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Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso, que
eran los más del año, se daba a leer libros de caballerías, con tanta afición y
gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la
administración de su hacienda. Y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto,
que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para comprar libros de
caballerías en que leer, y así, llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y
de todos, ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de
Silva, porque la claridad de su prosa y aquellas entricadas razones suyas le
parecían de perlas, y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de
desafíos, donde en muchas partes hallaba escrito: La razón de la sinrazón que a mi
razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la
vuestra fermosura. Y también cuando leía: ...los altos cielos que de vuestra
divinidad divinamente con las estrellas os fortifican, y os hacen merecedora del
merecimiento que merece la vuestra grandeza.
En efeto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más estraño pensamiento que jamás
dio loco en el mundo; y fue que le pareció convenible y necesario, así para el
aumento de su honra como para el servicio de su república, hacerse caballero
andante, y irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras y
a ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se
ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones y
peligros donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama. Imaginábase el pobre ya
coronado por el valor de su brazo, por lo menos, del imperio de Trapisonda; y así,
con estos tan agradables pensamientos, llevado del estraño gusto que en ellos
sentía, se dio priesa a poner en efeto lo que deseaba.
Y lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían sido de sus bisabuelos,
que, tomadas de orín y llenas de moho, luengos siglos había que estaban puestas y
olvidadas en un rincón. Limpiólas y aderezólas lo mejor que pudo, pero vio que
tenían una gran falta, y era que no tenían celada de encaje, sino morrión simple;
mas a esto suplió su industria, porque de cartones hizo un modo de media celada,
que, encajada con el morrión, hacían una apariencia de celada entera. Es verdad que
para probar si era fuerte y podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su espada
y le dio dos golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo que había hecho en
una semana; y no dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hecho pedazos,
y, por asegurarse deste peligro, la tornó a hacer de nuevo, poniéndole unas barras
de hierro por de dentro, de tal manera que él quedó satisfecho de su fortaleza; y,
sin querer hacer nueva experiencia della, la diputó y tuvo por celada finísima de
encaje.
Fue luego a ver su rocín, y, aunque tenía más cuartos que un real y más tachas que
el caballo de Gonela, que tantum pellis et ossa fuit, le pareció que ni el Bucéfalo
de Alejandro ni Babieca el del Cid con él se igualaban.
Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pondría; porque, según se decía
él a sí mesmo, no era razón que caballo de caballero tan famoso, y tan bueno él por
sí, estuviese sin nombre conocido; y ansí, procuraba acomodársele de manera que
declarase quién había sido, antes que fuese de caballero andante, y lo que era
entonces; pues estaba muy puesto en razón que, mudando su señor estado, mudase él
también el nombre, y le cobrase famoso y de estruendo, como convenía a la nueva
orden y al nuevo ejercicio que ya profesaba. Y así, después de muchos nombres que
formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación,
al fin le vino a llamar Rocinante: nombre, a su parecer, alto, sonoro y
significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que
era antes y primero de todos los rocines del mundo.