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Cuatro Clases de Hombres

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Tema: Cuatro Clases de Hombres

Texto: 1 Corintios 2:14


Por el Pastor: Edwin Moisés Valerio Sánchez
Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son
locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente.

I. EL HOMBRE NATURAL O TERRENAL (EL QUE NO TIENE A CRISTO)


La persona que se deja influir por las pasiones, los deseos, apetitos y sentidos de la carne en
lugar de escuchar la inspiración del Santo Espíritu. Ese tipo de persona comprende lo físico, pero
no puede percibir lo espiritual.
 Es un hombre, común y corriente”
 Es un hombre, No convertido (2 Crónicas 7:14)
Si se humillare mi pueblo, sobre el cual mi nombre es invocado, y oraren, y buscaren
mi rostro, y se convirtieren de sus malos caminos; entonces yo oiré desde los cielos, y
perdonaré sus pecados, y sanaré su tierra.
 Es un hombre pecador sin esperanza espiritual (Romanos 3:23)
“Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios”
 Es un hombre ciego (2 Corintios 4:4)
“En los cuales el dios de este siglo cegó el entendimiento de los incrédulos, para que no
les resplandezca la luz del evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios”
 Es un hombre ignorante (1 Pedro 1:14)
“Como hijos obedientes, no os conforméis a los deseos que antes teníais estando en
vuestra ignorancia”
 No tiene los valores espirituales requeridos para guiar su vida.
 Vive hundido en delitos y en pecados.

II. EL HOMBRE CARNAL (EL “CASI CRISTIANO”)


Por tanto, sabemos que un cristiano carnal es aquel que se caracteriza por actitudes mentales
internas que no están de acuerdo con el punto de vista de Dios, y, de nuestra actitud mental interna
provienen nuestras acciones. Podríamos decir entonces que un cristiano carnal es aquel que no se
centra en la Palabra de Dios, no ve la necesidad de obedecer a Dios, y no experimenta la
abundante paz y alegría que son de los creyentes, si se someten al poder del Espíritu en sus vidas,
en lugar de ser llevados por su vieja naturaleza carnal (Gálatas 5:16).
 “Simpatizante”
 Es cristiano cuando le conviene
 Carnal (1 Corintios 3:1-3)
De manera que yo, hermanos, no pude hablaros como a espirituales, sino como a
carnales, como a niños en Cristo. Os di a beber leche, y no vianda; porque aún no erais
capaces, ni sois capaces todavía, porque aún sois carnales; pues habiendo entre
vosotros celos, contiendas y disensiones, ¿no sois carnales, y andáis como hombres?
 Es la persona que alzó su mano para recibir a Cristo como Salvador; pero no se ha
convertido a Jesucristo, ni ha nacido de nuevo.
 Es la persona que vive una vida de sube y baja. – Tibio (Apocalipsis 3:14-19)
Y escribe al ángel de la iglesia en La odicea: He aquí el Amén, el testigo fiel y
verdadero, el principio de la creación de Dios, dice esto: Yo conozco tus obras, que ni
eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni
caliente, te vomitaré de mi boca. Porque tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de
ninguna cosa tengo necesidad; y no sabes que tú eres un desventurado, miserable,
pobre, ciego y desnudo. Por tanto, yo te aconsejo que de mí compres oro refinado en
fuego, para que seas rico, y vestiduras blancas para vestirte, y que no se descubra la
vergüenza de tu desnudez; y unge tus ojos con colirio, para que veas. Yo reprendo y
castigo a todos los que amo; sé, pues, celoso, y arrepiéntete.
 Es la piedra de tropiezo para el inconverso.

EL HOMBRE FIEL, PERO SIN METAS DETERMINADAS

 Conformista
 No le preocupa nada (Mateo 26:40-46)
“Vino luego a sus discípulos, y los halló durmiendo, y dijo a Pedro: ¿Así que no habéis
podido velar conmigo una hora? Velad y orad, para que no entréis en tentación; el
espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil. Otra vez fue, y oró por
segunda vez, diciendo: Padre mío, si no puede pasar de mí esta copa sin que yo la beba,
hágase tu voluntad. Vino otra vez y los halló durmiendo, porque los ojos de ellos
estaban cargados de sueño. Y dejándolos, se fue de nuevo, y oró por tercera vez,
diciendo las mismas palabras. Entonces vino a sus discípulos y les dijo: Dormid ya, y
descansad. He aquí ha llegado la hora, y el Hijo del Hombre es entregado en manos de
pecadores. Levantaos, vamos; ved, se acerca el que me entrega.”
 Ciego (Marcos 8:22-26)
 No quiere hacer nada
 A todo le coloca problema
 Se vuelve perezoso en la obra de Dios (Proverbios 22:13)

1. ESPIRITUAL
(EL HOMBRE LLENO DEL ESPÍRITU SANTO)
 Es aquel que le es fiel a Dios, su palabra y la iglesia.
 Honra a Dios en todo, se guarda para Dios y el maligno no le toca.
 Depende de Dios y sabe en quién ha creído.
 José, Juan en la isla estaba en el espíritu.
 1 Reyes 19:18 (No han doblado sus rodillas)
 Daniel 1:8 (Propuso en su corazón)

HOMBRE ESPIRITUAL
DicEs

SUMARIO: I. Prólogo a la historia humana - II. El hombre en la concepción bíblica -


III. Acción del Espíritu Santo en la historia humana salvifica - IV. La obra espiritual de
Jesucristo - V. De hombre carnal a hombre espiritual - VI. La norma como principio
de espiritualización - VII. El hombre espiritual - VIll. Toda actividad humana se hace
espiritual - IX. El hombre espiritual como imagen de Dios.

I. Prólogo a la historia humana

Si se quiere indicar el sentido espiritual, innato en la vida del hombre, es preciso


remontarse a los acontecimientos que preceden y originan la existencia humana.
Mas por tratarse de acontecimientos que fundamentan la historia humana y la
preceden, sólo pueden bosquejarse de una manera mítica, es decir, cual narración
de una realidad auténtica tras repensarla con imaginativa intuición; cual
acontecimiento real reconstruido luego a partir de datos sólo verificables en sus
consecuencias actuales; cual acontecimiento únicamente cognoscible a través de lo
que con posterioridad ha ocurrido o de lo que pueda tener lugar en el futuro. El mito
se cuenta porque es capaz de fundamentar el presente en sus elementos
constitutivos, pero no como tina experiencia que haya controlado el narrador en el
momento de su realización. Si no se recordaran estos acontecimientos prehistóricos,
no se podría comprender la situación actual del universo ni se podría intuir, ni
siquiera genéricamente, el punto en que desemboca la historia humana. Por todo
ello, el acontecimiento prehistórico puede y debe narrarse; pero en dependencia de
las experiencias actuales, según las conjeturas probables recabadas de la cultura
presente, en conexión con las posibles previsiones sobre el futuro de la existencia
humana y haciendo uso sobre todo de las indicaciones que ofrece la revelación. En
semejante narración se integran y están presentes a la vez datos de fe junto con
formas míticas, experiencias históricas, reflexiones culturales actuales y perspectivas
proféticas escatológicas.

¿En qué medida estamos hoy día capacitados para indicar los acontecimientos que
han precedido y causado la presente historia humana? ¿Qué sentido confieren a la
existencia terrena? Si tienen capacidad de• orientar la experiencia humana, ¿hacia
qué forma definitiva?
El Padre creó en el Verbo, mediante el Espíritu, el primer hombre, el cual desde el
principio recibió la misión de expresar la perfección suprema, a la que estaba
llamada la creación entera. Y este primer hombre es la humanidad asumida por el
Verbo, Cristo Señor. El, en su configuración perfecta, precede a cualquier otra
criatura y anuncia su forma definitiva: en su ser personal está esculpido el plan
divino sobre toda la creación (Col 1,26; Ef 1,11-12); constituye el principio y el
término de lo creado. "Yo soy el alfa y la omega, el principio y el fin" (Ap 21,6). El
Padre se sirvió de Cristo para crear todas las cosas existentes: "Todo fue creado por
él y para él, él mismo existe antes que todas las cosas y todas ellas en él subsisten"
(Col 1,16-17; In 1,3). El Padre eligió a Cristo como intermediario para continuar su
creación (In 5,17) y llevarle a su completa perfección. "Para recapitular todas las
cosas en Cristo, las de los cielos y las de la tierra" (Ef 1,10).

Dios Padre, mediante la obra maestra de la humanización del Verbo, destinaba la


creación a ser un reflejo de las relaciones divinas intratrinitarias, una manifestación
externa de la generación del Verbo por parte del Padre en el Espíritu.

El Verbo, asistiendo a la creación y teniendo que llevarla a su término, había sido


constituido primicia de la creación perfecta; había asumido una humanidad ya hecha
espíritu, una realidad creatural habitada para vivir junto a Dios y en Dios. Cristo era
desde el comienzo una carne pneumatizada; era el Señor hecho espíritu viviente en
la vida caritativa divina, destinado a hacer a todo hombre partícipe de su propia
filiación divina.

Mientras el Cristo Espíritu es anterior a toda realidad temporal, Adán y Eva fueron
creados dentro de la dimensión del tiempo. No fueron puestos en la perfección de
Cristo ni en su situación terminal. En comparación con el Verbo, hombre-
pneumatizado, Adán "era todavía un niño (nepios)", es decir, "fue creado ser
intermedio (mésos), ni del todo mortal ni absolutamente inmortal, sino capaz
(dektikós) de lo uno y lo otro"'. Adán es el primer hombre llamado a inaugurar en la
humanidad la participación en la vida divina caritativa propia de Cristo, pero
mediante una realización progresiva en la historia. Tiene la misión de pneumatizarse,
es decir, llegar a saber convivir junto a Dios Padre, a compartir su vida divina
caritativa y establecerse en la existencia de la Santísima Trinidad. "Dios transportó a
Adán desde la tierra de la que había sido sacado al paraíso y le dio un principio de
progreso (aphormén prokopés), en virtud del cual pudiera desarrollarse y llegar a la
perfección (au.xónón kai téleios), e incluso a ser proclamado dios y llegar al cielo en
posesión de la inmortalidad"4. De manera que el hombre por su vocación está
"llamado a ser dios" ¿Qué camino debía tomar Adán para hacerse un hombre nuevo,
totalmente espiritual, capaz de habitar en el interior de la existencia divina, expresión
viva de una creación llegada a su término perfectivo? Debía uniformarse con Cristo,
dejarse transformar en él, convivir dentro de su espíritu de caridad, formar como una
vida única con la suya. Adán debía orientarse a Cristo como la meta de toda la
creación, como la obra maestra consumada y consumadora del universo, como el
proyecto divino concretizado ya en sí mismo. No solamente "el Verbo es la mano de
Dios que actúa sobre el hombre", sino que, con vistas al Verbo humanizado, "Dios
creó las esencias de los seres". "Hemos recibido el pensamiento con el fin de
conocer a Cristo; el deseo, con el fin de correr hacia él; la memoria, con el fin de
recordarlo. El era el modelo de todas las criaturas, con el fin de poder uniformarnos
con Dios".

Adán y Eva aceptan la grandiosa oferta de "ser como Dios no conociendo la muerte"
(Gén 3,4-5), pero descartando la vía intermedia de su propia dependencia de Cristo
Señor; exigen autonomía para elevarse hacia la existencia a la manera divina.
Pecado caracterizado por la pretensión de saber remontarse a la intimidad divina sin
confiarse a Cristo; pecado de poder morar en Dios por sí solos, como personas
humanas, y no como miembros del Cristo integral.

Los hombres, emigrantes en la tierra, tenían necesidad de ser liberados de su


pecado y, al mismo tiempo, de ser auxiliados para remontarse hacia la vida espiritual
bienaventurada, a la que estaban destinados desde el comienzo. ¿Quién los habría
redimido, y a la vez, los habría hecho partícipes de la vida caritativa de Dios? Ellos,
en la experiencia de su estado pecaminoso, se habían olvidado de que la única
salvación estaba en Cristo Señor; de que sólo con él y en él podían hacerse
partícipes del inmenso amor de Dios; de que únicamente el Verbo humanizado podía
llevar a su término a toda la creación, recapitulándola para gloria del Padre celestial.
Dios, en su inmensa misericordia, reveló e hizo posible en la plenitud de los tiempos
su proyecto primitivo. El "nos hizo conocer su plan secreto, que llevó a cabo
después, en la plenitud de los tiempos, al recapitular todas las cosas en Cristo'''.

II. El hombre en la concepción bíblica

La mentalidad hebrea bíblica tiende a considerar las realidades como un conjunto


globalmente unitario, como un todo universal único, simple y no descomponible.
Incluso cuando describe al hombre, lo presenta no como una persona autónoma de
suyo, sino integrado en la realidad cósmico-política en un diálogo religioso con Dios,
orientado totalmente a convivir con su Creador. El hombre se realiza y se cualifica de
manera originaria cuando se mantiene en alianza con su Señor a través de la
totalidad comunitaria, cuando camina peregrino con el universo creado en busca del
"
rostro de Dios" (Sal 105,4).

Los términos que indican normalmente en nuestro lenguaje corriente los distintos
componentes del ser humano (como, por ejemplo, alma, carne, corazón) designan
en el lenguaje bíblico unas situaciones vividas por todo el yo en relación con Yahvé.
Por esta tendencia suya a mirar la realidad con una perspectiva global indivisible, la
palabra revelada confunde el aspecto fisiológico con el aspecto psíquico del hombre;
describe las cosas con la maravilla y el encanto del niño que se detiene en lo
particular, considerándolo como la totalidad. Se expresa de manera análoga el
sentido popular, que indica a las cosas o a las personas a través de su aspecto
singular (el rubio por los colores del cabello, el bizco por un estrabismo ocular).

¿Cómo describe concretamente la Sagrada Escritura al hombre considerándole de


modo integral en relación con su Dios? ¿Con qué términos logra expresar las
posibles relaciones vividas por él en relación con Yahvé? ¿Cómo define al hombre?
La palabra revelada atestigua que el hombre es carne, es alma, es espíritu. Carne es
un término que indica no sólo la parte externa del hombre, que correspondería al
elemento biológico o material, sino al ser humano que, relacionado con Dios,
aparece mortal, débil y frágil. "Toda carne es hierba, toda su gloria como flor del
campo. Se agosta la hierba, la flor se marchita" (Is 40,6-7). El hombre-carne es como
una flor silvestre, como el polvo del que se ha extraído, como sombra fugaz. Está
relegado a una existencia inestable, efímera y caduca (2 Cor 4,11; Sant 1,10-11; 1
Pe 1,24). Si el hombre-carne muestra tener vida es porque su fragilidad se apoya en
la fuerza viva de Dios (Sal 104,29-30). Un yo arreligioso se autodestruiria en su
misma prerrogativa de viviente, puesto que su existencia está arraigada, se conserva
y profundiza en el don de Dios (Is 42,5; Sal 104,28s; Dt 32,39).

Si el hombre-carne puede esperar el gozo de una vida futura (vida bienaventurada),


no es en virtud de un principio inmortal presente en el yo (puesto que el ser humano
es totalmente carne mortal), sino por don de Dios misericordioso: porque permanece
en contacto con el Omnipotente, que lo aferra con "mano fuerte", porque ha podido
inaugurar una intimidad de amistad con un Dios inmensamente bueno, que es fuente
de vida. Precisamente porque es carne, el hombre conoce la caída espiritual, se
pierde en el pecado, se disipa en la miseria espiritual. El hombre carnal, según san
Pablo, es el hombre pecador, dispuesto a dispersarse en mezquindades espirituales
(Gál 5,19-21; 1 Cor 3,1-4). Pablo pregunta a los de Corinto: "¿No sois aún carnales y
vivís a lo humano?" (1 Cor 3,3).

El hombre es alma. El término alma designa no una entidad espiritual, sino un modo
caracterizador de todo el yo: indica el ser humano en cuanto vivo, en cuanto que
participa del principio de la vida. El alma (o la vida humana) puede considerarse en
relación con la carne mortal o en relación con una existencia inmortal. Puede
referirse a un estado terreno frágil y pecaminoso o a una conducta totalmente
espiritual. Se encuentra en una situación dialéctica; puede caracterizar a un ser vivo
agredido por la muerte eterna o abierto a una vida imperecedera (cf Mc 8,34-37). Es
como la vida: una fuerza que puede tener la cualidad de terrena o eterna, humana o
divina, fugaz o inmortal.

El hombre es espíritu. Según la mentalidad semítica, el término espíritu no es tanto


una perfección existente en Dios cuanto una cualificación perfectiva en relación con
el hombre. Por eso, si el hombre tiene vida y bondad moral es porque se lo ha
comunicado el Espíritu de Dios (Job 34,14-15; 1 Sam 10,6; Sal 51,12s). El espíritu
en el hombre es vida dada por Dios y orientada a él; es existencia originada por
Yahvé y vivida según su voluntad; es fuerza que se apodera de todo el hombre y lo
dirige a su Señor; es inspiración que hace a los hombres profetas según el plan
divino (1 Sam 16,13; Is 6,1s; Jer 1,4s; JI 3,1-2). De esta forma el Espíritu es la
potencia de Dios que actúa sobre el hombre: "Sobre él [el Mesías] se posará el
Espíritu de Yahvé" (Is 11,2). Bíblicamente, el hombre, al definirse como quien está
en coloquio vital con Dios, es verdaderamente hombre en virtud del espíritu de
Yahvé (Núm 16,22; 27,16). Sin el espíritu, la existencia humana carecería de su nota
esencial más elevada. Cada vez que Dios intenta orientar hacia sí a una persona de
manera total y profunda, le comunica un espíritu nuevo (Ez 11,19-20). Este espíritu
transforma al yo, armonizándolo con Yahvé, y sabe infundirle una voluntad
cooperadora con el impulso del Señor (Prov 1,23; Job 32,8).

Así, el hombre, en todo su ser y en cada fibra, es a la vez carne (ser mortal
estancado en la tierra), alma (dinamismo vital difundido en toda la persona) y espíritu
(vida unida a su fuente divina). En estos tres términos, reunidos e integrados
recíprocamente entre sí, radica la concepción del hombre. Más aún: se puede ver
sintetizada en ellos la historia de la andadura humana; se puede comprender la
vocación a que está destinado de forma definitiva el género humano. De hecho, el
primer hombre, Adán, al principio fue hecho viviente (alma), con posibilidad de
hacerse inmortal en el seno de la intimidad divina por virtud del Verbo encarnado
(espíritu) o, si se rebelaba, de volverse mortal, reduciéndose al polvo del que había
sido sacado (carne). Al pecar vino a ser "un alma terrestre y material sin logos" .
Vivió la amarga experiencia de lo que significa equivocar el camino que conduce a
ser espíritu; gustó el amargo sabor de una vida carnal.

El naufragio acaecido en el mal, ¿excluyó definitivamente al hombre-carnal de su


participación en el espíritu? ¿Está totalmente relegado ya a ser solamente carne?
¿O bien tiene todavía posibilidad de hacerse espíritu? ¿Quién podrá orientarlo en la
nueva empresa?

III. Acción del Espíritu Santo en la historia humana salvífica

Se ha indicado que el hombre erró al no aceptar la oferta que le brindaba la


providencia divina de hacerse capaz de una vida uniformada con la vida caritativa de
Dios. El hombre tuvo así la posibilidad de conocerse como pecador, encerrado en su
propio egoísmo. retenido constantemente en amargas situaciones de
incomunicabilidad. Sin embargo, el hombre va experimentando también unas
amables aperturas a los demás, sabe expresarse como don que se ofrece, se
sacrifica por el bien de los hermanos, le gusta olvidarse de su propio provecho por el
ajeno y anhela proporcionar alegría a la comunidad. Todo esto es señal de que entre
los hombres se ha difundido el Espíritu de Dios, que es amor y don: es testimonio de
que existe entre ellos una cierta participación de la vida de relación oblativa
subsistente en Dios.

Propiamente, el Espíritu difunde entre los seres humanos las relaciones


comunicativas de amor, no como están en Dios, sino como han sido vividas en
Cristo (DV 2; AG 4). El Espíritu introdujo primeramente a la humanidad del Señor
Jesús en las relaciones comunitarias divinas de la forma más elevada posible a la
criatura humana. En cierto modo, el Espíritu disolvió el ser creado del Redentor en la
experiencia del amor increado; lo impulsó a una progresiva superación de los
estrechos límites creados, de manera que al fin se manifestara como un espíritu
resucitado. Por esta experiencia espiritual, Cristo ha personificado la forma más
elevada del amor que se entrega, del amor que ofrece la propia vida, del Salvador
constituido en gracia para los hombres, del Mesías que ha sabido instalarse para si y
para los demás en la intimidad del amor del Padre.
El Espíritu va difundiendo entre los hombres este mismo estado espiritual que
comunicó a Cristo; va ofreciéndoles la forma caritativa del Señor Jesús y
elevándolos para que sean "hijos en el Hijo"; va suscitando en ellos unas relaciones
con Dios según los sentimientos de Jesucristo; va despertando en sus ánimos los
afectos que el Señor alimenta con respecto al Padre. La obra del Espíritu no puede
separarse de la vida vivida en Cristo, hasta el punto de que san Pablo emplea como
totalmente equivalentes las fórmulas "en Cristo" y "en el Espíritu". Solamente en
Cristo y a través de Cristo es capaz el Espíritu de hacer comprender cómo Dios es
providente, es caridad, es el único verdadero Padre, es aquel que nos ha redimido,
el que ha entrado en alianza en nuestra historia. Todo ello está conforme con el
proyecto divino, según el cual la perfección de lo creado debe realizarse como una
perspectiva que integra a Cristo, como la configuración del Verbo, realizada en modo
tal entre los hombres y en el universo creado.

Cuando reflexiona sobre la experiencia espiritual humana, la Sagrada Escritura


describe de distintos modos la obra del Espíritu. Entre todos estos atributos,
aparecen como más significativos en relación con la historia salvífica los de "dador
de vida" y "dador de comunión". Dador de vida y dador de comunión tienen un
mismo significado: vida divina dada por el Espíritu, que se traduce en vida de
comunión entre las personas en Cristo. El Espíritu genera y difunde vida,
santificación, verdad, profecía y milagros, pero como un modo de hacer a las
personas comunicables entre sí en Cristo. El lo da todo en Cristo en cuanto que el
Señor Jesús es el ser relacional de grado absoluto. Cristo es unión caritativa en
virtud del Espíritu que en él habita plenamente.

El Espíritu es comunión e intimidad incluso en el modo de actuar sobre la vida


humana. No es adecuado considerar espíritu y ánimo humano como dos entidades
extrañas que se encuentran. Como si el hombre espiritual fuera el yo dócil a las
sugerencias que el Espíritu dicta desde el exterior. Hombre espiritual es aquel que
percibe la fuerza del Espíritu como un componente nuevo de sí mismo; el que vive el
devenir pascual en Cristo como una experiencia interiorpropia; el que vive el don de
la caridad como una maduración íntima. Este proceso es análogo al que tiene lugar
en las relaciones entre intelecto y afectividad, según la concepción de los orientales.
Para ellos la inteligencia debe descender al corazón para hallar su propia
clarividencia y asumir los sentimientos del hombre en orden a transformarlos. De
esta forma expresa el Espíritu su caridad iluminadora en ellos y mediante ellos.

El Espíritu, al comunicar la gracia caritativa a los creyentes, va formando ya desde


ahora la nueva existencia de los hombres en el Cristo integral, que está constituido
en la tierra por la comunidad eclesial (cf LG 8). Allí donde genera comunión de amor
caritativo, el Espíritu construye con este amor alguna realidad en la vida del Señor
Jesús, realiza su cuerpo integral, actualiza una dimensión eclesial de Cristo. La
Iglesia, en cuanto cuerpo espiritual, no puede ser sino el cuerpo de Cristo. Sus
mismos ministerios carismáticos, conferidos por el Espíritu, se conciben únicamente
como partes integrantes del cuerpo eclesial del Señor. El espíritu divide a la Iglesia
en "órdenes", estableciendo entre ellos una entidad relacional; la enriquece con
diversas mansiones, con vocaciones carismáticas, con dones proféticos y ministerios
apostólicos (AG 4).

Todo don carismático ofrecido por el Espíritu a cada una de las almas se caracteriza
por estar siempre exclusivamente en función del Cristo integral y eclesial. La obra
propia del Espíritu es la koinonía (comunión o comunicación); hace participar de la
plenitud de Cristo. Por esta koinonía el Espíritu induce a todos y cada uno de los
fieles a pensar y actuar como miembros del cuerpo místico, de forma que los unos
cuiden de los otros (1 Cor 12,25) y tiendan íntimamente a comportarse "según el
todo", a "pensar y querer en el corazón de todos" (Moehler).

En conclusión, la vida según el Espíritu difundida entre los creyentes da testimonio


de que Dios se integra cada vez más íntimamente en su obra creada, de que se
dedica cada vez con más profundidad a sumergir la vida humana en la divina. Y
mediante esta presencia caritativa en la historia humana se ve claramente que el
Espíritu es un poder existente en lo íntimo de la vida divina trinitaria, una relación de
la que tomarealidad y sentido cualquier otra relación, lugar de intercambio de los
deseos divinos y una comunión unitaria entre el Padre y el Hijo, con un amor que se
llama Dios.

IV. La obra espiritual de Jesucristo

El Verbo, habiéndose humanizado antes de que comenzara la historia humana y


cósmica, se presentaba como Espíritu viviente en la intimidad divina, como obra
maestra de toda la creación futura, como modelo del camino terminal de toda la
humanidad y como vocación ideal de todos los hombres. Ante la triste desviación
pecaminosa de los primeros padres, el Verbo humanizado comprendió la necesidad
de abandonar su estado espiritual glorioso y de encarnarse en el estado humano
caído. Así podía abrir a los hombres pecadores el nuevo camino para reincorporarse
al estado espiritual de participación de la caridad del Padre. Cristo "teniendo (ya) la
naturaleza gloriosa de Dios, no consideró como codiciable tesoro el mantenerse
igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la naturaleza de siervo y
haciéndose semejante a los hombres" (Flp 2,6-7). De espíritu ya glorioso "se hizo
carne" (Jn 1,14). Vivió el limite humano propio de una condición carnal; se presentó
como hombre físicamente débil de energías, condicionado por la cultura de su
época, capaz de fracasar según el raciocinio humano, sujeto a una maduración
progresiva en la afectividad.

La misión redentora del Verbo no se realizó por el hecho de la encarnación. El


asumió la carne mortal para pneumatizarla; la aceptó marcada por el pecado con el
intento de hacerla "espíritu". Cristo llevó a cabo este tránsito primero en sí mismo, a
fin de capacitarse para comunicar una transformación semejante a todos los demás
hombres. Venciendo la debilidad de su propia carne, se constituyó en redentor de
las debilidades de toda criatura humana; consiguiendo una vida personal nueva,
pudo comunicarla a todo viviente (cf GS 22). "Dios, enviando a su propio Hijo en
carne semejante a la del pecado y condenando, a causa del pecado, al mismo
pecado en la carne, para que la justicia de la Ley se cumpliese en nosotros, los que
andamos no según la carne, sino según el espíritu" (Rom 8,3-4; cf 2 Cor 5,21; Gál
3,13).

¿De qué forma hizo Jesús espíritu su propia carne? Mediante el " misterio pascual
de su muerte y resurrección. Este misterio no ocurrió solamente al término de su
existencia terrena, sino que impregnó, animó y transformó toda su existencia. La
vida terrena del Señor estuvo entretejida y penetrada íntimamente por los dos
movimientos constitutivos del sentido pascual: vaciamiento-plenitud, humillación
(kénosis)-glorificación, esclavitud-libertad, muerte a la carne y vida en el espíritu. No
obstante, según las diversas situaciones individuales vividas por Cristo, el mismo
misterio pascual revistió características y determinaciones particulares (cf Flp 2,5-
11). Es cierto que el Espíritu está presente en Cristo de forma integral desde el
comienzo de su encarnación. Concebido por obra del Espíritu Santo (Mt 1,20), Jesús
posee el Espíritu como algo propio (Jn 16,14s), por encima de toda medida (Jn
3,34), hasta el punto de manifestarlo mediante toda su actividad (Le 4,14). Y, sin
embargo, el Espíritu se ha dado a Cristo sucesivamente en formas nuevas más
profundas, hasta el punto de pneumatizar todo su ser carnal.

La vida del Señor expresó, por una parte, un progresivo humanizarse de la carne
marcada por la esclavitud de la muerte y el humillante anonadamiento y, por otra
parte, crucificó la vida de la carne hasta el punto de encaminarse hacia la
participación íntima en la existencia divina trinitaria. La vida nueva según el Espíritu
divino se edificó sobre las ruinas de su carne destruida. Para Cristo, la
transformación en "espíritu" significó poseer una vida imperecedera y plena,
semejante a la de Dios. Fue un saberse expresar en la caridad perfecta que
caracteriza la existencia de la Santísima Trinidad. Fue la conquista de un yo que,
superando la innata debilidad carnal, se proclamó señor; quiso mostrar que se había
uniformado en todo con el Padre celestial, incluso en la profunda intimidad interior.
De esta forma, aunque Jesucristo poseía al principio el Espíritu, su yo humano se
hizo Espíritu con la resurrección y así se convirtió en "Señor para gloria de Dios
Padre" (Flp 2,11; Rom 1,3-4; 2 Tim 2,8; 1 Pe 3,18). Cristo resucitado, transformado
en Espíritu en su mismo ser carnal, tiene la capacidad de llamar a toda carne hacia
su espíritu; tiene la posibilidad de hacer participar a los demás de su estado de
resucitado; tiene la personal habilidad de transformar a todo ser humano en una
forma pneumatizada, orientándolo a convivir en su caridad para con el Padre. Cristo
resucitado, libre ya de los condicionamientos delimitantes de la carne marcada por el
pecado, puede comunicar a todo hombre su gracia salvífica de una forma
sacramental, es decir, mediante su humanidad pneumatizada (PO 5). "De sus
entrañas [es decir, del seno del Mesías resucitado] manarán ríos de agua viva. Esto
lo dijo refiriéndose al Espíritu" (Jn 7,38-39). Pentecostés (es decir, la comunicación
de la vida según el Espíritu) tiene lugar cuando termina la cincuentena pascual (He
2,1), es decir, cuando se llega a la plenitud de la pascua de Cristo, según el antiguo
simbolismo. "Si la pascua fue el comienzo de la gracia, pentecostés es su
coronamiento" (san Agustín). Pentecostés es la misma pascua tomada en un sentido
completo, con su fruto, que es el Espíritu.
El Cristo glorioso sigue siendo la cabeza del cuerpo místico eclesial peregrinante en
la tierra. Continúa siendo el salvador del pueblo creyente. Este cuerpo integral,
extendido por toda la tierra, permanece condicionado por la carne en el devenir
pascual, orientado a transformarse en un espíritu totalmente resucitado. La
humanidad, que se renueva en el mundo, renueva de forma análoga la encarnación
del Verbo, porque es una humanidad que se ofrece a la experiencia pascual para
completar el cuerpo de Cristo resucitado.

En el cuerpo místico eclesial, el Espíritu se encuentra en continua gestación (Gál


4,19). Gracia, caridad, carismas, mensaje de verdad evangélica y todos los demás
bienes del Espíritu de Cristo en la tierra son factores que se sitúan en el marco de
una cierta debilidad y precariedad humana. Cuando el Espíritu del Señor celebra y
comunica en la eucaristía la unidad fraterna de la caridad, ésta no se manifiesta con
claridad entre los fieles, porque la gracia del Señor en la comunidad eclesial se
expresa como gracia del misterio pascual uniformado con las debilidades de la
carne. La gracia sacramental y todo don del Espíritu son únicamente un lento
evolucionar según el misterio pascual, un resucitar inicial dentro de un estado de
carne, un tender a la participación de la vida divina en un estado alienado por el
pecado. "Sabemos, efectivamente, que toda la creación gime y está en dolores de
parto hasta el momento presente; y no sólo ella, sino también nosotros, que tenemos
las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la
adopción filial, la redención de nuestro cuerpo, porque en la esperanza fuimos
salvados" (Rom 8,19-24) [>Hijos de Dios].

V. De hombre carnal a hombre espiritual

El hombre se experimenta a sí mismo inmerso en medio de fuerzas disgregantes, en


medio de llamadas contradictorias. con la experiencia de un ser efímero y frágil, pero
con la ambición interior de inmortalidad. Se establece una especie de lucha a muerte
en la interioridad profunda de su ser, "porque la carne lucha contra el espíritu y el
espíritu contra la carne, pues estas cosas están una frente a otra" (Gál 5,17; cf Mt
26,41).

Según los padres de la Iglesia, un conflicto interior indica que los elementos diversos
presentes en el hombre no están bien coordinados entre sí. "Tres cosas constituyen
al hombre perfecto: la carne, el alma y el Espíritu. Una de estas tres cosas salva y
forma, el Espíritu. Otra es salvada y formada, es decir, la carne. Y otra, por fin, se
encuentra entre las dos: es el alma, que a veces sigue al Espíritu y emprende su
vuelo gracias a él, y a veces se deja persuadir por la carne y cae en las
concupiscencias terrenas"". Dar testimonio de que el hombre reúne en sí mismo
diversos componentes que lo desgarran en un estado de contradicciones internas
significa que el hombre yace en un estado provisional, que está encaminado hacia
su consumación, que todavía espera su forma perfecta, y que, en la actualidad,
carece de la plenitud de vida que le corresponde.

¿En qué sentido puede completarse el hombre? ¿Cómo podría traducirse en él la


culminación de la obra creadora? San Ireneo, meditando en la palabra revelada,
explica: el hombre es perfecto cuando su carne es "poseída por el Espíritu". "No
pierde la sustancia de la carne" —"como el olivo silvestre injertado en el olivo no
cesa de ser árbol"—, sino que la carne adquiere las cualidades del espíritu, se hace
incorruptible, se espiritualiza y es capaz de instalarse en el seno de la vida misma de
Dios. De este modo se crea una uniformidad interior que se abre en un amor
totalmente caritativo, semejante al de Dios".

Conseguir una carne pneumatizada, totalmente comprometida en el objetivo de


expresarse en caridad, significa que esta carne va adquiriendo la forma propia de
Jesucristo resucitado y que se ha conformado con el cuerpo glorioso del Señor. "La
carne, poseída por el espíritu y olvidada de sí misma, asume la calidad del espíritu y
se conforma con el Verbo de Dios'. El Espíritu transforma al yo y lo habilita para
asumirlo y expresarlo como por connaturalidad, introduciéndolo en la participación
de la nueva vida de la caridad mediante el único camino pascual, que fue recorrido
por Cristo (GS 22).

Según el proyecto divino, el Espíritu comple'_a la creación del hombre, no sólo con
el beneficio por parte de éste de la vida recorrida por Cristo, sino también integrando
a toda persona en la participación del mismo misterio pascual vivido por Jesús (SC
6). Y ésta es la razón por la que Dios nos ha destinado a compartir la grandeza de
Cristo resucitado y a hacernos miembros de su cuerpo glorioso (LG 9; GS 32). El
plan creador ha sido proyectado por Dios "para manifestar en los siglos venideros la
excelsa riqueza de su gracia mediante su bondad para con nosotros en Cristo
Jesús" (Ef 2,7; cf Rom 11,33). El hombre está llamado por vocación a hacerse
espiritual; se sitúa esencialmente de cara a Cristo resucitado, que es Espíritu del
Señor.

Dios no solamente pensó en la perfección creativa con respecto al hombre,


integrándolo en el Cristo glorioso, sino que pretendió explicitar su continua obra
creativa dentro y mediante la difusión o participación del misterio pascual de Cristo.
"Y todos nosotros, con la cara descubierta, reflejando como en un espejo la gracia
del Señor, nos transformamos en la misma imagen, resultando siempre más
gloriosos, conforme obra en nosotros el Espíritu del Señor" (2 Cor 3,18; cf Col 3,10).
La continua obra creativa del Padre en beneficio de todos y cada uno de los
hombres pone de relieve la cooperación cocreativa del Espíritu con Cristo y en Cristo
(Jn 5,17). Santo Tomás precisa correctamente que la gracia que nos trae
sacramentalmente el misterio pascual de Cristo es una auténtica recreación de
nuestro yo según el Espíritu de Dios".

Dejarse transformar por el Espíritu de Cristo en sentido pascual significa admitir el


cambio integral del propio ser: hacerse un hombre nuevo para ser capaz de convivir
en la intimidad trinitaria de Dios, pasar del ser carnal al ser espiritual, ser capaces de
amar a Dios y a los demás de la misma forma con que ama el Señor y disponerse a
adquirir la capacidad de la vida en caridad (cf GS 38; AG 13).

Por esta participación en el misterio pascual de Cristo, la comunidad eclesial


primitiva comprobaba que los creyentes estaban ya inundados de forma embrional
por el Espíritu. Es la constatación gozosa que aparece en los Hechos de los
Apóstoles (2,4; 1,5; 7,55; 13,32; 19.26; 11,4-8; etc.). Es este Espíritu quien nos une
íntimamente con el cuerpo glorioso del Señor (1 Cor 6,17); este Espíritu es quien da
testimonio de que somos hijos de Dios (Rom 8,16); este Espíritu es quien nos ha
convencido para que no seamos ya hombres carnales, sino espirituales (Rom 8,9; 1
Cor 3,1-4); este Espíritu es quien ha infundido en nuestros corazones el mismo amor
de Dios (Rom 5,5); este Espíritu es el que crea la unión de paz entre los hermanos
(Gál 5,21); este Espíritu es quien nos autoriza a vivir en libre espontaneidad de amor
por encima de los vínculos legales (Gál 5,18); este Espíritu es quien nos hace vivir
ya para Dios en Cristo (Rom 6,10; 1 Pe 4,6), y este Espíritu es quien nos hace
merecer la vida eterna (Gál 6,8).

Sin embargo, el Espíritu de Cristo no se comunica personalmente al creyente en


este mundo hasta el punto de transformarlo por completo en Cristo y pneumatizarlo.
En este mundo el hombre no está todavía resucitado en forma integral. Tan sólo es
un ser que se está ejercitando dentro del camino pascual de Cristo hacia el futuro
estado de resurrección. Ha elegido el estado del espíritu, y por eso se empeña en
seguir al espíritu como norma (Gál 5,23). Aunque la presencia de lo carnal no
permite vivir como hombre espiritual en plenitud y continuidad, "pues no hago el bien
que quiero, sino el mal que no quiero. Y si lo que no quiero hago, ya no soy yo el
que lo hace, sino el pecado que habita en mí" (Rom 7,20).

VI. La norma como principio de espiritualización

La ascesis cristiana se ha descrito algunas veces y se ha programado según unas


normas vinculativas y prudenciales detalladas; se han expuesto sus rasgos de
acuerdo con un cuadro orgánico de hábitos virtuosos; se ha delineado su evolución
a través de esfuerzos continuados prescritos. Cada uno de los actos espirituales se
ha valorado basándose en su contenido ético y en su sentido finalista intrínseco. En
la práctica, la bondad de las obras y el progreso espiritual se han juzgado en relación
con lo que el hombre es en su naturaleza ontológica, en su constitución inalienable
de ser creado, en su configuración recibida desde el principio de Dios. Se ha
afirmado sintéticamente que la norma concerniente a la vida espiritual debe
recabarse fundamentalmente del ser humano personal.

Resulta más apropiado afirmar que la norma subyacente a la vida espiritual cristiana
debe recabarse del yo entendido en su evolución según el misterio pascual de
Cristo. Por eso se mira al ser humano creado, pero tal como se estructura en su
pneumatización progresiva; se tiene en cuenta la entidad ontológica humana, pero
en tanto en cuanto debe realizarse según el espíritu; se observa al hombre, pero en
tanto en cuanto tiende a uniformarse con Cristo resucitado. Esto significa que la
ascesis debe inscribirse normativamente en reglamentos cada vez más espirituales.

Semejante criterio brota de la historia salvífica en su actuación; se justifica en el


cuerpo místico en progresiva realización; se funda en el yo que se abandona a la
evolución según el dinamismo pascual; se especifica en el hecho de que el creyente
se transforma cada vez más en el espíritu del Señor, y se caracteriza por una vida
personal llamada a convivir cada vez más con la caridad, expresión de la vida
trinitaria que se actúa en el amor. Transformarse en sentido pascual caritativo
significa reconocerse hombres con una vocación espiritual, o sea llamados a dejarse
guiar íntimamente por el espíritu de Cristo.

Al decir de santo Tomás, la vida espiritual evangélica no se circunscribe a unas


virtudes formuladas según la ley natural. ¿Cuál es la norma fundamental de la
ascesis cristiana? Es la misma "gracia del Espíritu Santo, que se manifiesta en la fe
que obra mediante la caridad. Los hombres obtienen esta gracia a través del Hijo de
Dios encarnado, cuya humanidad fue la primera en colmarse de la gracia, que
después fue derramada sobre nosotros" (S. Th., 1-II. q. 108, a. 1; cf Jn 1,16-17).
¿Habrá que pensar entonces que en la vida espiritual nos basamos en un criterio
exterior al hombre? ¿Habrá que indagar sobre la gracia del Espíritu, entendida como
realidad objetiva claramente distinta de la vida humana? Observa santo Tomás:
"Puesto que la gracia del Espíritu Santo es como un hábito interior infundido en
nosotros, que nos inclina a obrar rectamente. nos hace realizar rectamente las cosas
que convienen a la gracia y evitar lo que repugna a la gracia" (Ib, ad 2). En otras
palabras, para santo Tomás, la norma espiritual debe tomarse de la experiencia de
cuantos viven según el Espíritu (cf GS 38). El primero a quien hay que mirar es a
Cristo en su vida y sus enseñanzas. El se hizo Espíritu por haber vivido y realizado
el acontecer pascual en su realidad fontal. Secundariamente, se debe tomar la
norma espiritual de la experiencia de la comunidad eclesial, porque ella está unida a
Cristo y se manifiesta como el lugar privilegiado en el que actúa hoy el Espíritu (cf
GS 42). Por último, la norma espiritual hay que saber leerla en la experiencia de
cada alma, en la medida en que ésta se abre a la gracia del Espíritu del Señor y en
la proporción en que ha sabido injertarse en el misterio pascual de Cristo,
comunicado sacramentalmente en la Iglesia (cf DH 3).

[>Cristocentrismo; >Jesucristo; >Iglesia II; >Experiencia cristiana; >Modelos


espirituales].

Mientras que en la experiencia y en la palabra de Cristo podemos captar la norma en


su formulación utópica perfecta; mientras que en la experiencia de la Iglesia puede
leerse la norma adaptada a la maduración del pueblo de Dios según una época
salvífica determinada, en la experiencia de cada alma en particular se manifiesta la
norma según el camino espiritual recorrido por ella. La norma formulada según la
experiencia de Cristo resucitado es definitiva y siempre nueva, porque está por
encima de nuestra capacidad actual de bien. La norma inscrita en la experiencia
eclesial es auténtica para los fieles, aunque puede formularse e inculturarse de
modos parcialmente provisionales. La norma obtenida de la experiencia personal
debe confrontarse siempre e integrarse en la de Cristo y en la de la Iglesia. En la
historia de la espiritualidad, la experiencia de Cristo ha sido siempre fundamental e
insustituible; la experiencia eclesial ha tenido una presencia constante, aunque
alcanzó su pleno esplendor en la Iglesia primitiva, según la narración que ofrecen los
Hechos de los Apóstoles. En cambio, la experiencia de cada alma en particular se ha
estudiado ampliamente en la vida de los santos y en el ejercicio de la dirección
espiritual. Como quiera que cada individuo puede participar únicamente en
modalidades imperfectas del misterio pascual de Cristo, tiene el deber de no
establecerse de una manera permanente en la norma que percibe como exigida por
su propia experiencia. Debe considerar la exigencia normativa personal como algo
provisorio y ha de intentar mejorar su vida de forma que aflore en ella una gracia
normativa más auténtica del Espíritu. El fiel no sólo está sujeto a la norma espiritual
y es dirigido por ella, sino que también es espejo responsable de la misma; en la
medida en que pasa de un vivir según la carne a un vivir caritativo según el espíritu,
hace posible la manifestación en su propia existencia de una norma más conforme
con la gracia del Espíritu de Cristo. El vivir en Cristo resucitado no se presenta como
un elemento extraño a la regla de la ascesis ni es el presupuesto indispensable de
su consciente formulación en orden a su posible conocimiento personal convincente.

La vida según el espíritu es totalmente nueva en sí misma. En su forma integral es


propia de Cristo resucitado y de una exigencia humana escatológica. En la vida
actual no sólo es irrealizable, sino que ni siquiera puede formularse en una clara
normatividad; el futuro escatológico no puede expresarse en la cultura presente.
Cualquier expresión normativa, incluso espiritual, es siempre y solamente indicativa
de una realidad actualmente experimentable.

En concreto, ¿qué significa en la actualidad eclesial una normatividad según el


espíritu? Indica sobre todo y ante todo el deber de comportarse como "hijos en el
Hijo" (Gál 4,6-7), como engendrados por el amor del Padre (1 Jn 4,7), como
llamados a ser imagen del Verbo encarnado (Rom 8,29), como comprometidos a
vivir en nosotros mismos las relaciones interpersonales existentes en Dios. Y ello
porque "Dios es espíritu" (Jn 4,24). "Si nos amamos los unos a los otros, Dios mora
en nosotros y su amor en nosotros es perfecto. Por esto conocemos que estamos en
él y él en nosotros, porque él nos ha dado su Espíritu" (1 Jn 4,12-13).

Esta norma caritativa según el espíritu, aunque debe expresarse en su inculturación,


debe formularse también como provocadora para toda estructuración terrena. La
ética espiritual cristiana no reniega de la realidad humana ni pretende expresarse al
margen de las formas culturales actuales. Pero, a la vez que acepta expresarse en
estas formas culturales, intenta dar testimonio de una necesaria trascendencia y
propone también una ruptura con los esquemas humanos existentes. Espiritualidad
evangélica inculturada, y no evangelio traducido en ideología, que es propuesta de
vida nueva, aunque sea partiendo de la experiencia actual; que infunde valor hacia
lo trascendente (2 Cor 5,6), porque ya desde ahora Dios "nos ha dado por arras su
Espíritu" (2 Cor 5,5). Una espiritualidad orientada por completo a hacer que
percibamos en la actualidad el "anticipo" (2 Cor 1,22; Ef 1,14).

Se comprende que la espiritualidad no debe reducirse primariamente a una


enumeración de deberes, a una memorización de leyes o a un catálogo de
prescripciones. Debe introducir en una experiencia de Dios, en una docilidad a su
Espíritu, en una intimidad en la caridad de Cristo, en una inserción en el
acontecimiento salvífico del Señor.
El hombre espiritual, en relación con el juicio moral, se sitúa como el pobre de
Yahvé. No es el sujeto que reivindica un criterio moral propio, que sabe por sí mismo
lo que es el bien y el mal o que pretende saber juzgar lo que significa la bondad en
Dios. No tiene una capacidad moral personal autónoma. El hombre espiritual desea
únicamente transformarse en Dios y uniformarse con él para obtener de él el criterio
moral y ser de alguna forma espejo del juicio de Dios sobre el bien y el mal. Es
consciente de que sólo un estado en cierto modo místico suscita una conciencia
recta, porque propone juicios de valor, inspirados en el encuentro con el Señor.
Porque cree que el Espíritu actúa en la comunidad eclesial y penetra en lo humano,
orientándolo hacia una vida caritativa nueva, se muestra acogedor con lo imprevisto,
como ley del espíritu que se manifiesta ulteriormente, como palabra de Dios no
revelada aún enteramente y como proyecto no manifestado en su integridad.

VII. El hombre espiritual

En la existencia terrena presente, la vida según el espíritu de Dios en Cristo se nos


comunica dentro del acontecer pascual. En la práctica, se reduce a permitir que el
ser propio se espiritualice en grados sucesivos, a comportarse cada vez con mayor
docilidad a las su-gerencias del Espíritu, a resurgir continuamente como espíritu que
se realizará del todo en el tiempo futuro. El cristiano es un hombre espiritual en
esperanza. Por eso puntualizaba san Pablo: "Mientras estamos en esta tienda
gemimos oprimidos [...], para que la mortalidad sea absorbida por la vida" (2 Cor
5,4). Y, sin embargo, el cristiano está llamado ya desde ahora a anticipar esta
realidad espiritual del futuro. Es necesario experimentar y dar testimonio actualmente
de lo que significa ser hombre espiritual en contraposición al hombre carnal.

Se es santo y perfecto en la medida en que uno se uniforma y se une a Dios, en la


medida en que se hace espíritu (Jn 4,24). Esta adhesión a Dios llevada al extremo
de desear hacer un solo espíritu con él, se indica en el lenguaje bíblico en varias
modalidades y en grados diferentes. El pueblo de Israel es espiritual y santo porque
vive en la alianza con Yahvé (Ex 19,5; Dt 7,6). Los cristianos son santos porque por
el bautismo son "templo del Espíritu Santo" (1 Cor 3,16; 6,19), porque son "familiares
de Dios" (Ef 2,19-22). Se unen al espíritu del Señor de una forma cada vez más
radical mediante la participación de su misterio pascual. "Pero quien se une al Señor
es un solo espíritu con él" (1 Cor 6,17).

El alma que se ha unido a Dios formando con él un solo espíritu está capacitada
para vivir la misma vida divina. Esta vida divina se llama caridad, "y quien
permanece en la caridad permanece en Dios" (Jn 4,16). El cristiano está invitado a
vivir en la caridad según el espíritu de Cristo, es decir, de la manera en que Cristo se
identificaba con Dios. Pero ¿qué implica una vida de estas características? No es
fácil responder de forma exhaustiva, ya que es una existencia que tiene algo de
inefable; requiere un ser y un obrar al modo de Dios, superior a nuestra experiencia
sensible. Sin embargo, podemos ofrecer alguna indicación, considerando la manera
como el mismo Cristo vivió en comunión de amor con el Padre y con los hombres.
En un lenguaje a nosotros accesible, diríamos que vive en el Espíritu de Cristo el
místico que sabe introducirse y adentrarse en la experiencia intima de Dios; el mártir
que se ofrece totalmente para que Dios siga siendo la salvación entre los hombres;
el misionero que dispone los ánimos a la luz del Espíritu; el profeta que descubre el
plan de Dios en Cristo en los signos de los tiempos; el creyente que tiene fe en la
capacidad revolucionaria de la caridad del Señor.

Semejante vida espiritual no se adquiere primariamente por la ascesis o el esfuerzo


personal, sino que es don carismático del Espíritu. Un don que el Espíritu comunica
al alma, haciéndola participar de la vida pneumática presente en plenitud en Cristo.
"Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad y en él estáis
llenos vosotros" (Col 2,9s). En la práctica, estar en Cristo significa estar disponible a
recibir la vida caritativa que comunica el Espíritu.

¿Cómo obra el Espíritu en el alma? Le confiere hábitos espirituales, impregnando


todas las dimensiones conscientes e inconscientes, instintivas y volitivas, racionales
y afectivas; la hace obrar como por impulsos interiores profundos, que la adaptan y
la hacen dócil a las inspiraciones divinas. El Espíritu transforma y armoniza cada vez
más al creyente con sus carismas y lo pneumatiza cada vez más. No actúa nunca
con violencia sobre el alma, ni se impone a ella, ni se superpone como una nueva
existencia extraña, ni somete a la fuerza. El Espíritu se hace presente en la medida
en que el ser humano permite que actúe en su intimidad o que aflore desde su
profundidad a modo de instinto interior necesario. Ciertamente, en la actual
existencia el Espíritu no es el único principio de vitalidad de la persona, como
sucederá en la vida bienaventurada.

Los hábitos espirituales suscitados en el yo por el Espíritu continúan de alguna forma


y por algún tiempo, aun cuando el alma se pierda en actitudes pecaminosas. Si bien
se trata de una persistencia estructural aparente, puesto que su agente dinámico (es
decir, el Espíritu) ha dejado de actuar.

Si la santidad [>Santo] consiste en la unión con Dios secundando a su Espíritu, el


deber primordial de la ascesis cristiana estriba en interpretar y vivir con autenticidad
lo que sugiere carismáticamente el Espíritu: en permitir al Paráclito que se exprese
con riqueza de iniciativas y de gracias a través de todas las facultades de la
personalidad propia. Discernimiento y docilidad al Espíritu son las virtudes
fundamentales del asceta cristiano. Mediante el ---,discernimiento espiritual, el
creyente consigue uniformarse con la voluntad del Padre, captar de forma apropiada
la palabra evangélica bajo la guía del Espíritu (Rom 12,2; Ef 4,23-24) y, al mismo
tiempo, dar testimonio de que la cristiandad es una comunidad eclesial carismática.

La misma Iglesia se manifiesta como auténtica en la medida en que vive bajo la guía
del Espíritu (Rom 8,15-16; Flp 4,15). La exhortación apostólica está llamada a
expresarse como discernimiento en el Espíritu y según el Espíritu (Rom 12,1). En
virtud de la misión y de la autoridad recibida (2 Cor 5,16s), el apóstol tiene el poder
primario de convertirse para saber dar testimonio del evangelio (Rom 12,15; Flp
1,9s; Ef 5,1) entre las cambiantes opciones históricas concretas (Rom 12,2; Ef 5,10),
cometido este que se expresa como un carisma, como un don del Espíritu, y como
una actividad desempeñada sacramentalmente en el Cristo integral.
La docilidad al Espíritu no es un comportamiento categorial, sino una manera
general de comportarse, y debe aparecer como caracterización de la total existencia
personal, social o eclesial. No incluye la negación de la propia realidad corpórea
[Cuerpo], sino que prescribe asumir todo el yo (alma, cuerpo. mentalidad y
afectividad), intentando expresarlo en la perspectiva de la caridad. Para
comprenderlo mejor podemos ilustrarlo reflexionando sobre la experiencia espiritual
de santa Teresa de Lisieux. La santa carmelita se situó frente a las realidades
humanas terrenas en actitud interrogante: contempló lo real como algo que
simbólicamente le daba la respuesta del Padre a sus esperanzas espirituales.
Interpela incesantemente a las realidades personales, familiares y ambientales para
captar la enseñanza espiritual de Dios sobre sí misma, sobre su propia persona y
sobre su propia vida. Una capacidad de adhesión a la realidad concreta y cotidiana
para captar en ella el sentido profundo de la palabra del Espíritu, como si tal palabra
fuera una realidad escondida en las situaciones efímeras concretas. De forma
semejante supo santa Teresa unirse y armonizarse integralmente con su carmelo
para ser una carmelita auténtica; pero, dentro de esta misma adhesión, desarrolló la
libertad interior a fin de poder uniformarse de modo totalmente original con el
Espíritu. La vida del carmelo viene a ser releída de una forma personal nueva a la
luz de los dones carismáticos. Teresa pone en práctica pequeñas contestaciones
para sentirse libre de las ordenanzas institucionales y de los reglamentos, a fin de
estar disponible frente al Espíritu. Comparándose con santa Juana de Arco, escribe
sobre sí misma: "Esta exigencia, que ya experimentaba la pastorcilla de Lorena, ¿no
sacude también a la carmelita de Normandía? ¿Tendrá el valor de hacer las
transgresiones necesarias al margen de los caminos ya trillados?".

VIII. Toda actividad humana se hace espiritual

No sólo el ser humano debe estar disponible de cara a su progresiva


pneumatización, sino que también toda actividad personal debe orientarse a su
forma cada vez más espiritual. A título de ejemplo, podemos preguntarnos qué
significa el culto y la oración llevados a cabo de una forma espiritual.

En los comienzos, la revelación prescribe la práctica del culto como obsequio de


reconocimiento a Yahvé por sus beneficios salvíficos. A continuación el culto
degenera, inspirándose en la vida utilitaria cotidiana: se transforma en una piedad
ligada a los ciclos estacionales para obtener la fertilidad del suelo y del ganado. Al
intentar someter a Dios a la vida terrena, se convierte en un culto según la carne.
Los profetas adoptan una actitud polémica contra este culto, que pretende ofrecer la
seguridad de la protección de Dios mediante determinadas actitudes mítico-rituales.
Ellos sugieren un culto a Yahvé liberador en medio de un pueblo elegido,
comprometido en actividades sociales liberadoras. Debe realizarse una celebración
de comunión nupcial entre Dios e Israel: "Entonces te desposaré conmigo para
siempre; te desposaré conmigo en la justicia y el derecho, en la benignidad y en el
amor; te desposaré conmigo en la fidelidad, y tú conocerás a Yahvé" (Os 2,21-22).
El culto se convierte en una práctica de adhesión existencial a Dios; en aprender a
vivir según su espíritu. Y esto es lo que pide Jesús: "Pero llega la hora, y es ésta, en
que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque
así son los adoradores que el Padre quiere" (Jn 4,23).

También la oración la presenta la Palabra revelada como un don del Espíritu para
convivir en la vida divina caritativa. "No siendo la oración un arte ni una técnica, no
creo que pueda enseñarse, a no ser por el Espíritu Santo; querer dar reglas y prolijos
preceptos significaría, a mi entender, un comportamiento más humano que divino. El
orante es aquel que se abandona a Dios con docilidad para uniformarse con la
alabanza vivida en el seno de la Santísima Trinidad. "No ver sino lo que le agrada a
Dios manifestarnos, es decir, no recibir pensamiento alguno fuera de lo que Dios nos
comunica; no seguir ninguna luz, sino la que nos viene de él, que es el Padre y la
fuente de las verdaderas luces; no adherirnos a ningún conocimiento, sino al que él
pone en nosotros'''. Esto significa orar según el espíritu.

En conclusión, una acción (como el culto o la oración) puede llamarse espiritual en


tanto en cuanto es un modo de expresar la propia uniformidad o conformidad con
Dios; en tanto en cuanto es una manera de dar testimonio de la intimidad con el
Padre según el espíritu de Cristo.

IX. El hombre espiritual como imagen de Dios

El hombre es imagen de Dios en la medida en que es introducido en la participación


de la, vida divina trinitaria. Esto equivale a decir que el hombre es tanto más imagen
de Dios cuanto más se transforma según el Espíritu y cuanto más receptivo es
respecto a la caridad otorgada por el Espíritu.

Jesucristo es la única imagen perfecta de Dios Padre, que sabe desvelar su rostro
auténtico porque vive en un diálogo ininterrumpido y filial con el Padre; porque
instaura en lo humano un reflejo de la comunión trinitaria divina; porque es espejo
del amor divino entre los amores humanos; porque impulsa las relaciones
interpersonales humanas según el "esse ad" trinitario. Todo esto es lo que se indica
en la afirmación de que Cristo es Espíritu resucitado.

Cristo no es sólo imagen perfecta, sino también la única imagen humana verdadera
de Dios Padre. Nosotros somos introducidos por el Espíritu a convivir el misterio
pascual de Cristo y con Cristo hasta llegar al "conocimiento completo del Hijo de
Dios, y a constituir el estado del hombre perfecto, a la medida de la edad de la
plenitud de Cristo" (Ef 4,13). Estamos llamados a manifestar la imagen filial de Dios,
que es propia de Cristo; por eso estamos llamados a convivir con él, ahora en el
cuerpo místico y después en la comunión de los santos, con una repercusión en todo
el universo. "Porque la creación está aguardando en anhelante espera la revelación
de los hijos de Dios" (Rom 8,19).

"En esta imagen [del Hijo encarnado[ todas las criaturas tienen vida como en su
causa y residen en ella según el modo divino. Y también en esta imagen todas las
cosas han sido creadas de un modo perfecto, y según el ejemplar de esta imagen se
han ordenado las cosas con sabiduría. Por último, es la imagen que todas las cosas
tienen de su fin, porque tal imagen se refiere a Dios"'.

Hablar del hombre espiritual como imagen de Dios no resulta fácil para nuestro
lenguaje humano. La misma teología adopta un método dialéctico, porque es
consciente de que tiene que habérselas con una realidad inefable. Afirma que Dios
creó su imagen en el hombre en el momento de la creación y, al mismo tiempo, que
va realizando esta imagen de una forma progresiva a través de toda la historia
salvifica. Es una imagen reflejada en todo ser humano y, al mismo tiempo, única en
dimensión comunitaria con Cristo. Está fijada en su perfección definitiva desde el
comienzo en Cristo Señor y, a la vez, admite novedades por la aportación de una
humanidad que va surgiendo en Cristo.

El texto sagrado parece afirmar que la imagen divina se va explicitando a través de


la actividad cognoscitiva y afectiva del hombre: "Amémonos los unos a los otros,
porque el amor es de Dios" (1 Jn 4,7). Donde hay caridad y amor entre los hombres
allí está Dios. Esto es ciertamente verdad. Sin embargo, el conocimiento y el amor
como humanos oscurecen la figura de Dios y la deforman profundamente. El
conocimiento humano no es tanto una unión-comunicación cuanto una apropiación
de algo mediante nuestro modo fantástico interior; es un poseer como propio. El
conocimiento seria verdadero signo de imagen divina tan sólo si se concibiera según
la indicación bíblica: conocer a Dios dejándose conocer por él (Gál 4,8s); conocer en
cuanto es penetrar en el proyecto de amor revelado en Jesús; conocer como un
abandonarse íntegramente al Señor, dejando que nos transforme; conocer en
cuanto se permanece en contemplación de Dios como se revela en Cristo. Se trata
de un conocer como conversión, como renovación personal, no reduciendo a Dios a
una imagen interior nuestra, sino uniformando nuestra mente con el conocimiento de
él en su Espíritu y según su Espíritu (2 Cor 4,16; Ef 3,16).

De semejante forma, el amor humano, aun en el caso de ser oblativo, une con el
amado segregándolo de los demás. Quien forma un matrimonio o una familia cree
que inicia una comunión auténtica; sin embargo, corre el riesgo de instalarse en un
egoísmo de pareja, olvidándose de los demás. Por el contrario, el amor que
comunica el Espíritu como imagen de Dios es el que al mismo tiempo ama a uno
como si fuera el único amado y, a la vez, ama en él y con él a todos los demás con
igual amor indiviso.

Precisamente por esto el hombre está llamado a experimentar el misterio pascual de


Cristo; debe morir al conocimiento y al amor humano para aprender a conocer y a
amar todas las cosas en Dios mediante el Espíritu de Cristo. Sólo cuando el hombre
se convierte de carnal en espiritual sabrá ser imagen de Dios mediante su
conocimiento y su amor caritativo. La verdadera imagen de Dios es únicamente el
hombre espiritual.

T. Goffi
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Conclusión

¿Qué clase de hombre eres tú?

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