Quinientas Formas de Morir
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DE MORIR
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ ©
Andrea Vergara G.
Andrés Pascuas Cano
Editores
Nueve Editores
Cuidado de textos
Diseño y maquetación
www.pexels.com
Foto de portada
www.nueveeditores.com
Colección Indicios
QUINIENTAS FORMAS
DE MORIR
NARRATIVA
COLECCIÓN INDICIOS
Índice
Aguas de marzo 5
La estrategia del ciempiés 16
Luz 24
Río cuesta abajo 29
El empuje de las olas 37
Vino de La Rioja 43
Blog Top 51
Estrategias para derribar un puente 56
Instantáneas 61
Zapping 67
A vuelta de correo 72
Quinientas formas de morir 86
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR
Aguas de marzo
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entre manos; pero tus pares son, o parecen ser, dos me-
quetrefes.
Quise decirle que no tendrían por qué ser
necesariamente dos mequetrefes: el tipo que arregla los
equipos electrodomésticos, en los bajos de mi edificio, es
especialista en los viajes de Marco Polo, Cristóbal Colón
y Hernán Cortés; el bodeguero de mi barrio conoce las
capitales de todos los países del mundo; y mi hermano, el
taxista, hizo una maestría en la cultura otomana.
Quise decirle que la mayor parte de las aplicaciones
que aparecen en Facebook son trucos, malabares, luces
de neón; que Murakami no es más que un aprovechado
que se agarra de cualquier artilugio para armar tramas y
subtramas en sus novelas de amor; pero Claudia parecía
tan feliz que no quise cortarle las alas. Me apoyé un poco
en el brazo derecho de la silla giratoria, coloqué mis
manos sobre uno de sus muslos y le dije:
—¿Tengo que matar a esos dos tipos?
—No hace falta —respondió— lo que necesito es
que mates a las hijas de puta con quienes comparto mi
energía.
Reí un poco. Creí que bromeaba. Me acerqué más
para darle un beso. Su rostro volvía a lucir tan regio como
un caballo de carreras.
—¿Hablas en serio? —le pregunté.
—Por supuesto —dijo—, resulta imprescindible.
Y solo entonces creí que, en realidad, Claudia era
mucho más que rara.
La mayoría de las muchachas piden cosas menos
atrevidas, digamos que cargan con un poco de sentido
común. A mis novias las he llevado al cine, a comer, a
bailar, les he comprado vestidos, tarjetas de navidad,
pasteles de chocolate y piezas de ropa interior. Hasta el
momento ninguna me había preguntado si sería capaz de
matar por ella.
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Luz
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Día 1, jueves
Desperté casi a mediodía. Ya me comenzaba a doler la
espalda. Caminé hasta el baño, y después de la meada más
larga de mi vida, decidí romper el luto por la ruptura con
mi esposa, firmar los malditos documentos del divorcio y
cambiar el mensaje de la contestadora.
Me vestí de prisa y salí afuera. Quise hacer las
cosas que comúnmente hacía cuando era soltero, pero
mis amigos no estaban en el bar ni en la bolera ni en los
bancos del parque.
Regresé a casa, estuve dando vueltas de la sala
al cuarto y del cuarto a la sala, despojándome de todo
aquello que pudiera traerme el recuerdo de mi esposa. De
tal modo me deshice del video de la boda y la luna de
miel en las costas de Marruecos, de los discos de Giorgio
Di Stefano, las revistas de diseño de interiores, el cesto de
mimbre para guardar las figuritas de porcelana y las cartas
que nos enviamos cuando me fui seis meses a Roma y
ella se quedó en Nueva York con sus padres, conoció al
laboratorista de la empresa farmacéutica M & G y me
puso cuernos hasta cansarse.
Seis meses después regresé de Roma con los papeles
en orden y grandes deseos de ver a mi mujer. Habíamos
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Día 2, viernes
Conducir un descapotable me produce una sensación muy
parecida a la calma. Por eso compré este auto en cuanto
recibí el aumento.
Mi mujer se opuso al principio, dijo que debíamos
ahorrar para cuando tuviéramos un niño, que si la cuna,
el andador y el cuarto ambientado cual si fuera un barco
pirata, el castillo de la Bella Durmiente, o el fondo
marino; dijo que debía asegurar la casa, el viejo auto, mi
propia vida.
Yo insistí durante un cuarto de hora, y terminó
por darme la razón: manejar un descapotable es la mejor
forma de acercarse a la felicidad.
Antes de emprender el viaje desconectamos los
aparatos electrodomésticos, cerramos puertas y ventanas,
y colocamos las maletas en el asiento trasero. Ella me dio
un beso largo, dijo que había preparado bocadillos para
el camino y que ese fin de semana, sobre todas las cosas,
debía brindarle aliento a mi hermano; en eso de brindar
aliento, nunca he sido realmente bueno.
—El pobre, debe estar muerto de tristeza. Una
ruptura después de cinco años de matrimonio no resulta
nada fácil —dijo mi esposa.
Me puse al volante, me coloqué las gafas y encendí
el auto.
A medida que nos alejábamos de la avenida
principal el tráfico iba disminuyendo. Busqué en la radio
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Día 3, sábado
Mi hija confesó que antes de irse a dormir había sentido
un poco de miedo, a pesar de asegurarle que allí no había
osos ni serpientes ni lobos ni mucho menos leones o tigres.
—Pero estaban los grillos, las ranas, las lechuzas,
los caballos…
—Debiste haberlo soñado —le dije—. Quédate
quieta, en cuanto termine de peinarte bajamos a desayunar.
La mesa estaba servida. El tío Jesús se había levan-
tado bien temprano para hacer las empanadillas de queso,
las tostadas con mayonesa, el jugo de mango, el guacamole,
los bocadillos de jamón y los huevos revueltos con tocino.
Mi niña anunció en voz alta que si algo le gustaba
eran las empanadillas de queso.
—Las empanadillas eran la especialidad de Martha
—dijo el tío—. Solía ser muy estricta con respecto a la
preparación, las porciones y los ingredientes secretos.
—Pues yo podría adivinar algunos de esos
ingredientes —dijo la esposa de Julián mientras se acercaba
a la mesa—. Cuando tenía quince años me inscribí en un
curso de cocina, nos enseñaron a distinguir los sabores,
las texturas —tomó una de las empanadillas y, después
de masticarla bien despacio, dijo—: Tiene un poquito de
chile, queso blanco, canela y salsa de coco.
—La salsa no es de coco —dijo el tío— sino de
tamarindo.
—La salsa de tamarindo es amarga.
—Martha conocía un método especial para
«desamargarla».
Julián se acomodó junto a su esposa y le preguntó a
mi niña si le había gustado la Barbie Malibú. Ella levantó
la mano mostrándole la muñeca y dijo que la había traído
para que desayunara.
—¿Qué le gusta a tu Barbie? —preguntó Julián.
—Las tostadas con mayonesa y el jugo de mango.
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Día 4, domingo
Siento que, a medida que envejezco, necesito dormir
menos. Es como si mi cuerpo se recargara en tan solo
cuatro o cinco horas de sueño. He tomado la costumbre,
durante los últimos dos años, de acostarme bien tarde en la
noche, leyendo libros que me recomienda Julián o viendo
programas televisivos, y despertar bien temprano, justo
antes de que los rayos del sol se reflejen en las ventanas de
cristal de mi habitación.
Entre una cosa y la otra, gasto las horas del día.
Desde que Martha murió he aprendido a no exigirle
demasiado a la vida y tomar lo que ella me brinda cual si
fuera un obsequio, un privilegio.
Las metas que me trazo son cada vez más bajas,
más insulsas y carecen, en cierto modo, de importancia.
Me entretengo con las noticias de la prensa, a veces
intento trocarlas, intervenir una nota acerca de la cantidad
de civiles muertos en el último ataque sobre la franja de
Gaza, con un reporte sobre el estado del tiempo. Los
resultados suelen ser divertidísimos.
Oigo la radio y respondo todas las preguntas de
participación. Desde que mi hijo me regaló el ordenador
no hay respuesta que Wikipedia no pueda ofrecerme.
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Vino de La Rioja
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Estrategia No. 1
El frío había empañado el cristal de la ventana. Afuera estaba
a punto de caer la nieve, y yo no hacía otra cosa que pensar
en Claudia, en las cortas posibilidades de volver a verla.
Mi padre colocó dos cervezas junto a la ventana.
Aseguró que se enfriarían en cuestión de minutos y
anunció que la comida le había quedado requetebuena:
—Tamales en cazuela, justo como los hacía tu
madre; plátanos maduros fritos y verduras en conservas,
traídas directamente del supermercado.
Mi padre está orgulloso de los descuentos para
trabajadores que le hacen en el mejor supermercado de
la zona. Allí ha gastado las horas durante los últimos
veinte años, ordenando latas de carne y cajas de leche
en los estantes superiores. Mi padre es un hombre alto,
muy alto. Yo crecí siendo bajo de estatura, bajo de peso y
la presencia de la nieve afuera (blanca y espesa, blanca y
pura) me regalaba una sensación de desamparo, o de algo
parecido al desamparo.
Apenas llevaba seis meses en NorthVillage y ya
estaba arrepentido de haber cruzado el mar, de haber
dejado atrás el olor de la tierra mojada, el miedo a la
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Estrategia No. 2
—Los tamales tienen carne de cerdo y unas
albóndigas que sobraron de la otra noche —dijo mi padre.
—Están buenísimos —aseguré y me serví un poco
más en el plato.
La mesa del comedor era demasiado grande para
un apartamento tan pequeño. Mi padre se sentaba en
una punta; yo, en la otra. El comenzó a hablar de un
tipo, un colombiano, a quien habían despedido porque
maltrató a unos clientes. El hombre trabajaba en las
cajas registradoras. Había ascendido de almacenero a
depediente.
—Aquí no se puede cometer ni un error —decía
mi padre—, ni uno solo.
Yo apenas le prestaba atención, recordaba a mi
madre, siempre que como tamales en cazuela recuerdo a
mi madre, y de algún modo raro, en el hilo de las memorias,
a mi mente llegan las tetas de Claudia, las enormes tetas
de Claudia.
«Ese negocio de pintar exteriores no es rentable»,
aconsejó cuando le confesé que estaba cansado de la
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Estrategia No. 3
Le dije a mi padre que me encargaría de fregar los platos.
Él encendió el televisor, esa noche una pareja de
concursantes tendría la oportunidad de ganar, o perder,
medio millón de dólares en el show de Terry Hackman.
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Instantáneas
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