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Mariología

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EL ESTUDIO TEOLÓGICO SOBRE MARÍA

La teología, como intento de profundización en el sentido del Mensaje de Dios a los hombres, es la más
apasionante aventura. Cuanto en este camino se avance, es un paso precioso en poseer mejor la Palabra de Dios.
Pero el teólogo deberá ser consciente de lo lejos que queda el misterio y de que todo su trabajo, valioso en sí, le
parecerá paja si llega al contacto místico con Dios o cuando se enfrente con Dios más allá de la frontera de la
muerte. Y, sin embargo, la teología es cuanto puede y debe ser, porque el creyente debe hacer intelectualmente
suyo el Mensaje de Dios a los hombres y porque el hombre de Iglesia tiene que dar a todos los hombres
hambrientos de la verdad de Dios, todo lo que haya conseguido avanzar en la comprensión de ese Mensaje.
También, con respecto a la figura de María, nuestro estudio estará animado del más vivo entusiasmo. Todo
resultado obtenido debe recogerse cariñosamente. Pero con la conciencia de que el misterio de María contenido en
el Mensaje de Dios que éste entregó a la Iglesia para que lo custodie y explique supera inconmensurablemente (lo
que no se puede medir) los resultados de ese estudio.

La razón de ser de un estudio teológico sobre María

Sin embargo, hay que reconocer que la realización de un estudio teológico sobre María no es simple mente
obvia. Teología significa, etimológicamente, tratado sobre Dios. En la práctica, porque Dios no ha querido
mantenerse en una lejanía inerte, sino que ha hecho irrupción en nuestra historia para salvarnos, la teología se
ocupa de Dios y su obra salvadora. Pero ¿por qué se ocupa de María?

a) No basta responder que la teología se ocupa de María porque el Nuevo Testamento habla de ella. ¿No
era inevitable que el Nuevo Testamento, sobre todo los evangelios, hablaran de ella, como también de una serie
de figuras marginales, para poder referirse a la biografía de Jesús? Sin duda, el Nuevo Testamento no ha
pretendido -ni siquiera en los evangelios- ofrecernos una biografía completa o en sentido moderno de Jesús de
Nazaret. Pero nos ha comunicado numerosos datos biográficos sobre Él. Para eso era imposible evitar una serie
de figuras que se interfieren o intervienen en su vida. Y, a pesar de todo, la teología no se ocupa de ellas;
mucho menos les consagra un tratado teológico prácticamente autónomo, como es el caso de la rnariología. K.
Rahner (María, Madre del Señor, trad. esp. [Barcelona 1967] p.26) nos recuerda con cierta ironía que «Pilatos
aparece en el Credo» (¡y no sólo en el Nuevo Testamento!), y no por eso llega a ser objeto de una reflexión
teológica específica.
b) Tampoco creo que basten sus privilegios personales para justificar un estudio teológico sobre María. Sin
duda, para el creyente que los contempla, esos privilegios son punto de partida de alabanza a Dios. Pero,
en el fondo, los privilegios de María -mirados en cuanto dones meramente personales- son importantísimos
para ella, pero mucho menos para nosotros. Una descripción de ellos pertenecería mucho más a la hagiografía
que a la teología. Piénsese en lo que es un estudio descriptivo de las gracias mís ticas de una Santa Teresa de
Jesús. Si la mariología ha de ser un estudio teológico sobre María, tendrá que llegar a poseer un sentido
ulterior.
c) Hemos dicho más arriba que, en la práctica, la teología se ocupa de Dios y de su obra salvadora. María
entra, consecuentemente, en la teología como objeto de ella -y no podría entrar de otra manera-, en cuanto que
tuvo un papel positivo en la obra de la salvación.

Es interesante comprobar que la teología protestante contemporánea es muy consciente de este


planteamiento y de este sentido de la mariología católica. Ya hace años que el Sínodo General de la Iglesia
reformada de Holanda escribió una carta pastoral que pretendía trazar la línea divisoria entre lo católico y lo
protestante (trad. franc.: Catholicisme el protestantisme: Revue Reformée n. 11-12 [1952| fase.3-4). Ya al
comienzo, esa carta pastoral se plantea las divergencias existentes entre católicos y protestantes en torno a María.
La carta reconoce que María tiene, sin duda, una gran importancia en el catolicismo; importancia que éste apoya
sobre determinados textos bíblicos. ¿No ha llamado el ángel Gabriel a María «llena de gracia» y «bendita entre las
mujeres»? (Lc 1,28). La segunda de estas dos alabanzas, ¿no ha sido repetida por Isabel? (v.42). ¿No ha
profetizado María de sí misma: «he aquí que desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones»?
(v.48). Sin embargo -prosigue la carta pastoral-, a los ojos de la Iglesia católica, el texto de mayor transcendencia
mariológica es el que contiene la respuesta de María al ángel: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu
palabra» (v.38) (Catholicisme el protestantisme p.20). La carta pastoral descubre aquí el sentido último de la
mariología católica: en este pasaje evangélico hay una cooperación de María -por la decisión de su «sí»- a la obra
de la redención.
En efecto, en la anunciación, en la encarnación del Verbo, empieza la salvación del género humano. María
es el instrumento gracias al cual se realiza la encarnación. Pero no es utilizada pasivamente por Dios. María es
instrumento al que Dios interpela y cuyo «sí» y decisión libre espera; un «sí» que es la condi ción previa para que
de ella el Verbo tome carne, y tenga así lugar la salvación de los hombres.
De este modo, María aparece en el mismo corazón de la obra salvadora. A veces, los fieles tienen una idea
demasiado pobre de la encarnación. Piensan en ella como algo previo a la salvación misma: un mero formarse en el
seno de María la víctima que un día, años más tarde, va a morir en la cruz, y nos salvará entonces con su muerte. La
perspectiva de los Santos Padres griegos era otra: la encarnación es ya, en sí misma, salvadora, pues en ella ha
comenzado a construirse el organismo de salvación por incorporación vital al cual nosotros nos salvamos; en otras
palabras: al formarse Jesús en el seno de María, no sólo se está formando el Jesús histórico que vivió en Palestina
hace dos mil años, sino la Cabeza de un gran cuerpo místico; es decir, ha comenzado a construirse ese gran
organismo que es el Cristo místico, del que el creyente en estado de gracia es miembro vivo con la vida
sobrenatural, que procede de la Cabeza y le vivifica como la savia vivifica los sarmientos (cf. Jn 15,1-6): «como el
cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, aunque son muchos, son un solo cuerpo,
así también Cristo»» (1 Cor 12,12). María no sólo interviene activamente, sino que es pieza clave en la historia de
la salvación.
Dije más arriba que los privilegios personales de María no bastan para justificar un estudio teológico sobre
ella. Así es. Pero, una vez asegurado el papel positivo de María en la obra de la salvación, también ellos son objeto
del tratado teológico que llamamos mariología. Los privilegios se dieron a María, en orden a su misión dentro de la
obra salvadora. Por ello, su estudio nos ilumina más adecuadamente el sentido de la misión de María, a la que esos
privilegios se ordenan y con la que tienen correspondencia.

La paradoja del estudio teológico sobre María

Puede resultar desalentador tomar conciencia de que hemos justificado la existencia de la mariología como
tratado teológico precisamente porque María tiene un papel activo en la obra de la salvación, pues lo que hace
posible la existencia de la mariología constituye, a la vez, su gran dificultad ecuménica. Una dificultad que toca el
mismo ser o no ser del protestantismo, ya que ataca su principio central. La esencia del protestantismo se sitúa en
su tesis que sostiene que el hombre se salva exclusivamente por su fe.
En una conversación de sobremesa, Lutero se refirió a una experiencia espiritual -la experiencia de la torre
(1512-13?)- en la que se le habría iluminado un pasaje de la carta a los Romanos que hasta entonces le
atormentaba: «la justicia de Dios se revela en él», es decir en el Evangelio (Rom 1,17); Lutero siempre había
puesto la justicia de Dios en relación con la idea de castigo; sintiéndose pecador, pensaba: si Dios es justo,
castigará; ahora percibió la frase en conexión con el final del versículo: «el justo vivirá de la fe» (n.3232a-c; WA
Tischr. 3,228). La justicia castigadora de Dios se convierte en la justicia que Dios concede al creyente, a todo
creyente. Ya en sus más antiguas lecciones sobre la carta a los Romanos (1515-16) había escrito, a propósito de
Rom 3,28, que no quedaba al hombre otra posibilidad que tener que permanecer en el pecado, confiando en la
misericordia de Dios (WA 56,267). En efecto, según él, el hombre es incapaz de obras buenas que lo salven, es
radicalmente pecador, y sólo puede confiar en que Dios no le tenga en cuenta su situación de pecado. Precisamente
a esta «confianza del corazón por Cristo en Dios» es a lo que Lutero llama fe (WA 40/1, 366). Esa fe-confianza
sería, según Rom 3,28, lo único que justifica al hombre. Consecuentemente, Lutero traducirá siempre Rom 3,28
(«sostenemos que el hombre queda justificado por la fe independientemente de las obras de la ley»), añadiendo un
significativo «solamente», que no se encuentra en el texto griego: «el hombre queda justificado solamente por la
fe» (WA Bibel 7,38 [trad. de 15221; 39 [trad. de I546]). Sólo la fe, entendida como confianza en Dios por Cristo,
puede justificar y salvar al hombre. Admitir que algo creado o alguna persona humana pueda tener o haber tenido
un influjo positivo en la salvación de los hombres, destruiría la exclusividad de esa fe que justifica y que es
confianza sólo en Dios por Cristo, no en algo creado o en alguien que sea una persona humana. La figura de María
como activa en la obra salvadora choca con el principio fundamental luterano, con lo que en el protestantismo se
llama «el artículo de la Iglesia en pie o caída», es decir, una doctrina que, según ellos, si se admite, existe el
cristianismo, y, sí se niega, cae y se destruye el cristianismo. En otras palabras, la exis tencia misma de la
mariología tiene como fundamento un motivo que el protestantismo jamás podrá aceptar sin negarse a sí mismo.
La situación no ha mejorado en el protestantismo moderno. Por el contrario, hay que decir que se ha
radicalizado. Lo que en Lutero era una situación de hecho y una consecuencia del estado en que el hombre se
encuentra por el pecado de los primeros padres (de hecho, el hombre, como consecuencia del pecado de Adán, no
puede hacer obras salvadoras y es justificado solamente por la fe y no por influjo de otra cosa o persona humana),
se ha convertido, para el protestantismo contemporáneo, en un principio metafísico: nada creado puede tener un
influjo positivo en la obra de la salvación. Entre el plano de lo creado y el plano de la salvación existe un abismo
infranqueable, que el mayor teólogo protestante de nuestro siglo, K. Barth, expresaba con frase lapidaria: «Lo finito
no es capaz de lo infinito» (Der Rómerbrief [Zürich 1954] p.I93); lo creado no puede actuar po sitivamente en ese
plano divino que es el plano de la salvación.
Ahora bien, en este planteamiento, María, como creatura y persona humana, tiene que ser incapaz de haber
ejercido o ejercer un influjo positivo en la obra salvadora. Afirmar lo contrario -y ello es esencial en nuestra
mariología y lo único que da a ésta su sentido- es el gran escándalo de la doctrina católica sobre María para el
protestantismo, y no los dogmas marianos definidos en tiempos recientes: la inmacu lada concepción de María
(1854) o la asunción de María en cuerpo y alma a la gloria celeste (1950), como una visión superficial puede estar
tentada de pensar. La imposibilidad para la creatura de tener un influjo positivo en el orden de la salvación se ha
convertido, en el protestantismo actual, no sólo en un principio metafísico, sino en el principio metafísico central
del sistema teológico protestante. Un principio metafísico no puede tener excepciones. Bastaría mostrar un solo
caso opuesto, para que hubiera que declarar que el pretendido principio metafísico es falso. Por ello, la respuesta de
la teología protestante a este rasgo fundamental de la figura de Mana tendrá que ser un ro tundo «no», si no quiere
dejar de ser protestante. Entonces, ¿pesimismo sin esperanzas? No lo creo. Más bien habría que preguntarse si no
será el caso de María, interpelada por el ángel e invitada a una respuesta personal de enormes resonancias en la
obra salvadora -un caso tan minuciosamente descrito por San Lucas-, una invitación a revisar el principio
fundamental del protestantismo. No deja de ser interesante que existan ya teólogos protestantes -yo incluso hablaría
de una escuela protestante ecumenista holandesa- que insisten en que el diálogo ecuménico, en vez de discutir en
abstracto sobre el tema complejo de la justificación del hombre, debería comenzar estudiando el caso de María y
ver en ella cómo la gracia llama al hombre y cómo el hombre responde a la gracia; ¿se trata de una total pasividad
ante la llamada de Dios o de una decisión excitada y sostenida por la gracia?

La importancia del estudio teológico sobre María

El conocido teólogo católico alemán M. Schmaus ha escrito: «Por eso en la mariología corren
estrechamente unidas casi todas las líneas teológicas; la cristológica, la eclesiológica, la antropológica y la
escatológica. En ella concurren casi todas las discusiones teológicas del presente. Se manifiesta como punto de
intersección de las principales afirmaciones teológicas» (Teología dogmática t.8, trad. esp. Madrid 1961 p.36s).
En efecto, el Mensaje de Dios no es un conjunto de afirmaciones complicadas y desconectadas. Ofrece,
más bien, un cuadro armónico en el que todas las líneas se relacionan y entrelazan. La figura de María aparece así
no como el centro del Mensaje. El centro es Cristo y su obra salvadora. Pero sí como una posición privilegiada para
enjuiciar los otros problemas en su confluencia con ella.
Y, para empezar, no puede olvidarse la mayor claridad con que ciertos problemas de método teológico
podrían discutirse e iluminarse si, en vez de tratarlos en abstracto, se los viera a la luz de la doctrina mariana. En
vísperas del Concilio Vaticano II y durante su celebración, se discutió mucho si existían verdades de fe
transmitidas solamente por Tradición o si la Tradición, en vez de contener elementos extrabíblicos, se limitaba a ser
explicación de lo ya contenido en la Escritura. ¿No hubiera sido preferible analizar la figura de María en la riqueza
de matices con que la transmite la fe de la Iglesia y preguntarse si todos ellos pueden considerarse mera explicación
de datos bíblicos, o si alguno de ellos no será, más bien, un dato de fe transmitido por la Tradición independien -
temente de la Biblia? La elección de este camino de concreción -en lugar de la mera discusión teórica- no hubiera
sido arbitraria; los teólogos defensores de la existencia de datos totalmente extrabíblicos en la Tradición han
pensado que la mariología ofrecía algunos de los ejemplos más claros de ese tipo de verdades puramente
tradicionales.
Otra cuestión importante de método teológico es el problema del progreso dogmático. Creo mucho más
arriesgado hacer teorías especulativas sobre él que estudiar en concreto el modo como en la Iglesia el dogma ha ido
desarrollándose históricamente. Y, dentro de esa historia, el progreso del dogma mariano ofrece fenómenos de
singular interés. El papel de las intuiciones de la fe del pueblo en el desarrollo de los dogmas no ha sido tan
manifiesto en ningún campo como en la mariología. En el caso de la inmaculada concepción, ¿no se adelantó la
intuición del pueblo a la perspicacia teorética de los teólogos?
Y ya que, aludimos al dogma de la inmaculada concepción es decir, al privilegio de la inmunidad de
pecado original concedido a María desde el primer instante de su existencia, es claro que puede y debe tomársele
como criterio para enjuiciar determinadas teorías recientes sobre el pecado original. No olvidemos la coherencia de
los dogmas dentro del conjunto del Mensaje. Toda explicación teológica de lo que es el pecado original que dejara
sin sentido el dogma de la inmaculada concepción, ya por ese solo hecho habría de ser rechazada. Habrá entonces
que preguntarse si reducir el pecado original a una atmósfera de pecado -pecado del mundo- que nos rodea y nos
induce al pecado y nos hace caer en él después de que llegamos al uso de razón, salva la singularidad del privilegio
de María. La atmósfera de pecado habría rodeado a ella igual que a nosotros en el momento de su concepción; decir
que ella no pecó después de llegar al uso de razón, es afirmar su santidad personal excelsa, pero no algo que la
constituyera inmune de un pecado que, como herencia de nuestros primeros padres, contraemos nosotros en el
momento mismo en que somos concebidos. Esto -y no una mera atmósfera de pecado- es lo que hay que afirmar
para que la inmaculada concepción de María mantenga su sentido.
Pero, volviendo al párrafo de Schmaus, la doctrina teológica sobre María puede iluminar muchos problemas en todas
las líneas que él enumera. Ante todo, en la línea cristológica es conocido que no faltan hoy teólogos, incluso dentro de
ambientes católicos, que de nuevo oscurecen, la afirmación de la divinidad personal de Jesús. Ya el año 431, en el concilio de
Éfeso, la definición de que María es «Madre de Dios» fue el modo de trazar la línea divisoria entre el modo católico y el no-
católico de concebir la estructura ontológica(real) de Cristo. También hoy, ¿no habría que plantear la cuestión de si en ciertas
nuevas cristologías sigue teniendo un sentido real la afirmación de que María es la Madre de Dios? Bastaría que no lo
tuviera para descalificar a una cristología.
Muchas cuestiones de la teología de la Iglesia podrían esclarecerse a la luz de María. No en vano, María es
prototipo de la Iglesia (Concilio Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Iglesia n.63). Por poner un solo
ejemplo, es clásico el problema de cómo afirmamos en el credo que la Iglesia es santa, mientras que ésta se
compone de pecadores. La respuesta puede darse mirando a María. Todo lo que en nosotros hay de Iglesia, todo
cuanto de la Iglesia hemos recibido (el carácter bautismal -y, eventualmente, el carácter de la confirmación o del
orden sacerdotal-, la gracia, las virtudes de la fe, esperanza y caridad en cuanto realidades existentes en el alma que
nos permiten realizar sus actos...), es santo. Pero nosotros no nos dejamos penetrar plenamente de las realidades
eclesiales. Hay niveles en nosotros que sustraemos al influjo de la Iglesia con nuestros pecados mayores o menores,
incluso veniales. Sólo María se dejó penetrar sin reservas de la vida que vive la Iglesia; por eso sólo en ella se da
una realización eclesial total, a la vez que la completa santidad de una persona meramente humana.
La importancia de la mariología para una antropología teológica es obvia. El problema más importante de una
antropología teológica es qué puede y qué no puede hacer el hombre en el plano de la salvación: ¿puede actuar
positivamente o es meramente pasivo en él? Ya hemos visto que María en su respuesta al ángel (Lc 1,38) es criterio
excepcional para resolver este interrogante, de alcance tan capital en el diálogo ecuménico entre católicos y
protestantes.
Finalmente, en escatología ha comenzado a difundirse entre ciertos teólogos católicos una tendencia,
nacida en ambientes protestantes (y, por cierto, nacida en conexión con el principio central del sistema protestante),
a sostener que la resurrección final tiene lugar en el momento de la muerte de cada hombre. Son muchos los
motivos por los que esa tendencia no es admisible; entre otras razones, no debe olvidarse que sólo es posible
afirmar que se resucita en el momento de la muerte pagando el precio teológicamente altísimo de espiritualizar la
idea de resurrección corporal y de dejar caer el realismo eclesiástico con que se hablaba, ya en los credos
primitivos, de resurrección de la carne. Pero con respecto a María, si se resucitara en el momento de la muerte, el
dogma de la asunción dejaría de tener cualquier importancia especial, ya que no significaría que ella «recibió
anticipadamente» ese estado propio de resucitada en virtud del cual es hecha «semejante a su Hijo, que resucitó de
los muertos» (Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios n.15; véase SAGRADA CONGREGACIÓN PARA LA
DOCTRINA DE LA FE, Carta sobre algunas cuestiones referentes a la escatología n.6: Ecclesia 39 [1979 II] 938).
De este modo, creo que el estudio teológico sobre María aparece lleno de virtualidades y de consecuencias que se
reflejan sobre todos los campos de la teología e incluso se entrelazan con todos los campos de la doctrina de la fe
católica.
Ya entre 750 y 775 está atestiguada, al menos en Italia, una bella antífona, que estuvo durante siglos en el
«Breviario Romano» hasta la reciente reforma litúrgica posconciliar: «Alégrate, Virgen María, tú sola destruiste
todas las herejías en el mundo entero». Prescindiendo de su tono quizás algo belicoso o triunfalista, ¿no expresa la
realidad de que la figura de María es punto de referencia para juzgar la corrección teológica de posiciones
doctrinales en cualquier otra materia?
LA PROBLEMÁTICA ECUMÉNICA DE LA MARIOLOGÍA

Ante todo, debe subrayarse que la mariología cató lica no presenta problemas ecuménicos de relieve con
respecto a los orientales separados. Las coincidencias de fondo son prácticamente totales: maternidad divina de
María (María es Madre de Dios), maternidad espiritual con respecto a los hombres, virginidad perpetua,
santidad absoluta al menos en lo que se refiere a la exclusión de todo pecado personal, cooperación de María a
la redención, sea como intercesora en la aplicación de las gracias obtenidas por la obra reden tora de Cristo (es el
tema más común), sea también por su «sí» a la encamación (Nicolás Cabasilas) o incluso por su compasión junto a
la cruz (Nicolás de Tesalónica), y glorificación celeste, que la tradición oriental concibe también como
glorificación corporal, son otras tantas afirmaciones coincidentes entre orientales separados y católicos con
respecto a María.
Queda el tema de la inmaculada concepción. En él, después de la definición de esta verdad como dogma de
fe por Pío IX (1854), las tensiones han aumentado. Lo grave es que los orientales separados creen poder apelar a la
doctrina de los Santos Padres griegos, que hablan de una purificación (katharsis) de María previa a la encarnación.
Ello dejaría la impresión de que María tenía hasta entonces una mancha de la que había que purificarla, la cual no
sería conciliable con la idea de su concepción inmaculada, es decir, de la carencia de toda mancha en ella desde el
primer instante de su existencia. Sin embargo, un diálogo sobre cómo entendían los Santos Padres esta purificación,
no sólo es viable, sino que se mostraría enriquecedor. Baste citar unas palabras de San Sofronio de Jerusalén
(patriarca desde 634 a 638): «El Espíritu Santo va a descender sobre ti, la inmaculada, para hacerte más pura» (PG
87,3273). María, ya santa desde la concepción, recibe una ulterior purificación consecratoria o ritual para
prepararla más plenamente en orden a que en ella se realice la encarnación del Hijo de Dios.
Las dificultades del protestantismo con respecto a María
Al hablar de las dificultades ecuménicas del protestantismo en el tema de María, es necesario delimitar bien
el campo y, en concreto, determinar con exactitud qué se entiende aquí por protestantismo. Con cierta frecuencia,
bajo la denominación de protestantismo se engloba hoy una realidad sumamente compleja. Aquí sólo podemos
ocuparnos del protestantismo ortodoxo continental. Al decir continental, se excluye el anglicanismo, afincado en
las islas Británicas, y que por su origen cismático -ruptura de Enrique VIII con Roma con motivo de su divorcio- y
por su protestantización doctrinal posterior encierra dentro de sí un equilibrio inestable de elementos católicos en
sus ritos y de doctrinas protestantes. Los ritos tienden a crear una mentalidad, la cual fácilmente entra en conflicto
con las doctrinas oficiales. El pragmatismo (la teoría) inglés tiene hoy el problema relativamente resuelto con la
convivencia de corrientes dentro de la iglesia anglicana: la «iglesia alta» (High Church), de tendencia catolicizante,
y la «iglesia baja» (Low Church), de tintes mucho más protestantes; a ellas habría que añadir la «iglesia ancha»
(Broad Church), que es un núcleo intelectual con ideas protestantes liberales. Al decir ortodoxo, se trata del
protestantismo que quiere ser fiel a los grandes reformadores del siglo XVI: Lutero y Calvino. Con ello queda
dicho que no nos ocuparemos del protestantismo liberal; mucho menos puede tratarse aquí del mundo abigarrado
de las sectas, de difícil sistematización por su misma heterogeneidad y de poco interés doctrinal -no en último
lugar- por su falta de consistencia teológica.
Delimitado así el campo, puede ya añadirse que las dificultades que los protestantes encuentran en la
mariología católica deben situarse en dos niveles netamente distintos. Hay una serie de dificultades que no nacen de
los principios sistemáticos del protestantismo. Se refieren a privilegios concretos de María, cuya existencia en
realidad no sería incompatible con los principios fundamentales protestantes; pero cuya colación de hecho a María
por parte de Dios no piensan que pueda demostrarse por la Sagrada Escritura. Podríamos calificar este tipo de
problemas como dificultades no sistemáticas.
La dificultad sistemática está constituida por otro punto: La idea de que María fue activa en su respuesta al
ángel en la encarnación y que esa decisión suya tuvo repercusiones positivas en el plano de la salvación. Ello choca
con el principio protestante fundamental, sea en la forma que éste tiene ya en Lu tero, sea en la forma que ha
adquirido en el protestantismo moderno.
Ya en el capítulo anterior hemos aludido al principio central del sistema teológico de Lutero. Como
consecuencia del pecado de los primeros padres, nacemos -según Lutero- con una naturaleza corrompida, carente
de libertad para el bien, y, por ello, incapaz de realizar obras buenas. Es conocida la obra Sobre el albedrío esclavo
(De servo arbitrio; WA 18,600-787), que Lutero escribió en 1525 contra Erasmo. En esta situación, el hombre no
puede justificarse por obra alguna, sino sólo por la fe (cf. Rom 3,28), es decir, sólo puede confiar en que Dios no
tenga en cuenta su situación pecadora y le salve mirando a los méritos de Cristo. En buena lógica, todo este
planteamiento sólo vale para el hombre nacido en pecado original y porque nacido en pecado original. Si María fue
inmaculada en su concepción, es decir, exenta de pecado original desde el primer instante de su concepción, no
tendría por qué valer para ella es la imposibilidad de hacer el bien que se deriva del hecho de poseer una naturaleza
corrompida por el pecado original. Y Lutero, al menos durante gran parte de su vida, afirmó la inmaculada
concepción de María. Lutero era un hombre poco sistemático, y no se preocupó, reflejamente, de combinar su
doctrina de la imposibilidad histórica (imposibilidad de hecho) del hombre para hacer el bien con la posible
excepción que hubiera representado María en cuanto adornada con el privilegio de su exención de pecado original.
En el planteamiento de Lutero -que es un planteamiento histórico y no metafísico- hay que reconocer, sin embargo,
que la posibilidad de una excepción en el caso de María no es lógicamente impensable.
A pesar de todo, el «no» de Lutero a la figura de María como activa en la obra de la salvación tenía que ser
y fue rotundo. El ángel, como enviado por Dios y en su nombre, pide a María su consentimiento para que la
encarnación se realice. Su aceptación tiene repercusiones en la salvación de todos los hombres. A partir de ese
momento -aceptada esta interpretación del «sí» de María como activo-, los hombres no se salvarían sólo por Cristo,
sino también, en algún sentido, por una cooperación de María. La fe o confianza de la salvación no sería
exclusivamente en Dios por la obra de Cristo, sino en Dios por una obra de Cristo en la que María habría
colaborado esencialmente con su libre decisión. Esto se acentuaría con la aceptación de una continuación de la
mediación de María en el cielo con su intercesión ante Dios.
Significativamente, la posición de los reformadores del siglo XVI frente a la figura de María que presenta
la mariología católica fue muy diversa cuando se trataba de rasgos que constituían dificultades no sistemáticas para
el protestantismo y cuando el problema afectaba al sistema mismo (dificultad sistemática). En el primer caso, la
admisión o rechazo de determinados privilegios dependía de que pensaran que para ellos existía o no suficiente
base en la Escritura. Por ello, nada tiene de extraño que los reformadores admitieran no pocos privilegios de María
(naturalmente, no todos admitieron los mismos) y que en esta admisión de privilegios marianos hubiera entre ellos
ciertas oscilaciones. En todo caso, no se trataba de dificultades sistemáticas, y, por ello, la admisión o el rechazo
dependían de la valoración más positiva o más negativa, según los casos, de la fundamentación concreta de cada
privilegio.
Baste recordar que Lutero afirmó la inmaculada concepción de María (al menos durante gran parte de su
vida), su virginidad perpetua, y que atribuyó a María el título de Theotokos, es decir, Madre de Dios. Bullinger
defiende -por más extraño que pueda resultar- la asunción corporal de María, aunque es curioso que vea en ello un
propósito divino de despojar el cuerpo de María a la veneración de los fieles, y, por tanto, un argumento contra el
culto de las reliquias. Por su parte, Calvino llama a Nuestra Señora «la santa virgen», «la bienaventurada María», y
la propone como ejemplar de las virtudes.
Por el contrario, a pesar de todas estas admisiones, rechazaron unánimente la mediación de María en
cualquier modo que se la entendiera (o como actuación positiva terrestre de María, por la que nos ha venido el
Salvador y, consiguientemente, la salvación, o como actuación intercesora en el cielo) y que se la invocase. La
unanimidad en este punto es absoluta una vez pasados los momentos de tanteo, que fueron indispensables en el
proceso en virtud del cual la intuición de Lutero se convirtió en sistema.
En el protestantismo moderno -si prescindimos de excepciones catolicizantes, no representativas y ligadas a
movimientos o sitios tan característicos en esta línea como Taizé-, la negación de una actuación posi tiva de María
en la obra de salvación se ha hecho incluso más tajante que en los reformadores. El axioma(proposición) según el
cual lo creado es incapaz de todo influjo positivo en el plano de la salvación, se ha convertido en un principio
metafísico. Y un principio metafísico no admite excepción alguna. María, por tanto, no puede ser excepción.
Aceptar la excepción sería negar la validez del principio mismo.

Evolución del pensamiento de Lutero sobre María


Lutero no era un temperamento sistematizador. Aunque lo hubiera sido, la estructuración lógica de un
sistema requiere tiempo desde la primera intuición hasta su acabamiento. Si la primera intuición, la experiencia de
la torre, hubiera que colocarla en el invierno de 1512 a 1513, ha sido necesario un largo proceso hasta que Lutero
sacó las últimas consecuencias de ella. Como es obvio, ese proceso en virtud del cual el pensamiento se va
convirtiendo en sistema cerrado, nos interesa aquí sólo por lo que se refiere a la figura de María.
El año 1521, Lutero escribió su Comentario al «Magnificat» (WA 7,544-604). Se trata de una obra de
transición en lo que se refiere a su posición con respecto a María. En efecto, en ese comentario, dos veces, al
principio (WA 7,545) y al final (WA 7,601), se dirige a la súplica celeste y a la «intercesión» de la Madre de Dios.
Acepta, por tanto, todavía a María como intercesora. Sin embargo, en el Comentario no aparecen en absoluto dos
títulos sumamente caros a la piedad de la época: María medianera y abogada.
Esta ausencia no es casual. El término «medianera» nunca tuvo entrada en la teología de Lutero. El texto de
1 Tim 2,5 («Porque uno es Dios, uno también el Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús»),
explicado por él con gran sobriedad en 1528 (WA 26,37), tuvo siempre un sentido de rígida exclusividad en su
mente: si el Mediador es uno, sólo uno, no podrá aceptarse, aunque en tantos libros se diga lo contrario, «que María
es nuestra medianera ante Cristo, como si la pasión de éste no sirviera ya para nada por ser demasiado lejana en el
tiempo» (1523; WA 11,60). Otras fórmulas más generales que engloban a los santos en la exclusión, porque uno
solo es el Mediador, Cristo, incluyen, sin duda, a María en el rechazo (1528; WA 26,508). En el título de
«medianera» aplicado a María encontraba Lutero, ya en tiempos de la composición de su Comentario al
«Magníficat», una dificultad de tipo escriturístico.
Tampoco es casual el que no aparezca el título de «abogada» en el Comentario al «Magnificat», en el cual,
sin embargo, Lutero habla de «intercesión» de María, con lo que implícitamente la reconoce como «intercesora».
El Comentario es, como hemos dicho, de 1521. Del año siguiente (1522) conservamos una neta toma de posición:
«No queremos tenerla (a María) como una abogada; queremos tenerla como una intercesora, como a los otros
santos» (WA 1O/3,325). Lutero ha introducido así una importante distinción conceptual: intercesora, sí; abogada,
no.
En este caso, los motivos no nacen de una dificultad exegética, como sucedía con el término «medianera».
La desaprobación, a nuestro juicio, procede de una reacción emocional de Lutero frente a la piedad popular católica
de su tiempo, mezclada con su concepto, bastante ofensivo por cierto, de lo que es ser abo gado. En este último
aspecto hay razón para pensar que Lutero veía en el abogado la persona siempre a favor del reo, dispuesta a
salvarle en juicio a base de su propia habilidad y manejando pretextos sobre presuntos derechos del cliente; en una
palabra, una persona decidida, incluso si fuera posible, a engañar al juez y, en todo caso, con especiales títulos
jurídicos de acceso a él. Aunque Lutero haya rechazado esta descripción por lo que tenía de derogatoria (anulatoria)
de la independencia de Cristo (y ya bastaría esto para que no fuera encuadrable en su teología), creo que, enten dido
así, el título de «abogada» tampoco hubiera resultado honroso para María.
Aplicado el esquema al caso de María, aparecen, en la piedad popular repercusiones contra las que Lutero
reacciona con energía. De ellas acusa al papado. Se trataría de una presentación «papista» en la que Cristo aparece
como juez severo y rígido que castiga, mientras que en María hay «mera dulzura y amor»; «por esto se tenía miedo
de Cristo, y todos hemos huido de su presencia, para invocar a los santos y a María y otros, como socorredores, y
eran todos ellos más santos que Cristo», sin llegar a ver que Cristo «es Mediador, Ayudador, Consolador, Trono de
la gracia, Epískopos, Pastor, Hermano, Abogado, Regalo nuestro y Socorredor, y como tal se nos ha dado y
regalado, más que como juez, de modo que no tengamos que huir de El» (1538-40; WA 47,99a).
Dejemos aparte las responsabilidades de esta representación, que Lutero hace recaer -como es habitual en
él- sobre el papado. No le habría sido fácil confirmarlas con testimonios doctrinales oficiales. Pero, aunque
pueda herirnos el lenguaje duro de Lutero (duro, sobre todo, por vehemente y excesivo, exagerado él mismo
cuando quiere acusar exageraciones de la piedad popular), no es fácil negar que la presentación popular de María
como abogada ante Cristo juez no haya llevado a veces, por ejemplo, en sermones (donde la exaltación retórica
puede hacer que se midan menos las palabras), a una acentuación que, sin advertirlo, lanza sobre Cristo los
aspectos antipáticos y rígidos de juez, y conserva para María los amables y dulces de abogada. Tampoco puede
dudarse que exageraciones de este tipo hayan existido incluso en formulaciones teológicas nominalistas del final de
la Edad Media. Se trata claramente de exageraciones. La teología católica tiene toda la razón cuando insiste en
que la única mediación de Cristo no excluye mediadores secundarios participados (cf. C ONCILIO VATICANO II,
Constitución dogmática sobre la Iglesia n.62); pero en una aplicación pastoral correcta de esa teología no es
admisible que los mediadores secundarios constituyan una sombra que se proyecta sobre el Mediador único,
quitándole algo de su esplendor.
El diálogo ecuménico sobre estas primeras dificultades luteranas en torno a María
Todo esto plantea el problema del diálogo ecuménico sobre estas dificultades de Lutero, que continúan
vivas en el protestantismo ortodoxo posterior. Ante todo, recordemos que el concilio Vaticano II no ha tenido
inconveniente en repetir los títulos con que se invoca a María en la Iglesia: «abogada, auxiliadora, ayudadora,
medianera» (Constitución dogmática sobre la iglesia n.62). El primero y el último son los que Lutero rechazaba ya
en 1521. Este hecho es importantísimo. El método ecuménico del concilio Vatica no II no consiste en silenciar los
problemas, sino en confesarlos, para intentar después hacerlos inte ligibles.
Ante todo, hay que liberar el título de «abogada» de todas las connotaciones negativas que suscitaba en
Lutero: condicionante de Cristo juez, y figura artera que intenta engañar al juez mismo. No olvidemos que
Jesucristo mismo es también nuestro abogado ante el Padre (cf. I Jn 2,1), sin que ello condicione a Dios Padre y sin
que el título incluya nota alguna que sea indigna de la majestad de Cristo.
Por lo demás, el papel de María como abogada puede concretarse en dos representaciones de su in -
tercesión: María que intercede ante Cristo, o que, juntamente con Cristo, intercede ante el trono del Pa dre. Debe
decirse que ambas son legítimas. A Cristo podemos considerarlo como persona divina, y tér mino así de nuestra
oración y también de la intercesión de María; o como el Verbo encarnado, hecho hombre para ser nuestro
Mediador, y que se prolonga en una gran Cuerpo místico. Porque ambas concepciones son legítimas, deberá
evitarse todo exclusivismo.
Sin embargo, tal vez tuviera muchas ventajas pastorales restaurar más en la conciencia de los fieles la
segunda manera de representarnos la intercesión de María. Sería recuperar la imagen de Cristo Mediador,
demasiado olvidada en la piedad popular, pero fielmente conservada en el riquísimo esquema oracional de la
liturgia romana. En sus oraciones (en concreto, en la colecta) de la misa, nos dirigimos al Padre con la exclamación
«¡Oh Dios!» (en el lenguaje cristiano de los primeros siglos, el nombre «Dios», si no llevaba matización
subsiguiente, se refería al Padre); exponemos después nuestra indigencia en el cuerpo de la oración; y concluimos
poniendo por intercesor a nuestro hermano mayor (cf. Rom 8,29) y Mediador (1 Tim 2,5); «por Nuestro Señor
Jesucristo, tu Hijo»; ese Jesús vive y reina con el Padre «en la unidad del Espíritu Santo», es decir, en la
«comunidad» que el Espíritu Santo convoca, une y vivifica: la Iglesia; se trata de la prolongación del Señor Jesús a
lo largo de la historia; su Cuerpo místico. Ponemos así por intercesor al Cristo total. Pero el Cuerpo místico de
Cristo no se limita a esa gran familia que es la Iglesia terrena; su parte más noble está ya en el cielo (cf. Concilio
Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Iglesia c.7), y dentro de la Iglesia celeste, a la cabeza de los miembros
celestes de la Iglesia, está María como Madre de la Iglesia misma (P ABLO VI, Discurso de clausura de la tercera
etapa del concilio Vaticano II: Ecclesia24 [1964 II] 1636).
Insisto en que no pretendo proponer un único esquema oracional como exclusivo. El mismo Concilio
Vaticano II (Constitución Dogmática sobre la Iglesia n,69) utilizó el esquema de intercesión de María ante su Hijo.
Pero, en todo caso, el esquema indicado tiene la ventaja de integrar a María, dentro del Cuerpo místico, en relación
con el misterio trinitario. Una figura integrada en el conjunto no lanza nunca sombras indebidas; ese riesgo sólo
existe si se presenta la intercesión de María aislada y sin integrar en el conjunto del Mensaje.
En cuanto al título de medianera, existe un serio y moderno estudio exegético sobre 1 Tim 2,5 (E.
MIGUÉNS, Unus Deus, Unus Mediator (Tim 2,5), en De Mariología del Oecumenismo [Romae 1962] p.59-69),
que ha demostrado que este versículo no excluye la existencia de mediadores subordinados. Ese tema no está
tratado en el pasaje citado. De lo que se trata allí es de sostener que no hay más que un Dios y un Mediador, «que
se, dio a sí mismo en rescate por todos» (v.6); por ello, ese Jesús es camino necesario para todos en orden a llegar
al Padre. La unicidad del Mediador se refiere a que no se le puede excluir (por parte de ningún hombre) para ir al
Padre. El problema ulterior de una posible asociación a su obra de mediadores subordinados, no está tocado por el
texto. La existencia de esa asociación a Cristo es un tema central de la teología paulina en otros pasajes de sus
cartas: la idea del Cuerpo místico de Cristo no es sino la idea de una asociación a El; el modo singular de la
asociación de María es un dato del Mensaje, consignado como dato histórico ya en el relato de la anunciación (Lc
1,26-38).
Evolución posterior del pensamiento de Lutero sobre la figura de María
En su Comentario al «Magníficat» hemos visto cómo Lutero, aunque deja caer los títulos de media nera y
abogada, consideraba todavía a María como intercesora. En esta nota de intercesión se va a concentrar una
evolución de Lutero cada vez más reductiva.
Mientras que Lutero en 1520 había recomendado decir el avemaría o el padrenuestro como oración an tes
del sermón (WA Briefe 2,124), a partir de 1522, en el Beibüchlein («librito de oración») no quiere que sea oración,
sino alabanza (WA 10/2,407). El año siguiente invitaba a los fieles a «considerar qué es el avemaría; no una
oración, sino una alabanza. En ella no se hace otra cosa sino alabar. Sus palabras son palabras de ponderación. Si
hacemos uso de ellas en este sentido preciso, las usamos rectamente. Pero temo que no se use así, sino que
permanezca todavía la costumbre de orar a María por sí misma y de rezar un rosario para obtener este o aquel
favor» (WA 1 l,60s). Todo este planteamiento le llevó, lógicamente, al consejo formal, dado en 1528, de conservar
la primera mitad del avemaría -la formada con palabras tomadas del Evangelio-, dejando caer toda la parte
suplicatoria (WA 27,232).
En la misma dirección se fue realizando también la reforma litúrgica llevada a cabo por Lutero; entiendo
aquí por ella la reforma del calendario litúrgico. De las numerosas fiestas marianas de la época, a más tardar para
1530, en Wittenberg no se celebraban más que tres: la Anunciación (25 de marzo), la Purificación (2 de febrero) y
la Visitación (2 de julio). Pero los sermones de Lutero en las celebraciones de estos días nos hacen comprender que
interpretaba todas estas fiestas como cristológicas: en la Anunciación se venera el milagro de la encarnación del
Verbo; en la Purificación, la presentación y oblación de Jesús en el templo; la Visitación es, ante todo, motivo de
gratitud a Dios que se manifiesta (El es quien, encerrado en el seno de María, santifica a Juan), a la vez que ofrece
una ocasión de explicar el Magníficat en su auténtico sentido y de presentar a María como ejemplo que imitar (pero
ese ejemplo se ha deslizado insensiblemente, hasta convertirse en la figura «protestantizada» de una mujer en
pura confianza pasiva ante Dios).
La lógica interna de esta evolución
En su Comentario al «Magníficat», Lutero conservaba todavía la idea de María intercesora, aunque ya
entonces hubiera dejado caer los títulos de medianera y abogada. Muy poco después aparece el plano incli nado para
la eliminación de toda intercesión de Ma ría, eliminación que, preparada desde 1522, se con suma en 1528 al dar el
consejo formal de suprimir la parte deprecatoria del avemaría. Era lógico que así sucediera. María que intercede
hace algo positivo en el plano de la salvación a favor de los hombres.
Pero resulta impresionante darse cuenta de que la semilla de esta evolución estaba ya en el Comentario al
«Magníficat» cuando Lutero explica que María en la encarnación fue instrumento meramente físico y que llevó en
su seno a Cristo de manera paralela a como también la cruz fue apta y ordenada para llevar a Cristo, aunque era un
leño (WA 7,573s). Con ello, ya entonces, Lutero había desconocido completamente el valor y el sentido de la
decisión personal del «sí» de María. Sólo faltaba ir sacando las consecuencias.
Sin embargo, es absolutamente necesario preguntarse si tendría sentido el conjunto del relato de la
anunciación (Lc 1,26-38) si la respuesta de María, en que culmina, no fuera una decisión personal y libre: el
sentido común se rebelaría frente a ese largo diálogo de invitación a aceptar y de explicación de la misión futura del
Hijo, de oposición de una dificultad por parte de María (v.34) y solución de ella (v.35), con ulterior alusión al
milagro obrado en Isabel que tiene un sentido de confirmación del anuncio (v.36s) si no estuviera siendo
interpelada una libertad personal. No en vano -como recordábamos en el capítulo anterior-no faltan teólogos
protestantes que defiendan que es aquí donde debe comenzar el diálogo ecuménico. Y no les falta razón, porque es
aquí donde ese diálogo es verdaderamente prometedor.

Repercusiones de la actitud de Lutero en el protestantismo posterior


Lutero suprimió todo culto de intercesión de María cuando llegó a su posición definitiva. Sin embargo,
quiso conservar un culto de alabanza. Tan característico es que suprimiera la parte suplicatoria del avemaría como
que conservara la parte primera, que recoge las alabanzas del ángel y de Isabel a María. El mismo tema de alabanza
por las grandes cosas que Dios ha hecho en María, reaparece en los sermones pronunciados por Lutero en las tres
fiestas marianas, que, como hemos visto, mantuvo, aunque las interpretara, primariamente, como fiestas del Señor.
El hecho no es dudoso: Lutero quiso salvar en el protes tantismo un culto de alabanza a María (cf. W. TAPPOLET-
A. EBNETER, Das Marienlob der Reformatoren [Tübingen 1962] p. 15-160).
Al cabo de cuatro siglos, de existencia del pro testantismo, hay que reconocer que el esfuerzo de Lutero ha
sido inútil en esta línea: la figura de María ha desaparecido del todo en el protestantismo normal, si prescindimos,
una vez más, de grupos catolicizantes como Taizé, los cuales, además, son un fenómeno moderno, que en ningún
caso se pueden presentar como característicamente protestantes. La pregunta inevitable es si, una vez que María no
significara algo positivo en la historia de la salvación, era posible mantener un culto de alabanza a ella, o si, más
bien, no se había introducido el plano inclinado para su completa desaparición. Hay ciertas leyes de psicología
religiosa que no se pueden desconocer impunemente. Tales leyes tienen también vigencia en la psicología religiosa
del pueblo cristiano.
Pero más inquietante aún es otro hecho. Lutero suprimió el culto de intercesión de María para concen trar la
piedad en la oración a Cristo. En 1532 tenía que reconocer que con la supresión de la oración a María no se había
conseguido que se orara más a Cristo {WA 36,152). Hay un orden de la salvación querido por Dios, en el que
María tuvo un papel singular. No reconocer ese orden de realidades tenía que traer consigo consecuencias
negativas. La figura de Cristo -contra lo que hubiera podido esperarse- no salía enaltecida en la práctica, sino
desdibujada.
Tres recientes declaraciones ecuménicas marianas
En los tres últimos Congresos mariológicos internacionales, Zaragoza (1979), Malta (1983) y
Kevelaer(1987), un grupo de trabajo que reunía a los teólogos no católicos asistentes con un número equivalente de
teólogos católicos consiguió llegar a ciertas conclusiones comunes que fueron expresadas en sendas declaraciones
firmadas por todos los miembros de la Comisión ecuménica de dichos Congresos (textos en «Scripta de Maria» 7
[1984] 539-83 para Zaragoza y Malta; y' en «Ephemerides Mariologicae» 38 [1988] 139s para Kevelaer). Estos
documentos intentan describir un mínimo de piedad mariana que sea aceptable también para un protestante de
buena voluntad. Es mucho el camino que queda por recorrer. Pero si fuera posible revivificar una piedad mariana
en el protestantismo, la vida iría acercando lentamente las doctrinas.

MARÍA EN EL ANTIGUO TESTAMENTO

Una tendencia frecuente en la predicación, sobre todo hasta hace unos años, se apegaba a ver a María por
todas partes en el Antiguo Testamento; además de unos textos fundamentales a los que nos referiremos más
adelante (Gen 3,15; Is 7,14; Miq 5,2), se citaban Jer 31,22 y Sal 45,10; se veía a María en los símbolos: el arca de
Noé, etc.; se la descubría en determinadas figuras: la esposa del Cantar, las mujeres de Israel, Judit, Ester; se le
aplicaban determinados textos que hablan de la Sabiduría divina, como Prov 8 y Eclo 24. Hoy, por el contrario, no
es difícil encontrar escrituristas, también católicos, que defiendan un silencio total, o prácticamente total, del
Antiguo Testamento sobre María.

¿Qué puede decirse sobre el tema? Para proceder con la mayor claridad posible, creo conveniente separar los
principales textos del Antiguo Testamento que suelen citarse a propósito de María en tres apartados distintos:

 «Textos mariológicos por sola acomodación»,

 «Textos de sentido mariológico discutido» y

 «Textos ciertamente mariológicos».


Textos mariológicos por sola acomodación

a) Judit 15,9
Después de que Judit libró a su pueblo del peligro de Holofernes, los jefes de Jerusalén que habían tomado
la iniciativa de la resistencia fueron a Betulia «para contemplar los beneficios que Dios había derramado sobre
Israel; también para ver a Judit y saludarla» (Jdt 15,8). Ante Judit prorrumpieron en estas palabras de
entusiasmo: «Tú eres la gloria de Jerusalén, tú el gran orgullo de Israel, tú el supremo honor de nuestra raza»
(v.9).
El texto se refiere sólo a Judit. Los que así aclamaron a Judit, pensaban en ella y no en otra persona.
Tampoco parece que pueda haber pensado en otra persona el autor sagrado que narra estos acontecimientos. No hay
motivos, para pensar que el Espíritu Santo, autor principal de la Escritura en cuanto inspirador de ella, pretendiera
referirse a persona alguna posterior.
Sin embargo, la liturgia, tanto antes como después de la reforma posterior al Concilio Vaticano II, utiliza
estas palabras en algunas misas de la Virgen, como también en el Breviario para los oficios de la Virgen María. El
procedimiento no debe extrañarnos. Supongamos que alguien pretendiera escribir un elogio de un héroe militar
moderno y que para ensalzarlo echara mano de los versos con que el Cantar del Mío Cid describe a ese gran
personaje medieval. Es claro que el Cantar del Mío Cid no se refiere, en modo aIguno, al héroe militar moderno de
nuestra hipótesis, el cual no podía entrar en la perspectiva del autor medieval. Sin embargo, quien hoy escribiera el
elogio del héroe moderno estaría, al utilizar los versos del Cantar del Mío Cid, mostrándonos la idea que el héroe
moderno le merece. No es el Cantar del Mío Cid quien nos habla de él, sino el escritor moderno, que, al utilizar las
palabras del poema medieval, nos dice que la idea que se ha forjado del héroe moderno corresponde a la expresada
en los versos del poema medieval cuando éste canta al Cid Campeador.
Del mismo modo, la Biblia no nos dice nada sobre María en Jdt 15,9. Pero la Iglesia, al utilizar este texto la
liturgia, indica que en esas palabras se expresa bien la idea que ella misma tiene de María. ¿No colaboró María a
librarnos de un enemigo mayor que Holofernes? ¿No cooperó a salvarnos de la cautividad definitiva? En resumen,
la Iglesia expresa, con palabras tomadas de la Biblia -aunque esas palabras en la Escritura no se refieran a María-,
la idea que tiene de ella.

c) Pasajes Sapienciales: Prov 8 y Eclo 24

Lo mismo puede decirse de determinados pasajes de los libros sapienciales que la Iglesia utiliza en la
liturgia en misas y oficios de María. Entre ellos tienen especial importancia los tomados de Prov 8 y Eclo 24. Se
trata, sin duda, de pasajes que en realidad hablan de la Sabiduría divina y no de María. Pero, como siempre que se
trata de acomodación de textos, el interés teológico principal ha de recaer sobre cuál es la imagen que la Iglesia
posee de María y qué ha creído poder expresar sobre ella con estos pasajes sapienciales.
En Prov 8,22s se dice: «Yahveh me formó primicias de su obrar desde muy antiguo, y desde antes mismo
que cosa alguna hiciera. Muy de antiguo fui yo formada, desde el principio y desde los orígenes de la tierra». De
modo semejante, se habla también de la Sabiduría divina en Eclo 24,9 («Antes del mundo, al comienzo, me creó, y
por todos los siglos subsistiré»). La idea bíblica es que Dios ha estado acompañado de su Sabiduría desde el
principio. Cuando la Iglesia aplica estas palabras a María, sugiere que en el plan divino de salvación, formado
desde la eternidad, y por el cual el Padre decide enviar a su Hijo, está contenida también María.
Posteriormente, Prov 8,27-30 describe a la Sabiduría divina como activa y benéfica; «Cuando daba estabi -
lidad a los cielos, allí yo estaba; cuando el horizonte sobre el abismo limitaba, cuando sujetaba las nubes en lo alto,
cuando daba energía a las fuentes del abismo, cuando imponía su ley al mar y las aguas no podían quebrantar su
mandato, cuando reforzaba los cimientos de la tierra, entonces, cual arquitecto, estaba a su lado». Es una magnífica
descripción de la acción creadora de Dios, que culmina con una frase según la cual la Sabiduría estaba al lado de
Dios en la creación como sugiriendo planes que luego sólo la omnipotencia divina podía realizar. El texto se refiere
a eso y sólo a eso. Nada nos enseña de María. Pero, al acomodárselo a María, la Iglesia expresa su idea de María,
en cuanto que ésta ha tenido una cooperación activa en la obra de la nueva creación, es decir, en la obra de la
salvación.
Prov 8,32-35 contiene una invitación de la Sabiduría para que los hombres la sigan así como la promesa de
los bienes que el hombre alcanza si se pone en contacto con ella. La Iglesia está igualmente convencida de los
bienes que el hombre obtiene poniéndose en contacto con María a través de una profunda devoción a ella. Es un
pensamiento semejante al que puede hallarse en el uso litúrgico de Eclo 24,13-17; en estos versículos se hace una
espléndida descripción de la vegetación palestinense con la que se simbolizan los frutos de la Sabiduría; más
concretamente los frutos que el hombre puede obtener si sigue a la Sabiduría. En una acomodación a María, la
Iglesia quiere subrayar la belleza y abundancia de los frutos que el hombre puede obtener con una piedad mariana.
La invitación que cierra la perícopa cobra todo su sentido en este ambiente: «Vengan a mí ustedes que me desean y
llenense de mis productos. Porque mi nombre es más dulce que la miel, y mi heredad, más que un panal de miel»
(Eclo 24,19s).
Textos de sentido mariológico discutido
Desde la Edad Media comienza a existir una cierta tendencia exegética que interpreta el Cantar de los
Cantares en sentido mariológico. Sin duda, el argumento fundamental del libro son las relaciones de amor entre
Yahveh y su pueblo. Naturalmente, ese amor no queda en un nivel abstracto, sino que se concretiza en el amor
entre Dios y el alma. Los escrituristas partidarios de una interpretación mariológica del Cantar de los Cantares
piensan que el mismo Espíritu Santo, al inspirar el libro, habría querido referirse a María como cúlmen supremo de
las relaciones de Dios con un alma. Por ello, ya en sentido verdaderamente bíblico, el Cantar de los Cantares
hablaría de Nuestra Señora. No debe confundirse esta tendencia exegética con lo que fue el uso, más o menos fre-
cuente en tiempo de los Santos Padres, de aplicar a María determinados pasajes del Cantar, Tales aplicaciones
pueden ser meras acomodaciones según el procedimiento literario que hemos examinado en el párrafo anterior:
expresar con palabras del Cantar la idea que los Santos Padres tenían de la relación de amor entre Dios y María.
Por el contrario, si el Cantar de los Cantares hubiera de ser interpretado mariológicamente en un sentido
verdaderamente bíblico -y no con mera aplicación y acomodación a María de determinados pasajes-, habría que
identificar a María en la esposa del Cantar; a ella se referiría realmente el Espíritu Santo cuando, al inspirar el libro,
nos habla de la esposa. En ese caso, el libro entero habría de referirse, de alguna manera, a María.
A esta necesidad de interpretar de María el libro todo en caso de que tuviera sentido verdaderamente
mariológico desde un punto de vista bíblico, ha de atribuirse el hecho de que la tendencia a interpretar
mariológicamente el Cantar se vea hoy cada vez más abandonada. En efecto, el amor de Yahveh hacia su pueblo
descrito en el Cantar es un amor misericordioso y perdonador de las flaquezas e infidelidades de éste. Pero ¿ha
tenido estas notas de misericordia y perdón con respecto a infidelidades realmente cometidas el amor de Dios a
María? ¿Ha podido tener estas cualidades?
La dificultad aparece en toda su gravedad en la escena de Cant 5,2-6. La esposa oye la voz del esposo:
«Oigo la voz de mi amado, que llama a la puerta: ‘¡Ábreme, hermana mía, amada mía, mi paloma, mi inmaculada,
porque está mi cabeza llena de rocío; mis guedejas, del sereno de la noche!’» (v.2). La respuesta de la esposa es
desconcertante. Oponiendo los motivos más fútiles, la esposa rehusa abrir: «Me he despojado de mi túnica; ¿cómo
me la vestiría de nuevo? He lavado mis pies; ¿corno volvería a ensuciarlos?» (v.3). El rechazo será transitorio. La
insistencia del esposo hace que el amor de la esposa se despierte (v.4) y ella salga a abrir al esposo (v.5). Pero,
aunque de modo transitorio, ha habido infidelidad, Por eso hay un castigo: «He abierto a mi amado, pero mi amado
se había ido, había desaparecido. Mi alma ha salido en su seguimiento; le he buscado, y no le he encontrado; le he
llamado, y no me ha respondido» (v.6).
No puede aplicarse a María un texto que tiene el tema de la infidelidad. Ella -como lo veremos de otros
pasajes de la Biblia- fue siempre fiel a Dios. Por ello, el Cantar de los Cantares no habla, en sentido
verdaderamente bíblico, de ella. Pero es importante darse cuenta de que lo que estamos formulando no es sólo una
afirmación concreta sobre el modo en que debe interpretarse un libro concreto: el Cantar de los Cantares. Estamos
formulando un criterio general. No se pueden interpretar de María escritos bíblicos en los que aparezca el tema de
la infidelidad.
Es el mismo problema que presenta el conocido salmo 45 (44 en la Vulgata). Al menos, a un nivel
profundo de significación -aunque a un nivel superficial se canten las bodas entre un rey de Israel y una prin cesa
extranjera-, el salmo es mesiánico. El rey cantado en la primera estrofa (v.3-10) es, por tanto, a ese nivel, Cristo. En
la segunda estrofa se habla de la reina-esposa (v.11-18). ¿Será María esta figura que el salmo introduce junto al
Rey Cristo?
A María ha aplicado y continúa aplicando la liturgia las palabras de este salmo. Pero este hecho no es
decisivo. También sucede con determinados pasajes del Cantar de los Cantares. Y no olvidemos que -como ha
sido anteriormente explicado- la liturgia utiliza con frecuencia un procedimiento de acomodación. La respuesta
habrá de venir de un análisis del salmo.
La estrofa dedicada a la reina se abre, un poco abruptamente, con unas palabras de exhortación, que tienen
algo de advertencia severa:
«Oye, hija, y mira; aplica tu oído; olvida tu pueblo y la casa de tu padre; entonces el rey codiciará tu
belleza» (v.11s). En un sentido literal inmediato, la frase supone que se trata de una princesa extranjera que contrae
matrimonio con un rey israelita. Pero, estudiando el planteamiento a su nivel profundo (el nivel en que el salmo
tiene sentido mesiánico), la frase, con su sentido consecutivo («olvida..., entonces»), nos descubre la clave de su
interpretación.
El salmo parece así aludir a las bodas del Mesías con el pueblo de Israel. Para ellas será necesario que
Israel rompa sus lazos con los pueblos de Canaán, con el paganismo; habrá de romper los lazos que tantas veces le
han llevado al olvido de Yahveh. Supuesta esa ruptura del pueblo de Israel con su pasado de olvidos de Dios, el
resto del salmo canta la felicidad futura.
Lo decisivo es que la exigencia de ruptura con el pasado que el Mesías formula en estos versículos (v.11s),
presupone una infidelidad previa. Es el motivo por el que no me parece posible interpretar la reina del salmo como
María, en un sentido verdaderamente bíblico.

Textos ciertamente mariológicos


El Concilio Vaticano II (Constitución dogmática sobre la Iglesia n.55) enumera tres pasajes del Antiguo
Testamento que en un sentido verdaderamente bíblico hablan de María: Gen 3,15; Is 7,14; Miq 5,2s. Según el
mismo Concilio, en estos textos se descubre la figura de María si se los entiende «tal como se leen en la Iglesia y
tal como se interpretan a la luz de una revelación posterior y plena». Con ello se indica que la plena certeza del
sentido mariológico de esos pasajes sólo se obtiene iluminándolos con el doble criterio extrínseco indicado por el
texto del concilio: el modo como la Tradición los ha interpretado en la Iglesia y la ulterior aclaración que no pocos
pasajes bíblicos van recibiendo por la revelación posterior, contenida frecuentemente en libros bíblicos más
recientes (no se olvide que todos los libros de la Escritura tienen el mismo autor principal: el Espíritu Santo).
Sin embargo, a un nivel meramente científico, se puede mostrar la exégesis mariológica de estos pasa jes
como científicamente razonable. Si la exégesis mariológica se ilumina con el doble criterio extrínseco indicado por
el texto del Concilio, es porque previamente existía en los textos. Y, si existía, se puede descubrir con una
suficiente racionabilidad científica. Estudiaremos a continuación los pasajes del Antiguo Testamento a los que tanta
importancia concede el Concilio Vaticano II. No nos detendremos, sin embargo, en el estudio de Miq 5,2s, ya que
carece de interés mariológico propio por no contener más que una referencia a Is 7,14. Nuestro interés, por tanto, se
en el análisis de Gen 3,15; Is 7,14.
a) Gén 3,15
El versículo 15 del capítulo 3 del Génesis se conoce, a partir de los siglos XVII y XVIII con el nombre de
«Protoevangelio». Según parece, el primero en haber utilizado esta denominación fue el teólogo protestante
Lorenzo Rhetius, quien escribe en 1638: «Pues merece el nombre de Protoevangelio, porque es el primer
Evangelio, esta buena noticia que alentó al género humano privado de la gracia de Dios» En el siglo siguiente, el
nombre de Protoevangelio comienza a utilizarse por teólogos católicos.
En este versículo, después del pecado de los primeros padres, Dios habla a la serpiente, y le dice así:
«Establezco enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y su linaje: él te aplastará la cabeza y tú le acecharás el
calcañar». Un breve análisis de las palabras que aparecen en. el versículo nos permitirá determinar a continuación
el sentido completo de él.
Establezco: Ante todo, es importante que el verbo se encuentra en primera persona del singular y
referido a Dios que habla. Es Dios quien establece la enemistad, de la que se habla en seguida. Una vez rota por el
pecado la amistad con Dios, sólo Dios puede restablecerla poniendo una enemistad contraria, es decir, una
enemistad con respecto al demonio. La salvación viene de Dios.
Por otra parte, la forma verbal hebrea es un imperfecto que empieza ahora, pero que va a perdurar en el futuro.
Retengamos este dato. Cuando veamos que en la palabra mujer hay dos planos (uno en que se refiere a Eva y otro en que se
refiere a una misteriosa mujer futura), comprenderemos que esta situación que Dios establece empieza ahora, pero va a
prolongarse en un futuro. Ya veremos también que, por una serie de motivos, no sólo se va a prolongar, sino que va a tener un
crescendo en el futuro.
Enemistad: La palabra hebrea implica una mayor radicalidad de enemistad en singular que si estuviera en
plural. Sólo puede emplearse cuando se trata de enemistad entre personas (téngase en cuenta este dato para
comprender que la serpiente de que se habla a continuación no significa un animal, sino que con ella se quiere
hablar, simbólicamente, de un ser personal). Posteriormente, la palabra hebrea aquí empleada significa una
enemistad habitual, implacable y profunda, de aquellas que no se satisfacen sino con derramamiento de sangre. El
final del versículo expresará esta culminación de enemistad con una lucha final y la victoria definitiva de uno de los
contendientes.
Entre ti (la serpiente): La serpiente era una divinidad pagana a la que se daba culto en no pocas religiones
de los pueblos vecinos a Palestina. Ahora bien, una idea muy característicamente hebrea que aparece repetidas
veces tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, es que los dioses de los paganos son demonios (cf. Dt
32,17; Lev 17,7; Sal 106,37; 1 Cor 10,20; Ap 9,20). El autor sagrado, al introducir en el relato, primero como
tentador y después como sujeto al que se dirige, por parte de Dios, una profecía de castigo, una serpiente, es decir,
una divinidad pagana, está presentándonos, de modo simbólico, al demonio como tentador y como sujeto sobre el
que recae el anuncio de Dios acerca de un castigo que culmina en la destrucción de su poder.
La mujer: La expresión es sumamente concreta, en cuanto que el sustantivo va acompañado de un artículo
determinado. Ahora bien, la expresión ha aparecido estereotipada, en la misma forma de sustantivo y artículo
determinado, en el contexto precedente, referida siempre a la misma persona; Eva. En todo el capítulo 3, «la mujer»
es una persona concreta que ha estado hablando con «la serpiente», ha sido tentada, ha caído en la tentación y ha
inducido a Adán al pecado. Cuando en un contexto se está hablando con la fórmula «la mujer» de una persona
concreta y a continuación reaparece la misma expresión sin aviso alguno de que se va a cambiar la referencia, es
imposible pensar que no se siga ya hablando de la misma persona que antes. Por tanto, «la mujer», se refiere, al
menos en el plano inmediato, a Eva.
Problema distinto es si, como ocurre con frecuencia en la Sagrada Escritura, además del nivel superficial,
hay otro nivel más profundo, en el que el texto se refiera a otra mujer futura. Un ejemplo distinto puede hacer
comprender en qué consiste este procedimiento literario. Poco antes de la pasión, y tomándolas como punto de
partida, unas palabras de Jesús que anunciaban que del templo de Jerusalén no quedaría piedra sobre piedra, dieron
pie a los discípulos para hacerle una pregunta en la que asocian dos cuestiones: «Dinos cuándo será todo esto y cuál
será la señal de tu venida y de la consumación del mundo» (Mt 24,3). Jesús responde con un amplio discurso,
conservado por los tres evangelios sinópticos, y que se conoce con el nombre de «discurso escatológico».
Hasta tiempo relativamente reciente hubo una tendencia entre los escrituristas -bastante frecuente y que se
manifestaba incluso en los subtítulos que ponían en las ediciones de los evangelios dentro del texto del dis curso
escatológico- a dividir el discurso, señalando alternativamente qué versículos se referían a la ruina de Jerusalén y
cuáles había que entenderlos del fin del mundo. Hoy esta tendencia está prácticamente supe rada. Se piensa, más
bien, que todo el discurso se refiere en un primer plano a la ruina de Jerusalén y que en un plano más profundo hay
que entenderlo del fin del mundo. El discurso encontraría en la ruina de Jerusalén un primer cumplimiento,
imperfecto y limitado, mientras que tendría su cumplimiento pleno en otro acontecimiento al que se mira en la
lejanía: el fin del mundo. Los dos acontecimientos estarían ligados entre sí como «tipo» y «antitipo»; la realización
comenzada es imagen de otro acontecimiento que constituirá el cumplimiento pleno y perfecto de la profecía.
Existe la posibilidad, que habremos de estudiar en seguida, de que también en Gen 3,15, al hablar de «la mujer»,
aunque la expresión tenga que ser entendida en un plano inmediato de Eva, exista un plano posterior más profundo,
en el que lo que se dice sobre !as enemistades de Eva con respecto a la serpiente encuentre su cumplimiento
perfecto. Por cierto, téngase ya presente que un indicio importantísimo para sospechar la existencia de un doble
plano es que las afirmaciones bíblicas, entendidas del acontecimiento o la persona aludidos en el plano superficial,
sólo pueden tener un cumplimiento imperfecto; dicho con una expresión casi vulgar, pero muy expresiva para dar a
entender lo que quiero decir: en los casos en que las afirmaciones del texto bíblico le «vienen grandes» al
acontecimiento o persona a la que en un plano inmediato se refieren, hay motivo para pensar que existe un plano
más profundo, en el que esas expresiones se realicen en plenitud.
Tu linaje y su linaje: Normalmente, la palabra hebrea utilizada aquí significa descendencia, y por cierto en
sentido colectivo. Este debe ser obviamente el sentido que tiene aquí la expresión. Sólo habría que matizar que
mientras que la descendencia de la mujer puede y debe entenderse en el sentido más corriente de la palabra, que es
el de descendencia física, por el contrario, habiendo que entender por «la serpiente» al demonio, «linaje» no puede
significar, con respecto a él, descendencia física; tiene que entenderse como descendencia moral -sentido que
también puede tener la palabra en hebreo-, y que expresaría aquí una colectividad que sigue fines diabólicos (no es
fácil determinar posteriormente si en esa colectividad hay que entender sólo a los demonios o han de incluirse
también los hombres que siguen los principios del diablo; pero este punto es absolutamente secundario para el
sentido general del versículo). En todo caso, la enemistad individual entre la mujer y la serpiente se prolonga en
una enemistad colectiva entre sus respectivos linajes.
El te aplastará la cabeza y tú le acecharás el calcañar: De nuevo, la enemistad y la lucha se individualizan.
Sin duda, «él» hace referencia al linaje de la mujer. Pero en esta parte final de la frase no puede trabarse ya de
linaje en sentido colectivo, sino de un individuo concreto del linaje de la mujer, un descendiente de la mujer.
Nótese que como contrincante suyo no aparece ya el linaje de la serpiente, sino un ser muy concreto: la serpiente
misma; además, la descripción de la lucha está hecha con rasgos absolutamente individualizados: un pie se dirige
contra una cabeza (la cabeza de la serpiente) y la aplasta, mientras esa cabeza hace un movimiento instintivo de
defensa, ineficaz e inútil, contra el calcañar de ese pie.
Puede parecer sorprendente que, aunque en las dos partes del versículo aparece el mismo verbo hebreo
shuf, lo he traducido de dos modos muy diversos en las dos partes de la frase: «El te aplastará la cabeza y tú le
acecharás el calcañar». ¿He cometido con ello una arbitrariedad para dar sentido teológico coherente a la frase? Los
más recientes estudios de lingüística hebrea en torno a este verbo han llegado a la conclusión de que su significado
no es «morder», sino «lanzarse para chocar». A partir de esta significación, es obvio que la traducción real oscila
mucho según sea la posición en que se encuentra quien se lanza para el choque. Un pie que se lanza para chocar
contra la cabeza, la aplasta; una cabeza de serpiente pisada por un pie que la oprime destrozándola, no puede hacer
sino un movimiento inútil de defensa (recuérdese que el verbo no significa «morder»); en este caso, el mo vimiento
no pasa de ser «acechanza» inútil.
Teniendo en cuenta la concatenación del versículo, parece claro que el único descendiente de Eva que en
un futuro entonces todavía muy lejano destruirá el poder del demonio es el Mesías; concretamente Cristo. Su
victoria sobre el demonio será total. Frente a su poder, el demonio no podrá hacer nada eficaz. Su movimiento de
réplica al pie que lo aplasta queda en mera acechanza (al no significar «morder» el verbo shuf, el texto no alude a
alguna herida infligida al Mesías por el diablo, mientras el Mesías consigue la victoria; el texto no alude así -contra
lo que una cierta tendencia exegética ha insinuado- a una «mordedura», que habría tenido lugar en los dolores que
Cristo, el descendiente de la mujer, sufrió cuando murió en la cruz). En todo caso, en la culminación del versículo
quedan identificados los personajes que intervienen en la lucha decisiva: Cristo y el demonio; y aparece igualmente
profetizada la obra de Cristo como victoria total sobre el demonio, la buena noticia -como diría Lorenzo Rhetius-
de nuestra salvación futura por obra de Cristo.
Con esto aparece claro el sentido mesiánico del texto. Pero ¿se dice algo en él sobre María? Sería
demasiado fácil decir que, si el linaje concreto del que se habla al final del versículo es Cristo, la mujer de la que se
habla al comienzo del mismo tiene que ser su Madre. Ya hemos dicho que el contexto impone a Eva como
identificación a nivel inmediato de la expresión «la mujer»; una fórmula fija no puede cambiar de referencia en un
mismo contexto sin aviso previo alguno. Por otra parte, no se olvide que entre el descendiente concreto de que se
habla al final y «la mujer» del principio se interpone una cláusula intermedia («entre tu linaje y su linaje»), que
habla de un linaje colectivo de la mujer antes de llegar al descendiente concreto del final; es decir, interpone entre
ambos una cadena de descendientes. De hecho, Eva y Cristo están separados por una cadena de descendientes. La
cuestión hay que plantearla de otro modo. ¿Tiene la primera parte del versículo («Establezco enemistad entre ti y
la mujer») un único nivel en que se habla de Eva, o posee un nivel posterior, en el que las palabras se refieran a una
mujer futura? Ante todo, es interesante que en el capítulo 3 del Génesis existen tres unidades de castigo; contra la
serpiente (Gen 3,14s), contra Eva (Gen 3,16) y contra Adán (Gen 3,17ss). Una comparación de todas ellas muestra
que son unidades cerradas, es decir, que en cada una de ellas se castiga a la persona a la que se dirigen las palabras
y sólo a ella, y que, además, todos los elementos de estas unidades tienen un sentido con vergente de castigo con
respecto a esa persona. Por eso, ya las primeras palabras del v.15 tienen que ser un elemento penal para la
serpiente, y triunfal para la mujer, que comienza así a ser elemento de castigo para el demonio en cuanto que se le
opone como enemiga. Pero la figura de Eva no es tan positiva como para poder soportar todo el tono triunfal del
texto. De hecho, si la primera imagen de Eva que la Biblia conserva -con el agravante de que esa imagen está con-
tenida en palabras pronunciadas por el mismo Dios, es decir, en un oráculo de Yahveh- fuera tan triunfal, habría
dejado algún rastro también triunfal en la tradición bíblica posterior. Por el contrario; el recuerdo bíblico posterior
de Eva es siempre el de la mujer seducida (cf. Eclo 25,24; 2 Cor 31,3; 1 Tim 2,14). Todo ello lleva a la conclusión
de que las palabras iniciales desbordan la realidad de la figura de Eva, lo que obliga a pensar en la existencia de un
segundo plano.
Por ello hay que afirmar que, en las primeras palabras de Gen 3,15, detrás de Eva («la mujer» en sentido
inmediato) hay, en un nivel más profundo, otra mujer, una «nueva Eva», en la que la enemistad con la serpiente -en
su sentido de castigo para la serpiente y de triunfo para «la mujer»- tendría pleno cumplimiento. Históricamente
-como aparece en la revelación posterior neotestamentaria-, la única mujer que ha tenido las enemistades plenas
con el demonio que el texto expresa es María, la Madre del Mesías. De ella habrá que entender la frase, a ella habrá
que identificarla como «la mujer» en el nivel profundo del texto.
Por otra parte, aunque Cristo está explícitamente señalado al final del versículo (Él es el linaje concreto que
aplastará la cabeza de la serpiente), ya estaba incluido en la afirmación general de la frase intermedia, que opone en
enemistad el linaje colectivo de la mujer y el linaje colectivo de la serpiente (Cristo es un miembro de la
colectividad que desciende de Eva). Ahora bien, la enemistad general entre ambos linajes -el de Eva y el de la
serpiente- tiene una realización muy diversa- cualitativamente diversa- en los demás hombres (por muy santos que
supongamos a algunos de ellos) y en Cristo, que es el único que tuvo las enemistades absolutas con el demonio,
que concluyeron -como se dice al final del versículo- en su victoria total sobre él. En este sentido, en la frase
intermedia («[Establezco enemistad] entre tu linaje y su linaje») puede hablarse de dos niveles de enemistad: el de
Cristo y el de los demás hombres, que se dan a nivel profundo y a nivel inmediato respectivamente. Al haber, al
comienzo del versículo («Establezco enemistad entre ti y la mujer») dos niveles en la expresión «la mujer» (Eva y
María respectivamente), María y Jesús quedan en conexión inmediata, si el texto se lee a nivel profundo. Esto
explica que. Pío IX (Bula definitoria de la inmaculada concepción de María, en H. MARÍN, Documentos marianos
n.285 [Madrid 1954) p,181), refiriéndose a Gen 3,15 entendido en sentido mariológico, diga que, en tal
interpretación del pasaje, María y Cristo aparecen con «las mismísimas enemistades» con respecto al demonio.
Una vez explicado exegéticamente el sentido mariológico de Gen 3,15, sólo hay aquí que reseñar que esta
exégesis mariológica tiene apoyos extrínsecos vinculantes. No se olviden los criterios del Concilio Vaticano II
(Constitución dogmática sobre la Iglesia n.55) para llegar a la plena certeza del sentido mariológico de estos
pasajes. En la línea de tradición no puede hablarse de un consentimiento patrístico sobre esta exégesis. En el
progreso dogmático -y también en el progreso con que se llega a conocer el verdadero sentido de un pasaje bíblico
- hay frecuentemente una fase previa de dispersión hasta que se llega a la unanimidad moral que se hace vinculante
para el católico. Este tipo de unanimidad ha existido en la exégesis católica de este pasaje desde el período
pospatrístico hasta nuestros días, sin que pueda decirse que ese consentimiento se ha formado como consecuencia
de la equivocada traducción latina, la Vulgata, de la Biblia «Ella te aplastará la cabeza» en lugar del «El te aplastara
la cabeza»). Por otra parte, ya hemos dicho más arriba que el magisterio eclesiástico en el Concilio Vaticano II
(Constitución dogmática sobre la Iglesia n.55) enseña expresamente que éste es el sentido de Gen 3,15.
El pasaje estudiado nos da a conocer dos rasgos, fundamentales de María. Ella tuvo enemistades tota les con
el demonio, lo que es tanto como hablar de completa santidad de María, que excluye todo pecado, aun el original
(no se olvide -como subrayaba Pío IX- que María aparece en Gen 3,15 con «las mismísimas enemistades» que
Cristo con respecto al demonio). Por otra parte, María aparece singularmente ligada y asociada a Cristo en la lucha
contra el demonio, que constituye, a lo largo de los siglos, el entramado de la historiare la salvación.
b) Is 7,14
Las circunstancias históricas en que Isaías pronunció las palabras proféticas que encontramos en Is 7,14
nos son conocidas no sólo por su contexto, sino por las narraciones más amplias del segundo libro de los Reyes
(c.15 y 16) y del segundo libro de las Crónicas (c.28). Hay que subrayar la existencia de dos grandes imperios,
Asiría y Egipto, separados por una serie de reinos pequeños. De los dos imperios, se percibe como especialmente
peligroso a Asiría, ya que se encuentra en un momento de expansión. Como sucede siempre en estos casos, los
pequeños tienden a formar una coalición contra uno de los grandes cuando creen percibir en él un momento de
debilidad. Así lo han pensado con respecto a Asiría, inmediatamente antes de los hechos a que se refiere Is 7,14,
unos cuantos reyes de Estados pequeños, sobre todo el rey de Siria (reino arameo de Damasco) y el rey de Israel
(reino norte de Palestina, Samaría). Para que la liga tenga éxito es indispensable que entre en ella el rey de Judá
(reino sur de Palestina). Basta mirar un mapa de la región para comprender el motivo. Sólo la en trada de Judá en la
coalición da a ésta continuidad, incluso geográfica, con el otro gran imperio Egipto, del que se puede esperar ayuda
militar.
De hecho, Ajaz, rey de Judá, se niega a entrar en la liga antiasiria. Los motivos pueden haber sido varios.
Quizás, por una mayor lejanía con respecto a Asiria, percibe con menor fuerza el peligro que este imperio
representa. Por el contrario, su cercanía a Egipto le hace comprender que éste se encuentra en una situa ción en la
que no puede esperarse de él una ayuda eficaz. En todo caso, objetivamente es cierto que el momento en que se
formó la liga estaba mal elegido: no era un momento de debilidad de Asiria; después de una serie de reyes asirios
decadentes, había surgido un nuevo rey de una magnitud excepcional: Tiglat-Piléser III.
Dada la importancia vital de la presencia del reino de Judá en la coalición, la negativa de Ajaz a entrar en
ella provocó la reacción airada de Resín, rey de Damasco, y de Pecaj, rey de Israel (Samaría). Ambos invaden Judá,
y Ajaz tiene que refugiarse en Jerusalén y prepararse para un asedio que se prevé desesperado. En este ambiente se
comprenden los temores de Ajaz.
Dentro de todas las motivaciones de temor, Isaías conserva un elemento de gran importancia teológica; nos
transmite los planes de los reyes invasores con estas palabras: «Subamos contra Judá y destruyámosla y
conquistémosla para nosotros, nombrando rey en ella al hijo de Tabeel» (Is 7,6). Tabeel es un nombre arameo. Los
planes, por tanto, no se limitaban a la conquista de Jerusalén, sino que se extendían a una sustitución de dinastía.
Ahora bien, según las costumbres de la época, al deponer a un rey se eliminaba también con muerte violenta a
todos los miembros varones de la dinastía depuesta, para excluir así incluso la posibilidad de un pretendiente
futuro. Ajaz, probablemente, temía no sólo por su suerte personal, sino también por la previsión de la supresión
física de la dinastía davídica que normalmente hubiera acompañado a su caída.
Sin embargo, hay en este segundo elemento de su temor una grave falta de fe. Por la profecía de Natán (2
Sam 7,12-16), que tiene un solemne eco bíblico en el salmo 89, debía saber que la pervivencia de la dinastía
davídica, de la que habría de nacer el Mesías, tenía sobre sí una promesa absoluta de Dios. Esa pervivencia es
independiente del comportamiento que Dios tome con un determinado rey en concreto como consecuencia de su
conducta moral. En todo caso, en vez de confiar en Yahveh, sabedor de que El conservaría la dinastía, Ajaz acude
en petición de auxilio al rey de Asiria y se hace vasallo suyo. No me detengo aquí en la entrega a Tiglát-Piléser III
de los tesoros sagrados del templo (lo que añade a la actitud de Ajaz un elemento de sacrilegio) ni en los peligros a
los que el vasallaje exponía a la religión de Israel.
En este contexto histórico, Isaías es enviado por Dios para reprender a Ajaz y exhortarle a confiar en Dios
en vez de confiar en el rey de Asiría (Is 7,3-6). Como motivo supremo de confianza con respecto al futuro de la
dinastía davídica, Isaías repite la promesa absoluta e incondicionada de la profecía de Natán; «Esto no se cumplirá
ni ocurrirá» (v.7); la dinastía no perecerá en ninguna hipótesis; incluso si la falta de fe de Ajaz hubiera de traer
consecuencias negativas sobre él (esta hipótesis está señalada expresamente por Isaías en el v.9: «mas, si no creéis,
ciertamente no subsistiréis»).
Como signo de que Dios es poderoso para realizar sobre la tierra el milagro de la liberación militar de
Jerusalén, aunque humanamente la victoria no sea previsible, Isaías ofrece un milagro en cualquiera de las otras dos
dimensiones a las que se extiende el poder de Yahveh; el sheol o el cielo. «Pide para ti una señal de Yahveh, tu
Dios, bien sea de lo profundo del sheol o de arriba, en lo alto» (v.11). El tema central es el de la omnipotencia
divina. Dios ofrece el milagro de poder de la liberación militar frente a los reyes invasores. Como signo de que
puede hacerlo ofrece a Ajaz otro milagro de poder sea en el sheol, sea en el cielo.
Con piedad fingida, Ajaz rechaza el milagro que Isaías le ofrece en nombre de Yahveh: «No he de pe dir ni
tentar a Yahveh» (v.12). Lleno de indignación, Isaías le reprende por su hipocresía, con la que in tenta ocultar, bajo
un velo piadoso, su falta de fe (v.13). A continuación, ya que Ajaz no quiere pedir un signo, Yahveh mismo
asegura que va a darlo: «por eso el Señor mismo les dará una señal: he aquí que la `almáh concebirá y dará a luz un
hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel» (v.14). He dejado sin traducir una palabra clave ( `almáh) para no
prejuzgar, ya en la traducción, el sentido teológico del versículo.
Ante todo, me parece claro que se trata de una profecía mesiánica. El «Emmanuel» es el Mesías. Los
exegetas modernos, al dividir el libro de Isaías en una serie de unidades temáticas, suelen formar una que se
extiende de los capítulos 6 al 12, y darle la denominación de Libro del Enunnnue. En todo él se habla de un
personaje misterioso, al que además de Is 7,14ss, hay que aplicar Is 8,5-10; 9,1-6; 11,1-9. Las cualidades con que
se describe a ese personaje en el conjunto de los pasajes citados, solo permiten identificarlo como el Mesías. En su
brevedad, y aunque hay otros pasajes de mucha más riqueza teológica, creo de gran interés la exclamación de Is
8,8: «Extenderá sus alas y cubrirá toda la amplitud de tu tierra, ¡oh Emmanuel!». La tierra de que se habla es la
tierra de Judá. Ningún rey podía considerarla como suya. David fue castigado por haber hecho sobre ella el acto de
posesión, implícito en el censo de que se habla en el libro segundo de Samuel (c,24) y primer libro de las Crónicas
(c.21). La tierra de Judá es exclusivamente de Yahveh y del rey Mesías, al cual es lícito transfe rir, en cuanto
enviado de Yahveh, esta atribución.
Si el Emmanuel es el Mesías, la `almáh de que se habla es su Madre, María. Pero ¿qué se dice de ella al
llamarla `almáh? La traducción latina de la Vulgata, siguiendo a la traducción griega de los LXX, da esta versión:
«He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo».
Esta traducción ha sido criticada a veces. Se ha dicho que la palabra `almáh significa, etimológicamente,
ser fuerte, ser potente, estar en edad apta para el matrimonio; en su sentido etimológico, la palabra, por tanto,
significa una muchacha joven en edad de contraer matrimonio. En tales críticas se ha señalado que, por el contrario,
Is 7,14 no utiliza la palabra hebrea que, incluso etimológicamente, significa virgen: betûláh (su raíz indica la idea
de separación, es decir, mujer que vive castamente).
Sin embargo, constituye una simplificación considerar exclusivamente la etimología para conocer el
sentido de una palabra. Sin salir del campo de la virginidad, también en alemán la palabra técnica para decir
«virgen» es Jungfrau, que etimológicamente significa «muchacha joven» (=jungi Frau). En castellano clásico, la
palabra «doncella» tenía el sentido de «virgen» (existía incluso el abstracto «doncellez» para decir «virginidad»), y
su etimología no pasa de ser un diminutivo de mujer (del provenzal donsela, y éste del latín dominicella,
domnicella). Por ello, el único criterio decisivo para conocer el sentido de una palabra es el uso.
En toda la Biblia no existe un solo caso en que la palabra 'almáh se aplique a una mujer no virgen. Incluso
es importantísimo el uso de la palabra en plural, 'alámôt (Cant 1,2 y 6,7; Sal 68,26), que tiene el sentido técnico de
un grupo de muchachas vírgenes al servicio del palacio (Cantar de los Cantares) o de un cortejo sagrado (Sal
68,26); este último sentido explica, probablemente, la oscura expresión de Sal 46,1 y 1 Crón 15,20, que sería una
indicación musical que destina el canto para el coro de vírgenes adscrito a funciones religiosas.
En ocasiones se ha aducido como excepción Prov 30,19, defendiendo que lo que provoca admiración en el
autor sagrado sería el camino del varón en (dentro de) la `almáh, es decir, el proceso con que el varón se forma en
el seno de una mujer; como es obvio, a esa concepción y formación de un varón en el seno de una mujer precede la
pérdida en la mujer de la virginidad por la relación sexual con que el varón se concibe. Pero la traducción de Prov
30,19 que se presupone a estas reflexiones es muy discutible; la partícula hebrea, que en tales casos se traduce por
en puede significar hacia. Prov 30,19 propondría, como objeto de admiración para el autor sagrado, «el camino del
varón hacia la `almáh», el surgir en el varón de un apetito sexual por el que se siente atraído hacia la chica, a la cual
se la considera (mucho más en las costumbres de la época) virgen. Este sentido no sólo es posible, sino que es el
exigido por el contexto: en la unidad literaria de los v.18s, el único lazo de unión entre los cuatro ejemplos
aducidos como motivo de admiración es el contraste entre dos cosas que haría suponer que son inconciliables entre
sí, cuando en realidad la una es para la otra: la pesadez del águila o del navío y la ligereza del aire o del agua; la
carencia de extremidades en la serpiente y lo escarpado de la roca; el vigor juvenil del muchacho y la fragilidad de
la chica joven. De esto se trata y no de la concepción de un niño en el seno de una mujer. La idea de que en Prov
30,19 se hable de la formación de un niño en el seno de su madre, está excluida incluso filológicamente. No por la
panícula hebrea be, que lo mismo se puede traducir por «en», como por «hacia». Lo decisivo es que el término que
se opone a la chica joven (`almáh) es, inesperadamente, geber, palabra que significa varón adulto y fuerte. Las
palabras geber y `almáh subrayan una contraposición de sexos diversos, y por cierto en una edad adulta, aunque
juvenil. El geber se siente atraído por la `almáh, chica joven a la que se considera virgen.
No hay, por tanto, un solo caso en toda la Biblia en que la palabra `almáh se diga de una mujer no virgen.
El uso está a favor de su sentido de virginidad.
La razón por la que Is 7,14 no utiliza la palabra betûláh que significa en hebreo «virgen», incluso ya por su
etimología, puede haber sido mero problema de matización. En efecto, betûláh indica a una mujer virgen, pero no
dice nada de su edad, En hebreo existe también la palabra na'arah, que significa «muchacha joven», pero nada
indica sobre su virginidad o carencia de ella. Sólo `almáh respondía a los matices que Is 7,14 pretende expresar:
una muchacha joven y además virgen.
Con estos presupuestos podamos ya abordar directamente la cuestión del sentido exacto de Is 77,14 ¿En
qué consiste el signo que Isaías promete en su profecía? ¿Se limita a mera profecía, es decir, afirma
anticipadamente que una joven virgen concebirá de modo normal y natural (perdiendo así su virginidad) y dará a
luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel? El signo sería entonces mero signo de promesa, que insiste
proféticamente en que el Mesías vendrá como hijo de una joven virgen (virgen hasta la concepción del Mesías). O,
por el contrario, ¿se tratará de un milagro de poder, en el sentido de que una virgen, permaneciendo virgen, conciba
y dé a luz al Mesías? En concreto, en el sentido de las explicaciones dadas, ¿se trata, en el signo prometido por
Isaías, de un signo de previsión solamente o de un signo de poder?
Ante todo, nótese que el signo de previsión se limitaría a asegurar que el Mesías va a venir. Pero eso ya se
había dicho en Is 7,7. En tal caso, entre el v.7 y el 14, a pesar de los temas que se intercalan de un signo que se
ofrece y se rechaza y la intervención última de Dios, que, a pesar de que se ha rechazado su ofrecimiento de un
signo, insiste en que El mismo va a dar uno, no habría el menor progreso lógico.
Por otra parte, nótese que el signo ofrecido por Dios en el v.11 había tenido un planteamiento de signo de
poder. Al ser rechazado (v.I2) e insistir Dios en mantener un signo, parece obvio que el signo man tenido se sitúe en
la misma línea del signo que se rechazó. Tanto más que la partícula hebrea «por eso» (= laken) tiene,
gramaticalmente, un sentido de continuidad con las circunstancias anteriores, y hace alusión a ellas.
Estos dos motivos obliga a tomar el signo de Is 7,14 como un verdadero signo de poder. No mera profecía
de que el Mesías vendrá. Sino un verdadero milagro de poder, es decir, la concepción por parte de una virgen, sin
por eso dejar de serlo.
Aparte de los dos motivos fundamentales en que he apoyado y con los que he justificado que se trata de un signo de
poder, se pueden añadir posteriores congruencias. Se ha señalado la expresión «he aquí» (=hin-neh) como característica de los
relatos de anunciaciones milagrosas; la palabra por sí sola no es un argumento decisivo, pero vale la pena recoger el dato como
confirmación de la exégesis ya hecha. Por sí solo, tampoco es demostrativo de la no existencia de padre el hecho de que sea la
`almáh la que impone el nombre al niño; pero es evidente que la imposición del nombre por parle de la madre es la única
situación coherente con una concepción virginal, y en este sentido es un dato más, concordante con el conjunto de la exégesis
explicada.
Se ha objetado a veces contra esta exégesis, y, más en general, contra toda interpretación mesiánica del
pasaje, que existirá una incongruencia en que Dios ofrezca un signo para fortificar la fe de Ajaz en que Dios puede
y quiere librarle de la desesperada situación militar en que se encuentra y que el signo ofrecido vaya a ser muy
posterior a la liberación militar del peligro. Convendría no enjuiciar este tipo de pro blemas con mentalidad
occidental. Hay que reconocer que no es ajeno a la mentalidad de la Biblia el que Dios dé signos que son
posteriores a los acontecimientos que garantizan. Un ejemplo clásico se encuentra en el capítulo 3 del Éxodo.
Yahveh da a Moisés el encargo de sacar de Egipto a los israelitas. Ante las dudas de Moisés. Yahveh le da un signo
que será posterior a la salida misma; Moisés tendrá que sentirse enviado, convocar a los israelitas, acudir al Faraón
y ponerse en camino con el pueblo, teniendo, como garantía de su misión, un signo que sólo después tendrá lugar:
«Pues yo estaré contigo, y ésta será la señal de que te he enviado: cuando hayas sacado de Egipto al pueblo, daréis
culto a Dios sobre esta montaña» (Ex 3,12). Por otra parte, tampoco debe exagerarse la lejanía del signo anunciado
en Is 7,14, como si Ajaz no fuera a ver con sus ojos antes de su muerte nada de él. El signo es una realidad
compleja y no se limita a la afirmación del v.14; en realidad, el tema se extiende entre los v.14 y 17. Ajaz no verá la
venida milagrosa del Mesías, de la que habla el v.14. Pero en el v.16, haciendo una superposición de planos y
suponiendo que el Emmanuel fuera concebido ahora, se toma la medida de su llegada a uso de razón como límite
para la liberación frente a todo peligro proveniente de Samaría y Damasco; antes de siete años, Samaría y Damasco
caerán en manos de Asiria. Ajaz lo verá, y ello debería hacerle pensar que los males con que se le amenaza en el
v.17 están a la puerta.
La revelación posterior confirma que en Is 7,14 se trata de la concepción virginal del Mesías. Así han
entendido el versículo tanto Mt 1,22s («Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que el Señor había anunciado
por el profeta que dice: He aquí que una virgen concebirá y dará a luz un hijo, y su nombre será Emmanuel, que
traducido quiere decir Dios con nosotros») y Lc 1,31 («He aquí que concebirás y darás a luz un hijo, a quien
pondrás por nombre Jesús»). Mateo dice expresamente que en la concepción virginal de Jesús se cumplió lo
anunciado en Is 7,14. Lucas construye el núcleo central del anuncio del ángel a María calcándolo literariamente
sobre Is 7,14. La tradición patrística es unánime en el modo de interpretar este pasaje. El Concilio Vaticano II
(Constitución dogmática sobre la Iglesia(n.55))enseña que María es la virgen que concibe y da a luz un Hijo, que
se llamará Emmanuel, según el pasaje estudiado de Isaías.
En Is 7,14, María aparece como la Madre virginal del Mesías. Su carácter de Madre virginal hará posible
en ella una concentración de su amor en Jesús, al que dará su corazón sin dividir (cf. 1 Cor 7,32ss); así será
prototipo de la actitud de concentración del amor en Jesús, a la que la Iglesia toda tiene que aspirar (cf. 2 Cor 11,2).

MARÍA EN EL NUEVO TESTAMENTO


Con este capítulo pasamos de la figura de María profetizada anticipadamente en el Antiguo Testamento, a
su figura testificada en el Nuevo. Ello tiene la ventaja de que los rasgos, dotados siempre de una cierta oscuridad en
los anuncios proféticos, acentúan ahora su nitidez.
San Pablo: Gál 4,4s
El texto más antiguo del Nuevo Testamento que se refiere a María, aunque no mencione su nombre, se
encuentra en la carta de San Pablo a los Gálatas. Aunque hay que abandonar la hipótesis que la situaba
cronológicamente en torno al concilio de Jerusalén (entre los años 49 y 50), no se la puede remontar más tarde del
principio del tercer viaje de San Pablo, durante el bienio de su estancia en Éfeso, es decir, en torno al año 54.
En ella escribe San Pablo: «Cuando vino la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una
mujer, nacido bajo la ley, para redimir a los que estaban bajo la ley, para que recibiésemos la adopción» (Gál
4,4s). Estas breves palabras contienen enseñanzas teológicas de la mayor importancia. He traducido «envió» aun a
sabiendas de que con ello empobrezco la riqueza de matices del verbo griego exapésteilen (= «envió de junto a sí»),
la cual, por lo demás, no es posible reflejarla sin recurrir a insinuaciones; es lo que hace la conocida traducción de
J. M. Bover F. Cantera, donde el recurso a ellas es tan amplio, que su texto castellano adquiere un fuerte sabor de
glosa: «envió Dios desde el cielo de cabe sí». Glosa (comentario) o no, sin embargo, con ello aparece muy bien el
trasfondo ideológico del pasaje: el Hijo preexiste junto al Padre, y esa preexistencia hace posible que el Padre lo
envíe del cielo a la tierra. Ahora bien, la realización de ese envío tiene lugar en la encarnación, en la que nace de
una mujer, María, recibiendo de ella la naturaleza humana. Es importantísimo que el término de la ac ción
generativa de María sea el Hijo eterno del Padre; esta afirmación incluye la verdad fundamental de la maternidad
divina de María, como explicaremos en el capítulo siguiente: la acción generativa de María se termina en la
persona divina del Hijo.
Es notable posteriormente que la construcción del texto menciona exclusivamente al Padre celeste
de Jesús (Dios Padre que lo envía) y a su Madre terrena. La estructura sugiere la no existencia de padre terreno, es
decir, la concepción virginal de Jesús. Así lo han reconocido excelentes escrituristas tanto católicos como también
protestantes (entre estos últimos, p.ej., T. Zahn). La estructura es tanto más llamativa cuanto que en este mismo
capítulo 4 la mención de las madres de Isaac e Ismael (v.24-28) se completa con la referencia al padre de ambos:
Abraham (v.22).
Por último, María interviene en una generación de Jesús que tiene como fin redimir a los que estaban, bajo
la ley y hacer que recibamos la adopción (v.5). La obra en que María interviene tiene un sentido salvador. María
coopera en nuestra salvación.
Los temas de Gen 3,15 (asociación de María a la lucha del Mesías contra el demonio) y de Is 7,14
(virginidad de María) reaparecen en Gál 4,4s unidos a un tema nuevo que sólo era posible con el progreso de la
revelación del misterio trinitario: la divinidad del Hijo: y, consiguientemente, la maternidad divina de María.
Los evangelios de la infancia
Antes de entrar en el estudio de la figura de María en los evangelios de la infancia, es necesario dejar en
claro cuál es su género literario. Sólo así es posible proceder sobre terreno seguro o, más exactamente, conocer con
precisión sobre qué terreno nos movemos. Las conclusiones de la investigación moderna sobre este tema pueden
resumirse en tres puntos:
1.-Se trata de narraciones sustancialmente históri cas. No es dudoso que tanto Mateo como Lucas pretenden referir
hechos acaecidos. En Lucas, en concreto, no puede olvidarse que su prólogo, con su fuerte apelación a la autoridad
de sus fuentes y sus propósito de asegurar «la firmeza de las enseñanzas» (Lc 1,4), precede y afecta a su evangelio
de la infancia, del cual, por supuesto, no hay ningún motivo crítico para pensar que sea una adición posterior en el
plan de conjunto de su evangelio, en el sentido de que, en una fase primitiva, el prólogo enlazara directamente con
el comienzo de la narración de la vida pública (Lc 3,1). Sería más que extraño suponer que Lucas ha escrito un
prólogo insistiendo en que quiere escribir historia sobre la base del testimonio original de quienes fueron testigos
oculares y ministros de la Palabra y en el sólido fundamento que constituye ese testimonio, para a continuación
introducir dos capítulos de ficción piadosa.
2. Tales narraciones están construidas de un modo artístico. Ello implica, fundamentalmente, una selección de
materiales en función de una construcción literariamente bella. Probablemente, en Mateo -como piensa K.
Stendahl- se ha hecho la construcción sobre una doble pregunta: ¿Quién es Jesús? (c.l), pregunta a la que se
responde presentándole como Mesías, Hijo de David, aunque no desciende biológicamente: de é l ; y ¿cuál fue su
patria terrena? (c.2), cuestión en cuya respuesta, al mostrar los lugares iniciales de los acontecimientos
mesiánicos, aparece, paradójicamente, que Jesús es, a la vez, belenita y nazareno.
En Lucas es clara la construcción de cuadros que se corresponden paralelamente: anunciación a Zaca rías y
anunciación a María; el himno Magnificat: de María y el Benedictus de Zacarías, para citar sólo un par de
ejemplos.
3. Las narraciones están llenas de alusiones veterotestamentarias. De aquí se ha tomado pie para afirmar que los
relatos de la infancia participan del género literario conocido con el nombre de midrash. Si alguien quiere hablar
así, debe saber que en ese caso tendría que usar ese término en un sentido muy poco estricto. Midrash es,
propiamente, el desarrollo y embellecimiento de un texto del Antiguo Testamento. Por el contrario, aquí -en los
evangelios de la infancia- se pretende contar hechos, aunque se los interprete como cumplimiento de unas profecías
veterotestamentarias. Es claro que sólo tanto en cuanto los hechos se hayan realizado históricamente, podrá haber
tenido lugar un verdadero cumplimiento. Para evitar posibles equívocos en torno a la palabra midrash, son cada vez
mas numerosas las voces autorizadas que proponen que se abandone esa expresión a propósito de los evangelios
de la infancia. En su lugar sería preferible decir que los evangelios de la infancia, como género literario, tienen un
«estilo y procedimiento antológicos» (antología= colección de trozos literarios)(A. Feuillet siguiendo a A. Robert),
o simplemente calificar el género literario de los evangelios de la infancia como «narraciones de cumplimiento» (J.
Coppens).
En todo caso, dejemos esta cuestión meramente terminológica y volvamos al hecho real que señalábamos
como la tercera nota que define lo que es el género literario de los evangelios de la infancia: las alusiones
veterotestamentarias que aparecen por doquier en estos relatos. Ello impone un método exegético complejo y lento
si queremos descubrir toda la hondura teológica de estas narraciones. Habrá que ir señalando las alusiones
concretas al Antiguo Testamento, estudiarlas en sus contextos propios veterotestamentarios (es decir, ver los textos
aludidos dentro del contexto que tienen en el Antiguo Testamento) y volver después, con los resultados de ese
estudio, al texto evangélico, lo que permitirá iluminar todo el alcance de las alusiones veterotestamentarias y
desvelar toda la profundidad implícita en las alusiones; al mismo tiempo, descubriremos así el sentido pleno y
profundo que tenían ya en sí determinados textos del Antiguo Testamento, aunque tal sentido fuera quizás
desconocido por los autores sagrados que los escribieron (no por Dios, que al inspirarlos miraba en la lejanía de ese
futuro esplendoroso que era entonces el Nuevo Testamento), y con mayor razón desconocido por los judíos
contemporáneos de aquellos libros veterotestamentarios. Naturalmente, en este procedimiento de alusiones existen
problemas complejos: según el modo como los evangelistas aluden al Antiguo Testamento, habrá casos en los cuales
ellos nos descubren el sentido bíblico real, aunque implícito y posiblemente ignorado por los judíos hasta
entonces, de los textos aludidos; en otros es posible que se limiten a citarlos con un procedimiento de
acomodación (ya estudiado en el capítulo anterior a propósito de textos que la Iglesia en su liturgia acomoda a
María). Cada caso tendrá que ser estudiado en concreto para explicar razonablemente estas dos posibilidades.
a) El relato de la anunciación Lc 1,26-38)
La narración comienza con un cierto dato cronológico: «En el sexto mes fue enviado el ángel Gabriel, de
parte de Dios, a una ciudad de Galilea llamada Nazaret» (v.26). Ello sitúa la anunciación a María en una fecha
aproximadamente seis meses posterior al anuncio hecho a Zacarías (Lc 1,8-22). Pero es interesante que la
referencia cronológica va acompañada por otra geográfica («una ciudad de Galilea llamada Nazaret»). Al
determinar el género literario de los evangelios de la infancia, hemos señalado como primera caracterís tica que se
trata de narraciones sustancialmente históricas e indicado los motivos que justifican esta afirmación de historicidad.
No pretendo ahora demostrar sólo por las referencias cronológica y geográfica, respectivamente, la historicidad del
pasaje, que anteriormente he apoyado en motivos sólidos. Pero no está fuera de lugar recordar que las coordenadas
de tiempo y espacio son las coordenadas propias de lo histórico: lo que ha sucedido alguna vez y en algún sitio. Sin
pretender demostrar nada de nuevo, hay, sin duda, aquí una confirmación estilística de la historicidad ya
demostrada.
El destinatario del anuncio del ángel es «una virgen» (v.27). María es virgen en aquel momento, según la
afirmación explícita del evangelista. Esa virgen está emnèsteumèn, es decir, ya que el verbo griego, que
encontramos aquí en participio puede significar ambas cosas, «desposada» o «casada». Por la narración de Lucas
no habría datos para optar entre una de esas dos posibilidades; será el relato de San Mateo él que nos ofrecerá luz
para saber que la situación de María era la de «desposada» (cf. Mt 1.18.20 y 24). É,n todo caso, San Lucas insiste
en la virginidad de el momento de la anunciación.
María está desposada «con un varón llamado José, de la casa de David» (v.27). No hay duda alguna de
que la expresión «de la casa de David» está unida gramaticalmente con José y no con María. Los evangelios tienen
interés en afirmar siempre la ascendencia davídica de José; así en las dos genealogías (Lc 3,23-38 y Mt 1,1-16). No
hay ningún dato cierto para afirmar que María fuera también de la casa de David. Más aún, teniendo en cuenta su
parentesco con Isabel (Lc 1,36), la cual era «de las hijas de Aarón» (Lc 1,5) (Zacarías, el marido de Isabel,
pertenecía a la clase de Abías, es decir, a una de las más altas familias sacer dotales), todo inclina a pensar que
María era, más bien, de familia sacerdotal. Puede parecer que con esto se vacía, en gran parte, de sentido la pro -
clamación de Jesús como «Hijo de David», la cual es la proclamación mesiánica fundamental. Sin embargo, hay
que añadir con nitidez que considerar que se hace una proclamación demasiado pobre del título «Hijo de David» si
Jesús sólo lo es en sentido jurídico y no por auténtica descendencia biológica, no pasa de ser una trasposición de
nuestra mentalidad occidental actual para juzgar situaciones que deben ser valoradas con una mentalidad semítica.
La importancia de la descendencia física era, para la mentalidad de los autores bíblicos, muy secundaria: la ley del
levirato (Dt 25,5s) suponía que el hijo nacido de un hombre y su cuñada viuda era posteridad del hermano muerto y
no del padre carnal; una mujer estéril podía obtener descendencia entregando a su marido una de sus esclavas. La
importancia de la descendencia jurídica y moral era muy superior a la que puede tener en la mentali dad de nuestros
días.
Pero, si se acepta que sólo José era de descendencia davídica, mientras que María pertenecía a una familia
sacerdotal, se siguen consecuencias sumamente sugestivas. Ante la riqueza de títulos y contenidos que se
atribuyen en la Biblia al Mesías, los judíos sintieron fuerte dificultad en comprender que todos ellos pudieran
reunirse en una sola persona. Por ello, ciertas tradiciones existentes en Palestina, en concreto entre los esenios,
esperaban un Mesías real, (descendiente de David, y un Mesías sacerdotal, descendiente de Sadoq. Lucas, al
habernos presentado a Jesús como hijo de David en un sentido legal e indicado discretamente el parentesco
sacerdotal de María, parece haber querido señalar que no se trata de personajes distintas: Jesús el Mesías es, a la
vez, el Mesías davídico del mesianismo real y el Mesías aarónico del mesianismo sacerdotal; Jesús será Mesías rey
y sacerdote. Mesías significa Ungido. Ya en el Antiguo Testamento se ungía a uno para constituirlo rey (cf. 1 Sam
10,l; 16,13) o sacerdote (cf. Ex 29,7). Jesús es Mesías por ser rey y por ser sacerdote.
En todo caso, veremos más adelante, al estudiar el mensaje a José (Mat 1,18-25), que el problema va a
aparecer de nuevo en el evangelio de la infancia según San Mateo. El trasfondo de todo aquel relato va a ser dar
respuesta a esta pregunta: ¿Cómo es Jesús Hijo de David sin descender físicamente de él?
La primera palabra del ángel a María es una palabra de saludo: «Alégrate» (= chaire) (v.28). En griego, la
palabra chaire constituía el saludo ordinario. Por ello ha sido bastante corriente interpretar esta palabra como un
saludo vulgar y profano. Se suponía que esta palabra ha sido usada por San Lucas porque escribía en griego, pero
que detrás de ella habría que suponer el saludo ordinario de los judíos: shalom (= «paz»). La traducción latina de la
Vulgata interpretó la palabra griega chaire como saludo vulgar al poner como versión de ella el saludo vulgar de
los latinos: «Ave». Continuando en esta línea, la traducción más exacta de la palabra chaire en castellano sería
nuestro saludo vulgar; «¡Hola!»
He indicado más arriba que los evangelios de la infancia están llenos de alusiones al Antiguo Testamento
y que este hecho impone un determinado método de interpretación. Aplicándolo ya en este caso, vale la pena
preguntarse en qué textos aparece la palabra chaire en la traducción griega del Antiguo Testamento llamada de los
LXX. Curiosamente, la encontramos en Sof 3,14; Zac 9,9 y Joel 2,21 (aparte de ellos, aparece en Lam 4,21; pero
este caso carece de interés por el sentido irónico con que parece utilizarse allí la palabra). Se trata de los llamados
textos de la hija de Sión. Me limito a citar el que me parece más significativo: «Alégrate sobremanera, hija de
Sión; da gritos de júbilo, hija de Jerusalén. He aquí que viene a ti tu rey; es justo y victorioso; es humilde y
cabalga en un asno, en un pollino de asna» (Zac 9,9). El versículo citado contiene una invitación a la alegría
porque, el Mesías viene. Al aludir al tema de la hija de Sión con la primera palabra del ángel, chaire, se nos está
presentando a María en un modo en el que personifica a la hija de Sión: en este contexto, la invitación a la alegría
por la venida del Mesías recibe una acentuación sumamente fuerte; María debe alegrarse, pues el Mesías va a venir
inmediatamente; más aún, va a comenzar a formarse en su seno. El anuncio del ángel no se abre con un saludo
profano y vulgar. Ya su primera palabra de saludo coloca todo el contenido del anuncio en un contexto mesiánico.
El ángel invita a María a la alegría mesiánica, precisamente porque ahora y en ella va a tener cumplimiento la
antigua profecía mesiánica que durante siglos había constituido la gran esperanza de Israel. Las palabras del ángel
continúan con la apelación «llena de gracia» (kecharitóméné) (v.28). Reproduzco en castellano la traducción
tradicional, aunque soy consciente de que no es una simple traducción de la palabra griega, sino el fruto de una
reflexión de fe. Se trata del participio pasivo de pretérito del verbo charitóo. El verbo se deriva de la raíz cháris ( =
«gracia»), la cual tiene un claro sentido teológico en el Nuevo Testamento. Por otra parte, como verbo terminado
en óo, tiene sentido casual. Para no seguir hablando de modo abstracto, la traducción exacta del verbo charitóó
indicaría que Dios hace a uno objeto de su gracia. En participio pasivo, y aplicado a María, significa que ésta ha,
sido hecha por Dios objeto de su gracia. Naturalmente queda en pie la cuestión: en la traducción, ¿cómo se pasó de
la idea de dotada de gracia significada por el verbo, a la idea de plenitud de la traducción tradicional? Ya he
insinuado que no por mera traducción, sino a través de una reflexión de fe. Es curioso que en Lc 1,28. después de la
invitación del ángel a la alegría, falta el nombre propio de María. En su lugar, y con un claro sentido apelativo,
aparece el participio kecharitóméné; es decir, este participio está haciendo las veces de nombre propio; incluso
su uso sin artículo subraya el sentido de apelación de la persona característico de los nombres propios. No
olvidemos la importancia de los nombres propios para los judíos: debían expresar lo que la persona es en realidad.
Ello es especialmente exacto cuando es Dios mismo quien pone el nombre. Más aún, cuando Dios confiere una
misión a una persona, suele imponerle un nombre que la signifique con toda exactitud. Los casos son muy
frecuentes. Para el Antiguo Testamento, baste citar los cambios de Abram por Abraham (Gen 17,5), Saray por Sara
(Gen 17,15), Jacob por Israel (Gen 32,29). En el Nuevo es suficiente recordar el cambio de Simón por Pedro
(Mt 16,18). No se trata aquí exactamente de que Dios haya cambiado el nombre a María por el de kecharitoméné;
no hay ningún rastro de que María posteriormente haya utilizado el nuevo nombre o haya sido llamada por él. Pero,
aunque no haya habido cambio de participio kechartóméné hace aquí las veces de un nombre propio; más aún, de
un nombre propio puesto por Dios.
A partir de este hecho, y sin olvidar la importancia del nombre para los judíos, especialmente cuando se
trata de un nombre impuesto por Dios, se insertó la reflexión de la fe de los cristianos, que muy pronto comenzaron
a meditar el pasaje. El grado de gracia que se proclama con esta apelación nominal a María tiene que corresponder
a su misión y a su dignidad de Madre de Dios. La pregunta ineludible fue: ¿Qué grado de gracia corresponde a lo
que María es en realidad? La respuesta se concretó muy pronto en la traducción del participio, como plenitud:
«llena de gracia»; sólo un grado de gracia que llegara a ser plenitud correspondía a lo que María es. Ya la
traducción latina de la Vulgata vierte el participio con la expresión gratia plena ( = «llena de gracia»). Esa plenitud
se interpretó primeramente como excluyente de todo pecado personal de María; más tarde se comprendió que tenía
que excluir también absolutamente la mancha misma del pecado original. Con esto queda explicado cuáles son la
importancia y el uso teológico de esta expresión y cómo fue punto de partida de un progreso dogmático que
culminaría en la definición dogmática de la inmaculada concepción de María. Pero todo ello requirió el trabajo de
reflexión meditativa de la fe de la Iglesia a través de siglos, sobre todo por lo que se refiere al paso de interpretar la
plenitud de gracia como excluyente de todo pecado personal de María, hasta la convicción de que también tenía
que excluirse en ella toda mancha de pecado original ya en el primer momento de su existencia.
«El Señor contigo» (v.28). La fórmula reseñada, que en el texto de San Lucas va en conexión inmediata
con la apelación «llena de gracia», aparece sin verbo. Creo superfluo discutir si ha de sobrentenderse «el Señor
está contigo» (afirmación) o «el Señor esté contigo» (optativo). Si hay que suplir algún verbo me inclino a la
fórmula de deseo, típica de los saludos, que sería la más atestiguada en el uso bíblico. Pero ¿es necesario realmente
suplir verbo alguno? ¿No sería la formula «el Señor contigo», sin verbo, una alusión a la palabra «Emmanuel»
(= «Dios con nosotros») el nombre con el que Is 7,14 designa al Mesías futuro? Si así fuera, la estructura de Lc
1,28 adquiriría un significado riquísimo sobre el esquema de los textos de la hija de Sión: se invita a María a la
alegría (chaire); a ella que es la hija de Sión por excelencia, hecha objeto en plenitud de la gracia divina; y se da
como razón de la alegría el Mesías, el «Emmanuel», el Dios con nosotros, que va a ser, de un modo muy especial,
un Dios con María («el Señor contigo»).
El v. 31 constituye el núcleo central del anuncio: «He aquí que concebirás y darás a luz un hijo, a quien
pondrás por nombre Jesús». Su simple lectura hace indudable que el versículo se ha construido con clara alusión a
Is 7,14. María es la 'almáh, la «virgen» (v.27), en la que va a tener cumplimiento la profecía de Isaías sobre el
milagro de la concepción y el parto de una virgen, gracias al cual se nos dará el Emmanuel. Existe incluso el detalle
de que, al igual que en Isaías, es la madre la que ha de poner el nombre al niño. La única diferencia entre los dos
textos está en el nombre: Emmanuel en Isaías y Jesús en Lucas. La diferencia de nombres es bástame pequeña si se
atiende a su significado: Emmanuel significa «Dios con nosotros»; Jesús, «Yahveh salva». Del mero nombre
no se podría deducir la divinidad de Jesús. Yahveh puede salvar por sí mismo o por hombres enviados por El. De
hecho, el nombre de Jesús lo han llevado, en el Antiguo Testamento, Josué y el sumo sacerdote que vino con
Zorobabel del destierro (Zac 3,1-10; Ag 2,3 y 4). Ya veremos que, unos versículos más adelante, Lucas afirmará la
divinidad de Jesús v. 35). Su pensamiento teológico será entonces de una impresionante finura. Pero, aunque
Lucas conozca y afirme la divinidad de Jesús, sería ilegítimo pretender que la divinidad de Jesús está también
afirmada en su mismo nombre porque su traducción sea «Yahveh salva». Yahveh puede salvar de modos muy
diversos.
El v. 34 contiene una pregunta, en la que María plantea humildemente una dificultad al anuncio del
ángel: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?» El versículo tiene una gran importancia teológica. La
interpretación tradicional ha visto en él no sólo una afirmación de hecho (no conozco hasta ahora varón), sino
también un propósito para el futuro: no conozco varón, es decir, no quiero o no puedo conocerlo. Esta exégesis se
remonta, por lo menos, a San Gregorio de Nisa (Oratio in diem natalam Chisti: PG 46,1140). Sólo así tiene
sentido la pregunta en el contexto del diálogo entre María y el ángel. Además, la traducción es, gramaticalmente,
no sólo posible, sino razonable. Hay que retraducir el «no conozco» griego a lo que pudo ser su substrato semítico.
Existe una forma verbal hebrea que se traduce muy frecuentemente por un presente, y que, sin embargo, tiene el
matiz modal de poder, deber, querer; es la forma verbal hebrea que se conoce con el nombre de yiqtol. Suponer
que María se limitó a decir que hasta entonces no conocía varón, es suponer que María opuso al anuncio del ángel
una dificultad sin sentido. Si, por el contrario, Lucas hubiera traducido con un presente griego «no conozco») una
forma de yiqtol hebreo, el sentido de su fuente sería el único que cuadra con el conjunto del diálogo: «¿Como
será eso, pues no puedo; (o no quiero) conocer varón? »
Modernamente se han propuesto otras interpretaciones de este versículo, diversas de la tradicional. En tales
intentos no se trata de poner en duda la virginidad perpetua de María. Pero los autores de las nuevas
interpretaciones piensan que el propósito de virginidad de María habría sido posterior a la experiencia mística de la
anunciación, y por ello no podría estar expresado en el v.34 como algo anteriormente existente. En aquel momento,
María, según estos autores, sería una muchacha todavía virgen, normalmente desposada y que piensa que en un
futuro próximo vivirá matrimonialmente con su esposo. Es curioso, aunque al citar este dato no pretendo con él
prejuzgar la solución al problema ni desacreditar los nuevos intentos (los cuales deben ser discutidos en sí
mismos), que la tendencia a interpretar el propósito de virginidad de María como posterior a la anunciación se
encuentra en un testimonio de Lutero de 1539 (WA 48,579).
La propuesta más conocida y moderna de interpretar el v.34 de modo diverso del tradicional es , la de P.
Gaechter (María im Erdenleben -Innsbruck 1953 p.79-98-). María, como consta por el capitulo 1 del evangelio de
San Mateo, se encontraba desposada, pero todavía no casada. Aunque el desposorio hacía ya que el uso
matrimonial entre desposados no fuera jurídicamente, censurable, tal uso no se consideraba correcto antes de la
boda. En esta situación, María habría dicho al ángel: «¿Cómo será eso, pues no conozco (todavía) varón?», es
decir, en mi situación de desposada (y todavía no casada) no conozco, no puedo todavía conocer varón.
Ante todo, adviértase que Gaechter tiene que reconocer q u e el presente griego «no conozco» tiene detrás
de sí el sentido de «no puedo y no quiero conocer». Sus observaciones sobre la diferencia entre desposorio y
boda en cuanto a derechos matrimoniales son incesantes y justificadas. Pero traducir la frase del v. 34
introduciendo un «todavía», aparte de que es añadir u n a palabra que no está en el texto griego, hace decir a
María algo muy poco inteligente. No se olvide que las anunciaciones de nacimientos milagrosos en la Escritura
no insisten en que la concepción vaya a realizarse inmediatamente: Ana, la madre de Samuel, recibe la promesa
de un hijo estando en Siló (1 Sam 1,18), la concepción de Samuel tiene lugar después del regreso a Ramá (v.19);
en el mismo Lucas, Zacarías recibe el anuncio del ángel cuando está de servicio en el templo y separado de su
mujer (Lc 1,8-20); la concepción tiene lugar después de su vuelta a casa (v.23s). La dificultad de María, en la
hipótesis de Gaechter, sería de una ingenuidad increíble. La respuesta del ángel hubiera podido limitarse a un
indicarle que esperase el breve período de tiempo que a ella, ya desposada, la separaba de la boda (!). Pero una
respuesta así podría habérsela imaginado María sin necesidad de avanzar u n a pregunta inútil.
Será necesario volver a la interpretación tradicional del v.34. En ella, el eje fundamental es el propósito de
María de conservar su virginidad. Este propósito es de importancia teológica capital para afirmar la virginidad
posterior. Si María tiene un propósito de virginidad al que incluso apela como dificultad ante un anuncio tan
halagador como el de ser Madre del Mesías, no es pensable, por parte de María, que el propósito haya sido
abandonado más tarde; si Dios mismo ha respetado el propósito de María recurriendo al milagro de la concepción
virginal, es Dios quien se constituye así garante (fiador) del mantenimiento del propósito (¿habría tenido sentido el
recurso al milagro de la concepción virginal para salvar la virginidad de María si el propósito que la sellaba no fuera
a mantenerse de hecho en el f u t u r o ? ) .
No quiero abandonar estas reflexiones sobre el v.34 sin expresar mi persuasión de que los intentos de
buscarle una interpretación d i s t i n t a de la tradicional no han nacido de dificultades internas al versículo, sino de
algo que es externo a él: por u n a parte, se considera inverosímil un propósito, de virginidad por parte de María en
un ambiente judío en el que la vir ginidad no era estimada; posteriormente, la inverosimilitud de la situación de
María se acrecienta casi hasta la paradoja si se tiene en cuenta que el Evangelio nos la presenta como una muchacha
q u e , con propósito de virginidad, está desposada, y, por tanto, en camino del matrimonio.
Las afirmaciones generales de falta de estima de la virginidad en el judaísmo, hoy, sobre todo después de
los descubrimientos de Qumrán, hay que matizarlas mucho. Qumrán demuestra la existencia de un ambiente en
que se vive la virginidad incluso en estructuras monásticas; por otra parte, está atestiguada la existencia de
miembros casados de la secta que viven con abstinencia sexual más o menos temporal , más o menos prolongada. Es
verdad que ninguno de estos casos -célibes monjes o casados con ascética matri monial- explica adecuadamente la
situación de María y José. Pero permiten un acercamiento a ella sin e x plicarlo todo por una inspiración divina,
fuera de todo ambiente y en contra de todo el ambiente judío. Es obvio que Dios puede inspirar una actitud de
vida, aunque ésta no tenga conexión alguna con el ambiente; sin embargo, este tipo de inspiraciones no es el más
normal; por ello, se hace bien en no recurrir a él si de hecho existen relaciones ambientales suficientes. Con lo
dicho hasta ahora, ni todo se explica por el ambiente esenio de Qumrán, ni se apoya todo el peso de la explicación en
u n a inspiración sin relaciones con el ambiente.
En cuanto a lo que pudiera parecer más paradójico en la situación de María (su propósito de virginidad
coexistente con el hecho de su desposorio), debe decirse que existen datos que hacen posible una explicación
razonable. En ambiente esenio como aparece en Qumrán, la virginidad podía vivirse solitariamente o dentro de
u n a comunidad de tipo monacal. Por el contrario, en un a m b i e n t e hostil a la idea misma de virginidad como
podía ser Galilea, donde el movimiento esenio carecía de raíces, una joven virgen no podía v i v i r aislada. Un
matrimonio (aparente en cuanto al ejercicio de los derechos matrimoniales) con otro joven animado del mismo ideal
de virginidad podía ofrecer a la virgen la condición jurídica que le permitiera realizar su propósito. A nuestros
ojos, lo extraño de ese uso es una p r u e b a de su historicidad. El hecho de que así se haya vivido largo tiempo la
v i r g i n i d a d en a m b i e n t e s d e r i v a d o s del judeo-cristianismo, es decir, un monje acompañado de una virgen,
apuntaría a un origen precristiano. El uso duró largo tiempo; en el siglo IV lo ataca duramente San Juan Crisóstorno
por los abusos y peligros a que, como es obvio, podía prestarse. Pero, volviendo al texto evangélico, la situación
de María, entendida como el hecho de que en Galilea -fuera de ambiente esenio- dos jóvenes con un común ideal de
virginidad tuvieran que convivir externamente como desposados o casados (lo cual implica, igualmente, la
aceptación de la forma jurídica correspondiente), no nos parece tan extraño como pudiera suponerse a primera
vista.
Tras la p r e g u n t a de María (v.34), el versículo 35 contiene una c i e rt a complejidad. «El ángel respondió
y le dijo: 'El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el Poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso, lo que
nacerá santo, será llamado Hijo de Dios'».
Contra lo que a veces ha hecho una exégesis, demasiado fácil, parece que hay que descubrir en el
versículo dos alusiones diversas al Antiguo Testamento. La primera alusión, contenida en las primeras palabras del
ángel («El Espíritu Santo vendrá sobre ti»), es, probablemente, una referencia a Gen 1,2 («El Espíritu de Dios se
cernía sobre la haz de las aguas»). El tema aludido es así el tema de la creación: Dios, que creó al principio todo
de la nada, p u e d e hacer con su fuerza creadora que en tu seno se conciba un niño sin concurso de varón; en estas
palabras se contendría la respuesta a la d i f i c u l t a d de María, expresada en el versículo anterior (v.34).
Pero las palabras s i g u i e n t e s , una vez dada la respuesta a la dificultad de María, introducen un tema
nuevo: «El Poder del Altísimo te cubrirá con su sombra». El pasaje aludido ahora es Ex, 40,14: «La nube cubrió (en el
sentido de «ensombrecer») la tienda de reunión, y la gloria de Yahveh llenó el tabernáculo». La gloria de
Y a h v e h de Ex 40,34 es sinónimo de Yahveh mismo. En la teología judía sobre la nube se suponía que, cuando ésta
descendía sobre él tabernáculo o el arca, era señal de que Dios mismo se hacía presente dentro del tabernáculo o del
arca; véase esta mentalidad expresada con motivo de la consagración del templo de Jerusalén por Salomón,
especialmente en la reacción de Salomón ante el descenso de la nube en 1 Re 8,10-13. En Lc l,35b se describe a
Dios mismo como nube que va a c u b r i r con su sombra a María. De eso se trata, en efecto, con la expresión «el
Poder del Altísimo». El Poder no es aquí un atributo de Dios, como lo sería también su sabiduría, su bon dad o su
justicia, sino una manera de nombrar a Dios mismo. Recuérdese que los judíos procuraban e v i t a r pronunciar
el nombre de Dios al referirse a El. Para ello recurrían a ciertas circunlocusiones (maneras de hablar en la que se
expresa en sentido de una palabra de una forma imprecisa e indirecta). Es muy característico el diálogo entre
Caifás y Jesús tal y como nos lo conserva San Marcos; Caifás pregunta a Jesús: «¿Eres tú el Mesías, el Hijo del
Bendito?» (Mc 14,61); Jesús responde: «Yo soy, y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y
venir sobre las nubes del cielo» (v.62). «El Bendito» y «el Poder» eran dos modos de nombrar a Dios
evitando pronunciar el nombre inefable de Y a h v e h . Vale la pena darse cuenta de cómo San Lucas, al narrar
el mismo episodio, retoca el semitismo de la expresión, que para sus oídos, demasiado griegos, y más aún para
los de sus previsibles lectores, resultaba dura; Jesús responde a Caifás: , «Desde ahora, el Hijo del hombre
estará sentado a la derecha del Poder de Dios» (Lc 22,69). Recogida esta fórmula, se la puede poner en
paralelismo con la de Lc l,35b: «El Poder del Altísimo te cubrirá con su sombra». Si queremos reconstruir el
semitismo, habría que traducir de un modo un poco libre, pero absolutamente fiel al substrato semita que Lucas
está utilizando: «El Poder, es decir, el Altísimo, te cubrirá con su sombra». Si Dios, como nube, cubre a
María, quiere decir que Dios se hace presente en su interior, en su seno, para tomar carne de sus purísi mas
entrañas. María será así nuevo tabernáculo de Dios, nueva arca de la alianza nueva. En ella, en su interior, va a
habitar Dios durante nueve meses, tomando de ella nuestra humana naturaleza.
Llegamos así a la parte final del versículo: «Por eso, lo que nacerá s a n t o , será llamado Hijo de Dios»
(v.35c). Habiendo en las palabras precedentes del versículo, como hemos visto, dos temas distintos y dos
alusiones distintas al Antiguo Testamento, lo obvio es que la pa rt í c ul a «por eso» (dió kaí) esté en conexión
con el t e m a más i n m e d i a t o y no con el más lejano. Para la mentalidad semita, no es dudoso que «llamarse»
equivale a «ser». A u n q u e menos literal, sería más exacto traducir «lo que nacerá santo, será H i j o de Dios».
Pero ¿por qué? No primariamente porque Dios vaya a suplir la acción del varón; ésta es una alusión lejana, que
constituye, más bien, la respuesta a la dificultad expresada por María en el v.34. «Lo que nacerá santo, será
Hijo de Dios», en el más estricto sentido teológico. Porque Dios está realmente presente en el seno de María
d u r a n t e nueve meses tomando carne de ella, lo que nacerá de ella, lo que saldrá de su seno, es Dios mismo, la
segunda persona de la Trinidad, el Verbo. Nótese que en teoría puede imaginarse el milagro en v i r t u d del cual se
dé u n a concepción virginal, es decir, Dios supla milagrosamente el concurso del varón, de modo que naciera
un p u r o hombre. Lc l,35c se coloca en otro plano: el de la encarnación del Hijo e t e r n o de Dios; llevado en
el seno de María, es El quien nace de María. En el fondo, como tendremos ocasión de estudiar más adelante en el
c a pítulo siguiente, Lucas está proclamando la esencia más í n t i m a del dogma de la maternidad divina de
María.
El v..38 contiene la respuesta ú l t i m a y decisiva de María; «María dijo: ' He aquí la esclava del Señor;
hágase en mí según tu p a l a b r a ' » . Proclamándose «esclava del Señor», María entra en la obra de la salvación con
sentimientos de disponibilidad total; son los sentimientos espirituales que más tarde desarrollará en el
Magnificat. Pero, por otra parle, su «sí» es una cooperación positiva e inmediata a la encarnación redentora, en el
sentido de que su «sí» va a permitir su realización. Su Santidad Pablo VI ha descrito esta cooperación de María
como « n o puramente instrumental y física, sino como factor predestinado, pero libre y perfectamente dócil»
(Alocución de 30 de mayo de 1973: Ecclesia 33 [1973 I] 703). En efecto, todo el diálogo entre el ángel y María,
con sus múltiples movimientos, incluso de objeción y respuesta, carecería absolutamente de sentido si María no
se encontrara frente a la llamada de Dios como persona libre y responsable, capaz de tomar una decisión personal.
En el sentido de este «sí» de María deberá centrarse toda la teología de la cooperación de María a la obra de la
salvación.
Nótese posteriormente que una maternidad verdaderamente humana no se agota con el hecho de engendrar
al hijo. En ella quedan unidas indisolublemente dos vidas. Las alegrías y los dolores del hijo serán alegrías y
dolores de la madre. Aceptando ser Madre de Jesús, María une su vida indisolublemente a la de su d i v i n o Hijo.
Ello se hace de modo tanto más consciente cuanto que el anuncio del ángel tiene mucho de programa de lo que va
a ser la vida y la misión futura de su Hijo. A lo largo de toda su vida, María mantuvo el «sí» dado en el momento
de la anunciación. Por eso, ha podido enseñar el concilio Vaticano II: «Esta unión de la Madre con el Hijo en
la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte»
(Constitución dogmática sobre la Iglesia n.57); en efecto, María «mantuvo fielmente su unión con el Hijo
hasta la cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida (cf. Jn 19,25), sufriendo profundamente
con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio» (ibid., n.58).
En el capítulo anterior vimos que ya en Gen 3,15 se anunciaba proféticamente que María estaría asociada a
la lucha de su Hijo contra el demonio. El relato de la anunciación nos muestra, a través del «sí» de María, cómo
se realizó históricamente esa asociación.
b) El mensaje a José (Mt 1,18-25)
Siguiendo a K. Stendhal, hemos dicho más arriba que la temática de todo el capítulo 1 del evangelio de San
Mateo se concentra en torno a la pregunta: ¿Quién es Jesús? La respuesta va a consistir en mostrar que es el
Mesías, hijo de David, aunque no desciende biológicamente de él. Por ello, en realidad, el tema de la concepción
virginal de Jesús, más que una afirmación directa, es un dato que se presupone; más aún, que es determinante en la
problemática a la que el evangelio de la infancia según San Mateo quiere, responder. El hecho de presuponer la
concepción virginal sugiere que se trata de una realidad conocida por los lectores. Por ello, Mateo no tiene que
detenerse en ella en sí misma, sino, más bien, en sus implicaciones, para un problema distinto: el de la mesianidad
davídica de Jesús.
Antes del relato del mensaje a José, San Mateo sitúa la genealogía de Jesús hecha a través de la línea de
José. En ella es notable que la conexión entre padres e hijos se hace siempre con el verbo «engendró»: «Abraham
engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob, Jacob engendró a Judá y a sus hermanos» (Mt l,2) La lista continúa con
la misma estructura hasta el versículo 16, en el que se rompe inesperadamente el esquema: «Jacob engendró a José,
el esposo de María de la cual fue engendrado Jesús, que es llamado Mesías». Ya el cambio de forma verbal es
claro indicativo de que José no engendró a Jesús. El v.18 nos explicará en seguida que Jesús fue concebido «por
obra del Espíritu Santo» y no por obra de varón. Pero q u i e n conozca las peculiaridades lingüísticas del
griego bíblico, p u e d e descubrir mucho más en la forma verbal empleada en el v.16. A otro propósito (a
propósito de Lc l,35b), hemos comentado ya cómo los judíos, al referirse a Dios, evitaban pronunciar el
nombre de Yahveh. U n a manera de evitar nombrar a Dios consistía en poner en voz pasiva aquellos verbos en
los que realmente Dios habría sido el sujeto; es lo que en griego bíblico se conoce como pasivo teológico (cf.
M. ZERWICK, Graecitas bíblica, 4. a ed., n.236 [Romae 1960] p.73). Esta forma verbal es la que encontramos en el
v . 1 6 del c.l de Mateo; por ello, si queremos traducirlo sin literalidad, pero con toda exactitud ideológica,
habría que reproducirlo de esta manera: «Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual Dios engendró
a Jesús, que es llamado Mesías». La genealogía se había abierto presentándonos a Jesús como Mesías e hijo de
David ( M t 1,1). Paradójicamente, se cierra mostrándonos que José es, físicamente, hijo de David; pero Jesús no
desciende físicamente de él; José no ha engendrado a Jesús; es Dios quien lo ha engendrado. La genealogía
culmina así en una afirmación de la concepción virginal de Jesús, concebido por Dios de María. Pero este dato
real plantea un claro problema si se lo relaciona con la afirmación inicial de la genealogía: entonces, ¿en qué
sentido es Jesús hijo de David? La pregunta es importante, pues el evangelista ha puesto en relación la
mesianidad de J e s ú s con su filiación davídica al comienzo, de la genealogía. A esta pregunta da respuesta el
relato del mensaje a José de Mt 1,18-25.
María y José, en el momento al que se refiere el relato, se hallan desposados, pero todavía no casa dos,
es decir, después de haberse celebrado los desposorios, pero antes de la ceremonia por la que la esposa era
conducida a casa del esposo, ceremonia en la cual consistía propiamente la boda(cf. Mt 1,18). En esta
situación surge un problema, que San Mateo describe con estas palabras: María «se halló encinta por obra
del Espíritu Santo» (v.18). El punto de partida de las dudas de José sobre cómo tiene que comportarse abarca
dos elementos diversos; no se limita a la mera constatación de lo que hubiera sido el hecho externo
comprobable: «se halló encinta», s i n o q u e añade un dato no empírico para José: «por obra del Espíritu
Santo». Ya el planteamiento inicial -que se verá confirmado por el resto del relato- insinúa que son ambos
elementos -y no solamente el hecho de hallarse María encinta- los que constituyen la situación compleja
con la que José va a verse enfrentado. En efecto, no parece demostrado el silencio de María con respecto a José
acerca de la concepción milagrosa que el Espíritu Santo había obrado en ella. Parece más natural que María,
virgen y con ideal de virginidad, haya desvelado a su desposado, partícipe en los mismos ideales, la nueva
situación en la que Dios la ha colocado s i n deterioro alguno de su ideal de virginidad. José no duda de
María ni de lo que ella le ha comunicado. Sin embargo, la nueva situación, en su complejidad, le hace
sentirse perplejo ante la actitud q u e debe tomar. El v.19 describe la situación psicológica de José,
encaminada hacia una determin a d a salida: «José, su esposo, que era un hombre justo y no quería
manifestarla, decidió abandonarla secretamente». José no tenía ningún derecho a desvelar el secreto que María
le había confiado. Aunque cree firmemente cuanto María le ha dicho, José decide abandonarla. ¿Por qué? A la
actitud enigmática de José se le pueden hallar dos motivos. Por una parte, hay en él un movimiento de
h u i d a , muy característico en la Biblia, ante la acción milagrosa y maravillosa de Dios. Pero, además, la
situación nueva planteaba para él un problema de conciencia, que José, como hombre j u s t o , quería resolver
correctamente: ¿podía, con conciencia tranquila, hacerse pasar, quedándose, por padre del niño venido de Dios?
En estas circunstancias psicológicas interviene el anuncio del ángel de Yahveh para decir a José que no
debe abandonar a María; debe quedarse, tiene que tomar a María en su propia casa, celebrando así la
ceremonia en virtud de la c u a l los desposorios se convenían en boda, porque sólo así Jesús podrá ser
jurídicamente hijo de David. Para comprender el anuncio del ángel es necesario traducirlo con la mayor
exactitud posible, de manera que la traducción deje traslucir los matices del texto: «José, hijo de David, no
temas tomar contigo a María, tu esposa, porque es verdad (gár), lo que ha sido engendrado en ella es obra del
Espíritu Santo, pero (dé) dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de
sus pecados» (v.20s). José debe tomar en su casa a María, aunque es verdad que la concepción es obra del
Espíritu Santo; ello era precisamente el motivo que hacía dudar a José y le hacía pensar en la posibilidad de un
abandono. Sin embargo, hay un motivo decisivo para q u e José t o m e a María en su casa: él debe servir al niño
como padre jurídico; teniendo en cuenta que, al comienzo del anuncio (en el v.20), José es interpelado como
«José, hijo de David», se comprende fácilmente que esta paternidad jurídica tiene una enorme importancia
teológica: introducir jurídicamente a Jesús en la descendencia de David. La paternidad jurídica de un davídico,
como es José, con respecto a Jesús, hubiera sido necesaria aun en el supuesto de que también María hubiera sido de
familia davídica (la pertenencia familiar se daba entre los judíos por línea paterna y no por línea materna); pero es
aún más indispensable si, como expusimos a propósito de la anunciación a María, María, por lo que puede juzgarse
a través de los indicios conservados en San Lucas, era de familia sacerdotal y no de la familia de David. La
paternidad jurídica de, José sería el eslabón a través del cual Jesús es, jurídicamente hablando, hijo de David, en
quien puede cumplirse la profecía de Natán.
Como puede verse de nuestras explicaciones, el anuncio a José no tiene como objeto enseñarle que lo
engendrado en María es obra del Espíritu Santo. Esto era conocido anteriormente por José; probablemente, por
comunicación de María misma. Más aún, este conocimiento era la causa que producía en José perplejidad sobre
cuál debía ser su comportamiento. El ángel de Yahveh enseña a José cómo tiene que comportarse en esa nueva
situación: tiene que tomar a María en su casa, para poder así poner a Jesús el nombre, es decir, introducirlo en su
línea familiar, que es la de la familia de David.
El evangelio de San Mateo (v.22s) declara explícitamente que así se cumplió la profecía de Isaías 7,14.
Ante todo, la concepción ha sido virginal. Pero además no se olvide que todo el pasaje de Isaías esta, relacionado
con la profecía de Natán, como explicamos en el capítulo anterior, según la cual el Mesías había de ser, de alguna
manera (biológica o jurídicamente), hijo de David; Jesús, concebido virginalmente de María, es introducido por
José en la familia de David.
El v.24 se limita a dar testimonio de que José ha realizado lo que el ángel le había encargado, tomando a
María en su casa: «Despertado José del sueño, hizo como te ordenó el ángel de Yahveh, y recibió consigo a su
mujer» (v.24).
« Y , sin haberla conocido, ella dio a luz un hijo, al que él puso por nombre Jesús» (v.25). El final del
versículo insiste de nuevo en que José cumple el encargo del ángel: pone a Jesús el nombre; con ello,
jurídicamente, José, el hijo de David, reconoce a Jesús como hijo y lo introduce en la sucesión davídica. Pero en el
versículo es más importante el tema de la virginidad de María, respetada por José. Literalmente, el versículo dice:
«Y no la conocía hasta que dio a luz un hijo». La redacción está hecha en función del texto de Is 7,14 que San
Mateo ha citado en el v.23: «He aquí que la virgen estará encinta y dará a luz un hijo»; Mateo intenta subrayar
que María, que se encontró encinta virginalmente ( v . l 8 ) , da a l uz sin que haya habido intervención de varón
(v.25). Sin embargo, deliberadamente no he traducido de modo literal, porque decir en castellano que «no la
conocía hasta que dio a l u z un hijo., sugiere q u e la conoció después, mientras que la partícula griega héos
empleada por el evangelista no insinúa en modo alguno que después la haya conocido; meramente subraya la
virginidad de María en el momento del parto del Señor. Ya San Jerónimo (De perpetua virginitate B. Mariae
adversus Helvidium 6s: PL 23,198ss) reunió otros muchos pasajes de la Escritura pura demostrar que la expresión
«hasta que» tenía este sentido, que no indica un cambio de situación después del término temporal aludido. Lo
mismo hizo Lutero en 1523 (WA 11,323ss). La fidelidad al sentido me ha obligado a traducir de modo no literal,
como es sabido, no siempre la traducción literalista es la más fiel, al texto.
c) El «Magníficat» ( L c 1,46-55)
En la visitación de María a su prima Isabel, después del diálogo de saludo entre ambas, María
prorrumpe en un cántico que es conocido por la primera palabra de su traducción latina en la Vulgata, el Magníficat.
Su importancia radica en que María vierte en él los sentimientos que embargan en aquel momento su alma. Por
ello, nos descubre todo el mundo espiritual que María vive entonces. El trasfondo del Magníficat es igualmente
importante. En él subyace una pregunta: ¿Cómo es posible que la venida de Jesús, el Mesías, siendo un hecho de
dimensiones colosales, haya sucedido como un acontecimiento oscuro y casi desconocido?
Visto el texto del cántico más en concreto, se pueden descubrir en él afirmaciones e ideas teológicamente
importantes. Ante todo, María, invitada por el ángel, ya en la primera palabra de la anunciación, a la alegría
mesiánica, se declara i n v a d i d a por esa alegría: «Engrandece mi alma al Señor y mí espíritu se estremece de
alegría en Dios, mi salvador» (Lc l,4 6s).
Fuente de esa alegría es el hecho de q u e Dios ha elegido a María. Pero esa elección recae sobre u n a
cualidad espiritual de María: su pobreza, en el sentido religioso del término. De modo eminente, en María se cumple
el concepto de lo que eran los 'anawim en los tiempos del Antiguo Testamento, los pobres de Yahveh, que son el
Israel según el espíritu, los piadosos, los que con humildad ponen en Dios su confianza, porque no piensan tener
algo propio en lo q u e poder confiar: «porque ha mirado la pobreza de su esclava» (v.48).
La elección que Yahveh ha hecho de María es la causa de su grandeza. Ello hará que a lo largo de
los siglos se tribute a María homenaje en la I g l e s i a ; así lo profetiza ella misma de modo explícito: «he aquí
que desde ahora me llamaran bienaventurada todas las generaciones» (v.48).
Como consecuencia de la elección, Dios ha hecho en María cosas maravillosas. En su vivencia
personal t i e n e q u e p e s a r , en p r i m e r t é r m i n o , su e x p e riencia mística de la anunciación y la encarnación
del Hijo de Dios que ha tenido l u g a r en ella: «porque el Poderoso ha hecho cosas grandes en mi favor» (v.49).
No olvidemos, sin embargo, que la encarnación tuvo lugar para la salvación de los hombres. Por eso, desde el v.50
al 55, el tema se desliza de María, persona concreta, al Israel de Dios. De nuevo va a ser determinante, para que la
salvación llegue a las personas concretas, que éstas adopten la actitud de pobreza, en el sentido religioso del
término al que ya hemos aludido, que Dios ha amado en María: la misericordia se ejercerá sobre aquellos que
temen a Yahveh (v.50); soberbia y humildad comportan actitudes opuestas en Dios con respecto a los hombres que
se sitúan en una u otra postura espiritual ya que Dios derriba a los soberbios y ensalza a los humildes (v.51ss).
Se inaugura una nueva era, en la que Dios toma a Israel -al verdadero Israel según el espíritu- bajo su
amparo (v.54). Ello se hace «según lo que había prometido a nuestros padres, a Abraham y a su descendencia para
siempre» (v.55). La alusión a Abraham, el padre de los creyentes, es sumamente importante. Poco antes, María ha
sido proclamada por Isabel dichosa por haber creído (v.45). El movimiento de fe que tuvo comienzo en Abraham,
culmina en María. Las bendiciones prometidas a Abraham en lejanía profética, y que habían de abarcar a todas las
naciones (cf. Gén 12,3), tienen pleno cumplimiento a partir del «sí» de María, y desde entonces se van a verter
sobre, toda la humanidad.
d) «Y a tu misma alma la traspasará una espada» (Lc 2,35)
Con ocasión de la purificación de María y la presentación de Jesús en el templo, el anciano Simeón,
«impulsado por e! Espíritu» (Lc 2,27), va al templo, reconoce al Mesías en el niño insignificante que es llevado
para ser presentado ante Yahveh y pronuncia un canto profético, en el que impresiona, sobre todo, la proclamación
de Jesús como luz para todos los pueblos, incluidos los gentiles (v.30ss). A continua ción, hablando a María,
pronunció una serie de frases misteriosas sobre el destino futuro del niño, entre las cuales se encuentra este
inquietante anuncio: «Y a tu misma alma la traspasará una espada» (Lc 2,35). El tema de la «transfixión»(=acción
de atravesar algo de parte a parte) del Mesías había sido profetizado varias veces en el Antiguo Testamento; en los
cantos del Siervo de Yahveh se anuncia: en los cantos del Siervo de Yahveh se anuncia: «fue traspasado por causa
de nuestros pecados» (Is 53,5); el salmo 22 une el tema de la «transfixión» con el de la espada (los dos temas
que aparecen unidos en Lc 2,35): «han traspasado mis manos y mis pies» (v.17), «libra mi alma de la espada»
(v.21); en Zac 12,10, la «transfixión» se anuncia juntamente con el movimiento de conversión de los que lo
habían traspasado: «me contemplarán a mí a quien traspasaron, y llorarán por él como suele hacerse por el
primogénito» (el texto aparece citado por Jn 19,37 dentro de relato de la pasión de Jesús, a "propósito de la
lanzada).
En estos anuncios proféticos, lo importante es que el tema de la «transfixión» se refiere a los sufrimientos
futuros del Mesías en su pasión. Las palabras de Simeón, al usar incluso la misma terminología, aplicándola a
María, profetiza la participación de ésta en la pasión de Jesús. Ya Gen 3,15 había hablado de una asociación de
María al Mesías en su lucha contra el demonio. El relato de la anunciación nos daba a co nocer la realización de esa
asociación por el «sí» de María. Lc 2,35 nos descubre la prolongación de esa asociación hasta una comunidad de
dolores en la pasión y el Calvario. María no es sólo la Madre de Jesús, sino la Madre dolorosa que acompaña a su
Hijo, participando en sus sufrimientos, de píe junto a la cruz (cf. Jn 19,25
La mariología de San Juan

a) El prólogo del evangelio de San Juan (Jn 1,13)


Estamos acostumbrados a leer en el prólogo del evangelio de San Juan las siguientes palabras: «Pero a los
que le recibieron les dio poder de llegar a ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, los cuales no nacieron de
sangres, ni de apetito carnal, ni de deseo de varón sino de Dios» (Jn l,12s). Es obvio que así sea, pues ésta es la
lectura que se encuentra en todas las ediciones críticas. Los manuscritos del evangelio de San Juan, incluido el
Papiro Bodmer II, son favorables a esta lectura del texto. Y, sin embargo, hay motivos muy serios para pensar que
ésta no es la lectura primitiva y original del pasaje. Cada día se hace más fuerte el convencimiento de que los
Padres del siglo II conocían el texto del evangelio de San Juan en una forma en la que el versículo 13 del capítulo I
estaba en singular; y éste es el único problema decisivo: todos los manuscritos del evangelio de San Juan que
poseemos son posteriores al siglo II; ¿cómo era el texto del evangelio en el siglo II? La pregunta es tanto más
apremiante cuanto que se han conservado dos testimonio de finales del siglo II: uno directo de Tertuliano (De
carne Christi 19,lss: PL 2,892s) y otro indirecto de San Ireneo (cf. PSEUDO-JERÓNIMO, Indiculus de haeresibus
16: PL 81,639), según los cuales serían los gnósticos quienes estaban cambiando la lectura primitiva introduciendo
la lectura en plural («los cuales no nacieron de sangres, ni de apetito carnal, ni de deseo de varón, sino de Dios»).
Sería fuera de lugar explicar aquí por qué este cambio de lectura, a pesar de haber sido introducido por los
gnósticos y contra lo que era el texto primitivo de San Juan, pudo imponerse en la Iglesia. Ello no im plica nada
contra la infalibilidad de la Iglesia. La infalibilidad no ha sido dada a la Iglesia para juzgar problemas de crítica
textual, sino para conservar y explicar el mensaje de Dios (cf. concilio Vaticano II, Constitución Dogmática sobre
la Iglesia n.25). Ahora bien, el sentido de la lectura de Jn 1,13 en singular enseña verdades que siempre se han
conservado en la fe de la Iglesia; por otra parte, la lectura en plural introducía un sentido que es también dogmática
y doctrinalmente verdadero.
En todo caso, el prólogo del evangelio de San Juan presentaba en el siglo II -a juzgar por los argumentos
que acabo de insinuar- el texto siguiente: «Pero a los que le recibieron les dio poder de llegar a ser hijos de Dios, a
los que creen en el nombre de Aquel que no nació de sangres, ni de apetito carnal, ni de deseo de varón, sino de
Dios, y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn l,12ss). Deliberadamente he prolongado la cita
incluyendo también el v.14, pues así aparece claro que la lectura en singular da incluso al texto una mayor fluidez.
«Y el Verbo se hizo carne» es una frase enlazada con lo precedente por una simple conjunción que une «y» (kaí);
ello es obvio si inmediatamente antes se está hablando del nacimiento de Cristo, el Verbo hecho carne; lo sería
mucho menos y la construcción resultaría bastante más dura si de lo que se trata en la frase anterior fuera el
nacimiento espiritual de los cristianos.
Naturalmente, si defiendo la lectura en singular de Jn 1,13, no es simplemente por razones de fluidez del
texto. Lo decisivo es que los testimonios patrísticos del siglo II muestran que era ésta la forma que el texto tenía
entonces, e incluso dos de ellos nos han dejado testificado el cambio del texto del singular al plural, haciéndonos
saber de qué ambientes procedió el retoque.
Supuesta la lectura en singular de Jn 1,13, en el pró logo del evangelio de San Juan tenemos una afirma ción
de la concepción virginal de Jesús: El no nació de un apetito sexual ni de una intervención de varón, sino de Dios.
En segundo lugar, la concepción virgi nal de Jesús es signo de su divinidad; es impresionante la oposición entre el
modo como fue el nacimiento terreno de Jesús y la afirmación teológica de la encarnación: «y el Verbo se hizo
carne». Posteriormente, es mérito de I. de la Potterie (María-Virgen en el IV Evangelio. La Madre de Jesús y la
concepción virginal del Hijo de Dios. Estudio de teología joanea, trad. esp., Madrid 1979) haber señalado la
importancia de la expresión «no nació de sangres». Ha sido frecuente en las traducciones de este versículo no
prestar atención alguna a que la palabra «sangres» se encuentra en él en plural. Por eso se ha traducido muy
corrientemente «sangre», en singular. Pues bien, I. de la Potterie ha demostrado que, en el uso bíblico y judío, la
fórmula se refiere a las «sangres» vertidas en el parto. San Juan señala así que el nacimiento de Jesús fue un
nacimiento sin sangres, es decir, un nacimiento milagroso, carente de esa pérdida de sangre, consecuencia de una
lesión corporal, que acompaña de ordinario a todo alumbramiento en la mujer; en resumen, San Juan afirma,
además de la concepción virginal, el parto virginal de María en el nacimiento de Jesús.
Por otra parte, reviste singular transcendencia el que todas estas afirmaciones aparecen en conexión con la
profesión de fe que hay que hacer para llegar a ser hijos de Dios: «a los que le recibieron les dio po der de llegar a
ser hijos de Dios, a los que creen en el nombre de Aquel que...» En otras palabras, el hecho de que Jesús fue
concebido de una virgen y nacido de ella con parto virginal, así como la divinidad de ese Jesús que nace, aparecen
colocados por San Juan en la línea de los contenidos de la profesión de fe, por la que obtenemos llegar a ser hijos
de Dios.

b) Las bodas de Cana (Jn 2,1-11)


El episodio de las bodas de Caná es de sobra conocido. Por ello basta evocarlo aquí en sus elementos de
mayor relieve teológico.
María se encuentra en Cana invitada a unas bodas (Jn 2,1); igualmente invitados se hallaban allí «Jesús y
sus discípulos» (v.2). Faltando el vino en la fiesta. María hace una petición, llena de discreción en su forma. En
realidad no pide nada; se limita a señalar a Jesús la necesidad en que se encuentran los novios: «No tienen vino»
(v.3). Cuanto más discreta es la petición de María, tanto más inesperadamente dura resulta la respuesta de Jesús:
«¿Qué a mí y a ti? Todavía no ha llegado mi hora» (v.4). Ciertos intentos con los que se ha procurado suavizar la
frase «¿Qué a mí y a ti?», hasta llegar a hacerla equivalente de «¿Qué necesidad tienes de pedirme nada, pues
estamos de acuerdo?», son insostenibles. «¿Qué a mí y a ti?» significa «¿Qué tenemos que ver tú y yo?»; y lo más
grave es que la expresión no tiene el sentido de «¿Qué tenemos que ver tú y yo (con ese asunto)?», sino «¿Qué
tenemos que ver tú y yo (entre nosotros)?» Espero que ninguno de mis lectores se escan dalizará si le recuerdo que
la misma expresión griega «¿Qué a mí y a ti? » se encuentra en Mc 5,7, en labios del endemoniado de Gerasa, y
que con ella el demonio, a través del poseso, quiere expresar su falta de comunidad con Jesús.
La frase puede parecer durísima, incluso ofensiva para María. Pero la clave que suaviza esa dureza se
encuentra en la segunda parte del versículo: «Todavía no ha llegado mi hora». ¿De qué hora se trata? Se ha pensado
muchas veces en la hora del comienzo de hacer milagros, que habría sido así adelantada por la intercesión de
María.
Hoy se abre camino entre los escrituristas, cada vez más, la interpretación que ya propuso San Agustín (In
Ioannis Evangelium 8,9; 119,1: PL 33.1455s.1950). En concreto, P. Gaechter (María im Erdenleben (Innsbruck
1953) p.184s) ha analizado los casos en que en el evangelio de San Juan se habla de «la hora de Jesús». Se trata de
un término técnico con el que se designa el tiempo de la pasión y resurrección, por las que Jesús salva a la
humanidad entera y pasa al Padre. Por ello es curioso que «la hora de Jesús» hasta Jn 8,20 (inclusive) aparece como
futura, y desde Jn 12,23 como una hora que ya ha llegado, Jn 13,1 ofrece una formulación especialmente clara y
sugestiva de qué se entiende con esta expresión: «El día antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había
llegado su hora de pasar de este mundo al Padre...»
En esta situación hay que trazar una línea divisoria en la actividad de Jesús: su ministerio palestinense,
en el que se dirige al pueblo de Israel; es la última llamada al pueblo elegido, un último esfuerzo para
atraerlo; durante ese período, María deberá retirarse; Jesús que iba a exigir a sus discípulos que lo dejaran
todo y le siguieran, no quiso limitarse a dar una indicación oral de comportamiento, sino que fue delante con
su ejemplo: t a m b i é n El lo deja todo; la libertad apostólica requiere q u e se esté dispuesto a romper todos
los lazos terrenos, aun los más legítimos; Jesús nos da ejemplo de ello rompiendo incluso con los lazos más
santos, aquellos que le unían a su Madre santísima; al otro lado de la línea divisoria se sitúa la obra universal
salvífica, en la q u e Jesús muere por toda la humanidad y f u n d a su Iglesia para todos los hombres; en esa
hora, María volverá a estar presente. Ello era obvio; la obra salvífica universal había comenzado en la
encarnación, en la que Jesús se h i z o solidario con todos los hombres asumiendo una naturaleza humana, y en la
que comenzó a construirse el gran organismo de salvación -el Cuerpo místico de Cristo-, por incorporación al
cual p u e d e n salvarse todos los hombres. En esa obra, ya en su comienzo, María había tenido parte a c t i v a y
había colaborado con su «sí» al anuncio del ángel (Lc 1,38); por ello, María estará de nuevo presente junto
a la cruz de Jesús (Jn 19,25); será entonces cuando se cumpla la profecía del anciano Simeón (Lc 2,35).
Todo ello explica el sentido de los textos que se ha dado en llamar «los pasajes antimariológicos de los
sinópticos». Se trata de aquellas ocasiones en que Jesús manifiesta una cierta distancia frente a sus parien-
tes
-incluida María entre ellos- cuando se habla de ellos o cuando ellos se acercan a El. En todos estos casos,
Jesús no hace más que enunciar su independencia durante el ministerio palestinense con respecto a sus
relaciones familiares, incluida la relación con su Madre; en todos ellos se prolonga la línea iniciada en Jn
2,4, es decir, la necesidad de que María se mantenga, durante la vida de ministerio apostólico de Jesús, en un
discreto segundo plano.
Pero no olvidemos que la invitación a María para que se retire («¿qué a mí y a ti?») va acompañada de
un término temporal ( « l a hora de Jesús»), llegado el cual agota su validez la indicación negativa: a partir de él,
María volverá a t e n e r su puesto preeminente j u n t o a Jesús en la obra universal de salvación y en la Iglesia
q u e brota de esa obra. Se comprende así no sólo la reaparición de María j unt o a la cruz del Señor (Jn 19,25) una
vez llegada «la hora de Jesús», sino también su presencia entre los apóstoles, reunidos en oración en la espera
de la venida del Espíritu Santo (Hech 1,14), es decir, la presencia de María en la Iglesia naciente, como
presencia que se prolongará en la Iglesia a lo largo de su historia. «La hora de Jesús» ya ha llegado, y no va a
pasar hasta la consumación de los tiempos.
c) María junto a la cruz (Jn 19,25.s)
La exégesis que hemos hecho del episodio de las bodas de Caná si t úa en su verdadera l u z la escena de
María j u n t o a la cruz. «La hora de Jesús» ha llegado; María v u e l v e a t e n e r un papel importante junto al Hijo
precisamente en el momento en que éste realiza la salvación del mundo. En este contexto, las frases «Mujer, he
ahí a tu hijo» y «He ahí a tu Madre» (Jn 19,26 y 27 respectivamente), dirigidas a María la primera y a Juan la
segunda, no pueden ser el mero encargo de un hijo moribundo que, ante la soledad en que va a dejar a su madre, se
preocupa, con cariño filial, de encomendarla a un amigo. La escena tiene un profundo alcance teológico.
Reproduzco, en primer lugar, el texto mismo evangélico: «Estaban junto a la cruz de Jesús su Madre, y la
hermana de su Madre, María de Cleofás, y María, Magdalena. Jesús, viendo a su Madre y al discípulo a quien
amaba, que estaba allí, dijo a la Madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo: 'He ahí a tu Madre. Y desde
aquella hora el discípulo la tomó como cosa suya» (Jn I9,25ss).
Como he indicado ya, en este pasaje no puede tratarse meramente de la preocupación de un hijo moribundo
por la previsible soledad de su madre. En primer lugar, porque María no quedaba sola. Junto a la cruz la acompaña
otra María, pariente suya (v.25). Comparando el texto de San Juan con el pasaje paralelo de Marcos (Mc 15,40),
aparece que esa parienta de la Santísima Virgen tenía hijos; Santiago el Me nor y José (véase también Mc 15,47 y
16,1). Se trata de hijos mayores, capaces de prestar ayuda. Santiago va a aparecer muy poco después, en el libro de
los Hechos, actuando como obispo de Jerusalén (baste comparar Gál 1,19: «Santiago, el hermano del Se ñor»,
con Hech 12,17; 15,13; 21,18; Gál 2,9 y 12; l Cor 15,7). No hay por qué suponer para su hermano José una edad
tan excesivamente inferior, que hiciera de él un niño. En todo caso, pasar por alto a unos familiares capaces de
ayudar a María, y que incluso están dando la cara en el momento difícil de la muerte de Jesús, para encargar a
un extraño la custodia de María, hubiera sido incluso ofensivo para ellos.
Aprovecho la ocasión para hacer una intermisión brevísima. A veces, se han citado los textos del
Nuevo Testamento en que se habla de los hermanos (y hermanas) de Jesús (Mt 12,46; 13,55; Mc 3,3.1, 6,3; Lc
8,19; Jn 2,12; 7,3 y 5; Hech 1,14; 1 Cor 9,5; Gál 1,19) como objeción contra la virginidad perpetua de María. Todo
católico de cultura religiosa media sabe responder que «hermano» (o hermana») entre los semitas puede significar
simplemente parientes, sobre todo primos. La respuesta es correcta. Pero no debemos quedarnos en esta respuesta
como si fuera completa. Debe añadirse posteriormente que, en el caso de los «hermanos» de Jesús (de los que, por
lo demás, nunca se dice que sean hijos de la Madre de Jesús), la expresión no sólo puede significar parientes en
sentido más amplio, sino que de hecho lo significa. En efecto, Santiago y José, de quienes sabemos por Mc 15,40
que son hijos de otra María, «hermana» (parienta) de María la Madre de Jesús, aparecen siempre como los
primeros de la lista de los «hermanos» de Jesús (Mat 13,55; Mc 6,3). A nadie se le ocurre, al hacer la lista de sus
parientes, comenzar por otros que por los más cercanos. Si los primeros de la lista son hijos de otra María, como
conclusión hay que concluir que el resto de los «hermanos» tiene un parentesco diverso del de hermanos en el
sentido moderno y estricto de nuestra palabra.
Volviendo al análisis de Jn I9,25ss, hay que añadir, como segunda razón que hace inadmisible el sentido
meramente familiar de la escena, que el ritmo de la frase es inconcebible en un hijo preocupado por la soledad de
su madre. En tal hipótesis, lo normal hubiera sido el grito angustiado: «Juan, no abandones a mi madre». Jesús, por
el contrario, parece preocuparse más primariamente de la orfandad del discípulo, que, al morir Jesús, va a necesitar
una madre, que de la situación en que vaya a quedar María. Por ello, la frase se dirige, ante todo, a María: «Mujer,
he ahí a tu hijo» (v.26). Sólo después pedirá al discípulo la actitud correspondiente con que debe mirar a María:
«He ahí a tu madre» (v.27).
Se ha subrayado con razón que el evangelista designa siempre en la escena a Juan como «el discípulo»; con
ello se ve, en el modo de hablar del Evangelio, la intención de colocar a Juan como representación del discípulo en
cuanto tal; ello implica una maternidad espiritual de María con respecto a los discípulos de Cristo, con respecto a
los fieles en cuanto tales, ya que Juan es confiado a María como hijo no por ser precisamente Juan, sino porque es
«el discípulo»; consecuentemente, «el discípulo», todo discípulo, tiene que mirar a María como Madre.
Por último, debe tenerse en cuenta la importancia de que las dos frases, la dicha a María y la dicha al
discípulo, empiecen por la partícula griega ide ( = «he ahí»). En el lenguaje del evangelista, se trata de una partícula
revelacional que descubre la realidad interior más allá de lo que los ojos ven. Al comienzo de su evangelio, el
apóstol Juan describe que Jesús pasa ante el Bautista. Los ojos humanos no ven sino un judío más que ha venido a
ser bautizado por Juan el Bautista; pero éste revela el misterio: «He ahí al Cordero de Dios que quita el pecado del
mundo» (Jn 1,29; véase también v.36). Del mismo modo, ahora, en el Calvario, los ojos humanos sólo ven a un
ajusticiado, a su madre y a un amigo fiel; pero la palabra de Jesús revela una misteriosa relación de maternidad y
filiación, que desde ahora va a unir conscientemente a María y a los discípulos de Jesús.
Deliberadamente dejo aquí sin analizar la acogida de María por parte del discípulo, de la que habla la segunda parte
del versículo 27. Hemos de estudiarla en el último capítulo de este libro. Es preferible cerrar ahora el análisis hecho
recogiendo lo que es su contenido doctrinal. Teológicamente hablando, ya María aceptó ser Madre de un Mesías
salvador en el «si» de la encarnación (Lc 1,38). Ello implicó aceptar que en su seno se formara ese Jesús que vivió
y murió en Palestina, a la vez que también un Jesús Cabeza de un gran organismo de salvación, al que nosotros
vamos incorporándonos a lo largo de la historia (Cuerpo místico de Cristo). Fue entonces cuando, en algún sentido,
María comenzó a engendrarnos en su seno. El «sí» de María al ángel es el fundamento último de su maternidad
espiritual con respecto a nosotros. En el Calvario, Jesús proclama -revela («he ahí»)- los lazos que ya preexistían
entre María y los discípulos de Jesús. Pero, una vez revelados, esos lazos -como hemos indicado- tendrán que ser
vividos conscientemente.
d) La mujer del c. 12 del Apocalipsis
San Juan, en el capítulo 12 del Apocalipsis, narra que «una gran señal apareció en el cielo: una mujer
vestida del sol, y la luna debajo de sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas» (Ap 12,1). «Vestida
del sol» es tanto como decir vestida de luz, la cual es símbolo de la vida de Dios. La mujer está, por tanto, rodeada
de la luz de la benevolencia de Dios, y participa por ello en la indestructible vida de Dios. Este sentido luminoso se
refuerza por el hecho de que también la luna (el segundo luminar de Gén 1,16) forma parte del ornato de la mujer:
«y la luna debajo de sus pies». Un tercer elemento ornamental -de orden igualmente luminoso- está constituido por
la «corona de doce estrellas», que es aquí, seguramente, un símbolo de las doce tribus (cf. Gen 37,9): la descripción
de la mujer hace de ella un centro, en torno al cual giran, con un sentido de subordinación» las doce tribus de Israel.
Esta presentación descriptiva de la mujer subraya lo que es su realidad ontológica y no una situación local:
pertenece a lo celeste («en el cielo», o mejor, «dentro del cielo», según el sentido de la preposición griega «en»), es
partícipe de lo divino. Así se comprende sin dificultad el paso del versículo 1 al 2, en el que tanta dureza se ha
pensado encontrar a veces. No se habla de una mujer que, estando en el cielo, «llevaba un hijo en su seno, y
clamaba con los dolores del parto y con la tortura de dar a luz» (v.2), sino que meramente se atribuye esta situación
de dolores a una mujer cuya dignidad participa de lo divino y celeste.
De hecho, esta mujer «dio a luz un hijo varón, destinado a regir todas las gentes con vara de hierro» (v.5).
Esta última expresión en Sal 2,9 y Ap 19,15 se refiere, sin duda alguna, al Mesías, aunque, por participación, en Ap
2,27 se atribuye también al cristiano fiel hasta el final; «al que venciere y guardare hasta el final mis obras» (2,26).
Aunque este uso de la expresión en Ap 2,27 es más bien excepcional, hace, sin embargo, posible que. a pesar de
que el hijo primariamente aludido sea el Mesías -concretamente, Cristo-, no esté del todo fuera de la perspectiva de
este pasaje del Apocalipsis, también aquí en el parto, una extensión a aquellos que en sus vidas participan del
destino del Jesús histórico.
A continuación se describe a un dragón (v.3) que intenta devorar al hijo de la mujer tan pronto como ésta lo
dé a luz (v.4). Sin embargo, ese intento de destrucción del hijo fracasa, porque éste «fue arrebatado, llevado a Dios
y a su trono» (v.5). La mujer, por su parte, huye al desierto (v.6) con la ayuda milagrosa de Dios (v.14). Ante la
huida de la mujer al desierto, «lanzó la serpiente de su boca, tras la mujer, agua como un río, para hacer que fuera
arrastrada por el río» (v. 15); pero la tierra se tragó el torrente, viniendo así en ayuda de la mujer (v,l6).
A la vista de su fracaso, el dragón, enfurecido, conduce la guerra «contra los res tan les de su descen dencia
[de la mujer], contra los que guardan los preceptos de Dios y tienen el testimonio de Jesús» (v.17); se trata de los
creyentes en Jesús, los cuales, juntamente con El, son coherederos de las promesas, y, por ello, objeto de la ira del
demonio.
El conjunto del texto es misterioso. No podemos entrar aquí en todos sus detalles. Nos interesa mucho más
primariamente el problema de la identificación de esa mujer que es la figura central del capítulo 12 del Apocalipsis.
Personalmente, creo que es imposible no ver en ella primariamente a la Iglesia. Esta identificación corresponde al
sentido general del Apocalipsis, cuyo argumento de fondo es mostrarnos u Dios como rey sobre el mundo, que
dirige la historia y protege a la Iglesia en la persecución. Sin duda, por Iglesia hay que entender aquí a la Iglesia de
los dos Testamentos. Así se comprende que en la figura de la mujer veamos primariamente el Pueblo de Dios tanto
del Antiguo Testamento, el cual por María nos ha dado al Mesías, como al Pueblo de Dios del Nuevo Testamento,
es decir, la Iglesia en sentido estricto, que sigue dando a luz nuevos hijos de Dios y que en sí y en esos hijos suyos
es perseguida por el dragón; por ello es llevada por Dios a la seguridad del desierto y protegida en él durante todo
el tiempo de la persecución.
Naturalmente, queda en pie el problema de si, además de este primer plano, el capítulo 12 del Apocalipsis
posee un plano ulterior en el que la figura de la mujer se refiera a María. La respuesta me parece, indudablemente,
afirmativa. El capítulo 12 del Apocalipsis tiene demasiados paralelismos con el capítulo 3 del Génesis para suponer
que no se aluda a él, y, a través de él, a la figura de la nueva Eva, María. Nótense unos cuantos elementos paralelos:
Gen 3: Ap 12:
- La serpiente me ha seducido. - La serpiente antigua que seduce todo el mundo.
- Pondré enemistad entre ti y la mujer, - El dragón se puso a perseguir a la mujer.
- entre tu descendencia y la suya. - Y se fue a hacer guerra contra los restantes de su
- Parirás con dolor los hijos. descendencia.
- Y clamaba con los dolores del parto y con fa tortura de dar
a luz.
Por el momento, prescindo del último elemento de paralelismo; los dolores del parto, que, aplicados a
María, podrían representar una cierta dificultad contra la idea de parto virginal. Volveremos en seguida sobre ello
para explicar su sentido aun con respecto a la Santísima Virgen. El conjunto de los paralelismos que acabo de
reseñar hace claro que Ap 12 está lleno de alusiones al Protoevangelio y a su contexto. Pero el sentido profundo del
Protoevangelio -como vimos en el capitulo 3- no es eclesiológico, sino mariológico. Todo esto nos obliga a pensar
que Juan ha visto a la Iglesia en el capítul o 12 del Apocalipsis (sentido primario e inmediato del texto) con rasgos
de María (sentido profundo del pasaje). En el realismo del nacimiento del Mesías (v.5), difícilmente puede
desconocerse la figura de su Madre histórica, la Mujer mediante la cual el Pueblo de Dios da a luz al Mesías: una
figura triunfal y celeste en su realidad ontológica e interna de gracia, la Madre de Cristo. Los dolores del parto del
v.2 pueden ser un mero modo bíblico y poético de hablar de que verdaderamente dio a luz (así los interpretaba L.
Cerfaux); pero la conexión literaria existente entre el nacimiento de Jesús y su elevación al Padre (en el v.5)
parece aludir a otra cosa: a la participación dolorosa de María en el paso de Jesús de esta tierra al Padre
(nacimiento para el cielo), a sus dolores j u n t o a la cruz del Hijo; por otra parte, es allí donde, como hemos
v i s t o explicando Jn 19,26, María fue proclamada Madre de «los que guardan los preceptos de Dios y tienen
el testimonio de Jesús» (Ap 12,17).

Por todo ello, el uso teológico del t e x t o en su exégesis mariológica nos llevará a subrayar: 1} la dignidad de
María, expresada en el v . l ; 2) su participación en los dolores de Jesús j u n t o a la cruz, y 3) su maternidad
espiritua) con respecto a los fieles discípulos de Jesús.

LA MADRE DE DIOS
La crisis nestoriana
Ya en el siglo IV era habitual no sólo llamar a María Madre de Dios (Theotokos), sino que el título había
pasado a las fórmulas de plegaria. La más antigua oración mariana que se conoce la invoca con estas palabras:
«Bajo tu misericordia nos refugiamos, ¡oh Madre de Dios!; no desprecies nuestras súplicas en la necesidad, sino
lábranos del peligro, sola pura, sola bendita» (Papyrus n.470 de la John Rylands Library de Manchester). Es la
famosa oración que con algunas modificaciones ha pasado mucho más tarde a la misma liturgia de la Iglesia. Por lo
demás, como tendremos ocasión de ver en este capítulo, la palabra Theotokos ( = «Madre de Dios») no era una
invención arbitraria, sino fruto espontáneo y lógico de las más fundamentales afirmaciones de la fe cristiana sobre
la encarnación de la segunda persona de la Santísima Trinidad. En todo caso, un siglo más tarde, una grave
controversia en torno a este título iba a desencadenarse en la Iglesia, poniendo en juego no sólo un aspecto
fundamental de la doctrina mariana, sino, más radicalmente, el sentido de la fe en el misterio de la encarnación, y,
consecuentemente, el modo como, según esa fe, debe concebirse la estructura misma de Cristo.
Desde el año 428 encontramos como patriarca de Constantinopla, la «nueva Roma», a Nestorio. El 23 de
diciembre de ese mismo año predicaba en su presencia, en la catedral, el famoso orador (y posteriormente
patriarca) Proclo. Hacia el final de su discurso, después de citar Ez 44,Is, que Proclo aplicaba por acomodación a
María («Esta puerta permanecerá cerrada; no se abrirá y nadie ha de penetrar por ella, porque Yahveh, Dios de
Israel, por ella entró, y cerrada ha de permanecer»; v.2), concluía: «he aquí una presentación elocuente de la santa
Madre de Dios, María» (PROCLO de CONSTANTINOPLA, Oratio I n.9: ACÓ I 1,1,107; n.10: PG 65,692). El patriarca
Nestorio consideró intolerable la frase. Por ello, apenas concluyó Proclo su sermón, subió él mismo al pulpito para
rechazar enérgicamente el título de Madre de Dios y explicar su propia concepción del misterio de la encarnación .
Sus ideas pueden resumirse en estos términos: María sólo ha engendrado el templo, es decir, la naturaleza humana
en que Dios habitó; pero Dios, el Verbo de Dios, la segunda persona de la San tísima Trinidad, que habitó en ese
templo, no ha podido ser engendrada por María (cf. F. L OOFS, Nestoriana. Die Fragmente des Nestorius (Halle
1905] p.338ss). En otras palabras, Dios, que existe desde la eternidad, anteriormente a la acción generativa de
María, no puede haber sido engendrado por ella, deberle la existencia, ser su Hijo. Por eso, se puede llamar a María
Madre de Cristo, pero no Madre de Dios. Es muy característico de la mentalidad de Nestorio un sermón de un
sacerdote llamado Anastasio y defensor de la doctrina del patriarca, en el que decía: «Nadie llame a María Madre
de Dios; ella era meramente mujer; pero Dios no puede nacer de una mujer» (cf. S ÓCRATES, Historia ecclesiastica
7,32: PG 67,807). Pero volvamos a los incidentes del 23 de diciembre del 428.
Ante las palabras de Nestorio contra Proclo, se produjo estupor en el pueblo, acostumbrado al título.
Incluso se oyeron voces contestatarias dentro de Santa Sofía. Un seglar, conocido abogado de Constantinopla,
Eusebio, gritó de modo fuertemente perceptible: «El Verbo eterno por segunda vez nació en el cuerpo y de la
Virgen» (cf. SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA, Contra Nestorii blasphemias 1,5: PG 76,42). Más ruidosas y
multitudinarias fueron las protestas que suscitó el sermón de Anastasio, al que me he referido más arriba. Eusebio
publicó un manifiesto contra Nestorio, comparándolo con el hereje Pablo de Samosata, condenado por la Iglesia
siglo y medio antes (cf. MARIO MERCATOR, PL 48,773s). El rechazo popular era completo, como se traducía en el
hecho de que incluso los templos comenzaron a quedarse vacíos en cuanto que se los consideraba en conexión y
dependencia del patriarca. Los fíeles acuñaron uno de esos slogans que terminan repitiéndose por doquier:
«Tenemos al emperador, pero no tenemos al obispo» (MANSI, 4,1103).
Pero el fenómeno de la repulsa instintiva de los fieles no era el único elemento inquietante. En ambientes
teológicamente cultivados, la posición de Nestorio produjo perplejidad ante las consecuencias de la negación de la
legitimidad del título de «Madre de Dios». Sin entrar en las características de la escuela teológica de Alejandría
frente a la escuela teológica antioquena, a la que pertenecía Nestorio, y que serian interesantes para calibrar el
trasfondo último de la controversia y de las implicaciones ligadas a determinadas terminologías teológicas, la
perplejidad (dilema) frente a las afirmaciones de Nestorio apareció, sobre todo, en San Cirilo de Alejandría.
Pero antes de describir sus reacciones, vale la pena señalar el equívoco de la argumentación de Nestorio. La acción
generativa de los padres se termina en la persona. Así, por ejemplo, nuestros padres no producen nuestra alma, que
es espiritual e inmortal. Sólo producen nuestro cuerpo. Y, sin embargo, no los llamamos padres de nuestro cuerpo
solamente, sino que decimos de ellos simplemente que son nuestros padres. Así aparece que se es padre no sólo de
lo que se produce (el cuerpo), sino de la persona, aunque en la persona haya un elemento -el alma- que no es
producido por los padres.
Esta aclaración del equívoco de Nestorio puede sernos útil para comprender la reacción de San Cirilo,
patriarca de Alejandría. El advirtió que lo que estaba en juego al rechazar el título de «Madre de Dios» era la
estructura misma de Cristo. Las cuestiones de fondo podían formularse así: El Verbo de Dios, la segunda persona
de la Santísima Trinidad, ¿era la persona de Cristo? ¿Era Cristo una persona divina? La unión entre la divinidad y
la humanidad en El, ¿era tan íntima que llegara a unidad personal, en la que el Hijo de Dios fuera el sujeto último
de responsabilidad? No olvidemos que por mi persona se entiende el sujeto último de responsabilidad de todo
cuanto hago y realizo. Si Dios no es la persona de Cristo, sino un mero habitante en el templo que sería el hombre
Jesús, podría inspirarle como me inspira a mí (quizás en un grado superior, pero no de un modo esencialmente
distinto), pero no ser el sujeto último responsable. Entonces, ¿quién murió por nosotros: Dios hecho hombre o un
hombre Jesús inspirado por Dios, que habitaba en él como en un templo? No se olvide que sólo un Dios hecho
hombre que muere por nosotros, da a su muerte un valor infinito. Sólo siendo Jesús Dios hecho hombre, puede
salvarnos con su muerte. Ahora bien, teniendo en cuenta que toda madre es madre de la persona de sus hijos, negar
que María es Madre de Dios equivale a negar que la persona del Hijo de María, Jesús, sea persona divina. No se
trata de que María pueda dar el ser a Dios (ello sería absurdo desde todo punto de vista), sino de que la única
persona del Hijo, cuyo cuerpo se formó en su seno, es Dios.
Cirilo escribe el año 429 su pastoral de Pascua refutando los planteamientos de Nestorio, y poco después
oirá a los monjes egipcios; en ésta pregunta cómo puede haber duda de que la santa Virgen es Madre de Dios si
nuestro Señor Jesucristo es Dios (ACÓ I 1,1,11; PG 77,13). Con ello queda claramente centrado el problema. La
cuestión fundamental es la persona de Jesús: ¿una persona humana o la persona del Verbo increado de Dios? En
otras palabras, es claro que detrás de la cuestión del título mariano se escondía nada menos que el problema del
modo como hay que entender a Cristo.
Una vez provocada la controversia, tanto Nestorio (Epístola I ad Caelestinum: ACÓ I 2,12ss; Epístola II ad
Caelestinum: ACÓ I 2,14) como Cirilo (Epístola XI ad Caelestinum: PG 77,79-86} acuden al papa. Celestino I
decide contra Nestorio, porque éste dividía a Cristo (cf. Epístola Caelestini ad Constantinopolitanos: ACÓ I 2,15;
Epístola Caelestíni ad Nestorium: ACÓ I 2,12). En efecto, sólo se puede negar que María es Madre do Dios
separando de tal modo en Jesús la divinidad y la humanidad, que Marín haya sido madre de un hombre completo
(Jesús), dotado de persona humana, en el cual haya habitado Dios como en un templo.
El concilio de Efeso
Las cartas del papa Celestino I contra Nestorio son del 11 de agosto del año 430. Por su parte, el empera dor
Teodosio II había decidido reunir un concilio en Efeso para asegurar la paz y la tranquilidad de la Iglesia arreglando
las dificultades existentes, como lo comunicaba a San Cirilo de Alejandría en carta del 19 de noviembre de 430 (ACO
I l,l,114ss). El papa había mostrado su conformidad con el proyecto y anunciado el envío de legados (Celestino,
Epistola ad Cyrillum (1 de mayo de 431): PL 50,501s).

El concilio se abrió de hecho y celebró su primera sesión el 22 de junio de 431. A petición de Juvenal de
Jerusalén, se comenzó el debate dogmático leyendo el credo de Nicea. Ese credo había de constituir la regla para
juzgar las doctrinas en discusión. A mi juicio, el hecho es como veremos más adelante en este mismo capítulo, de una
importancia teológica excepcional.

A continuación se leyó la carta segunda de San Cirilo a Nestorio. El concilio la aprobó solemnemente y vio en ella la
expresión de su fe. En esa carta debe reconocerse el texto de la definición dogmática del concilio de Efeso sobre la
cuestión. En DENZINGER (n.111a) puede verse un párrafo esencial para conocer el sentido del dogma de Efeso. Por
mi parte, creo preferible tomar directamente del texto de la carta (PG 77,44-49) las frases que me parecen más
significativas, procediendo con una cierta libertad, es decir, sin limitarme a las palabras que reproduce DENZINGER:
«Así confesaremos un solo Cristo y un solo Señor, no adorando a un hombre con el Verbo para no intro ducir la
imaginación de una división diciendo con; sino que adoramos a un mismo y solo [Cristo], porque el cuerpo del Verbo
no le es ajeno; con él está sentado ahora con su Padre; no son dos Hijos que están sentados con su Padre, sino uno
solo, a causa de la unión, con su propia carne. Pero si rechazamos como incomprensible o indecente la unión
hipostática, llegamos a hablar de dos Hijos, porque entonces es totalmente necesario separar y hablar aparte del
hombre que ha sido honrado con la apelación de Hijo, y aparte, posteriormente, del Verbo de Dios, que posee
naturalmente el nombre y la realidad de la filiación. Por tanto, no se debe separar en dos Hijos al único Señor
Jesucristo. No serviría en nada a la fe ortodoxa llegar a esto, aunque algunos hablen de unión de las personas
[prosópa]. Porque la Escritura no dice que el Verbo se ha unido la persona [prosópon]de un hombre, sino que se ha
hecho carne.

Decir que el Verbo se ha hecho carne, no quiere decir más que esto: El ha participado, como nosotros, de la
carne y de la sangre; ha hecho suyo nuestro cuerpo y ha sido traído al mundo como un hombre nacido de la mujer; no
ha abandonado su ser divino ni su generación de Dios Padre, sino que, tomando carne, ha permanecido lo que era.

He aquí lo que enseña en todas partes la fe ortodoxa, he aquí lo que encontraremos en la enseñanza de los Santos
Padres. Por ello se atrevieron a llamar Madre de Dios ( =Theotokos) a la santa Virgen; no que la naturaleza del Verbo
o su divinidad haya tomado de la santa Virgen el principio de su existencia, sino que porque de ella ha nacido este
santo cuerpo animado de un alma racional, a la que el Verbo se ha unido hipostáticamente, se dice que el Verbo ha
sido engendrado según la carne».

La cita es un poco larga. Pero creo útil reproducir con una cierta extensión el contenido de la definición de Efeso. En
los dos párrafos transcritos he dejado el tecnicismo «unión hipostática». Con ella quiere decirse la unión de las dos
naturalezas en Cristo, la divina y la humana, en la unidad de la sola persona del Verbo; es decir, la unión existente en
Cristo, en la que no hay más persona (hypóstasis) que la del Verbo: en virtud de esa unión, el Verbo -y solo el Verbo-
es el sujeto último de responsabilidad en Cristo.

Como se ve, las ideas fundamentales de la fe de Efeso pueden resumirse de este modo: a) Existe una fuerte
preocupación por no dividir a Cristo, sino mantener claramente su unidad personal. b) El Verbo de Dios no ha sido
hecho por María, pero es el término de la acción generativa de María, porque es la única persona que hay en Jesús
(sujeto último de responsabilidad de sus acciones, y que por ello da también el valor moral infinito a ellas). c) Por esto,
los Santos Padres no dudaron en llamar Madre de Dios a la santa Virgen.

El concilio se celebraba en la Iglesia de María «Theotokos» (= Madre de Dios). Durante todo el día, el pueblo esperó
junto al templo la decisión del concilio. A la salida de los Padres conciliares, una vez conocido el resultado de las
deliberaciones, la alegría fue desbordante. Era ya el atardecer. La ciudad se iluminó. Los obispos fueron acompañados
a sus alojamientos con antorchas; algunas mujeres marchaban delante de los obispos, llevando también incensarios
para aromatizar el paso. San Cirilo de Alejandría describe a su clero y fieles en una carta todo el entusiasmo popular
de aquella tarde memorable (Epístola 24: PG 77,237). Se ha dicho a veces, de modo un poco miserable, que la carta de
San Cirilo no especifica que el entusiasmo del pueblo tuviera carácter mariano. Pero ¿qué carácter podía tener? Esta
era la dimensión popularmente vivida del problema teológico de Efeso. En este punto se habían centrado las
«contestaciones» populares contra las predicaciones de Nestorio o de sus partidarios. El mismo San Cirilo escribió:
«Toda esta disputa sobre la fe no ha sido entablada más que porque estábamos firmemente convencidos que la santa
Virgen es Madre de Dios» (Epístola 39: PG 77,177). Pablo VI (exh. apost. Signum magnum: Ecclesia 27 [1967 I]
709) veía en el jubiloso arranque de la población cristiana de Efeso una asociación de ésta al saludo de María como
Theotokos que había tenido lugar en el concilio; con ello se cumplía, una vez más, la profecía que María había
pronunciado: «He aquí que desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones» (Le 1,48). Por todo ello,
nada tiene de imaginativo suponer aclamaciones como «¡Alabada sea la Madre de Dios!», acompaña das de
naturales «vivas» a Cirilo de Alejandría.

Los fundamentos bíblicos del dogma de Éfeso

En el capítulo anterior hemos estudiado ya el pasaje de Gál 4,4: «Cuando vino la plenitud de los tiempos, envió Dios a
su Hijo, nacido de una mujer». El verbo griego utilizado por San Pablo (exapésteilen) para expresar la idea de «envió»
presupone la preexistencia del «enviado»; Dios envió a quien tenía junto a sí. Se alude así al Hijo eterno del Padre,
preexistente junto al Padre (cf. Jn 1,1s). Ese Hijo eterno, el Dios-Hijo, es el sujeto de la acción generativa de una
mujer, María. El es el nacido de una mujer. Consecuentemente, esa mujer puede llamarse madre suya.
En el capítulo 4 analizamos también Lc 1,35. Para nuestro tema interesa especialmente el versículo 35b-c. En cuanto
al sentido, su traducción exacta sería: «El Poder, es decir, el Altísimo, te cubrirá con su sombra; por eso, lo que nacerá
santo, será llamado Hijo de Dios». Dios mismo va a estar en el seno de María como en el arca de la Nueva Alianza
tomando carne de sus entrañas. Por eso, porque Dios va a estar dentro de ella, lo que nacerá de ella es el Hijo eterno
del Padre, la segunda persona de la Trinidad. Dios nace de María; María es la Madre de Dios.
Pero existe un tercer pasaje que no hemos considerado hasta ahora, y que, sin embargo, reviste una gran
importancia teológica para nuestro tema. Enumerando los privilegios del pueblo de Israel, San Pablo escribe: «de los
cuales (los israelitas), procede Cristo según la carne, que es, sobre todas las cosas, Dios bendito por los siglos» (Rom
9,5). El texto afirma: Cristo, que es Dios, procede de los israelitas según la carne; con otras palabras: el mismo Cristo,
que es Dios, es engendrado, según la carne, de los Israelitas, lo que históricamente quiere decir «de María»; Cristo-
Dios es engendrado de María.

Importancia cristológica de la maternidad divina de María

Ya hemos visto cómo tanto en la crisis nestoriana como en el concilio de Efeso, que es su conclusión, se
entrelaza la afirmación de María «Madre de Dios» con la preocupación de salvaguardar la unidad de Cristo,
garantizada por la existencia en El de la persona del Verbo como su única persona. En este segundo elemento -la
preocupación de salvaguardar la unidad de Cristo- radica el núcleo más esencial de la fe cristológica. Por ello es tan
característico que, en el concilio de Efeso -como hemos visto más arriba-, las deliberaciones comenzarán con la lectura
del credo de Nicea. En efecto, en su texto se proclama la fe «en un solo Señor Jesucristo», el cual es «Hijo de Dios,
nacido unigénito del Padre; es decir, de la sustancia del Padre, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios
verdadero; engendrado, no hecho (no creado); consustancial al Padre, por quien todas las cosas fueron hechas, las que
hay en el cielo y las que hay en la tierra», y que es el mismo que «por nuestra salvación descendió y se encarnó, se
hizo hombre-. (DENZINGER, n.54), o, según la fórmula que se conoce como credo niceno-constantinopolitano, «se
encarnó por obra del Espíritu Santo y de María virgen y se hizo hombre» (DENZINGER, n,86). El Dios-Hijo es el
que, por obra del Espíritu Santo, se encarnó de María la virgen. El hijo de María es Dios-Hijo. En la fe de Nicea (325)
y del Constantinopolitano I (381) estaba ya implícita la fe en que María era la Theotokos, la Madre de Dios. Se
comprende por ello que, aparte de la sensibilidad popular (la fe del pueblo), que se vio herida por el ataque a un
título que vivía incluso en sus fórmulas de oración, los hombres doctos de Iglesia -San Cirilo en primer lugar-, al
ponerse en discusión el título de «Madre de Dios» por parte de Nestorio, vieran en peligro toda la fe cristológica en el
único Señor.
En agosto de 1971, durante el Congreso Mariológico celebrado en Zagreb (Croacia), un anglicano muy
interesado en cuestiones mariológicas, E. L. Mascall, nos recordaba que el título Theotokos se pensó primariamente no
en orden a honrar a María, sino para proteger la divinidad de su Hijo -aunque la honra a María fluye natural y
legítimamente de ello-, y que nadie debe sorprenderse de que ese título pueda actuar como piedra de toque para
discernir entre ortodoxia y herejía en el siglo XX no menos que en el V; ello es especialmente importante en un
momento histórico en que gran parte del pensamiento cristológico contemporáneo -sin que falten representantes de esa
tendencia entre algunos teólogos católicos- puede describirse como neoadopcionista o neonestoriano (Acta Congressus
Mariologici-Mariani Internationalis in Croatia anno 1971 celebrati t.2 -Romae 1972- p.l32s). En otras palabras, es
dogmáticamente inaceptable cualquier modelo cristológico no-calcedoniano que deje vacío de contenido el dogma de
la divina maternidad de María. Me limito a un solo ejemplo. Sólo con una enorme sorpresa pueden leerse estas
palabras en un teólogo católico: «Jesucristo es una persona. Es una persona humana» (P. SCHOONENBERG, Ein
Gott der Menschen p.79). ¿Puede llamarse a María «Madre de Dios» en esa cristología?

La conexión entre la maternidad divina de María y su maternidad espiritual con respecto a los fíeles

En el mismo discurso en que Pablo VI proclamó a María «Madre de la Iglesia», se encuentran estas palabras:
«La divina maternidad es el fundamento de su especial relación (de María] con Costo y de su pre sencia en la economía
de la salvación operada por Cristo, y también constituye el fundamento principal de las relaciones de María con la
Iglesia, por ser Madre de Aquel que desde el primer instante de la encarnación en su seno virginal se constituyó en
cabeza de su Cuerpo místico, que es la Iglesia. María, pues, como Madre de Cristo, es Madre también de los fieles y
de los pastores; es decir, de la Iglesia» (Discurso de clausura de la tercera etapa del concilio Vaticano II: Ecclesia 24
(1964 II)Í636). Porque fue y es Madre de Cristo, el Dios hecho hombre, María es nuestra Madre. Se comprende por
ello que ya en la más antigua oración mañana, evocada más arriba, los cristianos, cuando acudían con confianza filial a
María, la invocaran como la Madre de Dios; en ese título se encuentra el fundamento de su maternidad con respecto a
nosotros y de nuestra filiación con respecto a ella. "Con las palabras de esta plegaria venerable en su forma actual, que
es la forma romana del antifonario de Compiegne (siglos IX-X), deseo cerrar el presente capítulo: «Bajo tu amparo
nos acogemos, santa Madre de Dios; no deseches nuestras súplicas en las necesidades, sino líbranos de todos los
peligros siempre, Virgen gloriosa y bendita».
LA VIRGINIDAD PERPETUA

La fe de la Iglesia, expresada en todos los credos a partir de los más antiguos (excepción hecha de dos
fórmulas breves arcaicas que, por ser exclusivamente trinitarias, no tocan el tema; D ENZINGER, n. 1), ha afirmado la
concepción virginal del Señor, es decir, que Jesús fue concebido de una virgen por obra del Espíritu Santo (cf.
DENZINGER, n.4s). En la fórmula con que esta fe se expresa en el símbolo apostólico-sobre todo, a partir del
Textus receptus de ese símbolo («fue concebido por obra del Espíritu Santo y nació de María virgen»; D ENZINGER,
n.7), desde finales del siglo IV se vio una doble afirmación: virginidad en la concepción de Jesús («fue concebido por
obra del Espíritu Santo») y parto virginal o virginidad de María también en el parto («y nació de María virgen»). Así el
sínodo de Milán del año 393 y, además de otros Santos Padres, San León Magno, después del cual esta interpretación
del símbolo apostólico se hizo general (cf, J. A. de ALDAMA, Virgo Mater (Granada 1963] p.69-79).
La profesión de fe de que María fue siempre virgen (aeipárthenos) aparece por vez primera en la forma amplia
del símbolo de San Epifanio (+ 403; D ENZINGER, n.13: «fue perfectamente engendrado de Santa María siempre
virgen por obra del Espíritu Santo»). La virginidad perpetua de María se entendía como virginidad antes del parto, en
el parto y después del parto. Este análisis de lo que contiene la afirmación de la virginidad perpetua de María, se
encuentra a finales del siglo V o principios del VI entre los obispos africanos que se hallaban en Italia por la
persecución de los vándalos: "He aquí, hermanos, dónde se muestra evidentemente que Santa María siempre fue
virgen y permaneció virgen: virgen antes del parto, virgen en el parto, virgen después del parto» (cf. A LDAMA,
Virgo Mater p.235). En el siglo VII, San Ildefonso de Toledo escribe la mejor monografía patrística Sobre la
virginidad perpetua de Santa María (ed. crítica V. BLANCO, en V. BLANCO-J. CAMPOS, Santos Padres españoles
t.l (Madrid 1971) p. 43- 154), donde se encuentra acuñada la siguiente fórmula: «Virgen antes de la venida del Hijo,
virgen después de la generación del Hijo, virgen con el nacimiento del Hijo, virgen después de nacido el Hijo» (c. 1:
ed. cit., p.53; para la mariología de San Ildefonso cf. J. M. C ASCANTE, Doctrina mariana de San Ildefonso de
Toledo, Barcelona 1958). En todo caso, la fórmula ternaria que hemos visto en los obispos africanos refugiados en
Italia se hizo clásica en cuanto que resultó complexiva de cuanto se quería afirmar con la virginidad perpetua. El año
1555 la hizo suya el papa Paulo IV en la enumeración que contiene «los fundamentos de la misma fe», o sea, las
verdades fundamentales de la fe, a la vez que condena a aquellos que dicen «que la misma beatísima Virgen María no
es verdadera madre de Dios ni permaneció siempre en la integridad de la virginidad, a saber, antes del parto, en el
parto y perpetuamente después del parto» (DENZINGER, n.993). Queda así completamente claro el alcance concreto
de la afirmación de la fe de la Iglesia sobre la virginidad perpetua de María.
La doctrina bíblica sobre la virginidad perpetua de María

a) Virginidad antes del parto


Ya el comienzo del relato de la anunciación insiste en que el ángel Gabriel fue enviado a una virgen (Lc l,
26s); María es, por tanto, virgen en el momento de recibir el anuncio del ángel.
Ese mismo anuncio en su punto central (v.31: «He aquí que concebirás y darás a luz un hijo, y le pon drás por nombre
Jesús») está calcado sobre el texto de Is 7,14 («He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre
Emmanuel»). Lo que se anuncia es así el milagro de la concepción virginal profetizado por Isaías.
Ante la objeción de María, que se refiere precisamente a su virginidad (v.34), el ángel responde: «El Espíritu
Santo vendrá sobre ti» (v.35). Esta clara alusión a la fuerza creadora de Dios de la que habla Gen 1,2 significa en
concreto: Dios, que pudo crear todo de la nada, puede también hacer que en tu seno se forme el cuerpo de un niño sin
concurso de varón. La dificultad de María se resuelve prometiéndole que la concepción de Jesús se hará de modo
milagroso: por la fuerza creadora de Dios y sin intervención de varón.
La concepción virginal de Jesús está igualmente enunciada en Mt 1,16, si traducimos buscando el sentido
semítico profundo al pasivo teológico que usa allí el griego neotestamentario (véase lo dicho sobre él en el c.4):
«Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual Dios engendró a Jesús, que es llamado el Mesías».
De modo explícito se nos dice en el evangelio de San Mateo (1, 22s) que en la concepción de Jesús se ha
cumplido la profecía de Is 7,14 sobre la concepción virginal del Mesías. Esta afirmación constituye la culminación del
relato sobre el mensaje a José en cuanto a la explicación de su problemática de fondo (los versículos siguientes narran
simplemente el comportamiento de José como consecuencia de ese mensaje). José se ha encontrado ante la incerteza
sobre cómo debe comportarse consecuentemente al hecho de que María «se halló encinta por obra del Espíritu Santo»
(v. 18). El mensaje a José subraya que, aunque es verdad que «lo que ha sido engendrado en ella es obra del Espíritu
Santo» (v.20), él debe quedarse para dar el nombre al Niño e introducirlo así jurídicamente en la descendencia
davídica (v.21).
El evangelio de San Mateo afirma, además, expresamente que no hubo ningún comercio carnal antes del
nacimiento de Jesús: «Y, sin haberla conocido, ella dio a luz un hijo» (v.25). Con ello queda completa la noción de
virginidad antes del parto, no sólo como concepción virginal de Jesús, sino posteriormente como falta de cualquier
comercio carnal antes del nacimiento de Jesús.
b) Virginidad en el parto
Ya en el capítulo 3 estudiamos el texto importantísimo de la profecía de Is 7,14: «He aquí que la virgen
concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel». Una traducción más literal, y por ello más dura,
habría tenido que traducir con dos participios de presente, muy característicos de las visiones proféticas, en las que el
profeta considera un hecho futuro como algo que estuviera realizándose ante sus ojos: «He aquí que la virgen está
concibiendo («harah») y dando a luz («yoledet») un hijo». Estos participios de presente suponen una simultaneidad
entre el hecho de ser virgen y las acciones que los participios expresan: concebir y dar a luz. Pero es necesa rio
subrayar que la simultaneidad del hecho de ser virgen no es sólo con la acción de concebir («harah»), sino con la
acción de dar a luz (yoledet). La Madre del Mesías será virgen al concebir y virgen al dar a luz, es decir, virgen en la
concepción y virgen en el parto.
Aunque no pase de ser un indicio, vale la pena recordar aquí Lc 2,7, donde se describe a María su actividad
inmediatamente después del parto: «y dio a luz a su hijo primogénito, y le envolvió en pañales y le recostó en un
pesebre». La situación, ciertamente, concuerda más con un parto que hubiera carecido de los dolores naturales.
En todo caso, los estudios más recientes tanto sobre la lectura crítica de Jn 1,13 como sobre el sentido de la fórmula
«nacer de sangres», que aparece en negativo en ese versículo, hacen que haya que considerar este texto del evangelio de San Juan
como una explícita afirmación -y por cierto en contexto solemnemente teológico- de la virginidad de María en el parto: «Pero a los
que le recibieron les dio poder de llegar a ser hijos de Dios, a los que creen en el nombre de Aquel que no nació de sangres, ni de
apetito carnal, ni de deseo de varón, sino de Dios, y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, l2ss). El parto de María
con que Jesús fue dado a luz careció de las «sangres» que acompañan a todo parto normal; fue un parto milagroso.
Por lo demás, el milagro del parto -la conservación de la virginidad de María en él- es signo de la intervención
maravillosa de Dios, que no destruye, sino que conserva al actuar. En el cuerpo de María permanece así siempre un
signo permanente de la acción de Dios en la concepción y nacimiento de Jesús, el Hijo de Dios e Hijo de María.
(Véase además al final del c.4, en p. 104, la nota complementaria sobre Lc l, 35c.)

c) Virginidad después del parto


Al anuncio del ángel, María opuso una dificultad: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?» (Lc 1,34). En el
capítulo 4 explicamos ya que el sentido del semitismo subyacente sería: «¿Cómo será eso, pues no puedo (o no quiero)
conocer varón?»; ello nos lleva a concluir la existencia en María de un pro pósito de virginidad. También entonces
aludimos a la transcendencia teológica de ese propósito expresado en Lc 1,34 para afirmar la virginidad posterior de
María. Ahora sólo hay que añadir que la reflexión de fe, hecha en la Iglesia, comprendió con justeza que, si María ama
de tal manera su virginidad que llega a ponerla como dificultad al anuncio del ángel, no es posible imaginar un cambio
de esta mentalidad de María después de la concepción y el nacimiento de Jesús; tampoco por parte de Dios sería
inteligible el que hubiera habido motivo alguno para hacer un milagro que conservara la virginidad de María en la
concepción de Jesús si tal virginidad no se iba a conservar después (nótese que mucho menos tendría sentido el
milagro para conservar la virginidad en el parto, milagro que hemos visto hace un momento como bíblicamente
atestiguado); adviértase, finalmente, que existe una conexión interna entre estos dos aspectos (el aspecto que considera
la cuestión por parte de María y el que la considera por parte de Dios), ya que el propósito de María hay que
entenderlo necesariamente como formado bajo el influjo de la gracia.
Las objeciones contra la virginidad de María

a) La concepción virginal de Jesús


Dentro del actual ambiente de crisis doctrinal, los fieles se han sentido desconcertados al encontrar en escritos
de algunos autores católicos intentos de «reinterpretar» el dogma de la concepción virginal del Señor quitándole su
sentido histórico. Los fieles tienen derecho a saber que tales intentos son contrarios a la fe de la Iglesia. La concepción
virginal está afirmada en todos los símbolos de la fe (en todos los credos), y sería absolutamente arbitrario querer
entender su sentido de modo diverso del que suele llamarse «biológico». En este punto, «querer limitar los símbolos
[de la fe] a pura interpretación 'espiritual' sería nebulosidad histórico-dogmática» (J. RATZINGER, Introducción al
cristianismo, trad. esp., 2ª ed. [Salamanca 1971] p.243 nt.4). «En cuanto al fondo, rechazar 'la virginidad biológica' y
dar el nombre de 'virginidad moral' a lo que sería entonces la castidad conyugal de un matrimonio normal, como se
ha propuesto, es abusar de las palabras hasta el contrasentido. Vaciar el misterio de su realidad histórica es cosa
grave cuando se trata del misterio mismo de la encarnación» (R. LAURENTÍN, Bulletin sur lo Vierge Marie: Revue
des Sciences Philosophiques et Théologiques 52 [1968] 509).
Pero, además, no faltan fórmulas en las que el sentido biológico se afirma explícitamente. Su importancia
radica no sólo en el valor en sí de cada documento -en el caso de San Martín I se trata de una definición infalible ex
cathedra- sino también en que explicitan el sentido en que se entendían todas las fórmulas de fe. El credo del concilio
I de Toledo (400) confiesa: «Así, pues, este Hijo de Dios, Dios nacido del Padre absolutamente antes de todo
principio, santificó en el vientre de la bienaventurada Virgen María y de ella tomó al hombre verdadero, engendrado
sin semilla de varón» (DENZINGER n.20). El año 649, San Martín I definía solemnemente en un concilio reunido en
Letrán: «Si alguno no confiesa, de acuerdo con los Santos Padres, propiamente y según verdad por Madre de Dios a la
santa y siempre virgen María, como quiera que concibió en los últimos tiempos sin semilla por obra del Espíritu Santo
al mismo Dios Verbo propia y verdaderamente, que antes de todos los siglos nació de Dios Padre, e
incorruptiblemente lo engendró, permaneciendo ella, aun después del parto, en su virginidad indisoluble, sea
condenado» (DENZINGER, n.256). El concilio XI de Toledo profesaría poco después (675) en su credo: «Creemos
que de estas tres personas sólo la persona del Hijo, para liberar al género humano, asumió al hombre verdadero, sin pe-
cado, de la santa e inmaculada María virgen, de la que fue engendrado por nuevo orden y por nuevo na cimiento. Por
nuevo orden, porque, invisible en la divinidad, se muestra visible en la carne; y por nuevo nacimiento fue engendrado,
porque la intacta virginidad, por una parte, no supo de unión de varón, y por otra, fecundada por el Espíritu Santo,
suministró la materia de la carne» (DENZINGER n.282). En el siglo XVI, el documento de Paulo IV, citado
ya al comienzo de este capítulo, al resumir los puntos fundamentales de la fe, condenaba a los que digan que Jesús
«no fue concebido, según la carne, en el seno de la beatísima y siempre virgen María por obra del Espíritu Santo, sino,
como los demás hombres, de la semilla de José» (DENZINGER n.993). Es una constante persuasión de fe de la
Iglesia, de la que se hace eco el concilio Vaticano II (Constitución dogmática sobre la Iglesia n.63) al enseñar que la
Santísima Virgen, «creyendo y obedeciendo, engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, y ello sin conocer varón,
cubierta con la sombra del Espíritu Santo».
A nivel puramente bíblico, se ha pretendido que no había que mantener la historicidad de la concepción
virginal, dado el peculiar genero literario al que pertenecerían los evangelios de la infancia. En el capitulo 4, al tratar
de los evangelios de la infancia, hemos expuesto lo que científicamente hay que pensar sobre su historicidad; como
dijimos entonces, no hay motivo crítico alguno para poner en duda su historicidad sustancial. Admitida ésta, es
imposible discutir que la concepción virginal, dada su centralidad en los relatos tanto de Mateo como de Lucas,
pertenezca a la sustancia de ellos. Por otra parte, el tema de la concepción virginal aparece, además de en los
evangelios de la infancia, también en otros pasajes que no pertenecen a ellos y que tampoco se pueden clasificar dentro
del género literario en el que se pretende encasillar a los evangelios de la infancia; baste recordar en este sentido Jn
1,13 y Gál 4,4, ya analizados en el capitulo 4, y que no hemos aducido como pruebas de la concepción virginal, al
exponer ahora en este capítulo la doctrina bíblica sobre la virginidad antes del parto, por motivos de brevedad y para
dar a la exposición un carácter más nítidamente lineal; en todo caso, es claro que en este capítulo 6 supongo cuanto
escribí anteriormente en el capítulo 4, sin que sea necesario repetirlo todo de nuevo (por lo demás, en este capítulo 6
he aducido Jn 1,13 a propósito de la doctrina bíblica sobre la virginidad en el parto).
En todo caso, ciertos autores, insistiendo sin suficiente rigor científico en que los evangelios de la infancia serían un
midrash, pretenden que las narraciones sobre la concepción virginal son mitos. Algunos insinúan que el tema se habría introducido
por influjo del mito griego de la unión carnal de los dioses con mujeres. Naturalmente, con esta insinuación se adopta una posición
que no puede calificarse de original. Ya en el siglo II, San Justino rechazaba acusaciones semejantes al escribir: «Y vamos ahora a
poner en claro las palabras de la profecía, no sea que por no entenderla se nos objete lo mismo que nosotros decimos contra los
poetas cuando nos hablan de Zeus, que, por satisfacer su pasión libidinosa, se unió con diversas mujeres. Así, pues, lo de que una
virgen concebirá (Is 7,14) significa que la concepción sería sin comercio carnal, pues de darse éste, ya no sería virgen; sino que
fue la virtud de Dios la que vino sobre la virgen y la cubrió de su sombra, y, permaneciendo virgen, hizo que concibiera»
(Apología l,33,3s: PG 6,381). No existe, por tanto, paralelismo entre el mito griego y el tema cristiano; en el primer caso se trata
de comercio carnal de un dios con una mujer; el tema cristiano afirma, como dato histórico (realmente sucedido), una concepción
virginal, es decir, una concepción sin comercio carnal alguno.
Otras veces se pretende reducir el relato de la anunciación a María a un esquema de anunciaciones bien
conocido en el Antiguo Testamento: para Isaac (Gen 17,15-19; 18,9-16; 21,1-7), Sansón (Jue 13,2-24) y Samuel (l
Sam 1,1-20); el esquema aparece también en Le 1,5-25, en la narración del anuncio de ia concepción de Juan el
Precursor. En todos estos casos, se trata de niños concebidos de mujeres ancianas y estériles por una intervención
milagrosa e inesperada de Dios. La idea de la concepción virginal de Jesús habría surgido como prolongación y
culminación de este género literario de anunciaciones. Convendría no olvidar que con esta apelación a un esquema
literario de anunciaciones, se deja sin explicar el único punto esencial. Se podrá hablar, si se quiere, de un género
literario de anunciaciones en el que se da un esquema más o menos común, aunque hay que reconocer que, a veces, se
exageran los paralelismos. Pero no puede pasarse por alto que las anunciaciones del Antiguo Testa mento o la
narración de la anunciación del futuro nacimiento de Juan el Bautista tienen la curación de una infecundidad materna
como tema común; en ellas, sin embargo, la concepción del personaje se verifica de modo natural. Ninguno de estos
relatos explica la originalidad del punto central de las narraciones de San Mateo y San Lucas sobre la concepción de
Jesús. La concepción virginal no es paralela a la curación de infecundidad. Aquí y sólo aquí se trata de una mujer que
no conoce varón y que sin conocer varón concibe por intervención milagrosa del Espíritu Santo (Mt 1,18; Lc l,34s).
Por tanto, si se insiste en considerar mítico (inventado) este tema, sería necesario explicar el origen de ese pretendido
mito.

b) La virginidad perpetua de María

Contra la virginidad de María posterior al nacimiento de Jesús, se ha objetado, a veces, la mención de


«hermanos» (y «hermanas») de Jesús en los evangelios. Hemos explicado el tema en el capitulo 4 en una breve
digresión a propósito de Jn 19,25ss. No es necesario volver de nuevo sobre él.
En la misma línea se ha aducido Lc 2,7: María «dio a luz a su hijo primogénito». Es claro que, para los oídos
modernos, «primogénito» sugiere la existencia posterior de más hijos. Pero no sucedía así entre los judíos, para los
cuales la palabra tenía un acentuado sentido jurídico. Es conocido el hallazgo de una inscripción sepulcral judía en la
que se habla de una madre muerta en el parto de su primogénito (cf. J. B. F REY. La significación du terme
«prótótokos» d' aprés une inscription juive: Bíblica 11 (1930) 373-90). En el caso de Jesús, en el que juega un enorme
papel el tema del mesianismo real, y, por lo tanto, también el tema de los derechos a la sucesión davídica, la nece sidad
de subrayar su carácter de primogénito era obligatorio.

Relieve teológico de la virginidad de María

El caso concreto de la virginidad de María, a pesar de su singularidad, en cuanto que se conjuga con su
maternidad divina en la concepción y el parto de Jesús, no puede valorarse correctamente fuera del contexto de la
teología neotestamentaria sobre la virginidad. San Pablo (1 Cor 7,32ss) insiste en la entrega al Señor del corazón sin
dividir, que se hace posible cuando se vive una castidad consagrada; el concilio Vaticano II ( Constitución dogmática
sobre la Iglesia n.42) explica esta doctrina paulina, hablando del «don precioso de la divina gracia, concedido a
algunos por el Padre (cf. Mt 19,11; 1 Cor 7,7) para que en la virginidad o en el celibato se consagren más fácilmente a
sólo Dios con el corazón indiviso (cf. 1 Cor 7, 32ss)». Todos tienen que consagrarse a sólo Dios. Pero hay un modo
peculiar que hace más fácil esa consagración, y es la actitud esponsalicia de quien, renunciando al legítimo
intercambio de amor, característico del matrimonio, pretende dar al Señor, al que toma como su esposo y único amor,
el corazón sin dividir. Es éste un camino que facilita la consagración a sólo Dios.
La virginidad de Mana posibilita en ella una concentración de su amor en su Hijo único. Es lo que Lutero
percibió y expresó en un bello texto de 1539: «Después de que sintió que ella era la Madre del Hijo de Dios, no deseó
ser madre de un hijo de hombre, sino que permaneció en aquel don» (WA. 48,579). No me interesa aquí la impresión
que puede suscitar el texto de Lutero, según el cual el propósito de virginidad en María parece ser posterior a la
experiencia mística de la anunciación. Lo impórtame es la visión de María, que lanza plenamente su amor hacia quien
es para ella el «don» por antonomasia: Jesús. Es claro que el amor a Jesús se refundirá, a partir de El, hacia los demás -
y en primer lugar hacia una persona que le estaba sumamente cercana, José-; pero todos los demás, incluido José, con
quien no la une el amor típicamente matrimonial, serán mirados y amados a partir de Jesús y en relación con Jesús, es
decir, por la relación que tienen con Jesús.
En las letanías lauretanas se aclama a María como «Reina de las vírgenes». Digamos que ella es también
prototipo de la actitud en que han de vivir las almas verdaderamente virginales.
LA INMACULADA CONCEPCIÓN

El día 8 de diciembre de 1854, Su Santidad Pío IX definía solemnemente como dogma la Inmaculada
Concepción de María: «Declaramos, proclamamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen
María fue preservada inmune de coda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular
gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús, salvador del género humano, está
revelada por Dios» (DENZINGER. n.1641).
En el momento de ser concebida, María no contrajo ese pecado original, heredado del pecado de los primeros
padres, por el que todos nosotros antecedentemente a todo acto personal, somos ya, «desde el comienzo, hijos de ira»
(Ef 2,3); la frase de San Pablo, traducida literalmente dice que «éramos por naturaleza hijos de ira»; pero phvsei en
dativo ( = «por naturaleza») no tiene el sentido metafísico de lo que se es esencialmente, ni de algo que afecta
totalmente todo nuestro ser, corrompiéndolo plenamente, sino el sentido histórico de lo que se es (en este caso,
pecador e «hijo de ira») desde que se comienza a existir (cf. J. MEHLMANN, Natura Filii Irae. Roma 1957). Esta
situación -como hemos dicho- es herencia del pecado de Adán. Así lo afirma expresamente San Pablo: «Por esto,
como por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así a todos los hombres alcanzó la
muerte, porque todos pecaron» (Rom 5.12). La frase final («porque todos pecaron») no se refiere a pecados
personalmente cometidos por los hombres, sino al mismo pecado de Adán, en cuanto transmitido a todos sus
descendientes; es la situación enunciada en el v. 19 por el mismo San Pablo: «por la desobediencia de un solo hombre,
todos los demás quedaron hechos pecadores». El pasaje de Ef 2,3 es importante, porque establece una relación entre la
situación de pecado original, en que somos concebidos y nacemos, y la debilidad, por la que fácilmente incurrimos en
pecados personales; de hecho, en ese versículo, San Pablo enumera determinados vicios en los que se incurre por culpa
personal, y añade, como explicación del fenómeno, la situación de «hijos de ira» que teníamos desde el principio de
nuestra existencia. De modo análogo, aunque inverso, el don de la inmunidad del pecado primero se dio a María en
orden a una santidad suya personal perpetua, es decir, como comienzo de un plan de santidad total en ella.
He tenido interés en recordar la doctrina sobre el pecado original para tomar conciencia del estado de pecado
en que nacemos. Por él somos indigentes y necesitados de Cristo desde el principio; no hay nadie que no necesite de su
salvación, ni siquiera el niño de un día. San Agustín lo ha expresado con viveza y dramatismo a propósito del
bautismo de los niños (el fundamento del bautismo de los niños es la necesidad de lavar la mancha de pecado con que
nacen): «Llamarán su nombre Jesús. ¿Por qué? Porque El salvará a su pueblo. ¿De qué? De sus pecados. Ahora pre-
gunto de un niño: es llevado a la Iglesia para hacerlo cristiano, para bautizarlo, supongo que para que esté en el pueblo
de Jesús. ¿De qué Jesús? El que salva a su pueblo de sus pecados. Si no tiene algo que sea salvado en él, que lo quiten
de aquí. ¿Por qué no decimos a las madres: Quiten de aquí a esos niños? Pues Jesús es salvador; si éstos no tienen algo
que en ellos sea salvado, quítenlos de aquí» (Sermo 293: PL 38,1334).
Todas estas consideraciones sobre la universalidad del pecado original y sobre la situación de indigencia y de
necesidad de Cristo como Salvador en que el pecado original nos coloca, hacen comprender que la inmaculada
concepción constituye, como decía Pío IX, una «singular gracia y privilegio» (DENZ1NGER, n.1641). Que un estado
descrito por San Pablo como universal (Rom 5, 12 y 19) tenga una excepción por privilegio de Dios, no representa un
grave problema teológico (el milagro y la exclusión de una ley universa! siempre es posible para Dios); acomodando a
María un pasaje deuterocanónico del libro de Ester (15, 13; dentro de los suplementos griegos al libro de Ester), que
bíblicamente no se refiere a María, ciertas reflexiones en el siglo XVI sobre la Inmaculada se complacían en repetir:
«No morirás, porque nuestro edicto es para el común de la gente». Un problema teológico incomparablemente más
grave se planteó por el hecho de que la inmunidad de María de toda mancha de pecado original podía suscitar la
impresión de que María no había necesitado la salvación de Cristo, en cuya universalidad absoluta tanto insistió San
Agustín: no puede existir nadie que no necesite ser salvado por Cristo; tampoco María puede no ha ber necesitado de
Cristo Salvador. Pero afirmar que María estuvo exenta de todo pecado, aun del original, ¿no equivaldría a sustraerla de
la necesidad de ser salvada por Cristo? De hecho, esta dificultad retardó grandemente que la doctrina de la inmaculada
concepción de María fuera aceptada por todos los teólogos católicos (aunque el pueblo cristiano, con su sentido de la
fe, percibió pronto esta verdad y la incompatibilidad de la dignidad de María con cualquier mancha de pecado, incluso
con la del pecado original), y, consecuentemente, retardó también su misma definición dogmática. Pero sobre la
conciliación entre inmaculada concepción y redención de María volveremos más adelante dentro de este capítulo.
Los fundamentos bíblicos de la doctrina de la Inmaculada Concepción

En la Sagrada Escritura existen, objetivamente hablando, dos puntos de apoyo, a partir de los cuales pudo la
reflexión de la fe de la Iglesia ir desarrollando su persuasión de que María tenía que haber sido inmaculada con
respecto a toda mancha de pecado, incluida la del pecado original.
En el Antiguo Testamento se encuentra el pasaje clásico del Protoevangelio (Gen 3,15). Supuesto su sentido
mariológico, suficientemente estudiado más arriba en el capítulo 3, allí se afirma que Dios pone una enemistad entre
María y el demonio, que en la construcción del versículo está colocada en paralelismo con la enemistad que existe
entre Cristo mismo y el diablo (este paralelismo de enemistades aparece si se considera el versículo en su nivel
profundo). Una reflexión de fe sobre esta afirmación y su contexto paralelístico pudo descubrir que ambos, Cristo y
María, tuvieron las mismísimas enemistades contra el diablo (para utilizar la expresión de Pío IX, Bula definitoria de
la inmaculada concepción de María, en H. MARÍN, Documentos marianos n.285 (Madrid 1954). p. 181). Ahora bien,
si las enemistades son las mismísimas enemistades, es claro que tienen que ser totales, de modo que excluyan
cualquier amistad originaria con el diablo o un estado originario de pecado en María.
En el Nuevo Testamento, en el relato de la anunciación, el ángel llama a María con la palabra griega
kecharitomené (=«hecha objeto de la gracia de Dios») en Lc 1,28. Esta palabra, al estar utilizada como apelativo,
significa, sin duda, que María tiene, de modo estable, la gracia que corresponde a su dig nidad de Madre de Dios. Una
reflexión de fe descubrió que esa gracia tenía que ser en ella una «plenitud de gracia»; mas aún, que la única plenitud
que verdaderamente corresponde a la dignidad de Madre de Dios es aquella que se tiene desde el primer instante de la
existencia, es decir, una santidad total que abarque toda la existencia de María.

Los teólogos y el pueblo

A finales del siglo XVII defendían el privilegio de la Inmaculada Concepción de María 150 universidades, de
las que 50 habían hecho el juramento de defenderlo; juramento que se exigía antes de la colación de grados a todos los
que aspiraban a ellos. Se había llegado ya al triunfo de la fe explícita en la Inmaculada Concepción también en los
ambientes intelectuales, aunque siguieran existiendo algunos reductos teológicos contrarios a la Inmaculada
Concepción.
En todo caso, la fe del pueblo se había adelantado a este triunfo, y tenía su expresión en la celebración de la
fiesta de la concepción de María. Para centrarnos en celebraciones en las que el sentido de la fiesta no es dudoso (la
santificación de María en su concepción y no la narración apócrifa de la concepción milagrosa de María por curación
de la esterilidad de su madre Ana) y cuya existencia es cierta, la fiesta se celebraba en Inglaterra en el siglo XI, desde
donde a partir del siglo siguiente se difundió por Francia, Bélgica, España y Alemania. A finales de la Edad Media se
celebra también en Roma. En conexión con la celebración litúrgica, se desarrolla una intensa piedad popular al
misterio. El año 1436, en el concilio de Basilea, Juan de Segovia no sólo señalaba la difusión enorme de la celebración
de la fiesta, sino el sentido del pueblo fiel, que reaccionaba contra los sermones de predicadores que negaran el
privilegio (cf. P. DE ALVA Y ASTORGA, -Bruxellis 1664- p.2l).
En los siglos XVI y XII, el entusiasmo popular por el privilegio es inmenso. En España, nuestro pueblo
cantaba enardecido:
Todo el mundo en general
a voces, ¡Reina escogida!,
diga que sois concebí da
sin pecado original.

Pero el pueblo no se limitaba a afirmar la existencia del privilegio. A nivel popular se había asimilado el
argumento que esbozó, por vez primera, Eadmero (1055-ca. 1124), el compañero, amigo, secretario y biógrafo de San
Anselmo de Canterbury: «Pudo, convino, lo hizo» (Tractatus de conceptione B. Mariae Virginis 10: PL 159,305). Este
modo de argumentación se había difundido ampliamente unido al nombre de Escoto (1265-1308), quien lo había
desarrollado posteriormente (cf. A. CARR-G. WILLIAMS, Inmaculada Concepción de María, en J. B. CAROL,
Mariología. trad. esp. (Madrid 1964 p. 345). Nuestro pueblo cantaba:

Quiso y no pudo, no es Dios;


Pudo y no quiso, no es hijo;
digan, pues, que pudo y quiso.

La asimilación de este argumento por el pueblo se explica fácilmente, ya que, prescindiendo de matizaciones
técnicas, expresa la gran intuición del sentido de la fe del pueblo: Dios no pudo permitir que su Ma dre estuviera
manchada en ningún instante de su existencia.

Inmaculada Concepción y redención de María

Santo Tomás de Aquino no llegó a admitir el privilegio de la Inmaculada Concepción de María, impresionado
por el temor de que su aceptación hubiera establecido una excepción a la universalidad absoluta de la salvación de
Cristo (cf. SANTO TOMÁS, Suma teológica 3 q.27 a.2 ad 2). Si María no tenía pecado alguno, ¿podía decirse que
había sido salvada por Cristo? ¿Tendría necesidad de un salvador en tal hipótesis?
Uno de los grandes méritos de Escoto en la teología de este misterio radica en haber desarrollado la idea de
que una redención que preserva de caer, en vez de librar después de haber caído, es una redención más perfecta (cf.
CARR-WILLIAMS, a.c.: CAROL, Mariología p.345). María fue redimida de ese modo más perfecto.
En uno de sus autos sacramentales, Calderón de la Barca lo expresó espléndidamente:
Cosa es clara
que le he debido más yo,
pues antes de haber caído
me ha excusado de caer.
Inmaculada Concepción y santidad plena de María
La fórmula «inmaculada concepción» tiene, a veces, el riesgo de ser entendida de un modo meramente
negativo, es decir, como mera inmunidad de la mancha de pecado original, con la que somos concebidos y nacemos
todos los demás hombres. Convendría no olvidar que el punto de partida de la reflexión de fe para llegar al
conocimiento de este misterio está expresado en el Nuevo Testamento del modo más positivo imaginable: «llena de
gracia» (Lc 1,28). Esta plenitud de gracia excluye todo pecado en María. La inmaculada concepción de María no
tendría sentido alguno si no se la concibe como un comienzo de estado de santidad ya en el primer instante de su
existencia, que ha de prolongarse y permanecer durante toda la vida. La santidad perpetua de María implica en ella la
exclusión de todo pecado, incluso venial, durante toda su vida; así lo definió el concilio de Trento (ses.6, Decreto
sobre la justificación cn. 23: DEZINGER, n.833; cf. J. A. DE ALDAMA, El valor dogmático de la doctrina sobre la
inmunidad del pecado venial en Nuestra Señora: Archivo Teológico Granadino 9 [1946] 53-67). Pero no olvidemos
que es una santidad que excluye el pecado; el acento debe recaer sobre la plenitud de gracia; la vida de María ejercita
todas las virtudes; como consecuencia de ese actuar virtuoso, queda excluido todo pecado. Lo positivo que María vive
y de lo que María está adornada es la raíz de la exclusión de todo lo que es negativo y pecaminoso.
El sentido del privilegio de la Inmaculada Concepción está perfectamente expresado en la liturgia de la Iglesia.
La oración de la misa de la fiesta comienza con estas palabras: «¡Oh Dios, que por la concepción inmaculada de la
Virgen María preparaste a tu Hijo una digna morada... » El privilegio se ordena a que María sea palacio hermosamente
ornado para recibir en sí al Hijo de Dios, que de ella había de tomar carne. Llamados a ser templos del Espíritu Santo,
es necesario que también nosotros vivamos santamente, a la vez que excluimos de nuestras vidas, en la mayor medida
posible, el pecado (el pecado venial semideliberado no puede excluirse sin un privilegio especial de Dios, que la
Iglesia sólo conoce como concedido a María; cf. CONCILIO DE TRENTO, ses. 6, Decreto sobre la justificación cn.
23: DENZINZER, n. 833). Sólo así seremos menos indignos de ser templos del Espíritu Santo; sin exclusión del
pecado grave, ni siquiera podríamos llegar a serlo.

LA ASUNCIÓN DE MARÍA

Casi un siglo después de la definición dogmática de la Inmaculada Concepción por PÍO IX, en el Año Santo
de 1950, el 1° de noviembre, Su Santidad Pío XII definía como dogma de fe la asunción corporal de María:
«Proclamamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado que la Inmaculada Madre de Dios, Siempre
Virgen María, cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial» (Bula
definitoria de la asunción: DENZINGER, n.2333). El objeto primario de la definición es la glorificación corporal de
María -y no sólo glorificación de su alma- una vez «cumplido el curso de su vida terrestre»; esta última fórmula puede
resultar un poco rebuscada, pero fue necesario utilizarla una vez que se determinó no definir si María había muerto (y,
en ese caso, la asunción habría que interpretarla como resurrección gloriosa anticipada) o si había sido tomada y
glorificada por Dios en toda su realidad existencial humana sin pasar por la muerte, de modo parecido a lo que
sucederá con los justos a los que la parusía del Señor encuentre vivos al final de la historia (cf. 1 Cor 15,51: «No todos
moriremos, pero todos seremos transformados»). Por lo demás, el hecho de que Pío XII no definiera dogmáticamente
que María murió previamente a su asunción, no quiere decir que este punto sea teológicamente libre. Pienso que hay
que afirmar con certeza la muerte de María como una verdad que está atestiguada por la Tradición, la cual se ha
manifestado claramente durante muchos siglos.
En todo caso, matizando más el sentido del dogma, habría que decir que afirma que María se encuentra
anticipadamente en la situación propia de los gloriosamente resucitados, hecha semejante a su Hijo, que resucitó de
los muertos (cf. PABLO VI, El credo del Pueblo de Dios n. 15); en otras palabras, la situación a la que los demás
justos sólo llegarán el día de la parusía del Señor (cf. 1 Cor I5,23s), ha sido concedida ya anticipadamente a María.
Esa situación no consiste solamente en el estado en el que las almas de los justos, gozando de la bienaventuranza
eterna, ven a Dios como El es (cf. PABLO VI, El credo del Pueblo de Dios n.29), sino del gozo de esos bienes en una
situación de plenitud existencial humana, es decir, por parte del hombre todo en su realidad de cuerpo y alma, en su
unidad humana de cuerpo vivificado por el alma.
En la fórmula definitoria de la asunción es interesante que PÍO XII haya colocado, en aposición con el nombre
de María, los privilegios que constituyen los otros dogmas marianos que hemos estudiado en los capítulos
inmediatamente precedentes (5 al 7): «Madre de Dios», «Siempre Virgen», «Inmaculada». Con ello, el Papa no
pretendió definir que María haya sido asunta en cuerpo y alma porque es «Madre de Dios», «Siempre Virgen» e
«Inmaculada», sino simplemente ha definido que María, la cual es «Madre de Dios», «Siempre Virgen» e
«Inmaculada», ha sido asunta en cuerpo y alma. Sin embargo, fuera de la fórmula definitoria, la constitución
apostólica en que se definió la asunción indica estos tres privilegios como razones teológicas a favor de la asunción
(Bula definitoria de la asunción, en H. MARÍN, Documentos marianos n.797 [Madrid 1954] p. 636s; n.804s p.647s).
En realidad, esta conexión de los diversos privilegios de María entre sí es obvia. Sería inconcebible que hubieran sido
concedidos a María sin relación alguna entre ellos, es decir, sin que respondieran a un plan de con junto de Dios sobre
María. Precisamente a partir de ese plan de conjunto, conocido o vislumbrado gracias a la divina revelación, es posible
argüir (debatir) de unos a otros de los privilegios.
Fundamentos bíblicos de la doctrina de la asunción de María

a) Algunos autores descubren el último fundamento bíblico de la doctrina de la asunción en la descripción de Ap


12,1: «Y una gran señal apareció en el cielo: una mujer vestida de sol, y la luna debajo de sus pies, y sobre su cabeza
una corona de doce estrellas». Ya en el capítulo 4 hemos explicado cómo el texto habla de María en su nivel profundo.
Esto supuesto, Juan ha visto en su visión a María en el cielo; habría que insistir más, y decir que la ha visto dentro del
cielo; en efecto, la preposición griega en no equivale a la preposición castellana, un poco elástica en su significado, en,
sino, más bien, a dentro de. Pero ¿qué significa la visión? En concreto: ¿qué quiere decirnos Juan al comunicarnos que
ha visto a María dentro del cielo? En teoría puede significar que María está en el cielo o dentro del cielo, pero también
simplemente que María pertenece a la esfera de lo celeste o, en algún sentido, a la esfera de lo divino. Ahora bien, el
contexto, en el que inmediatamente se la describe en una situación de dolores de parto, impone la segunda opción
sobre la primera; dígase lo mismo del tema de la persecución del dragón; se trata de acontecimientos que son
incompatibles con el hecho de estar en el cielo; hay que entenderlos como acontecimientos que suceden en la tierra a
una mujer que en realidad pertenece a la esfera de lo celeste. En otras palabras, Ap 12,1 describe a María dentro de la
esfera de lo celestial. Pero nada más. Por eso, parece imposible tomar este texto como fundamento por sí solo sólido
con respecto al tema de la asunción de María.
b) Para movernos en un terreno firme es preferible fundamentar la asunción del mismo modo que lo hizo PÍO XII al
definirla (cf. Bula definitoria de la asunción: DENZINGER, n.2331). Propiamente, el Papa no hizo una argumentación
meramente bíblica, sino que más bien presentó un argumento mixto de Escritura y Tradición, aunque, como veremos
en seguida, el paso que PÍO XII tomó de la Tradición está sugerido en la misma Sagrada Escritura.

La argumentación de PÍO XII puede descomponerse en los siguientes pasos:

1. Desde el siglo II, los Padres afirman una especial unión de María, la nueva Eva, con Cristo, el nuevo
Adán, en la lucha contra el diablo. El tema es muy claro en la Tradición desde el siglo II, como veremos
en el capítulo siguiente. Pero la idea esta apuntada ya en Gen 3,15, admitido su sen tido mariológico. En el
fondo, PÍO XII , en su constitución apostólica en la que definió la asunción, prefirió prescindir del sentido
mariológico del Protoevangelio y tomarlo en su sentido cristológico, mucho más evidente e indiscutible.
Pero, como es obvio, al prescindir del sentido mariológico del Protoevangelio, se vio obligado a tomar esta
idea de la Tradición.
2. Según Gen 3,15, la lucha de Cristo contra el diablo había de culminar en su victoria total sobre el
demonio. En efecto, en el Protoevangelio se anuncia que el descendiente de la mujer, el Mesías, aplastará
la cabeza de la serpiente.
3. Según San Pablo (Rom 5 y 6; 1Cor 15,21-26.54 y 57), la victoria de Cristo contra el diablo fue victoria
sobre el pecado y la muerte.
4. Hay que afirmar una especial participación de María (que habrá de ser plena, dada la plenitud de su
participación en la lucha) en esta victoria de Cristo, victoria de la que es parte esencial y último trofeo la
resurrección de Cristo: la especial participación de María en la victoria de Cristo no podría considerarse
completa sin la glorificación corporal de María (cf. 1 Cor 15, 54: «cuando este cuerpo corruptible se
revista de incorrupción y este cuerpo mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá este texto de
la Escritura: «La muerte quedó absorbida en la victoria»; no se olvide que muy poco antes, 1 Cor 15, 26,
San Pablo enseña que «el último enemigo que será anulado será la muerte», es decir, no hay victoria total
hasta que se realice la victoria sobre la muerte en cuanto que sólo entonces queda anulado el último
enemigo).

Es interesante la importancia que Heb 2,14s da al tema de la victoria de Cristo sobre el diablo, entendiéndola
como liberación de la muerte: Cristo participó de nuestra naturaleza humana «para aniquilar por la muerte al que
poseía el poder de la muerte, es decir, al diablo, y liberar a todos aquellos que con el miedo de la muerte estaban
durante toda la vida sujetos a la esclavitud». Esa liberación comienza en Cristo resucitado y terminará envolviéndonos
también a todos nosotros cuando resucitemos; pero ello sucederá con un orden muy concreto, que describe 1 Cor 15,
23s: «la primicia, Cristo; después, los de Cristo en su parusía; después vendrá el fin». La sin gularidad de la asociación
de María a la lucha de Cristo contra el «que poseía el poder de la muerte, es decir, el diablo», absolutamente superior a
la asociación que tenemos los de Cristo en esa lucha, hace que también la asociación de María a la victoria de Cristo
sobre la muerte tenga que colocarse en un nivel singular y propio, superior al de los de Cristo, que resucitarán en la
parusía del Señor al final de la historia.

Los comienzos de la Tradición sobre la asunción de María

Con cierta frecuencia se ha atacado la firmeza de la Tradición sobre la asunción de María, señalando que sus
orígenes hay que descubrirlos en conexión con narraciones apócrifas. El estado actual de la investigación científica
obliga a ser mucho más prudentes y matizados en la valoración de los apócrifos. Sin incurrir en exageraciones
optimistas de signo contrario a la subvaloración que ha estado de moda durante largo tiempo, hay que reconocer que
no pocos apócrifos son narraciones populares o catequesis ornamentadas con elementos de imaginación popular en
orden a enseñar verdades válidas de Tradición . En este estado de cosas, parece que no es temerario afirmar que desde
finales del siglo II se comenzó en la Iglesia a interrogarse sobre los últimos momentos de la muerte de la Virgen (cf.
A. DE SANTOS OTERO, Los evangelios apócrifos, 2a ed. [Madrid 1963] p.576s, donde cree probable «suponer la
existencia de un arquetipo primitivo, del que derivaran los mencionados textos apócrifos» sobre la asunción, y que
podría situarse cronológicamente ya en el siglo II). El Transitus, escrito por el Pseudo-Melitón quizás afínales del
siglo IV, tiene una singular importancia en esta línea. En sus contenidos realizó un gran progreso, ya que afirma la
resurrección definitiva del cuerpo de María y su elevación a los gozos del paraíso en intimidad completa y permanente
con Cristo glorioso (cf. C. BALlC, Testimonia de Assumptione Beatae Virginis Mariae ex omnibus saeculis t.I [Roma
1948] p.140); por tanto, el concepto de asunción que aparece en el Pseudo-Melitón es el de resurrección anticipada;
pero tiene aún mayor importancia el que este escrito, aparte de su narración fantástica, se esfuerza, por ofrecer una
justificación teológica de la asunción: indica, como sus fundamentos, la maternidad y la virginidad de María (BALIC,
o.c., 1.1 p. 141). San Gregorio de Tours (+ 594) dio una amplia difusión en Occidente a las ideas de este apócrifo.
Aparte de estos testimonios interesantes tomados de los apócrifos, hay que señalar, por la conexión existente
entre lo que se llama la ley de orar y la ley de creer (ya que el culto, sobre todo el litúrgico, expresa siempre las
convicciones de fe de una época), que la fiesta de la Dormición de María se celebra en Jerusalén ya en el siglo VI, y
hacia el año 600 en Constantinopla. En seguida aparece que lo que se celebra de hecho es la glorificación de María;
más aún, el nombre de la Asunción para esta fiesta parece que es más antiguo que el de Dormición. A finales del siglo
VII, la fiesta se introduce en Roma, donde en seguida se llama «Asunción de Santa María». Durante los siglo VIII y
IX, la fiesta se extiende por todo Occidente. Con ella la aceptación de la opinión piadosa se hace común en el pueblo
cristiano bajo la guía de los pastores.
Finalmente, baste señalar en este apartado que a partir del siglo VIII existen en Oriente muchos testimonios
patrísticos de la fe en la asunción: San Modesto de Jerusalén (BALIC, Testimonia t.1 p.77s), San Germán, patriarca de
Constantinopla (BALIC, o.c., t.1 p.82-86), San Juan Damasceno (BALIC, o.c., 1.1 p.86-90).

Él sentido teológico del dogma de la asunción

a) Ya en los comienzos del siglo III, Tertuliano llamaba a la mera pervivencia del alma «media resurrección»
(cf. De resurrectione 2: PL 2,796). Por eso exclamaba: «Pero ¡qué indigno sería de Dios llevar medio hombre a la
salvación» (De resurrectione 34: PL 2,842). Sobre este trasfondo aparece toda la dimensión religiosa del dogma de la
asunción. María fue asunta no meramente para que el gozo de su alma se extendiera también al cuerpo. Hay motivos
mucho más profundos para entender el porqué de la asunción de María. Aunque el alma del justo que no tenga nada de
qué purificarse entre en la visión inmediata de Dios en seguida después de la muerte (cf. BENEDICTO XII, const.
Benedictus Deus: DENZINGER, n.530), hay que reconocer que el sujeto que entra en esa visión es un sujeto
incompleto. Sólo el hombre entero es capaz de una más intensa posesión de Dios, en cuanto que no es sujeto
incompleto (medio hombre, podríamos decir). La asunción de María le da la posibilidad de poseer a Dios de ese modo
más intenso que corresponde a la situación de resurrección final.
b) María por su asunción es una resucitada. Ahora bien, la resurrección de Cristo aparece en el Nuevo
Testamento como dinámica: «Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere más, la muerte no tiene ya dominio
sobre El» (Rom 6,9); y la carta a los Hebreos completará el pensamiento. «siempre vivo para interceder por ellos (por
los que por El se llegan a Dios)» (Heb 7,25); también San Juan, pensando en Cristo resucitado, lo presenta como
nuestro abogado ante el Padre (cf. 1 Jn 2,1). Una reflexión paralela sobre el misterio de la asunción puede iluminarlo
poderosamente. En toda la tradición de la Iglesia se ha valorado fuertemente la im portancia de la intercesión de los
santos. Sin embargo, habría que tener en cuenta -sin que con ello pretenda la más mínima subvaloración del culto a
ellos- que en realidad quienes interceden son las almas de los santos, es decir, una realidad que, como acabamos de
ver, ya Tertuliano calificaba de «medio hombre». Sólo Cristo y María interceden con toda su realidad existencial
humana. Sin duda no es éste el único aspecto de superioridad de la intercesión de María comparada con la intercesión
de los santos -como tampoco lo es en el caso de Cristo-, pero ya por este solo aspecto es claro que la intercesión de
María se coloca a un nivel superior al de ellos.
c) Tratándose de resucitados en el caso de Cristo y en el caso de María, hay que decir que, junto al trono del
Padre, además del corazón resucitado de Cristo, está un corazón materno de carne, el corazón de María, latiendo de
amor hacia nosotros y preocupándose con solicitud materna por nuestros problemas. Esta realidad explica que la
Iglesia dé culto sólo a sus dos corazones (como corazones vivos y no como reliquias, como puede ser el caso del
corazón incorrupto de Santa Teresa): al corazón sagrado de Cristo y al purísimo corazón de María. Sólo estos dos
corazones están actualmente junto al trono del Padre latiendo de amor y solicitud por nosotros.

MARÍA, NUEVA EVA

Ordinariamente, al hablar de los dogmas marianos, suelen enumerarse los cuatro que hemos estudiado en los
capítulos anteriores (5 al 8): la maternidad divina de María, su virginidad perpetua, su inmaculada concepción y su
asunción corporal. Sin embargo, quiero expresar mi persuasión de que constituye una verdad dogmática sobre María
su asociación a la obra salvadora de Cristo (si nos limitamos a afirmar el hecho fundamental prescindiendo de
ulteriores explicaciones teológicas discutibles y de hecho discutidas), que ya la más antigua Tradición cristiana
expresó con el tema de la «nueva Eva» aplicado a María.
El tema puede considerarse como verdaderamente primitivo; prácticamente, en inmediata conexión con los
tiempos apostólicos. Aparece por vez primera en San Justino (Dialogus cum Tryphone Indaeo 100: PG 6,712), quien
hace la contraposición paralelística entre Eva y María, es decir, entre la primera y la segunda Eva. A partir de este
paralelismo de contraste, se forjará más tarde el título mismo de «nueva Eva».
Ya el Nuevo Testamento (1 Cor 15,45) habla de Cristo como del nuevo Adán. Con respecto a Cristo, por
tanto, ya en el Nuevo Testamento existe no sólo el tema, sino el título mismo. Por otra parte, es importante que el
Nuevo Testamento fija, con su modo de hablar, el punto de referencia del título de «nuevo Adán» al aplicarlo
explícitamente a Cristo. Con ello, título y punto de referencia, cuando se trata del «nuevo Adán», quedan establecidos
desde el principio.
Por el contrario, el tema de la «nueva Eva», aparte de haber tenido que experimentar un proceso de ma-
duración hasta convertirse y concretarse en el título propiamente dicho, al no haber recibido, ya en el Nuevo
Testamento, un punto de referencia fijo, aparece en la Tradición unas veces referido a María, y otras a la Iglesia. Lo
notable es que la doble referencia aparece incluso en los mismos autores; así, por ejemplo, en Tertuliano el tema se
aplica, en ocasiones, a María (cf. De carne Christi 17: PL 2,782), y en ocasiones, a la Iglesia (cf. De anima 43: PL
2,723). En todo caso, la más antigua aplicación del tema de la «nueva Eva» a la Iglesia es anterior al año 150 y se
encuentra en la llamada segunda epístola de Clemente (II Epístola ad Corinthios 14,2: FUNK, 1,200 y 202). Si se
tiene en cuenta que el tema referido a María aparece por vez primera, como hemos visto, en San Justino, hay que
constatar que la referencia del tema de la «nueva Eva» a María y a la Iglesia son prácticamente contemporáneos y,
como acabamos de exponer, coexisten incluso dentro de los escritos de un mismo autor, como es el caso de Tertuliano.

El tema de la «nueva Eva» como tema de cooperación a la obra salvadora de Cristo

El uso del tema de la «nueva Eva» con dos referencias distintas (María o la Iglesia), las dos tradicionales,
antiquísimas y prácticamente contemporáneas, no sería pensable si no estuviera sugerido por un fondo ideológico
común en los dos casos: el convencimiento de que ambas, María y la Iglesia, tienen una función de cooperación activa
en la obra salvadora de Cristo, como la antigua Eva la tuvo en el pecado del primer Adán. La idea de una ayuda
semejante a Adán (cf. Gen 2,20), aunque semejante no significa, en modo alguno, igual, está primariamente viva en el
tema de la «nueva Eva». Sin embargo, hay que reconocer que la idea común a las dos referencias no implica una
perspectiva idéntica en ambos casos; los matices son suficientemente diversos para no poder considerar las dos
utilizaciones del tema como sinónimas.
El tema de la Iglesia como "nueva Eva» se sitúa en la perspectiva de una colaboración de la Iglesia en la
realización de la obra salvadora de Cristo, en cuanto que ella, esposa de Cristo y madre de los cristianos, distribuye -
especialmente con su acción sacramental-las gracias de la redención. La perspectiva es diversa en el caso de María. El
acento se coloca en la realización de la obra misma de la salvación en una colaboración de María a la obra misma por
la que esas gracias se adquieren.
Así, habrá que proceder con prudencia en la lectura de textos patrísticos sobre este tema. Es bien sabido que
San Ireneo ha llamado en dos ocasiones a María «Abogada de Eva» (Demonsntratio apostalicae praedicationis 33:
SC 62,b5). Nada parecería sugerir tan inmediatamente una idea de intercesión como el título de «abogada». Y, sin
embargo, en San Ireneo el contexto del título en los dos pasajes evoca un tema distinto: el cuadro es María, que
obedece, en contraposición a Eva, desobediente. «No es que haya intercedido por ella, que haya salido por ella, que
haya hecho valer algunos méritos a su favor. Es sencillamente que ha realizado lo contrario de lo que hizo Eva, y de
ese modo ha destruido su obra (ha deshecho el nudo trabajando en sentido contrario); por lo cual ha conseguido
rectificar también las funestas consecuencias de la desobediencia de Eva» (J. A. de ALDAMA, María en la patrística
de los siglos I y II [Madrid 1970] p.289). La alusión es así, simplemente, a la escena de la anunciación, al «sí» de
María, por el que nos vino Cristo, y, con El, la salvación; a la obediencia del «sí» de María, que de este modo es
destructora de la acción de Eva.
Otros muchos títulos que se entienden hoy de la aplicación de las gracias por la intercesión de María, se
entendían primitivamente de ella, «nueva Eva», en el orden de adquisición de las gracias, es decir, en el sentido ya
indicado de su cooperación a la obra por la que la salvación se realiza (cooperación que se ve fundamentalmente en el
«sí» de la anunciación). Así, el título de «Madre» en San Jerónimo, San Agustín y San Pedro Crisólogo (Sermo 99: PL
52,478s; cf, Sermo 140: PL 52,576), aunque sugiera hoy a la piedad cristiana también, y quizás principalmente, una
solicitud maternal que María ejercita desde el cielo con su intercesión. Más tarde sucederá lo mismo con títulos como
los de «Señora, Iluminadora, Estrella del mar», y además el de «Reina»; el de «Medianera»; «Ventana del cielo,
Puerta del paraíso, Escala celeste», en San Pedro Damiano (Sermo 46: PL 144,753); e incluso con el de «Cuello», en
Germán de Tournai.
Mientras permaneció esta diversa perspectiva en la aplicación del título a María y a la Iglesia respectivamente,
es claro que expresiones aparentemente paralelas, como, por ejemplo, «la salvación por María» y «la salvación por la
Iglesia», no tienen el mismo significado. En el primer caso, la expresión se refiere al hecho de que María nos ha dado
a Cristo a través de la libre aceptación de la encarnación redentora, al hecho de que ella ha traído al mundo el
verdadero fruto de la vida; pero no significa entonces una participación directa de María en la aplicación de las gra cias
de la salvación. En este sentido será necesario entender la frase lapidaria de San Jerónimo; «La muerte [nos viene) por
Eva, la vida por María» (Epístola 22,21: PL 22,408). Y lo mismo debe decirse de otras frases semejantes.
La segunda expresión, «la salvación por la Iglesia», es sinónima del principio teológico «fuera de la Iglesia no
hay salvación». Con ella se alude a la aplicación inmediata de los frutos de la redención; el término, así aludido, es la
acción salvadora a través de los siglos, en la que la Iglesia coopera con Cristo distribuyendo las gracias que los
hombres recibimos de ella. Este es el sentido de las palabras de San Ireneo: «Del cual (del Espíritu) no son partícipes
todos aquellos que no corren a la Iglesia. (...) Porque donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios, y donde está el
Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia» (Adversus haereses 3,24,1: PG 7,966). O el de estas otras de San
Cipriano: «De ella [de la Iglesia] nacemos, con su leche somos nutridos, con su espíritu somos animados. (...) Ya no
puede tener a Dios como Padre el que no tiene a la Iglesia como madre» (De imítate Ecclesiae 5s: PL 4,502s).
Hay que decir en resumen que, durante un largo período, el tema de la «nueva Eva» aplicado a María y a la
Iglesia, aunque contenga una idea común de participación de ambas en la obra salvadora de Cristo, no coincide
adecuadamente en sus aspectos concretos, sino que más bien alude a esferas distintas de cooperación.

La reflexión comparativa sobre María y la Iglesia

Poco a poco, sin embargo, el mismo hecho de que un tema común -la «nueva Eva»- se aplicaba a dos figuras
diversas, tenía que llevar a reflexionar sobre esas dos figuras y a compararlas entre sí. A los dos paralelismos
tradicionales Eva-María y Eva-Iglesia se va a añadir un tercero, que jugará un papel teológico importante de puente:
Maria-Iglesia. El punto de partida de esta comparación explícita hay que colocarlo en San Ambrosio.
Los resultados de esta reflexión comparativa son del mayor interés. De ella, la figura de María sale
enriquecida. Se toma conciencia de que ella, paralelísticamente con la Iglesia, tiene también una función en la
aplicación de las gracias; se toma conciencia de su función intercesora. Hay una transferencia y atribución a María del
campo que primeramente se reservaba a la cooperación de la Iglesia.
La toma de conciencia de que María intercede tiene correlación con el nacimiento y el desarrollo del culto a
María. Ese culto (en un sentido propio) no puede demostrarse como existente en los dos primeros siglos. Pero
oraciones a María -pienso, sobre todo, en la popularísima Bajo tu amparo ( = «Sub tuum praesidium»)- existen antes
del concilio de Efeso. Aproximadamente contemporáneo del papiro en que se encontró esta plegaria, es el grafito con
el saludo «Ave María» en griego, descubierto no hace mucho en la sinagoga judeo-cristiana de Nazaret. San Gregorio
Nacianceno pone una oración dirigida a María en labios de una virgen llamada Justina, que estaba en peligro de perder
su virginidad (Orado 24,11: PG 35,1181). Aparte de este culto privado, surge en el siglo V la primera fiesta litúrgica
de la Virgen, el «día de María Theotokos». Ya antes de la fiesta, hacia la mitad del siglo IV ha de situarse la
introducción de la mención de María en Oriente en el canon de la misa. No pretendo hacer aquí una historia del culto a
María, que se desarrolló extraordinariamente después del concilio de Efeso. Me interesa tan sólo fijar sus comienzos.
Y esos comienzos están en relación con la toma de conciencia de la función intercesora de María como fruto de la
reflexión comparativa entre María y la Iglesia (las dos realidades a las que desde el siglo II se venía aplicando el tema
de la «nueva Eva»). Más aún, hablando con mayor exactitud en la medida en que lo permiten los datos que poseemos,
habría que decir que el culto es un poco anterior a la reflexión indicada. Sería un caso más en que la vida se ha
adelantado a la teología, fenómeno que en mariología no es infrecuente.
Por el contrario, la figura de la Iglesia no salió enriquecida de la reflexión. No se le atribuyó, como resultado
de ella, una cooperación en la acción por la que Cristo nos adquirió las gracias. No era posible una atribución en esta
línea. La Iglesia ha comenzado a existir como consecuencia de esta acción de Cristo, y es obvio que la Iglesia no ha
podido cooperar a la obra a la que debe su existencia, o, más claro aún, no ha podido cooperar antes de existir.

El sentido del título «María, nueva Eva»

La historia del tema de la «nueva Eva» aplicado a María nos lleva a concluir que su contenido de fe (la
Tradición sobre él es tan fuerte, que debe considerarse dogmáticamente vinculante) ha de situar se en una afirmación
de una cooperación activa de María en la obra de Cristo. La figura de María como asociada a la obra del Mesías, a su
lucha contra el demonio, se encuentra ya en Gen 3,15. La Tradición descubrió esa asociación, ya desde los comienzos,
sobre todo, en la cooperación de María para que la obra salvadora de Cristo se realizara, y, más en concreto, la vio en
el «sí» de María al anuncio del ángel; ya en el capítulo 4 subrayamos cómo en Lc 1,38, donde se nos relata la
respuesta afirmativa de María, culmina la importancia teológica de todo el relato de la anunciación. Más tarde se tomó
conciencia de que María coopera también a la obra salvadora de Cristo con su intercesión por la cual colabora en la
distribución de las gracias a lo largo de la historia. Todos estos elementos pertenecen, a mi juicio, al contenido de fe
del título «María, nueva Eva».
En el capítulo 2 señalé cómo Lutero quiso conservar un culto de alabanza a María suprimiendo el culto de
intercesión (el cual no podía tener cabida en su sistema teológico, dados los principios a partir de los cuales Lutero
construyó su sistema). La historia posterior del protestantismo ha demostrado que su intento fue vano. Es
prácticamente imposible, al menos a la larga, conservar un culto de alabanza si la persona a la que se tributa esa
alabanza no tiene alguna importancia positiva para mi salvación. En el capítulo presente ha aparecido un fenómeno
sumamente interesante: el culto a María no se desarrolló en la Iglesia si no es en conexión con el convencimiento de
que María no sólo hizo algo positivo para mi salvación con el «si» dado al ángel en la anunciación, sino que también
ahora puede hacerlo con su intercesión ante el trono del Padre.
EL CULTO A MARÍA

Con motivo de su visita a Isabel, María prorrumpió en un canto dirigido a Dios, el Magníficat, dentro del cual
profetiza que siempre se le tributará un culto de alabanza a lo largo de la historia: «He aquí que desde ahora me
llamarán dichosa todas las generaciones» (Lc 1,48). Ya en el capítulo 2 -y acabamos de repetirlo al final del capítulo
9- hemos visto que un culto de alabanza es psicológicamente inmantenible, al menos a largo plazo, si la persona a la
que se tributa alabanza no significa algo positivo para nosotros; más en concreto; el culto de alabanza no se sostiene a
la larga si no va también acompañado de un culto de petición y súplica. Diría que el culto es una realidad compleja.
Por ello, sólo persevera sano y vigoroso cuando no se le poda de alguna de sus dimensiones esenciales. Dentro de
ellas señalaría, fundamentalmente, tres: culto de alabanza o veneración, culto de imitación y culto de súplica. Pero
para no hablar meramente en abstracto, analizaremos algunos temas bíblicos esenciales en los que aparecen los
diversos aspectos del culto a María. Así conseguiremos también un fruto importante, al que Pablo VI (exhortación
apostólica Marialis cultus n.30: Ecclesia 34 [1974 | 417) invitaba hace unos años: dar sabor bíblico a nuestro culto a
María.

María, Arca de la Nueva Alianza

En el capítulo 4 explicamos cómo en Lc l, 35b-c («El Poder, es decir, el Altísimo, te cubrirá con su sombra;
por eso, lo que nacerá santo, será llamado Hijo de Dios»), a través de una alusión a Ex 40,34, se presenta a María como
arca de la Nueva Alianza. En ella, como en el arca de la alianza antigua cuando descendía la nube, va a habitar Dios
mismo durante nueve meses; como consecuencia de ese habitar en María tomando carne de sus entrañas, el que nazca de
ella es persona divina, es Dios. Cuando en las letanías lauretanas invocamos a María como «arca de la alianza», no le
estamos aplicando un título piadoso meramente, fruto quizás de una devoción barroca, amante de una sobrecarga
adjetivadora, sino recogiendo simplemente un tema neotestamentario.
Pero, antes de seguir adelante, creo importante señalar que el tema de María «arca de la N u e v a Alianza» es
en San Lucas mucho más que una mera alusión hecha de pasada. Para no detenerme en la insistencia literariamente
innecesaria de la fórmula del ángel a María: «concebirás en tu seno» (Lc 1,31), sólo inteligible como alusión al arca en la
que habita el Señor, es claro que San Lucas ha construido la narración de la visitación con un esquema cargado de alu-
siones a la traslación del arca relatada en 2 Sam 6,2-11. En ambos casos, el viaje se desarrolla en la tierra de Judá (2 Sam
6,2; Lc 1,39). El viaje da lugar a las mismas manifestaciones: júbilo del pueblo y del hijo de Isabel (2 Sam 6,12; Lc 1,44); sal-
tos de alegría de David y de Juan Bautista (2 Sam 6,16; Lc 1,41 y 44); gritos de aclamación del pueblo y grito de
aclamación de Isabel (2 Sam 6,15 y Lc 1,42, donde además se usa el verbo anephònèsen, que en la traducción griega del
Antiguo Testamento llamada de los LXX sólo se usa para designar las exclamaciones litúrgicas, y especialmente las que
acompañan a la traslación del arca). El arca es llevada a la casa de Obed-Edom (2 Sam 6,10), y María entra en la casa de
Zacarías (Lc 1,40). En ambas casas, la presencia del arca y de María son fuente de bendición (2 Sam 6,1 Is; Lc 1,41 y 44,
leídos a la luz del v.15: «será lleno del Espíritu Santo ya desde el seno de su madre»). Véanse otros paralelismos:

Grito de David en 2 Sam 6,9: Grito de Isabel en Lc 1,43:


«¿Cómo el arca del Señor va «¿De dónde a mí esto, que la Madre de mi
a venir a mí? » Señor venga a m í ? »

La asimilación que se hace así entre el arca del Señor y la Madre de mi Señor, induce, a pesar del posesivo
«mi» en Lc 1,43, que podría parecer como debilitante, a e n t e n d e r «Señor», en ambos casos, en sentido divino,
es decir, como traducción del nombre de Yahveh (que aparece en el hebreo de 2 Sam 6,9, y que es traducido por
«el Señor» / = ho Kyrios/ en la versión griega de los LXX).

2 Sam 6,11:
« El arca de Yahveh permaneció en «María permaneció con ella alrededor
casa de Obed-Edom tres meses». de tres meses».
Es interesante el final de la construcción. Lucas está construyendo su relato con alusiones a la narra ción de la
traslación del arca de 2 Sam 6,2-11. Pero está escribiendo historia. Una mera preocupación de paralelismo
simbólico le hubiera hecho afirmar que María estuvo con Isabel tres meses. Su fidelidad de historiador le obliga a
decirnos que ha redondeado la duración. Encontramos, una vez más, al historiador que no inventa hechos, sino que
meramente los presenta a la luz de acontecimientos veterotestamentarios. En todo caso, es claro que, para Lucas
(1,35 y 1,39-56, para no insistir en 1,31), María es el arca de la Nueva Alianza, dentro de la cual durante nueve
meses habita Dios mismo tomando carne de sus entrañas.
Pero volvamos a la invocación de las letanías lauretanas, en las que aclamamos a María como «arca de la
alianza» (=Foederis a r c a ) . Vale la pena subrayar las consecuencias del título para el culto mariano. Ante todo,
el arca era, para los judíos, objeto de un culto de veneración, precisamente porque en ella, dentro de ella, había
morado Yahveh (sólo a partir de la bajada de la nube sobre el arca comienza la Escritura a utilizar el verbo
shakan, no utilizado en ninguna teofanía anterior, cuyo significado principal es «habitar»). María es digna de
u n culto de veneración porque es el arca de la Nueva Alianza; en ella, en su seno, habitó el Señor para tomar
carne de ella; ella es así la Madre de Dios, la Theotokos. La realidad del dogma de Efeso puede expresarse a
través del tema del arca de la Nueva Alianza si se añade que la morada del Verbo en el seno de María no es
estática, sino dinámica, en cuanto que es en orden a tomar de ella la naturaleza humana. Pero, en todo caso, a
través del título de arca de la Nueva Alianza aparece la divina maternidad como el fundamento supremo del
culto de veneración a María.
Pero el arca era también, para los judíos, lugar donde Dios escuchaba sus oraciones. El libro primero de
los Reyes (c.8), en el relato de la consagración del templo por Salomón, contiene indicaciones preciosas sobre el
tema: colocación del arca en el sancta sanctorum (v.6), descenso de la nube (v. 13); el tema de la morada de Dios
(v.15; véase en el v.29 la fórmula «mi Nombre estará allí», como significativa de presencia); y, como consecuencia,
la designación del arca como espacio de encuentro, en el que Yahveh escucha las oraciones de su pueblo (v.28-
53). María, arca de la Nueva Alianza, es también lugar privilegiado, donde Dios escucha nuestras oraciones. Pero
no olvidemos que se trata de un arca viva, que, en cuanto tal, puede añadir su voz a las nuestras. Así, María no es
mero lugar donde Dios atiende nuestras plegarias, sino intercesora que se une a ellas ante el trono de Dios. En el
tema de María arca de la Nueva Alianza, encontramos también el fundamento para u n a piedad mariana de
intercesión y súplica.
Todo culto tiene un tercer aspecto, es decir, la imitación. El arca estaba construida con materias preciosas,
revestida de oro en su interior (Ex 25,11; en realidad, el revestimiento era también exterior; para el caso de
María, sobre su belleza externa como reflejo de su plenitud de gracia, cf. PABLO VI, Alocución a los participantes
en el VII Congreso Mariológico Internacional, 17 de mayo de 1975: Ecclesia 35 /I975 1)/ 709). Así correspondía a la
morada de Yahveh. En el caso de María, la Iglesia nos recuerda en la oración de la fiesta de la Inmaculada
Concepción que por ese misterio Dios quiso preparar en ella u n a morada digna para su Hijo. La concepción
inmaculada de María -lo hemos explicado al tratar de ella- no tiene un sentido meramente negativo
(preservación del pecado original), sino que implica la plenitud de gracia que se le concede desde el primer
momento de su existencia. Ni es un misterio circunscrito a un instante privilegiado de su vida, sino que es comienzo
de una vida llena de gracia que se va a prolongar hasta su último aliento, hasta su tránsito a la asunción. Es
interesante recordar que «llena de gracia» (Lc 1,28) es estar adornada de todas las virtudes, como cantó con
particular acierto Pablo Diácono (+ 797) precisamente en conexión con el tema de María «hecha templo del Señor» (cf.
Cándido Pozo, en Acta Congressus Moriologici-Maríani in Croatia anno 1971 celebrati t.3 [Romae 1972] p.334-37).
María, jardín de todas la virtudes, debe ser en ellas objeto de imitación para todos los cristianos; según palabras de
Pablo VI (exhortación apostólica Maríalis cultus n.22: Ecclesia 34 [1974] 413), la Iglesia se sitúa ante María «en eficaz
imitación cuando contempla la santidad y las virtudes de la ‘llena de gracia’ (Lc 1,28)».
Reina-Madre de la Iglesia
La «Salve» es, sin duda alguna, la más popular de las oraciones marianas en la Iglesia, que sólo cede, como es
obvio, en aprecio y uso, por parte de los fíeles, a la salutación angélica, el «Ave María». Así tenía que ocurrir. El
«Ave María» es evangélica en toda su primera parte, que está tomada de las palabras de Gabriel a María en la
anunciación (Lc 1,28) y del saludo de Isabel en la visitación de su parienta María (Lc 1,42), y se prolonga en una
segunda parte deprecatoria, que suplica la intercesión de aquella que tiene tantos títulos para hacerlo como la primera
parte agrupa. La «Salve» procede, probablemente, de la pluma de un español, Pedro de Mezonzo, obispo de
Compostela en las postrimerías del siglo X. Su belleza oracional y profundidad teológica le concedieron una amplia
difusión en Alemania ya en el siglo XI, que la lleva al interior de la plegaria litúrgica a partir del siglo XII, para llegar
a ser la oración conclusiva del Breviario en la reforma del rezo de las horas realizado por San Pío V. Pero más allá de
la oficialidad que estos hechos le confieren, impresiona su amplía aceptación popular, que hasta nuestros días se
manifiesta en su rezo y en su canto; en cuanto al canto, no sólo en la melodía gregoriana conocida de todos, sino en
popularísimas melodías hechas para las traducciones del texto a las lenguas vernáculas; bien conocida de todos es
la melodía española para el texto castellano
de la «Salve».
En todo caso, aun prescindiendo de estas breves alusiones históricas, impresiona el título inicial con que
se invoca a María, y q u e u n e los sustantivos de Reina y Madre, sumamente caros a ¡a devoción del pueblo cristiano
(«R eina y Madre de misericordia»). Los títulos aparecen en la «Salve» yuxtapuestos, meramente unidos por la
conjunción copulativa « y » . Sin embargo, una reflexión teológica sobre ellos permite descubrir que no deben
meramente yuxtaponerse, sino fundirse en la realidad compleja de María. Con ello espero poder mostrar con mayor
claridad la grandeza de su figura.
En el anuncio del ángel a María, al describir la índole y misión del futuro Hijo de María, se profetiza: «El
Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará sobre la casa de Jacob eternamente, y su rei nado no tendrá
fin» (Lc l,32s). En continuidad con la profecía de Natán (2 Sam 7,12-16), el Mesías aparece como heredero de la
dinastía davídica. Su reino, la Iglesia, será el nuevo Judá.
Ahora bien, trabajos históricos sobre las instituciones del reino de David, en los que sus autores no estaban
para nada preocupados por la figura de María, han puesto de relieve que en las tradiciones de la di nastía davídica,
mientras que carecía de categoría institucional la reina-esposa, la reina-madre (la gebirá) era, por el contrario, cargo
oficial (cf. R. DE VAUX, Instituciones del Antiguo Testamento, trad. esp. [Barcelona 1964 1 p. 172ss).
Betsabee es el primer caso de gebirá que encontramos atestiguado en la Escritura. Basta leer los dos primeros
capítulos del primer libro de los Reyes para advertir la diversidad de situaciones derivadas del rango diferente que
posee, respectivamente, como reina-esposa y como reina-madre. En el capítulo I vive todavía David. Betsabee es, por
tanto, reina-esposa. He aquí cómo se describe su situación frente a David: «Entró, pues, Betsabee a donde el rey, en su
cámara. [...] Betsabee se inclinó y prosternó ante el rey» (1 Re l,15s). Por el contrarío, en el capítulo 2 ya ha muerto
David, y Salomón es el nuevo rey. Betsabee es, por tanto, ya gebirá. De nuevo se describe un encuentro entre
Betsabee y el rey. Pero los rasgos descriptivos están llamativamente cambiados con respecto a la escena del capítulo
anterior: «Llegóse, pues, Betsabee al rey Salomón, (...) y el monarca se levantó a su encuentro, se inclinó ante ella y
sentóse en el trono, haciendo poner otro sitial para la madre del rey, que se sentó a su diestra» (1 Re 2,19).
Es interesante señalar que la gebirá no gobierna. Se limita a interceder. De hecho, así aparece Betsabee en la
escena que acabamos de evocar (1 Re 2,20: «Dijo ella: ‘Voy a pedirte una cosa insignificante; no me re chaces’.
Contestóle el rey: ‘Pide, madre mía, pues no te he de rechazar’»). Carece ahora de interés discutir si lo que en ella
pedía era realmente razonable o no. Nos importa tan sólo constatar el ámbito en que la función de la reina-madre se
ejercitaba.
Con respecto al tema de la gebirá existe en el Cantar de los Cantares un texto misterioso que supone una
intervención de la reina-madre en la coronación del rey; más exactamente, en una coronación espon salicia del rey:
«Salid y contemplad, ¡oh hijas de Sión!, al rey Salomón con la corona con que lo co ronó su madre el día de sus bodas
y en el día de la alegría de su corazón» (Cant 3,11).
La Iglesia es continuadora del reino de David (además de Lc l,32s, citado un poco más arriba, recuérdese Mc
11,10: «¡Bendito el reino, que viene, de nuestro padre David!»). Partiendo de esta continuidad entre el reino de David
y el reino mesiánico, es obvia la existencia de un cierto paralelismo de estructuras entre ambos. Cristo es el único Rey
de su Iglesia. El la gobierna y la rige. Pero a su lado encontramos la figura de una gebirá mesiánica (A. García del
Moral, La realeza de María según la Sagrada Escritura: Ephemerides Mariologicae 12 [1962] 161-82). La dignidad
de que aparece así investida la figura de María tiene que ser motivo de un culto de veneración hacia ella por parte de
todos los que somos ciudadanos del Reino de Cristo. Por otra parte, María tuvo u n a intervención decisiva en la
coronación del Rey, en la unción de la naturaleza humana por el Verbo, en la encarnación. Se trata de u n a unción
que ya en el período patrístico se interpretó con sentido de desposorio (cf. SAN AGUSTÍN, Sermo [Denis] 12,2:
Miscellanea Agostiniana 1,52). No es necesario insistir, u n a vez más, en q u e la encarnación es, ya en sí misma,
salvífica y no algo meramente previo a la redención; que no es solamente constituirse el ser que después va a
morir por nosotros, sino que ya en la encarnación ha comenzado a construirse el organismo de salvación, por in-
corporación vital al cual nosotros nos salvamos. Por ello, la cooperación de María a la encarnación a tra vés del «sí»
de su respuesta al ángel (Lc 1,38) es el primer aspecto de su intervención en la obra redentora, el más antiguo en la
Tradición, atestiguado -como veíamos en el capítulo precedente- ya por San Ireneo. María, como gebirá
mesiánica, no gobierna, intercede: las necesidades de su hijos las lleva con corazón materno hasta el trono del Rey.
Ello nos invita a la confianza en la intercesión de María, a la vez que es el fundamento de un culto de súplica a ella.
He dicho «con corazón materno»; la expresión no tiene nada de metafórico. El Rey Mesías y la gebirá mesiánica, como
resucitados, están junto al trono del Padre con sus corazones de carne, llenos de amor hacia nosotros. No olvidemos -
como explicábamos en el capítulo 8 al hablar de la asunción de María- que ésta es la razón por la que la Iglesia sólo
tributa culto a dos corazones: el de Cristo y el de María.
Pero volvamos a subrayar que gebirá es la reina-madre. El 11 de octubre de 1954, Pío XII proclamó a María
«Reina» (ene. Ad Caeli R e g i n a m , 11 de octubre de 1954, en H. MARÍN, Documentos marianos n.899-904 [Madrid
1954) p.789-809; cf. Alocución de l.° de noviembre de 1954, en Documentos maríanos n.919-23 p.831-38). Pablo VI,
al final de la tercera etapa conciliar, le dio el título de «Madre de la Iglesia» (21 de noviembre de 1964, Discurso de
clausura de la tercera etapa del concilio Vaticano I I : Ecclesia 24 (1964 III 1936). A la luz del título de gebirá, no de-
bemos separar ambos títulos papales. María es la Reina-madre de la Iglesia, la cual, después de haber intervenido
activamente en la constitución de Cristo como Rey de la Iglesia por la encarnación, ejercita su función por una
constante intervención en favor nuestro. No deja de ser sugestivo que todo ello estuviera implícito ya en tiempos de Pío
XII: es interesante que, después de su proclamación de María como «Reina», se estableciera como día para la
celebración de esa fiesta precisamente la fecha en que hasta entonces, a nivel de Iglesias particulares, venía cele-
brándose la fiesta de «María Medianera de todas las gracias», es decir, el 31 de mayo (día al que después de la última
reforma litúrgica se ha dado un sentido diverso, colocando en él la fiesta de la Visitación de Nuestra Señora,
trasladándola desde su antigua fecha del 2 de julio; por lo demás, la fiesta de la Visitación puede y debe interpretarse
como fiesta de «María arca de la Nueva Alianza»).
María Reina-madre de la Iglesia debe suscitar en todos nosotros sentimientos de inmensa confianza; somos
conscientes de la eficacia de su intercesión materna: «Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios; no deseches
nuestras súplicas en las necesidades, sino líbranos de todos los peligros siempre, Virgen gloriosa y bendita». Siento un
inmenso respeto ante todo cristiano que acude a María en sus problemas también materiales; ese respeto se impone,
pues el mismo Señor Jesús acogió a cuantos en sus problemas de enfermedades se acercaban a El. Sin embargo, no
será inútil recordar que nuestras necesidades espirituales deben ser el campo privilegiado de nuestras plegarias a la
que es Reina-Madre en el Reino de los bienes mesiánicos; es significativo que María aparece en el Nuevo Testamento
como intercesora primariamente para conseguir bienes espirituales: se interpretaría mal la intervención de María en
Caná si se la explicara como encaminada, en último término, a resolver el pequeño problema de unos novios que iban
a tener que sufrir el bochorno de que el vino no alcanzara hasta el final de la fiesta; la clave del milagro está en el v . l l
(«Así, en Caná de Galilea, dio comienzo Jesús a sus señales, y manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en E l »;
Jn 2,11); por la intercesión de María se fortaleció la fe incipiente de los primeros discípulos; cuando más tarde, en
Hech 1,14, los apóstoles «se dedicaban asiduamente a la oración con algunas mujeres, y María la madre de Jesús y los
hermanos de éste», la intercesión de María tiene como objeto la efusión del Espíritu Santo sobre la Iglesia naciente, que
de hecho tuvo lugar el día de Pentecostés (cf. PABLO VI, exhortación apostólica Marialis cultus n.18: Ecclesia 34 [1974 I]
411). Aumento de fe y efusión del don del Espíritu Santo sobre nosotros deben ser los favores que principalmente
imploremos de la intercesión de nuestra Reina-Madre.
La actitud del discípulo

En el capítulo 4 hemos estudiado ya el pasaje de Jn 19,25ss, en el que Jesús proclama a María como Ma dre de
sus discípulos, y, consecuentemente, a los discípulos como hijos de ella. Realmente puede resumirse toda la obra de
Cristo como un doble don: El, que no tenía más Padre que el Padre Celestial ni más Madre que su Madre terrena, ha
venido «para que recibiésemos la adopción» (Gál 4,5), para darnos «poder llegar a ser hijos de Dios» (Jn 1,12), para
que su Padre fuera nuestro Padre (cf. Jn 20,17), y, simultáneamente, darnos a su Madre terrena como Madre nuestra
(esto fue así por el modo como se realizó la encarnación salvadora, y Jn I9,25ss representa la proclamación del hecho
precedente).
La escena de Jn 19,25ss concluye con estas palabras: «Desde aquella hora, el discípulo la tomó como cosa
suya» (v.27). Eis ta idia hay que traducirlo no por «en su casa» (versión muy frecuente, que se encuentra incluso en la
reciente traducción litúrgica española), sino por «entre sus cosas»; en San Juan, la expresión nunca tiene el sentido de
«en su casa». San Juan ha señalado, otras veces, diversas cualidades que ha de reunir el discípulo para serlo realmente:
ha de guardar sus mandamientos (Jn 14,14.21 y 23), partiendo de un amor a Dios (1 Jn 5,2); los discípulos han de
amarse mutuamente (Jn 13,35); han de creer que Jesús ha sido enviado por Dios (Jn 17,8); han de adoptar una actitud
de humildad y servicio, siguiendo el ejemplo del Maestro (Jn 13,13-17). Ahora enuncia Juan una nota ulterior que el
discípulo ha de poseer: ha de tener a María como cosa suya; entre sus estructuras espirituales tiene que haber una
dimensión mariana que le haga acoger (lambanein no significa «mirar», sino «tomar» o «acoger») a María como a
Madre; la palabra «acoger» implica así todo un comportamiento filial con respecto a María.
La importancia de María no pasará jamás en la vida de la Iglesia. «Desde aquella hora» es la hora de Jesús,
inaugurada con su muerte redentora, y que no terminará hasta el fin de los tiempos. Se comprende por ello la frase de
Pablo VI en su homilía en el santuario de Nuestra Señora del Bonaria el 24 de abril de 1970: «si queremos ser cris -
tianos, debemos ser marianos». Pablo VI no enunciaba un pensamiento piadoso con estas palabras, sino que se
limitaba estrictamente a traducir Jn 19,27: desde entonces, todo discípulo de Jesús, para serlo, ha de tener una
profunda dimensión mariana.
Decía más arriba que el doble don en que puede resumirse la obra de Jesús es habernos dado como Padre
adoptivo a su Padre Celestial, y como Madre espiritual, a su Madre terrena. Un padre y una madre se preocupan
siempre de aconsejar bien a sus hijos. Es interesante subrayar que Pablo VI ha visto que nuestro Padre celestial y
nuestra Madre María nos dan un idéntico consejo de vida. En las palabras de María a los sirvientes cuando el milagro
de Caná: «Haced lo que El os diga» (Jn 2,5), descubre el Papa un valor universal, que ha de tener resonancias también
hoy para nosotros; posteriormente señala que tales palabras «son una voz que concuerda con la del Padre en la teofanía
del Tabor ‘Escúchenle’ (Mt 17,5)» (exh. apost. Marialis cultus n.57: Ecclesia 34 [1974 1] 423). Así, ambos, nuestro
Padre Celestial y la Madre terrena de Jesús, que es también Madre espiritual nuestra, coinciden en un mismo consejo a
nosotros sus hijos: seguid fielmente las enseñanzas de Jesús, vivid el Evangelio.
Vivimos en tiempos de crisis en la Iglesia, crisis que no se ha detenido hasta discutir el valor de la devoción
mariana, como tampoco ha dejado de «contestar) la estructura jerárquica de la Iglesia misma. En unas páginas
profundas y sugestivas, H. U. von Bal-thasar (El complejo antirromano [BAC, Madrid 1981] p.185-229) ha señalado
en las figuras de María y de Pedro los símbolos y la personificación de dos dimensiones, ambas esenciales, de la
Iglesia: la dimensión maternal y la dimensión jerárquica; sin cualquiera de ellas, la verdadera imagen de la Iglesia
quedaría falsificada. Pero, para que no lo sea, von Balthasar introduce una tercera imagen, la de Juan, como el amor
sencillo y escondido que ha de mantener viva la conciencia y la unión de esas dos dimensiones. Vivamos como Juan,
en respeto y sumisión a lo jerárquico —que culmina en el sucesor de Pedro— y en acogida filial de María.
En esta acogida se realiza un intercambio de amor entre María y el discípulo que permite a éste una ple na
confianza en su Madre del cielo. La acogida de María por parte del discípulo (Jn 19,27) tiene su punto de partida en
saber que Ella, por encargo de Jesús, tiene que mirar al discípulo como hijo (Jn 19,26). Ya en el s.III Orígenes se dio
cuenta de que Jesús no había dicho a María «Ese es también tu hijo», sino «he ahí a tu hijo»; como María no tuvo más
Hijo que Jesús, la frase equivale a decirle: «Ese será para ti en adelante Jesús» (Commentarius in Evangelium Ioannis
1,4,23: PG 14,32). El discípulo es Jesús para María y María tiene que amar a todo discípulo como amaba a Jesús. No
puede imaginarse para el discípulo una más completa seguridad de que siempre contará con el amor maternal de María
como si él fuera Jesús. Ya la misma teología de la caridad cristiana implica que hay que tratar de amar a los demás
como a Cristo. Recuérdese el planteamiento de la escena del juicio final (cf. Mt 25,31-46). A nivel de los discípulos
entre si, este hecho lleva a que el amor mutuo sea fraterno: habrá que mirar al otro como a Cristo, nuestro hermano
mayor (cf. Rom 8,29). También María tiene que mirarnos y amarnos como a Cristo, pero con el matiz que Cristo tiene
para Ella: como a su Hijo Jesús. Convendría no olvidar que el amor de María a Jesús es virginal. La virginidad
consagrada permite entregar al Señor el corazón sin dividir (cf. 1 Cor 7,32ss). Por su virginidad se produce en María
una completa concentración de su amor sobre su Hijo. Y es precisamente esa gran concentración de amor de María la
que, por voluntad de Cristo moribundo, tiene que verter Ella sobre cada uno de los discípulos.
“Con María todo, sin Ella nada”

Querid@ Alumn@:

Que estos apuntes te lleven a amar a Jesús y María y por medio ellos alcances la salvación tú y tu familia.

¡¡FELICIDADES!!

GUÍA DE ESTUDIO - MARIOLOGÍA

1.- La teología se ocupa de Dios y su obra salvadora. Pero ¿por qué se ocupa de María?

María entra, consecuentemente, en la teología como objeto de ella -y no podría entrar de otra manera-, en
cuanto que tuvo un papel positivo en la obra de la salvación. En la anunciación, en la encarnación del Verbo, empieza
la salvación del género humano. María es el instrumento gracias al cual se realiza la encarnación. Pero no es
utilizada pasivamente por Dios. María es instrumento al que Dios interpela y cuyo «sí» y decisión libre espera; un «sí»
que es la condición previa para que de ella el Verbo tome carne, y tenga así lugar la salvación de los hombres.

2.- ¿Cuál es la dificultad sistemática de la mariología en el protestantismo?

La dificultad sistemática está constituida por este punto: La idea de que María fue activa en su respuesta al
ángel en la encarnación y que esa decisión suya tuvo repercusiones positivas en el plano de la salvación. Ello choca
con el principio protestante fundamental, sea en la forma que éste tiene ya en Lu tero, sea en la forma que ha adquirido
en el protestantismo moderno.

Como consecuencia del pecado de los primeros padres, nacemos -según Lutero- con una naturaleza
corrompida, carente de libertad para el bien, y, por ello, incapaz de realizar obras buenas. En esta situación, el hombre
no puede justificarse por obra alguna, sino sólo por la fe (cf. Rom 3,28), es decir, sólo puede confiar en que Dios no
tenga en cuenta su situación pecadora y le salve mirando a los méritos de Cristo. En buena lógica, todo este
planteamiento sólo vale para el hombre nacido en pecado original y porque nacido en pecado original. Si María fue
inmaculada en su concepción, es decir, exenta de pecado original desde el primer instante de su concepción, no tendría
por qué valer para ella esta imposibilidad de hacer el bien que se deriva del hecho de poseer una naturaleza corrompida
por el pecado original.

3.- ¿Cuáles son las repercusiones de la actitud de Lutero en el protestantismo posterior?

Lutero suprimió todo culto de intercesión de María cuando llegó a su posición definitiva. Sin embargo, quiso
conservar un culto de alabanza. Tan característico es que suprimiera la parte suplicatoria del avemaría como que
conservara la parte primera, que recoge las alabanzas del ángel y de Isabel a María. El mismo tema de alabanza por las
grandes cosas que Dios ha hecho en María, reaparece en los sermones pronunciados por Lutero en las tres fiestas
marianas, que, como hemos visto, mantuvo, aunque las interpretara, primariamente, como fiestas del Señor. El hecho
no es dudoso: Lutero quiso salvar en el protestantismo un culto de alabanza a María.
Al cabo de cuatro siglos, de existencia del protestantismo, hay que reconocer que el esfuerzo de Lutero ha sido
inútil en esta línea: la figura de María ha desaparecido del todo en el protestantismo normal, si prescindimos, una vez
más, de grupos catolicizantes como Taizé, los cuales, además, son un fenómeno moderno, que en ningún caso se
pueden presentar como característicamente protestantes. La pregunta inevitable es si, una vez que María no significara
algo positivo en la historia de la salvación, era posible mantener un culto de alabanza a ella, o si, más bien, no se había
introducido el plano inclinado para su completa desaparición. Hay ciertas leyes de psicología religiosa que no se
pueden desconocer impunemente. Tales leyes tienen también vigencia en la psicología religiosa del pueblo cristiano.
Pero más inquietante aún es otro hecho. Lutero suprimió el culto de intercesión de María para concen trar la
piedad en la oración a Cristo. En 1532 tenía que reconocer que con la supresión de la oración a María no se había
conseguido que se orara más a Cristo .

4.- ¿En el A. T. Cuáles son los textos mariológicos por acomodación?

a) Judit 15,9
Después de que Judit libró a su pueblo del peligro de Holofernes, los jefes de Jerusalén que habían tomado la
iniciativa de la resistencia fueron a Betulia «para contemplar los beneficios que Dios había derramado sobre Israel;
también para ver a Judit y saludarla» (Jdt 15,8). Ante Judit prorrumpieron en estas palabras de entusiasmo: «Tú
eres la gloria de Jerusalén, tú el gran orgullo de Israel, tú el supremo honor de nuestra raza» (v.9).
El texto se refiere sólo a Judit. Los que así aclamaron a Judit, pensaban en ella y no en otra persona. Tampoco
parece que pueda haber pensado en otra persona el autor sagrado que narra estos acontecimientos. No hay motivos,
para pensar que el Espíritu Santo, autor principal de la Escritura en cuanto inspirador de ella, pretendiera referirse a
persona alguna posterior.
Sin embargo, la liturgia, tanto antes como después de la reforma posterior al Concilio Vaticano II, utiliza estas
palabras en algunas misas de la Virgen, como también en el Breviario para los oficios de la Virgen María. El
procedimiento no debe extrañarnos. Supongamos que alguien pretendiera escribir un elogio de un héroe militar
moderno y que para ensalzarlo echara mano de los versos con que el Cantar del Mío Cid describe a ese gran personaje
medieval. Es claro que el Cantar del Mío Cid no se refiere, en modo aIguno, al héroe militar moderno de nuestra
hipótesis, el cual no podía entrar en la perspectiva del autor medieval. Sin embargo, quien hoy escribiera el elogio del
héroe moderno estaría, al utilizar los versos del Cantar del Mío Cid, mostrándonos la idea que el héroe moderno le
merece. No es el Cantar del Mío Cid quien nos habla de él, sino el escritor moderno, que, al utilizar las palabras del
poema medieval, nos dice que la idea que se ha forjado del héroe moderno corresponde a la expresada en los versos
del poema medieval cuando éste canta al Cid Campeador.
Del mismo modo, la Biblia no nos dice nada sobre María en Jdt 15,9. Pero la Iglesia, al utilizar este texto la
liturgia, indica que en esas palabras se expresa bien la idea que ella misma tiene de María. ¿No colaboró María a
librarnos de un enemigo mayor que Holofernes? ¿No cooperó a salvarnos de la cautividad definitiva? En resumen, la
Iglesia expresa, con palabras tomadas de la Biblia -aunque esas palabras en la Escritura no se refieran a María-, la idea
que tiene de ella.

d) Pasajes Sapienciales: Prov 8 y Eclo 24

Lo mismo puede decirse de determinados pasajes de los libros sapienciales que la Iglesia utiliza en la liturgia
en misas y oficios de María. Entre ellos tienen especial importancia los tomados de Prov 8 y Eclo 24. Se trata, sin
duda, de pasajes que en realidad hablan de la Sabiduría divina y no de María. Pero, como siempre que se trata de
acomodación de textos, el interés teológico principal ha de recaer sobre cuál es la imagen que la Iglesia posee de
María y qué ha creído poder expresar sobre ella con estos pasajes sapienciales.
En Prov 8,22s se dice: «Yahveh me formó primicias de su obrar desde muy antiguo, y desde antes mismo que
cosa alguna hiciera. Muy de antiguo fui yo formada, desde el principio y desde los orígenes de la tierra». De modo
semejante, se habla también de la Sabiduría divina en Eclo 24,9 («Antes del mundo, al comienzo, me creó, y por todos
los siglos subsistiré»). La idea bíblica es que Dios ha estado acompañado de su Sabiduría desde el principio. Cuando la
Iglesia aplica estas palabras a María, sugiere que en el plan divino de salvación, formado desde la eternidad, y por el
cual el Padre decide enviar a su Hijo, está contenida también María.
Posteriormente, Prov 8,27-30 describe a la Sabiduría divina como activa y benéfica; «Cuando daba estabi lidad
a los cielos, allí yo estaba; cuando el horizonte sobre el abismo limitaba, cuando sujetaba las nubes en lo alto, cuando
daba energía a las fuentes del abismo, cuando imponía su ley al mar y las aguas no podían quebrantar su mandato,
cuando reforzaba los cimientos de la tierra, entonces, cual arquitecto, estaba a su lado». Es una magnífica descripción
de la acción creadora de Dios, que culmina con una frase según la cual la Sabiduría estaba al lado de Dios en la
creación como sugiriendo planes que luego sólo la omnipotencia divina podía realizar. El texto se refiere a eso y sólo a
eso. Nada nos enseña de María. Pero, al acomodárselo a María, la Iglesia expresa su idea de María, en cuanto que ésta
ha tenido una cooperación activa en la obra de la nueva creación, es decir, en la obra de la salvación.
Prov 8,32-35 contiene una invitación de la Sabiduría para que los hombres la sigan así como la promesa de los
bienes que el hombre alcanza si se pone en contacto con ella. La Iglesia está igualmente convencida de los bienes que
el hombre obtiene poniéndose en contacto con María a través de una profunda devoción a ella. Es un pensamiento
semejante al que puede hallarse en el uso litúrgico de Eclo 24,13-17; en estos versículos se hace una espléndida
descripción de la vegetación palestinense con la que se simbolizan los frutos de la Sabiduría; más concretamente los
frutos que el hombre puede obtener si sigue a la Sabiduría. En una acomodación a María, la Iglesia quiere subrayar la
belleza y abundancia de los frutos que el hombre puede obtener con una piedad mariana. La invitación que cierra la
perícopa cobra todo su sentido en este ambiente: «Vengan a mí ustedes que me desean y llenense de mis productos.
Porque mi nombre es más dulce que la miel, y mi heredad, más que un panal de miel» (Eclo 24,19s).

5.- ¿Cuáles son los textos de sentido mariológico discutido?


Desde la Edad Media comienza a existir una cierta tendencia exegética que interpreta el Cantar de los Cantares
en sentido mariológico. Sin duda, el argumento fundamental del libro son las relaciones de amor entre Yahveh y su
pueblo. Naturalmente, ese amor no queda en un nivel abstracto, sino que se concretiza en el amor entre Dios y el
alma. Los escrituristas partidarios de una interpretación mariológica del Cantar de los Cantares piensan que el mismo
Espíritu Santo, al inspirar el libro, habría querido referirse a María como cúlmen supremo de las relaciones de Dios
con un alma. Por ello, ya en sentido verdaderamente bíblico, el Cantar de los Cantares hablaría de Nuestra Señora. No
debe confundirse esta tendencia exegética con lo que fue el uso, más o menos frecuente en tiempo de los Santos
Padres, de aplicar a María determinados pasajes del Cantar, Tales aplicaciones pueden ser meras acomodaciones según
el procedimiento literario que hemos examinado en el párrafo anterior: expresar con palabras del Cantar la idea que los
Santos Padres tenían de la relación de amor entre Dios y María. Por el contrario, si el Can tar de los Cantares hubiera
de ser interpretado mariológicamente en un sentido verdaderamente bíblico -y no con mera aplicación y acomodación
a María de determinados pasajes-, habría que identificar a María en la esposa del Cantar; a ella se referiría realmente el
Espíritu Santo cuando, al inspirar el libro, nos habla de la esposa. En ese caso, el libro entero habría de referirse, de
alguna manera, a María.
A esta necesidad de interpretar de María el libro todo en caso de que tuviera sentido verdaderamente
mariológico desde un punto de vista bíblico, ha de atribuirse el hecho de que la tendencia a interpretar
mariológicamente el Cantar se vea hoy cada vez más abandonada. En efecto, el amor de Yahveh hacia su pueblo
descrito en el Cantar es un amor misericordioso y perdonador de las flaquezas e infidelidades de éste. Pero ¿ha tenido
estas notas de misericordia y perdón con respecto a infidelidades realmente cometidas el amor de Dios a María? ¿Ha
podido tener estas cualidades?
La dificultad aparece en toda su gravedad en la escena de Cant 5,2-6. La esposa oye la voz del esposo: «Oigo
la voz de mi amado, que llama a la puerta: ‘¡Ábreme, hermana mía, amada mía, mi paloma, mi inmaculada, porque
está mi cabeza llena de rocío; mis guedejas, del sereno de la noche!’» (v.2). La respuesta de la esposa es
desconcertante. Oponiendo los motivos más fútiles, la esposa rehusa abrir: «Me he despojado de mi túnica; ¿cómo me
la vestiría de nuevo? He lavado mis pies; ¿corno volvería a ensuciarlos?» (v.3). El rechazo será transitorio. La insis -
tencia del esposo hace que el amor de la esposa se despierte (v.4) y ella salga a abrir al esposo (v.5). Pero, aunque de
modo transitorio, ha habido infidelidad, Por eso hay un castigo: «He abierto a mi amado, pero mi amado se había ido,
había desaparecido. Mi alma ha salido en su seguimiento; le he buscado, y no le he encontrado; le he llamado, y no me
ha respondido» (v.6).
No puede aplicarse a María un texto que tiene el tema de la infidelidad. Ella -como lo veremos de otros
pasajes de la Biblia- fue siempre fiel a Dios. Por ello, el Cantar de los Cantares no habla, en sentido verdaderamente
bíblico, de ella. Pero es importante darse cuenta de que lo que estamos formulando no es sólo una afirmación concreta
sobre el modo en que debe interpretarse un libro concreto: el Cantar de los Cantares. Estamos formulando un criterio
general. No se pueden interpretar de María escritos bíblicos en los que aparezca el tema de la infidelidad.
Es el mismo problema que presenta el conocido salmo 45 (44 en la Vulgata). Al menos, a un nivel profundo de
significación -aunque a un nivel superficial se canten las bodas entre un rey de Israel y una prin cesa extranjera-, el
salmo es mesiánico. El rey cantado en la primera estrofa (v.3-10) es, por tanto, a ese nivel, Cristo. En la segunda
estrofa se habla de la reina-esposa (v.11-18). ¿Será María esta figura que el salmo introduce junto al Rey Cristo?
A María ha aplicado y continúa aplicando la liturgia las palabras de este salmo. Pero este hecho no es decisivo.
También sucede con determinados pasajes del Cantar de los Cantares. Y no olvidemos que -como ha sido
anteriormente explicado- la liturgia utiliza con frecuencia un procedimiento de acomodación. La respuesta habrá de
venir de un análisis del salmo.
La estrofa dedicada a la reina se abre, un poco abruptamente, con unas palabras de exhortación, que tienen
algo de advertencia severa:
«Oye, hija, y mira; aplica tu oído; olvida tu pueblo y la casa de tu padre; entonces el rey codiciará tu belleza»
(v.11s). En un sentido literal inmediato, la frase supone que se trata de una princesa extranjera que contrae matrimonio
con un rey israelita. Pero, estudiando el planteamiento a su nivel profundo (el nivel en que el salmo tiene sentido
mesiánico), la frase, con su sentido consecutivo («olvida..., entonces»), nos descubre la clave de su interpretación.
El salmo parece así aludir a las bodas del Mesías con el pueblo de Israel. Para ellas será necesario que Israel
rompa sus lazos con los pueblos de Canaán, con el paganismo; habrá de romper los lazos que tantas veces le han
llevado al olvido de Yahveh. Supuesta esa ruptura del pueblo de Israel con su pasado de olvidos de Dios, el resto del
salmo canta la felicidad futura.
Lo decisivo es que la exigencia de ruptura con el pasado que el Mesías formula en estos versículos (v.11s),
presupone una infidelidad previa. Es el motivo por el que no me parece posible interpretar la reina del salmo como
María, en un sentido verdaderamente bíblico.

6.- ¿Cuáles son los textos ciertamente mariológicos en el A. T. ?

a) Gén 3,15
El versículo 15 del capítulo 3 del Génesis se conoce, a partir de los siglos XVII y XVIII con el nombre de
«Protoevangelio». Según parece, el primero en haber utilizado esta denominación fue el teólogo protestante Lorenzo
Rhetius, quien escribe en 1638: «Pues merece el nombre de Protoevangelio, porque es el primer Evangelio, esta buena
noticia que alentó al género humano privado de la gracia de Dios» En el siglo siguiente, el nombre de Protoevangelio
comienza a utilizarse por teólogos católicos.
En este versículo, después del pecado de los primeros padres, Dios habla a la serpiente, y le dice así:
«Establezco enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y su linaje: él te aplastará la cabeza y tú le acecharás el
calcañar». Un breve análisis de las palabras que aparecen en. el versículo nos permitirá determinar a continuación el
sentido completo de él.
Establezco: Ante todo, es importante que el verbo se encuentra en primera persona del singular y referido a
Dios que habla. Es Dios quien establece la enemistad, de la que se habla en seguida. Una vez rota por el pecado la
amistad con Dios, sólo Dios puede restablecerla poniendo una enemistad contraria, es decir, una enemistad con
respecto al demonio. La salvación viene de Dios.
Por otra parte, la forma verbal hebrea es un imperfecto que empieza ahora, pero que va a perdurar en el futuro.
Retengamos este dato. Cuando veamos que en la palabra mujer hay dos planos (uno en que se refiere a Eva y otro en que se refiere
a una misteriosa mujer futura), comprenderemos que esta situación que Dios establece empieza ahora, pero va a prolongarse en un
futuro. Ya veremos también que, por una serie de motivos, no sólo se va a prolongar, sino que va a tener un crescendo en el
futuro.
Enemistad: La palabra hebrea implica una mayor radicalidad de enemistad en singular que si estuviera en
plural. Sólo puede emplearse cuando se trata de enemistad entre personas (téngase en cuenta este dato para
comprender que la serpiente de que se habla a continuación no significa un animal, sino que con ella se quiere hablar,
simbólicamente, de un ser personal). Posteriormente, la palabra hebrea aquí empleada significa una enemistad
habitual, implacable y profunda, de aquellas que no se satisfacen sino con derramamiento de sangre. El final del
versículo expresará esta culminación de enemistad con una lucha final y la victoria definitiva de uno de los
contendientes.
Entre ti (la serpiente): La serpiente era una divinidad pagana a la que se daba culto en no pocas religiones de
los pueblos vecinos a Palestina. Ahora bien, una idea muy característicamente hebrea que aparece repetidas veces
tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, es que los dioses de los paganos son demonios (cf. Dt 32,17; Lev
17,7; Sal 106,37; 1 Cor 10,20; Ap 9,20). El autor sagrado, al introducir en el relato, primero como tentador y después
como sujeto al que se dirige, por parte de Dios, una profecía de castigo, una serpiente, es decir, una divinidad pagana,
está presentándonos, de modo simbólico, al demonio como tentador y como sujeto sobre el que recae el anuncio de
Dios acerca de un castigo que culmina en la destrucción de su poder.
La mujer: La expresión es sumamente concreta, en cuanto que el sustantivo va acompañado de un artículo
determinado. Ahora bien, la expresión ha aparecido estereotipada, en la misma forma de sustantivo y artículo
determinado, en el contexto precedente, referida siempre a la misma persona; Eva. En todo el capítulo 3, «la mujer» es
una persona concreta que ha estado hablando con «la serpiente», ha sido tentada, ha caído en la tentación y ha
inducido a Adán al pecado. Cuando en un contexto se está hablando con la fórmula «la mujer» de una persona
concreta y a continuación reaparece la misma expresión sin aviso alguno de que se va a cambiar la referencia, es
imposible pensar que no se siga ya hablando de la misma persona que antes. Por tanto, «la mujer», se refiere, al menos
en el plano inmediato, a Eva.

b) Is 7,14
Isaías es enviado por Dios para reprender a Ajaz y exhortarle a confiar en Dios en vez de confiar en el rey de
Asiría (Is 7,3-6). Como motivo supremo de confianza con respecto al futuro de la dinastía davídica, Isaías repite la
promesa absoluta e incondicionada de la profecía de Natán; «Esto no se cumplirá ni ocurrirá» (v.7); la dinastía no
perecerá en ninguna hipótesis; incluso si la falta de fe de Ajaz hubiera de traer consecuencias negativas sobre él (esta
hipótesis está señalada expresamente por Isaías en el v.9: «mas, si no creéis, ciertamente no subsistiréis»).
Como signo de que Dios es poderoso para realizar sobre la tierra el milagro de la liberación militar de
Jerusalén, aunque humanamente la victoria no sea previsible, Isaías ofrece un milagro en cualquiera de las otras dos
dimensiones a las que se extiende el poder de Yahveh; el sheol o el cielo. «Pide para ti una señal de Yahveh, tu Dios,
bien sea de lo profundo del sheol o de arriba, en lo alto» (v.11). El tema central es el de la omnipotencia divina. Dios
ofrece el milagro de poder de la liberación militar frente a los reyes invasores. Como signo de que puede hacerlo
ofrece a Ajaz otro milagro de poder sea en el sheol, sea en el cielo.
Con piedad fingida, Ajaz rechaza el milagro que Isaías le ofrece en nombre de Yahveh: «No he de pe dir ni
tentar a Yahveh» (v.12). Lleno de indignación, Isaías le reprende por su hipocresía, con la que in tenta ocultar, bajo un
velo piadoso, su falta de fe (v.13). A continuación, ya que Ajaz no quiere pedir un signo, Yahveh mismo asegura que
va a darlo: «por eso el Señor mismo les dará una señal: he aquí que la `almáh concebirá y dará a luz un hijo, y le
pondrá por nombre Emmanuel» (v.14). He dejado sin traducir una palabra clave (`almáh) para no prejuzgar, ya en la
traducción, el sentido teológico del versículo.
Ante todo, me parece claro que se trata de una profecía mesiánica. El «Emmanuel» es el Mesías. Los exegetas
modernos, al dividir el libro de Isaías en una serie de unidades temáticas, suelen formar una que se extiende de los
capítulos 6 al 12, y darle la denominación de Libro del Enunnnue. En todo él se habla de un personaje misterioso, al
que además de Is 7,14ss, hay que aplicar Is 8,5-10; 9,1-6; 11,1-9. Las cualidades con que se describe a ese personaje
en el conjunto de los pasajes citados, solo permiten identificarlo como el Mesías. En su brevedad, y aunque hay otros
pasajes de mucha más riqueza teológica, creo de gran interés la exclamación de Is 8,8: «Extenderá sus alas y cubrirá
toda la amplitud de tu tierra, ¡oh Emmanuel!». La tierra de que se habla es la tierra de Judá. Ningún rey podía
considerarla como suya. David fue castigado por haber hecho sobre ella el acto de posesión, implícito en el censo de
que se habla en el libro segundo de Samuel (c,24) y primer libro de las Crónicas (c.21). La tierra de Judá es
exclusivamente de Yahveh y del rey Mesías, al cual es lícito transferir, en cuanto enviado de Yahveh, esta atribución.
Si el Emmanuel es el Mesías, la `almáh de que se habla es su Madre, María. Pero ¿qué se dice de ella al
llamarla `almáh? La traducción latina de la Vulgata, siguiendo a la traducción griega de los LXX, da esta versión: «He
aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo».

7.- ¿Cuáles son los textos mariológicos en el N. T.?

San Pablo: Gál 4,4s


El texto más antiguo del Nuevo Testamento que se refiere a María, aunque no mencione su nombre, se
encuentra en la carta de San Pablo a los Gálatas. Aunque hay que abandonar la hipótesis que la situaba
cronológicamente en torno al concilio de Jerusalén (entre los años 49 y 50), no se la puede remontar más tarde del
principio del tercer viaje de San Pablo, durante el bienio de su estancia en Éfeso, es decir, en torno al año 54.
En ella escribe San Pablo: «Cuando vino la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una
mujer, nacido bajo la ley, para redimir a los que estaban bajo la ley, para que recibiésemos la adopción» (Gál 4,4s).
Estas breves palabras contienen enseñanzas teológicas de la mayor importancia. He traducido «envió» aun a sabiendas
de que con ello empobrezco la riqueza de matices del verbo griego exapésteilen (= «envió de junto a sí»), la cual, por
lo demás, no es posible reflejarla sin recurrir a insinuaciones; es lo que hace la conocida traducción de J. M. Bover F.
Cantera, donde el recurso a ellas es tan amplio, que su texto castellano adquiere un fuerte sabor de glosa: «envió Dios
desde el cielo de cabe sí». Glosa (comentario) o no, sin embargo, con ello aparece muy bien el trasfondo ideológico
del pasaje: el Hijo preexiste junto al Padre, y esa preexistencia hace posible que el Padre lo envíe del cielo a la tierra.
Ahora bien, la realización de ese envío tiene lugar en la encarnación, en la que nace de una mujer, María, recibiendo
de ella la naturaleza humana. Es importantísimo que el término de la ac ción generativa de María sea el Hijo eterno del
Padre; esta afirmación incluye la verdad fundamental de la maternidad divina de María, como explicaremos en el
capítulo siguiente: la acción generativa de María se termina en la persona divina del Hijo.

a) El relato de la anunciación Lc 1,26-38)


b) El mensaje a José (Mt 1,18-25)
c) El «Magníficat» ( L c 1,46-55)
d) «Y a tu misma alma la traspasará una espada» (Lc 2,35)
La mariología de San Juan

a) El prólogo del evangelio de San Juan (Jn 1,13)


b) Las bodas de Cana (Jn 2,1-11)
c) María junto a la cruz (Jn 19,25.s)
d) La mujer del c. 12 del Apocalipsis
8.- ¿En qué consiste la crisis nestoriana?
El patriarca Nestorio consideró intolerable la frase. Por ello, apenas concluyó Proclo su sermón, subió él
mismo al pulpito para rechazar enérgicamente el título de Madre de Dios y explicar su propia concepción del misterio
de la encarnación. Sus ideas pueden resumirse en estos términos: María sólo ha engendrado el templo, es decir, la
naturaleza humana en que Dios habitó; pero Dios, el Verbo de Dios, la segunda persona de la Santísima Trinidad, que
habitó en ese templo, no ha podido ser engendrada por María. En otras palabras, Dios, que existe desde la eternidad,
anteriormente a la acción generativa de María, no puede haber sido engendrado por ella, deberle la existencia, ser su
Hijo. Por eso, se puede llamar a María Madre de Cristo, pero no Madre de Dios. Es muy característico de la
mentalidad de Nestorio un sermón de un sacerdote llamado Anastasio y defensor de la doctrina del patriarca, en el que
decía: «Nadie llame a María Madre de Dios; ella era meramente mujer; pero Dios no puede nacer de una mujer».

9.- ¿Cuál fue la definición dogmática del Concilio de Efeso?

«Así confesaremos un solo Cristo y un solo Señor, no adorando a un hombre con el Verbo para no introducir
la imaginación de una división diciendo con; sino que adoramos a un mismo y solo [Cristo], porque el cuerpo del
Verbo no le es ajeno; con él está sentado ahora con su Padre; no son dos Hijos que están sentados con su Padre, sino
uno solo, a causa de la unión, con su propia carne. Pero si rechazamos como incomprensible o indecente la unión
hipostática, llegamos a hablar de dos Hijos, porque entonces es totalmente necesario separar y hablar aparte del
hombre que ha sido honrado con la apelación de Hijo, y aparte, posteriormente, del Verbo de Dios, que posee
naturalmente el nombre y la realidad de la filiación. Por tanto, no se debe separar en dos Hijos al único Señor
Jesucristo. No serviría en nada a la fe ortodoxa llegar a esto, aunque algunos hablen de unión de las personas
[prosópa]. Porque la Escritura no dice que el Verbo se ha unido la persona [prosópon]de un hombre, sino que se ha
hecho carne.
Decir que el Verbo se ha hecho carne, no quiere decir más que esto: El ha participado, como nosotros, de la
carne y de la sangre; ha hecho suyo nuestro cuerpo y ha sido traído al mundo como un hombre nacido de la mujer; no
ha abandonado su ser divino ni su generación de Dios Padre, sino que, tomando carne, ha permanecido lo que era.
He aquí lo que enseña en todas partes la fe ortodoxa, he aquí lo que encontraremos en la enseñanza de los
Santos Padres. Por ello se atrevieron a llamar Madre de Dios ( =Theotokos) a la santa Virgen; no que la naturaleza del
Verbo o su divinidad haya tomado de la santa Virgen el principio de su existencia, sino que porque de ella ha nacido
este santo cuerpo animado de un alma racional, a la que el Verbo se ha unido hipostáticamente, se dice que el Verbo
ha sido engendrado según la carne».

10.- ¿Cuál es la doctrina bíblica de la virginidad perpetua de María?

a) Virginidad antes del parto


Ya el comienzo del relato de la anunciación insiste en que el ángel Gabriel fue enviado a una virgen (Lc l,
26s); María es, por tanto, virgen en el momento de recibir el anuncio del ángel.
Ese mismo anuncio en su punto central (v.31: «He aquí que concebirás y darás a luz un hijo, y le pon drás por nombre
Jesús») está calcado sobre el texto de Is 7,14 («He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre
Emmanuel»). Lo que se anuncia es así el milagro de la concepción virginal profetizado por Isaías.
Ante la objeción de María, que se refiere precisamente a su virginidad (v.34), el ángel responde: «El Espíritu
Santo vendrá sobre ti» (v.35). Esta clara alusión a la fuerza creadora de Dios de la que habla Gen 1,2 significa en
concreto: Dios, que pudo crear todo de la nada, puede también hacer que en tu seno se forme el cuerpo de un niño sin
concurso de varón. La dificultad de María se resuelve prometiéndole que la concepción de Jesús se hará de modo
milagroso: por la fuerza creadora de Dios y sin intervención de varón.
La concepción virginal de Jesús está igualmente enunciada en Mt 1,16, si traducimos buscando el sentido
semítico profundo al pasivo teológico que usa allí el griego neotestamentario (véase lo dicho sobre él en el c.4):
«Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual Dios engendró a Jesús, que es llamado el Mesías».
De modo explícito se nos dice en el evangelio de San Mateo (1, 22s) que en la concepción de Jesús se ha
cumplido la profecía de Is 7,14 sobre la concepción virginal del Mesías. Esta afirmación constituye la culminación del
relato sobre el mensaje a José en cuanto a la explicación de su problemática de fondo (los versículos siguientes narran
simplemente el comportamiento de José como consecuencia de ese mensaje). José se ha encontrado ante la incerteza
sobre cómo debe comportarse consecuentemente al hecho de que María «se halló encinta por obra del Espíritu Santo»
(v. 18). El mensaje a José subraya que, aunque es verdad que «lo que ha sido engendrado en ella es obra del Espíritu
Santo» (v.20), él debe quedarse para dar el nombre al Niño e introducirlo así jurídicamente en la descendencia
davídica (v.21).
El evangelio de San Mateo afirma, además, expresamente que no hubo ningún comercio carnal antes del
nacimiento de Jesús: «Y, sin haberla conocido, ella dio a luz un hijo» (v.25). Con ello queda completa la noción de
virginidad antes del parto, no sólo como concepción virginal de Jesús, sino posteriormente como falta de cualquier
comercio carnal antes del nacimiento de Jesús.
b) Virginidad en el parto
Ya en el capítulo 3 estudiamos el texto importantísimo de la profecía de Is 7,14: «He aquí que la virgen
concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel». Una traducción más literal, y por ello más dura,
habría tenido que traducir con dos participios de presente, muy característicos de las visiones proféticas, en las que el
profeta considera un hecho futuro como algo que estuviera realizándose ante sus ojos: «He aquí que la virgen está
concibiendo («harah») y dando a luz («yoledet») un hijo». Estos participios de presente suponen una simultaneidad
entre el hecho de ser virgen y las acciones que los participios expresan: concebir y dar a luz. Pero es necesa rio
subrayar que la simultaneidad del hecho de ser virgen no es sólo con la acción de concebir («harah»), sino con la
acción de dar a luz (yoledet). La Madre del Mesías será virgen al concebir y virgen al dar a luz, es decir, virgen en la
concepción y virgen en el parto.
Aunque no pase de ser un indicio, vale la pena recordar aquí Lc 2,7, donde se describe a María su actividad
inmediatamente después del parto: «y dio a luz a su hijo primogénito, y le envolvió en pañales y le recostó en un
pesebre». La situación, ciertamente, concuerda más con un parto que hubiera carecido de los dolores naturales.
En todo caso, los estudios más recientes tanto sobre la lectura crítica de Jn 1,13 como sobre el sentido de la fórmula
«nacer de sangres», que aparece en negativo en ese versículo, hacen que haya que considerar este texto del evangelio de San Juan
como una explícita afirmación -y por cierto en contexto solemnemente teológico- de la virginidad de María en el parto: «Pero a los
que le recibieron les dio poder de llegar a ser hijos de Dios, a los que creen en el nombre de Aquel que no nació de sangres, ni de
apetito carnal, ni de deseo de varón, sino de Dios, y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, l2ss). El parto de María
con que Jesús fue dado a luz careció de las «sangres» que acompañan a todo parto normal; fue un parto milagroso.
Por lo demás, el milagro del parto -la conservación de la virginidad de María en él- es signo de la intervención
maravillosa de Dios, que no destruye, sino que conserva al actuar. En el cuerpo de María permanece así siempre un
signo permanente de la acción de Dios en la concepción y nacimiento de Jesús, el Hijo de Dios e Hijo de María.
(Véase además al final del c.4, en p. 104, la nota complementaria sobre Lc l, 35c.)

c) Virginidad después del parto


Al anuncio del ángel, María opuso una dificultad: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?» (Lc 1,34). En el
capítulo 4 explicamos ya que el sentido del semitismo subyacente sería: «¿Cómo será eso, pues no puedo (o no quiero)
conocer varón?»; ello nos lleva a concluir la existencia en María de un pro pósito de virginidad. También entonces
aludimos a la transcendencia teológica de ese propósito expresado en Lc 1,34 para afirmar la virginidad posterior de
María. Ahora sólo hay que añadir que la reflexión de fe, hecha en la Iglesia, comprendió con justeza que, si María ama
de tal manera su virginidad que llega a ponerla como dificultad al anuncio del ángel, no es posible imaginar un cambio
de esta mentalidad de María después de la concepción y el nacimiento de Jesús; tampoco por parte de Dios sería
inteligible el que hubiera habido motivo alguno para hacer un milagro que conservara la virginidad de María en la
concepción de Jesús si tal virginidad no se iba a conservar después (nótese que mucho menos tendría sentido el
milagro para conservar la virginidad en el parto, milagro que hemos visto hace un momento como bíblicamente
atestiguado); adviértase, finalmente, que existe una conexión interna entre estos dos aspectos (el aspecto que considera
la cuestión por parte de María y el que la considera por parte de Dios), ya que el propósito de María hay que
entenderlo necesariamente como formado bajo el influjo de la gracia.

11.- ¿Cómo define la Iglesia el dogma de la Inmaculada Concepción?

El día 8 de diciembre de 1854, Su Santidad Pío IX definía solemnemente como dogma la Inmaculada
Concepción de María: «Declaramos, proclamamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen
María fue preservada inmune de coda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular
gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús, salvador del género humano, está
revelada por Dios»

12.- ¿Cuáles son los fundamentos bíblicos de la doctrina de la Inmaculada Concepción?

En la Sagrada Escritura existen, objetivamente hablando, dos puntos de apoyo, a partir de los cuales pudo la
reflexión de la fe de la Iglesia ir desarrollando su persuasión de que María tenía que haber sido inmaculada con
respecto a toda mancha de pecado, incluida la del pecado original.
En el Antiguo Testamento se encuentra el pasaje clásico del Protoevangelio (Gen 3,15). Supuesto su senado
mariológico, suficientemente estudiado más arriba en el capítulo 3, allí se afirma que Dios pone una enemistad entre
María y el demonio, que en la construcción del versículo está colocada en paralelismo con la enemistad que existe
entre Cristo mismo y el diablo (este paralelismo de enemistades aparece si se considera el versículo en su nivel
profundo). Una reflexión de fe sobre esta afirmación y su contexto paralelístico pudo descubrir que ambos, Cristo y
María, tuvieron las mismísimas enemistades contra el diablo (para utilizar la expresión de Pío IX, Bula definitoria de
la inmaculada concepción de María, en H. MARÍN, Documentos marianos n.285 (Madrid 1954). p. 181). Ahora bien,
si las enemistades son las mismísimas enemistades, es claro que tienen que ser totales, de modo que excluyan
cualquier amistad originaria con el diablo o un estado originario de pecado en María.
En el Nuevo Testamento, en el relato de la anunciación, el ángel llama a María con la palabra griega
kecharitomené (=«hecha objeto de la gracia de Dios») en Lc 1,28. Esta palabra, al estar utilizada como apelativo,
significa, sin duda, que María tiene, de modo estable, la gracia que corresponde a su dig nidad de Madre de Dios. Una
reflexión de fe descubrió que esa gracia tenía que ser en ella una «plenitud de gracia»; mas aún, que la única plenitud
que verdaderamente corresponde a la dignidad de Madre de Dios es aquella que se tiene desde el primer instante de la
existencia, es decir, una santidad total que abarque toda la existencia de María.

13.- ¿ Cómo define la Iglesia el dogma de la Asunción de María?

En el Año Santo de 1950, el 1° de noviembre, Su Santidad Pío XII definía como dogma de fe la asunción
corporal de María: «Proclamamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado que la Inmaculada Madre
de Dios, Siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria
celestial». El objeto primario de la definición es la glorificación corporal de María -y no sólo glorificación de su alma-
una vez «cumplido el curso de su vida terrestre»; esta última fórmula puede resultar un poco rebuscada, pero fue
necesario utilizarla una vez que se determinó no definir si María había muerto (y, en ese caso, la asunción habría que
interpretarla como resurrección gloriosa anticipada) o si había sido tomada y glorificada por Dios en toda su realidad
existencial humana sin pasar por la muerte, de modo parecido a lo que sucederá con los justos a los que la parusía del
Señor encuentre vivos al final de la historia (cf. 1 Cor 15,51: «No todos moriremos, pero todos seremos
transformados»). Por lo demás, el hecho de que Pío XII no definiera dogmáticamente que María murió previamente a
su asunción, no quiere decir que este punto sea teológicamente libre. Pienso que hay que afirmar con certeza la muerte
de María como una verdad que está atestiguada por la Tradición, la cual se ha manifestado claramente du rante muchos
siglos.

14.- ¿Cuál es el sentido teológico del dogma de la Asunción?

a) Ya en los comienzos del siglo III, Tertuliano llamaba a la mera pervivencia del alma «media resurrección»
(cf. De resurrectione 2: PL 2,796). Por eso exclamaba: «Pero ¡qué indigno sería de Dios llevar medio hombre a la
salvación» (De resurrectione 34: PL 2,842). Sobre este trasfondo aparece toda la dimensión religiosa del dogma de la
asunción. María fue asunta no meramente para que el gozo de su alma se extendiera también al cuerpo. Hay motivos
mucho más profundos para entender el porqué de la asunción de María. Aunque el alma del justo que no tenga nada de
qué purificarse entre en la visión inmediata de Dios en seguida después de la muerte (cf. BENEDICTO XII, const.
Benedictus Deus: DENZINGER, n.530), hay que reconocer que el sujeto que entra en esa visión es un sujeto
incompleto. Sólo el hombre entero es capaz de una más intensa posesión de Dios, en cuanto que no es sujeto
incompleto (medio hombre, podríamos decir). La asunción de María le da la posibilidad de poseer a Dios de ese modo
más intenso que corresponde a la situación de resurrección final.
b) María por su asunción es una resucitada. Ahora bien, la resurrección de Cristo aparece en el Nuevo
Testamento como dinámica: «Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere más, la muerte no tiene ya dominio
sobre El» (Rom 6,9); y la carta a los Hebreos completará el pensamiento. «siempre vivo para interceder por ellos (por
los que por El se llegan a Dios)» (Heb 7,25); también San Juan, pensando en Cristo resucitado, lo presenta como
nuestro abogado ante el Padre (cf. 1 Jn 2,1). Una reflexión paralela sobre el misterio de la asunción puede iluminarlo
poderosamente. En toda la tradición de la Iglesia se ha valorado fuertemente la im portancia de la intercesión de los
santos. Sin embargo, habría que tener en cuenta -sin que con ello pretenda la más mínima subvaloración del culto a
ellos- que en realidad quienes interceden son las almas de los santos, es decir, una realidad que, como acabamos de
ver, ya Tertuliano calificaba de «medio hombre». Sólo Cristo y María interceden con toda su realidad existencial
humana. Sin duda no es éste el único aspecto de superioridad de la intercesión de María comparada con la intercesión
de los santos -como tampoco lo es en el caso de Cristo-, pero ya por este solo aspecto es claro que la intercesión de
María se coloca a un nivel superior al de ellos.
c) Tratándose de resucitados en el caso de Cristo y en el caso de María, hay que decir que, junto al trono del
Padre, además del corazón resucitado de Cristo, está un corazón materno de carne, el corazón de María, latiendo de
amor hacia nosotros y preocupándose con solicitud materna por nuestros problemas. Esta realidad explica que la
Iglesia dé culto sólo a sus dos corazones (como corazones vivos y no como reliquias, como puede ser el caso del
corazón incorrupto de Santa Teresa): al corazón sagrado de Cristo y al purísimo corazón de María. Sólo estos dos
corazones están actualmente junto al trono del Padre latiendo de amor y solicitud por nosotros.
15.- ¿Cuál es el sentido del título “María, nueva Eva”?

Tradición sobre él es tan fuerte, que debe considerarse dogmáticamente vinculante) ha de situarse en una
afirmación de una cooperación activa de María en la obra de Cristo. La figura de María como asociada a la obra del
Mesías, a su lucha contra el demonio, se encuentra ya en Gen 3,15. La Tradición descubrió esa asociación, ya desde
los comienzos, sobre todo, en la cooperación de María para que la obra salvadora de Cristo se realizara, y, más en con -
creto, la vio en el «sí» de María al anuncio del ángel; ya en el capítulo 4 subrayamos cómo en Lc 1,38, donde se nos
relata la respuesta afirmativa de María, culmina la importancia teológica de todo el relato de la anunciación. Más tarde
se tomó conciencia de que María coopera también a la obra salvadora de Cristo con su intercesión por la cual colabora
en la distribución de las gracias a lo largo de la historia. Todos estos elementos pertenecen, a mi juicio, al contenido de
fe del título «María, nueva Eva».
En el capítulo 2 señalé cómo Lutero quiso conservar un culto de alabanza a María suprimiendo el culto de
intercesión (el cual no podía tener cabida en su sistema teológico, dados los principios a partir de los cuales Lutero
construyó su sistema). La historia posterior del protestantismo ha demostrado que su intento fue vano. Es
prácticamente imposible, al menos a la larga, conservar un culto de alabanza si la persona a la que se tributa esa
alabanza no tiene alguna importancia positiva para mi salvación. En el capítulo presente ha aparecido un fenómeno
sumamente interesante: el culto a María no se desarrolló en la Iglesia si no es en conexión con el convencimiento de
que María no sólo hizo algo positivo para mi salvación con el «si» dado al ángel en la anunciación, sino que también
ahora puede hacerlo con su intercesión ante el trono del Padre.
EXAMEN SEMESTRAL DE MARIOLOGÍA
Junio 23 de 2006

NOMBRE COMPLETO:__________________________________________________________________

1.- La teología se ocupa de Dios y su obra salvadora. Pero ¿por qué se ocupa de María?
2.- ¿Cuál es la dificultad sistemática de la mariología en el protestantismo?
3.- ¿En el A. T. Cuáles son los textos mariológicos por acomodación?
4.- ¿Cuáles son los textos ciertamente mariológicos en el A. T. ?
5.- ¿Cuáles son los textos mariológicos en el N. T.?
6.- ¿En qué consiste la crisis nestoriana?
7.- ¿Cuál fue la definición dogmática del Concilio de Efeso?
8.- ¿Cuál es la doctrina bíblica de la virginidad perpetua de María?
9.- ¿Cómo define la Iglesia el dogma de la Inmaculada Concepción?
10.- ¿ Cómo define la Iglesia el dogma de la Asunción de María?
11.- ¿Cuál es el sentido teológico del dogma de la Asunción?
12.- ¿Cuál es el verdadero culto a María?
+ ¿Qué aportó esta materia a tu vida y a tu fe?

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