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Qué Abuelito

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¡Qué abuelito!

Era un buen hombre llamado Willi, hijo de


madre trujillana y padre cusqueño, trabajó
desde muy joven y aprendió en la práctica,
como muchos peruanos, diversos ocios que
le permitieron llevar una vida honrada y
formar una familia.
No era muy alto, pero tampoco bajo: tenía
una estatura normal. Cabello lacio y grueso, canoso por el paso del
tiempo. Sus ojos achinados y marrones como los granos de café bien
tostado eran iguales a los de sus antepasados. Su piel trigueña,
bronceada por el sol, re-ejaba el trabajo arduo y esforzado de muchos
años. Tenía unos labios delgados que apenas perlaban una tenue
sonrisa, pero eso sí, de amplia y franca carcajada si la ocasión lo
ameritaba, como la celebración de un gol de su equipo blanquiazul
(Alianza Lima de sus amores). Sus manos de generosa palma hacían
cosas maravillosas como ninguna otra persona, recuerdo la ocasión en
que preparó como regalo navideño una linda cabina de teléfono en tono
rosado bebé porque ese era el color preferido de sus queridas nietas. La
mayor lo llamaba, con emoción y amor, “Papá Willi”, quizá por tantos
momentos compartidos y por la admiración, guía y protección que pudo
proyectar el abuelito en su primera nieta.
Se mostraba ágil y muy ordenado, tras haber cumplido los setenta
años. Pero lamentablemente su gusto por el cigarro fue minando poco a
poco su estado de salud. Dejó el cigarro cuando se dio cuenta del daño
que le causaba, pero fue demasiado tarde, el cáncer lo iría consumiendo
silenciosamente.
No vestía con mucho colorido porque no le gustaba llamar la atención,
aunque no le quedaba mal, pues era muy alegre y bromista. En algunas
ocasiones solía vestir con pantalones plomos, azules y marrones, pero
la mayoría de las veces los clásicos jeans y los polos sencillos eran sus
preferidos. Usaba también camisas a cuadros, más informales y de
colores tenues, y un par de sandalias cómodas, testigos de su arduo
caminar y paso por una vida llena de múltiples peripecias. Con respecto
a los complementos de su atuendo, solía llevar gorros de su prestigiosa
institución: la Marina de Guerra del Perú, o una boina de tono oscuro
que iba acorde con su personalidad.
Era paciente y muy atento ante algún requerimiento de sus pequeñas,
era el abuelito ideal: las escuchaba, aconsejaba y jugaba con ellas;
siempre les dedicaba tiempo. ¡Cuántos paseos, pasacalles y eventos
infantiles! Era como un niño disfrutando de la compañía y gracia que la
vida le había regalado.
Vivió amando a su familia y tuvo grandes amigos, en quienes veía solo
virtudes. Así conservó la amistad de su compadre, pese a que era del
equipo crema (su clásico oponente deportivo). Eso en vez de separarlos
los unió más; lo que le importaba era disfrutar de una sana
competencia en compañía de un buen amigo.
Era agradable, bondadoso, generoso, respetuoso y trabajador
incansable. ¡Qué no hizo para sacar adelante a sus seres queridos!
Nunca se rendía, perseveraba en su objetivo y hacía lo humanamente
posible para lograrlo; quizá contagiado por el ímpetu y rmeza de su
entrañable esposa.
Él decía: “En la vida, hay que ser honestos", "Lo que dignica al hombre
es su trabajo, por más humilde que sea", "No sirve de nada contar con
muchos títulos si no eres leal con tus valores y principios", "Uno
siempre debe respetar y ser responsable”. Muy seguro de sí, rme y
constante en su proceder; nos aconsejaba: “No vivas odiando”, “Sé feliz”,
“A los toros se les mira de lejos”, etc. Era muy sensible y fácilmente
percibía los sentimientos y pensamientos de aquellos con quienes
conversaba; sus dones para observar y escuchar caracterizaron su ser
especial.
Los que tuvimos la suerte de gozar de su amistad lo recordamos como
un ser humano conable, discreto, solícito en brindar apoyo o alguna
ayuda a todo aquel que lo necesitase, si estaba al alcance de sus
prodigiosas manos. Fue un padre ejemplar que buscó en todo momento
la unión familiar, mejor esposo, maravilloso suegro y, especialmente, un
gran abuelito.
Nos dejó enseñanzas que todos sus amigos, familiares y nietas
recordaremos como lecciones de vida que serán rememoradas por
siempre.
ABRAHAM VALDELOMAR

Abraham Valdelomar es considerado uno de los


escritores peruanos más destacados del siglo pasado.
Poeta de tez morena, de aire elegante y sereno; caballero
de tostada piel y de ademanes renados; sureño de
habilidosa mano que inmortalizó su nostalgia en sus
textos; mestizo nacido del sur.
Su infancia rural, vinculada al mar y a la campiña,
in-uyó en sus cuentos y poesía, que cultivó con mucha creatividad y
emotividad.
Siguió sus estudios primarios en la ciudad de Pisco y los secundarios en Lima.
Pero antes de ir a la capital, desempeñó en Chincha algunos trabajos
relacionados con la panadería.
El talento que tenía le sirvió desde que era un joven para distinguirse de los
demás. Así en el colegio Guadalupe fundaría Idea Guadalupana (revista) y
comenzaría su incursión en cuentos, poemas y periodismo.
Su mayor contribución a las letras peruanas la encontramos en sus cuentos
"El caballero Carmelo" y "El vuelo de los cóndores", dos de los cuentos más
leídos en todos los colegios del país; lo que se debe a la pluma magistral y
sensibilidad del autor.
Este dandi criollo (persona de vestir extremadamente elegante que desprecia la
vulgaridad y se adora a sí misma) no solo haría suyas las letras y los dibujos,
sino que también haría de las suyas en una agitada vida que, más que una
moda, era una forma de vivir.
Era provocador, erudito, sarcástico y de una lengua cual sable, con la que
dejaba sin cabeza a sus adversarios. Fue odiado y envidiado por enemigos
muy poderosos, que no soportaban la frase ingeniosa que repetía en los
salones donde ingresaba fumando su clásica pipa: “El Perú es Lima, Lima es el
jirón de la Unión, el jirón de la Unión es el Palais Concert3 y el Palais Concert
soy yo”.
Abraham Valdelomar es un caso excepcional dentro de la literatura peruana.
Elogiado y atacado en vida como ningún otro escritor del país, estuvo decidido
a triunfar en su medio, para lo cual no dudó en adoptar posturas desaantes y
escandalosas. Detrás de su estilo exageradamente renado y evasivo de la
realidad que solía mostrar en público y su apego a las frases brillantes e
irónicas, se descubre un auténtico temperamento artístico, lleno de
sentimiento y nostalgia, que se maniesta en sus mejores poemas y en los
cuentos que forman la antología El Caballero Carmelo, obra que contiene
algunos de los mejores relatos escritos en el Perú.
Él fue el primer escritor peruano que se autocalicó como profesional y que fue
tratado como tal, incluso antes que José Santos Chocano. Hasta ese momento,
los escritores eran vistos como simples bohemios que deambulaban por los
bares de la capital. Después de Valdelomar las cosas empezarían a cambiar.
Le escribió a un amigo: “Mis sucesores de mañana no acabarán nunca de
agradecerme el servicio que les he prestado. Antes de mí, jamás se ocupó el
público con mayor vehemencia, ni se discutió tanto, ni se atacó y defendió a
escritor alguno”.
En su corta vida, de apenas 31 años, dejó una amplia y excepcional obra en
sus facetas de narrador, poeta, periodista, ensayista y dramaturgo.
Por su reconocimiento, celebridad y su egolatría, es conocido como Conde de
Lemos o Conde de las Letras.

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