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Siempre Fiel - Anais Valcarcel

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Título: Siempre Fiel (Il signori di Roma)

Copyright © 2019 por Anaïs Valcárcel


Todos los derechos reservados. Prohibida su reproducción, total o parcial.
https://www.safecreative.org/work/1904290774650-siempre-fiel-il-signori-di-
roma
Código de registro:1904290774650
Publicado en Tacna Perú
ISBN 000-0-0000-0000-0 eISBN 000-0-0000-0000-0
Todo es ficción. Nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la
imaginación del escritor o usados de manera ficticia. Cualquier parecido con una
persona real, viva o muerta, eventos o lugares son completamente coincidencia
Ilustraciones por Fotolia
Bubok Publishing S.L. 2019
1ª Edición. Abril 2019
SIEMPRE FIEL.

Anaïs Valcárcel

-Il Signori Di Roma -


Aprendo cada día que estar contigo es la fortaleza de mi
vida, por todo lo que me das, por todo lo que me otorgas,
por tu amor incondicional. muchas; pero muchas gracias.
Sinopsis
Você, bastardo arrogante, como você pode ensañarte com um pequeno!
Esas fueron las furiosas palabras que Angela Texeira pronunciaba al que
sobre el papel era aún su marido, Francesco Di Rossi, tras cuatro largos años de
desolada separación. Su hijo, Leandro, el pequeño que el arrogante italiano creía
fruto de una dolorosa traición, había sido secuestrado y todo parecía indicar que
él único responsable era el italiano.
¿Cómo se atrevía, si quiera, esa desvergonzada a presentarse ante él?
Ni su preocupación, ni sus lágrimas de abnegada madre iban a ablandar su
corazón. No volvería a caer en esa fosa. Ella ya no tenía poder sobre él. Nunca
más. Pero al verla con mayor detenimiento, dos cosas le quedaron muy claras:
Uno, a sus veintiocho años era la mujer más bella que había visto; y dos, si
jugaba bien sus cartas la tendría completamente a su merced.
La venganza mientras más cruel mejor se saboreaba. El destino le puso en las
manos una copa con un cóctel demasiado tentador como para dejarlo pasar;
porque pronto, Angela tendría que postrarse de rodillas ante él y suplicar perdón.
Índice
SIEMPRE FIEL
Sinopsis
00
01
02
03
04
05
06
07
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00
—¡Você, bastardo arrogante, como você pode ensañarte com um pequeno!
Las puertas de la elegante y moderna oficina se abrieron de par en par con el
sonido perforador de la madera. El golpe seco y tosco repercutió en los vidrios
de los grandes ventanales que se dibujaban detrás de su cabeza y le regalaban
una vista privilegiada del centro de la ciudad de Roma.
Francesco alzó la mirada más intrigado que sorprendido.
Nadie en su sano juicio arremetería en sus territorios de aquella manera tan
arrogante. Él era el amo y señor en aquellos dominios. Un emperador que no
tenía demasiada tolerancia con nadie. Ni siquiera a sus hermanos se les ocurriría
hacer algo semejante.
Apretó la mandíbula con fuerza.
Solo había, en el mundo, una persona con la suficiente valentía para ponerse
cara a cara con él. Alguien a quién no quería volver a ver en su maldita vida,
pero a quien observaba en ese mismo momento desde el umbral de la puerta.
La luminosidad de la habitación dibujó la silueta delgada y menuda de la
mujer en el suelo. No necesitaba distinguir todas sus facciones para saber que era
ella. Podía reconocerla entre un mar de gente. No solo conocía su cuerpo, sino
también sabía lo tramposa que podía ser Angela Di Rossi. Su traidora y
reaparecida esposa.
Angela dio un paso hacia delante con determinación renovada. En ese mismo
instante, la pudo ver con total nitidez. Sus ojos topacio estaban inyectados de
odio y rencor. Anegados en lágrimas de frustración. La presión en su mandíbula
le decía que no quería estar allí, pero que, aun así, estaba dispuesta a dispararle
un tiro en medio de la frente de no obtener la respuesta que precisaba.
«Vaya, vaya…Qué interesante. Su mujercita lo había sorprendido una vez
más» Pensó.
La fiereza de la mujer era algo nuevo para él. Ya no era la dama sumisa y
alegre que él había conocido. Aunque seguía igual de hermosa, tres años la
habían cambiado.
Tan hermosa y peligrosa como una sirena.
Una dosis letal para cualquiera que se cruzara en su camino. Él lo sabía muy
bien. Se había envenenado entre sus pechos, degustando el tibio y dulce sabor de
su cuerpo, mientras le juraba que solo sus manos tocarían su piel.
—Señor, lo siento…
Francesco ni siquiera se molestó en decirle algo a su secretaria. La muchacha
parecía intimidada por lo que él le fuera a decir. Casi podía encontrarle la
comicidad a la mirada ansiosa y expectante de su asistente. Era casi como si en
cualquier momento estuviera a punto de explotar un nuevo Big Bang.
Pero no tenía tiempo para calmar ninguna susceptibilidad.
Movió los dedos de una mano para indicarle a su asistente que sus servicios
no eran requeridos en ese preciso momento. La muchacha casi pareció agradecer
el tener que retirarse. Cerró la puerta con extremo cuidado, sin hacer el más
mínimo ruido. Dejándolos solos.
Francesco recién se fijó en Angela. En sus ojeras, en las llamas ardientes de
sus ojos. Pero, sobre todo, en aquel vestido negro que se entallaba perfectamente
a sus delicadas pero deliciosas curvas.
Sacudió la cabeza, mientras Angela seguía vociferando.
No, no la estaba escuchando.
Leerla, para él, era fácil; aunque no así entenderla. Casi pudo palpar su
tensión al estar delante de él. Le daba un morboso placer que lo estuviera
pasando mal. Él también lo había hecho al saber que tenía un hijo del que
desconocía su existencia. Aun así, sabía que no tendría ningún inconveniente en
prestarle una mano para que se relajase. Recordaba muy bien la exquisita
sensación de cuando sus músculos delicados se rendían bajo su toque. Y aquel
pensamiento lo hizo enfurecerse más.
Debía tener autocontrol.
Escuchó, sin comprender, una sarta de palabras que seguramente eran
blasfemias hacia su persona. Podía manejar su cuerpo, el problema era su
lengua. La arpía desvergonzada hablaba en su natal portugués solo por un
motivo. Estaba furiosa.
Maldita sea, quién debería sentirse ofendido era él. A quien le habían
escondido a su único heredero era a él. Pero le causaba gracia el verla en esa
posición. Y esa misma diversión se transformaba en ira ciega por la simpatía que
le despertaba.
¡La había estado buscando por todos los rincones del mundo, pero se había
hecho humo!
Incluso había contratado un detective para que le dónde estaba en tres días
que no se había aparecido desde su fallida reunión. Pero no había ninguna
dirección. Lo único seguro era que de Italia, no había salido. Le había dicho que
Leandro era su hijo y había desaparecido por completo.
Ahora sabía que tenía un hijo y exigía formar parte de su vida. Ya le había
quitado muchos años de la presencia del niño como para que ella tuviera la
osadía de seguir escondiéndoselo por capricho.
Era cierto que él no había querido volver a ver a Angela luego de la
deslealtad y traición que había realizado. No creía que alguien podría estar en
contra de su decisión. Le había sido infiel con el que era su representante y
mejor amigo. Con un imbécil que nunca le había caído bien, pese a que ella
insistía en que era parte de la familia.
¡Y qué parte de la familia había sido! ¡Su amante! ¡Un lindo juego de tres!
Francesco siempre había tenido sus reservas sobre Ray Cardozo. Y no se
equivocaba. La odiaba por ello. Porque había destruido todo cuando habían
logrado tener. No había en su cuerpo ni un solo ápice de consideración para ella.
Porque no se había permitido nunca perdonar.
Leandro era ahora su único lazo verdadero. Porque así como ella no dejaría
nunca de ser la madre, tampoco dejaría él de ser su padre. Le gustara o no.
Angela apretó la mandíbula con ira cuando vio que Francesco no la estaba
entendiendo en lo absoluto. Ni siquiera le estaba prestando la más mínima
atención. Era como hablar con la pared y esperar una respuesta. Pero no estaba
dispuesta a ser ignorada. Ya lo había sido por mucho tiempo. Por el contrario,
estaba dispuesta a trocear a aquel hombre que no le había traído más que
desgracias. Con casi un gruñido de guerra fue hacia el escritorio y palmeó la
madera con fuerza.
¡Iba a escuchar todo lo que le tenía que decir así fuera la última cosa que
hiciera en el mundo!
Si tenía que hacerse notar, ella podía hacerlo. No era nada tímida cuando se
trataba de proteger aquello que más amaba en el mundo. Aquello que él le había
arrebatado por una estúpida venganza que solo estaba en su conspiradora cabeza.
El hombre solo se cruzó de brazos divertido mientras admiraba el numerito.
—¡Nunca pensé que serías capaz de hacer algo tan bajo, Francesco! ¡De
verdad! —Sacudió la cabeza con verdadero enfado—. Te creí muchas cosas,
pero no que hicieras algo así… ¡Cómo puedes ser tan cruel!
01
Dos semanas antes…
—Creo haber escuchado en las noticias que estás en muy buenas relaciones
con el partido y que te quieren a la cabeza de una vez, liderando —comentó
Francesco llevándose el vaso de jugo a los labios y bebiendo—. ¿Te han dicho
algo al respecto? ¿Tengo que darte la enhorabuena?
Vicenzo parecía preocupado. Se volvió y contempló a su esposa mientras
daba vueltas, distraídamente, al contenido de su taza con una cucharilla. Mariam
estaba concentrada en otra cosa y no en su conversación.
—He tenido algunas conversaciones pero no les he dado aún una respuesta.
Simplemente lo estoy evaluando —murmuró más bajo.
Vicenzo se perdió momentáneamente en sus pensamientos. Sus ojos, de un
verde insólito, permanecían clavados en las tres personas más importantes de su
vida. Mariam, su mujer, Daniel, su pequeño hijo y Judith que seguía protegida
del mundo en la matriz de su madre. Aquello era todo lo que necesitaba.
Francesco asintió comprendiendo aquella mirada de ansiedad en el rostro de
su primo. Solo deseaba hacer lo mejor para su familia. Al parecer, no le
importaba en absoluto tener que dejar a mitad de camino aquello por lo que tanto
había trabajado durante años.
En una sociedad normalmente dividida entre los extremos del miedo, el
pasotismo y el fanatismo popular, la ascendente trayectoria política de su amigo,
venía cargada no solo de éxitos, sino también de amenazas tan filosas como
lanzas. Sabía que habían intentado de todo; pero no habían conseguido nada. De
momento. Por motivos de seguridad, no solo Vicenzo, sino también su familia,
tenían que convivir con un cuerpo de seguridad las veinticuatro horas del día,
renunciando, muchas veces, del placer de la privacidad. Ahora era un privilegio
que no se podía permitir. Además, él mismo había sido partícipe de la manera
casi brutal en la que habían forzado a su primo a sacar una licencia para portar
armas de fuego.
En otro tiempo, Francesco sabía que la inquietud que Vicenzo tenía no se
habría transformado en miedo. Por el contrario, seguramente hubiera insuflado
sus ganas de seguir haciendo lo correcto en el parlamento o desde el Palazzo
Quirinal, pero con Mariam embarazada y con un pequeño hijo se había vuelto
cada vez más protector.
Ya le había comentado que jamás se perdonaría si les ocurriera algo. Que
nunca se perdonaría si no veía crecer a sus hijos y envejecía al lado de su único
amor.
Era por eso que comprendía la difícil decisión que Vicenzo estaba por tomar.
Si dejar o no su actividad política, por el bienestar de los suyos.
—No dejo de maravillarme con la joya que has encontrado en los límites de
la abarrotada ciudad —murmuró Francesco, refiriéndose a la mansión para
quitarle el rigor mortis que había hecho prisionero el cuerpo de su amigo y lo
había hundido en unos profundos pensamientos.
—Lo es —respondió Vicenzo llevando la servilleta de tela a sus labios—. A
Mariam le encantó en cuanto la vio por primera vez. Su diseño le recuerda a la
arquitectura española.
—Imagino que echará de menos su país, su gente, sus costumbres.
Sabía, por experiencia propia, que estar fuera del terruño era difícil. Había
vivido casi diez años en la ciudad americana de New York. Y había extrañado
Roma cada día hasta que… Descartó la idea. No quería recordar lo que había
pasado. A diferencia de él, Vicenzo había vivido toda su vida en Roma. Salvo
viajes de negocios y demasiado cortos para considerarlos una visita social, no
había salido de la ciudad eterna. Quizás no podía comprender del todo la
añoranza que podía tener bien escondida su esposa.
—Solo a veces. Pero generalmente encuentro la manera de mantenerla
entretenida —Se encogió de hombros soltando una pequeña y confabuladora
sonrisa de medio lado.
Francesco rió bajo, dejando la taza de café a medio recorrido entre el platillo
sobre la mesa y sus labios. Sacudió la cabeza pensando que su mejor amigo no
cambiaría nunca. Afortunadamente para él, había encontrado la horma de su
zapato en la española que parecía no quejarse de su marido. Por el contrario, lo
contemplaba siempre con adoración.
Mariam, que estaba recostada en uno de los sofás, eligió justo ese momento
para alzar la vista del libro que leía. Grandes ojos marrones y curiosos intentaron
descifrar qué les había causado tanta gracia.
—¿Qué tal está todo por ahí? —preguntó con suavidad en la voz.
—Te has lucido con el desayuno, Mariam.
Ella sonrió de oreja a oreja a su invitado.
—La pequeña aquí dentro —señaló su abultada barriga de siete meses—,
decidió que quería levantarse temprano y prepararle el desayuno a su papá y a su
tío.
—¿Cómo llevas el embarazo en este último trimestre? —Quiso saber
Francesco, mirándola con ternura.
Después de un inicio un tanto complicado, debido a su nefasta experiencia
sentimental, Mariam y él habían limado asperezas. No podía condenar a un
inocente por los delitos de otro. Por los pecados de una arpía que le había
arrancado el corazón y lo había pisoteado bajo sus pies sin piedad. Además,
Vicenzo la amaba y eso era lo único que le importaba. Que su amigo fuera feliz.
Sí había conseguido que sentara la cabeza, se merecía su respeto y
reconocimiento. Sus cuatro primos, algunos más que otros, siempre habían
tenido un terrible concepto del género femenino debido a un padre demasiado
mujeriego y a un desfile interminable de amantes. Unas amantes habían
interpretado penosamente el papel de madre. Otras, en cambio, habían dejado
varios hijos pequeños de los que Vicenzo había tenido que ocuparse. Francesco
había visto muy de cerca cómo el mayor de sus primos se había convertido en el
padre de sus hermanos a muy temprana edad. Incluso él mismo lo había tenido
que ayudar en muchas ocasiones con Valente. El respetado abogado había sido
un potente cóctel de problemas en la adolescencia. Vito Riccardi, estaba
demasiado ocupado con sus negocios y con la sucursal de Miss Universo, que
había montado en su hogar. Pero ahora nadie podía alardear de tener la corona en
casa.
Desafortunadamente, tanto Vicenzo como Veron, sobre todo, habían
aprendido demasiado bien las mañas de su progenitor. Pero Mariam no había
sido una más en la lista interminable de conquistas de su primo mayor. Ella era
la elegida. La definitiva. Estaba convencido de ello cada vez que los veía juntos.
—Es una niña bastante intranquila —compartió ella frotando dulcemente una
mano por su barriga—. Toda la noche ha estado despierta dándose vueltas y
haciendo que no me sintiera muy bien, pero luego se quedó dormida por algunas
horas, solo para decidir que hoy quería madrugar —Se le iluminaba la cara cada
vez que hablaba de Daniel y de su pequeña—. ¡Estoy como loca por tenerla ya
en brazos!
—Aún falta, amore —sentenció Vicenzo—. Queremos que venga, pero
cuando deba hacerlo. Todo con tranquilidad.
—Es cierto, no hay que apresurar lo que debe llevar un proceso. Y Judith,
será la niña más bonita y la única mujercita Riccardi en muchas generaciones.
¿Qué se siente tener que comprar armamento militar dentro de unos pocos años?
—Se burló Francesco palmeando el hombro de su amigo con sorna.
Mariam se carcajeó, pero Vicenzo simplemente le ignoró bebiendo un poco
más de café. Francesco sabía que él lo estaba pensando muy seriamente. No
podía culparlo, porque él lo haría. Si hubiese tenido una hija, ya tendría un más
que surtido arsenal bélico para protegerla de aprovechados como ellos dos.
Jugando con el control remoto, Daniel, el primogénito de la nueva
generación de los Riccardi, cambió varios canales de televisión casi con
aburrimiento. El singular ruido de un anuncio llamó su atención.
—Estaba pensando que necesito pedirte un favor —comentó Vicenzo
percatándose de que su mujer no escuchaba lo que le iba a decir a su amigo—.
Quiero algo especial para mi esposa.
—Comprendo —asintió Francesco. Vicenzo no tenía que decir más. Él
entendía claramente lo que le estaba pidiendo. Era joyero de vocación, por lo
que hablar en clave estaba dentro de sus materias aprendidas—. Tenemos que
hablar de varias cosas, pero no te preocupes, pondré a los mejores a ver tu
encargo.
Bebió un poco más del café negro que habían dispuesto en la mesa del
desayuno. Estaba delicioso. El amargo perfecto para dejar una estela de
agradable sabor por su garganta. Comida celestial y maravillosa compañía.
Hacía mucho tiempo que Francesco no la pasaba tan bien.
Se fijó en la hora en el rólex dorado que relucía en su muñeca. Era tardísimo.
Lamentablemente todo lo bueno acababa. Tenía una reunión importante con un
proveedor de diamantes y no podía postergarse.
—Ha sido muy agradable veros —dijo levantándose de la mesa—, pero el
deber me llama…
—¡Enzo! —Lo llamó con fuerza Mariam.
El aludido observó momentáneamente a Francesco, quién pudo dilucidar el
miedo en los ojos verdes de su amigo. Corrieron hacia el lugar dónde estaba su
mujer. Solo esperaba que nada le hubiera pasado porque sabía que su primo se
volvería loco.
—¿Qué sucede, mi amor? ¿Te sientes mal?
—No. Solo quería que vieras la noticia… —Señaló el gran televisor que
colgaba en la sala sobre la chimenea—. Angela Texeira va a venir a Roma. ¿Te
acuerdas que te dije que estaba leyendo una serie policíaca? —El hombre
asintió, mientras Francesco enmudecía al escuchar aquel nombre. Prestó mayor
atención al canal televisivo—. Pues es ella, ¡Va a venir a Altroqueando el
viernes! También estará en Librería Coliseum. ¡Y yo quiero ir!
Francesco clavó la mirada dorada en la pantalla, mientras pasaban no solo
los libros y la información sobre el evento. Si no también algunas fotos en las
que aparecía Angela con un niño pequeño en los brazos. Parecía una fotografía
tomada indiscriminadamente por un paparazzi. Francesco le quitó el control
remoto a Daniel sin ceremonia alguna. El niño lo miró con el ceño fruncido, pero
a él no le importó. Detuvo la información congelando la imagen.
Angela tenía un hijo. No podía creer que la que aún era su esposa hubiera
tenido un hijo. Tragó con fuerza intentando salir del shock inicial. Sintió como si
el piso se moviera bajo sus pies y los niveles básicos de su organismo cayeran en
picado con las alarmas encendidas. Apretó la mandíbula, lo que hizo que su
mentón se viera mucho más ancho de lo que era y su rostro perdió color.
—¿Cesco? ¿Te ocurre algo? —Se asustó Mariam.
El hombre arrugó aún más el entrecejo, mientras el nudo de su corbata
parecía apretarle demasiado el cuello e impedirle comunicarse. Atendió de
nuevo la foto en la pantalla del televisor que parecía burlarse de él y su
ignorancia.
Ese niño…
Ese niño que Angela llevaba en los brazos y que le agarraba un mechón de
cabello castaño era un cuadro vivo de él mismo. Sacudió la cabeza intentando
encontrarle una explicación lógica.
Su sangre hervía. Él tenía… Acaso ese niño era suyo…
Aquello fue como un puñetazo. Más que eso, como si la aplanadora le
hubiese pasado por encima. Sentía los oídos pitando descontrolados mientras
una migraña se conectaba entre sus sienes. ¿Tenía un hijo? ¿Cuántos años debía
tener, tres, cuatro?
—No te preocupes, Mariam —respondió él. Su amigo lo miraba con
atención porque conocía su historia tan bien como él la suya.
—No creo poder, cariño —dijo Vicenzo contrariado porque sabía que
Francesco no tomaría a bien que la mujer que tanto amó una vez regresara a
Roma—. Tengo algunas reuniones en el partido, por lo que no me va a ser
posible acompañarte.
—Pero Angela solo va a estar en dos lugares, Enzo —Se quejó ella.
Angela.
Ese nombre sabía a cicuta en sus labios. Cuando pensó que ya se había
deshecho de su recuerdo y olvidado todo el pasado salía con eso. ¡No había
manera de negar lo evidente! ¡Ese niño era su hijo! ¡Era una copia de él mismo!
¿Cómo había podido tenerlo en la ignorancia absoluta? ¡¿Cómo se había
atrevido?!
Su sangre hirvió entre las tuberías de su cuerpo.
—Lo siento mucho, amor.
La alegría de Mariam fue apagada como quien sopla una vela en un
cumpleaños. Francesco se percató de que su oportunidad estaba servida en una
bandeja de oro. No podía desaprovechar esa oportunidad. Su instinto le decía
que estaría condenado si lo hiciera. Iba a encontrarla hasta en el fin del mundo y
a recuperar lo que le pertenecía así fuera lo último que hiciera. Mariam era la
solución.
—No importa. Supongo que en algún otro momento regresará. Aunque
quería que me firmara los libros que compré —acabó aceptando con pesar.
—Puedo llevarte yo, si es que Enzo no tiene inconveniente —Se ofreció de
repente él de voluntario con una oscura sonrisa.
Su cabeza ya estaba conjurando el plan para descubrir toda la verdad. Esta
vez, no se iría hasta que ella aceptara lo evidente. Pero no se quedaría cruzado de
brazos. Así tuviera que perseguirla por las calles de Roma, lo haría. ¡No le
volvería a ver la cara de idiota nunca más!
Vicenzo se giró incrédulo cuando aquello salió de su boca y le plantó una
mirada salvaje.
—¿En serio, Cesco? ¿De verdad harías eso por mí? —Su primo nunca
privaría a su mujer de cualquier deseo. Menos aún estando embarazada. No
obstante, para él, era la cuartada perfecta. No sabía si el otro hombre se había
percatado del detalle del niño. Pero intentaría mantenerlo en secreto por el
momento, si antes no explotaba como una olla a presión.
—¿Estás seguro? —insistió Vicenzo.
Pero Francesco asintió. El hecho que su amigo no estuviera crispado por la
noticia, le decía que algo no iba nada bien. Vicenzo lo vio tranquilo, salvo por la
palidez que había registrado Mariam, no se había percatado de lo incómodo y
taciturno que se veía. No sabía si era buena idea. No cuando su mujer estaría en
medio de aquel conflicto bélico.
Conocía muy de cerca la relación de Francesco con Angela. Era la atracción
más grande y monstruosa del parque de atracciones. Se amaban tanto como se
odiaban. Era peligroso, nocivo.
—Lo estoy.
Aún no muy convencido, Vicenzo supo que no podría hacer nada al respecto
hasta que hablara a solas con él. Mientras tanto, no podía negarle a su mujer una
inocente actividad como aquella.
—Sé que con Cesco estarás completamente a salvo, pero Rocco os
acompañará.
Francesco Di Rossi apretó la mandíbula al ver la alegría con la que Mariam
se abrazaba al cuello de su marido y le llenaba la cara de pequeños besos. A él le
hubiera encantado sentir esa felicidad. Pero no era así. Porque tendría que
enfrentarse de nuevo a Angela. Con una maldita mujer con la que aún tenía
cuentas pendientes. Una de ellas sería eterna si sus sospechas no eran erróneas.
Si ese niño era suyo, sangre de su sangre, no habría manera en el mundo en la
que su embustera mujercita pudiera mantenerlo separado de él.
02
La suave melodía para ambientar la librería cambió a Buon giorno
bell’anima. Era una suave y maravillosa sinfonía agradable para el oído y que le
hacía recordar cosas que antes parecían estar muertas.
Angela recordó que Baggio Antonacci, el autor de la canción que sonaba, fue
el primer cantante italiano que había escuchado mientras aprendía el idioma.
Había elegido esa canción justamente por todos los recuerdos que escondía.
Nunca le había confesado a Francesco aquello, en sí, nunca se lo había dicho a
nadie. Lo guardó para sí misma y ahora sabía que había dado en el clavo. Había
sido una buena idea.
No obstante, a él nunca le había importado lo suficiente.
Suspiró.
Rose tenía razón, todo iría sobre ruedas. Una presentación exitosa más para
su larga lista. Era la primera vez que pisaba tierra italiana en casi cuatro años.
Después del horrible final de su historia, no había querido tener nada que ver con
ningún italiano. Ni siquiera se acercaba al restaurante italiano que tanto le
gustaba y solía visitar en New York. Solo quería olvidarse de todo, creer que no
había pasado. Pero no podía. Leandro era la prueba inequívoca que, en algún
momento, Francesco y ella se habían amado. Al menos ella lo había amado.
Venerado como un Dios pagano dispuesta a entregarle todo cuanto tenía. Pero no
cometería ese error nunca más. Ningún hombre merecía tanto fervor. Los
hombres, según su experiencia, tendían a ser aún menos honestos y leales.
Debía ser fuerte.
Solo serían algunas horas y luego sería libre.
Se mordió el labio inferior.
Roma era un lugar de rechazo para ella. No por su ciudad, porque le parecía
encantadora, sino por lo que guardaba entre sus muros. Seguramente para ese
momento ella sería el escarnio social a media voz. Aun cuando era inocente de
todos los pecados que le achacaban. Sería la comidilla. El viejo chisme con
brasas nuevas.
No podía evitar pensar que algo surgiría de improviso. Y eso le daba deseos
de huir. De coger de nuevo el primer ticket que la llevara lejos de allí. Lo
suficiente lejos como para no saber nada de los Di Rossi.
Estaba pensando demasiado en Francesco. Se suponía que ese hombre estaba
más que enterrado y no debía estar resucitando muertos cada vez que podía o
que la oportunidad se le presentaba. Pero desde que había pisado el aeropuerto
Leonardo Da Vinci, todo parecía tener una nueva conexión íntima con él.
No sabía si era la ciudad, el sabor a recuerdos que intentaban colarse por sus
papilas gustativas en cada esquina, o simplemente el afán masoquista de
autoflagelación; pero lo recordaba. Ese antaño no le gustaba. Era parte de lo que
quería dejar en el pasado, pero no podía. Parecía que cada vez que lo intentaba,
algo hacía que lo tuviera más presente que nunca.
En ese lugar había sido feliz, inmensamente feliz. Pero también terriblemente
desdichada. Roma le había mostrado ambos lados de la misma moneda. Ambas
caras de un mismo hombre. Quién la había hecho soñar con una eternidad de
éxtasis y felicidad. Más, así como la ensalzaba subiéndola al paraíso también la
hundió en la más horrible de las depresiones. Lo único que le había dado un
motivo para vivir era la vida que crecía en su interior. Aquel por el que tenía que
mantenerse cuerda en los pasajes más oscuros y difíciles que había tenido que
vivir.
Solo podía rogarle a Dios para que Francesco estuviera demasiado ocupado y
no se percatara de que estaba allí. Si lo hacía, probablemente su presencia sería
catalogada como un sacrilegio.
—Buon giorno, bella signorina. La città eterna e la bella Italia ti accoglie.
—Buon giorno, Julianne —saludó Angela a la mujer. Intercambiaron los
tradicionales y acostumbrados dos besos europeos. Agradeció su bienvenida—.
Grazie mille per l'accoglienza.
—Las puertas están próximas a abrirse, por lo que, dentro de poco,
iniciaremos. ¿Necesita algo, Angela? —comentó en inglés Rosa para su mayor
comodidad.
Angela negó.
—¡Vamos, vamos, entonces! —Apresuró Rose dando algunas palmaditas al
aire en un aplauso—. Es hora de que el show comience. Gracias a Dios tu
italiano es bueno y no necesitamos pagar un traductor. Porque si por mí fuera,
necesitaríamos más un intérprete.
Tanto Julianne, como Angela rieron por la espontánea respuesta de Rose.
Al menos Francesco había hecho algo bueno por ella. Le enseñó a hablar
italiano en los tres años que había durado su matrimonio. Era cierto que seguían
casados pero los últimos tres, casi cuatro años, desde los primeros meses de su
embarazo, ya no parecían uno. Ni siquiera podían verse. Siete años casados con
ningún resultado. Pero sin lugar a dudas, Leandro, su pequeño de tres años, era
el regalo más maravilloso que le había hecho. La única promesa que no tendría
fecha de caducidad porque su hijo siempre sería eso, su hijo.
***
—¡Ya sabía yo que tenía que venir! —canturreó Mariam con los ojos
brillantes de emoción y saliendo del tumulto de gente—. ¿Escuchaste lo que
dijo? ¿Lo que contó de su historia? ¿De cómo comenzó todo?
—Lo hice —sentenció Francesco con la mandíbula apretada.
Angela había trabajado desde abajo para lograr lo que tenía. Había empleado
muchos años de experimentación y esfuerzo para llegar dónde estaba ahora. Era
una mujer trabajadora. Como profesional era buena, pero como persona no tenía
las lealtades correctas. Francesco clavó la mirada en el lugar por el que se perdió
para tomar un breve descanso. Mariam, por su parte, siguió adulando a la mujer
que él intentaba odiar.
—Anda, ven, Cesco —Lo instó Mariam alegremente—. Vamos a recoger
algunas cosas. Quiero, por ejemplo, ese libro nuevo —añoró.
—Adelántate con Rocco, voy enseguida.
La hermosa mujer de Vicenzo arqueó las cejas con curiosidad. Se acercó a él
y trazó mentalmente una posible ubicación de su mirada. Se sorprendió.
—Creo que está soltera —Le comentó en un susurro—. Deberías acercarte a
ella y preguntarle. O siempre puedes invitarla cenar.
«¡Soltera y una mierda!» estuvo a punto de gruñirle, pero recordó lo que le
había dicho Vicenzo aquella misma mañana: “No se te ocurra poner a mi mujer
en medio de una disputa familiar”.
Así que se guardó sus comentarios y le regaló una sonrisa forzada. Intentó
contener su mal humor, pero ver a Angela había sido un maldito tormento. Se
había escondido entre las estanterías para que ella no notara su presencia. No
quería revelarse allí hasta que fuera estrictamente necesario. Hasta que la hubiera
acorralado y su presa no encontrara la oportunidad de correr. Porque sabía que
Angela correría.
Mariam parecía feliz y encantada con ella. Francesco pensó que la española
no sabía juzgar bien a las personas. Ni la conocía, ni siquiera sabía que la mujer
que tanto admiraba era nada más y nada menos que su esposa. Por la que había
comenzado a creer que Carlo tenía razón y las mujeres no eran confiables.
Angela lo había traicionado. Había cometido la más baja y rastrera de las
deslealtades que podía contemplar el ser humano.
Francesco miró a Mariam hacia abajo. Sin tacones, la esposa de su mejor
amigo era una mujer pequeña, pero debía medir lo mismo que su mujer.
—¿No querías ese libro con tanta desesperación? —Le recordó él. Mariam
soltó una suave carcajada y le pidió a Rocco que la acompañara.
Una vez la española se perdió entre las estanterías, él reorientó su vista hacia
Angela. La había seguido con la mirada todo el tiempo, viendo que se
desenvolvía como un pez en el agua. Ese era su elemento. Ella comenzó con un
poco de tensión. Observando hacia todos lados como buscando a alguien. Se
preguntó si es que lo buscaba a él. Pero luego se dijo que era un idiota. No había
manera en la que Angela lo buscara. Salvo que supiera que le debía muchas
explicaciones.
La mujer nunca lo captó.
Él se aseguró de ello y cuando se sintió más relajada su ponencia fue
muchísimo mejor. Francesco la conocía lo suficiente como para saber que los
nervios habían intentado jugarle una mala pasada. Pero no lo habían conseguido,
Angela había logrado dominarlos y encerrar sus inseguridades en una pequeña
caja.
Y ahora sonreía como si en su vida no hubiera ningún tipo de problema.
Ese nuevo conocimiento había sido, para él, como recibir una patada en sus
partes nobles. Ella había seguido adelante. Le había importado un pimiento el no
tenerlo a su lado cuando a él casi lo había destrozado. Angela parecía inmutable.
Casi una maestra en el arte de la traición. Apretó la mandíbula tanto que hizo
sonar sus propios dientes.
No quería reconocerlo, pero ese enfado se había convertido pronto en deseo.
Un ardor galopante que había reorientado el contenido de cada una de sus
venas hacia el sur.
Solo había sido verla allí, hermosa, altiva y muy sexy para que su cuerpo
comenzara a responder a su magnetismo sexual. Porque Angela era una mujer
muy sensual. Tragó con fuerza con la respiración acelerada. Los dedos de ambas
manos cosquillearon al recordar el suave tacto de su piel dorada, o los
estremecimientos que eran la respuesta de sus caricias, de sus palabras. ¡Maldita
fuera aquella mujer! Solo la había visto dos segundos y ya había deseado tenerla
a su disposición.
No sabía si era por seguridad propia, pero ese día se veía impresionante con
ese vestido de cuello joya, manga cero y falda corta acampanada de color marfil
con grandes y primaverales flores acuareladas en tonos rosas, dorados y
naranjas, con un cinturón dorado delgado. Su respiración sufrió un cambio
sustancial cuando vio que calzaba un hermoso par de stiletto rosa. Ella tenía que
recordar lo mucho que le gustaba a él cómo se veían sus piernas torneadas y de
un dorado natural sobre Stilettos. Sobre todo, alrededor de sus caderas pujantes.
Muchas veces habían hecho el amor y le había pedido que se quedara con los
zapatos.
Comenzó a salivar como un hombre sediento que ha naufragado en una isla.
Con mucha agua alrededor, pero sin poder consumirla. Quería catarla como al
mejor vino. Degustar el sabor del último éxito vitivinícola de Carlo y Verón,
desde el hueco de su cuello y confundir sus duros pezones con uvas maduras
mientras la balada combinada de gemidos y jadeos llegaba a sus oídos…
Maledizione!
La falda acampanada fue deliberada.
Si no fuera porque en la televisión la vio cargando a un pequeño de
aproximadamente tres años, habría dicho que era imposible. Angela seguía
conservando su seductor cuerpo, su cintura pequeña. Aunque estaba delgada,
aún se veía saludable.
«Saludable y terriblemente sexy. Tanto que podría llevarla a la habitación
más cercana…»
Lo único que había cambiado en ella era el largo de su cabello. Ahora estaba
un poco más largo y el castaño medio de su color natural, terminaba en unas
ondas largas mucho más claras.
Hermosa, exitosa, inteligente…
Pero no tanto como para no entender que él podría descubrir en algún
momento su secreto. Ya le demostraría cuál era el castigo por esconderle al
pequeño que había visto.
Lo había privado deliberadamente de su hijo y eso no se lo iba a perdonar
nunca. El niño tenía una familia a quien no conocía. Sería el dueño y señor de
todo lo que él tenía y no iba a esperar a que cumpliera la mayoría de edad para
decirle quién demonios era su padre. Porque Francesco estaba completamente
seguro de saberlo. Para bien o para mal y de una forma u otra, iba a encontrar
respuestas a cada una de sus preguntas.
***
Fueron los quince minutos más cortos de la existencia. O al menos eso pensó
Angela cuando vio que no le daría el tiempo para tomarse algo frío. Solo podría
correr al sanitario y regresar.
Pero no importaba.
Al regresar, bebió de la botella de agua que le pasó Rose para aclarar su voz.
Sabía que la había atrapado viéndola con verdadero anhelo. Era un ángel. Se
sentó detrás del escritorio y la ordenada fila comenzó a ingresar. Primero todos
aquellos que pudieran tener algún tipo de preferencia en la atención de:
discapacitados, mujeres embarazadas o con niños y gente grande.
Sonrió al recordar a Leandro y su aversión a llamar abuela a su madre. Él le
decía: mamá grande.
Atendió a poquísimas personas antes que una mujer se acercara a ella con un
libro en las manos. Al elevar la vista, se dio cuenta de dos cosas. La primera, que
el hombre más próximo a ella y que fingía estar allí de forma casual era un
guardaespaldas, y la segunda, que estaba embarazada. Angela se apresuró a
levantarse y rodear el escritorio.
—Hola, para Mariam, por favor.
—Un placer, Mariam —saludó ella mientras abría el ejemplar que le estaba
alcanzando la otra mujer—. Española, ¿o me equivoco?
—Sí, así es. ¿Se nota mucho el acento? —preguntó en un italiano perfecto.
—Un poco, sí —Le reconoció con una sonrisa—. Pero se escucha bien, no te
preocupes. ¿De cuántos meses estás? —indagó, mientras garabateaba algunas
palabras sobre el libro.
—Un poco más de siete meses.
—¿Puedo? —preguntó Angela. Y cuando Mariam asintió, ella le puso la
mano encima de la abultada tripa—. ¿Ya has decidido cómo se llamará?
—Así es. Mi pequeña se llama Judith.
—¡Una niña! ¡Y qué lindo nombre! Espero, de corazón, que todo les salga
bien a ambas, Mariam. Muchas gracias por venir —Angela le extendió el
ejemplar cerrado—. ¿Te divertiste?
—Sí, mucho. Amo la literatura. Yo hago traducciones del inglés al español e
italiano. Pero siempre me ha gustado mucho escribir en mis ratos libres. Tengo
muchas iniciadas, pero supongo que me falta perseverancia.
Angela sonrió.
—No te voy a decir que es sencillo. La primera vez, no lo es. Mi primer
borrador fue hecho en cuatro años. Pero sí te prometo que luego se hace un poco
más fácil. Sigue intentando. Persevera y alcanza.
—Muchas gracias por el consejo —agradeció con amabilidad—. Y espero
que vuelvas pronto por aquí.
Angela no creía posible que eso sucediera; pero le recompensó con una dulce
sonrisa. La cola siguió avanzando y ella, en lo posible, conversó con cada una de
las personas. Le gustaba mucho ser empática y no le resultaba difícil.
Pasarían varios minutos, cuando Angela sintió curiosidad por la agradable
mujer que había atendido casi al principio y alzó la mirada. La buscó por la sala.
Era la única gestante con un vestido maternal de color rojo intenso, por lo que
encontrarla no debería ser un problema. El lapicero con el que estaba firmando
los libros se le resbaló de los dedos al ver quién era el hombre que estaba a su
lado.
Francesco Di Rossi.
El mismísimo diablo en persona.
No sabría nunca decir qué fue lo que tocó primero el suelo, si su bolígrafo o
su alma. Empalideció en el acto y se atragantó. Era la última persona que quería
encontrarse. Pronto, el atragantamiento dio origen a la angustia, al miedo y a una
tos descontrolada que no ayudaba en nada para que sus pulmones se llenaran de
aire.
¿Acaso Francesco se había enterado de la existencia de Leandro y había
decidido enfrentarla por fin? No, seguramente no se trataba de eso. Tenía que ser
una gran casualidad.
La tos cesó con el conocimiento. Se había encontrado cara a cara con la
amante de su marido. ¡Con nada más y nada menos que con la amante
embarazada de siete meses de Francesco!
Lo vio sonreírle, mientras carraspeaba y aceptaba el lapicero que le
alcanzaba la persona que estaba delante de ella. Mariam llevó una de las grandes
manos de Francesco a su barriga.
«Seguramente la bebé estaría pateando» Supuso Angela frustrada. Furiosa.
Pasó al siguiente en la fila, mientras la ira comenzaba a apoderarse de ella
como una toxina. ¿Cómo había tenido la cara tan dura de llevarla allí? ¿De hacer
semejante espectáculo? ¿De ir a restregarle en la cara la nueva familia que estaba
formando? Porque eso era lo que estaba haciendo, el muy desgraciado. No
conforme con arruinar todo futuro posible, todavía tenía que aguantar ese tipo de
cosas. Firmó dos libros más e intentó sonreír, aun cuando dentro comenzó a
destilar veneno.
¡Él le tocaba la barriga a la otra mujer cuando ella se las había tenido que
arreglar completamente sola!
¡Era increíble!
Angela habría dado la mitad de su alma por una sola caricia. Porque su hijo
hubiese conocido a su padre, pero ahora lo veía con sus propios ojos. El bastardo
que tenía Leandro por padre había estado demasiado ocupado como para alguna
vez contestarle los mensajes. Ocupó demasiado tiempo en dejar embarazada a
otra mujer sin importarle lo mucho que ella sufría por él. No era un ser humano.
No podía serlo. No tenía un corazón latente en el pecho. Él era el único italiano
con sangre fría. Era un reptil.
Los celos y la envidia se apoderaron de ella; corroyendo como ácido. Espió
al hombre en cada maldito momento que podía. Un metro noventa de puro y
duro músculo trabajado. Pese a que tenía treinta y siete años, parecía que los
últimos tres no hubiesen pasado por él, como si no hubieran existido.
Como siempre impecable, perfecto hasta el último pelo y arrebatadoramente
sexy. Angela masculló un improperio bajo en portugués, el idioma de sus
ancestros.
No se suponía que tenía que encontrarlo atractivo, menos todavía cuando él
era el culpable de años de llantos y dolor. Menos cuando todas las noches rogaba
a Dios que Francesco comprendiera que ella no era capaz de cometer la más baja
de las traiciones por las que se le acusaba. Porque pese a que el hombre se había
cerrado en banda con lo que creía saber de la historia; ella se juraba inocente.
—¿Te encuentras bien, Angie? —susurró Rose, acercándose e inclinándose
hacia ella—. Por Dios, cambia esa expresión. Parece que alguno de los asesinos
seriales de tus libros te ha poseído.
Apretó con fuerza el bolígrafo y sacudió la cabeza. Liberó de la opresión sus
labios, que se habían convertido en una línea inanimada. No se había dado
cuenta que estaba fulminándolo con la mirada hasta que su agente la sacó del
trance.
Debía calmarse, controlarse. Debía mantener la cordura, aun cuando su peor
pesadilla se había materializado con auténtico desparpajo del otro lado del salón.
—Lo lamento muchísimo, me perdí unos segundos —sonrió y continuó con
la firma.
Pero, de cuando en cuando, no podía evitar que sus ojos se fueran hacia
donde estaba Mariam, con el cerdo desconsiderado de su aún reverenciado
esposo. Porque aquello era bigamia. ¡Él era un hombre casado! ¿Acaso Mariam
lo sabía? Seguramente no, ella no tenía la pinta de las mujeres que salen con
hombres casados ¿o no le importaba?
Carraspeó, intentando controlar sus instintos asesinos. No podría sacarle los
dorados y sensuales ojos para obligarle a tragarlos. Y si se ponía a pensarlo con
un poco de cordura, debía estar feliz que pasara aquello. Así, Francesco no
tendría manera de quitarle a su hijo. Si es que lo llegaba a saber en algún
momento.
«¿Y no sería bueno que intentaras hablar con él otra vez?» Cuestionó su
consciencia. Siempre tan inoportuna. Porque allí donde ella estaba planeando
miles de maneras lentas y dolorosas de torturarlo, su Pepe Grillo interno la
censuraba y le recordaba que no debía tener ese tipo de pensamientos con el
padre de su hijo. ¡Con el hombre que aún era su esposo!
«Vamos, Angie, tienes que aclarar las cosas. Hablar con él y liberar al genio
de la lámpara.»
¡No, de ninguna manera!
Ella no iba a hablar con él. No iba a rebajarse más. Aunque un poco
maltrecho, aún tenía orgullo y dignidad. Ya había agotado los tickets de atención
al cliente para él. Tres años había intentado. Tres malditos años. Incluso le había
enviado por correo la ecografía de Leandro rezando para que entrara en razón.
Pero a través de Nicola había sabido que Francesco simplemente había vetado
cualquiera de sus intentos de comunicación y bloqueado su correspondencia.
Aquella fue la última vez que habló por teléfono con algún Di Rossi.
Y ahora lo tenía en frente. Allí, sin más y tan fresco como una lechuga.
¡Podía irse al infierno!
Ella no iba a ser quien se arrepintiera luego de todo lo que había hecho mal.
Si es que lo llegaba a saber. No sabía si Francesco tenía o no consciencia, y eso
no importaba. Decían que quien ríe al último, siempre es el que ríe mejor.
Angela lo miró una vez más y se prometió que aquella sería la última vez
que lo espiaría. La última vez que lo tendría a escasos metros de distancia. Con
aquello llenaría sus recuerdos, aceptando que él había seguido adelante con su
vida. Pero los ojos dorados de Francesco estaban clavados en ella. Angela desvió
con rapidez la mirada, como si fuera alguien más en la librería. No dándole
importancia alguna; pero con el corazón embravecido dentro de su pecho. Tenía
que hacer como si nada pasara, se lo merecía. Sobre todo luego de tres años, casi
cuatro, de mutismo absoluto. Ella solo viviría para Leandro. No habría nunca
más otro hombre para ella que su pequeño hombrecito.
«Tampoco es que lo haya habido ni antes ni después de Cesco» le recordó su
consciencia. Y ella se preguntó por qué no se callaba y se iba al diablo.
Luego de firmar todos los libros, se levantó de la mesa, agradeció la
asistencia de todos y se marchó de la sala. Salió casi disparada, porque
necesitaba estar sola. En la mitad del pasillo, se encontró con Rose.
—Angela me estás asustando, qué ocurre.
—Francesco está fuera, entre la gente —soltó—. ¿Recuerdas la bonita mujer
embarazada? —Su agente asintió—. Pues bien, viene con él —Rose se cubrió la
boca con una mano—. No digas nada, por favor.
—Sí, porque si me permitieras decir algo, diría que es un canalla.
Angela la observó negando.
—Yo… Solamente quiero irme rápido.
—Por supuesto.
Rose la dejó en el pasillo, mientras ella veía el modo de salir rápido de allí.
Angela al verla irse, se llevó las manos al rostro antes de entrar al sanitario. ¿Por
qué tenía que ser tan gafe? ¿Por qué no podía simplemente salirle algo bien, para
variar? De todas las mujeres que existían en el planeta, Francesco había tenido
que ir a parar con alguien que leía sus libros y que parecía tan agradable, tan
encantadora… ¡¿Por qué justo con ella?!
La puerta de los sanitarios comenzó a abrirse. Angela pensó que seguramente
sería alguien de la librería, alguien que aprovechó que los servicios estaban
libres. Pero nada la preparó para encontrarse con Francesco directamente.
Aún encaramada en aquellos zapatos de tacón aguja, era pequeña para un
hombre tan alto como él. Con tacón del número nueve, ni siquiera le llegaba al
mentón. ¡Maldita fuera su suerte!
—Tenemos que hablar —arremetió él con tan dureza que fue como una
bofetada acerada.
—Ahora soy yo la que no quiere hablar contigo —respondió con una
convicción de la que nunca se había creído capaz. Clavando los ojos en el reflejo
de los ojos dorados del hombre en el espejo.
Francesco apretó los labios; odiándola.
—No te he dicho si tienes ganas o no de hablar. Ni tampoco es una
conversación para invitarte un café. Solo quiero respuestas.
Angela se rió irónicamente. ¿El señor quería respuestas luego de casi cuatro
años?
—A buena hora las quieres —ironizó girándose hacia él—. Deberías
haberlas solicitado antes, ahora, no me da la gana de dártelas.
—No estoy jugando, Angela. Ese niño que tenías en los brazos en Madrid, es
mi hijo, ¿verdad? —Ella abrió los ojos grandes, pero se quedó estática. Incluso
sintió las largas pestañas negras incrustarse en sus párpados. No le perdió detalle
a Francesco, mientras intentaba encontrar una manera de salir de aquello—.
¡Maldita sea, responde a mi pregunta! —La sacudió un poco para atraer su
atención—. ¿Debo entender que tu silencio es un sí?
—Déjame preguntarte algo, Francesco —dijo ella acercándose a él y
levantando la mirada desafiante—. ¿Qué harías si no lo fuera?
Francesco aprisionó los brazos de Angela.
—El niño es una pequeña copia mía. ¡No te atrevas a negarlo!
—¡Suéltame! —Angela se zafó de sus grandes manos y retrocedió algunos
pasos—. No lo negaré. Leandro es tu hijo. Leandro es el motivo por el que te
llamé todos los días por dos años. Así que, si quieres recriminarle a alguien el
que no conocieras a tu hijo, mírate en un espejo y pelea contigo mismo. No
conmigo.
El hombre lo recordaba. Ella lo había llamado incansablemente por dos años.
Los años subsiguientes a su separación. Él no se había dignado a contestar ni
siquiera a escucharla una sola vez. El dolor aún estaba en carne viva como para
asistir a la mujer que más había amado sin tener que odiarse a sí mismo.
—¿Leandro? ¿Ese es su nombre?
—Sí. Leandro Texeira.
—Es un Di Rossi, igual que tú —sentenció él con dureza—. Nuestro
matrimonio en New York aún es válido, así que tanto Leandro como tú, aún
llevan el apellido Di Rossi.
—No nació como tal. Él es un Texeira al igual que yo —reiteró Angela en su
alegato y en tono vengativo agregó—: Pero no te preocupes, seguro que tu nueva
hija llevará tu encopetado apellido. No, tampoco lo hará —Hizo un mohín con
sarcasmo—. Aún no decides si ya pagué lo suficiente siendo inocente y no
firmas el divorcio.
—¿Nueva hija? —Francesco parecía confundido, lo que enfureció aún más a
Angela.
—Te presentas aquí con tu embarazadísima amante de turno, te paseas con
ella delante de mis narices y todavía tienes la desfachatez de hacerte el inocente
—Negó rabiosa, casi mostrándole los dientes—. Deberías volver con ella. Estará
preguntándose dónde rayos te has metido. No necesitas a Leandro. No cuando
tienes a… ¿Cómo dijo que se llamaría? ¿Judith?
—Leandro es un Di Rossi y eso, ni siquiera tú lo vas a cambiar.
—Eso ya lo veremos —terqueó ella para contrariarlo—. Ahora, por favor,
retírate o gritaré.
—Te aconsejo que no me amenaces, Angela —Le aconsejó Francesco y
caminó hacia la salida—. Te espero mañana en los edificios de DRGioielli. Me
debes muchas explicaciones.
Angela entró en pánico.
03
—¡Você, bastardo arrogante, como você pode ensañarte com um pequeno!
Las puertas de la elegante y moderna oficina se abrieron de par en par con el
sonido perforador de la madera. El golpe seco y tosco repercutió en los vidrios
de los grandes ventanales que se dibujaban detrás de su cabeza y le regalaban
una vista privilegiada del centro de la ciudad de Roma.
Francesco alzó la mirada más intrigado que sorprendido.
Nadie en su sano juicio arremetería en sus territorios de aquella manera tan
arrogante. Él era el amo y señor en aquellos dominios. Un emperador que no
tenía demasiada tolerancia con nadie. Ni siquiera a sus hermanos se les ocurriría
hacer algo semejante.
Apretó la mandíbula con fuerza.
Solo había, en el mundo, una persona con la suficiente valentía para ponerse
cara a cara con él. Alguien a quién no quería volver a ver en su maldita vida,
pero a quien observaba en ese mismo momento desde el umbral de la puerta.
La luminosidad de la habitación dibujó la silueta delgada y menuda de la
mujer en el suelo. No necesitaba distinguir todas sus facciones para saber que era
ella. Podía reconocerla entre un mar de gente. No solo conocía su cuerpo, sino
también sabía lo tramposa que podía ser Angela Di Rossi. Su traidora y
reaparecida esposa.
Angela dio un paso hacia delante con determinación renovada. En ese mismo
instante, la pudo ver con total nitidez. Sus ojos topacio estaban inyectados de
odio y rencor. Anegados en lágrimas de frustración. La presión en su mandíbula
le decía que no quería estar allí, pero que, aun así, estaba dispuesta a dispararle
un tiro en medio de la frente de no obtener la respuesta que precisaba.
«Vaya, vaya…Qué interesante. Su mujercita lo había sorprendido una vez
más» Pensó.
La fiereza de la mujer era algo nuevo para él. Ya no era la dama sumisa y
alegre que él había conocido. Aunque seguía igual de hermosa, tres años la
habían cambiado.
Tan hermosa y peligrosa como una sirena.
Una dosis letal para cualquiera que se cruzara en su camino. Él lo sabía muy
bien. Se había envenenado entre sus pechos, degustando el tibio y dulce sabor de
su cuerpo, mientras le juraba que solo sus manos tocarían su piel.
—Señor, lo siento…
Francesco ni siquiera se molestó en decirle algo a su secretaria. La muchacha
parecía intimidada por lo que él le fuera a decir. Casi podía encontrarle la
comicidad a la mirada ansiosa y expectante de su asistente. Era casi como si en
cualquier momento estuviera a punto de explotar un nuevo Big Bang.
Pero no tenía tiempo para calmar ninguna susceptibilidad.
Movió los dedos de una mano para indicarle a su asistente que sus servicios
no eran requeridos en ese preciso momento. La muchacha casi pareció agradecer
el tener que retirarse. Cerró la puerta con extremo cuidado, sin hacer el más
mínimo ruido. Dejándolos solos.
Francesco recién se fijó en Angela. En sus ojeras, en las llamas ardientes de
sus ojos. Pero, sobre todo, en aquel vestido negro que se entallaba perfectamente
a sus delicadas pero deliciosas curvas.
Sacudió la cabeza, mientras Angela seguía vociferando.
No, no la estaba escuchando.
Leerla, para él, era fácil; aunque no así entenderla. Casi pudo palpar su
tensión al estar delante de él. Le daba un morboso placer que lo estuviera
pasando mal. Él también lo había hecho al saber que tenía un hijo del que
desconocía su existencia. Aun así, sabía que no tendría ningún inconveniente en
prestarle una mano para que se relajase. Recordaba muy bien la exquisita
sensación de cuando sus músculos delicados se rendían bajo su toque. Y aquel
pensamiento lo hizo enfurecerse más.
Debía tener autocontrol.
Escuchó, sin comprender, una sarta de palabras que seguramente eran
blasfemias hacia su persona. Podía manejar su cuerpo, el problema era su
lengua. La arpía desvergonzada hablaba en su natal portugués solo por un
motivo. Estaba furiosa.
Maldita sea, quién debería sentirse ofendido era él. A quien le habían
escondido a su único heredero era a él. Pero le causaba gracia el verla en esa
posición. Y esa misma diversión se transformaba en ira ciega por la simpatía que
le despertaba.
¡La había estado buscando por todos los rincones del mundo, pero se había
hecho humo!
Incluso había contratado un detective para que le dónde estaba en tres días
que no se había aparecido desde su fallida reunión. Pero no había ninguna
dirección. Lo único seguro era que de Italia, no había salido. Le había dicho que
Leandro era su hijo y había desaparecido por completo.
Ahora sabía que tenía un hijo y exigía formar parte de su vida. Ya le había
quitado muchos años de la presencia del niño como para que ella tuviera la
osadía de seguir escondiéndoselo por capricho.
Era cierto que él no había querido volver a ver a Angela luego de la
deslealtad y traición que había realizado. No creía que alguien podría estar en
contra de su decisión. Le había sido infiel con el que era su representante y
mejor amigo. Con un imbécil que nunca le había caído bien, pese a que ella
insistía en que era parte de la familia.
¡Y qué parte de la familia había sido! ¡Su amante! ¡Un lindo juego de tres!
Francesco siempre había tenido sus reservas sobre Ray Cardozo. Y no se
equivocaba. La odiaba por ello. Porque había destruido todo cuando habían
logrado tener. No había en su cuerpo ni un solo ápice de consideración para ella.
Porque no se había permitido nunca perdonar.
Leandro era ahora su único lazo verdadero. Porque así como ella no dejaría
nunca de ser la madre, tampoco dejaría él de ser su padre. Le gustara o no.
Angela apretó la mandíbula con ira cuando vio que Francesco no la estaba
entendiendo en lo absoluto. Ni siquiera le estaba prestando la más mínima
atención. Era como hablar con la pared y esperar una respuesta. Pero no estaba
dispuesta a ser ignorada. Ya lo había sido por mucho tiempo. Por el contrario,
estaba dispuesta a trocear a aquel hombre que no le había traído más que
desgracias. Con casi un gruñido de guerra fue hacia el escritorio y palmeó la
madera con fuerza.
¡Iba a escuchar todo lo que le tenía que decir así fuera la última cosa que
hiciera en el mundo!
Si tenía que hacerse notar, ella podía hacerlo. No era nada tímida cuando se
trataba de proteger aquello que más amaba en el mundo. Aquello que él le había
arrebatado por una estúpida venganza que solo estaba en su conspiradora cabeza.
El hombre solo se cruzó de brazos divertido mientras admiraba el numerito.
—¡Nunca pensé que serías capaz de hacer algo tan bajo, Francesco! ¡De
verdad! —Sacudió la cabeza con verdadero enfado—. Te creí muchas cosas,
pero no que hicieras algo así… ¡Cómo puedes ser tan cruel!
—¿De qué demonios estás hablando, Angela? —Gruñó bajo, levantándose
de su cómodo lugar para rodear el escritorio de madera y apoyarse en el borde.
—¡Quiero que me devuelvas a mi hijo! —chilló con los ojos llenos de odio,
mirándolo amenazantemente.
—¿Qué te hace pensar que tengo a nuestro hijo si nunca te has preocupado
que lo conozca? — preguntó arrugando las cejas sorprendido. Una cosa era que
interrumpiera su jornada laboral hecha una posesa y otra muy distinta que
insinuara que podría hacerle daño a su propio hijo. ¡Ni siquiera lo conocía en
persona!
Sus ojos avellana eran fríos. Su cuerpo estaba tenso y Angela pensó que en
cualquier momento saltaría sobre ella a morderla como un animal.
¿Y no quieres ser mordida, Angie? ¿No quieres ser consumida por su fuego?
¡No! ¡No, claro que no! ¡Lo último que quería en esos momentos era
recordarlo a él en ese terreno!
Sacudió la cabeza para recobrar la calma y lo miró más enfurecida que
nunca. Una leona en la mitad de una cacería y con la presa en punto de ataque.
—¡¿Cómo puedes ensañarte con un niño de tres años que necesita a su
madre?! —Le recriminó— ¡Eres despreciable! —Negó, llevándose una mano al
cabello para aplastarlo sobre su cráneo—. ¡No entiendo cómo pude casarme
contigo!
Aparentemente harto de sus acusaciones, Francesco se movió rápidamente y
lo segundo que Angela supo fue que estaba entre sus brazos y la pared más
cercana, siendo consumida por la ardiente sangre de aquel italiano prepotente.
Su cuerpo entero la aprisionaba, la acechaba y su sonrisa maliciosa la provocaba.
Si ladeaba la cabeza ligeramente hacia la izquierda podría volver a sentir el calor
de su boca sobre la suya. Quería, oh sí, pero no podía, debía tener algo de amor
propio consigo misma.
Se odiaba por desear que no solo sus brazos la rodearan como en ese
momento lo hacían, sino también porque la besara y le dijera que todo iba a estar
bien. Las palmas de Francesco recorrieron desde sus muslos hasta sus caderas,
para luego hacerla sentir su calor en el vientre. Ella suspiró.
—Mmm…Leoncita mimosa —susurró él en su oído—. ¿Ya recordaste
porqué te casaste conmigo, primor? —Riendo, la soltó con fuerza. Angela abrió
los ojos como platos.
—Yo… —musitó con la vista fija en él—. ¿Por qué, Francesco? ¿Por qué lo
has hecho?
—¡Ya basta! Dejarás el show en este mismo instante y me llevarás hasta mi
hijo —ordenó el italiano—. Porque te juro, Angela, que pagarás por haberlo
mantenido alejado de mi familia, de todo lo que le corresponde, pero sobre todo
de mí.
Ella tembló afligida, intentando controlar su agitado corazón, pensando que
aquel individuo que tenía delante no se parecía en nada al hombre con el que se
había casado. Aquel al que amaba y que la amaba. Que nunca la usaría como un
maldito trapo. Inhaló hondo, para insuflarse valor.
—Tú debes de saberlo. ¡Tú eres el único responsable! —Lo culpó la mujer
peleando contra él mientras las lágrimas se le caían por el rostro.
En ese mismo instante, Francesco se dio cuenta que algo terrible estaba
pasando.
—¿Dónde está nuestro hijo? ¿Dónde está Leandro?
—Yo… ¡No lo sé! —Angela parecía tan perdida mientras lloraba
desgarradoramente. Su cabeza, por otro lado, parecía un gran enredo de ideas—.
Llegué al apartamento en el que nos escondíamos de ti y no estaba. Francesco,
¡se han llevado a nuestro hijo!
Ella sollozó, desconsoladamente por la verdad. Sus elucubraciones estaban
orientadas por mal camino. Francesco parecía genuinamente sorprendido, con
los ojos abiertos cuán inmensos eran.
—Mi bebé…
—¿Diste parte a la policía? —demandó saber él, pero ella negó. La ayudó a
llegar hasta el sofá porque parecía que en cualquier momento se fuera a
desvanecer entre sus brazos—. ¿Hace cuánto tiempo pasó?
—Llevo buscándolo unas cuantas horas. Nadie sabe que estamos aquí.
¡Nadie! Solo Rose y Clara. Nadie más —sollozó—. ¡Es imposible que Leandro
se haya esfumado por arte de magia!
—Nadie se esfuma por arte de magia, Angela.
Con el rostro descompuesto y la mirada destrozada, Francesco sacó el móvil
de los pantalones de su traje para realizar una llamada. Angela entendió
perfectamente. Su marido llamaba a Fiore, su jefe de seguridad.
—En el menor tiempo posible. Leandro no puede estar perdido. Tiene que
aparecer. ¡¿Me oíste?!
Al terminar la llamada, la repaso de arriba a bajó.
—Levántate, nos vamos ahora mismo a tu apartamento. Tenemos que
recoger algunas cosas —Ella asintió como un zombie. No tenía más fuerza. La
había utilizado toda para enfrentarlo. Ahora, simplemente no sabía dónde más
buscar—. Dame tu dirección.
Angela se lo recitó como una autómata.
¿Qué haría ahora? ¿Qué tipo de madre pierde a su hijo?
Francesco la obligó a entrar en el ascensor. Por el rabillo del ojo la vio tiritar
mientras grandes gotas se precipitaban por sus mejillas y pequeños suspiros le
indicaban que estaba al borde de sus fuerzas.
—Lo encontraremos —Le prometió él poniéndole su chaqueta sobre los
hombros—. Leandro estará salvo, pero debemos apresurarnos. Las primeras
cuarenta y ocho horas son cruciales.
Al abrir las puertas metalizadas, Angela avanzó muy cerca del hombre que
aún era su marido. Este le cedió la primera posición cuando estuvieron cerca de
la limusina. Angela se sentó y esperó. Francesco le daba claras órdenes al chófer,
mientras tecleaba como un poseso en su dispositivo móvil.
04
—Clarita —murmuró una radiante Angela al ingresar en el apartamento que
había alquilado en Roma.
Llevaban casi cuatro días viviendo allí. Era el mejor lugar para esconderse
de Francesco. Exactamente bajo sus propias narices. Estaba segura de que él la
buscaría en New York, en Portugal. Pero esta vez no la encontraría. Aún
pensaba en el miedo aterrador que aprisionaba su cuerpo cada vez que
imaginaba a Francesco arrebatándole a Leandro.
Dejó las llaves sobre la mesita de un solo movimiento. Se quitó el saco
jaspeado en tonos azules y lo puso sobre el brazo del perchero. Seguramente la
muchacha estaba ocupada con Leandro y por eso no la habría escuchado. No
quería perder tiempo, quería correr hacia su hijo. Necesitaba verlo, abrazarlo,
llenarlo de besos y oírlo decir: “mamá”.
Subió las escaleras y fue directamente hacia a la habitación principal.
Frunció un poco el ceño. Para ser un hogar donde habitaba un revoltoso niño
de tres años, el silencio era angustiante.
Preocupada, corrió más rápido por el pasillo. Al abrir la puerta escuchó:
—¡Se han llevado a Leo, señora!
Recordó Angela con mucho dolor, mientras el corazón se le contraía de solo
pensar lo angustiado y temeroso que estaría su pequeño. Se tapó la cara cuando
las lágrimas comenzaron a conglomerarse debajo de sus pestañas una vez más.
¡Había sido tan estúpida!
Llevar a Leandro a Roma. ¡Solo a ella se le ocurría!
Un lugar peligroso y dónde el padre del niño podría tener mil y una
enemistades. Llevarlo sin la protección de nadie había sido un acto suicida.
Ahora su pequeño estaba sufriendo las consecuencias de su propia insensatez.
Lo primero que la embargó fue el terror y la angustia. Habían cerrado su
garganta con una presa de tortura para impedir que pidiera ayuda. No le había
querido creer a Clarita. Nadie podía haberse llevado a su tesoro. Nadie sabía que
estaba allí. Sin dar crédito, había puesto el apartamento patas abajo antes de
aceptar, vencida, la realidad. Entonces presa del pánico, Angela cayó sobre sus
rodillas, sin poder contener por más tiempo la desesperación. Aquello era el peor
castigo que podía tener una madre.
Solo había salido media hora a dejar el correo. ¡No podía ser posible!
El primer pensamiento de Angela, había sido que Francesco los había
encontrado. Que por fin había dado con su paradero y se había propuesto
castigarla alejándola del niño. Llevándoselo con acerbo. Por eso había ido a su
oficina sin importarle que él no fuera culpable. En su mente, era imposible que
no lo fuera. ¡Tenía que serlo! Porque sabía, que pese a todo, Francesco cuidaría a
su hijo como a un pequeño príncipe.
Era su primogénito.
No creía posible que él pudiera ser tan cruel como para hacer que un niño
inocente pagara por lo que creía, eran los errores de su madre.
El descubrir que Francesco no se había llevado a Leandro había sido todo un
shock para ella. Porque la ira y rabia que la había mantenido en pie, se
desvaneció como la volátil esencia de un carísimo perfume destapado.
Él no se había llevado a Leandro. Lo había enfrentado en su oficina y no lo
había hecho. No sabía si podía creer en él. Quería, pero ¿por qué y cómo confiar
en un hombre que no había confiado en ella?
Porque era el padre de Leandro. Así de simple. Y porque el hombre no
tendría reparos en decirle que, efectivamente, él tenía al niño.
Al salir de la oficina, Francesco le había indicado al chófer que los llevara a
recoger a Clarita a la dirección que Angela les daría. Clara salió rápido al ver a
su patrona. Le preguntó si es que sabía algo del niño Leandro. Angela negó. La
muchacha parecía auténticamente preocupada, pero Francesco sabía de sobra
que muchas veces la servidumbre estaba involucrada en este tipo de eventos. Por
lo que decidió que los acompañaría a la mansión de sus padres. Quería tenerla
vigilada. Para ella no era posible que la muchacha tuviera algo que ver. Si Clara
hubiera sido responsable, hacía muchas horas que se hubiera largado de su
presencia.
Pronto todo había cobrado un nuevo sentido de velocidad. Instalaron un
pequeño centro de operaciones en una habitación encabezado por Camilo Fiore,
el jefe de seguridad de la familia entera. Recogió los datos, interrogó tanto a la
muchacha como a ella y se perdió en la investigación.
Se suponía que en la gira debían ir a cuatro lugares en concreto: Madrid,
París, Roma y Berlín. Era algo simple. Nada que no hubiese hecho antes con
Leandro. Al terminar las presentaciones, en vez de volver a New York como
acostumbraba, Angela decidió regresar a Roma, porque sería el último lugar
dónde Francesco la buscaría y porque, en el fondo de su corazón, sabía que
tenían mucho de lo que hablar.
¡Ese había sido su error!
Lo vio cruzarse de brazos y fruncir el ceño con la colilla del ojo cuando se lo
confesó a Fiore.
Seguía lo suficientemente enfadada con él por la escenita en la biblioteca,
como para no querer verlo. Y como Rose se estaba encargando de la querella que
había decidido interponer contra el canal que había revelado el rostro de Leandro
en la televisión, no tenía de qué preocuparse.
Ella salió y cuando regresó, no había pequeño al que cuidar. Clara también
había dado su versión. Sin querer, escuchó que Fiore le decía a Francesco que
Clara era culpable hasta que se demostrara lo contrario. Angela, no había podido
evitar salir en su defensa. Confiaba en la muchacha. Pero los ojos dorados del
romano la habían observado con dureza, casi queriéndola atornillar a la silla y
amordazarla.
«¡Buena suerte con eso, amigo!». Pensó.
Y allí estaba: ¡Sin saber absolutamente nada!
Sentada con los músculos agarrotados en el sillón, mientras sentía todo dar
vueltas a su alrededor como si estuviera en una licuadora. Se sentía succionada
por el centro de aquel remolino que se convertía en un vórtice con una fuerza
incontrolable que amenazaba con desgarrarla.
¿Y si nunca volvía a ver a su hijo? ¿Si no lo encontraban?
Eso no podía pasar. Abrazó con más fuerza el muñeco favorito de su hijo:
Dino, un amiguri suave y pomposo en forma de dinosaurio que le había tejido en
las últimas semanas de su embarazo. Leo no iba a ningún lugar sin su amiguito.
Tenían que encontrarlo.
El terror corrió por sus venas congelando su sangre y haciéndola estremecer.
Ya no le importaba que Francesco no la quisiera, o que no quisiera firmar la
paternidad de Leandro. Incluso, le perdonaría que no quisiera conocer al niño, o
que en un futuro no quisiera formar parte de su vida. Solo quería que apareciera.
Que lo encontrara y lo devolviera a sus brazos.
Respiró hondo. Clavó las uñas en el elegante sillón del salón de estar de la
mansión de los padres de Francesco a las afueras de la ciudad. Si él no quisiera
conocer a su hijo, no habría tomado cartas en el asunto con tanta rapidez, o
quizás lo hacía con el afán de quitárselo.
«¡Dios mío!» rogó internamente.
¿No podía pensar por una vez en su vida que Francesco era un hombre noble,
bueno, y que le pondría a su hijo entre los brazos para hablar como dos personas
civilizadas y llegar a un acuerdo?
Tenía que pensar que Francesco no le quitaría a Leandro. Ella no había sido
la principal responsable de que él no supiera de su existencia.
¡Pero Francesco no era justo, ni mucho menos imparcial!
Angela suspiró cansada luego de ver la hora en su reloj de pulsera. Era tarde.
El día había llegado casi a su fin con un peso titánico. Se sentía maniatada y su
hijo podría estar, para ese momento, en Júpiter.
El dolor de cabeza se agudizó y se sintió como una auténtica muñeca de
vudú a la que le atravesaban la cabeza con una barreta de metal.
— Deja de llorar y bebe esto.
Angela volvió en sí ante la voz medianamente enfadada de Francesco.
Levantó la mirada para posarla sobre el vaso de cristal que él había dejado en sus
manos. Removió el líquido ambarino que descansaba casi inerte y en estado
pasivo, observándolo sin decir nada.
—G-gracias —murmuró contrita. Tiritó, porque sentía un frío de muerte
recorrer su cuerpo, pero estaban en pleno verano.
—Clara, tráele a la señora alguna manta para que pueda calentarse —ordenó
él, examinando a la muchacha correr escaleras arriba para cumplir su cometido.
Luego se fijó en Angela—. Bébelo.
—No quiero, no lo necesito.
Bufando y moviéndose como todo un depredador, Francesco se puso en
cuclillas, con las rodillas flexionadas para que su rostro quedara a la altura del de
Angela. Con una de sus palmas grandes, limpió las lágrimas que se precipitaban
cual lluvia veraniega, anegando sus mejillas sonrosadas.
—Lo necesitas —Siguió limpiando sus mejillas, admirando su tersa piel y el
encantador topacio que brillaba en sus pupilas—. Puedes creer que no, pero estás
helada y absorta.
—Frances…
—Calla y bebe, Angela —la silenció él con dureza—. Te prometo que lo
encontraremos. Eso será mi labor primordial. Lo prometo.
Ella asintió. No sabía por qué, ni tampoco quería, ni tenía la energía para
analizar sus sentimientos; pero se sentía reconfortada. Sabía que Francesco se
preocuparía de encontrarlo. Así tuviera que verificar debajo de todas las piedras
del mundo.
—Gracias —murmuró. Apoyó la espalda completamente en el sillón—
Quiero que esto acabe. Quiero tener a mi hijo a mi lado. Quiero abrazarlo…
Francesco colocó sus manos en los bolsillos del pantalón, para luego sentarse
en el sofá frente a ella.
—Deberías descansar un poco. Por lo que dijo Clara, no dormiste nada.
—¿Crees que puedo dormir con todo lo que tengo dando vueltas en mi
cabeza?
—Al menos deberías intentarlo. Necesitas estar en tus cinco sentidos para
cualquier cosa.
—No puedo —agregó mortificada y dejando el vaso a un costado—. Ese
niño es mi vida.
El hombre no comentó nada al respecto, pero se había dado cuenta de ello.
Había observado a Angela desde que llegaron a la mansión a mitad de la
mañana. Luego de las preguntas de Fiore, ella se había sentado en la misma
posición por horas y horas. Incluso él había llegado a sentir pena por el
agarrotamiento muscular que debía tener, pero había apretado los puños y se
había ido, obligándose a no acercarse.
Ahora que la noche había caído, necesitaban un descanso. Tanto físico, como
emocional.
—Te juro que yo intenté contactarme contigo —balbuceó de pronto Angela,
quien miraba el suelo.
—Lo hiciste, sí. Lo vamos a encontrar — El hombre apoyó sus brazos en la
cornisa de la chimenea dándole la espalda—. Trabajaremos hasta tener al
maldito responsable.
Angela levantó el rostro justo cuando Clarita bajó por las hermosas escaleras
revestidas en madera. Le entregó una abrigadora manta y le preguntó si
necesitaba algo más. Ella negó. Lo único que quería era tener un momento a
solas con Francesco y explicarle.
Tenían tanto de qué hablar.
—No me refería a eso —continuó cuando la muchacha se hubo retirado.
Francesco giró el cuello para observarla—. Te busqué cuando me enteré del
embarazo de Leandro. Intenté decirte. Te llamé, te busqué, te envié correos
electrónicos, pero nunca respondiste. Nunca me diste la oportunidad de contarte
sobre nuestro hijo. Luego simplemente me cansé.
Francesco apretó la mandíbula porque sabía que era verdad. Él se había
negado rotundamente a escucharla, pero nunca se hubiera imaginado que esa
sería la noticia. Pensó, ahora veía que erróneamente, que abogaría por su
inocencia una vez más. Estuvo demasiado enojado con el universo mismo por
aquello y prometió que no le daría ninguna oportunidad de volverlo a engatusar.
Y por eso ahora se sentía tan culpable.
—Supongo yo que te irás pronto. Yo me quedaré despierta toda la noche,
porque no puedo dormir.
—No —sentenció—. Así tenga que traer a un médico para que te atiborre
con calmantes, esta noche dormirás. No puedes más.
Angela hizo un nudo en su lengua para no responderle. Estaba demasiado
agotada.
Temblando, se abrazó a sí misma. Miró al techo. Por varios minutos
simplemente observó la gran araña de cristal que estaba en el medio del elegante
salón.
La tensión caía sobre ellos como un manto grueso y pavonado. Sus silencios
prolongados solo lograban agravar la situación. Los párpados le pesaban, pero
no porque tuviera sueño, sino porque sus enrojecidos ojos no podían más luego
de llorar tanto.
Francesco debía irse a su casa, y no estar velando por su ex.
Tenía ahora a la encantadora española que había visto en el evento y estaba
embarazada.
Solo se preguntaba qué tenía esa mujer que ella no. Mariam era guapa, de
cabello castaño rojizo, sonrisa suave y fácil. Por lo que le había comentado, era
traductora. No era muy alta, como ella, aunque supuso que le llevaría un par de
centímetros. Ojos castaños y grandes. Mariam era hermosamente pálida como
porcelana, mientras que ella llevaba un bronceado suave natural que le daba un
lindo dorado a su piel.
¿Francesco había elegido como compañera a alguien con tanto parecido a
quien, según él, le hizo tanto daño? ¿Con qué finalidad? ¿Quizás quería que
sintiera envidia y celos?
Si esa era la función, lo había conseguido.
Estaba celosa de que Mariam fuera la dueña de sus pensamientos, de sus
deseos, de su cuerpo. ¿Se habría enamorado de ella?
No podía lidiar con ambas cosas a la vez. No ahora. Y en el orden jerárquico,
Leandro era primero. Siempre.
—Debes irte a tu apartamento —comentó ella intentando levantar la bandera
de la paz—. Seguramente te están esperando.
—¿Qué? —exclamó él—. ¿Dejarte sola aquí?.
—Mariam debe estar esperándote —repitió ella echándole un vistazo a su
reloj—. Es tarde y debes irte. Deberías tener mayor consideración con ella, está
embarazada.
Francesco bufó.
—Dudo mucho que a Enzo le agrade la manera despectiva que tienes de
referirte a su esposa y a su hija —explicó duramente—. Debes mantener a raya
tus celos, cara.
—No estoy celosa —se defendió ella con rapidez, pero luego cayó en la
cuenta de lo que acababa de decirle.
¿Mariam era la esposa de Vicenzo Riccardi? ¿Del primo de Francesco?
—Yo no sabía…
Francesco caminó hacia la entrada del salón para retirarse.
—Ahora ya lo sabes y no quiero que vuelvas a referirte a Mariam de otra
manera que como la esposa de Enzo, ¿me has entendido?
Angela lo vio irse completamente enfadado. Respiró un poco más aliviada.
Podía y sabía manejar su ira, pero no lograba controlarse cuando era amable con
ella.
05
Angela apoyó la palma de una mano sobre el vidrio de la ventana y observó
la lluvia que corría reflejando su propio dolor. Se le humedecieron los ojos.
Había llegado a un punto, en el que sus sentidos y pensamientos parecían
aletargados, lentos. Como si estuviera viviendo una frecuencia distinta a la del
resto. Su única prioridad era el volver a ver la carita de su pequeño.
Su hijo era un Di Rossi, tal y como Francesco le había dicho aquel día en la
librería. Él nunca dejaría que su hijo estuviera perdido. Protegería a su sangre
hasta el último día de su vida.
Ni siquiera se le había pasado por la mente el sentarse frente al ordenador
para crear. La simple idea de unir dos palabras en la misma oración le resultaba
un trabajo demasiado grande. Arduo.
Suspiró, pulverizada de cansancio.
La última noche no había podido dormir. Cada vez que cerraba sus ojos, su
mente se encargaba de recordarle lo mala madre que era. Si ella hubiera estado
dónde se suponía que debía, nada de eso habría pasado. Tenía sueños en los que
algún desalmado se ensañaba con un pequeño niño indefenso y no podía evitar
despertar llorando, envuelta en sudor. Para luego, abrazarse el vientre y sentir la
ausencia de su bebé.
Caminó, casi arrastrando los pies por el pasillo, hasta llegar a la cocina.
Refunfuñó sacando una taza para servirse un poco de café. Al cabo de un rato,
mientras bebía el primer sorbo de aquel exclusivo café Blue montaine
jamaiquino, se preguntó si es que había sido una buena idea ir a Roma, en primer
lugar.
¡Todo siempre salía mal en Roma! Siempre. Parecía que la ciudad aplicaba
con ella la Ley de Murphy. Roma no significaba amor, al revés. De eso estaba
segura. Significaba cualquier cosa, menos amor. Negó agitando su cabeza.
Estaba tan perdida en sus pensamientos que no sintió los pasos detrás de ella.
—¿Cómo amaneciste? —La piel de los brazos se le puso de gallina al
escuchar aquella voz baja y vibrante que tenía Francesco. Sin poder evitarlo,
cada célula de su cuerpo retumbó.
Se giró hacia él. Había dado por sentado que él no regresaría aún de la
oficina. Nunca lo hacía antes de las seis de la tarde y solo eran… Consultó la
hora en el reloj de pulsera de su muñeca: pasadas las nueve de la mañana. Una
mueca cínica emergió en el apuesto rostro del italiano. Su marido acababa de
descubrir que ella continuaba recordando la hora exacta a la que solía llegar a
casa. Casa… Hacía mucho que no existía esa palabra en su vocabulario.
—¿Cómo amaneciste, Angela? —repitió la pregunta, desabotonando su
chaqueta para mostrar su perfecto y marcado abdomen empaquetado en un
chaleco a juego con su traje de color azul.
—¿Cómo crees que pude amanecer? —Lo cortante de su voz rompió la
pacífica atmósfera que comenzaba a instalarse entre ellos.
¡Jamás encontraría paz con aquel hombre delante de ella!
—Realmente, te ves como si te hubiera pasado el metro por encima —El
romano jaló una silla para sentarse, acaparando la cafetera.
—¡Qué galante! —Le puso en blanco los ojos, para evitar embelesarse con
él. Lo que le resultaba interesante era que parecía que Francesco había perdido
toda cortesía para con ella.
—Deberías volver a la cama —murmuró de pronto cuando Angela pensó que
la conversación entre ellos había acabado—. Sería lo mejor para todos, antes de
seguir andando como alma en pena por la casa.
—¿Sería lo mejor para todos o lo mejor para ti? —preguntó. No quitando la
vista del contenido de su taza. No deseaba conocer la respuesta. La inquietud
solo había saltado de su boca sin haberle notificado a su cerebro.
—Para mí, el no verte sería maravilloso —respondió él secamente.
Ouch.
El golpe había sido duro y premeditado.
Se encogió de hombros, pero no podía reprocharle nada a aquel hombre que
siempre había sido brutal con las palabras. Lo conocía, y, aun así, se había
enamorado de él. ¿Qué esperaba? ¿Qué iba a ser diferente? Se amonestó así
misma por albergar fantasías de adolescente tonta. Francesco Di Rossi nunca
cambiaría.
Francesco pareció notar que sus barreras estaban en el suelo, porque emitió
un sonido extraño. Una mezcla entre un gruñido poco elegante y un suspiro.
—Ve a la cama, Angela. Necesitas descansar. Estar tranquila.
—No me pidas que esté tranquila, Francesco —Dejó la taza con café en la
orilla de la isla y le apuntó con un dedo. Estaba cansada de que todo el mundo le
dijera que estuviera tranquila—. ¿Cómo esperas que me vuelva a la cama si mi
hijo sigue desaparecido? —dijo enfurecida por su complacencia—. ¡¿De verdad
crees que puedo estar tranquila?!
—Angela, no te alteres —susurró él alzando las manos para que se enterara
que no estaba allí para discutir. Salvo que lo provocara directamente como con la
pregunta anterior.
—Lo sé —Negó la mujer sacudiendo la cabeza y llevándose una mano a las
sienes—, no tienes la culpa —Lo estudió con desconfianza—. Todos somos
inocentes hasta que se demuestre lo contrario.
Como para acallar la furibunda participación de Francesco en la
conversación, la taza en la orilla se precipitó al suelo haciendo que los nervios
resquebrajados de Angela terminaran de romperse. En el acto, ella se puso a
llorar dando un alarido lastimero.
Sus emociones se rompieron como una bombonera de cristal al suelo, y las
lágrimas, cual esquirlas, cayeron por sus ojos, convirtiéndola en un mar de
sentimientos. Tenía los nervios destrozados y mucha menos dignidad de la que
creía por permitir que aquel hombre se vanagloriara de lo que le pasara.
—Ya, dolce angelo, cálmate —La voz de Francesco olvidó cualquier enfado
por la acusación y se volvió dulce mientras la rodeaba en un abrazo consolador
—. Todo saldrá bien.
Ella se pegó a su cuerpo, dispuesta a recibir su consuelo y confort. Lo
necesitaba más que nunca. No quería pasar por toda esa preocupación y sentirse,
también sola. En el calor de sus brazos, una vez había encontrado seguridad,
afecto.
Solo una vez…
Se dejó consolar, mientras sus ojos parecían incapaces de controlar la
inundación que se había desatado. Parecía como si una represa se hubiera roto y
el agua simplemente drenara. Su cuerpo sufrió de pequeños espasmos que iban
intercalándose con suspiros ahogados. Era la única balsa medianamente estable a
la cual aferrarse; porque sabía que, pese a su entereza, él también sentía la
pérdida.
Hundió su rostro en el pecho de Francesco. Se sentía dilapidada, susceptible
y en peligro. Francesco no pudo evitar sentir que ella lo necesitaba más de lo que
parecía. El llanto apeló a su tiznado corazón y se despojó de toda capa de rencor
y resentimiento que había acumulado en esos años. Sintiendo la necesidad de
protegerla.
Comenzó a empaparle el chaleco y la camisa, mientras aquel pequeño cuerpo
convulsionaba con débiles espasmos.
—Todo se solucionará, angelo… Lo prometo —susurró él, gradualmente.
Tenerla en sus brazos de nuevo lo hizo prometer cosas que no sabía si cumpliría
—. Y yo no me moveré de tu lado. Nuestro hijo aparecerá. Podrás cargarlo,
achucharlo y me ayudarás a conocerlo. Yo estaré aquí.
—Eso es lo que me da miedo —Angela le confesó abiertamente entre
sollozos ahogados—. Que te necesite tanto y luego no pueda soportar que no
estés.
Comenzó a despegarse de él, viendo el charco de lágrimas que había dejado
en su chaleco de raso. Levantó la vista hacia sus ojos, cerrando y resguardando
sus sentimientos. Protegiéndose a sí misma. No podía cometer el mismo error
dos veces. No debía darle herramientas para que hiciera con ella lo que él
quisiera. No podía permitirse flaquear, ni mostrarle ninguna debilidad. Debía
recordarlo la próxima vez que tuviera una crisis como aquella.
Carraspeó, bamboleando su mirada a todos los puntos alrededor del hombre,
pero no mirándolo directamente.
—Es mejor que te cambies —susurró alejándolo.
No supo si fue ver sus ojos anegados en lágrimas, la mirada de desdicha
tallada en su iris, o el frío que sintió en su pecho cuando ella se alejó. No supo
nada, solo que luego de tanto tiempo sentía de nuevo esa necesidad latente de
probar sus labios, de dejarse llevar como si fuera un maldito adolescente y
besarla no solo con un simple roce.
Acarició su cabello, sedoso, castaño y largo. Colocó un mechón detrás de su
oreja para poner las manos en las mejillas femeninas para… No sabía para qué,
sólo las puso porque quiso y comenzó a enjugar sus lágrimas, mientras se
acercaba a ella.
Angela se congeló en sus brazos, sin saber si lo que estaba pasando era
correcto o no, si debía pasar o no. Solo sabía que el derrumbarse delante de
aquel hombre no le serviría de nada en un futuro. Su corazón bombeaba
desesperado por la necesidad de ser besada por él una última vez. Nadie la había
besado en esos casi cuatro años y que Francesco lo hiciera de nuevo, supuso que
se sentiría como volver a casa.
¡No podía ser más patética!
Negó mientras él se acercaba poco a poco. Su lucha interior le decía que lo
correcto era apartarlo y decirle que no. Pero quería. Observó los dorados ojos
llameantes de aquel romano, pero no supo el motivo. Angela había dejado de
conocer a aquel hombre hacía mucho tiempo.
Francesco la agarró del mentón con fuerza mientras le gruñía colérico:
—Tus juegos ya no funcionan conmigo, cara.
***
Se recostó en el sillón porque dudaba lograr subir las escaleras sin romperse
el cuello. La dosis de la medicina para la relajación debía ser bastante fuerte,
porque no tardó mucho en caer dormida.
—Señora Angela… —Ella se removió apoyando la mejilla, y moviendo la
nariz—. Señora Angela —Ella parpadeó. Abrió los ojos, se limpió la comisura
de los labios solo para sentarse y así poder observar a Clara—. Lamento
molestarla, señora, pero Mariam Salas está en la puerta de la mansión y quiere
hablar con usted.
Angela se sorprendió y frunció el ceño. Ella no esperaba una visita de nadie,
mucho menos de Mariam.
—Amm… —balbuceó—. Iré al baño un momento, hazla pasar y dile que me
espere unos minutos. Ofrécele algo de merendar y que se ponga cómoda.
Se apresuró a meterse en el cuarto de baño para refrescarse. No podía creer
que tuviera que enfrentarse a Mariam. No sabía cómo atravesar ese puente. En
menos de dos días había pasado, en su cabeza, de ser la amante de su marido, a
la esposa del mejor amigo de Francesco. La culpa aún no la había abandonado y
sentía que no había palabras para disculparse. Lo supiera ella o no.
Aun así, salió a enfrentar el destino con el rostro en alto. Mariam estaba allí,
de pie en la mitad de la estancia y la estudió con atención. La mujer parecía
sorprendida de encontrarse con ella, como si desconociera que era la mujer de
Francesco.
—Sé que debí avisar antes de venir y espero que no te tomes a mal la visita
—se disculpó con un movimiento nervioso de las manos—, pero Vicenzo me ha
comentado por lo que están pasando y quería que supieras que puedes contar con
nosotros para lo que necesites.
Angela se sintió acojonada. Allí estaba aquella mujer a la que había llamado
intrusa tendiéndole la mano. Mordió su labio inferior y parpadeó.
—Por favor, toma asiento —pidió Angela. La mujer se sentó en el sillón y
ella la siguió.
—Realmente aquel día no sabía que Francesco y tú eran…
—Supongo que no es un tema del que hable menudo —inquirió Angela.
—Lo animé para que fuera a hablar contigo y te pidiera una cita —
interrumpió animosamente—. Ahora me siento un poco ridícula, puesto que eres
su esposa.
Angela tragó con fuerza al escuchar aquel recordatorio. En efecto, seguía
siendo la esposa de Francesco.
Azucena eligió justo ese instante para servir a un delicioso té de jazmines.
—Yo… —comenzó a argumentar Angela viendo como la empleada las
dejaba nuevamente a solas. Sabía que tenía que decirle algo muy importante, si
no la consciencia no la dejaría vivir tranquila— quiero disculparme contigo,
Mariam —La mujer se sorprendió por aquellas palabras—. Tú no lo sabes, pero
no he tenido buenos términos contigo. Y lamento mucho haber pensado que
estabas enredada con Francesco.
—¿Qué? —Los ojos castaños de Mariam se abrieron como platos
interrumpiendo su acción devolver a beber de la tasa.
—Lo siento, de verdad. Agradezco que vinieras para ofrecerte a ayudarme,
pero comprenderé si te sientes ofendida. Solo espero que puedas disculparme.
La mujer se sintió completamente avergonzada y esperaba que Mariam fuera
lo suficientemente misericordiosa como para perdonarla algún día. Soltó cuando
vió a Mariam sonreír y restarle hierro al asunto, fue cuando pudo liberar de sus
pulmones el aire que había estado reteniendo.
—No estoy ofendida porque tenemos un bien preciado que es la libertad de
expresión y de pensamiento, pero yo amo a mi marido, Angela. Vicenzo y mis
niños son todo para mí. Francesco es solo el mejor amigo de mi esposo. No
pienses nunca más de esa manera —agarró una de las manos de Angela entre las
suyas—. Comencemos de nuevo, como debe ser. Y sigue en pie el querer
apoyarte en todo lo que necesites.
Ahora fue la portuguesa quien sonrió, aun un poco apesadumbrada; pero
fascinada con el humilde y amoroso corazón de aquella mujer tan dulce. Vicenzo
había hecho una elección maravillosa, había encontrado un cofre con un tesoro
maravilloso.
—Te lo agradezco mucho —palmeó la mano de Mariam. Estaba realmente
agradecida.
—No te preocupes, Angela.
—Angie, por favor. Mis amigos cercanos me llaman de esa manera y espero
que seamos muy cercanas.
—Angie entonces —agradeció—. Por lo que sé, Vicenzo habló con
Francesco. Me lo comentó hace poco y le dije que vendría a verte. No sabía que
fueras tú.
—Ahora ya lo sabes —respondió encogiéndose de hombros.
—¿Se saber algo más de vuestro hijo?
—Nada aún.
—Sé que pronto sabrán algo. Pronto lo tendrás contigo. Enzo le prometió a
Cesco que lo apoyaría y yo estoy para ti. Cuando quieras llámame. Ya que
nuestros maridos son tan amigos, me gustaría que también lo fuéramos nosotras.
—También me gustaría, Mariam —¿Cómo podía decirle que una vez
apareciera Leandro todo volvería al mismo silencio sepulcral y que posiblemente
no se verían más que para cumplir con el horario de visitas del pequeño? Sabía
que Francesco estaría allí para Leo, pero lo de ellos era insalvable. Quería decirle
que podía ir a verla cuanto quisiera, que las puertas estaban abiertas para ella
siempre, pero no se atrevía. No era su casa; pero sabía que Francesco le
reclamaría si no lo hiciera—. Puedes venir cuando desees.
Mariam pareció momentáneamente incómoda.
—Te lo agradezco, pero preferiría evitarlo en gran medida cuando esté tu
suegra.
—¿Donnatela? —preguntó frunciendo el ceño.
—Ella aún no me ve con buenos ojos y, aunque es diplomática, cerrando la
boca, no sé si yo logre hacerlo.
Angela rió.
—No te preocupes, no solo tienes una nueva amiga, Mariam. También tienes
una aliada.
Las siguientes horas, Mariam se encargó de ponerla al día de los últimos
meses. Le contó un poco de cómo había conocido a Vicenzo. Del pequeño dulce
engaño que le había colado y que al final, parecía que todo por fin iba como
debía. Hablaron de Daniel, el hijo mayor de Mariam y Vicenzo, que tenía,
curiosamente, casi la misma edad de Leandro. Su embarazo y varias cosas más.
Incluso intercambiaron números de teléfono para mantenerse en contacto.
Comprendió que tenían muchas cosas en común. Mariam observó la hora en
su reloj.
—¡Es muy tarde! —se preocupó levantándose con prontitud—. Tengo que
regresar a casa.
—Promete que me visitarás pronto.
—Lo haré. Tú mantenme informada. ¿Quieres?
—Claro —Ambas caminaron hacia la puerta—. ¿Quieres que el chófer te
lleve a casa?
—No te preocupes, Rocco vino conmigo, me está esperando fuera.
***
Francesco perdió la cuenta de las copas de licor que ingirió en la última hora.
Presa de la medicación, Angela se había quedado dormida hacía horas, por lo
que le daba el tiempo necesario para estar solo con su conciencia como en un
maldito juicio. El propósito de aquel licor era emborrachar a su cabeza para que
dejara de tejer trampas con su culpabilidad. Decaído, le dio varias vueltas al licor
ambarino en el vaso con un movimiento suave de su muñeca. Hasta el whisky
conspiraba contra él, negándose a embriagarlo en lo absoluto.
Inhaló.
Era una noche extraña de confusión y frustraciones. Francesco nunca había
sentido en carne propia aquellos sentimientos. Le eran completamente nuevos,
desconocidos. Jamás sintió la necesidad imperiosa de abrir las puertas y salir
corriendo. Simplemente correr.
Aquella locura descontrolada solo lograba que las galimatías y el desamparo
sean mayores. No podía desentrampar el hilo de su propia vida. Se sentía
patético. Drenado de toda lógica y lucidez. Seguramente se veía igual a como se
sentía. La realidad por fin lo había alcanzado. Aquel demonio le había estado
pisando los talones y por fin había logrado que trastabillara y cayera.
Lo peor era que solamente caía. Caía y seguía cayendo.
Necesitaba pensar. Arreglar la situación sin inmiscuirse más que con su hijo.
Lanzó un puñetazo a la mesa recordando todas las oportunidades que había
tenido para reivindicarse. Había desaprovechado cada una de ellas.
Bebió.
Quizá el tiempo solo era el producto de una ilusión y no tenía un real valor
como tal. Por lo que recuperarlo era solo el círculo del inicio, como una rueda de
hámster que solo comienza su movimiento cuando el animal se sube en ella.
Lamentaba, de todos modos, no haberse subido a la rueda antes. Se había
perdido de tanto con Leandro. Tal y como la rueda, el tiempo siempre iba hacia
delante. No había manera de invertirlo. Intentar atrapar esos momentos era como
perseguir el viento en otoño. Quizás pudieras atrapar las hojas amarillentas de
los árboles, pero nunca el viento.
—Soy un idiota —murmuró comprendiendo la magnitud de la pérdida. Se
pasó una mano por el rostro con cansancio y bostezó.
Tenía que hacer mucho esfuerzo para no dejar que la cerradura del baúl de
sus recuerdos se abriera. Si lo hacía, estrangularían su cuello, arrebatándole algo
más que la vida.
Fatigado por los acontecimientos, paseó una mano por su rostro para
insuflarse un poco de moral, de valor.
«El coraje lo conquista todo, incluso, da fuerza al cuerpo».
Escuchó a su mentor recitar más de una vez esas palabras cuando niño. Hubo
un tiempo en que las consideró verdades universales, ahora sin embargo,
esperaba que Ovidio estuviera quemándose en el infierno.
¿Cómo podía tener valor cuando era el causante de tantísimo dolor? Intentó
callar sus pensamientos, sus recuerdos, su mente…
Ella nunca se había ido completamente de su cabeza. Lo había intentado por
todos los medios posibles; pero lograba colarse entre las fisuras de su corazón,
una y otra vez.
Ese era un sentimiento que no pensaba volver a permitirse, menos con la
misma mujer. Vació el contenido de la botella de nuevo en el vaso y se lo bebió
de un solo trago.
Pero con la existencia de Leandro, todo se veía bajo un nuevo prisma. Él
quería formar parte de la vida de su hijo y no convertirse en el mismo padre
ausente que solo otorgaba premios o castigos que había tenido él.
—Si no hubiera sido tan estúpido y orgulloso.
Enfureció.
Leandro era su hijo y era lo único que importaba.
Un hijo al que había tenido que perder para encontrar. Hijo, al que ni siquiera
había visto cara a cara.
«Solo momentáneamente » Se dijo, apretando la mandíbula. No descansaría
hasta traerlo de vuelta a su hogar. Sí, su hogar. Porque de ahora en adelante,
Leandro ocuparía el lugar que le correspondía por sangre y derecho, estuviese de
acuerdo Angela o no.
Se daría una ducha para despejar su mente e iría a ver si Fiore tenía alguna
novedad para él, pero antes que pudiera moverse, su jefe de seguridad apareció
con la mandíbula apretada y la mirada clavada en él.
—Tiene que contestar a la llamada, señor —y agregó—. Los secuestradores
han pedido, expresamente, hablar con usted.
06
—Ven, hijo, ven —Francesco endureció la expresión al definir claramente la
mezcla de acentos que regurgitaba aquella llamada: un perfecto inglés con
toques italianos. Acento de la isla, ¿quizás?—. ¡He dicho que vengas, mocoso
llorón!
Los sollozos de su hijo lo golpearon con la fuerza de una comba de
construcción, despertando su ira más profunda y visceral, como lava hirviente en
el cráter de un volcán, dando vueltas e intentando salir con llamaradas. Apretó
los puños, aunque lo que quería era partirle la cara a aquel bastardo. Lo haría
pagar por todo lo que estaba haciendo sufrir a su familia.
Escuchó el llanto del niño al ser jaloneado y sus gimoteos adoloridos
perforaron sus oídos cual arpegio de muerte.
¡Cuándo le pusiera las manos encima a aquel desgraciado no quedaría de él
ni las cenizas!
La sangre de Francesco estaba a punto de llegar al estado de ebullición. Su
pecho rugía por la necesidad, casi animal, de proteger a su cachorro.
—¡Mami! —gritó el niño al teléfono.
—Dile a papi, pequeño, lo mucho que quieres regresar a casa con mamá.
—¡Mamita! ¿Dónde estás? ¡Mami tengo miedo! —Leandro chilló
enloquecido como si le estuvieran haciendo daño—. ¡Mami, mami!
Camilo levantó un dedo indicando que aún le quedaban dos minutos. Debía
retenerlo, para que pudieran encontrarlo, para trastear la llamada. No podían
darse el lujo de perder aquella oportunidad. Los secuestradores ya habían
impuesto sus normas, esperando más de veinticuatro horas para realizar la
primera comunicación. Aquel era un aviso inequívoco de que estaban jugando en
sus manos.
—Por favor —Francesco cerró los ojos y se escuchó rogar por primera vez
en su vida—, no le hagan nada. Es solo un niño.
—Eso debiste pensarlo antes, Di Rossi.
—Podemos llegar a un acuerdo.
—¿Todavía crees que tienes alguna otra alternativa? —rió cínicamente la voz
al otro lado de la línea—. No, papá, no la tienes. Si quieres al pequeño heredero
sano y salvo, tienes que hacer todo lo que se te diga al pie de la letra.
Francesco palideció. Apretó la mandíbula crispado. No era un hombre
paciente, ni mucho menos tolerante. Él quería a su hijo de vuelta. Pero no podía
dejar que la fiera salvaje que rugía en su interior tomara el control. Ya se había
perdido demasiado del pequeño. Si lo hacía, estaban condenados.
—No te atrevas a tocar ni un solo cabello de su cabeza...
—Eso solo depende de ti —le interrumpió minimizando su amenaza—. La
seguridad del pequeño príncipe depende, únicamente, de cuán obediente se
vuelva su papá. ¿Serás un papá obediente, Francesco?
—Te escucho.
—Queremos seis millones de euros en efectivo y ese contrato con Van Horn
que tanto te costó conseguir. Y tienes dos horas.
Francesco miró la hora en el reloj de su muñeca. Era casi medianoche. No
era posible movilizar tanto dinero a esa hora. ¡Tenía que estar bromeando!
¿Acaso creía que los millonarios tenían esa cantidad de dinero escondida debajo
de la almohada? Comenzó a hacer rápidos cálculos mentales.
—¿A las doce de la noche? —gruñó, porque sospechaba que si lo pedía, era
porque sabía que era imposible.
—Papá lo volverá posible, ¿verdad, Leo? Papá tiene que volverlo posible si
no quiere recibir a su hijito por partes. ¿Qué parte le podemos enviar a papá para
que vea que estamos hablando en serio? —Leandro lloró.
—De acuerdo —Le hubiera gustado atravesar con su mano el otro lado de la
línea y estrangular a aquel hombre.
—¡Así se habla, súper papá! Ahora bien, sé que Camilo nos está grabando,
así que dile que la dirección dónde debes dejarlo está en su bonito localizador.
Dile al muchacho que no se canse. Así pase uno, dos, tres o veinte minutos al
teléfono, no va a lograr dar conmigo —rió bajo, dándole a entender a Francesco
que él había hecho eso antes, no era un novato y sabía cómo manejarlo—.
Jugamos el mismo juego. Pero ten presente algo, Di Rossi, porque lo diré una
sola vez: No dudaré en cortarle alguno de sus pequeños deditos a tu hijo si no
tengo lo que quiero. ¿Entendiste?
—Lo hago —gruñó.
La comunicación se cortó de repente, dejando a todo el equipo en el aire. Al
secuestrador le gustaban los juegos. Rejuvenecía con el control de la mesa de
apuestas. No dudaba que cumpliera con sus advertencias de hacerle daño al niño,
pero sí creía que primero se aseguraría de conseguir todo lo que había pedido.
—Ha estado jugando con nosotros —explicó Camilo acercándose a uno de
los monitores para observar que, efectivamente, la dirección estaba allí, pulsando
con un punto verde en el mapa de la ciudad—. No le hará nada al niño, pero su
vena psicópata busca la manera de crear un escenario en la mente de su víctima.
—¡Quiero a mi hijo de vuelta! —El alarido de Francesco inmovilizó a todos
los presentes—. No me importa si es un psicópata, un vulgar ladrón o el rey del
chantaje. Lo quiero vivo, Camilo —La piel del rostro de Francesco estaba tan
estirada, por la tensión de sus músculos, que ninguna maldita arruga o línea de
expresión se le dibujó—. Lo quiero tan jodidamente vivo que sentirá en su
propia carne todo el dolor que le ha causado a Angela, a Leandro y a mí. Esta
humillación la pagará muy cara.
Fiore asintió.
Francesco se hizo a un lado para dejar que los hombres de seguridad hicieran
el trabajo por el que les pagaba tanto y marcó un número. Un minuto después
hablaba con su aún dormida secretaria.
—Necesito que vayas a la empresa y traigas todos los documentos del
contrato que estamos a punto de firmar con Van Horn —Aprisionó el puente de
su nariz—. Habla con Bianchi para que mañana a primera hora se comunique
con las oficinas de Rusia.
—Sí, señor.
—Mi chófer la pasará a recoger en diez minutos, señorita Vega.
Cuando colgó la llamada, pensó de dónde sacaría los seis millones de euros
sin hacer una operación bancaria. Nadie tenía el poder de abrir las puertas de una
institución financiera en medio de la noche. Francesco curvó hacia arriba los
labios. Aún podía solucionarlo todo. Solo tenía que llamar a la persona
adecuada, y afortunadamente él conocía a esa persona.
Andreas Conte.
Él era su salvación.
Andreas era el dueño del Banco Conte de Roma, la entidad financiera
resguardaba la multimillonaria fortuna Di Rossi. Si alguien podía conseguir que
las puertas se abrieran de par en par a esas horas para él ese era su amigo
Andreas.
Francesco agarró de nuevo el teléfono.
—De entre todos los días del mes que podías haber escogido, has elegido
exactamente el más oportuno, Cesco.
Andreas le gruñó un poco a través de la línea. Pero Francesco fue capaz de
leer entre líneas.
—Ocupado con horas de sobretiempo y trabajo forzado fuera de la oficina no
cuenta. Sé que estás disfrutando de unas merecidas vacaciones, pero necesito
que me ayudes con algo de vida o muerte.
—De acuerdo, te escucho —La voz del hombre pasó de jocosa a preocupada.
—Han secuestrado a mi hijo y necesito seis millones de euros para hacer el
trueque —Francesco se paseó por la habitación y comenzó a sentir una corriente
helada en la espalda mientras pasaban los minutos sin respuesta. Parecía que su
amigo se había quedado repentinamente mudo—. ¿Andreas?
—¿Tienes un hijo? ¿Desde cuándo? —Francesco gruñó al oír aquel
interrogatorio—. Ya, hombre, nada de preguntas. Seis millones, ¿verdad?
—Sé que es un problema hacer la transacción a esta hora…
—Un problema para la gente común, amigo mío. No para nosotros —Si
hubieran estado en persona, estaría seguro de que el hombre hubiera guiñado un
ojo—. Llámame en veinte minutos.
—Te llamo en quince.
Lo último que escuchó fue la risa socarrona de Andreas Conte.
Heredero de una cuantiosa fortuna. Filántropo. Amo y señor de la banca.
Respetado hombre de negocios en todas las revistas de finanzas, y acosado por
las que se orientaban más a los asuntos del corazón. Era de la misma guinda de
su hermano Nicola, picado por el mismo insecto y con la misma filosofía de la
vida. Catando mujeres indiscriminadamente en cada puerto. No era nada que él
no hubiera hecho antes, o después de Angela. Pero no ahora. De pronto había
perdido el gusto por todo aquello, porque no podía confiar en nadie.
Quince minutos después, Andreas envió el dinero en un auto blindado.
Francesco le debía una grande a su amigo, porque sabía que aquello lo metería
en serios problemas con el consejo que presidía su padre.
Se giró hacia Camilo y su grupo.
—No quiero que ni una palabra de lo que ha pasado llegue a oídos de
Angela, ¿entendieron?
Todos asintieron y comenzaron a preparar el campo de acción al que se
estaban enfrentando.
Pero, inesperadamente, la puerta se abrió sin que nadie se diera cuenta de
nada.
—¡¿Qué es eso tan importante de lo que no puedo enterarme?! ¡¿Y por qué?!
Francesco se volteó. Angela estaba allí de pie, como si hubiera estado detrás
de la puerta, simplemente esperando el momento preciso para entrar.
—¿Espiabas, cara?
—¡¿De qué se trata, Francesco?! —Él guardó silencio y hermetismo total—.
¡Respóndeme! —No se dejó manipular. Sabía que intentaría hablar de cualquier
otro tema. Nunca le respondería que no. No había estado espiando. Había ido a
por un vaso de agua a la cocina y, sin poder evitarlo, las voces la habían atraído
hasta allí.
Él soltó una maldición en medio de un gruñido de forma peligrosa. No quería
que ella se enterara. Perdería el juicio por intentar salvar a su hijo. Pero lo único
que lograría era que todo se complicara más. Muchísimo más. Por otro lado, si
no le decía nada, ella seguiría allí metiendo sus narices dónde no la querían.
—Hemos localizado una pista y estamos trabajando en ello, pero aún no
puedo darte una respuesta —contestó mirándola directamente. Mintiéndole a los
ojos casi con profesionalidad.
Angela asintió, estudiándolo con cuidado. Como si estuviera decidiendo si
creerle o no. Ella negó. Dolida con él y con la actitud que estaba tomando.
—No puedo creer que me mientas a la cara con algo tan importante —Pero
el hombre ni siquiera se inmutó. Su expresión siguió igual de severa. Ni siquiera
parecía avergonzado por tratar de engañarla con tanto descaro—. Entonces,
¿Para qué necesitas seis millones, Francesco? ¡¿Por qué me mientes?!
Sus dorados ojos percibieron el auténtico dolor que reflejaban aquellos
topacios. Ella negó. La vio tragar, controlarse para no levantar su mano para
golpear su rostro.
—Eso a ti no te incumbe— acentuó Francesco con soberbia. Sabía que ella
querría respuestas, pero él necesitaba que estuviera fuera del peligro. La osadía
natural de Angela era un auténtico inconveniente. Podría poner en riesgo todo,
no solo el intercambio, sino también la vida de su hijo. La de ella misma.
La mujer se limpió la frente, removiendo el cabello de los laterales de su
ovalado rostro para ponerlo detrás de sus orejas.
—¿Qué no me incumbe? —debatió fatigada por tener que batallar también
con aquel hombre—. ¿Acaso te crees con la prerrogativa de decidir lo que me
importa o lo que no? Me interesa cada detalle de la vida de mi hijo. Y así fue,
desde el momento en que supe que estaba creciendo dentro de mí —indicó
colocando una de sus manos en su vientre para acentuar sus palabras—. No te
atrevas a dejarme fuera de esto —Le apuntó con un dedo—. ¡Te lo exijo!
—Cálmate, Angela.
—¿Qué me calme? —coreó ella, incrédula por el aburrimiento que denotaba
en su tono—. ¡¿Cómo demonios puedes pedirme que me calme cuando no sé
absolutamente nada de mi hijo?!
—Él está bien. Te lo prometo.
—¿Me lo prometes? —Angela se acercó acechante—. Yo necesito mucho
más que una simple promesa. Sé que hablaste con los secuestradores. ¡No lo
niegues!
Ella estaba a punto de colapsarse.
Sus ojos cristalinos y aquella mirada perdida eran un potente y atrayente
afrodisíaco para él. En otro maldito tiempo la hubiera tomado en brazos, llevado
a su habitación y hecho hasta lo imposible para que ella se tranquilizara. En otro
tiempo, ella habría mirado por sus ojos. Pero ahora no. Aquella mujer, delante de
él había demostrado una fuerza más que admirable. Apretó las manos para evitar
estirarse y atraerla contra su pecho, a pesar de que era lo que más quería en ese
momento. Le gustaba esta nueva Angela poco callada e independiente. Y eso,
era un problema.
—No lo voy a negar. Ahora tengo cosas que hacer, pero prometo traerte a
Leandro.
—¿Te han pedido un rescate? Es eso, ¿cierto? —arremetió ella con una
metralleta de preguntas—. ¿Puedo ayudar en algo? ¿Le has escuchado? ¿Está
bien? —Siguió con el interrogatorio, casi acercándose a él. No le estaba
otorgando ninguna respuesta. Simplemente se quedaba allí como una escultura.
Camilo le acercó una silla, porque parecía que en cualquier momento iba a
desvanecerse—. Gracias.
—Sí, le he escuchado —Apretó los labios, queriendo decirle más, pero
sabiendo que ella no podría cargar con las amenazas de quien fuera que tuviera
al pequeño.
—¿Cómo está?
—Se oía bien. Pronto haremos el trueque y lo comprobarás por ti misma.
Angela se mordió una uña con nerviosismo. Ocupó el confort de la silla con
ambas palmas en forma de triángulo sobre sus labios.
—¿Cómo sé que no me estás mintiendo? —balbuceó inquieta.
—Supongo que no tienes más remedio que confiar en mi palabra —agregó
irónico al ver su expresión—. Es solo cuestión de horas que Leandro esté de
nuevo bajo nuestro cuidado.
Luego de soltar el aire que había aprisionado en sus pulmones casi desde que
comenzó con la retahíla de preguntas, Angela dijo:
—¿Qué vamos a hacer?
Francesco se percató de la entereza que podía ver en su rostro.
Pese a todo lo que estaba pasando y a que su cuerpo se veía prisionero de
pequeños estremecimientos que anunciaban notablemente su fatiga física y
mental, los ojos topacio de la mujer se clavaron en la mirada dorada con una
nueva fuerza. Se miraron un par de segundos y Francesco no pudo evitar
compararla con su álter ego. En esa situación, la antigua Angela se hubiera
echado a llorar entre sus brazos. Buscando la protección y seguridad de su
cuerpo, y aceptando silenciosamente cada una de sus decisiones. En ese
momento, le sostenía la mirada, desafiándolo.
—No harás absolutamente nada —respondió provocativo con un brillo
picaresco en los ojos.
Sintió el ardor de la lujuria recorrer su cuerpo. Se aproximó a ella solo para
intimidarla un poco. No sabía por qué, pero sentía la necesidad de saber qué
haría esta nueva Angela. Daría un paso hacia atrás o seguiría con las plantas de
los zapatos enraizadas al suelo.
—¡Ni lo sueñes, Francesco! Leandro es tan hijo mío como tuyo, y no voy a
permitir que me dejes fuera de esto —sentenció.
Sin esperar una respuesta, fuera positiva o negativa, Angela se giró y
comenzó a caminar hacia los hombres que seguían armando todo lo necesario.
Antes de que pudiera llegar, Francesco la detuvo cogiéndola del brazo.
—¡Te lo repito, mujer! ¡Tú no harás absolutamente nada! —Su fuerte voz
resonó en todas las paredes de la habitación formando un eco que hizo que todo
el mundo dejara de hacer lo que estaban haciendo para observarlo.
—¡Intenta impedírmelo! —ladró ella reacia, intentando deshacerse de su
agarre.
Francesco le apretó el brazo a su esposa y salió con ella casi a rastras al
pasillo.
—¡Suéltame! ¡Quiero estar presente! ¡Bájame! ¡Francesco! —El romano
aprovechó su ventaja muscular y su altura para elevar del suelo a Angela. Ella
pesaba lo que una pluma. No se había equivocado. Estaba muchísimo más
delgada que en el pasado. Era casi un juego de niños el levantarla—. ¡Te estás
comportando como un idiota! ¡Bájame! ¡Esto no puede ser posible! —refutó y
movió tanto sus brazos como sus piernas para evitar que el hombre lograra
avanzar por las escaleras hacia el segundo piso.
Oírla parlotear estaba acabando con su paciencia. Era demasiado para
soportar y Angela no se lo estaba poniendo nada fácil. La prefería en silencio y
no interfiriendo en la operación de rescate.
—No me hagas amordazarte —Le advirtió él al entrar en la habitación que
Angela había estado ocupando desde que comenzó a quedarse en la mansión.
—¡¿Quién te ha puesto al mando?! —Peleó ella contra él, soltándose de su
agarre nada más cerrarse la puerta.
—¡Lo has hecho tú, al irrumpir como una posesa en mi oficina! —Francesco
se cruzó de brazos como una gran muralla de puro músculo caliente delante de la
puerta. Ella se hizo a un lado, pero el hombre también lo hizo, evitando que
escapara.
—¡Leandro es mi hijo, que no se te olvide! —gruñó ella al verse desplazada
completamente por él —. Esto es injusto. Yo tengo más derecho que tú para estar
allí con mi pequeño. Solo estás jugando a quién puede más. Y claro que tú
puedes más, eres más grande y fuerte. Pero no estoy dispuesta a que me trates
como si fuera una debilucha.
El hombre endureció tanto la mirada, que ella sintió como si varias barras de
acero la atravesaran justo a la altura del vientre. Mientras Francesco avanzaba
hacia ella amenazadoramente, Angela retrocedió para que ambos cuerpos no
entraran en contacto hasta que se golpeó con el pie de la cama y soltando un
chillido, quedó tendida. Automáticamente intentó levantar medio cuerpo, pero el
de Francesco se lo impidió. Su musculado y duro pecho se aplastó contra el
suyo, quitándole el poco aire que había almacenado en sus cortas respiraciones.
Jadeó y estiró las manos para evitar que siguiera avanzando. El tenerlo así, casi
ubicado entre sus piernas solo lograba que su cuerpo se despertara de un
profundo sueño. Él sonreía con una autosuficiencia un poco siniestra, mientras
se acercaba sin ningún reparo, restregándose sin ningún tipo de pudor.
Intentó empujarlo, apartarlo como fuera..
—Basta, aléjate —pidió ella sintiéndose cada vez más perturbada por la
proximidad masculina. Su aroma la envolvía, narcotizándola, paralizándole
desde los músculos hasta el cerebro. Intentó encontrar su voz, pero no sabía
dónde se había metido.
—No.
Francesco agarró las manos de Angela y las puso contra la cama. Le encantó
sentir cómo la respiración de la bonita portuguesa comenzaba a acelerarse.
Cuando los delicados y rosados labios se entreabrieron para poder respirar, quiso
lamerlos antes de morderlos e introducir su lengua en su boca para probarla.
Degustarla. Catarla. Embriagarse de su sabor.
La sonrisita autosuficiente de Francesco siempre la había fastidiado, pero en
ese momento, hacía que sintiera un cálido cosquilleo de advertencia en su
intimidad. No era virgen. Ese mismo hombre que había puesto una de sus
grandes manos sobre su cadera, era el mismo que había deseado con locura por
tantos años y que se había llevado consigo su inocencia, como regalo de bodas.
El mismo que ahora volvía a girar la llave de su deseo, logrando que se
humedeciera, que tuviera que morder su labio inferior para no jadear. Para no
demostrarle lo mucho que lo deseaba.
Sus labios estaban tan cerca, que solo tenía que alzar la cabeza para besarlo.
¿Sería tan valiente de hacer algo así? ¿Cómo lo tomaría él?
—Si tuviera un poco más de tiempo… —comenzó él susurrándole al oído
con una voz una octava más baja de lo normal—. Pero no puedo, il mio angelo
peccatore.
Ella no era su «ángel pecaminoso». Su cuerpo estaba atravesando un
auténtico trance en aquel momento. Hacía muchos años que nadie la tocaba de
esa manera. Tampoco lo hubiera permitido.
La gran mano masculina tocó las sombras laterales de sus redondeados
pechos, para deslizarse por su estrecha cintura hasta llegar a su cadera con una
sola palma.
—Te quedarás aquí —susurró el hombre contra su oreja, sintiendo también el
estremecimiento que atravesó el cuerpo femenino, pero sin saber el mar de
sentimientos en el que estaba naufragando— y obedecerás.
Aquello atrajo a Angela hacía la dura realidad. Ella estaba soñando con
arcoíris y unicornios, cuando su hijo estaba perdido. Secuestrado. ¿Podía ser una
peor madre?
Comenzó a golpear el pecho de Francesco cuando el polvo de hadas de
seducción se hubo acabado.
—¡Maldita sea, Angela! —Se quejó él al sentir el movimiento ondulante de
aquel cuerpo tan sexy chocarse contra el suyo, sin pudor.
Él solo quería asustarla. Que estuviera lo suficientemente alterada para
olvidarse del tema, pero lo único que consiguió fue caer en la misma telaraña.
Sintió su cuerpo vibrar con una fuerza que no había sentido hacía mucho tiempo.
Ella tembló en una respuesta clara a una pregunta no realizada y fue su
perdición.
Con dureza, la misma que estaba creciendo con rapidez dentro de sus
pantalones, asaltó su boca. La urgió a abrir los pulposos labios y dejarle hacer.
Angela peleó, pero aquel beso era tan devastador que sintió que lo único correcto
era colgar los tacones y darse por vencida. Lo besó con la misma urgencia,
gimiendo cuando le soltó las muñecas y se ocupó de sus pechos.
La temperatura comenzó a subir como un juego de feria al golpear con
mucha fuerza el lugar correcto. Los jadeos eran la melodía que juntos estaban
creando de la nada.
No supo cuán delgada era la tela de su blusa, hasta que sintió la cima
enhiesta de sus pezones como una tentadora promesa. Tentadores para las yemas
de sus dedos. Le mordió los labios no una, sino muchísimas veces. Tenía la
necesidad de marcarla, castigarla. Había deseado hacerlo desde que la vio en
aquella librería. Tocar su cuerpo era perderse en las infinidades del paraíso. Se
deshizo de un solo movimiento del nudo de su corbata.
Angela cerró los ojos. Sus uñas se afianzaron entorno a la camisa blanca que
cubría los músculos varoniles, necesitando tenerlo más cerca. Pero más pronto
de lo que hubiera esperado, aquel calor llameante fue sustituido por una
corriente helada.
Cuando abrió los ojos, Francesco ya estaba de pie y la contemplaba con
frialdad. Sus ojos se habían convertido en oro sólido.
La mujer intentó mover sus acalorados miembros para recuperarse de la
vorágine de sentimientos encontrados que la asaltaban. Pero no lo consiguió.
—¡Pero qué rayos! —¡El muy maldito la había amarrado! Francesco no solo
la asaltó y excitó, sino que también, y sin que se diera cuenta, le había atado
ambas manos con la corbata a la cabecera de la cama en un nudo ciego—.
¡Francesco!
Sacudió la cabeza levantándose y comprobando que el nudo estuviera bien
hecho.
El glacial de su mirada la hundió como un barco al chocar contra un iceberg.
—Te quedarás aquí, y es mi última palabra.
—¡Te odio! —Fue lo último que pudo decirle antes del fuerte portazo que dio.
07
Todo estaba listo.
Claudia había llegado y el dinero descansaba en varios bolsos en el maletero
del BMW negro que llevaría a sus hombres y a él al lugar pactado.
El bastardo que había llamado nunca pidió que fuera solo y no era tan
estúpido como para hacer algo así. Solo esperaba que aquello terminara pronto,
por el bien de todos. Que no fuera una treta y que pudiera cumplir con su palabra
llevándole a Angela al hijo de ambos.
Mientras los autos comenzaban a avanzar, perdiéndose en la ciudad para
evitar una emboscada, Francesco bufó frustrado. No era un especialista, pero
algo no le cuadraba. ¿Por qué secuestrar a un niño pequeño, dueño de una
herencia multimillonaria, y solo pedir un estúpido contrato y seis millones de
euros? Sabía que el hombre con el que había hablado no era estúpido. Lo había
podido notar.
Seguramente habría algunos tiroteos, pero él no llevaba encima el revólver
que solía usar. No quería ni pensar en esa posibilidad con Leandro metido en
medio del fuego.
—Señor, estamos a tres manzanas del terreno dónde debemos hacer el
intercambio —El dispositivo de audio sonó fuerte y claro en sus oídos.
—Te escucho.
—Hemos limpiado la zona y no hemos encontrado nada fuera de lo normal,
sin embargo, debe tener cuidado —Francesco ajustó el chaleco antibalas que
llevaba bajo el suéter azul marino—. Si algo sucediera, Enrico lo protegerá con
su propia vida si fuera necesario.
Di Rossi le prestó atención al hombre que estaba sentado a su derecha y le
hizo un gesto con la cabeza. Enrico se lo devolvió, debido a que todos estaban en
la misma frecuencia.
—Tres minutos para la hora pactada —avisó Camilo.
Cuando las llantas del auto pisaron tierra de nadie, Francesco sintió un poco
de culpa por no haberle permitido a Angela ir con él. Quizás la hubiera podido
convencer para que se quedara en el vehículo, segura, mientras él hacía lo que
debía hacer. Pero había tenido que protegerla de sí misma y de su imprudencia.
Antes de salir, le prohibió, tácitamente, a Azucena que la ayudara a escapar.
Sacudió la cabeza.
No era momento para pensar en lo que podía haber sido o no, menos aún de
reprocharse nada. En el fondo sabía que había hecho lo correcto al dejarla fuera
de la operación. Sí, estaría malditamente furiosa; pero estaría a salvo.
Pero aquel no era el momento de pensar en ella, se recordó.
Lo único que verdaderamente importaba en aquel instante era su hijo. Debía
sacarlo del mismo infierno sin un solo rasguño. Con suerte, también podría
romperle el cuello al secuestrador con sus propias manos.
Salió del auto y lo rodeó, atento a cualquier ruido y movimiento a su
alrededor. Había demasiados edificios con ventanas rotas dónde poner
francotiradores. Demonios. No habían tenido demasiado tiempo para movilizar
mucha gente, pero estaba seguro de que harían su mejor intento de salvarlos a
los dos. Aunque si solo uno de ellos podía salir ileso, Leandro siempre sería la
prioridad.
Enrico se bajó del vehículo también, cubriéndole las espaldas.
—¡Muy bien, Di Rossi! —Una estridente voz con marcado acento italiano se
escuchó por todo el terreno baldío, maximizado por los pequeños parlantes que
colgaban en las paredes—. Ya veo que te gusta jugar a los agentes en cubierto —
Rió—. Muy buen juego, por cierto.
—Te he traído lo que querías. Ahora, quiero ver a mi hijo —rugió Francesco.
Examinó todo a su alrededor, poniendo gran interés en cada detalle. Si de
algo servían sus años en el ejército, era, sin duda, para localizar, con exactitud el
escondrijo del peligro que lo acechaba. Cateó de reojo que Enrico se movió
buscando también algún punto de referencia.
La carcajada que soltó el hombre amenazaba con girar la llave de la puerta
del infierno y desatarlo.
—No estás en condición de exigir nada, Di Rossi. Si a mí me da la gana,
puedo entregarte a Leandrito en una ensaladera. Jugoso y bien troceado.
El romano masculló una maldición. Necesitaban un poco de tiempo. Solo un
poco más para localizarlo.
—Así me gusta, niño, mansito como un corderito. Ahora, saca el dinero del
maletero, y déjalo en mitad del campo. El sobre con el contrato también, por
favor.
Enrico y Francesco fueron tras el auto. Mientras el agente cuidaba los
alrededores, él abrió la puerta del maletero.
—Cazzo! ¡¿Qué demonios haces aquí?!
***
Angela vislumbró el desconcierto en la mirada de su esposo y cómo una
nube de furia atravesaba sus pupilas con ahínco, arrasando con toda la sorpresa
que había en sus ojos.
Santo Dios. Realmente estaba en problemas.
Entonces decidió que la mejor defensa era el ataque.
—¡Tú, insensible cabrón, no podrás tenerme apartada de mi pequeño! ¿Qué
te habrá… —Pero su valentía fue mermando al ver cómo él la observaba.
Aquel hombre no se parecía en nada al tipo pragmático con el que se había
casado. Su ira no estaba contenida y parecía que el torbellino que se estaba
formando alrededor, iba a pedir de sacrificio algunas vidas humanas.
¡Comenzando por la de ella! Seguido por la de Clara, su única aliada en la
mansión, que la había escuchado pedir auxilio y había corrido en su ayuda.
—Sal de ahí — Le dio la mano para que pudiera bajar. Angela enmudeció y
al escuchar la dureza de su voz, no pudo evitar estremecerse. Baja, peligrosa, su
voz le indicaba que ni siquiera se le ocurriera llevar a cabo alguna treta—.
Ahora.
Cogió la mano que le ofrecía sin chistar y salió del maletero.
—Francesco, yo…. —comenzó.
—Angela, entra en el coche, y por una maldita vez, obedece —Se volvió
hacia el hombre que sería su pared cortafuegos—. Enrico, pon a mi esposa a
salvo.
—¡Bravo, bambina! ¡Bravo! —La omnipresente voz se carcajeó de tal forma
que hizo a Francesco apretar la mandíbula—. No te muevas de donde estás,
querida. Tenía muchas ganas de conocer a la madre del hermoso pequeño que
tengo en mis brazos.
Angela levantó la mirada hacia todos los lados, buscando con su descuido
natural. Pero le ordenaron que, por seguridad, bajara la cabeza de nuevo. La
puso a buen recaudo debajo de su brazo.
—¡Qué bonita mujercita tienes, Di Rossi! Creo que aumentaré mi botín y me
tendrás que permitir una sola noche con ella… —Francesco soltó una maldición
en italiano—. Así podrá conocer lo que es tener un verdadero hombre entre sus
piernas…
Angela se llevó una mano a la boca al escuchar aquello. La risa macabra,
sedienta de venganza, de odio perforó sus oídos y por fin entendió que Francesco
sólo quería protegerla. Ella allí corría un riesgo de muerte. Era un blanco fácil y
su desesperación de madre, o su rebeldía natural, por tener a su pequeño la haría
cometer cualquier imprudencia que pusiera en peligro la vida de todos, incluso,
la de su hijo.
Francesco asintió, iracundo.
—Todo lo que realmente quieres está dentro del vehículo. Llévate el dinero,
el contrato, pero a mi familia no la tocas.
A Angela se le aceleró el corazón al oír aquello. ¡Santa Madre del Creador!
—Eres un romántico, Di Rossi —Se burló el hombre—. De acuerdo, un trato
es un trato, así que termina de bajar el dinero y tendrás al niño y a la zorrita. Me
siento realmente benévolo esta noche. Ya tendremos otra oportunidad para
probar ese amor familiar.
—Cuida a la señora —indicó Francesco, apretando la mandíbula a su
miembro de seguridad.
—Sí, señor —respondió inmediatamente.
—Fran…—comenzó Angela.
—¡Maldita sea, cierra la boca! ¡¿No crees que ya has hecho suficiente?! —
gruñó para luego ignorarla y ponerse a bajar las tres bolsas de dinero. Por último,
caminó indefenso hacia el centro del descampado.
«¡¿Qué había hecho?! » pensó horrorizada Angela.
Francesco estaba completamente indefenso de cualquier balazo que le
pudieran disparar desde los techos superiores. ¡¿Cómo había podido ser tan
idiota?!
Estaba temblorosa y sin quitarle la vista de encima a su marido, Enrico la
empujó ligeramente para que se apresurara a entrar en el auto.
—¡Oh, no te vayas, querida! La fiesta recién comienza. Verás… Soy
demasiado tradicional —Francesco dejó las bolsas—. Así que no le entregaré al
pequeño tesoro al hombre que lo engendró y que luego le impidió ser parte de su
familia. Mejor, tú, querida, ven… Acércate a la puerta que va a abrirse y entra a
recoger a tu pequeño. Tú tienes más derecho que él.
A Francesco se le detuvo el corazón al oír aquello.
—¡Ella no irá a ninguna parte! —gritó él, mientras su vista corría
desesperadamente por las ventanas rotas de los edificios, buscándole—. ¡Ese no
fue el trato!
—Me da igual el trato. Ella tendrá que recoger a su hijo… Claro, si no quiere
que se lo entregue en partes.
—¡Noooo! ¡Dios, no! ¡Lo juro, iré! —chilló Angela—. Aquí estoy… ¡Aquí!
—Sollozó y golpeó un poco con el codo a Enrico para que la soltara. El agente
de seguridad le apretó más el brazo izquierdo—. ¡Suéltame!
—No.
—¡Suéltame, te lo ruego! —Suplicó casi con histeria—. ¡Por favor, es mi
hijo!
—Déjala, Enrico, pero mantenla con vida —ordenó de pronto Francesco
apretando la mandíbula. Qué otra cosa podía hacer.
Una puerta se abrió y su hijo salió de la mano de una mujer con una máscara
de payaso. De la misma puerta, un hombre fornido y con una media en la cabeza
para desfigurar su rostro, se aproximó a recoger el contrato que dormía en el
sobre amarillo y el dinero, verificando antes que fuera auténtico.
La intrépida Angela corrió hacia el niño sintiendo que el mundo se le caía
encima. Era demasiado impulsiva. Corrió sin importarle que posiblemente su
cabeza estuviera a tiro desde cualquier ángulo. Enrico tuvo que predecir sus
movimientos para mantenerla viva.
—¡Tesoro mío! —Soltó entre lágrimas abrazando al pequeño.
—¡Mami!
Francesco intentó moverse, pero una voz en su oído lo impidió:
—Está rodeado, signore, es no es posible que escape. Tranquilo. Estamos
entrando por el segundo edificio.
—Aún no, maldita sea. Mi mujer y mi hijo están en línea de fuego —rumeó
entre dientes Francesco.
Él se movió unos cuantos metros, porque el hecho que estuvieran entrando al
edificio no resolvía la situación allí abajo. Angela estaba en peligro. Ella,
Leandro, él mismo.
Enrico y Francesco se comunicaron con algunas miradas; sabiendo que, de
alguna manera, nadie había considerado que Angela apareciera en aquel lugar y
al no haber forma de que Camilo se enterara, su seguridad estaba en las manos
de ellos. Estaban solos en la mitad del infierno.
—¡Ni te atrevas a jugármela sucio, Di Rossi! Tengo la cabeza de tu mujercita
y la de tu mocoso en la mira, a la espera de una orden mía para volarles los
sesos.
Angela protegió la cabeza de su hijo contra su cuerpo y corrió hacia el
automóvil negro en un intento suicida de salvarlo.
Lo siguiente que pasó, fue demasiado rápido para que ninguno comprendiera
realmente lo que sucedió. Francesco y Enrico estaban anonadados por la
estupidez que acababa de cometer. Ella corría de regreso protegiendo con su
cuerpo a Leandro, quien comenzó a llorar cuando algunos disparos fueron
ubicados en el suelo, fallando por poco. Francesco abrazó a Angela y a su hijo y
casi los empujó dentro del vehículo. Él y Enrico se agacharon para evitar los
disparos.
Camilo entró en el recinto con permiso de disparar a quemarropa, si se ponía
muy brava la situación, pero intentando tener rehenes para descubrir al autor
intelectual de aquello. Otro grupo entró por el frente, esperando poder recuperar
tanto el dinero como el contrato, aunque eso a Francesco era lo que menos le
importaba.
Al cesar temporalmente el tiroteo, corrió hacia el auto con tal furia que las
aletas de su nariz se abrían latentes.
—¡Eres la mujer más estúpida que conozco! —Le gritó Francesco enfurecido
una vez dentro. Jalándola, la abrazó a ella y a su hijo de nuevo con
desesperación.
—Yo… —comenzó ella.
Sabía que debía disculparse por haber puesto en riesgo la operación. Ahora
sabía que podían haber matado a Francesco, al agente, a ella misma y al pequeño
Leandro.
Sollozó, agradeciendo que todo hubiera salido bien mientras temblaba como
una hoja de papel. Aún sentía las balas golpearse contra la lata del coche.
Francesco tenía una mano en su nuca y la apretaba contra el asiento, mientras la
cubría con su propio cuerpo. Leandro estaba más que protegido en el hueco entre
sus rodillas y pecho encorvados. Su hijo estaba bien. Saldrían de ello.
Las lágrimas de felicidad al sentir las manos de su hijo arrugando su ropa
pudieron más… Al verla llorar, y al ver cómo su hijo se agarraba fuertemente de
ella y le miraba con curiosidad, acunó sus mejillas para enjugar aquellas gotas de
rocío.
Suspiró, sintiendo que todo había pasado, mientras Enrico lograba arrancar el
coche sacándolos de aquel lugar.
Francesco le permitió levantar la cabeza y luego de que le gruñera en
italiano, la jaló con fiereza.
—¿Estás bien? ¿Están bien? —Angela asintió, mientras el pequeño solo se
estrechaba más contra la figura menuda de su madre, y se metía un dedito dentro
de la boca.
Él solo encorvó la espalda para asaltar sus labios porque lo exigía. Necesitaba
aquel contacto y saber que estaban a salvo.
08
Angela se sintió embriagada, como si fuera una adolescente con su primera
copa de champán. Ese era el efecto que ejercía Francesco en ella y al que tanto le
temía. En el pasado, había sido una consumidora frecuente y sabía muy bien
hacia dónde la llevaría. Se mordió el labio mientras sus manos servían de cuna
para el pequeño, que tras vivir la experiencia más dramática de su corta
existencia; podía por fin, dormir plácidamente entre sus brazos.
Ver y sentir a su hijo sano y salvo fue para Angela casi como tocar el cielo.
Sintió la misma alegría que el día que nació, cuando lo vio por primera vez.
Era indescriptible la fuerza con la que su corazón bombeaba alocado en su
pecho.
Aun cuando su mente se empecinaba en recordar los pocos, pero duramente
tentadores besos que había compartido con el hombre que estaba sentado a su
lado. Sacudió la cabeza. Aquello no volvería a pasar nunca más y debía
entenderlo de una vez por todas.
Como si supiera que Angela estaba pensando en él. Francesco se acomodó a
su lado para observar al pequeño. Le pasó un dedo por la mejilla regordeta, pero
el niño se apegó más a su madre, interrumpiendo el contacto. Ella tenía un nudo
en la garganta, porque era la primera vez que padre e hijo interáctuaban juntos.
El silencio que los abrazaba con brazos tóxicos, era incómodo. Se notaba que
ninguno de los dos estaba de acuerdo con la cercanía, pero Angela sabía que el
hombre no diría nada. Lo presentía.
—Suele quedarse dormido en el coche. Le resulta relajante cualquier viaje,
por muy corto que sea —comentó ella con suavidad, susurrando, acariciando los
ensortijados y rebeldes cabellos oscuros de su hijo. Lo amaba tanto—. Tengo
mucho que agradecerte, Francesco —continuó sin mirarlo—. De no ser por ti,
Leo todavía seguiría en manos de esas malas personas. Y no quiero ni imaginar
todo lo que le podrían haber hecho.
—Leandro siempre será mi prioridad —contestó él sin vacilar ni un segundo.
Algo no le cuadró a Angela. Si los secuestradores se habían ido con las
manos casi vacías, entonces cuál era la finalidad del rapto.
—¿Por qué lo hicieron? —soltó súbitamente sin pensar—. ¿Por qué hacer
sufrir de esa manera a un niño?
—Para demostrar que pueden hacerlo —gruñó él. Boqueando por el horror,
Angela levantó la mirada directamente hacia el que aún era su marido.
—¿Estás diciendo que se trataba solo de un maldito juego?
—Me temo que es más que un juego. Es una advertencia —Francesco se
percató del pánico que brilló en los ojos de la mujer—. No te preocupes.
Leandro estará protegido.
Ella negó contrariada.
—Cómo puedes decir que estará protegido… —No pudo terminar su réplica
porque Leandro se removió en sus brazos. Pese a llevar como improvisada
manta la chaqueta de Francesco, tiritaba, y ella procuró envolverlo mejor en su
calor corporal.
—Deja de angustiarte innecesariamente. Mi hijo y tú, van a estar bien. A
partir de ahora, todo estará bien.
Zanjó el tema y atendió a la llamada telefónica que hacía sonar el aparato en
el bolsillo del pantalón. Guardando silencio, comprendió un poco de la
conversación que tenía a su lado.
No había visto a Mauro o a Donnatela en esos cuatro años. Y tampoco se
sentía preparada para enfrentarse a ellos. No los había visto en esos días pero
estaba muy preocupada como para que le importase dónde estaban. Pero ahora
que lo pensaba, ella estaba entre las personas no gratas, en el exclusivo mundo
de los Di Rossi. Seguramente, si pudieran, harían lo imposible por colgarle una
enorme “X” roja en la ropa. ¡La quema de brujas volvería!
—¿Cómo se encuentra? —sondeó Francesco. Había estado espiando la
encantadora estampa de madre e hijo.
—Está un poco inquieto, pero imagino es algo normal dada la traumática
experiencia que ha vivido —Con total ternura, Angela silueteó el rostro del
infante.
—Quiero que le hagan un chequeo completo a Leandro.
Francesco tenía clavada su mirada en los dedos de la mujer. Le mostraba tal
dulzura a Leandro que era imposible el, siquiera pensar, que no era una buena
madre. Angela siempre había tenido cierta inclinación maternal y había
cumplido su deseo teniendo a Leandro.
Ella era una buena madre, pero no por eso una buena mujer.
Se haría un bien a sí mismo el recordarlo y tenerlo muy presente cada vez
que estuviera con ella. Porque lo que había pasado en la habitación de la
mansión familiar no podía volver a pasar.
Angela parpadeó varias veces al levantar la cabeza hacia él al sentirlo tan
tenso como una cuerda de violín. Estaba agradecida, pero se sentía muy triste.
Ellos habían cambiado mucho en esos años. Solo había que ver el aura de
destrucción que se creaba en el ambiente cuando ambos se miraban. Ambos
tenían cargadas las balas y se apuntaban con los ojos listos para presionar el
gatillo a la mínima provocación.
—Yo… —musitó en un tartamudeo sin apartar la mirada. La tensión entre
ellos lograba que el aire se evaporara impidiéndole encontrar el oxígeno
suficiente para respirar. Jadeó bajo, casi imperceptiblemente. Los ojos dorados
del hombre brillaron como si fueran oro caliente en las manos del orfebre.
—Lo importante es que Leandro se encuentre con salud plena —sentenció él
con un gruñido resentido.
Él se giró y volvió a su móvil como si fuera su bien más preciado. De reojo,
Angela pudo percatarse de cómo los nudillos de su mano izquierda quedaban
blancos por la falta de circulación.
Parecía frustrado.
Molesto.
Ella se dio, mentalmente, golpecitos en la espalda. ¡Le complacía su
incomodidad! ¡Ella también lo estaba! Conteniendo un suspiro, fijó la visión en
la luna tintada del coche. ¿Por qué tenía que ser todo tan difícil entre ellos?
Pero entonces recordó como en otro tiempo también había sido así. Para
Francesco o eras amigo o enemigo. Todo lo demás lo consideraba hipocresía.
Por supuesto que en la actualidad entonces ella estaba dentro del selecto grupo
de sus enemigos más íntimos. Cerró los ojos. No quería pensar en el pasado.
Pero por desgracia, la puerta de sus recuerdos seguía siendo aporreada por el
pasado. Aquel maldito pasado era como un cobrador de renta; puntual en cada
mes. Llenó sus pulmones de oxígeno intentando acallar aquella voz interna. Los
labios le latían y picaban como si hubiera mordido un ají picante. No podía creer
que, justo en ese instante, su traidor cuerpo rememorara también aquel beso duro
y sensual que había compartido con su Francesco.
¿Qué diantres estaba mal en ella?
No volvería a cometer los mismos errores. No volvería confiar en la misma
gente que le había mordido la mano.
Entonces, si es que tenía claro que no volvería a caer en la trampa del amor,
¿por qué continuaba con el gusto de atormentarse con el recuerdo de los labios
masculinos magullando los suyos? ¿Por qué no podía olvidar cómo su cuerpo
había resurgido a la vida, después de haber estado sumergido por demasiado
tiempo en un sueño profundo?
Angela sabía que no debía jugar con fuego porque solo había un resultado:
quemarse. Francesco no era de los hombres que perdonaran fácilmente. Él creía
que ella le había sido infiel y no había poder en el mundo que pudiera sacarlo de
su error.
Había sido tan injusto con ella…
Angela perdió la mirada en las bellas calles de Roma y Francesco, aunque no
quería reconocerlo, la estudiaba por el rabillo del ojo para ver cuál era su
reacción a todo el panorama que le había pintado. Lo cierto era que su cercanía
lo estaba matando y alteraba sus nervios poniéndole de mal humor. Quería
estirar la mano, palmear su pierna y prometerle que todo estaría bien. Rodar sus
dedos por su muslo para escucharla contener la respiración.
«Maldita fuera Esmeralda por hechizar al Jorobado» Pensó él. Sí, Angela era
como Esmeralda: hermosa, sensual y engañosa. No quería desearla como un
perro hambriento lo hace con un filete de carne. Quería despreciarla, hacerla
pagar. Castigarla con su absoluta indiferencia. Pero al verla tan cansada por
todos los acontecimientos, en él creció un cálido y tierno sentimiento que
debería extirpar antes que siguiera creciendo. No quería aquello martilleándole
el pecho.
Miró por la ventana para evitar que sus ojos fueran irremediablemente hacia
ella. Se habían prometido tantas cosas. Él había sido sincero en cada una de sus
promesas.
Él había estado enamorado.
Loco por ella.
Por su sonrisa. Por sus ojos. Por su cuerpo. Deseándola fervientemente cada
maldita noche que no la había tenido a su lado. Se había tenido que ganar su
confianza antes de su cuerpo. Para él, acostumbrado a que primero lo colmaran
de placer y luego ni siquiera le pidieran que compartiera con sus amantes, algo
más que su cuenta en el banco, había sido refrescante.
Angela lo había hecho soñar con un amor de ensueño.
Nunca nadie le había preguntado qué era lo que él quería. Había vivido su
vida siempre pensando qué era lo correcto y lo que el resto del mundo esperaba
de él. Del primogénito Di Rossi. Pero Angela le había hecho una simple
pregunta: ¿Si no fueras joyero y no tuvieras que llevar en negocio de tu familia,
qué te gustaría ser?
Apretó los puños, porque en ese entonces había demostrado tener más
corazón que cualquier otra cosa. Pero aún así, le había hecho mucho daño,
demostrándole que nadie era de fiar. Si ella, su mujer, que había sido tan
inocente y que parecía estar llena de valores lo había hecho, entonces, ¿Qué
podía esperar del resto del mundo?
Su traición casi lo había destrozado. Descubrir que le había sido infiel fue
equivalente a saltar de un avión sin tener un paracaídas en la espalda. Ella no se
había defendido en lo absoluto. Negó. Simplemente se había largado del hogar
familiar sin intentar mediar la situación. Lo había abandonado todo por ese
hombre.
Solo tenía que estirar la mano para darse cuenta que ella había vuelto a su
vida. No lo permitiría. No de nuevo. No estaba dispuesto a darle la oportunidad
de terminar con el trabajo que había comenzado hacía algunos años. Si esa era su
misión, iba de lista, porque él no la dejaría dar un solo paso más.
Angela siempre sería la madre de su hijo. Punto. Hasta allí llegaría.
No era de fiar. En lo absoluto. Ni tampoco era el caso de Vicenzo y Mariam.
Sus displicentes ojos dorados barrieron el cuerpo de la mujer dándose cuenta
que su languidez se debía a que el cansancio por fin la había apresado. Ella
intentó correr lo más que pudo, pero ya con Leandro en los brazos, podía
simplemente descansar tranquila.
Él no descansaría nunca en paz. Su paz se acabó el día que la conoció.
Muy a su pesar, el futuro parecía tener brochazos negros en el panorama…
Se giró a contemplar a Leandro. El niño aun dormía soslayado a su pecho.
Quería que su hijo lo conociera y que llegara a quererlo, pero no como una
imposición porque él era el padre biológico. Si no, porque el niño decidía
quererlo. Ese era el motivo por el que no se había acercado a él en primer lugar,
tal y como había querido hacer Francesco. Leandro estaba aún en shock y
necesitaba sentirse seguro. Él no le brindaría esa seguridad. Solo los brazos
reconfortantes de su madre lograrían obrar aquella magia.
Nunca intentaría cortar aquel vínculo.
Estiró la mano y acarició con suma delicadeza la cabecita de su hijo y un
estremecimiento le atravesó el cuerpo. ¡Había tenido que perderlo de las peores
maneras para poder conocerlo! Él mismo se había puesto una zancadilla.
Leandro se removió y el hombre quitó la mano pensando que estaba
incomodándolo.
Suspiró casi tan cansado como Angela. No lo conocía.
Vigilando el sueño del infante, a Francesco le dolió el corazón. No se
perdería ni un instante de su vida desde ese momento en adelante. Lo prometía.
Tenía mucho que enmendar.
Y lo haría, porque no tenía pensado que nadie le arrebatara a su hijo nunca
más. Ni siquiera Angela. Porque no había duda. Leandro era un Di Rossi.
Leandro era una versión reducida de él: la misma mata de cabello negro, los
mismos ojos dorados, la misma mirada. Era su hijo.
Solo él podía perdonarlo por no haber estado allí.
Pronto se dio cuenta que su hijo se había despertado de un sueño reparador.
Lo primero que sus ojos vieron fue el elegante colgante de su madre. Estiró las
manos y comenzó a intentar agarrarlo, tomándolo como su nuevo foco de
atención.
Sonrió.
El hiperactivo muchachito dejó bastante claro que el colgante había perdido
su brillo. Pasó a segundo plano cuando oteó a su alrededor y una nueva chispa de
curiosidad se encendió en sus ojos. El espacio era nuevo y desconocido.
¡Toda una aventura para un niño de su edad!
Se removió entre los brazos de su madre, pidiendo. No, aquel niño no estaba
pidiendo, estaba exigiendo que le dejara en libertad para poder aventurarse a
investigar.
—Mamá —dijo el niño alzando los ojos para que lo soltara, pero ella se
había quedado dormida con la cabeza contra el vidrio de la ventana.
Luego de algunos intentos, Leandro se liberó. Gateó sobre el mueble, y se
agarró con fuerza a los dedos de la mano de Francesco. Tanto padre como hijo se
sorprendieron. Leandro, con mucha curiosidad, la propia de un avispado niño de
su edad, levantó la mirada hacia él.
—¿Quién eres tú? —demandó saber su hijo con la curiosa mirada dorada
clavada en él. Levantó una de sus delgadas, pero pobladas cejas oscuras.
—Tu padre —reveló él saboreando cada letra de la palabra y agradeciendo
que la vida le hubiera dado esa oportunidad.
Esperó a ver la reacción del niño y cuando este dejó de fruncir el ceño,
acarició su cabecita con ternura. El alma cayó, en caída libre, hacia su cuerpo
como si hubiera estado dando vueltas sobre el cuadro. Y pudo respirar tranquilo.
Solo le llevó unos minutos el saber que él haría cualquier cosa por ver sonreír a
aquel niño. Pensó que, a partir de ese momento, no habría fuerza humana
existente que lo alejara de él. Ya se había perdido demasiadas cosas y no pensaba
seguir haciéndolo.
—Papá —dijo el pequeño ladeando la cabeza. Casi catando la palabra
desconocida.
Levantó su cuerpecito y pisó los muslos de su padre para conseguir que sus
pequeñas manos tocaran aquel rostro adusto que había dulcificado su mirada—.
Yo te conozco —murmuró el pequeño con una sonrisa, contento de recordar algo
tan importante.
—¿Sí? —preguntó Francesco—. ¿De dónde?
—Mami tiene una foto tuya —comentó—. La quiere mucho —Hizo un
mohín—. Dice que no debo… debuscar ente sus cosas.
—Te guardaré el secreto —Le sonrió y luego le consultó con curiosidad—.
¿Y puedo saber algo más sobre esa foto, hijo?
El niño se encogió de hombros, pensando.
—Mami dice que fue un tiempo —Arrugó el ceño, buscando la palabra
precisa que había dicho su madre— mucho mejor.
—¿Eso dice mamá?
El niño asintió solemnemente. Agarró la nariz del italiano y comenzó a jugar.
Él rió y le puso un dedo entre sus manitas para evitar que le hiciera daño.
—¿Dijo algo más? —Dudó—. Sobre… Mí.
—Papá ocupado viajando. ¿Terminaste ya tu viaggio, papá?
—Sí —asintió él algo conmocionado—, lo hice —Le acarició la cabecita—.
Ahora estaré contigo más seguido.
—Bene —murmuró y se puso a jugar con los botones de la ventana, pero
espiándolo de cuando en cuando. Francesco casi lo sintió como si estuviera
asegurándose que no desaparecería de pronto o que era una alucinación.
Debía reconocer que le sorprendió el escuchar a su hijo diciendo su primera
palabra en italiano. Al inicio pensó que era solo cosa de su mala pronunciación,
pero ahora no estaba tan seguro.
—Figlio? —Lo llamó en su lengua y el niño elevó la mirada interrogante
hacia él—. ¿Quién te enseñó a pronunciar en italiano?
—¡Mami! —Rió encantado, siguiendo muy bien la conversación con su
progenitor—. También me enseña po-ortuejes…
—¿Portugués? —Le corrigió ayudándole con la palabra.
—Sím.
Leandro le regaló una sonrisa. Se acercó y acomodó su oído en su pecho.
Escuchó, indiscreto, el fuerte latido de su corazón, tan diferente en intensidad al
de su madre.
—Mami —La señaló con su mano mientras movía su cabecita como
queriendo hacer un hueco en el pecho de su progenitor.
—Shh —susurró Francesco—, mamá está durmiendo.
—¿Dumiendo?
—Sí, algo así —Le devolvió la sonrisa y le acarició un moflete.
Un profundo sentimiento creció en su pecho haciéndolo ensancharse de
orgullo, enraizando su cuerpo al del pequeño. Él había formado parte de la
creación de aquel maravilloso y despierto hombrecito.
No pudo sentir más que amor desbordar su corazón. No sabía, hasta qué
punto deseaba tener un hijo, hasta que sostuvo a Leandro entre sus brazos. Hasta
que jugó con él, escuchó su sonrisita. El niño se dio abiertamente a la tarea de
hacer feliz a su padre, sin barreras, sin reservas.
Leandro había aceptado la verdad universal de que su padre había terminado
con todo lo que lo alejaba de él. Su mirada y asentimiento habían sido solemnes.
Casi como si fuera una promesa de hombre a hombre. El niño era un libro en
blanco y él se encargaría de ayudar a Angela a escribir los mejores capítulos de
su niñez.
Francesco tuvo un nudo en la garganta por algunos segundos, mientras se
prometía que nunca volvería a pasar por una situación similar. Porque había
tenido que perder a su hijo para encontrarlo.
Se pasó el resto del corto camino jugando y disfrutando de su recién
estrenada paternidad. No recordaba haber sonreído tanto en tan poco tiempo,
pero aquel niño extrovertido y curioso, buscaba la manera de tenerlo pendiente
de él, olvidando momentáneamente dónde estaba y quien dormitaba solo escasos
centímetros más allá.
—Señor, estamos llegando.
Francesco codició más de aquella felicidad. Quiso cerrar el puño y guardarla
en sus manos para siempre.
—Grazie —declaró él. Su hijo hizo un mohín ladeando la cabeza hacia un
lado. Estiró la mano y le movió el hombro a Angela—. Cara, ya hemos llegado,
despierta, bella smeraldo.
—¡Mami! —exclamó el pequeño.
Angela se desperezó. Se tocó la altura del pecho con las manos y al no sentir
el peso de su hijo se enderezó bruscamente, buscándolo asustada.
—¡Leo!
—Relájate, cara, Leandro está a salvo.
—¿Dónde estamos? —curioseó ella, acomodándose recta en el asiento. Se
pasó una mano por el rostro somnoliento y el cabello revuelto.
Francesco tuvo que reprimir el impulso de poner orden en sus ondas
rebeldes.
Los vaqueros, las zapatillas y el jersey negro que llevaba, tampoco lo
ayudaron. Lucía tan inocente como una virgen. Como la virgen que una vez él
conoció. Se recriminó mentalmente así mismo. Aquella mujer lo hacía pensar en
cosas prohibidas. Cosas que no debería estar pensando.
Sacudió la cabeza para espabilarse y contestar:
—En casa.
09
—¡Debiste avisarnos acerca de este problema, Francesco! —regañó su madre
cortando la distancia que los separaba de ellos. Ni siquiera había terminado de
cruzar el pasadizo de la casa, cuando ya había un aura tensa en la mansión.
Donnatela deleitó sus pupilas con la presencia de su primer nieto. Leandro se
encogió contra el pecho de su padre, buscando protección—. ¿Es él? ¿Es mi
nieto? —La mujer dulcificó la mirada, acariciando con sus dedos la espalda
contraída del pequeño—. Hola, cariño.
Angela se fijó en que su hijo se aferraba más a la ropa de su padre y no
despegaba la mirada, ni siquiera por curiosidad. Algo muy extraño en él.
Negando, estiró los brazos para que Francesco le entregara al pequeño.
—Dámelo, está un poco asustado.
La confusa abuela se colocó cerca de Angela para no perderse ningún
instante de aquel querubín de rizos oscuros.
—Pobrecito mío. Es un niño muy bello, cara. ¿Puedo? —Extendió las manos
hacia ella—. ¿Me dejarías cargarlo?
Angela apretó la mandíbula.
Donnatela Cesare era una mujer de porte aristocrático, pero con un profundo
y enraizado complejo de superioridad. Siempre perfecta. Siempre impecable.
Con los años había comenzado a preguntarse cuántos tipos de productos
distintos para el cabello tenía que usar para que, pasara lo que pasara, nunca se le
moviera ni uno solo de sus cabellos rubios de corte bob long. No había cambiado
en nada en todos esos años. Seguía igual de fría y calculadora que siempre.
Aunque el pequeño brillo que destellaba en su mirada al mirar a su nieto le
demostraba que el hielo de su interior también podría derretirse.
—Angela —La amonestó con severidad Francesco por su falta de reacción.
—Sí, claro que sí.
Leandro se removió en una clara negativa, rodeando el cuello de su madre e
impidiendo que lo separara de ella.
—Mi amor —canturreó Angela afectivamente con suavidad—. Es la nonna.
La abuelita Donna.
—Avó Mecia? —susurró el niño en un torpe portugués, con la cara oculta en
el hueco del cuello de su madre.
—Sí, cariño —asintió Angela dándole un sonoro beso en la mejilla. Este rió
—, como la abuela Mecia.Donnatela es tu abuela. Madre de tu padre.
Aunque no muy convencido, Leandro aceptó que la mujer lo sostuviera en
brazos.Donnatela se deshizo en mimos y en palabras de adulación para su primer
y único nieto hasta el momento; pero el muchachito no le importaba ser adulado,
porque lo único que hacía era observar que su madre estuviera cerca. Dispuesto a
ponerse a llorar en el momento en que ella se alejara demasiado.
La mujer se dio cuenta en cómo el resto de la familia de Francesco parecían
complacidos con el cuadro familiar. Incluso Carlo, parecía genuinamente
interesado y no le perdía detalle alguno. Angela se preguntó donde estaba el
huraño hombre que no decía más de tres escuetas palabras. No podía negar que
el hermano mediano de Francesco, con su cabello y ojos oscuros parecía,
incluso, más brutal que antes. Más frío. Angela se preguntó si al pararse cerca de
él, también emitiría esa onda fría. Carlo era un atractivo demonio escondido
debajo de aquel traje sastre azul, aparentando ser humano. Le sorprendió que el
hombre no soltara alguna de sus crueles ironías, pero supuso que estaba
guardándoselas para el momento preciso.
—Soy la nonna Donnatela. Nooonna Donnaa. —murmuró con suavidad para
no asustarlo. Caminó hacia su esposo—. El nonno Mauro —El hombre lo saludó
y le acarició los regordetes mofletes.
—¡Precioso, bambino! —alabó Mauro Di Rossi, patriarca de la familia,
acercándose a Leandro y dándole un pequeño beso en la frente que sorprendió a
todo el mundo.
Mauro, era un caballero por todos los costados, casi tan alto como Francesco
y con su cabello entrecano brilloso, elegante, que lejos de hacerlo más viejo, solo
le daba un aura misteriosa y de experimentada sofisticación. Vestido
completamente de gris, con un chaleco de punto un poco más claro que su traje
sastre y una camisa blanca, el septuagenario, era un hombre muy atractivo con la
clásica belleza masculina italiana; pero de mirada adusta. Los mismos ojos
dorados de Francesco, pero en él se veían de hielo. Como si una llama de fuego
poco alimentado estuviera atrapada en una capa sólida de hielo.
—Él es tu zio Carlo —Leandro escudriñó los ojos oscuros del hombre y
prefirió no acercarse demasiado.
Angela entendía a su hijo. A ella también le daba miedo su cuñado. Incluso,
quizás mordía.
Sonrió.
Hábilmente, leyó enseguida la llamada de auxilio en los ojos del pequeño.
Estaba incómodo y buscaba la seguridad de los brazos de su madre. Empujaba a
su abuela y emitía el clásico sonido de un niño fastidiado.
—Y el zio Nicola.
Nicola Di Rossi, era un encanto. Era el hermano más agradable. Guasón y
entretenido. Co-propietario, junto a Varian Riccardi, de D&R Motors Company.
En América, como en otras partes del globo terráqueo, sus modelos de autos
eran de los más cotizados. Había oído que le iba muy bien y su fama de piloto de
carreras crecía conforme a las victorias en el deporte de los fierros. En el pasado,
Angela hasta lo había considerado un buen amigo. Sacudió la cabeza, porque era
también un Di Rossi, y no se podía dar el lujo de confiar en ellos de nuevo.
Cuando el susodicho se aproximó para saludar al miembro más joven de la
familia. Leandro no soportó por más tiempo el desfile de desconocidos rostros y
se arrancó a llorar en un fuerte berrido.
—Mami, mami… Mami ven, mami —Estiró sus manos, pidiéndole que lo
rescatara. Angela se mordió la lengua y apretó los puños. Francesco la
crucificaría si le quitaba al niño a su madre. Intentó quedarse lo más
apaciblemente posible, pero los berridos de su hijo alteraron a todos los allí
presentes.
—De acuerdo, de acuerdo, cariño —Trató de calmarlo Donnatela, quien no
parecía muy familiarizada con la situación—. Vamos con mamá.
—Mi niño hermoso —Lo aupó Angela—. No, mi vida. No tienes que llorar.
Tu abuela te quiere. Sé que no los conoces, pero ellos te quieren mucho. Tu
abuela, tu abuelo. Tus tíos… Ya, ya —consolaba. Leandro ocultó su rostro
lloroso en su pecho—. Shhh… Shhh... Lo siento, Nicola.
—No te preocupes, preciosa —murmuró con alegría el hombre. Nicola era lo
opuesto a sus hermanos. Vibrante, alegre, cálido. Igual de guapo, con los ojos
dorados y el cabello castaño claro. Angela comprendía por qué las mujeres
estaban vueltas locas por él—. El pequeño hombrecito es igual de terco que su
padre. Él sabe lo que quiere y no tiene miedo de hacerlo notar.
Francesco sacudió la cabeza. Parecía más un reproche que una alabanza,
pero no le importó. Igual lo hacía sentir absolutamente orgulloso.
A Francesco algunas preguntas le rondaban la cabeza. Y si quería aclararlas
más le valía comenzar a indagar desde ahora.
—¿Cómo se han enterado de esto?
Mauro Di Rossi, metió una mano en el bolsillo de los pantalones. Caminó
con paso decidido mientras la adusta mirada y expresión no abandonaba la de su
hijo. Cuando estuvo cerca, Angela pudo notar que no era enfado lo que había en
su mirada, sino tristeza.
—Llamé a Andreas Conte padre, para realizar unas transacciones —Enarcó
las cejas—. Entonces rápidamente dio por sentado que era para el rescate de mi
nieto —Sus ojos centellearon. Francesco simplemente le sostuvo la mirada sin ni
siquiera pestañear. No había ningún rastro de emoción en él. No se sentía
intimidado en lo absoluto—. ¡Un nieto! Imagina mi sorpresa.
—No quería que conocieran a nuestro hijo de esa manera —Se disculpó él
secamente. No era un hombre que acostumbrara a errar, y mucho menos a
entonar el mea culpa. A Angela casi se le cae la mandíbula.
—Lo que me resulta poco acertado de tu parte, hijo, es que no recurrieras, en
primera instancia a nosotros, a tu familia. Habían raptado a tu hijo, a mi nieto, y
ni siquiera tuviste la decencia de informarnos —increpó el patriarca de la
familia.
Francesco hizo un movimiento con su boca, exasperado.
—Tu padre tiene razón, hijo —secundó Donnatela, evidentemente tan
molesta como su marido, pero intentando llamar a la calma.
—Decidimos tratar el asunto con la más absoluta discreción —sentenció
Francesco—. Ni la familia de Angela ni ustedes estaban al tanto. Los
secuestradores fueron claros en sus exigencias y no podíamos correr ningún
riesgo. Y no creo que ustedes tuvieran el dinero que se necesitaba debajo de la
almohada.
—Hay muchas cosas de las que no estábamos enterados, por lo visto —
contraatacó con mordacidad Mauro, quien contempló a su hijo con censura.
Por lo visto, y por más que pasaran los años, la relación entre padre e hijo,
seguía siendo tirante. Hostil. Una constante lucha de poderes. Francesco molió
sus muelas y endureció su expresión. Una tormenta se avecinaba y los pillaría a
todos en medio.
Angela comenzó a sentirse un poco mareada y se tambaleó con el pequeño
niño en los brazos. Francesco le pasó una mano caliente y grande por la espalda
baja para ayudarla a estabilizarse, olvidándose de la lucha que había tenido con
su padre.
—¿Te encuentras bien? —inquirió preocupado.
La mujer se acercó un poco más a él, sintiendo que se caería. Por unos
segundos se quedaron allí en silencio. Francesco la sostenía y Angela dejaba que
él lo hiciera por decisión propia. Tragó con fuerza.
—Sí… —susurró.
—Angela, hija, siéntate por Dios bendito —pidió Donnatela, guiando a todos
hacia el salón—. Seguramente estarás agotada por todos los acontecimientos de
estos últimos días. ¿Quieres que llame al médico?
Ella negó. Solo dejó que Francesco la ayudara a llegar a uno de los muebles
Luis XV que había en el salón dorado. Respiró hondo varias veces. Agradecía
que su repentino mareo hubiera puesto paños de agua fría en la disputa familiar.
Apretó a su hijo. Desde su pecho, escondido entre los pliegues de la ropa,
Leandro espió a todos con bastante curiosidad.
—Afortunadamente no hay nada que lamentar. Angela y Leandro se
encuentran bien y todos podemos disfrutar de un buen momento en familia,
¿verdad? —preguntó Donnatela con agradecimiento—. Lo que no logro
comprender aún es qué era lo que querían.
—Lo que quieren todos. Dinero —argumentó Carlo e inquisitivamente
condujo su acusadora mirada a Angela.
Culpable.
La había declarado culpable sin ni siquiera darle la oportunidad de un juicio
justo.
Ella sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsal. No sabía qué era
peor, si el intenso desprecio que, al parecer, sentía su cuñado por ella y que no se
molestaba en disimular, o el miedo que la encogía cada vez que sus miradas se
cruzaban la una con la otra. Dios, ese hombre parecía haber perdido el alma
hacía mucho tiempo. Se preguntó, no por primera vez, si la responsable de toda
aquella amargura era Sandra, la mujer que lo había abandonado el mismo día de
su boda. Un tema completamente tabú en la familia Di Rossi. Pero la joven había
sido un fantasma en cada intento de relación que tuvo Carlo.
No obstante, Carlo Di Rossi era un reconocido viticultor de producción
internacional. Los viñedos que poseía eran hermosos y prósperos. Los había
visto una vez y quedó maravillada. Él y Verón, gemelo de Varian Riccardi, eran
socios y su producto había sido galardonado en diferentes certámenes,
consagrándose como uno de los mejores. Su vino era, sin duda, exquisito. Único.
Además, repartía su tiempo ayudando a Francesco con la joyería de vez en
cuando, pero su desapego emocional hacia la familia era notable. Ceñudo y
siempre cortante, Angela nunca había querido quedarse a solas con él en una
habitación. No sabría qué decir, o que era mejor no tocar. Por lo que prefería
evitarlo como la peste.
Nicola se movió para sentarse al lado de Angela y moverle los cabellos
negros al niño.
—¿Y sabéis quién está detrás de todo esto?
—Aún no. Mi único objetivo estaba puesto en encontrar a mi hijo con bien.
Eso no era negociable, todo lo demás se puede volver a construir.
—No me malinterpretes —espetó Carlo con las manos en los bolsillos del
pantalón, de pie, al lado de la gran chimenea—. Todos nos alegramos de que el
pequeño esté bien. Eso es lo importante, pero no podemos estar a la deriva con
lo que ha pasado.
—Camilo se está encargando de todo. Necesitamos dar con el responsable
para dejar un precedente.
—Entiendo a Carlo, Francesco —comentó Donnatela—. No podemos dejar
que esto simplemente pase. Debemos resguardarnos mejor. Proteger a cada
integrante de nuestra familia para que esto no vuelva a pasar.
—No volverá a suceder algo así, jamás —sentenció Mauro.
—Y así será —prometió Francesco—. Me encargaré de que el fantasma de
esta situación no sea una sombra en nuestra vida. Tenlo por seguro.
Francesco los puso al día de todo lo que había pasado. Pero en ningún
momento tocó el tema a profundidad. En realidad, fue bastante vago en sus
apreciaciones.
Carlo parecía aburrido mientras era solo un espectador emocionalmente
apartado del cuadro familiar. Solo había que verlo, para saber que no estaba nada
feliz de que ella estuviera allí. La desaprobación brillaba en sus ojos oscuros con
verdadera malicia, poniéndola cada vez más incómoda.
—Así que la hija pródiga ha vuelto… —acotó Carlo con censura, clavando
los ojos oscuros en Angela. La mujer evitó estremecerse.
—Se quedarán aquí, ¿verdad? —preguntó Donnatela—. Cesco está
remodelando la casa de nuevo y vive en un ático hace años. No sé cuando
terminará con esas remodelaciones. Ya le dije que el ático no es un buen lugar,
más parece un piso de soltero. Y menos ahora que Leo y tú, están aquí.
Quédense. Es su casa también. Así, de paso, Mauro y yo tenemos tiempo para
conocer a nuestro nieto.
«Así que un piso de soltero» pensó la mujer castaña sintiendo un profundo
dolor en el pecho.
Francesco apretó los labios y se cruzó de brazos. Deseaba mucho poder irse a
casa: al apartamento que había adquirido luego de que Angela se largara de
Roma. Su madre había cometido una indiscreción, pero no podía reprocharle.
Era verdad. Desde el día que salió de la mansión, nunca más, puso un pie en la
maravillosa edificación. Tampoco pensaba hacerlo. Era como si aquel lugar
hubiera sido golpeado con una bomba estilo Hiroshima y Nagasaki.
El simple hecho de pensar en volver; en abrir los recuerdos que estaban
encerrados en aquella magnífica mansión, lo ponía enfermo. Reminiscencias
asaltaban como pequeños y rufianes delincuentes, atacando las heridas
nuevamente expuestas.
«¡No, joder, no! ¡Ellos no iban a volver a esa maldita casa! » pensó
Francesco.
Angela y Leandro se tendrían que quedar en la mansión familiar. No había
manera en la que él hiciera reabrir aquella casa.
Si no la había vendido aún era…
—Hemos pasado unos días terribles, mamá —murmuró Francesco—. Espero
que entiendas que estamos cansados.
—Lo entiendo, hijo, pero no te voy a perdonar que no me hablaras nunca del
embarazo de Angela, ni del nacimiento del bebé —Le regañó—. Y sobre todo
que tuviera que esperar a un secuestro para conocer a mi nieto.
Francesco blanqueó los ojos. Carlo soltó una carcajada irónica y tan gruesa
que asustó los nervios ya rotos de Angela. Todos lo observaron ver la hora. Eran
casi las seis de la mañana. Se habían pasado las horas rápidamente.
Considerando todo lo que había pasado aquella noche, era lógico que estuviera
cansada.
—Me alegro de que estén bien con el cuento de la familia feliz, pero me voy.
Tengo que viajar y no puedo cancelarlo —El hombre se despidió de todos con un
duro: Buenos días.
—No sé qué tiene ese chico —murmuró la septuagenaria cuando la puerta se
hubo cerrado.
Francesco se levantó y ayudó a Angela a hacerlo mismo. Cuando llegaron al
inicio de las escaleras, ella no pudo evitar preguntar.
—¿Y ahora qué?
—Sube.
—Pero…
El romano aplicó un poco más de fuerza en su agarre para indicarle que no
cuestionara sus palabras en ese momento.
«Así que quieres guardar las apariencias, eh, Cesco» pensó ella con maldad.
Acostó a su hijo en la habitación contigua a la de Francesco, dónde había
pernoctado ella misma. Clara se había encargado de todo lo que el niño
necesitaría y con la autorización de Francesco logró que la habitación fuera del
agrado de Angela y la comodidad de Leandro.
Ella acomodó su cabecita y acarició su magro cabello.
—Descansa, mi pedacito de cielo —murmuró al ver que su pequeño ya
estaba dormido y respiraba apaciblemente. Seguramente, Leandro dormiría toda
la mañana y ella también.
La sombra masculina estuvo detrás de ella todo ese tiempo. Angela sabía que
aquello solo era la calma que precede a la tormenta. Antes de girarse para
encarar lo que inevitablemente tenía que pasar, se tomó unos segundos para
respirar profundamente. Sin que pudiera reunir la fuerza para enfrentarlo, la
mano grande, fornida y un poco áspera de su ex marido se cerró en torno a su
brazo. La llevó hacia la habitación matrimonia que les correspondía en la
mansión familiar.
—¡Me estás haciendo daño, Francesco! —Giró la cabeza y desafió con la
mirada a aquellos ojos dorados que centelleaban. Bajó la vista hacia los gruesos
dedos que aprisionaban su brazo para agregar—. Suéltame —Francesco la soltó
y ella se acarició la piel previamente torturada—¿Por qué rayos me has traído
aquí?
—Tenemos que hablar.
—¿En serio? ¡No me digas! —ironizó ella, altiva, alejándose de él, pero no
perdiéndole la mirada. No sabía dónde había escuchado que a los depredadores
nunca se les daba la espalda.
—Guárdate esa insolencia para un momento en el que esté de mejor humor
—gruñó—. Ahora, quiero saber por qué Leandro entiende y balbucea en italiano.
—¿Es por eso que estás tan enfadado? —Se burló—Vaya, de haberlo sabido,
hubiera evitado enseñarle nada.
—¿Fuiste tú?
—¿Quién más podría haberlo hecho? Supongo que debía de pedirle a Nicola,
Carlo, Mauro o a tu madre que en alguna de sus visitas frecuentes hacia Leo,
comenzaran a enseñarle poco a poco. O quizás tú mismo —Ironizó, remarcando
aquellas palabras como si con ello le imprimiera mayor verdad a su defensa.
No tenía escapatoria. Lo sabía. No podía buscar una ruta fiable de
evacuación en el que no la pusiera a ella en el ojo de la tormenta. Aquello solo
era el primer paso para desatar la pelea.
Nunca se hubiera espetado la respuesta de Francesco. Apretó tanto la
mandíbula como los puños pero no dio ni un solo paso. Aceptando el golpe
verbal casi con nobleza. Pero guardó silencio para esperar una respuesta
civilizada de su parte.
—De acuerdo, Francesco —comentó—. Quieres la verdad. Bien —contuvo
la respiración para poder decir lo siguiente—. Pese a todo lo que tú puedas
pensar de mí, jamás se me ocurriría negar que tú eres su padre. Tenía la
esperanza que tarde o temprano dejarás de ser un idiota cabezota; pero nunca
pensé que fuera bajo estas circunstancias —Francesco tuvo la delicadeza de
parecer afectado por lo que le acababa de decir, porque en efecto, el único
responsable de que no conociera a su hijo, era él—. Lo importante es que mi hijo
está bien —exhaló con fuerza logrando que sus pechos cimbraron con el
movimiento, Francesco no fue ajeno al movimiento y se desconcentró—. Pero
ahora necesita descansar y yo también.
—Nuestro hijo. Leandro es nuestro hijo —menguó el enfado—. Es un Di
Rossi desde la cuna. Llamaré a Valente para que comience con todo lo necesario
para que así sea. No me fio de nadie más que de él para ese trabajo.
—No tengo ningún problema al respecto, Francesco —accedió ella y pasó a
explicarle—. Es tu hijo, siempre lo ha sido y lo seguirá siendo. Nos quedaremos
hasta que Valente logre hacer la prueba de ADN y la presente a un juez en New
York para que completen el certificado de nacimiento de Leo y redacte un
acuerdo de visitas para que puedas verlo. Luego, nos iremos.
—Podrías trabajar desde aquí una temporada para que Leandro pueda
conocer a mi familia —pidió. Angela se sorprendió al ver que él no le estaba
exigiendo nada—. No me gustó la manera en la que reaccionó Leandro a los
nuevos familiares. Me gustaría que se quedara y lo viera un psicólogo antes de
tomar una decisión.
Angela asintió no muy convencida porque aún no lograba ver dónde estaba
la trampa. Estaba demasiado cansada para jugar al investigador en ese momento.
Solo añoraba la cama…
Francesco se mostraba demasiado razonable en aquella situación por lo que
levantó las sospechas de Angela. Ella sintió una alarma en el interior. No estaba
considerando algo. Lo sabía. Él no daría su brazo a torcer con tanta rapidez.
—En lo que Valente redacta el cambio, podemos hacer que Leandro se
adapte —se encogió de hombros—. No creo que Valente se demore más de una
semana, en lo que tendrán tiempo de sobra. Luego regresaremos a New York.
—Nadie, excepto Carlo, sabe lo que pasó realmente —Ella sintió la bilis
trepar por su garganta y como las lágrimas comenzaban a picarle detrás de los
párpados. Pestañeó una vez, dos, tratando de retenerlas. No podía ser que aquel
obstinado hombre continuara condenándola por algo que no hizo—. No iba a
permitir que me compadecieran por tener una esposa...
—Vamos, dilo —Le retó—. Por tener una esposa adúltera. Es así como me
bautizaste hace cuatro años, ¿lo recuerdas?
—No voy a discutir más sobre ese asunto. Está zanjado —creó una negativa
—. Tuviste razón con lo de Leandro, me equivoqué; pero eso no quiere decir que
cuestione todas las decisiones que he tomado sobre ti. Tengo pruebas que
demuestran lo víbora y traidora que puedes llegar a ser.
—¡No te permito que me ofendas!
Sin darse cuenta de lo que estaba haciendo, Angela elevó la mano, dispuesta
a abofetear al maldito canalla que la insultaba y la acusaba injustamente, pero él
debió leer hábilmente sus intenciones y le atrapó la muñeca.
Las fosas nasales de Angela se abrieron y empezó a respirar con
irregularidad mientras contemplaba, impotente, la expresión ensombrecida de
Francesco. Había entornado tanto los ojos que apenas se le veían.
—Entre los dos, lo único que queda vivo es un hijo. Un inocente que no tiene
la culpa de nuestros errores.
Él sonrió sin ganas.
—Algunos errores son difíciles de olvidar y de perdonar; como el engaño.
¿No crees, cara?
Angela sintió la bilis trepar por su garganta y como las lágrimas comenzaban
a picarle detrás de los párpados. Pestañeó una vez tratando de retenerlas. No
podía ser que aquel obstinado hombre continuara condenándola injustamente.
¿Hasta cuándo seguiría con la maldita venda en los ojos? Se abrazó a sí misma y
concentró la visión en su regazo. De ese modo él no podría darse cuenta del daño
que le hacían sus palabras.
—La verdad nunca ofende, cara. Lo que ofende es negar la verdad.
—Y tú te crees muy honesto, ¿no es cierto? Te das golpes de pecho cuando le
mientes a toda tu familia.
—Y lo seguirán creyendo hasta que considere que es lo mejor.
—Debes estar loco…
—Tengo que atender algunos asuntos pendientes —cortó él la conversación
—. Te dejo para que te pongas cómoda y descanses. Dentro de unas horas llegará
el doctor Bianco.
10
La noche anterior, el cansancio la había vencido completamente. Se acurrucó
en la cama adicional en la habitación de Leandro y cayó privada.
Clara había ingresado en la habitación casi el mediodía, para recoger algunas
cosas y hacer el aseo. Angela le preguntó por Francesco. La empleada le dijo que
el señor se había ido temprano, pero que le había dejado dicho que el médico
regresaría en la tarde. En una infidencia, Clara le comentó que el médico había
ido a ver al niño sobre las ocho de la mañana, pero que el señor no había querido
despertarlos a ambos. Así que le dijo que volviera.
Angela asintió, desperezándose. Se sentía renovada.
—Me daré una ducha, quiero que veas a Leandro. Pero no te alejes de él —le
pidió a Clara.
—Sí, señora. No me separaré por nada del niño.
—Gracias.
Fue hacia el cuarto de baño en la habitación de Francesco y, por primera vez
en días, disfrutó de un reparador y gratificante baño de burbujas.
Se recostó en el jacuzzi para relajarse un poco con los ojos cerrados, aunque
solo por unos minutos. Ella no era de las mujeres que podían estar sin hacer
nada, por lo que terminó de bañarse. Se puso una blusa blanca con unas letras y
el dibujo de un perro dentro de unos pantalones apretados de mezclilla. Se hizo
un moño desaliñado en el cabello luego de secarlo y calzó sus zapatillas.
Seguramente en breve Leandro se levantaría y tendría que estar lista para
jugar con él.
Sonrió.
Al pasar de la habitación de su marido a la suya, Angela se sorprendió al ver
aparecer a Azucena con el desayuno, pero agradecida, disfrutó de la comida en
paz y tranquilidad. Mientras bebía de la taza de café, su teléfono móvil sonó con
la recepción de un nuevo mensaje de texto.
Angela sonrió dejando la taza sobre el platillo mientras le echaba un vistazo
a Leandro.
Mariam Salas era una mujer muy encantadora; aunque dudaba mucho que
Vicenzo le hubiera dicho que le enviara recuerdos para ella. Aun así, se
preocupaba por su pequeño y por cómo estaba. Lo agradeció. Con ella, no se
sentía sola.
Tenía que llamar a Rose para informarle de las últimas actualizaciones.
Seguramente saltaría de la emoción al saber que Leandro volvía a dormir bajo su
protección, pero antes, tenía que responderle a Mariam.
Cuando iba a dejar el móvil sobre la mesa de nuevo, otro mensaje entró en su
casilla.

Así que Francesco almorzará fuera.


¿Qué tipo de comentario tendrían en esas reuniones de hombres tan
frecuentes entre ellos?
Esperaba que en esa ocasión tuviera el tiempo y la posibilidad de hablar con
Valente Riccardi, el abogado y primo de Francesco, para que comenzara pronto
con todo los trámites.

¿Eran familia?
¿Podría considerarse parte de esa familia alguna vez?
Prefirió orientar sus pensamientos en algo mucho más productivo: Los niños
debían comenzar a prepararse para el colegio.
En New York, Angela había contratado un profesor particular para Leandro
quien le había ayudado a mejorar la dicción. Cuando volviera, tendría que pensar
bien en la opción de que su hijo estudiara en casa. No lo quería lejos por nada
del mundo.
Imaginó que Francesco tendría que quedarse con las vacaciones de verano y
de invierno.
Se desanimó. Tenían tantas cosas por tratar y establecer.
Mariam se despidió de ella. Angela buscó rápidamente en su agenda de
contactos el número de Rose. Debía llamarla para darle la buena noticia. Marcó
con rapidez, pero sonó ocupado. Insistió con la llamada, pero fue exactamente lo
mismo.
Quizás estuviera en alguna reunión con los directivos de la editorial.
Abrió la aplicación de Whatssapp y le dejó un extenso audio explicándole
todo lo que había pasado. Claro, se había saltado las partes picantes, pero le
había dicho lo que ella necesitaba saber: Leandro estaba bien. Estaba con ella y
ahora solo tenía que tratar con el padre del niño.
Cuando dejó los mensajes correspondientes, Leandro se había levantado y
estaba bostezando sentado en el centro de su cama con barrotes.
—¡Buen día, mi amor! —Lo saludó acercándose a él.
***
Angela, con Leandro agarrado a su mano, caminó con el pequeño por los
jardines de la propiedad, con el segura pisándoles los talones. Le gustaba mucho
dar un paseo relajante con Leandro. El niño iba a su lado observando todo.
Absorbiendo como una esponjita todas las imágenes de la mansión de sus
abuelos.
Si algo debía reconocer, era que la mansión era impresionante. La primera
vez que la había visto, se había sorprendido mucho con su majestuosidad. La
gran casa estilo victoriana estaba en el centro. Toda llena de lujo y opulencia allá
por donde se viera. Con exquisito gusto para decorarlo en una fusión entre lo
clásico y lo moderno. En un punto medio difícil de encontrar.
El exterior era igual de inmenso, incluso más.
En la parte de tras de la propiedad se encontraban el área de juegos, de
distracción, la piscina. El lugar para las barbacoas familiares. Lo que más le
gustaba a Angela era la parte de los jardines. Sobre todo por las pérgolas que la
hacían pensar en que estaba entrando en un túnel a un paraíso desconocido. Los
arcos estaban cubiertos con plantas enredaderas y flores de colores.
Leandro se sorprendió.
—¿Te gusta cariño? —le preguntó tiernamente.
El niño asintió moviendo la cabeza con mutismo total. Mientras caminaba
libre por el pasillo, Angela lo vio abrazar a Dino. Leandro no se alejaba del lado
de su madre y parecía siempre estar alerta y observar a Fiore que los seguía de
cerca.
Ella se puso en cuclillas y lo llamó con un dedo.
—No te preocupes, ¿de acuerdo, cariño? —le prometió, dándole con el dedo
índice con suavidad en su naricita—. Nada malo va a pasarte nunca más. Te lo
prometo —Se hizo una cruz a la altura del corazón a modo de promesa—.
Palabra de mamá.
A modo de respuesta, Leandro le regaló una sonrisa y luego abrazó el cuello
delgado de su madre.
—Te quiero mami.
—Y yo, cariño… ¡Eres mi príncipe hermoso! ¿Y sabes qué se hace con los
príncipes hermosos? —Angela lo recostó en sus brazos—. ¡Se les come la
pancita! —Le dio algunos mordiscos a la barriga del niño. Luego lo cargó y le
dio vueltas haciendo sonidos un poco extraños.
Las carcajadas sonoras del infante llenaron el lugar.
—¡Mami! —rió y cuando Angela lo puso de nuevo en el piso, salió
corriendo y riendo como loco.
—¡Te voy a atrapar! —prometió Angela levantando a Dino del suelo para
darle tiempo a Leandro y luego salió detrás de él—. ¡Ven aquí, muchachito, te
voy a atrapar!
Por los siguientes quince minutos aproximadamente en el jardín de la
mansión solo se escucharon las risas, el correteo y la algarabía de un niño
pequeño. Angela por fin lo alcanzó y se lanzó a la hierba con Leandro entre sus
brazos. Ambos giraron sobre el césped y se quedaron tendidos disfrutando un
poco del sol. Pero solo un poco, porque no quería que Leandro tuviera ningún
tipo de problema de la piel.
Leandro hizo volantines en el suelo y Angela se rió aplaudiendo a su hijo. La
mujer se giró hacia los arcos cuando se dio cuenta que alguien los estaba
observando. Había pensado que sería Fiore, pero no.
Era una mujer.
Era Inés Di Rossi, la tía abuela de Leandro.
Angela no movió ni un solo músculo de su rostro al verla caminar hacia
ellos.
Recordó la primera vez que vio a la mujer. Ella la había abrazado
afectuosamente, dándole la bienvenida a la familia, cuando Francesco ni siquiera
había pensado en el matrimonio. Había sido en un evento familiar al que había
asistido como su acompañante. Se había comportado de una manera maravillosa.
Todos la habían recibido muy bien, pero luego, con la misma rapidez que la
habían recibido, le dieron la espalda.
Entre ellas, Inés Di Rossi.
—Cuando Nicola me llamó por teléfono para decirme todo lo que había
pasado, simplemente no podía creerlo —explicó la mujer cuando estuvo a su
altura—. De verdad, siento mucho por todo lo que han tenido que pasar, Angela.
Sobre todo porque lo has tenido que hacer sola.
La cálida sonrisa de lado de Inés, con sinceridad no surtía efecto en ella. La
mujer tuvo tanto tiempo para intentar enterarse de lo que había pasado, buscarla
o intentar intervenir que no creía en la mentira de que no supiera nada. No creía
que todos hubieran estado ignorancia total. Inés no. Pero aun así, se levantó,
sacudió sus pantalones y se preguntó qué diablos le diría. No quería ser
descortés, pero tampoco podía ser igual de amable que antes.
—Ciao, zia Inés —saludó ella con frialdad. La mujer mayor no logró ocultar
su sorpresa. Angela y ella siempre se habían llevado de maravilla—. Leandro,
ven aquí, vamos a comer algo de fruta.
El pequeño asintió, levantándose sin chistar y le cogió la mano a su madre.
—Ciao —pronunció el niño.
—Cariño, ella es tu tía abuela Inés. Tía de tu padre.
Inés sonrió. Importándole muy poco que su blusa de satén azul, o sus
pantalones de mezclilla fueran a ensuciarse, se acuclilló y ensanchó su sonrisa
cuando el niño la miró.
—¿Nonna Inés?
—Sí, soy tu Nonna Inés, cariño —asintió—. ¿Te puedo pedir un favor? —El
niño enfocó la mirada hacia la mujer y asintió—. ¿Me puedes dar un abrazo?
Leandro asintió y con rapidez fue hacia ella para estrecharla con fuerza.
Esa era la diferencia entre Inés Di Rossi y Donnatela Cesare. Inés pedía,
amaba y ese amor daba sus frutos. Pero Donnatela imponía su pensamiento, sus
deseos.
—Vamos a la terraza. ¿Nos acompañas, zia Inés? —preguntó ella educada
pero distante.
—Por supuesto. Será un placer.
El pequeño le dio una mano a su tía y otra a su madre. Por algunos minutos
caminaron en silencio. Ambas mujeres sonreían por la manera graciosa en la que
Leandro parecía querer que lo llevaran como mono, colgado de ambas manos;
pero en ningún momento se dirigieron la palabra.
Cuando llegaron a la terraza, Azucena estaba allí y Angela le pidió fruta
picada para Leandro y para ella limonada…
—¿ Inés? ¿Hay algo que desees? —preguntó.
—Una limonada está bien, Azucena. Gracias.
—¿Podrías decirme qué pasó?
—Secuestraron a Leandro hace algunos días, pero afortunadamente no pasó
a mayores y ahora lo tenemos con nosotros —musitó la morena en un resumen
puntual de lo que había pasado. Si quería los pormenores, era mejor que le
preguntara a Francesco.
—Francesco me comentó que trabajas en Nueva York —esperó un momento
a que Angela dijera algo, pero ella simplemente asintió—. He seguido tu carrera
todo este tiempo y no puedo creer que la prensa pensara que Francesco y tú se
separaran. Ahora menos lo pienso, Leandro no pudo nacer por obra del Espíritu
Santo.
Azucena llegó en ese momento para dejarle la limonada, el plato de Leandro,
poniendo paños fríos a los comentarios de Inés. Luego de agradecerle, Angela se
giró hacia su hijo que con Dino en el regazo, ya le abría la boca para que le de
algún trozo.
Inés se preguntó el motivo de la actitud de Angela hacia ella. Bebió un sorbo
de la limonada mientras observaba al niño engullir un trozo de fresa.
—¿Te hice algo, Angela, que prefieres mantener ese silencio sepulcral y no
hablar conmigo?
La portuguesa dejó el plato sobre la mesa con un suspiro.
—No quiero ser desagradable, zia Inés, de verdad. Lamento mucho si es que
te di esa impresión.
No quería problemas. Menos con Francesco.
Solo quería que los días pasaran volando y pudieran volver a su apacible
vida en New York. Eso era todo.
¿Cómo le explicaba que estaba furiosa porque había esperado días y noches
una llamada suya? Ella que siempre había sido tan intuitiva, ni siquiera le
importó que de la noche a la mañana Angela prácticamente desapareciera de la
faz de la tierra.
—¿Tienen problemas? —Quiso saber la mujer, sorprendiéndola—. Hace
muchísimo tiempo que no te veo por aquí.
—Muchísimo —respondió afirmativamente.
—¿Qué pasó, Angela? —insistió—. Algo debió pasar en aquel entonces para
que mi sobrino no quisiera, ni siquiera, oír pronunciar tu nombre.
—Cómo…
—Porque hablé con él varias veces —La interrumpió—. Siempre le dije que
tú tenías que estar aquí. Que era tu lugar. Cuando decidiste irte a New York, me
pregunté el motivo de aquella decisión tan impulsiva. Cambiaste de número de
móvil y de correo electrónico por lo que me dijo Francesco. Simplemente te
esfumaste —explicó—. Y ahora, apareces con Leandro. Adoro a Francesco,
sabes que no tuve hijos y que amo a mis sobrinos como si fueran mis propios
hijos, pero sé lo torpes que pueden ser. Francesco y Vicenzo encabezando la lista
—Angela no sabía qué responder a aquello. No sabía qué le había dicho su
marido a su familia todo ese tiempo; pero tampoco podía simplemente quedarse
callada. Inés le acarició una mano para darle fuerzas— ¿Sabes que puedes
confiar en mí, verdad?
Angela asintió impidiendo que sus ojos se llenaran de lágrimas.
Quizás había llegado la hora de decir toda la verdad.
—Francesco y yo sí estamos separados, zia Inés. Resultó que después de
todo no somos tan compatibles como pensábamos —explicó ella, no queriendo
ahondar en el tema—. Francesco es demasiado testarudo para comprender
algunas cosas y yo…
Inés negó.
—No, eso no es posible —Agitó la cabeza—. No hay dos personas más
compatibles en el mundo que ustedes dos, cara.
—Decidimos que lo mejor era que cada uno se desarrollara
profesionalmente. Luego nació Leandro y era demasiado pequeño como para
hacer viajes tan largos como para venir a Italia. Así que decidimos que cuando
fuera más grande y no estuviera tan apegado a mí, lo haría.
No se le ocurrió otra cosa. Era mitad verdad, mitad mentira.
Inés asintió, no muy convencida. Y Angela pensó que nunca debió salir de la
habitación temporal de Leandro.
—Pero si en este tiempo, ninguno de los dos ha hablado de divorcio aún, es
porque la situación no es tan insalvable —argumentó Inés—. Quizás por eso
Francesco nunca nos comentó esta situación. Quizás aún espera que las cosas
puedan tener una solución. Los matrimonios no son perfectos, Angela —inquirió
—. Mi marido, Massimo, que en paz descanse, no era perfecto, pero aun así,
cada mañana que abro los ojos, toco su lado de la cama como si fuera a sentirla
aún tibia.
Angela no quiso romper su burbuja de ilusión. Sabía que ella había vivido
una linda historia de amor con su marido, pero no todas las historias gozaban de
finales felices. Aun así, dejó que pensara lo que quisiera. Pero estaba segura
como que era Angela Texeira, que Francesco no había tenido esas novelescas
intenciones cuando decidió no llevar a cabo el divorcio. Por el contrario, quería
mantenerla atada a él a modo de castigo. Inés no conocía del todo a su sobrino,
ni a su familia.
Ellos la habían abandonado, lanzado al mar sin un flotador y puesto el barco
a velocidad de crucero. Eso nadie se lo quitaría nunca de la cabeza. Se había
sentido tan parte de esa familia que el golpe había sido duro hasta que
comprendió que era reemplazable. Tal y como Sandra lo había sido en su
momento.
—Lo bueno es que Leandro está bien y que eso nos hizo venir hasta aquí
—«Mentirosa, te va a crecer la nariz como a Pinocho» le gritó su consciencia
cruzada de brazos y haciendo fumarolas por el enfado.
—No te preocupes, cariño —musitó alegremente la mujer palmeándole la
mano con verdadero afecto—, tu secreto está a salvo conmigo. Y, espero que
pronto puedan arreglar esas desavenencias por las que todas las parejas pasan.
—¿Por qué dudar de nuestro amor después de todo lo que hemos vivido
juntos? —inquirió Angela a modo de ironía camuflada.
—No creo que haya problema que pueda separarlos por tanto tiempo, mi
niña. Y están en Roma. Todo puede pasar en Roma.
11
Angela suspiró un poco aletargada.
Examinó a través de los ventanales el oscuro manto que había caído fuera,
pero aun así, salió. Movió en círculos la cabeza, intentando liberar las tensiones
que se habían conglomerado en su cuello. Sentía los músculos angulares como
cables de acero de alta tensión. Casi del mismo diámetro de los materiales que
sostenían el puente de Brooklyn en New York, por el que caminar todos los días,
se había convertido en un hábito para ella.
Supuso que todo era debido a la presión que le desgarraba la piel, dejándola
en carne viva.
Ya no tenía que preocuparse por Leandro. El niño dormía apacible y feliz en
la cama que Francesco había proveído. Se encargó de todo con total maestría. No
solo de poblar la habitación con muebles e indumentaria que le pudieran servir a
su hijo, sino que había enviado a recoger toda la ropa que habían traído al viaje.
Y, entre todos esos viajes, también había visto por ella. Era inaudito.
Contradictorio.
Pero había una nueva pregunta taladrando en su cabeza: ¿Ahora qué? ¿Qué
seguía a continuación?
Ya no existía la amenaza física de que le hicieran daño a Leandro. Francesco
se encargaría de ello como un auténtico demente, pero qué pasaba con el
problema entre ellos. Sentía que, en ese momento, que su vida funcionaba como
las cerraduras de tambor de las puertas. Con cada dificultad superada era como
darle una vuelta a la llave destrabando las combinaciones, para así abrir, por fin,
la puerta del paraíso. El seco y peculiar golpe de llave funcionaba para sus
nervios casi como una melodía de equilibrio universal. Sentía que con cada
apertura, el peso sobre sus hombros era cada vez menor. El primer golpe de
llave, lo había dado Francesco cuando aceptó, sin reparo alguno que Leandro era
su hijo. Y el segundo, cuando tuvo a Leo seguro y protegido entre sus brazos.
¡Caray!
Parecía que la llave de la cerradura la tenía Francesco en su poder.
Se sentía en los doce pasos para rehabilitarse. Solo esperaba que no fueran
doce. De lo contrario, no lograría la felicidad, sino que la encerrarían en un
psiquiátrico.
Estiró los labios en un experimento de sonrisa.
—Estás completamente loca, Angela Texeira —Se reprochó.
Solo existía esa explicación para que no estuviera enfadada luego de haber
descubierto que Francesco, haciendo uso de una mente muy siniestra, no había
confiado en su palabra y se había hecho con los pasaportes, tanto de su hijo
como el de ella. Por lo que, técnicamente, estaban secuestrados en aquella cárcel
de lujo. Se preguntó, no por primera vez, cómo aquel atractivo romano se las
ingeniaba para ser tan perverso. Ella, sin duda, no podía.
Francesco, con su delincuencial accionar, se había asegurado de que su
estadía en Roma se extendiera por lo menos un mes, en el mejor de los casos.
¡Un mes en el que tendría que fingir ante todo el mundo!
Lo que debía averiguar con su abogado, era si podía sacar el pasaporte antes
de que el certificado de nacimiento de Leandro se completara. Y si sería útil
hacerlo.
Mientras tanto, solo tenía engañar al embustero.
Sin embargo, no sabía si podía hacerlo sin salir dañada. Ella no era una
mentirosa profesional como había demostrado ser su marido y, para colmo, aún
lo amaba.
Él, por el contrario, era devastador en cada movimiento. La ponía nerviosa el
simple hecho de volver a compartir un espacio con su presencia absoluta. Su
aura llenaba cada espacio, y así quisiera negarlo, sus ojos siempre le buscaban.
Negó. Siempre pensó que la próxima vez que viera a Francesco, estaría segura
bajo una máscara de odio profundo por todo lo que había tenido que pasar sin él.
Intentaba, en cada encuentro que tenían, recordarse que era su enemigo más
íntimo, pero estaba perdiendo la batalla.
Respiró hondo, deseando ser una paloma para salir volando de allí.
Tenía que agradecer la llegada del doctor Bianco. La había salvado de tener
que seguir mintiéndoles descaradamente y a la cara a sus suegros. Sin esperar
nada, levantó a su hijo y fue con el médico hacia la habitación del pequeño.
Francesco le siguió pisándole los talones. Ambos habían estado presentes
cuando el médico examinó a su pequeño. Afortunadamente, Leandro estaba sano
y no había nada más que lamentar. Le había sacado también un poco de sangre
para la prueba de ADN, ambos sabían lo que arrojarían esos resultados. Pero
Francesco los necesitaba para que Valente asentara su paternidad en New York.
Angela apoyó ambos brazos cruzados sobre el balcón, sintiendo al aire
caliente contra su rostro, sofocándola. Ni siquiera Eolo podía ayudarla a llenar
sus pulmones en su totalidad y poder así, oxigenar su sangre y sus pensamientos.
Tenía que ser un hombre romano.
Sabía que para Leandro era importante contar con una figura paterna y solo
Francesco podía llenar esos zapatos. No había manera que alguien más lo
hiciera, ni su padre, ni su hermano, ni mucho menos Ray. Era cierto que lo había
hecho su padrino de bautizo junto con Rose, pero sabía que llegado unos años,
Leandro necesitaría a su padre. El real. Y como bien había vaticinado, una vez el
terco italiano asumiera su paternidad, no querría desprenderse de la vida del
niño. Sabía los posibles traumas ocultos que le habían causado la ausencia de su
padre. Quizás Francesco no quisiera reconocerlo, y ella no tenía un título en
psicología, pero podía ver claramente que el afán de perfección instalado en el
italiano por su madre, y lo poco participativo que fue Mauro en la crianza de su
primogénito, habían sido una herida profunda. Quizás ahora tuviera una cicatriz,
pero sabía que la herida no había cerrado del todo.
Y, así Francesco no quisiera formar parte, sabía de la importancia que tenía
un padre en la vida de un hijo. Ella hubiera preferido que Leandro naciera en un
matrimonio pleno en todos los sentidos, pero las cosas habían resultado así.
Tenían que acostumbrarse a todo.
Mientras tanto, tenía que resguardar su corazón para fingir que lo amaba.
¡Pero no estaba fingiendo en lo absoluto!
Lo había amado, lo amaba aún. Y sabía que si el corazón de Francesco la
hubiera amado solo la tercera parte de todo el amor y de la devoción que ella le
profesaba, nunca la hubiera abandonado. Hubiera sabido, sin albergar la menor
duda, que ella le sería siempre fiel.
No había probado bocado alguno durante la cena, por eso sentía aquella
angustia en el estómago; pero no quería bajar. Solo había jugado con la comida
en su plato, haciéndola cada vez más pequeña con el cuchillo, como si de esa
manera, fuera a evaporarse por arte de magia. En cambio, Francesco se había
comportado de una manera encantadora.
¡Un actor consumado!
Pero ella no era como él.
¡No podía un día fingirle amor a la cara y por la espalda estar clavándole un
cuchillo!
El amor que él quería demostrarle a su familia, fue un amor que solamente
fue la desilusión del despertar de un sueño de fantasía. De sentirse la princesa de
un cuento de hadas que pensó, tontamente, que nunca terminaría.
Ahora lo sabía. Le hubiera gustado saberlo en ese entonces. Tener una bola
de cristal.
Francesco fue quien puso punto final a su historia. Él y su terquedad, su
ánimo de inmaculada perfección.
No entendía cómo su matrimonio se había ido por el desagüe.
Solo sabía que ella lo amaba, lo necesitaba y que cada noche en la soledad de
su habitación se había roto la cabeza indagando en cada acción de la última
semana de su matrimonio. Pero no encontraba nada que él pudiera utilizar para
tener una base sólida para su acusación.
Su marido siempre había sido un hombre ocupado y en ocasiones
medianamente reservado, pero nunca esperó que dijera que ya no quería saber
nada de ella sin una explicación más elaborada de la que le dio: Ella le había
sido infiel, tenía las pruebas suficientes y quería, al volver aquella tarde del
trabajo, que ella ya no estuviera en su apartamento.
Asustada y sin poder creerlo, solo recogió sus pertenencias para alojarse en
un hotel. Nunca habían discutido, por lo que, en su inexperiencia, pensó que solo
necesitaba tiempo. Ahora sabía que ella, al callar, había alimentado aquella
acusación.
Era cierto que estaban un poco alejados por trabajo desde el año previo a su
separación. No habían planeado ser padres pronto. Toda su energía había estado
orientada tanto en sus carreras profesionales como en su relación.
Hasta que ese día llegó.
Una semana antes de su aniversario de bodas, a Angela le propusieron su
primera entrevista. Emocionada, se lo había comentado a Francesco y él se había
alegrado por ella. Habían brindado por el logro alcanzado y por el éxito que él le
aseguró que cosecharía. Le había prometido también una celebración íntima más
tarde, entre las sábanas de su mullida cama. Todavía aquellas palabras lograban
sonrojarla. Sobre todo, por lo que vino después. Sexo dulce y salvaje. La
explosión erótica del kamasutra entre las sábanas de satén que se habían
convertido en una cama de sedoso y apasionado fuego.
Días después, había tenido que viajar con Ray Cardozo, su mejor amigo y
representante. Un hombre que siempre solía cuidarla, pero al que su marido
parecía detestar sin motivo aparente. Nunca supo que detestaba verlo cerca de
ella, hasta que fue inevitable que la bomba estallara.
Lo que Francesco no entendía era que a Ray lo conocía casi desde la cuna.
Sus madres eran amigas y tenían una conexión distinta. No había nada romántico
entre ellos, mucho menos pasional. Su relación era puramente fraternal.
Angela simuló una arcada ante sus pensamientos.
Estaba tan enamorada de Francesco que cualquier otro hombre le parecía
soso y sin gracia. Porque su esposo era devastador. Era como una comida hindú.
Su sabor picante era un atractivo novedoso, que en un momento determinado
notas que te hace daño en el estómago. Pero, así como lo dejas, por salud, al día
siguiente te levantas con ganas de un delicioso plato de Naan. Francesco era ese
maldito plato de Naan.
Era una analogía estúpida, lo sabía. Incluso intentó sonreír; pero los
recuerdos eran dolorosos y sus heridas aún no suturaban.
El evento al que fue con Ray resultó ser maravilloso. Pero cuando regresó,
encontró un descenso alarmante en el calor de hogar y caras largas... Pequeños,
pero significativos cambios en su rutina que no alteraban demasiado su vida
cotidiana. Pero el tipo de cosas que Angela debió notar. Quizás su inexperiencia
o juventud habían impedido que se diera cuenta a tiempo.
Una de sus manos acarició la otra en el lugar donde estaba su alianza de
bodas. Donde brillaba casi burlándose de ella. Nunca se la había quitado e
intentaba ocultarla lo mejor posible para que Francesco no la observara, porque
dado lo que pensaba de ella, se burlaría de la peor manera.
Debería haber hecho caso a las señales a su alrededor. Porque mientras más
éxito acumulaba, más alejada se mantenía de su marido.
De pronto, las cenas hogareñas se convirtieron en cenas de gourmet
preparadas por una asistenta. Las horas de trabajo de Francesco aumentaron y se
hicieron más largas de lo habitual. Angela trabajaba en el portátil en cualquier
parte de la casa mientras él se perdía en el estudio. Así, día a día, su relación se
iba enfriando y haciendo monótona.
Ni siquiera llevaban cinco años casados y ya atravesaban su primera crisis.
¿Acaso no había tenido ella un poco de culpa al desvincularse de su
matrimonio por tan largos períodos de tiempo? No lo sabía realmente, pero con
el tiempo, algo se había roto entre la pareja. Del bolsillo de su chaqueta de
algodón sacó una delgada cajita.
De ella, extrajo un cigarrillo delgado. No solía fumar, y menos delante de
Leandro, pero en la soledad del balcón no tenía gran importancia. Apretó la
bolita que podía sentirse en el filtro que soltaba aquella esencia mentolada.
Esperó algunos segundos y luego lo encendió. Aspiró con casi toda su capacidad
pulmonar. El sabor a menta hacía que el de nicotina fuera imperceptible.
Nauseabundo, pero servía de anestésico.
Rememorar aquellos tiempos difíciles, en los que Francesco comenzó a pasar
las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana en su oficina, la seguía
desgarrando por dentro. La ignoraba completamente. Francesco actuaba de
manera extraña. Se negó a acompañarla en numerosas ocasiones y el interés por
su trabajo, por sus triunfos, se evaporó. Solo funcionaban como pareja cuando
ella pasaba semanas en casa. El golpe de realidad fue demasiado brutal para no
darse cuenta.
Le dio otra calada al cigarrillo, prometiéndose que sería la última vez.
Aquello no ayudaba. Como tampoco ayudaba volver a tener que tratar con su
marido. Aunque le hubiera gustado mucho que todo se desarrollara de manera
diferente.
Todos los padres tenían derecho a conocer a sus hijos, a sentirlos dentro del
vientre de su madre. En su desconocimiento, él ni siquiera había tenido la
posibilidad de elegir. No. Negó, sacudiendo la cabeza. Francesco había hecho su
elección. Decidió desentenderse de ella y con aquello también de su hijo.
Sola y con veinticinco años, se había hecho cargo de un hijo. Su madre y su
hermano mayor, incluso Ray, le habían sugerido que exigiera al que aún era su
marido una cuantiosa manutención, que lo llevara a los tribunales si fuese
necesario. Pero ella había rechazado esa opción. No necesitaba su dinero para
sobrevivir. Nunca lo había hecho y tampoco lo haría.
En un mundo paralelo tendría la vida perfecta: Tendría el trabajo de sus
sueños, un maravilloso hijo que gozaba de buena salud y la promesa de una larga
y próspera vida con el único hombre que había amado. Quería un amor que
sobreviviera al tiempo y que, cuando sus cabellos se tiñesen de albor y su piel se
arrugara, siguiera sólido como un roble.
Aquel beso compartido en esa misma habitación seguía rondando su cabeza
como un ave de mal presagio. No podía engañarse a sí misma. Era una romántica
empedernida y reincidente.
Rió con nostalgia sorbiendo por la nariz.
Deseó tener veinte años otra vez. Esos días había estado más viva que lo que
recordaba haberlo estado nunca antes.
Y el responsable de ese milagro había sido él: Francesco Di Rossi.
Aburrida, examinó su alrededor. La conversación de sus amigos había
perdido importancia. Dior, Channel, Oscar de la Renta… ¡Todos eran iguales
para ella!
Su atención recayó pronto en una de las mesas más próximas a la suya, en
donde tres hombres estaban enfrascados en una discusión. Los estudió
discretamente: aquellos altos, fuertes y bien parecidos tipos de piel trigueña
eran buenos especímenes masculinos. No pudo evitar sonreír, ya decían que en
cada esquina de New York, una mujer podía enamorarse. No solo por su belleza
varonil e imponente, sino también por todas las miradas que robaban. Y, había
que reconocer que no eran solo femeninas.
Angela sabía que los hombres a los que no les importaba ser vistos con
descaro por los demás, eran con los que una mujer debía tener más cuidado. No
quería juzgarlos sin conocerlos, pero siempre solían ser mujeriegos
empedernidos. Y aunque sabía que ella nunca haría algo por un primer
acercamiento, sí podía notar lo distintos que eran entre ellos. Un catálogo de
delicias masculinas de acuerdo a la necesidad o gusto del cliente. Solo había
que verlos para reconocer que la diferencia iba desde el modo de comportarse
hasta la vestimenta.
El primero, parecía un tipo oscuro, desde su cabello hasta los zapatos.
Estaba vestido con un traje hecho a medida y exudaba indiferencia. Su ceño
fruncido daba a entender que discutía con alguno de los otros dos. Se notaba
tenso y un poco amargado.
El segundo hombre parecía ser un réferi, sentado justo al medio con su
cabello negro y expresión aburrida; pero por la manera en la que movía los
dedos sobre la mesa, parecía impaciente. Cuando oteó el carísimo reloj de cuero
en su muñeca, aprovechó para remangarse las mangas del suéter color arena de
punto.
Al tercero parecía divertirle contrariar al primer hombre. El sol ayudaba a
que los brillos rubios de su cabello castaño fueran tan luminosos como la
sonrisa socarrona que parecía sacar de quicio al tipo oscuro. Se le notaba
relajado con vaqueros y camisa de seda. Tan calmado como si nada en el mundo
pudiera perturbarlo.
—¿Angela? —Ray la cogió del antebrazo para reclamar su atención—.
Nena, ¿te encuentras bien?
—¿Hum? —Continuaba enfrascada en el trío de hombres que quitaban el
aliento. Cuando oyó nuevamente su nombre, sacudió la cabeza para despejarse
—. Sí, claro. Me quedé...
Angela no terminó de decir lo que tenía en mente, pero tampoco le importó.
Si a ellos les bastaba eso, quién era ella para cambiarlo.
—No te preocupes. Devora y yo iremos a comprar las entradas al cine. ¿Te
parece bien? —preguntó Ray, acariciando su brazo.
—Sí, claro —dijo ella, alejándose un poco y evitando que la siguiera
tocando. No le gustaba demasiado el contacto físico.
—¡Yo quiero esos zapatos no ir al cine!
—Ay, ya basta, Elena, por el amor de Dios —Devora se carcajeó.
Ray negó. Devora regañó a Elena, lo suyo con las compras ya era un
problema mental. Ray reía, siguiéndole el juego a Devora. Angela, a su vez,
volvía la cabeza hacia la mesa de los tres Adonis que estaban levantándose y
dirigiéndose a solo Dios sabía dónde.
—¿Qué harás tú, Angela?
—¿Eh? —balbuceando, colocó un mechón de su cabello detrás de su oreja
para ganar tiempo—. Yo me daré una vuelta por la librería. Creo… Nos vemos
luego.
No reconocería nunca que en cada esquina que había en el camino hacia la
librería, miraba a ambos lados para ver si veía a aquellos tipos que habían
llamado tanto su atención. No los estaba siguiendo, no. Pero tampoco le parecía
mal si volvía a encontrarlos. Sacudió la cabeza y comenzó a reírse mientras
caminaba en sentido contrario, hacia la librería de Don Julián Sebastiani.
Debía de dejar de pensar tonterías. Sonrió complacida, cuando al entrar, sintió
el dulce, aromático y único perfume que destila la tinta en contacto directo con
una hoja de papel. Aspiró fuertemente, sintiéndose como en casa.
—¡Señorita! —el dueño del casi prehistórico lugar le saludó desde la caja
registradora.
—Señor Sebastiani, buen día.
—¿Te trae por aquí el libro que me pediste hace unos días? —preguntó el
hombre de unos sesenta años, elevando una de sus pobladas y blanquecinas
cejas.
—No —respondió ella con una sonrisa—¿Pero ha llegado? —El hombre
negó riente y ella se encogió de hombros— A decir verdad, solo venía de
pasada.
—Pasa, pasa —Con la mano izquierda hizo un movimiento de bienvenida
hacia dentro de la librería—. Ya sabes que todo está a tu entera disposición. Si
necesitas a alguien para que te ayude, siempre puedes llamar a alguno de mis
chicos.
Angela le agradeció el dulce gesto. Ingresó en el cálido local con la misma
emoción pincelada artísticamente en su iris como la de un niño suelto en una
juguetería.
Ella soñaba con ser una gran escritora. No se tenía mucha confianza, pero
sabía que con esfuerzo y dedicación lo lograría. Era buena, tenía que serlo para
ser periodista, pero su sueño iba mucho más allá.
Cogió un libro, le acarició el lomo como si estuviera palpando la espalda de
un tierno e indefenso bebé. Las historias eran eso: pequeños bebés que
entregaban al mundo para hacer perecedero su propio nombre. Se imaginó el
trabajo que conllevaba el crear uno desde sus propios cimientos. Debía ser igual
a sentir un niño en el interior.
Revisó todos los libros desde la estantería más alta a la más baja. Acto que
se había vuelto un ritual en sus días de compradora compulsiva de libros.
También los solía pedir por internet, pero no era lo mismo. No se desplegaba
aquella magia al sacar un volumen de su sempiterno letargo Porque prefería el
olor de la tinta a los libros por internet.
Sacudiendo la cabeza. Levantó la mano izquierda y lo fue a alzar, pero en
ese mismo momento otra mano también lo había cogido y jalaban el libro.
—Tal parece que ya tenemos dos gustos en común —Ella alzó abruptamente
la vista para descubrir con sus propios ojos al dueño de aquella voz con un
ligero acento que con una simple frase había logrado como con un soplo gélido
en su espalda, estremecer todo su cuerpo.
—Quién lo diría —contestó ella también en un notable inglés, soltando el
libro. Súbitamente se percató de que ella ya lo había visto antes. ¡En la
cafetería! ¡El tipo del suéter color arena! Abrió los labios intentando decir algo,
pero la sorpresa había tomado prisionera a su voz.
Por lo que, por unos segundos se dedicó a contemplarlo de cerca, se dejó
deslumbrar por segunda vez por su fuerte atractivo: su dura mandíbula, sus
labios ligeramente más carnosos que lo estrictamente convencional y ese toque
de humor irónico que dormía dentro de sus iris de color avellana. Su clásica
belleza mediterránea. Se le cortó la respiración casi inmediatamente.
Tuvo que levantar bastante más la cabeza para poder apreciarlo mejor.
¿Cuánto medía ese hombre? ¡Jesús! Ella no era pequeña, tenía un más que
decente metro sesenta y cinco, pero parecía no ser suficiente. Dio unos cuantos
pasos hacia atrás porque no pensaba levantar la cabeza.
—Vaya dilema —Escuchó que murmuraba con una voz baja e irónica—.
¿Qué haremos ahora?
La Angela usual, se encerraría en sí misma, dejaría el libro y simplemente
pasaría al siguiente. Quizás sería buena idea si se daba la vuelta y…
—¿Lo lee usted o lo leo yo?—Se arrepintió en el mismo momento en que lo
dijo. Pero al canjearse una sonrisa masculina interesada y un destello en
aquellos ojos de oro, se dijo que había hecho lo correcto y algo chispeó como
burbujeante champán en su interior.
—Ya que parece que no le han comido la lengua los ratones, le cedo el
honor.
Ella le dio la vuelta al libro y comenzó a leer. Cuando hubo terminado, el
silencio cayó entre ellos. Angela le prestó peculiar atención a la portada del
libro.
—Parece interesante. ¿Qué cree usted? —comentó el hombre, mirándola
solamente a ella.
Podía sentir sus ojos en su nuca. ¿Qué diantres pasaba con ella? ¿Acaso se
había quedado muda de pronto?
—M-me parece que va a ser una obra mucho más realista que su pasada
edición —apuntó—, y eso es bueno, en la variedad literaria se encuentra el
camino —El hombre asintió, parecía estar de acuerdo con ella. Y pudo quedarse
callada, pero no. Su boca comenzó a parlotear sola como si quisiera llenar el
silencio entre ellos—. Además, sus escritos son sumamente fluidos y la
interpretación de la novela, puede ser completamente diferente según los
principios morales del lector que lo tenga bajo su poder... Eso.
La jocosidad en la mirada masculina la hizo guardar sus palabras y cerrar
la boca. ¡Qué desastre! Cuándo se había vuelto de las personas que responden a
la pregunta: cómo estás, con una historia que se remonta a años y años atrás.
La vergüenza llegó hasta sus mejillas incendiándolas en un tono carmesí
intenso.
—Es divertido saber que todavía hay quienes disfrutan de un buen libro— Le
extendió la mano a modo de saludo y antes de continuar, esperó a que ella le
diera su delgada mano. La estrechó, provocando una pequeña risita en la mujer
—. Soy Francesco Di Rossi.
—A-Angela Teixeira.
—Un gusto, Signorina Angela.
—Senhor, Di Rossi —Levantó la mirada hacia él y se quedaron observando
por mucho más tiempo del que se consideraría estrictamente cordial.
Lo demás había sido simple y lógico.
Pero ahora poco importaba. Sus palabras caían en saco roto.
Angela apagó la colilla hasta que estuvo segura y luego la puso en un papel y
la metió en su bolsillo para desecharlo luego. Se pasó la lengua por los labios
resecos.
—Así que aquí te encontrabas —Ella dio un brinco y se volvió rápidamente.
El corazón le dio un vuelco y por el cuerpo le recorrió un serpenteante rayo de
estremecimiento cuando descubrió a Francesco parado frente a ella—.
¿Escondiéndote de tu marido, cara?
12
Angela no contestó, simplemente separó los labios y respiró
entrecortadamente. Ella aguardó e hizo todo lo posible por ocultar su
nerviosismo bajo una máscara glacial. No huiría de él por muy amenazante que
fuera su tono y presencia.
—No me escondo de ti, Francesco. No eres tan intimidante como te crees.
Su risa hueca, vacía, le puso la piel de gallina.
—Y dime, querida, ¿cómo va ese ficticio dolor de cabeza?
—Ficticiamente mejorando —Sus hombros temblaron del esfuerzo que hacía
por controlarse—. ¿Dónde están nuestros documentos?
Tenía que tomar al toro por los cuernos.
Francesco dio un amenazante paso hacia adelante. Al verla retroceder, sonrió
con esa mueca autosuficiente que era marca registrada Di Rossi.
—Asumí, correctamente según veo, qué cambiarías de opinión en cuanto
tuvieras la menor oportunidad —gruñó—. Por lo que tus papeles, pasaportes y
los de mi hijo están en mi poder.
—No puedes hacer eso. Te dije que me quedaría, pero no como una convicta.
No soy tu prisionera.
—Ah, cara, ya lo dijo Nietzsche: “No me molesta que me hayas mentido, me
molesta que a partir de ahora no pueda creerte” —citó—. Dicen que la verdad
se hace arena en los labios del mentiroso.
—¡Yo no te he mentido jamás! —explotó ella colérica, no soportando más
todas las miradas incriminatorias que le lanzaba constantemente.
La carcajada que soltó Francesco fue como una metralleta con balas de
acero. Recostó los brazos en la baranda de madera demostrando una actitud
relajada que no sentía, mientras la suave brisa nocturna jugaba con su cabello y
con la gasa del vestido burdeos que se puso para la cena.
Francesco contempló como todo en esa maldita mujer le desafiaba. La
postura serena de sus preciosos ojos castaños, la mirada inocuamente altanera y
esa sonrisa autocomplaciente de estar tramando algo.
—¿Qué te hace pensar que haré lo que tú quieras?
—Digamos, cariño, que esta vez no podrás correr —anunció él,
desabrochándose algunos botones de la camisa de vestir—. Todo está bajo mi
poder en un país que no conoces; donde me sería tan simple como chasquear los
dedos, que volvieras a mí.
Angela le lanzó una mirada inyectada de odio. La mejor defensa era el
ataque y ella tenía mucho de lo que agarrarse para resguardar sus bienes más
preciados. No podía dejar que el hombre viera, nuevamente, lo que había en su
corazón. Ni tampoco lo mucho que la dañaba, pero sabía que una coraza de
acero no sería lo suficientemente seguro para ella. No en una pelea contra él.
—¿Cómo te atreves? —El desquicio de la mujer no había hecho sino
empezar—. ¿Quién te crees que eres tú para decirme lo que tengo o no que
hacer? Ese niño es tuyo, lamentablemente tiene tu sangre, pero nada más. No
eres nadie. ¡Absolutamente nadie!
No podía entender la actitud de Francesco. Habían hablado tan bien el día
anterior sobre llegar a un acuerdo y hacer las cosas civilizadamente. Todo lo que
fuera mejor para Leandro.
¿Acaso sufría de espejismos o era que su marido se había vuelto bipolar?
—Eso es justamente lo que voy a cambiar, bella smeraldo.
—¿Quién crees que soy, Di Rossi? —Se colocó las manos en las caderas,
furiosa—. Puede que en tu mente retorcida yo no tenga todo tu poder, ni todo tu
dinero y que mi agenda personal no esté abarrotada de altos cargos en el Estado,
pero sí tengo gente que me conoce, y esa gente conoce a personas tan influyentes
como los todopoderosos Di Rossi. No te olvides que mi familia tiene el mejor
bufete de abogados de Portugal.
—Me importa muy poco el prestigio o autoridad que pueda tener tu familia.
Esto no es Portugal. Aquí no es nadie y no tiene ningún poder por encima de mí
—Su expresión fue dura. Su carcajada cínica.
Angela sintió que las rodillas comenzaban a fallarle y se pegó un poco a la
baranda, dejando sus nudillos blancos por la presión. Pensó rápidamente en que
el día siguiente tendría que ir a la embajada portuguesa y exponer su situación,
mientras hacía algunas llamadas.
—No te servirá de nada —soltó él de repente mirando al horizonte. Pareció
leerle el pensamiento cuando agregó—: Fabiano Da Silva, el embajador, es un
viejo amigo de mi padre. Imagina lo que pensaría si supiera que mi mujer me
quiere apartar de mi único hijo.
—Eres un malnacido.
Angela entró en la habitación más dañada y asustada de lo que quería
demostrar. Había tenido razón: Aquella conversación era solo la calma que
precede a la tormenta.
Debería estar molesta y dar cuanto portazo encontrara, pero estaba aterrada.
Tenía miedo por ella, por Leandro.
—Por cierto — La interrumpió Francesco y Angela se sobresaltó al escuchar
el vibrante y bajo sonido de su voz cerca de su oído—, encanto, sería bueno si
mis padres continuaran al margen de nuestras… Desavenencias conyugales. Ya
te lo comenté y por tu bien, espero que esa linda boquita tuya permanezca
cerrada.
—Que...
—Lo que oíste —Francesco la abrazaba con su aura de poder, sin siquiera
tocarla. Se sentía recorrida por las palmas de las manos que él tenía en los
bolsillos del pantalón. Angela fue consciente de cuándo las sacó y comenzó a
recorrer sus caderas, sus brazos desnudos. Se estremeció y perdió la
concentración—. Mi padre no está del todo bien y no quiero que nada le pase por
nuestra culpa. ¿Entendiste?
La mujer había cerrado los ojos intentando procesar la información, cuando
sintió los labios del hombre peregrinar por su cuello.
—Angela —repitió, sintiéndola tiritar para su deleite. Ella asintió y él soltó
una risa hiriente—. ¡Qué bueno que comencemos a entendernos!
El romano se alejó de ella. Angela sintió el sórdido palpitar de su traicionero
corazón, el cosquilloso palpitar de su piel allí dónde la había tocado. Quería
enfadarse. Él no tenía ningún derecho sobre nada. El poner el esperma no lo
hacía padre, menos aún de un hijo que él mismo había negado, rechazado.
El aguijón de la ponzoña que llevaba años añejando la picoteó, se volvió a
encararlo, procurando jugar el mismo rastrero juego que estaba colocando sobre
el tablero.
—Si me quedo y juego en tu tablero esta partida, Francesco, es porque no
quiero llevarme en la conciencia el que le suceda algo a tu padre —Él la
escudriñó críticamente, cuando en los ojos castaños de Angela un nuevo fulgor
cobró vida—. Pero la pequeña tregua a la que habíamos llegado se acabó. No
quiero saber nada de ti y ni creas que te será tan fácil salirte con la tuya —El
movimiento de su cabeza fue supremamente arrogante—. El juego será en tu
tablero, pero con mis reglas.
Francesco soltó una sabionda y sardónica risotada que le recordó a Angela
que ese hombre no tenía sentimientos. Su frialdad contenida bajo aquellos
ardientes ojos dorados lograron frustrarla. ¿Dónde se había ido toda esa sangre
caliente del pasado? Aunque ahora había notado que en sus peleas, él la veía de
diferente manera. Como si nunca hubiese creído posible que su esposa, la que en
el pasado había sido tranquila, de repente le llevara la contraria en todo.
—¿Crees que puedes amenazarme, preciosa? —Él arrugó las cejas y las
tenues líneas de su frente aparecieron, imprimiéndole algo misterioso.
Negó, intentando sacarla de quicio.
—¿Amenazarte? —indagó, llevándose una mano al pecho y recordando que
ella tenía muchos más derechos—. No, cariño —escupió despectivamente—, yo
no me divierto intimidando a la gente. Yo solo expongo la única realidad posible
en todo este maldito enredo —Le restó importancia a lo que iba a decir
levantando los hombros—. Y no olvides, querido, que tengo las pruebas
suficientes que harían que, nunca —Sonrió al ver que la mandíbula de Francesco
estaba apretada—, nunca, te concedieran la patria y potestad de Leo. Como
mucho, solo sacarías unas cuantas horas mensuales con mi hijo.
—¿Mi mujercita cree que la dejaré simplemente partir con mi hijo?
—Ex mujer —corrigió ella.
—La separación de cuerpos no es un divorcio —Su autosuficiencia era
desquiciante. Francesco dio algunos pasos hacia ella—. Siempre podemos
reanudar esas noches ardientes —Le acarició la mejilla sorprendiéndola, intentó
alejarse pero él le rodeó la cintura en un rápido movimiento, solo para susurrarle
al oído—. Aún puedo sentir mis dedos deslizándose suavemente a través de la
capa resbaladiza de jugos que manaban de tu interior. ¿Recuerdas cómo te hacía
sentir? —Restregó su nariz contra la sensible piel detrás de la oreja femenina. Le
agradó sentir que los músculos de Angela sufrían espasmos—. Deseabas tanto
que te tocara que dolía, ¿no es cierto, angelo? —La lengua del hombre sobre su
piel quemó como acero incandescente y su feminidad palpitó—. Tus gemidos
tenían un sonido tan virtuoso, melodía pura. El hambre que despertaba en ti te
hacía perder el control. No podías controlarte y te frotabas contra mí. Tu suave
cuerpo se balanceaba contra mi miembro erguido, exigiendo que la pesada y
ancha carne presionara dentro de ti, llenándote. Fuerte, duro, profundo...
—¡Basta, basta! ¡Cállate! —exigió ella, escapando de sus brazos, pero
sintiéndose más femenina de lo que se había sentido en mucho tiempo. Él
lograba aquel condenado efecto. ¡Maldito fuera!—. ¡Es suficiente! —Alzó la voz
—. No tienes permitido tocarme. Bajo ninguna circunstancia. Deberías firmar
ese divorcio de una vez. Es lo mejor para ambos.
—Creo que ahora menos que nunca me interesa hacerlo, cara —Francesco le
miraba la boca con una intensidad que la debilitaba. Deseaba que la besara, pero
si él lo hacía, ella volvería a caer en su hechizo—. Tal vez luego de que nos
divirtamos un poco.
A modo de adelanto, él bajó la cabeza y le mordió el cuello. El contacto de
sus dientes contra su piel hizo que Angela explotara por dentro como una bomba
de relojería.
—Ven a la cama conmigo —murmuró él con voz ronca, baja y posesiva.
Haciendo, casi, que sus piernas se volvieran de gelatina.
Ella sacudió la cabeza, intentando liberarse del chute de heroína que logró
marear cada célula viva de su cuerpo.
—P-postergar las cosas es otra forma de resistencia —Logró decir Angela,
pese a que la agitación en su interior se sentía como estar en el ojo de un
calamitoso huracán.
El italiano rió, pero el rostro se le agrió ante la comprensión de lo que su
esposa le estaba diciendo.
—Te enseñé bien, ¿no es cierto, angelo? Pero no te fue suficiente. Por eso
decidiste compartir esos conocimientos adquiridos con otro —Le escupió tan
furioso que sus ojos brillaban buscando venganza.
—¡Eres un idiota! —chilló ella acercándose a él—. ¡Nunca! ¡Jamás lo hice,
jamás lo haría! —continuó, aporreando el fornido pecho masculino con el puño
cerrado—. Tú arruinaste todo, robando nuestro futuro, cambiándolo por la más
absoluta oscuridad.
Con un movimiento simple, Francesco la sujetó de las muñecas con la fuerza
necesaria para no pudiera moverlas.
—Si sigues gritando de esa manera, solo lograrás despertar a nuestro hijo —
Se burló. Angela lo comprendió. No había palabra que ella pudiera decir que lo
hiciera replantearse lo que creía saber.
Lo quiso abofetear, para que sintiera el mismo dolor que atravesaba su
cuerpo en aquel momento, pero se contuvo. Solo se alejó de él lo más que pudo.
—Te pido que te vayas. Leandro y yo estaremos muy bien sin ti.
Francesco se dirigió hacia la puerta que conectaba ambas habitaciones.
—Aún sigue en pie mi propuesta. Puedes venir a mi cama, si quieres.
—¡Vete ya!—ladró ella, cerrando los párpados y apretando la mandíbula.
Todo lo que hubo antes de que cerrara la puerta fue una profunda risa baja.
Angela comprendió entonces que solo estaba perdiendo el tiempo. Pensar en
reavivar las llamas desde las cenizas era algo absurdo.
13
Angela paseó la vista por las estanterías de la tienda de manualidades una
vez más. Llevaba allí más de media hora, buscando lo que necesitaba para tejerle
un ajuar de bebé a la muñequita que Mariam estaba esperando, pero a la hora de
decidir el color, se había quedado estancada. Quería agradecerle a Mariam sus
detalles y atenciones, pero no había manera de conocer sus gustos sin
preguntarle. Vicenzo no era una opción. Hizo una combinación de colores y le
gustó.
—¿Qué te parece, cariño? —Le preguntó a su hijo pequeño que lo miró
completamente aburrido.
Leandro, como todo un especialista en la moda de recién nacido, arqueó las
cejas antes de tomar una de las lanas y pasarla por su rostro.
—Es suave.
Angela negó. Así era su hijo. Un hombrecito práctico. Lo importante era que
fuera suave, el color era lo de menos. Se parecía tanto a su padre en esos detalles
que estaba segura de que, cuando fuera mayor, le sacaría canas multicolores.
Cuando se volvió a fijar en el pequeño, él ya estaba ignorándola y
entreteniéndose con Dino.
—¿Quieres un helado antes de ir a casa, cariño? —preguntó al niño—Vamos
a pagar. ¿Leo?—La mujer observó hacia abajo, pero no había ni luces del
pequeño niño— Leandro... —llamó con voz clara y fuerte mientras comenzaba a
avanzar por las filas de estanterías llenas de materiales—¡Leandro! —gritó presa
del pánico y la desesperación, sintiendo que un déjà vu la succionaba como un
vórtice—. ¡¡Leandro Francesco!!
Fueron segundos en los que dejó de sentir las manos de Leandro jugando con
su vestido largo. No podía haber ido muy lejos. Angela no quería ni siquiera
pensar qué haría si volvían a separarla de él. Se llevó una mano a la frente, con
las lágrimas anidándose en sus ojos y un vacío de angustia en su pecho que
corría como reguero de pólvora por sus terminaciones nerviosas.
—¡¡Leandro!! —gritó. Y la única clienta, una mujer mayor, se volvió a verla.
Sus ojos estaban claramente sorprendidos por su estado de paranoia.
—¿Mami? —sintió la voz de Leandro casi como un susurro y todos sus
sentidos se pusieron alerta.
—¿Dónde estás? —inquirió buscando con la mirada pero no viendo
realmente nada.
—Aquí.
A la mujer le regresó el alma al cuerpo cuando Leandro llegó a su lado
cubierto con lo que parecía relleno para muñecos de soft. Angela, llorosa y con
una risita nerviosa, se arrodilló en el suelo y luego de zarandear un poco a su
inquieto retoño, le abrazó con fuerza.
—¡No te alejes de nuevo de mí nunca más, por favor! —Le rogó
estrechándolo contra su pecho, como si quisiera adherirlo de nuevo a su piel.
Cuando el susto pasó y su corazón recuperó su latido regular, le dejó caer un
beso en la coronilla—. Me moriría si te llegara pasar algo, hijo mío.
—Lo-lo siento, mami —El pequeño abrazó a su madre del cuello y Angela
no hizo más que besar su cabecita.
—Eres mi vida, hijito —le susurró—. Si te pasa algo, me muero.
Pasaron unos minutos abrazados. Luego, la mujer suspiró profundamente
para no preocupar de más al niño. Se limpió el rostro de algunas de las lágrimas
que se habían escapado.
—Bien, amor, vamos a pagar y nos vamos a casa.
Angela había tenido demasiado para un solo día. Solo quería regresar a casa.
La situación le había puesto los pelos de punta. Apretó la mano a Leandro para
salir, no sin antes mirar de un lado al otro por si veía algo raro. Quizá podía estar
paranoica, pero solo quería buscar un taxi. Sacó el teléfono móvil y luego de
pulsar el número, se lo llevó a la oreja.
Cuando estaban a punto de contestar la llamada, alguien le arrebató el celular
con fuerza. Angela tiró de Leandro hasta que el niño estuvo detrás de ella y
observó a su agresor casi mostrándole los dientes.
—¡Papi! —gritó el crío emocionado e intentando zafarse del férreo apretón
de su madre—. Suéltame, mamá —le pidió. Cuando ella cedió, a regañadientes,
el niño corrió hacia su progenitor—. ¡Papá!
—Hola, hombrecito —saludó Francesco, desordenándole el cabello y
levantándolo del suelo al cielo como si fuera un aeroplano.
A Angela no le pasó desapercibida la voz del hombre. Estaba tan tensa como
la cuerda de un violín. Hizo una mueca desagradable, porque nunca reconocería
lo aliviada que se sentía de verlo allí.
—¿Qué haces aquí, Francesco?
— Nos vamos a casa en este momento —concretó él.
El italiano, entre juego y juego, logró cubrir con su propio cuerpo el del
pequeño. Caminó hacia el auto negro de lunas polarizadas, abrió la puerta.
Colocó una mano sobre su cabecita y Angela vio, por primera vez una ruptura en
la siempre impenetrable muralla del hombre, cuando dejó caer un par de besos
sobre el cabello oscuro de su hijo. Lo puso en la silla de protección y cerró la
puerta.
Al espiarlo a través de sus largas pestañas se golpeó con la fulminante
mirada dorada que parecía querer lacerarla con agudos reproches. Aquello la
hizo molestar. ¡Ya sabía que había sido una auténtica locura el salir de la
mansión sin protección, no tenía que recordárselo! Podía flagelarse sola. No
necesitaba ayuda.
—Aún no he terminado de hacer todo lo que vine a hacer…
—No te he preguntado qué tienes que hacer, Angela —interrumpió
amenazadoramente, completamente furioso— Te he dicho que volvemos a casa.
Angela se rió por la osadía que siempre mostraba el duro italiano. Como si
fuera Zeus en el Olimpo, diciéndole a cualquier mortal que tenía que hacer...
Sintió rebobinar su vida cuatro años atrás y que seguía siendo aquella mujer que
se quedaba callada. Se sintió toda una rebelde al verlo apretar la mandíbula. Pero
el dulce sabor de una victoria se evaporó en su boca cuando el hombre la tomó
del brazo con fuerza y la arrastró hacia el coche.
—¡Suéltame o te juro que grito! —lo amenazó Angela repentinamente
envalentonada con las manos en las caderas.
—Inténtalo — respondió a su amenaza doblando la apuesta.
Sin que Francesco se lo viera venir, Angela comenzó a gritar como una
posesa.
—¡Auxilio, este hombre intenta secuestrarme! ¡Auxilio por…! — Sin perder
un segundo más el fuerte romano hizo uso de toda su masa muscular para
arremeter contra Angela, cogerla con una mano de la cintura y la otra de la nuca
para besarla sin ninguna piedad. Acallando con su lengua en la húmeda cavidad
las palabras de auxilio que estaba vociferando. La besó tan duramente que a
Angela le dolió la nariz al golpearse contra los pómulos masculinos y contra su
aristocrática nariz.
La besó con necesidad y castigo, con el yugo aplastante de su boca contra la
suya. Al terminar el beso, Angela no pudo hacer más que tocarse los magullados
labios y respirar la media capacidad. Algunas personas que pasaban por la calle
en ese momento, no pudieron evitar la curiosidad de ver en qué quedaba aquella
pequeña lid.
—Si querías que te besara, Angela, solo debiste pedirlo —respondió
Francesco con una burlona ironía en la voz—. Ahora, si no quieres que te
arranque aquí mismo ese vestido te sugiero que subas suavemente y en silencio.
—Yo…
—En silencio —murmuró.
Apretó los dientes luego de cerrar la puerta del coche. Angela se preguntó,
no por primera vez si es que Francesco siempre había sido tan mandón.
***
Con el botón de distancia, Francesco hizo que las puertas de metal de la
mansión de sus padres se abrieran como las alas de un ángel para darles la
bienvenida a su paraíso familiar. Girando el volante hacia la izquierda, estacionó
en el medio óvalo antes de las escaleras que los conducirían a la edificación.
Bajó del auto y caminó hacia el otro lado para ayudar a Angela a bajar y luego,
hacer lo mismo con su hijo. Leandro tenía a Dino en los brazos y aún seguía
cantando la canción del alfabeto que había repetido la última media hora.
En la pequeña escalinata, Donnatela se encontraba con Mauro y con Clara.
Angela los saludó con un movimiento de la mano. Francesco entrelazó sus dedos
con los de la mujer pese que a ella no le hizo ninguna gracia y del otro lado,
llevaba cargado al pequeño.
—¡Pero qué hombrecito para más guapo tenemos aquí! —aduló la orgullosa
abuela al pequeño que sentía cierto rechazo por la mujer—. Ven, con la nonna,
cariñito mío. Tenemos algo que mostrarte.
«¿Qué habían hecho ahora la familia Di Rossi sin siquiera consultarle?»
Blanqueó los ojos.
—Angela y yo tenemos unas cosas que tratar —sentenció Francesco—.
Adelántense por favor, en breve les daremos el alcance.
Angela pensó que seguramente se desataría un infierno dentro del despacho
y por eso no quería gente alrededor. Vio a los abuelos, llevar a Leandro a la parte
de atrás de los jardines. Sacudió la cabeza. No tenía ganas de discutir, pero
siempre estaría lista para un encuentro mano a mano con Francesco.
—Ahora, pequeña insolente —gruñó Francesco cogiéndola del brazo y
arrastrándola hacia el despacho—, vas a decirme en este momento qué estabas
tramando —escupió el romano de muy malas pulgas luego de dar un portazo tras
su espalda.
—¿Tramando? — Angela dio un salto hacia un lado para alejarse del caliente
cuerpo del hombre que parecía abrasarla—. ¿A qué te refieres?
—¿Qué hacías en ese lugar?
—¿Qué crees que podría hacer en una tienda de manualidades? —
contraatacó con la misma voz de autocomplacencia que usaba con su hijo para
enseñarle algo—. No creo que pienses que planeaba hacer una bomba, ¿o sí?
Aquello elevó la lava del volcán en los ojos del italiano casi al punto del no
retorno.
—¡No juegues conmigo, mujer!
—Mira, Francesco —Le dijo mostrándole la palma de la mano como quien
quisiera llamar a la calma, como si estuviera mostrándole una bandera blanca de
la paz —, no tengo que darte explicaciones de lo que hago o dejo de hacer. No
soy tu prisionera —explicó—. Ya te dije que nos quedaríamos para que pudieras
conocer a Leandro, para que pasaras tiempo con él. Cumpliré mi promesa, pero
no como prisionera.
—¡Debías quedarte en casa, protegida!
—No seas paranoico, Francesco. Salimos, estamos bien —terqueó Angela no
sabiendo cómo es que el hombre no podía entender razones—. No somos
prisioneros.
Completó enfadada. ¡No podía hablar con un hombre que no quería
comprender sus razones para tomar las decisiones! Era tan cerrado que le daban
ganas de gritar. ¿Qué creía que haría? ¿Llevarse a Leandro para no regresar?
—Cállate, Angela, que estás acabando con la poca paciencia que me queda.
—Como si me importara… —contestó ella envalentonada.
—Maldizione, Angela! —bramó Francesco, controlándose para no sacudirla
en ese mismo instante—. ¡Te debería importar cuando pones en peligro tu cuello
y el de nuestro hijo! —Sus cejas oscuras se encontraron en el centro de su rostro,
enmarcando y dándoles un tono más peligroso a sus ojos dorados.
—Ambos estamos bien, ¡Por el amor de Cristo! —dijo exasperada, pero
retrocediendo algunos pasos hacia atrás para alejarse de él—. ¿Cómo es que
supiste dó-dónde encontrarnos? ¿Acaso me estás vigilando?
El romano se cruzó de brazos intentando evitar el impulso que lo carcomía
dentro y casi lo orillaba a ponerla sobre su hombro, llevarla a su habitación y
azotar su trasero. ¡Había estado tan preocupado por ellos! La llamada de Fiore
había hecho que su alma cayera a sus pies y que no le importara cancelar todas
las reuniones que tenía en la joyería con tal de salir corriendo a rastrear a su ex
mujer. ¡Lo estaba volviendo un completo demente! Bufó poco elegantemente
para hacerle comprender que no era el momento de que se pusiera al brinco
como si ella tuviera el derecho a estar ofendida. Maldizione!, es que acaso no
comprendí el grave peligro que corrían.
—Desde que pusiste un pie en esta casa, siempre te estoy vigilando, Angela
—indicó con dureza pero con el timbre de voz tan suave como el mismo
terciopelo. La mujer desconfió y dio algunos pasos hacia la salida. Sea como sea,
eso le daba una alternativa: ¡Correr!—. Lo supe por la alarma del GPS que Fiore
instaló en tu teléfono móvil.
La mandíbula de la mujer cayó casi al suelo, sorprendida. Antes de salir de
casa, y en un arranque… Ya no sabía si de rebeldía o de estupidez, había
apagado la aplicación de localización del móvil. Quizás lo hubiera hecho de
manera automática, o solo por el hecho de saber hasta dónde estaba Francesco
dispuesto a llegar. Pero no le gustó en lo absoluto que él se hubiera metido en su
vida privada. Que le hubiera robado el móvil y entregado a Fiore para que él
hiciera lo que le diera la gana. Espiara y fuera su detective privado. El móvil era
un objeto personal y no podía permitir, aunque no tuviera nada que ocultar, que
Francesco estuviera husmeando en sus pertenencias.
Sacudió con la cabeza. La ira era demasiado para ocultarla por más tiempo y
simplemente estalló reventando todos los vidrios de la estancia con la onda
expansiva.
—¡¿Me has estado siguiendo como si fuera una criminal, o como un animal
de experimentación?! —Una vez más, estuvo tentadísima de sacar el par de
agujetas dobles para sacarle los ojos con ellas— ¡¡Te has pasado, Francesco!!
¡¡Solo te falta ponernos a Leandro y a mí un dispositivo rastreador intracelular!!
—Créeme, carísima —expresó con una brillante sonrisa de provocación en el
varonil rostro del italiano mientras caminaba por la habitación. Angela se sintió
una presa que desconocía por dónde la atacarían. Por fin se quedó de pie delante
de la librería de la clásica decoración del despacho de su suegro. Cruzó las
piernas a la altura de los tobillos con soltura y una de sus manos desapareció en
el bolsillo de sus pantalones antes de continuar con la misma jocosidad anterior
—, si las pruebas en humanos hubieran dado positivo…
El italiano rió bajo. Francesco era la personificación del deseo y del pecado.
Del tipo de hombre que al entrar en una habitación, se robaba la atención de
todas las mujeres con el mínimo rango legal permitido. Sensual como el mismo
Eros. Duro. Experimentado. Pero estaba loco si creía que esa era la manera de
hacer las cosas correctamente.
—¡Eres un psicópata controlador despreciable! —explotó colérica, no solo
por lo que Francesco le acababa de decir, sino también por la respuesta animal
de su cuerpo, de darse cuenta de cada mínimo detalle del hombre al que había
venerado con completa rendición. ¡Se negaba a caer rendida a sus pies
nuevamente!. Por el contrario, Francesco levantó una ceja como si aquello le
causara mucha gracia, como si supiera de todos sus intentos por no caer en
aquella prohibida tentación—. ¡De verdad que eres increíble! ¡¡Te desconozco!!
—Si certificar la seguridad de mi familia es comportarse como un
“psicópata controlador despreciable” —Inquirió tomando una larga respiración
que solo hizo que su amplia caja toráxica se expandiera más debajo de la camisa
blanca con las mangas remangadas—, entonces, muñeca, lo soy. Y —agregó
viendo que ella le iba a interrumpir—, a partir de este momento, ni Leandro ni tú
saldrán de casa sin que yo lo sepa y Fiore esté para acompañarles.
Angela se obligó a sí misma a dejar de percatarse de cada mínimo
movimiento de su cuerpo y se llevó una mano a la frente, intentando menguar el
inicio de un gran dolor de cabeza. Estaba aguantando para no gritar y comenzar
a tirarle cosas encima de la frustración. No era partidaria de la violencia, pero
realmente le gustaría romperle el florero en esa bonita cara de calendario.
—No pienso comenzar a pedirte permiso como si fuera una niña pequeña —
terqueó—. Dilapidaste ese puente de consideración el día que decidiste
implantar un sistema de rastreo en mi teléfono móvil.
Sin esperar una palabra más, Angela se fue hacia la puerta, dando por
terminada la conversación. Francesco la siguió y le impidió salir con todo su
cuerpo. El hombre bajó la cabeza para decirle:
—Yo no tengo intención de exponerlos, ni a nuestro hijo, ni a ti a un nuevo
peligro de secuestro. No te voy a permitir ponerlos en bandeja de plata al
hombre que secuestró a Leandro, ¿Entendiste?
La fría cordialidad y tranquilidad de Francesco causó que Angela contuviera
la respiración.
—¿Se sabe algo de ese… tipo? —preguntó consternada, levantando la
mirada hacia el hombre y comprendiendo por fin lo que había creído que era
solo un cuadro paranoico de Francesco. Parpadeó varias veces intentando ocultar
su torpeza.
—Se sabe que está en Roma, creemos que es Buschiazzo o un Buschiazzo.
—¿Quién es Buschiazzo? —preguntó sin comprender absolutamente nada,
pero llevándose una mano al cabello y rastrillando con los delgados dedos sus
mechones entre claros y oscuros.
—Un traficante de diamantes.
—¿Y porque secuestró a Leandro?— inquirió, pero no faltó muchos
segundos antes que la aguda mente de Angela uniera los cabos. De pronto lo
comprendió—. Es por la Joyería ¿Verdad? Es por todo lo que representa ser un
Di Rossi…
Con desesperación, Angela se dio cuenta que sola nunca podría mantener a
salvo a su bebé. Leandro nunca estaría tranquilo, ni viviría como un niño normal.
—Aún no sé con exactitud si es él —La voz de Francesco intentó calmarla,
explicarle—, pero tendría motivos para querer destruirnos. ¿Angela? —la llamó
porque la mujer había adoptado una actitud derrotista con la mirada hacia el
suelo— ¿Angela? —Francesco acarició el brazo desnudo de la trigueña, para con
la otra mano levantar su delicado rostro hasta que lo miró. Tenía los ojos
anegados en lágrimas. Se veía tan pequeña, tan frágil—. Tranquila, no les pasará
nada —susurró con suavidad mientras rodaba las yemas de sus pulgares sobre
las mejillas húmedas—. No dejaré que nada les haga daño o les cause dolor.
Angela asintió suavemente, solo queriendo que la pesadilla terminara.
—¿Qué más sabes? —preguntó con voz trémula.
Francesco suspiró, pero sus dedos siguieron acariciando sus suaves mejillas
lentamente.
—Lo ha estado investigando y tiene algunas inversiones que se contraponen
con nuestros negocios. Es una familia que forma parte de la mafia de diamantes,
por lo que ha instalado empresas de extracción ilícitas de piedras preciosas en el
África —explicó—. Mientras nosotros comerciamos con empresas serias y
formales, ellos las venden a bajo precio… —Angela observó a Francesco apretar
la mandíbula mientras el calor de sus palmas abandonaba su rostro—. A un
precio de sangre por la explotación infantil y de mujeres en las minas.
—Es un monstruo — bisbiseó bajo antes que su mano tapara sus labios.
No podía entender cómo en pleno siglo veintiuno, aún pasaran ese tipo de
cosas y la gente se viera doblegada y con la soga al cuello a diario.
—Es por eso que debes cuidarte y cuidar de Leandro —agregó el hombre,
comprendiendo que la única manera de mantenerla tranquila era contándole la
verdad. Al menos en gran parte—. Puede aparecer en cualquier momento, y no
quiero que ustedes corran ningún peligro. No quiero paseítos sin seguridad, ni
que seas tan poco preocupada. Leandro necesita protección. Él será el heredero
de —Abrió los brazos hacia los costados para demostrarle solo un uno por ciento
de lo que sería del niño— todo esto. ¿Te imaginas el peligro que corre si está en
la mira de un tipo como Bartolomé Buschiazzo? Es un hombre muy peligroso,
Angela.
—Yo…—murmuró su aguda pero perdida voz, recordando el momento de
angustia que pasó en la tienda de manualidades. El terror acalambrando sus
miembros y la desesperación envenenando su torrente sanguíneo. No quería
volver a sentir eso nunca más.
—No quiero mantenerte prisionera, Angela. Eres libre de salir donde te
apetezca. Puedes ir de compras, con Leandro al parque. Ir a ver a Mariam, a zia
Inés, a tomar un café; siempre y cuando, lleves contigo una escolta —completó
el hombre—. Es la única manera en la que estaré tranquilo.
—Lo siento, Francesco —articuló, reconociendo lo tonta que había sido—.
No, no era mi intención. Yo jamás pondría a Leo en peligro alguno.
—Quizás no conscientemente, Angela —Su expresión seria le hizo daño—,
pero hoy se han puesto en un terrible riesgo. ¿Qué hubiera pasado si el que te
encontró no hubiera sido yo, y qué, por el contrario, te hubieran subido en un
auto con Leandro, o te hubieran llevado sola y dejado a nuestro hijo solo por las
calles de Roma?
Angela lo miró mordiéndose el labio inferior para no soltarse a llorar porque
sabía que tenía razón. No había medido realmente sus actos.
—Nunca quise poner a Leandro…
—Lo sé —la interrumpió sorprendiéndola con el timbre comprensivo en su
voz—. No lo harías, pero que velar por ustedes ¿Entiendes?
Asintió. Francesco la vio tan desanimada. Estaba repudiándose en silencio.
Poniendo en tela de juicio su capacidad para cuidar de su pequeño hijo. Un
aguijonazo protector picó severamente en el corriente sanguíneo del hombre. Él
era casi veinticinco centímetros más alto que Angela, la podía ver confundida,
pensando. Culpándose. Le acarició el rostro levantándolo para observarla y la
encontró rota.
Lanzó un suspiro derrotado y dejó de lugar contra el deseo que lo embestía
como un toro embravecido. Metió los dedos entre los mechones almendras de su
cabello solo para jalar de ella mientras se agachaba para no asaltar los labios
color rosa con su boca.
Avanzó hacia ella, devorando la distancia que los separaba hasta que sintió
los pesados y llenos senos de pezones erectos acariciar su pecho con una
deliciosa y sugerente invitación. Invadió con su lengua su boca mientras una
mano viajera la hacía estremecer en el inicio de su recorrido turístico por su
cuello. Francesco logró que Angela participara activamente de aquel beso y que
una de sus manos fuera a su cuello, buscando estabilidad mientras abría su boca
para él.
Angela suspiró cuando la caliente mano masculina cayó duramente sobre
uno de sus pechos e inmediatamente y sin pedir permiso alguno, jugueteó con la
frontera de la tela hasta que dos dedos traviesos se deslizaron hasta encontrar su
necesitado pezón. Lo apretó sin piedad arrancándole un gemido. Intentando
recuperar algo de control, le mordió el labio inferior, pero lo único que consiguió
fue que las manos grandes manos del italiano fuera a su estrecha espalda,
cubriéndola por completo y paseando sus manos de abajo hacia arriba con
insistencia.
—¡Mami, Papi! —Ninguno de los dos se percató en el momento en que la
puerta fue abierta por el niño.
—Oh, cielos. Lo lamento… —Donnatela sonrió, mientras Angela se alisaba
el vestido y el rubor rojo se había disparado en su cuerpo como un verdadero
cohete a la luna. Intentó separarse de Francesco, pero él no la dejó escapar. Por
el contrario, dejó caer sus manos entorno a su cintura y giró su cabeza hacia su
madre— Solo quería…
—No te preocupes, mamá —interrumpió el hombre con una sonrisa pícara y
hasta arrogante, como si retara a su madre con la mirada a que dijera algo
desagradable por la situación en la que lo había encontrado con su esposa.
—Leandro quiere…
—¡Me prometiste un helado, mamá! —recordó Leandro abrazándose a las
piernas de su madre.
—Claro, cariño —asintió le agarró una mano al niño y sin pronunciar
palabra salió con rapidez y muy avergonzada del despacho.
14
—Duerme, mi dulce amor —le susurró bajito a Leandro para luego darle un
beso en la cabecita.
Dejó la polo transpirada del infante en el cesto de la ropa sucia. No le
gustaba que Leandro estuviera húmedo cuando dormía. No le hacía bien y no
quería que se resfriara cuando llegara el cambio de estación.
Pensó en volver a la cama, pero su cabeza era una sinfonía de un «bla, bla,
bla» constante y no la soportaba más.
Se sentó en su cama con las piernas cruzadas. Apoyó la espalda en la pared y
puso el portátil sobre una almohada en su regazo. Revisó algunas anotaciones
que tenía en sus documentos del trabajo. Se puso los lentes sobre los ojos e
intentó trabajar.
Intentó conectar con el entorno, con la situación que se suscitaba en su
historia. Pensó en poner música pero Leandro se despertaría de mal humor y no,
no sabía dónde estaban sus audífonos. Le echó ganas a continuar con el libro,
pero diez minutos después se dio por vencida.
Estaba difusa. Su mente flotaba como burbuja en un espacio en blanco.
Era muy tarde o demasiado temprano para que a su cerebro se le diera por no
dejarla descansar. Cerró el portátil y mordió el fino collar de plata que siempre
adornaba su cuello. Desde que, por azar del destino, Francesco había aparecido
de nuevo en su vida no había podido descansar en las noches como debería.
Suspiró.
No entendía su actuar. Primero era cálido, comprensivo. La abrazaba a su
cuerpo como si no quisiera que se fuera nunca más y aunque no lo decía con
palabras, lo conocía lo suficiente para reconocer el anhelo en sus ojos. Para
luego desecharla como a la envoltura de un caramelo. La frustraba.
Se sentía agotada.
Se suponía que cuando Francesco supiera la verdad de la paternidad de Leo,
las cosas irían mejor. Podrían tener una relación sana en la que lo fundamental
fuera su hijo. Una que careciera de conflictos y ambos se comportaran como
padres.
Nunca contó con que hasta eso les resultara tan difícil.
No le pedía que la perdonara. El tiempo y la calma la habían hecho
comprender que ella no tenía la culpa. Estaba cansada de siempre intentar que
escuchara su versión. Antes que la catarata de sentimientos se le escapara del
pequeño frasco dónde las había metido, se levantó. Calzó sus pies, y salió de la
habitación.
Tendría que comenzar a obligarse a escribir. No podía seguir posponiéndolo.
Los de la editorial habían sido generosos al darle tiempo, pero tenía que surfear
esa ola. No tenía ganas. No ahora. Le gustaría que su vida fuera una novela y
que alguien estuviera sentada frente al computador para solucionar cada uno de
sus problemas. Pero no había nadie del otro lado. Cada persona es el propio
artista en la pintura de su vida.
Si esa noche tampoco dormía, terminaría ojerosa y ni siquiera el maquillaje
podría ocultar lo inmensamente triste que estaba.
El pasear por aquellos pasillos dolía. Avivaba recuerdos. El compartir con su
familia era un castigo demasiado duro. Y el que Francesco se comportara como
un devoto esposo dolía. Había sembrado un rosal en su corazón, pero solo
florecieron espinas. Esa era su vida. La vida que Francesco le robó. La vida en la
que estaban juntos y felices viendo crecer a su hijo. Esos capítulos que nunca se
escribieron y que nunca lo harían del modo correcto.
Bajó las escaleras convencida que si estaba soportando todo eso era solo por
Leandro. Él no tenía la culpa de nada y tenía todo el derecho del mundo de
conocer a su padre. Francesco no era un buen esposo, quizás tampoco era, del
todo, un buen hombre, pero lo estaba intentando como papá.
Contó los pasos desde las escaleras hasta la cocina. Debía olvidarlo todo. Ser
Angela Di Rossi, la madre de Leandro. No la mujer. Amaba demasiado al
testarudo italiano como para considerar, siquiera, la idea de salir con alguien
más. Por eso dolía, porque cada mañana era un luto nuevo. Recordaba
despertarse a diario con esa sensación de vacío en el alma. Lloraba tanto en las
noches que cuando estas se disfrazaban de día, solo se quedaba con dos cosas:
Lágrimas opositoras al suicidio que se anidaban en sus pestañas, y el vacío. Sus
lágrimas dejaban de caer y su corazón de sentir. Solo bombeaba la sangre
necesaria para que los dos corazones latieran a un ritmo. Y, era justamente ese
momento, en el que podía, al menos, liberarse. Ser un maniquí con funciones
biológicas. Pero todo pasa y nada es eterno, porque de improviso sentía a su
cerebro conectarse y reiniciarse.
Casi la había matado.
Lo mejor era olvidarse. Pasar página. Recordar que beber leche tibia ayudaba
a dormir. Al girar para ingresar en la cocina, Angela se quedó enraizada al suelo
mientras sus ojos caramelo admiraban al imponente y hermoso italiano.
Estaba casi desnudo. Solo lo cubría un par de pantaloncillos de dormir en
color gris. Su viril pecho con tenues bellos en el centro estaba expuesto a la vista
de quien lo quisiera admirar. Ella quería. Sus pectorales duros, pero no
hinchados. Francesco hacía deporte, pero no era un hombre obsesionado por el
fisicoculturismo. Estaba segura de que Narciso lo envidiaría.
—¿Es que me estás espiando, cara, o decidiste continuar con la conversación
del despacho? —preguntó duramente levantando la mirada del plato con restos
de tarta de arándanos.
Estaba preocupado. Angela no lo demostró, pero se dio cuenta de una cosa
muy peculiar en su marido. Francesco no era fanático de las cosas dulces, pero
cuando se preocupaba demasiado le daban bajas en el azúcar que lo hacía
necesitar ingerir algo. Siempre le había sucedido aquello. Recordaba con tanta
claridad las veces en las que lo había acompañado, intentando calmarlo y que le
contara sus agobios. Parpadeó, evitando la nube de recuerdos que la asaltaron.
—Solo vine por algo de leche —murmuró secamente. En el momento en que
se escapó de sus labios, supo que Francesco lo utilizaría en su contra.
—La gatita viene por su ración de leche tibia —se burló.
—La gatita sabe sacar las garritas también —amenazó, pero luego se exhortó
a no caer en su juego—. Es mejor que me vaya. Buenas noches, Francesco.
—Eres consciente que correr no va a solucionar el cúmulo de cosas que
tratar ¿verdad?
Angela se detuvo sin mirarlo.
—Pensé que lo único que teníamos por tratar sería el horario de Leandro y
no veo que Valente está presente —respondió girando los talones para encararlo
—. Salvo que lo vayas a sacar de debajo de la manga.
Francesco levantó los brazos, para demostrarle que no tenía mangas. Estaba
desarmado. En otro momento le hubiera causado risa la manera desenfadada de
su respuesta. Era tan impropio de Francesco que solo la sorprendió.
—Pasé una tarde increíble —comentó, girándose para sacar abrir la vitrina—
¿Crees que podamos beber un café sin discutir?
—Eso depende de cómo te comportes —respondió, pero de todas maneras se
aproximó a la isla del medio de la cocina y se sentó frente a él.
—Leandro es un niño extraordinario —explicó mientras se hacía cargo de las
dos tazas de café—. Nunca creí que disfrutaría tanto de compartir una tarde
completa con él —Para Angela aquello no fue una sorpresa. Sabía que el
pequeño de tres años era encantador y tenía esa capacidad de meterse al bolsillo
a la gente cuando así lo quería. Quizás era un comportamiento que iniciaba el
camino de la manipulación, pero esperaba tener la entereza para guiarlo por el
buen sendero—. Le encantó jugar en el hinchable.
—Creo que no existe niño de su edad que no ame los descomunales castillos
hinchables como el que le compraste para el jardín —argumentó. Le agradeció la
taza de café cuando él la puso delante de sus manos—. Tendrás que pensar
seriamente que cuando lo lleves a tu ático, no tendrás espacio para ese juego en
concreto.
Angela asintió. Dio un amargo trago de café pensando que ella también se
había divertido. Verlos jugar, caer y levantarse. Escuchar la risita enloquecida de
Leandro y ver a Francesco caer por el tobogán hacia la piscina de pelotas solo
para demostrarle a su hijo que no tenía porqué tener miedo, le resultó
hipnotizador. Le hubiera gustado unirse, pero nadie la había invitado. Solo era la
espectadora de toda esa diversión, con el tejido en su regazo.
—Supongo que hay mucho por hacer —respondió, sacándola de su
ensoñación—. Pero tengo que felicitarte porque has hecho un trabajo
maravilloso son nuestro hijo.
—G-Gracias —musitó contrita y evitando decirle que hubiera sido mucho
más simple si es que él hubiera estado a su lado en cada paso.
El italiano jugueteó con la taza entre sus manos por unos minutos, mientras
el silencio caía entre ellos como una nube. Angela no se atrevió a hablar por si
Francesco tenía algo más que decirle. Se imaginó que para ese momento, y con
todo lo que conocía al niño, tendría muchísimas preguntas. Sacó del bolsillo de
la bata una cajita y de dentro un cigarrillo delgado. Hizo el procedimiento común
y conocido. Apretó el filtro hasta que este sonó y luego, se lo llevó a los labios.
Abrió el pequeño zippo dorado y lo encendió. Francesco se estiró y le pasó el
plato para que lo utilizara de cenicero. Ella le agradeció con un movimiento de
cabeza. De pronto, la risa destemplada y hueca del hombre le hizo erizar los
vellos de la nuca.
—Tengo tanto que saber de él…
—Ya que hemos firmado una tregua por esta noche, solo tienes que
preguntar —respondió Angela—. Siempre tuviste la opción de preguntar.
—Quiero saberlo todo cuando se trata de Leandro.
Claro. Era obvio. Francesco quería indigestarse con la máxima información
de su hijo. Solo de su hijo.
—Imagino que ya debes saber algunas cosas ¿no? —preguntó aspirando el
veneno en forma de cilindro. Cada uno tenía su droga preferida. Algunos con el
alcohol, otros tics, ella lo tenía con el cigarrillo. A veces.
—Conozco lo que dice en su partida de nacimiento, he visto el espacio en
blanco donde siempre debió haber estado siempre mi nombre —Apretó la
mandíbula hasta que sus labios se volvieron solo una línea—. ¿Sabes lo mucho
que me repudio por mi falta de curiosidad, por mi egolatría desmedida? —
Angela no respondió a aquella pregunta. No estaba formulada para obtener una
respuesta—. Y Leandro me ha perdonado con tanta facilidad. Ha asumido con
alegría el que su padre estuviera ahora con él.
—Leandro es un niño que no guarda malos sentimientos en su corazón —
admiró la mujer moviendo con una mano su cabello para llevarlo detrás de su
oreja—. Sé que lograrás ganártelo —rió moviendo la cabeza, lo que llamó la
atención masculina—. Incluso, creo, que ya lo has hecho.
—Pero no puedo quitarme de la cabeza todo lo que he perdido, todo lo que
desconozco. Todos esos momentos que de Leandro preguntarme en el futuro, no
tendrán una respuesta. Y todavía le pones mi nombre. Leandro Francesco —
inquirió atormentado. Su mirada dirigida al fondo de la taza, sus fornidos y
duros hombros abatidos.
—¿Está mal? —preguntó sorprendida por el tono de reproche—. No pensé
que te molestaría que tu hijo llevara como segundo nombre el tuyo.
—No me molesta —se apresuró a contradecir con fuerza—. Me complace de
maneras que no entenderías, pero a la vez es una daga. Se supone que debí ser yo
quien te convenciera de hacerlo.
—¿Me crees tan mezquina como para utilizar algo así en tu contra?
Él guardó silencio, pero cuando se miraron, la mujer de los mechones y rizos
almendras pudo dilucidar en el rostro del italiano un profundo dolor. Estaba
desencajado. Parecía torturarse constantemente con el tema. No, no la creía
mezquina. No tenía nada que ver con ella. Todo pasaba en el interior de la
demasiado razonable cabeza de Francesco. Sintió una clara empatía con el
hombre. Se puso de su lado porque ella estaría en el mismo puente si las cosas
hubieran sido al revés. Dejó caer la ceniza del cigarrillo y se puso a jugar con
ella en el plato antes de apaciguar a Francesco.
—No hubo complicaciones, ni sobresaltos a considerar en la gestación de
Leo —compartió—. Fue un niño muy movido, pero todo transcurrió bien. Nació
el 15 de agosto a las 10:45 de la mañana, luego de veinticuatro horas de trabajo
de parto. Exactamente a los nueve meses. Saludable, llorón y hermoso —Miró
las cenizas sobre el plato. Apagó el filtro y bebió un poco de café para luego
continuar—. Fueron los 3.6 kilos más bellos que vi alguna vez en mi vida —tiró
de sus labios en una sonrisa —. Cuando lo tuve en mis brazos, todos los
esfuerzos fueron recompensados con creces.
Angela levantó la mirada solo para encontrarse con los iridiscentes ojos del
hombre que irradiaban, como un faro en medio de la oscuridad de la noche, un
camino de ternura. Construyendo un puente entre ellos. Canalizando todo en
tirar las cuerdas necesarias para que el puente fuera sólido. Por algún sitio tenían
que comenzar a llevarse bien, aunque solo fuera por Leo.
—Su primera palabra fue a los seis meses —continuó Angela haciendo como
si no hubiera entendido el significado escondido en sus pupilas— y dijo: «ven»
—rió—. Mi madre lo tenía en su regazo, mientras Clara y yo doblábamos su
ropa. No dijo ni mamá, ni papá. Dijo: ven. Y fue una orden tácita —recordó—.
Debiste verlo. Tenía la frente arrugada por el esfuerzo y los ojos fijos en mí. No
me quedó alternativa que dejar de hacer lo que hacía e ir a su encuentro.
—Son momentos en los que hubiera gustado estar —se amonestó Francesco.
—No tienes que golpearte la cabeza con ello, Francesco —murmuró en son
de reproche—. Cada persona en el universo tiene sus propios demonios,
esqueletos en el armario y consecuencias — Respiró profundamente. Era hasta
irónico. Estaba sentada, al frente el hombre que más la había dañado en el
mundo e intentaba consolarlo en vez de ser el martillo que le da el golpe final al
clavo. Negó, cambiando el tono hasta el momento tierno de su voz—. Nadie está
libre. Solo tenemos que aprender a vivir con las consecuencias de nuestras
decisiones. Estás intentando remediarlo. Una vez me dijiste que no se puede
llorar sobre la leche derramada. Bien —comentó con dureza—. Esta es tu leche
derramada.
Pese a que no intentó que aquello no tomara un color sexual, no pudo evitar
reconocer que no había hecho la elección de palabras correctas. Hizo un mohín,
levantándose.
—¿Terminaste? —preguntó señalando la taza, sin siquiera mirarlo.
—Sí.
Angela levantó el menaje utilizado y se dirigió directamente a lavarlo y
guardarlo. No musitó ninguna palabra más. Lo mejor era terminar aquella charla
allí mismo. No podía con el auto-reproche de Francesco. La enfadaba. Si ella no
le reprochaba todos esos años, quién era él para hacerlo. Ni siquiera le daba la
oportunidad de decirle “Pero tú no estuviste allí”. Porque ya se martirizaba solo
lo suficiente y ella se negaba a comportarse como él.
—Me gustaría que Leandro y tú se quedaran a pasar el cumpleaños de
nuestro hijo aquí.
—Para eso todavía falta un mes —dijo Angela. Secando con un poco de
violencia los utensilios—. Y no hemos visto muchas cosas. ¿Cuándo va a venir
Valente para que hablemos?
De pronto, Angela lo sintió a su espalda. El pecho fuerte del italiano la
empujaba hacia delante hasta que la encimera no le permitió seguir avanzando.
Su dura boca fue hacia su cuello, justo debajo de su oreja.
—No es importante que venga Valente, cara —murmuró Francesco
restregando su lijosa barba en su tierna piel.
Angela agarró con fuerza el secador y la taza con fuerza, mientras sentía todo
su cuerpo invadido por la fuerza y virilidad masculina. Sobre todo porque
mientras él la besaba y mordía en la base del cuello, podía sentir en la zona baja
de su espalda como Francesco no era del todo inmune cada vez que se acercaba
a tocarla. Francesco estaba duro. Las caricias de sus calientes palmas hicieron
fluir su bata hasta el suelo. Y otro beso cayó en su hombro y luego la probó.
Cató y degustó el sabor de su piel, haciéndola recordar todo lo que esa lengua la
había hecho sentir. Francesco delineó los bordes de su espalda con dos dedos de
su mano en una concupiscente y muy sensual caricia. Sin poder evitarlo, se dejó
caer, rompiendo la rigidez de su espalda. Aprovechando que él no podía verla,
Angela se mordió los labios. Dejó el secador y la taza, para aferrar sus manos al
borde de la encimera.
—Me encanta el temblor de tu cuerpo cuando te toco —le confesó en un
susurró—, el sabor a miel en tu piel y la manera en la que intentas evitar que tu
cuerpo reaccione a mis caricias.
Angela se atragantó, al sentirlo casi adherido a su cuerpo.
—Estás jugando con fuego, Cesco. Es un juego muy peligroso.
—¿Y qué pasa si quiero jugar? —La desafió levantando su rostro y girándolo
para que lo mirara.
—Para jugar, necesitas un oponente —dijo girándose para darle la cara— y
yo no estoy disponible para entrar en tus entretenimientos.
Dejando todo de lado y escapando de él, Angela huyó de la habitación como
si estuviera siendo perseguida por el mismísimo diablo.
15
Parte de ellos estaban repartidos y sentados por los sofás tapizados y de un
blanco luminoso que ataviaban la terraza tradicional con pérgola y multifunción,
que a menudo servía para grandes reuniones familiares y de amigos. Además de
poder degustar los aperitivos y bebidas que descansaban en una mesa rectangular
y de baja estatura en un tono oscuro, tan resistente a la lluvia y al sol como el
resto de los muebles. También podían deleitarse con el espléndido jardín de
aromáticas plantas y flores que prácticamente los rodeaba. Indiscutiblemente, el
entorno era precioso. Un edén digno para una de las familias más ilustres de
Roma.
Angela contó la cantidad de puntos del tejido que tenía dentro de las agujas
circulares.
—¡Es precioso, Angela! ¡Oh, mira Mauro! ¡Qué maravilla! —Angela
observó a Donnatela levantar la mantita de bebé para que su marido pudiera
observarla.
Mauro elevó la mirada hacia ella.
—Sí, es muy lindo, amor.
—Te he visto trabajar arduamente en todo el ajuar —murmuró acariciándole
una de las manos que estaban alrededor del tejido—. Realmente eres toda una
artista, cariño. ¡Me hubiera fascinado ver a Leandro vestido así! ¿También tejiste
para él?
Leandro miró hacia su abuela al oír su nombre, pero luego siguió saltando al
ritmo de las canciones de Hi5.
—Sí —sonrió ella, recordando a su pequeño con su traje de marinero—. Me
resulta sorprendente que Francesco no les haya dicho nada de eso.
El aludido le lanzó una mirada a modo de advertencia. Venía de jugar con su
hijo al balón. Lo traía en brazos y en cuanto Leandro divisó los dulces en una de
las bandejas, se removió, pidiéndole que lo soltase. Así lo hizo, procurando que
quedaran sus dos pies rectos.
—¡En serio, Francesco, como vuelvas a hacerlo te desheredo! —lo reprendió
Donnatela y Mauro rió, ayudando a Leandro a servirse una buena porción de
pastel de chocolate.
—¿El qué, mamá?
Francesco apretó los dientes durante largos segundos al divisar la repentina
sonrisita de autosuficiencia que su mujer tenía instalada en la cara. Pese a que no
levantó el rostro en ningún momento en su dirección, supo de inmediato lo
mucho que le divertía verlo atrapado entre la espada y la pared por su
desconocimiento en los primeros años de vida de su hijo.
—Esconder a Leandro por tanto tiempo. Me hubiera fascinado verle con
todas estas maravillas que mi querida nuera crea.
—Angela tiene muchas fotografías de Leandro en su portátil, te dejará
algunas, madre.
La aludida enderezó el rostro y se encontró que su suegra no le quitaba la
vista de encima.
—Luego podemos ver con cuáles te quieres quedar —prometió ella.
—¡Claro que sí! Pero, pronto deberían encargar otro bebé y espero que sea
una niña —pidió Donnatela, palmeando la pierna de Angela.
Francesco sonrió de medio lado al ver a la bonita portuguesa pasar un mal
momento.
—¿Has leído el periódico de hoy, hijo?
—Lo leí en la mañana —asintió Francesco—. Según parece la Scudería
Ferrari perdió la competencia en Austria —comentó—. No tuvieron podio y
Nicola quedó en quinto lugar.
—Lo peor de todo es que el inútil del segundo piloto quedó décimo. ¿En qué
demonios estaba pensando? —gruñó el hombre sacudiendo el periódico con
rabia—. Varian y Nicola hacían un buen equipo. Esos dos muchachos eran lo
suficientemente buenos como para tener el primer lugar de esa maldita tabla en
la palma de su mano.
—Una verdadera lástima lo de su accidente —comentó la matriarca.
—Ese muchacho tenía un don, en serio. Verlo coger esas curvas era puro
espectáculo —aduló Mauro—. La última vez le sacó casi una ventaja de diez
segundos a Nicola.
—Confío en que vuelva a los circuitos en cuanto se recupere completamente
de sus lecciones.
—Pues a mi me gustaría que no lo hiciera —discrepó Donnatela—. Ese
accidente que tuvo le podía haber costado la vida. Desearía que él y Nicola se
alejaran de una vez por todas de ese mundo.
—¿Tu no ves las competiciones, Donna? —interrogó Angela, mientras unía
las trenzas hacia el patuco y lo presentaba con unos cuantos alfileres para que no
se moviera cuando lo cosiera.
—¡Jesús, no! —exclamó horrorizada la mujer colocando una de sus manos
contra el pecho—. Me pone de los nervios, más aún desde que Nicola me
explicó que el coche va a más de trescientos kilómetros por hora. Ruego a Dios
cada día para que lo deje.
—Dudo que lo haga, amor —agregó Mauro—. El chico es bueno en lo que
hace, pero no tanto como lo era Varian.
—Oh, Mauro —Lo regañó su esposa, levantando a su nieto del piso—.
Deberías ver cuánto se esfuerza nuestro hijo.
Angela contempló a Francesco apretar la mandíbula con fuerza. Sabía lo
mucho que detestaba que el hombre mayor no pudiera ver con otros ojos a sus
hijos. Parecía que para él, ninguno eran lo suficientemente buenos.
—Nicola es el mejor piloto de fórmula uno en la actualidad, papá —
arremetió—. Solo hay que ver el rostro de Louis en la carrera de Mónaco, o de
Max en Canadá. No deberías desmerecer a Nicola. Él hace un grandioso trabajo.
Mauro pareció restarle importancia a todo lo que salía de la boca de
Francesco. Angela recordó que su marido le había dicho en muchas ocasiones
que Mauro y Nicola no podían estar en la misma habitación sin que comenzaran
a discutir.
—Preferiría que trabajara codo con codo contigo en DRGioielli. Eso sí es
algo importante.
—Para no ser importante lo que actualmente hace, padre —terqueó
Francesco—, me parece que sabes muy bien cómo va la tabla del campeonato.
Realmente espero que Nicola gane en Hungría.
—Por favor, no van a comenzar a discutir por eso ahora, ¿verdad? —los
regañó Donnatela intentando recuperar la armonía familiar. Ambos hombres se
quedaron en silencio. Francesco volvió al periódico y Mauro bebió de la taza con
café. A Angela no le quedó más remedio que bajar de nuevo la vista hacia su
tejido.
De pronto el móvil de Angela vibró. Lo cogió. Tenía un nuevo correo en su
bandeja de entrada. Abrió y encontró un mensaje de Riccardo Leite. Su abogado.
En el texto decía que el trámite de asentar la paternidad de Francesco en el
acta de Leandro había comenzado, por lo que le quedaba muy poco tiempo para
tramitar una copia del pasaporte por pérdida. Había hecho ya la denuncia por
extravío. Tecleó rápidamente que iniciara por la web el trámite.
A pocos metros de ella, Francesco espiaba por el rabillo del ojo a Angela.
Ella estaba concentrada en la lectura de su móvil. Parecía descompuesta y
cuando sus curiosos ojos caramelo notaron su fiero escrutinio, rápidamente alzó
la vista de la pantalla de su celular y la clavó en él. Su mirada hacía que se
quemara por dentro. El hielo construido a su alrededor comenzó a romperse.
Angela iba a acabar con él.
Esa maldita traidora volvería a hacerlo.
Solo si él se lo permitía.
Francesco cerró el espacio entre ellos y se sentó a su lado, su cuerpo
irradiando calor hacia el suyo, ola tras ola.
—¿Malas noticias, ángel? Te ves muy pálida de pronto.
Angela se mantenía en silencio, pero no era estaba calmada. Francesco juró
que podía oírla echar humo sin que dijese una palabra. Furiosa y turbada por su
cercanía. Curvó los labios en una semi sonrisa, satisfecho por el efecto que
seguía ejerciendo en ella, mientras descendía la mirada desde sus labios hacia las
curvas de sus senos. El deseo que rasgó a través de él no tenía sentido, sin
embargo se sentía tan natural como respirar. Se sentía tan necesario como el aire
que le rodeaba. Sin poder contenerse, deslizó los dedos por su espalda desnuda,
lenta y deliberadamente acariciando su columna en el proceso. El pronunciado
escote que tenía su vestido veraniego en la parte posterior, hacía que su caricia
fuera demasiado íntima.
Ahora, cada terminación nerviosa del cuerpo de Angela estaba en
permanente atención. El toque de Francesco llevaba implícito una promesa. Era
tentador, pero no podía perder el autocontrol. Ambos estaban en la misma
cancha de juego, sí, pero no en el mismo equipo.
— No —respondió ella secamente.
Angela intentó evitar que cualquier cosa que Francesco hiciera la alterara.
Debía concentrarse. Cerró los ojos y suspiró intentando olvidarse de los dedos
masculinos en su columna vertebral. Prefirió seguir con lo que hacía. Donnatela
estaba jugando con Leandro y no prestaba atención.
—Estoy pensando que sería muy bueno si comenzamos a planear una
reunión para presentar a Leo a todo el mundo —inquirió su suegra mirando
hacia todos lados.
—Eso sería maravilloso —coincidió Mauro—. Ya va siendo hora de que
todos nuestros amigos conozcan a este hombrecito.
—He pensado en hacer algo aquí.
Angela se centró en jalar la aguja con la lana y repetir la actividad mientras
sus suegros hablaban sin parar.
—Estás preciosa —murmuró Francesco de repente acariciando con la nariz
su oído.
—¡Ay! —se quejó ella sintiendo un agudo dolor en el dedo. Se había
pinchado.
¡Maldito fuera! ¡Se había pinchado el dedo por su culpa!
—Déjame ver.
«Ni en sueños» Pensó Angela. Pero el hombre le agarró la mano y la levantó
para inspeccionarla.
—¿Qué te parece, Angela? ¿No es una gran idea?
—No creo que Leandro esté listo para…
Pero se detuvo al sentir que su marido introducía el dedo femenino castigado
por la aguja en su boca. Tragó con fuerza, estremeciéndose. Francesco chupó
una y otra vez la pequeña carne con fuerza. Cuando Angela levantó la mirada
hacia él pudo ver que sus claras iris oscurecer de deseo. Él había visto ese mismo
tono cada vez que su lengua había jugado con su pequeño y dulce punto de
placer entre sus piernas o con sus pezones erectos, maduros; deliciosos.
—Es un Di Rossi —terqueó su suegra regresándola a la realidad con la
prepotencia en su voz. Con demasiada brusquedad, le quitó la mano a Francesco
y evitó cualquier contacto con el hombre mientras este sonreía. Donnatela por
otro lado, seguía intentando convencerla—. No podemos no hacer de esto un
evento. Muchos de nuestros conocidos ni siquiera saben de la existencia del
niño. ¿Cómo es posible?
Francesco aplastó las muelas con evidente fuerza y Angela casi pudo jurar
que las oyó crujir. Inquieta con el matiz que estaban tomando las cosas, lo miró
con expresión interrogativa. ¿Acaso se habían olvidado de consultarlo
previamente con ella?
—Me parece una idea fantástica —expuso Mauro, con su nieto en brazos.
Leandro jalaba de la cadena de oro blanco del cuello de su abuelo.
—No hagas eso, hijo —Francesco llamó la atención. El niño lo hizo de
inmediato sin rechistar. Mauro dejó al inquieto niño en el suelo. Leandro caminó
por los alrededores de la terraza, jugando con cada cosa que captaba su atención.
—No tienen nada de lo qué preocuparse —comentó Donnatela—. Todo está
listo para que se realice en dos días. ¿Te parece bien, querida?
¿Qué si le parecía bien que sus planes se hubieran ido al garete? No.
Definitivamente no.
—Si puedo ayudar en algo, me gustaría saberlo —asintió Angela sin
responder en sí a la pregunta. Sabía que era una pérdida de tiempo el intentar
hacerla entrar en razón.
Leandro hizo caer una escultura pequeña en una de las mesas y los cuatro
pares de ojos se volvieron hacia él.
—Leandro, no —lo regañó su progenitor—. Regresa eso a su sitio
inmediatamente.
—Deja al niño tranquilo, Francesco —Le reprendió su padre—. Es solo un
crío y tu madre no dirá nada si pasa algo. Tiene inmunidad familiar por ser el
primer nieto.
Donnatela asintió, mientras Angela se levantaba para ver el destrozo que
había hecho su pequeño revoltoso. Cuando comprobó que la escultura seguía
intacta, soltó un suspiro de alivio y volvió a colocarla en su sitio.
—¿Y a sus hijos se les olvidó darles esa inmunidad? —gruñó Francesco.
Ambas mujeres se tensaron. Angela agradeció no estar cerca. Le dio la mano
a su hijo y secretamente le advirtió que debía estar tranquilo. Lo llevó hacia
dónde todos estaban reunidos.
—Es muy distinto ser padre y ser abuelo, Cesco. Algún día lo comprobarás
por ti mismo —repuso el anciano—. Cometimos errores contigo y tus hermanos,
lo sé, pero nadie nos enseña a ser padres. Eso lo aprenderás con el tiempo.
Francesco lo contempló con cierto resentimiento. Quizás no era el mejor
momento para hablar del pasado. Mauro no había sido el mejor padre, pero
tampoco el peor; simplemente había sido un padre ausente. Había temporadas en
las que no los veía pero en cuanto regresaba a casa actuaba como un padre
estricto e intolerante. Oprimió los puños al darse cuenta de lo mucho que él se
parecía a su progenitor. Angela lo había reconfortado la noche anterior, pero no
podía evitar ver similitudes en ambos.
Situaciones diferentes lo hacían pensar en similitudes. Mauro, a diferencia de
él, sabía de la existencia de su hijo desde su concepción. Aun así, no le importó
dejarlo a él y sus dos hermanos con cuánta niñera existiera. Su madre no se había
opuesto. Mientras tuviera un récord académico con el que pudiera apantallar a
sus amigas, no había problema.
—Vieni, ragazzino mio —urgió Mauro al niño. Quien se apresuró a sentarse
en su regazo.
—Entonces, si no hay nada más que objetar —canturreó Donnatela—, la
presentación seguirá adelante.
—Me gustaría que no fuera algo demasiado grande, madre —pidió
Francesco—. Amigos y familia más cercanos.
Francesco espió a su padre. Estaba completamente irreconocible. Mucho más
delgado y cansado, el infarto de hace un año no solo había hecho que le otorgara
el control total de DRGioielli, la empresa familiar, sino que lo había hecho
tomarse la vida con mayor calma y disfrutar de las pequeñas cosas de esta. Jugar
con su primer nieto y un camión de bomberos, sin lugar a dudas, era una de
ellas.
—¡Qué maravilloso que es! —trinó alegremente Donnatela embelesada con
la estampa que representaban abuelo y nieto juntos. Ella también había cambiado
—. Francesco, Leo es el niño más hermoso que hemos tenido aquí.
Como cualquier madre orgullosa, Angela sonrió por el halago.
Aprovechando la situación y la cercanía ya que Angela se había levantado a
recoger algunas cosas, Francesco colocó una mano sobre su cadera y la jaló, para
que se sentara sobre sus piernas.
—Digamos, madre —comentó, ignorando la cara de sorpresa de Angela—,
que lo hicimos muy bien. ¿No es cierto, ángel? —preguntó, aferrándose a su
cintura y dejando caer un beso sobre su hombro descubierto por la blusa clara.
—Leo es el hijo más esperado del mundo, Donna —«Al menos por mí»,
agregó internamente la madre del menor y acusó con la mirada al padre, para
luego preguntar—. ¿Verdad, cariño? Nos moríamos de emoción por tenerlo con
nosotros.
Francesco le dio un pellizco a una de sus nalgas y Angela le propinó un
discreto codazo, dándole de lleno en el pecho. Ambos sonrieron hipócritamente,
pero los abuelos estaban más concentrados en saber lo que pasaba con el curioso
niño de grandes ojos de oro y no en ellos. No parecieron notar nada extraño en
su comportamiento.
El hombre le robó un beso en medio de la discusión silenciada y ella lo
fulminó con la mirada. Angela escapó del abrazo dándole un pisotón con el
tacón. Por último sonrió a todos.
Era hora de bajar el telón.
El espectáculo había concluido por esa tarde. Los actores necesitaban
descansar hasta la siguiente fusión que sería en la cena.
16
La pequeña reunión que había prometido Donnatela, se volvió un encuentro
pluricultural llegados desde diferentes puntos de Italia. Todos estaban allí para
ver al nuevo integrante de la familia. Unas pocas palabras de Francesco y de
Mauro habían hecho que el protocolo concluyera. Donnatela se había llevado a
su hijo, que como veleta, era el más aclamado de la fiesta. Y a Leo parecía
encantarle la repentina atención de los adultos.
El palacete en el que vivían los patriarcas de la familia Di Rossi estaba
espectacular. Una de las construcciones más hermosas que Angela hubiera
tenido el gusto de vislumbrar. La hermosa decoración de telas claras y luces no
hacía más que resaltar, acentuar su belleza.
Todo en aquel lugar daba la apariencia de poder, lujo y siglos de un linaje de
nobles italianos. No eran excéntricos, aun cuando para ellos el dinero jamás sería
un problema. De lo que sí se les podía acusar era de tener un gusto elegante y
soberbio que sobresalía dejando a los demás como simples aficionados. Todo era
exquisitamente refinado. De la cristalería, las brillosas bandejas de plata que
daban vueltas por el salón con copas del mejor champán producción de Carlo y
Veron. Hasta la araña de plata y cristales que colgaba sobre las cabezas de un
cuarteto de cuerdas que armonizaba el ambiente con el Vals de las rosas.
Esa noche, en particular, su suegra se había encargado de lanzar la mansión
por la ventana.
Tenía que reconocer que le había dado miedo volver a chocar miradas con
toda aquella gente que seguramente la había repudiado. Se había abrazado al
brazo de Francesco, respirando profundamente para no tener un ataque de
pánico. Ahora, el panorama era bastante diferente a cómo era en el pasado. Su
marido le dio unas palmaditas diciéndole en su silencio que todo iría bien.
Quería sentirse protegida, pero no quería darle su total rendición para que
pensara que pudiera hacer lo que le viniera en gana y ella lo recibiera
dócilmente. Sí, su cuerpo respondía a él de maneras inconmensurables.
Temblaba al sentirlo cerca y sus ojos siempre se dirigían a él como un círculo
vicioso. Él era el inicio y el fin. Lo reconocía de la misma manera que aceptaba
él amarlo aún, pero no podía ser tan crédula. Quizás no pudiera evitar sus
reacciones, pero se juraba que lo intentaría con todas sus fuerzas. Había hecho
un trato con su marido. Mauro estaba mal del corazón y, a diferencia de
Francesco, cabrón insensible, ella no llenaría su consciencia de insoportables
pesos.
«Y tampoco podía irse por los malditos papeles que el muy sinvergüenza le
había robado. Tenía que esperar. Perfil bajo, hasta saltar luego sobre él y
morderle en la yugular», ideó.
Lanzó un suspiro intentando ignorar la opresión en su estómago al sentir las
puñaladas envenenadas dirigidas en su dirección. Pero en especial de su cuñado,
Carlo.
—Yo que tú, cara, no le haría caso a Gargamel —Angela se volvió al oír la
risa contagiosa de Nicola—. Deberías considerar que es un maldito amargado —
Se cruzó de brazos, rascándose la lijosa barba de dos días. Los ojos de ella se
encendieron con diversión—. Estoy considerando seriamente que Carlo es el
adoptado de la familia. Se parece mucho más a los Riccardi que a nosotros. ¿Te
imaginas el escándalo?
La carcajada que soltó la mujer fue la envidia de muchas féminas a su
alrededor, que observaban a su cuñado como el último pastel de chocolate de la
panadería. Nicola no podía evitar desplegar aquella sensualidad innata con la que
nacían todos los Di Rossi. Aquellos hombres deberían estar vetados para las
mujeres. Eran peligrosamente tóxicos y nocivos. Ella lo sabía mejor que nadie.
—Se supone que es una fiesta de etiqueta, ¿no? —Le preguntó ella en un
susurro.
—¿Lo era? Diablos… Siento mucho si mis vaqueros y camisa de seda no
están a la altura de los estrictos estándares de moda de mis sofisticados padres…
—Nico —Lo reprendió Donnatela levantando una mano hacia él, y
aproximándose con la intención de rezongarlo.
—¡Qué mujer más hermosa ven mis ojos! —halagó el piloto de fórmula uno,
haciendo que su madre asintiera complacida.
—Si tuvieras la misma elegancia para vestir que para adular, hijo mío…
Nicola se llevó una mano al corazón, como si lo hubieran disparado y se
arrimó un poco hacia donde estaba la mujer, exquisitamente vestida.
—Soy hermoso no perfecto, madre —Su madre le golpeó cariñosamente—.
Auch, mujer, tienes un buen puño.
—Tengo aquí uno de los trajes de Carlo, quizá…
—¡¡Jesús, no!! No, gracias, madre —Arrugó la expresión exagerando—. Se
me puede pegar lo de quisquilloso y malhumorado —Antes de que Donnatela
pudiera decir algo más, añadió—: No me quedaré demasiado, tranquila. Tengo
que viajar a España. Solo vengo a darle algo de fuerza a mi linda cuñada.
—Me gustaría que Carlo y tú os volvierais más cercanos, Nicola —Se puso
sería su madre cambiando de brazo al pequeño Leandro que se revolvía inquieto
—. Estoy pensando en organizar una pequeña reunión por el cumpleaños de tu
hermano.
—Es cierto, el viejo Carlo cumple años en pocas semanas —Negó—. Con
razón no se me hacía raro que estuviera con tan pésimo humor. Julio y treinta y
cinco años debe ser un espanto. Además, no creo que venga. Ya sabes que de
todos es tu hijo más ermitaño. Pocos amigos, pocas páginas de diario, pocas…
Mis teorías dicen…
—Que un ojo morado combinaría perfectamente con esa cara de idiota que
tienes.
—Carlo Cassius Di Rossi —murmuró Nicola—, justo el hermanito preferido
de mami. ¿Sabes que te hará pastel y habrá payasitos en tu fiesta?
—¿Estarás libre para hacer una cena familiar? —preguntó Donnatela,
intentando que la esperanza de que todos sus hijos estuvieran juntos no se notara
demasiado.
—Estaré en Alemania por cosas de la joyería, madre —sentenció Carlo y con
un gesto de cabeza saludó a algunos políticos que le llamaban—. Si me
disculpan.
Cuando Carlo se alejó sin observar siquiera a Angela, suspiró y no supo
porque el hombre le inspiraba tanto… Miedo.
—Creo que Leandro tiene sueño. Debería llevarlo a dormir—dijo abrazando
a su pequeño hijo que se acomodó en su clavícula buscando confort.
—Mami…
—Pobrecito, está agotado —Cogió la mano libre de Angela—. Hijita,
recuerda que nosotros somos tu familia y que te amamos. Y ese pequeño será la
luz del hogar. Es tan mono que podría comérmelo.
Aquello la sorprendió. Y Nicola saltó en su rescate deshaciéndose de su
madre de una manera poco sutil. Luego, llevó a Angela a dar una vuelta por todo
el gran salón. Para atravesar la concurrencia.
—Estoy comenzando a pensar que deberíamos llevarnos a Leo, Angela —le
dijo Nicola y ella lo miró curiosa—. Toda esta gente es caníbal, eso de comerse a
tu hijo lo he escuchado ya en varias bocas. ¡Sálvalo, mujer, sálvalo!
Ella trinó de la risa llamando la atención de la gran mayoría de los presentes.
Avergonzada, espero que su descarado cuñado la ayudara a salir de la fiesta.
Allí se dio cuenta, una vez más, que cuando los tres Di Rossi estaban juntos,
eran el sueño erótico más perverso de cualquiera de las mujeres que les
observaban con adoración.
Eran completamente diferentes entre ellos y separados eran letales, pero
juntos… Juntos eran un cóctel con los ingredientes más peligrosos del mercado.
Parecían ser el ojo del huracán, el centro del movimiento cíclico que lograba
destapar los deseos más carnales de las féminas presentes.
—Parece que a mi hermano no le hace gracia que te escolte, bella ragazza.
Angela observó a Francesco, que estaba del otro lado del gran salón,
conversando con unos tipos que ella no conocía.
—Ajá… —rió Nicola—. Así que sigues pendiente de lo que haga o no, mi
hermanito.
La mujer se sonrojó, bajó la mirada hacia el suelo y le apretó con fuerza el
brazo derecho.
—No es cierto.
Nicola soltó una risotada, e iba a decir lo contrario, cuando Marcia Cascioli
se aproximó a ellos.
—Hola, bombón, hace tiempo que no te dejas ver —dijo la mujer sin el
menor tinte de vergüenza en la voz—. Hola, querida.
—Marcia —respondió Angela y se saludaron con dos besos en la mejilla.
—Te robaré a tu acompañante por unos minutos —Le guiñó el sobre
maquillado ojo derecho.
—Esto debe ser parecido al paraíso —declaró Nicola—. Demasiadas mujeres
hermosas en un solo sitio y yo sin tiempo para jugar a los exploradores con todas
ellas. Si me disculpas, cara.
Angela negó sonriendo, mientras el hombre besaba el dorso de su mano para
luego retirarse con Marcia. Aquel hombre no cambiaría nunca. Estaba segura.
Se despidió de ambos y fue a dejar a Leandro. El niño ya había caído rendido
en sus brazos. Lo acostó y se preguntó si debía regresar o no. Como esposa, era
lo que debía hacer, pero no lo que quería. Deber. Querer. Conceptos paradójicos.
Aun así, decidió volver. No quería tener luego una discusión innecesaria con
Francesco. Al regresar al bullicio, decidió refugiarse en la semi-oscuridad que le
permitía una de las columnas. Lanzó un suspiro al entender que una vez más
Nicola tenía razón. Ella estaba bastante pendiente de Francesco. Demasiado para
alguien que decía odiarlo con toda su alma.
—Angela —Al volverse, Mariam se había acercado a ella.
Angela sonrió, encantada de tener una cara conocida que no la examinara
como si hubiera acabado con toda la dinastía Ming. Aquella mujer le había
tendido la mano cuando no tenía a nadie. Se lo agradecería por siempre. Así no
la volviera a ver.
Ahora estaba allí, delante de ella, con su prominente vientre y una sonrisa de
diamante en sus labios. Ambas mujeres se abrazaron.
—Por Dios, Mariam —Rió Angela llena de alegría—. ¡Estás fantástica!
—Y sumamente embarazadísima —Sonrió apoyando una palma en su
barriga.
—Pero vale la pena —asintió—. Por el precioso regalo que tendrás, vale la
pena el esfuerzo.
—Oh, lo vale, Angie. Realmente vale cada segundo.
—Veo que Daniel, como mi pequeño Leo, ha caído rendido.
Ambas mujeres se giraron para encontrarse a Vicenzo Riccardi ejerciendo de
orgulloso papá con el querubín en los brazos.
Cuando el hombre observaba a su mujer, parecía que el cielo se encendía en
su mirada, amalgamado perfectamente, con un torbellino rojo de incandescente
pasión que se arremolinaba alrededor en una tensión sexual que a Angela la
hacía remontarse a otra época de su vida. Una en la que el amor de Francesco era
lo más importante.
Su ánimo decayó unos cuantos niveles en el velocímetro de la felicidad.
—¿Estás bien, cariño? —preguntó el hombre, acercándose a ella.
Mariam acarició a su adormitado hijo de cuatro años y asintió con la mirada
enamorada de una mujer que tiene el conocimiento y la seguridad de ser la única
dueña del corazón de un hombre.
—Te esperamos en casa, Angela. Hay que acordar una cena para poder
ponernos al día.
—Claro —asintió la mujer.
Vicenzo besó la frente a su esposa y colocó una mano en su vientre para
sentir a su pequeña.
—Ciao, Vicenzo.
—Ciao, Angela Texeira.
—Di Rossi —La presencia de Francesco se elevó altanera y sobrecogedora
detrás de Angela. Él rodeó con el brazo la cintura femenina y la apegó a él—.
Angela es mi mujer.
Vicenzo lo analizó con burlesca oscuridad.
—Nosotros ya nos vamos, ¿verdad, cariño? —Mariam asintió.
—Daniel está agotado y la verdad es que yo también necesito descansar.
¡Tengo los pies destrozados! —Rió encantada.
—Es comprensible, querida —dijo Angela, aún aturdida por las manos de
Francesco que habían ceñido su cintura. Su leve aliento a whisky que le hacía
estremecer la piel desnuda de su cuello—. Estamos en contacto.
Mariam asintió una vez más, comprendiendo perfectamente.
—Ya que nuestros invitados y amigos se marchan… —Francesco se volvió
hacia Mariam—. Espero que descanses, aunque dudo mucho que te lo permitan
—Rió al ver el sonrojo de la española. Le dio un apretón de manos cómplice a
Vicenzo y luego se volvió a Angela—. ¿Me concedería esta pieza, señora Di
Rossi?
Ella asintió.
Sin perder más tiempo, la orientó hacia el espacio que habían determinado
como pista de baile. Al llegar, Francesco la ciñó de la cintura con fuerza,
haciendo que ambos pechos se juntaran como si se estuvieran preparando para
bailar un tango. Angela lo miró con reproche cuando la mano masculina se ubicó
en el centro de su espalda. Echó los hombros femeninos hacia atrás sin poder
evitar sentir el calor de la palma masculina impregnarse en su piel. Los
estremecimientos no tardaron en llegar cuando la sedujo junto al ritmo de las
cuerdas. Se tocaban en cada parte posible del cuerpo: sus caderas, sus vientres,
sus pechos. La suave respiración femenina chocó con su cuerpo produciendo que
su deseo por ella se descontrolara. Descendió las caricias y atenciones más abajo
de sus omóplatos.
Sorprendida por lo sobrepasada que se sentía, escondió el rostro en el hueco
del cuello del hombre y dejó que él la guiara en la melodía. No quería decirlo, ni
reconocerlo, pero le gustaba demasiado el calor de su masculino cuerpo. Aun
lograba alterar cada molécula del suyo, hacerla arder y que su sangre se
convirtiera en lava pura.
—Relájate, ragazza —Sonrió hipnóticamente luego de dejar caer un beso
suave en su cuello desnudo, buscando sus hermosos ojos—. No pensaba
morderte, pero si tus ojos me siguen mirando con ese anhelo voy a tener que
hacer algo al respecto.
—Cesco… —balbuceó parpadeando con rapidez.
El hombre le hizo dar una vuelta sobre sí misma dentro de baile, encantado
de sentirla cerca. Angela era tan hermosa. Desde luego, siempre lo había sido,
pero ahora llevaba consigo una madurez que la hacía tentadora. La mujer que
Francesco tenía delante de él, era la culminación de lo que antes había estado
solo en potencia.
La suave y sensual música, el licor embriagador del sabor de su cuerpo, y el
exquisito aroma a durazno de la piel de su mujer lo tenían enviciado;
narcotizado. Tocó los rizos que se habían soltado de su recogido. Acarició con
lentitud y a placer con su boca desde el trigueño hombro desnudo hasta debajo
de su oreja.
—Estas hermosa esta noche, ¿te lo había dicho? —Ella negó con la cabeza,
completamente muda—. ¿No?... Vaya, qué desconsideración de mi parte.
—Frances…
—Shh… —Le colocó un dedo sobre los labios y comenzó a jugar con ellos.
Entre sus dedos índice y pulgar aprisionó el carnoso labio inferior. Lo jaló con la
fuerza y presión suficiente para que la acción disparara una radiación de lujuria
por el cuerpo de ambos—. No hay otra cosa que desee más en el mundo que
besarte. Besar tus labios, tu cuello, y recrearme en cada rincón de tu cuerpo.
Angela detuvo su baile.
—N-no estoy para tus juegos —tartamudeó intentando sonar convincente;
pero falló.
Él la conocía, y sabía que aquel fulgor en sus ojos era deseo puro. Un deseo
que se había estado cocinando a fuego lento desde el día que volvieron a verse
en aquella librería. El italiano la imitó, pero pasó una mano por su cintura
acercándola a él, levantándola ligeramente del suelo, para acercar su oreja a su
boca.
—Tu sensualidad incendia mi deseo y el maravilloso vestido que elegí para ti
hace que mi imaginación se dispare y solo piense en enterrarme en ti —le
confesó—. Una y otra vez.
Angela se mareó por la crudeza de sus palabras y solo pudo poner las manos
en su pecho, para evitar que la besara. Pero sus fuerzas parecían traicionarla una
vez más. Las fieles tropas de su cuerpo estaban al mando de su corazón, mas no
de su cabeza. Antes de alejarlo, sus dedos se cerraron entorno a la chaqueta de su
traje para que no pudiera escapar y por una vez, cumpliera a cabalidad con todas
sus amenazas. Cuando él le levantó el rostro, Angela estuvo dispuesta a dejarse
besar. Francesco lo podía leer claramente en sus iris incandescentes.
—Eres mía —susurró en un gruñido antes de asaltar sobre la boca femenina
que lo esperaba deseosa.
—Francesco, hijo —Mauro apareció de la nada rompiendo la burbuja y
devolviéndola al mundo real—. Tengo que presentarte a unas personas, ¿vienes?
—No quiero dejar a Angela sola, papá —gruñó enfadado, pero sin soltarla de
la cintura.
—Estoy completamente seguro que Angela puede arreglárselas un momento
sin ti.
—Qui...quiero —balbuceó ella—. Iré al tocador. No te preocupes por mí.
Francesco la cogió de la barbilla para darle un pequeño beso que elevó su
temperatura.
—Para que no me olvides.
No era el beso que tenía preparado para ella, ni mucho menos, pero deseaba
que siguiera pensando en él hasta que pudiera regresar. Maldito fuera su propio
progenitor por ser tan inoportuno. Pero ya tendrían tiempo más tarde de retomar
la comunicación no verbal de sus cuerpos en dónde lo habían dejado.
Ni corta ni perezosas, Angela corrió hacia el cuarto de baño. Necesitaba
calmarse y procesar lo que había pasado. Necesitaba un tiempo, siquiera para
recobrar el aliento. Se escondió allí todo lo que pudo. Se recriminó por lo
estúpida que estaba siendo.
Cuando por fin salió, caminó hacia el jardín interior intentando encontrar
paz, silencio y esa dosis de soledad que necesitaba.
Francesco estaba y estaría más presente en la vida de su hijo. Tenía que
reconocer que estaba en cada instante. Si jugaba, él estaba allí, en el suelo con él.
Si lloraba, era el primero en levantarse para verlo. Si era hora de su baño,
Leandro no dejaba que nadie más que su padre lo tocara.
Eso la llenaba de sentimientos encontrados.
Por una parte, adoraba que la relación de padre e hijo fuera mejorando; pero
por otra, le daba miedo. Su parte irracional decía que le quitaría el cariño del
pequeño; pero la más racional le decía que era una idiota. Francesco estaba
demostrando ser un buen padre. No, bueno era poco. Era un excelente padre y
estaba comenzando a confiar en él. Le encantaba recostarse y prender la
computadora, mientras los espiaba jugando a cualquier cosa que a Leandro lo
hiciera feliz.
Sonrió, pensando que pasara lo que pasara entre ellos, tenía que ser feliz.
Leandro era feliz. Y solo él le importaba.
Abrió las grandes puertas francesas solo para observar cómo una mujer
rubia, alta, espigada y ataviada con un casi dibujado vestido azul, utilizaba sus
tentáculos para adherirse como ventosas al hombre que estaba como escondido
en la parte más oscura del jardín. Fue ella la que llevó una de las manos del
hombre a su pecho, desesperada por sentir el roce de sus dedos. Él le decía algo,
pero no podía escuchar con nitidez dado la distancia.
Angela agudizó la mirada en el mismo instante en que su maldito sexto
sentido femenino le dijo que aquel no era una pareja cualquiera. Sintió el peso
del conocimiento cuando el hombre se hizo hacia adelante y pudo reconocerlo.
Era Francesco.
Sin darse cuenta de lo que hacía, avanzó hacia la pareja. Su boca era solo una
línea y en los ojos tenía una expresión asesina. Quería decirle algo, pero su
cerebro no daba para pensar ninguna frase. Además ¿por qué lo haría? Ellos no
tenían nada. Y no estaba dispuesta a perder la poca dignidad que le quedaba
rebajándose a hacer una escena.
No tenía por qué sentirse engañada, pero era así.
Salió corriendo de allí porque los ojos comenzaron a hacerse agua y en el
proceso rompió uno de los maceteros haciendo mucho ruido, pero la pareja ni
siquiera se inmutó.
Así que esa era la urgencia de Mauro.
17
Francesco era despreciable, abominable.
¡Un cabrón insensible y desconsiderado!
Las lágrimas corrían por sus mejillas de manera descontrolada. No había sido
suficiente privarla de su libertad, sino que ahora tenía el cinismo de humillarla
delante de todos. No era una simple reunión familiar. Su suegra se había
encargado de que hubiera muchísima gente. Y Francesco había aprovechado
para humillarla nuevamente. Había invitado a la presentación de su hijo a su
amante. No conforme con eso, se la había casi restregado en la cara.
Cabeceó.
La había besado a ella, apretujado entre sus brazos, hecho sentirse protegida
y susurrado al oído edulcoradas frases halagadoras, esas que a cualquier mujer le
hubiera gustado escuchar. Pero únicamente habían sido engaños. Viles y crueles
movimientos de un maestro en el fino arte de hacer daño. Se limpió la nariz
mientras era devorada por la absoluta soledad de los pasillos. Llegó hacia las
escaleras y simplemente emprendió la carrera hacia arriba.
Francesco era un cerdo. Un frío hombre que solo sabía jugar con los
sentimientos de las personas. Prometerle un cuento de hadas, un arbusto de rosas
y solo darle espinas. Lo había hecho en el pasado y ahora volvía a hacerlo.
Si con su comportamiento de antaño, Angela no lo odió, estaba a punto de
hacerlo. Sorbió por la nariz mientras preparaba la maleta de su hijo y la de ella.
Se iría. No podía soportar más de aquello. No era una mujer de hierro. Tenía
demasiados sentimientos por ese maldito hombre como para que no verse
afectada.
Dio un manotazo a su rostro y pensó cómo es que saldría de la mansión. No
tenía coche y seguramente ninguno de los choferes estaba dispuesto a
desobedecer al magnánimo Francesco Di Rossi. Metió ropa en una maleta como
una verdadera posesa. Ella no iba a ser el hazmerreír de nadie. Muchos de
aquella familia. Había sido muy considerada y había controlado su lengua de
todos los reproches que tenía guardados para todos ellos porque también eran,
para bien o para mal, familia de su hijo. Pero no más.
Cuando el dolor comenzó a enfriarse, la furia surgió de sus propias cenizas.
¡Estaba furiosa!
No sabía con quién estaba más enfadada, si con Francesco o con ella misma.
¡Por que sí! Ella sola se había inmiscuido en aquella mentira, en aquel jueguecito
de la familia feliz. Y se lo había creído. Se había tragado la misma semilla que el
resto, pero en ella había germinado. Negó, comprendiendo que no se reconocía a
sí misma. Había sentido pánico al pensar, al recordar, que todo lo que estaba
viviendo era una pantomima bien orquestada por un cretino trajeado y con más
poder que sentido común.
Reconocer que verlo besando a la mujer en el jardín de la casa le había
destrozado el corazón. Ahora sabía a lo que se atenía y no le gustaba. Había
fantaseado con que todo mejoraría, con que abrirían el ático del pasado…
«¡Estúpida! Solo a alguien como a ti se le ocurriría pensar que todo el
cuento de la enfermedad del padre, era cierto y no una argucia para acercarse a
ti, a nuestro hijo, y recuperar el tiempo perdido», se criticó.
Cuando tuvo lo esencial listo, recordó que no tenía documentos. Ahora solo
necesitaba encontrar los malditos documentos para largarse de allí. Y lo haría así
tuviera que darle la vuelta a toda la mansión. Un temblor atacó su labio inferior
al darse cuenta que no había nada en la habitación. Lanzó los zapatos lo más
lejos posible para descargar un poco el exceso de adrenalina que corría por su
cuerpo, y bajó al primer piso. La fiesta estaba en su esplendor, así que tendría
que moverse rápido. Se preguntó si s que Nicola seguiría entre la gente. ¿La
ayudaría si le prometía contarle la verdad?
Sacudiendo la cabeza, y viendo que nadie estuviera cerca, abrió la perilla e
ingresó a la oscura biblioteca sin hacer ruido, pese a que, a esa hora, era difícil
que los empleados de la casa estuvieran desocupados con la fiesta en su pleno
esplendor.
No podía creer que estuviera actuando como una vil ladrona. Francesco la
obligaba a reducirse en lo más bajo. Caminó a tientas hacia el despacho, se
golpeó contra la madera. Soltó una maldición ensordecida por su mano en la
boca. Siguió hacia dónde sabía que estaba la caja fuerte de la casa. Estaba segura
de que su preciado tesoro estaba allí. Tanteó con los dedos el retrato de los
bisabuelos de Francesco y abrió el cuadro hacia un costado. Pero ahora tenía un
problema mucho más grande. No sabía la clave numérica.
¡Maldita sea! ¿Qué haría ahora?
Sabía que esos aparatejos solo tenían tres intentos antes de cerrarse. Supuso
que tendría que probar con los cumpleaños de los hijos de Mauro. Lo intentó una
vez, con el cumpleaños de Francesco. Se suponía que era su hijo favorito. Pero
no abrió. La probó con la de Carlo. La luz roja le dijo que se había equivocado
de nuevo.
—121949… Es el número que estás buscando —Angela pegó un brinco al
encontrarse completamente pillada con las manos en la masa. Se llevó una mano
al pecho y lo buscó en la oscuridad con las pupilas dilatadas—. ¿Esto es lo que
buscas, ladronzuela? —La voz baja y peligrosa la hizo agarrarse a la cornisa del
mueble, enterrando las uñas en la madera. La figura de Francesco se alzaba
imponente en contra de la luz del ventanal, cuando se movió. El hombre
encendió de improviso las luces, encegueciéndola momentáneamente—. Dime,
Angela, ¿buscabas tus documentos y los de Leandro?
Ella se percató de los dos libritos entre sus dedos. ¡Ahí estaban!
—Responde —rezongó él imperturbable.
—Sí, los estaba buscando porque no tengo intenciones de seguir con este
teatro un día más.
Se acercó hacia él, desafiándolo. Miró alrededor buscando una ruta efectiva
de evacuación.
—No vas a ir a ninguna parte —La seguridad con la que decía aquello era…
Aplastante. Estaba leyéndole los pensamientos una vez más—. No te llevarás a
nuestro hijo, y tampoco te irás.
Angela meneó la cabeza de un lado a otro y lanzó una carcajada fuerte e
irónica al aire.
—Estás de broma, ¿verdad?
—No —dictaminó él con verdadera convicción. La mirada impertérrita del
hombre no dejaba duda alguna.
—Deberías —dijo ella, con la furia encendida de nuevo al ver la serenidad
con la que él la miraba—. Leandro y yo no somos tus títeres. ¡¿Es que realmente
crees que me voy a quedar luego de ese espectáculo?!
—No creo. Lo harás —sentenció arbitrariamente con los ojos fijos en los
suyos.
—No lo haré. No soy una estúpida, Francesco —Le fulminó con la mirada
en una clara negativa—. No me importa si en nuestra separación fornicaste con
medio planeta femenino o si ahora eres un monje del Tíbet, ¡No me importa! —
Respiró con fuerza y quiso ahogar esa voz en su cabeza que gritaba: ¡Mentirosa!.
El hombre vio las lenguas de fuego crecer en sus ojos—. ¡Lo que no te voy a
permitir es que me humilles de esta manera, invitando a tu amante a la
presentación de mi hijo! Sus discusiones de amantes no tienen lugar mientras yo
esté en esta casa.
Tendría que estar mal de la cabeza, debía estar completamente loca, porque
cada maldita palabra hacía que su sangre no solo se enervara de rabia y
frustración, sino también de un renovado y tosco deseo.
—Nuestro hijo.
—¡Mi hijo! —Apretó los dientes. Colocó uno de sus dedos sobre su pecho de
manera amenazadora—. Tú no lo llevaste nueve meses dentro, Cesco. No le
sentiste patear. No le sentirse llorar por primera vez, ni lo acogiste entre tus
brazos cuando tuvo miedo. ¡No me importa si crees que soy egoísta! —Agrandó
los ojos como platos—. Yo soy la madre de tu hijo, Francesco. Soy–la–madre.
Merezco…
Él rió bajo, mientras entretenido se cruzaba de brazos.
—¿Qué mereces, Angela? ¿Respeto? Te he visto encantada de la vida con
Nicola, ¿me vas a negar que estabas coqueteando?
—¿Coqueteando? —Negó incrédula—. ¡Es tu hermano por el amor de Dios!
—Lo pensó un momento; ceñuda—. ¿Es eso entonces? ¿Un castigo por lo que
crees que pasó con Ray en el pasado? —preguntó dolida—. Dame los
documentos, Francesco. Terminemos con todo esto de una maldita vez por todas
—intentó ser razonable—. Leo y yo nos iremos. Lo podrás ver cuando quieras…
—¿Por qué crees que lo haré? —Le interrumpió abruptamente y con tal
ferocidad que Angela descubrió que debajo de aquella frialdad, él estaba también
ardiendo.
—Porque serías un idiota si no lo hicieras. Y pese a todo, aún creo que no
eres un idiota ¿Qué pretendes? ¿Castigarme?
—Tendría motivos.
Sin poder contener más su cólera, Angela se abalanzó sobre su marido
intentando quitarle los documentos que reposaban en su mano en un movimiento
no planeado. El suave pecho femenino se abalanzó con fuerza y golpeó
directamente el impresionantemente macizo torso del romano. Se puso de
puntillas no deseando haberse quitado los tacones, pero si en ese momento no lo
hacía, tendría que decapitar a alguien por la furia. Sus manos intentaban llegar al
brazo extendido de Francesco, pero era un trabajo arduo. Él era mucho más
grande que ella.
A Angela no le importaba qué parte de su cuerpo se rozaba con la de su
marido, su única meta eran aquellos documentos que serían su pasaje a la
libertad. Sería el ticket al lugar que consideraba su refugio, su cueva. La mamá
osa y su osezno. Solos.
La furia congelada de Francesco llegó a esos ojos que la observaron con un
torrente de algo demoniaco. La conversación había hecho hervir su sangre
italiana, a más del punto de ebullición en la que se encontraba constantemente
cuando estaba a su lado. Pero el enfado no era exactamente porque quisiera
dejarlo de nuevo. El arrebato era por haber estado toda la maldita noche
coqueteando con uno y con otro. Riendo y pasándola bien mientras a él lo
hundía más en el averno porque sus sonrisas no eran dirigidas hacia él.
Torturándolo con ese vestido rojo de satén que le había dado ganas de
arrancárselo del cuerpo en cuanto se lo vio puesto.
Se lo había comprado para que se sintiera segura, pero no había caído en la
cuenta que su deseo no tenía la menor dignidad y seguí latiendo renovado por
una mujer que le había sido infiel. Era un autogol completo. Pero nunca lo
aceptaría. Jamás.
Demonios.
No era momento para que su cerebro se desconectara y le diera el mando a
su libido. El cabello castaño de Angela era como la seda y sus preciosos ojos se
vieran misteriosos, intrigantes. Sus caderas se bamboleaban y la fuerza del
movimiento, hacía que se golpeara con él, aumentando su deseo.
Ella jadeaba por la actividad física de intentar estirarse por todos los medios
como un chicle.
Sus suculentos y turgentes senos maduros golpeaban una y otra vez contra su
pecho, con tal violencia que Francesco no pudo evitar pensar en lo bien que se
sentirían llenando sus palmas. No podía ser un caballero con ella. Solo lo había
sido una vez y le parecía tan lejano. Pero nunca más. Una vez la probó el
adictivo sabor a miel de su cuerpo, se volvió un cliente frecuente. Parecía que
estaba tocando la puerta para que su pasión saliera a jugar una partida de
momento a otro.
Francesco pasó una mano por su cintura para alejarla, para exigirle que fuera
una mujer racional e hiciera lo mejor para los dos, pero ella no cesaba en su
misión. Una vez trazado el objetivo, no había vuelta atrás. Sus piernas se
mezclaban con las suyas. Francesco se apoyó en el escritorio, al ella empujarlo
en su alocado movimiento y él perdió el equilibrio. Angela aprovechó el
repentino desconcierto para adentrarse en el hueco entre sus piernas y subir una
de las suyas a sus muslos. Así tendría mejor acceso a las manos que habían
descendido un poco.
—No te muevas —dijo él, soltando los papeles y colocándolas sobre la
cintura de ella al ver que se resbalaba.
—¡Dame esos malditos papeles, Francesco!
Casi sentada sobre él, la maldita bruja se removía de un lado para el otro. Su
aroma lo envolvió como el canto de una sirena, arrastrándolo a un abismo de
pasión del que estaba seguro no saldría. Tampoco era que lo deseara. No en ese
momento, cuando estaba tan dispuesta a mostrarse como una experta amazona.
Intentando detenerla, se dio la vuelta y aplastó con su peso el cuerpo de su
mujer.
—¡Francesco! —exclamó con sorpresa ella, mientras sus piernas, como
muertas, golpearon contra el lateral del escritorio con un sordo sonido. La
adrenalina impidió que le dolieran, pero supuso que luego las tendría resentidas.
Angela se removió agitada cuando el hombre que era su marido apresó sus
brazos y los colocó sobre su cabeza. Se apretujó contra ella.
—Eres una maldita bruja engatusadora, Angela —escupió—. Pero que
Satanás suba al cielo si es que no te deseo como la primera maldita vez que te vi.
Y maldita sea, si no te deseo incluso más.
Ella se quedó paralizada y no vio venir el beso desgarrador, duro, anhelante y
pasional que le voló la tapa de los sesos como quien abre un espumante champán
sin el menor cuidado. Sintió el cuerpo de su marido sobre el suyo, y cada célula
gritó enfebrecida por el conocimiento de lo que pasaría.
¿Qué había hecho?
Suspiró.
Ella solo había intentado…
La mano inquieta de Francesco silueteó su cintura, el borde de sus pechos, su
cuello. Estaba mareada. Aquel hombre era un peligro para la sociedad, pero en
ese momento, era un peligro para ella.
La creciente libido se instaló orgullosa, furiosa y pujante sobre su vientre.
Angela levantó las piernas y le rodeó la cintura, en el mismo instante en el que él
acariciaba sus muslos enfundados en medias de seda. Suspiró jadeante cuando
Francesco comenzó a aguijonear en el calor que se desprendía de sus piernas.
El pulso se le disparó. Con cada embestida perdía un poco más de
conciencia. Francesco estaba haciéndole el amor con la ropa puesta. Le mordió
los altaneros pezones sobre la ropa, encontrándolos con una precisión militar y
haciéndola gemir por el descontrol de la presión que ejercía sobre ellos.
—Eres mía, Angela. Mía —decretó él—. No hay un solo hombre que pueda
tocar lo que es mío. ¡¿Me has entendido?! Me perteneces para siempre.
Le dejó una estela de besos y ardor por el cuello. Seguido de mordiscos
calientes y duros, que luego eran calmados con la dulzura húmeda de su lengua.
Las delgadas manos de Angela arrugaron su camisa y lo atrajeron más hacia ella,
sobrepasada por la conciencia de cuánto le deseaba.
Ella gimió.
—Quiero oír que lo digas, Angela. Dilo.
—Lo soy, lo soy… —lloriqueó dándose por vencida. Ahuecó entre sus
manos los globos duros del trasero que antes quería zurrar—. Soy tuya.
Y Francesco lo hizo, suspirando de la misma necesidad famélica que estaba a
punto de matarla a ella, exploró aventurero el calor entre sus piernas. Acarició
sus humedecidos labios internos de la misma manera en la que su lengua invadió
la boca de Angela. Gimió, sintiendo cómo su cuerpo hacía más que despertar y
responder a él, parecía comprimirse en un temblor, esperando explotar en
cualquier momento como una bomba de tiempo.
Escuchó el sonido de la cremallera de los pantalones de Francesco y fue la
eufonía más erótica que había escuchado en años. El hombre liberó su caliente y
férvida hombría. Apartó las bragas negras de su centro y la penetró tan
violentamente que Angela soltó un gruñido dolorido, y con las manos empujó un
poco el cuerpo de su marido. Él se detuvo.
—Estás tan estrecha, tan cerrada, cariño —gimió él al sentir cómo el interior
de Angela le apresaba. Controló el temblor del conocimiento y de la emoción,
pero la embistió una vez más—. Demasiado. ¿Con cuántos, cara? —preguntó
deteniéndose una vez más—. ¿Cuántos hombres estuvieron contigo tras nuestra
separación? ¿Cuántos disfrutaron del premio que yo robé por primera vez?
Ella no dijo nada, solo gimió y movió la pelvis, esperando encontrar algún
alivio a la tortura de sentirlo dilatando la estrechez de su cuerpo. Francesco hizo
gala de un nivel de control que la sobrepasó.
—¿Cuántos, Angela?
—¡Ninguno! —gritó ella con rabia segundos más tarde, sintiéndose
indignada porque él pensara que podría entregarle su amor y su cuerpo a
cualquier otro—. Para tu maldito regocijo, solo he sido tuya. Yo te he sido fiel.
Nunca ha habido nadie, ni antes, ni después, ni ahora.
Complacido, el hombre comenzó a moverse con lentitud para que ella fuera
acostumbrándose a él. Pronto, Angela lo sintió pleno y lubricado en su interior y
él comenzó a moverse logrando que el reflejo del cuerpo femenino se activara y
sus caderas se balancearan pidiendo mas. Su fuerza se terminó de hacer añicos; y
disfrutó de las embestidas tanto que parecía haberse remontado muchos años
atrás.
Ambos gemían, y ella pudo ver entre el estupor, que Francesco movía la
cabeza de izquierda a derecha intentando controlar lo que sentía.
—Sigue, sigue, por favor…No te detengas —soltó en un suspiro y el hombre
se volvió a detener.
—Dime que eres mía. Dime cuánto me deseas.
—¡Te deseo, Francesco, por Dios! —gimoteó ella. La penetró con más
intensidad— Soy tuya. Siempre has sido solo tú.
El arrogante italiano necesitaba sentir la piel de sus pechos entre sus manos
con tal desesperación que le sorprendió. En un arranque, agarró el vestido del
escote y le dio un tirón, desgarrándolo y haciendo que Angela le mirara
estupefacta.
Al ver sus senos expuestos, Francesco sonrió y comenzó a torturar los
desguarnecidos montículos con besos, mordidas y lametazos.
Acentuó los movimientos pélvicos, clavándose en ella con tal fuerza y
decisión que no se demoró en embarcarlos a los dos en un viaje interestelar de
placer.
El hombre cayó sobre ella como con peso muerto. Angela lo abrazó con
brazos y piernas. El éxtasis se fue al drenaje cuando supo que con ello había
traicionado esa parte de sí misma que le pedía que no sucumbiera a él. Las
lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas.
Minutos después, Francesco levantó el rostro y la besó en la frente.
—¿Estás bien?
Ella negó.
—¿Te hice daño? —preguntó él, acariciándole las mejillas con la palma y
enjugando sus impotentes lágrimas.
Angela volvió a negar.
—¿Por qué lloras entonces? —Francesco sonó preocupado, realmente
preocupado.
—No debimos hacer esto —murmuró, presa de los fantasmas del pasado—.
Esto lo complicará todo —Le empujó, para que saliera de ella, para que se
alejara, como debía haberlo mantenido desde un inicio.
—Te arrepientes —agregó él, hermético, frío y calculador.
—Soy la madre de tu hijo, Francesco —Intentó cerrar el peto destrozado del
vestido, pero era imposible—, nos tendremos que ver constantemente por
nuestro hijo; pero pese a lo que creas de mí —Se le cristalizaron los ojos
nuevamente—, no estoy dispuesta a ser una más de tus amantes, a la que puedes
usar y más tarde, cuando te aburras, desechar. No me arrepiento por lo que acaba
de pasar, pero no debió ocurrir. —Él la observó no comprendiendo cuanto había
podido cambiar—. Esto no puede volver a repetirse. Yo ya no soy esa
adolescente deslumbrada por tu sabiduría o magnetismo, ni por tu fuerza, ni por
la necesidad de sentirse protegida por alguien, Francesco. Así que esto se acabó,
queda en el pasado.
Y sin esperar palabra alguna del duro hombre que estaba delante de ella,
cogió la chaqueta de su traje para cubrir su cuerpo y salió disparada hacia fuera.
Corrió escaleras arriba esperando que nadie la viera e intentando que el mundo
no se derrumbara bajo sus pies y se abrieran los infiernos. No quería que los
fantasmas la persiguieran.
Pero, sobre todo, que su corazón no volviera a sangrar de amor.
18
Abrir los ojos a un nuevo día nunca le había resultado una batalla tan titánica
como aquella. Ni siquiera cuando se había visto sola, embarazada y con el
corazón roto. Tenía los ojos hinchados como si la pasada noche hubiera tenido
una masacre en algún cuadrilátero de boxeo. Le ardían los párpados internos y
por fuera, comenzaba a creer que solo una gata para llantas lograría abrirlos.
Iniciar una mañana así, definitivamente, era un indicador que el día no sería
muy prometedor.
La noche anterior no había podido evitar que un pesimismo poco usual en
ella se instalara cual virus informático en su sistema. Luego de salir casi
corriendo despavorida del despacho había sollozado gran parte de la noche.
Lloró hasta que aquel sentimiento de pérdida mitigó un poco y dejó,
temporalmente, de aprisionar su pecho.
La almohada de su costado estaba vacía, fría y perfecta. Le dolía como el
aguijón de una abeja en el cuello el palpar aquella realidad de heridas abiertas en
bandeja de plata edulcoradas con mentiras. Todo parecía conducir
irremediablemente a un maldito desastre y no tenía el freno de mano cerca para
detener la inevitable colisión. No había luz al final del túnel. No esa vez.
Pasó la palma de su mano por su rostro mientras su mente era invadida por
los recuerdos de la noche anterior. Sus labios, sus besos, el ardor de sus manos
sobre su piel, fueron diferentes a las utilizadas aquella noche serena de música
suave, champán y seducción en Livorno.
El juego de las sombras a media luz hacía que todo pareciera más intenso,
más íntimo y seductor. Centrado en el borde de la gran cama matrimonial
cubierta con fibra satinada de color champán esperaba a Francesco con una
paciencia de la que nunca creyó ser portador. Angela estaba sentada frente al
tocador intentando deshacerse de las malditas horquillas que apresaban sus
suaves rizos castaños.
Verla allí, ataviada aún con el vestido de novia más hermoso que él hubiera
visto jamás y con la cama a escasos metros de ella, hacía que la sangre
navegara embravecida por sus venas, con un deseo carnal que buceaba por su
torrente avivando cada célula de su cuerpo.
Angela le sonrió por el reflejo del espejo con coquetería. Estiró un dedo y
con mirada cándida le llamó sin palabras. Francesco, casi salivando por la
necesidad de tocarla, se incorporó. Dejó olvidados los zapatos y los calcetines
para sentir la dúctil y caliente alfombra blanca a sus pies.
Cuando llegó a ella, no pudo evitar que las yemas de sus dedos recorrieran
desde su espalda desnuda hasta su cuello, provocándole un estremecimiento.
Ella suspiró de placer y él curvó los labios satisfecho. Había llegado el
momento que más había esperado. Por fin podría amarla sin reservas.
Bajó la cabeza y comenzó a besar el recorrido anterior de sus dedos.
Besaba, lamía, se deleitaba con el sabor y el aroma de aquella mujer que le
hacía perder la cordura. Aquella mujer que a partir de ese momento era suya.
Solamente suya. Por todas las leyes de Dios, las de los hombres y las de sus
corazones. Se pertenecían.
Subió lentamente hasta el punto, donde la carótida le indicaba que el pulso
de Angela se había vuelto frenético. La besó y ella ladeó la cabeza para darle
mejor acceso a su cuello. Angela disfrutaba de la sensación de sentirse amada.
Podían amarse. Liberar toda esa frustración. Saciar el hambre de intimidad que
habían estado postergando por tantos meses.
—Te deseo tanto, ángel, que me duele —ronroneó él en su oído, mientras con
las manos se deshacía del tocado que minutos antes le había dado tantos
problemas a Angela. Ella pensó que aquel hombre debía ser perfecto, no solo
como amante, hijo, empresario, sino también como estilista.
Él se metió el lóbulo de la oreja femenina en la boca y lo lamió como si
fuera el mejor caramelo que había tenido que degustar.
—Mmm… —Se saboreó mientras sus manos dejaban su cabello y corrían
disparadas hacia las cintas entrelazadas de su vestido. La levantó de aquella
inerte ubicación—. Ven aquí, es hora de desenvolver mi regalo.
Angela se sonrojó intensamente en el instante que él se sentaba en la punta
de la cama de nuevo y abriendo las piernas la hacía ubicarse en el medio.
—Date la vuelta, ángel.
Ella hizo lo que le pedía y sintió cómo él iba deshaciendo cada una de las
cintas satinadas que formaban el espaldar del vestido. Trataba cada parte de
piel expuesta con adoración, con eróticas lamidas cargadas de deseo y con
besos de propiedad impresos a fuego.
—Voy a besar cada parte de tu cuerpo como si esta noche tuviera el tiempo
del resto de nuestras vidas —sentenció con voz ronca, depositando otro beso en
sus omóplatos—. Una cinta más y nos desharemos de este torturador vestido.
Una cinta más para que todos nuestros sueños terminen ardiendo enfebrecidos
en esa cama, mi bello ángel.
Las manos de Francesco recorrían la sensible piel de los brazos de Angela.
Por dónde tocaba, dejaba una estela ardiente que encendía sus células,
logrando que su vientre se contrajera y que los interiores de su femineidad
lloraran de necesidad por él. Ella ya sabía el efecto nocivo que aquel demonio
lujurioso obraba en su cuerpo.
Él era el ladrón y ella el botín.
Con rapidez, el vestido quedó en el suelo. Ante la atenta e intensa mirada de
Francesco, Angela se tornó de color bermellón. Sus mejillas, su cuello, la curva
superior de sus pechos, su estrecha cintura… Toda ella ardía en cálidos colores.
Él estiró los labios en una sonrisa ante su gazmoñería.
Aquella sonrisa le envió una sacudida de deseo a cada espacio de sus
extremidades. Se sentía como una cadena conectada de bombillas, y Francesco
tenía el control para ir encendiéndolas una a una, con paciencia, con calma.
Una calma que hacía tiempo ella había perdido.
La mirada libidinosa y oscurecida de su flamante marido fue a dar al
cándido e inmaculado modelito de ropa interior que aún la cubría. El ardiente
conjunto debía ser el bálsamo que le recordara que ella aún, en estos tiempos,
había optado por conservarse virgen. Por entregarse entera a un solo hombre.
Pero el encaje de unos ocho centímetros de alto que rodeaba la seda de sus
bragas lo hacía arder como ninguna otra cosa en este mundo. Las manos
masculinas peregrinaron desde la base de sus pechos, hasta sus pronunciadas
caderas, deleitándose en todo momento con el calor de su satinada piel. Angela
gimió y su respiración se agitó cuando él comenzó a juguetear con las
terminaciones del liguero.
—Te ves apetitosa —gruñó jalándola de la cintura hasta que sus pechos semi
desnudos golpearon con el pecho de él—. Ya tienes hasta los pezones erectos
para mí. ¿Por qué son para mí, verdad amore?
Angela asintió, pasándose la lengua por los labios que se le habían resecado
por la aceleración que sufría su corazón. Francesco bajó la cabeza y sobre el
encaje del sujetador le mordió cariñosamente una de aquellas puntas que había
reclamado como suyas. Ella soltó un gritito y puso ambas manos en los hombros
de él para sostenerse, pero arrugando la albura de la camisa en el proceso.
—Francesco, me estás matando —murmuró entre jadeos, cuando las manos
de él encontraron la combinación para abrir el broche delantero del sujetador.
—Eso espero —Sonrió perversamente él. Angela lo cateó—. Antes que te
haga por fin mía, quiero que tu cuerpo arda, se calcine por mí, de la necesidad
de mí, para que comprendas cuál es la magnitud de mi deseo.
—Oh, Cesco —susurró ella mientras lanzaba la cabeza para atrás y dejaba
que él masajeara, besara y mordiera sus pechos con hedonismo—. Quiero
tocarte —continuó ella, intentaba abrir los botones de su camisa.
Pero él la detuvo.
—Ya tendrás tiempo. Tenemos toda la noche por delante —Alzó las manos
para enmarcar el rostro de su mujer y jalar de ella para probar el sabor de sus
labios de color coral—. Mmmm… Deliciosa. Ven, encanto, siéntate aquí —
Angela se sentó a horcajadas sobre sus piernas.
Francesco gimió al sentirla tan cerca de la pulsante erección que era
oprimida por sus pantalones. Ella se hizo a un lado el cabello, sabiendo que él
no la dejaría caer. Ya habían estado en esa posición con él antes, incluso él le
había enseñado a proporcionarle placer sin llegar a la completa consumación.
Francesco acarició sus muslos con delicadeza, de arriba abajo y con
movimientos circulares. Jugueteando con el borde de las medias de seda
mientras devoraba su boca como un náufrago que no hubiera bebido en siglos.
Angela soltó un aullido de desesperación, rodeó su cuello y movió las
caderas, rozando el centro de su deseo contra el muro duro de acero reforzado
que guardaba Francesco. Él pulsó bajo ella y ambos soltaron un grito de placer.
Aquella presión estaba logrando lanzar su resolución de ir lento por la borda.
Para detener el continuo y lujurioso movimiento ondulante y perverso de esas
caderas, colocó las manos en su cintura.
—Espera, harás que termine antes de que la diversión comience,
princippesa.
— ¿Me pides que espere cuando estoy deseosa de ti?
Francesco llevó una de las manos femeninas a su bragueta para que ella
fuera consciente que para él también era todo un sacrificio no incrustarse
profundamente en ella.
—Esto es lo que haces en mí —La besó—. Alteras todos mis sentidos, y
aunque no quiera aceptarlo, soy un libidinoso cuando te tengo cerca; pero tienes
que estar preparada. No quiero hacerte daño.
—No lo harás —murmuró ella invadiendo su boca sensual como él le había
enseñado.
Gimiendo y ardiendo de necesidad, llevó las piernas de Angela para que se
apresaran alrededor de su cintura. Se levantó y le dio la vuelta para que la
espalda de ella quedara sobre el fresco satín perlado.
—No deberías confiar tanto en mí, no soy tan bueno como intentas pintarme
—gruñó amenazadoramente.
Angela sintió que la apretaba más contra la cama. Paseó sus manos por su
pecho aún cubierto. Se sentía desesperada por sentir su caliente piel. Piel contra
piel. Catar y embriagarse de su sabor.
—Por favor, Cesco, déjame quitarte la ropa.
—Solo la camisa —concedió él riendo y ella bufó—. Si me quitas en este
momento el pantalón no seré capaz de detenerme. Déjame gozar de tu cuerpo —
dijo rozando la punta de su nariz con sus clavículas, con el montículo de sus
pechos y con el valle que esas dos gemelas dejaban a su paso.
Angela lo hizo levantar y mirándolo a los ojos, comenzó a desvestirlo, a
jugar con la seda de la camisa, y también, a apretarle los pezones masculinos
como él había hecho muchas veces. Se deleitó con el jadeo de Francesco. Él se
adentró entre sus piernas y la embistió, demostrándole lo mucho que la deseaba.
Tenía la mandíbula apretada, controlando el deseo, cuando a continuación
decidió descender al sur con su boca, dejando especialmente besos apasionados
por su vientre. Llevó una mano a las braguitas y palpó con el dedo corazón el
centro del magnetismo sexual de Angela.
— ¡Cesco!
—Estás tan caliente —ronroneó él, quitándole las bragas y estimulando la
perla de su clítoris. Haciendo que ella soltara un gemido y se restregara contra
él, necesitada—. Estás preparándote para mí —Sonriendo le dio un beso en los
labios y bajó.
La mujer le devolvió la sonrisa y no pudo evitar sonrojarse ante el
conocimiento de lo que Francesco pretendía.
—Vas a…
—Comeré de ti como un niño degusta de un caramelo —Ella levantó la
cabeza para observarlo entre sus piernas y se encontró con los preciosos ojos
dorados que la contemplaban como si quisieran quemarla. Sintió cuando la
humedad de sus labios y lengua entraron en contacto con ella. Jadeó—. Dulce,
tan dulce como siempre. Dulce y caliente.
Angela gimió bajo, gutural. Sus caderas comenzaron a moverse cuando su
marido ingresó dos dedos en ella para ver cuán lista estaba para él. Sentía que
iba a explotar en cualquier momento.
Se fue al cuerno su resolución y todos los malditos santos a los que les había
dicho que lo ayudaran a soportar aquella agonía. Esa mujer era suya y ya iba
siendo hora que la marcara como tal. Porque ella ya le había marcado el alma,
solo faltaba que la sangre de su virginidad también marcara su cuerpo.
—No aguanto más —reconoció con sinceridad él al tiempo que se apartaba
solo lo justo para quitarse los pantalones y el bóxer. Se sentó en la cama—. Ven,
preciosa. Así será mucho más fácil para ti, lo prometo.
Ella le obedeció. Se sentó a horcajadas. Francesco acomodó su pujante y
latiente masculinidad en la entrada de su femineidad.
—Ah… — ella jadeó algo nerviosa. Sus pulmones subían y bajaban
dejándole sus turgentes y tentadores pechos en un vaivén apetitoso.
—Tú tendrás el control —Francesco agarró su cintura y la ayudó a
descender—. En esta posición, mi amor, será menos doloroso. Desciende poco a
poco, ve acostumbrándote a mí.
Angela asintió, mientras sentía cómo su falo la abría, haciéndose paso en su
interior. El inicio fue un poco fácil. Francesco tenía una película perlada de
sudor, el caliente interior de Angela se abrazaba alrededor de su carne pulsante
estrechamente. Apretó los dientes, casi pulverizándolos.
—Cazzo Dio, Angela. Sei così vicino —Gimió él—. Esto se siente tan bien.
—¿Qué quiere decir? —Quiso saber ella, mientras dejaba ingresar otra
parte de él y su interior se contraía como el jebe de un gotero.
—Que eres muy estrecha —Jadeó—, tanto que me estás matando. Te siento
como un anexo de mi cuerpo. Más apretada que un látex.
Se controló para no embestirla en ese mismo momento, aun cuando todas las
células de su cuerpo gritaban con la necesidad de hacerlo. Sus músculos
estaban tensionados. Su rostro dolorido le dijo a ella que él también estaba
sufriendo una dulce tortura.
Gimiendo, Angela se detuvo cuando ambos sintieron la tela de su virginidad.
Francesco le apretó la cintura. Angela se fue meciendo poco a poco hasta que él
elevó las caderas y pulsó dentro de ella acabando con el último vestigio de su
inocencia.
Ella se tensó, abrazándose a él. Francesco la consoló, acarició su cabello,
besando su cuello, deteniéndose para que ella se acostumbre a su invasión.
—Shhh…—murmuró jadeante. Estaba tan excitado que le estaba costando
horrores aguantar—. Ti amu, il mio bella ragazza —Besó su frente y sus labios
—. Eres la mujer más maravillosa que existe. ¿Estás bien?
Angela asintió lentamente, mientras con cada segundo que pasaba, sus
tejidos internos se iban acostumbrando al grosor de la envergadura de su
erección.
Ella comenzó a mecerse cuando se sintió un poco más cómoda. Francesco
sin perder tiempo volvió a besarla, circulando con las manos por cada rincón al
que tenían acceso. Ambos soltaban gemidos guturales de placer, del sublime
acto de entregarse uno al otro.
Francesco volvió a echarla en la cama y colocó los brazos a los laterales de
la cabeza de ella.
—Cariño, tengo que...
—No te detengas, estoy bien —Lo animó ella, agarrando el contorno de su
rostro y besando sus labios—. Estoy bien, de verdad.
Después de comprobar que su mirada vidriosa confirmaba sus palabras, él
empujó dentro de ella, bombeando para que el placer recorriera por cada canal
de su cuerpo y de sus células.
—Te amo —gritó ella, mientras lo sentía grande, caliente y pujante en su
interior.
Sus cuerpos se mezclaban con lujuriosa armonía. Se enfundaban el uno
contra el otro. Besos, caricias, gemidos, ardores y arranques de placer desde la
garganta. El suave vaivén se volvió lava pura. Francesco arremetió contra ella
no conteniendo su necesidad. La amaba, la necesitaba… La tendría.
No pasó mucho tiempo antes que se arrancaran mutuamente el glorioso
gemido del perfecto clímax. Él la marcó con su caliente simiente y cayó sobre
ella, abrazándola. Prometiéndole no soltarla nunca.
—Eres todo lo que soñaba y más. Amarte se va a convertir en una de mis
adicciones favoritas —Ella soltó una carcajada. Lo estrechó más contra sus
brazos y le besó la frente—. Ya regreso.
—No te vayas… —Se quejó Angela en la languidez post-orgásmica.
—Tengo que limpiarte, cariño.
Él se perdió en el cuarto de baño. Angela suspiró adormecida por el
cansancio. Salió un minuto después con una toalla humedecida. Se aproximó
para limpiar sus muslos y sus ardientes carnes de la amalgama de simiente y
sangre.
—Mmm… Eso se siente bastante bien —Sonrió con los ojos cerrados.
—¿De verdad? —Rió él con picardía —. ¿Se siente mejor que hacer el
amor?
—No, nada es mejor que hacer el amor contigo, Francesco.
—Te prometo que mejorará.
—¿Eso es posible? —Lo picó ella y él se carcajeó. Lo sintió entrar en el
baño de nuevo—. ¡Pon esa toalla a remojar!
—Estoy pensando llevármela.
—¡No seas asqueroso! —soltó ella avergonzada. Él regresó y la abrazó con
fuerza.
—Estoy cansado —Cerró los ojos—. Me ha dejado exhausto, señora Di
Rossi.
Ella se sonrojó y él rió.
Sacudió la cabeza para evitar continuar pensando en un pasado que; aunque
fue muy bonito, había tenido una fecha de caducidad muy corta. Sin poder
evitarlo, fue acribillada con los dulces recuerdos que ahora sentía que eran solo
un espacio robado en el tiempo.
Arrugó el ceño, pensando en lo que pasaría si se reportaba enferma al trabajo
prometeico de ser la perfecta esposa del gran e implacable Francesco Di Rossi.
Se tapó los ojos con las sábanas.
No quería observar aquellos sensuales ojos dorados inyectados con la
autocomplacencia de un irrefutable ganador.
Hizo un mohín. ¿Porque tuvo que haber sido tan estúpida?
Cuando todo aquel temporal comenzó, ella había jugado su última mano de
póker para que Francesco supiera de la existencia de a Leandro, lo había hecho
de corazón y por su hijo. Solo por su hijo. No iba a negar que tuvo miedo de que
el todopoderoso Di Rossi le quitara la custodia de Leandro, y aún tenía el temor
de lo que pasaría en un futuro. Era por ello que había firmado un acuerdo, había
compartido el banquete de la paz con él para quedar en una relación
simplemente platónica y amical que beneficiara al pequeño; pero con Francesco
todo era o blanco o negro. Frío o calor. No había términos medios, ni matices. ¡Y
se habían quemado!
Ahora sabía que su quimérica amistad era imposible. Suspiró.
Francesco Di Rossi y ella nunca… ¡Nunca podrían ser amigos!
«Vaya, vaya. Ya era hora que te dieras cuenta», apuntilló su consciencia.
«Los “amigos platónicos” no mantienen sexo salvaje… ¡Sobre el escritorio de
los suegros!»
Angela se sonrojó ante el recuerdo.
Las cosas no debían resultar tan mal, ni tener ese final. Ella pensó que, con lo
acontecido en el jardín, simplemente hablarían del futuro de su hijo y de cómo
resolverían el tiempo que el pequeño pasaría con cada uno. Pero una vez más
comprendía que cuando Francesco la tocaba, cuando la piel de sus dedos rodaba
sobre la suya, ella se convertía en una idiota sin cerebro. ¡En una zeta!
Si hubiera tenido dos neuronas activas y en su puesto de operaciones habría
recordado a la rubia doble pechuga que se había apretado contra él. Gimió
enfadada.
Había salido corriendo, porque tenía celos de que otra mujer tocara lo que le
pertenecía. No es que pensara, o pretendiera que Francesco fuera un santo luego
de su separación. Había pasado noches enteras en vela elucubrando esa
posibilidad.
Lanzó un gemido, porque pese a eso y a que se había saltado muchas normas
auto impuestas, ella lo había deseado con tanta intensidad que, aun teniendo allí
los motivos claros, no había podido decirle que no. Si eso la hacía una redomada
idiota, o una sumisa, pues que así fuera. No le importaba. Ella había querido
hacer el amor con su marido a modo de cierre en su relación. Punto. Sin
reclamos, sin quejas, ni murmuraciones o berrinches. Tenía que aceptarlo.
Ahora solo trabajaría arduamente en que su mente no se quedara en blanco y
su deseo asumiera el control cuando Francesco estaba en la misma habitación
que ella. Si de algo estaba segura, era que no estaba dispuesta a ser la dama que
se encargaba de calentar la cama del marinero de los amores en cada puerto.
Francesco no sería el ladrón de los anhelos de su corazón, invisible a la luz del
día, pero un amante excepcional al caer la noche.
Tenía que pensar en su hijo.
Y en sí misma.
¡Estaba decidido!
Su lista del día era: Fría cordialidad. Manos amarradas y cabeza
concentrada.
19
—Oh, por el amor de Dios, ya basta —gruñó Angela cuando peregrinó su
mano por la cama, buscando y no encontrando a Francesco.
Al incorporarse de la cama, jaló de un tirón la bata de raso azul a juego con
su camisón de dormir, y se la puso sobre los hombros. Ella no se había casado
para ser la Penélope que desteje por las noches esperando el retorno de Ulises a
su lecho.
Suspiró con frustración.
Francesco había adoptado la costumbre de irse a dormir tarde y levantarse
muy temprano por la mañana. Angela no lo veía con la misma frecuencia, no
hablaban, ni siquiera le hacía el amor como antes. Pero, por supuesto, no toda
la culpa caía sobre sus hombros. Ella también tenía parte de responsabilidad.
Había empleado tanto tiempo y esfuerzo en ayudar a su amigo Ray y había sido
incapaz de ver la tormenta que se avecinaba en su hogar. Aunque no entendía
por qué Francesco se sentía amenazado por su mejor amigo. Ella lo amaba más
que a nadie en el mundo y eso era lo más importante.
Sin embargo, las cosas habían comenzado a enfriarse en su matrimonio. Él
ni siquiera parecía soportar permanecer demasiado tiempo en la misma
habitación en la que estuviera ella.
Angela estaba cada día más molesta por sus desplantes. Retorciéndose las
manos, trató de recordar qué podía haber hecho mal para obtener como
resultado su desconfianza. La paciencia solía tener un límite y la suya estaba a
punto de rebosar el vaso. No le permitiría que siguiera huyendo. Tenía que
enfrentarlo, y si consideraba oportuno que debía disculparse, lo haría.
Sus pies desnudos no se escucharon sobre la madera que revestía la escalera
que conducía al primer piso. Le buscó, y como era de esperar, la luz de la
biblioteca seguía encendida.
Al pasar por uno de los espejos, que decoraban sus paredes pintadas de gris
humo, se acomodó el cabello y se pellizcó un poco las mejillas para darles color.
Sonrió y respiró hondo.
No quería pelear. No quería blandir el hacha de guerra. Su único cometido
era regresar al calor de la cama junto a su marido. Abrió la puerta sin llamar
previamente y sin atreverse a pasar, apoyó una cadera en el quicio de la puerta.
Francesco ni siquiera se movió.
Angela esperó algunos minutos para que él notara su presencia, pero el
hombre continuó inmerso en la lectura de los documentos que descansaban
sobre la mesa de su escritorio. Ella hizo un mohín…
—¿Piensas seguir ignorándome? —lo acusó de repente.
—Sí —dijo impertérrito—. ¿Es que no sabes tocar la puerta?
—¿Necesito tocar la puerta en mi propia casa, Cesco? —interrogó ella
caminando hacia el escritorio y recostando los brazos cruzados sobre la
madera.
Francesco ignoró la pregunta y siguió trabajando. Angela hizo sonar sus
uñas sobre la superficie de madera, sabiendo que eso lo sacaría de quicio y así,
de una vez por todas, se dignaría a levantar la vista hacia ella.
—Vete a la cama, Angela —decretó.
—No lo haré, no mientras sigas aquí —Esta vez ella le habló en serio—. No
seas crío. ¿Dónde quedó eso de no ir a la cama enfadados? —Su marido ni
siquiera se inmutó—. De acuerdo, lo lamento.
—¿Qué es lo que lamentas realmente? —preguntó él alzando el rostro y
prestándole el doscientos por ciento de su atención. Su mirada la intimidó como
pocas veces lo había hecho.
Pero Angela se quedó callada, porque en realidad no lamentaba nada de lo
que le había dicho. Ella seguía en sus trece sobre lo que pasaba con Ray y si
Francesco no podía verlo, ella lo sentía muchísimo, pero no iba a dejar
abandonado a un amigo.
Al ver que ella no tenía intención de responder, siguió haciendo lo que hacía
y le soltó de pronto:
—Estoy trabajando, Angela, ve a descansar.
Francesco volvió a sus papeles y ella se lanzó en la silla soltando un bufido
de enfado. Su marido era terco, orgulloso y lograba, en ocasiones, sacar lo peor
de ella.
—No quiero.
—Como desees —musitó él sin mover la vista.
A continuación ella jugueteó un poco por allí. Pensó que lo mejor sería
obedecer e irse a la cama. Sin él. Al día siguiente tendría que levantarse muy
temprano y no estaba bien que madrugara innecesariamente cuando,
aparentemente, a Francesco no le interesaba en absoluto arreglar la situación.
¿Le dejarás así, cuando tú eres la única que le ha insultado llamándolo
“crío”? Maldita conciencia.
Hasta que se le ocurrió una idea.
Con una sonrisa traviesa en el rostro se arrodilló sobre la alfombra gris de
pelo largo y tupido. Una idea comenzaba a formarse en medio de la neblina, y
más temprano que tarde encontró el orificio del escritorio. Cuando estuvo
colocada delante de la silla giratoria en la que su marido estaba sentado,
agarró los laterales y empujó con fuerza para separarlo del embrujo del
trabajo. Caminó de rodillas y apareció abruptamente entre sus piernas con una
sonrisa que se chocó con un ceño fruncido.
—No me odies —murmuró ella, haciendo un pequeño puchero—. Te extraño,
cariño —Se acercó más y colocó los brazos sobre los muslos varoniles.
—No te odio, cara —murmuró él en un suspiro cansado—. Esta situación es
debido a que no quieres entender motivos.
—No, Cesco, tampoco hagas esto. No es solo mi culpa —Se quejó—.
Reconozco que tengo parte de culpa, pero no es completa —Jugó con el último
botón de la camisa de su marido—. Lamento ser tan testaruda, pero comprende
que solo estoy haciéndole un favor a Ray. Nada más. Es como que tú le hicieras
un favor a alguna ex compañera de la universidad —explicó.
Francesco refunfuñó.
—No me gusta cómo te trata ese tipo, ni cómo te mira, ni mucho menos
cómo te habla.
Ella sonrió, sabiendo que había dado en el clavo al decir que Francesco se
sentía amenazado por Ray. Absurdo.
—Él no es más que un amigo, lo juro —Levantó la mano derecha como si
estuviera en un tribunal de justicia—, pero tú eres mi adorado esposo. Te amo y
no me gusta que estemos peleados por algo tan insignificante. Quiero besarte,
amarte y acurrucarme en tu pecho. Digas lo que digas, no me iré de aquí hasta
que todo este asunto esté aclarado y zanjado.
Angela se dio cuenta que por más que él intentaba parecer que estaba hecho
de granito, su rigidez sobre el tema estaba comenzando a desenfocarse del punto
y a interesarse por otras cosas.
—Olvidemos esto, Francesco. Lo único verdaderamente importante es que
yo te amo y nadie, nunca, será más importante que tú. Recuérdalo siempre.
Oprimió los labios con cólera. Hacía tan solo cuatro horas había estado
segura de que cerraría el capítulo de su vida que estaba abierto, pero allí estaba,
sentada con las piernas cruzadas sobre la alfombra intentando seguir con su
trabajo mientras su hijo jugaba cerca de ella. Pero no, en lo único que su cabeza
se empeñaba en divagar era en los momentos que una vez compartió con su
marido.
Bufó irritada
Al bajar a desayunar esa mañana, se había encontrado con la sorpresa de que
su adorado esposo había partido intempestivamente a solucionar un problema en
New York. Cuando Mauro le dio la noticia, pensó que ella estaba enterada. No
había sido así. Debería sentirse feliz de que Francesco no estuviera en Roma,
pero su corazón iluso e idealista había sido apuñalado una vez más.
«¡Ay, no puede ser que aún no aprendas la lección!» terqueó su consciencia.
—¿Mami? —La llamó Leandro y ella alzó la cabeza para mirarlo—.
¿Podemos ir al paque?
—Se dice parque, repite, amor: Par-que. Par-que —Le explicó y el pequeño
hizo la mímica de la palabra que su madre le repetía—. Vamos, cariño.
Leandro blanqueó los ojos aburrido y se volvió al rompecabezas.
—Leandro —persuadió ella.
—Paaaaaaarrrrrqueeee.
—¡Bien! —El niño se paró y corrió hacia los brazos de su madre. Colocó la
cabeza en su pecho y jugó con uno de los rizos castaños claros que chorreaba
hacia su estómago—. Pero no podemos salir. Papá no está en casa y mami tiene
que trabajar.
Leandro hizo un puchero cargado de irritación y se cruzó de brazos. Angela
lo colocó en medio de sus brazos y comenzó a escribir de nuevo. Escribió unas
cuantas líneas más cuando su pequeño hijo comenzó a sentirse incómodo y
demandó salir de la cárcel de sus brazos. Ella lo liberó y retomó su escritura.
Repentinamente un toque de inspiración la llevó a perderse entre las páginas del
nuevo libro que estaba a punto de terminar.
Su sexy detective acababa de pedirle matrimonio a su novia de varios años;
ella estaba emocionada por realizar los detalles de la boda, sin saber que esa
misma noche moriría entre los brazos de su amado al salir de la iglesia.
Ese hecho le daría el enlace directo al siguiente capítulo. Hacía un tiempo
que se estaba planteando terminar aquella serie, y estaba segura de que luego de
cuatro libros, el quinto sería el último. La conexión del crimen sería rápida. Una
venganza que conduciría directamente con el tipo de la mafia que ahora
investigaba.
Por un instante pensó en la propuesta de matrimonio del detective. No había
sido romántica, ni sutil, ni con rosas rojas o champán de por medio. Sonrió con
nostalgia. Aquella escena traía a colación en su memoria una reminiscencia:
Abrió los ojos dejando entrar por ellos los últimos coletazos del otoño con el
crepitar del fuego del hogar que chispeaba cálido y armonioso. El gélido y
dramático viento golpeaba las ventanas del apartamento evitando que
escuchara la televisión, y la buena modorra comenzaba a tomar de rehenes los
músculos calientes de Angela. Se recostó en el sofá y jaló más las cobijas
tiritando de frío.
—Deberías irte a la cama —comentó Francesco acercándose a ella y
pasándole una mano por el rostro cual seda al tacto—. Te resfriarás. Anda, ven
bonita, te llevaré.
Angela negó, levantando medio cuerpo. Dándole unas palmaditas al sillón lo
animó a que se sentara allí. Francesco sonrió, encantado de que se pusiera
mimosa. Una vez estuvo sentado, ella se subió a su regazo, colocó el rostro en el
hueco de su cuello y restregó su nariz helada dulcemente detrás de su oreja.
El hombre jaló las mantas para abrigar a Angela; por un lado con una tela
mullida y por el otro con su pecho. Le besó la frente y aspiró el gentil aroma a
melocotón de su cabello. Su cuello esbelto y pronunciado quedó a tres palmos de
distancia cuando ella se movió. Ni corto ni perezoso, aprovechó la oportunidad
para darle un beso, morderla levemente y luego pasar su lengua para calmar la
ardorosa reacción de su cuerpo. Sin pronunciar palabras, ella se removió para
besarlo. Hundió su lengua en la cálida cavidad masculina, buscando a su mejor
y única compañera de juegos. Entonces Angela se acomodó, sentándose a
horcajadas y abrazándolo con las manos.
Sus caderas rozaron fuertemente el centro de control del deseo masculino y
él soltó un gruñido extasiado con el roce. Angela ya no era completamente
inexperta. Francesco había obrado su educación en ella y ahora estaba
comenzando a pasarle factura. Se devoraron el uno al otro, con la clara
intención de llevar su deseo a un nuevo nivel.
Pero él se apartó de ella y fue una batalla titánica hacerlo. La dolorosa
masa de la entrepierna no hacía más que molestarle. Resopló.
—Bonita, no me tientes —murmuró haciendo que su nariz jugara con la
femenina—. Eres deliciosa, Angela —susurró pasándole la lengua por el cuello
y haciendo que ella suspirara y se recostara hacia atrás para darle vía libre a la
carretera de sus pechos—. Como sigas haciendo eso, no tendré reparos en
hacerte mi mujer de una vez por todas.
A ella se le iluminaron los ojos en medio de su cara acalorada.
—Eres un hombre de palabra, y no sé porque insistes en que esperemos
hasta la noche de bodas. —Le masajeó el cabello castaño oscuro—. Lo
importante de hacer el amor, es amar a la otra persona —Le acarició la mejilla
—. Y yo te amo.
—Solo quiero hacer las cosas bien, Angela —Francesco inhaló—. La
expectación es buena, pero esta espera me está matando, ¿sabes? —Sin poder
evitarlo paseó las yemas de sus dedos por la piel de los hombros y brazos de la
mujer—. Es una auténtica tortura. La mayor tortura a la que he sido sometido
nunca, pero sé que cuando llegue el momento, bella ragazza... Oh, cariño. Una
vez que pase, prometo que será maravilloso y que la espera habrá merecido la
pena.
A Angela se le secó la boca por la tácita promesa, pero más que por eso, por
la oscura sensualidad que se desprendía de ella. Él le acarició el borde del
rostro con ternura.
—Además, podemos seguir saltándonos algunas reglas, ¿qué te parece?
Ella asintió entusiasmada con la idea mientras se colocaba bien la blusa.
Pero súbitamente recordó que tenía una conversación pendiente con él.
— ¿Me acompañarás a la boda de mi hermano?
—Eso depende —Ella lo estudió con curiosidad y enarcó una ceja—. Solo
iré si… —Se buscó en el bolsillo del pantalón y le mostró una sortija—. Si usas
este anillo, me dices que aceptas y ponemos una fecha.
Angela miraba la joya desconcertada. Sus ojos se abrieron con sorpresa.
—¿Cómo?
—Lo llevo desde hace unas semanas, pero no encontraba el momento
preciso…
Ella entrecerró los ojos con gesto divertido.
—¿Y este es el momento indicado? —preguntó risueña, soltando una
carcajada.
—He entendido que cualquier momento es el indicado. Tres palabras,
encanto — Sonrió
20
—Señora, siento interrumpirla, pero ha llegado esto para usted —comentó
Clara, entregándole una pequeña caja cuadrada.
A Angela le extrañó mucho. Que ella supiera, nadie más que Rose sabía
dónde estaba. No era posible que su familia le enviara algo. Salvo que Riccardo
hubiese podido cambiar los pasaportes y descansaran dentro de esa caja.
Donnatela se acercó y dejó el paquete sobre sus manos.
Curiosa y aún desconcertada, Angela sacó una tarjeta inmaculada con ribetes
dorados de florituras. La verdad es que no era su cumpleaños, y hacía mucho
tiempo que no recibía ningún regalo fuera de fechas importantes. Se le hizo un
nudo en el estómago cuando reconoció el logotipo impreso en la tarjeta. Era el
de la joyería de la familia; DRGioielli. El desconcierto la invadió al leer la
escueta nota:
Gracias por una noche inolvidable.
Ces.
A su lado, su suegra casi dio saltitos como una adolescente a la que le había
llegado una carta de amor. Ella intentó sonreír, pero su sorpresa era aún mayor.
—Me alegro muchísimo que Francesco y tú hayan solucionado sus
problemas, Angela. Si Cesco es así, es mi culpa. Yo no fui una verdadera madre
para él —Se sinceró la elegante mujer—. Era joven, tonta e inexperta. Él nunca
ha tenido la confianza en que lo que salía de mi boca fuera cierto, Angela.
—Donna… no —No quería que la mujer le dijera que su hijo era el mejor
del mundo. No quería que le diera más motivos para seguir alimentando ese
insano sentimiento hacia él. ¡Es que su suegra no entendía absolutamente nada!
¡Ella no sabía! ¡Ella no había tenido que pasar por su misma situación! No
podía, ni debía juzgarla—. Él no es malo, solo es un hombre terco, difícil y
desconfiado. Pero es mi culpa. Tenle paciencia, por favor, hijita. Sé que él te
ama.
Angela hizo una mueca que intentó ser una sonrisa; pero fracasó. Murió en el
instante al observar la joya que dormía en su mano. ¿Pero qué es lo que se había
creído ese patán? Sacudió la cabeza. Ni siquiera tocó la joya. No podía. Los ojos
se le llenaron de lágrimas en el instante. Negó. Sintió varios golpes en su alma
en simultáneo: ira, desazón, odio y fracaso masacraron el pequeño amago de
esperanza que Donnatela había intentado sembrar en ella. Lo suyo se había
acabado. Si es que alguna vez hubo algo entre ellos, Francesco se había
encargado de destruirlo.
Angela se llevó las manos a los ojos intentando ocultar las ganas de enviar
todo al demonio y largarse.
—Qué bello… —aduló su suegra al ver el maravilloso collar.
—Lo es —coincidió ella con sequedad. No estaba de humor para tener una
conversación amena. Era cierto, el regalo era maravilloso, pero no las causas que
habían llevado al italiano a hacerle el regalo. ¿Acaso era una maldita broma?
Angela dejó la caja sobre la mesa y se levantó para irse a su habitación.
No quería diamantes, ni zafiros, ni perlas, ni ónix, ni topacios. La única joya
preciosa que ella había querido siempre era el corazón de Francesco. Pero jamás
lo había conseguido.
Intentó hablar, pero la garganta se le trabó.
—Hacía años que no veía el Liliana Rochett en todo su esplendor —comentó
su suegra con los ojos brillantes de emoción.
—¿El qué? —preguntó
—¿Francesco no te ha contado la historia del collar llamado Liliana Rochett?
—Su suegra parecía consternada, como si hubiera cometido un terrible error
—No, no la conozco —Angela se sentó de nuevo al lado de la madre de su
marido—. Pero, si quieres podrías contármela.
—Ven conmigo, querida. Hay algo que quiero mostrarte.
Donnatela la llevó por un pasillo hasta una habitación grande que se había
transformado en una exhibición de arte. Angela la siguió. Su suegra se detuvo en
uno de los tantos frescos que decoraban la pared. Donnatela se giró y levantando
una mano derecha le indicó.
—Ella era Liliana Rochett —Ambas mujeres se quedaron observando por
varios minutos el fresco—. Magnífica, ¿no es cierto?
Angela no era una experta en antigüedades. Le gustaban las pinturas al óleo
y otras corrientes, pero no tenía ninguna instrucción sobre cómo valorarlos. Lo
que si llegaba a notar era que aquellos murales parecían recién pintados. Tenían
casi trescientos años por lo que Donnatela contaba sin parar, pero parecían
hechos el día de ayer. Era increíble. Colocó una de sus manos sobre el marco de
pan de oro. El retrato era de una mujer muy, pero muy hermosa. Dios… La
mujer que la observaba, tenía los ojos más azules que recordaba haber visto
alguna vez, con una pícara mirada que parecía estar a punto de cometer alguna
travesura. Se sintió bastante atraída hacia ella. Siguió su recorrido ocular. Su
tersa piel blanquecina parecía de porcelana. Sus labios rellenos y tan rojos como
una apetitosa fresa de verano, pero su dulce y cándida sonrisa, parecía que
hubiera sido robada de un ángel.
—Sí —afirmó Angela quedando sin aliento, y sin querer, tocando el borde de
su cuello, donde una hermosa gargantilla dormitaba vanidosa.
—Sobre esa joya descansa la más preciosa y trágica historia que resguarda
nuestra familia, cara —comentó—. ¿Sabes algo de ella? —Angela negó.
Donnatela le sonrió con afecto—. Los Di Rossi siempre han trabajado con
piedras preciosas. En la vieja Italia, la monarquía enviaba a fabricar sus joyas
con los más grandes orfebres de Roma. Los seis hermanos Di Rossi.
—No lo sabía —dijo Angela al ver la pregunta tácita en los ojos de su
suegra. Según parecía no conocía casi nada de la vida de su marido. Ni de su
familia. ¿Qué habían hecho entonces en el tiempo que habían estado unidos?
—El mayor, el conde Lorenzo Di Rossi, fue el hombre que potenció el
negocio familiar —Se encogió de hombros— y lo hizo expandirse por toda
Europa. Llegando a ser ricos y respetados en todo el mundo civilizado.
Angela la miró con el signo de interrogación marcando sus facciones.
—No sabía que la familia Di Rossi fuera aristocrática.
—Ahora no lo son, no lo somos. Pero en el pasado, lo fueron— El fulgor de
la mirada de la mujer se apagó como quien sopla a una vela—. Fernando II, Rey
de las dos Sicilias, expropió el título nobiliario. Dicen que fue porque la familia
se estaba volviendo de las más poderosas de Roma y la más amada también. El
senado aludió una traición que nunca tuvo un fundamento. Lorenzo Di Rossi, se
casó con ella — Donnatela señaló a la mujer del retrato.
—¿Era su esposa? —escarbó con curiosidad.
—Nunca se asentó su matrimonio, y lo hicieron inválido —Angela puso cara
de desconcierto—. Ellos se conocieron en una fiesta de gala en Londres, aun
siendo ambos romanos. Cuando Lorenzo fue a pedir su mano en matrimonio —
continuó la mujer—, el padre de la pretendida rechazó el compromiso porque
consideraba que ser orfebre era mancillar el aristocrático carmesí de sus venas,
sin importarle el título de Conde. Para mí, lo hizo porque el chico no le caía
bien.
—Vaya...—comentó Angela siguiendo el hilo de la conversación y su suegra
curvó los labios.
—El conde perdió casi todo el dinero de la familia en regalos para comprar a
la novia, pero ella no necesitaba ser comprada. Ella lo amaba tanto como él a
ella. Así que se fugaron a Nápoles, para luego ir a París. Lorenzo le regaló esta
joya —Paseó sus yemas por las preciosas incrustaciones—. Era de diamantes,
perlas y oro, Angela. Lo más caro del momento.
—Déjame adivinar. ¿Contrabando de diamantes?
—Así es. Él mismo la hizo en su taller. Lo hizo como regalo de bodas. Este
hombre la amaba tanto y la quería tanto a su lado, que ofreció su fortuna al avaro
padre —explicó echando una triste y ensoñadora mirada a la imagen que tenían
delante—. Así como Verona tiene a los Montesco y Capuleto. Roma tenía a los
Rochett y Di Rossi en la época.
—Y como los Montesco y Capuleto ellos también tuvieron su trágico final.
¿Verdad?
—Completamente. El destino fue cruel con ellos. El viejo envió al hermano
de la chica, con la clara instrucción de regresarla a casa, viva o muerta.
Angela se llevó una mano a los labios temiendo lo peor.
—Oh, Dios mío. Eso es... Horrible.
—Lo más terrible, cara, es que el hermano la mató. Ella murió en los brazos
de su amor. Desde allí el hombre no volvió a ser el mismo. La joya se nombró
como su amada y ensangrentada se guardó en una bóveda. Lorenzo trabajó el
resto de su vida por recuperar la fortuna de la familia para sus hermanos. Hoy en
día, los primogénitos varones son los dueños del collar. Y, se tiene la promesa
que solo cuando se ama realmente a una mujer, es cuando se regala algo así.
Pero Francesco destruyó todo eso al permitir que una mujer de la peor calaña
llevara el Liliana Rochett. Preferí verlo completamente destruido que en el
cuello de alguien que no valiera la pena.
—No creo estar comprendiendo —respondió Angela.
—Es algo de lo que no me gusta hablar, pero Francesco le dio a Carlo la
preciosa joya para la mujer que luego lo dejó en el altar. Aquella arpía ambiciosa
que nos pidió dinero para dejar en paz a Carlo —la mujer parpadeó y apretó
tanto la mandíbula como las manos—. No sabía que Francesco lo reconstruyó.
Pero me alegro muchísimo que te lo entregara a ti como una promesa de amor
eterno. El mismo amor que Lorenzo le tenía a Liliana.
—Yo, necesito… —Angela, cabizbaja, no se atrevía a mirar directamente a
los ojos a su suegra. No quería que descubriera lo mucho que le había afectado
aquel descubrimiento—. ¿Te puedo pedir un favor, Donna?
—Por supuesto, cariño.
—¿Podrías quedarte con Leandro?
—Será un placer pasar la tarde con mi nieto —canturreó la mujer encantada
—. Yo cuidaré de esa cosita hermosa, tú ve a la oficina de Cesco. Se merecen un
tiempo a solas, lejos del pequeño.
En silencio. Angela comenzó a subir las escaleras hacia la habitación de su
marido. Al cerrar la puerta, se apoyó en ella cerrando los ojos. Golpeó con
fuerza. Caminó hacia la puerta que unía al cuarto anexo. Jaló la maleta para
sacar algo qué ponerse. Se controló hasta que tuvo el vestido en sus manos,
luego estalló en llanto. Su llanto era silencioso, amortiguando los alaridos de
dolor que sentía. Controlando los espasmos de su cuerpo. Puso la prenda en sus
ojos y sollozó de rabia. Frustración.
¿Amor? ¿Donnatela se había atrevido a decirle que lo que Francesco sentía
por ella era amor?
Lo último que el hombre había pensado era en el amor. Francesco era un
maldito cínico. Un estúpido que jugaba con los sentimientos de todos a su
antojo. La noche anterior no había sentido lo que sentía ahora. Se había sentido
deseada, amada. Pero ahora se sentía usada. Francesco había logrado borrar lo
que debía de ser el último buen recuerdo entre ellos. Toda esa pasión ahora la
hacía sentir como una cualquiera. Una a la que le daban el regalo más costoso
del mercado por los servicios prestados.
Sollozó.
¡Lo odiaba con todas sus fuerzas! ¡Ella ni siquiera había sido amada en el
pasado! Nunca le había hablado de esa historia, ni siquiera le había mostrado la
hermosa joya. Eso le dolió. Le acababa de atravesar el corazón con una daga.
Pero de pronto entendió que no todo era como parecía. El collar no solo era
un pago, sino también el acallar las dudas de Donnatela sobre ellos... Quizás le
había preguntado porque no lo llevaba a la fiesta de la noche anterior. ¡No podía
creerlo! ¡Francesco hacía todo por guardar las apariencias!
Se desesperó pensando que todo había sido una mentira. Él nunca la había
amado. Jamás había sido para él alguien que dejara una huella. Solo había sido
una más en su lista. No era una hipérbole, ni una idea de su cabeza. No estaba
loca. ¿Por qué había decidido que ese era el momento preciso para hacerle ese
regalo y no siete años atrás cuando se casaron?
Angela se restregó los ojos y corrió hacia el baño. Aquello no iba a quedar
así. Francesco no jugaría nunca más con ella. No la manejaría como una muñeca.
Porque no lo era. Y ya era hora que se enterara.
Cuando salió, ya no había tristeza en su mirada, ni tampoco desilusión. Era
movida por la pura ira que se avivaba en una forja en su interior. Bajó las
escaleras rápidamente y se encontró con su suegra casi al lado de la puerta.
Parecía estar esperándola.
—¡Te ves magnífica! —Angela se lo agradeció. No quería mostrar ningún
ápice de debilidad de la que Francesco pudiera agarrarse—. Le he dicho a
Fabrizzio que te lleve a las oficinas de la joyería. Busqué dónde podía estar mi
hijo. Y está en su despacho, no en la joyería.
—De acuerdo, gracias.
—Mucha suerte —Le deseó.
Angela asintió. A ella no era a quien debía desearle suerte, ¡sino a su hijo!
Cateó fuera de la luna polarizada.
Estaban cerca. Su cólera no hacía más que llamear pidiendo al responsable
de todo aquello. Su angustia, su desazón, su tristeza… todo. En otro tiempo le
habría encantado el regalo. Incluso, hasta hacía dos días, no habría dudado que
era un regalo por amor. Incluso hubiera creído, de primer pensamiento, que él
había entendido que ella no sería capaz de hacer aquello por lo que se le acusaba
injustamente. Pero ahora no. Ahora creía que aquella serpiente de dos cabezas
solo tenía crueldad en las venas.
El amor no se compraba. No era un contrato de arrendamiento, ni una
transacción financiera. El amor no se mancillaba entregando un cheque por hacer
feliz por una noche a la otra persona o una tarjeta de crédito sin límite. El amor
era más que eso. Era necesidad, apego, velar porque el otro estuviera bien.
¿Y qué había hecho él?
Le había enviado una tarjeta de: “Gracias por una noche inolvidable”, como
lo habría hecho con cualquier otra mujer. Tratándola igual que a las demás, como
una mujerzuela que no podía esperar por tenerlo de nuevo en su cama. Soñando
estúpidamente para que no se cansara de ella tan pronto como solía acostumbrar.
—Señora, hemos llegado.
—Grazzie.
Al bajar de la limusina, se fijó en que el abrigo de media estación estuviera
bien puesto. No quería tener una foto suya en la prensa amarillista italiana. Tenía
más que suficiente con el dueño de todo aquel imperio. Entró a paso firme,
colérica y haciendo notar no solo su clase, sino también esa arrogancia que ella
también tenía en las venas.
Cuando llegó a recepción, saludó a la mujer para que no advirtiera de su
presencia a las manos de Midas que estaban en el último piso del edificio. La
mujer le sonrió, parecía encantada de volver a verla. Angela no entendía por qué.
La caja de metal no tardó demasiado en llevarla a su destino en la última
nube, cerca del Olimpo.
La asistente personal de su marido, una preciosa y exuberante rubia de casi
metro ochenta se levantó de su asiento de inmediato al ver que las puertas
metálicas se abrían. Entendió la sorpresa porque nadie le había dicho que iría.
Pero sería simple de convencer.
«Bah. El fetiche de todo maldito hombre: Una increíble rubia como
secretaria.» Pensó.
Necesitaba de esos pensamientos irónicos y de toda la fuerza de voluntad que
había en su interior para aclarar de una vez aquella situación. Necesitaba sentirse
libre, percibir que desplegaba sus alas y con Francesco no podía. No cuando
entre ellos había tantas mentiras escondidas y verdades a medias.
—¿Disculpe, señora? —dijo la secretaria. Angela la ignoró como había
hecho la primera vez que la había visto—. ¡Señora! El señor Di Rossi está
ocupado. ¡No puede pasar!
Siguió avanzando a paso firme, decidida a abrir esa maldita puerta. Le habría
gustado hacerlo de una sola patada, pero no estaba de acuerdo con las barbaries.
Cuando ingresó, pudo distinguir a dos personas dentro de la oficina. Por el
rabillo del ojo, observó a Miss simpatía intentando evitar que entrara de
improviso.
Pero se quedó pasmada, observando e intentando comprender lo que pasaba
allí dentro.
Otra rubia, mucho más curvilínea tenía las manos apoyadas sobre el
escritorio. Se inclinaba hacia adelante tanto, que se imagina la vista panorámica
privilegiada que le estaría dando de sus pechos a su marido. Apretó los puños.
Paseó la mirada de un lado al otro, esperando encontrar la expresión de
culpabilidad, un sonrojo…
Quería una explicación.
No, no quería. ¡No le importaba!
Rubia número uno entró en acción, mientras rubia número dos elevaba la
dura mirada y se volvía hacia ella.
—Lo siento mucho, señor Di Rossi.
—No te preocupes, Christina —Francesco posó su penetrante mirada en su
mujer—. Veo, querida esposa, que este tipo de bravuconerías son parte de tu
modus operandi —Angela se encogió de hombros restándole importancia, pero
anotando el nombre de rubia número uno—. Helga, te presento a mi esposa.
Angela Di Rossi.
Helga, rubia número dos, la repasó de arriba abajo por encima del hombro.
Angela era mucho más baja que la rubia, pero eso no la intimidó. Más bien
parecía que la desafiaba a decirle algo con la mirada.
—Un gusto, señora Di Rossi —saludó con un movimiento de cabeza.
—Igualmente —Angela examinó la cantidad de botones que estaban
desabrochados en la camisa clara de Helga. Solo uno.
¡Ella quería saber qué estaba haciendo allí!
—Helga es la gerente comercial de las oficinas de Rusia, cariño —explicó él
burlonamente, logrando que su frase sonara como una puya. Él sabía lo que
había pensado. Lo miró con odio por divertirse con todo.
Angela retiró la mirada. Su comunicación corporal decía que no se iba a ir de
allí hasta acabar con todo, pero su mente quería salir volando por la ventana.
—Regresaré más tarde, señor Di Rossi —dijo Helga mientras levantaba las
carpetas y se dirigía hacia rubia número uno.
—Déjale los documentos a Filippo, que los revise mientras atiendo a mi
bella esposa —Se volvió hacia Angela—. Pasa, ponte cómoda.
¡Cómoda lo iba a poner ella a él, maldito desgraciado!
Cuando rubia uno y rubia dos se perdieron detrás de la puerta, Angela se dio
cuenta que no se había movido del sitio desde que había llegado. Era como si la
situación le hubiera anclado las plantas de los zapatos al suelo.
Ella no había… Sí, había sentido celos de ver a aquella mujer deslizarse
hacia adelante. Había sentido asco de que luego de estar en su cama, él pudiera
estar de voyeur con los encantos de otra. Eso la había casi enloquecido. Pero no
había sido así. Helga no tenía ni expresión culpable, ni tampoco mostraba partes
de su cuerpo de manera indecente.
—No voy a aceptar esta clase de comportamiento en mi empresa, Angela —
gruñó—. No eres dueña y señora aquí. La próxima vez que vengas, espero una
llamada antes. O de lo contrario…
—¿De lo contrario qué?
—Te voy a sacar a rastras —Ella apretó los labios con fuerza—. Ahora,
siéntate —La orden perforó su sistema auditivo, sacándola de su
ensimismamiento. Se abrió los botones del abrigo bajo la atenta mirada del
hombre—. Casi me siento decepcionado al ver que llevas un vestido debajo del
abrigo.
—¿Y qué esperabas? ¿Seda? ¿Encaje? ¿Quizás que estuviera desnuda solo
con el collar que me enviaste?
Se quitó el abrigo y sintió el peso de la caja de terciopelo con la joya
dormida. Aquello le dio mucho más valor. Estaba allí por un solo motivo y debía
de cumplirlo.
—Al menos esperaba que estuvieras radiante como el sol de verano por las
actividades de la pasada noche.
—No, Francesco. Quiero. Te exijo una explicación. ¿A qué demonios estás
jugando? —se encabritó la mujer—. Vas a pagar muy caro todas las
humillaciones que me has hecho. Yo no soy tu prostituta de turno para que me
envíes una joya a modo de pago —Angela dejó la caja del collar sobre el
escritorio. Se cruzó de brazos—. Que te quede muy clara una cosa —Le apuntó
con el dedo—. Si me acosté contigo, fue porque me dio la gana. No porque tú
hicieras despliegue de macho dominador. Así como tú crees que puedes tenerme
cuando te dé la gana, pasa exactamente lo mismo conmigo.
—¿Eso es lo que piensas? —sondeó él con calma, la mirada impertérrita y
una línea insensible en sus labios—. ¿Crees que somos iguales?
—No lo creo, sé que lo somos —sacudió la cabeza—. Que te quede claro,
Francesco, con esto se acabó. Acabas de romper la pequeña tregua que teníamos
pactada.
Francesco permaneció sentado en su escritorio como si nada estuviera
pasando. Por el contrario, se dejó caer en la silla, buscando comodidad.
—¿Terminaste? —preguntó casi aburrido.
—¡No! Ya me cansé de jugar a ser tu maldita muñeca de trapo. No lo soy, no
lo seré —dijo humectando sus labios con la lengua—. Si no te fías de mí no es
mi problema, no te he dado motivos para pensar lo contrario. Quieres tener
amantes, ten un millón. Pero a mí, déjame en paz. No te permito que me trates de
la manera en la que me estás tratando. No más —sentenció—. Te estoy avisando.
«¡Y esperaba que sus amantes le contagiaran ladillas!» agregó la mente de
Angela.
—¿Solo me avisas? —preguntó él socarronamente—. Imagino que correrás
al consulado portugués, como ya intentaste antes. ¿Resultó? No, ¿verdad?
—No, no resultó porque eres un imbécil con poder —Se pasó una mano por
la frente—. No puedo creer que hayamos llegado a esto. La idea era intentar ser
amigos por nuestro hijo. Dejaste clarísimo que no había absolutamente nada más
que él entre nosotros. ¡Lo acepté! — Le dijo con furia—. Acepté para que mi
hijo no tuviera una familia unida como la mía o como la tuya. Quería que tuviera
el calor de ambos padres, la protección de una conversación compartida. Si no
juntos, pero con una amistad de por medio. Pero solo hay caos. Quería concilio,
no un hacha de guerra —Angela apretó el puño—. ¡Pero tú tenías que
complicarlo todo! ¡Tú tenías que jugar a la familia perfecta! ¡Tenías que llevar a
tu amante a la fiesta de presentación de mi hijo! ¡Tenías que enviarme ese pago
por los honorarios! ¡Tú, cerdo egoísta!
Francesco salió de detrás del escritorio, y Angela sintió como el enfado que
el hombre había estado controlando dentro de él se difuminaba y expandía
acaparando cada espacio de la oficina. Ella se quedó sin palabras,
momentáneamente paralizada por aquel halo de furia contenida que había salido
de él.
« ¡No, Angela no!» Se ordenó a sí misma cuando comenzó a retroceder uno,
dos pasos.
—Sé que estuviste en ese jardín ayer por la noche. Sé lo que viste —gruñó
Francesco, caminando hacia ella con la mirada penetrante, pero, a la vez,
sintiéndose atrapado por todo lo que decía Angela. ¡Maldita mujer!—. Que
quede claro que yo no tengo ninguna amante. No en este momento. No podría
tener otra amante si tú estás en mi cama.
—¿Y eso deberías tranquilizarme? ¡No me importa si terminas en la cama
con cuanta falda se te ponga por delante, pero a mi cama no vuelves! —
Francesco comenzó a avanzar hacia ella. Un paso hacia adelante equivalía un
paso de terreno que perdía Angela.
Soltó una carcajada. Una muy cruel carcajada.
—Mentira —La acusó, reteniéndose a sí mismo, para evitar saltar encima de
ella y demostrarle lo dominante que podía llegar a ser, para hacerla retractarse de
cada amenaza que había lanzado—. Hace un rato casi te lanzas encima de Helga
porque pensaste que ella estaba coqueteando conmigo y no te atrevas a negarlo.
O te juro que te daré una prueba infalible, Angela.
—Haz lo que te dé la gana, Francesco. Ya no me importa. Solo te digo que
Leandro y yo nos iremos a Nueva York el fin de semana.
A modo de respuesta, él le cogió la altanera barbilla para que ella lo mirara y
dejara de retroceder.
—Tú no te irás a ninguna parte hasta que yo lo diga. ¿Entendiste? —Los ojos
avellana brillaron confiados y perversos—. Tú me debes toda una vida con mi
hijo. Ni tú ni nadie va a hacer que me aparte de él.
—Te equivocas, Di Rossi. El único que alejó a su hijo fuiste tú. Tú con tu
desconfianza, con tu patanería, con tu estupidez.
—Ya comprendo —dijo Francesco con la risa de un demonio que prometía
venganza—. Te mantuviste tan tranquila a todo lo que decía porque estabas
tramando tu escapada por lo bajo —Él aplaudió—. Eres una profesional, piccola,
eres una mentirosa profesional.
—¡Tenía que defenderme de ti! —Se defendió—. Pero no, no tengo
pasaportes para salir. Te estoy avisando que usaré esos que me quitaste, porque
no me quedaré —suspiró cansada—. Contigo todo es una pelea. Estoy cansada.
No quiero esto, Cesco. No quiero más de esto. No voy a pelear más contigo, solo
quiero que…
Sin previo aviso, Francesco la acorraló entre sus brazos y la besó. Un beso
duro, fuerte y castigador. Pero al a vez, caliente, lujurioso, dominador.
Ella le mordió el labio interior y con lágrimas en los ojos le espetó:
—Eres un monstruo, Francesco. No puedo seguir haciendo la vista gorda. No
puedo, no quiero. Necesito alejarme de ti, de tu familia, de nuestros problemas.
Necesito escapar de nuestros fantasmas. Pero no te dejaré a Leandro, pero
tampoco quiero una guerra judicial. Tienes el número de mi casa, puedes ir a
verlo cuando quieras; pero esto ya se acabó. Yo me doy por vencida —Una
lágrima le recorrió la mejilla—. Cumpliste con tu venganza. ¡Bravo! Ahora
siéntete mejor. Siéntete hombre. Ya le prometí a tu madre que pasaríamos el
cumpleaños de Leandro aquí, pero el dieciséis me iré. Créeme que me iré.
Aquella flecha le dio de lleno en el pecho, y mientras él intentaba salir a
flote, las olas de la consciencia seguían arremolinándose en el fondo del océano.
Al comprender que Francesco no diría nada, Angela cogió el abrigo y salió
con los trozos de dignidad que aún le quedaban. Seguro que fuera se encontraría
con la mirada desdeñosa de rubia número uno. Al menos, aquello la haría
sonreír… o eso esperaba
21
—Tanti auguri, Leandro. Tanti auguri a te…
Francesco meció, al son de la festiva canción, a su hijo que estaba
cumpliendo cuatro años, mientras sus amistades y familiares más directos
entonaban el famoso estribillo para él. Leandro estaba agarrado a la camisa de su
progenitor, pero su completa atención se concentraba en el Mickey Mouse que
tenía su pastel de cumpleaños. Angela le dio un tironcito al jersey de su hijo para
que no se fuera a caer. Tenía el cuerpo demasiado inclinado hacia delante y el
peso podía vencerlo.
Angela sonrió al ver que todos los presentes aplaudían y participaban
activamente en la celebración. Incluso Carlo, con su acostumbrado mal humor,
parecía estarlo pasando bien.
—¡Tiene que pedir un deseo y soplar las velas! —clamó Nicola—. Leandro,
dile a papá y mamá que te ayuden.
El pequeño miró de un lado hacia el otro a ambos padres. Angela se acercó a
su orejita para susurrarle:
—Pide lo que más quieras y con papá te ayudaremos a soplar las velas, ¿de
acuerdo, tesoro?
Leandro asintió a su madre y cerró los ojos para pedir su deseo. Francesco se
movió y Angela se aseguró que sus cuerpos no se tocaran en lo más mínimo. No
quería tenerlo cerca. No después de saber que efectivamente, alguien calentaba
su cama todas las noches.
—¡Ya! —chilló Leandro.
—Bien, cariño, a la voz de tres —Le explicó Angela mostrándole el número
exacto de dedos.
—¡Uno! —gritó el infante encantado por la atención de todos los adultos.
—Dos —participó Francesco acercando al pequeño a las velas
—¡Tres! —contó Angela y los tres soplaron con fuerza para apagar las
únicas cuatro velas que iluminaban el enorme pastel.
—¡Bravo!
Mientras Francesco bajaba a Leandro, Angela llamó a Azucena para que se
llevara la gigantesca tarta a la cocina y así poder comenzar a servirla entre todos
los invitados. Le hubiera gustado hacerlo ella misma, pero parecía que media
Roma estaba en los jardines de la mansión Di Rossi. Francesco no se midió para
invitar gente. Ni siquiera conocía a la mitad de ellos. Todos eran amigos y
conocidos de Mauro y Donnatela, o incluso de su propio marido. Le hubiera
gustado que fuera una celebración más íntima pero con ellos eso jamás sería
posible.
Lo más desconcertante de todo para ella era que entre los invitados solo
habían cinco niños de una edad aproximada a la de su hijo. Parecían
emocionados con la torre hinchable y la piscina de pelotas, Leandro y Daniel,
por el contrario, parecía que habían cubierto su cupo de diversión por esa tarde
en esas dos atracciones. Angela se puso de puntillas para descubrir la cabecita
castaña de su hijo corretear hacia Vicenzo. En ese mismo instante, Daniel
comenzó a patalear para que su padre lo bajara. Cuando el hombre lo hizo, se
fueron juntos hacia la moto y hacia el coche a escala que tanto Varian como
Nicola les habían regalado. No perdieron el tiempo y salieron despavoridos
como en una verdadera carrera.
—Te felicito, querida. Todo está saliendo a la perfección —aduló zia Inés
dándole el alcance—. Ya me dijo Donnatela que elegiste cada parte de la
decoración. Es preciosa.
—Gracias
Los dos días anteriores la servidumbre de la mansión y ella se habían
dispuesto para organizarlo todo. Francesco había intentando hacerla entrar en
razón para que contrataran a alguien que se encargara de todo, pero no quería
extraños en la casa que pudieran hacerle algo a su hijo.
Se pasó varias horas ordenando la mesa para el buffet de los mayores, la
mesa de los pastelillos y dulces para los niños, sillas, iluminación. Eso también
la había ayudado a salir un poco de los problemas que tenía con su marido. El
pastel lo habían enviado de una conocidísima pastelería de la ciudad. El jardín
tenía mini estancias que le pertenecían a la serie televisiva de la Casa de Mickey
Mouse.
Toda la decoración era negra, roja y dorada.
Y, pese a que Angela le había dicho a Francesco que ella se encargaría de
cada detalle, esa misma mañana muy temprano, habían llegado los personajes de
la Casa de Mickey Mouse hechos en globos. El show infantil, contratado por el
padre de Leandro, había sido mucho más temprano y los niños se divirtieron
como nunca. El animador se disfrazó de Mickey y llevó algunos amigos para
hacer una aventura de exploradores por los jardines tal y como lo hacían en el
programa. Realmente todo había salido rodado. Casi como si estuvieran dentro
de la caja boba participando en un episodio del dibujo.
—Lo bueno es que todos se diviertan y lo pasen un día entrañable, zia Inés
—respondió ella con calma—. Dentro de poco traerán el pastel.
—¡Qué bueno, pastel! —rió Inés, sonando como una niña pequeña. Ella era
otra integrante del grupo de los niños y no había dudado en meterse en la torre
hinchable con alguno de los pequeños.
Angela aumentó su sonrisa. Zia Inés era tan distinta a Donnatela. La madre
de Francesco, estaba sentada en una de las mesas redondas junto con varias de
sus amigas del té del jueves, que eran las mismas del club. Ni siquiera se había
acercado a los niños. Salvo cuando Vicenzo y Mariam llegaron y no tuvo otra
opción que aproximarse, a desgana, a ellos para darles la bienvenida. Angela
comenzaba a creer que su suegra no quería a nadie que no fuera sangre de su
sangre. Aunque no entendía la contradicción de aumentar la lista de invitados. O
de haber presentado a Leandro. Eso ya no se estilaba, pero Donnatela había
hecho de ello el más grande acontecimiento en Roma en años.
—Iré a ver a los chicos, ya regreso.
—Adelante, zia Inés.
Sin duda la fiesta, que no tenía casi nada de infantil, estaba desarrollándose
sin sobresaltos ni contratiempos. Cada quien estaba en su sitio con sus
amistades. Mauro, compartía con Vito y sus amigos en un lado. Los hermanos y
primos por otro. Francesco les agradecía a otros la asistencia. Sin nada que
hacer, Angela fue hacia dónde se encontraba Mariam sentada.
—¿Estás sola? ¿Y Vicenzo? —preguntó ella—. ¿Puedo? —agregó
señalándole la silla.
—Claro que sí —sonrió la española—. Vicenzo se fue tras los niños. Estaba
preocupado al verlos desaparecer por el área que conduce a la piscina.
Angela negó.
—La piscina está completamente cerrada. Francesco le hizo instalar una
cerca para que Leandro no corriera ningún peligro —explicó. En ese preciso
instante, uno de los tantos camareros que ayudaban en la recepción, se acercó a
ella para que se sirviera algo de la bandeja. Angela cogió una copa de vino—.
Muchas gracias.
—Para servirla, señora Di Rossi.
—Pensé que habría más niños —soltó Mariam de pronto.
—Yo también. Esperaba que Francesco comprendiera que es una fiesta
infantil —Angela blanqueó los ojos—. Pero parece que los Di Rossi no
comprenden el concepto.
Mariam curvó los labios hacia arriba.
—Lo interesante de estar aquí sentada es ver cómo se desarrolla la reunión.
—Estoy de acuerdo contigo —coincidió ella—. Es demasiado chocante el
contraste.
—Tu suegra y sus amigas por un lado. Mauro, Vito y sus amigos por el otro.
Parecen bandos divididos.
—Segmentación generacional, supongo —comentó Angela, notando una
cierta incomodidad en Mariam. La mujer apretaba los labios hasta formar una
fina línea y se tocaba y acariciaba la abultada barriga cada cierto tiempo—. Me
imagino que en todos los lugares, pasa lo mismo. La gente adulta tiende a
separarse por moldes. Si te das cuenta, Nicola y Varian están en otro de los
extremos, y Valente está con esa chica, Olivia Lambruscini, en el extremo
opuesto. Carlo… Bueno, él nunca ha sido muy sociable.
—¿Crees que Valente pase pronto a las filas de los casados? —interrogó
Mariam lanzando un suspiro agotado, sin apartar la mirada de su cuñado y de su
bellísima acompañante. Ambos intercambiaban algunas frases, la rubia le sonría
con mucha gracia. Parecía bastante cómoda teniendo a Valente a su lado.
—Quién sabe —contestó ella con sinceridad—, nunca pensé que Olivia fuera
del tipo de mujer que le pudiera gustar a Valente; pero como se suele decir: En
gustos se rompen géneros…
—Nunca la había visto antes en las reuniones familiares.
—¿Vino con Valente? —indagó Angela.
—Creo que no. Vicenzo me contó que vino acompañada de su padre. Justo
en estos momentos el hombre está hablando con tu marido.
Ambas mujeres espiaron a Valente y Olivia con interés. Él parecía esfumarse
de su lado en la primera oportunidad que tenía. El hombre merodeaba por los
jardines, y, cuando menos se lo esperaba, la hermosa joven estaba de nuevo a su
lado. Parecía muy frustrado. Como si él estuviera intentando escapar con todas
sus fuerzas, pero no consiguiera hacerlo de manera que ella no sintiera que la
estaba rechazando. Olivia, por su lado, parecía pasarlo mal. En ese mismo
instante, Angela se percató de un tercera persona que estaba rondando en la
ecuación. Andreas Conte observaba con el ceño fruncido a Valente y Olivia. No
parecía demasiado feliz. Angela se preguntó qué estaría pasando. Olivia se giró y
luego de ver al banquero, se mordió el labio inferior y se agarró con fuerza al
brazo de Valente.
—Parece un poco agobiado —comentó Angela—. ¿Crees que deberíamos
rescatarlo?
—Siempre podremos decir que tiene alguna enfermedad venérea y que es
muy contagiosa —propuso Mariam sin poder disimular lo cómica que le
resultaba la situación.
—¿Porque estas dos bellas princesas están tan solas? —Nicola apareció de la
nada, cortando al conversación.
Aun así, a ninguna de las dos mujeres se les escapó el momento preciso en
que la expresión de Valente cambiaba con enfado. Parecía como si la máscara
del calmado y compasivo abogado se le hubiera caído del rostro.
—Es la sección femenina, Nicola —Angela bebió de la copa de vino con
suavidad—. Contemplábamos el disfuncional panorama.
—¿Y de qué hablamos entonces? ¿Libros? ¿Cortes de cabello? ¿Salvamos al
mundo de quién? —preguntó aireado—. No me digan, déjenme adivinar…
Mariam sonrió al darse cuenta que Nicola solo intentaba llamar la atención.
—¿Estábamos buscándote una buena chica para que sientes la cabeza de una
vez por todas, verdad, Angela?
—Mis dos mujeres favoritas en el mundo están casadas —murmuró con
pesar, lanzando un suspiro y haciendo que rieran compasivas.
—Eres codicioso. Quieres a todas las mujeres del mundo, querido cuñado.
Pero ya te llegará…
—Todavía no ha aparecido la mujer indicada —comentó el hombre luego de
beber el contenido de su copa—. Cuando ella aparezca, simplemente lo sabré.
Me conformo con que sea la mitad de hermosa que ustedes y con un corazón tan
grande como el que demuestran al soportar a sus respectivos maridos.
Mariam se llevó una mano al corazón.
—Eso es tan lindo, Nicola. Tan dulce —A Angela no le pasó inadvertida la
mueca de la otra mujer, pero se imaginó que estaría agotada. Estaba ya al final
de su embarazo y la comprendía.
—¡No le creas nada! Solo lo dice para caernos bien, porque en la primera
oportunidad que tenga, lo único que hará será utilizar su libreta negra —Angela
sacudió la cabeza con una sonrisa en el rostro.
—¿Libreta negra? —inquirió Mariam.
—Sí, dime, Nicola. ¿Cuántos números tienes en la libreta negra?
—No se le pone un número al amor… —respondió jocosamente él.
—Ay, Nicola —rió Mariam negando y acariciando en círculos su barriga de
embarazada.
Hacia varios minutos que Angela se dio cuenta que la respiración de la
española se había vuelto un poco trabajosa, pero se dijo que era normal dado el
ejercicio de ir y venir detrás de Daniel.
—No pensé que vendrías —admitió Angela viendo a Varían sentarse también
en el sillón de terraza al lado de su mejor amigo—. El Gran Prix de Bélgica está
bastante próximo y por lo que he oído a Francesco y Mauro no es que te esté
yendo muy bien en la tabla de clasificación.
—Hamilton solo le lleva un puñado de puntos —Varían le restó importancia
con un elegante movimiento de su mano enguantada—. Nada que no pueda
remediar ganando las carreras de Bélgica y de Italia.
—Italiano tiene que hacer respetar la casa —asintió Nicola—. Tengo la
obligación patriótica de ganar.
—¿Cómo estás, Varían? ¿Cómo va la recuperación? —preguntó Mariam, y
agregó moviéndose en el sillón buscando comodidad—. Te veo bastante mejor
que la última vez que te vi.
—¿Recuperación? —inquirió Angela mirando los ojos verdes del tercer
hermano Riccardi—. ¿Qué te sucedió?
—Tuve un accidente hace algo más de un año. Cuando Mariam apareció en
la vida de Vicenzo, aún llevaba el bastón y rengueaba —explicó el hombre
restándole importancia—. Ya estoy mejor, gracias por interesarte, cuñada. Aún
no estoy listo para retomar los fierros, pero voy mejorando.
—Me alegro mucho, Varían —comentó Angela con suavidad—. Espero que
termines de recuperarte pronto y que puedas volver a la competición.
—¡Eso es lo mismo que le digo yo! —Nicola palmeó la pierna de Varían
para mostrarle su apoyo—. Pronto lo tendré de nuevo de piloto número dos.
—En tus sueños… —gruñó Varían bebiendo el contenido de su copa—. Soy
mejor piloto que tú. Podría patearte el trasero cuando quieras.
—¡¡Cuándo quieras te pongo en tu sitio!! —rió Nicola con jocosa amenaza
—. Pero, cuando te gane, no empieces con que es porque no estás al cien por
ciento.
Varian le dio un afectuoso puñetazo en el brazo al otro hombre y este se hizo
el damnificado. Mariam y Angela rieron, acompañando a sus respectivos
cuñados. La complicidad entre los dos hombres era palpable. Mientras Varian y
Nicola seguían picándose entre ellos, apareció Vicenzo detrás de Mariam y le
dejó caer un tierno beso en la frente.
—¿Todo bien, preciosa? —demandó saber sin ocultar su neurosis cuando se
trataba de su esposa embarazada. Luego se inclinó hacia su mujer y le dio un
suave beso en los labios. Ella solo se dejó mimar con verdadero placer.
Angela los miró con ensoñación. Se veían tan lindos juntos y Vicenzo era tan
tierno con Mariam que era imposible pensar que ese mismo hombre había sido
un reconocido mujeriego. Se veían tan dichosos juntos.
Repentinamente, la gran mano de Francesco se instaló a la altura de su nuca.
Hundió los dedos en su cabellera suelta y acarició su cuero cabelludo. Angela se
estremeció de los pies a la cabeza como si un rayo hubiera caído sobre ella.
Observó hacia todos los lados, cada dupla estaba perdida en su propia
conversación, por lo que ella no tenía manera de ignorarlo. .
—Hoy estás muy guapa —halagó su marido, inclinándose para hablarle al
oído. Ella tragó, intentando encontrar su voz.
La respuesta del cuerpo femenino a cualquier roce de Francesco, siempre era
instantánea. Visceral. Salvaje. Casi animal. Las almohadillas callosas de sus
dedos bordearon raspando sensualmente su piel. Electrizando y desmembrando
su cerebro de tal manera que lo único que le interesaba era que siguiera
tocándola. Giró el rostro hacía donde él se encontraba. Cuando se miraron
directamente, todo pareció esfumarse a su alrededor. No les importó la fiesta, ni
que Leandro y Daniel correteaban alrededor de sus padres, tampoco lo que fuera
a pasar. Solo eran los dos en su privada burbuja de placer.
Francesco se inclinó más, mientras agarraba con dureza el sedoso cabello de
ella para plantarle un lujurioso beso en los labios. Se degustaron, se cataron
mutuamente, embriagándose con el calor e intensidad del otro.
—Deberían buscar un hotel —La voz risueña de Nicola hizo despertar a
Angela del trance y se alejó de Francesco muy ruborizada.
Nunca había sido de las mujeres que les gustaran dar espectáculos y era
exactamente lo que estaba haciendo. No podía ponerse límites, ni siquiera con el
conocimiento de que su marido tenía una amante martilleando en su cabeza. Aun
así lo deseaba. Lo amaba. Y se odiaba por ello.
Angela divisó a Azucena acortar distancia hacia a ellos. Se preguntó si es
que había ocurrido algo.
—Oh, Azucena de mi corazón, dime que hiciste tarta de arándanos, por
favor. —La muchacha que casi se había criado con ellos, asintió y un suave
sonrojo se apoderó de sus mejillas al observar la gran sonrisa del hombre.
—¿Sucede algo, Azucena?—preguntó Angela.
—Señora siento mucho molestarla pero hay algo que usted tiene que ver —
dijo la empleada bastante asustada.
—Si me disculpan un momento —expresó la aludida en respuesta.
Francesco no le quitó la vista de encima a su mujer mientras se alejaba hacia
las escalinatas que la llevarían al interior de la mansión. Angela parecía querer
escapar de todos, pero, se imaginó que sobre todo de él. Besarla solo había
conseguido aliviar momentáneamente su deseo por ella. Solo tenía que mirarlo
con esos sensuales ojos o relamer sus labios como lo había hecho mientras se
reprochaba internamente. Angela no lo sabía, pero era una visión demasiado
sensual y lujuriosa como para no tentar a los mismos ángeles del cielo. De lejos,
se había dado cuenta que aun cuando ella no lo pretendía, las miradas masculinas
iban en su dirección. Incluso Andreas, su amigo, se lo había hecho notar.
Francesco solo había apretado la mandíbula, demasiado molesto y demasiado
celoso. Ella era su pecado favorito, embutido en un sencillo, pero sexy vestido
del que quería deshacerse lo antes posible.
Pensó que, después de su pelea lo mejor sería poner tierra de por medio y
viajó personalmente a una de las sucursales del negocio. No era estrictamente
necesario que fuera él, podía haber delegado el viaje a otra persona, pero quería
demostrarse a sí mismo que Angela no formaba parte importante de su vida. Que
podía seguir sin ella. Disfrutar de su cuerpo el tiempo que estuviera y luego,
simplemente evitarla como la peste. Utilizarla de la misma manera que él lo
había utilizado a él. Dañarla, para que sintiera el mismo dolor de él. Aplicar la
maldita ley del talión para luego, cuando estuviera hecha jirones, mordisquear
sus restos como un lobo hambriento… Pero al verla, se dio cuenta que no era así.
Maldizione!
¡Pero, incluso la había extrañado!
Anhelado su cuerpo, su insolente lengua mefítica que siempre estaba
dispuesta a darle una buena batalla verbal. Logrando que su sangre hirviera y
solo pensara en la manera más rápida de empujar en su interior como un sátiro
descontrolado asaltando una ninfa. Sus ojos inteligentes acechándolo como si se
fuera una Hidra de Lerna disfrazada.
Rastrilló con los dedos su cabello oscuro, alejado de la conversación entre
sus familiares y amigos. Pensando únicamente en Angela. En lo complicado de
su situación y lo absurdo que a veces era el destino. Hacía cuatro, Francesco
hubiera puesto las manos al fuego con la decisión de que sus caminos no se
volvería a cruzar nunca más. Pero, escupir al cielo nunca era una idea del todo
sensata. Allí estaba su respuesta. Volvía a recorrer el mismo sendero y con la
misma mujer.
Era frustrante encontrarse a sí mismo elucubrando un futuro para su familia
al mismo tiempo que su mente le decía que no podría perdonar nunca la
infidelidad de su mujer.
Pero ella desafiaba cada indicación, cada recuerdo. Lo ponía a prueba, lo
retaba a que dijera que su verdad no era la correcta. Antes había sido una niña
asustada y confusa. Ahora, tenía ante sí a una mujer fuerte que no necesitaba a
nadie, pero que a la vez, era vulnerable entre sus brazos.
Angela Di Rossi era la única mujer que lo hacía cuestionarse hasta los
cimientos de su propia alma, y eso era un maldito problema que debía resolver.
***
Para cuando Angela regresó al lugar de los jardines donde se desarrollaba la
fiesta de su hijo, la siguieron el personal de la mansión en un desfile de
ubérrimas bandejas con exquisitos manjares para que sus invitados pudieran
degustar.
Se acercó con una sonrisa a invitar a todos a pasar por la mesa llena en la que
habían dispuesto todo, pero la sonrisa murió en sus labios cuando se percató que
Melanie Maxwell, la voceada amante de su marido en la prensa, estaba
conversando amenamente con él. Apretó la mandíbula con verdadero enfado al
verla colocarle una mano sobre el brazo. Francesco parecía encantado, hablaba
con ella y le regalaba unas brillantes sonrisas que fueron una daga para su
corazón.
Solo ella era lo suficientemente tonta como para pensar que un hombre como
Francesco no tendría amantes. Le daba incluso vergüenza, con la edad que tenía,
ser aún tan inocente en algunos temas.
Aun con los ojos cristalinos, sonrió a Inés y la invitó a servirse algo.
—¿Estás bien, cariño? —preguntó la mujer al verla tan contrariada. Siguió la
ruta de su mirada hasta Francesco y Melanie—. Oh, bella ragazza, no tienes que
preocuparte por eso. Melanie…
—No estoy preocupada en lo absoluto, Inés —interrumpió con dureza,
haciendo que la mujer mayor sonriera. No estaba preocupada, estaba furiosa.
Ella solo había tenido que irse dos minutos para encontrar a su marido con otra.
—Angela, tesoro, que no te remuevan los celos.
¡Ella no estaba celosa! Estaba contrariada y enfadada por la desfachatez del
italiano. Se había atrevido a invitar a esa mujer cuando ella y su hijo estaban en
la casa de sus padres ¿No tenía vergüenza alguna?
—Si me disculpas… —rumeó retirándose para seguir con las invitaciones
para el bufet.
Mientras invitaba a todos, no podía evitar que su mirada peregrinara hacia
dónde se encontraban ellos dos. Se notaba mucho la complicidad y confianza
que tenían el uno con el otro. Sobre todo del lado de Melanie que se deshacía en
sonrisas encantadoras e íntimas. Porque eso se notaba a leguas de distancia. Y la
enfadaba porque la hacía ver como una idiota que aceptaba que la amante
estuviera en el mismo lugar que ella.
Cuando los invitados estuvieron caminando hacia la mesa, no le quedó otra
alternativa que acercarse también hacia Francesco y Melanie.
—Siento interrumpir —musitó intentando esconder una mirada desagradable
hacia ambos, mientras se giraban hacia ella—, pero el bufet está servido para que
pasen en el momento en que gusten.
—Gracias, angelo —Francesco arrastró la última palabra, se escuchó muy
sensual en su boca y con ese acento. Lo odió y achicó los ojos al mirarlo con
rabia.
Airada e intentando ser lo más digna posible, Angela estaba dispuesta a
girarse e irse, cuando un hombre bastante mayor, que casi podría ser su padre se
acercó a Melanie y les dijo que les robaría a su esposa por un momento.
—Ah, cara —susurró Francesco acercándose a ella con una fría sonrisa que
no le iluminaba los ojos. Delineó el suave y delicado borde del rostro femenino
con sus yemas antes de levantarlo para que lo enfrentara—. Los celos son una
ceguera que arruina los corazones, son una mezcla explosiva de amor, odio,
avaricia y orgullo. Tú te encargastes de enseñarme muy bien eso, ¿o acaso lo has
olvidado, cara mia?
Contrariada, Angela parpadeó una vez, dos veces. Empezaba a estar harta de
las indirectas que su marido no perdía la oportunidad de lanzarle cuando se
sentía atacado. Empezaba a estar harta también de tener que justificar algo que
no había hecho jamás. ¿Acaso él podía decir lo mismo? ¿Le había sido siempre
fiel como ella a él? Después del afectuoso espectáculo que acaba de presenciar a
pocos metros de distancia, era evidente que no. A sus costados, ella oprimió sus
manos hasta formar dos puños. Tenía la réplica en la punta de la lengua, a punto
de escupirla con odio, cuando apareció muy azorada Inés con Nicola.
—¿A ocurrido algo? —preguntó Angela inquieta—. ¿Le ha pasado algo a
Leandro?
—Leandro está bien. Es Mariam —explicó Nicola.
—Se ha puesto en trabajo de parto y debemos llevarla al hospital —
complementó Inés—. Vicenzo está como loco.
El italiano supo que debían dejar aquella conversación para más tarde. Se
comieron el camino hacia donde se encontraba un crispado Vicenzo que hablaba
por teléfono con el chofer para que acercara la limusina lo más pronto posible.
Angela entró a la mansión a buscar los abrigos para los niños y el ajuar que le
había tejido a la bebé, por si no habían puesto la pañalera dentro del vehículo,
mientras Francesco les indicaba a los asistentes que podían continuar con la
celebración, pero que ellos debían retirarse por la frágil condición de la esposa
de Vicenzo.
Francesco y Angela casi se chocaron en la entrada. El hombre traía a ambos
niños revoltosos. Ella se había hecho ya con sus abrigos y se los puso. Vicenzo
ayudaba a Mariam a subir a la limusina y se aseguraba de que estuviera cómoda.
—Vamos, suban también, no vamos a esperar a su coche —gruñó Vicenzo—.
Aquí hay espacio suficiente para todos.
Angela asintió y subió con los pequeños que miraban todo con gran
preocupación y Francesco se sentó al lado de su amigo.
Cuando todo estuvo listo, Rocco salió disparado de la mansión, seguido por
la moto Ducati Panigale de Nicola, el BMW de Carlo y el auto Maybach
Exelero de Valente con Varian de copiloto.
22
Cuando la lujosa limusina aparcó en la zona de emergencia de la clínica
privada, vieron al séquito de vehículos, que cual corte real, ingresaba
directamente al sótano del edificio para aparcar. Vicenzo abrió la puerta casi
lanzándola hasta que el tope se quejó y amenazó con regresarle el golpe. El
hombre saltó fuera para buscar ayuda, seguido muy de cerca por Francesco.
Angela se quedó cerca de la puerta, atenta a lo que pasaba fuera como
monitoreando las respiraciones desiguales y los gemidos constantes de la
embarazada. Impidiendo también que los niños salieran corriendo. Los minutos
pasaban y el caos se desató con tal rapidez que Angela pensó que seguramente
Vicenzo explotaría en cualquier momento.
Tenía que reconocer que le daba algo de ternura ver al imponente político
con los nervios a flor de piel. Sabía que tanto Mariam como Vicenzo estaban
estrenando el estrés de los dolores previos al alumbramiento. Él se comportó de
una manera tan encantadora durante todo el trayecto, sosteniendo la mano de la
mujer que amaba, y prometiéndole que todo iba a salir bien. Había cumplido con
su rol apaciguador con maestría. Los ojos verdes del romano nunca habían
dejado los chocolates de su mujer. Se notaba en cada mirada, en cada caricia y
hasta en cada silencio cómplice entre ellos, el amor que rodeaba aquella hermosa
pareja.
Sintió un poco de envidia, porque ella misma lo había tenido todo en la
palma de su mano. Pero había pasado tanto tiempo de eso que casi parecía ser
solo un bonito sueño. Se preguntó, no por primera vez si Francesco hubiera sido
igual de tierno con ella. Preocupado por su espalda, por la posición del niño,
preguntándole constantemente si le dolía y si podía hacer algo para ayudarla.
—Cielos santo… —se quejó Mariam abriendo las piernas en un acto reflejo
y balanceándose adentro y afuera.
—Tranquila —murmuró ella suavemente para calmarla—. Sé que duele,
pero intenta ampliar tu capacidad pulmonar. Respira lento, pero lo más hondo
posible. Necesitas oxigenar todo tu cuerpo.
Mariam asintió. Cuando las cejas oscuras de la mujer se unieron en el centro
de su rostro, Angela comprendió que el intervalo entre sus contracciones se
había reducido y que, con el fortalecimiento de los dolores, la respiración lamaze
hacía bastante tiempo que no estaba ayudando en absoluto. Mariam volvió a
retorcerse y esta vez, soltó un gemido de agonía.
Cuando Vicenzo escuchó el lamento y la incomodidad de su amada esposa
no encontró mejor manera de soltar sus propias tensiones que vociferar a cuanto
médico, auxiliar o personal vestido con ropa sanitaria encontraba a su paso. Lo
comprendía. Habían estado llamando a la clínica, por la que pagaban muchísimo
dinero, para que tuvieran todo listo para atender a Mariam en cuanto llegaran,
pero al llegar, nada estaba listo. Y la paciencia precisamente no era una virtud en
su familia.
Francesco intentó ocultar una pequeña sonrisa irónica al ver el descontrol en
el rostro de su amigo. Era extraño ver al siempre tranquilo Vicenzo Riccardi en
ese estado de alteración, ladrando instrucciones. Lo vio coger él mismo la silla
de ruedas para llevarla hacia la limusina. Su amigo era un hombre diferente al
que había sido. Quiso colocar una de sus manos sobre el hombro de su primo
para decirle que se tranquilizara, pero antes de que, siquiera, estirara la mano, se
preguntó si él hubiera actuado de la misma manera.
¿De haber conocido la existencia de Leandro cuando aún se formaba en el
vientre de Angela, se hubiera comportado de esa forma histérica? ¿Toda su
lógica y serenidad hubiera salido disparada como el corcho de una botella de
champán agitada con fuerza, tal y como le pasaba a Vicenzo?
Sintiendo la presencia de Angela, le dio la mano para ayudarla a salir en un
impulso caballeroso. La mujer que aún era su esposa se sorprendió abriendo sus
grandes ojos con una expresión confundida, casi como si estuviera pensando en
si debía o no aceptarla. El calor de los dedos y palma de la mano femenina lo
hizo estremecer. La caricia no fue conflictiva, ni siquiera desconfiada. Sus dedos
autócratas e impertinentes, se cerraron los de la mujer por el simple capricho de
retenerla unos instantes más. La ayudó a bajar con los ojos clavados en los
suyos. Él podía sentir el aura caliente que comenzaba a emitir los rayos de una
tormenta eléctrica. Eso era lo que siempre había sentido por ella. Electricidad.
Una fuerte sacudida de energía atravesando su cuerpo e invirtiendo el recorrido
de la sangre en sus venas.
Angela también lo había sentido. La vio tragar con fuerza y si no quitó la
mano fue solo para hacerle comprender que ella no daría ningún paso hacia
atrás… Aquel brillo en los ojos café con leche de la mujer, era de un fulgor
anhelante, deseoso.
¿Acaso, por ironías de la vida, ellos dos estaban pensando en lo mismo?
Pero antes de esperar una respuesta a aquella pregunta, la hermosa
portuguesa soltó su mano, se dio la vuelta cortando cualquier tipo de conexión
visual entre ellos y sacó de la limusina a Leandro y a Daniel.
—Leandro, quédate con papá, ¿de acuerdo, tesoro? —El niño asintió—.
Daniel, tú también. Tú papá está muy preocupado en estos momentos, así que,
por favor, quédate con tío Cesco, ¿sí?
Daniel asintió, pero sus ojitos asustados iban de su madre a su padre como si
ambos estuvieran enfrentados en una mesa de ping pong.
Leandro le dio la mano a su padre, mientras Daniel continuaba aferrado a la
falda de Angela como si aquello fuera su bálsamo. Seguramente era la primera
vez que veía a su padre fuera de sí.
—Tranquilo, cariño, todo estará bien. No tienes de qué preocuparte. —Le
aseguró ella despeinando sus cabellos negros.
—¡Traigan una maldita silla, con un demonio! —gritó acaloradamente
Vicenzo—. ¡¿Es que todo el maldito mundo en esta clínica es un jodido
incompetente?!
Tanto Francesco como Angela fruncieron el ceño al notar lo desesperado que
estaba Vicenzo. Francesco observó a la mujer y ella le hizo una seña con la
cabeza. Daniel se aproximó más a ella, como si quisiera desaparecer en medio
del vestido largo de flores amarillas y fucsias que llevaba puesto ese día...
Entonces ella le colocó una mano en la espalda y lo estrechó con fuerza.
—Ve con mamá, Leandro. Iré a ver al tío —El pequeño de ahora cuatro años
asintió e hizo lo que su padre le ordenó.
—Daniel, Leandro, ambos agárrense de mi falda y por nada del mundo la
suelten. ¿Me han entendido?
Ambos niños asintieron y siguieron sus instrucciones. Ella, sintiendo el tirón
que cada pequeño le daba a su vestido, volvió a meter la cabeza dentro de la
limusina para ayudar a Mariam a moverse. Ella intentaba, por todos los medios
posibles, no quejarse, pero su expresión adolorida era demasiado evidente. Sintió
un profundo cariño y respeto por la mujer que pese a todo, lo único que no
quería era asustar más a su marido y a su hijo pequeño. La presión que hacía por
mantener la boca cerrada, la estaba haciendo transpirar.
—Todo saldrá bien, Mariam. Respira, yo sé que tú puedes. Pronto tendrás a
tu pequeña entre tus brazos, y todo esto, por lo que estás pasando —le dijo con el
conocimiento de haberlo pasado ella misma— será avaramente recompensado.
Mariam sonrió, asintiendo, pero algunas lágrimas rodaron por su mejilla.
—¿Mamá, por qué tío Vicenzo está gritando? —preguntó Leandro dándole
un jalón más fuerte a la tela de su falda.
—Porque está preocupado, cariño —respondió ella suavemente.
—¿Y por qué está preocupado?
—Porque mi mamá se ha puesto mala —contestó Daniel con una vocecita
triste.
—No, cariño, mamá no está mala —Le explicó Angela—. Mamá está un
poco incómoda porque tu hermanita va a nacer.
—¿Mi hermanita le está haciendo daño a mi mami? —insistió el pequeño
quejumbroso—. ¿Tía Angela?
Le dio un nuevo tirón a la tela y Angela pensó seriamente que como no
apareciera nadie en ese mismo momento a echarle una mano, se quedaría sin
vestido por la cantidad de veces que los dos pequeños jalaban de él.
—¿Sí, mi cielo? —Ella sintió que Mariam le apretó la mano cuando otra
larga contracción se hizo presente.
—Si mi hermanita va a hacer que mi mami sufra, ya no la quiero. Dile que
no venga.
—No, cariño, no. No me duele —argumentó Mariam rápidamente al oírlo,
sacando fuerzas de flaqueza para calmar a su hijo.
En ese mismo instante, Nicola, que había conducido como el mismo diablo
su moto y había llegado el primero a la clínica, se acercó a ellas.
—¿Les ayudo en algo, princesas? —Se ofreció amablemente. Sus ojos se
enfocaron con preocupación en la embarazada—. ¿Por qué nadie te ha traído una
silla de ruedas y dónde rayos está Vicenzo?
—Nicola, por favor, encárgate de los niños —pidió Angela. El hombre
aceptó y le dio la mano a los enanos, quienes fueron con su tío.
Varian Riccardi, que había llegado en el coche de Valente, se acercó también
a las mujeres, mientras Carlo y Valente iban al encuentro de Vicenzo y
Francesco. No quería estar cerca de su furioso hermano mayor, menos aún
cuando actuaba como un maldito psicópata. Él no era tan paciente.
Los ojos de Daniel se volvieron cristalinos cuando un nuevo quejido de
Mariam surcó el aire como un relámpago.
—Necesito pararme solo un minuto —le pidió Mariam a Angela. Con
rapidez, plantó los pies en el suelo y con ambas manos, ayudó a la embarazada.
Cuando estuvo con la espalda semi-erguida, ambas sintieron el momento exacto
en que Mariam rompió aguas—. ¡La bebé!
Vicenzo casi se materializó al lado de Angela, la hizo a un lado sin ningún
cuidado y levantó a Mariam en sus brazos, para ingresarla él mismo a la clínica.
Todo el mundo en el parking supo que Vicenzo estaba dispuesto a llevarla hasta
la misma ala de maternidad si era necesario.
—Enzo, mi amor —murmuró entre jadeos Mariam agarrándose el vientre y
apoyando el rostro en su pecho musculoso.
—Nada va a pasarte, te lo juro —Le prometió él depositando un beso en la
cima de su cabeza.
—Lo sé —Sonrió pese a la aparición de una nueva contracción que hizo que
su mano se hiciera un puño arrugando la camisa blanca de su marido—. Enzo,
por favor, asegúrate que Daniel esté bien.
—¡Abejita! —exclamó un acento americano acercándose para ayudar a
Vicenzo con Mariam.
—Uli —Lo reconoció ella, mientras su rostro se contraía una vez más por el
esfuerzo.
—Ulises es el mejor amigo de Mariam y también es el padrino de Daniel —
le explicó Francesco en un susurro a Angela—. Es enfermero y trabaja para la
clínica.
Ella asintió para que él supiera que lo había escuchado. Había muchas cosas
que aún desconocía. No habían pasado cuatro años en vano. Muchas cosas
habían cambiado. Para evitar meter la pata, prefirió quedarse callada y
simplemente ser una observadora más de lo que pasa alrededor.
—¿Tan pronto se puso en trabajo de parto, señora Riccardi?
Mariam elevó la vista para descubrir a un médico desconocido que caminaba
hacia ella.
—¿Y Ana María? —gruñó Vicenzo.
—La doctora Peterson tuvo que viajar a Alemania para un congreso. Soy el
doctor Quintana y seré su ginecólogo durante el parto. Tengo entendido que
conocéis al enfermero Blaine, así que él nos asistirá para que la mamá esté lo
más cómoda posible. Le aseguro que estará en buenas manos.
—¡No puedo creer que me deje una fortuna en esta maldita clínica y que
sigamos parados en la puerta hace más de diez minutos! ¡Ninguno de estos
infelices parece preocupe porque mi mujer esté cómoda! Y para colmo, encima,
su ginecóloga desaparece. ¡Los voy a demandar! ¡A todos! —estalló Vicenzo
colérico.
—¿A mí también? —preguntó Ulises haciéndose el chistoso y Vicenzo lo
fulminó con la mirada.
—Tranquilo, señor Riccardi…—comenzó el médico, intentando calmar al
tempestuoso padre.
Angela sabía que mejor se hubiera quedado callado. Era el primer parto real
en el que estaba participando Vicenzo, por lo que era más que comprensible su
preocupación.
Con un jadeo de horror vio como el futuro papá agarraba por la pechera al
médico y le mostraba los dientes.
—Te lo advierto, Quintana. Si le pasa algo a mi mujer o a mi hija, juro que te
mato. ¡A ti y a todos los de esta maldita clínica!
Francesco le dio el alcance en ese mismo momento y lo apartó de su presa.
—Sé hacer muy bien mi trabajo, señor Riccardi, así que le ruego que deje de
comportarse como un paranoico.
—Enzo… —Lo llamó Francesco, colocándole una mano sobre el hombro.
Su amigo estaba tan fuera de sí que se iría encima al doctor si no hacía algo para
remediarlo—. Mariam te necesita a su lado sereno.
Aquellas siete últimas palabras parecieron obrar el milagro. Vicenzo se
propuso controlar su ira. Olvidar, temporalmente al menos, su necesidad de
golpear algo. El trastornado papá respiró fuerte y ruidosamente, como un furioso
toro.
—Señora —dijo el médico dirigiéndose a la mujer que apretaba los labios—.
Respire con calma. Inhale superficialmente primero, luego con más profundidad
—Ella hizo exactamente lo que le decía—. Le llevaremos a observación,
tenemos que revisar cómo viene el bebé y cuánta dilatación tenemos. ¿Cada
cuánto le están viniendo las contracciones? —preguntó empujando la silla de
ruedas y yendo por un pasillo.
—Espero que el tiempo perdido no traiga complicaciones a esta situación —
Continuó escupiendo Vicenzo—. Quiero a Mariam y a nuestra hija
completamente sanas…
El especialista en ginecología se paró en seco.
—Mire, Señor Riccardi, deje que haga mi trabajo. No entrará a la sala de
observaciones. Le mandaré a llamar cuando sea necesario.
Francesco observó cómo Vicenzo iba a abalanzarse de nuevo sobre el
hombre por no dejarlo entrar y cuidar él mismo a su mujer.
—¡Enzo, Enzo, hermano! —chilló espantado Francesco colocándole una
mano en el pecho justo en el momento en el que el hombre levantaba la mano
para darle un puñetazo al médico—. Tienes que mantener la calma. No estás
ayudando a Mariam en absoluto con esa actitud. Todo saldrá bien —Ambos
hombres vieron como el doctor, Ulises y Mariam se perdían por un pasillo—.
Tienes que relajarte. Vociferando de esa manera no haces más que poner de los
nervios a tu esposa y a tu hijo.
—Cesco tiene razón, hermano —Varian llegó al lado del histérico papá para
intentar que entrara en razón—. Todos sabemos que estás preocupado, pero
tienes que tomarlo con calma.
—¡¿Cómo me piden que tome con calma que mi mujer esté pasando por todo
esto?!
—Enzo —La serena voz de Angela se coló entre los varones para intentar
aliviar las presiones que en ese momento debía estar sintiendo. Él clavó su
mirada en ella. Angela sonrió suavemente—. Todas las mujeres que hemos sido
madres hemos pasado por lo mismo. Todas. No creas que no tenemos miedo.
Estamos aterradas porque cualquier cosa puede salir mal en un quirófano, pero
sabemos que tenemos que hacerlo. Por lo que nos obligamos a mantenernos
calmadas, a respirar aún cuando nuestros pulmones se niegan a hacerlo —
suspiró, intentando recobrar el aliento—. Necesitamos tener a alguien en quien
tener un pilar, y no en quién preocuparnos. En este momento, Mariam te necesita
más que nadie en el mundo. Ella también tiene miedo, siente preocupación,
angustia —explicó y sus ojos se llenaron levemente de lágrimas. Parpadeó,
porque tenía que hacerle comprender que no era de esa manera que su esposa lo
quería ver— y muchos deseos de que la pequeña nazca. Pero te necesita locuaz y
sereno. Inspirándole paz. Diciéndole que estarás con ella, que todo estará bien.
Ayudando, no estorbando.
Vicenzo reflexionó un par de segundos y asintió con severidad. Angela pudo
ver en el cambio de sus ojos verdes que había comprendido el mensaje.
—Juro que no volveré a tocar a Mariam. Lo juro. No volveré a hacer pasar a
mi pequeña por este infierno nunca más —prometió.
Varian se rió y Nicola lo imitó sin poder evitarlo.
—Mariam te necesita allí dentro, vamos a esperar al médico en la sala
correspondiente —Angela le dio unas fraternas palmadas en la espalda.
Todos fueron ingresando uno a uno en la clínica. Vicenzo fue el primero en
dirigirse a la sala de espera con Valente y Carlo que les dieron justo el alcance.
Nicola, los niños, Varian y Angela los seguía muy de cerca. Pero Francesco
esperó algunos segundos, intentando recuperarse del duro golpe que habían sido
las palabras de su mujer.
Bajó la mirada a sus zapatos mientras caminaba lento, torturándose por sus
malas decisiones y por todo aquello que Angela había pasado y que él nunca
sabría. Ella había expuesto los miedos y la desolación que la habían abrazado
como la noche más negra de su vida. Se suponía que él tenía que estar allí. Era la
persona que debía ser su pilar y su fuente de protección, quien la tomara entre
sus brazos y le prometiera que todo iba a salir bien, que él estaba para protegerla.
Pero, por el contrario, fue quien le cerró la puerta en la cara. La ira y el enfado
contra él mismo, se volvió tóxico de una culpabilidad que lo ahogaba
apretándole el cuello. No sabía cómo enfrentar ninguno de los dos sentimientos.
Solo escuchaba la voz de Angela repetir: “Pero qué vas a saber tú, si no
estuviste allí.”
Se fijó que Angela había logrado calmar a Vicenzo, quien estaba sentado,
esperando. Había escuchado en numerosas ocasiones que Dios premiaba a la
gente que era paciente, y debía ser cierto, porque más rápido de lo que habían
creído posible, una enfermera salió a comunicarle que podía entrar a acompañar
a Mariam.
A partir de allí, la espera se hizo eterna.
Valente llamó por teléfono a todos en la mansión Di Rossi para hacer las
actualizaciones correspondientes. Carlo hablaba con Veron para mantenerlo
también informado. Varian caminó hacia donde Nicola se había quedado
rezagado. Se apoyó contra la pared en silencio. Todos estaban preocupados y
tensos, incluso los niños. Leandro, sentado cerca de su padre, jugando tranquilo
con el vaivén de sus piernas, mientras un Daniel pensativo se pasaba la manito
por sus cristalinos ojos verdes limpiándose unas lagrimillas.
—¿Qué pasa, cariño? —preguntó Angela acuclillándose para estar a su
misma altura.
—¿Mami estará bien?
—Claro que sí, mi amor —sosegó su angustia dándole pequeñas caricias en
la espaldita—. Mami estará bien, pequeño.
—Mamá no se va a morir ¿verdad? —acometió el niño.
—No, Daniel. Tu madre es fuerte y tu padre está cuidando de ella. Juntos
saldrán pronto y verás que en poco tiempo, te dirán que vayas a conocer a la
princesa de la casa —dijo Francesco con sinceridad, ayudando a Angela a
contestar las preguntas del pequeño. Quizás así lograrían calmarlo. Daniel alzó
la mirada hacia él.
—¿Le duele? —preguntó de nuevo.
Francesco guardó silencio porque él no sabía nada al respecto. Nunca había
tenido que lidiar con un parto, ni sabía cómo actuar. Miró a Angela, pidiéndole
en silencio que acudiera a su rescate. Ella se mordió el labio inferior,
preguntándose cómo le explicaba a un niño de cuatro años que el dolor más
grande en el mundo era el alumbramiento. No había manera de poner en palabras
el dolor de caderas, el ensanchamiento y las contracciones, así que decidió callar.
Solo abrió los brazos y le dijo:
—Ven aquí, cariño, dame un fuerte abrazo, ¿quieres?
Daniel estrechó a Angela y recostó su cabecita llorosa en su pecho. Ella
cargó al niño, acunándolo como supuso que lo haría Mariam. Le besó la
coronilla sentándose y colocándolo en su regazo. Le rascó el cuero cabelludo
para ayudarlo a tranquilizarse. A Francesco se le encogió el corazón. Se acercó a
Daniel y le despeinó con un movimiento de muñeca.
—No llores más, pequeño, tu mamá estará bien —canturreó Angela,
mientras veía a Leandro darle la mano a su amigo. Le pareció la actitud más
dulce que había visto en su vida y al levantar la mirada, se topó con la de
Francesco que estaba apreciando exactamente lo mismo.
—¿Papá, y cómo llegó la bebé a la barriga de mi tía Mariam?
Angela le había tenido miedo a aquella pregunta hacía mucho tiempo. Pero
como Leandro no se había dirigido a ella, esperaba que Francesco tuviera tino
para responder aquella demanda de conocimiento.
El hombre palideció. ¿Cómo le explicabas a un niño de cuatro años un
proceso tan… complicado?
Varian rió codeando a Nicola. Quien se cruzó de brazos para no perderse ni
un solo detalle de cómo su hermano salía airoso de aquella situación. La mirada
dorada y verde de los niños no dejaban de mirar a Francesco.
—Para tener un bebé… —comenzó él.
—¿Señor Di Rossi? —una enfermera salió de la sala de observaciones pálida
—. ¿Quién es el señor Di Rossi? —Francesco y Nicola levantaron la cabeza para
observarla—. ¿Francesco Di Rossi?
—Soy yo.
—El señor Riccardi necesita que entre. Déjeme advertirle que está un poco
alterado.
—En seguida voy.
Miró a Angela, mientras Rocco elegía ese instante para entrar en la sala de
espera.
—Señora Angela, estas son las cosas de la bebé —Rocco, el jefe de
seguridad de Vicenzo, le mostró una bonita pañalera blanca con rosa—. Pero
nadie me dice dónde debo…
—Les encargamos mucho a los niños —Francesco siguió a la enfermera y
Angela guió a Rocco, dejando a los pequeños a solas con sus tíos.
—Papá se fue sin responder —murmuró Leandro—. Tío Varian, ¿tú sabes?
Nicola rió al ver a amigo gruñir. Por supuesto que Varian sabía la teoría y la
práctica de cómo hacer bebés. Otra cosa, muy distinta, era que no quisiera poblar
Italia con sus pequeños traviesos. Nicola, socarrón como de costumbre, observó
a su primo con los dorados iris refulgiendo de burla antes de añadir:
—El escenario es todo tuyo, Varian.
—A ver, veamos… —comenzó el aludido rascándose la barbilla sin
arrimarse demasiado a los pequeños. Quería a sus sobrinos, pero mientras más
lejos estuvieran de él, mejor. Desde su aparatoso accidente, sentía un tipo de
fobia a los niños. Aunque las niñas grandes, rubias y generosas de pecho le
gustaban mucho. Sacudió la cabeza. Debía concentrarse—. Papá pone la semilla
en mamá y nacen los niños.
—¿Cómo pone papá la semilla en mamá? —preguntó Daniel, inquisitivo
como su padre.
—En una noche loca —bufó irónicamente.
Nicola sacudió la cabeza de un lado al otro para no soltar una carcajada.
—¿Qué es una noche loca, tío Varian? —preguntó Leandro.
—Una noche loca, es cuando papi y mami beben alcohol como si se les
acabará el mundo, buscan un cuarto de hotel, se vuelven conejos y fo…
—¡Varian! —interrumpió Nicola la ilustrativa versión de Varian.
—Duro —completó el hombre con una sonrisa traviesa en los labios.
«El muy maldito lo había hecho a propósito» pensó Nicola, resignado.
Ambos niños tenían una expresión confundida en sus pequeñas caritas.
Suspiró. No sabían cómo entender aquello. Nicola, sabiendo que su hermano lo
mataría si Leandro le contaba aquello, se acercó a los niños. Se puso de cuclillas
y les dijo:
—Olviden todo lo que este cerdo que tienen por tío les ha dicho. Estaba
bromeando.
—¿Entonces papi y mami no se vuelven conejos, tío Nicola? —insistió
Daniel.
—Depende, si son tus padres especialmente… —contestó Varian y Nicola le
lanzó un puñetazo en el brazo para que se callara. Si estuviera usando todavía
bastón, se hubiera encargado de hacerle una zancadilla. La mirada que le dio
Varian fue la inocencia personificada.
—No, así no pasa. Veamos, yo les voy a contar. —Nicola se rascó la cabeza
con nerviosismo. No quería decir una estupidez y que luego su sobrino estuviera
en problemas, y menos quería arriesgar su cuello—. Papá abejita buscó entre las
flores más bellas del jardín, aquella rosa que le robó el corazón. Papá abejita se
enamoró de mamá flor, y con su aguijón picó a mamá flor para dejar en ella la
semillita para una nueva, pequeña y bella flor.
Varian se estalló en sonoras carcajadas mientras los niños miraban a Nicola
como si ahora supieran el misterio del mundo.
—Estás hecho todo un psicólogo, Nicola —Lo felicitó Varian, quien aún
tenía una mano posado en el estómago, aguantando los espasmos por la retahíla
de carcajadas que explotaron al oír la absurda historia de su amigo.
—Cállate, Varian.
Una enfermera se aproximó a la pareja de hombres muy interesada en los
niños. Era una bonita pelirroja de sensuales curvas.
—Son muy monos. ¿Ustedes son los padres?
—Son sus hijos —dijo Nicola adelantándose y señalando a Varian. Le regaló
a la mujer una sonrisa tan pecaminosa como el chocolate más dulce—. Son muy
lindos, pero preciosa, ¿Te imaginas cómo saldrían los nuestros?
Nicola acompañó a la mujer unos cuantos pasos más allá. Cuando volvió, le
mostró a Varian un papel con un número de teléfono anotado.
—Tengo una cita mañana —Rió, burlándose de Varian.
—Espero que no usaras a los niños para eso, Nicola —La censura estaba
marcada en la voz dura y seca de su hermano mayor, que había regresado junto a
Angela—. Mariam será atendida en la sala número dos. Es mejor que nos
encaminemos hacia la sala de espera. No sabemos cuándo Vicenzo va a
necesitarnos.
23
Angela se removió, sintiéndose muy cómoda y reconfortada. Estiró cada
músculo de su cuerpo e intentó girarse pero no lo consiguió. Un poderoso y
masculino brazo se cernía sobre su cintura con soltura pero con posesividad.
Casi dejó de respirar cuando fue consciente del fuerte agarre de Francesco en su
cintura.
No sabía cómo había llegado allí. Si forzaba su mente a recordar, se
encontraba a sí misma en la habitación de Leandro. Se mordió el labio inferior
sin ni siquiera moverse un milímetro. Al llegar de la clínica, les dio de cenar a
los niños, los bañó y los metió en la cama. Allí, se ocupó de leerles varias
historias del libro de las mil y una noches que le leía a menudo a Leandro. Pensó
que dados los eventos del día los niños caerían pronto profundamente dormidos
pero no había sido así. Francesco ni siquiera había asomado la cabeza por el
dormitorio. Se había refugiado en el taller orfebre que tenía su padre en la
mansión y no le había vuelto a ver el pelo.
Cuando por fin los pequeños estuvieron descansando, Angela deseó tener las
fuerzas suficientes para incorporarse de la silla. Cerró los ojos por unos
segundos para recargar un poquito su batería. Luego tendría que levantarse para
improvisar con una manta y algunas almohadas para hacer más confortable el
reducido espacio del sillón.
Lo siguiente que supo era que estaba compartiendo cama con su marido.
Suspiró. Ambos estaban en una posición de cucharita en la que sus cuerpos se
tocaban sin ninguna decencia. Sus piernas estaban tejidas en un difícil punto,
entrelazadas las unas con las otras. Sus pantorrillas se tocaban y el vello
masculino de piernas Francesco le daba un placentero escozor. Sus muslos le
provocaban, mientras su mullido trasero lo sentía pleno y duro. Su furiosa
masculinidad erguida se había ubicado entre los globos de su culo. Esa siempre
había sido la manera favorita de Francesco para dormir con ella mientras su
brazo no dejaba que ella se moviera de aquella posición.
Angela se movió, pensando que al estar en un profundo sueño, seguramente
Francesco la dejaría escabullirse sin ningún inconveniente. Sin tener que
conversar o discutir. Ya estaba todo dicho entre ellos. Angela y Leandro se irían
al finalizar esa semana. Debería hacerlo al día siguiente, pero con el nacimiento
de la hija de Mariam y Vicenzo, les había prometido a los flamantes papás que
cuidaría de su pequeño hijo mayor.
Pero, por el momento, lo único que le preocupaba era salir de la cama de su
marido con urgencia. Como adivinando sus acciones, el reacio italiano movió su
cabeza de tal manera que su rostro quedó exactamente en la curva de su cuello y
desde allí, el aliento caliente golpeó directamente contra la piel, logrando que
esta se pusiera más sensible. Se estremeció de placer y sintió una llamarada de
deseo líquido en el vértice de su femineidad. Era increíble la manera en la que,
aún dormido, Francesco seguía controlando las reacciones de su cuerpo.
—Dudo que logres comprender el inmensurable placer que siento al tenerte
una vez más en mi cama, cara —le susurró roncamente el italiano mientras la
adhería más hacia él—. Te dije que tarde o temprano acabarías de nuevo en ella.
Y como verás, siempre cumplo mis promesas.
—Si estoy aquí, es en contra de mi propia voluntad —respondió ella
golpeando con la palma su brazo para que la soltara, mientras con un profundo y
tranquilo respiro, el hombre llenaba sus pulmones del aroma a miel de sus largos
cabellos almendra.
—No te pongas arisca, gatita —murmuró bajo, restregando sus dientes sobre
la frágil piel de su cuello. Quería hincarle el diente como lo haría con un jugoso
y maduro durazno de estación—. Estabas tan incómoda en ese sillón que me
apiadé de ti y te traje aquí. De lo contrario mañana te dolerá cada músculo.
—Como si eso te importara —terqueó Angela.
—Claro que me importa, cara. No me gustaría que te doliera todo con una
actividad tan poco elegante como dormir en una silla, prefiero, mil veces, ser el
causante de la languidez y fatiga de cada curva de tu cuerpo.
Angela lo sintió sonreír a su espalda a la vez que acompañaba sus licenciosas
palabras con suaves y excitantes caricias.
—¿Qué estás haciendo, Cesco? —inquirió la portuguesa con verdadero
reproche, pero cuando la mano masculina acarició la pequeña barriguita colgante
producto de su embarazo, no puedo hacer otra cosa que suspirar.
Angela pensó que debía detenerlo. No le gustaba la crueldad de verse entre
los brazos del hombre que amaba como un simple juguete que se utiliza
únicamente cuando el dueño así lo desea y luego lo abandona en una estantería.
—¿Por qué lo preguntas, preciosa? —La dulzura en su voz la acariciaba y la
abofeteaba a la vez. Le prometía un futuro que sabía que no podrían tener, no
mientras él no olvidara la absurda idea de que lo había engañado.
—Eres un demonio, Francesco —Le puso su propia mano sobre la masculina
para detener sus avances. No podía controlarse cuando él comenzaba a recorrer
ese sendero—. Eres un ángel oscuro que se acomide cuando espera conseguir
algo. Así que suéltalo ya… ¿Qué es lo que realmente pretendes?
Francesco rió entre dientes, deteniendo el andar de su mano; quería que
Angela se sintiera cómoda. Podía seguir su concupiscente exploración cuando él
quisiera, sabía que su mujer no se lo iba a negar, pero prefería hacerlo con el
pleno consentimiento, después de sus suspiros de rendición. Dejó caer un
repentino beso en su cuello, luego en su nuca, en su hombro…
—¿Francesco? —La seguridad en la voz de Angela iba perdiendo decibeles
mientras el hombre utilizaba sus artimañas para desviar su atención. Quien
pensara que los hombres no tenían sus propios métodos para desconcentrar a una
mujer, era porque no se había topado con un hombre cómo Francesco—. Basta,
por favor —agregó ella apoyándose un poco en él para girar su rostro y mirarlo
de frente—. Ya hemos hablado sobre lo que ocurrió en el estudio y acordamos
que no volvería a pasar. Si estoy aquí, es solo por una emergencia.
—Tu acordaste hacer lo que mejor te pareció, nunca dije que estaba de
acuerdo.
Angela jaló las sábanas para abrazar su cuerpo y alejarlo de él
—Lo mejor sería que me fuera a dormir a alguna de las muchas habitaciones
de la mansión.
—Ah, cara —exclamó él. Pese a la mirada de reproche en los ojos marrones
de la portuguesa, agregó—. Así me tomara toda la noche encontrarte, iría a por ti
para traerte de regreso… —Le prometió Francesco con una mirada oscura y
significativa.
Angela negó. No quería ir por ese camino. Estaba demasiado cansada de
discutir con él por todo. De llevarse mal y hacer el mayor intento mental para
comprender que quizás lo mejor era que cada uno siguiera su propio camino. La
decisión era difícil de tomar, pero a veces era lo correcto, lo adecuado. Lo sano.
Pero ahora solo quería dormir, se sentía demasiado cansada como para seguir
pensando en lo mismo.
—¿No podemos, simplemente, no pelear esta noche. Descansar y mañana
hacer cómo si esto no hubiera pasado nada en absoluto? —pidió.
—De acuerdo —accedió él presto a hacer lo que ella le estaba pidiendo—.
Tendremos puentes de paz y firmaremos una tregua.
—Gr-Gracias —tartamudeó ella. Aún en su cabeza seguía el fantasma de la
lógica levitando y murmurándole que había una trampa en todo aquello.
Decidida a darle el beneficio de la duda y luego de que un estremecimiento le
atravesara el cuerpo, simplemente se alejó, casi llegando al borde de la cama
para no caer en viejas e insanas adicciones—. Que descanses, Francesco.
Estuvieron en silencio algunos minutos, estudiándose el uno al otro y
preguntándose qué seguiría a continuación. Con los ojos cerrados y evitando
moverse, Angela solo esperaba que el romano volviera a quedarse dormido para
huir de allí lo más rápido posible. No le importaba la supuesta tregua que habían
firmado. Había sido demasiado fácil y nunca nada era fácil con Francesco. Se
preguntó qué rayos estaría tramando al ser tan complaciente.
Los segundos muertos solo lograban que la tensión inicial se diluyera,
volviéndose tan ligera que era casi imperceptible. Inhaló hondo. Las cosas eran
tal y cómo debían de ser. Sintiéndose un poco mejor, acomodó su cabeza en la
almohada. Restregó su ojo sobre la almohada como hacía Leandro cuando tenía
mucho sueño y se predispuso a descansar.
—Quiero que volvamos.
Las tres palabras la pillaron desprevenida, pero su cuerpo se puso rígido en el
borde de la cama. Debería estar feliz y sentirse dichosa pero por algún motivo no
lo estaba. No era aquello lo que quería escuchar. Ni en ese momento ni hacía
cuatro años. Sin poder comprender lo que sentía realmente, pero acumulando el
poco valor que le quedaba, se giró para observar al hombre con el que compartía
su el lecho.
Francesco estaba aparentemente tranquilo, apacible. Sus ojos sellados y el
brazo cómodamente ubicado detrás de su nuca. Angela se dio cuenta que no era
cierto. Era solo una pose más de las muchas que le había mostrado. Lo podía
notar en la manera en las que sus músculos se tensaban. No era solo por la
posición, sino también por lo que acababa de decir.
Tragó con fuerza.
Francesco sabía que lo miraba con intensidad. Podía sentirlo, pero aún no
estaba listo para aceptar las implicancias de lo que acababa de decir. Él quería
volver con ella. ¿Realmente lo quería? ¿Estaba seguro de lo que había dicho?
En el instante en que vio a Vicenzo hundirse en su propia agonía por la sola
idea de perder a Mariam, se preguntó qué pasaría si él perdía de nuevo a Angela.
Todo lo que habían significado esos cuatro años sin ella, sin su hijo. El
despertarse cada maldito día solo para saber que su pesadilla no había terminado.
Odiando. Envenenándose y retorciéndose en la misma miseria en la que Angela
lo había aprisionado. Su jaula era pequeña, claustrofóbica, y solo ella tenía la
llave. ¿Estaba dispuesto a olvidar todo eso? ¿A hacer borrón y cuenta nueva?
Tenían un hijo. Un deber. Leandro no era un muñeco de trapo que podrían
lanzar de un lado al otro del continente. Era un ser humano que necesitaba un
padre y una madre. Necesitaba un ambiente armónico. Esas semanas juntos le
habían demostrado que no eran los más compatibles, pero podrían serlo. Lo
habían sido una vez.
—No estoy dispuesta a que juegues conmigo de esta manera —se enfadó
Angela, haciendo que Francesco abriera los ojos y la agarrara de la mano—. No
es una buena idea. Ya teníamos un plan. Algo que no fuera dañino para ninguno
de los tres.
—No estoy jugando en lo más mínimo —contrarrestó el italiano,
incorporándose y apoyando su espalda en la cabecera de la cama. Él estaba semi
desnudo, con el poderoso torso al aire y sus músculos riéndose de ella—. Estuve
de acuerdo con el contrato entre nosotros hasta hoy —explicó—. Hasta que
sostuve a Judith y deseé haber tenido a nuestro hijo desde el primer día. Hasta
que sentí la angustia de Enzo y comprendí que no quiero perder a mi familia. No
quiero que Leandro y tú se vayan y sigan con su vida en Nueva York sin mí.
Intentémoslo de nuevo, Angela —Negó sacudiendo la cabeza—. Podemos
volver a ser una familia. Comenzar de nuevo.
Ella no estaba muy segura de ello. ¿Cómo podrían crear algo sólido sobre
una base de fina arena? Era como pretender levantar un rascacielos en la mitad
del desierto.
—¿Qué pasará con ese pasado del que aún no hemos hablado? —inquirió,
intentando ser tan lógica como fuera posible.
Francesco movió los músculos de su frente logrando que sus cejas se
juntaran en una sola. Parecía molesto, pero aún así la sorprendió
monumentalmente cuando le dio una inesperada solución:
—Lo olvidaremos.
—¿Ignorarlo? —inquirió ella desconcertada, sintiendo el sabor amargo que
tenían impregnadas aquellas letras—. ¿Dejar el cadáver escondido en el armario
sin hallar la solución? ¿Sin que aceptes que… ?
—Olvidarlo, ángel mío —Sus dulces palabras fueron acompañadas con una
suave caricia en el borde de su quijada—. Ignorarlo sería imposible, pero
olvidarlo nos haría muy bien a ambos.
—¿Y crees que eso va a funcionar? —Chasqueó la lengua con una clara
negativa—. ¡Sé realista! Si no lo hablamos, si no lo solucionamos cómo se debe,
mañana o más tarde va a salir de nuevo a la luz. Va a perseguirnos por el resto de
nuestras vidas y no estoy dispuesta a que tu acusación este ahogándose
constantemente en aguas bajas. Porque tarde o temprano el mar devuelve los
cuerpos que se traga.
—Mi promesa es no volver a tocar el tema bajo ninguna circunstancia.
—¿Y qué pasará el día que tengamos una pelea? —reflexionó ella. Se moría
por decirle que sí, por aceptar sus términos. Hacer borrón y cuenta nueva. Abrir
un libro nuevo... Lo que él quisiera darle. Pero si en el pasado sus acciones no la
habían matado era por la existencia de Leandro. Una segunda vez acabaría con
todo, la pulverizaría sin ninguna piedad—. ¿Qué pasará entonces? Esto no puede
solucionarse con una promesa vacía… Esto…
La boca hambrienta del italiano golpeó la suya con fuerza, con el marcado
erotismo de su lengua invadiendo su húmeda cavidad, robándose sus palabras,
apaciguando sus miedos y acallando sus reclamos. Embriagándolos con la miel
del amor que aún sentían el uno por el otro.
Dio un breve paseo por el pasado y su cuerpo reaccionó debilitándose,
regresando al hogar. A esa calidez sobrecogedora que lograba hacer que su
mundo entero se centrara en Francesco. En la ternura de sus manos y la promesa
caliente de sus labios.
—Haremos borrón y cuenta nueva —le prometió él con voz aterciopelada
separándose un poco de la exquisitez de sus labios, pero pegando su nariz a la
femenina y jugando provocativamente—. Podemos hacerlo, solo tienes que decir
que si. Que serás solamente mía para siempre a partir de hoy.
“Ser suya a partir de ese día” pensó. Ella siempre había sido suya. Creía,
incluso, que antes de nacer. Angela ya era suya.
—Francesco…
—Piensa en ti, en mí. En todo lo que podemos construir juntos. Piensa en
Leandro, sé que te quedaste aquí y soportaste todo por él. ¿Quieres que se quede
sin sus padres teniendo la posibilidad de cambiarlo en la palma de tu mano?
Angela alzó la mirada hacia los ojos dorados y con una tranquilidad única
supo que debía decir aquello que le rondaba en la mente. Quería que Francesco
comprendiera que ella estaba dispuesta hacer su vida con su hijo.
—Entendí que no será ni el primero, ni el último niño con los padres
separados...
—Leandro nos tiene a los dos, angelo. Si no estamos juntos es solo por
deslices de la vida. Pero tenemos una nueva oportunidad —Él enredó su índice
en uno de los mechones largos y claros de su cabello—. Tienes en tus manos la
posibilidad de evitar que tres personas sufran con una nueva separación.
—Eso es un golpe bajo —respondió ella haciendo una mueca, pero sabiendo
que él la había convencido con solo mirarla—. Hay muchos motivos para
mantenernos alejados —Levantó un dedo para enumerarlos—. El pasado. El
futuro sufrimiento de ambos y de Leandro. Tienes una amante. Y la más
importante de todas: No me amas. Allí están cuatro razones tan sólidas como las
columnas que mantienen el coliseo romano.
Francesco hizo un movimiento rápido y Angela quedó aplastada entre la
cómoda cama y el cuerpo de su hombre. Su estómago se contrajo y sus ojos se
abrieron grandes, pero por el brillo intenso en sus iris, el romano comprendió lo
mucho que deseaba ser convencida.
—Si el motivo más importante es el que no te amé, carísima, quiero que
sepas que te quiero a mi lado —Comenzó a jugar con las tiras de su pijama—, te
deseo y el sentimiento está allí. Nunca se fue.
—¡¿Cómo puedes amar si dañas?! —preguntó ella comenzando a cabrearse,
levantando la barbilla para encarar aquel gesto de rey del mundo.
—Quería hacerte pagar, pero ya no —Se sinceró, besando suavemente sus
labios—. Quiero que estés conmigo, que nos demos una segunda oportunidad,
que criemos a nuestro hijo juntos, que tengamos otros e intentemos ser felices.
—¿Y tu amante?
—En este momento no tengo ninguna —Francesco le cogió el mentón Hace
mucho que no tengo ninguna, Ángel.
—¡Vamos, Cesco! ¡Yo los vi en el jardín!...
—Y huiste porque estabas celosa, ¿verdad, angelo? —Ella negó, Francesco
agarró cada muñeca femenina. La aprisionó sobre la cama, debajo de él. Angela
sintió el peso de su cuerpo sobre el suyo, reprimió la petición de sus hormonas y
prohibió a su cerebro desconectarte—. Oh, cara, lo estabas. Si no lo hubieras
estado, jamás hubiéramos terminado arrancándonos la ropa salvajemente sobre
el escritorio. Pero tranquila, ese secreto está a salvo conmigo —Francesco besó
su cuello y aspiró el aroma de su cuerpo antes de continuar—. Hace casi un año
que no tengo una amante. Melanie lo fue, es cierto, pero se dio cuenta que no
tendría futuro conmigo y decidió buscar a alguien más.
—Si volvemos a intentarlo…
—Cuando… —corrigió sin quitar los labios del cuerpo femenino. Dejando
su cuello para aventurarse desde su pecho con destino al sur.
—¿Estás intentando desconcentrarme? —preguntó soltando un pequeño
suspiro, cuando él se instaló, a comodidad, entre sus piernas.
—¿Está resultando?
—Sí —admitió ella. Las manos del romano acunaron sus pechos. Angela
sacudió la cabeza—. Espera, espera… —No podía dejar que sus hormonas
controlaran aquella decisión. Tenía que ser razonable—. Cesco, no voy a poder
soportar que luego…
—Una oportunidad desde cero, angelo —Su aliento golpeó contra uno de sus
pezones, haciendo que se convirtiera en un botón—. Estaremos bien, lo prometo.
¿Confías en mí?
La mirada de Angela no perdía detalles de aquellos ojos dorados que
repentinamente habían vuelto a ser cálidos para ella. El golpe fue brutal. El
cambio de su mirada dura y cruel a aquella cálida y risueña que ella recordaba.
Fue como si hubiera sido engullida en un agujero de gusano y hubiera aterrizado
muchos años atrás. Desconfió. Ya había escuchado por allí que la serpiente más
venenosa intentaba que
—¿Dónde está el truco? —Angela quería creerle, pero con Francesco nunca
estaba segura de nada. Había mermado su confianza con sus acusaciones y ahora
le pedía que confiara en él. ¿No le parecía que estaba pidiendo demasiado?
—Por primera vez no lo hay. Solo quiero que estemos juntos. Quiero que
funcione.
Angela rió un poco nerviosa.
—¿Y cómo sabrás que funcionará? ¿Cómo estás tan seguro?
—Ambos nos deseamos y amamos lo suficiente a nuestro hijo para intentarlo
de corazón.
—Desear y amar son cosas distintas, y poner a Leandro como un motivo para
hacerlo… ¡Cesco! —gritó ella abruptamente cuando él le apretó uno de los
pezones.
—¿Es que no quieres intentarlo? —La reprendió él con serenidad elevando
la mirada hacia ella, restregándose sobre ella.
Sabía que Francesco “manipulador” Di Rossi estaba intentando convencerla
de que lo mejor era que volvieran. Estaba jugando su carta comodín. Aquello
podía ser un auténtico desastre. No quería volver a las discusiones, ni tampoco a
la desconfianza. Pero quizás era la única oportunidad para ver si lo suyo tenía
aún salvación.
La pregunta no era si ella podía hacerlo. Si no, ¿estaba dispuesta a dejar
pasar esa oportunidad de volver a amar a su marido y a darle a Leandro una
familia? Era un borrón y cuenta nueva… ¿no?
—No es eso —Cabeceó ella—. Podemos hacernos mucho más daño. Yo…
El dedo índice del hombre fue a dar a sus labios para evitar que siguiera
hablando.
—Es el riesgo que corremos. Pero al menos, seremos conscientes que no
funcionamos juntos —acarició la tersa mejilla femenina—. ¿Dejarás que el
destino nos guíe?
Francesco tenía razón. Para bien o para mal, una segunda oportunidad les
mostraría algo. En el mejor de los casos que su amor era resistente y podía
atravesar cualquier obstáculo que les pusieran. O, comprender que no estaban
hechos el uno para el otro.
Automáticamente pensó en Leandro. No quería que su hijo fuera lastimado
porque sus padres no supieran tomar decisiones. Pero, ¿acaso podría negarle el
vivir en familia?
—Y si no funcionamos bien juntos, ¿Qué pasará con Leandro?
—Leandro siempre tendrá a sus padres —Francesco rodó uno de sus dedos
por las curvas de su cuerpo logrando que suspirase pesadamente y un
estremecimiento estallara en su frágil cuerpo—. Juntos o separados. Pero los
tendrá. Tienes que decidir, cara, seguirás viviendo en el pasado o
emprenderemos un futuro juntos. Es simple.
Angela asintió.
—¿Eso es un sí a qué exactamente?
—A intentarlo de nuevo —Su voz salió tan baja que no supo cómo era
posible que Francesco la escuchara. Pero estaba cansada de ser lógica. De
siempre poner sus deseos a un costado. Ella quería que volvieran tanto como él.
No era hipócrita. Lo quería todo con él. Aun pensaba que podían llegar a
solucionar las cosas entre ellos.
Francesco sonrió. Bajó su cuerpo para que entrara en total contacto con el
femenino y acaparó sus labios. La besó con pasión, con ardor, pero también con
ternura. Aquel no era un beso como los que habían compartido antes. No era
para castigarla por haber dicho algo incorrecto, ni tampoco le estaba robando
parte de sí misma. Ambos daban, ambos recibían.
Ella jadeó sintiendo su cuerpo vibrar. Reconocer que el hogar estaba entre
los masculinos y fuertes brazos masculinos no le fue difícil. Se sintió bien. Se
suponía que uno debía hacer lo que la hacía sentir bien ¿no?. Su consciencia no
la fastidiaría después. Porque quería aquello. Lo había deseado tanto y ahora que
lo tenía, no pensaba dejarlo escapar tan fácilmente.
Se abrazó a su cuello con fuerza. Su cuerpo ardía y vibraba por tenerle. Lo
necesitaba casi tanto como él a ella. Acarició su pecho desnudo mientras los
dedos de Francesco recorrían por la piel de sus muslos internos. Cuando él se
despegó sintió el dolor en sus magullados labios. Un dolor delicioso que le
prometía tantos placeres que explotaría en combustión.
—¿Quieres que vuelva a estar dentro de ti? —Angela jadeó al oír su
seductora invitación—. ¿Quieres volver a ser mía? —Ella asintió sin vacilar—.
Me alegro, angelo mio, porque me estoy volviendo loco por tenerte —le
confesó. La cogió de la cintura solo para jalarla hacia él y que se pusiera a
horcajadas. La ayudó con el corto camisón de satén celeste, hasta que logró
ponerla encima. El jadeo femenino al sentir la dureza de su deseo pujante en el
centro de su estirada femineidad lo hizo morderla. Colocó algunas almohadas
detrás de su espalda, mientras Angela se encargaba de besarlo.
Sus hábiles dedos acariciaron su desnudo clítoris con lujuriosos movimientos
circulares y seguían el sedoso camino hacia su interior.
—Ah, Cesco — resolló ella balanceándose para que la tocara más
íntimamente.
—Me vuelves loco de una forma en la que nadie lo ha logrado nunca —Le
confesó emocionado—. También lo haremos, pero ahora necesito estar enterrado
en lo más profundo de tu cuerpo.
—Quiero que me hagas el amor —le pidió ella casi en un sollozo—.
Necesito…
Francesco untó sus dulces jugos sobre su duro eje luego de librarlo del
pantalón delgado del pijama. Cerró los ojos y apretó los labios cuando tuvo que
cerrar su mano en la inflamada y deseosa carne venosa. La mano de Angela fue a
posarse encima de la masculina para darle un ligero apretón.
—No, ángel mío… —la detuvo. No tuvo que decir más, Angela lo supo al
mirar sus incandescentes ojos dorados a punto de echar llamas de deseo. Levantó
el cuerpo, apoyando las rodillas en el colchón. Retiró un poco del cobertor para
ayudarlo. Cuando todo estuvo listo, Francesco la agarró de la cintura, ella dejó
que la oriente hasta que la dura cabeza de su pene erecto pulsó insistente entre
sus resbaladizos labios íntimos.
Mientras la penetraba, sus ojos se miraban mutuamente. Ella abrió la boca al
sentirse repleta por él. Francesco la besó, acariciando la piel dorada de sus
torneadas piernas y mientras el suave y lento balanceo, lograba acelerarles la
respiración con rapidez. Él gimió al comprender que su dulce amazona
necesitaba cambiar de frecuencia rítmica. Ambas manos recorrieron y apretaron
su trasero, su formada cintura. Sus palmas le dieron soporte a la delgadez
femenina de su espalda. Cuando ella gimió y bufó, Francesco le dio la vuelta,
colocándola debajo de él. La instaló rápidamente y arremetió contra ella con una
fuerza que Angela pensó que la partiría en dos. Enterró las uñas en el blando
satén de la cama, recibiendo con entusiasmo las duras embestidas que le
arrancaban suspiros jadeantes.
Francesco apoyó su nariz contra su cuello. Respiró su embriagador aroma
mientras dejaba que el clímax los invadiera a los dos con un par de profundos
envites. De pronto, todo explotó de colores y formas que nunca antes habían
visto ninguno de los dos. Angela lo llamó por su nombre muchas veces mientras
el orgasmo se apoderaba de ella destrozándola en mil pedazos.
—Necesito más de esto —le confesó Francesco besando las gotas de sudor
de su cuello—. Necesito más de ti, de nosotros. De lo que podemos tener.
Angela atrapó el rostro masculino entre sus manos y lo contempló con
verdadero amor.
—Te quiero.
—Y yo ti, cariño. Y yo ti.
24
Varias horas después, Angela mandó a traer las chaquetas de los niños. Les
acomodó en el sillón como pudo para que pudieran dormir un poco. Ambos
habían jugado toda la mañana, correteando de aquí para allá en los jardines y
estaban muertos del cansancio.
Todos estaban en silencio. Preocupados porque no tenían ninguna noticia y
ya habían pasado muchas horas. Francesco entrelazó sus dedos con los de ella.
Solo necesitaba sentirla cerca para mantenerse tranquilo. Sus hombros se
tocaban, sus cuerpos se rozaban. Ella se estremeció puesto que había bajado un
poco la temperatura. En un acto reflejo, Francesco pasó la mano libre que
descansaba sobre el medio muro por los hombros de la mujer. Cuando la sintió
suspirar, jaló de ella para que se apoyara en su pecho y contrarrestara el clima
con su calor. Sin poder evitarlo, una gran paz lo invadió. Como si todo fuera a
estar bien.
Angela fue a hablar, pero Francesco le puso un dedo sobre los labios. No
quería que el momento terminara, por lo que sustituyó su índice con sus propios
labios en un beso suave, apaciguador. Tierno. Las almohadillas masculinas se
mostraban colmadas de una dulzura que le llegó al corazón e hizo que sus ojos
cerrados dejaran caer pequeñas lágrimas de un profundo anhelo que vivía en su
cuerpo desde hacía tanto tiempo que Angela no supo si podría repararlas en
algún momento.
No era uno de esos besos salvajes y apasionados que su marido solía darle
para castigarla con su deseo.
Angela colocó una mano sobre su pecho, mientras ambos sentían el salado
sabor de las lágrimas femeninas. Se separó con brusquedad y ocultó su rostro.
Francesco sintió un aguijonazo en su corazón. La abrazó acariciando su
brazo para confortarla y besando castamente su frente con ligereza. Con el rostro
enterrado en su pecho, Angela esperó, intentando encontrar su propia voz y
olvidándose de los bellos recuerdos a su lado que había evocado aquella muestra
de afecto.
—¿C-crees que habrá surgido alguna complicación? —murmuró ella
suavemente, como una niña asustada.
—Estoy seguro que Mariam va salir bien, cara —Le dijo animándola.
Quizás estaba proyectando su propia necesidad de confort. Aún no se reponía
del bombardeo de sensaciones y pensamientos que habían perforado a mansalva
su pecho. El conocimiento de que la situación de Mariam había revivido en la
mente de Angela el alumbramiento de Leandro lo alteraba. Sobre todo, porque él
no había estado allí. Su mortificación estaba a punto de volverse loco. Se sentía
en la mitad del océano. Intentaba nadar contra las olas que golpeaban demasiado
duro a su consciencia.
Necesitaba descansar, pero parecía que nada le daría tregua.
—¿No crees que deberíamos preguntar? —Quiso saber Angela, pero en ese
mismo instante, una enferma salió por el pasadizo. Con una sonrisa calmada en
los labios le indicó que el parto había terminado y la bebé estaba en el nido.
Los adultos se observaron. No podían entrar todos porque los niños se habían
quedado dormidos sobre el sillón.
—Pasen ustedes, Nicola y yo nos quedamos con los niños.
Nicola espió de reojo a Varian, sabiendo que aunque no quería estar allí,
apoyaba a su hermano al cien por cien y se preocupaba por él.
Cuando atravesaron el pasillo que separaba el área de las salas de espera del
de los nidos, Francesco no pudo evitar que una emoción corriera por su cuerpo.
Deseaba más que nada en el mundo poder retroceder el tiempo y estar allí con
ella. De cargar por primera vez a su pequeño e indefenso bebé. Apretó la mano
de la mujer que seguía entrelazada con la suya.
Tenía que decirle lo que sentía antes de...
Pero al girar por el pasillo, el dulce rostro de Angela se contrarió
notablemente. Algo o alguien la había hecho cambiar el semblante. Ladeó el
rostro para enfrentarse al cuadro más tierno y a la vez desconcertante que pudo
presenciar.
Vicenzo Riccardi estaba sentado en uno de los sillones que daban la espalda
a vidrio principal de la enorme sala repletas de pequeñas cunas de cristal. En sus
brazos acunaba una pequeña mantita rosa. La mecía casi imperceptiblemente.
Francesco solo sintió la necesidad de estar allí para su primo. Él además era su
mejor amigo. Cuando ocupó el sitio que estaba a su lado en silencio, escuchó la
letanía que parecía salir de manera autómata de sus labios.
—No la puedo perder... No la puedo… A ella no.
Francesco nunca lo había visto tan perdido en sus pensamientos. Parecía un
náufrago sin ningún barco a la vista. Se dio cuenta que estaba aun con la
vestimenta para ingresar al quirófano y contemplaba a la pequeña muñeca de
grandes y abiertos ojos verdes que le devolvía la mirada.
Le puso una mano sobre el hombro para darle todo su apoyo.
—No la perderás —Le prometió—. Todo estará bien a partir de ahora.
Vicenzo elevó la vista para mirarlo sin ver realmente. Su cerebro era
consciente que Francesco y Angela estaban allí, pero parecía que no podía
terminar de conectar.
—Es mi hija —Le anunció mostrándole el dulce rostro de la adorable bebé
con orgullo.
—Es tan hermosa como su madre —comentó él paseando una dulce caricia
por aquellas suaves mejillas—. Pero sin duda tiene el sello Riccardi. Felicidades,
hermano. Angela, cariño, ven a conocer a...
—Judith. Su... Nombre es Judith.
—Cara, ven a conocer a Judith.
—Hola, preciosa —la saludó ella con un tono de voz suave y dulce tan
pronto se sentó junto a ellos—. Eres una muñequita hermosa.
—Quieres cargarla...—preguntó el hombre.
Anhela asintió emocionada, con los ojos iluminados de una nueva luz.
Vicenzo la puso en sus brazos con sumo cuidado porque no quería lastimarla por
ningún motivo. No es que lo fuera a hacer. Nunca dañaría a su pequeña
conscientemente. Pero ahora sentía miedo por lo que el futuro le deparaba a
aquel angelito.
Angela se levantó para pasear a la bebé y también para dejar a los hombres
un poco de privacidad.
—Jud es hermosa, hermano.
—Lo sé —Algunas lágrimas se agolparon en la mirada verde de su amigo—,
pero no soportaría criarla a ella sin Mariam.
Vicenzo dejó caer sobre sus muslos los brazos, aparentemente cansado y
bastante abatido
—¿Por qué dices eso? —Le preguntó Francesco arrugando el ceño—.
¿Porque perderías a Mariam?
—Me sacaron de la sala casi a empujones hace más de media hora. Ella... —
El hombre se llevó las manos al cabello—. Ella tuvo una cesárea pero pronto
todo se complicó. Los aparatos sonaban disparados como locos y yo solo...
—Enzo...
—Yo no puedo perderla, Cesco. No concibo una vida completa si ella no está
conmigo.
—Mariam es una mujer muy fuerte, Enzo —Intervino Angela que había
escuchado parte de la conversación—. Es una luchadora. Ya superó en una
ocasión una grave enfermedad, y nada logrará derribarla ahora que te tiene a ti a
los niños. Debes confiar en ella.
Francesco se quedó callado comprendiendo todo lo que pasaba Vicenzo. Se
preguntó si se sentiría igual de pensar en no volver a ver a Angela nunca más.
No escuchar su risa, no ver lo dulce que era para educar a Leandro... Un
sentimiento de congoja abofeteó su rostro.
—Juro que no volveré a tocar a Mariam, que no volveré a hacerla pasar por
esto —musitó Vicenzo alzando la mirada al cielo raso del techo—. Dios, la
quiero conmigo.
—Te recordaré eso cuando todos podamos ver a Mariam. Y le diré sobre tu
promesa.
Nicola había aparecido de la nada y estaba al lado derecho de Angela,
examinando a Vicenzo con sonrisa burlona.
Angela estaba desesperada por ocultar las lágrimas que querían correr su
propia carrera, mejillas abajo. Ver la desesperación del gran y duro Vicenzo
Riccardi la hacía anhelar algo que nunca había tenido. Hacía que pensara en
cuánto envidiaba a Mariam y en la clara devoción que le profesaba su esposo. Y
luego estaba Francesco, repentinamente callado, extraviado en su interior, con un
ceño adusto y mirada de hielo. No podía leer nada en aquella muralla de acero en
la que se habían convertido sus ojos.
—Ya me tienes harto, Nicola —Cuando Angela se volvió observó que
Vicenzo tenía a Nicola de las solapas de la chaqueta y lo levantaba contra una
pared y le ladraba ferozmente—. Una jodida palabra más y te juro que será la
última que digas en un buen tiempo.
Francesco se apresuró a contener a su amigo para que no golpeara a su
hermano. Nicola tenía ese poder de sacar de quicio hasta a un santo. Y Enzo no
estaba para bromas. No en esos momentos.
—Tranquilo, Enzo —Francesco puso una mano sobre el puño alzado. Nicola
estaba en silencio, comprendiendo el estallido furioso del otro hombre—. Baja el
puño, hombre, no es momento.
—Señor Riccardi —Llamó una enfermera menuda abriendo la puerta del
pasadizo que conducía a las salas de post operatorio. Vicenzo no tuvo que oír
nada más para salir disparado como alma que lleva el diablo a la sala de
cuidados. Se moría por ver a su esposa y comprobar que estaba bien. Sabía que
su pequeña quedaba en buenas manos.
Francesco se volvió hacia Nicola que aún tenía la mano apretada y la
expresión de violencia en el rostro. Conociendo a su hermano más pequeño, se
había controlado para no responder a la clara agresión de Vicenzo.
—No digas nada… —Le gruñó el siempre encantador Nicola, haciendo una
mueca con la mano y saliendo de la habitación.
Angela acunaba a la recién nacida con protectores brazos maternales. Espió a
su cuñado con una mueca en el rostro. Se acercó a Francesco, que negaba
frustrado y lanzaba un suspiro.
—Creo —apuntó Angela— que Enzo se extralimitó… —Francesco se volvió
a observarla y en vez de decir algo, se limitó a jugar con las lisas mejillas de la
bebé.
—Le entiendo a él más que a Nicola —Angela había bajado la vista para ver
a la pequeña—. Mariam está allí, luchando por permanecer en la vida de su
familia, en las manos de un hombre que no conoce. Del que, si fuera mi caso,
dudaría de su eficiencia y desenvolvimiento. ¿Te imaginas algo así, cara?
Angela asintió, recordando la desesperación del hombre y la pena y angustia
que llevaba como tapiz el verdoso iris de sus ojos. Inhaló, sintiendo un pinchazo
de celos y dolor. Dolor por la situación tan delicada que estaban viviendo y celos
por querer lo que tenía Mariam y ella no tuvo.
—¿Quieres cargar a Judith? Quizás dentro de poco la llevan dentro del nido
—Le preguntó a Francesco la culpa por envidiar de esa forma a su amiga.
La mirada de su marido era tan grande como un océano de miedo y espanto.
—No... yo...
—Siéntate —ordenó ella blanqueando los ojos ante la repentina cobardía de
todos los hombres cuando se trataba de un bebé.
—Angela, yo... No...
—Oh, vamos… No es un gremlin, Cesco, es solo una adorable bebé. No
abrirá sus fauces para comerte… A lo sumo hará un mohín o arrugará el ceño,
depende cómo le caigas.
«Genial. Era terriblemente aliviante el saber que todo dependía de un ser
humano que no tenía más de una hora de nacido. Vaya hombre duro de mierda
estoy hecho», pensó el italiano con ironía.
Angela le dejó en los brazos a la recién nacida. Lo instó a cogerle bien la
frágil cabecita. Contra todo pronóstico, la bebé solo se movió un poco para
ajustar su pequeño y delicado cuerpo a sus manos, las cuales parecían
terriblemente grandes y poco cómodas para alguien tan diminuto.
Cuando ella estuvo segura que el hombre había cogido a la bebé quitó las
manos. Dejó que él disfrutara de la desazón de tener a una pequeña personita a
su cuidado. De saber que no sería lo suficientemente capaz de librar a ese
pedacito de vida de todas las cosas malas del mundo. Pero que una sonrisa de
ella, era un trocito de cielo. Quería que él sintiera, y se retorciera por no haberlo
vivido con su propio hijo.
No debía ser tan perversa; pero no podía evitar pensar en aquello mientras
venía a Francesco hacer hasta lo imposible por conservar la seguridad de la niña.
El silencio reinó como espectro gobernante. Angela no sabía qué decir, y
Francesco estaba siendo cada vez más consciente de lo que se había perdido con
Angela y con Leandro.
Quince minutos después, llegó una enfermera. Se llevó a la muñeca de
enormes ojos verdes porque se había dormido. Se quedaron media hora más,
esperando algún resultado, pero todo siguió con la misma engañosa calma que al
inicio.
—Voy a ver a los niños —murmuró Angela tras un prolongado silencio.
No había mucho que ambos pudieran decirse y a ella ese silencio la estaba
casi enloqueciendo. No quería seguir escuchando a su anhelante corazón en
contrapuesta con su hilarante cerebro.
—Angela…
—Tengo que ir a ver a los niños —repitió secamente y se dirigió a la sala
dónde Varian, Nicola y los críos esperaban.
Francesco solo la vio irse. Apretó las manos para no tener el impulso de
impedirle que se fuera, para frenar las ganas que tenía que apretarla contra su
cuerpo y hacerle entender que nunca había dejado de desearla. Quería esconder
su rostro en su cuello mientras besaba su clavícula y le prometía que su egoísmo
haría que ella nunca fuera de otro hombre sino de él. Porque ella era suya y no
estaba listo para cambiar eso. Angela no podía irse si no era con él y con una
promesa tácita de al menos volver a intentar algo. De hacer borrón y cuenta
nueva.
—Cesco —Lo llamó un Vicenzo. Salía de la misma puerta que lo había
engullido instantes antes. Francesco dejó atrás sus pensamientos y acompañó a
su amigo—. La operación ha terminado. Mariam está en la sala de post
operatorio y Judith está perfectamente. Todo está bien, todo es perfecto..
—Enhorabuena —Lo felicitó dándole una palmada en la espalda y sonriendo
ampliamente—. Todo salió tal y como estaba planeado. Todo un éxito.
—Sí —trinó Vicenzo suficientemente dichoso como para demostrarlo sin
reparos, ni preocupaciones—. Dentro de unos pocos días le darán de alta a
Mariam. El médico dice que todo está bien y que aunque no esperaban las
complicaciones, pudieron resolverlo.
—Ya te dije que no la ibas a perder —comentó Francesco en un tono
bastante inexpresivo.
—Tú tampoco deberías perderla, Cesco —Le aconsejó su primo con un
apretón cariñoso en el hombro—. No todo es tan blanco o tan negro. Hay
matices, hay colores… hay perspectivas —El otro hombre lo observó como si
repentinamente se hubiera vuelto loco—. Un hombre enamorado puede cambiar
algunos de sus preceptos. No todos, pero sí puede intentar ser mejor. Por ella.
—Vamos, Romeo, que todos esperan fuera las buenas nuevas.
Cuando ambos salieron, todas las miradas estuvieron enfocadas en ellos.
Vicenzo sonrió de oreja a oreja y comenzó a explicar:
—El parto de Mariam se complicó, aún no me dan los pormenores, pero tuvo
un desgarramiento uterino y eso llevó a que estuviera más tiempo del normal en
el quirófano, pero ya está fuera de peligro. Mi pequeña Judith es tan hermosa
como su madre —Se volvió a contemplar a Varian—. Puedes verla cuando
quieras —Su hermano blanqueó los ojos con evidentes ganas de morderle—.
Muchas gracias por estar todos aquí. Mañana podrán verlas a ambas, pero ahora
será mejor que descansen.
—¡Bene! He estado aquí más de ocho horas para que mi hermano mayor me
diga que debo irme a dormir —bufó Varian.
Todos rieron y Daniel se despertó al oír la voz de su padre.
—¿Papi? —preguntó hurgándose los ojos somnolientos con los índices
doblados.
—Hola, campeón —Lo saludo su padre, dirigiéndose hacia dónde estaba
recostado y poniéndose en cuclillas para acariciarle el cabello—. ¿Haz sido
bueno con los tíos?
El crío asintió y, de repente, alarmado, agrandó los ojos.
—¿Y mami?
—Mamá está bien, y la podrás ver mañana. Tu hermanita también está bien
—Daniel dejó de observar a su padre a los ojos y el acto no pasó desapercibido
para Enzo—. Hijo… —Le puso la mano debajo de la carita—. La llegada de
Judith solo completa nuestra felicidad, ¿de acuerdo? Tu mamá y yo te amamos.
Eres nuestro hijo, al igual que tu hermanita. Y te queremos, no lo dudes nunca.
Daniel sonrió ampliamente por sus palabras y se abrazó al cuello de su padre.
—Pues si no hay más que hacer por aquí, creo que lo mejor es irnos y volver
mañana —comentó Nicola—. Siempre nos puedes llamar si nos necesitas.
—Por supuesto —dijo Vicenzo—. Les agradezco que estén aquí, pero
también tienen ustedes que descansar.
Angela miró la hora en su reloj de pulsera. Era pasada la media noche y le
preocupaba qué Daniel pasara la noche con su padre en la clínica. Varian no era
una buena opción. Para nada. Tampoco podían contar con Valente. Aunque era el
tío más juicioso que tenía el pequeño estaba en Estados Unidos junto al sombrío
gemelo de Varian, Verón Riccardi.
—Nosotros nos llevaremos a Daniel, Enzo —escuchó decir a Francesco. Era
como si le hubiera leído el pensamiento—. Así solo tendrás que preocuparte por
Mariam. Mañana vendremos sobre las diez de la mañana para que conozca a su
hermana.
—Nonna Inés llegará pronto si la llamo…
—No es buena idea que Daniel siga despierto a estas horas. Además, tu tía
ya debe estar descansando. No vinieron por no hacer tráfico de personas, pero
querrán saber qué pasa. Deberías llamarles. —dijo Angela interrumpiéndole—.
No te preocupes, Enzo, nosotros estaremos felices de cuidar a tu hijo.
A Francesco le encantó la idea y estuvo de acuerdo inmediatamente.
Tendría uno o dos días más. Angela lo había amenazado con largarse una vez
finalizado el cumpleaños de Leandro, pero ahora sus planes se posponían. Él
solo debía aprovechar la oportunidad que se le estaba dando.
Vicenzo asintió.
—Te lo agradezco mucho, Angela —Sonrió verdaderamente agradecido pues
no quería hacer correr a la tía—. Espero que no sea una molestia para ustedes.
—No lo es.
Ambos hombres asintieron mutuamente para luego estrecharse la mano.
Mientras Francesco se quitaba la chaqueta del cuerpo para ponerla encima de los
hombros de Angela, le dijo a su amigo:
—Espero no te importe que use tu auto…
—Claro que no. Que Rocco os lleve a casa y luego que descanse un poco él
también. Mañana le necesitaré.
—Así se lo haré saber.
Francesco fue hacia Leandro que dormía sobre los anchos sillones y lo cargó.
El rostro del pequeño buscó la curva del cuello de su padre, mientras sus brazos
se quedaban sobre su pecho. Angela se aseguró que estuviera bien tapado.
Nicola le había puesto encima su chaqueta de cuero. No quería que Leandro se
enfermara. Sonrió al remover los cabellos de la cabecita de su pequeño.
—Pero yo me quiero quedar contigo, papá —escuchó que Daniel le decía a
su padre luego que este le informara que se iría con ellos a casa.
—No puedes quedarte aquí, hijo —Le explicó—. Tu madre y hermana
necesitan aún muchos cuidados y voy a estar más tranquilo si sé que estás en
buenas manos —Daniel refunfuñó y se cruzó de brazos, tan arrogante y terco
como su padre—. Danielle Riccardi.
El niño suspiró y levantó la mirada ante la voz dura de su padre.
—Sí, papi.
Angela se acercó y le dio la mano al pequeño, después de despedirse de
Vicenzo.
—Ven, cariño —dijo cargándolo amorosamente para abrigarlo con la
chaqueta de Francesco—, mientras más rápido nos vayamos a dormir a casa,
más pronto podremos venir a ver a tu madre.
—¿Sí, zia Angela? —preguntó el pequeño esperanzado en la promesa tácita
de sus palabras. Ella asintió.
—Yo me quedo por si necesitas algo —dijo Varian con los brazos cruzados
sin aceptar ningún tipo de negativa por parte de su hermano mayor.
Vicenzo asintió.
—No quiero peleas gratis, así que voy a ayudar a Angela con los dos
terremotos —Sonrió Nicola lanzando una burlona mirada a Vicenzo.
El hombre no dijo nada, solo los vio alejarse y lanzó un suspiro agotado.
25
Los niños entraron corriendo en el pasillo y Francesco fue tras ellos para que
no siguieran haciendo ruido. Aquella mañana no se habían levantado temprano,
por lo que tuvieron que correr cuando vieron la hora. Una hora se había pasado
entre vestir, dar de comer y arreglarse. Pero Francesco y ella habían trabajado en
equipo. Eran una máquina bien aceitada y entre beso y beso habían logrado salir.
Angela sonrió al ver cómo Francesco ejercía de padre de dos terremotos y
rió. A partir de ahora, él tendría que salir corriendo detrás de Leandro. Se sentía
maravillosa y estaba en paz consigo misma. Era el día en el que sabía que podría
con cualquier devenir que le trajera el destino.
—Te veo radiante, cuñadita —Le dijo una socarrona voz.
—No veo por qué tendría que estarlo, Nicola.
Nicola se estiró cuán grande era en su metro noventa y nueve. Se removió el
cabello con una de las manos y bostezó. Era demasiado temprano para alguien
como él. Aun así, todo en aquel hombre gritaba burla e ironía. Angela intentó no
mirarlo. Por el contrario acomodó la canastita de mimbre que tenía entre las
manos.
—No sé —se encogió de hombros—, pero me parece que la noche de
reconciliación ha estado interesante.
Angela se avergonzó porque él siempre lograba poner el dedo en la llaga. A
veces, su cuñado menor podía ser bastante inoportuno. Bajó la cabeza y sus
mejillas se tornaron coloradas.
—Nicola —siseó en advertencia—. En vez de decir tontería, bien podrías
ayudarme con esto —censuró pasándole la canasta de mimbre dónde llevaba los
regalos de su suegra—. Tengo que ordenarlo, así que sostenlo.
—Solo espero que hablaran del tema —Hizo que Angela se volviera a verlo
—. Tú nunca has hecho nada, pero eso tiene que quedar claro antes de cualquier
cosa— La mujer no dijo absolutamente nada porque sabía que su cuñado tenía
toda la razón del mundo. Deberían haber hablado, resuelto los asuntos para que
luego no se dieran vuelta y los persiguieran. Nicola puso el ojo crítico sobre ella
—. Demonios Angela, conozco a mi hermano mejor de lo que él cree, y en un
futuro…
—Lo sé. Y lo hablaremos. Solo que no hemos encontrado el momento ni el
lugar. Con todo esto de Mariam, el tener a Daniel en casa…
Nicola posó su mano grande sobre el delgado brazo de Angela para tener los
movimientos frenéticos con los que arreglaba las prendas. Para él estaba lo
suficientemente presentable como para no requerir de tanta atención. Angela
estaba evitando su mirada porque sabía que tenía razón. Nicola negó.
—No quiero que te haga daño de nuevo —aseguró—. Digamos que te he
llegado a apreciar como a la hermana que nunca tuve —sonrió de lado—. No le
permitas hacerlo, ¿de acuerdo?
Angela asintió sin mirarle porque sabía que tenía razón. Se lo había dicho a
Cesco la noche anterior. Podían hacerse muchísimo daño si no hablaban y
dejaban claro el pasado.
¿Y qué pasaría entonces?
Su reconciliación estaba aún tibia como para pensar en los pormenores. Esta
vez, solo esta vez, quería disfrutar un poco de su alegría. Además lo único que
había pasado con Cesco desde que entró en su oficina eran días tormentosos. De
preocupación, de enfado. No habían tenido tiempo para estar tranquilos, ni
siquiera para comprender si es que se necesitaban el uno al otro. No sabían el
reflejo de ellos mismos en una rutina familiar.
“No vemos nuestro reflejo en el agua en movimiento, sino en el agua
quieta.” pensó. Debía calmar la ansiedad y tomar cada curva de la vida tal y
como se la enviaban. Ahora le tocaba disfrutar. Y eso es justamente lo que
pensaba hacer.
Avanzaron hasta la habitación, mientras Angela se convencía que habría un
tiempo para todo y que lo mejor era que Francesco había reaccionado. De él
había nacido la idea de volver a estar juntos. Podrían, estaba segura. No había
imposibles si trabajaban como una unidad, pero sin olvidarse que son dos
personas.
Cuando entraron en la habitación de maternidad, Mariam dormitaba semi-
recostada. Vicenzo, que había pernoctado en el sillón, seguía a su lado.
Inseparable. Sus manos estaban entrelazadas. Se veían muy tiernos juntos, pensó
Angela con una pequeña punzada de envidia sana. Ambos tenían los ojos
cerrados, hasta que escucharon la voz de Daniel.
—¿Mami? —llamó a su madre con un murmullo.
Vicenzo se enderezó. Parecía un poco desorientado, confuso. Incluso su
aspecto habitualmente correcto había desaparecido y lucía algo desaliñado.
Indudablemente había pasado una noche de perros debido a la preocupación.
Pasó la mirada de izquierda a derecha examinando a cada uno.
—¿Dani? —musitó Mariam abriendo los párpados con cierta dificultad.
Cuando estuvo lo suficientemente despejada movió la mano conectada al suero,
para acariciar la carita de su pequeño—. Hola, mi amor.
—¡Mami!
—Cesco —saludó Vicenzo levantándose y estrechando su mano.
—¿Qué tal pasaron la noche? —preguntó Angela antes de recibir un abrazo
del recién estrenado papá.
—Yo bastante adolorida —reconoció Mariam—. Aún no han traído a la
bebé, pero espero que lo hagan pronto.
—Me imagino —asintió Angela. Fue hacia ella para saludarla —.
¡Felicidades por una niña tan hermosa!
Nicola ni siquiera entró en la habitación, simplemente se quedó en la puerta
con los brazos cruzados. No quería correr el riesgo de que Vicenzo volviera a
perder los estribos con él e intentara golpearlo.
—Te ves excelente Mariam para haber dado a luz hace solo unas horas —
aduló. Observó a Vicenzo y agregó—. Por el contrario, tú te ves como la mierda.
Parece que un tren te hubiera pasado por encima.
Angela ayudó a Daniel a subir a la cama para que le diera un gran abrazo a
su madre. Pudo ver desde su sitio a su cuñado negando. No entendía el afán de
ironizar con un hombre tan temperamental como Vicenzo Riccardi.
—Siento… lo de… ayer —se disculpó Vicenzo para sorpresa de todos.
—¿El qué? —preguntó Nicola riendo, como si no recordara lo que había
pasado—. Vamos, hombre, eso ya no tiene importancia.
—De todas maneras, lo lamento mucho —Volvió a insistir entre dientes.
—Mira, te hemos traído esto para la bebé de parte de Donnatela—Angela le
llevó la canastilla para que su amiga pudiera verlo.
—Agradécele de mi parte, por favor —pidió Mariam y le entregó la cesta a
su marido, luego agarró ambas manos de Angela— ¿La ropita que tiene puesta
mi princesa se la has hecho tú?—Ella asintió—. Es realmente una belleza.
Muchas gracias. Angela, no tenías porque molestarte, sé que andas muy ocupada
con tu última novela.
—¡Tonterías! No ha sido ninguna molestia ni ha distraído de mi trabajo
tampoco, Además, es mi manera de agradecerte por todo lo que te has
preocupado por Leandro y por mí. Soy yo la que debería dar las gracias.
—Tengo que agradecerte por pensar en la ropa de nuestra hija en ese
momento de estrés, y también por cuidar de Daniel en mi ausencia. Muchas
gracias, Angela. Eres una gran amiga para mí — Angela le sonrió y abrazó a la
mujer que estaba a punto de llorar—. Basta, basta. No te atrevas a hacerme
llorar, que aún estoy algo sensible.
Todos rieron en la habitación.
—Eso sí, Mariam —soltó de repente Nicola—. Enzo ha prometido que no
volvería a tocarte nunca más si es que salías bien de la operación. Así que ahora
no le queda más que cumplirlo. Varian es testigo.
—Por el momento, podrías mandarlo a dormir en al otro ala de la casa —Rió
Varian atravesando la puerta de la habitación—, y por seguridad, deberías
ponerle el pestillo a tu dormitorio.
—Cállense —gruñó Vicenzo entrando al baño, antes de escuchar las
carcajadas de todos.
Mariam rió, pero colocó una mano sobre la herida de la operación. Dolía un
poco más cuando se reía, pero estar rodeada de todas aquellas personas, la hacía
sentirse parte de una gran familia.
—Toc, toc —dijo la enfermera empujando la puerta. Francesco se apresuró a
ayudarla a entrar, mucho después de notar que llevaba a la pequeña Judith en
brazos—. Miren quién ha venido a conoceros…
La cara de Mariam se iluminó instantáneamente al ver a su pequeño milagro
envuelto en la manta tejida, esponjosa y confortable que funcionaba de nidito
para su princesita. Sin perder tiempo, sin importarle el dolor, se incorporó
ligeramente en la cama mientras Angela la ayudaba a acomodar el almohadón
detrás de ella. La enfermera colocó entonces a la niña en su regazo. Cuando
sintió el peso ligero como una pluma del cuerpecito de su hija suspiró. Angela
recordó la primera vez que tuvo en sus brazos a Leandro y sonrió.
—La nena necesita comer, así que por favor, todos fuera.
Salieron para darle privacidad a Mariam con Judith. Fuera, Nicola les daba
unas galletas dulces a los niños, mientras Varian se mantenía alejado de ellos.
Nadie comprendía la repentina alergia que sufría ante cualquier infante. Hasta no
hacía mucho tiempo atrás, hablaba de un futuro en donde tendría una enorme
familia con muchos hijos.
Angela descansó la mejilla sobre el pecho de Francesco, mientras él rodeaba
su cuerpo y le susurraba al oído:
—Tengamos otro bebé, muchos más.
Al oír aquella petición de su marido, ella alzó la mirada. Sonrió de medio
lado con un toque de tristeza y acarició su bello rostro.
—Ya tendremos tiempo para eso. Lo importante ahora es redescubrirnos a
nosotros mismos y hablar sobre ese espinoso tema —Francesco unió sus cejas—.
No quiero más fantasmas entre nosotros.
El hombre puso un dedo debajo de su barbilla y la besó.
—Por el momento, alarguemos esa conversación, ¿quieres, Angelo? —Le
propuso tomándola por la cintura para poner en contacto sus cuerpos. Bajó un
poco la cabeza hasta llegar la oreja derecha de Angela para susurrarle—.
Hummm… Quiero que volvamos a casa para llevarte a la cama.
Angela contuvo la respiración y escondió el rostro en el hueco del cuello de
su marido para que nadie viera lo que aquella simple frase había desatado en
ella.
—Cesco, por favor… —rogó para que no siguiera por ese camino.
—Sí, bella ragazza, rogarás de esa y de muchas otras maneras…
Francesco bajó una mano y comenzó a acariciar el cuerpo de su esposa.
—Basta —Rió golpeándole un poco.
—Chelo, más tarde no dirás basta, pedirás más, como anoche.
Angela se rió roncamente ocultando su cara. Francesco la abrazó y besó la
coronilla de su cabeza.
—Eh, par de tórtolos, ya podemos entrar de nuevo —Les informó Nicola con
una sonrisa de oreja a oreja.
Cuando cruzaron el umbral, Vicenzo tenía a su hija entre sus brazos y le
palmeaba la espalda con delicadeza para que pudiera regurgitar. Continuaba
como un escudero fiel. Siempre pegado a la cama de su amada esposa.
—Oh, en verdad que es una auténtica muñequita —alabó Angela
acariciándole la cabeza a Judith.
—Muchas gracias por el regalo que le trajiste a nuestra hija y por cuidar de
Daniel.
—No tienes nada que agradecer, Vicenzo —La mujer se encogió de hombros
—, para mí es un verdadero placer.
—Ven, Dani, acércate, cariño —Le llamó Mariam—. Es tu hermana, la
pequeña Judith.
—¿Y de dónde vino, mami?
—Del vientre de tu madre —Le aclaró Vicenzo.
—¡¿Mami te comiste a la bebé?! —preguntó Daniel alarmado y los adultos
intentaron no reírse.
—No, hijo, no —explicó Vicenzo—. Yo… Le puse a tu hermanita ahí.
—Aaaaah —exclamó Leandro que estaba sentado al lado de su madre—.
Mamá, tío Nicola nos contó ayer cómo se hacían los bebés.
Todos se volvieron a observar al aludido con expresión de espanto.
—Sí, si… El papá abeja pica a la mamá flor… —continuó Daniel—. Mami,
¿te dolió mucho cuando papi te picó?
Mariam se sonrojó intensamente cuando Varian y Nicola soltaron una
carcajada y Vicenzo los miró con claras intenciones asesinas.
—No, cariño, no me dolió... mucho.
—¿Cuánto te dan el alta, Mariam? —investigó Francesco con la clara
intención de cambiar de tema. La mujer lo agradeció.
—Dicen que en unos pocos días si no hay complicaciones.
—Seguro que no las habrá y pronto estarás instalada en tu casa —deseó el
hombre.
Siguieron conversando sobre los preparativos para el bautizo de Judith.
Angela no podía decir nada, porque no sabía si estarían allí o no para la fecha.
No había hablado de muchas cosas con Francesco y no quería que entre ellos se
contradijeran.
Pronto llegó la hora del almuerzo para todos los pacientes y apareció la
enfermera con el carrito de la comida. Angela se apresuró a coger a la niña para
que Vicenzo pudiera consentir a su esposa.
—¿Qué es eso, mami? —preguntó Leandro poniéndose de puntillas. Angela
se sentó con la bebé de Mariam en los brazos.
—Mira, Cesco. ¿A qué es una muñequita hermosa? —Su marido se acercó,
rodeó con su brazo la silla de ella y con la otra mano acarició el contorno del
rostro del bebé—. Le gustas.
—¿Qué es? ¿Qué es? ¡Quiero ver! —gritoneó Leandro provocando que la
pequeña se removiera entre la manta.
—Tranquilo, hombrecito —Le aconsejó su padre, ayudándole para que se
sentara sobre su regazo y estuviera a una altura aceptable para observar a la niña.
El niño la estudió con mucha atención y luego giró su cabeza hacia ellos.
—Mamá… —Susurró Leandro deslizando uno de sus dedos por la mejilla de
la niña.
—Suave, hijo —Le indicó Francesco. Daniel jaloneó sus pantalones porque
él también quería ver a su pequeña hermanita—. Dale espacio a Daniel, Leandro
—Leandro se rodó un poco, y Daniel logró subir también al regazo del hombre
—. Es tu hermana, Daniel. La pequeña princesita que tienes que cuidar.
—No —Negó Leandro y observó a Angela—. Mamá, ¿nos la podemos llevar
a casa?
Angela rió, pero estudió la seria expresión de su hijo.
—No, ¡Es mía! —protestó Daniel
—¡No, es mía! —comenzaron a discutir casi al grito.
—Niños —regañó Francesco al ver que la pequeña iba a comenzar a llorar
—. Tienen que guardar silencio o la harán llorar.
Leandro paseó su dedo por las pequeñas manos de la recién nacida.
—No llores, minina —La consoló con dulzura y la bebé dejó de fruncir el
ceño. Entonces el pequeño quiso quitar su dedo de allí, pero Judith no se lo
permitió.
—¿Minina? —interrogó Angela.
—Sus ojos son verdes y muy grandes, como la minina que tiene la señora
Moretti en su jardín. ¿Mamá, tía Mariam tuvo una gatita?
—¿Te gusta mucho la nena, verdad?
—Sí, mucho —reconoció el niño—. Es mía.
—Parece que a Leandro le han robado el corazón. ¡Qué tierno! —declaró
encantada Angela cruzando una mirada cómplice con Mariam.
Vicenzo arrugó el entrecejo.
—Mi hija no saldrá con ningún chico hasta los cuarenta.
Nicola y Varian soltaron otra carcajada tan fuerte que una de las enfermeras
que pasaba por el pasillo en esos momentos se asomó a la puerta y pidió que
guardaran silencio.
—Es una Riccardi, hermano —ironizó Varian—. Le doy solo un par de años
para comenzar a tener chicos detrás…
Nicola le dio unas palmadas en la espalda a su mejor amigo.
—Ya perdiste, hermano.
—¿Por qué lo dices?
—Solo mira —dijo señalando a Leandro, quien no quitaba la mirada de la
pequeña que también lo observaba—. Ya tenemos al primer candidato.
Todos rieron, mientras en las cabezas de Angela y Mariam una idea
comenzaba a dar vueltas.
26
—Buen día, señora.
—Buen día, Azucena —saludó Angela bajando las escaleras y arreglándose
el cabello—. Hoy me he quedado dormida. ¿Ya te has adecuado a la casa,
querida?
—Sí, señora. Clara me ha ayudado estos días.
Angela observó su reflejo en el gran espejo empotrado en una de las paredes
del primer piso y se complació con la radiante sonrisa que encontró allí.
—El signore la espera en el comedor.
—Gracias. ¿Y Leandro?
—Con su padre, señora.
Ella asintió.
—Gracias, Azucena.
Ladeó la cabeza de izquierda a derecha antes de enrumbarse al pasillo. La
casa de los sueños que ambos habían comprado cuando se casaron estaba
exactamente igual a como la recordaba. Francesco no le había hecho ninguna
modificación en los años en los que no había estado ella allí. Se veía igual de
encantadora. Cuando le dijo que volverían a esa misma mansión, ella tuvo miedo
de ver los cambios operados, pero él le había asegurado “Todo está exactamente
dónde tú lo dejaste.”
Aquello le había hecho saltar el corazón de emoción. Y es que desde que
habían acordado volver a intentarlo, las cosas parecían tomar el curso que
deberían haber tenido siempre.
Habían decidido regresar a su propia casa y cerrar la propiedad en New York.
Necesitaban solidificar su relación familiar solos. Sin la presencia de amigos, ni
familia, y secretamente, Angela pensaba que también lejos de Nicola. Habían
hablado de muchas cosas y llegado a muchos acuerdos. Nunca habían hablado
tan civilizadamente sobre tantos temas. Antes, durante y luego de hacer el amor
en varias ocasiones habían llegado al consenso deseado en cualquier
negociación. Ambos habían exigido y habían cedido en otras cosas. Pero
siempre que Angela intentaba encaminar la conversación sobre aquel pasado,
Francesco encontraba la manera de cambiar el tema. Debían hablarlo y le había
dicho que necesitaba saber la verdad. Pero él se había negado en rotundo. Le dijo
que no necesitaba saber nada. Sea con sexo o palabras de amor o alguna promesa
sobre el futuro, lograba volver a cubrir su historia con ese velo transparente.
Angela no quería que el tema fuera un tabú. Quería que lograran resolverlo
antes que fuera demasiado tarde. No quería que construyeran castillos con bases
de arena y que a la primera oportunidad todo se derrumbara. Aquel era una
célula latente de cáncer en su relación que debía extirpar lo más pronto posible.
Pero supuso que tendrían que hacerlo cuando ambos estuvieran listos. Ella
estaba preparada, pero parecía que Francesco no.
Suspiró, intentando que no se desdibujase la sonrisa de su cara.
Muy dentro de ella sabía que no se moriría de volver a separarse, pero es que
no quería. Quería a su familia completa: Francesco, Leandro, ella y todos los que
vinieran. Se mordió el labio inferior mientras una mano acariciaba su vientre
cubierto por una fina y suelta gasa blanca.
Le había sorprendido mucho que Francesco, un hombre que meditaba y
controlaba todo milimétricamente le hubiera confesado su deseo de tener con
ella otro bebé, como si la idea se le hubiera cruzado por la cabeza en ese mismo
instante. Como si ellos fueran una pareja feliz y sin problemas. En ese momento,
tenía que reconocer que la había sorprendido, pues sus problemas nunca habían
sido dentro de la cama, sino más bien fuera de ella…
Después había llegado la propuesta de volver a intentarlo. Como si le
hubieran lanzado agua fría, la había dejado atontada. Debía reconocer que la
semana desde que llegaron había sido de ensueño. Desayunos en familia,
almuerzos en la oficina de Francesco, tardes creativas para Angela, tanto que ya
estaba por terminar su libro. Salidas a cenar, días de campo, y todo esto
enmarcado en muchas caricias, amor y el mejor sexo con el que podía soñar una
mujer.
La vida le había enseñado que ella podía vivir sin su marido, que podía salir
adelante, pero no quería hacerlo sin él. No quería tener que criar sola a Leandro,
ni mucho menos a… ¡Dios, ni siquiera quería pensar en la posibilidad de que
estuviera embarazada!
No quería tener que pasar por eso sola nunca más. No era que la idea de
tener otro bebé con Francesco no la hiciera feliz. Si lo estaba, estaría fascinada
con el misterio de la vida. Pero seguía pensando que no era una idea inteligente
tener otro retoño en esos momentos.
Sacudió la cabeza sabiendo que todos esos temores tendrían que ser
respondidos pronto, pero hasta que supiera el resultado estaba sola. Sabía lo
mucho que le ilusionaba a su esposo la idea de otro bebé y no quería ver la
desilusión en sus hermosos ojos dorados.
Sacudió la cabeza de nuevo, para sacarse las telarañas mentales antes de
entrar al comedor. Al abrir la puerta, Leandro salió disparado de la mesa para
abrazarle las piernas.
—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá!
—Buen día, tesoro, ¿qué pasa? —preguntó ella sonriendo mientras veía que
el pequeño daba brinquitos a su lado sin parar—. Hijo, ¿qué ocurre?
Francesco rió y Angela se volvió hacia él, mientras Leandro seguía saltando.
Su marido le plantó la ardiente mirada dorada como queriendo transmitirle un
mensaje directo y sensual. Ella lo entendió. Su cuerpo reaccionó al instante,
despertándose de un dulce letargo. Pasó saliva mientras lo observaba caminar
hacia ella con esa gracia predadora instalada en cada cosa que hacía. Ella
contuvo el aliento.
—¡Mamá te estoy hablando! —gritoneó su hijo exigiendo atención. Angela
bajó los ojos para contemplarlo.
—¿Qué sucede, cariño?
—Creo que te había dicho que iríamos al acuario, cara — murmuró
Francesco. La abrazó pasando sus brazos por su cintura—. Iremos al acuario
como prometí.
—¿Al acuario?
—¡Sí, mamá, al acuario, al acuario!
—Ve a traer tu chaqueta —Le ordenó Francesco a Leandro colocando la
barbilla sobre el hombro de su mujer—. Dile a Azucena que te prepare una
mochila con agua y algún tentempié.
Luego salió corriendo como alma que lleva el diablo.
Angela recostó su espalda en el fornido cuerpo de su marido. Y él aprovechó
para apretarla más al suyo y besar su cuello.
—¿Noche agitada, cara? —cuestionó inocentemente. Sí, había estado
placenteramente ocupada. La mujer lanzó un pequeño gritito cuando las manos
del hombre comenzaron a navegar al sur, sobre su vientre y más abajo.
—Nos pueden ver… —Un gemido de excitación rugió en la garganta de ella,
mientras él mordisqueaba su cuello y pegaba la evidencia de su férrea excitación
al redondo y bien formado trasero femenino.
El broche de su pantalón saltó y la mano exploradora siguió su camino
debajo del encaje de sus braguitas. Angela contuvo el aliento mientras su pubis
iba hacia atrás y su espalda se contraía ante tal asalto. Estaba muy sensible luego
de la ardorosa noche pasada. Francesco la encendía como bombillo de luz.
Francesco soltó un suspiro cuando el suculento trasero de su mujercita
colisionó sobre su enfundada erección con la fricción perfecta para que latiera de
necesidad dentro de sus pantalones.
Sus dedos juguetearon con los húmedos pliegues femeninos y la penetró con
un dedo con tal fuerza que ella soltó un grito que fue acallado por los labios de
él. La penetró con fuerza una, dos… y rozó con velocidad el sensible capullo.
Ella gimió, y necesitando más, abrió un poco más sus piernas mientras una mano
rodeaba su cuerpo y amoldaba sus dedos a la furiosa dureza que peleaba
desesperada por salir.
El placer del toque de Angela le recorrió desde dónde lo había tomado hasta
el último cabello de su cabeza.
—Dannazione. Che, cara, non ti azzardare a smettere—Adelantó sus
caderas, al tiempo que continuaba bombeando con su mano en el interior de su
mujer. Ella lo apretó—…Dio, se mi tocca cosi. Non avete il coraggio di arresto,
non ora.
—No te detengas… —Jadeó ella cerca del orgasmo…
—Accidenti, fascino —Besó su nuca sintiendo cómo el interior de ella lo
apretaba con fuerza mientras el cuerpo de su mujer explotaba de placer. La
abrazó cuando las piernas no le respondieron como esperaba.
—Estoy comenzando a pensar que es una maldita mala idea la de salir.
Debería arrastraste a la habitación más cercana, deshacerme de esto —dijo
agarrando los vaqueros luego de cerrarlos y ver que estuviera vestida
apropiadamente— y hundirme tan profundamente en ti que no sepamos del
mundo…
—Cesco —susurró ella girándose y deshaciendo los botones de la camisa. Se
mordió el labio inferior—. Siempre podemos utilizar el lado despejado de la…
—¡Ya estoy listo, papá! —Ambos escucharon los pasos de Leandro bajando
las escaleras de dos en dos.
Francesco apoyó la frente contra la femenina, y luego le dejó caer un beso
posesivo.
—Esta noche no te olvides de nuestra cita.
Ella sonrió ampliamente. Y con las mejillas aún algo acaloradas.
—No lo olvido. Ahora, si quieres puedo solucionar tu gran problema. Ahora
fue Francesco quien se carcajeó.
—Vamos, descarada, que nuestro hijo se está volviendo bastante exigente…
—¿Serán tus genes, cariño?
—No me tientes… —rió él dándole una palmada en el trasero.
***
Angela se colocó los zapatos de tacón, recordando lo gracioso que había sido
ir a un lugar público con un hombre semi envarado. Él la había puesto adelante
en varias ocasiones, y le oyó bufar cada vez que Leandro salía corriendo y
preguntando, cuál máquina ametralladora, qué era ese animal, qué hacía, dónde
vivía y cómo se llamaba el sonido que hacía.
Se examinó en el espejo, y agradeció que el elegante vestido amarillo largo
se amoldara a sus curvas sin sofocarlas. La túnica más parecía las manos de un
amante que un arma de tortura. Se apresuró a salir, pues no quería hacer esperar
a su impaciente marido.
Cuando él la vio bajar, toda la sangre de su cuerpo se congeló para cambiar
el ciclo normal de su recorrido, redirigiéndose al sur con prisa. Ella le regaló una
sonrisa de lado y él quiso arrancarle el vestido en ese mismo instante.
—Il mio bellísimo angelo —gruñó suave, bajo y sensual, mientras le daba
una mano para ayudarla a terminar de bajar—. Estás hermosa, mi amor.
—Tú también estás arrebatadoramente guapo.
—Mmm —murmuró él, mientras besaba los labios de su ardiente mujercita
—.Será mejor que nos pongamos en marcha antes de que me arrepienta y pase
directamente al postre de esta noche.
—Azucena, te quedas a cargo de Leandro —Le dijo Angela cuando cruzaron
con las dos empleadas en el pasillo—. Cierra todas las puertas y no dejes entrar a
nadie.
—Sí, señora Di Rossi.
—No se preocupe, señora —Clara la tranquilizó—. Todo va a estar bien.
—Cara, vamos. Fiore se ha ocupado para que nuestro hijo no esté
desprotegido y Zia Inés está ya en la alcoba de nuestro hijo.
—Es… —tartamudeó un poco—. Es la primera vez que lo dejamos solo en
mucho tiempo, Cesco. ¿Crees que es la decisión correcta?
El hombre entendió el repentino miedo que había recorrido el cuerpo de su
mujer. Se acercó a ella. Acunó su rostro entre sus manos y la hizo mirarlo.
—Está seguro aquí. Lo prometo. Nada malo le pasará ¿de acuerdo?
Aún con cierta vacilación, Angela asintió. Después ambos se encaminaron al
vehículo que los esperaba ya en la entrada para una noche destinada solamente a
ellos dos. Lo merecían. Eran padres, pero también esposos y amantes.
27
—Es necesario que este informe lo firmen en presupuesto, Petra —gruñó
Francesco, estirando el brazo para entregarle la carpeta.
—Sí, señor. ¿Alguna cosa más?
—Cambia la reunión de las seis y media para las tres.
—Pero señor… —comentó la mujer que hacía de su secretaria en la
compañía trasnacional.
—Sin peros, Petra —dictó enérgicamente sin levantar la vista de la siguiente
carpeta que estaba revisando—. Simplemente hazlo.
La mujer agachó la cabeza guardando silencio. Asintió.
—Por supuesto, señor Di Rossi.
Francesco ni se fijó en su secretaria. Petra, intentó por todos los medios que
se percatara de que aquella mañana se había vestido para su jefe. El vestido de
color burdeos parecía adherido a su piel. Pero sus intentos caían en saco roto.
El duro italiano gruñó al rayar una nueva línea en el contrato. No quería
excusas, ni reclamos, ni peros. Lo único que quería era terminar con todo ese
mamotreto de trabajo. Acabar con las reuniones. Tomar el maldito vuelo para
regresar al lado de Angela y de su hijo.
Exhaló, soltando el bolígrafo. Recostó la espalda y todo su peso sobre el
asiento gerencial de cuero. Se llevó la mano al puente de la nariz.
Hacia una semana que estaba fuera de su casa, de su familia. El viaje había
sido intencional. Necesitaba estar solo y pensar en todo desde una perspectiva
diferente. Nunca pensó sentía aquella desesperación por volver. Por abrir la
maldita puerta y aprisionar entre sus brazos a Angela. Darle de comer a la bestia
que llevaba exigiéndole el devastador calor de su tierno cuerpo. Estaba peor que
un indigente ante una hamburguesa. La necesidad de ella lo hacía despertar por
la noche con la nostalgia de abrazarla. Solo eso.
«Demonios.»
Se removió en la silla con incomodidad. Necesitaba con urgencia distraer la
mente del suculento y turgente cuerpo de su mujer. No quería quedar en
completo ridículo. Su altiva y descontrolada erección amenazaría con instalar
una carpa de playa en la bragueta de sus elegantes pantalones negros. Estaba
comenzando a pensar que sufría de alguna enfermedad. Hizo una mueca que
terminó siendo una sonrisa. Y es que era como si Angela tuviera el control
remoto de su cuerpo. Lo desesperaba, lo alteraba, lo encendía y también le hacía
enfadar. Era como perder todo el control del que hacía tanto alarde.
El teléfono sonó sobre su escritorio.
—¿Sí?
—Señor Di Rossi, la reunión se ha modificado para dentro de cinco minutos.
—Bien.
Excelente.
Mientras más pronto terminara con esto, más rápido regresaría. Por primera
vez, Rusia no le parecía excitante. Por primera vez, el cerrar un contrato
millonario no era lo primero en su vida. No es que no quisiera hacerlo. El éxito
inherente a la conquista de un nuevo cliente era por lo que vivía. En antaño,
había sido un emperador en el arte despiadado de la conquista de nuevos
mundos. Pero el éxito perdía su brillo cuando no tenía con quien festejarlo.
Estaba completamente decidido a olvidar el pasado como si se tratara de un
mal sueño. Estaba seguro que, si se proponía erradicarlo de su mente, llegaría el
día en que ni siquiera lo recordara. Pero a diferencia de Angela, él no solo lo
hacía por su hijo. Era demasiado egoísta para hacerlo solo por él. Lo hacía
porque quería. Porque en el interior de su alma, no concebía la idea de volver a
estar sin Angela. De cualquier manera, ella era suya. Y esta vez se aseguraría de
que siempre fuera así.
No es que le hubiera dejado de importar el pasado. Le había hecho
demasiado daño, pero, luego de descubrir en Roma que ella no había tenido más
amantes desde el nacimiento de Leandro, las resoluciones a las que había llegado
en antaño dejaron de ser tan reales como le habían parecido. Habían perdido
valor.
Quizás él había tenido un poco de culpa. Habían sido demasiado jóvenes y
no se conocían tan bien como para llevar adelante un matrimonio estable.
Ambos estaban intentando lograr el éxito por separado. Y no debía hacerse de la
vista gorda de una cosa: el sexo no era lo más sólido para basar un matrimonio.
Habían tenido muchos errores, muchas falencias y egos acumulados; pero esta
vez lo harían mejor. Esta vez no había forma de que al menos él la dejara ir de su
lado.
Con una nueva resolución en la mente, se cerró los botones de la impoluta
chaqueta del traje. Caminó hacia la elegante y moderna sala de reuniones.
***
Cuando hubo terminado de poner la alfombra y sobre ella los juegos
interactivos que le había dejado la maestra de Leandro, la señorita Palmieri.
Tenían que repasar los números y los sonidos de los animales. En ese tema,
Mariam había sido su salvadora. Le había comentado sobre la profesora y
prontamente habían comenzado con las visitas. Angela llevaba a Leandro a casa
de Mariam tres veces a la semana en las mañanas. Daniel y Leandro aprendían
jugando y su maestra era maravillosa. La señorita Palmieri no tuvo ningún
problema en atender a los dos infantes. Afortunadamente, Leandro había sido
instruido por ella en el italiano, por lo que se defendía bastante bien. Pero debía
aprender más si quería ingresar al colegio en septiembre. Francesco le había
dicho que debían inscribirlo en su alma mater, pero Angela le preguntó a
Leandro si quería estar en el mismo colegio que Daniel. Leandro le había dicho
en una comida que le gustaba mucho la maestra y que quería estar con ella y con
Daniel. Francesco no había podido refutar a eso y Angela había recibido una
nalgada por manipularlo con los deseos de su hijo. Ambos se habían reído y
aceptado que Leandro estuviera en el lugar que lo hiciera feliz.
Por lo que tendría que respetar un estricto horario. Y eso era justo lo que
estaban haciendo. Angela ordenó todo y fue a buscar a Leandro al patio interior.
El niño se metía en la casita del perro y ella recordó al labrador negro al que
le pusieron Cucco. Era un animalito fantástico. Su hijo se dio la vuelta y colocó
su cabeza en el césped, mientras sus pies quedaban dentro de la casa y sus ojos
apuntaban hacia el suelo.
Angela sonrió, pensando que Cucco habría sido un gran amigo para Leandro.
El perrito había llegado con mucho miedo una tarde lluviosa. No sabían por
dónde se había metido, pero lo encontraron resguardado debajo de las escaleras
traseras de la casa. Angela vio al perro y no pudo evitar mirar a su marido.
Estaba perdido, asustado y necesitaba sentirse seguro. Francesco lo había dejado
entrar sin decir absolutamente nada de las grandes manchas de lodo que dejaba
por todo el recibidor.
Entre risas, besos y palabras cariñosas habían bañado al pequeño y lo habían
arropado en una manta de colores, para luego ponerlo sobre la alfombra frente a
la chimenea. Se había quedado con la pareja de recién casados por un período de
dos semanas, luego, Angela encontró un papel pegado a uno de los árboles en
dónde decía que Cucco se llamaba en realidad Max. Recodaba bien ese
momento. Había sacado el papel y corrido a casa. El perro había salido a
saludarla como todos los días, pero ella, en vez de llamarle Cucco, le dijo Max.
El can había levantado las orejas reconociendo su nombre y Angela supo,
desesperada, que tendría que llamar a esa familia.
—Leandro, cariño, ven.
Lo mejor era que ayudara a su hijo antes que se rompiera algo, intentando,
coger el tope de la casita de madera. El recuerdo de Cucco había sido un
bálsamo de conexión de lo mejor de su pasado con ese nuevo presente que
estaba aún en pañales. De ese futuro que aún lactaba de ella y de Francesco
intentando sostenerse poco a poco.
Levantó a su hijo de camino hacia dentro.
—Vamos, cariño, tenemos que comenzar con los animales.
—¿Dónde está papá? —preguntó el niño inquieto.
—Papito está de viaje, pero llega mañana. Prometió jugar contigo todo el
día.
Angela sonrió mientras ponía a su hijo en el suelo. Vislumbró por la ventana
en auto negro con la escolta de seguridad dentro, custodiando la entrada de la
elegante mansión. Azucena salió de la cocina, preguntando si necesitaba algo.
Ella negó mientras le dejaba a su hijo unas tapas rosca para que relacionara los
animales con sus nombres. Tenía que enroscar el nombre del animal con las
imágenes pegadas en el cartón.
Quería ver qué era lo que haría el niño por sí solo. Mientras lo observaba,
pensó en lo delicado que era la relación entre ellos dos. Entre Francesco y ella.
Habían acordado volver a intentarlo por su hijo, por ellos mismos.
Luego de olvidar majaderías y de esforzarse al máximo, sentía que tenían un
lazo que nunca antes habían tenido. Confianza. Francesco confiaba en que ella
intentaría hacer posible hasta lo imposible si con eso podía asegurar que Leandro
fuera feliz. Y Angela estaba segura que el mismo esfuerzo que ella pondría en
hacer de su hijo un gran hombre, lo tendría Francesco.
Sonrió cuando Leandro, luego de estudiar el utensilio, decidió que lo mejor
era comenzar con ello. Relacionó bien algunos animales como: el perro, el gato,
los ratones, la loro… Con prontitud, el niño armó con lógica el reto que le había
planteado su madre. Los animales domésticos eran fáciles para Leandro, pero los
de granja no lo eran tanto, así que Angela aumentó el nivel entregándole uno
más grande y un poco más difícil. Su hijo lo estudió un momento. En su mirada,
estaba la copia de la expresión de su padre al intentar encontrar una solución.
Eran los animales de granja contra el niño.
Un reto. Un niño.
¡¡Esa era la respuesta para su libro!!
Angela abrió la boca, organizando mentalmente las ideas que le llegaban
como en tropel. ¡La idea era genial! Y se ajustaba excelentemente con lo que
necesitaba para el final de su libro.
—Azucena, atiende un momento a Leandro.
Viendo que Leandro no corriera ningún peligro, ella trotó hasta el despacho
de Francesco como un caballo de carrera. Abrió las gavetas buscando un
bolígrafo y lo encontró en el segundo de la izquierda. Buscó alguna libreta o
papel que le permitiera plasmar allí lo esencial que necesitaba recordar para
poder estructurar ese gran final para el terrible caso del detective.
Agarró el segundo cajón de la derecha y jaló tan fuerte que se salió de su
sitio. Se estrelló contra el suelo produciendo un estruendo.
En el cajón de abajo había una pequeña libreta de color marrón. Sonriendo
por su buena suerte, la sacó, pulsó el botón retráctil del bolígrafo y garabateó con
rapidez lo que debía tomar nota, separando las cosas que debía detallar con
alarmante precisión y las que con una oración simple podrían tomarse en cuenta.
Casi saltó como una niña con una nota de sobresaliente en la tarea. Agarró
las hojas en las que había hecho sus anotaciones. Cuando fue a dejar la libreta en
su lugar, para arreglar el desastre del cajón del medio, se fijó que su nombre
estaba etiquetando un dossier. Arrugó el ceño y dejó las hojas sobre el escritorio.
Se sentó en la silla giratoria y se apresuró a husmear el contenido.
Se percató que en el interior habían varios papeles, cartas y… ¿fotografías?
—¿Qué?
Es posible que creas saber que está haciendo tu esposa en este momento.
Pero te aseguro que no te dijo que estaría conmigo.
Ray.
Adjunto a esa singular nota, había una fotografía de Ray y ella tomando un
café en un local del centro de New York.
Curioso.
Angela pensó en aquel día. Ella había salido temprano de casa y le había
dicho a Francesco que se encontraría con su editora. Al terminar la reunión, Ray
la había llamado porque necesitaba pedirle un favor urgente. Ella, por supuesto,
no lo había dudado. Nunca dudaba en asistir a un amigo cuando lo necesitaba.
Incluso, en muchas ocasiones, anteponía las necesidades de ellos a las suyas. Y
es que para ella el término amigo valía como título honorífico. Era por eso que
tenía tan pocas personas a su alrededor a las que llamar de esa manera. Dos,
tres… los demás eran simples conocidos. Dentro de ese reducido grupo, ahora
estaba Mariam Salas.
Al llegar al café, él le había contado toda una odisea para lograr entrevistar al
entrenador de un equipo de hockey. Le había pedido que hablara con Denis
Roodman porque se habían hecho buenos amigos en la universidad. Angela
prometió que lo haría, luego se fue a casa.
No había que ser demasiado erudita para sumar uno más uno y que el
resultado te saltara a la vista. O más bien la bomba te explotara en el rostro. Aun
no creyendo que Ray pudiera hacer algo así, siguió leyendo las notas y viendo
las fotos.
“Debiste tomarte con calma las cosas en París, así, tú seguirías viendo tus
negocios y yo seguiría en la cama de tu mujer.”
“¿Quieres saber quién ganó? Pregúntale sobre su nuevo manager y sabrás
la respuesta.”
“Tú no eres más que un capricho para ella. Luego, cuando se aburra,
volverá a lo que conoce. Yo.”
“Hoy no usamos preservativos.”
Angela se llevó una mano a la boca mientras intentaba acallar la maldición
que salió de sus labios. Pasó las fotografías, y cada vez eran más terribles que las
anteriores. Más sugerentes y falsas. Tenía una fotografía de ella en una cama,
somnolienta.
Esa fotografía había sido tomada cuando ella cumplió veinte años. Vivía en
un apartamento compartido con Elena y ella había dejado pasar a Ray y a
Débora para sorprenderla. Y la habían sorprendido. Según la nota que llevaba al
lado, Ray la había tomado luego de una maratón sexual en uno de los viajes de
negocios de Francesco. Y detrás llevaba escrita la frase: “Pasional como un
demonio en el cuerpo de un ángel”.
Cada nueva imagen que veía llevaba un eslogan diferente y cada vez más
alusivo al sexo. A la manera en la que ella le era infiel cada vez que Francesco
parpadeaba.
Así que esos eran los fundamentos que tenía Francesco para acusarla de
adulterio. Esas eran sus fehacientes pruebas.
No sabía si reír o llorar.
Cada una de aquellas fotos tenía una explicación lógica. Ray no solo había
adulterado las fotografías y había tejido una sórdida historia, sino que también
había irrumpido en su pasado, y mancillado recuerdos con esas acciones.
Escuchó que un auto se estacionaba en el pórtico de su casa. Reconoció el
motor de la máquina. Francesco. No podía ser otro. Se apresuró a recopilar las
fotografías, cartas y todo el contenido que había vaciado para descubrir la
verdad. Cerró el cajón con un golpe fuerte. Apresuradamente salió del despacho
y se quedó en la entrada el tiempo justo para sentir la llave de Francesco en el
cerrojo y el tic que le daba la bienvenida.
28
Al verlo entrar, intentó recomponer su expresión y dejó salir una sonrisa de
oreja a oreja. Pero su estómago estaba revuelto, asqueado con todo lo que acaba
de descubrir.
—Hola —saludó el hombre con una sonrisa torcida y la incandescente
mirada a punto de quemarla viva en una hoguera.
—¡Papá! —gritoneó Leandro, incorporándose del suelo. Corrió con todas sus
fuerzas para abrazarlo.
Él lo alzó del suelo para darle un sonoro beso en la mejilla.
—¿Cómo está mi hombrecito? —Le reverenció con ternura, mientras
Leandro se aferraba al cuello de su padre y recostaba la cabeza—. ¿Me has
extrañado? —El pequeño, que siempre había sido de pocas palabras, asintió—.
¿Qué hacías?
—Mamá me estaba ayudando con los animales.
Azucena apareció de repente. Francesco le dio el portafolio para que lo
pusiera en su despacho, luego le tendió la mano izquierda a Angela. Cuando la
tomó, él jaló de ella para añadirla a su cuerpo.
La simple sensación de sentir sus curvas pegadas a su cuerpo hizo que su
sangre se volviera gasolina en combustión. Pero a la vez, se sintió tranquilo.
Angela le regaló una mirada extraña. Parecía angustiada, triste. Francesco la ciñó
aún más a su cintura y la besó. Ella respondió al apasionado gesto como siempre
lo hacía, con la misma ansiedad, con el mismo anhelo. Pero algo eclipsaba aquel
beso.
La portuguesa pudo entrever la pregunta no dicha en los ojos de su marido
cuando el beso acabó. Ella negó, diciéndole con la mirada que no pasaba
absolutamente nada. Aún no complacido con la respuesta, jaló de ella para subir
a la segunda planta.
Al entrar a la habitación, se encontraron con Clara, quien estaba cambiando
las sábanas de la cama.
—Señor Di Rossi.
—Hola, Clara. Lleva a Leandro a su recámara y dile a Marcus que baje del
coche los paquetes que traje para él.
—¡Mami, papá me trajo regalos! —Rió extasiado el crío.
—Ve a por ellos, cariño.
Angela sonrió, mientras observaba como su hijo llevaba casi a rastras a Clara
para que bajase las escaleras.
Cuando se dio vuelta, Francesco ya había entrado en el dormitorio principal.
Le siguió para ver cómo se deshacía de la chaqueta negra y del nudo de la
corbata.
—¿Cómo estuvo tu vuelo? —quiso saber ella. Por conversar de algo,
intentando que no se notara que el detallar cada músculo de su cuerpo al
desvestirse le había dado una ráfaga de incontrolable calor.
—Sin complicaciones —Él se encogió de hombros tirando de la camisa para
sacarla de dentro de los pantalones y poder abrirla.
—Amm… No me llamaste para decirme que llegarías. ¿Hubo algún
problema?
Francesco asintió.
Dios bendito. Su marido se veía hechizante, atractivo y caliente allí,
simplemente sentado a los pies de la cama, con la camisa abierta y el cabello
despeinado. Ella dio unos pasos hacia adelante, suspirando pesadamente.
Francesco abrió las piernas en el mismo momento en el que las caderas de
Angela estuvieron en el perímetro límite de sus brazos.
Entonces la atrajo hacia él, haciendo que casi rebotara sobre su cuerpo.
—¿Esa es forma de saludar a tu cansado marido, cara? —Besó su estómago
por encima de la ropa.
—Me sorprendió encontrarte en la entrada de la casa —Jugueteó ella
entrelazando sus dedos con los sedosos cabellos negros de Francesco y
regalándole una amorosa caricia.
—Terminé todo el trabajo pendiente. No había razón para quedarse en Rusia
y sí muchas para regresar —murmuró él, mientras ella acariciaba su rostro y
bajaba la cabeza para besarlo, para dejar que él la besara.
Suave, despacio, lento. Pero no era lo que Francesco quería, ni necesitaba en
ese momento. Él había vuelto pronto por ella, solamente por ella. Así que
profundizó el beso, haciendo que Angela se sentara a horcajadas sobre sus
muslos. Ella sintió automáticamente la dureza de la necesidad de su marido
rozando su monte de venus.
Francesco deslizó las manos por dentro de la blusa, buscando la rectitud de
su espalda y la turgencia de sus pechos. Le besó el cuello, la mandíbula.
Cambiaron de posición, pues Francesco giró para dejar la columna de ella en
contacto con la cama, sin dejar de besar cada parte de su anatomía. Le lamió la
clavícula.
—Te he extrañado, ¿sabes? —dijo soplando dónde antes había dejado
impresa su pasión.
—¿Por eso volviste tan pronto? —interrogó ella pasando las palmas por sus
pectorales ligeramente velludos.
Él asintió.
—Fue un infierno estar sin ti esta última semana. Tenía tantas ganas de
incrustarme tan profundo en ti, que parecía que me iba a volver loco.
—Mentiroso —jadeó ligeramente porque la inocente confesión relampagueó
dentro de ella, logrando que se humedeciera.
—Solo pienso en ti, en tu cuerpo, en nuestra necesidad del otro.
—Nada te distrae cuando estás trabajando, Cesco —respondió ella haciendo
una mueca.
—Tú sí —Le abrió los botones de su blusa azul hasta que dejó a la vista el
sugestivo sujetador rojo de encaje—. Es muy bonito —agregó paseando
acariciando con sus dedos la montaña de sus pechos—. Te cuelas en mis
pensamientos, en mis sueños. ¿ Me has extrañado tanto como yo a ti?
—Sí —admitió ella susurrante, estremeciéndose por las caricias y reacciones
de su cuerpo.
—¿Cuánto? —exigió saber él, deshaciéndose uno a uno de las tachuelas que
tenía sus pantalones de mezclilla.
—Mucho…
—¿Me lo demostrarás? —preguntó sacando de la copa de su sujetador uno
de sus pechos y llevándose el erecto pezón a la boca. Uno de sus dedos se
deslizaba dentro de sus bragas hasta el interior de su humedad.
—Posiblemente —Rió Angela jadeante. Francesco se llevó los dedos a la
boca para degustar de su mujer.
—Dulce, muy muy dulce…
—¡Mamá, ven pronto! —chilló inesperadamente Leandro desde el primer
piso. Angela levantó el cuerpo abruptamente y Francesco le besó el cuello—.
¡Mamá!
—Estoy comenzando a pensar que sería una buena idea enseñarle a nuestro
hijo la importancia de las siestas.
Ella soltó una melodiosa carcajada.
—No dormiría en la noche —vaticinó convencida al tiempo que se
acomodaba la ropa.
—¿Qué te parece si le enseñamos que cuando papá y mamá están en su
habitación solos no puede interrumpir? —propuso él gruñendo.
—¡Es solo un niño, Cesco! —Le defendió ella entrelazando sus dedos con
los masculinos para que la ayudara a levantarse.
—De acuerdo, de acuerdo. Iré a la ducha; pero Leandro hoy se acuesta
temprano.
Angela le brindó otra de sus sonrisas más radiantes. Se arregló la ropa, peinó
con los dedos su cabello y salió del dormitorio. En el camino observó que tenía
las mejillas al rojo vivo y sus pupilas dilatadas, dos o tres tonos más más claros,
como emocionados. Sonrió ante todo lo que Francesco podía obrar en ella. Se
hizo aire con las manos e intentó respirar profundamente para que se le pasara.
No era una exhibicionista, y tampoco quería comenzar a serlo delante de su hijo
de cuatro años.
Por su lado, dentro de la habitación, Francesco entró en la baño
refunfuñando. Sabía que su hijo necesitaba a su madre, pero, ¿justo en el instante
en que papá necesitaba también a mamá? Bufó.
Tendría que idear algo, una manera de mantener a su hijo ocupado, sobre
todo cuando volvía de un viaje largo. Supuso que ese era el problema de todos
los matrimonios con hijos. Al inicio, no era un problema ni la hora, ni el lugar en
el que se desataba su pasión, pero con un niño correteando por todos lados… No
quería ni pensar que Leandro abriera una puerta y los encontrara en media faena.
Con ese aterrador pensamiento se metió a la ducha, intentando que su
emoción volviera a guardarse en el estuche. No quería más duchas frías, ya había
tenido suficientes.
Cuando hubo terminado, se colocó unos vaqueros azules y un pullover gris.
Se calzó unos cómodos zapatos negros, secó su cabello y lo dejó sin peinar. El
espejo le dijo que algunas canas habían comenzado a aparecer en sus sienes.
Sonrió. No se sentía viejo. Todo lo contrario, volvía a tener treinta. Angela era su
medicina.
Al cabo de un rato, bajó las escaleras y se quedó tras bambalinas al escucha
la voz del indeseable Ray.
—Imagínate mi sorpresa cuando al llamar a Rafael, este me dijo que ese
italianito y tú habíais vuelto. ¿Es en serio, cariño? ¿Luego de todo lo que te
hizo?
La contempló con decepción en la mirada y Angela simplemente le sonrió.
—¿Decepcionado? —preguntó ella con una media sonrisa tan fría como el
atlántico.
—Bastante, Angela —Le escupió con repulsión—. No te consideraba una
mujer estúpida, pero lo eres si crees que ese hombre te valorará; aunque sea un
poco. No le importas, nunca le has importado. ¿Realmente crees que de pronto le
importarás?
Se aplanó el cabello con una mano. Un gesto que Francesco particularmente
detestaba. Lo hacía recordar a las ratas.
—Francesco es difícil, sí, pero…
—¡Ningún “pero” vale! Pensé que te querías más a ti misma y, sobre todo,
que querías al pequeño que merece una familia llena de amor. ¿Es que no lo
entiendes, Angela?
—Siempre supe que nuestro afecto era algo magnífico, Ray —Le sonrió
forzadamente—. Siempre supe que tú serías el que me ayudaría en los momentos
difíciles…
Angela levantó de la mesa de centro el dossier y se lo lanzó.
—¿Qué es…?
—Cuando encontré este sobre en el despacho de Francesco, comprendí la
clase de rata inmunda y despreciable que eres —Los ojos marrones del hombre
se abrieron como platos con sorpresa. Aquello aumentó la ira de la mujer—. Allí
están todas las imágenes y cartas dónde tú le decías a mi esposo que estabas
acostándote con su mujer —De pronto el timbre de pena se instaló en sus
cuerdas vocales—. ¿Cómo pudiste hacer eso? ¿Cómo pudiste arruinar mi
matrimonio cuando yo te consideraba un hermano? Eres peor que una sucia
víbora rastrera. Ahora dímelo a mí, hazme creer esa maldita mentira. Pero
Francesco se enterará de esto. Estate seguro. Porque nadie, absolutamente nadie
ha estado en mi cama más que el padre de mi hijo. Y esa es una verdad absoluta
que, aunque te duela reconocer, es completamente cierta.
—Sí, nunca has estado en mi cama, pero, ¿en serio te creerá? —Una sonrisa
cínica se surcó por sus labios—. ¿Cómo la última vez? Es tu palabra contra la
mía, encanto. Sé realista. Di Rossi —escupió el apellido como quien extrae el
veneno de serpiente de una herida— ya me creyó una vez.
Ray rió burlón, recordándole que su amado esposo no había confiado en ella
lo suficiente. Si lo hubiera hecho, no estaría en esa situación. No podía negarlo,
porque era cierto. Sabía muy en el fondo de su ser que Francesco no había
confiado lo suficiente en ella. Ahora comprendía que la misoginia congénita no
solo era una enfermedad de Carlo.
—No… no es… cierto —titubeó ella solo por defenderlo. Pero sin ninguna
convicción, dado los acontecimientos pasados.
—¿Cómo lo sabes?
—Ella lo sabe y eso es más que suficiente —Francesco salió de las sombras
que proyectaban las escaleras y se acercó a ellos.
Lo demás fue todo demasiado rápido. Ray vio el puño de Francesco
acercándose a su rostro, directamente a su nariz.
—¡Me has roto la nariz por Dios Santo! —Se llevó ambas manos al rostro
para detener la gran hemorragia roja que tinturaba el rostro y la camisa blanca de
aquel hombre—. ¡Eres un bastardo, Di Rossi!
Sin alargar más la situación, Francesco le propinó tantos golpes como su
consciencia le dictaba que merecía. Su expresión era salvaje. Angela se llevó las
manos a la boca, mientras sus ojos se abrían como platos.
—Esto es lo que te mereces por todos estos años —Gruñó mientras seguía
golpeando con la violencia reflejada en sus rasgos físicos y la tensión de sus
músculos a punto de explotar.
Ray, que no era manco, también le propinó unos cuantos golpes. Angela vio
al hombre que creía que era su mejor amigo gatear lejos del alcance de
Francesco para dirigirse hacia la puerta.
—¿Me echas la culpa de no confiar en tu esposa? —La risotada que lanzó
fue demasiado lenta para el toro embravecido en el que se había convertido
Francesco—. No, Francesco, no. Yo solo puse las semillas en tierra fértil, tú te
encargaste de hacerlas germinar.
Lo cogió de los hombros. Lo grapó en la pared como quien pone la
estampilla a una carta. Le dio la vuelta para verle el maldito rostro. Lo iba a
pagar muy caro.
—¡Pagarás por esto, Di Rossi! ¡Voy a denunciarte por agresión!
—Denuncia lo que te dé la gana, mal nacido —respondió levantándolo del
suelo por el cuello—. Pero esto te enseñará a que con mi familia no te vuelves a
meter. ¡¿Escuchaste, porquería?! — Francesco estaba colérico y le mostró los
dientes aterradoramente cuando le dijo—. No te quiero cerca de mi familia
nunca más, ¿me has oído? —Lo separó un poco de la pared de concreto y como
él no le respondió, lo volvió a golpear contra la pared—. ¡Responde, bastardo!
—Sí —murmuró Ray medio atontado por los golpes.
—Cariño… —susurró Angela, colocando sus manos en los hombros de su
marido. Francesco lo bajó, abrió la puerta y lo lanzó al césped.
—Lárgate de mi vista ahora mismo.
Ray se levantó a duras penas con el rostro lleno de sangre y observó con odio
acumulado al hombre que le había quitado lo que siempre había deseado. Angela
debería haber sido suya. No podía haber otro final para su historia.
—Ella siempre fue mía. ¡Siempre lo será!
Francesco abrazó a su mujer, jalándola más hacia él.
—Ella es mi mujer. Yo fui el primer hombre al que su calidez acogió —Rió
burlón—. Yo la hice mujer. El hijo que llevó en su vientre fue mío. Y seguirá
siendo mía. Así que es mejor que no te le acerques nunca más, porque te juro
que si lo haces te mataré.
Angela sacudió la cabeza intentando comprender qué era todo eso que había
pasado. Aquella demostración estúpida de machos de las cavernas. De pronto se
sentía como un trofeo que ambos tenían que ganar. Que ambos querían en sus
vitrinas de premios.
Un poco decepcionada por el rumbo que había tomado la situación, Angela
levantó la vista hacia los ojos de su marido. Este cerró la puerta y apoyó su
espalda en la madera.
—Lo lamento mucho.
—¿Qué fue exactamente lo que pasó, Francesco? —Se sentía dolida con él,
con Ray, con ella misma por haber sido tan idiota.
Ella era una mujer, no un objeto bonito que iban a tener en la repisa. No
quería que hicieran taxidermia con su cabeza para que decorara la sala de estar.
Aquello le dolió mucho. Verlos pelearse por ella como dos leones por un
maldito, pero apetitoso trozo de carne.
—Ven —murmuró el italiano jalando su muñeca para dirigirse a la sala—.
Siéntate.
Angela obedeció confundida, dolida, llorosa y sumamente perdida.
Francesco se llevó las manos a la cabeza, intentando encontrar la manera de
contar aquello que ahora hacía que se sintiera como un completo imbécil.
Pero prefirió tomar al toro por los cuernos.
—Ray intentaba siempre dejarme muy claro que tú estabas enamorada de él
y que te habías casado conmigo por error. Porque tu padre jamás consideraría el
aceptar que te casaras con otro. No conocí a tu padre porque murió y yo… Yo no
sabía si era cierto o no —Sus manos fueron a dar a los muslos de Angela y
jugueteó con el dedo pulgar por su tersa piel—. Cuando viajaste a Portugal por
el reconocimiento al “Escritor del año” en ese concurso, yo estaba feliz por ti,
cariño, hasta que dijiste que él iría contigo.
Angela negó sintiéndose sofocada. Era un ave en cautiverio que quería salir.
Negó con fuerza con su cabeza mientras derramaba más lágrimas de frustración.
—Ray era mi agente. Yo te pedí. ¡Te rogué! —murmuró desesperada—
Fueron muchas veces las que insistí que fueras conmigo.
—Y no lo hice porque estaba enojado de que no me hicieras caso. De que le
defendieras.
—¡Pero yo no sabía! Yo…
—Déjame terminar —interrumpió—. Estuvieron solo una semana, pero Ray
se las ingenió para hacer una llamada tras otra. Santo cielo, cómo pude… —
Levantó la vista para observarla—. Angela, las pruebas estaban allí. La llamada
con tu voz teniendo sexo, las posteriores fotografías que encontraste —
Francesco observó que ella cerraba los ojos con dolor.
—¡Debiste preguntar! —gritó la mujer, frustrada. Estaba completamente
furiosa. ¿Cómo algo tan insignificante como unas fotografías y llamadas
telefónicas habían causado tanto dolor? Si Francesco le hubiera preguntado y
confrontado de una mejor manera, aquello hubiera tenido una mejor resolución.
Más rápida, más simple. Dios…
—No lo hice. Me deje llevar por las pruebas que me parecían verdaderas, por
el enfado, la desazón. No tenía nada que me dijera que no ibas a mentirme. Lo
había hecho mi abuela con mi abuelo. Incluso mi madre con mi padre.
Vio a su mujer negar con la cabeza.
—¡Yo no te utilice jamás! ¡Ni siquiera se me cruzó, alguna vez por la cabeza
el engañarte! —soltó fuera de sí. La furia corría por su cuerpo como lava en un
volcán—. ¿Te di motivos para que pensaras que alguna vez te pudiera mentir?
¿Te mentí? ¿Te engañé? ¿Me comporté acaso de alguna manera, por más
pequeña que sea, que te hiciera pensar que no podías confiar en mí?
—Angela es distinto. Cuando el miedo te invade el razonamiento no tiene
cabida. Solo te vi igual a las demás. Fue mi error.
Seguir escuchándolo era dañino. Se tapó el rostro con las manos. No podía
creer lo que estaba escuchando.
Angela estaba intentando comprender toda la información que le había
llegado de sopetón. Ray era un bastardo traicionero. Francesco no había creído
en ella cuando le dijo la verdad por puro orgullo. Leandro había tenido que
pasar, por un error, todo ese tiempo sin lo que le correspondía por derecho. Un
error del que también ella tenía parte de culpa. Si le hubiera hecho caso, nada
habría pasado. Todos tenían parte de culpa en ese gran enredo.
—¿Un error? ¿Llamas a cuatro años de la vida de mi hijo sin su padre un
error? ¿A vivir el mismo tiempo sin saber lo que te había llevado a pensar en la
separación? ¿Qué es un error para ti, Francesco? —Él examinó el dolor en los
iris topacio de Angela. Todo aquello le estaba haciendo daño. Él era el causante
de todo—. No confiaste en mí, Francesco. Corriste la maratón de tu vida, pero
por el camino equivocado —Ella se limpió las lágrimas que parecían no querer
cesar su caminata hacia el abismo. Suspiró—. ¿Cómo pensaste que yo haría algo
así? ¿Cesco, alguna vez confiaste en mí?
—Es difícil, Angela. Yo…
—¡Yo te amaba, Francesco! —le recriminó—. Hubiera vendido mi alma por
ti sin dudarlo y cuando lo pidieras. Nunca, jamás, pensé siquiera en faltar a mi
promesa de amarte para siempre y serte fiel —Él contemplaba sus ojos
cristalinos, angustiados, decepcionados—. Pude Francesco, estos años por mi
cama podían haber desfilado un sinfín de hombres, pero no fue así. No fue así
porque tú eras el único hombre al que yo quería en ella. Semper Fidelis,
Francesco. Siempre fiel.
Se levantó del asiento. Sabía que aquella repentina tormenta había sido
causada por su desapego, por su desconfianza.
—Angela, si pudiera regresar el tiempo atrás. Si… Dio —Acunó su rostro
entre sus manos destrozado, desesperado—. Eres más de lo que merezco. Eres la
mejor madre que le pude dar a Leandro, la mejor esposa. Yo no te merezco,
cara. Eres demasiado buena para mí. —Besó su frente. Comprendió que lo único
malo en aquella relación era él. Por primera vez no era perfecto. Ni siquiera la
solución. Era el problema. Con la voz suave por el descubrimiento agregó—.
Asumo toda la responsabilidad de mis actos.
Mientras Angela intentaba entender el criptograma que le acababa de dejar
caer sobre la mesa, vio sin darse cuenta que Francesco se dirigía a la puerta.
Cuando escuchó aquella madera cerrarse, toda fábula, toda idea de esperanza
terminó hecha trizas. Esta vez, las esquirlas se instalaron en su corazón con tal
fuerza que sintió que se desangraría.
Se quedó mirando al vacío como perdida en el espacio y el tiempo mientras
las silenciosas lágrimas corrían río abajo hasta la catarata de su mandíbula.
—¿Señora, se encuentra usted bien?
—Ve a ver a Leandro, por favor —respondió reconstruyendo a penas su voz.
29
Angela inhaló hondo, dejando el maldito cierre de la maleta y lanzándola
hacia un lado frustrada. Se sentó en el borde de la cama y tapó su rostro para
evitar maldecir. Una presión en el pecho le hacía querer gritar, maldecir y
golpear todo lo que se le cruzara por delante. Se negaba a llorar, se negaba a
dejar que el dolor volviera a sobrepasarla.
Necesitaba estar tranquila. Pensar.
Ella había podido levantarse una vez y lo haría de nuevo. Con la acción de
Francesco, quedaba claro que no la amaba. Él solo deseaba su cuerpo. Nada más.
Quien amaba demasiado era ella. Ella que había decidido darle una segunda
oportunidad. Ella que había dejado atrás su orgullo y hasta momentáneamente su
dignidad. Pero el testarudo italiano no la amaba lo suficiente como para luchar
por ella, reconocer sus errores y pedir disculpas. Se había refugiado en su cueva
de invierno, desapareciendo del mapa. Saliendo no solo de su vida, sino también
de la de Leo.
Y eso era lo que más le dolía. Que se hubiera olvidado que por las venas de
ese niño corría su propia sangre y una vez más...
—¿Mami?
La vocecita insegura de su hijo la hizo alzar la vista.
—¿Dime, mi amor? —Intentó sonar neutral, pero la voz le tembló un poco.
Leandro la analizó con los ojitos llenos de lágrimas y corrió hacia los brazos
protectores de su madre.
—Mami, extraño a papá, ¿volverá pronto?
¿Cómo podía explicarle a su hijo que su padre había decidido alejarse ellos
una vez más? ¿Qué había preferido salir de sus vidas para no reconocer su error,
para no pelear por su familia? Le acarició el rostro al pequeño y sonrió lo más
tiernamente que su amargo corazón pudo resolver.
—Papi tuvo que volver a viajar, cariño —Lo ayudó a levantarse para que se
sentara en su regazo—. Mi vida, sabes que papá es un hombre muy ocupado. Él
vendrá a verte, te llamará por teléfono apenas tenga un respiro.
—¿De verdad, mami? —La mirada esperanzada del pequeño de cuatro años
estuvo a punto de romperle el corazón. No sabía si Francesco cumpliría sus
promesas. No sabía absolutamente nada y el hecho que tuviera que mentirle a su
hijo la hacía sentirse terriblemente mal. Lo que más le molestaba era que sabía
que decepcionaría a Leandro.
—De verdad —Leandro colocó su cabeza en el pecho de su madre.
—¿Papá me quiere, verdad mami? —preguntó jugando con uno de los
mechones castaños que caían como río sobre sus pechos.
—Tu padre te adora, Leandro —Angela contempló a su hijo—. Que tu padre
haya tenido que viajar y no se pudiera despedir de ti, no quiere decir que…
—Yo no quiero que papá se vaya… —Muy en el fondo, Angela sabía que
ella tampoco quería.
Ella besó su mejilla, conteniendo sus lágrimas.
—Mejor ayúdame a hacer las maletas, que pasado mañana iremos a ver a la
mamá grande.
—¿A la yaya Mecia?
Angela asintió, sabiendo que lo mejor sería mantenerlo ocupado. Ella sabía
que no se olvidaría del asunto tan fácilmente, pero al menos estaría entretenido
hasta que ella tuviera que ir a recoger los exámenes esa misma tarde.
***
Francesco llevaba todo el día encerrado en el taller de orfebrería. El espacio
era amplio y diáfano, con grandes ventanas a través de las cuales podía entrar luz
natural a lo largo del día, pero si su trabajo se dilataba hasta bien entrada la
noche, como ese día, el lugar contaba con fuentes de iluminación
suficientemente potentes como para no padecer alteraciones visuales.
A su alrededor, minuciosamente organizados, todos los materiales, la
maquinaria y las herramientas que cualquier artesano podía necesitar.
Sentado en una silla ergonómica, trabajaba sobre una mesa espaciosa y
despejada su última gran creación. Un collar en el que había empleado todo su
tiempo. Una joya que tendría nombre de mujer: Angela. Ella había sido su
inspiración mientras dibujaba el boceto. Ella había guiado sus coordinados
movimientos mientras fundía las piezas. Ella, sin saberlo, había procedido con él
al acabarlo a mano.
Ponerse a crear siempre lo había ayudado a reducir la tensión muscular y a
acallar los pensamientos. Sobre todo, si era algo de lo que se enorgullecía.
Volvió a mira el resultado. Había destruido por última vez el collar familiar, pero
de él, había creado tres maravillas casi idénticas. Tres pruebas irrefutables del
amor de un hombre por una mujer. Nunca había querido entregarle el collar a
Angela, no por falta de amor, sino porque estaba manchado con muerte y mala
suerte, pero uno nuevo, configurado de los mismos materiales que
amorosamente su ancestro había elegido meticulosamente para honrar a su
profundo amor, le resultaba más representativo. El suyo se llamaba Angela,
como la mujer a la que siempre amaría en cuerpo y alma.
Cuando Francesco pasó a probar el movimiento y el cierre, supo que había
terminado con el último de los tres collares.
Aunque eran tres replicas casi idénticas, aquel tenía un significado especial
para él. Porque no solo había depositado en él sus conocimientos y arte, sino
también todo su corazón.
Satisfecho con el resultado, Francesco hizo a un lado las gafas protectoras, la
mascarilla y los guantes con los que horas antes había estado trabajando y colocó
ordenadamente en el centro de la superficie las tres maravillas que sus manos
habían reconstruido. En orfebrería como en cualquier otro oficio artesanal, nadie
quedaba exento de correr ciertos riesgos. Se utilizaban herramientas mecánicas
que bien podían atentar contra la seguridad. Un simple despiste podría
conducirlo directamente a urgencias.
Y él tenía muchas probabilidades de acabar ese maldito día en una sala de
emergencias con una herida abierta.
Todo porque volvería acabándose loco de tanto pensar. Tenía las palabras y
las amargas verdades aun torturando su cabeza, haciéndole ser cada vez más
consciente del terrible error que había cometido.
Después de todo, podía darse cuenta que nunca debió dudar. Jamás debió
poner en tela de juicio lo que Angela le decía. Ella era su esposa, se suponía que
la amaba, se suponía que confiaba en ella; pero había dudado.
Se había dejado llevar por lo que decían las imágenes, por lo que él quiso
ver. La había juzgado sin un juicio justo. Había superpuesto todas las pruebas y
sin darle derecho a defenderse, había dejado caer la guadaña en su cuello,
decapitándola y sellando su suerte.
Su suerte.
La suerte de Leandro. La suerte de él mismo.
Quería volver, arrastrarse hacia ella y pedirle otra oportunidad, pero nunca la
merecería. Ella había hecho mucho, soportando todo lo que la había hecho pasar
en Roma. Aunque había sacado de vez en cuando las uñas, siempre se había
mantenido íntegra en todas y cada una de sus frases hirientes, las miradas
acusadoras de Carlo, las habladurías de la gente en las reuniones a las que habían
asistido y las risitas de las demás mujeres malintencionadas.
Y todo lo había soportado por él.
¡No!
No lo había soportado por él, no podía ser tan vanidoso y ególatra en pensar
que todo en el mundo de Angela llevaba su nombre y apellido, porque hacía
mucho tiempo que él, ante sus ojos, había dejado de merecer el primer lugar en
su vida. Y ese lugar, su lugar, lo había tomado Leandro. El pequeño era la prueba
inequívoca de que juntos podían hacer cosas perfectas.
Se llevó las manos al rostro. El sentimiento de culpa le estaba matando. Si
algo había aprendido en todos los años llevando cada una de las experiencias a
cuestas, era que todo podía ser modificado. Las utilidades de una empresa
podían ser aumentadas y recuperadas de una pérdida, se podía cambiar un foco
quemado y hasta cambiar un mal día con una sonrisa, pero lo que nunca se
recuperaba era el tiempo perdido.
Tiempo...
El invento perfecto para la humanidad era un reloj invertido, que te regresara
al instante en que pudiera tomar una nueva decisión. Pero eso era idealismo
puro, y él no era un hombre al que le caería bien un epitafio dónde la
protagonista era esa palabra. No era Michael J. Fox, ni tampoco tenía un
DeLorian10, que le ayudara en su cometido loco, impulsivo e idealista.
Tenía que aceptar que se había terminado por su negligencia. Ninguna mujer
podría aceptar unas simples disculpas, aquello no podía simplemente ser
reparado, porque el borde de la sutura de la herida era demasiado grande y
doloroso. Debía reconocer que esta vez fue él el perdedor de su propia partida,
con su propio juego.
En un impulso renovado, se incorporó bruscamente de la silla y caminó hacia
uno de los muebles de la estancia y cogió tres estuches de terciopelo negro,
después de un cajón falso sacó una llave de casi diez centímetros de largo.
Cuando, sin demoras, guardó las joyas, cruzó la estancia y se paró frente a un
viejo cuadro. Al moverlo, apareció una caja fuerte. La abrió con la llave y
depositó en su interior dos de las tres creaciones que había hecho. Admiró dentro
del estuche la que aún conservaba en sus manos. Las piedras preciosas del
milenario collar Liliana Rochett. Sonrió. El buen Chaplin podría sentirse
orgulloso de él, pues el tiempo era el mejor autor: siempre encuentra el final
perfecto, y ese era el final perfecto para él.
Nunca iba a dejar de amar a Angela, pero no podía obligarla a perdonarle.
No podía obligarla a que lo escuchara o imponerle su presencia. Se había
cansado de ser arrogante y de simplemente tomar lo que creía que le pertenecía.
Ella era la dueña y señora de aquella joya luminosa y radiante de la misma
manera en la que era la dueña de su corazón. Su sonrisa se extendió. Tenía una
nueva resolución: mañana, muy temprano, enviaría a uno de sus mensajeros para
que le hiciera llegar aquella reliquia familiar a su esposa. Seguramente ella no lo
entendería y correría a lanzarle el collar como ya lo había hecho una vez.
Francesco esperaba que lo hiciera solo para verla una vez más…
***
Miércoles por la mañana.
¡Jesucristo!
Angela jugueteó con la fruta en el plato del desayuno, estando
completamente segura de que había rogado para que ese día no llegase.
—Señora, ¿puedo hablar con usted? —preguntó Azucena con timidez.
—Sí, claro —respondió ella dejando en paz la rodaja de piña y haciendo
descansar al tenedor—. ¿En qué puedo ayudarte?
—Yo… —Comenzó la mujer, arrugando el mantel que tenía bajo las manos
—. Quería saber… —Angela la alentó a que terminara de hablar con la mano—.
¿Puedo regresar a la casa de los señores Di Rossi cuando usted y el niño Leandro
se vayan?
Angela no tenía respuesta para esa pregunta. Ni siquiera le había dicho a
Francesco que iba a abandonar la casa y Azucena era servidumbre de él.
—No lo sé. Tendrías que esperar a que el señor vuelva. Me imagino que
tarde o temprano lo hará. Quédate en esta casa por lo pronto. Pero te voy a rogar,
Azucena —pidió Angela un poco avergonzada— que no reproduzcas nunca lo
que sea que hayas escuchado en esta casa.
—No he oído nada, señora.
—Gracias —le dijo Angela y le pasó un cheque a su nombre—. No sé cuánto
se tarde en llegar Francesco. Pero te agradezco todo lo que has hecho por
nosotros. Habla con la mi suegra. Seguramente estará encantada de volver a
recibirte.
—Gracias, señora —Azucena le sonrió, pero Angela pudo ver que le tenía un
poco de lástima.
— Dile a Clara que tenga listo a Leo, voy y vengo.
Angela se incorporó de la mesa, sabiendo que por mucho que odiara dejar la
comida, no tenía cabeza para pensar en alimentarse, solo podía pensar en un
sobre blanco con el logo de la clínica con una noticia dentro. Sabiendo que era
suficiente, cogió el bolso, las llaves y se encaminó hacia la salida. Se subió al
auto plateado y salió de la mansión con un solo camino marcado.
Si el resultado de los exámenes era negativo, aquel sería el último día que
estaría allí. La novela estaba terminada y en la bandeja de entrada del correo de
su editora, y nada la uniría a Roma. Así que podría subir al avión sin ningún
remordimiento. Que su parte maternal la perdonara; pero si el resultado era
negativo, si consideraba la situación tal y como estaba, sería una gran bendición.
No era que no quisiera tener otro bebé, sentir de nuevo las patadas en el vientre
maduro, o rogarle a Dios porque él o ella nacieran sanos. Lo que no quería, a lo
que le tenía miedo, era a otro fracaso, otro desastre y otra desilusión para los
niños.
Plural. ¡Por Dios! Prefirió prender la radio para que el sonido dulce de la
música hiciera su trabajo y dejara de pensar. Hacía mucho que pensaba en todo.
Cada una de las acciones, momentos y palabras que le decían, era como si se
tratara de un dictamen de muerte.
“That kindalovin', turns a man to a slave. That kindalovin', sends a man
right to his grave… I go crazy, crazy, baby, I go crazy. You turn it on, then you're
gone. Yeah you drive me… Crazy, crazy, crazy, for you baby. What can I do,
honey I feel like the color blue...”
Al escuchar la canción que estaba sonando en la radio, decidió que el
universo entero estaba conspirando en su contra porque cada una de las palabras
de la buena canción de Aerosmith, le hacía recordar lo que había perdido. No
podía evitar encontrar similitudes a las últimas semanas de su vida. Un viejo
amor había regresado, se habían dado de nuevo la oportunidad de un “algo” para
que en el primer eslabón delgado de la cadena volviera a salir corriendo hacia un
nuevo lugar.
La autopista estaba completamente llena del parque automotor de la ciudad,
parecía que cada persona en Roma había decidido sacar el coche ese día.
Comenzó a marcar el ritmo de la canción con el dedo sobre el volante y algunas
palabras salieron de sus labios. El tarareo se convirtió pronto en el cántico de un
fan en medio de un concierto cuando la melodía llega al coro…
Giró a la izquierda y entró en el parking de la clínica. Apagó el motor y
suspirando se insufló el valor que necesitaba para subir al segundo piso y recibir
la noticia. Un nuevo sentimiento de angustia arrugó su pecho.
¿Y si estaba embarazada? ¿Y si un pequeño bebé Di Rossi se estaba
formando en su vientre en ese mismo momento?
Se mordió la uña del dedo índice de su mano izquierda, allí, dónde aún
descansaba el anillo de compromiso y de matrimonio que le había regalado
Francesco hacía mucho tiempo atrás. Suspiró. Si estaba embarazada, sería la
mujer más feliz del mundo y dejaría de preocuparse tanto. Si estaba embarazada,
cambiaría su obituario y se dirigiría directamente a hablar con su marido,
quisiera él o no. Porque él era el único padre que podría tener ese bebé.
—¿Desea algo señora? —preguntó la enfermera que se encontraba en la
recepción.
—Buen día, vengo a recoger unos análisis de sangre.
—¿Apellido?
—Di Rossi. Angela Di Rossi.
—Aquí están, señora Di Rossi —Sonrió la mujer y le pasó un sobre cerrado.
Angela lo miró: blanco, con un logo en el lado izquierdo que eran unas
manos con las palmas hacia arriba con una cruz, su nombre con profesionales
pero impersonales letras negras, grandes y gordas. Le dio la vuelta dispuesta a
abrir el sobre. Suspiró intentando calmar el bombardeo de su corazón en el
pecho. Levantó el rostro y sus ojos fueron directamente al reloj.
30
A Vicenzo Riccardi no le sorprendió en lo más mínimo encontrar el despacho
de Francesco vacío. Hacia unos días, tres para ser exactos, que su primo no
aparecía por DRGioielli, le había contado su secretaria nada más verlo. Apretó la
mandíbula y los puños a los costados de su cuerpo. Algo le tenía que haber
pasado. Ese no era un comportamiento habitual. Sospechaba que el único
responsable de todo aquel asunto tenía nombre mujer. Ellas eran las únicas que,
si se lo proponían, tenían el poder de convertir a cualquier hombre en un muñeco
inanimado.
Sin perder más tiempo, había salido directamente hacia el ático de su primo..
Cuando llegó al edificio, saludó al portero y ordenó a sus miembros de
seguridad que no lo acompañaran. Subió directamente por el ascensor y un par
de minutos después se encontraba frente a la puerta de Francesco llamando con
fuerza. Cuando esta se abrió, fue la empleada doméstica quién se asomó. Tenía
una mano en el pecho y la mirada espantada.
—Señor Riccardi —Suspiró aliviada—, me ha dado un susto de muerte.
—Señora Potts, ¿dónde está Francesco?
—E-en el estudio.
Vicenzo le agradeció y entró directamente por el pasillo a paso firme y con la
resolución de aporrear el trasero de su primo, si es que lo necesitaba.
George Benson amenizaba la oscura habitación cuando giró el picaporte y
entró. A su amigo siempre le había gustado estar rodeado de un estado tranquilo
cuando todo lo sobrepasaba. Todo en calma y con un poco de Jazz.
Entró en la oscura estancia y se dirigió automáticamente el bar. Se sirvió una
copa y ocupó el sillón enfrente de Francesco. Este tenía la cabeza hacia atrás y
los ojos cerrados. Compartieron el silencio unos segundos, como la tranquilidad
que precede al temporal o la victoria previa a una emboscada.
—Me sorprende verte aquí y no junto a tu esposa. Tengo entendido que no te
apartas de ella desde el nacimiento de tu hija. ¿Qué tal se encuentran ambas?
Las palabras roncas y neutras de Francesco provocaron un brillo especial en
los ojos de Vicenzo.
—Recuperándose poco a poco, y yo deseando volver junto a ellas y junto a
Daniel. Pero Mariam me pidió que te entregara este documento —El político
sacó de su portafolios un dossier. La española colaboraba activamente desde
hacía un par de meses en una fundación que luchaba contra el cáncer y
Francesco le había prometido donar una de sus más valiosas joyas para una de
sus subastas. La fecha se echaba encima y con el nacimiento de la pequeña
Judith había tenido que relegar sus obligaciones a su marido. Mientras Francesco
le echaba un rápido vistazo a los papeles y los firmaba, Vicenzo disfrutó de la
melodía que los envolvía suavemente. Hasta que súbitamente reconoció la
canción y apuntó—: “When I fall in love” sonó en tu boda, creo recordar.
El otro hombre rió con amargura.
—Nada se te escapa.
—Nunca entendí por qué eligieron esa canción.
Francesco se encogió de hombros.
—Angela decía que había esperado tanto para enamorarse que estaba segura
que sería para siempre —contestó, recordando que en esa época, su esposa sentía
fascinación por la música de los años cincuenta— ¿pero sabes qué es más
extraño aún que escuchar esa canción?
—¿Más qué verte hecho una mierda? —Vicenzo se encogió de hombros y
bebió un poco del líquido ambarino. No le quitaba los ojos de encima al hombre
que parecía estar ahogándose en su propio dolor, aquel que intentaba parecer
bien pero que tenía la vista perdida, desorientada.
—Justo, preciso y en el lugar correcto —Se mofó—. Comenzaba a
preocuparme por si esa preciosa esposa que tienes te había regenerado por
completo.
—Por allí dicen que el fin justifica los medios —Le hizo un salud con la
copa examinando su mal estado. Su cabello revuelto, la barba crecida y
desaliñada—. Mírate, estás hecho un desastre. ¡Maldición, Francesco! Pon fin a
esta mierda de una vez por todas o solucionalo. Si Angela es culpable…
—¡No lo es! —sentenció apresuradamente él y haciendo que su voz sonara
dura, grave, clara y completamente cerrada a cualquier comentario que dijera lo
contrario.
—Así que no es culpable —comentó Vicenzo enarcando una ceja y
analizando lo que acaba de escuchar.
—No, no lo es. Ella nunca me fue infiel. Todo fue una trampa creada por un
psicópata al que le creí, al que le permití atiborrarme de situaciones ficticias
hasta que me cegué de celos y desconfianza —Francesco lanzó una exhalación al
aire antes de continuar—. Si quieres echarle la culpa a alguien de los pecados
pasados, amigo, entonces dispara sobre mí. Porque fui tan imbécil para arruinar
las cosas, no una, sino dos veces.
Vicenzo no esperaba esa sinceridad. No esperaba esa respuesta. El silencio
los absorbió a ambos, pues la música se había detenido y por fin comprendió el
tipo de hoyo profundo en el que estaba metido su primo.
—Así que habemus confitentem reum —Colocó los brazos sobre los muslos
y suspiró hacia el asentimiento de Francesco.
—No solo un reo confeso, también listo para caminar al patíbulo.
—¿Y qué harás?
—Dejarla ir. No hay tercera oportunidad, así que me alejaré. La daño cuando
estoy cerca, la daño estando lejos, de igual manera la daño, pero no tendrá que
cargar también conmigo. Así es que la dejaré seguir con su vida, ser feliz.
—Eres un idiota. Un cobarde.
—¿Qué?
—Ve y lucha por ella si la quieres a tu lado.
—No, Vicenzo —negó cabizbajo—. Sé cuándo debo retirarme, sé que la
perdí. Hice todo mal. La vida me la devolvió solo para que supiera que no podría
tenerla. Dime ¿con qué cara puedo pedirle que me acepte una vez más? —
Suspiró—. He estado mil veces a punto de llamarla, de aparecerme en casa, pero
qué le diría: Lo siento, perdóname. ¿Acaso bastaría? Incluso le envié un regalo,
algo hecho por mí mismo. Pero el mensajero volvió, devolviendo el paquete.
—Las mujeres son distintas a nosotros, Cesco. Ellas tienen una capacidad de
perdonar que no es de este mundo. Escapa a la lógica y a las capacidades del
hombre para comprenderlas —Francesco se quedó en absoluto silencio—. Es
una lástima que mi mejor amigo sea un perdedor conformista.
Sin más que añadir, Vicenzo se incorporó de su asiento y caminó hacia la
puerta. Antes de irse le dijo:
—La perderás el día en que sus ojos se cierren y su pecho deje de respirar.
La perderás cuando esté encerrada en un cajón pronta a dormir eternamente,
pero hasta que eso pase, tienes una jodida oportunidad. Piénsalo.
Francesco le observó irse y le tomó unos minutos comprender lo que le había
dicho, así que se levantó y sin perder ni un solo segundo más, cogió las llaves de
su coche y bajó al garaje. Se paseó la mano por la barba desprolija en un intento
de enchufar su cerebro, qué le diría. Por primera vez, el poderoso Francesco Di
Rossi no tenía las palabras precisas para meterse al bolsillo a alguien. Porque ese
alguien no era cualquier persona, era la mujer más inteligente y fuerte que había
conocido en su vida.
Tres cuartos de hora más tarde, bajó con desesperación del vehículo que se
olvidó de las llaves de su propia mansión. No regresó a por ellas, simplemente se
precipitó hacia la puerta y la aporreó con tanta urgencia que temió echarla abajo.
—¿Dónde está Angela? —Le preguntó bruscamente a Azucena cuando esta
le abrió finalmente.
—No está, señor. La…
—¿Cómo que no está?
—La señora se fue de viaje hace dos días.
Francesco tuvo que sujetarse al marco de la puerta. La realidad le golpeó tan
duro que casi vio la lona. Ella se había ido.
31
Angela paseó los dedos por los lomos de los libros del lugar que más adoraba
en el mundo. Aquella librería había sido su lugar secreto por mucho tiempo.
Recordaba esconderse allí cuando su madre la llevaba de compras, cuando salía
temprano del colegio y no quería llegar a casa. Nadie tenía tantos momentos allí
como ella. Y ahora, cuando más vulnerable estaba, necesitaba esa protección que
solo encontraba allí.
New York, la ciudad de inmigrantes y oportunidades. Su madre vivía allí
desde la muerte de su padre hacía mucho, por lo que Angela había pasado
muchísimo tiempo envuelta por ese resplandor americano. Solo iba a Portugal en
las vacaciones para ver a sus hermanos.
Colocó la frente sobre los libros y cerró los ojos suspirando.
Francesco.
Toda la semana se había preguntado qué pasaría si él, de pronto, apareciera y
le pidiera que lo perdonara, como solía pasar en las películas. Primero pensó que
lo haría por Leandro. Luego, decidió que él siempre tendría a su padre y que no
podía tomar una decisión pensando solo y únicamente en él, porque esta vez no
quería las sobras de algo. Lo quería todo. Era así: todo o nada.
Pero tampoco podría, porque eventualmente tendrían que acordar las cosas
sobre Leandro. Nunca dejarían realmente de estar unidos.
«No todos logran encontrar un amor tan grande que lo supere todo.» Angela
se encogió de hombros aceptando lo que todo se había acabado. Cogió un libro y
lo abrió para ver si aquello lograba alegrarla.
—Sabía que te encontraría aquí tarde o temprano.
Su voz le provocó escalofríos desde la nuca, donde su aliento había
descargado, hasta la punta del dedo más pequeño del pie. Con brusquedad
Angela se giró y descubrió al hombre que estaba siempre latente en sus
pensamientos.
—Cesco —El ceño fruncido de ella le hizo comprender que era la última
persona que esperaba ver en aquel lugar y la frialdad de su mirada le golpeó de
lleno en el rostro—. Pero qué haces aquí, pensé que a partir de ahora solo
hablaríamos por medio de nuestros abogados.
Francesco cerró los ojos ante aquel impacto directo. Se lo merecía, eso y
todo lo que ella quisiera decirle. Sin embargo, eso no hacía que le doliera menos
aquella situación. .
—Espero que no sea así —pidió. Parecía torturado—. Espero,
fervientemente, que aún tengamos la capacidad para comunicarnos sin terceros,
sin jueces…
—¿De eso viniste a hablar? ¿Para eso regresaste de Italia?
—Quiero que hablemos… No —negó, comprendiendo que no era el modo
de abordar la situación—. Si tu deseas escucharme… —Sin poder evitarlo,
alargó una mano y cogió uno de los mechones sueltos que bailaban alrededor del
rostro de Angela. Lo acarició.
—¿Entonces? —Ella se apartó, sabiendo que dejar que la tocara solo avivaría
más el abismo y la distancia, solo sería un leño nuevo en la hoguera ardiente del
dolor que la quemaba constantemente desde hacía algunos años.
Francesco suspiró y dejó caer la mano que tocaba el delicado mechón de
cabello castaño. El dolor y sentimiento de pérdida cayó con densidad y peso
sobre los hombros del hombre. Quería gritar, pero en vez de eso, pasó una mano
por el lomo de los libros de la estantería que estaba detrás de Angela.
—No recuerdo la cantidad de veces que te he seguido hasta aquí.
—¿Qué? —preguntó desconcertada por el cambio de ritmo y de tema de la
conversación.
—¿Recuerdas el día que nos conocimos?
Ella estuvo tentada a decirle que no, que todo lo que se trataba de él estaba
eliminado de sus recuerdos, quería decirle que se había encargado de
exterminarlos con cada acción; pero no pudo hacerlo.
—Sí —gruñó bufando mientras comprendía que ella no podía ser tan o más
injusta que él.
—Recuerdo haber visto unos hermosos y curiosos ojos a través de Carlo —
Sonrió—. Estabas tan aburrida de la conversación de tu mesa que no encontraste
mejor manera de distracción que fisgonear lo que dialogábamos mis hermanos y
yo.
Angela tuvo la delicadeza de colorear sus mejillas y sentirse avergonzada. Se
suponía que él no la estaba viendo.
—Cómo lo…
—Porque no podía quitar la vista de ti y de tus peculiares ojos que
encontraban interesantes formas de ignorar a tus amigos.
Francesco acarició el rostro sorprendido de Angela, no pudiendo evitar
tocarla. La deseaba, la quería… No podía perderla.
—Pero si tú no estabas observándome.
—No es así como yo lo recuerdo, cara —Le pasó el pulgar por su mejilla—.
Llevaba gafas oscuras ese día y te contemplé desde que te sentaste frente a mí.
Luego comenzaste a fisgonear y era como espiar al espía. Cazar al cazador —
Ella parpadeó confusa, iba a hablar, pero él la interrumpió—. Nos fuimos, pero
regresé. Te seguí hasta aquí. Te vi disfrutar de cada libro que cogías antre tus
elegantes manos, y yo quería formar parte de eso. Tuve un jodido flechazo, aun
cuando no creía en ellos. Estaba siguiendo a una mujer hasta su guarida y
planeaba plantarme delante de ella y presentarme, entonces se me ocurrió…
—¿Por qué nunca me lo dijiste?
—Por la misma razón por la que no te hablé del collar y porque tampoco te
dije exactamente lo que quería. Tenía miedo.
—¿Y por qué lo haces ahora? ¿Ya no tienes miedo?
Francesco sonrió y se acercó tanto a Angela que ella quedó entre el estante
pegado a la pared y el gran cuerpo del hombre. Él bajó el rostro hasta llegar a su
oreja y murmuró:
—Ahora tengo más miedo todavía —Le confesó, contándole el secreto más
profundo de su alma—, pero he comprendido que puedo convivir con el
conocimiento de ser un idiota a tus ojos, pero la sola idea de perderte para
siempre… Me desquicia.
Sintiéndose embriagada por la fragancia clásica del sándalo que solía
rociarse en el pasado Francesco cada mañana, él la rodeó con sus fuertes brazos.
Angela lo miró anonadada, intentando digerir todo aquello.
Pero él la necesitaba. Necesitaba tocarla. Necesitaba besarla. Necesitaba
tenerla a su lado. Necesitaba saber que ella lo amaba todavía, porque todo lo
demás estaba dispuesto a repararlo con tiempo y… amor. Sí, le costaba esa
palabra porque nunca había sentido el amor incondicional de nadie, pero Angela
le había demostrado que era posible. Que ella lo amaba de esa manera y nadie
podría cambiarlo.
—Francesco —Angela intentó apartarse de él, pero el hombre acunó su
rostro entre sus manos—, no podemos escapar de lo sucedido. Lo intentamos,
pero pareciera que siempre estará cual fantasma entre nosotros.
—Tú sabes perdonar, Angela —Le dijo—. Tú amas tanto que puedes llegar a
perdonar. Yo trabajaré incansablemente para hacer que me ames tanto como lo
hacías. Porque yo fallé. Fui a buscarte para pedirte perdón. Para rogarte, si
hubiera sido necesario, que no botes a la basura las esquirlas de lo nuestro y me
permitieras repararlo.
—¿Por qué? —preguntó ella, queriendo llorar y sabiendo que habían aún
varias cosas en medio por resolver.
—Porque te amo. Te necesito. No hay un solo día que no quiera compartir
contigo. Hace cuatro años, pensé que me moría y solo la ira logró mantenerme.
Esta vez —le confesó—, esta vez no podía odiarte. No podía culparte, porque fui
el único responsable. Y lo acepto. Esta vez fui al infierno y volví. Volví porque
creo que el amor que nació en esta librería es más fuerte de lo que tú o yo
podamos creer. Porque como dijiste hace mucho tiempo, mi amor. El día que me
enamoré de ti, lo hice para siempre.
Angela se mordió el labio inferior, bastante afectada por sus palabras.
—¿Yo dije eso?
—El día de nuestra boda.
Ella había decidido que intentaría ser feliz con su hijo, pero allí estaba él,
dejando en sus manos no solo la decisión de volver a intentarlo, sino desnudando
su corazón como nunca antes lo había hecho; como nunca esperó que algún día
el inflexible y perfecto Francesco Di Rossi hiciera. Le estaba mostrando sus
miedos y entregando su corazón. Por fin.
«Es todo o nada», citó su manipuladora mente.
Francesco estaba desesperado por saber la respuesta. Quería decirle algo,
mostrarle más, convencerla que nada sería igual.
—Cara, te prometo que nada será igual.
—Nada podrá ser igual, porque el día que iba a irme recogí los análisis de
embarazo que me hice el día anterior —El hombre sonrió y ella vio cómo la
esperanza comenzaba a iluminarle la cara—. No, no te emociones. No estoy
embarazada.
Francesco vio la desilusión apoderarse de los preciosos iris de Angela. La
jaló hacia sus brazos para darle un cálido abrazo, queriendo calmarla de
cualquier manera. Ella había tenido que volver a pasar por algo sola. Sin él. Sin
nadie más que un niño de cuatro años. Le besó la frente y acarició su espalda.
Luego de un suspiro pesado por parte de la mujer susurró:
—No importa que no lo estés, tal y como te conozco, estoy seguro que ya
estabas pensando en la habitación del bebé —Francesco ensanchó su sonrisa y
besó su frente—. Quiero que sepas que no hay forma en esta vida en la que te
deje ir de nuevo. Te seguiré, cara, hasta el recoveco más inaccesible del mundo.
Ya tendremos muchas oportunidades para tener más bebés si tú me aceptas con
todas mis deficiencias.
—Son demasiadas —aceptó ella haciendo un recuento. Estaba cansada de
jugar al gato y al ratón. Su lengua había dejado fuera los filtros y solo decía lo
que sentía—. No sé si el abismo puede saltarse —Angela cerró los ojos—. Han
sido tan pocos años y tantos trapos sucios colgados en la palestra de un periódico
sensacionalista…
Ella suspiró negando y levantando la vista hacia él.
—Difícil. No te digo que soy un hombre fácil, amore, porque no lo soy; pero
si quiero apelar. Jugármela. ¿Podrás perdonarme por todo esto? Sé que es pedir
demasiado, pero, ¿podrás amarme y enseñarme a amar de esa manera? Porque
yo te amo.
—Yo también te amo, Francesco —Él entrelazó sus dedos con los femeninos
encontrando un poco de luz en el fondo del túnel. Aunque débil, era lo
suficientemente fuerte como para albergar una ínfima esperanza—. Pero tienes
que saber que sé vivir sin ti. He vivido contigo y sin ti, y he sobrevivido cuando
pensé que moriría si no estabas a mi lado —explicó ella con lágrimas en los ojos
—. No tengo miedo de estar sola con Leandro. No soy la misma Angela devota
que antes besaba el suelo por el que pisabas. Pero te amo y prefiero estar contigo
a estar sin ti, pero no habrá… ¡No, espera!
Sin previo aviso, Francesco la tenía ya apresada entre sus brazos y la
silenciaba con un fiero beso que demostraba no solo su frustración, sino la más
grande de sus alegrías. Una de sus manos grandes acarició su vientre.
—Eres un tonto —Acarició su rostro y le pasó una mano por la barba rasposa
mientras sonreía—. Yo te perdono porque te amo y quiero vivir lo que me quede
de vida a tu lado sin reserva alguna.
—Mis actos podrán estar borrados para ti, pero nunca lo estarán aquí —
Señaló su cabeza—. Y puedo hacerte la promesa de hacerte feliz hasta el día que
mi corazón deje de latir.
Angela sonrió de medio lado.
—Eso nos deja muchos días por delante juntos, ¿verdad?
—Casi una eternidad.
—Bien, me parece un tiempo justo —Angela se abrazó al pecho de
Francesco para aspirar su embriagante aroma—. Te quiero. ¿Qué te parece si
volvemos a casarnos? Vámonos a cualquier sitio, renovemos nuestros votos,
cambiemos de anillos…
—Ya veremos eso…—Sonrió ella—. Por ahora me conformo con quedarme
así contigo y saber que no se trata de un maravilloso sueño.
—Te juro que no lo es, mi amor —Besó su frente—. Lo juro.
Súbitamente él se separó un poco de su mujer y sacó una caja de joyería de
su abrigo.
—Quiero darte esto porque te pertenece —le entregó el obsequio—. Sé que
mi madre te contó la historia del collar familiar. Sé también que por eso me lo
devolviste…
—Francesco no…
—Déjame terminar —dijo poniéndole un dedo sobre los dulces labios—. Lo
fundí y recuperé las piedras preciosas que mi ancestro tan meticulosamente
buscó para su amada. Lo separé en tres partes iguales, uno para cada uno de
nosotros. Con las piedras que me pertenecen, hice esto para ti como prueba de
mi amor.
Angela sollozó un poco mientras abría la caja. El collar era sencillo, pero
hermoso. Perlas unidas por elaborados pero diminutos eslabones que se unían en
una pequeña caída que seguramente daría hacia sus pechos.
—¿Te gusta? —preguntó el hombre nervioso por su respuesta.
—Me encanta —apreció tocando la joya—. ¿Podrías?
—Encantado, mi amor —La mujer se giró e hizo a un lado su cabello para
mostrarle su cuello. Francesco la ayudó a ponerse su amorosa creación y le besó
el cuello—. Gracias, mi dulce amor, por hacerme el hombre más feliz del
mundo. Lucharé por ser cada día el hombre que mereces.
—Te amo Francesco Di Rossi y prometo serte siempre fiel.
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