Cuatro Clases de Hombres
Cuatro Clases de Hombres
Cuatro Clases de Hombres
Conformista
No le preocupa nada (Mateo 26:40-46)
“Vino luego a sus discípulos, y los halló durmiendo, y dijo a Pedro: ¿Así que no habéis
podido velar conmigo una hora? Velad y orad, para que no entréis en tentación; el
espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil. Otra vez fue, y oró por
segunda vez, diciendo: Padre mío, si no puede pasar de mí esta copa sin que yo la beba,
hágase tu voluntad. Vino otra vez y los halló durmiendo, porque los ojos de ellos
estaban cargados de sueño. Y dejándolos, se fue de nuevo, y oró por tercera vez,
diciendo las mismas palabras. Entonces vino a sus discípulos y les dijo: Dormid ya, y
descansad. He aquí ha llegado la hora, y el Hijo del Hombre es entregado en manos de
pecadores. Levantaos, vamos; ved, se acerca el que me entrega.”
Ciego (Marcos 8:22-26)
No quiere hacer nada
A todo le coloca problema
Se vuelve perezoso en la obra de Dios (Proverbios 22:13)
1. ESPIRITUAL
(EL HOMBRE LLENO DEL ESPÍRITU SANTO)
Es aquel que le es fiel a Dios, su palabra y la iglesia.
Honra a Dios en todo, se guarda para Dios y el maligno no le toca.
Depende de Dios y sabe en quién ha creído.
José, Juan en la isla estaba en el espíritu.
1 Reyes 19:18 (No han doblado sus rodillas)
Daniel 1:8 (Propuso en su corazón)
HOMBRE ESPIRITUAL
DicEs
¿En qué medida estamos hoy día capacitados para indicar los acontecimientos que
han precedido y causado la presente historia humana? ¿Qué sentido confieren a la
existencia terrena? Si tienen capacidad de• orientar la experiencia humana, ¿hacia
qué forma definitiva?
El Padre creó en el Verbo, mediante el Espíritu, el primer hombre, el cual desde el
principio recibió la misión de expresar la perfección suprema, a la que estaba
llamada la creación entera. Y este primer hombre es la humanidad asumida por el
Verbo, Cristo Señor. El, en su configuración perfecta, precede a cualquier otra
criatura y anuncia su forma definitiva: en su ser personal está esculpido el plan
divino sobre toda la creación (Col 1,26; Ef 1,11-12); constituye el principio y el
término de lo creado. "Yo soy el alfa y la omega, el principio y el fin" (Ap 21,6). El
Padre se sirvió de Cristo para crear todas las cosas existentes: "Todo fue creado por
él y para él, él mismo existe antes que todas las cosas y todas ellas en él subsisten"
(Col 1,16-17; In 1,3). El Padre eligió a Cristo como intermediario para continuar su
creación (In 5,17) y llevarle a su completa perfección. "Para recapitular todas las
cosas en Cristo, las de los cielos y las de la tierra" (Ef 1,10).
Mientras el Cristo Espíritu es anterior a toda realidad temporal, Adán y Eva fueron
creados dentro de la dimensión del tiempo. No fueron puestos en la perfección de
Cristo ni en su situación terminal. En comparación con el Verbo, hombre-
pneumatizado, Adán "era todavía un niño (nepios)", es decir, "fue creado ser
intermedio (mésos), ni del todo mortal ni absolutamente inmortal, sino capaz
(dektikós) de lo uno y lo otro"'. Adán es el primer hombre llamado a inaugurar en la
humanidad la participación en la vida divina caritativa propia de Cristo, pero
mediante una realización progresiva en la historia. Tiene la misión de pneumatizarse,
es decir, llegar a saber convivir junto a Dios Padre, a compartir su vida divina
caritativa y establecerse en la existencia de la Santísima Trinidad. "Dios transportó a
Adán desde la tierra de la que había sido sacado al paraíso y le dio un principio de
progreso (aphormén prokopés), en virtud del cual pudiera desarrollarse y llegar a la
perfección (au.xónón kai téleios), e incluso a ser proclamado dios y llegar al cielo en
posesión de la inmortalidad"4. De manera que el hombre por su vocación está
"llamado a ser dios" ¿Qué camino debía tomar Adán para hacerse un hombre nuevo,
totalmente espiritual, capaz de habitar en el interior de la existencia divina, expresión
viva de una creación llegada a su término perfectivo? Debía uniformarse con Cristo,
dejarse transformar en él, convivir dentro de su espíritu de caridad, formar como una
vida única con la suya. Adán debía orientarse a Cristo como la meta de toda la
creación, como la obra maestra consumada y consumadora del universo, como el
proyecto divino concretizado ya en sí mismo. No solamente "el Verbo es la mano de
Dios que actúa sobre el hombre", sino que, con vistas al Verbo humanizado, "Dios
creó las esencias de los seres". "Hemos recibido el pensamiento con el fin de
conocer a Cristo; el deseo, con el fin de correr hacia él; la memoria, con el fin de
recordarlo. El era el modelo de todas las criaturas, con el fin de poder uniformarnos
con Dios".
Adán y Eva aceptan la grandiosa oferta de "ser como Dios no conociendo la muerte"
(Gén 3,4-5), pero descartando la vía intermedia de su propia dependencia de Cristo
Señor; exigen autonomía para elevarse hacia la existencia a la manera divina.
Pecado caracterizado por la pretensión de saber remontarse a la intimidad divina sin
confiarse a Cristo; pecado de poder morar en Dios por sí solos, como personas
humanas, y no como miembros del Cristo integral.
Los términos que indican normalmente en nuestro lenguaje corriente los distintos
componentes del ser humano (como, por ejemplo, alma, carne, corazón) designan
en el lenguaje bíblico unas situaciones vividas por todo el yo en relación con Yahvé.
Por esta tendencia suya a mirar la realidad con una perspectiva global indivisible, la
palabra revelada confunde el aspecto fisiológico con el aspecto psíquico del hombre;
describe las cosas con la maravilla y el encanto del niño que se detiene en lo
particular, considerándolo como la totalidad. Se expresa de manera análoga el
sentido popular, que indica a las cosas o a las personas a través de su aspecto
singular (el rubio por los colores del cabello, el bizco por un estrabismo ocular).
El hombre es alma. El término alma designa no una entidad espiritual, sino un modo
caracterizador de todo el yo: indica el ser humano en cuanto vivo, en cuanto que
participa del principio de la vida. El alma (o la vida humana) puede considerarse en
relación con la carne mortal o en relación con una existencia inmortal. Puede
referirse a un estado terreno frágil y pecaminoso o a una conducta totalmente
espiritual. Se encuentra en una situación dialéctica; puede caracterizar a un ser vivo
agredido por la muerte eterna o abierto a una vida imperecedera (cf Mc 8,34-37). Es
como la vida: una fuerza que puede tener la cualidad de terrena o eterna, humana o
divina, fugaz o inmortal.
Así, el hombre, en todo su ser y en cada fibra, es a la vez carne (ser mortal
estancado en la tierra), alma (dinamismo vital difundido en toda la persona) y espíritu
(vida unida a su fuente divina). En estos tres términos, reunidos e integrados
recíprocamente entre sí, radica la concepción del hombre. Más aún: se puede ver
sintetizada en ellos la historia de la andadura humana; se puede comprender la
vocación a que está destinado de forma definitiva el género humano. De hecho, el
primer hombre, Adán, al principio fue hecho viviente (alma), con posibilidad de
hacerse inmortal en el seno de la intimidad divina por virtud del Verbo encarnado
(espíritu) o, si se rebelaba, de volverse mortal, reduciéndose al polvo del que había
sido sacado (carne). Al pecar vino a ser "un alma terrestre y material sin logos" .
Vivió la amarga experiencia de lo que significa equivocar el camino que conduce a
ser espíritu; gustó el amargo sabor de una vida carnal.
Todo don carismático ofrecido por el Espíritu a cada una de las almas se caracteriza
por estar siempre exclusivamente en función del Cristo integral y eclesial. La obra
propia del Espíritu es la koinonía (comunión o comunicación); hace participar de la
plenitud de Cristo. Por esta koinonía el Espíritu induce a todos y cada uno de los
fieles a pensar y actuar como miembros del cuerpo místico, de forma que los unos
cuiden de los otros (1 Cor 12,25) y tiendan íntimamente a comportarse "según el
todo", a "pensar y querer en el corazón de todos" (Moehler).
¿De qué forma hizo Jesús espíritu su propia carne? Mediante el " misterio pascual
de su muerte y resurrección. Este misterio no ocurrió solamente al término de su
existencia terrena, sino que impregnó, animó y transformó toda su existencia. La
vida terrena del Señor estuvo entretejida y penetrada íntimamente por los dos
movimientos constitutivos del sentido pascual: vaciamiento-plenitud, humillación
(kénosis)-glorificación, esclavitud-libertad, muerte a la carne y vida en el espíritu. No
obstante, según las diversas situaciones individuales vividas por Cristo, el mismo
misterio pascual revistió características y determinaciones particulares (cf Flp 2,5-
11). Es cierto que el Espíritu está presente en Cristo de forma integral desde el
comienzo de su encarnación. Concebido por obra del Espíritu Santo (Mt 1,20), Jesús
posee el Espíritu como algo propio (Jn 16,14s), por encima de toda medida (Jn
3,34), hasta el punto de manifestarlo mediante toda su actividad (Le 4,14). Y, sin
embargo, el Espíritu se ha dado a Cristo sucesivamente en formas nuevas más
profundas, hasta el punto de pneumatizar todo su ser carnal.
La vida del Señor expresó, por una parte, un progresivo humanizarse de la carne
marcada por la esclavitud de la muerte y el humillante anonadamiento y, por otra
parte, crucificó la vida de la carne hasta el punto de encaminarse hacia la
participación íntima en la existencia divina trinitaria. La vida nueva según el Espíritu
divino se edificó sobre las ruinas de su carne destruida. Para Cristo, la
transformación en "espíritu" significó poseer una vida imperecedera y plena,
semejante a la de Dios. Fue un saberse expresar en la caridad perfecta que
caracteriza la existencia de la Santísima Trinidad. Fue la conquista de un yo que,
superando la innata debilidad carnal, se proclamó señor; quiso mostrar que se había
uniformado en todo con el Padre celestial, incluso en la profunda intimidad interior.
De esta forma, aunque Jesucristo poseía al principio el Espíritu, su yo humano se
hizo Espíritu con la resurrección y así se convirtió en "Señor para gloria de Dios
Padre" (Flp 2,11; Rom 1,3-4; 2 Tim 2,8; 1 Pe 3,18). Cristo resucitado, transformado
en Espíritu en su mismo ser carnal, tiene la capacidad de llamar a toda carne hacia
su espíritu; tiene la posibilidad de hacer participar a los demás de su estado de
resucitado; tiene la personal habilidad de transformar a todo ser humano en una
forma pneumatizada, orientándolo a convivir en su caridad para con el Padre. Cristo
resucitado, libre ya de los condicionamientos delimitantes de la carne marcada por el
pecado, puede comunicar a todo hombre su gracia salvífica de una forma
sacramental, es decir, mediante su humanidad pneumatizada (PO 5). "De sus
entrañas [es decir, del seno del Mesías resucitado] manarán ríos de agua viva. Esto
lo dijo refiriéndose al Espíritu" (Jn 7,38-39). Pentecostés (es decir, la comunicación
de la vida según el Espíritu) tiene lugar cuando termina la cincuentena pascual (He
2,1), es decir, cuando se llega a la plenitud de la pascua de Cristo, según el antiguo
simbolismo. "Si la pascua fue el comienzo de la gracia, pentecostés es su
coronamiento" (san Agustín). Pentecostés es la misma pascua tomada en un sentido
completo, con su fruto, que es el Espíritu.
El Cristo glorioso sigue siendo la cabeza del cuerpo místico eclesial peregrinante en
la tierra. Continúa siendo el salvador del pueblo creyente. Este cuerpo integral,
extendido por toda la tierra, permanece condicionado por la carne en el devenir
pascual, orientado a transformarse en un espíritu totalmente resucitado. La
humanidad, que se renueva en el mundo, renueva de forma análoga la encarnación
del Verbo, porque es una humanidad que se ofrece a la experiencia pascual para
completar el cuerpo de Cristo resucitado.
Según los padres de la Iglesia, un conflicto interior indica que los elementos diversos
presentes en el hombre no están bien coordinados entre sí. "Tres cosas constituyen
al hombre perfecto: la carne, el alma y el Espíritu. Una de estas tres cosas salva y
forma, el Espíritu. Otra es salvada y formada, es decir, la carne. Y otra, por fin, se
encuentra entre las dos: es el alma, que a veces sigue al Espíritu y emprende su
vuelo gracias a él, y a veces se deja persuadir por la carne y cae en las
concupiscencias terrenas"". Dar testimonio de que el hombre reúne en sí mismo
diversos componentes que lo desgarran en un estado de contradicciones internas
significa que el hombre yace en un estado provisional, que está encaminado hacia
su consumación, que todavía espera su forma perfecta, y que, en la actualidad,
carece de la plenitud de vida que le corresponde.
Según el proyecto divino, el Espíritu comple'_a la creación del hombre, no sólo con
el beneficio por parte de éste de la vida recorrida por Cristo, sino también integrando
a toda persona en la participación del mismo misterio pascual vivido por Jesús (SC
6). Y ésta es la razón por la que Dios nos ha destinado a compartir la grandeza de
Cristo resucitado y a hacernos miembros de su cuerpo glorioso (LG 9; GS 32). El
plan creador ha sido proyectado por Dios "para manifestar en los siglos venideros la
excelsa riqueza de su gracia mediante su bondad para con nosotros en Cristo
Jesús" (Ef 2,7; cf Rom 11,33). El hombre está llamado por vocación a hacerse
espiritual; se sitúa esencialmente de cara a Cristo resucitado, que es Espíritu del
Señor.
Resulta más apropiado afirmar que la norma subyacente a la vida espiritual cristiana
debe recabarse del yo entendido en su evolución según el misterio pascual de
Cristo. Por eso se mira al ser humano creado, pero tal como se estructura en su
pneumatización progresiva; se tiene en cuenta la entidad ontológica humana, pero
en tanto en cuanto debe realizarse según el espíritu; se observa al hombre, pero en
tanto en cuanto tiende a uniformarse con Cristo resucitado. Esto significa que la
ascesis debe inscribirse normativamente en reglamentos cada vez más espirituales.
El alma que se ha unido a Dios formando con él un solo espíritu está capacitada
para vivir la misma vida divina. Esta vida divina se llama caridad, "y quien
permanece en la caridad permanece en Dios" (Jn 4,16). El cristiano está invitado a
vivir en la caridad según el espíritu de Cristo, es decir, de la manera en que Cristo se
identificaba con Dios. Pero ¿qué implica una vida de estas características? No es
fácil responder de forma exhaustiva, ya que es una existencia que tiene algo de
inefable; requiere un ser y un obrar al modo de Dios, superior a nuestra experiencia
sensible. Sin embargo, podemos ofrecer alguna indicación, considerando la manera
como el mismo Cristo vivió en comunión de amor con el Padre y con los hombres.
En un lenguaje a nosotros accesible, diríamos que vive en el Espíritu de Cristo el
místico que sabe introducirse y adentrarse en la experiencia intima de Dios; el mártir
que se ofrece totalmente para que Dios siga siendo la salvación entre los hombres;
el misionero que dispone los ánimos a la luz del Espíritu; el profeta que descubre el
plan de Dios en Cristo en los signos de los tiempos; el creyente que tiene fe en la
capacidad revolucionaria de la caridad del Señor.
La misma Iglesia se manifiesta como auténtica en la medida en que vive bajo la guía
del Espíritu (Rom 8,15-16; Flp 4,15). La exhortación apostólica está llamada a
expresarse como discernimiento en el Espíritu y según el Espíritu (Rom 12,1). En
virtud de la misión y de la autoridad recibida (2 Cor 5,16s), el apóstol tiene el poder
primario de convertirse para saber dar testimonio del evangelio (Rom 12,15; Flp
1,9s; Ef 5,1) entre las cambiantes opciones históricas concretas (Rom 12,2; Ef 5,10),
cometido este que se expresa como un carisma, como un don del Espíritu, y como
una actividad desempeñada sacramentalmente en el Cristo integral.
La docilidad al Espíritu no es un comportamiento categorial, sino una manera
general de comportarse, y debe aparecer como caracterización de la total existencia
personal, social o eclesial. No incluye la negación de la propia realidad corpórea
[Cuerpo], sino que prescribe asumir todo el yo (alma, cuerpo. mentalidad y
afectividad), intentando expresarlo en la perspectiva de la caridad. Para
comprenderlo mejor podemos ilustrarlo reflexionando sobre la experiencia espiritual
de santa Teresa de Lisieux. La santa carmelita se situó frente a las realidades
humanas terrenas en actitud interrogante: contempló lo real como algo que
simbólicamente le daba la respuesta del Padre a sus esperanzas espirituales.
Interpela incesantemente a las realidades personales, familiares y ambientales para
captar la enseñanza espiritual de Dios sobre sí misma, sobre su propia persona y
sobre su propia vida. Una capacidad de adhesión a la realidad concreta y cotidiana
para captar en ella el sentido profundo de la palabra del Espíritu, como si tal palabra
fuera una realidad escondida en las situaciones efímeras concretas. De forma
semejante supo santa Teresa unirse y armonizarse integralmente con su carmelo
para ser una carmelita auténtica; pero, dentro de esta misma adhesión, desarrolló la
libertad interior a fin de poder uniformarse de modo totalmente original con el
Espíritu. La vida del carmelo viene a ser releída de una forma personal nueva a la
luz de los dones carismáticos. Teresa pone en práctica pequeñas contestaciones
para sentirse libre de las ordenanzas institucionales y de los reglamentos, a fin de
estar disponible frente al Espíritu. Comparándose con santa Juana de Arco, escribe
sobre sí misma: "Esta exigencia, que ya experimentaba la pastorcilla de Lorena, ¿no
sacude también a la carmelita de Normandía? ¿Tendrá el valor de hacer las
transgresiones necesarias al margen de los caminos ya trillados?".
También la oración la presenta la Palabra revelada como un don del Espíritu para
convivir en la vida divina caritativa. "No siendo la oración un arte ni una técnica, no
creo que pueda enseñarse, a no ser por el Espíritu Santo; querer dar reglas y prolijos
preceptos significaría, a mi entender, un comportamiento más humano que divino. El
orante es aquel que se abandona a Dios con docilidad para uniformarse con la
alabanza vivida en el seno de la Santísima Trinidad. "No ver sino lo que le agrada a
Dios manifestarnos, es decir, no recibir pensamiento alguno fuera de lo que Dios nos
comunica; no seguir ninguna luz, sino la que nos viene de él, que es el Padre y la
fuente de las verdaderas luces; no adherirnos a ningún conocimiento, sino al que él
pone en nosotros'''. Esto significa orar según el espíritu.
Jesucristo es la única imagen perfecta de Dios Padre, que sabe desvelar su rostro
auténtico porque vive en un diálogo ininterrumpido y filial con el Padre; porque
instaura en lo humano un reflejo de la comunión trinitaria divina; porque es espejo
del amor divino entre los amores humanos; porque impulsa las relaciones
interpersonales humanas según el "esse ad" trinitario. Todo esto es lo que se indica
en la afirmación de que Cristo es Espíritu resucitado.
Cristo no es sólo imagen perfecta, sino también la única imagen humana verdadera
de Dios Padre. Nosotros somos introducidos por el Espíritu a convivir el misterio
pascual de Cristo y con Cristo hasta llegar al "conocimiento completo del Hijo de
Dios, y a constituir el estado del hombre perfecto, a la medida de la edad de la
plenitud de Cristo" (Ef 4,13). Estamos llamados a manifestar la imagen filial de Dios,
que es propia de Cristo; por eso estamos llamados a convivir con él, ahora en el
cuerpo místico y después en la comunión de los santos, con una repercusión en todo
el universo. "Porque la creación está aguardando en anhelante espera la revelación
de los hijos de Dios" (Rom 8,19).
"En esta imagen [del Hijo encarnado[ todas las criaturas tienen vida como en su
causa y residen en ella según el modo divino. Y también en esta imagen todas las
cosas han sido creadas de un modo perfecto, y según el ejemplar de esta imagen se
han ordenado las cosas con sabiduría. Por último, es la imagen que todas las cosas
tienen de su fin, porque tal imagen se refiere a Dios"'.
Hablar del hombre espiritual como imagen de Dios no resulta fácil para nuestro
lenguaje humano. La misma teología adopta un método dialéctico, porque es
consciente de que tiene que habérselas con una realidad inefable. Afirma que Dios
creó su imagen en el hombre en el momento de la creación y, al mismo tiempo, que
va realizando esta imagen de una forma progresiva a través de toda la historia
salvifica. Es una imagen reflejada en todo ser humano y, al mismo tiempo, única en
dimensión comunitaria con Cristo. Está fijada en su perfección definitiva desde el
comienzo en Cristo Señor y, a la vez, admite novedades por la aportación de una
humanidad que va surgiendo en Cristo.
De semejante forma, el amor humano, aun en el caso de ser oblativo, une con el
amado segregándolo de los demás. Quien forma un matrimonio o una familia cree
que inicia una comunión auténtica; sin embargo, corre el riesgo de instalarse en un
egoísmo de pareja, olvidándose de los demás. Por el contrario, el amor que
comunica el Espíritu como imagen de Dios es el que al mismo tiempo ama a uno
como si fuera el único amado y, a la vez, ama en él y con él a todos los demás con
igual amor indiviso.
T. Goffi
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Conclusión