Location via proxy:   [ UP ]  
[Report a bug]   [Manage cookies]                

Lessing, Gotthold Ephraim - Natán El Sabio

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 269

Gotthold Ephraim

Lessing
Naián el sabio
Traducción e introducción de
Agustín Andreu

Selecciones¿¡y* Austral
*%••*•*•*•/* Epasa-Calpe
Gotthold liphraim Lcssing
(Foto Archivo Etpasa-Calpe)
GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

NATÁN EL SABIO

TRADUCCIÓN E INTRODUCCIÓN DE
AGUSTÍN AN DREU

ESPASA-CALPE, S. A.
MADRID
1985
Edición para
SELECCIONES AUSTRAL
O de la presente edición Agustín Andreu Rodrigo, 1985
Espasa-Calpe, S. A., Madrid, 1985

Diserto de cubierta: Alberto Corazón

Depósito legal: M. 7.375—1985


ISBN 8 4 -2 3 9 -2 1 3 6 -0

Impreso en Esparta
PrintedinSpain
Acabado de imprimir el dia 27 de febrero de 1985
Talleres gráficos de la Editorial Espasa-Calpe, S. A.
Carretera de Irún, km. 12,200. 28049 Madrid
ÍNDICE
Páginas
P rólogo................................................................................................ 13

I ntroducción : NATÁN EL SABIO Y LA ACTIVACIÓN


INTERIOR DEL HOMBRE
I. G énesis biográfica del «N atán» ........................................ 19
1. El «Natán», un hijo de su vida—«De su vejez»............ 19
2. El «Natán» y su relación complementaria con las
grandes obras Tíñales del Lessing («La educación del
género humano» y «Los diálogos para francma­
sones») ......................................................................... 20
3. El «Natán» y la polémica teológica sobre las religiones
de Revelación............................................................... 23
4. El «Natán» y el «Decamerón». La parábola de tos
Tres Anillos, o la religión de Natán............................ 27
3. Origen histórico de la parábola de los Tres Anillos en
las tierras hispánicas del siglo xt. Historia literaria de
la parábola.................................................................... 31
6. El «Decamerón». La jornada 1 * La figura de Natán y
la jornada 10.*, novela 3* parábola y fábula............... 36
II. El escenario palestino, las religiones abrahamIticas y
la H istoria U niversal ....................................................... 45
1. El escenario de Palestina y de las tres religiones abra-
hamiticas...................................................................... 45
2. Lessing y el islamismo..................................................... 48
3. Judaismo/cristiano e islamismo: Dos tipos de religión.. 52
4. La religión de Abraham y la religión de la Humanidad. 55
8 ÍNDICE

Páginas

III. El sabio v su acción ........................................................... 60


1. La figura del sabio: su presupuesto (el valor de ser ra­
cional) y su referencia (el pueblo).............................. 60
2. La superación sapiencial del miedo, las virtudes cardi­
nales y la dramaturgia..................................................... 61
3. El sabio y su pueblo. Pueblo y Religión, como patria ... 63
4. Pueblos, religiones y el régimen de la Providencia. In­
terpretación lessinguiana de la parábola..................... 67
5. El sabio y su relación con los individuos........................... 71
6. Los subalternos de la sociedad civil y religiosa............. 76
7. La experiencia abierta, la ampliación del instante y la
verdadera contradicción.................................................. 81
8. Contradicción y escatología................... 86
F uentes y Bibliografía ................................................................... 97

NATÁN EL SABIO
A cto primero ........................................................................................ 105
A cto segundo ....................................................................................... 133
Acto tercero ........................................................................................ 159
Acto cuarto........................................................................................ 189
Acto quinto .......................................................................................... 215
Notas al texto df.l poema dramático........................................... 242
A Rafael Blanco
y a susjóvenes amigos del Zambuch
Sapientia est scientia felicitatis.

( L e ib n iz .)

—No es posible.
—Pues que sea.

(ARISTÓFANES, L os carboneros.
[Versión de Agustín García Calvo].)
PRÓLOGO

En este poema dramático nos dio finalmente Les-


sing su ideal de humanidad. Es uno de los escritos
más importantes, dramatúrgica, filosófica y religiosa­
mente del siglo xvm. Y de mayores consecuencias po­
líticas, indirectamente, también.
Lessing advirtió la repugnancia, más aún que la ex-
trañeza, de que el ideal de humanidad se presentara
en las figuras de un comerciante judío y un sultán. No
lo hizo por aleccionar y ayudar a la reflexión mediante
unas Carlas persas o unos Viajes de Gulliver. Su inten­
ción fue sacar al que dicen Occidente, del renano
rincón ideal donde se encastillara, formulando una
reinterpretación del europeo occidental que mantiene
viva la dialéctica con el judaismo y con el islamismo
—con que pueda entenderse a sí propio y, tal vez, de­
sencasquillarse—. Por Lessing no hubiera vivido el
Occidente siglo y medio de nacionalismo exacerbado
ni tres y pico de confesionalismo estanco. Tan no se
pudo embutir a Lessing en el nacionalismo oficial
que, a N a t á n EL SABIO, lo perdía de vista Alemania
cuando ganaba guerra, y al probar derrotas volvía a po­
nerse otra vez ante Natán para que cayera la sabiduría
de su palabra sobre los errores del entusiasmo.
En la fábula del poema se dramatiza y en sus perso-
14 AGUSTÍN ANDREU

najes se expresa la filosofía lessinguiana de las reli­


giones y pueblos muchos, y de la vida una.
*

Con la introducción y las notas he procurado situar


el N atán sobre el trasfondo de la obra de Lessing, de
sus escritos y motivos principales. Para ello he remi­
tido frecuentemente a sus Escritos filosóficos y teoló­
gicos, que publicamos en la Editora Nacional, en 1982.
Dudé no poco, antes de guarnecer al N atán de tan
larga introducción y notas. Y aunque me acordé de
que Bernard Shaw anteponía verdaderos tratados doc­
trinales a algunas de sus obras de tesis y recordé que
Strauss ya dijo que sin la teología de Lessing no se
puede entender esta obra de teatro, fue al fin la opi­
nión de Aristóteles quien me empujó a dotar al texto
de tan amplio comentario. Pues un drama, aunque no
se represente, ha de producir su efecto específico
(Kommerell, Lessing und Aristóteles..., pág. 171). Les­
sing lo tuvo en cuenta y lo escribió también para
leído, y leído por necesidad durante mucho tiempo.
El diálogo de Lessing está íntimamente relacionado
con su antropología. En el uso extraordinariamente
frecuente de guiones y puntos suspensivos se mani­
fiestan las «interrupciones en el diálogo» que, frente
a Voltaire y de acuerdo con Home, creía necesario
que se produjeran y manifestaran siempre que lo re­
quiriese la «naturalidad» (Home) o «los afectos de las
personas». En un hombre como Lessing, que cree po­
sible expresar con claridad todo lo que se piensa, in­
cluido lo que se ve con claridad que no está claro y el
grado en que no lo está, el diálogo se convierte en un
desenvolvimiento de la luz desde el interior de las per­
sonas y de su imprevisible pero preestablecida armoni­
zación. Junto al N a t á n precisamente, pensó en publi­
car un «tratado sobre la puntuación dramática». Aquí
PRÓLOGO 15

no lo recuerdo más que para indicar que he reflejado


lo típico de la puntuación lessinguiana mientras el res­
peto a la misma no ha entorpecido la versión del sen­
tido. Aristóteles había enseñado a esos discípulos
suyos que fueron Diderot y Lessing, la «importancia
de las clases de ritmo para cada caso» y la desgracia de
que no se hubiera compuesto todavía un arte sobre
dicho extremo. En relación con el diálogo lessinguiano
y, concretamente, con las graduaciones del desenvol­
vimiento interior de los individuos, tienen gran interés
las partículas expletivas, enfáticas, suspensivas, etc.,
en las que tan rico es el alemán. Lessing las emplea re­
flexiva y calculadamente, a leguas como está de cual­
quier necesidad de ripio y relleno. Lo mismo cabe
decir de las repeticiones y como tartamudeos tan fre­
cuentes en el texto lessinguiano y tanto más de notar
que 'interrumpen' verso. En cuanto me fue posible
hacer resonar todas estas particularidades en el texto
castellano, lo procuré.
Las notas de la introducción las he agrupado al final
de cada uno de los capítulos de la misma, por pará­
grafos. Las notas al texto del N atán las he ordenado
siguiendo la numeración de las líneas del mismo.
He numerado las líneas de la versión castellana
según la numeración de los versos de la edición de
Lachmann-Muncker, mas sólo de diez en diez, en co­
rrespondencia que no puede ser exacta palabra por pa­
labra. Las citas al texto del N atán se refieren al
acto (III), luego a la escena (2.a) y por fin a la línea
aproximada de la versión castellana (315).
Los bosquejos preparatorios de la redacción defini­
tiva, acerca de los que informaremos en la introduc­
ción, en vez de reproducirlos juntos, los hemos ido ci­
tando en nota en el lugar correspondiente de la obra,
al que así pueden ilustrar.
*
16 AGUSTÍN ANDREU

El lector advertirá que las resonancias del N a t á n


en la Historia de España son tales que los españoles
debiéramos escuchar de pie la narración por Natán de
la parábola de la tolerancia, la de los tres anillos, por
respeto a aquel momento del pasado donde alum­
bramos una altura que no supimos mantener y en la
que los hombres no se han instalado interiormente to­
davía. Y es obligatorio consignar aquí que España
tiene una deuda inmensa con «sus judíos», como
decía Fernando VI, lejano descendiente del Fernan­
do III que se titulaba «rey de las tres religiones»; y
que es hora de empezar a pagarla con intensidad fra­
terna.
Al poner punto final a este trabajo, no puedo menos
de acordarme de mis amigos, que tanto me ayudan.
De mis enemigos no diré cuánto me ayudan, porque
no se lo creerían.
Madrid, 26 de febrero de 1983.

AGUSTÍN ANDREU RODRIGO.


NATÁN EL SABIO
Y LA ACTIVACIÓN INTERIOR
DEL HOMBRE
I

GÉNESIS BIOGRÁFICA DEL «NATÁN»

1. El «N atán», un huo de su vida


—«D e su vejez».

Con una idea metafísicamente tan amplia de la vida


y con una valoración predominante de la unidad de
acción, como profesa Lessing desde su discipulado de
Aristóteles y Leibniz, resultaría increíble que algo im­
portante en su vida pudiera datarse simplemente y no
presentara gérmenes y ensueños desde ios años
mozos. Anecdóticamente, es posible datar el mo­
mento en que se resuelve a poner en pie su Natán el
sabio-Poema en cinco actos, a saber, la desvelada noche
del 10 al 11 de agosto de 1778, aproximadamente un
mes después de que se le prohibiera gubernativamente
proseguir la polémica teológica con el Pastor Goeze, y
cuando ya sentía cerradas todas las puertas para prose­
guirla con la pluma y ante el público. Pero en realidad
se trata de una obra que brota de su vida entera; tenía
razón H. Dütschke al decir que entre el proyecto y la
culminación del Natán está la vida entera de Lessing.
La religión de Natán fue su religión desde siempre,
20 AGUSTÍN ANDREU

dice él mismo, y la forma teatral fue también siempre


su forma mentís y su forma de lógica —formas que
tienen, en él, alcance metafisico—. Es más, estaba sin­
tiendo la llegada precipitada y prematura de su vejez
(se lo susurra a su hermano por carta), con todo lo
que eso podía suscitar en un hombre como el nuestro.
Se le puso a flor de piel la memoria; y toda la alegría y
maravilla de la vida, toda su generosidad y su resolu­
ción de luchar, todo, lodo lo que le dio desde la infan­
cia la vida, sale y aflora aquí. El Natán, «este hijo de la
vejez que (me] ha caído de repente» l.

2. E l « N a t á n » y s u r e l a c ió n c o m p l e m e n t a r ia
CON LAS GRANDES OBRAS FINALES DE LESSING
( « L a e d u c a c ió n d e l g é n e r o h u m a n o »
Y «Los DIÁLOGOS PARA FRANCMASONES»).

Entre 1778 y 1780 publica los Diálogos para franc­


masones (I-III), Natán el sabio, los Diálogos para franc­
masones (IV-V) y la Educación del género humano. La
última elaboración de su idea del sabio Natán, está en
el clima de los otros dos grandes trabajos, que se refle­
jan dramatúrgicamente en el Natán, además de encon­
trar en éste su complemento en más de un aspecto.
En la Educación del género humano había tratado
Lessing la función educadora de la revelación reli­
giosa, pero, siendo así que había enseñado la plurali­
dad de revelaciones, no había tratado más que la cone­
xión entre la revelación judía y la revelación cristiana,
sin aludir (expresamente) siquiera al islamismo, una
religión que, según él, está en el horizonte del género
humano. Pues bien, no en forma de ensayo, sino en
forma dramatúrgica y práctica, dará en el Natán su
modo de ver la sucesión y conexión entre las revela­
ciones islámica, judía y cristiana. En el momento de la
transición a la tercera etapa, que es la del Espíritu, hay
INTRODUCCIÓN 21

que situar la conexión entre revelación cristiana y re­


velación islámica. Su recurso al Renacimiento y a la fi­
losofía naturalista del mismo tal como aparece en el
Decamerón, su recurso a la leyenda de Saladino como
modelo de tolerancia, su elección del escenario de Pa­
lestina donde por última vez habían chocado con inau­
dito salvajismo las tres grandes religiones de revela­
ción —todo apunta al Islam como contrapunto para
entender al cristianismo europeo en tanto que mo­
mento particular de la Historia universal, de la educa­
ción del género humano.
En la Educación había tratado de la acción de la Sabi­
duría o Providencia divina para educar a los pueblos.
(Éstos son el medio en que aparecen y donde van for­
mándose los individuos). Y había enseñado la posibili­
dad que el individuo tiene de transformar la indudable
desventaja en que acaba por convertirse la revelación,
en ventaja para la racionalidad. Pero el medio am­
biente que es la sociedad, el pueblo, necesitaba un tra­
tamiento expreso, y Lessing había prestado atención a
dicho problema con los Diálogos para francmasones.
En ellos, además de darle al individuo ideas para que
sepa hacer frente a la indudable desventaja en que
acaban por convertirse también la sociedad y su legali­
dad, presentaba su idea de la acción del sabio, del indi­
viduo providente, uno de «los mejores» del pueblo.
Se asignan éstos la tarea de velar por que la libertad y
la igualdad sean crecientes; de modo que los hombres
no queden más separados y extrañados de lo necesario
en cada momento, por las leyes y convenciones, las
cuales cumplen sin duda la función de mantenerlos
juntos en un cierto orden viable... En los Diálogos, el
masón es ese sabio; no el masón de reglamento y obe­
diencia, sino el que ya no puede caer otra vez en litera-
lismos o quedar parado en limitaciones convencio­
nales. La Educación y los Diálogos tratan de ese indivi­
duo fuera de toda letra, que va buscando formas de ra­
22 AGUSTÍN ANDREU

cionalidad y humanidad, de unidad, cada vez más ver­


daderas. Trabajo de factura bien especial, pues sólo
cabe realizarlo tratando de soslayo ciertas cosas inabor­
dables frontalmente, y en rigor también inexpli­
cables... —En el Natán mostrará dramatúrgicamente
la actuación del sabio desde su posición individual—
desde un trabajo de naturaleza tan social como el co­
mercio, y desde la familia, lugar el más cordial, donde
religión y sociedad presionan dulcemente sobre el in­
dividuo pudiendo solicitarlo con fuerza superior a la
exigencia y entrometerse en su vida con derechos sa­
crosantos. Lo paterno, lo patrio, eso que se empieza
por «ver, tocar y oír» en la infancia, deja una imagen
dotada de un poder incomparable en nuestra alma
(cfr. III, 1, 25 y sigs.); a nada damos tanta «confianza
y fe» y hasta de nada nos dejamos engañar de niños
tan saludablemente (III, 7, 462-469). Reha y Natán lo
dicen... En el Natán se deja ver ese espacio intenso del
sentimiento y la tradición que es la familia, y también
la índole equívoca de sus vínculos. La crítica de las rela­
ciones familiares es un propósito que está en el plan­
teamiento mismo de la obra, en particular por lo que
hace a los dos jóvenes. El motivo del incesto, tan
cerca del abrazo final de ese grupo de amigos proce­
dentes de religiones y sociedades distintas, muestra
—escandalosamente— que sin la superación de
ciertos tipos de familia no se superarán ciertas limita­
ciones religiosas y sociales. La peripecia de estas fami­
lias se ha expuesto en relación con la historia; son fa­
milias cuya vida hace historia para muchos. Pero con
ello se manifiesta la naturaleza general de la relación
entre la familia y las tradiciones y medios religioso y
social.
En el Natán nos presenta Lessing al sabio en acción
en ese medio y en esas relaciones . «Su ideal sólo lo
expuso Lessing íntegra y plenamente en la forma artís­
tica del Natán» (Dilthey) J.
INTRODUCCIÓN 23

3. E l « N a t á n » y l a p o l é m ic a t e o l ó g ic a
SOBRE LAS RELIGIONES DE REVELACIÓN.

La polémica teológica en que se enzarza Lessing


con el Pastor primarius J. Melchior Goeze, de Ham-
burgo, es el resultado inmediato de la publicación de
los Papeles del anónimo locantes a la revelación. El anó­
nimo lo es supuestamente; Lessing sabe que se trata
de Samuel Reimarus, profesor de lenguas orientales
en el Gimnasio de Hamburgo, cuyos papeles pós-
tumos sobre crítica bíblica y religiones de revelación
en general, pueden provocar un replanteamiento de la
vida de Alemania y de Europa a medio plazo. Lessing
se entrega a la publicación de los fragmentos de la
obra fundamental del ‘anónimo’, precisamente
porque quiere salvar la fe en la revelación, porque
quiere salvar la función de la revelación para una
razón que se sepa histórica y vital. Mas, la teología ofi­
cial no le cree esa buena intención. Se llama «Anli-
Goezes» a la serie de escritos que fueron saliendo de
su pluma a lo largo de 1778, en relación con la disputa.
Desde la Reforma no se había levantado en Alemania
una tormenta de ese calibre. Lessing acabaría rom­
piendo el monopolio y los estrechos moldes de la orto­
doxia como forma de no dejar vivir ni pensar. Pero iba
a romperlos, razonando y escenificando.
Los «Anti-Goezes» están escritos con una aplas­
tante superioridad de fondo y forma. El desarrollo de
la polémica trae consigo convencionales salidas de
tono del Pastor —tiradas de pulpito cada domingo,
arrumacos de ortodoxia, apelaciones a la autoridad
civil, incapacidad de ver en el otro una buena inten­
ción, invocaciones a la hora de la muerte... ante la Ale­
mania literaria y ante la pía y puritana—; salidas de
tono que irritan cada vez más a Lessing. Se siente
24 AGUSTIN ANDREU

tocado en su buena fe; no es capaz de tolerar todo lo


que da por descontado en punto a virtud y edificación
su adversario. Se mete en un irrefrenable curso de co­
lisión. Ha quedado más atrapado en la agarrada, de lo
que imaginara. Sus ataques se vuelven personales a su
pesar, y ya no es gusto pedagógico o teatral por la esce­
nificación, todo. Dice: El señor Pastor piensa salvarse
mediante mi condenación. Añade: «¡Oh felices
tiempos en los que la clerecía era todo en todo —pen­
saba por nosotros y comía por nosotros!» Y aludiendo
a los sermones dominicales del Pastor: «Vd. podrá
avasallarme a gritos cada ocho días, Vd. ya sabe
dónde. Pero avasallarme escribiendo, eso no podrá ha­
cerlo.» Protesta que es él quien está llevando a cabo la
verdadera y eficaz defensa de la fe y de la revelación y
que no es necesario que sea la mejor apologética la de
quien come de la apologética. Quiere hacer ver que es
él quien está haciendo lo que haría, en semejante oca­
sión, Lulero. Se niega a ser silenciado. Pues si «se
quiere impedir a uno solo que comunique a los demás
sus adelantos en el conocimiento», se impide a todos
avanzar, porque «sin esa comunicación en particular
no hay progreso de conjunto». No está dispuesto a
que se le prohíba «buscar la Verdad por su propio
camino y comunicarla a su manera» (LM, V 24, 12 y
sigs.; XIII, 143, 30 y sigs.). Así, la polémica se va es­
cenificando cada vez más. Para muchos, Hamburgo
entero es ya un teatro. Un día, el mismo Pastor tiene
la desdichada salida, más moral que retórica, de
mandar a Lessing, desde el pulpito de la iglesia de
santa Catalina, a hacer... teatro. —¿Qué has dicho?
Por entonces había llegado a sentir ya la posibilidad
de perder su cargo de bibliotecario que, pan, mucho
no da, pero en cambio facilita los libros sin los que
sería imposible proseguir la polémica. Mas, es ya
tarde; el gobierno ducal le prohíbe seguir publicando
nada relacionado con la polémica.
INTRODUCCIÓN 2S

Su primera reacción es un ataque de ira: ¡Ya puede


triunfar así ese sumo sacerdote, ese rufián! —Unas
notas redactadas entre el 7 y el 9 de julio (la tarde del
mismo día en que recibió la prohibición y a la mañana
siguiente [Muncker]) traslucen la aparatosa explosión
de ira y su marca de familia. Al morderse enrabiado el
labio inferior, repite un gesto paterno que le repre­
senta vividamente al padre, allí ante él: «¡Cuántas
veces me decías: ¡Gotthold, por favor, toma ejemplo de
mi, contrólate! Porque me temo, me temo... y me gustaría
verme mejorado en ti. Sí, viejo, si; aún lo siento a
menudo.» (En la Ética del humano Aristóteles debió
de aprender Lessing el tipo de comunicación entre
hijos y difuntos padres.)
Conque vuelve sobre sí. Sea dormir lo primero; si
se pierde el sueño, se pierde todo. iA seguir leyendo
infolios del concilio de Nicea! Porque esto no puede
quedar así.
La filosofía lessinguiana de la Providencia no permi­
tía pensar que algo importante pudiera quedar sin
salida; siempre es posible el deber, como recogerá, en
eco, más tarde, Fichte. Lo que sobran son caminos,
para quien sabe ver y tiene valor. Porque darle la
razón al Pastor predicador sin tenerla, lo condenaría
«a no tocar más la pluma». Y en cuanto a dificultades
editoriales... ¡estaba dispuesto a imprimir la respuesta
con su propio dinero! (Carta del 7 de noviembre.)
Leído el rescripto ducal de la prohibición, en una
primera maniobra concede abstenerse de publicar más
fragmentos del ‘anónimo’, pero dice no poder dejar de
defenderse por lo que hace a los aspectos personales
—pues el Pastor lo ha difamado ante Alemania entera.
Y coloca, aún, dos escritos, fuera de la jurisdicción del
duque, el uno en Hamburgo y Berlín a fines de julio, y
el otro en Hamburgo a comienzos de septiembre. Has­
ta que le prohíben terminantemente toda publicación
donde quiera que sea sobre los temas de la polémica.
26 AGUSTÍN ANDREU

El 2 de agosto escribe a su amiga Elisa Reimarus:


«Han confiscado el nuevo fragmento y se me quiere
prohibir que escriba'de estas cosas.» E insinúa ya que
va a «desplazar sus baterías». Días después se lamenta
de no haber sabido realizar su trabajo «con la piadosa
hipocresía que le habría permitido llevarlo a feliz tér­
mino». Y se anima a probar «cualquier salida».
Así las cosas, la noche del 10 al 11 de agosto le
viene la «graciosa ocurrencia» de llevar el asunto al
teatro. Se acuerda de que desde «hace muchos años»
duerme entre sus papeles una obra de teatro que
guarda «una suerte de analogía», inimaginable
cuando la escribió, con la actual polémica. En el anun­
cio del Natán, que adjunta a la carta a su hermano
Carlos, del 11 de agosto, a la mañana siguiente de
tener la graciosa ocurrencia, alude a esa antigua idea
como «uno de mis viejos ensayos teatrales merecedor
por lo visto hace ya tiempo de que le diera yo la última
mano». Esta jugada valdrá más que diez fragmentos,
acaba diciendo. —Dicho y hecho; a su hermano, con
la notificación, le envía el prospecto de la obra, la idea
sobre su financiación y la orden de ponerlo todo en
marcha. Días después escribe a Elisa Reimarus: «Voy
a ver si me dejan predicar sin molestarme por lo
menos en mi viejo púlpito, el teatro.» (6 de sep­
tiembre de 1779).
Cuando en marzo del 76 volviera del viaje a Italia,
había echado mano de sus antiguos papeles y redac­
tado, tal vez ya entonces, la escueta serie de escenas
que se encuentran entre sus papeles póstumos. Es po­
sible que el viaje —Florencia, Venecia, Nápoles,
Roma— le hubiera removido el fondo, pues buscó los
papeles de juventud con la intención de «poner la
obra enteramente en limpio y publicarla». Asi se lo co­
municó a sus amigos Schmidt y Eschenburg. Pero, en
fin, de 1750, o de antes, data su idea de que las dispu­
tas religiosas hay que llevarlas al teatro (Voltaire),
INTRODUCCIÓN 27

y de 1753 la ¡dea de que en el Islam hay un problema


con que se ha de enfrentar el cristianismo occidental
si quiere crecer interiormente... Así que tal vez el
primer germen literario del Natán estaba en uno de
esos trabajos teatrales que no entraron en la Tercera
parte de los escritos, porque quedaban a la espera de
mejor ocasión (cfr. LM, V, 271).
La idea de toda la vida se impuso a la anécdota del
choque con el Pastor, poco a poco. Moisés Mendels-
sohn, que velaba para que su amigo Lessing estuviera
siempre a la altura de si mismo, lo prevenía a co­
mienzos de agosto de que no escribiera una sátira ridi­
culizando a los teólogos, que es adonde lo querían
llevar. —No, no; Lessing lo tiene claro; no se trata de
abandonar el campo de la disputa con una carcajada
que resuene en Alemania entera, no. Se trata, en el
sentido aristotélico de la palabra, de Política y de Poé­
tica, es decir, de exponer dramáticamente la actitud y
el modo de acción del sabio para sacar a la Cristiandad
y a Alemania del provincianismo autocomplaciente en
que se encanija y enfurece, de una religiosidad infanti-
loide y un nacionalismo venenoso 3.

4. E l « N a tá n » y el « D e c a m er ó n » . L a parábo la
d e lo s T r e s A n il l o s , o l a r e l ig ió n
d e N atán.

Desde el momento mismo en que comunica a su


hermano la intención de llevar al teatro el problema
de las religiones, le indica que la «base» y «clave» de
la obra que se propone exhumar de entre sus papeles,
se encuentra en el Decamerón, de Boccaccio, en la jor­
nada 1.a, novela 3.a, que lleva por título «el judío Mel-
quisedech» (II de agosto; 6 de septiembre de 1778).
Y da también el título definitivo de la obra: Natán el
sabio. Poema dramático... Porque, al Melquisedech de
28 AGUSTÍS ANDREU

esa novela, piensa llamarlo Natán, y no por nada


(10 de enero de 1779). En su opinión, en esa novela y
en la figura de Natán', encontró expresión literaria uno
de esos momentos de superior moralidad que aparecen
como anticipaciones sin continuidad (de momento)
pero orientadores durante siglos de la actividad moral
de los pueblos...
La novela sobre el judío Melquisedech y el Sultán
Saladino, narra brevemente cómo éste tiende un ardid
al judío rico y sobremanera avaro, para arrancarle, sin
fuerza física y con cierta apariencia de razón, una
buena cantidad de dinero. El lazo que le tiende con­
siste en preguntar al «muy sabio y muy entendedor en
las cosas de Dios», cuál de las tres Leyes, la judía, la
islámica o la cristiana, considera la verdadera. Agu­
zando el ingenio, da al punto el judío respuesta conve­
niente, contando la parábola de los tres anillos, que
transcribo a continuación literalmente.
«Señor mío, buena es la cuestión que me proponéis,
y si he de deciros mi sentir sobre ello, me convendría
deciros un cuentecillo como el que vais a oír: Si no me
equivoco, me acuerdo de haber oído decir muchas
veces que hubo una vez un hombre grande y rico, el
cual entre las joyas más apreciadas de su tesoro tenía
un anillo bellísimo y precioso; anillo que quiso honrar
por su valor y belleza y dejarlo perpetuamente en
poder de sus descendientes, ordenando que aquél de
sus hijos en cuyo poder se encontrase este anillo de él
dejado, entendieran todos los otros que era su here­
dero y debían honrarlo y reverenciarlo como al
mayor. Y aquél a quien el anterior se lo dejó, ordenó
lo mismo en sus descendientes, haciendo las cosas tal
como las hiciera su predecesor; y en breve, pasó el
anillo de mano en mano a muchos sucesores, llegando
últimamente a las manos de uno que tenía tres hijos
buenos y virtuosos y muy obedientes a su padre, por
lo que amaba a los tres por un parejo. Y los jóvenes,
INTRODUCCIÓN 29

conocedores de la costumbre tocante al anillo, como


cada cual estaba deseoso de ser el más honrado entre
los suyos, cada cual por sí, como mejor sabía, rogaba
al padre, ya viejo, que cuando llegara la hora de su
muerte le dejase aquel anillo. El buen hombre que los
amaba por un parejo a todos y no sabía elegir él
mismo a quién debiera más bien dejárselo, pensó,
pues que se lo había prometido a cada uno de ellos, en
dar satisfacción a los tres, y encargó secretamente a
un buen maestro que hiciera otros dos que resultaron
tan semejantes al primero que el mismo que los encar­
gara apenas conocía cuál fuese el verdadero. Y al
llegar la hora de la muerte, dio secretamente a cada
uno de los hijos el suyo. Los cuales, luego de la
muerte del padre, queriendo tomar posesión cada uno
de la herencia y del honor, y negándoselo el uno al
otro, en testimonio de tener razón para hacerlo cada
uno, sacó a relucir su anillo, y encontrando ser los
anillos tan semejantes el uno al otro que era imposible
saber cuál fuese el verdadero, luego quedó pendiente
la cuestión de cuál fuera el verdadero heredero del
padre, y sigue aún pendiente. Y así, señor mío, dígoos
acerca de las tres Leyes dadas por Dios Padre a los
tres pueblos, acerca de las que me propusisteis la cues­
tión: cada uno se cree poseer y observar su herencia,
su verdadera Ley y sus mandamientos rectamente;
mas quién sea el que la tiene, igual que lo de los
anillos, es cuestión en suspenso.»
Reconoció Saladino que el judío había sorteado la
trampa tendida; se sinceró con él, obtuvo préstamos
que devolvió luego con creces, fueron amigos desde
entonces y tuvo al judío en grande honor. Hasta aquí,
Boccaccio.
En el Decamerón, el judío Melquisedech se sirve de
la parábola, pero ya no se está a su altura, a la altura
moral y religiosa de su sentido. Lessing la pondrá en
boca de un varón cuya sabiduría y acción se inspira en
30 AGUSTÍN ANDREU

la parábola misma elevándolo todo en su entorno a


ese nivel. Así es como hay que entender, creemos,
que el Natán se basa'en la parábola y que en ella tiene
su clave.
El mundo en que vivía y tenía que vivir Lessing, no
había alcanzado tampoco ese nivel. Aunque Lessing
piensa que en su tiempo se ha producido una gran mu­
tación en la religión cristiana y en ese fin de siglo se
generaliza la convicción de que está en puertas una re­
volución (sabia o violenta) del espíritu humano (Con-
dorfet), no se hace ilusiones. Su Natán «aparecerá y
desaparecerá sin dejar rastro», como el Melquisedech
bíblico; faltan cientos de años para que las religiones
de revelación, deponiendo sus crispaciones exclusi­
vistas y canijas, «comprendan» el Natán...
La versión que hemos transcrito, habíala alcanzado
la parábola en Florencia, la ciudad más civilizada de la
nación más civilizada del mundo. La alcanzó en uno
de ios momentos más luminosos de la historia
humana, cuando se encontraron viviendo en un
mismo espacio tres personas como Dante, Petrarca y
Boccaccio. En la Florencia del siglo xiv, se gesta la
moderna burguesía comercial e industrial («esos ver­
daderos héroes de la iniciativa y la tenacidad
humana», que dice Vittore Branca), profundamente
creyentes en el sacramento del florín y en la «virtü»,
realistas sin inhumanidad, precisos, solidarios, inde­
pendientes, convencidos de que con sus monedas só­
lidas y espléndidas internacionalizaban el mundo y
unificaban la vida... Su vida, así, llevaba una crítica
implícita de los compartimientos estancos por la irra­
cionalidad, por la intolerancia y el fanatismo (aflo-
jables, por lo demás, con las debidas unturas...). En el
recinto intramuros de Florencia no había santuarios y
lugares sagrados, y las excomuniones les pesaban
poco... (cfr. A. Tenenti). Y el Decamerón, surgido de
esa ciudad, se convierte en un «vademécum del Rena­
INTRODUCCIÓN 31

cimiento» (Owen), y en él aprenden las clases popu­


lares, no tan jocosamente como algunos quieren supo­
ner, las virtudes humanistas del deísmo como actitud
vital. El libro juega en el norte de Italia un papel popu­
lar parecido al que jugaría en España un siglo después
más de una obra de Erasmo. Dilthey dice que es el
túnel estético por el que se sale del pozo ciego en que
se estaba, «mediante la alianza de los impulsos artís­
ticos populares con el sentido de las formas de la anti­
güedad. Empezando con Petrarca, Boccaccio...».
La historia literaria de la parábola de los tres anillos
es mucho más que curiosidad, porque documenta la
aparición de una actitud ética y política, religiosa, y su
posterior extravio, apuntando hacia el anillo islámico
entre la Antigüedad y el Renacimiento, como pieza
imprescindible, según advirtieron Dilthey, Ortega y
Spengler *.

5 O r ig e n h is t ó r ic o d e l a p a r á b o l a
d e lo s T r e s A n il l o s e n l a s t ie r r a s
HISPÁNICAS DEL SIGLO XI.
H is t o r ia l it e r a r ia d e l a p a r á b o l a .

La parábola de un hombre principal que deja a sus


hijos unas piedras preciosas tan iguales entre sí que re­
sultan indiscernibles, siendo luego imposible estable­
cer que una de ellas es la única verdadera con todas
las consecuencias, y teniendo que concluir la igualdad
efectiva de los hermanos, es decir, la fraternidad, ex­
cluyendo la desigualdad por derecho divino —esa pa­
rábola, si no engañan todas las apariencias, como dice
E. Schmidt, se la inventó un judío español hacia el
año 1100. Sucedió probablemente en Castilla. Circuló
luego por Europa en diversas versiones, aplicada a ar­
gumentos varios y hasta con la originaria intención
trastocada. Burckhardt cree que debió de brotar de
32 AGUSTÍN ANDREU

algún rincón del Mediterráneo, de alguna mesa de


posada donde contrastaban sus experiencias merca­
deres de las tres réligiones. El teísmo universal que
recoge su contenido, sí debió de surgir más o menos
simultáneamente «en algunas de las cabezas des­
piertas del Medievo», al comparar la actitud ético-
religiosa dentro de las grandes religiones con la vida y
sus verdaderas necesidades, ayudándose para ello de
la filosofía estoica (Dilthey).
Desde comienzos del siglo vm hasta fines del XI, en
la península ibérica las clases populares se impregnan
de los hábitos y mentalidad de la tolerancia, que se ha
ido abriendo camino en la experiencia de la vida coti­
diana y en el derecho consuetudinario. Pasados los fu­
rores martiriales por parte cristiana, el islamismo
tendía a albergar una sociedad plural. Lessing alude a
este hecho en el «Cardano» (EE, pág. 206 [LM, V
321, 17 y sigs.; 327, 14 y sigs.l). Detrás de esta tole­
rancia religiosa se halla el aristotelizante racionalismo
místico. Alfonso el Sabio, en las Partidas «se limita a
traducir y ampliar la doctrina alcoránica» de la toleran­
cia (Américo Castro). Su sobrino, Don Juan Manuel,
tiene muy claro que la guerra a los moros se hace por
tierras y no por religión, «no por la ley ni por la secta
que ellos tienen». El punto de vista de Américo
Castro está dando sus frutos también en la investiga­
ción de Lessing y del Medievo europeo en general, e
incluso en la investigación de fenómenos más re­
cientes como el Pietismo. Ortega avisaba de que cosas
importantes acerca del islamismo y el cristianismo
convendría que se supieran «en provincias».
El hecho es que, en la Castilla del siglo xiv, Dios es
imparcial en la lucha del musulmán y el cristiano, y
eso lo aceptan musulmanes y cristianos. Si el cristiano
falta a la palabra dada —como es el caso del Natán,
donde el patriarca católico viola la tregua—, Dios se
pone del lado del leal, de «la fialdad que Dios estable­
INTRODUCCIÓN 33

ció entre los hombres» (Crónica de Alfonso XI). El


monarca hispano ampara las tres religiones. Dios falla
contra el Papa si éste mueve a cruzada. Sobre esta
base, señala Américo Castro, aparece en Castilla «el
ideal de justicia suprema, trascendente a las religiones
positivas, del alemán Lessing».

Pues bien, la parábola de las piedras preciosas que


deja un padre a sus hijos, piedras exactamente iguales,
en las que no cabe fundar la preeminencia de un hijo
y, menos, la falsedad de alguna de las piedras; esa pa­
rábola aparece por escrito en ámbito hispano a finales
del siglo XV, en La vara de Judá, de Salomón, hijo de
Verga, y aparece viva, palpitante. Pues que aparece en
un momento en que sirve ya para defender a los
judíos, y como expresión de una tradición secular
de la que echa mano el rey para oponerse a la inci­
piente presión intolerante —de los conversos—. El
concepto de cruzada no traía consigo todavía la perse­
cución e intolerancia de principio. Cuenta Salomón,
hijo de Verga, que don Pedro de Aragón quiso hacer
cruzada contra el infiel, objetándole un consejero que,
mientras pensaba combatir a los infieles de fuera del
reino, dejaba libres a los infieles de dentro, a los
judíos, que iban hablando de la falsedad de la religión
cristiana. Cuando el rey pregunta al consejero si eso lo
ha oído personalmente, dice éste haberlo oído de boca
de un converso. Y el rey replica: A esos no hay que
darles crédito, porque a quien cambia de religión no le
costará mucho cambiar de palabra. Además —prosi­
gue— el odio que surge como consecuencia de la di­
versidad de Leyes, a menudo no es más que acciden­
tal, por cuanto con él no se manifiesta más que el
amor a la propia Ley. Mas ante la insistencia del conse­
jero en que los judíos irán diciendo que su Ley es la
verdadera y la cristiana la falsa, hace llamar el rey a un
sabio judío, no a cualquiera de ese pueblo. Asi es
34 AGUSTIN ANDREU

como acude Efraín Sancho, a quien el rey pregunta


cuál de las dos Leyes es «la mejor». Contesta el judío
que para cada cual"la suya, porque la propia le salvó a
él de la esclavitud de Egipto, igual que la cristiana le
confiere al cristiano estar aposentado en el poder.
Cuando el rey repite la pregunta pero aclarando que se
refiere a la Ley mejor «en y por sí misma», pide
Efraín tres días de plazo para responder y, cuando
vuelve, escenifica su irritación contando un incidente
habido con un vecino, que, al partir de viaje a lejanas
tierras, dejó sendas piedras preciosas a sus hijos para
consuelo en la ausencia. Conque luego se le han pre­
sentado a él, a Efraín, los hijos, con la exigencia de
que les pruebe «las propiedades de las piedras y su di­
ferencia». Dice que les ha contestado que se lo pre­
gunten a su padre que es joyero y sabe distinguir ma­
gistralmente «el valor y la forma de las joyas», y que
ha sido maltratado por los hijos luego. Indígnase el rey
entonces y quiere castigarlos. Oigan tus oídos lo que
dice tu boca, le ataja Efraín; porque el celestial joyero
dio sendas joyas a Esaú y Jacob, que también son her­
manos, y mi señor pregunta cuál sea la mejor. Envíe
un mensajero al cielo Su Majestad para que nos lo diga
el gran joyero que entiende de piedras. Contesta el
rey: Sabios son los judíos. Llena de mercedes a Efraín
y castiga al mal consejero.
La parábola y sus contextos son bien notables. Se le
nota que procede de la «época eufórica del judaismo
peninsular» (Claudio Sánchez-Albornoz). El rey no
acepta rumores como datos y, supuesto un hecho,
tampoco acepta cualquier interpretación: cada pueblo
tiene sus sabios, que son «sus mejores» y que están
en él por algo. El Cuzary, para informarse sobre la fe y
creencia de musulmanes y judíos, también llama a
«uno de los sabios» de sendas religiones y pueblos.
Todo ello supone una experiencia bien aprovechada.
El odio a la Ley ajena, lo explica el rey como malfor-
INTRODUCCIÓN 35

marión del amor a la propia, una reinterpretación de


la intención literal, o caída, que hubiera entusiasmado
a Lessing. Tampoco le gusta a este rey ver a sus súb­
ditos pasándose de religión. ¿Para qué? Quien cambia
de eso, ¿en qué será estable? Nuestro romancero
habla de quienes fueron siete veces buenos moros y
siete malos cristianos, con esa vida de frontera, pasán­
dose una y otra vez. El rey da por sentado, por tanto,
que cada Ley es buena para cada cual; el peligro estaría
en creer que la mejor en sí es ésta o la otra. Muéstrase
el rey práctico en distinguir la intención y la letra de la
religión, en defender la posibilidad de compaginar la
lealtad del súbdito con su Ley particular. —En ámbito
hispánico la parábola estuvo viva durante siglos, pues.
Fuera de ámbito hispánico, al entrar en otro horizonte
y no brotar de una convivencia cotidiana de las tres
Leyes, perdió pronto su intención, hasta el punto de
ser utilizada al servicio de la intolerancia.
En la colección de leyendas del dominico Etienne
de Bourbon, en tomo al 1261, la parábola del anillo
precioso es aplicada a la legitimidad de los hijos.
Porque un caballero francés tenía una mujer que, des­
pués de darle una hija legítima, diole otras adulterinas
con visos de legitimidad. Y en su testamento dejó a la
legítima un precioso anillo que curaba todas las enfer­
medades, mientras los anillos que se fabricaron las
otras para fingir legitimidad, no curaban nada.
En la larga narración en verso Dit du vrai aniel, de
1270-1294 (Demetz) o del 1185 (Schmidt), la pará­
bola encuentra aplicación política y religiosa. Un
hombre bueno y piadoso que tenía tres hijos, mal­
vados los dos mayores y bueno el menor, queriendo
proteger a éste al darle un anillo maravilloso que
tenia, hizo fabricar otros dos muy semejantes, pero de
material falso. Levantáronse los malvados al morir el
padre, y con el título de los falsos anillos se hicieron
con la tierra y con todo. Pero Dios suscitó a tres prín­
36 AGUSTÍN ANDREU

cipes que arrojaron de ella a los dos mayores y devol­


vieron su puesto al hermano menor. «Interpretación
moral», dice el juglar: El padre es Cristo; los tres her­
manos son las tres Leyes, la judía, la mahometana y la
cristiana. Las dos primeras, hechas de falso material,
se han apoderado de la Tierra Santa y del tesoro que
es el poder, respectivamente. Pero tres nuevos prín­
cipes (el rey de Francia, el conde de Artois y el de
Flandes) se van de cruzada y ganan para el hijo
menor, que es el cristiano, la Tierra Santa.
En las Gesta Romanorum (hacia el 1300), que
manejó Lessing, hay varias versiones del rey con tres
hijos herederos. Y aparece la parábola de los anillos.
El anillo verdadero significa la fe verdadera.
En otra versión trátase de un militar que tiene tres
hijos y que deja al primero el reino, al segundo el
tesoro y al tercero un anillo maravilloso. El militar es
Cristo, cuyos hijos son el judío (que tiene la Tierra
Prometida), el musulmán (que es dueño del tesoro) y
el cristiano, el más joven, a quien hace don del anillo
precioso, es decir, de la fe.
Hay otras versiones. Lo curioso es que, en los si­
glos XVI y XVII, se aplica la parábola a distinguir la fe
verdadera (la luterana, o la calvinista, o la romana) de
las falsas, o sea la parábola de los tres anillos acaba en
una aplicación confesional. No es de extrañar que
cuando caiga en manos de Fontenelle, Bayle y Swift
pase a significar que ¡los tres anillos son falsos!5.

6. El «D ecamerón». L a jornada 1.a La figura


de N atán y la jornada 10.a, novela 3.a
Parábola y fábula.

Volvamos al texto del Decamerón. De este libro, a


Lessing no le interesaba sólo el material narrativo ina­
gotable, sino, como en el caso del Cardano, Bruno y
INTRODUCCIÓN 37

Campanella —de quienes planeara traducir y publicar


una selección de escritos— su filosofía, su teología
«pagana». Cuando, en el Léxico Erudito, de Jocher,
leyó la palabra «Boccaccio», del largo título de la genea­
logía deorum, montium, sylvarum, etc., subrayó las pa­
labras genealogía deorum. La jornada primera del De-
camerón —«esa tan rica fuente de productos tea­
trales»— llamó su atención. La parábola de los tres
anillos, vista en el contexto de esta jornada primera
cobra su pleno sentido deísta.
Es sabido que cada una de las jornadas del Decame-
rón tiene un tema y que cada una de las diez novelas
que componen la jornada, trata un aspecto del mismo.
En la primera jornada «cada cual es libre de discurrir
de la materia que más le holgare». Y da comienzo la
primera novela, la de San Ciappelletto, redomado gra­
nuja y estafador que embauca a un confesor para que
le den sepultura privilegiada en un templo, por morir
en olor de santidad, convirtiéndose así en santo de de­
voción popular. Moraleja: así se fabrican los media­
dores celestiales. Y menos mal que Dios prescinde de
las historias y mira a nuestra intención. La segunda
novela es la del judío Abrahán, hombre recto y
bueno, misioneramente trabajado por un su amigo
cristiano píamente fanático, para que se bautice y le
aproveche su honradez por lo menos para salvar el
alma. Cansado de tanta insistente impertinencia, pro­
pone dejarse de apologéticas que son el cuento de
nunca acabar, y remitirse a las obras: irse a Roma a
ver al Papa y a los cardenales, adonde los mediadores
máximos de Dios en la tierra. Encuentra allá tales es­
cándalos, en especial escamoteando con vocabulario
jabonoso y jurídico la intención del Evangelio, que se
bautiza. Pues es preciso —dice— que sea el Espíritu
Santo quien sostiene a esa Iglesia que no se sostiene.
Por nombre se pone Juan, el de la Iglesia espiritual.
(Ya se insinúa en esta segunda novela que para es*
38 AGUSTÍN ANDREU

viaje de la Iglesia espiritual no hacían falta las alforjas


del pase de Iglesia .terrena.) Pero, en fin, aquí toma su
entrada la novela tercera sobre el judío Melquisedech,
el cual, con la parábola de los tres anillos iguales, con­
testa a la pregunta sobre cuál será la revelación verda­
dera, si la judía, la islámica o la cristiana.
Las tres novelas constituyen un prólogo en el Deca-
merón. El hombre razonable y natural no puede fiar
en mediadores celestiales ni terrenos, ni tampoco en
revelaciones que se atribuyan una exclusiva especial,
para averiguar cuál sea la voluntad de Dios. La mente
divina es «impenetrable». «No podemos con la pene­
tración del ojo mortal escrutar en modo alguno el se­
creto de su divina mente», y quien se empeña en ave­
riguarlo dándose facilidades, cae en manos de Ciappe-
llettos celestiales o se toma fatigas peregrinas para
venir a dar en la imposibilidad de distinguir entre tres
anillos que es el mismo Dios quien no ha querido que
se puedan distinguir. Abra pues el hombre los ojos y
razone, concluye Boccaccio.
El Natán lessinguiano no es el Melquisedech de la
tercera novela de la jornada primera, como ya dijimos.
El Melquisedech avaro y usurero se sirve de una pará­
bola de alto sentido espiritual para sortear un obstácu­
lo que podía costarle caro, caro en dineros. El Natán
de Lessing es un sujeto distinto; está interiormente ni­
velado con el sentido y alcance de la parábola de los
tres anillos, y de otros puntos de vista decisivos del
deísmo y panteísmo estoicos del Renacimiento, de
«l'umanessimo volgare» deliberadamente promovido
por Petrarca y Boccaccio, y cuyo catecismo es el Deca-
merón.
¿De dónde se ha sacado Lessing esa figura de su
Natán, de Natán el sabio? La ha encontrado en el
mismo Decamerón, jornada 10.a, novela 3.a Hace ya
tiempo que la investigación señaló en dicha novela y
su protagonista, llamado también Natán, el «episodio»
INTRODUCCIÓN 39

que decía haber encontrado Lessing además de la pará­


bola de los tres anillos (Boxberger, DUtschke). Y la in­
dicación es tan acertada que, quienes no han advertido
la nivelación interna entre parábola (de los tres
anillos) y fábula (del anciano Natán liberal de 10, 3),
han podido llegar a pensar que la parábola es casi un
pegote en el poema dramático. No tanto, no tanto.
Se puede discutir por qué no indicó Lessing expresa­
mente ese otro lugar del Decamerón. Yo creo que tal
indicación no hubiera aclarado de momento su inten­
ción más y mejor que la de la parábola de la igualdad
de las revelaciones religiosas; hubiera sido una indica­
ción que requiriera explicaciones.
Esa jornada 10.a tiene como tema la liberalidad o ge­
nerosidad con que actúan algunas personas en asuntos
«de amor o de otra cosa». ¿Sabía Lessing que la libera­
lidad es la virtud en que compendia Aristóteles las
cuatro virtudes cardinales, sabía que de la liberalidad
hacía el epigrama de las virtudes? ¿Y sabía que, en la
Ética, hacía del valor la condición imprescindible de la
conducta virtuosa? Una comparación de Natán el
sabio, de su modo de conducirse, con la figura del
Natán del Decamerón (10, 3), no deja lugar a dudas de
que en éste vio Lessing el ideal de las virtudes del
sabio aristotélico. Y tampoco de que, en el libro 10.°
del Decamerón, entendió el elogio de la magnanimidad
(cfr. Vittore Branca).
La primera novela de esa jornada cuenta la liberali­
dad del rey de España, capaz de regalarle a un caba­
llero italiano las piezas más preciosas de su tesoro. La
segunda novela cuenta la generosidad del abad de
Cluny y de Bonifacio VIII con el también generoso
(aparte ironías del Boccaccio) bandolero Ghino de la
Corte, que le cae bien al de Cluny y entra al servicio
de la Iglesia, recibiendo un gran priorato de la Orden
Hospitalaria. Y así se llega a la tercera novela, cuyo
protagonista es un anciano llamado Natán, que hizo
40 AGUSTÍN ANDREU

construir un palacio a la vera de un muy frecuentado


camino entre Levante y Poniente, por ayudar a via­
jeros y caminantes.'Pero, para hacerlo con esplendidez
y sin sombra de fiscalización, había mandado hacer
treinta y dos puertas en ese palacio, de modo que no
había edificio donde se saliera y entrara con mayor fa­
cilidad y libertad. Famoso por su liberalidad, atrajo
sobre si la envidia de un joven, Mitridates, que luego
de fracasar en el intento de superar la fama de Natán
con excesos y derroches, tuvo un percance revelador.
Resulta que entró una anciana a pedir limosna en su
casa, cada vez por una puerta distinta, siendo recono­
cida y amonestada por Mitridates cuando entró por
vez trezava. La anciana dice: Esto no pasa en casa de
Natán. Conque el joven decide luego desembarazarse
del anciano que oscurece su fama, asesinándolo. Para
lo cual viaja al país de Natán, donde al llegar topa con
un anciano sencillo de paseo en solitario por el
campo, y que es Natán. Pregúntale por el Natán de la
fama. Este lo conduce a su palacio advirtiendo a la ser­
vidumbre que no lo descubran. Abre su intención al
anciano el joven comunicando a qué ha venido. Pás­
mase el anciano, pero, serenado, al mismo tiempo
que hace ya una interpretación nueva de la actitud del
joven Mitridates (pronto cambiaría el mundo tornán­
dose de mísero en bueno, si por envidia de la fama
que dan la generosidad y la cortesía, hubiera muchos
dispuestos hasta a matar), le informa del lugar donde
al día siguiente estará paseando en solitario Natán.
Cuando al día siguiente va a matarlo, lo reconoce, le
pide perdón, y se encuentra a un Natán que le razona
encima su disposición a darle libremente la vida, o a
cambiarse de casa y nombre con él, pero no a aceptar
una petición de perdón a que no ha lugar, pues la em­
presa no fue concebida por odio a nadie, sino por
deseo de ser tenido por «mejor».
Si se quiere ayudar al hombre en su avance y
INTRODUCCIÓN 41

mejora moral, habrá que saber ver y advertir que va


siempre tras el bien, pero fallando casi siempre en la
manera de buscarlo y conseguirlo. Ver esto y enseñar
a verlo es una tarea urgente para salir del estadio san­
griento y justiciero en que la humanidad se encuentra.
El viejo Natán del Decamerón, 10, 3, aguanta esta tesis
incluso cuando tiene encima el puñal del otro. Quien
quiera elevar al hombre, tendrá que tomarlo por su
más honda intención y por el aspecto bueno, o parcial­
mente bueno, que de momento ofrezca. Por eso será
en último término favorable que el individuo esté y
sea visto en un pueblo. ¡No para justificar en su
pueblo los errores y limitaciones individuales! Sino
porque en los pueblos se ven mejor los prejuicios y li­
mitaciones de los individuos cuya singularidad no da
de sí mucho más que los motivos y formas de su con­
dición nativa.
Por eso tampoco es cuestión de pedir perdones.
Porque no es cuestión de culpa, de crimen y castigo.
Llamad a esa empresa de matarme —dice el anciano
Natán— «malvada o como la queráis llamar», pero
«no se requiere que se pida perdón o se dé». Se trata
de comprender cuál es la verdadera intención de
fondo. .
En esta liberalidad y en este valor, compendio de la
Ética aristotélica, ha visto Lessing a su héroe.
La parábola y la fábula conforman una unidad en
nuestro poema. «La verdad necesita de la belleza de
la fábula», escribía Lessing en la Dramaturgia. Y la
vida es una fábula, decía Petrarca. Lessing es Natán,
se vivió en él. Lessing vivía más en sueños altos que
en la bien poco natural realidad en que tocaba vivir.
Vivir, lo que se dice vivir, lo hacía a solas, de noche,
cuando, como dice Alvaro Cunqueiro, se contaba un
cuento. No llegaba a enloquecer con la locura inocente
del poeta que se queda solo en la inmensidad intensa
de la punta hirviente de su intuición. Tanto peor para
« AGUSTÍN ANDREU

él, que veía lejanías y no podía dejar de ser equili­


brado.
Cuando se represénta Natán el sabio, aún hoy, y tal
vez por mucho tiempo, una ola de luz desemboca en
las candilejas. Pero al salir de un teatro y entrar en el
otro, hace frío 6.
1 Hans DUtschke, «Lessings Nathan. Ein Blick in die künstle-
rische Werkstatt des Dichters», en Neue Jahrbücherfiir das klassische
Altertum, Geschichte..., 49 (1922), 63-81, esp. 66.
En el primer prólogo que escribió para el Natán, escribía haciendo
que el público apartara los ojos de la reciente polémica y los elevara
a más altas consideraciones : «La mente de Natán frente a toda reli­
gión positiva ha sido la mía desde siempre. Mas no es éste el lugar
de justificarla» (LM, XVI, 444, 13 y sigs.).
La vejez le llegó de modo galopante. Se lo susurró a su hermano
en carta del 16-17 de abril de 1779: «has de saber que me aproximo
a pasos acelerados a la vejez irritable y desconfiada». Que el Natán
es un hijo de su vejez, se lo... confia, o lanza, a Jacobi, hombre que
no lo querfa, cuando le manda un ejemplar de la obra el 18 de mayo
de 1779 (LM. XVIII, 319).
1 Sobre la actuación del hombre providente (en Educación) y
del masón (en Diálogos), puede verse Educación, núms. 15, 29, 31,
56; y EE„ págs. 615, 618, 621 y sigs. (LM, XIII, 358, 359 y sigs.;
363,15 y sigs.; 367, 11 y sigs. etc.)
Dilthey, IV, 95.
* Sobre los Papeles del anónimo tocantes a la revelación. Cfr. EE,
páginas 415 y sigs.
En relación con la posible pérdida de su trabajo, en «Anti-Goeze»
escribe: «Dígame, señor Pastor primario, ¿qué he escrito yo contra
Vd. que pueda impedir que sea Vd. y siga siendo igual que antes
Pastor primario en Hamburgo? Pues, en cambio, yo no podría
seguir siendo lo que soy si sus mentiras fuesen verdad.» A Elisa
Reimarus le manifiesta el cuidado con que quiere proceder para no
perder su puesto (en carta del 2 de agosto de 1778).
Sobre la relación entre los papeles anteriores del Natán y el texto
tal cual lo redacta ahora, cfr. E. Schmidt, Lessing, I, 202 y sigs.; 11,
323 y sigs.
4 La versión de la parábola es la excelente del Decamerón, tra­
ducción de Juan G. de Luaces (Plaza y Janés, Barcelona, 1977), que
completo en algún punto.
Es indiscutible que se ha producido un «gran cambio» en la reli­
gión cristiana. «¡Cuán diferente es el cristianismo de este siglo xvtn
del cristianismo de los diecisiete siglos anteriores!», escribe en
INTRODUCCIÓN 43

Sobre una profecía relativa a la religión cristiana (EE. págs. 553 y sigs.;
LM. XV, 177,19 y sigs.).
Condorcet, Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos deI espí­
ritu humano. Madrid, 1980, pig. 227.
El Melquisedech bíblico (Génesis, cap. 14), «sin padre, sin
madre, sin genealogía, sin principio de sus dias ni fin de su vida»
(Hebreos, 7,3), sería «tipo» del Natán, cuya idea aparecería y desa­
parecería enseguida del escenario alemán y europeo: «se irá del
mundo otra vez sin que rastro alguno le haya precedido o seguido».
Asi se lo dijo a Herder en carta del 10 de enero del 79. El 18 de abril
del mismo año, escribirá a su hermano: «Pudiera ser que mi Natán
en suma ejerciera poca influencia, si llegara al teatro, cosa que no
sucederá nunca.» En el borrador del segundo prólogo dice no saber
«de ningún sitio en Alemania donde se pueda representar ya esta
obra» (LM, XVI; 445, 21 y sigs ). La idea de fondo que se expresa
en estas manifestaciones de diversa destinación, es la inactualidad
de la religión de Natán: «los miles de años» que fallan para que apa­
rezca alguien que pueda hacer valer la nueva religiosidad (III, 7,
534 y sigs.).
Sobre Dante, Petrarca, Boccaccio, cfr. J. Arce, Literaturas Italiana
y Española frente a frente, Madrid, 1982, pág. 135; Alberto Tenenti,
Florencia en la época de los Medicis, Barcelona, 1974; Vittore Branca,
Boceado y su época. Madrid, 1975; Owen, Skeptics o f the Italian Re-
naissance, Londres, 1908.
Dilthey, V, 340.
e E. Schmidt, ob. cit., II, 327; cfr. Otto F. Best, «Noch einmal
Vernunft und Offenbarung», en LYB, XII, 123-156, esp. 145.
Burckhardt, La cultura del Renacimiento en Italia, Barcelona, 1979
(versión de Ardal/Bofill), pág. 371. Dilthey, IV, 55.
Américo Castro, La realidad histórica de España, México, 1954,
págs. 219-226, 652 y sigs; De la España que aún no conocía, México,
1972, vol. I, págs. 40 y sig.
Antonio Domínguez Ortiz, Judeoconversos en España y en Amé-
rica, Madrid, 1971, págs. 14 y sig.
Salomón ben Verga, La vara deJudá, Madrid, 1927 (versión y es­
tudio preliminar de F. Cantera).
Cuzary, Madrid, 1979, págs. 34 y sigs.
Para la narración «Dit du vrai aniel», de las Gesta Romanorum y de
otras versiones, cfr. Schmidt, op. cit., II, 329 y sigs.; Demetz, Les-
sing. Nalhan der We'tse. Dichtung und Wirklichkeit, Francfort/Berlin,
1966, págs. 200-213.
* Léxico erudito de Jücher, LM, NB, 242, 24 y sigs.
Boxberger/Zarcher, «Zu Lessings Nathan. Ñame und Quede»,
en Zeitsehrifi fú r Deutsche Philologie, 5 (1874), 435-439;
H. Diltschke, «Lessings Nathan. Ein Blick...», en Neue Jarhbiicher
44 AGUSTlV ANDREU

fllr das klasische Alternan..., 49 (1922), 66; Schmidt, ob. cit., II, 349
y sigs.
Werner Jaeger, Aristóteles. 19784 (Weidmann), 74 y sigs.
Vittore Branca, Bocacioy su época, Madrid, 1975. págs. 43 y sigs.
Este Natán del libro 10.° del Decamerón no consta que fuera
judio, a pesar de su nombre. En el Crnary. Madrid, 1979 (edic. de
J. Imirizaldu), pág. 217, se habla del «sabio... R [abino] Natán el Ba­
bilonio» —dato que no encontré señalado en parte alguna, y que
puede relacionarse con el Natán que habita en el camino «entre Le­
vante y Poniente» y con el sabio que cuenta la parábola a Saladino
«soldán de Babilonia» (Decamerón, I, 3, y X, 3.)
La definición leibniziana de justicia, en la Characteristica, y passim
(cfr. C. Gebhardt, Phil. Schrift. Vil, 27).
II

EL ESCENARIO PALESTINO,
LAS RELIGIONES ABRAHAMÍTICAS
Y LA HISTORIA UNIVERSAL

1. E l e s c e n a r io d e P a l e s t in a y d e las tres
RELIGIONES ABRAHAMÍTICAS.

La elección del escenario oriental, lejano y exótico,


cumple la necesidad dramatúrgica de distancia esté­
tica, ciertamente (Barner). Pero hay, esencialmente,
más. En Palestina «se arremolina el mundo entero»
(III, 10, 775) y se aclara la historia, el pasado y el
futuro. Las Cruzadas representan una experiencia po­
lítica y religiosa decisiva. En el encuentro de las tres
religiones abrahamiticas se manifestó con abrumadora
claridad, por una parte, «el delirio» de los elegidos,
de los preferidos. («Ese pío delirio, ¿dónde se mostró
con su más negro semblante, sino aquí y ahora,
dónde?», exclamará el joven templario.) La tiranía de
la peculiaridad y del exclusivismo llevó a la «más in­
humana de las persecuciones de que se haya hecho
culpable jamás la superstición cristiana», con ocasión
«de esa maniobra política de los Papas» que fueron
las Cruzadas. Lo decía precisamente en su Dramatur-
46 AGUSTÍN ANDREU

gia. Por otra parte, dentro del islamismo, al calor del


racionalismo místico de la ilustración islámica de Avi-
cena (y de Averroes, sospechaba seguramente Les-
sing), se habían producido hechos relativos a la
«virtud» que pondrían un día u otro en fermentación
a todo el género humano facilitándole la posibilidad
de dar un gran paso moral adelante. El siglo xviu,
desde luego en Lessing, ha visto esta conexión interna
entre el escenario palestino (judío, islámico, cris­
tiano), el Renacimiento como vuelta de la teología
aristotélica repensada en el Islam, y la transformación
que en el siglo xvui se había ya producido en la
misma religión cristiana, cuya secuencia 'revoluciona­
ria’ se presentía claramente en los días de Lessing.
Lessing se orienta por las tres religiones y por su co­
nexión interna. Pero las revelaciones cubren ciclos mi­
lenarios. A priori no puede darse por superada o
pasada una revelación. Hay una carta de Lessing a
Mendelssohn, del 9 de enero de 1771, donde se tras­
luce la seriedad con que la razón lessinguiana toma a
las religiones. «No es de ayer mismo —dice— mi preocu­
pación de que, al tirar por la borda ciertos prejui­
cios, a lo mejor he echado algo más de la cuenta, que
tendré que volver a recoger. El no haberlo hecho ya,
me lo impidió sólo el temor de meter otra vez en casa
poco a poco toda la basura. Es muy difícil saber
cuándo y dónde hay que pararse, y de cada mil veces,
sólo una coinciden el punto en que se medita con el
momento en que te has cansado de meditar.» En la re­
ligión, se le asigna a la razón el rumbo que ha de
seguir. Y en la sucesión interna de las religiones o re­
velaciones, se le informa de los más hondos cambios
con que se enfrenta. Y a fines del siglo xviu, avisa
Lessing a las futuras «potencias» que van a llenar el
mundo de factorías y establecimientos, de que, a
pesar de las apariencias, el judaismo no ha pasado,
que puede volver, y de que el cristianismo, la religión
INTRODUCCIÓN 47

de Europa, podría haber entrado en un proceso de ago­


tamiento, más o menos transitorio, mayor de lo que
se figuraban algunos, y del que no saldría fácilmente
sin prestar atención a alguna otra revelación...
El escenario del Oriente judío, cristiano e islámico,
que Lessing sentía y sabía vivo, no ha hecho, de en­
tonces acá, más que avivarse. Lentamente primero,
aceleradamente en nuestro tiempo. Cuando, después
de la segunda guerra mundial, hacia 1958, prologaba
Sabatino Moscatti su libro Le antiche civiltá semiüche,
recordaba que se trataba de una región poco conocida
de la mayoría hasta hacía poco, pero que «había empe­
zado a ocupar el centro de la atención mundial». El in­
terés arqueológico por la región, había comenzado ya
en vida de Lessing; la primera expedición a la Arabia
feliz es de 1764 (Moscatti, Albright). Desde entonces,
judíos y musulmanes están profundizando su presen­
cia en ese lugar, no de sus raíces, sino de la revelación
que los alumbray deslumbra, que los envuelve. «¡No­
sotros no somos cruzados, eh!», decían los judíos
cuando empezaban a establecerse en Palestina después
de la última guerra mundial; «no somos cruzados, y
no nos expulsarán los árabes» (D. Catarivas). Beguin
se remontaba más lejos; cuando la policía británica
irrumpió a palo limpio en el Muro de las Lamenta­
ciones, decían los judíos: ¡Ni los procónsules romanos
hicieron esto! Y cuentan que alguien supo de Golda
Meier que clavó su mirada en los ojos del Papa Mon-
tíni, con ese mirar bajado, de moroso reproche, que
ejercen ciertas mujeres..., remembrándole «el Papa
del ghetto». —De todos modos, el héroe del Natán es
judío porque el judío había sido y era el hombre más
despreciado y sometido a condiciones infrahumanas
por parte de las otras religiones. En esto no hay que
llamarse a engaño —Lessing lo dijo expresamente—.
Hay, por supuesto, una lógica de la Providencia en el
hecho de que el nuevo héroe salga del pueblo que más
48 AGUSTÍN ANDREU

ha hecho por la religión; pero no se puede apurar el ar­


gumento. Lessing, en el judío, ve al hombre desnudo
—desnudado—, a quien no le queda ni templo ni
Estado, en una sociedad donde el Estado y «su» con­
fesión religiosa ocuparán cada vez más lugarl.

2. L essing y el islamismo.

Cuando a los veintiún años publica su trabajo de


teología de la historia Pensamientos sobre los de
Herrnhuter (1750), no hace mención del factor árabe
o islámico: la marcha de la sabiduría y la religión,
desde los Siete Sabios y Abrahán, respectivamente,
con sus altibajos, extravíos y restauraciones, salta del
Imperio Romano a Huss y algunos otros. Pero
cuando, en 1754, escribe la Salvación del Cardano
(que es una teología del islamismo en sus relaciones
con el cristianismo, una comparación del tipo de esas
dos religiones y de su necesario, y por ello posible,
nexo interno —con las consiguientes consecuencias
de programa político y de rectificación histórica), en­
tonces, en 1754, ha acumulado tanta información
sobre el asunto como el que más de su tiempo. Ha tra­
ducido y prologado volumen y medio de la Historia de
los árabes bajo el gobierno de los califas, y lo que ha des­
cubierto lo inclina a completar ese trabajo con una his­
toria de los almorávides, que queda en desiderátum
(1753). Y ha leído a Reland, Sale y Voltaire.
Antes de la traducción del Marigny, de la Historia
de los árabes bajo el gobierno de los califas, no había
nada en alemán sobre los árabes (LM, V, 1, 23
y sigs.). El mismo abate Marigny llevó a cabo ese su tra­
bajo de «recopilación» porque en su lengua también
encontró muy pocas noticias del pueblo árabe (LM,
ibid., 10 y sig.). Los siglos xvi y xvn habían aislado a
la Europa cristiana aún más, obsesionada como estaba
INTRODUCCIÓN 49

en sus guerras civiles —los tres anillos eran cada vez


más airadamente diversificados en un espacio
humano cada vez más estrecho: Lessing recuerda que
Lemnius, el epigramático a quien «salvara» de las
iras de Lutero (cfr. EE, págs. 175-196 [LM, V, pági­
nas 41-64]), tenía buenos conocimientos de lengua
griega, cosa aún rara por aquel entonces. ¡Cuánto más
raro hubiera sido el conocimiento de la lengua ára­
be! Las noticias que se tenían sobre el pueblo árabe
—«aquellos pueblos orientales que profesaron la fe en
Mahoma y la propagaron con su espada» (LM, V, 14
y sig.)— eran muy insuficientes, además de tenden­
ciosas (EE, pág. 209 [LM, V, 10 y sigs., 325]); lo pre­
sentaban como a pueblo «bárbaro». Con todo, la
causa principal de ese desconocimiento del pueblo
árabe, fue el desconocimiento de su lengua, muy poco
conocida en Europa.
Lessing tuvo un amigo arabista, Reiske. Pero dice
que el cambio de situación por lo que hace al conoci­
miento del mundo árabe, se debe a los ingleses
Reland (De religione mahommedanica libro dúo, 1715)
y Sale (The Koran... translated in lo English, 1734); a
estos hombres se debe el que se libraran los europeos
de los prejuicios que los poseían, pues «en ellos apren­
dimos que Mahoma está muy lejos de ser tal absurdo
impostor ni ser su religión ese puro tejido de despro­
pósitos y falsificaciones malamente tramados» (EE,
pág. 209 [LM, V, 13 y sigs., 325]). Reimarus, el ‘anó­
nimo* deísta, utilizó a Reland y a Sale, esos dos in­
gleses «libres e imparciales» (EE, pág. 40 [LM, XII, 8
y sigs.]). Y tal vez se hubiera producido antes esa rec­
tificación, con las consiguientes posibilidades de cone­
xión, si se hubiera hecho caso a Neuser (primera
mitad del siglo xvu), el cual tal vez se adelantó hacién­
dole a la religión mahometana «toda la justicia que en
muy otros tiempos se sintieron obligados a hacerle»
otros estudiosos (EE, pág. 408 [LM, XII, 6 y sigs.]).
so AGUSTÍN ANDREU

Agudamente habla Otto F. Best de una «salvación»


de los árabes, por parte de Lessing. Y hay que añadir:
de una salvación nuestra por medio del islamismo, si
la laguna de nuestra memoria islámica fuera una
laguna en nuestra inteligencia y en nuestra ética.
En la historia de la humanidad como camino de per­
fección moral, lo que ordena y aclara rumbos y grados
es el «hilo», el hilo conductor. Porque es lo que per­
mite entender la historia del hombre, un ser de in­
mensa oscuridad y confusión interior, a cuya lenta y
compleja manera de alumbrarse llamamos libertad. El
hilo conductor va decantando un antes y un después
cronológico y un antes y un después racional e inte­
rior. (Ortega recuerda que por este tiempo también
Kant empleaba la expresión «perder el hilo».) Pues
bien; en una historia que sepa ordenarse según lo
esencial de las épocas universalmente importantes, es
preciso prestar atención a las «grandes mutaciones»
que afectan «a la inteligencia», que tienen, por tanto,
«influencia en el mundo entero» y que han acontecido
en el mundo árabe (LM, V, 12-20 y sigs.; 19, y sigs.
414; 1-13,415).
Las gestas del pueblo musulmán árabe están al
nivel de las de griegos y romanos. No ya las militares,
sino las artísticas y científicas (LM, V, 17 y sigs., 172;
19 y sigs., 153; 10 y sig., 23). Los «paulatinos es­
fuerzos» de los califas Al-Raschid y Mamún por arran­
car de la barbarie a sus súbditos introduciendo las
ciencias y las artes, representan el comienzo de una
época importante para una gran parte del mundo y
«para todo el mundo cristiano». Desde el siglo v
hasta el xvii, no se ha producido nada que afecte a lo
humano, a la inteligencia humana, como lo que cientí­
ficos, filósofos y artistas cristianos, judíos y musul­
manes, sin distinción de religión, llevaron a cabo en
las cortes de esos califas. Representaba tanto la filoso­
fía en ese ambiente, que por la liberación de un filó­
INTRODUCCIÓN 51

sofo eran capaces de declarar la guerra (LM, V, 415,


2-12). Ferrater Mora alude a la desazón que sienten
todavía modernos historiadores de la filosofía al en­
contrarse con una filosofía no cristiana junto a la cris­
tiana medieval... Y lo que es más importante y va más
allá del conocimiento y las artes: «A menudo se cono­
ció entre ellos una virtud más que cristiana» (LM, V,
16 y sig., 172). A menudo ya, es decir, no sólo esporá­
dicamente, como suelen anunciarse y producirse
ciertos cambios profundos que luego se irán generali­
zando, requiriéndose para ello el transcurso de siglos.
Esa virtud más que cristiana que se dio a menudo
entre ellos, entra en el horizonte de las posibilidades
del pueblo y no sólo de unos pocos, no sólo de sus me­
jores. La mutación que se anuncia es social, pues,
pero será interior y supondrá un cambio virtuoso en
los individuos.
«Una virtud más que cristiana» es una virtud que
no se puede alcanzar consecuentemente desde los pre­
supuestos peculiares del cristianismo agustiniano-
luterano/calvinista/católico, del cristianismo compen­
diado en la dogmática del pecado original y la reden­
ción mediante el sacrificio, o mediante la salvación de
predestinación, o de pura fe. Estamos en el punto
mismo que señalara en la Educación (núms. 75, 72,
63): la parte del género humano educada por el libro
elemental llamada Biblia cristiana del Nuevo Testa­
mento, ha de procurar entender la pluralidad en Dios
de otra manera que no sea la del sacrificio sangriento
del Hijo de Dios ofrecido por éste a su Padre —con las
consecuencias que ha llevado consigo esta adherencia
pedagógica en la economía política y en la política eco­
nómica (Max Weber, Scheller).
Difícil resultaba oírle decir esto a Lessing en el si­
glo x v i i i . De todos modos pasó inadvertido. Aún
tenía que producirse la embriaguez insensata de la
alianza abierta y teológica, o bien la «histórica» y es­
52 AGUSTÍN ANDREU

tratégica, entre las formas del cristianismo confesional


y los Estados modernos, con o sin concordato. Aún
tenía que producirse el desmoronamiento del resto de
prestigio militar que le quedaba al Islam, cuando,
unos años después, las descargas de la fusilería de Na­
poleón barrieran, ante los ojos atónitos de los infantes
de la civilización cristiana, las cargas formidables de la
caballería mameluca —pasando el ánimo cristiano oc­
cidental desde la agresividad al sentimiento de supe­
rioridad técnicamente evidente—. Pero Lessing sigue
diciendo hoy: Una virtud más que cristiana.
¿Sería la primera vez que una religión abrahamítica
en manifiesta inferioridad de condiciones culturales,
sociales, militares y políticas, se le mete dentro del
cuerpo a la sociedad evolucionada y predominante y la
«convierte» sin que ésta se dé casi cuenta? Que no
haga falta decir que se trata de la comparación de las
posibilidades encerradas en meollo doctrinal*.

3. JUDAÍSMO/CRISTIANISMO E ISLAMISMO:
DOS TIPOS DE RELIGIÓN.

En la Salvación de Jer. Cardano (EE, 197-220 [LM,


V, 310 y sigs.]), obra de su primera época (1754),
llegó ya Lessing a conclusiones importantes por lo que
hace al islamismo comparado con el cristianismo. El
«Cardano» es, bien mirado, un tratado de esta compa­
ración, pues de las cuatro religiones que disputan
entre sí en el fragmento del Cardano que comenta
Lessing (la pagana, la judía, la cristiana y la islámica),
se limita prácticamente a tratar de las dos últimas.
«No mencionaré la religión pagana y diré poco de la
judia»; —pero bastante para hacer comprender que
este trato parco no significa que sean dos religiones pa­
sadas...
INTRODUCCIÓN 53

Siguiendo ese método de pensamiento que llamará


Heidegger pensar contra sí mismo, Lessing reconoce
que el Cardano ha hecho una inmejorable exposición
de su religión, pero que ha puesto en boca del musul­
mán una exposición bien floja de la propia.
La exposición y defensa de su fe que pone el Car­
dano en boca del cristiano, es «el compendio más fun­
damental que pueda hacerse de cuantas defensas de la
religión cristiana se escribieron antes y después de él»
(EE, 207 \LM, V, 20 y sigs., 322]). Porque muestra
con gran claridad, orden y fuerza cuál es el tipo de reli­
gión propio del cristianismo. Es una religión de tipo
histórico, basada en fundamentos históricos: unos, an­
teriores a Cristo (profecías); otros, contemporáneos
de Cristo (milagros); y otros, posteriores (la maravi­
llosa propagación de la religión cristiana sin derrama­
miento de sangre no cristiana).
Siendo una religión de tipo histórico, su mejor pre­
sentación teórica será la histórica; una vez queden
bien presentadas las razones históricas, habrá ya razón
suficiente para someterse «al yugo de la fe» histórica
(cfr. EE, pág. 206 \LM, 30 y sig. 321]). Las profecías y
los milagros acreditan y mueven a la fe y a la afección
respecto a los contenidos de la religión.
Doctrinas, las de la religión de Cristo, que «no con­
tienen nada que repugne a la filosofía moral y natu­
ral», y cuyas «verdades peculiares», lo que contiene
de más que la filosofía natural, es perfectamente «ar­
m onizare» con la filosofía moral y natural (ibid). Es
decir, la fe no es la razón, pero los misterios de la fe
cristiana no son contradictorios con la razón.
Pero el islamismo es una religión de una «clase»
distinta que el cristianismo. Es una religión, por su­
puesto: una tradición paterna en que se nace, donde
se aprende con las facilidades del sentimiento reli­
gioso. Y es una religión de revelación, como el ju­
daismo, el cristianismo y el paganismo. Y al igual que
54 AGUSTÍN ANDREU

el judaismo y el cristianismo, es revelación de libro,


de libro sagrado.
Pero la revelación islámica no es una revelación
«más alta», cuya posibilidad exceda las rigurosas
fuerzas de la razón. Lo que llaman «misterios» los pa­
ganos, los judios y los cristianos no tiene lugar en el is­
lamismo (EE, pág. 209 [LM, V, 325, 24, 32 y sigs.)).
Por eso mismo, la religión de Mahoma no conoce
«esa cosa monstruosa que llamáis fe» (ibíd. [LM, V,
326, 5]), que caracteriza a una religión como no ética
y práctica, que saca a las personas del propio sentir y
comprender y las remite a la autoridad de cosas o per­
sonas exteriores —de milagros y maravillas (cfr. 1, 2,
205-270).
En la revelación y la religión islámicas, se dan tam­
bién milagros y maravillas, pero no se las utiliza para
fundamentar doctrinas y conductas. Los milagros en
el Islam no tienen función gnoseológica. Las doctrinas
y las conductas se han de basar en la razón más rigu­
rosa.
La ley islámica no contiene nada que no esté «de
acuerdo con la razón más rigurosa» (EE, pág. 209
[LM, 12 y sigs., 326]). La razón más rigurosa, para
Lessing, es la antigua y ahora reaparecida con Des­
cartes y Newton. Una razón capaz de aceptar por «con­
vicción», y no por creencia o fe, la verdad de la
unidad de Dios y de la virtud. Para eso «la piedra de
toque la lleva cada cual consigo» —es su razón «que
le fue dada para eso» (ibíd., 210 [LM V, 326, 22]).
Naturalmente, una doctrina racional no necesita
más que propagación racional, y ésta exige previa­
mente tolerancia, convivencia, ilustración. La guerra
santa se le hace a quien, negando estos presupuestos,
impide la consideración racional de la doctrina. La
guerra santa se le hace a quien se niega a razonar y a
aceptar los supuestos de la racionalidad: la unidad de
Dios y el deber de la virtud racional, «el honor del
INTRODUCCIÓN 55

Creador» sin el que no es posible ser hombre


(cfr. ibíd., 210 [LM, V, 327, 14-22])3.

4. La r e l ig ió n d e A brahán y l a r e l ig ió n
d e la H u m a n id a d .

En 1774, veinte años después de haberse ocupado


en la ‘salvación’ del Cardano, volvió sobre el tema is­
lámico a cuenta de la ‘salvación’ que escribió de
Adam Neuser, un pobre predicador sociniano (unita­
rio o arriano) que escapara de ser plexus capite y que se
encontró luego con que la cabeza que no le habían cor­
tado por el fervor persecutorio de la fe, no era ya la
misma sino otra (cfr. EE, pág. 412 y sigs.; 407 y sigs.),
como sentirá en su propia cabeza y dirá el templario,
cuando lo indulte de la decapitación Saladino: funcio­
naba de otra manera y con ella se veían las cosas de
otra manera (III, 8). Cuando Lessing escribía sobre
el destino de Neuser (que vivía a mediados del si­
glo xvu), estaban los europeos en una situación más
parecida a la del siglo xvi (Imperio cristiano/Imperio
turco) (LM, XII, 202-254) que a la de hoy. De
Neuser se sirvió Lessing para tomar la entrada en
orden a la publicación de los fragmentos del ‘anó­
nimo’. Lessing cree tener fundamentos para sospechar
que Neuser fue un adelantado en lo referente a hacer
justicia al islamismo como religión y moral, y que
estaba lejos de contraponer la revelación islámica
como verdadera a la cristiana como falsa, pues que
para él todas las religiones reveladas cumplían su
objeto (EE, págs. 408, 409 [LM, XII, 269, 9 y sigs.;
ibíd. 268,6 y sigs.]).
Pero el ‘anónimo’, interesado por Neuser, añade,
con la aquiescencia de Lessing, que «se atrevería a de­
mostrar con el Corán en la mano lo más elevado de la
religión natural con entera claridad y, en parte, expre­
56 AGUSTÍN ANDREU

sado con gran belleza, y creo que la gente discreta me


concedería que casi todo lo esencial de la doctrina de
Mahoma viene a ser religión natural» (EE, pág. 409
[LM,XII, 268, 22-27]).
En el 'anónimo' mismo, encuentra la sentencia que
interpreta la religión islámica como restauración de la
religión de Abrahán. «El sabio Thomas Hyde [en su
de religione veterarum Persarum, pág. 23 (nota de
Lessing)], a quien hay que tener tanto por buen cono­
cedor del tema como por imparcial, alaba a Mahoma
como Verae Religionis Abrahami Restauratorem, res­
taurador de la verdadera religión de Abrahán» (EE,
pág. 409 [LM, XII, 27 y sigs., 268]). Seguramente,
Lessing veía la intención de Neuser en esta opinión,
que por lo demás es la del Corán, donde Abrahán no
es judio ni cristiano, pues fue bien anterior a Moisés
(cfr. Corán, 3, 67), y cuya religión es, según el Corán,
la verdadera porque no fue «asociador» o mezclador
de lo que Dios le revelara con las mentiras que inven­
tan los impíos (ibid., 3, 94-95). Ésta es la opinión de
Lessing desde su primera juventud; en su primer tra­
bajo, Herrnhuter (EE, pág. 148 [LM, XIV, 157,
19-24]) ya enseña que la religión primera, la de Adán,
era «sencilla, fácil y vital» y que sus descendientes
fueron infieles a la Verdad todos, «los que menos, los
descendientes de Abrahán». Aunque de entre éstos,
«sólo unos pocos conservaron un concepto correcto
de Dios» y una ¡dea práctica y vital de la religión, des­
provista de ceremonias impropias (cfr. ibid. [LM,
XIV, 157, 27 y sigs.]).
¿No podría ser Mahoma uno de esos hombres que
«hubo siempre y en todas partes», sabedores de los
extravíos en que incurrieran los pueblos luego de la re­
velación primera (Educación, núm. 7 [EE, pág. 575]), y
restaurador, también, mediante una revelación fiel a
la revelación de Abrahán?
Esta concepción de la revelación como restauración
INTRODUCCIÓN 57

no es contradictoria con la de la revelación como anti­


cipación. Lessing no pasó inadvertidamente por los lu­
gares aristotélicos en que se alude a la repetición cuasi-
cíclica de la filosofía, a su reinvención una y otra vez;
—Ortega recordó este carácter no obvio y no continuo
del auténtico filosofar—. Restaurar como recoger el
hilo, como volver a situarse en una perspectiva pero
desde los nuevos logros y errores, los nuevos rodeos a
derecha e izquierda..., es una idea típicamente lessin-
guiana. Así se comprendería, por lo que hace al isla­
mismo, que Lessing parezca considerarlo unas veces
como tercero en la serie judaísmo/cristianismo/isla-
mismo, y otras, en cambio, como primero, siguiendo
por lo demás una tradición que considera que el cris­
tianismo es posterior a las otras dos religiones, e in­
cluso que el islamismo es anterior a las otras dos. (En
la versión «Dit du vrai aniel» se considera a la islá­
mica, primera y anterior, pues «moros los hubo ya
antes / y yo los comparo al hijo mayor».)
Por eso no bromeaba, sin más, Lessing cuando es­
cribió su bien pensada página Donde mi árabe prueba
que la verdadera descendencia de Abrahán no son ios
judíos sino los árabes —escrito fechado en los tiempos
de la publicación de los fragmentos del anónimo o de
la Educación (cfr. EE, págs. 557-560 ILM, XVI, 302]),
y que, en analogía con el estilo del pensar lessin-
guiano, no significaría una relación meramente bioló­
gica, pero complicaría mejor la cuestión de las fideli­
dades al padre común —que siempre se encuentra con
la consabida cuestión de hijos y anillos.

1 W. Barner, Lessing. Ein Arbeitsbuch..., págs. 278 y sig., 282.


Dramaturgia, 7 (LM, IX, 1 y sigs., 211).
Sobre la carta a Mendelssohn, cfr. Franz Mehring. Die Lessing-
Legende, F/B/Viena, 1972, págs. 350 y sig.; P. Rilla, Lessing und sein
Zeitalter, Berlin, 1977, págs. 376 y sig., 440 y sig.
Moscatti, ob. cit.. Barí, 1958 pág. 217; cfr. También Albright, De
la Edad de la piedra aI Cristianismo. Santander, 1959, pág. 28.
58 AGUSTÍN ANDREU

D. Catarivas, Israel, Buenos Aires, 1961, pág. 222; Menachen


Begin, La rebelión del Irgun, Esplugues de Ll., 1978.
Cuando publicó Lessing» su obra Los judíos dio a entender sin
equivoco alguno que en el judío había buscado sólo al hombre atro­
pellado por las leyes y sumido en injusta desigualdad.
Ferrater Mora insiste en una idea de Ortega, que expuso con am­
plitud Dilthey en la Introducción a las ciencias del Espíritu, (La refe­
rencia de Ferrater se me ha traspapelado.) Ortega, en su prólogo a
El collar de la paloma (de Ibn Hazm de Córdoba [Madrid, 1981 *])
expone su idea de que la Edad Media europea «es en su realidad in­
separable de la civilización islámica», con la «diferencia inicial»
de que el Islam tuvo antes, y «muy pronto, su Aristóteles»
(ibld., págs. 12 y sig. Cfr. también «La idea de principio en Leibniz»,
en O. C., Vm, 219 y sig.). Teniendo presente que, hasta hoy, el fon­
do último de todo pensamiento ha sido un fondo religioso, Dilthey
empieza el estudio de la Edad Media examinando los problemas
de las tres religiones monoteístas y los diversos tipos de metafísica
religiosa a que dan lugar. —El Islam tiene ya la literatura esencial
para hacerse una ilustración y entrar por su pie (sin imitar extravíos
occidentales) en el inmediato futuro del mundo. Pero, ese pasado
islámico ¿es irrelevante y preterible para el occidental? ¿Acaba
todo en los datos de la «evolución paralela» entre la Cristiandad y
el Islam, con aristotelismo en una y otra parte, con escuelas de tra­
ductores en Siria y Toledo, con órdenes militares, con caballería
ideal y andante, con circuios de sabios de las tres religiones en una
y otra parte?— La contraposición Cristiandad/Islam fue recogida en
nuestro siglo por Harnack y Max Scheller en relación con el punto
que trataremos a continuación, de una manera bien significativa.
1 Pensamientos sobre los de Herrnhuter y Salvación del Cardano,
en EE, págs. 14S y sigs., y 197 y sigs.
En el mar, ya supieron los europeos de la primera mitad del
siglo xviu, que los mahometanos eran flojos. En la Historia de la pi­
ratería cuenta Daniel Defoe que, en siendo «moro», se podía perse­
guir fácilmente y abordar un barco. Pero infantería y caballería
moras mantenían su fama legendaria. Mas, cuando Napoleón inva­
dió Egipto, demostró «al mundo occidental la fragilidad del ámbito
musulmán en el norte de África... La invasión napoleónica vino a
demostrar la inutilidad de las grandes, magnificas y desordenadas
tropas de caballería que, provistas de lanzas y anticuadas armas de
fuego, no resistían el embate de una infantería disciplinada dotada
de los últimos elementos de combate» (Roland Oliver-Anthony
Atmore, África desde 1800, Buenos Aires-Santiago de Chile, 1977,
página xvu). Las cosas se moverían, por lo que hace a repartos, tan
deprisa, que Schiller diría poco después: El mundo ya está repartido,
a saber, en zonas de «influencia» europeas. —La cuestión de Orien-
INTRODUCCIÓN 59

le marcó la historia diplomática de Europa desde los comienzos


del siglo xtx (cfr. J. Tsur, ¿Qué es el Sionismo?, Buenos Aires, 196S,
página 68), pero la fermentación del escenario comenzaría, de
nuevo, con la segunda y tercera oleada de emigración judia, entre
1900 y 1920.
La expresión «perder el hilo», «seguir el hilo», muy lessinguiana,
la emplea Leibniz, que en su Sciemia generalis piensa ofrecer una
máquina de pensar que facilite no perder el hilo ni en el razona­
miento ni, lo que es más, en el juicio. Cfr. G. W. Leibniz, Die phil.
Schrift., VII, 14.
3 En el Cuzary se repite esta distinción tipológica entre el ju­
daismo y el islamismo como religiones. (Por cierto, el rey aqui tam­
poco interroga sino a los sabios de cada pueblo, a un sabio ismaelita
y a un sabio judio.) Preguntado el judio por su creencia y su Dios,
empieza contando una historia: «la del Dios de Abraham, Isaac y
Jacob, que sacó a los hijos de Israel de Egipto con señales y con ma­
ravillas y con pruebas... con grandes milagros»... Cuando se le
objeta que eso es historia y no conocimiento personal, argumenta
que aquella historia se mantiene en la «constante y continuada tra­
dición, que es tan cierta como si lo hubiéramos nosotros visto con
nuestros ojos». En cambio, el sabio ismaelita dice que para probar
su ley (que Dios es uno y eterno) no requiere de más milagro que
su libro —ese es el único milagro. «También fueron hechos por su
mano milagros; pero no fueron puestos por señal para recibir su
ley» (págs. 32 y sigs.).
III

EL SABIO Y SU ACCIÓN

1. L a FIGURA DEL SABIO: SU PRESUPUESTO (EL VALOR


DE SER RACIONAL) Y SU REFERENCIA (EL PUEBLO).

En los dramas de Lessing hay siempre un sabio, un


intérprete —práctico— de la sabiduría (Hans Mayer).
Mayer atribuye a dicha figura una suerte de «extrate­
rritorialidad». Es una figura que ofrece afinidades con
el autor; en ella vive Lessing una de sus vidas (biogra­
fías, novelas...) en curso. Pero en Natán el sabio pone
todo lo que ha llegado a saber de la vida, vuelca la ex­
periencia de su alma: planta en el escenario al sabio
para que se sienta y entienda cuál es su acción y cuál
su omisión, cuál su modo de relacionarse con los indi­
viduos más diversos, cómo remite al individuo hacia
su intención más honda donde lo inimaginable resul­
tará (Dios sabe cómo) armonizable, cómo se ve a sí
mismo y se sabe en relación con su pueblo, qué clase
de respeto reserva y ofrece a la religión, cómo en­
tiende y trata la condición familiar humana...
La escena del encuentro entre Natán y Saladino
(III, 5-7) se abre con dos temas que, ahí, no pueden
ser casuales: el miedo y el pueblo, cuestiones ambas
INTRODUCCIÓN 61

muy aristotélicas, y entre las que se da conexión dra­


m aturgia desde que Aristóteles expusiera su Poética
en relación con la Ética y la Política'.

2. La s u p e r a c ió n s a p i e n c ia l d e l m ie d o ,
LAS VIRTUDES CARDINALES
Y LA DRAMATURGIA.

El miedo es el miedo a usar sinceramente la razón.


Es el temor dramatúrgico —la tragedia produce en el
espectador «compasión y temor» (Aristóteles)—. El
drama lessinguiano queda asi incrustado dentro de las
virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y
templanza, nombradas según la teleología y el primum
in intentione; fortaleza y templanza, prudencia y justi­
cia, nombradas antropológica o dramatúrgicamente,
es decir, en el proceso de la acción misma. El drama
mueve a compasión o identificación con el protago­
nista, animando y enseñando a superar la esclavitud
del miedo y sus diversas formas, con objeto de hacer
un recto empleo de la propia razón, un uso prudente,
es decir, ajustado (valerosa y abnegadamente) al ver­
dadero justo medio.
El Natán comienza con la pérdida de la razón por
parte de Reha, la hija adoptiva de Natán, a causa del
terror producido por el fuego que casi abrasa a la niña
al incendiarse su casa (I, 1). Terror y suspensión de la
razón, muy diversamente tratados por Daya (que ex­
plotará el desvarío de la muchacha en sentido fanático
pero pío y angelical), y por Natán (que reconducirá la
imaginación exaltada al terreno de lo racional y
humano partiendo de los aspectos positivos de la expe­
riencia misma). Igual que el elemento fuego, también
un suceso terrible como la pérdida de la mujer y los
siete hijos a manos de cristianos belicosos y cruzados
(IV, 7), puede anular repentinamente la razón e impe­
62 AGUSTÍN ANDREU

dir su uso. Entonces el sabio espera y aguanta antes de


reaccionar, porque luego vuelve la razón «poco a
poco». Mas, no hacé falta que vengan de fuera ele­
mentos o agresiones que privan del uso de la razón:
desde nuestra misma memoria infantil, los aparente­
mente superados prejuicios pueden asaltarnos por la
espalda siendo así que el pasado nunca está superado
del todo (IV, 4, 378 y sigs.). —En el encuentro entre
Natán y Saladino, se da por supuesto que también la
autoridad del Sultán infunde miedo:
«Acércate judio... Más cerca... Y sin miedo».

Y cuando no imponga miedo el aparato y «vestimenta»


del poder (pues la persona no tendría por qué impo­
nerlo) (I, 3, esp. 395), buscará aquél la vía de la adula­
ción, que da más miedo a quien entiende:
«i Ah, a eso llamo yo un sabio! iA quien nunca encubre
la verdad, a quien se lo juega todo por ella, cuerpo y
vida, hacienda y sangre!» (III, 7,380 y sigs.)

¡Entusiasmo racional y totalitariamente racional! Inge­


nua manera de abdicar del uso prudente, «verdadera­
mente» conveniente (III, 5, 294) de la razón. Jugár­
selo todo, bien —pero «cuando sea necesario y conve­
niente» (III, 7, 384).
Sin disponer de la razón propia no hay sabiduría po­
sible. Las formas del miedo son el principal obstáculo
inicial para el ejercicio sapiencial de la razón. En un es­
tudio sobre Leibniz, expuso Lessing el proceso del
miedo, que acabaría inmovilizando al sujeto si fuera
ello posible (cfr. EE, págs. 306 y sigs. [LM, XI, 471
y sig.J). Todo empieza con la teoría de la culpa y el cas­
tigo. Aceptado éste, se torna tormento. Y éste, a su
vez, estado de tormento, que genera el sentimiento
de tal estado. Luego el sentimiento ése se apodera del
INTRODUCCIÓN 63

sujeto y «excluye todo lo demás». Unidimensionali-


zado el individuo, llegaría a paralizarse si fuera metafi-
sicamente posible. La intención objetiva del miedo es
la aniquilación.
El fin del sabio es la obra de la justicia, la acción que
produce la justicia política. Esa justicia no la puede
obrar prácticamente el hombre, si no precede un justo
juicio (o racional dictamen prudente) sobre la acción
más justa posible aquí y ahora. Prudente y sabio es lo
mismo (III, 5, 296). Pero sucede que, a quien se
atreve a pensar por la justicia, le quitan al punto facili­
dades (y esa contingencia requiere templanza para so­
portarla) y se le ponen dificultades (y esa contingencia
requiere fortaleza para enfrentarla). Esa es la razón de
que, al tratado de las cuatro virtudes, anteponga en su
Etica Aristóteles la exposición del temor y el valor.
—«... Judío... sin miedo...
—El miedo se lo cedo a tu enemigo» 2.

3. E l sabioy su pueblo. P ueblo y Religión,


COMO PATRIA.

El segundo de los temas con que se abre la escena


del encuentro entre Natán y Saiadino, es el del
pueblo. Comerciante y sultán sospechan pertenecer
entrambos a la internacional de los hombres, a la na­
ciente internacional de la nueva caballería mercantil,
discreta, humanitaria; a la internacional de los “ franc­
masones” o constructores por libre (EE, 630,635).
Hace ya tiempo que Natán oye hablar de Saiadino y
entiende por elevación sus movimientos —«el
hombre está a la altura de su fama. Su fama no es más
que su sombra» (III, 9,646 y sigs.)—. A Saiadino le han
hecho una presentación de Natán, que lo ha llenado
de curiosidad (II, 2). La sospecha del uno y el otro se
64 AGUSTÍN ANDREU

confirma enseguida; donde las distancias sociales se


respetan rigurosamente en el tratamiento (patriarca/
templario, Reha/Dáya, templario/lego, Daya/Natán,
etcétera), se miran Saladino y Natán con inteligencia a
los ojos y, por iniciativa del Sultán, se tutean —o se
atreve a interpretar Natán que el tuteo que le dan es
un reconocimiento (III, 5, 305 y sigs.; III, 4). De
estos dos hombres, de estos dos individuos conscientes
de su papel y lugar, el uno es Sultán de un reino con
tres religiones y tres pueblos aunque su naturaleza sea
musulmana, y el otro es comerciante de oficio y
nativo judío pero, de elección, hombre (cfr. II, 5, 519
y sigs.). Y para ser hombre, y más aún sabio —el sabio
es el hombre capaz de ejercer su humanidad razo­
nando y nada más—, hay que definirse en relación
con el pueblo.

« —¿Te llamas N atán?


-Sí.
—¿Natán el sabio?
—No.
—Bueno, no te lo dices tú, te lo dice el pueblo.
—Puede ser. ¡El pueblo!»

En todos los encuentros sale a colación el pueblo:


Daya y el templario (I, 6, 738-741), Sita y Al-Hafi
(II, 2, 260-266), Natán y el templario (II, 5, 488-526,
esp. 518 y sig.)... El pueblo es el trasfondo y la referen­
cia imprescindible y necesaria. Es, precisamente, natu­
ral; el Sultán comienza situando al judío eminente­
mente envuelto en la fama que le levanta «la voz del
pueblo», de su pueblo. Pero el sabio no acepta sin pre­
cisiones el dictamen de esa voz.
Hay una dialéctica entre cada pueblo y sus «me­
jores». El sabio se desidentifica de su pueblo para
identificarse luego con mayor intensidad y elevación,
de otra manera. Y se distingue de su pueblo «no
INTRODUCCIÓN 65

menos en las cosas malas que en las buenas» (II, 2,


278 y sig.). En su primer encuentro con el templario,
Natán expresa dicha situación con indecible crudeza y
claridad: «Despreciad a mi pueblo todo lo que queráis.
Ninguno de los dos hemos escogido a nuestro pueblo.
¿Nosostros somos nuestros pueblos? Porque, ¿qué
quiere decir pueblo?» (II, 5, 519 y sig.).
¿Qué quiere decir pueblo?
El pueblo es el sujeto de la revelación religiosa y la
educación civil, de la Providencia divina y de la tradi­
ción humana. En tal concepto, está en el punto de
mira de la Educación del género humano y de los Diá­
logos para francmasones. De otro modo resultaría inin­
teligible el interior infinito y confuso de cada indivi­
duo, además de que la mayor parte de ellos naufraga­
rían en la oscuridad inmensa de su propio interior. Ab­
solutamente hablando, cada individuo podría sacar de
dentro su propia religión y su propia moralidad, pero
en desesperante y lento aislamiento. La mayor parte
de individuos son casi, o sin casi, mero reflejo del am­
biente. Visto, en cambio, en la historia y en el desa­
rrollo de un pueblo y en su progreso moral, cobra sen­
tido su vida singular, pues se le ve un antes y un des­
pués, un movimiento. El individuo, por razón de la in­
finitud monádica de su fondo propio, es demasiado
para aclararse por sí mismo y aprovechar, así, en el
transcurso de una sola vida, y vida breve. La vida de
un pueblo es más larga, y en ella, acumulándose el tra­
bajo de las generaciones, va dibujándose un perfil ven­
tajoso para los más.
En el pueblo, o nación, se está por nacimiento. Reli­
gión, lengua, derecho, costumbres..., un plumaje; se
es de una mata. En la exégesis de la parábola de los
tres anillos, se pone Lessing en un plan perfectamente
existencia): las tres revelaciones son tres clases de fe o
tradiciones o leyes, tres tradiciones patrias, paternas,
y las tres envuelven por igual a quienes en ellas
66 AGUSTÍN ANDREU

nacen, con las más dulces ayudas paternas... Para cada


uno, su hogar, su casa nativa es la mejor. En la pará­
bola, el padre entreg'a con tiernas efusiones exclusivas,
privilegiadas, a cada hijo, por separado, anillo y bendi­
ción: su religión, su tradición (III, 7). ¿Por qué tendría
que ser contradictorio que tres hijos sean, cada uno, el
predilecto de su padre? Ahora bien; esta tradición es
el punto de partida hacia la forma interior de humani­
dad, hacia la libertad y la igualdad humanas. Por su­
puesto para el sabio, pero también para el pueblo.
Distingue Lessing entre pueblo y populacho —po­
pulacho, por cierto, llano o aristocrático (LM, VI, 52,
14-18)—. Pueblo, propiamente, es «la parte del pueblo
que es activa con su cuerpo, a la cual lo que le falta no
es tanto inteligencia como ocasión de demostrarla».
Poetas y profetas han de allegarse hasta el pueblo,
pero «no para apartarlo de su trabajo con considera­
ciones infructuosas, sino para animarlo a trabajar y a
convertir su trabajo en fuente de conceptos apropiados
a él y, al mismo tiempo, en fuente de placer» (EE,
pág. 638, nota 3). Para el espinosiano Lessing, trabajar
con el propio cuerpo es trabajar con el alma; no hay
otra manera de trabajar con el alma; así que no cabe
duda sobre lo que haya que pensar de esa «clase... que
se constituye en virtud del aburrimiento y la necesidad
de ocuparse en algo». (Diálogos para francmasones.)
Ese pueblo que trabaja, «hace tiempo ya que se está
muriendo de sed» (ibid.). Hay que encaminarlo, y a
ello ha de ayudarle el sabio, a la obtención de con­
ceptos apropiados para la vida y la felicidad en esta
vida. Es curioso que quien ha hecho sus cuentas con
la riqueza personal, como Lessing, no clame por hacer
al pueblo propietario y poseedor; aquella virtud
pagana, la «laeta paupertas, que tanto agradara a Epi-
curo y a Séneca», parécete a nuestro hombre suma­
mente deseable para el pueblo, igual que para los me­
jores. Hay algunos que, cuando descubren que el
INTRODUCCIÓN 67

pueblo también ha de comer y satisfacer sus necesi­


dades (iy sabe Dios con qué ocasión hacen el descubri­
miento!), le ponen las orejeras y no le dan a su «inteli­
gencia otro empleo que el referente a las humanas ne­
cesidades corporales», con que la inteligencia «se
embota», y sigue embotada, y parece que el pueblo
no haya de dejar nunca de ser niño. Así se repite en la
Historia, una y otra vez, la misma historia: la de
quienes quieren persuadir al pueblo de que él no tiene
dioses, de que eso es cosa de los señores (cfr. Educa­
ción, núms. 10 y 80). —Mas, todos los hombres de
todos los pueblos están llamados a los «más altos
grados de ilustración y pureza» ética (ibid. 81). El
pueblo cambia. En ello precisamente tiene que ver el
sabio, que es quien primero ha de mostrar cómo reli­
gión y sociedad no son plumajes «infalibles» ni sín­
tomas de elección divina exclusiva o predilecta. Nadie
elige su pueblo y a nadie se le elige para un pueblo es­
pecial. Religión y sociedad son el medio donde se
forma la razón al servicio de la humanidada.

4. Pueblos, religiones y el régimen


de l a Providencia. Interpretación
LESSINGUIANA DE LA PARÁBOLA.

El régimen de predilección, fundado en la obedien­


cia o en la mayor obediencia, no es el régimen de la re­
ligión de Israel tal como se expone en la Educación del
género humano. Israel abandonaba muy frecuente­
mente a su Dios (ibid., núm. 15), mostrando que en
fin de cuentas se le había elegido por ser particular­
mente rudo y, por tanto, apto como modelo para
cuantos pueblos tuvieran que empezar muy desde
abajo (ibid., núms. 16 y 18). A los ojos de la teología
cristiana, bíblica y conciliar, Israel es el gran desobe­
diente en la historia de la salvación...
6.V AGUSTÍN ANDREU

Mas, en esta terrible y sangrienta discusión por la


predilección, no entran ni Boccaccio, ni la parábola en
su intención hispánica, ni Lessing. Según éstos, son
buenas las tres leyes o religiones; cada una es buena
para sus fieles. Eso hay que dejarlo estar asi, y de ello
hay que partir ahora para convivir... Pues la situación
es ésta: Resulta que «llegó finalmente el anillo a un
padre que tenía tres hijos, los cuales eran igualmente
obedientes y en consecuencia no podía menos de que­
rerlos igual a los tres». Yo no sabría decir hasta qué
punto en la trastienda de Lessing no se entendía iróni­
camente esta igualdad en la obediencia; en Boccaccio
se iguala a las religiones en la desobediencia. Lo deci­
sivo es que se ha acabado el régimen de predilección,
de pueblo elegido, régimen odioso a los ojos del tem­
plario, y que pasó, deformando al hombre, del ju­
daismo al cristianismo y al islamismo (cfr. II, 5, 500
y sigs.). Se ha entrado en una edad distinta en la historia
y educación del género humano: agotado el pedagó­
gico régimen de elección y exclusividad, comienza el
régimen de igualdad. Ahora, o los tres anillos son
falsos, o los tres son verdaderos (pero sin necesidad
de que uno lo sea de manera exclusiva, egoísta y ciega­
mente privilegiada). La prueba de que el régimen de
predilección se ha agotado, es que el padre mismo en­
cuentra a los tres hijos igualmente obedientes, y crea
la nueva situación (¿contradictoria?) al repartir anillo
y bendición a cada uno. Y en efecto, no hay un hijo
que atraiga sobre sí predominantemente el afecto y
acatamiento de sus hermanos. Es vano insistir en esta
dirección.
«Puesto que eres tan sabio, a ver si me dices —¿cuál
es la fe, cuál es la ley que te ha iluminado más?» (III,
5,322 y sig.).
Es la pregunta por el criterio de la sabiduría, por la
norma de acción a que se atiene el sabio. A ella contes­
INTRODUCCIÓN 69

tará Natán con la parábola de los tres anillos y su inter­


pretación según la doctrina lessinguiana que había
sido expuesta, durante la polémica con Goeze, en el
Testamento de Juan y, en otro contexto, en los Diálogos
para francmasones. La interpretación lessinguiana de
la parábola representa un giro copernicano en sentido
estricto, un cambio de dirección de la energía histórica.
De acuerdo con un concepto de hombre como acción
responsable desde sí y no desde otro u Otro, el sabio
se identifica, y enseña a identificarse, con la acción
que se atribuía antes al Padre, en lugar de quedarse es­
perando los beneficios gratuitos de la benevolencia
suscitada por la predilección del Padre.
Cuando Natán cuenta la parábola del anillo «de
mano amada recibido», explica en qué consiste su ma­
ravilla y cuál es su régimen de transmisión. El anillo
maravilloso, a quien lo llevaba con confianza en su
«secreta fuerza», lo hacía beneficiario de la benevo­
lencia de Dios y de los hombres, pues quedaba consti­
tuido en centro de atracción de sus hermanos y reco­
nocido como cabeza y príncipe. El hombre que por
vez primera probó esa maravilla, dispuso entregar el
anillo a su hijo «predilecto», prescindiendo de la ley
automática y cronológica, exterior, del nacimiento. El
anillo pasaría, pues, de predilecto en predilecto. Un ré­
gimen religioso de predilección que, además, hasta se­
cularizado, produciría una psicología nacional y nacio­
nalista de predeterminación divina a la elección.
En boca del juez que decide sobre la querella de los
tres anillos y su autenticidad, Lessing no pone senten­
cia (porque es el padre mismo quien no ha querido
que se distinga entre los anillos), sino posibles solu­
ciones, a escoger cada cual según su capacidad.
Una primera posibilidad es tomar las cosas como
están, contentándose cada uno con su creencia de ser
él predilecto y poseer la verdad, la verdadera piedra
anular. Sin esperar ya que la propia piedra anular
70 AGUSTÍN ANDREU

atraiga sobre uno el reconocimiento y benevolencia


de los otros.
Otra posibilidad cabe, derivada de la anterior: que el
padre no haya querido tolerar por más tiempo en su
casa «la tiranía del anillo único». La unicidad de la re­
velación con la consiguiente elección de un único
pueblo transmisor de la misma, tuvo sus ventajas,
pero es un recurso pedagógico de la Providencia en la
Historia Universal; cesa, por lo mismo, cuando se con­
vierte en dificultad, trampa literal o farisea, en tiranía
de la letra (cfr. Educación, núms. 51-S4 [EE, pá­
gina 585]). Por otra parte, la lucha bélica para decidir por
las armas cuál es el anillo que suscita más amor hacia
el elegido..., es una actitud que apaga la razón y con­
duce a los mayores crímenes y dislates.
Estas dos posibilidades pueden ser válidas para
quien quiera seguir en el planteamiento de los anillos
y sus preocupaciones. Pero cabe una tercera solución,
que no es meramente posible, que es «segura».
La tercera solución consiste en que los hijos, en vez
de esperar la elección de su padre, se elijan y elijan ser
activos como su padre, imitando «el ejemplo de su
amor incorruptible libre de prejuicios» (111, 7, 524
y sig.). Ese amor activo igualará en fraternidad inte­
rior; fraternidad que por cierto acababa de prometer la
masonería, pero frustrándola otra vez, como la frus­
trara ya la Iglesia cristiana primera cayendo en literali­
dades, ortodoxias sistemáticas y reglamentos. La
fuerza de los anillos no es ahora atractiva sino
amante, activamente amante, como el padre: acción
clara, de «cordial tolerancia, con buen obrar y con la
más íntima sumisión a Dios» (ibid., 530 y sigs.). De
esta suerte, ha quedado invertida la dirección de la
fuerza secreta de los anillos: en vez de atraer benevo­
lencia, es actividad benevolente y operante; en vez de
esperar cada uno ser constituido en centro único de
los demás, se orienta cada uno con un tipo de acción
INTRODUCCIÓN 71

sapiencial hacia los demás. Por las fechas en que Les-


sing escribía esto, la palabra revolución tenía este sen­
tido de cambio sapiencial de dirección. Dice Natán in­
terpretando su parábola: Pongámonos ya a obrar en
esta dirección y a fiar el futuro a esta expectativa; a
ver qué pasa «dentro de miles de años»...
Esta interpretación lessinguiana de la parábola de
los tres anillos estaba elaborada en dos pequeños
pero inapreciables trabajos (Sobre ¡a demostración en
espíritu y fuerza y el Testamento de Juan), que había pu­
blicado inmediatamente después de dar a conocer los
primeros fragmentos del ‘anónimo’, en 1777
(cfr. EE, págs. 445 y sigs. ILM, XIII, 1 y sigs.; XIII, 3
y sigs.]). La gran mutación que se ha producido a lo
largo del siglo xvm, también por lo que hace a la reli­
gión cristiana, consiste en que se ha desplazado la
«prueba en espíritu y fuerza»: no son posibles ya,
porque no se dan, los milagros y las profecías, esas
maravillas que cuenta la historia. Maravillas, ahora,
las cotidianas: las obras del amor, cargadas de entendi­
miento, motivos interiores, paciencia constructiva de
lo humano. El espíritu y la fuerza residen ahora y van a
residir en adelante en las obras del amor que indica el
Testamento de Juan, en el cual el cristianismo crece y
entra en una edad donde se ha entendido lo que es la
unidad divina y se ha comprendido cómo por ese
camino advertiremos todos estar en el Uno 4.

5. E l s a b io y s u r e l a c ió n
CON LOS INDIVIDUOS.

Con este criterio, se enfrenta Natán a los individuos


como único lugar de realidad primaria y único lugar
donde la realidad se mueve. El poema dramático
Natán el sabio se desenvuelve marcadamente en la
forma de encuentros entre individuos cuyo vis-a-vis
72 AGUSTÍN ANDREU

se espera desde las primeras escenas: Natán/Reha, Na-


tán/Saladino, Natán/templario, Nalán/lego, Natán/
derviche, templario/Reha, patriarca/templario, Saladi-
no/templario, templario/lego... Siempre el cuerpo a
cuerpo, especialmente el cuerpo a cuerpo del sabio con
cada uno de los demás. Se trata de una antropología de
tradición profundamente aristotélica y leibniziana.
En el libro XII de la Metafísica aludía Aristóteles a
sus «contemporáneos [que] consideran más bien
como substancias los universales». Él se vuelve a «los
antiguos», a los presocráticos (Liddel-Scott), que
«consideraban substancias las cosas singulares»
(1069a, 25-29). Para el antiguo maestro de Lessing, la
sustancia es sensible, particular y móvil, es decir, lo
sustancial de este mundo son los individuos cuyo con­
junto es el mundo y cuyo movimiento propio es lo
que habrá que estudiar. Desde dentro se mueven prin­
cipalmente las sustancias racionales; ese sujeto se
transforma según lo que le pasa a la inteligencia. De
ahí la importancia de la tradición y de la ciencia. De
ahí la importancia de una Ética del cambio, de una Po­
lítica y una Poética para el cambio, es decir, de una
aplicación adecuada de la doctrina de la potencia y el
acto. No ha de caber duda: «La primacía de la sustan­
cia individual es uno de los puntos más asentados del
pensamiento de Aristóteles» (W. D. Ross). Los indi­
viduos son las «esencias reales», y el Estado y lo
común son «conceptos deducidos» (Diálogos para
francmasones). «Pues sólo lo individual obra, como
sólo lo particular actúa» (Brentano). El individuo es
el todo, a su manera, pero el todo —lee en Leibniz
nuestro hombre—. Y esta polaridad entre el individuo
y su interior (su oscuro/confuso lodo), es tal que el in­
dividuo sólo será concebible como «tendencia» (Di-
derot).
La sociedad lessinguiana es una constelación de in­
dividualidades. Lo social y lo inerte (pueblo o patria,
INTRODUCCIÓN 73

religión), el medio en que nace y subsiste el individuo,


constituye un polo permanente de la educación y la
vida, y una responsabilidad del sabio también. Pero la
realidad y su acento están en la sustancia individual, y
la acción del sabio se orienta y concentra sobre ella. A
Lessing no le impresionarían ni su distancia política
de Marx ni su distancia dramatúrgica de Brecht. Sigue
siendo verdad que el ser nos lo jugamos, no en «lo
común», sino en el único locus donde la realidad es
vitalidad y donde la comprensión y la moralidad
pueden crecer: en el individuo. Es el lugar donde en la
modernidad —tan predominantemente orientada en
sentido estatal y nacional, popular y social—, se ha
ejercido «la resistencia a la irracionalidad... [resisten­
cia] que constituye siempre el núcleo central de la ver­
dadera individualidad». Son los individuos, en este
tiempo nuestro de avalanchas de lo común, «los indi­
viduos reales de nuestro tiempo», quienes han sabido
resistir, y resisten, a la tiranía y a la opresión
(Horckheimer).
Con esta antropología de tipo monádico trabaja el
sabio en la mina suficiente que es cada individuo, ha­
ciéndolo ir y venir por sí mismo, desde el fondo
oscuro a la conciencia clara, del corazón a la razón;
esa es la dialéctica viva.
Lessing se transparenta leyendo a Aristóteles y a
Leibniz. La antropología lessinguiana es de tipo moná­
dico: cada mónada es una perspectiva irrepetible del
universo entero, es el todo en singularidad. Esta indi­
viduación de la mónada leibniziana y lessinguiana,
como la de Bruno, es individuación interior y no mera­
mente espacial; naturaleza e historia se individualizan
en cada individuo. Por eso la Historia universal es la
biografía de cada individuo, que cada individuo repite
desde su singularidad. El individuo es el lugar de la
«vivencia infinita», pero oscura y confusa (cfr. Dil-
they). «El Robinsón absoluto», escribió Francisco
74 AGUSTÍN ANDREU

Romero refiriéndose precisamente al Filósofo autodi­


dacto, que «Leibnizt declaraba haber leído... con
agrado» y al que «prodigó lisonjeros juicios».
Como consecuencia, cuanto sucede al individuo
procede de su propio fondo y no de otro lugar. En
cierta ocasión, ante cierto cambio que podía tener
visos de oportunismo, escribió Lessing: «Si ese
cambio sucedió por un estímulo interior (dicho tosca­
mente), por el propio mecanismo de su alma, yo no
dejaría de admirarlo. Ahora, si lo que dio lugar al
cambio fueron circunstancias exteriores; si se ha
pasado violentamente, con sus intenciones, a su
actual manera de pensar, lo compadezco desde lo más
íntimo de mi alma» (Cartas sobre literatura moderna).
Lessing cree que lo que nace no se pudre, pero lo que
se ‘participa’ desde fuera puede estropearse y se estro­
pea. En la antropología monádica, el concepto de
causa y el de aspiración son idénticos. Con su metáfora
de la co-fermentación explica Lessing la plotiniana in­
teracción a distancia, muy superior a la crasa comuni­
cación del reino de la causalidad.
Asi se comprende la ineficacia de la concepción me­
ramente cuantitativa y de la acción en serie. Hasta «la
moral empieza a ser efectiva cuando se aplica a los es­
tados singulares, y sería aún más eficaz si fuera posible
escribirle a cada individuo su propia moral» (LM. V,
154, 24 y sigs.). El reconocimiento de lo común no
significa la abolición de la antropología monádica,
sino la aceptación del espacio concreto. Mas, lo que de
la mónada sale, es un mismo universo: lo que la poten­
cia de la individualidad acaba por dar de sí, es el
mismo universo. Por eso dio el hombre en todas
partes enseguida con los mismos inventos: lenguaje,
religión y revelación, institución y ley, matrimonio,
etcétera.
La moral individual. Decía Rusell que el liberalismo
primitivo supo ser individualista en cuestiones intelec­
INTRODUCCIÓN 75

tuales y económicas, pero que no supo ser «emocional


y éticamente afirmativo». El individualismo lessin-
guiano, siguiendo a Espinosa, estableció la ecuación
entre poder y derecho —en el campo de la virtud.

Esta es la estructura de los individuos a quienes se


aproxima el sabio para entrar en acción.
Aproximarse es asomarse hasta su intención verda­
dera, que no aparece normalmente en la conciencia
sino que es insabida, bien que trabada ya, oscura y
confusamente, con sentimientos, manifestaciones ver­
bales y recursos diversos.
Aproximarse es allegarse hasta donde se pueden se­
ñalar los límites, las limitaciones que impiden la acla­
ración o desarrollo de lo im-plicado.
Con suma atención y respeto de todo lo que del
fondo nace. Esperando que nazca. Hay cosas que sólo
se pueden «adivinar» (EE, pág. 626 ILM, XIII, 395,
18 y sigs.]); por tanto, el sabio, «todo lo más, provoca
de lejos la sensación... en el hombre, favorece su ger­
minación...» (ibid., 619 [LM, XIII, 364, 22 y sigs.]).
Y con la paciencia necesaria para seguir el ritmo de
lo nacido. Esa paciencia no es subterfugio; es la forma
de la creencia en la vitalidad y en lo insuficiente de
cuanto no es nacido de dentro. La medida y la oportu­
nidad son imprescindibles; lo prematuro lo aborta
todo, lo des-posibilita todo, no entra en la armonía y
la fuerza verdadera de todo.
La ley de la Providencia divina es ahora la ley de la
secuencia verdadera, interior, de todo. En su «íntima
sumisión» vive el sabio. No es la sumisión de la fatali­
dad, sino el reconocimiento de la ley de la vitalidad
frente a las formas infantiles —religiosas o no— de
proceder y a sus correspondientes criterios. La doc­
trina de la Providencia es la doctrina de la difícil racio­
nalidad, de la difícil armonía, de la virtud. Con el con­
cepto lessinguiano de Providencia y el consiguiente es­
76 AGUSTÍN ANDREU

fuerzo con que el sabio se pliega al orden interno de


las conexiones entre las vitalidades, no cabrá la trage­
dia —ni como vivencia ni como género literario—.
Todo el esfuerzo del mundo se da por descontado,
mientras que nada de lo que apareció o aparece por la
vida andará perdido —aunque no se logrará tampoco
en la forma de nuestros deseos precipitados o de
nuestras previsiones racionales o de nuestros cálcu­
los—. Esto no es predeterminación ni fatalismo ni es­
toicismo: es la dialéctica entre la revelación y la razón
estricta.
Hay un momento en que la aproximación y la pa­
ciencia requieren un gran valor, porque, en el sujeto
abordado, brotan las diversas formas de la conciencia
del mal, y sus reacciones son desatinadas: la concien­
cia falsa impone traiciones, delaciones, dobleces, colo­
reándolas de actos heroicos de virtud. Y en ese juego
no puede entrar el sabio, que deja a los cegados que
hagan todo el mal, o todo el bien, que quieran (cfr. V,
4, 164). Es la hora de reinterpretar las «malas» inten­
ciones de las conciencias deformadas por los prejui­
cios, en especial por los prejuicios que pesan sacro­
santa y socialmente, habida cuenta de que el mal no
puede tener la última palabra, de que del mal sale el
bien y del bien el mal, de que útil y pernicioso son
conceptos tan relativos como grande y pequeño. La
desfanatización como programa de la acción del sabio.
No es que ni siquiera intentándolo se puede hacer
sólo mal; es que no se puede ni intentar...B.

6. Los SUBALTERNOS DE LA SOCIEDAD CIVIL


Y RELIGIOSA.

En el Natán hay dos figuras chocantes, pero bastante


más que curiosas. No son pueblo; tienen poderes. Son
intermediarios oficiales (hasta ahí, subalternos del
INTRODUCCIÓN 77

poder religioso y del poder del Estado) y oficiosos


(por este flanco llegan a delicadas complicidades con
la sabiduría, por motivos oscuros y confusos tal vez,
pero valiosos). Se trata del derviche, monje/asceta
musulmán que desempeña el cargo de tesorero y li­
mosnero de Saladino, además de ocuparse en asuntos
de confianza y de otro orden, como es usual y lógico.
Y también del hermano lego, secretario y factótum
del patriarca católico.
Sobre el derviche tenía Lessing planes particulares.
Dice más de una vez que piensa tratar expresamente
del personaje en un sainete que pensó publicar como
apéndice del Natán (Cartas del 15 de enero, 16 y 19
de marzo, 16 de abril de 1779).
Y es que el lego y el derviche son piezas clave en la
demiurgia estatal y eclesial. No se trata de figuras epi­
sódicas y secundarias, de esas que Diderot aconsejaba
excluir si no estaban integradas en el drama. Los su­
balternos son los instrumentos sin los cuales la autori­
dad institucional no llegaría a ningún sitio. Lessing ha
afinado dibujando al subalterno, instrumento perfecto
en manos del superior, puro enviado o mandado,
según; una verdadera obra de arte en el arte de ser de
otro, y casi otro que sí mismo, de puro inteligente ser­
vidor.
Siempre trató cariñosamente estas figuras, con tal
de que el subalterno fuera consciente de su interior
rendición y no exagerara afectando heroísmo en la
obediencia y desinterés, como hacía el Pastor Goeze.
Y es que en el verdadero poema dramático de su vida,
tuvo ocasión de ver de cerca, en su propia casa, a esos
hombres que han de dar de comer un par de veces dia­
rias a la familia, que necesitan sentir que se hace algo
y se es alguien y que mantienen, y se esfuerzan por
mantener, los ojos no desviados de la conciencia. Con
las consecuencias prácticas que a continuación se
verá.
78 AGUSTÍN ANDREU

Así que no se trata del elemento cómico. ¡Para


cómico el patriarca, muy a su pesar! El patriarca, con
su solemnidad pomposa, querrá creerse su papel y
dará risa tragicómica. Los subalternos, que no se
creen su papel, no se lo acaban de creer por habilidosa­
mente que se muevan, dan pena, lo que dan es pena.
El sainete que planeaba no hubiera sido cómico, y
menos una farsa.
En El nou Prometeu encadenat señaló D’Ors la posi­
ción intermedia y ambigua de los subalternos. Son
hombres de mediano aliento, doblados por Fuerza y
Hambre, servidoras del Tirano. No trabajan a gusto
contra Prometeo, incluso se las ingenian para no apre­
tarle los tornillos a la roca. No llegan a ocultarle a su
señor la treta y la ambigüedad del servicio, pero es
que el amo tampoco quiere apretarles a ellos las cla­
vijas, pues que, precisamente en ese doble juego, se
va desgranando la autenticidad de la misión del subal­
terno.
Sucede que el trabajo de los subalternos cae cerca
de la vida; por razón de los mismos encargos que les
consignan, están incluso cerca de los aspectos donde
la vida muestra su cara asquerosa. Estos hombres ofi­
cialmente consagrados a Dios y por tanto apartados de
sus propios intereses mundanos, acaban por verse
liados con los intereses más mundanos de quienes es­
tipulan sus jefes ser objeto de su pastoral cura. Pero
hay una filosofía, una ilustración popular, un hondo
laboreo de la vida, que no pasa por ese trapicheo.
Horckheimer y Adorno dicen que fue Nietzsche quien
señaló que «la mala conciencia» de sacerdotes y fun­
cionarios es fruto de la ilustración popular. Lessing
concedió una importancia metafísica a ese trabajo de
zapa de la vida desde abajo, desde la ilustración popu­
lar, que no se defiende por cierto de alguna luz que le
venga de arriba sino del yugo de la letra. Y ahí están
los subalternos, con la llave inglesa en la mano, con
INTRODUCCIÓN 79

las listas, los reglamentos, los encargos... El cuerpo


con el pueblo y el alma con el partido. ¿O el cuerpo
con el partido y el alma con el pueblo? ¿O alternativa­
mente?
Lessing les echa en cara que, siendo lo que son, se
consideren gente «de obligaciones», en vez de ejercer
de libres viviendo a la sombra del ensueño más alto.
—«No sé; yo estoy obligado a obedecer, caro señor»
(I, 5, 559; II, 5, 484 y sigs.). Si en ocasiones hay que
mostrar que la poesía y la virtud están donde no se
espera —por ejemplo, en el judío Natán, perteneciente
a un pueblo despreciado, «infinitamente más despre­
ciado que despreciable», o en el musulmán (¿qué
diría Lessing hoy del musulmán?)—, también es pre­
ciso mostrar que no están siempre la poesía y la virtud
donde se diría que iban a estar. Esta denuncia es les-
singuiana. Gente que está en manos de otro; que se
deja hacer algo... «¿Qué hace al caso que uno tenga
grandes partes y talentos, si no es obediente y rendido
y si el superior no puede hacer de él lo que quiere?»
(Alonso Rodríguez). Ese modo de ver la obediencia
del lego es espinosiana. En Espinosa aprendió Lessing
que «la obediencia a Dios ha servido siempre... como
racionalización de todo tipo de dominio» (Stanley
H. Rosen). Así que el patriarca se enternece y anima
apenas divisa al joven templario: ¡Qué joven, qué
joven! Con la gracia de Dios, algo haremos de él. —Se
diría que Lessing lo escribe con el resquemor del gato
chamuscado—. ¡Dejarse hacer algo el hombre, que no
puede ser nada en verdad más que desde sí y por
propia elaboración, monádicamente!
Mas, estos hombres que dicen limitarse a cumplir
órdenes, se toman la libertad, o llegan a creerse obli­
gados a tomarse la libertad de aconsejar a los otros
que no obedezcan; a los otros, a los mismos a quienes
transmiten las órdenes del superior. Y nadadores
entre dos aguas, transmiten, con el precepto o ame­
80 AGUSTÍN ANDREU

naza, el astuto remedio y el artificio casuístico. Traba­


jan así, sin quererlo^ por sí mismos; se dejan minar
por lo visto de la bondad elemental de la vida, ese per­
fume. Sus razonamientos son característicos de esta si­
tuación (IV, 1, y sigs.; 54 y sigs.; 7, 580 y sigs.). Y tra­
bajan a veces bajo el peso de una humillación inmensa;
«El patriarca me necesita para todo aquello por lo que
siente repugnancia». ¡Ya es lucidez! Si de ahí se ori­
gina una conducta de resentimiento o de irritación, la
cuestión será que hay buenos motivos para ello.
Legado, recadero, menestral, intrigante, conspirador,
cómplice...
Hombres sin fuerza suficiente para salirse de donde
los pusiera el nacimiento, sin posibilidad de romper
mapas trucados y barajas marcadas, solidarios de la
vida a su pesar, no acabados de comprar, tampoco se
acabaron de vender. Y buscan la amistad de Natán, la
colaboración con el sabio cuya virtud reconocen y
«cuya libre autonegación mediante el trabajo en el
mundo, hace mucho que se ha convertido en ley supe­
rior» (Demetz).
En la crisis europea y americana en torno al 68 (que
coge a tres generaciones, a una de lleno pero a dos por
anticipación y retroacción respectivamente), se ha
acusado la cantidad de mala conciencia que Estado e
Iglesia, superorganizados y supereficaces, pueden en­
gendrar. En el fenómeno, germina una forma más
humana de «funcionar» los organismos sociales. Su
Santidad Pablo VI decía a los golpes de clérigos que se
le iban: Os quedaréis sin misión. — Era un aviso lleno
de caridad, por más que irritara a algunos que lo sentían
como chantaje o amenaza—. Claro que no era profe­
cía, pues el Estado y la Iglesia, como las grandes insti­
tuciones con prestigio social y recursos económicos
para abonarlo, mediante simple nombramiento (que
lleva consigo uniforme y paga) reparten fáciles en­
cargos y misiones. Protestatarios y profetas que insis­
INTRODUCCIÓN 81

ten demasiado en su protestante y profético testimo­


nio, pero desde el encuadramiento, muestran buena
voluntad, pero no sin ingenuidad. Cuando la misión
recaba libertad, ya no es encargo; es autoencargo. Es
ya una misión sin visibilidad ni reglamento ni autori­
dad prestada. Se trata de una misión sin transmisibili-
dad. Los que la ejercieron —y por veces, sólo después
de bien muertos, se ve o se acepta que la ejercieron—
no la dieron en testamento; no hay un plano, un regla­
mento de ese palacio que es el espacio de la libertad y
del verdadero «dentro». Pero ¿qué sería del mundo si
no albergara siempre y por todas partes hombres de
esos que, por encima de todos los prejuicios, atentos a
las más imperceptibles germinaciones y cambios, tran­
quilos y libres por olvidados mientras ellos mismos
quieran...; anónimos, analfabetos efectivos u honora­
rios, sin nombramiento ni reconocimiento, trabajan
con el Espíritu ya, «dentro»? Lessing sabe estas cosas
desde su juventud6.

7. La e x p e r ie n c ia a b ie r t a , l a a m p l ia c ió n
DEL INSTANTE Y LA VERDADERA
CONTRADICCIÓN.

Al sabio lo van haciendo el dócil aprendizaje y la ex­


periencia analítica, a la sombra de la Sabiduría, de las
tradiciones de la Sabiduría: Los Siete Sabios y
Homero, la Biblia o el Corán...
La experiencia se da sólo en el presente real, y el
sabio sabe que la circunstancia presente es la máxima
expresión del bien que pudo alcanzar el universo.
Mas, como decía Plotino, «todo está dado siempre, se
trata de reencontrarlo» (F. Bousquet). El humanismo
interior de tipo plotínico (P. Prini), renovado en el
leibnizianismo, anima ahora, en su aparente quie­
tismo, al hombre a aceptar audazmente, sin prejuicios.
82 AGUSTÍN ANDREU

hechos y datos, y a la paciencia valerosa para edificar


con los recursos humanos interiores.
En este presente intenso al que queda reducido el
universo entero (una inteligencia infinita deduciría
leibnizianamente el presente estado a partir de cual­
quiera de los momentos pasados del universo), el
sabio no se siente asfixiado por el fatalismo o la necesi­
dad (cfr. EE, 364 [Conversaciones con Jacobi]). Es cu­
rioso que quienes defienden ortodoxamente y predi­
can la libertad en abstracto, no suelan ser quienes más
libertad conceden a sus educandos y pupilos (sean go­
bernantes, súbditos, filósofos de profesión o simples
fieles) ni quienes más número y diversidad de posibili­
dades sienten y encuentran en el mundo. En cambio,
estos negadores de la libertad en principio que son Es­
pinosa, Leibniz y Lessing, están infinitamente —infi­
nitamente— lejos de sentir la asfixia del mundo en el
tiempo real, más aún, en el instante. Decía Stanley
Rosen que «resulta paradójico en la historia de la filo­
sofía que uno de los deterministas mayores y más con­
secuentes que ha habido, haya sido también el primer
filósofo que presentara una defensa sistemática de la
libertad política».
Y es que no hay como reducir a realidad, a manan-
tialidad real, para ganar posibilidades de camino. La
vuelta a la sustancia individual que recomenzara Aris­
tóteles, alcanza una formulación particularmente
densa y brillante en una observación sobre lo que sea
el cuerpo, que anotó Lessing de sus lecturas de Leib­
niz: «Omne corpus esse mentem momentaneam seu
carentem recordatione» —que todo cuerpo es una
mente instantánea, o sea, que el instante es el único
camino hacia la memoria de la totalidad del universo
que yace dormida en cada cuerpo (EE, pág. 330 [LM,
XV, 514, y sigs.). «Yo quiero vivir sólo en cada uno
de los próximos instantes. Ya arribará el instante que
lo traiga aquí», dice la hija de Natán, que aprende de
INTRODUCCIÓN 83

su padre a vivir (III, 1, 5 y sig.). La plenitud y verdad


del instante es el único modo de hacer co-fermentar
posibilidades inéditas, olvidadas, presentidas, so­
ñadas... El instante es el único tiempo real: «les ins-
tants ou états du monde» que, por lo demás, aunque
no se advierta y perciba, crecen en perfección desde
toda la eternidad aunque mi particular destino sea apa­
rente prueba de retraso o retroceso o frustración o po­
sibilidad que dicen perdida... (Leibniz. Penas eternas).
El optimismo espinosiano, y así el lessinguiano, es un
optimismo universal, social o político; es un indivi­
dualismo que está tan lejos de ser egoísta como tal vez
caritativo.
La intensificación del tiempo real es obra de la aten­
ción, del interés, de la serenidad y del hábito de discer­
nir. Y también del valor. Hay que estar atento, saber
estar atento, a las iluminaciones, súbitas como relám­
pagos, de la realidad instantánea. De repente suben de
nuestro fondo ocurrencias, visiones, palpitaciones...,
que descubren posibilidad inaudita, inimaginada, ar­
monías casi impensables. Quien toma su vida en serio
y es honrado y sincero consigo mismo, toma también
en serio, y respeta sin confusiones, los golpes de intui­
ción y revelación que le nacen. Un interior virtuosa­
mente mantenido sanea más de lo que parece.
Siempre salvan «sueños que son más que sueños»,
que dirá el templario. (Le pedían ayuda una vez a
Alvaro Cunqueiro y respondía: Ahora cuando te
sueñe una ayuda, te la prestaré. —Y escribía Lessing
en su juventud un epigrama sobre una mocita que
soñaba dormida en las cosas de Efrain Lessing: Esta
chica duerme para ella y sueña para mí.)
Luego, sin valor, el individuo no se atreve a dar
cabida en sí y a hacerles lugar a esas leves incomodi­
dades o tientos que nota en su inteligencia y que lo
apartan de seguir el ‘claro’ precepto del oráculo
(cfr. Kleonis, LM, III, 370). Pero, si se atreve a entrar
84 AGUSTÍN ANDREU

en dudas, se concede luego crédito a sí mismo, más


que a las exteriores exigencias de crédito. Se produce
entonces un traspaso: desde la dialéctica individua-
lidad/autoridad, a la dialéctica, en uno mismo,
oscuridad-confusión/claridad-distinción. El alma se
pone a trabajar también de forjadora de razones.
Desde el pulsar del tiempo presente que es el ins­
tante, se abre un «horizonte», una «lontananza»
sólo limitada por el principio de contradicción estricta­
mente entendido. El principio de la crítica y la acción
sapiencial de Lessing, es el leibniziano principio de
«conciliación» (Ritzel). Lo verdaderamente contradic­
torio no abunda tanto, y eso sin contar con que, de los
infinitos atributos de la Divinidad, sólo conocemos
dos (Espinosa) por ahora (Lessing). Hay armonía po­
sible; ese debería ser el dogma, y es el dogma de la to­
lerancia. El elemento común que tienen sin ningún
género de duda todos los seres, asegura su posibilidad
de armonización mutua. El lugar donde expresa esta
convicción es un escrito que se titula Cristianismo ra­
cional. Ésta es la única «salvación» que acepta Les­
sing, con sus maestros y con Plotino. Para todo hay
posibilidad de salvación y armonización; mas, no sin
afinada atención, inagotable paciencia, deseo de per­
fección ilimitado, para llegar hasta donde haga falta.
A la vida hay que salvarla de los falsos dilemas. De
otra suerte queda entregada en manos de la intoleran­
cia y la violencia. El admirado Swift, actuando también
en anónimo como Leibniz y Lessing tantas veces,
había manifestado ya en Los viajes de Gulliver su «re­
pugnancia a forzar conciencias y a destruir las liber­
tades y las vidas de pueblos inocentes» que tienen
formas de vida distintas de la nuestra. Lo hacía bien
consciente de haber presenciado en la civilizada
Europa las ridiculas guerras civiles a causa de un lugar
oscuro en los libros revelados, pues hablaban éstos
del casque de huevos, pero no decían con claridad si
INTRODUCCIÓN 85

había que cascarlos por la parte ancha (como defen­


dían los anchoextremistas) o por la parte estrecha
(como propugnaban los estrechoextremistas). ¡Sin
contar que había habido once mil mártires que dieron
generosamente su vida defendiendo la tesis estrecho-
extremista! Así de desorientadas pueden acabar
grandes sociedades, obsesionadas con el casque de
huevos...
Andaba diciendo por entonces Kant que el cielo
salió de la Tierra. Del cielo de Plotino al de Leibniz no
hay más que un paso. Dice Plotino que en el cielo
están todos en todas partes y todo es todo (lo cual, en
verdad, es física de Aristóteles), sin que nadie ni
nada ofrezca resistencia a la interpenetración y a la si­
multaneidad. Y remata Plotino: Allí no camina nadie
como por tierra extraña. He ahí la clave: Leibniz no
considera a esta de aquí tierra extraña: es el mismo
cielo de Plotino, pero en plan difícil. La tierra es el
cielo y en la tierra está el cielo (Bohme); un cielo difí­
cil, pero cielo y no otra cosa. La razón consiste en
que, a pesar de las apariencias y a través de tensiones
y supuestas contradicciones, aquí en la tierra también
está todo en todas partes y todo es todo.
Otra cosa será la medida que habrá que emplear en
la actuación de las crecientes y composibles posibili­
dades inéditas. Una vez algo «conviene verdadera­
mente» ya, hay que ir a por todas (III, 5, 293), hay
que jugárselo todo, hacienda y vida. Lo que queda
más acá de lo composible, no es vida, y es un reino de
salvaciones tan gratuitas como arbitrarias —reino de
esclavitudes—. El sabio lessinguiano es «portador de Teo­
dicea», del «poder liberador del bien» (Rohrmoser).
¡Bendito el sabio por lo que hace y bendito por lo que
deja de hacer: todo lo que ya no es honradamente jus­
tificable! (cfr. Diálogos...). No empleará la prudencia
para simular honradez y sembrar la tierra (que es
cielo) de desesperanza —el quid, quizá, de la recep­
86 AGUSTÍN ANDREU

ción de Lessing en la Alemania de Goethe, el quid del


filisteísmo.
Frente a la soteriología de la redención de penas, y
frente a la escatología del plazo fijo, el sabio está por
el esfuerzo interminable y por el saber estar en la con­
tradicción. Todo está ya dado, y lo que se requiere es
sensibilidad para sentirlo e inteligencia para traerlo a
la región de la racionalidad donde puede ser formulado
en práctica fecunda desde el punto de vista de la acti­
vación interior del individuo.
Éste es el optimismo, la nueva esperanza, «calcula­
dora» con Leibniz, y alegre en Espinosa7.

8. C o n t r a d ic c i ó n y e s c a t o l o g ía

Hay un comentario muy esclarecedor sobre Lessing


y su manera de ver y tratar la contradicción, en las
Conversaciones con Goethe, de Eckermann. (Ya hemos
aludido a esa página que se encuentra en un contexto
muy significativo, donde Goethe resume y valora la fi­
losofía islámica de la educación.) Con esa mezcla de
admiración y repulsión con que se expresa Goethe
sobre Lessing, se dice en las «Conversaciones» que
éste circula siempre «por el camino filosófico de la
opinión, la duda y la contradicción», sin darnos
«grandes verdades», sino «una casi certeza». Quiere
decir que deja a cada cual en la brega que es el propio
camino y por tanto en la contradicción. «Sí, afirma el
taimado y enorme maestro, Lessing, por obra y gracia
de su índole polémica, prefiere habitar en la región de
las dudas y contradicciones. Su especialidad son los
distingos, y la agudeza de su intelecto servíale a mara­
villa para esa labor. Yo, en cambio, soy de un tempera­
mento muy distinto...» (En ocasiones, Goethe dice
tales cosas que se comprende que Kant no le hiciera
caso.)
INTRODUCCIÓN 87

Entre las múltiples aplicaciones de la leibniziana


ley de la continuidad (sensación/razón, inconscien-
te/consciente, reposo/movimiento, Dios/criatura...)
está la que establece la continuidad entre las contradic­
ciones fuera del mundo aritmético. La mayor parte de
las que se dice contradicciones no son más que mo­
mentos del desarrollo de una experiencia. ¿Qué es
comprender, si no es comprender la posibilidad en
concreto de estas contradicciones en una realidad indi­
vidual? Puede que no haya una tarea metafísica, cien­
tífica y moral de mayor responsabilidad que establecer
los términos de una verdadera contradicción, de una
contradicción estrictamente dicha.
Para Lessing, las contradicciones no acaban: es la
forma ordinaria de presentarse cada totalidad real.
Acentuar los términos hasta el preciso límite de la su­
puesta contradicción, es ser veraz y buscar la natura­
leza, la naturaleza de la cosa como es desde su propio
dentro. Dice Lessing que escribía para aprender; el
sentido y el placer del escribir estaban en el esfuerzo,
y la forma aparecía como la forma que tomaba el es­
fuerzo. Goethe, no; el momento de su placer, una vez
dominadas las contradicciones y dudas «en su fuero
interno», consistía en dar tranquilamente forma a la
cosa fuera de sí. Hablaba de «falsas tendencias del es­
fuerzo», de «adelantar cómodamente» y de que la
forma literaria la encontraba al punto.
G. Capone hace notar agudamente que Lessing ha­
blaba de un esfuerzo continuo y de una aspiración
constante al sistema, pero que «era suficientemente
sincero para llamarlo esfuerzo» y no dejar de llamarlo
así. Porque, por lo demás, «el camino ya andado se
amplía si consideramos de un modo digno del Creador
el camino que queda por hacer» (cfr. Cinco sentidos).
Es Goethe el transmisor de la anécdota que cuenta
haber dicho Lessing en cierta ocasión que «si Dios
quisiera regalarle la verdad, no la aceptaría, prefi­
88 AGUSTÍN ANDREU

riendo el esfuerzo de buscarla por sí mismo». La anéc­


dota es agudamente lessinguiana, y en el Natán se
admira Lessing de qué haya gentes que se piensen que
la verdad es algo que pueda meterse en la cabeza,
desde fuera, como una moneda de curso legal y de
valor cantado por acuñación exterior (cfr. acto III, 6).
Lessing comprende bien que haya «apresurado(s)
caminante(s)» cuyo deseo no es otro que encontrar
«presto alojamiento para la noche» (Educación, pró­
logo [EE, pág. 573]). Pero, ¿por qué no tiene que
haber quien encuentre su descanso en el esfuerzo, en
el esfuerzo por sistema? Contradicción tras contradic­
ción, se suceden los panoramas, los horizontes, las vi­
siones unitarias, cada vez más amplias y más hondas,
más complejas y más unas.
La prisa escatológica le tiene miedo a la noche y ha
de echar mano de la soteriología con sus correspon­
dientes mesianismos en religión y política, mesia-
nismos que son, como mucho, modos, pasajeramente
tolerables, de paternidad; modos de paternidad nece­
sarios para el niño que sólo se hace el ánimo de cami­
nar si ve delante suyo al amparo y salvador con los
brazos abiertos. Menos prisa y más paciencia. Y des­
cansar en el esfuerzo mismo. El hombre fue creado
para la acción (Herrnhuter) y, mediante la acción,
«busca su puesto dentro de este ser divino universal»
(Dilthey).
En la nueva forma de novelar iniciada por Cer­
vantes, «la busca y el anhelo de quehaceres predomi­
nan sobre lo buscado y lo anhelado», apunta Américo
Castro. Lessing no podía escribir autobiografía.
El escatologismo, ese plazo fijo metafísico y judicial,
ha llenado el mundo de urgencias visionarias. Ha con­
vertido todo tiempo concreto en tiempo absoluto. El
individuo, que necesita la continuidad acumulativa
del tiempo para transformar la diversidad sucesiva de
conceptos y placeres en una visión, es detenido en
INTRODUCCIÓN 89

seco. Las relaciones eficaces y significativas entre las


cosas en el tiempo, quedan apelmazadas y confun­
didas: se mezclan recuerdos y pierden su naturalidad
en forma de remordimientos, fallos, inadvertencias,
irreversibilidades. Es imposible luego dar con las rela­
ciones causalmente perceptibles. Bracean en el vacio
místico los espíritus a quienes se les acaba el espacio y
el tiempo. Este escatologismo ha dejado en el ánimo
europeo la querencia a señalar, o a decretar, capri­
chosa y arbitrariamente, la fecha en que comenzará
«la verdadera historia de la Humanidad» (Horkhei-
mer) —angustioso recurso que crispó, en nuestro
siglo, una vez más, las almas entregadas a esa falsifica­
ción que era el fascismo, pero también a las de la ju­
ventud intelectual de Europa y América que se pro­
puso no estorbar, por lo menos, al comunismo de
Lenin y Stalin, por si acaso...
El escatologismo quiere el triunfo, ya ahora, en esta
forma de escenario. El escatologismo es siempre un fa­
natismo, porque es una imposición del fin que no
brota del mundo mismo, es una resolución «prema­
tura» (EE. págs. 351 [LM, XVI, 293 y sigs.)); exige su
triunfo, el triunfo de los nervios, un triunfo exterior,
traído por algún salvador o su lugarteniente. Mas, el
triunfo verdadero, el que lleva cada alma dentro de sí
misma (Bbhme), no puede más que nacer con un na­
cimiento bien largo —«dilata tu nacer para tu vida»,
decía Góngora—. Hay que dar lugar al esfuerzo inago­
table del hombre, del último hombre, que no puede
echarse a perder (Leibniz. Penas eternas. Cfr. también
LM. IV, 9-36). —«¡Oh el caído! ¡Amigo, el caído!»,
exclama Saladino preocupado del último de sus sol­
dados (V, 1,43)...
Un alma no escatológica es un alma libre. No hay
tiempos absolutamente últimos para el individuo,
aunque haya tiempos últimos para ciertas formaciones
individuales de tipo colectivo, como civilizaciones.
90 AGUSTÍN ANDREU

pueblos, iglesias, religiones. Lo último es actitud, eco


y raíz de un gesto o acto, Pero no un telón, un discurso
de clausura, un epifonema o un juicio o una transición
al socialismo o un comienzo de la historia verdadera­
mente humana... Esa cosificación de la ultimidad es
una forma de alienación todavía, que tuvo ciertamen­
te su función y dio de sí un crecimiento del hombre
(cfr. Brentano).
Los teólogos existenciales de la segunda posguerra
(Cullmann), apoyándose en Heidegger y su exégesis
de Nietzsche, creen que el tiempo judío y cristiano es
lineal. Pero no lo es: propiamente es una linea con
principio y fin, y lo esencial en esa linealidad es que
tiene principio y fin. Es, pues, un tiempo límite, un
tiempo para una creación, para un mundo —hay que
vivir ahí dentro y no hay manera de salirse ni esca­
parse—. Esta revelación es (en la etapa del Hijo) una
gnosis angosta, angustiada. El tren pasa una vez y la
eternidad depende de un solo instante de ese tiempo
finito y marcado, para merecer, para ser probado. A
un ser, que tiene la continua impresión de recuperar,
reconocer, recibir de su fondo, llevarlo todo como en
una suerte de pasado...; a un ser así, las liquidaciones,
las últimas de cambio, lo pierden, se lo pierden.
Mas, tardaremos seguramente siglos en salir de la
forma de esperanza que representa el futuro como
premio y en dejar las almas limpias de fantasmas esca-
tológicos. Será necesario un buen trabajo del arte y la
filosofía 8.
*

Cuando estaba escribiendo Lessing el quinto acto


del Natán, a fines de marzo o comienzos de abril de
1779 (Muncker), recibió un ataque espeso del escritu-
rista Juan Salomón Semler, cuyos trabajos apreciaba
Lessing. Encontraba el biblista mucha diferencia entre
INTRODUCCIÓN <11

el mundo como es y el mundo como se pinta en el


Natán. Tanto que, esta vez, se le ocurrió enviar a Les-
sing, no al teatro, como hiciera el Pastor Goeze, sino
al manicomio.
Encontró nuestro dramaturgo el epílogo del otro
«divertidamente fundamental y fundamentalmente di­
vertido». Le hizo saber que, en el manicomio, aunque
él no lo hubiera notado, estábamos ya todos, pues que
el mundo está de manicomio (LM, XVI, 450-451),
pero que, un día, el mundo será de otra manera. «El
mundo, tal como yo me lo imagino, es precisamente
un mundo muy natural, y no depende por cierto de la
sola Providencia el que no sea igualmente real» (LM,
XIII, 337). Esto había anunciado en el prospecto en
que dio a conocer su proyecto de escribir Natán el
sabio. Poema dramático.
Mientras tanto, convendrá no olvidar que «uti
minus malum habet rationem boni, ita minus bonum
habet rationem mali», que decía Leibniz, es decir,
que el mal menor viene a resultar un bien, pero el
bien menor viene a resultar un mal.

A g u s t ín andreu R o d r ig o .

1 Hans Mayer, «Lessings poetische Ausdrucksform», en Lessing


und die Zeit der Aujktánmg, págs. 130-147, esp. 139ysig.
Escribió E. Spranger (Las ciencias del espíritu y la escuela. Buenos
Aires, 1964, pág. 77) que «antes de que se pueda comprender ente­
ramente la sabiduría personal, trágica, de la ancianidad de Lessing,
es preciso haber entendido la parábola de los tres anillos en sus fun­
damentos teóricos, morales y religiosos».
3 Cfr. Ajad Haám, «Trueque de valores», en El sendero del re­
torno, págs. 158-175, y lehosúa Amir, El ideario nacional de Martin
Buber, para la historia del pueblo elegido en relación con la más ele­
vada moralidad en el siglo xix y hoy día. Ortega, en las Meditaciones.
asi como en el Prólogo para Alemanes (O.C., VIH, 58) enseña que el
individuo no puede orientarse en el universo sino a través de su
raza.
6 W. D. Ross, Aristóteles. Buenos Aires, 1981 *, pág. 45.
92 AGUSTIN ANDREU

Brentano, Aristóteles und seine Weltansehauung. Hamburgo, 1977 *,


páginas 91 y sig.
Leibniz en J. F. Nourrisson, Historia de los progresos del pensa­
miento humano. Madrid, s.f., 11 pág. 248 y sig.
Diderot, Sueño de D A ’ lembert, en Escritos filosóficos (versión de
F, Savater), Madrid, 1975, págs. 56, 58.
Max Horckheimer, Critica de la razón instrumental. Buenos Aires,
1969.
Robert Merrihew Adams, «Primitive Thisness and primitive
¡deniity», en The Journal of Philosophy 1 (1979), 5 y sigs., esp. 9
y sigs. (The leibnizian position): Leibniz haria de cada hombre lo
que santo Tomás de cada ángel: una creación, un universo, una es­
pecie completa y singular; E. Cassirer, Filosofía de la Ilustración,
México-Buenos Aires, 1950, 44 y sigs.
Dilthey, IV, págs. 458, 464; F. Romero, El Robinsón absoluto, en:
Ortega y el problema de la jefatura espiritual, Buenos Aires, 1960,
página 76.
Sobre causalidad y aspiración, cfr. Eloy Rada, La polémica Leibniz-
Clarke. Madrid, 1980, págs. 99 (3), 102 (14).
B. Russell, Historia de la filosofa (Aguilar), Madrid, 1973, pá­
ginas 146, 149.
* Sobre Diderot y las figuras episódicas, Demetz, ob. cit., pá­
gina 126.
El vocablo subalterno lo tomo de Lessing, que lo recoge de Vol-
taire, en la contraposición subalterno/superior (LM, XV 59,11-15).
Eugenio d'Ors, El nou Prometen encadena!, Madrid, 1981, (ed. de
Eugenia Rincón).
M. Horckheimer-Th. Adorno, Dialéctica del iluminismo. Buenos
Aires, 1969, pág. 61. El anónimo de los viajes de Gulliver, el deán
Swift, dice que sacerdotes y letrados no entendieron ninguna de las
lenguas en que les habló Gulliver.
Alonso Rodríguez, Ejercicio de perfección y virtudes cristianas.
parte tercera, tratado quinto.
Stanley H. Rosen «Spinoza's Argument for Political Freedom»,
en Giornaledi Metafísica. 4 (1958), 492.
Demetz, ob. cit., pág. 127.
7 Franfois Bousquct, L'esprit de Piolín. Québec, 1976, pág. 11.
Plotino e la genesi delTumanesimo interiore, es el titulo del libro de
Pietro Prini, Perugia, 1970.
Stranlcy H. Rosen, «Spinoza’s Argument for Political Freedom»,
en Giornale di Metafísica, 4 (1958), 487 y sigs. Escribe ahí Stanley
Rosen comentando a Espinosa: «Christianity and Judaism will be
purified and absorbed into a universal religión, which will be defi-
ned in such a way as to make it a transitional step toward the esta-
blishment of a civil religión.»
INTRODUCCIÓN 93

Cfr. «Leibniz. Penas eternas», en EE, pág. 301 (LM. XI, 474).
Sobre la obediencia al oráculo, cfr. Gerd Hillen, «Die Halsstarrig-
keit der Tugend», en LYB, II, págs. 115-134, esp. 122 y sigs.
W. Ritzel, Lessing-Dichter, Kritiker, Philosoph, Munich, 1978,
págs. 141 y sigs.; Michael J. BOhler, «Lessings Nathan der Weise ais
Spiel vom Grunde», en LYB. III, págs. 128 y sigs., esp. 129; Barner,
ob. cit., págs. 278 y sig.
Cristianismo racional, n.°20 (EE, pág. 161 [LM, XIV, 177.]).
G. Biedermann/F. Lange, Zum Begriff der Natur in der klassischen-
burgerlichen deutschen Philosophie, en: Deutsche Zeitschrift flir Philo-
sophie, 11 (1982) 1334-1350.
G. Rohrmoser, «Lessing und die religionsphilosophische Frages-
tellung der Aufklarung», en Lessing und die Zeit der Atrfklárung,
páginas 116-129, esp. 117-122.; cfr. también C.-F. Geyer
«Das Jahrhundert der Theodizee», en Kant-Studlen. 4 (1982),
393-405.
Diálogos para francmasones (EE, pág. 626 [LM, XIII, 395, 26 y
sig.]): «Dichosos ellos. Dichoso el mundo. ¡Bendito sea todo lo que
hacen! ¡Bendito sea todo lo que dejan de hacer!»
* Goethe, Obras Completas (Aguilar), II, 1153. Cfr. ¡bid., II,
1914, su «desdén por el momento». Las consecuencias de las cosas,
de las que dicen malas y de las que dicen buenas, tiene que manifes­
tarse por si misma «en toda su naturaleza positiva» (EE, pág. 309
[LM. XI, 13 y sigs., 483]) y tiene que obtener su más propia y ex­
presiva forma.
Goethe, ibid., II, 1912 y sig. Dice Thielicke (Offenbarung. Ver-
nupft und Existenz, Gülhersloh, 1967 *, pág. 38) que la forma lessin-
guiana de pensamiento es la de un problemático, no la de un siste­
mático. Pero, cuando Goethe publicó el Goetz y el Werther, se divi­
dió la opinión alemana. La generación de los mayores echaba de
menos la claridad y la transparencia de Lessing. Las mujeres toma­
ban partido por Goethe (cfr. Max Brod, Heinrich Heine, Buenos
Aires, 1945, pág. 125).
La leibniziana ley de la continuidad, pretendía no dejar nada fuera:
«una tendencia enérgica hacia un sistema que lo una todo y man­
tenga a una idea, una vez aceptada, contra la más fuerte contradic­
ción...» (R. Eucken, Los grandes pensadores y su teoría de la vida,
Madrid, 1914, págs. 434 y sigs. 438 y sig.).
G. Capone, «Della dialettica», en Giornale di Metafísica, I
(1956), págs. 58-85, esp. 68: «Quindi il sistemático e il Lessing par-
lano tutti e due di uno sforzo continuo: con la difTerenza pero che il
Lessing era sufficientemente sincero per chiamarlo uno sforzo, il
sistemático é invece abbastanza maligno o abbastanza poco sincero
per chiamarlo sistema.»
Cinco sentidos (EE, pág. 379, nota 7 [LM, XVI, 523, 10 y sigs.]).
94 AGUSTÍN ANDREU

Herrnhuter (EE. pág. 146); Dilthey, IV, 120. El texto que cito de
Américo Castro procede de un trabajo aparecido en el número 400
de ínsula (que no puedo citar ahora con más precisión).
Lessing no podía escribir autobiografía. Algo se parece a Petrarca
en la intranquilidad de no parar en parte alguna, en ese miedo a la
clausura, a lo clausurado, a lo acabado. Lessing sabia que una verda­
dera autobiografía resultaría increíble; creo que apreció la autobio­
grafía del Cardano y el Quijote porque el loco que en ellas habla salta
de la cordura a la locura, de ésta a la ilusión o a la visión, y luego a
otra cordura... —Decía Aristóteles, el maestro de Lessing, que el
biógrafo tenía que ser historiador y novelista, porque en la vida
humana hay más de una vida. El hombre, pensaba Lessing, no es
las obras que «tiene que» hacer. Es las que no tiene que hacer y
hace, o sueña, o espera hacer, o propugna que alguien haga, o no re­
nuncia un día. Dios sabe cuándo, a hacer..; ¿Cómo prever lo que
cabe en la libertad? La vida es un cruce de novelas con algunos ma­
teriales históricos. La salvación que hace falta está más en lo impo­
sible que en lo problable, aunque tenga que llegar todo por sus
pasos (leibnizianos). La reinterpretación de la muerte, la negación
de la muerte como negación del ulterior vivir y empezar a vivir,
podrá ser discutible en la forma de solución que propone Lessing
(cfr. EE. págs. 127-130). Creo que ¿I mismo no la consideraba más
que un tanteo, uno de esos rodeos por el error que hay que «dar»
para acabar dando con el camino. Pero la intuición de una vida
arrancada a las zarpas de la predeterminación calvinista, de la justifi­
cación luterana y del redenlorismo católico, esa intuición está en la
linea de «la virtud más que cristiana». Aranguren ha puesto de ma­
nifiesto esa nueva manera de ver y sentir la vida aceptando en ella
«la mezcolanza de papeles», pues que «la duplicidad, e incluso la
multiplicidad de identidades ocurre siempre» (Sobre imagen, identi­
dad y heterodoxia. Madrid, 1981, págs. 15 y sig., 19). Y Eugenio
Trías (Filosofía y carnaval, Barcelona, 1970) recuerda el carnaval de
Nietzsche, que tanto tiene que hacer por nosotros, para que el
hombre —Ecce Homo— acepte su «verdadera procesión de más­
caras».
Horkheimer, Critica de la razón instrumental. Buenos Aires, 1969
(versión castellana de Murena y Vogelmann). Lo dice en el prefacio
de la segunda edición alemana.
Franz Brentano, Aristóteles und seine Wehanschauung, Hamburgo,
1977, págs. 91 y sig.
«Gnosis angosta». La teología católica existencial(ista) acusaba a
Lulero de la deformación de la religiosidad de la Contrarreforma,
«convertida en una inmensa sociedad de seguros contra la angustia
vital» (cfr. E. Mounier, Introducción a los existencialismos, Madrid,
1973 *, págs. 48 y sig., 80). Wittgenstein no trató mucho a Espinosa
INTRODUCCIÓN 95

y Kant, ni tampoco a Aristóteles y Leibniz, pero si a San Agustín,


Kierkegaard. Dostoiewsky y Pascal; el resultado es que «la idea de
Dios era ante todo para él la de un juez temible...» (G. H. von
Wright, Esquema biográfico, en: Las filosofías de L. W., Barcelona,
1966, pág. 37). Pero Lulero, como Pascal y Kierkegaard, no hace
más que tomar en serio el Ínstame —donde la seriedad consiste en
que la eternidad estática y fijada en la maldición o la bendición, de­
pende de un instante—. Exacerbación barroca que no puede tener a
su favor más que el «credo quia absurdum», de lo que no hay más
cura que la cervantina definición de la fe como un no creérselo ni
viéndolo.
Leibniz, Gerhardt. Phil. Schrift. IV, 428.
FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA

1) Fuentes y versiones:

Lessing. Gottiiold Ephraim : Sámtliche Werke, Berlin-


Nueva York, 1979. Se trata de la edición de K. Lechmann
y F. Muncker (1886-1924). Seguimos su numeración de
los versos del Natán. Los bosquejos del Natán (borra­
dores, o primera redacción anterior en años a la redacción
actual) los citamos por el volumen anejo a la edición de
los escritos lessinguianos en XVI volúmenes. Éstos serán
citados por la sigla L M ; el anejo, por L M , NB.
DEMETZ, PETER: Lessing. Nathan der Weise. Dichtung und
WirkUchkeit, Francfort-Berlin, 1966. Además de las intro­
ducciones que en forma de prólogo, prospecto o anuncio
compuso Lessing, trae esta edición de Demetz documen­
tación sobre los bosquejos del Natán, sobre el epistolario
mantenido a propósito de la obra, sobre la disputa teoló­
gica que está en su origen inmediato, sobre la tradición li­
teraria de la parábola de los tres anillos; más un largo estu­
dio sobre el poema dramático y una bibliografía selecta.
LECKE. Bodo : Gedichte. Fabeln. Dramen (I). en Insel-Lessing
(tres vols.), Francfort, 1967. Con breve introducción al
Natán, de Kurt Wolfel (págs. 612 y sigs.) y documentación
y notas (págs. 675-687) de B. L.
GOBEL. Helmut : Lessings Nathan. Der Autor, der Text, seine
Umweh, seine Folgen, Berlín, 1977. Además de una intro­
ducción que trata de la época (ilustración y tolerancia) y la
vida de Lessing, estudia su forma poética, su múltiple cir­
cunstancia histórica, asi como la situación contemporánea
de los judíos y la influencia del poema lessinguiano.
98 BIBLIOGRAFIA

Vargas, Nemesio: Natán el Sabio. Poema (traducción del


alemán), Madrid, 1883- No he podido encontrar este tra­
bajo, que no reseña Siegfried Seidel, donde lamenta que
hasta 1944 no se haya editado en español a Lessing. (Pero
en el mapa de la expansión de la obra lessinguiana, que
ofrece él mismo con el núm. 60 de sus ilustraciones,
quien se sirva de una lupa podrá leer la noticia de la edi­
ción del Laocoonte y de Emilia Galotti en 1885-1890, en
Lima. Traductor de estas dos obras era Nemesio Vargas).
Bolaño . Sara : Natán el Sabio, Universidad Autónoma de
México, 1964. Tampoco he podido encontrar este trabajo.
PlTROU, Robert: Lessing, Nathan le sage. Paris, 1975. Texto
aleman y versión francesa, con introducción y notas.

2) O bras generales y biografías sobre L essing:


Bahr Ehrhard , H arris E dw . P., y Lyon Law. G.: Humani-
tüt und Dialog. Lessing und Mendelssohn in neuer Sicht, De­
troit, 1982.
Lessing und die Zeit der Aufklarung, Hamburgo, 1968.
Lessing in heutigen Sicht, Bremen, 1977.
Barner , W ilfried : Ein Arbeitsbuch fú r den Literaturge-
schichtiichen Unterricht, Munich, 1977.
D il t h e y : «Gotthold Efraín Lessing», en Vida y Poesía,
México-Buenos Aires, 1953 (trad. de W. Roces, prólogo y
notas de E. Imaz), págs. 27-125. Este volumen lo citamos
por Dilthey IV. Y el que lleva por título Hombre y mundo,
por Dilthey V.
Drews, Wolfgang : Lessing. Reinbeck b. Hamburgo, 1974.
G uthke, K a r l S.: Gotthold Ephraim Lessing, Stuttgart, 1973.
HlLDEBRANT, DlETER: Lessing. Biographie einer Emanzipation,
Munich-Viena, 1979.
Lessing, G otthold E phraim : Escritos filosóficos y teológicos,
Madrid, 1982. Edición preparada por el autor. La citaré
con la sigla EE. En su bibliografía informo acerca de ver­
siones de obras de Lessing al castellano.
Mehring , F ranz : Die Lessing Legende, F.-B.-Viena, 1972.
OELMÜLLER, W lLLl: Die unbefriedigte Aufklarung. Beitráge zu
einer Theorie der Moderne von Lessing, Kant und Hegel,
1979.
BIBLIOGRAFÍA 99

R illa , P a ul : Lessing undsein Zeitalter, M unich, 1977.


Rí TZEL. WOLFGANG: Lessing. Dichter-Kritiker-Philosoph,
Stuttgart, 1978.
ScHMIDT. E rich : Lessing. Geschichte seines Lebens und seiner
Schriften, Berlín, 1909 (dos vols.).
S eidel , SlEGFRlED: G. E. Lessing, Leben und Werk, Berlín,
1963.
Stahr . A dolf : G. E. Lessing. Sein Leben und Seine If'erke,
Berlín, 1864.

3) A rtículos sobre el N atán :

A ngress, R uth K.: «“ Dreams that were more than


Dreams” in Lessing’s Nathan», en L(essing) Y(ear)
B(ook), III, 108 y sigs.
A ngress, R uth K.: «Lessing’s Criticisme of Cronegk:
Nathan in Ovo?», en LYB, IV, págs. 27-36.
Ba iir . Ehrhard : «Die Bild und Sinnbereich von Feuer und
Wasser in Lessings Nathan der Weise», en LYB. VI, 83 y
siguientes.
Bennet, Benjamín : «Reason, Error and the Shape of His-
tory: Lessing's Nathan and Lessing's God», en LYB, IX,
60 y sigs.
Bizet, J. A.: «La sagesse de Nathan», en Études Germani-
ques. 10 (1955), 269-275.
Bóhler , MlCHAEL J.: «Lessings Nathan der Weise ais Spiel
vom Grunde», en LYB, III, 128 y sigs.
Boxberger -Zacher : «Zur Erklarung von Lessings
“ Nathan”», en Zeiiscbri/t fu r Deutsche Pliilologie, 6
(1874), 304-329; ídem, Zu Lessing's Nathan, 1. c., 5
(1874), 433-441.
Brüggermann . F.: «Die Weisheit in Lessings Nathan», en
Zeitschriftfur Deutsche Kunde (1925), págs. 577 y sigs.
D aemmrich . Horst S.: «The incest motif in Lessing's
Nathan der Weiser and Schiller’s Braut von Messina», en
The Germanic Review, 42 (1967), págs. 184-196.
DüTSCHKE. H.: «Lessings Nathan. Ein Blick in die künstle-
rische Werkstatt des Dichters», en Nene Jahrbücher fiir
das klasische Alternan, Geschichte.... 49 (1922), 63-81.
100 BIBLIOGRAFÍA

H aller . P eter : «Paduan Coins. Concerning Lessings Pa­


rable of the Three Rings», en LYB, V, 163-171.
H eidemann . Klaus : «Gessinung und Tat. Zu Lessings
Nathan der Weise», en LYB, Vil, 69 y sigs.
Hernadi, Paul : «Nathan der Bürger. Lessings Mithos vom
aufgeklarten Kaufmann», en LYB, 111, 151 y sigs.
HOltermann . A.: «Lessings Nathan im Lichte von Leib-
niz», en Philosophie Zeitschrift Jur Deutschkunde, 42
(1928), págs. 494-507.
KOnig , D ominique von: «Nathan der Weise in der Schule:
Ein Beitrag zur Wirkungsgeschichte Lessings», en LYB,
VI, 108 y sigs.
LatTa . Alan D.: «Lessing and the drug Scene: the “ bunte
Blumen” Metaphor in Nathan der Weise», en LYB. VI,
97 y sigs.
Rohrmoser. G ünther : «Lessing. Nathan der Weise», en
Das Deutsche Drama, Vom Barock bis zur Gegenwart, He-
rausg. Berna von M ese, Dusseldorf, págs. 113-126.
Schlütter , H ans-J urgen : «... ais ob die Wahrheit MUnze
wáre». Zu Natahn der Weise, III, 6, en LYB, X, 65 y sigs.
Shaham , C haim : «Nathan der Weise unter seinesgleichen.
Zur Rezeption Lessings in der hebráischen Literatur des
19 Jahr. in Osteuropa», en LYB, XII, 1 y sigs.
W hiton, J ohn : «Aspects of Reason and Emotion in Les-
sing’s Nathan der Weise», en LYB, IX, 45 y sigs.

4) Artículos y monografías sobre temas


LESSINGU1ANOS:

A llison, Henry E.: Lessing and the Enlightement, Michigan,


1966.
Bennet. B.: «The Idea of the Audience in Lessings Inexpiicit
Tragic Dramaturgy», en LYB, XI, 59 y sigs.
Best. Otto F.: «Noch einmal: Vernunft und Offenbarung.
Überlegungen zu Lessings BerUhrung mir der Tradition
des mystischen Rationalismus», en LYB. XII, 123 y sigs.
G eiger , H einz y H aarmann . H.: «Aspekte des Dramas»,
en Opladen, 1978.
BIBLIOGRAFÍA 101

Heidsieck , A.: «Der Disput zwischen Lessing und Mendel-


sohn líber das Trauerspiel», en LYB, XI, págs. 7 y sigs.
H eller , P eter : «Lessings Historical Dialectic», en LYB,
XIII, 159-174.
H illen , G erd : «Ideologie und Humanitát ¡n Lessings
Dramen», en LYB, I, págs. 150 y sigs.
Idem : «Die Halsstarrigkeit der Tugend-Bermerkungen zu
Lessings Trauerspielen», en LYB. II, 151-134.
Kommerell . Max : Lessing und Aristóteles. Untersuchung iiber
die Theorie der Tragodie, Frankfort de Meno, 1970.
Mayer, Hans : «Lessings und Aristóteles», en Fests. ftir B.
Biume, Gottingen, 1967, págs. 61-75.
Nólle . Volker : Subjektivitdt und Wirklichkeit in Lessings dra-
matischen und theologischem Werk, Berlín, 1977.
Reh , Albert M.: «Das Motiv der Rettung in Lessings Tra­
godie und ernster Komodie», en LYB, XI, 35 y sigs.
Rilla , Paul : «Lessings Waffe der Philosophie», en Sinn
und Farm, 6 (1954), págs. 34-81.
Ritzel, W.: «Lessings Denkformen», en Kant-Studien, 57
(1966), págs. 155-166.
Stockum . T h . von: «Lessing und Diderot», en Neophiio-
logus, núm. 39 (1955), págs. 193-202.
T homas. S aíne P.: «Natural Science and Ideology of Nature
in the Germán Enlightement», en LYB, VIH, 61-88.
W essel, Leonard , J r .: «The Problem of Lessing's Theo-
logy: A prolegomenon to a New Approach», en LYB, IV,
94-121.

5) Otra literatura :

Ajad H aam (A sher G uinzberg ): El sendero del retorno,


Buenos Aires, 1957.
Brentano; Franz : Aristóteles und seine Weitanschauung,
Hamburgo, 1977.
Buber. Mart In : Escritos escogidos, 2. Sionismo y universali­
dad, Buenos Aires, 1978.
C apone Braga , G aetano : Della Dialettica. Giornale di Me­
tafísica, 1, 1956, págs. 59-85.
C assirer. E rnst: Filosofía de la Ilustración, México, 1950
(trad. de E. Imaz).
102 BIBLIOGRAFÍA

C astro, A mérico: La realidad histórica de España, México,


1954.
G erhardt : Leibniz. Philos. Schriften, Hildesheim, Nueva
York, 1978.
H a -L evi. J ehuda : Cuzary, Madrid, 1979. (Edición preparada
por Jesús Imirizaldu.)
H azard , P aul: El pensamiento europeo en el siglo X V I11,
Madrid, 1946 (trad. de Julián Marías).
J a EGER, W erner : Aristóteles. Grundtegung einer Geschichte
seiner Entwicklung (Weidmann), 1978.
J aspers, K arl : Esencia y form as de lo trágico, Buenos Aires,
1960, págs. 92 y sigs.
L eibniz: Monadologia. Introducción de Gustavo Bueno,
Oviedo, 1981.
Leibniz: Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano
(ed. preparada por J. Echeverría, Madrid, 1983).
Leibniz: Discurso de Metafísica, Madrid, 1900. (Trad. e intro*
duc. de Julián Marías.)
Ortega y G asset, J.: «M edio siglo de filosofía», en Revista
de Occidente, 3 (1980), págs. 5-21.
Ross, W. D.: Aristóteles, Buenos Aires, 1981 (traducción de
Diego F. Pro).
Sádaba . J avier: «¿E s posible una política sin teología?, en
Leviatán 4 ( 1981), págs. 75-85.
Veto, Mirlos: «La Science du particulier: de Kant a Sche-
lling», en Les Études Philosophiques, 2 (1981), páginas
163-188.
Zingari. G uido : «La possibilitá nella lógica e nella morale
di G. W. Leibniz», en Giornale Critico de la FU. Italiana,
III, 1976, págs. 386-395.
Zum Brunn , Emile : «Le neo-platonisme et les trois verités,
juive, chrétienne, musulmane», en Les Études Philosophi­
ques, 4 (1982), págs. 443-454.
NATÁN EL SABIO
Poema dramático en cinco actos

Imroite, nam el heic Dii sumí

Apud G ellwm .

[1779]
PERSONAJES

E l sultán Saladino .
S ita, su hermana.
N atán , judio rico de Jerusalén.
R eha , su hija adoptiva.
D aya, cristiana, pero, en casa de!judío Natán, está como dama
de compañía de Reha.
J oven templario .
D erviche.
E l patriarca de Jerusalén.
H ermano lego .
E mir y varios mamelucos de S aladino .

El escenario, en Jerusalén.
ACTO PRIMERO

ESCENA PRIMERA

(Escenario: El vestíbulo de la casa de N atán )

Llega N atán de viaje. D aya le sale al encuentro

D aya . —¡Es él! ¡Natán! — Gracias por siempre a


Dios que volvéis finalmente a casa.
N a t á n .— Sí, Daya; ¡gracias a Dios! Pero ¿por qué
finalmente? ¿Es que quise volver antes? ¿Y pude
volver? Babilonia dista de Jerusalén sus buenas dos­
cientas millas por el camino que hube de tomar por
fuerza, torciendo ya a la derecha ya a la izquierda; y
cobrar deudas, tampoco es trabajo que adelante a ojos
vistas, que se pueda despachar así como así.
D aya . —¡Oh, Natán, cuán mísera, míseramente po­
dríais haber acabado aquí, mientras! Vuestra casa...
N a tá n .— Se incendió. Ya me he enterado. —
¡Quiera Dios que no quede nada más de que enterarse!
D aya .— Y por poco no arde desde los cimientos.
m GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

N atán .— Pues nos hubiéramos construido otra,


Daya; y más cómoda que ésta.
D aya .— ¡Ya io creor — Pero por un pelo no quedó
abrasada también Reha.
N a tá n .— ¿Abrasada? ¿Quién? ¿Mi Reha? ¿Ella?
20 — Eso no lo he oído. — ¡Bueno! Entonces no me
habría hecho falta ya casa alguna. — ¡Que por un pelo
no se abrasó! — ¡Ah! ¡Si que lo ha sido! ¡Es verdad
que se ha abrasado! — ¡Oilo ya abiertamente! ¡Dilo ya
de una! — Mátame, y no me atormentes más. — Sí,
se ha abrasado.
D aya . — De haber sucedido, ¿estaríais oyéndolo de
mí?
N a tá n .— Pues ¿por qué me aterrorizas? — ¡Oh
Reha! ¡Oh Reha mía!
30 D aya .— ¿V uestra? ¿Reha vuestra?
N a tá n .— ¡Si tuviera que desacostumbrarme a
llamar mía a esa criatura!
D aya .— ¿Llamáis vuestro con el mismo derecho a
todo lo que poseéis?
N atán. —¡A nada con mayor derecho! Todo lo
demás que poseo, Naturaleza y Fortuna me lo dieron.
Sólo esta propiedad se la debo a la virtud.
D aya .— ¡Oh Natán, qué cara me hacéis pagar
vuestra bondad! ¡Si puede llamarse aún bondad la
40 practicada con tal intención!
N atán .— ¿Con tal intención? ¿Con cuál?
D aya .— Mi conciencia...
N atán .— Daya, deja que te cuente antes que
nada...
D aya .— M i conciencia, digo...
N atán.—Qué bonito paño te he comprado en Babi­
lonia. ¡Más rico, y rico con gusto! Ni el que le traigo a
la misma Reha es tan bonito.
D aya .— Y con eso ¿qué? Porque mi conciencia,
so tengo que decíroslo sencillamente, no se deja adorme­
cer más.
NATÁN EL SABIO 107

N a tá n .— Y cómo te van a gustar los broches, los


pendientes, el anillo y la cadena que he escogido en
Damasco para tí: teníais ganas de verme.
D aya. —¡El mismo de siempre! ¡Con tal de poder
hacer regalos, de poder hacer regalos!
N a t á n .— Tú recibe tan a gusto como yo te doy: —
¡y calla!
D aya .— ¡Y calla! — ¿Quién duda, Natán, de que
sois la honradez y la magnanimidad en persona? Pero, 60
a pesar de todo...
N a tá n .— A pesar de todo no soy más que un judío.
— ¿Quieres decir eso, verdad?
D aya .— Lo que quiero decir, lo sabéis vos mejor.
N a t á n .— ¡Pues entonces calla!
D aya . —Me callo. Lo que de vituperable ante Dios
está pasando aquí y no puedo impedir yo, no puedo
cambiar, — no puedo, — ¡recaiga sobre vos!
N atán . —¡Recaiga sobre mí! — Pero, ¿dónde está
ella? ¿Por qué no viene? — ¡Daya, si me engañas! — 7o
¿Sabe ya que he llegado?
D aya .— ¡Eso os pregunto yo! Aún tiembla del
pavor que le recorre todos los nervios. Aún pinta
fuego su fantasía en todo lo que pinta. Durmiendo
vela, y en vela está dormido su espíritu: tan pronto es
menos que animal, como más que ángel.
N a tá n .— ¡Pobre criatura! ¡Cómo somos los
hombres!
D aya .— Esta mañana estuvo un buen rato tendida
con los ojos cerrados, y estaba como muerta. De re- so
pente se incorporó sobresaltada gritando: «¡Escucha,
escucha! ¡Ahí llegan los camellos de mi padre! ¡Es­
cucha, su misma voz sosegada!» — En esto, abre otra
vez los ojos y, perdido el apoyo del brazo, cae sobre el
cojín su cabeza. — ¡Yo me asomo al portal! ¡Y va y es
verdad que venís por allá, es verdad que venís! —
¡Qué hay de extraño! Toda su alma, desde que os fuis­
teis, estuvo con Vos — y con él. —
IOS GOTTHOLD EPHRA1M LESSING

NATÁN.—¿Con él? ¿Quién es ese él?


90 D aYA.—C on quien la salvó del fuego.
N a t á n .— Y ¿quién fue, quién? — ¿Dónde está?
¿Quién me salvó a mi Reha, quién?
D aya .— Un joven templario traído días atrás prisio­
nero, y amnistiado de Saladino.
N a t á n .— ¿Cómo? ¿Un templario a quien el Sultán
Saladino hizo gracia de la vida? ¿Por menos de tal mi­
lagro no era posible salvar a Reha? ¡Dios!
D aya .— Sin él, si no arriesga enseguida lo que ines­
peradamente acababa de ganar, se acabó ella.
100 N a t á n .— ¿Dónde está él, Daya, ese noble varón?
— ¿Dónde está? Guíame hasta sus pies. Supongo que
de momento le daríais los tesoros que os dejé. ¿Se lo
disteis todo? ¿Le prometisteis más, mucho más?
D aya .— ¡Que pudimos!
N a tá n .— ¿No? ¿No?
D aya .— Vino, y nadie sabe de dónde. Fuese, y
nadie sabe adonde. Sin la mínima idea de la casa,
guiado solamente de su oído, extendiendo por delante
la capa, se abrió, audaz, paso entre llamas y humareda
no en dirección a la voz que nos pedía socorro. Ya lo dá­
bamos por perdido, cuando de entre llamas y huma­
reda se planta de pronto ante nosotros llevándola en
alto con su fuerte brazo. Frío e insensible a los gritos
de júbilo de nuestra gratitud, deposita en el suelo su
botín, se abre paso entre la gente y — idesaparece!
N a tá n .— Espero que no por siempre.
D aya .— Luego, los días siguientes, lo veíamos ir y
venir bajo las palmeras que envuelven en su sombra
el sepulcro del Resucitado. Yo me acerqué a él con
120 efusión, le di las gracias, ponderé, ofrecí, supliqué —
que viera una vez más, por lo menos, a la inocente
criatura que no podía descansar hasta desahogar en
llanto su gratitud, a sus pies.
N a tá n .— ¿Y qué?
D aya . —¡Como si nada! Era sordo a nuestra peti-
NATÁN EL SABIO 109

ción; y me largaba unas ironías amargas, a mi en parti­


cular...
N a tá n .— Hasta que amedrentada por eso...
D aya .— ¡Ni mucho menos! Volví a abordarlo todos
los días; dejé que se burlara de mí todos los días. ¡Qué 130
no sufrí de él! ¡Qué no hubiera soportado aún, a
gusto! — Pero ya hace tiempo que no viene a visitar
las palmeras que envuelven en su sombra el sepulcro
de nuestro Resucitado; y nadie sabe dónde para. —
¿Os admiráis? ¿Meditáis?
N a t á n .— Quiero hacerme una idea de la impresión
que habrá hecho esto en un espíritu como el de Reha.
Verse tan desdeñada por una persona a cuyo aprecio
nos sentimos obligados; ser tan rechazada y al mismo
tiempo tan atraída; — la verdad, mucho van a tener 140
que pelearse ahí corazón y cabeza, a ver quién vence,
si la misantropía o la melancolía. También sucede a
menudo que no venzan ni una ni otra; y la fantasía,
que se entremete en la pelea, hace exaltados de ésos
en quienes tan pronto funciona la cabeza como cora­
zón, tan pronto funciona el corazón como cabeza. —
¡Mal recambio! — Este último, me conozco bien a
Reha, es su caso: está exaltada.
D aya .— Sí, pero ¡tan ¡nocente, tan gentilmente!
N a tá n .— ¡Eso no quita para que sea también exal­ 150
tada!
D aya .— En particular da mucha importancia a una
— ocurrencia, tonta si queréis. Dice que su templario
no es terreno ni de origen terreno; que es uno de esos
ángeles a cuya guarda tanto gustaba de creerse con­
fiado su corazoncito desde la infancia, dice que, de su
nube donde suele ir oculto y que planeara en torno a
ella envuelta en llamas, que surgió de repente en
forma de templario. — ¡No sonriáis! — ¿Quién sabe?
¡Sonreíd, pero dejadle por lo menos una ilusión donde 160
un judío, un cristiano y un musulmán se unen! — ver­
daderamente, ¡una dulce ilusión!
no GOTTHOLD EPHRAIM LESSiNG

N a tá n .— ¡También para mí es dulce! — Ves, va­


liente Daya, ves; mira a ver qué hace; por si puedo ha­
blarle. — Enseguida me pongo a buscar a ese salvaje y
jovial ángel de la guarda. Y si ha tenido a bien que­
darse vagando por aquí abajo entre nosotros, si ha
tenido a bien seguir practicando tan tosca caballería,
seguro que lo encuentro y lo traigo,
no D aya .— Mucho acometéis.
N a tá n .— Y entonces, la dulce ilusión cederá el
sitio a la verdad, que es más dulce: — porque créeme,
Daya; el hombre prefiere siempre un hombre a un
ángel — ¿no es cierto que no te enfadarás conmigo,
conmigo, de ver curada a la exaltada angélica?
D aya .— ¡Sois tan bueno y al mismo tiempo tan
malo! ¡Me voy! — Pero, ¡escuchad, mirad! — Ahí
viene ella misma.

ESCENA SEGUNDA

R eha y los anteriores

REHA.—Pero, ¿sois vos mismo en persona, padre


tso mío? Yo creía que habíais enviado por delante sólo
vuestra voz. ¿Por qué no venís? ¿Qué montañas y de­
siertos, qué corrientes nos separan todavía? Estáis res­
pirando pared por pared con ella, ¿y no os apresuráis a
abrazar a vuestra Reha? ¡Pobre Reha que, mientras,
se abrasara! — ¡Casi, casi se abrasó! Casi, solamente.
¡No te estremezcas! Fea muerte, abrasarse. ¡Oh!
N atán.—¡Mi niña, niña mía querida!
R eha .— Tuvisteis que cruzar el Éufrates, el Tigris,
el Jordán; cruzar — ¿quién sabe cuántas aguas? —.
190 ¡Cuántas veces temblé por vos antes de que se me
acercara tanto el fuego! Pues, desde que se me acer­
cara tanto, morir en el agua paréceme refrigerio,
La fe y la razón, el agua y el fuego (grabado del siglo XVIH)
¡12 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

alivio, salvación. — Sí, vos no os habéis ahogado; yo,


yo, pues no me abrasé. ¡Cómo vamos a alegrarnos y a
alabar a Dios, a Dios! Él, él os trasladó a vos y a
vuestras naves sobre las alas de su ángel invisible a la
otra ribera de las traidoras corrientes. El dio la señal a
mi ángel para que visiblemente, sobre sus blancas alas,
me llevara a través del fuego —.
200 N a t á n .— (¡Blancas alas! Sí, sí; la blanca capa exten­
dida del templario.)
R eha .— Él, visiblemente, visiblemente, me llevó a
través del fuego que su capa iba apagando. — Yo,
pues, yo, he visto un ángel cara a cara; y a mi ángel.
N a tá n .— Reha merecía esto, y no habrá visto ella
en él nada más bello que lo visto por él en ella.
R eha .— (Sonriendo.) ¿A quién aduláis, padre mío,
a quién? ¿Al ángel, o a vos mismo?
N a t á n .— Sin embargo, aunque no fuera más que
210 un hombre — un hombre como los que engendra la
Naturaleza a diario, quien te hubiera prestado ese ser­
vicio: para ti tendría que ser un ángel. Tendría que
serlo y lo seria.
R eha .— No; iun ángel así, no! Un ángel de verdad;
¡seguro que fue de verdad! — ¿No me habéis ense­
ñado acaso vos, vos mismo, que es posible que existan
ángeles, que Dios puede hacer milagros en favor de
quienes lo aman? Pues yo lo amo.
N a t á n .— Y él te ama a ti; y hace a cada hora mi-
220 lagros en favor tuyo y de tu igual; más aún, los hizo
por vosotros desde toda la eternidad.
R eh a .— Me gusta oírlo.
N a t á n .— ¿Cómo? ¿Porque suene a cosa bien natu­
ral y cotidiana, va a ser menos milagro que te haya sal­
vado un templario de carne y hueso? — Lo más admi­
rable de los milagros estriba en que los más verdaderos
y auténticos pueden y deben resultarnos asi de coti­
dianos. Sin este milagro general, bien difícilmente hu­
biera llamado milagro, alguien que piense, a lo que se
NATÁN EL SABIO 113

ha de llamar asi para los niños, que, pasmados, sólo 230


van tras de lo más insólito y novedoso.
D aya .— (A N a tá n ) Pero, ¿no véis que, con seme­
jantes sutilezas, vais a hacer que le estalle el sobreexci­
tado cerebro?
N a tá n .— ¡Déjame! — ¿No seria bastante milagroso
para mi Reha acaso que la salvara un hombre que tuvo
que ser salvado antes, a su vez, por un milagro nada
pequeño? ¡Sí, un milagro nada pequeño! Pues
¿cuándo se oyó decir que Saladino haya perdonado
alguna vez a un templario; que templario alguno le 240
haya pedido, o haya esperado de él perdón; que le
haya ofrecido por su libertad algo más que el cinturón
de cuero del que arrastra su fierro, y como mucho, su
puñal?
R eha .—Eso arguye en mi favor, padre mío. — Pre­
cisamente por eso no se trata de ningún templario; lo
parecía solamente. — Ningún templario preso viene a
Jerusalén a otra cosa que a una muerte segura; nin­
guno circula por Jerusalén con tal libertad: ¿cómo hu­
biera podido salvarme de noche, uno, por propia ini- 230
ciativa?
N a t á n .— ¡Mira, qué ingeniosa! Habla tú ahora,
Daya. Por ti sé que lo mandaron aqui preso. No hay
duda de que tú sabes más.
D aya.—Está bien. — Eso dicen; — pero también
dicen que Saladino amnistió al templario porque se
parece mucho a un su hermano por quien sintiera es­
pecial cariño. Claro, como hace ya veinte años largos
que no le vive ese hermano, — no sé cómo se llamaba,
— no sé adonde fue a parar: — sucede que todo esto 260
suena a cosa tan tan increíble, que bien pudiera no
haber nada en todo este asunto.
N a tá n . —¡Toma, Daya! ¿Por qué iba a ser tan in­
creíble? ¿No será acaso —como sucede en efecto -
para darse el gusto de creer algo aún más increíble? —
¿Por qué Saladino, que tanto ama a sus hermanos, no
114 GOTTHOLD EPHRAIM LESS1NG

podría haber amado en su juventud particularmente a


uno de ellos? — ¿No se da el caso de que se parezcan
dos rostros? — ¿Se pierden las impresiones recibidas
270 hace tiempo? — ¿Ha dejado lo semejante de obrar lo
semejante? — ¿Desde cuándo? — ¿Dónde está aquí
lo increíble? — Claro, claro, sabia Daya, para ti ya no
sería milagro, y sólo tus milagros exig... digo son
dignos de fe.
D aya .— Os estáis burlando.
N a t á n .— Porque te burlas tú de mí. — En efecto,
Reha, también así sigue siendo tu salvación un mi­
lagro que sólo puede cumplir Aquel que gusta de diri­
gir las más rígidas resoluciones de los reyes, sus más
280 arriesgados proyectos, su juego —si no su burla— mo­
viendo los hilos más flojos.
R eha . —¡Padre mío! Padre mío, ya sabéis que no
me gusta equivocarme.
N a tá n .— Antes bien, te gusta que te enseñen. —
Mira: Una frente curvada así o asá; el arranque de una
nariz dirigido así más bien que asá; cejas que se desli­
zan así o asá sobre unos huesos salidos o romos; una
línea, una curva, un ángulo, un pliegue, un lunar, una
nonada en el rostro de un salvaje europeo: — y te es-
290 capas tú del fuego ¡en Asia! ¿No sería eso un milagro,
pueblo milagrero? ¿Por qué molestáis a un ángel,
encima?
D aya .— Y, en fin de cuentas, ¿qué importa —
Natán, si se me permite hablar — que se prefiera
pensar que te ha salvado un ángel a pensar que te ha
salvado un hombre? ¿Acaso no se siente uno así
mucho más cerca de la incomprensible causa primera
de su salvación?
N a t á n .— ¡Orgullo y nada más que orgullo! A la
300 vasija de hierro le gusta que la saquen del fuego con
tenazas de plata para figurarse que también ella es de
plata. —¡Bah! — Y preguntas qué importa, que qué im­
porta. ¿Y para qué sirve?, podría contrapreguntarte
NATÁN EL SABIO 115

yo sin más. — Porque eso que dices de «sentirse uno


más cerca de Dios», eso es absurdo, o blasfemia. —
Por supuesto que importa; ya lo creo que importa. —
¡Venid! Escuchadme. — ¿Verdad que al ser que te
salvó —sea ángel u hombre— querrías, tú en particu­
lar, servirlo reiteradamente en muchas y grandes
cosas? — ¿Verdad que sí? — Ea pues; a un ángel 310
¿qué servicios, qué grandes servicios podéis prestarle
vosotras? Podéis darle gracias; dirigirle suspiros, y re­
zarle; podéis derretiros de arrobamiento por él; podéis
ayunar el día de su fiesta, y repartir limosnas. — Todo
eso es nada. — Porque en todos esos casos me parece
que vosotras y vuestros vecinos salís ganando mucho
más que él. No será él quien engorde con vuestros
ayunos; no lo enriquecerán vuestras caridades; no
será más glorioso por vuestro fervor; no será más po­
deroso por vuestra confianza. ¿Verdad? ¡Sólo un 320
hombre!
D aya .— Ah, claro; para hacer algo por él, un
hombre se hubiera prestado más. ¡Y bien sabe Dios lo
dispuestas que estábamos nosotras! Sólo que él no
quería y no necesitaba completamente nada; estaba sa­
tisfecho en sí mismo y consigo, tanto como sólo lo
están los ángeles, como sólo pueden estarlo los án­
geles.
R eh a .— Finalmente, cuando desapareció por
entero... 330
N a tá n . —¿Desapareció? — ¿Cómo que desapare­
ció? — ¿Ya no se dejó ver bajo las palmeras? —
¿Cómo? Pero ¿es que lo habéis buscado ya realmente
por otras partes?
D aya .— Bueno, eso no.
N a tá n .— ¿No, Daya? ¿No? — ¡Pues ahí tienes lo
que importa! — ¡Crueles fanáticas! — ¡Mira que si ese
ángel ahora — ahora se hubiera puesto enfermo!...
R eha .— ¡Enfermo!
D aya .— ¡Enfermo! Esperemos que no. 340
¡16 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

R eh a . —¡Qué escalofrío me ha cogido! — ¡Daya! —


Mi frente siempre tan caliente, ¡toca!, de repente se
me puso helada.
N a t á n .— Es un franco, no está acostumbrado a
este clima; es joven; no está acostumbrado al duro tra­
bajo de su estado, al hambre, a la vigilia.
R eh a .— ¡Enfermo! ¡Enfermo!
D aya .— Natán quiere decir solamente que sería po­
sible.
350 N a tá n .— ¡Y está ahí postrado! Sin un amigo, ni
dinero con que costearse amigos.
R eha . — ¡Ay, padre mío!
N a tá n .— Postrado sin asistencia, sin asesoramienlo
y consuelo, ipresa ahí del dolor y la muerte!
R eha .— ¿Dónde? ¿Dónde?
N a t á n .— Él, que por una a quien no conocía, a
quien no había visto nunca — bastó con que se tratara
de un ser humano— ... se arrojó al fuego...
D aya . —¡Natán, ten miramiento con ella!
36o N a t á n .— Ese mismo no tuvo la posibilidad de co­
nocer más de cerca, de volver a ver lo que salvó — no
fuera más que por excusarle el agradecimiento...
D aya .— ¡Ten miramiento con ella, Natán!
N a tá n .—Tampoco pidió volver a verlo — a no ser
que se tratara de salvarlo por segunda vez — porque
basta con que se trate de un hombre...
D aya .— ¡Acabad y reparad!
N a tá n .— Ese mismo, al morir, para consolarse, no
tiene nada — ¡más que la conciencia de esa acción suya!
370 D aya .— ¡Acabad! ¡La vais a matar!
N a t á n .— ¡Y tú lo has matado a él! — Así, hubieras
podido matarlo. ¡Reha, Reha! Es una medicina, no un
veneno, lo que te doy. ¡Él vive! — ¡Vuelve en ti! —
¡Ni siquiera está enfermo tampoco; ni siquiera está en­
fermo!
R eha.—¿Seguro? — ¿No ha muerto?, ¿no está en­
fermo?
NATÁN EL SABIO ¡17

N a tá n .— ¡Seguro que no ha muerto! — Pues


premia Dios aquí todavía el bien que aquí se ha
hecho. — ¡Anda! — ¿Comprendes ahora cuánto más 38o
fácil es exaltarse devotamente que obrar bien; cómo
gusta de enfervorizarse el más flojo de los hombres,
sólo —aunque algunas veces no sea consciente de esa
intención—, sólo para no tener que obrar bien?
R eha .— ¡Ah, padre mío! ¡Pero no dejes sola nunca
más a tu Reha! — ¿Verdad que pudiera haber empren­
dido algún viaje, nada más? —
N a t á n . —¡Anda! — Por supuesto. — Allá estoy
viendo a un musulmán que me examina con curiosi­
dad los cargados camellos. ¿Lo conocéis? 390
D aya.—¡Ah! Vuestro derviche.
N a tá n .— ¿Quién?
D aya . —¡Vuestro derviche, vuestro compañero de
ajedrez!
N a tá n . —¿Al-Hafi? ¿Ése es Al-Hafi?
D aya .— A hora es tesorero del sultán.
N a tá n .— ¿Cómo? ¿Al-Hafi? ¿Sueñas otra vez? —
¡Es él! — ¡verdaderamente es él! — viene hacia aquí,
i Adentro vosotras, de prisa! — ¡Casi nada voy a oír!

ESCENA TERCERA

N atán y el derviche

D erviche .— ¡A bre bien los ojos, todo lo que 400


puedas!
N a tá n .— ¿Eres tú? ¿No eres tú? — ¡Un derviche
con tal fausto!...
D erviche .— Bueno, y ¿por qué no? ¿Que de un
derviche no se puede hacer nada, absolutamente
nada?
N atán .— ¡Toma, no poco! — Lo que pasa es que
n8 GOTTHOLD EPHRAÍM LESS/NG

yo siempre me imaginé que el derviche —tan cabal


derviche— no se prestaría a que hicieran algo de él.
410 D erviche .— ¡Por el Profeta! También podría ser
que no fuera yo a lo mejor tan cabal derviche. A decir
verdad, cuando se está obligado.—
N a tá n . —¡Obligado! ¡Un derviche! — ¿Un derviche
obligado a algo? Ningún hombre tendría que estar
obligado a nada, ¿y un derviche tendría que estar obli­
gado a algo? Y ¿a qué estaría obligado?
D erviche .— A cuanto se le pida con razón y consi­
dere él bueno: a eso está obligado.
N a t á n . —¡Por nuestro Dios! En esto dices verdad.
420 — Deja que te dé un abrazo, hombre. — Pues todavía
eres tú amigo mío, ¿no?
D erviche .— ¿Y no me preguntas antes qué me han
hecho?
N a tá n .— ¡Te hayan hecho lo que sea!
D erviche .— ¿Y si me hubiera convertido en una
figura dentro del Estado, cuya amistad os resultara in­
cómoda?
N a tá n .— Si tu corazón es aún un corazón de der­
viche, yo me arriesgo a ello. La figura estatal no es
430 más que tu vestimenta.
D erviche .— Que exige también ser honrada. —
¿Qué supondréis que soy? ¡Adivinad! — ¿En vuestra
casa, yo qué sería?
N a tá n .— Derviche; nada más. Bueno, probable­
mente, además, cocinero.
D erviche .— ¡Pues sí! Como para desaprender mi
profesión en vuestra casa. — ¡Cocinero! ¿Y camarero
además, no? — Concede que Saladino me conoce
mejor. — Estoy de tesorero en su casa.
440 N a t á n .— ¿Tú? ¿En su casa?
D erviche .— Quiero decir de su caja menor, —
pues la mayor gobiérnala su padre todavía — me re­
fiero a su caja doméstica.
N a tá n .— Su casa es grande.
NATÁN EL SABIO 119

D erviche .— Y mayor de lo que creéis, pues todos


los mendigos forman parte de su casa.
N a tá n .— En efecto, es tan contrario de mendigos
Saladino— .
D erviche .—Que se ha propuesto exterminar hasta 450
el último — aunque tuviera que acabar él mismo en
mendigo.
N a tá n .— ¡Bravo! — Lo mismo pienso yo.
D erviche .— ¡Ya lo es, además, digan lo que quie­
ran! — Pues cada día a la puesta del sol está su caja
más vacía que vacía. Alta es la marea que entra cada
mañana, pero al mediodía hace ya buen rato que se es­
currió.
N a t á n .— Porque en parte se la engullen canales
que es tan imposible mantener llenos como taponar. 460
D erviche . —¡Acertaste!
N a t á n .— ¡Algo sé de eso!
D erviche .— Lo cierto es que no sirve de nada que
los príncipes sean buitres entre carroñas. Claro que si
son carroñas entre buitres, sirve diez veces menos.
N a tá n .— ¡No creas, derviche, no creas!
D erviche .— ¡A vos sí que se os da bien esto, a vos!
— Veamos: ¿qué me dáis por el traspaso de mi cargo?
N atán. —¿Qué te renta el cargo?
D erviche .— ¿A mí? No mucho. Sin embargo, a 470
vos, a vos puede cundiros prodigiosamente. Pues
cuando hay reflujo en la caja —que es lo más fre­
cuente—, entonces abrís vos vuestras esclusas:
hacéis un adelanto y os cobráis los intereses que os
plazca.
N a tá n .— ¿Incluido el interés del interés de los inte­
reses?
D erviche . - ¡ C laro!
N a t á n .— Hasta que mi capital se convierta en
puros intereses. 480
D erviche .— ¿No os atrae eso? — ¡Pues no hay
sino extender la carta de despedida de nuestra amis­
120 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

tad! Porque la verdad es que había contado mucho


con vos.
N a t á n .— ¿De veras? Y cómo, ya dirás cómo.
D erviche .— Con que me ayudarais a desempeñar
dignamente mi ministerio; con tener disponible
vuestra caja en todo momento, — ¿Cabeceáis?
N a tá n .— ¡A ver si nos entendemos! Aquí hay que
490 distinguir. — Tú, ¿por qué no tú?, el derviche Al-
Hafi, para mí es siempre bienvenido. — Pero Al-Hafi,
tesorero mayor de Saladino, ése — a ése—
D erviche .— ¿No decía yo? ¡Siempre sois tan
bueno como prudente y tan prudente como sabio! —
¡Paciencia! Lo que distinguís en Hafí, pronto quedará
otra vez separado. — Mirad la honrosa hopalanda que
me dio Saladino. Antes de que se destiña, antes de
que se convierta en andrajos de esos que cuadran a un
derviche, estará colgando de un clavo en Jerusalén; y
500 yo en el Ganges, paseando, ligero y descalzo, por la
cálida arena con mis maestros.
N a tá n .— ¡Demasiado parecidos a ti!
D erviche .— Y jugando con ellos al ajedrez.
N a tá n . — ¡Tu sumo Bien!
D erviche . —¡Imagina qué me sedujo! — ¿Que ya
no necesitaría mendigar más? ¿Que podría hacer de
hombre rico entre mendigos? ¿Que sería capaz de
convertir en un tris al mendigo más rico en el rico
más pobre?
sio N a tá n .— Pues, eso, seguro que no.
D erviche .— ¡Algo mucho más desagradable! Por
vez primera me sentí halagado, halagado por una bon­
dadosa suposición de Saladino—
N a tá n . — ¿Cuál?
D erviche .— «Sólo un mendigo sabe cómo caer
bien a lo mendigos; sólo un mendigo es capaz de
aprender a dar de manera adecuada a los mendigos.
Tu antecesor, me dijo, para mi que era muy frío, muy
rudo. Daba con tal desgana, cuando daba; antes de
NATÁN EL SABIO 121

dar, pedía informes de manera tan violenta acerca del 520


receptor; nunca contento con conocer la necesidad,
quería saber su causa para sopesar cicateramente
según ella el donativo. ¡Eso no lo hará Al-Hafi! ¡No
parecerá Saladino en Hafi tan inclementemente cle­
mente! Al-Hafi no es como esos caños obstruidos
que, el agua clara y mansa que reciben, la devuelven
sucia y burbujosa. ¡Al-Hafi piensa y siente como yo!»
— Así de delicioso sonaba el reclamo del pajarero
hasta que el frailecillo estuvo en las redes. — ¡Pájaro
bobo de mí! ¡Pájaro fatuo de un pájaro fatuo! 530
N a tá n .— ¡Despacio, derviche mío, despacio!
D e r v ic h e . — ¡Venga, venga! — ¿Que no sería fatui­
dad oprimir, esquilmar, saquear, torturar, ahogar a los
hombres por cientos de miles y querer aparecer como
un filántropo con el individuo? ¿Que no sería fatuidad
remedar la liberalidad del Altísimo, que se desparrama
con el sol y la lluvia sin seleccionar entre buenos y
malos ni entre campiña y desierto, — no teniendo
siempre las manos llenas como el Altísimo? ¿Qué?
¿Que no sería fatuidad? $40
N a tá n . — ¡Basta! ¡Para!
D e r v ic h e . —¡Déjame mentar por lo menos mi fatui­
dad! — ¿Qué? ¿Que no sería fatuidad buscarle aún su
buen lado a esas fatuidades para tomar parte en esas
fatuidades por su buen lado? ¿Eh? ¿Que no?
N a tá n .— Al-Hafi, procura volverte pronto a tu
yermo. Me temo que, entre los hombres precisa­
mente, llegues a desaprender a ser hombre.
D e r v ic h e . — Justo eso temo yo también. ¡Adiós!
N a t á n . —¿A qué tanta prisa? — Pero espera, Al- 550
Hafi. ¿Es que se te escapa el desierto? — ¡Que te digo
que esperes! — ¡Ojalá me escuchara! — ¡Ye, Al-Hafi,
que estoy aquí! — Se fue; con lo a gusto que le hubiera
preguntado por nuestro templario. Presumo que lo
conoce.
122 GOTTHOLD EPHRA1M LESSING

ESCENA CUARTA

Entra DAYA presurosa. N atán

D aya.—¡Oh Natán, Natán!


N atán.—¿Eh? ¿Qué hay?
D aya.—¡Se deja ver otra vez, se deja ver otra vez!
N atán.—¿Quién, Daya, quién?
56o D aya.—¡Él, él!
N atán.—¿Él? ¿Él? — ¡Cuándo no se deja ver ése!
— Sí, ya; lo llamáis él por antonomasia. — ¡No debería
llamarse así! Ni aunque fuera un ángel, ¡no!
D aya.—Vuelve a pasear bajo las palmeras, arriba y
abajo, y de cuando en cuando coge dátiles.
N atán.—¿Y se los come? — ¿Y como templario?
D aya.—¿Qué me mareáis? — Su ansiosa mirada
ya lo ha adivinado tras de las densamente entrelazadas
palmeras y lo sigue de hito en hito. Os ruega —os con-
570 jura— que os lleguéis a él sin tardanza. ¡Oh, daos
prisa! Ella os dirá desde la ventana, por señas, si sube
él o si echa para abajo. ¡Oh, daos prisa!
N atán.—¿Así, tal como me apeé del camello? —
¿Es decente eso? — Ves, corre tú hacia él y notifícale
mi vuelta a casa. Anda con cuidado; lo que no ha que­
rido, ese hombre de bien, es pisar mi casa en ausencia
mía, y no le disgustará venir si es el padre mismo
quien lo invita. Anda, dile que lo invito, que lo invito
cordialmente...
580 D aya. —¡Todo será en vano! No vendrá a vos. —
Porque, en una palabra, no vendrá a casa de un judío.
N atán.—Ves igual, ves a detenerlo por lo menos,
a seguirlo con la vista por lo menos. — Ves, enseguida
vengo en tu busca.

(N atán se entra de prisa, y D aya se va.)


NATÁN EL SABIO 123

ESCENA QUINTA

Escenario: Paraje con palmeras, a cuya sombra pasea


arriba y abajo el TEMPLARIO. El HERMANO LEGO lo
sigue, siempre a derla distancia, por un lado, como quien
quiere dirigirte la palabra

T emplario .— ¡Éste viene siguiéndome no hace


mucho rato! — ¡Hay que ver qué miradas me tira de
soslayo a las manos! — Buen herm ano,... Bien puedo
llamaros también padre, ¿no?
HERMANO LEGO.— Sólo h e rm a n o — h e rm a n o lego
sólo; a su servicio. 590
T emplario .— Sí, buen hermano; ¡para mí quisiera
yo tener algo! ¡Por Dios, por Dios! No tengo nada.
HERMANO LEGO. —Pues, con todo, ¡gracias de cora­
zón! Dios os dé a vos mil veces tanto como os gustaría
dar. Porque la voluntad de dar, y no el don, hace al
dador. — Demás que no me han mandado en absoluto
al señor por limosnas.
T emplario .— Pero, ¿te han mandado?
Herm ano lego .— Sí, del convento.
T e m p l a r io . — ¿Donde ahora mismo esperé encon- 600
trarme el pequeño banquete del peregrino?
Herm ano LEGO.— Ya estaban ocupadas las mesas,
pero el señor no tiene más que volver conmigo.
T emplario .— ¿A qué? Hace mucho tiempo que no
he comido carne. Pero, ¿qué más da? Bien maduros
están los dátiles.
Herm ano lego .— Tenga cuidado el señor con esa
fruta. Tomada en exceso, no sienta bien; estriñe el
bazo; hace melancólica la sangre.
T e m p l a r io . — ¿Y si a mí me gusta sentirme melan- 610
cólico? — Mas, no creo que os hayan mandado para
hacerme esa advertencia.
124 GOTTHOLD EPHRA1M LESS/NG

Herm ano lego .— ¡Oh, no! — Yo sólo he de infor­


marme sobre vos; probaros «al dente».
T emplario .— Y eso ¿me lo decís a mí mismo?
Hermano lego .— ¿Por qué no?
T emplario .— (¡Ladino lego!) — ¿El convento
tiene otros como tú?
Herm ano lego .— N o sé. Yo estoy obligado a obe-
620 decer, caro señor.
T emplario .— Y pues que obedecéis, hacéislo sin
demasiadas sutilezas, ¿eh?
H ermano lego .— ¿De otro modo, sería obedecer,
caro señor?
T emplario . —(iY que la simpleza tenga siempre
razón!) — Sin embargo, tendríais que decirme en con­
fianza también quién es la persona que desea cono­
cerme mejor. — Yo juraría que no sois vos mismo.
H erm ano lego .— ¿Me convendría a mí? ¿Y me
630 sería provechoso?
T emplario .— ¿A quién conviene y aprovecha,
pues, que tanta curiosidad tiene? ¿A quién?
Hermano lego .— Al patriarca; eso he de pensar.
— Porque él es quien me mandó tras de vos.
T emplario .— ¿El patriarca? ¿Tan poco conoce, el
tal, la cruz roja sobre la blanca capa?
Herm ano lego .— ¡Yo sí que la conozco!
T emplario .— ¿Entonces, hermano, entonces? —
Yo soy templario, y estoy preso. — Añado: me hicie-
640 ron preso en Tebnin, la fortaleza que nos hubiera gus­
tado expugnar en el último momento de la tregua,
para caer enseguida sobre Sidón; — añado: el prisio­
nero que hace veinte y el único indultado por Sala-
dino. Ya sabe el patriarca lo que necesita saber; —
más de lo que necesita saber.
H ermano lego .— Pero ni, con mucho, más de lo
que ya sabe. — A él le gustaría saber también por qué
ha amnistiado Saladino al señor, únicamente al señor.
T emplario .— ¿Lo sé yo mismo? — Desnudo ya el
NATÁN EL SABIO ¡25

cuello, estaba arrodillado sobre mi capa esperando el 6S0


golpe, cuando clava en mi su mirada Saladino, se me
acerca de un salto, y hace una seña. Me levantan; me
desatan; quiero darle las gracias; veo lágrimas en sus
ojos: Él está mudo, yo también; se va él, me quedo.
— Ahora bien, todo esto ¿cómo se ata? Que se lo des­
cifre el patriarca mismo.
Herm ano lego .— Él deduce de todo ello que ha
debido de reservaros Dios para grandes, grandes
cosas.
T emplario .— ¡Sí, para grandes cosas! Para salvar 660
del fuego a una muchacha judia; para guiar al Sinai a
peregrinos curiosos, y cosas así.
Herm ano lego .— ¡Todo se andará! — Tampoco
fue mal hasta ahora. — A lo mejor, el mismo patriarca
le tiene ya preparados al señor negocios mucho más
importantes.
T emplario .— ¿Posible? ¿Creéis, hermano? — ¿Ya
os ha dejado entrever alguna cosa?
Herm ano lego .— ¡Ah, ya lo creo! — Pero antes he
de sondear al señor, a ver si es el hombre apropiado. 670
T emplario . —Bueno, pues; ¡a sondear tocan!
(¡Vamos a ver cómo sondea éste!) — ¿Y bien?
H erm ano lego .— L o más breve será sin duda que
yo comunique al señor, sin rodeos, lo que desea el pa­
triarca.
T emplario .— Bien.
Hermano LEGO.— Él querría enviar un billete por
mano del señor.
T emplario .— ¿Por mi mano? No soy recadero. —
¿Eso, eso sería el negocio mucho más glorioso que 680
arrancar del fuego a una muchacha judía?
Hermano leg o .— ¡Tendrá que serlo, digo! Porque
—dice el patriarca— ese billete es de extraordinario in­
terés para toda la Cristiandad. A quien entregue ese bi­
llete —dice el patriarca—, se lo recompensará Dios un
día, en el cielo, con una corona especial. Y nadie hay
126 GOTTHOLD EPHRAÍM LESS1NG

más digno de esa corona —dice el patriarca— que el


señor.
T em plario .— ¿Que yo?
690 Hermano LEGO.—Porque será difícil encontrar a al­
guien más apto para ganarse esa corona —dice el pa­
triarca— que vos, señor mío.
T emplario .— ¿Que yo?
H ermano lego.—Dice que el señor aquí es libre;
que puede circular por todas partes; que sabe cómo se
asalta y se defiende una ciudad; que puede —dice el
patriarca— valuar como nadie el fuerte y los puntos
débiles de la segunda muralla, la interior, recién
construida por Saladino, y describírsela con la mayor
700 claridad posible a los combatientes de Dios —dice el
patriarca.
T emplario .— Buen hermano, pero yo tendría que
conocer también el contenido del billete.
Herm ano lego .— S í, eso — bueno, eso no lo co­
nozco yo bien del todo. Mas, sé que se trata de un bi­
llete al rey Felipe. — El patriarca..., con frecuencia me
he admirado de que un santo, que por lo demás vive
enteramente en el cielo, al mismo tiempo pueda aba­
jarse para estar tan informado de las cosas de este
7io mundo. Debe de resultarle penoso.
T emplario .— ¿Entonces, el patriarca?
Herm ano lego .— Sabe exactamente, de modo por
entero indubitable, cómo y dónde, con qué fuerza,
por qué parte abrirá la campaña Saladino, en el caso
de que se empiece abiertamente otra vez.
T emplario .— ¿Sabe todo eso?
Hermano LEGO.— Sí, y quisiera hacérselo saber al
rey Felipe, con objeto de que pudiera conjeturar apro­
ximadamente si el peligro es en realidad tan formi-
72o dable como para restablecer, cueste lo que cueste, con
Saladino el armisticio que vuestra Orden tan bizarra­
mente ha roto.
T emplario .— ¡Pero qué patriarca! — ¡Ya, ya! Este
NATÁN EL SABIO 127

amable y valeroso varón no quiere que haga yo de


vulgar recadero; me quiere — para espía —. Decidle a
vuestro patriarca, buen hermano, que, por lo que me
habéis podido sondear, ese asunto no me va. — Que
me he de considerar aún preso y que la única profesión
del templario es manejar la espada, no practicar el es­
pionaje. 730
Herm ano lego .— ¡Me lo figuraba! — Tampoco
quiero tomarle muy a mal al señor, precisamente esto.
— A decir verdad, lo mejor viene ahora todavía. — El
patriarca ha descubierto, además de esto, cómo se
llama la fortaleza y su exacta situación en el Líbano,
donde se guardan las inmensas cantidades con que el
previsor padre de Saladino paga a su ejército y cubre
los costes de los preparativos de la guerra. De cuando
en cuanto va allí Saladino por caminos apartados, y
casi sin escolta. ¿Caéis en la cuenta? 740
T emplario .— ¡Nunca jamás!
Herm ano LEGO.— ¿Habría algo más fácil que apo­
derarse de Saladino, que acabar con él? — ¿Tembláis?
— ¡Oh! Ya se han ofrecido a intentar la acción un par
de maronitas, temerosos de Dios, con tal de que los
dirija un varón esforzado.
T emplario . — ¿Y el patriarca me habría elegido a
mí para ser ese varón esforzado?
H erm ano lego .— Cree que el rey Felipe puede
echar acá una buena mano desde la Ptolemaida. 750
T emplario .— ¿A mí? ¿A mí, hermano? ¿A mí?
¿Pero no habéis oído, no acabáis de oír qué tipo de
obligación tengo para con Saladino?
H erm ano LEGO.— Claro que lo he oído.
T emplario .— Y, ¿a pesar de ello?
H erm ano leg o .— Sí —opina el patriarca—, eso es
muy bonito, pero Dios y la Orden...
TEMPLARIO.— ¡No cambian nada! ¡No me ordenan
ninguna infamia!
HERMANO LEGO. —¡Seguro que no! — Sólo que 760
128 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

—opina el patriarca— lo que es infamia a los ojos de


los hombres, no lo es también a los ojos de Dios.
T emplario .— ¿Le debería yo mi vida a Saladino y
tendría que arrebatarle la suya?
Herm ano lego .— ¡Bah! — A pesar de todo
— opina el patriarca— no es más que un enemigo de la
Cristiandad, que no puede granjearse el derecho de
ser amigo vuestro.
T emplario .— ¿ A migo, una persona con la que no
77o quiero quedar como un bribón, como un ingrato
bribón?
Herm ano lego .— ¡Por supuesto! — La verdad es
que —opina el patriarca— quedamos libres de toda
deuda, libres ante Dios y los hombres, si el favor no
se produce por amor a nosotros. Y como por ahi corre
la voz —opina el patriarca— de que Saladino os in­
dultó sólo porque en vuestro aire, en vuestros mo­
dales lo deslumbró un algo de su hermano...
TEMPLARIO. —¿Eso también lo sabe el patriarca, y
780 sin embargo? ¡Ah, seguro que fue eso! ¡Ah, Saladino!
— Asi que la Naturaleza habría dado, no fuera más
que a un solo rasgo mío, la forma de tu hermano, ¿y a
ese rasgo no correspondería nada en mi alma? ¿Así
que yo podría suprimir esa correspondencia por darle
gusto a un patriarca? — ¡Naturaleza, tú no reniegas
así! ¡Dios no se contradice así en sus obras! — ¡Mar­
chaos, hermano! — ¡No me irritéis la hiel! — ¡Mar­
chaos, marchaos!
Hermano lego .— Me voy, y me voy más compla-
790 cido de lo que vine. Discúlpeme, el señor. Nosotros
los conventuales debemos obediencia a nuestros supe­
riores.
NATÁN EL SABIO 129

ESCENA SEXTA

El TEMPLARIO y D aya , que hace ya tiempo había


estado observando al templario y que ahora se le acerca

D aya .— Me parece que el hermano lego no lo ha


dejado lo que se dice de buen humor. — Pero no me
queda más remedio que probar ventura.
T emplario .— ¡Pues!; ¡lo que faltaba! — ¿Miente el
refrán que reza: monje y mujer, mujer y monje, las
dos zarpas del diablo? De la una a la otra me arroja
hoy.
D aya .— ¿Qué veo? — ¿Vos, noble caballero? — soo
¡Gracias a Dios! ¡Mil gracias a Dios! — Pero, ¿dónde
os ocultasteis todo este tiempo? — ¿No será que
habéis estado enfermo?
T emplario . - N o.
D aya .— ¿Sano, pues?
T emplario .— Sí.
D aya .— Estábamos verdaderamente muy preocu­
padas por vos.
T emplario .— ¿Sí?
D aya .— Seguro que habéis estado de viaje. sto
T emplario .— A certasteis.
D aya .— Y que acabáis de volver hoy.
T emplario .— A yer.
D aya .— El padre de Reha también ha llegado hoy.
¿Cabría que Reha albergara esperanza ahora?
T emplario .— ¿Qué?
D aya .— De lo que tantas veces os hicisteis de
rogar. Con el mayor encarecimiento os invita su padre
mismo a que vengáis pronto. Viene de Babilonia, con
veinte camellos colmos, y cuanto encierran la India y 820
Persia y Siria, y hasta la China, de exótica especiería,
de piedras y paños.
T emplario .— No compro nada.
130 GOTTHOLD EPHRAIM LESS1NG

D aya.—Su pueblo lo respeta como a un príncipe.


Pero me ha llamado la .atención muchas veces que lo
llame Natán el sabio y no, más bien, Natán el rico.
T emplario .— A lo mejor para su pueblo es lo
mismo rico que sabio.
D aya.—Pero más que nada tendría que haberlo 11a-
830 mado el bueno. Pues no os podéis imaginar lo bueno
que es. Cuando se enteró de lo mucho que Reha os
debía, ¡qué no hubiera hecho en ese instante por vos,
qué no os hubiera dado!
T emplario .— ¡Ah!
D aya . —¡Haced la prueba y venid y ved!
T emplario .— ¿El qué? ¿Lo rápido que pasa un ins­
tante?
D aya.—Si no fuera tan bueno, ¿hubiera consentido
yo en estar tanto tiempo en su casa? ¿Creéis vos acaso
84o que no siento mi [propia] valía como cristiana? Tam­
poco estaba destinada, por los pañales en que me cria­
ron, a seguir a mi marido a Palestina, total para criar a
una muchacha judía. Mi querido esposo fue un noble
caballero del ejército del Káiser Federico.
T emplario .— Suizo de nacimiento, a quien estaban
reservados el honor y la gracia de ahogarse en un río
con Su Cesárea Majestad. — ¡Mujer!; ¿cuántas veces
me habéis contado ya esto? ¿Es que no vais a dejar
alguna vez de perseguirme?
8S0 D aya .— ¡Perseguir! ¡Buen Dios!
T emplario .— Sí, sí, perseguir. ¡No quiero veros ni
oíros más ya, de una vez! No quiero que me recordéis
continuamente una acción cumplida sin pensar en
nada; que, si la pienso, se me convierte en acertijo de
mi mismo. No es que quiera arrepentirme de ella.
Pero, fijaos; si se presenta otra vez un caso igual, ten­
dréis vos la culpa de que no actúe yo con tanta rapidez,
de que procure informarme antes, — y deje que se
abrase lo que se esté abrasando.
860 D aya . —¡Dios nos guarde!
NATÁN EL SABIO 131

T emplario.—A partir de hoy hacedme ese favor


por lo menos, y como si no me conocierais. Os lo su­
plico. Quitadme de encima también al padre. Un judío
es un judio. Yo soy un tosco suebo. La imagen de la
muchacha hace ya tiempo que se fue de mi alma, si es
que estuvo allí alguna vez.
D aya.—Pero la vuestra no se ha ido de la suya.
T emplario.—Bueno, y ¿qué; entonces qué?
D aya. —¡Quién sabe! Los hombres no son siempre
lo que parecen.
T emplario.—Pero rara vez mejores. (Vase.)
D aya.—¡Pero esperad! ¿Qué prisa tenéis?
T emplario.—Mujer, no me hagas odiosas las pal­
meras a cuya sombra paseo tan a gusto.
D aya.—¡Hala ves, oso alemán, ves! — Mas, no
tengo que perderle el rastro a esta fiera.

(Lo sigue de tejos.)


ACTO SEGUNDO

ESCENA PRIMERA

(Escenario: Palacio del SULTÁN)

SALADINO y Sita jugando al qjedrez

Sita.—¿Dónde estás, Saladino? ¿Cómo juegas


hoy?
Saladino.—¿No estoy jugando bien? Creía que sí.
Sita.—Bien para mí; y aún ni eso. Deshaz esa
jugada.
Saladino.—¿Por qué?
S ita.—El caballo queda al descubierto.
Saladino .—Es verdad. Pues ¡así!
Sita.—Entonces juego la horquilla.
Saladino .—También es verdad. — Pues ijaque!
Sita.—¿De qué te sirve eso? Muevo adelante y te
quedas otra vez como estabas.
Saladino.—Bien veo que de este aprieto no hay
manera de salir sino pagando. ¡Ea! Toma ei caballo, y
en paz.
Sita.—No lo quiero. Paso de largo.
Saladino .—No me regalas nada. Te interesa más
ese sitio que el caballo.
134 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

S ita .— Puede.
20 Sa la d in o .— No hagas tus cuentas sin contar con el
patrón. Porque ¡mira! Apuesto a que no te esperabas
esto.
S ita .— C iertamente, no. ¿Cómo iba a sospechar
que estuvieras tan cansado de tu reina?
S alad in o .— ¿Yo, de mi reina?
S ita .— Ya veo que hoy no ganaré más que mis mil
dinares; ni un naserín más.
S a la d in o .— ¿Por qué?
SITA. —¡Y aún lo pregunta! — Porque quieres
30 perder adrede, por encima de todo. — Así no me
salen las cuentas, claro. Pues que, además de no ser
muy distraída la partida, que digamos, ¿no salgo ga­
nando al máximo siempre contigo, cuando pierdo?
¿Dejaste alguna vez de doblarme la suma para conso­
larme de haber perdido la partida?
S alad in o .— ¡Ah, mira! ¿Entonces habrías estado
perdiendo tú adrede, hermanita?
Sita .— Por lo menos, bien pudiera ser que tu libera­
lidad, querido hermanito, sea culpable de que yo no
40 aprenda a jugar mejor.
S alad in o .— Nos desviamos del juego. ¡Concluye!
S ita .— ¿A sí está esto? Bueno, pues ¡jaque!, y
¡jaque doble!
S a la d in o .— La verdad es que ese jaque doble que
me tumba también a la reina, no lo había visto yo.
S ita .— ¿Podía evitarse aún? Déjame ver.
S a la d in o .— No, no; toma la reina, sin más. Nunca
fui afortunado con esa pieza.
S ita .— ¿Sólo con la pieza?
so S a la d in o .— ¡Quítala! - No me hace falta. Porque
así queda todo protegido otra vez.
S ita .— C uán cortésmente hay que conducirse con
las reinas, es cosa que me enseñó muy bien mi her­
mano. (La deja estar.)
S alad in o .— ¡Tómala o déjala! No tengo otra.
NATÁN EL SABIO 135

SITA.—¿Para qué tomarla? ¡Jaque! — ¡Jaque!


Saladino.—Tira adelante.
Sita.—¡Jaque! — ¡Y jaque! — ¡Y jaque!
Saladino.—¡Y mate!
Sita.—No del todo; aún puedes jugar el caballo 60
entre éstas; o haz lo que quieras. ¡Da lo mismo!
Saladino .—¡Perfecto! — Has ganado tú y paga Al-
Hafi. — ¡Que lo llamen, enseguida! — No te faltaba
razón, Sita; del todo no estaba en el juego; estaba dis­
traído: además, ¿quién nos tiene asignadas las piezas
lisas, que no evocan nada, no dicen nada? ¿He jugado
acaso con el Imán? — Si, por cierto: excusas de perde­
dor. No fueron las piezas lisas las que me hicieron
perder, Sita; tu arte, tu sosegado y fulgurante mirar...
Sita.—Con eso tampoco buscas más que sacarte la 70
espina de la derrota. Estabas distraído y basta. Y más
que yo.
Saladino.—¿Más que tú? ¿A (¡qué te distraía?
Sita.—¡No precisamente tu distracción! — ¡Oh Sa­
ladino!, ¿cuándo volveremos a jugar con la atención
que poníamos antes?
Saladino.—¡Así jugamos con más codicia aún! —
¡Ah!, ¿te refieres a que vuelve a empezar la cosa? —
¡Puede! — pero, ¡adelante! — No fui yo el primero en
desenvainar; yo hubiera preferido renovar el armisti­ so
cio; al mismo tiempo le hubiera proporcionado a mi
Sita un buen marido. Y para eso tiene que ser her­
mano de Ricardo: es el hermano de Ricardo.
Sita.—¡Con tal de alabar a tu Ricardo!
Saladino.—Sí; luego, a nuestro hermano Melek le
asignarán la hermana de Ricardo, ¡ah, qué casa resul­
tará! ¡Ah, la mejor de las primeras, de las mejores
casas del mundo! — Ya ves que tampoco me quedo
corto alabándome. Me considero digno de mis
amigos. — ¡Eso sí que hubiera dado hombres, eso! 90
SITA.—¿De ese bello sueño no me reí yo ense­
guida? Tú no conoces a los cristianos, no quieres co-
136 GOTTHOLD EPHRAIM LESS1NG

nocerlos. Su orgullo es ser cristianos; no, ser


hombres. Porque incluso eso que viene todavía de su
fundador y que sigue dándole a la superstición un
aroma de humanidad, incluso eso, lo aman no porque
es humano, sino porque lo enseña Cristo, porque lo
hizo Cristo. — ¡Ya tienen suerte con que Cristo fuera
un hombre tan bueno! ¡Ya tienen suerte con poder
too aceptar su virtud con plena confianza! — Bueno, ¿qué
digo su virtud? — No su virtud; su nombre es lo que
hay que propagar por todas partes, lo que ha de desa­
creditar y devorar el nombre de todos los hombres
buenos. No les importa nada más que el nombre, el
nombre.
S alad in o .— ¿Te refieres al motivo por que os
exigen que también vosotros, también tú y Melek, os
llaméis cristianos, antes de pretender amar como es­
posos a unos cristianos?
i io S ita .— ¡Eso mismo! ¡Como si solamente de los cris­
tianos en cuanto tales cupiera esperar el amor con que
el Creador equipó al hombre y a la hembra!
S a la d in o .— ¡Los cristianos creen en demasiadas
mezquindades, para poderse librar también de ésa! —
Y, además, creo que te equivocas. — La culpa la
tienen los templarios, no los cristianos; son culpables
como templarios, no como cristianos. Ellos son los
responsables de que no se resuelva este negocio. Por
nada del mundo quieren soltar Acca, que traería en
120 dote, para nuestro hermano Melek, la hermana de Ri­
cardo. Para que no corra peligro el beneficio de la
Orden Militar, juegan ai monje, a hacerse el monje
bobo. Y por si se pillara al vuelo alguna pieza, apenas
han podido esperar a que transcurriera el armisticio.
— ¡Divertido! ¡Adelante, pues, señores, adelante! —
¡Por mí, vale! — Todo lo demás que estuviera como
tendría que estar.
SITA. — ¿Y qué es lo que te indujo a error? ¿Qué
otra cosa pudo desconcertarte?
NATÁN EL SABIO 137

S a l a d in o .— Pues lo que siempre me ha desconcer- 130


tado. — He estado en el Líbano; con nuestro padre.
Aún está anegado de preocupaciones...
S ita .— ¡Qué pena!
S a la d in o .— No puede más; aprietan por todas
partes; hoy falta aquí, mañana allá.
S ita .— ¿Qué aprieta? ¿Qué falta?
S a la d in o .— ¿Qué va a ser, sino eso que apenas me
digno nombrar? Eso que, cuando lo tengo, me sobra,
y cuando no lo tengo me parece imprescindible. —
Pero; ¿por qué no viene Al-Hafi? ¿No ha ido nadie a 140
buscarlo? — ¡Asqueroso, maldito dinero! — A propó­
sito vienes, Hafi.

ESCENA SEGU N DA

El DERVICHE A L-H A FI. SALADINO. SITA

A l -H afi .— Supongo que habrán llegado los dineros


de Egipto. Esperemos que sea un buen montón.
S a la d in o .— ¿Tienes noticias?
A l -H afi . — ¿Yo? No; yo no. Lo digo porque me he
de hacer cargo de ellos aqui.
S a la d in o .— ¡Págale a Sita mil dinares! (Paseando
pensativo arriba y abqjo.)
A l -H afi .— iPaga!, en vez de ¡cobra! ¡Estamos iso
buenos! Eso es aún menos que nada. — ¿A Sita? —
¿Otra vez a Sita? ¿Que habéis perdido, — habéis
vuelto a perder al ajedrez? — ¡La partida está aún en
el aire!
S ita .— ¿No será que me envidias la suerte que
tengo?
A l -H afi .— (Observando el juego.) ¿Cómo no envi­
diar? — Si — de sobra lo sabéis.
S ita .— (Haciéndole señas.) ¡Chis, Al-Hafi, chis!
138 GOTTHOLD EPHRA1M LESSING

160 AL-H a FI.— (Fijándose aún en el juego.) ¡Desde


luego, no os envidiéis a vos misma!
S ita .— ¡Al-Hafi! ¡Chis!
AL-H a f i .— (A Sita .) ¿Las blancas eran las
vuestras? ¿Dais jaque?
S ita .— ¡Menos mal que no ha oído nada!
AL-H a fi .— ¿Le toca jugar a él ahora?
Sita .— (Acercándosele.) Pero di que puedo cobrar
mi dinero.
AL-H afi .— (Fijo aún en el tablero.) Está bien; cobra-
no réis igual que cobráis siempre.
Sita .— ¿Cómo? ¿Estás loco?
AL-H a fi .— Es que no se ha acabado la partida. No
habéis perdido, Saladino.
S a LADINO. — (Prestando atención apenas.) ¡Que si,
que sí! ¡Paga, paga!
A l -H a fi . — ¡Paga, paga! Pero vuestra reina está ahí.
SALADINO. — (Como antes.) No vale; está fuera de
juego.
S ita .— Venga, y di que puedo mandar ya a recoger
180 el dinero.
A l -H afi . — (Sumido aún en el juego.) Se entiende,
como siempre. — Ni aún asi, aunque ya no valga la
reina, ni aún así estás jaque mate.
SALADINO. — (Adelántase y vuelca las fichas.) Lo
estoy; quiero estarlo.
AL-H a fi .— ¡Ah, bueno! — ¡Así se ganan estas par­
tidas! Y como se gana, talmente se paga.
Sa l a d in o .— (a Sita .) ¿Qué dice éste? ¿Qué dice?
SITA. — (Haciendo de cuando en cuando señas a
190 Hafi .) Ya lo conoces. Disfruta de resistirse; le gusta
hacerse de rogar; probablemente está incluso un poco
celoso.
S a la d in o .— No será de ti, no creo que sea de mi
hermana. — ¿Qué oigo, Hafi: celoso tú?
A l -H a fi . — ¡Puede ser, puede ser! — Yo preferiría
tener su cerebro; preferiría ser tan bueno como ella.
NATÁN EL SABIO 139

Sita .— Pero a pesar de todo ha pagado siempre co­


rrectamente. Y hoy pagará también. ¡Déjalo estar! —
Puedes irte ya, Al-Hafi, puedes irte; quiero que pasen
ya a recoger el dinero. 200
A l -H a fi .— N o ; yo no sigo colaborando en esta co­
media. Tiene que enterarse ya de una vez.
S a la d in o . — ¿Quién? ¿De qué?
S ita .— ¡Al-Hafi! ¿Es eso lo que prometiste? ¿Así
me cumples tu palabra?
A l -H a fi .— ¿Cómo podía pensar yo que esto iba a
llegar tan lejos?
S a la d in o .— O sea, que ¿no me entero de nada?
S ita .—Te lo pido por favor, Al-Hafi: sé discreto.
S alad in o . — ¡Esto sí que es curioso! ¿Qué será eso 210
cuya omisión prefiere pedir Sita, tan solemne y enca­
recidamente, a un extraño, a un derviche, antes que a
mí, a su hermano? Al-Hafi, ahora te lo mando. —
¡Habla, derviche!
S ita .— No te ocupes en una nonada más de lo que
merece, hermano. Ya sabes que en diversas ocasiones
te he ganado al ajedrez la misma cantidad. Y como en
este momento no me hace falta el dinero y no se
puede decir que sea abundante en la caja de Hafi,
están paradas las cuentas. ¡Pero no te preocupes! Esos 220
dineros no se los regalo ni a ti, mi hermano, ni a Hafi,
ni a la caja.
A l -H a fi .— Ya, ¡si se tratara sólo de- eso, de eso
sólo!
S ita .— Y de cosas por el estilo. — La pensión que
me asignaste quedó también en la caja; ya hace varias
lunas que se queda allí.
A l -H afi .— A ún no es todo.
SALADINO.— ¿Aún no? — ¿Vasa hablar?
A l -H a fi .— Desde que estamos a la espera del 230
dinero de Egipto, ella...
Sita .— (A Sa l a d in o .) ¿Qué sacaremos de escu­
charlo?
¡40 GOTTHOLD EPHRA1M LESS1NG

A l -Ha f i .— No sólo no ha recibido nada...


Sa l a d in o .— ¡Buena chica! — Además, hace ade­
lantos, de paso, ¿no?
AL-H a f i .— Ha mantenido la corte entera; ha cu­
bierto todos vuestros gastos ella sola.
Sa l a d in o .— ¡Ah! ¡Así, así es mi hermana! (Abra-
240 zándola.)
Sita .— Pero ¿quién me había hecho tan rica como
para poder hacer esto, sino tú, hermano mío?
A l -H afi .— También la reducirá a pobre de solemni­
dad, igual que se encuentra él mismo ahora.
S a la d in o .— ¿Pobre yo? ¿Su hermano, pobre?
¿Cuándo he tenido más, cuándo he tenido menos? —
Un vestido, una espada, un caballo, — ¡y un Dios!
¿Qué más necesito? ¿Cuándo podrá llegar a faltarme
esto? — Con todo, Al-Hafi, tengo motivos para re-
2so prenderle.
S ita .— No lo reprendas, hermano, ¡Ojalá pudiera
yo aligerar asi de sus preocupaciones también a
nuestro padre!
S alad in o .— ¡Ay, ay! ¡Ahora sí que me has hundido
otra vez en la tristeza, con una palabra! — A mi, a mí
no me falta nada, ni pu:de faltarme nada. Pero a él, a
él, sí; y en él a todos nosotros. — Decidme, ¿qué
tengo que hacer? — Tal vez durante mucho tiempo
no llegue nada de Egipto. Dios sabrá por qué. Allí está
260 todo tranquilo, en efecto. — Hacer recortes, poner
aparte, ahorrar, estoy dispuesto, bien dispuesto a
pasar por ello, cuando me afecta a mí, sólo a mí, sólo
a mí sin que nadie más sufra por ello. — Pero eso
¿qué puede resolver? Un caballo, un vestido, una
espada, tengo que tenerlo. Y tampoco es cosa de dedu­
cirle nada a mi Dios. Se conforma ya con tan poco:
con mi corazón. — Yo había contado mucho con los
excedentes de tu caja, Hafi.
A l -H afi . — ¿Excedentes? — Decid vos mismo si
270 no me hubierais hecho atravesar con la pica, o estran-
NATÁN EL SABIO 141

guiar por lo menos, de pillarme con excedentes. Si, ¡la


malversación!, a eso había que atreverse.
S a la d in o .— Bien, ¿qué hacemos pues? — ¿No pu­
diste pedir prestado a otros, antes de recurrir a Sita?
S ita .— ¿Iba yo a dejarme quitar ese privilegio,, her­
mano? ¿Él a mí? Todavía puedo hacer frente a la si­
tuación. Aún no me han escurrido del todo.
S a la d in o .— ¡Del todo, no! ¡Faltaría más! — ¡Vete
enseguida, toma medidas, Hafi! ¡Toma en préstamo
de quien puedas y como puedas! Ve, que te fien, da 280
seguridades. — Pero no pidas prestado a quienes hice
yo ricos. Tomar prestado de ellos, podría parecer recla­
mación. Ve a los más avaros; ésos me prestarán con
mejor gana. Que saben muy bien cómo se multiplica
su dinero en mis manos.
A l -H afi .— No conozco a ninguno de ésos.
S ita .— A hora que me acuerdo, Hafi; he oído decir
que tu amigo ha vuelto.
A l -H a fi .— (Sorprendido.) ¿Amigo? ¿Mi amigo?
¿A quién te refieres? 290
S ita .— Ese judío que tanto alabas.
A l -H afi .— ¿Judío que tanto alabo, yo?
S ita .— A quien Dios — recuerdo perfectamente la
expresión que empleaste tú mismo hablando una vez
de él— , a quien su Dios concediera a manos llenas el
menor y el mayor de los bienes de este mundo.
A l -H a fi .— ¿Eso dije? — ¿Y qué querría decir yo
con eso?
S ita .— El bien menor: la riqueza. Y el mayor: la sa­
biduría. 300
A l -H afi .— ¿Cómo? ¿De un judío? ¿De un judío
pude decir yo eso?
Sita .— ¿Que no dijiste eso de Natán?
A l -H afi . — ¡Ah, bueno! ¡De ése, de Natán! — Ni
caer en la cuenta de que era él. — ¿Es cierto? ¿Final­
mente ha vuelto a casa? ¡Vaya! Pues no deben de ha­
berle ido demasiado mal las cosas. — Perfecto: ¡En
142 GOTTHOLD EPHRA1M LESS1NG

otro tiempo, el pueblo llamábalo el sabio! También, el


rico.
310 S ita .— A hora, más que nunca, llámanlo el rico. La
ciudad se hace lenguas de las preciosidades y tesoros
que se ha traído.
AL-H a fi .— Entonces, es rico otra vez. Pues no tar­
dará en ser otra vez el sabio.
S ita . — ¿Qué te parece, Hafi, si te dirigieras a él?
AL-H a FI.— Y ¿con qué objeto? — ¡No será en soli­
citud de un préstamo! — ¡Pues sí que lo conocéis! —
¡Prestar él! — Su sabiduría consiste justamente en que
no presta a nadie.
320 S ita .— Pues, tú me trazaste de él una imagen com­
pletamente distinta.
AL-H a fi .— En caso de necesidad, os prestará mer­
cancía. Pero, ¿dinero, dinero? ¡Dinero, nunca jamás!
— Por otra parte, judíos como ése los hay pocos.
Tiene inteligencia; sabe vivir; juega bien al ajedrez.
También es verdad que de los demás judíos no se dis­
tingue menos en las cosas malas que en las buenas. —
Con ése, con ése no contéis. — Da a los pobres, cierta­
mente, y les da a pesar de Saladino. Y si no da tanto,
330 dalo empero tan a gusto, y también al margen de toda
ostentación. Judíos y cristianos y musulmanes y
parsis, todo es uno para él.
SITA.— Y un hombre así...
S alad in o .— Pero, ¿cómo es posible que no haya
oído hablar yo de ese hombre?...
S ita .— ¿Iba a negarle un préstamo a Saladino, a un
Saladino que se ve en necesidad por otros y no por sí
mismo?
AL-Hafi. — ¡Ya estáis viendo otra vez al judío, al
34o judío normal y corriente! — ¡Creedme lo que os digo!
— Tocante al dar, ios tiene celos, os tiene envidia!
Todas las divinas recompensas del mundo, prefiere aca­
pararlas en exclusiva. Por eso precisamente no presta
a nadie, para tener siempre a quien dar. Como la ley le
NATÁN EL SABIO 143

manda ser clemente, pero no le manda ser compla­


ciente, la clemencia hace de él el compañero menos
complaciente del mundo. Es cierto, hace algún tiempo
que estoy en relaciones tirantes con él, pero no penséis
por ello que no le hago justicia. Sería bueno para todo;
menos para eso; para eso, verdaderamente, no lo es. 350
Así que me voy al punto a llamar a otras puertas...
Acabo de acordarme de un moro que es rico y avaro.
— Me voy, me voy.
Sita. —¿A qué tanta prisa, Hafi?
Saladino.—¡Déjalo, déjalo!

ESCENA TERCERA

S ita . S aladino

S ita .— ¡Verdaderamente se apresura como si no


quisiera más que perderme de vista! — ¿Qué querrá
decir esto? — ¿Se ha equivocado realmente respecto a
él, o bien — es que sólo busca engañarnos?
S a la d in o .— ¿Cómo? ¿Y me lo preguntas a mí? 360
Apenas sé de quién se habla, y hoy es la primera vez
que oigo hablar de vuestro judío, de vuestro Natán.
S ita .— Pero, ¿es posible que escape a tu conoci­
miento un hombre de quien se dice que excavara las
tumbas de Salomón y David y que conoce la secreta
palabra poderosa que hace saltar su sello? De ellas
saca a luz, de tiempo en tiempo, las riquezas incon­
mensurables que no delatan una fuente de menor
monta.
S a la d in o .— Si ese hombre obtiene sus riquezas de 370
las tumbas, no será, con toda seguridad, de las tumbas
de Salomón y David. ¡Unos locos serían los allí ente­
rrados!
S ita .— ¡O malvados! — Y la fuente de su riqueza
144 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

es, con mucho, más abundante y más inagotable que


una tumba repleta de Mammona.
Saladino.—Porque comercia; como [os] oí decir.
Sita.—Su reata levanta polvaredas por todos los ca­
minos y atraviesa todos los desiertos; sus barcos
380 echan anclas en todos los puertos. Esto me lo dijo una
vez el mismo Al-Hafi, añadiendo lleno de entusiasmo
con cuánta grandeza y nobleza gasta lo que no tiene a
menos ganar con su prudencia e industria; añadiendo
cuán libre de prejuicios está su espíritu, cuán abierto
su corazón a toda virtud, cuán acorde con toda belleza.
S aladino.—Sin embargo, Hafi hablaba de él ahora
con incertidumbre, con frialdad.
SITA.—Con frialdad, no; confuso. Como quien con­
sidera peligroso alabarlo, pero no quiere tampoco cen-
390 surarlo sin motivos. — ¿No? ¿O es que, en realidad,
incluso el mejor de un pueblo no se libraría entera­
mente de ser como su pueblo? ¿O es que realmente
Al-Hafi tiene que avergonzarse de su amigo en este as­
pecto? — ¡Sea como fuere! — Sea el tal judío más o
menos que judío, ia nosotros nos basta con que sea
rico!
Saladino.—Pero no querrás quitarle lo suyo con
violencia, ¿verdad, hermana?
SITA.—Bueno, ¿a qué llamas tú violencia? ¿Qui-
400 tarlo a fuego y espada? No, no; ¿qué más violencia
hace falta con los débiles que su propia debilidad? —
Por el momento, vente a mi harén; a oír una cantaora
que compré ayer mismo. A lo mejor, mientras, cobra
forma en mí un golpe que tengo [pensado] para ese
Natán. — ¡Ven!
NATÁN EL SABIO 145

ESCENA CU ARTA

Escenario: frente a la casa de N atán por la parte que da


a las palmeras
Salen REHA y NATÁN. A ellos se suma D aYA

R eha .—Os habéis retrasado mucho, padre. No será


fácil que lo encontremos ya.
Natán.—Está bien, está bien; si no aquí entre las
palmeras, ya será en otro sitio. — Pero estáte tranquila
ahora. — ¡Mira! ¿No es Daya, ésa que viene hacia 4 io
aquí?
R eha .—Seguro que lo ha perdido de vista.
N atán.—O no.
R eha .—Vendría más deprisa, si no.
N atán.—Es que no nos ha visto aún...
R eha .—Ahora nos ve.
N atán.—Y aviva el paso. ¡Mira! — ¡Pero estáte
tranquila, tranquila!
REHA. — ¿Os gustaría tener una hija que estuviera
aquí tranquila, que se estuviera despreocupada de 420
aquél cuya buena acción es su vida? Su vida — que
me es tan preciosa porque, antes, os la debo a vos.
N atán.—Yo no te quisiera distinta de como eres;
aunque supiera que en tu alma está naciendo algo
completamente distinto.
R eha .—¿El qué, padre mío?
N atán.—¿Me lo preguntas a mí, así de asombra­
diza, a mí? Sea lo que fuere lo que en tu interior
ocurre, es cosa natural e inocente. No te preocupes. A
mí, a mí no me preocupa. Pero, prométeme una cosa: 430
cuando tu corazón se aclare, no me ocultes ninguno
de sus deseos.
R eha .—La mera posibilidad de inclinarme por ocul­
taros mi corazón, ya hace que me estremezca.
146 GOTTHOLD EPHRAIM LESS1NG

N atán.—¡Basta ya de esto! Es cosa definitivamente


resuelta. — Ya está ahí Daya. — ¿Qué hay, pues?
D aYA.—Está aquí aún, paseando bajo las palmeras,
y no tardará en doblar por aquel muro. — ¡Mirad, allí
viene!
440 REHA.— ¡Ah!, y parece dudar de la dirección que
tomará, si proseguir, si echar abajo, si volver a de­
recha, a izquierda.
D aya.—No, no; seguro que da más vueltas en
torno al monasterio y luego tiene que pasar por aquí.
— ¿Qué te apuestas?
REHA.—¡Bueno, bueno! — ¿Le has hablado ya? ¿Y
cómo está hoy?
D aya.—Como siempre.
N atán.—Pero procurad que no os descubra aquí.
4so Haceos más atrás. Mejor, meteos dentro del todo.
R eha .—¡Sólo una mirada más! — ¡Ah!, ese seto
que me lo tapa.
D aya. —¡Venid, venid! El padre tiene toda la
razón. Si os ve, corréis el peligro de que gire en re­
dondo.
Reha .—¡Ay, ese seto!
N atán.—Si asoma de repente por detrás de él, no
podrá menos de veros. ¡Así que circulad de una vez!
D aya.—¡Venid, venid! Yo sé de una ventana
46o desde donde podemos verlo.
R eha . - ¿ S í?
(Se entran las dos.)

ESCENA QUINTA

N atán y, poco después, el templario

N atán.—Siento casi repugnancia de lo exótico del


sujeto. Casi me da corte la rudeza de su virtud. ¡Que
un hombre pueda desconcertar tanto a otro hombre!
NATÁN EL SABIO 147

— ¡Ah!, ya viene. — ¡Por Dios! Un mozo, todo un


hombre. ¡Me gusta su mirada fina y altiva, su paso
fírme! Puede que la cáscara sea amarga; la pepita,
seguro que no. — Pero, ¿dónde he visto yo algo
igual? — Perdón, noble franco...
T em plario .— ¿Qué? 470
N a t á n .— Permitid...
T em plario .— ¿Qué, judío, qué?
N a t á n .—Que ose dirigirme a vos.
TEMPLARIO.— ¿Puedo impedirlo acaso? Pero que
sea breve.
N a tá n .— Deteneos y no paséis tan deprisa, tan or-
gullosa y despectivamente, por delante de un hombre
que os está eternamente obligado.
T emplario .— ¿Cómo es eso? — Ah, casi lo adi­
vino. ¿No? VOS SOiS... 480
N a t á n .— Me Hamo Natán; soy el padre de la mu­
chacha que salvó del fuego vuestra magnanimidad; y
vengo...
T em plario .— Si es a dar las gracias, — ¡ahorráoslo!
He tenido que soportar ya demasiado por esa insignifi­
cancia de la gratitud. — Además, vos, vos no me
debéis absolutamente nada. ¿Sabía yo que esa mu­
chacha fuese hija vuestra? Los templarios tienen el
deber de acudir en socorro del primero que vean en
alguna necesidad. Sin contar con que en ese momento 490
me resultaba pesada la vida. Muy a gusto, pero
mucho, aproveché la ocasión de jugármela por la de
otro: por la de otro —aunque fuera la vida de una judía.
N a t á n . — ¡Magnífico! ¡Magnífico y odioso! — Sin
embargo, se puede ver la maniobra. La grandeza mo­
desta se esconde detrás de lo odioso para eludir la ad­
miración. — Pero si rehúsa la ofrenda de la admira­
ción, ¿no habrá alguna otra que rehúse menos? — Ca­
ballero, si no fuerais forastero en esta tierra y cautivo,
no os preguntara yo con tanto atrevimiento. Decid, 500
disponed: ¿En qué se os puede servir?
148 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

T emplario .— ¿Vos? En nada.


N a tá n .— Soy hombre rico.
T emplario .— Nunca tuve al judío más rico por el
mejor judío.
N a tá n .— Y ¿os negáis por eso a aprovecharos de lo
que, a pesar de los pesares, tiene de mejor: a aprove­
charos de su riqueza?
T emplario . — Pues hombre, tampoco quiero hacer
510 voto de abstenerme absolutamente de ello; por mor
de mi capa. No bien''la tenga gastada del todo, cuando
ya no admita ni zurcidos ni remiendos, acudiré a vos
por un préstamo en paño o en dinero, para hacerme
una nueva. — ¡No empecéis a mirarme con ese ceño!
Aún estáis en seguro; aún no está en las últimas. Ya
lo veis: aún se conserva en bastante buen estado. No
tiene más que una fea mancha en este extremo; está
chamuscado. Y se puso así cuando llevé a vuestra hija
a través del fuego.
520 N a tá n .— (Que agarra el extremo y lo contempla.)
Verdaderamente es asombroso que una maldita
mancha, un mero chamusco hable en testimonio de
un hombre, mejor que su propia boca. Siento deseos
de besarlo enseguida — ¡Al chamusco! — ¡Ah discul­
pad! — Lo hice sin querer.
T emplario .— ¿El qué?
N a t á n .— Cayó una lágrima encima.
T emplario .— ¡Es igual! Gotas le han caído
muchas. — (Bien pronto empieza a enredarme este
530 judío).
N a tá n .— ¿Querríais tener la bondad de enviarle
vuestra capa también a mi niña?
T emplario .— Y eso ¿para qué?
N atán .— Para que también ella estampe un beso
en ese manchón. Porque abrazarse en persona a
vuestras rodillas, creo yo que lo desea en vano.
T emplario .— Caramba, judío — ¿Os llamáis
Natán? — , caramba, Natán — Colocáis vuestras pa-
NATÁN EL SAMO ¡49

labras muy — pero que muy bien— muy cáusticamente


— Estoy perplejo — Por lo demás — Yo hubiera...
N atán.—Simulad y disimulad lo que queráis. Por 540
ahí os descubro igualmente. Sois demasiado bueno,
demasiado honesto para ser cortés. — La muchacha,
toda sentimiento; el mensajero femenino, todo celo;
el padre, en tierras lejanas — Vos mirasteis por
vuestro buen nombre; rehuisteis conocerla; rehuis­
teis, por no vencer. También por esto os doy las
gracias.
T emplario.—He de admitir que sabéis cuáles
deben ser los sentimientos de los templarios.
N atán.—¿De los templarios solamente? ¿Los que 550
deben ser, meramente? ¿Y meramente porque lo
ordena así la regla de la Orden? Yo sé cuáles son los
sentimientos de los hombres buenos; sé que todas las
naciones dan de sí hombres buenos.
T emplario.—Pero es de esperar que con dife­
rencias.
N atán.—Si, claro; diferencias de color, de vesti­
menta, de aspecto.
T emplario.—Mayores o menores, también, según
lOS Sitios. S60
N atán.—Esas diferencias no importan gran cosa.
El hombre grande necesita mucho terreno en todas
partes; y plantados varios de ellos demasiado cerca
unos de otros, las ramas se destrozan enseguida. En
cambio, medianías como nosotros, se las encuentra
en abundancia por todas partes. Basta con que el uno
no le ponga sambenitos al otro. Basta con que el
matojo se lleve amablemente con el arbusto. Basta
con que la copa no se jacte de que sólo ella no brota de
la tierra. 570
T emplario.—¡Muy bien dicho! — Pero, ¿sabéis
vos también cuál es el pueblo que practicó el primero
ese afán de poner sambenitos a los hombres? ¿Vos
sabéis, Natán, cuál es el primer pueblo que se llamó a
150 GOTTHOLD EPHRAIM LESS1NG

sí mismo el pueblo elegido? ¿Qué pasaría si yo no pu­


diera dejar, no diré de odiar a ese pueblo, pero sí de
despreciarlo por su orgullo? Por su orgullo, que trans­
mitió luego al pueblo cristiano y al pueblo musulmán,
¡de que sólo su Dios es el Dios verdadero! — ¿Te sor-
S80 prendes de que siendo cristiano, siendo templario,
hable así? Ese pío delirio que cree tener al Dios mejor
y que, a ese Dios mejor, quiere imponérselo a todo el
mundo como el Dios óptimo; ese pío delirio ¿dónde
se mostró con su más negro semblante, sino aquí y
ahora, dónde? A quien no se le caiga la venda de los
ojos, aquí y ahora... En fin, ¡sea ciego quien quiera! —
Olvidaos de lo que he dicho, y dejadme. (Hace
ademán de irse.)
N atán.—¡Ah! No sabéis con cuánta mayor obstina­
s e ción voy a arrimarme a vos ahora. — Venid; nosotros
tenemos que ser amigos, ¡tenemos que serlo! — Des­
preciad a mi pueblo todo lo que queráis. Ninguno de
los dos hemos escogido a nuestro pueblo. ¿Nosotros
somos nuestros pueblos? Porque, ¿qué quiere decir
pueblo? ¿El cristiano y el judío son cristiano y judío
antes que hombres? ¡Ah, si hubiera encontrado yo en
vos a uno de esos a quienes basta con llamarse
hombre!
T emplario.—¡Sí, por Dios, eso habéis encontrado,
600 Natán! ¡Eso habéis encontrado! — ¡Esa mano! — ¡Me
avergüenzo de no haberos comprendido por un instante!
N a tá n .— Y yo estoy orgulloso de ello. A lo vulgar
le ocurre pocas veces no ser comprendido.
T emplario.—Y lo raro es difícil de olvidar. — Sí,
Natán; tenemos que hacernos amigos, tenemos que
hacernos amigos.
N a tá n .— Ya lo somos. — ¡Cómo se alegrará mi
Reha! — ¡Ah, y qué serena lontananza se abre ante
6io mis ojos! — ¡Conocedla y veréis!
T emplario.—Ardo en deseos — ¿Quién sale dispa­
rada de vuestra casa? ¿No es vuestra Daya?
NATÁN EL SABIO ¡51

N a t á n .— En efecto. ¿Tan ansiosa?


TEMPLARIO. — ¿No le habrá pasado nada a nuestra
Reha?

ESCENA SEXTA
Los anteriores y D aya presurosa
D aya .— ¡Natán, Natán!
N a tá n .— ¿Qué hay?
D aya .— Perdonad, noble caballero, que tenga que
interrumpiros.
N a t á n .— ¿Qué hay? ¿Qué sucede?
T emplario .— ¿Qué sucede? 620
D aya . — El Sultán ha mandado a buscar. El Sultán
quiere hablaros. ¡Dios, el Sultán!
N a t á n .— ¿A mí? ¿El Sultán? Sentirá curiosidad
por ver las novedades que truje. Tú di sólo que aún se
ha desembalado poco, o nada.
D aya .— No, no; no quiere ver nada; quiere ha­
blaros, a vos en persona, y pronto, tan pronto os sea
posible.
N a tá n .— Ahora voy. — Vuélvete ya, ianda!
D aya .— No lo toméis a mal, ilustre caballero. — 630
¡Dios, qué inquietos estamos por lo que pueda querer
el Sultán!
N a t á n .— Ya se verá. ¡Anda ya, ve!

ESCENA SÉPTIMA
N atán y «/templario

T emplario .— A sí que ¿aún no lo conocéis? —digo


personalmente.
N a t á n .— ¿A Saladino? Aún no. Ni rehuí ni procuré
conocerlo. La voz pública hablaba demasiado bien de
él como para no preferir el creer al ver. Con todo
152 GOTTHOLD EPHRAIM LESS/NG

—aunque fuera de otra manera— , habiéndoos perdo-


640 nado la vida...
T emplario.—Sí, así‘es. La vida que estoy viviendo
es un regalo suyo.
N a tá n .— C on el cual me ha regalado a mí dos
vidas, una triple vida. Esto lo ha cambiado todo entre
nosotros; me ha echado de pronto una maroma que
me encadena eternamente a su servicio. Difícilmente
podré negarme a la primera petición que me haga;
estoy dispuesto a todo; estoy dispuesto a reconocer
que lo estoy por vos.
650 T emplario.—Yo aún no tuve ocasión de darle las
gracias personalmente por más que le he salido al paso
a menudo. La impresión que le produje fue tan súbita
como súbita fue luego su desaparición. Quién sabe si
se acordará ya de mi. Y sin embargo tendrá que acor­
darse de mí una vez más, por lo menos, para acabar
de decidir mi destino. Por si fuera poco estar todavía a
sus órdenes, vivir aún con su voluntad, encima tengo
que esperar ahora a ver según cuya voluntad habré de
vivir.
660 N a t á n .— No hay más; por eso mismo no quiero re­
zagarme. — Tal vez salte alguna palabra que me dé
ocasión de traeros a cuento. — Con permiso, perdón
— he de apresurarme — ¿Cuándo, cuándo os veremos
encasa?
T emplario.—Apenas pueda.
N atán.—Apenas queráis.
T emplario.—Hoy mismo.
N atán.—¿Y cómo os llamáis? — por favor.
T emplario.—Mi nombre era — es Curd von Stauf-
670 fen— ¡Curd!
N atán.—¿Von Stauffen? — ¿Stauffen? — ¿Stauf-
fen?
T emplario.—¿Por qué os llama tanto la atención?
N atán.—¿Von Stauffen? — De esa familia son ya
varios...
NATÁN EL SABIO 153

TEMPLARIO.— ¡Ah sí!, aquí estuvieron, aquí se pu­


drieron ya varios de la familia. Mi mismo tío, — mi
padre, quiero decir,— pero, ¿por qué claváis por ins­
tantes vuestra mirada en mí?
N a t á n .— ¡Oh, nada, nada! ¡Que no me canso de 680
veros!
T emplario .— Por eso me despedía yo antes. No
pocas veces sucedió que la mirada del investigador en­
contrara más de lo que deseaba encontrar. Yo la temo,
Natán. Que sea el tiempo, y no la curiosidad, quien
se encargue de que nos conozcamos poco a poco.
(Se va.)
N a t á n . — (Siguiéndolo asombrado con la mirada.)
«No pocas veces el investigador encontró más de lo
que deseaba encontrar.» — ¡Es como si leyese en mi 690
alma, en efecto! — Sí, es cierto; eso podría sucederme
a mí también. — No sólo la estatura de Wolf, los an­
dares de Wolf; también su voz. Así, exactamente así
era incluso el aire de su cabeza, así llevaba incluso la
espada en el brazo, así incluso se pasaba la mano por
las cejas como para ocultar el fuego de su mirada. —
Cuánto tiempo pueden estar dormidas en nosotros las
imágenes que se nos grabaron profundamente, hasta
que las despierta una palabra, un sonido. — iVon
Stauffen! — Eso es, eso es; Filnek y Stauffen. — 700
Quiero enterarme mejor de esto, pronto. Pero antes
hay que ir a ver a Saladino. — ¿Qué pasa? ¿No está
ahí escuchando Daya? — Ea, acércate no más, Daya.

ESCENA OCTAVA

D aya . N atán

N a t á n .— A puesto a que tenéis el corazón en un


puño por saber algo que no tiene nada que ver con lo
que Saladino quiere de mí.
154 GOTTHOLD EPHRA1M LESS1NG

D aya .— ¿Se lo reprocháis? Estabais empezando a


hablar con mayor confianza con él en el preciso mo­
mento en que el mensajero del Sultán nos ahuyentó a
710 nosotras de la ventana.
N a t á n .— Pues dile a ella que puede esperarlo de
un momento a otro.
DAYA. — ¿De veras, de veras?
NATÁN. — ¿Puedo confiar en ti, Daya? Anda con
cuidado, te lo ruego. No te arrepentirás. Tu misma
conciencia tiene que encontrar sus cuentas conformes
en el caso. Pero no me eches a perder nada en mi
plan. Limítate a contar y preguntar, con modestia, con
discreción...
720 D aya .— Y encima, ¡que seáis aún capaz de recor­
darme estas cosas! — Me voy; idos también vos.
Pues, mirad, yo diría que viene un segundo mensajero
del Sultán: Al-Hafi, vuestro derviche. (Sale.)

ESCENA NOVENA

N a t á n . A l -H afi

A l -H afi . — ¡Ajá! A vos precisamente quería volver


a veros.
N a tá n .— ¿Tan urgente es eso? ¿Qué es lo que
quiere de mí?
A l -H afi .— ¿Quién?
N a t á n .— Saladino. — Ya voy, ya voy.
73o AL-HAFI.— ¿Adónde? ¿A Saladino?
N a t á n . — ¿No te envía Saladino?
AL-H afi .— ¿A mí? No. ¿Es que ya ha enviado a
alguien?
N a t á n .— C laro que ha enviado.
A l -H a fi .— Siendo así, no está mal.
N a tá n .— ¿Cómo? ¿Qué no está mal?
NATÁN EL SABIO 155

A l-H afi.—Que... yo no tengo la culpa; Dios sabe


que no tengo la culpa. — ¡Pues no dije cosas de vos, y
no mentí poco por impedirlo!
N atán.—¿Por impedir el qué? ¿Qué no está mal? 740
AL-Hafi.—Pues que os hayáis convertido en su te­
sorero mayor. Os compadezco. Ahora; presenciarlo,
no quiero. — Desde este momento, yo me voy; me
voy, ya sabéis adónde, y conocéis el camino. — Si de
camino puedo cumpliros algún encargo, decidlo: estoy
a vuestra disposición. Por supuesto, que no sea más
de lo que puede llevar uno que va con lo puesto. Me
voy; decidlo pronto.
N atán.—Pero repara, Al-Hafi; repara en que no sé
aún nada de nada. ¿Qué estás parloteando ahí? 750
Al-H afi.—¿La lleváis ya con vos, la bolsa?
N atán.—¿La bolsa?
A l-H afi.—Bueno, el dinero que le vais a adelantar.
N atán.—Y ¿no es más que eso?
A l-H afi.—¡No faltaría más sino que presenciara yo
cómo os merma, día a día, hasta las uñas de los pies!
¡No faltaría más sino que presenciara yo cómo el des­
pilfarro toma de prestado, y toma y toma, de los gra­
neros nunca vacíos de la sabia clemencia, hasta que
los mismísimos ratones del fondo se mueran de 760
hambre! — ¿Os imagináis acaso que quien necesita
vuestro dinero seguirá también vuestros consejos? —
Sí, ¡seguir consejos él! ¿Cuándo aceptó consejos Sala-
dino? — Mira lo que me acaba de pasar con él, Natán,
y verás.
N atán.—Veamos.
A l-H afi.—Voy hace un rato adonde él en el preciso
momento en que acaba de jugar al ajedrez con su her­
mana. Sita no juega mal, y la partida que creyera y
diera por perdida Saladino, estaba aún allí tal cual la 770
dejaran. Conque echo un vistazo, y veo que la partida
no está perdida ni mucho menos.
N atán.—¡Oye, eso fue un hallazgo para ti!
156 GOTTHOLD EPHRA1M LESSING

A l -H a fi .— A nte el jaque de ella, no tenía más que


avanzar el rey hasta el peón — ¡Si pudiera mostrároslo
tal cual!
N a tá n .— ¡Oh, me fio de ti!
A l -H a fi .— Porque así quedaba la torre con campo
libre, y ella estaba perdida. — Bueno, pues quiero in-
780 dicarle todo esto y lo llamo. — ¡Imagínate!...
N a t á n .— ¿No opina como tú?
A l -H a fi .— No me hace ningún caso, y desbarata
despectivamente todo el juego.
N a t á n .— ¿Será posible?
A l -H afi .— Y dice querer que le den el mate ya de
una; ¡que quiere! ¿Eso es jugar?
N a tá n .— Pues, no mucho; eso es jugar con el
juego.
A l -H a fi .— Y no creas que se jugaban calderilla.
790 N a tá n .— ¡El dinero va y viene! Eso es lo de
menos. Pero, ¡no escucharte a ti nada! ¡No oírte si­
quiera en punto de tal importancia! ¡No admirar tu
aguileña mirada! ¡Eso, eso está pidiendo venganza!
¿No?
A l -H a fi . —¡Calla, hombre! No os lo digo más que
por que veáis qué clase de cabeza es. En una palabra,
yo, yo no aguanto más con él. Ve por ahí haciendo el
recorrido de las casas de todos los sucios moros y pre­
guntando a ver quién le quiere prestar. Yo, que nunca
8oo mendigué por mí, tengo que pedir prestado por otros.
Pedir prestado no es mucho mejor que mendigar;
igual que prestar, prestar con usura, no es mucho
mejor que robar. Entre mis guebres, junto al Ganges,
no tengo necesidad ni de lo uno ni de lo otro, ni tengo
necesidad de ser el instrumento de los unos y de los
otros. Junto al Ganges, junto al Ganges, no hay más
que hombres. Aquí sois vos el único que seria todavía
digno de vivir junto al Ganges. — ¿Os venís conmigo?
— Dejadlo plantado de una con la baratija que tanto le
8 io da que hacer. Paso a paso os llevará a la ruina. Asi se
NATÁN EL SABIO 157

acabaría de golpe esa lata. Voy a procuraros una


túnica. ¡Venios, venios!
N a tá n .— Siempre nos quedaría esa salida, digo yo.
Sin embargo, Al-Hafi, quiero pensármelo. Espera...
AL-H afi .— ¿Pensártelo? No, una cosa asi no se la
piensa uno.
N a t á n .— Sólo hasta que vuelva de ver al Sultán;
hasta que me despida...
A l -Ha fi .— El que se lo piensa es que busca motivos
para zafarse de tener que hacerlo. Quien no es capaz 820
de decidirse de golpe y porrazo a vivir para sí mismo,
ése vivirá por siempre como esclavo de otros. —
¡Como queráis! — ¡Que lo paséis bien! ¡Como os
plazca! — Mi camino es éste; el vuestro aquél.
N a t á n .— ¡A l-Hafi! Pero, antes te ocuparás por ti
mismo de tus cosas, ¿no?
A l -H a f i .— ¡Qué chiste! El saldo de mi caja no tiene
importancia, y de mis deudas os hacéis cargo — vos o
Sita. ¡Pasadlo bien! (Se va.)
N a tá n . — (Siguiéndolo con la mirada.) ¡Me encargo 830
yo! — Salvaje, bueno, noble — ¿cómo llamarlo? —
¡Pero, única y exclusivamente, el verdadero mendigo
es el verdadero rey!
ACTO TERCERO

ESCENA PRIMERA

(Escenario: En casa de N atán)

R eha .y D aya

R eha .—¿Qué dijo exactamente mi padre: «que


puedo esperarle de un instante a otro»? Eso suena
como si fuera a presentarse cuanto antes, — ¿no es
cierto? — Pero, ¡cuántos instantes han transcurrido
ya! — Mas, ¿para qué pensar en los ya pasados? Yo
quiero vivir sólo en cada uno de los próximos ins­
tantes. Ya arribará el instante que lo traiga aquí.
D AYA. — ¡Maldito mensaje del Sultán! Si no, seguro
que Natán se lo trae aquí enseguida.
R eha .—Y cuando llegue ese instante, cuando se 10
cumpla finalmente el más cálido e intimo de mis
deseos, entonces, ¿qué? — entonces, ¿qué?
D aya. — ¿Entonces qué? Entonces espero que
llegue también el cumplimiento de mi más cálido
deseo.
R eha . — ¿Qué ocupará entonces su lugar en mi
pecho que no sabe dilatarse sin un deseo que predo­
mine sobre todos los demás deseos? — ¿Nada? ¡Ay,
me horrorizo!
D aya.—Mi deseo, mi deseo ocupará entonces el 20
lugar del deseo cumplido; el mió. El de saberte en
Europa, en manos dignas de ti.
160 GOTTHOLD EPHRA1M LESS1NG

R eha .—Te equivocas. — Lo mismo que hace que


sea ése tu deseo, impide que pueda ser alguna vez el
mío. A ti te atrae tu patria, y ¿no tendría que rete­
nerme a mí la mía? ¿Iba a tener más poder una
imagen de tu patria, aún no borrada de tu alma, que
las imágenes de la mía, que puedo ver, tocar y oír yo
misma?
30 D aya . —¡Oponte cuanto quieras! Los caminos del
Cielo son los caminos del Cielo. ¿Y si tu salvador
[mismo] fuera aquél por cuya mano su Dios, el Dios
por quien él combate, quisiera conducirte a la tierra,
al pueblo para quienes naciste?
R eha . —iDaya querida! ¡Dale otra vez con lo
mismo! ¡Verdaderamente tienes ideas peregrinas!
«¡Su Dios, su Dios! ¡Por quien él combate!» ¿Es pro­
piedad de alguien, Dios? ¿Qué Dios es ése del que se
apropia el hombre, y que ha de hacer que combatan
40 por El? — Y ¿cómo saber para qué terruño naciste,
cuando no se trata del mismo terruño en que naciste?
— ¡Si mi padre te oyera decir eso! — ¿Qué te ha
hecho para que no pierdas ocasión de crearme la falsa
apariencia de que mi felicidad está lo más lejos posible
de él? ¿Qué te ha hecho para que te guste tanto mez­
clar la semilla de la razón que bien pura esparciera él
por mi alma, con la cizaña, o las flores, de tu tierra?
— Querida Daya, querida Daya, ¡él no quiere en mi
suelo tus variopintas flores! — iY yo misma tengo que
so decirte que con tus flores siento agotado y consumido
mi suelo, por más bellamente que lo vistan; que me
siento tan aturdida, tan estafada con su aroma, con su
agridulce aroma! — Tu cerebro está más acostum­
brado a él. Por eso no censuro a los nervios más
fuertes, que pueden soportarlo. Pero a mí no me va; y
tu ángel, ¿no estuvo ya a punto de volverme loca? —
¡Aún me avergüenzo de la farsa que hicimos ante mi
padre!
D aya.—¡Farsa! — ¡Como si la inteligencia fuera
NATÁN EL SABIO 161

sólo patrimonio de ellos! ¡Farsa, farsa! ¡Si pudiera 60


hablar yo, verías!
R eha .—¿Que no puedes? ¿No fui yo acaso toda
oídos siempre que te dio por instruirme acerca de los
héroes de tu fe? ¿No rendí siempre tributo de admira­
ción a sus hazañas y derramé lágrimas por sus sufri­
mientos? Verdad es que nunca me pareció ser en ellos
lo más heroico su fe. Sin embargo, tanto más consola­
dora me resultaba su doctrina de que nuestra sumisión
a Dios no depende en absoluto de nuestras ilusiones
sobre Dios. — Daya querida: Esto es lo que nos dijo 7o
mi padre tantas veces, en esto estuviste de acuerdo tú
misma con él, bien a menudo; ¿por qué desacreditas
por tu cuenta lo que construiste junto con él? — Que­
rida Daya: Ésta no es la conversación más adecuada
para esperar a nuestro amigo. Bueno, ¡para mí, sí!
Porque a mí, a mí me interesa inmensamente saber si
también él... ¡Escucha Daya! — ¿No se acerca alguien
a la puerta? ¡Si fuera él! ¡Escucha!

ESCENA SEGUNDA

Reha . D aya y el TEMPLARIO, a quien alguien abre


desde afuera ¡a puerta, diciendo:

¡Por aquí!
R eha .—(Se sobresalta, se serena y quiere arrojarse a so
sus pies.) ¡Es él! — Mi salvador, ¡ah!
T emplario.—Para evitar esto precisamente quise
aparecer tan tarde; y con todo —
R eha .—A los pies de este hombre orgulloso, yo no
quiero más que dar gracias a Dios; no al hombre. El
hombre no quiere que se las den, como tampoco las
quiere el cubo del agua que tan activo se mostrara ex­
tinguiendo el fuego. Se dejaba llenar de agua, dejaba
que lo vaciaran, sin más ni más: lo mismo el hombre.
162 GOTTHOLD EPHRA1M LESS1NG

90 A éste también lo metían en las llamas; conque tro­


piezo por casualidad con su brazo; conque por casuali­
dad, cual chispa prendida en su capa, así quedo yo en
sus brazos; hasta que no se sabe qué nos arroja de
nuevo, a los dos, fuera de las llamas. — ¿Qué hay de
agradecer en ello? — En Europa el vino empuja a ac­
ciones aún mucho más raras. — Los templarios son
gente que han de actuar así; mejor aún que perros
amaestrados, tienen que sacar de donde se tercie: del
fuego o del agua.
too T emplario.—(Que la observa todo el tiempo con
asombro e intranquilidad.) ¡Oh Daya, Daya! Si en mo­
mentos de aflicción y melancolía te traté con aspereza,
¿por qué llevarle el soplo de todas las locuras que se
me escapaban de la lengua? ¡Eso es vengarse con un
exceso de susceptibilidad, Daya! Pase, si desde ahora
quieres representarme mejor cabe ella.
D aya .— C reo, caballero, que estos pequeños dar-
dicos arrojados a vuestro corazón, mucho daño no os
han hecho.
no Reha .—Así que ¿estabais afligido? Y con vuestra
aflicción ¿fuisteis más avaro aún que con vuestra
vida?
TEMPLARIO.—¡Buena y encantadora criatura! —
¡Cómo se me parte el alma entre los ojos y los oídos!
— Ésta no es la muchacha que saqué yo del fuego,
ésta no es, que no, que no. — Pues ¿quién no la
sacara del fuego, conociéndola? ¿Quién hubiera espe­
rado a que llegara yo? La verdad es que —el te rro r-
desfigura

(Pausa, durante la cual, contemplándola,


está él como perdido.)
120 R eha .— Pues yo os encuentro igual todavía.
(Sigue lo mismo; hasta que prosigue ella y lo
saca de su asombro.)
NATÁN EL SABIO 163

Bien, caballero; supongo que nos diréis dónde estuvis­


teis tanto tiempo. — Casi podría preguntar también
dónde estáis ahora.
T emplario.—Estoy, — donde tal vez no debería
estar.
R eha .—¿Dónde estuvisteis? — ¿También donde
tal vez no deberíais haber estado? Eso no está bien.
T emplario.—En el — en el — ¿cómo se llama ese
monte? En el Sinaí.
R eha .— ¿En el Sinai? — ¡Qué bien! ¡Por fin voy a 130
saber de buena fuente si es verdad que...
T emplario.—¿Qué, qué, si es cierto que aún
puede verse allí el mismísimo lugar donde estuvo
Moisés ante Dios, como...?
R eh a .— No, eso no. Porque dondequiera que estu­
viese, estaba ante Dios. De eso también sé yo algo. —
De vos quisiera saber si es cierto que subir a ese
monte cuesta mucho menos que bajar. — Porque,
¡mirad que he subido montañas y siempre me sucedió
lo contrario! — ¿Bien, caballero? — ¿Cómo? — ¿Os 140
apartáis de mí? ¿No queréis verme?
T emplario.—Es que quiero oíros.
R eha . — Es que no queréis que note que sonreís por
mi simpleza, que sonreís de ver que no tengo nada
más importante que preguntaros sobre el monte más
santo de todos los montes, ¿verdad que si?
T emplario.—Bueno, tendré que volver a miraros a
los ojos. — ¡Ah!, ¿los bajáis ahora? ¿Ahora contenéis
vos la sonrisa? Cuando no busco más que leer en los
gestos, en gestos ambiguos, lo que os oigo deqir con iso
tanta claridad, lo que me decís tan perceptiblemente
— ¿os calláis? — ¡Ah Reha, Reha! ¡Cuánta razón
tenía él al decir: «conocedla y veréis»!
R eha .—¿Quién lo ha dicho? — ¿De quién? — ¿Os
han dicho eso?
T emplario.—«Conocedla y veréis», me dijo
vuestro padre refiriéndose a vos.
164 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

D aya .— ¿Y acaso no lo dije yo también, yo tam­


bién?
160 T emplario .— Pero', ¿dónde está, dónde está, pues,
vuestro padre? ¿Está aún con el Sultán?
R eh a .— Sin duda.
T emplario .— ¿Allí aún, aún? — ¡Olvidadizo de
mí! No, no; no creo que esté ya allí. — Estará allá
abajo, esperándome junto al monasterio, seguro. Que­
damos así cuando nos despedimos. ¡Con permiso! Me
voy a recogerlo...
D aya .— Eso es cosa mía. Quedaos, caballero, que­
daos. Lo traigo yo sin dilación,
no T emplario .— ¡De ningún modo, de ningún modo!
Me está esperando a mí personalmente, no a vos.
Además, no me extrañaría... ¿quién sabe?... no me
extrañaría que con el Sultán, ...ivos no conocéis al
Sultán!... que se hubiera visto en apuros. — Creedme,
se corre peligro si no voy yo.
R eh a . — ¿Peligro? ¿Qué peligro?
T emplario .— C orro peligro yo, vos, él, si no voy a
escape, a escape. (Hace mutis.)

ESCENA TERCERA
R eha y D aya
R eh a . —¿Qué es eso, Daya? — ¿Tan de repente?
180 — ¿Qué le ocurre? ¿Qué le habrá chocado? ¿Qué lo
persigue?
D aya .— Dejadlo, dejadlo. Creo que no es mala
señal.
REHA.— ¿Señal? Pero ¿de qué?
D aya . —De que algo va haciendo su marcha por
dentro. Algo se está cociendo, y no conviene que [de
hervir] se salga. Vos dejadlo. Ahora os toca a vos.
R eh a . — ¿Qué me toca a mí? Tú me resultas igual
de incomprensible que él.
NATÁN EL SABIO 165

D aya .— Bien pronto os podréis desquitar de todo el i»


desasosiego que os ha dado. Pero que no os dé por ser
demasiado severa, demasiado vengativa.
R eha .— T ú sabrás de qué estás hablando.
D aya . — Entonces, ¿ya estáis otra vez tranquila?
R eha .— Lo estoy, sí, lo estoy.
D aya .— Por lo menos admitid que disfrutáis vién­
dolo desasosegado y que debéis a su desasosiego el
estar vos gozando de tranquilidad.
R eha .— ¡Completamente sin querer! Porque lo
más que podría concederte sería que a mí —a mí 200
misma, me extraña que pueda seguir de repente en mi
corazón, a semejante tormenta, una tal calma. Todo
su aspecto, su conversación, su hacer me ha...
D aya . — ¿Saciado ya?
REHA.— Saciado, yo no diría saciado, no — ni
mucho menos—
D aya .— Te ha aplacado sólo el hambre convulsiva.
R eha .— Bueno, si quieres decirlo así.
D aya .— A h, yo no.
R eha .— Lo apreciaré eternamente; lo seguiré apre- 210
ciando más que a mi vida, eternamente, aunque ya no
se me altere el pulso sólo con la mención de su
nombre, aunque no sean más acelerados y fuertes los
latidos de mi corazón cada vez que piense en él. —
Pero, ¿qué cháchara es ésta? Ven, ven, Daya querida,
ven a la ventana. Mira allá a las palmeras.
D aya .— Pues duda no cabe de que el hambre con­
vulsiva no está aplacada del todo.
R eha .— A hora volveré a mirar otra vez las pal­
meras, y no sólo a él paseando bajo las palmeras. 220
D aya .— Esa frialdad no es más que el comienzo de
otra fiebre.
R eha .— ¿Qué frialdad? Yo no estoy fría. Lo que
pasa es que no miro menos a gusto lo que miro con
tranquilidad.
166 GOTTHOLD EPHRA1M LESS1NG

ESCENA CU ARTA

(Escenario: Sala de audiencias del palacio


de S alad in o )

S alad in o y S ita

S alad in o . — (Entrando y hablando en dirección a la


puerta.) Apenas llegue el judío, hacedlo pasar. No
parece que se dé mucha prisa.
S ita .—Tampoco estaba ahí a la mano, que se pu-
230 diera dar con él enseguida.
S alad in o .— ¡Hermana, hermana!
S ita . — Estás como si fueras a entrar en combate.
S a la d in o .— Y con armas que no aprendí a manejar.
He de disimular; he de inquietar; he de tender
trampas; he de conducir a terreno resbaladizo.
¿Cuándo he sabido hacer eso yo? ¿Dónde pude apren­
derlo? — Ah, y ¿para qué he de hacer todo eso, para
qué? — Para pescar dinero, ¡dinero! — Para arrancarle
dinero a un judio, atemorizándolo; dinero, ¡dinero!
240 ¿Me habrá traído finalmente a estas pequeñas astucias
la necesidad de procurarme la menor de las minucias?
S ita .— No hay minucia que, desdeñada en demasía,
no se vengue, hermano.
S a la d in o .— Es verdad, por desgracia. — ¿Y si ese
judío fuera el hombre bueno y razonable que te descri­
bió antes el derviche?
S ita .— ¡Ah, pues entonces no hará falta nada de
eso! El lazo se le tiende al judío avaro, receloso, me­
droso, no al hombre bueno, al hombre sabio. Que
2so éste ya es nuestro, sin necesidad de lazo. El placer de
escuchar cómo se excusa un hombre así; la fuerza
osada con que, sin rodeos, corta de un tajo el lazo, o
bien sortea con astuta precaución las redes que a su
paso encuentra, ese placer se te da por añadidura.
NATÁN EL SABIO 167

SALADINO.—Sí, eso es verdad. Por cierto que me


alegro de ello.
SITA.—Luego ya no hay nada que pueda desconcer­
tarte. Porque si es uno más del montón, si es un judío
como otro, ino te vas a avergonzar de aparecer a sus
ojos tal como él se imagina a todos los demás 260
hombres! Antes bien, mostrarse mejor a sus ojos, es
mostrársele como estúpido, como loco.
SALADINO.—Así que ¿es preciso obrar mal para que
el malo no piense mal de mí?
Sita.—¡Ciertamente! Si obrar mal para ti es utilizar
cada cosa ateniéndose a su índole.
SALADINO.—¡Qué inventará una cabeza de fémina
que no sepa aderezar!
SITA.—iAderezar!
SALADINO.—¡Lo que me temo es que lo fino y 270
alambicado se me quiebra entre estas toscas manos!
— Esas cosas hay que ejecutarlas tal como se las ima­
ginó: con zorrería, con soltura. — ¡Por supuesto que
es posible, es posible! Yo bailo como puedo, y por
cierto preferiría bailar — peor que mejor.
Sita. —¡Tampoco has de tener tan poquita confianza
en ti! ¡Yo te respondo de ti! Vamos, si quieres. —
Porque a los hombres como tú les gustaría conven­
cernos a nosotras las mujeres de que es con la espada,
sólo con la espada, como han llegado tan adelante. 280
Ciertamente, el león se avergüenza de cazar con la
zorra: pero se avergüenza de la zorra, no de la astucia.
Saladino. —¡Cómo disfrutarían las féminas tenién­
donos a los hombres a su nivel! — ¡Anda ya, ve! —
Creo que me sé la lección.
Sita. —¿Cómo? ¿Que me vaya?
Saladino .—¡No querrás quedarte!
Sita.—Quedarme, quedarme, no...; poder veros —
pero aquí en el cuarto de al lado.
Saladino.—¿Para oír? No, tampoco, hermana; si 290
he de salir airoso. — ¡Vete, vete, que se mueve la cor-
168 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

tina, que llega! — ¡Digo que no te quedes ahí! Iré


a ver.
(Mientras se aleja ella por una puerta, entra
N atán por la otra, y SALADINO se ha sen­
tado.)

ESCENA QUINTA
S alad in o y N atán

Saladino. — ¡Acércate, judío! — ¡Más cerca! —


¡Del todo, del todo! — ¡Y sin miedo!
N a t á n .— ¡El miedo se lo cedo a tu enemigo!
S alad in o .— ¿Te llamas Natán?
N a tá n . - S í.
S alad in o .— ¿Natán el sabio?
300 N a tá n .— No.
S a la d in o .— Bueno, no te lo llamas tú, te lo dice el
pueblo.
N a tá n .— Puede ser. ¡El pueblo!
S a la d in o .— ¡No creerás que tengo una opinión
despectiva de la voz del pueblo! — Hace mucho
tiempo que deseo conocer al hombre que aquél llama
el sabio.
N a tá n .— ¿Y si lo llamara así en son de burla; si, al
decir sabio, no quisiera decir más que prudente y no
3 io llamara prudente más que a quien sabe bien lo que le
conviene?
SALADINO.— ¿Te refieres a lo que le conviene ver­
daderamente?
N a tá n .— En ese caso, el más interesado sería el
más prudente. Así, prudente y sabio sí que sería lo
mismo.
SALADINO.— Veo que pruebas lo que quieres im­
pugnar. — Lo que conviene verdaderamente al
hombre, el pueblo no lo conoce, pero tú sí. Al menos,
NATÁN EL SABIO 169

procuraste conocerlo; meditaste sobre ello: sólo esto 320


hace ya al sabio, también.
N a t á n .— A l que se imagina ser cada uno.
S a la d in o .— Bueno, ¡dejémonos de modestia!
Porque estarse escuchándola todo el tiempo, cuando
lo que uno espera es razón a secas, causa fastidio.
(Salta del asiento.) ¡Vayamos al asunto! Pero, pero,
¡con sinceridad, judío, con sinceridad!
N a tá n .— Sultán, te aseguro que mi deseo es ser­
virte de tal modo que pueda seguir siendo digno de tu
clientela. 330
S a la d in o .— ¿Servirme? ¿Cómo?
N a t á n .— Para ti será lo mejor de lo mejor de todo;
y al mejor precio.
S alad in o .— ¿De qué hablas? ¡No será de tus mer­
cancías! — Chalanear, eso ya lo hará contigo mi her­
mana. (¡Esto para la fisgona!) — Yo no tengo nada
que hacer con el comerciante.
N atán .— Pues entonces lo que querrás sin duda es
enterarte de lo que pude observar, o encontrar, de
camino, tocante al enemigo, que, por lo demás, em­ 340
pieza a hacerse sentir otra vez. — Yo, si con toda fran­
queza...
S a la d in o .— La contribución que de ti espero, tam­
poco es precisamente ésa. De ello ya sé cuanto me
hace falta. — En una palabra; —
NATÁN.— Mándame, Sultán.
S alad in o .— Solicito tus enseñanzas en otro terreno
muy distinto, muy distinto. — Puesto que eres tan
sabio, a ver si me dices — ¿cuál es la fe, cuál es la ley
que te ha iluminado más? 350
N a t á n .— Sultán, ¡yo soy judío!
S a la d in o .— Y yo musulmán. El cristiano está
entre nosotros. — Sólo una de estas tres religiones
puede ser la verdadera. — Un hombre como tú no
puede quedarse en el sitio donde lo arrojara la casuali­
dad del nacimiento; o, si se queda, lo hace porque ha
170 GOTTHOLD EPHRAÍM LESSING

examinado, razonado y escogido lo mejor. Pues bien,


hazme partícipe de tu entendimiento. Dime las ra­
zones a cuya cavilación no tuve yo tiempo de entre-
360 garme. Dame a conocer — por supuesto en confianza—
la elección que determina dichas razones, para po­
derlas hacer yo mías. ¿Cómo? ¿Te sorprendes? ¿Me
sopesas a ojo? — Bien pudiera ser yo el primer Sultán
que da en tal capricho, que, por lo demás, tampoco
me parece tan indigno de un Sultán. — ¿No es
cierto?— ¡Así que habla, pues: di! — A no ser que
quieras un momento para reflexionar. Bien, te lo doy.
— (¿Estará escuchando ella? Voy a acecharla. A ver si
me dice que lo he hecho bien.— ) ¡Medítalo, medítalo
370 deprisa! No tardo en volver. (Se va al cuarto de al lado,
a donde se dirigiera S ita .)

ESCENA SEXTA

N atán a solas

¡Ejem, ejem! — ¡Curioso! — ¿En qué estoy


metido? — ¿Qué quiere el Sultán, qué quiere? —
Vengo preparado para una cuestión de dinero y resulta
que quiere — verdad. ¡Verdad! Y la quiere tal — tan
contante y sonante, tan reluciente— icomo si la
verdad fuera una moneda!— Por supuesto, ¡si fuera
una de esas monedas antiguas que se sopesaba a
mano! — ¡Aún! Pero una de esas nuevas monedas,
38o hechas por mera acuñación, que sólo sirven para
pagar en mostrador; una moneda así no es la verdad,
iseguro que no! ¿De modo que la verdad se embolsa­
ría en la cabeza igual que el dinero en la bolsa? En­
tonces, ¿quién es aquí el judío: yo o él? — Por lo
demás, ¿por qué no tendría que pedir él de veras la
verdad? — ¡Verdaderamente, verdaderamente, la sos­
NATÁN EL SABIO 171

pecha de que esté utilizando la verdad como trampa,


también sería demasiado pequeña! — ¿Demasiado pe­
queña? — ¿Hay algo demasiado pequeño para un
grande? — Eso es, eso es: ¡irrumpió en la casa empu- 390
jando puertas! Cuando se llega como amigo, sin em­
bargo, se llama a la puerta y se escucha antes. —
¡Tengo que ir con cuidado! — Mas, ¿cómo? ¿Cómo
hacerlo? — Tampoco es cosa de ponerse a hacer el
judío de pura cepa. — Y no conducirse en absoluto
como judío, menos aún. Porque si no soy judío de
uno u otro tipo, podría preguntarme luego por qué no
ser musulmán. — ¡Ya está! ¡Esto puede salvarme! —
No sólo a los niños se les alimenta con cuentos. — Ya
viene. ¡Venga pues! 400

ESCENA SÉPTIMA

S alad in o y N atán

Sa l a d in o . — (¡Aquí tenemos despejado el campo!)


— ¿No vuelvo demasiado pronto para ti? Ya has aca­
bado con tu meditación. — ¡Ea pues, habla! No nos
oye un alma.
N atán.—Y aunque nos oyera el mundo entero.
S a la d in o .— ¿Tan seguro está Natán? ¡Ah, a eso
llamo yo un sabio! ¡A quien nunca encubre la verdad,
a quien se lo juega todo por ella, cuerpo y vida, ha­
cienda y sangre!
N atán .— ¡Sí! ¡Sí, cuando es necesario y conve- 410
niente!
Sa l a d in o .— De ahora en adelante me cabe esperar
que uno de mis títulos, el de amejorador del mundo y
de la ley, lo llevaré con razón.
N a tá n .— ¡Bonito título, por cierto! Mas, Sultán,
antes de confiarme enteramente a ti, permíteme que
te cuente una historieta.
¡72 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

S a l a d in o .— ¿Por qué no? Siempre fui amigo de


historietas bien contadas.
420 N a t á n .— Sí, pero contar bien no es lo que se me da
precisamente.
S a la d in o . — ¿Otra vez con la modestia orgullosa?
— ¡Venga! ¡Cuenta, cuenta!
N a tá n .— Luengos años ha, vivía en Oriente un
varón que poseía un anillo de valor incalculable, de
mano amada recibido. Era la piedra un opal que refle­
jaba cien bellos colores y tenía la fuerza secreta de
hacer acepto a los ojos de Dios y de los hombres a
quien la llevara con esa confianza. ¿Quién se extrañará
430 de que ese varón de Oriente no quisiera dejar de lle­
varla nunca en su dedo, y de que tomara la disposición
de conservarla eternamente en su casa? A saber, del
siguiente modo. Dejó el anillo al predilecto de sus
hijos, estableciendo que éste, a su vez, lo legara al que
fuese su hijo predilecto, y que el predilecto, sin tomar
en cuenta el nacimiento, se convirtiera siempre, sólo
en virtud del anillo, en cabeza y príncipe de la casa. —
Entiéndeme, Sultán.
S a la d in o .—Te entiendo. ¡Prosigue!
440 N a t á n .— Y así, de hijo en hijo, llegó finalmente el
anillo a un padre que tenía tres hijos, los cuales le
eran igualmente obedientes y en consecuencia no
podía menos de quererlos igual a los tres. Lo que suce­
día es que unas veces le parecía más digno del anillo el
uno, otras el otro o bien el tercero — según se encon­
traba a solas con él cada uno y no participaban los otros
dos de los desahogos de su corazón; conque tuvo la
piadosa debilidad de prometer el anillo a cada uno de
ellos. Y así fueron yendo las cosas. Pero, claro, llegó
450 la hora de la muerte, y el bueno del padre cae en per­
plejidad. Le duele ofender a dos de sus hijos, confiados
en su palabra. — ¿Qué hacer? — Manda en secreto
que encarguen a un artista fabricar otros dos anillos to­
mando como muestra el suyo, ordenando que no se
órm aváa//— K & ñ^s¿-S(r 4 tm n v e ^ & á , a¿&
/ 2¿ fts.4¿x¿'-— s /ír r>e<d¿e
J»ZdcC?*Jee*e.
«Inútil; imposible demostrar cual es el verdadero anillo.»
A no H fP . cu m a 7.a

Augusto Guillermo IfTIand en el papel de Natán. Grabado de Henschel (1811)


174 GOTTHOLD EPHRA1M LESS1NG

repare ni en precio ni en esfuerzos para conseguirlos


iguales, completamente iguales. Lo consigue el artista.
Cuando le lleva los anillos, ni el padre mismo puede
distinguir el original. Satisfecho y contento llama a sus
hijos, aparte a cada uno; da su particular bendición a
460 cada uno — y su anillo — y se muere. — Estás
oyendo, ¿no, Sultán?
SALADINO. — (Que, emocionado, se aparta de él.)
¡Oigo, oigo! — Pero acaba pronto con tu fábula. —
¿Queda mucho?
N a t á n .— Ya he acabado. Pues lo que sigue se en­
tiende de suyo. — Apenas muerto el padre, viene
cada uno con su anillo y quiere ser el príncipe de la
casa. Se investiga, se disputa, se demanda. Inútil; im­
posible demostrar cuál es el verdadero anillo; —

(Luego de una pausa en que espera la res­


puesta del S u ltán .)

470 casi tan indemostrable como nos resulta ser — la fe


verdadera.
SALADINO.— ¿Cómo? ¿Ésa sería la respuesta a la
pregunta que hice?...
N a tá n .— Basta para disculparme de no atreverme a
distinguir entre los anillos que hizo fabricar el padre
con intención de que no se les distinguiera.
SALADINO.— ¡Los anillos! — ¡No juegues conmigo!
— Las religiones que te indiqué, bien que se las puede
distinguir. ¡Hasta por el vestido, hasta por la comida y
4go la bebida!
N a t á n .— Pero no precisamente por razón de sus
respectivos fundamentos. — Porque, ¿no se basan las
tres en la historia? ¡Escrita, u oralmente transmitida,
[es lo mismo]! Y la historia, ¿no hay que aceptarla
acaso solamente por confianza y fe? — ¿No?
— Bueno; pues ¿cuál es la confianza y la fe de que
duda uno menos? ¿No es la de los suyos, no es la de
NATÁN EL SABIO 175

aquéllos cuya sangre llevamos, la de aquéllos que


desde nuestra infancia nos dieron pruebas de su amor 490
y no nos engañaron nunca, más que cuando, para no­
sotros, resultaba saludable ser engañados? — ¿Cómo
es posible que crea yo a mis padres menos que tú a los
tuyos? O al revés. — ¿Puedo yo exigirte que des­
mientas las mentiras de tus antepasados para que no
contradigan a las de los míos? O al revés. Lo mismo
vale de los cristianos. ¿No? —
S alad in o .— (¡Por el Sumo Viviente! Este hombre
tiene razón. Callarme me toca.)
N a t á n .— Volvamos a nuestros anillos. Lo dicho: soo
los hijos se querellaron y cada cual juró ante el juez
haber recibido el anillo directamente de manos de su
padre. — ¡Cosa que era verdad! — Y ello luego de
haber recibido del mismo con anterioridad la promesa
de gozar un día del privilegio del anillo. — ¡Cosa que
no era menos verdad! — El padre, protestaba cada
uno, no pudo haber sido falso con él; y, antes de rece­
lar tal cosa del mismo, de padre tan querido, antes de
eso, dice que no le queda más remedio que tachar de
juego sucio a sus hermanos por más inclinado que 510
esté a no creer de sus hermanos sino lo mejor y dice
que quiere descubrir a los traidores y vengarse.
S a la d in o .— Y ¿qué hizo el juez entonces? — Me
acucia el deseo de oír qué pones en la boca del juez.
¡Sigue!
N a tá n .— El juez dijo: Como no me traigáis aquí sin
más dilación a vuestro padre, os expulso de mi tribu­
nal. ¿Os habéis creído que estoy aquí para resolver
acertijos? ¿O es que estáis aguardando hasta que el
verdadero anillo diga esta boca es mía? — Pero, iun 520
momento! Me dicen que el anillo auténtico posee la
fuerza maravillosa de hacer bienquisto: acepto a Dios
y a los hombres. ¡Sea esto lo que decida! Porque los
anillos falsos no tendrán este poder en efecto. —
Veamos; ¿quién de vosotros es el más amado de los
176 GOTTHOLD EPHRA1M LESSING

otros dos? — Venga, ¡declaradlo! ¿Calláis? ¿Que los


anillos sólo actúan hacia atrás y no actúan hacia
afuera? ¿Que cada uno de vosotros, a quien más ama,
es a sí mismo? — ¡Oh; luego los tres sois estafadores
estafados! Ninguno de los tres anillos es auténtico. Se-
S30 guramente se perdió el auténtico, y el padre mandó
hacer tres en vez de uno para ocultar la pérdida, para
repararla.
SALADINO. — ¡Soberbio, soberbio!
N a t á n :— Así pues, prosiguió el juez, si preferís mi
sentencia a mi consejo, ¡marchaos! — Mi consejo,
empero, es éste: Tomad la cosa como os la encontráis.
Cada cual recibió del padre su anillo, pues crea cada
cual con seguridad que su anillo es el auténtico. —
Otra posibilidad cabe: ¡que no haya querido tolerar ya
540 en adelante el padre en su propia casa, la tiranía del
anillo único! — Y una cosa es segura: que os amaba a
los tres, y os amaba igual, por cuanto no quiso poster­
gar a los dos para favorecer a uno. — ¡Pues bien!
¡Imite cada cual el ejemplo de su amor incorruptible
libre de prejuicios! ¡Esfuércese a porfía cada uno de
vosotros por manifestar la fuerza de la piedra de su
anillo! ¡Venga en nuestra ayuda esa fuerza, con dul­
zura, con cordial tolerancia, con buen obrar, con la
más íntima sumisión a Dios! Y cuando luego, en los
55o hijos de vuestros hijos, se manifiesten hacia afuera las
fuerzas de las piedras, para aquel entonces, dentro de
miles de años, os cito de nuevo ante este tribunal. En­
tonces se sentará en esta silla un hombre más sabio
que yo, y hablará. ¡Marchaos! — Esto es lo que dijo
aquel juez modesto.
S a la d in o .— ¡Dios, Dios!
N a t á n .— Saladino, si te sientes ese hombre sabio
prometido:...
S alad in o .— (Que se abalanza sobre él y le coge la
560 mano que no soltará hasta el final.) ¿Yo, mero polvo?
¿Yo, pura nada? ¡Oh, Dios!
NATÁN EL SABIO 177

N a t á n . — ¿Qué te pasa, Sultán?


S a la d in o .— ¡Natán, querido Natán! — Los miles y
miles de años de tu juez, no han pasado todavía. — Su
tribunal no es el mío. — ¡Vete! — ¡Vete! — Pero sé
amigo mío.
N a tá n .— ¿Y no tenía nada más que decirme Sala­
dino?
S a la d in o .— Nada.
N a tá n .— ¿Nada? 570
SALADINO.— Absolutamente nada. — ¿Porqué?
N a tá n .— Me hubiera gustado tener también oca­
sión de hacerte un ruego.
S a la d in o .— ¿Necesitas tener ocasión para hacerme
un ruego? — ¡Di!
N a t á n .— A cabo de llegar de un largo viaje en que
ingresé deudas. — Casi tengo demasiado efectivo. —
Los tiempos se ponen otra vez delicados; — y no
acierto a ver dónde colocar en seguro. — Así que se
me ha ocurrido que tú a lo mejor — como la proximi- 580
dad de una guerra requiere tanto dinero — pudieras
necesitar algo.
S alad in o .— (Mirándolo f j o a los ojos.) ¡Natán! —
No quiero preguntarte si Al-Hafi se ha visto contigo;
— no quiero averiguar si es un recelo lo que te empuja
a hacerme espontáneamente este ofrecimiento:...
N atán .— ¿Un recelo?
S alad in o .— Me lo merezco. — ¡Perdona!, — pues
¿de qué sirve? Sólo tengo que confesarte — que tenía
la intención de — 590
N a tá n .— ¿No será de solicitar de mí eso mismo?
S alad in o .— Pues sí.
N a t á n . — ¡Entonces a los dos nos viene bien!
— Pero toda mi liquidez no te la puedo enviar; cau­
sante es el joven templario. — Tú lo conoces. — Aún
he de pagarle antes un gran servicio.
S a la d in o .— ¿Templario? ¿No irás a apoyar con tus
dineros también a mis peores enemigos?
178 GOTTHOLD EPHRAIM LESS1NG

N a t á n .— Me refiero sólo a ése a quien perdonaste


600 la vida...
S a la d in o .— ¡Ah, ya me lo recuerdas! — ¡Me había
olvidado completamente de ese joven! — ¿Lo co­
noces? — ¿Dónde está?
N a t á n .— ¿Cómo? ¿De modo que no estás ente­
rado de que la gracia que con él ejerciste ha redundado
en mí por su medio? Él mismo, arriesgando la vida
que tú le diste, salvó del fuego a mi hija.
S a la d in o .— ¿Él? ¿Eso ha hecho? — ¡Ah! Lo decía
su aspecto. ¡Mi hermano, a quien tanto se parece,
6 io seguro que también lo hubiera hecho! — Entonces,
¿está aún por ahí? ¡Ves y tráelo! — ¡A mi hermana le
he hablado tanto de este hermano que no conoció,
que tengo que hacerle ver también su parecido! —
¡Ve a por él! — ¡Hay que ver cómo, de una buena
acción, aunque la haya alumbrado incluso una mera
pasión, fluyen no obstante tantas otras acciones
buenas! ¡Ve a por él!
N a tá n . — (Soltando la mano de Saladino.) ¡Al ins­
tante! Y de lo otro, ¿quedamos en lo acordado?
620 (Mutis.)
S alad in o . — ¡Ah, y no haber dejado que escuchara
mi hermana! — ¡Voy a verla, voy a verla! — Porque,
¿cómo voy a contarle ahora todo esto? (Sale por la
otra puerta.)

ESCENA OCTAVA

(Escenario: bajo las palmeras, en los aledaños del


convento, donde el TEMPLARIO espera a NATÁN)

TEMPLARIO. — (Yendo arriba y abajo, en lucha consigo


mismo hasta que estalla.) — Aquí se detiene, fatigada,
la víctima. — ¡Bien, pues! Yo no puedo, no puedo
acabar de saber qué me está pasando, no puedo ba-
NATÁN EL SABIO 179

rruntar lo que va a ocurrir. — Ya está bien; ¡huí en


vano!, en vano. — Pero, ¿podía hacer otra cosa que 630
huir? — ¡Pues que pase lo que tenga que pasar! — De­
masiado rápido cayó el golpe, para esquivarlo; larga­
mente y mucho me resistí a exponerme a él. — Verla,
ver a quien tan poco deseoso estaba de ver, — verla, y
decidir no perderla más de vista — ¿Qué digo decidir?
Decisión es propósito, acción: y yo, yo sufro, yo me
limito a sufrir. Verla, y sentir que estaba trabado con
ella, entretejido con ella, fue todo uno. — Sigue
siendo todo uno. — Vivir separado de ella me resulta
inconcebible en absoluto; sería mi muerte, — e in­ 640
cluso allá donde estemos al morir, allí también seria
mi muerte. — Ahora, si esto es amor — no cabe duda
de que el templario ama, — no cabe duda de que el
cristiano ama a la muchacha judía. — ¡Ejem! ¿Qué se
le va a hacer? — En la tierra de promisión, — iy tam­
bién por eso me es prometida para siempre! — ya dejé
caer más de un prejuicio. — Además, ¿qué quiere mi
Orden? Como templario yo estoy muerto; estoy
muerto para la Orden desde el mismo instante en que
Saladino me hizo su prisionero. La cabeza que me 6S0
regaló Saladino ¿es la que tenía yo antes? — Es otra,
que no sabe nada de todo lo que metieron con charla­
tanerías en la anterior, de lo que ataba a aquélla. — Y
es mejor, más hecha para el Cielo paterno. Ya lo voy
notando. Porque con ella estoy empezando a pensar
tal como tuvo que haber pensado mi padre aquí, si no
es que me vinieron con mentiras contándome cuentos
sobre él. — ¿Cuentos? Pero nada increíbles, que
nunca me parecieron más creíbles que ahora, cuando
estoy corriendo el peligro de dar un traspié en el 660
mismo lugar en que él cayera. — ¿Cayera? Prefiero
caer con hombres que estar de pie con niños. — Su
ejemplo es para mí garantía de su aprobación. ¿Y qué
otra aprobación me interesa, además? ¿La de Natán?
Ése me dará seguro más que la aprobación; ése me
180 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

dará aliento. — ¡Menudo judio! — ¡Y que no quie­


re aparecer más que judío! Allá viene; viene con
prisa; rebosa de serena alegría. ¿De ver a Saladino vol­
vió alguien alguna vez de otra manera? — ¡Ye, ye,
670 Natán!

ESCENA NOVENA

N ATAN y el TEM PLARIO

N a tá n .— ¿Cómo? ¿Sois vos?


T emplario .— Os habéis demorado mucho con el
Sultán.
N a tá n .— No tanto tampoco. Me entretuve dema­
siado al ir. — Ah, verdaderamente, Curd; el hombre
está a la altura de su fama. Su fama no es más que su
sombra. — Pero dejadme que os diga una cosa ense­
guida antes que nada...
T emplario .— ¿El qué?
680 N a tá n .— Que quiere hablaros, quiere que os lle­
guéis adonde él, sin tardanza. Acompañadme a casa,
que he de disponer primero algo que no hace al caso,
para él, y luego nos vamos allá.
T emplario .— Natán, yo no vuelvo a poner los pies
en vuestra casa, si antes no...
N a t á n .— C onque ¿mientras tanto estuvisteis allí,
mientras tanto habéis hablado con ella? — Y ¿qué? —
Decidme qué os parece Reha.
T em plario .— ¡Faltan palabras! — Sólo que —
690 volver a verla — ieso no lo haré ya más! ¡Jamás,
jamás! — Porque tendríais que prometerme ahora
mismo — que, por siempre jamás, he de poder verla.
N a t á n .— ¿Cómo queréis que entienda yo esto?
T emplario .— (Tras breve pausa, abrazándolo de re­
pente.) ¡Padre mío!
N a tá n . — iPero joven!
NATÁN EL SABIO ¡8!

T emplario. — (Soltándolo de repente.) ¿Hijo, no? —


¡Por favor, Natán! —
N atan. — ¡Querido joven!
T emplario.—¿Hijo, no? — ¡Por favor, Natán! — 700
¡Os lo suplico por los vínculos primeros de la Natura­
leza! — ¡No les antepongáis trabas que son muy poste­
riores! — ¡Contentaos con ser hombre! — ¡No me re­
chacéis!
N a tá n . — ¡Querido amigo, querido!...
T emplario.—¿E hijo? ¿Hijo, no? — ¿Ni siquiera,
ni siquiera en el caso de que la gratitud haya abierto ya
el camino del amor que conduce al corazón de vuestra
hija? ¿Ni siquiera en el caso de que entrambos estu­
vieran esperando fundirse en uno a una señal 710
vuestra? — ¿Guardáis silencio?
N a tá n .— Me sorprendéis, joven caballero.
T emplario.—¿Os sorprendo yo? — ¿Con vuestros
propios pensamientos os sorprendo yo, Natán? —
¿No será que los desconocéis puestos en mi boca?
¿Os sorprendo yo?
N a tá n .— ¡A ntes he de saber a qué rama de los
Stauffen perteneció vuestro padre!
T emplario.—¿Qué decís, Natán, qué decís? —
¿En un momento como éste no sentís más que curio­ 720
sidad?
N a t á n .— Porque ¡mirad! Yo mismo conocí a un
Stauffen que también se llamaba Conrado.
T emplario.—Bueno — y ¿qué pasaría si mi padre
también se hubiera llamado así precisamente?
N a tá n .— ¿Es verdad?
T emplario.—Yo me llamo como mi padre; Curd
es Conrado.
N a tá n .— Bueno — entonces el Conrado que conocí
yo no fue vuestro padre; era templario; no se casó 730
nunca.
T emplario.—¡Ah, por eso!
N a t á n .— ¿Cómo?
m GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

T emplario.—Que por eso bien podía ser igual mi


padre.
N atán.—Estáis bromeando.
T emplario. —¡Y vos lo tomáis realmente con de­
masiados escrúpulos! — Porque, ¿total qué? ¡Resulta­
ría que soy algo asi como un bastardo o un hijo del
740 arroyo! Tampoco es manco el golpe. — Pero sí, a mí,
exoneradme siempre de mi prueba de nobleza. Yo, a
mi vez, os exonero de la vuestra. Nada más lejos de
mí que albergar la mínima duda tocante a vuestro
árbol genealógico. ¡Dios me guarde! Vos podéis docu­
mentarlo hoja a hoja hasta Abrahán. Y de ahí hacia
arriba, yo mismo lo sé, yo mismo voy a evocarlo.
N atán.—Os estáis poniendo duro. — Y ¿lo me­
rezco yo? — ¿Os he rehusado acaso algo, hasta
ahora? — Lo único que pasa es que no he querido to-
750 maros la palabra al instante. — Nada más.
T emplario.—¿Es cierto? — ¿Nada más? ¡Ah,
pues perdonad!...
N atán.—¡Ea, venid no más, venid!
T emplario.—¿Adónde? ¡No!— ¿Que vayamos a
vuestra casa? — ¡Eso no, eso no! — ¡Allí se abrasa
uno! — Yo os espero aquí, ild vos! — Si he de volver
a verla, la veré aún bastante; y si no, ya la he visto de­
masiado...
N atán.—Voy a darme prisa lo más que pueda.

ESCENA DÉCIM A

£7 TEMPLARIO_p, poco después. D aya

760 T emplario.—¡Ya la he visto más que bastante! —


Muy capaz es el cerebro del hombre, ¡pero a veces se
llena de pronto con tan poca cosa, con una nonada se
llena de pronto! — No sirve de nada, no sirve de
nada: ya puede estar lleno de lo que sea. — Pero, en
NATÁN EL SABIO 183

fin, ¡paciencia! Bien pronto el alma comprime todo


ese material atiborrante, se hace sitio, y vuelven la luz
y el orden. — Porque, ¿es la primera vez que amo? —
¿O es que no era amor lo que creía yo que lo era? —
¿Sólo es amor lo que siento ahora?...
D aya.—(Que se ha deslizado por un lado a hurta­ 770
dillas.) ¡Caballero, caballero!
T emplario.—¿Quién llama? — Ah, Daya, ¿sois
vos?
D aya .— He pasado junto a él a hurtadillas. Pero ahí
donde estáis, aún podría vernos. — Acercaos más a
mí, detrás de este árbol.
T emplario.—Pero, ¿qué pasa? — ¿Tan secreto
es? — ¿Qué es ello?
D aya.—Efectivamente, con un secreto tiene que
ver lo que me trae a vos, y por cierto un doble secreto. 780
El uno lo conozco yo; el otro lo conocéis vos. — ¿Qué
os parece si los intercambiáramos? Si me confiáis el
vuestro, os confío el mío.
T emplario.—Con mucho gusto. — Pero, primero,
me tenéis que dar a conocer cuál estimáis que es el
mío. Cosa que se inferirá a buen seguro del vuestro.
— Ya podéis empezar.
D aya.—¡Toma, mira pues! — No, señor caballero:
vos primero, yo después. — Porque no os quepa duda
de que mi secreto no puede serviros absolutamente 790
para nada, como antes no tenga yo el vuestro. — ¡Así
que daos aire! — Porque, si empiezo yo preguntando,
no me habréis confiado nada. Mi secreto seguiría
siendo mi secreto, y el vuestro lo perderíais. — Pero
¡pobre caballero! — ¡Mira que llegar a creerse los
hombres que pueden ocultarnos un secreto como ése,
a las mujeres!
T emplario.—Que muchas veces ignoramos te­
nerlo.
D aya.—Ya podría ser. Por eso ni más ni menos he 800
de tener de entrada el amistoso gesto de ayudaros a
184 GOTTHOLD EPHRAIM LESSiNG

que lo conozcáis vos mismo. — Decidme: ¿Qué


quiere decir eso de poner de golpe y porrazo pies en
polvorosa, eso de dejarnos plantadas — eso de que no
volvierais luego con Natán? — ¿Tan poco os impre­
sionó Reha? ¿Eh? ¿O tanto os impresionó? —
¡Tanto, tanto! — ¡Os veo como al pobre pájaro que
quedó pegado a la liga, y aletea! — Sin rodeos: recono­
cedme ya de una que la amáis, que la amáis hasta la
8 io locura, y yo os diré algo...
T emplario.—¿Hasta la locura? Verdaderamente,
sí que entendéis de eso.
D aya.—Bueno, pues a mí dadme el amor, y la
locura os la dispenso.
T emplario.—¿Porque se la entiende de suyo? ¡Un
templario amando a una muchacha judía!
D aya.—Ciertamente, no parece tener mucho sen­
tido. — Pero, de cuando en cuando, también hay en
un asunto más sentido del que sospechamos, y tam-
820 poco sería inaudita cosa que el Salvador nos atraiga
hacia Él por caminos que la prudencia de suyo no to­
maría asi como así.
T emplario.—¡Qué solemne! — (Y si, en lugar del
Salvador, pongo la divina Providencia, ¿no tiene
razón en lo que dice?— ) Me estáis picando la curiosi­
dad más de lo que suele sucederme.
D aya.—¡Oh, esta es la tierra de los milagros!
T emplario.—(¡Pues! — De lo maravilloso.
¿Podría ser de otro modo, acaso? Aquí se arremolina
830 el mundo entero.) — Querida Daya: Dad por otorgado
lo que pedís: que la amo, que no comprendo cómo
podré vivir sin ella, que...
D aya.—¿De veras? ¿De veras? — Pues, caballero,
juradme que la haréis vuestra, que la salvaréis, que la
salvaréis aquí en el tiempo, que la salvaréis allá en la
eternidad.
T emplario.—Y ¿cómo? — ¿Cómo podría hacerlo
yo? — ¿Puedo jurar hacer lo que no está en mi mano?
NATÁN EL SABIO 185

D aya. — Está en vuestra mano. Con una sola pa­


labra póngolo en vuestra mano. mo
T emplario.—¿Talmente que el padre mismo no
tenga nada en contra?
D aya. — ¡Toma, el padre, el padre! El padre se verá
obligado.
T emplario.—¿Obligado, Daya? — Aún no ha
caído en manos de los ladrones. — No tiene que verse
obligado.
D aya.—Bueno, tendrá que querer; al fin tendrá
que querer de buen grado.
T emplario. — ¡Obligado y de buen grado! — ¿Y si 850
le dijera, Daya, que ya intenté personalmente pulsarle
esa cuerda?
D aya. — ¿Qué? Y ¿no entró?
T emplario.—Salió con una pitada que me ofendió.
D aya.—¿Qué decís? — ¿Es posible? ¿Le dejasteis
entrever la sombra de vuestro interés por Reha y no
dio un salto de alegría? ¿Se retrajo con frialdad?
¿Puso inconvenientes?
T emplario.—Más o menos.
D aya.—Entonces no me lo pienso ni un instante sw
más. — (Pausa.)
T emplario.—Pero, ¿es cosa de pensárselo?
D aya. — ¡Es que es tan buena persona! — iYo
misma le debo tanto! — Mas, ieso de no querer escu­
char ni por pienso! — Bien sabe Dios cómo me sangra
el corazón por tener que constreñirlo de este modo.
T emplario.—Daya: os ruego que me saquéis
pronto y bien de esta incertidumbre. Pero si dudáis
vos misma de si es bueno o malo, vergonzoso o loable
lo que proyectáis, — ¡entonces, callad! Por mi parte, 870
me olvidaré de que tenéis algo que callar.
DAYA.—Eso, en vez de contener, incita. Mira, vais
a saberlo: Reha no es judia; es — es cristiana.
T emplario. — (Frío.) ¿Sí? ¡Enhorabuena! ¿Os ha
costado mucho? ¡De ese parto no os moriréis! — i Pro-
186 GOTTHOLD EPHRA1M LESS1NG

seguid poblando el cielo con ese celo, que lo que es la


tierra ya no podéis!
D aya .— ¿Cómo, caballero? ¿Ese sarcasmo merece
la noticia que os di? De modo que la noticia de que
880 Reha es cristiana, ¿ya no os alegra a vos, a un cris­
tiano, a un templario que la ama?
T emplario .— Especialmente, dado que es una cris­
tiana de vuestra hechura.
D aya . — ¡Ah! ¿Así lo veis? ¡Así, puede ser! — ¡No!
¡Yo, a quien quiero ver es a quien debe convertirla!
La suerte que tiene es que ya hace mucho tiempo que
es lo que le han estorbado llegar a ser.
T emplario .— Explicaos, o — ¡marchaos!
D aya .— Es hija de cristianos, nacida de padres cris-
890 tianos, bautizada...
T emplario . — (Presuroso.) ¿Y Natán?
D aya .— ¡No es su padre!
T emplario .— ¿Natán no es su padre? — ¿Sabéis lo
que estáis diciendo?
D aya .— La verdad que me hace llorar lágrimas de
sangre tantas veces. — No, él no es su padre...
T emplario . — ¿Y la educó talmente como a hija
propia? ¿La hija de padres cristianos se ha educado
como judía?
9oo D aya .— C on toda seguridad.
T emplario .— ¿No sabía ella lo que era por naci­
miento? — ¿Nunca le dio a entender él que era cris­
tiana de nacimiento y que no era judía?
D aya .— Nunca.
T emplario .— ¿A sí que no sólo educó a la ñifla en
esa ilusión, sino que dejó también a la muchacha en
esa ilusión?
D aya . — ¡Desgraciadamente!
T emplario .— Natán — ¿es posible? — ¿Natán el
9io sabio y bueno se habría permitido falsear así la voz de
la Naturaleza? ¿Malencaminar los desbordamientos
de un corazón que, dejado a sí mismo, tomara muy
NATÁN EL SABIO 187

otros senderos? — Daya, por supuesto me habéis con­


fiado algo — de importancia — que puede traer conse­
cuencias, — que me desconcierta, — con lo que de
momento no sé qué hacer. — Por eso dadme tiempo.
— ¡Y marchaos! Él pasará otra vez por aquí. Podría
sorprendernos. ¡Marchaos!
D aya.—¡Me muero!
T emplario .— Ahora me siento absolutamente inca- 920
paz de hablar con él. Si os lo encontráis, decidle sólo
que ya nos veremos en casa del Sultán.
D aya.—Pero que no os note que tenéis algo contra
él. — ¡Esto ha de servir solamente para darle el último
empujón a la cosa, sólo para privaros de cualquier es­
crúpulo en relación con Reha! — Y si os la lleváis a
Europa, ino me dejaréis atrás a mí, supongo!
T emplario.—Todo se andará. ¡Ahora marchaos,
marchaos!
ACTO CUARTO

ESCENA PRIMERA

Escenario: en los claustros del convento.


El H ermano lego .y, poco después, el templario

H ermano lego. — ¡Sí, sí! ¡Tiene mucha razón el pa­


triarca! No cabe duda de que, de todas esas cosas que
me encargó, pocas salieron bien. — Pero, ¿por qué
sigue encargándome todavía asuntos de esos? — A mí
no me gusta hacer el exquisito; no me gusta comerle
el coco a la gente; no me gusta ir metiendo las narices
en todo; no me gusta andar con las manos metidas en
todo. — ¿Para eso me separé del mundo por lo que
hace a mi provecho, para seguir mezclándome con el
mundo tanto más, en provecho de otros? 10
TEMPLARIO.—(Llegándose a él apresuradamente.)
¡Buen hermano! Al fin doy con vos. Hace ya rato que
os estoy buscando.
H ermano lego.—¿A mí, señor?
T emplario.—¿Ya no me reconocéis?
H ermano LEGO. — ¡No faltaba más! Pero creí que
no volvería a ver al señor en toda mi vida. Porque así
lo esperaba en el buen Dios. — El buen Dios que sabe
lo penoso que me resultaba el encargo aue, por obliga­
ción, tenía que cumplir con el señor. El sabe si había 20
190 GOTTHOLD EPHRAIM LESS1NG

en mí deseo alguno de encontraros dispuesto a prestar


oídos; Él sabe cuánto me alegré, cuán íntimamente
me alegré de que rechazarais tan rotundamente, sin
vacilar, todo lo que no se compadece con un caballero.
— ¡Pero, ahora venís, ahora resulta que ha surtido
efecto aquello!
T emplario.—¿Ya sabéis por qué vengo? Yo
mismo casi no lo sé.
H ermano lego.—Ahora habéis reflexionado sobre
30 ello; habéis advertido que en último término no es tan
injusto lo que el patriarca quiere; que hay honra y
dinero que ganar con su plan; que un enemigo es un
enemigo por más que haya sido siete veces nuestro
ángel. Esto, esto es lo que habéis ponderado ahora po­
niendo en la balanza la carne y la sangre, y aqui estáis
y os ofrecéis. — ¡Ay, Dios!
T emplario.—¡Piadoso y querido varón! Sosegaos.
No vengo por eso; no es por eso por lo que quiero
hablar con el patriarca. Todavía, todavía pienso sobre
40 aquel punto como pensaba, y por nada del mundo qui­
siera perder la buena opinión de que otrora me juzgara
digno tan recto piadoso y querido varón. — No vengo
más que a pedir consejo al patriarca sobre un asunto...
H ermano lego.—¿Vos, al patriarca? ¿Un caba­
llero, a un — clericazo? (Mirando tímidamente a su al­
rededor.)
T emplario.—Sí; — el asunto es bastante clerical.
Hermano lego.—Sin embargo, el clericazo nunca
pide consejo al caballero, por más caballeresco que el
so asunto sea.
T emplario.—Porque tiene el privilegio de contra­
venir las leyes, que ninguno de nosotros le envidia
que digamos. — Ciertamente; si lo que tuviera que
hacer yo, no repercutiera más que en mí; ciertamente,
si yo no tuviera que rendir cuentas a nadie más que a
mí, ¿qué falta me haría vuestro patriarca? Pero, hay
cosas que prefiero hacerlas mal siguiendo la voluntad
NATÁN EL SABIO 191

de otros, que hacerlas bien siguiendo mi sola volun­


tad. — Además, bien veo ahora que la religión tam­
bién es un partido, y por más que uno crea estar im- 60
parcialmente por encima, sin embargo, sin saberlo él
mismo, no hace más que favorecer a la propia. Y pues
que ello es así, tal vez deban de ser asi las cosas.
H ermano lego.—Sobre eso prefiero callarme.
Porque no entiendo bien al señor.
T emplario.—¡Y sin embargo! — (¡Veamos qué es
lo que me interesa a mí propiamente! ¿Me interésa
una sentencia o un consejo? — ¿Un sencillo consejo o
el consejo de un perito?) — Hermano, os doy las gra­
cias, os doy las gracias por la advertencia que me 70
habéis hecho. — ¿Qué falta hace un patriarca? — ¡Sed
vos mi patriarca! Yo prefiero dirigir mis preguntas al
simple cristiano que hay en el patriarca que al patriarca
que hay en el cristiano. — Se trata de que...
H ermano lego.—¡No siga, señor, no siga! ¿Para
qué? — El señor no me conoce. — Quien mucho
sabe, muchas preocupaciones tiene, y yo he preferido
ser hombre de un solo cuidado. — ¡Oh, bien! ¡Oíd!
¡Mirad! Por ahí viene, para suerte mía, en persona, so
No os mováis de aquí. Ya os ha visto.

ESCENA SEGUNDA

El PATRIARCA, que sube con toda la pompa eclesiástica


por una de las alas del claustro, y los anteriores

T emplario.—Prefiero evitar su encuentro. — ¡No


me parece el hombre adecuado! — ¡Un prelado gordo,
coloradote, bonachón! ¡Y menuda pompa!
Hermano lego.—Pues tendríais que verlo cuando
sube a la corte. Total, ahora viene de ver a un en­
fermo.
192 GOTTHOLD EPHRA1M LESSING

T emplario.—¡Cómo no va a avergonzarse Saladino


viendo eso!
Patriarca. —(Mientras se va acercando, le hace una
90 seña al hermano.) ¡Ven acá! — Ése es el templario,
¿verdad? ¿Y qué quiere?
H ermano lego.—No sé.
PATRIARCA. —(Acercándosele, mientras el hermano y
el cortejo se apartan.) ¡Bien, señor caballero! —
¡Mucho celebro poder ver a tan valeroso joven! —
¡Vaya, y qué joven! — Bien, con la ayuda de Dios algo
se podrá sacar de ahi.
T emplario. — Más de lo que ya se ha sacado, reve­
rendísimo señor, difícil lo veo. Y aun más bien, algo
100 menos.
Patriarca. — ¡Al menos es mi deseo que tan pia­
doso caballero pueda brillar y florecer por mucho
tiempo para gloria y pro de la amada Cristiandad y de
la causa de Dios! ¡Todo llegará a su debido tiempo,
sólo con que el juvenil valor siga el consejo maduro
de la ancianidad! — ¿En qué podemos servir al señor?
T emplario.—En eso mismo que le hace falta a mi
juventud: aconsejándome.
Patriarca.—¡Con mucho gusto! — Pero el con-
i io sejo hay que aceptarlo.
T emplario.—Supongo que no a ciegas.
Patriarca.—¿Y quién dice eso? — Claro está que
nadie tiene que dejar de utilizar la razón que Dios le
dio, — cuando haya lugar a ello. — ¿Y ha lugar a em­
plearla en todo? — ¡Ah, no! — Por ejemplo: Si Dios
por medio de un ángel — vale decir, por medio de un
ministro de su Palabra — se digna darnos a conocer
un medio con que acrecentar y consolidar el provecho
de la entera Cristiandad, la salud de la Iglesia, de
120 alguna manera completamente peculiar; ¿a quién le
estaría permitido atreverse todavía a examinar con su
razón el arbitrio de Aquel que creó la razón? ¿A
quién le estaría permitido entender en la ley eterna
NATÁN EL SABIO 193

de la celestial majestad, guiándose por las pequeñas


normas de un honor mundano? — Mas, basta ya de
estas cosas. — ¿Cuál es el asunto sobre el que el señor
solicita nuestro consejo, ahora?
T emplario.—Supongamos, reverendísimo padre,
que un judío tiene un hijo único — pongamos que sea
muchacha— , a quien educa con el mayor esmero en 130
toda obra buena, a quien ama más que a su propia
alma, y la cual a su vez le corresponde con el más filial
amor. Supongamos ahora que a uno de nosotros le lle­
gara la denuncia de que dicha muchacha no es hija del
judío; que la recogió siendo niña, la compró, la hurtó,
— como queráis; que consta ser la muchacha hija de
cristianos y bautizada, pero que el judío la educó
como judía, quedando así como si fuera judía e hija
suya: — decidme, reverendísimo padre, ¿qué habría
que hacer en tal caso? 140
PATRIARCA.— ¡Escalofríos siento! — Empero, se­
pamos del señor si el tal caso es un factum o una hipó­
tesis. Vale decir, si el señor se lo ha inventado, o si ha
sucedido y está sucediendo.
T emplario.—Yo creía que para escuchar simple­
mente la opinión de vuestra reverencia, fuera lo
mismo.
Patriarca.—¿Lo mismo? — Ahí tiene el señor
cómo puede equivocarse la razón humana en lo espiri­
tual. — ¡No, de ninguna manera! Porque, si el caso ex- iso
puesto no es más que un juego ingenioso, no vale la
pena de tomarse el esfuerzo de pensarlo en serio. El
señor puede recurrir al teatro para eso, que allí podría
tratarse con gran aplauso dicho argumento con su pro
y su contra. — Ahora, si el señor no ha querido más
que lomarme el pelo con una farsa teatral, si el caso es
un factum, si se ha producido precisamente en
nuestra diócesis, en nuestra amada ciudad de Jerusa-
lén: ¡ah!, entonces —
T emplario.—Entonces ¿qué? 160
194 GOTTHOLD EPHRAIM LESS1NG

Pa t r ia r ca .— Pues que habría que ejecutar inconti­


nenti el castigo que establecen el derecho papal y el
derecho imperial para tal sacrilegio, para tal depra­
vación.
T emplario .— ¿Es posible?
Pa tr ia r ca .— Y por cierto, al judío que induce a un
cristiano a la apostasía, los antedichos códigos lo
mandan, — a la hoguera, — a la pira —
T emplario .— ¿Es posible?
no Pa t r ia r ca .— ¡Y con mayor razón al judío que
arranca violentamente a una pobre criatura cristiana a
la alianza de su bautismo! Porque, ¿no es violencia
acaso todo lo que se hace a los niños? — Bien enten­
dido, — excepto lo que la Iglesia hace a los niños.
T emplario .— ¿Y si el niño hubiera perecido mise­
rablemente caso de que el judío no se apiadara de él?
Pa t r ia r ca .— ¡Es igual! El judio, a la hoguera. —
Porque en este caso fuera mejor perecer miserable­
mente que salvarse de tal modo para propia perdición
180 eterna. — Además, ¿cómo se permite el judío antici­
parse a Dios? Si Dios quiere salvar, puede salvar sin
necesidad del judío.
T emplario .— Yo diría que, incluso a pesar de él,
puede otorgarle la gracia santificante.
Pa t r ia r ca .— ¡Es igual! El judio, a la hoguera.
T emplario .— ¡Lo siento mucho! Especialmente
porque se dice que educó a la muchacha no propia­
mente en su fe, sino al margen de toda fe, enseñán­
dole acerca de Dios ni más ni menos que lo que satis-
■90 face a la razón.
Pa tr ia r ca .— ¡Es igual! El judío, a la hoguera... ¡Sí!
¡Ya sólo por lo último merecería que lo quemaran tres
veces! — ¿Qué? ¿Dejar crecer sin fe a un niño? —
¿Cómo? — ¿Dejar totalmente de enseñarle a un niño
el gran deber de creer? ¡Eso es demasiado duro! —
Muy asombrado estoy, señor caballero, de que vos
mismo...
NATÁN EL SABIO 195

T emplario .— Reverendo señor, el resto, en el con­


fesionario, si Dios quiere. (Hace ademán de irse.)
Pa t r ia r ca .— ¿Qué? ¡No darme siquiera una res­ 200
puesta! — ¡No decirme siquiera quién es ese malvado!
— ¡No traérmelo aquí! — ¡Oh, esto lo arreglo yo! De
aquí me voy al Sultán. — ¡Saladino tiene que prote­
gernos a nosotros en virtud de las capitulaciones a que
se obligó bajo juramento; tiene que proteger todos los
derechos, todas las doctrinas que reputamos forman
parte por siempre jamás de nuestra santísima religión!
¡Gracias a Dios que tenemos el original! Tenemos su
firma y sello. ¡Nosotros! — ¡Además, voy a hacer que
comprenda al punto cuán peligroso resulta, incluso 210
para el Estado, que no se crea en nada! Todos los
vínculos sociales desaparecen, quedan rotos, si se le
permite al hombre que no crea. — ¡Fuera! ¡Fuera con
tal sacrilegio!...
T emplario .— ¡Lástima no poder disfrutar de
sermón tan excelente! Me ha llamado Saladino.
Pa t r ia r c a .— ¿Sí? — Ea pues — Siendo así — En­
tonces —
T emplario .— Si le parece a Su Reverencia, iré pre­
parando al Sultán. 220
Pa t r ia r ca .— ¡Oh, oh! — ¡Ya sé que el señor ha en­
contrado gracia a los ojos de Saladino! — Ruégole que
haga de mí ante él las mejores ausencias. — A mí no
me mueve más que el celo de Dios. Si en algo me
excedo, por Él es. — ¡Considere esto el Señor! — Y,
¿verdad, caballero, verdad que lo que antes refirió del
judío era sólo un problema? — digo —
T emplario .— Un problema. (Vase.)
Pa t r ia r c a .— (Que he de procurar averiguar a
fondo. Ahí tenemos otro encargo para el hermano Bo- 230
nafides.) — ¡Ven, hijo! (Se va, hablando con el Her ­
m an o LEGO.)
196 GOTTHOLD EPHRA1M LESSING

ESCENA TERCERA

Escenario: habitación en el palacio de SALADINO,


adonde los esclavos van llevando gran cantidad de bolsas
que depositan en el suelo unas junto a otras. SALADINO
y, poco después. S ita

SALADINO. —(Que llega en ese momento.) ¡La verdad


es que esto no se acaba nunca! — ¿Queda mucho?
UN esclavo .— Va por la mitad.
S alad in o .— Pues el resto se lo llevas a Sita. — Y,
¿por qué no viene Al-Hafi? De esto se ha de hacer
cargo Al-Hafi enseguida. — ¿O será mejor enviárselo
a mi padre? Aquí no hará más que escurrírseme por
240 entre los dedos. — A decir verdad, uno acaba por en­
durecerse, y ahora por cierto va a costar Dios y ayuda
sacarme con abundancia. Por lo menos hasta que lle­
guen los dineros de Egipto, ¡que se las compongan los
pobres como puedan! — ¡Y que no haya que suprimir
los donativos en el Sepulcro! ¡Que no haya que despe­
dir con las manos vacías a los peregrinos cristianos!
Que no —
Sita.—Pero, ¿qué es esto? ¿Qué hace el dinero en
mis habitaciones?
25o S a la d in o .— Date por pagada con eso, y si sobra
algo lo guardas.
S ita .— ¿Aún no ha llegado Natán con el templario?
S a la d in o .— Está buscándolo por todas partes.
S ita .— Mira lo que me he encontrado revolviendo
en mis antiguas alhajas. (Le muestra una pequeña pin­
tura.)
S alad in o .— ¡Ah, mi hermano! ¡Es él, es él! —
¡Fue él, fue él! ¡Ah! — ¡Ah, querido joven gallardo,
qué pronto te perdí! ¡Qué no hubiera emprendido yo
260 teniéndote a mi lado! — Sita, déjame el retrato. Ya lo
NATÁN EL SABIO 197

recuerdo: se lo dio él a tu hermana mayor, a su Laila,


una mañana en que por nada del mundo quería sol­
tarlo de sus brazos. Fue la última mañana que salió a
cabalgar. — ¡Ah, yo le dejé que fuera a cabalgar, y
solo! — ¡Ah, Laila murió de pena, y no me perdonó
nunca haberlo dejado ir a cabalgar solo! — ¡Ya no apa­
reció!
S ita .— ¡Pobre hermano!
S a la d in o .— ¡Déjate estar! — ¡Un día tenemos que
desaparecer todos! — Además — ¿quién sabe? La 270
muerte no es lo único que puede desbaratarle los de­
signios a un joven de su índole. Tiene más enemigos,
y a menudo sucumbe el más fuerte igual que el más
débil. — ¡Ea, sea como fuere! — Voy a comparar el re­
trato con el joven templario, voy a ver hasta qué
punto me engaña la fantasía.
Sita.—Precisamente para eso te lo traigo. Pero,
¡dámelo, dámelo! Mejor será que te lo diga yo; quien
más sabe de estas cosas es el ojo femenino.
SALADINO. — (Dirigiéndose a un portero, que entra.) 280
¿Quién es? — ¿El templario? — ¡Que venga!
Sita .— Para no estorbaros a vos, y no desconcer­
tarlo a él — (Siéntase aparte en un sofá y deja caer la
cortina.)
S a la d in o .— ¡Así está bien, así! — (¡Pues su voz,
también! ¡Vamos a ver cómo será! — ¡En algún lugar
de mi alma está aún adormecida, también, la voz de
Assad!)

ESCENA CUARTA

El templario y S aladin o

T em plario .— Yo, tu prisionero, Sultán...


S a la d in o .— ¿M i prisionero? A quien hago dona- 290
ción de la vida ¿no voy a darle también la libertad?
198 GOTTHOLD EPHRA1M LESS1NG

T em plario .— De lo que tú creas conveniente


hacer, creo conveniente enterarme antes, no darlo
por supuesto. Pero, Sultán, asegurarte mi gratitud, mi
especial gratitud, por la vida, es algo que no va ni con
mi estado ni con mi carácter. — En todo caso, la
pongo otra vez a tu servicio.
S a la d in o . —¡Me basta con que no la emplees
contra mí! — Verdaderamente, me resultó fácil conce-
300 derle a mi enemigo un par de brazos más. Pero me
cuesta mucho concederle además un corazón asi. —
¡No me equivoqué contigo en nada, valeroso joven!
Eres mi Assad en cuerpo y alma. ¡Mira! Podría pre­
guntarte dónde estuviste escondido todo este tiempo,
en qué cueva estuviste durmiendo. En qué tierra en­
cantada y qué hada conservó sin interrupción tan
fresca esa flor. ¡Mira! Yo podría empezar a recordarte
nuestras comunes andanzas por acá y acullá. ¡Podría
reñir contigo por haber tenido secretos para mí! Por
310 haberme ocultado una aventura: — si, podría, si te
viera a ti solamente y no me viera también a mí. —
Bueno, ¡quién sabe! Hay tanta verdad siempre en
estas dulces ensoñaciones, que en el otoño de mi vida
vuelve a florecerme un Assad. — ¿Tú estás contento,
caballero?
T emplario .—Todo lo que me llega de ti —sea lo
que sea— , todo está ya en mi alma en forma de deseo.
S alad in o .— Vamos a hacer la prueba enseguida. —
¿Te quedarías en mi casa? ¿En mi compañía? —
320 Como cristiano, como musulmán; ¡lo mismo da! De
capa blanca o chilaba, de turbante o con tu fieltro;
¡como quieras! ¡Lo mismo da! Nunca he exigido que a
todos los árboles les salga la misma corteza.
T emplario .— De lo contrario no serias ni mucho
menos el que eres: ese héroe que preferiría ser jardi­
nero de Dios.
S a la d in o .— Bueno, pues; si no piensas peor de mí,
¡casi nos hemos arreglado ya!
NATÁN EL SABIO 199

T emplario .— ¡Del todo!


S a la d in o .— (Tendiéndote la mano.) ¿Palabra? 330
T e m p l a r io .—(Estrechándola.)
¡De hombre! —
Recibe con esto más de lo que pudiste tomarme.
¡Tüyo del todo!
S a la d in o .— ¡Demasiada ganancia en un solo día,
demasiada! — ¿No vino contigo?
T e m p l a r io . —¿Quién ?
S alad in o .—Natán.
T emplario . —(Seco.) No. Vine solo.
S a la d in o . — ¡Qué proeza la tuya! ¡Y qué feliz for­
tuna que semejante proeza redundara en beneficio de 340
semejante varón!
T emplario .— ¡Sí, sí!
S alad in o .— ¡Tan impasible! — ¡No, joven! ¡No
hay que ser tan impasible cuando Dios hace algo
bueno por medio nuestro! — ¡Incluso por modestia
no hay que adoptar esa apariencia tan impasible!
T e m p l a r io . — ¡Pero como en este mundo tiene
todo tantos aspectos! — ¡Muchas veces no es posible
imaginar cómo cuadrarán!
S a l a d in o .— ¡Aténte sólo al mejor aspecto siempre, 350
y alaba a Dios! Él sabe cómo hacerlos cuadrar. —
Pero, si quieres ser tan difícil, joven, ¿no tendré que
llevar cuidado yo también en mi trato contigo? Por
desgracia también yo soy una cosa con muchos as­
pectos que muchas veces podrá parecer que no acaban
de cuadrar.
T emplario . —¡Eso me duele! — Porque la descon­
fianza está lejos de ser debilidad mía —
S a l a d i n o . — Pues ya dirás tú con quién la has
tomado. — Diríase que es con Natán. ¿Cómo? ¿Des- 36o
confianza con Natán? ¿Tú? ¡Explícate! ¡Habla! Ven,
dame la primera prueba de tu confianza.
T e m p l a r io . — Yo no tengo nada contra Natán. Yo
sólo estoy enfadado conmigo —
S a la d in o .— Y ¿por qué motivo?
200 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

T emplario .— Por haber soñado que un judío bien


podía dejar de ser un, judío; por haber tenido ese
sueño, despierto.
S alad in o .— ¡Explícate sobre ese sueño de un des-
370 pierto!
T emplario .— Tú has oído hablar de la hija de
Natán, Sultán. Lo que hice por ella, lo hice — porque
lo hice. Con demasiado orgullo para cosechar gratitud
donde no sembré, estuve desdeñando día tras día
volver a ver a la muchacha. El padre estaba ausente;
vuelve; se entera; me busca; me da las gracias; desea
que me agrade su hija; habla de perspectivas, de se­
renas lontananzas. — Bueno, yo me dejo engatusar,
voy, veo, encuentro una muchacha verdaderamente...
¡Ah, es que me coge vergüenza, Sultán! —
38o S a la d in o . —¿Vergüenza? — ¿De que te impresio­
nara una muchacha judia? ¡Pero nunca jamás!
T emplario .— ¡De que, por el palabreo amable de
su padre, la ligereza de mi corazón opusiera tan poca
resistencia a esa impresión! — ¡Majadero de mí! Me
lancé por segunda vez al fuego. — Porque ahora el so­
licitante era yo, y ahora el desdeñado era yo...
S alad in o . —¿Desdeñado?
T emplario .— No se trata de que el sabio padre
me rechace ahora de plano. Es que el sabio padre
390 ahora tiene que pedir informes, tiene que meditarlo
antes. ¡Por supuesto! ¿Es que no lo hice yo también?
¿Es que no me informé primero, no me lo pensé pri­
mero yo también, cuando la oí gritar en el fuego? —
¡Certísimo! ¡Vive Dios! ¡Pues no es poco bonito ser
tan sabio, tan circunspecto!
S alad in o .— ¡Bueno, bueno! ¡Perdónale algo a un
viejo! ¿Cuánto pueden durar sus negativas? ¿Va a exi­
girte acaso que te hagas primero judio?
T emplario .— ¡Quién sabe!
400 S alad in o .— ¿Quién sabe? — Lo sabe quien
conoce mejor a ese Natán.
NATÁN EL SABIO 201

T emplario .— La superstición en que nos hemos


criado, por más que la descubramos, no pierde su
poder sobre nosotros. — No son libres todos los que
se ríen de sus cadenas.
SALADINO. —¡Muy juiciosa observación! Pero
Natán, en verdad, Natán...
T emplario .— La peor de las supersticiones consiste
en considerar a la propia como la más llevadera...
SALADINO.-¡B ien pudiera ser! Pero Natán... 4io
T emplario .— Confiarle sólo a ella la estúpida Hu­
manidad, hasta que ésta se habitúe al claro día de la
Verdad; sólo a ella...
SALADINO. —¡Bien! ¡Pero Natán! — Ese punto flaco
no es lo de Natán, no es lo suyo.
T emplario.—¡Eso pensaba yo también!... Pero si
resultara que ese dechado de los hombres todos, fuera
un judío tan vulgar como para ir haciéndose con niños
cristianos con objeto de educarlos como judíos; — en­
tonces ¿qué? 420
S a la d in o .— ¿Quién dice eso de él?
T emplario .— La muchacha misma con que me
ceba, con cuyas esperanzas parecía querer pagarme lo
que yo no habría hecho gratuitamente por ella: — esa
muchacha misma, no es su hija; es una criatura cris­
tiana traspapelada
S a la d in o .— ¿Que a pesar de ello no te quiere dar
a ti?
T em plario . —(Vehemente.) ¡Quiera o no quiera!
Ha sido descubierto. ¡Ha sido descubierto el fanático 430
tolerante! ¡Tras ese lobo judío con filosófica piel de
cordero, voy a echar una jauría que lo va a zarandear!
S a la d in o . — (Serio.) ¡Tranquilo, cristiano!
T em plario .— ¡Qué, tranquilo cristiano! — Cuando
un judio y un musulmán se limitan a ser judío y mu­
sulmán, ¿sólo el cristiano tendría que dejar de hacer
el cristiano?
S a la d in o . —(Más serio aun.) ¡Tranquilo, cristiano!
202 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

T emplario .— (Calmo) ¡Siento todo el peso del re-


440 proche — que encierra Saladino en esa palabra! ¡Ah,
si yo supiera cómo sé hubiera comportado Assad
— Assad en mi lugar, en este caso!
S a la d in o .— ¡No mucho mejor! ¡Seguramente igual
de impetuoso! — Pero, ¿a ti quién te enseñó a sobor­
narme con una palabra, como hacía él? Cierto, si
fuera todo como dices, difícil me resultaría avenirme
con Natán. — Con todo, él es mi amigo, y ninguno de
mis amigos debe enfadarse con el otro. — ¡Déjate en­
señar! ¡Ves con cuidado! ¡No lo entregues en manos
45o de los fanáticos de tu populacho! ¡Excuso decirte
cómo me intimaría la clericatura tuya a tomar ven­
ganza en él! ¡No seas cristiano por despecho hacia
algún judío, hacia algún musulmán!
T emplario .— ¡Casi será tarde para eso! Pero, ¡gra­
cias al furor sanguinario del patriarca, en cuyo instru­
mento me horrorizaba convertirme!
SALADINO.— ¿Cómo? ¿Fuiste a ver al patriarca
antes que a mí?
T emplario .— ¡En la tormenta de la pasión, en el
460 torbellino de la indecisión! — ¡Perdona! — Me temo
que no querrás ver en mí ya nada más de tu Assad.
S a la d in o .— ¡Todo menos ese mismo temor! Creo
conocer de qué faltas brota nuestra virtud. En lo suce­
sivo dedícate sólo al cultivo de ésta, y aquéllas te per­
judicarán poco a mis ojos. — Pero, ¡anda, ves! Ahora
busca tú a Natán como él te buscó a ti, y tráelo. Tengo
que poneros de acuerdo. — Si lo tuyo con la muchacha
va en serio, estáte tranquilo. ¡Es tuya! ¡También se
acordará Natán de haberse permitido educar a una
470 niña cristiana sin dejarla tomar carne de cerdo! —
¡Anda!

(Vase el tem plario y Sita abandona el


sofá.)
NATÁN EL SABIO 203

ESCENA QUINTA

S alad in o .y S ita

S ita .— ¡Verdaderamente asombroso!


S a la d in o .— Sita, ¿verdad que sí? ¿Verdad que mi
Assad debió de ser un bello joven bravio?
Sita .— ¡Si fue él y no el templario mismo quien
posara para hacer este retrato! — Pero, ¿cómo has
podido olvidarte de preguntar por sus padres?
S a la d in o .— Y en particular, probablemente, por
su madre. Podría ser que hubiera estado por aquí
alguna vez su madre — ¿No es cierto? 4so
Sita .— ¡Tú, a la tuya!
S a la d in o .— ¡Ah, pues no creas! Porque Assad era
tan bien recibido de bellas damas cristianas, estaba tan
encaprichado por ellas, que alguna vez corrió la voz —
Bueno, bueno; es preferible no hablar de esto. — En
fin, ¡que lo tengo de nuevo! — ¡Quiero tenerlo de
nuevo, con todos sus yerros, con todos los antojos de
su blando corazón! — ¡Ah! La muchacha; se la ha de
dar Natán. ¿No crees?
S ita .— ¿Dársela? ¡Cedérsela! 490
S alad in o .— ¡Por supuesto! ¿Qué derecho va a
tener Natán sobre ella no siendo su padre? Quien le
salvó así la vida, entra en posesión exclusiva de los de­
rechos de quien se la dio.
S ita .— Y ¿qué pasaría, Saladino, si llevaras por las
buenas a la muchacha a tu casa, ya; si se la quitaras
por las buenas al poseedor ilegal, ya?
S a la d in o .— ¿Es preciso llegar a eso?
S ita .— ¡L o que se dice preciso, pues no! — No es
más que la curiosidad lo que me lleva a darte este con- 500
sejo. Porque me gustaría saber cuanto antes qué clase
de muchacha pueden amar ciertos hombres.
204 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

S a l a diño .— Bueno, entonces envío a por ella y


que la traigan.
SITA.— ¿No podría hacerlo yo, hermano?
SALADINO.— ¡Con tal de procurar no herir a Natán!
Hay que evitar de todas todas que Natán crea que se le
separa de ella a la fuerza.
Sita .— Descuida.
510 S a la d in o .— Y o , por mi parte, he de ver ya perso­
nalmente por qué no viene Al-Hafi.

ESCENA SEXTA

Escenario: El zaguán al aire de casa N a tá n , que da a


las palmeras: como en la primera escena del acto primero

Parte de ¡a mercancía y objetos preciosos de que se hará


mención, están extendidos por el suelo. N atán y D aya

D a y a . — ¡Oh, magnífico todo, todo selecto! Oh,


todo es — como sólo vos sabríais suministrar.
¿Dónde hacen ese tisú de plata con zarcillos de oro?
¿Qué cuesta? — ¿eso es lo que se dice un vestido nup­
cial! Ni una reina lo pretendería mejor.
N a tá n .— ¿Vestido nupcial? ¿Por qué precisamente
nupcial?
D aya .— ¡Bueno! No estabais pensando en eso cier-
520 tamente cuando lo comprasteis. — Pero, la verdad,
Natán, ¡ha de ser éste y ningún otro! Para vestido nup­
cial, está que ni hecho por encargo. El fondo blanco,
imagen de la inocencia, y las aguas doradas saliendo
por todas partes de ese fondo, imagen de la riqueza.
¿Lo veis? ¡Monísimo!
N a tá n .— ¿Qué broma es ésa? ¿De quién es ese
vestido nupcial del que me trazas tan cultas alegorías?
— ¿Estás desposada tú?
D aya .— ¿Yo?
NATÁN EL SABIO 205

N a t á n .— Pues entonces, ¿quién? 530


D aya . — ¿Yo? — ¡Dios mío!
N a tá n .— Pues ¿quién? ¿De quién es el vestido
nupcial de que hablas? — Todo eso es tuyo y de nadie
más.
D aya . — ¿Mío? ¿Cómo dices mío? — ¿No es para
Reha?
N a t á n .— Lo que le he traído a Reha está en otro
fardo. ¡Venga! ¡Llévatelo! ¡Retira tus cachivaches!
D aya . — ¡Tentador! No; ¡aunque se tratara de todas
las joyas del mundo! Es que ¡ni tocarlas, como antes 540
no me juréis que vais a aprovechar esta ocasión única,
que no os concederá el Cielo por segunda vez!
N a t á n .— ¿A provechar? ¿El qué? — ¿Ocasión?
¿De qué?
D aya .— ¡Oh, no os hagáis el distraído! — ¡En
pocas palabras! El templario quiere a Reha: dádsela y
así pondréis fin a ese pecado vuestro que ya no me es
posible silenciar por más tiempo. Así, la muchacha
vuelve a estar entre cristianos; vuelve a ser lo que es;
vuelve a ser lo que fue; y vos, con todo el bien que sso
nunca os podremos agradecer bastante, vos no habréis
estado amontonando brasas y nada más que brasas
sobre vuestra cabeza.
N a tá n .— Pero, ¿siempre con la misma cantilena?
— Ahora con una cuerda nueva que, me temo, no
estará templada ni aguantará.
DAYA. — ¿Cómo que no?
N a tá n .— A mí, el templario me parece muy bien.
No tengo inconveniente en que Reha sea para él antes
que para nadie en el mundo. Bien que... Ahora, ten 560
paciencia no más.
D aya . — ¿Paciencia? ¿Y paciencia no es también
vuestra cantilena de siempre?
N a t á n . — ¡Paciencia, sólo por unos días!... ¡Mira!
— ¿Quién viene por allí? ¿Un hermano lego? Ve, pre­
gúntale qué quiere.
206 GOTTHOLD EPHRAIM LESS1NG

D AYA.— ¿Qué va a querer? (Dirígese hacia él y pre­


gunta.)
N a tá n .— ¡A dar tocan! — y a dar antes de que
$70 pida. — (¡Si tuviera modo de entrarle primero al tem­
plario, sin darle a entender el motivo de mi curiosidad!
Porque si se lo comunico y carece de fundamento la
sospecha, me habré jugado inútilmente la paterni­
dad.— ) ¿Qué hay?
D aya .—Que quiere hablaros.
N atán .— Pues hazlo pasar; y tú mientras tanto
te vas.

ESCENA SÉPTIMA

N atán y el Herm ano lego

N a tá n .— (¡Por supuesto que me gustaría mucho


seguir siendo padre de Reha! — A decir verdad, ¿es
$80 que no puedo seguir siéndolo aunque deje de lla­
marme así? — Para ella, para ella misma seguiré lla­
mándome siempre padre, cuando sepa lo mucho que
me gustaría serlo.) — ¡Márchate! — ¿En qué puedo
serviros, buen hermano?
Hermano lego .— N o es gran cosa. — Me alegro,
señor Natán, de ver que os mantenéis bien.
N a t á n .— C onque ¿me conocéis vos?
Hermano lego .— Pues, ¿y quién no os conoce? A
mucha gente le habéis dejado grabado vuestro
$9o nombre en la mano. También lo está en la mía desde
hace muchos años.
N a t á n .— (Metiendo la mano en su bolsa.) Venid,
hermano, venid; que renuevo la inscripción.
H ermano LEGO. — ¡Os lo agradezco! Eso sería robar
a la gente más pobre; no acepto nada. — Con tal de
que me permitáis hacer un poco por que no se os
borre a vos mi nombre. Porque puedo preciarme de
NATÁN EL SABIO 207

haber puesto también en vuestra mano algo que no era


cosa de despreciar.
N a t á n .— ¡Perdonad! — Estoy avergonzado. — 600
Decid, ¿qué fue ello? — y aceptadme, como indemni­
zación, siete veces el valor de aquello.
H erm ano lego .— Pero, antes que nada, escuchad
cómo ha sucedido el acordarme hoy por vez primera
de esa prenda mía que os confié.
N a t á n . — ¿Una prenda a mí confiada?
Herm ano LEGO.— N o hace mucho aún estaba yo
instalado como eremita en el monte de la Cuarentena,
no lejos de Jericó. Cayeron por allí unos bandidos
árabes, arrasaron mi iglesita y mi celda y me arrastra­ 610
ron consigo. Todavía tuve la suerte de poder huir y
me refugié aquí en casa del patriarca para pedirle otro
rinconcito donde poder servir a mi Dios, en soledad,
hasta que en gracia de Dios llegue el fin de mis días.
N a t á n .— Estoy sobre ascuas, buen hermano. Abre­
viad. ¡La prenda! ¡La prenda a mí confiada!
Herm ano LEGO.— Enseguida, señor Natán. — En
tales circunstancias, el patriarca me prometió una
ermita en el Tabor no bien se produjera una vacante y
me ordenó quedarme mientras tanto en el convento 620
como hermano lego. Allí estoy ahora, señor Natán, so­
licitando cien veces al día el monte Tabor. Porque el
patriarca me necesita para todo aquello por lo que
siente gran repugnancia. Por ejemplo:
N a t á n .— ¡Al caso, por favor os lo pido!
Herm ano LEGO.— Enseguida, ¡ya llegamos! — A l­
guien le ha soplado hoy al oído que en estos alrede­
dores vive un judío que está criando, como a hija
propia, a una criatura nacida de padres cristianos.
N a t á n .— (Afectado.) ¿Cómo? 630
Herm ano lego .— ¡Escuchadme hasta el final! —
Ahora, cuando me estaba haciendo el encargo de que
diera con ese judío a ser posible enseguida y se indig­
naba vehementemente por semejante sacrilegio, que,
208 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

según él, es el verdadero pecado contra el Espíritu


Santo; — es decir, el pecado que tenemos por el
mayor de todos los pecados, sólo que, gracias a Dios,
no sabemos bien del todo en qué consiste exacta­
mente: — entonces mismo, se me despierta de repente
64o la conciencia y se me ocurre que bien pudiera haber
dado ocasión yo mismo, en tiempos, a que se come­
tiera tan grande e imperdonable pecado. — Decid:
Hace dieciocho años, cierto palafrenero ¿no os entregó
una niña de pocas semanas?
N a tá n .— ¿Cómo, cómo? — Bueno, ciertamente
— por supuesto —
HERMANO LEGO.— ¡Eh! ¡Míreme bien! — Aquel pa­
lafrenero soy yo.
N atán .— ¿Sois vos?
éso H erm ano LEGO.— El señor de quien lo recibí y os
lo entregué, era — si no me equivoco— un tal señor
von Filnek. — iWolf von Filnek!
N atán .— ¡Exacto!
H ermano lego .— Como la madre había muerto
poco antes, y el padre —creo yo— hubo de desplazarse
repentinamente a Gaza, adonde no era posible que lo
siguiera la criatura; os la envió. ¿No os encontré con
ella en Darun?
N a tá n . — ¡Sí, exactamente!
660 Hermano lego .— No sería de extrañar que me fa­
llase la memoria. He tenido muchos y magníficos se­
ñores, y al servicio de éste estuve muy poco tiempo.
Poco después cayó en combate, cerca de Ascalón;
gran señor, si los hubo.
N a tá n .— ¡Que sí, que sí! ¡Y a quien tengo mu­
cho que agradecer! ¡Más de una vez me libró de la
espada!
Hermano leg o .— iMuy bueno! Tanto más a gusto
adoptaríais a su hijita.
670 N a tá n .— ¡Figuraos!
Herm ano lego .— ¿Y dónde está ahora? iNo se
NATÁN EL SABIO 209

habrá muerto por un casual! ¡Es preferible que no se


haya muerto! — Hay fácil salida, con tal de que nadie
más conozca el asunto.
N a t á n .— ¿L a hay?
H e r m a n o l e g o . — ¡Confiad en mí, Natán! Porque,

mirad; ¡yo tengo esta manera de ver las cosas! Cuando


el bien que me figuro que voy a hacer cae demasiado
cerca de algo demasiado malo, prefiero dejar de hacer
ese bien; porque la verdad es que al mal lo conocemos 680
con bastante seguridad, pero al bien no lo conocemos
ni con mucho. — No cabe duda de que, si teníais que
educar muy bien a la niña cristiana, teníais que edu­
carla como a hijita propia. — Esto es lo que habéis
hecho vos con todo amor y sinceridad, y ¿se os tendría
que dar ahora esa paga? Yo no admito eso. Sí, claro,
más prudente hubiera sido hacer que una segunda
mano educara en cristiano a la cristiana, pero eso tam­
poco hubiera sido amar a la criatura de vuestro amigo.
Y lo que los niños necesitan a esos años, es amor, 690
aunque sea el de una fiera salvaje, más que cristia­
nismo. Para cristianismo siempre habrá tiempo. Con
tal de que la muchacha se criara sana y piadosa a
vuestros ojos, a los ojos de Dios seguía siendo lo que
era. Porque ¿no está edificado sobre el judaismo todo
el cristianismo? Muchas veces me ha escandalizado, y
me costó no pocas lágrimas, el ver que los cristianos
podían llegar a olvidarse hasta ese punto de que
Nuestro Señor mismo fue judío.
N a t á n . — Vos, buen hermano, tenéis que ser mi 700
abogado si se alzan en contra mía el odio y la hipocre­
sía, — por una acción— ¡Ah, por una acción! — ¡Vos
solo, vos solo la vais a conocer! — Pero ¡lleváosla con
vos a la tumba! Nunca me tentó la vanidad de contár­
sela a nadie. Sólo a vos os la cuento. Sólo a la piadosa
sencillez se la cuento. Porque sólo ella entiende con
qué clase de acciones es capaz de superarse a sí mismo
el hombre sumiso a la voluntad divina.
210 GOTTHOLD EPHRAIM LESS1NG

Herm ano lego .— ¿Estáis emocionado y están


710 vuestros ojos arrasados de lágrimas?
N a t á n .— Vos con la criatura me encontrasteis en
Darun. Pero vos no sabíais que algunos días antes, en
Gata, los cristianos habían matado a todos los judíos
con sus mujeres e hijos; no sabíais que entre ellos se
encontraba mi mujer con siete hijos llenos de espe­
ranza, que iban a morir todos juntos en casa de mi her­
mano adonde los enviara yo a refugiarse.
Herm ano lego .— i Dios justiciero!
N a t á n .— Cuando vos llegasteis, hacía tres días y
72o tres noches que estaba postrado yo ante Dios, cubierto
de polvo y ceniza, llorando. — ¿Llorando? Dispu­
tando también con Dios, al mismo tiempo, encoleri­
zado, furioso, maldiciéndome a mí y al mundo, ju­
rando odio irreconciliable a la Cristiandad —
H ermano LEGO. — ¡Ah, ya lo creo, ya lo creo!
N a tá n . — Mas, luego, volvió poco a poco la razón.
Y hablé con voz suave, diciendo: «¡Y no obstante hay
Dios! ¡No obstante, también esto fue objeto de de­
creto divino! ¡Pues bien! ¡Vamos allá! ¡Pon en práctica
730 lo que comprendiste ya hace tiempo, que no te resul­
tará más difícil de poner en práctica que de compren­
derlo, con tal de que quieras Tú! ¡Levántate!» — Me
puse en pie y clamé a Dios: ¡Quiero! ¡Con tal de que
quieras tú que yo quiera! — En tanto, descabalgabais
vos y me entregabais la criatura envuelta en vuestra
capa. — Lo que me dijisteis entonces y lo que os dije
yo, lo he olvidado. Sólo me acuerdo de una cosa;
tomé a la criatura, la llevé a mi lecho, la besé, me
eché de rodillas y sollocé: ¡Dios! ¡De siete, ya tengo
740 uno!
Herm ano lego .— ¡Natán! ¡Natán! ¡Vos sois cris­
tiano! — ¡Por Dios, vos sois cristiano! ¡Jamás hubo
un cristiano mejor!
N a t á n .— ¡A fortunados que somos! ¡Porque lo que
me hace a mí cristiano a vuestros ojos, eso mismo os
NATÁN EL SABIO 211

hace judío a los míos! — Pero no sigamos ablandán­


donos mutuamente. ¡Aquí lo que hace falta es actuar!
Y aunque el amor de los siete me ató bien pronto a
esta única muchacha de otro, aunque me matara el
pensamiento de que en ella podría volver a perder a 750
mis siete hijos: — si de mis manos la reclama la Provi­
dencia, — ¡yo obedezco!
Herm ano lego .— ¡Finalmente! ¡Eso es justo lo
que yo dudaba tanto en aconsejaros! ¡Y os lo ha suge­
rido ya vuestro buen espíritu!
N a tá n .— ¡Pero no se me la va a llevar el primero
que se presente!
Herm ano lego .— ¡No, claro que no!
N a t á n .—Quien no tenga más derecho que yo a
ella, habrá de tener por lo menos un derecho anterior 760
al mío —
H erm ano lego .— ¡Ciertamente!
N a t á n .— Que le concedan la Naturaleza y la
sangre.
Hermano lego .— ¡Lo mismo pienso yo!
N a tá n .— Pues entonces no hace falta más que me
digáis enseguida quién es el varón emparentado con
ella como hermano o tío, como primo o mero pa­
riente: frente a su derecho, no la retendré yo — A
ella, criada y educada para ser decoro de toda casa, de 770
toda fe. — Confío en que sepáis más que yo de ese
vuestro señor y de su familia.
Herm ano lego .— ¡Buen Natán, eso será muy difí­
cil! — Porque, como os he dicho, estuve con él dema­
siado poco.
N a t á n . — ¿No sabéis por lo menos de qué familia
era su madre? — ¿No era una StauíTen?
HERMANO lego .— ¡Podría ser! — Sí, me parece.
N a t á n .— ¿No se llamaba Conrad von Stauffen su
hermano? — ¿Y no era templario? 780
Herm ano lego .— Si no me equivoco. ¡Un mo­
mento! ¡Ahora me acuerdo de que tengo en mi poder
212 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

todavía un librito del señor que en gloria esté! Se lo


saqué del pecho cuando le dimos tierra en Ascalón.
N a t á n .— Y ¿qué? ‘
Herm ano leg o .— Contiene oraciones. Nosotros lo
llamamos breviario. — Yo pensé entonces que podría
serle útil a algún cristiano — No a mí, por cierto — yo
no sé leer —
79o N a t á n .— ¡Ni falta que hace! — Vamos al grano.
Hermano lego .— Y o procuré averiguar que en ese
librito, al comienzo y al final, de puño y letra del
señor, están escritos los familiares de él y de ella.
N a t á n .— ¡Ah, de perillas! ¡Anda, corre! ¡Tráeme
el librito! ¡De prisa! Estoy dispuesto a pagarlo a peso
de oro, ¡y encima un millón de gracias! ¡Apresúrate!
¡Corre!
H erm ano lego .— ¡Muy a gusto! Pero está en árabe
lo que escribió allí el señor. (Vase.)
goo N a t á n . — ¡Es igual! ¡Tú tráelo! — ¡Dios! ¡Mira que
si pudiera conservar aún a la muchacha y comprarme
con ella un yerno así! — ¡Ya es difícil! — Bien, ¡salga
lo que sea! — Pero, ¿quién pudo haber sido el que
estuvo en tratos con el patriarca sobre algo así? No
me he de olvidar de preguntarlo. — ¿Habrá sido cosa
de Daya?

ESCENA OCTAVA

D aya y N atán

D aya .— (Apresurada y confusa.) ¡Imagínate, Natán!


N a t á n .— ¿Qué sucede?
D aya .— ¡Menudo susto se llevó la pobre hija! Que
8 io ha enviado...
N a tá n .— ¿El patriarca?
D aya .— La hermana del Sultán, la princesa Sita...
N a tá n .— ¿No el patriarca?
NATÁN EL SABIO 213

D aya .— ¡No, Sita! — ¡Os lo estoy diciendo! La prin­


cesa Sita ha enviado aquí para que se la lleven.
N a tá n .— ¿A quién? ¿Que se lleven a Reha? —
¿Sita manda que se la lleven? — Bueno, si se la lleva
Sita y no el patriarca...
D aya .— Pero ¿por qué traéis a cuento al patriarca?
N a t á n .— Entonces, últimamente, ¿no has oído 820
nada de él? ¿Seguro que no? ¿Tampoco le has hecho
llegar nada?
D aya .- ¿ Y o ? ¿A él?
N a t á n . — ¿Dónde están los enviados?
D aya .— Delante.
N a tá n .— Voy a recibirlos personalmente, por pre­
caución. ¡Ven! — ¡Ojalá no haya detrás alguna cosa
del patriarca! (Vase.)
D aya . — Pues yo — yo me temo aún algo muy dis­
tinto. ¿Qué te apuestas? Tampoco estaría mal para un 83o
musulmán la supuesta hija única de un judío tan rico.
— Huy, el templario está perdido. ¡Está perdido,
como no me atreva a dar yo además un segundo paso,
como no le descubra a ella misma quién es! —
¡Ánimo! ¡Me aprovecharé, para hacerlo, de la primera
ocasión que tenga de estar a solas con ella! Que va a
ser — tal vez ahora mismo cuando la acompañe. Un
primer toquecito no irá mal mientras tanto por lo
menos. ¡Sí, sí! ¡Manos a la obra! ¡Ahora o nunca!
¡Manos a la obra! (Sale detrás de él.)
ACTO QUINTO

ESCENA PRIMERA

Escenario: La habitación del palacio de SALADINO


adonde llevaron las bolsas del dinero, que se pueden ver
allí todavía

S alad ino y, poco después, varios MAMELUCOS

SALADINO. — (Entrando.) ¡Aún está ahí el dinero! Y


no ha podido dar nadie con el derviche que segura­
mente habrá tropezado por ahí con algún tablero de
ajedrez y se ha olvidado hasta de sí mismo; — y ¿por
qué no de mí? — Bueno, ¡paciencia! ¿Qué hay?
UN m am eluco . — ¡Buenas noticias, Sultán! ¡Hay
alegría, Sultán!... Viene la caravana del Cairo; ¡llegó
felizmente! Con los tributos del septenio del rico
Nilo.
S alad in o .— ¡Bravo, Ibrahim! ¡En verdad eres para
mí un mensajero bienvenido! — ¡Ah, finalmente ya,
finalmente! — Gracias por la buena nueva.
E l MAMELUCO.— (Esperando.) (Y ¿qué? Pero,
¡suelta algo!)
216 GOTTHOID EPHRAIM LESSING

S a la d in o .— ¿Tú qué esperas? — Vuélvete ya.


E l m am eluco .— ¿N o hay nada más para el mensa­
jero bienvenido?
SALADINO.— ¿Qué más quieres aún?
El MAMELUCO.— ¿N o hay ningún obsequio para el
20 mensajero que trajo buena nueva? — Entonces ¿soy
yo el primero a quien se aplica la lección que aprendió
al fin Saladino de pagar con buenas palabras? — ¡Vaya
honra! — El primero con quien ejerce de roñoso.
S a la d in o .— A nda ve y coge una bolsa de ésas.
E l m am eluco .— ¡No , ahora ya no! Ya puedes rega­
lármelas todas.
S a la d in o .— ¡Terco que terco! — ¡Ven acá! Ahí
tienes dos. — ¿Va en serio? ¿Se marcha? ¿Me aven­
taja en generosidad? — Porque lo cierto es que a él
30 le resulta más duro renunciar a ello que a mí darlo. —
ílbrahim! — Pero, ¿cómo se me ocurre querer ser, de
golpe, completamente otro, poco antes de hacer el
mutis? — ¿Es que Saladino no quiere morir como Sa­
ladino? — Para eso tampoco tendría que vivir como
Saladino.
S egundo m am eluco .— ¡Eh, Sultán!...
S alad in o .— Si vienes a anunciarme...
S egundo m am elu co .— ¡Que ya está ahí el trans­
porte de Egipto!
« S alad in o .— Ya lo sé.
S egundo m am eluco .— ¡Demasiado tarde he lle­
gado!
S a la d in o .— ¿Porqué demasiado tarde? — Por tu
buena voluntad, toma una o dos bolsas.
S egundo m am elu co .— ¡Una y dos, tres!
S alad in o .— ¡Naturalmente, si sabes contar! — Tó­
malas no más.
S egundo m am eluco .—Todavía va a venir un ter­
cero — si es que puede venir,
so S a la d in o .— ¿Cómo es eso?
S egundo m am elu co .—C asi nada; ¡puede haberse
Lucha de cruzados con las huestes de Saladino (miniatura medieval)
218 GOTTHOLD EPHRA1M LESSING

roto el cuello! Pues, apenas estuvimos seguros de que


había llegado el transporte, se lanzó cada cual al
galope. El que iba en cabeza, se cae; yo le adelanto y
llevo la delantera hasta la ciudad; pero Ibrahim, ese
pillo, conoce las callejas mejor.
S alad in o .— ¡Oh, el caído! ¡Amigo, el caido! —
Salid a su encuentro.
SEGUNDO m am elu co .— ¡Eso es lo que voy a hacer!
60 — Y si vive, la mitad de estas bolsas para él. (Hace
mutis.)
S a la d in o .— ¡Mira, qué nobleza la de este mu­
chacho, también! ¿Quién puede gloriarse de mame­
lucos como éstos? Y ¿cómo no he de pensar que he
ayudado a formarlos con mi ejemplo? — ¡Lejos de mí
la idea de acostumbrarlos ahora, al final, al de otro!...
U n tercer m am elu co .—Sultán...
S a la d in o .— ¿Tú eres el que se cayó?
T ercer m am elu co .— N o. Y o sólo comunico
70 — que el emir Manzor, conductor de la caravana, se
apea del caballo en este momento...
S alad in o .— ¡Tráelo! ¡Deprisa! — ¡Ya está ahí!

ESCENA SEGUNDA

El emir M anzor y S aladin o

S a la d in o .— ¡Bienvenido, emir! ¿Qué, cómo ha


ido eso? — ¡Manzor, Manzor, que nos has hecho es­
perar mucho!
M an zor .— Esta carta informa de los disturbios que
tuvo que reprimir tu Abulkassem en la Tebaida antes
de que pudiéramos pensar en partir de allí. Luego, ace­
leré el convoy lo más que se pudo,
so S a la d in o .— ¡Te creo! — Dispónte a tomar, buen
Manzor, a tomar enseguida... Mas, ¿querrás hacerlo
NATÁN EL SABIO 219

también?..., disponte a tomar escolta de refresco ense­


guida. Has de seguir adelante enseguida; tienes que
llevar la mayor parte del dinero al Líbano, a mí padre.
M an zor .— ¡De buen grado! ¡Con mucho gusto!
S alad in o .— Pero no vayas a tomarte la escolta de­
masiado escasa. Por el Líbano ya no andan las cosas
tan seguras. ¿No has oído nada? Los templarios están
empezando a moverse. ¡Estáte bien alerta! — ¡Anda,
ven! ¿Dónde paró el convoy? Quiero verle y ocu- 90
parme personalmente de todo. — ¡Eh, vosotros!
Ahora mismo estoy con Sita.

ESCENA TERCERA

Escenario: El palmar ante la casa de N a t á n , donde el


T emplario pasea arriba y abajo

T emplario .— En la casa, yo no entro. — ¡Ya aca­


bará por dejarse ver él, sin duda! — ¡En tiempos se ad­
vertía mi presencia bien pronto, bien a gusto! —
Tengo ganas de ver cómo me pide que desista de
rondar con tanta asiduidad por delante de su casa. —
¡Ejem! — pero yo también estoy muy disgustado. —
Y ¿qué será lo que me tiene tan enojado contra él? —
Dijo que sí; no me ha denegado nada todavía. Y Sala- 100
dino se ha encargado de apaciguarlo. — Pues ¿qué?
¿Iba a estar, en efecto, menos a flor de piel en mí el
cristiano que en él el judio? — ¿Quién se conoce bien?
¿Cómo iba a permitirle yo que se aprovechara de la
ocasión de birlarles a los cristianos la pequeña presa?
— Por cierto que de pequeña presa ¡nada tiene' seme­
jante criatura! — ¿Criatura? Y ¿de quién es? — No
será del esclavo que deja en la solitaria orilla de la vida
el bloque de piedra que ha balseado y se aparta luego
de allí; sino, más bien, del artista que, en el bloque no
220 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

arrojado a la orilla, imaginó la divina forma que luego


esculpiera. — ¡Ah! El padre de Reha será por la eterni­
dad un judío, aunque la haya engendrado un cristiano.
— Si me la imagino meramente como a una joven cris­
tiana, si me la imagino sin todo lo que sólo un judío
como éste podía darle; — habla corazón — ¿qué te
gustaría de ella? ¡Nada! ¡Poco! Su misma sonrisa no
sería más que un dulce y bonito movimiento espontá­
neo de su boca; lo que la hace sonreír no merecería
120 ese encanto que cobra en su boca: — ¡No; ni su son­
risa lo merecería! ¡Pues no he visto yo derroches aún
más bizarros en punto a devaneos, flirteos, burlas, za­
lamerías, amoríos! — ¿Y me encantó todo eso?
¿Desató en mí, como me ha sucedido ahora, el deseo
de pasar mi vida revoloteando sin fin a su resplandor?
— Que yo sepa, no. Entonces, ¿por qué ponerme ve­
leidoso con quien, solo, le diera a ella ese alto valor?
¿Cómo es posible? ¿Por qué? — ¡Quizá me merecí la
ironía con que me despidió Saladino! ¡Ya es bastante
no bochornoso que lo pudiera pensar Saladino! ¡Qué pe­
queño debí de aparecer a sus ojos! ¡Qué despreciable!
— ¿Y todo por una muchacha? — ¡Curd, Curd! Así
no se puede seguir. ¡Cambia! ¡Mira que si Daya no hu­
biera hecho más que charlar de cosas dihciles de
probar! — ¡Ahí está, saliendo al fin de su casa,
sumido en conversación! ¡Ah! ¡Con quien! ¿Con él?
¿Con mi hermano de claustro? — ¡Ah! ¡Pues seguro
que ya lo sabe todo! ¡No cabe duda de que lo han trai­
cionado ante el patriarca! — ¡Ah! ¡Buena la he organi-
140 zado, cabezota de mí! — ¡Que una sola chispa de esa
pasión pueda hacer arder tan gran porción de nuestro
cerebro! — ¡Decide rápido lo que vas a hacer de ahora
en adelante! Voy a hacerme a un lado y a esperarlos
aquí; — por si el hermano se va y lo deja.
NATÁN EL SABIO 221

ESCENA CU ARTA

N atán y el H erm ano lego

N a tá n .— (Según se va acercando) ¡Muchas gracias


de nuevo buen hermano!
HERMano LEGO.— iIgualmen te!
N a tá n .— ¿A mí? ¿Vos? ¿Por qué? ¿Por mi obsti­
nación en instaros a aceptar io que no necesitáis? —
Habría lugar a ello si vuestra obstinación se hubiera iso
doblegado ante la mía, si no hubierais querido, a viva
fuerza, ser más rico que yo.
H ermano LEGO.— De todos modos, el libro no me
pertenece; de todos modos, constituye toda la heren­
cia paterna de la hija. — Sí, bueno; os tiene a vos, por
supuesto. — Mas, ¡quiera Dios que no tengáis que
arrepentiros nunca de haber hecho tanto por ella!
N a t á n . — ¿Sería yo capaz de eso? Nunca seré capaz
de eso. ¡No os preocupéis!
Herm ano LEGO.— ¡Hombre! Los patriarcas y los tío
templarios...
N atán .— Nunca tendrán el poder de hacerme tanto
mal que me arrepienta yo de alguna cosa; ¡cuánto
menos de esto! — Así que ¿tan seguro estáis de que
es un templario quien está azuzando a vuestro pa­
triarca?
Herm ano lego .— Es casi imposible que sea otro.
Hace poco habló con él un templario; y lo que oí
decir, pega con eso.
N a t á n .— El caso es que en Jerusalén ahora no hay 170
más que uno. Y a ése lo conozco yo. Es amigo mío.
¡Hombre joven, noble, abierto!
Herm ano LEGO.— Sí, exactamente; ¡el mismo! —
Sin embargo, lo que se es en el mundo no coincide
siempre con lo que se tiene que ser.
N a tá n .— Por desgracia, no. — Así que, sea quien
222 GOTTHOLD EPHRA1M LESSING

sea, ¡ya puede hacer todo el mal, o todo el bien, que


esté en sus manos! Y q, con vuestro libro, hermano,
desafio a todos; y desde aquí me voy con él al Sultán.
180 H ermano lego .— ¡Buena suerte! Entonces, os
dejo aquí.
N a t á n .— Y ¿no la habéis visto nunca? — No dejéis
de venir pronto por casa y con frecuencia. — ¡Ojalá
que aún no se haya enterado el patriarca, hoy, de
nada! — Pero, ¡qué más da! Decidle hoy también lo
que queráis.
Hermano lego .— Yo no. ¡Pasadlo bien! (Hace
mutis.)
N a tá n .— ¡No nos olvidéis, hermano! — ¡Dios! ¡Y
19o que no pueda dejarme caer de rodillas aquí mismo
bajo el ancho cielo! ¡Cómo se desata por sí mismo el
nudo que tantas veces me inquietaba! — ¡Dios! ¡Qué
alivio, poder ir por el mundo sin nada que ocultar a
nadie! ¡Poderse mover por el mundo ante los
hombres con la misma libertad que ante Ti, que no ne­
cesitas juzgar a los hombres según sus obras, que tan
raramente son las suyas, oh Dios! —

ESCENA QUINTA

N ATÁN y el TEMPLARIO, que se dirige a él desde un lado

T emplario .— ¡Eh, Natán! ¡Espera, llévame contigo!


N a t á n .— ¿Quién llama? — ¿Sois vos, caballero?
200 ¿Dónde estuvisteis que no se os pudo encontrar en
casa del Sultán?
T emplario .— Ninguno de los dos dio con el otro.
No lo tomes a mal.
N a t á n .— Yo, no; pero Saladino...
T emplario .— Acababais de marcharos vos...
N a tá n .— ¿Habéis hablado pues con él? Bueno, eso
está bien.
NATÁN EL SABIO 223

T em plario .— Él, lo que quiere es hablar con no­


sotros dos juntos.
N a t á n .—Tanto mejor. Vente conmigo. A su casa 210
me dirigía de todos modos. —
T emplario .— ¿Puedo preguntaros, Natán, quién es
el que se despedía de vos ahora mismo?
N a t á n .— ¿Es que no lo conocéis?
T emplario .— ¿No es esa alma de Dios, ese her­
mano lego de quien suele servirse el patriarca como
sabueso?
N a tá n .— ¡Puede ser! En casa del patriarca está,
desde luego.
T emplario .— Tampoco es manco el ardid: por de­ 220
lante de la infamia envían el candor, la sencillez.
N a t á n .—Sí; la sencillez boba, — no la piadosa.
T emplario .— En la piadosa no cree ningún pa­
triarca.
N a t á n .— En este momento, respondo de él yo. No
ayudará a su patriarca a llevar a cabo nada indecente.
T emplario .— Por lo menos, eso parece. — ¿Y no
os ha dicho nada de mí?
N a t á n .— ¿De vos? De vos en particular, pues
nada. — No debe de conoceros por el nombre, 230
¿verdad?
T emplario .— No creo.
N a t á n .— De un templario sí que me ha dicho...
T emplario .— ¿El qué?
N a tá n .— ¡A lgo que es impensable que se refiera
a vos!
T em plario .— ¡Quién sabe! Decídmelo, a ver.
N a t á n .— Que uno me ha acusado ante su pa­
triarca...
T emplario .— ¿Os ha acusado? — Eso, con su per­ 240
miso — es falso. — ¡Escuchadme, Natán! — Yo no
soy hombre capaz de no confesar lo que haya hecho.
¡Yo hice lo que hice! Ahora; tampoco soy hombre que
defienda estar bien hecho cuanto hago. ¿Cuál sería el
224 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

error de que habría de avergonzarme? ¿No tengo el


firme propósito de enriendarlo? ¿Y desconozco acaso
cuán lejos pueden llegaV los hombres por ahí? — ¡Es­
cuchadme, Natán! — El templario ese del hermano
lego, soy yo, que os habría acusado; nada menos. —
250 ¡Bien sabéis vos qué es lo que me enfurecía, lo que
me hacía arder la sangre en las venas! ¡Memo de mí!
— Vine a echarme en vuestros brazos, en cuerpo y
alma. El modo como me recibisteis — esa frialdad —
esa tibieza — que la tibieza es peor aún que la frialdad;
el comedimiento con que os esforzabais en no daros
por enterado; las preguntas carentes de todo funda­
mento con que queríais aparentar que me estabais re-
pondiendo: casi me es imposible imaginarme ahora
todo eso sin perder la calma. — ¡Escuchadme, Natán!
260 — Encontrándome en tal fermentación, siguióme sigi­
losamente Daya y me metió en la cabeza su secreto,
que me pareció encerrar la explicación de vuestra
enigmática conducta.
N a tá n .— ¿Cómo es posible?
T emplario .— ¡Escuchadme hasta el final! — Es
que me imaginé que no tendríais ganas de perder por
un cristiano lo que un buen día les birlasteis a los cris­
tianos. Y así se me ocurrió poneros el cuchillo en la
garganta, sin rodeos y por las buenas.
27o N a t á n .— ¿Sin rodeos y por las buenas? ¿Y por las
buenas? — ¿Dónde está ahí lo bueno?
T emplario .— ¡Escuchadme, Natán! — Por su­
puesto: ¡No obré bien! — Vos no sois culpable en ab­
soluto. — La estúpida de Daya no sabe lo que se dice
— Os es hostil — Con todo esto no busca más que me­
teros en un mal pleito — ¡Puede ser! ¡Puede ser! —
Yo soy un joven fatuo que siempre está fantaseando
en uno de los dos extremos: o se pasa, o se queda
corto — ¡También podría ser eso! Perdonadme, Natán.
2go N a t á n .— Sin duda, si me comprendéis así —
T emplario .— En una palabra, ¡yo fui al patriarca!
NATÁN EL SABIO 225

— pero no os nombré. ¡Eso es falso, como he dicho!


Yo conté el caso así en general completamente, para
averiguar su opinión. — ¡Claro que también se hubiera
podido dejar de hacer eso! Porque ¿no sabía yo de
sobra que el patriarca es un rufián? ¿No hubiera
podido pediros personalmente explicaciones? — ¿Era
preciso que expusiera yo a la pobre muchacha a
perder tal padre? — Bien, ¿qué más da? La villanía
del patriarca, que se conserva siempre igual, me ha de- 290
vuelto en mí mismo por el camino más corto. —
Porque, escuchadme, Natán, ¡escuchadme hasta el
final! Supongamos que conociera también vuestro
nombre; ¿qué más da, ahora, qué más da? — Él
puede quitaros la muchacha solamente en el caso de
que no sea de nadie más que vuestra. De vuestra casa
no puede llevársela más que al claustro. — Así que —
¡dádmela! Dádmela a mí y que venga él de cara. ¡Ah!
Mucho se cuidará de quitarme a mi esposa. — Dád­
mela a mí; ¡enseguida! — ¡Sea hija vuestra o no! ¡Sea 300
cristiana, judía o ni una cosa ni otra! ¡No importa, no
importa! Ni ahora ni jamás en mi vida os haré una pre­
gunta sobre esto. ¡Sea como quiera!
N a tá n .— Por lo que veo, os figuráis que me hace
mucha falta ocultar la verdad.
T emplario .— ¡Sea como quiera!
N a t á n .— Ni a vos — ni a quien tenga derecho a sa­
berlo— le he negado yo nunca que es cristiana y que
no es más que hija adoptiva mía. — ¿Que por qué no
se lo he manifestado aún a ella? — De eso no tengo 310
que dar explicaciones a nadie más que a ella.
T emplario .— Tampoco necesitáis dárselas a ella.
— ¡Dadle la posibilidad de que no os vea nunca con
otros ojos! ¡Ahorradle ese descubrimiento! — Vos, y
nadie más que vos podéis disponer en este momento
de ella. ¡Dádmela a mí! Os lo pido, Natán; ¡dádmela a
mí! Sólo yo puedo salvárosla por segunda vez —
puedo y quiero.
226 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

N a tá n .— Sí — ¡pudisteis, pudisteis! Ahora ya no.


320 Demasiado tarde para ello.
T emplario . — ¿Cómo que demasiado tarde?
N a t á n .— G racias al patriarca...
T emplario .— ¿A l patriarca? ¿Gracias, gracias a él?
¿Por qué? ¿Ése buscaba nuestra gratitud? ¿Por qué,
por qué?
N a t á n .— Porque ahora sabemos quién es su pa­
riente, ahora sabemos en qué manos puede ser puesta
con seguridad.
T emplario .— Que se lo agradezca — quien se lo
330 agradecerá ¡por algo más que eso!
N a t á n .— Manos de las cuales tenéis que recibirla
vos también ahora, y no de las mías.
T emplario .— ¡Pobre Reha! ¡Qué de desgracias te
pasan, pobre Reha! ¡Lo que para otros huérfanos sería
una suerte, es para tí una desgracia! — ¡Natán! — Y
esos parientes, ¿dónde están?
N a t á n .— ¿Dónde están?
T emplario .— ¿Y quiénes son?
N a tá n .— C oncretamente, encontróse a un su her-
340 mano, a quien tendréis que pedir la mano vos.
T emplario . —¿Un hermano? Y ¿qué es ese her­
mano? ¿Soldado? ¿Clérigo? — Vamos a ver cómo
puedo prometérmelas.
N a t á n .—C reo que no es ninguna de las dos
cosas — o bien es las dos cosas. Aún no lo conozco
bien.
T emplario .— Y ¿qué más?
N a t á n .— ¡Y es una buena persona! Reha no se en­
contrará a disgusto en su casa.
35o T emplario .— ¡Claro, será cristiano! — A veces no
sé qué pensar de vos: — no me lo toméis a mal,
Natán. — ¿No tendrá que ponerse a hacer la cristiana
viviendo entre cristianos? ¿Y no acabará siendo final­
mente lo que esté representando ser bastante tiempo?
¿La mala hierba no acabará finalmente por sofocar al
NATÁN EL SABIO 227

buen trigo que vos sembrasteis? ¿Y eso os preocupa


tan poco? ¿A pesar de eso, sois capaz de decir vos —
¿vos? — que no se encontrará a disgusto en casa de
su hermano?
N a t á n .— ¡Así lo creo! ¡Así lo espero! — Y si le fal­ 360
tara algo en casa su hermano, siempre os tiene a vos y
a mí, ¿no?
T emplario .— ¡Oh, qué le va a faltar estando con su
hermano! ¿No va a cuidar el hermanito de que tenga
en abundancia la hermanita comida y vestido, golo­
sinas y atavíos? ¿Y qué más necesita una hermanita?
— ¡Ah, sí: un marido! — Bueno, bueno, eso también
se lo sacará de la manga el hermanito a su debido
tiempo; ¡un marido como Dios manda! ¡Cuanto más
cristiano, mejor! — ¡Natán, Natán! ¡Habíais formado 370
un ángel y ahora os lo van a estropear otros!
N a tá n .— ¡Tampoco es preciso! Seguirá mantenién­
dose aún digno de nuestro amor, el ángel.
T emplario .— ¡No digáis eso! ¡De mi amor no
digáis eso! El mío no se deja quitar nada, nada. ¡Ni
tanto así! ¡Ni un nombre! — Pero, ¡un momento! —
¿Ella se recela algo de lo que le está pasando?
N a t á n .— Es posible; aunque yo no acierto a saber
quién se lo habrá dicho.
T emplario .— Tanto da; en uno y otro caso, debe 380
— tiene que enterarse por mí de la amenaza que pesa
sobre su destino. Ya no ha lugar mi idea de no verla ni
hablar con ella hasta poder llamarla mía. Me voy co­
rriendo...
N a t á n .— ¡Espera! ¿A dónde vas?
T emplario .— ¡A verla! ¡A ver si esa alma de mujer
tiene bastante virilidad para tomar la única resolución
digna de ella!
N a tá n .— ¿Cuál?
T emplario .— Ésta: la de no preguntar más ni por 390
vos ni por su hermano —
N a tá n .— Y ¿luego?
228 GOTTHOLD EPHRAIM LESSiNG

T emplario .— Y seguirme a mí; — aunque tuviera


que convertirse además en la mujer de un musulmán.
N a t á n .— ¡Quedaos! “No la vais a encontrar. Está
con Sita, con la hermana del Sultán.
T emplario .— ¿Desde cuándo? ¿Por qué?
N a t á n .— Y si al mismo tiempo queréis encontrar
allí con ellas al hermano, no tenéis más que venir con-
400 migo.
T emplario .— ¿ A l hermano? ¿A cuál? ¿Al de Sita
o al de Reha?
N a t á n .— Es fácil que a los dos. ¡Venios y veréis!
¡Venid, os lo pido! (Se lo lleva.)

ESCENA SEXTA

Escenario: el harén de S ita


S ita y R eha , abstraídas en conversación

Sita.—¡Pues no me alegro poco de que estés aquí,


dulce chiquilla! — ¡Pero no estés tan ansiosa, tan
acongojada, tan temerosa! — ¡Anímate, sé comunica­
tiva, ten confianza!
R eha .— Princesa...
410 S ita .— ¡Que no! ¡Nada de princesa! Llámame Sita,
— tu amiga, — tu hermana. ¡Llámame madrecita
tuya! — Verdaderamente, casi podría serlo, también.
— ¡Tan joven, tan discreta, tan piadosa! ¡Pues no
sabrás cosas! ¡Qué no habrás leído!
R eha . —¿Leído yo? — Sita, te estás burlando de la
tonta de tu hermana pequeña. Casi no sé leer.
Sita. —¿Que casi no sabes? ¡Mentirosilla!
R eh a . —¡La letra de mi padre, un poco! — Creía
que hablabas de libros.
420 S ita .— ¡Por supuesto! De libros.
R eha .— Bueno, libros, ¡la verdad es que los leo con
dificultad! —
NATÁN EL SABIO 229

S ita .— ¿En serio?


R eh a .—Totalmente en serio. A mi padre no le
gusta nada la fría erudición libresca que sólo con
signos muertos se imprime en el cerebro.
Sita.—¡Ay, qué cosas dices! — ¡Con todo, no va
muy descaminado! — Así que mucho de lo que tú
sabes...
R eh a .— Lo sé de su boca sólo. Y de las más de esas 430
cosas podría decirte todavía cómo, dónde y cuándo
me las enseñó.
S ita .— De esa manera se enhebra lodo mejor. Así
se aprende con toda el alma.
R eha .—¡Seguro que Sita también ha leído poco, o
nada!
Sita.—¿Qué quieres decir? — No me jacto de lo
contrario. — Pero ¿qué quieres decir? ¡Razones!
Habla sin temor. ¡Razones!
R eha .— Es muy sencilla; nada afectada; sólo se 440
parece a sí misma...
SITA.—Y ¿qué?
R eha .— M i padre dice que los libros no suelen ha­
cernos asi.
S ita . — ¡Hay que ver tu padre, qué hombre!
R eh a . - ¿ V erdad?
S ita .— ¡Qué cerca da siempre del blanco!
R eha . — ¿Verdad? — Y a este padre —
S ita .— ¿Qué te pasa, amor?
R eh a .— A este padre — 450
S ita . —¡Dios! ¿Estás llorando?
R eha .— Y a este padre — ¡Ah, tengo que desaho­
garme! Mi corazón se ahoga, se ahoga... (Anegada en
lágrimas se arroja a sus pies.)
S ita .—C riatura ¿qué te pasa, Reha?
R eha .— A este padre tengo que — ¡tengo que per­
derlo!
S ita . —¿Tú? ¿Perder? ¿Perderlo a él? ¿Cómo es
eso? — ¡Tranquila! — ¡Nunca jamás! — ¡Levántate!
230 GOTTHOLD EPHRAÍM LESStNG

460 R eha . — ¡No te habrás ofrecido en balde a ser mi


amiga, a ser mi hermana!
S ita .— ¡No; lo soy, lo soy! — Pero ¡levántate! Si
no, habré de pedir auxilio.
R eh a . — (Haciendo de tripas corazón y levantándose.)
¡Ah, disculpa, perdona! — Mi dolor me hizo olvi­
darme de quién eres. Con Sita no valen súplicas ni de­
sesperos. La razón fría y tranquila es lo único que
tiene poder sobre ella. ¡Con Sita vence la causa de
quien se deja guiar de la razón!
470 Sita .— ¿De qué se trata?
R eha . — ¡No, no lo permitas, amiga mía, hermana
mía! ¡No permitas nunca que me endosen otro padre!
S ita . — ¿Otro padre? ¿Que te endosen? ¿A ti? Pero
¿quién puede, quién puede siquiera querer eso, que­
rida?
R eh a .— ¿Quién? La buena de mi mala Daya, ésa
puede quererlo, — quiere poder hacerlo. — Sí, ¿tú no
conoces a la buena de esa mala Daya? Pues ¡Dios se
lo perdone! — ¡Se lo pague! ¡Me ha hecho tanto bien,
480 — y tanto mal!
S ita .— ¿Mal a ti? — Pues verdaderamente poco
tendrá de bueno.
R eha .— ¡Sí, mucho, mucho!
S ita .— ¿Quién es?
R eha .— Una cristiana que me cuidó en mi niñez, ¡y
cómo me cuidó! — ¡No te lo puedes imaginar! —
¡Hizo que echara de menos bien poco una madre! —
¡Dios se lo pague! — Pero, por otra parte, ¡me angus­
tió de tal modo, me atormentó de tal modo!
490 S ita .— Pero ¿en qué? ¿Por qué? ¿Cómo?
R eh a .— ¡Ay, pobre mujer! — te lo voy a decir — es
cristiana; — tiene que atormentar por amor; — es una
de esas fanáticas que se jactan de conocer ¡el único
camino verdadero de que dispone el hombre para en­
caminarse hacia Dios!
S ita .— ¡Ya comprendo!
NATÁN EL SABIO 231

R eha .— Y que se sienten obligadas a encaminar


hacia él a cuantos yerran ese camino. — Difícilmente
pueden dejar de obrar asi. Porque, dado que sea
verdad que sólo ese camino conduce derechamente, soo
¿cómo van a quedarse tranquilas viendo que sus
amigos se van por otro — un camino que los arroja a
la perdición, a la perdición eterna? Tendría que ser po­
sible amar y odiar al mismo tiempo a un mismo
hombre. — Tampoco es esto lo que en último término
hace que me queje de ella. De buena gana hubiera
podido soportar aún más tiempo sus suspiros, sus ad­
vertencias, su oración, sus amenazas; ¡de buena gana!
Me llevaba siempre en efecto a pensamientos buenos
y útiles. ¡Y a quién no halaga en el fondo sentirse apre- 5io
ciado y estimado por alguien, quienquiera que sea,
que no soporta el pensamiento de tener que estar eter­
namente privado de nosotros!
S ita . — ¡Muy cierto!
R eh a .— Pero — pero — ¡es que se pasa ya dema­
siado! Llega a un extremo en que no puedo contrapo­
nerle nada: ni la paciencia, ni la reflexión; ¡nada!
S ita . — ¿Cuál? ¿A qué?
R eha . — A lo que me acaba de decir que ha descu­
bierto. 520
S ita . — ¿Descubierto? ¿Ahora precisamente?
R eha . — ¡Ahora precisamente! Viniendo hacia aquí,
nos acercábamos a un templo cristiano en ruinas. Se
paró de repente; parecía luchar consigo misma; hume­
decidos los ojos, miraba ya al cielo, ya hacia mi. Al fin
me dijo: «¡ven y crucemos por este templo!» Camina;
la sigo, y vaga mi vista espantada por las ruinas medio
derruidas. Se detiene otra vez, y me veo con ella en
las gradas hundidas de un altar que amenaza ruina.
¿Qué me pasó?, cuando se me arroja a los pies con en- $30
cendidas lágrimas, con las manos cruzadas...
SITA.— ¡Pobre criatura!
R eha .— Me conjura por la Divina, que tantas ora-
232 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

ciones escuchara en ese lugar y tantos milagros cum­


pliera; — me conjura con miradas de verdadera conmi­
seración a que ¡me apiade de mí misma! — Por lo
menos, a que la perdone si tiene que darme a conocer
las pretensiones que su Iglesia tiene sobre mí.
Sita.—(¡Desgraciada! — ¡Me lo sospechaba!)
540 R eha .—Que mi linaje es cristiano; que estoy bauti­
zada; que no soy hija de Natán; ique él no es mi
padre! — Dios, Dios, ¡que no es mi padre! — ¡Sita,
Sita! Aquí estoy otra vez a tus pies...
Sita. —¡Reha! ¡Que no! ¡Levántate! — ¡Viene mi
hermano! ¡Levántate!

ESCENA SÉPTIMA

SALADINO ^ los anteriores

S a l a ü INO.— ¿Qué pasa aquí. Sita?


S ita . — ¡Está fuera de sí! ¡Dios!
S a la d in o .— ¿Quién es?
S ita .— Ya sabes...
5so S a l a d in o .— ¿La hija de nuestro Natán? ¿Tiene ne­
cesidad de alguna cosa?
SITA. —¡Pero vuelve en ti, criatura! — El Sultán...
REHA. — (Andando de rodillas hasta los pies de SALA-
DINO, y con la cabeza inclinada a l suelo.) ¡No me le­
vanto! ¡No sin más! —¡no me es posible, así, dirigir la
mirada al semblante del Sultán! — no me es posible
admirar el resplandor de la justicia y la bondad eternas
en sus ojos, en su frente, si antes no...
S a la d in o .— ¡Levanta... levántate!
S60 R eha .— Si antes no me promete...
S a la d in o .— ¡Ven! Te prometo... ¡lo que sea!
R eha .—¡Ni más ni menos que nos dejen, a mí, mi
padre, y a él mi persona! — Aún no sé quién pretende
ser mi padre; — quién puede pretenderlo. Ni quiero
NATÁN EL SABIO 233

saberlo tampoco. Pero, ¿es que el padre lo hace la


sangre, sólo la sangre?
S a la d in o . — (Alzándola.) ¡Ya caigo! — ¿Quién fue
tan cruel como para ir a meterte en la cabeza —para ir
a meterte semejantes cosas? Pero ¿es que eso está ya
decidido? ¿Es que está probado? $70
R eha . —¡Debe de estarlo, por lo visto! Porque
Daya dice saberlo de mi nodriza.
S a la d in o .— ¡De tu nodriza!
R eh a .—Q ue se sintió obligada a confiárselo en la
hora de su muerte.
S a la d in o .— ¡Hasta muriéndose! — ¿Y no estaba
ya delirando? — ¡Y aunque fuera verdad! — Pues,
claro: ¡la sangre sola no hace a un padre, ni mucho
menos! ¡Apenas si basta para hacer padre de un
animal! ¡Todo lo más, da el primer derecho a ganarse sso
ese nombre! — ¡No tengas miedo! — ¿Sabes qué? No
bien empiecen a pelearse por ti dos padres, — ¡los
dejas a los dos y coges un tercero! — ¡Cógeme a mí
por padre tuyo!
S ita .— ¡Oh, hazlo, hazlo!
S alad in o .— ¡Seré un buen padre, muy buen padre!
— Pero, ¡un momento! Se me está ocurriendo algo
mucho mejor. — ¿Qué necesidad tienes tú de padres?
¿Y cuando se mueran? ¡Hay que proveerse a tiempo
de alguien que rivalice con nosotros a ver quién vive 590
más tiempo! ¿Conoces ya alguno?...
S ita .— ¡No la hagas sonrojarse!
S a la d in o .— Eso es evidentemente lo que me he
propuesto. El rubor hace guapas a las feas; ¿cómo no
va a hacer más guapas a las guapas? — He citado a
Natán, tu padre, y también a otro — a otro, los he
citado aquí. ¿Adivinas a quién? — ¡Aquí! Tú me per­
mitirás, ¿verdad, Sita?
SITA. — ¡Hermano!
S a la d in o . — ¡Y prepárate a ruborizarte en abundan- 600
cia ante él, querida!
234 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

R eha .—¿Ante quién? ¿Sonrojarme?...


Saladino. —¡Hipocritilla! ¡Si lo prefieres, palidece!
— ¡Como gustes y puedas! —

(Entra una esclava y se aproxima a SITA.)

¿Han llegado ya?


Sita.—(A la esclava.) ¡Bien! Hazlos pasar. — ¡Son
ellos, hermano!

ESCENA ÚLTIMA

N atán y ¿/TEMPLARIO, más los anteriores

Saladino.—¡Ah, mis queridos buenos amigos! —


¡A ti, a ti, Natán, he de comunicarte antes que nada
6io que ya puedes mandar a retirar tu dinero cuando
quieras!...
N atán.—¡Sultán!...
Saladino.—Ahora también yo estoy a tu servicio...
N atán.—¡Sultán!...
Saladino .—Llegó la caravana. Otra vez estoy tan
rico como no lo fui en mucho tiempo. — ¡Anda, dime
qué necesitas para emprender algo verdaderamente
grande! ¡Que a vosotros los comerciantes, a vosotros
tampoco os sobra nunca liquidez!
620 N atán.—Y ¿por qué atender primero a esa peque-
ñez? — Ahí veo unos ojos con lágrimas que me inte­
resa mucho más enjugar. (Se dirige a R eha .) ¿Has llo­
rado? ¿Necesitas algo? — eres aún hija mía, ¿no?
R eha .—¡Padre mío!...
N atán.—Nos entendemos. ¡Basta! — ¡Serénate!
¡Sosiégate! ¡Con tal que seas dueña de tu corazón!
¡Con tal que tu corazón no esté amenazado de ninguna
pérdida! — ¡A tu padre no lo has perdido!
NATÁN EL SABIO 235

R eha . —¡Ninguna, ninguna pérdida más!


T emplario.—¿Ninguna más? — ¡Hombre! Pues 63o
entonces me equivoqué. Si uno no tiene miedo de
perder algo, es porque nunca creyó poseerlo ni lo
deseó nunca. — ¡Perfecto, perfecto! — ¡Esto lo
cambia todo, Natán, lo cambia todo! — Saladino,
hemos venido por orden tuya. Pero yo te induje a
error; ¡no hace falta que te esfuerces más!
Saladino.—¡Qué manera de precipitarse otra vez,
joven! — ¿es que todo te ha de salir a satisfacción,
todo te ha de salir a pedir de boca?
T emplario.—¡Pero lo estás oyendo, lo estás mo
viendo, Sultán?
SALADINO.—¡Toma, es verdad! — ¡Menos mal que
no estabas más seguro del asunto!
T emplario.—Pues ahora lo estoy.
Saladino.—Quien se prevale así de cualquier
buena acción, la está retractando. Una cosa no es pro­
piedad tuya porque la hayas salvado tú. ¡De lo contra­
rio, el ladrón a quien su avaricia arroja al fuego, sería
tan héroe como tú! (Dirigiéndose hacia R eha para lle­
varla a! T emplario.) ¡Ven, querida joven, ven! No se 6so
lo tomes literalmente. Porque si no fuera así, si fuera
menos ardiente y orgulloso, hubiera dejado de sal­
varte. ¡Vaya lo uno por lo otro! — ¡Ven! ¡Avergüén­
zalo a él! ¡Haz lo que le convendría hacer a él! ¡Confié­
sale tu amor! ¡Ofrécete a él! Y si te rechaza, que no se
te olvide nunca que, en este trance, hiciste tú inmen­
samente más por él que él por ti... Pues, ¿qué ha
hecho él por ti? ¡Chamuscarse un poco! ¡No está nada
mal! — ¡de mi hermano, de mi Assad, no tiene nada,
pues! Lleva su careta, no su corazón. Ven amor... «o
Sita. —¡Ves, ves, amor, ves! Que aún es poco para
tu gratitud; no es más que nada.
N atán. —¡Un momento, Saladino; un momento,
Sita!
Saladino.—¿Tú también?
236 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

N a t á n .— A quí hay otro que ha de decir algo to­


davía...
S alad in o . — ¿Quién lo niega? — ¡Es indiscutible,
Natán, que a tal padre adoptivo le corresponde tener
670 voz! La primera, si quieres. — Como ves, de la situa­
ción estoy perfectamente al tanto.
N a t á n .— ¡No tanto! — No me refiero a mí. Es
otro, otro muy distinto, mucho, a quien yo ruego se
oiga también antes, Saladino.
S a la d in o .— ¿Quién?
N a t á n .— ¡Su hermano!
S a la d in o .— ¿Hermano de Reha?
N a tá n .— ¡Sí !
R eha . — ¿Mi hermano? ¿Así que tengo un her-
680 mano?
TEMPLARIO. — (Saltando de su distracción furiosa y ta­
citurna.) ¿Dónde, dónde está ese hermano? ¿Aún no
está aquí? Me dijeron que lo encontraría aquí.
N a tá n .— ¡Un poco de paciencia!
T emplario . — (Con extremada acritud.) Ya le ha co­
locado un padre: — ¿no va a encontrarle también un
hermano?
S alad in o .— ¡El colmo! ¡Cristiano! Sospecha tan
baja no hubiera rozado los labios de Assad. ¡Bien,
690 sigue así!
N a tá n . — ¡Perdónalo! — A mí no me cuesta perdo­
narlo. — ¡Quién sabe lo que en su lugar y a su edad
pensáramos nosotros! (Acercándosele amigablemente.)
¡Naturalmente, caballero! — A la desconfianza le
sigue la sospecha.— Si me hubierais hecho el honor
de darme a conocer vuestro verdadero nombre ense­
guida...
T emplario .— ¿Cómo?
N a t á n .— ¡Vos no sois un Stauffen!
700 T emplario .— Pues entonces, ¿quién soy?
N a tá n .— No os llamáis Curd von Stauffen.
T emplario .— Pues ¿cómo me llamo?
NATÁN EL SABIO 237

N atán.—Os llamáis Leu von Filneck.


T emplario .— ¿Cómo?
N ATAN.—¿ Estáis desconcertado?
TEMPLARIO.— ¡Con razón! ¿Quién dice eso?
N a t á n .— Yo, y puedo deciros más aún, más. Sin
embargo, no os acuso de mentira alguna.
T emplario .— ¿No?
N a t á n .— Bien pudiera ser que también os corres- 7to
ponda el otro nombre.
TEMPLARIO.— ¡Eso diría yo! (¡Eso es lo que se dice
que Dios inspira a alguien!)
N a t á n .— Porque vuestra madre — era una StaufTen.
Su hermano y tío vuestro, el que os educó, y en cuyas
manos os dejaron vuestros padres en Alemania
cuando se vinieron acá arrojados de allí por aquel cielo
áspero; — ¡ése su hermano llamábase Curd von Stauf-
fen, y pudo haberse encargado de vos ya en vuestra in­
fancia! — ¿Hace mucho que os trasladasteis aquí con 720
él? ¿Vive aún?
T emplario .— ¡No sé por dónde tirar! — ¡Natán!
¡Ciertamente! ¡Así es! Murió ya. Yo llegué aquí con el
último refuerzo de nuestra Orden. — Pero, pero —
¿qué tiene que ver con todo esto el hermano de
Reha?
N a tá n .— V uestro padre...
T emplario .— ¿Cómo? ¿Lo conocisteis también?
N atán .— Era amigo mío.
T emplario .— ¿Era amigo vuestro? ¡Será posible, 730
Natán!...
N a tá n .— Se llamaba Wolf von Filneck; pero no era
alemán.
T emplario .— ¿También sabéis eso?
N a t á n .— Pero estaba casado con una alemana;
siguió a vuestra madre a Alemania, por poco tiempo...
T emplario .— ¡Ya está bien! ¡Por favor os lo pido!
— ¿Y el hermano de Reha, el hermano de Reha?...
N atán .— ¡Sois vos!
238 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

740 T emplario .— ¿Yo? ¿Yo su hermano?


R eha .— ¿Él mi hermano?
S ita .— ¡Hermanos!
S a l a d in o .— ¡Hermanos ellos!
R eh a .— (Quiere acercarse a él.) ¡Ah, hermano mío!
T emplario .— (Haciéndose atrás.) ¡Su hermano!
REHA.—(Detiénese y se vuelve a N atán.) ¡No
puede ser, no puede ser! — ¡Su corazón no sabe nada
de eso! — ¡Somos unos tramposos! ¡Dios!
S alad ino .— (Al T em plario .) ¿Tramposos? ¿Cómo?
750 ¿Eso crees tú? ¿Eso eres capaz de pensar? ¡Tramposo
serás tú! ¡En ti es todo una mentira: el rostro, la voz,
los andares! ¡No es tuyo nada! ¡No querer reconocer a
una hermana como ésta! ¡Anda!
T emplario .— (Acercándosele con humildad.) ¡No in­
terpretes mal mi asombro. Sultán! No creo que vieras
alguna vez a Assad en circunstancias como ésta; ¡no
yerres con él y conmigo!

(Precipitándose hacia N a t á n .)

¡Tomáis de mí y me dais, Natán! ¡Lo uno y lo otro,


a manos llenas! — ¡No, me dais más de lo que me
76o tomáis, inmensamente más!

(Echándose al cuello de Reha .)

¡Ah, hermana mía, hermana mía!


N a tá n . —¡Blanda von Filneck!
T emplario .— ¿Blanda, Blanda? — ¿Reha no? ¿Ya
no es vuestra Reha? — ¡Dios! ¡La rechazáis, le devol­
véis su nombre cristiano! ¡La rechazáis por mí! —
¡Natán, Natán! ¿Por qué hacérselo pagar a ella? ¡A
ella!
N a tá n .— ¿Cómo? — ¡Oh hijos míos, hijos míos!
— Porque, ¿no va a ser hijo mío el hermano de mi
770 hija — así que quiera?
■h m - - . ..... . •• , J k . .— —- ' —r *

Leiztec.Auftritt. yí§1.7S.
SaU H in. Sie (inda! sie aindea, Sitta.baiaa'
r » ! aind t ^ y j e meinri....... deinraBtucLeoKii]

Ilustración de la primera edición del N atán, de 1779, correspondiente al abrazo


final (última escena de la obra)
240 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

(Mientras se entrega él a sus abrazos, aproxí­


mase SALADINO a su hermana con inquieto
asombro.)

S a la d in o . — ¿Qué dices de esto, hermana?


S ita .— Estoy conmovida...
S a la d in o .— Y yo — iyo casi me echo atrás ante
una emoción aún mayor! Prepárate a ella, si puedes.
S ita .— ¿Cómo?
S a la d in o . — ¡Natán! ¡Una cosa, una cosa! —

(Mientras se le acerca N a t á n , se acerca


SITA a los hermanos para testimoniarles su
simpatía; y N atán y SALADINO hablan en
voz baja.)

¡Escucha, escucha, Natán! ¿No dijiste antes —?


N a t á n .— ¿C uál?
S alad in o .— Que su padre no fue alemán, alemán
nativo. ¿Qué era, pues? ¿De dónde era?
N a tá n .— Eso no quiso confiármelo él mismo,
nunca. De su misma boca no sé nada sobre ello.
S a la d in o .— ¿Y tampoco era un franco, un occi­
dental?
N a t á n .— iOh! Que no era tal, eso no tenía inconve­
niente en admitirlo. — De preferencia, hablaba
persa...
S a la d in o .— ¿Persa? ¿Persa? ¿Qué más quiero? —
¡Es él! ¡Fue él!
N a t á n .— ¿Quién?
SALADINO.— ¡Mi hermano! ¡Seguro! ¡Mi Assad!
¡Seguro!
N a tá n .— Bueno, si caes tú mismo en la cosa — ¡en
este libro tienes la confirmación! (Alargándole el bre­
viario.)
S a la d in o . — (Abriéndolo ansioso.) ¡Ah, su letra! ¡La
reconozco también!
NATÁN EL SABIO 241

N atán.—¡De esto, ellos no saben nada! ¡Sólo de ti


depende lo que hayan de saber de esto!
SALADINO.— (Mientras hojea el breviario.) ¿Yo no 800
voy a reconocer a los hijos de mi hermano? ¿A mis so­
brinos — a mis hijos, no voy a reconocerlos? ¿Yo?
¿Dejártelos a ti?

(En voz a lía otra vez.)

¡Son ellos! ¡Son ellos, Sita, lo son! ¡Son ellos! Los dos
son míos... ¡Los hijos de mi hermano!

(Corre a abrazarse con ellos.)

S ita . —(Siguiéndolo.) ¡Qué estoy oyendo! — Pero


¿podía ser de otra manera, podía ser de otra ma­
nera? —
S alad in o . —(Al tem plario .) ¡Cabezota, ahora vas
a tener que quererme! 8io

(A Reha .)

¿Soy ahora lo mismo que me ofrecí a ser? ¡Lo quieras


o no!
S ita .— ¡Yo también, yo también!
S alad in o .— (Volviéndose al TEMPLARIO.) ¡Hijo
mío, mi Assad, hijo de mi Assad!
T emplario .— ¡Soy de tu sangre, yo! — ¡Los sueños
aquellos con que mecieron mi infancia, en efecto —
eran más que sueños! (Cayendo a sus pies.)
SALADINO.— (Alzándolo.) ¡Mirad el bribón! ¡Sa­
biendo algo de esto, me puso en el brete de ser su ase- 820
sino! ¡Espera y verás!

(Mientras se abrazan unos a otros en silencio,


cae el telón.)
242 COTTHOLD EPHRA1M LESSiNG

NOTAS AL TEXTO DEL POEMA DRAMÁTICO

Introite, nam et heic... «Pasad, que aquí también están los dioses».
Lema procedente de las Noches áticas, de Aulio Gelio. Es sentencia
atribuida por Aristóteles a Heráclito «el oscuro». Ortega (O. C., I,
322) informa de que el viejo maestro dirigió esas palabras a amigos
que se sorprendieron por encontrarlo en labores de cocina.—
Cuando, a Tines de 1778, anuncia Lessing a Herder que anda en­
vuelto en trabajos sobre el Natán, le advierte que no se espere al
profeta Natán de las Sagradas Escrituras, sino al Natán del Decante-
ron, X, 3, del Boccaccio. Y añade: «Mientras tanto, puedo dirigirme
a mis lectores a quienes esta indicación [la referencia a Boccaccio)
intranquilice aún más, gritándoles: ¡Pasad, que aquí también están
los dioses!»

P ersonajes.

Saladino. por su magnificencia, su valor y nobleza es una figura le­


gendaria ya para el autor del Decamerón. Lessing conoce al Saladino
del Decamerón, I, 3, y X, 9 (de este último lugar ha obtenido di­
versos datos que señalaremos oportunamente). Pero, además del
Essay sur les moeurs et l'espril des nations, de Voltaire, donde se dice
que no se ha hecho justicia en Europa a este hombre cuya magnani­
midad y tolerancia religiosa está por encima de la de cualquier prin­
cipe cristiano, Lessing ha tenido en cuenta para documentarse a
Olfert Dapper, Delitiae Orientales (Nuremberg, 1712) y a Franqois
C. Marín, Histoire de Saladin, Sultán d'Egipte et de Sirie, La Haya,
I7S8. Cuando Europa leyó este libro de F. C. Marín sintió ante Sala­
dino la misma impresión que ante su nobleza, sencillez y piedad vir­
tuosa sintieran sus contemporáneos. Lessing escoge al personaje
histórico para señalar en él la aparición (aproximadamente en
punto a cronología) de un comportamiento virtuoso que se rela­
ciona con el crecimiento moral del género humano. Entre los pa­
peles de Lessing (LM, NB. 115,3-8) se encuentran estas notas: «Sa­
ladino nunca tuvo más de un vestido, nunca tuvo más de un caballo
en su establo. En medio de las riquezas y abundancia, se gozaba en
la pobreza voluntaria. Hlerbelot, Bibliotheque Oriéntale, Paris, 1697]
331. ¡Un vestido, un caballo, un Dios! —A su muerte no encontra­
ron en su caja más que un ducado y 40 naserines de plata (Delitiae
Orient, pág. 180.)
Sobre la pobreza según Lessing, cfr., EE, 638, n. 3. Y aquí, acto
II, 2, 202 y sigs.
NATÁN EL SABIO 243

1 Por lo demás, advierte Lessing: «Por lo que hace a lo histórico


en que se basa la obra [— el Natán], he procedido con independen­
cia de toda cronología; incluso de los nombres he dispuesto a mi
aire. Mis alusiones a circunstancias reales no tienen más objeto que
motivar el desarrollo de la obra» (LM, NB. 114,30-34).
Sita se llamaba una hermana de Saladino.
Natán, cfr. Boxberger y Zacher, «Zu Lessings Nathan», en
Zeitschriftfilr Deutsche Philologie. 1874, núm. 5, págs. 433-441. —Ha­
biendo excluido Lessing mismo como referencia de este nombre al
profeta Natán (II Samuel, 12), cosa que cabía esperar si el protago­
nista tenia que proceder como sabio y no como profeta, ya en 1865
apuntó Gosche a la figura de Natán en el Decamerón, X, 9 (loe. cit.,
página 435).
Reha. En los bosquejos la llama Rachel; luego Recha. He prefe­
rido esta transcripción, en la confianza de que el lector español aspi­
rará la «h», a la andaluza.
«Daya, anota Lessing, mejor que Dinah. Por lo que veo en los Ex-
cerptis ex Abulfeda relativos a la vida de Saladino, en Schultens, pági­
na 4, Daya quiere decir Nutrix, y es probable que la palabra española
Aya venga de ahí, palabra que Covarrubias dice derivar del griego
ayai, nai&ayaryo<;. Pero ciertamente no deriva directamente, sino
probablemente del árabe, el cual la habría tomado del griego» (LM,
NB. 89,9-16).
Templario. Orden de caballería, de caballeros cruzados que en
1118 se dieron regla militar y religiosa. Lessing cree que en un
tiempo fueron los «masones» o individuos sabios que surgen
siempre por acá y acullá. Cfr. EE, 626 y sigs. (Diálogos para franc­
masones]. Vestían manto blanco con cruz roja y hacian voto de cas­
tidad.
Derviche, monje mendicante musulmán. Del persa derwesch =
mendigo.
Heraclio. Lessing advierte que no se atiene a los hechos históricos
al suponer que el patriarca Heraclio reside en Jerusalén después de
la conquista de la ciudad por Saladino y sólo lamenta que en su obra
no aparezca con mucho «tan malo como fue en realidad» (LM, NB,
114, 34 y sig.; 115, 1 y sig.). La descripción que leyó Lessing en F.
Marin (Histoire de Saladin, Sultán d'Egipte el de Sirle) es tan deletérea
que, a pesar de lo repugnante de la figura que pondrá en escena,
hay que darle la razón en su lamento. No se podría perfilar mejor al
personaje que con aquel apunte de fray Luis de Granada sobre esas
gentes que se pasan la vida «haciendo indignidades para alcanzar
dignidades». Cfr. Boxberger, loe. cit., 319-323. Los historiadores
marcaron siempre el contraste del patriarca cristiano con el sultán
Saladino. Lessing procede de modo tan despectivo con el sujeto,
que, fuera de un comentario viéndolo venir en pompa y majestad,
244 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

lo libra al flujo verbal de sus lugares comunes. Hay quienes creen


ver en él trazos del Pastor Goeze, su contrincante en la polémica
(asi Bodo Lecke).
Emir, principe o caudillo árabe.
Mamelucos, cuerpo de guardia del Sultán.

ACTO PRIMERO
ESCENA PRIMERA

4 Finalmente. —Subrayado en el original, en la última redacción,


no asi en el bosquejo—. El final, como telón, como terminación, es
un concepto ajeno a la antropología de Lessing, que ni religiosa ni fi­
losóficamente deja lugar para las categorías escatológicas'. La impa­
ciencia de la cristiana y fervorosa Daya es un principio desordenador
y atropellados por pió y cordial que aparezca el reproche.
6 Sus buenas doscientas millas... — Bodo Lecke dice que Lessing
exagera, que hay sólo 140. Pero Lessing cuenta los rodeos que
hubo de tomar «torciendo ya a la derecha ya a la izquierda». Esto
de los rodeos y desvíos a una y otra parte del camino, es una figura
y concepto importante en la metodología lessinguiana, tanto para la
pedagogía de la divina Providencia en la Historia como para la peda­
gogía individual (cfr. II, 4, 386 y sig.). En la Educación, tratando de
la doctrina de la Trinidad, escribe: «¿Qué pasaría si, luego de innu­
merables errores a derecha e izquierda, esta doctrina acabara por
poner a la inteligencia humana en el camino de ver...» (núm. 73). Y
poco después, luego de recordar que a veces parece que la Providen­
cia parece dar pasos atrás y que «no es cierto que la linea recta sea
siempre la más corta» (núm. 91), exclama: «¡Has de lomar tantas
cosas en tu eterno camino! iHay que dar tantos rodeos!» (número
92). Cfr. EE. pág. 403 (Hermesiana).
9 Tampoco es trabqjo que avance a ojos vista. — Traduzco Ges-
chdft por trabajo y no por negocio, según el sentido de la palabra en
el siglo xvm (cfr. W. Conzel, «Arbeit», en Geschichtliche Grundbe-
grtffe, pág. 165 [citado por Barner, Lessing. Ein Arbeitsbuch..., pá­
gina 294).
20 Eso no lo he oido. En el bosquejo, antes de la frase siguiente,
apostilla:/río.
30 ¿ Vuestra? ¿Reha vuestra? — En el bosquejo, al anotar la idea
básica de esta escena, habla escrito: «Algo se trasluce sobre quién
será propiamente Reha.» El resto de la escena deja ver que en casa
Natán hay un malestar y un conflicto en torno a esa niña. Pero en
NATÁN EL SABIO 245

Lessing, en su último plano, el problema que apunta hay que for­


mularlo así: ¿De quién son los niños? ¿Hasta qué punto es licito ha­
cerles, y hacerles hacer, lo que se les hace y lo que se les hace
hacer? (Cfr. IV, 2,116 y sigs.).
60 Sois ¡a honradez y magnanimidad en persona, pero a pesar de
todo... — Cfr. Testamento de Juan (EE. pág. 460), donde se declaran
inútiles las obras buenas si no llevan nombre cristiano. Y aquí II, I,
79-104. El nombre vincula a un momento de la historia en el cual se
ha producido la revelación única, según las religiones históricas. La
vinculación al nombre que expresa ese momento, es necesaria para
la salvación.
90 Con quien la salvó del fuego. Sobre el simbolismo del fuego
en el Natán, cfr. Ehrhard Bahr, «Die Bild-und Sinnbereiche von
Feuer und Wasser in Lessings Nathan der Weise», en LYB, VI,
páginas 83-96, esp. 84: «Mientras se presenta al fuego predominan­
temente en relación con sucesos y cualidades negativos, al agua se
la asocia con propiedades positivas como filantropía, tolerancia y hu­
manidad.»
95 i Un templario... gracia de la vida? Los templarios presos eran
ejecutados todos por Saladino, que sabia de su intolerante voto de
guerrear por la fe, de imponer por las armas lo que no se puede
comprender. En cambio, la violencia de las armas por parte islá­
mica, impone sólo verdades naturales, no solicitan del hombre
«otra confesión que la de las verdades sin las que no podrían pre­
ciarse de ser hombres» (Cardano [EE. págs. 210 y sig.l).
107 Sin la mínima idea de ¡a casa, guiado solamente de su oido. Hay
aqui una resonancia de la Parábola del castillo en fuego por el que
circulan con seguridad, guiados de la viva voz y sin idea de plano
alguno, quienes trabajan «dentro». Cfr. Parábola (EE, 466). Algo
quiere decir con esta resonancia Lessing sobre la naturaleza, sobre
la calidad del templario —que no sería hombre de letra u ortodoxia,
sino capaz de captar lo que sólo de boca en boca puede pasar.
133 Las palmetas que enwelven en su sombra el sepulcro del Resuci­
tado. El tema de la palmera, del palmar, en relación con el templario
y Reha, se repetirá (I, 5 y 6; II, 4; III, 3...). Henry Corbin señala la
necesidad de un más amplio estudio del significado de la palmera
en la teología islámica, esp. islamo/irania. Para conocer con preci­
sión lo que Lessing quiere decir o sugerir con esta conexión que es­
tablece entre la palmera, su sombra y la resurrección, haría falta
controlar más y mejor la literatura que pudo leer sobre el particular,
para leer lo sobre un fondo con sus relieves propios.— Este sepulcro
es el «santo» sepulcro, es decir, el seno de la vida, del que se
renace; la sombra, no se le podía escapar a Lessing que era la del Es­
píritu (la virtud del Altísimo que «cubre con su sombra» a María
(Lucas, 1, 35]). En la teología islamo/irania la sombra es condición
246 GOTTHOLD EPHRAIM LESS1NG

del cuerpo terrestre — en el pleroma, en el centro, al mediodía, en


la tierra celeste, no dan esa sombra los cuerpos. La sombra es de
condición terrestre, pero vital (los muertos no tienen sombra, no
pueden tenerla; en la Divina comedia se mira a ver si un cuerpo
proyecta sombra, para saber si es un vivo o un muerto (cfr. G. Van
der Leeuw, Fenomenología de la religión, México-Buenos Aires,
1964, pág. 278]). El cuerpo celeste no tiene esta sombra hacia la
tierra; tiene sombra luminosa, una sombra hacia arriba diríamos,
que es el ángel, de momento invisible, pero perceptible a ciertos
ojos, a ciertas miradas. Seguramente, Reha le ha visto el ángel al
templario, que anda aburrido de ser «lo que» es y ansioso por saber
«quién» es, es decir, por conocer su ángel (cfr. Henry Corbin, Teñe
celeste et corps de Résunection..., París, 1960, págs. 32, 60). A la
sombra de la palma (que es lo femenino, cfr, III, 3, nota), en ese
seno, se mueve y cavila el templario en inquisición de su ángel.
146 Tan pronto funciona la cabeza como corazón... — Para esta
descripción del entusiasmo y exaltación de Reha, cfr. Cartas sobre
literatura moderna, la 49 (EE. págs. 23S y sigs., esp. 239), donde
se combate la confusión entre el sentir y el pensar. Para un
sector del Pietismo, el programa era poner el corazón en el lugar de
la cabeza.
154 Uno de esos ángeles... — Entre las notas entresacadas del
Marín por Lessing, están éstas: «Los cruzados, que eran tan igno­
rantes como supersticiosos, propalaban a menudo haber visto bajar
del cielo y luchar a la cabeza de sus tropas a ángeles vestidos de
blancas ropas y empuñando centelleante espada, y especialmente a
San Jorge» (I, 352). «Luis de Helfenstein y otros señores alemanes
atestiguaron jurando sobre los Evangelios, que, en el encuentro
que ganara en Iconio el Káiser Federico 1, habían visto combatir a
San Jorge a la cabeza del ejército cristiano, armado de pies a cabeza,
a caballo y vestido de blanco» (II, 176). Cfr. Américo Castro, La
realidad histórica de España, México, 1954, pág. 204 y sig. —La cris­
tiana Daya hace una interpretación cristiana: el ángel de la guarda
especialmente de los niños. Mas, el Islamismo no es menos
angelológico que el judaismo y el cristianismo. Cfr. aquí IV, 1, 32;
2,105.
162 Dulce ilusión... — La dialéctica ilusión/verdad es la dialéctica
que convierte el sueño, la intuición, la revelación en verdad racio­
nal. La aprehensión inicial es dulce, amable, atractiva, no sólo para
los niños (cfr. 111, 6, 373; 7, 461-470). Daya emplea la palabra
Wahn, no /Ilusión. Pero Natán (Lessing) acepta el ensueño donde
se reúnen un judío, un cristiano y un musulmán. El objeto directo
del ensueño es un ángel/templario; implícitamente se capta la posi­
bilidad de que las tres religiones se reúnan en algo, se entiendan, co­
laboren. Es un buen ejemplo de cómo progresa la razón. Si bien
NATÁN EL SABIO 247

Daya habla de «dulce ilusión» por la cuenta que le tiene a ella, no


puede menos de advertir también lo que implica el ensueño de
Reha, coincidente con el abrazo final de las tres religiones en la
escena última del Natán, salvador de la hija de un judío.

ESCENA SEGUNDA
196 Sobre las alas de su ángel... — Reha conoce bien —de oídas—
el A. T., donde Yavé recuerda a Israel «cómo os he llevado sobre
alas de águila» (Éxodo, 19,4). En Papeles tocantes revelación (EE,
pág. 428) cita este mismo versículo para exhortar a que, asi como
éste, sean interpretados otros lugares de la Escritura de modo meta­
fórico, con buen sentido.
217 Dios puede hacer milagros... — En la conversación que sigue,
Natán considera el mundo como milagro mientras que Reha, azu­
zada por el aya, tiende a ver el milagro como algo extraordinario.
Lo inaceptable del milagrerismo aquí, será que aparta la mirada de
su objeto humano, de lo humano, del hombre —por tanto suscep­
tible de necesidades— que es el templario. En el bosquejo pone en
boca de Natán estas palabras: «Esa cálida imaginación tuya me gus­
tarla si no te apartara de tu deber. Mientras buscas tú en el cielo el
instrumento mediante el cual te salvara Dios, se olvida tu gratitud
de echar aquí en la tierra una mirada en torno —donde, sin em­
bargo, podría también estar. ¡Vuelve en ti! ¡Tranquilízate! ¡Sosié­
gate!» (LM, NB, 15-25).— Por esa misma época, rectificaba otra
apelación al ángel («en un álbum cuyo dueño aseguraba que no hay
amigo sin defecto y que su chica es un ángel»), con el siguiente epi­
grama que reivindica también el deber de lo humano:
«No te fies de amigo sin defectos,
y ama a una mujer más bien que a un ángel» (L M . 1,47)

242 El cinturón de cuero... — En las notas que sacó del Marín, se


encuentra una que dice «que los templarios presos no podían ofre­
cer por su redención más que cingullum et cultellum» (1, 249)
(LM. NB. 114, 19y sigs.).
344 Es un franco... — A los cruzados se les llamaba en Oriente
francos, por haber sido éstos los primeros cruzados.
399 Adentro vosotras, de prisa... — Porque las mujeres no se
pueden mostrar sin velo a los extraños.

ESCENA TERCERA

410 ¡Por el profeta! — El Profeta por antonomasia, único, es


Mahoma.
248 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

463 Que los principes sean buitres entre carroñas. — En el bosquejo


anotó Lessing: «La máxima que atribuyen ios árabes a Aristóteles:
Es mejor que el príncipe sea buitre entre carroñas que carroña entre
buitres» (LM, NB. 95, 4-8). D’Herbelot (Bibliothéque Oriental, Ma-
astrich, 1776, pág. 119), citado por Boxberger (loe. cit., página 304),
dice que el Baharistan, que trae esta «máxima política de Aristó­
teles», la explica en el sentido de «qu’il est aussie utile é un Prince
de savoir lout ce qui passe autour de lui, qu’il lui est dommageable
que ses voissins sachent ses propres alTaires». Lessing ha leído la
máxima en el sentido económico: que coja todo lo de su alrededor y
lo reparta, o que se lo deje coger todo. El modelo de generosidad
que seguirá y dibujará Lessing es el de la Ética, de Aristóteles. Para
Natán, dar es una política («¡No creas, derviche, no creas!»).
491 Tesorero mayor... — El texto dice Defterdar, palabra persa
que significa tesorero mayor.
493 Tan bueno como prudente y tan prudente como sabio. — La
idea es de Leibniz (Gerhardt Phil. Schrift., Vil, 27): «La Justiceesl la
charité du sage, ou une charité conforme a la sagesse.»
500 En el Ganges... — La religiosidad derviche tenia influencias
indias, era «extracotidiana e irracional» (Max Weber, Economía y
Sociedad, I, 486). La conexión entre islamismo y brahmanismo,
aunque aquí fuera un equivoco (Bodo Lecke), es cuestión de princi­
pio para quien ha de ordenar «el curso... de las religiones positivas»,
pues hay que entender su meollo y ordenarlas por su autonomía
moral creciente y por su no literalismo de leyes y reglas.
519 Daba con tal desgana... — El Natán de Boccaccio (X, 3),
además de dar con ganas y cortesía, da todas las facilidades que
puede para que accedan a él, y si reconoce a quien repite veinte o
treinta veces petición, lo disimula. «¡Oh cuán maravillosa eres, ge­
nerosidad de Natán!», exclama la anciana pedigüeña.
528 El reclamo del pajarero... — Boxberger (loe. cit., pág. 304)
dice que la imagen del reclamo procede del famoso místico Mewlana
Dschelaleddin Rumi: «El cazador silba sólo en tono dulce/ para en­
gañar astutamente al pájaro.»
533 Ahogar a los hombres por cientos de miles... — El Natán de
Boccaccio (X, 3) tiene tan digerido este modo de ver la conducta
del poder que, al joven que lo va a matar, lo anima diciéndole que
no le apure matar a uno solo donde «los sumos emperadores y
reyes se han reputado únicamente matando, no a un solo hombre
como tú querías, sino a infinitos...».
547 Entre los hombres precisamente... — Dice Bodo Lecke que
este verso de Lessing se contrapone al de Von Kleist: «El verdadero
hombre ha de estar lejos de los hombres.»
NATÁN EL SABIO 249

ESCENA CUARTA

566 ¿Y se los come? i Y como templarlo ? — En el bosquejo, el sen­


tido es más directamente irónico: Si come dátiles, ese «él» vuestro
será un templario y no un ángel. Éste es el sentido y no el de la ex-
trañeza porque un templario se alimente de lo que constituye el
manjar básico de la gente corriente, según pensaron DUntzer y Nie-
meyer (cfr. Boxberger, loe. cit„ pág. 305).
575 Anda con cuidado; lo que no ha querido... — La llamada al cui­
dado se la repetirá a Daya en otras ocasiones; y tiene como objeto
inducirla a ver otra intención mejor, porque, justo, da más posibili­
dades de movimiento...

ESCENA QUINTA

587 De soslayo a las manos... — En el bosquejo tiene redactada


dos veces esta idea (LM. NB, 97, 7 y sigs.; 115, 10-14). En esta se­
gunda redacción, no es claro el sentido de esa mirada a las manos,
no es claro que se trate de la mirada que busca limosna: «¿Por qué
miras asi hacia mis manos?»
607 Tenga cuidado el señor con esa fruta. — En la Historia de los
árabes, de Marigny, que tradujo Lessing en parte, se cuenta la anéc­
dota del califa Mamún que compró una carga de camellos entera,
de dátiles, para sí y sus tropas, comiéndolos y bebiendo agua acalo­
rado y sufriendo luego indigestión. — El aviso que da el hermano
lego al monje/soldado es consejo ascético.
614 «Al dente». — En el texto alemán, la expresión italiana está
literalmente traducida.
619 Yo estoy obligado a obedecer... — En los bosquejos, anota:
«El hermano lego se alegra de haber encontrado en él I = templa­
rio] a un joven tan digno. Discúlpase ante si mismo de los indignos
encargos [que le toca cumplir], con el deber de la obediencia». —
Lessing saca a colación a lo largo de la obra diversos recursos que
pueden dar buen rendimiento alejando del deber: el vino, la obe­
diencia, el propio provecho, el miedo...
621 Obedecéis... sin demasiadas sutilezas, ¿eh? —Rara quien
piensa que, dada la condición monádica del individuo, absoluta­
mente hablando podría salir todo de uno mismo, la obediencia de
«tercer grado» como ideal de perfección es la exacta negación del
hombre.— «De aquí infiere santo Tomás una conclusión muy prin­
cipal, y es, que el voto de la obediencia es el más esencial de la Reli­
gión... Eso es ser religioso, no tener querer ni no querer... Esta
250 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

virtud les] madre y origen de todas las virtudes...» (Alonso Rodrí­


guez, Ejercicio de Perfección y virtudes cristianas, Madrid, 1946*,
páginas 1509, 1511). Mas, la obediencia de este lego no llega al
«tercer grado de obediencia que consiste en conformar nuestro en­
tendimiento y juicio con el juicio del superior, teniendo, no sólo
un querer, sino también un mismo sentir con lo que él siente, pare-
ciéndonos que lo que él manda está bien mandado, sujetando
nuestro juicio al suyo y lomándole por regla del propio» (ibld., 1526,
etcétera).
636 La cruz roja sobre la blanca capa. — El hábito concedido al
Temple por el papa Eugenio III. El blanco de la inocencia y el rojo
de la caridad o deseo del martirio. Cfr. Lorz, Historia de la Iglesia,
págs. 247-252, esp.251.
640 Tebnin. fortaleza cercana a Tiro. En 1187 la tomaron al asalto
los musulmanes e intentaron recuperarla en vano los templarios.
641 En el último momento de la tregua... — Tregua pactada por
tres años y tres meses, en 1192.
651 Clava en mi su mirada Saladino... — Saladino es deslumbrado
por una fulgurante similitud, que ha captado en el aire y en los mo­
dales del templario, con un su hermano desaparecido (cfr. I, 5, 698
y sigs.). El Saladino del Decamerón X, 9, también reconoce a alguien
captando un mohín en el que reparara hacía años. (El Saladino de
Lessing es vivaz en extremo, fino, entregado a la intuición y, en la
entrega misma, avizor...). El templario alude a este momento en
otra ocasión (11, 7, 573 y sig.)
706 Un billete al rey Felipi. Felipe Augusto II de Francia, que par­
ticipó en la cruzada junto con Ricardo Corazón de León y Federico
Barbarroja. Como indicó Lessing, no se atiene estrictamente a la
cronología.
739 De cuando en cuando va allí Saladino..., cruzando las líneas,
disfrazado, casi sin escolta... También este valor de Saladino había
entrado en la leyenda, y en la novela del Decamerón antes citada. Sa­
ladino se disfraza de mercader y se entra por tierras cristianas, entre
otras por la Lombardía, con objeto de «ver personalmente los pre­
parativos con que los señores cristianos organizaban la cruzada,
para mejor resistirla». (Observará el lector que los reflejos del Deca­
merón en el Natán son más de los que se ha supuesto hasta ahora).
745 Maronitas. Grupo de cristianos sirios escindido de la iglesia
antioquena por aceptar el monoteletismo (en Cristo habría una sola
voluntad y operación), cuyo nombre deriva de san Marón, monje
de comienzos del siglo v, figura legendaria. El grupo se retiró a las
montañas del Líbano, donde podía defenderse mejor y donde aca­
baron por formar un pueblo caraterístico. Ellos, sin embargo, no
aceptan haberse separado de la Iglesia romana, pero Guillermo de
Tiro, en su Historia rerum in partibus transmarinis gestarum. cuenta
NATÁN EL SABIO 251

cómo el año 1181 volvieron al seno de la Iglesia católica los cuarenta


mil maronitas con su patriarca a la cabeza (cfr. G. de Vries, Oriente
cristiano ieri edoggi, Roma, 1949, págs. 48 y sigs., 128 y sigs.).
750 Ptokmaida. Acca, puerto de mar y fortaleza al norte de las
estribaciones del monte Carmelo. En 1187 la conquistó Saladino y
cuatro años después la reconquistó el inglés Ricardo Corazón de
León.

ESCENA SEXTA

En los bosquejos, al presentar los personajes de la escena, apunta


Lessing: «Curd von Stauffen y Dina [= Daya], a la que despacha
como a una alcahueta. Dina duda de que él sea un hombre. Monje,
medio hombre.»
797 Monje y mujer... — En el bosquejo desarrollaba el refrán
(LM, NB, 97,15 y sigs.):
D aya. —S ó lo u n a p alab ra, n o b le c a b a lle ro —.
C u r d . —¿ E re s la p ata d e re c h a o la izq u ierd a? —
D aya.—Vo s n o m e co n o céis.
C urd.—¡Casi nada! Sois la izquierda, de la que escapé a menudo.
D aya. — ¿Qué iz q u ie rd a ?
C urd.—No te enfades. No lo digo por rebajarte. Pues, ¡quién
sabe si el diablo no es zurdo, si no maneja tan bien la derecha como
la izquierda! Asi que no tienen por qué envidiarse ni el monje a la
pedigüeña ni la pedigüeña al monje. ¿Ves?...»
84U Mi propia valia como cristiana. Cfr. aquí (II, 1, 79 y sigs.) las
consideraciones de Sita, la hermana de Saladino, sobre el orgullo
de ser cristiano.
844 Kaiser Federico, llamado Barbarroja (1121-1190), que
murió durante la primera cruzada en Asia Menor, vadeando un rio.

ACTO SEGUNDO
9 La horquilla... —Wahrig: «Ataque de un peón o un caballo a
dos figuras adversarias». Sobre el juego de ajedrez y Lessing, cfr. re­
cientemente E. M. Batley, Ambivalence and Anachronisme in Lessing’s
Use o f Chess Terminology. LYB, V, 61-81. Sobre el juego en general,
cfr. EE. págs. 20, 524 (5), 525 (10), 397.
26 Mil dinares; ni un naserin más. — El diñar era moneda arábiga,
sin figuras, de oro, que imitaron los cruzados (H. Gobel). El naserin
era una moneda pequeña, denominada asi por el califa Nasser; era
de plata, y fue acuñada en Siria y Egipto en tiempos de Saladino
(Boido Lecke).
252 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

43 Jaque doble. — Jugada por la que una pieza, además de dar


jaque al rey, ataca directamente una pieza (cfr. Ramón Ibero, Diccio­
nario de q/edrez, Barcelona 1977, pág. 83).
49 ¿Sólo con la pieza? — Los comentaristas no han prestado aten­
ción a este alfilerazo de Sita a su hermano, siendo asi que no hay
una pareja en vigencia. (Natán es viudo, Daya es viuda, sobre Sita
planea bodas el sultán, y la pareja más en vistas resultará fracasada).
Cfr. Horst S. Daemmrich, «The incest motif in Lessing's Nathan
der Weise and...», en The Germanic Review, 42 (1967), 184-196.
68 Las piezas lisas... — Las fichas del ajedrez islámico no deben
reproducir figuras animales o humanas; son lisas. Y éstas empleaba
Saladino cuando jugaba con una autoridad religiosa, como el imán.
Pero era liberal y, al parecer, jugaba más con fichas labradas que
con lisas... Así se excusa de la distracción sufrida.
83 Hermano de Ricardo. — En los tratados de paz del 1192, se
combinaba el matrimonio de Melek el-Adel, hermano de Saladino,
con la hermana de Ricardo, y el de un hermano de Ricardo Corazón
de León con Sita. El plan no se llevó a cabo porque los obispos exi­
gieron la abjuración de Melek y que abrazara el nombre de cristiano.
Este cruce de matrimonios debió de darle la idea final del Natán.
apuntada en los bosquejos, según Demelz.
104 El nombre, el nombre. —«Porque se puede ser algo sin llevar
el nombre», piensa Lessing (Diálogos para francmasones, EE, pági­
na 620). Sita expresa una idea reverente de Cristo, aun negando,
como musulmana y liberal, la exclusividad histórica de la revelación
cristiana. Pero señala sobre todo el aspecto práctico que, por una
parte, al fijarse en el nombre exclusivo de Cristo, barre el campo de
nombres de hombres buenos por quienes también habría que
guiarse; por otra parte, al tener por bueno cuanto se piensa haber
dicho o hecho Cristo, se pierde el criterio interno para avalorar las
conductas, resultando que algo no es verdad porque es verdad ni es
bueno porque es bueno, sino porque lo dice Cristo. En esa con­
fianza u obediencia, señala un peligro grave Sita.— «¿Qué me im­
portan a mi los nombres?», escribió en otro contexto una vez Les­
sing en carta a Nicolai.— La doctrina de Sita, que es la lessinguiana,
no presupone la negación de la divinidad de Cristo (cfr. mi trabajo
«Quimera y anagnórisis», en EE, págs. 100 y sigs., y nota 16).
112 El amor con que el Creador equipó... — En el lejano 17S3, en
las recensiones que escribía para el Berliner Privilegirte Zeitung, hizo
una recensión sangrienta sobre una obra que acababan de quemar
en París mandando a la cárcel a su autor, soldado de la guardia real.
Moralizaba este francés diciendo que sólo quien tiene religión (cris­
tiana) puede ser «un buen padre, un buen hijo, un buen esposo, e
incluso un buen amante» (LM, V, 144 y sigs., 145,1-8).
NATÁN EL SABIO 253

ESCENA SEGUNDA
247 «Un vestido, una espada, un caballo —¡y un Dios!»—. La tradi­
ción atribuye esta sentencia a Saladino, «el. más atractivo de todos
los grandes personajes de la época de las Cruzadas» (Steven Runci-
man. Historia de las Cruzadas, III, 75). Entre las leyendas que corrie­
ron sobre su sencillez, señorío y liberalidad, y sobre su amor a la po­
breza, transmite una el escritor francés Vicente de Beauvais «según
la cual cuando Saladino yacia en su lecho de muerte llamó a su
abanderado y le rogó que recorriera Damasco con un trozo de su
mortaja en lanza izado, proclamando que el monarca de todo el
Oriente no podía llevar consigo a la tumba nada, salvo ese paño»
Ubid.. 76).
266 «... mi Dios. Se contenta ya con tan poco: con mi corazón.»
Cfr. Leibniz (Discurso de Metafísica, n. 36): «... para hacerlos perfec­
tamente felices sólo quiere (Dios) que lo amen».
270 O estrangular por lo menos... — A los funcionarios infieles del
Estado, se les estrangulaba «con un cordón de seda» (Bodo Lecke).
332 Yparsis. Adeptos de Zaratustra. La ortodoxia islámica tenia
a los parsis por paganos (Hans-J. Schoeps. Religionen, Gütersloh
1961, pág. 109). Cfr. Goethe, O. C., I, págs. 1650 y sig. (Aguilar).
La alusión es importante porque en una obra donde tan expresa­
mente se trata de las tres grandes religiones del Próximo Oriente y
de la civilización mediterránea y occidental, se nombra a una cuarta
religión de revelación. Los anillos son tres o los que sean.
334 Que no haya oido hablar yo de ese hombre... —Bosquejo (LM,
NB. 99, 19-23):— «¿Por qué no lo conozco? —Te ha oido decir:
Feliz quien no nos conoce; feliz aquél a quien no conocemos».—
Boxberger («Zu Lessings Nathan», en ZeitschriftJtir Deutsche Pliilo-
logie, 6, 1875, págs. 314 y sig.) atribuye esta sentencia a Alejandro
Magno, según D'Herbelol, Bibliothéque Oriéntale, pág. 298: «II
disoit: Heureux celui qui nc nous connoít point et que nous ne con-
noissons point; car si nous connoissons quelqu'un, cela ne lui sert
qu’a prolonger la journée de son travail, ct lui diminuer son
someil.» Boxberger cita además los Cuentos brahmánicos, editados
por RUckert, donde se dice: «Dos peligros corres en compañía del
que manda: si lo obedeces, comprometes tu fe; si no lo obedeces,
comprometes tu vida; asi que lo más seguro es que ni te conozca ni
le conozcas.»

ESCENA TERCERA
365 Las tumbas de Salomón y David... — Según Flavio Josefo
(Antigüedades Judias. 7, 15, 3; 13, 8, 4), Salomón depositó en el se­
pulcro de su padre David grandes tesoros. Más de mil años después.
254 GOTTHOLD EPHRA1M LESSING

obtuvo de allí inmensas cantidades el sumo sacerdote Hircano.


También Herodes visitó con fortuna el sepulcro. Pero nadie llegó a
las celdillas sepulcrales de David y Salomón (Schuster- Holzammer,
Historia Bíblica. I, nota 554); cfr. también Boxberger, loe. cit., pá­
ginas 306 y sig.). II Paraiipómenos, 9, 13-14 informa bien claramente
del origen de las cantidades de oro que cada año llegaban a Salo­
món, además del extraido de las minas: «el que recibía de nego­
ciantes y comerciantes, de todos los reyes de Arabia y de los gober­
nadores de la tierra, que recaudaban oro y plata para Salomón».
Esta cita del Antiguo Testamento es oportuna porque en su mismo
sentido rectificará Saladino el tono de fabulosa riqueza mágica con
que se alude a las tumbas de los dos grandes reyes de Israel como
fuente inagotable de riquezas. En efecto, Sita se hace eco de la
leyenda del Talmud sobre el sello de Salomón que hechizaba los es­
píritus, pero que «con la secreta palabra poderosa» saltaba y confe­
ría poder sobre ellos. Mas, frente al dinero muerto —de herencias y
pleitos—, preferirán el dinero vivo, el del comercio.

ESCENA CUARTA
424 Está naciendo algo completamente distinto. — Decía Lessing
que él estaba muy atento a «los nacimientos» que se producían en
las almas de sus amigos. La categoría «nacimiento» es bbhmiana y
al leibniziano Lessing le sirve para expresar el carácter monádico de
lo vital: lo vital surge del individuo y no puede venir de fuera. Aquí
hace Lessing/Natán una aplicación pedagógica de dicha categoría,
mostrándose dispuesto a que aparezca algo «completamente dis­
tinto» e inesperado (para Reha en este caso). Cfr. Jacob Bohme,
Aurora. Madrid, 1979, indice de materias (edición del autor).
431 Cuando tu corazón se aclare... — Expresión de la dialéctica co-
razón/razón, vivencia oscura/expresión racional..., propia de la
mónada (Cfr. Leibniz, Monadologia, 60).
441 Volver a derecha, a izquierda... — Reha habla como su padre
(cfr. I, 1, 7). Su consideración sobre el tanteo y duda del templario,
asi como el contrapunto del comentario de Daya (dar mis vueltas
en tomo al monasterio), son inconscientemente simbólicas.

ESCENA QUINTA

465 ¡Que un hombre pueda desconcertar tanto a otro hombre! — Las


distancias entre los hombres, como consecuencia del hecho social y
religioso, pueden ser excesivas, pueden acabar por separar más de
lo que se sienten distintas y separadas entre si ciertas especies de
animales. Cfr. EE. págs. 614,616 y sigs.
NATÁN EL SABIO 255

473 Dirigirme a vos. — En el bosquejo (LM, NB, 102, 106 y si­


guientes):
T em pl a r io . —J u d io , ¿ c ó m o te a tre v e s a d irig irm e la p alab ra de
ese m o d o ?
N a tán .— A h , q u ie n saca a u n h o m b re del fuego no m e te e n el
fu eg o a o tro .
503 Soy hombre rico. —En el bosquejo dice Natán que por pri­
mera vez en su vida se siente pobre llbid., 102, 113 y sig.) a causa
de lo inmenso de su deuda por la salvación de Reha.— En su juvenil
comedia El Judio crea la figura, que escandalizó, de un judio que
«es rico, lo dice de si mismo, que el Dios de sus padres le dio más
de lo que necesita...» (LM. VI. 161, 17ysigs.).
542 Demasiado honesto para ser cortés. Una interpretación bien­
intencionada de una forma de descortesía, según es norma de la pe­
dagogía lessinguiana.
553 Todas las naciones... — Cfr. Diálogos para masones, EE,
página 617.
575 El pueblo elegido... — Cfr. Deuteronomio, 7, 6: «... porque eres
un pueblo santo para Yavé, tu Dios. Yavé, tu Dios, te ha elegido
para ser el pueblo de su heredad entre todos los pueblos que hay
sobre la tierra». — El novicio y joven templario ejerce crítica filosó­
fica y progresista. Lessing dijo escoger el tiempo de las Cruzadas
para situar su poema dramático porque «por su realización cargaron
[los Papas] con la responsabilidad de las más inhumanas persecu­
ciones de que se haya hecho culpable la superstición cristiana...»
Cfr. aqui III, I, 39 y sigs.: Ese Dios acababa por apropiárselo el
hombre.
608 Serena lomanama... — Cfr. Educación del género humano (EE.
página 573): La inmensa lejanía o lontananza en que se ve la posibi­
lidad de que se reúnan en un abrazo los hombres procedentes de di­
versas religiones. La última escena del Natán es un momento de
ese abrazo.

ESCENA SEXTA

En el bosquejo preparó el siguiente diálogo (LM. NB, 103,4-18):


N atán.—¿Has visto, Dina?
D ina.—¿Está amansado el oso? —¿quién va a poder resistírseos?
A un hombre que puede hacer el bien y que quiere hacerlo.
N atán.—Vendrá a casa. Ella lo verá, y se curará —como no se
ponga más enferma.— Porque, verdaderamente, es un muchacho
magnifico. Un amigo asi tuve en mi juventud, que era cristiano. —
Por él quiero a los cristianos, aunque me haya de quejar amarga­
mente de ellos, también.
256 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

ESCENA SÉPTIMA

689 Más de lo que deseaba encontrar. — Frente a quienes sólo


quieren encontrar lo seguro y lo que ya saben —y se sabe—, en la
metodología y la ética lessinguiana es principal estar a la espera de
lo inesperado. Cfr. aquí II, 4, 372 y sig.; EE, págs. 403 y sig. (Herme-
síana), asi como la alcurnia leibniziana de este talante metafisico
pre-metodológico (ibid., 334 [encontrar]) A continuación hablará
de las imágenes que quedan dormidas en nosotros por largo tiempo
hasta que algo, más o menos casual, las despierta... — La armonía
resultante de una vida atenta a si misma no puede menos de ser,
como la armonía monádica, «difícil».
693 La estatura de Woff... — Wolf es el amigo cristiano de su ju­
ventud, del que hablaba ya en el bosquejo de la escena sexta.

ESCENA OCTAVA

7IS TU misma conciencia... — Este ruego de Natán es conmove­


dor. Daya sigue lo que cree los intereses de su religión y del alma de
Reha, atropellando la vida y la familia, y a su propia conciencia,
como tampoco puede ser menos. El conflicto moral está claro desde
la escena primera del primer acto (59 y sigs.). La «buena de mi
mala Daya», dirá Reha (V, 6, 421) reflejando sin duda la tolerante
actitud de su padre capaz de comprender que haga disparatados
daños con propósito de religión, y así, de quererla y mantenerla en
la casa. Pues que la que ejerce aquí Natán es la que Ortega llamaba
«tolerancia activa», o sea, ayuda al otro para que ponga en marcha
su propia conciencia y se esfuerce por cuadrar las cuentas tomando
en cuenta todos los factores que a la vista están. Y esta tolerancia la
ejerce mientras ve de sobra, en las cortedades de Daya, las orejas
del lobo de la traición estúpida, de obediencia, de miedo, de fideli­
dad a todo menos a la propia conciencia.

ESCENA NOVENA

756 Hasta las uñas de los pies. — Para su colección de refranes,


recogió de Sebastián Franck uno que, del insaciable, dice: «está
hueco hasta las uñas de los pies» (Bodo Lecke).
762 Vuestro dinero... vuestros consejos. — Lessing/Natán acepta
enseñar, pero no aconsejar; «prefiero darle el último ochavo que
me quede a quien lo necesite, que decirle “ haz esto o lo otro”»
(Carta a su padre en 1763).
NATÁN EL SABIO 257

803 Entre mis guebres... — Los guebres son parsis; hasta fines del
siglo xviii pudieron mantenerse dentro de Persia en pequeño
número. No sabemos hasta dónde llegaba la información de Lessing
en este punto, pues presenta a Al-Hafi como asociado a los
guebres, que ya están en el Ganges desde el siglo vm como conse­
cuencia de las persecuciones islámicas (cfr. H.-J. Schóps, Religionen,
pág. 108 y sig.). Sobre la misantropía del derviche, cfr. Pául Her-
nadi, «Nathan der BUrger», en LYB, III, 151-159, esp. 1S3.)
832 El verdadero mendigo... —Proverbio oriental, Lessing pudo
conocerlo por la traducción de Saa'di que cumplió Olearius: «Des­
graciado quien se sienta en trono./EI mendigo, que nada posee, es
un rey...» — Hammer, en su Historia de la retórica persa, trae el pro­
verbio en relación con un derviche: «Quienes entienden, ven a un
principe en el desfallecido derviche./ Alabadlo como al Sa, aunque
no posea tierras.» Y H. Kurz cita, del poeta cómico Richard Breme
(muerto en 1652), estos versos: «¿Un mendigo? ¿No es el único
hombre libre en todo el Estado? Más libre que todos los propieta­
rios rurales libres, que ni tienen ley ni juez ni iglesia y que sólo se
guian por costumbres antiguas sin ser por ello rebeldes.»
(Cfr. Boxberger, loe. cit., págs. 307 y sig.)

ACTO TERCERO
ESCENA PRIMERA

En el bosquejo (LM. NB. 103, 20 y sigs.) había preparado este diá­


logo:
R ema .— F íja te , D in a , y n o vien e.
D in a . —Si se lo ha encontrado Natán camino de la casa del
Sultán, es fácil que piense que tiene que aplazar la visita (Es el
motivo de II, 5,480 y sigs. y de 1,4,523 y sigs.).
R ema . — ¿Por qué? ¿A solas con nosotras no está seguro?
D in a . — ¡Inocente criatura! ¿Dónde están seguras las gentes que
no pueden tener confianza en si mismas? ¿Y quién puede confiar
menos en si mismo que quien se ha comprometido en votos innatu­
rales?
R ema .— No te entiendo.
6 Yo quiero vivir sólo... — Muchacha educada por Lessing, a
quien Espinosa enseñó a no pensar en el futuro más que racional­
mente, o ensoñando pero sabiendo que el ensueño no es razón ni
amenaza exterior. La obediencia a la divina Providencia remite al
instante, al presente vivo. Massignon (Parole donnée. París, 1962,
página 353) escribe: «Para el Islam, que es ocasionalista y no capta la
258 GOTTHOLD EPHRAIM LESS/NG

causalidad divina más que en su «eficiencia» actual, no existe más


que «el instante... Esa percepción discontinua del tiempo en ins­
um es no es pura subjetividad religiosa. El instante... tan inevitable
como inesperado...». Cfr. Introducción, III, nou 7. Y el Corán, 21,
3; 26, 218; 37, 174, etc. —Hay un insum e que, objetivamente,
traerá cada cosa a su tiempo. Éste es el fundamento de la paciencia
de Natán.
En interpretación de Leibniz, el fatum mahometanum es discon­
tinuo: instante más instante más instante, sin sucesión objetiva.
28 Ver, tocar y oir yo misma. — Las propias sensaciones han de
estar en el origen y comienzo del propio camino. En esta antropolo­
gía fundamenurá Lessing su teoría de las religiones históricas como
circunstancialmente válidas. Esa fuerza convincente del contacto de
la percepción con la realidad, es aristotélica. Propia patria y propios
padres es el comienzo de lodo camino, cfr. III, 7,458-474.
30 Los caminos del Cielo. — Alusión a Isaías, 55, 9.
34 Al pueblo para quienes naciste. — Cfr. «Diálogos para franc­
masones», en ££, pág. 612: «¿Crees que es el hombre para el
EsUJo o el Esudo para el hombre?» La misma pregunta hay que
hacer de toda realidad «secundaria», es decir, de todo aquello que
no es el individuo.
67 Lo más heroico su fe. — La fe que empuja al martirio o la fe
mercantil (fe en algo por premios venideros), no le parece lo más
heroico de los cristianos— de la actual etapa de la revelación en los
cristianos. Cfr. Cardano, en ££. pág. 206 y n ou 26.

ESCENA SEGUNDA

95 En Europa, el vino... — La discipula de Natán, que düo antes


que lo más heroico de los cristianos no le parece ser la fe (III, 1,
73), añade ahora que el vino hace héroes —en Europa, esa tierra
cristiana...— Hay un reflejo del ambiente musulmán, también.
124 Donde tal vez no debería estar. — En el bosquejo (LM, NB,
104, 3 y sigs.) había escrito: «Viene Curd y se prenda extraordina­
riamente de Reha. Toma a pecho lo de su voto y se aleja con tal pre­
cipitación que deja perplejas a las mujeres». Cfr. aquí II, 1 y más
adelante.
133 Lugar donde estuvo Moisés ante Dios... — Cfr. Éxodo, 19
y sigs.; 34, 4 y sigs.
135 Dondequiera que estuviese estaba ante Dios. — La respuesta
«espiritual» —dondequiera que estuviera estaba ante Dios— que
da Reha, la había leido Lessing en B. Bekker, Bezauberte Weh, obra
que estudió (según Danzel, Lessing, I, 3 17). — Aunque el concepto
pertenece al meollo de la religión de Lessing.
NATÁN EL SABIO 259

137 Subir a ese monte cuesta mucho menos que bqjar. — En la obra
de Breuning, Orientalicher Reyss (Estrasburgo, 1612), encontró Les-
sing la noticia de que los peregrinos bajaban por un sitio más incó­
modo. A Reha le han enseñado ya que hay desilusiones y apeos que
cuestan mucho. Eugenio d'Ors, en el Nou Prometeu encadenat. pone
en boca de Fuerza (servidora, junto con Hambre, del Tirano) la
misma idea: «Llarg ha estat el caml, i no sé si més durs cls descendi-
ments que les pujades». — Lessing habla hecho recensiones de
libros de viaje por Oriente y, en concreto, por el Sinal (cfr. LM. V,
404).
ESCENA TERCERA
219 Volveré a mirar otra vez las palmeras, y no sólo... —Reha ha
sentido vivamente que una cosa es mirar las palmeras y otra mirar
al templario bajo las palmeras. ¿Advierte que al pensar en las pal­
meras se ensimisma, está en si por identificación?— Ibn Arabi, en
su Libro de las conquistas espirituales de la Meca, dedica un capitulo a
la palmera como símbolo de la Tierra celeste, la cual es el secreto
más intimo del hombre. Símbolo de esta tierra secreta, la palmera
es Eva, lo que del Paraíso se trajo el hombre, es «la hermana de
Adán, o mejor, la hija de su secreto intimo». —La simbologia de la
palmera se enriquece en la teología sunnita, en la sufi, en la
chiita.— En el Corán, Maria se arrima a la palmera para parir a
Jesús (19, 23). Las comparaciones del Corán entre un hombre
muerto y una palmera derribada,1son impresionantes. Ibn Arabi,
sobre la idea de la palmera interior, escribe: «la palmera de tu alma
se lanza al Cielo del Espíritu mediante la conjunción con el Espíritu
Santo». (Cfr. Henry Corbin, ob. cit., págs. 214-215, 224-225). Y así
aparece el ángel propio, el quién.

ESCENA CUARTA
242 No hay minucia... — Lo que para Saladino es la menor de las
minucias y el «asqueroso, maldito dinero» (11, 1, 128), «es, para
Natán el burgués, un instrumento que hay que tomar bien en
serio». Bien empleado, sabiamente empleado, ayuda a todo, en
todo. Cfr. Paul Hernadi, «Nathan der Bürger», LYB, III, págs. 151
y sigs., esp. 152.
266 Utilizar cada cosa ateniéndose a su índole. — Habla Sita, pero
por debajo de sus palabras resuena el modo de ver las cosas Les-
sing/Natán. Mi traducción es tal vez un poco fuerte; podría haber
sido: Usar de cada cosa según su naturaleza... Pero entonces el con­
texto quedaría menos vertido, pues las cosas de que se habla son las
personas, y la naturaleza de que se trata es «el mal» y «los malos».
260 GOTTHOLD EPHRAIM LESSiNG

El alcance positivo de dicha sentencia, en la mente del sabio Natán,


seria procurar la armonía efectivamente posible entre las personas
tal como están pudiendo ser. Tal utilización requiere ingenio, agu­
deza que es mucho más que «aderezo». Un locus paralelo creo en­
contrar en «Diálogos para francmasones», en EE. pág. 620 («Co­
nozco y temo tu agudeza...»).

ESCENA QUINTA
305 La voz del pueblo. — La voz del pueblo produce reaccio­
nes distintas en Saladino y Natán; cfr. II, 7, 557 y sigs. Cfr. I, 6,
738 y sigs.
305 Hace ya mucho tiempo... — No es verdad; pero en política
hay que «bailar».
317 Pruebas ¡o que quieres impugnar. — Saladino ha cogido al
vuelo una actitud del polemista Lessing: no se permitirá ni permitirá
que se presente falsa o flojamente la opinión del adversario
(cfr. Cardano en EE. págs. 204-207): en esas discusiones en tomo a
la verdad, «el partido que pierde no pierde más que errores». El
error puro no existe y, en su rechazo, se pierde verdad. Hay que
procurar entender en toda su verdad al error u opinión que se pre­
tende impugnar. Y a la opinión, errónea o verdadera, hay que darle
toda su fuerza retórica y dramalúrgica, toda la posible.
349 Cuál es lafe , cuál es la ley que te ha iluminado más. — «Fe» no
se dice en sentido estricto, aquí, como creencia en revelación de
misterios; sino como sinónimo de religión o, mejor, tradición reli­
giosa y social en que se nace. — Rohrmoser «Lessing. Nathan der
Weise», en (Das deutsche Drama..., pág. 115) dice que «Saladino no
espera en serio una instrucción objetiva, sino que quiere poner en
apuros al afamado Natán.»
361 La elección que determina dichas razones... —M. J. Bohler,
«Lessings Nathan der Weise ais Spiel vom Grunde», en LYB, III,
123) llama la atención sobre el giro inesperado: no pregunta sobre
las razones que determinan la elección sino sobre la elección que de­
termina las razones.— Hay una elección previa de lo dado, de lo
que se es por nacimiento, de la «fe» social a partir de la que se
razona. (Lessing ayudó a Dilthey a encontrar lo que buscaba: la
vida como realidad primaria y fontal.)

ESCENA SEXTA

Al encontrarnos a solas a Natán ahora, a este comerciante mayor


expuesto a los tientos del Sultán, viene bien recordar que en los flo­
rentinos Consejos sobre el comercio, al mercader «se le exige pruden-
NATÁN EL SABIO 261

cía, sentido de sus intereses, desconfianza frente a los demás,


temor de perder el dinero, y experiencia» (Jacques Le GofT, Merca­
deres y banqueros de la Edad Media, Buenos Aires, 19644, págs. 91
y sig.). Siempre en guardia por vencer «con el propio ingenio» las
añagazas y trampas de unos y otros, de los que tenían en sus manos
formas de poder más contundentes (cfr. Vittore Branca, Boccaccio y
su época, Madrid, 1975, págs. 115 y sigs. [la epopeya de los merca­
deres]).
376 Como si la verdad fuera una moneda. — Cfr. Hans JUrgen
SchlUtter, «... Ais ob die Wahrheit MUnze ware. Zu Nalhan der
Weise III 6», en LYB, X, 65 y sigs.; Peter Heller, «Paduan Coins.
Conceming Lessin's Parable of the Three Rings», en LYB, V
163-171; véase también Michael J. Bohler, I. c.— La Florencia de
los Medici ha hecho una experiencia de universalidad muy viva con
su dinero sólido, frente a dineros y demás productos, incluidas las
formas de religiosidad, acuñadas o garantizadas por mera estam­
pilla, acuñación superficial o garantía incontrolable (cfr. Alberto Te-
nenti, Florencia en la ¿poca de los Medici. Barcelona, 1974, pág. 63).
¿Hay criterio para sopesar la religión por su valor interno, por la
materia misma de la moneda?
399 Se les alimenta con cuentos... — Cfr. «Educación», núme­
ros 50-52, en EE, pág. 585.

ESCENA SÉPTIMA

410 Cuando es necesario y conveniente. —Jehuda Ha-Levi, en el


Cuzary (IV, 16) distingue entre el conocimiento de Dios por «deley-
tación y visión Prophetica» (y entonces se le conoce como Yavé, y
es el «Dios de Abraham») y el conocimiento de Dios «por especula­
ción y raciocinación intelectual» (y entonces se le conoce como
Elohim, y es el «Dios de Aristóteles»). La primera clase de conoci­
miento de Dios produce una suerte de furor entusiasta que «trahe
al hombre que la alcanzare, a que entregue su vida por el amor de
Dios y que se dexe matar por su causa», mientras que en cambio
«la raciocinación filosófica juzga que se deve exaltar a Dios, en
cuanto esso no fuere de daño, y no causare molestia...» — Jehuda
Ha-Levi dice que la opinión de Aristóteles está puesta en razón.
Cfr., también, ibid., 18,19.
413 Amejorador del mundo y de la ley... — En su lectura del
Marín, II, 120, anotó Lessing que «entre los títulos que ostentaba
Saladino estaba el de amejorador del mundo y de la ley» (LM, NB,
114, 15 y sigs.).
417 Que te cuente una historieta. — Rohrmoser (I. c., página 115)
nota que «Natán la llama historieta, más acertado que llamarla pará­
262 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

bola». Quiere dar a entender, en mi opinión, que la fábula (de la


vida) predomina tanto que la comparación que expone la parábola
casi no se siente ya como'tal. La «novella», en efecto, su argu­
mento, podía ser conocido de antemano: la cuestión radicaba en
quién la contaba y en cómo la contaba, es decir, en cómo se la hacía
rozarse con la vida (cfr. Fischer Kolleg, Literatur, 1979*, pági­
na 172). Por eso, la precaución de si se sabe o no contar... — Esa re­
lación de la novela con el autor y el auditorio, la trató expresamente
Goethe. La invención es eso.
428 A tos ojos de Dios y de los hombres... — Düntzer refiere este
lugar a Lucas, 2, 52 («Jesús crecía en sabiduría y edad ante Dios y
ante los hombres»), texto que forma parte del ‘evangelio de la in­
fancia' (de S. Lucas.).
484 Escrita, u oralmente transmitida, [es lo mismoJ. — Bien deda
hace ya un siglo Boxberger (Zu Lessings Nathan, I. c., pág. 308
y sig.), que la demostración que aquí comienza «no es de sabor
oriental» sino que se relaciona con la pretensión de fundamentar
históricamente (con todo el aparato científico y su prestigio) la
verdad exclusiva de una secta. Boxberger alude aquí a Reimarus (el
anónimo) que demostraba no ser posible tal solución científica,
entre otras cosas porque las discrepancias de gente del calibre de un
mufti, un rabino, un Belarmino, un Grocio, un Gerhard, un V¡-
tringa con toda su ciencia, sólo se explican si están condicionados,
como es el caso, por un dulce prejuicio más fuerte que la ciencia, a
saber, por la tradición patria y paterna, la religión de su infancia,
ese dulce «engaña» pedagógico, o «error» también providencial
(cfr. «Educación», prólogo, en: EE, pág. 573).
492 Crea yo a mis padres menos que tú a los tuyos. — En la Drama­
turgia (Frag. 20), comentando Olintoy Sofronia (una pieza no sin re­
lación con un importante tema del Natán, como veremos) dice que
el Tasso hace que Clorinda se convierta al cristianismo, pero sólo
en su última hora, sólo poco después de enterarse de que sus
padres pertenecieron a esa religión: «delicada, notable circunstancia
mediante la cual se trenza la acción de un poder más alto con la
serie de sucesos naturales».
526 ¿Sólo actúan hacia atrás y no... hacia afuera? — Es decir,
«hacia atrás» determinando la fundamentación histórica de un de­
recho exclusivo, de un privilegio y predilección que desnivela y desi­
guala con los hermanos; y «no hacia afuera» porque no orienta
hacia el amor a los otros, a los demás. Los anillos, asi, serían histó­
ricos y egoístas, no racionales y universales. (Faltaba apenas una ge­
neración para el estallido de la Revolución. Paul Hernadi [1. c., pá­
gina 154]: «Libertad, Igualdad, Fraternidad: esa burguesa y casi re­
volucionaria salida de la historia, la prepara Lessing ya en la primera
parte de la parábola de los anillos»).
NATÁN EL SABIO 263

536 Tomad ¡a cosa como os la encontráis. — En el Cardano (EE,


página 201) ya se habla de que algunos de «los mismos judíos, que
gozan del respeto de los cristianos y los mahometanos, mandarían a
éstos seguir su propia ley», es decir, tomar las cosas como se las en­
cuentran. Es la actitud en que está ya el rey Don Pedro el Viejo, que
no se fía de quien se pasa de religión o ley. Es un estado de madurez
comparativa cuyo meollo quiere convertir Lessing en dato racional
por la via de lo práctico.
552 Dentro de miles de años... — La paciencia leibniziana.
Cfr. «Educación», nota 90, en EE, pág. 593.

ESCENA OCTAVA
636 Acción: y yo... me limito a sufrir. — Cfr. aqui IV, 692 y sigs. El
«fatalista» cspinosiano Lessing, señala en la acción la esencia del
hombre, desde bien pronto. Cfr. «Herrnhuter», en: EE, pág. 146:
«El hombre fue creado para la acción...» Actuando su fondo en per­
fección que alegra, se hace el hombre: Bene fac et laclare! (Espi­
nosa).
641 Allá donde estemos al morir... — Cfr. Dilthey, IV págs. 415
y sig., sobre las suposiciones de Lessing acerca de una transmigra­
ción del alma por cuerpos celestes.— En algún lugar de su obra,
cuenta Lessing un momento nocturno de concentración pensando
en un amigo difunto; es impresionante la fe de este hombre en la
(difícil, inexplicable...) comunicación universal.
654 Püra et cielo paterno. Cfr. Ruth K. Angress, «Dreams that
were more than dreams», en Lessing’s Nathan, en LYB. III, 108
y sigs., esp. 112: el cielo paterno es el cielo de Jerusalén donde
ahora se encuentra, diverso del cielo alemán, suebo, de su infancia,
con todo lo que en la cabeza allá le embutieron...
664 ¿La de Natán? —Entre el padre y Natán, es decir, tradición
y sabiduría. Lo patrio y paterno y la vuelta a ello, como pasado y
punto de partida, es liberador —de cuantos quieren encuadrar el
futuro en lo paterno. De la patria a la sabiduría.

ESCENA NOVENA

702 Trabas que son muy posteriores. — Los impedimentos de reli­


gión que son posteriores a las leyes naturales, y que podrían impedir
el matrimonio entre cristiano y judía.
713 Con vuestros propios pensamientos os sorprendo... — Cfr. aqui
II, 5, 534 y sig. («¡Ah, y qué serena lontananza...!»), y IV, 4, 394
y sigs. («La muchacha misma con que me ceba...»).
739 Bastardo (Baukert). Cfr. LM. Vil, 361, 35-362, 1-24.
264 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

ESCENA DÉCIMA

767 Vuelven la luz y el orden. — Lessing describe en diversas oca­


siones estas crisis que oscurecen y confunden al hombre y de las
que sólo se sale poco a poco. Cfr. I, 1, 70 y sigs.; IV, 7 ,67S y sigs. —
La estructura de esas crisis, más o menos graves, la aprendió de si
mismo, y en su biografía se registran momentos tales.
819 Hay en un asunto más sentido del que sospechamos... — Es
prueba de que, por lo que sea, Daya está haciendo trabajar a su inte­
ligencia (todavía no a su conciencia) en el mismo sentido por cierto
que el templario en II, 7, 596 y sigs. («No pocas veces sucedió que
la mirada del investigador encontrara más de lo que deseaba en­
contrar»).
823 En lugar del Salvador pongo la divina Providencia... — El tem­
plario, seminarista listillo, es deísta —excluye el dogma soterioló-
gico—. Hijo del siglo, ha llegado a una herejía que no necesita, ha
llegado por moda. Pues, como se verá, aún no vive el deísmo como
virtud.
906 ¿Dejó también a la muchacha en esa ilusión?... — Cfr. «Educa­
ción», núms. 51, 55, (EE. págs. 585 y sig.), la misma distinción
entre niñez y adolescencia, aplicada a la educación de un pueblo.

ACTO CUARTO
ESCENA PRIMERA

En el bosquejo de esta escena primera, habia escrito: «El her­


mano lego cree que Curd se ha arrepentido y se ofrece (ahora),
contra su propia conciencia, para todas las cosas que le propusiera ¿I
con anterioridad. Lo lamenta; lo que tendría que haber hecho es
obedecer y cumplir el encargo que tenia para él.»
35 Poniendo en la balanza la carne y la sangre... — Es aplicación
de Mateo, 16, 17 («Esto no te lo han revelado la carne y la
sangre»). Cfr. también Juan, 8, 15 («Vosotros juzgáis según la
carne»).
68 Una sentencia o un consgjo. — Cfr. III, 7, 514. Aqui se distin­
gue, además, entre el consejo formal y el sencillo consejo. La sen­
tencia, como ultima palabra, no tiene lugar en la Estética lessin-
guiana.
78 Hombre de un solo cuidado..., a saber, el de obedecer al supe­
rior y, asi, no equivocarse nunca.
NATÁN EL SABIO 265

ESCENA SEGUNDA

En el bosquejo escribe: «El patriarca da pruebas de querer hacer


merced tras merced. Le promete (al templario] la chica, y le pro­
mete obtener del Papa la dispensa de su voto si quiere volver a con­
sagrarse por entero al servicio de los cruzados. Curd ve que eso con­
duce a una completa traición, se indigna y resuelve dirigirse a Sala-
dino en persona». — Hay que recordar ahora que Lessing no quiso
satirizar. Mas, por lo visto, resultaba fotográfica la figura. Cuando
se estrenó el Natán en Munich de Baviera, la censura suprimió al
personaje del patriarca, mientras que en Viena lo convirtieron en
un gran comendador (y al lego en su criado) (cfr. P. Demetz,
Nallian der Weise. Dkhmng and Wirklichkeit, Berlín, 1970, 154). En
el primer ( - 3 ) Anti-Goeze, le pasaba la palabra al Pastor del siguiente
modo: «El turno de hablar le toca a Vd. ahora, y eso aviva mi deseo
de ver hasta dónde llegará su Exegélica haciendo ridicula la palabra
de Dios a los ojos del hombre razonable».
96 ¡Vaya, y qué joven! — Compárese con la reacción de Natán
(aqui II, 5,407): «¡Por Dios, un mozo, todo un hombre!»
97 Algo se podrá sacar de ahí... — Cfr. 1, 1 (donde Natán le dice
al derviche que no está bien dejarse hacer...).
103 Gloria y pro... — Anota H. Gobel que el pro(Frommen) in­
cluye la idea de utilidad.
103 La razón que Dios le dio... — Como trasfondo de la argu­
mentación en favor de la obediencia y en contra de la independencia
de la razón, que desplegará aqui el patriarca, señala Boxberger (loe.
cit., pág. 310) un texto de Reimarus (el ‘anónimo') donde éste de­
nuncia la calumnia de la razón que practicaban los predicadores
para apartar a las gentes «de hacer uso de su razón, el don más
noble de la Naturaleza». —Lessing denuncia como una forma tai­
mada de fanatismo la conducta de quienes, «esa ciega fidelidad»,
buscan mantenerla «sustrayéndola a una investigación Tria, preten­
diendo persuadir de que es inaplicable a ciertas cosas» y negándose
a llevarla «más allá» de la que ellos mismos quieren llevarla»
(«Sobre un tema prematuro», en EE. pág. 355).
116 Por medio de un ángel... — Robert Pitrou cita a este propó­
sito Malaquias, 2,7.
153 El señor puede recurrir al teatro para eso... —Lessing refleja
aqui el incidente en que el Pastor le mandó a hacer teatro si seguía
llevando la discusión como lo estaba haciendo: Vd. tiene una lógica
de teatro, le dijo.— Lessing pone en boca del patriarca la distinción
justa entre la lógica de púlpito y la lógica de teatro. Éste se ocuparía
en hipótesis, en posibles, en cambios —mostrando su posibilidad in­
terna—. Mientras que el eclesiástico se atendría a ciertas factici-
266 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

dades. La carga revolucionaria de la distinción de Lessing y de lo


que representa la lógica de teatro, quedaría latente hasta Brecht.
174 Lo que la Iglesia hace a los niños... — El padre de Reha, que
es musulmán, entrega su hija a su amigo Natán, que es judío, el
cual le pone a la niña un aya cristiana... Pero no suelen ocurrir asi
las cosas. Cfr. aquí V, 6, 429 y sigs. Recientemente, D. Eluser,
judio, repetía el argumento de Natán, citando a Lessing («Jesús, in­
terrogante para judíos y cristianos», en Concilium. 98, 1974, pági­
nas 274-276).
178 Fuera mejor perecer miserablemente... — Ejemplifica aquí Les­
sing las deformaciones de la vida a que conduce el plazo fijo de la es-
catología individual. Cfr. EE. págs. 119-130 (de mi trabajo «Qui­
mera y anagnórisis»).

ESCENA TERCERA
245 Los donativos en el sepulcro — Ya Boxberger deshizo la in­
terpretación incomprensible desde el punto de vista del mismo
texto, de que Saladino cobraba impuesto a los peregrinos que que­
rían visitar el Santo Sepulcro. Al contrario; Saladino hacia donativos
a los peregrinos cristianos que visitaban el Santo Sepulcro, asi como
a los musulmanes que visitaban la Meca. Además, daba viático, es
decir, dinero para el camino de vuelta. —Boxberger dice que el
último «que no...» hay que completarlo del siguiente modo: «Que
no dé pie mi pobreza a que empiecen a decir en Occidente que
vuelvo a perseguir a la Iglesia»—. Facilitar la vuelta de los pere­
grinos, era cuestión de orden público, además (cfr. Ibn Jubaya, «al-
Rihlah», en The Middel East yesterday and today. D. W. Miller &
C. D. Moore, págs. 87 y sig.).

ESCENA CUARTA
En el bosquejo había escrito: «Curd y los anteriores. Sita baja su
velo para poder estar presente en la audiencia. Curd, a los pies de
Saladino. Saladino le confirma el regalo de la libertad con la condi­
ción de que no vuelva al servicio contra los musulmanes, sino que
se vuelva a su patria. Le alaba a Natán. Curd pone objeciones en
parle. Dice que es un judío, prevenido sólo en favor de la supersti­
ción, y que no hace más que dárselas de filósofo, como tal vez le de­
mostrará sin más tardanza la queja del patriarca.
Deja al patriarca fuera de juego, dice Saladino, y di tú por ti
mismo lo que sabes de él...».
295 No va ni con mi estado... — Según leyó en el Marín (I, 249)
Lessing, «los templarios hechos presos no podían ofrecer por su res-
NATÁN EL SABIO 267

cate más que el cingulum & culiellum, el cinturón y el puñal» (LM.


NB. 114,19-21).
305 En qué cueva estuviste durmiendo. — Alusión a la leyenda de
los «Siete Durmientes», tras alguna de cuyas versiones está la sura
del Corán. 18, 9-26 (los durmientes de la caverna). Cfr. la nota de
Julio Cortés, El Corán (Editora Nacional), pág. 361. El tema común
es el de la persecución religiosa de la que se salvan unos jóvenes
refugiándose en una cueva, donde están dormidos y velados por
el poder de Dios, que los despierta luego, pasado Dios sabe
cuánto tiempo. Goethe escribiría un poema sobre el mismo asunto
(cfr. O. C. (Aguilar), I, págs. 1664-1668).
305 En qué tierra encantada... — «Ginnistan» en el original. El
mismo Lessing explica: lugar de genios y dáimones.
321 De chilaba... — En el original «Jamerlonk», «la sobreveste
amplia de los árabes» (Lessing).
323 Que a todos los árboles les salga la misma corteza. — En otro
lugar, empleó la metáfora de los pájaros y su variedad de «plu­
majes». Cfr. Américo Castro, La realidad histórica de España.
México, 1954, págs. 219 y sigs., sobre el ideal de tolerancia realizado
durante cuatro siglos en España, en los reinos hispánicos.
428 El sabio padre... — Sarcástica la ironía sobre el sabio Natán.
444 No pierde su poder sobre nosotros. — Pero ese poder no es una
razón. El valor de la actitud se mide por lo que pensamos ante una
situación personal, no por lo que pensamos en una situación perso­
nal, piensa Lessing. (Un hombre, mostrado sobre un tablado a
chusma hostil, obligado a dar vivas contrarios a sus convicciones,
susurraba: «No hagáis caso de lo que dice un hombre arrodillado y
atado como estoy.» —Sucedió en un lugar donde un dia reinara el
espíritu de la parábola de los tres anillos.)
444 Los que se ríen de sus cadenas. — Porque no se trata de
reirse —ni de llorar—. Sino de comprender (Espinosa). Y, luego, es
la alegría de la seguridad.
470 Elfanático tolerante. — Cfr. sobre la tipología del fanatismo,
«Tema prematuro», en EE, pág. 355: «Todos los fanáticos son tan
prudentes que saben exactamente cuál es la máscara que se han de
poner en cada momento. Hay una máscara buena para los tiempos
en que dominan la superstición y la tiranía. Tiempos más filosóficos
requieren una máscara más filosófica.»
480 En esa palabra. — El original dice «silaba» (por Chrisl).
490 De tu populacho. — Cada pueblo tiene su populacho (Póbel),
y del populacho forma parte por lo menos parte de la aristocracia,
según Lessing. Cfr. Helmut Gobel, nota ad loe.
492 No seas cristiano por despecho hacia algún judio, hacia algún
musulmán. — Las cruzadas nacen como un intento de unir a la Cris­
tiandad orientándola hacia un enemigo común (cfr. Lortz, Historia
268 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

de la Iglesia. Madrid, 1961, pág. 248). El cristianismo cruzado ha


estado vivo y vigente en la Europa continental durante la primera
mitad de nuestro siglo. La himnología de las juventudes cristianas
lo declararía, aclarando muchas cosas del «paladín cruzado de la
fe», según letra (antigua) de las Juventudes Católicas de España.
510 Carne de cerdo. — Como cristiana, hubiera podido comer
carne de cerdo. No asi como judia, o musulmana. — En el bosquejo
(LM. NB. 112, 9 y sigs.) había preparado la siguiente pregunta de
Natán: «¿Es menos cristiana acaso por haber llegado a los diecisiete
años en mi casa, sin comer carne de cerdo?»

ESCENA QUINTA
516 ¿Cómo has podido olvidarle de preguntar por sus padres ? Y en
particular, probablemente, por su madre. — D. Friedlander informa de
que Lessing había planeado y escrito que Saladino le preguntara al
templario, con objeto de explicarse el parecido de éste con su her­
mano Assad, si acaso su madre había estado por Oriente; y que el
templario contestara: Mi madre, no ; mi padre, si. — La respuesta
recordaba una anécdota del tiempo de Augusto (Pauli, Schimpf itnd
Ernst, 1597), que acababa de recordar Wernike (Poelische Versuche.
1763) y que tenia una versión medieval negra: Bonifacio VIII se
habría encontrado un guarro macho que se le parecía y le habría pre­
guntado si su madre había estado en Roma, a lo que respondiera el
guarro que su madre no pero su padre si. — En carta del 19 de
marzo de 1779, rogaba Lessing a su hermano Carlos transmitiera a
Moisés Mendelssohn su gratitud por la indicación que le había
hecho llegar. Parece ser que Mendelssohn manifestó que ese chiste
no estaba a la altura de Lessing. Y Lessing suprimió el paso.
Los romances de frontera, de toda clase de frontera, eran más
finos:
«Yo te la diré, señor, lia verdad) —aunque me cueste la vida—, porque soy
hijo de un moro — y una cristiana cautiva.»
(Romance de Abenamar. En el R om ancero viejo, pég. 61, Ed. de Mercedes
Díaz Roig, Madrid, 1977.)

ESCENA SEXTA

589 Vuelve a ser lo que es... —Cfr.III, 10,823 y sigs.


592 Amontonando brasas... sobre vuestra cabeza... — Es cita de Ro­
manos, 12, 20, donde San Pablo lo refiere al modo de tratar al ene­
migo, haciéndole bien, y cita Proverbios, 25, 21. — Sita hace exé-
gesis por su cuenta.
NATÁN EL SABIO 269

ESCENA SÉPTIMA

641 Como indemnización... — Como indemnización estética.


Cfr. EE, págs. 299 y sigs.
648 En et monte de la Cuarentena... — Desde el tiempo de las Cru­
zadas llámase de ese modo al monte donde Jesús ayunara durante
cuarenta dias.
662 En el [montej Tabor... — Donde Jesús se transfigurara y con­
versara con Moisés y Elias. Saladino destruyó el claustro y la iglesia
que allí había. (Bodo Lecke).
675 El verdadero pecado contra el Espíritu Santo... — Cfr. Mateo,
12,31.
696 Gaza... — Ciudad portuaria en Palestina, en la ruta a Egipto.
698 Darun. — Al sur de Gaza.
703 Ascalón. — Ciudad portuaria al norte de Gaza. En el si­
glo xii lucharon e n torno a ella, en diversas ocasiones, musulmanes
y cristianos.
739 Nuestro Señor mismo fu e Judio. — Lessing cree que la doctrina
que enseñó expresamente Cristo fue doctrina judía y que no se salió
del marco del judaismo. El empeño lessinguiano por acercar el judais­
mo al cristianismo, se propone que reconozcan entrambos lo muy
implicados que están y que cada cual sepa ver al otro en si mismo.
Porque sólo así se podrá captar, en paz y tranquilidad, lo que repre­
senta, además, el uno junto al otro, y cómo lo representa. Es una
exigencia elemental de método y pulcritud que hay que imponerle
al entusiasmo y a la fe heredada, tan proclive al orgullo en religiones
de predilección absoluta, universal. Y, por lo que hace al cristia­
nismo, a las iglesias y sectas cristianas, sólo con un ajuste claro y dis­
tinto con el judaismo y el Antiguo Testamento, podrán protegerse
de las involuciones paleotestamentarias que admite y autojustifica
la que se dice religión del amor o neotestamentaria, cuando, de
golpe (pero después de un siglo revolucionario laico, que, por lo
demás, ha laicizado la lucha por «el pueblo de Dios» llevada a cabo
en Israel por mesias, caudillos, reyes, jueces y profetas), esas mili­
cias selectas que son las clerecías, se sienten sacudidas por una teo­
logía de la revolución y la liberación que es Antiguo Testamento
puro, teología de Israel pura, tal como era antes de ser asumida en
el Misterio de Cristo como precedente o profecía tipológica. Para
aclarar y distinguir lo cristiano, pues, es indispensable mantenerse
en la cercanía de la teología del Antiguo Testamento y de la teología
que haga siempre Israel (ese antiguo testamento estructural e inevi­
table de todo lo cristiano, sobre todo de lo cristiano cruzado o ague­
rrí liado). La distancia que la Iglesia Católica quiso poner entre si e
Israel, durante un milenio en que aprovechó los momentos más
270 GOTTHOLD EPHRAiM LESSING

dramáticos de su Liturgia para increpar y maldecir a los judíos, le


impidió más que te dificultó muchas cosas, y es la causa de que el ca­
tolicismo esté sufriendo hoy las reversiones espasmódicas al Anti­
guo Testamento y su teología bélico-religiosa, con siglos de retraso
sobre las sectas de la época de la Reforma. Perdiendo con ello su
ocasión tal vez: probar, en la historia humana llena de héroes he­
lenos y macabeos, lo que se puede hacer resistiendo al mal de otra
manera, creyendo en que se ha de encontrar y va a ser posible en­
contrar otras maneras de resistirle. Pero no; visto con ojos entor­
nados, los altos bicornios episcopocráticos en la historia de Europa,
no evocan más que imágenes de Josué y sus muchachos... Como el
Romance del obispo don Gonzalo, cuando:

Un día de San Antón —ese día señalado,


se sallan de San Juan — cuatrocientos hijosdalgo.
Las señas que ellos llevaban —es pendón rabo de gallo;
por cupilán se lo llevan — al obispo don Gonzalo,
armado de todas armas — encima de un buen caballo...
(E l rom ancero viejo, pág. 63 .)

Boxbcrgcr (I. c., págs. 312 y sig.) prestó amplio comentario a esta
afirmación del «judaismo de Nuestro Señor». Cita a Reimarus («El
propósito de Jesús y sus discípulos») que dice de Jesús: «Por lo
demás, fue judio nativo y no quiso ser nada más que eso: Él mismo
atestigua no haber venido a abolir la Ley sino a cumplirla; él indica
sólo que lo principal en la Ley no se refiere a las cosas exteriores».
Carlos Lessing dice en su biografía que el delicado Mendelssohn
pensaba del mismo modo, y cuenta una anécdota al respecto, de un
tinte tipico. Cuenta que un ilustrado, un teólogo racional francés (el
marqués de Premonlval, según señaló Guhrauer), apiadado de la
pobre alma del judio Mendelssohn y queriendo ayudarla a que se
salvara —«no recuerdo ya si según principios y maneras kantianas
o goetzianas»— haciéndose cristiana, sacó este punto a conversa­
ción. Mendelssohn preguntó a su «racional proselitista» dónde esta­
ban los lugares del Nuevo Testamento en que Jesús haya declarado
pública y solemnemente que se apartaba del judaismo. El celoso
racional-fanático quedó mudo. Mendelssohn comentó sonriendo:
«A ver si resulta que el señor predicador es un criptojudio racional.»
Estas palabras, acaba comentando Boxberger, recuerdan las que le
dirá a Natán el hermano lego a continuación (aqui IV, 7, 688
y sigs.) Cfr. V, 6,439-447 (el celo de la cristiana Daya por Reha). —
No hace falta alguna justificar la extensión de esta nota, cuando la
obra de Lessing se propone mostrar la actualidad de cuanto marca,
hace un par de siglos o dos milenios, el nivel moral desde el que vi­
vimos y somos hombres.
NATÁN EL SABIO 27 i

753 Gata... — Ciudad al noroeste de Jerusalén.


755 Mi mujer con siete hijos llenos de esperanza... — Cfr. Maca-
beos II. 7. Allá morían los siete con su madre a manos de gentiles,
de Antioco IV; ahora siete hijos con su madre también, a manos de
cristianos, esos «bárbaros» de Europa...
759 Hacia tres dias y tres noches que estaba yo postrado ante Dios...
Hay una similitud con el caso de Job, 1, 20 y sigs.; 2,13 y sigs.
770 No te resultará más difícil de poner en práctica que de compren­
derlo... — Cfr. «Herrnhuter», en EE, pág. 146: «Verdades que cual­
quiera comprende pero que no puede practicar cualquiera...», había
escrito ya el joven Lessing.
773 ¡Quiero! ¡Con tal de que quieras tú que yo quiera! —
Cfr. Marcos, 9, 24. Cfr. F. W. Kaufmann, Nathan's Crisis, Monats-
heftc 48 (1956), 279 y sig.; M. Bohler, I. c., pág. 144.— Es la hora
de la verdad para Natán, pues es la hora de superar con otros re­
cursos y otros sentimientos que los hasta ahora vigentes en la reli­
gión —y en los Derechos...— los más dolorosos y «absurdos» acon­
tecimientos de la vida. No se puede menos de pensar en el Lessing
que, en el espacio de cuarenta y ocho horas, se queda sin hijo y sin
mujer. «Una vez que he querido tener lo de los otros... Y me ha
salido mal», escribió sabiamente a un amigo.
803 Que le conceden la Naturaleza y la sangre. — Porque en el
mérito, se considera el primero (cfr. 1,1, 34 y sigs.: «Todo lo demás
que poseo, Naturaleza y fortuna me lo dieron...»).

ESCENA OCTAVA

En el bosquejo (LM, NB. 111-112) tenia dos ideas distintas de


esta escena. La segunda hacía que Curd acudiera atraído por el ba­
rullo ocasionado al plantarse Sita con su cortejo ante la casa de
Natán, y consolara al judio, algo en son de burla, diciéndole que Sa-
ladino es amigo suyo y que a lo mejor no quiere más que obligar a
Natán a que ac’.úe tal como habla.

ACTO QUINTO
ESCENA PRIMERA
Varios mamelucos. — «Los mamelucos, o guardia personal de Sala-
dino, llevaban una especie de librea amarilla, pues el amarillo era el
color preferido de toda su casa, y cuantos querían mostrarle devo­
ción procuraban adoptar ese color» (LM. NB. 113, 29-32). Tomó
272 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

del Marín, I, 218, esta noticia. De esos soldados estaba orgulloso Sa-
ladino, como se verá; y él los habia educado a su imagen. Comentó
Lessing (LM, V, 172, 13 y sigs.): «No hubiera sido posible que am­
pliaran sus conquistas tanto [los árabes], si, por asi decirlo, cada sol­
dado raso no hubiera sido entre ellos un héroe.»
23 El primero con quien ejerce de roñoso. — Cfr. IV, 3,230-236.
33 ¿Es que Saiadino no quiere morir como Saladino? — A esta re­
flexión subyace la filosofía lessinguiana de la muerte como una
mera continuación de la acción perfectiva, en condiciones exteriofes
no previsibles, pero no contradictorias con una naturaleza, como la
humana, cuya esencia es la acción perfectiva. (Cfr. EE, págs. 127 y
siguientes.)
57 ¡Oh el caído! iAmigo, el caído! — En esta exclamación queda
al descubierto la nobleza y la bondad del corazón de Saladino. Y la
metafísica preocupación de Leibniz/Lessing por el último de los in­
dividuos. Pues que todos y cada uno de los individuos harán, quién
antes quién después (¿para qué pensar «mucho» después, si está
por delante la eternidad como ocasión suficiente?) todo el camino
de perfección construido por la humanidad con su esfuerzo moral.
Cfr. Educación, núms. 93-100. Hay alusión también a las caídas del
niño que se va haciendo hombre (cfr. aquí III, 8, 632-635; también
«Diálogos para francmasones», en EE. 624: «¿Quién iba a ponerle
otra vez las andaderas a un chaval ligero, sólo porque se cae aún, de
cuando en cuando?», etc.).

ESCENA SEGUNDA
En la Tebaida. — Hoy Said, capital de la región del mismo
nombre en el alto Egipto.

ESCENA TERCERA
109 Y se aparta luego de allí... — Ruth K. Angress dice que aqui
habla el huérfano a quien su padre dejó en Europa para que lo edu­
caran, mientras él se volvia a Oriente. Pero se niega a ver en el
Natán un precedente de «El circulo de tiza caucasiano» (LYB. III,
118 y nota 8), de Brecht.

ESCENA CUARTA
156 Que no tengáis que arrepentirás... — Doblemente miserable
quien se arrepiente, habia aprendido Lessing del diamantino Espi­
nosa. La respuesta de Natán será de las que nacen de la propia vida
NATÁN EL SABIO 273

en verdad... (150 y sigs.). Y tal vez ese sentimiento, que ha aflorado


en varias ocasiones (por ejemplo, en V, 1, 25-29), sea una de las
cosas a que se refiere en otro lugar cuando dice que hay cosas
peores aún que pecar (cfr. EE, 420: «Todos nosotros pecamos en
Adán porque teníamos que pecar lodos, y gracias a la imagen de
Dios no hacemos otra cosa que pecar...» Cfr. ahi nota 14 y EE.. pá­
gina 439, nota 12.
177 Todo el mal. o todo el bien... — Nunca se sabe cuánto bien
trae el mal si uno se ha salido de la lógica del mal y del pecado.
Cfr. «Leibniz. Sobre las penas eternas», en EE, págs. 308 y sig.: del
fondo del mal sale bien, como de la confusión bien trabajada sale
distinción y de la oscuridad bjen trabajada sale claridad... Es la Esté­
tica de la continuidad infinita de sensaciones graduales. Sin este
principio, no es posible el replantcamiento del dogma soteriológico
y escatológico del cristianismo histórico —con todas las consecuen­
cias políticas y pedagógicas, sociales y morales que tal replantea­
miento lleva consigo—. Nunca se hizo mejor exégesis del «no
saben lo que se hacen», que, como dijo Lessing al Pastor Goeze,
salió de la boca de cierto «buen hombre».
195 Ante Ti. que no necesitasjuzgar a los hombres según sus obras,
que tan raramente son las suyas... — No es ésta la doctrina luterana
sobre las obras, como dice Ruth K. Angress (loe. cit., 111, 119). Es
una idea que se relaciona con el pensamiento último de Lessing
sobre el hombre. Con esta vida, no hay bastante tiempo ni bastante
ocasión de sacar lo que se lleva dentro, lo de uno (cfr. Educación.
núms. 93 y sigs.). La mayor parte de gente tiene que hacer lo que
tiene que hacer, las más veces. El lego acaba de decir: «Lo que se es
en el mundo no coincide siempre con lo que se tiene que ser» (V, 4,
162 y sig.). ¿Siempre? —diría Lessing—; casi nunca, habida cuenta
del lento caminar de la Historia y del lento moverse por dentro, de
los individuos. La infinitud confusa y oscura que dentro lleva y es
para sí cada cual, hace que pueda decir lessinguianamente el templa­
rio: «¿Quién se conoce bien?» (V, 3, 86). — Por eso, juzgar, juzgar
definitivamente, juzgar de últimas, es confundir una forma pedagó­
gica que la divina Providencia adoptó para aupar al hombre a más
altas y largas consideraciones y a más generosos planteamientos, es
confundir eso con la naturaleza misma de las cosas. Juzgar así, con
esa compulsividad y bondad, «comprensiva» e imparcial como
mucho, eso lo hace el hombre, que en las obras del hombre no
puede menos de ver las obras supuestamente propias de ese
hombre, las que nos dirían quién es y cuál es su ángel hondo. Bien;
pero Dios no necesita juzgar a los hombres según sus obras, que
tan raramente son las suyas. Puede juzgar por una intención, por
ejemplo, que sólo Él alcanza, asi como sólo El alcanza a ver que, en
conexión con esa intención, está ya todo el bien que el hombre no
274 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

puede ver ni en otros ni en si. —Cfr. Klaus Heydemann, «Gesin-


nung und Tat. Zu Lessings Nathan der Weise», en LYB. Vil,
69-104.— Lessing encontró en el concepto aristotélico de biografía
una confirmación de su propio punto de vista: toda biografía inclui­
ría varias novelas.

ESCENA QUINTA

253 Esa frialdad... esa tibieza... — Cfr. Apocalip.. 3, 15 y sigs.


289 La villanía del patriarca... — Cfr. aqui IV, 4, 426 y sigs. El pa­
triarca se mantiene idéntico a si mismo, inmóvil por dentro, sin
cambiar (cfr. Bodo Lccke).
329 Que se le agradezca... — Pitrou se apoya en DUntzer y ve
ahí al diablo.
355 La mala hierba... — Cfr. Mateo, 13, 25.

ESCENA SEXTA

416 Casi no sé leer. — Reha ha sido educada en vivo y sin libros


ni letras por su padre Natán. Lessing refleja aqui sus ideas sobre
el libro, el rastro verbal inextinguible, la bibliolatría bíblica y la no
sacra, etc. Cfr. EE. 88 y sigs. (literaturas y tradición oral o rastros).
Boxberger ya señaló en este lugar la doctrina lessinguiana de los
Axiomata. Cfr. su confesión sobre la propia relación con los libros
(EE. pág. 397): «No soy culto —nunca me propuse serlo—, no me
gustaría serlo aunque soñando meramente y por arte de birlibirlo­
que pudiera alcanzar a serlo. Lo poco que me esforcé tuvo un solo
objeto: poder utilizar el libro culto, en caso de necesidad...
Llámase erudición a la riqueza de ajena experiencia que se
obtuvo de los libros. La experiencia propia es sabiduría. El mínimo
capital de ésta vale más que millones de aquélla.»
431 Cómo, dónde y cuándo me las enseñó. — Lo que, en nuestro
siglo, llamará Bultmann el «Sitz im Leben» que habrá que buscarle
a un texto para (restituyéndolo al momento de la vida y al lugar de
la vida en que pudo surgir como función vital) salvarlo de conver­
tirse en letra que mata, ni entendida ni posibilitadora de inteligencia.
440 Sencilla... nada afectada... sólo se parece a si misma... —No
huera, no petimetre, no letrada, no interferida por letreros y pa­
peles— lógica consigo misma. Reha ha declarado una pedagogía no
forzada bien que tampoco «naturalista» a la Rousseau. En la Drama­
turgia (34) describe con esta misma expresión (siempre parecido a si
mismo) la lógica de los caracteres.
NATÁN EL SABIO 275

478 La buena de mi mala Daya... — Ya aludimos y explicamos en


parte esta expresión (cfr. II, 8, 625 y nota), expresión popular, ese
uso del posesivo combinado con una contraposición no contradicto­
ria. Con ella acierta Lessing a expresar su idea del mal hecho con
buena intención débil, por sometida a pasiones endiabladamente re­
torcidas y trabadas. El ortodoxo se impone muchas veces el mal a si
mismo; no le nace, no le nace ya, y se lo impone. Acalla las ráfagas
de malestar que no acaban de dejar que cuadren una situación y un
(pre-) juicio convencional. Traiciona a lo mejor de si mismo. «Difí­
cilmente pueden dejar de obrar así» (aquí 440). No llegan a ser
malos; se quedan en dañinos. Les apremia un concepto de tiempo
que se acaba, que llega al fin —un infierno eterno (cfr. 445 y sig.) —
Pero el sabio se mantiene a la media y cercana distancia de estos pe­
ligrosos entusiastas atormentados, porque ama el bien y no teme al
mal, y ha de ejercer su acción. A Reha le ha enseñado a querer a
Daya a pesar de todo, y a defenderse de interpretaciones no posi­
tivas de la intención de la misma.

ESCENA ÚLTIMA

651 Si fuera menos ardiente y orgulloso, hubiera dejado de salvarte.


Cfr. EE, pág. 185 (Carlas de la segunda parte de los escritos
lo sea la salvación de Lemnius), carta 5): «¡Cuánto abajan incluso
al hombre honesto, santo, la ira y la venganza! Pero ¿un ánimo
menos vehemente podria llevar a cabo lo que Lulero realizó?
Seguro que no. ¡Admiremos también esa sabia Providencia que
sabe aprovechar los errores de sus herramientas!» Es el mismo ra­
zonamiento. — Antropológicamente, lo formuló poco antes (IV, 4,
432): «Creo conocer de qué fallas brota nuestra virtud.»
761 ¡Ah hermana mía, hermana mia! — «El motivo del incesto»,
viejo en la tragedia, y utilizado por Voltaire y Diderot, ¿qué hace
aqui, qué hace en el poema dramático Natán el sabio? Tinta ha co­
rrido ya y se ha oido y leído lo más contradictorio. Hay quien cree
que el poema es heroico porque Natán se bate denodadamente por
evitar el horrible pecado del incesto — y ese superar dolorosamente
una circunstancia terrible para los jóvenes, seria la obra con que
Natán y los demás se superan a si mismos en obediencia a la ley
divina. (Ante semejantes extravíos de la devoción, se acuerda uno
del consejo que largaba Cela a cierto griego trágico que embarullaba
el ya cargado destino de la Héladc, con sus turbaciones: ¡Hombre
no sea lila, acuéstese con su madrastra y no complique más la histo­
ria de Grecia!). Recientemente, Horst S. Daemmerich («The incest
motif in Lessing’s Nathan der Weise and Schiller’s Braut von Mes-
276 GOTTHOLD EPHRAIM LESSING

sina», en The Germanic Review. 42 (1967), 184-196), en un bello tra­


bajo donde recoge la bibliografía al respecto, venia a preguntarse
por qué introdujo Lessing ahi.el motivo del incesto —tan perturba­
dora y turbadoramente— y si acaso ayuda ello a entender la filosofía
de Lessing Ubid., pág. 185). Dos posibles explicaciones señala: Una
sería que, para no presentar un Natán idealmente perfecto e irreal,
se habría introducido esta acción «dramática» en la obra. La otra
seria que el motivo del incesto fraternal habría sido introducido
para superar la situación de la debilidad única de Natán, su temor a
perder a la hija adoptiva; con la consecuencia de que el elemento in­
troducido llevaría «to a structural weakness of the play»..., porque
ya no seria posible conseguir «una visión del hombre más allá de lo
trágico», que era una meta que se había propuesto Lessing. Ubid.,
189).
A continuación no puedo más que indicar los elementos en los
que, me parece, habría que plantear una cuestión que está, sin
duda, en un momento cumbre de la obra y que no puede menos de
ser vista en relación con el abrazo final de una Humanidad reu­
nida... en la lontananza de un futuro tan lejano (para la Historia
Universal, para el género humano) como seguro y adelantado para
algunos...
En los epigramas que recogió y publicó en sus «Escritos», en el
lejano 1753 (tenía veinticuatro años), entre otros que tocan puntos
cuyo interés principal no lo abandonaría nunca (por ejemplo, la
«laeta paupertas», o el saber mucho o de mucho, el interés por
soñar las cosas o que te las den soñadas...), se encuentra éste:

ln Cancm.
Nonnc Canis germana Cani apcllatur amica?
Cur ergo inceslus insimulare Canem?

Poco después, en 1755, hizo la recensión de un trabajo del


abad Jerusalem sobre la posibilidad del matrimonio con la hija
de la propia hermana, según las leyes divinas de Levitico, capítu­
los 18 y 20. El abad Jerusalem procedía distinguiendo, como
gustaba a Lessing: ¿Esas leyes son positivas o son naturales? Si son
positivas, ¿obligan a los judíos o nos obligan también a los cris­
tianos? Caso de obligarnos a nosotros, ¿qué grados de parentesco
incluyen? ¿Entra el grado antedicho?
El abad trataba estos puntos con objeto de que pudieran cele­
brarse no pocas bodas con más tranquilidad de conciencia y menos
escándalo. Pero, dice Lessing, entre los miembros de su clerical
estado encontró muy poca aceptación. Tan es asi que la segunda edi­
ción, que es la que recensiona Lessing, incluye la contraargumenta-
ción ortodoxa rigorista, en nota, a cada una de las «laxitudes» en
NATÁN EL SABIO 277

que incurriera el abad por «haber concedido más de lo que debería


conceder un fiel vigía de las divinas leyes». El comentario con que
acaba Lessing la breve y objetiva recensión, es muy personal: Duda
de que sean muchos los lectores que se inclinen, por motivos exegé-
ticos o teológico-morales, por una u otra sentencia; cree que,
cuando aparezca una circunstancia exterior, ya optarán; piensa que
cada cual lleva un secreto deseo, por lo menos cuando se presente
la circunstancia impetenie; prevé que se tomará posición según el
secreto deseo de cada cual (LM. VII, SS, 17 y sigs., 56 y sigs.).
No es que Lessing quiera abolir los vínculos de la paternidad o de
la fraternidad, o que pretenda una determinada reducción de su im­
portancia. Lessing cree inevitables y necesarios los vínculos del indi­
viduo con una determinada tradición religiosa y los vínculos del in­
dividuo con una determinada sociedad civil; sin los unos y los otros
seria imposible la aparición de la racionalidad y la libertad humanas.
Igualmente, cree necesaria la institución familiar. Pero, al grupo de
individuos que en el Natán presenta en marcha hacia adelante, así
como los pone en el camino de una critica de la religión revelada
como la que se expresa en la parábola, asi también los pone en una
situación en que la familia electiva corrige y perfecciona a la familia
natural, relativizando las leyes de la tradición familiar hasta donde
el individuo lo necesite un día, el individuo social por supuesto.
¿Quiere esto decir que Lessing llega a pensar que el incesto es un
concepto positivo pero de ningún modo natural? Bueno, Saladino
se educó en Egipto, y dice Demetz (ob. cit., pág. 137) que Saladino,
«contra toda tradición árabe, por exigirlo la tesis de la pieza, se in­
clina totalmente a reducir el parentesco de la sangre a una tontería».
Demetz lo dice como pueba de que Lessing no ha unificado la diver­
sidad de elementos y dalos históricos (cosa, que, por lo demás, no
le preocupa), pero vale como exégesis de lo que piensa Saladino
sobre el parentesco de la sangre. Quiere Demetz («me atrevo a
pensar») que, en el bosquejo originario, la obra acabara en plan de
comedia grande, con doble boda, «con un bien convencional happy
end»; nada menos que la joven Sita se casaría con su sobrino el tem­
plario, y el Sultán con su sobrina Reha. Demetz cree encontrar indi­
cios en el bosquejo conservado, y no dejan de convencer (esp.
donde Saladino «le lleva a ella» el templario... Sita se ruboriza y
deja caer de nuevo el velo»), — El hecho es que se impuso el final
difícil, .donde los que participarán en el abrazo final se encuentran
en situación familiar 'volada'. ¿Dónde está la reina que no 'se le da'
del todo a Saladino? Natán está con la hija adoptiva. Sita, a la
espera. Los dos jóvenes ya no se pueden casar. Pero son, todos, her­
manos o padres de elección —más allá de tantas cosas.
816 Los sueños aquellos que eran más que sueños... — Cfr. LYB.
III, 110. La infancia del individuo y la infancia de la Humanidad se
278 GOTTHOLD EPHRAIM LESS/NG

alimentan de sueños, visiones y revelaciones que son más que


sueños. Cfr. III, 8,628 y sigs.
822 Lo que Luckács dice del final de Minna von Barnhelm,
puede repetirse aquí: este abrazo es el epifonema o «historieta de la
Ilustración sobre la necesaria victoria final de una razón llegada a la
madurez». «Espera y veris» hemos traducido el «Wart!».
G. E. LESSING

Gotthold Ephraim Lessing nació en Kamenz en 1729 y


murió en Brunswick en 1781. Secretario del gobernador
de Breslau, director del Teatro Nacional de Hamburgo y
bibliotecario en Wolfenbüttel, ejerció una decisiva
influencia en las letras de su país y preparó una litera­
tura nacional alemana. NATÁN EL SABIO es en cierto
modo el testamento de Lessing. En la Educación del
género humano había señalado, en el horizonte del
hombre, la aurora del Tercer Evangelio, de la Era del
Espíritu., En este poema dramático presenta dramatúrgi-
camente a un grupo de hombres, de orígenes y creencias
diversos, trabados con las deformaciones de la vida que
impone la intolerancia y en lucha por ampliar y elevar
lo humano al nivel de la razón espiritual. La drama­
turgia y la poética en general van a ser la nueva escuela
de moralidad, de humano comportamiento. Lessing pre­
tende llevar en este poema dramático la palabra y el
gesto del hombre más allá de la tragedia y de la
comedia. Agustín Andreu Rodrigo, valenciano (Paterna,
1928), que ofreció al público de lengua castellana los
Escritos filosóficos y teológicos de Lessing, en 1982,
añade ahora a los mismos este texto dramatúrgico
donde Lessing nos legó su ideal de humanidad y la
forma de su esperanza en el hombre

También podría gustarte