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Los mares de la luna
Los mares de la luna
Los mares de la luna
Libro electrónico146 páginas2 horas

Los mares de la luna

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Información de este libro electrónico

A veces el final solo es el principio
Una decisión tomada en un momento límite desencadena una serie de cambios importantes en la vida de Sofía. Ella creía que su vida era perfecta e idílica, pero en menos de cuarenta y ocho horas, se transforma en una espiral de inestabilidades laborales, infidelidades y secretos de familia.
Estos cambios la llevaran por inercia a regresar a su pasado, donde descubrirá un gran secreto que ha permanecido oculto durante más de tres décadas.
Sofía volverá a creer que siempre hay una salida, pero la vida tiende a sorprendernos con giros inesperados en el momento en que creemos estar más seguros y donde el final es, muchas veces, el principio.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 oct 2017
ISBN9788417227029
Los mares de la luna

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    Los mares de la luna - Mar González

    LOS MARES DE LA LUNA

    Mar González

    LOS MARES DE LA LUNA

    V.1: octubre, 2017

    © Mar González, 2017

    © de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2017

    Todos los derechos reservados.

    Diseño de cubierta: Taller de los Libros

    Publicado por Biblioteca Azul

    C/ Mallorca, 303, 2º 1ª

    08037 Barcelona

    info@bibliotecaazul.com

    www.bibliotecaazul.com

    ISBN: 978-84-17227-02-9

    IBIC: FA

    Conversión a ebook: Taller de los Libros

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita utilizar algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

    Los mares de la luna

    A veces el final solo es el principio

    Una decisión tomada en un momento límite desencadena una serie de cambios importantes en la vida de Sofía. Ella creía que su vida era perfecta e idílica, pero en menos de cuarenta y ocho horas, se transforma en una espiral de inestabilidades laborales, infidelidades y secretos de familia.

    Estos cambios la llevaran por inercia a regresar a su pasado, donde descubrirá un gran secreto que ha permanecido oculto durante más de tres décadas.

    Sofía volverá a creer que siempre hay una salida, pero la vida tiende a sorprendernos con giros inesperados en el momento en que creemos estar más seguros y donde el final es, muchas veces, el principio.

    Obra finalista del VII certamen del Premi Delta

    CONTENIDOS

    Portada

    Página de créditos

    Sobre Los mares de la luna

    Dedicatoria

    Mare Crisium (Mar de la Crisis)

    Mare Ingenii (Mar del Ingenio)

    Mar Humorum (Mar de la Humedad)

    Mare Nubium (Mar de las Nubes)

    Mare Spumans (Mar Espumoso)

    Mare Moscoviense (Mar de Moscovia)

    Mare Desiderii (Mar de los Deseos)

    Nota de la autora

    Agradecimientos

    Sobre la autora

    A las mujeres a las que más admiro: a mis hijas, a mi madre.

    A las mujeres de mi familia, a mis amigas…

    A las que aún no conozco (pero que algún día se cruzarán en mi vida…)

    A todas ellas…

    A las que he robado en algún momento, sin que se dieran cuenta, historias, palabras o expresiones que devuelvo en esta novela.

    A ti, que quizá seas una de ellas.

    Con todo mi cariño,

    Mar González

    Mare Crisium (Mar de las Crisis)

    418km, 17, 0ºN, 59, 01ºE

    La Luna tiene dos caras: una visible, en la que se hallan la mayoría de sus mares, y otra oculta, que nunca vemos, en ella se encuentran escondidos los mares de los deseos y los sueños.

    Esa noche me removía inquieta en mi cama en un sueño agitado en otra interminable sucesión de pesadillas. Desperté sobresaltada y empapada en un sudor frío. Salí de la cama descalza directa hacia la cocina, abrí el frigorífico y llené un gran vaso de agua de la jarra de cristal que sorbí despacio. El agua helada quemaba en la garganta reseca y dolorida.

    Estaba convencida de que había vuelto a gritar en sueños, como cuando era niña y me acurrucaba en la cama envuelta en las sábanas cubriéndome los ojos. Igual que entonces, nadie había acudido a socorrerme en mis terrores nocturnos. Otra vez sola, punto cero.

    Habían transcurrido más de dos meses desde que un día, sin previo aviso, se duplicara el espacio de mi armario compartido. Al regresar a casa del trabajo y abrir la puerta solo encontré un extraño vacío. No hubo despedida, ni lágrimas o escenas, tampoco reparto de regalos mutuos con absurdas fechas e inscripciones de «Love’s forever», tan solo un absoluto silencio.

    Miles de conexiones neuronales trabajaban como locas en mi cabeza, pero la respuesta, si es que la había, seguía sin aparecer. Tan solo frases sacadas de contexto navegaban alrededor de situaciones rescatadas en la memoria que ahora empezaban a cobrar sentido y a añadir más angustia e impotencia a mi situación. No era capaz de hablar del tema con nadie, pero tampoco podía olvidarlo. Opté por intentar seguir con mi vida y convencerme de que todo estaba bien: habría una explicación, debía de ser un malentendido.

    Estaba convencida de que recapacitaría tarde o temprano, volvería… Pero no lo hizo.

    A ratos tenía la sensación de no estar ni sentir, emociones mezcladas en una amalgama de contradicciones que podían en pocos segundos hacerme pasar del llanto contenido a la autocompasión, para después, y una vez vaciada de todas ellas, en un torrente incontenible de lágrimas dar paso a la ensayada indiferencia.

    En poco tiempo me había desconectado de mis amistades, mejor dicho, de las suyas, ya que el resto se había perdido casi por completo años atrás.

    Miré el reloj: pronto amanecería, pero ya no era capaz de volver a conciliar el sueño. Con el vaso de agua en la mano me desplomé en el sofá de cuero negro que cada noche mecía mis vigilias; me había acostumbrado a su tacto y al olor de la piel.

    Metódicamente repetía el mismo ritual, cogía el libro de la mesa auxiliar para abrirlo por el mismo capítulo que no conseguía acabar, incapaz de concentrar la atención en aquellas palabras que bailaban ante mis ojos sin ningún sentido. Al cabo de unos minutos, como una rutina impuesta, lo volvía a cerrar con la proposición firme de retomarlo al día siguiente.

    Lo mismo sucedía con el televisor: desde el mando buscaba cualquier cosa que pudiese despistar a mi mente sin conseguirlo. Primero en sentido ascendente y luego descendente recorría los canales uno a uno sin poder llegar a procesar la increíble cantidad de futurólogos y adivinadoras que con solo una llamada telefónica aseguraban tener la clave de mi vida. Sin embargo, ni yo misma, por más que tratase de analizar la situación, lograba comprender el presente y mucho menos imaginar mi futuro.

    Me acercaba peligrosamente a aquella edad en la que todo el mundo da por hecho que hay que tener la vida encarrilada. Estabilidad, pareja, hijos… pero no era así, todo se había desmoronado en pocas semanas. Ahora ya formaba parte sin querer de aquel nuevo perfil de seres humanos denominado «single» que tan de moda se había puesto en la última década y que no hacía más que añadir una nueva etiqueta a las personas para catalogarlas.

    Los últimos años habían pasado muy deprisa, cada uno más rápido que el anterior y en todos ellos había ido perdiendo todos los trenes esperando a un compañero de viaje que me dejaba plantada en cada uno de los andenes.

    Miré de reojo el reloj sobre la estantería, marcaba las cuatro de la mañana. Es increíble lo lentas que pasan las horas en la noche cuando es imposible conciliar el sueño; de un salto me levanté del sofá y caminé hacia la terraza. Todavía hacía frío al principio de la primavera y una intensa Luna llena y enigmática brillaba en el cielo. Me acerqué a la barandilla y me aferré con fuerza, descalcé de mis pies con cuidado las babuchas de cuero marrones. Un fugaz recuerdo de mi último viaje a Marruecos me sumió aún más en la nostalgia, las miré con rabia.

    Viajes idílicos llenos de promesas estériles en lugares insólitos, en los últimos años habíamos alcanzado el reto de pisar tierra en cada uno de los cinco continentes en una especie de yincana turística, que luego nos servía para adquirir protagonismo en los eventos de negocios. Aquellas cenas a las que iba de acompañante entre personas a las que casi ni conocía y en las que mantenía el gesto sonriente hasta que los tensos músculos de la cara dejaban de obedecerme. La parte burlona de mi conciencia se regocijaba haciendo chistes negros con cada uno de mis pensamientos.

    Sentí el frío contacto de las baldosas, mi columna vertebral dio un respingo. Una idea macabra surcó, fugaz, mi mente… Pensé que sería muy sencillo, solo debería impulsarme un poco para dejarme caer y después ya no volvería a sentir nada más, había la suficiente altura. Me imaginé fuera de mi cuerpo, al lado de él, recreando la escena, casi pude oír el sonido del impacto al caer al asfalto, el vértigo en el estómago al descender, el revuelo del vecindario y las sirenas de la policía y las ambulancias a toda prisa; luego…solo el silencio.

    Demasiado fácil, sabía que nunca sería capaz de saltar, no por miedo sino por soberbia, sería como reconocer que había perdido ante un contrincante que había jugado con trampas, con ventaja y por primera vez en mucho tiempo no le proporcionaría la satisfacción de verme tirar la toalla.

    Repasé mentalmente las caras de las personas que podrían echarme en falta, frivolicé con la imagen de un hipotético funeral y de mis pertenencias en cajas de cartón, una vida empaquetada y los músculos de la cara se tensaron en un rictus de indignación… En pocos meses nadie se acordaría de mí.

    El llanto de un niño de corta edad rompió el silencio de la noche para devolverme a la realidad, una voz femenina dulce y cálida le susurraba, la intensidad del llanto comenzó a disminuir para, poco a poco, desaparecer por completo.

    Durante varios minutos aquella voz despertó en mí una extraña mezcla de admiración y envidia. Aunque no podía distinguir sus palabras, su tono tenía el poder de transmitirme seguridad y calma. Me sentí insignificante y vacía, pero a la vez más relajada y cautivada por la cadencia de aquella voz serena y firme.

    Aquel lloro tan oportuno me hizo reaccionar, temblaba de frío y también de miedo, de mis pensamientos, de mis reacciones, de mí misma, volví dentro para buscar algo de abrigo y cerré despacio la puerta de la terraza. Sentí la tibieza del parqué bajo mis pies desnudos y respiré con alivio: aún seguía viva, quizá al escoger el camino difícil la recompensa podría valer la pena.

    Me arrebujé en el sofá con una manta de terciopelo naranja rescatada de la habitación de los invitados e intenté dormir las escasas dos horas que quedaban por delante, ya que me esperaba otro día de peregrinación hacia la oficina de empleo y la consultoría del gestor.

    Sonó el despertador de forma brusca e impertinente, de un manotazo lo tiré al suelo y se desintegró. Detestaba ese sonido que rompía mi único momento de sueño profundo y con un sobresalto me sacaba de mi letargo cada mañana. Traté de recordar qué había soñado; estaba casi segura de que era el llanto de un niño. Con torpeza me dirigí al cuarto de baño, descalza. Mientras buscaba las zapatillas con la vista, el contacto de la madera y el crujir del parqué me situaron en la escena de la noche anterior bajo la Luna. Allí estaban, caí en la cuenta de que no había sido un sueño. Respiré aliviada: había estado tentada de cometer una barbaridad y ahora me alegraba no haberlo hecho.

    Una buena

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