Locura
Locura
Locura
Ese lugar de tu interior te llama a veces como si de un canto de sirenas se tratara. A la vez que
toca el más atronador toque de corneta en tu cerebro. El corazón se te acelera, la vista se te
nubla. Ya nada es lo que parece ser. Hay un más allá en tu mirar. Ese lugar se refleja en tus
ojos, reverbera en tus oídos como un eco que te ensordece llamándote al abismo. Sin
embargo, que dulce es dejarse caer y qué terrible es escuchar a esos demonios. Es la dulzura
de la confusión, del eco de lo que es la vida, y de lo que ella es para ti. Más, en esos momentos
en los que yo misma me encierro en esa cárcel, con esa locura ajena y a la vez propia, estoy
fuera de la vida. Y ese es el placer que te da tanto miedo, que puede haber un día en que la
llave de esas rejas se quede fuera y no seas capaz de volver a abrirlas para volver al lugar que
has dejado atrás.
Hablar en primera persona nunca me fue fácil. Reconocerme en palabras vanas tampoco. Por
esta razón, para poder explicar realmente quien soy, he de volver a ese lugar, donde la piel se
vuelve gélida y los labios palidecen ante la muerte, donde nada que provenga de lo exterior es
lo suficientemente importante como para tener sentido y la lejanía con la vida languidece en
mi mirada. El paso a la locura está solo a un centímetro de mi corazón y se han abierto las
puertas, las sirenas me llaman y la corneta ya toca la marcha fúnebre por la vida que se
adentra dentro del universo más oscuro de sí misma. Nada se puede hacer. La rueda ha
comenzado a girar y yo ya estoy dentro.
Lo primero que te arrebata ese lugar es la sonrisa. A cambio te oscurece la mirada y te acuna
en un canto silencioso. Los miedos bailan a tu alrededor como si de un baile de indígenas
ancestrales se tratara, dibujando figuras sinuosas con sus cuerpos, reflejados en las sombras a
la luz del fuego, con el sudor resbalando y brillando sobre ellos a la luz de las llamas. Te
convocan a abandonarte en tu propia oscuridad, en sus seductores y tortuosos movimientos, a
adentrarte en tus miedos más primitivos. Aquellos que provienen de la muerte en vida, de ese
estado de trance en el que tus ojos se vuelven vidriosos y reflejan la realidad como si de un
espejo se tratara, pero sin dejarla entrar. Observándola sin verla desde el otro lado, desde
dentro de mí. Donde esos cantos macabros me incitan a acurrucarme en la locura, a pedirle
que me acaricie, que me excite y me haga perder el sentido de las noches y los días. A
implorarle a que entre dentro de mí y me sobresalte una y mil veces hasta llegar al éxtasis de
no sentir nada, de no escuchar esos cantos de sirena, de quedarme dormida con los ojos
abiertos y la mente perdida, como si el mismo lucifer me tuviera presa y yo, voluntariamente y
a su merced le abriera las piernas para que me poseyera tantas veces como fuera necesario
hasta que reventara por dentro.
Tan diferente es ese lugar del que habita mi cuerpo cada día que no podría vivir si dejara que
alguien ni tan siquiera intuyera que existe dentro de mí. El resto de personas se sienten
atraídas ante este juego con la demencia por el placer doloroso que implica, pero nunca han
sentido su beso en el cuello, su lengua deslizándose por su vientre o sus uñas afiladas
arañándoles la piel, clavándose cual filos de cuchillos abriéndose paso entre la carne tersa,
dibujando caminos sinuosos de sangre y brindando ese dolor adormecedor que agudiza los
sentidos y que emociona a sus instintos.