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El Infierno - Henri Barbusse

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Encerrado en la habitación de un hotel, un hombre observa por una rendija

abierta en la pared a los huéspedes que, sucesivamente, ocupan el cuarto de


al lado. El mirón contempla sin ser visto a clientes solitarios, amantes
adolescentes, parejas.
Con un lenguaje directo y preciso, que encierra un hondo aliento político,
Henri Barbusse construye una novela inimitable, en la que se dan cita todas
las obsesiones del hombre: el amor, el engaño, la sexualidad, la religión, la
muerte.
Publicada por primera vez en 1908, El Infierno conserva la frescura y fuerza
imperecederas de los grandes relatos y convierte al lector en un espectador
privilegiado de los sentimientos humanos más profundos. Aplaudida
internacionalmente por la crítica y el público, su primera edición vendió en
Francia más de 200.000 ejemplares, lo que convirtió a El Infierno en un
fenómeno social que hizo temblar los planteamientos más conservadores de
la Europa de la época.

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Henri Barbusse

El infierno
ePub r1.0
Hechadelluvia 30.07.13

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Título original: L'enfer
Henri Barbusse, 1908.
Traducción: Juana Bignozzi.

Editor digital: Hechadelluvia


ePub base r1.0

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I

La señora Lemercier, la patrona, me dejó solo, en mi cuarto, después de señalarme


todas las ventajas materiales y morales de la pensión familiar Lemercier.
Permanecí de pie, inmóvil, frente al espejo, en el medio de esa habitación en la
que iba a vivir durante algún tiempo. Miraba el cuarto y me miraba a mí mismo.
La habitación era gris y conservaba olor a polvo. Vi dos sillas; encima de una
estaba mi maleta; dos sillones de delgado respaldo y tela grasienta, una mesa con un
tapete verde y una alfombra oriental que con su arabesco repetido sin cesar trataba de
atraer las miradas. Pero en ese momento de la tarde, la alfombra era de color tierra.
Todo me era desconocido; y sin embargo, cómo lo conocía: la cama de caoba
falsa, el tocador, frío, esa inevitable disposición de los muebles y el vacío entre esas
cuatro paredes.
Es un cuarto usado, pareciera que por él han desfilado infinitas personas. Desde la
puerta hasta la ventana la alfombra muestra su trama; de día en día, sobre ella ha
caminado una multitud. A la altura de las manos, las molduras están deformadas,
ahuecadas, flojas, y el mármol de la chimenea, tiene los bordes redondeados. En
contacto con los hombres, las cosas se borran con una lentitud desesperante.
Y también se oscurecen. Poco a poco el cielo raso se ha cubierto de sombra como
un cielo de tormenta. En los paneles blancos y en el papel rosa los lugares más
tocados se han ennegrecido; el batiente de la puerta, el agujero de la cerradura pintada
del armario, y a la derecha de la ventana, en la pared, el lugar desde donde se tiran los
cordones de las cortinas. Todo un mundo ha pasado por aquí como si fuera humo.
Sólo la ventana sigue siendo blanca.
… ¿Y yo? Yo, soy un hombre como los otros, al igual que este crepúsculo es un
crepúsculo como los otros.
Desde esta mañana viajo; la prisa, las formalidades, los equipajes, el tren, el
aliento de los distintos pueblos.
Ahí hay un asiento; me derrumbo en él. Todo se vuelve más tranquilo y suave.
Mi traslado definitivo de la provincia a París marca una gran etapa en mi vida. He
logrado un empleo en la banca. Mi vida va a cambiar. Y por causa de ese cambio esta
noche me alejo de mis pensamientos habituales y pienso en mí.
Tengo treinta años; los cumpliré el primer día del mes próximo. Perdí a mi padre
y a mi madre hace dieciocho o veinte años. Ese acontecimiento es ya tan lejano que
resulta insignificante, no tengo hijos y no los tendré. Hay momentos en que esto me
perturba: cuando pienso que conmigo terminará un linaje tan antiguo como la
humanidad.
¿Soy feliz? Sí; no tengo aflicciones, ni nostalgias, ni deseos complicados; por lo

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tanto, soy feliz. Recuerdo que cuando era niño tenía esas revelaciones de
sentimientos, enternecimientos místicos, un gusto enfermizo por encerrarme a solas
con mi pasado. Me otorgaba a mí mismo una importancia excepcional; ¡llegaba a
pensar que era más que los otros! Pero esto se ha ido ahogando poco a poco en la
nada positiva de los días.
Y ahora estoy aquí.
Me inclino en mi asiento para estar más cerca del espejo y me miro con atención.
Más bien pequeño, de aspecto reservado (aunque tenga mis momentos de
exuberancia); correcto en el vestir; en mi personaje exterior no hay nada reprochable
ni llamativo.
Miro de cerca mis ojos que son verdes aunque por una aberración inexplicable
generalmente se los considere negros.
Creo confusamente en muchas cosas; antes que nada, en la existencia de Dios
aunque no en los dogmas de la religión; aunque tengan sus ventajas para los humildes
y para las mujeres, que tienen un cerebro más pequeño que el de los hombres.
En cuanto a las discusiones filosóficas las considero absolutamente vanas. Nada
podemos controlar o verificar. La verdad, ¿qué quiere decir eso?
Tengo el sentido del bien y del mal; aunque estuviera seguro de la impunidad no
cometería una falta de delicadeza. Tampoco podría admitir la menor exageración en
lo que fuese.
Si todos fueran como yo, todo andaría bien.
Ya es tarde. Hoy no haré nada más. Me quedo sentado mientras se pierde el día,
frente a un ángulo del espejo. Distingo en la decoración que empieza a invadir la
penumbra, el modelado de mi frente, el óvalo de mi cara y bajo mis párpados que
pestañean, mi mirada, por la cual entro en mí como en una tumba.
La fatiga, el tiempo desapacible (oigo la lluvia en la noche), la oscuridad que
aumenta mi soledad me agiganta a pesar de todos mis esfuerzos y algo más, no sé
qué, me entristecen. Y me molesta estar triste. Reacciono. ¿Qué pasa? Nada. Sólo
estoy yo.
No estoy solo en la vida como lo estoy esta noche. El amor toma para mí el rostro
y los gestos de Josette. Hace mucho que estamos juntos; hace mucho tiempo que en
la trastienda de la casa de modas en la que trabaja en Tours, al ver que me sonreía con
singular persistencia, le tomé la cabeza, la besé en la boca y bruscamente me di
cuenta que la amaba.
Ya no recuerdo demasiado bien la extraña felicidad que sentíamos en
desnudarnos. Es verdad que aún hay momentos en que la deseo con tanto
enloquecimiento como la primera vez; sobre todo cuando no está. Cuando está a mi
lado hay momentos que siento rechazo.
Volveremos a vernos allá, en las vacaciones. Si nos atreviéramos… podríamos

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contar los días que nos veremos antes de morir.
¡Morir! Decididamente, la idea de la muerte es la más importante de todas las
ideas.
Un día me moriré. ¿Lo he pensado alguna vez? Recuerdo. No, nunca lo pensé. No
puedo. Al igual que no puede mirarse el sol fijamente no se puede mirar cara a cara el
destino aunque sea gris.
Y la noche llega como llegarán todas las noches hasta aquella que será inmensa.
Pero de pronto me levanto, tambaleando, con el corazón que me palpita como un
batir de alas…
¿Qué pasa? En la calle ha sonado un cuerno, toca un aire de caza… Al parecer,
algún montero de una casa importante, de pie junto al mostrador de una taberna, los
carrillos inflados, la boca impetuosamente apretada, con aspecto fiero, maravilla y
silencia a la gente.
Pero no es sólo una fanfarria que retumba en las piedras de la ciudad… Cuando
era pequeño, en el campo donde me crié, oía estos sonidos a lo lejos por los senderos
de los bosques y del castillo. El mismo aire, todo igual; ¿cómo puede parecerse tan
inmensamente?
Y a pesar de mí, mi mano se ha apoyado sobre mi corazón con un gesto lento y
tembloroso.
¡Antes… hoy… mi vida… mi corazón… yo! De pronto pienso en todo esto, sin
motivo, como si me hubiera vuelto loco.
… Desde entonces, desde siempre, ¿qué he hecho de mí mismo? Nada y ya he
iniciado el descenso. ¡Ah! Porque ese aire me recordó el tiempo pasado, me parece
que he terminado, que no he vivido, y siento deseos de una suerte de paraíso perdido.
Pero es en vano que suplique, y me rebele, ya no queda nada para mí: de ahora en
adelante no seré ni feliz ni desdichado. No puedo resucitar. Envejeceré tan
serenamente como lo estoy hoy en este cuarto en el que tantos seres dejaron su
marca, y en el que ninguno dejó en verdad la suya.
Un cuarto como éste se encuentra a cada instante. Es el cuarto de todo el mundo.
Se lo cree cerrado y no lo está: se abre a los cuatro vientos del espacio. Está perdido
en medio de cuartos parecidos, como la luz en el cielo, como un día entre los días,
como yo en todas partes.
¡Yo, yo! Ahora no veo sino la palidez de mi rostro, con órbitas profundas,
hundido en la oscuridad, y mi boca invadida por un silencio, que suave pero
seguramente, me ahoga y me aniquila.
Me yergo sobre el codo como si fuera un muñón de ala. ¡Quisiera que algo del
infinito me alcanzara!
No tengo talento ni me espera una misión por cumplir, ni puedo ofrecer un gran
corazón. Nada tengo y nada merezco. Pero a pesar de todo quisiera alguna

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recompensa…
El amor; sueño con un idilio increíble, único, con una mujer lejos de la cual hasta
este momento hubiera perdido todo mi tiempo; cuyos rasgos no vislumbro pero cuya
sombra imagino por el camino al lado de la mía.
¡Lo infinito, lo nuevo! Un viaje extraordinario al que arrojarme, en el cual
multiplicarme. Partidas lujosas y ajetreadas entre el apresuramiento de la gente
humilde, lenta acomodación en vagones que ruedan con toda su fuerza como truenos,
entre los paisajes desperdigados y ciudades que de pronto crecen como el viento.
Barcos, mástiles, maniobras dirigidas en lenguas bárbaras, desembarcos en
muelles de oro, rostros exóticos y curiosos al sol, vertiginosamente semejantes,
monumentos cuyos perfiles conocíamos y que por algo que pareciera el orgullo del
viaje se han acercado a nosotros.
Mi cerebro está vacío; mi corazón agotado; nadie me rodea y nunca encontré
nada, ni un amigo. Soy un pobre hombre desbarrancado durante un día en el suelo de
un cuarto de hotel al que llega todo el mundo, del que todo el mundo se va, y sin
embargo, quisiera la gloria. Gloria unida a mí mismo como una asombrosa y
magnífica herida que sentiría y de la que todo el mundo hablaría; aspiro a una
multitud en la que sería el primero y mi nombre se aclamaría con un grito
desconocido bajo la faz del cielo.
Pero siento que mi grandeza se derrumba. Mi imaginación pueril juega en vano
con esas imágenes desmesuradas. Nada hay para mí: sólo yo que despojado por la
noche, asciendo como un grito.
La hora casi me ha enceguecido. Me adivino en el espejo más de lo que me veo.
Veo mi debilidad y mi cautiverio. Adelanto, hacia la ventana, mis manos de dedos
tensos, con su aspecto de cosas desgarradas. Desde mi rincón de sombra alzo mi
rostro hasta el cielo. Me echo hacia atrás y me apoyo en la cama, ese gran objeto que
tiene una imprecisa forma viviente, como un muerto. ¡Dios mío, estoy perdido!
¡Tened piedad de mí! Me creía sensato y satisfecho con mi suerte: decía estar
exento del instinto de robo. ¡Ay, ay, no es verdad, ya que quisiera apoderarme de todo
lo que no es mío!

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II

Hace mucho que ha cesado el sonido del cuerno. Las calles y las casas están en
calma. Silencio. Me paso la mano por la frente. Este ataque de enternecimiento ha
terminado. Tanto mejor. Con esfuerzo de voluntad recobro mi equilibrio.
Me siento a la mesa, y del portafolios que hay sobre ella saco unos papeles.
Tendré que leerlos y luego acomodarlos.
Algo me aguijonea; voy a ganar un poco de dinero. Podría enviarle algo a mi tía
que me educó y siempre me espera en la sala de abajo donde por las tardes el ruido de
su máquina de coser es monótono y matador como el de un reloj, y donde por la
noche, a su lado, hay una lámpara que no sé por qué se le parece.
Los papeles… Los elementos del informe que servirá para juzgar mis aptitudes y
hará definitiva mi admisión en la banca Berton… El señor Berton, que puede hacer
todo por mí, que sólo tiene que decir una palabra, el señor Berton, el dios de mi vida
actual…
Me apresto a encender la lámpara. Froto una cerilla.
No se enciende. El fósforo se descascarilla, se rompe. Lo arrojo, y un poco
cansado, espero…
Entonces oigo un canto murmurado muy cerca de mi oído.
Pareciera que alguien, inclinado sobre mi hombro, cantara para mí, sólo para mí,
confidencialmente.
¡Ah! Una alucinación… Tengo enfermo mi cerebro… Es el castigo porque hace
un momento pensé demasiado.
Estoy de pie, la mano crispada en el borde de la mesa, ahogado por la impresión
de lo sobrenatural; husmeo al azar, parpadeante, atento y desconfiado.
El canturreo continúa; no me libero. Doy vuelta la cabeza… Viene del cuarto de
al lado… ¿Por qué es tan puro y tan extrañamente cercano? ¿Por qué me conmueve
de esta manera? Miro la pared que me separa del cuarto vecino y ahogo un grito de
sorpresa.
Arriba, cerca del cielo raso, por encima de una puerta clausurada, hay una luz
centelleante. El canto cae desde esa estrella.
En ese lugar el tabique está agujereado y por allí la luz del cuarto vecino entra en
la oscuridad del mío.
Me subo a la cama. Me estiro con las manos en la pared y alcanzo el agujero con
mi cara. Un maderamen carcomido, dos ladrillos separados; se ha desprendido un
poco de yeso. Tengo ante mis ojos una abertura del ancho de la mano, pero que las
molduras hacen invisible desde abajo.
Miro… veo… El cuarto de al lado se me ofrece totalmente despojado.

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Ante mí se extiende esa habitación que no es mía… La voz que cantaba se ha ido;
esa partida dejó la puerta abierta, y aún casi se mueve. No hay más que una vela
encendida que tiembla sobre la chimenea.
Allá lejos, la mesa parece una isla. Los muebles azulados, rojizos, semejan
órganos dispuestos allí, imprecisos y oscuramente vivos.
Contemplo el armario, que se yergue en confusas líneas brillantes con los pies en
la sombra; el techo, el reflejo del techo en el espejo, y la ventana pálida como un
rostro contra el cielo.
Vuelvo a mi cuarto como si de verdad hubiera salido de él asombrado, con las
ideas embarulladas, hasta olvidarme de quién soy.
Me siento en la cama, reflexiono rápidamente, un poco tembloroso, sofocado por
el futuro…
Domino y poseo ese cuarto… Mi mirada penetra en él. Estoy presente en él.
Todos los que allí entren, allí estarán sin saberlo, conmigo. ¡Los veré, los oiré y
presenciaré plenamente todo lo de ellos como si la puerta estuviera abierta!
Después de un instante, con un largo estremecimiento alzo la cara hasta el agujero
y miro otra vez.
La vela se apagó pero allí hay alguien.
Es la criada. Sin duda, entró para arreglar el cuarto pero se detuvo.
Está sola. Muy cerca de mí. No veo muy bien al ser vivo que se mueve, tal vez
porque estoy deslumbrado al verlo de manera tan real: lleva un delantal azulado, de
color casi nocturno que cae por delante de ella como también los rayos de la noche;
puños blancos, manos más oscuras a causa del trabajo. La cara es imprecisa, borrosa
y sin embargo conmovedora. Los ojos están ocultos, pero brillan; los pómulos
resaltan y relucen; la curva del moño refulge por encima de la cabeza como una
corona.
Hace un momento, en el rellano, vi a esa muchacha doblada, frotando el
pasamanos, con la cara encendida y muy cerca de sus toscas manos. La encontré
rechazante con sus manos negras y los trabajos sucios en los que se encorva y se
arrodilla… También la vi en el pasillo. Caminaba delante de mí, con aire palurdo, el
pelo colgando, emanaba un olor soso de toda su persona que se presentía gris y
envuelta en ropa sucia.
Y ahora la miro. La noche aleja suavemente la fealdad, borra la miseria, el horror;
cambia, a pesar de mí, el polvo en sombra, como una maldición en una bendición. De
ella sólo queda un color, una bruma, una forma; ni siquiera eso: un estremecimiento y
el latido de su corazón. No queda de ella más que ella misma.
Porque está sola. Cosa inaudita, un poco divina, está verdaderamente sola. Está en
esa inocencia, en esa pureza perfecta: la soledad.
Violo su soledad con mis ojos, pero ella no lo sabe, y no es violada.

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Va hacia la ventana con los ojos iluminados, las manos colgantes y el delantal
celeste. Su rostro y la parte alta de su cuerpo están iluminados: parece estar en el
cielo.
Se sienta en el canapé, grande, bajo, rojo oscuro, que ocupa el fondo del cuarto al
lado de la ventana. La escoba está apoyada al lado de ella.
Saca una carta del bolsillo y la lee. En el crepúsculo, esa carta es la más blanca de
todas las cosas existentes. La doble hoja se mueve entre sus dedos que la sostienen
con mucha precaución, como una paloma en el espacio.
Se lleva a la boca la carta palpitante y la besa.
¿De quién será esa carta? No de la familia; una joven cuando ya es mujer, no
conserva una piedad familiar tan fuerte como para besar una carta de sus padres. De
un amante, sí de un novio… Desconozco el nombre de ese amado que tal vez muchos
saben; pero veo su amor como ninguna persona lo ha hecho. Y ese simple gesto de
besar el papel, ese gesto amortajado en un cuarto, ese gesto que la sombra descarna,
tiene algo de augusto y aterrador.
Se levanta y se acerca a la ventana con la carta blanca doblada en su mano gris.
La noche se adensa por todas partes y me parece no saber ya su edad, ni su
nombre, ni el oficio que por azar cumple, ni nada de ella, nada… Mira la inmensidad
pálida que la alcanza. Sus ojos brillan; se diría que lloran, pero no, sólo rezuman
claridad. Los ojos no son la luz por ellos mismos; no son nada más que toda la luz.
¿Qué sería esta mujer si la realidad floreciera sobre la tierra?
Suspira y llega hasta la puerta con pasos lentos. La puerta se cierra como algo que
cae.
Se ha ido sin hacer otra cosa que leer su carta y besarla.
Vuelvo a mi rincón, solo, más inmensamente solo que antes. La simplicidad de
este hallazgo me ha turbado divinamente. Y sin embargo, allí no había otra cosa que
una criatura como yo. Entonces, ¿nada es más suave y más fuerte que acercarse a un
ser, cualquiera que sea?
Esta mujer afecta mi vida íntima, participa en mi corazón, ¿cómo, por qué? No lo
sé… Pero ¡qué importancia ha adquirido!… No por ella misma: no la conozco ni me
preocupa conocerla; sino por el único valor de su existencia que se me reveló durante
un instante, por su ejemplaridad, por la huella de su presencia real, por el verdadero
ruido de sus pasos.
Me parece que el sueño sobrenatural que tuve hace un momento ha sido atendido
y que la parte de infinito que reclamaba ha llegado. Sin saberlo, me lo ha ofrecido
esta mujer que acaba de pasar profundamente ante mis ojos, al mostrarme su beso
despojado, ¿no es la especie de la belleza reinante y cuyo reflejo cubre de gloria?
En el hotel suena el timbre para la cena.
Este llamado a la realidad cotidiana y a las ocupaciones usuales cambia por un

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momento el curso de mis pensamientos. Me preparo para ir a la mesa. Me pongo un
chaleco de fantasía y un traje oscuro. Pincho una perla en mi corbata. Pero enseguida
me detengo y presto atención, al lado a lo lejos esperando volver a oír un ruido de
pasos o una voz humana.
Mientras realizo los gestos necesarios, sigo sufriendo la obsesión del gran
acontecimiento que se ha producido: esa aparición.
Bajo entre los que viven conmigo en la casa. En el comedor, marrón y oro,
colmado de luces, me siento a la mesa grande. Es un centelleo, general, una algazara,
el gran apresuramiento vacío del comienzo de las comidas. Hay muchas personas allí,
y van ocupando su lugar, con la discreción de la gente bien educada. Por todas partes
hay sonrisas, ruidos de sillas llevadas a su lugar, palabras lanzadas al azar, voces que
se buscan y retoman el contacto, diálogos que se esbozan… Luego el concierto de los
cubiertos se concreta, ritmado y en aumento.
Mis dos vecinos hablan cada uno por su lado. Oigo su murmullo que me aísla.
Levanto los ojos. Frente a mí se alinean frentes brillosas, ojos brillantes, corbatas,
camisas, manos ocupadas hacia adelante, sobre la mesa enceguecedora de blancura.
Todas estas cosas atraen mi atención y al mismo tiempo la repelen.
No sé qué piensa esa gente; no sé quiénes son; se esconden los unos a los otros y
se protegen. Choco contra su luz, contra frentes como límites.
Pulseras, collares, anillos… Los gestos brillantes de las joyas me empujan tan
lejos como lo harían las estrellas. Una joven me mira con sus ojos azules y vagos.
¿Qué puedo hacer contra esa especie de zafiro?
Hablan, pero ese ruido deja a cada uno consigo mismo y me ensordece como
antes me encegueció la luz.
Sin embargo, esa gente, como al azar de la conversación pensaron en cosas que
les pesaban en el corazón, por un momento se han mostrado como si estuvieran solos.
Reconocí esa verdad y palidecí por un recuerdo.
Hablan de dinero; la conversación sobre ese tema se generaliza y todos parecen
sacudidos por una impresión del ideal. Un deseo de aprehender y de tocar se ha
trasparentado en los ojos, en la superficie como un poco de adoración adorada afloró
en los de la criada cuando se sintió sola: infinitamente tranquila y liberada.
Han evocado triunfalmente héroes militares. Los hombres pensaron: «¡Y yo!» y
se han enfebrecido mostrando lo que pensaban, a pesar de la desproporción ridícula y
la servidumbre de su posición social. El rostro de una joven mostró deslumbramiento.
No contuvo un suspiro de éxtasis. Por la acción de un pensamiento inadivinable,
enrojeció. Vi la onda sanguínea que se expandía por su rostro; vi irradiar su corazón.
Se discutió sobre fenómenos de ocultismo, sobre el más allá: «¡Quién puede
saber!» dijeron; luego hablaron de la muerte. Mientras se hablaba, dos comensales, de
una punta a la otra de la mesa, un hombre y una mujer que no se dirigían la palabra y

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parecían ignorarse cambiaron una mirada que sorprendí. Y comprendí, al ver surgir
esa mirada de los dos al mismo tiempo ante el impacto de la idea de la muerte, que
esos seres se amaban y se pertenecían en el fondo de las noches de la vida.
… Terminó la comida. Los jóvenes pasaron al salón.
Un abogado contó a sus vecinos un caso juzgado ese día. A causa del tema se
expresaba con contención, casi confidencialmente. Se trataba de un hombre que había
degollado a una jovencita al mismo tiempo que la violaba, y que para que no se
escucharan los gritos de la pequeña víctima cantaba a toda voz. En la Audiencia ese
bruto declaró: «Lo mismo la hubieran oído, de tanto que gritaba, si por suerte no
hubiera sido tan jovencita».
Una a una callaron todas las bocas, y todos aunque no lo demuestran, escuchan y
los que están lejos quisieran acercarse y llegar hasta el narrador. En torno a esa
imagen evocada, alrededor de ese paroxismo aterrador de nuestros tímidos instintos,
el silencio se propagó circularmente, como un fragor formidable en las almas.
Luego oigo la risa de una mujer, de una mujer honrada: una risa seca, cascada,
que ella tal vez considera inocente pero que al surgir la acaricia toda: un estallido de
risa que, hecha de gritos informes e instintivos, es casi una obra de carne… Se calla y
se cierra. Y el narrador continúa con voz calma, seguro de su efecto, arrojando sobre
esa gente la confesión del monstruo: «¡Tenía vida resistente, y gritaba! Me vi
obligado a partirla con un cuchillo de cocina».
Una madre joven que tiene a su lado a su hijita, se levanta a medias, pero no
puede irse. Vuelve a sentarse y se inclina hacia adelante para disimular a la niña;
tiene deseos y vergüenza de escuchar.
Otra mujer permanece inmóvil con el rostro inclinado; pero tiene la boca apretada
como si se defendiera trágicamente y casi veo dibujarse bajo la compostura mundana
de su rostro, cual escritura, la sonrisa loca de la mártir.
¡Y los hombres!… A éste que es plácido y simple claramente lo he oído jadear.
Aquél otro, fisonomía neutra de burgués, habla con gran esfuerzo de diferentes cosas
con su joven vecina. Pero la mira con ojos que quisieran llegar hasta su carne, y aun
más lejos, una mirada más fuerte que él, de la que él mismo siente vergüenza, cuyo
resplandor lo hace parpadear y cuyo peso lo aplasta.
Y también otro del que he visto su mirada cruda y su boca estremecerse y tratar
de entreabrirse; sorprendí la puesta en marcha de ese engranaje de la máquina
humana, la dentellada convulsa hacia la carne fresca y la sangre del otro sexo.
Y todos se han explayado, contra el sátiro, en un concierto de injurias demasiado
grandes.
… Y es así que durante un momento no mintieron. Casi se han confesado, tal vez
sin saberlo y aun sin saber qué confesaban. Casi fueron ellos mismos. Surgieron la
envidia y el deseo. Pasó su resplandor y se vio qué había en el silencio, sellado por

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los labios.
Esa especie de pensamiento, ese espectro vivo, eso es lo que quiero contemplar.
Me levanto, presionado, empujado por la premura de ver desplegarse ante mis ojos, a
pesar de su fealdad, la sinceridad de hombres y mujeres, como una obra maestra y ya
otra vez en mi cuarto, con los brazos abiertos, con ademán de abrazarla, miro el
cuarto.
Está allí extendido ante mis pies. Aun vacío está más vivo que la gente con la que
nos cruzamos y con la que vivimos, esa gente que tiene la inmensidad de su número
para borrarse, para hacerse olvidar, que tiene una voz para mentir y un rostro para
ocultarse.

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III

La noche, noche total. La sombra compacta como terciopelo se inclina sobre mí por
todos lados.
Todo, alrededor de mí, ha caído en las tinieblas. En medio de esa negrura, estoy
acodado a la mesa redonda que ilumina la lámpara. Me he instalado allí para trabajar
pero en verdad no tengo nada que hacer más que escuchar.
Hace un momento miré el cuarto. No hay nadie, pero sin duda alguien llegará.
Alguien llegará, tal vez esta misma noche, mañana u otro día; alguien vendrá
fatalmente y luego se sucederán unos a otros. Espero, y me parece que he nacido sólo
para esto.
Esperé durante mucho tiempo sin animarme a descansar. Luego, muy tarde,
cuando hacía tanto que reinaba el silencio que me paralizaba, hice un esfuerzo. De
nuevo me aferré a la pared y ofrecí mis ojos suplicantes. La habitación estaba a
oscuras, colmada por lo desconocido, por todas las cosas posibles. Me dejé caer de
nuevo en mi cuarto.
Al día siguiente vi el cuarto a la simplicidad de la luz del día. Vi cómo el alba se
extendía por él. Poco a poco empezó a surgir de sus ruinas y a elevarse.
Está amueblado y dispuesto según el mismo modelo que el mío; en el fondo,
frente a mí, la chimenea con un espejo encima; a la derecha la cama; a la izquierda al
lado de la ventana, un canapé… Los cuartos son idénticos, pero el mío ha terminado
y el otro aún está por empezar…
Después de un nebuloso almuerzo, vuelvo al punto preciso que me atrae, la fisura
en el tabique. Nada. Vuelvo a bajar.
La atmósfera está pesada. Aun aquí persiste algo del olor de la cocina. Me
detengo en la grandeza sin límites de mi cuarto vacío.
Entreabro y abro mi puerta. En los pasillos, las puertas de los cuartos están
pintadas de marrón, con los números grabados en placas de cobre. Todo está cerrado.
Doy algunos pasos que sólo yo escucho, que oigo demasiado, en esta casa grande
como la inmovilidad.
El rellano es largo y estrecho, la pared está cubierta con una imitación de tapicería
con follaje verde oscuro en la que brilla el cobre de un aplique de gas. Me acodo en la
baranda. Un criado el que sirve la mesa y que en este momento lleva un delantal azul
y no se lo reconoce con el cabello desordenado baja a saltos del piso superior, con
unos periódicos bajo el brazo. La hija de la señora Lemercier sube apoyando la mano
en la baranda, el cuello estirado como el de un pájaro y comparo sus pequeños pasos
con fragmentos de segundos que pasan. Un señor y una señora pasan delante de mí e
interrumpen su conversación para que no los oiga, como si me negaran la limosna de

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sus pensamientos.
Estos leves acontecimientos se desvanecen cual escenas de comedias sobre las
que cae el telón.
Camino a través de la tarde deslentadora. Tengo la impresión de estar solo contra
todos mientras vago por esta casa y sin embargo fuera de ella.
A mi paso, una puerta vuelve a cerrarse rápido en el corredor y ahoga una risa de
mujer sorprendida. La gente escapa, se defiende. Un ruido sin sentido, se desprende
de las paredes, confuso, pero es el silencio. Debajo de las puertas repta, aplastada,
muerta, una línea de luz, pero es la sombra.
Bajo la escalera. Entro en el salón desde donde me reclama el murmullo de las
conversaciones.
En grupos, algunos hombres dicen frases que no recuerdo. Salen; al quedarme
solo los oigo discutir en el corredor hasta que finalmente sus voces se ensordecen.
Luego entra una dama elegante envuelta en un ruido de seda, en un perfume de
flores y de incienso. Ocupa mucho lugar a causa de su perfume y su elegancia.
Esta dama tiende ligeramente hacia adelante un hermoso rostro alargado,
adornado por una mirada de gran dulzura. Pero no puedo verla bien porque no me
mira.
Se sienta, toma un libro, lo hojea y las páginas confieren a su rostro un reflejo de
blancura y de pensamiento.
Examino con disimulo su pecho que sube y baja y su rostro inmóvil y el libro
vivido unido a ella. Su tez es tan luminosa que la boca parece casi negra. Su belleza
me entristece. Contemplo a esta desconocida de pies a cabeza con una sublime
nostalgia. Me acaricia con su presencia. Una mujer siempre acaricia a un hombre
cuando se le aproxima y está sola; a pesar de tantas clases de separaciones, siempre
hay entre ellos un espantoso inicio de felicidad.
Pero ella se va. Todo lo de ella ha terminado. Nada hubo y sin embargo ha
terminado. Todo esto es demasiado simple, demasiado fuerte, demasiado verdadero.
Esta tierna desesperación que antes no hubiera sentido me inquieta. Desde ayer
estoy cambiado: la vida humana, la verdad viviente, la conocía como la conocemos
todos y la practicaba desde mi nacimiento. Pero ahora que se me ha aparecido de
manera divina creo en ella con una especie de temor.
He vuelto a subir a mi cuarto, la tarde se eterniza pero la noche llega.
Desde mi ventana miro la noche que sube hacia el cielo, ascensión tan suave que
se la ve y no se la ve; y la multitud que se desperdiga por el pavimento de las
ciudades.
Los transeúntes vuelven a las casas en las que van pensando. Oigo a lo lejos a
través de las paredes cómo va llenándose de huéspedes ligeros, la casa en la que
estoy, de débiles rumores.

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Del otro lado del tabique se deja oír un ruido… Me estiro contra la pared y miro
hacia el cuarto vecino que ya está gris. Oscuramente percibo a una mujer.
Se ha acercado a la ventana como hace un momento me acerqué yo a la mía. Sin
duda, es el eterno gesto de los que están solos en un cuarto.
A medida que mis ojos se acostumbran se va precisando, la veo cada vez mejor;
me parece que se acerca caritativa.
En este comienzo de otoño lleva uno de esos trajes claros con los cuales las
mujeres se iluminan mientras aún hay sol. Los rayos mortecinos de la ventana la
cubren en un reflejo casi apagado. Su vestido tiene el color del inmenso crepúsculo,
el color del tiempo como en los cuentos de hadas.
Llega hasta mí un hálito del perfume que lleva, un olor de incienso y de flores, y
en ese perfume que la nombra con su verdadero nombre la reconozco: es la joven que
hace un momento estuvo cerca de mí y que luego se evaporó. Ahora está allí detrás
de la puerta cerrada, a merced de mis miradas.
Mueve los labios, no sé si habla muy bajo o si canturrea… Está allí, cerca de la
blancura triste de la ventana, al lado de la imagen de la ventana en el espejo, en ese
cuarto impreciso que va decolorándose; está allí con sus ojos oscuros y su carne
oscura, con la claridad en el rostro, acariciado por tantas miradas desde que existe.
El cuello blanco, aterradoramente hermoso, se inclina hacia adelante, el perfil al
lado de la ventana en la que apoya la frente, se ahoga con la penumbra azulada como
si el pensamiento fuera azul y flotando sobre la masa tenebrosa de los cabellos, una
débil aureola indica que son rubios.
Su boca es oscura como si la tuviera entreabierta. Tiene la mano apoyada en el
vidrio azul celeste de la ventana, como un pájaro.
Su blusa es de tono pálido, y sin embargo, intenso, verde o azul.
Lo ignoro todo de ella y está tan lejos de mí como si nos separasen mundos o
siglos, como si estuviera muerta. Sin embargo, nada hay entre nosotros. Estoy cerca
de ella, estoy con ella, me extiendo sobre ella temblando.
… Mis manos tienden a abrazarla. Soy un hombre como los demás, siempre
tristemente dispuesto a deslumbrarse por la primera mujer que aparezca. Es la imagen
más pura de la mujer amada: la que aún no conocemos totalmente, la que se revelará,
la que tiene en sí el único milagro viviente que existe en la tierra.
Se da vuelta y se desliza por la nocturna habitación, como una nube, con sus
formas redondeadas que se mecen. Oigo el susurro profundo de su vestido. Busco su
cara como una estrella. Pero su rostro se me oculta como su pensamiento.
Busco el sentido de sus gestos pero éste se me escapa. ¡Tan cerca que estoy de
ella y no sé qué hace! Los seres que vemos sin que ellos lo sospechen parecen no
saber qué hacen.
Cierra la puerta con llave y esto la diviniza aún más. Quiere estar sola. No hay

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duda de que entró en el cuarto para desvestirse.
Al igual que no pienso pedirme cuentas del crimen que cometo al poseer a esta
mujer con los ojos, no busco explicarme a qué circunstancias responde su presencia.
Sé que nos hemos encontrado y con todo mi corazón, toda mi alma, le suplico que se
muestre a mí.
Parece recogerse, titubear. Me figuro no sé qué gracia cándida de su persona
entera, que espera estar sola hace mucho tiempo para mostrarse. Sí; se siente aún
azotada por el aire de fuera, rodeada por los transeúntes, tocada por los rostros tensos
de los hombres; y refugiada entre esas paredes, aguarda a que ese contacto esté más
alejado para quitarse la ropa.
Me complazco en leer en ella el virginal y carnal pensamiento; tengo la sensación
de que, a pesar de la pared, mi cuerpo se inclina hacia el suyo.
Va hacia la ventana, levanta los brazos, y luminosamente cierra las cortinas. La
oscuridad completa cae entre nosotros.
¡La perdía!… Sentí un dolor agudísimo en mi ser, como si la luz me hubiera
abandonado… Y permanecí allí, boquiabierto, conteniendo un quejido, acechando la
sombra que se confundía con su aliento…
A tientas tomó unos objetos. Adiviné, vislumbré una cerilla que se encendía en la
punta de sus dedos. Con lentitud surgió su imagen. Vi aparecer las débiles blancuras
de sus manos, su frente y su cuello. Su cara surgió ante mí como un hada.
Durante los breves segundos en que el mínimo resplandor me ofreció su
aparición, no distinguí los rasgos de ese rostro de mujer. Se arrodilló ante la chimenea
con la llama entre los dedos. Oí y vi un crepitar un claro de leña seca en la humedad
negra y fría. Tiró la cerilla sin encender la lámpara, y no hubo más luz en el cuarto
que ese resplandor que venía de abajo.
Enrojecióse el hogar, mientras ella pasaba y repasaba por delante de él, con un
rumor de brisa, como por delante de un sol poniente. Se veían moverse los contornos
de su gran cuerpo esbelto, sus brazos oscuros y sus manos de oro y rosa. Su sombra
se arrastraba a sus pies, trepaba por las paredes y volaba por encima de ella por el
techo incendiado.
La asaltaba el brillo de la llama, que, como si fuese la llama misma, se lanzaba
hacia ella. Pero se protegía en su sombra; estaba oculta todavía, recubierta aún y gris;
su vestido caía tristemente alrededor de ella.
Se sentó en el diván, de cara a mí. Su mirada revoloteó dulcemente por todo el
aposento.
Por un instante, se posó en la mía; sin saberlo, nos miramos.
Después, como otra mirada más aguda, de ofrenda más cálida, su boca, que
pensaba en algo o en alguien, se entreabrió; sonreía.
La boca es sobre la cara desnuda algo desnudo. La boca, está roja de sangre, que

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sangra eternamente, es comparable al corazón: es una herida, es casi una herida ver la
boca de una mujer.
Y yo comenzaba a temblar ante esta mujer que se entreabría y sangraba con una
sonrisa. El diván se hundía tibiamente bajo el peso de sus amplias caderas; sus finas
rodillas se habían aproximado, y todo el centro de su cuerpo tenía la forma de un
corazón.
… Medio tendida sobre el diván, presentó sus pies al fuego, levantando un poco
su falda con las dos manos, y en ese movimiento descubrió las piernas, que colmaban
sus medias negras.
Y mi carne gritó, marcada como con un hierro candente por la línea voluptuosa
que desaparecía, ensanchándose, en la sombra, y se perdía en las profundidades
extraordinarias.
Crispé los dedos, desgarrada la mirada, hasta tal punto estaba allí, ofrecida,
abierta, imprecisa, la frente hundida en la sombra, mientras el sangriento fulgor que
se arrastraba por tierra subía desesperadamente encima de ella, en ella, como un
esfuerzo humano.
Volvió a estirarse la falda. La mujer tornó a ser lo que era. No, es otra. Porque he
vislumbrado un poco de su carne prohibida. Estoy al acecho de esa carne, en las
sombras confundidas de nuestras dos habitaciones. Se levantó el vestido, realizó el
gran gesto sencillo que los hombres adoran como una religión, e imploran, aun contra
toda esperanza, con toda razón, el gesto deslumbrador y a veces deslumbrado.
De nuevo anda por la habitación y ahora el rumor de sus faldas es un aletazo en
mis entrañas.
Mi mirada, rechazando su rostro pueril, en el que se demora, distraída, su sonrisa,
rechazando y olvidando a la fuerza su alma y su pensamiento, apresa su forma y
quiere su sangre, como el fuego que la asedia y no la abandona: pero mis miradas no
pueden sino caer a sus pies y rozar débilmente su falda, como las llamas del hogar,
las llamas magníficas y suplicantes, las llamas desolladas, las llamas en jirones que
serpentean hacia el cielo.
Por fin se muestra profundamente.
Para descalzarse, cruzó las piernas muy arriba, tendiéndome el abismo de su
cuerpo.
Dejábame ver su pie delicado, aprisionado por el zapato reluciente, y en la media
de seda, de un negro más mate, su menuda rodilla y la pantorrilla ampliamente
ensanchada, como una fina ánfora, sobre la gracilidad de los tobillos. Por encima de
la corva, en el sitio en que terminaba la media en un cáliz blanco y nebuloso, vi
quizás un poco de carne pura. No distinguía la ropa de la piel en aquellas alocadas
tinieblas y el reflejo palpitante de la hoguera que la asediaba. ¿Es el delicado tejido
de la ropa interior o es la carne? ¿Es nada o es todo? Mis miradas disputaban esa

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desnudez a la sombra y a la llama. La frente y el pecho apoyados en la pared, las
palmas apoyadas en la pared, impetuosamente, como si quisiera derribarla y
traspasarla, me torturaba los ojos con esa incertidumbre, tratando por maña o por
fuerza de ver mejor, de ver más.
Y me abismaba en la gran noche de su ser, bajo el ala dulce, caliente y terrible de
su ropa levantada. Los pantalones de broderie se entreabrían en una ancha hendidura
oscura, henchida de sombra, y mis ojos se lanzaban allí y se enloquecían. Y tenían
casi lo que querían en aquella sombra abierta, en aquella sombra desnuda, en el
centro de ella, en el centro del leve vestido que, vaporosamente ligero y oloroso de
ella, no es más que una nube de incienso alrededor de la mitad de su cuerpo, en esa
sombra que, en el fondo, es un fruto.
Durante un instante, fue así. Yo estaba pegado a la pared, frente a esa mujer que,
hacía un momento recordaba el gesto, tuvo miedo de su propio reflejo, y ahora había
tomado, en la castidad perfecta de su soledad, la actitud de la niñita que se restriega
ante las miradas del hombre atraído por ella… Pura, se ofrecía y se abría…
La llama de la chimenea se apagaba y casi no la veía ya, cuando comenzó a
desnudarse: esta inmensa fiesta de ella y de mí iba a celebrarse en la noche.
Vi la forma alta, difusa, implacable, en su belleza casi distinguida, agitarse con
dulzura, envuelta en finos rumores, acariciantes y tibios. Vislumbré sus brazos que se
movían gravemente y por el resplandor exquisito de un gesto que los redondeó, supe
que estaban desnudos.
Lo que acababa de caer sobre el lecho, en un tenue jirón sedoso, leve y lento, era
la blusa, que le apretaba dulcemente el cuello y con fuerza la cintura… Entreabrióse
la nebulosa falda, y escurriéndose hasta sus pies, la iluminó por completo, muy
pálida, en medio de las profundidades. Me pareció verla desprenderse de esa falda
marchita, que sin ella no era nada, y distinguí la forma de sus dos piernas.
Tal vez sólo lo imaginé, porque los ojos ya casi no me servían, no sólo por la falta
de luz, sino también porque me cegaban el sombrío esfuerzo de mi corazón, los
latidos de mi vida y todas las tinieblas de mi sangre… No eran mis ojos los que
perseguían la forma sublime, era más bien mi sombra la que se acoplaba con la suya.
Un grito me colmaba por entero. ¡Su vientre!
¡Su vientre! ¿Qué me importaban sus senos, sus piernas? Me preocupaba tan poco
de ellos como de su pensamiento y de su rostro, ya abandonados. Era su vientre lo
que quería y trataba de alcanzar como mi salvación.
Mis miradas, a las que mis manos convulsas cargaban con toda su fuerza, mis
miradas pesadas como la carne, necesitaban su vientre. Siempre, a despecho de leyes
y de ropas, la mirada masculina se lanza y trepa hacia el sexo de las mujeres como un
reptil hacia su agujero.
Ella ya no era para mí más que su sexo. Ella no era más que la herida misteriosa

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que se abre como una boca, sangra como un corazón y vibra como una lira. Y se
exhalaba de ella un perfume que me invadía, no ya el perfume artificial que
impregnaba su ropa, el perfume con el que ella se viste, sino el olor profundo de ella,
salvaje, vasto, comparable al del mar; el olor de su soledad, de su calor, de su amor, y
el secreto de sus entrañas.
Con los ojos inyectados y rojos como dos bocas pálidas, me adhería yo a esta
aparición de terrible atractivo. Me volvía feroz en mi triunfo. Y su boca era un largo
beso que pasa, y yo crispaba mi boca en un largo beso estéril.
Entonces ella se quedó inmóvil, inexplicable, borrada…
En un sobresalto violento, quise, en realidad, tocarla…
Derribar esa pared o salir de mi cuarto, destrozar la puerta, arrojarme sobre ella…
¡No, no, no! Una intuición me devolvió clara y nítidamente a mi juicio… Apenas
tendría tiempo para rozarla. Me detendrían, mi reputación mancillada, la cárcel, la
infamia, la negra miseria, todo estaba cerca: un escalofrío me dejó clavado en mi
sitio.
Pero enseguida me asaltó otra idea, un ensueño penetró en mi cama. Pasado el
primer espanto, ella tal vez no resistiría, se contagiaría, se inflamaría como una cosa a
mi contacto, en un extravío de gratitud…
¡No, otra vez no! Porque entonces sería una prostituta, y de ésas se encuentran las
que se quiere. Es fácil tomar en nuestros brazos a una mujer y hacer de ella lo que
queramos: es un sacrilegio marcado por una tarifa. Hasta hay casas donde pagando,
se puede ver a través de las puertas cómo se hace el amor. Si era una de ellas, no sería
ya la que está angelicalmente sola.
Debo meterme bien esto en la cabeza y en el cuerpo: que si tan perfectamente la
hago mía, es porque está separada de mí y sólo hay entre nosotros un resquicio. La
soledad la hace brillar, pero la defiende triunfalmente. Su revelación se compone de
su verdad virgen, del universal aislamiento en que es reina y de la certidumbre con
que vive de ese aislamiento. Se muestra desde lejos, a través de su virtud, y nos
entrega: se asemeja a una obra maestra; permanece tan distante, tan inmutable, en la
separación del abismo y del silencio, como pueden estarlo la estatua y la música.
Y todo lo que me atrae me impide aproximarme. Es necesario que me sienta
desgraciado, que sea a la vez ladrón y víctima… No tengo otro remedio que desear,
superarme a mí mismo a fuerza de deseo, de ensueño y de esperanza, de desear y
poseer mi deseo.
Durante un instante he tenido vuelta la cabeza, tan poderosa y cruel es la
alternativa en que me debato, y en el agujero que se abre sin límites bajo mis ojos he
dejado perder los dulces ruidos que ella hacía… ¿Me volveré loco? No, la verdad es
la que está loca.
Con todo mi cuerpo, con todo mi pensamiento, domino mi flaqueza carnal, se

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acalla mi carne y no sueña ya, y por encima de mis pesadas ruinas, vuelvo a mirar.
Como si tuviera piedad de mí, vuelve a vestirse, se cubre toda.
Ahora ha encendido la lámpara. Se ha puesto otro traje; me oculta todos los bellos
secretos que oculta a todos; a vuelto al luto de su pudor.
Aún sorprendo algunos gestos sueltos de ella. Ahora se está midiendo la cintura;
ahora se pone un poco de carmín en el borde de la oreja, después se lo quita; sonríe al
espejo, de dos maneras distintas, y hasta por un instante adopta una postura
contrariada.
Inventa mil pequeños movimientos inútiles y útiles… Descubre gestos de
coquetería que, como los de pudor, revisten una especie de la austera belleza de
haberse cumplido en la soledad.
… Luego, en el instante en que lista y maravillosamente hermética en sus atavíos,
acaba de contemplarse con una sublime ojeada suprema, vuelven a cruzarse nuestras
miradas.
Tiene apoyada una mano en la mesa, donde brilla una luz sin pantalla… Cara y
manos resplandecen y el libre resplandor de la lámpara baña con fulgor más vivo su
barbilla, el perfil de la cara y la parte inferior de sus ojos.
Ya no la reconozco al verla surgir de la sombra con esta máscara de sol; pero
nunca he visto un misterio desde tan cerca… Sigo allí, envuelto en su luz, palpitando
por ella, enteramente trastornado por su presencia desnuda, como si hasta entonces
hubiese ignorado qué es una mujer.
Igual que hace un momento, sonríe ahora antes de apartar sus ojos de mí, y siento
el valor extraordinario de esa sonrisa y la riqueza de esa cara…
Se va… La admiro, la respeto, la adoro; siento por ella una especie de amor que
nada real destruirá y que ninguna razón tiene para esperar ni para terminar. No;
verdaderamente, no sabía qué es una mujer.
No bajó a comer. Se fue de la casa al día siguiente.
Volví a verla en el momento de partir. Me encontraba al pie de la escalera, en la
penumbra del vestíbulo, mientras se afanaban delante de ella. Bajaba; su mano tan
fina, con guante blanco, revoloteaba sobre la brillante baranda negra, corno una
mariposa. Su pie apuntaba hacia adelante, menudo y brillante. Me pareció no tan alta
como la víspera, pero era idéntica en todo a como la vi la primera vez. Tenía una boca
tan pequeña, que parecía que la empequeñecía. Estaba vestida de gris perla y el
vestido parecía gorjear… Pasaba, se iba, se evaporaba, perfumada…
Me rozó. Hubiera podido verme en aquel momento; pero, naturalmente, no me
vio, ¡y sin embargo, en la sombra de nuestras habitaciones, ambos fundimos nuestras
sonrisas! Volvía a ser la luz tapada, sin piedad, como son las personas que
encontramos entre las demás. No había pared entre nosotros; había el espacio infinito
y el tiempo eterno: existían todas las fuerzas de este mundo.

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Así fue como la vi en mi última ojeada, sin comprender del todo, porque nunca se
comprende del todo una partida. No volvería a verla. Tantos hechizos se ajarían y se
disiparían, tanta belleza, dulce debilidad, tanta dicha, estaban perdidos. Huía
lentamente, hacia la vida incierta y luego a la muerte cierta. Cualesquiera que
hubiesen de ser sus días, caminaba hacia su día último. Eso era todo cuanto podía
decir de ella… Esta mañana, mientras la luz del día se difundía en torno de mí, dando
a cada detalle una precisión solitaria, mi corazón se debatía y se quejaba. Por
doquiera se extendía el vacío. Cuando algo termina verdaderamente, ¿no parece que
todo ha terminado?
No sé su nombre… Seguirá su destino, como yo el mío. Si nuestras dos
existencias se hubiesen enlazado, casi no se conocerían; y ahora, ¡qué oscuridad!
Pero nunca olvidaré la noche incomparable en que estuvimos juntos.

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IV

Pienso esta mañana en la visión tan grande y dichosa de anteayer. Pero la evoco ya
con menos emoción. Está alejada un poco de mi corazón, porque ha pasado un día.
¿Morirá sin que haga nada por ella?
Me acomete un deseo: escribir, fijar de manera definitiva todos los pormenores de
lo que he experimentado, para que los días, al pasar, no los dispersen como polvo.
Pero, al momento, la blancura del papel me trae el olvido de lo que voy a decir y
un dulce deslumbramiento en que se funde toda la precisión de mis recuerdos.
Gracias a una atención tensa y recogida sin cesar, a pesar de la fatiga que crece
detrás de los ojos, escribo, escribo todo. Tengo fiebre. Creo que traduzco exactamente
la realidad de las cosas. Luego vuelvo a leer lo escrito, y ya no es nada, sino palabras
que yacen ante mí.
¿Dónde están la opresión extraordinaria, la trágica sencillez, la armonía intensa y
desgarrada? Esta escritura no tiene vida. Es como un entretejido de palabras puestas
sobre la realidad; las frases están ahí, negras y regulares, sobre el papel, como
cadenas.
¿Qué habría que hacer para que de estos muertos signos surja la verdad?
He probado superar el obstáculo. Busqué el detalle típico, evocador…
Recordando una impresión que tuve cuando la vi de pronto en la claridad de la
ventana, quise insistir en esta impresión. «Había sobre ella azul, verde, amarillo».
Pero esto no fue nunca así; estos garabatos de colegial no son la verdad; los
destruyo… Lo esencial es describir su cuerpo. A ello me consagro minuciosamente,
hago comparaciones con una estatua antigua. Al releerlo, presa de su arrebato de
cólera, anulo de un trazo ese empaste.
Ensayo palabras crudas, más enérgicas, según creo, y poco a poco me dejo llevar
hasta inventar pormenores para conseguir la agudeza del recuerdo. «Ella adoptaba
posturas lúbricas…».
¡No! ¡No! ¡No es verdad!
Todo eso son palabras inertes que dejan subsistir, sin poder tocarla, la magnitud
de lo que fue; ruidos inútiles y vanos; algo parecido al ladrido de un perro o al ruido
de las ramas ante el soplo del viento.
Abro la mano y suelto la pluma, agobiado de impotencia, de derrota, de sombría
locura.
¿Por qué no se podrá decir lo que se ha visto? ¿A qué se debe que la verdad huya
delante de nosotros, como si no fuese la verdad, y que no podamos ser sinceros, a
pesar de su sinceridad? No se evoca una cosa llamándola por su nombre. Las
palabras, las palabras, de nada sirve conocerlas desde la infancia, no sabemos qué

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son.
Mi estremecimiento, melancolía y desamparo son inútiles. Estoy condenado a que
me olviden. Pasarán por delante de mí sin mirarme o sin verme. No se preocuparán
por lo que lleve en mí. Sobre la tierra no puedo ser más que un creyente.
Estuve muchos días sin ver nada. Fueron días tórridos. Al principio el cielo estaba
gris y lluvioso; ahora llamea setiembre moribundo. Viernes… Bueno; ya hace una
semana que estoy en esta casa…
Una tarde pesada, después del almuerzo, me sumía, sentado en una silla, medio
adormilado, en una impresión de cuento de hadas.
… La linde de un bosque; en el bosque bajo, sobre la alfombra de esmeralda
oscura, redondeles de sol; a lo lejos, al extremo del llano, una colina, y por encima de
los follajes encrespados de los árboles, amarillos y verdinegros, un lienzo de pared, y
una torrecilla, cuadriculados, como una tapicería… Se adelantaba un paje, vestido
como un pájaro. Un zumbido de moscas. Era el ruido lejano de una cacería del rey.
Iban a ocurrir cosas extraordinariamente gratas.
La tarde siguiente fue también soleada y ardorosa. Me acordaba de otras tardes
parecidas, de hacía muchos años, y me pareció vivir en aquella época desaparecida,
como si el restallante calor borrase el tiempo y ahogara todo lo demás bajo su
empolladura.
La habitación de al lado estaba casi negra… Habían cerrado las persianas. Por
entre los dobles visillos de delgada tela, veía la ventana rayada por barras ardientes
como la parrilla de un brasero.
En el silencio tórrido de la casa, en el vasto sueño encerrado, subían risas
vanamente desgranadas; las voces se perdían, como ayer, como siempre.
De este lejano tumulto surgió preciosamente un rumor de pasos. Venían hacia
mí… Me volví hacia el ruido, que iba en aumento… Se abrió la puerta del cuarto
cercano, deslumbrante, empujada, al parecer, por la luz misma, y aparecieron dos
sombras mezquinas, roídas por la claridad.
Parecían perseguidas. Titubearon en el umbral, pequeñas, enmarcadas una junto a
otra, y luego entraron.
Oí cerrar la puerta: la habitación vivía. Examiné a los recién llegados; los
vislumbraba dulcemente por entre los nimbos rojo y verde oscuro con que el golpe de
luz de su entrada había poblado mis ojos. Eran una muchacha y un muchacho, de
doce o trece años.
Se habían sentado en el canapé y se miraban sin decir nada, con sus rostros casi
semejantes.
Se elevó la voz de uno de ellos y murmuró:
Ya ves que no hay nadie.
Y una mano señaló la cama sin sábanas, los percheros sin prendas, la mesa

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desierta: la cuidadosa devastación de las habitaciones vacías.
Luego, ante mis ojos, esa mano se puso a temblar como una hoja. Yo oía los
latidos de mi corazón. Las voces susurraron:
Estamos solos… No nos han visto.
Se diría que es la primera vez que estamos solos.
Sin embargo, nos conocemos desde siempre…
Una risita balbuceó.
Parecía que sintieran necesidad de su soledad, primera etapa de un misterio al que
se encaminaban juntos. Se habían escapado de los demás; se los habían quitado de su
alrededor. Habían creado una soledad prohibida. Pero bien se veía, que, luego de
hallar la soledad, ya no sabían qué más buscar.
Entonces oí balbucear con un gran temblor, casi desolado, casi un sollozo:
Nos queremos mucho…
Luego subió una frase tierna, jadeando, ensayando las palabras, poco segura,
como un pájaro demasiado pequeño:
Quisiera quererte más.
… Al verlos así inclinados uno hacia otro, en la cálida sombra que los rodeaba
velando sus edades en sus rostros, se hubiese podido pensar en dos amantes, que se
acercaban.
¡Dos amantes! Eso es lo que soñaban ser, sin saber qué era.
Uno de ellos pronunció estas palabras: la primera vez. Era la primera vez que les
parecía estar a solas, aunque se hubiesen criado juntos.
Era aquella quizás, era sin duda la primera vez que los dos amigos de la infancia
querían salir de la amistad y de la infancia. La primera vez que un deseo de deseo iba
a asombrar y turbar dos corazones que hasta allí habían dormido juntos…
De pronto se incorporaron, y el delgado rayo de sol que pasaba por encima de
ellos y caía a sus pies dibujó su forma, les iluminó la cara y el pelo, de manera que su
presencia iluminó el cuarto.
¿Iban a irse, a abandonarme? No, volvieron a sentarse; todo se sumió de nuevo en
la sombra, en el misterio, en la verdad.
… Al contemplarlos, experimentaba una mezcla confusa de mi pasado y del
pasado del mundo. ¿Dónde estaban? En todas partes, ya que estaban… Ellos están a
orillas del Nilo, del Ganges o del Cidno, al borde del eterno curso de las edades. Son
Dafnis y Cloe, junto a un matorral de mirto, en la luz griega, iluminados por un verde
reflejo de follaje y sus caras se reflejan una en otra. Su confuso balbuceo zumba
como las dos alas de una abeja, junto al frescor de las fuentes y al calor que devora
los campos, mientras a lo lejos pasa un carro cargado de gavillas y de azul.
Se abre el mundo nuevo; la verdad descarnada está ahí. Están desasosegados,
temen la brusca aparición de alguna deidad; son desventurados y dichosos; están lo

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más cerca posible pues se han ofrecido uno al otro cuanto pueden. Pero ni siquiera
sospechan lo que se brindan. Son demasiado pequeños, demasiado jóvenes, casi no
existen; cada uno es para él mismo un sofocante enigma.
Como todos los seres, como yo, como nosotros, quieren lo que no tienen,
mendigan. Pero piden limosna a ellos mismos, piden ayuda a sus presencias y sus
personas.
El, ya un hombre, y ya empobrecido por su compañera, arrastrándose hacia ella,
le tiende los brazos inseguros y torpes, sin atreverse a mirarla.
Ella, ya mujer, ha echado hacia atrás, sobre el respaldo, su cara de brillantes ojos,
un tanto regordeta y toda sonrosada, colorida y entibiada por su corazón. La piel de
su cuello, satinada y tirante, palpita: es, entre su cara y su seno, el punto precioso y
delicado de su pulso. Medio cerrada, atenta, un poco voluptuosa por lo que ya está
emanando de ella, parece una rosa que se respira a sí misma.
Se ven sus finas piernas hasta las rodillas, con medias de hilo amarillo, bajo el
vestido que envuelve su cuerpo presentándolo como un ramillete.
Y yo no podía apartar la vista de sus gestos, y bebía este espectáculo, con la cara
pegada a ese grupo, como un vampiro.
Tras un largo silencio, él murmuró:
¿Quieres que nos llamemos de usted?
¿Por qué?
Parecía absorto en un esfuerzo de atención.
Para volver a empezar dijo al fin. E insistió:
¿Quiere usted?
Ella tembló visiblemente al contacto de esta nueva forma de hablarse, de esa
palabra de «usted», como bajo una forma de primer beso. Se aventuró a decir:
Parece que es como una cosa que nos cubría y que nos quitan…
Ahora, él se atrevió más:
¿Quiere usted que nos besemos en la boca?
Sofocada, no pudo ella sonreír del todo.
Quiero dijo.
Se tomaron de los brazos y de los hombros. Y se alargaron los labios, llamándose
muy bajito, como si sus bocas fueran pájaros.
Juan…
Elena…
Era lo primero que inventaban. ¿Besar al que se besa no es la caricia más
tiernamente menuda que se puede encontrar y el lazo más estrecho? Y además, ¡es
algo tan prohibido!…
Por segunda vez me pareció que ese grupo ya no tenía edad. Se asemejaban a
todos los amantes, al tomarse las manos, las caras juntas, trémulos y ciegos, en la

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sombra del beso.
Sin embargo, se detuvieron, se apartaron de la caricia que aún no sabían usar.
Hablaron con sus bocas tan inocentes como antes. ¿De qué? De lo pasado, de
aquel pasado tan próximo y breve.
Salían del paraíso de la infancia y de la ignorancia. Hablaron de una casa y un
jardín donde habían vivido.
Aquella casa les preocupaba. Estaba rodeada por la tapia de un jardín, de manera
que, desde el camino, no se veía más que lo alto del tejado y no se veía lo que hacían
en ella.
Balbucearon:
Las habitaciones, cuando éramos pequeños, qué grandes eran…
Costaba menos trabajo andar por ellas que por cualquier otro sitio.
De creerles, había entre aquellas paredes algo propicio e invisible, difundido por
todas partes, algo como el buen Dios del pasado… Ella tarareó un aire oído allá, y
dijo que la música se recuerda mejor que las personas.
Habían vuelto a caer en el pasado por la dulzura natural de su peso; se
acurrucaban friolentamente en el recuerdo.
El otro día, el día antes de partir, recorrí sola, con una luz en la mano, las
habitaciones, que se despertaban apenas para verme pasar…
En el jardín, tan cuidado y tranquilo, sólo pensaban en las flores, y no mucho más
que ellas. Con la vista abarcaban la alberca, la alameda cubierta y el cerezo, que, en
invierno, cuando el césped está blanco, tiene demasiadas flores.
Todavía ayer en aquel jardín eran como hermano y hermana. Ahora parecía que la
vida se había puesto de pronto seria y que ya no sabían jugar. Se veía que ansiaban
matar lo pasado. Cuando somos viejos, lo dejamos morir; cuando somos fuertes y
jóvenes, lo matamos…
Ella se irguió.
No quiero acordarme más dijo.
Y él:
No quiero que nos parezcamos. Ya no quiero que seamos hermanos.
Poco a poco se abren sus ojos.
¡No tocarse más que las manos! —murmuró el temblando.
Ser hermanos no es nada.
Había llegado la hora de las grandes decisiones perturbadoras, de los frutos
prohibidos. Antes no se pertenecían; era llegada la hora de que se ocuparan de
recuperarse por entero, para hacer de ellos lo que quisiesen.
Ya tenían un poco de vergüenza y de conciencia de sí mismos.
Algunos días antes, al caer la tarde, saborearon un grave deleite al desobedecer,
saliendo al jardín contra la prohibición de sus padres.

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Vino la abuela, desde lo alto de la escalinata, toda gris, a llamarnos para que
entráramos…
Pero nosotros nos fuimos los dos; atravesamos la cerca por el sitio en que
generalmente pía un pájaro y hay una brecha. El pájaro echó a volar y su canto
también. No había viento y casi tampoco luz. Las ramas de los árboles callaban, a
pesar de ser tan sensibles. El polvo estaba por tierra, muerto. La sombra nos envolvió
consigo misma, tan dulcemente, que casi le hubiéramos hablado. Teníamos miedo al
ver venir la noche. No tenían ya color las cosas; sólo un poco de claridad en la
negrura: las flores, el camino, hasta los trigales, eran de plata… Y fue la vez que más
cerca tuve mi boca de la suya.
La noche dijo ella con el alma exaltada en una efusión de belleza, la noche
acaricia las caricias…
Yo le tomé a usted la mano y comprendí que toda usted vivía. Antes, decía: «Mi
prima Elena», pero no sabía lo que ahora sé al hablar así. Ahora, cuando diga: «ella»,
no hará falta más…
Otra vez unieron sus labios. Sus bocas y sus ojos eran los de Adán y Eva. Yo
evocaba el infinito ejemplo ancestral del que la historia santa y la humana fluyen
como de una fuente. Vagaban en la luz penetrante del paraíso sin saberlo; eran como
si no fuesen. Cuando por el efecto del triunfo de la curiosidad, prohibida nada menos
que por Dios en persona llegaron a descubrir el secreto, conocieron la separación
acariciante y vislumbraron la gran voluntad de la carne, el cielo se oscureció. Cayó
sobre ellos la certidumbre de un porvenir de dolor. Los ángeles, como buitres, los
arrojaron del paraíso. Rodaron por la tierra, día a día, pero habían creado el amor y
sustituido la riqueza divina por la pobreza de ser el uno para el otro.
Esos dos adolescentes ocuparon su lugar en el eterno drama. Se hablan, y
devuelven al tuteo toda su importancia reconquistada.
Quisiera quererte más… quisiera sobre todo quererte con más fuerza, pero no sé
cómo… Quisiera hacerte daño, pero no sé cómo.
Ya no hablan, como si no tuvieran más palabras. Están al borde de ellos mismos y
se ve cómo sus manos tiemblan entre ellos.
Obedecen a esta inspiración de sus manos; van a tientas hacia la dicha extraña y
trágica, hacia el pecado feliz que se comete al mismo tiempo, hacia el enlace por el
cual dos seres empiezan de nuevo a vivir, íntimamente confundidos, como un solo ser
informe.
Ya no los distinguía… Me pareció que él tendía las manos hacia ella, mientras
ella le aguardaba con los ojos resplandecientes. Parecióme que, en la ardiente sombra
que los envolvía, él estaba semidesvestido, y que de la confusión de las ropas, su
desnudez se erguía… Flor extraña, profunda, que es la misma cosa que sus entrañas,
que toda su carne, que su corazón, y que es entre ellos como un misterio vivo, un

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milagro, un niño…
… Sin duda, él le había levantado la ropa, porque hasta mí llegó esta frase
exhalada muy por lo bajo, confusa, apegada, sacrificada, en el silencio terrible:
Es tu verdadera boca.
Y yo palpitaba por encima de ellos, mientras un amor espantoso, un amor enorme
por la verdad, desmembraba mi cuerpo sobre la pared… Como si mi aliento los
quemase y los enloqueciese, tuvieron miedo y se levantaron. Había terminado. La
punzante aventura que, por casualidad, había preludiado bajo mis ojos continuaría en
otra parte y terminaría en otra parte…
Apenas se habían levantado cuando se abrió la puerta. La abuela está ahí, y se
asoma. Llega de la oscuridad de los fantasmas, del pasado. Los busca como si se
hubiesen perdido. Los llama a media voz… Por una coincidencia extraordinaria que
se armoniza con su presencia, pone en su acento una dulzura infinita, casi ¡oh
prodigio! algo de tristeza.
¿Estáis ahí, hijos míos?
Y con una risa pura, sin segunda intención, dijo:
¿Qué hacéis? Venid, os están buscando…
Ella es vieja, marchita; pero es angelical con su traje cerrado hasta el cuello. Junto
a ellos, que se preparan para la vida inmensa, la abuela es ahora como un niño:
inactiva, inútil…
Se arrojan en sus brazos, alzan sus frentes hacia su santa boca abandonada. Parece
que le dicen adiós para siempre.
Se va. Y un instante después se van también ellos, con mucha prisa, igual que
vinieron: unidos por el invisible y sublime lazo del mal; de tal modo unidos, que ya
no se toman de la mano como al entrar. Pero en el umbral se miran.
Y mientras el cuarto queda vacío como un santuario, pienso en su mirada, en su
primera mirada de amor, que yo he visto.
Nadie, antes que yo, pudo ver una primera mirada. Estaba al lado de ellos, pero
lejos de ellos. Comprendía y leía, sin verme envuelto en el aturdimiento de la acción,
ni perdido en la sensación. Por esto vi esa mirada. Ellos ignoraban cuándo empezó y
que era la primera; más adelante la olvidarán; los rápidos progresos de sus corazones
destruirán estos preludios. La primera mirada es tan imposible de conocer como la
última.
Yo me acordaré cuando ellos ya no recuerden.
Yo no recuerdo mi primera mirada, mi primera dádiva de amor. Y, sin embargo,
existió. Esas divinas simplezas se han borrado de mí. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué es lo que
recuerdo que valga tanto como ellas? La criaturita que era yo ha muerto del todo bajo
mis ojos. Sobrevivo a ella, pero el olvido me atormentó y luego me venció. La
tristeza de vivir me ha arrasado y casi ni sé lo que sabía. Me acuerdo de algo, al azar,

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pero lo más hermoso y dulce ha caído en la nada.
Pues bien: ese cántico tiernísimo que acabo de escuchar, pleno de infinito,
rebosando sonrisas nuevas, ese canto precioso, lo tomo, lo tengo y lo guardo. Palpita
en mi corazón. He robado, pero he salvado la verdad.

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V

Durante todo un día la habitación estuvo vacía. Dos veces sentí una gran esperanza y
luego una desilusión.
La espera se había convertido en mi costumbre, mi oficio. Faltaba a las citas,
dejaba para otro día las diligencias, ganaba tiempo, a riesgo de comprometer mi
posición; arreglaba mi vida como para un amor nuevo. No salía de mi cuarto sino
para bajar al comedor, donde nada me distraía ya.
Al segundo día, vi que habían preparado la habitación para recibir un nuevo
huésped. La habitación esperaba. Me hice mil ilusiones sobre ese huésped, mientras
ella guardaba su secreto, como alguien que medita.
Llegó el crepúsculo, tras él la noche, que la agrandó sin cambiarla, y ya
desesperaba, cuando la puerta giró en la sombra y vislumbré en el umbral el espectro
de un hombre.
Apenas si se distinguía de la noche.
Ropa negra o tirando a negro; puños de una palidez lechosa, por los que salían
manos grises que se afilaban; un cuello de una blancura algo más viva que el resto.
En la cara redonda y grisácea se cavan los sombríos hoyos de los ojos y la boca; bajo
la barbilla, una cavidad de sombra; el oro de la frente brillaba confusamente; los
pómulos se subrayaban con un trazo oscuro. Hubiérase dicho un esqueleto. ¿Quién
era aquel ser cuya fisonomía presentaba esa monstruosa simplicidad?…
Se acercó, se fue animando. Vi que era hermoso.
Tenía una cara encantadora y seria, rodeada por una fina barba negra, los ojos
brillantes y la frente alta. Una gracia altiva guiaba y contenía sus ademanes.
Avanzó dos pasos; luego se volvió hacia la puerta, que había quedado entornada.
Tembló la sombra de la puerta, dibujóse luego una silueta y cobró cuerpo. Una mano
enguantada en negro se crispó sobre la hoja y una mujer se asomó a la habitación, con
rostro interrogante.
Sin duda había venido algunos pasos detrás de él por la calle. No quisieron entrar
juntos en la habitación donde ambos se refugiaban para escapar a alguna persecución.
Empujó ella la puerta; se apoyó con todo el cuerpo sobre la hoja cerrada, para
cerrarla aún más, con su vida. Y fue ella la que volvió lentamente la cabeza hacia él,
paralizada un instante, según me pareció, por el espanto de que no fuera él… Se
miraron cara a cara; hubo entre ellos un grito apasionado y contenido, casi mudo, que
repercutió de uno en otro, y con el cual pareció abrírseles de nuevo una común
herida.
¡Tú!
¡Tú!

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Ella estaba casi desfalleciente y se reclinó en su pecho, como si una borrasca la
hubiese lanzado sobre él.
Tuvo sólo la fuerza necesaria para caer en sus brazos. Vi las grandes manos
pálidas del hombre, abiertas, apenas crispadas, sobre la espalda de la mujer. Una
especie de palpitación desesperada se apoderó de ellos; se hubiera dicho que ese
aposento era un enorme ángel que forcejeaba y en vano buscaba huir infinitamente.
El cuarto me parecía demasiado pequeño para esta pareja, por más que estuviera
colmado por la noche.
¡No nos han visto!
Era la misma frase que el día anterior balbucearon los dos niños.
Él le dijo: «Ven»; y la condujo al diván, junto a la ventana.
Se sentaron sobre el terciopelo rojo. Veíanse sus brazos que los unían como
ligaduras. Permanecieron allí hundidos, recogiendo toda la sombra del mundo,
animándose con ella, volviendo a vivir, encontrándose en su elemento de noche y
soledad.
¡Qué entrada, qué entrada! ¡Qué impulso de maldición!
Había creído, cuando la idea del adulterio se presentó a mis ojos, cuando la mujer
apareció en el umbral, empujada visiblemente hacia él, asistir a una beatífica alegría
no exenta de hermosura en su plenitud, a una alegría salvaje y animal, grandiosa
como la naturaleza. Por el contrario, esta entrevista se asemejaba a un adiós
desgarrador.
Pero ¿hemos de tener miedo siempre?… Apenas se había sosegado un poco,
cuando dijo esto mirándolo ansiosa, como si verdaderamente él fuera a contestar.
Se echó a temblar, hecha un ovillo en las tinieblas, estrechando y martirizando
con su mano febril la mano del hombre, erguido el busto, rígidos los dos brazos. Se
veía su garganta subir y bajar como el mar. Se abrazaban, se tocaban; pero un resto de
espanto rechazaba las caricias entre ellos…
Siempre miedo… Siempre… Siempre… Lejos de la calle, lejos del sol, lejos de
todo… ¡Yo que tanto anhelé siempre un destino de luz y a pleno día! —dijo ella
mirando al cielo.
Y su perfil azuleaba a medias, mientras volaban sus palabras.
Tienen miedo. El miedo los moldea, hurga en ellos. Sus ojos, sus entrañas, sus
corazones, tienen miedo. Su amor, sobre todo, tiene miedo.
… Una triste sonrisa se deslizó por la cara del hombre. Contempló a su amiga y
balbuceó:
Piensas en él…
Con los puños en las mejillas y los codos sobre sus rodillas, la cara hacia
adelante, ella no respondió.
Sí; ardiente, encogida, pequeña como una niña, miraba a lo lejos hacia el que no

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estaba allí.
Encorvaba los hombros ante esta imagen, como si le suplicase apañando los ojos
y recogiendo de ella un reflejo divino. El que no está allí, el que es engañado y existe.
El ofendido, el herido, el dominador. El que está en todas partes, menos donde están
ellos; el que ocupa la inmensidad de fuera y cuyo nombre les hace doblar la cerviz;
aquél cuya presa son.
Caía la noche, como si la vergüenza y el espanto fuesen sombra, sobre este
hombre y esta mujer que venían a ocultar estrechamente su unión en este cuarto como
en una tumba donde habita el más allá.
Él le dijo:
¡Te amo!
Oí claramente esa gran frase.
¡Te amo! Toda mi vida tembló al recoger la palabra profunda que salía de esos
dos seres casi mezclados ya. ¡Te amo! La palabra que ofrece corazón y carne al gran
grito abierto de la criatura y de la creación. ¡Te amo! Veía el amor cara a cara.
Luego, me pareció que la sinceridad se desvanecía en las palabras precipitadas e
incoherentes que pronunció después acercándose, resbalando sobre ella. Hubiérase
dicho que quería desembarazarse de las palabras necesarias, y que instintivamente se
daba prisa, como podía, para llegar a las caricias:
Hemos nacido el uno para el otro… Hay entre nuestras almas una fraternidad que
fatalmente triunfará. Tan imposible sería que nos impidiesen reconocernos y
pertenecemos, como evitar que nuestros labios se unan en el momento en que se
aproximan. Qué nos importan las convenciones morales ni las separaciones
sociales… Nuestro amor se compone de infinito y de eternidad.
Sí dijo ella, acunada por su voz.
Pero yo, que los escuchaba profundamente, comprendí que él mentía o se
extraviaba con tales palabras… El amor se convertía en un ídolo, en una cosa. El
blasfemaba, invocaba en vano el infinito y la eternidad, que honraba de dientes afuera
nada más, con la plegaria cotidiana, ya gastada.
Dejaron caer la trivialidad proferida… Después de quedarse un rato pensativa, la
mujer movió la cabeza y pronunció la palabra de disculpa, de glorificación; más que
eso: la palabra de verdad.
Era demasiado desgraciada…
Cuánto tiempo hace… empezó a decir ella.
Era su obra de arte, su poema y su rezo el repetir aquella historia, con voz queda y
agitada como en un confesionario… Adivinábase que llegaba a ese punto muy
naturalmente, sin transición, de tal manera la colmaba siempre que se encontraban
solos.
… Vestía con sencillez. Se había quitado los guantes negros, la chaqueta y el

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sombrero. Llevaba falda oscura y blusa roja, sobre la que brillaba una cadenilla
dorada.
Era una mujer de unos treinta años, de facciones regulares y pelo cuidado y
sedoso. Me parecía o que ya la conocía o que no la reconocería.
Empezó a hablar de ella misma en voz alta, a evocar un pasado de infinito agobio:
¡Qué vida llevaba! ¡Qué monotonía, qué vacío! El pueblo, la casa, el salón, con
los muebles colocados en su sitio, que nunca cambiaban de lugar, como piedras
sepulcrales… Un día, se me antojó poner de otro modo la mesa del centro. No pude.
Palideció su semblante, se volvió más luminoso.
El la escuchaba. Una sonrisa de paciencia y resignación, que no tardó en parecer
de cansancio algo molesto, resbalaba por su rostro fino. ¡Ah! Era verdaderamente
hermoso, aunque algo desconcertante, con sus ojazos que uno sentía adorados, el
bigote caído, su aire tierno y lejano. Parecía una de esas dulces criaturas que piensan
demasiado y hacen el mal. Se hubiera dicho que estaba por encima de todo y era
capaz de todo… Un poco ausente de lo que ella decía, pero conmovido, sin embargo,
por el deseo de ella, parecía esperar.
… Y bruscamente, los velos se desgarraron ante mis ojos y ante mí se
desencadenó la realidad. Vi que entre esos dos seres había una diferencia inmensa y
como un desacuerdo infinito, sublime para ser visto, a causa de sus profundidades,
pero tan conmovedor, que yo sentía mi corazón herido.
No lo movía a él sino el deseo de ella; y a ella sólo el ansia de cambiar su vida.
Sus anhelos no eran los mismos; aquella pareja que parecía muy unida, en realidad no
lo estaba.
No hablaban la misma lengua; no se entendían aunque dijesen las mismas cosas;
y a mis ojos, desde los primeros instantes, su unión apareció más quebrada que si
nunca se hubieran conocido.
Pero él no decía lo que pensaba. Se notaba eso en el sonido de su voz, aun en el
encanto de su acento, en la busca cantarina de sus palabras: buscaba agradarle a ella,
y mentía. Era evidentemente superior a ella; pero la mujer lo dominaba por una suerte
de sinceridad genial. Mientras él era dueño de sus palabras, ella se entregaba en las
suyas… Describía ella el decorado de su vida anterior.
Desde la ventana de la alcoba y del comedor veía la plaza. La fuente en el medio,
con la sombra a sus pies. Miraba la luz del día dar la vuelta a esa pequeña plaza,
blanca y redonda como un cuadrante.
»El cartero la recorría diariamente, sin pensar; delante de la puerta del arsenal, un
soldado no hacía nada… Y ya no se veía un alma en cuanto sonaba el mediodía,
como un doblar a muerto. Me acuerdo sobre todo de las campanadas de las doce: la
mitad de la jornada, la perfección del aburrimiento.
»Nada llegaba para mí, nada. Nada me pertenecía. El futuro no existía ya para mí.

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Si mis días transcurrían así, nada me separaba de la muerte; ¡nada, ah, nada!…
Aburrirse es morir. Mi vida estaba muerta, y, sin embargo, había que vivirla. Era un
suicidio. Otros se matan con un arma o con el veneno; yo me mataba con los minutos
y las horas».
¡Amada!… exclamó el hombre.
Entonces, a fuerza de ver a los días nacer en la mañana y abortar en la noche, tuve
miedo de morir, y ese miedo fue mi primera pasión… A menudo en las visitas que
hacía, o de noche mientras volvía a casa, después de las compras, a lo largo de la
tapia de las Religiosas, temblaba esperanzada a causa de esa pasión…
»Pero ¿quién me sacaría de allí? ¿Quién me salvaría de ese invisible naufragio
que yo misma no advertía sino de tanto en tanto? Alrededor de mí había una especie
de conspiración, hecha de envidia, maldad e inconsciencia… Cuanto veía y oía
trataba de mantenerme en el camino recto, en mi pobre camino recto.
»…La señora de Martet, ya la conoces, mi única amiga un poco íntima, que me
lleva solamente dos años, me decía que hay que contentarse con lo que se tiene. Yo le
contestaba: «Si hay que contentarse con lo que se tiene, se ha acabado todo. La
muerte no tiene ya nada que hacer. ¿No ve usted que con esa palabra termina la vida?
… ¿Cree usted verdaderamente lo que dice?». Ella me respondía: «Sí». ¡Ah, qué
cochina mujer!
»Pero no era suficiente tener miedo, me faltaba el odio a ese aburrimiento. ¿Cómo
logré ese odio? No sé.
»Ya no me reconocía, no era yo, tanta necesidad tenía de otra cosa. Ya ni sabía
cómo me llamaba.
»Un día, me acuerdo bien (y sin embargo, no soy mala) tuve un sueño delicioso;
soñé que mi marido estaba muerto, el pobre de mi marido, que nada me había hecho,
y que me encontraba libre, todo lo libre que es posible.
»Esa situación no podía prolongarse. No podía detestar por mucho tiempo hasta
tal punto la monotonía, la devastación y la costumbre. ¡Oh! La costumbre es, de todas
las sombras, la más verdadera, y comparada con ella, no es noche la noche…
»¡La religión! No es con la religión que puede colmarse el vacío de esos días, es
con la propia vida. No eran creencias ni ideas las que tenía que combatir, era conmigo
misma.
»Y de pronto, di con el remedio». Hablaba casi a gritos, ronca, admirable:
¡El mal, el mal! El crimen contra el aburrimiento, la traición para romper la
costumbre. ¡El mal, para ser nueva, para ser otra, para odiar la vida más que lo que
ella me odiaba, el mal para no morir!
»Te encontré, hacías versos y libros; eras distinto de los demás; tenías una voz
trémula que daba la impresión de lo bello, y, sobre todo, estabas allí, en mi vida,
frente a mí, sólo tenía que tenderte los brazos. Y entonces te amé con todas mis

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fuerzas, si a esto, pobrecito mío, se le puede llamar amar».
Hablaba ahora en voz baja y precipitada, con agobio y entusiasmo, y jugaba con
la mano de su amigo como con una pequeña cosa.
Y tú también me amaste, naturalmente… Y cuando un día fuimos al hotel (la
primera vez), me pareció que la puerta se abría por sí sola y me di gracias a mí misma
por haberme rebelado y haber quebrado mi destino como se desagarra un traje.
»¡Y luego!… ¡La mentira (que a veces nos hace sufrir, pero que cuando se
reflexiona ya no se la detesta), los riesgos y peligros que dan sabor a las horas, las
complicaciones que multiplican la vida; estas alcobas, estos escondrijos, estas
prisiones negras que han desplegado el sol que en mí había!».
¡Ah! —exclamó ella.
Y me pareció que suspiraba como si cumplida su aspiración, no pudiese ya existir
nada tan hermoso delante de ella.
Se recogió en sí misma, y dijo:
He aquí lo que somos… ¡Oh! Creí en el primer momento en una especie de rayo,
en un flechazo, una atracción sobrenatural y fatal, a causa de tu poesía, pero en
realidad vine hacia ti, apretados los puños y con los ojos cerrados. Añadió:
Se miente mucho a propósito del amor. Casi nunca es como se dice.
»Puede que haya atracciones magníficas entre hombres y mujeres. No niego que
tal amor pueda existir entre dos seres. Pero esos dos seres no somos nosotros. Nunca
hemos pensado sino en nosotros mismos. Bien sé que yo me he amado en ti. Por tu
parte ha sido igual. Pero tú tienes un aliciente que no existe para mí, puesto que no
obtengo ningún placer. Ya ves, hacemos un trato, en el que uno da ilusión y el otro
placer. Todo eso no es el amor».
El hizo un gesto (duda, protesta); no quería hablar. Sin embargo, balbuceó
débilmente:
Siempre es así; hasta en el amor más puro, no puede uno salir de sí mismo.
¡Oh! —exclamó ella en un ataque de protesta piadosa, cuya vehemencia me
sorprendió ¡no siempre ocurre así; no lo digas, no lo digas…!
Me pareció percibir en su tono una nostalgia, y en su mirada la ilusión de una
ilusión nueva.
Sacudió la cabeza para rechazarlas.
¡Qué feliz he sido! Me sentía rejuvenecida, nueva. Había en mí retoños de candor.
Recuerdo que no me atrevía ya a enseñar, por debajo de la falda, ni la punta del pie;
tenía hasta el pudor de mi rostro, de mis manos, de mi nombre…
Entonces, el hombre retomó la confidencia en donde ella la había dejado, y habló
de los primeros tiempos de su unión. Quería acariciarla con palabras, envolverla poco
a poco en sus frases, enredarla a fuerza de recuerdos.
La primera vez que estuvimos a solas…

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Ella lo miró.
Fue en la calle, una noche dijo. Te tomé del brazo. Te fuiste apoyando más y más
en mí. Poco a poco sentí todo el peso de tu cuerpo, sentí tu carne creciendo. El
mundo bullía, pero nuestra soledad parecía extenderse. Todo se transformaba a
nuestro alrededor en un desierto llano, llano… Me parecía que los dos habíamos
empezado a caminar sobre el mar.
¡Ah! —exclamó ella ¡Qué bueno eres! No tenías, aquella primera noche nuestra,
la misma cara que luego has tenido, aun en los mejores momentos…
Hablábamos de todo tipo de cosas. Y mientras yo te apretaba contra mí y
abrazaba como a un ramo de flores, tú me hablabas de las personas que conocíamos,
me hablabas del sol que hizo durante el día y del frescor de la noche. Pero, en
realidad, lo que me decías era que venías a mí… Las palabras de la confesión yo las
oía a través de tus palabras, y si no me las decías sí me la ofrecías.
»¡Ah! ¡Qué grandes son las cosas en los comienzos! Nunca en los principios hubo
pequeñeces…
»¡Una vez que nos volvimos a encontrar en el jardín y yo te acompañaba, a media
tarde, por las afueras!… El camino estaba tan tranquilo y silencioso, que parecía que
nuestros pasos conmocionaban toda la naturaleza. La inmóvil ternura retrasaba
nuestra marcha. Me incliné y te besé».
Aquí dijo ella.
Puso un dedo sobre el cuello. Este ademán iluminó su nuca como un rayo.
Poco a poco, el beso se hizo más profundo. Revoloteó alrededor de tus labios y se
detuvo en ellos; la primera vez equivocándose, la segunda haciendo que se
equivocaba… Poco a poco sentí bajo mi boca…
Habló en voz baja:
¡Tu boca se abría y estallaba!
Ella bajó la cabeza y dejó ver su boca, botón de rosa y de rocío.
Todo eso suspiró ella, volviendo siempre a su patética y dulce preocupación era
tan hermoso, en medio de la vigilancia que me aprisionaba…
¡Cuánta necesidad tenía, inconsciente o no, de la excitación del recuerdo! La
evocación de los dramas y peligros pasados desplegaba sus ademanes, rehacía su
amor. Por eso había contado todo.
Y él la empujaba hacia la tierna locura. Renacía el entusiasmo primero, y sus
palabras buscaban ahora los recuerdos más vibrantes antes de transformarse en cosas.
Me dio mucha tristeza cuando, al día siguiente de haber sido mía, te vi en tu casa,
en una recepción, inaccesible, en medio de la gente. Consumada dueña de casa, tan
amable con unos como con otros, un poco tímida, distribuías a cada uno palabras
triviales y a todos les prestabas vanamente tanto a mí como a los demás la belleza de
tu rostro.

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»Te habías puesto aquel traje verde, de un color tan fresco, a propósito del cual te
hacían bromas… Yo recordaba, mientras tú pasabas y no me atrevía a seguirte con los
ojos, qué locos habíamos sido en nuestros primeros arrebatos; me decía a mí mismo:
«He tenido alrededor de mi cuello el enorme collar de sus piernas desnudas; he tenido
en mis brazos su cuerpo liviano y tenso; la he acariciado hasta hacerla sangre». Fue
un gran triunfo, pero no un triunfo tranquilo, pues en ese momento te deseaba y no
podía tenerte. El abrazo había sido, volvería a serlo indudablemente, pero no lo era, y
aunque todas tus riquezas me habían pertenecido, yo era pobre en aquel momento. Y
además, cuando no se tiene, ¡quién sabe si se volverá a tener!
¡Ah, no! —suspiró ella en una creciente belleza de sus recuerdos, de sus
pensamientos, de toda su alma ¡el amor no es en absoluto lo que se dice! También yo
he sido sacudida por la angustia. ¡Cómo he tenido que esconderme, disimulando todo
signo de felicidad, encerrándolos apresuradamente en mi corazón! Al principio, no
me atrevía a dormirme, por miedo a pronunciar tu nombre en sueños, y a menudo,
ahuyentando la invasión de la locura del sueño, me incorporaba y me quedaba así,
con los ojos abiertos, velando heroicamente sobre mi corazón. Tenía miedo de que
me conociesen. Temía que no viesen la pureza de que estaba bañada. Sí, la pureza.
Cuando, en mitad de la vida, se despierta una a la vida y ve otro brillo en la claridad y
vuelve a crear todo, yo llamo a eso pureza.
¿Te acuerdas de la carrera loca que dimos en coche, por París, el día en que él
creyó reconocernos de lejos y subió precipitadamente a otro coche, que se lanzó en
nuestro seguimiento?
Ella tuvo un sobresalto de emoción, de éxtasis.
¡Oh, sí murmuró, fue la gran vez!
Hablaba con la voz temblorosa, una voz que se confundía con las palpitaciones de
su corazón, y este corazón decía:
De rodillas sobre el asiento, mirabas por la ventanilla de atrás, mientras yo
acariciaba tu cuerpo, con mis manos en ti, y tú me decías: «Se acerca… Se aleja… Se
ha perdido… ¡Ah!».
Y con un solo e idéntico movimiento, sus labios se unieron.
Ella dijo, con un soplo:
Fue la única vez que he gozado.
Siempre tendremos miedo dijo él.
Sus palabras se acercaban unas a otras, se estrechaban, se cambiaban en besos,
susurrados por toda la carne. El tenía sed de ella, la atraía, su boca la llamaba con
todas sus fuerzas. Sus manos estaban inertes; toda su vida subía hasta sus labios. Y
todo se borraba ante este deseo reconstruido por el espíritu del mal.
Sí; hubieran necesitado resucitar su pasado para amarse; hubieran necesitado
recogerlo continuamente a fragmentos, para impedir que su amor se aniquilara en la

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costumbre, como si sufriesen, en sombra y polvo, un apaciguamiento glacial, el
aplastamiento de la vejez y la huella de la muerte.
Se abrazaban. Uníanse las manchas pálidas de sus caras. No los distinguía pero
me parecía verlos cada vez mejor, porque vislumbraba el gran móvil profundo de su
acoplamiento.
Se encerraban en la noche; caían, caían en la sombra, en el abismo que habían
deseado; se deslizaban en las tinieblas que tanto buscaban e imploraban sobre la
tierra. El balbuceó:
Siempre te amaré.
Pero ella y yo bien sabemos que miente como hace un instante; no nos engaña.
Pero ¡qué importa, qué importa!
Con los labios de él sobre los suyos, murmuró ella, como una caricia aguda
dentro de la caricia:
En un momento estará ahí.
¡Qué poco unidos están! ¡Sólo tienen en común su espanto, y qué bien comprendo
que lo aviven desesperadamente…! Pero su inmenso esfuerzo por comulgar en algo
iba a cumplirse.
La mujer, en la proximidad de la fiesta oscura, empezaba a tomar una importancia
sublime, que sonreía y lloraba de sombra, se llenaba de resignación y de soberanía.
Ya no hay palabras; éstas cumplieron su obra de renovación… Ahora toca el
turno a los abrazos y a la carne, a la gran ceremonia de silencio y ardor que se esboza:
suspiros, gestos torpes, ruidos humanos de telas.
Ella está ahora de pie, medio desnuda; se ha vuelto blanca… ¿Se desnuda ella o él
la despoja de su ropa?… Se ven sus amplios muslos, su vientre argéntea en el cuarto
como la luna en la noche… Una gran línea negra cruza ese vientre: el brazo del
hombre. La estrecha, la oprime, agarrado al diván. Y la boca de él está cerca de la
boca del sexo de ella, y se acercan ambas para un beso de monstruosa ternura. Veo el
cuerpo oscuro arrodillado ante el cuerpo pálido, y ella deja caer sobre él desde ese
cuerpo, grandes miradas.
Luego murmura, con voz radiante:
Tómame… Tómame una vez más, después de tantas veces. Mi cuerpo es mío y te
lo doy. ¡No! No es mío. ¡Por esto te lo brindo con tanta alegría!
Ahora él la tiende sobre sus rodillas… Creo que está desnuda; no distingo bien
líneas ni formas. Pero tiene la cabeza echada hacia atrás, en el reflejo de la ventana, y
veo esa cara de noche, en la que los ojos brillan, en la que la boca brilla tanto como
los ojos, una cara constelada de amor.
La estrecha contra él, ese hombre desnudo en la sombra. Hasta en medio de su
consentimiento mutuo, hubo una suerte de lucha; una emoción extraordinaria, santa y
salvaje, reinó en el cuarto, y aunque yo no lo viese, supe el momento en que la carne

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del hombre penetró en la de la mujer.
… Mi inmovilidad prolongada me molía los músculos de los riñones y de los
hombros, pero yo me aplastaba contra la pared, pegaba mis ojos en el agujero; me
crucificaba para gozar del cruel y solemne espectáculo. Abrazaba esa visión con toda
mi cara, la estrechaba con todo mi cuerpo. Y la pared parecía devolverme las
palpitaciones de mi corazón.
… Los dos seres, encerrados el uno en el otro, temblaban como árboles
enredados. La voluptuosidad, locamente, por encima de las leyes, por encima de todo,
hasta de la sinceridad de los amantes, preparaba su obra maestra de dulzura. Y era un
movimiento tan lanzado, tan furioso y fatal, que supe que ni dios, a menos de matar a
aquellos seres, hubiera podido detener su cumplimiento. Nada hubiera podido
conseguirlo, y eso hace dudar del poder y aun de la existencia de un dios.
Por encima de la maraña de sus cuerpos, él levantaba la cabeza, y la echaba hacia
atrás, y aún había claridad suficiente para que yo viese esa cara, su boca abierta en un
gemido entrecortado y cantante, en espera de la voluptuosidad.
Y vino, desbordante, inaudita. La sentí llegar como un acontecimiento.
Conté hasta cuatro. Durante ese fragmento de tiempo no perdí de vista el rostro
del hombre que estaba allí, azotando el aire con una mano mientras sus entrañas
babeaban. Hace gestos violentos, sonriendo, sombrío de sangre, semejante a un mártir
divino, a un arcángel a la vez caído y en vuelo. Lanza pequeños gritos de sorpresa,
como deslumbrado por algo magnífico e inesperado, como si no hubiera sospechado
que aquello sería tan hermoso, asombrado del prodigio de alegría que encierra su
cuerpo.
En este instante comulgan. Acaso no sienta ella placer; pero puede decirse, se ve,
que goza con el goce de él; y ese es un indecible milagro femenino.
¿Eres feliz?…
Tuve la impresión extraordinaria de que se dirigía a mí… Y yo casi tenía razón.
Porque estando tan cerca de su boca desnuda, era a mí al que hablaba.
Con los ojos hacia el cielo, encadenado aún a ella por la carne, él murmuró:
¡Juro que esto lo es todo en el mundo!
Luego, enseguida, como ella sintiese que el aletazo de felicidad había terminado y
no vivía ya sino en el recuerdo, que el éxtasis, por un instante posado entre ellos, se
les escapaba, y su ilusión, la suya, se borraría y la abandonaría, dijo casi
lastimeramente:
¡Que Dios bendiga el poco placer que tenemos!…
Grito mezquino, primera señal de una caída desde lo alto, plegaria blasfematoria,
pero, divinamente, plegaria.
El hombre repetía maquinalmente.
¡Todo en el mundo!…

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… El grupo carnal se deshizo. El hombre estaba saciado. Vi con mis ojos que,
poco a poco, un pesar, un remordimiento, lo hostigaba, lo apartaba de la carga de la
mujer, que no comprendía en su carne este alejamiento. Ella no se había
desembarazado y vaciado de placer, como él, de golpe.
Pero comprendía que él no había buscado, no había mirado más allá, y que
llegaba al final de su ensueño… Y también pensaba ya sin duda en que un día todo
acabaría igualmente para ella, y el destino recomenzado no valdría más que el
anterior.
Y en ese instante, con mi encarnizamiento de visionario casi creador, me parecía
seguir en sus rostros este reflujo de desamparo, y también en el aire, lleno todavía de
aquellas palabras: «¡Esto lo es todo en el mundo!»; él gimió:
¡Ah! ¡Es nada, es nada!
Ajenos uno a otro, un mismo pensamiento les recorría.
… Mientras ella descansaba aún sobre él, vi que las miradas del hombre se
dirigían, con una torsión de su cuello, hacia el reloj, hacia la puerta, hacia la partida.
Luego, como la boca de su amante seguía cerca de la suya, apartó la cara suavemente
yo fui el único que lo vio, con una leve crispación de molestia, casi de asco: lo había
rozado el aliento corrompido de todos los besos encerrados hacía un instante en
aquella boca como en un ataúd.
Ella pronunciaba ahora sola, con su pobre boca, la respuesta a lo que él dijo antes
de la posesión:
No, tú no me amarás siempre. Me dejarás. Pero a pesar de eso, no lamento nada.
Y no lamentaré nada. Cuando, después de «nosotros», vuelva a la gran tristeza, que
ya no me abandonará, me diré: «¡Tuve un amante!» y saldré de mi nada para ser
dichosa un momento.
El no quiere, ya no puede responder. Balbucea:
¿Por qué dudas de mí?…
Pero los ojos de ambos se vuelven hacia la ventana. Tienen miedo y frío. Miran
cómo, a lo lejos, en el hueco entre dos casas, queda todavía una borrosa estela del
crepúsculo que se va como un navío de gloria.
Me parece que la ventana, al lado de ellos, empieza a desempeñar un papel. La
contemplan, descolorida, inmensa, borrándolo todo a su alrededor. Y tras la
repugnante tensión carnal y la inmunda brevedad del placer, están anonadados como
ante una aparición, ante el azul sin mancha y la luz que no sangra. Luego sus miradas
vuelven a caer una en la otra.
Ves dice ella, estamos aquí mirándonos como los dos pobres perritos que somos.
Se sueltan las manos, las caricias se deshacen y derrumban, la carne se viene
abajo. Se alejan uno de otro. El movimiento la arroja a un extremo del diván.
El, sentado en una silla, la cara triste, abierto de piernas, desabrochado el

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pantalón, jadea lentamente mancillado por todo el placer muerto y frío.
Tiene reabierta la boca, la cara contraída, marcadas las órbitas y la mandíbula. Se
diría que ha enflaquecido en un instante y se trasluce en él el eterno esqueleto. Exhala
de él un esfuerzo doloroso y pesado. Parece gritar y estar mudo en el fondo de la
polvareda del crepúsculo.
Y ambos se parecen por fin uno a otro, en medio de las cosas, tanto por su
miseria, como por su rostro humano.
… Ya no los veo en la sombra. Se ahogaron en ella. Hasta me asombro de
haberlos podido ver antes. Fue necesario que el ardor tumultuoso de sus cuerpos y de
sus almas pusiera en el grupo que formaban una especie de luz.
¿Dónde está, pues, dios? ¿Dónde está? ¿Por qué no interviene en la crisis
vaporosa y regular? ¿Por qué no impide por medio de un milagro el milagro
espantoso por el cual lo que es adorado se convierte de pronto o poco a poco en algo
detestable? ¿Por qué no preserva al hombre del enlutamiento tranquilo de todos sus
sueños y también del dolor de esa voluptuosidad que crece desde su carne y vuelve a
caerle encima como un escupitajo?
Quizá porque soy un hombre como éste y como los demás, quizá porque el que es
bestial y violento atrae más fuertemente mi atención en este instante, estoy espantado
sobre todo por el retroceso invencible de la carne.
«¡Es todo! ¡Es nada!». El eco de esos dos gritos resuena aún en mis oídos. Esos
dos gritos, que no fueron lanzados en voz alta, sino proferidos en un tono muy quedo,
apenas perceptible, ¿quién dirá su grandeza y la distancia que los separa?
¿Quién lo dirá? Sobre todo, ¿quién lo sabrá? Es preciso haber sido empujado
como yo por encima de la humanidad, es preciso hallarse a la vez entre los hombres y
separado de ellos, para ver trocarse la sonrisa en agonía, degenerar el júbilo en
hartazgo y descomponerse el abrazo. Porque cuando se está de lleno en la vida, no se
ve ni se sabe nada de eso; pasa uno a ciegas de un extremo a otro. El que lanzó esos
dos gritos que aún oigo: «¡todo! ¡nada!», había olvidado al primero cuando fue
arrebatado por el segundo.
¿Quién lo dirá? Quisiera que alguien lo dijese. ¿Por qué las palabras, el decoro, la
costumbre secular del talento y el genio han de detenerse en el umbral de esas
descripciones, como si eso les estuviese vedado? Hay que decirlo en un poema, en
una obra maestra, decirlo hasta el fondo, hasta lo último, aunque sólo fuera para
mostrar la fuerza creadora de nuestras esperanzas y deseos, que, en el instante en que
resplandecen, transforman el mundo y conmocionan la realidad.
¡Qué limosna más rica se podría dar a esos dos amantes cuando de nuevo su
alegría muera entre ellos! Porque esta escena no es la última de su doble historia.
Volverán a empezar, como todos los que viven. De nuevo probarán el uno y el otro,
como les sea posible, defenderse contra las derrotas de la vida, exaltarse, no morir;

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otra vez buscarán en sus cuerpos fundidos un alivio y una liberación… Volverán a ser
presa de la vibración mortal, la fuerza del pecado, que se adhiere a la carne como un
jirón de carne. Y otra vez el vuelo de su ilusión y del genio de su deseo los
enloquecerá en la separación, y hará que olviden lo pasado, sublimará la vileza,
perfumará la basura, santificará las partes más malditas y oscuras de sus cuerpos, que
sirven también para las funciones sombrías y malditas, y pondrá en todo esto por un
instante todo el consuelo del mundo.
Y luego, una vez más, cuando vean que en vano colocaron lo infinito en el deseo,
serán castigados por su grandeza.
¡Ah! No me pesa haber violado el sencillo y terrible secreto. Puede que sea mi
única gloria haber abrazado y contenido ese espectáculo en todo su alcance, y haber
comprendido, gracias a él, que la verdad viva es más triste y grandiosa de lo que
hasta entonces había sido capaz de creer.

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VI

Todo se ha callado. Partieron; se han escondido en otra parte. Parecía que el marido
iba a venir. No entendí bien del todo. ¡Es que sé bien qué dijeron!
La habitación se ha quedado sola… Yo merodeo por la mía. Luego ceno, como en
sueños, y salgo, atraído por la humanidad.
Fuera encuentro las casas a pico y cerradas. Los transeúntes se alejan de mí; por
todas partes veo paredes y rostros.
Delante de mí, un café. La violenta iluminación que reina en su interior me invita
a entrar. Esta luz artificial me agrada, me tranquiliza, y sin embargo me desazona. Me
siento y entorno los ojos.
Gente tranquila, sencilla, despreocupada, y que no tiene como yo, ninguna misión
que cumplir, forma grupos acá y allá.
Sola totalmente ante un vaso lleno, mirando a un lado y a otro, hay una mujer con
la cara muy pintada. Tiene sobre las rodillas una perrita, cuya cabeza sobresale por
encima de la mesa de mármol, y que, zalamera, mendiga para su ama las miradas de
los que pasan y también su sonrisa.
La mujer me mira con interés. Ve que no espero a nadie, que no aguardo nada.
Una seña, una palabra, y ella, que aguarda a todo el mundo, vendría sonriente con
todo su cuerpo… Pero no, no es eso lo que deseo. Soy más sencillo que todo eso. No
tengo necesidad de una mujer. Si me turbo al contacto de los amores, es a causa de un
gran pensamiento y no de un instinto.
Se acerca a mí. ¡No sabe quién soy! Me aparto. ¿Qué me importan el rápido y
grosero éxtasis, la comedia sexual? He mirado sobre la humanidad, sobre los
hombres y las mujeres, y sé lo que hacen.
El tufo del café y del tabaco, unido a la tibieza del ambiente, forman una
atmósfera lánguida. Los ruidos, el choque de un platillo, el abrirse y cerrarse de la
puerta de entrada, la exclamación de un jugador, se funden. En todas las caras se posa
un reflejo verdoso. La mía debe ser más impresionante que las de los otros. Parecerá
estragada por el orgullo de haber visto y por la necesidad de ver más.
… Hace un momento, él la llamó «Amada». No sé si es su nombre o una
confesión. No sé los nombres, no sé los detalles, no sé nada de eso. La humanidad me
muestra sus entrañas; deletreo lo profundo de la vida, pero me siento perdido en la
superficie del mundo. Tuve que hacer un esfuerzo, hace un momento, para deslizarme
por entre los transeúntes, sentarme en este lugar público y pedir lo que quería.
… Al pasar por la calle, creí reconocer la silueta de un compañero de hotel a lo
largo de la luz del café. Me eché hacia atrás. No estoy en vena para hablar de cosas
indiferentes; más adelante ya reanudaré esa taciturna costumbre. Bajo la cabeza,

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hacia la mesa, me acodo a ella con los puños en la cabeza, para no ser visto de los
conocidos, si por casualidad pasara alguno.
Ahora camino por las calles. Pasa una mujer. Maquinalmente la sigo… Tiene un
vestido de gro azul; un gran sombrero negro. Es tan distinguida que por la calle es un
poco torpe. Se recoge la falda con bastante torpeza y enseña la fina botita ajustada
alrededor de su pierna delgada con media negra transparente… Me tropiezo con otra;
la miro con avidez… A lo lejos, una grisalla femenina atraviesa la calle; mi corazón
palpita como si despertara.
¿Curiosidad? No, deseo. Hace un instante no tenía deseo, y ahora me aturde…
Me detengo… Soy un hombre como los demás: tengo mis apetitos, mis sordos
deseos; y en la calle gris por la que voy, no sé adónde, quisiera acercarme a un cuerpo
de mujer.
… Imagino la pura desnudez de esa borrosa figurilla que, no lejos de mí, roza las
paredes… Tiene unos pies pequeños que no se ven. Lleva sobre los hombros un
pañuelo. Un bulto en los brazos. Se echa hacia adelante, tal prisa tiene, como si
quisiera, puerilmente, adelantarse a sí misma. Bajo esa pobre sombra hay un cuerpo
de luz, que se ilumina a mis ojos en la liviana vaguedad en que se oculta… Pienso en
la belleza de estrella disimulada que podría revelar, en la irradiación de su cabellera
disimulada y recogida bajo el sombrero, en la gran sonrisa que encubre en la seriedad
de su cara.
Permanezco inmóvil un segundo en mitad de la calle. El fantasma de mujer está
ya lejos. Si hubiese encontrado sus ojos, hubiera sido verdaderamente un dolor.
Siento en mis rasgos una crispación que me desfigura, me transfigura.
Allá arriba, en la imperial de un tranvía, va una muchacha sentada. Su falda, un
poco levantada, se ahueca. Desde abajo se la podría ver toda. Pero un atasco de
coches nos separa. El tranvía se escurre, se disipa como una pesadilla.
En un sentido y otro, la calle está llena de faldas que se balancean, que se ofrecen,
tan ligeras, con sus orlas medio levantadas: ¡Las faldas que se levantan y sin embargo
no se levantan!
En el fondo de un cristal alto y fino de escaparate, me veo adelantándome, un
poco pálido, dilatados los ojos. No es una mujer lo que yo querría, sino todas, y las
busco a mi alrededor, una a una. Pasan y se van, después de haber parecido acercarse
a mí.
Vencido, me he entregado a mí mismo, al azar. He seguido a una mujer que me
acechaba desde su rincón. Luego, caminamos uno al lado del otro. Cambiamos
algunas palabras, y me lleva a su casa. En el rellano de la escalera, cuando abrió la
puerta, he sido sacudido por un estremecimiento de ideal. Luego tuve que sufrir la
escena trivial. Pasó todo tan rápido como una caída.
Me veo otra vez en la acera. No estoy tranquilizado, como lo esperaba. Una

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inmensa turbación me desconcierta. Se diría que no veo ya las cosas como son; veo
demasiado lejos y demasiadas cosas.
¿Qué es lo que me pasa? Me siento en un banco, cansado, superado por mi propio
peso. Empieza a caer la lluvia. Los transeúntes se apresuran, son escasos; luego
aparecen los paraguas chorreando, los canalones se desbordan, las aceras son negras
y brillantes, se extiende el semisilencio, el luto de la lluvia… Mi mal es tener un
sueño más vasto y fuerte de lo que puedo soportar.
¡Desdicha a los que piensen en lo que no tienen! Tienen razón, pero demasiada
razón, y por eso mismo se hallan fuera de lo natural. Los simples, los débiles, los
humildes, pasan despreocupados junto a lo que no es de ellos, se rozan con todo, con
todos y con todas, sin angustias, y eso que esas pequeñas almas desean pequeñas
cosas minuto a minuto. ¡Pero los otros, yo! ¿Qué hacer con ello?
¡Querer atrapar lo que no se tiene, robar! Me ha bastado ver a algunas criaturas
debatirse desde el fondo de su verdad, para penetrarme de la creencia de que el
hombre se mueve y gira en ese sentido, tan seguramente como la tierra gira en el
suyo.
¡Ay! No sólo he aprendido esa simplicidad pavorosa; he sido apresado en su
engranaje. He sufrido su contagio. Mi deseo, el mío, se agrava y se extiende. Quisiera
vivir todas las vidas, pesar en todos los corazones, y me parece que lo que no es mío
se retira de mí y que estoy solo, abandonado.
Y hecho un ovillo sobre este banco, en la ancha calle desierta y movediza por la
lluvia, azotada por el viento, encogiéndome para abrigarme mejor, me desespero
porque lo amo todo como si yo fuera demasiado bueno.
¡Ah! Preveo cómo seré castigado por entrar en los secretos más íntimos de los
hombres. Seré castigado por aquello en lo que pequé. Sufriré lo infinito de la miseria
que leo en los demás. Seré castigado en cada misterio que se calle, en cada mujer que
pase.
Lo infinito no es lo que se cree. Se lo suele colocar en el alma poética de algunos
héroes de leyenda o de obra maestra; nos ataviamos con él como con un traje teatral,
la tumultuosa excepción de algún Hamlet romántico… Lo infinito vive dulcemente
en ese hombre cuyo incierto reflejo me enviaba hace un instante el cristal de un
escaparate, en mí, tal como soy, con mi cara vulgar y mi nombre común, y que
quisiera todo lo que no tengo… Porque no hay razón para que esto termine; voy así
paso a paso sobre las huellas de lo infinito, y este errar sin horizonte es comparable al
de los astros del firmamento. Alzo los ojos extraviados hacia ellos. Sufro. Si alguna
falta he cometido, esta gran desgracia, en la que llora lo imposible, me redime. Pero
no creo en la redención, en ese fárrago moral y religioso. Sufro, y sin duda tengo el
aire de un mártir.
Es menester que vuelva para cumplir este martirio en toda su longitud, en toda su

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pobre longitud; es preciso que siga contemplando. Pierdo mi tiempo en el espacio de
todo el mundo. Vuelvo a mi cuarto, que se abre como un ser.
Paso dos días vacíos, mirando sin ver.
Retomé algunas gestiones, apresuradamente, y logré, no sin trabajo, ganar
algunos días más de respiro, para que me olvidaran otra vez.
Permanecí encerrado entre aquellas cuatro paredes, febrilmente tranquilo y ocioso
como un preso. Gran parte del día daba vueltas por la habitación atraído por la
abertura del tabique, sin atreverme a apartarme de allí.
Transcurrían las largas horas; y al llegar la noche me sentía rendido por mi
infatigable esperanza.
En la noche del segundo día me desperté de pronto. Me encontré, con un
estremecimiento, fuera de mi cama. Mi habitación estaba fría como las calles. Me
estiré a lo largo de la pared, que, bajo mis manos vacilantes, se reveló muerta y
helada.
Miré. El reflejo de la luna entraba en el cuarto contiguo, cuyas persianas no
estaban cerradas como las del mío. Me quedé de pie, en el mismo sitio, todavía
impregnado de sueño, hipnotizado por aquella atmósfera azulada, sin ver claro otra
cosa sino el frío que hacía… Nada… Me sentí solo, como alguien que ha rezado.
Luego estalló una tormenta que amagaba ya al final del día. Empezaron a caer
gotas, las ráfagas de viento se hundían, bruscas y largas, en el espacio. Un zumbar de
truenos sacudía el cielo.
De minuto en minuto arreciaba la lluvia. Ahora el viento soplaba más suave y
seguido. Las nubes ocultaron la luna. A mi alrededor se hizo la oscuridad completa.
La pantalla de la chimenea tembló, y luego se calló. Y sin saber por qué me había
despertado ni por qué estaba allí, permanecí en presencia de esa sombra interminable,
de toda la noche, en presencia del mundo que se levantaba ante mí como un muro.
Entonces, por el negro espacio se deslizó un ruido ligero…
Sin duda, algún lejano estrépito de tormenta. No… Un murmullo muy cercano, un
murmullo o un ruido de pasos.
Alguien… alguien estaba allí… ¡Al fin! El instinto, que me había arrancado de la
estrechez de la cama, no me había engañado.
Hice un esfuerzo enorme con los ojos; pero la oscuridad era impenetrable. Apenas
si la ventana azuleaba en la profundidad espesa, y hasta ignoraba si era ella o si era
yo que la creaba.
Repitióse el rumor, esta vez más prolongado.
Pasos, sí, pasos… Alguien andaba: un aliento, objetos cambiados de sitio, sonidos
furtivos, indefinibles, entrecortados por silencios que me parecían no tener razón…
Un instante después, dudaba… Me preguntaba si no habría sido una alucinación
creada por las sacudidas de mi corazón.

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Pero el sonido de una voz humana llegó divinamente a mí.
¡Qué baja sonaba, y sobre todo, qué extrañamente monótona era aquella voz!
Parecía recitar una letanía o un poema. Retuve el aliento para no ahuyentar esta
aproximación de vida…
… Ella se desdobló… Eran dos voces que se respondían. Desbordaba de ellas una
insondable tristeza, como de todas las voces muy quedas… Una tristeza de música…
Sin duda, tenía ante mí dos amantes refugiados por unos momentos en el cuarto
deshabitado. Dos criaturas había allí, mutuamente atraídas, en la soledad compacta,
en el abismo sin color. E incapaz de distinguirlas, las sentía moverse como mi
corazón en mi pecho.
Buscaba la pareja perdida. Toda mi atención iba a tientas hacia esos dos cuerpos.
En vano. La oscuridad entraba en mis ojos y me cegaba. Cuanto más miraba, más
daño me hacía la sombra. En un instante, sin embargo, creí vislumbrar una forma que
se dibujaba, muy oscura, sobre la ventana oscura… Se detuvo… No… la noche, las
tinieblas inmóviles como un ídolo… ¿Quiénes eran aquellos seres vivientes? ¿Qué
hacían? ¿Dónde estaban, dónde estaban?
Y de pronto, de ese montón de tinieblas oí salir una palabra nítida, que tenía
forma humana: la palabra «¡Aún más!».
¡Aún más!… Este grito salía de la carne de ellos. Me los mostraba por fin. Me
pareció que sus caras, fuera de la bruma, se desnudaban.
Luego, entre apresurados balbuceos, en una especie de combate, brotó otra
palabra, lanzada con voz ahogada y dichosa:
¡Si ellos supiesen!… ¡Si se supiera!
Y estas palabras fueron repetidas con fuerza contenida, con voz cada vez más
baja, hasta el silencio.
Luego rompieron a reír a carcajadas. Y el ruido de un beso se extendió y lo cubrió
todo. En el seno de las sombras acumuladas, este beso surgió como una aparición.
Brilló un relámpago, que transformó durante una fracción de segundo el cuarto en
un asilo descolorido; luego, volvió la noche negra.
El resplandor eléctrico me hizo levantar los párpados, que instintivamente tenía
entornados, ya que mis ojos me resultaban inútiles. Mis miradas invadieron la
habitación, pero no vi alma viviente… ¿Los dos huéspedes que estaban allí se habían
acurrucado en algún rincón y se ocultaban aun de las tinieblas?
Parecía como si no hubiesen visto ese relámpago. Con regularidad desesperante
me asaltaban las mismas palabras, pero más pesadas, menos frecuentes, más
perdidas:
¡Si se supiese!… ¡Si se supiese!
Y yo escuchaba este grito, inclinado sobre ellos, con atención sagrada, como
sobre moribundos.

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¿Por qué este temor eterno que los sacudía y temblaba en sus bocas? ¿Qué loca
necesidad tenían de estar solos y ocultos, para lanzar este pobre grito de gloria
semejante a un grito de auxilio? ¿Qué abominación cometían, qué vicio se escondía
en aquel abrazo?
Recibí un golpe agudo en el corazón. Las dos voces eran demasiado semejantes.
Comprendo: son dos mujeres, dos amantes que vienen en la noche a celebrar su
extraña unión.
¡Ah! Escucho… Nunca me he apoyado tanto en la oscuridad; y verdaderamente,
con toda mi vida, juntas las manos y desorbitados los ojos, interrogo a los negros
amantes que están allí en el lecho de sombra…
Siento la estremecedora apoteosis que las invade:
¡Dios nos ve! ¡Dios nos ve! —balbucea una de las bocas.
¡También ellas tienen necesidad de que dios las vea para embellecerse!… ¡Lo
mismo que los desolados, lo llaman en su ayuda!
… Dudo ahora de que sean dos mujeres. Me parece distinguir la gravedad de una
voz masculina. Escucho, comparo, manoseo estos fragmentos de voces tratando, en
un esfuerzo supremo, de desembarazarme de la sombra.
Luego oigo clarísimamente la ardiente plegaria que estalla, muy por lo bajo, en
palabras que se aprietan, estrujadas por las dos bocas, mojadas, ahogadas en sangre
de besos:
¿Quieres? ¿Quieres?
Y la pregunta toma una gran importancia trémula. Es la pregunta de todo un ser
que se ofrece, entreabierto o rígido.
Luego, de un aletazo sube una gran voz:
Sí.
¡Ah! —balbucea el otro cuerpo.
¿Qué medio misterioso y desordenado intentan para conocerse y tocarse? ¿Qué
forma tiene esa pareja?
¿Qué forma? ¡Qué importa la forma del amor! Salgo de esta ansiedad, y me
parece que asisto de un golpe, a toda la tragedia de amar.
Se aman; lo demás no significa nada. Sean depravados o normales, benditos o
condenados, se aman y se poseen todo lo que es posible aquí abajo.
Se esconden de todos después de haberse llamado; ruedan en las tinieblas como
en sábanas o sudarios; se aprisionan; detestan y huyen de la luz como de un castigo
de honestidad y paz. «¡Si se supiera!», han gritado, llorado y reído. Se glorifican de
su soledad, se flagelan y se acarician con ella. Se han arrojado fuera de la ley, de la
naturaleza, de la vida normal compuesta de sacrificio y de nada. Tratan de unirse;
chocan una con otra sus frentes de mármol. Cada uno se ocupa de su cuerpo; cada
uno se siente estrechado por un cuerpo sin pensamiento. ¡Oh! Qué importa el sexo de

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sus manos buscando a tientas la voluptuosidad dormida, de sus bocas que se aferran,
de sus dos corazones tan ciegos y mudos…
Todos los amantes del mundo son semejantes: se enamoran por casualidad; se ven
y se sienten atraídos por las facciones de sus rostros; se iluminan mutuamente por la
áspera preferencia que es comparable a la locura; afirman la realidad de las ilusiones;
truecan durante un momento la mentira en verdad.
Y en aquel instante oí algunas palabras desgarradas de sus confidencias:
Me perteneces, me perteneces… Te poseo, te tomo…
Sí, te pertenezco…
Ese es el amor por entero, cerca de mí, echándome a la cara, como un incienso,
con su vaivén, el olor y el calor de la vida mientras realiza su obra de demencia y
esterilidad.
Vuelven los diálogos, más dulces y calmos, y los oigo como si se dirigiesen a mí.
Primero, una frase temblorosa, casi soñada:
Adoro nuestras noches, detesto nuestros días.
Y la voz desgrana lentamente sus razones como distraída, en un acunamiento de
satisfacción. A veces se funden las palabras y ya no tienen forma. Las dos bocas están
juntas como dos labios:
De día, se dispersan las personas, se pierden. De noche es cuando se encuentran
verdaderamente.
¡Ah! —dijo la otra voz. Quisiera que nos amáramos de día.
Tal vez… ¡Ah! más adelante…
Las palabras resuenan en un largo y lejano eco. Luego, la voz dijo:
Dentro de poco…
¡Dios mío! —dijo la otra con un temblor de esperanza.
Ya he oído una queja idéntica; es la misma, como si hubiese pocos temas de
quejas en la tierra. «¡Yo que tanto deseé siempre un destino de luz!», oí gemir a la
mujer adúltera.
Luego, en frases cuyos principios se me escapan y que no logro unir unas a otras,
hablan de enramadas soleadas, de parques con céspedes negros, de grandes avenidas
de oro y anchos estanques curvos, tan resplandecientes y centelleantes al mediodía,
que igual que al sol no se les puede mirar.
Anegados de sombras, sombras también ellos, crean la luz. Piensan en el día, se
lo apropian, y sale de sus voces una especie de monumento de azul y de verano.
Y mientras más hablan del sol, sus voces bajan hasta extinguirse.
Tras un silencio más grave y tierno, oigo:
¡Si tú supieras cómo te embellece el amor, cómo ilumina tu sonrisa!
Todo el resto se borra, no se ve más que esa sonrisa.
Luego, la melodía de su ensueño cambia de imágenes sin cambiar de claridad.

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Evocan salones, espejos, y lámparas enguirnaldadas…
Evocan fiestas nocturnas por el agua liviana llena de barcas y globos de colores
rojos, azules, verdes comparables a sombrillas de mujer bajo el sol en un parque.
De nuevo, un silencio; luego, una de las voces vuelve a hablar, en un tono de
súplica, mostrando la inmensa obsesión, la necesidad inmensa de realizar el sueño,
rayando en la locura.
Tengo fiebre. Me parece que tengo el sol en las manos.
Y un instante después, precipitadamente:
¡Estás llorando! Tienes la mejilla mojada como la boca.
Nunca tendremos nada de eso gimió una de las voces implorantes, nunca
tendremos esa luz más que en nuestros ensueños nocturnos, cuando nos encontramos.
¡Lo tendremos! —exclamó la otra voz. Un día se acabarán todas las tristezas.
Añadió magníficamente:
Ya casi lo tenemos. ¡No lo ves!
¡Ah, si se supiese! —volvieron a exclamar, como con algo de remordimiento a
causa de que no se sabía. Todos nos tendrían envidia, ¡hasta los amantes, aun los que
son felices!
Luego repitieron que Dios los veía.
Este grupo de tinieblas esculpido en las tinieblas se hacía la ilusión de que Dios lo
veía y lo tocaba como una iluminación. Sus almas enlazadas vivían con mayor
profundidad y grandeza. Recogí esta palabra: «¡Siempre!».
Aplastados, reducidos a nada, aquellos seres que adivinaba arrastrándose bajo las
sábanas, uno junto a otro, como larvas, decían: «¡Siempre!». Lanzaban el grito
sobrehumano, la palabra sobrenatural y extraordinaria.
Todos los corazones se asemejan en su creación. El pensamiento colmado de lo
desconocido, la sangre nocturna, el deseo comparable a la noche, lanzan su grito de
victoria. Los amantes, cuando se abrazan, luchan cada uno para sí y dicen: «Te amo».
Esperan, lloran, sufren y dicen: «Somos felices». Luego se dejan, ya desfallecientes,
y dicen: «¡Siempre!». Se diría que, en el abismo en que se hunden, han robado el
fuego del cielo como Prometeo.
Y yo los buscaba, atento a sus alientos… ¡Cómo hubiera querido verlos en aquel
instante! Lo deseaba tanto como vivir: descubrir esos gestos, aquella rebeldía, aquel
paraíso, aquellos rostros que tanto exhalaban. Pero no podía llegar a la verdad; apenas
si veía la ventana, a lo lejos, borrosa como una vía láctea, en la inmensidad negra del
cuarto. No oía ya palabras, sino un susurro, que no podía decir si eran sus
consentimientos unidos otra vez o quejas arrancadas a la llaga de sus bocas.
Luego, hasta ese murmullo cesó.
Acaso, sin soltarse, se habían echado a dormir, lejos uno de otro. Acaso se habían
ido a deslumbrarse en otra parte con su único tesoro.

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La tormenta, que parecía haberse calmado, recomenzó y continuó.
Mucho tiempo he luchado contra la sombra; pero es más grande que yo y me
amortaja. Me derrumbo en la cama, y me quedo en la oscuridad y en el silencio. Me
incorporo, balbuceo plegarias; mascullo: De profundis.
De profundiss… ¿Por qué ese grito de terrible esperanza, de miseria, suplicio y
terror sube esta noche de mis entrañas a mis labios?…
Es la confesión de las criaturas. Cualesquiera sean las palabras pronunciadas por
aquellas cuyo destino he vislumbrado, esto era lo que gritaban en el fondo. Y después
de tantas noches y días escuchando, eso es lo que oigo.
Esa invocación desde el abismo hacia la luz, ese esfuerzo de la verdad oculta
hacia la verdad oculta, se eleva de todas partes y de todas partes vuelve a caer, y yo,
habitado por la humanidad, estoy colmado de ese grito.
Yo no sé lo que soy, ni adónde voy, ni lo que hago; pero, yo también he gritado
desde el fondo de mi abismo, hacia un poco de luz.

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VII

La habitación está en el desorden húmedo de la mañana. Amada se encuentra allí con


su marido. Llegan de viaje.
No los oí entrar. Sin duda estaba demasiado cansado.
El tiene puesto el sombrero. Está sentado en una silla al lado del lecho, sin
deshacer, aunque distingo en él la huella dejada por un cuerpo o una pareja.
Ella se está vistiendo. Acabo de verla desaparecer por la puerta del tocador. Miro
al marido, cuyas facciones me parece que presentan una gran regularidad y hasta
cierta nobleza.
La línea de la frente está bien dibujada; sólo la boca y los bigotes son algo
vulgares. Tiene aspecto más sano y fuerte que el amante. La mano, que juega con un
bastón, es fina, y todo él, en conjunto, revela una poderosa elegancia.
Este es el hombre al que ella engaña y odia. Son esa cabeza, esa fisonomía, esa
expresión, las que se han arruinado y desfigurado a sus ojos, y se confunden con su
desgracia.
De pronto, aparece ella. Mis miradas le dan de lleno. Mi corazón se detiene, luego
se ahoga y me tira hacia ella. Está medio desnuda. Una camisa de color malva, corta
y ligera, estirada y ahuecada por sus senos, se ciñe dulcemente, cuando anda, a la
redondez de su vientre.
Vuelve del tocador, algo floja y cansada por las mil naderías que ha hecho allí,
con un cepillo de dientes en la mano, la boca muy mojada y roja, los cabellos sueltos.
Tiene la pierna delgada y bonita y el pie pequeño muy combado sobre el alto tacón
fino del zapato.
La habitación, hecha un caos, está llena de una mezcla de olores: jabón, polvos de
arroz, aroma agudo del agua de colonia en la pesadez de la mañana encerrada.
Ella se ha eclipsado. Reaparece tibia y jabonosa; luego muy fresca, enjugándose
las gotas de agua que resbalan del rostro enrojecido.
El habla, explica un asunto. Ha estirado a medias las piernas, y unas veces la mira
y otras no.
Sabes que los Bernard no aceptaron el negocio de la estación…
Esta vez la sigue con los ojos mientras habla, luego mira a otro lado, deja vagar la
vista sobre la alfombra, chasquea la lengua despechado, fijo en su idea, mientras ella
va y viene, mostrando la curva de sus caderas, su talle nervioso, el pálido vientre y la
espesa sombra del bajo vientre.
Me palpitan las sienes. Toda mi carne va hacia esa mujer casi desnuda y
encantadora en la mañana y en el transparente vestido que encierra su dulce
fragancia… Y siguen resonando las frases triviales del marido, la frase ajena a ella, la

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frase que resulta blasfema, en un aposento donde ella aporta su desnudez.
Ella se pone el corsé, las ligas, los pantalones, la falda.
El hombre continúa en su indiferencia bestial; vuelve a caer en sus reflexiones.
… Ella se ha instalado ante el espejo de la chimenea, con unos potes y otros
objetos. El espejo del tocador no le parece, sin duda, suficiente para lo que quiere
hacer.
Mientras hace su tocado, habla sola, locuaz, alegre, animada, a causa de que aún
están en la primavera del día.
… Y se aplica y se multiplica; tarda mucho tiempo en arreglarse, pero son horas
importantes y aprovechadas. Y además se apresura.
Ahora abre un armario y saca un traje frágil y ligero, que sostiene en sus brazos,
hacia adelante, como una nidada de pájaros.
Se pone ese traje. Luego, de pronto, se le ocurre una idea y sus manos se
detienen.
No, no, no, decididamente dice. Se quita el traje y va a buscar otro: una falda
oscura y una blusa.
Saca el sombrero, arregla un poco la cinta, mantiene cerca de su cara, ante el
espejo, el adorno de rosas del sombrero, y satisfecha sin duda, canturrea… ¡Él no la
mira, y cuando la mira no la ve! ¡Ah! Esto es solemne; es un drama, un drama sordo,
y, por lo mismo, mucho más angustioso. Ese hombre no es feliz, y sin embargo, yo
envidio su dicha. Díganme qué puede responderse a esto, sino que la dicha está en
nosotros, en cada uno de nosotros, y que es el deseo de lo que no se tiene.
Esos seres están juntos, pero, en verdad, se hallan ausentes el uno del otro; se han
abandonado sin abandonarse. Hay sobre ellos una especie de intriga y de nada. Ya no
se volverán a unir, porque entre ellos el amor terminado ocupa todo el lugar. Ese
silencio, esa ignorancia mutua, son lo más cruel que hay en la tierra. No amarse ya es
peor que odiarse, porque, por más que digan, la muerte es peor que el sufrimiento.
Tengo piedad de aquellos que andan de a dos, encadenados por la indiferencia.
Tengo piedad del pobre corazón que posee tan poco tiempo lo que posee; tengo
piedad de los hombres que tienen un corazón para no amar más.
Y por un instante, ante esta escena tan simple y desgarradora, sufro un poco el
martirio enorme, incontable, de los que ya no sufren.
Ella ha terminado de vestirse. Se puso una chaqueta del color de la falda, que
mostraba ampliamente su blusa de lencería, cuya parte alta es transparente y rosada,
al comienzo y en la aurora de su cuerpo. Y se va.
El también se dispone a irse por su lado. Vuelve a abrirse la puerta. ¿Es ella que
vuelve?… No; es la criada. Hace ademán de retirarse.
Venía a arreglar el cuarto, pero si molesto al señor…
No; puede usted quedarse.

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La criada acomoda unos objetos, cierra cajones… El ha alzado la cabeza y la
sigue con el rabillo del ojo.
Se levanta y se aproxima, torpe, como fascinado… Un pataleo, un grito que se
ahoga en una carcajada; ella suelta su cepillo y la prenda que tenía en las manos… El
la abraza por detrás y con ambas manos estruja a través de los pechos de la
muchacha.
¡Ah! Bueno, en verdad… ¿qué le pasa a usted?
El no responde, la cara inyectada de sangre, fijos los ojos, ciegos. Apenas puede
lanzar un grito inarticulado: la palabra es muda donde sólo piensa el vientre… Por
entre los labios encendidos, ligeramente levantados hasta enseñar los dientes, un
jadeo de máquina… Se ha agarrado a aquella carne, el vientre pegado a la grupa,
como si fuese un mono o un león.
Ella ríe con su ancha cara rubicunda. El pelo a medias suelto le cae sobre la
frente, y sus abultados pechos se hunden bajo los dedos crispados que los aprietan.
El trata de sacarle la falda, de levantársela. Ella junta los muslos y se sujeta la
falda con las manos. No lo logra del todo. Se le ven las medias, que hacen arrugas
sobre la pierna redonda y vasta, una punta de la camisa y sus chancletas. Patalean
sobre el vestido de Amada, que la muchacha soltó de las manos y que está
delicadamente caído.
Luego, ella considera que esto dura demasiado:
¡Ah, no; basta ya, largo!
Él no dice nada, acerca su mandíbula a la nuca como las fauces del deseo; ella se
enoja:
¡Basta! ¡Déjeme en paz!
El acaba por dejarla, y se va riendo con una risa condenada, de vergüenza y de
cinismo, tambaleándose por efecto de una enorme excitación.
Va a la calle, entre las mujeres que pasan, obsesionado por una pesadilla que les
levanta las faldas.
La savia burbujea en él y quiere salir. Si lo que le obsesiona no saliera, se le
subiría a la cabeza como la leche a las madres. Allí va ese impreciso padre de
hombres, a tientas, con los brazos extendidos para el abrazo, corroído por una herida
que terminará, tambaleándose hacia una cama, con todo su peso.
Pero lo que le mueve no es sólo el enorme instinto; porque hace un instante
revoloteaba delante de él una mujer exquisita (y la luz que jugaba con sus velos
aéreos mostraba y nimbaba todo su cuerpo) y no la deseó.
Acaso se hubiera ella negado, quizás existe algún pacto entre los dos… Pero yo vi
muy claro que no la deseaba ni con los ojos: esos ojos que se le iluminaron en cuanto
esta muchacha, esta innoble Venus de pelo sucio y uñas negras, apareció en el cuarto;
y de ella sí estaban hambrientos.

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Todo porque no la conoce, porque es otra mujer que la que conoce. Tener lo que
no se tiene… Así, por raro que pueda parecer, es una idea, una alta idea eterna que
guía al instinto. Es una idea, lo que ante una mujer desconocida cambia al hombre en
una fiera que acecha con la atención reconcentrada y las miradas como zarpas,
movido por un encarnizamiento tan trágico como si necesitara asesinarla para vivir.
Yo a quien es dado dominar estas crisis humanas tan desatadas, que Dios a su
lado resulta inútil comprendo que muchas cosas que ponemos fuera de nosotros están
en nosotros, y ése es todo el secreto. ¡Cómo caen los velos, cómo aparecen las
simplicidades y la sencillez!
El almuerzo en la mesa redonda, tuvo para mí un mágico atractivo. Escudriñaba
las caras, por tratar de sorprender a los dos seres que se habían amado durante la
noche.
Fue en balde que yo interrogase los semblantes de dos en dos y tratase de ver un
punto de semejanza; no tuve guía. No pude conocerlos más que cuando estaban
sumidos en la noche negra.
… Hay cinco muchachas o mujeres jóvenes. Es una de ellas por lo menos, la que
guarda encerrado en su cuerpo el vivo y ardiente recuerdo. Pero una voluntad más
fuerte que la mía cierra su rostro. No acierto, y me agobia la nada que veo.
Se han ido una a una. No sé… ¡Ah! Mis dos manos se crispan en lo infinito de la
incertidumbre y aprietan el vacío entre sus dedos; mi cara está ahí, precisa, frente a
todo.
¡Aquella señora!… ¡Reconozco a Amada! Habla con la patrona junto a la
ventana. No la vi enseguida a causa de los huéspedes que se interponían entre
nosotros.
Come unas uvas con gran delicadeza y gestos un poco estudiados.
Me vuelvo hacia ella. Se llama señora Montgeron o Montgerot. Ese nombre me
parece raro. ¿Por qué se llamará así? Me parece que ese nombre no le sienta o es
inútil. Me impresiona el carácter artificial de las personas y de los signos.
El almuerzo toca a su fin. Se ha ido casi todo el mundo. Las tazas de café, las
copitas pegajosas del licor están esparcidas por la mesa, donde brilla un rayo de sol
que hace ondas en el mantel y centellea en los vasos. Una mancha de café, extendida,
seca, olorosa.
Me uno a la conversación de la señora Lemercier y de ella. Me mira. Y apenas si
reconozco su mirada, que he visto toda entera.
El mucamo llega a la patrona y le dice por lo bajo unas palabras. La señora
Lemercier se levanta, se excusa y se retira. Estoy al lado de Amada desde hace un
momento. No hay en el comedor más que dos o tres personas, que discurren sobre el
modo de pasar la tarde.
No sé qué decirle a esta señora. Nuestra conversación languidece, decae.

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Seguramente supone que ella no me interesa, una mujer cuyo corazón veo y cuyo
destino conozco tan bien como Dios podría conocerlo.
Alarga la mano hacia un periódico que lleva hacia la mesa, se absorbe un instante
en la lectura, luego dobla la hoja, se levanta y se va.
Desalentado por la trivialidad de la vida y amodorrado además por la hora, pongo
los codos sobre la mesa infinita, iluminada por el sol, sobre la mesa que se desvanece,
hago un esfuerzo para que no se me aflojen los brazos, se me hunda el mentón ni se
me cierren los párpados.
Y en el salón que abandonaron los huéspedes, discretamente asaltado ya por los
criados, que tienen prisa por quitar los manteles y arreglarlo otra vez para la comida
de la noche, me quedo casi solo, sin saber si soy muy dichoso o muy desgraciado, sin
saber qué es lo real y qué lo sobrenatural.
Luego, lo comprendo, dulce, pesadamente… Miro a mi alrededor, contemplo
todas esta cosas simples y apacibles, cierro los ojos y me digo, como un elegido que
poco a poco se da cuenta de su revelación: «Pero lo infinito está aquí; es verdad, no
puedo ya ponerlo en duda». Esta afirmación se impone: no hay cosas extrañas; lo
sobrenatural no existe, o mejor dicho, está en todas partes. Está en la realidad, en la
simplicidad, en la paz. Está aquí, entre estas paredes que aguardan con todo su peso.
Lo real y lo sobrenatural son la misma cosa.
No puede haber misterio en la vida, como no puede haber otro espacio en el cielo.
Yo, que soy semejante a los demás, estoy modelado en infinito. Pero ante mí ¡qué
borroso y confuso se presenta todo! Y pienso en mí; en mí, que no puedo ni
conocerme bien ni deshacerme de mí; en mí, que soy como una sombra pesada entre
mi corazón y el sol.

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XVIII

El mismo fondo los rodeaba, los envolvía la misma penumbra que la primera vez que
los vi juntos. Amada y su amante estaban sentados, no lejos de mí, uno al lado del
otro. Sin duda hacía ya un rato que hablaban cuando me incliné hacia ellos.
Ella estaba detrás de él, en el canapé, oculta por la sombra de la noche y la
sombra del hombre. El, pálido y borroso, las manos en las rodillas, estaba inclinado
hacia adelante en el vacío.
La noche aún se hallaba revestida de la dulzura gris y sedosa de la tarde; pronto
quedaría desnuda. Iba a caer sobre ellos como una de esas enfermedades de las que
uno no sabe si curará. Parecía que, al presentirlo, procurasen defenderse y quisiesen
tomar contra las tinieblas fatales, las precauciones sutiles de las palabras y de los
pensamientos.
Empeñábanse en hablar de unas cosas y otras, sin fuerza, sin interés. Oí nombres
de lugares y de personas; hablaron de una estación, de un paseo público, de un
vendedor de flores.
De pronto calló ella, y me pareció que se ensombrecía, y ocultó el rostro entre sus
manos.
El la tomó por las muñecas, con una lentitud triste que indicaba qué
acostumbrado estaba a esos desfallecimientos, y le habló sin saber qué decir,
balbuceando, acercándose a ella como podía:
¿Por qué lloras? Dime por qué lloras.
Ella no respondió; luego se quitó las manos de los ojos y lo miró:
¿Por qué? ¡Si yo lo supiera! —dijo. Las lágrimas no son palabras.
Yo la veía llorar, anegarse en lágrimas. ¡Ah, qué importante es hallarse en
presencia de un ser razonable que llora! Una criatura demasiado débil y quebrantada
que llora, da la misma impresión que un dios todopoderoso al que se le ruega; porque,
en su flaqueza y en su derrota, está por encima de las fuerzas humanas.
Una especie de admiración supersticiosa se apoderó de mí, ante aquel rostro de
mujer bañado por la inagotable fuente, ante aquel rostro al mismo tiempo sincero y
verídico.
Ella dejó de llorar. Levantó la cabeza, y sin que él le preguntase, dijo:
Lloro porque uno está solo.
»No se puede salir de sí misma, no se puede ni siquiera hacer confidencias; me
siento sola. Y luego, todo pasa, cambia, huye, y desde el momento que todo huye, se
está sola. Hay horas en que veo esto más claro que en otras. Y entonces, qué podría
impedirme llorar.
En la tristeza en que por momentos naufragaba, tuvo un ligero estremecimiento

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de orgullo. En su máscara de melancolía vislumbré el dulce mohín de una sonrisa.
Yo soy más sensible que los demás. En mí repercuten cosas que para la gente
pasarían inadvertidas. Y en esos instantes de lucidez, cuando me miro, veo que estoy
sola, completamente sola.
Inquieto al ver que aumentaba su congoja, él trató de reanimarla:
Nosotros no podemos decir eso, porque hemos rehecho nuestro destino… Tú has
llevado a cabo un gran acto de voluntad…
Pero estas palabras fueron arrebatadas como manojos de paja.
¡Para qué! Todo es inútil. Por más que he hecho, sigo sola.
»¡No ha de ser un adulterio lo que cambie la faz de las cosas, aunque esa palabra
sea dulce!
»No se llega a la dicha por medio del mal; ni tampoco por medio de la virtud. Ni
siquiera con ese fuego sagrado de las grandes resoluciones instintivas, que no es el
bien ni el mal. Con nada de eso se llega a la felicidad; nunca se llega hasta ella».
Se detuvo, y dijo como si sintiese que el destino se le venía encima:
Sí, sé que he hecho mal; que los que más me quieren me aborrecerían de muchas
maneras si supiesen… ¡Si lo supiese mi madre, que es tan indulgente, se sentiría tan
desgraciada! Sé que nuestro amor está hecho con la reprobación de todo lo que es
prudente y justo y con las lágrimas de mi madre. ¡Pero esta vergüenza de nada sirve
ya! ¡Oh, madre! ¡Si lo supiese, tendría piedad de mi dicha!
El murmuró quedamente:
Eres mala…
Ella acarició la frente del hombre con un ligero revolotear de su mano, y con voz
sobrenaturalmente segura dijo:
De sobra sabes que no merezco ese nombre. Sabes que hablo por encima de
nosotros.
»Muy bien sabes, mejor que yo, que estamos solos. Un día que yo hablaba de la
alegría de vivir y tú estabas iluminado de tristeza, como lo estoy yo hoy, me dijiste,
después de mirarme, que no sabías qué pensaba yo, a pesar de mis palabras; que no
sabías si la sangre que me subía a la cara era un maquillaje viviente.
»Nuestros pensamientos, así los más grandes como los más pequeños, sólo son
nuestros. Todo nos arroja a nosotros mismos y nos condena a nosotros solos. Dijiste
aquel día: «Hay cosas que me ocultas, y que nunca sabré aunque me las digas». Me
demostraste que el amor no es sino una especie de fiesta de nuestra soledad, y
concluiste por decirme, ahogándome en tus brazos: «Nuestro amor, soy yo». Y yo te
respondí con la respuesta ¡ay! inevitable: «Nuestro amor, soy yo».
El quiso hablar. Ella le puso la mano en la boca con un gesto amistoso y
desesperado, y más alto, con una armonía más trémula y penetrante:
Escucha… Tómame, apriétame los dedos, levanta mis párpados, reclina todo tu

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pecho contra el mío; húrgame con tus manos o tu carne; abrázame mucho, mucho
tiempo, hasta que respires con mi boca, hasta que no sepamos ya cuáles son nuestras
bocas; haz de mí lo que quieras para acercarte, acercarte… Y respóndeme: «Aquí
estoy para sufrir ¿Sientes mi dolor?».
El no dijo nada, y en el sudario crepuscular que los envolvía y los anegaba
inútilmente uno sobre otro, vi que su cabeza hacía el inútil gesto de negativa… Vi
toda la miseria que se exhalaba de aquel grupo que, por una vez, por azar, en la
sombra, no sabía ya mentir.
Es cierto que están ahí y que nada los une. Hay un vacío entre ellos. Es inútil que
hablen, que actúen, que se rebelen, que se levanten con rabia, que se debatan y
amenacen; el aislamiento los domina. Veo que nada los une, nada.
¡Ah! —dijo ella. No hablemos más, no hablemos jamás de dolor y de alegría; su
división es verdaderamente un acto demasiado imposible. Pero hasta la penetración
del espíritu por el espíritu nos está vedada. No hay en el mundo dos seres que hablen
el mismo lenguaje. En ciertos momentos, sin razón alguna, unos se acercan; luego,
sin razón suficiente, vuelven a alejarse. Nos tropezamos, nos acariciamos, nos
llagamos y mutilamos; reímos cuando habríamos de llorar, sin que podamos hacer
nada. Una pareja es siempre loca. Eres tú mismo quien lo ha dicho; yo no inventé esa
frase. Tú, que tienes tanta inteligencia y tanto sabes, me dijiste que dos interlocutores
son dos ciegos, uno frente a otro, y casi dos mudos, y que dos amantes que ruedan
juntos, continúan siendo tan ajenos como el viento y el mar. Un interés personal o una
orientación diferente de los sentimientos e ideas, un cansancio, o, por el contrario,
una acerada punta de deseo, distraen la tensión, impiden su verdadera pureza. Cuando
se escucha, no se oye; cuando se oye, no se entiende. Toda pareja es siempre loca.
El parecía acostumbrado ya a estos tristes monólogos, recitados en el mismo tono,
inmensas letanías a lo imposible. No contestaba. La tenía, la mecía un poco, la
mimaba con cuidado y ternura. Parecía conducirse con ella como con un niño
enfermo, al que se cuida sin darle explicaciones… Y así, estaba tan lejos de ella
cuanto era posible estarlo.
Pero se conmovía a su contacto. Aun agobiada, caída y desolada, palpitaba
cálidamente junto a él; hasta viéndola herida, ansiaba él esa presa. Distinguí brillar
sus ojos mientras ella se entregaba a la tristeza, con una entrega perfecta de sí. Se
inclinó sobre ella. Lo que quería era su cuerpo. Dejaba de lado las palabras que ella
decía; le eran indiferentes, no lo acariciaban. ¡Él la quería a ella, a ella!
¡Separación! Eran muy semejantes en ideas y alma, y en aquel momento se
ayudaban mutuamente. Pero yo, espectador liberado de los hombres, que lanza por
encima sus miradas, notaba que eran ajenos y que no se veían ni se entendían… Ella,
triste y algo animada quizá por el orgullo de persuadir; él, excitado y deseoso, tierno
y animal. Se contestaban como mejor podían, pero no les era posible hacerse

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concesiones, y trataban de vencerse. Y esta especie de terrible combate me
desgarraba.
Ella comprendió su deseo, y con tono lastimero, como una niña descubierta en
falta, dijo:
Estoy indispuesta…
Luego la acometió un triste frenesí. Se levantó y apartó sus ropas, se liberó de
ellas como de una prisión viva, y se ofreció a él, casi desnuda, del todo sacrificada,
con su herida de mujer y su corazón.
… El gran velamen oscuro de las ropas se abrió y cerró.
Y una vez más se cumplió la confusión de los cuerpos y la lenta caricia ritmada y
sin límites. Y una vez más contemplé la cara del hombre mientras le invadía el
deleite. ¡Ah! ¡Lo vi muy bien: estaba solo!
Pensaba en sí mismo; se amaba. Con la cara hinchada de venas, ahogado de
sangre, se amaba. Se extasiaba mediante la mujer, instrumento carnal como él.
Pensaba en sí, maravillado. Era feliz con todo su cuerpo y todo el pensamiento. Su
alma, su alma brotó, irradió, se asomó toda a su semblante… Flotaba en la alegría…
Susurraba palabras de adoración. Divinizado por ella, la bendecía.
No están unidos porque tiemblan y se mueven a un tiempo y un poco de su carne
les sea común. Por el contrario, están solos, hasta el deslumbramiento. Cada uno de
ellos cae y no sabe dónde, con la boca y los brazos entreabiertos. Gozar juntos. ¡Qué
desunión!
Luego se levantan, se sacuden el ensueño bruscamente cortado que los arrojó por
tierra.
El parece tan triste como ella. Me inclino para aprehender su palabra, queda como
un suspiro. Dice:
¡Si yo hubiera sabido!
Ambos, postrados, pero más desconfiados uno con respecto al otro, como si
tuviesen un crimen por medio, en la pesada oscuridad, en el fango de la noche,
parecen arrastrarse lentamente hacia la ventana gris, que aclara un poco de luz.
¡Cómo se parecen a lo que fueron la otra noche! Es como la otra vez. Nunca he
sentido hasta este punto la impresión de que las acciones son vanas y pasan como
fantasmas.
El hombre tiembla, y vencido, despojado de todo su orgullo, de todo su pudor
viril, no tiene ya fuerzas para contener la confesión de un vergonzoso
arrepentimiento.
No puede uno dominarse balbucea, bajando más la cabeza. Es una fatalidad.
Se toman de las manos, temblando, jadeando, golpeados, martilleados por sus
propios corazones.
¡Una fatalidad!

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Ven más allá de la carne y del acto consumado, cuando hablan así. La desilusión
sexual, por sí sola, no los hundiría hasta ese punto, en esa servidumbre de
remordimiento y de asco. Ven más allá. Se sienten invadidos por una impresión de
verdad desierta, de sequedad, de una nada creciente, al pensar que tantas veces han
tomado y soltado y vuelto a tomar en vano, su frágil ideal carnal.
Sienten que todo pasa, que todo se gasta y termina, que todo lo que no está
muerto, va a morir, y que ni siquiera los lazos ilusorios que los unen son perdurables.
El eco de las palabras de la inspirada resuena como el recuerdo de una espléndida
música que permanece: «Desde el momento que todo huye, estamos solos».
Pero ni ese triste pensamiento los acerca; por el contrario, son dos, al mismo
tiempo, doblegados en el mismo sentido… Un mismo escalofrío, llegado del mismo
misterio, los empuja hacia el mismo infinito. Están separados por toda la fuerza de
sus dolores. ¡Sufrir juntos, ay, qué desunión!
Y la condenación del amor mismo sale de ella, fluye y cae de ella en un grito de
agonía:
¡Oh, nuestro grande, nuestro inmenso amor! ¡Siento que poco a poco me voy
consolando de él!
Ella echó atrás la cabeza y alzó los ojos.
¡Oh, la primera vez! —dijo.
Y añadió, mientras ambos veían aquella primera vez en que sus dos manos se
encontraron por entre los seres y las cosas:
Ya sabía yo que toda esa emoción moriría un día, y a pesar de tus palpitantes
promesas, no hubiese querido que el tiempo pasase.
»Pero el tiempo ha pasado. Casi no nos amamos ya…
Hizo un ademán que volvió a caer.
No eres tú solo, querido mío, quien se va, sino yo también. Creí al principio que
eras tú solo, pero luego he comprendido, pobre corazón mío, que, a pesar tuyo, no
podía nada contra el tiempo.
Dijo lentamente, mirándolo y luego apartando los ojos de él, para después volver
a mirarlo:
¡Ay! Quizás un día te diré: «ya no te amo». ¡Ay! ¡Ay! Quizás un día te diga:
«Nunca te he amado».
Esa es la llaga: el tiempo que pasa y que nos cambia. La separación de seres que
se enfrentan no es nada en su comparación. Podríamos vivir a pesar de eso. ¡Pero el
tiempo que pasa! Envejecer, pensar de otro modo, morir. Yo envejezco y muero. He
tardado mucho en comprenderlo, puedes imaginarlo. Envejezco; no soy vieja, pero
envejezco. Tengo ya algunas canas. La primera cana, ¡qué golpe! Un día, al mirarme
al espejo, lista ya para salir, vi en una de mis sienes dos canas. ¡Ah! Eso es serio; es
una advertencia franca, de lleno. Aquella vez, me senté en un rincón del cuarto, vi en

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conjunto toda mi existencia, desde el principio hasta el fin, y creí que me había
engañado cada vez que reí. ¡Canas yo también! ¡Yo!… Pues sí, yo. Había visto
muchas veces la muerte a mi alrededor, pero mi muerte, la mía, no la había visto. Y
ahora la veía, aprendía que era un asunto entre ella y yo.
»¡Ah! Librarse de ese desteñimiento, que cae entre nosotros, que nos apresa como
a monigotes, desde arriba; de esa extinción del color de los cabellos, que nos cubre
con la palidez del sudario, de la osamenta y de las losas…».
Se levantó y gritó en el vacío: ¡Escapar de la red de las arrugas!
Ella continuó:
Yo me digo: «Dulcemente, vas hacia allí, ya llegas. Se secará tu piel. Tus ojos,
que hasta en sueños sonríen, llorarán solos… Tus senos y tu vientre se ajarán, como
los pingajos de tu esqueleto. El cansancio de vivir apartará tus mandíbulas, que
bostezarán continuamente, y sin cesar tiritarás a causa del gran frío. Tu cara será
terrosa. Tus palabras, que antes parecían seductoras, luego serán odiosas cuando se
quiebren. La ropa, que te ocultaba demasiado a los ojos del tropel masculino, no
ocultará luego bastante tu desnudez, y apartarán de ti los ojos, y ni siquiera se
atreverán a pensar en ti».
Sofocada, llevándose las manos a la boca, se ahogaba, se ahogaba de verdad,
como si verdaderamente tuviese demasiadas cosas que decir. Y esto era magnífico y
aterrador.
El la tomó en sus brazos, perdido. Pero ella parecía delirar, arrebatada por el
universal dolor. Se hubiera dicho que acababa de enterarse de la verdad, fúnebre
como una mala noticia inesperada, de un nuevo duelo.
Te amo, pero amo al pasado aún más que a ti. Lo quisiera, lo quisiera, me
consumo por él. ¡El pasado! ¡Oh! ¿ves? Lloraré, sufriré, mientras el pasado no exista.
Pero en vano es amarlo, ya no se moverá… Por doquiera la muerte: en la fealdad
de lo que fue demasiado tiempo hermoso, en la suciedad de lo que fue claro y puro,
en el castigo de los rostros que amábamos, en el olvido de lo que está lejos, en la
costumbre, ese olvido de lo que está cerca. Sólo vislumbraremos la vida: mañana,
primavera, esperanza, y sólo tenemos tiempo de ver bien la muerte… Desde que el
mundo es mundo, la muerte es lo único palpable. Sobre ella caminamos y hacia ella
vamos. ¿De qué sirve ser hermosa y tener pudor? Caminarán sobre nosotros. Hay en
el fondo de la tierra muchos más muertos, que vivos en su superficie; y nosotros,
tenemos más muerte que vida. No son sólo los otros seres (nuestros seres) los que en
otro tiempo nos rodeaban, y ahora yacen aniquilados, sino que también, de año en
año, la mayor parte de nosotros mismos muere. Y lo que aún no es morirá también.
Casi todo está muerto.
»Llegará un día en que yo no exista. Lloro porque seguramente, he de morir.
»¡Mi muerte! Me pregunto cómo podemos vivir, hacernos ilusiones, dormir,

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cuando hemos de morirnos. Estamos cansados, ebrios.
»A pesar del inmenso, del paciente, del eterno esfuerzo y de los grandes asaltos
deliberados de la energía, se oyen las mentiras del destino en los juramentos que
hacemos. Yo las oigo. Cada vez que decimos sí interviene un no infinitamente más
fuerte y verdadero, que sube y se apodera de todo.
»¡Ah! Hay momentos, de noche sobre todo, en que parece que el tiempo vacila,
gastado y dulcificado por nuestros corazones. Gozamos del espejismo delicioso de
una inmovilidad de las horas. Pero eso no es verdad. Existe en todo una nada
invencible, y pasamos la vida emponzoñados por ella.
»Mira, querido mío, cuando se piensa en esto, se perdona; se sonríe, ya no
sentimos encono contra nadie, pero esta especie de bondad vencida es más pesada
que todo».
Él le besaba las manos, inclinado sobre ella. La cubría de un tibio y piadoso
silencio; pero, como siempre, yo sentía que era dueño de sí mismo…
Ella hablaba con una voz cantarina y cambiante:
Siempre he pensado en la muerte. Una vez le confesé a mi marido esta obsesión.
Se puso furioso. Me dijo que estaba neurasténica y que era preciso que me cuidara.
Me comprometió para que fuese como él, que nunca pensaba en esas cosas, porque
era sano y equilibrado de espíritu.
»Eso no es verdad. El era quien estaba enfermo de tranquilidad e indiferencia:
una parálisis, una enfermedad gris, y su ceguera era una enfermedad, y su sosiego el
de un perro que vive por vivir, de una bestia con cara humana.
»¿Qué hacer? ¿Rezar? No; el eterno diálogo en que siempre uno está solo, es
agobiante. ¿Entregarse a una ocupación, trabajar? Sería en vano. ¿El trabajo no es
una cosa que siempre tenemos que rehacer? ¿Tener hijos y criarlos? Eso da la
impresión de que termina una y vuelve a empezar inútilmente. Sin embargo, ¡quién
sabe!».
Por primera vez se ablandaba.
La asiduidad, la sumisión, la humillación de ser madre, me faltaron. Quizás eso
me hubiese guiado en la vida. Soy huérfana de un niño…
Por un instante, la vista baja, caídas las manos, dejando que reinase la maternidad
en su corazón, sólo pensó en amar y añorar el hijo ausente, sin advertir que si lo
consideraba como la única salvación posible era porque no lo tenía…
¿La caridad?… Dicen que lo hace olvidar todo.
Luego murmuró, mientras yo sentía el estremecimiento de frío lluvioso de la
noche y de todos los inviernos que fueron y serán:
¡Ah, sí, ser buena! Ir a repartir limosnas contigo por los caminos cubiertos de
nieve, envuelta en una gran capa de pieles.
Hizo un ademán de cansancio.

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No sé.
»Me parece que no es eso, todo eso es aturdirse y en nada cambia la verdad,
porque todo esto no es la verdad… ¿Qué es lo que ha de salvarnos? Y además,
¡aunque nos salváramos! ¡Moriremos, vamos a morir!».
Gritó:
Demasiado sabes que la tierra aguarda nuestros ataúdes, y que los tendrá, y no ha
de tardar mucho.
Salió de su llanto, se secó los ojos, adoptó un tono positivo tan sosegado que daba
impresión de extravío:
Querría hacerte una pregunta. Respóndeme con sinceridad. ¿Has tenido el valor
alguna vez, mi querido, aun en el fondo más secreto de ti, para proponerte una fecha,
una fecha relativamente remota, pero precisa, absoluta, con cuatro cifras, y decirte:
«Por mucho que yo viva, para esa fecha ya me habré muerto, mientras todo
continuará, y poco a poco, mis lugares vacíos se irán destruyendo o colmando?».
El tembló ante lo directo de esta pregunta. Pero me pareció que trataba sobre todo
de evitar darle una respuesta, que avivaría su obsesión. Era evidente que comprendía
él todas estas cosas entre las cuales resonaba a veces, según afirmaba ella, un eco de
sus palabras, pero parecía comprender sólo teóricamente, a la luz de las grandes ideas
y en una fiebre filosófica o artística distinta de su sensibilidad.
Mientras que ella estaba sacudida y aplastada por la emoción personal y su
razonamiento sangraba…
Ella permaneció un rato atenta, inmóvil. Luego, después de dudarlo, añadió en
voz baja, atropellada, con un movimiento más desesperado de su exaltado dolor:
¿No sabes qué hice ayer? No me riñas. Estuve en el cementerio, en el Pére—
Lachaise. Anduve por las alamedas, y luego, por entre las tumbas, fui hasta el
panteón de mi familia, el mismo donde, apartando una losa, bajarán mi ataúd con
cuerdas. Y me dije: «Aquí será donde mi cortejo fúnebre vendrá un día, un día
próximo o lejano, pero seguramente un día, a eso de las once de la mañana».
»Estaba cansada y hube de apoyarme en un sepulcro; y por una especie de
contagio del silencio, del mármol y de la tierra, tuve la visión de mi entierro. El
camino era en subida y fatigoso. Había que tirar de los caballos del coche fúnebre por
la brida (muchas veces lo ha visto hacer así en aquel sitio). Era terrible tener que
subir aquel camino en tales circunstancias. Cuantos me conocían y amaban estaban
allí, vestidos de luto; y el cortejo se apiñó, desparramado, por entre las losas
sepulcrales (es absurdo, esas piedras tan pesadas sobre los muertos) y por entre los
panteones, cerrados como casas, a la sombra de esa tumba que tiene forma de capilla
o rozando aquel panteón que está cubierto de un sillar de mármol nuevo, todavía
bastante nuevo para dar la nota clara. Yo estaba allí… en el coche fúnebre, o mejor
dicho, no era yo. Ella estaba allí… Y todos en aquel momento me amaban con terror;

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y todos pensaban en mí, pensaban en mi cuerpo. La muerte de una mujer tiene algo
de impúdico, porque hace pensar en toda ella.
»Y tú también estabas allí, con tu pobre carita crispada de dolor y de energía
mudas, y nuestro gran amor no era ya más que tú y mi imagen, y ni siquiera tenías el
derecho a hablar de mí… Y al fin te fuiste, como si nunca me hubieras amado.
»Y al regresar, helada, me dije que esta pesadilla era la más real de las realidades,
la cosa servilla, verdadera por excelencia, y que a su lado todas las acciones que yo
viviese en plena vida no eran sino espejismos».
Lanzó un grito apagado, que la hizo estremecer largo rato.
¡Qué desolación arrastré conmigo hasta mi casa! Fuera, mi tristeza lo nublaba
todo, aunque brillase el sol. ¡Los estragos que hacemos en toda la naturaleza que nos
rodea, el mundo de dolor que traemos al mundo! No hay buen tiempo que resista
cuando nuestra tristeza avanza.
»Todo me pareció herido, condenado por el ángel malo de la verdad, que nunca
vemos.
»La casa se me apareció como es verdaderamente en el fondo: desnuda,
agujereada, blanqueante…
Y de pronto, ella recuerda una cosa que él le dijo; la recuerda con una suerte de
ingenio extraordinario, de admirable habilidad para taparle de antemano la boca y
torturarse más.
¡Ah, mira, oye!… ¿Te acuerdas?… Una noche, a la luz de la lámpara. Yo hojeaba
un libro; tú me mirabas. Te acercaste a mí, te arrodillaste. Me rodeaste la cintura,
pusiste la frente en mis rodillas y lloraste. Aún oigo tu voz. «Pienso decías que este
momento no volverá. Pienso en que vas a cambiar y morirte, en que te vas, y en que
ahora, sin embargo, estás aquí… Pienso, con inmenso fervor de verdad, en lo
preciosos que son los instantes, en lo preciosa que tú eres, tú, que ya no volverás a ser
lo que eres, e imploro y adoro tu presencia indecible de este momento». Miraste mis
manos, te parecieron pequeñas y blancas, y dijiste que era un tesoro extraordinario
que desaparecería. Luego repetiste: «Te adoro», con voz tan trémula, que yo nunca he
oído nada más verdadero ni hermoso, porque tú tenías razón a la manera de un dios.
»Y otra cosa más: una noche que habíamos estado mucho tiempo juntos, sin que
nadie pudiera disipar tus sombrías preocupaciones, te tapaste la cara con las manos y
me dijiste esta frase espantosa, que me traspasó y se quedó clavada en la herida:
«Cambias, has cambiado; no me atrevo a mirarte por miedo de no verte».
»Recuerda, fue aquella noche cuando me hablaste de las flores cortadas:
cadáveres de flores, como tú decías, comparándolas con pajarillos muertos. Sí, fue la
noche de aquella gran maldición que nunca olvidaré, y que tú lanzaste de golpe,
como si llevaras muchas en el corazón, a propósito de las flores cortadas.
»¡Cuánta razón tenías en sentirte vencido por el tiempo, en humillarte y decir que

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nada somos, ya que todo pasa y a todo se llega!».
El crepúsculo invadía el cuarto, doblegando como un huracán a este pobre grupo
empeñado en mirar las causas del sufrimiento, en hurgar la miseria para saber de qué
está hecha.
¡El espacio, que está siempre, siempre, entre nosotros; el tiempo que se nos pega
como una enfermedad!… El tiempo es más cruel que el espacio. El espacio es algo
muerto, el tiempo tiene algo de asesino. Todos los silencios, ya lo ves, todos los
sepulcros, tienen en el tiempo su tumba… ¡Oh, las dos cosas tan invisibles y tan
reales que se cruzan sobre nosotros en el preciso instante en que existimos! Estamos
crucificados; no como Dios, que lo fue en carne sobre una cruz, sino (y ella se apretó
el cuerpo con los brazos, se encogió, era pequeñita) que estamos crucificados sobre el
tiempo y el espacio.
Y se me aparecía, en efecto, crucificada en los dos sentidos de su plegaria,
ostentando sobre el corazón los estigmas sangrientos del gran suplicio de vivir.
Ella parecía mostrarse con toda su fuerza. Se asemejaba a todos aquellos a los que
yo había visto en aquel mismo sitio en que ella estaba, y que también querían
liberarse de la nada y vivir más; pero su confesión, la de ella, la salvaba. Su humilde
corazón genial iba, en su efusión, desde toda la muerte a toda la vida. Tenía vueltos
los ojos hacia la ventana blanca, y la más grande petición posible, el mayor de los
deseos humanos, palpitaba en aquella especie de asunción de su rostro hacia el cielo.
¡Oh! ¡Detén, detén el tiempo que huye!… ¡Pero ay! ¡no eres más que un pobre
hombre, un poco de existencia y de pensamiento perdidos en el fondo de un cuarto, y
yo te digo que detengas el tiempo e impidas la muerte!
Apagóse su voz, como si nada pudiese ya decir, agotada toda su súplica, gastada
hasta el límite.
¡Ah!… dijo el hombre.
El miró las lágrimas que caían de sus ojos, el silencio de su boca… Luego, bajó la
cabeza. Quizá se entregaba a un desaliento supremo; acaso despertaba a la gran vida
interior.
Cuando volvió a levantar la cabeza, tuve la vaga intuición de que hubiera podido
responder, pero que aún no sabía cómo hacerlo, como si toda palabra empezara por
ser demasiado pequeña.
¡Esto es lo que somos! —repitió ella alzando la cabeza y mirándolo como si
esperase una contradicción imposible, como un niño que pide una estrella.
El murmuró:
¡Quién sabe qué somos!
Ella lo interrumpió con un gesto de infinito cansancio que imitaba por
inconsciente gloria el guadañazo de la muerte, y con voz sin acento y los ojos vacíos
dijo:

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Ya sé qué vas a contestar. Vas a hablarme de la belleza de sufrir. ¡Ah! Conozco
tus hermosas ideas. Me placen, amado mío, tus bellas teorías; pero no creo en ellas.
Creería si me consolasen, si borrasen la muerte.
Haciendo un esfuerzo manifiesto, inseguro también él, buscando un camino:
La borrarían quizá si creyeses en ellas… murmuró él.
No, no la borran, no es verdad. No importa qué digas, uno de nosotros morirá
antes y el otro también morirá. ¿Qué me respondes a esto, di, qué me respondes? ¡Oh,
contéstame! No contestes indirectamente, sino dame una respuesta a esto. ¡Oh!
Trastórname, cámbiame con una respuesta que me toque, personalmente, lo mismo
que estoy aquí.
Se volvió hacia él y tomó una de sus manos entre las dos suyas. Lo interrogaba
con todo su ser, con implacable paciencia, luego se deslizó de rodillas ante él, como
un cuerpo sin vida, rodó por tierra, naufragada en el fondo de la desesperación, muy
abajo del cielo, e imploró:
¡Oh, respóndeme! ¡Me harías tan dichosa que me parece que puedes hacerlo!
Alargaba la mano, mostrando con el dedo la visión obsesionante; la dolorosa
verdad cuya fórmula había encontrado, el más amplio nombre del mal: el espacio que
nos oculta, el tiempo que nos desgarra.
En el cuarto, que a causa del crepúsculo parece más bajo y más angosto, donde el
pobre cielo muestra el espacio y el reloj monótono afirma y afirma el tiempo, él,
inclinado sobre ella como al borde de un abismo de interrogación, repitió:
¡Quién sabe lo que somos! ¡Todo lo que decimos, pensamos y creemos es poco
seguro! No sabemos nada; nada sólido hay.
Sí exclamó ella, te engañas; hay algo; nuestro dolor y nuestra necesidad son
perfectos absolutos. Esa es nuestra miseria: la vemos y tocamos. Podrán negar todo lo
demás, pero nuestra mendicidad ¿quién podría negarla?
Tienes razón dijo él; es la única cosa absoluta que existe.
Era verdad que ella estaba allí; era verdad que la veían y la tocaban sobre sus
caras pasmadas…
El repitió:
Nosotros somos la única cosa absoluta que existe.
Se aferraba a esto. Había encontrado un punto de apoyo en medio de la fuga del
tiempo. «Nosotros…», decía. Había hallado el grito contra la muerte, y lo repetía y lo
ensayaba: «Nosotros… nosotros».
En el crepúsculo ya sin horizonte del cuarto, contemplaba yo al hombre, con la
mujer a sus pies, como una nube y como un pedestal… La frente de él, sus manos,
sus ojos, toda su luz pensante, emergían como una constelación.
Y era sublime verle empezar su resistencia.
Nosotros somos lo que permanece.

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¡Lo que permanece!… No; somos, por el contrario, lo que pasa.
Nosotros somos lo que ve pasar. Somos lo que permanece.
Ella se encogió de hombros en señal de protesta, de desacuerdo.
Su voz era casi rencorosa.
Sí… no… Tal vez, si te empeñas… Después de todo ¿qué más da? Eso no
consuela.
¿Quién sabe si tenemos necesidad de la tristeza y de la sombra para crear alegría
y luz?
La luz existiría sin la sombra.
No dijo él dulcemente.
Ella respondió por segunda vez:
Eso no consuela.
Luego él recordó que ya había pensado en todo eso.
Escucha dijo con voz palpitante y un tanto solemne, como si hiciese una
confesión. Una vez imaginé dos seres que se hallan al fin de su vida y recuerdan todo
lo que sufrieron.
¡Un poema! —dijo ella con desaliento.
Sí dijo él, uno de esos poemas que ¡podrían ser tan hermosos!…
Cosa rara, pareció él animarse progresivamente. Parecía sincero por primera vez,
al abandonar el ejemplo vivo de su destino para aferrarse a la ficción de su
imaginación. Al hablar de ese poema tembló. Se adivinaba que iba a ser
verdaderamente él mismo y que tenía fe. Ella levantó la cabeza para escucharlo,
trabajaba por su necesidad tenaz de una palabra, por más que no tuviera confianza.
Están ahí dijo él. El hombre y la mujer. Son creyentes. Se hallan al término de sus
vidas y se consideran dichosos al morir por las mismas razones que hacen que uno
esté triste de vivir. Son una especie de Adán y Eva que piensan en el paraíso al que
van a volver.
¿Y nosotros volveremos a nuestro paraíso preguntó Amada, a nuestro paraíso
perdido: la inocencia, el comienzo de la vida, la blancura? ¡Ay, como creo en él, en
ese paraíso!
Blancura, eso es dijo él. El paraíso es la luz, y la vida terrestre la oscuridad. Ese
es el tema de ese canto que he bosquejado; la luz que anhelan y la sombra que son.
Como nosotros dijo Amada…, También ellos, estaban allí, tan cerca de la
oscuridad un poco movediza, un pálido esfuerzo hacia la palidez casi borrada del
cielo cíe la ventana, con su pensamiento y su voz invisibles…
»Esos creyentes piden la muerte, como nosotros pedimos la subsistencia. En
aquel día supremo, han cambiado por fin una palabra de su plegaria cotidiana: la
muerte en lugar del pan.
»Al saber que al fin van a morir, dan gracias. Yo quisiera que esa acción de

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gracias se extendiese al principio de todo, como el alba. Ellos muestran a dios sus
manos y sus bocas oscuras, su corazón tenebroso, sus miradas que no arrojan luz, y le
piden que cure su incurable oscuridad.
»Un razonamiento elemental se transparenta en medio de su súplica. Quieren salir
de la sombra porque intercepta la luz divina a través de su humanidad. Sólo
percibieron de esa luz reflejos o fugaces relámpagos, y aspiran a la totalidad de ese
dios del que sólo vieron los pálidos destellos en el firmamento:
».¡Danos claman, danos la limosna del rayo cuyo reflejo nos ampara a veces
como un velo y desde el infinito cae hasta las estrellas!
»Alzan sus brazos pálidos como dos pobres rayos pesados y demasiado
cortos…».
Y yo me preguntaba si el grupo que tenía ante mis ojos no estaba ya en la noche
de la muerte; si no era su alma común la que, exhalándose en un último suspiro,
llegaba a herir mi oído…
La poesía los traduce, los designa; quita la vida, a pedazos, del silencio y de lo
desconocido. Ella se adapta exactamente a su profundo secreto. La mujer ha vuelto a
doblar el cuello, ya magníficamente agobiada. Ella lo escucha. El es más importante
que ella, es más hermoso que ella bella.
»Vuelven sobre ellos mismos. En el umbral de la felicidad eterna, repasan la obra
vital que llevaron a cabo en toda su longitud. ¡Cuánto duelo, cuántas angustias y
espantos! Dicen todo lo que les fue enemigo, nada olvidan, nada pierden ni derrochan
del pasado terrible. ¡Qué poema el de todas esas miserias que vuelven de golpe!
»Primero, las necesidades brutales. Nace el niño; su primer vagido es una queja;
la ignorancia es igual al saber; luego, la enfermedad, el dolor, todos esos lamentos
con que apaciguamos el indiferente silencio de la naturaleza; el trabajo con el cual
hay que bregar desde la mañana a la noche, para poder, cuando casi no se tienen ya
fuerzas, tender la mano hacia un montón de oro que se derrumba como un montón de
ruinas; todo, hasta las viles basuras, hasta la suciedad y la acumulación del polvo que
nos acecha y del cual nos hemos de purificar a cada instante, como si la tierra tratara
de poseernos sin tregua, hasta el amortajamiento final; y el cansancio, que nos
envilece, que ahuyenta del semblante la sonrisa y hace que de noche el hogar parezca
casi desierto, con sus espectros preocupados con el descanso».
… Amada escucha, asiente. En ese momento se lleva la mano al corazón y dice:
«¡Pobre gente!». Luego se mueve con debilidad; le parece que va demasiado lejos; no
quiere tanta negrura, sea que esté cansada o que, descrito por otra voz, el cuadro le
parece exagerado.
Y por una admirable unión de sueño y realidad, la mujer del poema protesta
también en ese momento.
»La mujer alza los ojos y dice tímidamente en son de protesta: «El hijo… el hijo

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que vino a socorrernos…». «¡El hijo, al que se da la vida y que se deja morir!»,
responde el hombre… No quiere que se disimule el sufrimiento, y encuentra en el
pasado más desventura de lo que él creía; hay una especie de perfección en su
búsqueda; su juicio sobre la vida es hermoso como el juicio final: «£/ hijo, por el que
la herida humana sangra todavía. ¡Crear, empezar de nuevo un corazón, hacer que
renazca una desdicha; parir: sacrificar a un ser! ¡Engendrar, aullando, una llaga
más! ¡El dolor de parir! ¡No concluyen nunca: se inmensifica en angustias, en
desvelos!…». Y esa es toda la pasión de maternidad, el sacrificio, el heroísmo, a la
cabecera de la pequeña alma vacilante, animándose apenas a vivir, poniendo cara de
dicha cuando se está acongojado hasta llorar y la sonrisa que se desliza… Y la
incertidumbre constante: «»Acuérdate del fin del trabajo, y por la noche, al poniente,
la dulzura tan triste de sentarse… ¡Oh, cuántas veces, por la noche, fijos los ojos
sobre la pollada que tiembla incesante, penosamente salvada, rozaban mis manos
vacilantes las frentes amadas, y luego dejaba caer mis dos brazos inermes, y me
quedaba allí, llorando, vencido por la debilidad de los míos!…"
Amada no pudo dejar de hacer un gesto. Me pareció que iba a decirle que era
cruel…
Crecen y luego… El dice, con los ojos llameantes: «Caín». Ella, con voz
sollozante: «Abel». Ella padece con el recuerdo de los dos hijos que se odiaron y
golpearon. La hirieron a ella, porque los llevaba en el corazón, y era como si aún
estuviesen en su carne. Luego, otro recuerdo la llama por lo bajo: piensa en el
pequeño que murió: «El menor, el mejor… No existe ya, y yo sin cesar lo veo».
Alarga los brazos hacia lo imposible, y gime, desgarrada por el beso vacío: «¡Ya no
existe, y yo lo acaricio!». Y el hombre refunfuña: «La muerte, la maldad de los seres
adorados, bondad siniestra que nos abandona». Y ella lanza este grito supremo:
«¡Oh, la esterilidad de ser madre!».
Yo me sentía arrebatado por la voz del poeta, que recitaba balanceando
ligeramente los hombros, poseído por la armonía. Yo me sentía transportado hasta el
sueño realizado…
Luego vuelven a verse abandonados por sus hijos, apenas se hicieron grandes y
amaron. «Vivo o muerto, el hijo nos deja, porque es grato odiar la vejez cuando se es
joven, se es fuerte, y se es claro. La primavera terrible sepulta el invierno, y un beso
no es profundo sino en labios nuevos. Abandonarás a tu padre y a tu madre y
rehuirás el abrazo estéril y gravoso de sus brazos…».
Yo pensaba en la escena que había visto la otra noche en la que este hombre
hablaba, en ese drama en mi vida. Sí, así fue. La anciana había rodeado a la juvenil
pareja, oscuramente liberada, con un abrazo inútil, con un abrazo perdido. Tenía
razón aquel vago recitador, aquel vago cantor, aquel pensador.
Ningún remedio contra la incansable desventura de la vida; ni siquiera el sueño:

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«Dormir… Por la noche, se olvida… No, soñábamos; el descanso se acuerda, se
llena de espectros verdaderos. Nuestro sueño nunca duerme: agoniza… A veces nos
acaricia con sus formas grises el sueño que soñamos. Siempre nos hace daño: triste,
malogra nuestras noches; dulce, malogra nuestros días…».
»«Sin embargo, éramos dos», murmura la esposa… Y contemplan el amor.
Terminado el trabajo, iban juntos a fundir a lo largo de la noche, el reposo y la
ternura… "Pero por la noche sólo un instante éramos el uno del otro. Cuando
buscábamos por todos los caminos el nuestro y apresurábamos nuestros pasos
oscuros hacia el cobijo mal cerrado, como hacia un buque naufragado en el seno de
todas las olas, cuando la sombra se confundía en el fondo del valle con tu ropa
gastada, humilde y como azotada, mis ojos, bajo los rayos de luz que a coro se
extinguían, contemplaban el latido casi desnudo de tu corazón. Solos los dos. ¿Qué
decíamos?… Nos decíamos: Te amo…'³.
»Pero esa palabra ¡ay!, no tiene sentido, porque cada uno está solo, y dos voces,
cualesquiera que sean, se susurran incomprensibles secretos. Y aparece el anatema
contra la soledad a que están condenados: «¡Oh separación de los corazones, tierra
amontonada sobre cada uno de ellos, silencio pavoroso del pensamiento! Amantes,
amantes, nos buscamos hasta el infinito. Estábamos allí, nada había que nos uniese,
y próximos y trémulos bajo los astros imperantes, enlazados los dedos, no éramos
sino dos limosnas».
¡Ah! —dijo Amada. ¿Confiesas eso en tu poema? No deberías hacerlo… Es
demasiado verdadero…
… Luego, llegaba el momento del beso y el abrazo… Pero los cuerpos se
penetran tanto como las manos, pese a las osadías del pensamiento, y no era unión,
sino dos delirios uno sobre otro.
¡Ya lo sé! —dijo Amada temblando de doble vergüenza con todo su cuerpo.
Y en las horas de desesperación, el dolor no hacía más que agravar sus dos
aislamientos: «Hundidos en nuestros cuerpos corno en sudarios, nuestros ojos
mezclaban sus lágrimas nuestros corazones lloraban solos; yo te veía frágil, infinita
y profunda. Tú llorabas… yo sentía que cada uno de nosotros es un mundo».
»Y así, la miseria y el mal se muestran por entero en una gran conciencia que
nada perdona. La imprecación ha concluido. También ha acabado la vida. Esta es la
última vez que hablarán de esas cosas. La mujer mira hacia adelante con la misma
curiosidad que tuvo al entrar en la vida. Eva termina como empezó. Toda su alma
sutil y viva de mujer sube hacia el secreto como una suerte de beso a los labios de su
vida. Quisiera ser dichosa, ya…». Amada se une aún más a las palabras de su
compañero. La imprecación hermana de la suya le ha infundido confianza. Pero
parece como empequeñecida delante de nosotros. Hace un instante lo dominaba todo;
ahora escucha, espera, está dominada.

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Nosotros también, ¿no es verdad? acaba de decir. Es conmovedora esta suerte de
obra doble de vida y arte. Es lírica; es dramática. Ellos son a la vez creadores, actores
y víctimas. No se sabe ya qué son. No hay sino una gran verdad, la misma para las
palabras y para el destino. ¿Dónde empieza el drama que representan y el que se
representa con ellos?…
Una inmensa piedad los devora de esperanza: «¡Creo en Dios y ya no creo en
mí!». Pero se entromete la curiosidad incansable, se desliza. ¿Cómo será el paraíso,
cómo no se sufrirá ya…?
»El paraíso dice él lo entrevimos pobremente sobre la tierra. Esperanzas,
emociones, bellas efusiones y recompensas interiores del orgullo, todo eso fue algo
de paraíso. Fueron como breves momentos de Dios… Pero pronto fueron ocultados
por nuestra ignominia, nuestra humana negrura. Ahora, nuestro triste camino se
termina y Dios no tendrá fin. La mujer replica: ¿Qué será de mí?"
Amada dice:
Tienes razón. Porque al fin, ¿qué hay que contestarle?
Él le demuestra que la dicha perfecta es una entidad cuya naturaleza se nos
escapa. No se puede palpar la eternidad, y menos experimentarla. Es necesario
confiar en Dios y dormirnos como niños en la noche de nuestras noches.
Sin embargo… objeta Amada. Pero presa de una intuición que poco a poco
domina, la mujer plantea de nuevo la insoluble cuestión vital: ¿Qué será de nosotros?
»Y entonces, otra vez, él le contesta diciéndole lo que no serán. Por más que
quisiera decirle algo positivo la verdad se apodera de él y lo empuja hacia la
negación: «No seremos ya nuestros harapos, nuestras carnes ni nuestros sollozos…»,
y se hunde en su sombra para negarla. «¿Qué será de nosotros?», clama ella
temblando. No más sombra; no más separación, ni espanto, ni duda. No más pasado,
ni porvenir, ni deseos: el deseo es pobre, ya que no tiene. No más esperanza.
¿No más esperanza?…
La esperanza es desgraciada, puesto que espera. No más plegaria: la plegaria está
despojada también, porque es un grito que se eleva y nos abandona… No más
sonrisa: ¿la sonrisa no es siempre triste a medias? No sonreímos sino a nuestra
melancolía, a nuestra inquietud, a la soledad de la víspera, al dolor que huye. La
sonrisa no dura, porque si durase no existiría; su condición es ser moribunda… «Pero
¡qué será de mí, de mí!». Ese grito «de mí» ocupa poco a poco todo el sitio, vibra y
exige. Y una vez más él le arroja palabras fantasmales, porque le preguntan qué será
y él responde que ya no será. De nuevo despliega como un espantajo los males
sufridos. Los saca de la hondura del misterio. Confiesa lo que nunca confesó. «Mira,
existe esto que siempre te oculté». «Yo te decía esto, pero mentía». Había inventado
en la necesidad de encontrar alguna respuesta a aquella interrogación tan sencilla.
Enumera los deseos, y cada uno de estos jirones de frases evoca un gehena. Lo ha

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deseado todo: el bien ajeno, el destino ajeno, la gloria, la muchedumbre inmortal.
Hasta deja entrever todo un gran poema posible: «Infierno más pavoroso y atroz
todavía: ¡nuestra hija, que se asemeja a tu aurora!». No sucumbió a sus deseos, pero
los sufrió más que intensamente. Llevó consigo, bajo apariencia de calma, la
tentación eterna: «Clavada en mí, toda entera y en toda su magnitud… ¡Oh,
agazapado en mi corazón, torturador y oculto, el inconfesable mal de no haber
pecado!».
»El, por encima de todo, ha deseado su pasado y vuelve sobre este sufrimiento tan
simple y tan seguro: el pasado que está muerto. Hubiese querido penetrar en el
pasado, en el porvenir y en el corazón amado. Pero el recuerdo es implacable. Es:
nada; es: nunca más, y el que vuelve a verlo sufre y siente el remordimiento de
antaño como un malhechor. Y así estaba él; y así estaban los dos, pese a su piedad,
que arraigaba en ellos con la vejez, obsesionados por la idea de la muerte. La idea de
la muerte estaba en todas partes. Porque lo espantoso no es la muerte, sino la idea de
la muerte, esa idea que arruina toda actividad, proyectando sombra subterránea. La
idea de la muerte: la muerte que vive… «¡Oh, cuánto he sufrido!… ¡Cuánto he
debido sufrir!».
»Esto es lo que fue, y al fin, ya no será más. Todas las formas de tinieblas que nos
han defendido contra la perdurabilidad de la dicha. Todo se reduce a la invasión y a la
negrura de que la vida quiere evadirse. «Nosotros somos aquellos exclama él, como
al principio, nosotros somos aquellos que nunca tuvieron Luz, que La sombra
universal recuperaba cada noche, aquellos cuya sangre viva y profunda es negra,
cuyo sueño oscuro mancilla todo lo que toca, y nuestros ojos son tan tenebrosos
como nuestras bocas. Vacíos y negros, nuestros ojos son ciegos, nuestros ojos están
apagados: necesitan el gran socorro de los cielos…». Acuérdate cuando muy juntos,
bajo la serena tempestad de la tarde, reteníamos un rayo de luz en nuestras cabezas y
queríamos que por mucho tiempo no llegase la noche. Tu débil brazo, reciamente
apoyado en el mío, palpitaba… Hollando nuestro taciturno vuelo, la noche acababa
por quitarnos la luz robada…
»La sombra se expandía desde ellos como de una herida en el costado;
verdaderamente creaban la sombra… Y limitado, deslumbrado por su razonamiento
de niño, él exclama: «La noche se hundirá: ¡tú serás la luz!». Pero la mísera promesa
inmensa no ejerce influjo alguno sobre el espanto de la mujer, que sigue preguntando
qué será de ella, de ella; porque la luz no es nada. Nada, nada… En vano busca luchar
contra esa palabra.
»Él la recrimina por estar en contradicción con ella misma al reclamar a la vez la
dicha terrestre y la dicha celestial; ella le responde, desde el fondo de sí misma, que
la contradicción no está en ella, sino en las cosas que ansia.
»Entonces se agarra él a otra tabla de salvación, y con una avidez desesperada

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explica, grita: ¡No se puede saber! ¿Cómo sería posible? ¿Locura, sacrilegio
intentarlo? ¡Se trata de un orden de cosas tan distinto del que concebimos! La dicha
divina no tiene la misma forma que la dicha humana: La felicidad divina está fuera
de nosotros."
»Ella se incorpora temblando:
«¡No es verdad! ¡No es verdad! No, mi dicha no está fuera de mí, puesto que es
mi dicha…». «El universo es el universo de Dios, pero de mi dicha el dios soy yo».
«Lo que quiero añade con una sencillez definitiva es ser dichosa; yo, la misma que
ahora es y padece».
Amada se estremeció; pensaba sin duda en lo que había dicho hacía un momento:
«Una respuesta que me concierna personalmente, tal como yo estoy aquí». Y ella se
parecía más a aquella mujer que a sí misma…
«Yo, la misma que padece» repitió el hombre.
»¡Expresión importante, que nos pone claramente ante esta gran ley: la felicidad
no es un objeto ni una expresión de cálculo. Nace de la miseria y en ella reside
totalmente, y no podemos disociar la luz de la sombra, no podemos separar la alegría
del sufrimiento. Al separarlos desgarramos a ambos!
»«Yo, la misma que padece». Cómo ser felices en una calma perfecta y una
claridad pura, abstractas como una fórmula. Estamos hechos de demasiadas
necesidades y de un corazón demasiado descontrolado. Si nos quitasen todo lo que
nos hace mal, ¿qué quedaría? Y la dicha que de ello resultase no sería para nosotros
sino para otro. El razonamiento que dice creyendo razonar: Tuvimos un vislumbre de
felicidad que la sombra borró; al desaparecer la sombra, tendremos toda la dicha; es
una mentira enloquecida. Y otra mentira es decir: Tendremos una felicidad pura que
no podemos imaginar.
»Y la mujer dice: «¡Dios mío, yo no quiero cielo!».
¡Cómo! —dijo Amada temblando. ¡Es menester que fuéramos desgraciados en el
paraíso!
El paraíso es la vida dijo él.
Amada se calló, y permaneció allí, levantada la frente, comprendiendo por fin
que, con todas aquellas palabras él le contestaba sencillamente a ella y que le había
rehecho en su alma un pensamiento más elevado y justo.
El hombre está ahora al unísono con la mujer continúa. Además, hacía ya unos
momentos que sentía el error contra el cual se estrellaba su cólera. Y subraya y
perfecciona la dramática verdad entrevista en el destello femenino. «¿Y Dios, y
Dios?», dijo ella. Dios no puede hacer nada por los hombres. No hay nada que hacer.
El no es lo imposible; no es más que Dios.
»Y entonces, ¿qué hacen esos dos creyentes inconsolables, a pesar de Dios?…
Reconstruyen confusamente, recuerdo por recuerdo, su vida y la adoran en su

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miseria, en la que hay de todo. Junto a cada uno de esos destellos de alegría u orgullo
que hace un momento confesaron ser partículas de Dios, ven la sombra que lo
consentía, la flaqueza que lo preparaba, el peligro y la duda que lo acompañaban, el
temblor que le daba vida… El aspecto de su destino, que vuelve así realmente a su
vista, se funde con el de su amor, tanto más deslumbrado cuando más torturado. Si él
no hubiera sido pobre no habría experimentado toda la caridad de que ella le colmó,
cuando se fue acercando a su luz que le era necesaria, y a su boca de mujer que
llamaba en silencio.
»Parece que reviven, que imitan lo pasado… Se diría que se conocen mal y que
poco a poco se van conociendo, evaluándose y uniéndose. Buscamos dicen la sombra.
Se ven uno a otro buscando, durante el día, el crepúsculo en el corazón de los
aposentos, en el seno de los bosques. Contemplaban, comprendían la naturaleza. La
comprendían demasiado y la daban lo que no era suyo, cuando su mortal emoción
concedía una suprema sonrisa a la tarde… Y a nuestro alrededor, el día ¡ay! moría».
Yo no sabía ya en nombre de quién hablaba aquella criatura humana delante de
mí, y si en su boca se trataba de ella misma o de las demás. Encerrado entre aquellas
paredes, arrojado al fondo de aquel aposento como un harapo mojado, parecía
realizar este hombre una de esas grandes obras en que se funden letra y música.
«Teníamos miedo, teníamos frío… Tú estabas rodeada de tiniebla: nuestra tarde,
tus ropas, tu pudor… Pero ¡qué aurora cuando yo iba hacia ti!». «¡Ah! Cuando yo
estrechaba en mis brazos conquistadores, bajo los velos de la tarde, tu preciosa
cabeza, cuando vislumbraba en tus gestos rotos tu boca y su silencio infinito de
besos, tu carne, que en la noche es blanca como un ángel…». Cuando me acercaba a
tu cara como el espejo de mi sonrisa; cuando en pie junto a ti, sosteniéndote y por ti
sostenido, abismaba mis ojos cerrados en el sol de tus cabellos, para deslumbrarme
cuando recorría tu sombra con mis manos plenas. Nos necesitábamos mutuamente,
sufríamos el uno por el otro… ¡Oh! ¡Dudar, ignorar, esperar, llorar! Y así fue
siempre. Pese a flaquezas, olvidos, debilidades y pobrezas, la gran pobreza de nuestro
amor reinó…
¡Ah! —exclamó Amada. No hay que maldecir ni lamentar. Es preciso amar a su
corazón. El continuó sin hacerle caso:
Y los moribundos dicen: «Y cuando la vida, a la larga, sin acercarnos más de lo
que es preciso, ¡ay! sin hacer de dos seres uno solo, nos hizo, sin embargo, bastante
semejantes para que la ternura nos volviese, por milagro, sensibles uno a otro,
adquirimos ambos un recogimiento y un culto una suerte de religión que tiembla para
nuestra misma miseria. La encontrábamos en todas partes con la muerte; adorábamos
la flaqueza humana en el viento que se siente temblar, y se acerca y sigue siempre
adelante; en el ocaso que se despoja; en el verano que vemos sufrir y declinar; en el
otoño, cuya belleza encierra presentimientos, y en cuyas hojas muertas apagan

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tristemente el rumor de las pisadas; en el cielo estrellado, cuya grandeza parece una
locura; y hasta se hace difícil creer que la piedra tenga un corazón de piedra y el
porvenir no sea inocente y expuesto a error. Y nosotros resistíamos, y nos tendíamos
llenos de esperanzas».
»Acuérdate cuando caía sobre las hondonadas la noche en que sentíamos llegar
la vejez, como juntábamos de a dos nuestras manos insuficientes, y a pesar de todo
volvíamos los ojos hacia el porvenir. ¡El porvenir! Sobre tu mejilla infinita una
arruga sonreía. Todo era magnífico y tembloroso, la prudente verdad caía del cielo
espléndida, y su último reflejo se posaba en tu blanca frente. Avarientos, cansados,
abriendo apenas los párpados, llenos del pobre pasado que no puede sanar,
esperábamos; la noche ablandaba las piedras, tus ojos eran dorados, yo te sentía
morir.
«La vida se exalta con una especie de perfección en la vida que termina». «Es
hermoso canta él con voz aún más profunda, es hermoso llegar al fin de nuestros
días… Así es como hemos vivido el paraíso».
»Y concluyen diciéndose tímida, torpemente: «Te amo». En el umbral del azul
perenne prueban a realizar el humilde comienzo de la vida expiatoria. Y hasta llegan
a asegurar que Dios sufre con verlos morir, y lo compadecen. Luego, los que ya no
quieren sufrir más, se dicen un adiós espantoso, con el que termina el drama.
Tienen razón dice Amada con un grito en el que está toda ella.
Esa es la verdad dice el poeta. Pero la verdad no borra la muerte, no amengua el
espacio ni retrasa el tiempo; hace de todo ello y de la idea que de ello tenemos los
sombríos elementos esenciales de nosotros mismos. La felicidad necesita la
desgracia; la alegría se hace, en parte, con tristeza; gracias a nuestra crucifixión sobre
el tiempo y el espacio, nuestro corazón, en el centro, palpita. No hay que soñar con
una especie de absurda abstracción; hay que conservar el lazo que nos ata a la sangre
y a la tierra. «¡Tal como somos! Acuérdate. Somos una gran amalgama; somos más
de lo que creemos: ¡Quién sabe qué somos!…».
Sobre la cara femenina que el espanto de la muerte contrajo rígidamente, revivió
una sonrisa. Amada preguntó con infantil grandeza:
¿Y por qué no me dijiste todo eso enseguida, cuando te pregunté?
No podías comprenderme entonces. Habías colocado tu sueño de desamparo en
un callejón sin salida. Era menester dar a la verdad otro giro para presentarla de
nuevo. Todavía algo, que veo en ellos, les hace vibrar: la belleza, la bondad de haber
hablado. Sí, esto les nimba durante el breve espacio en que aún no han caído de su
ensueño.
¡Qué bueno es suspiró ella tener a mano todas esas palabras, que dicen
exactamente lo que está en contra de nosotros!
Expresarse, despertar lo que está vivo dijo él, es lo único que da verdaderamente

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la impresión de la justicia.
Tras esa gran frase se callaron. Durante una fracción de tiempo estuvieron tan
cerca uno de otro como es posible estarlo aquí abajo, a causa del augusto
asentimiento a la alta verdad, a la verdad ardua, porque es duro de entender que la
felicidad sea a la vez feliz y desgraciada. Sin embargo, ella lo creía, ella la rebelde, la
incrédula, a la que él le ofreció para tocar un verdadero corazón.

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IX

La ventana estaba abierta de par en par. Entraba la noche vibrante y abundante como
una estación. Vi en los polvorientos rayos del poniente tres personas colocadas a
contraluz de los largos reflejos cobrizos. Un anciano, de aspecto fatigado y triste, con
la cara surcada de arrugas, sentado en el sillón que habían arrimado a la ventana; una
mujer joven, alta, de pelo muy rubio y cara de madona. Un poco más allá había
sentada otra mujer, encinta, y con los ojos fijos parecían contemplar el porvenir.
Esta última no se mezclaba en la conversación, ya porque fuese de condición más
modesta, ya porque tuviese todo su pensamiento concentrado en el suceso de su
carne. En la penumbra, donde se había retirado, se veía su forma abultada y
dulcemente monstruosa, y un tierno rictus de éxtasis.
Los otros hablaban. El hombre tenía una voz cascada y desigual. A veces
estremecía sus hombros un temblor febril y de cuando en cuando hacía bruscos
movimientos involuntarios. Tenía los ojos rasgados y su habla tenía la marca de un
acento extranjero. Ella se mantenía tranquilamente a su lado, con esa claridad y su
dulzura del norte, tan blanca y dorada, que la luz del día parecía morir, más
lentamente que en otra parte, sobre su pálida cara plateada y la difusa aureola de sus
cabellos.
¿Eran padre e hija, hermano y hermana? Se veía que él la adoraba, pero que no
era su mujer.
La miró con sus ojos rasgados, en los que el sol que la iluminaba puso un reflejo.
Y dijo:
Uno está a punto de nacer y otro a punto de morir.
La mujer embarazada hizo un movimiento. La otra exclamó a media voz,
vivamente inclinada sobre él:
¡Qué dice usted, Felipe!…
El se mostró indiferente al afecto causado por sus palabras, como si esta protesta
no fuese sincera o fuera inútil.
Quizá no era viejo. Me pareció que su pelo apenas empezaba a encanecer. Pero
era presa de un sufrimiento misterioso, que sobrellevaba mal, en una crispación
continua. No le quedaba mucho tiempo por vivir. Se adivinaba esto por ciertas
señales eternas alrededor de él: una piedad asustada y demasiado discreta en las
miradas, un duelo ya casi insoportable.
Volvió a hablar él tras un esfuerzo de su carne para romper el silencio. Como se
hallaba entre la ventana abierta y yo, sus palabras se pierden en parte en el espacio.
Habla de viajes. Creo también que habla de su matrimonio, pero no llego a oír lo
que dice.

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Se reanima, alza la voz, que es ahora de una sonoridad profunda y angustiosa.
Vibra; una pasión contenida anima sus gestos y miradas, templa y agiganta sus
palabras. Se trasluce en él al hombre activo y brillante que debió ser antes que la
enfermedad lo quebrantase.
Vuelve un poco la cabeza y puedo oírlo mejor.
Recuerda las ciudades y países recorridos, y los enumera. Parece invocar nombres
sagrados, suplicar a cielos lejanos y diferentes: Italia, Egipto, la India. Vino de allá
entre dos viajes, para descansar; y descansa, inquieto, como se esconde un fugitivo.
Tendrá que volver a partir, y sus ojos resplandecen. Dice todo lo que aún desea ver.
Pero el crepúsculo se adensa poco a poco; la tibieza del aire se disipa como un buen
sueño; él ya sólo piensa en lo que vio:
¡Todo lo que hemos visto, todo el espacio que llevamos con nosotros!
Dan la impresión de un grupo de viajeros jamás tranquilos, fugitivos eternos,
detenidos por un instante de su vagabundeo insaciable en un rincón del mundo que
parece pequeño a causa de ellos.
… Palermo… Sicilia.
Trata de embriagarse con el recuerdo espacioso, ya que no se atreve a aventurarse
en el porvenir. Veo el esfuerzo que realiza por acercarse a algún punto luminoso de
los pasados días.
¡Carpeia, Carpeia! —exclama. ¿Se acuerda, Ana, de aquella mañana encantada de
luz? El barquero y su familia estaban sentados a la mesa, en pleno campo. ¡Cómo
llameaba la naturaleza!… La mesa, redonda y pálida, parecía un astro. El río brillaba.
En la orilla florecían tamarindos, y adelfas. No lejos de allí estaba la barrera del Sol,
el remanso brillante de rio que chispeaba… Y el sol hacía florecer todas las hojas. La
hierba lucía como si estuviese empapada en rocío. Los matorrales parecían encerrar
joyas. El viento era tan débil, que parecía una sonrisa; no, un suspiro…
Ella escuchaba; recogía sus palabras, sus revelaciones, plácida, profunda y
límpida como un espejo.
La familia del barquero continuó él no estaba completa. Faltaba la hija joven que
se había apartado, y lejos de su gente lo bastante para no oírlos, soñaba, sentada en un
banco rústico. Veo la sombra dulcemente verde del gran árbol sobre ella. Estaba al
borde del misterio violáceo del bosque, con su pobre vestido.
»Y oigo las moscas que zumbaban en aquel estío lombardo, alrededor del río
sinuoso que costeábamos y que poco a poco se desplegaba con gracia.
»…¡Quién podrá decir murmuró el evocador, ni traducir en una obra el zumbido
de una mosca! ¡Es imposible! Quizá porque ese zumbido no resuena nunca aislado, y
todas las veces que lo oímos está mezclado con la música universal de un instante».
Donde recibí la más viva impresión del sol del mediodía continuó él,
contemplando otro recuerdo fue en Londres, en un museo. Delante de un cuadro que

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representaba un efecto de sol en la campiña romana, un italiano con su traje, un
modelo, alargaba el cuello. Entre la inmovilidad de los empleados taciturnos, en la
húmeda corriente de los visitantes, en el gris y en la oscuridad, el italiano irradiaba.
Estaba mudo, sordo a todo, lleno de sol secreto, y tenía las manos juntas, casi
cruzadas. Oraba al divino cuadro.
Volvimos a ver Carpeia dijo Ana. El azar de nuestros viajes hizo que pasásemos
por allí en noviembre. Hacía mucho frío; nos habíamos puesto los abrigos; el río
estaba helado.
Sí, y se andaba sobre el agua. Era desolado y curioso. Todos los que vivían del
agua, barqueros, pescadores, marineros, lavanderas y los maridos de las lavanderas,
todos andaban sobre el agua.
El hizo una pausa; luego preguntó:
¿Por qué ciertos recuerdos son inexplicablemente imperecederos?
Hundió la cara en sus manos tristes y nerviosas, y murmuró:
¿Por qué, por qué?
Nuestro oasis continuó ella, ayudándole en esa obra de recuerdo, o quizá porque
también sintiese el vértigo de revivir era, en el castillo que poseía usted en Kief, el
rincón de los tilos y de las acacias.
«Todo un trozo de césped se halla cubierto siempre de flores en verano y de hojas
en invierno…».
Allí dijo él es donde todavía veo a mi padre. Tenía aspecto bondadoso. Usaba un
gran capote de paño afelpado y gorra de fieltro encasquetada hasta las orejas. Tenía
una gran barba blanca, y le lloraban un poco los ojos, a causa del frío.
Volvió a su idea:
¿Por qué conservo de mi padre ese recuerdo más que otro? ¿Qué signo
extraordinario me lo designa? No sé, pero esa es su imagen. Así vive en mí y así no
está muerto.
Luego dijo, casi temblando:
Me gusta Bakú. No veré más ese país. Junto a los pozos de petróleo, el gran
paisaje gris, desmesurado. Fango, charcos de aceite muy oscuros e irisados. Un vasto
cielo, despojado de azul. Caminos interminables, donde las huellas de los carros
relucen como rieles. Edificios negros y relucientes como los hombres. Olor a
petróleo. En todas partes, hasta en las flores, el eterno olor al mal subterráneo. No
volveré a ver ese país. Además, ya no conozco allí a nadie. El último año aún estaba
allí el viejo avaro Borine amasando y contando su dinero.
Cuando sintió llegar la muerte dijo la mujer joven exclamó: «Voy a quedar
arruinado».
Anochecía. La joven era cada vez más visible entre los otros, y cada vez más
bella.

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También él tenía cara de muy bueno. ¿Por qué los avaros, que aman con ardor una
cosa, no pueden tener cara de buenos?
Un ligero temblor estremeció los hombros del enfermo.
Cierre la ventana, haga el favor dijo. Tengo frío.
Cuando la cerraron se produjo el silencio. Ella dijo:
Recibí carta de Catalina de Berg. ¿Sigue igual?
Sí, se muere de pesadumbre. En vano viaja de país en país. La semana pasada
estaba en las Baleares. Por todas partes va arrastrando, como una suerte de pereza, su
viudez. ¡Qué fuerza se necesita para ser tan inconsolable! Combate su juventud y su
belleza. No viaja para atenuar su duelo, sino para aumentarlo, para llevarlo a todas
partes por el mundo. En realidad, no quiere ninguna distracción. Cuando, por un
desquite de la vida, olvida un momento, se desespera. Un día la vi llorar porque había
reído. Y sin embargo, su pena es tranquila a la vista, tan sosegada como la gracia de
su semblante.
Yo veía el perfil del hombre sobre las cortinas descoloridas: espalda encorvada,
cabeza temblorosa, cuello flaco. Alzó las manos.
El dolor verdadero permanece en nosotros dijo; casi no se ve ni se siente. Pero
detiene todo con facilidad, hasta la vida. El dolor verdadero reviste las formas
grandiosas del hastío.
Con un movimiento casi torpe, sacó una cigarrera de su bolsillo.
Encendió un cigarrillo. Vi sus facciones demacradas, a las que la viva lucecilla
del fósforo se adhirió como una brillante máscara. Luego siguió fumando en la
penumbra, y sólo se alcanzaba a ver el cigarrillo ardiendo, movido por un brazo tan
borroso y ligero como el humo que exhalaba. Al llevarse el cigarrillo a la boca, veía
yo la luz de su aliento, cuya bruma había visto antes en la frescura del espacio.
… No era tabaco lo que fumaba: sentí el rechazo de un olor a farmacia.
Alargó la mano suavemente hacia la ventana cerrada, modesta, con sus visillos
medio levantados.
Miren ustedes… Benarés y Hallihabad… Incendio de oro rojo en lo oscuro; un
centelleo de extraños seres humanos. No son criaturas, sino estatuas de dioses, bajo el
cielo violeta de la tarde. Se mueven… No… Sí. Es una suntuosa ceremonia, en la que
se confunden tiaras, insignias y ornamentos femeninos… En primer término, el gran
sacerdote, con su complejo tocado en escalones y sus manos en actitud ritual. Una
borrosa pagoda. Arquitectura, época, raza. ¡Qué diferentes somos de esas criaturas!
¿Quién tendrá razón?
Luego ensanchó el círculo de lo pasado. Parecía hacerlo en un penoso y gran
esfuerzo, como si agrandase un círculo de infierno y de súplica.
Los viajes: todos esos lugares que abandonamos; todo eso es inútil. Los viajes no
agigantan; ¿y por qué había uno de agigantarse con los pasos que da? Además, ¿tiene

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uno tiempo de dejar a un lado la carga de su alma para ver verdaderamente aquello
por cuyo lado pasa? Y aun así… Los viajeros sólo pueden conocer un punto de la
superficie de este momento. Pensé esta noche (cuando me acosaba el recuerdo de los
acantilados, de las landas, de las selvas galesas) en los caballeros de la Tabla
Redonda. El rey Arturo y sus compañeros… Me parecía estar no lejos de ellos y
adelantarme. Sólo veía a uno, que llevaba un casco raro. Su pupila color de esmeralda
me miró y me dejó helado. Los otros se esfumaban, eran fantasmas. La mesa de
piedra era redonda en el claro del bosque otoñal. El gris de la bruma se confundía con
el velo rojizo del bosque. La mesa era redonda, para que, cuando se pusieran los
caballeros de pie a su alrededor, ninguno de ellos tuviese la preeminencia. Era como
una gigantesca muela. Era muy blanca, y sus bordes nítidos. No hacía mucho tiempo
que había sido tallada. Era nueva.
… ¡Mil años!… Dos mil, tres mil años; luego vi la ribera de Troya…
»¿Recuerda, Ana la línea de oro frente a la que pasamos? El héroe griego camina
por la arena, ligeramente dorada por la aurora. Veo la ancha huella, acompasada y
sólida, que deja en la arena. Al borde de cada una de estas huellas, luego que ha
pasado, se desgrana un poco de arena de oro. El mar muere a su lado. Veo la estela
(un fino rodete espumoso) que la última ola acaba de dejar sobre la arena mojada,
más hundida que la que él pisa. Un guijarro rechina bajo el bronce de su calzado y
rueda. Oigo el ruido de sus pasos. Piense en esto, Ana; sus pasos, el rumor de sus
pasos, ahogado desde hace tantos miles de años. Piense en el aletazo que hay que dar
para aproximarse a eso; esas pisadas, de las que al día siguiente no quedaba huella, y
que, sin embargo, existen. ¿Dónde están, dónde están? Están en nosotros, puesto que
las vemos, las advertimos. El tiempo no es el tiempo; el espacio no es el espacio».
Se hizo un silencio sobre la admirable frase, sobre este misterio de lucidez. La
mujer no se sintió capaz de interrumpir el silencio en el que planeaba una verdad que,
sin duda, ella no alcanzaba.
Su espada chocó en una roca, y aún se oye el vibrante estrépito de la hoja en la
vaina. Su recia mano, para escalar una cuesta, se agarró al vástago de un pino, del que
se desprendieron algunas agujas secas. ¿Qué es eso que corre por aquel pinar de la
costa? Un animal, un perro; el perro de aquel hombre. Trae en la boca un objeto: un
cinturón de cuero endurecido y arrugado por la sal y el viento, un cinturón troyano,
vestigio casi desvanecido de la matanza que dentro de centenares y centenares de
años cantará Hornero.
»El guerrero ha llegado a un promontorio. Alarga la cabeza, dirigiendo sus
miradas al mar. Su nariz es recta y firme, la línea de la frente resalta, clara, bajo el
hierro del casco; el arco de las cejas es muy saliente: las pestañas palpitan sobre los
chispeantes ojos. Pero yo examino principalmente su mano, entreabierta, de uñas
cortas, los dedos y el dorso de un color quemado tirando a rojo, como esculpidos en

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ladrillo, y las uñas abombadas, como guijarros incrustados.
»Ve la ribera. Los marineros se afanan por echar al agua barcas innumerables. Las
arrastran y las empujan aguas adentro para evitar el golpe de los arrecifes de la costa.
La flota griega zarpará esta noche, porque sólo se puede navegar a la luz de las
estrellas, y se aparejan, mientras la mañana brilla sobre el azul del mar».
Tras esta contemplación de sol, bajó el hombre la frente.
Tengo la visión de una extensión de agua. Veo de cerca ese agua, esas olas que en
un silencio absoluto chapotean, grises y argentadas, bajo una rara luz. ¿Por qué ese
infinito silencio? Están en otro planeta, alejadas de nosotros no sé cuántos centenares
de siglos.
Contemplo lo que él dice y lo miro a él. El espectáculo que no existe y el hombre
que en la sombra casi no existe ya. La evocación, el evocador… Pienso en la inaudita
diferencia de magnitud entre el que piensa y lo que piensa. Su cara es una mancha
tenue, disputada, borrada en el principio del desenvolvimiento de los países y las
épocas.
Y otros recuerdos y otros aún se amontonan, se apretujan. Se lo adivina asaltado
por un mundo; presa de demasiados recuerdos: de los que acaba de balbucear y de
otros que no tiene el tiempo o el poder de decir. No puede desprenderse de la
luminosa grandeza que está en él.
Echa hacia atrás el rostro; sin duda ha cerrado los párpados… Y yo cuento y mido
sus recuerdos por la expresión de sufrimiento que revela una cara que se deja
contemplar de esa manera.
Ahora, él, que hace un instante se extasiaba, se queja:
Me acuerdo… me acuerdo… Mi corazón no tiene piedad de mí.
«¡Ah! —sollozó con un gesto de resignación. No puede decirse adiós a todo».
Ella está allí, y nada puede, aunque él la adore. No puede nada contra ese adiós
infinito que llena las últimas miradas de un hombre. Está allí solamente con toda su
belleza y toda su sonrisa… Y la sobrehumana visión se multiplica en vano de
nostalgia, de remordimientos y deseos. No quiere que todo aquello termine. Lo que él
evoca, lo que él llama, querría recuperarlo. Ama su pasado.
Inexorable, inmóvil, el pasado tiene la forma de una divinidad, porque para los
creyentes como para los negadores, la grandeza de Dios es dejarse suplicar.
La embarazada se fue. La vi escurrirse, llegar a la puerta, tiernamente, con
precauciones maternales hacia ella misma.
Se quedaron los dos solos… La noche tenía una realidad imponente: parecía vivir,
haber echado raíces y ocupar su lugar. Nunca el cuarto estuvo tan pleno de ella.
El dijo: «Otro día que se termina».
Y continuando su pensamiento:
Es preciso añadió preparar todo para el casamiento.

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¡Miguel! —exclamó la joven instintivamente como si no pudiera contener ese
nombre.
Miguel no se molestará por eso respondió el hombre, sabe que usted lo ama, Ana.
No se asustará de la formalidad pura y sencilla insistió, sonriendo para consolarse de
estas palabras de un matrimonio in extremis.
La sombra los presentaba dulce únicamente uno a otro, los tenía juntos. Se
contemplaron.
El era seco, ardiente; sus palabras resonaban en los huecos de su vida; ella, blanca
y ancha, y vibraba crasa y luminosamente.
Fijó en ella los ojos, hacía él un visible esfuerzo, como si no se atreviera a tocarla
con una palabra. Luego se abandonó al impulso.
¡La amo tanto! —dijo sencillamente.
¡Ah! —dijo ella. Usted no morirá.
¡Qué buena ha sido respondió él consintiendo en ser tanto tiempo mi hermana!
¡Cuánto ha hecho usted por mí! —exclamó ella, uniendo las manos e inclinando
sobre él todo el busto magnífico, como si se prosternase.
Se advertía que se hablaban con el corazón en la mano. ¡Qué cosa tan admirable
esto de hablarse con el corazón en la mano, sin reticencia, sin la ignorancia
vergonzosa y culpable de lo que se dice yendo rectamente uno a otro! Es casi un
milagro de irradiación, de paz y de existencia.
El callaba. Había cerrado los ojos, aunque seguía viéndola. Volvió a abrirlos sobre
ella.
Usted es mi ángel que no me ama.
Al decir esto se empañó su rostro. Este sencillo espectáculo me agobió; la parte
de infinito del corazón que participa de la naturaleza: su rostro se ensombreció.
Yo veía con cuánto amor se elevaba hacia ella. Ella lo sabía: había en sus
palabras, en mantenerse cerca de él, una inmensa dulzura. La mujer no lo animaba,
no le mentía, pero siempre que le era posible, con una palabra, con un gesto
entregado o con algún hermoso silencio, intentaba consolarlo del mal que le hacía
con su presencia, con su ausencia.
Después de haberla mirado de nuevo, mientras la sombra le acercaba más a ella,
muy a su pesar, dijo:
Usted es la triste confidente de mi amor hacia usted.
Volvió a hablar del matrimonio. Ya que todo estaba listo, ¿por qué no celebrarlo
en seguida?
Todo será para usted: mi fortuna, mi nombre, Ana, el contacto puro que de mí
quedará en usted cuando… cuando yo sólo sea alguien que ha pasado.
Quería esparcir con su mano el bienestar perdurable en el porvenir indeciso, su
caricia demasiado ligera, ¡ay! —como una bendición. En el presente, no aspiraba sino

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a la débil y ficticia unión con el nombre de matrimonio.
¿Por qué hablar de eso?…
Ella no respondía directamente, presa de una repugnancia casi invencible, a causa
sin duda del amor por otro que ella guardaba en su pecho y del amor que el enfermo
declaraba por ella. Aunque había consentido en principio ya que estaban cumplidas
todas las formalidades, nunca había respondido claramente a aquella súplica que,
siempre que estaban solos, iba de él a ella como una mirada.
¿Pero esta noche no estaba ella al borde del consentimiento, de la decisión que
había de tomar pese al material interés que podía encontrar que tomaba en su alma
tan blanca que enseguida se la conocía para someterse a él y permitirle ese pobre
acercamiento?
¿Qué dice usted? —murmuró él.
Miramos su boca… Casi sonreía ya, esa boca suplicada como un altar, como el
semblante de una deidad, preciosa por las esperanzas que se tendían hacia ella, al
mismo tiempo que todas las bellezas de la noche.
El moribundo, sintiendo llegar la aceptación, murmuró:
Amo la vida…
Movió la cabeza:
Me queda tan poco tiempo, tan poco tiempo para mí, que no quisiera ya dormirme
de noche…
Luego se calló para oírla.
Ella dijo: «Sí», y tocó con su mano, apenas, la mano del viejo.
Y a pesar mío, mi implacable atención advirtió que ese gesto estaba marcado de
solemnidad teatral, por una grandeza consciente de sí misma. Por más que sea leal y
casto, sin segunda intención, el sacrificio lleva consigo un orgullo glorificador que yo
veo, yo, que veo todo.
En el hotel no se habla más que de los extranjeros. Ocupan tres habitaciones,
traen mucho equipaje, y, según parece, el hombre es muy rico, aunque de gustos
sencillísimos. Permanecerán en París hasta el alumbramiento de la embarazada, que
será madre dentro de un mes y dará a luz en una casa de salud del barrio. Pero el
hombre, según dicen, está muy enfermo. La señora Lemercier está extremadamente
contrariada por ello, pues teme que muera en su casa… Se avergüenza por
adelantado. El alquiler de los cuartos lo hicieron por carta, porque si no no habría
recibido a estos huéspedes, a pesar de la atracción de su fortuna. Espera que el
enfermo resistirá hasta que partan; pero se la nota muy preocupada.
… Cuando vuelvo a ver al enfermo, pienso que, verdaderamente, está a punto de
morir. Se le ve hundido, con los codos apoyados en los brazos del sillón, las manos
colgantes. Parece que mirar le costara esfuerzo. Como tiene la cabeza baja, la
claridad de la ventana ilumina, no sus pupilas, sino el contorno de sus párpados

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inferiores, de manera que parece tener la cara como desollada. El recuerdo de lo que
dijo el poeta me hace temblar delante de este hombre que termina, que domina casi
toda su existencia con una soberanía espantosa, revestido de una hermosura ante la
que el mismo Dios es impotente.

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X

Hablaba de la música.
¿Por qué dijo hace en nosotros tanta impresión el ritmo?
En medio del desorden de la naturaleza, la creación humana lleva, dondequiera
que se manifiesta, su gran principio de regularidad y monotonía. Sólo obedeciendo a
esa dura ley medra y se afianza de un modo sólido una obra, cualquiera que sea. Esa
austera virtud diferencia la calle del valle y eleva una escalera de peldaños uniformes
en la montaña del ruido. «Porque el desorden no tiene alma, y la regularidad es
pensante».
Habló después de la proporción, de la armonía y de la unidad. Sólo oía
fragmentos de sus frases, como si el viento me trajese a bocanadas el olor del campo
y del amplio mar.
Llamaron a la puerta.
Era la hora del médico. El se levantó, vacilante, agotado y vencido delante de ese
dueño.
¿Cómo va desde ayer?
Mal respondió el enfermo.
Vamos, vamos dijo tranquilamente el recién llegado.
Les dejaron solos a ambos. El enfermo se volvió a sentar, con una lentitud y una
torpeza ridículas. El doctor quedaba de pie entre él y yo. Luego preguntó:
Bueno; ¿y ese corazón?
Durante un instante, que me pareció trágico, ambos bajaron la voz, y así, en tono
quedo, hizo el enfermo a su médico la confesión de otra jornada más de su
enfermedad.
El hombre de ciencia escuchaba, interrumpía, movía la cabeza en señal de
aprobación. Dio por terminado el relato repitiendo, esta vez en voz baja, la jovial y
tranquilizadora interjección de antes, con el mismo ademán amplio, sosegado.
¡Vaya, vaya, veo que no hay novedad!…
Se apartó hacia un lado, y vi al enfermo: las facciones tensas, los ojos
despavoridos por haber hablado del lúgubre misterio de su mal.
Se calmó un poco y se puso a hablar con el médico, que, con el aire más
bonachón del mundo, se había repantingado en una silla. Tocó algunos temas triviales
de conversación, y luego, como un maldecido por su mal, volvió a aquella cosa
siniestra que llevaba consigo: la enfermedad.
¡Qué vergüenza! —dijo.
¡Psch! —hizo el médico, aburrido.
Después se levantó.

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¡Vaya! Hasta mañana.
Sí; para la consulta.
Eso es. Hasta mañana.
Y el médico se fue con paso ligero, llevando consigo todos sus sangrientos
recuerdos, toda esa carga de miserias cuyo peso ignora.
Acababa sin duda de terminar la consulta. Se había abierto la puerta. Entraron dos
médicos; me parecieron incómodos a juzgar por sus movimientos. Se quedaron en
pie. Uno era joven y el otro viejo.
Se miraron. Yo trataba de penetrar el silencio de sus ojos, la sombra que había en
sus cabezas. El más viejo se acarició la barba, se apoyó en la chimenea, puso la vista
en el suelo y soltó estas palabras:
Casus Lethalis… y yo añadiría: properatus.
Había bajado la voz, por temor a ser oído por el enfermo y también por la
solemnidad de aquella sentencia de muerte.
El otro movió la cabeza en señal de aprobación; hubiérase dicho de complicidad.
Ambos se callaron, como niños en falta. De nuevo se miraron.
¿Qué edad tiene?
Cincuenta y tres años.
El médico joven observó:
Suerte ha tenido en llegar hasta esa edad.
A lo que el viejo replicó filosóficamente:
Sí que la tuvo. Pero ya se acabó.
Un silencio. El hombre de la barba gris murmuró:
Sentí el sarcoma, al tacto, precisamente detrás de la carótida.
Se llevó un dedo al cuello.
Precisamente, aquí lo he visto.
El otro movió la cabeza desde que entró, parecía animada esta cabeza de un
movimiento continuo y murmuró:
Sí, no hay operación posible.
Naturalmente dijo el viejo con los ojos brillantes por una suerte de siniestra
ironía; sólo una le podría quitar eso: ¡la guillotina! Además, la generalización
adelanta a pasos agigantados. Hay núcleos en los ganglios submaxilares y
suclaviculares, y sin duda también en los axilares. El proceso es fulminante. Dentro
de poco quedarán obstruidas las tres vías: respiratoria, circulatoria y digestiva; la
estrangulación será rápida.
Lanzó un suspiro y continuó en la misma postura, con un cigarro sin encender en
la boca, la cara rígida y cruzado de brazos. El joven se había sentado, y recostado en
el respaldo del sillón, golpeaba el mármol de la chimenea con sus dedos inútiles. Uno
de los dos dijo:

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¡Cuando se encuentra uno en presencia de casos semejantes, llega a pensar, en
una especie de deslumbramiento, que el cáncer ha elegido su sitio!
Maestro, ¿qué le hemos de decir a la mujer?
Decirle que está grave, muy grave, con un aire vencido; invocar los infinitos
recursos de la naturaleza.
Conozco la frase…
Mucho mejor dijo el viejo.
¿Y si insiste, si se empeña en saber?
Entonces no se le responde y se vuelve la cabeza a otro lado…
¿No le infundiremos un poco de esperanza? ¡Es tan joven!
Precisamente por eso, la menor esperanza crecería en ella. Hijo mío, nunca hay
que decir lo que es inútil. Sólo conseguiríamos que nos tachasen de ignorantes y nos
tomasen odio.
¿Y él sabe?…
Lo ignoro. Mientras lo estaba reconociendo, ya lo notaría usted, traté de darme
cuenta tirándole de la lengua. Unas veces creía que no sospechaba nada; pero otras
me pareció que se veía a sí mismo como yo lo veía.
Otra vez quedaron silenciosos durante un rato. Hubiérase dicho que esos dos
científicos habían venido a la habitación más bien para callarse que para hablar.
Apenas sí se habían movido de su sitio, y cambiaron las pocas palabras anteriores con
cierta dificultad, con precaución.
Luego, frente a la repulsiva llaga, vista de cerca una vez más, se elevaron a
pensamientos más generales, más grandes. Yo presentía el trabajo que se operaba en
sus cerebros. Al cabo, se oyeron estas palabras:
Se forma lo mismo que un niño.
El viejo empezó a hablar.
Como un niño. El germen obra sobre la célula, como ha dicho Lancereaux, al
modo de un espermatozoide. Es un espermatozoide. Es un microorganismo que
penetra el elemento anatómico, lo selecciona y lo impregna, le comunica un poder
vibratorio, le da otra vida. Pero el agente excitador de esta actividad intracelular, en
vez de ser el germen normal de la vida es un parásito.
»Cualquiera que sea la naturaleza de este primun movens y ya sea el micrococus
neoformans, ya la espora todavía invisible del bacilo de Kock, o cualquier otro, lo
cierto es que el tejido parasitario canceroso evoluciona al principio como el tejido
fetal.
»Pero el feto termina. Hay un momento en que la masa embrionaria enquistada en
la matriz, se vuelve, por decirlo así, adulta. Constituye sus membranas superficiales
que Caludio Bernard, en su terminología profunda, llama limitantes. El feto está ya
formado: va a nacer.

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»El tejido canceroso, por el contrario, no acaba; sigue y sigue, sin alcanzar jamás
el límite. El tumor (no hablo, entiéndase bien, de fibromas, miomas ni cancroides
simples, que son los «tumores de buena índole») permanece eternamente en estado
embrionario; no puede evolucionar en un sentido armónico y completo. Se extiende.
No sabe sino extenderse, sin llegar a adquirir una forma. Si se le extirpa vuelve a
proliferar, o por lo menos en el noventa y cinco por ciento de los casos. ¿Qué puede
nuestro cuerpo entero contra esa carne que no se organiza y no sale? ¿Qué puede el
equilibrio tan minucioso y frágil de nuestras células contra esa vegetación
desordenada que, en medio de nuestra sangre y nuestros órganos, a través del
armazón óseo y de todas las redes, incrusta una masa insoluble e ilimitada?
»Si, el cáncer es, dentro de nuestro organismo, en el sentido estricto de la palabra,
infinito».
El médico joven asintió con la cabeza y dijo, con una profundidad que fue a
buscar no sé dónde, al contacto con la idea de infinito:
Es como un corazón podrido.
Estaban ahora sentados frente a frente. Acercaron sus sillas.
Es peor todavía de lo que decimos añadió el más joven de ambos interlocutores,
con voz tímida, contenida.
Sí asintió el otro con la cabeza. No nos encontramos en presencia de una
enfermedad local contraída misteriosamente; no se trata, como cree el vulgo, de un
siniestro accidente interior. El cáncer ni siquiera es contagioso. Nos encontramos
frente a la crisis patológica aguda y rápida de toda una categoría de debilitados; frente
a una de las formas elementales de la enfermedad humana.
»Es un estado general que necesita y precisa el mal; es el enfermo mismo,
podríamos decir, el que reclama los estragos del parásito. ¡Es su organismo que lo
quiere!
»¡El parásito! Tal vez no es más que uno solo, que se diferencia según los medios,
y engendra en los locales orgánicos apropiados las diferentes enfermedades. La
bacteriología está aún en mantillas; cuando empiece a hablar, nos anunciará, sin duda,
esta noticia, que dará a la medicina algo más trágico aún que su grandeza presente».
En cuanto a mí, creo en la unidad parasitaria.
Esa teoría está de moda dijo el médico viejo. No se puede negar que es tentadora
y hay que reconocer que la medicina, la química y la física, a medida que
profundizan, tienden por todas partes a la unidad de los elementos materiales y de las
fuerzas. Así es aunque no haya todavía pruebas irrefutables. ¿Qué puede ser más
probable que esa terrible simplificación de que usted habla?
Sí dijo el otro a media voz, como si reflexionase todas las enfermedades están
hechas de las mismas cosas. Es la misma vida imperceptible que nos conduce a todos
a la muerte.

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Y habrá entre todos nosotros murmuró el otro bajando igualmente la voz la
misma fraternidad en el mal que en la nada.
El único germen de muerte, lo infinitamente pequeño que siembra en las carnes la
espantosa cosecha, sería ese microbio cuyo rol parecía hasta ahora neutral, y a cuyo
lado pasamos sin verle: el bacterium termo.
»Es muy abundante en el intestino grueso y existe por miles de miles en el
individuo sano.
»Es el que, en un terreno fosfatado, se convierte en el estafilococo dorado, el
agente del forúnculo y el ántrax que mortifican las concavidades de las carnes.
»Y es también el que en el intestino delgado, se convierte en el bacilo de Eberth,
autor de la pústula tífica.
El hombre de ciencia adoptaba una apariencia más solemne y penetrante, a
medida que iba precisando el nombre del enemigo no vencido hasta entonces.
Y también es el que en un terreno desfosfatado, se convertiría en bacilo de Kock.
El bacilo de Kock no es solamente la tuberculosis en sus formas pulmonar,
laríngea, intestinal, ósea. Landouzy ha denunciado su presencia en los líquidos de
pleuresía y Kuss en los abscesos fríos.
Pero interrumpió el viejo médico, cuya mirada se había vuelto atenta y grave ¿se
ha descubierto integralmente la inmensa variedad de lesiones de origen tuberculoso?
Tomémosla en el pulmón, ya que éste se halla siempre afectado en el enfermo
adulto.
»La aparición provoca la formación de tubérculos, tumores pequeños que se
necrosan por ausencia de vasos sanguíneos, y cuyo reblandecimiento y expectoración
acarrean la desaparición del órgano y la muerte por asfixia. Ese tubérculo es una
neoplasia en su primer grado. El bacilo de Kock es neoformans, todo microorganismo
es neoformans en el organismo. Esto es más que una delimitación científica un
epíteto homérico, inspirado por su potencia de creación. El tubérculo SQ multiplica,
pero continúa siendo pequeño. Por eso dijo Virchow que era un neoplasma pobre».
Pero en los artríticos con depresión nerviosa y baja temperatura, el parásito no
puede provocar la tuberculosis.
»Pasa a la sangre con las peptonas por los quilíferos. La sangre se carga de
glicógeno, y este azúcar humano no consumido por la temperatura elevada lo
deposita la estasia venosa en cantidad exagerada en los elementos anatómicos de los
tejidos glandulares o pasivos. Desarróllase entonces en frío lo que pudiéramos llamar
una neoplasia rica; en vez de muchos tubérculos, no hay más que uno que evoluciona,
enorme. Es el cáncer, en todas sus formas y con todos sus nombres; sarcoma,
carcinoma, epitelioma, esquirro, linfadenoma.
»El cáncer es, pues, el producto incoherente de la acumulación de glicógeno en
un artrítico adulto debilitado y sin fiebre».

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Sí, sí dijo el anciano; puede ser, pero ¿y las pruebas? Hermosa teoría pero ¿y su
confirmación práctica? Porque, a pesar de todo, hay una diferencia morfológica entre
el tumor y el tubérculo.
Parecía que se volvía irónico, hostil, pronto a erguirse y a buscar en todo su saber
y experiencia.
Si examinamos cierto número de especies de tumores respondió su interlocutor
comprobaremos que su número está en razón directa y su volumen en razón inversa
de la temperatura del individuo que los fabrica.
Volvía a encontrar hechos y cifras, y los lanzaba como armas. Estaba animado por
el afán de hacer una exposición completa, implacable, para defender su amplia idea
de simplificación, que dramatizaba de golpe a toda la humanidad.
De 44° a 45°, evoluciona la tuberculosis de las aves con sus tumores casi
microscópicos e incontables. De 40° a 41°, evoluciona la tuberculosis llamada miliar,
porque sus productos son del tamaño de un grano de mijo. De 39° a 40°, la
tuberculosis granular; de 37° a 38°, una tuberculosis lenta, de grandes ganglios
superficiales; a los 37° tumores ganglionares muy voluminosos, que desembocan en
abscesos fríos (en esta categoría entra la coxalgia, los tumores blancos, el mal de
Pott); a los 36,5°, los voluminosos tumores de las paperas de las vacas; a los 28°,
encontramos con Duward, los enormes tumores gibosos y oscuros que desfiguran los
costados de los peces.
Se detuvo, después de haber amontonado estos ejemplos, y luego continuó:
Se puede provocar experimentalmente el retroceso de una afección a otra. Se
toma un conejo y se le inocula la tuberculosis; cuando el animal presenta ya síntomas
inequívocos de consunción, se le convierte en animal de sangre fría dándole un corte
rápido en el nivel de la última vértebra cervical y de la primera vértebra dorsal. Si el
animal no muere de parálisis, no tarda en formársele en el abdomen o en una de sus
articulaciones un tumor voluminoso que tiene toda la apariencia y desarrollo del
cáncer.
Miraba cara a cara a su colega.
Recuerdo lo que dice De Backer: «hemos observado simultáneamente el
desarrollo de la tuberculosis y la cancerosis, y hemos comprobado siempre que el
cáncer dejaba de nutrirse y se secaba, mientras los tubérculos se robustecían y
evolucionaban en una temperatura superior a 38°. En general añade, la tuberculosis
dominaba el drama».
»La formación y distribución interior del azúcar, eso es todo. Esa distribución está
regulada por el calor orgánico, que quema el azúcar según se va produciendo en el
tuberculoso; en el canceroso el glicógeno se acumula por falta de calor. El cáncer es
azucarado. De Backer ha puesto en claro el proceso que hace de la cancerosis una
especie de diabetes localizada.

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»Se ha probado la presencia de azúcar fabricando champán con líquidos
cancerosos. Yo he repetido este experimento. Conseguí diez kilogramos de materias
cancerosas, resultado de las operaciones hechas en dos mañanas en los hospitales de
París.
»Después de triturarla en la secadora, esa masa me proporcionó dos litros y medio
de un líquido turbio y fétido, más cargado de azúcar que la orina más diabética.
Sembrado de fermentos, se produjo en el líquido una fermentación fuerte y muy
aromática. El alcoholómetro marcó 6°. En el alambique obtuve alcohol de 60°, del
cual extraje ese champán de laboratorio.
»Así pues, invadidos y dominados por el mismo germen patógeno, los hombres
evolucionan según sus temperamentos; los deprimidos febriles, que gastan más que lo
que reciben, hacen tubérculo (tumor enano); los artríticos fríos, que reciben más que
lo que consumen, hacen cáncer (tubérculo gigante). Ambas enfermedades a veces
intercambian sus enfermos. La mayor parte de los cancerosos son tuberculosos
curados y enfriados. Dubard fue quien primero lo observó. Lo que para unos es una
salvaguardia (la riqueza en glicógeno o la sobrealimentación), es una amenaza para
otros».
El médico viejo meditaba. Oía con atención, pero con la cara inexpresiva del que
tiene ideas propias.
Su interlocutor guardó silencio un instante; luego dijo:
Es preciso mirar la verdad cara a cara, sin flaquear. Para eso estamos nosotros, y
no sentir miedo de abrir a la curación de la tuberculosis esa puerta misteriosa y
terrible.
De todas maneras dijo el médico viejo, esa analogía, esa relación inversa que
usted cree descubrir entre los dos males, se hallan anunciadas ya hasta cierto punto
por las estadísticas. Es un hecho comprobado que esas dos estadísticas se apoyan
mutuamente y forman un cuerpo único. En París hay un canceroso por cada cuatro
tuberculosos. Cuando en la ciudad cada semana mueren doscientos sesenta
tuberculosos y sesenta y cinco cancerosos. En Francia, a las ciento ochenta mil
muertes causadas cada año por la tuberculosis, corresponden las treinta y seis mil
víctimas de la cancerosis: una por cinco. Cada día mueren de tuberculosis quinientos
franceses; cien mueren cada día de cáncer.
¡Cuántos no morirán mañana! —dijo el joven alzando sus ojos fríos y lúcidos, en
una consciente e inútil plegaria. Porque sólo hemos levantado una punta del velo y
hemos confesado sólo una parte de la verdad…
Sí dijo el maestro, hay mucho más aún.
»Los estragos del cáncer aumentan día a día. Sin duda se debe a que la vida
moderna multiplica los casos de receptividad mórbida, especialmente favorables al
mal.

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»El estado general trae consigo la fatalidad de la lesión. Lo repito: el enfermo
tiene la culpa de que la enfermedad sea incurable. ¿Para qué curarla localmente,
mediante la extirpación de la masa dañina, si el enfermo librado a él mismo rehace la
enfermedad? ¡Hemos de limitarnos al papel de espectadores! Un tuberculoso al que
se le sacasen los tubérculos y nada más, sería un operado condenado a la recaída. De
igual modo, el escalpelo no constituye un medio de defensa suficiente contra los
tumores malignos. Por lo demás, los hechos hablan: por cada cien cancerosos de los
huesos, operados, hay noventa y dos recaídas; e igual número de recaídas para el
cáncer de mama. En el epitelioma uterino, noventa y seis; para el cáncer de recto
noventa y ocho; para el cáncer de lengua con la cabeza señaló la puerta noventa y
nueve».
Mientras pronunciaba estas palabras, tomó de encima de la chimenea una hoja de
papel de carta y un par de tijeras, y maquinalmente se puso a recortarlo. De pronto,
comprendiendo el vago instinto de su gesto, soltó los dos objetos. Se incorporó.
Empieza por atacar a las jóvenes… (¡Ah! ¡Veo, veo en mi memoria la inexorable
imagen de un ángel, de ojos claros, con un seno enorme y amoratado lo mismo que
un repollo!). ¡El cáncer se extiende por la humanidad como en un solo individuo! ¡Si
no se le detiene añadió con lúgubre ironía que ya había notado yo en su voz no
tendremos necesidad de preguntarnos si el mundo acabará por la extinción del Sol!
A ese parentesco fantástico de los dos flagelos más terribles que existen dijo el
estudioso joven, llevándose las manos a la frente, ¿cuántos otros no se unen? La
sífilis, de la que no hablé. ¿Y cuántos más? ¿Adónde me conducirán, a qué me
condenarán las investigaciones que seguiré haciendo cuando salga de aquí? No sé…
¡A ver de una sola ojeada toda la podredumbre de la carne humana, todo el lado
pestilente de nuestra miseria, todo ese desamparo en que se hunde efectivamente el
género humano y que es de tal nivel que uno se pregunta cómo tenemos valor para
hablar de estos dramas!
Pero después de decir esto añadió, alargando sus manos que temblaban como las
de un enfermo, por una especie de contagio sublime:
Acaso, sin duda, se logrará la curación de los males humanos. Puede que cambie
todo. Se encontrará el régimen apropiado para evitar lo que no se domina. Y sólo
entonces tendremos el valor de decir toda la matanza producida por las enfermedades
hoy incurables y crecientes. Hasta puede que se llegue a curar ciertas afecciones
incurables. Aún los medicamentos no han tenido tiempo bastante para ser probados.
Curaremos a otros, seguro; pero no lo curaremos a él.
De manera instintiva dejó caer los brazos y su voz se detuvo en un silencio de
duelo.
El enfermo lograba una grandeza santa. A pesar de ellos, desde que estaban allí,
dominaba sus palabras, y si generalizaron el tema fue quizá para liberarse de un caso

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particular.
¿Es ruso o griego?
No sé. ¡Yo, a fuerza de mirar en el interior de los hombres, los encuentro a todos
semejantes!
¡Son semejantes más que nada susurró el otro por su odiosa pretensión de ser
diferentes y enemigos!
Me pareció que se estremecía como si esta idea despertara en él una pasión. Se
levantó lleno de ira, transformado.
¡Ah! —dijo ¡Que vergonzoso espectáculo el que da la humanidad! Se ensaña
consigo misma, pese a las espantosas heridas que sufre. Nosotros, que nos inclinamos
sobre las llagas, podemos apreciar mejor que nadie todo el daño que voluntariamente
se hacen los hombres. Yo no soy político ni un militante. Mi oficio no es el de
ocuparme de ideas sociales: bastante tengo que hacer con lo mío, pero algunas veces
siento impulsos de piedad grandes como ensueños. ¡Por momentos quisiera tanto
castigar a los hombres como suplicarles!
El médico viejo sonrióse melancólicamente por esta vehemencia, pero su sonrisa
se desvaneció, ante tanta miseria clara e innegable.
¡Es verdad! ¡Siendo tan desgraciados aún nos destrozamos, con nuestras propias
manos! La guerra… Para quien nos mira desde lejos y quien nos mira desde arriba,
somos bárbaros y locos.
¡Por qué, por qué! —dijo el médico joven cuya turbación iba en aumento. ¿Por
qué seguimos siendo locos ya que conocemos nuestra locura?
El viejo se encogió de hombros; el mismo gesto que hizo antes cuando hablaban
de enfermedad incurable.
La fuerza de la tradición, azuzada por los interesados… No somos libres, estamos
atados al pasado. Escuchamos lo que siempre se hizo y volvemos a hacerlo; y lo que
se hizo es la guerra y la injusticia. Puede que un día la humanidad logre liberarse de
la pesadilla de lo que fue. Hay que esperar que algún día saldremos de esta era
larguísima de matanzas y de miserias. ¿Qué más podemos hacer sino esperar?
El viejo se detuvo ahí. El joven dijo:
Quererlo.
El otro hizo un movimiento vago con la mano. Luego, el joven exclamó:
La úlcera del mundo tiene una causa general. Usted la ha nombrado: la
servidumbre al pasado, el prejuicio secular, que impide que se rehaga todo
pulcramente, según la razón y la moral. La humanidad está inficionada del espíritu de
tradición; y los nombres de dos de sus espantosas manifestaciones son…
El anciano se incorporó en su silla, esbozando ya un gesto de protesta, como si
quisiera decir «¡no lo diga!». Pero el joven no podía dejar de hablar. Son la propiedad
y la patria dijo. ¡Shhh…! —exclamó el médico viejo, en este terreno yo no lo sigo.

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Reconozco los males presentes. Apelo con toda el alma a una nueva era. Es más: creo
en ella. ¡Pero no hable así de los dos principios sagrados!
¡Ah! —dijo con amargura el joven. Habla usted como los otros maestro… Y sin
embargo, hay que remontarse a la fuente del mal, de sobra lo sabe usted, y lo sabe
con violencia. ¿Por qué hace usted como si no supiese?… Si queremos curar la
opresión y la guerra, tenemos razón en atacar con todos los medios útiles, todos, el
principio de la riqueza individual y el culto a la patria.
No, no es lícito exclamó el anciano, que se levantó muy alterado, y lanzó a su
interlocutor una mirada dura, casi salvaje…
¡Sí, sí es lícito! —gritó el otro.
De pronto doblegóse la cabeza canosa, y el viejo dijo en voz baja:
Sí, es verdad, es lícito.
Luego continuó:
Me acuerdo… que un día, durante la guerra, nos hallábamos reunidos alrededor
de un moribundo. Nadie lo conocía. Lo habían recogido de entre los restos de una
ambulancia bombardeada, premeditadamente o no, para el caso es lo mismo; tenía
mutilado el rostro. No sabíamos quién era; únicamente se podía asegurar que
pertenecía a uno de los dos ejércitos. Gemía, lloraba, aullaba, inventaba gritos
espantosos. Tratábamos de percibir en su agonía una palabra, un acento que nos
hubiese indicado por lo menos su nacionalidad. Inútil: ningún sonido claro surgía de
aquella especie de rostro que jadeaba sobre la camilla. No dejamos de mirarlo y
escucharlo hasta que calló. Cuando hubo muerto y nosotros dejamos de temblar,
durante un momento vi y comprendí. Comprendí que todas las palabras de odio y
rebeldía contra el ejército, que todos los indultos a la bandera y todos los
llamamientos antipatrióticos resuenan en el ideal y en la belleza.
»¡Sí, es lícito, es lícito! Y desde ese día, muchas veces he logrado llegar hasta la
verdad. Pero ¿qué quiere usted?… ¡Yo soy ya viejo y me faltan ánimos para
permanecer en ella!».
¡Maestro! —murmuró el joven, de pie, en un tono de emocionado respeto.
El estudioso viejo siguió hablando, exaltándose en una revelación sincera,
embriagándose de verdad:
¡Sí, lo sé, lo sé, se lo aseguro! Sé que, pese a la maraña de argumentos y el dédalo
de casos especiales en los que nos sentimos perdidos, nada quebranta la simplicidad
absoluta con que podemos decir que la ley que hace nacer a unos ricos y a otros
pobres y perpetúa en la sociedad una desigualdad crónica, es una suprema injusticia,
sin más fundamento que la que antaño creaba razas de esclavos. También sé que el
patriotismo se ha convertido en un sentimiento estrecho y ofensivo que fomentará,
mientras exista, guerras horrorosas y el agotamiento del mundo; que ni el trabajo, ni
la prosperidad material y moral, ni las nobles delicadezas del progreso, ni los

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prodigios del arte necesitan una emulación rencorosa, y que, por el contrario, todo
ello lo aplastan las armas. Sé que el mapa de un país se compone de líneas
convencionales y nombres mal barajados; que el amor innato de nosotros mismos nos
acerca más al hombre que a los individuos que forman parte de un mismo grupo
geográfico; que somos compatriotas, en mayor medida, de los que nos comprenden y
aman y se hallan al mismo nivel de nuestra alma o padecen la misma esclavitud, que
de aquellos que curamos en la calle… Las agrupaciones nacionales, unidades del
universo moderno, son lo que son. Por deformación creciente, monstruosa, del
sentimiento patriótico, la humanidad se mata, la humanidad se muere y la época
contemporánea es una agonía.
Tuvieron idéntica visión, y al mismo tiempo dijeron:
Es un cáncer, es un cáncer…
El maestro se animó ante la evidencia:
Sé, lo mismo que usted, que la posteridad juzgará severamente a los que
cultivaron y difundieron el fetichismo de las ideas de opresión. Sé que la curación de
un abuso sólo comienza cuando las gentes se niegan al culto que lo consagra… ¡Y yo
que, durante medio siglo, me asomé a los grandes descubrimientos que cambiaron la
faz de las cosas, sé que, cuando uno comienza, tiene en contra la hostilidad de todo lo
que existe!
»No se me oculta que es un vicio pasarse años y siglos diciendo el progreso: «Lo
quisiera, pero no lo quiero», y sé que si para realizar ciertas reformas se necesitara el
consentimiento universal, no se realizarían nunca, sé que el universo también se
siembra. ¡Lo sé! ¡Lo sé!
»Sí… ¡Pero me reclaman demasiadas obligaciones y me acapara demasiado
trabajo; y además, ya se lo he dicho, soy muy viejo!. Esas ideas son demasiado
nuevas para mí. La inteligencia del hombre no es susceptible de abarcar más que
cierto quantum de creación y de novedad. Cuando se agota esa parte, cualquiera sea
el progreso ambiente, se obstina uno en no ver ni avanzar. Soy incapaz de arrojar en
la polémica la exageración fecunda. Soy incapaz de la audacia de ser lógico. ¡Se lo
confieso, hijo mío: no tengo ya ánimos para tener razón!».
Querido maestro dijo el médico joven con un acento de reproche que despertaba
embellecido y sincero ante esta sinceridad, ¡usted ha manifestado públicamente su
desaprobación contra los que combaten en público la idea del patriotismo! Y para
atacarlos se han valido de la importancia de su nombre.
El anciano se incorporó. Su rostro se coloreó.
No admito que expongan mi país a grandes peligros…
No lo reconocía. Caía de la altura de su gran pensamiento, no era ya él. Me sentí
desalentado.
Pero murmuró el otro todo eso que acaba usted de decir…

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No es lo mismo. Los individuos a que usted se refiere nos han lanzado retos. Se
presentan como enemigos y justifican por anticipado todos los ultrajes.
Quienes los insultan cometen un crimen de ignorancia dijo el joven con voz
trémula. Desconocen la lógica superior de las cosas que se están creando.
Se inclinó hacia su compañero, y con voz firme, le preguntó:
¿Cómo lo que comienza podría no ser revolucionario? Los que primero gritaron
estaban solos, y por fuerza habían de ser ignorados o aborrecidos, usted acaba de
decirlo. ¡Pero la posteridad recogerá esa vanguardia de sacrificio, aclamará a los que
arrojaron la duda sobre la equívoca palabra patria y los acercará a los precursores, a
los que nosotros mismos hemos hecho justicia, con los de la gran Revolución que ya
recibieron nuestro homenaje!
¡Nunca! —exclamó el anciano. Había seguido las últimas palabras con inquietos
ojos. Su frente se frunció en un pliego de terquedad e impaciencia y sus manos se
crisparon de rabia.
Se recuperaba. No, no era lo mismo. Estas discusiones tampoco conducían a
nada, y más valía que, esperando que cada cual cumpliese con su deber, fuesen a
cumplir con el suyo, diciendo a aquella pobre mujer la verdad.
¡Quién nos la dirá a nosotros!
Esta frase surgió inesperada. El joven titubeó, con la ansiedad en el rostro; luego
dejó escapar este gran llamamiento, pleno de significaciones.
¡De qué sirve que nos la digan cuando creemos saberla!
¡Ah! —exclamó el joven sobresaltado de pronto por un encanto invisible que yo
no comprendía, y que de pronto pareció desequilibrarlo ¡Querría saber de qué he de
morir!
Añadió con una palpitación visible:
Quisiera estar seguro…
Su ilustre colega lo miró, asombrado, con el gesto suspenso:
¿Tiene usted síntomas que le inquietan?
No estoy seguro; me parece… No creo, sin embargo…
¿Es de lo que hablábamos?…
¡Oh, no! Es otra cosa respondió el joven con tono evasivo.
Así como hacía un momento lo transfiguró una especie de ardor, ahora daba
señales de decaimiento que hacían de él otro hombre.
Maestro, usted ha sido mi maestro… Usted fue testigo de mi ignorancia y lo es
ahora de mi flaqueza.
Se frotaba torpemente las manos y se había puesto colorado como un niño.
¡Vamos! —dijo el viejo médico sin preguntarle más. Ya sé lo que es eso. Yo
también tuve miedo hace tiempo, primero del cáncer y luego de la locura.
¡De la locura, maestro, usted!

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Todo ha ido pasando año a año… Y ahora dijo con voz alterada, a su pesar ya
sólo tengo miedo de la vejez.
Es cierto, maestro respondió el discípulo, que se había recuperado un poco y
creyó que podía sonreír ante la evidencia; esa es la única enfermedad que usted puede
temer.
¡Usted cree! —exclamó el viejo con una vehemencia que no pudo reprimir y que
dejó al joven perplejo.
El anciano se avergonzó de la ingenuidad lastimosa de su protesta, y balbuceó.
¡Ah! ¡Si usted supiera! ¡Si usted supiera qué es esa enfermedad tan simple, tan
simple, ese desgaste y esa infección generales, tan inevitables, tan suaves! ¡Ah!
¿Surgirá antes de que muramos el que cura la decrepitud?
El médico joven no sabía qué decir a este hombre desarmado de pronto, como él
lo había estado hacía un instante. Salió de sus labios un comienzo de palabra, luego
miró al médico viejo, y su contemplación alertó y mitigó un poco su propio tormento.
Yo seguía con los ojos este rápido trueque de angustias y no acababa de darme
cuenta si el sentimiento que atenuaba su desamparo ante el del maestro era un
sentimiento vil o un sentimiento sublime.
¡Hay aventuró al fin, gente que pretende que lo que hace la naturaleza está bien
hecho!
¡La naturaleza!
El viejo prorrumpió en una risa sarcástica que me dejó helado.
La naturaleza es maldita, la naturaleza es mala. La enfermedad es también
naturaleza. Puesto que lo anormal es fatal. ¿No es como si fuese lo normal?
Añadió, sin embargo, ablandado por su derrota.
«¡Cuanto hace la naturaleza está bien hecho!». ¡Ah! Esa es, en el fondo, una
máxima de la desdicha, por la que no se puede pedir cuenta a los hombres. Esperan
fascinarse y consolarse con el sentimiento de una regla y de una fatalidad.
Precisamente porque no es verdad que lo pregonen.
Como al principio, se miraron.
Somos unos pobres diablos dijo uno de ellos.
Naturalmente, repuso el otro con dulzura.
Se dirigieron hacia la puerta.
Vámonos de aquí. Esa mujer nos espera. Llevémosle la condena irremediable; no
solamente de muerte, sino además de muerte inmediata. Es como si fuesen dos
condenas.
El médico viejo añadió entre dientes:
«¡Condenado por la ciencia!». ¡Qué expresión estúpida!
Los que creen en Dios deberían remontar la responsabilidad más arriba.
Ante la palabra de Dios, se detuvieron en el umbral. De nuevo decayeron sus

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voces, se tornaron apenas perceptibles, trémulas, ensañadas.
¡Ese exclamó el viejo muy bajo está loco!
¡Ah! ¡Mejor es para él que no exista! —refunfuñó el otro con enconado sarcasmo.
Vi al sabio volverse desde el fondo del cuarto gris hacia la ventana blanqueante y
tender un puño hacia el cielo a causa de la realidad.
… El enfermo ocultaba su semblante tras el enrejado de sus largos dedos. Un
ensueño espléndido y preciso salía de su boca descompuesta, que nutría el mal
abyecto, y todo su pensamiento puro anegaba a la mujer, con la que, sin duda, ya
habían hablado los médicos.
¡La arquitectura! ¡Qué sé yo de eso! Veamos por ejemplo… Una plaza enorme:
una sábana, una llanura de baldosas desmesuradas, arrojada a las alturas de la ciudad,
hacia el lado de los barrios extremos. Luego se inicia un pórtico. Nacen columnas. Al
punto se apretujan, se multiplican, vertiginosas, tan altas que sus largas líneas
fugitivas dan la impresión de deshilacharse en sus cúspides y la techumbre parece la
sombra de la tarde o de la noche. Hay un cuarto de plaza cubierto. Es como un
palacio colosal, abierto de par en par, revestido de una especie de importancia
seminatural, digno de recibir como huéspedes al sol levante y al sol poniente. De
noche, la inmensa selva pálida escurre sobre el suelo de piedra una ancha claridad
difusa: la aurora boreal de un firmamento de lámparas.
»Allí dentro se concentra una gran parte de la actividad pública: el tráfico, la
Bolsa, el arte, las exposiciones y las ceremonias. La muchedumbre hormiguea en este
recinto y forma oleadas y corrientes, que bullen con lentitud en las encrucijadas, y la
vista se pierde, en el ensueño de las líneas verticales.
»De costado, la columnata cae a pico sobre el otro barrio de la ciudad, como un
acantilado. Nada de eso tiene estilo; no lo tiene. La inmensa arquitectura se presenta
con sencillez. Pero sus proporciones son tan vastas que marean la vista y sobrecogen
el corazón».
Miraba yo fijamente a ese hombre, en el que los despojos aumentaban momento a
momento, y de pronto reparé en su cuello. Era enorme y estaba hinchado por aquella
especie de ser que crecía allí dentro… Mientras hablaba, casi se le veía, allá en lo
hondo, en lo negro de la boca.
Desde lejos continuó, cuando se llega en ferrocarril, se ve que la columnata está
plantada en lo alto de una montaña, y por el lado opuesto a la línea de los pórticos de
entrada desciende una escalera hacia la llanura de los jardines. ¡Qué escalera! No se
parece a nada de cuanto existe, como no sea, quizás, a las ruinas de las pirámides de
Egipto. Es tan ancha, que se necesita una hora para recorrer, sólo en el sentido de su
anchura, un solo peldaño. Está nublada por los ascensores que suben y bajan como
pequeñas cadenas; erizada de plataformas movedizas, montacargas y trenes. Es una
escalera grande como una montaña, la naturaleza martirizada en una extensión de

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kilómetros cuadrados, rehecha por el diluvio lineal, presentada con armonía (porque,
de arriba o de abajo, puede abarcarse toda la escalera de una sola ojeada) y esculpida
en profundidad. Bloques, colinas enteras pesan sobre ella y la dominan, animados con
una vida extraña: son estatuas… Esa borrosa eminencia pulida y lisa, que se arquea y
dobla siguiendo una curva que al principio no se comprende, es un brazo.
Hablaba con una voz penetrante que anunciaba y reproducía verdaderamente la
belleza de su ensueño.
Seguía hablando de cosas magníficas, cuando sólo unos días lo separaban de la
tumba. Y yo, que lo escuchaba distraído, asombrado principalmente por la antítesis
entre su cuerpo y su alma, hubiera querido saber si él lo sabía…
… Todo escultor es un niño; ideas elementales, blancas, de líneas sencillas,
rígidas, de una pieza. ¡Qué ideal tan difícil el que persigue, casi desarmada ante la
trivialidad, son su rudimentaria herramienta! Los escultores son niños, y pocos
escultores son niños prodigios.
Buscó estatuas en su ensueño:
Es necesario que la obra escultórica sea dramática, teatral hasta cuando consta
sólo de un personaje. No comprendo el «busto», que no tiene alma ni miembros y es
la traducción en piedra de un cuadro, que siempre es más verídico, porque el cuadro
tiene la sombra en común con el modelo.
Pareció mirar y decir lo que veía:
La estatua en mármol de la Caída. ¿Adónde cae sin tregua esa inmovilidad?
»Un gran tema para una escultura: el ser adorado que hemos perdido, levantando
la losa de su sepulcro y mostrándonos el rostro. Esa cara humana es a la vez
infinitamente deseable y aterradora, por ella y por su muerte. Se levanta, cadáver, del
fondo de la tierra, y está, sin embargo, bajo el cielo, puesto que está allí, y la
miramos. Por detrás de la sombra de la cabeza, la sombra de la mano sostiene la losa.
»No sé si es un muerto o una muerta; es una cabeza amada, cuyas facciones
tienen para nuestro corazón una vida conmovedora; cuya imagen cumple el milagro
de ser buena. Pero está inmóvil y cenagosa como la tierra, y aunque se vuelve hacia
nosotros, no oye nada. La boca sonríe en una mezcla indefinible de amor y de
espanto, porque es su sonrisa, pero también el rictus de agonía… ¿De qué está
húmeda la boca sonriente? ¿Sobre qué mundo de los infinitamente pequeños, sobre
qué gran hálito helado está entreabierta? Los ojos lloran vagamente pero es tal vez
que se licúan. Se piensa en el recuerdo cuya huella perdura sobre esta cara y en el
cuerpo que está debajo de ella. El cuerpo solo en las tinieblas, confuso,
desapareciendo desparramado en los escondrijos de la tierra; y en lo alto de la cabeza,
blanca, eterno náufrago que flota, se acerca, nos mira, nos dirige su sonrisa y su
mueca… ¡Dulce monstruo pavoroso que entreabre las fauces del sepulcro, quién sale
de él, amigo, y quién queda en él, enemigo!…».

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Después habló de pintura. Dijo que ésta tiene un realce del que carece la
estatuaria. Evocó la inmovilidad increíble de los bellos retratos y el celoso imperio
del rostro pintado que atrae las miradas.
Suspiró: «Los artistas son unos desdichados: tienen que volver a hacer todo de
nuevo. Todo depende de ellos, ¿sabe uno nunca qué guarda la parcela de realidad que
se presenta? Se necesita mucha clarividencia para eso. Sí, demasiada; una
clarividencia, que raye en alucinación. Los grandes están fuera de la naturaleza.
Rembrandt tuvo visiones, Beethoven oye voces».
Este nombre lo llevó a hablar de música. Dijo que, aunque la música haya llegado
a una perfección de la que no hay otro ejemplo desde que el hombre se ensaña con la
innúmera obra de arte a causa únicamente de Beethoven, hay, sin embargo, entre las
artes una jerarquía según la parte de pensamiento que abarcan Por esta razón la
literatura está por encima de todo lo demás. Por grande que sea la cantidad de obras
maestras actualmente realizadas, la armonía de la música no vale lo que la voz baja
de un libro.
Ana dijo, ¿quién es más poeta, el que en la sonoridad de las bellas frases traduce
las imágenes bellas que se presentan a nosotros, apretadas, regias y triunfales como
los colores a la luz del día, o el poeta del norte que, en el fondo desnudo y triste de
rincones sombríos, bajo la humareda amarillenta de las ventanas, en unas cuantas
palabras muestra cómo los rostros se transfiguran y cómo en la sombra que separa a
dos interlocutores está el único infinito que existe?
Sin duda, los dos tienen razón.
Yo, que en mi infancia me sentía atraído por los poetas de la exuberancia, y del
sol, prefiero ahora a los otros, hasta el punto de no creer sino en ellos. El color está
vacío y se extiende. Ana, Ana, el alma es un pájaro de la noche. Todo es bello; pero
la belleza sombría es primordial y materna. En la luz, la apariencia; en la sombra,
nosotros. La sombra es la realidad de milagro que traduce lo invisible.
Un movimiento casi en redondo, me mostró del todo la magnitud extensa de su
cuello.
Sí, sí continuó con un gesto estrecho, pero que tenía una suerte de importancia
celestial, un pobre gesto profético. En la literatura es donde se encuentra el más alto y
pleno consenso a lo que existe; ella es la que asegura de la manera más perfecta (casi
la perfección misma) la recompensa de expresarse… Sí… por más que Shakespeare
haya transmitido soplos del mundo interior y Víctor Hugo haya creado un esplendor
verbal tal que después de él parece cambiado el escenario del universo… el arte de
escribir no ha tenido aún su Beethoven. Es que en la literatura, el acceso a la más alta
cumbre es mucho más arduo y vedado; es que aquí, la forma no es sino la forma, y se
trata de la verdad toda entera. Nunca se ha llevado a una gran obra (las obras
secundarias no existen) la verdad misma, que continúa siendo hasta aquí, por la

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ignorancia o timidez de los grandes escritores, tema de especulación metafísica o un
objeto de plegaria. Permanece encerrada y enmarañada, en tratados de aspecto
científico o en lamentables libros santos que no se ajustan sino al deber moral, y que
no se comprenderían si su dogma no se impusiera a algunos por razones
sobrenaturales. En el teatro, los literatos se devanan los sesos para hallar fórmulas de
distracción; en el libro, son formas de las caricaturistas.
»Nunca se ha fundido el drama de los seres con el drama de todo. ¿Cuándo se
unirán al fin, la verdad profunda y la alta belleza? Es necesario que se unan, ya que,
cada una, une a los hombres; porque, a causa de la transgresión de las vagas
admiraciones, pasan los puros momentos en los que no hay fronteras ni patrias, y
gracias a la verdad una ven los ciegos, y fraternizan los pobres, y un día los hombres
conseguirán lograr la razón. El libro de poesía y de verdad es el descubrimiento más
grandioso que queda por hacer».

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XI

Estaban las dos solas asomadas a la ventana, abierta de par en par, que dejaba ver el
espacio, cuya grandeza atraía. En la luz llena y discreta del sol otoñal, vi que ajado
tenía su semblante la embarazada.
De pronto, esta cara tomó una expresión de espanto. La mujer retrocedió hasta la
pared, se apoyó en ella y se derrumbó, lanzando un grito ahogado.
La otra la tomó en sus brazos, la llevó hasta el timbre y llamó, llamó… Luego se
quedó allí, sin atreverse a hacer un movimiento, sosteniendo en sus brazos a la mujer
pesada y delicada, el rostro pegado a ese rostro cuyos ojos se extraviaban y cuyo grito
sordo y emparedado subía en forma de aullido.
Abren la puerta. Entran. Se apresuran. Detrás de la puerta fisgonea el personal.
Vislumbro a la dueña que no oculta su cómico disgusto.
Han tendido a la mujer en la cama; mueven vasijas, extienden toallas, dan órdenes
precipitadas.
La crisis se sosiega, se acalla. La mujer se siente tan dichosa por no sufrir ya, que
ríe. Un reflejo un poco forzado de su risa marca los rostros inclinados. La desvisten
con precaución. Se deja manejar como un niño… Arreglan la cama. Sus piernas
parecen empequeñecidas, su rostro se encoge, reducido a nada. Sólo se ve su vientre
enorme en medio del lecho. El pelo suelto se desparrama inerte alrededor de su cara
come un charco. Dos manos de mujer lo recogen aprisa.
La risa se detiene, se quiebra, se hunde.
Vuelve a empezar…
Un quejido que aumenta, otro aullido…
La mujerla joven su única amiga, permanece allí. La mira y la escucha, llena de
pensamientos; piensa que también ella encierra esos dolores y esos gritos.
… Esto ha durado todo el día. Durante horas, desde la mañana hasta la noche, oí
subir y bajar el desgarrador quejido del ser doble y lamentable. Vi hendirse,
quebrarse, rajarse corno una piedra la elástica carne.
En ciertos momentos, caigo rendido; no puedo ya mirar ni oír; renuncio a tanta
realidad. Luego, otra vez, hago un esfuerzo, me adhiero a la pared y la traspaso con
mis miradas.
Las dos piernas están separadas. Se las sujeta rectas y apartadas. Se diría dos
arroyos de sangre que manan de su vientre; ¡la sangre de las mujeres, con tanta
frecuencia derramada!… Su pudor, su religioso misterio, han sido arrojados a los
vientos. Toda su carne se revela, abierta y roja, expuesta como sobre un mostrador,
desnuda hasta las entrañas.
La joven la besa en la frente, acercándose animosa junto al inmenso grito.

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Cuando ese grito toma forma, es el de: «¡No! ¡No! ¡No quiero!».
Rostros casi envejecidos en algunas horas, de cansancio, desaliento y gravedad,
pasan, se acercan, y vuelven a pasar.
Oigo que alguien dice:
No hay que ayudarla, es necesario dejar obrar a la naturaleza. Ella sabe qué tiene
que hacer.
Esa frase despierta en mí un eco. ¡La naturaleza! Recuerdo que el otro día la
maldijo aquel estudioso.
Y mis labios repiten con asombro la mentira proferida, mientras mis ojos
contemplan a la frágil e inocente mujer presa de la vasta naturaleza, que la aplasta, la
envuelve en su propia sangre, saca de ella todo el sufrimiento de que es capaz.
La comadrona se levanta las mangas y se pone unos guantes de caucho. Se la ve
agitar como palas, estas manazas brillosas de un rojo oscuro.
Y todo eso se convierte en una pesadilla, en la que apenas creo, la cabeza pesada
y la garganta sofocada por un acre hedor a matanza y a ácido fénico, que vierten de
las botellas.
Veo jofainas llenas de agua roja, de agua color rosa, de agua amarillenta. Un
montón de ropa sucia en un rincón, y más lienzos por todas partes, abriéndose como
alas, con su olor fresco.
En un momento de descanso he oído el grito separado de ella. Un grito que casi
no es más que un ruido de cosa, un ligero chirrido. Es el nuevo ser que se desprende
de ella, que no es todavía más que un pedazo de carne, su corazón que acaban de
arrancarle.
Ese grito me ha conmovido hasta lo más profundo. Yo, que soy testigo de cuánto
sufren los hombres, he sentido vibrar en mí, a esa primera señal humana, no sé qué
fibra paterna y fraternal.
Ella sonríe.
¡Que pronto ha terminado! —dice.
Declina el día. Todo está silencioso a su alrededor. Una simple lamparilla; la
lumbre que apenas se mueve a intervalos, el reloj, esa pobre, pobre alma. Casi nada
alrededor del lecho, como en un templo verdadero.
Ella está allí, tendida, quieta en una inmovilidad ideal, los ojos abiertos, vueltos
hacia la ventana. Poco a poco ve caer la noche sobre el más hermoso de sus días.
Sobre este bulo postrado, sobre esa cara abatida, irradia la gloria de haber creado
una especie de éxtasis que agradece el sufrimiento; y se ve el mundo nuevo de los
pensamientos que de él se eleva.
Piensa en el niño ya crecido; en las alegrías y pesares que le causará; y sonríe al
futuro hermano o hermana.
Y yo pienso en eso al mismo tiempo que ella, y veo más claro que ella su

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martirio.
Ese suplicio, esa tragedia de la carne, es tan corriente y trivial, que todas las
mujeres llevan su recuerdo y su marca. Y, sin embargo, nadie sabe bien qué es eso. El
médico, que pasa ante tantos dolores semejantes, no puede ya enternecerse; la mujer,
que tiene demasiada ternura, no puede acordarse. Interés sentimental en los unos,
desapego profesional en los otros, el mal se atenúa y borra. Pero yo, que veo por ver,
he conocido en todo su horror ese tormento de parir, que, como dijo el hombre que
antes oí, no cesa nunca en las entrañas de una madre; y nunca olvidaré el gran
desgarrón de la vida.
Han puesto la lamparilla de modo que el lecho queda sumido en sombra. No veo
ya a la madre; no la conozco ya. Creo en ella.
Hoy la parturienta fue trasladada con exquisitas precauciones a la habitación
contigua, la que ocupaba antes, más espaciosa y cómoda.
Han limpiado el cuarto de arriba abajo.
Y no costó poco trabajo. Vi recoger sábanas rojas, llevarse aprisa la manchada
ropa del lecho, donde la podredumbre no hubiera tardado en desarrollarse, lavar toda
la cama y hasta la parte delantera de la chimenea. La criada apenas podía empujar
con un pie este revoltijo de ropas, algodones y frascos. Hasta las cortinas mostraban
huellas de dedos ensangrentados, y la alfombrilla, al pie de la cama, estaba cargada
de sangre como una fiera ahíta.
Era Ana la que hablaba ahora:
Tenga cuidado, Felipe; usted no comprende la religión cristiana. No sabe a punto
fijo qué es. Habla de ella añadió sonriendo como las mujeres hablan de los hombres o
como los hombres cuando quieren explicar a las mujeres. Su elemento fundamental
es el amor. Es un convenio de amor entre seres que, por instinto, se detestan. Y es,
asimismo, en nuestro corazón, una riqueza de amor que responde por sí sola a todas
nuestras aspiraciones cuando somos niños, y a la que toda ternura se añade luego,
como un tesoro a otro tesoro. Es una ley de efusión a la que se entrega una, y al
mismo tiempo el alimento de esta efusión. Es la vida, casi una obra, una creación, y
casi alguien.
Pero, hermosa Ana, la religión cristiana no es eso. Es usted, que…
En medio de la noche oí hablar a través del tabique. Dominé mi cansancio y miré.
El hombre está solo tendido en el lecho. Le han dejado en el cuarto, una lámpara
que da muy poca luz. Se mueve débilmente. Duerme. Habla… Sueña.
Ha sonreído; por tres veces dijo: «No», con un éxtasis que iba en aumento.
Luego, la sonrisa que dirigía a esta visión que le colmaba decreció, se disipó. Su
rostro permaneció un instante rígido, fijo, como en una espera, y después dibujóse en
sus labios un ligero mohín. De pronto, puso cara de espanto, se le abrió la boca.
«¡Ana! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!, gritó sin cerrarse, amordazada de sueño. Luego se

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despertó, miró a un lado y a otro, lanzó un suspiro y se sosegó. Estaba
incorporándose, impresionado aún y espantado de su sueño; sentado en la cama aún
aterrado por lo de hacía unos segundos; paseó sus miradas para calmarlas, sacándolas
de la pesadilla en que estaban enredadas. El espectáculo familiar de la habitación, en
cuyo centro campea la lámpara tan juiciosa e inmóvil, sosiega y cura a ese hombre
que acaba de ver lo que no existe, que acaba de sonreír y de palpar fantasmas, que
acaba de estar loco.
Me he levantado esta mañana rendido de cansancio. Estoy inquieto; siento un
dolor sordo en la cara. Al mirarme al espejo me pareció que tenía los ojos
ensangrentados, como si me miran a través de un velo de sangre. Ando y me muevo
con dificultad, medio paralizado. Comienzo a ser castigado en mi carne por las largas
horas que me paso unido a la pared, con la cara pegada al resquicio. Y esto va
aumentando.
Además, me asaltan preocupaciones de todo tipo cuando estoy solo, libre de las
visiones y escenas a las que consagro mi vida. Son preocupaciones por mi situación
que estoy estropeando, empeñado por el contrario en apartar de mí todas las
obligaciones absorbentes, en aplazarlo todo para luego y rechazar con todas mis
fuerzas mi destino de empleado, envuelto en el engranaje lento y el tictac del reloj de
una oficina.
También menudas preocupaciones, asediantes porque se agregan de continuo,
minuto por minuto, unas a otras; no hacer ruido en mi habitación, no encender la luz
cuando el cuarto contiguo está a oscuras, ocultarme, esconderme siempre. La otra
noche, me dio un ataque de tos mientras los miraba hablar. Abracé una almohada,
hundí en ella la cabeza y ahogué mi boca.
Me parece que todo va a conjurarse contra mí, por no sé qué venganza, y que no
podré resistir mucho tiempo. Continuaré, sin embargo, mirando mientras tenga salud
y coraje, porque esto es para mí más que un deber.
El hombre declinaba. Era evidente que la muerte estaba en la casa.
Era ya muy entrada la noche. Estaban los dos frente a frente, con la mesa de por
medio.
Yo sabía que su matrimonio se había celebrado aquella tarde. Habían llevado a
cabo esta unión, que no era sino una solemnidad más para el próximo adiós. Algunas
corolas blancas: lirios y azaleas cubrían la mesa, la chimenea y un sillón. Y él estaba
tan moribundo como esas cabezas de flor cercenadas.
Nos hemos casado dijo; ¡es usted mi mujer, es usted mi mujer, Ana!
Había esperado tanto sólo por la dulzura nupcial de pronunciar estas palabras.
Sólo por eso. Pero se sentía tan pobre y con sus días contados, que aquello era toda la
dicha.
La miró, y ella alzó los ojos hasta él. Hasta él, que adoraba su ternura fraternal,

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ella, que se había inmolado a su adoración. ¡Qué infinita emoción en aquellos dos
silencios que se confrontaban con cierto enlace, en el doble silencio de aquellos dos
seres que, según yo había notado, no se tocaban nunca ni con la punta de los dedos!

La joven se incorporó y dijo, con voz insegura:
Es tarde. Voy a acostarme.
Se levantó. La lámpara, sobre la chimenea, iluminaba todo el cuarto.
Ella parecía palpitar. Parecía en medio de un ensueño sin saber cómo obedecer a
ese ensueño. De pie, como estaba, alzó los brazos y se soltó la cabellera. La vi fluir y
en plena noche, parecía iluminada por el poniente.
Hizo un movimiento brusco. El la miraba asombrado. Ni una palabra.
Ella se quitó el broche de oro que cerraba el cuello de su blusa, y quedó al
descubierto la garganta.
¿Qué hace usted, Ana, qué hace usted?
Nada… me desvisto…
Quiso decir esto con naturalidad, pero no pudo. El respondió con una interjección
inarticulada, con un grito de su corazón herido en lo vivo… El estupor, la melancolía
desesperada, y también el deslumbramiento de una inconcebible esperanza, le
agitaban y agobiaban.
Usted es mi marido.
¡Ah! —dijo él. Ya sabe usted que no soy nada.
Tartamudeaba con voz débil y trágica, frases cortadas, sonidos sin relación.
… Casados por pura ceremonia… Ya lo sé, ya lo sé… una mera fórmula… cosas
convenidas…
Ella se detuvo. Su mano sobre la garganta, flotaba como una flor prendida en la
blusa.
Y dijo:
Usted es mi marido y tiene derecho a verme.
ÉI esbozó un gesto… Ella se apresuró a añadir.
No… No es que tenga derecho, es que yo lo quiero…
Empecé a comprender hasta qué punto deseaba ser buena. Quería dar a aquel
hombre, al pobre hombre que se apagaba a sus pies, una recompensa digna de ella.
Quería hacerle la limosna, la dádiva de su contemplación.
Pero era más difícil que todo esto. No debía parecer el pago de una deuda; él no
lo hubiera aceptado a pesar del júbilo que se agrandaba en sus ojos. Era necesario que
creyera que era un acto de esposa, una caricia libre sobre su vida. Era menester
ocultarle como un defecto la repugnancia y el sufrimiento. Y presintiendo cuánta
delicadeza genial y cuánto valor le serían necesarios para ofrendar el sacrificio, sintió
miedo de sí misma.

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El se resistía:
No… Ana… Ana querida… piense…
Iba a decir: «Piense en Miguel». Pero no tuvo valor para expresar en aquel
instante el único argumento decisivo; no tuvo valor y sólo murmuró:
¡Usted!… ¡Usted!…
Ella repitió:
Lo deseo.
Pero yo no quiero… no… no…
Lo decía cada vez más débilmente, dominado por el amor y el deseo loco de que
se realizase lo que ella quería. Por instintiva nobleza de alma, se había tapado los ojos
con la mano; pero poco a poco su mano caía, caía vencida.
Continuó desvistiéndose. Sus gestos ya no sabían seguir y por momentos se
detenían y luego continuaban. Ella estaba magníficamente sola. Sólo tenía la ayuda
de un poco de gloría.
Se quitó la blusa negra, y su busto emergió como el día. Tembló ella carnalmente
no bien la tocó la luz, y cruzó sobre el pecho sus brazos deslumbrantes y puros.
Luego, con los brazos en asa, alargando el purpúreo semblante, atentamente
apretados los labios como si sólo pensase en lo que hacía, se soltó la falda que resbaló
a lo largo de sus piernas. Cayó con un murmullo dulce comparable al que hace el
viento en todo jardín profundo.
Se quitó la enagua negra que enlutaba y entibiaba sus formas, el corsé, aquella
fuerza que se apoyaba atrevidamente en ella, los pantalones, que, por su forma y sus
pliegues, remedaban blandamente su desnudez…
Se recostó en la chimenea. Tenía movimientos amplios, majestuosos y bellos; y
con todo, lindos y femeninos. Se quitó una media, y sacó del tenue velo tenebroso
una pierna amplia como la de una estatua de Miguel Ángel.
En aquel momento se estremeció y se quedó inmóvil, presa de repugnancia. Se
repuso, y dijo, para explicar el temblor que la había detenido:
Tengo algo de frío…
Luego siguió descubriendo y violando su inmenso pudor, y se llevó una mano a la
cinta de su camisa.
El hombre exclamó, muy quedo, para no asustarla con su voz:
¡Virgen santa!…
Y estaba allí hecho un ovillo, acurrucado, toda su vida concentrada en los ojos,
ardiendo en la sombra, con su amor tan hermoso como ella.
Decía jadeante: «¡Más, más todavía!…».
¡El gran instante, el vasto coloquio de mutismo, de ardor y de virtud! Los pobres
y apagados ojos del moribundo la desfloraban, se hundían en ella, y tenía que luchar
con la vehemencia misma de su propia súplica, conjurarla. Todo estaba contra la

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acción de ella: él y ella.
Sin embargo, con una dulce coquetería sencilla y augusta, dejó resbalar la camisa
sobre el caliente mármol de sus hombros, y quedó desnuda ante él.
Yo nunca había visto una mujer tan radiantemente bella. Nunca tampoco soñé
nada igual. Desde el primer día me sorprendieron la regularidad y el brillo de su
rostro, y con ser tan alta más alta que yo, me pareció a la vez opulenta y fina, pero no
hubiese creído jamás en tal perfección de esplendor en las formas.
Hubiérase dicho una Eva arrancada de los grandes frescos religiosos, con sus
proporciones sobrehumanas. Enorme, suave y elástica, tenía esa abundancia carnal, la
luz sencilla, el gesto mesurado e importante. Anchos hombros, los senos erguidos, los
pies menudos, los muslos amplios y las pantorrillas redondas como dos pechos.
Había asumido instintivamente la actitud suprema de la Venus de Médicis: medio
arqueado un brazo delante de los senos, alargado el otro, la mano abierta cubriendo
su vientre. Luego, en una exaltación de ofrenda, elevó ambas manos hasta sus
cabellos.
Brindaba a las miradas del hombre todo lo que había ocultado su ropa. Toda
aquella blancura, que nadie había visto antes sino ella, la ofrecía en holocausto a la
atención viril del que iba a morir pero que aún vivía.
Todo: su liso vientre de virgen, con amplio vellón de oro; su piel fina y sedosa, de
tonos tan puros y luminosos, que en algunos sitios tenía reflejos de plata, y en la
garganta y las ingles traslucía algo del azul de las venas, resaltando sobre el color de
la carne, como un escalofrío azul; el pliegue que trazaba su doblada cintura, y que,
con el collar vivo de su garganta, era la única línea que surcaba su cuerpo; y sus
caderas amplias como el mundo; y la turbada y límpida mirada que tenía cuando
estaba desnuda.
… Habló ella, y dijo con una voz de ensueño llevando más allá aún el don
supremo.
Nadie y recalcó esta palabra con un ahínco que designaba a alguien nadie, óigame
bien, pase lo que pase, sabrá nunca lo que he hecho esta noche.
Luego que hubo ofrecido por toda la eternidad este secreto al adorador rendido
ante ella como una víctima, todavía se arrodilló a sus pies. Sus rodillas claras y
brillantes hollaron la alfombra vulgar; y así, cerca de él, verdaderamente desnuda por
la primera vez en su vida, ruborizada hasta los hombros, florida y ataviada con su
castidad, balbuceó informes palabras de gratitud como si comprendiese que lo que
hacía estaba por encima de su deber y la superara en hermosura, y ella misma se
sintiese deslumbrada.
Cuando volvió a vestirse y oscurecerse para siempre, y se separaron sin atreverse
a decirse nada, una gran duda me asaltó. ¿Ella había hecho bien o mal? Vi que el
hombre lloraba, y lo oí murmurar:

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¡Ahora, ya no sabré morir!

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XII

Ahora el hombre está siempre acostado. Se mueven a su alrededor con precaución.


Hace pequeños gestos, pronuncia escasas palabras, pide de beber, sonríe, ante el fluir
de sus pensamientos.
Esta mañana adoptó la forma hereditaria, juntó las manos.
Lo rodearon, lo miraron.
¿Quiere un sacerdote?
Sí… no… dijo.
Salieron, unos momentos después como si esperara detrás de la puerta, apareció
un hombre de oscuro. Estaban solos.
El moribundo volvió la cara hacia el recién llegado.
Voy a morir le dijo.
¿De qué religión es usted? —preguntó el sacerdote.
De la región de mi país, ortodoxa.
Es una herejía y debe abjurar enseguida. Sólo es verdadera la religión católica
romana.
Continuó:
Confiésese… Lo absolveré y lo bautizaré.
El otro no respondió. El cura repitió su pregunta:
Confiésese. Dígame qué ha hecho de malo, además de su error. Arrepiéntase y
todo le será perdonado.
¿De malo?
Piense… ¿Tengo que ayudarlo?
Señaló la puerta con la cabeza.
¿Esa persona que está allí?
Estoy casado con ella dijo el hombre vacilando.
Y esto no escapó al rostro inclinado sobre él, con oído atento.
El sacerdote husmeó algo:
¿Desde cuándo?
Desde hace dos días.
¡Oh, dos días! ¿Y antes pecó con ella?
No dijo el hombre.
¡Ah!… Supongo que no miente. ¿Y por qué no pecó? No es natural. Porque,
bueno insistió usted es un hombre…
Y como el enfermo se agitó, se asombró:
No se asombre, hijo mío, si mis preguntas son tan directas y nítidas hasta el punto
de llevarlo a gritar. Lo interrogo con toda sencillez y al amparo de la misma sencillez

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augusta de mi ministerio. Respóndame de la misma simple manera, y se entenderá
con Dios añadió con cierta serenidad.
Es una joven dijo el viejo. Está prometida. La recogí cuando era muy niña. Ha
compartido las fatigas de mi vida viajera, me ha cuidado. Me he casado con ella antes
de morir porque yo soy rico y ella es pobre.
¿Sólo por eso? ¿No hay otra cosa, algo más?
Miraba fijamente el otro rostro con atención, interrogativa, con mirada exigente.
Luego dijo «¿eh?» sonriendo con su boca despejada y con un guiño comprometedor,
casi cómplice.
La amo dijo el hombre.
Bueno, lo confiesa dijo el sacerdote.
Continuó, mirando fijamente al moribundo, alcanzándolo con el hálito de sus
palabras:
Entonces, usted deseó a esa mujer, la carne de esa mujer, y durante mucho
tiempo, eh, mucho tiempo, ¿pecó con el pensamiento?…
Dígame, durante esos viajes en común, ¿cómo arreglaban ustedes lo de los
hoteles, las habitaciones y las camas?
Dice que lo cuidó. ¿Qué tenía que hacer para ello?
Estas preguntas, por las cuales el hombre sagrado trataba de entrar en la miseria
del que estaba allí caído, los separaba como injurias. Se consideraban ahora, uno al
acecho del otro, y yo veía crecer el malentendido en el que cada uno se hundía.
El moribundo se había cerrado, duro e incrédulo, frente a ese extraño de cara
vulgar en cuya boca las palabras Dios y verdad tomaban un gran aspecto cómico y
que pretendía que le abriese el corazón.
Pero hizo un esfuerzo:
Para hablar como usted, si pequé con el pensamiento, eso prueba que no pequé y
entonces ¿por qué tendría que arrepentirme de lo que sólo fue pura y simplemente
sufrimiento?
¡Oh! no teorice. No estamos aquí para eso. Yo le digo, comprende, yo, que la falta
cometida en el pensamiento se comete en la intención, o sea que es una falta efectiva
de la que hay que confesarse y recuperarse. Cuénteme en qué condiciones el deseo
incitó al pensamiento culpable; y dígame cuántas veces sucedió. Deme detalles.
Todo lo que tengo que decir gimió el desdichado es que resistí.
No es suficiente. La mancha, creo que está persuadido de lo exacto de este
término, la mancha debe ser lavada por la verdad.
Sea dijo el moribundo vencido. Confieso que cometí ese pecado y me arrepiento.
No es una confesión y no me basta replicó el sacerdote. ¿En qué circunstancias,
exactamente, se entregó, en lo que concierne a esa persona, a las sugestiones del
espíritu del mal?

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Un acceso de rebeldía sacudió al hombre. Se incorporó a medias, apoyado en un
codo hizo frente al extraño que lo miraba a los ojos.
¿Por qué tengo en mí el espíritu del mal? —preguntó.
Todos los hombres lo llevan en ellos.
Entonces Dios se lo ha dado ya que Dios los creó.
¡Ah! Es discutidor. Le contestaré. El hombre tiene a la vez el espíritu del bien y el
espíritu del mal, es decir, la posibilidad de hacer una u otra cosa. Si sucumbe al mal,
está maldito; si lo vence, es recompensado. Para salvarse, debe merecerlo, luchando
por él con todas sus fuerzas.
¿Qué fuerzas?
La virtud, la fe.
Y si no tiene suficiente virtud y fuerza, ¿es su culpa?
Sí, porque entonces tiene demasiada iniquidad y enceguecimiento en el alma.
El otro repitió:
¿Y quién depositó en ese alma su dosis de virtud y su dosis de iniquidad?
Dios le dio la virtud, y también le dejó la posibilidad de actuar mal; pero al
mismo tiempo le otorgó el libre albedrío y de esta manera le permitió elegir según su
voluntad el bien o el mal.
Pero si tiene más instintos malos que buenos y además son más fuertes, ¿cómo
podría volcarse del lado del bien?
Por el libre albedrío dijo el sacerdote.
El libre albedrío no es más que un buen instinto, y si…
El hombre sería bueno si quisiera. Además, nunca terminaremos de discutir lo
indiscutible. A lo sumo puede decirse que las cosas sucederían de otra manera si
Lucifer no hubiera sido maldito y si el primer hombre no hubiera pecado.
No es justo dijo el enfermo, reanimado por la lucha, y que sin duda volvería a
quedar sumido que arrastremos la culpa de Lucifer y de Adán.
»Pero sobre todo es monstruoso que ellos hayan sido maldecidos y castigados. Si
sucumbieron fue porque Dios los sacó de la nada, de la nada, ¿comprende? es decir
que les dio todo lo que había en ellos, les dio más vicio que virtud. ¡Los castigó por
haber caído en donde él los arrojó!».
El enfermo, acodado, con el mentón entre las manos, delgado y oscuro, miraba a
su interlocutor con grandes ojos y lo escuchaba como a una esfinge.
El sacerdote repitió, como si no comprendiera otra cosa:
Pudieron ser puros, si hubieran querido; eso es el libre albedrío.
Su voz era casi suave. Parecería que no lo habían alcanzado la serie de blasfemias
del hombre al que había acudido a socorrer. Se desinteresaba de esa discusión
teológica y contribuía a ella sólo con las palabras indispensables, por costumbre. Tal
vez esperaba que el discutidor se cansara de hablar.

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Y como éste respiraba lentamente, extenuado, dejó oír, mostró esta frase nítida y
fría como una inscripción en la piedra:
«Los malos son desdichados; los buenos o los arrepentidos son felices en el
cielo».
¿Y en la tierra?
En la tierra, los buenos son desdichados como los otros, aun más que ellos,
porque cuanto más sufrimos aquí abajo, más nos recompensan allá arriba.
El hombre volvió a incorporarse, invadido otra vez por la cólera que lo
desgastaba como la fiebre.
¡Ah! —dijo aun más que el pecado original, aun más que la predestinación, el
sufrimiento de los buenos en la tierra es una abominación. Nada lo disculpa.
El cura miraba al rebelde con ojos inexpresivos… (Sí, yo lo veía muy claro;
esperaba). Con gran sosiego, dijo:
¿Y si no fuera así cómo podrían probarse las almas?
¡Eso no tiene disculpa! Ni siquiera esa razón pueril basada en la ignorancia de
que Dios no puede conocer la verdadera condición de las almas, los buenos no
deberían sufrir si hubiese justicia en alguna parte. No deberían sufrir ni por un
instante en la eternidad. «Es necesario padecer para ser dichoso». ¿Cómo es posible
que no se haya levantado alguien para protestar contra esa ley salvaje?
Se agotaba… Enronquecía… Todo su cuerpo castigado jadeaba. Se abrían huecos
en sus palabras.
Nada se hubiera podido responder a esa voz acusadora. Continuó:
Ya puede usted darle vueltas y más vueltas a la bondad divina en todos los
sentidos, manosearla y hacer con ella lo que quiera; ¡no logrará borrar la mancha que
arroja sobre ella el sufrimiento inmerecido!
Pero la felicidad ganada a fuerza de dolor es el destino universal, la ley común…
Por ser la ley común, hace dudar de Dios…
Los designios de Dios son impenetrables.
El moribundo alargó sus brazos flacos; los ojos parecía que iban a saltársele. Y
gritó:
¡Mentira!
Basta yadijo el cura. He escuchado con paciencia sus divagaciones, que me
inspiran lástima; pero no se trata de esos razonamientos. Debe prepararse para
comparecer ante ese Dios, del que me parece vivió apartado. Si ha sufrido, en su seno
hallará consuelo. Debe bastarle con saber eso.
El enfermo había caído postrado. Permaneció un rato inmóvil bajo los pliegues de
la sábana blanca, como una estatua de mármol con rostro de bronce tendida sobre un
sepulcro.
Dios no puede consolarme.

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Hijo mío, hijo mío, ¿qué dice?
Su voz volvió a cobrar vida:
Dios no puede consolarme, porque no puede darme lo que deseo.
¡Ah, pobre criatura, cómo está hundido en la ceguera!… Y el poder infinito de
Dios, ¿dónde lo deja?
¡Ay! Ni pienso en él dijo el enfermo.
¡Cómo! ¿El hombre se debatiría toda la vida penando, atenazado por el dolor y no
habría de hallar consuelo? ¿Qué puede usted responderme a eso?
¡Ay! Ésa no es una pregunta exclamó el moribundo.
¿Por qué me mandó llamar?
Esperaba, esperaba.
¡Cómo! ¿Qué esperaba usted?
No sé; siempre se espera lo que no se sabe.
Sus manos se agitaron y volvieron a caer…
Los dos hombres permanecieron mudos, invariables… Yo adivinaba que en sus
mentes le daban vueltas al problema de Dios. ¿Es que Dios no existe? ¿Es que el
pasado y el porvenir están muertos?… A pesar de todo, hubo algo de aproximación,
el tiempo que dura un relámpago, entre estos dos seres preocupados por la misma
idea, entre estos dos suplicantes, entre estos dos hermanos en la desemejanza.
El tiempo pasa dijo el cura. Y reanudando el diálogo en el punto en que lo había
dejado hacía un momento, como si nada se hubiera dicho, continuó:
Dígame las circunstancias de su pecado carnal. Dígame… Cuando estaba usted a
solas con esa persona, junto a ella, a su lado ¿hablaba usted o se callaba?
No creo en usted dijo el hombre.
El cura frunció el entrecejo.
Arrepiéntase y dígame que cree en la religión católica y se salvará.
Pero el otro sacudió la cabeza con una inmensa congoja y negó toda felicidad.
La religión… empezó a decir.
El cura le cortó brutalmente la palabra.
¿Va usted a volver a empezar? Cállese. Todas sus argucias las borro yo con un
ademán. Empiece por creer en la religión y luego verá qué es. No querrá usted creer
en ella porque le agrade, ¿supongo? Así que toda esa palabrería suya sobra. Yo he
venido para obligarlo a creer.
Era un duelo a todo trance, un encarnizamiento. Ambos se miraban uno a otro, al
borde del sepulcro, como dos enemigos.
Hay que creer.
No creo.
Es necesario.
¿Quiere usted cambiar la verdad con amenazas?

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Sí.
Y recalcó la nitidez rudimentaria de su mandato:
Persuadido no, crea usted. No se trata de evidencia, sino de creencia. Es preciso
empezar por creer, si no, se expone uno a no creer para siempre. Dios no se digna
convencer por sí mismo a los incrédulos. Pasó ya el tiempo de los milagros. El único
milagro somos nosotros y es la fe. «Cree y el cielo te hará creer».
¡Cree! Le lanzaba esta misma palabra sin cesar, como si fueran piedras.
Hijo mío siguió diciendo, con tono más solemne, de pie, alzando su mano
regordeta, exijo de usted un acto de fe.
Váyase dice el enfermo con encono.
Pero el cura no se movió. Aguijoneado por el apremio, impulsado por la
necesidad de salvar aquella alma aun a pesar de ella, se volvió implacable.
Va usted a morir le dijo se va usted a morir. Sólo le quedan unos instantes de vida.
Sométase.
No dijo el enfermo.
El hombre de la sotana negra le tomó las manos.
Sométase. No insista en discusiones como esa en que acaba de perder un tiempo
precioso… Nada de eso tiene importancia… El viento se lo lleva… Estamos solos,
usted y yo con Dios.
Bajó la cabeza de pequeña frente abombada, nariz saliente y redonda, que se abría
en dos ventanillas húmedas y sombrías, labios delgados y amarillentos que dejaban
asomar los dientes puntiagudos y aislados en la oscuridad; la cara surcada de líneas a
lo largo de la frente entre las cejas, en torno a la boca, y cubierta por una capa gris en
la barbilla y en las mejillas. Luego dijo:
Yo represento a Dios. Usted se halla delante de mí como delante de Dios. Diga
sencillamente «creo» y lo absolveré. «Creo», eso es todo. Lo demás me es
indiferente.
Se inclinaba cada vez más, pegando casi su cara a la del moribundo, intentado
asestarle su absolución como una puñalada.
Diga sencillamente conmigo: «Padre nuestro, que estás en los cielos». No le pido
otra cosa.
La cara del enfermo, contraída en el rechazo, hacía el ademán de la negativa: No,
no…
De pronto se irguió el cura, con aire triunfal:
¡Por fin! Ya lo dijo usted.
No.
¡Ah! —refunfuñó el cura entre dientes. Le estrujaba las manos, se adivinaba
fácilmente que lo habría tomado entre sus brazos para envolverlo en ellos y sofocarlo,
que lo habría asesinado si su estertor se hubiera convertido en una confesión; tan

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ansioso estaba por persuadirlo, por sacarle la palabra que había ido a recoger de sus
labios.
Soltó las manos fláccidas del enfermo y recorrió la habitación como una fiera.
Luego volvió a la cabecera de la cama.
Piensa que vas a morir y a pudrirte le gritó al infeliz. Muy pronto estarás en la
tierra. Di «Padre nuestro». Sólo esas dos palabras. Nada más.
Se había echado sobre el enfermo y espiaba su boca, encogido y tenebroso como
un demonio al acecho de un alma, como toda la Iglesia sobre la humanidad
moribunda.
Dilo… dilo… dilo…
El otro se debatió para liberarse de su asedio y murmuró con rabia, muy bajo, con
todo el resto de voz:
No.
¡Canalla! —gritó el cura. Pero lo mismo morirás con un crucifijo entre tus garras
refunfuñó.
Sacó un crucifijo del bolsillo y se lo colocó sobre el pecho pesadamente.
El otro trató de defenderse con un sordo horror, como si la religión fuera
contagiosa, y tiró al suelo el objeto. Se agachó el cura farfullando improperios:
«¡Podredumbre, quieres reventar como un perro, pero aquí estoy yo!». Recogió la
cruz, la retuvo en su mano y echando chispas por los ojos, seguro de sobrevivir y de
aplastar, esperó por última vez.
El moribundo jadeaba, completamente extenuado, rendido. El cura, creyéndolo de
nuevo en su poder volvió a plantarle el crucifijo en el pecho. Y el otro ya no tuvo
fuerzas para rechazarlo, se limitó a mirar el objeto con ojos de rencor y de derrota.
Pero no logró que sus miradas lo hicieran caer al suelo.
Cuando ya de noche, el hombre de negro se fue, y su interlocutor poco a poco se
despertó y empezó a liberarse de él, pensé que ese cura, con toda su furia y su
tosquedad, horriblemente tenía razón. ¿Mal sacerdote? No. Muy bueno, porque había
hablado sólo según su conciencia y su fe, empecinado en aplicar los preceptos de su
religión tal como ésta es, sin concesiones hipócritas. Ignorante, torpe, zafio, pero
honrado y lógico hasta en su terrible atropello. Durante la media hora que lo estuve
oyendo, intentó, con todos los medios que la religión emplea y recomienda, cumplir
con su oficio de reclutador de fieles y dispensador de absoluciones; dijo todo lo que
un cura está obligado a decir. Todo el dogma aparecía nítido y explícito a través de la
basta vulgaridad de su servidor, de su esclavo. En cierto momento, desalentado,
gimió con verdadero dolor: ¿«Qué quiere que haga?». Si el hombre tenía razón, el
cura también la tenía. Era el buen cura, la bestia religiosa.
… ¡Ah! Eso que se mueve, rígido, al lado de la cama… Ese algo grande y alto
que no estaba antes y que ahora se interpone entre la luz de la bujía junto al enfermo

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y la habitación… Tal vez al apoyarme en la pared hice algo de ruido, sin darme
cuenta, porque con mucha lentitud el bulto miró en mi dirección con cara de tal
espanto que logró espantarme.
Esta cara demudada me resultaba conocida… ¿No era la del dueño del hotel,
hombre de extraños manejos, al que se veía poco?
Había rondado por el pasillo, esperando el momento en que el enfermo, en la
confusión que aquellos días reinaba en sus habitaciones, se quedara solo. Y estaba de
pie junto al moribundo adormecido o desarmado, por el debilitamiento.
Alargó la mano hacia un maletín colocado al lado de la cama. Al hacer ese
movimiento, no perdía de vista al moribundo, de manera que su mano, dos veces, no
encontró el objeto que buscaba.
Se oyeron ruidos en el piso de arriba y temblamos. Se oyó un portazo; el ladrón se
levantó como para contener un grito.
… Abrió con cuidado el maletín. Y yo, yo que ya no me reconocía, temí que no
tuviera tiempo…
Sacó del maletín un paquete que crujió suavemente. Y al ver en sus manos ese
fajo de billetes de Banco, su cara reverberó con una luz extraordinaria. Se iluminaba
con todos los sentimientos del amor: adoración, misticismo y también amor brutal…
especie de éxtasis sobrehumano y de satisfacción grosera que vislumbraba ya goces
próximos… Sí, todas las formas del amor por un momento aparecieron en la
profunda humanidad de esa cara de ladrón.
… Alguien vigilaba tras la puerta entornada… Vi un brazo que hacía una seña…
El se fue de puntillas, con precipitación.
Yo soy un hombre honrado, y sin embargo, contuve el aliento al mismo tiempo
que él. Lo comprendí… Sería en vano defenderme. Con horror y júbilo hermanados a
los de él, he robado con él.
… Todos los robos son pasionales, hasta ese tan cobarde y vulgar (¡oh su mirada
de infinito amor por el tesoro logrado de pronto!). Todos los delitos, todos los
crímenes, son atentados que se cumplen a imagen del inmenso deseo de robo, que es
nuestra esencia misma y la forma de nuestra alma al desnudo: tener lo que no se
tiene.
Pero, entonces, ¿habrá que absolver a los criminales? ¿La punición es una
injusticia?… No; hay que defenderse de ellos, ya que la sociedad humana tiene sus
cimientos en la honradez, castigarlos, para confinarlos en la impotencia, y sobre todo
para impactar con el horror y detener a los otros en los umbrales de la mala acción.
Pero luego de comprobada la falta, no se la debe disculpar a todo trance, por miedo a
disculparla siempre. Hay que condenarla de antemano, en virtud de un frío principio.
La justicia ha de ser helada como un arma.
La justicia, a pesar de lo que pareciera dar a entender su nombre, no es una virtud,

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es una organización cuya virtud reside en ser insensible: no hace expiar, nada tiene
que ver con la expiación. Su misión simplemente, es presentar ejemplos: transformar
al culpable en una especie de espantajo, arrojar en la meditación del que se inclina
hacia el crimen el argumento de la crueldad. Nadie tiene derecho a imponer
expiaciones y además nadie puede hacerlo. La venganza está demasiado separada del
acto y afecta, por así decirlo, a otra persona. La expiación es, pues, una palabra que
no tiene ninguna forma de aplicación en el mundo.

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XIII

No se movía, debilitado, debilitado. El peso siniestro de su carne lo mantenía


extendido y mudo. La muerte ya se había apoderado de sus gestos, de sus
estremecimientos perceptibles.
La admirable compañera se había colocado exactamente dentro del campo de la
mirada inmóvil del hombre, sentada al pie de la cama, frente a él; sus brazos estaban
estirados horizontalmente en el respaldo y en el borde superior flotaban sus dos
hermosas manos. El perfil ligeramente inclinado, ese perfil de menudas líneas tan
dulce, escritura luminosa en la bondad de la tarde. Bajo el arco delicado de la ceja
palpitaba el ojo grande, claro, puro; un cielo niño. La finura de la piel de la mejilla y
de la sien irradiaba palidez y su cabellera suntuosa, esa cabellera que yo había visto
suelta dominaba con graciosos rizos la frente en la que el pensamiento permanecía
invisible como Dios.
Estaba sola con el hombre tirado allí como un montón, como si ya estuviera en el
fondo de un agujero, ella que quiso unirse a él con un estremecimiento y ser, por si
moría, púdicamente viuda. Sólo él y yo veíamos en el mundo su rostro; y en verdad
no había otra cosa en las sombras profundas de la tarde: su altivo rostro sin veladuras
y también sus dos manos magníficas que se asemejaban como la gloria y la ternura.
Una voz surgió de la cama. Apenas la reconocí.
No he terminado de hablar dijo la voz.
Ana se inclinó sobre la cama como sobre el borde de un ataúd, para recoger esas
palabras exhaladas por última vez, desde ese cuerpo sin movimiento y casi sin forma.
Tendré tiempo… tendré…
Se oía dificultosamente un cuchicheo que casi no salía de la boca. Luego, una vez
más, la voz se acostumbró a la existencia y se volvió nítida:
Quisiera hacerle una confesión, Ana. No quiero que esto muera conmigo continuó
la voz casi resucitada. Tengo piedad de ese recuerdo. Tengo piedad… ¡Ah! que no
muera…
«Amé a una mujer antes que a usted.
»Sí… amé. Triste y dulce imagen… quisiera arrancarle esa presa a la muerte. Se
la entrego a usted, ya que está aquí».
Se recogió para contemplar a aquella de la que hablaba.
Era rubia y blanca dijo.
«No debe sentirse celosa, Ana (aunque no se ame a veces se está celoso). Hacía
apenas unos años que usted había nacido. Era una pequeña por la que, en la calle,
sólo las madres se daban vuelta.
»Nos hicimos novios en el parque señorial de sus padres. Tenía bucles rubios

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llenos de cintas. Yo caracoleaba a caballo delante de ella, ella sonreía ante mí.
»Entonces yo era joven, fuerte, lleno de esperanza y empuje. Creía que iba a
conquistar el mundo y hasta pensaba poder elegir los medios… ¡Ay, no hice más que
pasar rápido por su superficie! Ella era aun más joven que yo; tan recién florecida que
un día, lo recuerdo, en el banco del parque donde nos habíamos sentado, y no lejos de
nosotros, estaba su muñeca. Volveremos los dos a este parque cuando seamos viejos,
¿no es cierto? Nos amábamos… Comprende… No tengo tiempo para decírselo, pero
usted comprende Ana, que estas reliquias de recuerdo que le entrego al azar, ¡son
bellas, más bellas que lo que se piensa!
»Ella murió esa misma primavera, no he olvidado el detalle, de que al estar ya
fijada oficialmente la fecha de la boda decidimos tutearnos. Una epidemia que arrasó
nuestro país hizo de nosotros dos víctimas. Sólo yo curé. Ella no tuvo fuerzas para
escapar al monstruo. Hace veinticinco años, veinticinco años entre su muerte y la
mía, Ana. Y ahora el secreto más precioso: su nombre…
Murmuró. No lo oí.
Repítalo, Ana.
Ella repitió vagas sílabas que llegaron hasta mí confusamente sin que pudiera
unirlas para formar una palabra, porque hay que escuchar muy atentamente para
retener un nombre propio desconocido. Las otras partes de una frase se suplen, se
evocan, pero el nombre aparece solo.
Y continuó, con la voz de los recuerdos que iba cayendo como el día:
Se lo confío porque está aquí. Si no estuviera usted se lo confiaría a cualquiera
con tal de salvarlo de mí.
Agregó con voz mesurada y sin acento, para que pudiera servirle hasta el final:
Tengo que confesar algo más, una culpa y una desgracia…
¿No le confesó la falta al sacerdote? —le preguntó ella.
Le dije casi nada se contentó con responder.
Y continuó con esa voz tan calma:
Durante ese noviazgo hice versos sobre nosotros. El manuscrito llevaba el mismo
nombre que ella. Leíamos juntos esos versos, a los dos nos gustaban y los
admirábamos. «¡Qué hermoso! ¡Qué hermoso!» decía ella batiendo palmas, cada vez
que le mostraba una nueva poesía; y cuando estábamos juntos, siempre había un
manuscrito al alcance de nuestra mano, el libro que nunca se hubiera escrito, según
nuestro parecer. Ella no quería que esos versos se publicaran y de esa manera salieran
de nosotros. Un día, en el jardín me manifestó su deseo: «¡Nunca! ¡Nunca!», decía.
Lo repetía como una niña obstinada y rebelde, y hacía el efecto que esa palabra era
demasiado grande para ella, mientras sacudía su linda cabeza en la que bailaban los
bucles.
La voz del hombre se hizo a la vez más segura y más temblorosa al completar y

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animar algunos rasgos de esa antigua historia.
Otra vez, en el invernadero, cuando desde la mañana había caído la lluvia, una
larga lluvia inmóvil, me dijo:
Felipe… Me llamaba Felipe como me llama usted.
Se detuvo, asombrado por la simplicidad demasiado elemental de la frase que
acababa de decir.
»Ella me dijo: «¿Conoce la historia del pintor inglés Rossetti?». Y me contó ese
episodio cuya lectura la había impresionado vivamente: prometió a la dama que
amaba dejarle para siempre el manuscrito del libro escrito para ella y en caso de que
muriera se lo pondría en el ataúd. Ella murió y él, en efecto, la hizo enterrar con el
manuscrito. Pero luego, aguijoneado por el amor a la gloria, violó tanto su promesa
como la tumba. «¿Si muero antes me dejará el libro y no lo recuperará Felipe?» y se
lo prometí riendo y ella también rió.
»Me repuse de mi enfermedad lentamente. Cuando estuve bastante fuerte me
dijeron que ella había muerto. Cuando pude salir, me llevaron a la tumba, el amplio
monumento de su estirpe que en alguna parte guardaba el nuevo y pequeño féretro.
»Para qué contar la miseria de mi duelo… Todo me la recordaba, ¡estaba colmado
de ella y ella ya no existía! Como mi memoria se había debilitado, cada detalle me
mostraba un recuerdo y mi duelo fue un espantoso recomienzo de mi amor. Al ver el
manuscrito recordé la promesa. Lo coloqué en una caja sin volver a leerlo aunque ya
no lo conocía pues tenía el espíritu lavado por la convalecencia. Conseguí que
levantaran la losa y que abrieran el cajón, luego introduje el libro, según el deseo de
la muerta. Un criado que me acompañó me dijo: «Lo hemos puesto entre sus manos».
»Viví. Trabajé. Traté de hacer una obra. Escribí dramas y poemas; pero nada me
satisfacía y poco a poco, tuve necesidad de nuestro libro.
»Sabía que era hermoso y sincero con las vibraciones que le habían dado dos
corazones y entonces, cobardemente, tres años después, me esforcé por rehacerlo, por
enseñárselo a la gente. ¡Ana, debemos tener piedad de todos nosotros!… Pero, debo
decirlo, no era sólo como para el artista inglés el deseo de gloria, de homenajes que
me impulsaban a no escuchar la dulce voz tan fuerte en su impotencia sin embargo,
que surgía del pasado: «No me lo quitará, Felipe…».
»No era sólo para enorgullecerme a los ojos de los demás por una obra con la
fuerza de la irresistible belleza de lo que fue. Era para volver a recordar mejor,
porque todo nuestro amor estaba en ese libro.
»No logré reconstruir la serie de poemas. El debilitamiento de mis facultades
poco después de haberlos escrito, los tres años durante los cuales puse devoto
cuidado para no resucitar con el pensamiento esas poesías que ya no debían vivir,
todo eso había borrado la obra. Apenas podía encontrar y casi siempre por azar, los
títulos de los poemas y algunos versos, y a veces una especie de sonoridad confusa,

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de halo de maravilla. Hubiera necesitado el manuscrito que estaba en la tumba.
»… Y una noche sentí que iba hacia allí…». Sentí que iba, después de
vacilaciones y combates interiores que es inútil contar ya que fueron inútiles… Y
pensaba en el otro, en el inglés, en mi hermano semejante en miseria y crimen,
costeando la pared del cementerio, mientras el viento me helaba las piernas. Me
repetía: «No es lo mismo» y esa palabra enloquecida bastaba para hacerme continuar
el camino.
»Había dudado si llevar o no luz; con la luz acabaría más pronto; vería en seguida
el cofre y no tendría que tocarla sino a ella (¡pero lo vería todo!) y preferí tantear…
Me había puesto en la cara un pañuelo empapado en perfume, y nunca olvidaré la
mentira de ese olor. Lo primero que toqué en ella no lo reconocí, aturdido de
espanto… Era un collar… su collar cincelado… volví a encontrarlo vivo. ¡La caja! El
cadáver me la devolvió con un rumor mojado. Algo me rozó débilmente…
»Sólo quería decirle unas palabras, Ana. Creí que no tendría tiempo de decirle
cómo sucedieron las cosas. Pero es mejor para mí que lo sepa por completo. La vida,
que ha sido tan cruel conmigo, me vuelve tierno en este momento porque me escucha
usted, que ha de sobrevivirme, y ese deseo de expresar lo que siento, de resucitar el
pasado, que hizo de mí un maldito durante los días de los que le hablo, esta noche es
un bienestar que va de mí a usted y de usted a mí».
Y la mujer, se inclinó con atención hacia él, silenciosa e inmóvil… ¿Quién
hubiera podido decir o hacer algo más dulce que aquella atención?
Todo el resto de la noche lo pasé leyendo el manuscrito robado. ¿No era mi único
recurso para olvidar su muerte y recordar su vida?
»Bien pronto comprendí que mis versos no eran lo que yo había creído.
»Los poemas me producían una impresión creciente de ser confusos y largos. El
libro tanto tiempo adorado no valía más que lo que había escrito después. Recordaba
paso a paso el paisaje, el episodio, el gesto aniquilado que me inspiraron aquellos
versos; y a pesar de esa resurrección los encontraba de una gran trivialidad, cuando
no de un énfasis excesivo.
»Una desesperación helada me inundó, en tanto bajaba la cabeza ante aquellos
restos de canto. El tiempo que pasaron en el sepulcro habían desfigurado e inanimado
mis poesías. Eran tan lamentables como la mano consumida a la que se los había
quitado. ¡Y esas manos habían sido tan suaves! «¡Qué hermoso! ¡Qué hermoso!»
exclamó tantas veces la voz dichosa mientras sus manos se unían en un gesto
admirable.
»Es que la voz y los poemas entonces estaban vivos; es que el ardor y el delirio
del amor engalanaban sus rimas con todos mis dones, es que todo aquello pertenecía
al pasado y en realidad el amor ya no existía…
»Era el olvido lo que leía al mismo tiempo que mi libro… Sí, había sufrido el

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contagio de la muerte. Mis versos habían permanecido demasiado tiempo en el
silencio y en la sombra. ¡Ay! y ella estaba allí desde hacía mucho tiempo, ella la que
dormía con sosiego espantoso, en aquel sepulcro al que yo no habría osado entrar si
mi amor la mantuviera aún con vida. Pero estaba verdaderamente muerta.
»Y yo pensé que mi acción había sido un sacrilegio inútil y que cuanto
prometemos y juramos en este mundo es un sacrilegio inútil.
»Ella estaba verdaderamente muerta. ¡Ah! ¡Cómo la lloré esa noche! Aquélla fue
mi verdadera noche de duelo… Cuando acabamos de perder a un ser amado, hay un
miserable momento (pasado el golpe brutal) en que empezamos a comprender que
todo ha terminado, y entonces la desesperación se desnuda, se difunde por todas
partes y se agranda. Así fue esa noche, bajo el imperio de la emoción de mi crimen y
del desencanto de mis poemas, más grande que el crimen y más grande que todo el
desencanto.
»Volví a verla. ¡Qué linda era con aquellos gestos vivos y claros en que ponía
toda su alma y la animada gracia con que se multiplicaba, su risa que la rodeaba sin
cesar y la infinidad de preguntas que siempre hacía!… Volví a ver, en un rayo de sol
sobre el césped de un verde vivo, el frunce aterciopelado y sedoso de su falda (de
satén rosa viejo muy pálido), aquel día en que inclinada y sujetando la falda con
ambas manos, miraba sus pequeños pies y no lejos de allí resaltaba la blancura del
pedestal de una estatua. Cierta vez me entretuve en mirar de cerca su cutis, para ver si
le encontraba algún defecto, y ninguno encontré en esa frente, ni en esas mejillas y
ese mentón, ni en todo aquel semblante de piel fina y tersa detenido un momento en
su perpetuo vuelo para entregarse a mi experimento. Y exclamé balbuceando, con un
enternecimiento próximo al llanto, sin saber qué decía: «Es demasiado… es
demasiado…». Era la princesa de cuantos la veían. Los tenderos de la población se
consideraban dichosos de estar en los umbrales de sus negocios cuando ella pasaba. Y
todos, hasta los viejos, se le acercaban con respeto. ¿No tenía acaso el aspecto de una
reina, cuando se recostaba sobre el respaldo del gran banco de piedra tallada del
parque, ese gran banco que luego fue como un sepulcro vacío?
»Conservaba algunos objetos de ella: un abanico, que yo manejaba y movía un
poco; sí, yo movía ante mis ojos ese abanico muerto; su diminuto guante frío, y sus
cartas que se mostraban impúdicamente…
»¡Oh! Por un instante en medio del tiempo, supe cuánto la había amado, a ella,
que estuvo viva y ahora era una muerta, que fue sol y sonido y ahora, bajo tierra, era
una especie de fuente oscura.
»Y lloré también por el corazón humano. Aquella noche, mi comprensión estuvo
a la altura de mis sentimientos. Luego vinieron el olvido lógico, los instantes en que
no me entristecía recordar que había llorado».
Ésta es la confesión que deseaba hacerle, Ana… Quería que esta historia de amor,

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con una vejez de un cuarto de siglo, no terminara tan pronto. Fue tan trémula y real,
fue tan grande, que yo se la cuento con toda sencillez, a usted, que ha de
sobrevivirme…
»Luego la amé a usted y sigo amándola. Yo le ofrezco como única soberana, la
imagen de la criatura que siempre tendrá diecisiete años…».
Suspiró y dejó caer esta frase, que demostró una vez más la pobreza de la religión
ante los corazones humanos:
Yo, que la adoraba a ella y que era adorado por ella, la adoro a usted únicamente,
¡ah! ¡Cómo es posible que haya un paraíso donde volvamos a encontrar la felicidad!

Su voz se eleva, tiemblan sus brazos inertes. Sale por un instante de la
inmovilidad profunda.
¡Ah! ¡A Usted! ¡A usted! ¡Sólo a usted!
Es una gran evocación sin límites:
¡Ah! ¡Ana, Ana! Si yo me hubiese casado verdaderamente con usted, si
hubiésemos vivido como marido y mujer, si hubiésemos tenido hijos, si la hubiese
sentido junto a mí como esta noche, pero verdaderamente a mi lado…
Volvió a caer. Había gritado tan fuerte, que aunque no hubiese existido esa rendija
en el tabique lo habría oído desde mi cuarto. Declaraba todo su ensueño, lo entregaba,
lo entregaba a su alrededor, enloquecidamente. Aquella sinceridad indiferente a todo
tenía un significado definitivo que me desgarraba el corazón.
Perdóneme, perdóneme… Es una blasfemia… Pero no pudo contenerme…
Se cortaron sus palabras: se adivinaba que su voluntad le serenaba el rostro y que
su alma lo hacía callar. Pero sus ojos parecían gemir.
Repitió más bajo, como para sí mismo: «¡Usted!… ¡Usted!…».
Y se adormeció repitiendo esta palabra: ¡Usted!…
Ha muerto esta noche. Lo vi morir. Por rara casualidad, estaba solo en el
momento de morir.
No tuvo estertor ni agonía propiamente dicha. No se aferró a las sábanas con los
dedos, ni habló ni gritó. No hubo último suspiro ni alucinación. Nada hubo.
Le pidió a Ana de beber y como se había acabado el agua y no estaba la
enfermera, salió ella rápidamente para traerla. Ni siquiera alcanzó a cerrar la puerta.
El resplandor de la lámpara inundaba el cuarto.
Yo le miré la cara y comprendí por no sé qué señal, que en aquel preciso
momento se hundía en el gran silencio.
Entonces, instintivamente le grité, no pude dejar de gritarle para que no estuviera
solo:
¡Yo lo veo!
Mi voz extraña, que había perdido la costumbre de hablar, penetró en la

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habitación.
Pero murió en el mismo instante en que yo le hacía esta limosna de loco. Su
cabeza cayó hacia atrás, rígida, con los ojos en blanco.
En aquel momento volvió Ana. Debió oír confusamente mi voz porque se
apresuró.
Ella lo vio. Lanzó un grito espantoso, con toda su fuerza, con todo el poder de su
carne sana, un grito puro y verdaderamente viudo.
Se arrodilló delante de la cama.
La enfermera llegó en aquel instante y levantó los brazos al cielo. Reinó el
silencio, el fulgor de increíble lástima que donde quiera que estemos y trátese de
quien se trate, nos sobrecoge totalmente en presencia de un muerto. La mujer
arrodillada y la que estaba de pie miraban al que estaba allí, extendido, inerte, como
si nunca hubiera sido. Ambas parecían casi muertas.
Luego Ana lloró como una niña. Se levantó; la enfermera fue a buscar a la gente.
Ana que tenía una blusa clara tomó instintivamente el chal negro que la vieja
enfermera había dejado en una silla y se envolvió con él.
El cuarto, tan silencioso en los últimos tiempos, se animó y se llenó de vida.
Encendieron velas por todas partes y las estrellas que hasta ese momento se veían
a través de la ventana desaparecieron.
… Se arrodillaron, lloraron, rezaron. El mandaba ahora. Todos decían «él». Había
caras de criados que yo no había visto hasta entonces, pero que él conocía muy bien.
Parecía que toda esa gente le mendigara, sufriese y muriese y que él estuviera vivo.
Ha debido de sufrir mucho para morir dijo el médico a media voz a la enfermera,
en un momento que estaba muy cerca de mí.
¡Sin embargo, estaba tan débil el pobre!
Pero dijo el médico la debilidad no impide que se sufra.
Al amanecer, una luz descolorida rodea esos rostros y esas luces martirizadas. La
presencia del día naciente, sutil y frío, hace pesada la atmósfera del cuarto, la torna
más asfixiante y turbia.
Una voz muy, queda, vergonzante, rompe un momento el silencio que dura desde
hace varias horas.
No abran la ventana; se descompondría más pronto.
Hace frío… susurra alguien.
Dos manos recogen y doblan unas pieles. Alguien se levanta y vuelve a sentarse.
Otro levanta la cabeza. Se oye un suspiro.
Se diría que aprovechan las pocas palabras pronunciadas para salir del sosiego en
que se entumecían. Luego dirigen una mirada renovada al hombre colocado en la
capilla ardiente, inmóvil, inexorablemente inmóvil, como el ídolo crucificado que hay
en las iglesias.

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Creo que hace un momento me quedé adormilado en mi cama…
Sin embargo, debe de ser muy temprano. De pronto, oigo llegar del cielo gris un
repique de campanas.
Después de la noche angustiosa, actúa sobre nosotros a pesar de todo, una
flojedad contra la inmovilidad cadavérica de nuestra atención, y no sé qué dulzura,
ayudada por ese tañido, despierta en mí con fuerza recuerdos de infancia. Evoco un
campo que me retiene estrechamente y que la voz de las campanas cubre de un cielo
empequeñecido y sensible, una patria calma en la que todo es bueno, en la que la
nieve significa Navidad y el sol es un disco tibio que se puede y se debe mirar… Y en
medio de todo eso, siempre en medio de todo, la iglesia.
Ha terminado el tañido. Calla poco a poco su resonancia de luz y el eco de su
eco… Pero he aquí otro tañido: el de la hora. Ocho horas, ocho toques, sonoros,
esparcidos, de una regularidad terrible, de una calma invencible, sencillos, sencillos.
Los cuenta uno, y cuando ya dejaron de atravesar el aire, no se puede menos de
volver a contarlos. El tiempo que pasa… El tiempo informe y el esfuerzo humano que
lo precisa y regulariza, y hace de él una obra del destino.
Y yo pienso en la gran sinfonía de esos dos motivos celestiales.
Las notas claras siembran luz… Se estrechan cada vez más, y se ve el firmamento
estrellado trastocarse en aurora. La iglesia irradia con la amplia y fina vibración que
penetra sus muros; el decorado familiar de las habitaciones se presenta a los ojos más
tiernamente. La naturaleza se engalana, la lluvia sobre las hojas son perlas y una nube
de muselina cubre el cielo; la escarcha pone en los cristales un recamado que parece
hecho por manos femeninas. El tañido se lleva a medias los días y las horas y los
aligera; a cada día le basta con su trabajo. Cuando se renuevan las estaciones ese
tañido hace pensar en el modo diferente que cada una de ellas tiene de ser buena;
afianza las ilusiones en la suerte futura; cada uno está contento con su vida y todo el
mundo se consuela por adelantado.
Tras el enjambre multicolor y diverso, cuya danza etérea domina y regula toda la
fiesta, un solo corazón lanza su grito. Ese grito tiene un movimiento sencillo, pero se
adivina que no ha de tener fin ni límites y que, en cierto modo, toma la forma del
azul. Confunde su vuelo con el de la voz religiosa; sube al mismo tiempo que ella, a
cada sobresalto de sus tres aletazos o en un temblor de incontables latidos cuando se
expande en los carrillones.
Pero hay algo aquí que todos olvidaban, algo más grande que la alegría, que
señala con golpes sordos su indesarraigable existencia. Se lo presentía, se lo oye, se
lo siente. El péndulo va a machacar los sueños, a imponerse a las ilusiones, insensible
a las tiernas caricias contrarias, y cada golpe penetra como un clavo.
Por grandioso que sea el canto del Ángelus, la palabra superior de las horas lo
envuelve con su calma. Esa palabra se amplifica en días, en años, en generaciones.

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Domina el mundo, como el campanario domina la aldea. El grito del corazón resisten
apasionadamente. Está solo. El cántico piadoso no está sostenido por el cielo, como
el del tiempo por la sombra. La hora es un gran ritmo monótono, y cada una de sus
sonoras advertencias corta la infatigable esperanza que sube en un movimiento
perpetuo pero que no altera el motivo inmortal, el adagio definitivo que cae del
reloj… Y la melodía quebrada no puede menos que cambiar la tristeza en belleza.

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XIV

Esta noche estoy solo. Velo ante mi mesa. La lámpara zumba como el verano en los
campos. Levanto los ojos. Encima de mí las estrellas alejan y empujan el cielo, la
ciudad se hunde a mis pies, eternamente el horizonte huye por mis costados. Las
sombras y las luces forman una esfera infinita porque yo estoy aquí.
Esta noche no estoy tranquilo, me invade una inmensa angustia. Me senté como
quien se derrumba. Igual que el primer día, vuelvo mi rostro hacia el espejo, atraído
por mí mismo: hurgo mi cara, y al igual que el primer día sólo puedo lanzar un grito:
«¡Yo!».
Quisiera saber el secreto de la vida. He visto hombres, grupos, gestos, caras. Vi
brillar en el crepúsculo los ojos temblorosos de seres profundos como pozos. Vi la
boca que en un estallido de gloria decía: «¡Yo soy más sensible que las demás!». Vi la
lucha por amar y hacerse comprender: el rechazo mutuo de dos interlocutores y el
enredo de dos amantes, los amantes de sonrisa contagiosa, que sólo son amantes de
nombre, que se socavan a besos, que aplastan llaga contra llaga para curarse, que no
están unidos, y que a pesar de su radiante éxtasis, fuera de la sombra son tan extraños
como la Luna y el Sol. Oí a los que sólo encuentran un poco de paz en la confesión
de su vergonzosa miseria, y los rostros que han llorado, pálidos, con ojos como rosas.
Quisiera abrazar todo esto a la vez. Todas las verdades forman una sola verdad
(tuve que llagar hasta este momento para comprender eso tan simple); y esa verdad
de las verdades es la que necesito.
No es por amor a los hombres. No es verdad que amemos a los hombres. Nadie
amó, ni ama ni amará a los hombres. Es por mí, sólo por mí por lo que trato de llegar
y ganar esa verdad plena que está por encima de la emoción, por encima de la paz,
por encima de la vida, como una especie de muerte. Quiero abrevar en ella una
orientación, una fe; quiero usarla para mi salvación.
Miro los recuerdos cautivados desde que estoy aquí; son tan numerosos que me
he convertido en un extraño para mí mismo, ya casi no tengo nombre; los escucho.
Me evoco a mí mismo, inclinado hacia el espectáculo de los otros, colmando como
dios, ¡ay! y con una atención suprema trato de ver y de escuchar qué soy. ¡Sería tan
hermoso saber quién soy!
Pienso en todos aquellos que hasta llegar a mí estudiosos, poetas, artistas
buscaron, penaron, lloraron, sonrieron hacia la realidad, en templos cuadrados o bajo
una bóveda ojival o en jardines nocturnos cuyo suelo no es más que un ligero
perfume negro. Pienso en el poeta latino que quiso tranquilizarse y consolar a los
hombres mostrándoles la verdad sin velos, como una estatua. Un fragmento de su
preludio me vuelve a la memoria, aprendido en otro tiempo y luego rechazado y

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perdido como casi todo lo que me tomé el trabajo de aprender hasta ahora. Dice en su
lengua lejana, bárbara, en medio de mi vida cotidiana, que velaba en las noches
serenas para buscar en qué palabras, en qué poema, aportará a los hombres las ideas
que los liberarán. Desde hace dos mil años los hombres siguen necesitando que los
tranquilicen y los consuelen. Desde hace dos mil años espero liberarme. Nada ha
cambiado la faz de las cosas. La enseñanza de Cristo tampoco la habría cambiado
aunque los hombres no lo hubieran destrozado hasta el punto de no poder ya servirse
honestamente de ella. ¿Aparecerá el gran poeta que delimite y eternice la creencia, el
poeta que sea no un loco, no un ignorante elocuente, sino un sabio, el gran poeta
inexorable? No lo sé, aunque las grandes palabras del hombre que así terminó me den
una vaga esperanza sobre su llegada y el derecho a adorarlo desde ahora.
Pero ¿y yo, y yo? Soy sólo una mirada, como las que he recogido del destino.
Estoy aquí para volver a recordarlas. A pesar de todo, me asemejo a un poeta al borde
de su obra. Poeta maldito y estéril que no dejara gloria, al que el azar le otorgó la
verdad que el genio le hubiera dado; obra frágil que terminará conmigo, mortal y
cerrada a los otros como yo, pero sin embargo, obra sublime, que mostraría las líneas
esenciales de la vida y relataría el drama de los dramas.
¿Qué soy yo? Soy el deseo de no morir. No sólo esta noche en que me impulsa la
necesidad de construir el sueño sólido y poderoso que ya no abandonaré, sino
siempre. Todos somos, siempre, el deseo de no morir. Es innumerable y variado como
la complejidad de la vida, pero en el fondo es esto: continuar siendo, ser cada vez
más, expandirse y perdurar. Todo lo que tenemos de fuerza, energía y lucidez sirve
para exaltarse, sea como fuere. Nos exaltamos con impresiones nuevas, con nuevas
ideas. Nos esforzamos por aprender lo que no tenemos para sumárnoslo. La
humanidad es el deseo de lo nuevo sobre el miedo a la muerte. Es así, yo lo he visto.
Los movimientos instintivos y los gritos libres se dirigen siempre en el mismo sentido
como señales y en el fondo, las palabras más diferentes son semejantes.
Pero luego… ¿Dónde están las palabras que iluminen el camino? Así es, ¿qué es
la humanidad en el mundo y qué es el mundo?
Me acuerdo, me acuerdo, cómo se pediría auxilio… Se planta un jalón, un límite
donde se detenga esta santa inquietud: la importancia de un ser humano entre las
cosas, esa importancia a la que para comprenderla dediqué toda mi vida…
La inmensidad de cada uno de nosotros: primer gran signo en la oscuridad. Es
verdad que el corazón cumple su duelo o su fiesta con toda la naturaleza, y a los ojos
del más humilde de los contempladores, es verdad que en el cielo de Provenza las
estrellas palidecieron cuando Mireille apareció en su ventanita.
Estoy en medio del mundo. Los astros me coronan. La tierra me contiene y me
eleva. Estoy en la cima de los siglos. Recojo todo hacia mí, las vastas o las pequeñas
cosas del espíritu y del corazón. Con la mano delante de los ojos hago la noche, y en

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la noche, me oculto en la negrura; si cierro los ojos, el azul ya no puede existir. A
partir de mí empiezan a empequeñecerse.
Apoyo la cabeza en la mano.
Mis dedos sienten los huesos del cráneo: las órbitas, la depresión de la sien, la
mandíbula. Un cráneo…
¡Un cráneo! ¡Lo conozco! ¡Mi cráneo es semejante a los otros!
Nunca había pensado en esta semejanza entre yo y todos. Y la veo. Veo a través
de un poco de sombra mis huesos, mi osamenta. Reconozco en mí mismo mi eterno
fantasma de polvo, mi esqueleto, como se reconoce a alguien. Lo toco, lo palpo, a
este monstruo silencioso y blanco que, en el fondo, soy yo…
Mis sueños de grandeza se han derrumbado, ya que mi cráneo es semejante a los
otros, a todos los que fueron.
¿Cuántos hubo? Si la humanidad data de hace mil años, lo que sin duda está por
debajo de la verdad, ya que viven en la tierra mil millones y medio de habitantes que
se renuevan cada treinta años, esto hace un total de cuatro mil quinientos mil millones
que se deshacen en polvo desde que el hombre existe.
Iré a parar a la tierra. Tendré una enfermedad o una llaga que harán pudrir más
rápido una parte de mi carne. Sin duda moriré por enfermedad, con algún órgano
atrofiado, roto, paralizado o que, en un enloquecimiento destrozará todo el reto.
Moriré de una enfermedad, con toda mi sangre dentro… (más me gustaría dejarme ir
en la púrpura de una herida…).
Y a mí también me enterrarán como a los otros, por extraño que pueda parecer. Y
ya como una advertencia del fango (las palabras del poeta vuelven a mí y me
agobian) recibo este polvo que cae sobre mí todos los días, que me veo obligado a
lavarme, del que me defiendo y escapo: es el ángel sombrío de la tierra.
En el frágil ataúd, mi cuerpo será presa de los insectos, del pulular irresistible de
sus larvas. ¡Inabarcable invasión que se multiplica! Linneo dijo que tres moscas
consumen un cadáver tan rápido como lo hace un león.
Abro un libro que tengo aquí. Me hundo en los detalles. ¡Y me entero de lo que
me espera! Conozco mi historia futura.
Los bichos de los cementerios aparecen por períodos. Cada especie llega en su
momento de manera que puede reconocerse la edad de un cadáver por el hormigueo
que se sacia en él. A través de los cuerpos abandonados pueden notarse ocho
migraciones sucesivas que corresponden a ocho fases de la fermentación pútrida por
las cuales, poco a poco, se manifestará el exterior del cuerpo.
Quiero conocerlas, ver por adelantado lo que no veré y palpitar con lo que no
sentiré.
Unas moscas pequeñas, las courtoneuras, invaden el cuerpo unos momentos antes
de la muerte… Las oiré. Algunas emanaciones les indican la inminencia de un

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acontecimiento que va a procurarles con abundancia desbordante, alimentos para sus
larvas y, henchidas de huevos se encarnizan ya en depositarlos en las narices, en la
boca, en el rabillo del ojo.
No bien termina la vida afluyen otras moscas. Y apenas se siente el hálito de
corrupción acuden otras: la mosca azul, la mosca verde, cuyo nombre científico es
Lucilia Caesar, y la gran mosca de tórax rayado en blanco y negro llamada «gran
sarcofagiana». La primera generación de estas moscas que acuden ante la espantosa
señal, ella sola puede formar en el cadáver siete u ocho generaciones, que se
prolongan y superponen de tres o seis meses: «Cada día dice Megnin las larvas de la
mosca azul aumentan doscientas veces su peso…». La piel del cadáver es entonces
amarilla tirando ligeramente a rosa, el vientre verde claro, la espalda verde oscuro. O
al menos esos serían sus tonos si todo no ocurriera en la sombra.
Luego la descomposición cambia de naturaleza. Se cumple la fermentación
butírica, que produce ácidos grasos llamados vulgarmente grasa de cadáver. Es el
momento de los desmestos, insectos carniceros cuyas larvas están cubiertas de pelo, y
de las mariposas: las aglosas. Las larvas de los dermestos y las orugas de las aglosas
presentan la particularidad de poder vivir en las materias grasas «que se amoldan
como sebo en el fondo del ataúd». Algunas de esas materias cristalizarán y brillarán
como lentejuelas, más tarde, en el polvo definitivo.
Y ahora aparece la cuarta escuadra. Acompaña la fermentación caseíca y está
compuesta por moscas, piefilas, que producen los gusanos del queso reconocibles por
dar unos saltos característicos y unos coleópteros, los corinetes.
La fermentación amoniacal, la licuefacción negra de las carnes, atrae una quinta
invasión: en ella hay moscas, las loncheas, ofiras; y las foras, tan numerosas en los
cadáveres exhumados durante ese período, los restos negruzcos de sus crisálidas
semejan, según la expresión de un médico legista «el empanado de las piernas de
jamón» y las nubes de moscas escapan del ataúd cuando se lo sube y se lo abre. La
composición delicuescente negra también es la preferida por los coleópteros: las
sílfides, y las nueve especies de necróforos.
En ese momento la putrefacción casi ha cumplido su obra. Se abre el período de
la desecación y de la momificación del cadáver en su sudario, en sus envolturas
almidonadas por los líquidos gelatinosos del período precedente. Todo lo que queda
de materia blanda, masa orgánica, harinosa y friable y jabones amoniacales, es
devorado por otro tipo de bichos: los acarios, redondos y ganchudos, apenas visibles
a simple vista. Cada quince días su número se duplica; al comienzo había veinte, al
cabo de dos meses y medio, hay dos millones.
A los acarios les sucede una séptima migración. Son una especie de polillas, las
aglosas, que ya estaban presentes en el momento de la destilación de los ácidos
grasos y que luego desaparecieron. Roen, serruchan, desmenuzan los tejidos

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apergaminados, los ligamentos y tendones transformados en materia dura de
apariencia resinosa así como los pelos, los cabellos y las telas. En ese momento el
cuerpo toma un color dorado, bronceado, y expande un fuerte olor a cera.
Y al cabo de tres años, acude la última nube de trabajadores. ¿Qué devoran? Todo
lo que queda, hasta los restos de los insectos que en estado larval se han sucedido en
el cadáver. Y el arrasador supremo, es un pequeño coleóptero negro cuyo nombre
científico es tenebrio obscurus.
Después de él y a su pesar ya no queda más que restos de restos alrededor de
huesos blanqueados y una pequeña masa compacta en el fondo de la caja craneana.
Esta especie de mantillo oscuro y granuloso, espolvoreado por sobre la piedra
humana y que podría caerse el último residuo de las carnes, no llega ni a ser eso. Es
la acumulación de los caparazones, pupas, crisálidas y excrementos de las últimas
generaciones de insectos devoradores.
Tres años han pasado. Todo ha terminado. La criatura que fue adorada y adoró, en
sólo tres años ha vuelto totalmente al reino mineral. El hedor ha desaparecido; era la
última señal de vida; ahora se sumerge y ya no queda el luto de ella.
Y todos los habitantes del mundo, en unos años, pasarán por lo mismo. Desde que
medito sobre esto, tal vez desde hace un cuarto de hora, en el mundo han muerto un
millar de seres humanos.
Sus cuerpos, aglomeraciones de células, sus células, aglomeraciones de átomos
(fragmentos indivisibles de materia) han sido arrojados a otras combinaciones. ¡La
célula! Esa unidad orgánica tiene una dimensión que varía entre una milésima y diez
milésimas de milímetros. ¡El átomo! Es un elemento desconocido e hipotético. Si se
le otorga una dimensión más o menos de acuerdo con lo verosímil, basándonos en la
pequeñez de los elementos anatómicos, nos encontramos con que en una esfera de
materia del diámetro de una cabeza de alfiler hay un número representado por un
ocho seguido de veintiún ceros, y que para contar todos los elementos primordiales
de una cabeza de alfiler, a razón de uno por segundo y por hombre, la humanidad
entera, dedicada de manera constante a esa tarea, tardaría doscientos mil años. Y el
globo está hecho de ese polvo. Y el mismo globo no es nada en el universo.
… En una hoja de papel, un punto, apenas visible; alrededor trazamos una
circunferencia que ocupa todo el ancho de la hoja; el punto es la tierra; el círculo
representa el Sol; esa es la proporción. En otra hoja, un punto, que se hace apoyando
apenas la punta de la pluma; es el Sol que era tan ancho en la otra hoja. Una esfera
está representada por un círculo que abarca de un extremo al otro del papel: es
Canope, una estrella. El Sol es tan pequeño con respecto a Canope como la Tierra con
relación al Sol. Ese color gris sobre un papel no es un tono gris sino pequeños puntos
uno al lado de otro. Y Betelgeuse, ese celeste punto dorado que tanto amaban
nuestros antepasados, tiene un diámetro tan grande como la distancia de la Tierra al

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Sol. Cada uno de estos puntos es una estrella, como el Sol o como Canope, o aún más
grande… Es un fragmento del mapa celeste. Fragmento ínfimo ya que se evalúa en
cien millones el número de estrellas cuya imagen percibimos y en esta hoja hay sólo
unas tres mil. Se perciben cien millones de estrellas y no más porque los instrumentos
de óptica sólo pueden ampliar el campo visual hasta las estrellas de vigésima primera
magnitud y sólo permiten ver diecisiete mil veces más estrellas que a simple vista.
Pero ¿quién se animaría a afirmar que las últimas estrellas que logramos ver limitan
el universo? Y el tamaño de las estrellas por enorme que sea no es nada respecto de
los espacios vacíos que las separan. La estrella más cercana a nosotros, después del
Sol, es Alfa de la constelación del Centauro que dista de la Tierra diez mil millones
de leguas. Arturo se halla a una distancia de trescientos veinticuatro mil millones de
kilómetros. Se mueve en el espacio a razón de dos mil seiscientos cuarenta millones
de kilómetros por año y en los tres mil años que hace que se lo observa y se le marca
su sitio en los mapas astronómicos, parece no haberse movido. La estrella 1830 del
catálogo de Greenwich se halla a una distancia de ochocientos mil millones de
kilómetros…
A causa de su formidable velocidad, la luz ha de reducir locamente las cifras,
haciéndonos más sensibles sus inmensidades… La luz recorre el éter a razón de
trescientos treinta mil kilómetros por segundo. Tarda un poco más de ocho minutos
en llegar al Sol; de manera que la imagen que de él tenemos es la del astro ocho
minutos antes del instante de nuestra contemplación. Para llegar la luz a nosotros
desde la estrella más próxima, tarda cuatro años y cuatro meses; y treinta y seis años
en llegar desde la Estrella Polar… Emplea varios siglos para llegar a nosotros desde
ciertas estrellas, que se nos presentan por lo tanto, según eran hace varios siglos. Y si
esas estrellas nos miran, nos verán con el mismo vertiginoso retraso… Esa
constelación que corona la ciudad viviente y moribunda como una diadema triste por
demasiado grande, no sabemos qué es. Sospechamos, a lo sumo, que cada uno de sus
puntitos tendrá alguna analogía con el ardiente Sol, esa bola de fuego erizada de
llamas tan grandes como la distancia de la Tierra a la Luna.
Si los ojos de una de esas estrellas son más perspicaces que los nuestros ¿qué
verán aquí abajo en el momento en que hablo? Entre las formas terrestres que aun se
contraen y tiemblan a consecuencia de una gran crisis geológica, verían sobre una
cumbre a un ser único desprenderse de la tierra que atrae sus cuatro miembros,
erguirse vacilando todavía con un semblante aun bestial y extraviado en la oscuridad,
que levanta los ojos… Y tal vez entre otra estrella y nosotros todavía no ha habido
intercambio de luces desde que existe, y cuando lleguen hasta nosotros quizá haga
eternidades que ha sido destruida…
Y esas eternidades me hacen pensar en el tiempo. ¿Cuánto tiempo hace que la
Tierra existe? ¿Cuántos millones de siglos transcurrieron desde que la masa gaseosa

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se desprendió del ecuador de la nebulosa solar? No lo sabemos. Se supone que para la
segunda fase la más corta de su transformación, es decir, para pasar del estado líquido
al sólido, se necesitaron trescientos cincuenta millones de años.
Hablaba hace un momento del átomo, el elemento más pequeño de la materia.
Veamos ahora el mayor elemento que se conoce: el mundo estelar. No el conjunto
real, visible del firmamento, que es inconmensurable, sino la parte del mismo, que ha
sido medida por la ciencia. La investigación científica se limita a un radio de
ochocientos mil millones de millones de kilómetros, a partir de la Tierra. Más allá de
ese radio, que sólo abarca los astros más cercanos, los mundos no presentan, con
respecto al movimiento de la Tierra, un desplazamiento aparente que nos permita
apreciar su distancia, y no tenemos ningún dato sobre los espacios siderales.
El universo explorado por el cálculo se halla, pues, representado por una esfera
cuyo radio es de ochocientos mil millones de millones de kilómetros. Los números
que determinan esa esfera son los guarismos más grandes que se puedan aplicar a la
realidad. Arrojan un volumen de dos mil ciento cuarenta y cinco sexdecillones, de
metros cúbicos. Como, por otra parte, el número de átomos contenido en un metro
cúbico es, refiriéndonos a la dimensión hipotética que hemos concedido al átomo, de
un decillón, la relación entre lo más grande y lo más pequeño es un número tal, que la
ciencia no tiene término apropiado para expresarlo.
Nunca lo utilizó alguien; yo soy, quizás, el primer hombre que lo hace, por la
necesidad de precisión enorme que me atormenta esta noche. Según la etimología
latina de los nombres de los números, ese número virgen, que formula los átomos que
puede contener el universo, se empezaría a enunciar así: «dos octovigentillones»…
Compónese de un dos seguido de ochenta y siete cifras. Nada puede dar idea de la
inmensidad de ese número, que expresa a la naturaleza desde sus cimientos hasta su
última frontera alcanzable.
Y sin embargo, esa cifra que parece un monstruo aún hay que multiplicarla por
cincuenta tollones, transformarla en «ciento duotrigentillones» es decir, en un número
de ciento dos cifras, si admitimos la teoría de Newcomb que, basándose en los
movimientos y velocidades de los astros, según la ley inmutable de gravitación,
limita nuestro sistema estelar entero a una esfera de un espacio de sesenta quintillones
de kilómetros de diámetro, en la que caben armónicamente ciento veinticinco
millones de estrellas.
¿Qué podemos contra todo esto? ¿Qué es lo que puedo yo, que estoy aquí,
deslumbrado por los papeles que leo, al pie de una lámpara que forma una sombra
octogonal que roza mi tintero, y cuya claridad difusa apenas si me muestra el cielo
raso y la ventana, negra y brillante tras sus cortinas, y que casi no logra sacar de la
noche las paredes de la habitación?
Me levanto y me pongo a dar vueltas por el cuarto. ¿Qué soy? ¿Qué soy? Tengo

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que contestar a esta pregunta, porque hay otra suspendida de ella como una amenaza:
¿Qué va a ser de mí?
Frente al gran espejo que está sobre la chimenea contemplo mi imagen y busco en
mí la respuesta que podría dar a mi pequeñez. Si no logro librarme de ella estoy
perdido… ¿Soy lo poco que parezco ser? ¿Estaré inmovilizado y ahogado en este
aposento como en un ataúd demasiado ancho?
Instintivamente, una plácida intuición, sencilla como yo mismo, rechaza el
espanto que me asalta y me dice que eso no es posible y que hay en todo un inmenso
error.
¿Quién me ha dictado lo que acabo de pensar? ¿A quién obedecí? A una creencia
que han acumulado en mi cerebro el sentido común, la religión, la ciencia…
El sentido común es la voz de los sentidos y ese vozarrón me dice que las cosas
son según las vemos. Pero en el fondo sé que no es verdad. En principio hay que
liberarse de esta basta corteza de la vida corriente.
Las contradicciones que entraña esa realización simplista de la apariencia, los
incontables errores de nuestros sentidos, las fantásticas creaciones del ensueño y de la
locura, no nos permiten escuchar tan lastimosa enseñanza. El sentido común es un
animal honrado, pero ciego. No ve la verdad, que escapa casi siempre a la primera
mirada y, según la magnífica palabra del antiguo sabio «está en un abismo».
La ciencia… ¿Qué es la ciencia? Si es pura, una organización de la razón por sí
misma; aplicada, una organización de la apariencia. La «verdad» científica es una
negación casi íntegra del sentido común. Casi no hay detalles de la apariencia que la
afirmación científica correspondiente no contradiga. La ciencia dice que el sonido y
la luz son vibraciones; que la materia es un compuesto de fuerzas… Decreta un
materialismo abstracto. Reemplaza con fórmulas la apariencia grosera; o sea, la
admite sin examen. Las mismas contradicciones plantea la ciencia en un orden más
complejo y arduo; las mismas contradicciones que el realismo superficial. Hasta en su
terreno experimental o lógico, se ve obligada a valerse de datos ficticios, de
suposiciones. Ya se la empuje del lado de la grandeza del mundo, ya del de su
pequeñez, siempre se queda corta. Abajo se detiene ante el problema de la
divisibilidad del espacio; arriba, ante el dilema de las absurdidades, como por
ejemplo: «el espacio no termina en ninguna parte», o «en alguna parte termina el
espacio».
Al igual que el sentido común no ve la verdad. Es cierto que no ha sido tampoco
creada para ver la verdad, puesto que sólo tiene por objeto la sistematización
abstracta o práctica de elementos cuya realidad profunda no discute.
La religión… Con razón dice que el sentido común miente y la ciencia no se
compromete a nada. Y añade: sin la garantía de Dios, de nada estaríamos seguros. Y
de esta manera la religión detiene a Pascal, interponiendo su doble fondo entre la

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verdad y él. Dios no es más que una respuesta hecha al misterio y a la esperanza, y no
hay otra razón para la realidad de Dios, fuera del deseo que tenemos de él.
¿Este mundo limitado que acabo de ver levantarse contra mí, descansa, pues, en
nada? Entonces, ¿quién es el que está seguro? ¿quién es el fuerte?
Y para ayudarme evoco una vez más a los seres vivos en los que tengo fe, los
seres cuyos rostros vi abrirse y desencadenarse sus miradas.
Vuelvo a ver, en el de profanáis de la noche, emerger rostros como victorias
supremas. Uno contiene lo pasado; otro se llena de azul, volcada toda su atención
hacia la ventana; otro, en la húmeda negrura de la bruma, sueña con el sol como un
sol; otro, pensativo y alargado, colmado de la muerte que lo devoraba y todos se
hallan rodeados por una soledad que empieza en este cuarto pero que nunca acaba.
Y yo, que soy como ellos; yo, que encierro en el interior de mi pensamiento el
pasado implacable, el porvenir soñado y la magnitud de los otros; yo, que lamento,
deseo y pienso con mi cara incurable y abierta, ¿yo habré de convertirme en polvo
luego del sueño de estrellas que acabo de tener? ¿Es posible que sea nada, cuando en
ciertos momentos me parece que soy todo? ¿Soy nada? ¿Soy todo?
Entonces empiezo a comprender… En esta evocación del orden de las cosas no
tuve en cuenta el pensamiento. Lo consideré como encerrado en el cuerpo, sin salir de
él, sin agregar nada al universo. ¿En nosotros será nuestra alma sólo un soplo como el
soplo vital, un órgano? ¿Ocuparemos el mismo lugar tanto si estamos vivos como
muertos?
¡No! Y en este punto es donde palpo el error.
El pensamiento es la fuente de todo. Por él hay que empezar siempre. La verdad
se apoya en su base.
Y ahora veo estos signos de locura en mi meditación de hace un momento. Esa
meditación era lo mismo que yo: probaba la grandeza del pensamiento que la estaba
pensando, y sin embargo, decía que el ser pensante es nada. ¡Me anonadaba a mí
mismo que la creaba!
… Pero ¿no seré presa de una ilusión? Me oigo objetarme a mí mismo: lo que
existe en mí es la imagen, el reflejo, la idea del universo. El pensamiento no es sino el
fantasma del mundo prestado a cada uno de nosotros. El universo existe por sí mismo
fuera de mí, independientemente de mí, con tal intensidad que es causa de que yo sea
nada y ya esté como muerto. Y es inútil que no sea o cierre los ojos, el universo
seguiría existiendo.
Una congoja, una llaga incipiente me lacera las entrañas… Pero veo que se eleva
un grito en mí, un grito lúcido, consciente e inolvidable, como un acorde sublime
toda esa música: «¡No!».
No. No es así. No sé si el universo fuera de mí tendrá alguna realidad. Lo que sí
sé es que su realidad no se manifiesta sino por intermedio de mi pensamiento, y que

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existe sólo por la idea que tengo de él. Yo soy quien hace que surjan las estrellas y los
siglos, quien se ha sacado el firmamento de la cabeza. No puedo salir de mi
pensamiento. No tengo derecho a hacerlo sin caer en falta o en mentira. No puedo.
Inútil es que forcejee para escapar de mí mismo. No puedo conceder al mundo otra
realidad que la de mi imaginación. Creo en mí, y estoy solo, puesto que no puedo
salir de mí. ¿Cómo, a no ser un loco, podría figurarme que no estoy solo? ¿Quién
podría demostrarme que, más allá del pensamiento infranqueable, el mundo tiene una
existencia separada de mí?
Escucho a la metafísica, no es una ciencia; se sitúa más allá del programa
científico; es más bien asimilable al arte, pues, como él busca la verdad verdadera;
porque si un cuadro tiene fuerza y un buen verso es bello, se debe a la verdad. Repaso
los libros, consulto a sabios y pensadores, recojo todo el arsenal de certidumbres que
el humano ha podido reunir, escucho la gran voz del que pasó todas las creencias y
sistemas por el cedazo de su razón terrible, y leo esta verdad que se me impone a mí
también: «No se puede negar el pensamiento que se tiene del mundo, pero tampoco
se puede certificar que exista fuera del pensamiento que de él se tiene».
Y ahora que poseo esta afirmación enmarcada, precisa y efectivamente, en
palabras, ahora que tengo esta sublime riqueza, no puedo apartarme del milagro de
simplificación que aporta.
No, no es seguro que la verdad que empieza en nosotros continúe en otra parte; y
cuando, después de haber dicho esa frase que ya nadie pudo luego ni pensar en negar:
«Pienso, luego existo», el filósofo trató de llegar, de razonamiento en razonamiento, a
la existencia de algo real fuera del sujeto pensante, salió paso a paso de la
certidumbre. De toda la filosofía pasada, sólo queda ese imperativo de evidencia que
pone en cada uno de nosotros el principio de todo; la búsqueda humana sólo queda en
un libro, sobre el recomenzar y la soledad de cada semblante. El mundo, según lo
vemos, no prueba sino que existimos nosotros que creemos verlo. El mundo exterior,
es decir, el globo terrestre, con sus once movimientos en el espacio, sus horizontes y
el vaivén del mar, sus mil millares del millón de kilómetros cúbicos, sus ciento veinte
mil especies vegetales, sus trescientas mil especies animales, y todo el mundo solar y
sideral, con sus transformaciones y su historia, sus orígenes y vías lácteas, es un
espejismo y una alucinación.
Y pese a las voces que, aun en el fondo de nosotros, claman contra lo que he
tenido la osadía de pensar, como una turba se alza contra la belleza; pese al sabio que,
después de confesar que el mundo es una alucinación, añade sin pruebas que es una
«alucinación verdadera», digo que el infinito y la eternidad del mundo son dos dioses
falsos. Soy yo el que ha dado al universo esas virtudes desmesuradas que tengo en mí
debo habérselas dado, porque, aunque él las tuviese, yo no podría comprobar en él lo
incomprobable, y las añadiría de mi propio acervo a la limitada imagen que tengo de

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él. Nada prevalece contra el absoluto de decir que yo existo y no puedo salir de mí y
que todo, espacios, tiempo, razonamientos, no son sino modos de imaginarme la
realidad y como vagos poderes que poseo.
Con cierto estremecimiento encontré en el libro austero esa traducción de los
clamores de la humanidad que han llegado hasta mí. El corazón sangra y se explaya a
través de las líneas frías y calculadas del escritor alemán. Quizá se necesite cierta
gravedad para emanciparse de la apariencia y comprender las fórmulas grandiosas de
la verdad así purificada. Pero yo digo que esas palabras del libro del filósofo de
Koenigsberg la obra que más se acerca a la Biblia. Las palabras de Cristo dirigidas a
dominar la sociedad según nobles designios a su lado resultan superficiales y
utilitarias.
Es algo importante, solemne y capital arrancarle al silencio las verdaderas
palabras, poner la razón en su sitio y volver a colocar a la verdad en el suyo. No se
trata de una vana discusión de fórmulas, sino de un pavoroso problema personal que
me interesa por entero; de una cuestión de vida o muerte para mí, de un gran juicio
sin apelación en el que estoy implicado.
Todo está en mí y no hay luces ni hitos ni límites para mí. El de profundis, el
esfuerzo por no morir, la caída del deseo con su grito que sube, nada de eso se
detiene. Con libertad inmensa se ejerce el mecanismo incesante del corazón humano
¡siempre distinto, siempre! Y esta expansión es tal que borra hasta la muerte. Porque
¿cómo podría imaginar mi muerte, sino saliendo de mí mismo y contemplándome
como si yo fuera no yo sino otro?
No se muere… Cada ser está solo en el mundo. Parece absurdo, contradictorio
enunciar semejante frase. Y sin embargo, así es… Pero hay muchos seres como yo…
No, no se puede decir eso. Para decirlo hay que colocarse al margen de la verdad en
una especie de abstracción. Sólo puede decirse una cosa: «Estoy solo». Y por eso
morimos.
Encorvado en la noche, el hombre dijo: «Después de mi muerte la vida
continuará. Seguirán subsistiendo todas las cosas del mundo y ocupando
plácidamente los mismos lugares. Persistirán las huellas de mi paso, que poco a poco
morirán; persistirá mi vacío, que se cerrará».
Se engañaba. Se engañaba al hablar así. Se llevó toda la verdad consigo. Sin
embargo, nosotros lo vimos morir. Murió para nosotros, no para él. Siento que hay
ahí una verdad espantosamente difícil de alcanzar, una contradicción formidable;
pero sostengo los dos cabos mientras busco a tientas al balbuceo informe que pueda
traducir esto. Algo como: «Cada ser es toda la verdad…». Vuelvo a lo que decía hace
un momento: no morimos porque estamos solos; son los otros los que mueren. Y esta
frase que asoma temblando a mis labios, a la vez siniestra y radiante, anuncia que la
muerte es un dios falso.

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Pero ¿y los demás? Admitiendo que yo tenga la sensatez todopoderosa de
librarme de la pesadilla de mi propia muerte, siempre quedará la muerte de los otros y
la muerte de tantos sentimientos y de tanta dulzura. La concepción de la verdad no es
la que cambiará el dolor; porque el dolor es como la alegría: un absoluto.
¡Y sin embargo!… La infinita grandeza de nuestra miseria se confunde con la
gloria y casi con la felicidad, con la dicha altiva y fría. ¿Es por orgullo o por alegría
que empiezo a sonreír a las primeras claridades del alba, junto a la lámpara asaltada
por el azul, y a medida que me veo universalmente solo?

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XV

Es la primera vez que la veo de luto; y vestida de negro su juventud resplandece más
que nunca.
Se acerca el momento de partir. Mira a un lado y a otro, por si olvida algo en el
cuarto, que ya han arreglado para nuevos huéspedes, un cuarto informe y
abandonado.
Se abre la puerta y a la vez que la joven que suspende su ligera ocupación levanta
la cabeza; aparece un hombre en el hueco soleado.
¡Miguel! ¡Miguel! ¡Miguel! —grita ella.
Le abre los brazos y en un gesto ondulante, con su rostro fijo en él, permanece
unos segundos inmóvil.
Luego, a pesar del lugar donde se hallan, de la pureza de su corazón y de su pudor
de siempre, sus piernas de virgen se estremecen y está a punto de caerse.
El arroja el sombrero sobre la cama con amplio ademán romántico. Llena la
habitación con su sola presencia, y con su paso. Sus pisadas hacen crujir el parquet.
Se arroja sobre ella y la abraza. A pesar de lo alta que es, él le lleva una cabeza. Sus
facciones marcadas son recias y admirables; su cara, coronada por una espesa
cabellera negra, es clara, enérgica y como fresca. Los bigotes son negro oscuro y
sombrean una boca de un rojo vivo, gloriosa como una bella herida natural. Apoya
sus manos en los hombros de la joven, la mira mientras esboza e inicia su famélico
abrazo.
Se estrechan uno contra otro, tambaleándose… Se dicen al mismo tiempo la
misma palabra: «¡Por fin!». Sólo eso han dicho; pero, durante un momento, repitieron
esas palabras a media voz, las cantaron. Sus ojos se dicen el dulce grito, sus pechos se
lo comunican. Pareciera que con esa palabra se enlazan y se penetran. Por fin ha
terminado la larga separación y su amor es el vencedor; ¡por fin se hallan juntos!… Y
la veo temblar desde la nuca hasta los pies, veo como todo su cuerpo lo recibe,
mientras sus ojos se abren y se cierran sobre él.
Con gran trabajo tratan de hablar, porque necesitan hablarse… Los jirones de las
palabras que intercambian los mantienen un momento de pie.
¡Qué espera, qué esperanza! —tartamudea él, enloquecido. ¡Nunca dejé de pensar
en ti ni de verte!
Luego agrega más bajo y con voz cálida:
A veces, en medio de una conversación trivial, tu nombre pronunciado de pronto
me roía el corazón.
Su voz sorda jadea; tiene sonoridades que estallan. Parece que no sabe hablar
bajo.

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¡Cuántas veces, en la azotea de la casa, del lado del estrecho, me sentaba en la
baranda de ladrillos y me tapaba la cara con las manos! No sabía siquiera en qué
parte del mundo estabas, y a pesar de hallarte tan lejos de mí, te seguía viendo.
Muchas veces, en las noches cálidas, me asomé a la ventana abierta… dijo ella
inclinando la cabeza. El aire solía tener una dulzura sofocante, como hace dos meses
en la Villa de las Rosas. Y los ojos se me velaban de lágrimas.
¿Llorabas?
Sí dice ella en voz baja, lloraba de alegría.
Unieron sus bocas, sus bocas pequeñas y purpúreas, las dos del mismo color. Casi
se confundían ambos, tensos en el silencio creador del beso, que los reúne
interiormente y hace de ellos un solo y oscuro río de carne.
Luego él se echó hacia atrás para verla mejor. La tomó de la cintura con un brazo,
y la estrechó fuerte, de costado, mirándola. Luego puso la otra mano sobre el vientre.
Se dibujaron las formas de sus dos piernas y del vientre. Aparecía entera en el gesto
brutal, pero soberbio con que él la esculpía.
Sus palabras martilleantes caen sobre ella, más graves.
Allá, entre los incontables jardines de la costa, quería hundir mis dedos en la
tierra oscura. Vagando trataba de figurarme tus formas y buscaba la fragancia de tu
carne. Tendía los brazos al espacio, para abarcar lo más posible de tu sol.
Yo sabía que me esperabas y me amabas… dijo ella en una armonía más dulce,
pero igual de profunda. En tu ausencia veía tu presencia. Y a menudo, cuando un rayo
de luz de la aurora entraba en mi cuarto y llegaba hasta mí, me imaginaba estar
inmolada a tu amor y ofrecía mi cuello al sol.
Luego añadió:
Muchas veces, por la noche, en mi cuarto, pensaba en ti y… me admiraba…
Sonrió temblorosa.
El repetía siempre lo mismo y casi con las mismas palabras: como si no supiera
otra cosa. Tenía un alma pueril y un espíritu limitado tras la perfecta escultura de su
frente y sus inmensos ojos negros donde yo veía con claridad la blanca cara de la
mujer, tan próxima, que flotaba como un cisne.
Ella lo escuchaba devotamente, la boca entreabierta, la cabeza ligeramente echada
hacia atrás. De no sostenerla él, hubiese resbalado hasta caer de rodillas delante de
ese dios tan hermoso como ella. Ya tenían los párpados fatigados por su fuerte
presencia.
Tu recuerdo turbaba mis alegrías, pero consolaba mis tristezas.
No puedo asegurar quien dijo esto… Se abrazan violentamente. Forman un
remolino; podía decirse que eran dos grandes llamas. Su cara ardía.
Te amo… ¡Ah! ¡En mis noches de insomnio y de deseo, con los brazos abiertos
ante tu imagen, qué crucificada estaba mi soledad!… ¡Sé mía, Ana!

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Ella quería, quería. Era toda ella un consentimiento radiante. Sin embargo, su
mirada desfallecida se fijó en el cuarto.
Respetemos este lugar… murmuró con un soplo de voz.
Luego le dio vergüenza de haber rehusado y balbuceó: ¡Perdona!
El hombre, detenido en el perturbador impulso de su deseo, contempló el
aposento. Frunció la frente en un pliegue de desconfianza huraño, salvaje, y se
traslució en sus ojos la superstición de su raza.
¿Fue aquí… donde murió?…
No dijo ella meciéndose en sus brazos.
Era la primera vez que dentro de la simplicidad de ese encuentro se hablaba de la
muerte. El amante, arrebatado por el amor, hasta entonces sólo había hablado de sí
mismo.
Ella no sólo cede sino que trata de concertar sus gestos con los de él, atenta a su
deseo de hombre. Pero no sabe hacer otra cosa que estrecharse contra él y atraerlo, y
esta escena silenciosa es más patética que las pobres palabras que estaban diciéndose.
Y de pronto ella lo ve a medias desnudo, con el cuerpo cambiando de forma. El
rostro se le cubre de rubor, de tal manera que pareciera que mana sangre; pero sus
ojos sonríen con aterrada esperanza y aceptan. Lo adora, lo admira por entero, lo
desea. Sus manos aprietan el brazo del hombre. Toda la imprecisa tentación oscura
sale de ella y sube hacia la luz. Descubre lo que callaba el virginal silencio; muestra
su amor brutal.
Luego palidece y se queda un instante inmóvil, como una muerta crispada. La
siento presa de una fuerza superior que tan pronto la hiela como la abrasa… Su cara,
uno de los más bellos adornos del mundo, tan luminosa que parece adelantarse hacia
la mirada, se contrae convulsivamente, se altera; una mueca la disimula; la amplia y
lenta armonía de sus gestos se extravía y se rompe.
El ha llevado hasta la cama a la alta y suave joven… Se ven sus muslos
separados, abriendo la desnudez frágil y sensible de su sexo.
El se le echa encima, se pega a su cuerpo con un bufido, tratando de herirla,
mientras ella aguarda, ofreciéndose por entero.
El quiere desgarrarla, se apoya en ella. Una rabia sombría refulge en su cara
pálida, en los ojos entornados y azulados, en la boca entreabierta sobre los dientes
como sobre la abyección de un esqueleto. Se diría dos condenados ocupados en sufrir
horriblemente, en un silencio jadeante del que va a levantarse un grito.
Ella gime suavemente: «Te amo». Es un cántico de acción de gracias. Y mientras
él no la ve yo solo, yo, he visto su mano blanca y pura guiar al hombre hacia el centro
sangrante de su cuerpo.
Al fin brota el grito de este trabajo de violación, de este asesinato de su
resistencia pasiva de mujer virgen.

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¡Te amo! —aúlla él, con júbilo triunfante y frenético.
Y ella aúlla: «¡Te amo!» con tanta fuerza, que las paredes han temblado
dulcemente.
Se hunden uno en el otro y el hombre se precipita hacia su placer. Se levantan
como oleadas; veo sus órganos llenos de sangre. Son indiferentes a todas las cosas del
mundo, al pudor, a la virtud, al punzante recuerdo del desaparecido; están tendidos
por encima de todo y todo aplastan.
He visto el ser múltiple y monstruoso que forman. Pareciera que intentaran
humillar, sacrificar todo lo que en ellos hay de hermoso. Sus bocas se crispan, se
exponen a la mordedura; se les marcan en la frente arrugas negras de furor y del
esfuerzo desesperado. Una de las piernas magníficas cuelga fuera de la cama, el pie
se contrae, la media resbala por la hermosa carne marmórea y dorada, el muslo está
manchado de espuma y de sangre. La joven tiene el rostro de una estatua caída de su
pedestal y mutilada. Y el perfil masculino de encarnizada mirada, parece el de un
loco criminal cuyas manos están alteradas por la sangre.
Están tan cerca uno del otro como es posible estarlo; se aferran con ambas manos,
con la boca, con el vientre, apretujan una contra otra sus caras que no logran verse, se
ciegan los ojos demasiado próximos. Luego tuercen el cuello y desvían la mirada, en
el momento en que uno más usa al otro.
Por casualidad los dos llegan a la felicidad al mismo tiempo, se esperan
mutuamente en los acordes más largos del éxtasis.
Todo el contorno de la boca de la mujer está mojado y brilla, como si los besos
chorreantes irradiasen de ella.
¡Ah! ¡Te amo! ¡Te amo! —canta, arrulla y jadea ella.
Luego deja caer gritos inarticulados y una risa entrecortada. Dice: «¡Querido,
querido, queridito mío!». Balbucea con una voz que quebrara el llanto: «¡Tu cuerpo!
¡Tu cuerpo!» y una serie de frases incoherentes que ni siquiera me atrevo a recordar.
Y después, como los demás, como siempre, como ellos mismos lo repetirán
muchas veces en el futuro extraño, se levantan pesadamente y dicen: «¡Qué hemos
hecho!». No saben qué han hecho. Los ojos se les entrecierran, se vuelven hacia ellos
mismos, como si todavía se poseyesen. El sudor se desliza como un llanto y cava su
surco.
No la reconozco. Parece otra. Tiene la cara marchita y ruinosa. No saben cómo
volver a hablar de amor; sin embargo, han cambiado una mirada, llena a la vez de
orgullo y de servilismo, pues son dos. A pesar de su igualdad, la mujer está más
turbada que el hombre: está marcada para siempre, y lo que ella hizo es más grande
que lo que hizo él. Ella aprisiona y conserva al huésped de su carne, mientras el vaho
de su aliento y de su calor los rodea.
¡El amor! Pero esta vez no ha sido un incentivo equívoco el que lanzó uno al otro

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a estos seres. No hubo veladuras, ni noche, ni sutileza culpable. No hubo sino dos
cuerpos jóvenes y bellos como dos magníficos animales pálidos, que se unieron con
los sencillos gestos y gritos de siempre.
Si olvidaron recuerdos y virtudes a ellos los llevó la fuerza de su amor y su ardor
todo lo purificó como una hoguera. Fueron inocentes en el crimen y en la fealdad. No
se arrepienten ni sienten remordimientos. Siguen triunfando. No saben qué han
hecho; creen que se han unido.
Se han sentado en el borde de la cama. A pesar de mí, retiro la cabeza con
angustia al verlos tan cercanos y tan terribles. Siento miedo del ser enorme y
todopoderoso que me aplastaría si supiese que estamos frente a frente.
Él, preocupado por el acto que acaban de cumplir, enseñando entre sus ropas
abiertas el gran pecho de mármol, toma con su mano morena la dulce mano tranquila,
adormecida, y le dice:
Ahora eres mía para siempre. Me has hecho conocer el éxtasis divino. Tú tienes
mi corazón y yo tengo el tuyo. Eres mi esposa eterna.
Ella dice:
Tú eres todo.
Y se inclinan más uno hacia el otro, abrumados por una adoración creciente y
exigente.
Al igual que antes no supieron qué hacían ahora no saben qué dicen, con sus
bocas mutuamente empapadas y sus ojos fijos y deslumbrados que sólo les sirven
para abrazarse, y sus cabezas invadidas por palabras de amor.
Entran en la vida como unos amantes de leyenda, inspirados y ardientes; el
caballero, que sólo tiene de tenebroso el negro mármol de sus cabellos y que por
encima de su frente blande alas de hierro o crines de animal, y la vaporosa
sacerdotisa, hija de dioses paganos, ángel de la naturaleza.
Brillarán al sol; nada verán alrededor de ellos, cegados por la luz no conocerán
otra lucha que la de sus dos cuerpos en las cóleras soberbias de su pasión o en los
embates de sus celos, porque dos amantes son mucho más que dos enemigos que dos
amigos. Sólo padecerán por la tensión aguda de su deseo, cuando la noche oprima sus
cuerpos en una tibieza tan ardiente como la de un lecho.
Me imagino siguiéndolos con la mirada a través de las apariencias que prestan las
épocas y los paisajes, a través de la vida, que para ellos se reduce a llanuras,
montañas y selvas; los veo, cubiertos con una especie de luz, protegidos durante
algún tiempo contra los hechizos indefinidos del recuerdo y del pensamiento,
defendidos contra el valor de la sombra y las infinitas emboscadas del inmenso
corazón que a pesar de ellos mismos llevan consigo.
Y estos preludios de su destino puedo leerlos en ellos desde esta primera cópula,
cuyos pormenores valoró mi alta contemplación, a la que vi en toda su grandeza y en

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todas sus pequeñeces y que hice bien en verla.
Hay una forma femenina en el fondo del cuarto gris… ¿Otra mujer? Me parece,
en realidad, que es siempre la misma…
Está en la penumbra, desnuda, blanca, pálida con unos paños ensangrentados
junto a ella. Curvada la espalda, inclinada la frente, sangra… Pendiente de su
debilidad y acongojada, se mira sangrar como una urna derramada.
Nunca tuve hasta este punto la impresión de la pobreza sagrada de los seres
humanos. No es una enfermedad, es una herida, un sacrificio. No es una enfermedad,
como tampoco lo es su corazón. Ostenta su púrpura como una emperatriz.
… Por primera vez desde que estoy aquí, un impulso de piedad me hace apartar la
vista.
El reino oscuro del creyente tiene sus recompensas. Admiramos todo lo que nos
tomamos el trabajo de profundizar. Para cada uno de nosotros nuestra madre no es
más que una mujer mejor comprendida.
Ya no miro. Me siento y me acodo a la mesa. Pienso en mí. ¿Adónde he ido a
parar? Estoy muy solo. Mi posición está perdida. Dentro de poco se me acabará el
dinero. ¿Qué voy a hacer en la vida? No sé. Buscaré; habré de encontrar algo.
Y tranquila, lentamente, espero.
… No más tristeza, congojas y fiebre… ¡Lejos, lejos de todas esas espantosas
cosas tan graves, cuya visión es terrible de soportar, que el resto de mi vida transcurra
en la calma y en la paz!
En alguna parte llevaré una vida sensata, ocupada, y la ganaré día a día.
Y tú estarás allí, hermana mía, hija mía, esposa mía.
Serás pobre para parecerte más a todas las mujeres. Para que podamos vivir
trabajaré todo el día y seré tu servidor. Tú trabajarás afectuosamente para nosotros en
este cuarto, donde, durante mi ausencia, no tendrás a tu lado más que la presencia
pura y simple de tu máquina de coser… Practicarás el buen orden, que nada olvida, la
paciencia larga como la existencia, la maternidad pesada como el mundo.
Yo volveré y abriré la puerta en la oscuridad. Del cuarto próximo de donde traerás
la lámpara, te oiré llegar. El alba te anunciará. Me distraerás con la confesión plácida
y sin otro fin más que ofrecerme tu palabra y tu vida, de lo que habrás hecho en mi
ausencia. Me contarás tus recuerdos de infancia. Yo casi no los comprenderé porque
forzosamente me darás de ellos detalles insignificantes; no los conoceré ni llegaré a
conocerlos, pero amaré esa dulce lengua extraña que murmurarás.
Hablaremos del futuro niño; y ante esa visión, inclinarás tu frente y tu cuello,
blancos como la leche, y oiremos por anticipado balancearse la cuna con un rumor de
alas. Y cansados y hasta envejecidos, tendremos sueños frescos sobre la juventud de
nuestro hijo.
Después de estas ensoñaciones, nuestro pensamiento no irá más lejos, pero se

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llenará de ternura. En la tarde, pensaremos en la noche. Tú estarás invadida por un
pensamiento dichoso. La vida interior será alegre y luminosa, no por lo que veas, sino
por tu corazón. Tú irradiarás como una ciega.
Velaremos, el uno frente al otro. Pero, poco a poco, a medida que avance la hora,
las palabras se irán volviendo más borrosas y espaciadas. Será el sueño que deshoja
tu alma. Te quedarás dormida sobre la mesa y me sentirás velar cada vez más…
La ternura es más grande que el amor. No admiro el amor carnal, donde se
muestra solo y desnudo. No admiro su paroxismo desordenado y egoísta, tan
toscamente breve. Y sin embargo, sin el amor, la unión de dos seres es siempre débil.
Al amor debe añadirse el afecto, se necesita lo que él aporta a una unión: el
exclusivismo, el acercamiento y la simplicidad.

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XVI

He andado por las calles como un desterrado, yo, el hombre común, que se parece a
tantos otros, que se parece demasiado a todos. He recorrido las calles y atravesado las
plazas con los ojos fijos en lo que se me escapa. Parece que camino; pero lo que hago
es caer de sueño en sueño, de deseo en deseo… Una puerta entornada, una ventana
abierta, otras que se anaranjan dulcemente sobre las fachadas azuladas por la tarde,
me angustian… Una mujer que pasa me roza sin decirme lo que tendría que
decirme… Pienso en la tragedia de ella y en la mía. Entra en una casa. Desapareció;
ha muerto.
… Con el cuerpo deslumbrado por otro perfume que acaba de desvanecerse,
permanezco, asaltado por mil pensamientos, ahogado bajo el velo de la tarde… De la
ventana cerrada de una planta baja, a cuyo lado me encuentro, se eleva una armonía.
Percibo lo mismo que oiría unas claras palabras humanas la belleza de una sonata,
con su movimiento profundo. Y durante un rato, escucho lo que ese piano confía a los
que están allí.
Luego me siento en un banco. Al otro lado de la avenida, que atraviesa el sol
poniente, hay otro banco en el que se han sentado dos hombres. Los veo muy bien.
Parecen agobiados por una misma suerte y la semejanza de una ternura los une: se ve
que se aman. Uno habla, el otro escucha.
Imagino alguna tragedia secreta que sale a la luz… Durante toda su juventud se
amaron infinitamente; sus ideas eran semejantes e intercambiables. Uno de ellos se
casó. Es el que habla y que parece alimentar la tristeza de ambos. El otro frecuentó
con discreción la casa del amigo, tal vez deseó vagamente a la mujer, pero respetó su
paz y su felicidad. Esta tarde su amigo le cuenta que su mujer ya no lo quiere,
mientras él sigue adorándola con toda su alma. Ella no le hace caso, lo esquiva, sólo
ríe y sonríe cuando no están solos. Confiesa esta desgracia, esta herida en su amor y
en su derecho. ¡Su derecho! Creía tenerlo sobre ella, y vivía en esa creencia
inconsciente, pero luego ha mirado bien y vio que no tenía ninguno… Y entonces, el
amigo piensa en alguna palabra amable que la mujer le dijo, en alguna sonrisa que le
dirigió. Por más que sea bueno e ingenuo y todavía perfectamente puro, una tierna,
ardiente e irresistible esperanza se insinúa en él. Poco a poco, a medida que oye la
desesperada confidencia, alza la frente y sonríe a aquella mujer… Y nada puede
impedir que la noche ya oscura que rodea a los dos hombres no sea al mismo tiempo
un fin y un principio.
Una pareja, hombre y mujer las pobres criaturas casi siempre vamos apareadas
llega, pasa y se va. Se ve el espacio vacío que los separa. En la tragedia de la vida, lo
único que se ve es la separación. Fueron dichosos y ya no lo son. Son casi unos

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viejos; no la quiere y sin embargo sabe que se acerca el momento en que la perderá;
¿qué se dicen? En un segundo de abandono, confiado en la gran paz presente, él le
confiesa una antigua falta, la traición, escrupulosa y religiosamente silenciada hasta
entonces… ¡Ay! Sus palabras engendran un irreparable dolor. El pasado resucita; los
días pasados que parecieron felices se han vuelto tristes y todo está de duelo.
Esos transeúntes quedan borrados por otra pareja muy joven, cuyo diálogo me
imagino. Empiezan; van a amarse. Sus corazones emplean tantas timideces para
reconocerse. «¿Quieres que parta para ese viaje?»… «¿Quieres que haga esto o
aquello?». Ella contesta: «No». Un sentimiento de indefinible pudor da a la
declaración primera, tan humildemente solicitada, la forma de un desaire… Pero ya
secreta y atrevidamente, el pensamiento se regocija con el amor aprisionado entre
esas ropas.
Y siguen pasando parejas… Veamos ésta… Ella calla, él habla; apenas y
dolorosamente es dueño de sí. ¡Le suplica que diga qué piensa! Ella responde. El
escucha. Luego, como si nada hubiera oído, vuelve a suplicar más fuerte. El está ahí,
inseguro, vacilando entre la noche y el día. Ella sólo tendría que decir una palabra
para que él la creyese. En la inmensa ciudad, se lo ve aferrado a ese único cuerpo.
Un rato después me veo separado de esos amantes que piensan, se miran y se
persiguen.
Por todas partes, el hombre y la mujer aparecen y se yerguen uno contra otro; el
hombre que ama cien veces, la mujer que tiene la fuerza de amar y de olvidar tanto.
Vuelvo a caminar. Voy y vengo por entre la realidad desnuda. No soy el hombre
de las cosas raras y de las excepciones. Codicioso, ruidoso, imprecador, me
reconozco en todas partes. Reconstruyo en todo el mundo la verdad deletreada en
aquella habitación cuyo secreto he sorprendido, la verdad que es ésta: «Estoy solo y
quisiera lo que no tengo y lo que ya no tengo». Por esta necesidad vivimos y
morimos.
Paso junto a varias tiendas situadas en plantas bajas y oigo chillidos: «¡Sí! ¡No!».
Me detengo, asombrado por la fuerza de esos gritos. Vislumbro, en una jaula, un poco
de sombra que se agita. Es un loro, y el grito que escucho no es más que un gran
ruido ciego, el sonido emitido por una cosa…
Pero precisamente por hallarse fuera de la humanidad aunque tenga forma
humana, este grito me devuelve la importancia del grito de los hombres. Nunca pensé
con tanta fuerza en todo lo que puede contener la afirmación o negación salida de una
boca pensante: la dádiva o el rechazo del ser humano que pone sin cesar ante mis ojos
creyentes, para atraerme y guiarme, en la luz, el corazón en tinieblas, y en la sombra
el semblante.
Pero nada es para mí. Ahora ya estoy fatigadísimo por haber deseado
excesivamente; me siento viejo de pronto. Nunca sanaré de esta herida que llevo en el

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pecho… El ensueño de paz que tuve hace un instante sólo me atrajo y sedujo porque
estaba lejos. Si llegase a vivirlo, soñaría otro, porque mi corazón es otro ensueño.
Ahora busco una palabra. Esas gentes que viven mi verdad, ¿qué dirán cuando
hablen de ellos? ¿Sale de sus bocas el eco de lo que yo pienso, o el error y la mentira?
Ha caído la noche. Busco una palabra semejante a la mía, una palabra en la que
apoyarme y sostenerme. Y me parece que camino a tientas, como si, en una esquina,
fuera a surgir alguien para decírmelo todo.
No volveré a mi cuarto esta noche. No quiero apartarme de la muchedumbre.
Busco un lugar vivo.
Entré en un gran restaurant para rodearme de voces. No bien traspongo la puerta
espejeante que un criado de librea abre y cierra continuamente, mil colores, perfumes
y murmullos me atrapan. Me parece que la elegante concurrencia cortes nítidos e
impecables de los trajes negros, matices brillantes y como alternados a capricho de
los tocados femeninos ejecuta una especie de ceremonia preciosa en aquel gran
invernadero de lujo, alfombrado de rojo. Luces por todas partes, en guirnaldas de
plata, en puntos de oro, en suaves pantallas anaranjadas que formaban minúsculas
auroras en medio de cada grupo de comensales.
Había pocos sitios libres; me senté en un rincón al lado de una mesa ocupada por
tres personas. Estaba atraído por la bulliciosa iluminación, y mi alma, pacientemente
avezada e iniciada en las grandes cosas nocturnas, estaba allí como un búho
arrancado al ancho cielo negro y arrojado irrisoriamente en medio de unos fuegos
artificiales.
Traté de calentarme en esta gran luminosidad… Luego de pedir la comida, con
una voz que debió ir afirmándose, me interesé por las fisonomías. Pero era difícil
captar bien las que me rodeaban. Los espejos las multiplicaban al mismo tiempo que
el decorado; veía la misma hilera de frente y de perfil, llamativa… Parejas y grupos
se iban retirando entre la premura de los camareros que acudían llevando en el brazo
pellizas y abrigos delicados, complejos como mujeres. Llegaban nuevos
parroquianos. Yo observaba que las mujeres, a la primera ojeada, resultaban
adorablemente lindas, y que además se parecían todas con sus caras empolvadas y sus
bocas en forma de corazón. Luego, según se iban acercando, aparecían uno o varios
defectos, borrándose el prestigio ideal con que las había adornado la primera mirada.
La mayor parte de los hombres, según la moda que reinaba en ese momento, iban
afeitados, usaban sombreros de alas planas y gabanes de hombros caídos.
Mientras mis ojos seguían maquinalmente la mano enguantada de hilo blanco que
vertía en mi plato la sopa presentada en una escudilla plateada, prestaba oídos al
murmullo de las conversaciones que me rodeaban.
No oía más que lo que decían mis tres vecinos. Hablaban de las personas que
conocían en el salón y también de otros muchos amigos, con un tono de ironía y burla

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constantes que me sorprendió.
No encontraba nada en lo que decían. Esta noche iba a ser tan inútil como las
demás.
Momentos después, el camarero, mientras ponía en mi plato unos filetes de
lenguado, con una espesa salsa rosa que traía en una fuente oblonga de metal, me
señaló con un movimiento de cabeza y un guiño de soslayo a uno de mis vecinos.
Es el señor Villiers, el célebre escritor me susurró con orgullo.
Era él, en efecto. Se parecía bastante a sus retratos y llevaba con gracia su gloria
incipiente. Yo envidiaba a este hombre que sabía escribir y decir lo que pensaba.
Contemplaba con cierta admiración la distinción de su porte mundano. La línea
moderna y fina de su perfil huidizo, en el que resaltaba la deshilachada seda del
bigote, la curva perfecta del hombro y el ala de mariposa de su corbata blanca.
Me llevaba a los labios mi vaso tan delicado que el aire de la calle lo hubiera
quebrado sobre su pie cuando me detuve y sentí que toda la sangre afluía a mi
corazón. Oí esto:
¿Cuál es el tema de tu próxima novela?
La verdad respondió Pedro Villiers.
¡Cómo! —exclamó el amigo.
Un desfile de personas sorprendidas tal como son.
Pero ¿y el argumento? —le preguntaron.
Lo escuchaban. Dos jóvenes que cenaban no lejos de esa mesa, haciéndose los
distraídos evidentemente prestaban oídos a lo que se decía. En un rincón de púrpura
suntuosa, un caballero de frac fumaba un grueso cigarro, con los ojos hundidos, las
facciones tensas, su vida entera concentrada en el fuego fragante del tabaco. La mujer
que lo acompañaba apoyaba en la mesa el codo desnudo, rodeada de perfumes y
deslumbrante de alhajas, agobiada por la pesada realeza artificial del lujo, y volvía
hacia el escritor su cara de naturaleza y de luna.
Éste es, dijo Villiers, el tema que me permite ser divertido y verdadero a la vez.
Un individuo abre un agujero en el tabique de un cuarto de hotel y mira a través de él
lo que pasa en el cuarto de al lado.
En aquel momento debí echar sobre los interlocutores una mirada extraviada y
lamentable… Luego bajé la cabeza, con el gesto ingenuo de los niños que temen ser
vistos…
Habían hablado de mí y yo sentía a mi alrededor una extraña intriga policial.
Luego, de pronto, esa impresión con la que mi sentido común se había enloquecido,
desapareció. Evidentemente era coincidencia. Pero me quedó la vaga aprensión de
que iban a darse cuenta de que sabía, de que iban a reconocerme.
Seguían hablando de la idea… Ajeno a todo lo demás, preocupado por el esfuerzo
único de oírlos sin que notasen que los escuchaba, me pegué a su conversación como

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un parásito.
Uno de los amigos del novelista le instó para que hablara más en detalle de su
obra… El accedió ¡Iba a hacerlo delante de mí!
Contó el libro que había escrito. Con un arte admirable de palabras, gestos y
mímica, con una elegancia espiritual y vivaz y una risa comunicativa, evocó ante los
ojos del auditorio una serie de escenas imprevistas, brillantes, aturdidoras. Al amparo
de su original argumento, que daba a todas las escenas tanto realce e intensidad, puso
de manifiesto mil ridiculeces, anécdotas divertidas, pormenores pintorescos y
picantes, nombres propios típicos e ingeniosos, todo esto entremezclado con
situaciones hábilmente preparadas, para obtener efectos irresistibles, y todo a la
última moda. Decían: «¡Ah!» «¡Oh!». Abrían los ojos.
¡Bravo! Gran éxito seguro. El tema no puede ser más inquietante.
¡Todos los tipos que desfilan ante el mirón son divertidos, hasta el tipo que se
mata! ¡No se ha olvidado nada! ¡Ahí está toda la humanidad!
Pero yo nada había reconocido en todo lo que mostró.
Me agobiaba una especie de estupor y de vergüenza a medida que oía a este
hombre ponderar el partido que podría sacarse de la sombría aventura que desde
hacía un mes me martirizaba.
Recordaba la gran voz, ahora ya apagada, que con acento definitivo y fuerte había
proclamado que los escritores de hoy imitan a los caricaturistas. Yo, que me había
metido en medio de la humanidad y volvía de ella, no encontraba nada humano en
esta caricatura que bailoteaba. ¡Era tan superficial que resultaba mentira!
Delante de mí, testigo terrible, decía:
El hombre despojado de las apariencias, eso es lo que quiero que se vea. Otros
escritores son la imaginación, yo soy la verdad.
Eso tiene un alcance filosófico.
Quizá… ¡Pero yo no lo he buscado! ¡Gracias a Dios, soy un escritor, no un
pensador!
Y siguió disfrazando la verdad, sin que yo pudiese evitarlo: la verdad, esa cosa
profunda cuya voz tenía yo en los oídos, su sombra en los ojos y su gusto en la boca.
¿A tal extremo llega mi abandono?… ¿Nadie me dará esa limosna?
He salido, por entre los anchos espejos de las puertas. Entro en un teatro, donde
representan una obra cuyo estreno fue acogido, hará ocho días, como un
acontecimiento importante, y de cuyo éxito me queda eco en la memoria. Su título, El
derecho del corazón, me tienta y me atrae.
Me siento y me encuentro en medio de la gran sala de espectáculos envuelto por
la cálida multitud.
Se levanta el telón, arrojando sobre el público su gran y fresco aliento, y todo el
mundo se mueve con una especie de esperanza, al acecho de los seres que allí van a

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vivir.
Miro la escena con los mismos ojos con que miraba el cuarto de al lado. Escucho,
registro cada palabra, deletreo…
… El joven escultor Juan Darcy, que vuelve de Roma con sus sueños de mármol,
está en una velada en casa del banquero Loewis. En los salones dorados se hacina una
brillante concurrencia, miembros del Instituto con la cinta de comendador de la
Legión de Honor se codean con opulentos hombres de mundo; todas las celebridades
del arte, de las letras, la magistratura, la política y las finanzas, se disputan la palma
de la maledicencia y la sonrisa de las mujeres hermosas.
La conversación de los invitados se centraliza en un corrillo donde todos bajan
ligeramente la voz. Hablan del dueño de casa.
«Saben que va a ser noble: ¡el conde Loewis! Ha prestado grandes servicios al
papa, en estos tiempos duros y confusos; Su Santidad siente afecto por él. Pareciera,
dice una jovencita ingenua, que lo llama «papa», en italiano, directamente. ¡Un nuevo
blasón! ¡Se siente la necesidad de él! ¡Oh!; ¡este no tendrá olor y con razón! ¿Y qué
divisa tendrá el blasón? Propongo una: «El que se pierde gana». Y yo: «Sálvate y el
cielo te salvará». Y yo, dice un personaje con perfil de Levantin: «Nihil circonscire
sibi». (Una dama de mundo que señala con la cabeza al que acaba de hablar dice a su
vecino, detrás del abanico): Ve la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio.
Dejémonos de bromas: saben, algo confidencial, el futuro conde funda un periódico.
No, no lo sabía. Yo tampoco. Es curioso lo poco que se sabe una cosa confidencial.
Un periódico de gran información. Pero, en el fondo, son negocios: lanzamiento de
proyectos, etc… La fuga en el próximo número. ¡Ah! Eso podría decirse del dueño de
casa si fuéramos una mala lengua. Y la dueña… ¿del dueño de casa? Es una nueva;
no lo deja, lo sigue a todas partes. Ella quiere ver Bélgica. Se asegura mala boda.
Sólo superficialmente, a pesar de su deseo; es un ambicioso, pero un poco cansado.
Tiene cabeza y estómago pero eso es todo. ¿Sabe que sobrenombre le dan? El
sátiro… ¡Oh! Sabe, le es indiferente: ella ha pasado una pequeña operación y ahora
es… es la tumba de las Danaidas. Parece que tenía cincuenta millones de dote; pero
él debía tener algo propio… Lo calumnian. En verdad a los veinte años tenía una
herencia de veinte millones de su… ¿Del único hombre que, indiscutiblemente, no
era su padre?… El mismo. Y bien, todo se ha evaporado; pero sabe agradar. Sé muy
bien que la medalla tiene su reverso, y que al parecer ha sido cruelmente castigado al
pasar de una a otra. Sí,… ¡qué vamos a hacer, las mujeres no saben guardar una
enfermedad secreta! En fin, aparte de esto, tenía razón en decir al marqués de
Canossa: «Las mujeres se me han dado bien», que respondió simplemente: «Excepto
su señora madre». ¡Su madre! ¡Todo un personaje! Cuando murió la situación no era
brillante. En su entierro colocaron un montón de mesas con cuadernos de colegio,
para las condolencias. Eso disimulaba la ausencia del mobiliario vendido. Pero sólo

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hubo tres firmas. ¡Pobre vieja, felizmente le ahorraron esta última etapa! Sí, lo
recuerdo: era delgada como la caridad. Había que ser como yo para ir. ¡No era
agradable! Por suerte, me dolía el pie y eso me distrajo. En fin, murió. Está en el
cielo. Mucho mejor: al menos ella nos escucha. Hizo política hace diez años. Después
de una serie de fracasos menores, dijo a los que lo habían sostenido y rabiaban: «De
qué se quejan; nada pude hacer por las ideas de ustedes, pero al menos les di un jefe».
También él era el que decía (nunca se supo si era ignorancia del valor de las palabras
o demasiado conocimiento de su propio valor): «¡Podría como tantos otros, jactarme
de haber aportado al edificio social mi pequeño escollo!…». No te han hablado de
una historia a causa de Miss Lemmon con la que estaba a partir de un confetti. La
creía impregnada en devoción: se decía corrientemente que era una beguina.
Precisamente, para él era un beguin[1]. ¡Ah! Sí, la amante religiosa, ¿y la historia?
Ella le ponía los cuernos; terminó por sorprenderla con Renaudes; se le cayó el velo
de los ojos. Siempre es una de menos. Quiso retirarse con tranquilidad porque no le
gustaban las historias; pero ¡zas! el asunto se complicó: altercado público y patada.
Estaba muy molesto por todo ese incidente por una patada que, para él, no merecía
ser tomada en cuenta. Cuando le anunciaron los padrinos del señor, exclamó: «Pero
qué quiere esa gente, ¡venir a molestarme en mis propias narices!». Si al menos se
comiera bien en su casa. ¡Qué cena! ¿Observó los guisantes? Perfectamente, estaban
descoloridos; ¡y qué tamaño! hubieran podido servir uno solo. ¡Y el café! era tan
liviano que ni tuve fuerzas para protestar. Agua filtrada. Pero no se comió tan mal;
por el contrario esta cena me reconcilia con él: la salsa hace que se pueda tragar al
dueño de casa. ¡Yo encontré excelente esa comida, volvería a repetirla! Pide sus
comidas a casas de segundo orden y pasadas de moda: a X… No cito los nombres, si
los conociera pasaría por un ignorante. Parece que el otro día, en el menú, había algo
como «Entremeses a discreción». Fue su hijo, el joven Paul el que le dijo: «¡Ah, no,
esta vez papá, es demasiado!». Ése es otro. ¡Hace versos! ¡Poeta! Poeta moderno,
feroz y arribista: el luth por la vida. Lo llaman así, a causa de su originalidad:
Francisco Copiado. Maneja pequeñas revistas feministas, para vírgenes de veinte
años o semi vírgenes de cuarenta. Parece que está con la flaca señora X… La del Cid
con el lúgubre Z… El sauce llorón, la lengua llorona[2]. ¡Cuidado! Tiene pico y
garras. ¡Vamos! ¡Es muy gentil! No le hace mal a nadie. Por el contrario, sólo a las
mujeres. Por otra parte, él está muy cansado de la relación. ¿Por qué es una mujer de
mundo? Sobre todo porque es una mujer. ¡Ah! sí, parece que está claro que tiene
costumbres especiales… No me animo a hablar delante de las señoras… porque no
les interesa. Sabe que escribe para el teatro; ha hecho algo para el teatro de los
Italiens. ¿Él, un acto? ¡Un acto contra natura, sí! Hay que ser justo, sólo tiene esos
gustos… cuando encuentra en eso su interés. ¡Oh! es maligno; sabe darse vuelta.
Comprendo por qué su madre decía el otro día: «¡Es un veleta!». ¿Qué hará en ese

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periódico de su padre? Jefe de ventas. No, compaginador. ¡Malvado! Nunca habla
mal de los demás. No, sobre todo cuando están de espaldas. En todo caso, es un
escupitajo, un grosero: el otro día, en casa dijo que tenía el plafond bajo. Todavía
creía estar debajo de la mesa. ¡Bajo el plafond de mi casa! El hecho es que, querida
señora, hay reverberos en su antecámara. Por otra parte toda la familia de nuestro
anfitrión es de una insigne grosería: soy demasiado amigo como para no haberme
dado cuenta hace ya tiempo. La sobrina es la que se lleva la palma. ¡Y qué tipo tiene!
Está tan pintarrajeada que nunca se sabe si es ella o su retrato. Se instaló por su
cuenta, ¿no es cierto? Sí. Sí. El otro día dijo (estaba en un momento de
enternecimiento) a esa sucia periodista que se parece a una cocinera y que llaman la
Victoria de Cramograsa, que ganaba por ser conocida. «Nadie en París duda de esto»,
respondió la pelirroja. Tiene sueños de pureza, pero una no se transforma porque sí en
una semivirgen. Parece, se lo digo en gran secreto, que desde hace tiempo está con un
viejo señor. «Y bien, se espera que sea su padre…».
Ese se espera suscitó por primera vez un ligero murmullo en la sala, pero fue una
protesta por pura fórmula, y en el fondo halagadora… Todo lo demás era acogido con
viva y creciente alegría, a medida que aquellos chistes poco limpios salpicaban a los
hombres de fracs negros y a las mujeres descotadas.
Después del primer acto, en que se esbozan los amores de Juan Darcy con la
hermosa y comprensiva Juana de Floranges papel que desempeñaba una gran actriz,
pudo observarse en los pasillos esa animación febril que acompaña al éxito.
¡Palabras, palabras! —decían todos encantados. ¡Nada más que palabras!
El segundo acto era parecido al primero. Por más que fuese movido y variado, se
hallaba construido de la misma manera: con ligeras y artificiales combinaciones de
episodios y diálogos, que buscaban el efecto. Por otra parte, éste a veces era brutal y
punzante, por la violenta ilusión que produce en nuestra sensibilidad el espectáculo
de las emociones de un ser semejante a nosotros que se mueve a unos pasos. Pero a
pesar de todo, se traslucía lo burdo del procedimiento. Sí; no eran más que palabras,
frases que se desvanecían, e imitaban mal, para mostrárnosla, alguna verdad seria.
Pero no me engañaban.
Termina el segundo acto y empieza el tercero. Juana de Floranges se pregunta si
tiene derecho a encadenar su destino al del joven artista que la ama tanto como ella a
él; pero que es pobre y si se casa con ella le sacrificará a causa de las absorbentes
necesidades materiales su genio y su gloria futura. Como la heroína es una mujer
superior, tras una lucha de conciencia, que se complica con un enredo de celos,
considera que no tiene ese derecho y aparta de su lado para siempre al escultor Juan
Darcy, haciéndole creer que comparte el capricho del brillante Santiago de Liniéres.
Juan desprecia a la que creía su ángel e inspiradora, pero sanará y podrá casarse con
Raquel Loewis, que no obstante el ambiente rico y corrompido en que se crió, es una

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joven intachable y ama en secreto al artista. Éste realizará su obra. El derecho del
corazón queda vencido por el derecho del porvenir.
En la sala se produce el delirio. Terminado el último acto, en que se discute la
tesis del sacrificio, resolviéndola de manera afirmativa, se presenta violentamente la
traición heroica, en un inopinado movimiento frontal, como un golpe para el amante
y para el público. La gente se rompe las manos aplaudiendo. Patalea y ladra, golpea
en el suelo con el pie o con los bastones.
… Luego empieza a salir el público, y la escasa gravedad del éxito se disipa en
los grupos de señores con pelliza y damas envueltas en sus abrigos que lentamente se
dirigen hacia la puerta.
Todas estas obras son lo mismo. Después de verlas no queda nada en la memoria.
Y ¿qué más da? Yo vengo al teatro a distraerme y no en busca de ideas.
No sé si se sostendrá hasta las cien representaciones… Después de todo, ya la
hemos visto más de cien veces.
Oigo el nombre del señor que ha dicho eso. Es Pedro Corbiére, autor dramático,
cuya obra El zigzag ocupa el cartel de un gran teatro cercano: tres actos, que hierven
según dicen, en alusiones a personas vivas.
Reconocen al escritor. Hay en torno a él un movimiento circular de sombreros
como si se levantasen al viento de su paso; y las manos privilegiadas se adelantan
para tener el honor de tocar la suya. El sale adulado y triunfante. Es como el otro. Ha
ganado dinero y fama halagando al público con su fácil ingenio, su mezcolanza de
parisianismo y actualidad, dirigida a la plebe adinerada que frecuenta las salas de
espectáculos. Lo desprecio y lo odio.
Ahora vagabundeo bajo el cielo, por esas llanuras del cielo donde van a parar
tantas palabras huecas.
Todo lo que he visto se pudrirá pronto. Es demasiado a la moda para no ser
anticuado mañana. ¿Dónde están los brillantes autores de estos últimos años? Sus
nombres sobrenadan no se sabe sobre qué.
El contacto con la verdad me ha enseñado a la vez el error y la injusticia, y me
obliga a detestar esas distracciones ligeras del momento, porque miman
simiescamente la obra de arte. El éxito que obtienen no es serio. El entusiasmo por
una primera actriz de prestigio suele ser un acontecimiento insignificante, y todas
esas obras títulos, argumentos e intérpretes se borran pronto y se entierran unas a
otras. Pero entretanto, se lucen unas cuantas noches, se aprovechan y gozan de un
triunfo efectivo. Yo querría que se les diese muerte apenas surgen.
El cuarto brillaba con los rayos de luna, que atravesaban la ventana lo mismo que
el espacio. En este decorado magnífico, había un grupo oscuro y blanco: dos seres
silenciosos, con sus caras de mármol.
El fuego se había apagado. El reloj, cansado, se había callado y escuchaba con su

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corazón.
La cara del hombre dominaba el grupo. La mujer estaba a sus pies; permanecían
tiernamente sin hacer nada. Miraban la luna como si fuesen monumentos. El habló.
Reconocía esa voz, que de un golpe alumbró a mis ojos su cara sepultada. Era el
amante y el poeta sin nombre que ya había visto dos veces.
Decía a su compañera que aquella tarde, al volver, se habían encontrado una
mujer, una pobre que llevaba un niño en los brazos.
Vagaba, empujada, llevada por la muchedumbre de regreso, porque ciertas calles
populosas por la tarde se orientan todas en el mismo sentido. Lanzada bajo un portal
de piedra, junto a un poyo parecido a un arrecife, la mujer se detuvo, pegada a las
paredes.
Me acerqué dijo él y vi que sonreía.
¿A qué sonreía? A la vida, a causa de su hijo, bajo el refugio asediado de aquel
portal donde se había ovillado, frente al sol poniente, pensaba en el florecer del hijo
en los días futuros. Por terribles que estos pudieran ser, estarían alrededor de él, para
él y en él. Serían lo mismo que su respiración, que sus pasos y sus miradas.
»Sí, esa era la sonrisa profunda de aquella creadora que llevaba su carga, y alzaba
la cabeza y miraba la luz, sin bajar la vista hacia el niño oscuro, ni prestar oídos al
lenguaje de loco que balbuceaba.
»He escrito una cosa sobre esto…
Permaneció un momento inmóvil; luego dijo dulcemente, sin detenerse, con esa
voz de más allá que adoptamos siempre que recitamos, siempre que obedecemos a los
que decimos ya no somos su dueño:
La mujer, corroída por la sombra, sonríe a la tarde, vago reflujo, desde el fondo
de sus harapos confusos y desgarrados como una ribera… Muda bajo las mudas olas,
naufraga de todos los martirios, ilumina su rostro con una sonrisa como si todos le
suplicasen. Junto al poyo, sin pensamiento, con el niño en los brazos, permanecía.
Debía de tener un corazón divino para poder estar tan cansada. Está allí, nada la
protege, y sin embargo, es la primera en sonreír. Le gusta el cielo, la luz que amará su
hijo; ama la friolenta aurora, el mediodía pesado, el soñador ocaso. El crecerá,
salvador impreciso, para que todo eso siga viviendo. El que fue oscuro y tembló en el
fondo de la senda empinada, volverá a comenzar la vida, único paraíso que existe y
ramillete de la naturaleza; hará bella a la belleza y rehará la eternidad con su canto y
su murmullo. Y estrechando al recién nacido en la tarde que dora sus harapos, con
ojos enrojecidos mira todo el sol que ella ha dado… Sus brazos tiemblan como alas,
sueña con palabras acariciadoras, y deslumbraría a los transeúntes si fijaran los ojos
en ella. Y el poniente le baña el cuello y la cabeza con rosados reflejos; y es como
una gran rosa que se abre y se inclina hacia todo…
Mi atención encuentra las rimas, como la ternura tropieza en la sombra con la

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ternura. ¡El ritmo! Yo sentía profundamente su dominio y su marca. Ya me había
turbado la otra tarde, cuando él arrebataba a su memoria, merced a un esfuerzo
consolador, fragmentos de su poema y las palabras trabajadas brillaban bruscamente
en la sombra como diamantes. Pero esto, por un presentimiento, me parecía más
importante.
Se balancea un poco, poseído por la música invencible, obedeciendo a ella tan
completamente como al acompasado temblor de su corazón, y yo sentí vivir en el
latido de su dulce palabra. Parecía buscar, volver a ver y creer infinitamente. Estaba
en otro mundo, donde todo lo que se ve es verdad y lo que se dice es inolvidable.
Ella seguía apoyada en sus rodillas. Alzaba hacia él los ojos. No era sino una
atención que se iba colmando como un vaso precioso.
Pero su sonrisa añadió él no era sólo de admiración hacia el porvenir. Había
también en ella algo trágico que comprendí y me traspasó. Adoraba ella la vida, pero
detestaba a los hombres y les tenía miedo, a causa del hijo. Se lo disputaba ya a los
vivientes entre los que casi no se contaba aún. Les dirigía con su sonrisa un reto.
Parecía decirles: «Vivirá pese a ustedes, florecerá contra ustedes y se servirá de
ustedes; los manejará para dominarlos o para ser amado y ya los desafía con su débil
aliento el que yo tengo en mis garras maternales». Era terrible. De pronto la vi
transformada en un ángel de inclemencia y de rencor. Veo una especie de odio por
aquellos que habrán de maldecirlo, veo contraerse su cara, donde resplandece la
maternidad sobrehumana, y su corazón sangrante colmado de un solo corazón, que
prevé el mal y la vergüenza, odia a los hombres y los cuenta como un ángel
devastador, desollada en la gran marea, la madre de uñas terribles que sigue
sonriendo con su boca desgarrada.
Amada mirada a su amante envuelto en los rayos lunares. Me pareció que las
miradas se confundían con las palabras… El dijo:
Y termino con la magnitud de la maldición humana, como en todo lo que hago y
que voy repitiendo con la monotonía de los que tienen razón… «¡Oh! Sin Dios, sin
puerto, sin refugio que nos baste, sólo nos queda la rebeldía de sonreír, de pie sobre la
tierra de los muertos, la rebeldía de estar en fiesta en el crepúsculo, lento
desangrarse… Estamos divinamente solos, el cielo ha caído sobre nuestras cabezas».
¡El cielo ha caído sobre nuestras cabezas! ¡Qué inmensa frase acababa de ser
pronunciada!
Esta frase, que todavía murmura en silencio, era el clamor más alto que había
lanzado la vida, era el grito de liberación que hasta allí había buscado mi oído a
tientas. Yo lo había presentido a medida que veía como una especie de gloria
terminaba siempre por engrandecer a las pobres sombras vivientes, a medida que veía
el mundo volver siempre al pensamiento humano… Pero yo necesitaba que fuese
dicha, para unir al fin la miseria y la grandeza, y que fuese la clave de la bóveda

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celeste.
Ese cielo, es decir, el azul que ven nuestros ojos hundidos y el que está más allá y
sólo vemos con el pensamiento; el cielo: la pureza, la plenitud y el infinito de los
suplicantes, el cielo de la verdad y de la religión, está en nosotros, ha caído sobre
nuestras cabezas. Y Dios mismo, que es todas esas formas de cielos, también ha caído
sobre nuestras cabezas, como el trueno, y su infinito nos pertenece.
Tenemos la divinidad de nuestra gran miseria, y nuestra soledad, con su labor de
ideas, de lágrimas, de sonrisas, es fatalmente divina por su extensión perfecta y su
irradiación… Cualesquiera que sean nuestros males, nuestro esfuerzo en la sombra, el
inútil trabajo de nuestro corazón incansable, y nuestra ignorancia abandonada y las
heridas que son para nosotros los demás seres, hemos de considerarnos a nosotros
mismos como una especie de devoción. Ese sentimiento es el que nos dora la frente,
nos eleva el alma, embellece nuestro orgullo, y pese a todo, nos consolará, cuando
nos acostumbremos a ocupar cada uno en nuestras humildes tareas el lugar que
ocupaba Dios. La verdad misma da una caricia efectiva, y por decirlo así, religiosa, al
suplicante, en el que florece el cielo.
Hablaba bajo, sin ilación, a propósito de sus versos, pero vertía en los oídos de la
que lo escuchaba palabras cada vez menos importantes, y sus conceptos se iban,
digamos, empequeñeciendo.
Ella seguía a sus pies, pero con el rostro levantado; él, más arriba, se inclinaba.
Un anillo brillaba en el grupo. Yo veía el óvalo del rostro femenino, la curva de la
frente del hombre y, a partir de ellos, la sombra que se dilataba sin límites. Después
de haber demostrado que somos divinos, decía que sus profundos elementos son sólo
comunes a los seres. Los caracteres, los temperamentos, bajo la reacción provocada
por circunstancias innumerables son tan múltiples y vacíos como las facciones de la
cara, pero en el fondo hay grandes semejanzas desnudas que se corresponden como la
palidez de las calaveras. Por eso toda obra artística que asimila dos casos y dice que
un rostro es la imagen de otro es una herejía, a menos que sea santamente profunda.
Por eso mismo dijo el hombre el verdadero poema de la humanidad no está hecho
de color local, ni de documentación social, ni de pasatiempos verbales, ni de
ingeniosas intrigas, sino que nos traspasa por su frío religioso. Lo constituye el
secreto pavorosamente monótono y eternamente desgarrador de los seres, alrededor
de los cuales la sombra y la soledad borran el lugar en que están y la época en que
viven.
Luego habló de la poesía, para decir que el mérito de un poema reside únicamente
en el movimiento, es decir, en el arranque de cada estrofa, en el modo como cada
comienzo de frase descubre la verdad, y que la dificultad está en que hay que tener la
impresión de conjunto, para guiarse por ella antes de empezar; y que la elaboración
de un poema era claramente, por corto que sea, crear palabras, ellas mismas cosas

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borrosas que sorprenden cuando se las ordena, pero que en el momento de tomarlas
de la circulación son ordinarias y encubren su sentido. Hizo esta confesión:
Tengo tal respeto a la verdad verdadera, que hay momentos en que no me atrevo a
llamar a las cosas por su nombre.
… Ella le escuchaba. Decía, sí, muy bajito, y finalmente se calló. Todo parecía
arrebatado en una especie de suave torbellino.
Amada… dijo él a media voz.
Ella no se movió; se había dormido, con la cabeza en las rodillas de su amigo. Se
creyó solo. La miró y sonrió. Una expresión de piedad y bondad erró por su rostro.
Sus manos se alargaron a medias hacia la durmiente con la dulzura de la fuerza. Vi
cara a cara el glorioso orgullo de condescendencia y de la caridad al contemplar a
este hombre al que una mujer postrada ante él divinizaba.

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XVII

Me he despedido. Me iré mañana, por la noche, con mi inmenso recuerdo.


Cualesquiera sean las tragedias, los acontecimientos que me reserve el porvenir, mi
pensamiento no será más importante ni más grave cuando haya vivido mi vida con
todo su peso.
El último día. Me empino para mirar. Pero todo mi cuerpo es un solo dolor. No
puedo tenerme en pie; me tambaleo. Caigo sobre el lecho, rechazado por la pared.
Trato de volver a mirar. Mis ojos se cierran y se colman de lágrimas dolorosas.
Quiero quedar crucificado sobre la pared que no puedo. El cuerpo se hace cada vez
más pesado y lacerante; la carne se ensaña conmigo, y el dolor se multiplica, me
azota la espalda, la cara, me revienta los ojos y solivianta el corazón.
Oigo hablar a través de la pared. El cuarto contiguo vibra con un sonido lejano,
una bruma de sonido que apenas si atraviesa la pared.
No podré seguir escuchando; no podré volver a mirar ese cuarto. A partir de ahora
no podré ver nada con claridad ni oír nada verdaderamente. Y yo que no he llorado
desde mi infancia, lloro como un niño por culpa de todo lo que no tendré. Lloro por la
belleza y la grandeza perdidas. Amo todo lo que he podido abarcar.
Desfilarán por ahí de nuevo, a lo largo de los días y de los años, todos prisioneros
de los cuartos, pasarán con sus pedazos de eternidad. A la hora en que todo se
decolora, se sentarán cerca de la luz en un sitio lleno de aureolas; se inclinarán y se
arrastrarán hasta el hueco de la ventana. Se comunicarán con sus bocas; cruzarán una
primera o una última mirada inútiles. Abrirán los brazos, se entregarán a sus
titubeantes caricias. Amarán la vida y tendrán miedo de desaparecer. Buscarán aquí
abajo una unión perfecta entre los corazones, y en el cielo una permanencia entre los
espejismos y un dios entre las nubes.
El monótono murmullo de voces tiembla sin cesar a través del tabique. Sólo oigo
el ruido. Soy igual a todos los que se encuentran en un cuarto.
Estoy perdido como la primera vez que llegué, como la noche en que tomé
posesión de este cuarto, con su pátina de desaparecidos, y de muertos, antes que se
cumpliese en mi destino este gran cambio de luz.
Y quizás a causa de mi fiebre, tal vez a causa de mi gran dolor, me imagino que al
lado declaman un gran poema, que hablan de Prometeo. Le robó la luz a los dioses y
siente en sus entrañas el dolor siempre renaciente y siempre nuevo, que se ceba cada
noche, cuando el buitre vuela hacia él como hacia su nido, y es indudable que todos
somos como él por culpa del deseo. Pero no hay buitre ni dioses.
No hay otro paraíso que el que aportamos a la gran tumba de las iglesias. No hay
más infierno que el furor de vivir.

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No hay fuego misterioso. He robado la verdad. He robado toda la verdad. He
visto cosas sagradas, trágicas y puras y he hecho bien. Vi cosas vergonzosas y he
hecho bien. Y por eso he estado en el reino de la verdad, si es que hablando de ella
podemos usar, sin mancillarla, la expresión que usa la mentira y la blasfemia
religiosa.
¿Quién escribirá la biblia del deseo humano, la biblia terrible y sencilla de lo que
nos empuja de la vida a la vida, de nuestro gesto, de nuestra dirección, de nuestra
caída original? ¿Quién se atreverá a decirlo todo? ¿Quién tendrá la genialidad de
verlo todo?
Creo en una forma elevada del poema, en la obra donde la belleza se mezclará
con las creencias. Cuanto más incapaz me siento de hacerla más posible la creo. Ese
triste esplendor con que me abruman algunos recuerdos me indica desde lejos que es
posible. Yo mismo he sido algunas veces algo sublime, una obra maestra.
A veces mis visiones estuvieron transidas por un estremecimiento de evidencia
tan fuerte y creador, que todo el cuarto palpitaba como un bosque y hubo en verdad
momentos en que el silencio parecía gritar.
Pero todo esto lo he robado. Me lo conquisté, me aproveché de ello, gracias a la
impudicia con que se mostraba la verdad. En el cruce de tiempo y espacio en el que
me encontraba por casualidad, sólo tuve que abrir los ojos y tender mis manos
mendicantes para lograr algo más que un sueño y casi una obra.
Cuanto he visto desaparecerá, porque no haré nada por todo eso. Soy como una
madre cuyo fruto carnal perecerá después de haber sido.
¡Qué importa! He tenido la anunciación de lo que de más hermoso existe. A
través de mí ha pasado, sin detenerse, la palabra, el verbo que no miente, y que
repetido, saciará.
Pero he terminado. Me acuesto y como he dejado de ver, mis pobres ojos se
cierran como una herida que sana, mis pobres ojos se cicatrizan.
Y busco un alivio para mí. ¡Yo! el último grito igual al primero.
Sólo tengo un recurso: recordar y creer. Conservar en mi memoria con todas mis
fuerzas la tragedia de este cuarto, a causa del vasto y difícil consuelo con el que a
veces resonó el fondo del abismo.
Creo que frente al corazón humano y la razón humana, hechos de imperecederos
llamamientos, sólo existe el espejismo de lo que desean.
Creo que, alrededor de nosotros, por doquiera, sólo hay una palabra, esa palabra
inmensa que despeja nuestra soledad y desnuda nuestra irradiación: Nada.
Creo que esto no significa nada ni nuestra desdicha, sino por el contrario, nuestra
realización y nuestra divinización, porque todo está en nosotros.

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HENRI BARBUSSE, (Asnières, 1873 - Moscú, 1935). Novelista francés. En su
juventud escribió poesías (Les pleureuses, 1895) bajo la inspiración de los autores
simbolistas y se dedicó al periodismo. Su primera novela, Les suppliants (1903),
mostraba al autor fiel todavía a la inspiración íntima y elegíaca.
En la narración El infierno (1908) reflejó la influencia de É. Zola y se anticipó
como prototipo de escritor comprometido. La obra era una implacable sátira social y,
al mismo tiempo, la representación morbosa de la obsesión sexual y el terror de la
muerte. Sin embargo, el gran público seguía ignorando al autor cuyo nombre no
habría de resonar sino con la guerra; incluso los cuentos de Nous autres (1914)
pasaron inadvertidos.
Combatió en la Primera Guerra Mundial como soldado de infantería, y desde la
cama de un hospital escribió la novela El fuego (1916), que tuvo un gran éxito y ganó
el Premio Goncourt. El terrible «journal d'une escouade» de combatientes, redactado
con una brutalidad desconcertante, opuesto a la retórica propia de la literatura bélica
y fundado en la escandalosa paradoja de la guerra soportada por quienes no la desean
y nada ganan con ella, no solamente llevó al país al conocimiento de un nuevo autor,
sino que provocó en Henri Barbusse una revelación de sí mismo.

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Notas

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[1]
Juego de palabras beguina: mujer que observa una conducta y pertenece a una
comunidad de tipo monacal. Beguin: capricho. <<

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[2] Juego de palabras: sanie: sauce; solé: lenguado. <<

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