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Quinientas Formas de Morir

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QUINIENTAS FORMAS

DE MORIR
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ ©

Andrea Vergara G.
Andrés Pascuas Cano
Editores

Nueve Editores
Cuidado de textos
Diseño y maquetación

www.pexels.com
Foto de portada

Primera edición digital


de descarga libre, enero 2022

www.nueveeditores.com

Colección Indicios

Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley,


la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o
procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático,
el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización
previa y por escrito del titular del copyright.
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

QUINIENTAS FORMAS
DE MORIR

NARRATIVA

COLECCIÓN INDICIOS
Índice

Aguas de marzo 5
La estrategia del ciempiés 16
Luz 24
Río cuesta abajo 29
El empuje de las olas 37
Vino de La Rioja 43
Blog Top 51
Estrategias para derribar un puente 56
Instantáneas 61
Zapping 67
A vuelta de correo 72
Quinientas formas de morir 86
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

Aguas de marzo

—Estoy lista —dijo Claudia y creí que mi suerte


comenzaría a cambiar.
Creí, por un momento, que la felicidad sería capaz
de atravesar ese boquete inmenso por el cual se había
escapado en una ruidosa tarde de marzo.
Afuera no dejaba de llover, el sonido de la lluvia
sobre el techo me recordaba tantas escenas similares, en
el cine, en la televisión, en las novelas de Murakami, en
los poemas de Pizarnik y en los cuadros de Alejandro
Asturiaga.
No existe un cuadro de Asturiaga en el que no esté
lloviendo, o a punto de llover, o que al menos el cielo
esté nublado, o la luz se haya vuelto tenue, como de tenue
acostumbra a trocarse la luz cuando está a punto de llover.
Ella se alejó unos pasos hasta quedar de espaldas
a la pared y comenzó a desvestirse. Primero los zapatos,
luego las medias. Se sacó la blusa por encima de los
hombros, se soltó el pelo, movió la cabeza de un lado al
otro, y sonrió, como nunca antes la había visto sonreír.
—Hay algo que no te he mostrado —dijo mientras
se sacaba el pantalón—. Ven, puedes tocarlo —señaló el
tatuaje de un mapache que traía dibujado en el vientre—,
este es mi animal preferido.

·5·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

Me pareció muy raro que el animal preferido de una


chica fuera el mapache. A la mayoría de las muchachas les
gustan los gatos, los caballos, las mariposas, los unicornios,
los ciervos, los tigres, sobre todo si son tigres de bengala, las
golondrinas, las gaviotas, los peces de colores o las tortugas.
¿Qué podría tener de especial, qué podría ser
atractivo en un mapache?
Mientras le acariciaba el vientre traté de recordar
todo lo que sabía sobre los mapaches y me descubrí, en
ese tema, un completo ignorante.
—Los mapaches son animales nocturnos que se
alimentan fundamentalmente de carne —dijo Claudia—,
viven sobre los árboles. Su piel es de color gris, tienen
manchas en el hocico, anillos claros y oscuros en la cola.
Lavan sus alimentos antes de comerlos y son capaces
de pararse en dos patas para mendigar tras las jaulas de
un zoológico. El mapache —concluyó— es un animal
peligroso.
—Yo también traigo un tatuaje —le dije.
Me saqué la camisa y me viré de espaldas.
—Es El Principito —dijo ella—, es precioso.
Tiene el pelo rubio, los ojos verdes —y le dio un beso en
los labios o, al menos, eso me contó luego.
Cuando terminamos de hacer el amor dejó de
llover. Mi chica había cerrado los ojos por un momento.
Se veía feliz. Quise pararme, ir al baño, abrir las ventanas,
ventilar la habitación, o preparar algo de comer. El sexo
siempre me provoca un hambre voraz; pero ella me retuvo,
pidió que me quedara otro rato en la cama.
—Miremos al techo.
Me pareció raro y aburrido que una chica pidiera
que miráramos al techo. Más aún cuando en mi habitación
hay muchas cosas interesantes para mirar.
La mayoría de las muchachas mirarían los títulos
en el librero, los cuadros en la pared, mis diplomas

·6·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

enmarcados, mi colección de búhos, encenderían el


televisor, cambiarían la música en el estéreo, o por lo
menos jugarían a encender y apagar la lamparita de
noche.
¿Qué podría tener de especial, qué podría tener de
atractivo mirar hacia el techo?
Quizás deba decir que mi habitación es de puntal
alto. El techo es de viga y loza, está pintado de blanco y
al centro tiene dos lámparas de luz fría, sin adornos ni
arabescos. Dos lámparas perfectas para leer.
—El techo alto me provoca una sensación de
libertad —dijo Claudia.
—Imagino que sea una cuestión de perspectiva. A
mí me causa una sensación de desamparo.
—Todo en esta vida es cuestión de perspectiva
—afirmó ella, y durante un cuarto de hora hablamos de
las sensaciones o sentimientos que pueden provocar los
diseños arquitectónicos, el sistema de alumbrado público,
la distribución de las esculturas por los parques de la
ciudad y otro sinnúmero de objetos inanimados.
A esas alturas no debe resultar raro que a mi chica
le guste hablar de tales temas después de hacer el amor.
La mayoría de las muchachas después de hacer
el amor hablan precisamente de eso, de hacer el amor,
preguntan con cuántas has estado, cuál es la posición
que más te gusta, o cuál es el sitio más insólito en el que
has tenido sexo. Comparten experiencias, anécdotas,
ilusiones y desenfrenos. Otras hablan de viajar, irse de esta
isla, vivir en Marruecos, Antofagasta, Nueva York o San
Juan de Puerto Rico; y otras proponen paladares, bares,
restaurantes o sitios para bailar.
Cuando yo les digo que he visitado Marruecos,
Antofagasta, Nueva York y San Juan de Puerto Rico, me
piden que muestre las fotos y, de modo general, después
de cuatro docenas de fotos, volvemos a hacer el amor.

·7·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

Claudia y yo tuvimos una segunda ronda de sexo,


un poco más intensa que la primera. Después del orgasmo
comenzó a llover otra vez, y le dije, resuelto, que iría hasta
la cocina a preparar algo de comer.
—¿Te gustan las hamburguesas? —le pregunté.
—Me encantan.
—¿Con jamón, queso y pepino?
—Exacto. Con jamón, queso y finas rodajas de
pepino —dijo Claudia y sonrió por segunda vez en la
tarde, como nunca antes la había visto sonreír.
Mientras ponía la carne en el sartén mi chica retiró
el disco de Ella Fitzgerald que nos había acompañado
durante los últimos cuarenta y cinco minutos y colocó
uno de Miles Davis. Caminó desnuda hacia la cocina
y me preguntó si me gustaba acostarme con chicas que
tuvieran diez años menos que yo.
Le dije que, en cierto sentido, me daba temor, no
en el asunto del sexo, sino en todo lo que conlleva una
relación amorosa. A las chicas de veinte años les gusta
salir a bailar, reírse de todo o de casi todo, ver los shows de
participación y las telenovelas, comprar ropa, zapatos, y
abrazar a sus amigos sin una gota de pudor.
Por suerte Claudia, a sus veinte años, era muy
diferente a las muchachas de su edad. Me dijo que sabía
bailar, pero le daba vergüenza hacerlo en público, se
tomaba en serio las cuestiones trascendentales de la vida
(o al menos las cuestiones que una chica de veinte años
suele catalogar como trascendentales), de la televisión solo
veía los reportajes del Discovery Channel, no soportaba
salir de compras y a los amigos los trataba con la distancia
que cada cual merecía.
Coloqué platos y copas sobre la mesa. Saqué
de la alacena una botella de vino. Serví para los dos y
brindamos por algo que de momento no logro recordar,
algo relacionado con la felicidad, el sexo o el amor.

·8·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

Ella quiso saber de mis trucos. Le confesé que


todas las fotos, ya sean de Marruecos, Antofagasta, Nueva
York o San Juan de Puerto Rico, eran falsas, montajes
muy básicos frente a las construcciones más importantes
de cada país.
—Nada le gusta más a una chica de veinte años,
que acostarse con un hombre que ha viajado a tantos
lugares —le dije.
—Es sospechoso que la habitación de un tipo que
ha viajado a tantos lugares no tenga adornos folclóricos,
postales de Nueva York, banderitas de Puerto Rico
o figuras de madera de Antofagasta, o al menos una
botella de salsa curry, todo el que viaja a Marruecos trae
en su equipaje una botella de salsa curry. Es más —dijo
luego—, es sospechoso que un tipo que haya viajado tanto
permanezca aún en la Isla, y no se haya quedado en uno
de esos lugares de ensueño.
Lo pensé durante un rato y le dije que tenía razón,
aunque existen muchos motivos por los cuales volver. Le
puse un par de ejemplos, pero ella no se daba por vencida.
Quiso saber de mis relaciones anteriores, de esa mujer que
me destrozó el corazón una tarde lluviosa de marzo, esa
manía de convertir los cuentos en poemas o los poemas
en cuentos, y la novela que pretendía escribir, esa novela
con la cual me haría famoso.
—Creo que una novela no es suficiente para
volverme famoso —le dije.
—Lo que tú necesitas —aseguró ella— es recuperar
la energía vital.
—En cuanto termine la hamburguesa, verás cómo
recupero toda mi energía.
—Hablo en serio —ripostó— la energía vital no
está solo en ti, sino en otros que se te parecen.
Creí que comenzaría a hablar de las teorías
filosóficas de Kant o algún tema semejante. Me atrincheré

·9·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

tras la comida, serví un poco más de vino para los dos y me


dispuse a aguantar una charla sobre la vida en sociedad y
algún que otro golpe de teoría zen, pero ella divagó hacia
la pintura y la obra de un tal Alejandro Asturiaga, un tipo
que usaba la lluvia como elemento central de sus cuadros.
—Lo conozco —le dije—, el tipo es realmente
bueno.
—Al principio no lo era —dijo Claudia— pintaba
unos cuadros horrendos, solo adquirió fama y fortuna
cuando recuperó su energía vital.
Yo no supe qué responder, no conocía el pasado
de Asturiaga, por lo general cuando un artista se vuelve
importante y su obra adquiere determinada notoriedad,
acostumbra a enterrar sus primeros trabajos y barniza
los inicios con una fuerte dosis de sacrificios, renuncias
y entrega.
—¿Y cómo es que se pierde esa energía? —le
pregunté.
—Se disgrega al nacer, se divide en tres partes.
Todos tenemos dos personas idénticas en algún lugar del
mundo. Ellos conservan nuestra energía vital, o nosotros
la suya. Solo se recupera haciendo que nuestro par idéntico
desaparezca.
—¿Cómo?
—Matándolos. Murakami lo explica al detalle en
una de sus novelas.
—¿En cuál novela? —le pregunté.
—Da igual, una vez que lees un libro de Murakami
es como si los hubieras leído todos.
Quise decirle que no se podía confiar en una
novela, sobre todo si la novela era de Murakami, pero
ella hablaba de leyes cósmicas, fundamentos orientales y
tonterías teosóficas de grueso calibre.
De repente se puso de pie, me tomó del brazo y dijo:
—Te lo puedo demostrar ahora mismo.

· 10 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

Su cuerpo desnudo, a la tenue luz del atardecer,


lucía precioso. Las tonalidades rojizas que atravesaban la
habitación se reflejaban en su piel. Parecía tan regia como
un caballo de carreras.
—¿Nos vamos a la cama? —le sugerí.
—Ahora no. ¿Tienes conexión a internet? Te voy a
demostrar que Murakami está en lo cierto.
—Eso no resulta trascendente —quise explicarle—
ni siquiera significativo, es probable que Murakami esté
en lo cierto, por lo general los japoneses están en lo cierto.
Pero ya sabemos que lo trascendente para mi chica,
difiere mucho, de lo que suele ser importante para una
muchacha común de veinte años.
Fuimos hasta la sala. Encendí la computadora.
Claudia se sentó sobre la silla giratoria. El resplandor de
la pantalla le iluminaba los senos y el vientre, el tatuaje
de su mapache parecía cobrar vida, dar vueltas alrededor
del ombligo y perderse a ratos entre los muslos. Mi chica
pedía usuarios y contraseñas. Yo no hacía otra cosa que
mirar su perfecto cuerpo desnudo.
—De acuerdo a lo que me cuentas, ¿Asturiaga
mató a sus idénticos? —le pregunté.
—Por supuesto, en la Facultad no se habla de otra
cosa, parece que los hombres eran marroquíes, el artista se
fue a Marruecos siendo un pobre desconocido y regresa
con doce piezas excepcionales.
Recordé los cuadros y la lluvia.
—Aún llueve —le dije.
Ella miró hacia afuera. Miramos hacia afuera.
Luego regresó la vista a la computadora. Yo me clavé a
sus senos perfectamente blancos.
—Mira esto —dijo cuando finalmente se abrió la
página de Facebook—, acá hay una aplicación que toma
una foto de perfil y busca por todas las redes sociales otros
dos rostros idénticos.

· 11 ·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

Claudia entró a mi muro, tomó la foto y la


aplicación comenzó a escanear la red.
—Demora un poco —me dijo.
—Quizás nos ofrezca un margen de tiempo,
¿vamos a la cama?
—No demora tanto —rectificó ella— unos tres o
cuatro minutos, quizás.
La aplicación comenzó a parpadear lanzando
destellos azules que se reflejaban en el rostro de mi chica
en el que, de a poco, comenzaba a perfilarse una sonrisa de
satisfacción. En ese momento tuve unos deseos enormes
de besarla, pero ella no hacía otra cosa que mirar a la
pantalla. Le acaricié los hombros, la espalda, las mejillas.
Ella cortó el recorrido de mis dedos. Me dijo:
—Acá está. Los hemos encontrado.
Claudia tenía razón. Facebook mostraba los rostros
de dos tipos que eran idénticos a mí. Incluso las fotos
eran semejantes. Los tres aparecíamos con un sombrero
blanco, de fondo había una playa, arena blanca, sol y a lo
lejos, muy a lo lejos, la delgada línea del horizonte, donde
cielo y mar se confunden en una sola franja.
Uno se llamaba Eduardo, vivía en Colombia y
era mecánico automotriz. El otro se llamaba Tony, vivía
en Venezuela y recién había salido de la cárcel. Llevaba
dos meses en libertad y trabajaba como pintor de brocha
gorda para una empresa constructora con sede oficial en
la zona norte de Caracas.
—Hay algo que no entiendo —dijo mi chica
mientras me cedía espacio frente al monitor, yo rozaba
con mi mejilla la suya y sentía todo el calor que des-
prendía su piel—, escribir una novela es sobre todo un
acto intelectual, la energía vital va solo hacia la mente,
si tus pares fueran catedráticos, científicos, politólogos,
empresarios, periodistas, tu energía estaría consumida y
no podrías colocar una línea de ese proyecto que traes

· 12 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

entre manos; pero tus pares son, o parecen ser, dos me-
quetrefes.
Quise decirle que no tendrían por qué ser
necesariamente dos mequetrefes: el tipo que arregla los
equipos electrodomésticos, en los bajos de mi edificio, es
especialista en los viajes de Marco Polo, Cristóbal Colón
y Hernán Cortés; el bodeguero de mi barrio conoce las
capitales de todos los países del mundo; y mi hermano, el
taxista, hizo una maestría en la cultura otomana.
Quise decirle que la mayor parte de las aplicaciones
que aparecen en Facebook son trucos, malabares, luces
de neón; que Murakami no es más que un aprovechado
que se agarra de cualquier artilugio para armar tramas y
subtramas en sus novelas de amor; pero Claudia parecía
tan feliz que no quise cortarle las alas. Me apoyé un poco
en el brazo derecho de la silla giratoria, coloqué mis
manos sobre uno de sus muslos y le dije:
—¿Tengo que matar a esos dos tipos?
—No hace falta —respondió— lo que necesito es
que mates a las hijas de puta con quienes comparto mi
energía.
Reí un poco. Creí que bromeaba. Me acerqué más
para darle un beso. Su rostro volvía a lucir tan regio como
un caballo de carreras.
—¿Hablas en serio? —le pregunté.
—Por supuesto —dijo—, resulta imprescindible.
Y solo entonces creí que, en realidad, Claudia era
mucho más que rara.
La mayoría de las muchachas piden cosas menos
atrevidas, digamos que cargan con un poco de sentido
común. A mis novias las he llevado al cine, a comer, a
bailar, les he comprado vestidos, tarjetas de navidad,
pasteles de chocolate y piezas de ropa interior. Hasta el
momento ninguna me había preguntado si sería capaz de
matar por ella.

· 13 ·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

—No entiendo —le dije—. ¿Para qué necesitas


tanta energía? Hasta donde me has contado tú no posees
grandes pretensiones.
—Yo no —dijo Claudia—, pero ellas sí.
Corrió la aplicación sobre su rostro de perfil. Al
rato aparecieron dos chicas idénticas a mi novia, con
algunas ligeras diferencias. Una se llamaba Olivia, vivía
en Argentina, llevaba el pelo corto y era actriz. Había
interpretado papeles secundarios en varias telenovelas
y en dos películas en las que actuó junto a Gael García
Bernal y a Darío Grandinetti. En el primer filme hacía
de estudiante universitaria y en el otro de paciente de un
psiquiátrico. Ambos estaban dirigidos por el actor Gastón
Pauls quien, supuse, fue amante de la tal Olivia. La otra
chica idéntica a mi novia se llamaba Laura, llevaba el pelo
pintado de rubio, era mexicana y trabajaba como reportera
en una cadena de noticias. De acuerdo a la información
de su perfil, soñaba con ganarse un premio internacional,
saltar a canales más importantes, alquilarse un piso en
Nueva York, Los Ángeles o Las Vegas.
Cuando vi a Claudia tres veces repetida creí que
Facebook no desvariaba y que Murakami, sin dudas,
llevaba razón.
—Necesito un trago —dije.
—Yo también —dijo ella y me apretó levemente
las manos.
Fui hasta la cocina y regresé con dos copas de vino.
Le extendí una y me tomé la otra de un tirón. Claudia me
miraba con una mezcla de ternura y tristeza, o al menos
eso me pareció. Me fui colocando de a poco, como el hijo
de Pedro Páramo, en plan de prometerlo todo, o casi todo,
con tal de ver a mi novia feliz.
—Desde que leí la novela de Murakami y descubrí
la aplicación —dijo ella—, sueño que las hijas de puta
entran a mi cuarto y mientras estoy dormida me clavan

· 14 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

un puñal en el vientre. En el sueño el mapache logra


escapar a tiempo, salta al patio por la ventana, pero yo me
desangro y mi energía se eleva, como supongo que se debe
elevar el alma. Las hijas de puta se la tragan y, fortalecidas,
abandonan el apartamento.
Claudia se puso de pie y me tomó las manos.
Había anochecido por completo. La luz de la luna, su
vaho caliente, se colaba por los resquicios de las persianas
y dibujaba manchas sobre su perfecto cuerpo desnudo.
—Tracemos un plan —le dije.
Afuera aún llovía. Ella rodeó con sus brazos los
cabellos rubios de El Principito, por tercera vez en la
noche sonrió como nunca antes la había visto sonreír y
solo entonces, dispuesta a una tercera ronda de sexo, nos
fuimos a la cama. Tras el orgasmo y desde las sábanas
revueltas, pude ver cómo se habría un boquete inmenso
en la pared, un boquete por donde podría escaparse
nuevamente toda la felicidad.

· 15 ·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

La estrategia del ciempiés

Comenzaba a caer la tarde. Desde la calle un viento frío


levantaba pequeñas cortinas de polvo.
El hombre se llevó las manos a los bolsillos del
chaleco y se recostó un poco más en la pared. Su mujer
tardaba en el baño. Solo había entrado a orinar y a lavarle
la cara al niño, que se le había ensuciado con la última
barra de chocolate.
El hombre tocó a la puerta:
—¿Te falta mucho, Claudia?
—Ya voy a salir —respondió la mujer—, solo espera
un momento. Es que a Fabián le han entrado ganas.
El hombre caminó hasta la acera y miró a ambos
lados. La calle estaba desierta. Un auto se detuvo frente a
la gasolinera. Los tonos rojizos del atardecer se reflejaban
en el asfalto y ocupaban la parte baja de los dispensadores
de combustible. El hombre se acercó al conductor y le
preguntó si conocía de algún motel cerca, un sitio barato
y decente donde pudiera pasar la noche. El conductor le
dijo que el «Tropical Light» había sido remodelado, no
estaba mal y quedaba a solo tres cuadras.
—En la próxima entrada doblas a la derecha.
Encontrarás las luces de neón.
El hombre le dio las gracias. Se apartó del auto.

· 16 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

Su mujer había salido del baño.


Caminaron despacio. En toda la cuadra solo se oía
el sonido de los zapatos de Claudia y el lagrimeo del niño,
exigiendo que lo cargaran, diciendo que tenía hambre y
que le dolían mucho los pies. En el motel quedaban varias
habitaciones libres. La encargada pidió los pasaportes.
El hombre puso los tres documentos sobre la barra de
madera. La señora ingresó en el registro los nombres y los
números de identidad.
—¿Son cubanos? —les preguntó antes de
entregarles la llave.
—Sí —respondió el hombre.
—¿Cuántas noches van a estar?
—Solo hoy, saldremos al amanecer.
—¿Quieren que les reserve un taxi?
—No. Tenemos pasajes hasta Guarapas.
—La estación queda cerca —advirtió la encargada.
—Cerca —repitió el hombre y con un gesto le dio
a entender que subirían a la habitación.
Desde las ventanas de cristal se podían ver algunas
luces a lo lejos, en lo que debían ser las montañas; luces
como de fogatas, luces de gente que pernocta, luces de
quienes intentan cruzar la frontera. Claudia sacó el dinero
del bolso y lo distribuyó en pequeños montoncitos sobre
la cama. Con el dedo índice los iba bautizando: este para
Costa Rica, este para México, este para Miami.
La pareja lo había vendido todo: la casa, los
muebles, el auto, la computadora, incluso la colección de
discos y el tren eléctrico de Fabián. Desde La Habana
solo habían salido con una maleta de ropa, un bulto
de dinero, un libro de Jack London y un dinosaurio de
peluche, un Tiranosaurio rex, que cuidaba cada noche el
sueño de Fabián.
La mujer separó algunos billetes y dijo que debían
encontrar algo de comer. El hombre bajó hasta la cafetería

· 17 ·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

y regresó con dos paquetes de galletas saladas, una lata de


carne en conserva, un litro de leche fluida y dos botellas
de agua.
—Con esto debe ser suficiente —dijo y encendió
el televisor.
Desde un canal de noticias, una joven reportera
hablaba de la proximidad de las navidades y las tradiciones
que poseían distintas zonas de Centroamérica para
celebrar los días festivos. Claudia recordó las fiestas en casa
de su madre cada treinta y uno de diciembre. Fabián se
quedó dormido después de tomarse medio litro de leche.
El hombre cambió de canal. Mientras en el Discovery
Channel un cocodrilo despedazaba a un ciervo, la tristeza,
como un manto húmedo, se tendía de a poco sobre la
habitación.
Claudia despertó varias veces en la noche para ir
al baño. Sus sospechas de estar embarazada eran cada
vez más fuertes. Al principio creyó que los mareos y la
fatiga eran producto del hambre, de la sed o del estrés
del viaje; pero ese tanto orinar y el retraso apuntaban
a otra dirección. Se paró junto a la ventana, miró las
luces centelleantes de la montaña y creyó que quizás
la estrategia de cruzar la frontera a través del río no
era la más segura. Su esposo había seleccionado la vía.
Le habían dicho en La Habana que la zona norte de
Colombia ofrecía mayor confianza, un montón de gente
había transitado sin contratiempos por las profundas
aguas, sin temor a los rápidos, los surgideros, los rumores,
o las desembocaduras.
El hombre se dio un baño largo antes de que las
luces del amanecer cubrieran el suelo de la habitación.
Solo entonces pudo ver con claridad el paisaje, el pequeño
valle que rodeaba las montañas y los grandes árboles que
simulaban ser guardianes, o estandartes, las enormes
secuoyas que adornaban el horizonte.

· 18 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

Claudia vistió al niño, guardó la ropa en la maleta


y anunció que ya estaba lista.
El ómnibus haría un recorrido de ochenta
kilómetros hasta llegar a la estación de Guarapas. Desde
allí tomarían un ferry que conecta varias aldeas a orillas
del río. Bajarían en Magüey y comprarían pasaje en una
embarcación que los cruzara al otro lado.
Fabián ocupó un asiento junto a la ventanilla y
quiso mostrarle algunos portentos a su dinosaurio de
peluche, pero afuera el paisaje se repetía idéntico o casi
idéntico, no había vacas, caballos o chivos, eran terrenos
planos, áridos y desiertos. El ómnibus dejaba tras de sí
una enorme nube de polvo.
El conductor sintonizó una emisora de radio.
El hombre tomó el libro de Jack London, quiso
concentrarse en la historia, pero la trama se le escapaba
entre los bandazos, la incertidumbre y el temor. Claudia
interrumpió la conversación que sostenían dos señoras
para preguntarles si conocían algún lugar donde se pudiera
almorzar en el poblado de Guarapas. Las mujeres tardaron
unos segundos en ponerse de acuerdo. Luego le dijeron
que muy cerca de la estación había un puesto de ventas
donde ofrecían platos confeccionados a base de maíz:
tortillas, panes, dulces y bebidas de maíz fermentado. Ella
les dio las gracias y pensó que sin dudas debería buscar
otro lugar, si algo no soportaba era el sabor del maíz. El
hombre le confesó que tenía unos deseos enormes de
comerse una hamburguesa y no quería esperar a hacerlo
en Miami.
—En todas partes venden hamburguesas, papas
fritas, coca-colas. Alguna cafetería debe haber en la
estación.
El niño se había quedado dormido. Su dinosaurio
aún miraba por la ventana y el viaje en ómnibus transcurría
lento, muy lento.

· 19 ·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

La familia llegó a Guarapas cerca del mediodía.


Lo primero que hicieron fue reservar boletos en la
estación. La salida del ferry estaba programada para las
cuatro de la tarde. Caminaron algunas cuadras al interior
del pueblo. Las casas eran parecidas, como si las hubiera
construido una misma persona. Todas tenían techos de
tejas, en la pared frontal una puerta de madera y unas
persianas dobles, un estrecho pasillo de tierra separaba
una casa de la otra. Fabián quiso saber el nombre de esos
pájaros que se posaban en las alambradas de un terreno
yerto, la cantidad de moscas que puede comer una rana,
y cuántas horas faltaban para llegar a Miami y ver al tío
Mario, a los primos y a la montaña rusa del parque de
diversiones.
El hombre dijo que su hermano prepararía una
fiesta enorme de bienvenida, que se quedarían unas
semanas en su casa.
—Durante unos días compartirás la habitación
con tus primos —le explicó al niño— hasta que tu mamá
y yo encontremos trabajo. Ellos tienen un montón de
juguetes…
—¿Tienen dinosaurios?
—Muchos dinosaurios —respondió el padre—. Te
llevarán al parque de diversiones, a la playa y te ayudarán
a aprender inglés.
—¿Para qué?
Y el hombre le preguntó a Fabián cómo era que se
decía en inglés caballo, gato, perro, mochila y río. El niño
sonreía con cada respuesta. Se veía feliz.
Claudia encontró un pequeño restaurant donde no
servían platos a base de maíz.
Pidieron arroz con pollo, cerveza y pastel de
chocolate. Antes de pagar la cuenta el hombre le pidió
a la camarera que incluyera tres pizzas para llevar, era
probable que la comida en el ferry fuera horrible.

· 20 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

El barco se desplazada sobre la superficie del río


con la templanza de un paquidermo. Poseía dos niveles,
el inferior era para el equipaje y el superior para los
pasajeros. La mayoría de los viajantes eran mercaderes y,
como traperos de la Edad Media, llevaban a las aldeas
las maravillas de la civilización, desde camisas estampadas
hasta ollas arroceras.
Durante la primera media hora del viaje, el hombre
habló con un comerciante de perfumes que conocía muy
bien la zona. El tipo le ofreció algunas indicaciones sobre
el poblado de Magüey: sitios donde podría pernoctar,
lugares donde podría comer y personas que lo podrían
ayudar.
La noche cayó con lentitud y desgano. Claudia
abrió las cajas, no supo si fue por los trastornos que causa el
embarazo en el paladar, o por la ansiedad y el hambre que
provoca un viaje definitivo; aquellas pizzas le parecieron
las más sabrosas que había comido en su vida. Le dijo a su
marido que el último pedazo debía ser para ella.
—Ahora tengo que comer por dos.
El hombre no supo de momento cómo reaccionar.
Sonrió a medias, le preguntó si estaba segura, pero no
pudo escuchar la respuesta: un viajero comenzó a gritar,
al parecer había visto algo espantoso en el agua, algo así
como una serpiente gigante, o un cocodrilo prehistórico o
una madre de aguas; todos se asomaron a la superficie del
río, pero no lograron ver bicho alguno.
—Quizás podamos completar la parejita —dijo la
mujer.
Su esposo la besó y trataron de dormir bajo el
cielo estrellado, al amparo de ese manto de tristeza que,
imantado a la noche, no los abandonaba.
Con el amanecer llegaron al último de los poblados
que conecta el ferry a orillas del río. Los mercaderes se
desperdigaron por las calles de tierra pregonando sus

· 21 ·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

maravillas. Fabián aún tenía sueño y no quería poner un


pie sobre el suelo. El hombre lo llevó cargado durante un
rato, pero al cabo el niño se le hacía pesado y tuvieron que
detenerse a la sombra de unas yagrumas muy parecidas
a las que había visto Claudia en la Isla de Pinos, cuando
fue a hacer sus prácticas como graduada de la escuela de
instructores de arte.
La mujer abrió los brazos, cerró los ojos, se llenó
los pulmones de la dulce fragancia, se hartó la mente de
gratos recuerdos.
Pasaron la mayor parte del día en el puerto
pesquero, a la espera de un coyote que les había prometido
contactarlos al atardecer.
—La frontera debemos cruzarla de noche —les
había advertido—, en silencio y al amparo de las sombras.
El tipo era dueño de una lancha pequeña con
espacio para cinco personas. La embarcación, como la
mayoría de las que dormitaban sobre la superficie del
agua, tenía nombre de mujer y parecía haber sobrevivido
a un terrible naufragio.
Claudia sufría un miedo atroz, había oído hablar
de las fuertes corrientes, de la influencia que ejerce la
luna en las mujeres embarazadas, del trauma que le puede
provocar a un niño hacer aquel periplo, de un país a otro,
de cuarto de motel en cuarto de motel, de frontera en
frontera, de ilusión en ilusión.
El hombre la tomó del brazo, le dijo que no había
de qué preocuparse y, con el niño cargado, subieron a la
lancha.
La luz de algunas estrellas cobardes se reflejaba
sobre la superficie del agua. El sonido tenue de la lancha
martillaba la oscuridad. El coyote les dijo que no temieran,
él tenía experiencia.
—Todas las semanas hago el mismo recorrido.
Eso de que en el agua hay serpientes gigantes es cosa

· 22 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

de borrachos, de ignorantes, de gente que no tiene nada


mejor que hacer.
El hombre abrazaba a Claudia, Claudia a Fabián,
Fabián a su dinosaurio. El coyote retaba a la noche. El
manto de tristeza encapotaba el cielo. La frontera se
acercaba, y la lancha iba dejando en el agua un rastro
breve, apenas perceptible.

· 23 ·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

Luz

1. Afuera. Afuera solo hay montañas de arena.


Desde que comenzó la guerra afuera solo hay idénticas
montañas de arena.
Antes podía ver el mar, un puente, la delgada línea
del horizonte y, de vez en cuando, solo de vez en cuando,
alguna gaviota que atravesaba el aire y se perdía en los
contornos de mi ventana.
A los chicos parece no importarles, les da igual,
siempre les ha dado igual, lo único que les ocupa es estar
afuera, siempre afuera. Se suben a las montañas como
antes se subían al puente, corren por el desierto como antes
corrían por la orilla del mar e insisten en los movimientos
obscenos frente a mi ventana, en esas vagas incitaciones a
que suba con ellos, corra con ellos y me agencie ronchas
redondas y rosadas en los codos, las rodillas, las manos,
los muslos, los tobillos y la espalda. Ronchas redondas y
rosadas contra la piel rugosa de una montaña de arena.
Me separo de la ventana y miro al suelo, a las frías
baldosas del suelo. Mi madre camina hacia la cocina,
revisa la alacena, los estantes vacíos, luego regresa al
cuarto. Repaso mis brazos, mis piernas, aún me quedan
las marcas y el dolor; el dolor que regresa de madrugada
cuando respiro el viento seco.

· 24 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

Acá dentro estoy segura, acá dentro no me podrán


hacer daño. He echado los pestillos, todos los pestillos.
He claveteado puertas y he tapado las rendijas. Tengo la
foto de la abuela, los dibujos en la pared, este rosario y esa
mancha en el techo.
Mi madre me enseñó a rezar en cuanto oímos el
ruido de los aviones, me enseñó a decir: «Padre Nuestro
que estás en los cielos...» cuando llegue la noche estaré a
salvo, «Santificado sea tu nombre... » cuando el cielo se
tiña de violeta, «Venga a nosotros tu reino... » los chicos,
si insisten en su manía de estar afuera, deberán morir.

2. A mis espaldas. A mis espaldas solo hay agujeros


negros. Desde que comenzó la guerra a mis espaldas solo
hay montones de agujeros negros.
Antes podía ver una mata de tamarindo, un
columpio y una cerca de madera. Antes podía verlo todo,
al menos todo lo que necesitaba ver.
A mis espaldas hay silencio, los agujeros callan
para cazar, esperan con paciencia, con toda la paciencia
del mundo a que algún animal se empeñe en la hierba de
los bordes, resbale y caiga en una de esas bocas que no
tienen fin.
He perdido las gallinas, los perros y algunos conejos
blancos. El resto de los animales salieron corriendo la
noche en que los chicos cruzaron el patio y entraron por
la puerta trasera dando palos, golpeando el suelo con sus
botas de reclutas, desordenándolo todo. La noche en que
por primera vez se tiñó el cielo de violeta y fueron los
gritos, los rezos, la angustia, las noticias por la radio, las
ronchas redondas y rosadas, la vergüenza y la desolación.
Yo estaba en el cuarto haciendo sombras con la
linterna. Mi padre había comprado pilas nuevas en la
capital, bolsas de azúcar, tela de distintos colores y rollos
de hilo, montones de rollos de hilo para que mi madre

· 25 ·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

no dejara nunca de coser mientras él saltaba de un tren a


otro.
Desde que mató a aquel hombre en la cantina no
ha hecho otra cosa que saltar de un tren a otro. Huir de
los que reclutan para la guerra. No dejarse caer en un
agujero negro. Viene un par de veces a la semana, siempre
de madrugada, me pregunta qué quiero y yo le digo:
—Pilas, pilas para mi linterna.
La luz redonda sobre la pared me hace compañía y
me obliga a mantener los ojos abiertos, los oídos tapados
y a no pensar en ese violeta que cubre el cielo.
Es una suerte que mi padre no viva conmigo, que
no escuche el ruido de las bombas, que venga solo dos
veces por semana, que no se tape los oídos ni vea la luz
del cielo, que no diga en voz baja: «Santificado sea tu
nombre... »; de enterarse, de ver mis ronchas redondas
y rosadas, podría matar a los chicos, clavarles la hoja de
acero, una, dos, tres veces, como a los cerdos o a las cabras,
como al tipo de la cantina y entonces, esta vez, no habría
tren que lo salvara.
Voy hacia el baño, abro la llave del grifo y me echo
agua en la cara. Me miro al espejo, tengo arena en el pelo,
esa arena que se cuela por los resquicios de las puertas
aunque me cerciore una y otra vez de mantenerlas bien
cerradas. Mi madre llama desde el cuarto, pide que ponga
un litro de leche a hervir, le recuerdo que hace un mes no
tenemos cabras, le recuerdo que hace un mes no tenemos
leche y ella maldice en voz baja a los agujeros negros y a
esa manía de tragar.

3. Las montañas de arena. Las montañas de arena


apuntan hacia arriba, despliegan sus sombras sobre el
suelo y lo ocupan todo, por mucho que me cuelgue de la
ventana no puedo ver más allá. No puedo hacer resistencia,
nunca he sido así de fuerte. Nunca. «¿Qué hacen aquí, a

· 26 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

qué viene tanto ruido, por qué no tocaron en la puerta del


frente?», pregunté y me dieron un puñetazo. El rojo sobre
el blanco. Las botas contra el suelo y mi vestido azul en un
rincón, hecho jirones, sollozando de modo incontenible.
En el patio nadie oía, el silencio de los agujeros se
tragó todo el ruido, se tragó los gritos como si se tratara
de una gallina, un perro o un conejo blanco.
«Padre Nuestro que estás en los cielos...». Mi
madre estaba encerrada en su cuarto, «Santificado sea tu
nombre...» con los oídos tapados y su empeño de tejer
una sábana bien grande, «Venga a nosotros tu reino...»
más grande que la propia cama, una sábana que pueda
cubrir el patio, que pueda ocultarles la boca a los agujeros
negros.
Miré el vestido azul en el suelo, su llanto era más
intenso que el mío. Se fueron despacio, riendo y dándose
palmadas como quien regresa de una fiesta, como quien
cree que todo ha terminado.
Prendo la radio, en una emisora dan noticias sobre
la guerra, dicen que son noticias alentadoras, pero no llego
a oír para quién, muevo el dial de un lado al otro hasta que
encuentro un tema de Edith Piaf, mi madre pide que lo
deje ahí, dice que desde niña le ha gustado Edith Piaf,
que en los actos públicos de la escuela siempre cantaba
La vie en rose. Al rato cortan la trasmisión y solo queda un
sonido difuso, un vacío de muerte.

4. La vergüenza. La vergüenza es un perro que se


echa a mis pies y se mantiene impasible, a ratos me mira
con sus ojos de vidrio, a ratos no. Ya nadie toca a la puerta
del frente, ya nadie vende jugo de tamarindo o pasteles o
desinfectantes para el baño. Ya no se ven las sombras en
el portal.
Las montañas de arena lo cubren todo y trato de
espantar al perro con la luz de mi linterna; le ilumino el

· 27 ·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

hocico, la cola, las patas, pero es un perro valiente, valiente


como la vergüenza de mi madre, ese tigre de bengala que
no le quita los ojos de encima y solo se está quieto cuando
ella teje su sábana, su sábana laberíntica e interminable.
Se reanudan las transmisiones. Ya no está la voz
de Edith Piaf, un comentarista dice que la guerra está a
punto de terminar y que nuestros hombres regresarán del
frente. Imagino un tren lleno de soldados, con sus cascos,
sus fusiles y su mirada triste, tan triste como solo la puede
tener un soldado que regresa del frente.
Los chicos han dejado de hacer ruido pero sé que
están ahí, a la sombra de las montañas, sé que intentarán
cruzar el patio, bordear los agujeros, pero encontrarán una
puerta cerrada, una ventana cerrada y media docena de
pestillos.
—Tu padre vendrá esta noche —dice mi madre y
extiende su sábana de diferentes colores.
Mi padre traerá pilas nuevas, bolsas de azúcar
y rollos de hilo. Mi padre traerá una hoja de acero en
la cintura y sé que estaré a salvo. Cubriré mis ronchas
redondas y rosadas. Rezaré en voz baja: «Padre Nuestro
que estás en los cielos...».
Mi madre pone una caldera en el fogón. Vierte
agua y me pide que le ayude a pelar las papas. Tomo el
cuchillo, le saco destellos al metal con la luz de la linterna.
Imagino a los chicos cruzando el patio, caminando
despacio con sus zapatos de recluta, sus braguetas abiertas,
sus ojos de vidrio. Imagino los agujeros en silencio, ocultos
bajo una sábana de colores. Imagino los gritos, los gritos
de los que caen por unas bocas sin fin.
Cierro los ojos, puedo ver unas pilas nuevas para
mi linterna, a mi padre saltando desde el techo de un tren,
y a un cielo que, quizás por última vez, se cubrirá todo de
violeta.

· 28 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

Río cuesta abajo

Día 1, jueves
Desperté casi a mediodía. Ya me comenzaba a doler la
espalda. Caminé hasta el baño, y después de la meada más
larga de mi vida, decidí romper el luto por la ruptura con
mi esposa, firmar los malditos documentos del divorcio y
cambiar el mensaje de la contestadora.
Me vestí de prisa y salí afuera. Quise hacer las
cosas que comúnmente hacía cuando era soltero, pero
mis amigos no estaban en el bar ni en la bolera ni en los
bancos del parque.
Regresé a casa, estuve dando vueltas de la sala
al cuarto y del cuarto a la sala, despojándome de todo
aquello que pudiera traerme el recuerdo de mi esposa. De
tal modo me deshice del video de la boda y la luna de
miel en las costas de Marruecos, de los discos de Giorgio
Di Stefano, las revistas de diseño de interiores, el cesto de
mimbre para guardar las figuritas de porcelana y las cartas
que nos enviamos cuando me fui seis meses a Roma y
ella se quedó en Nueva York con sus padres, conoció al
laboratorista de la empresa farmacéutica M & G y me
puso cuernos hasta cansarse.
Seis meses después regresé de Roma con los papeles
en orden y grandes deseos de ver a mi mujer. Habíamos

· 29 ·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

decidido encontrarnos en casa. Ella volaría hasta Cancún


y de allí tomaría otro vuelo hasta Ciudad de México. Yo
haría una absurda, pero necesaria escala en Panamá, allí
le compraría una docena de piezas de ropa interior, todas
sus amigas le habían comentado que las mejores piezas
de ropa interior son las que se venden en las tiendas de
lencería del aeropuerto de Panamá.
A mi equipaje le añadí dos paquetes de compras y al
llegar a casa solo encontré un mensaje en la contestadora:
la renuncia de mi esposa. Una renuncia calmada y
tranquila, quizás demasiado tranquila. Una renuncia a los
cinco años de matrimonio, a la creación de un futuro que
comenzaba a empedrarse, dejando ver las manchas y las
grietas que adornan el fin de una relación.
A punto de quemar todos los álbumes de fotos
y borrar sus vínculos a mis espacios de internet, agarré
un poco de calma. Me senté en el sofá, crucé las piernas,
luego los brazos, tomé el mando a distancia e hice un poco
de zapping; pero cada comentario del canal de noticias,
cada parlamento de la telenovela, o cada sonrisa en los
anuncios de televisión, me recordaban a mi exmujer y me
ponían los nervios de punta.
Apagué el televisor. Cerré los ojos y estuve un
cuarto de hora en la misma posición, hasta que comenzó
a sonar el teléfono; al rato no pude hacer otra cosa que
tomar la llamada.
Mi padre me contaba un poco de esto y aquello,
decía que la reparación de la cabaña junto al río Lerma
había quedado estupenda, que mamá siempre había
querido regresar al sitio donde pasábamos los veranos, y
que no existía mejor medicina para curar la soledad y la
tristeza, que un fin de semana en la cabaña del río, en
aquel sitio perdido de Guanajuato, donde me llevaban
de niño, donde descubrí, a mis cortos doce años, en qué
consistía la felicidad.

· 30 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

—¿Aún tienes aquel auto? —me preguntó.


—Ha dormido en el garaje durante seis meses.
—Pues prepáralo y vente. He invitado a tu hermano
y a tu prima Claudia.
—No estoy de ánimos para conducir.
—Déjate de tonterías. Te espero mañana a la hora
de la cena. En la cabaña tengo de todo.

Día 2, viernes
Conducir un descapotable me produce una sensación muy
parecida a la calma. Por eso compré este auto en cuanto
recibí el aumento.
Mi mujer se opuso al principio, dijo que debíamos
ahorrar para cuando tuviéramos un niño, que si la cuna,
el andador y el cuarto ambientado cual si fuera un barco
pirata, el castillo de la Bella Durmiente, o el fondo
marino; dijo que debía asegurar la casa, el viejo auto, mi
propia vida.
Yo insistí durante un cuarto de hora, y terminó
por darme la razón: manejar un descapotable es la mejor
forma de acercarse a la felicidad.
Antes de emprender el viaje desconectamos los
aparatos electrodomésticos, cerramos puertas y ventanas,
y colocamos las maletas en el asiento trasero. Ella me dio
un beso largo, dijo que había preparado bocadillos para
el camino y que ese fin de semana, sobre todas las cosas,
debía brindarle aliento a mi hermano; en eso de brindar
aliento, nunca he sido realmente bueno.
—El pobre, debe estar muerto de tristeza. Una
ruptura después de cinco años de matrimonio no resulta
nada fácil —dijo mi esposa.
Me puse al volante, me coloqué las gafas y encendí
el auto.
A medida que nos alejábamos de la avenida
principal el tráfico iba disminuyendo. Busqué en la radio

· 31 ·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

una emisora donde dejaran de transmitir tantas noticias


y pusieran un poco de música. Al rato hallé una estación
de Guadalajara, la conductora anunciaba media hora de
ritmos neozelandeses. Le dije a mi mujer que nunca en
mi vida había escuchado música neozelandesa.
—Debe ser lo más aburrido del mundo —dijo ella,
se viró de espaldas, estiró las manos hasta alcanzar una de
las maletas y encontró un disco de los Rolling Stones—.
¿Recuerdas este disco? Fue el regalo de bodas de tu prima
Claudia. —Lo colocó en la reproductora y aumentó un
poco el volumen— ¿Tú no estabas enamorado de ella?
—Yo no —le dije—, era mi hermano. Desde que
tenía doce años.
—Está invitada a la cabaña.
—Idea de mi padre —le dije—. Darle solución al
asunto es mucho mejor que brindar aliento.
Al rato nos detuvimos frente a una gasolinera. Mi
mujer propuso comprar algún regalo sencillo, como de
sencillos suelen ser los regalos que se pueden comprar
en una gasolinera. Compramos un llavero con la imagen
de Betty Boop, una gorra de los Yankees de Nueva York,
una Barbie Malibú para la hija de Claudia, una pulsera
plateada y una botella de vino. Guardamos los presentes
en el bolsillo exterior de una de las maletas. Mi esposa
preguntó si tenía hambre y sin esperar respuesta sacó los
bocadillos.
—Tengo dos de pavo, uno de cerdo y otro de pollo.
—Si algo me gusta….
—Es el bocadillo de cerdo —dijo ella y me extendió
el pan envuelto en papel de aluminio.
El resto del viaje nos mantuvimos prácticamente en
silencio. Mi esposa recostó la cabeza al asiento y se quedó
dormida. Bajé un poco el volumen de la reproductora
hasta que la voz de Mick Jagger fuera casi un susurro y
me concentré en la carretera.

· 32 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

Día 3, sábado
Mi hija confesó que antes de irse a dormir había sentido
un poco de miedo, a pesar de asegurarle que allí no había
osos ni serpientes ni lobos ni mucho menos leones o tigres.
—Pero estaban los grillos, las ranas, las lechuzas,
los caballos…
—Debiste haberlo soñado —le dije—. Quédate
quieta, en cuanto termine de peinarte bajamos a desayunar.
La mesa estaba servida. El tío Jesús se había levan-
tado bien temprano para hacer las empanadillas de queso,
las tostadas con mayonesa, el jugo de mango, el guacamole,
los bocadillos de jamón y los huevos revueltos con tocino.
Mi niña anunció en voz alta que si algo le gustaba
eran las empanadillas de queso.
—Las empanadillas eran la especialidad de Martha
—dijo el tío—. Solía ser muy estricta con respecto a la
preparación, las porciones y los ingredientes secretos.
—Pues yo podría adivinar algunos de esos
ingredientes —dijo la esposa de Julián mientras se acercaba
a la mesa—. Cuando tenía quince años me inscribí en un
curso de cocina, nos enseñaron a distinguir los sabores,
las texturas —tomó una de las empanadillas y, después
de masticarla bien despacio, dijo—: Tiene un poquito de
chile, queso blanco, canela y salsa de coco.
—La salsa no es de coco —dijo el tío— sino de
tamarindo.
—La salsa de tamarindo es amarga.
—Martha conocía un método especial para
«desamargarla».
Julián se acomodó junto a su esposa y le preguntó a
mi niña si le había gustado la Barbie Malibú. Ella levantó
la mano mostrándole la muñeca y dijo que la había traído
para que desayunara.
—¿Qué le gusta a tu Barbie? —preguntó Julián.
—Las tostadas con mayonesa y el jugo de mango.

· 33 ·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

—¿No le gustan los huevos revueltos con tocino?


—Oh, no —dijo mi chica—. Isabela odia los
huevos revueltos con tocino.
Joaquín fue el último en sentarse a la mesa. Traía
cara de no haber dormido en toda la noche. Le untó
guacamole a un par de tostadas y se sirvió medio vaso de
jugo de mango.
—¿Has preparado café? —le preguntó al tío.
—Por supuesto. Tienes cara de no haber dormido
bien.
—Esos grillos, esas ranas, esas lechuzas, no me
dejaron descansar.
Mi hija me clavó una mirada de orgullo.
Después del desayuno nos fuimos todos al muelle.
Le indiqué a mi niña que cuidara de no meterse en lo
profundo. Julián y el tío Jesús se fueron a la parte baja
y lanzaron sus anzuelos. Me senté al lado de Joaquín y
hundí los pies en el agua.
—Supe lo de tu esposa —le dije.
—Prefiero no hablar de eso.
—Por supuesto. Háblame del viaje a Roma. Yo
nunca he logrado salir de México.
Julián me habló con desgano y parsimonia de
hoteles, catedrales y museos. Dijo que había firmado
varios contratos para conciliar exposiciones no solo en
Roma, sino también en Milán y en Sicilia.
—Siempre supe que ibas a tener éxito con la
pintura. Recuerdo el retrato que me hiciste cuando tenía
doce años.
—¿Aún lo conservas?
—Lo tengo enmarcado, pero no se lo enseño a
todo el mundo.
—Debe ser horrible. En aquella época no sabía de
técnicas, de perspectivas ni colores.
—Es precioso —le aseguré.

· 34 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

Luego le hablé un poco de lo que me había sucedido


en los últimos años. De aquella noche de lluvia en que mi
esposo se marchó a Lima para nunca volver, de lo bien
que le iba a mi niña en la escuela, de lo aburrido que era
trabajar ocho horas diarias en una tienda de zapatos y de
lo mucho que extrañaba ir de vacaciones a la casa del río.
—Siempre recuerdo el último verano —le dije.
—Yo también —dijo Joaquín y se me quedó
mirando un largo rato, como hizo a los doce años,
mientras dibujaba, en un trozo de cartulina blanca, mi
cuerpo desnudo.

Día 4, domingo
Siento que, a medida que envejezco, necesito dormir
menos. Es como si mi cuerpo se recargara en tan solo
cuatro o cinco horas de sueño. He tomado la costumbre,
durante los últimos dos años, de acostarme bien tarde en la
noche, leyendo libros que me recomienda Julián o viendo
programas televisivos, y despertar bien temprano, justo
antes de que los rayos del sol se reflejen en las ventanas de
cristal de mi habitación.
Entre una cosa y la otra, gasto las horas del día.
Desde que Martha murió he aprendido a no exigirle
demasiado a la vida y tomar lo que ella me brinda cual si
fuera un obsequio, un privilegio.
Las metas que me trazo son cada vez más bajas,
más insulsas y carecen, en cierto modo, de importancia.
Me entretengo con las noticias de la prensa, a veces
intento trocarlas, intervenir una nota acerca de la cantidad
de civiles muertos en el último ataque sobre la franja de
Gaza, con un reporte sobre el estado del tiempo. Los
resultados suelen ser divertidísimos.
Oigo la radio y respondo todas las preguntas de
participación. Desde que mi hijo me regaló el ordenador
no hay respuesta que Wikipedia no pueda ofrecerme.

· 35 ·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

He obtenido un montón de regalos: afiches, marcadores,


llaveros, plegables de promoción, discos de música clásica
y revistas. Cada semana alguien toca a mi puerta, trayendo
consigo las recompensas que las emisoras de radio ofrecen
al conocimiento.
Cuando Joaquín estaba a punto de irse para Roma
me depositó unos miles de pesos en mi tarjeta de crédito
y decidí invertirlos en la reparación de la casa del río. Lo
consulté con las cenizas de Martha en el jarrón chino de
la sala, y estuvo totalmente de acuerdo.
Ese domingo, antes de que los chicos hicieran las
maletas para partir, les dije que había decidido quedarme.
—Acá tengo todo lo que necesito. El supermercado
está a solo un kilómetro y medio y la gasolinera a tres.
Mi furgoneta funciona perfectamente. En el pueblo más
cercano hay estación de correos, de ómnibus y de trenes,
hay puesto médico, cafeterías, restaurantes, tiendas de
ropa, zapatos, libros e implementos para la pesca.
Ellos, como suponía, trataron de hacerme entender
que mi decisión era desacertada.
—¿Acaso no han soñado con estar todo el tiempo
de vacaciones? —les pregunté cual frase concluyente.
Julián dijo que no podría venir el próximo fin de
semana. Tenía un compromiso de trabajo.
Joaquín y Claudia estaban libres. Volverían el
viernes, llegarían a tiempo para la cena.
Yo les prometí cocinarles un pato en salsa mayonesa.
Caminé hasta la sala cuando los chicos se
marcharon. Le aseguré a las cenizas de mi esposa que
todo saldría bien. Fui hasta la trastienda por mi caña de
pescar y las carnadas.
—Hoy comeremos pescado —le dije y salí afuera.

· 36 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

El empuje de las olas

Los que van a morir parecen alfileres de cabezas plateadas


que flotan entre las olas y les sacan destellos al agua sobre
la infinita superficie del mar.
Se mueven, toman bocanadas de un aire caliente
que les raspa la garganta. Sacuden las manos intentando
permanecer a flote, le dan fuerte a los pies, muy fuerte a
los pies.
Las ropas se les pegan al cuerpo, las olas los toman
por sorpresa, los cubren, atacan por la espalda, siempre
por la espalda.
Hay quien se quita la camisa, deja que sus zapatos
caigan al fondo y pretende nadar hacia la orilla. Hay quien
acude a sus fuerzas ocultas, a un ataque de adrenalina,
a esos recuerdos que te podrían salvar en un momento
de peligro; esos recuerdos por los que valdría la pena
mantenerse vivo. Pero los que van a morir no son otra cosa
que alfileres plateados, los que van a morir no resisten el
empuje de las olas.
Mientras tanto el cielo muestra su azul más puro,
su azul más limpio. Un azul de verano implacable que
aleja a los turistas y atrae a los chicos que intentan entrar
a la playa, cruzar las nuevas alambradas a pesar de los
carteles de «Zona Militar. No Trespassing».

· 37 ·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

Los chicos cargan con sus pomos de agua fría, sus


camisetas deportivas y sus balones de fútbol. Vienen en
grupos de diez, de veinte, de treinta, se reúnen y organizan
los primeros encuentros de «La Copa sobre la Arena».
Llevan meses preparándolo todo, meses esperando
que terminen las clases y el sol caliente con fuerza, con
mucha fuerza.
Los chicos de la secundaria en la zona alta, sobre el
Mirador, siempre han ganado, pero este año no tienen a su
mejor delantero, este año hay un cartel de «Zona Militar.
No Trespassing». Este año un tipo vestido de uniforme y
con el fusil en ristre no les quita los ojos de encima.
Al rato, las olas se aplacan, el viento deja de batir
y los alfileres caen, caen de a poco al fondo, donde se
acumulan los cuerpos.
La lancha solo retorna cuando el último de ellos
ha dejado de brillar. Viene a toda velocidad y quienes
cargan un número sobre el hombro derecho, tiemblan,
cierran los ojos, rezan y tratan por todos los medios de
no desfallecer.
Los que caen de rodillas, los que pierden el temple,
son los primeros en morir.
Los chicos han intentado hablar con el tipo de
uniforme, pero este no les responde y aunque luce mayor
con el fusil en ristre, debe tener la misma edad, debe haber
terminado hace muy poco la secundaria.
El tipo de uniforme mira a los chicos, mira el balón
y recuerda los juegos en el traspatio del cuartel, los goles
que le costaron ocho horas de guardia junto a la cerca,
junto a la proclama de «Zona Militar. No Trespassing».
Recuerda las clases de posición combativa, de defensa
personal y táctica de combate. Recuerda aquellos días
cuando la guerra parecía tan lejana.
El tipo de uniforme está cansado de mirar a los
chicos, está cansado de recordar. Decide quitarles la vista

· 38 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

de encima, hundir los ojos en un punto de la cerca, entre la


hierba alta y el alambre de púas, decirles, finalmente, que
no se puede pasar, la playa estará cerrada todo el verano,
mejor se van a otro sitio.
El capitán del equipo Mirador se pone de pie.
—Siempre hemos jugado en este lugar. Las otras
playas son una mierda.
Los demás asienten, miran al tipo de uniforme con
dureza pero este mantiene el fusil en ristre y ellos no se
atreven a entrar.
La lancha atraca en la orilla. Los que van a morir
forman cuatro filas bajo el sol de la mañana, bajo un azul
limpio, un azul puro. Cada cual trae un número en el
hombro derecho. El teniente se cala la gorra, ajusta sus
espejuelos oscuros, recorre las cuatro filas señalando a un
lado y al otro hasta completar la cifra de veinte.
El teniente está cansado de conducir la lancha;
siente deseos de que termine la guerra. Se vuelve a calar la
gorra, mira a los soldados y les dice que se apuren, que no
tiene todo el día. Piensa que probablemente dentro de una
semana podrá regresar a casa, que dentro de una semana
todo acabará. Luego le dice al sargento que hace tres días
está antojado de comer langostas, que cuando terminen el
trabajo irán hasta los cayos del sur para comerse un buen
plato de langostas.
El sargento asiente, da un par de órdenes y escupe
sobre la arena. El sargento también está cansado, no quiere
que nadie se entere, pero lo delata el sudor de la frente, las
ojeras profundas y esa manía constante de escupir sobre
la arena. El sargento confía en que probablemente dentro
de una semana terminará la guerra y podrá regresar al
barrio, a las cervezas en el bar y el juego de fútbol con
los chicos que tuvieron mejor suerte, salieron a tiempo
hacia el norte para escapar del reclutamiento y esperan
con paciencia que todo termine.

· 39 ·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

Los que tuvieron mejor suerte miran nevar, a


través de las ventanas, y piensan en los juegos de fútbol
que se pierden, cada día, mientras afuera cae la nieve, dura
y espesa, limpia y pura.
Siempre hay alguien que sale de la fila, dice que
está listo, pero no lo escogen, al contrario, le dan con la
culata del fusil y lo ponen al final.
Esta vez se llevan a trece hombres y a siete mujeres.
Los suben a la lancha y el ruido del motor apuñala el
sonido del mar.
A veces alguien llora, alguien cae en los doce metros
que separan a las filas de la embarcación. El teniente hace
una seña. El cuerpo es arrastrado por la arena, amarrado
a la proa y muere durante el viaje de ida, atragantado de
agua y sal.
Los chicos están impacientes, el equipo del
Cementerio desistió y se fue marchando de a poco:
primero los tres de la defensa, luego el portero, los
mediocampistas, algún que otro delantero y por último
el capitán; también se marchó el equipo de la Siguaraya,
todos de un tirón, maldiciendo al tipo de uniforme, a la
guerra y al cartel de «Zona Militar. No Trespassing». Solo
quedó el equipo Mirador y el equipo Salto Arriba.
El capitán de Salto Arriba practicaba su dominio
del balón. La práctica le sostenía la calma, lo ayudaba a
concentrarse. Este año había jurado, frente a la escuela,
que ganarían la Copa, que la gente de Salto Arriba
tendría el derecho de bañarse en la playa durante el verano
completo; este año lo tenía todo listo: las estrategias del
juego, las técnicas de defensa, el modo de llevar a cabo el
contragolpe y, sobre todas las cosas, había perfeccionado
sus tiros a la portería; este año el equipo Salto Arriba
tenía todas las de ganar.
El capitán se mantenía lejos del grupo. Ya había
hecho más de cincuenta toques cuando el balón se le

· 40 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

escapa de las piernas, marca una semicircunferencia muy


parecida a esos pases que tanto había practicado con
sus delanteros durante los entrenamientos en el terreno
enyerbado de la escuela; da contra uno de los postes, cruza
la cerca y cae justo en los pies del tipo de uniforme.
Los chicos dejan de discutir, miran al capitán de
Salto Arriba, a las alambradas, al tipo de uniforme, al
balón y al cartel de «Zona Militar. No Trespassing».
El tipo de uniforme mira el balón. Era perfecto,
traía la insignia del último campeonato mundial, estaba
casi nuevo.
«Debió haber costado bastante,» piensa «no sé cómo
hacen estos chicos para conseguir balones tan buenos».
Se descuelga el fusil, lo recuesta a la cerca. Toma el
balón con ambas manos, lo acaricia, le da algunos toques
y dice con el tono de quien dicta sentencia:
—Ustedes no pueden jugar. Les falta un delantero.
El sol del mediodía quema la arena. La lancha
retorna. El sargento, con disimulo, se seca el sudor de la
frente. El teniente se quita los espejuelos e intenta atrapar,
por unos segundos, el azul puro y limpio del cielo.
Solo quedan veinte en la orilla.
El ex-delantero del equipo Mirador forma parte
de la segunda fila. Permanece de pie con la vista clavada
en la superficie del mar.
Los soldados se apresuran. El teniente dice que
después de esa última ronda tomarán un desvío hasta los
cayos, dice que en los cayos sirven las mejores langostas
que ha comido jamás. El Sargento acomoda los cuerpos
sobre cubierta y enciende el motor.
La arena arde bajo los pies de los chicos que
delimitan con piedras el área de la portería, marcan con
unas ramas las esquinas y el terreno de cada cual.
Los cuerpos caen, flotan entre las olas y les sacan
destellos al agua sobre la infinita superficie del mar.

· 41 ·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

El ex-delantero se quita la camisa. Mueve las


manos. Agita los pies. Nada con fuerza, con mucha fuerza.
Cree ver, a los lejos, a unos chicos que corren detrás de
una pelota.
El capitán del equipo Mirador dice que esperen un
segundo. Se pone las manos en la frente a modo de visera.
Pero los que van a morir no son otra cosa que alfileres
plateados, los que van a morir no resisten el empuje de
las olas.

· 42 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

Vino de La Rioja

Siento un malestar en la garganta, como si tuviera dentro


tierra apisonada. Siempre que imparto clases sucede lo
mismo, sobre todo cuando hay ruido afuera, cuando debo
alzar la voz; sobre todo cuando intento explicar la teoría
filosófica de Kant durante una hora y media, mientras la
rubia de la tercera fila me mira con cara de no entender,
y aun así no me quita la vista de encima. Entonces no
sé qué mira en realidad: si la imagen del tigre que traigo
tatuada en el brazo, los ojos de Jim Morrison en mi
pullover negro, o los gestos que hago con las manos para
hablar de los conflictos y la relación entre Dios, el hombre
y la modernidad.
Busco en la mochila el borrador. Me doy cuenta
de que lo he vuelto a dejar en la Cátedra. La pizarra está
llena de notas, dibujos y cosas incongruentes que podrían
hacerle dudar al profesor que me sigue en el próximo turno
sobre mi verdadera responsabilidad ante la enseñanza.
Los chicos salen, bajan a la cafetería, recorren el
pasillo de un lado al otro, encienden cigarros y al unísono
lanzan bocanadas de humo desde el balcón. La rubia se
acerca a la mesa y me ofrece, para borrar la pizarra, una
hoja de su libreta.
—Déjeme hacerlo —dice.

· 43 ·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

Se vira de espaldas y casi sin darme cuenta, sin


pensarlo, incluso sin quererlo, detallo el movimiento de
su cuerpo cuando se para en puntas de pies, borra desde
arriba hacia abajo y recluye a Kant hacia una zona olvidada
de la memoria.
Echa el papel al cesto de la basura y sonríe.
Le doy las gracias a modo de adiós más que de
cortesía o de real agradecimiento. La garganta inflamada
hace que mis palabras se conviertan en gruñidos, incluso
es probable que hablar demasiado, después de un turno de
clases, me provoque fuertes arqueadas y vomite trozos de
tierra seca antes de bajar las escaleras.
Me cuelgo la mochila. Salgo al pasillo, la chica me
intercepta. Vuelve a sonreír, mece sus cabellos de rubia,
con ese orgullo que solo una rubia puede ostentar.
Dice que tiene dudas, que hay cosas de Kant que
no logra comprender.
Quiero decirle que puede ir hasta la biblioteca,
consultar algunos libros, reservar un tiempo de máquina
en internet y hacer una búsqueda exhaustiva, o ver los
programas que transmiten los viernes en la tarde en el
Canal Educativo, los programas copiados del History
Channel; pero mis palabras tropiezan y caen, ya sin fuerzas
para volverse a levantar.
Asiento cuando me pide acompañarme a la
Cátedra, o ir esa noche a mi casa.
—Anotaré todas mis dudas para no hacerle perder
el tiempo.
Imagino su libreta llena de plecas, asteriscos y
símbolos de interrogación, imagino dudas extensas que
van desde la prehistoria hasta el materialismo dialéctico,
desde la Revolución Francesa hasta el arte de Marcel
Duchamp.
Imagino una excusa bien fuerte:
1. Esta noche saldré con unos amigos.

· 44 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

2. Esta noche tengo que preparar dos conferencias,


cuatro clases prácticas y seis seminarios.
3. Esta noche quedé con una amiga en acompañarla
para su guardia en el hospital.
4. Esta noche iré a visitar a mi madre.
5. Esta noche…
y ella vuelve a sonreír, dice que a las ocho, quizás
a las nueve, o mejor a las diez, cuando haya terminado
la telenovela, dice que ella nunca, y hace hincapié en la
palabra «nunca», se pierde la telenovela.
Cruzo el pasillo, bajo las escaleras, me arrepiento
de haber olvidado el borrador en la Cátedra, siento su
mirada en mi espalda, colgada a la imagen del tigre, a los
ojos de Jim Morrison, que de seguro la apuntalan y le
otorgan confianza.
La reunión de profesores termina pronto. La
Cátedra queda vacía y permanezco un rato frente al
monitor, espero un mensaje de Claudia, aunque sea uno
corto, aunque sea un correo cadena cargado de fotos:
Claudia cruza la mano sobre la baranda de un
puente, sonríe, detrás un castillo medieval o algo parecido
a un castillo medieval.
Claudia sobre una bicicleta y detrás un lago o algo
parecido a un lago.
Claudia con las manos extendidas en un gesto
encantador y detrás una avenida limpia y alumbrada o
algo parecido a una avenida limpia y alumbrada.
Calculo las horas de diferencia entre La Habana y
Zaragoza.
Debe estar despierta, pienso, o quizás a punto de
dormir, no lo podría precisar, esto de sacar cuentas siempre
me ha resultado complejo.
Le escribo, le cuento lo mismo que le conté ayer y
quizás lo mismo de anteayer, le pido que escriba en cuanto
pueda, que me hable de las clases en la universidad, de los

· 45 ·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

precios de la comida, del estado del tiempo y de los mejores


programas de Tele Cinco, o que al menos me diga el nombre
del castillo, el lago o la avenida limpia y alumbrada.
Vuelvo a leer el único mensaje que recibí de ella.
Las dos líneas, la nota en correo cadena:
Estoy bien, llegué un poco mareada, me estaban
esperando en el aeropuerto, me recibieron con vino de La
Rioja, luego les cuento… y el «luego» me martilla con fuerza,
aunque haya leído más de cien veces el mismo mensaje,
aunque ya debería estar acostumbrado.
La encargada de la limpieza empuja la puerta,
carraspea como si tuviera tierra apisonada en la garganta,
me dice que debe cerrar, que le ayude con las ventanas
mientras ella saca afuera los cestos de basura y frota una
colcha húmeda contra el suelo.
Reviso otra vez la bandeja de entrada, me convenzo
de que no hay un mensaje nuevo y apago la computadora.
Camino despacio por las calles de La Habana como
si caminara por las calles de Zaragoza. El cielo trueca su
azul pálido por un azul intenso, comienza a caer la noche.
Subo las escaleras de mi edificio y la perra me
recibe tras la puerta.
Voy hasta la cocina, saco todo lo que tengo en el
refrigerador y lo coloco sobre la meseta. Preparo la cena
como quien arma un puzle de cuatro piezas. Comparto
a partes iguales, enciendo el televisor y ambos miramos
con indiferencia las noticias de la guerra, las tasas de
desempleo y las protestas estudiantiles.
Le cuento a mi perra que esta noche tendré visita,
le hablo de la rubia y me reprende, dice que debí negarme.
Ella no entiende de tierra apisonada en la garganta.
Me voy a la ducha y la dejo sola en la sala, molesta y
amargada, tragándose de a poco los anuncios de televisión.
Antes que termine la novela ordeno la sala, recojo
algunos libros y los guardo encima del escaparate en el

· 46 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

cuarto. Me pongo otro pullover de Jim Morrison, en este


sus ojos miran hacia el suelo y mantiene los brazos junto
al cuerpo, como si se sintiera cohibido, avergonzado o
estuviera parado en firme.
Un pullover perfecto para recibir a una rubia,
pienso, sobre todo cuando viene cubierta de dudas acerca
de la Filosofía.
Me acomodo en el sillón de madera, donde se
sentaba Claudia cada vez que venía a la casa. El edificio
está en silencio. La gente se ha ido a dormir; siempre que
termina la telenovela, la gente se va a dormir.
Saco una botella de vino y la coloco en el refrigerador.
Abro las ventanas del cuarto para que se ventile todo el
apartamento. La chica toca a la puerta. Sonríe. Le digo
que entre y se ponga cómoda. Ella no acepta el sofá,
tampoco los butacones, ni siquiera el sillón de madera. Da
vueltas alrededor de la sala, mira los cuadros en la pared,
las fotos sobre la mesita de centro y me pregunta quién es
la muchacha que me abraza con tanto cariño.
—Claudia —le digo.
Detrás está la bahía de La Habana o algo parecido
a la bahía de La Habana.
La perra mira con rabia a la chica, muestra un poco
los colmillos, pero solo un poco.
—¿Es tuya? —pregunta y no sé de momento si
se refiere a la perra, a la foto en la mesita de centro o a
Claudia.
Le digo que sí. La respuesta funcionaría en
cualquiera de los tres casos.
—Muéstrame tus dudas.
Ella abre su libreta y como es de imaginar, las hojas
están llenas de plecas, asteriscos y signos de interrogación.
Le hablo de Kant, de Descartes, incluso de
Apollinaire. Creo que también le hablo de Claudia, aunque
no mencione precisamente su nombre. Le cuento que en

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YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

Zaragoza hay un castillo magnífico, un lago precioso y


una avenida limpia y alumbrada. Ella me mira con cara
de no entender, con impaciencia, aun así, no me quita la
vista de encima, aunque Jim Morrison mantenga sus ojos
clavados al suelo.
Busco la botella de vino, saco de la alacena dos
pequeños vasos de cristal. Lo pruebo antes de brindarle,
está amargo, tiene poco alcohol, a un vino de veinte pesos
no se le puede pedir demasiado.
Ella dice que le encanta el vino y me pide permiso
para prender un cigarro.
Se acerca a la ventana. Suelta el humo hacia afuera.
—Las noches en La Habana son aburridas —dice.
Yo no sé qué responder, ni siquiera sé si ella espera
una respuesta. Trato de imaginar cómo podrían ser las
noches en Zaragoza, quizás sean aburridas también.
Asiento. Muevo despacio los balancines en el
sillón de madera mientras ella se quita la blusa, se afloja
los ajustadores y deja caer su saya.
Me pregunta por qué traigo tatuada la imagen de
un tigre en el brazo. Le explico, pero me mira con cara de
no entender.
La luz atraviesa la ventana, ilumina el azul pálido
de su ropa en el suelo. La despierto y le digo que debe
marcharse, que no olvide su libreta. Mi perra la despide
con rabia en la puerta, pero esta vez no muestra los
colmillos.
En la Cátedra debo esperar a que los profesores
desocupen las máquinas. Siempre que espero me pongo
nervioso. Muevo las manos, o los pies, o pestañeo con
persistencia, o hago las tres cosas al mismo tiempo.
El profesor de Historia se levanta, le doy las gracias.
Él no responde. Al parecer no tengo nada que agradecer.
Abro el correo. La conexión es lenta, muy lenta. Tengo
un mensaje de Claudia. Estoy entre los doce destinatarios

· 48 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

de su lista. El mensaje es corto, viene cargado de fotos, al


fondo hay castillos, lagos y avenidas. Ella sonríe, sostiene
una botella de vino de La Rioja en la mano, o al menos
algo parecido a una botella de vino de La Rioja.
En el cuerpo del mensaje dice que el vino en
realidad no es tan bueno, que los castillos no son tan
lindos y que ni siquiera hace tanto frío como le dijeron. El
mensaje termina con un luego escribo más, besos miles…y el
«luego» me martilla con fuerza. Aunque ya debería estar
acostumbrado.

· 49 ·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

Blog Top

Ayer en la tarde la vecina de los bajos tocó a mi puerta.


Traía una taza de té negro y la mirada de quien se niega
a morirse de aburrimiento. La invité a pasar, puse la taza
sobre la mesita de centro y le pregunté si ya su esposo me
había arreglado el estante de los libros.
Ella hizo un gesto con los hombros que no logré
descifrar, no soy realmente bueno en ese asunto de captar
señales, su expresión podría poseer varias acepciones: el
marido no le ha hecho caso al estante, ya lo arregló y espera
a que yo baje a buscarlo, no ha encontrado la madera con
la cual sustituir las tablas roídas por las termitas, o deja
pasar el tiempo para otorgarle gravedad al trabajo y pedir
una mayor retribución monetaria.
Fui hasta la cocina. Regresé con una azucarera y
una cuchara pequeña.
La vecina observaba con detenimiento la pantalla
de mi ordenador.
Le confesé que el té estaba requetebueno y ella
preguntó si eso de tener un blog era divertido.
No supe por dónde comenzar a contestarle. Hice un
gesto vago sin una definición preconcebida. Ella interpretó
hábilmente que poseer un blog, moderar comentarios y
colgar actualizaciones, era lo más divertido del mundo.

· 50 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

Asentí con levedad, me llevé la taza a los labios,


y le volví a preguntar por el estante mientras señalaba
tres torres de libros que había apilado de forma ordenada
junto a la pared.
Las torres llegaban casi hasta el techo. Tenían como
base tres tomos de la Enciclopedia Británica y tres catálogos
de fotografía. En una estaban los libros de literatura
nacional, en otra los de literatura universal. La tercera torre
estaba constituida por todos los manuscritos que he enviado
a las editoriales, a lo largo de mi vida, y cuatro volúmenes
esenciales para quien pretende ejercer la crítica literaria.
La mujer aseguró que su marido estaba a punto de
terminar con los arreglos y que no existía nada peor, para
la madera, que las termitas. Miró los libros en el suelo con
lástima, o quizás con asco.
Interpretar miradas tampoco se me da bien.
Luego regresó la vista al ordenador, y me preguntó
si poseía muchos seguidores.
Debí confesarle que mi blog solo lo leían cinco
personas: mi madre, mi hermana, su esposo y dos sobrinos
que están de vacaciones en Marruecos.
Ella preguntó cómo es que se hacía para irse de
vacaciones a Marruecos. No pude contestarle, pero esta
vez no acompañé mi negativa con un gesto. La mujer, en
este asunto de interpretar señales, es una fiera.
Quise decirle que la crítica literaria, de por sí,
no resultaba un tema atractivo para la navegación por
internet, cada vez las personas leen menos y le prestan
mayor atención a todo aquello que no conlleve un proceso
de pensamiento, análisis o reflexión.
—Lo que a mí me gusta de las computadoras —dijo
la mujer— son las fotos de gaticos, el horóscopo y los
chistes sobre judíos. Los colecciono, tengo casi quinientos,
¿quieres que te cuente uno? —y la mujer comenzó a
contar chistes.

· 51 ·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

Tuve que hacer un esfuerzo enorme para sonreír


de vez en cuando, los chistes sobre judíos nunca me han
parecido graciosos. Mientras ella contaba yo bebía a sorbos
mi taza de té, y pensaba en la próxima actualización del
blog: debía escribir una reseña sobre un poemario de un tal
Allan Rigde, premiado en un festival al sur del Perú, y que
me había llegado por correo postal tres días atrás. Debía
ensanchar un artículo sobre la teoría de las mediaciones y
su relación con el mercado editorial en España, y decidir
si compartir, o no, un enlace al listado de los veinte libros
canónicos para la segunda mitad del siglo XX.
—Llevar un blog exige esfuerzo y dedicación —le
dije a la mujer con tal de que interrumpiera su retahíla de
chistes.
Caminé hasta las torres de libros. Tomé, con
mucho cuidado, uno de los volúmenes mesiánicos sobre
el ejercicio de la crítica. Reajusté el equilibrio de la torre y
quise leerle a mi invitada un párrafo revelador, donde un
tal Eric Palmer hablaba del duro camino en la búsqueda
de la objetividad, pero ella palmeó el aire en un gesto que
debió significar: no te atrevas a leerme algo; o deja ya eso;
o no estoy para tonterías.
Al parecer, las líneas argumentales de Eric Palmer
son, para mi vecina, lo que para mí, los chistes sobre judíos.
Me pidió un vaso de agua, dijo que tanto hablar
le había secado la garganta. Quise retribuirle la gentileza
de haberme ofrecido una taza de té, y le propuse que
preparáramos un jugo de tamarindo.
—No existe nada mejor para aclarar la garganta
que el jugo de tamarindo —aseguré.
Yo tenía en la nevera algunas barras de fruta.
Manejar la licuadora no se me daba bien. La conduje a la
cocina y le señalé dónde estaban todos los ingredientes.
—Ya de paso preparo unos huevos revueltos y unas
frituras de harina —dijo la mujer.

· 52 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

Su espíritu para combatir el aburrimiento era


increíble.
Comenzó a sacar cazuelas de los estantes, tomó
cubiertos, bandejas, enchufó a la corriente la batidora de
huevos y la vi sonreír como nunca.
Cocinar la hacía feliz.
Regresé al ordenador y al libro mesiánico. Antes
de escribir la primera palabra releí el decálogo de la crítica
literaria que ofrecía Eric Palmer como colofón a sus trabajos
teóricos. Agarré el poemario de Allan Ridge, y al compás
de la licuadora lo fui deconstruyendo pieza por pieza.
Media hora más tarde tenía en la portada de mi
blog una reseña mediadamente buena y, sobre la mesita
de centro, una perfecta bandeja de huevos revueltos,
adornados con frituras de harina y escoltados por una
jarra de jugo de tamarindo.
Mientras merendábamos, le conté a mi vecina cómo
surgió la idea de hacer un blog donde pudiera publicar
todo aquello que las editoriales me rechazaban. Ella
no poseía muchos conocimientos sobre el ciberespacio
y sus características, pero asentía a cada uno de mis
comentarios, y se atrevió incluso a darme consejos, a
construir estrategias para atraer la atención del público.
Al principio no le hice mucho caso, pero entre una
fritura y la otra, quizás de modo involuntario, comencé a
tomar nota mental de lo que decía.
—A mí nunca me gustó leer —dijo luego—.
Recuerdo que mi madre me obligaba a repasar la lectura
para que no hiciera un papelazo en la escuela, para que
la maestra no la mandara a buscar. Cada tarde me subía
a una silla y desde ahí debía leerle todos los titulares del
periódico. No existe nada peor que leer los titulares de un
periódico.
—Yo puedo prestarte algún libro que de verdad
encuentres interesante. Tengo historias de todo tipo:

· 53 ·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

novelas policíacas, de terror, aventuras, espionaje y


contraespionaje, de vampiros, hombres lobos, de relaciones
incestuosas, amoríos imposibles, e incluso tengo una
colección de poemas eróticos escritos por los franciscanos
de La Serna de Veri en la segunda mitad del siglo XVIII.
Caminé hasta las torres de libros. No hice más que
acariciar algunos lomos cuando ella me detuvo en seco.
—No te atrevas a prestarme nada de eso, prefiero
ver las versiones que ponen en la televisión.
Tomó la bandeja y la llevó hasta el fregadero.
Desde la sala podía oír el sonido del agua sobre los
platos sucios. Mi vecina era, sin dudas, una perfecta ama
de casa. Revisé el blog. En la parte inferior de la reseña se
habían registrado dos comentarios.
El primero era de mi madre. Me felicitaba por la
nueva publicación, decía que ese tal Allan se convertiría,
a partir de mi reseña, en todo un fenómeno, un genio
de la escritura, por último me recordaba que debía
alimentarme adecuadamente, desde que su marido le
instaló el cookchannel no hace otra cosa que ofrecerme
consejos y recetas culinarias, ni otra cosa que espantar al
diablo cuando oye hablar de la comida chatarra.
El segundo era del esposo de mi hermana, me
contaba de un amigo de él que también se llama Allan y
que fue campeón de tenis en el año 1981, cuando nuestro
país disputó la final con Argentina.
Borré ambos mensajes antes de que algún
cibernauta incauto pudiera tropezarse con tal atrocidad.
Miré el libro mesiánico y en silencio le pedí disculpas a
Eric Palmer.
—Ya está —dijo la vecina— todo fregado y en su
sitio.
Sonreí, o al menos recuerdo haberlo hecho.
Nos sentamos en el sofá de la sala. Detrás teníamos
las torres de libros. Al frente una pared desierta pintada

· 54 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

de azul. Mi vecina intuyó que el ambiente comenzaría a


tornarse aburrido.
Yo compartí su intuición.
Quise explicarle por qué nunca había colgado un
cuadro o un retrato en aquella pared, pero no encontraba
una excusa realmente creíble, no hallaba motivos estéticos
ni religiosos o morales que me impidieran haber colgado
de la pared al menos una cortina plástica.
Ella dijo que de tener un blog lo llenaría de temas
atractivos, fotos de gaticos y predicciones astrológicas.
Pensamos por un instante en cuáles podrían ser los temas
preferidos por un cibernauta común, un tipo que vagara
por la red como quien pasea por un parque y se detiene a
observar las cornisas de un edificio, o el revoloteo ingenuo
de los gorriones en la acera.
La vecina hizo un listado inmenso que fui
recortando de a poco. Al final solo quedaron tres temas
en la punta del iceberg: la comida, los viajes y el sexo.
Caminé hasta el ordenador. Acaricié con un poco
de tristeza las tapas del libro de Eric Palmer. Traté de
regresarlo a su lugar, pero entre mi mesa de estudios y
las torres de libros, se interponía el cuerpo desnudo de la
vecina de los bajos.

· 55 ·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

Estrategias para derribar


un puente

Estrategia No. 1
El frío había empañado el cristal de la ventana. Afuera estaba
a punto de caer la nieve, y yo no hacía otra cosa que pensar
en Claudia, en las cortas posibilidades de volver a verla.
Mi padre colocó dos cervezas junto a la ventana.
Aseguró que se enfriarían en cuestión de minutos y
anunció que la comida le había quedado requetebuena:
—Tamales en cazuela, justo como los hacía tu
madre; plátanos maduros fritos y verduras en conservas,
traídas directamente del supermercado.
Mi padre está orgulloso de los descuentos para
trabajadores que le hacen en el mejor supermercado de
la zona. Allí ha gastado las horas durante los últimos
veinte años, ordenando latas de carne y cajas de leche
en los estantes superiores. Mi padre es un hombre alto,
muy alto. Yo crecí siendo bajo de estatura, bajo de peso y
la presencia de la nieve afuera (blanca y espesa, blanca y
pura) me regalaba una sensación de desamparo, o de algo
parecido al desamparo.
Apenas llevaba seis meses en NorthVillage y ya
estaba arrepentido de haber cruzado el mar, de haber
dejado atrás el olor de la tierra mojada, el miedo a la

· 56 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

oscuridad y las maravillosas tetas de Claudia; no existen,


en toda la Isla, mejores tetas que las de Claudia.
Mi padre pidió que le ayudara a poner la mesa.
Encendí la luz del comedor. Coloqué platos y cubiertos.
Él comprobó la temperatura de la cerveza.
—Como para rajarse la garganta —dijo, luego me
regaló una sonrisa y creí que en los ojos de mi padre, en
su mirada, el desamparo podría diluirse, como se diluye el
agua en el agua. —«Todo es cuestión de adaptarse», me
aconsejó durante una fría tarde de marzo, «Tienes que
buscarte una jeva. Los inviernos no son tan duros cuando
hay calefacción».
Tomé su consejo como ley. A los quince días estaba
saliendo con una dominicana de veinticinco años, que
se había mudado al apartamento de su hermana en la
Avenida Tercera y tenía unas nalgas de lujo.
La mujer era media tonta, adoraba las canciones
de Juan Gabriel, los blue jeans y las malas copias de la
lencería de Victoria´s Secret, pero templaba como una
profesional y eso, para mí, ya era más que suficiente.
A mi padre le hacía feliz verme con ella del brazo. Me
recomendaba lugares adonde llevarla: restaurantes, clubes,
salas de juego. Me prestaba dinero cuando la plata que me
soltaban por pintar exteriores comenzaba a languidecer, y
me dejaba el auto con el tanque lleno. Le ofrecía una sonrisa
a mi novia, me daba dos palmadas en los hombros y se iba
a su cuarto para ver el show de Terry Hackman, donde cada
viernes una pareja de concursantes tenía la posibilidad de
ganar, o perder, medio millón de dólares.
Al poco tiempo los paseos se tornaron aburridos,
comenzaron a dolerme las muñecas de tanto dale que dale
con la brocha, el sexo se espaciaba a una vez por semana,
Claudia regresó a mi mente y la dominicana me dejó por
un puertorriqueño recién llegado al barrio, un tipo que se
las daba de cantante, taxidermista y boxeador, un tipo que

· 57 ·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

llevaba al cuello la placa de su padre, quien había muerto


de tres balazos en el pecho, durante una emboscada que
sufrió su tropa en Irak.
Mi trabajo era esporádico, mal pagado y peor
agradecido. Las señoras escogían los colores y luego no
quedaban satisfechas con el resultado. Le achacaban el
fracaso a mi falta de experiencia, o a mi nacionalidad, al
color de mi piel, al acento latino o a los descansos que
debía tomar entre una pared y la otra.
Tanto pinta que pinta me llevó de cabeza a doce
sesiones de fisioterapia y a un plan de pastillas para
contrarrestar la erupción en la piel que me provocó un
azul celeste caducado.

Estrategia No. 2
—Los tamales tienen carne de cerdo y unas
albóndigas que sobraron de la otra noche —dijo mi padre.
—Están buenísimos —aseguré y me serví un poco
más en el plato.
La mesa del comedor era demasiado grande para
un apartamento tan pequeño. Mi padre se sentaba en
una punta; yo, en la otra. El comenzó a hablar de un
tipo, un colombiano, a quien habían despedido porque
maltrató a unos clientes. El hombre trabajaba en las
cajas registradoras. Había ascendido de almacenero a
depediente.
—Aquí no se puede cometer ni un error —decía
mi padre—, ni uno solo.
Yo apenas le prestaba atención, recordaba a mi
madre, siempre que como tamales en cazuela recuerdo a
mi madre, y de algún modo raro, en el hilo de las memorias,
a mi mente llegan las tetas de Claudia, las enormes tetas
de Claudia.
«Ese negocio de pintar exteriores no es rentable»,
aconsejó cuando le confesé que estaba cansado de la

· 58 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

brocha, las escaleras metálicas y la mirada inquieta de las


empleadoras. «Podrías hacer trabajos de plomería. Los
edificios de este barrio son antiguos; clientes no te van a
faltar».
El viejo tenía razón, el viejo era una bestia en eso
de ofrecer consejos.
Al día siguiente invertí doscientos dólares en una
caja de herramientas y anduve toda la semana brindando
mis servicios a domicilio.
Una tarde, mientras sustituía un codo oxidado en
el sistema de drenaje de una casa de la zona residencial,
conocí a una chica mexicana que hacía la limpieza, había
dejado un hijo en Sonora y le enviaba cada mes la mitad
de su salario, para que al niño no le faltara de nada.
La mujer era bajita y regordeta, pero poseía unos
ojos preciosos. Se las arregló para que en las casa de
sus empleadoras, cada semana se averiara una tubería y
entre vueltas de rosca hacíamos el amor en el baño, bajo
la ducha, sobre la tapa del inodoro o contra las lozetas
pulidas de la pared.
Al cabo de las dos semanas la mujer me confesó
que había decidido mudarse a New York con una prima
que le había resuelto un empleo en un restaurant de
comida mexicana.
Su hijo estaba creciendo.
—Mi sueño es traerlo a los Estados Unidos y que
estudie en la universidad —dijo la mujer.
Poco a poco, fui perdiendo el interés por la
plomería.

Estrategia No. 3
Le dije a mi padre que me encargaría de fregar los platos.
Él encendió el televisor, esa noche una pareja de
concursantes tendría la oportunidad de ganar, o perder,
medio millón de dólares en el show de Terry Hackman.

· 59 ·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

Abrí la llave del grifo. El agua espumosa corría


hacia el tragante. Pensé durante un rato en una chica
japonesa que vivía en los bajos del edificio y que me había
pedido con insistencia que le cambiara una lámpara de
luz fría.
Afuera aún caía la nieve (blanca y espesa, blanca
y pura). Mientras colocaba los platos en el escurridor
recordé a Claudia, a ese puente de afecto del que habla en
todas y cada una de sus cartas.
—¿Qué te parece la vecina de los bajos? —le
pregunté a mi padre.
—¿Cuál vecina?
—La japonesa. Me comentó que se le había
explotado la luz de cuarto. Dentro de un rato voy a bajar
para echarle una mano.
—Parece una buena chica —dijo mi padre con un
poco de desgano.
Desde el televisor, los competidores habían perdido
medio millón de dólares.

· 60 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

Instantáneas

Siempre creí que el Fin del Mundo sería un sitio horrible.


Imaginé montañas de arena, un desierto caliente, quizás
una fila de camellos y un grupo de árabes.
Siempre creí que el Fin del Mundo estaría repleto
de árabes; mesas de ventas bajo toldos blancos, carne seca
de iguana, gafas de sol, turbantes, sombreros, pequeñas
figuras de barro y botellas de agua, cientos de botellas
de agua; o sea, un sitio horrible, un lugar donde nadie
querría estar. Algo así como un purgatorio terrestre,
como esos purgatorios que aparecen en los noticieros de
televisión.
Los chicos dijeron que no debíamos perder la
oportunidad, que en las redes sociales no se hablaba de
otra cosa:
—Una semana de vacaciones no es para estar en
casa, colgado de la cerveza, del show de Terry Hackman y
los programas del Discovery Channel.
Trajeron las reservaciones, fijaron horarios y
Claudia me miró con sus ojos de vidrio, mientras sostenía
en una mano la maleta y en la otra el traje de baño.
Les dije que no soportaba viajar de noche:
—No logro dormir, aunque apaguen las luces,
aunque recline el asiento y encuentre la posición más

· 61 ·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

cómoda —pero ellos cerraron los ojos, dejaron de hablar,


y me mantuve despierto, con la vista clavada a la carretera,
mirando los carteles que en la orilla anunciaban la distancia
que nos faltaba por recorrer, las vallas publicitarias y
las líneas amarillas discontinuas que a la velocidad del
ómnibus parecían lazos de gimnastas.
Cuando desembarcamos tomé la cámara
fotográfica, traté de acercarme, le dije a Claudia que tirara
una piedra a la laguna y capturé el vuelo de los patos, el
justo instante en que se elevaban un metro por encima de
la superficie del agua.
Desde que llegamos no hemos hecho otra cosa que
tomar fotos. Cada cual trajo su cámara, cada cual le tira
fotos distintas al mismo lugar. Allí hay un monumento,
más allá una estatua y, sobre el lago, una bandada de patos.
—El hotel queda cerca —dijo uno de los chicos—,
es aquel —y señaló una construcción moderna que
simulaba una construcción antigua, algo así como un
castillo medieval pintado de colores cálidos, con dos
torres, un campanario y un puente que se pliega mediante
un mecanismo electrónico, como esas puertas en los
aeropuertos y en los supermercados, como esos sitios
donde no hace falta un portero.
Un hombre vestido de uniforme se brindó para
llevarnos las maletas. Puso todo el equipaje sobre una
ruidosa carretilla y nos dijo que habíamos tomado una
excelente decisión.
El Castillo era el único hotel cinco estrellas de
toda la zona, el resto de las instalaciones estaban llenas de
gente de clase media, traficantes, prostitutas y vendedores
de revistas.
—Esos negocios se dan muy bien —dijo el
hombre—. No hay nada como tener sexo o leer una revista
antes de asomarse al borde del Universo, los mejores
turnos son los de la tarde, la llegada coincide con la puesta

· 62 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

de sol, la experiencia es inolvidable —hizo hincapié en


la palabra «inolvidable» y extendió la mano para que le
diéramos algo de propina.
Las fosas bajo el puente estaban repletas de
cocodrilos. A los chicos les pareció normal.
—Es un hotel cinco estrellas —dijeron—, algo
diferente debe tener.
Los cocodrilos estaban acostados sobre unas
piedras blancas bajo el sol, mantenían sus fauces abiertas,
parecían estatuas, luego creí que a lo mejor eran estatuas
que se hacían pasar por cocodrilos, por lo general los
turistas solemos ser incautos.
Los pasillos del hotel estaban custodiados por
armaduras y cabezas de animales incrustadas en la pared.
Animales ya extintos, que de seguro vivieron en la zona
antes que descubrieran que era justamente el Fin del
Mundo, antes que decidieran convertirlo en un sitio
turístico.
Los animales me miraban fijo a través de sus
ojos de vidrio, parecían reales, quizás lo fueron en algún
momento, quizás no.
—A fin de cuentas eso no es importante —dijo
Claudia mientras se cambiaba de ropa.
El traje de baño le quedaba divino. Hicimos el
amor un poco apurados, ella estaba loca por tirarse a la
piscina; yo, por tomarme una jarra de cerveza en el bar.
Bajé al patio con la cámara fotográfica. Le tomé
fotos a las palmeras artificiales; a las chicas que, sin
sujetadores, tomaban sol sobre las tumbonas, al sudor de
mi cerveza y a Claudia, mientras subía al tobogán y me
hacía señas que de momento no supe comprender.
A mi lado se acomodó un hombre, quiso hablarme.
No soporto a la gente que entabla conversación
con desconocidos en un bar. Me preguntó algunas cosas
en inglés:

· 63 ·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

¿Cuál era mi habitación?


¿De qué lugar venía?
Si ya me había asomado al borde del Universo.
Y me recomendó tomar el catalejo de la derecha, el
que está enumerado con el «TRES»:
—Es el mejor, ni siquiera tendrás que forzar la vista.
La escena, sobre todo con la puesta de sol, es magnífica
—dijo luego.
Simulé no comprenderlo, pero el hombre no se dio
por vencido, me habló en francés, en italiano y en alemán.
Mediante señas le hice entender que hablaba árabe, o
algún idioma parecido al árabe y, desilusionado, se alejó
de la barra.
Luego me sentí una mala persona, al final el tipo
solo quería conversar, quizás fue por eso que acepté ir
con los chicos a la discoteca, quería redimirme, hacer
algo por el bien común y no puse objeciones cuando
todos decidieron lanzarse a la pista y ponerme en el
centro, para que meneara las caderas al ritmo de un
canción caribeña.
Terminé borracho y dormido sobre las sábanas
floreadas en la cama de la habitación. Claudia se molestó
un poco, pero solo un poco. Me dijo en la mañana que
para el almuerzo habría enchilado de camarones, no hay
nada que la alegre más que el enchilado de camarones.
Nuestro turno estaba previsto para las cuatro de la
tarde. Uno de los chicos dijo que yo sería el encargado de
conservar los tickets, a fin de cuentas era el único que no
me bañaba en la piscina. Dentro de mis bolsillos iban a
estar seguros.
Ellos se fueron corriendo al agua.
Yo me mantuve junto a mi cámara fotográfica, mi
jarra de cerveza y el plato de papas fritas que la camarera
había puesto sobre la mesa.
Fijé la vista y apreté el obturador.

· 64 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

Capté el momento justo en que los pies de los


chicos se separaban del suelo para caer, luego, en un
chapoleteo infantil, dentro de la piscina.
A la hora de almuerzo la única que pidió enchilado
de camarones fue Claudia, los demás decidimos probar la
carne de iguana y el jugo de tamarindo, platos exóticos
que solo se ven en el Fin del Mundo.
Como faltaban aproximadamente tres horas
para nuestro turno, decidimos dar una vuelta por los
alrededores, o sea, tomar fotos.
La lancha que nos llevaba hasta el borde del
Universo tenía espacio para diez pasajeros. Junto a
nosotros montaron dos señoras vestidas exactamente
igual, un niño disfrazado de Spiderman, dos turistas
suecos y el hombre de la barra que, entusiasmado, me
saludó en árabe y se desilusionó un poco al ver que yo no
sabía cómo responderle.
La laguna era inmensa. El viaje duraba
aproximadamente dos horas. Me entretuve tomándole
fotos a unos pequeños cayos que se distribuían cual
señales de tránsito sobre el agua. De vez en cuando
veíamos algunos pájaros que nadie sabía identificar, eran
algo así como alcatraces blancos o gaviotas inmensas, sin
dudas bichos que solo podrían vivir en el Fin del Mundo.
El conductor se mantuvo en silencio.
El hombre intentó hablarme nuevamente en
inglés, italiano y alemán. Claudia le dijo que además de
árabe, yo sabía hablar portugués y español. El hombre
respiró aliviado, a pesar de que no dominaba ninguno
de los tres idiomas. A Claudia le hablaba en inglés y
ella le contestaba en alemán. Durante todo el recorrido
hablaron de temas difusos, algo sobre catalejos, estrellas y
enchilados de camarones.
Los chicos se divertían, las dos mujeres miraban la
superficie del agua y el niño ensayaba poses de Spiderman,

· 65 ·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

amenazaba con lanzarse por el borde del Universo para


probar la calidad de su tela de araña.
De todos fui yo quien primero vio el muro. Los
demás estaban entretenidos. Pero no dije nada, a fin de
cuentas no era algo tan importante.
A los pocos segundos uno de los chicos gritó:
—¿Qué es aquello?
Respondí:
—El borde del Universo.
Un muro de concreto de nueve metros de alto
se levantaba dándole fin al lago. El conductor detuvo la
lancha y la amarró a un postigo de hierro. Subimos por
unas estrechas escaleras hasta llegar a los catalejos. Tomé
el «TRES», tal y como el hombre me había recomendado.
El sol caía con lentitud lanzando tonalidades rojas
y amarillas sobre el muro. Era un espectáculo magnífico,
en eso tenía razón.
Tomé varias fotos. Luego miré por el orificio. Del
otro lado no había nada. Era el Fin del Mundo. Por eso
no había nada.
El niño se tiró. Veinte metros abajo lanzó su tela
de araña. La calidad del pegamento era increíble.
Regresamos en silencio.
Intuí que los chicos aún no estaban del todo
complacidos, querrían volver al día siguiente, de ser posible
en el turno de la tarde. Me pedirían que conservara los
tickets en mis bolsillos. Yo les tomaría fotos a los patos, a
las muchachas sobre las tumbonas y al atardecer.

· 66 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

Zapping

Claudia no duerme, permanece despierta y desnuda al


centro de la habitación. Camina descalza sobre las frías
baldosas. Toma un paquete de puntillas y clava fresas en
la pared.
El jugo de las fresas, como hilos de sangre, corre
hasta el suelo. Ella se detiene, da unos pasos hacia atrás
y contempla su obra, o parece que contempla su obra, al
menos se lleva los dedos a la barbilla y sonríe.
Yo la veo hacer desde la sala, la miro a ratos, a ratos
miro el televisor.
Del otro lado de la pantalla aterrizan los
helicópteros, levantan cortinas de arena blanca, el mar
está encrespado. Robert Duvall no espera a que el aparato
se estabilice, cae al suelo, trae la cara cubierta de fango
y sus ojos destilan tristeza; como los ojos de la joven
asiática que acaba de sufrir un accidente automovilístico
en la Quinta Avenida.
Son las tres de la madrugada, justo las tres de la
madrugada.
La joven conduce su moto a toda velocidad. La
niebla cae lenta como un manto blanco y espeso.
Un auto se detiene en medio de la calle: las puertas
abiertas, los focos apagados, la cabeza rapada de un mulato
que sobrepasa los límites del asiento.

· 67 ·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

El golpe es inevitable. La joven trata de resucitar


al hombre, lo toma por los hombros, lo zarandea, le habla
en japonés, le dice: «Respira, coño, respira», o al menos
algo parecido a como se diría en japonés: «Respira, coño,
respira».
Llegan los paramédicos, los policías y los perros.
Los paramédicos cargan al mulato en una camilla.
Los policías se llevan a la joven.
Los perros ladran inconteniblemente.
Claudia camina hasta la cocina, abre el refrigerador
y toma una fuente de cristal llena de fresas. La lleva hasta
el cuarto. Forma hileras de sangre en la pared.
Robert Duvall dispara contra los vietnamitas que
se esconden tras los árboles, bajo el río, entre los sembrados
de arroz.
Robert Duvall no escatima, tiene una cinta repleta
de balas y una rabia de espanto; una rabia como la de
la mujer que descubre a su marido en la suite del Hotel
Rex, con una rubia oxigenada, que baila alrededor de los
balaustres de la cama de madera pulida, al estilo Luis XIV,
que adquirió el dueño del hotel en una subasta en Boston
por el irrisorio precio de trescientos dólares.
Son las cuatro de la madrugada, justo las cuatro de
la madrugada.
La mujer empuña un revólver. Le apunta a su
esposo, a la rubia, al camarero que trae una botella de
champaña, dos copas de cristal, un cubito con hielo y unas
aceitunas en aceite.
La mujer grita: «¡Desgraciado, hijo de puta!», pega
el cañón a la sien de su marido.
La rubia no deja de llorar.
El camarero abandona su carrito de Servicio a la
Habitación y baja las escaleras pidiendo auxilio.
Luego es el disparo, un sonido que detiene el
tiempo y enfría la sangre.

· 68 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

Oigo el clavetear de puntillas en el cuarto. Un


vecino abre la ventana, pide que lo dejen dormir en paz,
como le pide Brad Pitt a Tom Cruise antes de la mordida,
o quizás después de la mordida, la escena no queda clara,
quiero comentarla con Claudia, ella sabe mucho de
vampiros, de hombres lobos y de pedofilia, pero no me
oye, no presta atención.
Brad Pitt y Antonio Banderas están por besarse, al
menos tienen muy juntos los labios, se miran de frente y de
cerca, como mira Jack Torrance a su mujer en el Overlook
mientras afuera arrecia la nieve, como mira el psicópata
que descuartizó a su tercera víctima, el pasado viernes en
un callejón cerca de la calle Steiner 47, en Arizona.
Son las cinco de la madrugada, justo las cinco de
la madrugada.
Un vagabundo encontró la pierna de la mujer
mientras buscaba restos de pizza en el contenedor del
callejón. Los perros dieron con la otra pierna cerca del río
y con la cabeza bajo el puente, atascada entre una piedra y
un tronco de madera. Pero los brazos no aparecieron, los
brazos nunca aparecen.
Un vecino de la calle Steiner 47 afirma que el
psicópata debe tenerlos congelados en algún lugar, para
luego comérselos, que los psicópatas son así, como lobos
hambrientos; la mujer del vecino dice que ella no sale a
la calle de noche, quiere mudarse a Ohio; el hermano de
la mujer del vecino propone que hagan una redada en
todos los refrigeradores del estado, en los frigoríficos y los
minibares.
Claudia camina hasta la sala, tiene líneas de jugo
de fresas en el rostro y en los senos, dice que se le han
acabado las puntillas. Le digo que busque en el sótano.
Al rato regresa.
—Ya no quedan, necesito más, no me dejes a
medias.

· 69 ·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

—El mercado no abre hasta las ocho —explico.


Ella regresa al cuarto.
Brad Pitt está parado en la cornisa del edificio,
como ese hombre sobre el Hornar Tuff de Los Ángeles.
Son las seis de la mañana, justo las seis de la
mañana.
El hombre ha decidido lanzarse. Ha tomado una
determinación. La calle está repleta de gente. Un policía
habla por el altavoz. Un cura ha subido hasta la azotea, le
dice que Dios no acepta a los suicidas. El hombre le grita:
«¡Váyase al carajo, cura de mierda!»
Las cadenas de televisión transmiten las imágenes
de cerca a través de una cámara diminuta que le han
colocado al cura en su crucifijo plateado, justo en la frente
de Cristo, entre la corona de espinas y los párpados.
El hombre dice que lo han despedido después de
veinte años de servicio. Que su vida es una mierda, una
reverenda mierda.
—Es la crisis, hijo mío, si bajas de ahí el Señor
sabrá darte una segunda oportunidad.
Pero Dios no se da cuenta, o al menos hace como
que no se da cuenta, y el hombre cae.
Claudia no siente deseos de templar, hace días
que no siente deseos de templar. Sin dudas debe estar
deprimida, muy deprimida, como Tom Cruise cuando
piensa que Brad Pitt ha muerto, o como Frodo cuando
despierta en medio de la noche preguntándose qué
diablos hace tan lejos de casa con un anillo barato colgado
del cuello, un gordo estúpido que lo obedece y un bicho
raro que lo sigue a todas partes; tan deprimida como
esos chicos que entraron a la farmacia a robar pastillas
empuñando un rifle de caza y una granada de plástico.
Son las siete de la mañana, justo las siete de la
mañana.

· 70 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

La idea básica era robar algunos antidepresivos,


algunas pastillas que al mezclarlas con alcohol les hicieran
olvidar la sinfonía constante de la tristeza, los barrotes de
mar y el desasosiego.
La idea era sorprender a los dependientes,
amenazarlos, gritar: «¡Todos al suelo!».
El dueño de la farmacia era un emigrante polaco,
un tipo que casi no sabía hablar inglés y que ayudado por
sus hijos enviaba dinero a su mujer y a su madre. Un tipo
sin experiencias en asuntos violentos, alguien que detrás
de los fármacos se sentía seguro.
El chico que empuñaba el fusil creyó que no era
suficiente, había colocado balas de grueso calibre en el
cañón doble. Disparó al techo. Se desprendió la lámpara.
Se agujerearon las vigas. Cayeron algunos trozos de
concreto. El polaco no sabía cómo reaccionar, abrió la
gaveta del mostrador, tomó su revólver y le disparó en el
pecho.
Todos olvidaron las pastillas. La sangre del chico se
mezcló con el polvo que había caído del techo. El polaco
se llevó las manos a la cabeza. Sus ojos destilaban tristeza,
como los de Robert Duvall, los de la joven asiática, los
de mi novia que ha dejado de clavar puntillas y, exhausta,
se sienta en un rincón del cuarto, desnuda, manchada de
rojo.
Apago el televisor, dejo el mando a distancia sobre
el sofá, tomo la billetera y bajo al mercado.
Son las ocho de la mañana, apenas las ocho de la
mañana.
Han muerto cinco personas y medio centenar de
fresas cuelgan de las paredes de mi habitación.

· 71 ·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

A vuelta de correo

El apartamento era tal y como lo imaginaba, pequeño,


oscuro, carente de personalidad. Por doscientos al mes no
podía esperar otra cosa. A Mildre la desilusión se le salía
por los ojos, me dijo que en México hubiéramos estado
mejor, pero yo de México, de sus padres y sus perros, no
quería saber.
Ella recorrió las habitaciones, encendió las luces.
Yo me asomé al balcón, desde un cuarto piso la vista no
era alentadora, los altos edificios de la calle del frente nos
recortaban el horizonte.
Esa primera noche tiramos un colchón en el suelo
de la sala y dormimos entre las cajas sin abrir. Aunque
Mildre las había marcado, no sabíamos por dónde
empezar.
Con el paso de los días y en el poco tiempo libre
que me brindaba mi trabajo de contador en la empresa
eléctrica, pude reparar las ventanas, pintar las paredes de
un verde pálido, el techo de un blanco marfil y las barandas
de metal de un rojo antioxidante.
Colgé cortinas en la sala, cazuelas en los estantes
y en el dormitorio una reprodución de Goya que un
amigo de la empresa me había regalado como obsequio
de bienvenida.

· 72 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

A Mildre, realmente, el cuadro de Goya nunca le


gustó, se titulaba Asalto de ladrones, y le daba mala espina,
creía que colgar un cuadro como ese era incitar al diablo,
convocar la mala suerte, le quitaba incluso los deseos de
hacer el amor.
—Ese hombre con el fusil en las piernas me
intimida, y esos pobres tipos, tirados en el suelo, cubiertos
de sangre. ¿No te pudieron haber regalado un cuadro
normal, como Perros en trailla?
Yo no soportaba a los perros, ni aunque fueran
pintados por Goya. Una semana después sustituí el
cuadro por la ampliación de una foto de La gran pirámide
de Cholula, tomada, supuestamente, desde un globo
aerostático.
El apartamento, poco a poco, comenzó a tomar
personalidad. En la empresa eléctrica pasé de contador
a jefe de turno, y de jefe de turno a subdirector de
Recursos Humanos. Mildre consiguió trabajo en una
tienda para mascotas, se encargaba de los suministros y
se le daba bien todo el asunto de firmar contratos con
empresas proveedoras, importar productos, reducir gastos,
multiplicar ganancias.
Nuestra situación económica iba en ascenso:
compramos un juego de muebles, un televisor, un
microondas y una pequeña nevera. Colgamos en la pared
de la sala una reproducción de Goya que nos gustara a
ambos y preparamos una cena especial para invitar a una
pareja de amigos que habíamos conocido en el Parque
Central mientras le dábamos de comer a los patos.
Mi mujer preparó asado de cordero, ellos trajeron
vino tinto y pastel de arándanos. Conversamos sobre
los preparativos para las fiestas de Navidad, el árbol
inmenso que colgarían en la Catedral de San Agnes, la
nueva línea de productos para limpieza que anunciaban
por la televisión, algunos retazos de la niñez en Chile, de

· 73 ·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

donde eran nuestros invitados, y alguna que otra alusión


a Ciudad de México.
Cerca de la medianoche se marcharon. Mildre me
dijo que tenía unos deseos enormes de hacer el amor, y
corrimos las sábanas, bajo la majestuosa mirada de La
gran pirámide de Cholula.
Hablamos de ahorrar un poco de dinero para
mudarnos a una casa con portal, jardín y mecedoras,
comprar un auto decente, formar una familia; y todo lo
hubiéramos conseguido si no llega a ser por esas cartas,
esas cartas que erróneamente comenzaron a llegar a
nuestra dirección.
Recibimos la primera un día antes de Navidad. Yo
había reservado vacaciones, gastaba la mañana retocando
las paredes laterales del balcón, donde habían surgido
pequeñas manchas de humedad, producto de algunas
lluvias que nos habían castigado durante varias noches.
Mildre había prometido regresar a mediodía, en cuanto
despachara algunos collares para gatos que habían pedido
desde una clínica veterinaria en Milwaukee.
Desde la calle el cartero llamó a un tal Thomas
Mappel, gritó el nombre, el número de mi apartamento.
Bajé las escaleras, me entregó la carta. Revisé las palabras
en el destinatario, le dije que precisamente esa era mi
dirección, pero en mi apartamento no vivía nadie con ese
nombre.
El cartero, marcadamente enfadado, me dijo que
eso no era de su incumbencia, su trabajo solo consistía
en entregar las cartas y que, por favor, recogiera toda la
correspondencia que tenía en el buzón, estaba atiborrado
y no había espacio para un sobre más.
Al buzón me habían llegado la cuenta del gas, la
del teléfono y la electricidad, cuatro plaquettes: uno de
máquinas podadoras, otro de leche descremada, un tercero
de televisión por cable y un último de películas restauradas

· 74 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

de Fritz Lang; pero lo que trancaba la apertura metálica


era una revista de Animal Planet que recibía Mildre como
plus de su plaza en la tienda para mascotas.
La primera idea fue llamar al portero y preguntarle
si acaso en mi apartamento vivió alguien que se llamara
Thomas Mappel. El tipo me pidió que pasara al despacho,
o a lo que él entendía como despacho. Abrió un gavetero
metálico que me recordó, ligeramente, a las oficinas
militares alemanas, en las películas sobre la Segunda
Guerra Mundial.
Buscó entre los archivos, sacó una carpeta, pude
entrever en las páginas una foto mía, otra de Mildre y la
de una señora mayor que, según las anotaciones, había
muerto dos años atrás.
—¿La mujer vivía sola? —pregunté.
El portero miró nuevamente la carpeta.
—Sola —respondió—. Tenía un sobrino, Martin,
se llama, vive en Longwood, Hunts Point #45.
—¿No hay rastros de este Thomas? —le mostré la
carta.
—Aquí nunca ha vivido ningún Thomas.
—¿Hace cuánto que trabaja en la portería? —le
pregunté.
—Quince años. Ahora, si me permite —cerró la
carpeta y la guardó en el archivo—, tengo otras cosas que
hacer.
Subí de regreso al apartamento. Creí que sería
prudente preparar algo de comer, esperar a Mildre e ir
juntos a la dirección del tal Martin, la idea de poseer una
carta ajena no me entusiasmaba.
Mi mujer colgó las llaves tras la puerta, soltó el
bolso en el sofá, los zapatos a medio camino entre la sala
y el baño. Me preguntó si las manchas habían salido, dijo
que despachar los collares para gatos fue más complicado
de lo que imaginaba.

· 75 ·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

—El intendente de la clínica quería el cincuenta


por ciento de color azul y el otro cincuenta por ciento
de color rosa. En el almacén solo había verdes y rojos.
Tuve que convencerlo, darle una charla de estética, al final
firmó el contrato. ¿Has preparado algo?
Caminó hasta la cocina. Yo estaba entre la ensalada
de espárragos, el puré de papas con mantequilla y los
huevos duros.
—Ha llegado una carta.
—¿Para mí? ¿De México? ¿De mis padres?
—No trae la dirección del remitente. Es para un
tal Thomas Mappel. Está en la mesita de la sala.
Mildre fue hasta la sala, tomó la carta y regresó con
ella a la cocina.
—Es de una tal Claudia Schiffer, para un tal
Thomas Mappel que vive aquí.
—Sí. Hablé con el portero. No conoce a nadie
con ese nombre. Me dio una dirección en Longwood.
Podemos ir en la tarde.
—Ya de paso vamos al súper, quiero comprarle
unas esferas doradas al árbol de Navidad —y miró a una
esquina de la sala, donde parpadeaban las luces, creando
destellos blancos sobre la pared.
Mi mujer estaba de buen ánimo, puso la radio,
sintonizó una emisora donde transmitían las canciones
más populares del año, me dijo que el puré de papas
con mantequilla me había quedado estupendo y que
los espárragos le venían muy bien para su nuevo plan
macrobiótico; yo no se lo creí del todo, no soy bueno
en la cocina y nunca entiendo cómo es que se cocen los
espárragos al vapor.
Creí que Mildre estaba bajo los influjos del
espíritu navideño, del ambiente de júbilo que se respiraba
en la ciudad y eso le hacía bien, le hacía lucir mucho más
bella.

· 76 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

Mientras llevábamos los platos sucios hacia el


fregadero, sonó el telefono, nuestra pareja de amigos
querían establecer las principales pautas de la celebración:
nos invitaron a cenar esa noche y nos aseguraron que no
existe mejor sitio para esperar el Año Nuevo que en el
Washintong Square Park.
Mildre prometió hacer para la cena un postre típico
mexicano. Después de colgar el teléfono, me dijo que
justo en la calle Hunts Point, donde vive ese tal Martin,
hay un restaurante de comida mexicana donde preparan
los mejores Borrachitos de la ciudad.
Con la esferas doradas en una mano y la caja de
Borrachitos en la otra, le pedí al conductor del taxi que
nos esperara, solo tardaríamos un minuto. El número 45
de la calle Hunts Point era un edificio de tres plantas.
De la puerta principal colgaba una guirnalda de Navidad;
a un lado, sobre la superficie de ladrillos rojos, estaban
alineados tres timbres, uno para cada planta y, junto
al timbre, el nombre del dueño de cada uno de los
apartamentos. Ninguno era el tal Martin.
Mildre abrió su cartera y extrajo la carta. Presioné
el primer timbre y al rato abrió una señora de unos sesenta
años, que llevaba como broche de la blusa una guirnalda
parecida a la que colgaba en la puerta.
Nos confundió, primero, con dos acólitos de la
iglesia a la que asistía, y que vendrían justo esa tarde a
ofrecerle una charla sobre el verdadero significado de
la Navidad, quiso que pasáramos a la sala, dijo que nos
prepararía un té o una taza de chocolate caliente; luego
nos confundió con unos vendedores de antidepresivos
que habían asolado toda la manzana y finalmente nos
preguntó si queríamos alquilar un apartamento.
Traté de explicarle, de la forma más clara posible,
las razones por las cuales habíamos tocado a su puerta.
La mujer se disculpó, o hizo algo parecido a disculparse,

· 77 ·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

dijo que ella conocía a todos los inquilinos del edificio


y que ese tal Martin se había marchado a Denver seis
meses atrás, para reunirse con un primo, que al parecer
había montado un negocio de venta de neumáticos, y que
su apartamento ahora lo ocupaba un chico de Texas que
pasaba unos cursos de Admistración de Empresas.
—¿Tiene la nueva dirección de Martin? —le
pregunté.
La mujer hizo un gesto negativo con la cabeza y
me aseguró que el hombre era reservado, apenas hablaba
cuando coincidían en la escalera o en la fila del mercado.
—¿Tiene su número de teléfono?
La mujer volvió a negar.
—¿Sabe si recibía la visita de un tal Thomas
Mappel o una tal Claudia Schiffer? —preguntó Mildre.
La mujer repitió que era un tipo muy reservado, que
apenas habían hablado un par de veces. Quiso invitarnos
nuevamente a un té, o a una taza de chocolate caliente,
pero le explicamos que el taxi nos estaba esperando. Le
dimos las gracias. Mildre guardó la carta y regresamos al
auto.
Nuestros amigos prepararon una cena de lujo a
base de pescado, pan de maíz y vegetales. Nos mostraron
algunas fotos que se habían tomado en el Madison Square
Garden y las postales de invierno que les enviaron unos
parientes desde Chile.
Su apartamento era parecido al nuestro, pero
mucho más arreglado, sin dudas con una personalidad
distinta.
Mildre les habló, durante un rato, de todos los
esfuerzos que debió hacer para importar, desde Atlanta,
unas cuerdas de primera línea para pasear a los perros, y
de cómo el pan de maíz le recordaba los desayunos de los
domingos en Ciudad de México, cuando era niña y sus
padres la complacían en todo, o en casi todo.

· 78 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

Yo no podía sacarme de la cabeza el asunto de


la carta y la posible historia escondida tras las palabras
de Claudia a Thomas. Nuestros amigos notaron mi falta
de atención, les conté del asunto y me aconsejaron que
debería ir hasta la oficina de correos, devolver el sobre y
olvidarme de la cuestión.
Coincidieron con Mildre y conmigo en que no
existe nada peor que poseer una carta ajena, un trazo de
historia que no nos pertenece.
Nuestros amigos propusieron un brindis final con
lo último que quedaba en la botella. Concertamos vernos
la tarde siguiente y salimos para atrapar un taxi.
Mildre colgó las llaves tras la puerta, soltó la cartera
en el sofá, los zapatos a medio camino entre la sala y el
baño, dijo que estaba exhausta.
Luego fue el sonido de la ducha, las luces
parpadeantes, mi manía de revisar el cierre de puertas y
ventanas.
Fui hasta el refrigerador por un vaso de agua.
Comprobé que nos quedara leche suficiente para el
desayuno, bajé la tocineta del congelador para uno de los
espacios intermedios y conté los huevos. Solo entonces
fui hasta el cuarto para cambiarme de ropa. A mi mujer
siempre se le olvidan determinados detalles que resguardan
el equilibrio, aseguran la placidez.
Mildre salió del baño forrada de pies a cabeza,
se había vestido con el pijama que le envió su madre
desde México, las pantuflas con ojitos de cachorro que
le obsequiaron en la tienda de productos para mascotas
y una rejilla en el pelo que la resguardaba cada noche de
los nudos y las pesadillas. Dijo que estaba cansada, tenía
sueño, estaba exhausta.
Apagué la luz del cuarto, le acaricié el rostro o
hice algo parecido a acariciarle el rostro y me fui a la sala.
Encendí la lamparita sobre la mesa, tomé la carta, la miré

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YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

por un lado, luego por el otro, era delgada, la coloqué


delante de la luz, se veían los bordes de una hoja de papel
y de un pequeño rectángulo más grueso, como si trajera
dentro una postal de colección.
Recordé las postales que guardaba mi padre en su
mesita de noche, cada una estaba dedicada a un pelotero.
Mi padre se jactaba de tener en sus postales a toda la
selección nacional. Se reunía cada sábado con su amigos,
tomaban ron, miraban las postales, gastaban la tarde bajo
la sombra de la mata de tamarindos en el patio. Yo los veía
hacer desde mi cuarto, juraba que no quería vivir como mi
padre, que en cuanto tuviera la primera oportunidad me
iría del triste pueblo de Santa Teresa.
Dejé la carta a un lado. Tomé la revista de Animal
Planet, en la página del centro había una foto increíble de
un tigre de bengala. Traté de concentrarme en un artículo
sobre la rara capacidad que tienen las medusas de brillar
en la noche; pero cada tres líneas regresaba a la carta, a los
trazos de la historia escondida, no pude sacarme el asunto
de la cabeza ni con el reportaje sobre la etapa reproductiva
de los cocodrilos, las potencialidades nutritivas de las algas
que crecen en las costas del mar Caribe, o los estudios que
realizan unos científicos suecos a unas extrañas aves de las
Islas del Pacífico, unas extrañas aves que han perdido la
capacidad de volar.
Incluso me acerqué al árbol, sopesé el peso en
las cajas de los regalos, traté de adivinar qué me había
comprado Mildre esa vez; pero allí estaba la carta, sobre
la mesa…
Caminé hasta la cocina, tomé un cuchillo y con
sumo cuidado comencé a despegar los bordes.
La letra de Claudia era pequeña, preciosa, bien
cuidada. Pude sacar en claro que vivía en la Argentina,
trabajaba en el café del número catorce de la Avenida
Corrientes y tuvo una relación con Thomas, cuando él viajó

· 80 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

a Suramérica por un asunto de trabajo e hizo estancia en


casi todos los países del Cono Sur. El hombre prometió
escribirle desde New York, invitarla para navidades,
tomarle fotos en el Madison Square Garden, le dio una
falsa dirección y una esperanza infundada.
La postal traía una imagen del volcán Monte
Pissis. La chica aseguraba que si algo le gustaba, eran
los volcanes; si algo tenía la Argentina eran volcanes. Al
final de la carta le pedía al tal Thomas que le escribiera,
le lanzaba como anzuelos un par de recuerdos, algo
relacionado con un paseo marítimo, unos besos bajo la
farola, un despertar de sol con bordes metálicos, tostadas
con mantequilla y huevos revueltos con aceite de ternera.
En la parte posterior de la postal la muchacha
había escrito: «Un lugar al que te llevaré cuando regreses».
Guardé la carta en mi mesita de noche y traté
en vano de dormir. La vigilia me atrapó tratando de
reconstruir la historia con tan solo las líneas diluidas en
las palabras de Claudia.
Solo pensé en la idea de responderle, al filo del
mediodía, cuando llegaron nuestros amigos y comenzamos
a abrir los regalos. El papel plateado de las cajas le añadía
intensidad a las luces del árbol. La esquina de la sala
centelleba. Nuestros amigos irradiaban entusiasmo. Yo
pensaba en Claudia, en Thomas, y Mildre aseguraba
adorarme:
—Justo lo que quería. —Mostró el obsequio como
quien levanta un trofeo— Estos son los pendientes más
lindos del mundo.
A mí me correspondió una corbata negra, adornada
con minúsculos copos de nieve; a nuestros amigos, unas
bufandas y al árbol, tres esferas doradas, tres esferas
preciosas.
Abrimos la botella de champagne, la caja
de bombones y la puerta del balcón: en uno de los

· 81 ·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

apartamentos del edificio de enfrente habían colgado un


Papá Noel inflable que se mecía con el viento y era el
motivo de alegría de todos los niños del barrio, que desde
las persianas de los apartamentos colindantes intentaban
asirlo, unos hacia la derecha, otros hacia la izquierda.
—Me encantan los días de Navidad —dijo Mildre
mientras se probaba los pendientes.
Nuestros amigos hablaron un rato sobre los
motivos para la felicidad en la temporada de invierno,
establecieron más de una teoría sobre las razones del
rendimiento corporal cuando hace frío, en comparación
con el cansancio acumulativo cuando hace calor.
Yo recordé, o creo haber recordado, las mañanas
soleadas en el triste pueblo de Santa Teresa, el sopor de
las tardes vacías, el sonido de las mecedoras en el portal
y los suspiros de mi abuela cuando intuía el inevitable
arribo de la noche.
Creí entonces que mis palabras debían ser
prudentes y medidas. Claudia no podía descubrir que
yo era un impostor y, mucho menos, que el tal Thomas
Mappel la había dejado tirada, como se tira una lata de
cerveza, un certificado médico o un disfraz de Halloween
pasado de moda. Decidí hablarle del clima, del júbilo que
se apodera de todos cuando llegan los días de Navidad,
el sentimiento de esperanza y amparo que provoca una
nevada tibia y mesurada, y de los puentes. Si algo me
gusta son los puentes, si algo hay en los Estados Unidos
son puentes.
Con el pretexto de bajar por una botella de vino
y un paquete de frutos secos, fui hasta la tienda de
souvenir y compré una colección de postales con temas
arquitectónicos. Decidí adjuntarle a la primera carta una
imagen del puente sobre la Bahía Chesapeake en el estado
de Virginia. Escribí en la parte trasera: «Un lugar al que te
llevaré». Redacté la carta. Con el pretexto de acompañar a

· 82 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

nuestros amigos hasta la puerta del edificio la coloqué en


el buzón de envíos y regresé al apartamento dispuesto a
encender la calefacción, afuera había comenzado a nevar.
Durante los primeros días del año revisé el buzón
de modo compulsivo, en principio solo encontraba
folletines de publicidad, postales navideñas y la maldita
revista de Animal Planet con su número dedicado a las
especies de la Antártida y las características anatómicas
que les permiten soportar el frío; hasta que el quince de
enero encontré una segunda carta de Claudia.
Como en la anterior su letra era pequeña, preciosa,
un poco descuidada, cual si hubiera escrito muy rápido,
afectada por un rapto de emoción. Sus palabras iban
desde el entusiasmo hacia el rencor, me reñía un poco
por haber tardado en escribirle, le fascinaba mi matiz
romántico al no enviarle la carta a su casa, sino al café: el
sitio donde nos habíamos conocido. Recordó otras escenas
memorables de nuestra relación: un capuchino con un
corazón dibujado en virutas de chocolate, un billete de
cinco con un número de teléfono y un disco interminable
de Bod Dylan dando vueltas en el estéreo.
El sobre traía además una postal de colección
con la imagen del volcán Incahuasi, en la parte posterior
las mismas palabras: «Un lugar al que te llevaré cuando
regreses» y una foto de ella, con la bandeja metálica en las
manos, el delantal blanco sobre el vestido rojo, sonriendo
junto a las mesas del café.
Entre los volcanes de la provincia de Córdoba y
los puentes norteamericanos, transcurrieron los primeros
meses del año. Yo me había dejado crecer la barba y el
pelo para adaptarme a la foto que me había enviado
Claudia del tal Thomas Mappel, sostenía un perfil bajo
en el departamento de Recursos Humanos de la empresa
eléctrica, nuestros amigos se habían marchado por una
temporada a Barcelona, tras la muerte de un ser querido

· 83 ·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

y, un poco más tarde de lo habitual, Claudia llegó a casa


con la noticia de que le habían propuesto la dirección de
una compañía distribuidora de comida para animales que
operaba en cuatro continentes.
En el camino había comprado una botella de
champagne y dos bolsas de comida china. Como fichas
de un tablero distribuyó los pormenores sobre la mesa,
haciendo énfasis en el más drástico. Debíamos mudarnos
a Los Ángeles, donde residía la oficina central.
La idea me resultó nefasta.
—¿Qué tiene de malo tu trabajo, nuestra vida
en New Yok, nuestro apartamento? —le pregunté
mientras echaba a un lado la bolsa de comida y la copa
de champgane.
Ella habló de prosperidad, crecimiento, superación
y sobretodo de dinero, de mucho dinero.
—¿Y mi trabajo en la empresa eléctrica?
—Los contadores hacen falta en todas partes.
Incluso puedo conseguirte un trabajo en la compañía, a
fin de cuentas voy a ser la directora —y sonrió como solo
Mildre sabe sonreír cuando pretende que le dé la razón,
que la complazca o que acate sus decisiones.
Discutimos hasta pasada la medianoche. Ella se
fue a dormir, yo me quedé en la sala pensando en la carta
que de modo urgente le debería escribir a Claudia.
¿Cómo hablarle de la mudanza, qué ardid usar
para que no descubriera, en medio de tanto lío, las fisuras
de mi personaje?
Mildre me pidió que nos fueramos unos días
a México, quería ver a sus padres antes de cambiar de
ciudad.
—Incluso podemos ir un día a Santa Teresa. ¿No
te gustaría visitar el pueblo?
—No lo soportaría —le dije—. Mejor me quedo
acá, me pongo en contacto con la compañía de mudanzas,

· 84 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

comienzo a empacar, me despido de mis compañeros,


hablo con el portero del edificio, cierro las cuentas,
adelanto todo ese rollo.
—¿Estás seguro? —me preguntó.
—Seguro.
Y cuando finalmente pidió un taxi hacia el
aeropuerto y bajó las escaleras; hice las maletas, retoqué
mi barba frente al espejo y reservé un boleto solo de ida,
en el primer vuelo hacia Buenos Aires.
Recorrí la calle despacio hasta dar con el número
catorce. El café era pequeño, tenía en el portal un toldo
de rayas rojas y blancas y algunas mesas metálicas. Hablé
con el dependiente, me dijo que la tal Claudia Schiffer se
había ido a Madrid sobre el mes de noviembre.
—¿Cómo es posible? —le pregunté— ¿Este es el
número catorce?
El hombre asintió.
—¿Qué desea ordenar?
Al rato una chica trajo el pedido, junto a la taza de
café me colocó una postal con la imagen del puente del
pantano Manchac, en el estado de Louisiana.
—Mi nombre real es Anna —dijo.
—Yo soy…
—Thomas Mappel —interrumpió ella—. Mi turno
termina a las seis. Nos vemos en el paseo marítimo…
—Mejor nos vemos acá —le dije.
—¿No recuerdas dónde queda el paseo marítimo?
Negué con un gesto de la cabeza.
Ella sonrió y se fue adentro.
Salí a la Avenida Corrientes, el viento comenzó a
mover los bordes del toldo a rayas, me guardé las manos
en los bolsillos del pantalón, caminé calle arriba, el hotel
quedaba cerca; la tristeza, lejos.

· 85 ·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

Quinientas formas de morir

Desde el televisor llegaba la voz de un tipo claramente


excitado. Transmitían un documental sobre la pesca de
cocodrilos al sur de la Florida. Hasta el momento no
sabía que allí hubiera cocodrilos y muchos menos tipos
dispuestos a pescarlos.
Claudia me pidió que le preparara un té de
manzanilla. Dijo que tenía deseos de morirse y creí que
no existía nada mejor para espantar los deseos de morirse
que un té de manzanilla. Fui hasta la cocina, coloqué la
tetera sobre el fogón y registré toda la alacena en busca de
una bolsa de té.
Como sucede casi siempre que reviso la alacena,
encontré algunas cosas que creía perdidas o que no
recordaba haberlas comprado. Le pregunté a Claudia si
aún conservaba la lista de la compra, pero ella no hizo
otra cosa que recordarme las ganas que tenía de morirse.
Bajé la tetera del fogón, eché el agua caliente en
una jarra de porcelana, le sumergí dentro la bolsa de té y le
dije que estaría listo en un par de minutos; mientras tanto
el tipo había atrapado un cocodrilo, le medía la cola, la
cabeza y aseguraba nunca antes haber visto un espécimen
tan grande.

· 86 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

Coloqué sobre la mesa una bolsa de leche en polvo,


dos paquetes de galletas, cuatro latas de sardinas y una
botella de ginebra. Me resultó extraño que yo hubiera
comprado todo aquello: prefiero la leche diluida a la
leche en polvo, las galletas me dan acidez, no soporto las
sardinas y llevo casi cuatro meses sobrio.
Claudia se acercó a la cocina. Me preguntó si ya
había endulzado el té.
—¿Qué sabes de esto? —le dije señalando los
productos sobre la mesa.
Ella se cruzó de hombros, tomó el pomo de la miel,
vertió un pequeño chorro dentro de la taza y comenzó a
revolver con parsimonia, desgano e inseguridad.
—¿Cuándo fue la última vez que salimos de
compra?
—Mi hermano nos trajo algunas cosas —dijo ella
en voz baja, como quien rescata un recuerdo perdido.
«Claro», pensé, «solo su hermano es capaz de
comprar tanta porquería».
Claudia dejó la cuchara sobre el fregadero, agarró
la taza con ambas manos y soplando la superficie del agua
se fue hacia el cuarto.
Me quedé unos segundos junto a la mesa sopesando
si debía echar los artículos a la basura o devolverlos a la
alacena.
Desde la sala el tipo no hacía otra cosa que reír; al
parecer, atrapar cocodrilos le resultaba divertido.
Creí, entonces, que para otorgarle un poco más de
sentido a mi vida, y quizás también a la de Claudia, debía
inventarme un hobbie, una pasión que ambos pudiéramos
compartir. A muchas personas les gusta patinar, salir de
excursión, hacer picnic a la orilla de un río, montar en
bote, lanzarse en paracaídas; hay quienes coleccionan
sellos, postales o rinocerontes en miniatura.

· 87 ·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

Hice un listado mental de las aficiones que podrían


motivar a Claudia y fui hasta el cuarto con una propuesta
sólida, pasatiempos que, creí, serían inquebrantables.
Sin embargo ella rechazó mis planes, uno por uno. Dijo
que no le interesaba la pastelería, la escultura en barro
ni los museos temáticos, afirmó que no soportaba el
tejido maya, los discos de jazz, las revistas soviéticas ni
las plantas ornamentales, refutó mis ideas sobre fundar
una organización en contra de la tala de los bosques, la
democratización del arte, las redes de espionaje político,
la violación de la privacidad informática o las editoriales
que insisten en traducir las novelas de Murakami al
español. Solo aseguró que tenía unos deseos enormes de
morirse y decidí que una taza de té de manzanilla no sería
suficiente.
El sur de la Florida se ha convertido en uno de los
principales sitios donde se reproducen los cocodrilos por
esta época del año, o al menos eso fue lo que dijo el tipo
de la televisión. Mostró ante la cámara una hoja de papel
donde había apuntado todos sus logros en el arte de la
pesca. Con tinta roja señaló las situaciones más peligrosas,
aquellas en las que estuvo de cara a la muerte.
Creí que la idea era excelente, no existe pasatiempo
mejor que el de construir listas. Recuerdo que de niño
construía listas de todo, o de casi todo: enlistaba los
colores, los pájaros, los insectos, los nombres de todas las
personas que conocía, las nubes, los dinosaurios, los ríos y
los superhéroes. Con el tiempo fui perdiendo la costumbre.
Mis listas se trocaron por apuntes de estudio, agendas de
teléfonos y productos a comprar en el supermercado.
Fui hasta el escritorio, tomé un cuaderno sin
estrenar, le quité la envoltura plástica, agarré un lapicero
y ya en el cuarto le aseguré a Claudia que no existe mejor
modo de sacudirse de encima los deseos de morir que
construyendo listas.

· 88 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

Ella movió ligeramente los hombros. Luego me


señaló la taza vacía. La llevé hasta el fregadero, regresé
al cuarto y le pedí que me hiciera un espacio en la cama.
—Hagamos un listado —le dije—. La idea consiste
en coleccionar la mayor cantidad de elementos posibles.
Es probable que al final de este cuaderno ganemos un
premio Guinnes, o algo que se le parezca.
Ella cruzó los pies sobre la cama, se colocó frente
a mí. Pensé que estaba dispuesta a sugerirme algo, pero se
quedó en silencio. Tan solo me clavó sus bellísimos ojos
negros. Unos ojos negros por los que sería capaz de hacer
casi cualquier cosa.
Mi propuesta inicial consistía en anotar el nombre
de los emperadores romanos; los presidentes de los Estados
Unidos; las capitales de los países del Oriente Medio; los
elementos de la tabla periódica; las recetas a base de pollo,
cerdo, res, cordero, cangrejo, langostas, pescado y calamar;
las películas protagonizadas por Nicole Kidman, Javier
Bardem y Penélope Cruz; las canciones de Joan Manuel
Serrat y los cuadros en el Museo de Arte Universal.
Su negativa fue total, rotunda y, aun así, desganada.
—¿Quieres que hagamos el amor? —le pregunté.
Extendí mi brazo para soltarle el pelo y desabrochar uno
por uno los botones de su blusa— Puedo hacerte lo que
quieras, lo que más te guste. Puedes pedir por esa boca
como si fuera el día de tu cumpleaños.
Pero ella apartó mi mano.
—No tengo deseos de templar —dijo—. Lo único
que quiero es morirme.
Se acostó en la cama, se cubrió con la sábana y
durante unos minutos me detuve a mirar sus bellísimos
ojos negros.
Al rato tocaron a la puerta. Su hermano traía dos
bolsas grandes. Me pidió que las llevara hasta la cocina.
—¿Y eso? —preguntó.

· 89 ·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

—Un tipo que atrapa cocodrilos en el sur de la


Florida.
—No sabía que en el sur de la Florida existieran
cocodrilos.
—Yo tampoco —le confesé—. Quizás sea una
cuestión del cambio climático, esto del derretimiento de
los polos, la capa de ozono y los terremotos.
—Quizás —dijo él—, ¿cómo está mi hermana?
—Con deseos de morirse.
—He traído un remedio santo. Jugo de fresa, me
dijo un amigo médico que no existe nada mejor para sanar
los deseos de morirse que litro y medio de jugo de fresa.
Caminó hasta la cocina, sacó de una de las bolsas
el pomo de jugo y lo llevó para el cuarto.
Extraje el resto de los productos y los coloqué en
fila sobra la mesa. Creí que podría añadirle a mi cuaderno
un listado de las porquerías que compra el hermano
de Claudia: salsa mayonesa, pan de maíz, verduras en
conserva, espárragos, zanahorias, chuletas de cerdo,
refresco instantáneo, harina para hornear y media docena
de latas de cerveza.
—Se ha quedado dormida —me dijo luego—.
Quizás cuando despierte haya sanado por completo.
Le agradecí el remedio y las compras, aunque
estaba seguro de que el té de manzanilla poseía mayores
poderes curativos que el jugo de fresa.
El documental sobre cocodrilos le dio paso a otro
sobre un grupo de jirafas en cautiverio en la zona norte
de California. Hasta el momento no sabía de un grupo
de jirafas en cautiverio en la zona norte de California.
Un tipo hablaba de las medidas que se debían
tomar para que las jirafas crecieran sanas y fuertes, para
que se adaptaran a la presencia de personas y no se
echaran a correr cada vez que en chiquillo les tirara una
piedra.

· 90 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

Claudia salió del cuarto justo en el momento


más interesante del documental, cuando un niño, muy
atrevido, por cierto, montaría sobre el cuello de una jirafa.
Seguí a mi chica hasta el baño. Ella abrió la tapa del váter
y vomitó litro y medio de jugo de fresa. Le sujeté el pelo
por encima de la nuca y abrí la llave del lavamanos para
que se limpiara el rostro.
—¿Te sientes mejor? —le pregunté.
—No soporto el jugo de fresa.
—¿Quieres ver un documental sobre jirafas?
—No me gustan las jirafas —y regresó a la cama.
La última opción era llamar al hospital. Caminé
hasta la sala, agarré el teléfono, pedí una ambulancia. La
chica de la oficina de información dijo que la ambulancia
solo se usaba para casos graves, me sugirió que machucara
un poco de yerbabuena, la rociara con canela y la batiera
junto a un huevo crudo y media taza de leche. Me dijo
que su tía padecía del mismo mal, tomó ese remedio y
nunca más ha sentido deseos de morirse.
En la cocina encontré canela, huevos y leche, la
yerbabuena no aparecía en ningún sitio. Llamé a las
vecinas, la del cuarto A me dijo que le quedaba un poco.
Eché todo en la batidora, le añadí miel, algunas migas
de coco rallado, lo serví en un vaso alto de cristal, con
absorbente y sombrilla; pero Claudia dijo que primero
muerta antes que tomarse aquella porquería.
Al borde de la impaciencia le dije que no hay peor
enfermo que el que no se quiere curar.
—Harás una lista —le ordené—. Una lista de
formas para morir. Luego escogeremos una.
—¿Cuántas debo anotar? —preguntó ella.
—Quinientas, más o menos.
Le extendí el cuaderno y me fui a la sala. El
documental sobre jirafas estaba a punto de concluir. De
acuerdo a la guía televisiva el siguiente sería sobre una

· 91 ·
YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

laguna de hipopótamos en la zona este de Nebraska. Hasta


el momento no sabía de una laguna de hipopótamos en la
zona este de Nebraska.
El material era aburrido, los animales apenas salían
del agua y los comentaristas no parecían entusiasmados.
Me quedé dormido sobre el sofá. Cuando desperté eran
las tres de la madrugada. Claudia estaba sentada en el
butacón. Sobre su regazo descansaba el cuaderno de listas.
—¿Ya has terminado? —le pregunté.
Ella, sin quitar la vista del televisor, me dijo:
—Se me han terminado las hojas. ¿No tienes otro
cuaderno?
Fui hasta el escritorio, tomé uno sin estrenar.
En el televisor transmitían un documental sobre las
islas del Pacífico, hablaban de unos pájaros muy raros
que en determinada época del año tienden a suicidarse.
Los pobladores, para salvar la especie, atrapan la mayor
cantidad posible y los ponen en cautiverio. Construyen
unas jaulas bien pequeñas donde las aves apenas puedan
moverse. Las alimentan de modo especial, y cuando pasan
los meses de peligro, las ponen en libertad.
Le alcancé a mi chica el cuaderno y un nuevo
lapicero.
—Se me han ocurrido formas muy divertidas —dijo.
Cerré la puerta de la sala. Guardé la llave en el más
alto de los estantes y le pedí que nos fuéramos a dormir.

· 92 ·
QUINIENTAS FORMAS DE MORIR

Este libro se terminó de editar


en la casa de Nueve Editores SAS,
enero del año 2022.

El cuerpo de texto está compuesto en la


fuente Adobe Caslon.

Colección Indicios

www.nueveeditores.com

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YONNIER TORRES RODRÍGUEZ

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