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ALCIRA ARGUMEDO Las Matríces Del Pensamiento Teórico Politico AntologiaArgentina-130-154

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Alcira Argumedo

Las matrices del pensamiento


teórico-político*

Ciencia, política y cultura


La multiplicidad de corrientes teóricas, las disímiles fundamentacio-
nes, líneas de interpretación y metodologías de análisis presentes en
el campo de los estudios del hombre, evidencian la relatividad del co-
nocimiento acerca de lo histórico y lo social. Con su sola presencia
cuestionan la ciencia libre de valores y los postulados de objetividad
y universalidad de sus afirmaciones. A su vez, estas características
se vinculan con las dificultades de predicción de los procesos socio-
históricos —más allá de la capacidad para señalar ciertas tendencias
o probabilidades— evidenciando el carácter hipotético, controvertido
y controvertible de las humanidades y las ciencias sociales. Sin duda,
la modalidad esencialmente polémica manifestada por el desarrollo
histórico del pensamiento social, se deriva de la íntima vertebración
entre estas formulaciones teóricas y determinados proyectos político-
culturales, como expresión de visiones del mundo que impregnan los
más diversos aspectos del acontecer de las sociedades.
Afirmar que las grandes corrientes de las ciencias humanísticas y
sociales están intrínsecamente vinculadas con proyectos históricos y
* Argumedo, Alcira 2004 “Las matrices del pensamiento teórico-político” en Los si-
lencios y las voces en América Latina. Notas sobre el pensamiento nacional y popular
(Buenos Aires: Ediciones del Pensamiento Nacional) pp. 67-92.

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Antología del pensamiento crítico argentino contemporáneo

políticos de vasto alcance, supone concebirlas como sistematizaciones


conceptuales que influyen, fundamentan o explicitan tales proyectos y
que, por lo tanto, están siempre preñadas de política aun cuando pre-
tendan ser portadoras de una inapelable objetividad científica. Pero
este reconocimiento de las profundas diferencias que exhibe el pensa-
miento político y social —incluyendo el concepto mismo de sociedad,
es decir, el objeto de estudio por excelencia— no implica descalificar
la utilidad de las herramientas teóricas y metodológicas. No niega la
riqueza de las diversas líneas interpretativas ni las potencialidades de
la recuperación crítica de ideas o valores que, a través de mediaciones
más o menos elaboradas, procuran un ordenamiento de los datos de
la realidad y la fundamentación de grandes propuestas estratégicas.
Esta relación históricamente condicionada entre la producción
teórica y los procesos políticos, obliga a definir el lugar, la perspectiva
desde donde se interpretan los fenómenos sociales y problematiza la
pretensión de aquellas posiciones que se autoatribuyen el patrimonio
de la ciencia —con los criterios de autoridad que esto conlleva— con-
siderando a las otras formas del pensamiento como políticas, ideoló-
gicas, valorativas o precientíficas. Es por ello que la premisa de la cual
partimos busca establecer las connotaciones y propuestas explícita o
implícitamente formuladas por los diferentes marcos conceptuales
frente a los momentos históricos en los cuales emergen, se actualizan,
se adaptan o enriquecen; de modo tal que la controversia teórica deja
de ser un problema estrictamente académico y se engarza con los de-
bates políticos sustantivos que signan el desarrollo histórico y social.
El tema de las influencias políticas en las ciencias humanísticas
ha sido señalado, con los matices del caso, por autores pertenecientes
a diversos enfoques dentro de este campo.
Con referencia a la historiografía, José Luis Romero afirma:

La historia social debe hacer el esfuerzo de llevar sus temas al campo


de la más estricta objetividad. Este esfuerzo, por cierto, no es fácil…
Las casi inevitables implicaciones de tipo ideológico que entrañan es-
tos temas hacen el esfuerzo aún más difícil… Un capítulo fundamental
es el de la conquista y la colonización durante los primeros siglos de
la dominación hispano-lusitana. Los problemas que allí se originaron
con motivo de la impostación de un núcleo conquistador y colonizador
sobre la masa aborigen derrotada recibieron distintas y sucesivas solu-
ciones; pero ninguna de ellas acabó con aquellos. Los problemas sub-
sisten aún hoy, y si constituyen un tema histórico, constituyen también
cuestiones de palpitante actualidad… La cuestión del enfrentamiento
entre los grupos blancos y los grupos de indígenas, negros, mestizos,
etc., ha asumido caracteres de problema decisivo en distintas épocas
y en diferentes países… ha condicionado el estudio de los problemas

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Alcira Argumedo

de la historia social, puesto que, en la medida en que son problemas


vivos que han originado actos de poder, se insertan inevitablemente
en el cuadro de la historia política y responden en sus planteos a las
incitaciones de la política misma. (Romero, 1987)

Desde una visión diferente y con énfasis aún mayor, también Arturo
Jauretche remarca el carácter esencialmente político de las interpre-
taciones históricas:

No es pues un problema de historiografía, sino de política: lo que se


nos ha presentado como historia es una política de la historia, en que
esta es solo un instrumento de planes más vastos destinados precisa-
mente a impedir que la historia, la historia verdadera, contribuya a la
formación de una conciencia histórica nacional que es la base necesa-
ria de toda política de la Nación. Así, pues, de la necesidad de un pen-
samiento político nacional ha surgido la necesidad del revisionismo
histórico. De tal manera el revisionismo se ve obligado a superar sus
fines exclusivamente históricos, como correspondería si el problema
fuera solo de técnica e investigación, y apareja necesariamente conse-
cuencias y finalidades políticas. (Jauretche, 1959)

La dificultosa decantación de las interpretaciones, la caracterización


de los procesos y las figuras de la historia que se hace especialmente
evidente en América Latina manifiesta esta vinculación entre los es-
tudios historiográficos y las posiciones políticas. En tal medida, antes
que el refinamiento alcanzado por las herramientas académicas, son
los condicionamientos políticos del presente y las posibilidades de en-
contrar puntos de acuerdo, limar asperezas y habilitar espacios de
verdadero diálogo, las que pueden facilitar una aproximación menos
maniquea a la recuperación de la propia historia. Lo señalado para la
historiografía es extensible al conjunto de las teorías y recursos con-
ceptuales y metodológicos de las ciencias sociales, e invade asimismo
el campo de la filosofía:

Las filosofías de la historia, en particular las que produjo el siglo XIX


pueden ser consideradas como discursos políticos abiertamente inten-
cionados, en los que se ha planteado como objeto señalar el camino
que se debía recorrer, como asimismo los escollos que se debían evitar
para que las potencias europeas pudieran cumplir con un destino al
cual se sentían convocadas dentro del vasto proceso de dominación del
globo iniciado con el Renacimiento. De este modo puede afirmarse que
la filosofía de la historia acabó constituyéndose, en una de sus líneas
de desarrollo, sin duda la de mayor volumen, en un modo de “filosofía
imperial” que se ocupó tanto de los eventuales motivos de decadencia
que había que evitar, como de las formas mediante las cuales la huma-

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Antología del pensamiento crítico argentino contemporáneo

nidad europea y dentro de ella una burguesía ya segura de sí misma,


había de asumir de modo definitivo el destino de toda humanidad po-
sible. (Roig, 1981)

Y si, como señala Rodolfo Agoglia, “nuestro siglo hace filosofía desde
las ciencias humanas e históricas” (Agoglia, 1978; 1988), es posible
concluir que todas ellas —la filosofía, las ciencias sociales, la histo-
ria— se vertebran en marcos más amplios, en concepciones cultura-
les y modos de percibir el mundo que les otorgan sus significaciones
esenciales al margen de la especificidad y las características de cada
una de sus áreas de estudio. Como contracara, esta afirmación consi-
dera que es posible recuperar, sistematizar y reelaborar en términos
de rigurosidad teórica, el pensamiento popular latinoamericano que
históricamente se ha manifestado bajo la forma del discurso político
o como expresiones discursivas no académicas (Roig, 1981; Salazar
Bondy, 1969).
La íntima conexión existente entre ciencias humanas y política,
entre las vertientes académicas y los proyectos que se despliegan en
mutua confrontación, comienza a evidenciarse asimismo en el debate
político y cultural europeo procesado en el contexto de la actual crisis
de época y de las profundas reformulaciones en los planteos históricos
de los países centrales del Este y del Oeste:

Las crisis… deshicieron las seguridades tan laboriosamente conquis-


tadas… Paralelamente a las múltiples dudas que socavarían todos los
rincones de la práctica, desde hace varias décadas experiencias de las
más variadas erosionarían, progresiva e implacablemente, a su vez,
las nociones epistemológicas más preciadas heredadas del siglo pa-
sado —cuna del proyecto científico moderno— entre las cuales des-
collarían las de objetividad, neutralidad valorativa, causalidad lineal,
verdad transhistórica, etc. Si aquí importa echar alguna luz sobre la
crisis epistemológica, es porque la puesta en cuestión de estas catego-
rías basales del pensamiento científico y de la epistemología moderna
es indisociable de la crisis del proyecto de la modernidad. Aunque la
cadena de mediaciones a recorrer sea sumamente larga e intrincada,
no cabe duda de que gran parte de lo más rico que podemos encontrar
en la crítica que la postmodernidad le hace a la modernidad está ligada
tanto al cuestionamiento de sus proyectos políticos y sociales cuanto
a los supuestos epistemológicos e ideológicos a los que estos estaban
implacablemente unidos. (Piscitelli, 1988; Harvey, 1991)

Tomando esta perspectiva, en el desarrollo conceptual de Thomas


Hobbes resalta el objetivo de dar legitimidad a la monarquía abso-
luta sobre bases no teológicas, para una Inglaterra que a mediados
del siglo XVII buscaba superar sus conflictos dinásticos y lanzar una

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ofensiva contra el Imperio Español, cuestionando a la autoridad re-


ligiosa que avalaba el Tratado de Tordesillas y, en el nombre de Dios,
ponía obstáculos a su sed colonial. Décadas más tarde, la Revolución
Gloriosa va a encontrar en la obra de John Locke los fundamentos
de la monarquía parlamentaria donde, bajo una forma filosófica fun-
dacional que apela a la naturaleza humana originaria, al modo de
constitución de las sociedades, a sus modelos organizativos o al ca-
rácter del poder federativo y de la guerra justa, es posible encontrar
los lineamientos de la nueva era política abierta con el arribo al poder
de Guillermo de Orange.
El potencial alcanzado por Inglaterra desde mediados del siglo
XVIII y su óptima preparación para competir por el dominio del mer-
cado mundial en proceso de consolidación, así como la reformulación
del poder interno que produce el crecimiento de las nuevas burguesías
comerciales e industriales, están en la base de las propuestas cien-
tíficas del liberalismo económico de Adam Smith y David Ricardo.
De la misma manera, en la brillante sistematización teórica hegeliana
subyace el problema de la conformación de un Estado fuerte capaz de
orientar las tendencias de la sociedad civil hacia la construcción de la
unidad de los principados alemanes luego de la traumática experien-
cia de la invasión napoleónica. Una invasión que también ha de influir
sustancialmente en distintas vertientes del romanticismo alemán y en
pensadores como Fichte o Clausewitz.
La ciencia en Carlos Marx —que sintetiza críticamente los apor-
tes de la filosofía, la política y la economía elaborados por los inte-
lectuales orgánicos del ascenso burgués en Europa— constituye el
sustento teórico de una política que intenta develar el horizonte del
proletariado europeo, elegido para forjar la verdadera historia huma-
na. Con las características propias de los diferentes tiempos y lugares
históricos, este objetivo fundamenta los aportes de Lenin, Rosa Lu-
xemburgo o Antonio Gramsci. El debate sobre el futuro de Alemania
en las décadas que corren entre 1890 y 1920 es alimentado por todas
y cada una de las categorías aparentemente formales y neutralmente
valorativas de Max Weber; en tanto la búsqueda de nuevas formas de
equilibrio e integración social para reencauzar la vertiginosa historia
de Francia en los cien años que siguen a la Revolución, impregna las
formulaciones teóricas de Émile Durkheim. Tales condicionamien-
tos políticos, que pueden detectarse en los más diversos autores y
teorías de las ciencias humanas no se refieren solo al “contexto del
descubrimiento”, ni se ligan con aspectos parciales de la “sociología
del conocimiento” o de una historia social de las ideas. La definición
y concatenación misma de las categorías conceptuales están conta-
minadas por objetivos políticos globales y desde su óptica peculiar

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influyen en los grandes enfrentamientos procesados durante el trans-


curso de la historia.
Para analizar de este modo las corrientes del pensamiento aca-
démico-político, es preciso adoptar un punto de vista integral, un
marco abarcador entendido tanto en términos teóricos como his-
tóricos. La mirada crítica incluye necesariamente una perspectiva
englobadora, trasciende las supuestas fronteras entre las distintas
disciplinas científicas, ramas o subramas de las ciencias sociales y la
filosofía, y se entremezcla con los espacios culturales más amplios,
con el mundo de lo político y de los comportamientos colectivos,
con la interpretación de los principales hechos de la historia. En tal
sentido, no puede limitarse a la discusión de conceptos aislados, de
ideas parciales, de fenómenos acotados, dado que solo en el marco
de una visión de conjunto esos conceptos, ideas o fenómenos adquie-
ren una significación más acabada, una verdadera coherencia, un
sentido más riguroso y consistente.
Las sucesivas particiones del conocimiento social, que en las úl-
timas cuatro o cinco décadas dieron lugar a una profusión de “cien-
cias” parcializadas, son hijas de una de las versiones dominantes en
las ciencias sociales. Principalmente el liberal-funcionalismo formula
el requisito de establecer compartimientos estancos, divisiones del
saber susceptibles de desarrollos autárquicos, sin considerar la verte-
bración de cada una de esas particularidades con los otros fenómenos
que, en muchos casos, inciden de manera decisiva sobre el específico
problema en estudio.
A partir de la segunda postguerra, el liberal-funcionalismo —tal
vez una de las vertientes más empobrecedoras de Max Weber, a cuya
concepción se le elimina la historia, la política y la filosofía para co-
sificarla en un anodino sistema de acción social— fue el promotor de
la “departamentalización” de los estudios académicos, pretendiendo
elevar al plano de ciencias autárquicas a las diferentes subramas que
abordan problemas sectoriales del acontecer histórico y social como
la sociología, las ciencias políticas, la psicología social o las ciencias
de la comunicación, diferenciándolas tajantemente de la historia, la
economía, la filosofía o la antropología.
No obstante, estos planteos de especialización científica y el es-
tablecimiento de severos límites entre las distintas disciplinas, con-
siderados como garantía de la rigurosidad y la objetividad del saber,
fueron incapaces de impedir que las principales corrientes teóricas se
hicieran presentes en sus respectivos programas de estudio —Marx,
Gramsci o Weber, por citar solo algunos— de manera tal que aque-
llo que se pretendía diferenciar “verticalmente” en supuestas ciencias
autónomas vuelve de hecho a articularse “horizontalmente” en fun-

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ción de las distintas concepciones que dan cuenta, desde una visión
integral, de la problemática socio-histórica. Lo cual no supone negar
la legitimidad de las investigaciones sobre aspectos parciales, relati-
vamente autónomos, con dinámicas propias de desarrollo, suscepti-
bles de ser estudiados analíticamente como factores con cierta inde-
pendencia, tal como son encarados por los estudios económicos, la
historia del desarrollo tecnológico, la estrategia militar, los procesos
políticos, las comunicaciones, los aspectos vinculados con el Estado
y la administración, los movimientos sociales, la demografía, el sin-
dicalismo, los regímenes de gobierno, las políticas económicas o las
culturas indianas. Pero algo muy distinto es el planteo que ignora en
forma sistemática la vertebración de estas particularidades con los
marcos abarcadores dentro de los cuales adquieren su significado más
cabal; o pretender que existe una única forma “científica” y “objetiva”
de interpretar cada uno de estos procesos (Zea, 1977).
El análisis crítico de las corrientes de pensamiento desde una óp-
tica global, “transdisciplinaria”, susceptible de dar cuenta de la incor-
poración de los fenómenos sociales dentro de las coordenadas que
trazan las grandes líneas interpretativas, se conjuga con el requisito
de abordar los fenómenos sociales e históricos desde una determinada
idea de totalidad. En rasgos muy generales, entendemos por totali-
dad una mirada que no solo contemple en sus principales tendencias
los factores y contradicciones que juegan en una sociedad determi-
nada sino, además, la articulación de estos procesos en su relación
con otras sociedades, con la dinámica internacional en un momento
histórico dado (Argumedo, 1987). No se trata de reivindicar entonces
una idea de totalidad cerrada sobre sí misma ni de ignorar la obvia
dificultad de incluir todos los factores que intervienen en los procesos
históricos y sociales. La noción de totalidad que utilizamos pretende
recuperar una visión comprensiva, abierta y dinámica, que cuestio-
ne las interpretaciones parcializadas y permita incluir lo excluido,
señalar los silencios. Una idea de totalidad que reconoce la riqueza
y complejidad del desarrollo de las sociedades y plantea la elabora-
ción de hipótesis, diagnósticos o supuestos acerca de las tendencias
fundamentales que actúan en los fenómenos sociales, sin caer en un
generalismo abstracto o en negar la relativa autonomía con que puede
encararse el conocimiento y la investigación de aspectos específicos.
Uno de los instrumentos más típicos de distorsión y encubrimien-
to de las realidades sociales ha sido el aislamiento de los hechos par-
ticulares, eludiendo su articulación con contextos más amplios o la
inclusión de otros elementos que muchas veces tienden a reformular
drásticamente el diagnóstico de una situación dada. No casualmente
las vertientes de origen liberal son las que más enfatizan la parcializa-

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ción en el análisis de los problemas históricos, políticos y sociales, ne-


gando la posibilidad científica de abordarlos desde una perspectiva de
conjunto. Las verdades a medias, los cautos silencios, acompañaron
el desarrollo histórico del liberalismo, tanto en la matriz de la filoso-
fía jurídico-política —con sus hombres libres, iguales y propietarios,
organizados socialmente a través de un contrato— como en la versión
de la economía política, que prefiere a ver a las sociedades cual fruto
de la sabia e invisible mano del mercado, capaz de transformar en
un bienestar general el comportamiento egoísta de los hombres que
procuran su lucro individual. Tales metáforas conformaron un instru-
mental ideológico contundente en la desintegración del mundo feudal
europeo y se fueron enriqueciendo al ritmo de desarrollo de las nuevas
técnicas aplicadas a la industria, al transporte y a las comunicaciones;
acompañando los procesos de expansión colonial, fundamentando la
legitimidad de un destino manifiesto para civilizar al mundo, para
incorporarlo al progreso de las artes y de las ciencias, de la iniciativa
privada, de la acumulación del capital. A lo largo de los siglos XVIII y
XIX las ideas liberales asentarían su predominio en Europa y América
del Norte, dando origen a las llamadas Revoluciones Democráticas,
aportando a la construcción de una nueva era de libertad e igualdad y
al despliegue del proyecto de la modernidad formulado por los filóso-
fos del Iluminismo.
Sin embargo, esta es solo una parte del relato. La primera gran
revolución democrática liberal instaurada en los Estados Unidos, in-
corpora la teoría revolucionaria que impulsa Thomas Jefferson, autor
intelectual de la Declaración de la Independencia. Como es sabido, la
Declaración establecía las bases de una sociedad democrática, repu-
blicana, independiente, federativa, igualitaria, regida por la elección
de representantes y las libertades individuales; pero los hombres y
mujeres negros seguían siendo esclavos. Esta otra parte del relato sim-
plemente no se menciona, ni en esa Declaración ni en la posterior
Constitución que iba a regir los destinos de la gran nación del Norte.
Ejemplo democrático en el cual los postulados liberales convivieron
durante casi un siglo con la presencia aberrante de la esclavitud para
millones de seres humanos de esa misma sociedad. Silencios repeti-
dos en las más diversas experiencias de conformación de los gobiernos
liberales de las naciones europeas. Desde las monarquías parlamenta-
rias a las repúblicas, la lógica del pensamiento liberal tuvo la misma
constante: iguales, libres y propietarios, los blancos (Hinkelammert,
1978; Beard y Beard, 1962). Los hindúes, vietnamitas, argelinos, chi-
nos o negros —que no eran verdaderamente humanos— solo podían
aspirar al privilegio de ser civilizados por el dominio blanco, transfor-
mándose en pueblos “deudores” y pagando los costos correspondien-

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tes. Una visión contundente del mundo que subyace al pensamiento


académico y político europeo; que absorben fascinadas las oligarquías
y ciertas elites ilustradas de América Latina; que condena al ostracis-
mo a los pueblos de ultramar.
Para nosotros, esta doble perspectiva integral —por una parte,
con referencia a las grandes concepciones teóricas y por otra en lo re-
lativo a la interpretación de los procesos históricos y sociales— cons-
tituye un punto de partida para aproximarnos a los nudos cruciales
de la polémica en el seno de la filosofía y las ciencias sociales y su
relación con los proyectos estratégicos que se formulan para afrontar
una nueva época mundial. Desde una visión popular latinoamericana,
la confrontación política de los años ochenta y noventa en Occiden-
te, donde se hacen presentes los neoliberales, los neoconservadores,
los postmarxistas, los modernizantes o los postmodernos; las nuevas
tendencias políticas e ideológicas que comienzan a procesarse en las
naciones del Este; los interrogantes acerca del futuro de América La-
tina; obligan a insertar la discusión teórico-política en el contexto de
las agudas transformaciones que se están produciendo en la arena
mundial, como consecuencia del reordenamiento de los ejes del poder
y el acelerado despliegue de la Revolución Científico Técnica (Argu-
medo, 1987).
Imponen el requisito de enfrentar el debate con herramientas ca-
paces de detectar las claves teóricas más sustantivas; las connotacio-
nes e interrogantes de los distintos ejes de interpretación; las lógicas
internas, los puntos de continuidad o ruptura y las formas de actuali-
zación de las diversas teorías. Herramientas conceptuales dirigidas a
establecer lineamientos de análisis que vayan más allá de los acuerdos
insospechados, la profusión de matices, las renovadas lecturas de las
fuentes, las lacerantes críticas de antiguas identidades, la muerte de
las utopías y los grandes relatos, el fin de los sujetos colectivos, el ana-
cronismo de los consensos, la reivindicación de las subjetividades y
otras formulaciones que expone el debate predominante en Occiden-
te, signado en su conjunto por la impronta del silencio acerca de los
costos sociales y nacionales de las nuevas sendas de la modernización.
Como intentaremos ver más adelante, existen sin duda significati-
vas diferencias entre el neoconservador Daniel Bell, el neoliberal Von
Hayek o el postmoderno Lyotard. Pero coinciden demasiado en su
desprecio hacia las formas del consenso y en la afirmación de un indi-
vidualismo más o menos egoísta; precisamente cuando la “ingoberna-
bilidad” de las democracias ante demandas sociales que no han de ser
satisfechas en la lógica impuesta por un poder económico y financiero
cada vez más concentrado, constituye una grave preocupación de los
sectores dominantes en los países centrales. Los postmarxistas y los

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Antología del pensamiento crítico argentino contemporáneo

modernizantes no parecen avanzar mucho más allá del sistema elabo-


rado por Weber y restringen sus propuestas a un neo-contractualismo
abstracto, que elude las relaciones de poder y la polarización creciente
en la distribución de los recursos en detrimento de las mayorías socia-
les y las naciones periféricas. Los juegos del lenguaje y los intercam-
bios simbólicos tienden a dejar la realidad tal cual es y no hablan de
los actores excluidos del juego. Podemos preguntarnos entonces hasta
dónde, una vez más, el debate del Norte occidental incluye solo una
parte del relato. En la otra parte, América Latina padece las presiones
del endeudamiento externo y el comportamiento de los grupos locales
de poder económico-financiero que, en una acción articulada con la
banca y las corporaciones transnacionales —y al margen de sus even-
tuales contradicciones secundarias— actúan con una implacable vo-
racidad sobre los recursos nacionales; desgajando a nuestras socieda-
des entre un bloque social concentrado, excluyente y pretendidamente
modernizante y amplias capas de la población que se van empobre-
ciendo día a día, mientras crece en niveles alarmantes el desempleo y
la marginalidad con sus secuelas de desesperación.
Por lo tanto, planteamos un concepto de totalidad que, sin caer
en totalizaciones reduccionistas, sea capaz de develar los silencios de
las corrientes hegemónicas en las ciencias sociales y de hacer emerger
las voces de otros protagonistas de la historia (Roig, 1981; Piscitelli,
1988). Se trata de incorporar los datos de la realidad dentro de un
marco comprensivo, para evaluar críticamente esas versiones que, al
considerar solo una parte de los procesos históricos, al desarticular
los fenómenos sociales en múltiples espacios sin relación entre sí, al
seleccionar unos rasgos y eludir otros, al jerarquizar los saberes par-
cializados, pretenden imponer una versión “científica” del relato de
la historia que ve solo el rostro del progreso y no el del espanto, que
habla de una actualidad y de un nosotros de selectos e ignora o des-
precia a ese otro que integran las masas populares de América Latina
(Todorov, 1987).
La estrecha relación de las corrientes teóricas con determinados
proyectos político-históricos, indican a su vez una articulación más
o menos mediatizada entre las ciencias humanas y los patrimonios
culturales y experiencias vitales de diferentes capas sociales y áreas
geográficas. En tanto modos de percibir el mundo de distintos secto-
res de un país o región dados, tales patrimonios y experiencias con-
forman el sustento para la constitución de las “voluntades colectivas”
sobre las cuales se erigen y consolidan los proyectos de sociedad. En
tal sentido, las formulaciones teóricas —al margen de los conceptos
y metodologías planteados, del carácter fundacional o perecedero de
los aportes conceptuales, del menor o mayor alcance de su influen-

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cia— están inmersas en contextos culturales, son expresión de épocas


históricas particulares y se vertebran con las mentalidades predomi-
nantes en diferentes capas de la población de un país. Mentalidades
y sentido común entendidos como la incorporación socializada de
patrones culturales que actúan —con sus espacios de opacidad y sus
contradicciones— como referentes de la vida cotidiana y base para la
construcción de los consensos políticos (Perón, 1980; Bialet Massé,
1904; Stavenhagen, 1987; Durán, 1987; Bonfill Batalla, 1987). Así, los
límites entre las distintas formas del conocimiento, entre los diversos
modos de percepción de la realidad, se hacen más difusos. Tienden a
romperse esquemas rígidos que pretenden reivindicar la racionalidad
y la posesión de la verdad para la ciencia, despojando de toda capa-
cidad de saber a las expresiones de lo popular. Y de la misma manera
que se diluyen las divisiones estancas entre conocimiento sistemático
y sentido común, entre ciencia y saber popular, tienden a desestructu-
rarse también las versiones elitistas, las soberbias iluminadas, las dis-
tancias entre las fracciones intelectuales y el “pueblo-nación” (Aricó,
1988; Foucault, 1979).
La existencia de “trincheras” en el seno de la sociedad civil —
verdaderas reservas estratégicas de una concepción del mundo des-
parramada en la conciencia de las clases subordinadas— fue brillan-
temente percibida por Antonio Gramsci luego de la derrota de los
levantamientos de 1919 a 1921. Cuando la magnitud del fracaso y el
dolor de la cárcel lo obligan a replantearse las preguntas acerca de
los límites y falencias de sus propuestas, Gramsci hará el intento más
lúcido de rompimiento con las rígidas determinaciones del marxis-
mo en lo referido a los procesos de desarrollo de la conciencia social
(Gramsci, 1958; 1961; 1962). Va a buscar en las complejidades cultu-
rales los caminos de elaboración de una reforma intelectual y moral
que difícilmente podía ser impuesta “desde afuera”. Pensando desde
Italia y desde Europa, formula fértiles interrogantes acerca de la arti-
culación entre sentido común, política y filosofía superior, que abren
al pensamiento social caminos más fructíferos que las divisiones en-
tre “el sabio” y “el político”. Esa drástica separación entre ciencia y
política, que la inteligencia y la pasión impidieron alcanzar al propio
Weber, cuya producción intelectual está decididamente impregnada
de la cultura y la política alemana de su tiempo.

El concepto de matrices de pensamiento


A los fines de nuestro trabajo, denominamos matriz teórico-política
a la articulación de un conjunto de categorías y valores constituti-
vos, que conforman la trama lógico-conceptual básica y establecen los
fundamentos de una determinada corriente de pensamiento. Dentro

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de las coordenadas impuestas por esa articulación conceptual fun-


dante se procesan las distintas vertientes internas como expresiones o
modos particulares de desarrollo teórico. Estas vertientes constituyen
ramificaciones de un tronco común y reconocen una misma matriz,
no obstante sus múltiples matices, sus características particulares, sus
eventuales contradicciones o los grados de refinamiento y actualiza-
ción alcanzados por cada una de ellas.
Las diversas matrices de pensamiento contienen definiciones
acerca de la naturaleza humana; de la constitución de las socieda-
des, su composición y formas de desarrollo; diferentes interpretacio-
nes de la historia; elementos para la comprensión de los fenómenos
del presente y modelos de organización social que marcan los ejes
fundamentales de los proyectos políticos hacia el futuro. Asimismo,
formulan planteos sobre los sujetos protagónicos del devenir histórico
y social; hipótesis referidas a los comportamientos políticos, econó-
micos, sociales y culturales y fundamentos para optar entre valores o
intereses en conflicto. Constituyen los marcos más abarcadores que
actúan como referencia explícita o implícita, manifiesta o encubierta
de las corrientes ideológicas otorgando un “parecido de familia” a las
vertientes y actualizaciones que procesan en su seno.
Siguiendo a Gunnar Olsson (1970), la pregunta por la esencia
de lo social, por el concepto o la naturaleza de la sociedad, es la base
para la construcción de las distintas matrices presentes en las cien-
cias sociales y en el pensamiento político e ideológico. El punto de
partida de una matriz de pensamiento estaría dado entonces por la
forma como concibe a lo social. Las afirmaciones referidas al modo
en que se constituye la sociedad —las relaciones entre los hombres en
un ámbito espacial dado y las relaciones entre sociedades— estable-
cen la matriz teórica que vertebra, en sus principales lineamientos,
las concepciones y la actividad política tanto como el pensamiento
científico social. El concepto de sociedad conlleva una determinada
visión acerca de la naturaleza humana y es el núcleo a partir del cual
se estructura el entramado más sustantivo de los esquemas de pen-
samiento, estableciendo una cierta coherencia interna dentro de la
cual adquieren su sentido los distintos conceptos, metodologías de
análisis y relaciones, formulados como líneas de comprensión de los
procesos sociales e históricos:
En las ciencias sociales existe un concepto básico que es el de socie-
dad. En el punto de partida de la investigación estaría determinada la
naturaleza de “lo social”. El objetivo de la ciencia sería determinar la
realidad de lo social, pensar o conocer esa realidad. Definido de esta
manera el objeto de la ciencia social quedaría por definir su método.
Pero el método debe ser apropiado al objeto, es decir, que la pregunta

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por la esencia de lo social es previa a la ciencia, en el sentido de que


su respuesta ha de ser la base para la constitución de la ciencia. Dicho
de otra manera, la constitución de una ciencia social comienza por
determinar el concepto o la realidad de “lo social”. Se trata de ver, por
lo tanto, las distintas concepciones de lo social como el fundamento de
las distintas corrientes de las ciencias sociales. (Olsson, 1970)

Partiendo de las definiciones básicas sobre el concepto de sociedad,


se despliegan con una coherencia lógica particular las relaciones
entre los diferentes postulados acerca de qué es la ciencia social,
cuáles son sus formas de objetividad y conocimiento y los métodos
de aproximación a ese objeto de estudio. Se establece la vinculación
entre conocimiento científico y concepciones políticas; se desarro-
llan las afirmaciones fundamentales con referencia a los sujetos y los
comportamientos sociales; los criterios para la opción entre valores
o intereses contrapuestos; las articulaciones existentes entre las di-
versas manifestaciones de los procesos socio-históricos (economía,
política, cultura, ciencia y tecnología, comunicaciones, etc.) y las hi-
pótesis centrales relativas a su funcionamiento y relaciones mutuas.
Esta sistematización conceptual otorga —por encima de las distin-
ciones entre sus vertientes internas— la significación más ajustada
a los distintos conceptos: estamentos o clases sociales, la forma y
las funciones del Estado, las relaciones del sistema político con la
sociedad civil, las hipótesis sobre el carácter y los contenidos de la
comunicación social, la construcción de la hegemonía, el consenso o
el dominio, las definiciones de la democracia, la justicia, la libertad,
la igualdad y otros aspectos que hacen a la formulación de los mo-
delos de sociedad y Estado y a las relaciones entre sociedades. A su
vez, tales marcos conceptuales establecen las líneas metodológicas;
el “método” de la ciencia que es diferente, en sus aspectos más deci-
sivos, para cada una de las matrices consideradas. Esta perspectiva
se asimila a las afirmaciones de Jean Piaget y Rolando García cuan-
do señalan que:

El método científico aparece subordinado a la concepción del mundo


y a la naturaleza de los problemas formulados. Es en la concepción
del mundo y en la naturaleza de los problemas y no en la metodolo-
gía, donde se sitúa la diferencia fundamental entre Oresme y Galileo.
(Piaget, 1984)

La definición de las matrices de pensamiento nos permite detectar las


líneas de continuidad o ruptura de los valores, conceptos, enunciados
y propuestas pertenecientes a las principales corrientes ideológicas en
las ciencias sociales y en el debate político de nuestro tiempo. Ante la

.ar 141
Antología del pensamiento crítico argentino contemporáneo

transmigración de ideas parciales o la interpenetración de conceptos y


valores que se produce necesariamente en el proceso de confrontación
teórica y política, es preciso establecer el significado real adquirido
por cada uno de ellos en el interior de una matriz dada; ya que los con-
ceptos no actúan aisladamente ni alcanzan un sentido consistente al
margen de su inserción en un específico contexto teórico. Lo cual no
implica plantear esquemas rígidos, desconociendo los cambios que se
están produciendo en el pensamiento contemporáneo, o la evolución
de las ideas que pueden ser reconstituidas a través de nuevas síntesis.
Sin embargo, los meros juegos de palabras no garantizan verdaderas
transformaciones del pensamiento social; y al eludir la vinculación de
esas ideas con las tramas conceptuales sustantivas, se corre el ries-
go de confundir la mención vacía de determinados conceptos con el
sentido profundo que estos adquieren en el marco de las diferentes
matrices teórico-políticas.
Las matrices de pensamiento son formas de reelaboración y siste-
matización conceptual de determinados modos de percibir el mundo,
de idearios y aspiraciones que tienen raigambre en procesos históri-
cos y experiencias políticas de amplios contingentes de población y
se alimentan de sustratos culturales que exceden los marcos estricta-
mente científicos o intelectuales. Es por ello que la construcción de
las matrices se relaciona estrechamente con lo señalado por José Luis
Romero refiriéndose a las ideas de la Ilustración:

En general, las ideas de la Ilustración se elaboraron despaciosamente


en Europa a través de múltiples experiencias que hizo la burguesía
durante la Edad Media y a lo largo de un proceso intelectual que fijó
la concepción racionalista. Solo después de tan larga elaboración, el
pensamiento burgués y racionalista logró integrarse en un sistema no
solo de gran coherencia sino también de creciente simplicidad. Sin
embargo, la síntesis no fue universal… En todos los casos, el sistema
arrastraba un conjunto de experiencias reales previas a su elaboración
intelectual y un nutrido contexto de supuestos que anunciaban su pre-
sencia cualquiera fuera el esfuerzo que se hiciera por ocultarlo… (Ro-
mero, 1987)

En este sentido las matrices de pensamiento son expresión de proce-


sos sociales, políticos, económicos y culturales y tienden a incidir con
mayor o menor fuerza sobre las realidades y los conflictos nacionales
e internacionales. Conforman las bases de fundamentación de pro-
yectos históricos y guardan una fluida continuidad con las manifesta-
ciones de la cultura, con las mentalidades predominantes en distintos
estratos de población y en diferentes regiones, reflejando el carácter
intrínsecamente polémico del conocimiento social.

142 .ar
Alcira Argumedo

Matrices y paradigmas
La idea de matriz de pensamiento presenta algunas similitudes y sig-
nificativas diferencias con el concepto de paradigma elaborado por
T. S. Kuhn en La estructura de las revoluciones científicas. Vinculado
fundamentalmente con el estudio histórico de las ciencias exactas y
naturales, el paradigma hace referencia a “las realizaciones científicas
universalmente reconocidas que, durante cierto tiempo, proporcio-
nan modelos de problemas y soluciones a una comunidad científica”
(Kuhn, 1983), y conlleva teorías, métodos y normas de investigación
casi siempre inseparables entre sí. Esta herramienta conceptual es
especialmente rica para aproximarse al origen de las controversias
existentes en el campo de las ciencias; detectar los momentos de cri-
sis y ruptura de determinados modelos que han sido predominantes
en su desarrollo e indicar la emergencia de nuevos lineamientos que
transforman rotundamente los marcos en los cuales hasta entonces se
habían procesado las investigaciones científicas.
Kuhn señala explícitamente que en su esquema no ha sido con-
siderado el papel que desempeñan el progreso tecnológico o las con-
diciones externas —sociales, económicas o intelectuales— en la evo-
lución de las ciencias. La propuesta tiende más bien a romper con
ciertas ideas acerca del carácter lineal y acumulativo del desarrollo
científico, haciendo resaltar los decisivos cambios que se producen en
las teorías explicativas, en las formas de percibir los interrogantes y
las hipótesis y en los métodos de investigación, a partir de las llamadas
“revoluciones científicas”. Tales revoluciones dan lugar a transforma-
ciones significativas del mundo en el que se llevaba a cabo el trabajo
científico anterior, donde predominaban determinadas normas para
el desarrollo de la “ciencia normal”, es decir, la práctica investigativa
cuyos fundamentos no son puestos en cuestión. Empero, cuando en
una ciencia exacta o natural un individuo o grupo produce una nueva
síntesis capaz de atraer a la mayoría de los profesionales de la genera-
ción siguiente, las escuelas más antiguas desaparecen gradualmente.
Se ha producido entonces una “revolución científica” que establece
nuevas pautas de investigación y promueve la ciencia normal sobre
carriles diferentes, donde vuelven a predominar los temas acotados,
los estudios detallados y en profundidad, que van enriqueciendo las
líneas trazadas por el nuevo paradigma o reformulando sobre estas
bases los interrogantes anteriores; tratando de ajustar y resolver las
ambigüedades, de dar respuesta a los enigmas formulados, de pre-
cisar con creciente rigurosidad las coordenadas establecidas por el
paradigma emergente.
El instrumento elaborado por Kuhn es sugestivo también para
orientar ciertas problemáticas de las ciencias sociales, precisamente

.ar 143
Antología del pensamiento crítico argentino contemporáneo

porque indica que: “es asombroso el número y alcance de los des-


acuerdos patentes entre los científicos sociales sobre la naturaleza de
los problemas y los métodos científicos aceptados” (Kuhn, 1983). No
cabe duda de que es en este tipo de ciencias donde más se hace presen-
te la influencia de los factores externos: en la convivencia conflictiva
“endémica” de diferentes corrientes de pensamiento, se expresa su ca-
rácter intrínsecamente político; y las ciencias sociales se manifiestan
como parte de un debate más amplio y una confrontación que tiene
sus raíces en conflictos “extracientíficos”.
De esta manera, un primer punto de diferenciación estaría dado
en el hecho de que, mientras el paradigma hace referencia específica y
restringidamente al campo científico —sin tomar necesariamente en
consideración los llamados factores externos— las matrices de pensa-
miento serían las formas más sistemáticas y analíticas de fundamen-
tación teórica y metodológica de esos factores externos. Uno de los
modos de expresión de concepciones culturales abarcadoras y que,
por lo tanto, se engarzan con otras formas de expresión —como la li-
teratura, ciertas manifestaciones artísticas o el sentido común de dis-
tintas capas de la población— y con propuestas políticas articuladas
como proyectos estratégicos. Un segundo eje de diferenciación nos
permitiría establecer que, en tanto el paradigma tiende a enfatizar
los momentos de crisis y ruptura de los modelos predominantes en
las ciencias durante un período dado y su reemplazo por nuevos pa-
trones científicos, las matrices buscan más bien establecer las líneas
de continuidad histórica de determinadas corrientes de pensamiento,
vinculadas con la recuperación explícita o implícita de concepciones
y valores fundantes que se reproducen en las distintas vertientes o ac-
tualizaciones desarrolladas a partir de un tronco común.
Para la construcción del concepto de matrices teórico-políticas
consideramos especialmente valiosos los aportes que pueden derivar-
se de los trabajos de Jean Piaget y Rolando García (1984). Aun con el
temor de excedernos en la libertad interpretativa de sus investigacio-
nes sobre psicogénesis e historia de las ciencias exactas y naturales,
algunas de esas ideas centrales nos permiten formular hipótesis de
aproximación al problema de las relaciones entre patrimonios cultu-
rales, sentido común, política, filosofía y ciencias sociales. Una prime-
ra línea se vincula con el carácter de los mecanismos e instrumentos
del conocimiento:

Todo conocimiento, por nuevo que parezca, no es jamás un “hecho


primigenio” totalmente independiente de los que lo han precedido. Se
llega a un nuevo conocimiento por reorganizaciones, ajustes, correc-
ciones, adjunciones… No se integran sin más al acervo cognoscitivo

144 .ar
Alcira Argumedo

del sujeto: hace falta un esfuerzo de asimilación y acomodación que


condiciona la coherencia interna del propio sujeto, sin el cual este no
se entendería ya a sí mismo… En el caso de los procesos cognosciti-
vos se agrega otra determinación: la transmisión cultural. Dicho de
otra manera, el conocimiento no es nunca un estado, sino un proceso
influido por las etapas precedentes de desarrollo… De aquí surge la ne-
cesidad del análisis histórico-crítico. El conocimiento científico no es
una categoría nueva, fundamentalmente diferente y heterogénea con
respecto a las normas del pensamiento precientífico y a los mecanis-
mos inherentes a las conductas instrumentales propias de la inteligen-
cia práctica. Las normas científicas se sitúan en la prolongación de las
normas de pensamiento y de prácticas anteriores, pero incorporando
dos exigencias nuevas: la coherencia interna (del sistema total) y la
verificación experimental (para las ciencias no deductivas). (Piaget y
García, 1984)

Esta relación entre las distintas formas del conocimiento y el hecho


de que las estructuras a partir de las cuales se asimilan los nuevos
elementos cognoscitivos estén fuertemente impregnadas por las in-
fluencias sociales y culturales, permitiría suponer que, entre el sen-
tido común —ligado con las normas del pensamiento precientífico y
con las pautas que condicionan las conductas instrumentales de la
inteligencia práctica— y los proyectos políticos con sus fundamentos
teórico-conceptuales —que requieren mayores niveles de sistematiza-
ción y coherencia interna— existe una continuidad otorgada por los
sustratos culturales y los modos diversos de ver el mundo y practicar
el conocimiento (García Canclini, 1988). Este punto de vista —que
permite retomar el análisis de José Luis Romero acerca de la cons-
trucción histórica de las ideas de la Ilustración —conlleva la recu-
peración de un saber, de un conocimiento válido, de una sabiduría
propia del sentido común, aun cuando este se manifieste bajo formas
no sistemáticas y con eventuales incoherencias internas. Las matrices
de pensamiento serían entonces las sistematizaciones teóricas y las
articulaciones conceptuales coherentizadas de esos saberes y menta-
lidades propios de distintas capas de la población de un país de los
cuales se nutren y a los que, a su vez, les ofrecen modalidades de in-
terpretación tendientes a enriquecer los procesos del conocimiento y
el desarrollo del sentido común.
La persistencia de los patrimonios culturales —como acervos
colectivos de diversos estratos sociales o identidades nacionales, que
constituyen las estructuras primigenias del sentido común, a partir de
las cuales se van incorporando las nuevas experiencias, conocimien-
tos e ideas— establece las líneas de continuidad histórica, transmiti-
das generacionalmente. En ese proceso, los datos de las nuevas reali-

.ar 145
Antología del pensamiento crítico argentino contemporáneo

dades vitalizan, reformulan, actualizan y enriquecen los significados,


los códigos, símbolos y valores de las memorias sociales, otorgando
fluidez a la relación entre las distintas expresiones de una compleja
concepción cultural. Es lo que plantea Arturo Andrés Roig con refe-
rencia al primer Juan Bautista Alberdi, el de las Ideas y el Fragmento
preliminar al estudio del Derecho:

Junto con la crítica negativa de los “filósofos sociales europeos” con-


sagrados, se produce en Alberdi el rechazo del eclecticismo… Plan-
tea el problema de la naturaleza de la filosofía desde dos ángulos: es
entendida como una suerte de saber espontáneo, semejante a aque-
lla “metafísica habitual” de la que hablaba Hegel y que anticipa la
problemática de los horizontes de comprensión que caracteriza a
las llamadas concepciones del mundo y de la vida. Hay, en efecto,
ciertos “principios que residen en la conciencia de nuestras socieda-
des” que “están dados” y “son conocidos”. Se trata de un saber que
surge naturalmente como “razón” y “sentimiento” de una época y
de una sociedad, que si bien es, en un primer momento, una especie
de saber “precientífico”, se organiza luego como saber de ciencia
y determina las modalidades propias u originales de este. De ahí
que Alberdi entienda… que su propio discurso filosófico no sea in-
compatible con otras formas discursivas, de otros grupos humanos
colocados en estamentos sociales “populares”. (Alberdi, 1968; Roig,
1981; Martínez, 1988)

Al recuperar en esta perspectiva algunos conceptos de Piaget y García,


puede considerarse que las matrices de pensamiento son formas de
tematización de determinadas visiones del mundo que han sido proce-
sadas por las mentalidades sociales. Constituirían una resultante del
pasaje desde el uso o aplicación implícita de una noción particular,
que ya ha sido utilizada en numerosos casos prácticos, hacia la re-
flexión que permite su utilización consciente, una conceptualización
de esas nociones. La tematización requiere mayores niveles de orga-
nización y refinamiento de ideas que han guiado el comportamiento
práctico; pero ello no implica que una menor tematización acerca de
los fundamentos teórico-conceptuales lleve necesariamente a un prag-
matismo ciego. La praxis política y las experiencias vitales conllevan
interpretaciones implícitas, derivadas de marcos culturales e históri-
cos que otorgan significados y orientaciones a ese accionar, actuando
como estructuras cognoscitivas básicas susceptibles de un mayor en-
riquecimiento. Así, la actividad práctica se desarrolla en situaciones
generadas por un entorno sociocultural que le da sentido e influye
en las “estructuras lógicas fundamentales” a partir de las cuales se
articulan las respuestas. A su vez, tales respuestas se reorganizan, se

146 .ar
Alcira Argumedo

corrigen o se ajustan mediante nuevas experiencias o mayores niveles


de tematización:

Nuestra tesis será (por el momento, para los adultos) que un sujeto
enfrenta al mundo de la experiencia con un arsenal de instrumentos
cognoscitivos que le permiten asimilar, por consiguiente interpretar,
los datos que recibe de los objetos circundantes, pero también asimilar
la información que le es transmitida por la sociedad en la cual está in-
merso. Esta última información se refiere a objetos y a situaciones ya
interpretadas por dicha sociedad… A partir de la adolescencia, cuando
se han desarrollado las estructuras lógicas fundamentales que habrán
de constituir los instrumentos básicos de .su desarrollo cognoscitivo
posterior, el sujeto dispone ya, además de dichos instrumentos, de una
concepción del mundo (Weltanschaung) que condiciona la asimilación
ulterior de cualquier experiencia. Esta concepción del mundo actúa a
diferentes niveles y de diferente manera en cada nivel. (Piaget y García,
1984; Ribeiro, 1991)

Dada esta dinámica, en el campo de las ciencias sociales —mucho


más marcadamente tal vez que en el de las ciencias físico-naturales—
los factores externos tienen una influencia decisiva en el desarrollo
conceptual. El contexto cultural de distintos estratos sociales o espa-
cios regionales no puede ser eludido en la sistematización teórica que,
a su vez, incide con distinta intensidad en los procesos históricos y
políticos de carácter extracientífico. Por ello, la perspectiva nacional y
popular latinoamericana de la filosofía y las ciencias sociales recupera
como punto de partida la presencia contundente de las visiones del
mundo, de los saberes, valores, memorias y experiencias de las capas
populares del continente. Se desarrolla a partir de esas otras ideas de
América Latina ignoradas o despreciadas por las vertientes hegemóni-
cas en los ámbitos académicos.

Matrices y “epistemes”
No obstante las dificultades para aprehender el concepto de episte-
me utilizado por Foucault (1986) —esas estructuras profundas, sub-
yacentes, que delimitan al campo más amplio del conocimiento y la
percepción en una época histórica determinada— es válido interro-
garnos acerca de las relaciones del concepto de matrices con esa idea.
Foucault señala que en la episteme no interesan las eventuales cone-
xiones internas que obedezcan a una especie de armonía preestableci-
da; importa, sobre todo, remarcar las discontinuidades, las rupturas,
la dispersión que caracteriza al campo epistemológico predominante
en un período de la historia. Indica expresamente que no es posible
establecer líneas de continuidad o progreso histórico dentro de una

.ar 147
Antología del pensamiento crítico argentino contemporáneo

episteme ni puede hablarse de una historia de epistemes, porque no se


trata de una historia global ni de una historia de las ideas, en tanto no
existe continuidad entre una y otra episteme. Fenómeno subterráneo,
inconsciente, que establece el “lugar” donde los hombres están insta-
lados y desde el cual se conoce y actúa. Una disposición general que
carece de reglas estructurales, que se diferencia de una concepción del
mundo y a la cual solo puede accederse por la arqueología para de-
tectar claves, pasadizos, dispersiones, incógnitas de difícil resolución.
A partir de estas nociones, consideramos posible afirmar que, en
el marco de una misma episteme, pueden convivir distintas concepcio-
nes o matrices de pensamiento. De hecho, si se toma como referencia
la “episteme moderna” —que, para Foucault, abre a comienzos del
siglo XIX los umbrales de la modernidad europea y de la cual forman
parte las ciencias humanas— esta contiene en su seno, entre otras, las
tres principales matrices del pensamiento occidental predominantes,
con sus crisis y actualizaciones, en las ciencias sociales y en la reali-
dad política contemporánea: la matriz del liberalismo económico, la
matriz derivada de la filosofía jurídico-política liberal y la que estruc-
tura el marxismo.
Las profundas contradicciones y antagonismos que signaron la
política europea desde la primera mitad del siglo pasado se fueron
articulando básicamente alrededor de esas matrices en tanto las ex-
presiones más representativas en los espacios sociales, políticos y cul-
turales y en la evolución de las ciencias humanas, enriquecidas por
las múltiples vertientes que se procesaron a partir de cada uno de los
troncos principales. A través de diversas influencias, reformulaciones,
líneas de contacto y ruptura con las corrientes del romanticismo, las
peculiaridades nacionales o la recuperación crítica de aportes parcia-
les, tales matrices se consolidaron como los modos más contunden-
tes de vertebración de las mentalidades en Europa, acompañando los
procesos de formación de las naciones y del mercado mundial. Las
confrontaciones ideológicas se fueron desarrollando en el marco de
un distanciamiento creciente respecto de las influencias teológicas,
pero conservaron algunas premisas que parecían no discutirse a pe-
sar de los torrentosos procesos de cambio que atravesara el mundo
europeo: la confianza en el progreso indefinido de la historia humana
y en la supremacía de la Razón; la autodefinición del pensamiento
occidental, con sus raíces en la antigua Grecia, como la única línea
legítima y superior del conocimiento humano.
Cabría preguntarse en este punto hasta dónde la supremacía
de la Razón —que desplaza el predominio religioso en Europa—
no mantiene, sin embargo, una continuidad valorativa mas pro-
funda aún que las propias epistemes; que recorre el conjunto del

148 .ar
Alcira Argumedo

pensamiento europeo desde finales del siglo XV, cuando la historia


comienza a transformarse en historia universal. Un hilo de Ariad-
na unificante de las sucesivas epistemes que predominaron desde
entonces en el viejo continente, alrededor de esa idea que define
a Europa como la única propietaria, indiscutida y legítima, de la
religión, del conocimiento, la Razón, la Ciencia y por lo tanto, la
Verdad. Esa idea que, al margen de las disputas por las hegemonías
nacionales o sociales, designa a los europeos como artífices de la
humanización de la humanidad, legitimados para utilizar los me-
dios de la conquista y la colonización que tan magna tarea requería.
Una idea cuya contracara es el desprecio por las culturas de ultra-
mar —formas primitivas, arcaicas, pre-racionales de lo humano— y
que, de la misma manera que se apropiara por la violencia de las
tierras y los cuerpos de los pueblos periféricos, dejó para sí también
el privilegio de la palabra, el relato de la historia, el derecho a la voz.
Como señala José Luis Romero:

La palabra cristianismo representaba, por cierto, no tanto una religión


como una cultura. Esta idea adquirió su mayor vigor en España y fue
la que inspiró la actitud de los conquistadores. En grado distinto ins-
piró la actitud de Portugal o Inglaterra. Y fue esa idea la que justificó
la conquista y la colonización. Las poblaciones indígenas americanas
fueron equiparadas a los turcos que amenazaban a Europa y compro-
metían no solo la posesión del suelo sino también la cultura europea
de signo cristiano. La conquista fue una guerra de culturas, esto es,
una guerra sin cuartel en la que la victoria significaba el aniquilamien-
to del vencido o, al menos, la sumisión incondicional… Esa imagen
que los europeos se hicieron de América correspondía a la que, en las
guerras de cultura, se habían hecho los europeos de Europa misma.
Europa era, en última instancia, el nuevo pueblo elegido, el poseedor
de fa verdad, el destinatario de la revelación, esto es, el depositario de
la cultura superior… (Romero, 1987)

Así, desde esa Edad Moderna iniciada al promediar el siglo XV, las
cosmovisiones que se sucedieron en la hegemonía cultural de Occi-
dente tendieron a autoconcebirse como integrantes de la expresión
verdadera, exclusiva, del pensamiento humano. La superioridad euro-
pea —tanto bajo sus formas religiosas como más tarde bajo el Ilumi-
nismo y la Razón, la civilización y el progreso, la modernización o el
desarrollo— relegaría a la categoría de residuos de la historia, de ex-
presiones primitivas, de manifestaciones de la barbarie, a los pueblos
que integraban las vastas regiones sometidas a su dominio imperial.
Es lo que reiteran diversos escritos, interrogándose sobre el verdadero
significado del “encuentro” entre Europa y nuestras tierras:

.ar 149
Antología del pensamiento crítico argentino contemporáneo

Durante siglos Europa había preparado a gran parte de sus hijos para
ser dominadores de otros pueblos, para hacerlo desde una certeza: la
superioridad de lo propio. Las conciencias habían sido largamente tra-
bajadas. Primero fue la recuperación del Santo Sepulcro en manos de
los infieles; luego las guerras contra árabes y turcos. Para defenderse
de los enemigos peligrosos que profesaban otras religiones, hablaban
otras lenguas y ejercían otras modalidades de vida, los grupos domi-
nantes de Europa habían machacado: la propia fe es la verdadera, la
propia razón era la razón humana por excelencia… Prácticas, actitu-
des, visiones e imaginaciones eran algo más que exclusivo patrimonio
de españoles y portugueses. Están ahí los conquistadores holandeses,
ingleses y franceses para corroborarlo… (Pomer, 1988)

Todavía en los años inmediatamente anteriores a la Segunda Guerra


Mundial, esta posición predominaba en el seno de la filosofía europea.
Entre otros, Edmund Husserl consideraba que, frente a la crisis de la
ciencia como expresión de una crisis integral de la cultura, los filóso-
fos —funcionarios de la humanidad— debían encontrar el sentido de
una humanidad auténtica, una radical autocomprensión, porque:

Solamente con ello se resolvería si la humanidad europea es portadora


en sí de una idea absoluta y no de un mero tipo antropológico empírico
como “China” o “India”; y a la vez, si el cuadro de europeización de
todas las humanidades extranjeras revela en sí el imperio de un sentido
absoluto, perteneciente al sentido del mundo, y no un sin sentido his-
tórico del mismo. (Husserl, 1935; Casalla, 1975; Rinesi, 1987)

Una transepisteme entonces que hunde sus raíces en las vetas dis-
criminatorias del pensamiento platónico y en las formulaciones de
Aristóteles sobre los bárbaros. Que se extiende hacia el presente pe-
netrando las visiones contemporáneas en múltiples aspectos, legiti-
mando silencios, negando en última instancia el reconocimiento de
la historicidad de estas regiones; que impregna el pensamiento de las
clases dominantes y de una parte significativa de las elites ilustradas
de América Latina:

Una exigencia de reconocer la historicidad de todo hombre es equiva-


lente al reconocimiento de que todo ser humano posee voz. En conse-
cuencia, la distinción entre “hombres históricos” y “hombres natura-
les”, entre un ser parlante y otro mudo, entre un individuo capaz de
discurso y otro impotente para el mismo no puede ser más que ideoló-
gica… El problema que señalamos no es una cuestión del pasado, dio
la tónica a toda una época de nuestra modernidad, en particular la que
culminó en el siglo XIX, el gran siglo de la Europa colonizadora, pero
se ha seguido repitiendo bajo otras formas a las cuales no podían ser
ajenas las sociedades latinoamericanas. (Roig, 1981)

150 .ar
Alcira Argumedo

Si, tal como lo corroboran diversos autores latinoamericanos, es po-


sible detectar como una constante del pensamiento europeo de los
últimos cinco siglos esa idea más profunda que las propias epistemes
acerca de la superioridad occidental. De la incuestionada primacía de
sus idearios en tanto las únicas formas válidas, como la culminación
de las expresiones de lo humano; debemos interrogarnos acerca de las
características de la otra episteme que se constituye en nuestro conti-
nente luego de la conquista. De esas otras ideas existentes en América
Latina, que se van conformando a partir de la experiencia traumática
del dominio occidental. Las que se procesan desde esas culturas aco-
sadas; las que hundiendo sus raíces en los ancestros precolombinos y
en los acervos de la esclavitud negra, también muestran su permanen-
cia, mestizadas y enriquecidas, a través de estos cinco siglos, a pesar
del hostigamiento y las derrotas. Las que emergen en grandes movi-
lizaciones de masas, en movimientos reivindicativos de la dignidad y
las identidades populares. Se trata de ver cuál es el potencial teórico,
las concepciones autónomas inmersas en esos códigos ignorados, los
significantes que expresan esas voces silenciadas.

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