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Kant, Critica A La Razón Pura.

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La aventura del pensamiento.

Savater

Immanuel Kant, la razón y la rutina

En la historia de la filosofía hay personajes originales, pensadores de miras


extrañas, gente que se ha salido de todos los cánones académicos e incluso sociales. Pero
también tenemos el caso contrario, el del profesor de filosofía prototípico. Immanuel Kant
es el nombre que viene a la mente cuando uno piensa en el filósofo de oficio. Un hombre
de universidad que dedicó toda su vida a la docencia. Que no tuvo ningún incidente ni
acontecimiento digno de mención.

Los poetas leen a Platón. Los políticos, a Aristóteles. Los científicos, a Epicuro y
Lucrecio. Los curiosos, a Montaigne. Los matemáticos, a Descartes y Leibniz. Los
revolucionarios, a Spinoza... Pero ¿quién lee a Kant? Sólo los profesores de filosofía,
absurda caterva tan incapaz del riesgo del pensamiento como fascinada por el mecanismo
de pensar. Kant lo tiene todo para encandilar a los doctores: una jerga especializada, una
estructuración muy compleja y ambigua, que se presta a la paráfrasis, una pretensión
sistemática, pequeñas oscilaciones de opinión —dentro de una fundamental coherencia—
que permiten hablar de un «primer Kant y un «segundo Kant». También ofrece una cierta
impenetrabilidad para el profano, notas moderadamente edificantes y una crítica «seria»
de la tradición que posibilita la inacabable disputa entre los «tradicionalistas» y los
«modernos» en el seno tibio de la Academia. Es el filósofo soñado para un curso, el autor
que mejor encaja en el plan de estudios.

Nació en 1724 en la pequeña localidad de Kónigsberg, en la Prusia oriental, hoy


dentro del territorio ruso. Nunca se movió de su ciudad, donde llevó una vida rutinaria.
Se dice que los ciudadanos de Kónigsberg ponían su reloj en hora cuando veían pasar en
su paseo diario al profesor Kant, el individuo de hábitos más fijos y ordenados que se
pueda imaginar. Sin embargo, la obra que escribió es profundamente revolucionaria. En
la historia del pensamiento hay un antes y un después de Kant.

Kant fue un gran ilustrado. Perteneció al Siglo de las Luces, y él mismo se preguntó
y estudió qué podía querer decir ser ilustrado. «La minoría de edad —escribe Kant—
estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro.
Uno mismo es culpable de esta minoría de edad, cuando la causa de ella no yace en un
defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para servirse con
independencia de él, sin la conducción de otro. Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu
propio entendimiento! He aquí la divisa de la Ilustración.»

CRÍTICA DE LA RAZÓN PURA

Immanuel Kant era de origen humilde. Su padre, un talabartero, pudo afrontar los
gastos de la educación de su hijo con enormes sacrificios. Pero Immanuel mostró enormes
aptitudes intelectuales y no tardó en encontrar benefactores que le permitieron continuar

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su educación en los niveles superiores. Estudió lógica, metafísica, ciencias naturales,


geografía y teología en la Universidad de Kónigsberg. Al completar sus estudios, se
empleó como preceptor en un par de familias nobles y luego ocupó una plaza de ayudante
de bibliotecario. Para entonces, ya había escrito algunos textos que le dieron prestigio
académico. Dictó numerosos cursos acerca de materias muy variadas, y era un profesor
excelente, además de un lector voraz y apasionado. Sus escritos siguieron apareciendo y
llamando la atención. En 1770 fue nombrado finalmente profesor ordinario de lógica y
metafísica en la universidad de su ciudad. En su cátedra, Kant exponía la sistematización
oficial de la filosofía de la época, aunque ya estaba elaborando su propio sistema. Cuando
comenzó la redacción de la obra que expondría ese sistema creyó que tardaría unos tres
meses, pero trabajó en ello durante once años. El resultado se publicó en 1781 bajo el
título de Crítica de la razón pura.

Uno de los temas más debatidos en la filosofía a partir del comienzo de la


modernidad es si todo lo que sabemos, y podemos conocer, lo recibimos por medio de
nuestro sentidos o a través de algo previo a lo que ellos puedan percibir. Los empiristas
anglosajones como Hume y Locke aseguraban que todo nos venía dado desde la
experiencia. La línea de Leibniz sostenía, en cambio, que el entendimiento era en cierta
medida previo a los sentidos, Kant aborda esta temática realizando una síntesis
integradora y superadora de las teorías antecesoras.

LO QUE APORTA EL EXTERIOR Y NOSOTROS MISMOS

En la Crítica de la razón pura, Kant establece un análisis magistral de la relación


entre lo que recibimos por medio de los sentidos y lo que aportamos nosotros como
estructura de ese material. Es decir, los individuos tenemos ya una organización mental
de nuestras capacidades de comprensión, que son alimentadas por lo que recibimos de los
datos de los sentidos, pero éstos tienen que configurarse de acuerdo con las condiciones
de nuestra forma de conocer. Es verdad que no conocemos nada sin que los sentidos nos
proporcionen datos experimentales. Pero también es cierto que esa información
experimental se recibe y se configura de acuerdo con la propia organización de nuestra
forma de conocer, la cual no tiene por qué ser exactamente la única posible. Lo que
propone Kant es una síntesis y una superación de las dos corrientes dominantes a lo largo
de la filosofía moderna: el empirismo de Locke y Hume, y el racionalismo o innatismo
de Descartes y Leibniz. Kant piensa que quizá nosotros no conozcamos nunca la realidad
en sí, la cosa en sí, lo que él llama noúmeno. Es decir, cómo son las cosas. Sabemos lo
que nos dan las cosas a través de los sentidos para influir en nosotros y cómo organizamos
ese material. Eso es lo que llamamos conocimiento, que es la mezcla entre lo que dan los
sentidos y lo que da nuestra estructura cognoscitiva. Eso es lo que nosotros podemos
saber. Más allá estarán las cosas que quizá puedan ser vistas por una divinidad. No
podemos saber cómo son las cosas en sí, tal como Dios en su absoluta sabiduría las vería,
sólo sabemos cómo son las cosas para nosotros, es decir, cómo se nos presentan. Y este
modo de ser de las cosas, que podemos conocer, depende de nuestra constitución y está

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limitada por ella. Nosotros podemos ver sólo lo que nuestros sentidos nos dejan ver. Pero
también hay sonidos o luces que los humanos no podemos escuchar o ver. Un perro puede
percibir ultrasonidos que nos son inaudibles. Del mismo modo, lo que recibimos está
condicionado por lo que somos capaces de comprender y de organizar. Esa teoría
cognoscitiva que resuelve una polémica de siglos es quizá la mayor aportación en el
terreno de la epistemología de Kant.

En la Crítica de la razón pura investigó si eran posibles el conocimiento


matemático, el físico y el metafísico. Dicho de otro modo, si la matemática, la física y la
metafísica eran posibles como ciencias, con pretensión de universalidad y necesidad.
Según él, no debemos considerar el conocimiento desde sus objetos, sino de forma
inversa. Los respectivos objetos pueden ser considerados sólo desde las condiciones que
hacen posible nuestro conocimiento de ellos. Kant llamó a esta inversión «giro
copernicano», por analogía con el audaz gesto de Nicolás Copérnico, que, en vez de
considerar que el Sol giraba en torno a la Tierra, concluyó que ésta giraba alrededor del
Sol. Realizar este movimiento nos permite darnos cuenta de que los objetos no son
realidades independientes de nosotros. De hecho, la percepción de un objeto no es una
recepción pasiva, sino una actividad. El objeto es constituido por el sujeto como cierta
unidad sintética de muchas percepciones. Esta actividad sintética ejercida por el sujeto es
lo que hace posible el objeto. El objeto es constituido, pues, por el sujeto, a partir de los
datos de la intuición sensible. Pero sólo en cuanto objeto, no en cuanto a la cosa que sea
en sí. Por ejemplo, veo unas manchas de colores que se hacen más grandes, escucho unos
sonidos característicos —digamos, por ejemplo, ladridos—, huelo un olor específico,
reúno todas estas sensaciones y digo: «Ahí viene un perro ladrando». Esas sensaciones
son organizadas por mi mente de una determinada manera. Pero ¿es la única manera
posible? En principio, no puedo saberlo. Cuando percibo un objeto estoy produciendo
una interpretación y síntesis de datos sensibles y no tiene sentido que me pregunte cómo
sería ese objeto —ese perro o esa silla— independientemente de toda interpretación y
síntesis. Por ejemplo, todo objeto espacial me parece tridimensional, pero ¿tendrá el
espacio tres dimensiones o diecisiete? El hecho es que no puedo percibir un objeto en
diecisiete dimensiones. Quizá pueda pensarlo teóricamente, pero no puedo percibirlo.

Por esa razón, Kant introduce la distinción entre fenómeno y noúmeno. Fenómeno
es la cosa en cuanto objeto para un sujeto; como ya he dicho, «noúmeno» es la cosa
considerada en sí misma sin relación con ningún sujeto. Sólo lo que es fenómeno puede
ser objeto de conocimiento científico. Ahora bien, los presuntos objetos de la metafísica,
el alma, el mundo y Dios, no son fenómenos de nuestra experiencia, puesto que no se
apoyan en intuición sensible alguna. La metafísica, pues, carece de cientificidad, supone
un uso inadecuado de la razón, e implica razonamientos sofísticos. 5 Pero las ideas meta-
físicas no surgen, sin embargo, arbitraria o caprichosamente, sino que se originan en la
estructura misma de la razón, la que según Kant tiende siempre a subordinar cada
condición a otra más general y tiende, así, a establecer sintéticamente una condición
incondicionada, por horror al progreso al infinito.

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Kant rechaza que haya un conocimiento metafísico válido, pero a la vez afirma que
las cuestiones metafísicas derivan de la estructura misma de la razón —de modo que son
al mismo tiempo inevitables e irresolubles—. Según Kant, la razón tiende —en un
proceso que él llama «prosilogístico»— a subordinar siempre cada condición a otra más
general. Por ejemplo, es lo que hace cada chico cuando empieza con el «¿por qué?».Todo
padre sabe que ese «¿por qué?» no tiene fin. Hay un ejemplo famoso, según el cual se
preguntó a un sabio oriental: Si el mundo está en el espacio, ¿por qué no se hunde en el
vacío? La respuesta es: Porque está sobre el caparazón de una enorme tortuga. Se le
repreguntó: Y la tortuga, ¿por qué no se cae? La respuesta: Porque está apoyada sobre
cuatro inmensos elefantes. Otra pregunta: ¿Y los elefantes por qué no se caen? Respuesta:
Porque no. Kant dice que la metafísica hace algo parecido al postular una condición
incondicionada. Una causa primera, una finalidad última, etcétera. Todas las cosas tienen
un origen, pero éste tiene a su vez un origen, y éste otro, y así hasta llegar a un primer
origen de todo, que es Dios, y que no tiene origen. ¿Por qué? Porque sí. Este primer origen
se pone por horror al progreso al infinito, es decir, por el peligro de que, una vez que
entramos en esta cadena de interrogantes, ya no podamos salir de ella. Pero la razón
necesita poder pasar a otros temas y entonces postula, por ejemplo, una primera causa,
como el padre que, después de pasar un largo rato respondiendo a diversos «¿por qué?»
de su hijo termina diciendo «Porque yo lo digo», o «Cuando crezcas lo entenderás».

Esta ilusión trascendental no cesa jamás, pues es natural e inevitable. De tal modo,
nunca podremos conocer los presuntos objetos de la metafísica, pero tampoco podremos
dejar de preguntarnos acerca de ellos, o de suponerlos. La metafísica, según Kant, es
imposible como ciencia, pero es ineludible como tendencia inherente al hombre. Kant
dice de la metafísica: «En nada desmerece por el hecho de que sirva más para impedir
errores que para ampliar el conocimiento, antes bien le da dignidad y prestigio por la
censura que ejerce, la cual garantiza el orden universal y armonía —y aun bienestar— de
la república de la ciencia, evitando que sus animosas y fecundas elaboraciones se aparten
del fin principal, la felicidad universal».

RAZÓN INSTRUMENTAL Y RAZÓN DIALÉCTICA

El logro esencial de Kant es separar radicalmente la razón instrumental de la razón


especulativa o dialéctica, no quedando esta última condenada a la ilegalidad sino referida
a una legalidad diferente. Quizá esta escisión fundamental no es más que la interiorización
definitiva de la división del trabajo, que tiende el espíritu para dominar mejor al hombre.
En todo caso, desde un punto de vista histórico, Kant no sólo no acaba con la metafísica
especulativa, sino que acelera su más alto cumplimiento, al destacar el definitivo papel
del sujeto en la constitución del objeto. Libre, por obra del mismo Kant, del modelo de la
ciencia experimental, la especulación metafísica, es decir, el ejercicio de la razón pura,
levanta sus más audaces construcciones: los sistemas de Fichte, Hegel y Schelling.

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Para Kant, «Dios, el alma, el cosmos universal son sublimes objetos


extrasensoriales, creados por la razón pura y fuente inacabable de antinomias paradójicas
en cuanto intentan ser pensados como cosas reales, de las que percibimos con los
sentidos». Esta crítica kantiana asestaba un duro golpe a las pretensiones racionales de
los metafísicos y teólogos tradicionales, de la gran escuela sistemático-especulativa. Pero
una vez independizado de estos dominios, Kant no aspira a ir más lejos, ni mucho menos
a socavar las creencias religiosas y morales establecidas. Por el contrario, halla de nuevo
en la conciencia moral y en el imperativo categórico de acatamiento al deber inscrito en
ella una nueva base, autónoma esta vez, pero no menos eficaz, para sustentar la creencia
en un alma libre e inmortal y un dios omnipotente, que rige justicieramente su destino.
La doctrina ético-religiosa tradicional, antes impuesta con autoridad por la jerarquía
exterior, se interioriza de modo tan suficiente que el individuo ya no necesita la amenaza
dogmática para sustentarla. La mayoría de edad ilustrada, según Kant, como suscribiría
posteriormente Freud, es la supresión de la autoridad paterna porque uno mismo ha
llegado a convertirse en su propio padre.

Además de su teoría del conocimiento que tanta importancia tiene en el ámbito


científico y metafísico, Kant también centró su atención en el tema de la moral. ¿Cómo
podemos llegar a descubrir qué es lo específico del conocimiento humano y de la moral?
No son, por supuesto, los dogmas, o los mandamientos que varían de un lugar a otro, sino
que hay que buscar el núcleo mismo de la moral. Kant lo centró en lo que llamaba un
imperativo categórico.

LA MORAL SEGÚN KANT

Dotado de una gran capacidad intelectual, Kant publicó en pocos años una serie de
escritos importantes: los Prolegómenos a toda metafisica futura en 1783, la
Fundamentación de la metafísica de las costumbres en 1785, los Principios metafíisicos
de la ciencia de la naturaleza en 1786, y la Crítica de la razón práctica en 1788. En ésta,
Kant se propuso fundar una ética racional y autónoma, que se apoyase solamente en la
razón y que no dependiera de inclinaciones subjetivas. En este sentido, lo primero que
descubrió Kant es que no hay casi nada que pueda ser llamado «bueno» absolutamente, a
no ser una buena voluntad. Y sólo es buena una voluntad que actúa por respeto al deber.
Kant desarrolló sus ideas éticas como el resultado lógico de su creencia en la libertad
fundamental del individuo. No consideraba esta libertad no sometida a leyes, sino más
bien como la libertad del gobierno de sí mismo, la libertad para obedecer en conciencia
las leyes del universo tal como se revelan por la razón.

En un momento advierte que «el hombre sueña con un paraíso de ignorancia y


holganza», del que la arrolladura actividad de la razón le saca y cuyo retorno le prohibe:
«La razón impulsa a soportar con paciencia fatigas que odia, a perseguir el brillante oropel
de trabajo que detesta e inclusive olvidar la muerte que le horroriza: todo ello para evitar
la pérdida de pequeñeces, cuyo despojo le espantaría aún más».

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Según Kant, la moral está hecha de imperativos, de órdenes. Hay que hacer esto,
aquello, o lo de de más allá, y no hay que hacer esto o lo otro. Todos son imperativos, es
decir, mandatos. La mayoría de los imperativos de nuestras vidas son condicionales. Por
ejemplo, si quiero coger el avión debo levantarme temprano. Es un imperativo
condicionado a algo que yo quiero hacer, si quiero llegar a tiempo al aeropuerto, a la hora
que sale el avión, pues tengo que hacerlo, de lo contrario no necesito madrugar. Todo eso
es un imperativo condicional, o, como también lo llama Kant, hipotético. Es una orden
dada en función de una actividad que voy a realizar. Lo que Kant busca, como base de la
moral, es qué imperativos hay que no tengan condiciones sino que tenemos que hacerlos
sí o sí, no porque vayamos a conseguir tal o cual cosa sino porque somos seres humanos
racionales. Un imperativo condicional tiene la forma «si quiero tal cosa, debo hacer tal
otra» —por ejemplo, si quiero conservar mi crédito y
mi buen nombre, debo devolver el dinero que me prestaron—, pero la moral no puede
basarse en ese tipo de imperativos, sino en aquellos que plantean lo que debo hacer y no
sólo lo que me conviene hacer. A veces lo que debo hacer y lo que me conviene coinciden
—por ejemplo, en el caso de la devolución del préstamo—, pero frecuentemente se
oponen. En tal caso, lo ético es lo que debo hacer y ninguna otra cosa. Pero ¿cómo saber
en cada caso lo que debo hacer? Según Kant, porque mi conducta se debe adecuar a una
máxima racional que se me presenta como imperativo categórico. Si cuando voy a hablar
a alguien digo la verdad, puedo decir que deseo que todos los seres humanos en las
mismas condiciones digan la verdad. Si miento, en cambio, no puedo convertir ese
principio en ley universal; porque no quiero que me mientan a mí. Yo deseo mentir para
obtener una ventaja, pero no quiero que los demás me mientan porque si no el diálogo
sería imposible. La mentira no puede ser base de moralidad, porque es imposible que sea
convertida en ley universal. Si todos mintieran, nadie creería ninguna afirmación, y
entonces la mentira sería ineficaz. Como contrapartida, la verdad, que sí puede serlo. El
principio verdaderamente moral es aquel que puede convertirse en una ley universal para
todos los demás.

Nosotros no somos dueños de todas las consecuencias de nuestras acciones; dicho


de otro modo, vemos permanentemente que hacemos cosas cuyos resultados son opuestos
o, por lo menos, diferentes a lo que habíamos buscado. Entonces, eso nos puede inhibir y
preguntarnos: «¿Para qué voy a intentar yo realizar tal o cual cosa si luego los resultados
van a ser distintos a los que deseo?». Kant piensa que lo práctico, lo verdaderamente
moral en cada uno de nosotros, es la buena voluntad. Es decir, lo único a lo que no
podemos renunciar es a tener buena voluntad, y si actuamos ateniéndonos a ella, sean
cuales sean las consecuencias, nadie puede reprocharnos moralmente nada. Pero ¿en qué
se basa la buena voluntad moral? Toda moral está formada por imperativos. Tales
imperativos rigen nuestras vidas — constantemente estamos dándonos órdenes a nosotros
mismos de acuerdo con lo que queremos hacer—; de ahí que haya imperativos
condicionales que respondan a alguna motivación, a algún proyecto. Sin embargo,
ingresamos en el ámbito de la moral cuando nos regimos, no por tales imperativos
condicionales sino por imperativos categóricos. Para Kant, el centro de la moral —lo
expresa de varias formas— pasa por que el ser humano debe considerar a los otros

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individuos como fines en sí mismos y no como instrumentos. En otras palabras, no debe


utilizar a ningún hombre como una herramienta para objetivos distintos a los que el ser
humano puede proponerse a sí mismo. Debemos reconocer que cada uno de nosotros
puede dar una orientación universal a su acción, que lo que busca es el cumplimiento de
esos fines de la humanidad que no son compatibles con considerar a los demás como
meras herramientas.

LAS SEMILLAS QUE HAY EN EL HOMBRE

En 1790, Kant publicó la tercera de sus críticas, la Crítica del juicio, o Crítica de
la facultad de juzgar, obra en la que analizó la posibilidad racional de subsumir lo
particular en lo general y hallar lo general en lo particular. En ella se ocupó de estudiar el
juicio estético y el teleológico.

En 1793, Kant dio a conocer su obra La religión dentro de los límites de la mera
razón, que le valió una amonestación por parte del emperador prusiano Federico
Guillermo, quien le reclamó una retractación respecto de su filosofía religiosa, si quería
evitar «dolorosas consecuencias». Kant no autorizó ninguna modificación en su escrito,
pero se comprometió a no hablar de religión a partir de entonces, al menos mientras el
emperador viviese. En 1795 publicó La paz perpetua, obra en la que abogaba por el
establecimiento de una federación mundial de estados legítimos, y en 1797 la Metafísica
de las costumbres, donde expuso su teoría jurídica y política. Como ya he explicado antes,
Kant creía que el bienestar de cada individuo debía ser considerado, en sentido estricto,
como un fin en sí mismo, y que el mundo había de progresar hacia una sociedad donde la
razón «obligaría a todo legislador a crear sus leyes de tal manera que pudieran haber
nacido de la voluntad única de un pueblo entero, y a considerar todo sujeto, en la medida
en que desea ser un ciudadano, partiendo del principio de si ha estado de acuerdo con esta
voluntad».

Según Kant, la educación es el elemento fundamental para la formación de los


hombres. Sobre este particular escribió: «El hombre no llega a ser hombre más que por la
educación. No es más que lo que la educación hace de él. Es importante subrayar que el
hombre siempre es educado por otros hombres y por otros hombres que a su vez también
fueron educados. [...] La educación es un arte cuya práctica debe ser perfeccionada a lo
largo de las generaciones. Cada generación instruida por los conocimientos de las
precedentes es siempre más apta para establecer una educación que desarrolle de manera
final y proporcionada todas las disposiciones naturales del hombre y que así conduzca a
la especie humana hacia su destino. [...] Por eso la educación es el problema mayor y más
difícil que puede planteársele al hombre. En efecto, las luces dependen de la educación y
la educación depende de las luces...».

He aquí un principio del arte de la educación que particularmente los hombres que
hacen planes de enseñanza no deberían perder de vista. No se debe educar a los niños

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únicamente según el estado presente de la especie humana, sino según su futuro estado
posible y mejor, es decir, de acuerdo con la idea de humanidad y su destino total. Este
principio es de gran importancia. Ordinariamente, los padres educan a sus hijos sólo con
el objetivo de adaptarles al mundo actual, por corrompido que esté. Deberían más bien
darles una educación mejor, a fin de que también un estado mejor pueda surgir en el
porvenir. Sin embargo, se presentan dos obstáculos para ello: «Ordinariamente, los padres
no se preocupan más que de una cosa: 1) de que sus hijos salgan adelante en el mundo, y
2) los príncipes no consideran a sus súbditos más que como instrumentos para sus
designios. Los padres piensan en su casa, los príncipes piensan en su Estado. Ni unos ni
otros tienen como fin último el bien universal y la perfección a la que la humanidad está
destinada y para la cual posee también disposiciones. Sin embargo, la concepción de un
plan de educación tendría que recibir una orientación cosmopolítica.

¿Acaso entonces el bien universal es una idea que pueda dañar nuestro bien
particular? ¡En ningún caso! Pues incluso si parece que hay que sacrificarle algunas cosas,
en el fondo siempre se trabaja mejor por el bien presente si se sirve a esa idea. ¡Y qué
magníficas consecuencias la acompañan! La buena educación es precisamente la fuente
de la que manan todos los bienes de este mundo. Las semillas que están en el hombre
deben ser desarrolladas. Porque no se encuentran principios que llevan al mal en las
disposiciones naturales humanas. La única causa del mal es que la naturaleza no está
sometida a reglas. No hay en el hombre semillas más que para el bien».

En 1798, tras fallecer Federico Guillermo y ocupar el trono su hijo Federico


Guillermo II, Kant se sintió liberado del compromiso asumido respecto de sus opiniones
religiosas y publicó el Conflicto de las facultades, obra en la que estudiaba los límites
mutuos de las ciencias y la relación entre la filosofía y la teología.

LA PESADILLA FINAL

Cuentan que el viejo Kant, sumido en la arterioesclerosis cerebral de sus últimos


días, se vio asaltado por feroces pesadillas que vinieron a perturbar el sueño plácido y
sereno del que siempre había disfrutado. Pero no se resignó por ello. Fiel a la vocación
disciplinada del siglo luminoso cuyos entresijos desentrañó como nadie, apuntó en la
libreta donde consignaba sus resoluciones y sus proyectos, allí donde con puntillosa
cortesía inventariaba los temas de conversación ya manejados en otras sobremesas para
no fatigar a sus huéspedes con las redundancias de la chochez, anotó este propósito
valeroso: «No entregarse a los pánicos de las tinieblas». Todos los intelectuales que nos
consideramos herederos de la tradición que él representa deberíamos fijarnos muy
seriamente en el mismo lema.

Kant falleció en febrero de 1804 en su casa de Kónigsberg. La muerte le impidió


finalizar una obra en la que estaba trabajando y que fue publicada postumamente con el
título, precisamente, de Opus postumum.

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LO QUE EL MUNDO LE DEBE A KANT

La figura de Immanuel Kant ha ejercido una gran influencia en la historia


profesional de la filosofía. Quizá sus teorías y sus doctrinas no han llegado más que
mediatamente a la sociedad. Pero todos los estudiosos de la filosofía lo tienen como una
pieza esencial, sobre todo en el período que va de la Ilustración hasta el idealismo alemán,
y llega a la Edad Contemporánea. Sin su filosofía sería inexplicable el pensamiento de
Hegel. Incluso sería inexplicable prácticamente toda la teoría de la epistemología
moderna. Asimismo, sigue estando presente en todos los debates éticos y morales. El
principio de la moralidad, esa idea de la buena voluntad, de la máxima universal para
todos, la búsqueda de los mecanismos formales en la moral, no de los contenidos sino de
cómo tiene que ser una fórmula, puede ser aceptado como tal. Pero Kant no sólo escribió
obras tan abstractas, también escribió opúsculos centrados en temas tan concretos como
la paz perpetua, en su idea de que los países podían alcanzar un equilibrio, prefigurando
la idea de una alianza de naciones, en la cual cada uno de los países renuncia a una parte
de su soberanía para poder vivir en conjunto y en armonía como un solo país. Dicho de
otro modo, hay una serie de temas, como las Naciones Unidas y grandes instituciones
internacionales que responden a principios kantianos, lo sepan o no.

Nos identificamos con la mentalidad de Kant cada vez que queremos que algo se
haga universal, que un beneficio, un logro de la sociedad, sea para todos. El pensamiento
kantiano está detrás cuando pretendemos que la sanidad y la educación sean universales,
o anhelamos que todos colaboremos en el respeto del medio ambiente. En otras palabras,
aquellas cuestiones que van más allá de los gobiernos y de las ideologías responden a la
visión de Kant, quien explicó su visión sobre el mundo desde esa vida
extraordinariamente tranquila, rutinaria, nada espectacular, desde donde fue
estableciendo las bases de las grandes revoluciones intelectuales de la modernidad.

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