Mariología
Mariología
Mariología
La teología, como intento de profundización en el sentido del Mensaje de Dios a los hombres, es la más
apasionante aventura. Cuanto en este camino se avance, es un paso precioso en poseer mejor la Palabra de Dios.
Pero el teólogo deberá ser consciente de lo lejos que queda el misterio y de que todo su trabajo, valioso en sí, le
parecerá paja si llega al contacto místico con Dios o cuando se enfrente con Dios más allá de la frontera de la
muerte. Y, sin embargo, la teología es cuanto puede y debe ser, porque el creyente debe hacer intelectualmente
suyo el Mensaje de Dios a los hombres y porque el hombre de Iglesia tiene que dar a todos los hombres
hambrientos de la verdad de Dios, todo lo que haya conseguido avanzar en la comprensión de ese Mensaje.
También, con respecto a la figura de María, nuestro estudio estará animado del más vivo entusiasmo. Todo
resultado obtenido debe recogerse cariñosamente. Pero con la conciencia de que el misterio de María contenido en
el Mensaje de Dios que éste entregó a la Iglesia para que lo custodie y explique supera inconmensurablemente (lo
que no se puede medir) los resultados de ese estudio.
Sin embargo, hay que reconocer que la realización de un estudio teológico sobre María no es simple mente
obvia. Teología significa, etimológicamente, tratado sobre Dios. En la práctica, porque Dios no ha querido
mantenerse en una lejanía inerte, sino que ha hecho irrupción en nuestra historia para salvarnos, la teología se
ocupa de Dios y su obra salvadora. Pero ¿por qué se ocupa de María?
a) No basta responder que la teología se ocupa de María porque el Nuevo Testamento habla de ella. ¿No
era inevitable que el Nuevo Testamento, sobre todo los evangelios, hablaran de ella, como también de una serie
de figuras marginales, para poder referirse a la biografía de Jesús? Sin duda, el Nuevo Testamento no ha
pretendido -ni siquiera en los evangelios- ofrecernos una biografía completa o en sentido moderno de Jesús de
Nazaret. Pero nos ha comunicado numerosos datos biográficos sobre Él. Para eso era imposible evitar una serie
de figuras que se interfieren o intervienen en su vida. Y, a pesar de todo, la teología no se ocupa de ellas;
mucho menos les consagra un tratado teológico prácticamente autónomo, como es el caso de la rnariología. K.
Rahner (María, Madre del Señor, trad. esp. [Barcelona 1967] p.26) nos recuerda con cierta ironía que «Pilatos
aparece en el Credo» (¡y no sólo en el Nuevo Testamento!), y no por eso llega a ser objeto de una reflexión
teológica específica.
b) Tampoco creo que basten sus privilegios personales para justificar un estudio teológico sobre María. Sin
duda, para el creyente que los contempla, esos privilegios son punto de partida de alabanza a Dios. Pero,
en el fondo, los privilegios de María -mirados en cuanto dones meramente personales- son importantísimos
para ella, pero mucho menos para nosotros. Una descripción de ellos pertenecería mucho más a la hagiografía
que a la teología. Piénsese en lo que es un estudio descriptivo de las gracias mís ticas de una Santa Teresa de
Jesús. Si la mariología ha de ser un estudio teológico sobre María, tendrá que llegar a poseer un sentido
ulterior.
c) Hemos dicho más arriba que, en la práctica, la teología se ocupa de Dios y de su obra salvadora. María
entra, consecuentemente, en la teología como objeto de ella -y no podría entrar de otra manera-, en cuanto que
tuvo un papel positivo en la obra de la salvación.
Puede resultar desalentador tomar conciencia de que hemos justificado la existencia de la mariología como
tratado teológico precisamente porque María tiene un papel activo en la obra de la salvación, pues lo que hace
posible la existencia de la mariología constituye, a la vez, su gran dificultad ecuménica. Una dificultad que toca el
mismo ser o no ser del protestantismo, ya que ataca su principio central. La esencia del protestantismo se sitúa en
su tesis que sostiene que el hombre se salva exclusivamente por su fe.
En una conversación de sobremesa, Lutero se refirió a una experiencia espiritual -la experiencia de la torre
(1512-13?)- en la que se le habría iluminado un pasaje de la carta a los Romanos que hasta entonces le
atormentaba: «la justicia de Dios se revela en él», es decir en el Evangelio (Rom 1,17); Lutero siempre había
puesto la justicia de Dios en relación con la idea de castigo; sintiéndose pecador, pensaba: si Dios es justo,
castigará; ahora percibió la frase en conexión con el final del versículo: «el justo vivirá de la fe» (n.3232a-c; WA
Tischr. 3,228). La justicia castigadora de Dios se convierte en la justicia que Dios concede al creyente, a todo
creyente. Ya en sus más antiguas lecciones sobre la carta a los Romanos (1515-16) había escrito, a propósito de
Rom 3,28, que no quedaba al hombre otra posibilidad que tener que permanecer en el pecado, confiando en la
misericordia de Dios (WA 56,267). En efecto, según él, el hombre es incapaz de obras buenas que lo salven, es
radicalmente pecador, y sólo puede confiar en que Dios no le tenga en cuenta su situación de pecado. Precisamente
a esta «confianza del corazón por Cristo en Dios» es a lo que Lutero llama fe (WA 40/1, 366). Esa fe-confianza
sería, según Rom 3,28, lo único que justifica al hombre. Consecuentemente, Lutero traducirá siempre Rom 3,28
(«sostenemos que el hombre queda justificado por la fe independientemente de las obras de la ley»), añadiendo un
significativo «solamente», que no se encuentra en el texto griego: «el hombre queda justificado solamente por la
fe» (WA Bibel 7,38 [trad. de 15221; 39 [trad. de I546]). Sólo la fe, entendida como confianza en Dios por Cristo,
puede justificar y salvar al hombre. Admitir que algo creado o alguna persona humana pueda tener o haber tenido
un influjo positivo en la salvación de los hombres, destruiría la exclusividad de esa fe que justifica y que es
confianza sólo en Dios por Cristo, no en algo creado o en alguien que sea una persona humana. La figura de María
como activa en la obra salvadora choca con el principio fundamental luterano, con lo que en el protestantismo se
llama «el artículo de la Iglesia en pie o caída», es decir, una doctrina que, según ellos, si se admite, existe el
cristianismo, y, sí se niega, cae y se destruye el cristianismo. En otras palabras, la exis tencia misma de la
mariología tiene como fundamento un motivo que el protestantismo jamás podrá aceptar sin negarse a sí mismo.
La situación no ha mejorado en el protestantismo moderno. Por el contrario, hay que decir que se ha
radicalizado. Lo que en Lutero era una situación de hecho y una consecuencia del estado en que el hombre se
encuentra por el pecado de los primeros padres (de hecho, el hombre, como consecuencia del pecado de Adán, no
puede hacer obras salvadoras y es justificado solamente por la fe y no por influjo de otra cosa o persona humana),
se ha convertido, para el protestantismo contemporáneo, en un principio metafísico: nada creado puede tener un
influjo positivo en la obra de la salvación. Entre el plano de lo creado y el plano de la salvación existe un abismo
infranqueable, que el mayor teólogo protestante de nuestro siglo, K. Barth, expresaba con frase lapidaria: «Lo finito
no es capaz de lo infinito» (Der Rómerbrief [Zürich 1954] p.I93); lo creado no puede actuar po sitivamente en ese
plano divino que es el plano de la salvación.
Ahora bien, en este planteamiento, María, como creatura y persona humana, tiene que ser incapaz de haber
ejercido o ejercer un influjo positivo en la obra salvadora. Afirmar lo contrario -y ello es esencial en nuestra
mariología y lo único que da a ésta su sentido- es el gran escándalo de la doctrina católica sobre María para el
protestantismo, y no los dogmas marianos definidos en tiempos recientes: la inmacu lada concepción de María
(1854) o la asunción de María en cuerpo y alma a la gloria celeste (1950), como una visión superficial puede estar
tentada de pensar. La imposibilidad para la creatura de tener un influjo positivo en el orden de la salvación se ha
convertido, en el protestantismo actual, no sólo en un principio metafísico, sino en el principio metafísico central
del sistema teológico protestante. Un principio metafísico no puede tener excepciones. Bastaría mostrar un solo
caso opuesto, para que hubiera que declarar que el pretendido principio metafísico es falso. Por ello, la respuesta de
la teología protestante a este rasgo fundamental de la figura de Mana tendrá que ser un ro tundo «no», si no quiere
dejar de ser protestante. Entonces, ¿pesimismo sin esperanzas? No lo creo. Más bien habría que preguntarse si no
será el caso de María, interpelada por el ángel e invitada a una respuesta personal de enormes resonancias en la
obra salvadora -un caso tan minuciosamente descrito por San Lucas-, una invitación a revisar el principio
fundamental del protestantismo. No deja de ser interesante que existan ya teólogos protestantes -yo incluso hablaría
de una escuela protestante ecumenista holandesa- que insisten en que el diálogo ecuménico, en vez de discutir en
abstracto sobre el tema complejo de la justificación del hombre, debería comenzar estudiando el caso de María y
ver en ella cómo la gracia llama al hombre y cómo el hombre responde a la gracia; ¿se trata de una total pasividad
ante la llamada de Dios o de una decisión excitada y sostenida por la gracia?
El conocido teólogo católico alemán M. Schmaus ha escrito: «Por eso en la mariología corren
estrechamente unidas casi todas las líneas teológicas; la cristológica, la eclesiológica, la antropológica y la
escatológica. En ella concurren casi todas las discusiones teológicas del presente. Se manifiesta como punto de
intersección de las principales afirmaciones teológicas» (Teología dogmática t.8, trad. esp. Madrid 1961 p.36s).
En efecto, el Mensaje de Dios no es un conjunto de afirmaciones complicadas y desconectadas. Ofrece,
más bien, un cuadro armónico en el que todas las líneas se relacionan y entrelazan. La figura de María aparece así
no como el centro del Mensaje. El centro es Cristo y su obra salvadora. Pero sí como una posición privilegiada para
enjuiciar los otros problemas en su confluencia con ella.
Y, para empezar, no puede olvidarse la mayor claridad con que ciertos problemas de método teológico
podrían discutirse e iluminarse si, en vez de tratarlos en abstracto, se los viera a la luz de la doctrina mariana. En
vísperas del Concilio Vaticano II y durante su celebración, se discutió mucho si existían verdades de fe
transmitidas solamente por Tradición o si la Tradición, en vez de contener elementos extrabíblicos, se limitaba a ser
explicación de lo ya contenido en la Escritura. ¿No hubiera sido preferible analizar la figura de María en la riqueza
de matices con que la transmite la fe de la Iglesia y preguntarse si todos ellos pueden considerarse mera explicación
de datos bíblicos, o si alguno de ellos no será, más bien, un dato de fe transmitido por la Tradición independien -
temente de la Biblia? La elección de este camino de concreción -en lugar de la mera discusión teórica- no hubiera
sido arbitraria; los teólogos defensores de la existencia de datos totalmente extrabíblicos en la Tradición han
pensado que la mariología ofrecía algunos de los ejemplos más claros de ese tipo de verdades puramente
tradicionales.
Otra cuestión importante de método teológico es el problema del progreso dogmático. Creo mucho más
arriesgado hacer teorías especulativas sobre él que estudiar en concreto el modo como en la Iglesia el dogma ha ido
desarrollándose históricamente. Y, dentro de esa historia, el progreso del dogma mariano ofrece fenómenos de
singular interés. El papel de las intuiciones de la fe del pueblo en el desarrollo de los dogmas no ha sido tan
manifiesto en ningún campo como en la mariología. En el caso de la inmaculada concepción, ¿no se adelantó la
intuición del pueblo a la perspicacia teorética de los teólogos?
Y ya que, aludimos al dogma de la inmaculada concepción es decir, al privilegio de la inmunidad de
pecado original concedido a María desde el primer instante de su existencia, es claro que puede y debe tomársele
como criterio para enjuiciar determinadas teorías recientes sobre el pecado original. No olvidemos la coherencia de
los dogmas dentro del conjunto del Mensaje. Toda explicación teológica de lo que es el pecado original que dejara
sin sentido el dogma de la inmaculada concepción, ya por ese solo hecho habría de ser rechazada. Habrá entonces
que preguntarse si reducir el pecado original a una atmósfera de pecado -pecado del mundo- que nos rodea y nos
induce al pecado y nos hace caer en él después de que llegamos al uso de razón, salva la singularidad del privilegio
de María. La atmósfera de pecado habría rodeado a ella igual que a nosotros en el momento de su concepción; decir
que ella no pecó después de llegar al uso de razón, es afirmar su santidad personal excelsa, pero no algo que la
constituyera inmune de un pecado que, como herencia de nuestros primeros padres, contraemos nosotros en el
momento mismo en que somos concebidos. Esto -y no una mera atmósfera de pecado- es lo que hay que afirmar
para que la inmaculada concepción de María mantenga su sentido.
Pero, volviendo al párrafo de Schmaus, la doctrina teológica sobre María puede iluminar muchos problemas en todas
las líneas que él enumera. Ante todo, en la línea cristológica es conocido que no faltan hoy teólogos, incluso dentro de
ambientes católicos, que de nuevo oscurecen, la afirmación de la divinidad personal de Jesús. Ya el año 431, en el concilio de
Éfeso, la definición de que María es «Madre de Dios» fue el modo de trazar la línea divisoria entre el modo católico y el no-
católico de concebir la estructura ontológica(real) de Cristo. También hoy, ¿no habría que plantear la cuestión de si en ciertas
nuevas cristologías sigue teniendo un sentido real la afirmación de que María es la Madre de Dios? Bastaría que no lo
tuviera para descalificar a una cristología.
Muchas cuestiones de la teología de la Iglesia podrían esclarecerse a la luz de María. No en vano, María es
prototipo de la Iglesia (Concilio Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Iglesia n.63). Por poner un solo
ejemplo, es clásico el problema de cómo afirmamos en el credo que la Iglesia es santa, mientras que ésta se
compone de pecadores. La respuesta puede darse mirando a María. Todo lo que en nosotros hay de Iglesia, todo
cuanto de la Iglesia hemos recibido (el carácter bautismal -y, eventualmente, el carácter de la confirmación o del
orden sacerdotal-, la gracia, las virtudes de la fe, esperanza y caridad en cuanto realidades existentes en el alma que
nos permiten realizar sus actos...), es santo. Pero nosotros no nos dejamos penetrar plenamente de las realidades
eclesiales. Hay niveles en nosotros que sustraemos al influjo de la Iglesia con nuestros pecados mayores o menores,
incluso veniales. Sólo María se dejó penetrar sin reservas de la vida que vive la Iglesia; por eso sólo en ella se da
una realización eclesial total, a la vez que la completa santidad de una persona meramente humana.
La importancia de la mariología para una antropología teológica es obvia. El problema más importante de una
antropología teológica es qué puede y qué no puede hacer el hombre en el plano de la salvación: ¿puede actuar
positivamente o es meramente pasivo en él? Ya hemos visto que María en su respuesta al ángel (Lc 1,38) es criterio
excepcional para resolver este interrogante, de alcance tan capital en el diálogo ecuménico entre católicos y
protestantes.
Finalmente, en escatología ha comenzado a difundirse entre ciertos teólogos católicos una tendencia,
nacida en ambientes protestantes (y, por cierto, nacida en conexión con el principio central del sistema protestante),
a sostener que la resurrección final tiene lugar en el momento de la muerte de cada hombre. Son muchos los
motivos por los que esa tendencia no es admisible; entre otras razones, no debe olvidarse que sólo es posible
afirmar que se resucita en el momento de la muerte pagando el precio teológicamente altísimo de espiritualizar la
idea de resurrección corporal y de dejar caer el realismo eclesiástico con que se hablaba, ya en los credos
primitivos, de resurrección de la carne. Pero con respecto a María, si se resucitara en el momento de la muerte, el
dogma de la asunción dejaría de tener cualquier importancia especial, ya que no significaría que ella «recibió
anticipadamente» ese estado propio de resucitada en virtud del cual es hecha «semejante a su Hijo, que resucitó de
los muertos» (Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios n.15; véase SAGRADA CONGREGACIÓN PARA LA
DOCTRINA DE LA FE, Carta sobre algunas cuestiones referentes a la escatología n.6: Ecclesia 39 [1979 II] 938).
De este modo, creo que el estudio teológico sobre María aparece lleno de virtualidades y de consecuencias que se
reflejan sobre todos los campos de la teología e incluso se entrelazan con todos los campos de la doctrina de la fe
católica.
Ya entre 750 y 775 está atestiguada, al menos en Italia, una bella antífona, que estuvo durante siglos en el
«Breviario Romano» hasta la reciente reforma litúrgica posconciliar: «Alégrate, Virgen María, tú sola destruiste
todas las herejías en el mundo entero». Prescindiendo de su tono quizás algo belicoso o triunfalista, ¿no expresa la
realidad de que la figura de María es punto de referencia para juzgar la corrección teológica de posiciones
doctrinales en cualquier otra materia?
LA PROBLEMÁTICA ECUMÉNICA DE LA MARIOLOGÍA
Ante todo, debe subrayarse que la mariología cató lica no presenta problemas ecuménicos de relieve con
respecto a los orientales separados. Las coincidencias de fondo son prácticamente totales: maternidad divina de
María (María es Madre de Dios), maternidad espiritual con respecto a los hombres, virginidad perpetua,
santidad absoluta al menos en lo que se refiere a la exclusión de todo pecado personal, cooperación de María a
la redención, sea como intercesora en la aplicación de las gracias obtenidas por la obra reden tora de Cristo (es el
tema más común), sea también por su «sí» a la encamación (Nicolás Cabasilas) o incluso por su compasión junto a
la cruz (Nicolás de Tesalónica), y glorificación celeste, que la tradición oriental concibe también como
glorificación corporal, son otras tantas afirmaciones coincidentes entre orientales separados y católicos con
respecto a María.
Queda el tema de la inmaculada concepción. En él, después de la definición de esta verdad como dogma de
fe por Pío IX (1854), las tensiones han aumentado. Lo grave es que los orientales separados creen poder apelar a la
doctrina de los Santos Padres griegos, que hablan de una purificación (katharsis) de María previa a la encarnación.
Ello dejaría la impresión de que María tenía hasta entonces una mancha de la que había que purificarla, la cual no
sería conciliable con la idea de su concepción inmaculada, es decir, de la carencia de toda mancha en ella desde el
primer instante de su existencia. Sin embargo, un diálogo sobre cómo entendían los Santos Padres esta purificación,
no sólo es viable, sino que se mostraría enriquecedor. Baste citar unas palabras de San Sofronio de Jerusalén
(patriarca desde 634 a 638): «El Espíritu Santo va a descender sobre ti, la inmaculada, para hacerte más pura» (PG
87,3273). María, ya santa desde la concepción, recibe una ulterior purificación consecratoria o ritual para
prepararla más plenamente en orden a que en ella se realice la encarnación del Hijo de Dios.
Las dificultades del protestantismo con respecto a María
Al hablar de las dificultades ecuménicas del protestantismo en el tema de María, es necesario delimitar bien
el campo y, en concreto, determinar con exactitud qué se entiende aquí por protestantismo. Con cierta frecuencia,
bajo la denominación de protestantismo se engloba hoy una realidad sumamente compleja. Aquí sólo podemos
ocuparnos del protestantismo ortodoxo continental. Al decir continental, se excluye el anglicanismo, afincado en
las islas Británicas, y que por su origen cismático -ruptura de Enrique VIII con Roma con motivo de su divorcio- y
por su protestantización doctrinal posterior encierra dentro de sí un equilibrio inestable de elementos católicos en
sus ritos y de doctrinas protestantes. Los ritos tienden a crear una mentalidad, la cual fácilmente entra en conflicto
con las doctrinas oficiales. El pragmatismo (la teoría) inglés tiene hoy el problema relativamente resuelto con la
convivencia de corrientes dentro de la iglesia anglicana: la «iglesia alta» (High Church), de tendencia catolicizante,
y la «iglesia baja» (Low Church), de tintes mucho más protestantes; a ellas habría que añadir la «iglesia ancha»
(Broad Church), que es un núcleo intelectual con ideas protestantes liberales. Al decir ortodoxo, se trata del
protestantismo que quiere ser fiel a los grandes reformadores del siglo XVI: Lutero y Calvino. Con ello queda
dicho que no nos ocuparemos del protestantismo liberal; mucho menos puede tratarse aquí del mundo abigarrado
de las sectas, de difícil sistematización por su misma heterogeneidad y de poco interés doctrinal -no en último
lugar- por su falta de consistencia teológica.
Delimitado así el campo, puede ya añadirse que las dificultades que los protestantes encuentran en la
mariología católica deben situarse en dos niveles netamente distintos. Hay una serie de dificultades que no nacen de
los principios sistemáticos del protestantismo. Se refieren a privilegios concretos de María, cuya existencia en
realidad no sería incompatible con los principios fundamentales protestantes; pero cuya colación de hecho a María
por parte de Dios no piensan que pueda demostrarse por la Sagrada Escritura. Podríamos calificar este tipo de
problemas como dificultades no sistemáticas.
La dificultad sistemática está constituida por otro punto: La idea de que María fue activa en su respuesta al
ángel en la encarnación y que esa decisión suya tuvo repercusiones positivas en el plano de la salvación. Ello choca
con el principio protestante fundamental, sea en la forma que éste tiene ya en Lu tero, sea en la forma que ha
adquirido en el protestantismo moderno.
Ya en el capítulo anterior hemos aludido al principio central del sistema teológico de Lutero. Como
consecuencia del pecado de los primeros padres, nacemos -según Lutero- con una naturaleza corrompida, carente
de libertad para el bien, y, por ello, incapaz de realizar obras buenas. Es conocida la obra Sobre el albedrío esclavo
(De servo arbitrio; WA 18,600-787), que Lutero escribió en 1525 contra Erasmo. En esta situación, el hombre no
puede justificarse por obra alguna, sino sólo por la fe (cf. Rom 3,28), es decir, sólo puede confiar en que Dios no
tenga en cuenta su situación pecadora y le salve mirando a los méritos de Cristo. En buena lógica, todo este
planteamiento sólo vale para el hombre nacido en pecado original y porque nacido en pecado original. Si María fue
inmaculada en su concepción, es decir, exenta de pecado original desde el primer instante de su concepción, no
tendría por qué valer para ella es la imposibilidad de hacer el bien que se deriva del hecho de poseer una naturaleza
corrompida por el pecado original. Y Lutero, al menos durante gran parte de su vida, afirmó la inmaculada
concepción de María. Lutero era un hombre poco sistemático, y no se preocupó, reflejamente, de combinar su
doctrina de la imposibilidad histórica (imposibilidad de hecho) del hombre para hacer el bien con la posible
excepción que hubiera representado María en cuanto adornada con el privilegio de su exención de pecado original.
En el planteamiento de Lutero -que es un planteamiento histórico y no metafísico- hay que reconocer, sin embargo,
que la posibilidad de una excepción en el caso de María no es lógicamente impensable.
A pesar de todo, el «no» de Lutero a la figura de María como activa en la obra de la salvación tenía que ser
y fue rotundo. El ángel, como enviado por Dios y en su nombre, pide a María su consentimiento para que la
encarnación se realice. Su aceptación tiene repercusiones en la salvación de todos los hombres. A partir de ese
momento -aceptada esta interpretación del «sí» de María como activo-, los hombres no se salvarían sólo por Cristo,
sino también, en algún sentido, por una cooperación de María. La fe o confianza de la salvación no sería
exclusivamente en Dios por la obra de Cristo, sino en Dios por una obra de Cristo en la que María habría
colaborado esencialmente con su libre decisión. Esto se acentuaría con la aceptación de una continuación de la
mediación de María en el cielo con su intercesión ante Dios.
Significativamente, la posición de los reformadores del siglo XVI frente a la figura de María que presenta
la mariología católica fue muy diversa cuando se trataba de rasgos que constituían dificultades no sistemáticas para
el protestantismo y cuando el problema afectaba al sistema mismo (dificultad sistemática). En el primer caso, la
admisión o rechazo de determinados privilegios dependía de que pensaran que para ellos existía o no suficiente
base en la Escritura. Por ello, nada tiene de extraño que los reformadores admitieran no pocos privilegios de María
(naturalmente, no todos admitieron los mismos) y que en esta admisión de privilegios marianos hubiera entre ellos
ciertas oscilaciones. En todo caso, no se trataba de dificultades sistemáticas, y, por ello, la admisión o el rechazo
dependían de la valoración más positiva o más negativa, según los casos, de la fundamentación concreta de cada
privilegio.
Baste recordar que Lutero afirmó la inmaculada concepción de María (al menos durante gran parte de su
vida), su virginidad perpetua, y que atribuyó a María el título de Theotokos, es decir, Madre de Dios. Bullinger
defiende -por más extraño que pueda resultar- la asunción corporal de María, aunque es curioso que vea en ello un
propósito divino de despojar el cuerpo de María a la veneración de los fieles, y, por tanto, un argumento contra el
culto de las reliquias. Por su parte, Calvino llama a Nuestra Señora «la santa virgen», «la bienaventurada María», y
la propone como ejemplar de las virtudes.
Por el contrario, a pesar de todas estas admisiones, rechazaron unánimente la mediación de María en
cualquier modo que se la entendiera (o como actuación positiva terrestre de María, por la que nos ha venido el
Salvador y, consiguientemente, la salvación, o como actuación intercesora en el cielo) y que se la invocase. La
unanimidad en este punto es absoluta una vez pasados los momentos de tanteo, que fueron indispensables en el
proceso en virtud del cual la intuición de Lutero se convirtió en sistema.
En el protestantismo moderno -si prescindimos de excepciones catolicizantes, no representativas y ligadas a
movimientos o sitios tan característicos en esta línea como Taizé-, la negación de una actuación posi tiva de María
en la obra de salvación se ha hecho incluso más tajante que en los reformadores. El axioma(proposición) según el
cual lo creado es incapaz de todo influjo positivo en el plano de la salvación, se ha convertido en un principio
metafísico. Y un principio metafísico no admite excepción alguna. María, por tanto, no puede ser excepción.
Aceptar la excepción sería negar la validez del principio mismo.
Una tendencia frecuente en la predicación, sobre todo hasta hace unos años, se apegaba a ver a María por
todas partes en el Antiguo Testamento; además de unos textos fundamentales a los que nos referiremos más
adelante (Gen 3,15; Is 7,14; Miq 5,2), se citaban Jer 31,22 y Sal 45,10; se veía a María en los símbolos: el arca de
Noé, etc.; se la descubría en determinadas figuras: la esposa del Cantar, las mujeres de Israel, Judit, Ester; se le
aplicaban determinados textos que hablan de la Sabiduría divina, como Prov 8 y Eclo 24. Hoy, por el contrario, no
es difícil encontrar escrituristas, también católicos, que defiendan un silencio total, o prácticamente total, del
Antiguo Testamento sobre María.
¿Qué puede decirse sobre el tema? Para proceder con la mayor claridad posible, creo conveniente separar los
principales textos del Antiguo Testamento que suelen citarse a propósito de María en tres apartados distintos:
a) Judit 15,9
Después de que Judit libró a su pueblo del peligro de Holofernes, los jefes de Jerusalén que habían tomado
la iniciativa de la resistencia fueron a Betulia «para contemplar los beneficios que Dios había derramado sobre
Israel; también para ver a Judit y saludarla» (Jdt 15,8). Ante Judit prorrumpieron en estas palabras de
entusiasmo: «Tú eres la gloria de Jerusalén, tú el gran orgullo de Israel, tú el supremo honor de nuestra raza»
(v.9).
El texto se refiere sólo a Judit. Los que así aclamaron a Judit, pensaban en ella y no en otra persona.
Tampoco parece que pueda haber pensado en otra persona el autor sagrado que narra estos acontecimientos. No hay
motivos, para pensar que el Espíritu Santo, autor principal de la Escritura en cuanto inspirador de ella, pretendiera
referirse a persona alguna posterior.
Sin embargo, la liturgia, tanto antes como después de la reforma posterior al Concilio Vaticano II, utiliza
estas palabras en algunas misas de la Virgen, como también en el Breviario para los oficios de la Virgen María. El
procedimiento no debe extrañarnos. Supongamos que alguien pretendiera escribir un elogio de un héroe militar
moderno y que para ensalzarlo echara mano de los versos con que el Cantar del Mío Cid describe a ese gran
personaje medieval. Es claro que el Cantar del Mío Cid no se refiere, en modo aIguno, al héroe militar moderno de
nuestra hipótesis, el cual no podía entrar en la perspectiva del autor medieval. Sin embargo, quien hoy escribiera el
elogio del héroe moderno estaría, al utilizar los versos del Cantar del Mío Cid, mostrándonos la idea que el héroe
moderno le merece. No es el Cantar del Mío Cid quien nos habla de él, sino el escritor moderno, que, al utilizar las
palabras del poema medieval, nos dice que la idea que se ha forjado del héroe moderno corresponde a la expresada
en los versos del poema medieval cuando éste canta al Cid Campeador.
Del mismo modo, la Biblia no nos dice nada sobre María en Jdt 15,9. Pero la Iglesia, al utilizar este texto la
liturgia, indica que en esas palabras se expresa bien la idea que ella misma tiene de María. ¿No colaboró María a
librarnos de un enemigo mayor que Holofernes? ¿No cooperó a salvarnos de la cautividad definitiva? En resumen,
la Iglesia expresa, con palabras tomadas de la Biblia -aunque esas palabras en la Escritura no se refieran a María-,
la idea que tiene de ella.
Lo mismo puede decirse de determinados pasajes de los libros sapienciales que la Iglesia utiliza en la
liturgia en misas y oficios de María. Entre ellos tienen especial importancia los tomados de Prov 8 y Eclo 24. Se
trata, sin duda, de pasajes que en realidad hablan de la Sabiduría divina y no de María. Pero, como siempre que se
trata de acomodación de textos, el interés teológico principal ha de recaer sobre cuál es la imagen que la Iglesia
posee de María y qué ha creído poder expresar sobre ella con estos pasajes sapienciales.
En Prov 8,22s se dice: «Yahveh me formó primicias de su obrar desde muy antiguo, y desde antes mismo
que cosa alguna hiciera. Muy de antiguo fui yo formada, desde el principio y desde los orígenes de la tierra». De
modo semejante, se habla también de la Sabiduría divina en Eclo 24,9 («Antes del mundo, al comienzo, me creó, y
por todos los siglos subsistiré»). La idea bíblica es que Dios ha estado acompañado de su Sabiduría desde el
principio. Cuando la Iglesia aplica estas palabras a María, sugiere que en el plan divino de salvación, formado
desde la eternidad, y por el cual el Padre decide enviar a su Hijo, está contenida también María.
Posteriormente, Prov 8,27-30 describe a la Sabiduría divina como activa y benéfica; «Cuando daba estabi -
lidad a los cielos, allí yo estaba; cuando el horizonte sobre el abismo limitaba, cuando sujetaba las nubes en lo alto,
cuando daba energía a las fuentes del abismo, cuando imponía su ley al mar y las aguas no podían quebrantar su
mandato, cuando reforzaba los cimientos de la tierra, entonces, cual arquitecto, estaba a su lado». Es una magnífica
descripción de la acción creadora de Dios, que culmina con una frase según la cual la Sabiduría estaba al lado de
Dios en la creación como sugiriendo planes que luego sólo la omnipotencia divina podía realizar. El texto se refiere
a eso y sólo a eso. Nada nos enseña de María. Pero, al acomodárselo a María, la Iglesia expresa su idea de María,
en cuanto que ésta ha tenido una cooperación activa en la obra de la nueva creación, es decir, en la obra de la
salvación.
Prov 8,32-35 contiene una invitación de la Sabiduría para que los hombres la sigan así como la promesa de
los bienes que el hombre alcanza si se pone en contacto con ella. La Iglesia está igualmente convencida de los
bienes que el hombre obtiene poniéndose en contacto con María a través de una profunda devoción a ella. Es un
pensamiento semejante al que puede hallarse en el uso litúrgico de Eclo 24,13-17; en estos versículos se hace una
espléndida descripción de la vegetación palestinense con la que se simbolizan los frutos de la Sabiduría; más
concretamente los frutos que el hombre puede obtener si sigue a la Sabiduría. En una acomodación a María, la
Iglesia quiere subrayar la belleza y abundancia de los frutos que el hombre puede obtener con una piedad mariana.
La invitación que cierra la perícopa cobra todo su sentido en este ambiente: «Vengan a mí ustedes que me desean y
llenense de mis productos. Porque mi nombre es más dulce que la miel, y mi heredad, más que un panal de miel»
(Eclo 24,19s).
Textos de sentido mariológico discutido
Desde la Edad Media comienza a existir una cierta tendencia exegética que interpreta el Cantar de los
Cantares en sentido mariológico. Sin duda, el argumento fundamental del libro son las relaciones de amor entre
Yahveh y su pueblo. Naturalmente, ese amor no queda en un nivel abstracto, sino que se concretiza en el amor
entre Dios y el alma. Los escrituristas partidarios de una interpretación mariológica del Cantar de los Cantares
piensan que el mismo Espíritu Santo, al inspirar el libro, habría querido referirse a María como cúlmen supremo de
las relaciones de Dios con un alma. Por ello, ya en sentido verdaderamente bíblico, el Cantar de los Cantares
hablaría de Nuestra Señora. No debe confundirse esta tendencia exegética con lo que fue el uso, más o menos fre-
cuente en tiempo de los Santos Padres, de aplicar a María determinados pasajes del Cantar, Tales aplicaciones
pueden ser meras acomodaciones según el procedimiento literario que hemos examinado en el párrafo anterior:
expresar con palabras del Cantar la idea que los Santos Padres tenían de la relación de amor entre Dios y María.
Por el contrario, si el Cantar de los Cantares hubiera de ser interpretado mariológicamente en un sentido
verdaderamente bíblico -y no con mera aplicación y acomodación a María de determinados pasajes-, habría que
identificar a María en la esposa del Cantar; a ella se referiría realmente el Espíritu Santo cuando, al inspirar el libro,
nos habla de la esposa. En ese caso, el libro entero habría de referirse, de alguna manera, a María.
A esta necesidad de interpretar de María el libro todo en caso de que tuviera sentido verdaderamente
mariológico desde un punto de vista bíblico, ha de atribuirse el hecho de que la tendencia a interpretar
mariológicamente el Cantar se vea hoy cada vez más abandonada. En efecto, el amor de Yahveh hacia su pueblo
descrito en el Cantar es un amor misericordioso y perdonador de las flaquezas e infidelidades de éste. Pero ¿ha
tenido estas notas de misericordia y perdón con respecto a infidelidades realmente cometidas el amor de Dios a
María? ¿Ha podido tener estas cualidades?
La dificultad aparece en toda su gravedad en la escena de Cant 5,2-6. La esposa oye la voz del esposo:
«Oigo la voz de mi amado, que llama a la puerta: ‘¡Ábreme, hermana mía, amada mía, mi paloma, mi inmaculada,
porque está mi cabeza llena de rocío; mis guedejas, del sereno de la noche!’» (v.2). La respuesta de la esposa es
desconcertante. Oponiendo los motivos más fútiles, la esposa rehusa abrir: «Me he despojado de mi túnica; ¿cómo
me la vestiría de nuevo? He lavado mis pies; ¿corno volvería a ensuciarlos?» (v.3). El rechazo será transitorio. La
insistencia del esposo hace que el amor de la esposa se despierte (v.4) y ella salga a abrir al esposo (v.5). Pero,
aunque de modo transitorio, ha habido infidelidad, Por eso hay un castigo: «He abierto a mi amado, pero mi amado
se había ido, había desaparecido. Mi alma ha salido en su seguimiento; le he buscado, y no le he encontrado; le he
llamado, y no me ha respondido» (v.6).
No puede aplicarse a María un texto que tiene el tema de la infidelidad. Ella -como lo veremos de otros
pasajes de la Biblia- fue siempre fiel a Dios. Por ello, el Cantar de los Cantares no habla, en sentido
verdaderamente bíblico, de ella. Pero es importante darse cuenta de que lo que estamos formulando no es sólo una
afirmación concreta sobre el modo en que debe interpretarse un libro concreto: el Cantar de los Cantares. Estamos
formulando un criterio general. No se pueden interpretar de María escritos bíblicos en los que aparezca el tema de
la infidelidad.
Es el mismo problema que presenta el conocido salmo 45 (44 en la Vulgata). Al menos, a un nivel
profundo de significación -aunque a un nivel superficial se canten las bodas entre un rey de Israel y una prin cesa
extranjera-, el salmo es mesiánico. El rey cantado en la primera estrofa (v.3-10) es, por tanto, a ese nivel, Cristo. En
la segunda estrofa se habla de la reina-esposa (v.11-18). ¿Será María esta figura que el salmo introduce junto al
Rey Cristo?
A María ha aplicado y continúa aplicando la liturgia las palabras de este salmo. Pero este hecho no es
decisivo. También sucede con determinados pasajes del Cantar de los Cantares. Y no olvidemos que -como ha
sido anteriormente explicado- la liturgia utiliza con frecuencia un procedimiento de acomodación. La respuesta
habrá de venir de un análisis del salmo.
La estrofa dedicada a la reina se abre, un poco abruptamente, con unas palabras de exhortación, que tienen
algo de advertencia severa:
«Oye, hija, y mira; aplica tu oído; olvida tu pueblo y la casa de tu padre; entonces el rey codiciará tu
belleza» (v.11s). En un sentido literal inmediato, la frase supone que se trata de una princesa extranjera que contrae
matrimonio con un rey israelita. Pero, estudiando el planteamiento a su nivel profundo (el nivel en que el salmo
tiene sentido mesiánico), la frase, con su sentido consecutivo («olvida..., entonces»), nos descubre la clave de su
interpretación.
El salmo parece así aludir a las bodas del Mesías con el pueblo de Israel. Para ellas será necesario que
Israel rompa sus lazos con los pueblos de Canaán, con el paganismo; habrá de romper los lazos que tantas veces le
han llevado al olvido de Yahveh. Supuesta esa ruptura del pueblo de Israel con su pasado de olvidos de Dios, el
resto del salmo canta la felicidad futura.
Lo decisivo es que la exigencia de ruptura con el pasado que el Mesías formula en estos versículos (v.11s),
presupone una infidelidad previa. Es el motivo por el que no me parece posible interpretar la reina del salmo como
María, en un sentido verdaderamente bíblico.
Por todo ello, el uso teológico del t e x t o en su exégesis mariológica nos llevará a subrayar: 1} la dignidad de
María, expresada en el v . l ; 2) su participación en los dolores de Jesús j u n t o a la cruz, y 3) su maternidad
espiritua) con respecto a los fieles discípulos de Jesús.
LA MADRE DE DIOS
La crisis nestoriana
Ya en el siglo IV era habitual no sólo llamar a María Madre de Dios (Theotokos), sino que el título había
pasado a las fórmulas de plegaria. La más antigua oración mariana que se conoce la invoca con estas palabras:
«Bajo tu misericordia nos refugiamos, ¡oh Madre de Dios!; no desprecies nuestras súplicas en la necesidad, sino
lábranos del peligro, sola pura, sola bendita» (Papyrus n.470 de la John Rylands Library de Manchester). Es la
famosa oración que con algunas modificaciones ha pasado mucho más tarde a la misma liturgia de la Iglesia. Por lo
demás, como tendremos ocasión de ver en este capítulo, la palabra Theotokos ( = «Madre de Dios») no era una
invención arbitraria, sino fruto espontáneo y lógico de las más fundamentales afirmaciones de la fe cristiana sobre
la encarnación de la segunda persona de la Santísima Trinidad. En todo caso, un siglo más tarde, una grave
controversia en torno a este título iba a desencadenarse en la Iglesia, poniendo en juego no sólo un aspecto
fundamental de la doctrina mariana, sino, más radicalmente, el sentido de la fe en el misterio de la encarnación, y,
consecuentemente, el modo como, según esa fe, debe concebirse la estructura misma de Cristo.
Desde el año 428 encontramos como patriarca de Constantinopla, la «nueva Roma», a Nestorio. El 23 de
diciembre de ese mismo año predicaba en su presencia, en la catedral, el famoso orador (y posteriormente
patriarca) Proclo. Hacia el final de su discurso, después de citar Ez 44,Is, que Proclo aplicaba por acomodación a
María («Esta puerta permanecerá cerrada; no se abrirá y nadie ha de penetrar por ella, porque Yahveh, Dios de
Israel, por ella entró, y cerrada ha de permanecer»; v.2), concluía: «he aquí una presentación elocuente de la santa
Madre de Dios, María» (PROCLO de CONSTANTINOPLA, Oratio I n.9: ACÓ I 1,1,107; n.10: PG 65,692). El patriarca
Nestorio consideró intolerable la frase. Por ello, apenas concluyó Proclo su sermón, subió él mismo al pulpito para
rechazar enérgicamente el título de Madre de Dios y explicar su propia concepción del misterio de la encarnación .
Sus ideas pueden resumirse en estos términos: María sólo ha engendrado el templo, es decir, la naturaleza humana
en que Dios habitó; pero Dios, el Verbo de Dios, la segunda persona de la San tísima Trinidad, que habitó en ese
templo, no ha podido ser engendrada por María (cf. F. L OOFS, Nestoriana. Die Fragmente des Nestorius (Halle
1905] p.338ss). En otras palabras, Dios, que existe desde la eternidad, anteriormente a la acción generativa de
María, no puede haber sido engendrado por ella, deberle la existencia, ser su Hijo. Por eso, se puede llamar a María
Madre de Cristo, pero no Madre de Dios. Es muy característico de la mentalidad de Nestorio un sermón de un
sacerdote llamado Anastasio y defensor de la doctrina del patriarca, en el que decía: «Nadie llame a María Madre
de Dios; ella era meramente mujer; pero Dios no puede nacer de una mujer» (cf. S ÓCRATES, Historia ecclesiastica
7,32: PG 67,807). Pero volvamos a los incidentes del 23 de diciembre del 428.
Ante las palabras de Nestorio contra Proclo, se produjo estupor en el pueblo, acostumbrado al título.
Incluso se oyeron voces contestatarias dentro de Santa Sofía. Un seglar, conocido abogado de Constantinopla,
Eusebio, gritó de modo fuertemente perceptible: «El Verbo eterno por segunda vez nació en el cuerpo y de la
Virgen» (cf. SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA, Contra Nestorii blasphemias 1,5: PG 76,42). Más ruidosas y
multitudinarias fueron las protestas que suscitó el sermón de Anastasio, al que me he referido más arriba. Eusebio
publicó un manifiesto contra Nestorio, comparándolo con el hereje Pablo de Samosata, condenado por la Iglesia
siglo y medio antes (cf. MARIO MERCATOR, PL 48,773s). El rechazo popular era completo, como se traducía en el
hecho de que incluso los templos comenzaron a quedarse vacíos en cuanto que se los consideraba en conexión y
dependencia del patriarca. Los fíeles acuñaron uno de esos slogans que terminan repitiéndose por doquier:
«Tenemos al emperador, pero no tenemos al obispo» (MANSI, 4,1103).
Pero el fenómeno de la repulsa instintiva de los fieles no era el único elemento inquietante. En ambientes
teológicamente cultivados, la posición de Nestorio produjo perplejidad ante las consecuencias de la negación de la
legitimidad del título de «Madre de Dios». Sin entrar en las características de la escuela teológica de Alejandría
frente a la escuela teológica antioquena, a la que pertenecía Nestorio, y que serian interesantes para calibrar el
trasfondo último de la controversia y de las implicaciones ligadas a determinadas terminologías teológicas, la
perplejidad (dilema) frente a las afirmaciones de Nestorio apareció, sobre todo, en San Cirilo de Alejandría.
Pero antes de describir sus reacciones, vale la pena señalar el equívoco de la argumentación de Nestorio. La acción
generativa de los padres se termina en la persona. Así, por ejemplo, nuestros padres no producen nuestra alma, que
es espiritual e inmortal. Sólo producen nuestro cuerpo. Y, sin embargo, no los llamamos padres de nuestro cuerpo
solamente, sino que decimos de ellos simplemente que son nuestros padres. Así aparece que se es padre no sólo de
lo que se produce (el cuerpo), sino de la persona, aunque en la persona haya un elemento -el alma- que no es
producido por los padres.
Esta aclaración del equívoco de Nestorio puede sernos útil para comprender la reacción de San Cirilo,
patriarca de Alejandría. El advirtió que lo que estaba en juego al rechazar el título de «Madre de Dios» era la
estructura misma de Cristo. Las cuestiones de fondo podían formularse así: El Verbo de Dios, la segunda persona
de la Santísima Trinidad, ¿era la persona de Cristo? ¿Era Cristo una persona divina? La unión entre la divinidad y
la humanidad en El, ¿era tan íntima que llegara a unidad personal, en la que el Hijo de Dios fuera el sujeto último
de responsabilidad? No olvidemos que por mi persona se entiende el sujeto último de responsabilidad de todo
cuanto hago y realizo. Si Dios no es la persona de Cristo, sino un mero habitante en el templo que sería el hombre
Jesús, podría inspirarle como me inspira a mí (quizás en un grado superior, pero no de un modo esencialmente
distinto), pero no ser el sujeto último responsable. Entonces, ¿quién murió por nosotros: Dios hecho hombre o un
hombre Jesús inspirado por Dios, que habitaba en él como en un templo? No se olvide que sólo un Dios hecho
hombre que muere por nosotros, da a su muerte un valor infinito. Sólo siendo Jesús Dios hecho hombre, puede
salvarnos con su muerte. Ahora bien, teniendo en cuenta que toda madre es madre de la persona de sus hijos, negar
que María es Madre de Dios equivale a negar que la persona del Hijo de María, Jesús, sea persona divina. No se
trata de que María pueda dar el ser a Dios (ello sería absurdo desde todo punto de vista), sino de que la única
persona del Hijo, cuyo cuerpo se formó en su seno, es Dios.
Cirilo escribe el año 429 su pastoral de Pascua refutando los planteamientos de Nestorio, y poco después
oirá a los monjes egipcios; en ésta pregunta cómo puede haber duda de que la santa Virgen es Madre de Dios si
nuestro Señor Jesucristo es Dios (ACÓ I 1,1,11; PG 77,13). Con ello queda claramente centrado el problema. La
cuestión fundamental es la persona de Jesús: ¿una persona humana o la persona del Verbo increado de Dios? En
otras palabras, es claro que detrás de la cuestión del título mariano se escondía nada menos que el problema del
modo como hay que entender a Cristo.
Una vez provocada la controversia, tanto Nestorio (Epístola I ad Caelestinum: ACÓ I 2,12ss; Epístola II ad
Caelestinum: ACÓ I 2,14) como Cirilo (Epístola XI ad Caelestinum: PG 77,79-86} acuden al papa. Celestino I
decide contra Nestorio, porque éste dividía a Cristo (cf. Epístola Caelestini ad Constantinopolitanos: ACÓ I 2,15;
Epístola Caelestíni ad Nestorium: ACÓ I 2,12). En efecto, sólo se puede negar que María es Madre do Dios
separando de tal modo en Jesús la divinidad y la humanidad, que Marín haya sido madre de un hombre completo
(Jesús), dotado de persona humana, en el cual haya habitado Dios como en un templo.
El concilio de Efeso
Las cartas del papa Celestino I contra Nestorio son del 11 de agosto del año 430. Por su parte, el empera dor
Teodosio II había decidido reunir un concilio en Efeso para asegurar la paz y la tranquilidad de la Iglesia arreglando
las dificultades existentes, como lo comunicaba a San Cirilo de Alejandría en carta del 19 de noviembre de 430 (ACO
I l,l,114ss). El papa había mostrado su conformidad con el proyecto y anunciado el envío de legados (Celestino,
Epistola ad Cyrillum (1 de mayo de 431): PL 50,501s).
El concilio se abrió de hecho y celebró su primera sesión el 22 de junio de 431. A petición de Juvenal de
Jerusalén, se comenzó el debate dogmático leyendo el credo de Nicea. Ese credo había de constituir la regla para
juzgar las doctrinas en discusión. A mi juicio, el hecho es como veremos más adelante en este mismo capítulo, de una
importancia teológica excepcional.
A continuación se leyó la carta segunda de San Cirilo a Nestorio. El concilio la aprobó solemnemente y vio en ella la
expresión de su fe. En esa carta debe reconocerse el texto de la definición dogmática del concilio de Efeso sobre la
cuestión. En DENZINGER (n.111a) puede verse un párrafo esencial para conocer el sentido del dogma de Efeso. Por
mi parte, creo preferible tomar directamente del texto de la carta (PG 77,44-49) las frases que me parecen más
significativas, procediendo con una cierta libertad, es decir, sin limitarme a las palabras que reproduce DENZINGER:
«Así confesaremos un solo Cristo y un solo Señor, no adorando a un hombre con el Verbo para no intro ducir la
imaginación de una división diciendo con; sino que adoramos a un mismo y solo [Cristo], porque el cuerpo del Verbo
no le es ajeno; con él está sentado ahora con su Padre; no son dos Hijos que están sentados con su Padre, sino uno
solo, a causa de la unión, con su propia carne. Pero si rechazamos como incomprensible o indecente la unión
hipostática, llegamos a hablar de dos Hijos, porque entonces es totalmente necesario separar y hablar aparte del
hombre que ha sido honrado con la apelación de Hijo, y aparte, posteriormente, del Verbo de Dios, que posee
naturalmente el nombre y la realidad de la filiación. Por tanto, no se debe separar en dos Hijos al único Señor
Jesucristo. No serviría en nada a la fe ortodoxa llegar a esto, aunque algunos hablen de unión de las personas
[prosópa]. Porque la Escritura no dice que el Verbo se ha unido la persona [prosópon]de un hombre, sino que se ha
hecho carne.
Decir que el Verbo se ha hecho carne, no quiere decir más que esto: El ha participado, como nosotros, de la
carne y de la sangre; ha hecho suyo nuestro cuerpo y ha sido traído al mundo como un hombre nacido de la mujer; no
ha abandonado su ser divino ni su generación de Dios Padre, sino que, tomando carne, ha permanecido lo que era.
He aquí lo que enseña en todas partes la fe ortodoxa, he aquí lo que encontraremos en la enseñanza de los Santos
Padres. Por ello se atrevieron a llamar Madre de Dios ( =Theotokos) a la santa Virgen; no que la naturaleza del Verbo
o su divinidad haya tomado de la santa Virgen el principio de su existencia, sino que porque de ella ha nacido este
santo cuerpo animado de un alma racional, a la que el Verbo se ha unido hipostáticamente, se dice que el Verbo ha
sido engendrado según la carne».
La cita es un poco larga. Pero creo útil reproducir con una cierta extensión el contenido de la definición de Efeso. En
los dos párrafos transcritos he dejado el tecnicismo «unión hipostática». Con ella quiere decirse la unión de las dos
naturalezas en Cristo, la divina y la humana, en la unidad de la sola persona del Verbo; es decir, la unión existente en
Cristo, en la que no hay más persona (hypóstasis) que la del Verbo: en virtud de esa unión, el Verbo -y solo el Verbo-
es el sujeto último de responsabilidad en Cristo.
Como se ve, las ideas fundamentales de la fe de Efeso pueden resumirse de este modo: a) Existe una fuerte
preocupación por no dividir a Cristo, sino mantener claramente su unidad personal. b) El Verbo de Dios no ha sido
hecho por María, pero es el término de la acción generativa de María, porque es la única persona que hay en Jesús
(sujeto último de responsabilidad de sus acciones, y que por ello da también el valor moral infinito a ellas). c) Por esto,
los Santos Padres no dudaron en llamar Madre de Dios a la santa Virgen.
El concilio se celebraba en la Iglesia de María «Theotokos» (= Madre de Dios). Durante todo el día, el pueblo esperó
junto al templo la decisión del concilio. A la salida de los Padres conciliares, una vez conocido el resultado de las
deliberaciones, la alegría fue desbordante. Era ya el atardecer. La ciudad se iluminó. Los obispos fueron acompañados
a sus alojamientos con antorchas; algunas mujeres marchaban delante de los obispos, llevando también incensarios
para aromatizar el paso. San Cirilo de Alejandría describe a su clero y fieles en una carta todo el entusiasmo popular
de aquella tarde memorable (Epístola 24: PG 77,237). Se ha dicho a veces, de modo un poco miserable, que la carta de
San Cirilo no especifica que el entusiasmo del pueblo tuviera carácter mariano. Pero ¿qué carácter podía tener? Esta
era la dimensión popularmente vivida del problema teológico de Efeso. En este punto se habían centrado las
«contestaciones» populares contra las predicaciones de Nestorio o de sus partidarios. El mismo San Cirilo escribió:
«Toda esta disputa sobre la fe no ha sido entablada más que porque estábamos firmemente convencidos que la santa
Virgen es Madre de Dios» (Epístola 39: PG 77,177). Pablo VI (exh. apost. Signum magnum: Ecclesia 27 [1967 I]
709) veía en el jubiloso arranque de la población cristiana de Efeso una asociación de ésta al saludo de María como
Theotokos que había tenido lugar en el concilio; con ello se cumplía, una vez más, la profecía que María había
pronunciado: «He aquí que desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones» (Le 1,48). Por todo ello,
nada tiene de imaginativo suponer aclamaciones como «¡Alabada sea la Madre de Dios!», acompaña das de
naturales «vivas» a Cirilo de Alejandría.
En el capítulo anterior hemos estudiado ya el pasaje de Gál 4,4: «Cuando vino la plenitud de los tiempos, envió Dios a
su Hijo, nacido de una mujer». El verbo griego utilizado por San Pablo (exapésteilen) para expresar la idea de «envió»
presupone la preexistencia del «enviado»; Dios envió a quien tenía junto a sí. Se alude así al Hijo eterno del Padre,
preexistente junto al Padre (cf. Jn 1,1s). Ese Hijo eterno, el Dios-Hijo, es el sujeto de la acción generativa de una
mujer, María. El es el nacido de una mujer. Consecuentemente, esa mujer puede llamarse madre suya.
En el capítulo 4 analizamos también Lc 1,35. Para nuestro tema interesa especialmente el versículo 35b-c. En cuanto
al sentido, su traducción exacta sería: «El Poder, es decir, el Altísimo, te cubrirá con su sombra; por eso, lo que nacerá
santo, será llamado Hijo de Dios». Dios mismo va a estar en el seno de María como en el arca de la Nueva Alianza
tomando carne de sus entrañas. Por eso, porque Dios va a estar dentro de ella, lo que nacerá de ella es el Hijo eterno
del Padre, la segunda persona de la Trinidad. Dios nace de María; María es la Madre de Dios.
Pero existe un tercer pasaje que no hemos considerado hasta ahora, y que, sin embargo, reviste una gran
importancia teológica para nuestro tema. Enumerando los privilegios del pueblo de Israel, San Pablo escribe: «de los
cuales (los israelitas), procede Cristo según la carne, que es, sobre todas las cosas, Dios bendito por los siglos» (Rom
9,5). El texto afirma: Cristo, que es Dios, procede de los israelitas según la carne; con otras palabras: el mismo Cristo,
que es Dios, es engendrado, según la carne, de los Israelitas, lo que históricamente quiere decir «de María»; Cristo-
Dios es engendrado de María.
Ya hemos visto cómo tanto en la crisis nestoriana como en el concilio de Efeso, que es su conclusión, se
entrelaza la afirmación de María «Madre de Dios» con la preocupación de salvaguardar la unidad de Cristo,
garantizada por la existencia en El de la persona del Verbo como su única persona. En este segundo elemento -la
preocupación de salvaguardar la unidad de Cristo- radica el núcleo más esencial de la fe cristológica. Por ello es tan
característico que, en el concilio de Efeso -como hemos visto más arriba-, las deliberaciones comenzarán con la lectura
del credo de Nicea. En efecto, en su texto se proclama la fe «en un solo Señor Jesucristo», el cual es «Hijo de Dios,
nacido unigénito del Padre; es decir, de la sustancia del Padre, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios
verdadero; engendrado, no hecho (no creado); consustancial al Padre, por quien todas las cosas fueron hechas, las que
hay en el cielo y las que hay en la tierra», y que es el mismo que «por nuestra salvación descendió y se encarnó, se
hizo hombre-. (DENZINGER, n.54), o, según la fórmula que se conoce como credo niceno-constantinopolitano, «se
encarnó por obra del Espíritu Santo y de María virgen y se hizo hombre» (DENZINGER, n,86). El Dios-Hijo es el
que, por obra del Espíritu Santo, se encarnó de María la virgen. El hijo de María es Dios-Hijo. En la fe de Nicea (325)
y del Constantinopolitano I (381) estaba ya implícita la fe en que María era la Theotokos, la Madre de Dios. Se
comprende por ello que, aparte de la sensibilidad popular (la fe del pueblo), que se vio herida por el ataque a un
título que vivía incluso en sus fórmulas de oración, los hombres doctos de Iglesia -San Cirilo en primer lugar-, al
ponerse en discusión el título de «Madre de Dios» por parte de Nestorio, vieran en peligro toda la fe cristológica en el
único Señor.
En agosto de 1971, durante el Congreso Mariológico celebrado en Zagreb (Croacia), un anglicano muy
interesado en cuestiones mariológicas, E. L. Mascall, nos recordaba que el título Theotokos se pensó primariamente no
en orden a honrar a María, sino para proteger la divinidad de su Hijo -aunque la honra a María fluye natural y
legítimamente de ello-, y que nadie debe sorprenderse de que ese título pueda actuar como piedra de toque para
discernir entre ortodoxia y herejía en el siglo XX no menos que en el V; ello es especialmente importante en un
momento histórico en que gran parte del pensamiento cristológico contemporáneo -sin que falten representantes de esa
tendencia entre algunos teólogos católicos- puede describirse como neoadopcionista o neonestoriano (Acta Congressus
Mariologici-Mariani Internationalis in Croatia anno 1971 celebrati t.2 -Romae 1972- p.l32s). En otras palabras, es
dogmáticamente inaceptable cualquier modelo cristológico no-calcedoniano que deje vacío de contenido el dogma de
la divina maternidad de María. Me limito a un solo ejemplo. Sólo con una enorme sorpresa pueden leerse estas
palabras en un teólogo católico: «Jesucristo es una persona. Es una persona humana» (P. SCHOONENBERG, Ein
Gott der Menschen p.79). ¿Puede llamarse a María «Madre de Dios» en esa cristología?
La conexión entre la maternidad divina de María y su maternidad espiritual con respecto a los fíeles
En el mismo discurso en que Pablo VI proclamó a María «Madre de la Iglesia», se encuentran estas palabras:
«La divina maternidad es el fundamento de su especial relación (de María] con Costo y de su pre sencia en la economía
de la salvación operada por Cristo, y también constituye el fundamento principal de las relaciones de María con la
Iglesia, por ser Madre de Aquel que desde el primer instante de la encarnación en su seno virginal se constituyó en
cabeza de su Cuerpo místico, que es la Iglesia. María, pues, como Madre de Cristo, es Madre también de los fieles y
de los pastores; es decir, de la Iglesia» (Discurso de clausura de la tercera etapa del concilio Vaticano II: Ecclesia 24
(1964 II)Í636). Porque fue y es Madre de Cristo, el Dios hecho hombre, María es nuestra Madre. Se comprende por
ello que ya en la más antigua oración mañana, evocada más arriba, los cristianos, cuando acudían con confianza filial a
María, la invocaran como la Madre de Dios; en ese título se encuentra el fundamento de su maternidad con respecto a
nosotros y de nuestra filiación con respecto a ella. "Con las palabras de esta plegaria venerable en su forma actual, que
es la forma romana del antifonario de Compiegne (siglos IX-X), deseo cerrar el presente capítulo: «Bajo tu amparo
nos acogemos, santa Madre de Dios; no deseches nuestras súplicas en las necesidades, sino líbranos de todos los
peligros siempre, Virgen gloriosa y bendita».
LA VIRGINIDAD PERPETUA
La fe de la Iglesia, expresada en todos los credos a partir de los más antiguos (excepción hecha de dos
fórmulas breves arcaicas que, por ser exclusivamente trinitarias, no tocan el tema; D ENZINGER, n. 1), ha afirmado la
concepción virginal del Señor, es decir, que Jesús fue concebido de una virgen por obra del Espíritu Santo (cf.
DENZINGER, n.4s). En la fórmula con que esta fe se expresa en el símbolo apostólico-sobre todo, a partir del
Textus receptus de ese símbolo («fue concebido por obra del Espíritu Santo y nació de María virgen»; D ENZINGER,
n.7), desde finales del siglo IV se vio una doble afirmación: virginidad en la concepción de Jesús («fue concebido por
obra del Espíritu Santo») y parto virginal o virginidad de María también en el parto («y nació de María virgen»). Así el
sínodo de Milán del año 393 y, además de otros Santos Padres, San León Magno, después del cual esta interpretación
del símbolo apostólico se hizo general (cf, J. A. de ALDAMA, Virgo Mater (Granada 1963] p.69-79).
La profesión de fe de que María fue siempre virgen (aeipárthenos) aparece por vez primera en la forma amplia
del símbolo de San Epifanio (+ 403; D ENZINGER, n.13: «fue perfectamente engendrado de Santa María siempre
virgen por obra del Espíritu Santo»). La virginidad perpetua de María se entendía como virginidad antes del parto, en
el parto y después del parto. Este análisis de lo que contiene la afirmación de la virginidad perpetua de María, se
encuentra a finales del siglo V o principios del VI entre los obispos africanos que se hallaban en Italia por la
persecución de los vándalos: "He aquí, hermanos, dónde se muestra evidentemente que Santa María siempre fue
virgen y permaneció virgen: virgen antes del parto, virgen en el parto, virgen después del parto» (cf. A LDAMA,
Virgo Mater p.235). En el siglo VII, San Ildefonso de Toledo escribe la mejor monografía patrística Sobre la
virginidad perpetua de Santa María (ed. crítica V. BLANCO, en V. BLANCO-J. CAMPOS, Santos Padres españoles
t.l (Madrid 1971) p. 43- 154), donde se encuentra acuñada la siguiente fórmula: «Virgen antes de la venida del Hijo,
virgen después de la generación del Hijo, virgen con el nacimiento del Hijo, virgen después de nacido el Hijo» (c. 1:
ed. cit., p.53; para la mariología de San Ildefonso cf. J. M. C ASCANTE, Doctrina mariana de San Ildefonso de
Toledo, Barcelona 1958). En todo caso, la fórmula ternaria que hemos visto en los obispos africanos refugiados en
Italia se hizo clásica en cuanto que resultó complexiva de cuanto se quería afirmar con la virginidad perpetua. El año
1555 la hizo suya el papa Paulo IV en la enumeración que contiene «los fundamentos de la misma fe», o sea, las
verdades fundamentales de la fe, a la vez que condena a aquellos que dicen «que la misma beatísima Virgen María no
es verdadera madre de Dios ni permaneció siempre en la integridad de la virginidad, a saber, antes del parto, en el
parto y perpetuamente después del parto» (DENZINGER, n.993). Queda así completamente claro el alcance concreto
de la afirmación de la fe de la Iglesia sobre la virginidad perpetua de María.
La doctrina bíblica sobre la virginidad perpetua de María
El caso concreto de la virginidad de María, a pesar de su singularidad, en cuanto que se conjuga con su
maternidad divina en la concepción y el parto de Jesús, no puede valorarse correctamente fuera del contexto de la
teología neotestamentaria sobre la virginidad. San Pablo (1 Cor 7,32ss) insiste en la entrega al Señor del corazón sin
dividir, que se hace posible cuando se vive una castidad consagrada; el concilio Vaticano II ( Constitución dogmática
sobre la Iglesia n.42) explica esta doctrina paulina, hablando del «don precioso de la divina gracia, concedido a
algunos por el Padre (cf. Mt 19,11; 1 Cor 7,7) para que en la virginidad o en el celibato se consagren más fácilmente a
sólo Dios con el corazón indiviso (cf. 1 Cor 7, 32ss)». Todos tienen que consagrarse a sólo Dios. Pero hay un modo
peculiar que hace más fácil esa consagración, y es la actitud esponsalicia de quien, renunciando al legítimo
intercambio de amor, característico del matrimonio, pretende dar al Señor, al que toma como su esposo y único amor,
el corazón sin dividir. Es éste un camino que facilita la consagración a sólo Dios.
La virginidad de Mana posibilita en ella una concentración de su amor en su Hijo único. Es lo que Lutero
percibió y expresó en un bello texto de 1539: «Después de que sintió que ella era la Madre del Hijo de Dios, no deseó
ser madre de un hijo de hombre, sino que permaneció en aquel don» (WA. 48,579). No me interesa aquí la impresión
que puede suscitar el texto de Lutero, según el cual el propósito de virginidad en María parece ser posterior a la
experiencia mística de la anunciación. Lo impórtame es la visión de María, que lanza plenamente su amor hacia quien
es para ella el «don» por antonomasia: Jesús. Es claro que el amor a Jesús se refundirá, a partir de El, hacia los demás -
y en primer lugar hacia una persona que le estaba sumamente cercana, José-; pero todos los demás, incluido José, con
quien no la une el amor típicamente matrimonial, serán mirados y amados a partir de Jesús y en relación con Jesús, es
decir, por la relación que tienen con Jesús.
En las letanías lauretanas se aclama a María como «Reina de las vírgenes». Digamos que ella es también
prototipo de la actitud en que han de vivir las almas verdaderamente virginales.
LA INMACULADA CONCEPCIÓN
El día 8 de diciembre de 1854, Su Santidad Pío IX definía solemnemente como dogma la Inmaculada
Concepción de María: «Declaramos, proclamamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen
María fue preservada inmune de coda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular
gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús, salvador del género humano, está
revelada por Dios» (DENZINGER. n.1641).
En el momento de ser concebida, María no contrajo ese pecado original, heredado del pecado de los primeros
padres, por el que todos nosotros antecedentemente a todo acto personal, somos ya, «desde el comienzo, hijos de ira»
(Ef 2,3); la frase de San Pablo, traducida literalmente dice que «éramos por naturaleza hijos de ira»; pero phvsei en
dativo ( = «por naturaleza») no tiene el sentido metafísico de lo que se es esencialmente, ni de algo que afecta
totalmente todo nuestro ser, corrompiéndolo plenamente, sino el sentido histórico de lo que se es (en este caso,
pecador e «hijo de ira») desde que se comienza a existir (cf. J. MEHLMANN, Natura Filii Irae. Roma 1957). Esta
situación -como hemos dicho- es herencia del pecado de Adán. Así lo afirma expresamente San Pablo: «Por esto,
como por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así a todos los hombres alcanzó la
muerte, porque todos pecaron» (Rom 5.12). La frase final («porque todos pecaron») no se refiere a pecados
personalmente cometidos por los hombres, sino al mismo pecado de Adán, en cuanto transmitido a todos sus
descendientes; es la situación enunciada en el v. 19 por el mismo San Pablo: «por la desobediencia de un solo hombre,
todos los demás quedaron hechos pecadores». El pasaje de Ef 2,3 es importante, porque establece una relación entre la
situación de pecado original, en que somos concebidos y nacemos, y la debilidad, por la que fácilmente incurrimos en
pecados personales; de hecho, en ese versículo, San Pablo enumera determinados vicios en los que se incurre por culpa
personal, y añade, como explicación del fenómeno, la situación de «hijos de ira» que teníamos desde el principio de
nuestra existencia. De modo análogo, aunque inverso, el don de la inmunidad del pecado primero se dio a María en
orden a una santidad suya personal perpetua, es decir, como comienzo de un plan de santidad total en ella.
He tenido interés en recordar la doctrina sobre el pecado original para tomar conciencia del estado de pecado
en que nacemos. Por él somos indigentes y necesitados de Cristo desde el principio; no hay nadie que no necesite de su
salvación, ni siquiera el niño de un día. San Agustín lo ha expresado con viveza y dramatismo a propósito del
bautismo de los niños (el fundamento del bautismo de los niños es la necesidad de lavar la mancha de pecado con que
nacen): «Llamarán su nombre Jesús. ¿Por qué? Porque El salvará a su pueblo. ¿De qué? De sus pecados. Ahora pre-
gunto de un niño: es llevado a la Iglesia para hacerlo cristiano, para bautizarlo, supongo que para que esté en el pueblo
de Jesús. ¿De qué Jesús? El que salva a su pueblo de sus pecados. Si no tiene algo que sea salvado en él, que lo quiten
de aquí. ¿Por qué no decimos a las madres: Quiten de aquí a esos niños? Pues Jesús es salvador; si éstos no tienen algo
que en ellos sea salvado, quítenlos de aquí» (Sermo 293: PL 38,1334).
Todas estas consideraciones sobre la universalidad del pecado original y sobre la situación de indigencia y de
necesidad de Cristo como Salvador en que el pecado original nos coloca, hacen comprender que la inmaculada
concepción constituye, como decía Pío IX, una «singular gracia y privilegio» (DENZ1NGER, n.1641). Que un estado
descrito por San Pablo como universal (Rom 5, 12 y 19) tenga una excepción por privilegio de Dios, no representa un
grave problema teológico (el milagro y la exclusión de una ley universa! siempre es posible para Dios); acomodando a
María un pasaje deuterocanónico del libro de Ester (15, 13; dentro de los suplementos griegos al libro de Ester), que
bíblicamente no se refiere a María, ciertas reflexiones en el siglo XVI sobre la Inmaculada se complacían en repetir:
«No morirás, porque nuestro edicto es para el común de la gente». Un problema teológico incomparablemente más
grave se planteó por el hecho de que la inmunidad de María de toda mancha de pecado original podía suscitar la
impresión de que María no había necesitado la salvación de Cristo, en cuya universalidad absoluta tanto insistió San
Agustín: no puede existir nadie que no necesite ser salvado por Cristo; tampoco María puede no ha ber necesitado de
Cristo Salvador. Pero afirmar que María estuvo exenta de todo pecado, aun del original, ¿no equivaldría a sustraerla de
la necesidad de ser salvada por Cristo? De hecho, esta dificultad retardó grandemente que la doctrina de la inmaculada
concepción de María fuera aceptada por todos los teólogos católicos (aunque el pueblo cristiano, con su sentido de la
fe, percibió pronto esta verdad y la incompatibilidad de la dignidad de María con cualquier mancha de pecado, incluso
con la del pecado original), y, consecuentemente, retardó también su misma definición dogmática. Pero sobre la
conciliación entre inmaculada concepción y redención de María volveremos más adelante dentro de este capítulo.
Los fundamentos bíblicos de la doctrina de la Inmaculada Concepción
En la Sagrada Escritura existen, objetivamente hablando, dos puntos de apoyo, a partir de los cuales pudo la
reflexión de la fe de la Iglesia ir desarrollando su persuasión de que María tenía que haber sido inmaculada con
respecto a toda mancha de pecado, incluida la del pecado original.
En el Antiguo Testamento se encuentra el pasaje clásico del Protoevangelio (Gen 3,15). Supuesto su sentido
mariológico, suficientemente estudiado más arriba en el capítulo 3, allí se afirma que Dios pone una enemistad entre
María y el demonio, que en la construcción del versículo está colocada en paralelismo con la enemistad que existe
entre Cristo mismo y el diablo (este paralelismo de enemistades aparece si se considera el versículo en su nivel
profundo). Una reflexión de fe sobre esta afirmación y su contexto paralelístico pudo descubrir que ambos, Cristo y
María, tuvieron las mismísimas enemistades contra el diablo (para utilizar la expresión de Pío IX, Bula definitoria de
la inmaculada concepción de María, en H. MARÍN, Documentos marianos n.285 (Madrid 1954). p. 181). Ahora bien,
si las enemistades son las mismísimas enemistades, es claro que tienen que ser totales, de modo que excluyan
cualquier amistad originaria con el diablo o un estado originario de pecado en María.
En el Nuevo Testamento, en el relato de la anunciación, el ángel llama a María con la palabra griega
kecharitomené (=«hecha objeto de la gracia de Dios») en Lc 1,28. Esta palabra, al estar utilizada como apelativo,
significa, sin duda, que María tiene, de modo estable, la gracia que corresponde a su dig nidad de Madre de Dios. Una
reflexión de fe descubrió que esa gracia tenía que ser en ella una «plenitud de gracia»; mas aún, que la única plenitud
que verdaderamente corresponde a la dignidad de Madre de Dios es aquella que se tiene desde el primer instante de la
existencia, es decir, una santidad total que abarque toda la existencia de María.
A finales del siglo XVII defendían el privilegio de la Inmaculada Concepción de María 150 universidades, de
las que 50 habían hecho el juramento de defenderlo; juramento que se exigía antes de la colación de grados a todos los
que aspiraban a ellos. Se había llegado ya al triunfo de la fe explícita en la Inmaculada Concepción también en los
ambientes intelectuales, aunque siguieran existiendo algunos reductos teológicos contrarios a la Inmaculada
Concepción.
En todo caso, la fe del pueblo se había adelantado a este triunfo, y tenía su expresión en la celebración de la
fiesta de la concepción de María. Para centrarnos en celebraciones en las que el sentido de la fiesta no es dudoso (la
santificación de María en su concepción y no la narración apócrifa de la concepción milagrosa de María por curación
de la esterilidad de su madre Ana) y cuya existencia es cierta, la fiesta se celebraba en Inglaterra en el siglo XI, desde
donde a partir del siglo siguiente se difundió por Francia, Bélgica, España y Alemania. A finales de la Edad Media se
celebra también en Roma. En conexión con la celebración litúrgica, se desarrolla una intensa piedad popular al
misterio. El año 1436, en el concilio de Basilea, Juan de Segovia no sólo señalaba la difusión enorme de la celebración
de la fiesta, sino el sentido del pueblo fiel, que reaccionaba contra los sermones de predicadores que negaran el
privilegio (cf. P. DE ALVA Y ASTORGA, -Bruxellis 1664- p.2l).
En los siglos XVI y XII, el entusiasmo popular por el privilegio es inmenso. En España, nuestro pueblo
cantaba enardecido:
Todo el mundo en general
a voces, ¡Reina escogida!,
diga que sois concebí da
sin pecado original.
Pero el pueblo no se limitaba a afirmar la existencia del privilegio. A nivel popular se había asimilado el
argumento que esbozó, por vez primera, Eadmero (1055-ca. 1124), el compañero, amigo, secretario y biógrafo de San
Anselmo de Canterbury: «Pudo, convino, lo hizo» (Tractatus de conceptione B. Mariae Virginis 10: PL 159,305). Este
modo de argumentación se había difundido ampliamente unido al nombre de Escoto (1265-1308), quien lo había
desarrollado posteriormente (cf. A. CARR-G. WILLIAMS, Inmaculada Concepción de María, en J. B. CAROL,
Mariología. trad. esp. (Madrid 1964 p. 345). Nuestro pueblo cantaba:
La asimilación de este argumento por el pueblo se explica fácilmente, ya que, prescindiendo de matizaciones
técnicas, expresa la gran intuición del sentido de la fe del pueblo: Dios no pudo permitir que su Ma dre estuviera
manchada en ningún instante de su existencia.
Santo Tomás de Aquino no llegó a admitir el privilegio de la Inmaculada Concepción de María, impresionado
por el temor de que su aceptación hubiera establecido una excepción a la universalidad absoluta de la salvación de
Cristo (cf. SANTO TOMÁS, Suma teológica 3 q.27 a.2 ad 2). Si María no tenía pecado alguno, ¿podía decirse que
había sido salvada por Cristo? ¿Tendría necesidad de un salvador en tal hipótesis?
Uno de los grandes méritos de Escoto en la teología de este misterio radica en haber desarrollado la idea de
que una redención que preserva de caer, en vez de librar después de haber caído, es una redención más perfecta (cf.
CARR-WILLIAMS, a.c.: CAROL, Mariología p.345). María fue redimida de ese modo más perfecto.
En uno de sus autos sacramentales, Calderón de la Barca lo expresó espléndidamente:
Cosa es clara
que le he debido más yo,
pues antes de haber caído
me ha excusado de caer.
Inmaculada Concepción y santidad plena de María
La fórmula «inmaculada concepción» tiene, a veces, el riesgo de ser entendida de un modo meramente
negativo, es decir, como mera inmunidad de la mancha de pecado original, con la que somos concebidos y nacemos
todos los demás hombres. Convendría no olvidar que el punto de partida de la reflexión de fe para llegar al
conocimiento de este misterio está expresado en el Nuevo Testamento del modo más positivo imaginable: «llena de
gracia» (Lc 1,28). Esta plenitud de gracia excluye todo pecado en María. La inmaculada concepción de María no
tendría sentido alguno si no se la concibe como un comienzo de estado de santidad ya en el primer instante de su
existencia, que ha de prolongarse y permanecer durante toda la vida. La santidad perpetua de María implica en ella la
exclusión de todo pecado, incluso venial, durante toda su vida; así lo definió el concilio de Trento (ses.6, Decreto
sobre la justificación cn. 23: DEZINGER, n.833; cf. J. A. DE ALDAMA, El valor dogmático de la doctrina sobre la
inmunidad del pecado venial en Nuestra Señora: Archivo Teológico Granadino 9 [1946] 53-67). Pero no olvidemos
que es una santidad que excluye el pecado; el acento debe recaer sobre la plenitud de gracia; la vida de María ejercita
todas las virtudes; como consecuencia de ese actuar virtuoso, queda excluido todo pecado. Lo positivo que María vive
y de lo que María está adornada es la raíz de la exclusión de todo lo que es negativo y pecaminoso.
El sentido del privilegio de la Inmaculada Concepción está perfectamente expresado en la liturgia de la Iglesia.
La oración de la misa de la fiesta comienza con estas palabras: «¡Oh Dios, que por la concepción inmaculada de la
Virgen María preparaste a tu Hijo una digna morada... » El privilegio se ordena a que María sea palacio hermosamente
ornado para recibir en sí al Hijo de Dios, que de ella había de tomar carne. Llamados a ser templos del Espíritu Santo,
es necesario que también nosotros vivamos santamente, a la vez que excluimos de nuestras vidas, en la mayor medida
posible, el pecado (el pecado venial semideliberado no puede excluirse sin un privilegio especial de Dios, que la
Iglesia sólo conoce como concedido a María; cf. CONCILIO DE TRENTO, ses. 6, Decreto sobre la justificación cn.
23: DENZINZER, n. 833). Sólo así seremos menos indignos de ser templos del Espíritu Santo; sin exclusión del
pecado grave, ni siquiera podríamos llegar a serlo.
LA ASUNCIÓN DE MARÍA
Casi un siglo después de la definición dogmática de la Inmaculada Concepción por PÍO IX, en el Año Santo
de 1950, el 1° de noviembre, Su Santidad Pío XII definía como dogma de fe la asunción corporal de María:
«Proclamamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado que la Inmaculada Madre de Dios, Siempre
Virgen María, cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial» (Bula
definitoria de la asunción: DENZINGER, n.2333). El objeto primario de la definición es la glorificación corporal de
María -y no sólo glorificación de su alma- una vez «cumplido el curso de su vida terrestre»; esta última fórmula puede
resultar un poco rebuscada, pero fue necesario utilizarla una vez que se determinó no definir si María había muerto (y,
en ese caso, la asunción habría que interpretarla como resurrección gloriosa anticipada) o si había sido tomada y
glorificada por Dios en toda su realidad existencial humana sin pasar por la muerte, de modo parecido a lo que
sucederá con los justos a los que la parusía del Señor encuentre vivos al final de la historia (cf. 1 Cor 15,51: «No todos
moriremos, pero todos seremos transformados»). Por lo demás, el hecho de que Pío XII no definiera dogmáticamente
que María murió previamente a su asunción, no quiere decir que este punto sea teológicamente libre. Pienso que hay
que afirmar con certeza la muerte de María como una verdad que está atestiguada por la Tradición, la cual se ha
manifestado claramente durante muchos siglos.
En todo caso, matizando más el sentido del dogma, habría que decir que afirma que María se encuentra
anticipadamente en la situación propia de los gloriosamente resucitados, hecha semejante a su Hijo, que resucitó de
los muertos (cf. PABLO VI, El credo del Pueblo de Dios n. 15); en otras palabras, la situación a la que los demás
justos sólo llegarán el día de la parusía del Señor (cf. 1 Cor I5,23s), ha sido concedida ya anticipadamente a María.
Esa situación no consiste solamente en el estado en el que las almas de los justos, gozando de la bienaventuranza
eterna, ven a Dios como El es (cf. PABLO VI, El credo del Pueblo de Dios n.29), sino del gozo de esos bienes en una
situación de plenitud existencial humana, es decir, por parte del hombre todo en su realidad de cuerpo y alma, en su
unidad humana de cuerpo vivificado por el alma.
En la fórmula definitoria de la asunción es interesante que PÍO XII haya colocado, en aposición con el nombre
de María, los privilegios que constituyen los otros dogmas marianos que hemos estudiado en los capítulos
inmediatamente precedentes (5 al 7): «Madre de Dios», «Siempre Virgen», «Inmaculada». Con ello, el Papa no
pretendió definir que María haya sido asunta en cuerpo y alma porque es «Madre de Dios», «Siempre Virgen» e
«Inmaculada», sino simplemente ha definido que María, la cual es «Madre de Dios», «Siempre Virgen» e
«Inmaculada», ha sido asunta en cuerpo y alma. Sin embargo, fuera de la fórmula definitoria, la constitución
apostólica en que se definió la asunción indica estos tres privilegios como razones teológicas a favor de la asunción
(Bula definitoria de la asunción, en H. MARÍN, Documentos marianos n.797 [Madrid 1954] p. 636s; n.804s p.647s).
En realidad, esta conexión de los diversos privilegios de María entre sí es obvia. Sería inconcebible que hubieran sido
concedidos a María sin relación alguna entre ellos, es decir, sin que respondieran a un plan de con junto de Dios sobre
María. Precisamente a partir de ese plan de conjunto, conocido o vislumbrado gracias a la divina revelación, es posible
argüir (debatir) de unos a otros de los privilegios.
Fundamentos bíblicos de la doctrina de la asunción de María
1. Desde el siglo II, los Padres afirman una especial unión de María, la nueva Eva, con Cristo, el nuevo
Adán, en la lucha contra el diablo. El tema es muy claro en la Tradición desde el siglo II, como veremos
en el capítulo siguiente. Pero la idea esta apuntada ya en Gen 3,15, admitido su sen tido mariológico. En el
fondo, PÍO XII , en su constitución apostólica en la que definió la asunción, prefirió prescindir del sentido
mariológico del Protoevangelio y tomarlo en su sentido cristológico, mucho más evidente e indiscutible.
Pero, como es obvio, al prescindir del sentido mariológico del Protoevangelio, se vio obligado a tomar esta
idea de la Tradición.
2. Según Gen 3,15, la lucha de Cristo contra el diablo había de culminar en su victoria total sobre el
demonio. En efecto, en el Protoevangelio se anuncia que el descendiente de la mujer, el Mesías, aplastará
la cabeza de la serpiente.
3. Según San Pablo (Rom 5 y 6; 1Cor 15,21-26.54 y 57), la victoria de Cristo contra el diablo fue victoria
sobre el pecado y la muerte.
4. Hay que afirmar una especial participación de María (que habrá de ser plena, dada la plenitud de su
participación en la lucha) en esta victoria de Cristo, victoria de la que es parte esencial y último trofeo la
resurrección de Cristo: la especial participación de María en la victoria de Cristo no podría considerarse
completa sin la glorificación corporal de María (cf. 1 Cor 15, 54: «cuando este cuerpo corruptible se
revista de incorrupción y este cuerpo mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá este texto de
la Escritura: «La muerte quedó absorbida en la victoria»; no se olvide que muy poco antes, 1 Cor 15, 26,
San Pablo enseña que «el último enemigo que será anulado será la muerte», es decir, no hay victoria total
hasta que se realice la victoria sobre la muerte en cuanto que sólo entonces queda anulado el último
enemigo).
Es interesante la importancia que Heb 2,14s da al tema de la victoria de Cristo sobre el diablo, entendiéndola
como liberación de la muerte: Cristo participó de nuestra naturaleza humana «para aniquilar por la muerte al que
poseía el poder de la muerte, es decir, al diablo, y liberar a todos aquellos que con el miedo de la muerte estaban
durante toda la vida sujetos a la esclavitud». Esa liberación comienza en Cristo resucitado y terminará envolviéndonos
también a todos nosotros cuando resucitemos; pero ello sucederá con un orden muy concreto, que describe 1 Cor 15,
23s: «la primicia, Cristo; después, los de Cristo en su parusía; después vendrá el fin». La sin gularidad de la asociación
de María a la lucha de Cristo contra el «que poseía el poder de la muerte, es decir, el diablo», absolutamente superior a
la asociación que tenemos los de Cristo en esa lucha, hace que también la asociación de María a la victoria de Cristo
sobre la muerte tenga que colocarse en un nivel singular y propio, superior al de los de Cristo, que resucitarán en la
parusía del Señor al final de la historia.
Con cierta frecuencia se ha atacado la firmeza de la Tradición sobre la asunción de María, señalando que sus
orígenes hay que descubrirlos en conexión con narraciones apócrifas. El estado actual de la investigación científica
obliga a ser mucho más prudentes y matizados en la valoración de los apócrifos. Sin incurrir en exageraciones
optimistas de signo contrario a la subvaloración que ha estado de moda durante largo tiempo, hay que reconocer que
no pocos apócrifos son narraciones populares o catequesis ornamentadas con elementos de imaginación popular en
orden a enseñar verdades válidas de Tradición . En este estado de cosas, parece que no es temerario afirmar que desde
finales del siglo II se comenzó en la Iglesia a interrogarse sobre los últimos momentos de la muerte de la Virgen (cf.
A. DE SANTOS OTERO, Los evangelios apócrifos, 2a ed. [Madrid 1963] p.576s, donde cree probable «suponer la
existencia de un arquetipo primitivo, del que derivaran los mencionados textos apócrifos» sobre la asunción, y que
podría situarse cronológicamente ya en el siglo II). El Transitus, escrito por el Pseudo-Melitón quizás afínales del
siglo IV, tiene una singular importancia en esta línea. En sus contenidos realizó un gran progreso, ya que afirma la
resurrección definitiva del cuerpo de María y su elevación a los gozos del paraíso en intimidad completa y permanente
con Cristo glorioso (cf. C. BALlC, Testimonia de Assumptione Beatae Virginis Mariae ex omnibus saeculis t.I [Roma
1948] p.140); por tanto, el concepto de asunción que aparece en el Pseudo-Melitón es el de resurrección anticipada;
pero tiene aún mayor importancia el que este escrito, aparte de su narración fantástica, se esfuerza, por ofrecer una
justificación teológica de la asunción: indica, como sus fundamentos, la maternidad y la virginidad de María (BALIC,
o.c., 1.1 p. 141). San Gregorio de Tours (+ 594) dio una amplia difusión en Occidente a las ideas de este apócrifo.
Aparte de estos testimonios interesantes tomados de los apócrifos, hay que señalar, por la conexión existente
entre lo que se llama la ley de orar y la ley de creer (ya que el culto, sobre todo el litúrgico, expresa siempre las
convicciones de fe de una época), que la fiesta de la Dormición de María se celebra en Jerusalén ya en el siglo VI, y
hacia el año 600 en Constantinopla. En seguida aparece que lo que se celebra de hecho es la glorificación de María;
más aún, el nombre de la Asunción para esta fiesta parece que es más antiguo que el de Dormición. A finales del siglo
VII, la fiesta se introduce en Roma, donde en seguida se llama «Asunción de Santa María». Durante los siglo VIII y
IX, la fiesta se extiende por todo Occidente. Con ella la aceptación de la opinión piadosa se hace común en el pueblo
cristiano bajo la guía de los pastores.
Finalmente, baste señalar en este apartado que a partir del siglo VIII existen en Oriente muchos testimonios
patrísticos de la fe en la asunción: San Modesto de Jerusalén (BALIC, Testimonia t.1 p.77s), San Germán, patriarca de
Constantinopla (BALIC, o.c., t.1 p.82-86), San Juan Damasceno (BALIC, o.c., 1.1 p.86-90).
a) Ya en los comienzos del siglo III, Tertuliano llamaba a la mera pervivencia del alma «media resurrección»
(cf. De resurrectione 2: PL 2,796). Por eso exclamaba: «Pero ¡qué indigno sería de Dios llevar medio hombre a la
salvación» (De resurrectione 34: PL 2,842). Sobre este trasfondo aparece toda la dimensión religiosa del dogma de la
asunción. María fue asunta no meramente para que el gozo de su alma se extendiera también al cuerpo. Hay motivos
mucho más profundos para entender el porqué de la asunción de María. Aunque el alma del justo que no tenga nada de
qué purificarse entre en la visión inmediata de Dios en seguida después de la muerte (cf. BENEDICTO XII, const.
Benedictus Deus: DENZINGER, n.530), hay que reconocer que el sujeto que entra en esa visión es un sujeto
incompleto. Sólo el hombre entero es capaz de una más intensa posesión de Dios, en cuanto que no es sujeto
incompleto (medio hombre, podríamos decir). La asunción de María le da la posibilidad de poseer a Dios de ese modo
más intenso que corresponde a la situación de resurrección final.
b) María por su asunción es una resucitada. Ahora bien, la resurrección de Cristo aparece en el Nuevo
Testamento como dinámica: «Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere más, la muerte no tiene ya dominio
sobre El» (Rom 6,9); y la carta a los Hebreos completará el pensamiento. «siempre vivo para interceder por ellos (por
los que por El se llegan a Dios)» (Heb 7,25); también San Juan, pensando en Cristo resucitado, lo presenta como
nuestro abogado ante el Padre (cf. 1 Jn 2,1). Una reflexión paralela sobre el misterio de la asunción puede iluminarlo
poderosamente. En toda la tradición de la Iglesia se ha valorado fuertemente la im portancia de la intercesión de los
santos. Sin embargo, habría que tener en cuenta -sin que con ello pretenda la más mínima subvaloración del culto a
ellos- que en realidad quienes interceden son las almas de los santos, es decir, una realidad que, como acabamos de
ver, ya Tertuliano calificaba de «medio hombre». Sólo Cristo y María interceden con toda su realidad existencial
humana. Sin duda no es éste el único aspecto de superioridad de la intercesión de María comparada con la intercesión
de los santos -como tampoco lo es en el caso de Cristo-, pero ya por este solo aspecto es claro que la intercesión de
María se coloca a un nivel superior al de ellos.
c) Tratándose de resucitados en el caso de Cristo y en el caso de María, hay que decir que, junto al trono del
Padre, además del corazón resucitado de Cristo, está un corazón materno de carne, el corazón de María, latiendo de
amor hacia nosotros y preocupándose con solicitud materna por nuestros problemas. Esta realidad explica que la
Iglesia dé culto sólo a sus dos corazones (como corazones vivos y no como reliquias, como puede ser el caso del
corazón incorrupto de Santa Teresa): al corazón sagrado de Cristo y al purísimo corazón de María. Sólo estos dos
corazones están actualmente junto al trono del Padre latiendo de amor y solicitud por nosotros.
Ordinariamente, al hablar de los dogmas marianos, suelen enumerarse los cuatro que hemos estudiado en los
capítulos anteriores (5 al 8): la maternidad divina de María, su virginidad perpetua, su inmaculada concepción y su
asunción corporal. Sin embargo, quiero expresar mi persuasión de que constituye una verdad dogmática sobre María
su asociación a la obra salvadora de Cristo (si nos limitamos a afirmar el hecho fundamental prescindiendo de
ulteriores explicaciones teológicas discutibles y de hecho discutidas), que ya la más antigua Tradición cristiana
expresó con el tema de la «nueva Eva» aplicado a María.
El tema puede considerarse como verdaderamente primitivo; prácticamente, en inmediata conexión con los
tiempos apostólicos. Aparece por vez primera en San Justino (Dialogus cum Tryphone Indaeo 100: PG 6,712), quien
hace la contraposición paralelística entre Eva y María, es decir, entre la primera y la segunda Eva. A partir de este
paralelismo de contraste, se forjará más tarde el título mismo de «nueva Eva».
Ya el Nuevo Testamento (1 Cor 15,45) habla de Cristo como del nuevo Adán. Con respecto a Cristo, por
tanto, ya en el Nuevo Testamento existe no sólo el tema, sino el título mismo. Por otra parte, es importante que el
Nuevo Testamento fija, con su modo de hablar, el punto de referencia del título de «nuevo Adán» al aplicarlo
explícitamente a Cristo. Con ello, título y punto de referencia, cuando se trata del «nuevo Adán», quedan establecidos
desde el principio.
Por el contrario, el tema de la «nueva Eva», aparte de haber tenido que experimentar un proceso de ma-
duración hasta convertirse y concretarse en el título propiamente dicho, al no haber recibido, ya en el Nuevo
Testamento, un punto de referencia fijo, aparece en la Tradición unas veces referido a María, y otras a la Iglesia. Lo
notable es que la doble referencia aparece incluso en los mismos autores; así, por ejemplo, en Tertuliano el tema se
aplica, en ocasiones, a María (cf. De carne Christi 17: PL 2,782), y en ocasiones, a la Iglesia (cf. De anima 43: PL
2,723). En todo caso, la más antigua aplicación del tema de la «nueva Eva» a la Iglesia es anterior al año 150 y se
encuentra en la llamada segunda epístola de Clemente (II Epístola ad Corinthios 14,2: FUNK, 1,200 y 202). Si se
tiene en cuenta que el tema referido a María aparece por vez primera, como hemos visto, en San Justino, hay que
constatar que la referencia del tema de la «nueva Eva» a María y a la Iglesia son prácticamente contemporáneos y,
como acabamos de exponer, coexisten incluso dentro de los escritos de un mismo autor, como es el caso de Tertuliano.
El uso del tema de la «nueva Eva» con dos referencias distintas (María o la Iglesia), las dos tradicionales,
antiquísimas y prácticamente contemporáneas, no sería pensable si no estuviera sugerido por un fondo ideológico
común en los dos casos: el convencimiento de que ambas, María y la Iglesia, tienen una función de cooperación activa
en la obra salvadora de Cristo, como la antigua Eva la tuvo en el pecado del primer Adán. La idea de una ayuda
semejante a Adán (cf. Gen 2,20), aunque semejante no significa, en modo alguno, igual, está primariamente viva en el
tema de la «nueva Eva». Sin embargo, hay que reconocer que la idea común a las dos referencias no implica una
perspectiva idéntica en ambos casos; los matices son suficientemente diversos para no poder considerar las dos
utilizaciones del tema como sinónimas.
El tema de la Iglesia como "nueva Eva» se sitúa en la perspectiva de una colaboración de la Iglesia en la
realización de la obra salvadora de Cristo, en cuanto que ella, esposa de Cristo y madre de los cristianos, distribuye -
especialmente con su acción sacramental-las gracias de la redención. La perspectiva es diversa en el caso de María. El
acento se coloca en la realización de la obra misma de la salvación en una colaboración de María a la obra misma por
la que esas gracias se adquieren.
Así, habrá que proceder con prudencia en la lectura de textos patrísticos sobre este tema. Es bien sabido que
San Ireneo ha llamado en dos ocasiones a María «Abogada de Eva» (Demonsntratio apostalicae praedicationis 33:
SC 62,b5). Nada parecería sugerir tan inmediatamente una idea de intercesión como el título de «abogada». Y, sin
embargo, en San Ireneo el contexto del título en los dos pasajes evoca un tema distinto: el cuadro es María, que
obedece, en contraposición a Eva, desobediente. «No es que haya intercedido por ella, que haya salido por ella, que
haya hecho valer algunos méritos a su favor. Es sencillamente que ha realizado lo contrario de lo que hizo Eva, y de
ese modo ha destruido su obra (ha deshecho el nudo trabajando en sentido contrario); por lo cual ha conseguido
rectificar también las funestas consecuencias de la desobediencia de Eva» (J. A. de ALDAMA, María en la patrística
de los siglos I y II [Madrid 1970] p.289). La alusión es así, simplemente, a la escena de la anunciación, al «sí» de
María, por el que nos vino Cristo, y, con El, la salvación; a la obediencia del «sí» de María, que de este modo es
destructora de la acción de Eva.
Otros muchos títulos que se entienden hoy de la aplicación de las gracias por la intercesión de María, se
entendían primitivamente de ella, «nueva Eva», en el orden de adquisición de las gracias, es decir, en el sentido ya
indicado de su cooperación a la obra por la que la salvación se realiza (cooperación que se ve fundamentalmente en el
«sí» de la anunciación). Así, el título de «Madre» en San Jerónimo, San Agustín y San Pedro Crisólogo (Sermo 99: PL
52,478s; cf, Sermo 140: PL 52,576), aunque sugiera hoy a la piedad cristiana también, y quizás principalmente, una
solicitud maternal que María ejercita desde el cielo con su intercesión. Más tarde sucederá lo mismo con títulos como
los de «Señora, Iluminadora, Estrella del mar», y además el de «Reina»; el de «Medianera»; «Ventana del cielo,
Puerta del paraíso, Escala celeste», en San Pedro Damiano (Sermo 46: PL 144,753); e incluso con el de «Cuello», en
Germán de Tournai.
Mientras permaneció esta diversa perspectiva en la aplicación del título a María y a la Iglesia respectivamente,
es claro que expresiones aparentemente paralelas, como, por ejemplo, «la salvación por María» y «la salvación por la
Iglesia», no tienen el mismo significado. En el primer caso, la expresión se refiere al hecho de que María nos ha dado
a Cristo a través de la libre aceptación de la encarnación redentora, al hecho de que ella ha traído al mundo el
verdadero fruto de la vida; pero no significa entonces una participación directa de María en la aplicación de las gra cias
de la salvación. En este sentido será necesario entender la frase lapidaria de San Jerónimo; «La muerte [nos viene) por
Eva, la vida por María» (Epístola 22,21: PL 22,408). Y lo mismo debe decirse de otras frases semejantes.
La segunda expresión, «la salvación por la Iglesia», es sinónima del principio teológico «fuera de la Iglesia no
hay salvación». Con ella se alude a la aplicación inmediata de los frutos de la redención; el término, así aludido, es la
acción salvadora a través de los siglos, en la que la Iglesia coopera con Cristo distribuyendo las gracias que los
hombres recibimos de ella. Este es el sentido de las palabras de San Ireneo: «Del cual (del Espíritu) no son partícipes
todos aquellos que no corren a la Iglesia. (...) Porque donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios, y donde está el
Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia» (Adversus haereses 3,24,1: PG 7,966). O el de estas otras de San
Cipriano: «De ella [de la Iglesia] nacemos, con su leche somos nutridos, con su espíritu somos animados. (...) Ya no
puede tener a Dios como Padre el que no tiene a la Iglesia como madre» (De imítate Ecclesiae 5s: PL 4,502s).
Hay que decir en resumen que, durante un largo período, el tema de la «nueva Eva» aplicado a María y a la
Iglesia, aunque contenga una idea común de participación de ambas en la obra salvadora de Cristo, no coincide
adecuadamente en sus aspectos concretos, sino que más bien alude a esferas distintas de cooperación.
Poco a poco, sin embargo, el mismo hecho de que un tema común -la «nueva Eva»- se aplicaba a dos figuras
diversas, tenía que llevar a reflexionar sobre esas dos figuras y a compararlas entre sí. A los dos paralelismos
tradicionales Eva-María y Eva-Iglesia se va a añadir un tercero, que jugará un papel teológico importante de puente:
Maria-Iglesia. El punto de partida de esta comparación explícita hay que colocarlo en San Ambrosio.
Los resultados de esta reflexión comparativa son del mayor interés. De ella, la figura de María sale
enriquecida. Se toma conciencia de que ella, paralelísticamente con la Iglesia, tiene también una función en la
aplicación de las gracias; se toma conciencia de su función intercesora. Hay una transferencia y atribución a María del
campo que primeramente se reservaba a la cooperación de la Iglesia.
La toma de conciencia de que María intercede tiene correlación con el nacimiento y el desarrollo del culto a
María. Ese culto (en un sentido propio) no puede demostrarse como existente en los dos primeros siglos. Pero
oraciones a María -pienso, sobre todo, en la popularísima Bajo tu amparo ( = «Sub tuum praesidium»)- existen antes
del concilio de Efeso. Aproximadamente contemporáneo del papiro en que se encontró esta plegaria, es el grafito con
el saludo «Ave María» en griego, descubierto no hace mucho en la sinagoga judeo-cristiana de Nazaret. San Gregorio
Nacianceno pone una oración dirigida a María en labios de una virgen llamada Justina, que estaba en peligro de perder
su virginidad (Orado 24,11: PG 35,1181). Aparte de este culto privado, surge en el siglo V la primera fiesta litúrgica
de la Virgen, el «día de María Theotokos». Ya antes de la fiesta, hacia la mitad del siglo IV ha de situarse la
introducción de la mención de María en Oriente en el canon de la misa. No pretendo hacer aquí una historia del culto a
María, que se desarrolló extraordinariamente después del concilio de Efeso. Me interesa tan sólo fijar sus comienzos.
Y esos comienzos están en relación con la toma de conciencia de la función intercesora de María como fruto de la
reflexión comparativa entre María y la Iglesia (las dos realidades a las que desde el siglo II se venía aplicando el tema
de la «nueva Eva»). Más aún, hablando con mayor exactitud en la medida en que lo permiten los datos que poseemos,
habría que decir que el culto es un poco anterior a la reflexión indicada. Sería un caso más en que la vida se ha
adelantado a la teología, fenómeno que en mariología no es infrecuente.
Por el contrario, la figura de la Iglesia no salió enriquecida de la reflexión. No se le atribuyó, como resultado
de ella, una cooperación en la acción por la que Cristo nos adquirió las gracias. No era posible una atribución en esta
línea. La Iglesia ha comenzado a existir como consecuencia de esta acción de Cristo, y es obvio que la Iglesia no ha
podido cooperar a la obra a la que debe su existencia, o, más claro aún, no ha podido cooperar antes de existir.
La historia del tema de la «nueva Eva» aplicado a María nos lleva a concluir que su contenido de fe (la
Tradición sobre él es tan fuerte, que debe considerarse dogmáticamente vinculante) ha de situar se en una afirmación
de una cooperación activa de María en la obra de Cristo. La figura de María como asociada a la obra del Mesías, a su
lucha contra el demonio, se encuentra ya en Gen 3,15. La Tradición descubrió esa asociación, ya desde los comienzos,
sobre todo, en la cooperación de María para que la obra salvadora de Cristo se realizara, y, más en concreto, la vio en
el «sí» de María al anuncio del ángel; ya en el capítulo 4 subrayamos cómo en Lc 1,38, donde se nos relata la
respuesta afirmativa de María, culmina la importancia teológica de todo el relato de la anunciación. Más tarde se tomó
conciencia de que María coopera también a la obra salvadora de Cristo con su intercesión por la cual colabora en la
distribución de las gracias a lo largo de la historia. Todos estos elementos pertenecen, a mi juicio, al contenido de fe
del título «María, nueva Eva».
En el capítulo 2 señalé cómo Lutero quiso conservar un culto de alabanza a María suprimiendo el culto de
intercesión (el cual no podía tener cabida en su sistema teológico, dados los principios a partir de los cuales Lutero
construyó su sistema). La historia posterior del protestantismo ha demostrado que su intento fue vano. Es
prácticamente imposible, al menos a la larga, conservar un culto de alabanza si la persona a la que se tributa esa
alabanza no tiene alguna importancia positiva para mi salvación. En el capítulo presente ha aparecido un fenómeno
sumamente interesante: el culto a María no se desarrolló en la Iglesia si no es en conexión con el convencimiento de
que María no sólo hizo algo positivo para mi salvación con el «si» dado al ángel en la anunciación, sino que también
ahora puede hacerlo con su intercesión ante el trono del Padre.
EL CULTO A MARÍA
Con motivo de su visita a Isabel, María prorrumpió en un canto dirigido a Dios, el Magníficat, dentro del cual
profetiza que siempre se le tributará un culto de alabanza a lo largo de la historia: «He aquí que desde ahora me
llamarán dichosa todas las generaciones» (Lc 1,48). Ya en el capítulo 2 -y acabamos de repetirlo al final del capítulo
9- hemos visto que un culto de alabanza es psicológicamente inmantenible, al menos a largo plazo, si la persona a la
que se tributa alabanza no significa algo positivo para nosotros; más en concreto; el culto de alabanza no se sostiene a
la larga si no va también acompañado de un culto de petición y súplica. Diría que el culto es una realidad compleja.
Por ello, sólo persevera sano y vigoroso cuando no se le poda de alguna de sus dimensiones esenciales. Dentro de
ellas señalaría, fundamentalmente, tres: culto de alabanza o veneración, culto de imitación y culto de súplica. Pero
para no hablar meramente en abstracto, analizaremos algunos temas bíblicos esenciales en los que aparecen los
diversos aspectos del culto a María. Así conseguiremos también un fruto importante, al que Pablo VI (exhortación
apostólica Marialis cultus n.30: Ecclesia 34 [1974 | 417) invitaba hace unos años: dar sabor bíblico a nuestro culto a
María.
En el capítulo 4 explicamos cómo en Lc l, 35b-c («El Poder, es decir, el Altísimo, te cubrirá con su sombra;
por eso, lo que nacerá santo, será llamado Hijo de Dios»), a través de una alusión a Ex 40,34, se presenta a María como
arca de la Nueva Alianza. En ella, como en el arca de la alianza antigua cuando descendía la nube, va a habitar Dios
mismo durante nueve meses; como consecuencia de ese habitar en María tomando carne de sus entrañas, el que nazca de
ella es persona divina, es Dios. Cuando en las letanías lauretanas invocamos a María como «arca de la alianza», no le
estamos aplicando un título piadoso meramente, fruto quizás de una devoción barroca, amante de una sobrecarga
adjetivadora, sino recogiendo simplemente un tema neotestamentario.
Pero, antes de seguir adelante, creo importante señalar que el tema de María «arca de la N u e v a Alianza» es
en San Lucas mucho más que una mera alusión hecha de pasada. Para no detenerme en la insistencia literariamente
innecesaria de la fórmula del ángel a María: «concebirás en tu seno» (Lc 1,31), sólo inteligible como alusión al arca en la
que habita el Señor, es claro que San Lucas ha construido la narración de la visitación con un esquema cargado de alu-
siones a la traslación del arca relatada en 2 Sam 6,2-11. En ambos casos, el viaje se desarrolla en la tierra de Judá (2 Sam
6,2; Lc 1,39). El viaje da lugar a las mismas manifestaciones: júbilo del pueblo y del hijo de Isabel (2 Sam 6,12; Lc 1,44); sal-
tos de alegría de David y de Juan Bautista (2 Sam 6,16; Lc 1,41 y 44); gritos de aclamación del pueblo y grito de
aclamación de Isabel (2 Sam 6,15 y Lc 1,42, donde además se usa el verbo anephònèsen, que en la traducción griega del
Antiguo Testamento llamada de los LXX sólo se usa para designar las exclamaciones litúrgicas, y especialmente las que
acompañan a la traslación del arca). El arca es llevada a la casa de Obed-Edom (2 Sam 6,10), y María entra en la casa de
Zacarías (Lc 1,40). En ambas casas, la presencia del arca y de María son fuente de bendición (2 Sam 6,1 Is; Lc 1,41 y 44,
leídos a la luz del v.15: «será lleno del Espíritu Santo ya desde el seno de su madre»). Véanse otros paralelismos:
La asimilación que se hace así entre el arca del Señor y la Madre de mi Señor, induce, a pesar del posesivo
«mi» en Lc 1,43, que podría parecer como debilitante, a e n t e n d e r «Señor», en ambos casos, en sentido divino,
es decir, como traducción del nombre de Yahveh (que aparece en el hebreo de 2 Sam 6,9, y que es traducido por
«el Señor» / = ho Kyrios/ en la versión griega de los LXX).
2 Sam 6,11:
« El arca de Yahveh permaneció en «María permaneció con ella alrededor
casa de Obed-Edom tres meses». de tres meses».
Es interesante el final de la construcción. Lucas está construyendo su relato con alusiones a la narra ción de la
traslación del arca de 2 Sam 6,2-11. Pero está escribiendo historia. Una mera preocupación de paralelismo
simbólico le hubiera hecho afirmar que María estuvo con Isabel tres meses. Su fidelidad de historiador le obliga a
decirnos que ha redondeado la duración. Encontramos, una vez más, al historiador que no inventa hechos, sino que
meramente los presenta a la luz de acontecimientos veterotestamentarios. En todo caso, es claro que, para Lucas
(1,35 y 1,39-56, para no insistir en 1,31), María es el arca de la Nueva Alianza, dentro de la cual durante nueve
meses habita Dios mismo tomando carne de sus entrañas.
Pero volvamos a la invocación de las letanías lauretanas, en las que aclamamos a María como «arca de la
alianza» (=Foederis a r c a ) . Vale la pena subrayar las consecuencias del título para el culto mariano. Ante todo,
el arca era, para los judíos, objeto de un culto de veneración, precisamente porque en ella, dentro de ella, había
morado Yahveh (sólo a partir de la bajada de la nube sobre el arca comienza la Escritura a utilizar el verbo
shakan, no utilizado en ninguna teofanía anterior, cuyo significado principal es «habitar»). María es digna de
u n culto de veneración porque es el arca de la Nueva Alianza; en ella, en su seno, habitó el Señor para tomar
carne de ella; ella es así la Madre de Dios, la Theotokos. La realidad del dogma de Efeso puede expresarse a
través del tema del arca de la Nueva Alianza si se añade que la morada del Verbo en el seno de María no es
estática, sino dinámica, en cuanto que es en orden a tomar de ella la naturaleza humana. Pero, en todo caso, a
través del título de arca de la Nueva Alianza aparece la divina maternidad como el fundamento supremo del
culto de veneración a María.
Pero el arca era también, para los judíos, lugar donde Dios escuchaba sus oraciones. El libro primero de
los Reyes (c.8), en el relato de la consagración del templo por Salomón, contiene indicaciones preciosas sobre el
tema: colocación del arca en el sancta sanctorum (v.6), descenso de la nube (v. 13); el tema de la morada de Dios
(v.15; véase en el v.29 la fórmula «mi Nombre estará allí», como significativa de presencia); y, como consecuencia,
la designación del arca como espacio de encuentro, en el que Yahveh escucha las oraciones de su pueblo (v.28-
53). María, arca de la Nueva Alianza, es también lugar privilegiado, donde Dios escucha nuestras oraciones. Pero
no olvidemos que se trata de un arca viva, que, en cuanto tal, puede añadir su voz a las nuestras. Así, María no es
mero lugar donde Dios atiende nuestras plegarias, sino intercesora que se une a ellas ante el trono de Dios. En el
tema de María arca de la Nueva Alianza, encontramos también el fundamento para u n a piedad mariana de
intercesión y súplica.
Todo culto tiene un tercer aspecto, es decir, la imitación. El arca estaba construida con materias preciosas,
revestida de oro en su interior (Ex 25,11; en realidad, el revestimiento era también exterior; para el caso de
María, sobre su belleza externa como reflejo de su plenitud de gracia, cf. PABLO VI, Alocución a los participantes
en el VII Congreso Mariológico Internacional, 17 de mayo de 1975: Ecclesia 35 /I975 1)/ 709). Así correspondía a la
morada de Yahveh. En el caso de María, la Iglesia nos recuerda en la oración de la fiesta de la Inmaculada
Concepción que por ese misterio Dios quiso preparar en ella u n a morada digna para su Hijo. La concepción
inmaculada de María -lo hemos explicado al tratar de ella- no tiene un sentido meramente negativo
(preservación del pecado original), sino que implica la plenitud de gracia que se le concede desde el primer
momento de su existencia. Ni es un misterio circunscrito a un instante privilegiado de su vida, sino que es comienzo
de una vida llena de gracia que se va a prolongar hasta su último aliento, hasta su tránsito a la asunción. Es
interesante recordar que «llena de gracia» (Lc 1,28) es estar adornada de todas las virtudes, como cantó con
particular acierto Pablo Diácono (+ 797) precisamente en conexión con el tema de María «hecha templo del Señor» (cf.
Cándido Pozo, en Acta Congressus Moriologici-Maríani in Croatia anno 1971 celebrati t.3 [Romae 1972] p.334-37).
María, jardín de todas la virtudes, debe ser en ellas objeto de imitación para todos los cristianos; según palabras de
Pablo VI (exhortación apostólica Maríalis cultus n.22: Ecclesia 34 [1974] 413), la Iglesia se sitúa ante María «en eficaz
imitación cuando contempla la santidad y las virtudes de la ‘llena de gracia’ (Lc 1,28)».
Reina-Madre de la Iglesia
La «Salve» es, sin duda alguna, la más popular de las oraciones marianas en la Iglesia, que sólo cede, como es
obvio, en aprecio y uso, por parte de los fíeles, a la salutación angélica, el «Ave María». Así tenía que ocurrir. El
«Ave María» es evangélica en toda su primera parte, que está tomada de las palabras de Gabriel a María en la
anunciación (Lc 1,28) y del saludo de Isabel en la visitación de su parienta María (Lc 1,42), y se prolonga en una
segunda parte deprecatoria, que suplica la intercesión de aquella que tiene tantos títulos para hacerlo como la primera
parte agrupa. La «Salve» procede, probablemente, de la pluma de un español, Pedro de Mezonzo, obispo de
Compostela en las postrimerías del siglo X. Su belleza oracional y profundidad teológica le concedieron una amplia
difusión en Alemania ya en el siglo XI, que la lleva al interior de la plegaria litúrgica a partir del siglo XII, para llegar
a ser la oración conclusiva del Breviario en la reforma del rezo de las horas realizado por San Pío V. Pero más allá de
la oficialidad que estos hechos le confieren, impresiona su amplía aceptación popular, que hasta nuestros días se
manifiesta en su rezo y en su canto; en cuanto al canto, no sólo en la melodía gregoriana conocida de todos, sino en
popularísimas melodías hechas para las traducciones del texto a las lenguas vernáculas; bien conocida de todos es
la melodía española para el texto castellano
de la «Salve».
En todo caso, aun prescindiendo de estas breves alusiones históricas, impresiona el título inicial con que
se invoca a María, y q u e u n e los sustantivos de Reina y Madre, sumamente caros a ¡a devoción del pueblo cristiano
(«R eina y Madre de misericordia»). Los títulos aparecen en la «Salve» yuxtapuestos, meramente unidos por la
conjunción copulativa « y » . Sin embargo, una reflexión teológica sobre ellos permite descubrir que no deben
meramente yuxtaponerse, sino fundirse en la realidad compleja de María. Con ello espero poder mostrar con mayor
claridad la grandeza de su figura.
En el anuncio del ángel a María, al describir la índole y misión del futuro Hijo de María, se profetiza: «El
Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará sobre la casa de Jacob eternamente, y su rei nado no tendrá
fin» (Lc l,32s). En continuidad con la profecía de Natán (2 Sam 7,12-16), el Mesías aparece como heredero de la
dinastía davídica. Su reino, la Iglesia, será el nuevo Judá.
Ahora bien, trabajos históricos sobre las instituciones del reino de David, en los que sus autores no estaban
para nada preocupados por la figura de María, han puesto de relieve que en las tradiciones de la di nastía davídica,
mientras que carecía de categoría institucional la reina-esposa, la reina-madre (la gebirá) era, por el contrario, cargo
oficial (cf. R. DE VAUX, Instituciones del Antiguo Testamento, trad. esp. [Barcelona 1964 1 p. 172ss).
Betsabee es el primer caso de gebirá que encontramos atestiguado en la Escritura. Basta leer los dos primeros
capítulos del primer libro de los Reyes para advertir la diversidad de situaciones derivadas del rango diferente que
posee, respectivamente, como reina-esposa y como reina-madre. En el capítulo I vive todavía David. Betsabee es, por
tanto, reina-esposa. He aquí cómo se describe su situación frente a David: «Entró, pues, Betsabee a donde el rey, en su
cámara. [...] Betsabee se inclinó y prosternó ante el rey» (1 Re l,15s). Por el contrarío, en el capítulo 2 ya ha muerto
David, y Salomón es el nuevo rey. Betsabee es, por tanto, ya gebirá. De nuevo se describe un encuentro entre
Betsabee y el rey. Pero los rasgos descriptivos están llamativamente cambiados con respecto a la escena del capítulo
anterior: «Llegóse, pues, Betsabee al rey Salomón, (...) y el monarca se levantó a su encuentro, se inclinó ante ella y
sentóse en el trono, haciendo poner otro sitial para la madre del rey, que se sentó a su diestra» (1 Re 2,19).
Es interesante señalar que la gebirá no gobierna. Se limita a interceder. De hecho, así aparece Betsabee en la
escena que acabamos de evocar (1 Re 2,20: «Dijo ella: ‘Voy a pedirte una cosa insignificante; no me re chaces’.
Contestóle el rey: ‘Pide, madre mía, pues no te he de rechazar’»). Carece ahora de interés discutir si lo que en ella
pedía era realmente razonable o no. Nos importa tan sólo constatar el ámbito en que la función de la reina-madre se
ejercitaba.
Con respecto al tema de la gebirá existe en el Cantar de los Cantares un texto misterioso que supone una
intervención de la reina-madre en la coronación del rey; más exactamente, en una coronación espon salicia del rey:
«Salid y contemplad, ¡oh hijas de Sión!, al rey Salomón con la corona con que lo co ronó su madre el día de sus bodas
y en el día de la alegría de su corazón» (Cant 3,11).
La Iglesia es continuadora del reino de David (además de Lc l,32s, citado un poco más arriba, recuérdese Mc
11,10: «¡Bendito el reino, que viene, de nuestro padre David!»). Partiendo de esta continuidad entre el reino de David
y el reino mesiánico, es obvia la existencia de un cierto paralelismo de estructuras entre ambos. Cristo es el único Rey
de su Iglesia. El la gobierna y la rige. Pero a su lado encontramos la figura de una gebirá mesiánica (A. García del
Moral, La realeza de María según la Sagrada Escritura: Ephemerides Mariologicae 12 [1962] 161-82). La dignidad
de que aparece así investida la figura de María tiene que ser motivo de un culto de veneración hacia ella por parte de
todos los que somos ciudadanos del Reino de Cristo. Por otra parte, María tuvo u n a intervención decisiva en la
coronación del Rey, en la unción de la naturaleza humana por el Verbo, en la encarnación. Se trata de u n a unción
que ya en el período patrístico se interpretó con sentido de desposorio (cf. SAN AGUSTÍN, Sermo [Denis] 12,2:
Miscellanea Agostiniana 1,52). No es necesario insistir, u n a vez más, en q u e la encarnación es, ya en sí misma,
salvífica y no algo meramente previo a la redención; que no es solamente constituirse el ser que después va a
morir por nosotros, sino que ya en la encarnación ha comenzado a construirse el organismo de salvación, por in-
corporación vital al cual nosotros nos salvamos. Por ello, la cooperación de María a la encarnación a tra vés del «sí»
de su respuesta al ángel (Lc 1,38) es el primer aspecto de su intervención en la obra redentora, el más antiguo en la
Tradición, atestiguado -como veíamos en el capítulo precedente- ya por San Ireneo. María, como gebirá
mesiánica, no gobierna, intercede: las necesidades de su hijos las lleva con corazón materno hasta el trono del Rey.
Ello nos invita a la confianza en la intercesión de María, a la vez que es el fundamento de un culto de súplica a ella.
He dicho «con corazón materno»; la expresión no tiene nada de metafórico. El Rey Mesías y la gebirá mesiánica, como
resucitados, están junto al trono del Padre con sus corazones de carne, llenos de amor hacia nosotros. No olvidemos -
como explicábamos en el capítulo 8 al hablar de la asunción de María- que ésta es la razón por la que la Iglesia sólo
tributa culto a dos corazones: el de Cristo y el de María.
Pero volvamos a subrayar que gebirá es la reina-madre. El 11 de octubre de 1954, Pío XII proclamó a María
«Reina» (ene. Ad Caeli R e g i n a m , 11 de octubre de 1954, en H. MARÍN, Documentos marianos n.899-904 [Madrid
1954) p.789-809; cf. Alocución de l.° de noviembre de 1954, en Documentos maríanos n.919-23 p.831-38). Pablo VI,
al final de la tercera etapa conciliar, le dio el título de «Madre de la Iglesia» (21 de noviembre de 1964, Discurso de
clausura de la tercera etapa del concilio Vaticano I I : Ecclesia 24 (1964 III 1936). A la luz del título de gebirá, no de-
bemos separar ambos títulos papales. María es la Reina-madre de la Iglesia, la cual, después de haber intervenido
activamente en la constitución de Cristo como Rey de la Iglesia por la encarnación, ejercita su función por una
constante intervención en favor nuestro. No deja de ser sugestivo que todo ello estuviera implícito ya en tiempos de Pío
XII: es interesante que, después de su proclamación de María como «Reina», se estableciera como día para la
celebración de esa fiesta precisamente la fecha en que hasta entonces, a nivel de Iglesias particulares, venía cele-
brándose la fiesta de «María Medianera de todas las gracias», es decir, el 31 de mayo (día al que después de la última
reforma litúrgica se ha dado un sentido diverso, colocando en él la fiesta de la Visitación de Nuestra Señora,
trasladándola desde su antigua fecha del 2 de julio; por lo demás, la fiesta de la Visitación puede y debe interpretarse
como fiesta de «María arca de la Nueva Alianza»).
María Reina-madre de la Iglesia debe suscitar en todos nosotros sentimientos de inmensa confianza; somos
conscientes de la eficacia de su intercesión materna: «Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios; no deseches
nuestras súplicas en las necesidades, sino líbranos de todos los peligros siempre, Virgen gloriosa y bendita». Siento un
inmenso respeto ante todo cristiano que acude a María en sus problemas también materiales; ese respeto se impone,
pues el mismo Señor Jesús acogió a cuantos en sus problemas de enfermedades se acercaban a El. Sin embargo, no
será inútil recordar que nuestras necesidades espirituales deben ser el campo privilegiado de nuestras plegarias a la
que es Reina-Madre en el Reino de los bienes mesiánicos; es significativo que María aparece en el Nuevo Testamento
como intercesora primariamente para conseguir bienes espirituales: se interpretaría mal la intervención de María en
Caná si se la explicara como encaminada, en último término, a resolver el pequeño problema de unos novios que iban
a tener que sufrir el bochorno de que el vino no alcanzara hasta el final de la fiesta; la clave del milagro está en el v . l l
(«Así, en Caná de Galilea, dio comienzo Jesús a sus señales, y manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en E l »;
Jn 2,11); por la intercesión de María se fortaleció la fe incipiente de los primeros discípulos; cuando más tarde, en
Hech 1,14, los apóstoles «se dedicaban asiduamente a la oración con algunas mujeres, y María la madre de Jesús y los
hermanos de éste», la intercesión de María tiene como objeto la efusión del Espíritu Santo sobre la Iglesia naciente, que
de hecho tuvo lugar el día de Pentecostés (cf. PABLO VI, exhortación apostólica Marialis cultus n.18: Ecclesia 34 [1974 I]
411). Aumento de fe y efusión del don del Espíritu Santo sobre nosotros deben ser los favores que principalmente
imploremos de la intercesión de nuestra Reina-Madre.
La actitud del discípulo
En el capítulo 4 hemos estudiado ya el pasaje de Jn 19,25ss, en el que Jesús proclama a María como Ma dre de
sus discípulos, y, consecuentemente, a los discípulos como hijos de ella. Realmente puede resumirse toda la obra de
Cristo como un doble don: El, que no tenía más Padre que el Padre Celestial ni más Madre que su Madre terrena, ha
venido «para que recibiésemos la adopción» (Gál 4,5), para darnos «poder llegar a ser hijos de Dios» (Jn 1,12), para
que su Padre fuera nuestro Padre (cf. Jn 20,17), y, simultáneamente, darnos a su Madre terrena como Madre nuestra
(esto fue así por el modo como se realizó la encarnación salvadora, y Jn I9,25ss representa la proclamación del hecho
precedente).
La escena de Jn 19,25ss concluye con estas palabras: «Desde aquella hora, el discípulo la tomó como cosa
suya» (v.27). Eis ta idia hay que traducirlo no por «en su casa» (versión muy frecuente, que se encuentra incluso en la
reciente traducción litúrgica española), sino por «entre sus cosas»; en San Juan, la expresión nunca tiene el sentido de
«en su casa». San Juan ha señalado, otras veces, diversas cualidades que ha de reunir el discípulo para serlo realmente:
ha de guardar sus mandamientos (Jn 14,14.21 y 23), partiendo de un amor a Dios (1 Jn 5,2); los discípulos han de
amarse mutuamente (Jn 13,35); han de creer que Jesús ha sido enviado por Dios (Jn 17,8); han de adoptar una actitud
de humildad y servicio, siguiendo el ejemplo del Maestro (Jn 13,13-17). Ahora enuncia Juan una nota ulterior que el
discípulo ha de poseer: ha de tener a María como cosa suya; entre sus estructuras espirituales tiene que haber una
dimensión mariana que le haga acoger (lambanein no significa «mirar», sino «tomar» o «acoger») a María como a
Madre; la palabra «acoger» implica así todo un comportamiento filial con respecto a María.
La importancia de María no pasará jamás en la vida de la Iglesia. «Desde aquella hora» es la hora de Jesús,
inaugurada con su muerte redentora, y que no terminará hasta el fin de los tiempos. Se comprende por ello la frase de
Pablo VI en su homilía en el santuario de Nuestra Señora del Bonaria el 24 de abril de 1970: «si queremos ser cris -
tianos, debemos ser marianos». Pablo VI no enunciaba un pensamiento piadoso con estas palabras, sino que se
limitaba estrictamente a traducir Jn 19,27: desde entonces, todo discípulo de Jesús, para serlo, ha de tener una
profunda dimensión mariana.
Decía más arriba que el doble don en que puede resumirse la obra de Jesús es habernos dado como Padre
adoptivo a su Padre Celestial, y como Madre espiritual, a su Madre terrena. Un padre y una madre se preocupan
siempre de aconsejar bien a sus hijos. Es interesante subrayar que Pablo VI ha visto que nuestro Padre celestial y
nuestra Madre María nos dan un idéntico consejo de vida. En las palabras de María a los sirvientes cuando el milagro
de Caná: «Haced lo que El os diga» (Jn 2,5), descubre el Papa un valor universal, que ha de tener resonancias también
hoy para nosotros; posteriormente señala que tales palabras «son una voz que concuerda con la del Padre en la teofanía
del Tabor ‘Escúchenle’ (Mt 17,5)» (exh. apost. Marialis cultus n.57: Ecclesia 34 [1974 1] 423). Así, ambos, nuestro
Padre Celestial y la Madre terrena de Jesús, que es también Madre espiritual nuestra, coinciden en un mismo consejo a
nosotros sus hijos: seguid fielmente las enseñanzas de Jesús, vivid el Evangelio.
Vivimos en tiempos de crisis en la Iglesia, crisis que no se ha detenido hasta discutir el valor de la devoción
mariana, como tampoco ha dejado de «contestar) la estructura jerárquica de la Iglesia misma. En unas páginas
profundas y sugestivas, H. U. von Bal-thasar (El complejo antirromano [BAC, Madrid 1981] p.185-229) ha señalado
en las figuras de María y de Pedro los símbolos y la personificación de dos dimensiones, ambas esenciales, de la
Iglesia: la dimensión maternal y la dimensión jerárquica; sin cualquiera de ellas, la verdadera imagen de la Iglesia
quedaría falsificada. Pero, para que no lo sea, von Balthasar introduce una tercera imagen, la de Juan, como el amor
sencillo y escondido que ha de mantener viva la conciencia y la unión de esas dos dimensiones. Vivamos como Juan,
en respeto y sumisión a lo jerárquico —que culmina en el sucesor de Pedro— y en acogida filial de María.
En esta acogida se realiza un intercambio de amor entre María y el discípulo que permite a éste una ple na
confianza en su Madre del cielo. La acogida de María por parte del discípulo (Jn 19,27) tiene su punto de partida en
saber que Ella, por encargo de Jesús, tiene que mirar al discípulo como hijo (Jn 19,26). Ya en el s.III Orígenes se dio
cuenta de que Jesús no había dicho a María «Ese es también tu hijo», sino «he ahí a tu hijo»; como María no tuvo más
Hijo que Jesús, la frase equivale a decirle: «Ese será para ti en adelante Jesús» (Commentarius in Evangelium Ioannis
1,4,23: PG 14,32). El discípulo es Jesús para María y María tiene que amar a todo discípulo como amaba a Jesús. No
puede imaginarse para el discípulo una más completa seguridad de que siempre contará con el amor maternal de María
como si él fuera Jesús. Ya la misma teología de la caridad cristiana implica que hay que tratar de amar a los demás
como a Cristo. Recuérdese el planteamiento de la escena del juicio final (cf. Mt 25,31-46). A nivel de los discípulos
entre si, este hecho lleva a que el amor mutuo sea fraterno: habrá que mirar al otro como a Cristo, nuestro hermano
mayor (cf. Rom 8,29). También María tiene que mirarnos y amarnos como a Cristo, pero con el matiz que Cristo tiene
para Ella: como a su Hijo Jesús. Convendría no olvidar que el amor de María a Jesús es virginal. La virginidad
consagrada permite entregar al Señor el corazón sin dividir (cf. 1 Cor 7,32ss). Por su virginidad se produce en María
una completa concentración de su amor sobre su Hijo. Y es precisamente esa gran concentración de amor de María la
que, por voluntad de Cristo moribundo, tiene que verter Ella sobre cada uno de los discípulos.
“Con María todo, sin Ella nada”
Querid@ Alumn@:
Que estos apuntes te lleven a amar a Jesús y María y por medio ellos alcances la salvación tú y tu familia.
¡¡FELICIDADES!!
1.- La teología se ocupa de Dios y su obra salvadora. Pero ¿por qué se ocupa de María?
María entra, consecuentemente, en la teología como objeto de ella -y no podría entrar de otra manera-, en
cuanto que tuvo un papel positivo en la obra de la salvación. En la anunciación, en la encarnación del Verbo, empieza
la salvación del género humano. María es el instrumento gracias al cual se realiza la encarnación. Pero no es
utilizada pasivamente por Dios. María es instrumento al que Dios interpela y cuyo «sí» y decisión libre espera; un «sí»
que es la condición previa para que de ella el Verbo tome carne, y tenga así lugar la salvación de los hombres.
La dificultad sistemática está constituida por este punto: La idea de que María fue activa en su respuesta al
ángel en la encarnación y que esa decisión suya tuvo repercusiones positivas en el plano de la salvación. Ello choca
con el principio protestante fundamental, sea en la forma que éste tiene ya en Lu tero, sea en la forma que ha adquirido
en el protestantismo moderno.
Como consecuencia del pecado de los primeros padres, nacemos -según Lutero- con una naturaleza
corrompida, carente de libertad para el bien, y, por ello, incapaz de realizar obras buenas. En esta situación, el hombre
no puede justificarse por obra alguna, sino sólo por la fe (cf. Rom 3,28), es decir, sólo puede confiar en que Dios no
tenga en cuenta su situación pecadora y le salve mirando a los méritos de Cristo. En buena lógica, todo este
planteamiento sólo vale para el hombre nacido en pecado original y porque nacido en pecado original. Si María fue
inmaculada en su concepción, es decir, exenta de pecado original desde el primer instante de su concepción, no tendría
por qué valer para ella esta imposibilidad de hacer el bien que se deriva del hecho de poseer una naturaleza corrompida
por el pecado original.
Lutero suprimió todo culto de intercesión de María cuando llegó a su posición definitiva. Sin embargo, quiso
conservar un culto de alabanza. Tan característico es que suprimiera la parte suplicatoria del avemaría como que
conservara la parte primera, que recoge las alabanzas del ángel y de Isabel a María. El mismo tema de alabanza por las
grandes cosas que Dios ha hecho en María, reaparece en los sermones pronunciados por Lutero en las tres fiestas
marianas, que, como hemos visto, mantuvo, aunque las interpretara, primariamente, como fiestas del Señor. El hecho
no es dudoso: Lutero quiso salvar en el protestantismo un culto de alabanza a María.
Al cabo de cuatro siglos, de existencia del protestantismo, hay que reconocer que el esfuerzo de Lutero ha sido
inútil en esta línea: la figura de María ha desaparecido del todo en el protestantismo normal, si prescindimos, una vez
más, de grupos catolicizantes como Taizé, los cuales, además, son un fenómeno moderno, que en ningún caso se
pueden presentar como característicamente protestantes. La pregunta inevitable es si, una vez que María no significara
algo positivo en la historia de la salvación, era posible mantener un culto de alabanza a ella, o si, más bien, no se había
introducido el plano inclinado para su completa desaparición. Hay ciertas leyes de psicología religiosa que no se
pueden desconocer impunemente. Tales leyes tienen también vigencia en la psicología religiosa del pueblo cristiano.
Pero más inquietante aún es otro hecho. Lutero suprimió el culto de intercesión de María para concen trar la
piedad en la oración a Cristo. En 1532 tenía que reconocer que con la supresión de la oración a María no se había
conseguido que se orara más a Cristo .
a) Judit 15,9
Después de que Judit libró a su pueblo del peligro de Holofernes, los jefes de Jerusalén que habían tomado la
iniciativa de la resistencia fueron a Betulia «para contemplar los beneficios que Dios había derramado sobre Israel;
también para ver a Judit y saludarla» (Jdt 15,8). Ante Judit prorrumpieron en estas palabras de entusiasmo: «Tú
eres la gloria de Jerusalén, tú el gran orgullo de Israel, tú el supremo honor de nuestra raza» (v.9).
El texto se refiere sólo a Judit. Los que así aclamaron a Judit, pensaban en ella y no en otra persona. Tampoco
parece que pueda haber pensado en otra persona el autor sagrado que narra estos acontecimientos. No hay motivos,
para pensar que el Espíritu Santo, autor principal de la Escritura en cuanto inspirador de ella, pretendiera referirse a
persona alguna posterior.
Sin embargo, la liturgia, tanto antes como después de la reforma posterior al Concilio Vaticano II, utiliza estas
palabras en algunas misas de la Virgen, como también en el Breviario para los oficios de la Virgen María. El
procedimiento no debe extrañarnos. Supongamos que alguien pretendiera escribir un elogio de un héroe militar
moderno y que para ensalzarlo echara mano de los versos con que el Cantar del Mío Cid describe a ese gran personaje
medieval. Es claro que el Cantar del Mío Cid no se refiere, en modo aIguno, al héroe militar moderno de nuestra
hipótesis, el cual no podía entrar en la perspectiva del autor medieval. Sin embargo, quien hoy escribiera el elogio del
héroe moderno estaría, al utilizar los versos del Cantar del Mío Cid, mostrándonos la idea que el héroe moderno le
merece. No es el Cantar del Mío Cid quien nos habla de él, sino el escritor moderno, que, al utilizar las palabras del
poema medieval, nos dice que la idea que se ha forjado del héroe moderno corresponde a la expresada en los versos
del poema medieval cuando éste canta al Cid Campeador.
Del mismo modo, la Biblia no nos dice nada sobre María en Jdt 15,9. Pero la Iglesia, al utilizar este texto la
liturgia, indica que en esas palabras se expresa bien la idea que ella misma tiene de María. ¿No colaboró María a
librarnos de un enemigo mayor que Holofernes? ¿No cooperó a salvarnos de la cautividad definitiva? En resumen, la
Iglesia expresa, con palabras tomadas de la Biblia -aunque esas palabras en la Escritura no se refieran a María-, la idea
que tiene de ella.
Lo mismo puede decirse de determinados pasajes de los libros sapienciales que la Iglesia utiliza en la liturgia
en misas y oficios de María. Entre ellos tienen especial importancia los tomados de Prov 8 y Eclo 24. Se trata, sin
duda, de pasajes que en realidad hablan de la Sabiduría divina y no de María. Pero, como siempre que se trata de
acomodación de textos, el interés teológico principal ha de recaer sobre cuál es la imagen que la Iglesia posee de
María y qué ha creído poder expresar sobre ella con estos pasajes sapienciales.
En Prov 8,22s se dice: «Yahveh me formó primicias de su obrar desde muy antiguo, y desde antes mismo que
cosa alguna hiciera. Muy de antiguo fui yo formada, desde el principio y desde los orígenes de la tierra». De modo
semejante, se habla también de la Sabiduría divina en Eclo 24,9 («Antes del mundo, al comienzo, me creó, y por todos
los siglos subsistiré»). La idea bíblica es que Dios ha estado acompañado de su Sabiduría desde el principio. Cuando la
Iglesia aplica estas palabras a María, sugiere que en el plan divino de salvación, formado desde la eternidad, y por el
cual el Padre decide enviar a su Hijo, está contenida también María.
Posteriormente, Prov 8,27-30 describe a la Sabiduría divina como activa y benéfica; «Cuando daba estabi lidad
a los cielos, allí yo estaba; cuando el horizonte sobre el abismo limitaba, cuando sujetaba las nubes en lo alto, cuando
daba energía a las fuentes del abismo, cuando imponía su ley al mar y las aguas no podían quebrantar su mandato,
cuando reforzaba los cimientos de la tierra, entonces, cual arquitecto, estaba a su lado». Es una magnífica descripción
de la acción creadora de Dios, que culmina con una frase según la cual la Sabiduría estaba al lado de Dios en la
creación como sugiriendo planes que luego sólo la omnipotencia divina podía realizar. El texto se refiere a eso y sólo a
eso. Nada nos enseña de María. Pero, al acomodárselo a María, la Iglesia expresa su idea de María, en cuanto que ésta
ha tenido una cooperación activa en la obra de la nueva creación, es decir, en la obra de la salvación.
Prov 8,32-35 contiene una invitación de la Sabiduría para que los hombres la sigan así como la promesa de los
bienes que el hombre alcanza si se pone en contacto con ella. La Iglesia está igualmente convencida de los bienes que
el hombre obtiene poniéndose en contacto con María a través de una profunda devoción a ella. Es un pensamiento
semejante al que puede hallarse en el uso litúrgico de Eclo 24,13-17; en estos versículos se hace una espléndida
descripción de la vegetación palestinense con la que se simbolizan los frutos de la Sabiduría; más concretamente los
frutos que el hombre puede obtener si sigue a la Sabiduría. En una acomodación a María, la Iglesia quiere subrayar la
belleza y abundancia de los frutos que el hombre puede obtener con una piedad mariana. La invitación que cierra la
perícopa cobra todo su sentido en este ambiente: «Vengan a mí ustedes que me desean y llenense de mis productos.
Porque mi nombre es más dulce que la miel, y mi heredad, más que un panal de miel» (Eclo 24,19s).
a) Gén 3,15
El versículo 15 del capítulo 3 del Génesis se conoce, a partir de los siglos XVII y XVIII con el nombre de
«Protoevangelio». Según parece, el primero en haber utilizado esta denominación fue el teólogo protestante Lorenzo
Rhetius, quien escribe en 1638: «Pues merece el nombre de Protoevangelio, porque es el primer Evangelio, esta buena
noticia que alentó al género humano privado de la gracia de Dios» En el siglo siguiente, el nombre de Protoevangelio
comienza a utilizarse por teólogos católicos.
En este versículo, después del pecado de los primeros padres, Dios habla a la serpiente, y le dice así:
«Establezco enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y su linaje: él te aplastará la cabeza y tú le acecharás el
calcañar». Un breve análisis de las palabras que aparecen en. el versículo nos permitirá determinar a continuación el
sentido completo de él.
Establezco: Ante todo, es importante que el verbo se encuentra en primera persona del singular y referido a
Dios que habla. Es Dios quien establece la enemistad, de la que se habla en seguida. Una vez rota por el pecado la
amistad con Dios, sólo Dios puede restablecerla poniendo una enemistad contraria, es decir, una enemistad con
respecto al demonio. La salvación viene de Dios.
Por otra parte, la forma verbal hebrea es un imperfecto que empieza ahora, pero que va a perdurar en el futuro.
Retengamos este dato. Cuando veamos que en la palabra mujer hay dos planos (uno en que se refiere a Eva y otro en que se refiere
a una misteriosa mujer futura), comprenderemos que esta situación que Dios establece empieza ahora, pero va a prolongarse en un
futuro. Ya veremos también que, por una serie de motivos, no sólo se va a prolongar, sino que va a tener un crescendo en el
futuro.
Enemistad: La palabra hebrea implica una mayor radicalidad de enemistad en singular que si estuviera en
plural. Sólo puede emplearse cuando se trata de enemistad entre personas (téngase en cuenta este dato para
comprender que la serpiente de que se habla a continuación no significa un animal, sino que con ella se quiere hablar,
simbólicamente, de un ser personal). Posteriormente, la palabra hebrea aquí empleada significa una enemistad
habitual, implacable y profunda, de aquellas que no se satisfacen sino con derramamiento de sangre. El final del
versículo expresará esta culminación de enemistad con una lucha final y la victoria definitiva de uno de los
contendientes.
Entre ti (la serpiente): La serpiente era una divinidad pagana a la que se daba culto en no pocas religiones de
los pueblos vecinos a Palestina. Ahora bien, una idea muy característicamente hebrea que aparece repetidas veces
tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, es que los dioses de los paganos son demonios (cf. Dt 32,17; Lev
17,7; Sal 106,37; 1 Cor 10,20; Ap 9,20). El autor sagrado, al introducir en el relato, primero como tentador y después
como sujeto al que se dirige, por parte de Dios, una profecía de castigo, una serpiente, es decir, una divinidad pagana,
está presentándonos, de modo simbólico, al demonio como tentador y como sujeto sobre el que recae el anuncio de
Dios acerca de un castigo que culmina en la destrucción de su poder.
La mujer: La expresión es sumamente concreta, en cuanto que el sustantivo va acompañado de un artículo
determinado. Ahora bien, la expresión ha aparecido estereotipada, en la misma forma de sustantivo y artículo
determinado, en el contexto precedente, referida siempre a la misma persona; Eva. En todo el capítulo 3, «la mujer» es
una persona concreta que ha estado hablando con «la serpiente», ha sido tentada, ha caído en la tentación y ha
inducido a Adán al pecado. Cuando en un contexto se está hablando con la fórmula «la mujer» de una persona
concreta y a continuación reaparece la misma expresión sin aviso alguno de que se va a cambiar la referencia, es
imposible pensar que no se siga ya hablando de la misma persona que antes. Por tanto, «la mujer», se refiere, al menos
en el plano inmediato, a Eva.
b) Is 7,14
Isaías es enviado por Dios para reprender a Ajaz y exhortarle a confiar en Dios en vez de confiar en el rey de
Asiría (Is 7,3-6). Como motivo supremo de confianza con respecto al futuro de la dinastía davídica, Isaías repite la
promesa absoluta e incondicionada de la profecía de Natán; «Esto no se cumplirá ni ocurrirá» (v.7); la dinastía no
perecerá en ninguna hipótesis; incluso si la falta de fe de Ajaz hubiera de traer consecuencias negativas sobre él (esta
hipótesis está señalada expresamente por Isaías en el v.9: «mas, si no creéis, ciertamente no subsistiréis»).
Como signo de que Dios es poderoso para realizar sobre la tierra el milagro de la liberación militar de
Jerusalén, aunque humanamente la victoria no sea previsible, Isaías ofrece un milagro en cualquiera de las otras dos
dimensiones a las que se extiende el poder de Yahveh; el sheol o el cielo. «Pide para ti una señal de Yahveh, tu Dios,
bien sea de lo profundo del sheol o de arriba, en lo alto» (v.11). El tema central es el de la omnipotencia divina. Dios
ofrece el milagro de poder de la liberación militar frente a los reyes invasores. Como signo de que puede hacerlo
ofrece a Ajaz otro milagro de poder sea en el sheol, sea en el cielo.
Con piedad fingida, Ajaz rechaza el milagro que Isaías le ofrece en nombre de Yahveh: «No he de pe dir ni
tentar a Yahveh» (v.12). Lleno de indignación, Isaías le reprende por su hipocresía, con la que in tenta ocultar, bajo un
velo piadoso, su falta de fe (v.13). A continuación, ya que Ajaz no quiere pedir un signo, Yahveh mismo asegura que
va a darlo: «por eso el Señor mismo les dará una señal: he aquí que la `almáh concebirá y dará a luz un hijo, y le
pondrá por nombre Emmanuel» (v.14). He dejado sin traducir una palabra clave (`almáh) para no prejuzgar, ya en la
traducción, el sentido teológico del versículo.
Ante todo, me parece claro que se trata de una profecía mesiánica. El «Emmanuel» es el Mesías. Los exegetas
modernos, al dividir el libro de Isaías en una serie de unidades temáticas, suelen formar una que se extiende de los
capítulos 6 al 12, y darle la denominación de Libro del Enunnnue. En todo él se habla de un personaje misterioso, al
que además de Is 7,14ss, hay que aplicar Is 8,5-10; 9,1-6; 11,1-9. Las cualidades con que se describe a ese personaje
en el conjunto de los pasajes citados, solo permiten identificarlo como el Mesías. En su brevedad, y aunque hay otros
pasajes de mucha más riqueza teológica, creo de gran interés la exclamación de Is 8,8: «Extenderá sus alas y cubrirá
toda la amplitud de tu tierra, ¡oh Emmanuel!». La tierra de que se habla es la tierra de Judá. Ningún rey podía
considerarla como suya. David fue castigado por haber hecho sobre ella el acto de posesión, implícito en el censo de
que se habla en el libro segundo de Samuel (c,24) y primer libro de las Crónicas (c.21). La tierra de Judá es
exclusivamente de Yahveh y del rey Mesías, al cual es lícito transferir, en cuanto enviado de Yahveh, esta atribución.
Si el Emmanuel es el Mesías, la `almáh de que se habla es su Madre, María. Pero ¿qué se dice de ella al
llamarla `almáh? La traducción latina de la Vulgata, siguiendo a la traducción griega de los LXX, da esta versión: «He
aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo».
«Así confesaremos un solo Cristo y un solo Señor, no adorando a un hombre con el Verbo para no introducir
la imaginación de una división diciendo con; sino que adoramos a un mismo y solo [Cristo], porque el cuerpo del
Verbo no le es ajeno; con él está sentado ahora con su Padre; no son dos Hijos que están sentados con su Padre, sino
uno solo, a causa de la unión, con su propia carne. Pero si rechazamos como incomprensible o indecente la unión
hipostática, llegamos a hablar de dos Hijos, porque entonces es totalmente necesario separar y hablar aparte del
hombre que ha sido honrado con la apelación de Hijo, y aparte, posteriormente, del Verbo de Dios, que posee
naturalmente el nombre y la realidad de la filiación. Por tanto, no se debe separar en dos Hijos al único Señor
Jesucristo. No serviría en nada a la fe ortodoxa llegar a esto, aunque algunos hablen de unión de las personas
[prosópa]. Porque la Escritura no dice que el Verbo se ha unido la persona [prosópon]de un hombre, sino que se ha
hecho carne.
Decir que el Verbo se ha hecho carne, no quiere decir más que esto: El ha participado, como nosotros, de la
carne y de la sangre; ha hecho suyo nuestro cuerpo y ha sido traído al mundo como un hombre nacido de la mujer; no
ha abandonado su ser divino ni su generación de Dios Padre, sino que, tomando carne, ha permanecido lo que era.
He aquí lo que enseña en todas partes la fe ortodoxa, he aquí lo que encontraremos en la enseñanza de los
Santos Padres. Por ello se atrevieron a llamar Madre de Dios ( =Theotokos) a la santa Virgen; no que la naturaleza del
Verbo o su divinidad haya tomado de la santa Virgen el principio de su existencia, sino que porque de ella ha nacido
este santo cuerpo animado de un alma racional, a la que el Verbo se ha unido hipostáticamente, se dice que el Verbo
ha sido engendrado según la carne».
El día 8 de diciembre de 1854, Su Santidad Pío IX definía solemnemente como dogma la Inmaculada
Concepción de María: «Declaramos, proclamamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen
María fue preservada inmune de coda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular
gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús, salvador del género humano, está
revelada por Dios»
En la Sagrada Escritura existen, objetivamente hablando, dos puntos de apoyo, a partir de los cuales pudo la
reflexión de la fe de la Iglesia ir desarrollando su persuasión de que María tenía que haber sido inmaculada con
respecto a toda mancha de pecado, incluida la del pecado original.
En el Antiguo Testamento se encuentra el pasaje clásico del Protoevangelio (Gen 3,15). Supuesto su senado
mariológico, suficientemente estudiado más arriba en el capítulo 3, allí se afirma que Dios pone una enemistad entre
María y el demonio, que en la construcción del versículo está colocada en paralelismo con la enemistad que existe
entre Cristo mismo y el diablo (este paralelismo de enemistades aparece si se considera el versículo en su nivel
profundo). Una reflexión de fe sobre esta afirmación y su contexto paralelístico pudo descubrir que ambos, Cristo y
María, tuvieron las mismísimas enemistades contra el diablo (para utilizar la expresión de Pío IX, Bula definitoria de
la inmaculada concepción de María, en H. MARÍN, Documentos marianos n.285 (Madrid 1954). p. 181). Ahora bien,
si las enemistades son las mismísimas enemistades, es claro que tienen que ser totales, de modo que excluyan
cualquier amistad originaria con el diablo o un estado originario de pecado en María.
En el Nuevo Testamento, en el relato de la anunciación, el ángel llama a María con la palabra griega
kecharitomené (=«hecha objeto de la gracia de Dios») en Lc 1,28. Esta palabra, al estar utilizada como apelativo,
significa, sin duda, que María tiene, de modo estable, la gracia que corresponde a su dig nidad de Madre de Dios. Una
reflexión de fe descubrió que esa gracia tenía que ser en ella una «plenitud de gracia»; mas aún, que la única plenitud
que verdaderamente corresponde a la dignidad de Madre de Dios es aquella que se tiene desde el primer instante de la
existencia, es decir, una santidad total que abarque toda la existencia de María.
En el Año Santo de 1950, el 1° de noviembre, Su Santidad Pío XII definía como dogma de fe la asunción
corporal de María: «Proclamamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado que la Inmaculada Madre
de Dios, Siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria
celestial». El objeto primario de la definición es la glorificación corporal de María -y no sólo glorificación de su alma-
una vez «cumplido el curso de su vida terrestre»; esta última fórmula puede resultar un poco rebuscada, pero fue
necesario utilizarla una vez que se determinó no definir si María había muerto (y, en ese caso, la asunción habría que
interpretarla como resurrección gloriosa anticipada) o si había sido tomada y glorificada por Dios en toda su realidad
existencial humana sin pasar por la muerte, de modo parecido a lo que sucederá con los justos a los que la parusía del
Señor encuentre vivos al final de la historia (cf. 1 Cor 15,51: «No todos moriremos, pero todos seremos
transformados»). Por lo demás, el hecho de que Pío XII no definiera dogmáticamente que María murió previamente a
su asunción, no quiere decir que este punto sea teológicamente libre. Pienso que hay que afirmar con certeza la muerte
de María como una verdad que está atestiguada por la Tradición, la cual se ha manifestado claramente du rante muchos
siglos.
a) Ya en los comienzos del siglo III, Tertuliano llamaba a la mera pervivencia del alma «media resurrección»
(cf. De resurrectione 2: PL 2,796). Por eso exclamaba: «Pero ¡qué indigno sería de Dios llevar medio hombre a la
salvación» (De resurrectione 34: PL 2,842). Sobre este trasfondo aparece toda la dimensión religiosa del dogma de la
asunción. María fue asunta no meramente para que el gozo de su alma se extendiera también al cuerpo. Hay motivos
mucho más profundos para entender el porqué de la asunción de María. Aunque el alma del justo que no tenga nada de
qué purificarse entre en la visión inmediata de Dios en seguida después de la muerte (cf. BENEDICTO XII, const.
Benedictus Deus: DENZINGER, n.530), hay que reconocer que el sujeto que entra en esa visión es un sujeto
incompleto. Sólo el hombre entero es capaz de una más intensa posesión de Dios, en cuanto que no es sujeto
incompleto (medio hombre, podríamos decir). La asunción de María le da la posibilidad de poseer a Dios de ese modo
más intenso que corresponde a la situación de resurrección final.
b) María por su asunción es una resucitada. Ahora bien, la resurrección de Cristo aparece en el Nuevo
Testamento como dinámica: «Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere más, la muerte no tiene ya dominio
sobre El» (Rom 6,9); y la carta a los Hebreos completará el pensamiento. «siempre vivo para interceder por ellos (por
los que por El se llegan a Dios)» (Heb 7,25); también San Juan, pensando en Cristo resucitado, lo presenta como
nuestro abogado ante el Padre (cf. 1 Jn 2,1). Una reflexión paralela sobre el misterio de la asunción puede iluminarlo
poderosamente. En toda la tradición de la Iglesia se ha valorado fuertemente la im portancia de la intercesión de los
santos. Sin embargo, habría que tener en cuenta -sin que con ello pretenda la más mínima subvaloración del culto a
ellos- que en realidad quienes interceden son las almas de los santos, es decir, una realidad que, como acabamos de
ver, ya Tertuliano calificaba de «medio hombre». Sólo Cristo y María interceden con toda su realidad existencial
humana. Sin duda no es éste el único aspecto de superioridad de la intercesión de María comparada con la intercesión
de los santos -como tampoco lo es en el caso de Cristo-, pero ya por este solo aspecto es claro que la intercesión de
María se coloca a un nivel superior al de ellos.
c) Tratándose de resucitados en el caso de Cristo y en el caso de María, hay que decir que, junto al trono del
Padre, además del corazón resucitado de Cristo, está un corazón materno de carne, el corazón de María, latiendo de
amor hacia nosotros y preocupándose con solicitud materna por nuestros problemas. Esta realidad explica que la
Iglesia dé culto sólo a sus dos corazones (como corazones vivos y no como reliquias, como puede ser el caso del
corazón incorrupto de Santa Teresa): al corazón sagrado de Cristo y al purísimo corazón de María. Sólo estos dos
corazones están actualmente junto al trono del Padre latiendo de amor y solicitud por nosotros.
15.- ¿Cuál es el sentido del título “María, nueva Eva”?
Tradición sobre él es tan fuerte, que debe considerarse dogmáticamente vinculante) ha de situarse en una
afirmación de una cooperación activa de María en la obra de Cristo. La figura de María como asociada a la obra del
Mesías, a su lucha contra el demonio, se encuentra ya en Gen 3,15. La Tradición descubrió esa asociación, ya desde
los comienzos, sobre todo, en la cooperación de María para que la obra salvadora de Cristo se realizara, y, más en con -
creto, la vio en el «sí» de María al anuncio del ángel; ya en el capítulo 4 subrayamos cómo en Lc 1,38, donde se nos
relata la respuesta afirmativa de María, culmina la importancia teológica de todo el relato de la anunciación. Más tarde
se tomó conciencia de que María coopera también a la obra salvadora de Cristo con su intercesión por la cual colabora
en la distribución de las gracias a lo largo de la historia. Todos estos elementos pertenecen, a mi juicio, al contenido de
fe del título «María, nueva Eva».
En el capítulo 2 señalé cómo Lutero quiso conservar un culto de alabanza a María suprimiendo el culto de
intercesión (el cual no podía tener cabida en su sistema teológico, dados los principios a partir de los cuales Lutero
construyó su sistema). La historia posterior del protestantismo ha demostrado que su intento fue vano. Es
prácticamente imposible, al menos a la larga, conservar un culto de alabanza si la persona a la que se tributa esa
alabanza no tiene alguna importancia positiva para mi salvación. En el capítulo presente ha aparecido un fenómeno
sumamente interesante: el culto a María no se desarrolló en la Iglesia si no es en conexión con el convencimiento de
que María no sólo hizo algo positivo para mi salvación con el «si» dado al ángel en la anunciación, sino que también
ahora puede hacerlo con su intercesión ante el trono del Padre.
EXAMEN SEMESTRAL DE MARIOLOGÍA
Junio 23 de 2006
NOMBRE COMPLETO:__________________________________________________________________
1.- La teología se ocupa de Dios y su obra salvadora. Pero ¿por qué se ocupa de María?
2.- ¿Cuál es la dificultad sistemática de la mariología en el protestantismo?
3.- ¿En el A. T. Cuáles son los textos mariológicos por acomodación?
4.- ¿Cuáles son los textos ciertamente mariológicos en el A. T. ?
5.- ¿Cuáles son los textos mariológicos en el N. T.?
6.- ¿En qué consiste la crisis nestoriana?
7.- ¿Cuál fue la definición dogmática del Concilio de Efeso?
8.- ¿Cuál es la doctrina bíblica de la virginidad perpetua de María?
9.- ¿Cómo define la Iglesia el dogma de la Inmaculada Concepción?
10.- ¿ Cómo define la Iglesia el dogma de la Asunción de María?
11.- ¿Cuál es el sentido teológico del dogma de la Asunción?
12.- ¿Cuál es el verdadero culto a María?
+ ¿Qué aportó esta materia a tu vida y a tu fe?