente» de que no haya cocido. Q uiere el hielo
«de costum bre» y m ira a su alrededor satisfecho. A la
señora que tiene cerca le dedica una m irada con inten­
ciones profundas y viriles.

Parábola de la rana que deseó ser buey


Vio cierta rana a un buey, y le pareció bien su cor­
pulen cia. L a p o b re no era m ay o r que un h u ev o de
gallina, y quiso hincharse hasta igualar en tam año al
fornido anim al: « M irad, herm anas, decía a sus com pa­
ñeras, ¿no soy aún tan grande com o él?» Y el bichuelo
infeliz hinchóse tanto que reventó.

3.5. Hipocresía
¡Cuántos quim onos de seda sobre cuerpos de asnos,
com o si la barba hiciese al filósofo! ¿Sabe el hipócrita
que nadie puede llevar la m áscara durante dem asiado
tiem po? En tiem pos de hipocresía, cualquier sinceri­
dad parece cinism o. Para el hipócrita, ser sincero no es
decir todo lo que se piensa, ni lo contrario de lo que se
piensa, es sobre todo decir algo con doblez, algo que
no pueda llegar a ser descubierto, algo que nunca sea
la últim a palabra, la que coincide con la hum ilde reali­
dad de lo que es.
L a hipocresía consiste en adornarse con apariencias
de virtud para ocultar las propias faltas y lim itaciones,
pues en ese m undo ser natural es la m ás difícil de las
poses. D isim ular, poner cam isa lim pia al carácter, eso
42 CARLOS DÍAZ

es la h ip o cresía: sab id u ría del cocodrilo, que llo ra


m ientras devora a sus víctim as. H ipócrita es el que
profesando virtudes que no respeta se asegura la ven­
taja de p a re c e r lo que d esp recia. C on ra zó n se ha
denostado a la h ip ocresía com o el hom enaje que el
vicio rinde a la virtud, o com o uno de los artificios de
que se vale el vicio para hacerse m ás interesante. E sta­
mos tan habituados a ser hipócritas con los dem ás, que
acabam os por serlo con nosotros m ism os.
C uando el h ip ó crita se d iscu lp a sienta las bases
para una futura ofensa, pues para él la m isericordia no
es sino la virtud que am an los delincuentes sorprendi­
dos; si confiesa sus defectos es para reparar la pérdida
de estim ación de los demás; si proclam a los pequeños
defectos es para persuadir a los dem ás de que no los
tiene grandes; si se arrepiente no es tanto por un pesar
por el m al causado, com o por el tem or a lo que puede
acarrearle: ¿cóm o explicarle que hay que arrepentirse
no sólo del m al causado, sino adem ás del bien om i­
tido? N ada hay sagrado para el hipócrita, al que Baco
debe parecerle una cóm oda deidad inventada por los
antiguos com o excusa para em borracharse, y así todo
el Olim po. La cosa es clara: quiere el Olim po para sí
só lo , de ah í su fu ria o lim p o c lá stic a. N i d io ses, ni
ancianos tolera: la venerable ancianidad le parece una
época de la vida en que transigim os con los vicios que
aún am am o s re p u d ian d o los que y a no tenem os la
audacia de practicar...
Imposible engañar a todos y siempre, nadie más enga­
ñado que el engañador; tan fácil engañarse a sí mismo sin
percatarse de ello, com o difícil engañar a los demás sin
que lo adviertan. Lo mejor para ser engañado es conside­
rarse el más listo, por eso piensa -¡pobre tonto!- que a él
se le dicen más verdades que a los demás. En todo caso,
la hipocresía resulta muy desgastante, ya lo dijo Que-
HUMILDAD PACIENTE 43

vedo: «yo siempre creo que es más fácil ser bueno que
parecerlo; porque el ser bueno sólo depende de nuestro
interior, y el parecerlo se funda en el engaño, que es más
dificultoso de conservarse que la verdad». Hipócrita: los
hechos te coronan, no tus palabras.

3.6. Puri(tani)sm o
t Los puritanos vinieron a A m érica en busca de un
lu g ar donde p od er ^racticar lIBrerricnte su religión.
U na vez que lo encontraron prohibieron a Tós 'dem ás
que practicaran librem ente la suya. P ara los puritanos
una sonrisa era pecado. El gozo m ás inocente lo consi­
deraban puerta abierta a la condenación. Tan buenos
pretendían ser que eran m uy m alos. Los puritanos no
celebraban la N avidad. D ecían que la palabra Christ-
mas era una blasfem ia, pues en ella se usaba el nom bre
de Cristo para designar una fiesta m undanal. Los puri­
tanos: estólidos en la fe, soberbios en la virtud, crueles
en la re lig io sid a d . Yo le pid o a D io s que m e h ag a
bueno, pero coñ una condición: que si m e hace bueno
no m e haga un bueno malo.
Y, claro, tam bién hay un puritanism o que presum e
de inm oralism o, para el que sólo es m oral lo inm oral,
sien d o d este rra d o com o in m o ral el que p la n te a lo

A ristóteles afirm ó que «m uchos prefieren ser ama-


dos a amar, y p o r eso abundan lo^; que ^gustan de la
adulación». D esde luego, razón no le falta al filósofo
m acedonio, pues nuestro ansia de ser queridos es tanta,
que preferim os que nos m ientan sobre nuestra v alia
real antes que recibir una crítica que pueda parecem os
desafecta, aunque m erecida, de ahí la hábil m anipula-
44 CARLOS DÍAZ

<? C'
t» g ción de los aduladores, auténticos chantajistas de sus
prójim os, a los que llenan de palabras gratas para obte­
ner beneficios. Se trata de una explotación bastante
fácil, pero a la vez rastrera, y a que juega con lo m ás
s; vulnerable del ser humano: cL iuétodo u i á r c íTcaz. d e
. 55 hacerse am igos fieles es felicitarles p o r sus fracasos y
2? medioCTidadesr ’
p? A hora bien, quien sabe adular sabe calum niar; no
tem as, pues, a los enem igos que te atacan, tem e a los
que te adulan. Si los cazadores cazan las liebres con
l> perros, m uchos hom bres cazan a los ignorantes con la
. adulación. R ealm ente, vale m ás caer entre las patas de
i los buitres que entre las m anos de los aduladores, por-
* que aquéllos sólo causan daño a los difuntos y éstos
i devoran a j o s vivos. Los adu 1adoreTTse ]Járecen a los
* am ig o s com o los lobos a los p e rro s, y esto no es
brom a: las m o rd ed u ras m ás p e lig ro sa s son las del
calum niador entre los anim ales salvajes, y las del adu-
3 lador entre los anim ales dom ésticos. Todo adulador
ü v i vcjl .expensas de quieiLle escucha; por lo general se
^5 alaba para ser alabado, la adulación se utiliza com o se
utiliza el dinero, para que (¡ios devuelvan los intereses^
<ü es un com ercio de m entiras que seTüñH a^lTerm féres y
P en la vanidad. Se desprecian pero se adulan; quieren
pasar por encim a, pero se ceden el paso. Se niegan a
hablar bien de sus contem poráneos con los que convi­
ven, pero anhelan ser elogiados ellos m ism os por los
que han de venir después.
Si h ab lam o s b ie n del en e m ig o en to d as p artes,
piensa el adulador, term inará enterándose y, carente ya
de su odio, dejará de tener fuerzas para perjudicam os;
vencido de este m odo, ignorará adem ás su derrota. Sin
em bargo, aunque el alabador cree que consigue enga­
ñam os, que nos dom ina, y que saborea su triunfo sin
que podam os desengañarle, con frecuencia se trata de
HUMILDAD PACIENTE 45

un futuro enem igo que un día se vengará por haberse


rebajado ante nosotros; com o no puede en el fondo
perdonar a quienes ha alabado, vive im paciente por
rom per con ellos, por rom per la cadena más delicada
que existe: la de la admiración. Esto sólo se consigue
m ediante un acto de injusticia: la adulación tiene un
precio m uy alto.
¿Y qué decir de ciertas alabanzas - la m ayoría- que
sólo se prodigan p o s T m o r t e r ñ T ^ 'í o ^ epitafio loable
leo im plícitam ente esta regla de conducta: «¿quieres
que se hable bien de ti? Hazte el m uerto». ¿A caso no
es resentim iento ú a b ir al difunto, p ara que él no lo
disfrute en vida, para que no m e h ag a som bra, para
darm e la ocasión de salir en la foto del hom enaje, para
continuar mi protagonism o a costa de los vivos y de
los m uertos? D esconfiem os, pues, de los hom enajes a
los m uertos: nuestro afecto, cariño y adm iración las
disfrutarán m ás com o m uertos, si antes las disfrutaron
sj com o vivos.
^ El adulador dice sin creerlas las cosas que el adu­
ndado piensa de sí m ism o sin decirlas. Si adulación es el
vHnsulto elaborado com o una m erced, entonces m al me
va cuando m is am igos m e hacen coplas: hay reproches
/0 q u e ensalzan y alabanzas que denigran. Lam entable-
^ m ente hay.po cas, personas lo bastante cuerdas para gre-
■^ ferir la censura que pueda serles útil al halago que las
^ .tra ic io n a . E l que alaba es m ás creído que el que desen-
^ gaña, p o r eso si te acostum bras a ab rir las orejas a
-i ® lisonjas y a cebarte en ellas, jam ás oirás verdad. Un
tonto encuentra siem pre otro m ás tonto que le admire.
—¿ Engullim os de un sorbo la m entira que nos adula, y
^ bebem os gota a gota la verdad que nos amarga. C ontra
esto no hay m ás que un rem edio: ¿queréis saber lo que
piensan los dem ás respecto de vosotros? No escuchéis
lo que dicen, exam inad lo que hacen. Su conducta es la
46 CARLOS DÍAZ

única prueba de la sinceridad de su corazón. M ontón


de epítetos, m ala alabanza. Lo que verdaderam ente
alaba son los hechos.
ct® ' U a í

A hora bien, difícilm ente podrem os defendernos de


la plaga de aduladores rem otos, si los tenem os en la
propia casa; dicho de otro m odo, el peor de los adula­
dores es el adulador de sí m ism o; quien se com place
en ser adulado es digno del adulador. Com o es m ás
difícil m antener despierta la adm iración que desper­
tarla, hacem os lo que sea para lograrlo, aunque sea a
O Wl (Yuzr^á r

través de peticiones indirectas. L a alabanza ajen a .llega


a a v e< g o n za rme,.-PQxque con frecuencíaiajjifindigo en
silen_ck>; si no nos alabáram os a nosotros m ism os, la
adulación de los dem ás no nos perjudicaría; si estuvié­
semos seguros de m erecer las alabanzas, nos parece­
rían siem pre excesivas, pero sentim os por ellas tal avi­
dez, porque nos convencen poco. L a adulación es una
m oneda falsa, que sólo tiene curso por nuestra vanidad
y em pobrece a quien la recibe.
N ada hay m ás fácil que hacerse condecorar, la con­
decoración adorna al hom bre de bien y m ancha al des­
h o n esto ; p o r lo dem ás, se co n d e co ra a un hom bre
cuando se le cree vano; se le ruega cuando se le cree
débil. Com o bien dijera Gracián, «la perfección ha de
estar en sí, la alabanza en otros, y es m erecido castigo
que a quien neciam ente se acuerda de sí discretam ente
lo pongan en olvido los dem ás». C uando al hom bre
sabio im aginan herirle con sus críticas o favorecerle
con sus elogios, ¡cuánta pretensión! ¿D eseam os que se
piense bien de nosotros? No alabem os m ás que aquello
que enseña a ser mejor, y no olvidem os que carece de
dignidad quien no se atreve a alabar a un rival; por el
contrario, tom ar parte en la acción herm osa de otro es
la m ejor alabanza.
HUMILDAD PACIENTE 47

Pero los espíritus delicados soportan meior-ur>a erf-


iicaneaarq T ic uná”estúpida alabanza, y los corazones
génefosos’sIe ñ te ñ ~ ^ sázó n ante las alabanzas cuando
estás son e x c e s i v á s r i ay "pereonas dem asiado buenas
como para ser viciadas por la alabanza. Ni eres mejor
por que te alaben, ni peor por que te vituperen, aunque
puedes m ejorar si la censura es correcta, por eso huye de
Los elogios, pero trata de merecerlos» En resumen, tú tie­
nes derecho a que te corrijan siem pre que te equivoques;
quien bien te quiera te habrá de corregir, a m enos que
pretendas que te den la razón com o a los locos, ratifi­
cando aquello de Que vedo: puesto que el vulgo es necio
y le gusta lo necio y lo paga, hablém osle en necio. Cier­
tas alabanzas son el envés de la m aledicencia.

3.8. M aledicencia ^
La m itad de los hom bres se recrea hablando m al de
los dem ás,m Sw'W
y la otra m itad creyendo
'nii ii l"~1'"1 11—
las m aledicencias.
" "**' " , - ,ir“ *-'“>'-ininwM-ii mi urtiiiiri nnn m iiin n

«Se'clice» y «tal vez» son los conserjes de la m aledi­


cencia; la m urm uración es una m alév o la disposición
del alm a m an ifestad a en p alab ras, el rum or el arma
favorita de los asesinos de reputaciones. En realidad,
nada hay que no pueda em peorar una m ala lengua, la
m aledicencia m ata tres personas de u n a vez: al que
m aldice, aquel del que se m aldice y al que se halla pre­
sente cuando se m aldice. 1j~~
Hay quienes necesitan hablar m a r r o los dem ás; de \
hecho, la m ayoría orapa^íémasiáctó"-fíém po en encon- ]
trar m iserables a los demás: ¿por q u é estam os m ás dis- h *
puestos a censurar los errores que a loar los aciertos?
N uestra crítica consiste en reprochar a los dem ás el no
tener las cualidades que nosotros creem os tener, pero
si som os tan dados a ju zg ar a los dem ás, es debido a
que tem blam os por nosotros m ism os. Si observas con
48 CARLOS DÍAZ

cuidado quiénes son las gentes que no están contentas


con nadie, verás que son las m ism as de las que nadie
está contento: m ás podem os conocer a una persona por
lo que ella dice de los dem ás, que por lo que los dem ás
com entan de ella, pues los juicios que hacem os sobre
los dem ás hablan de nosotros m ism os. Q uien de otro
m al habla, a sí m ism o condena, pues cocodrilo que
desea com er no enturbia el agua.
Pero, adem ás, quien te habla de los defectos ajenos
habla tam bién de los tuyos a los dem ás, y no sólo eso,
pues lo que m ás tardan en perdonar los hom bres es el
mal que ellos m ism os dijeron de vosotros, ya que su
conciencia no sólo te m uerde a ti, sino que además les
rem uerde a ellos. P or su parte, quien es dado a injuriar,
será injuriado, pues quien de otro hace b u rla y risa
gana un gusto pequeño y un enem igo grande. Además,
si riñes con el gallo, ¿quién te anunciará la llegada de
la m añana? ¡Qué inm enso error el de creer que quien
c e n s u ra a los d em ás in d ire c ta m e n te se ala b a a sí
m ism o, y que hablar de las faltas ajenas se ocultan las
propias! Todo lo contrario: la palabra que acusa es la
ch isp a arro jad a en un p o lv o rín ; la re p aració n , una
antorcha que cae en el agua. En realidad, del m aledi-
cente al m alhechor solo m edia la ocasión; frente a él,
los grandes hom bres son com o las flores, crecen sobre
el estiercol que echan sobre ellos los m aledicentes.
Ante la m aledicencia, ¿qué decir, sino que sólo tie­
nen derecho a censurar los que poseen un buen cora­
zón para ayudar? T ú lím piate el dedo antes de señalar
m is faltas. N o culpes a otro de tus propias faltas. Oh,
Gran espíritu, concédem e la gracia de no criticar a mi
prójim o hasta que haya cam inado una m illa dentro de
sus m ocasines (oración de los indios norteam ericanos).
Sólo tienen derecho a censurar quienes tienen corazón
para ayudar.
HUMILDAD PACIENTE 49

Si no tu viéram os tantos defectos no hallaríam os


tanto placer en resaltar los ajenos. Para nuestros pro­
pios defectos som os topos; para los ajenos, linces, así
que atención: cuando tropieces con una falta ajena,
m ira qué falta parecida com etes tú, pues por los defec­
tos de los dem ás el sabio corrige los propios. A prove­
cha para la autocrítica, y di: no veo falta que yo no
hubiera podido cometer. D esdram atiza tam bién la crí­
tica de los m alos: vale ser alabado por los buenos, no
im porta ser vituperado por los m alos.
¿Estás dispuesto a la autocrítica sincera? Vivimos
con nuestros defectos igual que con nuestros olores
corporales: no los percibim os, no m olestan sino a quie­
nes están con nosotros; así pues, consulta el ojo de tu
enem igo, p u es es el prim ero que ve tus defectos. Y
dale las gracias porque te ayuda a corregirte. Por eso,
soberbia, y refinada, es la de abstenerse de obrar para
no exponerse a la crítica.
En fin, del prójim o, o hablar bien o callar; com o se
dice en el budism o, hay que callar lo m alo, si no es
necesario decirlo: m ejor sufrir una ofensa que ejercerla.

3.9. Envidia ^
Grano de arena eií" un ojo, es tan flaca y am arilla
p o rq u e lm terde y~i o corneé P uente de amargura, roedor
qué-acaba con la paz interior, ju e z de cadenas injustas,
pie de m uchas zancadillas, ham bre que sólo se sacia
con dolor ajeno,~5omba~Be re lo je ría d estru cto ra de
relaciones, m adre de celos, autora de crím enes, tinie-
bla que barre toda luz, cárcel y carceleroj)ara quien la
alim enta: to d a luz la eclipsa, la convierte en su ene­
miga, en com petidora, en rival, en am enaza, en inquie­
tud, en m iedo. ¿Q ué es la envidia, sino un querer lo
ajeno, a la vez que un no querer al otro, sino contra el
50 CARLOS DÍAZ

otro, un no aceptar lo que se es, y por todo ello un


sufrir? Poco en v id iab le es la envidia, desde luego.
Vicio com plejo, atenta contra la justicia (querer «más
que el otro»), contra el am or (querer «contra el otro»),
contra todo y contra todos: el envidioso sufre la reali­
d ad co m o un m al. « ¡Q u é b ie n c a n ta tu am ig o !» .
«¡También yo cantaría igual si tuviera su voz!», res­
ponde el envidioso. Si la com ida m ás sabrosa de las
fieras es el dom ador, al envidioso la verdad en boca
ajena le m olesta. Si la envidia ardiera, no necesitaría­
m os leña.
La envidia hace parecer más abundantes las mieses
de los cam pos ajenos y m ás rico en leche el rebaño
vecino. De la m ism a form a que el hierro es com ido por
el orín, los envidiosos son consum idos por la m ism a
pasió n . El en v id io so no v alo ra lo ajeno, p o rq u e lo
siente com o una dism inución de lo propio, no pudiendo
disfrutar hasta no ver arruinado el objeto de su envidia.
Sin embargo, la eventual posesión de lo envidiado sólo
alivia un m om ento su pesar, ya que nuevas situaciones
producen la renovación de la pasión: ni siquiera es
necesario que carezca de los bienes envidiados, que
incluso puede poseer en abundancia; el envidioso lle­
gará a desear los defectos del otro, con tal de tenerlos
por duplicado. Él es infeliz si el otro es feliz, por eso
puede llegar a destruir los bienes ajenos: antes que lle­
garlos a poseer, siente rabia y disgusto al ver disfrutar a
los demás y cree aliviar su propio m alestar al com pro­
bar que sufren. Por culpa de la envidia, un experto es
c u a lq u ie ra q u e no sea d e la c iu d a d . ¿ C u á n d o se
em pieza a ser envidioso? Hay niños que se ponen tris­
tes cuando prem ian a sus com pañeros, o les dan una
buena calificación; en cambio, sienten una alegría inte­
rior y se ríen cuando ún com pañero se cae, o le castigan
en la clase. Y sufren m ucho ellos mismos.
HUMILDAD PACIENTE 51

C on el m ism o ardor buscam os hacernos felices e


im pedir que lo sean los demás. N o hagáis nunca confe­
siones contra vosotros m ismos, la envidia las registra
anotando vuestra indiscreta m odestia.
El infortunio de la envidia igualitaria consiste en
que solam ente la deseam os con nuestros superiores.
Si donde no hay envidia ni tem ores, las diferencias,
lejos de crear divisiones, causan la arm onía, eso es
algo que no puede com prender el envidioso: los espíri­
tus m ediocres condenan todo lo que rebasa su propia
estatura. U n h éro e acaba p o r co n v e rtirse en un ser
m olesto p ara un envidioso, la m ayoría de los héroes
son para él com o ciertos cuadros: no puede m irarlos
dem asiado cerca; por el contrario, ilustre le parece el
favorablem ente situado para recibir las flechas de la
malicia, la envidia y la calum nia.
Casi toda nuestra infelicidad viene por com parar­
nos con los dem ás. Para el envidioso hay dos clases de
calam idad: la desgracia propia y la buena suerte ajena.
No hay calam idad tan grande que engorde la envidia,
la cual dura casi siem pre m ás que la dicha de los envi­
diados. L a envidia reduce la cabeza y despotencia el
bom beo de sangre del corazón. Su pequeñez m icrosí-
quica, su ruindad envilece lo que toca. Al envidioso la
risa y el éxito de sus herm anos le ensom brece, com o si
sólo él tuviese derecho a reir y a triunfar, com o si todo
lo ajeno aten tase contra lo propio y fuese en d etri­
m ento de lo suyo, com o si la cantidad de felicidad del
m undo dism in u y ese para él cuando los dem ás osan
sentirse felices. Cuanto va en favor del vecino va en
contra del podrido por la envidia. P or eso pone cerco a
la felicidad ajena, la vigila y procura destruirla orien­
tándola h ac ia sí m ism o, form a en que por p aradoja
jam ás podrá poseerla; la envidia quizá puede destruir
el bien ajeno, pero no añade un átom o de estatura al
52 CARLOS DÍAZ

bien propio, antes al contrario lo arruina, afea y em pe­


queñece.
El envidioso hace el vacío a su alredededor y se
fabrica una fría soledad. E lla reduce el infinito a cero.
Qué triste es que sólo la m uerte abra las puertas de la
fam a y cierre tras de sí las puertas de la envidia, que
los hom bres cesen de arrojar piedras contra los espíri­
tus elegidos únicam ente cuando pueden erigirles un
m onum ento. ¿Cóm o explicar a un alm a corroída por la
en vidia que su v entaja no es mi desventaja, que su
activo no es m i pasivo, que su alegría alegra la m ía, en
definitiva que únicam ente soy libre cuando todos los
h o m b res y m u jeres y n iñ o s que m e rodean en este
m undo son libres?

3. JO. R esentim iento


El resentim iento, o de ró m o rp. r nnviprtp Dnn Per-
fecto en Don Sinvergüenza. El resentim iento)nos hace
pregüntaFño?r<^cSrrKTpnede ser n'íak)--el-a:fcohoITsTyo
soy alcohóhco»? O sé T iv é^ü irro ^e’piensa, o se acaba
pensando conform e al m odo de vida que se adopta.
Adem ás, nadie es tan hum ilde consigo m ism o com o
para reconocer: «estoy actuando m al, y sin em bargo
m e gusta», sino «estoy actuando m al, me gusta, por
tanto estoy actuando bien». No pocos, cuya estabilidad
m atrim o n ial se h a resq u eb rajad o , p ara ju stific a r su
p ro p ia in fid elid ad pasan a im pugnar al m atrim onio
m ism o com o institución: lo que ellos no han podido
tienen que destrozarlo para justificar el propio com por­
tam iento. Y así tam bién el sacerdote que aceptó las
reg las de ju e g o ce lib a ta rias, p ero no fu e capaz de
soportar el celibato, criticará después a la Iglesia por
exigir vida celibataria. ¡Que caigan los principios, que
ruja el cielo, pero que por principio yo no caiga! ¡Cam­
HUMILDAD PACIENTE 53

bio yo, lu eg o cam b ian los p rin cip io s, porque en el


principio y desde el principio Su M ajestad el Yo pone
las reglas de juego! Hay que llevarse los P rincipios
cuando por principio se es un sin principios; dejar los
principios básicos donde estaban es reprobable para
alguien que está donde los principios básicos no están.
Lo grave es que esa persona no podrá volver ya nunca
a los Principios si se arrepiente, pues ya no los encon­
trará donde los había dejado. P ara evitar que mi pensa­
m ien to y m i d eseo sean d esh o n esto s, co n v ierto en
honesto m i pensam iento y mi deseo, todo eso en aras
de la «autenticidad» y de la «objetividad». Sin ver­
güenza nos hem os convertido en sinvergüenzas. Y ¡ay
de aquél que se lo recuerde a D on Perfecto S inver­
güenza! El sinvergüenza perfecto, así m utado en per­
fe c to s in v e rg ü e n z a , n e c e s ita a rre m e te r c o n tra el
m undo; llevado de la enorm e «dignidad» con que se
reviste, necesita indignificar al resto de la hum anidad.
N o pu d ien d o ser un sin v ergüenza inautèntico, D on
Fulanito deviene un auténtico sinvergüenza.
L a lógica del resentim iento es la venganza: m e hizo
daño la norm a, m e vengo de la norm a. Sin embargo,
quien para otro cava una zanja en ella cae: ojo por ojo
y el m undo acabará ciego. L a venganza es el placer del
espíritu débil y lim itado, por eso la m ejor m anera de
vengarse de u na persona resentida, es no parecérsele.

a FDrz <$>ab n% ,
EL PACIENTE APAGA CONTIENDAS
(P rovl5,18)
(La paciencia)

1. Contra ansiedad, paciencia P \fyjL W»


m \O í
Pese a la nostalgia ante lo que’ caduca, la adm ira-
ción ante la lenta renovación de la vida en cada grim a-
vera ¿no dice que hay fuerzas m ayores que la muerteAa
las que hay que dejar tiem po para germ inar? Sólo la
pácíeñcTa co n serva el sentido de esta com unidad de
tiem po y se abre a él com o un bien precioso por el que
hay que velar. Convendría ser hum ildes ante una virtud
com o la paciencia, difícil donde las haya, precisam ente
porque la dejam os para cuando todo lo demás nos ha
fallado, y ella se encuentra sola ante el peligro. Virtud
difícil tam bién porque hasta el m ás preparado puede
perder los papeles en un m om ento determ inado por
culp a de aq u ella gota que acaba reb osando tu copa
cuando m enos lo esperabas: no se puede saber cuánta
paciencia y hum ildad se posee, m ientras todo vaya a
j nuestro gusto. «¿Por qué los pájaros y otros anim ales
quedan p reso s en las redes, p re g u n ta F ran cisco de
% Sales? Porque cuando han entrado en ellas se agitan y
> forcejean desordenadam ente para salir. Si caem os en
; las redes de algunas im perfecciones no saldrem os de
ú ellas a base de inquietud, sino que, al contrario, nos
^ enredarem os m ás». L a paciencia es, pues, una virtud
^ para los corredores de fondo, es decir, para quienes
han sabido dosificar el sufrim iento sin perder la espe­
ranza. Tenso, se rom pe el arco; floja, el alma. Ni hiper-
\ tensa ni hipotensa, el alm a vuela en esperanza.
Existe una relación entre im paciencia y ansiedad.
La ansiedad añulír lá paciencia, la paciencia neutraliza
\ W iw tfa
56 CARWSDÍM u bac^ cuamdcj
la ansiedad: no casta con huir de lo que rae perS igueT ^
puedo term inar acelerando tanto mi huida que llegue a s
perseguir a mi perseguidor. ¿H uir p or qué, de qué?
«Estoy sentado al borde de la carretera.
El chófer cam bia la rueda.
N o m e gusta el lugar de donde vengo.
No m e gusta el lugar adonde voy.
' ^ 7—¿Por qué m iro el cam bio de rueda
J con tanta im paciencia?»
Se ha dicho que el desaliento es la excusa de los
dcbijs& Ja desesperación el dolor de jo s m orbosos, y la
i im paciencia la inm adurez l ie los adolescCTtes] vitales.
Sin em bargo, a ju zgar por la abundancia de gente débil,
m orbosa e inm adura, bien podríam os colegir que contra
esa gota pocos están vacunados, y por eso observa san
Juan de la Cruz que los principiantes, cuantos más pro­
pósitos hacen, tanto más caen y tanto más se enojan,
«aunque algunos tienen tanta paciencia en eso de que­
rer aprovechar, que no querría Dios ver tanta».
Los más pesim istas han caracterizado a la paciencia
com o form a m enor de desesperación disfrazada de vir­
tud, de ahí las continuas recom endaciones de san F ran­
cisco de Sales en orden a la corrección serena: «no
atorm entéis vuestro corazón aunque en algo se h av a
extraviado; tom adlo y volvedlo a m eter en vereda sua­
vem ente. Cuando veáis vuestro corazón am argado, no
hagáis m ás que cogerlo con la punta de los dedos, no
d e u n p u ñ a d o , n o b ru s c a m e n te . E s p re c is o te n e r
paciencia consigo m ism o y lisonjear al corazón alen­
tándole; y cuando está intranquilo hay que contenerlo
com o se contiene a un caballo con la brida, m eterle fir­
m em ente en cintura, sin perm itirle correr tras los senti­
m ientos desordenados». Francisco de Sales, consciente
de que la desesperación m ás profunda es aquélla en
t:t P A (Zá, i &
\ HUM ILDAD PACIENTE f c * § 7 tg B .A '

c'-cvant^D 4áUa¿ Itepri ^


que el sujeto desespera de sí m ism o, advierte el carác^ .....
ter diabólico (es decir, acusador) de esa desesperación
que term in a p o r v o lv erse au to d ese sp era ció n : «¡no
desesperéis nunca! N uestra salvación tiene dos enemi- . I
gos mortales: la presunción en la inocencia y la deses- ¿ y
peració n d esp u és de la caíd a; este segundo es "con
mücEo*eT m ás terrible. N uestro pérfido’ áH versarióno
lo ignora, por eso en cuanto nos ve agobiados por el
sentim iento de nuestras faltas, se lanza sobre nosotros
e insinúa en nuestros corazones sentim ientos de deses­
peración m ás pesados que el plom o. Si le damos aco­
gida, ese m ism o peso nos arrastra, nos soltam os de la
cadena que nos sujetaba y rodam os hasta el fondo del
abism o. A lm as desalentadas: lo que alegra al enemigo
no son tanto vuestras faltas com o el abatim iento y la
desconfianza en la m isericordia divina que ellos pro­
ducen. Éste es el m ayor m al que puede sobrevenir a
una criatura. M ientras uno puede defenderse de este
mal, nada hay que no se pueda cam biar en bien y de lo
que no sea fácil obtener alguna ventaja. Todo el m al
que habéis hecho no es nada en com paración con el
que bacéis.-si os falta confianza».
■ liq u id a rs e y perder la paciencia es cosa que todo el
m undofíace, pero es cosa m ala porque en esta especie
^ d e inquietud y de enfado es el am or propio .¿Iq u e tiene
la m ayoF parté, pues, aunqüe"es razonable sentir dis­
gusto y pesar p or haber com etido algunas faltas, este
disgusto no debe ser am argo ni enfadoso, ni despe­
chado, ni colérico; p o r eso es un gran defecto el de
quienes, al im pacientarse, se enfadan por su m ism o
enfado y m an tien en de esta form a el corazón com o
anegado en cólera. A unque p arezca que el segundo
enfado destruye al prim ero, es al revés, pues se deja la
puerta abierta para un nuevo enfado en cuanto se pre­
senta la p rim e ra ocasión. A parte de que adem ás la
58 CARLOS DÍAZ

cólera, el enfado y la am argura contra sí m ism o dan


p aso al o rg u llo y n a c e n d e l a m o r p ro p io , q u e se
resiente e inquieta al ver que no som os perfectos. En
d efin itiv a, dice F rancisco de S ales, «al v er que no
som os nada, al vernos caídos por tierra, nos enfadam os
con disgusto, decepcionados acerca de nuestras pro­
pias fu erzas» . F ed erico O zanam añade en id én tica
línea: «existen dos clases de orgullo: el que se halla
contento de sí m ism o, que es el m ás corriente y el
m enos peligroso, y el que está descontento de sí, por­
que esperaba m ucho de él m ism o y se ha visto defrau­
dado en su esperanza. Esta segunda especie de orgullo
es m ucho m ás refinada y peligrosa». C ontra la infatua­
ción del ego hinchado nadie podría ni debería conside­
rarse suficientem ente vacunado. «¿Por qué nos desani­
m am os? Porque exageram os nuestra flaqueza o porque
d e s c o n o c e m ^ C ffliS H ic ó r jia. divina; y las m ás de I35
veces por am bos m otivos. En esto, dicho sea de paso,
su ce d e u n fe n ó m e n o ex tra ñ o y, no o b sta n te , m uy
corriente. El pecador cae por haber ignorado su propia
flaq u e za y p o r h ab e r exagerado la m iserico rd ia de
Dios; después de la caída renacen estos dos m ism os
sen tim ie n to s, p e ro en sen tid o in v erso : la flaq u e za
a d q u ie re a su s o jo s p ro p o rc io n e s d e s m e s u ra d a s ,
envuelve al alm a com o en un m anto de tristeza y de
confusión, que aplasta; en cam bio Dios, a quien poco
antes se ofendía con toda facilidad presum iendo un
perdón facilón, aparece ahora com o un vengador ine­
xorable. El alm a culpable tiene m iedo de Él y ver­
güenza de sí m ism a y, si no reacciona contra estas dos
fu n e sta s te n ta c io n e s, re n u n c ia c o b a rd e m e n te a la
lucha: en vez de arrancarse de los lazos del pecado, se
entrega a él sin resistencia. E ste es el desaliento, la
capitulación de la voluntad, la resolución de hacer lo
contrario de lo que debe hacerse».
HUMILDAD PACIENTE 59

Frente a tantas idas y venidas para intentar m ante­


ner el tipo, quien reconoce que no es dueño del tiem po
recupera la p aciencia; quien acepta no ser vicediós
recupera la paciencia; quien sabe aguardar con pruden­
cia gana en paciencia: «levantém onos con paz y tran­
quilidad, reanudem os el hilo de nuestra indiferencia y
sigam os en nuestra tarea. No es necesario rom per las
cuerdas y arrojar el laúd cuando vem os que está desafi­
nado, sino que hay que poner oído atento para descu­
b rir dónde está el desconcierto y tensar o aflojar la
cuerda nuevam ente, según lo requiera el caso». ^ ,

1.1. La gran erosión se hace con humildes roces ]a¿!CVLi w ^


, , ( K í í - 5 — >7 ——---- *
! 1 .a paciencia es una virtud que' inclina a so-portar, es
“decir, a p o n ersed eh ajo de la carga y sobre-llevaría, una
especie de cruz. Sin embargo, (e sm iaT m
esperando tiem pos mejores, es deaTT^ÍTrTristeza de espí­
ritu ni abatim iento de corazón para resistir los padeci­
mientos físicos y morales. Ella entraña resignación, con­
fo rm id ad , ag u a n te , sop o rte , ca lm a , m an sed u m b re,
entereza, es a la vez una .virtud m odesta y preeminente,
p o fq u e n o s (pone en g u a ím ^ c o n tf á el p e lig ro m ás
común y más ¿pSÑféTcjuees el de renunciar, por tristeza,” 0
lasitud o fatiga al trabajo denodado del yo precisado H e l W ^ t '
refuerzo de nuestras virtudes, es decir, de nuestras ten-\'-ír>í"i''1'
dencias o de nuestros hábitos buenos, para perm itim os
hacer el bien rápida, cóm oda y alegremente.
L a paciencia se m antiene en pie y parece aquiné-
tíca, pero se m ueve: es una serena soportación de lo
que falta y u na tranquila soportación de lo excesivo; lo
que no puede corregir o evitar, al m enos lo soporta.
Desde fuera carece de m atices, desde dentro posee una
gran elasticidad. Parece sobrecargada, pero ligero es el
peso que se sabe llevar. L a paciencia logra poco a poco
60 CARLOS DÍAZ

i lo que de una vez no hubiera sido posible: ¿qué herida


"^2 ( - seria se ha curado en un solo instante? L a ^paciencia
■’ ) parece la virtud del asno que trota con la carga y no se
<■ I rebela, pcro es üna~v]rtuirheroTca'r¿QLíé sería del arte
j de esperar sin la paciencia?
Sabem os que todas las virtudes están interrelacio-
nadas, y p or eso tam bién la paciencia; solo que ella
p arece m ás o rien tada a relacionarse sirviendo a las
dem ás virtudes, de ahí su carácter instrum ental. No
constituye un fin en sí, sino un m edio (un m edio m uy
im p o rta n te , d esd e lu eg o ) p a ra lle v a rn o s a lu g a re s
m ejores y m ás altos, y por eso afirm a san A gustín que
£■ | ..._por la!pacietfcTá“fíumana) to lerarn o s~ l¿s‘ m a les con
ánim o tranquilo, es decir, sin la perturl» icio i de la tris-
p V ic te z á ;- para q ue no abandonem os p o r n u estro ánim o
^ ’-impaciente los b le n e sq u e nos "llevan ¿ otros m ayores.
La paciencia es virtud m odesta, virtud 8e pobres y tal
vez por ese m ism o m otivo doblem ente virtuosa; cono­
cedora de las lim itaciones hum anas y de su intem pe­
rancia, la herm ana paciencia intenta hacer de las tripas
corazón aguantando sus propias crisis y las ajenas, y
con todas ellas a cuestas se echa a cam inar día a día.
í ’aciencia) torre alta, cim iento profundo. Para hacer de
thia-eaSa un hogar se requiere vivir m ucho tiem po en
ella. Si vas en d ire c c ió n c o rre c ta , cad a p a s o , p o r
pequeño que sea, te acercará al objetivo: con tiem po y
paciencia la hoja de la m orera se hace seda.
La paciencia que no vale para todas las horas poco
vale para alguna de ellas; vef pues5, sin prisa ni pausa,
pero con constancia y paciencia: m ueho teK któ-quien
dernasiado se^apresure. L a paciencia está en el segun­
dero del reloj. Es el segundero del reloj el que abre la
puerta a los siglos. Un anillo se desgasta con el uso, una
gota horada una piedra, a una pequeña chispa sigue una
gran llama. I Jas_cosas^>e<p.ietías, ^i s e j onen.juntas, san
ti _■ . HUMILDAD PACIENTE 61
— >1 I A í * ?"' ^ \£ ¡U C iÉ 0 ~ —
más grandes que las grandes, por eso quien no es capaz
de ap reciar lo p eq u eñ o ja m á s p o d rá com prender lo
grande; dicho-de otro modo, m uchos pocos hacen poco
a poco un m ucho; cuando una parte del todo cae, lo
dem ás no está seguro: hasta un solo cabello hace su
sombra. Encontram os la fortaleza de la paciencia en la
constante afirm ación de sus m inucias; en la paciencia
se hace m ás perceptible la tesis de que lo pequeño es
hermoso, si se orienta hacia el bien. E l ser hum ano no
llega a sí m ism o sino a costa del esfuerzo y la espera,
deTapreñctízaíé'y dé las m últiples etap a sq ü e debe supe­
ra r una a una; a fu erza de rep eticio n es, de volver a
em pezar Tras el fracaso y tras la alegría de ir m ás lejos
que ayer. E sta larga travesía de días y de noches es la
paciencia. E lla conoce, ciertam ente, m om entos en los
que el instante es vivido por sí m ism o, y no por lo que
prepara; de esta m anera nos hacem os capaces de recibir
el presente. L a atracción del aquí y del ahora, la idola­
tría del m om ento inm ediato, ese callejón sin salida de
la infidelidad, es la antítesis de la paciencia.

1.2. La paciencia, tiempo de esperanza


Los antiguos chinos construían una esfera de marfil
que contenía o tra m ás pequeña, y otra m ás pequeña
aún, y así toda una serie de esferas cada vez m enores
hasta la últim a, casi im perceptible ya, que albergaba en
su m ás íntim o núcleo una dim inuta m ujer de m arfil,
juego de paciencia sim bólico que de este m odo expli­
caba el sentido de todas las cosas. P or esa paciencia se
llega al centro.
No se considera paciente a quien soporta el sufri­
m iento en tiem po breve. Tanto la espera de una gratifi­
ca ció n co m o la n ec esid ad d e a liv io (h am b re, sed,
dolor) están en relación con el tiem po y con la espe-
62 CARLOS DÍAZ

ranza y la confianza. En efecto, la paciencia no es un


don que se hereda o una cualidad o rasgo positivo del
propio carácter, sino una elección, un com portam iento
deseado y m otivado que puede exigir hasta el sacrifi­
cio de las propias y legítim as aspiraciones y la renun­
cia a las propias razones y derechos que requiere de
una m otivación especial, pues de otro m odo sería aflo­
jam iento y vileza.
E l sujeto paciente, adem ás de su capacidad para
soportar el sufrimiento, conserva la confianza necesaria
p ara so p o rtar la espera, y apuesta a la larga porque
conoce bien sus posibilidades de triunfo en relación con
las del fracaso. El impaciente o desgsperado_quiere cosas
inmediatamenteyi^oñ~poccrgsfuérzo, por eso se consi­
dera la im paciencia un_rasgo propio del niño, de ahí que
su antídoto'sea'Ia tranquilidad",' ese saber esperar tiempos
mejores, ese poder aguantar lo que se soporta peor, ese
tener calm a en el agobio y serenidad en la tormenta.

1.3. P a cie n cia : a g o n ía y se re n id a d de una v irtu d


fu erte k)A ¿ t í o P q / M Q ? 1já
En la paciencia descubrim os una nueva dim ensión
de la fortaleza en la que no solem os reparar: el poder
de lo m odesto. Y lo m odesto pequeño necesita de p er­
m anentes esfuerzos para su afirm ación. Para el m undo
grecolatino IF p a c ie n c ía e s perseverancia, tenacidad,
incondicionalidad, resistenciálFctTva, valor para reac-
cionar u císár. Cas adversidades, la esclavitud, las tira­
nías no deben doblegar a la persona virtuosa que, sin
experim entar ansiedad, es capaz de trabajar y de espe­
rar el tiem po necesario y arrostra^-ios=-«aerificios perti­
nentes para lograr un valor, \te n e r paciencia) significa
m antener la cabeza, oponerse al destino. lira b u s o . j isí
com o a íd o ío r y al cansancio, sin por ello com prom eter
jy HUMILDAD PACIENTE 63
v H o y )k o g ic w ik - t k 14
la propia dignidad. En la filosofía estoica la hypom oné
no es tim idez, d eb ilid ad, im potencia o resignación,
sino p o r el contrario una subdivisión de la andreia:
virilidad, fuerza de ánimo, resistencia, perseverancia,
tem ple, carácter.
Tam bién santo Tom ás subordina la patientia a la
fortitudo', la paciencia es para él la fortaleza del débil,
m ientras que la im paciencia la debilidad del fuerte.
C om ienza con lágrim as y al final sonríe, es am arga
pero su fru to dulce. Q uienes tienen la paciencia de
hacer perfectam ente lo trivial podrán llegar a lo difícil
con facilidad: el g e m ^ o m ie n z a T á T g r a n d e s oBrás,
pércTsoIo~erírabajo las acaba; com o afirm a el refrán,
para dar una en el clavo hay que dar una tras otra cien
en la herradura. [Q
Paz(ciencia) -d iría el etim ologista arriesgado- es la
ciencia de la paz, la paz pacientem ente ejercitada, y no
por real decreto: ¿acaso no puede decirse que la pacien­
cia es tranquila y tranquilizadora, frente a la im pacien­
cia agresiva? L a paciencia hace paz, paci-fica en el
sosegado au to d o m m iü reem e-díeerfgnaclo EáSáñága:
lasligu 35TÍeTSíIslSgosintm son agitadas por
las olas de los intereses, ansiedades, pasiones o tem o­
res. Las cuerdas de su corazón pulsan al unísono, com o
m elodías favoritas, los verbos desaparecer, desapro­
piarse, desinstalarse, desinteresarse. L e encanta vivir
retirada en la región del silencio y del anonimato. D ía y
noche cava sucesivas profundidades en el vacío de sí
misma, apaga las llam as de las satisfacciones, corta las
m il cabezas del desasosiego, y por eso duerm e siempre
en el lecho de la serenidad. N unca el tem or llam a a su
puerta, nunca la tristeza asoma a su ventana. N ada den-
tfo"ñITuera logra alterar la paz, que m ira al m undo con
los ojos lim pios. Vaciada de sí m ism a, vive libre de
todo temor, en la estabilidad em ocional que permanece
, V ' k'-'iotovdr;
64 A k ftuaát e>
sólidam ente m ás allá de todo cambio. Se trata de una
^ virtud que lucha pacíficam ente (la violencia destruye la
¿ paciencia, es su antítesis, nunca hay paciencia donde se
da la violencia). Fuerza de la paciencia: a base de creer
en la victoria la propicia, verdadera profecía autorreali-
'ZJ zadora. U na paciencia que desarma, que consigue más
,xí que la fuerza y la cólera, que desactiva el m ecanism o
■* de la violencia contra el tiempo. El otro resulta siempre
7 decepcionante, salvo para quien tenga la paciencia de
,S.; so n d ea r sus en ig m as y de este m odo d e sc u b rir su
s; riqueza escondida, la que nos hace ser m ás de lo que
parecemos.
Gq.— -— Si la hum anidad no tuviese sus más v sus menos, la
paciencia estaría de soBráV"pSo~no siempre^xisten en
<£ las trayectorias hum anas (individuales y colectivas) ~
4~ líneas rectás, m'‘Stg'üe'sú*Íógica el inm utado curso para­
je lelo de los raíles del ferrocarril: de repente, cuando
todo parece ir bien, tu tensión está por los suelos; de
1^ pronto, cuando tu ánimo está sem brado de ruinas, no
Q se sabe qué ángel te sostiene animoso. A veces en los
1 días azules tu alm a está nublada y en los nublados
azul. El Ave Fénix renace de sus cenizas. Si tal m ovi­
m iento del alm a no es excesivam ente abrupto, no hay
p o r qué asu starse m ien tras ten g am o s p ac ie n cia; sí
habría que asustarse si la paciencia estuviera ausente
de esos vaivenes. D icho de otro m odo, la paciencia es
el arte de resistir y aceptar con paz(ciencia), com pren­
sivam ente, las tensiones y contradicciones de la vida
diaria, y por eso su frenar perm anente es un frenar agó­
nico y tenso. Por todo ello la paciencia, bajo su apa­
riencia de calm a, es virtud agónica del padecer, sopor­
tar, aguantar, sufrir. Paciencia y sufrim iento son m adre
de la honra y padre del aum ento, afirma el refrán: ese
s a b e r e s p e r a r tie m p o s m e jo re s en q u e e l s u f r ir
decrezca, ese poder aguantar lo que se soporta peor,
ese tener calm a en m edio del agobio y serenidad en la
torm enta, ese en tiem pos de crisis no hacer m udanza,
conform e a la recom endación de Ignacio de Loyola.
L a serenidad es la experiencia de lo que nos sale al
encuentro situándonos en un estado existencial supe­
rior; es, pues, la paciencia una virtud agonística y a la
par antiagonista, serenadora. L a resistente paciencia s e ,
distingue por su agónico sosiego, decíam os: pide valor
■? para cam biar lo que se pueda cam biar. serenidad para
aceptar La que no se pueda cam biar, y sabiduría para
/ conocer la diferencia. M odera la ira, refrena la lengua,
rige.y dl-rige los sentidos, preserva la paz, preside el
orden, c o n tien e la p asión, re p rim e la v io len cia del
orgullo, apaga el fuego de la hostilidad, m antiene en
sus lím ites el poder de los ricos, suaviza la desgracia
de los pobres, protege en los unidos en m atrim onio su
indestructible amor. L a persona paciente dom ina su
propio yo, y por lo m ism o su propio tiem po, gracias a
lo cual contrarresta la antifuerza que su propia im per­
fección ejerce contra ella, es decir, aguanta las debili­
dades sin dejarse arrastrar p o r las pasiones tristes o
entristecidas que socavan el deseo de vivir. L a pacien­
cia rechaza la falta de ser incitándonos no a la pasivi­
dad, sino a la lucha contra nuestra m ala voluntad.
M ientras las vidas breves de los personajes se suce­
den, los grandes libros de la hum anidad enseñan la
paciencia que afronta las adversidades y soporta el mal
sin venirse abajo, haciendo posible la lucha contra la
tristeza y la desesperación del alm a. Si la fortaleza es
la virtud que arrostra peligros, la paciencia es la que
soporta todo el resto. La paciencia^seiíaj pues, la forta­
leza del alm a en la vida cotiHiana, una Fortaleza que
sabe invertir el padecer en actuación: sabemos que el
m al soportado c o n firm e /a > a no es el mismo mal, sino
la o casión q ue tiene el ho m b re de experim entar su
66 CARLOS DÍAZ

fuerza real frente al mal, convirtiendo el padecer en


paciencia. P aradójicam ente, esta paciencia es acaso
m ás activa todavía que la paciencia estratégica, ya que
ella es un infinito de la voluntad para resistir frente a lo
insuperable, m ientras que la paciencia del estratega
sólo es una m oratoria y una suspensión de la acción en
vista de la acción; por este m otivo la constancia -q u e
es la virtud de la persistencia en el bien pese a las difi­
cu ltad es- y la perseverancia son virtudes propias de la
paciencia.
L a paciencia ayuda al discernim iento, y éste anula
la cólera, que es la traba m ás grande de toda realiza­
ción; por ello refuerza el control sobre sí m ism o, pro­
tege la paz interior, elim ina los estragos de los im pul­
sos y es u n a te ra p é u tic a q u e c o n d u c e a la p le n a
realización de sí, com o lo recogen m uchos refranes:
«perdiendo la paciencia no se obtiene experiencia»,
«la calm a y la p aciencia alargan la existencia», «la
paciencia es un secreto para un vivir contento», «con
la paciencia y el buen m odo a m enudo desatas cual­
quier nudo», «la paciencia y el valor son un óptim o
equipaje», «el que tiene paciencia la alegría se asegura,
pues gana aquel que sufre y dura», «en cada oscura
ocurrencia conviene tener paciencia». Son asim ism o
incontables los aforism os de ilustres dirigidos a ensal­
zar la virtud de la paciencia: «la paciencia es la virtud
m ás rica de todas, precisam ente porque no tiene nada
de heroico en su apariencia» (Leopardi); «la paciencia
lo g ra m e jo r su s p ro p ó s ito s que la m ism a fu e rz a :
m uchas cosas que no se podrían v en cer de un solo
golpe se ad q u ieren tom ándolas poco a poco» (P lu­
tarco); «la paciencia es el arte de esperar» (M arqués de
V auvenargues); « soporta lo que la su erte te envía;
aquel que pacientem ente resiste es coronado» (Her-
der); «la paciencia es de dos tipos: tranquila soporta-
HUMILDAD PACIENTE 67

ción del defecto, tranquila soportación del exceso. La


verdadera paciencia dem uestra una gran elasticidad»
(N o v a lis); « p ara cu a lq u ie r d o lo r el re m e d io es la
paciencia» (Publio Siró).

1.4. Paciencia, saber situarse en el tiempo: el ser del


estar siendo
La paciencia da al tiem po la oportunidad para que
hom bres y nujeres aprendan a ir confiando, perm itan
m adurar la esperanza, puedan m anifestar sus afectos.
La paciencia encierra en sí el secreto de una aprecia­
ción positiva de la pasividad no com o pura y simple
re n u n cia a obrar, sino com o un co n se n tim ien to en
dejar ser y com o disponibilidad hacia lo que adviene.
E lla presta atención a los menores estrem ecim ientos de
la vida, sabe que los prim eros im pulsos nunca vendrán
si la im paciencia trata de acelerar su venida; sabe que
para nada sirv e qu erer urgir a un niño a fin de que
logre herm osos resultados. Porque, aunque la im pa­
ciencia consiga acelerar el ritm o de m aduración de las
cosas y haga que el niño logre grandes éxitos tem pra­
neros, pasa de largo ante la bella e inm utable lentitud
del tiem po, que es lo único que establece el verdadero
valor de las cosas.
Paciencia es dom inio de adolescencia, y por tanto
apertura de los horizontes de tem poralidad. Si para el
deseo adolescente todo es «ya, aquí, ahora», para la
voluntad adulta el tiem po puede dar de sí, no se deja
reducir, tiene su ayer y su m añana. «L a adolescencia es
el periodo de vida en que los padres se vuelven difíci­
les», asegura el adolescente: ¿no tendrem os los adultos
m ucho de adolescentes cuando subrayam os que «ado­
lescencia es la época en que los hijos se vuelven difíci­
les»? L a a d o le s c e n c ia es un p e rio d o c o m p le jo , la
68 CARLOS DÍAZ

época en que se vuelve a tener ham bre antes de que la


m adre o el padre term inen de lavar los platos; los ado­
lescentes nos devuelven a la realidad, que es proble­
m ática, y a la vez m uy hermosa. Nos hacen recordar a
esos carteles donde se lee: «D isculpen las m olestias.
Obras en construcción». ¿A caso no son nuestros ado­
le s c e n te s u n a d if íc il o b ra en c o n s tru c c ió n en el
m om ento más com plejo, m ás crucial, m ás definitorio,
en el tiem po no m adurado?
Llevadas por su propio designio, cada pocos años
cam bian las célu las del cuerpo hum ano, pero nadie
pu ed e ap ercib irse de ello, dada la len titu d con que
acontece, y cada año renovam os la historia sin que
podam os ser plenam ente conscientes de esa muda: ten­
gam os, pues, paciencia, bondad, y lucidez para evolu­
cionar sensatam ente y sin ponernos nerviosos; además,
aunque gritásem os que deseam os cam biar nuestra piel
individual y colectiva por cualquier otra, nunca resul­
taría tan ajustada a nuestro cuerpo com o la que nos
cubre y m uta con nosotros en el diario crepitar de la
vida. L a cuestión no es cam biar de piel por abandono,
sino m ejorarla p or em patia... U na ostra, para construir
su valva, debe hacer pasar por su cuerpo cincuenta mil
veces su peso en agua de mar.
La persona sabia adopta posiciones ponderadas y
ecuánimes en juicios y apreciaciones. Lo contrario es la
p erso n a h istérica que sólo m aneja - y d estem p lad a­
m en te- un ramal del carro. Lo eterno no es nada sepa­
rado de la vida sencilla en cada una de sus horas; como
dijera Gracian, «no apresurarse nunca es la m arca de un
corazón grande. Hay que atravesar la vasta carrera del
tiempo para llegar al centro de la ocasión. El bastón del
tiempo hace más labor que la m aza de Hércules. L a for­
tuna recom pensa con generosidad a quienes tienen la
paciencia de esperarla».
HUMILDAD PACIENTE 69

Extrem o de la paciencia: santidad en todo, ausencia


com pleta de agitación del ser en todo instante, cada
co sa a su tiem p o , ritu al. Los rito s n e c e sa rio s, por
orden, en etapas, de form a asim iladora: es la virtud de
la paciencia, en últim o extremo, la que conduce a la
sabiduría, al últim o conocim iento. El budism o le con­
cede un lugar preponderante, porque la paciencia pro­
voca el discernim iento anulando la cólera, que es la
traba m ás grave de toda realización. El ejercicio de la
paciencia refuerza el control sobre sí, protege la paz
interior y elim ina los estragos de los im pulsos. El ejer­
cicio de la paciencia es una especie de terapeútica que
conduce a la plena realización de sí.
Si la paciencia, de la que habíam os dicho que era la
v irtu d del se g u n d e ro , es la v irtu d del tiem p o , del
tiem po hum ilde, del «estar», entonces lo que atenta
contra ella es la la m olicie, la blandenguería, que incli­
nan a abandonar las em presas al surgir las prim eras
dificultades, y la pertinacia o terquedad de quien se
obstina en no ceder cuando sería razonable hacerlo.
Todos esos tropiezos atentan contra la fluida perseve­
rancia y la m ansa persistencia del estar. L a nube que
iba delante dijo a la que iba detrás: corre; y ésta a la de
adelante: espera. Y nunca se encontraron.
Contra el estar que fluye idéntico a sí m ism o está el
tiem po que irrum pe violento, la prisa. Sin em bargo,
p o r no querer d ar tiem po al tiempo, la paciencia cas­
tig a al p re cip ita d o : la m ucha p re cip ita ció n retrasa.
G ente con prisa hace dos veces su trabajo, pues quien
se apresura d em asiado term ina m ás tarde; dicho de
otro m odo, la rapidez, que es una virtud, engendra un
vicio, que es la prisa. Los pensadores latinos acuñaron
sentencias para advertir al respecto, entre ellas «apre­
súrate lentam ente» y «sin prisa pero sin pausa»: no hay
cam ino dem asiado largo para quien cam ina sin apresu­
70 CARLOS DÍAZ

rarse, para ascender cuestas em pinadas hay que andar


despacio. Los logros im portantes nunca se consiguen
sino a largo plazo y a costa de repetidos esfuerzos, a
veces m onótonos y fatigosos. Los buenos im provisa­
dores suelen ser luchadores cuyos esfuerzos se prolon­
gan durante toda la vida. A fronta, pues, el paso del
tiempo; no corras contra él, que es peor: él sabe correr
detrás de tí y te alcanza. Calma, pues la calm a es no
tener tiem po para tener prisa. No com pensa ir a toda
velocidad pero a ninguna parte:
-« ¡D ep risa! ¡A toda velocidad!», dice el usuario.
Poco después se da cuenta de que no ha dicho adonde
tenía que ir.
-¿ A dónde está usted yendo?
-N o sé, pero hago lo que usted m e dice: conduzco
lo m ás rápido que puedo».

1.5. La (im )paciencia legítima


Pero ¿hasta dónde la paciencia, acaso no tiene lím i­
tes? C uando el dolor aprieta, cuando la injusticia se
ceba con los pueblos o/y con los individuos, ¿cóm o no
ten er pro b lem as con ciertas p acien cias? C uando la
p ac ie n cia no sirv e sino p ara m an ten er la opresión,
¿sigue siendo una virtud? ¿Cóm o identificar partido de
los pacientes y partido de la paciencia, cóm o anunciar
la redención que ha llegado, si los hom bres no acaban
de sufrir?, ¿se d eb e e n se ñ ar que el h am b re es una
prueba, y que esfuerzo, paciencia y rebeldía son una
im p ied ad ?, ¿qué p en sarán de la p ac ie n cia aquellos
innum erables a quienes se les exige paciencia, pero
con ausencia de toda expectativa real? Esta es la cues­
tión: si el deseo de que term ine el m al es legítim o,
¿cóm o conjugar frente a él paciencia e im paciencia? Si
la im paciencia es para el hom bre la tentación de ser
HUMILDAD PACIENTE 71

inm ed iatam en te D ios, la p aciencia excesiva ¿no es


quizás la tentación de no querer asu m ir el papel de
hom bres que nos corresponde, de abdicar del necesario
a c o n te c im ie n to lle g a n d o y a d e m a s ia d o tard e a la
acción necesaria, y p or tanto haciéndonos cóm plices
del m al que no hem os afrontado? N o, la paciencia no
puede ser una form a m enor de desesperación disfra­
zada de virtud.
A hora bien, ju n to a la im paciencia legítim a, o al
derecho a la im paciencia, incluso junto al deber de ella,
tam poco puede m enospreciarse su actitud contraria. En
efecto, en el cam po de concentración en lugar de rebe­
la rse , alg u n o s p ris io n e ro s b u sc a n có m o c o n tin u ar
rezando, instruyéndose m utuam ente y velando por el
respeto de los preceptos: ¿no enseña eso nada a los
supervivientes? Cuando, por ejem plo, se preguntan qué
bendición hay que pronunciar antes de ir a la muerte, ya
que quienes santificaban cada parcela de la vida santifi­
caban tam bién la muerte, ¿hay que burlarse de ellos, o
tratar de ver qué clase de secreto confiere fuerza y vida
a esta pacien cia m ilenaria? G racias a ella, el «resto
fiel» no se deja arrastrar p o r la corriente del m undo,
perm anece en la orilla y, al m ism o tiem po, a la espera:
en la sola m edida en que se fija alguien en la orilla de
una palabra eterna se puede esperar tanto tiempo.

2. Paciencia longánima
A unque en los tratados sobre las virtudes ya no se
habla de «longanim idad» (longa animitas: alma grande,
ánimo largo), quizá porque se prefiere designar con el
genérico de «paciencia» a cada una de sus dimensiones,
por nuestra parte deseam os retom ar este término, ya que
nos perm ite descubrir nuevos ámbitos pacienciales.
72 CARLOS DÍAZ

Quiza cupiera com enzar afirm ando que la longani­


midad es para la fragilidad, y la paciencia para la m al­
dad: son m ás pacientes los que parecen soportar los
males sin haberlos com etido que quienes soportan las
consecuencias de los males que han ejercido. D erivada­
mente, la diferencia entre la longanim idad y la pacien­
cia está en que, m ientras la longanim idad soporta a los
que p ec an p o r fra g ilid a d m ás q u e p o r m a lic ia , la
paciencia soporta a los que se com placen obstinada­
mente en sus pecados. En este sentido, longanim idad es
menos que paciencia: ¿Han hecho sobre ti una canción
injuriosa, la com puso un m al enem igo? Déjala cantar,
porque pronto se desvanecerá. R ecuerda que los muros
de piedra no hacen una prisión, ni los barrotes de hierro
una reja; los espíritus inocentes y serenos lo aceptan
com o una ermita. En los que soportan m ales para hacer
mal, su paciencia no es digna de adm iración ni de ala­
banza, porque no existe, sino que debe adm irarse su
dureza y no darle el nom bre de paciencia.
Por otro lado, la longanim idad es para empezar, y la
perseverancia para continuar. A quella, la longanim idad
da ánimo para tender a algo bueno que se halla muy
distante de nosotros, y nos enseña a aguardar, saber
su frir la tard an za, p o r eso alg u n o s la han llam ado
«larga esperanza». Se distinguiría de la perseverancia
en que ésta no se refiere al com ienzo, sino a la conti­
n u a c ió n d el ca m in o e m p re n d id o . L a n z a rse a u n a
em presa virtuosa de larga y difícil ejecución es propio
de la longanim idad; perm anecer inquebrantablem ente
en el cam ino em prendido un día y otro día sin desfalle­
cer jam ás es propio de la perseverancia. También en
este sentido longanim idad es m enos que perseveran­
cia, pues vale m enos ser capaz de grandes com ienzos
que de pequeños fines. C om enzar bien no es poco,
p ero ta m p o c o m u ch o , y q u ien siem p re em p re n d e
HUMILDAD PACIENTE 73

nunca term ina: u n asunto no está acabado si no está


bien acabado, e hizo m ucho el que pacientem ente nada
dejó para m añana. L o que para los débiles resulta ser
una barrera insuperable, para las gentes pacientem ente
asertivas representa un desafío: la vida sólo adquiere
form a y figura con los m artillazos que el destino le da
cuando el su frim ien to la pone al rojo.

2.1. Comienza ¡ahora! j ^ (Cj,G ^ ¡{


~L a victa es ttft-trabajo que hay que nacer de pie.
A nteo, to can d o eí s u e í ^ e co6faba^Ü£iiIüs~nuevo57Ün
m aratón com ienza con el prim er paso. Y, aunque los
dem ás vayan delante, nadie puede hacer por nosotros
el cam ino. Por m ucho que nos sirvan las experiencias
de los dem ás, la antorcha del propio relevo tiene que
a s u m irla c a d a c u a l. E so sí, si d e s e a s c o n o c e r el
cam ino, p reg u n ta a quienes ya lo han recorrido. La
vida d e J as g ran d es p ersonalidades h a sido m uchas
veces datewwa& d a p o r u n solo m o m en to suprem o,
pues tuvieron el coraje de «asum ir»; sin em bargo, ese
actocategórico necesitó m uchos precedentes día a día:
se alm acena uñaTuérza incontrastable en las infinitas y
m inúsculas resoluciones de cada día que nos dan la
capacidad de asum ir m ás tarde esas otras decisiones
realm ente decisivas. N ada hay tan fácil que no sea difí­
cil si lo haces de m ala gana, ni tan fácil que sea im po­
sible si de buena. H alla el placer en el esfuerzo m ism o,
y no te esfuerces en el placer por el placer. Si eres
capaz de ap render a aficionarte, el resto vendrá por
añadidura. C uando el auerer es com pleto el trabajo se
hace asueto. H Íb jfc QtÓA\T{¡
El hábito de la decisión econom iza,energías, pues
te hace pasar de la pre^üpacffiíTa ía ocupación. ¿Fijé
una hor¡T par a l e vantarmeTT'JcTIa cam biaré. ¿D eter-
74 CARLOS D l Á f ~ ) I ( „ I

\laplomas de
m iné unas h o ra s ja ra ^ S tu d iaL una ocasión nara^visitar
a un enfennr^ nnri¡i flíilíl nnr /r r r n r n para hacer ejerci­
cio físicQ.|„Debo c u m p lirla palabra conm igo m ismo.
Los co m p ro rn l^rccniT iígo m ism o y con los otros son
iguales: palabra es palabra. Todas nuestras palabras
deberían ser siem pre palabras, de honor: quien no las
cum ple se deshonra. Actúa, pues: las puertas se abren
para quien gira el picaporte. Para com enzar este día,
echa las redes. Las postergaciones algunas veces son
p ru d e n c ia , p e ro casi siem p re m ied o a d e c id irn o s.
¡Ahora! H acer lo m ejor en este m om ento te sitúa en el
m ejor lugar para el próxim o m om ento. Luego puede
ser tarda» Si practicas constantem ente esta'TormuTa,
disfrutarás plenam ente'aT term inar tu trabajo, podrás
d ivertirte p orque no habrá quedado nada pendiente,
estarás tranquilo y relajado, te sentirás bien contigo
m ism o y después te costará m enos esfuerzo hacer las
cosas, pues ya habrás alcanzado el hábito correspon­
diente, serás confiable para los dem ás y eso te abrirá
oportunidades, hablarás con la verdad y te reconocerán
^ r t í o n respetST Q uien ha em pezado tiene h echa la m itad
> ^yde su tarea: si hoy no estás dispuesto, m enos m añana.
^ .. R eflex io n a antes de actuar; después de reflexionar,
' ( actú a con p resteza: re flex io n a m uchas v eces, p ero
d ecide una. M ientras cavilas sobre cuándo h ay que
empezar, ya es dem asiado tarde para empezar.
- ___ La marqha será larga, y adem ás la m ontaña parece
m ás escarp aH F T T ^S iF arm ed id a q u e nósT ác ere am o s.
El cam inante sabe que la vida solo se cam ina m irando
de vez en cuandís-k^eia atrás, pero se debe cam inar
hacia adelante. 0 ay igipedim entos salvables, que pue­
den ser sobrepa s a o s con teñaridacT jjór te re d á s , com o
los alpinistas: hacen m ás largo el recorrido, pero llevan
a la cum bre: se hace lo bastante deprisa lo que se hace
bien. Q uien afirm a que no se puede cam inar no debe
HUMILDAD PACIENTE 75

interrum pir al que está cam inando. Lo difícil prim ero.


H ay que com enzar lo fácil com o si fuera difícil y lo
difícil com o si fuera fácil. L os com ienzos soru á e m p re
duros; no itóentamos.,muchas cosas porque sean difíci­
les, sino que son difíciles porque no las intentam os.
Para term inar un proyecto con descuido hace falta tres
veces m ás el tiem po que se esperaba; uno cuidadosa­
m ente planificado necesita sólo el doble. C onsecuente­
m ente (n u n c a m ejo r d icho: c o n -se c u e n te m e n te ) la
paciencia disciplinada es la gran virtud de los peque­
ños pero continuos esfuerzos, la herm ana más m odesta
de todas las virtudes.
_j>¡ Que lo m eior no sea enemigo de lo bueno: m ás vale
algo que nacía cuando no puedes con todo. Si tu pro­
yecto nóTuncíona, investiga la parte aparentemente sin
importancia. M odestia y paciencia: m ás vale salvar a un
m oribundo que enterrar a cien m uertos, más sem brar
una cosecha nueva que llorar por la que se perdió, m ás
ser cojo que estar siempre sentado. D éjate ayudar, busca
ayuda... Si observas el problem a de cerca, reconocerás
que tú formas parte de él: acepta la m ano tendida.

2.2. Perseverancia para continuar y recomenzar


N o es sólo la fuerza del com enzar, sino la perseve­
rancia del continuar lo que abre el tiem po de la histo­
ria. C u ando n acem o s no nos dan u n a p erso n alid ad
construida, sino los m ateriales p ara edificarla, y del
m is m o m o d o p a r a h a c e r de la c a s a un h o g a r se
re q u ie re v iv ir m u ch o en ella. S o m o s al fin lo que
hem os ido haciendo de nosotros, por eso dice A ristóte­
les que la virtud o excelencia no es un acto aislado,
sino una paciente sum a de actos, es decir, un hábito. Si
eres constante, taladrarás la roca h asta alcanzar el mar.
Es difícil abrir una tienda, pero es m ucho m ás difícil
76 CARLOS DÍAZ

m antenerla abierta, la verdadera habilidad del vende­


d or co m ien za cu an d o el c lie n te d ice no: n ad a que
m erezca la pena se ha aprendido en diez lecciones, la
dificultad da valor a la cosas. Y, dado que suele sen­
tirse feliz quien ha perseverado en el esfuerzo por lle­
gar a la cim a, si hace falta felicítate cada vez que cum ­
plas una tarea difícil: felicidad es hacer cosas de las
cuales te puedas sentir orgulloso.
Así pues, haz tras haber hecho, para no oxidarte:
tam bién después de una buena cosecha hay que sem ­
brar, m ás aún después de una m ala. Los sabios están
satisfechos cuando d escubren la verdad, los necios
cuando descubren la falsedad. En resumen: com enzar
de fo rm a e n é rg ic a e irre v o c a b le , no h a c e r n u n c a
excepción h asta que el nuevo hábito no esté firm e­
m ente enraizado en nuestra vida, aprovechar cualquier
ocasión que se presente para hacer realidad las decisio­
nes o resoluciones tom adas y secundar toda sugestión
em ocional orientada en el sentido de la costum bre que
se desea adquirir, m antener siem pre vivo en nosotros
el esfuerzo con pequeños sacrificios que no nos pro­
porcionen ningún beneficio inm ediato.
Las personas que creen no com eter nunca errores
com eten inadvertidam ente el m ayor error de todos, el
de no intentar nada de nuevo: «un atardecer, escribe
Sabato, m ientras iba cam ino de una aldea de Italia a
otra, vi a un hom brecillo inclinado sobre su tierra, tra­
bajando todavía afanosam ente, casi sin luz. Su tierra
labrada renacía a la vida. Al borde del cam ino se veía
todavía un tanque retorcido y arrum bado. Pensé: qué
adm irable es a pesar de todo el hom bre, esa realidad
tan pequeña y transitoria, tan reiteradam ente aplastada
p o r terrem o to s y g u erras, tan cru elm en te p u e sta a
prueba por incendios y naufragios y pestes y muertes
de hijos y padres». A m ás de uno le vendría bien la lee-
HUMILDAD PACIENTE 77

tura de las bitácoras de Cristóbal C olón, donde pode­


m os leer:
«Hoy continuam os trabajando».
Las torm entas golpeaban las carabelas.
«Hoy continuam os trabajando».
L a Pinta se desarm aba.
«Hoy continuam os trabajando».
H abía ham bre y oscuridad.
«Hoy continuam os trabajando».

2.3: Im paciencia y desorder


V incm ados a la falta de p aciencia se encuentran
frecuentem ente estos otros desórdenes:
—* A u se n c ia d e ritm o y de c o n sta n c ia , e sc a se z -de
e sfuerzo, fa lta de voluntad, desinterés: ¡es sorpre n ­
dente el tiem po que se necesita para concluir algo en lo
que no__se e s tá trab ajan d o !. C á re ñ c ia dé previsión,
indistinción entre lo prioritario v lo derivado, entre lo
urgente y lo im portante. A m a lg a m a re todo, desorga­
nización; el desorganizadb- 4u p o n e-q íie'la‘Tmp(5rtancia
del trabajo ju stifica la tensión nerviosa; en realidad, es
tarea fácil h acer que las cosas sim ples parezcan com ­
plejas, p ero difícil hacer que lo com plejo parezca sim ­
ple. Incapacidad para m antener pocas, claras y al can -
zables m etas: es dSircíITemontar com o águila cuando
se trabayá'como 'g a ñ s o T E x ^
misiHDria*p-ergOfia mBtiCfS~4ualificada es la que m ás
opina, el clien te que m enos paga es el que m ás nos
exige y com plica. R eiteración de m étodos y hábitos
ineficaces pese a su escaso rendim iento, terquedad.
Im p a c ie n c ia , friv o lid a d . L a p e r s o n a p re s u n tu o s a
desoye los consejos: «¿no sabrán que soy lo suficiente­
m ente in telig en te para descubrir p o r m i cuenta todo
78 CARLOS DÍAZ

eso que m e dicen?». Indecisión: evita el aburrim iento,


pero no es rentable; con ella nunca se tiene la sensa­
ción de que no hay nada im portante que hacer, pero sin
ella se está mejor. Negativism o, pesim ism o. Pérdida de
tiempo: se queja de falta de tiem po quien no sabe apro­
v ech arlo , p ero si con el m ism o tiem p o y esfu erzo
haciendo B obtengo el doble o el triple de resultados,
lo inteligente y correcto sería tom ar parte del tiem po
de A y em plearlo en B. Burocratitis: reunirse por reu­
nirse constituye a la vez la gran ocupación y la gran
desocupación, adem ás el trabajo en equipo perm ite
echar la culpa a los otros y no reconocer a los m ejores:
un equipo de m ediocres reunidos no deja de ser un
equipo de m ediocres reunidos.

3. Expresado en parábolas...
Parábola del buho, la cotorra, la cigarra y la hormiga
Existen cuatro com portam ientos:
El de quienes hacen que las cosas buenas sucedan,
porque trabajan para ello. Es la gente común, que se
com porta com o u na horm iguita: día a día acarrea un
poquito de trigo para poderlo com er durante el invierno.
L a horm iguita ordinaria es capaz de hacer cosas extraor­
dinarias; quien se cree dem asiado extraordinario no
llega lejos. Ella no solamente trabaja cuando está alegre,
sino siempre, aunque ese día no sea su m ejor día. Ésta
es la única form a de alcanzar hábitos buenos para siem­
pre y de ayudam os a ser mejores cada día.
El de quienes observan lo sucedido, pero no traba­
jan. Son com o el buho, que abre m ucho los ojos, pero
no hace nada.
HUMILDAD PACIENTE 79

El de quienes preguntan por qué sucedió. Son com o


las cotorras, los loros, los papagayos: hablan y hablan,
pero tam poco hacen nada.
El de quienes ni siquiera se interesan por lo ocu­
rrido. Son com o la cigarra, que todo el día están can­
ta n d o , y q u e lu e g o la m e n ta n no h a b e r tra b a ja d o ,
teniendo que m endigarlo finalm ente a la horm iga.

Parábola de la tortuga y la liebre


Paso a paso la m eta se acerca, com o en la fábula de
Esopo: una tortuga y una liebre discutían sobre quién
era m ás rápida. A sí, fijaron una fecha y un lugar, y se
separaron. L a liebre, p or su natural celeridad, descuidó
ponerse a la carrera, se echó al borde del cam ino y se
durm ió. Pero la tortuga, consciente de su propia lenti­
tud, no cesó de cam inar, y de este m odo tom ó la delan­
tera llegando prim era a la meta.

Parábola del labrador y la viña


Un labrador a punto de m orir llam ó a sus hijos y les
dijo: «en una de m is viñas he guardado un tesoro».
M uerto el padre los hijos excavaron todo el labrantío,
pero no hallaron el tesoro; en cam bio, la viña les dio
una cosecha excelente.

Parábola de Teófano el recluso


El asceta Teófano, que se autorrecluyó para m ayor
ejercitación de su propia espiritualidad, aconseja: el
com bate interior no debe ser abandonado. L a batalla
dura sólo hoy, el com bate toda la vida. D ebe darse con
constancia, pues de lo contrario todo nuestro esfuerzo
quedará sin fruto y nuestra inclinación hacia las bajas
pasiones podrá crecer en vez de decrecer. Si abandona­
m os la lu c h a in te rio r, d esc u b rirem o s que m ien tras
80 CARLOS DÍAZ

intentam os elim inar una pasión otra nos invade. Por


ejem plo, arrojam os la gula m ediante el ayuno, y he
aquí que la vanagloria ocupa su lugar. Si descuidam os
o to rg a r al c o m b a te in te rio r la a te n c ió n q u e le es
debida, ningún esfuerzo, por penoso que sea, traerá
fruto. D e un an aco reta indio, que había vivido dos
años enteros alim entándose solam ente del rocío que
cae del cielo, se cuenta que vino un buen día a la ciu­
dad y que, habiendo degustado el producto de la vid,
se hizo un bebedor consum ado.

Parábola del bon sai


La paciencia son las estalactitas y estalacm itas de la
vida: ellas se van form ando muy poco a poco en la
oscuridad, se integran gota a gota y de m anera irregu­
lar, no geom étrica, requieren de tiem po, y crecen por
arrib a y p o r abajo siendo al fin m uy herm osas. L a
paciencia es un bon sai: solo tiem po, fe, cuidados y
m im os le hacen crecer. No se puede sacar el arbolito
de su m aceta para ver si está echando raíces. N ecesita
la hum ildad del hum us para desarrollarse.
P odem os exp licar esta parábola con otra. E s, en
efecto, com o aquella rana que al saltar cayó en un cubo
de crema, pero que chapoteando y chapoteando am a­
neció por la m añana sobre una m asa de m antequilla
que ella m ism a había batido. Allí estaba con su cara
sonriente tragando las m oscas que venían por docenas
de todas partes.

Parábola de Lincoln
Aunque no m e gustan dem asiado los ejem plos yan-
kees (¡paciencia nos hace falta con ellos!), nobleza
obliga. El negocio de A brahán Lincoln fracasó políti­
camente en 1831. D errotado en las elecciones para la
HUMILDAD PACIENTE 81

legislatura del E stado en 1832, volvió a fracasar en los


negocios en 1833. Al año siguiente fue elegido para la
legislatura. Su novia m urió en 1835 y después de eso
le vino una depresión nerviosa. En 1838 perdió su lici­
tación para ser presidente de la legislatura, y fue derro­
tado com o elector en 1840 y en las elecciones para el
C ongreso en 1843. Ganó la com petencia para el C on­
greso en 1846, para sufrir de nuevo la derrota en 1848,
fecha en que se reiteró en las elecciones para el Senado
en 1858. Después de todo eso fue elegido presidente
de los EEU U en 1860. En todo hom bre público que
alcanza una m eta se esconde siem pre un hom bre p ri­
vado que cultiva un hábito, cuyo color es el color de la
paciencia.

P arábola del pequeño caracol


A quel pequeño caracol em prendió la ascensión a
un cerezo en un desapacible día de finales de prim a­
vera. Al verlo, unos gorriones de un árbol cercano esta­
llaron en carcajadas: «¿no sabes que no hay cerezas en
esta época del año?» El caracol, sin detenerse, replicó:
«no im porta. Ya las habrá cuando llegue arriba».

Parábola del leopardo y el fu eg o


A ntiguam ente el leopardo y el fuego eran amigos.
El leopardo vivía, com o ahora, en la selva, y el fuego
en una caverna. A veces el leopardo hacía largas cam i­
natas para ir a ver a su amigo. U n día le dijo: ¿Por qué
no m e devuelves m is visitas? ¿Y por qué te estás aquí
m etido siem pre en la caverna en com pañía de estas
piedras negras?
El fuego respondió: Es m ucho m ejor que yo esté
aquí. Si salgo, puedo ser muy peligroso.
82 CARLOS DÍAZ

Pero el leopardo insistió tanto, que al fin su amigo


dijo: B ueno, pero prim ero lim pia cuidadosam ente la
explanada que hay delante de la caverna.
El leopardo era algo perezoso, así que arrancó la
hierba, pero dejó alguna que otra hoja seca. Cuando el
fuego salió de la caverna, se transform ó en seguida en
un gran incendio que, im pulsado por el viento, llegó
hasta la copa de los árboles. El leopardo, aterrorizado,
se puso a correr de un lado para otro y se le quem ó la
piel. Por eso todavía hoy el leopardo lleva las señales
de las quem aduras y, cuando ve a lo lejos a su am igo el
fuego, huye com o un loco.

Parábola del chino y el caballo


Un chino tenía un caballo. El caballo se le escapó.
Los vecinos fueron a darle el pésam e. «¿Q uién dice
que sea una d esg racia?», les co n testó el chino. En
efecto, a la m añana siguiente el caballo vino trayendo
una yegua salvaje. Los vecinos le felicitaron. «¿Quién
dice que sea una fortuna?», respondió el chino. A los
dos días su hijo prim ogénito, m ontando la yegua, se
cayó y quedó cojo. Los vecinos expresaron su senti­
m ien to de dolor. «¿Q uién dice que sea una desg ra­
cia?», volvió a preguntar el chino. Al año siguiente
hubo una guerra en el país. El prim ogénito, por estar
cojo, no tuvo que alistarse en el ejército... Y la vida
siguió con sus episodios...

Parábola de los artesanos de Chiapas


Entre los indígenas de Chiapas, cuando el m aestro,
derrotado por los años, decide retirarse, le entrega al
alfarero jo ven su m ejor vasija, la obra de arte m ás per­
fecta. El joven recibe la vasija y no la lleva a casa para
adm irarla, ni la pone sobre la m esa en el centro del
HUMILDAD PACIENTE 83

taller para que, en adelante, le sirva de inspiración y


presida su trabajo. Tampoco la entrega a un m useo. L a
estrella contra el piso, la rom pe en m il pedazos y los
integra a su arcilla para que el genio del m aestro conti­
núe en su obra.

Parábola del trigal


H oy siem bras un extenso trigal en el campo. V uel­
ves a la sem ana siguiente y no se ve nada: parece que
el trigo m urió debajo de la tierra. V uelves a las dos
sem anas y todo sigue igual: el trigo sigue sepultado en
el silencio de la m uerte. R etornarás a las cuatro sem a­
nas y observarás con em oción que el trigal, verde y
tierno, em ergió tím idam ente sobre la tierra. Llega el
in v ie rn o y caen to n elad as de n iev e sobre el trig al
re c ié n n a c id o q u e, a p la sta d o p o r el en o rm e p eso ,
so b re v iv e , p e rse v e ra . V ienen las te rrib le s h elad a s
capaces de quem ar toda vida. El trigal no puede crecer,
ni siquiera respirar. Sim plem ente se agarra obstinada­
m ente a la vida entre vientos y tem pestades para sobre­
vivir. A som a la prim avera y el trigal com ienza a esca­
la r la v id a le n ta p ero firm em e n te . A penas se n o ta
diferencia entre un m es y otro; parece que no crece.
C uando vuelves unos m eses m ás tarde, con tus asom ­
brados ojos te encontrarás con el espectáculo conm o­
vedor de un inm enso trigal dorado, ondulado suave­
m ente p or la brisa. ¿De dónde viene esta m aravilla? D e
las noches horribles del invierno. P or haber sobrevi­
vido con una obstinada perseverancia en las las largas
noches del invierno, hoy tenem os este espectáculo.
N o hay m ás. Cuando llegue la hora en que parezca
que, en lugar de adelantar, retrocedes, m antente en pie,
sobrevive, persevera com o el trigal. Cuando la helada
de la aridez o la niebla del tedio te penetren hasta los
huesos, persevera con una ardiente paciencia: en tus
84 CARLOS DÍAZ

firm am entos habrá estrellas y en tus cam pos espigas


doradas (Ignacio Larrañaga).

P arábola del sem brador


«Salió el sem brador a sem brar. Al sem brar, unos
granos cayeron en la vereda; vinieron los pájaros y se
los com ieron. Otros cayeron en terreno rocoso, donde
apenas tenían tierra; com o la tierra no era profunda,
bro taro n en seguida; pero en cuanto salió el sol se
abrasaron y, por falta de raíz, se secaron. O tros caye­
ron entre zarzas; las zarzas crecieron y las ahogaron.
Otros cayeron en tierra buena y dieron grano: unos,
ciento; otros, sesenta; otros, treinta. ¡Quien tenga oídos
que oiga!». H asta el día de la cosecha crecerán juntos
trigo y cizaña: «Sem ejante es el R eino de Dios a un
hom bre que sem bró sem illa en un cam po. M ientras sus
hom bres dorm ían, vino su enem igo, esparció cizaña en
m edio del trigo, y se fue. Pero cuando creció la hierba
y llevó fruto apareció tam bién la cizaña. Viniendo los
criad o s del am o, le dijeron: ‘Señor, ¿no sem braste
b u en a co sech a en tu cam po?, ¿cóm o es que tienes
cizaña?’. Él les dijo: ‘Un hom bre enem igo hizo esto’.
D ijeron los criados: ‘¿Q uieres que vayam os a reco­
gerla?’. Les contestó: ‘¡No!, no sea que, al recoger la
cizaña, arranquéis con ella el trigo. D ejad crecer juntas
las dos cosas hasta la siega; en el tiem po de la siega,
diré a los segadores: recoged prim ero la cizaña y atadla
en haces para quem arla, pero el trigo recogedlo en mi
granero’».
D esd e lu eg o , si se tra ta de sem b rar en el surco
hum ano, la paciencia y el hum or son herm anas siam e­
sas: «cuando era un chico de catorce años, relata M ark
Tw ain, m i p apá era tan ignorante que apenas podía
to le ra rlo ; sin e m b arg o , c u a n d o c u m p lí v e in tiu n o ,
HUMILDAD PACIENTE 85

quedé so rp ren d id o de lo que él h ab ía aprendido en


siete años».

Parábola del barrendero


M om o te n ía u n am igo, B ep p o B arre n d e ro , que
vivía en una casita que él m ism o se había construido
con ladrillos, latas de desecho, y cartones. Cuando a
B eppo B arrendero le preguntaban algo se lim itaba a
sonreir am ablem ente, y no contestaba. Sim plem ente
pensaba. Y, cuando creía que una respuesta era innece­
saria, se callaba. Pero, cuando la creía necesaria, la
pensaba m ucho. A veces tardaba dos horas en contes­
tar, pero otras tardaba todo un día. M ientras tanto, la
otro persona había olvidado su propia pregunta, por lo
que la respuesta de B eppo le sorprendía casi siempre.
Cuando B eppo barría las calles, lo hacía despacio­
sam ente, pero con constancia. M ientras iba barriendo,
con la calle sucia ante sí y lim pia detrás de sí, se le
iban ocurriendo m ultitud de pensam ientos, que luego
le explicaba a su am iga M omo: «ves, M om o, a veces
tienes ante ti u n a calle que te parece terriblem ente
larga que nunca podrás term inar de barrer. Entonces te
em piezas a dar prisa, cada vez m ás prisa. Cada vez que
levantas la vista, ves que la calle sigue igual de larga.
Y te esfuerzas m ás aún, em piezas a tener m iedo, al
fin a l te h as q u e d a d o sin a lie n to . Y la c a lle sig u e
estando por delante. A sí no se debe hacer. N unca se ha
de pensar en toda la calle de una vez, ¿entiendes?. Sólo
hay que pensar en el paso siguiente, en la inspiración
siguiente, en la siguiente barrida. N unca nada m ás que
en el siguiente. Entonces es divertido: eso es im por­
tante, porque entonces se hace bien la tarea. Y así h a de
ser. D e repente se da uno cuenta de que, paso a paso, se
86 CARLOS DÍAZ

h a barrido toda la calle. U no no se da cuenta de cóm o


ha sido, y no se queda sin aliento. Eso es im portante».

Parábola del niño trisómico


«Se soporta m al a quien duda ante los botones de
un distribuidor autom ático, se m ete dem asiada prisa al
niño que em plea dem asiado tiem po en arreglarse por la
mañana. L a lentitud y el error quedan elim inados de la
existencia. E ste niño, que tendrá m ayor dificultad para
asim ilar las cosas, aterriza en un universo m oviente,
donde m añ an a es ya ayer y donde se p rep ara a los
jóvenes para ejercer profesiones que todavía no exis­
ten. ¡Éxito! E sa es la consigna. H ay que tom ar el tren
en m archa, adaptarse, com prender con rapidez.
En lo concerniente a la paciencia, parece haberse
convertido en una vieja dam a de cabellos blancos, ros­
tro de la obstinación tranquila, rostro del artesano que
realiza su trab ajo am orosa y lentam ente que ya no
están en curso y sólo producen un vago respeto. En tal
contexto, vivir ralentizadam ente se ha convertido en
un hándicap. Pongo por ejem plo a aquella anciana con
la que m e crucé en una escalera m uy em pinada, y que
se ex c u só co n h u m ild a d p o r su b ir p e n o sa m e n te y
hacerm e esperar.
L a lleg ad a de nuestro pequeño trisóm ico vino a
p o n e r un lím ite de velocidad a nuestro ritm o. E ste
niñito debía aprender la vida palabra por palabra, y
nosotros íbam os a descifrarle la vida sílaba por sílaba.
N uestra zancada iba a adaptarse a la suya, a su ‘m inus­
valía’ . Ibam os a aprender la paciencia. En este m undo
que circula com o un expreso, debíam os adaptam os no
a su velocidad, sino a la de un niño cuyas capacidades
de com prensión eran limitadas.
HUMILDAD PACIENTE 87

La paciencia en la vida cotidiana no es gratificante;


prim ero, re su lta difícil, porque consiste en esperar:
esperar que una palabra se pronuncie correctam ente,
esperar que el lapicero sea m anejado correctam ente,
esperar que se adquieran la fuerza y la coordinación
necesarias para el m anejo de un triciclo o de una bici­
cleta. Lo esencial no es esa carrera contra reloj que
convierte en norm a el leer a los seis años o cam inar a
los quince m eses, lo esencial es que estas adquisicio­
nes se hagan tarde o tem prano, que el niño camine a su
propio ritm o, al m áxim o de sus posibilidades, pero
esto requiere desm antelar nuestra noción del tiem po.
E nseñar a que Javier haga todo p o r sí m ism o dedi­
cándole el tiem po necesario, eso es la paciencia; ella
consiste sobre todo en una escu ela de autodom inio.
M ostram os una tendencia rápida a ceder al reflejo de
eficacia, a actuar en su lugar para que todo vaya más
rápido, cuando p o r el contrario hay que dejarle tiem po
para que com prenda, tiem po para que evalúe las im pli­
caciones de una consigna, dejarle tiem po para que rea­
lice una pequeña tarea que le llenará de orgullo. N ada
es m ás estim ulante para él que probarse a sí m ism o
q u e es cap az de p o n er el cu b ierto , de vestirse una
camiseta, o incluso de responder al teléfono.
Pero la paciencia genera tam bién angustia; porque
si nuestra tenacidad se corona de éxito, sabemos bien
que esperar, cuando los dem ás siguen avanzando, se
convierte en un m overse a rastras. Retrasado, retrasado
m ental, todas esas expresiones traducen bien la dificul­
tad para no ser m arginado cuando se es más lento. Sólo
en la fábula de L a Fontaine triunfa la obstinación tran­
quila de la to rtu g a sobre la p resunción de la liebre.
¿C óm o p o d rá d e ja r de c o n v e rtirs e en am arg u ra el
e sfu e rz o p a c ie n te d el alu m n o la b o rio s o q u e p a s a
88 CARLOS DÍAZ

m ucho tiem po preparando una lección delicada, ante


quien tiene éxito en seguida y sin esfuerzo?
Sin em bargo, la paciencia tiene com o corolarios el
deseo, la esperanza y la confianza. A com pañar la m ar­
cha con el paso lento del pequeño trisóm ico es poner
las bases de una felicidad posible sobre los signos de la
desgracia. Es afirm ar que la paciencia es m enos un
signo de que sufre (como sugiere la etim ología) que de
lo que se construye. En este sentido es p arad ó jica­
m ente liberadora. Porque, si se adm ite que, para un
pequeño trisóm ico 2 1 , la relación edad-adquisiciones
no tiene verdaderam ente sentido y los años no cuentan
de la m ism a form a que para los niños ordinarios, la
p ac ie n cia con la que su scitam o s este p ro c e so nos
fuerza a no anticipar y a m aravillarnos ante cada etapa
superada. Prim eros pasos, prim eras palabras, prim eros
éxitos, del tipo que sean, nos sirven de pretexto para
extasiam os ante las capacidades del niño olvidando
in stan tán ea m e n te el esfu erzo lab o rio so q u e hem os
aplicado para despertarlos.
La espera es, ciertam ente, ingrata a veces, pero la
recom pensa está a la m edida de nuestros esfuerzos: lo
que se obtiene dem asiado rápidam ente rara vez nos
aporta un g enuino sentim iento de felicidad. H em os
visto cóm o algunos padres festejan con cham paña los
prim eros pasos de su hijo trisóm ico. ¿Débil consuelo?
¡En absoluto! Es una prueba de que tenían razón día
tras d ía al ‘c r e e r ’ en su e s fu e rz o . P o rq u e n u e stra
paciencia no encuentra sentido ni justificación sino en
la confianza que tenem os en la vida y en el m ism o
Javier. N osotros no podríam os hacerle progresar si no
creyéram os en la posibilidad de sus progresos. N uestro
fin era hacer de nuestro hijo no sólo ‘algo’ sino sobre
todo ‘alguien’, es decir, un m uchachito y después un
adulto lo m ás feliz y lo m ás autónom o que fuera posi­
HUMILDAD PACIENTE 89

ble, y sabem os que utilizarem os p ara llegar al fin sen­


deros pedestres m ás que vías rápidas. ¿Q ué im porta, si
estam os seguros de no adentrarnos en un camino sin
salida?
L a paciencia que nos exige Javier nos libera tam ­
bién de este deseo de calzarnos con las botas de siete
leguas que anim a a m uchos padres y hace de ellos,
muy a m enudo, unos ladrones de infancia. Ser pacien­
tes equivale a tom ar a Javier en el nivel en el que está,
no pedirle m ás de lo que puede dar y no im pacientar­
nos ante sus lagunas. Sin em bargo, cuántos adultos
hablan a un niño de cinco años com o si tuviera diez y
exigen de un adolescente el com portam iento razonable
de un adulto, cuánto sueñan con quem ar etapas, con
hacer que su prim ogenitura adquiera años de adelanto,
a veces en detrim ento de sus preocupaciones de niño.
¿Nos sentim os protegidos de este tipo de im paciencia
que a m enudo inflam a la vida, m ientras que nuestra
paciencia nos hace saborear lo cotidiano y nos obliga a
ver cóm o vive nuestro hijo día a día, instante a ins­
tante, en lugar de sum ergirnos sin cesar en los arcanos
del futuro?
A nte las actitudes obstinadas, a veces incom prensi­
bles de nuestro pequeño trisóm ico, tratam os de tom ar­
nos pacientem ente el tiem po para com prender qué es
lo que explica tales com portam ientos, seguros de que a
través de ello s hay alguna co sa q u e nos dice algo,
seguros de que si él tiene que dar un paso hacia nuestro
m undo, n o so tro s debem os d ar otro hacia el suyo y
som os com o unos pacientes que se guían m utuam ente.
Somos pacientes, y esto resulta a veces difícil pero
estam os convencidos de que la paciencia es justam ente
lo contrario de la resignación. E lla nos enseña a m irar
no lo que nuestro niño no sabe hacer, sino lo que sabe
hacer y lo q ue sabrá hacer un día. L a paciencia nos
90 CARLOS DÍAZ

induce a evaluarlo en térm inos de com petencias y no


de in ep titu d es. Ja v ie r nos o b lig a frecu e n te m e n te a
to m arn o s el tiem p o de v iv ir y nos recu erd a que lo
esencial es tom arlo de la m ano para conducirlo a un
m añana lleno de prom esas. ¡Qué im portan nuestro iti­
nerario y la duración del viaje!».

P arábola de Grimm
Según G rim m , Dios otorgó a todos los vivientes
treinta años de vida, pero hubo tres anim ales a quienes
este núm ero pareció excesivo, obteniendo sendas reba­
jas. Al asno le quitó D ios dieciocho años, al perro doce
y al m ono diez. El hom bre los obtuvo entonces tras
pedirlos. A sí vive setenta años, los treinta suyos, otros
dieciocho en que trabaja com o un asno, doce que lleva
vida de perro, y los últim os diez com o un mono.
P erso n alm en te dudo que las cosas sean tan feas
com o Grim m las pintan, pero reconozco que -ric o s por
m uchos co n cep to s- somos tam bién pobres.

P arábola del niño y el rey


A quel rey am aba tanto la pom pa, que sólo pensaba
en vestirse ostentosam ente. C onocedores de su pasión,
dos avispados sastres le dijeron: «M ajestad, podem os
h acerle un traje tan herm oso com o n adie ha sospe­
chado jam ás; ese traje tendrá la ventaja de que sólo los
inteligentes podrán verlo». El rey se alegró m ucho al
oir la oferta de los sastres y les encargó la confección
del traje, o to rg án d o les cu an to ellos p ed ían p a ra su
hechura: las m ejores piezas de seda y de terciopelo y
cuantiosas sumas de oro com o anticipo.
Pero los días pasaban y los sastres no daban señales
de vida, así que Su M ajestad el rey envió a su prim er
m inistro para interesarse p or la m archa del tan ansiado
HUMILDAD PACIENTE 91

ropaje. D espués de m uchas dilaciones, llegó el gran


día en que los sastres enseñaron al m inistro una percha
donde no había nada colgado, diciéndole: «he aquí el
traje».
C om o el m inistro sabía que ningún tonto podría
contem plarlo, fingió hábilm ente que lo veía y alabó
m ucho el producto, llevando la m era percha al rey.
T am bién el rey fin g ió verlo para no ser tildado de
tonto. M ás aún, se quitó las prendas reales que vestía y
ord e n ó que le p u sie ra n el nuevo tra je in ex isten te,
saliendo luego a pasear por la ciudad com pletam ente
desnudo. Todo iba bien, y los cortesanos alababan uná­
nim em ente el traje invisible e inexistente para no ser
tenidos por tontos, hasta el punto de que el fingim iento
y la m entira se habían adueñado de la ciudad desde el
prim er funcionario hasta el últim o aldeano. L a farsa
hubiera continuado todo el tiem po, pero term inó el día
en que un niño, de pronto, gritó: «¡el rey se está pase­
a n d o d e s n u d o p o r la c iu d a d !» y, a p a r tir d e ese
m om ento, el pueblo com enzó a burlarse de la Corte
entera, incluido el rey. ¡Sólo un niño se había atrevido
a decir la verdad!

Parábola del rey orgulloso


Un día, m ientras se bañaba el rey, un ángel tom ó la
form a del m onarca, se puso sus vestiduras, y se enca­
m inó hacia el palacio, seguido por todo el séquito. Al
salir del baño, el verdadero rey no tuvo m ás rem edio
que cubrirse com o pudo con los harapos de un m en­
digo que encontró tirados por el suelo. Cuando de este
m o d o in te n tó e n tr a r en el p a la c io , la g u a rd ia le
rechazó. D urante varios m eses fue proclam ando por
todas partes que era el rey, pero todos se burlaban de él
y le tom aban p o r loco, «et tantos hom nes le dijeron
92 CARLOS DÍAZ

esto et tan tas v eces et en tantos lu g ares, que y a él


m ism o cuidaba que era loco et que con locura pensaba
que era el rey de aquella tierra». C uando Dios consi­
deró que ya estaba curado de su orgullo, se le apareció
y le preguntó qué le pasaba. El rey respondió: «estoy
loco, Señor, p orque «non podría ser si yo loco non
fuese, que todas las gentes, buenos et m alos, grandes et
pequeños, et de gran entendim iento et de pequeño,
todos me toviesen por loco».

Parábola del rey poderoso


Cierto rey poderoso iba a morirse.
-¿C ó m o puedo ser tan poderoso, decía, y que mis
m édicos y m is m agos no puedan salvarm e?
-P u ed es salvarte, contestó el m ago m ás sabio, pero
a condición de que cedas tu trono al hom bre que más
se te parece.
M uchos se presentaron, pero todos eran descarta­
dos. Una tarde se presentó un m endigo jorobado, casi
ciego, sucio y lleno de costras: -É ste es el que m ás se
te parece. U n rey que va a m orirse sólo se parece al
m ás pobre, al m ás desgraciado de la ciudad. Y, com o el
rey no quiso adm itirlo, aquella m ism a noche m urió,
con la corona en la cabeza y el cetro en la mano.

Parábola del rey perplejo


Un rey cubierto de oro y sedas levantó un deslum ­
brante palacio para su querida reina, la m ás herm osa
de las huríes. Finalizados los trabajos de la construc­
ción del palacio se propuso decorar su interior con las
pinturas m ás bellas, y para ello buscó a los m ejores
pintores habidos en ese m om ento en el m undo, a la
sazón los chinos y los griegos, a los que som etió a una
prueba. En una sala hipóstila del palacio cada uno pin­
HUMILDAD PACIENTE 93

taría una de las paredes. Alzó entre am bos el rey una


m am para separadora a fin de evitar las copias recípro­
cas, y se m arc h ó d eján d o le s tra b a ja r a cad a cual.
C uando los dos grupos de pintores hubieron term i­
nado, el m onarca se encam inó hacia ellos, prim ero
hacia los chinos. Jam ás se había visto obra tan m agní­
fica. L a dulzura de los rasgos, la sensibilidad de los
trazos, el m ágico ju eg o de los colores im presionaron
h asta tal punto al rey, que pensó im posible superar
nada sem ejante. C uál no sería sin em bargo su estupor
cuando al retirar el biom bo interpuesto contem pló que
los griegos no habían pintado nada, habiéndose lim i­
tado a pulir la pared y a im pregnarla, eso sí, de una
blancura tal, que generaba una luz deliciosa por m edio
de la cual las figuras, los colores, y todo el conjunto de
las pinturas de los chinos situadas enfrente alcanzaban
un efecto aún m ás bello, m ás arm onioso, más dulce.

Parábola del picapedrero


C ierto p icap ed rero todos los días se dirigía a la
m ontaña para cortar piedras de la roca. En aquella oca­
sión tuvo que trabajar para un señor m uy rico, y quedó
fascinado p or su casa:
-¡ Si yo fuera así de rico no tendría que cortar pie­
dras toda la jornada!, exclam ó entristecido.
Para su asom bro, oyó repentinam ente la voz de un
buen genio a su lado que le decía: tu deseo se cum ­
plirá, serás rico. Y le convirtió en rico. C on ese dinero
se com pró m uchos cam pos. Pero ese año no llovió y, a
la vista de la sequía, el picapedrero rico exclamó:
- ¡ E l sol es m ás p o d e ro s o q u e yo co n to d o mi
dinero: ahora quisiera ser sol!
De nuevo repentinam ente la voz de un buen genio
le decía: tu deseo se cum plirá, serás rico. Convertido
94 CARLOS DÍAZ

ya en sol enviaba sus rayos a la tierra, hasta que una


espesa nube le eclipsó.
-¡L a nube es m ás poderosa que el sol: ahora quiero
ser nube!
El buen genio a su lado le dijo: tu deseo se cum ­
plirá, serás nube. El picapedrero-nube todo lo dom i­
naba, m enos una altiva roca que perm anecía indife­
rente.
-¡ L a roca es m ás fuerte que la nube: ahora quiero
ser roca!, exclam ó.
F in alm en te, un día un h o m b re c illo p icap e d rero
llegó hasta la roca y com enzó a dem oler su base.
-¿ C ó m o un p ic a p e d re ro es m ás fu e rte q u e una
roca? ¡Yo quiero volver a ser picapedrero! Y así fue.
TÍTULOS APARECIDOS
• S erie R oja
1. D iez p a la b ra s clave pa ra educar en valores
Carlos D íaz (19.a edición)
2. C om o levadura en la masa
Luis E. Hernández (5.a edición)
3. M em oria p a ra la esperanza
M iguel Fernández Blanco (4.a edición)
4. H acia el desarrollo sostenible
Federico Velázquez de Castro González (3.a edición)
5. D iez términos sociológicos clave p ara el tercer milenio
José Taberner (3.a edición)
6. La S olidaridad de D ios ante el sufrim iento humano
Mario Vázquez Carballo (2.a edición)
7. H ijos del Viento, la Luz y el Espíritu
Raúl Berzosa Martínez (2.a edición)
8. Las nuevas tecnologías y los valores humanos
A lfonso Gago Bohórquez (4.a edición)
9. P osees lo ajeno cuando p o se e s lo superfluo
Juan Biosca González e Irene Mora Pérez (3.a edición)
10. Vivir es com prom eterse
Luis A. Aranguren Gonzalo (4.a edición)
11. M ás allá de la guerra
Gerardo López Laguna (2.a edición)
12. Africa en la encrucijada. Cam inos d e solidaridad
Juan Manuel Pérez Charlín (2.a edición)
13. D iez virtudes p a ra vivir con hum anidad
Carlos D íaz (8.a edición)
14. P ara ser person a
X osé Manuel Domínguez Prieto (3.a edición)
15. H acia una pedagogía del personalism o comunitario
Enrique Belenguer Calpe
16. La fam ilia y sus retos
X osé Manuel Domínguez Prieto
17. La agrupación solidaria
Julián Abad Marigil
18. É tica del docente
X osé Manuel Domínguez Prieto
19. En to m o a la enferm edad
Esperanza Díaz
20. C artografía de herrumbres
Jaime Septién
S e r ie V e r d e

1. G andhi
Esperanza Díaz Pérez (4.a edición)
2. M artin Luther King
Emmanuel Buch Camí (3.a edición)
3. Teresa de Calcuta
Javier García-Plata Polo (4.a edición)
4. Concepción Arenal
Ana María Rivas (2.a edición)
5. M onseñor O scar Romero
Carlos D íaz (3.a edición)
6. C arlos d e Foucauld
José Luis Vázquez Borau (2.a edición)
7. Á ngel Pestaña
Antonio Saa Requejo (2.a edición)
8. Enmanuel M ounier
Carlos D íaz (4.a edición)
9. Viktor Frankl
X osé Manuel D om ínguez Prieto (2.a edición)
10. M axim iliano K olbe
Carlos Díaz (2.a edición)
11. N ikoláiA . B erdiáev
Marcelo López Cambronera (2.a edición)
12. D iego A b a d de Santillán
Femándo Pérez de Blas (2.a edición)
13. G uillerm o Rovirosa
Carlos Díaz (2.a edición)
14. F lora Tristán
M.a de las Nieves Pinillos Iglesias
15. Paulo Freire
Luis Enrique Hernández González
16. G abriel Marcel
Femando López Luengos
17. D ietrich Bonhoejfer
Emmanuel Buch Camí
18. Martín Buber
Carlos Díaz
19. Ignacio Ellacuría
José Luis Loríente Pardillo
20. Lorenzo Milani
Guillermo García Domingo
«Para venir a gustarlo tod o
no quieras tener gusto en nada.
Para venir a poseerlo to d o
no quieras poseer algo en nada.
Para venir a serlo tod o
no quieras ser algo en nada.
Para venir a saberlo tod o
no quieras saber algo en nada»
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