Santo Tomas de Agustin
Santo Tomas de Agustin
Santo Tomas de Agustin
ANTIGÜEDAD Y E D A D MEDÍA
BARCELONA
EDITORIAL HEKDER
1988
Versión castellana de JIJAN ANDRÉS KSIAS. ele la obra de
GIOVANW Rr.M.r. y DABIO AHTISF.SI. II penwm ocadenlalr dnllr origini ad 0£PI,
(orno I. Editrice La Scuola. Brcscia "1985
Iluj'fraciones' Atin;ir¡. Arborio Mella, JWareoilo. FaraboJa. Riccisirini. RIV;I, Strndclla Costa,Tittis,
Tiimsich
2. S A N A G U S T Í N Y EL APOGEO D E LA PATRÍSTICA
2.2. El filosofar en la fe ,
37<J
Agustín, si bien éste no aceptará la religión católica durante varios años y
seguirá buscando en otros lugares su propia identidad.
b) El segundo encuentro fundamental fue el que se produjo con el
Horlensio de Cicerón, obra que convirtió a Agustín a la filosofía, mientras
estudiaba en Cartago. En ésíc escrito Cicerón defendía una concepción de
la filosofía entendida a la manera típicamente helenística^ como sabiduría
y arte de vivir que da felicidad. «En verdad —escribía Agustín en las
Confesiones— aquel libro cambió mis sentimientos y hasta modificó mis
plegarias... mis propósitos y mis deseos. Repentinamente se convirtió en
vil para mí toda esperanza humana, y con un ardor increíble suspiré por la
sabiduría inmortal...» El fuego entendido por el Iloríensio, empero, se
hallaba amortiguado por el hecho de que Agustín no encontró allí el
nombre de Cristo: «Puesto que tal nombre —escribe— ...mí corazón aún
tierno lo había bebido piadosamente junto con la leche materna y lo
conservaba profundamente grabado; y todo lo que no llevase este nom-
bre, por literariamente elegante y por verídico que resultase, no acababa
de conquistarme.» Agustín se dirigió, pues, hacia la Biblia, pero no la
comprendió. El estilo con que estaba escrita —tan distinto al rico refina-
miento de la prosa ciceroniana— y el modo antropológico en que parecía
hablar de Dios, actuaron corno un velo y constituyeron un obstáculo insu-
perable para él.
c) A los diecinueve años (373) Agustín abrazó ei maniqueísmo, que al
parecer le ofrecía simultáneamente una doctrina de salvación en el plano
racional y un lugar también para Cristo. El maniqueísmo, religión herética
fundada por el persa Manes en el siglo 11/, implicaba l) un profundo
racionalismo/2) un notable materialismó; 3) un dualismo radical en la
concepción del bien y del mal, entendidos como principios no sólo mora-
les sino también ontológicos y cósmicos y Vé a n se estos pasajes del escrito
Sobre las herejías de Agustín, que ilustran algunos de los puntos más
destacados de esta religión. Los maniqueos, escribe Agustín, afirmaron
«la existencia de dos principios distintos entre sí, opuestos, y al mismo
tiempo, eternos y contemos [...] y, siguiendo a otros herejes antiguos,
imaginaron dos naturalezas y substancias, la del bien y la del mal. Según
sus dogmas, afirman que estas dos substancias se hallan eñ lucha y mezcla-
das entre sí». La doctrina maniquea-—sigue diciendo /Agustín— presenta-
ba aquellos modos en que el bien se purifica del mal, haciendo un amplio
uso de narraciones fantásticas. El Bien es la luz, el Sol y la Luna son los
bajeles que vuelven a llevar a Dios la luz que se ha esparcido en todo el
mundo, mczxlándosc con el principio opuesto. La purificación del bien
con respecto al mal se lleva a cabo también gracias a la labor de la clase de
los elegidos que —junto a la de los oyentes— constituían su Iglesia. Los
electos purificaban el bien, 110 sólo con una vida pura (mediante la casti-
dad y la renuncia a la familia), sino también absteniéndose de los trabajos
materiales y observando una pcculiar alimentación. Los oyentes, que vi-
vían una vida menos perfecta, procuraban como compensación todo lo
que hacía falta para la vida de los electos. Para los maniqueos, Cristo sólo
se hallaba revestido de carne aparente, y por lo tanto su muerte y su
resurrección fueron aparentes. Moisés no estaba inspirado por Dios, sino
por uno de los príncipes de las tinieblas, y por eso hay que rechazar el
Antiguo Testamento. La promesa de enviar el Espíritu Santo, realizada
por Cristo, se habría IJevado a cabo a través de Manes^En su extremado
dualismo los maníqucos llegaban a no atribuir el pecado al libre arbitrio
del hombre, sino al principio universal del mal que actúa también en
nosotros: «La concupiscencia de la carne—escribe Agustín— [...] es se-
gún ellos una substancia contraria [...] y cuando la carne manifiesta deseos
contrarios al espíritu, o el espíritu deseos contrarios a los de la carne, lo
que sucede es que dos almas y dos inteligencias, una buena y otra mala,
luchan entre sí en el hombre, ser único.» Es evidente que el racionalismo
de esta herejía consiste en la eliminación de la necesidad de la fe, más que
en la explicación de toda la realidad mediante la pura razón. Manes es un
oriental y, como tal, deja un gran margen a la Fantasía y a ia imaginación,
y su doctrina se halla por tanto más próxima a las teosofías de Oriente que
a la filosofía de los griegos. Agustín, por consiguiente, se vio presa muy
pronto de numerosas dudas. El encuentro que mantuvo con el obispo
maniqueo Fausto le convenció de lo insostenible de la doctrina mani-
quea. En cfccto, Fausto —que estaba considerado como la mayor autori-
dad que tenía la secta en aquellos tiempos— no estuvo en condiciones de
resolverle ninguna de aquellas dudas y lo admitió con toda sinceridad,
d) Ya en el 383/384 Agustín se separó interiormente del maniqueísmo
y estuvo tentado de abrazar la filosofía de la Acadcrnia escéptica según el
cual el hombre debía dudar de todas las cosas, porque no se puede tener
conocimiento cierto de nada, como hemos visto con anterioridad (cf.
p. 242-245). Sin embargo, una vez más, no se decidió a seguir a los es-
cépticos, porque en sus escritos se hallaba el nombre de Cristo. No obs-
tante, conservaba aún el materialismo propio del maniqueísmo, que consi-
deraba como el único modo posible de entender la realidad, y el dualismo,
que a su juicio daba razón de los agudos conflictos entre el bien y el mal
que experimentaba en su ánimo.
e) Los encuentros decisivos de Agustín tuvieron lugar en Milán. 1)
Aprendió del obispo Ambrosio el modo correcto de/enfrentarse con la
Biblia la cual se transformó así en inteligible para élr2) La lectura de los
libros de los neoplafónicos le reveló la realidad de lo inmaterial y la no
realidad del mal.\3) Gracias a la lectura de san Pablo Aprendió por Tin el
sentido de la fe, de la gracia y del Cristo redentor. Las antiguas cadenas
que durante tanto tiempo lo había tenido ligado se rompieron de manera
definitiva. Dada la importancia de estos encuentros, debemos realizar
unas cuantas aclaraciones. 1) Primeramente, Agustín escuchó a Ambrosio
con un interés de profesional, como un retórico que escucha a otro retóri-
co. Sin embargo, escribe en las Confesiones, «mientras abría el corazón
para acoger la elocuencia, al mismo tiempo entraba allí también la verdad,
de manera paulatina [...]: especialmente, después de que hube oído expo-
ner y muy a menudo resolver pasajes obscuros de la Escritura antigua, que
yo tomaba al pie de la letra, permaneciendo muerto ante ellos». El recha-
zo maniqueo del Antiguo Testamento le pareció entonces como injustifi-
cado e infundado. Más aún, sigue escribiendo, «si hubiese logrado pensar
una substancia espiritual, todas las laboriosas construcciones de los mani-
queos se habrían derrumbado». 2) Plotino y Porfirio, que Agustín leyó en
la traducción de Mario Victorino, le sugirieron finalmente una solución a
las dificultades ontológico-metafísicas en las que se hallaba inmerso. Ade-
más de la noción de lo incorpóreo y de la demostración de que el mal no es
adquirió una nueva talla y^iína nueva esencia. Nacía el filosofar en la fe, na-
cía la filosofía cristiana,'ampliamente anticipada por los Padres griegos,
pero que sólo en Agustín llega a su perfecta maduración.
La conversión, junto con la consiguiente conquista de la fe, es por lo
tanto el eje en t o m o al cual gira todo el pensamiento agustiniano y la vía
de acceso para su entendimiento pleno. K. Jaspers, en su obra Los gran-
des filósofos, ha puesto de relieve este punto muy acertadamente. Escribe
Jaspers:
J*
¿Se trata, entonces, de una forma de fideísmo? No. Agustín se encuen-
tra muy lejos del fideísmo, que siempre representa una forma de irracio-
nalismo. La fe no substituye a la inteligencia y tampoco la elimina; al
contrario, como va hemos dicho previamente, la fe estimula y promueve
la inteligencia. La fe es un cogitare curn assesione, un modo de pensar
asintiendo; por esto, si no hubiese pensamiento, no existiría Ja fe. Y de
manera análoga, por su parle la inteligencia no elimina la fe, sino que la
refuerza y. en cierto modo, la aclara. En definitiva: fe y razón son comple-
mentarias. El credo qitia absurdum es una actitud espiritual completamen-
te extraña para Agustín.
Nace así aquella posición que más adelante será resumida por las fór-
mulas credo ut inte/1igam e intelligo ut credam, fórmulas que por lo demás
Agustín mismo anticipa en substancia y en parte en la forma. El origen de
ellas se encuentra en Isaías 7,9 (en la versión griega de los Setenta), donde
se lee «si no tenéis fe, no podréis entender», a lo que corresponde en
Agustín la afirmación tajante: intellcctus tuerces est fidei, la inteligencia es
recompesa de la fe. Veremos a continuación dos pasajes muy signifícáti-
vos al respecto. En la Verdadera religión puede leerse: «Con la armonía de
lo creado... coincide también la medicina del alma, que se nos suministra
por la bondad inefable de la Providencia divina... Esta medicina actúa en
orden a dos principios: la autoridad y la razón. La autoridad exige la fe y
lleva al hombre a la razón. La razón eonduce al entendimiento consciente.
Por otra parte, no puede decirse que ni siquiera la autoridad se halle
desprovista de un fundamento racional, que permita considerar en quién
se deposita la fe; los motivos de asentimiento a la autoridad son más
evidentes que nunca cuando ésta ratifica una verdad inobjetable incluso
para la razón.» Y en la Trinidad (haciendo referencia al texto de Isaías
antes mencionado) escribe: «La fe busca, la inteligencia encuentra; por
esto dice el Profeta: Si no creéis, no comprenderéis. Y por otra parte, la
inteligencia sigue buscando a Aquel que ha encontrado; porque Dios con-
templa a los hijos de los hombres, como se canta en el salmo inspirado,
para ver si hay quien tenga inteligencia, quien busque a Dios. Por esto,
pues, el hombre debe ser inteligente, para buscar a Dios.» Tal es la postu-
ra de Agustín, que asumió a partir de su primera obra de Casiciaco,
Contra ¡os Académicos, que constituye la clave más auténtica de su filoso-
far: «Todos saben que nos vemos estimulados hacia el conocimiento por el
doble peso de la autoridad y de la razón. Considero, pues, como algo
definitivamente cierto el que no debo alejarme de la autoridad de Cristo,
porque no hallo ninguna otra más válida. Luego, con respecto a aquello
que se debe alcanzar mediante el pensamiento filosófico, confío en encon-
trar en los platónicos temas que no repugnen a la palabra sagrada. Ésta es
mi disposición actual: deseo aprender sin demora las razones de lo verda-
dero, no sólo con la fe sino también con la inteligencia.» Cabría aducir
muchos otros textos de parecido tenor.
En el último pasaje que hemos citado, Agustín invoca a los platónicos.
Y Platón —tengase en cuenta— ya había comprendido que la plenitud de
la inteligencia sólo podía realizarse, en lo que concierne a las verdades
últimas, si se daba una revelación divina: «Tratándose de estas verdades, no
es posible más que una de dos cosas: aprender de otros cuál es la verdad, o
descubrirla por uno mismo, o bien, si esto es imposible, aceptar entre los
razonamientos humanos el mejor y el más difícil de refutar, y sobre él
como sobre una balsa afrontar el riesgo de atravesar el mar de la vida», y
había agregado de manera profética: «a menos que se pueda hacer el viaje
de una manera más segura y con menor riesgo, sobre una nave más sólida,
esto es, confiándose a una revelación divina.» Para Agustín, ahora esta
nave existe: es el lignum crucis, Cristo crucificado. Cristo, dice Agustín,
«ha querido que pasásemos a través de El»; «nadie puede atravesar el mar
del siglo si no es conducido por la cruz de Cristo». Éste es, precisamente,
el «filosofar en la fe», la filosofía cristiana: un mensaje que ha cambiado
durante más de un milenio el pensamiento occidental.
«Y pensar que los hombres admiran las cumbres de las montañas, las
vastas aguas de los mares, las anchas corrientes de los ríos, la extensión
del océano, los giros de los astros; pero se abandonan a sí mismos...»
Estas palabras de Agustín, pertenecientes a las Confesiones y que tanta
impresión produjeron en el Petrarca, son todo un programa. El verdadero
y gran problema no es el del cosmos, sino el del hombre. EL verdadero
misterio no reside en el mu/ido, sino que Lo somos nosotros, para nosoíros
mismos: «¡Qué mjsterjo tan profundo qu^ es el hombre! Pero tú, Señor,
conoces hasta e Huí mero de sus cabellos, qüe^no^disminuye sin que tú lo
permitas. Y sin embargo, resulta más fácil contar sus eabellos que los
afectos y los movimientos de su corazón.»
Agustín, empero, no plantea el problema del hombre en abstracto, el
\ problema de la esencia del hombre en general. En cambio, plantea el
problema más concreto del «yo», del hombre como individuo irrepetible,
como persona, como individuo"autónomo, podríamos decir utilizando una
terminología posterior. En este sentido, el problema de su «yo» y de su
I persona se convierten en paradigmáticos: «yo mismo me había convertido
; en un gran problema (magna quaesdó) para mí», «no_comprendo tQdoJo
que soy». Agustín, como persona, se transforma en protagonista de su
filosofía: observador y observado.
(Jna comparación con el filósofo griego que más aprecia y que está más
cercano a él nos mostrará la gran novedad de este planteamiento. Plotino,
aunque predica la necesidad de retirarnos al interior de nosotros mismos,
apartándonos de las cosas exteriores, para hallar en nuestra alma la_yer-
dad, habla del alma y de Ja interioridad del hombre en ab?tracto z ojnejor
dicho^en general, despojando con todo rigor al alma de su individualidad
e Ignorando la cuestión concreta de la personalidad. En su propia obra
Prótínó jamás habló de sí mismo y tampoco quiso hablar de este tema a sus
amigos. Porfirio relata: «Plotino... mostraba el aspecto de alguien que se
avergüence de estar en un cuerpo. En virtud de dicha disposición general,
manifestaba recato en hablar de su nacimiento, de sus padres, de su pa-
tria. Le molestaba tanto el someterse a un pintor o a un escultor, que a
Amelio —que le pedía autorización para hacerle un retrato— le contestó:
"¿No es suficiente con tener que arrastrar este simulacro con el que la
naturaleza nos ha querido revestir, y vosotros pretendéis todavía que yo
consienta en dejar una imagen más duradera de dicho simulacro, como si
fuese algo que de veras valga la pena ver?"»
Por lo contrario, Agustín habla continuamente de sí mismo y las_CüAL
festones constituyen precisamente.su obra maestra. En ellas no sólo habla
con amplitud de sus padres, su patria, las personas queridas para él, sino
que saca a la luz hasta los lugares más recónditos de su ánimo y las tensio-
nes más íntimas de su voluntad. Es precisamente en las tensiones y en los
desgarramientos más íntimos de su voluntad, enfrentada con la voluntad
de Dios, donde Agustín descubre el «yo», la personalidad, en un sentido
inédito: «Cuando me hallaba deliberando sobre el servir sin más al Señor
mi Dios, como había decidido hacía un instante, era yo quien quería, y era
yo quien no quería: era precisamente yo el que ni quería del todo, ni lo
rechazaba del todo. Porque luchaba conmigo mismo y yo mismo me ator-
mentaba...»
Nos encontramos muy lejos ya del intelectualismo griego, que sólo
había dejado un sitio muy reducido a la voluntad. M. Pohlenz escribe muy
acertadamente al respecto: «En Agustín el problema del "Yo" nace debi-
do a su controvertida religiosidad: el punto de partida reside en el dramá-
tico desgarramiento de su interioridad, que le hizo padecer durante tanto
tiempo, en la contradictoriedad de su querer, que sólo superó al abdiear
completamente de su propia voluntad, en favor de la voluntad que Dios
ejerció en él. En comparación con el pensamiento clásico, nos hallamos
ante algo absolutamente nuevo. La filosofía griega no conoce esta contra-
dictoriedad del querer provocada por el sentimiento religioso; para ella la
filosofía no es una fuerza que determina autónomamente la vida, sino una
función vinculada al intelecto, que es el que indica la meta que hay que
alcanzar. Y el mismo "Yo", como soporte unitario de la vida (para los
griegos), es para la conciencia un dato tan inmediato que no se convierte
en objeto de reflexión.» La problemática religiosa, el enfrentarse la volun-
tad humana con la voluntad divina, es lo que nos lleva por tanto al descu-
brimiento del «yo» como persona.
En realidad, Agustín apela todavía a fórmulas griegas para definir al
hombre y, en particular, a aquella fórmula de origen socrático, que el
Alcibíades de Platón hizo famosa, según la cual el hombre es un alma que
se sirve de un cuerpo. No obstante, ía noción de alma y de cuerpo asumen
un nuevo significado para él, debido al concepto de creación (del que
después hablaremos), al dogma de la resurrección y sobre todo al dogma
de la encarnación de Cristo. El cuerpo se convierte en algo mucho más
importante que aquel vano simulacro del que se avergonzaba Plotino,
como hemos leído en el pasaje antes mencionado. La novedad reside, en
especial, en el hecho de que para Agustín el hombre interior es imagen de
Dios y de la Trinidad. Y la problemática de la Trinidad —que se centra
sobre las tres personas y sobre su unidad substancial y, por lo tanto, sobre
la específica temática de la persona— iba a cambiar de modo radical la
concepción del «yo», el cual, en la medida en que refleja las tres personas
de la Trinidad y su unidad, se convierte él mismo en persona. Agustín
encuentra en el hombre toda una serie de tríadas, que reflejan la Trinidad
de modos diversos. He aquí uno de los textos más significativos al respec-
to, perteneciente a la Ciudad de Dios:
A u n q u e n o iguales a D i o s , sino más bien infinitamente distantes de Él, pero puesto que
e n t r e sus o b r a s s o m o s la q u e m á s s e acerca a su n a t u r a l e z a , r e c o n o c e m o s e n n o s o t r o s m i s m o s
la i m a g e n d e D i o s , e s d e c i r , d e la S a n t í s i m a T r i n i d a d ; i m a g e n q u e a ú n d e b e p e r f e c c i o n a r s e ,
c o n o b j e t o d e q u e c a d a v e z s e le a c e r q u e m á s . E n e f e c t o , n o s o t r o s e x i s t i m o s , s a b e m o s q u e
e x i s t i m o s y a m a m o s n u e s t r o s e r y n u e s t r o c o n o c i m i e n t o . E n tales c o s a s n o n o s perturba
n i n g u n a s o m b r a d e f a l s e d a d . N o son c o m o las q u e e x i s t e n fuera d e n o s o t r o s y q u e c o n o c e -
m o s por a l g u n o d e los s e n t i d o s d e l c u e r p o , c o m o s u c e d e al ver l o s c o l o r e s , oír l o s s o n i d o s ,
aspirar l o s a r o m a s , gustar l o s s a b o r e s , t o c a r las c o s a s duras y b l a n d a s , c u y a s i m á g e n e s
e s c u l p i m o s e n n u e s t r a s m e n t e s y por m e d i o d e las c u a l e s n o s v e m o s i m p u l s a d o s a d e s e a r l a s .
Sin n i n g u n a r e p r e s e n t a c i ó n d e la f a n t a s í a , p o s e o la p l e n a c e r t e z a d e s e r , d e c o n o c e r m e y d e
a m a r m e . A n t e d i c h a s v e r d a d e s , n o m e c a u s a n n i n g ú n r e c e l o los a r g u m e n t o s d e los a c a d é m i -
c o s q u e d i c e n «¿y si te e n g a ñ a s ? » . Si m e e n g a ñ o , q u i e r e decir q u e s o y . N o se p u e d e e n g a ñ a r a
q u i e n n o e x i s t e ; si m e e n g a ñ o , p o r e s o m i s m o s o y . D a d o q u e e x i s t o , ya q u e m e e n g a ñ o ,
¿ C ó m o p u e d o e n g a ñ a r m e c o n r e s p e c t o a mi s e r , c u a n d o e s c i e r t o q u e s o y , a partir del
instante e n q u e me e n g a ñ o ? Y a q u e existiría a u n q u e m e e n g a ñ a s e , a ú n e n la h i p ó t e s i s d e q u e
m e e n g a ñ e , n o m e e n g a ñ o e n e l conocer que soy. Por lo tanto, ni s i q u i e r a en el conocer q u e
m e c o n o z c o m e e s t o y e n g a ñ a n d o . A l igual q u e c o n o z c o q u e s o y , t a m b i é n c o n o z c o que m e
c o n o z c o . Y c u a n d o a m o e s t a s d o s c o s a s ( e l ser y el c o n o c e r m e ) , m e a g r e g o — a m í , c o m o
c o g n o s c e n l e — e s t e a m o r , c o m o tercer e l e m e n t o n o m e n o s v a l i o s o . T a m p o c o m e e n g a ñ o e n
el a m a r m e a m í m i s m o , p o r q u e e n a q u e l l o q u e a m o n o p u e d o e n g a ñ a r m e ; y a u n q u e f u e s e
falso l o q u e a m o , sería v e r d a d el q u e a m o c o s a s falsas, p e r o n o sería f a l s o q u e y o a m o .
3 M
en criterios que contienen un plus en relación con los objetos corpóreos.
Estos son mudables e imperfectos, mientras que los criterios de acuerdo
con ios que eí alma juzga con inmutables y perfectos. Esto se hace espe-
cialmente evidenfé cúando juzgamos los objetos sensibles en función de
conceptos matemáticos o geométricos, o estéticos, o bien cuando juzga-
rnos las acciones en función de parámetros éticos. Los conceptos matemá-
tico-geométricos que aplicamos a los objetos son necesarios, inmutables y
eternos, mientras que los objetos son contingentes, mudables y .corrupti-
bles; lo mismo es válido para los conceptos de unidad y de proporción,
que aplicamos a los objetos cuando los valoramos estéticamente. Véase
este texto procedente de La verdadera religión:
Gracias a la simetría, cada obra d e arte en c o n j u n t o resulta integra y bella. Ahora bien,
tal simetría requiere una correspondencia entre tas partes y el t o d o , cíe m o d o que configuren
una unidad, tanto por su proporcionada desigualdad c o m o por su igualdad. N a d i e , sin
embargo, lograría descubrir la igualdad o la desigualdad absolutas dentro d e los o b j e t o s
observados; nadie, aunque los observase con gran diligencia, se atrevería a concluir que este
cuerpo o aqnél p o s e e n en st m i s m o s el puro y auténtico principio unitario. T o d o s los cuerpos
padecen vicisitudes q u e alteran su a s p e c t o y su c o l o c a c i ó n , c o m o resultado d e d e t e r m i n a d a
yuxtaposición d e las partes, cada una de ellas distinta d e su lugar, y que sirven para distinguir
la posición del c u e r p o en el espacio. El criterio originario de la igualdad y de la proporción,
es decir, el principio fundamental y auténtico d e la unidad, hay q u e buscarlo fuera d e los
Cuerpos: no p u e d e asirse,mediante el ó r g a n o de la visión ni mediante ningún o i r o sentido, ya
que sólo p u e d e captarse a través de la m e n t e . En los c u e r p o s no podría reconocerse jamás
una simetría o una proporción, y jamás podría demostrarse en qué g r a d o se apartan de la
perfección, si la inteligencia no c o n o c i e s e previamente el canon de la perfección increada.
T o d o lo que en el m u n d o sensible se nos aparece d o t a d o de b e l l e z a , trátese d e lo bello
natural c o m o efe lo bello artístico, siempre constituye un f e n ó m e n o circunscrito en el e s p a c i o
y en el tiempo, al igual q u e están circunscritos los c u e r p o s y los m o v i m i e n t o s de los cuerpos;
en c a m b i o , la igualdad y la unidad, en la medida en que s ó l o son susceptibles de intuición
mental, y cu la medida en que dictan normas al juicio d e belleza «plicado por IR m e n t e N los
cuerpos c o n o c i d o s m e d i a n t e los sentidos, no p o s e e n ni extensión espacial ni transcurso
temporal. , i _ i \
<"- ' - r W, 'V
c) Surge entonces el problema acerca de dónde llegan al alma estos
criterios de conocimiento con los que juzga las cosas y que son superiores
a las cosas. ¿Los fabrica, quizás, el alma misma? No, sin duda, porque
ésta —aunque sea superior a los objetos físicos— es mudable, mientras
que aquellos criterios son inmutables y necesarios; «Mientras el principio
' valorativo... mencionado, que preside el juicio... es inmutable, la mente
humana, en cambio, aunque íe sea concedido elaborar tal principio, es
susceptible de mudanza y de error. Por tanto es preciso concluir que por
í encima de nuestra mente hay una Ley que se llama Verdad, y no hay duda
\ desque existe una naturaleza inmutable, superior al alma humana.,. El
/áíma^pues, aun sintiéndose superior a los objetos a los que aplica su
v
prOpio juicio, no puede ignorar que no ha sido ella quien ha inventado y
regulado el principio juzgador que le sirve para reconocer la forma y los
movimientos de los cuerpos. Además, debe inclinarse ante la superioridad
del valor del cual extrae el criterio de sus propios juicios y del que ella en
ningún caso puede constituirse en juez.» El intelecto humano, en conse-
cuencia, se encuentra con la verdad en cuanto objeto superior a él, y juzga
a través de ella, pero es asimismo juzgado por ella. La verdad es la medida
de todas las cosas y el intelecto mismo es medido con respecto a ella,
d) Esta ^erdad qúe captamos mediante el puro intelecto está constitui-
da por las ideas, que son rallones intettigibiles incorpórale,sque raliones, las m
supremas realidades inteligibles de las que hablaba Platón. Agustín sabe
muy bien que el término «ideas», en su sentido técnico, fue introducido
por Platón y que la teoría de las ideas es algo típicamente platónico. Sin
embargo, está convencido de que los filósofos anteriores también habían
poseído un cierto conocimiento del tema, porque «el valor de las ideas es
de tal clase que nadie puede ser filósofo si no tiene conocimiento de ellas».
Las ideas, afirma Agustín, «son las formas iundamentalej Q {35 razones
estables e inmutables de las cosas... Y aunque no nazcan ni mueran, sobre
su modelo SíThalla constituido y formado todo lo que... jiace y muere».
Son el parámetro que sirve para hácer todas las c o s a s . ^
No obstante, Agustín rectifieyá Platón en dos puntos: 1) convierte las
ideas en pensamientos de Dioi/^eomo ya habían hecho de una manera
distinta Filón, el platonismo medio y Plotino) y 2) rechaza la doctrina de la
reminiscencia o, mejor dicho, la replantea ex novo. Sobre el primer punto
volveremos más adelante. Por lo que respecta al segundo, hay que adver-
tir que Agustín transforma ,1a doctrina de la reminiscencia en la célebre
doctrina de la iluminación.UDicha transformación se imponía en el contex-
to general del creacionismo, que se halla en la base de la filosofía agusti-
niana. Rechazando de modo explícito la formulación platónica de la remi-
niscencia, que supone la preexistencia del alma —posibilidad excluida por
el creacionismo— Agustín escribe en la Trinidad: «Es necesario conside-
rar, en cambio, que la naturaleza del alma intelectiva ha sido hecha de tal
modo que estando unida —según el orden natural dispuesto por el Crea-
dor— a las cosas inteligibles, percibe a éstas mediante una especial luz
incorpórea, del mismo modo que el ojo carnal percibe lo que le circunda
gracias a la luz corpórea, habiendo sido creado capaz de percibir esta luz y
ordenado hacia ella.» En los Soliloquios se lee: «Y ahora, a través de mi
enseñanza, y porque Jo exige la actual situación, aprende algo acerca de
Dios basándote en ta semejanza con las cosas sensibles. Dios es inteligible
y también son inteligibles los principios de las disciplinas, aunque con
diferencias notables. Tanto las cualidades corpóreas como la luz son visi-
bles, pero no pueden verse las cualidades corpóreas si no son iluminadas
por la luz. Ei? consecuencia, hay que afirmar que también los conceptos
relativos a las ciencias, que todo el que los entiende los considera como
absolutamente verdaderos, no pueden ser entendidos si no son ilumina-
dos, por así decirlo, por un sol propio. Así, del mismo modo que en este
sol pueden advertirse tres cosas: que existe, que brilla y que ilumina, en el
Dios inefable que quieres conocer hay en cierto sentido tres principios:
que existe, que es ser inteligible y que vuelve inteligibles todas las demás
cosas.»
Los intérpretes se han esforzado mucho por comprender esta teoría de
la iluminación ya que, para interpretarla, se han referido a evoluciones
posteriores de la doctrina del conocimiento, introduciendo temas y pro-
blemas ajenos a Agustín. En realidad, la doctrina agustiniana es la doctri-
na platónica transformada de acuerdo con el creacionismo. La analogía de
la luz es algo que Platón ya había utilizado en la República y que se
combina con Ja luz de la que hablan las sagradas escrituras. Al igual que
Dios, que es puro ser, participa su ser a las demás cosas mediante la
qreación, del mismo modo Él —en cuanto verdad— participa a las mentes
la capacidad de conocer la verdad, produciendo una impronta metafísica
de la veyiad misma en las mentes. Dios, como ser^prea - , como verdad, nos
ilumina, y como amor, nos atrae y nos da la paz.
Hay que reseñar un último punto. Agustín insiste sobre el hecho de
que sólo lajmmsj la parte más elevada del alma, llega al conocimiento de
las ideas. Para "ésta visión «no todas y cada una de las almas son idóneas,
sino sólo aquella que sea santa y pura, la que tiene una mirada santa,''pura
y se rena, con la que intente verlas ideas, de un modo que resulte similar a
las ideas mismas». Se trata del antiguo tema de la purificación y de la
asimilación a lo divino como condición de acceso a la verdad, que habían
desarrollado los platónicos sobre todo y que en Agustín se enriquece con
los valores evangélicos posteriores: la buena voluntad y la pureza del
corazón, ha pureza de alma se convierte en condición necesaria para la
visión de la verdad, además de ser imprescindible para gozar de ella.
2.5. Dios
Sin duda alguna, tú sólo amas el bien, porque es buena la tierra con sus altas montañas,
sus onduladas colinas, sus campos llanos; b u e n o e s el terreno variado y fértil, buena la casa
amplia y luminosa, con sus habitaciones dispuestas c o n armoniosas proporciones; b u e n o s los
cuerpos animales d o t a d o s de vida; b u e n o es el aire templado y saludable; buena la c o m i d a
sabrosa y sana; buena la salud sin padecimientos ni fatigas; b u e n o es el rostro del h o m b r e ,
armonioso, iluminado por una suave sonrisa y por vividos colores; buena el alma del a m i g o
por la dulzura de compartir los m i s m o s s e n t i m i e n t o s y la fidelidad de la amistad; b u e n o es el
hombre justo y buenas s o n las riquezas que nos ayudan a quitarnos problemas de encima;
b u e n o el cielo eon el Sol, la Luna y las estrellas; b u e n o s los ángeles por su santa obediencia;
buena la palabra q u e instruye de m o d o agradable e impresiona de manera c o n v e n i e n t e al
que la c s a / c h a ; b u e n o es el poema a r m o n i o s o por su rilmo y m a j e s t u o s o por sus sen tercias.
¿Qué más p o d e m o s agregar"? ¿Para qué seguir con esta enumeración? E s t o es b u e n o , aquello
es bueno. Suprime el e s t o y el aquello, y c o n t e m p l a el bien m i s m o , si puedes; verás e n t o n c e s
a D i o s , que no recibe su bondad de otro bien, sino que es el B i e n d e t o d o bien. En e f e c t o ,
entre t o d o s estos b i e n e s — l o s que he recordado u otros que se v e n o se i m a g i n a n — no
p o d e m o s decir que u n o es mejor q u e el otro, c u a n d o j u z g a m o s d e acuerdo con la verdad, si
en nosotros no estuviese impresa ¡a noción del bien m i s m o , regla según la cual declaramos
buena a una cosa b u e n a , prefiriendo una cosa a otra. Ast es c o m o d e b e m o s amar a Dios: no
c o m o a este o aquel bien, sino c o m o al Bien mismo.
de Israel: jSoy el que soy'^. Dios, que es suma esencia/esto es, el sumo ser
y por tanto inmutable,íia concedido el ser a las cosas que creó de la nadaí
pero no el sumo ser que es Él: a algunas les ha dado una naturaleza más
perfecta y a otras una naturaleza menos perfecta, de modo que existe una
gradación en las naturalezas de los seres. Y así como del saber procede ía
cieneia, del ser procede la esencia,, que es un nuevo término del cual no
hicieron uso los antiguos escritores latinos, pero que es utilizado en nues-
tro tiempo para que nuestra lengua no carezca de lo que los griegos llaman
vusía. Ésta palabra, en efecto, procede del verbo griego que significa
"ser" e indica la esencia.» En la Trinidad precisa aún más: «A Dios se le
llama "substancia" de una manera impropia, para dar a entender median-
te un nombre más común que es "esencia", término justo y apropiado,
hasta el punto de que quizás sólo a Dios pueda llamársele esencia. Sólo Él
es verdaderamente, porque es inmutable, y es precisamente con este nom-
bre como se autodefinió a su siervo Moisés cuando le dijo " Y o soy ei que
soy". "Así dirás a los hijos de Israel: Y O SOY me ha enviado a vosotros."
Sin embargo, tanto si se le llama "esencia", término apropiado, como si se ¡
le llama "substancia", término impropio, ambos términos son "absolutos^/
y no relativos.»
Es evidente que, para Agustín, al hombre le resulta imposible definir
la naturaleza de Dios, y que en cierto sentido Diosscitur melius nesa'endo,
en cuanto que nos es más fácil saber lo que Él no es, que lo que Él es:
«Cuando se trata de Dios, el pensamiento es más verdadero que la pala-
bra, y la realidad de Dios más verdadera que el pensamiento.»
Los mismos atributos que se mencionaron antes (y todos los demás
atributos positivos que se puedan afirmar de Dios) hay que entenderlos no
como propiedades de un sujeto, sino como coincidentcs con su esencia
misma: «Dios recibe una cantidad de atributos: grande, bueno, sabio,
bienaventurado, veraz, y todas las demás cualidades que no resulten
indignas de Él. No obstante, su grandeza es la misma cosa que su sabidu-
ría (no siendo Él grande por su volumen, sino por su poder); su bondad es
lo mismo que su sabiduría y su grandeza; su veracidad se identifica asimis-
mo con todos estos atributos. Así, en Dios, ser bienaventurado no es más
que ser grande, sabio, veraz, bueno, o sencillamente ser.» Es mejor aún
que afirmemos de Dios atributos positivos, negando lo negativo de la
finitud categorial que acompaña a éstos: «Concibamos a Dios... bueno sin
cualidad, grande sin cantidad, creador sin necesidad (de lo que crea), en el
primer lugar sin colocación, abarcador de todas las cosas pero sin exterio-
ridad, presente por completo en todas partes pero sin ocupar un lugar,
sempiterno sin tiempo, autor de las cosas mudables, aunque permanece
absolutamente inmutable y sin padecer nada.» Dios es todo lo positivo
que se encuentre en la creación, peto sin los límites que hay en ésta,
resumido eri el atributo de la inmutabilidad y expresado mediante la fór-
mula con la que Él mismo se designó: Y O SOY EL Q U E SOY.
2.6. La Trinidad
2.7. La creación, las ideas como pensamientos de Dios y las razones se-
minales
Esta última frase sirve para aclarar un segundo punto esencial. Dios, al
crear de la nada el mundo, creó junto con el mundo el tiempo mismo. En
efecto, el tiempo se halla vinculado estructuralmente al movimiento; sin
embargo, no existe movimiento antes del mundo, sino sólo con el mundo.
Esta tesis ya había sido anticipada por Platón en el Timeo (de forma casi
literal; el. p. 134) y lo único que hace Agustín es fundamentarla y explicar-
la mejor. Antes del mundo no había un «antes» temporal, porque no
había tiempo, y en cambio había (sería preciso decir más bien «hay») la
eternidad, que es como un infinito presente atcmporal (sin una sucesión
La creación