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Reforma Política de 1912

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Reforma Política de 1912

Tras la aplicación de esta ley, el radicalismo abandonó su abstencionismo electoral y consiguió acceder al
Gobierno de la República en 1916, dejando atrás el largo período ocupado por el denominado “régimen
conservador” inaugurado en 1880. Una vez en el Gobierno, el presidente Sáenz Peña envió al Congreso dos
proyectos: el primero establecía el enrolamiento general y la creación de un padrón electoral creado por ese
registro; el segundo, encargaba a la Justicia Federal la designación de los funcionarios, la organización y la
fiscalización de los comicios, dos cuestiones fundamentales para el éxito de la reforma.

El 11 de Julio de 1911 mandó el proyecto del voto universal, secreto y obligatorio a la Cámara de Diputados,
en la que recibió el apoyo de Ramón Cárcano, Julio López Mañán, Lucas Ayarragaray -aunque éste admitió
que la reforma debía hacerse en forma progresiva y lenta- y Manuel Montes de Oca que, aunque a favor de la
reforma, advirtió que lo ideal era llegar al régimen de la representación proporcional.
Contrarios al proyecto se mostraron los diputados Marco Avellaneda y Horacio Varela, a quienes el ministro
Indalecio Gómez respondió defendiendo su constitucionalidad y la necesidad de llevarlo a cabo. Después del
debate, el proyecto obtuvo media sanción el 20 de Diciembre

Las principales reformas que implantó la ley fueron el establecimiento del voto secreto y obligatorio, el
escrutinio centralizado, la creación de Juntas Escrutadoras en cada provincia -integradas por el Poder
Judicial- y el sistema de lista incompleta. Sin embargo, la representación del tercio para la minoría
comenzaba sólo cuando se elegían tres diputados o más; además, dejaba intacto al Senado (cuyos miembros
seguían eligiéndose a través de las Legislaturas provinciales) y no regulaba el funcionamiento de los partidos
políticos.

Por otra parte, se mantuvo el sufragio sólo para los varones nativos o naturalizados mayores de dieciocho
años y algunos mecanismos de control propios del sistema anterior, como la elección indirecta del presidente
y vicepresidente y la necesidad de la mayoría absoluta en el Colegio Electoral. Para resguardar el carácter
secreto del voto, se estableció el uso de un sobre en el cual el elector debía depositar su boleta y la
habilitación del “cuarto oscuro”, una habitación, cuyas aberturas estuvieran lacradas y en la que el elector
debía introducirse individualmente, para colocar la boleta en el sobre.

Con respecto a la obligatoriedad del sufragio, se establecieron una serie de penas para quienes incumplieran
con ese deber y, por ello, trataron de dar al elector las mayores garantías para el ejercicio libre del
sufragio.La adopción del padrón militar, la intervención de los jueces en los comicios y el carácter secreto
del voto eran cuestiones instrumentales básicas que constituían garantías para la efectividad electoral. Esto
no trajo oposiciones, sí en cambio las desató el carácter obligatorio asignado al sufragio que pretendía
superar con ello la apatía electoral y el abstencionismo.

También fue motivo de discusión la adopción del sistema de lista incompleta, pues con ella se permitía la
representación de la minoría en la Cámara de Diputados. Según la opinión del mismo presidente de la
República, éstas eran las dos innovaciones sustanciales que traía consigo la nueva ley: “el sistema (...)
consagra las minorías dando razón y existencia a los partidos permanentes (...).
“El sufragio obligatorio es un reactivo contra la abstención. El voto secreto mata la venalidad y al
desaparecer el mercenario, los ciudadanos llegarán a posiciones por el concurso de las voluntades libres”

El voto obligatorio estaba directamente vinculado al padrón electoral elaborado sobre la base del registro de
enrolamiento. De este modo, se combinaban dos cosas distintas: la sanción penal para quien no votase y la
presencia de un control “externo” sobre el tradicional registro, pues ahora el Ministerio de Guerra era el
encargado de empadronar e imprimir el padrón. Además, el carácter secreto del voto y las previsiones que
exponía la ley para tal efecto, daban garantías al votante para poder ejercer su derecho con la mayor libertad.
Ante esos resguardos legales, el 28 de Febrero de 1912, el presidente dio un manifiesto a la República en el
que instaba a los ciudadanos a participar en las próximas elecciones, abandonando el abstencionismo:

“Sean los comicios próximos y todos los comicios argentinos, escenarios de luchas francas y libres, de
ideales y de partidos. Sean anacronismos de imposible reproducción, tanto la indiferencia individual como
1
las agrupaciones eventuales... “Sean por fin las elecciones, la instrumentación de las ideas. He dicho a mi
país todo mi pensamiento, mis convicciones y mis esperanzas. Quiera mi país escuchar la palabra y el
consejo de su Primer Mandatario. Quiera votar”

Por último, la adopción del sistema de lista incompleta permitiría una distribución más equitativa de las
preferencias de los electores. Este sistema (el de la lista incompleta) de carácter mixto, combinaba dos
principios diferentes: por un lado, la pluralidad y, por otro, la proporcionalidad con el mecanismo
plurinominal, estableciendo anticipadamente la representación que le correspondería a la minoría. Existía
una limitación constitucional para establecer el régimen proporcional (el artículo 42) que expresaba que los
diputados y electores de presidente debían elegirse a simple pluralidad de sufragios, de ahí la preferencia por
ese sistema mixto.

Los historiadores, en general, vieron la idea de “ruptura” que representó la sanción de esta ley y basaron sus
razonamientos tanto en las causas como en las consecuencias de su aplicación. Entre las causas, aparecen las
convicciones ideológicas reformistas y las peligrosas acechanzas que amenazaban el orden político y social
y, entre las consecuencias, la ven como un error de cálculo de la élite dirigente, resultado de un extremo
optimismo o de una imperiosa necesidad de evitar males mayores. Las diversas interpretaciones acerca de los
alcances de la reforma electoral de 1912 coinciden en que posibilitó una ampliación en la participación
política con la incorporación de nuevos actores en el juego político nacional.

Hay quienes ponen énfasis en el análisis del espíritu reformista del centenario y en el carácter inclusivo de la
ley; en cambio, hay otros historiadores que prefieren analizarla desde el punto de vista de la victoria radical o
desde la derrota conservadora, es decir, hacen una lectura del “fracaso” de la Ley Sáenz Peña, por la
insuficiencia de resguardos institucionales capaces de controlar la incorporación de nuevos actores al juego
político o la inexistencia de un partido que pudiera articular a las fuerzas conservadoras (9). Sin embargo,
desde las provincias, las respuestas a esta nueva situación fueron dispares y pueden ofrecer nuevas y
sugestivas vías de indagación. Entre los propósitos de Sáenz Peña estaba el de favorecer la existencia de dos
grandes partidos nacionales. La propuesta tenía la virtud de favorecer el anhelo común -tanto de Sáenz Peña
como de Yrigoyen- tendiente a constituir una realidad bipartidista.

Sin embargo, es importante tener en cuenta que ningún actor de la política, denominada “conservadora” o de
la “república liberal aristocrática”, dudaba de que la mayoría pudiera recaer en algún sector no perteneciente
a los grupos gobernantes. El tercio, constituía para ellos, el vehículo de incorporación de las viejas y nuevas
oposiciones transformadas, para bien del sistema democrático y parlamentario, en minorías legítimas y
participantes. Sin embargo, los resultados electorales sucesivos fueron dejando en evidencia la debilidad del
régimen y, en 1916, el nuevo sistema permitió la llegada del radicalismo al Gobierno de la República.

Ley 8.871 Sáenz Peña

El 10 de febrero de 1912, se sancionó en el país la Ley Nº 8.871, conocida como Ley Sáenz Peña, que
estableció el sufragio universal, secreto y obligatorio y el sistema de lista incompleta. A continuación
incluimos un fragmento del libro que constituye un breve recorrido de los caminos que condujeron a la
sanción de la ley, su implicancia política y social, y las prácticas electorales vigentes en diversos momentos
de la historia del país antes de la entrada en vigor de la nueva legislación.

A partir de 1900 se produce en nuestro país una notable división en los sectores dominantes entre quienes
apoyaban al presidente Julio Argentino Roca y su política intransigente de mantener el fraude electoral, y los
sectores de la elite más inteligentes, probablemente influidos por cierta vocación democrática. Actuaban
sobre todo en defensa propia, a la vista de los hechos ocurridos en el país (revoluciones radicales, atentados
anarquistas, crecimiento del movimiento obrero) y en Europa (rebeliones obreras en España, Italia y Rusia),
y prestaban atención al proceso político europeo, donde las burguesías estaban aprendiendo a la fuerza que
les convenía trocar el absolutismo y el autoritarismo por un régimen democrático de participación ampliada.
Una de las mayores preocupaciones de esa elite era quitar la protesta de las calles y en la medida de lo
posible volcarla en el parlamento y en el sistema político. Para ello se hacía necesario dar cabida al principal
partido opositor, el radicalismo, pero también al moderado Partido Socialista. De esa manera se fracturaría al

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movimiento obrero y se debilitaría al gran enemigo que la oligarquía en el poder visualizaba como el más
peligroso: el anarquismo.

La primera ley electoral argentina fue sancionada en 1821 en la provincia de Buenos Aires durante el
gobierno de Martín Rodríguez, por el impulso de su ministro de gobierno, Bernardino Rivadavia. Esta ley
establecía el sufragio universal masculino y voluntario para todos los hombres libres de la provincia y
limitaba exclusivamente la posibilidad de ser electo para cualquier cargo a quienes fueran propietarios. A
pesar de su amplitud, esta ley tuvo en la práctica un alcance limitado, porque la mayoría de la población de la
campaña ni siquiera se enteraba de que se desarrollaban comicios. Así, en las primeras elecciones efectuadas
con esta ley, sobre una población de 60.000 personas apenas trescientas emitieron su voto.

La Constitución Nacional de 1853 dejó un importante vacío jurídico en lo referente al sistema electoral, que
fue parcialmente cubierto por la ley 140 de 1857. El voto era masculino y cantado, y el país se dividía en 15
distritos electorales en los que cada votante lo hacía por una lista completa, es decir que contenía los
candidatos para todos los cargos. La lista más votada obtenía todas las bancas o puestos ejecutivos en disputa
y la oposición se quedaba prácticamente sin representación política. La emisión del voto de viva voz podía
provocarle graves inconvenientes al votante: desde la pérdida de su empleo hasta la propia vida, si su voto no
coincidía con el del caudillo que dominaba su circuito electoral. Sin dudas, rigió por aquellos años (1857-
1912) un fraude que resultaba escandaloso en algunos casos, como lo cuenta Sarmiento en una carta a su
amigo Oro, refiriéndose a las elecciones de 1857: “Nuestra base de operaciones ha consistido en la audacia
y el terror que, empleados hábilmente han dado este resultado admirable e inesperado. Establecimos en
varios puntos depósitos de armas y encarcelamos como unos veinte extranjeros complicados en una
supuesta conspiración; algunas bandas de soldados armados recorrían de noche las calles de la ciudad,
acuchillando y persiguiendo a los mazorqueros; en fin: fue tal el terror que sembramos entre toda esta
gente con estos y otros medios, que el día 29 triunfamos sin oposición”.

Los días de elecciones los gobernantes de turno hacían valer las libretas de los muertos, compraban votos,
quemaban urnas y falsificaban padrones. Así demostraba la clase dominante su desprecio por la democracia
real y su concepción de que ellos eran los únicos con derecho a gobernar un país al que consideraban una
propiedad privada, una extensión de sus estancias. Todas estas prácticas que marginaban a los sectores
mayoritarios de la población de la vida política eran la perfecta contraparte del sistema de exclusión
económica derivado del modelo agroexportador en el que el poder y la riqueza generados por la mayoría eran
apropiados por la minoría gobernante. Puede decirse que todos los gobernantes de lo que la historia oficial
llama “presidencias históricas”, es decir, las de Mitre, Sarmiento y Avellaneda; y las subsiguientes hasta
1916, son ilegítimas de origen, porque todos los presidentes de aquel período llegaron al gobierno gracias al
más crudo fraude electoral. En el mundo occidental, tras décadas de luchas de los sectores populares por sus
derechos electorales y sociales, hacia fines del siglo XIX las burguesías gobernantes fueron cambiando las
prácticas electorales desde el voto restrictivo hacia el voto secreto y universal, preanunciando una era
política diferente: la de la democracia de masas. Las burguesías comprendieron que la exclusión del pueblo
tenía grandes desventajas, y la ampliación del sistema electoral, si se hacía con los controles del caso, no
afectaba el desarrollo y supervivencia del sistema, sino que, por el contrario, lo legitimaba y legalizaba.
Además, la participación de amplios sectores de la población en la elección de las autoridades socializaba
unas responsabilidades políticas que evidentemente hasta entonces estaban muy limitadas a la clase
dirigente, sin la más mínima incidencia de los sectores marginados de las decisiones y el poder. La peor
elección era preferible a cualquier revolución.

Hacia 1900 nuevos partidos, como la Unión Cívica Radical y el Partido Socialista, atraían en nuestro país a
los sectores sociales que no estaban representados en las instituciones políticas del Estado, controladas por la
clase gobernante conservadora y liberal. Un sector del grupo gobernante comenzó a considerar que la
prosperidad alcanzada podía peligrar de no atenderse los reclamos de la oposición. Se mostraban dispuestos
a considerar la introducción de reformas graduales en el sistema electoral con el fin de evitar conflictos
sociales. El primer paso en ese sentido se da con la reforma “uninominal” en el sistema de elección de
diputados. Cada ciudadano votaba por un solo candidato y no por una lista. El ministro Joaquín V. González
había propuesto el voto secreto, pero el senador por la Capital Federal, Carlos Pellegrini, se opuso en el

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Congreso Nacional, afirmando que el voto secreto era para los hombres conscientes, no para las masas que
votaban según simpatías y no según ideas. El Partido Socialista de J. B. Justo, que desde su creación en el
año 1896 siempre participó de las elecciones, logró gracias a este nuevo sistema que en el año 1904 fuera
electo el primer diputado socialista de América, Alfredo Palacios.

Pero el nuevo sistema duró poco. En 1905, con el presidente Manuel Quintana, se volvió a la lista completa,
en la que cada elector, en su circunscripción, votaba por todos los candidatos de su distrito. Dos meses
después de esto se suprimió el voto de viva voz, que no fue secreto, pero sí escrito. El elector debía entregar
a la mesa electoral, en un papel escrito y doblado, los nombres de la totalidad de los candidatos por los que
votaba. Obviamente esto limitaba el voto a los alfabetos, una franca minoría por aquel entonces. El 12 de
junio de 1910, el Colegio Electoral consagró la fórmula Roque Sáenz Peña – Victorino de la Plaza. El
presidente electo se encontraba en Europa y emprendió enseguida el viaje de regreso a su país. A poco de
llegar concertó dos entrevistas claves: una con el presidente Figueroa Alcorta y la otra con el jefe de la
oposición, Hipólito Yrigoyen. En la entrevista con el caudillo radical, concertada en la casa del diputado
Manuel Paz el 2 de octubre de 1910, Yrigoyen se comprometió a abandonar la vía revolucionaria para tomar
el poder, y Sáenz Peña a la sanción de la tan deseada ley electoral. Yrigoyen le pidió al presidente electo que
interviniera todas las provincias para evitar los manejos de los gobernadores adictos en las siguientes
elecciones. Sáenz Peña se negó a emplear este método y le ofreció a Yrigoyen la participación del
radicalismo en el gobierno.

Este es el relato de Yrigoyen sobre el histórico encuentro: “Ante nuevas insistencias que hiciera asentí a
que conversáramos, y al ofrecerme participación en el gobierno sin restricción alguna, a los efectos de
que pudiera realizar todos los bienes que me proponía para la Nación, pedíle que apartara de su
pensamiento esta suposición al respecto, porque eran insalvables mis determinaciones. Agregándole que
lo único que la UCR reclamaba eran comicios honorables garantidos, sobre la base de la reforma
electoral. El doctor Sáenz Peña, no había pensado en esa forma de inmediato, sino en la concurrencia de
la UCR a la labor de gobierno que iba a presidir; pero planteada la cuestión como indispensable, para que
esta fuerza poderosa saliera de la animada abstención y protesta en que estaba colocada, convino en ello.
Y dándome cuenta de que deseaba hacer públicos sus ofrecimientos, le insinué que los concretara por
escrito si le parecía bien, para llevarlos a las altas direcciones de la Unión Cívica Radical, lo que hizo,
condensándolo en la forma siguiente, más o menos: ‘Que deseando demostrar la decisión que lo animaba
para dar garantías públicas, le ofrecía a la Unión Cívica Radical participación en los ministerios, e
intervención en la reforma electoral que debía llevarse a cabo’. La alta dirección contestó sin
discrepancia alguna, rehusando participación en el gobierno, por ser contrario a sus reglas de conducta, y
aceptando la intervención que se le ofrecía en la reforma electoral”.

De todas maneras la entrevista fue un éxito, porque Sáenz Peña logró su objetivo: el compromiso de la
participación electoral del radicalismo en unas futuras elecciones, con una nueva ley electoral que
garantizara la limpieza y libertad de sufragio. El 12 de octubre asumió el nuevo gobierno, y Sáenz Peña
cumplió con su palabra enviando al parlamento el proyecto de Ley de Sufragio, que había elaborado con la
estrecha colaboración de su ministro del Interior, Indalecio Gómez. Establecía la confección de un nuevo
padrón basado en los listados de enrolamiento militar, y el voto secreto y obligatorio para todos los
ciudadanos varones mayores de 18 años. Estos son algunos de los artículos más importantes de la ley 8.871,
conocida como Ley Sáenz Peña:

“Art. 1. Son electores nacionales los ciudadanos nativos y los naturalizados desde los diez y ocho años
cumplidos de edad.

Art. 2. Están excluidos los dementes declarados en juicio. Por razón de su estado y condición: los
eclesiásticos y regulares, los soldados, cabos y sargentos del ejército permanente, los detenidos por juez
competente mientras no recuperen su libertad, los dementes y mendigos, mientras estén recluidos en asilos
públicos. Por razón de su indignidad: los reincidentes condenados por delito contra la propiedad, durante
cinco años después de la sentencia.

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Art. 5. El sufragio es individual, y ninguna autoridad, ni persona, ni corporación, ni partido o agrupación
política puede obligar al elector a votar en grupos

Art. 7. Quedan exentos de esta obligación (de votar) los electores mayores de 70 años.

Art. 39. Si la identidad (del elector) no es impugnada, el presidente de los comicios entregará al elector un
sobre abierto y vacío, firmado en el acto por él de su puño y letra, y lo invitará a pasar a una habitación
contigua a encerrar su voto en dicho sobre.

Art. 41. La habitación donde los electores pasan a encerrar su boleta en el sobre no puede tener más que una
puerta utilizable, no debe tener ventanas y estará iluminada artificialmente en caso necesario…”

La ley significaba un gran avance, aunque no eran pocos los excluidos por ella. Las mujeres (casi la mitad
del padrón), los extranjeros, los habitantes de los territorios nacionales, los habitantes de municipios con
pocas personas, que no podían elegir autoridades municipales, y quienes en los municipios en los que se
podía elegir sólo podían votar como sus autoridades locales a los propietarios contribuyentes. Por otra parte,
en las grandes ciudades, como señala Waldo Ansaldi3, los extranjeros, que en algunos casos constituían más
de la mitad de la población, servían a la hora de contabilizar a los pobladores para aumentar la cantidad de
diputados por su distrito —a más habitantes más diputados—, y a la vez, al estar excluidos del voto,
disminuían proporcionalmente la cantidad de votantes necesarios para elegir a aquellos diputados. El
presidente presentó el proyecto con estas palabras: “He dicho a mi país todo mi pensamiento, mis
convicciones y mis esperanzas. Quiera mi país escuchar la palabra y el consejo de su primer mandatario,
quiera el pueblo votar”.

Poco después ambas Cámaras aprobaban la que empezaría a conocerse como la Ley Sáenz Peña. El diputado
Juan B. Justo señaló claramente cuáles eran las intenciones del sector más “progresista” de la elite con la
sanción de la ley electoral:“…si se asiste a una nueva era política en el país, es precisamente porque han
aparecido fuerzas sociales nuevas, materiales, y no porque hayan aparecido virtudes nuevas; es porque
hay una nueva clase social, numerosa y pujante, que se impone a la atención de los poderes públicos, y
porque es más cómodo hacer una nueva ley de elecciones que reprimir una huelga general cada seis
meses”.5

El fin del fraude significó un notable avance hacia la democracia en la Argentina y la posibilidad de
expresión de las fuerzas políticas opositoras que habían sido marginadas del sistema por los gobiernos
conservadores. En las primeras elecciones libres llevadas adelante en la Argentina, en el mismo año 1912, la
bancada socialista creció notablemente y se sucedieron los triunfos radicales en Entre Ríos y Santa Fe.
Aumentó notablemente la participación electoral, que para 1914 llegó al 62,85 % del padrón total, mientras
que en las últimas elecciones anteriores a la Ley Sáenz Peña apenas había llegado al 5 por ciento.

La salud del presidente comenzó a deteriorarse a comienzos de 1913. Una y otra vez debió solicitar licencia,
y en octubre de ese año delegó el mando en Victorino de la Plaza. Falleció en Buenos Aires en la madrugada
del 9 de agosto de 1914, mientras en Europa estallaba la Primera Guerra Mundial. La ley por la que había
luchado siguió vigente y amplió decididamente la participación política de los nuevos sectores sociales
argentinos. Según los deseos de la oligarquía más lúcida encarnada por Sáenz Peña, integró al sistema al
radicalismo y al socialismo, bajando parcialmente la conflictividad política pero no la social, que a tono con
la injusticia reinante seguirá expresándose a través de los gremios y de sus armas de lucha habituales: la
huelga y la protesta social. Como señala el historiador francés Alain Rouquié:“Se está lejos del suicidio
político de la oligarquía. Soltaba lastre, por cierto, pero solamente a nivel político, para acrecentar su
poderío social. Le confiaba al radicalismo la misión de vehiculizar la ideología dominante en los grupos
sociales marginales. […] El radicalismo, sin proyecto económico de recambio, sólo se proponía
‘democratizar’ la prosperidad resultante del sistema agroexportador. No amenazaba pues a los
detentadores del poder económico —salvo en algunos aspectos secundarios—, ni al equilibrio social que
muy por el contrario reforzaba”.
5
En definitiva, con la Ley Sáenz Peña la oligarquía en el poder había dado un paso hacia su consolidación y
legitimación. Nadie podía seguir argumentando que aquel régimen político, base de sustentación del poder
real, era fraudulento y carente de legalidad: a partir de ese momento las responsabilidades de la
administración y sostenimiento del sistema serían compartidas, aunque, claro, y esto está fuera de discusión,
el poder real seguiría en las mismas manos de siempre.

Bibliografía

CÁRCANO, M. Sáenz Peña, la revolución por los comicios. Bs. As. Eudeba. 1972
BOTANA, N. El orden conservador. Bs. As. Sudamericana. 1977

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