Resumen Siede Ciencias Sociales en La Escuela
Resumen Siede Ciencias Sociales en La Escuela
Resumen Siede Ciencias Sociales en La Escuela
“Profe… ¿y esto, para qué me sirve?” es quizá la pregunta más temida y odiada por
los docentes de Ciencias Sociales. En el último tramo de la escuela primaria, y durante
toda la secundaria, los estudiantes saben que esta es una buena herramienta para
perturbar a los profesores, quienes se sienten menospreciados y descalificados ante el
interrogante. Es cierto que el tono utilitario de la pregunta empobrece cualquier atisbo
de respuesta. Pero lo mismo ocurre con otros aspectos interesantes de la vida (y con
la vida misma): ¿para qué me sirve compartir una velada con amigos?, ¿para qué me
sirve enamorarme?, ¿para qué me sirven el arte y la expresión?, ¿para qué me sirve la
felicidad? No sirven para nada, y allí radica su verdadero valor. Puestos a pensar
seriamente, lo importante es lo que menos sirve. Ahora bien, superado el desasosiego
inicial, no está mal transitar una pregunta menos utilitaria, pero tan radical como la
primera: ¿por qué y para qué enseñar Ciencias Sociales? Es una interpelación
necesaria a la hora de revisar las propias prácticas, y al momento de evaluar si tiene
sentido el currículum que habita actualmente nuestras escuelas. Allí se amontonan
prescripciones curriculares de otras épocas, tradiciones de enseñanza que, a veces,
se mantienen por inercia, valoraciones heredadas sin demasiada crítica de una
generación a otra. Se trata de una pregunta indispensable para orientar las
transformaciones curriculares y didácticas que nos planteemos a nivel colectivo, al
mismo tiempo que configura un buen ejercicio al inicio de cada año y de cada unidad
temática: ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Cuál es el sentido de la enseñanza que nos
proponemos realizar?
No es la primera vez que esta pregunta se plantea. Ricardo Rojas la esbozó con
singular fuerza en tiempos del Centenario de la Revolución de Mayo. La
conmemoración suponía, además de los festejos, un repaso de lo que el país había
llegado a ser, y una mirada del futuro que le esperaba. Rojas formaba parte de una
generación que quiso revisar el rumbo de la Argentina moderna y, entre otras cosas,
cuestionaba el excesivo cosmopolitismo de los postulados sarmientinos y se
interesaba por reafirmar la identidad argentina ante la llegada de grandes contingentes
de inmigrantes. Junto con Gálvez, Ramos Mejía y otros cultores de un incipiente
nacionalismo cultural, bregaron por reorientar la enseñanza escolar hacia una finalidad
de educación patriótica, centrada en efemérides, relatos míticos, exaltación de las
virtudes de los héroes y las riquezas del territorio. Según este planteo: 10 (…) se ha de
educar en la escuela primaria la conciencia de nacionalidad; en la secundaria ha de
razonársela poniéndola en contacto con el proceso general de la civilización; en el
universitario se ha de investigar la verdad histórica, prefiriendo para ello los problemas
y fuentes de la propia tradición nacional. (…) La enseñanza primaria es escuela de
ciudadanía, así en la extensión de los temas estudiados como en la orientación de su
propaganda política (Rojas, 1971: 74 y 75). Rojas postula que el nivel primario tiene
como tarea la “propaganda”, mientras que la “verdad” queda para más adelante.
Según el texto, se trata de ofrecer una “conciencia” no razonada, que sea escuela de
ciudadanía, pero ¿qué ciudadanía se lograría por este medio? Probablemente, una
población dispuesta a seguir los dictados de sentimientos colectivos, a homogeneizar
su manera de actuar. Así era, según este autor, la educación alemana, que tomaba
como ejemplo: No podría ser sino acentuadamente nacionalista, la enseñanza de la
Historia de un pueblo que, desde lo hondo de su espíritu, lanza el grito de aclamación
a la patria, que millares de voces corean: ¡Alemania, Alemania sobre todos, sobre todo
el mundo! Tal país nos interesa, a nosotros los argentinos, que estamos forjando una
nación, pues esta ha de ser, según el sueño de todos, fuerte y dominadora, pero con
fortaleza de espíritu. La evolución de Alemania enséñanos lo que puede una idea que
se anuncia en la palabra de un hombre; una idea que después se difunde hasta
poseer a otros hombres; idea a cuyo fuego sagrado se trasmuta la masa heterogénea
en unidad orgánica y vibrante (Rojas, 1930: 153). Rojas no podía saberlo pero, en esa
época, se estaban formando en las escuelas alemanas quienes luego engrosarían las
huestes nacionalsocialistas. No se trataba, por cierto, de un fenómeno local que
contrastara con orientaciones de otras latitudes sino, por el contrario, de una tendencia
que embriagaba los ánimos de gobernantes y cientistas sociales amalgamados en la
intención de utilizar la Historia como herramienta de homogeneización nacional. Mario
Carretero advierte que, en varios países del mundo: (…) al difundirse la escolarización
pública universal, la historia tomó una de sus funciones centrales, tal como se refleja
en los programas de estudio: contribuir a crear una imaginada comunidad de
ciudadanos entre sujetos que, hasta ese momento, habían estado separados por el
lenguaje, las culturas regionales o la religión. Es decir, la historia en la escuela actuó
como un cemento que unía lo que estaba disperso, que ofrecía tejido conjuntivo a
partes y personas que provenían de lugares separados (Carretero, 2007: 81). 11 La
enseñanza escolar adoptó entonces un fuerte énfasis de exaltación de lo nacional, de
valoración de la tradición, de convocatoria a la homogeneidad. Junto con fechas
patrias y anécdotas de encendido tono moral, los currículos incorporaron referencias a
la defensa del territorio, de la raza predominante y de la lengua oficial. Un siglo más
tarde, aquella visión siguió derroteros disímiles en cada país y, en buena medida, fue
desmontada de los discursos pedagógicos europeos en tiempos de posguerra,
mientras se prolongaba en América Latina. En la Argentina del siglo XXI, este enfoque
muestra signos de agotamiento, pues sus metodologías no encuentran eco en las
nuevas generaciones, y su sustento discursivo es cuestionable. En 1910, nuestra
sociedad se caracterizaba por un acelerado progreso económico, desigual e injusto,
pero inclusivo y promisorio. Los educadores buscaban explicar el éxito de un país que
se levantaba de sus cenizas para aspirar a un liderazgo regional o quizá mayor. Las
élites gobernantes daban la posta a las capas medias que emergían a la política y
trataban de garantizar continuidad en las líneas directrices que, según su evaluación,
habían engrandecido al país. El contexto actual es muy diferente. Las últimas décadas
del siglo XX dejaron un país empobrecido, con más temores que esperanzas y más
malestares que orgullos. Si el terrorismo de Estado de los años setenta quebró los
pliegues más delicados del lazo social, el terrorismo de mercado de los años noventa
expulsó del paraíso laboral a vastos sectores de la población. Las instituciones
democráticas, con una continuidad notable en contraste con las décadas previas, no
se han mostrado suficientemente capaces de orientar el rumbo hacia propósitos
comunes de inclusión y progreso. Transitamos un nuevo Centenario, que encuentra al
país emergiendo de profundas crisis económicas, sociales y políticas. El futuro que un
siglo atrás estaba cargado de promesas hoy es un pasado teñido de dolores,
desencuentros y extravíos. También afrontamos las preguntas sobre el derrotero y el
destino de nuestra sociedad, aunque con menos optimismo y mayores recaudos.
Vivimos una sociedad desencantada, con grandes dosis de exclusión, de desigualdad
y de maltrato, con una cultura política a la que le cuesta construir consensos y
deliberar con respeto por la palabra y la dignidad del otro. Transitamos un nuevo
escenario, aunque buena parte de la enseñanza escolar perpetúa un currículum
residual pensado en y para otros tiempos. En este contexto, es conveniente que
volvamos a preguntarnos qué enseñamos y qué deberíamos enseñar; para qué
enseñamos y para qué deberíamos enseñar. 12
Este artículo ha intentado discutir para qué enseñamos y analizar cómo las diferentes
respuestas que podemos dar a esta pregunta operan en nuestros criterios de
enseñanza. Como hemos visto, las Ciencias Sociales permiten contradecir las miradas
naturalistas y deterministas de quienes abordan ingenuamente la realidad social, sean
estos niños o adultos atrapados en los modos infantiles de aproximarse al mundo
social. Cada niño, como cualquier sujeto inexperto, comprende la sociedad en función
de su propia experiencia social, de las hipótesis que se formula sobre ella y de las
representaciones sociales que circulan en su entorno. El desafío de la enseñanza es
ofrecer conceptos y explicaciones que puedan cuestionar, reordenar y trascender las
comprensiones ingenuas. Una enseñanza de tales características conlleva una
enorme responsabilidad política y ética, en tanto pro- 30 mueve una mirada crítica del
mundo social y ofrece herramientas para la intervención de cada sujeto en la
transformación de las relaciones sociales que lo involucran. Los sentidos generales
que reseñamos tienen que anclar en contextos concretos y requieren un análisis de las
necesidades formativas de los estudiantes: ¿qué aspectos de su realidad podrían
comprender mejor desde las Ciencias Sociales? ¿Qué prácticas de ejercicio de la
ciudadanía podrían enriquecer si tuvieran mejores conocimientos sobre la realidad
social? ¿Qué experiencias culturales le puede ofrecer la escuela a este grupo
concreto? ¿Qué prejuicios hay que desarmar, qué tradiciones hay que interpelar, qué
inquietudes hay que provocar en este grupo concreto de estudiantes? Estas y otras
preguntas pueden orientar la definición de prioridades formativas y la selección de los
contenidos específicos que se han de abordar. El conocimiento de la realidad social y
la construcción de dispositivos intelectuales que perdurarán más allá de la etapa
escolar serán una herramienta para que los estudiantes, sujetos políticos de esta
sociedad, inscriban su propia experiencia en los procesos colectivos. Señala Ulrich
Beck: (…) las crisis sociales aparecen como individuales, y cada vez menos se
advierte su carácter social ni se someten a elaboración política. Ahora bien, así crece
la probabilidad de que se produzcan brotes de irracionalidad de los más diversos tipos,
incluidos los de la violencia contra todo lo que se etiqueta como “extraño”. Porque,
efectivamente, en la sociedad individualizada, es donde surgen líneas de conflicto
respecto de elementos identificables socialmente: la raza, el color de la piel, el sexo, la
apariencia física, la pertenencia étnica, la edad, la homosexualidad o la minusvalía
física (2000: 38). Contra esa tendencia aislacionista y atomizada, la tarea de la
enseñanza es correr el velo de lo obvio y desnaturalizarlo, cuestionar las conclusiones
de una experiencia social atrapada en límites estrechos y ampliar el horizonte de
mirada y de reflexiones. En una sociedad fragmentada, injusta y excluyente, buena
parte de los discursos públicos tratan de mantener a los ciudadanos distraídos y
dóciles. El trabajo es arduo y puede ser apasionante, aunque el desgaste de avanzar a
contrapelo de los procesos culturales extraescolares puede minar nuestras fuerzas. Si
la utopía funciona como motor de la tarea, una expectativa desmesurada y urgente
puede desgastarnos rápidamente. José Antonio Castorina insiste en que (…) nadie
tenga la menor expectativa de que la enseñanza va a eliminar estas creencias, lo que
va a hacer es cuestionarlas, ponerlas entre paréntesis, permitiendo que frente a cier-
31 tos problemas de la ciudadanía donde nos manejamos con sentido común
podamos manejarnos con conceptos próximos a las ciencias sociales. Apostamos a
una contribución a la formación del ciudadano, que el avance en el conocimiento social
de los niños les permita un análisis político e histórico menos atado al sentido común,
en ciertos contextos, pero no en otros (2008: 56). Si, en buena medida, las creencias
gobiernan el mundo o son la correa de transmisión para que quienes gobiernan el
mundo lo hagan sin sobresaltos, someterlas a validación es y será, probablemente, un
gesto de carácter subversivo, una acción política de construcción de autonomía ética e
intelectual. Se trata de estudiar la realidad para entender su carácter contingente y
mutable, para comprender que es fruto de la acción humana sobre el mundo natural,
para asumir las posibilidades de intervenir en su conservación o en su transformación.
Habremos cambiado el para qué de la enseñanza cuando nuestros alumnos recuerden
varios años después: “En las clases de Ciencias Sociales, siempre tenía que pensar
mucho y descubría cosas que no sabía”, “En las clases de Ciencias Sociales, aprendí
a indagar en diferentes fuentes, contrastar visiones y defender mis ideas con
argumentos”, “En las clases de Ciencias Sociales, empecé a preguntarme en qué
mundo vivo y quién soy en este mundo”. Quizá no estemos demasiado lejos y para
eso trabajamos.
Las preguntas adoptan formas y modalidades específicas en cada área del saber y en
cada disciplina en particular. ¿Qué cualidades del conocimiento social deberíamos
tener en cuenta para formular preguntas con sentido? Si todos los campos de la
enseñanza enfrentan dificultades en las sucesivas traducciones del saber erudito al
diseño curricular y de este al aula, el área que nos ocupa ofrece algunos problemas
particulares que podemos considerar. En primer lugar, su objeto de estudio es infinito:
la “realidad social”. Nada de lo humano le es ajeno, y todo lo que la humanidad es y ha
sido forma parte de sus indagaciones. La función de las Ciencias Sociales en la
escuela es, principalmente, desnaturalizar las representaciones de la realidad social,
rigidizadas a través de las experiencias sociales necesariamente acotadas de cada
estudiante. Y esto supone ampliar esa experiencia social, ofreciendo en la escuela un
plus de experiencia que no brinda el entorno social inmediato. Al mismo tiempo, las
Ciencias Sociales ofrecen herramientas para analizar los discursos propios y ajenos
sobre la realidad social. Solo desde esta perspectiva cobra sentido introducir a los
alumnos en las disciplinas que estudian la realidad social, que no se abordan de modo
acabado en el nivel primario, sino en un escalón ascendente hacia los niveles
superiores. Las pretensiones descriptas contrastan tristemente con los rasgos
recurrentes del currículum residual de algunas escuelas (92): se ven frecuentemente
los mismos temas, atados al libro de texto, acotados a la agenda historiográfica clásica
y a una geografía excesivamente enumerativa. Nos pesa reconocer que las Ciencias
Sociales escolares suelen abrir poco las 216 ventanas del mundo y, teniendo por
delante un objeto de estudio infinito y apasionante, lo reducen a migajas de
conocimiento. Es cierto que los tiempos y las condiciones de la ense- ñanza requieren
acotar el objeto, pero ¿cómo hacerlo sin empobrecerlo? ¿Cómo encarar una
enseñanza que despierte la tentación de seguir aprendiendo, en lugar de apagar las
llamas de la curiosidad? Esa pregunta nos anticipa el segundo rasgo del área que
debemos tener en cuenta: el objeto de estudio es complejo y no permite aislar
variables. La complejidad del mundo social está presente en cada uno de sus
momentos, de sus espacios, de sus protagonistas, donde la humanidad entera se
recrea. Cada hecho o proceso social puede abordarse desde diferentes dimensiones:
social, cultural, económica, tecnológica, política. Aun cuando prioricemos una de ellas
o seleccionemos los datos que consideramos más relevantes, las otras dimensiones
están allí presentes y no podemos desconocerlas, porque eso supondría perder la
complejidad. Obviamente, hemos de seleccionar temas para la enseñanza, pero
¿cómo hacerlo conservando la riqueza de lo social? ¿Cómo encarar una enseñanza
que aproxime a los alumnos a los temas de estudio, pero les advierta que siempre
queda algo más complejo para seguir profundizando? El tercer rasgo para considerar
es que la realidad social es objeto de estudio de diferentes disciplinas. La Historia, la
Geografía, la Antropología, la Sociología o la Economía a veces se pueden abordar
por separado, y conviene hacerlo, a veces se pueden articular entre sí, y conviene
hacerlo. En cualquier caso, hay que tomar una decisión que no implique desmerecer a
unas en beneficio de las otras, atrapar la singularidad de alguna disciplina en una
mezcla difusa, escoger una y desdeñar otras, etc. En el ámbito académico, las
Ciencias Sociales nacieron y crecieron multiplicándose. No faltaron intentos de
unificación del campo y es cierto que hay cruces, influencias, cooperaciones y
migraciones, pero cada una sigue preservando celosamente su autonomía, sus
categorías básicas y metodologías específicas, sus tradiciones de investigación y sus
desafíos pendientes. Mientras tanto, la tradición de la escuela primaria argentina es
destinar un único espacio curricular (93), en el cual predomina el abordaje de la
Historia y la Geografía, que aportaron los primeros contenidos en los inicios del
sistema educativo. Ahora bien, ¿cómo articular los aportes de las distintas disciplinas
en la enseñanza? ¿Cómo garantizar la presencia de contenidos, enfoques y
categorías conceptuales provenientes de distintos ámbitos académicos, sin perder
cohesión en la enseñanza? En cuarto lugar, es menester advertir que las disciplinas
sociales son multiparadigmáticas. Es decir, dentro de cada ciencia social, hay
diferentes vertientes y programas de investiga- 217 ción. Un mismo proceso es
estudiado e interpretado desde concepciones ideológicas contrastantes, desde
supuestos teóricos disímiles y metodologías de investigación no siempre concertables.
El escenario de las Ciencias Sociales es un mosaico de diferencias, lo cual enriquece
al tiempo que complica su abordaje. La vastedad de variedades, a veces lleva a
considerar que toda opinión es válida y cualquiera puede darse por buena, perdiendo
de vista que toda disciplina científica requiere rigor epistemológico y argumentativo en
sus fundamentaciones. ¿Cómo llevar al aula estas divergencias sin caer en la mera
opinión ni en el dogmatismo de imponer la propia? Finalmente, pero no menos
importante, es destacable ver lo que ocurre con los contenidos sociales en el aula: a
diferencia de otras disciplinas, tienden a abrirse y a ramificarse. Cualquier tema de las
Ciencias Sociales se relaciona con otros y, cuanto más rico e interesante es el
abordaje que propone el docente, tanto más lejos lo llevan los alumnos con sus
comentarios y reflexiones. Echados a rodar, los contenidos de Ciencias Sociales
crecen como una bola de nieve que se nutre de lo que encuentra a su paso. El
maestro novato, entusiasmado con las intervenciones de sus alumnos, deja que la
bola avance sin contralor y rara vez evita que se estrelle contra el timbre que finaliza la
hora, momento en que el conjunto estalla por los aires sin orden ni destino. ¿Cómo
organizar los contenidos de ense- ñanza de modo tal que los alumnos sumen sus
aportes pero, al mismo tiempo, no perdamos la posibilidad de orientar el proceso?
Establecer un recorte
Preguntar tiene siempre un carácter político, que enlaza al sujeto que interroga con el
mundo sobre el cual se cuestiona y con los demás sujetos involucrados en la cuestión.
Por eso, las preguntas son herramientas del inquisidor y armas del revolucionario,
cuando este objeta lo existente, y aquel brega por mantenerlo incólume. En
consecuencia, eliminar las preguntas de la enseñanza o dejarles un espacio marginal
es también un modo de despolitizar el abordaje de unas Ciencias Sociales que, sin la
estructura argumental de los interrogantes, se vuelven cordero manso del orden
establecido. Plantear un recorte supone también decidir qué enseñar en función de las
necesidades formativas de cada grupo y abordar contenidos que, si no es la escuela,
ningún otro agente de socialización va a promover. Preguntar es movilizar no solo los
intereses que los chicos manifiestan, sino advertir sobre aquello que puede llegar a
despertar nuevos intereses. Porque una escuela que solo enseña lo que interesa a sus
alumnos corre el riesgo de convalidar y perpetuar las formas discursivas de la
segmentación social y cultural, dándole a cada cual lo mismo que recibe de su
entorno. Por el contrario, enseñar Ciencias Sociales debería incluir siempre algún tipo
de provocación intelectual que conduzca a desnaturalizar lo cotidiano, a cuestionar lo
obvio, a justificar las propias creencias con el riesgo de tener que abandonarlas si la
justificación no encuentra sustento. Más aún, transitar juntos un recorrido de preguntas
permite que alumnos y docentes compartan sus ignorancias, pues estas no son
iguales, sino complementarias. La criticidad del docente radica en tener conciencia de
que no sabe todo, en reconocer la insuficiencia de sus conocimientos y en tener la
posibilidad de recurrir a algunas herramientas con las cuales avanzar desde lo que
sabe. La fuerza del estudiante está en su capacidad de asombro, de formular
preguntas que, a veces, los adultos hemos dejado de lado. La enseñanza requiere
ensamblar ambas ignorancias en un proyecto compartido, para que el docente guíe a
los estudiantes en la búsqueda de una mejor respuesta. Ambos deben asumir un
contralor epistemológico sobre su propio saber, dando cuenta de sus hipótesis y
razona- 227 mientos, extremando las dudas y las objeciones a toda afirmación que se
propone indiscutible. De este modo, se justifica la invitación a repetir el recorte varios
años, con pequeñas modificaciones, pues esto permite aprovechar la experiencia, los
materiales y toda la producción didáctica que la escuela ha acumulado acerca del
contenido que el docente se propone enseñar. También permite que un docente
comparta sus preguntas e indagaciones con diferentes grupos de alumnos, que
interpelarán la propuesta cada vez desde aspectos y dimensiones antes inexploradas.
Cuando un docente cambia sus propuestas todos los años, no está experimentando
realmente, sino vagando a la deriva. Volver a recorrer las preguntas de un mismo
recorte le permite registrar cambios y recurrencias, ajustar las consignas, evaluar
destrezas insospechadas en sus alumnos, enriquecer los materiales y dar una vuelta
de tuerca a su propia experiencia de abordaje de ese contenido. Imaginar una
criticidad sin preguntas es equivalente al mar sin agua: el espacio está, queda el olor
marino, pero eso ya no es mar. Del mismo modo, está seca una enseñanza que se
supone crítica porque plantea objeciones a los relatos tradicionales, pero no echa a
rodar interrogantes susceptibles de ser apropiados por el grupo de alumnos, que no
ofrece caminos de construcción de respuestas posibles, de defensa argumentativa de
las alternativas, de corroboración de hipótesis y de reformulación de las preguntas
originales, incluso con el riesgo de empezar a pensar diferente de lo que el docente
esperaba al inicio. Se renuncia a la criticidad cuando se omite el pensar
colectivamente o se silencia el disenso. Sólo un sujeto que pregunta y se pregunta,
que comparte sus preguntas con otros y transita el recorrido que cada pregunta exige,
está en condiciones de construir un conocimiento crítico y emancipador. El
conocimiento puede ser una estratagema para doblegar mentes inquietas o una
herramienta de libertad, en tanto se erija como conocimiento autónomo y solidario,
inquisidor y errante. Su carácter se define en el modo que escojamos de enseñar y en
las condiciones de aprendizaje que propiciemos. Así la didáctica de las Ciencias
Sociales no habrá trabajado en vano.