Crimen y Castigo
Crimen y Castigo
Crimen y Castigo
Fedor Dostoievski
Colección
Grandes Novelas
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Dirección General: Marcelo Perazolo
Dirección de Contenidos: Ivana Basset
Diseño de cubierta: Daniela Ferrán
Diagramación de interiores: Vanesa L. Rivera
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Índice
PRIMERA PARTE 7
I 8
II 16
III 32
IV 44
V 56
VI 67
VII 79
SEGUNDA PARTE 92
I 93
II 111
III 122
IV 136
V 148
VI 160
VII 182
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temor inspira a los hombres sea aquello que les aparta de sus costumbres.
Sí, eso es lo que más los altera... ¡Pero esto ya es demasiado divagar! Mien-
tras divago, no hago nada. Y también podría decir que no hacer nada es lo
que me lleva a divagar. Hace ya un mes que tengo la costumbre de hablar
conmigo mismo, de pasar días enteros echado en mi rincón, pensando...
Tonterías... Porque ¿qué necesidad tengo yo de dar este paso? ¿Soy verda-
deramente capaz de hacer... “eso”? ¿Es que, por lo menos, lo he pensado
en serio? De ningún modo: todo ha sido un juego de mi imaginación, una
fantasía que me divierte... Un juego, sí; nada más que un juego.”
El calor era sofocante. El aire irrespirable, la multitud, la visión de los an-
damios, de la cal, de los ladrillos esparcidos por todas partes, y ese hedor
especial tan conocido por los petersburgueses que no disponen de medios
para alquilar una casa en el campo, todo esto aumentaba la tensión de los
nervios, ya bastante excitados, del joven. El insoportable olor de las taber-
nas, abundantísimas en aquel barrio, y los borrachos que a cada paso se tro-
pezaban a pesar de ser día de trabajo, completaban el lastimoso y horrible
cuadro. Una expresión de amargo disgusto pasó por las finas facciones del
joven. Era, dicho sea de paso, extraordinariamente bien parecido, de una
talla que rebasaba la media, delgado y bien formado. Tenía el cabello ne-
gro y unos magníficos ojos oscuros. Pronto cayó en un profundo desvarío,
o, mejor, en una especie de embotamiento, y prosiguió su camino sin ver o,
más exactamente, sin querer ver nada de lo que le rodeaba.
De tarde en tarde musitaba unas palabras confusas, cediendo a aquella cos-
tumbre de monologar que había reconocido hacía unos instantes. Se daba
cuenta de que las ideas se le embrollaban a veces en el cerebro, y de que
estaba sumamente débil.
Iba tan miserablemente vestido, que nadie en su lugar, ni siquiera un viejo
vagabundo, se habría atrevido a salir a la calle en pleno día con semejantes
andrajos. Bien es verdad que este espectáculo era corriente en el barrio en
que nuestro joven habitaba.
La vecindad del Mercado Central, la multitud de obreros y artesanos amon-
tonados en aquellos callejones y callejuelas del centro de Petersburgo po-
nían en el cuadro tintes tan singulares, que ni la figura más chocante podía
llamar a nadie la atención.
Por otra parte, se había apoderado de aquel hombre un desprecio tan feroz
hacia todo, que, a pesar de su altivez natural un tanto ingenua, exhibía sus
harapos sin rubor alguno. Otra cosa habría sido si se hubiese encontrado
con alguna persona conocida o algún viejo camarada, cosa que procuraba
evitar.
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“Tal vez esta mujer es siempre así y yo no lo advertí la otra vez”, pensó,
desagradablemente impresionado.
La vieja no contestó; parecía reflexionar. Después indicó al visitante la puer-
ta de su habitación, mientras se apartaba para dejarle pasar.
–Entre, muchacho.
La reducida habitación donde fue introducido el joven tenía las paredes
revestidas de papel amarillo. Cortinas de muselina pendían ante sus venta-
nas, adornadas con macetas de geranios. En aquel momento, el sol ponien-
te iluminaba la habitación.
“Entonces –se dijo de súbito Raskolnikov–, también, seguramente lucirá un
sol como éste.”
Y paseó una rápida mirada por toda la habitación para grabar hasta el
menor detalle en su memoria. Pero la pieza no tenía nada de particular. El
mobiliario, decrépito, de madera clara, se componía de un sofá enorme, de
respaldo curvado, una mesa ovalada colocada ante el sofá, un tocador con
espejo, varias sillas adosadas a las paredes y dos o tres grabados sin ningún
valor, que representaban señoritas alemanas, cada una con un pájaro en la
mano. Esto era todo.
En un rincón, ante una imagen, ardía una lamparilla. Todo resplandecía de
limpieza.
“Esto es obra de Lisbeth”, pensó el joven.
Nadie habría podido descubrir ni la menor partícula de polvo en todo el
departamento.
“Sólo en las viviendas de estas perversas y viejas viudas puede verse una
limpieza semejante”, se dijo Raskolnikov. Y dirigió, con curiosidad y al sosla-
yo, una mirada a la cortina de indiana que ocultaba la puerta de la segunda
habitación, también sumamente reducida, donde estaban la cama y la có-
moda de la vieja, y en la que él no había puesto los pies jamás. Ya no había
más piezas en el departamento.
–¿Qué desea usted? –preguntó ásperamente la vieja, que, apenas había
entrado en la habitación, se había plantado ante él para mirarle frente a
frente.
–Vengo a empeñar esto.
Y sacó del bolsillo un viejo reloj de plata, en cuyo dorso había un grabado
que representaba el globo terrestre y del que pendía una cadena de acero.
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“Todo esto son necedades –se dijo, reconfortado–. No había motivo para
perder la cabeza. Un trastorno físico, sencillamente. Un vaso de cerveza, un
trozo de galleta, y ya está firme el espíritu, y el pensamiento se aclara, y la
voluntad renace. ¡Cuánta nimiedad!”
Sin embargo, a despecho de esta amarga conclusión, estaba contento como
el hombre que se ha librado de pronto de una carga espantosa, y recorrió
con una mirada amistosa a las personas que le rodeaban. Pero en lo más
hondo de su ser presentía que su animación, aquel resurgir de su esperan-
za, era algo enfermizo y ficticio. La taberna estaba casi vacía. Detrás de los
dos borrachos con que se había cruzado Raskolnikov había salido un grupo
de cinco personas, entre ellas una muchacha. Llevaban una armónica. Des-
pués de su marcha, el local quedó en calma y pareció más amplio.
En la taberna sólo había tres hombres más. Uno de ellos era un individuo
algo embriagado, un pequeño burgués a juzgar por su apariencia, que es-
taba tranquilamente sentado ante una botella de cerveza. Tenía un amigo
al lado, un hombre alto y grueso, de barba gris, que dormitaba en el banco,
completamente ebrio. De vez en cuando se agitaba en pleno sueño, abría
los brazos, empezaba a castañetear los dedos, mientras movía el busto sin
levantarse de su asiento, y comenzaba a canturrear una burda tonadilla,
haciendo esfuerzos para recordar las palabras.
O:
En la Podiatcheskaia
me he vuelto a encontrar con mi antigua...
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hinchado por el alcohol. Entre sus abultados párpados fulguraban dos ojillos
encarnizados pero llenos de vivacidad. Lo que más asombraba de aquella
fisonomía era la vehemencia que expresaba –y acaso también cierta finura
y un resplandor de inteligencia–, pero por su mirada pasaban relámpagos
de locura. Llevaba un viejo y desgarrado frac, del que sólo quedaba un bo-
tón, que mantenía abrochado, sin duda con el deseo de guardar las formas.
Un chaleco de nanquín dejaba ver un plastrón ajado y lleno de manchas.
No llevaba barba, esa barba característica del funcionario, pero no se había
afeitado hacía tiempo, y una capa de pelo recio y azulado invadía su men-
tón y sus carrillos. Sus ademanes tenían una gravedad burocrática, pero
parecía profundamente agitado. Con los codos apoyados en la grasienta
mesa, introducía los dedos en su cabello, lo despeinaba y se oprimía la ca-
beza con ambas manos, dando visibles muestras de angustia. Al fin miró a
Raskolnikov directamente y dijo, en voz alta y firme:
–Señor: ¿puedo permitirme dirigirme a usted para conversar en buena for-
ma? A pesar de la sencillez de su aspecto, mi experiencia me induce a ver
en usted un hombre culto y no uno de esos individuos que van de taberna
en taberna. Yo he respetado siempre la cultura unida a las cualidades del
corazón. Soy consejero titular: Marmeladov, consejero titular. ¿Puedo pre-
guntarle si también usted pertenece a la administración del Estado?
–No: estoy estudiando –repuso el joven, un tanto sorprendido por aquel
lenguaje ampuloso y también al verse abordado tan directamente, tan a
quemarropa, por un desconocido. A pesar de sus recientes deseos de com-
pañía humana, fuera cual fuere, a la primera palabra que Marmeladov le
había dirigido había experimentado su habitual y desagradable sentimien-
to de irritación y repugnancia hacia toda persona extraña que intentaba
ponerse en relación con él.
–Es decir, que es usted estudiante, o tal vez lo ha sido –exclamó vivamente
el funcionario–. Exactamente lo que me había figurado. He aquí el resulta-
do de mi experiencia, señor, de mi larga experiencia.
Se llevó la mano a la frente con un gesto de alabanza para sus prendas in-
telectuales.
–Usted es hombre de estudios... Pero permítame...
Se levantó, vaciló, cogió su vaso y fue a sentarse al lado del joven. Aunque
embriagado, hablaba con soltura y vivacidad. Sólo de vez en cuando se le
trababa la lengua y decía cosas incoherentes. Al verle arrojarse tan ávida-
mente sobre Raskolnikov, cualquiera habría dicho que también él llevaba
un mes sin desplegar los labios.
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vez; sí, más de una vez me han compadecido. Pero mi carácter... Soy un
bruto rematado.
–De acuerdo –observó el tabernero, bostezando.
Marmeladov dio un fuerte puñetazo en la mesa.
–Sí, un bruto... Sepa usted, señor, que me he bebido hasta sus medias. No
los zapatos, entiéndame, pues, en medio de todo, esto sería una cosa en
cierto modo natural; no los zapatos, sino las medias. Y también me he bebi-
do su esclavina de piel de cabra, que era de su propiedad, pues se la habían
regalado antes de nuestro casamiento. Entonces vivíamos en un helado
cuchitril. Es invierno; ella se enfría; empieza a toser y a escupir sangre. Te-
nemos tres niños pequeños, y Catalina Ivanovna trabaja de sol a sol. Friega,
lava la ropa, lava a los niños. Está acostumbrada a la limpieza desde su más
tierna infancia... Todo esto con un pecho delicado, con una predisposición
a la tisis. Yo lo siento de veras. ¿Creen que no lo siento? Cuanto más bebo,
más sufro. Por eso, para sentir más, para sufrir más, me entrego a la bebida.
Yo bebo para sufrir más profundamente.
Inclinó la cabeza con un gesto de desesperación.
–Joven –continuó mientras volvía a erguirse–, creo leer en su semblante
la expresión de un dolor. Apenas le he visto entrar, he tenido esta impre-
sión. Por eso le he dirigido la palabra. Si le cuento la historia de mi vida no
es para divertir a estos ociosos, que, además, ya la conocen, sino porque
deseo que me escuche un hombre instruido. Sepa usted, pues, que mi es-
posa se educó en un pensionado aristocrático provincial, y que el día en
que salió bailó la danza del chal ante el gobernador de la provincia y otras
altas personalidades. Fue premiada con una medalla de oro y un diploma.
La medalla... se vendió hace tiempo. En cuanto al diploma, mi esposa lo
tiene guardado en su baúl. Últimamente se lo enseñaba a nuestra patrona.
Aunque estaba a matar con esta mujer, lo hacía porque experimentaba la
necesidad de vanagloriarse ante alguien de sus éxitos pasados y de evocar
sus tiempos felices. Yo no se lo censuro, pues lo único que tiene son estos
recuerdos: todo lo demás se ha desvanecido... Sí, es una dama enérgica,
orgullosa, intratable. Se friega ella misma el suelo y come pan negro, pero
no toleraría de nadie la menor falta de respeto. Aquí tiene usted explicado
por qué no consintió las groserías de Lebeziatnikov; y cuando éste, para
vengarse, le pegó ella tuvo que guardar cama, no a causa de los golpes
recibidos, sino por razones de orden sentimental. Cuando me casé con ella,
era viuda y tenía tres hijos de corta edad. Su primer matrimonio había sido
de amor. El marido era un oficial de infantería con el que huyó de la casa
paterna. Catalina adoraba a su marido, pero él se entregó al juego, tuvo
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Se dio un puñetazo en la cabeza, apretó los dientes, cerró los ojos y se aco-
dó en la mesa pesadamente. Poco después, su semblante se transformó y,
mirando a Raskolnikov con una especie de malicia intencionada, de cinismo
fingido, se echó a reír y exclamó:
–Hoy he estado en casa de Sonia. He ido a pedirle dinero para beber.¡Ja,
ja, ja!
–¿Y ella te lo ha dado? –preguntó uno de los que habían entrado última-
mente, echándose también a reír.
–Esta media botella que ve usted aquí está pagada con su dinero –conti-
nuó Marmeladov, dirigiéndose exclusivamente a Raskolnikov–. Me ha dado
treinta kopeks, los últimos, todo lo que tenía: lo he visto con mis propios
ojos. Ella no me ha dicho nada; se ha limitado a mirarme en silencio... Ha
sido una mirada que no pertenecía a la tierra, sino al cielo. Sólo allá ar-
riba se puede sufrir así por los hombres y llorar por ellos sin condenarlos.
Sí, sin condenarlos... Pero es todavía más amargo que no se nos condene.
Treinta kopeks... ¿Acaso ella no los necesita? ¿No le parece a usted, mi que-
rido señor, que ella ha de conservar una limpieza atrayente? Esta limpieza
cuesta dinero; es una limpieza especial. ¿No le parece? Hacen falta cremas,
enaguas almidonadas, elegantes zapatos que embellezcan el pie en el mo-
mento de saltar sobre un charco. ¿Comprende, comprende usted la impor-
tancia de esta limpieza? Pues bien; he aquí que yo, su propio padre, le he
arrancado los treinta kopeks que tenía. Y me los bebo, ya me los he bebido.
Dígame usted: ¿quién puede apiadarse de un hombre como yo? Dígame,
señor: ¿tiene usted piedad de mí o no la tiene? Con franqueza, señor: ¿me
compadece o no me compadece? ¡Ja, ja, ja!
Intentó llenarse el vaso, pero la botella estaba vacía.
–Pero ¿por qué te han de compadecer? –preguntó el tabernero, acercán-
dose a Marmeladov.
La sala se llenó de risas mezcladas con insultos. Los primeros en reír e insul-
tar fueron los que escuchaban al funcionario. Los otros, los que no habían
prestado atención, les hicieron coro, pues les bastaba ver la cara del char-
latán.
–¿Compadecerme? ¿Por qué me han de compadecer? –bramó de pronto
Marmeladov, levantándose, abriendo los brazos con un gesto de exaltación,
como si sólo esperase este momento–. ¿Por qué me han de compadecer?,
me preguntas. Tienes razón: no merezco que nadie me compadezca; lo que
merezco es que me crucifiquen. ¡Sí, la cruz, no la compasión...! ¡Crucifí-
came, juez! ¡Hazlo y, al crucificarme, ten piedad del crucificado! Yo mismo
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–¿Ya estás aquí? –exclamó, furiosa–. ¿Ya has vuelto? ¿Dónde está el dinero?
¡Canalla, monstruo! ¿Qué te queda en los bolsillos? ¡Éste no es el traje!
¿Qué has hecho de él? ¿Dónde está el dinero? ¡Habla!
Empezó a registrarle ávidamente. Marmeladov abrió al punto los brazos,
dócilmente, para facilitar la tarea de buscar en sus bolsillos. No llevaba en-
cima ni un kopek.
–¿Dónde está el dinero? –siguió vociferando la mujer–. ¡Señor! ¿Es posible
que se lo haya bebido todo? ¡Quedaban doce rublos en el baúl!
En un arrebato de ira, cogió a su marido por los cabellos y le obligó a entrar
a fuerza de tirones. Marmeladov procuraba aminorar su esfuerzo arrastrán-
dose humildemente tras ella, de rodillas.
–¡Es un placer para mí, no un dolor! ¡Un placer, amigo mío! –exclamaba
mientras su mujer le tiraba del pelo y lo sacudía.
Al fin su frente fue a dar contra el entarimado. La niña que dormía en el
suelo se despertó y rompió a llorar. El niño, de pie en su rincón, no pudo
soportar la escena: de nuevo empezó a temblar, a gritar, y se arrojó en
brazos de su hermana, convulso y aterrado. La niña mayor temblaba como
una hoja.
–¡Todo, todo se lo ha bebido! –gritaba, desesperada, la pobre mujer–. ¡Y
estas ropas no son las suyas! ¡Están hambrientos! –señalaba a los niños, se
retorcía los brazos–. ¡Maldita vida!
De pronto se encaró con Raskolnikov.
–¿Y a ti no te da vergüenza? ¡Vienes de la taberna! ¡Has bebido con él!
¡Fuera de aquí!
El joven, sin decir nada, se apresuró a marcharse. La puerta interior aca-
baba de abrirse e iban asomando caras cínicas y burlonas, bajo el gorro
encasquetado y con el cigarrillo o la pipa en la boca. Unos vestían batas ca-
seras; otros, ropas de verano ligeras hasta la indecencia. Algunos llevaban
las cartas en la mano. Se echaron a reír de buena gana al oír decir a Mar-
meladov que los tirones de pelo eran para él una delicia. Algunos entraron
en la habitación. Al fin se oyó una voz silbante, de mal agüero. Era Amalia
Ivanovna Lipevechsel en persona, que se abrió paso entre los curiosos, para
restablecer el orden a su manera y apremiar por centésima vez a la desdi-
chada mujer, brutalmente y con palabras injuriosas, a dejar la habitación al
mismo día siguiente.
Antes de salir, Raskolnikov había tenido tiempo de Ilevarse la mano al bol-
sillo, coger las monedas que le quedaban del rublo que había cambiado en
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“Mi querido Rodia –decía la carta–: hace ya dos meses que no te he escri-
to y esto ha sido para mí tan penoso, que incluso me ha quitado el sueño
muchas noches. Perdóname este silencio involuntario. Ya sabes cuánto te
quiero. Dunia y yo no tenemos a nadie más que a ti; tú lo eres todo para
nosotras: toda nuestra esperanza, toda nuestra confianza en el porvenir.
Sólo Dios sabe lo que sentí cuando me dijiste que habías tenido que dejar la
universidad hacía ya varios meses por falta de dinero y que habías perdido
las lecciones y no tenías ningún medio de vida. ¿Cómo puedo ayudarte yo,
con mis ciento veinte rublos anuales de pensión? Los quince rublos que te
envié hace cuatro meses, los pedí prestados, con la garantía de mi pensión,
a un comerciante de esta ciudad llamado Vakruchine. Es una buena perso-
na y fue amigo de tu padre; pero como yo le había autorizado por escrito
a cobrar por mi cuenta la pensión, tenía que procurar devolverle el dinero,
cosa que acabo de hacer. Ya sabes por qué no he podido enviarte nada en
estos últimos meses.
“Pero ahora, gracias a Dios, creo que te podré mandar algo. Por otra parte,
en estos momentos no podemos quejarnos de nuestra suerte, por el motivo
que me apresuro a participarte. Ante todo, querido Rodia, tú no sabes que
hace ya seis semanas que tu hermana vive conmigo y que ya no tendremos
que volver a separarnos. Gracias a Dios, han terminado sus sufrimientos. Pe-
ro vayamos por orden: así sabrás todo lo ocurrido, todo lo que hasta ahora
te hemos ocultado.
“Cuando hace dos meses me escribiste diciéndome que te habías enterado
de que Dunia había caído en desgracia en casa de los Svidrigailof, que la
trataban desconsideradamente, y me pedías que te lo explicara todo, no
me pareció conveniente hacerlo. Si te hubiese contado la verdad, lo habrías
dejado todo para venir, aunque hubieras tenido que hacer el mismo camino
a pie, pues conozco tu carácter y tus sentimientos y sé que no habrías con-
sentido que insultaran a tu hermana.
“Yo estaba desesperada, pero ¿qué podía hacer? Por otra parte, yo no sabía
toda la verdad. El mal estaba en que Dunetchka, al entrar el año pasado
en casa de los Svidrigailof como institutriz, había pedido por adelantado la
importante cantidad de cien rublos, comprometiéndose a devolverlos con
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sus honorarios. Por lo tanto, no podía dejar la plaza hasta haber saldado la
deuda. Dunia (ahora ya puedo explicártelo todo, mi querido Rodia) había
pedido esta suma especialmente para poder enviarte los sesenta rublos
que entonces necesitabas con tanta urgencia y que, efectivamente, te man-
damos el año pasado. Entonces te engañamos diciéndote que el dinero lo
tenía ahorrado Dunia. No era verdad; la verdad es la que te voy a contar
ahora, en primer lugar porque nuestra suerte ha cambiado de pronto por
la voluntad de Dios, y también porque así tendrás una prueba de lo mucho
que te quiere tu hermana y de la grandeza de su corazón.
“El señor Svidrigailof empezó por mostrarse grosero con ella, dirigiéndole
toda clase de burlas y expresiones molestas, sobre todo cuando estaban en
la mesa... Pero no quiero extenderme sobre estos desagradables detalles:
no conseguiría otra cosa que irritarte inútilmente, ahora que ya ha pasado
todo.
“En resumidas cuentas, que la vida de Dunetchka era un martirio, a pesar
de que recibía un trato amable y bondadoso de Marfa Petrovna, la esposa
del señor Svidrigailof, y de todas las personas de la casa. La situación de
Dunia era aún más penosa cuando el señor Svidrigailof bebía más de la
cuenta, cediendo a los hábitos adquiridos en el ejército.
“Y esto fue poco comparado con lo que al fin supimos. Figúrate que Svidri-
gailof, el muy insensato, sentía desde hacía tiempo por Dunia una pasión
que ocultaba bajo su actitud grosera y despectiva. Tal vez estaba avergon-
zado y atemorizado ante la idea de alimentar, él, un hombre ya maduro,
un padre de familia, aquellas esperanzas licenciosas e involuntarias hacia
Dunia; tal vez sus groserías y sus sarcasmos no tenían más objeto que ocul-
tar su pasión a los ojos de su familia. Al fin no pudo contenerse y, con
toda claridad, le hizo proposiciones deshonestas. Le prometió cuanto pue-
das imaginarte, incluso abandonar a los suyos y marcharse con ella a una
ciudad lejana, o al extranjero si lo prefería. Ya puedes suponer lo que esto
significó para tu hermana. Dunia no podía dejar su puesto, no sólo porque
no había pagado su deuda, sino por temor a que Marfa Petrovna sospecha-
ra la verdad, lo que habría introducido la discordia en la familia. Además,
incluso ella habría sufrido las consecuencias del escándalo, pues demostrar
la verdad no habría sido cosa fácil.
“Aún había otras razones para que Dunia no pudiera dejar la casa hasta seis
semanas después. Ya conoces a Dunia, ya sabes que es una mujer inteligen-
te y de carácter firme. Puede soportar las peores situaciones y encontrar
en su ánimo la entereza necesaria para conservar la serenidad. Aunque
nos escribíamos con frecuencia, ella no me había dicho nada de todo esto
para no apenarme. El desenlace sobrevino inesperadamente. Marfa Petro-
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“ PULQUERIA RASKOLNIKOVA.”
Durante la lectura de esta carta, las lágrimas bañaron más de una vez el
rostro de Raskolnikov, y cuando hubo terminado estaba pálido, tenía las
facciones contraídas y en sus labios se percibía una sonrisa densa, amarga,
cruel. Apoyó la cabeza en su mezquina almohada y estuvo largo tiempo
pensando. Su corazón latía con violencia, su espíritu estaba lleno de turba-
ción. Al fin sintió que se ahogaba en aquel cuartucho amarillo que más que
habitación parecía un baúl o una alacena. Sus ojos y su cerebro reclamaban
espacio libre. Cogió su sombrero y salió. Esta vez no temía encontrarse con
la patrona en la escalera. Había olvidado todos sus problemas. Tomó el
bulevar V., camino de Vasilievski Ostrof. Avanzaba con paso rápido, como
apremiado por un negocio urgente. Como de costumbre, no veía nada ni a
nadie y susurraba palabras sueltas, ininteligibles. Los transeúntes se volvían
a mirarle. Y se decían: Está bebido.”
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será imposible estar en casa de Dunia, ni siquiera los primeros días después
de la boda. Ese hombre encantador habrá dejado escapar alguna palabrita
que debe de haber abierto los ojos a mamá, a pesar de que ella se niegue
a reconocerlo con todas sus fuerzas. Ella misma ha dicho que no quiere
vivir con ellos. Pero ¿con qué cuenta? ¿Pretende acaso mantenerse con los
ciento veinte rublos de la pensión, de los que hay que deducir el préstamo
de Atanasio Ivanovitch? En nuestra pequeña ciudad desgasta la poca vista
que le queda tejiendo prendas de lana y bordando puños, pero yo sé que
esto no añade más de veinte rublos al año a los ciento veinte de la pensión;
lo sé positivamente. Por lo tanto, y a pesar de todo, ellas fundan sus espe-
ranzas en los sentimientos generosos del señor Lujine. Creen que él mismo
les ofrecerá su apoyo y les suplicará que lo acepten. ¡Sí, si...! Esto es muy
propio de dos almas románticas y hermosas. Os presentan hasta el último
momento un hombre con plumas de pavo real y no quieren ver más que el
bien, nunca el mal, aunque esas plumas no sean sino el reverso de la me-
dalla; no quieren llamar a las cosas por su nombre por adelantado; la sola
idea de hacerlo les resulta insoportable. Rechazan la verdad con todas sus
fuerzas hasta el momento en que el hombre por ellas idealizado les da un
puñetazo en la cara. Me gustaría saber si el señor Lujine está condecorado.
Estoy seguro de que posee la cruz de Santa Ana y se adorna con ella en los
banquetes ofrecidos por los hombres de empresa y los grandes comercian-
tes. También la lucirá en la boda, no me cabe duda... En fin, ¡que se vaya al
diablo!
“Esto tiene un pase en mamá, que es así, pero en Dunia es inexplicable. Te
conozco bien, mi querida Dunetchka. Tenías casi veinte años cuando te vi
por última vez, y sé perfectamente cómo es tu carácter. Mamá dice en su
carta que Dunetchka posee tal entereza, que es capaz de soportarlo todo.
Esto ya lo sabía yo: hace dos años y medio que sé que Dunetchka es capaz
de soportarlo todo. El hecho de que haya podido soportar al señor Svidri-
gailof y todas las complicaciones que este hombre le ha ocasionado de-
muestra que, en efecto, es una mujer de gran entereza. Y ahora se imagina,
lo mismo que mamá, que podrá soportar igualmente a ese señor Lujine que
sustenta la teoría de la superioridad de las esposas tomadas en la miseria y
para las que el marido aparece como un bienhechor, cosa que expone (es un
detalle que no hay que olvidar) en su primera entrevista. Admitamos que
las palabras se le han escapado, a pesar de ser un hombre razonable (segu-
ramente no se le escaparon, ni mucho menos, aunque él lo dejara entrever
así en las explicaciones que se apresuró a dar). Pero ¿qué se propone Dunia?
Se ha dado cuenta de cómo es este hombre y sabe que habrá de compartir
su vida con él, si se casa. Sin embargo, es una mujer que viviría de pan duro
y agua, antes que vender su alma y su libertad moral: no las sacrificaría a las
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comodidades, no las cambiaría por todo el oro del mundo, y mucho menos,
naturalmente, por el señor Lujine. No, la Dunia que yo conozco es distinta
a la de la carta, y estoy seguro de que no ha cambiado. En verdad, su vida
era dura en casa de Svidrigailof; no es nada grato pasar la existencia entera
sirviendo de institutriz por doscientos rublos al año; pero estoy convencido
de que mi hermana preferiría trabajar con los negros de un hacendado o
con los sirvientes letones de un alemán del Báltico, que envilecerse y perder
la dignidad encadenando su vida por cuestiones de interés con un hombre
al que no quiere y con el que no tiene nada en común. Aunque el señor
Lujine estuviera hecho de oro puro y brillantes, Dunia no se avendría a ser
su concubina legítima. ¿Por qué, pues, lo ha aceptado?
“¿Qué misterio es éste? ¿Dónde está la clave del enigma? La cosa no puede
estar más clara: ella no se vendería jamás por sí misma, por su bienestar,
ni siquiera por librarse de la muerte. Pero lo hace por otro; se vende por
un ser querido. He aquí explicado el misterio: se dispone a venderse por
su madre y por su hermano... Cuando se llega a esto, incluso violentamos
nuestras más puras convicciones. La persona pone en venta su libertad, su
tranquilidad, su conciencia. “Perezca yo con tal que mis seres queridos sean
felices.” Es más, nos elaboramos una casuística sutil y pronto nos convence-
mos a nosotros mismos de que nuestra conducta es inmejorable, de que era
necesaria, de que la excelencia del fin justifica nuestro proceder. Así somos.
La cosa está clara como la luz.
“Es evidente que en este caso sólo se trata de Rodion Romanovitch Rasko-
lnikov: él ocupa el primer plano. ¿Cómo proporcionarle la felicidad, per-
mitirle continuar los estudios universitarios, asociarlo con un hombre bien
situado, asegurar su porvenir? Andando el tiempo, tal vez llegue a ser un
hombre rico, respetado, cubierto de honores, e incluso puede terminar su
vida en plena celebridad... ¿Qué dice la madre? ¿Qué ha de decir? Se trata
de Rodia, del incomparable Rodia, del primogénito. ¿Cómo no ha de sacrifi-
car al hijo mayor la hija, aunque esta hija sea una Dunia? ¡Oh adorados e in-
justos seres! Aceptarían sin duda incluso la suerte de Sonetchka, Sonetchka
Marmeladova, la eterna Sonetchka, que durará tanto como el mundo. Pero
¿habéis medido bien la magnitud del sacrificio? ¿Sabéis lo que significa?
¿No es demasiado duro para vosotras? ¿Es útil? ¿Es razonable? Has de saber,
Dunetchka, que la suerte de Sonia no es más terrible que la vida al lado del
señor Lujine. Mamá ha dicho que no es éste un matrimonio de amor. ¿Y qué
ocurrirá si, además de no haber amor, tampoco hay estimación, pues, por
el contrario, ya existe la antipatía, el horror, el desprecio? ¿Qué me dices a
esto...? Habrá que conservar la “limpieza”. Sí, eso es. ¿Comprendéis lo que
esta limpieza significa? ¿Sabéis que para Lujine esta limpieza no difiere en
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mente y con la mayor rapidez posible. Había que tomar una determinación,
una cualquiera, costara lo que costase. Había que hacer esto o...
–¡Renunciar a la verdadera vida! –exclamó en una especie de delirio–. Acep-
tar el destino con resignación, aceptarlo tal como es y para siempre, ahogar
todas las aspiraciones, abdicar definitivamente el derecho de obrar, de vivir,
de amar...
“¿Comprende usted lo que significa no tener adónde ir?” Éstas habían sido
las palabras pronunciadas por Marmeladov la víspera y de las que Rasko-
lnikov se había acordado súbitamente, porque “todo hombre debe tener
un lugar adonde ir”.
De pronto se estremeció. Una idea que había cruzado su mente el día an-
terior acababa de acudir nuevamente a su cerebro. Pero no era la vuelta
de este pensamiento lo que le había sacudido. Sabía que la idea tenía que
volver, lo presentía, lo esperaba. No obstante, no era exactamente la mis-
ma que la de la víspera. La diferencia consistía en que la del día anterior,
idéntica a la de todo el mes último, no era más que un sueño, mientras que
ahora... ahora se le presentaba bajo una forma nueva, amenazadora, mis-
teriosa. Se daba perfecta cuenta de ello. Sintió como un golpe en la cabeza;
una nube se extendió ante sus ojos.
Dirigió una rápida mirada en torno de él como si buscase algo. Experimen-
taba la necesidad de sentarse. Su vista erraba en busca de un banco. Estaba
en aquel momento en el bulevar K..., y el banco se ofreció a sus ojos, a
unos cien pasos de distancia. Aceleró el paso cuanto le fue posible, pero
por el camino le ocurrió una pequeña aventura que absorbió su atención
durante unos minutos. Estaba mirando el banco desde lejos, cuando advir-
tió que a unos veinte pasos delante de él había una mujer a la que empezó
por no prestar más atención que a todas las demás cosas que había visto
hasta aquel momento en su camino. ¡Cuántas veces entraba en su casa
sin acordarse ni siquiera de las calles que había recorrido! Incluso se había
acostumbrado a ir por la calle sin ver nada. Pero en aquella mujer había
algo extraño que sorprendía desde el primer momento, y poco a poco se
fue captando la atención de Raskolnikov. Al principio, esto ocurrió contra
su voluntad e incluso le puso de mal humor, pero en seguida la impresión
que le había dominado empezó a cobrar una fuerza creciente. De súbito le
acometió el deseo de descubrir lo que hacia tan extraña a aquella mujer.
Desde luego, a juzgar por las apariencias, debía de ser una muchacha, una
adolescente. Iba con la cabeza descubierta, sin sombrilla, a pesar del fuerte
sol, y sin guantes, y balanceaba grotescamente los brazos al andar. Llevaba
un ligero vestido de seda, mal ajustado al cuerpo, abrochado a medias y
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Levantó su fusta. Raskolnikov se arrojó sobre él con los puños cerrados, sin
pensar en que su adversario podía deshacerse sin dificultad de dos hom-
bres como él. Pero en este momento alguien le sujetó fuertemente por la
espalda. Un agente de policía se interpuso entre los dos rivales.
–¡Calma, señores! No se admiten riñas en los lugares públicos.
Y preguntó a Raskolnikov, al reparar en su destrozado traje:
–¿Qué le ocurre a usted? ¿Cómo se llama?
Raskolnikov lo examinó atentamente. El policía tenía una noble cara de
soldado y lucía mostachos y grandes patillas. Su mirada parecía llena de
inteligencia.
–Precisamente es usted el hombre que necesito –gritó el joven cogiéndole
del brazo–. Soy Raskolnikov, antiguo estudiante... Digo que lo necesito por
usted –añadió dirigiéndose al otro– Venga, guardia; quiero que vea una
cosa...
Y sin soltar el brazo del policía lo condujo al banco.
–Venga... Mire... Está completamente embriagada. Hace un momento se
paseaba por el bulevar. Sabe Dios lo que será, pero desde luego, no tiene
aspecto de mujer alegre profesional. Yo creo que la han hecho beber y se
han aprovechado de su embriaguez para abusar de ella. ¿Comprende us-
ted? Después la han dejado libre en este estado. Observe que sus ropas es-
tán desgarradas y mal puestas. No se ha vestido ella misma, sino que la han
vestido. Esto es obra de unas manos inexpertas, de unas manos de hombre;
se ve claramente. Y ahora mire para ese lado. Ese señor con el que he esta-
do a punto de llegar a las manos hace un momento es un desconocido para
mí: es la primera vez que le veo. Él la ha visto como yo, hace unos instantes,
en su camino, se ha dado cuenta de que estaba bebida, inconsciente, y ha
sentido un vivo deseo de acercarse a ella y, aprovechándose de su estado,
llevársela Dios sabe adónde. Estoy seguro de no equivocarme. No me equi-
voco, créame. He visto cómo la acechaba. Yo he desbaratado sus planes, y
ahora sólo espera que me vaya. Mire: se ha retirado un poco y, para disimu-
lar, está haciendo un cigarrillo. ¿Cómo podríamos librar de él a esta pobre
chica y llevarla a su casa? Piense a ver si se le ocurre algo.
El agente comprendió al punto la situación y se puso a reflexionar. Los
propósitos del grueso caballero saltaban a la vista; pero había que conocer
los de la muchacha. El agente se inclinó sobre ella para examinar su rostro
desde más cerca y experimentó una sincera compasión.
–¡Qué pena! –exclamó, sacudiendo la cabeza–. Es una niña. Le han tendido
un lazo, no cabe duda... Oiga, señorita, ¿dónde vive?
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“¡Pobre muchacha! –se dijo mirando el pico del banco donde había estado
sentada–. Cuando vuelva en sí, llorará y su madre se enterará de todo. Pri-
mero, su madre le pegará, después la azotará cruelmente, como a un ser
vil, y acto seguido, a lo mejor, la echará a la calle. Aunque no la eche, una
Daría Frantzevna cualquiera acabará por olfatear la presa, y ya tenemos a
la pobre muchacha rodando de un lado a otro... Después el hospital (así
ocurre siempre a las que tienen madres honestas y se ven obligadas a hacer
las cosas discretamente), y después... después... otra vez al hospital. Dos o
tres años de esta vida, y ya es un ser acabado; sí, a los dieciocho o dieci-
nueve años, ya es una mujer agotada... ¡Cuántas he visto así! ¡Cuántas han
llegado a eso! Sí, todas empiezan como ésta... Pero ¡qué me importa a mí!
Un tanto por ciento al año ha de terminar así y desaparecer. Dios sabe dón-
de..., en el infierno, sin duda, para garantizar la tranquilidad de los demás...
¡Un tanto por ciento! ¡Qué expresiones tan finas, tan tranquilizadoras, tan
técnicas, emplea la gente...! Un tanto por ciento; no hay, pues, razón, para
inquietarse... Si se dijera de otro modo, la cosa cambiaria..., la preocupación
sería mayor...
“¿Y si Dunetchka se viera englobada en este tanto por ciento, si no el año
que corre, el que viene?
“Pero, a todo esto, ¿adónde voy? –pensó de súbito–. ¡Qué raro! Yo he sa-
lido de casa para ir a alguna parte; apenas he terminado de leer, he salido
para... ¡Ahora me acuerdo: iba a Vasilievski Ostrof, a casa de Rasumikhine!
Pero ¿para qué? ¿A santo de qué se me ha ocurrido ir a ver a Rasumikhine?
¡Qué cosa tan extraordinaria!”
Ni él mismo comprendía sus actos. Rasumikhine era uno de sus antiguos
compañeros de universidad. Hay que advertir que Raskolnikov, cuando es-
tudiaba, vivía aparte de los demás alumnos, aislado, sin ir a casa de ningu-
no de ellos ni admitir sus visitas. Sus compañeros le habían vuelto pronto
la espalda. No tomaba parte en las reuniones, en las polémicas ni en las
diversiones de sus condiscípulos. Estudiaba con un ahínco, con un ardor que
le había atraído la admiración de todos, pero ninguno le tenía afecto. Era
pobre en extremo, orgulloso, altivo, y vivía encerrado en si mismo como si
guardara un secreto. Algunos de sus compañeros juzgaban que los consi-
deraba como niños a los que superaba en cultura y conocimientos y cuyas
ideas e intereses eran muy inferiores a los suyos.
Sin embargo, había hecho amistad con Rasumikhine. Por lo menos, se mos-
traba con él más comunicativo, más franco que con los demás. Y es que era
imposible comportarse con Rasumikhine de otro modo. Era un muchacho
alegre, expansivo y de una bondad que rayaba en el candor. Pero este can-
dor no excluía los sentimientos profundos ni la perfecta dignidad. Sus ami-
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gos lo sabían, y por eso lo estimaban todos. Estaba muy lejos de ser torpe,
aunque a veces se mostraba demasiado ingenuo. Tenía una cara expresiva;
era alto y delgado, de cabello negro, e iba siempre mal afeitado. Hacía sus
calaveradas cuando se presentaba la ocasión, y se le tenía por un Hércules.
Una noche que recorría las calles en compañía de sus camaradas había de-
rribado de un solo puñetazo a un gendarme que media como mínimo uno
noventa de estatura. Del mismo modo que podía beber sin tasa, era capaz
de observar la sobriedad más estricta. Unas veces cometía locuras imperdo-
nables; otras mostraba una prudencia ejemplar.
Rasumikhine tenía otra característica notable: ninguna contrariedad le tur-
baba; ningún revés le abatía. Podría haber vivido sobre un tejado, soportar
el hambre más atroz y los fríos más crueles. Era extremadamente pobre,
tenía que vivir de sus propios recursos y nunca le faltaba un medio a otro
de ganarse la vida. Conocía infinidad de lugares donde procurarse dinero...,
trabajando, naturalmente.
Se le había visto pasar todo un invierno sin fuego, y él decía que esto era
agradable, ya que se duerme mejor cuando se tiene frió. Había tenido tam-
bién que dejar la universidad por falta de recursos, pero confiaba en poder
reanudar sus estudios muy pronto, y procuraba por todos los medios mejo-
rar su situación pecuniaria.
Hacía cuatro meses que Raskolnikov no había ido a casa de Rasumikhine.
Y Rasumikhine ni siquiera conocía la dirección de su amigo. Un día, hacía
unos dos meses, se habían encontrado en la calle, pero Raskolnikov se ha-
bía desviado e incluso había pasado a la otra acera. Rasumikhine, aunque
había reconocido perfectamente a su amigo, había fingido no verle, a fin
de no avergonzarle.
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Va con su padre por el camino que conduce al cementerio. Pasan por de-
lante de la taberna. Sin soltar la mano de su padre, dirige una mirada de
horror al establecimiento. Ve una multitud de burguesas endomingadas,
campesinas con sus maridos, y toda clase de gente del pueblo. Todos están
ebrios; todos cantan. Ante la puerta hay un raro vehículo, una de esas enor-
mes carretas de las que suelen tirar robustos caballos y que se utilizan para
el transporte de barriles de vino y toda clase de mercancías. Raskolnikov
se deleitaba contemplando estas hermosas bestias de largas crines y recias
patas, que, con paso mesurado y natural y sin fatiga alguna arrastraban
verdaderas montañas de carga. Incluso se diría que andaban más fácilmen-
te enganchados a estos enormes vehículos que libres.
Pero ahora –cosa extraña– la pesada carreta tiene entre sus varas un caba-
llejo de una delgadez lastimosa, uno de esos rocines de aldeano que él ha
visto muchas veces arrastrando grandes carretadas de madera o de heno y
que los mujiks desloman a golpes, llegando a pegarles incluso en la boca
y en los ojos cuando los pobres animales se esfuerzan en vano por sacar
al vehículo de un atolladero. Este espectáculo llenaba de lágrimas sus ojos
cuando era niño y lo presenciaba desde la ventana de su casa, de la que su
madre se apresuraba a retirarlo.
De pronto se oye gran algazara en la taberna, de donde se ve salir, entre
cantos y gritos, un grupo de corpulentos mujiks embriagados, luciendo ca-
misas rojas y azules, con la balalaika en la mano y la casaca colgada descui-
dadamente en el hombro.
–¡Subid, subid todos! –grita un hombre todavía joven, de grueso cuello,
cara mofletuda y tez de un rojo de zanahoria–. Os llevaré a todos. ¡Subid!
Estas palabras provocan exclamaciones y risas.
–¿Creéis que podrá con nosotros ese esmirriado rocín?
–¿Has perdido la cabeza, Mikolka? ¡Enganchar una bestezuela así a seme-
jante carreta!
–¿No os parece, amigos, que ese caballejo tiene lo menos veinte años?
–¡Subid! ¡Os llevaré a todos! –vuelve a gritar Mikolka.
Y es el primero que sube a la carreta. Coge las riendas y su corpachón se
instala en el pescante.
–El caballo bayo –dice a grandes voces– se lo llevó hace poco Mathiev, y esta
bestezuela es una verdadera pesadilla para mí. Me gusta pegarle, palabra
de honor. No se gana el pienso que se come. ¡Hala, subid! lo haré galopar,
os aseguro que lo haré galopar.
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lo besa; besa sus labios, sus ojos. Luego da un salto y corre hacia Mikolka
blandiendo los puños. En este momento lo encuentra su padre, que lo es-
taba buscando, y se lo lleva.
–Ven, ven –le dice–. Vámonos a casa.
–Papá, ¿por qué han matado a ese pobre caballito? –gime Rodia. Alteradas
por su entrecortada respiración, sus palabras salen como gritos roncos de
su contraída garganta.
–Están borrachos –responde el padre–. Así se divierten. Pero vámonos: aquí
no tenemos nada que hacer.
Rodia le rodea con sus brazos. Siente una opresión horrible en el pecho.
Hace un esfuerzo por recobrar la respiración, intenta gritar... Se despierta.
Raskolnikov se despertó sudoroso: todo su cuerpo estaba húmedo, empa-
pados sus cabellos. Se levantó horrorizado, jadeante...
–¡Bendito sea Dios! –exclamó–. No ha sido más que un sueño.
Se sentó al pie de un árbol y respiró profundamente.
“Pero ¿qué me ocurre? Debo de tener fiebre. Este sueño horrible lo de-
muestra.”
Tenía el cuerpo acartonado; en su alma todo era oscuridad y turbación.
Apoyó los codos en las rodillas y hundió la cabeza entre las manos.
“¿Es posible, Señor, es realmente posible que yo coja un hacha y la golpee
con ella hasta partirle el cráneo? ¿Es posible que me deslice sobre la sangre
tibia y viscosa, para forzar la cerradura, robar y ocultarme con el hacha,
temblando, ensangrentado? ¿Es posible, Señor?”
Temblaba como una hoja...
“Pero ¿a qué pensar en esto? –prosiguió, profundamente sorprendido–.
Ya estaba convencido de que no sería capaz de hacerlo. ¿Por qué, pues,
atormentarme así...? Ayer mismo, cuando hice el... ensayo, comprendí per-
fectamente que esto era superior a mis fuerzas. ¿Qué necesidad tengo de
volver e interrogarme? Ayer, cuando bajaba aquella escalera, me decía que
el proyecto era vil, horrendo, odioso. Sólo de pensar en él me sentía aterra-
do, con el corazón oprimido... No, no tendría valor; no lo tendría aunque
supiera que mis cálculos son perfectos, que todo el plan forjado este último
mes tiene la claridad de la luz y la exactitud de la aritmética... Nunca, nunca
tendría valor... ¿Para qué, pues, seguir pensando en ello?”
Se levantó, lanzó una mirada de asombro en todas direcciones, como
sorprendido de verse allí, y se dirigió al puente. Estaba pálido y sus ojos
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allí podía presentarse uno vestido de cualquier modo, sin temor a llamar la
atención. En la esquina del callejón K., un matrimonio de comerciantes ven-
día artículos de mercería expuestos en dos mesas: carretes de hilo, ovillos
de algodón, pañuelos de indiana... También se estaban preparando para
marcharse. Su retraso se debía a que se habían entretenido hablando con
una conocida que se había acercado al puesto. Esta conocida era Elisabeth
Ivanovna, o Lisbeth, como la solían llamar, hermana de Alena Ivanovna,
viuda de un registrador, la vieja Alena, la usurera cuya casa había visita-
do Raskolnikov el día anterior para empeñar su reloj y hacer un “ensayo”.
Hacía tiempo que tenía noticias de esta Lisbeth, y también ella conocía un
poco a Raskolnikov.
Era una doncella de treinta y cinco años, desgarbada, y tan tímida y bonda-
dosa que rayaba en la idiotez. Temblaba ante su hermana mayor, que la te-
nía esclavizada; la hacía trabajar noche y día, e incluso llegaba a pegarle.
Plantada ante el comerciante y su esposa, con un paquete en la mano, los
escuchaba con atención y parecía mostrarse indecisa. Ellos le hablaban con
gran animación. Cuando Raskolnikov vio a Lisbeth experimentó un senti-
miento extraño, una especie de profundo asombro, aunque el encuentro
no tenía nada de sorprendente.
–Usted y nadie más que usted, Lisbeth Ivanovna, ha de decidir lo que debe
hacer –decía el comerciante en voz alta–. Venga mañana a eso de las siete.
Ellos vendrán también.
–¿Mañana? –dijo Lisbeth lentamente y con aire pensativo, como si no se
atreviera a comprometerse.
–¡Qué miedo le tiene a Alena Ivanovna! –exclamó la esposa del comercian-
te, que era una mujer de gran desenvoltura y voz chillona–. Cuando la veo
ponerse así, me parece estar mirando a una niña pequeña. Al fin y al cabo,
esa mujer que la tiene en un puño no es más que su medio hermana.
–Le aconsejo que no diga nada a su hermana –continuó el marido–. Créa-
me. Venga a casa sin pedirle permiso. La cosa vale la pena. Su hermana
tendrá que reconocerlo.
–Tal vez venga.
–De seis a siete. Los vendedores enviarán a alguien y usted resolverá.
–Le daremos una taza de té –prometió la vendedora.
–Bien, vendré –repuso Lisbeth, aunque todavía vacilante.
Y empezó a despedirse con su calma característica.
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habla del deber, de la conciencia, y no tengo nada que decir en contra, pe-
ro me pregunto qué concepto tenemos de ellos. Ahora voy a hacerte otra
pregunta.
–No, perdona; ahora me toca a mí; yo también tengo algo que pregun-
tarte.
–Te escucho.
–Pues bien, la pregunta es ésta. Has hablado con elocuencia, pero dime:
¿serías capaz de matar a esa vieja con tus propias manos?
–¡Claro que no! Estoy hablando en nombre de la justicia. No se trata de mí.
–Pues yo creo que si tú no te atreves a hacerlo, no puedes hablar de justi-
cia... Ahora vamos a jugar otra partida.
Raskolnikov se sentía profundamente agitado. Ciertamente, aquello no
eran más que palabras, una conversación de las más corrientes sostenida
por gente joven. Más de una vez había oído charlas análogas, con algunas
variantes y sobre temas distintos. Pero ¿por qué había oído expresar tales
pensamientos en el momento mismo en que ideas idénticas habían germi-
nado en su cerebro? ¿Y por qué, cuando acababa de salir de casa de Alena
Ivanovna con aquella idea embrionaria en su mente, había ido a sentarse al
lado de unas personas que estaban hablando de la vieja?
Esta coincidencia le parecía siempre extraña. La insignificante conversación
de café ejerció una influencia extraordinaria sobre él durante todo el de-
sarrollo del plan. Ciertamente, pareció haber intervenido en todo ello la
fuerza del destino.
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Raskolnikov creyó que las fuerzas le habían abandonado para siempre, pe-
ro notó que las recuperaba después de haber dado el hachazo.
La vieja, como de costumbre, no llevaba nada en la cabeza. Sus cabellos,
grises, ralos, empapados en aceite, se agrupaban en una pequeña trenza
que hacía pensar en la cola de una rata, y que un trozo de peine de asta
mantenía fija en la nuca. Como era de escasa estatura, el hacha la alcanzó
en la parte anterior de la cabeza. La víctima lanzó un débil grito y perdió el
equilibrio. Lo único que tuvo tiempo de hacer fue sujetarse la cabeza con
las manos. En una de ellas tenía aún el paquetito. Raskolnikov le dio con
todas sus fuerzas dos nuevos hachazos en el mismo sitio, y la sangre manó a
borbotones, como de un recipiente que se hubiera volcado. El cuerpo de la
víctima se desplomó definitivamente. Raskolnikov retrocedió para dejarlo
caer. Luego se inclinó sobre la cara de la vieja. Ya no vivía. Sus ojos estaban
tan abiertos, que parecían a punto de salírsele de las órbitas. Su frente y
todo su rostro estaban rígidos y desfigurados por las convulsiones de la
agonía.
Raskolnikov dejó el hacha en el suelo, junto al cadáver, y empezó a regis-
trar, procurando no mancharse de sangre, el bolsillo derecho, aquel bolsillo
de donde él había visto, en su última visita, que la vieja sacaba las llaves.
Conservaba plenamente la lucidez; no estaba aturdido; no sentía vértigos.
Más adelante recordó que en aquellos momentos había procedido con gran
atención y prudencia, que incluso había sido capaz de poner sus cinco senti-
dos en evitar mancharse de sangre... Pronto encontró las llaves, agrupadas
en aquel llavero de acero que él ya había visto.
Corrió con las llaves al dormitorio. Era una pieza de medianas dimensiones.
A un lado había una gran vitrina llena de figuras de santos; al otro, un gran
lecho, perfectamente limpio y protegido por una cubierta acolchada con-
feccionada con trozos de seda de tamaño y color diferentes. Adosada a otra
pared había una cómoda. Al acercarse a ella le ocurrió algo extraño: apenas
empezó a probar las llaves para intentar abrir los cajones experimentó una
sacudida. La tentación de dejarlo todo y marcharse le asaltó de súbito. Pero
estas vacilaciones sólo duraron unos instantes. Era demasiado tarde para
retroceder. Y cuando sonreía, extrañado de haber tenido semejante ocu-
rrencia, otro pensamiento, una idea realmente inquietante, se apoderó de
su imaginación. Se dijo que acaso la vieja no hubiese muerto, que tal vez
volviese en sí... Dejó las llaves y la cómoda y corrió hacia el cuerpo yaciente.
Cogió el hacha, la levantó..., pero no llegó a dejarla caer: era indudable que
la vieja estaba muerta.
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lucha y se habría entregado, pero no por cobardía, sino por el horror que le
inspiraban sus crímenes. Esta sensación de horror aumentaba por momen-
tos. Por nada del mundo habría vuelto al lado del arca, y ni siquiera a las
dos habitaciones interiores.
Sin embargo, poco a poco iban acudiendo a su mente otros pensamientos.
Incluso llegó a caer en una especie de delirio. A veces se olvidaba de las co-
sas esenciales y fijaba su atención en los detalles más superfluos. Sin embar-
go, como dirigiera una mirada a la cocina y viese que debajo de un banco
había un cubo con agua, se le ocurrió lavarse las manos y limpiar el hacha.
Sus manos estaban manchadas de sangre, pegajosas. Introdujo el hacha en
el cubo; después cogió un trozo de jabón que había en un plato agrietado
sobre el alféizar de la ventana y se lavó.
Seguidamente sacó el hacha del cubo, limpió el hierro y estuvo lo menos
tres minutos frotando el mango, que había recibido salpicaduras de sangre.
Lo secó todo con un trapo puesto a secar en una cuerda tendida a través
de la cocina, y luego examinó detenidamente el hacha junto a la ventana.
Las huellas acusadoras habían desaparecido, pero el mango estaba todavía
húmedo.
Después de colgar el hacha del nudo corredizo, debajo de su gabán, inspec-
cionó sus pantalones, su americana, sus botas, tan minuciosamente como le
permitió la escasa luz que había en la cocina.
A simple vista, su indumentaria no presentaba ningún indicio sospechoso.
Sólo las botas estaban manchadas de sangre. Mojó un trapo y las lavó. Pero
sabía que no veía bien y que tal vez no percibía manchas perfectamente
visibles.
Luego quedó indeciso en medio de la cocina, presa de un pensamiento
angustioso: se decía que tal vez se había vuelto loco, que no se hablaba en
disposición de razonar ni de defenderse, que sólo podía ocuparse en cosas
que le conducían a la perdición.
“¡Señor! ¡Dios mío! Es preciso huir, huir...” Y corrió al vestíbulo. Entonces
sintió el terror más profundo que había sentido en toda su vida. Permane-
ció un momento inmóvil, como si no pudiera dar crédito a sus ojos: la puer-
ta del piso, la que daba a la escalera, aquella a la que había llamado hacía
unos momentos, la puerta por la cual había entrado, estaba entreabierta,
y así había estado durante toda su estancia en el piso... Sí, había estado
abierta. La vieja se había olvidado de cerrarla, o tal vez no fue olvido, sino
precaución... Lo chocante era que él había visto a Lisbeth dentro del piso...
¿Cómo no se le ocurrió pensar que si había entrado sin llamar, la puerta
tenía que estar abierta? ¡No iba a haber entrado filtrándose por la pared!
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–¿Y dice usted que no están? ¡Qué raro! Hasta me pared imposible. ¿Adón-
de puede haber ido esa vieja? Tengo que hablar con ella.
–Yo también tengo que hablarle, amigo mío.
–¡Qué le vamos a hacer! –exclamó el joven–. Nos tendremos que ir por don-
de hemos venido. ¡Y yo que creía que saldría de aquí con dinero!
–¡Claro que nos tendremos que marchar! Pero ¿por qué me citó? Ella misma
me dijo que viniera a esta hora. ¡Con la caminata que me he dado para
venir de mi casa aquí! ¿Dónde diablo estará? No lo comprendo. Esta bruja
decrépita no se mueve nunca de casa, porque apenas puede andar. ¡Y, de
pronto, se le ocurre marcharse a dar un paseo!
–¿Y si preguntáramos al portero?
–¿Para qué?
–Para saber si está en casa o cuándo volverá.
–¡Preguntar, preguntar...! ¡Pero si no sale nunca!
Volvió a sacudir la puerta.
–¡Es inútil! ¡No hay más solución que marcharse!
–¡Oiga! –exclamó de pronto el joven–. ¡Fíjese bien! La puerta cede un poco
cuando se tira.
–Bueno, ¿y qué?
–Esto demuestra que no está cerrada con llave, sino con cerrojo. ¿Lo oye
resonar cuando se mueve la puerta?
–¿Y qué?
–Pero ¿no comprende? Esto prueba que una de ellas está en la casa. Si hu-
bieran salido las dos, habrían cerrado con llave por fuera; de ningún modo
habrían podido echar el cerrojo por dentro... ¿Lo oye, lo oye? Hay que estar
en casa para poder echar el cerrojo, ¿no comprende? En fin, que están y no
quieren abrir.
–¡Sí! ¡Claro! ¡No cabe duda! –exclamó Koch, asombrado–. Pero ¿qué demo-
nio estarán haciendo?
Y empezó a sacudir la puerta furiosamente.
–¡Déjelo! Es inútil –dijo el joven–. Hay algo raro en todo esto. Ha llamado
usted muchas veces, ha sacudido violentamente la puerta, y no abren. Esto
puede significar que las dos están desvanecidas o...
–¿O qué?
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–Lo mejor es que vayamos a avisar al portero para que vea lo que ocurre.
–Buena idea.
Los dos se dispusieron a bajar.
–No –dijo el joven–; usted quédese aquí. Iré yo a buscar al portero.
–¿Por qué he de quedarme?
–Nunca se sabe lo que puede ocurrir.
–Bien, me quedaré.
–Óigame: estoy estudiando para juez de instrucción. Aquí hay algo que no
está claro; esto es evidente..., ¡evidente!
Después de decir esto en un tono lleno de vehemencia, el joven empezó a
bajar la escalera a grandes zancadas.
Cuando se quedó solo, Koch llamó una vez más, discretamente, y luego,
pensativo, empezó a sacudir la puerta para convencerse de que el cerrojo
estaba echado. Seguidamente se inclinó, jadeante, y aplicó el ojo a la cerra-
dura. Pero no pudo ver nada, porque la llave estaba puesta por dentro.
En pie ante la puerta, Raskolnikov asía fuertemente el mango del hacha.
Era presa de una especie de delirio. Estaba dispuesto a luchar con aquellos
hombres si conseguían entrar en el departamento. Al oír sus golpes y sus
comentarios, más de una vez había estado a punto de poner término a la
situación hablándoles a través de la puerta. A veces le dominaba la tenta-
ción de insultarlos, de burlarse de ellos, e incluso deseaba que entrasen en
el piso. “¡Que acaben de una vez!, pensaba.
–Pero ¿dónde se habrá metido ese hombre? –murmuró el de fuera.
Habían pasado ya varios minutos y nadie subía. Koch empezaba a perder
la calma.
–Pero ¿dónde se habrá metido ese hombre? –gruñó.
Al fin, agotada su paciencia, se fue escaleras abajo con su paso lento, pesa-
do, ruidoso.
“¿Qué hacer, Dios mío?”
Raskolnikov descorrió el cerrojo y entreabrió la puerta. No se percibía el
menor ruido. Sin más vacilaciones, salió, cerró la puerta lo mejor que pudo
y empezó a bajar. Inmediatamente –sólo había bajado tres escalones– oyó
gran alboroto más abajo. ¿Qué hacer? No había ningún sitio donde escon-
derse... Volvió a subir a toda prisa.
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SEGUNDA PARTE
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Se dijo que ya no tenía nada más que hacer. Pero de pronto se acordó de
que la bolsita y todos los objetos que la tarde anterior había cogido del
arca de la vieja estaban todavía en sus bolsillos. Aún no había pensado en
sacarlos para esconderlos; no se le había ocurrido ni siquiera cuando había
examinado las ropas.
En fin, manos a la obra. En un abrir y cerrar de ojos vació los bolsillos sobre
la mesa y luego los volvió del revés para convencerse de que no había que-
dado nada en ellos. Acto seguido se lo llevó todo a un rincón del cuarto,
donde el papel estaba roto y despegado a trechos de la pared. En una de
las bolsas que el papel formaba introdujo el montón de menudos paque-
tes. “Todo arreglado”, se dijo alegremente. Y se quedó mirando con gesto
estúpido la grieta del papel, que se había abierto todavía más.
De súbito se estremeció de pies a cabeza.
–¡Señor! ¡Dios mío! –murmuró, desesperado–. ¿Qué he hecho? ¿Qué me
ocurre? ¿Es eso un escondite? ¿Es así como se ocultan las cosas?
Sin embargo, hay que tener en cuenta que Raskolnikov no había pensado
para nada en aquellas joyas. Creía que sólo se apoderaría de dinero, y esto
explica que no tuviera preparado ningún escondrijo. “¿Pero por qué me he
alegrado? –se preguntó–. ¿No es un disparate esconder así las cosas? No
cabe duda de que estoy perdiendo la razón.”
Sintiéndose en el límite de sus fuerzas, se sentó en el diván. Otra vez reco-
rrieron su cuerpo los escalofríos de la fiebre. Maquinalmente se apoderó
de su destrozado abrigo de estudiante, que tenía al alcance de la mano,
en una silla, y se cubrió con él. Pronto cayó en un sueño que tenía algo de
delirio.
Perdió por completo la noción de las cosas; pero al cabo de cinco minutos se
despertó, se levantó de un salto y se arrojó con un gesto de angustia sobre
sus ropas.
“¿Cómo puedo haberme dormido sin haber hecho nada? El nudo corredizo
está todavía en el sitio en que lo cosí. ¡Haber olvidado un detalle tan impor-
tante, una prueba tan evidente!” Arrancó el cordón, lo deshizo e introdujo
las tiras de tela debajo de su almohada, entre su ropa interior.
“Me parece que esos trozos de tela no pueden infundir sospechas a nadie.
Por lo menos, así lo creo”, se dijo de pie en medio de la habitación.
Después, con una atención tan tensa que resultaba dolorosa, empezó a
mirar en todas direcciones para asegurarse de que no se le había olvidado
nada. Ya se sentía torturado por la convicción de que todo le abandonaba,
desde la memoria a la más simple facultad de razonar.
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“He de ponerme los calcetines. El polvo de las calles cubrirá las manchas.”
Apenas se hubo puesto el calcetín ensangrentado, se lo quitó con un gesto
de horror e inquietud. Pero en seguida recordó que no tenía otros, y se lo
volvió a poner, echándose de nuevo a reír.
“¡Bah! esto no son más que prejuicios. Todo es relativo en este mundo: los
hábitos, las apariencias..., todo, en fin.”
Sin embargo, temblaba de pies a cabeza.
“Ya está; ya lo tengo puesto y bien puesto.”
Pronto pasó de la hilaridad a la desesperación.
“¡Esto es superior a mis fuerzas!”
Las piernas le temblaban.
–¿De miedo? –barbotó.
Todo le daba vueltas; le dolía la cabeza a consecuencia de la fiebre.
“¡Esto es una celada! Quieren atraerme, cogerme desprevenido –pensó
mientras se dirigía a la escalera–. Lo peor es que estoy aturdido, que puedo
decir lo que no debo.”
Ya en la escalera, recordó que las joyas robadas estaban aún donde las
había puesto, detrás del papel despegado y roto de la pared de la habita-
ción.
“Tal vez hagan un registro aprovechando mi ausencia.”
Se detuvo un momento, pero era tal la desesperación que le dominaba, era
su desesperación. Tan cínica, tan profunda, que hizo un gesto de impoten-
cia y continuó su camino.
“¡Con tal que todo termine rápidamente...!”
El calor era tan insoportable como en los días anteriores. Hacía tiempo que
no había caído ni una gota de agua. Siempre aquel polvo aquellos monto-
nes de cal y de ladrillos que obstruían las calles. Y el hedor de las tiendas
llenas de suciedad, y de las tabernas, y aquel hervidero de borrachos, bu-
honeros, coches de alquiler...
El fuerte sol le cegó y le produjo vértigos. Los ojos le dolían hasta el extre-
mo de que no podía abrirlos. (Así les ocurre en los días de sol a todos los
que tienen fiebre.)
Al llegar a la esquina de la calle que había tomado el día anterior dirigió
una mirada furtiva y angustiosa a la casa... y volvió enseguida los ojos.
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Esta respuesta irritó de tal modo al oficial, que no pudo contestar en se-
guida: sólo sonidos inarticulados salieron de sus contraídos labios. Después
saltó de su asiento.
–¡Silencio! ¡Está usted en la comisaría! Aquí no se admiten insolencias.
–¡También usted está en la comisaría! –replicó Raskolnikov–, y, no contento
con proferir esos gritos, está fumando, lo que es una falta de respeto hacia
todos nosotros.
Al pronunciar estas palabras experimentaba un placer indescriptible.
El secretario presenciaba la escena con una sonrisa. El fogoso ayudante pa-
reció dudar un momento.
–¡Eso no le incumbe a usted! –respondió al fin con afectados gritos–. Lo
que ha de hacer es prestar la declaración que se le pide. Enséñele el do-
cumento, Alejandro Grigorevitch. Se ha presentado una denuncia contra
usted. ¡Usted no paga sus deudas! ¡Buen pájaro está hecho!
Pero Raskolnikov ya no le escuchaba: se había apoderado ávidamente del
papel y trataba, con visible impaciencia, de hallar la clave del enigma. Una
y otra vez leyó el documento, sin conseguir entender ni una palabra.
–Pero ¿qué es esto? –preguntó al secretario.
–Un efecto comercial cuyo pago se le reclama. Ha de entregar usted el im-
porte de la deuda, más las costas, la multa, etcétera, o declarar por escrito
en qué fecha podrá hacerlo. Al mismo tiempo, habrá de comprometerse a
no salir de la capital, y también a no vender ni empeñar nada de lo que po-
see hasta que haya pagado su deuda. Su acreedor, en cambio, tiene entera
libertad para poner en venta los bienes de usted y solicitar la aplicación de
la ley.
–¡Pero si yo no debo nada a nadie!
–Ese punto no es de nuestra incumbencia. A nosotros se nos ha remitido un
efecto protestado de ciento quince rublos, firmado por usted hace nueve
meses en favor de la señora Zarnitzine, viuda de un asesor escolar, efecto
que esta señora ha enviado al consejero Tchebarof en pago de una cuenta.
En vista de ello, nosotros le hemos citado a usted para tomarle declara-
ción.
–¡Pero si esa señora es mi patrona!
–¡Y eso qué importa!
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de... Entonces pagaré. Mi patrona es una buena mujer, pero está tan indig-
nada al ver que he perdido los alumnos que tenía y que no le pago desde
hace cuatro meses, que ni siquiera me da mi ración de comida. En cuanto a
su reclamación, no la comprendo. Me exige que le pague en seguida. ¿Aca-
so puedo hacerlo? Juzguen ustedes mismos.
–Todo eso no nos incumbe –volvió a decir el secretario.
–Permítame, permítame. Estoy completamente de acuerdo con usted, pero
permítame que les dé ciertas explicaciones.
Raskolnikov seguía dirigiéndose al comisario y no al secretario. También
procuraba atraerse la atención de Ilia Petrovitch, que, afectando una acti-
tud desdeñosa, pretendía demostrarle que no le escuchaba, sino que esta-
ba absorto en el examen de sus papeles.
–Permítame explicarle que hace tres años, desde que llegué de mi provincia,
soy huésped de esa señora, y que al principio..., no tengo por qué ocultarlo...,
al principio le prometí casarme con su hija. Fue una promesa simplemente
verbal. Yo no estaba enamorado, pero la muchacha no me disgustaba... Yo
era entonces demasiado joven... Mi patrona me abrió un amplio crédito, y
empecé a llevar una vida... No tenía la cabeza bien sentada.
–Nadie le ha dicho que refiera esos detalles íntimos, señor –le interrumpió
secamente Ilia Petrovitch, con una satisfacción mal disimulada–. Además,
no tenemos tiempo para escucharlos.
Para Raskolnikov fue muy difícil seguir hablando, pero lo hizo fogosamente.
–Permítame, permítame explicar, sólo a grandes rasgos, cómo ha ocurrido
todo esto, aunque esté de acuerdo con usted en que mis palabras son in-
útiles... Hace un año murió del tifus la muchacha y yo seguí hospedándome
en casa de la señora Zarnitzine.– Y cuando mi patrona se trasladó a la casa
donde ahora habita, me dijo amistosamente que tenía entera confianza en
mí; pero que desearía que le firmase un pagaré de ciento quince rublos,
cantidad que, según mis cálculos, le debía... Permítame... Ella me aseguró
que, una vez en posesión del documento, seguiría concediéndome un cré-
dito ilimitado y que jamás, jamás..., repito sus palabras..., pondría el pagaré
en circulación. Y ahora que no tengo lecciones ni dinero para comer, me
exige que le pague... Es inexplicable.
–Esos detalles patéticos no nos interesan, señor –dijo Ilia Petrovitch con ru-
da franqueza–. Usted ha de limitarse a prestar la declaración y a firmar el
compromiso escrito que se le exige. La historia de sus amores y todas esas
tragedias y lugares comunes no nos conciernen en absoluto.
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–No hay que ser tan duro –murmuró el comisario, yendo a sentarse en su
mesa y empezando a firmar papeles. Parecía un poco avergonzado.
–Escriba usted –dijo el secretario a Raskolnikov.
–¿Qué he de escribir? –preguntó ásperamente el denunciado.
–Lo que yo le dicte.
Raskolnikov creyó advertir que el joven secretario se mostraba más des-
deñoso con él después de su confesión; pero, cosa extraña, a él ya no le
importaban lo más mínimo los juicios ajenos sobre su persona. Este cambio
de actitud se había producido en Raskolnikov súbitamente, en un abrir y
cerrar de ojos. Si hubiese reflexionado, aunque sólo hubiera sido un minu-
to, se habría asombrado, sin duda, de haber podido hablar como lo había
hecho con aquellos funcionarios, a los que incluso obligó a escuchar sus
confidencias. ¿A qué se debería su nuevo y repentino estado de ánimo? Si
en aquel momento apareciese la habitación llena no de empleados de la
policía, sino de sus amigos más íntimos, no habría sabido qué decirles, no
habría encontrado una sola palabra sincera y amistosa en el gran vacío que
se había hecho en su alma. Le había invadido una lúgubre impresión de
infinito y terrible aislamiento. No era el bochorno de haberse entregado
a tan efusivas confidencias ante Ilia Petrovitch, ni la actitud jactanciosa y
triunfante del oficial, lo que había producido semejante revolución en su
ánimo. ¡Qué le importaba ya su bajeza! ¡Qué le importaban las arrogan-
cias, los oficiales, las alemanas, las diligencias, las comisarías...! Aunque le
hubiesen condenado a morir en la hoguera, no se habría inmutado. Es más:
apenas habría escuchado la sentencia. Algo nuevo, jamás sentido y que no
habría sabido definir, se había producido en su interior. Comprendía, sentía
con todo su ser que ya no podría conversar sinceramente con nadie, hacer
confidencia alguna, no sólo a los empleados de la comisaría, sino ni siquie-
ra a sus parientes más próximos: a su madre, a su hermana... Nunca había
experimentado una sensación tan extraña ni tan cruel, y el hecho de que él
se diera cuenta de que no se trataba de un sentimiento razonado, sino de
una sensación, la más espantosa y torturante que había tenido en su vida,
aumentaba su tormento.
El secretario de la comisaría empezó a dictarle la fórmula de declaración
utilizada en tales casos. “No siéndome posible pagar ahora, prometo saldar
mi deuda en... (tal fecha). Igualmente, me comprometo a no salir de la ca-
pital, a no vender mis bienes, a no regalarlos...”
–¿Qué le pasa que apenas puede escribir? La pluma se le cae de las manos
–dijo el secretario, observando a Raskolnikov atentamente–. ¿Está usted
enfermo?
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Pero, ¡bah!, qué importa. Me río de toda esa gente y de las torpezas que yo
haya podido cometer. No es esto lo que debo pensar ahora...”
De súbito se detuvo; acababa de planteársele un nuevo problema, tan in-
esperado como sencillo, que le dejó atónito. “Si, como crees, has procedido
en todo este asunto como un hombre inteligente y no como un imbécil, si
perseguías una finalidad claramente determinada, ¿cómo se explica que
no hayas dirigido ni siquiera una ojeada al interior de la bolsita, que no te
hayas preocupado de averiguar lo que ha producido ese acto por el que has
tenido que afrontar toda suerte de peligros y horrores? Hace un momento
estabas dispuesto a arrojar al agua esa bolsa, esas joyas que ni siquiera has
mirado... ¿Qué explicación puedes dar a esto?”
Todas estas preguntas tenían un sólido fundamento. Lo sabia desde antes
de hacérselas. La noche en que había resuelto tirarlo todo al agua había to-
mado esta decisión sin vacilar, como si hubiese sido imposible obrar de otro
modo. Sí, sabía todas estas cosas y recordaba hasta los menores detalles.
Sabía que todo había de ocurrir como estaba ocurriendo; lo sabía desde el
momento mismo en que había sacado los estuches del arca sobre la cual
estaba inclinado... Sí, lo sabía perfectamente.
“La causa de todo es que estoy muy enfermo –se dijo al fin sombríamente–.
Me torturo y me hiero a mí mismo. Soy incapaz de dirigir mis actos. Ayer,
anteayer y todos estos días no he hecho más que martirizarme... Cuando
esté curado, ya no me atormentaré. Pero ¿y si no me curo nunca? ¡Señor,
qué harto estoy de toda esta historia...!”
Mientras así reflexionaba, proseguía su camino. Anhelaba librarse de es-
tas preocupaciones, pero no sabía cómo podría conseguirlo. Una sensación
nueva se apoderó de él con fuerza irresistible, y su intensidad aumentaba
por momentos. Era un desagrado casi físico, un desagrado pertinaz, renco-
roso, por todo lo que encontraba en su camino, por todas las cosas y todas
las personas que lo rodeaban. Le repugnaban los transeúntes, sus caras, su
modo de andar, sus menores movimientos. Sentía deseos de escupirles a la
cara, estaba dispuesto a morder a cualquiera que le hablase.
Al llegar al malecón del Pequeño Neva, en Vasilievski Ostrof, se detuvo en
seco cerca del puente.
“May vive en esa casa –pensó–. Pero ¿qué significa esto? Mis pies me han
traído maquinalmente a la vivienda de Rasumikhine. Lo mismo me ocurrió
el otro día. Esto es verdaderamente chocante. ¿He venido expresamente o
estoy agua por obra del azar? Pero esto poco importa. El caso es que dije
que vendría a casa de Rasumikhine “al día siguiente”. Pues bien, ya he veni-
do. ¿Acaso tiene algo de particular que le haga una visita?”
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traba esa bondad propia de las personas gruesas y perezosas y era exage-
radamente pudorosa.
–¿Quién es usted?–preguntó Raskolnikov al supuesto cobrador.
Pero en este momento la puerta se abrió y dio paso a Rasumikhine, que en-
tró en la habitación inclinándose un poco, por exigencia de su considerable
estatura.
–¡Esto es un camarote! –exclamó–. Estoy harto de dar cabezadas al techo.
¡Y a esto llaman habitación...! ¡Bueno, querido; ya has recobrado la razón,
según me ha dicho Pachenka!
–Acaba de recobrarla –dijo la sirvienta.
–Acaba de recobrarla –repitió el mozo como un eco, con cara risueña.
–¿Y usted quién es? –le preguntó rudamente Rasumikhine–. Yo me llamo
Vrasumivkine y no Rasumikhine, como me llama todo el mundo. Soy estu-
diante, hijo de gentilhombre, y este señor es amigo mío. Ahora diga quién
es usted.
–Soy un empleado de la casa Chelopaief y he venido para cierto asunto.
–Entonces, siéntese.
Al decir esto, Rasumikhine cogió una silla y se sentó al otro lado de la mesa.
–Has hecho bien en volver en ti –siguió diciendo–. Hace ya cuatro días que
no te alimentas: lo único que has tomado ha sido unas cucharadas de té. Te
he mandado a Zosimof dos veces. ¿Te acuerdas de Zosimof? Te ha reconoci-
do detenidamente y ha dicho que no tienes nada grave: sólo un trastorno
nervioso a consecuencia de una alimentación deficiente. “Falta de comida
–dijo–. Esto es lo único que tiene. Todo se arreglará.” Está hecho un tío ese
Zosimof. Es ya un médico excelente... Bueno –dijo dirigiéndose al mozo–,
no quiero hacerle perder más tiempo. Haga el favor de explicarme el mo-
tivo de su visita... Has de saber, Rodia, que es la segunda vez que la casa
Chelopaief envía un empleado. Pero la visita anterior la hizo otro. ¿Quién
es el que vino antes que usted?
–Sin duda, usted se refiere al que vino anteayer. Se llama Alexis Simonovit-
ch y, en efecto, es otro empleado de la casa.
–Es un poco más comunicativo que usted, ¿no le parece?
–Desde luego, y tiene más capacidad que yo.
–¡Laudable modestia! Bien; usted dirá.
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radas de sopa, después de soplar sobre ellas para enfriarlas. Sin embargo,
la sopa estaba apenas tibia. Raskolnikov sorbió ávidamente una, dos, tres
cucharadas. Entonces, súbitamente, Rasumikhine se detuvo y dijo que, para
darle más, tenía que consultar a Zosimof.
En esto llegó Nastasia con las dos botellas de cerveza.
–¿Quieres té, Rodia? –preguntó Rasumikhine.
–Sí.
–Corre en busca del té, Nastasia; pues, en lo que concierne a esta pócima,
me parece que podemos pasar por alto las reglas de la facultad... ¡Ah! ¡Lle-
gó la cerveza!
Se sentó a la mesa, acercó a él la sopa y el plato de carne y empezó a devo-
rar con tanto apetito como si no hubiera comido en tres días.
–Ahora, amigo Rodia, como aquí, en tu habitación, todos los días –masculló
con la boca llena–. Ha sido cosa de Pachenka, tu amable patrona. Yo, como
es natural, no le llevo la contraria. Pero aquí llega Nastasia con el té. ¡Qué
lista es esta muchacha! ¿Quieres cerveza, Nastenka?
–No gaste bromas.
–¿Y té?
–¡Hombre, eso...!
–Sírvete... No, espera. Voy a servirte yo. Déjalo todo en la mesa.
Inmediatamente se posesionó de su papel de anfitrión y llenó primero una
taza y después otra. Seguidamente dejó su almuerzo y fue a sentarse de
nuevo en el diván. Otra vez rodeó la cabeza del enfermo con un brazo,
la levantó y empezó a dar a su amigo cucharaditas de té, sin olvidarse de
soplar en ellas con tanto esmero como si fuera éste el punto esencial y sal-
vador del tratamiento.
Raskolnikov aceptaba en silencio estas solicitudes. Se sentía lo bastante
fuerte para incorporarse, sentarse en el diván, sostener la cucharilla y la
taza, e incluso andar, sin ayuda de nadie; pero, llevado de una especie de
astucia, misteriosa e instintiva, se fingía débil, e incluso algo idiotizado, sin
dejar de tener bien agudizados la vista y el oído.
Pero llegó un momento en que no pudo contener su mal humor: después
de haber tomado una decena de cucharaditas de té, libertó su cabeza con
un brusco movimiento, rechazó la cucharilla y dejó caer la cabeza en la
almohada (ahora dormía con verdaderas almohadas rellenas de plumón y
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–Lo tendré presente... Pues bien, amigo Rodia, dicho en dos palabras, yo
me propuse cortar de cuajo, utilizando medios heroicos, cuantos prejuicios
existían acerca de mi persona, pues es el caso que Pachenka tuvo conoci-
miento de mis veleidades... Por eso no esperaba que fuese tan... compla-
ciente. ¿Qué opinas tú de todo esto?
Raskolnikov no contestó: se limitó a seguir fijando en él una mirada llena
de angustia.
–Sí, está incluso demasiado bien informada –dijo Rasumikhine, sin que le
afectara el silencio de Raskolnikov y como si asintiera a una respuesta de su
amigo–. Conoce todos los detalles.
–¡Qué frescura! –exclamó Nastasia, que se retorcía de risa oyendo las genia-
lidades de Rasumikhine.
–El mal está, querido Rodia, en que desde el principio seguiste una conduc-
ta equivocada. Procediste con ella con gran torpeza. Esa mujer tiene un ca-
rácter lleno de imprevistos. En fin, ya hablaremos de esto en mejor ocasión.
Pero es incomprensible que hayas llegado a obligarla a retirarte la comida...
¿Y qué decir del pagaré? Sólo no estando en te juicio pudiste firmarlo. ¡Y
ese proyecto de matrimonio con Natalia Egorovna...! Ya ves que estoy al
corriente de todo... Pero advierto que estoy tocando un punto delicado...
Perdóname; soy un asno... Y, ya que hablamos de esto, ¿no opinas que Pras-
covia Pavlovna es menos necia de lo que parece a primera vista?
–Sí –respondió Raskolnikov entre dientes y volviendo la cabeza, pues había
comprendido que era más prudente dar la impresión de que aceptaba el
diálogo.
–¿Verdad que sí? –exclamó Rasumikhine, feliz ante el hecho de que Raskol-
nikov le hubiera contestado–. Pero esto no quiere decir que sea inteligente.
No, ni mucho menos. Tiene un carácter verdaderamente raro. A mí me des-
orienta a veces, palabra. No cabe duda de que ya ha cumplido los cuarenta,
y dice que tiene treinta y seis, aunque bien es verdad que su aspecto auto-
riza el embuste. Por lo demás, te juro que yo sólo puedo juzgarla desde un
punto de vista intelectual, puramente metafísico, por decirlo así. Pues nues-
tras relaciones son las más singulares del mundo. Yo no las comprendo... En
fin, volvamos a nuestro asunto. Cuando ella vio que dejabas la universidad,
que no dabas lecciones, que ibas mal vestido, y, por otra parte, cuando ya
no te pudo considerar como persona de la familia, puesto que su hija ha-
bía muerto, la inquietud se apoderó de ella. Y tú, para acabar de echarlo a
perder, empezaste a vivir retirado en tu rincón. Entonces ella decidió que te
fueras de su casa. Ya hacía tiempo que esta idea rondaba su imaginación. Y
te hizo firmar ese pagaré que, según le aseguraste, pagaría tu madre...
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–Esto fue una vileza mía –declaró Raskolnikov con voz clara y vibrante–. Mi
madre está poco menos que en la miseria. Mentí para que siguiera dándo-
me habitación y comida.
–Es un proceder muy razonable. Lo que te echó todo a perder fue la con-
ducta del señor Tchebarof, consejero y hombre de negocios. Sin su inter-
vención, Pachenka no habría dado ningún paso contra ti: es demasiado
tímida para eso. Pero el hombre de negocios no conoce la timidez, y lo
primero que hizo fue preguntar: “¿Es solvente el firmante del efecto?” Con-
testación: “Sí, pues tiene una madre que con su pensión de ciento veinte
rublos pagará la deuda de su Rodienka, aunque para ello haya de quedarse
sin comer; y también tiene una hermana que se vendería como esclava por
él.” En esto se basó el señor Tchebarof... Pero ¿por qué te alteras? Conozco
toda la historia. Comprendo que te expansionaras con Prascovia Pavlovna
cuando veías en ella a tu futura suegra, pero..., te lo digo amistosamente,
ahí está el quid de la cuestión. El hombre honrado y sensible se entre-
ga fácilmente a las confidencias, y el hombre de negocios las recoge para
aprovecharse. En una palabra, ella endosó el pagaré a Tchebarof, y éste no
vaciló en exigir el pago. Cuando me enteré de todo esto, me propuse, obe-
deciendo a la voz de mi conciencia, arreglar el asunto un poco a mi modo,
pero, entre tanto, se estableció entre Pachenka y yo una corriente de buena
armonía, y he puesto fin al asunto atacándolo en sus raíces, por decirlo así.
Hemos hecho venir a Tchebarof, le hemos tapado la boca con una pieza de
diez rublos y él nos ha devuelto el pagaré. Aquí lo tienes; tengo el honor de
devolvértelo. Ahora solamente eres deudor de palabra. Tómalo.
Rasumikhine depositó el documento en la mesa. Raskolnikov le dirigió una
mirada y volvió la cabeza sin desplegar los labios. Rasumikhine se molestó.
–Ya veo, querido Rodia, que vuelves a las andadas. Confiaba en distraerte y
divertirte con mi charla, y veo que no consigo sino irritarte.
–¿Eres tú el que no conseguía reconocer durante mi delirio?–preguntó Ras-
kolnikov, tras un breve silencio y sin volver la cabeza.
–Sí, mi presencia incluso te horrorizaba. El día que vine acompañado de
Zamiotof te produjo verdadero espanto.
–¿Zamiotof, el secretario de la comisaría? ¿Por qué lo trajiste?
Para hacer estas preguntas, Raskolnikov se había vuelto con vivo impulso
hacia Rasumikhine y le miraba fijamente.
–Pero ¿qué te pasa? Te has turbado. Deseaba conocerte. ¡Habíamos habla-
do tanto de ti! Por él he sabido todas las cosas que te he contado. Es un
excelente muchacho, Rodia, y más que excelente..., dentro de su género,
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claro es. Ahora somos muy amigos; nos vemos casi todos los días. Porque,
¿sabes una cosa? Me he mudado a este barrio. Hace poco. Oye, ¿te acuerdas
de Luisa Ivanovna?
–¿He hablado durante mi delirio?
–¡Ya lo creo!
–¿Y qué decía?
–Pues ya lo puedes suponer: esas cosas que dice uno cuando no está en su
juicio... Pero no perdamos tiempo. Hablemos de nuestro asunto.
Se levantó y cogió su gorra.
–¿Qué decía?
–¡Mira que eres testarudo! ¿Acaso temes haber revelado algún secreto?
Tranquilízate: no has dicho ni una palabra de tu condesa. Has hablado mu-
cho de un bulldog, de pendientes, de cadenas de reloj, de la isla Krestovs-
ky, de un portero... Nikodim Fomitch a Ilia Petrovitch estaban también con
frecuencia en tus labios. Además, parecías muy preocupado por una de tus
botas, seriamente preocupado. No cesabas de repetir, gimoteando: “Dád-
mela; la quiero. El mismo Zamiotof empezó a buscarla por todas partes, y
no le importó traerte esa porquería con sus manos, blancas, perfumadas
y llenas de sortijas. Cuando recibiste esa asquerosa bota te calmaste. La
tuviste en tus manos durante veinticuatro horas. No fue posible quitártela.
Todavía debe de estar en el revoltijo de tu ropa de cama. También recla-
mabas unos bajos de pantalón deshilachados. ¡Y en qué tono tan lastimero
los pedías! Había que oírte. Hicimos todo lo posible por averiguar de qué
bajos se trataba. Pero no hubo medio de entenderte... Y vamos ya a nues-
tro asunto. Aquí tienes tus treinta y cinco rublos. Tomo diez, y dentro de un
par de horas estaré de vuelta y te explicaré lo que he hecho con ellos. He de
pasar por casa de Zosimof. Hace rato que debería haber venido, pues son
más de las once... Y tú, Nastenka, no te olvides de subir frecuentemente
durante mi ausencia, para ver si quiere agua o alguna otra cosa. El caso es
que no le falte nada... A Pachenka ya le daré las instrucciones oportunas al
pasar.
–Siempre le llama Pachenka, el muy bribón –dijo Nastasia apenas hubo sa-
lido el estudiante.
Acto seguido abrió la puerta y se puso a escuchar. Pero muy pronto, sin po-
der contenerse, se fue a toda prisa escaleras abajo. Sentía gran curiosidad
por saber lo que Rasumikhine decía a la patrona. Pero lo cierto era que el
joven parecía haberla subyugado.
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una causa que sólo él conocía– o esta joya... ¿Sabes lo que me ha costado,
Rodia? A ver si lo aciertas... ¿A ti qué te parece, Nastasiuchka? –preguntó a
la sirvienta, en vista de que su amigo no contestaba.
–Pues no creo que te haya costado menos de veinte kopeks.
–¿Veinte kopeks, calamidad? –exclamó Rasumikhine, indignado–. Hoy por
veinte kopeks ni siquiera a ti se lo podría comprar... ¡Ochenta kopeks...! Pe-
ro la he comprado con una condición: la de que el año que viene, cuando
ya esté vieja, te darán otra gratis. Palabra de honor que éste ha sido el tra-
to... Bueno, pasemos ahora a los Estados Unidos, como Ilamábamos a esta
prenda en el colegio. He de advertirte que estoy profundamente orgulloso
del pantalón.
Y extendió ante Raskolnikov unos pantalones grises de una frágil tela esti-
val.
–Ni una mancha, ni un boquete; aunque usados, están nuevos. El chaleco
hace juego con el pantalón, como exige la moda. Bien mirado, debemos
felicitamos de que estas prendas no sean nuevas, pues así son más suaves,
más flexibles... Ahora otra cosa, amigo Rodia. A mi juicio, para abrirse paso
en el mundo hay que observar las exigencias de las estaciones. Si uno no
pide espárragos en invierno, ahorra unos cuantos rublos. Y lo mismo pasa
con la ropa. Estamos en pleno verano: por eso he comprado prendas esti-
vales. Cuando llegue el otoño necesitarás ropa de más abrigo. Por lo tanto,
habrás de dejar ésta, que, por otra parte, estará hecha jirones... Bueno,
adivina lo que han costado estas prendas. ¿Cuánto te parece? ¡Dos rublos
y veinticinco kopeks! Además, no lo olvides, en las mismas condiciones que
la gorra: el año próximo te lo cambiarán gratuitamente. El trapero Fediaev
no vende de otro modo. Dice que el que va a comprarle una vez no ha de
volver jamás, pues lo que compra le dura toda la vida... Ahora vamos con las
botas. ¿Qué te parecen? Ya se ve que están usadas, pero durarán todavía lo
menos dos meses. Están confeccionadas en el extranjero. Un secretario de
la Embajada de Inglaterra se deshizo de ellas la semana pasada en el mer-
cado. Sólo las había llevado seis días, pero necesitaba dinero. He dado por
ellas un rublo y medio. No son caras, ¿verdad?
–Pero ¿y si no le vienen bien?–preguntó Nastasia.
–¿No venirle bien estas botas? Entonces, ¿para qué me he llevado esto? –re-
plicó Rasumikhine, sacando del bolsillo una agujereada y sucia bota de Ras-
kolnikov–. He tomado mis precauciones. Las he medido con esta porquería.
He procedido en todo concienzudamente. En cuanto a la ropa interior, me
he entendido con la patrona. Ante todo, aquí tienes tres camisas de algo-
dón con el plastrón de moda... Bueno, ahora hagamos cuentas: ochenta
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kopeks por la gorra, dos rublos veinticinco por los pantalones y el chaleco,
unos cincuenta por las botas, cinco por la ropa interior (me ha hecho un
precio por todo, sin detallar), dan un total de nueve rublos y cincuenta y
cinco kopeks. O sea que tengo que devolverte cuarenta y cinco kopeks. Y
ya estás completamente equipado, querido Rodia, pues tu gabán no sólo
está en buen use todavía, sino que conserva un sello de distinción. ¡He aquí
la ventaja de vestirse en Charmar! En lo que concierne a los calcetines, tú
mismo te los comprarás. Todavía nos quedan veinticinco buenos rublos. De
Pachenka y de tu hospedaje no te has de preocupar: tienes un crédito ili-
mitado. Y ahora, querido, habrás de permitirnos que te mudemos la ropa
interior. Esto es indispensable, pues en tu camisa puede cobijarse el micro-
bio de la enfermedad.
–Déjame –le rechazó Raskolnikov. Seguía encerrado en una actitud sombría
y había escuchado con repugnancia el alegre relato de su amigo.
–Es preciso, amigo Rodia –insistió Rasumikhine–. No pretendas que haya
gastado en balde las suelas de mis zapatos... Y tú, Nastasiuchka, no te ha-
gas la pudorosa y ven a ayudarme.
Y, a pesar de la resistencia de Raskolnikov, consiguió mudarle la ropa.
El enfermo dejó caer la cabeza en la almohada y guardó silencio durante
más de dos minutos. “No quieren dejarme en paz, pensaba.
Al fin, con la mirada fija en la pared, preguntó:
–¿Con qué dinero has comprado todo eso?
–¿Que con qué dinero? ¡Vaya una pregunta! Pues con el tuyo. Un empleado
de una casa comercial de aquí ha venido a entregártelo hoy, por orden
de Vakhruchine. Es tu madre quien te lo ha enviado. ¿Tampoco de esto te
acuerdas?
–Sí, ahora me acuerdo –repuso Raskolnikov tras un largo silencio de som-
bría meditación.
Rasumikhine le observó con una expresión de inquietud.
En este momento se abrió la puerta y entró en la habitación un hombre
alto y fornido. Su modo de presentarse evidenciaba que no era la primera
vez que visitaba a Raskolnikov.
–¡Al fin tenemos aquí a Zosimof! –exclamó Rasumikhine.
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Zosimof era, como ya hemos dicho, alto y grueso. Tenía veintisiete años, una
cara pálida, carnosa y cuidadosamente rasurada, y el cabello liso. Llevaba
lentes y en uno de sus dedos, hinchados de grasa, un anillo de oro. Vestía
un amplio, elegante y ligero abrigo y un pantalón de verano. Toda la ropa
que llevaba tenía un sello de elegancia y era cómoda y de superior calidad.
Su camisa era de una blancura irreprochable, y la cadena de su reloj, gruesa
y maciza. En sus maneras había cierta flemática lentitud y una desenvoltura
que parecía afectada. Ejercía una tenaz vigilancia sobre sí mismo, pero su
presunción hallaba a cada momento el modo de delatarse. Entre sus cono-
cidos cundía la opinión de que era un hombre difícil de tratar, pero todos
reconocían su capacidad como médico.
–He pasado dos veces por tu casa, querido Zosimof – exclamó Rasumikhi-
ne–. Como ves, el enfermo ha vuelto en sí.
–Ya lo veo, ya lo veo –dijo Zosimof. Y preguntó a Raskolnikov, mirándole
atentamente–: ¿Qué, cómo van esos ánimos?
Acto seguido se sentó en el diván, a los pies del enfermo, mejor dicho, se
recostó cómodamente.
–Continúa con su melancolía –dijo Rasumikhine–. Hace un momento le ha
faltado poco para echarse a llorar sólo porque le hemos mudado la ropa
interior.
–Me parece muy natural, si no tenía ganas de mudarse. La muda podía es-
perar... El pulso es completamente normal... Un poco de dolor de cabeza,
¿eh?
–Estoy bien, estoy perfectamente –repuso Raskolnikov, irritado.
Al decir esto se había incorporado repentinamente, con los ojos centellean-
tes. Pero pronto volvió a dejar caer la cabeza en la almohada, quedando de
cara a la pared. Zosimof le observaba con mirada atenta.
–Muy bien, la cosa va muy bien –dijo en tono negligente–. ¿Ha comido algo
hoy?
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–¿Te has enterado de que aquella noche y a aquella hora ocurrió tal y tal
cosa en la casa donde trabajabas?
–No, no sabía nada de eso.
“Había escuchado mis últimas palabras con los ojos muy abiertos. De pron-
to se pone blanco como la cal, coge su gorro, se levanta... Yo intento dete-
nerle.
–Espera, Mikolai. ¿No quieres tomar nada?
“Y digo por señas a uno de mis muchachos que se sitúe en la puerta. Yo,
entre tanto, salgo de detrás del mostrador. Pero él adivina mis intenciones
y se planta de un salto en la calle. Inmediatamente echa a correr y desapa-
rece tras la primera esquina. Desde este momento, ya no me cupo duda de
que era culpable.”
–Lo mismo creo yo –dijo Zosimof.
–Espera, escucha el final... Naturalmente, la policía empezó a buscar a
Mikolai por todas partes. Se detuvo a Duchkhine y se registró su casa. En
la vivienda de Mitri y en casa de los Kolomensky no quedó nada por mirar
y revolver. Al fin, anteayer se detuvo a Mikolai en una posada próxima a la
Barrera. Al llegar a la posada, Mikolai se había quitado una cruz de plata
que colgaba de su cuello y la había entregado al dueño de la posada para
que se la cambiara por vodka. Se le dio la bebida. Unos minutos después,
una campesina que volvía de ordeñar a las vacas vio en una cochera vecina,
mirando por una rendija, a un hombre que evidentemente iba a ahorcarse.
Habla colgado una cuerda del techo y, después de hacer un nudo corredizo
en el otro extremo, se había subido a un montón de leña y se disponía a
pasar la cabeza por el nudo corredizo. La mujer empezó a gritar con todas
sus fuerzas y acudió gente.
–¡Vaya unos pasatiempos que te buscas!
–Llevadme a la comisaría. Allí lo contaré todo.
“Se atendió a su demanda y se le condujo a la comisaría correspondiente,
que es la de nuestro barrio. En seguida empezó el interrogatorio de rigor.
–¿Quién es usted y qué edad tiene?
–Tengo veintidós años y soy..., etcétera.
“Pregunta:
–Mientras trabajaba usted con Mitri en tal casa, ¿no vio a nadie en la esca-
lera a tal hora?
“Respuesta:
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la entrada, tropecé con el portero y con unos señores que estaban con él
y que no recuerdo cómo eran. El portero empezó a insultarme, el segundo
portero hizo lo mismo; luego salió de la garita la mujer del primer portero
y se sumó a los insultos. Finalmente, un caballero que en aquel momento
entraba en la casa acompañado de una señora nos puso también de vuelta
y media porque no los dejábamos pasar. Cogí a Mitri del pelo, lo derribé y
empecé a atizarle. El, aunque estaba debajo, consiguió también asirme por
el pelo y noté que me devolvía los golpes. Pero todo era broma. Al fin, Mi-
tri consiguió libertarse y echó a correr por la calle. Yo le perseguí, pero, al
ver que no le podía alcanzar, volví al piso donde trabajábamos para poner
en orden las cosas que habíamos dejado de cualquier modo. Mientras las
arreglaba, esperaba a Mitri. Creía que volvería de un momento a otro. De
pronto, en un rincón del vestíbulo, detrás de la puerta, piso una cosa. La
recojo, quito el papel que la envuelve y veo un estuche, y en el estuche los
pendientes.
–¿Detrás de la puerta? ¿Has dicho detrás de la puerta? –preguntó de súbito
Raskolnikov, fijando en Rasumikhine una mirada llena de espanto. Segui-
damente, haciendo un gran esfuerzo, se incorporó y apoyó el codo en el
diván.
–Sí, ¿y qué? ¿Por qué te pones así? ¿Qué te ha pasado? preguntó Rasumikhi-
ne levantándose de su asiento.
–No, nada –balbuceó Raskolnikov penosamente, dejando caer la cabeza en
la almohada y volviéndose de nuevo hacia la pared.
Hubo un momento de silencio.
–Debía de estar medio dormido, ¿verdad? –preguntó Rasumikhine, diri-
giendo a Zosimof una mirada interrogadora.
El doctor movió negativamente la cabeza.
Bueno –dijo–, continúa. ¿Qué ocurrió después?
–¿Después? Pues ocurrió que, apenas vio los pendientes, se olvidó de su
trabajo y de Mitri, cogió su gorro y corrió a la taberna de Duchkhine. Éste
le dio, como ya sabemos, un rublo, y Mikolai le mintió diciendo que se ha-
bía encontrado los pendientes en la calle. Luego se fue a divertirse. En lo
que concierne al crimen, mantiene sus primeras declaraciones.”–Yo no sabía
nada –insiste–, no supe nada hasta dos días después.
–¿Y por qué se ocultó?
–Por miedo.
–¿Por qué quería ahorcarse?
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–Por temor.
–¿Temor de qué?
–De que me condenaran.
“Y esto es todo –terminó Rasumikhine–. ¿Qué conclusiones crees que han
sacado?
–No sé qué decirte. Existe una sospecha, discutible tal vez pero fundada. No
podían dejar en libertad a tu pintor de fachadas.
–¡Pero es que le atribuyen el asesinato! ¡No les cabe la menor duda!
–Óyeme. No te acalores. Has de convenir que si el día y a la hora del crimen,
unos pendientes que estaban en el arca de la víctima pasaron a manos de
Nicolás, es natural que se le pregunte cómo se los procuró. Es un detalle
importante para la instrucción del sumario.
–¿Que cómo se los procuró? – –exclamó Rasumikhine–. Pero ¿es posible que
tú, doctor en medicina y, por lo tanto, más obligado que nadie a estudiar
la naturaleza humana, y que has podido profundizar en ella gracias a tu
profesión, no hayas comprendido el carácter de Nicolás basándote en los
datos que te he dado? ¿Es posible que no estés convencido de que sus de-
claraciones en los interrogatorios que ha sufrido son la pura verdad? Los
pendientes llegaron a sus manos exactamente como él ha dicho: pisó el
estuche y lo recogió.
–Podrá decir la pura verdad; pero él mismo ha reconocido que mintió la
primera vez.
–Oye, escúchame con atención. El portero, Koch, Pestriakof, el segundo
portero, la mujer del primero, otra mujer que estaba en aquel momento en
la portería con la portera, el consejero Krukof, que acababa de bajar de un
coche y entraba en la casa con una dama cogida a su brazo; todas estas per-
sonas, es decir, ocho, afirman que Nicolás tiró a Mitri al suelo y lo mantuvo
debajo de él, golpeándole, mientras Mitri cogía a su camarada por el pelo
y le devolvía los golpes con creces. Están ante la puerta y dificultan el paso.
Se les insulta desde todas partes, y ellos, como dos chiquillos (éstas son
las palabras de los testigos), gritan, disputan, lanzan carcajadas, se hacen
guiños y se persiguen por la calle. Como verdaderos chiquillos, ¿compren-
des? Ten en cuenta que arriba hay dos cadáveres que todavía conservan ca-
lor en el cuerpo; sí, calor; no estaban todavía fríos cuando los encontraron...
Supongamos que los autores del crimen son los dos pintores, o que sólo lo
ha cometido Nicolás, y que han robado, forzando la cerradura del arca, o
simplemente participado en el robo. Ahora, admitido esto, permíteme una
pregunta. ¿Se puede concebir la indiferencia, la tranquilidad de espíritu que
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demuestran esos gritos, esas risas, esa riña infantil en personas que acaban
de cometer un crimen y están ante la misma casa en que lo han cometido?
¿Es esta conducta compatible con el hacha, la sangre, la astucia criminal y
la prudencia que forzosamente han de acompañar a semejante acto? Cinco
o diez minutos después de haber cometido el asesinato (no puede haber
transcurrido más tiempo, ya que los cuerpos no se han enfriado todavía),
salen del piso, dejando la puerta abierta y, aun sabiendo que sube gente a
casa de la vieja, se ponen a juguetear ante la puerta de la casa, en vez de
huir a toda prisa, y ríen y llaman la atención de la gente, cosa que confir-
man ocho testigos... ¡Qué absurdo!
–Sin duda, todo esto es extraño, incluso parece imposible, pero...
–¡No hay pero que valga! Yo reconozco que el hecho de que se encontraran
los pendientes en manos de Nicolás poco después de cometerse el crimen
constituye un grave cargo contra él. Sin embargo, este hecho queda expli-
cado de un modo plausible en las declaraciones del acusado y, por lo tanto,
es discutible. Además, hay que tener en cuenta los hechos que son favora-
bles a Nicolás, y más aún cuando se da el caso de que estos hechos están
fuera de duda. ¿Tú qué crees? Dado el carácter de nuestra jurisprudencia,
¿son capaces los jueces de considerar que un hecho fundado únicamente en
una imposibilidad psicológica, en un estado de alma, por decirlo así, puede
aceptarse como indiscutible y suficiente para destruir todos los cargos ma-
teriales, sean cuales fueren? No, no lo admitirán jamás. Han encontrado el
estuche en sus manos y él quería ahorcarse, cosa que, a su juicio, no habría
ocurrido si él no se hubiera sentido culpable... Ésta es la cuestión funda-
mental; esto es lo que me indigna, ¿comprendes?
–Sí, ya veo que estás indignado. Pero oye, tengo que hacerte una pregunta.
¿Hay pruebas de que esos pendientes se sacaron del arca de la vieja?
–Sí –repuso Rasumikhine frunciendo las cejas–. Koch reconoció la joya y
dijo quién la había empeñado. Esta persona confirmó que los pendientes
le pertenecían.
–Lamentable. Otra pregunta. ¿Nadie vio a Nicolás mientras Koch y Pes-
triakof subían al cuarto piso, con lo que quedaría probada la coartada?
–Desgraciadamente, nadie lo vio –repuso Rasumikhine, malhumorado–. Ni
siquiera Koch y Pestriakof los vieron al subir. Claro que su testimonio no
valdría ya gran cosa. “Vimos –dicen– que el piso estaba abierto y nos pa-
reció que trabajaban en él, pero no prestamos atención a este detalle y no
podríamos decir si los pintores estaban o no allí en aquel momento.”
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y con gran lentitud, sacó del bolsillo de su chaleco un enorme reloj de oro,
que consultó y volvió a guardarse, con la misma calma.
Raskolnikov, que en aquel momento estaba echado boca arriba, no quita-
ba ojo al recién llegado y seguía encerrado en su silencio. Ahora se veía su
semblante, pues ya no contemplaba la florecilla del empapelado. Estaba
pálido y en su expresión se leía un extraordinario sufrimiento. Era como si
el enfermo acabara de salir de una operación o de experimentar terribles
torturas... Sin embargo, el visitante desconocido le inspiraba un interés cre-
ciente, que primero fue sorpresa, en seguida desconfianza y finalmente
temor.
Cuando Zosimof dijo: “Ahí tiene usted a Raskolnikov, éste se levantó con
un movimiento tan repentino, que tuvo algo de salto, y manifestó, con voz
débil y entrecortada pero agresiva:
–Si, yo soy Raskolnikov. ¿Qué desea usted?
El visitante le observó atentamente y repuso, en un tono lleno de digni-
dad:
–Soy Piotr Petrovitch Lujine. Tengo motivos para creer que mi nombre no le
será enteramente desconocido.
Pero Raskolnikov, que esperaba otra cosa, se limitó a mirar a su interlocutor
con gesto pensativo y estúpido, sin contestarle y como si aquélla fuera la
primera vez que oía semejante nombre.
–¿Es posible que todavía no le hayan hablado de mí? –exclamó Piotr Petro-
vitch, un tanto desconcertado.
Por toda respuesta, Raskolnikov se dejó caer poco a poco sobre la almoha-
da. Enlazó sus manos debajo de la nuca y fijó su mirada en el techo. Lujine
dio ciertas muestras de inquietud. Zosimof y Rasumikhine le observaban
con una curiosidad creciente que acabó de desconcertarle.
–Yo creía..., yo suponía...–balbuceó– que una carta que se cursó hace diez
días, tal vez quince...
–Pero oiga, ¿por qué se queda en la puerta?–le interrumpió Rasumikhine–.
Si tiene usted algo que decir, entre y siéntese. Nastasia y usted no caben
en el umbral. Nastasiuchka, apártate y deja pasar al señor. Entre; aquí tiene
una silla; pase por aquí.
Echó atrás su silla de modo que entre sus rodillas y la mesa quedó un estre-
cho pasillo, y, en una postura bastante incómoda, esperó a que pasara el
visitante. Lujine comprendió que no podía rehusar y llegó, no sin dificultad,
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Sin duda, el aspecto de Piotr Petrovitch tenía un algo que justificaba el cali-
ficativo de novio que acababa de aplicársele tan gentilmente. Desde luego,
se veía claramente, e incluso demasiado, que Piotr Petrovitch había apro-
vechado los días que llevaba en la capital para embellecerse, en previsión
de la llegada de su novia, cosa tan inocente como natural. La satisfacción,
acaso algo excesiva, que experimentaba ante su feliz transformación podía
perdonársele en atención a las circunstancias. El traje del señor Lujine aca-
baba de salir de la sastrería. Su elegancia era perfecta, y sólo en un punto
permitía la crítica: el de ser demasiado nuevo. Todo en su indumentaria
se ajustaba al plan establecido, desde el elegante y flamante sombrero, al
que él prodigaba toda suerte de cuidados y tenía entre sus manos con mil
precauciones, hasta los maravillosos guantes de color lila, que no llevaba
puestos, sino que se contentaba con tenerlos en la mano. En su vestimenta
predominaban los tonos suaves y claros. Llevaba una ligera y coquetona
americana habanera, pantalones claros, un chaleco del mismo color, una
fina camisa recién salida de la tienda y una encantadora y pequeña corbata
de batista con listas de color de rosa. Lo más asombroso era que esta ele-
gancia le sentaba perfectamente. Su fisonomía, fresca e incluso hermosa,
no representaba los cuarenta y cinco años que ya habían pasado por ella.
La encuadraban dos negras patillas que se extendían elegantemente a am-
bos lados del mentón, rasurado cuidadosamente y de una blancura deslum-
brante. Su cabello se mantenía casi enteramente libre de canas, y un hábil
peluquero había conseguido rizarlo sin darle, como suele ocurrir en estos
casos, el ridículo aspecto de una cabeza de marido alemán. Lo que pudiera
haber de desagradable y antipático en aquella fisonomía grave y hermosa
no estaba en el exterior.
Después de haber examinado a Lujine con impertinencia, Raskolnikov son-
rió amargamente, dejó caer la cabeza sobre la almohada y continuó con-
templando el techo.
Pero el señor Lujine parecía haber decidido tener paciencia y fingía no ad-
vertir las rarezas de Raskolnikov.
–Lamento profundamente encontrarle en este estado –dijo para reanudar
la conversación–. Si lo hubiese sabido, habría venido antes a verle. Pero
usted no puede imaginarse las cosas que tengo que hacer. Además, he de
intervenir en un debate importante del Senado. Y no hablemos de esas
ocupaciones cuya índole puede usted deducir: espero a su familia, es decir,
a su madre y a su hermana, de un momento a otro.
Raskolnikov hizo un movimiento y pareció que iba a decir algo. Su semblan-
te dejó entrever cierta agitación. Piotr Petrovitch se detuvo y esperó un mo-
mento, pero, viendo que Raskolnikov no desplegaba los labios, continuó:
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a provincias, pero para darse exacta cuenta de estas cosas, para verlo todo,
hay que estar en Petersburgo. Yo creo que el mejor modo de informarse
de estas cuestiones es observar a las generaciones jóvenes... Y créame que
estoy encantado.
–¿De qué?
–Es algo muy complejo. Puedo equivocarme, pero creo haber observado
una visión más clara, un espíritu más critico, por decirlo así, una actividad
más razonada.
–Es verdad –dijo Zosimof entre dientes.
–No digas tonterías –replicó Rasumikhine–. El sentido de los negocios no
nos llueve del cielo, sino que sólo lo podemos adquirir mediante un difí-
cil aprendizaje. Y nosotros hace ya doscientos años que hemos perdido el
hábito de la actividad... De las ideas –continuó, dirigiéndose a Piotr Petro-
vitch– puede decirse que flotan aquí y allá. Tenemos cierto amor al bien,
aunque este amor sea, confesémoslo, un tanto infantil. También existe la
honradez, aunque desde hace algún tiempo estemos plagados de bandi-
dos. Pero actividad, ninguna en absoluto.
–No estoy de acuerdo con usted –dijo Lujine, visiblemente encantado–.
Cierto que algunos se entusiasman y cometen errores, pero debemos ser
indulgentes con ellos. Esos arrebatos y esas faltas demuestran el ardor con
que se lanzan al empeño, y también las dificultades, puramente materiales,
verdad es, con que tropiezan. Los resultados son modestos, pero no debe-
mos olvidar que los esfuerzos han empezado hace poco. Y no hablemos de
los medios que han podido utilizar. A mi juicio, no obstante, se han obteni-
do ya ciertos resultados. Se han difundido ideas nuevas que son excelentes;
obras desconocidas aún, pero de gran utilidad, sustituyen a las antiguas
producciones de tipo romántico y sentimental. La literatura cobra un ca-
rácter de madurez. Prejuicios verdaderamente perjudiciales han caído en el
ridículo, han muerto... En una palabra, hemos roto definitivamente con el
pasado, y esto, a mi juicio, constituye un éxito.
–Ha dado suelta a la lengua sólo para lucirse –gruñó inesperadamente Ras-
kolnikov.
–¿Cómo? –preguntó Lujine, que no había entendido.
Pero Raskolnikov no le contestó.
–Todo eso es exacto –se apresuró a decir Zosimof.
–¿Verdad? – exclamó Piotr Petrovitch dirigiendo al doctor una mirada ama-
ble. Después se volvió hacia Rasumikhine con un gesto de triunfo y superio-
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ridad (sólo faltaba que le llamase “joven”) y le dijo–: Convenga usted que
todo se ha perfeccionado, o, si se prefiere llamarlo así, que todo ha progre-
sado, por lo menos en los terrenos de las ciencias y la economía.
–Eso es un lugar común.
–No, no es un lugar común. Le voy a poner un ejemplo. Hasta ahora se
nos ha dicho: “Ama a tu prójimo.” Pues bien, si pongo este precepto en
práctica, ¿qué resultará? –Piotr Petrovitch hablaba precipitadamente–. Pues
resultará que dividiré mi capa en dos mitades, daré una mitad a mi prójimo
y los dos nos quedaremos medio desnudos. Un proverbio ruso dice que el
que persigue varias liebres a la vez no caza ninguna. La ciencia me orde-
na amar a mi propia persona más que a nada en el mundo, ya que aquí
abajo todo descansa en el interés personal. Si te amas a ti mismo, harás
buenos negocios y conservarás tu capa entera. La economía política añade
que cuanto más se elevan las fortunas privadas en una sociedad o, dicho
en otros términos, más capas enteras se ven, más sólida es su base y mejor
su organización. Por lo tanto, trabajando para mí solo, trabajo, en realidad,
para todo el mundo, pues contribuyo a que mi prójimo reciba algo más que
la mitad de mi capa, y no por un acto de generosidad individual y privada,
sino a consecuencia del progreso general. La idea no puede ser más senci-
lla. No creo que haga falta mucha inteligencia para comprenderla. Sin em-
bargo, ha necesitado mucho tiempo para abrirse camino entre los sueños y
las quimeras que la ahogaban.
–Perdóneme –le interrumpió Rasumikhine–. Yo pertenezco a la categoría
de los imbéciles. Dejemos ese asunto. Mi intención al dirigirle la palabra no
era despertar su locuacidad. Tengo los oídos tan llenos de toda esa pala-
brería que no ceso de escuchar desde hace tres años, de todas esas trivia-
lidades, de todos esos lugares comunes, que me sonroja no sólo hablar de
ello, sino también que se hable delante de mi. Usted se ha apresurado a
alardear ante nosotros de sus teorías, y no se lo censuro. Yo sólo deseaba
saber quién es usted, pues en estos últimos tiempos se han introducido en
los negocios públicos tantos intrigantes, y esos desaprensivos han ensucia-
do de tal modo cuanto ha pasado por sus manos, que han formado a su
alrededor un verdadero lodazal. Y no hablemos más de este asunto.
–Caballero –exclamó Lujine, herido en lo más vivo y adoptando una actitud
llena de dignidad–, ¿quiere usted decir con eso que también yo...?
–¡De ningún modo! ¿Cómo podría yo permitirme...? En fin, basta ya...
Y después de cortar así el diálogo, Rasumikhine se apresuró a reanudar con
Zosimof la conversación que había interrumpido la entrada de Piotr Petro-
vitch.
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pedirse, pero deseaba decir todavía algunas cosas profundas. Quería dejar
buen recuerdo en aquellos jóvenes. La vanidad podía en él más que la ra-
zón.
–Sí. ¿Ha oído usted hablar de ese crimen?
–¿Cómo no? Ha ocurrido en las cercanías de la casa donde me hospedo.
–¿Conoce usted los detalles?
–Los detalles, no, pero este asunto me interesa por la cuestión general que
plantea. Dejemos a un lado el aumento incesante de la criminalidad du-
rante los últimos cinco años en las clases bajas. No hablemos tampoco de la
sucesión ininterrumpida de incendios provocados y actos de pillaje. Lo que
me asombra es que la criminalidad crezca de modo parecido en las clases
superiores. Un día nos enteramos de que un ex estudiante ha asaltado el
coche de correos en la carretera. Otro, que hombres cuya posición los sitúa
en las altas esferas fabrican moneda falsa. En Moscú se descubre una banda
de falsificadores de billetes de la lotería, uno de cuyos jefes era un profesor
de historia universal. Además, se da muerte a un secretario de embajada
por una oscura cuestión de dinero... Si la vieja usurera ha sido asesinada por
un hombre de la clase media (los mujiks no tienen el hábito de empeñar
joyas), ¿cómo explicar este relajamiento moral en la clase más culta de nues-
tra ciudad?
–Los fenómenos económicos han producido transformaciones que... –
comenzó a decir Zosimof.
–¿Cómo explicarlo? –le interrumpió Rasumikhine–. Pues precisamente por
esa falta de actividad razonada.
–¿Qué quiere usted decir?
–¿Qué respondió ese profesor de historia universal cuando le interrogaron?
“Cada cual se enriquece a su modo. Yo también he querido enriquecerme
Lo más rápidamente posible.” No recuerdo las palabras que empleó, pero
sé que quiso decir “ganar dinero rápidamente y sin esfuerzo”. El hombre se
acostumbra a vivir sin esfuerzo, a andar por el camino llano, a que le pon-
gan la comida en la boca. Hoy cada uno se muestra como realmente es.
–Pero la moral, las leyes...
–¿Qué le sorprende? –preguntó repentinamente Raskolnikov–. Todo esto es
la aplicación de sus teorías.
–¿De mis teorías?
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Vi
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que costase. “Sí, cueste lo que cueste”, repetía con una energía desespera-
da, con una firmeza indómita.
Dejándose llevar de una arraigada costumbre, tomó maquinalmente el ca-
mino de sus paseos habituales y se dirigió a la plaza del Mercado Central. A
medio camino, ante la puerta de una tienda, en la calzada, vio a un joven
que ejecutaba en un pequeño órgano una melodía sentimental. Acompa-
ñaba a una jovencita de unos quince años, que estaba de pie junto a él,
en la acera, y que vestía como una damisela. Llevaba miriñaque, guantes,
mantilla y un sombrero de paja con una pluma de un rojo de fuego, todo
ello viejo y ajado. Estaba cantando una romanza con una voz cascada, pero
fuerte y agradable, con la esperanza de que le arrojaran desde la tienda
una moneda de dos kopeks. Raskolnikov se detuvo junto a los dos o tres
papanatas que formaban el público, escuchó un momento, sacó del bolsillo
una moneda de cinco kopeks y la puso en la mano de la muchacha. Ésta
interrumpió su nota más aguda y patética como si le hubiesen cortado la
voz.
–¡Basta! –gritó a su compañero. Y los dos se trasladaron a la tienda si-
guiente.
–¿Le gustan las canciones callejeras? –preguntó de súbito Raskolnikov a un
transeúnte de cierta edad que había escuchado a los músicos ambulantes y
tenía aspecto de paseante desocupado.
El desconocido le miró con un gesto de asombro.
–A mí –continuó Raskolnikov, que parecía hablar de cualquier cosa menos
de canciones– me gusta oír cantar al son del órgano en un atardecer otoñal,
frío, sombrío y húmedo, húmedo sobre todo; uno de esos atardeceres en
que todos los transeúntes tienen el rostro verdoso y triste, y especialmente
cuando cae una nieve aguda y vertical que el viento no desvía. ¿Compren-
de? A través de la nieve se percibe la luz de los faroles de gas...
–No sé..., no sé... Perdone –balbuceó el paseante, tan alarmado por las ex-
trañas palabras de Raskolnikov como por su aspecto. Y se apresuró a pasar
a la otra acera.
El joven continuó su camino y desembocó en la plaza del Mercado, precisa-
mente por el punto donde días atrás el matrimonio de comerciantes habla-
ba con Lisbeth. Pero la pareja no estaba. Raskolnikov se detuvo al reconocer
el lugar, miró en todas direcciones y se acercó a un joven que llevaba una
camisa roja y bostezaba a la puerta de un almacén de harina.
–En esa esquina montan su puesto un comerciante y su mujer, que tiene
aspecto de campesina, ¿verdad?
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Pero Raskolnikov, en voz baja como antes y sin hacer caso de las exclamacio-
nes de Zamiotof, siguió diciendo:
–Me refiero a esa vieja de la que hablaban ustedes en la comisaría, ¿se
acuerda?, cuando me desmayé... ¿Comprende usted ya?
–Pero ¿qué he de comprender? ¿Qué quiere usted decir? –preguntó Zamio-
tof, inquieto.
El semblante grave e inmóvil de Raskolnikov cambió de expresión repen-
tinamente, y el ex estudiante se echó a reír con la misma risa nerviosa e
incontenible que le había acometido momentos antes. De súbito le pareció
que volvía a vivir intensamente las escenas turbadoras del crimen... Estaba
detrás de la puerta con el hacha en la mano; el cerrojo se movía ruidosa-
mente; al otro lado de la puerta, dos hombres la sacudían, tratando de
forzarla y lanzando juramentos; y él se sentía dominado por el deseo de
insultarlos, de hacerles hablar, de mofarse de ellos, de echarse a reír, con
risa estrepitosa a grandes carcajadas...
–O está usted loco, o... –dijo Zamiotof.
Se detuvo ante la idea que de súbito le había asaltado.
–¿O qué...? Acabe, dígalo.
–No –replicó Zamiotof–. ¡Es tan absurdo...!
Los dos guardaron silencio. Raskolnikov, tras su repentino arrebato de hila-
ridad, quedó triste y pensativo. Se acodó en la mesa y apoyó la cabeza en
las manos. Parecía haberse olvidado de la presencia de Zamiotof. Hubo un
largo silencio.
–¿Por qué no se toma el té? –dijo Zamiotof–. Se va a enfriar.
–¿Qué...? ¿El té...? ¡Ah, sí!
Raskolnikov tomó un sorbo, se echó a la boca un trozo de pan, fijó la mirada
en Zamiotof y pareció ahuyentar sus preocupaciones. Su semblante recobró
la expresión burlona que tenía hacía un momento. Después, Raskolnikov
siguió tomándose el té.
–Actualmente, los crímenes se multiplican –dijo Zamiotof–. Hace poco leí
en las Noticias de Moscú que habían detenido en esta ciudad a una banda
de monederos falsos. Era una detestable organización que se dedicaba a
fabricar billetes de Banco.
–Ese asunto ya es viejo –repuso con toda calma Raskolnikov–. Hace ya más
de un mes que lo leí en la prensa. Así, ¿usted cree que esos falsificadores
son unos bandidos?
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–Mucho.
–Pues bien, he aquí cómo habría procedido yo.
Al decir esto, Raskolnikov acercó nuevamente su cara a la de Zamiotof y le
miró tan fijamente, que esta vez el secretario no pudo evitar un estremeci-
miento.
–He aquí cómo habría procedido yo. Habría cogido las joyas y el dinero y,
apenas hubiera dejado la casa, me habría dirigido a un lugar apartado,
cercado de muros y desierto; un solar o algo parecido. Ante todo, habría
buscado una piedra de gran tamaño, de unas cuarenta libras por lo menos,
una de esas piedras que, terminada la construcción de un edificio, suelen
quedar en algún rincón, junto a una pared. Habría levantado la piedra y
entonces habría quedado al descubierto un hoyo. En este hoyo habría de-
positado las joyas y el dinero; luego habría vuelto a poner la piedra en su
sitio y acercado un poco de tierra con el pie en torno alrededor. Luego me
habría marchado y habría estado un año, o dos, o tres, sin volver por allí...
¡Y ya podrían ustedes buscar al culpable!
–¡Está usted loco! –exclamó Zamiotof.
Lo había dicho también en voz baja y se había apartado de Raskolnikov. Éste
palideció horriblemente y sus ojos fulguraban. Su labio superior temblaba
convulsivamente. Se acercó a Zamiotof tanto como le fue posible y empezó
a mover los labios sin pronunciar palabra. Así estuvo treinta segundos. Se
daba perfecta cuenta de lo que hacía, pero no podía dominarse. La terrible
confesión temblaba en sus labios, como días atrás el cerrojo en la puerta, y
estaba a punto de escapársele.
–¿Y si yo fuera el asesino de la vieja y de Lisbeth? –preguntó, e inmediata-
mente volvió a la realidad.
Zamiotof le miró con ojos extraviados y se puso blanco como un lienzo.
Esbozó una sonrisa.
–¿Es posible? –preguntó en un imperceptible susurro.
Raskolnikov fijó en él una mirada venenosa.
–Confiese que se lo ha creído –dijo en un tono frío y burlón–. ¿Verdad que
sí? ¡Confiéselo!
–Nada de eso –replicó vivamente Zamiotof–. No lo creo en absoluto. Y aho-
ra menos que nunca.
–¡Ha caído usted, muchacho! ¡Ya le tengo! Usted no ha dejado de creerlo,
por poco que sea, puesto que dice que ahora lo cree moins que jamais.
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–Pues esto quiere decir que estoy harto de todos vosotros, que quiero estar
solo –repuso con toda calma Raskolnikov.
–¡Pero si apenas puedes tenerte en pie, tienes los labios blancos como la cal
y ni fuerzas te quedan para respirar! ¡Estúpido! ¿Qué haces en el Palacio de
Cristal? ¡Dímelo!
–Déjame en paz –dijo Raskolnikov, tratando de pasar por el lado de su
amigo.
Esta tentativa enfureció a Rasumikhine, que apresó por un hombro a Ras-
kolnikov.
–¿Que te deje después de lo que has hecho? No sé cómo te atreves a decir
una cosa así. ¿Sabes lo que voy a hacer? A cogerte debajo del brazo como
un paquete, llevarte a casa y encerrarte.
–Óyeme, Rasumikhine –empezó a decir Raskolnikov en voz baja y con per-
fecta calma–: ¿es que no te das cuenta de que tu protección me fastidia?
¿Qué interés tienes en sacrificarte por una persona a la que molestan tus
sacrificios e incluso se burla de ellos? Dime: ¿por qué viniste a buscarme
cuando me puse enfermo? ¡Pero si entonces la muerte habría sido una fe-
licidad para mí! ¿No lo he demostrado ya claramente que tu ayuda es para
mí un martirio, que ya estoy harto? No sé qué placer se puede sentir tortu-
rando a la gente. Y te aseguro que todo esto perjudica a mi curación, pues
estoy continuamente irritado. Hace poco, Zosimof se ha marchado para no
mortificarme. ¡Déjame tú también, por el amor de Dios! ¿Con qué derecho
pretendes retenerme a la fuerza? ¿No ves que ya he recobrado la razón por
completo? Te agradeceré que me digas cómo he de suplicarte, para que
me entiendas, que me dejes tranquilo, que no te sacrifiques por mí. ¡Dime
que soy un ingrato, un ser vil, pero déjame en paz, déjame, por el amor de
Dios!
Había pronunciado las primeras palabras en voz baja, feliz ante la idea del
veneno que iba a derramar sobre su amigo, pero acabó por expresarse con
una especie de delirante frenesí. Se ahogaba como en su reciente escena
con Lujine.
Rasumikhine estuvo un momento pensativo. Después soltó el brazo de su
amigo.
–¡Vete al diablo! –dijo con un gesto de preocupación.
Se había colmado su paciencia. Pero, apenas dio un paso Raskolnikov, le
llamó, en un arranque repentino.
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–Sí.
–¿De qué...? ¡Bueno, no me lo digas si no quieres! ¡Vete al diablo! Potchin-
kof, cuarenta y siete, Babuchkhine. ¡No lo olvides!
Raskolnikov llegó a la Sadovia, dobló la esquina y desapareció. Rasumikhine
le había seguido con la vista. Estaba pensativo. Al fin se encogió de hom-
bros y entró en el establecimiento. Ya en la escalera, se detuvo.
–¡Que se vaya al diablo! –murmuró–. Habla como un hombre cuerdo y, sin
embargo... Pero ¡qué imbécil soy! ¿Acaso los locos no suelen hablar como
personas sensatas?
Esto es lo que me parece que teme Zosimof –y se llevó el dedo a la sien– ¿Y
qué ocurrirá si...? No se le puede dejar solo. Es capaz de tirarse al río... He
hecho una tontería: no debí dejarlo.
Echó a correr en busca de Raskolnikov. Pero éste había desaparecido sin de-
jar rastro. Rasumikhine regresó al Palacio de Cristal para interrogar cuanto
antes a Zamiotof.
Raskolnikov se había dirigido al puente de... Se internó en él, se acodó en
el pretil y su mirada se perdió en la lejanía. Estaba tan débil, que le había
costado gran trabajo llegar hasta allí. Sentía vivos deseos de sentarse o de
tenderse en medio de la calle. Inclinado sobre el pretil, miraba distraído
los reflejos sonrosados del sol poniente, las hileras de casas oscurecidas por
las sombras crepusculares y a la orilla izquierda del río, el tragaluz de una
lejana buhardilla, incendiado por un último rayo de sol. Luego fijó la vista
en las aguas negras del canal y quedó absorto, en atenta contemplación.
De pronto, una serie de círculos rojos empezaron a danzar ante sus ojos;
las casas, los transeúntes, los malecones, empezaron también a danzar y
girar. De súbito se estremeció. Una figura insólita, horrible, que acababa de
aparecer ante él, le impresionó de tal modo, que no llegó a desvanecerse.
Había notado que alguien acababa de detenerse cerca de él, a su derecha.
Se volvió y vio una mujer con un pañuelo en la cabeza. Su rostro, amarillen-
to y alargado, aparecía hinchado por la embriaguez. Sus hundidos ojos le
miraron fijamente, pero, sin duda, no le vieron, porque no veían nada ni a
nadie. De improviso, puso en el pretil el brazo derecho, levantó la pierna
del mismo lado, saltó la baranda y se arrojó al canal.
El agua sucia se agitó y cubrió el cuerpo de la suicida, pero sólo momen-
táneamente, pues en seguida reapareció y empezó a deslizarse al suave
impulso de la corriente. Su cabeza y sus piernas estaban sumergidas: única-
mente su espalda permanecía a flote, con la blusa hinchada sobre ella como
una almohada.
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“Desde luego, esto es una solución –se decía, mientras avanzaba lenta-
mente por la calzada que bordeaba el canal–. Sí, terminaré porque quiero
terminar... Pero ¿es esto, realmente, una solución...? El espacio justo para
poner los pies... ¡Vaya un final! Además, ¿se puede decir que esto sea un
verdadero final...? ¿Debo contarlo todo o no...? ¡Demonio, qué rendido es-
toy! ¡Si pudiese sentarme o echarme aquí mismo...! Pero ¡qué vergüenza
hacer una cosa así! ¡Se le ocurre a uno cada estupidez...!”
Para dirigirse a la comisaría tenía que avanzar derechamente y doblar a
la izquierda por la segunda travesía. Inmediatamente encontraría lo que
buscaba. Pero, al llegar a la primera esquina, se detuvo, reflexionó un mo-
mento y se internó en la callejuela. Luego recorrió dos calles más, sin rumbo
fijo, con el deseo inconsciente de ganar unos minutos. Iba con la mirada
fija en el suelo. De súbito experimentó la misma sensación que si alguien
le hubiera murmurado unas palabras al oído. Levantó la cabeza y advirtió
que estaba a la puerta de “aquella” casa, la casa a la que no había vuelto
desde “aquella” tarde.
Un deseo enigmático e irresistible se apoderó de él. Raskolnikov cruzó la
entrada y se creyó obligado a subir al cuarto piso del primer cuerpo de
edificio, situado a la derecha. La escalera era estrecha, empinada y oscura.
Raskolnikov se detenía en todos los rellanos y miraba con curiosidad a su
alrededor. Al llegar al primero, vio que en la ventana faltaba un cristal. “En-
tonces estaba”, se dijo. Y poco después: “Éste es el departamento del se-
gundo donde trabajaban Nikolachka y Mitri. Ahora está cerrado y la puerta
pintada. Sin duda ya está habitado.” Luego el tercer piso, y en seguida el
cuarto... “¡Éste es!” Raskolnikov tuvo un gesto de estupor: la puerta del
piso estaba abierta y en el interior había gente, pues se oían voces. Esto
era lo que menos esperaba. El joven vaciló un momento; después subió los
últimos escalones y entró en el piso.
Lo estaban remozando, como habían hecho con el segundo. En él había
dos empapeladores trabajando, cosa que le sorprendió sobremanera. No
podría explicar el motivo, pero se había imaginado que encontraría el piso
como lo dejó aquella tarde. Incluso esperaba, aunque de un modo impre-
ciso, encontrar los cadáveres en el entarimado. Pero, en vez de esto, veía
paredes desnudas, habitaciones vacías y sin muebles... Cruzó la habitación
y se sentó en la ventana.
Los dos obreros eran jóvenes, pero uno mayor que el otro. Estaban pegando
en las paredes papeles nuevos, blancos y con florecillas de color malva, para
sustituir al empapelado anterior, sucio, amarillento y lleno de desgarrones.
Esto desagradó profundamente a Raskolnikov. Miraba los nuevos papeles
con gesto hostil: era evidente que aquellos cambios le contrariaban. Al pa-
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–El que nosotros estamos empapelando. Ha dicho que por qué han lavado
la sangre, que allí se ha cometido un crimen y que él ha venido para alquilar
una habitación. Casi rompe el cordón de la campanilla a fuerza de tirones.
Después ha dicho: “Vamos a la comisaría; allí lo contaré todo.” Y ha bajado
con nosotros.
El portero miró atentamente a Raskolnikov. En sus ojos había una mezcla
de curiosidad y recelo.
–Bueno, pero ¿quién es usted?
–Soy Rodion Romanovitch Raskolnikov, ex estudiante, y vivo en la calle veci-
na, edificio Schill, departamento catorce. Pregunta al portero: me conoce.
Raskolnikov hablaba con indiferencia y estaba pensativo. Miraba obstina-
damente la oscura calle, y ni una sola vez dirigió la vista a su interlocutor.
–Diga: ¿para qué ha subido al piso?
–Quería verlo.
–Pero si en él no hay nada que ver...
–Lo más prudente sería llevarlo a la comisaría –dijo de pronto el burgués.
Raskolnikov le miró por encima del hombro, lo observó atentamente y dijo,
sin perder la calma ni salir de su indiferencia:
–Vamos.
–Sí, hay que llevarlo –insistió el burgués con vehemencia–. ¿A qué ha ido
allá arriba? No cabe duda de que tiene algún peso en la conciencia.
–A lo mejor dice esas cosas porque está bebido –dijo el empapelador en
voz baja.
–Pero ¿qué quiere usted? –exclamó de nuevo el portero, que empezaba a
enfadarse de verdad–. ¿Con qué derecho viene usted a molestarnos?
–¿Es que tienes miedo de ir a la comisaría? –le preguntó Raskolnikov en son
de burla.
–Es un vagabundo –opinó la mujer.
–¿Para qué discutir? –dijo el otro portero, un corpulento mujik que llevaba
la blusa desabrochada y un manojo de llaves pendiente de la cintura–. ¡Ha-
la, fuera de aquí...! Desde luego, es un vagabundo... ¿Has oído? ¡Largo!
Y cogiendo a Raskolnikov por un hombro, lo echó a la calle.
Raskolnikov se tambaleó, pero no llegó a caer. Cuando hubo recobrado el
equilibrio, los miró a todos en silencio y continuó su camino.
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Vii
En medio de la calle había una elegante calesa con un tronco de dos vivos
caballos grises de pura sangre. El carruaje estaba vacío. Incluso el cochero
había dejado el pescante y estaba en pie junto al coche, sujetando a los ca-
ballos por el freno. Una nutrida multitud se apiñaba alrededor del vehículo,
contenida por agentes de la policía. Uno de éstos tenía en la mano una lin-
terna encendida y dirigía la luz hacia abajo para iluminar algo que había en
el suelo, ante las ruedas. Todos hablaban a la vez. Se oían suspiros y fuertes
voces. El cochero, aturdido, no cesaba de repetir:
–¡Qué desgracia, Señor, qué desgracia!
Raskolnikov se abrió paso entre la gente, y entonces pudo ver lo que provo-
caba tanto alboroto y curiosidad. En la calzada yacía un hombre ensangren-
tado y sin conocimiento. Acababa de ser arrollado por los caballos. Aunque
iba miserablemente vestido, llevaba ropas de burgués. La sangre fluía de su
cabeza y de su rostro, que estaba hinchado y lleno de morados y heridas.
Evidentemente, el accidente era grave.
–¡Señor! –se lamentaba el cochero–. ¡Bien sabe Dios que no he podido
evitarlo! Si hubiese ido demasiado de prisa..., si no hubiese gritado... Pero
iba poco a poco, a una marcha regular: todo el mundo lo ha visto. Y es que
un hombre borracho no ve nada: esto lo sabemos todos. Lo veo cruzar la
calle vacilando. Parece que va a caer. Le grito una vez, dos veces, tres ve-
ces. Después retengo los caballos, y él viene a caer precisamente bajo las
herraduras. ¿Lo ha hecho expresamente o estaba borracho de verdad? Los
caballos son jóvenes, espantadizos, y han echado a correr. Él ha empezado
a gritar, y ellos se han lanzado a una carrera aún más desenfrenada. Así ha
ocurrido la desgracia.
–Es verdad que el cochero ha gritado más de una vez y muy fuerte –dijo
una voz.
–Tres veces exactamente –dijo otro–. Todo el mundo le ha oído.
Por otra parte, el cochero no parecía muy preocupado por las consecuencias
del accidente. El elegante coche pertenecía sin duda a un señor importante
y rico que debía de estar esperándolo en alguna parte. Esta circunstancia
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toser y viendo que el vestíbulo estaba lleno de gente y que varias personas
entraban en la habitación, transportando una especie de fardo–. ¿Qué es
eso, Señor? ¿Qué traen ahí?
–¿Dónde lo ponemos? –preguntó el agente, dirigiendo una mirada en tor-
no de él, cuando introdujeron en la pieza a Marmeladov, ensangrentado e
inanimado.
–En el diván; ponedlo en el diván –dijo Raskolnikov–. Aquí. La cabeza a este
lado.
–¡Él ha tenido la culpa! ¡Estaba borracho! –gritó una voz entre la multitud.
Catalina Ivanovna estaba pálida como una muerta y respiraba con dificul-
tad. La diminuta Lidotchka lanzó un grito, se arrojó en brazos de Polenka y
se apretó contra ella con un temblor convulsivo.
Después de haber acostado a Marmeladov, Raskolnikov corrió hacia Catali-
na Ivanovna.
–¡Por el amor de Dios, cálmese! –dijo con vehemencia–. ¡No se asuste! Atra-
vesaba la calle y un coche le ha atropellado. No se inquiete; pronto volverá
en sí. Lo han traído aquí porque lo he dicho yo. Yo estuve ya una vez en esta
casa, ¿recuerda? ¡Volverá en sí! ¡Yo lo pagaré todo!
¡Esto tenía que pasar! –exclamó Catalina Ivanovna, desesperada y abalan-
zándose sobre su marido.
Raskolnikov se dio cuenta en seguida de que aquella mujer no era de las
que se desmayan por cualquier cosa. En un abrir y cerrar de ojos apareció
una almohada debajo de la cabeza de la víctima, detalle en el que nadie
había pensado. Catalina Ivanovna empezó a quitar ropa a su marido y a
examinar las heridas. Sus manos se movían presurosas, pero conservaba la
serenidad y se había olvidado de sí misma. Se mordía los trémulos labios
para contener los gritos que pugnaban por salir de su boca.
Entre tanto, Raskolnikov envió en busca de un médico. Le habían dicho que
vivía uno en la casa de al lado.
–He enviado a buscar un médico –dijo a Catalina Ivanovna–. No se inquiete
usted; yo lo pago. ¿No tiene agua? Déme también una servilleta, una toalla,
cualquier cosa, pero pronto. Nosotros no podemos juzgar hasta qué extre-
mo son graves las heridas... Está herido, pero no muerto; se lo aseguro... Ya
veremos qué dice el doctor.
Catalina Ivanovna corrió hacia la ventana. Allí había una silla desvencijada
y, sobre ella, una cubeta de barro llena de agua. La había preparado para
lavar por la noche la ropa interior de su marido y de sus hijos. Este trabajo
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nocturno lo hacía Catalina Ivanovna dos veces por semana cuando menos,
e incluso con más frecuencia, pues la familia había llegado a tal grado de
miseria, que ninguno de sus miembros tenía más de una muda. Y es que
Catalina Ivanovna no podía sufrir la suciedad y, antes que verla en su casa,
prefería trabajar hasta más allá del límite de sus fuerzas. Lavaba mientras
todo el mundo dormía. Así podía tender la ropa y entregarla seca y limpia
a la mañana siguiente a su esposo y a sus hijos.
Levantó la cubeta para llevársela a Raskolnikov, pero las fuerzas le fallaron
y poco faltó para que cayera. Entre tanto, Raskolnikov había encontrado un
trapo y, después de sumergirlo en el agua de la cubeta, lavó la ensangren-
tada cara de Marmeladov. Catalina Ivanovna permanecía de pie a su lado,
respirando con dificultad. Se oprimía el pecho con las crispadas manos.
También ella tenía gran necesidad de cuidarse. Raskolnikov empezaba a
decirse que tal vez había sido un error llevar al herido a su casa.
–Polia –exclamó Catalina Ivanovna–, corre a casa de Sonia y dile que a su
padre le ha atropellado un coche y que venga en seguida. Si no estuviese
en casa, dejas el recado a los Kapernaumof para que se lo den tan pronto
como llegue. Anda, ve. Toma; ponte este pañuelo en la cabeza.
Entre tanto, la habitación se había ido llenando de curiosos de tal modo,
que ya no cabía en ella ni un alfiler. Los agentes se habían marchado. Sólo
había quedado uno que trataba de hacer retroceder al público hasta el re-
llano de la escalera. Pero, al mismo tiempo, los inquilinos de la señora Lipe-
vechsel habían dejado sus habitaciones para aglomerarse en el umbral de la
puerta interior y, al fin, irrumpieron en masa en la habitación del herido.
Catalina Ivanovna se enfureció.
–¿Es que ni siquiera podéis dejar morir en paz a una persona? –gritó a la
muchedumbre de curiosos–. Esto es para vosotros un espectáculo, ¿verdad?
¡Y venís con el cigarrillo en la boca! –exclamó mientras empezaba a toser–.
Sólo os falta haber venido con el sombrero puesto... ¡Allí veo uno que lo
lleva! ¡Respetad la muerte! ¡Es lo menos que podéis hacer!
La tos ahogó sus palabras, pero lo que ya había dicho produjo su efecto.
Por lo visto, los habitantes de la casa la temían. Los vecinos se marcharon
uno tras otro con ese extraño sentimiento de íntima satisfacción que ni
siquiera el hombre más compasivo puede menos de experimentar ante la
desgracia ajena, incluso cuando la víctima es un amigo estimado.
Una vez habían salido todos, se oyó decir a uno de ellos, tras la puerta ya
cerrada, que para estos casos estaban los hospitales y que no había derecho
a turbar la tranquilidad de una casa.
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–Es un pecado hablar así, señora, un gran pecado –dijo el pope sacudiendo
la cabeza.
–¿Y esto no es un pecado? –exclamó Catalina Ivanovna, señalando al ago-
nizante.
–Acaso los que involuntariamente han causado su muerte ofrezcan a usted
una indemnización, para reparar, cuando menos, los perjuicios materiales
que le han ocasionado al privarla de su sostén.
–¡No me comprende usted! –exclamó Catalina Ivanovna con una mezcla de
irritación y desaliento–. ¿Por qué me han de indemnizar? Ha sido él el que,
en su inconsciencia de borracho, se ha arrojado bajo las patas de los caba-
llos. Por otra parte, ¿de qué sostén habla usted? Él no era un sostén para
nosotros, sino una tortura. Se lo bebía todo. Se llevaba el dinero de la casa
para malgastarlo en la taberna. Se bebía nuestra sangre. Su muerte ha sido
para nosotros una ventura, una economía.
–Hay que perdonar al que muere. Esos sentimientos son un pecado, señora,
un gran pecado.
Mientras hablaba con el pope, Catalina Ivanovna no cesaba de atender a
su marido. Le enjugaba el sudor y la sangre que manaban de su cabeza, le
arreglaba las almohadas, le daba de beber, todo ello sin dirigir ni una mira-
da a su interlocutor. La última frase del sacerdote la llenó de ira.
–Padre, eso son palabras y nada más que palabras... ¡Perdonar...! Si no le
hubiesen atropellado, esta noche habría vuelto borracho, llevando sobre
su cuerpo la única camisa que tiene, esa camisa vieja y sucia, y se habría
echado en la cama bonitamente para roncar, mientras yo habría tenido que
estar trajinando toda la noche. Habría tenido que lavar sus harapos y los
de los niños; después, ponerlos a secar en la ventana, y, finalmente, apenas
apuntara el día, los habría tenido que remendar. ¡Así habría pasado yo la
noche! No, no quiero oír hablar de perdón... Además, ya le he perdonado.
Un violento ataque de tos le impidió continuar. Escupió en su pañuelo y se
lo mostró al sacerdote con una mano mientras con la otra se apretaba el
pecho convulsivamente. El pañuelo estaba manchado de sangre.
EL sacerdote bajó la cabeza y nada dijo.
Marmeladov agonizaba. No apartaba los ojos de Catalina Ivanovna, que se
había inclinado nuevamente sobre él. El moribundo quería decir algo a su
esposa y movía la lengua, pero de su boca no salían sino sonidos inarticula-
dos. Catalina Ivanovna, comprendiendo que quería pedirle perdón, le gritó
con acento imperioso:
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Nikodim Fomitch, que había sido informado del accidente y había decidido
realizar personalmente las diligencias de rigor. No se habían visto desde la
visita de Raskolnikov a la comisaría, pero Nikodim Fomitch lo reconoció al
punto.
–¿Usted aquí?–exclamó.
–Sí –repuso Raskolnikov–. Han venido un médico y un sacerdote. No le ha
faltado nada. No moleste demasiado a la pobre viuda: está enferma del
pecho. Reconfórtela si le es posible... Usted tiene buenos sentimientos, no
me cabe duda –y, al decir esto, le miraba irónicamente.
–Va usted manchado de sangre –dijo Nikodim Fomitch, al ver, a la luz del
mechero de gas, varias manchas frescas en el chaleco de Raskolnikov.
–Sí, la sangre ha corrido sobre mí. Todo mi cuerpo está cubierto de sangre.
Dijo esto con un aire un tanto extraño. Después sonrió, saludó y empezó a
bajar la escalera.
Iba lentamente, sin apresurarse, inconsciente de la fiebre que le abrasaba,
poseído de una única e infinita sensación de nueva y potente vida que fluía
por todo su ser. Aquella sensación sólo podía compararse con la que expe-
rimenta un condenado a muerte que recibe de pronto el indulto.
Al llegar a la mitad de la escalera fue alcanzado por el pope, que iba a
entrar en su casa. Raskolnikov se apartó para dejarlo pasar. Cambiaron un
saludo en silencio. Cuando llegaba a los últimos escalones, Raskolnikov oyó
unos pasos apresurados a sus espaldas. Alguien trataba de darle alcance.
Era Polenka. La niña corría tras él y le gritaba:
–¡Oiga, oiga!
Raskolnikov se volvió. Polenka siguió bajando y se detuvo cuando sólo la
separaba de él un escalón. Un rayo de luz mortecina llegaba del patio. Ras-
kolnikov observó la escuálida pero linda carita que le sonreía y le miraba
con alegría infantil. Era evidente que cumplía encantada la comisión que le
habían encomendado.
–Escuche: ¿cómo se llama usted...? ¡Ah!, ¿y dónde vive? –preguntó precipi-
tadamente, con voz entrecortada.
Él apoyó sus manos en los hombros de la niña y la miró con una expresión
de felicidad. Ni él mismo sabía por qué se sentía tan profundamente com-
placido al contemplar a Polenka así.
–¿Quién te ha enviado?
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–¿Sabes lo que me ha dicho Zosimof en voz baja ahora mismo, cuando salía-
mos? –murmuró Rasumikhine apenas estuvieron en la calle–. No te lo diré
todo, querido: son cosas de imbéciles... Pues Zosimof me ha dicho que char-
lase contigo por el camino y te tirase de la lengua para después contárselo
a él todo. Cree que tú... que tú estás loco, o que te falta poco para estarlo.
¿Te has fijado? En primer lugar, tú eres tres veces más inteligente que él;
en segundo, como no estás loco, puedes burlarte de esta idea disparatada,
y, finalmente, ese fardo de carne especializado en cirugía está obsesionad
desde hace algún tiempo por las enfermedades mentales. Pero algo le ha
hecho cambiar radicalmente el juicio que había formado sobre ti, y es la
conversación que has tenido con Zamiotof.
–Por lo visto, Zamiotof te lo ha contado todo.
–Todo. Y ha hecho bien. Esto me ha aclarado muchas cosas. Y a Zamiotof
también... Sí, Rodia..., el caso es... Hay que reconocer que estoy un poco
chispa..., ¡pero no importa...! El caso es que... Tenían cierta sospecha, ¿com-
prendes...?, y ninguno de ellos se atrevía a expresarla, ¿comprendes...?,
porque era demasiado absurda... Y cuando han detenido a ese pintor de
paredes, todo se ha disipado definitivamente. ¿Por qué serán tan estúpi-
dos...? Por poco le pego a Zamiotof aquel día... Pero que quede esto entre
nosotros, querido; no dejes ni siquiera entrever que sabes nada del inciden-
te. He observado que es muy susceptible. La cosa ocurrió en casa de Luisa...
Pero hoy..., hoy todo está aclarado. El principal responsable de este absur-
do fue Ilia Petrovitch, que no hacía más que hablar de tu desmayo en la
comisaría. Pero ahora está avergonzado de su suposición, pues yo sé que...
Raskolnikov escuchaba con avidez. Rasumikhine hablaba más de lo pruden-
te bajo la influencia del alcohol.
–Yo me desmayé –dijo Raskolnikov– porque no pude resistir el calor as-
fixiante que hacía allí, ni el olor a pintura.
–No hace falta buscar explicaciones. ¡Qué importa el olor a pintura! Tú
llevabas enfermo todo un mes; Zosimof así lo afirma... ¡Ah! No puedes ima-
ginarte la confusión de ese bobo de Zamiotof. Yo no valgo –ha dicho– ni el
dedo meñique de ese hombre.” Es decir, del tuyo. Ya sabes, querido, que él
da a veces pruebas de buenos sentimientos. La lección que ha recibido hoy
en el Palacio de Cristal ha sido el colmo de la maestría. Tú has empezado por
atemorizarlo, pero atemorizarlo hasta producirle escalofríos. Le has llevado
casi a admitir de nuevo esa monstruosa estupidez, y luego, de pronto, le
has sacado la lengua... Ha sido perfecto. Ahora se siente apabullado, pulve-
rizado. Eres un maestro, palabra, y ellos han recibido lo que merecen. ¡Qué
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–No, Rodia; pero ya sabe que hemos llegado. Ya nos hemos enterado de
que Piotr Petrovitch ha tenido la atención de venir a verte hoy –dijo con
cierta cortedad Pulqueria Alejandrovna.
–Sí, ha sido muy amable... Oye, Dunia, he dicho a ese hombre que lo iba a
tirar por la escalera y lo he mandado al diablo.
–¡Oh Rodia! ¿Por qué has hecho eso? Seguramente tú... No creerás que...
–balbuceó Pulqueria Alejandrovna, aterrada.
Pero una mirada dirigida a Dunia le hizo comprender que no debía conti-
nuar. Avdotia Romanovna miraba fijamente a su hermano y esperaba sus
explicaciones. Las dos mujeres estaban enteradas del incidente por Nasta-
sia, que lo había contado a su modo, y se hallaban sumidas en una amarga
perplejidad.
–Dunia –dijo Raskolnikov, haciendo un gran esfuerzo–, no quiero que se lle-
ve a cabo ese matrimonio. Debes romper mañana mismo con Lujine y que
no vuelva a hablarse de él.
–¡Dios mío! –exclamó Pulqueria Alejandrovna.
–Piensa lo que dices, Rodia; =replicó Avdotia Romanovna, con una cólera
que consiguió ahogar en seguida–. Sin duda, tu estado no lo permite... Es-
tás fatigado –terminó con acento cariñoso.
–¿Crees que deliro? No: tú te quieres casar con Lujine por mí. Y yo no acepto
tu sacrificio. Por lo tanto, escríbele una carta diciéndole que rompes con él.
Dámela a leer mañana, y asunto concluido.
–Yo no puedo hacer eso –replicó la joven, ofendida–. ¿Con qué derecho...?
–Tú también pierdes la calma, Dunetchka –dijo la madre, aterrada y tratan-
do de hacer callar a su hija–. Mañana hablaremos. Ahora lo que debemos
hacer es marcharnos.
–No estaba en su juicio –exclamó Rasumikhine con una voz que denunciaba
su embriaguez–. De lo contrario, no se habría atrevido a hacer una cosa así.
Mañana habrá recobrado la razón. Pero hoy lo ha echado de aquí. El otro,
como es natural, se ha indignado... Estaba aquí discurseando y exhibiendo
su sabiduría y se ha marchado con el rabo entre piernas.
–O sea ¿que es verdad? –dijo Dunia, afligida–. Vamos, mamá... Buenas no-
ches, Rodia.
–No olvides lo que te he dicho, Dunia –dijo Raskolnikov reuniendo sus últi-
mas fuerzas–. Yo no deliro. Ese matrimonio es una villanía. Yo puedo ser un
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infame, pero tú no debes serlo. Basta con que haya uno. Pero, por infame
que yo sea, renegaría de ti. O Lujine o yo... Ya os podéis marchar.
–O estás loco o eres un déspota –gruñó Rasumikhine.
Raskolnikov no le contestó, acaso porque ya no le quedaban fuerzas.
Se había echado en el diván y se había vuelto de cara a la pared, completa-
mente extenuado. Avdotia Romanovna miró atentamente a Rasumikhine.
Sus negros ojos centellearon, y Rasumikhine se estremeció bajo aquella mi-
rada. Pulqueria Alejandrovna estaba perpleja.
–No puedo marcharme –murmuró a Rasumikhine, desesperada–. Me que-
daré aquí, en cualquier rincón. Acompañe a Dunia.
–Con eso no hará sino empeorar las cosas –respondió Rasumikhine, también
en voz baja y fuera de sí–. Salgamos a la escalera. Nastasia, alúmbranos.
Le juro –continuó a media voz cuando hubieron salido– que ha estado a
punto de pegarnos al doctor y a mí. ¿Comprende usted? ¡Incluso al doctor!
Éste ha cedido por no irritarle, y se ha marchado. Yo me he ido al piso de
abajo, a fin de vigilarle desde allí. Pero él ha procedido con gran habilidad
y ha logrado salir sin que yo le viese. Y si ahora se empeña usted en seguir
irritándole, se irá igualmente, o intentará suicidarse.
–¡Oh! ¿Qué dice usted?
–Por otra parte, Avdotia Romanovna no puede permanecer sola en ese
fonducho donde se hospedan ustedes. Piense que están en uno de los lu-
gares más bajos de la ciudad. Ese bribón de Piotr Petrovitch podía haberles
buscado un alojamiento más conveniente... ¡Ah! Estoy un poco achispado,
¿sabe? Por eso empleo palabras demasiado... expresivas. No haga usted
demasiado caso.
–Iré a ver a la patrona –dijo Pulqueria Alejandrovna– y le suplicaré que nos
dé a Dunia y a mí un rincón cualquiera para pasar la noche. No puedo de-
jarlo así, no puedo.
Hablaban en el rellano, ante la misma puerta de la patrona. Nastasia per-
manecía en el último escalón, con una luz en la mano. Rasumikhine daba
muestras de gran agitación. Media hora antes, cuando acompañaba a Ras-
kolnikov, estaba muy hablador (se daba perfecta cuenta de ello), pero fres-
co y despejado, a pesar de lo mucho que había bebido. Ahora sentía una
especie de exaltación: el vino ingerido parecía actuar de nuevo en él, y con
redoblado efecto. Había cogido a las dos mujeres de la mano y les hablaba
con una vehemencia y una desenvoltura extraordinarias. Casi a cada pala-
bra, sin duda para mostrarse más convincente, les apretaba la mano hasta
hacerles daño, y devoraba a Avdotia Romanovna con los ojos del modo más
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impúdico. A veces, sin poder soportar el dolor, las dos mujeres libraban sus
dedos de la presión de las enormes y huesudas manos; pero él no se daba
cuenta y seguía martirizándolas con sus apretones. Si en aquel momento
ellas le hubieran pedido que se arrojara de cabeza por la escalera, él lo ha-
bría hecho sin discutir ni vacilar. Pulqueria Alejandrovna no dejaba de ad-
vertir que Rasumikhine era un hombre algo extravagante y que le apretaba
demasiado enérgicamente la mano, pero la actitud y el estado de su hijo la
tenían tan trastornada, que no quería prestar atención a los extraños mo-
dales de aquel joven que había sido para ella la Providencia en persona.
Avdotia Romanovna, aun compartiendo las inquietudes de su madre res-
pecto a Rodia, y aunque no fuera de temperamento asustadizo, estaba
sorprendida e incluso atemorizada al ver fijarse en ella las miradas ardoro-
sas del amigo de su hermano, y sólo la confianza sin límites que le habían
infundido los relatos de Nastasia acerca de aquel joven le permitía resistir a
la tentación de huir arrastrando con ella a su madre.
Además, comprendía que no podían hacer tal cosa en aquellas circunstan-
cias. Y, por otra parte, su intranquilidad desapareció al cabo de diez mi-
nutos. Rasumikhine, fuera cual fuere el estado en que se encontrase, se
manifestaba tal cual era desde el primer momento, de modo que quien lo
trataba sabía en el acto a qué atenerse.
–De ningún modo deben ustedes ir a ver a la patrona – exclamó Rasumikhi-
ne dirigiéndose a Pulqueria Alejandrovna–. Lo que usted pretende es un
disparate. Por muy madre de él que usted sea, lo exasperaría quedándose
aquí, y sabe Dios las consecuencias que eso podría tener. Escuchen; he aquí
lo que he pensado hacer: Nastasia se quedará con él un momento, mientras
yo las llevo a ustedes a su casa, pues dos mujeres no pueden atravesar solas
las calles de Petersburgo... En seguida, en una carrera, volveré aquí, y un
cuarto de hora después les doy mi palabra de honor más sagrada de que
iré a informarlas de cómo va la cosa, de si duerme, de cómo está, etcétera...
Luego, óiganme bien, iré en un abrir y cerrar de ojos de la casa de ustedes
a la mía, donde he dejado algunos invitados, todos borrachos, por cierto.
Entonces cojo a Zosimof, que es el doctor que asiste a Rodia y que ahora
está en mi casa... Pero él no está bebido. Nunca está bebido. Lo traeré a ver
a Rodia, y de aquí lo llevaré inmediatamente a casa de ustedes. Así, ustedes
recibirán noticias dos veces en el espacio de una hora: primero noticias mías
y después noticias del doctor en persona. ¡Del doctor! ¿Qué más pueden
pedir? Si la cosa va mal, yo les juro que voy a buscarlas y las traigo aquí; si
la cosa va bien, ustedes se acuestan y ¡a dormir se ha dicho...! Yo pasaré la
noche aquí, en el vestíbulo. Él no se enterará. Y haré que Zosimof se quede
a dormir en casa de la patrona: así lo tendremos a mano... Porque, dígan-
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mos un día a la verdad, porque vamos por el buen camino. En cambio, Piotr
Petrovitch..., en fin, su camino es diferente. Hace un momento he insultado
a mis amigos, pero los aprecio. Los aprecio a todos, incluso a Zamiotof. No
es que sienta por él un gran cariño, pero sí cierto afecto: es una criatura. Y
también aprecio a esa mole de Zosimof, pues es honrado y conoce su ofi-
cio... En fin, basta de esta cuestión. El caso es que allí todo se dice y todo
se perdona. ¿Estoy yo también perdonado aquí? ¿Sí? Pues adelante... Este
pasillo lo conozco yo. He estado aquí otras veces. Allí, en el número tres,
hubo un día un escándalo. ¿Dónde se alojan ustedes? ¿En el número ocho?
Pues cierren bien la puerta y no abran a nadie... Volveré dentro de un cuar-
to de hora con noticias, y dentro de media hora con Zosimof. Bueno, me
voy. Buenas noches.
–Dios mío, ¿adónde hemos venido a parar? –preguntó, ya en la habitación,
Pulqueria Alejandrovna a su hija.
–Tranquilízate, mamá –repuso Dunia, quitándose el sombrero y la manti-
lla–. Dios nos ha enviado a este hombre, aunque lo haya sacado de una
orgía. Se puede confiar en él, te lo aseguro. Además, ¡ha hecho ya tanto
por mi hermano!
–¡Ay, Dunetchka! Sabe Dios si volverá. No sé cómo he podido dejar a Ro-
dia... Nunca habría creído que lo encontraría en tal estado. Cualquiera diría
que no se ha alegrado de vernos.
Las lágrimas llenaban sus ojos.
–Eso no, mamá. No has podido verlo bien, porque no hacías más que llorar.
Lo que ocurre es que está agotado por una grave enfermedad. Eso explica
su conducta.
–¡Esa enfermedad, Dios mío...! ¿Cómo terminará todo esto...? Y ¡en qué
tono te ha hablado!
Al decir esto, la madre buscaba tímidamente la mirada de su hija, deseosa
de leer en su pensamiento. Sin embargo, la tranquilizaba la idea de que Du-
nia defendía a su hermano, lo que demostraba que te había perdonado.
–Estoy segura de que mañana será otro –añadió para ver qué contestaba
su hija.
–Pues a mí no me cabe duda –afirmó Dunia– de que mañana pensará lo
mismo que hoy.
Pulqueria Alejandrovna renunció a continuar el diálogo: la cuestión le pa-
recía demasiado delicada.
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entre paréntesis que no hay otro medio de conservarse hermosa hasta una
edad avanzada. Su cabello empezaba a encanecer y a aclararse; hacía tiem-
po que sus ojos estaban cercados de arrugas; sus mejillas se habían hundido
a causa de los desvelos y los sufrimientos, pero esto no empañaba la belleza
extraordinaria de aquella fisonomía. Su rostro era una copia del de Dunia,
sólo que con veinte años más y sin el rasgo del labio inferior saliente. Pul-
queria Alejandrovna tenía un corazón tierno, pero su sensibilidad no era en
modo alguno sensiblería. Tímida por naturaleza, se sentía inclinada a ceder,
pero hasta cierto punto: podía admitir muchas cosas opuestas a sus convic-
ciones, mas había un punto de honor y de principios en los que ninguna
circunstancia podía impulsarla a transigir.
Veinte minutos después de haberse marchado Rasumikhine se oyeron en
la puerta dos discretos y rápidos golpes. Era el estudiante, que estaba de
vuelta.
–No entro, pues el tiempo apremia –dijo apresuradamente cuando le abrie-
ron–. Duerme a pierna suelta y con perfecta tranquilidad. Quiera Dios que
su sueño dure diez horas. Nastasia está a su lado y le he ordenado que no
lo deje hasta que yo vuelva. Ahora voy por Zosimof para que le eche un
vistazo. Luego vendrá a informarlas y ustedes podrán acostarse, cosa que
buena falta les hace, pues bien se ve que están agotadas.
Y se fue corriendo por el pasillo.
–¡Qué joven tan avispado... y tan amable! –exclamó Pulqueria Alejandro-
vna, complacida.
–Yo creo que es una excelente persona –dijo Dunia calurosamente y reanu-
dando sus paseos por la habitación.
Alrededor de una hora después, volvieron a oírse pasos en el corredor y de
nuevo golpearon la puerta. Esta vez las dos mujeres habían esperado con
absoluta confianza la segunda visita de Rasumikhine, cuya palabra ya no
ponían en duda. En efecto, era él y le acompañaba Zosimof. Éste no había
vacilado en dejar la reunión para ir a ver al enfermo. Sin embargo, Rasu-
mikhine había tenido que insistir para que accediera a visitar a las dos muje-
res: no se fiaba de su amigo, cuyo estado de embriaguez era evidente. Pero
pronto se tranquilizó, e incluso se sintió halagado, al ver que, en efecto, se
le esperaba como a un oráculo. Durante los diez minutos que duró su visi-
ta consiguió devolver la confianza a Pulqueria Alejandrovna. Mostró gran
interés por el enfermo, pero habló en un tono reservado y austero, muy
propio de un médico de veintisiete años llamado a una consulta de extrema
gravedad. Ni se permitió la menor digresión, ni mostró deseo alguno de en-
tablar relaciones más íntimas y amistosas con las dos mujeres. Como apenas
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–Pero oye: ¿le has hecho alguna promesa...?, ¿le has firmado algún papel...?,
¿le has propuesto el matrimonio?
–Nada de eso, nada en absoluto... No, esa mujer no es lo que tú crees. Por-
que Tchebarof ha intentado...
–Entonces, la plantas y en paz.
–Imposible.
–¿Por qué?
–Pues... porque es imposible, sencillamente... Uno se siente atado, ¿no com-
prendes?
–Lo que no entiendo es tu empeño en atraértela, en ligarla a ti.
–Yo no he intentado tal cosa, ni mucho menos. Es ella la que me ha puesto
las ligaduras, aprovechándose de mi estupidez. Sin embargo, le da lo mismo
que el ligado sea yo o seas tú: el caso es tener a su lado un pretendiente...
Es... es... No sé cómo explicarte... Mira; yo sé que tú dominas las matemáti-
cas. Pues bien; háblale del cálculo integral. Te doy mi palabra de que no lo
digo en broma; te juro que el tema le es indiferente. Ella te mirará y suspi-
rará. Yo le he estado hablando durante dos días del Parlamento prusiano
(llega un momento en que no sabe uno de qué hablarle), y lo único que ella
hacía era suspirar y sudar. Pero no le hables de amor, pues podría acome-
terla una crisis de timidez. Limítate a hacerle creer que no puedes separarte
de ella. Esto será suficiente... Estarás como en tu casa, exactamente como
en tu casa; leerás, te echarás, escribirás... Incluso podrás arriesgarte a darle
un beso..., pero un beso discreto.
–Pero ¿a santo de qué he de hacer yo todo eso?
–¡Nada, que no consigo que me entiendas...! Oye: vosotros formáis una
pareja perfectamente armónica. Hace ya tiempo que lo vengo pensando...
Y si tu fin ha de ser éste, ¿qué importa que llegue antes o después? Te pa-
recerá que vives sobre plumas; es ésta una vida que se apodera de uno y
te subyuga; es el fin del mundo, el ancla, el puerto, el centro de la tierra,
el paraíso. Crêpes suculentos, sabrosos pasteles de pescado, el samovar por
la tarde, tiernos suspiros, tibios batines y buenos calentadores. Es como si
estuvieses muerto y, al mismo tiempo, vivo, lo que representa una doble
ventaja. Bueno, amigo mío; empiezo a decir cosas absurdas. Ya es hora de
irse a dormir. Escucha: yo me despierto varias veces por la noche. Cuando
me despierte, iré a echar un vistazo a Rodia. Por lo tanto, no te alarmes si
me oyes subir. Sin embargo, si el corazón te lo manda, puedes ir a echarle
una miradita. Y si vieras algo anormal..., delirio o fiebre, por ejemplo...,
debes despertarme. Pero esto no sucederá.
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Pero en seguida se acordó del juicio que acababa de expresar sobre tal
hermano, y enrojeció hasta las orejas. La joven no pudo menos de echarse
a reír al advertirlo.
–Es muy posible que estéis los dos equivocados en vuestro juicio sobre Ro-
dia –dijo Pulqueria Alejandrovna, un tanto ofendida–. No hablo del presen-
te, Dunetchka. Lo que Piotr Petrovitch nos dice en su carta y lo que tú y yo
hemos sospechado acaso no sea verdad; pero usted, Dmitri Prokofitch, no
puede imaginarse hasta qué extremo llega Rodia en sus fantasías y en sus
caprichos... No he tenido con él un momento de tranquilidad, ni cuando
era un chiquillo de quince años. Todavía le creo capaz de hacer algo que a
nadie puede pasarle por la imaginación... Sin ir más lejos, hace año y medio
me dio un disgusto de muerte con su decisión de casarse con la hija de su
patrona, esa señora..., ¿cómo se llama...?, Zarnitzine.
–¿Conoce usted los detalles de esa historia? –preguntó Avdotia Romanovna.
–¿Cree usted –continuó con vehemencia Pulqueria Alejandrovna– que ha-
brían podido detenerle mis lágrimas, mis súplicas, mi falta de salud, mi
muerte, nuestra miseria, en fin? No, él habría pasado sobre todos los obs-
táculos con la mayor tranquilidad del mundo.
–Él no me ha dicho ni una sola palabra sobre este asunto –dijo prudente-
mente Rasumikhine–, pero yo he sabido algo por la viuda de Zarnitzine, la
cual por cierto no es nada habladora. Y lo que esa señora me ha dicho es
bastante extraño.
–¿Qué le ha dicho? –preguntaron las dos mujeres a la vez.
–¡Oh! Nada de particular. Lo que he sabido es que ese matrimonio, que es-
taba irrevocablemente decidido y que sólo la muerte de la prometida pudo
impedir, no era del agrado de la señora Zarnitzine... Supe, además, que la
novia era una mujer fea y enfermiza..., una joven extraña, aunque dotada
de ciertas prendas. Sin duda, las debía de poseer, pues, de otro modo, no
se habría comprendido que Rodia... Además, la muchacha no tenía dote...
Sin embargo, él no se habría casado por interés... Es muy difícil formular un
juicio.
–Estoy segura de que esa joven tenía alguna cualidad –observó lacónica-
mente Avdotia Romanovna.
–Que Dios me perdone, pero me alegré de su muerte, pues no sé para cuál
de los dos habría sido más funesto ese matrimonio –dijo Pulqueria Alejan-
drovna.
Acto seguido, tímidamente, con visibles vacilaciones y dirigiendo furtivas
miradas a Dunia, que no ocultaba su descontento, empezó a interrogar al
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joven sobre la escena que se había desarrollado el día anterior entre Rodia
y Lujine. Este incidente parecía causarle profunda inquietud, e incluso ver-
dadero terror.
Rasumikhine refirió detalladamente la disputa, añadiendo sus propios co-
mentarios. Acusó sin rodeos a Raskolnikov de haber insultado a Piotr Petro-
vitch deliberadamente y no mencionó el detalle de que la enfermedad que
padecía su amigo podía disculpar su conducta.
–Había planeado todo esto antes de su enfermedad – concluyó.
–Yo pienso como usted –dijo Pulqueria Alejandrovna, desesperada.
Pero, al mismo tiempo, estaba profundamente sorprendida al ver que aque-
lla mañana Rasumikhine hablaba de Piotr Petrovitch con la mayor mode-
ración e incluso con cierto respeto. Avdotia Romanovna parecía no menos
asombrada por este hecho. Pulqueria Alejandrovna no pudo contenerse.
–Así, ¿es ésa su opinión sobre Piotr Petrovitch?
–No puedo tener otra del futuro esposo de su hija –respondió Rasumikhine
con calurosa firmeza–. Y no lo digo por pura cortesía sino porque... porque
la mejor recomendación para ese hombre es que Avdotia Romanovna lo
haya elegido por esposo... Si ayer llegué a injuriarle fue porque estaba ig-
nominiosamente embriagado... y como loco; sí, como loco, completamente
fuera de mí... Y hoy me siento profundamente avergonzado.
Enrojeció y se detuvo. Avdotia Romanovna se ruborizó también, pero no
dijo nada. No había pronunciado una sola palabra desde que había empe-
zado a oír hablar de Lujine.
Pero Pulqueria Alejandrovna se sentía un tanto desconcertada al faltarle la
ayuda de su hija. Finalmente, manifestó, vacilando y dirigiendo continuas
miradas a la joven, que había ocurrido algo que la trastornaba profunda-
mente.
–Verá usted, Dmitri Prokofitch –comenzó a decir. Pero se detuvo y preguntó
a su hija–: Debo hablar con toda franqueza a Dmitri Prokofitch, ¿verdad,
Dunetchka?
–Desde luego, mamá –respondió sin vacilar Avdotia Romanovna.
–Pues es el caso... –continuó inmediatamente Pulqueria Alejandrovna, co-
mo si le hubiesen quitado una montaña de encima al autorizarla a parti-
cipar su dolor–. En las primeras horas de esta mañana hemos recibido un
carta de Piotr Petrovitch, en respuesta a la que le enviamos nosotras ayer
anunciándole nuestra llegada. Él nos había prometido acudir a la estación
a recibirnos, pero no le fue posible y nos envió a una especie de criado
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que nos condujo aquí. Este hombre nos dijo que Piotr Petrovitch vendría
a vernos esta mañana. Pero, en vez de venir, nos ha enviado esta carta...
Lo mejor será que la lea usted. Hay en ella un punto que me preocupa es-
pecialmente. Usted mismo verá de qué punto se trata, Dmitri Prokofitch, y
me dará su sincera opinión. Usted conoce mejor que nosotros el carácter
de Rodia y podrá aconsejarnos. Le advierto que Dunetchka tomó una de-
cisión inmediatamente, pero yo no sé todavía qué hacer. Por eso le estaba
esperando.
Rasumikhine desdobló la carta. Vio que estaba fechada el día anterior y
leyó lo siguiente:
“LUJINE.”
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Está mejor –les dijo Zosimof apenas las vio entrar. Zosimof estaba allí desde
hacía diez minutos, sentado en el mismo ángulo del diván que ocupaba la
víspera. Raskolnikov estaba sentado en el ángulo opuesto. Se hallaba com-
pletamente vestido, e incluso se había lavado y peinado, cosa que no había
hecho desde hacía mucho tiempo.
El cuarto era tan reducido, que quedó lleno cuando entraron los visitantes.
Pero esto no impidió a Nastasia deslizarse tras ellos para escuchar.
Raskolnikov tenía buen aspecto en comparación con el de la víspera. Pero
estaba muy pálido y su semblante expresaba un sombrío ensimismamiento.
Su aspecto recordaba el de un herido o el de un hombre que acabara de
experimentar un profundo dolor físico. Tenía las cejas fruncidas; los labios,
contraídos; los ojos, ardientes. Hablaba poco y de mala gana, como a la
fuerza, y sus gestos expresaban a veces una especie de inquietud febril.
Sólo le faltaba un vendaje para parecer enteramente un herido.
Este sombrío y pálido semblante se iluminó momentáneamente al entrar
la madre y la hermana. Pero la luz se extinguió muy pronto y sólo quedó
el dolor. Zosimof, que examinaba a su paciente con un interés de médico
joven, observó con asombro que desde la entrada de las dos mujeres el
semblante del enfermo expresaba no alegría, sino una especie de estoicis-
mo resignado. Raskolnikov daba la impresión de estar haciendo acopio de
energías para soportar durante una o dos horas una tortura que no podía
eludir. Cada palabra de la conversación que sostuvo seguidamente pareció
ahondar una herida abierta en su alma. Pero, al mismo tiempo, mostró una
sangre fría que asombró a Zosimof: el loco furioso de la víspera era dueño
de sí mismo hasta el punto de poder disimular sus sentimientos.
–Sí; ya me doy cuenta de que estoy casi curado –lijo Raskolnikov, abrazando
cariñosamente a su madre y a su hermana, lo que llenó de alegría a Pulque-
ria Alejandrovna–. Y no digo esto como te dije ayer –añadió, dirigiéndose a
Rasumikhine, mientras le estrechaba la mano afectuosamente.
–Estoy incluso asombrado –dijo Zosimof alegremente, pues, en sus diez mi-
nutos de charla con el enfermo, éste había llegado a desconcertarle con su
lucidez–. Si la cosa continúa así, dentro de tres o cuatro días estará curado
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sus primeros enfermos tanto afecto como si fuesen sus propios hijos. Algu-
nos incluso los adoran. Y yo no tengo todavía una clientela abundante.
–Y no hablemos de ése –dijo Raskolnikov, señalando a Rasumikhine–. No ha
recibido de mí sino insultos y molestias, y...
–¡Qué tonterías dices! –exclamó Rasumikhine–. Por lo visto, hoy te has le-
vantado sentimental.
Si hubiese sido más perspicaz, habría advertido que su amigo no estaba
sentimental, sino todo lo contrario. Avdotia Romanovna, en cambio, se dio
perfecta cuenta de ello. La joven observaba a su hermano con ávida aten-
ción.
–De ti, mamá, no quiero ni siquiera hablar –continuó
Raskolnikov en el tono del que recita una lección aprendida aquella ma-
ñana–. Hoy puedo darme cuenta de lo que debiste sufrir ayer durante tu
espera en esta habitación.
Dicho esto, sonrió y tendió repentinamente la mano a su hermana, sin des-
plegar los labios. Esta vez su sonrisa expresaba un sentimiento profundo y
sincero.
Dunia, feliz y agradecida, se apoderó al punto de la mano de Rodia y la es-
trechó tiernamente. Era la primera demostración de afecto que recibía de
él después de la querella de la noche anterior. El semblante de la madre se
iluminó ante esta reconciliación muda pero sincera de sus hijos.
–Ésta es la razón de que le aprecie tanto –exclamó Rasumikhine con su in-
clinación a exagerar las cosas–. ¡Tiene unos gestos...!
“Posee un arte especial para hacer bien las cosas –pensó la madre–. Y ¡cuán
nobles son sus impulsos! ¡Con qué sencillez y delicadeza ha puesto fin al
incidente de ayer con su hermana! Le ha bastado tenderle la mano mien-
tras le miraba afectuosamente... ¡Qué ojos tiene! Todo su rostro es hermo-
so. Incluso más que el de Dunetchka. ¡Pero, Dios mío, qué miserablemente
vestido va! Vaska, el empleado de Atanasio Ivanovitch, viste mejor que él...
¡Ah, qué a gusto me arrojaría sobre él, lo abrazaría... y lloraría! Pero me da
miedo..., sí, miedo. ¡Está tan extraño! ¡Tan finamente como habla, y yo me
siento sobrecogida! Pero, en fin de cuentas, ¿qué es lo que temo de él?”
–¡Ah, Rodia! –dijo, respondiendo a las palabras de su hijo– No te puedes
imaginar cuánto sufrimos Dunia y yo ayer. Ahora que todo ha terminado y
la felicidad ha vuelto a nosotros, puedo decirlo. Figúrate que vinimos aquí
a toda prisa apenas dejamos el tren, para verte y abrazarte, y esa mujer...
¡Ah, mira, aquí está! Buenos días, Nastasia... Pues bien, Nastasia nos con-
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contenerse–. Yo sólo quería disculparme ante ti, mamá –terminó con voz
entrecortada y tono tajante.
–No te preocupes, Rodia; estoy segura de que todo lo que tú haces está
bien hecho –repuso la madre alegremente.
–No estés tan segura –repuso él, esbozando una sonrisa.
Se hizo el silencio. Toda esta conversación, con sus pausas, el perdón conce-
dido y la reconciliación, se había desarrollado en una atmósfera no despro-
vista de violencia, y todos se habían dado cuenta de ello.
“Se diría que me temen”, pensó Raskolnikov mirando furtivamente a su
madre y a su hermana.
Efectivamente, Pulqueria Alejandrovna parecía sentirse más y más atemori-
zada a medida que se prolongaba el silencio.
“¡Tanto como creía amarlas desde lejos!”, pensó Raskolnikov repentinamente.
–¿Sabes que Marfa Petrovna ha muerto, Rodia? –preguntó de pronto Pul-
queria Alejandrovna.
–¿Qué Marfa Petrovna?
–¿Es posible que no lo sepas? Marfa Petrovna Svidrigailova. ¡Tanto como te
he hablado de ella en mis cartas!
¡Ah, sí! Ahora me acuerdo –dijo como si despertara de un sueño–. ¿De
modo que ha muerto? ¿Cómo?
Esta muestra de curiosidad alentó a Pulqueria Alejandrovna, que respondió
vivamente:
–Fue una muerte repentina. La desgracia ocurrió el mismo día en que te en-
vié mi última carta. Su marido, ese monstruo, ha sido sin duda el culpable.
Dicen que le dio una tremenda paliza.
–¿Eran frecuentes esas escenas entre ellos? –preguntó Raskolnikov dirigién-
dose a su hermana.
–No, al contrario: él se mostraba paciente, e incluso amable con ella. En
algunos casos era hasta demasiado indulgente. Así vivieron durante siete
años. Hasta que un día, de pronto, perdió la paciencia.
–O sea que ese hombre no era tan terrible. De serlo, no habría podido com-
portarse con tanta prudencia durante siete años. Me parece, Dunetchka,
que tú piensas así y lo disculpas.
–¡Oh, no! Es verdaderamente un hombre despiadado. No puedo imaginar-
me nada más horrible –repuso la joven con un ligero estremecimiento.
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En ese momento, la puerta se abrió sin ruido y apareció una joven que
paseó una tímida mirada por la habitación. Todos los ojos se fijaron en ella
con tanta sorpresa como curiosidad. Raskolnikov no la reconoció en segui-
da. Era Sonia Simonovna Marmeladova. La había visto el día anterior –por
primera vez–, pero en circunstancias y con un atavío que habían dejado en
su memoria una imagen completamente distinta de ella. Ahora iba modes-
tamente, incluso pobremente vestida y parecía muy joven, una muchachita
de modales honestos y reservados y carita inocente y temerosa. Llevaba
un vestido sumamente sencillo y un sombrero viejo y pasado de moda. Su
mano empuñaba su sombrilla, único vestigio de su atavío del día anterior.
Fue tal su confusión al ver la habitación llena de gente, que perdió por
completo la cabeza, como si fuera verdaderamente una niña, y se dispuso
a marcharse.
–¡Ah! ¿Es usted? –exclamó Raskolnikov, en el colmo de la sorpresa. Y de
pronto también él se sintió turbado.
Recordó que su madre y su hermana habían leído en la carta de Lujine la
alusión a una joven cuya mala conducta era del dominio público. Cuando
acababa de protestar de la calumnia de Lujine contra él y de recordar que
el día anterior había visto por primera vez a la muchacha, he aquí que
ella misma se presentaba en su habitación. Se acordó igualmente de que
no había pronunciado ni una sola palabra de protesta contra la expresión
“cuya mala conducta es del dominio público”. Todos estos pensamientos
cruzaron su mente en plena confusión y con rapidez vertiginosa, y al mirar
atentamente a aquella pobre y ultrajada criatura, la vio tan avergonzada,
que se compadeció de ella. Y cuando la muchacha se dirigió a la puerta con
el propósito de huir, en su ánimo se produjo súbitamente una especie de
revolución.
–Estaba muy lejos de esperarla –le dijo vivamente, deteniéndola con una
mirada–. Haga el favor de sentarse. Usted viene sin duda de parte de Cata-
lina Ivanovna. No, ahí no; siéntese aquí, tenga la bondad.
Al entrar Sonia, Rasumikhine, que ocupaba una de las tres sillas que había
en la habitación, se había levantado para dejarla pasar. Raskolnikov había
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empezado por indicar a la joven el extremo del diván que Zosimof había
ocupado hacía un momento, pero al pensar en el carácter íntimo de este
mueble que le servía de lecho cambió de opinión y ofreció a Sonia la silla
de Rasumikhine.
–Y tú siéntate ahí –dijo a su amigo, señalándole el extremo del diván.
Sonia se sentó casi temblando y dirigió una tímida mirada a las dos mujeres.
Se veía claramente que ni ella misma podía comprender de dónde había
sacado la audacia necesaria para sentarse cerca de ellas. Y este pensamien-
to le produjo una emoción tan violenta, que se levantó repentinamente y,
sumida en el mayor desconcierto, dijo a Raskolnikov, balbuceando:
–Sólo... sólo un momento. Perdóneme si he venido a molestarle. Vengo
de parte de Catalina Ivanovna. No ha podido enviar a nadie más que a mí.
Catalina Ivanovna le ruega encarecidamente que asista mañana a los fune-
rales que se celebrarán en San Mitrofan... y que después venga a casa, a su
casa, para la comida... Le suplica que le conceda este honor.
Dicho esto, perdió por completo la serenidad y enmudeció.
–Haré todo lo posible por... No, no faltaré –repuso Raskolnikov, levantán-
dose y tartamudeando también–. Tenga la bondad de sentarse –dijo de
pronto–. He de hablarle, si me lo permite. Ya veo que tiene usted prisa,
pero le ruego que me conceda dos minutos.
Le acercó la silla, y Sonia se volvió a sentar. De nuevo la joven dirigió una
mirada llena de angustiosa timidez a las dos señoras y seguidamente bajó
los ojos. El pálido rostro de Raskolnikov se había teñido de púrpura. Sus
facciones se habían contraído y sus ojos llameaban.
–Mamá –lijo con voz firme y vibrante–, es Sonia Simonovna Marmeladova,
la hija de ese infortunado señor Marmeladov que ayer fue atropellado por
un coche... Ya os he contado...
Pulqueria Alejandrovna miró a Sonia, entornando levemente los ojos con
un gesto despectivo. A pesar del temor que le inspiraba la mirada fija y
retadora de su hijo, no pudo privarse de esta satisfacción. Dunetchka se
volvió hacia la pobre muchacha y la observó con grave estupor.
Al oír que Raskolnikov la presentaba, Sonia levantó los ojos, logrando tan
sólo que su turbación aumentase.
–Quería preguntarle –dijo Rodia precipitadamente– cómo han ido hoy las
cosas en su casa. ¿Las han molestado mucho? ¿Les ha interrogado la poli-
cía?
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–No, todo se ha arreglado sin dificultad. No había duda sobre las causas de
la muerte. Nos han dejado tranquilas. Sólo los vecinos nos han molestado
con sus protestas.
–¿Sus protestas?
–Sí, el cadáver llevaba demasiado tiempo en casa y, con este calor, empeza-
ba a oler. Hoy, a la hora de vísperas, lo trasladarán a la capilla del cemen-
terio. Catalina Ivanovna se oponía al principio, pero al fin ha comprendido
que había que hacerlo.
–¿O sea que hoy se lo llevarán?
–Sí, pero las exequias se celebrarán mañana. Catalina Ivanovna le suplica
que asista a ellas y que luego vaya a su casa para participar en la comida de
funerales.
–¡Hasta comida de funerales...!
–Una sencilla colación. También me ha encargado que le dé las gracias por
la ayuda que nos ha prestado. Sin ella, nos habría sido imposible enterrar
a mi padre.
Sus labios y su barbilla empezaron a temblar de súbito, pero contuvo el
llanto y bajó nuevamente los ojos.
Mientras hablaba con ella, Raskolnikov la observaba atentamente. Era me-
nuda y delgada, muy delgada, y pálida, de facciones irregulares y un poco
angulosas, nariz pequeña y afilada y mentón puntiagudo. No podía decirse
que fuera bonita, pero, en compensación, sus azules ojos eran tan límpidos
y, al animarse, le daban tal expresión de candor y de bondad, que uno no
podía menos de sentirse cautivado. Otro detalle característico de su rostro y
de toda ella era que representaba menos edad aún de la que tenía. Parecía
una niña, a pesar de sus dieciocho años, infantilidad que se reflejaba, de un
modo casi cómico, en algunos de sus gestos.
–No comprendo cómo Catalina Ivanovna ha podido arreglarlo todo con
tan escasos recursos, y menos, que todavía le haya sobrado para dar una
colación –dijo Raskolnikov, deseoso de que la conversación no se interrum-
piera.
–El ataúd es de los más modestos y toda la ceremonia será sumamente sen-
cilla... O sea, que no le costará mucho. Entre ella y yo lo hemos calculado
todo exactamente; por eso sabemos que quedará lo suficiente para dar la
colación de funerales. Esto es muy importante para Catalina Ivanovna y no
se la debe contrariar... Es un consuelo para ella... Ya sabe usted cómo es...
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respirable en esta ciudad? Las calles son como habitaciones sin ventana.
¡Qué ciudad, Dios mío! ¡Cuidado no te atropellen...! Mira, transportan un
piano... Aquí la gente anda empujándose... Esa muchacha me inquieta.
–¿Qué muchacha?
–Esa Sonia Simonovna.
–¿Por qué te inquieta?
–Tengo un presentimiento, Dunia. ¿Me creerás si te digo que, apenas la he
visto entrar, he sentido que es la causa principal de todo?
–¡Eso es absurdo! – exclamó Dunia, indignada–. Para los presentimientos
eres única. Ayer la vio por primera vez. Ni siquiera la ha reconocido en el
primer momento.
–Ya veremos quién tiene razón... Desde luego, esa joven me inquieta... He
sentido verdadero miedo cuando me ha mirado con sus extraños ojos. He
tenido que hacer un esfuerzo para no huir... ¡Y nos la ha presentado! Esto
es muy significativo. Después de lo que Piotr Petrovitch nos dice de ella en
la carta, nos la presenta... No me cabe duda de que está enamorado de
ella.
–No hagas caso de lo que diga Lujine. También se ha hablado y escrito mu-
cho sobre nosotras. ¿Es que lo has olvidado...? Estoy segura de que es una
buena chica y de que todo lo que se cuenta de ella son estúpidas habladu-
rías.
–¡Ojalá sea así!
–Y Piotr Petrovitch es un chismoso –exclamó súbitamente Dunetchka.
Pulqueria Alejandrovna se contuvo y en este punto terminó la conversa-
ción.
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Dijo esto con desenvoltura pero precipitadamente y sin mirarla. Sonia le dio
su dirección, no sin ruborizarse, y salieron los tres.
–No has cerrado la puerta –dijo Rasumikhine cuando empezaban a bajar la
escalera.
–No la cierro nunca... Además, no puedo. Hace dos años que quiero com-
prar una cerradura.
Había dicho esto con aire de despreocupación. Luego exclamó, echándose
a reír y dirigiéndose a Sonia:
–¡Feliz el hombre que no tiene nada que guardar bajo llave! ¿No cree us-
ted?
Al llegar a la puerta se detuvieron.
–Usted va hacia la derecha, ¿verdad, Sonia Simonovna...? ¡Ah, oiga! ¿Cómo
ha podido encontrarme? –preguntó en el tono del que dice una cosa muy
distinta de la que iba a decir. Ansiaba mirar aquellos ojos tranquilos y puros,
pero no se atrevía.
–Ayer dio usted su dirección a Poletchka.
–¿Poletchka? ¡Ah, sí; su hermanita! ¿Dice usted que le di mi dirección?
–Sí, ¿no se acuerda?
–Sí, sí; ya recuerdo.
–Yo había oído ya hablar de usted al difunto, pero no sabía su nombre. Creo
que incluso mi padre lo ignoraba. Pero ayer lo supe, y hoy, al venir aquí,
he podido preguntar por “el señor Raskolnikov”. Yo no sabía que también
usted vivía en una pensión. Adiós. Ya diré a Catalina Ivanovna...
Se sintió feliz al poderse marchar y se alejó a paso ligero y con la cabeza ba-
ja. Anhelaba llegar a la primera travesía para quedar al fin sola, libre de la
mirada de los dos jóvenes, y poder reflexionar, avanzando lentamente y la
mirada perdida en la lejanía, en todos los detalles, hasta los más mínimos,
de su reciente visita. También deseaba repasar cada una de las palabras que
había pronunciado. No había experimentado jamás nada parecido. Todo
un mundo ignorado surgía confusamente en su alma.
De pronto se acordó de que Raskolnikov le había anunciado su intención
de ir a verla aquel mismo día, y pensó que tal vez fuera aquella misma ma-
ñana.
–Si al menos no viniera hoy... –murmuró, con el corazón palpitante como un
niño asustado–. ¡Señor! ¡Venir a mi casa, a mi habitación...! Allí verá...
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–Estás hecho una rosa de primavera... ¡Si vieras lo bien que esto te sienta!
¡Un Romeo de tan aventajada estatura! ¡Y cómo te has lavado hoy! Incluso
te has limpiado las uñas. ¿Cuándo habías hecho cosa semejante? Que Dios
me perdone, pero me parece que hasta te has puesto pomada en el pelo.
A ver: baja un poco la cabeza.
–¡Imbécil!
Raskolnikov se reía de tal modo, que parecía no poder cesar de reír. La
hilaridad le duraba todavía cuando llegaron a casa de Porfirio Petrovitch.
Esto era lo que él quería. Así, desde el despacho le oyeron entrar en la casa
riendo, y siguieron oyendo estas risas cuando los dos amigos llegaron a la
antesala.
–¡Ojo con decir aquí una sola palabra, porque te hago papilla! –dijo Rasu-
mikhine fuera de sí y atenazando con su mano el hombro de su amigo.
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Raskolnikov entró en el despacho con el gesto del hombre que hace des-
comunales esfuerzos para no reventar de risa. Le seguía Rasumikhine, rojo
como la grana, cohibido, torpe y transfigurado por el furor del semblan-
te. Su cara y su figura tenían en aquellos momentos un aspecto cómico
que justificaba la hilaridad de su amigo. Raskolnikov, sin esperar a ser pre-
sentado, se inclinó ante el dueño de la casa, que estaba de pie en medio
del despacho, mirándolos con expresión interrogadora, y cambió con él un
apretón de manos. Pareciendo todavía que hacía un violento esfuerzo para
no echarse a reír, dijo quién era y cómo se llamaba. Pero apenas se había
mantenido serio mientras murmuraba algunas palabras, sus ojos miraron
casualmente a Rasumikhine. Entonces ya no pudo contenerse y lanzó una
carcajada que, por efecto de la anterior represión, resultó más estrepitosa
que las precedentes.
El extraordinario furor que esta risa loca despertó en Rasumikhine prestó,
sin que éste lo advirtiera, un buen servicio a Raskolnikov.
–¡Demonio de hombre! –gruñó Rasumikhine, con un ademán tan violento
que dio un involuntario manotazo a un velador sobre el que había un vaso
de té vacío. Por efecto del golpe, todo rodó por el suelo ruidosamente.
–No hay que romper los muebles, señores míos –exclamó Porfirio Petrovit-
ch alegremente–. Esto es un perjuicio para el Estado.
Raskolnikov seguía riendo, y de tal modo, que se olvidó de que su mano
estaba en la de Porfirio Petrovitch. Sin embargo, consciente de que todo
tiene su medida, aprovechó un momento propicio para recobrar la serie-
dad lo más naturalmente posible. Rasumikhine, al que el accidente que su
conducta acababa de provocar había sumido en el colmo de la confusión,
miró un momento con expresión sombría los trozos de vidrio, después es-
cupió, volvió la espalda a Porfirio y a Raskolnikov, se acercó a la ventana y,
aunque no veía, hizo como si mirase al exterior. Porfirio Petrovitch reía por
educación, pero se veía claramente que esperaba le explicasen el motivo de
aquella visita.
En un rincón estaba Zamiotof sentado en una silla. Al aparecer los visitantes
se había levantado, esbozando una sonrisa. Contemplaba la escena con una
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superior a la media, bastante grueso e incluso con algo de vientre. Iba per-
fectamente afeitado y no llevaba bigote ni patillas. Su cabello, cortado al
rape, coronaba una cabeza grande, esférica y de abultada nuca. Su cara
era redonda, abotagada y un poco achatada; su tez, de un amarillo fuerte,
enfermizo. Sin embargo, aquel rostro denunciaba un humor agudo y un
tanto burlón. Habría sido una cara incluso simpática si no lo hubieran im-
pedido sus ojos, que brillaban extrañamente, cercados por unas pestañas
casi blancas y unos párpados que pestañeaban de continuo. La expresión
de esta mirada contrastaba extrañamente con el resto de aquella fisonomía
casi afeminada y le prestaba una seriedad que no se percibía en el primer
momento.
Apenas supo que Raskolnikov tenía que tratar cierto asunto con él, Porfirio
Petrovitch le invitó a sentarse en el sofá. Luego se sentó él en el extremo
opuesto al ocupado por Raskolnikov y le miró fijamente, en espera de que
le expusiera la anunciada cuestión. Le miraba con esa atención tensa y esa
gravedad extremada que pueden turbar a un hombre, especialmente cuan-
do ese hombre es casi un desconocido y sabe que el asunto que ha de tra-
tar está muy lejos de merecer la atención exagerada y aparatosa que se le
presta. Sin embargo, Raskolnikov le puso al corriente del asunto con pocas
y precisas palabras. Luego, satisfecho de si mismo, halló la serenidad nece-
saria para observar atentamente a su interlocutor. Porfirio Petrovitch no
apartó de él los ojos en ningún momento del diálogo, y Rasumikhine, que
se habia sentado frente a ellos, seguía con vivísima atención aquel cambio
de palabras. Su mirada iba del juez de instrucción a su amigo y de su amigo
al juez de instrucción sin el menor disimulo.
“¡Qué idiota!”, exclamó mentalmente Raskolnikov.
–Tendrá que prestar usted declaración ante la policía –repuso Porfirio Pe-
trovitch con acento perfectamente oficial–. Deberá usted manifestar que,
enterado del hecho, es decir, del asesinato, ruega que se advierta al juez
de instrucción encargado de este asunto que tales y cuales objetos son de
su propiedad y que desea usted desempeñarlos. Además, ya recibirá una
comunicación escrita.
–Pero lo que ocurre –dijo Raskolnikov, fingiéndose confundido lo mejor
que pudo– es que en este momento estoy tan mal de fondos, que ni siquie-
ra tengo el dinero necesario para rescatar esas bagatelas. Por eso me limito
a declarar que esos objetos me pertenecen y que cuando tenga dinero...
–Eso no importa –le interrumpió Porfirio Petrovitch, que pareció acoger
fríamente esta declaración de tipo económico–. Además, usted puede ex-
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ponerme por escrito lo que me acaba de decir, o sea que, enterado de esto
y aquello, se declara propietario de tales objetos y ruega...
–¿Puedo escribirle en papel corriente? –le interrumpió Raskolnikov, con el
propósito de seguir demostrando que sólo le interesaba el aspecto práctico
de la cuestión.
–Sí, el papel no importa.
Dicho esto, Porfirio Petrovitch adoptó una expresión francamente burlona.
Incluso guiñó un ojo como si hiciera un signo de inteligencia a Raskolnikov.
Acaso esto del signo fue simplemente una ilusión del joven, pues todo
transcurrió en un segundo. Sin embargo, algo debía de haber en aquel ges-
to. Que le había guiñado un ojo era seguro. ¿Con qué intención? Eso sólo
el diablo lo sabía.
“Este hombre sabe algo, pensó en el acto Raskolnikov. Y dijo en voz alta,
un tanto desconcertado:
–Perdone que le haya molestado por tan poca cosa. Esos objetos sólo valen
unos cinco rublos, pero como recuerdos tienen un gran valor para mi. Le
confieso que sentí gran inquietud cuando supe...
–Eso explica que ayer te estremecieras al oírme decir a Zosimof que Porfirio
estaba interrogando a los propietarios de los objetos empeñados – exclamó
Rasumikhine con una segunda intención evidente.
Esto era demasiado. Raskolnikov no pudo contenerse y lanzó a su amigo
una mirada furiosa. Pero en seguida se sobrepuso.
–Tú todo lo tomas a broma –dijo con una irritación que no tuvo que fingir–.
Admito que me preocupan profundamente cosas que para ti no tienen
importancia, pero esto no es razón para que me consideres egoísta e inte-
resado, pues repito que esos dos objetos tan poco valiosos tienen un gran
valor para mí. Hace un momento te he dicho que ese reloj de plata es el
único recuerdo que tenemos de mi padre. Búrlate si quieres, pero mi madre
acaba de llegar –manifestó dirigiéndose a Porfirio–, y si se enterase –conti-
nuó, volviendo a hablar a Rasumikhine y procurando que la voz le temblara
de que ese reloj se había perdido, su desesperación no tendría límites. Ya
sabes cómo son las mujeres.
–¡Estás muy equivocado! ¡No me has entendido! Yo no he pensado nada de
lo que dices, sino todo lo contrario –protestó, desolado, Rasumikhine.
“¿Lo habré hecho bien? ¿No habré exagerado? –pensó Raskolnikov, tem-
blando de inquietud–. ¿Por qué habré dicho eso de “Ya sabes cómo son las
mujeres”?”
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a sentir fiebre... ¿Me habrá guiñado el ojo Porfirio o habrá sido simple-
mente un tic? Sin duda, sería absurdo que me lo hubiera guiñado... ¿A san-
to de qué? ¿Quieren exasperarme...? ¿Me desprecian...? ¿Son suposiciones
mías...? ¿Lo saben todo...? Zamiotof se muestra insolente... ¿No me equi-
vocaré...? Debe de haber reflexionado durante la noche. Yo presentía que
estaría aquí... Está en esta casa como en la suya. ¿Puede ser la primera vez
que viene? Además, Porfirio no le trata como a un extraño, puesto que le
vuelve la espalda. Están de acuerdo; sí, están de acuerdo sobre mí. Y lo más
probable es que hayan hablado de mí antes de nuestra llegada... ¿Sabrán
algo de mi visita a las habitaciones de la vieja? Es preciso averiguarlo cuan-
to antes. Cuando he dicho que había salido para alquilar una habitación,
Porfirio no ha dado muestras de enterarse... He hecho muy bien en decir
esto... Puede serme útil... Dirán que es una crisis de delirio... ¡Ja, ja, ja...! Ese
Porfirio está al corriente con todo detalle de mis pasos en la tarde de ayer,
pero ignoraba que había llegado mi madre... Esa bruja había anotado en
el envoltorio la fecha del empeño... Pero se equivocan ustedes si creen que
pueden manejarme a su antojo: ustedes no tienen pruebas, sino sólo vagas
conjeturas. ¡Preséntenme hechos! Mi visita a casa de la vieja no prueba
nada, pues es una consecuencia del estado de delirio en que me hallaba.
Así lo diré si llega el caso... Pero ¿saben que estuve en esa casa? No me mar-
charé de aquí hasta que me entere... ¿Para qué habré venido...? Pero ya me
estoy sulfurando: esto salta a la vista... Es evidente que tengo los nervios de
punta... Pero tal vez esto sea lo mejor... Así puedo seguir desempeñando
mi papel de enfermo... Ese hombre quiere irritarme, desconcertarme... ¿Por
qué habré venido?”
Todos estos pensamientos atravesaron la mente de Raskolnikov con veloci-
dad cósmica.
Porfirio Petrovitch llegó momentos después. Parecía de mejor humor.
–Todavía me duele la cabeza. Consecuencia de los excesos de anoche en
tu casa –dijo a Rasumikhine alegremente, tono muy distinto del que había
empleado hasta entonces–. Aún estoy algo trastornado.
–¿Resultó interesante la velada? Os dejé en el mejor momento. ¿Para quién
fue la victoria?
–Para nadie. Finalmente salieron a relucir los temas eternos.
–Imagínate, Rodia, que la disputa había desembocado en esta cuestión:
¿existe el crimen...? Ya puedes suponer las tonterías que se dijeron.
–Yo no veo nada de extraordinario en ello –repuso Raskolnikov distraída-
mente–. Es una simple cuestión de sociología.
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no tienen derecho a faltar a las leyes, por el simple hecho de ser ordinarios.
En cambio, los individuos extraordinarios están autorizados a cometer toda
clase de crímenes y a violar todas las leyes, sin más razón que la de ser ex-
traordinarios. Es esto lo que usted decía, si no me equivoco.
–¡Es imposible que haya dicho eso! –balbuceó Rasumikhine.
Raskolnikov volvió a sonreír. Habia comprendido inmediatamente la inten-
ción de Porfirio y lo que éste pretendía hacerle decir. Y, recordando perfec-
tamente lo que habia dicho en su artículo, aceptó el reto.
–No es eso exactamente lo que dije –comenzó en un tono natural y modes-
to–. Confieso, sin embargo, que ha captado usted mi modo de pensar, no
ya aproximadamente, sino con bastante exactitud.
Y, al decir esto, parecía experimentar cierto placer.
–La inexactitud consiste en que yo no dije, como usted ha entendido, que
los hombres extraordinarios están autorizados a cometer toda clase de ac-
tos criminales. Sin duda, un artículo que sostuviera semejante tesis no se
habría podido publicar. Lo que yo insinué fue tan sólo que el hombre ex-
traordinario tiene el derecho..., no el derecho legal, naturalmente, sino el
derecho moral..., de permitir a su conciencia franquear ciertos obstáculos
en el caso de que así lo exija la realización de sus ideas, tal vez beneficiosas
para toda la humanidad... Dice usted que esta parte de mi artículo adolece
de falta de claridad. Se la voy a explicar lo mejor que pueda. Me parece que
es esto lo que usted desea, ¿no? Bien, vamos a ello. En mi opinión, si los
descubrimientos de Képler y Newton, por una circunstancia o por otra, no
hubieran podido llegar a la humanidad sino mediante el sacrificio de una,
o cien, o más vidas humanas que fueran un obstáculo para ello, Newton
habría tenido el derecho, e incluso el deber, de sacrificar esas vidas, a fin
de facilitar la difusión de sus descubrimientos por todo el mundo. Esto no
quiere decir, ni mucho menos, que Newton tuviera derecho a asesinar a
quien se le antojara o a cometer toda clase de robos. En el resto de mi
artículo, si la memoria no me engaña, expongo la idea de que todos los
legisladores y guías de la humanidad, empezando por los más antiguos y
terminando por Licurgo, Solón, Mahoma, Napoleón, etcétera; todos, hasta
los más recientes, han sido criminales, ya que al promulgar nuevas leyes vio-
laban las antiguas, que habían sido observadas fielmente por la sociedad y
transmitidas de generación en generación, y también porque esos hombres
no retrocedieron ante los derramamientos de sangre (de sangre inocente
y a veces heroicamente derramada para defender las antiguas leyes), por
poca que fuese la utilidad que obtuvieran de ello.
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–No hay de qué. Pero piense que semejante error es sólo posible en la
primera categoría, es decir, en la de los hombres ordinarios, como yo les
he calificado, tal vez equivocadamente. A pesar de su tendencia innata
a la obediencia, muchos de ellos, llevados de un natural alocado que se
encuentra incluso entre las vacas, se consideran hombres de vanguardia,
destructores llamados a exponer ideas nuevas, y lo creen con toda since-
ridad. Estos hombres no distinguen a los verdaderos innovadores y suelen
despreciarlos, considerándolos espíritus mezquinos y atrasados. Pero me
parece que no puede haber en ello ningún serio peligro, ya que nunca van
muy lejos. Por lo tanto, la inquietud de usted no está justificada. A lo sumo,
merecen que se les azote de vez en cuando para castigarlos por su desvío y
hacerlos volver al redil. No hay necesidad de molestar a un verdugo, pues
ellos mismos se aplican la sanción que merecen, ya que son personas de alta
moralidad. A veces se administran el castigo unos a otros; a veces se azotan
con sus propias manos. Se imponen penitencias públicas, lo que no deja de
ser hermoso y edificante. Es la regla general. En una palabra, que no tiene
usted por qué inquietarse.
–Bien; me ha tranquilizado usted, cuando menos por esta parte. Pero hay
otra cosa que me inquieta. Dígame: ¿son muchos esos individuos que tie-
nen derecho a estrangular a los otros, es decir, esos hombres extraordina-
rios? Desde luego, yo estoy dispuesto a inclinarme ante ellos, pero no me
negará usted que uno no puede estar tranquilo ante la idea de que tal vez
sean muy numerosos.
–¡Oh! No se preocupe tampoco por eso –dijo Raskolnikov sin cambiar de
tono–. Son muy pocos, poquísimos, los hombres capaces de encontrar una
idea nueva e incluso de decir algo nuevo. De lo que no hay duda es de que
la distribución de los individuos en las categorías y subdivisiones que obser-
vamos en la especie humana está estrictamente determinada por alguna
ley de la naturaleza. Esta ley está vedada todavía a nuestro conocimiento,
pero yo creo que existe y que algún día se nos revelará. La enorme masa de
individuos que forma lo que solemos llamar el rebaño, sólo vive para dar al
mundo, tras largos esfuerzos y misteriosos cruces de razas, un hombre que,
entre mil, posea cierta independencia, o un hombre entre diez mil, o en-
tre cien mil, que eso depende del grado de elevación de la independencia
(estas cifras son únicamente aproximadas). Sólo surge un hombre de genio
entre millones de individuos, y millares de millones de hombres pasan sobre
la corteza terrestre antes de que aparezca una de esas inteligencias capaces
de cambiar la faz del mundo. Desde luego, yo no me he asomado a la re-
torta donde se elabora todo eso, pero no cabe duda de que esta ley existe,
porque debe existir, porque en esto no interviene para nada el azar.
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de los últimos que visitó aquella casa –añadió en tono amistoso–, tal vez
pueda aclararnos algo.
–Lo que usted pretende es interrogarme en toda regla, ¿no es así? –pre-
guntó rudamente Raskolnikov.
–Nada de eso. ¿Por qué? Por el momento, no hace falta. No me ha com-
prendido usted. Lo que ocurre es que yo aprovecho todas las ocasiones y
he hablado ya con todos los que tenían allí algún objeto empeñado. Me
han dado una serie de informes, y usted, siendo el último... ¡Ah! ¡Ahora
que me acuerdo! –exclamó alegremente, dirigiéndose a Rasumikhine–. He
estado a punto de olvidarme otra vez... El otro día no paraste de hablarme
de Nikolachka. Pues bien, estoy convencido, completamente convencido de
que ese joven es inocente –se dirigía de nuevo a Raskolnikov–. Pero ¿qué
puedo hacer yo? También he tenido que molestar a Mitri. En fin, he aquí
lo que quería preguntarle. Cuando usted subía la escalera..., por cierto que
creo que fue entre siete y ocho de la tarde, ¿no?
–Sí, entre siete y ocho –repuso Raskolnikov, que inmediatamente se arre-
pintió de haber dado esta contestación innecesaria.
–Bien, pues cuando subía usted la escalera entre siete y ocho, ¿no vio us-
ted en el segundo piso, en un departamento cuya puerta estaba abierta...,
recuerda usted..., no vio usted, repito, dos pintores, o por lo menos uno,
trabajando? ¿Los vio usted? Esto es sumamente importante para ellos...
–¿Dos pintores? Pues no, no los vi –repuso Raskolnikov, fingiendo escudriñar
en su memoria, mientras ponía todo su empeño en descubrir la trampa que
se ocultaba en aquellas palabras–. No, no los vi. Y tampoco advertí que
hubiese ninguna puerta abierta... Lo que recuerdo es que en el cuarto piso
–continuó en tono triunfante, pues estaba seguro de haber sorteado el
peligro– había un funcionario que estaba de mudanza..., precisamente el
de la puerta que está frente a la de Alena Ivanovna... Sí, lo recuerdo per-
fectamente. Por cierto que unos soldados que transportaban un sofá me
arrojaron contra la pared... Pero a los pintores no recuerdo haberlos visto.
Y tampoco ningún departamento con la puerta abierta... No, no había nin-
guna abierta.
–Pero ¿qué significa esto? –dijo Rasumikhine a Porfirio, comprendiendo de
súbito las intenciones del juez de instrucción–. Los pintores trabajaban allí
el día del suceso y él estuvo en la casa tres días antes. ¿Por qué le haces es-
tas preguntas?
–¡Pues es verdad! ¡Qué cabeza la mía! –exclamó Porfirio golpeándose la
frente–. Este asunto acabará volviéndome loco –dijo en son de excusa diri-
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–Todo esto es ofensivo, muy ofensivo, ya lo sé; pero ya que estamos ha-
blando sinceramente (y me congratulo de que sea así, pues esto me parece
excelente), no vacilo en decirte con toda franqueza que hace ya tiempo que
observé que habían concebido esta sospecha. Entonces era una idea vaga,
imprecisa, insidiosa, tomada medio en broma, pero ni aun bajo esta forma
tenían derecho a admitirla. ¿Cómo se han atrevido a acogerla? ¿Y qué es lo
que ha dado cuerpo a esta sospecha? ¿Cuál es su origen...? ¡Si supieras la
indignación que todo esto me ha producido...! Un pobre estudiante trans-
figurado por la miseria y la neurastenia, que incuba una grave enfermedad
acompañada de desvarío, enfermedad que incluso puede haberse decla-
rado ya (detalle importante); un joven desconfiado, orgulloso, consciente
de su valía, y que acaba de pasar seis meses encerrado en su rincón, sin ver
a nadie; que va vestido con andrajos y calzado con botas sin suelas..., este
joven está en pie ante unos policías despiadados que le mortifican con sus
insolencias. De pronto, a quemarropa, se le reclama el pago de un pagaré
protestado. La pintura fresca despide un olor mareante, en la repleta sala
hace un calor de treinta grados y la atmósfera es irrespirable. Entonces el
joven oye hablar del asesinato de una persona a la que ha visto la víspera.
Y para que no falte nada, tiene el estómago vacío. ¿Cómo no desvanecerse?
¡Que hayan basado todas sus sospechas en este síncope...! ¡El diablo les lle-
ve! Comprendo que todo esto es humillante, pero yo, en tu lugar, me reiría
de ellos, me reiría en sus propias narices. Es más: les escupiría en plena cara
y les daría una serie de sonoras bofetadas. ¡Escúpeles, Rodia! ¡Hazlo...! ¡Es
intolerable!
“Ha soltado su perorata como un actor consumado”, se dijo Raskolnikov.
–¡Que les escupa! –exclamó amargamente–. Eso es muy fácil de decir. Ma-
ñana, nuevo interrogatorio. Me veré obligado a rebajarme a dar nuevas
explicaciones. ¿Es que no me humillé bastante ayer ante Zamiotof en aquel
café donde nos encontramos?
–¡Así se los lleve a todos el diablo! Mañana iré a ver a Porfirio, y te aseguro
que esto se aclarará. Le obligaré a explicarme toda la historia desde el prin-
cipio. En cuanto a Zamiotof...
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habías visto nada, aunque esto hubiera sido una mentira. ¿Quién confiesa
una cosa que le compromete?
–Si yo hubiese tenido “eso” sobre la conciencia, seguramente habría dicho
que había visto a los pintores, y el piso abierto –lijo Raskolnikov, dando
muestras de mantener esta conversación con profunda desgana.
–Pero ¿por qué decir cosas que le comprometen a uno?
–Porque sólo los patanes y los incautos lo niegan todo por sistema. Un hom-
bre avisado, por poco culto e inteligente que sea, confiesa, en la medida
de lo posible, todos los hechos materiales innegables. Se limita a atribuirles
causas diferentes y añadir algún pequeño detalle de su invención que mo-
difica su significado. Porfirio creía seguramente que yo respondería así, que
declararía haber visto a los pintores para dar verosimilitud a mis palabras,
aunque explicando las codas a mi modo. Sin embargo...
–Si tú hubieses dicho eso, él te habría contestado inmediatamente que no
podía haber pintores en la casa dos días antes del crimen, y que, por lo tan-
to, tú habías ido allí el mismo día del suceso, de siete a ocho de la tarde.
–Eso es lo que él quería. creía que yo no tendría tiempo de darme cuenta
de ese detalle, que me apresuraría a responder del modo que juzgara más
favorable para mí, olvidándome de que los pintores no podían estar allí dos
días antes del crimen.
–Pero ¿es posible olvidar una coda así?
–Es lo más fácil. Estas cuestiones de detalle constituyen el escollo de los
maliciosos. El hombre más sagaz es el que menos sospecha que puede caer
ante un detalle insignificante. Porfirio no es tan tonto como tú crees.
–Entonces, es un ladino.
Raskolnikov se echó a reír. Pero al punto se asombró de haber pronunciado
sus últimas palabras con verdadera animación e incluso con cierto placer,
él, que hasta entonces había sostenido la conversación como quien cumple
una obligación penosa.
“Me parece que le voy tomando el gusto a estas codas”, pensó.
Pero de súbito se sintió dominado por una especie de agitación febril, como
si una idea repentina e inquietante se hubiera apoderado de él. Este estado
de ánimo llegó a ser muy pronto intolerable. Estaban ya ante la pensión
Bakaleev.
–Entra tú solo –dijo de pronto Raskolnikov–. Yo vuelvo en seguida.
–¿Adónde vas, ahora que hemos llegado?
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–Tengo algo que hacer. Es un asunto que no puedo dejar. Estaré de vuelta
dentro de una media hora. Díselo a mi madre y a mi hermana.
–Espera, voy contigo.
–¿También tú te has propuesto perseguirme? –exclamó Raskolnikov con un
gesto tan desesperado que Rasumikhine no se atrevió a insistir.
El estudiante permaneció un momento ante la puerta, siguiendo con mi-
rada sombría a Raskolnikov, que se alejaba rápidamente en dirección a su
domicilio. Al fin apretó los puños, rechinó los dientes y juró obligar a hablar
francamente a Porfirio antes de que llegara la noche. Luego subió para
tranquilizar a Pulqueria Alejandrovna, que empezaba a sentirse inquieta
ante la tardanza de su hijo.
Cuando Raskolnikov llegó ante la casa en que habitaba tenía las sienes em-
papadas de sudor y respiraba con dificultad. Subió rápidamente la escalera,
entró en su habitación, que estaba abierta, y la cerró. Inmediatamente,
loco de espanto, corrió hacia el escondrijo donde había tenido guardados
los objetos, introdujo la mano por debajo del papel y exploró hasta el úl-
timo rincón del escondite. Nada, allí no habia nada. Se levantó, lanzando
un suspiro de alivio. Hacía un momento, cuando se acercaba a la pensión
Bakaleev, le habia asaltado de súbito el temor de que algún objeto, una
cadena, un par de gemelos o incluso alguno de los papeles en que iban
envueltos, y sobre los que habia escrito la vieja, se le hubiera escapado al
sacarlos, quedando en alguna rendija, para servir más tarde de prueba irre-
cusable contra él.
Permaneció un momento sumido en una especie de ensoñación mientras
una sonrisa extraña, humilde e inconsciente erraba en sus labios. Al fin co-
gió su gorra y salió de la habitación en silencio. Las ideas se confundían en
su cerebro. Así, pensativo, bajó la escalera y llegó al portal.
–¡Aquí lo tiene usted! –dijo una voz potente.
Raskolnikov levantó la cabeza.
El portero, de pie en el umbral de la portería, señalaba a Raskolnikov y
se dirigía a un individuo de escasa estatura, con aspecto de hombre del
pueblo. Vestía una especie de hopalanda sobre un chaleco y, visto de lejos,
se le habría tomado por una campesina. Su cabeza, cubierta con un gorro
grasiento, se inclinaba sobre su pecho. Era tan cargado de espaldas, que pa-
recía jorobado. Su rostro, fofo y arrugado, era el de un hombre de más de
cincuenta años. Sus ojillos, cercados de grasa, lanzaban miradas sombrías.
–¿Qué pasa?–preguntó Raskolnikov acercándose al portero.
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hasta este momento para dar señales de vida? ¿Cómo se las arreglaría pa-
ra ver? Si parece imposible... Además –siguió reflexionando Raskolnikov,
dominado por un terror glacial–, ahí está el estuche que Nicolás encontró
detrás de la puerta... ¿Se podía esperar que ocurriera esto...? Pruebas... Bas-
ta equivocarme en una nimiedad para crear una prueba que va creciendo
hasta alcanzar dimensiones gigantescas.”
Con profundo pesar, notó que las fuerzas le abandonaban, que una extre-
ma debilidad le invadía.
“Debí suponerlo –se dijo con amarga ironía–. No sé cómo me atreví a ha-
cerlo. Yo me conocía, yo sabía de lo que era capaz. Sin embargo, empuñé
el hacha y derramé sangre... Debí preverlo todo... Pero ¿acaso no lo había
previsto?”
Se dijo esto último con verdadera desesperación. Después le asaltó un nue-
vo pensamiento.
“No, esos hombres están hechos de otro modo. Un auténtico conquista-
dor, uno de esos hombres a los que todo se les permite, cañonea Tolón,
organiza matanzas en París, olvida su ejército en Egipto, pierde medio mi-
llón de hombres en la campaña de Rusia, se salva en Vilna por verdadera
casualidad, por una equivocación, y, sin embargo, después de su muerte se
le levantan estatuas. Esto prueba que, en efecto, todo se les permite. Pero
esos hombres están hechos de bronce, no de carne.”
De pronto tuvo un pensamiento que le pareció divertido.
“Napoleón, las Pirámides, Waterloo por un lado, y por otro una vieja y en-
juta usurera que tiene debajo de la cama un arca forrada de tafilete rojo...
¿Cómo admitir que puede haber una semejanza entre ambas cosas? ¿Cómo
podría admitirlo un Porfirio Petrovitch, por ejemplo? Completamente im-
posible: sus sentimientos estéticos se oponen a ello... ¡Un Napoleón intro-
ducirse debajo de la cama de una vieja...! ¡Inconcebible!”
De vez en cuando experimentaba una exaltación febril y creía desvariar.
“La vieja no significa nada –se dijo fogosamente–. Esto tal vez sea un error,
pero no se trata de ella. La vieja ha sido sólo un accidente. Yo quería salvar
el escollo rápidamente, de un salto. No he matado a un ser humano, sino
un principio. Y el principio lo he matado, pero el salto no lo he sabido dar.
Me he quedado a la parte de aquí; lo único que he sabido ha sido matar.
Y ni siquiera esto lo he hecho bien del todo, al parecer... Un principio...
¿Por qué ese idiota de Rasumikhine atacará a los socialistas? Son personas
laboriosas, hombres de negocios que se preocupan por el bienestar gene-
ral... Sin embargo, sólo se vive una vez, y yo no quiero esperar esa felicidad
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universal. Ante todo, quiero vivir. Si no sintiese este deseo, sería preferible
no tener vida. Al fin y al cabo, lo único que he hecho ha sido negarme a
pasar por delante de una madre hambrienta, con mi rublo bien guardado
en el bolsillo, esperando la llegada de la felicidad universal. Yo aporto, por
decirlo así, mi piedra al edificio común, y esto es suficiente para que me
sienta en paz... ¿Por qué, por qué me dejasteis partir? Tengo un tiempo de-
terminado de vida y quiero también... ¡Ah! Yo no soy más que un gusano
atiborrado de estética. Sí, un verdadero gusano y nada más.”
Al pensar esto estalló en una risa de loco. Y se aferró a esta idea y empezó
a darle todas las vueltas imaginables, con un acre placer.
“Sí, lo soy, aunque sólo sea, primero, porque me llamo gusano a mí mismo,
y segundo, porque llevo todo un mes molestando a la Divina Providencia al
ponerla por testigo de que yo no hacía aquello para procurarme satisfac-
ciones materiales, sino con propósitos nobles y grandiosos. ¡Ah!, y también
porque decidí observar la más rigurosa justicia y la más perfecta modera-
ción en la ejecución de mi plan. En primer lugar elegí el gusano más nocivo
de todos, y, en segundo, al matarlo, estaba dispuesto a no quitarle sino el
dinero estrictamente necesario para emprender una nueva vida. Nada más
y nada menos (el resto iría a parar a los conventos, según la última voluntad
de la vieja)... En fin, lo cierto es que soy un gusano, de todas formas –añadió
rechinando los dientes–. Porque soy tal vez más vil e innoble que el gusano
al que asesiné y porque yo presentía que, después de haberlo matado, me
diría esto mismo que me estoy diciendo... ¿Hay nada comparable a este ho-
rror? ¡Cuánta villanía! ¡Cuánta bajeza...! ¡Qué bien comprendo al Profeta,
montado en su caballo y empuñando el sable! “¡Alá lo ordena! Sométete,
pues, miserable y temblorosa criatura.” Tiene razón, tiene razón el Profeta
cuando alinea sus tropas en la calle y mata indistintamente a los culpables y
a los justos, sin ni siquiera dignarse darles una explicación. Sométete, pues,
miserable y temblorosa criatura, y guárdate de tener voluntad. Esto no es
cosa tuya... ¡Oh! Jamás, jamás perdonaré a la vieja.”
Sus cabellos estaban empapados de sudor, temblaban sus resecos labios, su
mirada se fijaba en el techo obstinadamente.
“Mi madre... mi hermana... ¡Cómo las quería...! ¿Por qué las odio ahora?
Sí, las odio con un odio físico. No puedo soportar su presencia. Hace unas
horas, lo recuerdo perfectamente, me he acercado a mi madre y la he abra-
zado... Es horrible estrecharla entre mis brazos y pensar que si ella supiera...
¿Y si se lo contara todo...? Me quitaría un peso de encima... Ella debe de ser
como yo.”
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Pensó esto último haciendo un gran esfuerzo, como si no le fuera fácil lu-
char con el delirio que le iba dominando.
“¡Oh, cómo odio a la vieja ahora! Creo que la volvería a matar si resucitara...
¡Pobre Lisbeth! ¿Por qué la llevaría allí el azar...? ¡Qué extraño es que piense
tan poco en ella! Es como si no la hubiese matado... ¡Lisbeth...! ¡Sonia...!
¡Pobres y bondadosas criaturas de dulce mirada...! ¡Queridas criaturas...!
¿Por qué no lloran? ¿Por qué no gimen? Dan todo lo que poseen con una
mirada resignada y dulce... ¡Sonia, dulce Sonia...!”
Perdió la conciencia de las cosas y se sintió profundamente asombrado de
verse en la calle sin poder recordar cómo había salido. Ya era de noche. Las
sombras se espesaban y la luna resplandecía con intensidad creciente, pero
la atmósfera era asfixiante. Las calles estaban repletas de gente. Se percibía
un olor a cal, a polvo, a agua estancada.
Raskolnikov avanzaba, triste y preocupado. Sabia perfectamente que había
salido de casa con un propósito determinado, que tenía que hacer algo
urgente, pero no se acordaba de qué. De pronto se detuvo y miró a un
hombre que desde la otra acera le llamaba con la mano. Atravesó la calle
para reunirse con él, pero el desconocido dio media vuelta y se alejó, con la
cabeza baja, sin volverse, como si no le hubiera llamado.
“A lo mejor, me ha parecido que me llamaba y no ha sido así”, se dijo Ras-
kolnikov. Pero juzgó que debía alcanzarle. Cuando estaba a una decena de
pasos de él lo reconoció súbitamente y se estremeció. Era el desconocido
de poco antes, vestido con las mismas ropas y con su espalda encorvada.
Raskolnikov lo siguió de lejos. El corazón le latía con violencia. Entraron en
un callejón. El desconocido no se volvía.
“¿Sabrá que le sigo?”, se preguntó Rodia.
El hombre encorvado entró por la puerta principal de un gran edificio.
Raskolnikov se acercó a él y le miró con la esperanza de que se volviera y
le llamase. En efecto, cuando el desconocido estuvo en el patio, se volvió
y pareció indicarle que se acercara. Raskolnikov se apresuró a franquear el
portal, pero cuando llegó al patio ya no vio a nadie. Por lo tanto, el hombre
de la hopalanda había tomado la primera escalera. Raskolnikov corrió tras
él. Efectivamente, se oían pasos lentos y regulares a la altura del segundo
piso. Aquella escalera –cosa extraña– no era desconocida para Raskolnikov.
Allí estaba la ventana del rellano del primer piso. Un rayo de luna misterio-
sa y triste se filtraba por los cristales. Y llegó al segundo piso.
“¡Pero si es aquí donde trabajaban los pintores!”
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¿Cómo no habría reconocido antes la casa...? El ruido de los pasos del hom-
bre que le precedía se extinguió.
“Por lo tanto, se ha detenido. Tal vez se haya ocultado en alguna parte... He
aquí el tercer piso. ¿Debo seguir subiendo o no? ¡Qué silencio...!”
El ruido de sus propios pasos le daba miedo.
“¡Señor, qué oscuridad! El desconocido debe de estar oculto por aquí, en
algún rincón... ¡Toma! La puerta que da al rellano está abierta de par en
par.”
Tras reflexionar un momento, entró. El vestíbulo estaba oscuro y vacío como
una habitación desvalijada. Pasó a la sala lentamente, andando de puntillas.
Toda ella estaba iluminada por una luna radiante. Nada había cambiado:
allí estaban las sillas, el espejo, el sofá amarillo, los cuadros con sus marcos.
Por la ventana se veía la luna, redonda y enorme, de un rojo cobrizo.
“Es la luna la que crea el silencio –pensó Raskolnikov–, la luna, que se ocupa
en descifrar enigmas.”
Estaba inmóvil, esperando. A medida que iba aumentando el silencio noc-
turno, los latidos de su corazón eran más violentos y dolorosos. ¡Qué calma
tan profunda...! De pronto se oyó un seco crujido, semejante al que pro-
duce una astilla de madera al quebrarse. Después todo volvió a quedar en
silencio. Una mosca se despertó y se precipitó contra los cristales, dejando
oír su bordoneo quejumbroso. En este momento, Raskolnikov descubrió en
un rincón, entre la cómoda y la ventana, una capa colgada en la pared.
“¿Qué hace esa capa aquí? –pensó–. Entonces no estaba.”
Apartó la capa con cuidado y vio una silla, y en la silla, sentada en el bor-
de y con el cuerpo doblado hacia delante, una vieja. Tenía la cabeza tan
baja, que Raskolnikov no podía verle la cara. Pero no le cupo duda de que
era ella... Permaneció un momento inmóvil. “Tiene miedo”, pensó mientras
desprendía poco a poco el hacha del nudo corredizo. Después descargó un
hachazo en la nuca de la vieja, y otro en seguida. Pero, cosa extraña, ella no
hizo el menor movimiento: se habría dicho que era de madera. Sintió mie-
do y se inclinó hacia delante para examinarla, pero ella bajó la cabeza más
todavía. Entonces él se inclinó hasta tocar el suelo con su cabeza y la miró
de abajo arriba. Lo que vio le llenó de espanto: la vieja reventaba de risa,
de una risa silenciosa que trataba de ahogar, haciendo todos los esfuerzos
imaginables.
De súbito le pareció que la puerta del dormitorio estaba entreabierta y que
alguien se reía allí también. Creyó oír un cuchicheo y se enfureció. Empezó
a golpear la cabeza de la vieja con todas sus fuerzas, pero a cada hachazo
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CUARTA PARTE
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ningún asunto que ir llevando por las casas de la ciudad, se veía obligada
a permanecer en casa desde hacia tres días. Ya había fastidiado a todo el
mundo con la lectura de la carta (¿ha oído usted hablar de esa carta?). De
pronto cayeron sobre ella, como enviados por el cielo, aquellos dos latiga-
zos. Lo primero que hizo fue ordenar que preparasen el coche... Sin hablar
de esos casos especiales en que las mujeres experimentan un gran placer en
que las ofendan, a pesar de la indignación que simulan (casos que se pre-
sentan a veces), al hombre, en general, le gusta que lo humillen. ¿No lo ha
observado usted? Pero esta particularidad es especialmente frecuente en
las mujeres. Incluso se puede afirmar que es algo esencial en su vida.
Hubo un momento en que Raskolnikov pensó en levantarse e irse, para
poner término a la conversación, pero cierta curiosidad y también cierto
propósito le decidieron a tener paciencia.
–Le gusta manejar el látigo, ¿eh? –preguntó con aire distraído.
–No lo crea –respondió con toda calma Svidrigailof–. En lo que concierne
a Marfa Petrovna, no disputaba casi nunca con ella. Vivíamos en perfecta
armonía, y ella estaba satisfecha de mí. Sólo dos veces usé el látigo duran-
te nuestros siete años de vida en común (dejando aparte un tercer caso
bastante dudoso). La primera vez fue a los dos meses de casarnos, cuando
llegamos a nuestra hacienda, y la segunda, en el caso que acabo de mencio-
nar... Y usted me considera un monstruo, ¿no?, un retrógrado, un partidario
de la esclavitud... A propósito, Rodion Romanovitch, ¿recuerda usted que
hace algunos años, en el tiempo de nuestras felices asambleas municipa-
les, se cubrió de oprobio a un terrateniente, cuyo nombre no recuerdo,
culpable de haber azotado a una extranjera en un vagón de ferrocarril?
¿Se acuerda? Me parece que fue el mismo año en que se produjo “el más
horrible incidente del siglo”. Es decir, Las noches egipcias, las conferencias,
¿recuerda...? ¡Los ojos negros...! ¡Oh, tiempos maravillosos de nuestra ju-
ventud!, ¿dónde estáis...? Pues bien, he aquí mi opinión. Yo critico severa-
mente a ese señor que fustigó a la extranjera, pues es un acto inicuo que
uno no puede menos de censurar. Pero también debo decirle que algunas
de esas extranjeras le soliviantan a uno de tal modo, que ni el hombre de
ideas más avanzadas puede responder de sus actos. Nadie ha examinado la
cuestión en este aspecto, pero estoy seguro de que ello es un error, pues mi
punto de vista es perfectamente humano.
Al pronunciar estas palabras, Svidrigailof volvió a echarse a reír. Raskolnikov
comprendió que aquel hombre obraba con arreglo a un plan bien elabora-
do y que era un perillán de clase fina.
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–Debe usted de llevar varios días sin hablar con nadie, ¿verdad? –preguntó
el joven.
–Algo de eso hay. Pero dígame: ¿no le extraña a usted mi buen carácter?
–No, de lo que estoy asombrado es de que tenga usted demasiado buen
carácter.
–Usted dice eso porque no me he dado por ofendido ante el tono grosero
de sus preguntas, ¿no es verdad? Sí, no me cabe duda. Pero ¿por qué tenía
que enfadarme? Usted me ha preguntado francamente, y yo le he respon-
dido con franqueza –su acento rebosaba comprensión y simpatía–. Ahora
–continuó, pensativo– nada me preocupa, porque ahora no hago absolu-
tamente nada... Por lo demás, usted puede suponer que estoy tratando
de ganarme su simpatía con miras interesadas, ya que mi mayor deseo es
ver a su hermana, como le he confesado. Pero créame si le digo que estoy
verdaderamente aburrido, sobre todo después de mi inactividad de estos
tres últimos días. Por eso me he alegrado tanto de verle... No se enfade,
Rodion Romanovitch, pero me parece usted un hombre muy extraño. Usted
podrá decir que cómo se me ha ocurrido semejante cosa precisamente en
este momento, pero es que yo no me refiero a ahora, sino a estos últimos
tiempos... En fin, me callo; no quiero verle poner esa cara. No soy tan oso
como usted cree.
Raskolnikov le dirigió una mirada sombría.
–Tal vez no lo sea usted nada. A mí me parece que es un hombre sumamen-
te sociable, o, por lo menos, que sabe usted serlo cuando es preciso.
–Sin embargo, a mí no me preocupa la opinión ajena –repuso Svidrigailof
en un tono seco y un tanto altivo–. Por otra parte, ¿por qué no adoptar los
modales de una persona mal educada en un país donde esto tiene tantas
ventajas, y sobre todo cuando uno se siente inclinado por temperamento a
la mala educación? –terminó entre risas.
–Pues yo he oído decir que usted tiene aquí muchos conocidos y que no es
eso que llaman “un hombre sin relaciones”. Si no persigue usted ningún fin,
¿a qué ha venido a mi casa?
–Es cierto que tengo aquí conocidos –dijo el visitante, sin responder a la
pregunta principal que se le acababa de dirigir–. Ya me he cruzado con
algunos, pues llevo tres días paseando. Yo los he reconocido y ellos me
han reconocido a mí, creo yo. Es natural que sea un hombre bien relacio-
nado. Voy bien vestido y se me considera como hombre acomodado, pues,
a pesar de la abolición de la esclavitud, nos quedan bosques y praderas
fertilizados por nuestros ríos, que siguen proporcionándonos una renta.
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Pero no quiero reanudar mis antiguas relaciones; hace ya tiempo que estas
amistades no me seducen. Ya hace tres días que voy vagando por aquí, y
todavía no he visitado a nadie... Además, ¡esta ciudad...! ¿Ha observado us-
ted cómo está edificada? Es una población de funcionarios y seminaristas.
Verdaderamente, hay muchas cosas en que yo no me fijaba hace ocho años,
cuando no hacía otra cosa que holgazanear e ir por esos círculos, por esos
clubes, como el Dussaud. No volveré a visitar ninguno –continuó, fingiendo
no darse cuenta de la muda interrogación del joven–. ¿Qué placer se puede
experimentar en hacer fullerías?
–¡Ah! ¿Hacía usted trampas en el juego?
–Sí. Éramos un grupo de personas distinguidas que matábamos así el tiem-
po. Pertenecíamos a la mejor sociedad. Había entre nosotros poetas y ca-
pitalistas. ¿Ha observado usted que aquí, en Rusia, abundan los fulleros
entre las personas de buen tono? Yo vivo ahora en el campo, pero estuve
encarcelado por deudas. El acreedor era un griego de Nejin. Entonces co-
nocí a Marfa Petrovna. Entró en tratos con mi acreedor, regateó, me liberó
de mi deuda mediante la entrega de treinta mil rublos (yo sólo debía se-
tenta mil), nos unimos en legítimo matrimonio y se me llevó al punto a sus
propiedades, donde me guardó como un tesoro. Ella tenía cinco años más
que yo y me adoraba. En siete años, yo no me moví de allí. Por cierto, que
Marfa Petrovna conservó toda su vida el cheque que yo había firmado al
griego con nombre falso, de modo que si yo hubiera intentado sacudirme
el yugo, ella me habría hecho enchiquerar. Si, no le quepa duda de que lo
habría hecho. Las mujeres tienen estas contradicciones.
–De no existir ese pagaré, ¿la habría plantado usted?
–No sé qué decirle. Desde luego, ese documento no me preocupaba lo más
mínimo. Yo no sentía deseos de ir a ninguna parte, y la misma Marfa Petro-
vna, viendo cómo me aburría, me propuso en dos ocasiones que hiciera un
viaje al extranjero. Pero yo habia ya salido anteriormente de Rusia y el viaje
me había disgustado profundamente. Uno contempla un amanecer aquí o
allá, o la bahía de Nápoles, o el mar, y se siente dominado por una profun-
da tristeza. Y lo peor es que uno experimenta una verdadera nostalgia. No,
se está mejor en casa. Aquí, al menos, podemos acusar a los demás de to-
dos los males y justificarnos a nuestros propios ojos. Tal vez me vaya al Polo
Norte con una expedición, pues j’ai le vin mauvais y no quiero beber. Pero
es que no puedo hacer ninguna otra cosa. Ya lo he intentado, pero nada.
¿Ha oído usted decir que Berg va a intentar el domingo una ascensión en
globo en el parque Iusupof y que admite pasajeros?
–¿Pretende usted subir al globo?
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–No, de ningún modo puedo creer eso –dijo Raskolnikov con cierta irrita-
ción.
–La gente –murmuró Svidrigailof como si hablara consigo mismo, inclinan-
do la cabeza y mirando de reojo– suele decir: “Estás enfermo. Por lo tanto,
todo eso que ves son alucinaciones.” Esto no es razonar con lógica rigurosa.
Admito que las apariciones sólo las vean los enfermos; pero esto sólo de-
muestra que hay que estar enfermo para verlas, no que las apariciones no
existan.
–Estoy seguro de que no existen –exclamó Raskolnikov con energía.
–¿Usted cree?
Observó al joven largamente. Después siguió diciendo:
Bien, pero no me negará usted que se puede razonar como yo voy a hacer-
lo... Le ruego que me ayude... Las apariciones son algo así como fragmen-
tos de otros mundos..., sus ambiciones. Un hombre sano no tiene motivo
alguno para verlas, ya que es, ante todo, un hombre terrestre, es decir, ma-
terial. Por lo tanto, sólo debe vivir para participar en el orden de la vida de
aquí abajo. Pero, apenas se pone enfermo, apenas empieza a alterarse el
orden normal, terrestre, de su organismo, la posible acción de otro mundo
comienza a manifestarse en él, y a medida que se agrava su enfermedad,
las relaciones con ese otro mundo se van estrechando, progresión que con-
tinúa hasta que la muerte le permite entrar de lleno en él. Si usted cree en
una vida futura, nada le impide admitir este razonamiento.
–Yo no creo en la vida futura –replicó Raskolnikov.
Svidrigailof estaba ensimismado.
–¿Y si no hubiera allí más que arañas y otras cosas parecidas? –preguntó de
pronto.
“Está loco”, pensó Raskolnikov.
–Nos imaginamos la eternidad –continuó Svidrigailofcomo algo inmenso e
inconcebible. Pero ¿por qué ha de ser así necesariamente? ¿Y si, en vez de
esto, fuera un cuchitril, uno de esos cuartos de baño lugareños, ennegreci-
dos por el humo y con telas de araña en todos los rincones? Le confieso que
así me la imagino yo a veces.
Raskolnikov experimentó una sensación de malestar.
–¿Es posible que no haya sabido usted concebir una imagen más justa, más
consoladora? –preguntó.
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–Lo que usted sintió –dijo Raskolnikov– fue un capricho de hombre liberti-
no y ocioso.
–Ciertamente soy un hombre ocioso y libertino; pero su hermana posee tan
poderosos atractivos, que no es nada extraño que yo no pudiera desistir.
Sin embargo, todo aquello no fue más que una nube de verano, como aho-
ra he podido ver.
–¿Hace mucho que se ha dado cuenta de eso?
–Ya hace tiempo que lo sospechaba, pero no me convencí hasta anteayer,
en el momento de mi llegada a Petersburgo. Sin embargo, ya habia llegado
el tren a Moscú, y aún tenía el convencimiento de que venía aquí con obje-
to de desbancar a Lujine y obtener la mano de Avdotia Romanovna.
–Perdone, pero ¿no podría usted abreviar y explicarme el objeto de su visi-
ta? Tengo cosas urgentes que hacer.
–Con mucho gusto. He decidido emprender un viaje y quisiera arreglar cier-
tos asuntos antes de partir... Mis hijos se han quedado con su tía; son ricos y
no me necesitan para nada. Además, ¿cree usted que yo puedo ser un buen
padre? Para cubrir mis necesidades personales, sólo me he quedado con la
cantidad que me regaló Marfa Petrovna el año pasado. Con ese dinero ten-
go suficiente... perdone, vuelvo al asunto. Antes de emprender este viaje
que tengo en proyecto y que seguramente realizaré he decidido terminar
con el señor Lujine. No es que le odie, pero él fue el culpable de mi último
disgusto con Marfa Petrovna. Me enfadé cuando supe que este matrimonio
había sido un arreglo de mi mujer. Ahora yo desearía que usted intercedie-
ra para que Avdotia Romanovna me concediera una entrevista, en la cual le
explicaría, en su presencia si usted lo desea así, que su enlace con el señor
Lujine no sólo no le reportaría ningún beneficio, sino que, por el contrario,
le acarrearía graves inconvenientes. Acto seguido, me excusaría por todas
las molestias que le he causado y le pediría permiso para ofrecerle diez mil
rublos, lo que le permitiría romper su compromiso con Lujine, ruptura que
de buena gana llevará a cabo (estoy seguro de ello) si se le presenta una
ocasión.
–Realmente está usted loco –exclamó Raskolnikov, menos irritado que sor-
prendido–. ¿Cómo se atreve a hablar de ese modo?
–Ya sabía yo que pondría usted el grito en el cielo, pero quiero hacerle
saber, ante todo, que, aunque no soy rico, puedo desprenderme perfec-
tamente de esos diez mil rublos, es decir, que no los necesito. Si Avdotia
Romanovna no los acepta, sólo Dios sabe el estúpido use que haré de ellos.
Por otra parte, tengo la conciencia bien tranquila, pues hago este ofreci-
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miento sin ningún interés. Tal vez no me crea usted, pero en seguida se
convencerá, y lo mismo digo de Avdotia Romanovna. Lo único cierto es que
he causado muchas molestias a su honorable hermana, y como estoy sin-
ceramente arrepentido, deseo de todo corazón, no rescatar mis faltas, no
pagar esas molestias, sino simplemente hacerle un pequeño servicio para
que no pueda decirse que compré el privilegio de causarle solamente ma-
les. Si mi proposición ocultara la más leve segunda intención, no la habría
hecho con esta franqueza, y tampoco me habría limitado a ofrecerle diez
mil rublos, cuando le ofrecí bastante más hace cinco semanas. Además, es
muy probable que me case muy pronto con cierta joven, lo que demuestra
que no pretendo atraerme a Avdotia Romanovna. Y, para terminar, le diré
que si se casa con Lujine, su hermana aceptará esta misma suma, sólo que
de otra manera. En fin, Rodion Romanovitch, no se enfade usted y reflexio-
ne sobre esto con calma y sangre fría.
Svidrigailof había pronunciado estas palabras con un aplomo extraordinario.
–Basta ya –dijo Raskolnikov–. Su proposición es de una insolencia imperdo-
nable.
–No estoy de acuerdo. Según ese criterio, en este mundo un hombre sólo
puede perjudicar a sus semejantes y no tiene derecho a hacerles el menor
bien, a causa de las estúpidas conveniencias sociales. Esto es absurdo. Si yo
muriese y legara esta suma a mi hermana, ¿se negaría ella a aceptarla?
–Es muy posible.
–Pues yo estoy seguro de que no la rechazaría. Pero no discutamos. Lo cier-
to es que diez mil rublos no son una cosa despreciable. En fin, fuera como
fuere, le ruego que transmita nuestra conversación a Avdotia Romanovna.
–No lo haré.
–En tal caso, Rodion Romanovitch, me veré obligado a procurar tener una
entrevista con ella, cosa que tal vez la moleste.
–Y si yo le comunico su proposición, ¿usted no intentará visitarla?
–Pues... no sé qué decirle. ¡Me gustaría tanto verla, aunque sólo fuera una
vez!
–No cuente con ello.
–Pues es una lástima. Por otra parte, usted no me conoce. Podríamos llegar
a ser buenos amigos.
–¿Usted cree?
–¿Por qué no? –exclamó Svidrigailof con una sonrisa.
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Eran cerca de las ocho. Los dos jóvenes se dirigieron a paso ligero al edificio
Bakaleev, con el propósito de llegar antes que Lujine.
–¿Quién era ese señor que estaba contigo? –preguntó Rasumikhine apenas
llegaron a la calle.
–Es Svidrigailof, ese hacendado que hizo la corte a mi hermana cuando la
tuvo en su casa como institutriz. A causa de esta persecución, Marfa Petro-
vna, la esposa de Svidrigailof, echó a mi hermana de la casa. Esta señora
pidió después perdón a Dunia, y ahora, hace unos días, ha muerto de re-
pente. De ella hemos hablado hace un momento. No sé por qué temo tanto
a ese hombre. Inmediatamente después del entierro de su mujer se ha veni-
do a Petersburgo. Es un tipo muy extraño y parece abrigar algún proyecto
misterioso. ¿Qué es lo que proyectará? Hay que proteger a Dunia contra él.
Estaba deseando poder decírtelo.
–¿Protegerla? Pero ¿qué mal puede él hacer a Avdotia Romanovna? En fin,
Rodia, te agradezco esta prueba de confianza. Puedes estar tranquilo, que
protegeremos a tu hermana. ¿Dónde vive ese hombre?
–No lo sé.
–¿Por qué no se lo has preguntado? Ha sido una lástima. Pero te aseguro
que me enteraré.
–¿Te has fijado en él? –preguntó Raskolnikov tras una pausa.
–Sí, lo he podido observar perfectamente.
–¿De veras lo has podido examinar bien? –insistió Raskolnikov.
–Sí, recuerdo todos sus rasgos. Reconocería a ese hombre entre mil, pues
tengo buena memoria para las fisonomías.
Callaron nuevamente.
–Oye –murmuró Raskolnikov–, ¿sabes que...? Mira, estaba pensando que...
¿no habrá sido todo una ilusión?
–Pero ¿qué dices? No lo entiendo.
Raskolnikov torció la boca en una sonrisa.
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Raskolnikov ‘tuvo una cáustica sonrisa. Rasumikhine estaba fuera de sí. Pe-
ro Piotr Petrovitch no parecía impresionado por el argumento: cada vez
estaba más sofocado e intratable.
–El amor por el futuro compañero de toda la vida debe estar por encima
del amor fraternal –repuso sentenciosamente–. No puedo admitir de nin-
gún modo que se me coloque en el mismo plano... Aunque hace un mo-
mento me he negado a franquearme en presencia de su hermano acerca
del objeto de mi visita, deseo dirigirme a su respetable madre para aclarar
un punto de gran importancia y que yo considero especialmente ofensivo
para mí... Su hijo –añadió dirigiéndose a Pulqueria Alejandrovna–, ayer,
en presencia del señor Razudkine... Perdone si no es éste su nombre –dijo,
inclinándose amablemente ante Rasumikhine–, pues no lo recuerdo bien...
Su hijo –repitió volviendo a dirigirse a Pulqueria Alejandrovna– me ofen-
dió desnaturalizando un pensamiento que expuse a usted y a su hija aquel
día que tomé café con ustedes. Yo dije que, a mi juicio, una joven pobre y
que tiene experiencia en la desgracia ofrece a su marido más garantía de
felicidad que una muchacha que sólo ha conocido la vida fácil y cómoda.
Su hijo ha exagerado deliberadamente y desnaturalizado hasta lo absurdo
el sentido de mis palabras, atribuyéndome intenciones odiosas. Para ello se
funda exclusivamente en las explicaciones que usted le ha dado por carta.
Por esta razón, Pulqueria Alejandrovna, yo desearía que usted me tranqui-
lizara demostrándome que estoy equivocado. Dígame, ¿en qué términos
transmitió usted mi pensamiento a Rodion Romanovitch?
–No lo recuerdo –repuso Pulqueria Alejandrovna, llena de turbación–. Yo
dije lo que había entendido. Por otra parte, ignoro cómo Rodia le habrá
transmitido a usted mis palabras. Tal vez ha exagerado.
–Sólo pudo haberlo hecho inspirándose en la carta que usted le envió.
–Piotr Petrovitch –replicó dignamente Pulqueria Alejandrovna–. La prueba
de que no hemos tomado sus palabras en mala parte es que estamos aquí.
–Bien dicho, mamá –aprobó Dunia.
–Entonces soy yo el que está equivocado –dijo Lujine, ofendido.
–Es que usted, Piotr Petrovitch –dijo Pulqueria Alejandrovna, alentada por
las palabras de su hija–, no hace más que acusar a Rodia. Y no tiene en
cuenta que en su carta nos dice acerca de él cosas que no son verdad.
–No recuerdo haber dicho ninguna falsedad en mi carta.
–Usted ha dicho –manifestó ásperamente Raskolnikov, sin mirar a Lujine–,
que yo entregué ayer mi dinero no a la viuda del hombre atropellado, sino
a su hija, siendo así que la vi ayer por primera vez. Usted se expresó de este
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Esta última queja era tan propia del carácter de Lujine, que Raskolnikov,
pese a la cólera que le dominaba, no pudo contenerse y se echó a reír.
En cambio, a Pulqueria Alejandrovna la hirió profundamente el reproche
de Lujine.
–¿Gastos? ¿Qué gastos? ¿Se refiere usted, quizás, a la maleta que se en-
cargó de enviar aquí? ¡Pero si consiguió usted que la transportaran gra-
tuitamente! ¡Señor! ¡Pretender que nosotras le hemos atado! Mida bien
sus palabras, Piotr Petrovitch. ¡Es usted el que nos ha tenido a su merced,
atadas de pies y manos!
–Basta, mamá, basta –dijo Dunia en tono suplicante–. Piotr Petrovitch, ten-
ga la bondad de marcharse.
–Ya me voy –repuso Lujine, ciego de cólera–. Pero permítame unas palabras,
las últimas. Su madre parece haber olvidado que yo pedí la mano de usted
cuando era el blanco de las murmuraciones de toda la comarca. Por usted
desafié a la opinión pública y conseguí restablecer su reputación. Esto me
hizo creer que podía contar con su agradecimiento. Pero ustedes me han
abierto los ojos y ahora me doy cuenta de que tal vez fui un imprudente al
despreciar a la opinión pública.
–¡Este hombre se ha empeñado en que le rompan la cabeza! –exclamó
Rasumikhine, levantándose de un salto y disponiéndose a castigar al inso-
lente.
–¡Es usted un hombre vil y malvado! –lijo Dunia.
–¡Quieto! –exclamó Raskolnikov reteniendo a Rasumikhine.
Después se acercó a Lujine, tanto que sus cuerpos casi se tocaban, y le dijo
en voz baja pero con toda claridad:
–¡Salga de aquí, y ni una palabra más!
Piotr Petrovitch, cuyo rostro estaba pálido y contraído por la cólera, le miró
un instante en silencio. Después giró sobre sus talones y se fue, sintiendo un
odio mortal contra Raskolnikov, al que achacaba la culpa de su desgracia.
Pero mientras bajaba la escalera se imaginaba –cosa notable– que no esta-
ba todo definitivamente perdido y que bien podía esperar reconciliarse con
las dos damas.
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Lo más importante era que Lujine no había podido prever semejante des-
enlace. Sus jactancias se debían a que en ningún momento se había imagi-
nado que dos mujeres solas y pobres pudieran desprenderse de su dominio.
Este convencimiento estaba reforzado por su vanidad y por una ciega con-
fianza en sí mismo. Piotr Petrovitch, salido de la nada, había adquirido la
costumbre casi enfermiza de admirarse a sí mismo profundamente. Tenía
una alta opinión de su inteligencia, de su capacidad, y, a veces, cuando es-
taba solo, llegaba incluso a admirar su propia cara en un espejo. Pero lo que
más quería en el mundo era su dinero, adquirido por su trabajo y también
por otros medios. A su juicio, esta fortuna le colocaba en un plano de igual-
dad con todas las personas superiores a él. Había sido sincero al recordar
amargamente a Dunia que había pedido su mano a pesar de los rumores
desfavorables que circulaban sobre ella. Y al pensar en lo ocurrido sentía
una profunda indignación por lo que calificaba mentalmente de “negra
ingratitud. Sin embargo, cuando contrajo el compromiso estaba completa-
mente seguro de que aquellos rumores eran absurdos y calumniosos, pues
ya los había desmentido públicamente Marfa Petrovna, eso sin contar con
que hacía tiempo que el vecindario, en su mayoría, había rehabilitado a
Dunia. Lujine no habría negado que sabía todo esto en el momento de con-
traer el compromiso matrimonial, pero, aun así, seguía considerando como
un acto heroico la decisión de elevar a Dunia hasta él. Cuando entró, días
antes, en el aposento de Raskolnikov, lo hizo como un bienhechor dispues-
to a recoger los frutos de su magnanimidad y esperando oír las palabras
más dulces y aduladoras. Huelga decir que ahora bajaba la escalera con la
sensación de hombre ofendido e incomprendido.
Dunia le parecía ya algo indispensable para su vida y no podía admitir la
idea de renunciar a ella. Hacía ya mucho tiempo, años, que soñaba volup-
tuosamente con el matrimonio, pero se limitaba a reunir dinero y esperar.
Su ideal, en el que pensaba con secreta delicia, era una muchacha pura y
pobre (la pobreza era un requisito indispensable), bonita, instruida y no-
ble, que conociera los contratiempos de una vida difícil, pues la práctica
del sufrimiento la llevaría a renunciar a su voluntad ante él; y le miraría
durante toda su vida como a un salvador, le veneraría, se sometería a él, le
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y que le buscan una novia... Sin duda, persigue algún fin, un fin indigno
seguramente. Sin embargo, yo creo que no se habría conducido tan inge-
nuamente si hubiera abrigado algún mal propósito contra ti... Yo, desde
luego, he rechazado categóricamente ese dinero en nombre tuyo. En una
palabra, ese hombre me ha producido una impresión extraña, e incluso me
ha parecido que presentaba síntomas de locura... Pero acaso sea una falsa
apreciación mía, o tal vez se trate de una simple ficción. La muerte de Mar-
fa Petrovna debe de haberle trastornado profundamente.
–¡Que Dios la tenga en la gloria! –exclamó Pulqueria Alejandrovna–. Siem-
pre la tendré presente en mis oraciones. ¿Qué habría sido de nosotras, Du-
nia, sin esos tres mil rublos? ¡Dios mío, no puedo menos de creer que el
cielo nos los envía! Pues has de saber, Rodia, que todo el dinero que nos
queda son tres rublos, y que pensábamos empeñar el reloj de Dunia para
no pedirle dinero a él antes de que nos lo ofreciera.
Dunia parecía trastornada por la proposición de Svidrigailof. Estaba pensa-
tiva.
–Algún mal propósito abriga contra mí –murmuró, como si hablara consigo
misma y con un leve estremecimiento.
Raskolnikov advirtió este temor excesivo.
–Creo que tendré ocasión de volverle a ver –dijo a su hermana.
–¡Lo vigilaremos! –exclamó enérgicamente Rasumikhine–. ¡Me comprome-
to a descubrir sus huellas! No le perderé de vista. Cuento con el permiso
de Rodia. Hace poco me ha dicho: “Vela por mi hermana.” ¿Me lo permite
usted, Avdotia Romanovna?
Dunia le sonrió y le tendió la mano, pero su semblante seguía velado por
la preocupación. Pulqueria Alejandrovna le miró tímidamente, pero no in-
tranquila, pues pensaba en los tres mil rublos.
Un cuarto de hora después se había entablado una animada conversación.
Incluso Raskolnikov, aunque sin abrir la boca, escuchaba con atención lo
que decía Rasumikhine, que era el que llevaba la voz cantante.
–¿Por qué han de regresar ustedes al pueblo? –exclamó el estudiante, de-
jándose llevar de buen grado del entusiasmo que se había apoderado de
él–. ¿Qué harán ustedes en ese villorrio? Deben ustedes permanecer aquí
todos juntos, pues son indispensables el uno al otro, no me lo negarán. Por
lo menos, deben quedarse aquí una temporada. En lo que a mí concierne,
acépteme como amigo y como socio y les aseguro que montaremos un
negocio excelente. Escúchenme: voy a exponerles mi proyecto con todo
detalle. Es una idea que se me ha ocurrido esta mañana, cuando nada ha-
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Raskolnikov se fue derecho a la casa del canal donde habitaba Sonia. Era
un viejo edificio de tres pisos pintado de verde. No sin trabajo, encontró
al portero, del cual obtuvo vagas indicaciones sobre el departamento del
sastre Kapernaumof. En un rincón del patio halló la entrada de una esca-
lera estrecha y sombría. Subió por ella al segundo piso y se internó por la
galería que bordeaba la fachada. Cuando avanzaba entre las sombras, una
puerta se abrió de pronto a tres pasos de él. Raskolnikov asió el picaporte
maquinalmente.
–¿Quién va? –preguntó una voz de mujer con inquietud.
–Soy yo, que vengo a su casa –dijo Raskolnikov.
Y entró seguidamente en un minúsculo vestíbulo, donde una vela ardía
sobre una bandeja llena de abolladuras que descansaba sobre una silla des-
vencijada.
–¡Dios mío! ¿Es usted? –gritó débilmente Sonia, paralizada por el estupor.
–¿Es éste su cuarto?
Y Raskolnikov entró rápidamente en la habitación, haciendo esfuerzos por
no mirar a la muchacha.
Un momento después llegó Sonia con la vela en la mano. Depositó la vela
sobre la mesa y se detuvo ante él, desconcertada, presa de extraordinaria
agitación. Aquella visita inesperada le causaba una especie de terror. De
pronto, una oleada de sangre le subió al pálido rostro y de sus ojos brota-
ron lágrimas. Experimentaba una confusión extrema y una gran vergüenza
en la que había cierta dulzura. Raskolnikov se volvió rápidamente y se sentó
en una silla ante la mesa. Luego paseó su mirada por la habitación.
Era una gran habitación de techo muy bajo, que comunicaba con la del
sastre por una puerta abierta en la pared del lado izquierdo. En la del
derecho había otra puerta, siempre cerrada con llave, que daba a otro de-
partamento. La habitación parecía un hangar. Tenía la forma de un cuadri-
látero irregular y un aspecto destartalado. La pared de la parte del canal
tenía tres ventanas. Este muro se prolongaba oblicuamente y formaba al
final un ángulo agudo y tan profundo, que en aquel rincón no era posible
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–¡Qué delgada está usted! Sus manos casi se transparentan. Parecen las
manos de un muerto.
Se apoderó de una de aquellas manos, y ella sonrió.
–Siempre he sido así –dijo Sonia.
–¿Incluso cuando vivía en casa de sus padres?
–Sí.
–¡Claro, claro! –dijo Raskolnikov con voz entrecortada. Tanto en su acento
como en la expresión de su rostro se había operado súbitamente un nuevo
cambio.
Volvió a pasear su mirada por la habitación.
–Tiene usted alquilada esta pieza a Kapernaumof, ¿verdad?
–Sí.
–Y ellos viven detrás de esa puerta, ¿no?
–Sí; tienen una habitación parecida a ésta.
–¿Sólo una para toda la familia?
–Sí.
–A mí, esta habitación me daría miedo –dijo Rodia con expresión sombría.
–Los Kapernaumof son buenas personas, gente amable –dijo Sonia, dando
muestras de no haber recobrado aún su presencia de ánimo–. Y estos mue-
bles, y todo lo que hay aquí, es de ellos. Son muy buenos. Los niños vienen
a verme con frecuencia.
–Son tartamudos, ¿verdad?
–Sí, pero no todos. El padre es tartamudo y, además, cojo. La madre... no
es que tartamudee, pero tiene dificultad para hablar. Es muy buena. Él era
esclavo. Tienen siete hijos. Sólo el mayor es tartamudo. Los demás tienen
poca salud, pero no tartamudean... Ahora que caigo, ¿cómo se ha enterado
usted de estas cosas?
–Su padre me lo contó todo... Por él supe lo que le ocurrió a usted... Me
explicó que usted salió de casa a las seis y no volvió hasta las nueve, y que
Catalina Ivanovna pasó la noche arrodillada junto a su lecho.
Sonia se turbó.
–Me parece –murmuró, vacilando– que hoy lo he visto.
–¿A quién?
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–No lo sé. Deben a la patrona y creo que ésta ha dicho hoy que va a echar-
los a la calle. Y Catalina Ivanovna dice que no permanecerá allí ni un día
más.
–¿Cómo puede hablar así? ¿Cuenta acaso con usted?
–¡Oh, no! Ella no piensa en eso... Nosotros estamos muy unidos; lo que es
de uno, es de todos.
Sonia dio esta respuesta vivamente, con una indignación que hacía pensar en
la cólera de un canario o de cualquier otro pájaro diminuto e inofensivo.
–Además, ¿qué quiere usted que haga? –continuó Sonia con vehemencia
creciente–. ¡Si usted supiera lo que ha llorado hoy! Está trastornada, ¿no
lo ha notado usted? Sí, puede usted creerme: tan pronto se inquieta como
una niña, pensando en cómo se las arreglará para que mañana no falte na-
da en la comida de funerales, como empieza a retorcerse las manos, a llo-
rar, a escupir sangre, a dar cabezadas contra la pared. Después se calma de
nuevo. Confía mucho en usted. Dice que, gracias a su apoyo, se procurará
un poco de dinero y volverá a su tierra natal conmigo. Se propone fundar
un pensionado para muchachas nobles y confiarme a mí la inspección. Está
persuadida de que nos espera una vida nueva y maravillosa, y me besa, me
abraza, me consuela. Ella cree firmemente en lo que dice, cree en todas sus
fantasías. ¿Quién se atreve a contradecirla? Hoy se ha pasado el día lavan-
do, fregando, remendando la ropa, y, como está tan débil, al fin ha caído
rendida en la cama. Esta mañana hemos salido a comprar calzado para
Lena y Poletchka, pues el que llevan está destrozado, pero no teníamos
bastante dinero: necesitábamos mucho más. ¡Eran tan bonitos los zapatos
que quería...! Porque tiene mucho gusto, ¿sabe...? Y se ha echado a llorar
en plena tienda, delante de los dependientes, al ver que faltaba dinero...
¡Qué pena da ver estas cosas!
–Ahora comprendo que lleve usted esta vida –dijo Raskolnikov, sonriendo
amargamente.
–¿Es que usted no se compadece de ella? –exclamó Sonia–. Usted le dio to-
do lo que tenía, y eso que no sabía nada de lo que ocurre en aquella casa.
¡Dios mío, si usted lo supiera! ¡Cuántas veces, cuántas, la he hecho llorar...!
La semana pasada mismo, ocho días antes de morir mi padre, fui mala con
ella... Y así muchas veces... Ahora me paso el día acordándome de aquello,
y ¡me da una pena!
Se retorcía las manos con un gesto de dolor.
–¿Dice usted que fue mala con ella?
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–Sí, fui mala... Yo había ido a verlos –continuó llorando–, y mi pobre padre
me dijo: “Léeme un poco, Sonia. Aquí está el libro.” El dueño de la obra era
Andrés Simonovitch Lebeziatnikov, que vive en la misma casa y nos presta
muchas veces libros de esos que hacen reír. Yo le contesté: “No puedo leer
porque tengo que marcharme...” Y es que no tenía ganas de leer. Yo había
ido allí para enseñar a Catalina Ivanovna unos cuellos y unos puños borda-
dos que una vendedora a domicilio llamada Lisbeth me había dado a muy
buen precio. A Catalina Ivanovna le gustaron mucho, se los probó, se miró
al espejo y dijo que eran preciosos, preciosos. Después me los pidió. “ ¡Oh
Sonia! –me dijo–. ¡Regálamelos!” Me lo dijo con voz suplicante... ¿En qué
vestido los habría puesto...? Y es que le recordaban los tiempos felices de
su juventud. Se miraba en el espejo y se admiraba a sí misma. ¡Hace tanto
tiempo que no tiene vestidos ni nada...! Nunca pide nada a nadie. Tiene
mucho orgullo y prefiere dar lo que tiene, por poco que sea. Sin embargo,
insistió en que le diera los cuellos y los puños; esto demuestra lo mucho que
le gustaban. Y yo se los negué. “¿Para qué los quiere usted, Catalina Iva-
novna? Sí, así se lo dije. Ella me miró con una pena que partía el corazón...
No era quedarse sin los cuellos y los puños lo que la apenaba, sino que yo
no se los hubiera querido dar. ¡Ah, si yo pudiese reparar aquello, borrar las
palabras que dije...!
–¿De modo que conocía usted a Lisbeth, esa vendedora que iba por las
casas?
–Sí. ¿Usted también la conocía? –preguntó Sonia con cierto asombro.
–Catalina Ivanovna está en el último grado de la tisis, y se morirá, se morirá
muy pronto –dijo Raskolnikov tras una pausa y sin contestar a la pregunta
de Sonia.
–¡Oh, no, no!
Sonia le había cogido las manos, sin darse cuenta de lo que hacía, y parecía
suplicarle que evitara aquella desgracia.
–Lo mejor es que muera –dijo Raskolnikov.
–¡No, no! ¿Cómo va a ser mejor? –exclamó Sonia, trastornada, llena de es-
panto.
–¿Y los niños? ¿Qué hará usted con ellos? No se los va a traer aquí.
–¡No sé lo que haré! ¡No sé lo que haré! –exclamó, desesperada, oprimién-
dose las sienes con las manos.
Sin duda este pensamiento la había atormentado con frecuencia, y Raskol-
nikov lo había despertado con sus preguntas.
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–¡No, no! ¡Dios la protegerá! ¡A ella la protegerá! –gritó Sonia fuera de sí.
–Tal vez no exista –replicó Raskolnikov con una especie de crueldad triun-
fante.
Seguidamente se echó a reír y la miró.
Al oír aquellas palabras se operó en el semblante de Sonia un cambio re-
pentino, y sacudidas nerviosas recorrieron su cuerpo. Dirigió a Raskolnikov
miradas cargadas de un reproche indefinible. Intentó hablar, pero de sus
labios no salió ni una sílaba. De súbito se echó a llorar amargamente y ocul-
tó el rostro entre las manos.
–Usted dice que Catalina Ivanovna está trastornada, pero usted no lo está
menos –dijo Raskolnikov tras un breve silencio.
Transcurrieron cinco minutos. El joven seguía yendo y viniendo por la ha-
bitación sin mirar a Sonia. Al fin se acercó a ella. Los ojos le centelleaban.
Apoyó las manos en los débiles hombros y miró el rostro cubierto de lágri-
mas. Lo miró con ojos secos, duros, ardientes, mientras sus labios se agita-
ban con un temblor convulsivo... De pronto se inclinó, bajó la cabeza hasta
el suelo y le besó los pies. Sonia retrocedió horrorizada, como si tuviera
ante sí a un loco. Y en verdad un loco parecía Raskolnikov.
–¿Qué hace usted? –balbuceó.
Se había puesto pálida y sentía en el corazón una presión dolorosa.
Él se puso en pie.
–No me he arrodillado ante ti, sino ante todo el dolor humano –dijo en un
tono extraño.
Y fue a acodarse en la ventana. Pronto volvió a su lado y añadió:
–Oye, hace poco he dicho a un insolente que valía menos que tu dedo
meñique y que te había invitado a sentarte al lado de mi madre y de mi
hermana.
–¿Eso ha dicho? –exclamó Sonia, aterrada–. ¿Y delante de ellas? ¡Sentarme
a su lado! Pero si yo soy... una mujer sin honra. ¿Cómo se le ha ocurrido
decir eso?
–Al hablar así, yo no pensaba en tu deshonra ni en tus faltas, sino en tu
horrible martirio. Sin duda –continuó ardientemente–, eres una gran peca-
dora, sobre todo por haberte inmolado inútilmente. Ciertamente, eres muy
desgraciada. ¡Vivir en el cieno y saber (porque tú lo sabes: basta mirarte pa-
ra comprenderlo) que no te sirve para nada, que no puedes salvar a nadie
con tu sacrificio...! Y ahora dime –añadió, iracundo–: ¿Cómo es posible que
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madres y cómo viven. Los niños de esos lugares no se parecen a los otros.
Entre ellos, los rapaces de siete años son ya viciosos y ladrones.
–Pero ¿qué hacer, qué hacer? –exclamó Sonia, llorando desesperadamente
mientras se retorcía las manos.
–¿Qué hacer? Cambiar de una vez y aceptar el sufrimiento. ¿Qué, no com-
prendes? Ya comprenderás más adelante... La libertad y el poder, el poder
sobre todo..., el dominio sobre todos los seres pusilánimes... Sí, dominar a
todo el hormiguero: he aquí el fin. Acuérdate de esto: es como un testa-
mento que hago para ti. Acaso sea ésta la última vez que te hablo. Si no
vengo mañana, te enterarás de todo. Entonces acuérdate de mis palabras.
Quizá llegue un día, en el curso de los años, en que comprendas su signifi-
cado. Y si vengo mañana, te diré quién mató a Lisbeth.
Sonia se estremeció.
–Entonces, ¿usted lo sabe?–preguntó, helada de espanto y dirigiéndole una
mirada despavorida.
–Lo sé y te lo diré... Sólo te lo diré a ti. Te he escogido para esto. No vendré
a pedirte perdón, sino sencillamente a decírtelo. Hace ya mucho tiempo
que te elegí para esta confidencia: el mismo día en que tu padre me habló
de ti, cuando Lisbeth vivía aún. Adiós. No me des la mano. Hasta mañana.
Y se marchó, dejando a Sonia la impresión de que había estado conversan-
do con un loco. Pero ella misma sentía como si le faltara la razón. La cabeza
le daba vueltas.
“¡Señor! ¿Cómo sabe quién ha matado a Lisbeth? ¿Qué significan sus pala-
bras?”
Todo esto era espantoso. Sin embargo, no sospechaba ni remotamente la
verdad.
“Debe de ser muy desgraciado... Ha abandonado a su madre y a su herma-
na. ¿Por qué? ¿Qué habrá ocurrido? ¿Qué intenciones tiene? ¿Qué significan
sus palabras?”
Le había besado los pies y le había dicho..., le había dicho... que no podía
vivir sin ella. Sí, se lo había dicho claramente.
“¡Señor, Señor...! “
Sonia estuvo toda la noche ardiendo de fiebre y delirando. Se estremecía,
lloraba, se retorcía las manos; después caía en un sueño febril y soñaba con
Poletchka, con Catalina Ivanovna, con Lisbeth, con la lectura del Evangelio,
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y con él, con su rostro pálido y sus ojos llameantes... Él le besaba los pies y
lloraba... ¡Señor, Señor!
Tras la puerta que separaba la habitación de Sonia del departamento de
la señora Resslich había una pieza vacía que correspondía a aquel compar-
timiento y que se alquilaba, como indicaba un papel escrito colgado en la
puerta de la calle y otros papeles pegados en las ventanas que daban al
canal. Sonia sabía que aquella habitación estaba deshabitada desde hacía
tiempo. Sin embargo, durante toda la escena precedente, el señor Svidri-
gailof, de pie detrás de la puerta que daba al aposento de la joven, había
oído perfectamente toda la conversación de Sonia con su visitante.
Cuando Raskolnikov se fue, Svidrigailof reflexionó un momento, se dirigió
de puntillas a su cuarto, contiguo a la pieza desalquilada, cogió una silla y
volvió a la habitación vacía para colocarla junto a la puerta que daba al dor-
mitorio de Sonia. La conversación que acababa de oír le había parecido tan
interesante, que había llevado allí aquella silla, pensando que la próxima
vez, al día siguiente, por ejemplo, podría escuchar con toda comodidad, sin
que turbara su satisfacción la molestia de permanecer de pie media hora.
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V
Cuando, al día siguiente, a las once en punto, Raskolnikov fue a ver al juez
de instrucción, se extrañó de tener que hacer diez largos minutos de an-
tesala. Este tiempo transcurrió, como mínimo, antes de que le llamaran,
siendo así que él esperaba ser recibido apenas le anunciasen. Allí estuvo,
en la sala de espera, viendo pasar personas que no le prestaban la menor
atención. En la sala contigua trabajaban varios escribientes, y saltaba a la
vista que ninguno de ellos tenía la menor idea de quién era Raskolnikov.
El visitante paseó por toda la estancia una mirada retadora, preguntándose
si habría allí algún esbirro, algún espía encargado de vigilarle para impedir
su fuga. Pero no había nada de esto. Sólo veía caras de funcionarios que
reflejaban cuidados mezquinos, y rostros de otras personas que, como los
funcionarios, no se interesaban lo más mínimo por él. Se podría haber mar-
chado al fin del mundo sin llamar la atención de nadie. Poco a poco se iba
convenciendo de que si aquel misterioso personaje, aquel fantasma que
parecía haber surgido de la tierra y al que había visto el día anterior, lo hu-
biera sabido todo, lo hubiera visto todo, él, Raskolnikov, no habría podido
permanecer tan tranquilamente en aquella sala de espera. Y ni habrían
esperado hasta las once para verle, ni le habrían permitido ir por su propia
voluntad. Por lo tanto, aquel hombre no había dicho nada..., porque tal vez
no sabía nada, ni nada había visto (¿cómo lo habría podido ver?), y todo lo
ocurrido el día anterior no había sido sino un espejismo agrandado por su
mente enferma.
Esta explicación, que le parecía cada vez más lógica, ya se le había ocurrido
el día anterior en el momento en que sus inquietudes, aquellas inquietudes
rayanas en el terror, eran más angustiosas.
Mientras reflexionaba en todo esto y se preparaba para una nueva lucha,
Raskolnikov empezó a temblar de pronto, y se enfureció ante la idea de
que aquel temblor podía ser de miedo, miedo a la entrevista que iba a te-
ner con el odioso Porfirio Petrovitch. Pensar que iba a volver a ver a aquel
hombre le inquietaba profundamente. Hasta tal extremo le odiaba, que
temía incluso que aquel odio le traicionase, y esto le produjo una cólera
tan violenta, que detuvo en seco su temblor. Se dispuso a presentarse a
Porfirio en actitud fría e insolente y se prometió a sí mismo hablar lo menos
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“Pero ¿por qué me ha de inquietar tanto ese “me parece”?”, se dijo acto
seguido.
Y de súbito advirtió que su desconfianza, originada tan sólo por la pre-
sencia de Porfirio, a las dos palabras y a las dos miradas cambiadas con él,
había cobrado en dos minutos dimensiones desmesuradas. Esta disposición
de ánimo era sumamente peligrosa. Raskolnikov se daba perfecta cuenta
de ello. La tensión de sus nervios aumentaba, su agitación crecía...
“¡Malo, malo! A ver si hago alguna tontería.”
–¡Ah, sí! No se preocupe... Hay tiempo –dijo Porfirio Petrovitch, yendo y
viniendo por el despacho, al parecer sin objeto, pues ahora se dirigía a
la mesa, e inmediatamente después se acercaba a la ventana, para volver
en seguida al lado de la mesa. En sus paseos rehuía la mirada retadora de
Raskolnikov, después de lo cual se detenía de pronto y le miraba a la cara
fijamente. Era extraño el espectáculo que ofrecía aquel cuerpo rechoncho,
cuyas evoluciones recordaban las de una pelota que rebotase de una a otra
pared.
Porfirio Petrovitch continuó:
–Nada nos apremia. Tenemos tiempo de sobra... ¿Fuma usted? ¿Acaso no
tiene tabaco? Tenga un cigarrillo... Aunque le recibo aquí, mis habitaciones
están allí, detrás de ese tabique. El Estado corre con los gastos. Si no las ha-
bito es porque necesitan ciertas reparaciones. Por cierto que ya están casi
terminadas. Es magnífico eso de tener una casa pagada por el Estado. ¿No
opina usted así?
–En efecto, es una cosa magnífica –repuso Raskolnikov, mirándole casi bur-
lonamente.
–Una cosa magnífica, una cosa magnífica –repetía Porfirio Petrovitch dis-
traídamente–. ¡Sí, una cosa magnífica! –gritó, deteniéndose de súbito a dos
pasos del joven.
La continua y estúpida repetición de aquella frase referente a las ventajas
de tener casa gratuita contrastaba extrañamente, por su vulgaridad, con la
mirada grave, profunda y enigmática que el juez de instrucción fijaba en
Raskolnikov en aquel momento.
Esto no hizo sino acrecentar la cólera del joven, que, sin poder contenerse,
lanzó a Porfirio Petrovitch un reto lleno de ironía e imprudente en extre-
mo.
–Bien sé –empezó a decir con una insolencia que, evidentemente, le llenaba
de satisfacción– que es un principio, una regla para todos los jueces, comen-
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zar hablando de cosas sin importancia, o de cosas serias, –si usted quiere,
pero que no tienen nada que ver con el asunto que interesa. El objeto de
esta táctica es alentar, por decirlo así, o distraer a la persona que interro-
gan, ahuyentando su desconfianza, para después, de improviso, arrojarles
en pleno rostro la pregunta comprometedora. ¿Me equivoco? ¿No es ésta
una regla, una costumbre rigurosamente observada en su profesión?
–Así... ¿usted cree que yo sólo le he hablado de la casa pagada por el Esta-
do para...?
Al decir esto, Porfirio Petrovitch guiñó los ojos y una expresión de malicioso
regocijo transfiguró su fisonomía. Las arrugas de su frente desaparecieron
de pronto, sus ojos se empequeñecieron, sus facciones se dilataron. En-
tonces fijó su vista en los ojos de Raskolnikov y rompió a reír con una risa
prolongada y nerviosa que sacudía todo su cuerpo. El joven se echó a reír
también, con una risa un tanto forzada, pero cuando la hilaridad de Porfi-
rio, al verle reír a él, se avivó hasta el punto de que su rostro se puso como
la grana, Raskolnikov se sintió dominado por una contrariedad tan profun-
da, que perdió por completo la prudencia. Dejó de reír, frunció el entrecejo
y dirigió al juez de instrucción una mirada de odio que ya no apartó de
él mientras duró aquella larga y, al parecer, un tanto ficticia alegría. Por
lo demás, Porfirio no se mostraba más prudente que él, ya que se había
echado a reír en sus mismas narices y parecía importarle muy poco que a
éste le hubiera sentado tan mal la cosa. Esta última circunstancia pareció
extremadamente significativa al joven, el cual dedujo que todo había suce-
dido a medida de los deseos de Porfirio Petrovitch y que él, Raskolnikov, se
había dejado coger en un lazo. Allí, evidentemente, había alguna celada,
algún propósito que él no había logrado descubrir. La mina estaba cargada
y estallaría de un momento a otro.
Echando por la calle de en medio, se levantó y cogió su gorra.
–Porfirio Petrovitch –dijo en un tono resuelto que dejaba traslucir una viva
irritación–. Usted manifestó ayer el deseo de someterme a interrogatorio –
subrayó con energía esta palabra–, y he venido a ponerme a su disposición.
Si tiene usted que hacerme alguna pregunta, hágamela. En caso contrario,
permítame que me retire. No puedo perder el tiempo; tengo cierto com-
promiso; me esperan para asistir al entierro de ese funcionario que murió
atropellado por un coche y del cual ya ha oído usted hablar.
Inmediatamente se arrepintió de haber dicho esto último. Después conti-
nuó, con una irritación creciente:
–Ya estoy harto de todo esto, ¿sabe usted? Hace mucho tiempo que estoy
harto... Ha sido una de las causas de mi enfermedad... En una palabra –aña-
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mento que tiene usted pruebas, me dirá usted... ¡Dios mío! Usted sabe muy
bien lo que son las pruebas: tres de cada cuatro son dudosas. Y yo, a la vez
que juez de instrucción, soy un ser humano y en consecuencia, tengo mis
debilidades. Una de ellas es mi deseo de que mis diligencias tengan el rigor
de una demostración matemática. Quisiera que mis pruebas fueran tan evi-
dentes como que dos y dos son cuatro, que constituyeran una demostración
clara e indiscutible. Pues bien, si yo ordeno la detención del culpable antes
de tiempo, por muy convencido que esté de su culpa, me privo de los me-
dios de poder demostrarlo ulteriormente. ¿Por qué? Porque le proporciono,
por decirlo así, una situación normal. Es un detenido, y como detenido se
comporta: se retira a su caparazón, se me escapa... Se cuenta que en Sebas-
topol, inmediatamente después de la batalla de Alma, los defensores esta-
ban aterrados ante la idea de un ataque del enemigo: no dudaban de que
Sebastopol sería tomado por asalto. Pero cuando vieron cavar las primeras
trincheras para comenzar un sitio normal, se tranquilizaron y se alegraron.
Estoy hablando de personas inteligentes. “Tenemos lo menos para dos me-
ses –se decían–, pues un asedio normal requiere mucho tiempo.” ¿Otra vez
se ríe usted? ¿No me cree? En el fondo, tiene usted razón; sí, tiene usted ra-
zón. Éstos no son sino casos particulares. Estoy completamente de acuerdo
con usted en que acabo de exponerle un caso particular. Pero hay que ha-
cer una observación sobre este punto, mi querido Rodion Romanovitch, y
es que el caso general que responde a todas las formas y fórmulas jurídicas;
el caso típico para el cual se han concebido y escrito las reglas, no existe,
por la sencilla razón de que cada causa, cada crimen, apenas realizado, se
convierte en un caso particular, ¡y cuán especial a veces!: un caso distinto a
todos los otros conocidos y que, al parecer, no tiene ningún precedente.
“Algunos resultan hasta cómicos. Supongamos que yo dejo a uno de esos
señores en libertad. No lo mando detener, no lo molesto para nada. Él
debe saber, o por lo menos suponer, que en todo momento, hora por ho-
ra, minuto por minuto, yo estoy al corriente de lo que hace, que conozco
perfectamente su vida, que le vigilo día y noche. Le sigo por todas partes
y sin descanso, y puede estar usted seguro de que, por poco que él se dé
cuenta de ello, acabará por perder la cabeza. Y entonces él mismo vendrá
a entregarse y, además, me proporcionará los medios de dar a mi sumario
un carácter matemático. Esto no deja de tener cierto atractivo. Este sistema
puede tener éxito con un burdo mujik, pero aún más con un hombre culto
e inteligente. Pues hay en todo esto algo muy importante, amigo mío, y es
establecer cómo puede haber procedido el culpable. No nos olvidemos de
los nervios. Nuestros contemporáneos los tienen enfermos, excitados, en
tensión... ¿Y la bilis? ¡Ah, los que tienen bilis...! Le aseguro que aquí hay
una verdadera fuente de información. ¿Por qué, pues, me ha de inquietar
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ver a mi hombre ir y venir libremente? Puedo dejarlo pasear, gozar del poco
tiempo que le queda, pues sé que está en mi poder y que no se puede esca-
par... ¿Adónde iría? ¡Je, je, je! ¿Al extranjero, dice usted? Un polaco podría
huir al extranjero, pero no él, y menos cuando se le vigila y están tomadas
todas las medidas para evitar su evasión. ¿Huir al interior del país? Allí no
encontrará más que incultos mujiks, gente primitiva, verdaderos rusos, y
un hombre civilizado prefiere el presidio a vivir entre unos mujiks que para
él son como extranjeros. ¡Je, je...! Por otra parte, todo esto no es sino la
parte externa de la cuestión. ¡Huir! Esto es sólo una palabra. Él no huirá, no
solamente porque no tiene adónde ir, sino porque me pertenece psicológi-
camente... ¡Je, je! ¿Qué me dice usted de la expresión? No huirá porque se
lo impide una ley de la naturaleza. ¿Ha visto usted alguna vez una mariposa
ante una bujía? Pues él girará incesantemente alrededor de mi persona
como el insecto alrededor de la llama. La libertad ya no tendrá ningún
encanto para él. Su inquietud irá en aumento; una sensación creciente de
hallarse como enredado en una tela de araña le dominará; un terror indeci-
ble se apoderará de él. Y hará tales cosas, que su culpabilidad quedará tan
clara como que dos y dos son cuatro. Para que así suceda, bastará propor-
cionarle un entreacto de suficiente duración. Siempre, siempre irá girando
alrededor de mi persona, describiendo círculos cada vez más estrechos, y al
fin, ¡plaf!, se meterá en mi propia boca y yo lo engulliré tranquilamente.
Esto no deja de tener su encanto, ¿no le parece?
Raskolnikov no le contestó. Estaba pálido e inmóvil. Sin embargo, seguía
observando a Porfirio con profunda atención.
“Me ha dado una buena lección –se dijo mentalmente, helado de espan-
to–. Esto ya no es el juego del gato y el ratón con que nos entretuvimos
ayer. No me ha hablado así por el simple placer de hacer ostentación de su
fuerza. Es demasiado inteligente para eso. Sin duda persigue otro fin, pero
¿cuál? ¡Bah! Todo esto es sólo un ardid para asustarme. ¡Eh, amigo! No tie-
nes pruebas. Además, el hombre de ayer no existe. Lo que tú pretendes es
desconcertarme, irritarme hasta el máximo, para asestarme al fin el golpe
decisivo. Pero te equivocas; saldrás trasquilado... ¿Por qué hablará con se-
gundas palabras? Pretende aprovecharse del mal estado de mis nervios...
No, amigo mío, no te saldrás con la tuya. No sé lo que habrás tramado, pero
te llevarás un chasco mayúsculo. Vamos a ver qué es lo que tienes prepa-
rado.”
Y reunió todas sus fuerzas para afrontar valerosamente la misteriosa catás-
trofe que preveía. Experimentaba un ávido deseo de arrojarse sobre Porfi-
rio Petrovitch y estrangularlo.
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puerta. Parecía cada vez más alegre y burlón, y esto ponía a Raskolnikov
fuera de sí.
–¿Una sorpresa? ¿Qué sorpresa? –preguntó Rodia, fijando en el juez de ins-
trucción una mirada llena de inquietud.
–Una sorpresa que está detrás de esa puerta... ¡Je, je, je!
Señalaba la puerta cerrada que comunicaba con sus habitaciones.
–Incluso la he encerrado bajo llave para que no se escape.
–¿Qué demonios se trae usted entre manos?
Raskolnikov se acercó a la puerta y trató de abrirla, pero no le fue posible.
–Está cerrada con llave y la llave la tengo yo –dijo Porfirio.
Y, en efecto, le mostró una llave que acababa de sacar del bolsillo.
–No haces más que mentir –gruñó Raskolnikov sin poder dominarse–.
¡Mientes, mientes, maldito polichinela!
Y se arrojó sobre el juez de instrucción, que retrocedió hasta la puerta, aun-
que sin demostrar temor alguno.
–¡Comprendo tu táctica! ¡Lo comprendo todo! –siguió vociferando Raskol-
nikov–. Mientes y me insultas para irritarme y que diga lo que no debo.
–¡Pero si usted no tiene nada que ocultar, mi querido Rodion Romanovitch!
¿Por qué se excita de ese modo? No grite más o llamo.
–¡Mientes, mientes! ¡No pasará nada! ¡Ya puedes llamar! Sabes que estoy
enfermo y has pretendido exasperarme, aturdirme, para que diga lo que no
debo. Éste ha sido tu plan. No tienes pruebas; lo único que tienes son mí-
seras sospechas, conjeturas tan vagas como las de Zamiotof. Tú conocías mi
carácter y me has sacado de mis casillas para que aparezcan de pronto los
popes y los testigos. ¿Verdad que es éste tu propósito? ¿Qué esperas para
hacerlos entrar? ¿Dónde están? ¡Ea! Diles de una vez que pasen.
–Pero ¿qué dice usted? ¡Qué ideas tiene, amigo mío! No se pueden seguir
las reglas tan ciegamente como usted cree. Usted no entiende de estas co-
sas, querido. Las reglas se seguirán en el momento debido. Ya lo verá por
sus propios ojos.
Y Porfirio parecía prestar atención a lo que sucedía detrás de la puerta del
despacho.
En efecto, se oyeron ruidos procedentes de la pieza vecina.
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–Ya vienen –exclamó Raskolnikov–. Has enviado por ellos... Los esperabas...
Lo tenías todo calculado... Bien, hazlos entrar a todos; haz entrar a los tes-
tigos y a quien quieras... Estoy preparado.
Pero en ese momento ocurrió algo tan sorprendente, tan ajeno al curso
ordinario de las cosas, que, sin duda, ni Porfirio Petrovitch ni Raskolnikov lo
habrían podido prever jamás.
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–¡Fuera de aquí! ¡Espera a que te llamen! ¿Por qué lo han traído? –exclamó
el juez, sorprendido e irritado.
De pronto, Nicolás se arrodilló.
–¿Qué haces? –exclamó Porfirio, asombrado.
–¡Soy culpable! ¡He cometido un crimen! ¡Soy un asesino! –dijo Nicolás con
voz jadeante pero enérgica.
Durante diez segundos reinó en la estancia un silencio absoluto, como si
todos los presentes hubieran perdido el habla. El gendarme había retroce-
dido: sin atreverse a acercarse a Nicolás, se había retirado hacia la puerta y
allí permanecía inmóvil.
–¿Qué dices?–preguntó Porfirio cuando logró salir de su asombro.
–Yo... soy... un asesino –repitió Nicolás tras una pausa.
–¿Tú? –exclamó el juez de instrucción, dando muestras de gran desconcier-
to–. ¿A quién has matado?
Tras un momento de silencio, Nicolás respondió:
–A Alena Ivanovna y a su hermana Lisbeth Ivanovna. Las maté... con un ha-
cha. No estaba en mi juicio –añadió.
Y guardó silencio, sin levantarse.
Porfirio Petrovitch estuvo un momento sumido en profundas reflexiones.
Después, con un violento ademán, ordenó a los curiosos que se marcharan.
Éstos obedecieron en el acto y la puerta se cerró tras ellos. Entonces, Por-
firio dirigió una mirada a Raskolnikov, que permanecía de pie en un rincón
y que observaba a Nicolás petrificado de asombro. El juez de instrucción
dio un paso hacia él, pero, como cambiando de idea, se detuvo, mirándole.
Después volvió los ojos hacia Nicolás, luego miró de nuevo a Raskolnikov y
al fin se acercó al pintor con una especie de arrebato.
–Ya dirás si estabas o no en tu juicio cuando se lo pregunte –exclamó, irri-
tado–. Nadie te ha preguntado nada sobre ese particular. Contesta a esto:
¿has cometido un crimen?
–Sí, soy un asesino; lo confieso –repuso Nicolás.
–¿Qué arma empleaste?
–Un hacha que llevaba conmigo.
–¡Con qué rapidez respondes! ¿Solo?
Nicolás no comprendió la pregunta.
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–¡Je, je! Es usted muy sutil. No se le escapa nada. Además, posee usted una
perspicacia especial para captar los detalles cómicos. ¡Je, je! Me parece que
era Gogol el escritor que se distinguía por esta misma aptitud.
–Sí, era Gogol.
–¿Verdad que sí? Bueno, hasta que tenga el gusto de volverle a ver.
Raskolnikov volvió inmediatamente a su casa. Estaba tan sorprendido, tan
desconcertado ante todo lo que acababa de suceder, que, apenas llegó a
su habitación, se dejó caer en el diván y estuvo un cuarto de hora tratando
de serenarse y de recobrar la lucidez. No intentó explicarse la conducta de
Nicolás: estaba demasiado confundido para ello. Comprendía que aquella
confesión encerraba un misterio que él no conseguiría descifrar, por lo me-
nos en aquellos momentos. Sin embargo, esta declaración era una realidad
cuyas consecuencias veía claramente. No cabía duda de que aquella men-
tira acabaría por descubrirse, y entonces volverían a pensar en él. Mas, en-
tre tanto, estaba en libertad y debía tomar sus precauciones ante el peligro
que juzgaba inminente.
Pero ¿hasta qué punto estaba en peligro? La situación empezaba a aclarar-
se. No pudo evitar un estremecimiento de inquietud al recordar la escena
que se había desarrollado entre Porfirio y él. Claro que no podía prever
las intenciones del juez de instrucción ni adivinar sus pensamientos, pero
lo que había sacado en claro le permitía comprender el peligro que había
corrido. Poco le había faltado para perderse irremisiblemente. El temible
magistrado, que conocía la irritabilidad de su carácter enfermizo, se había
lanzado a fondo, demasiado audazmente tal vez, pero casi sin riesgo. Sin
duda, él, Raskolnikov, se había comprometido desde el primer momento,
pero las imprudencias cometidas no constituían pruebas contra él, y toda su
conducta tenía un valor muy relativo.
Pero ¿no se equivocaría en sus juicios? ¿Qué fin perseguía el juez de instruc-
ción? ¿Sería verdad que le había preparado una sorpresa? ¿En qué consis-
tiría? ¿Cómo habría terminado su entrevista con Porfirio si no se hubiese
producido la espectacular aparición de Nicolás?
Porfirio no había disimulado su juego; táctica arriesgada, pero cuyo riesgo
había decidido correr. Raskolnikov no dejaba de pensar en ello. Si el juez
hubiera tenido otros triunfos, se los habría enseñado igualmente. ¿Qué se-
ría aquella sorpresa que le reservaba? ¿Una simple burla o algo que tenía su
significado? ¿Constituiría una prueba? ¿Contendría, por lo menos, alguna
acusación...? ¿El desconocido del día anterior? ¿Cómo se explicaba que hu-
biera desaparecido de aquel modo? ¿Dónde estaría? Si Porfirio tenía alguna
prueba, debía de estar relacionada con aquel hombre misterioso.
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Raskolnikov estaba sentado en el diván, con los codos apoyados en las ro-
dillas y la cara en las manos. Un temblor nervioso seguía agitando todo
su cuerpo. Al fin se levantó, cogió la gorra, se detuvo un momento para
reflexionar y se dirigió a la puerta.
Consideraba que, por lo menos durante todo aquel día, estaba fuera de
peligro. De pronto experimentó una sensación de alegría y le acometió el
deseo de trasladarse lo más rápidamente posible a casa de Catalina Ivano-
vna. Desde luego, era ya demasiado tarde para ir al entierro, pero llegaría
a tiempo para la comida y vería a Sonia.
Volvió a detenerse para reflexionar y esbozó una sonrisa dolorosa.
–Hoy, hoy –murmuró–. Hoy mismo. Es necesario...
Ya se disponía a abrir la puerta, cuando ésta se abrió sin que él la tocase.
Se estremeció y retrocedió rápidamente. La puerta se fue abriendo poco a
poco, sin ruido, y de súbito apareció la figura del personaje del día anterior,
del hombre que parecía haber surgido de la tierra.
El desconocido se detuvo en el umbral, miró en silencio a Raskolnikov y dio
un paso hacia el interior del aposento.
Vestía exactamente igual que la víspera, pero su semblante y la expresión
de su mirada habían cambiado. Parecía profundamente apenado. Tras unos
segundos de silencio, lanzó un suspiro. Sólo le faltaba llevarse la mano a la
mejilla y volver la cabeza para parecer una pobre mujer desolada.
–¿Qué desea usted? –preguntó Raskolnikov, paralizado de espanto.
El recién llegado no contestó. De pronto hizo una reverencia tan profunda,
que su mano derecha tocó el suelo.
–¿Qué hace usted? –exclamó Raskolnikov.
–Me siento culpable –dijo el desconocido en voz baja.
–¿De qué?
–De pensar mal.
Cruzaron una mirada.
–Yo no estaba tranquilo... Cuando llegó usted, el otro día, seguramente
embriagado, y dijo a los porteros que lo llevaran a la comisaría, después de
haber interrogado a los pintores sobre las manchas de sangre, me contrarió
que no le hicieran caso por creer que estaba usted bebido. Esto me ator-
mentó de tal modo, que no pude dormir. Y como me acordaba de su direc-
ción, decidimos venir ayer a preguntar...
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–Entonces, ¿era usted la sorpresa? Cuéntemelo todo. ¿Por qué estaba usted
escondido allí?
–Pues verá –dijo el peletero–. En vista de que los porteros no querían ir a
dar parte a la policía, con el pretexto de que era tarde y les pondrían de
vuelta y media por haber ido a molestarlos a hora tan intempestiva, me
indigné de tal modo, que no pude dormir, y ayer empecé a informarme
acerca de usted. Hoy, ya debidamente informado, he ido a ver al juez de
instrucción. La primera vez que he preguntado por él, estaba ausente. He
vuelto una hora después y no me ha recibido. Al fin, a la tercera vez, me
han hecho pasar a su despacho. Se lo he contado todo exactamente como
ocurrió. Mientras me escuchaba, Porfirio Petrovitch iba y venía apresura-
damente por el despacho, golpeándose el pecho con el puño. “ ¡Qué co-
sas he de hacer por vuestra culpa, cretinos! –exclamó–. Si hubiera sabido
esto antes, lo habría hecho detener.” En seguida salió precipitadamente del
despacho, llamó a alguien y se puso a hablar con él en un rincón. Después
volvió a mi lado y de nuevo empezó a hacerme preguntas y a insultarme.
Mientras él me dirigía reproche tras reproche, yo se lo he contado todo. Le
he dicho que usted se había callado cuando yo le acusé de asesino y que no
me reconoció. Él ha vuelto a sus idas y venidas precipitadas y a darse golpes
en el pecho, y cuando le han anunciado a usted, ha venido hacia mí y me
ha dicho: “Pasa detrás de esa puerta y, oigas lo que oigas, no te muevas de
ahí.” Me ha traído una silla, me ha encerrado y me ha advertido: “Tal vez
te llame.” Pero cuando ha llegado Nicolás y le ha despedido a usted, en
seguida me ha dicho a mí que me marchase, advirtiéndome que tal vez me
llamaría para interrogarme de nuevo.
–¿Ha interrogado a Nicolás delante de ti?
–Me ha hecho salir inmediatamente después de usted, y sólo entonces ha
empezado a interrogar a Nicolás.
El visitante se inclinó otra vez hasta tocar el suelo.
–Perdone mi denuncia y mi malicia.
–Que Dios lo perdone –dijo Raskolnikov.
El visitante se volvió a inclinar; aunque ya no tan profundamente, y se fue
a paso lento.
“Ya no hay más que pruebas de doble sentido”, se dijo Raskolnikov, y salió
de su habitación reconfortado.
“Ahora, a continuar la lucha” se dijo con una agria sonrisa mientras bajaba
la escalera. Se detestaba a sí mismo y se sentía humillado por su pusilani-
midad.
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QUINTA PARTE
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Al día siguiente de la noche fatal en que había roto con Dunia y Pulqueria
Alejandrovna, Piotr Petrovitch se despertó de buena mañana. Sus pensa-
mientos se habían aclarado, y hubo de reconocer, muy a pesar suyo, que lo
ocurrido la víspera, hecho que le había parecido fantástico y casi imposible
entonces, era completamente real e irremediable. La negra serpiente del
amor propio herido no había cesado de roerle el corazón en toda la noche.
Lo primero que hizo al saltar de la cama fue ir a mirarse al espejo: temía
haber sufrido un derrame de bilis.
Afortunadamente, no se había producido tal derrame. Al ver su rostro
blanco, de persona distinguida, y un tanto carnoso, se consoló momentá-
neamente y tuvo el convencimiento de que no le sería difícil reemplazar a
Dunia incluso con ventaja; pero pronto volvió a ver las cosas tal como eran,
y entonces lanzó un fuerte salivazo, lo que arrancó una sonrisa de burla a su
joven amigo y compañero de habitación Andrés Simonovitch Lebeziatnikov.
Piotr Petrovitch, que había advertido esta sonrisa, la anotó en el debe, ya
bastante cargado desde hacía algún tiempo, de Andrés Simonovitch.
Su cólera aumentó, y se dijo que no debió haber confiado a su compañero
de hospedaje el resultado de su entrevista de la noche anterior. Era la se-
gunda torpeza que su irritación y la necesidad de expansionarse le habían
llevado a cometer. Para colmo de desdichas, el infortunio le persiguió du-
rante toda la mañana. En el Senado tuvo un fracaso al debatirse su asunto.
Un último incidente colmó su mal humor. El propietario del departamento
que había alquilado con miras a su próximo matrimonio, departamento que
había hecho reparar a costa suya, se negó en redondo a rescindir el contra-
to. Este hombre era extranjero, un obrero alemán enriquecido, y reclamaba
el pago de los alquileres estipulados en el contrato de arrendamiento, a
pesar de que Piotr Petrovitch le devolvía la vivienda tan remozada que pa-
recía nueva. Además, el mueblista pretendía quedarse hasta el último rublo
de la cantidad anticipada por unos muebles que Piotr Petrovitch no había
recibido todavía.
“¡No voy a casarme sólo por tener los muebles! “, exclamó para sí mientras
rechinaba los dientes. Pero, al mismo tiempo, una última esperanza, una
loca ilusión, pasó por su pensamiento. “¿Es verdaderamente irremediable el
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Todos estos informes y detalles inspiraron a Piotr Petrovitch una idea que
ocupaba su magín mientras regresaba a su habitación, mejor dicho, a la de
Andrés Simonovitch Lebeziatnikov.
Andrés Simonovitch había pasado toda la mañana en su aposento, no sé
por qué motivo. Entre éste y Piotr Petrovitch se habían establecido unas
relaciones sumamente extrañas, pero fáciles de explicar. Piotr Petrovitch le
odiaba, le despreciaba profundamente, casi desde el mismo día en que se
había instalado en su habitación; pero, al mismo tiempo, le temía. No era
únicamente la tacañería lo que le había llevado a hospedarse en aquella
casa a su llegada a Petersburgo. Este motivo era el principal, pero no el
único. Estando aún en su localidad provinciana, había oído hablar de An-
drés Simonovitch, su antiguo pupilo, al que se consideraba como uno de los
jóvenes progresistas más avanzados de la capital, e incluso como un miem-
bro destacado de ciertos círculos, verdaderamente curiosos, que gozaban
de extraordinaria reputación. Esto había impresionado a Piotr Petrovitch.
Aquellos círculos todopoderosos que nada ignoraban, que despreciaban y
desenmascaraban a todo el mundo, le infundían un vago terror. Claro que,
al estar alejado de estos círculos, no podía formarse una idea exacta acerca
de ellos. Había oído decir, como todo el mundo, que en Petersburgo había
progresistas, nihilistas y toda suerte de enderezadores de entuertos, pero,
como la mayoría de la gente, exageraba el sentido de estas palabras del
modo más absurdo. Lo que más le inquietaba desde hacía ya tiempo, lo que
le llenaba de una intranquilidad exagerada y continua, eran las indagacio-
nes que realizaban tales partidos. Sólo por esta razón había estado mucho
tiempo sin decidirse a elegir Petersburgo como centro de sus actividades.
Estas sociedades le inspiraban un terror que podía calificarse de infantil.
Varios años atrás, cuando comenzaba su carrera en su provincia, había visto
a los revolucionarios desenmascarar a dos altos funcionarios con cuya pro-
tección contaba. Uno de estos casos terminó del modo más escandaloso en
contra del denunciado; el otro había tenido también un final sumamente
enojoso. De aquí que Piotr Petrovitch, apenas llegado a Petersburgo, pro-
curase enterarse de las actividades de tales asociaciones: así, en caso de ne-
cesidad, podría presentarse como simpatizante y asegurarse la aprobación
de las nuevas generaciones. Para esto había contado con Andrés Simonovi-
tch, y que se había adaptado rápidamente al lenguaje de los reformadores
lo demostraba su visita a Raskolnikov.
Pero en seguida se dio cuenta de que Andrés Simonovitch no era sino un
pobre hombre, una verdadera mediocridad. No obstante, ello no alteró sus
convicciones ni bastó para tranquilizarle. Aunque todos los progresistas hu-
bieran sido igualmente estúpidos, su inquietud no se habría calmado.
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Aquellas doctrinas, aquellas ideas, aquellos sistemas (con los que Andrés
Simonovitch le llenaba la cabeza) no le impresionaban demasiado. Sólo
deseaba poder seguir el plan que se había trazado, y, en consecuencia,
únicamente le interesaba saber cómo se producían los escándalos citados
anteriormente y si los hombres que los provocaban eran verdaderamente
todopoderosos. En otras palabras, ¿tendría motivos para inquietarse si se le
denunciaba cuando emprendiera algún negocio? ¿Por qué actividades se le
podía denunciar? ¿Quiénes eran los que atraían la atención de semejantes
inspectores? Y, sobre todo, ¿podría llegar a un acuerdo con tales investi-
gadores, comprometiéndolos, al mismo tiempo, en sus asuntos, si eran en
verdad tan temibles? ¿Sería prudente intentarlo? ¿No se les podría incluso
utilizar para llevar a cabo los propios proyectos? Piotr Petrovitch se habría
podido hacer otras muchas preguntas como éstas...
Andrés Simonovitch era un hombrecillo enclenque, escrofuloso, que per-
tenecía al cuerpo de funcionarios y trabajaba en una oficina pública. Su
cabello era de un rubio casi blanco y lucía unas pobladas patillas de las que
se sentía sumamente orgulloso. Casi siempre tenía los ojos enfermos. En el
fondo, era una buena persona, pero su lenguaje, de una presunción que ra-
yaba en la pedantería, contrastaba grotescamente con su esmirriada figura.
Se le consideraba como uno de los inquilinos más distinguidos de Amalia
Ivanovna, ya que no se embriagaba y pagaba puntualmente el alquiler.
Pese a todas estas cualidades, Andrés Simonovitch era bastante necio. Su
afiliación al partido progresista obedeció a un impulso irreflexivo. Era uno
de esos innumerables pobres hombres, de esos testarudos ignorantes que
se apasionan por cualquier tendencia de moda, para envilecerla y desacre-
ditarla en seguida. Estos individuos ponen en ridículo todas las causas, aun-
que a veces se entregan a ellas con la mayor sinceridad.
Digamos además que Lebeziatnikov, a pesar de su buen carácter, empezaba
también a no poder soportar a su huésped y antiguo tutor Piotr Petrovitch:
la antipatía había surgido espontánea y recíprocamente por ambas partes.
Por poco perspicaz que fuera, Andrés Simonovitch se había dado cuenta de
que Piotr Petrovitch no era sincero con él y le despreciaba secretamente;
en una palabra, que tenía ante sí a un hombre distinto del que Lujine apa-
rentaba ser. Había intentado exponerle el sistema de Furier y la teoría de
Darwin, pero Piotr Petrovitch le escuchaba con un gesto sarcástico desde
hacía algún tiempo, y últimamente incluso le respondía con expresiones
insultantes. En resumen, que Lujine se había dado cuenta de que Andrés
Simonovitch era, además de un imbécil, un charlatán que no tenía la menor
influencia en el partido. Sólo sabía las cosas por conductos sumamente indi-
rectos, e incluso en su misión especial, la de la propaganda, no estaba muy
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–Es increíble que esa imbécil se haya gastado en una comida de funerales
todo el dinero que le dio ese otro idiota: Raskolnikov. Me he quedado es-
tupefacto al ver hace un rato, al pasar, esos preparativos, esas bebidas... Ha
invitado a varias personas. El diablo sabrá por qué lo hace.
Piotr Petrovitch parecía haber abordado este asunto con una intención se-
creta. De pronto levantó la cabeza y exclamó:
–¡Cómo! ¿Dice que me ha invitado también a mí? ¿Cuándo? No recuerdo...
No pienso ir... ¿Qué papel haría yo en esa casa? Yo sólo crucé unas palabras
con esa mujer para decirle que, como viuda pobre de un funcionario, po-
dría obtener en concepto de socorro una cantidad equivalente a un año de
sueldo del difunto. ¿Me habrá invitado por eso? ¡Je, je!
–Yo tampoco pienso ir –dijo Lebeziatnikov.
–Sería el colmo que fuera usted. Después de haber dado una paliza a esa
señora, comprendo que no se atreva a ir a su casa.¡Je, je, je!
–¿Qué yo le di una paliza? ¿Quién se lo ha dicho? –exclamó Lebeziatnikov,
turbado y enrojeciendo.
–Me lo contaron ayer: hace un mes o cosa así, usted golpeó a Catalina Iva-
novna... ¡Así son sus convicciones! Usted dejó a un lado su feminismo por
un momento. ¡Je, je, je!
Piotr Petrovitch, que parecía muy satisfecho después de lo que acababa de
decir, volvió a sus cuentas.
–Eso son estúpidas calumnias –replicó Andrés Simonovitch, que temía que
este incidente se divulgara–. Las cosas no ocurrieron así. ¡No, ni mucho
menos! lo que le han contado es una verdadera calumnia. Yo no hice más
que defenderme. Ella se arrojó sobre mí con las uñas preparadas. Casi me
arranca una patilla... Yo considero que los hombres tenemos derecho a
defendernos. Por otra parte, yo no toleraré jamás que se ejerza sobre mi
la menor violencia... Esto es un principio... Lo contrario sería favorecer el
despotismo. ¿Qué quería usted que hiciera: que me dejase golpear pasiva-
mente? Yo me limité a rechazarla.
Lujine dejó escapar su risita sarcástica.
–¡Je, je, je!
–Usted quiere molestarme porque está de mal humor. Y dice usted cosas
que no tienen nada que ver con la cuestión del feminismo. Usted no me
ha comprendido. Yo me dije que si se considera a la mujer igual al hombre
incluso en lo que concierne a la fuerza física (opinión que empieza a ex-
tenderse), la igualdad debía existir también en el campo de la contienda.
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–Bien mirado, sólo era la segunda. Pero aunque fuese la cuarta o la deci-
moquinta, esto tiene muy poca importancia. Ahora más que nunca siento
haber perdido a mi padre y a mi madre. ¡Cuántas veces he soñado en mi
protesta contra ellos! Ya me las habría arreglado para provocar la ocasión
de decirles estas cosas. Estoy seguro de que les habría convencido. Los ha-
bría anonadado. Créame que siento no tener a nadie a quien...
–Anonadar. ¡Je, je, je! En fin, dejemos esto. Oiga: ¿conoce usted a la hija
del difunto, esa muchachita delgaducha? ¿Verdad que es cierto lo que se
dice de ella?
–¡He aquí un asunto interesante! A mi entender, es decir, según mis convic-
ciones personales, la situación de esa joven es la más normal de la mujer.
¿Por qué no? Es decir, distinguons. En la sociedad actual, ese género de vida
no es normal, desde luego, pues se adopta por motivos forzosos, pero lo
será en la sociedad futura, donde se podrá elegir libremente. Por otra par-
te, ella tenía perfecto derecho a entregarse. Estaba en la miseria. ¿Por qué
no había de disponer de lo que constituía su capital, por decirlo así? Natu-
ralmente, en la sociedad futura, el capital no tendría razón de ser, pero el
papel de la mujer galante tomará otra significación y será regulado de un
modo racional. En lo que concierne a Sonia Simonovna, yo considero sus
actos en el momento actual como una viva protesta, una protesta simbólica
contra el estado de la sociedad presente. Por eso siento por ella especial
estimación, tanto, que sólo de verla experimento una gran alegría.
–Pues a mí me han dicho que usted la echó de la casa.
Lebeziatnikov montó en cólera.
–¡Nueva calumnia! –bramó–. Las cosas no ocurrieron así, ni mucho menos.
¡No, no, de ningún modo! Catalina Ivanovna lo ha contado todo como le ha
parecido, porque no ha comprendido nada. Yo no he buscado nunca los fa-
vores de Sonia Simonovna. Yo procuré únicamente ilustrarla del modo más
desinteresado, esforzándome en despertar en ella el espíritu de protesta...
Esto era todo lo que yo deseaba. Ella misma se dio cuenta de que no podía
permanecer aquí.
–Supongo que la habrá invitado usted a formar parte de la commune.
–Permítame que le diga que usted todo lo toma a broma y que ello me pa-
rece lamentable. Usted no comprende nada. La commune no admite cier-
tas situaciones personales; precisamente se ha fundado para suprimirlas. El
papel de esa joven perderá su antigua significación dentro de la commune:
lo que ahora nos parece una torpeza, entonces nos parecerá un acto in-
teligente, y lo que ahora se considera una corrupción, entonces será algo
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bo de exponer y que únicamente tiene interés para mí. No, mis intenciones
son otras.
Sonia se apresuró a volver a sentarse. Sus ojos tropezaron de nuevo con
los billetes multicolores, pero ella los apartó en seguida y volvió a fijarlos
en Lujine. Mirar el dinero ajeno le parecía una inconveniencia, sobre todo
en la situación en que se hallaba... Se dedicó a observar los lentes de mon-
tura de oro que Piotr Petrovitch tenía en su mano izquierda, y después fijó
su mirada en la soberbia sortija adornada con una piedra amarilla que el
caballero ostentaba en el dedo central de la misma mano. Finalmente, no
sabiendo adónde mirar, fijó la vista en la cara de Piotr Petrovitch. El cual,
tras un majestuoso silencio, continuó:
–Ayer tuve ocasión de cambiar dos palabras con la infortunada Catalina Iva-
novna, y esto me bastó para darme cuenta de que se halla en un estado...
anormal, por decirlo así.
–Cierto: es un estado anormal –se apresuró a repetir Sonia.
–O, para decirlo más claramente, más exactamente, en un estado morboso.
–Sí, sí, más claramente..., morboso.
–Pues bien; llevado de un sentimiento humanitario y... y de compasión, por
decirlo así, yo desearía serle útil, en vista de la posición extremadamente
difícil en que forzosamente se ha de encontrar. Porque tengo entendido
que es usted el único sostén de esa desventurada familia.
Sonia se levantó súbitamente.
–Permítame preguntarle –dijo– si usted le habló ayer de una pensión. Ella
me dijo que usted se encargaría de conseguir que se la dieran. ¿Es eso ver-
dad?
–¡No, no, ni remotamente! Eso es incluso absurdo en cierto sentido. Yo sólo
le hablé de un socorro temporal que se le entregaría por su condición de
viuda de un funcionario muerto en servicio, y le advertí que tal socorro sólo
podría recibirlo si contaba con influencias. Por otra parte, me parece que su
difunto padre no solamente no había servido tiempo suficiente para tener
derecho al retiro, sino que ni siquiera prestaba servicio en el momento de
su muerte. En resumen, que uno siempre puede esperar, pero que en este
caso la esperanza tendría poco fundamento pues no existe el derecho de
percibir socorro alguno... ¡Y ella soñaba ya con una pensión! ¡Je, je, je! ¡Qué
imaginación posee esa señora!
–Sí, esperaba una pensión..., pues es muy buena y su bondad la lleva a
creerlo todo..., y es..., sí, tiene usted razón... Con su permiso.
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para nada en relación con este asunto. Aquí tiene. Como mis gastos son
muchos, aun sintiéndolo de veras, no puedo hacer más.
Y Piotr Petrovitch entregó a Sonia un billete de diez rublos después de ha-
berlo desplegado cuidadosamente. Sonia lo tomó, enrojeció, se levantó de
un salto, pronunció algunas palabras ininteligibles y se apresuró a retirarse.
Piotr Petrovitch la acompañó con toda cortesía hasta la puerta. Ella salió
de la habitación a toda prisa, profundamente turbada, y corrió a casa de
Catalina Ivanovna, presa de extraordinaria emoción.
Durante toda esta escena, Andrés Simonovitch, a fin de no poner al diálogo
la menor dificultad, había permanecido junto a la ventana, o había pa-
seado en silencio por la habitación; pero cuando Sonia se hubo retirado, se
acercó a Piotr Petrovitch y le tendió la mano con gesto solemne.
–Lo he visto todo y todo lo he oído –dijo, recalcando esta última palabra–.
Lo que usted acaba de hacer es noble, es decir, humano. Ya he visto que
usted no quiere que le den las gracias. Y aunque mis principios particula-
res me prohíben, lo confieso, practicar la caridad privada, pues no sólo es
insuficiente para extirpar el mal, sino que, por el contrario, lo fomenta, no
puedo menos de confesarle que su gesto me ha producido verdadera satis-
facción. Sí, sí; su gesto me ha impresionado.
–¡Bah! No tiene importancia –murmuró Piotr Petrovitch un poco emocio-
nado y mirando a Lebeziatnikov atentamente.
–Sí, sí que tiene importancia. Un hombre que como usted se siente ofen-
dido, herido, por lo que ocurrió ayer, y que, no obstante, es capaz de inte-
resarse por la desgracia ajena: un hombre así, aunque sus actos constituyan
un error social, es digno de estimación. No esperaba esto de usted, Piotr
Petrovitch, sobre todo teniendo en cuenta sus ideas, que son para usted
una verdadera traba, ¡y cuán importante! ¡Ah, cómo le ha impresionado
el incidente de ayer! –exclamó el bueno de Andrés Simonovitch, sintiendo
que volvía a despertarse en él su antigua simpatía por Piotr Petrovitch–.
Pero dígame: ¿por qué da usted tanta importancia al matrimonio legal, mi
muy querido y noble Piotr Petrovitch? ¿Por qué conceder un puesto tan alto
a esa legalidad? Pégueme si quiere, pero le confieso que me siento feliz, sí,
feliz, de ver que ese compromiso se ha roto; de saber que es usted libre y
de pensar que usted no está completamente perdido para la humanidad...
Sí, me siento feliz: ya ve usted que le soy franco.
–Yo doy importancia al matrimonio legal porque no quiero llevar cuernos
–repuso Lujine, que parecía preocupado por decir algo– y porque tampoco
quiero educar hijos de los que no seria yo el padre, como ocurre con fre-
cuencia en las uniones libres que usted predica.
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–¿Los hijos? ¿Ha dicho usted los hijos? –exclamó Andrés Simonovitch, estre-
meciéndose como un caballo de guerra que oye el son del clarín–. Desde
luego, es una cuestión social de la más alta importancia, estamos de acuer-
do, pero que se resolverá mediante normas muy distintas de las que rigen
ahora. Algunos llegan incluso a no considerarlos como tales, del mismo
modo que no admiten nada de lo que concierne a la familia... Pero ya ha-
blaremos de eso más adelante. Ahora analicemos tan sólo la cuestión de
los cuernos. Le confieso que es mi tema favorito. Esta expresión baja y gro-
sera difundida por Pushkin no figurará en los diccionarios del futuro. Pues,
en resumidas cuentas, ¿qué es eso de los cuernos? ¡Oh, qué aberración!
¡Cuernos...! ¿Por qué? Eso es absurdo, no lo dude. La unión libre los hará
desaparecer. Los cuernos no son sino la consecuencia lógica del matrimonio
legal, su correctivo, por decirlo así..., un acto de protesta... Mirados desde
este punto de vista, no tienen nada de humillantes. Si alguna vez..., aunque
esto sea una suposición absurda..., si alguna vez yo contrajera matrimonio
legal y llevara esos malditos cuernos, me sentiría muy feliz y diría a mi mu-
jer: “ Hasta este momento, amiga mía, me he limitado a quererte; pero
ahora lo respeto por el hecho de haber sabido protestar... “ ¿Se ríe...? Eso
prueba que no ha tenido usted valor para romper con los prejuicios... ¡El
diablo me lleve...! Comprendo perfectamente el enojo que supone verse
engañado cuando se está casado legalmente; pero esto no es sino una mí-
sera consecuencia de una situación humillante y degradante para los dos
cónyuges. Porque cuando a uno le ponen los cuernos con toda franqueza,
como sucede en las uniones libres, se puede decir que no existen, ya que
pierden toda su significación, e incluso el nombre de cuernos. Es más, en
este caso, la mujer da a su compañero una prueba de estimación, ya que
le considera incapaz de oponerse a su felicidad y lo bastante culto para no
intentar vengarse del nuevo esposo... ¡El diablo me lleve...! Yo me digo a
veces que si me casase, si me uniese a una mujer, legal o libremente, que
eso poco importa, y pasara el tiempo sin que mi mujer tuviera un amante,
se lo llevaría yo mismo y le diría: “Amiga mía, te amo de veras, pero lo que
más me importa es merecer tu estimación.” ¿Qué le parece? ¿Tengo razón
o no la tengo?
Piotr Petrovitch sonrió burlonamente pero con gesto distraído. Su pensa-
miento estaba en otra parte, cosa que Lebeziatnikov no tardó en notar,
además de leer la preocupación en su semblante.
Lujine parecía afectado y se frotaba las manos con aire pensativo. Andrés
Simonovitch recordaría estos detalles algún tiempo después.
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ritual, de tres o cuatro platos, entre los que no faltaban los populares crê-
pes.
Además, se habían preparado dos samovares para los invitados que quisie-
ran tomar té o ponche después de la comida.
Catalina Ivanovna se había encargado personalmente de las compras ayu-
dada por un inquilino de la casa, un polaco famélico que habitaba, sólo Dios
sabía por qué, en el departamento de la señora Lipevechsel y que desde
el primer momento se había puesto a disposición de la viuda. Desde el día
anterior había demostrado un celo extraordinario. A cada momento y por
la cuestión más insignificante iba a ponerse a las órdenes de Catalina Iva-
novna, y la perseguía hasta los Gostiny Dvor, llamándola pani comandanta.
De aquí que, después de haber declarado que no habría sabido qué hacer
sin este hombre, Catalina Ivanovna acabara por no poder soportarlo. Esto
le ocurría con frecuencia: se entusiasmaba ante el primero que se presenta-
ba a ella, lo adornaba con todas las cualidades imaginables, le atribuía mil
méritos inexistentes, pero en los que ella creía de todo corazón, para sen-
tirse de pronto desencantada y rechazar con palabras insultantes al mismo
ante el cual se había inclinado horas antes con la más viva admiración. Era
de natural alegre y bondadoso, pero sus desventuras y la mala suerte que
la perseguía le hacían desear tan furiosamente la paz y el bienestar, que el
menor tropiezo la ponía fuera de sí, y entonces, a las esperanzas más bri-
llantes y fantásticas sucedían las maldiciones, y desgarraba y destruía todo
cuanto caía en sus manos, y terminaba por dar cabezadas en las paredes.
Amalia Feodorovna adquirió una súbita y extraordinaria importancia a los
ojos de Catalina Ivanovna y el puesto que ocupaba en su estimación se am-
plió considerablemente, tal vez por el solo motivo de haberse entregado
en alma y vida a la organización de la comida de funerales. Se había encar-
gado de poner la mesa, proporcionando la mantelería, la vajilla y todo lo
demás, amén de preparar los platos en su propia cocina.
Catalina Ivanovna le había delegado sus poderes cuando tuvo que ir al ce-
menterio, y Amalia Feodorovna se había mostrado digna de esta confianza.
La mesa estaba sin duda bastante bien puesta. Cierto que los platos, los va-
sos, los cuchillos, los tenedores no hacían juego, porque procedían de aquí
y de allá; pero a la hora señalada todo estaba a punto, y Amalia Feodoro-
vna, consciente de haber desempeñado sus funciones a la perfección, se
pavoneaba con un vestido negro y un gorro adornado con flamantes cintas
de luto. Y así ataviada recibía a los invitados con una mezcla de satisfacción
y orgullo.
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–gritó de pronto a uno de ellos–. ¿Ha comido usted crêpes? ¡Coma más!
¡Y beba cerveza! ¿Quiere vodka...? Fíjese: se levanta y saluda. Mire, mire...
Deben de estar hambrientos los pobres diablos. ¡Que coman! Por lo menos,
no arman bulla... Pero temo por los cubiertos de la patrona, que son de
plata... Oiga, Amalia Ivanovna –dijo en voz bastante alta, dirigiéndose a la
señora Lipevechsel–, sepa usted que si se diera el caso de que desaparecie-
ran sus cubiertos, yo me lavaría las manos. Se lo advierto.
Y se echó a reír a carcajadas, mirando a Raskolnikov e indicando a la patro-
na con movimientos de cabeza. Parecía muy satisfecha de su ocurrencia.
–No se ha enterado, todavía no se ha enterado. Ahí está con la boca abier-
ta. Mírela: parece una lechuza, una verdadera lechuza adornada con cintas
nuevas... ¡Ja, ja, ja!
Esta risa terminó en un nuevo y terrible acceso de tos que duró varios mi-
nutos. Su pañuelo se manchó de sangre y el sudor cubrió su frente. Mostró
en silencio la sangre a Raskolnikov, y cuando hubo recobrado el aliento,
empezó a hablar nuevamente con gran animación, mientras rojas manchas
aparecían en sus pómulos.
–Óigame, yo le confié la misión delicadísima, sí, verdaderamente delica-
da, de invitar a esa señora y a su hija... Ya sabe usted a quién me refiero...
Había que proceder con sumo tacto. Pues bien, ella cumplió el encargo de
tal modo, que esa estúpida extranjera, esa orgullosa criatura, esa mísera
provinciana, que, en su calidad de viuda de un mayor, ha venido a solicitar
una pensión y se pasa el día dando la lata por los despachos oficiales, con
un dedo de pintura en cada mejilla, ¡a los cincuenta y cinco años...!; esa
cursi, no sólo no se ha dignado aceptar mi invitación, sino que ni siquiera
ha juzgado necesario excusarse, como exige la más elemental educación.
Tampoco comprendo por qué ha faltado Piotr Petrovitch... Pero ¿qué le
habrá pasado a Sonia? ¿Dónde estará...? ¡Ah, ya viene...! ¿Qué te ha ocu-
rrido, Sonia? ¿Dónde te has metido? Debiste arreglar las cosas de modo
que pudieras acudir puntualmente a los funerales de tu padre... Rodion
Romanovitch, hágale sitio a su lado... Siéntate, Sonia, y coge lo que quieras.
Te recomiendo esta carne en gelatina. En seguida traerán los crêpes... ¿Ya
están servidos los niños? ¿No te hace falta nada, Poletchka...? Pórtate bien,
Lena; y tú, Kolia, no muevas las piernas de ese modo. Compórtate como un
niño de buena familia... ¿Qué hay, Sonetchka?
Sonia se apresuró a transmitirle las excusas de Piotr Petrovitch, levantando
la voz cuanto pudo, a fin de que todos la oyeran, y exagerando las expre-
siones de respeto de Lujine. Añadió que Piotr Petrovitch le había dado el
encargo de decirle que vendría a verla tan pronto como le fuera posible
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para hablar de negocios, ponerse de acuerdo sobre los pasos que había de
dar, etc.
Sonia sabía que estas palabras tranquilizarían a Catalina Ivanovna y, sobre
todo, que serían un bálsamo para su amor propio. Se había sentado al lado
de Raskolnikov y le había dirigido una mirada rápida y curiosa; pero duran-
te el resto de la comida evitó mirarle y hablarle.
Al mismo tiempo que distraída, parecía estar atenta a descubrir el menor
deseo en el semblante de su madrastra. Ninguna de las dos iba de luto, por
no tener vestido negro. Sonia llevaba un trajecito pardo, y Catalina Ivano-
vna un vestido de indiana oscuro, a rayas, que era el único que tenía.
Las excusas de Piotr Petrovitch produjeron excelente impresión. Después de
haber escuchado las palabras de Sonia con grave semblante, Catalina Iva-
novna se informó con la misma dignidad de la salud de Piotr Petrovitch. En
seguida dijo a Raskolnikov, casi en voz alta, que habría sido verdaderamen-
te chocante ver un hombre tan serio y respetable como Lujine en aquella
extraña sociedad, y que se comprendía que no hubiera acudido, a pesar de
los lazos de amistad que le unían a su familia.
–He aquí por qué le agradezco especialmente, Rodion Romanovitch, que
no haya despreciado mi hospitalidad, aunque usted está en condiciones
parecidas –añadió en voz lo bastante alta para que todos la oyeran–. Estoy
segura de que sólo la gran amistad que le unía a mi pobre esposo ha podi-
do inducirle a mantener su palabra.
Acto seguido recorrió las caras de todos los invitados con una mirada ceñu-
da, y de pronto, de un extremo a otro de la mesa, preguntó al viejo sordo
si no quería más asado y si había bebido oporto. El viejecito no contestó y
tardó un buen rato en comprender lo que le preguntaban, aunque sus veci-
nos habían empezado a zarandearlo para reírse a su costa. Él no hacía más
que mirar confuso en todas direcciones, lo que llevaba al colmo la alegría
general.
–¡Qué estúpido! –exclamó Catalina Ivanovna, dirigiéndose a Raskolnikov–.
¡Fíjese! ¿Por qué le habrán traído? En cuanto a Piotr Petrovitch, siempre he
estado segura de él, y en verdad puede decirse –ahora se dirigía a Amalia
Ivanovna y con un gesto tan severo que la patrona se sintió intimidada–
que no se parece en nada a sus quisquillosas provincianas. Mi padre no las
habría querido ni para cocineras, y si mi difunto esposo les hubiera hecho el
honor de recibirlas, habría sido tan sólo por su excesiva bondad.
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las manos en los bolsillos, y todo el mundo habrá creído que se estaba
registrando los bolsillos a todas horas. ¡Ji, ji! ¿Ha observado usted, Rodion
Romanovitch, que, por regla general, los extranjeros establecidos en Pe-
tersburgo, especialmente los alemanes, que llegan de Dios sabe dónde,
son bastante menos inteligentes que nosotros? Dígame usted si no es una
necedad contar una historia como esa del farmacéutico cuyo corazón esta-
ba traspasado de espanto. El muy mentecato, en vez de echarse sobre el
cochero y atarlo, enlaza las manos y llora y suplica... ¡Ah, qué mujer tan es-
túpida! Cree que esta historia es conmovedora y no se da cuenta de su ne-
cedad. A mi juicio, ese alcohólico que fue empleado de intendencia es más
inteligente que ella. Cuando menos, se ve en seguida que está dominado
por la bebida y que hasta el último destello de su lucidez ha naufragado en
alcohol... En cambio, todos esos que están tan serios y callados... Pero fíjese
cómo abre los ojos esa mujer. Está enojada... ¡Ja, ja, ja! Está que trina...
Catalina Ivanovna, con alegre entusiasmo, habló de otras mil cosas insigni-
ficantes, y de improviso anunció que tan pronto como obtuviera la pensión
se retiraría a T., su ciudad natal, para abrir un centro de enseñanza que se
dedicaría a la educación de muchachas nobles. Aún no había hablado de
este proyecto a Raskolnikov, y se lo expuso con todo detalle. Como por
arte de magia, exhibió aquel diploma de que Marmeladov había hablado
a Raskolnikov cuando le contó en una taberna que Catalina Ivanovna, al
salir del pensionado, había bailado en presencia del gobernador y de otras
personalidades la danza del chal. Podría creerse que Catalina Ivanovna uti-
lizaba este diploma para demostrar su derecho a abrir un pensionado, pero
su verdadero fin había sido otro: había pensado utilizarlo para confundir
a aquellas provincianas endomingadas en el caso de que hubieran asistido
a la comida de funerales, demostrándoles así que ella pertenecía a una de
las familias más nobles, que era hija de un coronel y, en fin, que valía mil
veces más que todas las advenedizas que en los últimos tiempos se habían
multiplicado de un modo exorbitante.
El diploma dio la vuelta a la mesa. Los invitados lo pasaban de mano en
mano, sin que Catalina Ivanovna se opusiera a ello, ya que aquel papel la
presentaba en toutes lettres como hija de un consejero de la corte, de un
caballero, lo que la autorizaba a considerarse hija de un coronel. Después,
la viuda, inflamada de entusiasmo, empezó a hablar de la existencia tran-
quila y feliz que pensaba llevar en T. Incluso se refirió a los profesores que
llamaría para instruir a sus alumnas, citando al señor Mangot, viejo y res-
petable francés que le había enseñado a ella este idioma. Entonces estaba
pasando los últimos años de su vida en T. y no vacilaría en ingresar como
profesor de su pensionado por un módico sueldo. Finalmente, anunció que
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en medio de las risas de todos los inquilinos, cuya intención era alentarla,
con la esperanza de asistir a una batalla entre las dos mujeres.
Catalina Ivanovna, incapaz de seguir conteniéndose, declaró a voz en grito
que seguramente Amalia Ivanovna no había tenido nunca Vater, que era
una vulgar finesa de Petersburgo, una borracha que había sido cocinera o
algo peor.
La señora Lipevechsel se puso tan roja como un pimiento y replicó a gran-
des voces que era Catalina Ivanovna la que no había tenido Vater, pero que
ella tenía un Vater aus Berlin que llevaba largos redingotes y siempre iba
haciendo “ ¡puaf, puaf! “
Catalina Ivanovna respondió desdeñosamente que todo el mundo conocía
su propio origen y que en su diploma se decía con caracteres de imprenta
que era hija de un coronel, mientras que el padre de Amalia Ivanovna, en el
caso de que existiera, debía de ser un lechero finés; pero que era más que
probable que ella no tuviera padre, ya que nadie sabía aún cuál era su pa-
tronímico, es decir, si se llamaba Amalia Ivanovna o Amalia Ludwigovna.
Al oír estas palabras, la patrona, fuera de sí, empezó a golpear con el puño
la mesa mientras decía a grandes gritos que ella era Ivanovna y no Lud-
wigovna, que su Vater se llamaba Johann y era bailío, cosa que no había
sido jamás el Vater de Catalina Ivanovna.
Ésta se levantó en el acto y, con una voz cuya calma contrastaba con la pali-
dez de su semblante y la agitación de su pecho, dijo a Amalia Ivanovna que
si osaba volver a comparar, aunque sólo fuera una vez, a su miserable Vater
con su padre, le arrancaría el gorro y se lo pisotearía.
Al oír esto, Amalia Ivanovna empezó a ir y venir precipitadamente por la
habitación, gritando con todas sus fuerzas que ella era la dueña de la casa
y que Catalina Ivanovna debía marcharse inmediatamente.
Acto seguido se arrojó sobre la mesa y empezó a recoger sus cubiertos de
plata.
A esto siguió una confusión y un alboroto indescriptibles. Los niños se echa-
ron a llorar. Sonia se abalanzó sobre su madrastra para intentar retenerla,
pero cuando Amalia Ivanovna aludió a la tarjeta amarilla, la viuda rechazó
a la muchacha y se fue derecha a la patrona con la intención de poner en
práctica su amenaza.
En este momento se abrió la puerta y apareció en el umbral Piotr Petrovitch
Lujine, que paseó una mirada atenta y severa por toda la concurrencia.
Catalina Ivanovna corrió hacia él.
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la luz en mi mente. Ruego a todo el mundo que preste atención. Este señor
–señalaba a Lujine– pidió en fecha reciente la mano de una joven, hermana
mía, cuyo nombre es Avdotia Romanovna Raskolnikov; pero cuando llegó a
Petersburgo, hace poco, y tuvimos nuestra primera entrevista, discutimos,
y de tal modo, que acabé por echarle de mi casa, escena que tuvo dos
testigos, los cuales pueden confirmar mis palabras. Este hombre es todo
maldad. Yo no sabía que se hospedaba en su casa, Andrés Simonovitch. Así
se comprende que pudiera ver anteayer, es decir, el mismo día de nuestra
disputa, que yo, como amigo del difunto, entregaba dinero a la viuda para
que pudiera atender a los gastos del entierro. El señor Lujine escribió en
seguida una carta a mi madre, en que le decía que yo había entregado
dinero no a Catalina Ivanovna, sino a Sonia Simonovna. Además, hablaba
de esta joven en términos en extremo insultantes, dejando entrever que yo
mantenía relaciones íntimas con ella. Su finalidad, como ustedes pueden
comprender, era indisponerme con mi madre y con mi hermana, hacién-
doles creer que yo despilfarraba ignominiosamente el dinero que ellas se
sacrificaban en enviarme. Ayer por la noche, en presencia de mi madre, de
mi hermana y de él mismo, expuse la verdad de los hechos, que este hom-
bre había falseado. Dije que había entregado el dinero a Catalina Ivanovna,
a la que entonces no conocía aún, y añadí que Piotr Petrovitch Lujine, con
todos sus méritos, valía menos que el dedo meñique de Sonia Simonovna,
de la que hablaba tan mal. Él me preguntó entonces si yo sería capaz de
sentar a Sonia Simonovna al lado de mi hermana, y yo le respondí que ya
lo había hecho aquel mismo día. Furioso al ver que mi madre y mi herma-
na no reñían conmigo fundándose en sus calumnias, llegó al extremo de
insultarlas groseramente. Se produjo la ruptura definitiva y lo pusimos en
la puerta. Todo esto ocurrió anoche. Ahora les ruego a ustedes que me
presten la mayor atención. Si el señor Lujine hubiera conseguido presentar
como culpable a Sonia Simonovna, habría demostrado a mi familia que sus
sospechas eran fundadas y que tenía razón para sentirse ofendido por el
hecho de que permitiera a esta joven alternar con mi hermana, y, en fin,
que, atacándome a mí, defendía el honor de su prometida. En una pala-
bra, esto suponía para él un nuevo medio de indisponerme con mi familia,
mientras él reconquistaba su estimación. Al mismo tiempo, se vengaba de
mí, pues tenía motivos para pensar que la tranquilidad de espíritu y el ho-
nor de Sonia Simonovna me afectaban íntimamente. Así pensaba él, y esto
es lo que yo he deducido. Tal es la explicación de su conducta: no es posible
hallar otra.
Así, poco más o menos, terminó Raskolnikov su discurso, que fue interrum-
pido frecuentemente por las exclamaciones de la atenta concurrencia. Has-
ta el final su acento fue firme, sereno y seguro. Su tajante voz, la convicción
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–Dígame francamente qué es lo que desea de mí... Sólo oigo de usted alu-
siones. ¿Es que ha venido usted con el propósito de torturarme?
Sin poder contenerse, se echó a llorar. Él la miró tristemente, con una ex-
presión de angustia. Hubo un largo silencio.
Al fin, Raskolnikov dijo en voz baja:
–Tienes razón, Sonia.
Se había producido en él un cambio repentino. Su ficticio aplomo y el tono
insolente que afectaba momentos antes habían desaparecido. Hasta su voz
parecía haberse debilitado.
–Te dije ayer que no vendría hoy a pedirte perdón, y he aquí que he co-
menzado esta conversación poco menos que excusándome. Al hablarte de
Lujine y de la Providencia pensaba en mí mismo, Sonia, y me excusaba.
Trató de sonreír, pero sólo pudo esbozar una mueca de impotencia. Luego
bajó la cabeza y ocultó el rostro entre las manos.
De súbito, una extraña y sorprendente sensación de odio hacia Sonia le
traspasó el corazón. Asombrado, incluso aterrado de este descubrimien-
to inaudito, levantó la cabeza y observó atentamente a la joven. Vio que
fijaba en él una mirada inquieta y llena de una solicitud dolorosa, y al ad-
vertir que aquellos ojos expresaban amor, su odio se desvaneció como un
fantasma. Se había equivocado acerca de la naturaleza del sentimiento que
experimentaba: lo que sentía era, simplemente, que el momento fatal ha-
bía llegado.
Bajó de nuevo la cabeza y otra vez ocultó el rostro entre las manos. De
pronto palideció, se levantó, miró a Sonia y sin pronunciar palabra, fue
maquinalmente a sentarse en el lecho. Su impresión en aquel momento
era exactamente la misma que había experimentado el día en que, de pie a
espaldas de la vieja, había sacado el hacha del nudo corredizo, mientras se
decía que no había que perder ni un segundo.
–¿Qué le ocurre? –preguntó Sonia, llena de turbación.
Raskolnikov no pudo pronunciar ni una palabra. Había pensado dar “la
explicación” en circunstancias completamente distintas y no comprendía lo
que estaba ocurriendo en su interior.
Sonia se acercó paso a paso, se sentó a su lado, en el lecho, y, sin apartar de
él los ojos, esperó. Su corazón latía con violencia. La situación se hacía inso-
portable. Él volvió hacia la joven su rostro, cubierto de una palidez mortal.
Sus contraídos labios eran incapaces de pronunciar una sola palabra. Enton-
ces el pánico se apoderó de Sonia.
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carse? Porque en modo alguno podía decir que había presentido aquella
confesión. Sin embargo, apenas le hizo él la confesión, a ella le pareció
haberla adivinado.
–Basta, Sonia, basta. No me atormentes.
Había hecho esta súplica amargamente. No era así como él había previsto
confesar su crimen: la realidad era muy distinta de lo que se había imagi-
nado.
Sonia estaba fuera de sí. Saltó del lecho. De pie en medio de la habitación,
se retorcía las manos. Luego volvió rápidamente sobre sus pasos y de nuevo
se sentó al lado de Raskolnikov, tan cerca que sus cuerpos se rozaban. De
pronto se estremeció como si la hubiera asaltado un pensamiento espanto-
so, lanzó un grito y, sin que ni ella misma supiera por qué, cayó de rodillas
delante de Raskolnikov.
–¿Qué ha hecho usted? Pero ¿qué ha hecho usted? –exclamó, desesperada.
De pronto se levantó y rodeó fuertemente con los brazos el cuello del jo-
ven.
Raskolnikov se desprendió del abrazo y la contempló con una triste sonrisa.
–No lo comprendo, Sonia. Me abrazas y me besas después de lo que te aca-
bo de confesar. No sabes lo que haces.
Ella no le escuchó. Gritó, enloquecida:
–¡No hay en el mundo ningún hombre tan desgraciado como tú!
Y prorrumpió en sollozos.
Un sentimiento ya olvidado se apoderó del alma de Raskolnikov. No se pu-
do contener. Dos lágrimas brotaron de sus ojos y quedaron pendientes de
sus pestañas.
–¿No me abandonarás, Sonia? –preguntó, desesperado.
–No, nunca, en ninguna parte. Te seguiré adonde vayas. ¡Señor, Señor!
¡Qué desgraciada soy...! ¿Por qué no te habré conocido antes? ¿Por qué no
has venido antes? ¡Dios mío!
–Pero he venido.
–¡Ahora...! ¿Qué podemos hacer ahora? ¡Juntos, siempre juntos! –exclamó
Sonia volviendo a abrazarle–. ¡Te seguiré al presidio!
Raskolnikov no pudo disimular un gesto de indignación. Sus labios volvie-
ron a sonreír como tantas veces habían sonreído, con una expresión de
odio y altivez.
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pudiera vacilar. Por poco que hubiera sido su convencimiento de que ésta
era para él la única salida, habría matado sin el menor escrúpulo. ¿Por qué
había de tenerlo yo? Y maté, siguiendo su ejemplo... He aquí exactamente
lo que sucedió. Te parece esto irrisorio, ¿verdad? Sí, te lo parece. Y lo más
irrisorio es que las cosas ocurrieron exactamente así.
Pero Sonia no sentía el menor deseo de reír.
–Preferiría que me hablara con toda claridad y sin poner ejemplos –dijo con
voz más tímida aún y apenas perceptible.
Raskolnikov se volvió hacia ella, la miró tristemente y la cogió de la mano.
–Tienes razón otra vez, Sonia. Todo lo que te he dicho es absurdo, pura
charlatanería... La verdad es que, como sabes, mi madre está falta de re-
cursos y que mi hermana, que por fortuna es una mujer instruida, se ha
visto obligada a ir de un sitio a otro como institutriz. Todas sus esperanzas
estaban concentradas en mí. Yo estudiaba, pero, por falta de medios, hube
de abandonar la universidad. Aun suponiendo que hubiera podido seguir
estudiando, en el mejor de los casos habría podido obtener dentro de diez
o doce años un puesto como profesor de instituto o una plaza de funciona-
rio con un sueldo anual de mil rublos –parecía estar recitando una lección
aprendida de memoria–, pero entonces las inquietudes y las privaciones
habrían acabado ya con la salud de mi madre. Para mi hermana, las cosas
habrían podido ir todavía peor... ¿Y para qué verse privado de todo, dejar a
la propia madre en la necesidad, presenciar el deshonor de una hermana?
¿Para qué todo esto? ¿Para enterrar a los míos y fundar una nueva familia
destinada igualmente a perecer de hambre...? En fin, todo esto me decidió
a apoderarme del dinero de la vieja para poder seguir adelante, para ter-
minar mis estudios sin estar a expensas de mi madre. En una palabra, decidí
emplear un método radical para empezar una nueva vida y ser indepen-
diente... Esto es todo. Naturalmente, hice mal en matar a la vieja..., ¡pero
basta ya!
Al llegar al fin de su discurso bajó la cabeza: estaba agotado.
–¡No, no! –exclamó Sonia, angustiada–. ¡No es eso! ¡No es posible! Tiene
que haber algo más.
–Creas lo que creas, te he dicho la verdad.
–¡Pero qué verdad, Dios mío!
–Al fin y al cabo, Sonia, yo no he dado muerte más que a un vil y malvado
gusano.
–Ese gusano era una criatura humana.
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para mí. Estas cosas sólo son aceptadas por el hombre que no se plantea
tales preguntas y sigue su camino derechamente y sin vacilar. El solo hecho
de que me preguntara: “¿Habría matado Napoleón a la vieja?” demostraba
que yo no era un Napoleón... Sobrellevé hasta el final el sufrimiento oca-
sionado por estos desatinos y después traté de expulsarlos. Yo maté no por
cuestiones de conciencia, sino por un impulso que sólo a mí me atañía. No
quiero engañarme a mí mismo sobre este punto. Yo no maté por acudir en
socorro de mi madre ni con la intención de dedicar al bien de la humanidad
el poder y el dinero que obtuviera; no, no, yo sólo maté por mi interés per-
sonal, por mí mismo, y en aquel momento me importaba muy poco saber
si sería un bienhechor de la humanidad o un vampiro de la sociedad, una
especie de araña que caza seres vivientes con su tela. Todo me era indife-
rente. Desde luego, no fue la idea del dinero la que me impulsó a matar.
Más que el dinero necesitaba otra cosa... Ahora lo sé... Compréndeme...
Si tuviera que volver a hacerlo, tal vez no lo haría... Era otra la cuestión
que me preocupaba y me impulsaba a obrar. Yo necesitaba saber, y cuanto
antes, si era un gusano como los demás o un hombre, si era capaz de fran-
quear todos los obstáculos, si osaba inclinarme para asir el poder, si era una
criatura temerosa o si procedía como el que ejerce un derecho.
–¿Derecho a matar? –exclamó la joven, atónita.
–¡Calla, Sonia! –exclamó Rodia, irritado. A sus labios acudió una objeción,
pero se limitó a decir–: No me interrumpas. Yo sólo quería decirte que el
diablo me impulsó a hacer aquello y luego me hizo comprender que no te-
nía derecho a hacerlo, puesto que era un gusano como los demás. El diablo
se burló de mí. Si estoy en tu casa es porque soy un gusano; de lo contrario,
no te habría hecho esta visita... Has de saber que cuando fui a casa de la
vieja, yo solamente deseaba hacer un experimento.
–Usted mató.
–Pero ¿cómo? No se asesina como yo lo hice. El que comete un crimen pro-
cede de modo muy distinto... Algún día lo contaré todo detalladamente...
¿Fue a la vieja a quien maté? No, me asesiné a mí mismo, no a ella, y me
perdí para siempre... Fue el diablo el que mató a la vieja y no yo.
Y de pronto exclamó con voz desgarradora:
–¡Basta, Sonia, basta! ¡Déjame, déjame!
Raskolnikov apoyó los codos en las rodillas y hundió la cabeza entre sus
manos, rígidas como tenazas.
–¡Qué modo de sufrir! –gimió Sonia.
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–Tal vez me haya calumniado a mí mismo –dijo, absorto y con acento som-
brío–. Acaso soy un hombre todavía, no un gusano, y me he precipitado al
condenarme. Voy a intentar seguir luchando.
Y sonrió con arrogancia.
–¡Pero llevar esa carga de sufrimiento toda la vida, toda la vida...!
–Ya me acostumbraré –dijo Raskolnikov, todavía triste y pensativo.
Pero un momento después exclamó:
–¡Bueno, basta de lamentaciones! Hay que hablar de cosas más importan-
tes. He venido a decirte que me siguen la pista de cerca.
–¡Oh! –exclamó Sonia, aterrada.
–Pero ¿qué te pasa? ¿Por qué gritas? Quieres que vaya a presidio, y ahora
te asustas. ¿De qué? Pero escucha: no me dejaré atrapar fácilmente. Les
daré trabajo. No tienen pruebas. Ayer estuve verdaderamente en peligro
y me creí perdido, pero hoy el asunto parece haberse arreglado. Todas las
pruebas que tienen son armas de dos filos, de modo que los cargos que me
hagan no puedo presentarlos de forma que me favorezcan, ¿comprendes?
Ahora ya tengo experiencia. Sin embargo, no podré evitar que me deten-
gan. De no ser por una circunstancia imprevista, ya estaría encerrado. Pe-
ro aunque me encarcelen, habrán de dejarme en libertad, pues ni tienen
pruebas ni las tendrán, te doy mi palabra, y por simples sospechas no se
puede condenar a un hombre... Anda, siéntate... Sólo te he dicho esto para
que estés prevenida... En cuanto a mi madre y a mi hermana, ya arreglaré
las cosas de modo que no se inquieten ni sospechen la verdad... Por otra
parte, creo que mi hermana está ahora al abrigo de la necesidad y, por lo
tanto, también mi madre... Esto es todo. Cuento con tu prudencia. ¿Vendrás
a verme cuando esté detenido?
–¡Sí, sí!
Allí estaban los dos, tristes y abatidos, como náufragos arrojados por el
temporal a una costa desolada. Raskolnikov miraba a Sonia y comprendía
lo mucho que lo amaba. Pero –cosa extraña– esta gran ternura produjo de
pronto al joven una impresión penosa y amarga. Una sensación extraña y
horrible. Había ido a aquella casa diciéndose que Sonia era su único refugio
y su única esperanza. Había ido con el propósito de depositar en ella una
parte de su terrible carga, y ahora que Sonia le había entregado su corazón
se sentía infinitamente más desgraciado que antes.
–Sonia –le dijo– , será mejor que no vengas a verme cuando esté encar-
celado.
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–No cabe duda de que se ha vuelto loca –dijo Andrés Simonovitch a Raskol-
nikov cuando estuvieron en la calle–. Si no lo he asegurado ha sido tan sólo
para no inquietar demasiado a Sonia Simonovna. Desde luego, su locura
es evidente. Dicen que a los tísicos se les forman tubérculos en el cerebro.
Lamento no saber medicina. Yo he intentado explicar el asunto a la enfer-
mera, pero ella no ha querido escucharme.
–¿Le ha hablado usted de tubérculos?
–No, no; si le hubiera hablado de tubérculos, ella no me habría comprendi-
do. Lo que quiero decir es que, si uno consigue convencer a otro, por medio
de la lógica, de que no tiene motivos para llorar, no llorará. Esto es induda-
ble. ¿Acaso usted no opina así?
–Yo creo que si tuviera usted razón, la vida sería demasiado fácil.
–Permítame. Desde luego, Catalina Ivanovna no comprendería fácilmente
lo que le voy a decir. Pero usted... ¿No sabe que en Paris se han realizado
serios experimentos sobre el sistema de curar a los locos sólo por medio de
la lógica? Un doctor francés, un gran sabio que ha muerto hace poco, afir-
maba que esto es posible. Su idea fundamental era que la locura no implica
lesiones orgánicas importantes, que sólo es, por decirlo así, un error de
lógica, una falta de juicio, un punto de vista equivocado de las cosas. Con-
tradecía progresivamente a sus enfermos, refutaba sus opiniones, y obtuvo
excelentes resultados. Pero como al mismo tiempo utilizaba las duchas, no
ha quedado plenamente demostrada la eficacia de su método... Por lo me-
nos, esto es lo que opino yo.
Pero Raskolnikov ya no le escuchaba. Al ver que habían Llegado frente a su
casa, saludó a Lebeziatnikov con un movimiento de cabeza y cruzó el por-
tal. Andrés Simonovitch se repuso en seguida de su sorpresa y, tras dirigir
una mirada a su alrededor, prosiguió su camino.
Raskolnikov entró en su buhardilla, se detuvo en medio de la habitación y
se preguntó:
–¿Para qué habré venido?
Y su mirada recorría las paredes, cuyo amarillento papel colgaba aquí y allá
en jirones..., y el polvo..., y el diván...
Del patio subía un ruido seco, incesante: golpes de martillo sobre clavos. Se
acercó a la ventana, se puso de puntillas y estuvo un rato mirando con gran
atención... El patio estaba desierto; Raskolnikov no vio a nadie. En el ala iz-
quierda había varias ventanas abiertas, algunas adornadas con macetas, de
las que brotaban escuálidos geranios. En la parte exterior se veían cuerdas
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Crimen y castigo
con ropa tendida... Era un cuadro que estaba harto de ver. Dejó la ventana
y fue a sentarse en el diván. Nunca se había sentido tan solo.
Experimentó de nuevo un sentimiento de odio hacia Sonia. Sí, la odiaba
después de haberla atraído a su infortunio. ¿Por qué habría ido a hacerla
llorar? ¿Qué necesidad tenía de envenenar su vida? ¡Qué cobarde había
sido!
–Permaneceré solo –se dijo de pronto, en tono resuelto–, y ella no vendrá
a verme a la cárcel.
Cinco minutos después levantó la cabeza y sonrió extrañamente. Acababa
de pasar por su cerebro una idea verdaderamente singular. “Acaso sea ver-
dad que estaría mejor en presidio.”
Nunca sabría cuánto duró aquel desfile de ideas vagas.
De pronto se abrió la puerta y apareció Avdotia Romanovna. La joven se de-
tuvo en el umbral y estuvo un momento observándole, exactamente igual
que había hecho él al llegar a la habitación de Sonia. Después Dunia entró
en el aposento y fue a sentarse en una silla frente a él, en el sitio mismo
en que se había sentado el día anterior. Raskolnikov la miró en silencio, con
aire distraído.
–No te enfades, Rodia –dijo Dunia–. Estaré aquí sólo un momento.
La joven estaba pensativa, pero su semblante no era severo. En su clara mi-
rada había un resplandor de dulzura. Raskolnikov comprendió que era su
amor a él lo que había impulsado a su hermana a hacerle aquella visita.
–Oye, Rodia: lo sé todo..., ¡todo! Me lo ha contado Dmitri Prokofitch. Me ha
explicado hasta el más mínimo detalle. Te persiguen y te atormentan con
las más viles y absurdas suposiciones. Dmitri Prokofitch me ha dicho que no
corres peligro alguno y que no deberías preocuparte como te preocupas.
En esto no estoy de acuerdo con él: comprendo tu indignación y no me
extrañaría que dejara en ti huellas imborrables. Esto es lo que me inquieta.
No te puedo reprochar que nos hayas abandonado, y ni siquiera juzgaré tu
conducta. Perdóname si lo hice. Estoy segura de que también yo, si hubiera
tenido una desgracia como la tuya, me habría alejado de todo el mundo.
No contaré nada de todo esto a nuestra madre, pero le hablaré continua-
mente de ti y le diré que tú me has prometido ir muy pronto a verla. No te
inquietes por ella: yo la tranquilizaré. Pero tú ten piedad de ella: no olvides
que es tu madre. Sólo he venido a decirte –y Dunia se levantó– que si me
necesitases para algo, aunque tu necesidad supusiera el sacrificio de mi vi-
da, no dejes de llamarme. Vendría inmediatamente. Adiós.
Se volvió y se dirigió a la puerta resueltamente.
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“Con estos estúpidos trastornos provocados por una puesta de sol –se dijo
malhumorado– es imposible no cometer alguna tontería. Uno se siente ca-
paz de ir a confesárselo todo no sólo a Sonia, sino a Dunia.”
Oyó que le llamaban y se volvió. Era Lebeziatnikov, que corría hacia él.
–Vengo de su casa. He ido a buscarle. Esa mujer ha hecho lo que se propo-
nía: se ha marchado de casa con los niños. A Sonia Simonovna y a mí nos ha
costado gran trabajo encontrarla. Golpea con la mano una sartén y obliga
a los niños a cantar. Los niños lloran. Catalina Ivanovna se va parando en las
esquinas y ante las tiendas. Los sigue un grupo de imbéciles. Venga usted.
–¿Y Sonia? –preguntó, inquieto, Raskolnikov, mientras echaba a andar al
lado de Lebeziatnikov a toda prisa.
–Está completamente loca... Bueno, me refiero a Catalina Ivanovna, no a
Sonia Simonovna. Ésta está trastornada, desde luego; pero Catalina Ivano-
vna está verdaderamente loca, ha perdido el juicio por completo. Termi-
narán por detenerla, y ya puede usted figurarse el efecto que esto le va a
producir. Ahora está en el malecón del canal, cerca del puente de N., no
lejos de casa de Sonia Simonovna, que está cerca de aquí.
En el malecón, cerca del puente y a dos pasos de casa de Sonia Simonovna,
había una verdadera multitud, formada principalmente por chiquillos y ra-
pazuelos. La voz ronca y desgarrada de Catalina Ivanovna llegaba hasta el
puente. En verdad, el espectáculo era lo bastante extraño para atraer la
atención de los transeúntes. Catalina Ivanovna, con su vieja bata y su chal
de paño, cubierta la cabeza con un mísero sombrero de paja ladeado sobre
una oreja, parecía presa de su verdadero acceso de locura. Estaba rendida y
jadeante. Su pobre cara de tísica nunca había tenido un aspecto tan lamen-
table (por otra parte, los enfermos del pecho tienen siempre peor cara en
la calle, en pleno día, que en su casa). Pero, a pesar de su debilidad, Catalina
Ivanovna parecía dominada por una excitación que iba en continuo aumen-
to. Se arrojaba sobre los niños, los reñía, les enseñaba delante de todo el
mundo a bailar y cantar, y luego, furiosa al ver que las pobres criaturas no
sabían hacer lo que ella les decía, empezaba a azotarlos.
A veces interrumpía sus ejercicios para dirigirse al público. Y cuando veía
entre la multitud de curiosos alguna persona medianamente vestida, le de-
cía que mirase a qué extremo habían llegado los hijos de una familia noble
y casi aristocrática. Si oía risas o palabras burlonas, se encaraba en el acto
con los insolentes y los ponía de vuelta y media. Algunos se reían, otros
sacudían la cabeza, compasivos, y todos miraban con curiosidad a aquella
loca rodeada de niños aterrados.
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curiosos que habían llegado hasta la puerta. Apareció Poletchka con los fu-
gitivos, que temblaban y lloraban. De casa de Kapernaumof llegaron tam-
bién, primero el mismo sastre, con su cojera y su único ojo sano, y que tenía
un aspecto extraño con sus patillas y cabellos tiesos; después su mujer, cuyo
semblante tenía una expresión de espanto, y en pos de ellos algunos de sus
niños, cuyas caras reflejaban un estúpido estupor. Entre toda esta multitud
apareció de pronto el señor Svidrigailof. Raskolnikov le contempló con un
gesto de asombro. No comprendía de dónde había salido: no recordaba
haberlo visto entre la multitud.
Se habló de llamar a un médico y a un sacerdote. El funcionario murmuró
al oído de Raskolnikov que la medicina no podía hacer nada en este caso,
pero no por eso dejó de aprobar la idea de que se fuera a buscar un doctor.
Kapernaumof se encargó de ello.
Entre tanto, Catalina Ivanovna se había reanimado un poco. La hemorragia
había cesado. La enferma dirigió una mirada llena de dolor, pero pene-
trante, a la pobre Sonia, que, pálida y temblorosa, le limpiaba la frente con
un pañuelo. Después pidió que la levantaran. La sentaron en la cama y le
pusieron almohadas a ambos lados para que pudiera sostenerse.
–¿Dónde están los niños? –preguntó con voz trémula–. ¿Los has traído, Po-
lia? ¡Los muy tontos! ¿Por qué habéis huido? ¿Por qué?
La sangre cubría aún sus delgados labios. La enferma paseó la mirada por
la habitación.
–Aquí vives, ¿verdad, Sonia? No había venido nunca a tu casa, y al fin he
tenido ocasión de verla.
Se quedó mirando a Sonia con una expresión llena de amargura.
–Hemos destrozado tu vida por completo... Polia, Lena, Kolia, venid... Aquí
están, Sonia... Tómalos... Los pongo en tus manos... Yo he terminado ya...
Se acabó la fiesta... Acostadme... Dejadme morir tranquila.
La tendieron en la cama.
–¿Cómo? ¿Un sacerdote? ¿Para qué? ¿Es que a alguno de ustedes les sobra
un rublo...? Yo no tengo pecados... Dios me perdonará... Sabe lo mucho
que he sufrido en la vida... Y si no me perdona, ¿qué le vamos a hacer?
El delirio de la fiebre se iba apoderando de ella. Sus ideas eran cada vez
más confusas. A cada momento se estremecía, miraba al círculo formado
en torno del lecho, los reconocía a todos. Después volvía a hundirse en el
delirio. Su respiración era silbante y penosa. Se oía en su garganta una es-
pecie de hervor.
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“¡Qué falso es esto! Was willst du meher...? Bueno, ¿qué más dijo el muy
imbécil...? Ya, ya recuerdo lo que sigue...
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tución, pues es una buena chica, ¿no le parece? Ya puede usted explicar a
Avdotia Romanovna en qué gasto yo el dinero.
–¿Qué persigue usted con su generosidad? –preguntó Raskolnikov.
–¡Qué escéptico es usted! –exclamó Svidrigailof, echándose a reír–. Ya le he
dicho que no necesito el dinero que en esto voy a gastar. Usted no admite
que yo pueda proceder por un simple impulso de humanidad. Al fin y al
cabo, esa mujer no era un gusano –señalaba con el dedo el rincón donde
reposaba la difunta– como cierta vieja usurera. ¿No sería preferible que, en
vez de ella, hubiera muerto Lujine, ya que así no podría cometer más infa-
mias? Sin mi ayuda, Poletchka seguiría el camino de su hermana...
Su tono malicioso parecía lleno de reticencia, y mientras hablaba no apar-
taba la vista de Raskolnikov, el cual se estremeció y se puso pálido al oír
repetir los razonamientos que había hecho a Sonia. Retrocedió vivamente y
fijó en Svidrigailof una mirada extraña.
–¿Cómo sabe usted que yo he dicho eso?–balbuceó.
–Vivo al otro lado de ese tabique, en casa de la señora Resslich. Este de-
partamento pertenece a Kapernaumof, y aquél, a la señora Resslich, mi
antigua y excelente amiga. Soy vecino de Sonia Simonovna.
–¿Usted?
–Sí, yo –dijo Svidrigailof entre grandes carcajadas–. Le doy mi palabra de
honor, querido Rodion Romanovitch, de que me ha interesado usted ex-
traordinariamente. Le dije que seríamos buenos amigos. Pues bien, ya lo
somos. Ya verá como soy un hombre comprensivo y tratable con el que se
puede alternar perfectamente.
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SEXTA PARTE
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i
Empezó para Raskolnikov una vida extraña. Era como si una especie de
neblina le hubiera envuelto y hundido en un fatídico y doloroso aislamien-
to. Cuando más adelante recordaba este período de su vida, comprendía
que entonces su razón vacilaba a cada momento y que este estado, in-
terrumpido por algunos intervalos de lucidez, se había prolongado hasta
la catástrofe definitiva. Tenía el convencimiento de que había cometido
muchos errores, sobre todo en las fechas y sucesión de los hechos. Por lo
menos, cuando, andando el tiempo, recordó, y trató de poner en orden
estos recursos, y después de explicarse lo sucedido, sólo gracias al testimo-
nio de otras personas pudo conocer muchas de las cosas que pertenecían
a aquel período de su propia vida. Confundía los hechos y consideraba al-
gunos como consecuencia de otros que sólo existían en su imaginación. A
veces le dominaba una angustia enfermiza y un profundo terror. Y también
se acordaba de haber pasado minutos, horas y acaso días sumido en una
apatía que sólo podía compararse con el estado de indiferencia de ciertos
moribundos. En general, últimamente parecía preferir cerrar los ojos a su
situación que darse cuenta exacta de ella. Así, ciertos hechos esenciales que
se veía obligado a dilucidar le mortificaban, y, en compensación, descuida-
ba alegremente otras cuestiones cuyo olvido podía serle fatal, teniendo en
cuenta su situación.
Svidrigailof le inquietaba de un modo especial. Incluso podía decirse que su
pensamiento se había fijado e inmovilizado en él. Desde que había oído las
palabras, claras y amenazadoras, que este hombre había pronunciado en
la habitación de Sonia el día de la muerte de Catalina Ivanovna, las ideas
de Raskolnikov habían tomado una dirección completamente nueva. Pero,
a pesar de que este hecho imprevisto le inquietaba profundamente, no se
apresuraba a poner las cosas en claro. A veces, cuando se encontraba en
algún barrio solitario y apartado, solo ante una mesa de alguna taberna
miserable, sin que pudiera comprender cómo había llegado allí, el recuerdo
de Svidrigailof le asaltaba de pronto, y se decía, con febril lucidez, que de-
bía tener con él una explicación cuanto antes. Un día en que se fue a pasear
por las afueras, se imaginó que se había citado con Svidrigailof. Otra vez se
despertó al amanecer en un matorral, sin saber por qué estaba allí.
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En los dos o tres días que siguieron a la muerte de Catalina Ivanovna, Ras-
kolnikov se había encontrado varias veces con Svidrigailof, casi siempre en
la habitación de Sonia, a la que iba a visitar sin objeto alguno y para vol-
verse a marchar en seguida. Se limitaba a cambiar rápidamente algunas
palabras triviales, sin abordar el punto principal, como si se hubieran pues-
to de acuerdo tácitamente en dejar a un lado de momento esta cuestión.
El cuerpo de Catalina Ivanovna estaba aún en el aposento. Svidrigailof se
encargaba de todo lo relacionado con el entierro y parecía muy atareado.
También Sonia estaba muy ocupada.
La última vez que se vieron, Svidrigailof enteró a Raskolnikov de que había
arreglado felizmente la situación de los niños de la difunta. Gracias a cier-
tas personalidades que le conocían, había conseguido que admitieran a los
huérfanos en excelentes orfelinatos, donde recibirían un trato especial, ya
que había entregado una buena suma por cada uno de ellos.
Después dijo algunas palabras acerca de Sonia, prometió a Raskolnikov pa-
sar pronto por su casa y le recordó que deseaba pedirle consejo sobre cier-
tos asuntos.
Esta conversación tuvo lugar en la entrada de la casa, al pie de la escale-
ra. Svidrigailof miraba fijamente a Raskolnikov. De pronto bajó la voz y le
dijo:
–Pero ¿qué le pasa a usted, Rodion Romanovitch? Cualquiera diría que no
está usted en su juicio. Usted escucha y mira con la expresión del hombre
que no comprende nada. Hay que animarse. Tenemos que hablar, a pesar
de que estoy muy ocupado tanto por asuntos propios como por ajenos...
Oiga, Rodion Romanovitch –le dijo de pronto–, todos los hombres necesi-
tamos aire, aire libre... Esto es indispensable.
Se apartó para dejar paso a un sacerdote y a un sacristán que venían a cele-
brar el oficio de difuntos. Svidrigailof lo había arreglado todo para que esta
ceremonia se repitiese dos veces cada día a las mismas horas. Se marchó.
Raskolnikov estuvo un momento reflexionando. Después siguió al sacerdo-
te hasta el aposento de Sonia.
Se detuvo en el umbral. Comenzó el oficio, triste, grave, solemne. Las ce-
remonias fúnebres le inspiraban desde la infancia un sentimiento de terror
místico. Hacía mucho tiempo’ que no había asistido a una misa de difuntos.
La ceremonia que estaba presenciando era para él especialmente conmove-
dora e impresionante. Miró a los niños. Los tres estaban arrodillados junto
al ataúd. Poletchka lloraba. Tras ella, Sonia rezaba, procurando ocultar sus
lágrimas.
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“En todos estos días –se dijo Raskolnikov– no me ha dirigido ni una palabra
ni una mirada.”
El sol iluminaba la habitación, y el humo del incienso se elevaba en densas
volutas.
El sacerdote leyó:
–“Concédele, Señor, el descanso eterno.”
Raskolnikov permaneció en el aposento hasta el final del oficio. El pope
repartió sus bendiciones y salió, dirigiendo a un lado y a otro miradas de
extrañeza.
Después, el joven se acercó a Sonia. Ella se apoderó de sus manos y apoyó
en su hombro la cabeza. Esta demostración de amistad produjo a Raskol-
nikov un profundo asombro. ¿De modo que ella no experimentaba la me-
nor repulsión, el menor horror hacia él? La mano de Sonia no temblaba
lo más mínimo en la suya. Era el colmo de la abnegación: ésta era, por lo
menos, la explicación que Raskolnikov daba a semejante detalle. Sonia no
desplegó los labios. Raskolnikov le estrechó la mano y se fue.
Se habría sentido feliz si hubiera podido retirarse en aquel momento a un
lugar verdaderamente solitario, incluso para siempre. Pero, por desgracia
para él, en aquellos últimos días de su crisis, aunque estaba casi siempre
solo, no tenía nunca la sensación de estarlo completamente.
A veces salía de la ciudad y se alejaba por la carretera. En una ocasión inclu-
so se había internado en un bosque. Pero cuanto más solitario y apartado
era el paraje, más claramente percibía Raskolnikov la presencia de algo se-
mejante a un ser, cuya proximidad le aterraba menos que le abatía.
Por eso se apresuraba a volver a la ciudad y se mezclaba con la multitud.
Entraba en las tabernas, en los figones; se iba a la plaza del Mercado, al
mercado de las Pulgas. Así se sentía más tranquilo y más solo.
Una vez que entró en uno de estos figones, oyó que estaban cantando.
Anochecía. Estuvo una hora escuchando, e incluso con gran satisfacción.
Pero al fin una profunda agitación volvió a apoderarse de él y le asaltó una
especie de remordimiento.
“Aquí estoy escuchando canciones –se dijo– Pero ¿es esto lo que debo ha-
cer?” Además, comprendió que no era éste su único motivo de inquietud.
Había otra cuestión que debía resolverse inmediatamente, pero que no
lograba identificar y que ni siquiera podía expresar con palabras. Lo sentía
en su interior como una especie de torbellino.
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“Más vale luchar –se dijo–: encontrarse cara a cara con Porfirio o Svidrigai-
lof... Sí, recibir un reto: tener que rechazar un ataque... No cabe duda de
que esto es lo mejor.”
Después de hacerse estas reflexiones, salió precipitadamente del figón. En
esto acudió a su pensamiento el recuerdo de su madre y de su hermana, y
se apoderó de él un profundo terror. Fue ésta la noche en que se despertó
al oscurecer en un matorral de la isla Kretovski. Estaba helado y temblaba
de fiebre cuando tomó el camino de su alojamiento. Llegó ya muy avanza-
da la mañana. Tras varias horas de descanso, le desapareció la fiebre; pero
cuando se levantó eran más de las dos de la tarde.
Se acordó de que era el día de los funerales de Catalina Ivanovna y se ale-
gró de no haber asistido. Nastasia le trajo la comida y él comió y bebió con
gran apetito, casi con glotonería. Tenía la cabeza despejada y gozaba de
una calma que no había experimentado desde hacía tres días. Incluso se
asombró de los terrores que le habían asaltado. La puerta se abrió y entró
Rasumikhine.
–¡Ah, estás comiendo! Luego no estás enfermo.
Cogió una silla y se sentó frente a su amigo. Parecía muy agitado y no lo
disimulaba. Habló con una indignación evidente, pero sin apresurarse ni
levantar la voz. Era como si le impulsara una intención misteriosa.
–Escucha –dijo en tono resuelto–: el diablo os lleve a todos, y no quiero
saber nada de vosotros, pues no entiendo absolutamente nada de vuestra
conducta. No creas que he venido a interrogarte, pues no tengo el menor
interés en averiguar nada. Si te tirase de la lengua, empezarías, a lo mejor,
a contarme todos tus secretos, y yo no querría escucharlos: escupiría y me
marcharía. He venido para aclarar, por mí mismo y definitivamente, si en
verdad estás loco. Pues has de saber que algunos creen que lo estás. Y te
confieso que me siento inclinado a compartir esta opinión, dado tu modo
de obrar estúpido, bastante villano y perfectamente inexplicable, así como
tu reciente conducta con tu madre y con tu hermana. ¿Qué hombre lo ha-
ría, Tu madre está muy enferma desde ayer. Quería verte, y aunque e que
no sea un monstruo, un canalla o un loco se habría portado con ellas como
te has portado tú? En consecuencia, tú estás loco.
–¿Cuándo las has visto?
–Hace un rato. ¿Y tú? ¿Desde cuándo no las has visto? Dime, te lo ruego:
¿dónde has pasado el día? He estado tres veces aquí y no he conseguido
verte. tu hermana ha hecho todo lo posible por retenerla, ella no ha queri-
do escucharla. Ha dicho que si estabas enfermo, si perdías la razón, sólo tu
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madre podía venir en tu ayuda. Por lo tanto, nos hemos venido hacia aquí
los tres, pues, como comprenderás, no podíamos dejarla venir sola, y por
el camino no hemos cesado de tratar de calmarla. Cuando hemos llegado
aquí, tú no estabas. Mira, aquí se ha sentado, y sentada ha estado diez
minutos, mientras nosotros permanecíamos de pie ante ella. Al fin se ha
levantado y ha dicho: “ Si sale, no puede estar enfermo. La razón es que me
ha olvidado. No me parece bien que una madre vaya a buscar a su hijo para
mendigar sus caricias.” Cuando ha vuelto a su casa, ha tenido que acostarse.
Ahora tiene fiebre. “Para su amiga sí que tiene tiempo”, ha dicho. Se refería
a Sonia Simonovna, de la que supone que es tu prometida o tu amante. No
sabe si es una cosa a otra, y como yo tampoco lo sé, amigo mío, y deseaba
salir de dudas, he ido en seguida a casa de esa joven... Al entrar, veo un
ataúd, niños que lloran y a Sonia Simonovna probándoles vestidos de luto.
Tú no estabas allí. Después de buscarte con los ojos, me he excusado, he sa-
lido y he ido a contar a Avdotia Romanovna los resultados de mis pesquisas.
O sea que las suposiciones de tu madre han resultado inexactas, y puesto
que no se trata de una aventura amorosa, la hipótesis más plausible es la
de la locura. Pero ahora te encuentro comiendo con tanta avidez como si
llevaras tres días en ayunas. Verdad es que los locos también comen, y que,
además, no me has dicho ni una palabra; pero estoy seguro de que no estás
loco. Eso es para mí tan indiscutible, que lo juraría a ojos cerrados. Así, que
el diablo se os lleve a todos. Aquí hay un misterio, un secreto, y no estoy
dispuesto a romperme la cabeza para resolver este enigma. Sólo he venido
aquí –terminó, levantándose– para decirte lo que te he dicho y descargar
mi conciencia. Ahora ya sé lo que tengo que hacer.
–¿Qué vas a hacer?
–¡A ti qué te importa!
–Vas a beber. Lleva cuidado.
–¿Cómo lo has adivinado?
–No es nada difícil.
Rasumikhine permaneció un momento en silencio.
–Tú eres muy inteligente y nunca has estado loco –exclamó con vehemen-
cia–. Has dado en el clavo. Me voy a beber. Adiós.
Y dio un paso hacia la puerta.
–Hablé de ti a mi hermana, Rasumikhine. Me parece que fue anteayer.
Rasumikhine se detuvo.
–¿De mí? ¿Dónde la viste?
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–Sin que usted se dé cuenta, es tal vez cierto orgullo de persona culta lo
que le impide declararse culpable. Usted debería estar por encima de todo
eso.
–Lo estoy: esas cosas sólo me inspiran desprecio –repuso Raskolnikov con
gesto despectivo.
Después fue a levantarse, pero se volvió a sentar bajo el peso de una deses-
peración inocultable.
–Sí, no me cabe duda. Es usted desconfiado y cree que le estoy adulando
burdamente, con una segunda intención. Pero dígame: ¿ha tenido usted
tiempo de vivir lo bastante para conocer la vida? Inventa usted una teoría
y después se avergüenza al ver que no conduce a nada y que sus resultados
están desprovistos de toda originalidad. Su acción es baja, lo reconozco,
pero usted no es un criminal irremisiblemente perdido. No, no; ni mucho
menos. Me preguntará qué pienso de usted. Se lo diré: le considero como
uno de esos hombres que se dejarían arrancar las entrañas sonriendo a
sus verdugos si lograsen encontrar una fe, un Dios. Pues bien, encuéntrelo
y vivirá. En primer lugar, hace ya mucho tiempo que necesita usted cam-
biar de aires. Y en segundo, el sufrimiento no es mala cosa. Sufra usted.
Mikolka tiene tal vez razón al querer sufrir. Sé que es usted escéptico, pero
abandónese sin razonar a la corriente de la vida y no se inquiete por nada:
esa corriente le llevará a alguna orilla y usted podrá volver a ponerse en
pie. ¿Qué orilla será ésta? Eso no lo puedo saber. Pero estoy convencido de
que le quedan a usted muchos años de vida. Bien sé que usted se estará
diciendo que no hago sino desempeñar mi papel de juez de instrucción, y
que mis palabras le parecerán un largo y enojoso sermón, pero tal vez las
recuerde usted algún día: sólo con esta esperanza le digo todo esto. En
medio de todo, ha sido una suerte que no haya usted matado más que a
esa vieja, pues con otra teoría habria podido usted hacer cosas cientos de
millones de veces peores. Dé gracias a Dios por no haberlo permitido, pues
Él tal vez, ¿quién sabe?, tiene algún designio sobre usted. Tenga usted co-
raje, no retroceda por pusilanimidad ante la gran misión que aún tiene que
cumplir. Si es cobarde, luego se avergonzará usted. Ha cometido una mala
acción: sea fuerte y haga lo que exige la justicia. Sé que usted no me cree,
pero le aseguro que volverá a conocer el placer de vivir. En este momento
sólo necesita aire, aire, aire...
Al oír estas palabras, Raskolnikov se estremeció.
–Pero ¿quién es usted –exclamó– para hacer el profeta? ¿Dónde está esa
cumbre apacible desde la que se permite usted dejar caer sobre mí esas
máximas llenas de una supuesta sabiduría?
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Quería ver cuanto antes a Svidrigailof. Ignoraba sus propósitos, pero aquel
hombre tenía sobre él un poder misterioso. Desde que Raskolnikov se había
dado cuenta de ello, la inquietud lo consumía. Además, había llegado el
momento de tener una explicación con él.
Otra cuestión le atormentaba. Se preguntaba si Svidrigailof habría ido a
visitar a Porfirio.
Raskolnikov suponía que no había ido: lo habría jurado. Siguió pensando
en ello, recordó todos los detalles de la visita de Porfirio y llegó a la misma
conclusión negativa. Svidrigailof no había visitado al juez, pero ¿tendría
intención de hacerlo?
También respecto a este punto se inclinaba por la negativa. ¿Por qué? No
lograba explicárselo. Pero, aunque se hubiera sentido capaz de hallar es-
ta explicación, no habría intentado romperse la cabeza buscándola. Todo
esto le atormentaba y le enojaba a la vez. Lo más sorprendente era que
aquella situación tan crítica en que se hallaba le inquietaba muy poco. Le
preocupaba otra cuestión mucho más importante, extraordinaria, también
personal, pero distinta. Por otra parte, sentía un profundo desfallecimiento
moral, aunque su capacidad de razonamiento era superior a la de los días
anteriores. Además, después de lo sucedido, ¿valía la pena tratar de vencer
nuevas dificultades, intentar, por ejemplo, impedir a Svidrigailof ir a casa
de Porfirio, procurar informarse, perder el tiempo con semejante hombre?
¡Qué fastidioso era todo aquello!
Sin embargo, se dirigió apresuradamente a casa de Svidrigailof. ¿Esperaba
de él algo nuevo, un consejo, un medio de salir de aquella insoportable si-
tuación? El que se está ahogando se aferra a la menor astilla. ¿Era el destino
o un secreto instinto el que los aproximaba? Tal vez era simplemente que
la fatiga y la desesperación le inspiraban tales ideas; acaso fuera preferible
dirigirse a otro, no a Svidrigailof, al que sólo el azar había puesto en su ca-
mino.
¿A Sonia? ¿Con qué objeto se presentaría en su casa? ¿Para hacerla llorar
otra vez? Además, Sonia le daba miedo. Representaba para él lo irrevoca-
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ble, la decisión definitiva. Tenía que elegir entre dos caminos: el suyo o el
de Sonia. Sobre todo en aquel momento, no se sentía capaz de afrontar su
presencia. No, era preferible probar suerte con Svidrigailof. Aunque muy a
su pesar, se confesaba que Svidrigailof le parecía en cierto modo indispen-
sable desde hacía tiempo.
Sin embargo, ¿qué podía haber de común entre ellos? Incluso la perfidia de
uno y otro eran diferentes. Por añadidura, Svidrigailof le era profundamen-
te antipático. Tenía todo el aspecto de un hombre despejado, trapacero,
astuto, y tal vez era un ser extremadamente perverso. Se contaban de él
cosas verdaderamente horribles. Cierto que había protegido a los niños
de Catalina Ivanovna, pero vaya usted a saber el fin que perseguía. Era un
hombre Reno de segundas intenciones.
Desde hacía algunos días, otra idea turbaba a Raskolnikov, a pesar de sus es-
fuerzos por rechazarla para evitar el profundo sufrimiento que le producía.
Pensaba que Svidrigailof siempre había girado, y seguía girando, alrededor
de él. Además, aquel hombre había descubierto su secreto. Y, finalmente,
había abrigado ciertas intenciones acerca de Dunia. Tal vez seguía alimen-
tándolas. Y sin “tal vez”: era seguro. Ahora que conocía su secreto, bien
podría utilizarlo como un arma contra Dunia.
Esta suposición le había quitado el sueño, pero nunca había aparecido en
su mente con tanta nitidez como en aquellos momentos en que se dirigía
a casa de Svidrigailof. Y le bastaba pensar en ello para ponerse furioso.
Sin duda, todo iba a cambiar, incluso su propia situación. Debía confiar su
secreto a Dunetchka y luego entregarse a la justicia para evitar que su her-
mana cometiese alguna imprudencia. ¿Y qué pensar de la carta que aque-
lla mañana había recibido Dunia? ¿De quién podía recibir su hermana una
carta en Petersburgo? ¿De Lujine? Rasumikhine era un buen guardián, pero
no sabía nada de esto. Y Raskolnikov se dijo, contrariado, que tal vez fuera
necesario confiarse también a su amigo.
“Sea como fuere, tengo que ir a ver a Svidrigailof cuanto antes –se dijo–
Afortunadamente, en este asunto los detalles tienen menos importancia
que el fondo. Pero este hombre, si tiene la audacia de tramar algo contra
Dunia, es capaz de... Y en este caso, yo...”
Raskolnikov estaba tan agotado por aquel mes de continuos sufrimientos,
que no pudo encontrar más que una solución. “Y en este caso, yo lo mata-
ré”, se dijo, desesperado.
Un sentimiento angustioso le oprimía el corazón. Se detuvo en medio de la
calle y paseó la mirada en torno de él. ¿Qué camino había tomado? Estaba
en la avenida..., a treinta o cuarenta pasos de la plaza del Mercado, que
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La muchacha apuró el vaso de un solo trago, como hacen todas las mu-
jeres, tomó el billete y besó la mano de Svidrigailof, que aceptó con toda
seriedad esta demostración de respeto servil. Acto seguido, la joven se re-
tiró acompañada del organillero. Svidrigailof los había encontrado a los
dos en la calle. Aún no hacía una semana que estaba en Petersburgo y ya
parecía un antiguo cliente de la casa. Felipe, el camarero, le servía como a
un parroquiano distinguido. La puerta que daba al salón estaba cerrada, y
Svidrigailof se desenvolvía en aquel establecimiento como en casa propia.
Seguramente pasaba allí el día. Aquel local era un antro sucio, innoble, in-
ferior a la categoría media de esta clase de establecimientos.
–Iba a su casa –dijo Raskolnikov–, y, no sé por qué, he tomado la avenida...
al dejar la plaza del Mercado. No paso nunca por aquí. Doblo siempre hacia
la derecha al salir de la plaza. Además, éste no es el camino de su casa. Ape-
nas he doblado hacia este lado, le he visto a usted. Es extraño, ¿verdad?
–¿Por qué no dice usted, sencillamente, que esto es un milagro?
–Porque tal vez no es más que un azar.
–Aquí todo el mundo peca de lo mismo –replicó Svidrigailof echándose a
reír–. Ni siquiera cuando se cree en un milagro hay nadie que se atreva a
confesarlo. Incluso usted mismo ha dicho que se trata “tal vez” de un azar.
¡Qué poco valor tiene aquí la gente para mantener sus opiniones! No se lo
puede usted imaginar, Rodion Romanovitch. No digo esto por usted, que
tiene una opinión personal y la sostiene con toda franqueza. Por eso mismo
me ha llamado la atención lo que ha dicho.
–¿Por eso sólo?
–Es más que suficiente.
Svidrigailof estaba visiblemente excitado, aunque no en extremo, pues sólo
había bebido medio vaso de champán.
–Me parece que cuando usted vino a mi casa –observó Raskolnikov– no sa-
bía aún que yo tenía eso que usted llama una opinión personal.
–Entonces nos preocupaban otras cosas. Cada cual tiene sus asuntos. En lo
que concierne al milagro, debo decirle que parece haber pasado usted dur-
miendo estos días. Yo le di la dirección de esta casa. El hecho de que usted
haya venido no tiene, pues, nada de extraordinario. Yo mismo le indiqué el
camino que debía seguir y las horas en que podría encontrarme aquí. ¿No
recuerda usted?
–No; no lo había olvidado –repuso Raskolnikov, profundamente sorpren-
dido.
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–Lo creo. Se lo dije dos veces. La dirección se grabó en su cerebro sin que
usted se diera cuenta, y ahora ha seguido este camino sin saber lo que ha-
cía. Por lo demás, cuando le hablé de todo esto, yo no esperaba que usted
se acordase. Usted no se cuida, Rodion Romanovitch... ¡Ah! Quiero decirle
otra cosa. En Petersburgo hay mucha gente que va hablando sola por la
calle. Uno se encuentra a cada paso con personas que están medio locas.
Si tuviéramos verdaderos sabios, los médicos, los juristas y los filósofos po-
drían hacer aquí, cada uno en su especialidad, estudios sumamente intere-
santes. No hay ningún otro lugar donde el alma humana se vea sometida
a influencias tan sombrías y extrañas. El mismo clima influye considerable-
mente. Por desgracia, Petersburgo es el centro administrativo de la nación
y su influencia se extiende por todo el país. Pero no se trata precisamente
de esto. Lo que quería decirle es que le he observado a usted varias veces
en la calle. Usted sale de su casa con la cabeza en alto, y cuando ha dado
unos veinte pasos la baja y se lleva las manos a la espalda. Basta mirarle
para comprender que entonces usted no se da cuenta de nada de lo que
ocurre en torno de su persona. Al fin empieza usted a mover los labios, es
decir, a hablar solo. A veces dice cosas en voz alta, entre gestos y ademanes,
o permanece un rato parado en medio de la calle sin motivo alguno. Piense
que, así como le he visto yo, pueden verle otras personas, y esto sería un
peligro para usted. En el fondo, poco me importa, pues no tengo la menor
intención de curarle, pero ya me comprenderá...
–¿Sabe usted que me persiguen? –preguntó Raskolnikov dirigiéndole una
mirada escrutadora.
–No, no lo sabía –repuso Svidrigailof con un gesto de asombro.
–Entonces, déjeme en paz.
–Bien: le dejaré en paz.
–Pero dígame: si es verdad que usted me ha citado dos veces aquí y espera-
ba mi visita, ¿por qué, hace un momento, al verme levantar los ojos hacia la
ventana, ha intentado ocultarse? Lo he visto perfectamente.
–¡Je, je! ¿Y por qué usted el otro día, cuando entré en su habitación, se hizo
el dormido, estando despierto y bien despierto?
–Podía... Tener mis razones..., ya lo sabe usted.
–Y yo las mías..., que usted no sabrá nunca.
Raskolnikov había apoyado el codo del brazo derecho en la mesa y, con
el mentón sobre la mano, observaba atentamente a su interlocutor. El as-
pecto de aquel rostro le había causado siempre un asombro profundo. En
verdad, era un rostro extraño. Tenía algo de máscara. La piel era blanca y
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sonrosada; los labios, de un rojo vivo; la barba, muy rubia; el cabello, tam-
bién rubio y además espeso. Sus ojos eran de un azul nítido, y su mirada,
pesada e inmóvil. Aunque bello y joven –cosa sorprendente dada su edad–,
aquel rostro tenía un algo profundamente antipático. Svidrigailof llevaba
un elegante traje de verano. Su camisa, finísima, era de una blancura irre-
prochable. Una gran sortija con una valiosa piedra brillaba en su dedo.
–Ya que usted lo quiere, seguiremos hablando –dijo Raskolnikov, entrando
en liza repentinamente y con impaciencia febril–. Por peligroso que sea
usted y por poco que desee perjudicarme, no quiero andarme con rodeos
ni con astucias. Le voy a demostrar ahora mismo que mi suerte me inspira
menos temor del que cree usted. He venido a advertirle francamente que
si usted abriga todavía contra mi hermana las intenciones que abrigó, y
piensa utilizar para sus fines lo que ha sabido últimamente, le mataré sin
darle tiempo a denunciarme para que me detengan. Puede usted creerme:
mantendré mi palabra. Y ahora, si tiene algo que decirme (pues en estos
últimos días me ha parecido que deseaba hablarme), dígalo pronto, pues
no puedo perder más tiempo.
–¿A qué vienen esas prisas? –preguntó Svidrigailof, mirándole con una ex-
presión de curiosidad.
–Todos tenemos nuestras preocupaciones –repuso Raskolnikov, sombrío e
impaciente.
–Acaba de invitarme usted a hablar con franqueza –dijo Svidrigailof son-
riendo–, y a la primera pregunta que le dirijo me contesta con una evasiva.
Usted cree que yo lo hago todo con una segunda intención y me mira con
desconfianza. Es una actitud que se comprende, dada su situación; pero,
por mucho que sea mi deseo de estar en buenas relaciones con usted, no
me tomaré la molestia de engañarle. No vale la pena. Por otra parte, no
tengo nada de particular que decirle.
–Siendo así, ¿por qué ese empeño en verme? Pues usted está siempre dan-
do vueltas a mi alrededor.
–Usted es un hombre curioso y resulta interesante observarlo. Me seduce
lo que su situación tiene de fantástica. Además, es usted hermano de una
mujer que me interesó mucho. Y, en fin, tiempo atrás me habló tanto de
usted esa mujer, que llegué a la conclusión de que ejercía usted una fuerte
influencia sobre ella. Me parece que son motivos suficientes. ¡Je, je! Sin
embargo, le confieso que su pregunta me parece tan compleja, que me es
difícil responderle. Ahora mismo, si usted ha venido a verme, no ha sido por
ningún asunto determinado, sino con la esperanza de que yo le diga algo
nuevo. ¿No es así? Confiéselo –le invitó Svidrigailof con una pérfida sonrisi-
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ta–. Bien, pues se da el caso de que también yo, cuando el tren me traía a
Petersburgo, alimentaba la esperanza de conocer cosas nuevas por usted,
de sonsacarle algo.
–¿Qué me podía sonsacar?
–Pues ni yo mismo lo sé... Ya ve usted en qué miserable taberna paso los
días. Aquí estoy muy a gusto, y, aunque no lo estuviera, en alguna parte
hay que pasar el tiempo... ¡Esa pobre Katia...! ¿La ha visto usted...? Si al me-
nos fuera un glotón o un gastrónomo... Pero no: eso es todo lo que puedo
comer –y señalaba una mesita que había en un rincón, donde se veía un
plato de hojalata con los restos de un mísero bistec–. A propósito, ¿ha comi-
do usted? Yo he dado un bocado sin apetito. Vino no bebo: sólo champán,
y nunca más de un vaso en toda una noche, lo que es suficiente para que
me duela la cabeza. Si hoy he pedido una botella es porque necesito ani-
marme: tengo que verme con una persona para tratar de ciertos asuntos, y
quiero aparecer vehemente y resuelto. Por lo tanto, usted me encuentra de
un humor especial. Si hace un momento he intentado esconderme como un
colegial ha sido por terror a que su visita me impidiera atender al asunto de
que le he hablado. Sin embargo –consultó su reloj–, tenemos aún un buen
rato para hablar, pues no son más que las cuatro y media... Créame que en
ciertos momentos siento no ser nada, nada absolutamente: ni propietario,
ni padre de familia, ni ulano, ni fotógrafo, ni periodista. A veces resulta
enojoso no tener ninguna profesión. Le aseguro que esperaba oír de su
boca algo nuevo.
–Pero ¿quién es usted? ¿Y por qué ha venido a Petersburgo?
–¿Que quién soy? Ya lo sabe usted: un gentilhombre que sirvió dos años
en la caballería. Después estuve otros dos vagando por Petersburgo. Luego
me casé con Marfa Petrovna y me fui a vivir al campo. Aquí tiene usted mi
biografía.
–Era usted jugador, ¿verdad?
–Jugador de ventaja.
–¿Hacía trampas?
–Sí.
–Alguien debió de abofetearle, ¿no?
–Sí. ¿Por qué lo dice?
–Porque entonces tuvo usted ocasión de batirse en duelo. Eso presta ani-
mación a la vida.
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Sin duda sabe usted..., sí, sí, lo sabe porque se lo conté yo mismo –dijo Svi-
drigailof, iniciando su relato–, que estuve en la cárcel por deudas, una deu-
da cuantiosa que me era absolutamente imposible pagar. No quiero entrar
en detalles acerca de mi rescate por Marfa Petrovna. Ya sabe usted cómo
puede trastornar el amor la cabeza a una mujer. Marfa Petrovna era una
mujer honesta y bastante inteligente, aunque de una completa incultura.
Esta mujer celosa y honesta, tras varias escenas llenas de violencia y repro-
ches, cerró conmigo una especie de contrato que observó escrupulosamen-
te durante todo el tiempo de nuestra vida conyugal. Ella era mayor que yo.
Yo tuve la vileza, y también la lealtad, de decirle francamente que no podía
comprometerme a guardarle una fidelidad absoluta. Estas palabras le en-
furecieron, pero al mismo tiempo, mi ruda franqueza debió de gustarle. Sin
duda pensó: “Esta confesión anticipada demuestra que no tiene el propósi-
to de engañarme.” Lo cual era importantísimo para una mujer celosa.
“Tras una serie de escenas de lágrimas, llegamos al siguiente acuerdo ver-
bal:
“Primero. Yo me comprometía a no abandonar jamás a Marfa Petrovna, o
sea a permanecer siempre a su lado, como corresponde a un marido.
“Segundo. Yo no podía salir de sus tierras sin su autorización.
“Tercero. No tendría jamás una amante fija.
“Cuarto. En compensación, Marfa Petrovna me permitiría cortejar a las
campesinas, pero siempre con su consentimiento secreto y teniéndola al
corriente de mis aventuras.
“Quinto. Prohibición absoluta de amar a una mujer de nuestro nivel social.
“Y sexto. Si, por desgracia, me enamorase profunda y seriamente, me com-
prometía a enterar de ello a Marfa Petrovna.
“En lo concerniente a este último punto, he de advertirle que Marfa Petro-
vna estaba muy tranquila. Era lo bastante inteligente para saber que yo era
un libertino incapaz de enamorarme en serio. Sin embargo, la inteligencia
y los celos no son incompatibles, y esto fue lo malo... Por otra parte, si uno
quiere juzgar a los hombres con imparcialidad, debe desechar ciertas ideas
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No dispongo más que de diez minutos. Mire usted mismo el reloj. El proce-
so de este matrimonio es sumamente interesante. Ya se lo contaré. ¿Adón-
de va usted? ¿Todavía quiere marcharse?
–No, ya no me quiero marchar.
–¿De modo que no quiere usted dejarme? Eso lo veremos. Le llevaré a casa
de mi prometida, pero no ahora, sino en otra ocasión, pues nos tendremos
que separar en seguida. Usted irá hacia la derecha y yo hacia la izquierda.
¿Conoce usted a esa señora llamada Resslich? Es la mujer en cuya casa me
hospedo... ¿Me escucha? No, está usted pensando en otra cosa. Ya sabe us-
ted que se acusa a esa señora de haber provocado este invierno el suicidio
de una jovencita... Bueno, ¿me escucha usted o no...? En fin, es esa señora
la que me ha arreglado este matrimonio. Me dijo: “Tienes aspecto de hom-
bre preocupado. Has de buscarte una distracción.” Pues yo soy un hombre
taciturno. ¿No me cree usted? Pues se equivoca. Yo no hago daño a nadie:
vivo apartado en mi rincón. A veces pasan tres días sin que hable con nadie.
Esa bribona de Resslich abriga sus intenciones. Confía en que yo me cansaré
muy pronto de mi mujer y la dejaré plantada. Y entonces ella la lanzará a
la... circulación, bien en nuestro mundo, bien en un ambiente más elevado.
Me ha contado que el padre de la chica es un viejo sin carácter, un antiguo
funcionario que está enfermo: hace tres años que no puede valerse de sus
piernas y está inmóvil en su sillón. También tiene madre, una mujer muy
inteligente. El hijo está empleado en una ciudad provinciana y no ayuda a
sus padres. La hija mayor se ha casado y no da señales de vida. Los pobres
viejos tienen a su cargo dos sobrinitos de corta edad. La hija menor ha teni-
do que dejar el instituto sin haber terminado sus estudios. Dentro de dos o
tres meses cumplirá los dieciséis años y entonces estará en edad de casarse.
Ésta es mi prometida. Una vez obtenidos estos informes, me presenté a la
familia como un propietario viudo de buena casa, bien relacionado y rico.
En cuanto a la diferencia de edades (ella dieciséis años y yo más de cincuen-
ta), es un detalle sin importancia. Un hombre así es un buen partido, ¿no?,
un partido tentador.
“¡Si me hubiera usted visto hablar con los padres! Se habría podido pagar
por presenciar ese espectáculo. En esto llega la chiquilla con un vestidito
corto y semejante a un capullo que empieza a abrirse. Hace una reverencia
y se pone tan encarnada como una peonía. Sin duda le habían enseñado
la lección. No conozco sus gustos en materia de caras de mujer, pero, a mi
juicio, la mirada infantil, la timidez, las lagrimitas de pudor de las jovencitas
de dieciséis años valen más que la belleza. Por añadidura, es bonita como
una imagen. Tiene el cabello claro y rizado como un corderito, una boquita
de labios carnosos y purpúreos... ¡Un amor! Total, que trabamos conoci-
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esta señora entregándole dinero para los tres niños de Catalina Ivanovna,
más un donativo para las instituciones. Finalmente, le he contado la histo-
ria de Sonia Simonovna sin omitir detalle, y esto le ha producido un efecto
del que no puede tener usted idea. Ello explica que Sonia Simonovna haya
recibido una invitación para presentarse hoy mismo en el hotel donde se
hospeda esa distinguida señora desde su regreso del campo.
–No importa.
–Haga usted lo que quiera, pero yo no iré con usted cuando salga de casa.
¿Para qué...? Óigame: estoy convencido de que usted desconfía de mí sólo
porque he tenido la delicadeza de no hacerle preguntas enojosas... Usted
ha interpretado erróneamente mi actitud. Juraría que es esto. Sea usted
también delicado conmigo.
–¿Con usted, que escucha detrás de las puertas?
–¡Ya salió aquello! –exclamó Svidrigailof entre risas–. Le aseguro que me
habría asombrado que no mencionara usted este detalle. ¡Ja, ja! Aunque
comprendí perfectamente lo que usted había hecho, no entendí todo lo
demás que dijo. Tal vez soy un hombre anticuado, incapaz de comprender
ciertas cosas. Explíquemelo, por el amor de Dios. Ilústreme, enséñeme las
ideas nuevas.
–Usted no pudo oír nada. Todo eso son invenciones suyas.
–Lo que quiero que me explique no es lo que usted se imagina. Pero, desde
luego, oí parte de sus confidencias. Yo me refiero a sus continuas lamenta-
ciones. Tiene usted alma de poeta y siempre está a punto de dejarse llevar
de la indignación. ¿De modo que le parece a usted mal que la gente escu-
che detrás de las puertas? Ya que tan severo es usted, vaya a presentarse
a las autoridades y dígales: “Me ha ocurrido una desgracia; he sufrido un
error en mis teorías filosóficas.” Pero si está usted convencido de que no
se debe escuchar detrás de las puertas y, en cambio, se puede matar a una
pobre vieja con cualquier arma que se tenga a mano, lo mejor que puede
hacer es marcharse a América cuanto antes. ¡Huya! Tal vez tenga tiempo
aún. Le hablo con toda franqueza. Si no tiene usted dinero, yo le daré el
necesario para el viaje.
–No me pienso marchar –dijo Raskolnikov con un gesto despectivo.
–Comprendo... (desde luego, usted puede callarse si no quiere hablar),
comprendo que usted se plantee una serie de problemas de índole moral.
¿Verdad que se los plantea? Usted se pregunta si ha obrado como es propio
de un hombre y un ciudadano. Deje estas preguntas, rechácelas. ¿De qué
pueden servirle ya? ¡Je, je! No vale la pena meterse en un asunto, empezar
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rosos inquilinos. ¿A qué vienen, pues, esos temores infantiles? No soy tan
temible como todo eso.
Svidrigailof esbozó una sonrisa bonachona, pero estaba ya demasiado ner-
vioso para desempeñar a la perfección su papel. Su corazón latía con vio-
lencia; sentía una fuerte opresión en el pecho. Procuraba levantar la voz
para disimular su creciente agitación. Pero Dunia ya no veía nada: las últi-
mas palabras de Svidrigailof sobre sus temores de niña la habían herido en
su amor propio hasta cegarla.
–Aunque sé que es usted un hombre sin honor –dijo, afectando una calma
que desmentía el vivo color de su rostro–, no me inspira usted temor algu-
no. Indíqueme el camino.
Svidrigailof se detuvo ante la habitación de Sonia.
–Permítame que vea si está... Pues no, se ha marchado. Es una contrarie-
dad. Pero estoy seguro de que no tardará en volver. Sin duda ha ido a ver
a una señora por el asunto de los huérfanos. La madre de esos niños acaba
de morir. Yo me he interesado en el asunto y he dado ya ciertos pasos. Si
Sonia Simonovna no ha regresado dentro de diez minutos y usted quiere
hablar con ella, la enviaré a su casa esta misma tarde. Ya estamos en mis
habitaciones. Son dos... Mi patrona, la señora Resslich, habita al otro lado
del tabique. Ahora eche una mirada por aquí. Quiero mostrarle mis “docu-
mentos”, por decirlo así. La puerta de mi habitación da a un alojamiento de
dos piezas, que está completamente vacío... Mire con atención. Debe usted
tener un conocimiento exacto del lugar del hecho.
Svidrigailof disponía de dos habitaciones amuebladas bastante espaciosas.
Dunetchka miró en torno de ella con desconfianza, pero no vio nada sos-
pechoso en la colocación de los muebles ni en la disposición del local. Sin
embargo, debió advertir que el alojamiento de Svidrigailof se hallaba entre
otros dos deshabitados. No se llegaba a sus habitaciones por el corredor,
sino atravesando otras dos piezas que formaban parte del compartimiento
de su patrona. Svidrigailof abrió la puerta de su dormitorio, que daba a
uno de los alojamientos vacíos, y se lo mostró a Dunia, que permaneció en
el umbral sin comprender por qué el huésped deseaba que mirase aquello.
Pero en seguida recibió la explicación.
–Mire aquella habitación, la segunda y más espaciosa. Observe su puerta:
está cerrada con llave. ¿Ve aquella silla colocada junto a la puerta? Es la úni-
ca que hay en las dos habitaciones. La llevé yo de aquí para poder escuchar
más cómodamente. Al otro lado de esa puerta está la mesa de Sonia Simo-
novna. La joven estaba sentada ante su mesa mientras hablaba con Rodion
Romanovitch, y yo escuchaba la conversación desde este lado de la puerta.
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Escuché dos tardes seguidas, y cada tarde dos horas como mínimo. Por lo
tanto, pude enterarme de muchas cosas, ¿no cree usted?
–¿Escuchaba usted detrás de la puerta?
–Sí, escuchaba detrás de la puerta... Venga, venga a mi alojamiento. Aquí
ni siquiera hay donde sentarse.
Volvieron a las habitaciones de Svidrigailof y éste invitó a la joven a sen-
tarse en la pieza que utilizaba como sala. Él se sentó también, pero a una
prudente distancia, al otro lado de la mesa. Sin embargo, sus ojos tenían el
mismo brillo ardiente que hacía unos momentos había inquietado a Dune-
tchka. Ésta se estremeció y volvió a mirar en torno a ella con desconfianza.
Fue un gesto involuntario, pues su deseo era mostrarse perfectamente se-
rena y dueña de sí misma. Pero el aislamiento en que se hallaban las habita-
ciones de Svidrigailof había acabado por atraer su atención. De buena gana
habría preguntado si la patrona estaba en casa, pero no lo hizo: su orgullo
se lo impidió. Por otra parte, el temor de lo que a ella le pudiera ocurrir no
era nada comparado con la angustia que la dominaba por otras razones.
Esta angustia era para Dunia un verdadero tormento.
–He aquí su carta –dijo depositándola en la mesa–. Lo que usted me dice
en ella no es posible. Me deja usted entrever que mi hermano ha cometi-
do un crimen. Sus insinuaciones son tan claras, que sería inútil que ahora
tratase usted de recurrir a subterfugios. Le advierto que, antes de recibir
lo que usted considera como una revelación, yo estaba enterada ya de este
cuento absurdo, del que no creo ni una palabra. Es una suposición innoble
y ridícula. Sé muy bien de dónde proceden esos rumores. Usted no puede
tener ninguna prueba. En su carta me promete demostrarme la veracidad
de sus palabras. Hable, pues. Pero sepa por anticipado que no le creo, no le
creo en absoluto.
Dunetchka había dicho esto precipitadamente, dominada por una emoción
que tiñó de rojo su cara.
–Si usted no lo creyera, no habría venido aquí. Porque no creo que haya
venido por simple curiosidad.
–No me atormente: hable de una vez.
–Hay que convenir en que es usted una muchacha valiente. Yo esperaba, le
doy mi palabra, que pidiera usted al señor Rasumikhine que la acompaña-
se. Pero él no estaba con usted, ni rondaba por los alrededores, cuando nos
hemos encontrado: me he fijado bien. Ha sido una verdadera demostración
de valor. Ha querido defender por sí sola a Rodion Romanovitch... Por lo de-
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preocupaban por nada ni por nadie. Tal vez él se mostraba así adrede, para
demostrar lo indiferente que le era la opinión ajena.
Lo más importante era no decir ni una palabra a nadie, pues sabía Dios có-
mo terminaría aquel asunto. Había que guardar el dinero bajo llave sin pér-
dida de tiempo. Afortunadamente, nadie se había enterado de lo ocurrido.
Sobre todo, habría que procurar mantener en la ignorancia a la trapacera
señora Resslich. Los padres estuvieron hablando de estas cosas hasta las dos
de la madrugada. Pero a esta hora la hija hacía ya tiempo que había vuelto
a la cama, perpleja y un poco triste.
Svidrigailof entró en la ciudad por la puerta... La lluvia había cesado, pero
el viento soplaba con violencia. Se estremeció y se detuvo para contemplar
con una atención extraña, vacilante, la oscura agua del Pequeño Neva. Pero
al cabo de un momento de permanecer inclinado sobre el barandal sintió
frío y echó a andar, internándose en la avenida... Durante cerca de media
hora estuvo recorriendo esta inmensa vía como si buscase algo. Hacía poco,
un día que pasaba casualmente por allí, había visto, a la derecha, una gran
construcción de madera, un hotel llamado, si mal no recordaba, “Andri-
nópolis.” Al fin lo encontró. En verdad, era imposible no verlo en aquella
oscuridad: era un largo edificio, iluminado todavía, a pesar de la hora, y en
el que se percibían ciertos indicios de animación.
Entró y pidió un aposento a un mozo andrajoso que encontró en el pasillo.
El sirviente le dirigió una mirada y lo condujo a una pequeña y asfixiante
habitación situada al final del corredor, debajo de la escalera. No había
otra: el hotel estaba lleno. El mozo esperaba, mirando a Svidrigailof con
expresión interrogante.
–¿Tienen té? –preguntó el huésped.
–Sí.
–¿Y qué más?
–Ternera, vodka, fiambres...
–Tráigame un trozo de carne y té.
–¿Nada más? –preguntó el sirviente con cierto asombro.
–Nada más.
El mozo se fue, dando muestras de contrariedad.
“Este lugar no debe de ser muy decente –pensó Svidrigailof–. ¿Cómo es po-
sible que no lo haya advertido antes? También yo debo de tener el aspecto
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“La señal de que sube el agua –pensó–. Dentro de unas horas, las panes ba-
jas de la ciudad estarán inundadas. Las ratas de las cuevas serán arrastradas
por la corriente y, en medio del viento y la lluvia, los hombres, calados hasta
los huesos, empezarán a transportar, entre juramentos, todos sus trastros a
los pisos altos de las casas. A todo esto, ¿qué hora será?”
En el momento en que se hacía esta pregunta, en un reloj cercano resona-
ron tres poderosas y apremiantes campanadas.
“Dentro de una hora será de día. ¿Para qué esperar más? Voy a marcharme
ahora mismo. Me iré directamente a la isla Petrovski. Allí elegiré un gran
árbol tan empapado de lluvia que, apenas lo roce con el hombro, miles de
diminutas gotas caerán sobre mi cabeza.”
Se retiró de la ventana, la cerró, encendió la bujía, se vistió y salió al pasillo
con la palmatoria en la mano. Se proponía despertar al mozo, que sin duda
dormiría en un rincón, entre un montón de trastos viejos, pagar la cuenta
y salir del hotel.
“He escogido el mejor momento –se dijo– Imposible encontrar otro más
indicado.”
Estuvo un rato yendo y viniendo por el estrecho y largo corredor sin ver a
nadie. Al fin descubrió en un rincón oscuro, entre un viejo armario y una
puerta, una forma extraña que le pareció dotada de vida. Se inclinó y, a la
luz de la bujía, vio a una niña de unos cuatro años, o cinco a lo sumo. Llora-
ba entre temblores y sus ropitas estaban empapadas. No se asustó al ver a
Svidrigailof, sino que se limitó a mirarlo con una expresión de inconsciencia
en sus grandes ojos negros, respirando profundamente de vez en cuando,
como ocurre a los niños que, después de haber llorado largamente, empie-
zan a consolarse y sólo de tarde en tarde le acometen de nuevo los sollozos.
La niña estaba helada y en su fina carita había una mortal palidez. ¿Por qué
estaba allí? Por lo visto, no había dormido en toda la noche. De pronto se
animó y, con su vocecita infantil y a una velocidad vertiginosa, empezó a
contar una historia en la que salía a relucir una taza que ella había roto y el
temor de que su madre le pegara. La niña hablaba sin cesar.
Svidrigailof dedujo que se trataba de una niña a la que su madre no quería
demasiado. Ésta debía de ser una cocinera del barrio, tal vez del hotel mis-
mo, aficionada a la bebida y que solía maltratar a la pobre criatura. La niña
había roto una taza y había huido presa de terror. Sin duda había estado
vagando largo rato por la calle, bajo la fuerte lluvia, y al fin había entrado
en el hotel para refugiarse en aquel rincón, junto al armario, donde había
pasado la noche temblando de frío y de miedo ante la idea del duro castigo
que le esperaba por su fechoría.
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Vii
Aquel mismo día, entre seis y siete de la tarde, Raskolnikov se dirigía a la vi-
vienda de su madre y de su hermana. Ahora habitaban en el edificio Baka-
leev, donde ocupaban las habitaciones recomendadas por Rasumikhine. La
entrada de este departamento daba a la calle. Raskolnikov estaba ya muy
cerca cuando empezó a vacilar. ¿Entraría? Sí, por nada del mundo volvería
atrás. Su resolución era inquebrantable.
“No saben nada –pensó–, y están acostumbradas a considerarme como un
tipo raro.”
Tenía un aspecto lamentable: sus ropas estaban empapadas, sucias de ba-
rro, llenas de desgarrones. Tenía el rostro desfigurado por la lucha que se
estaba librando en su interior desde hacía veinticuatro horas. Había pasado
la noche a solas consigo mismo Dios sabía dónde. Pero había tomado una
decisión y la cumpliría.
Llamó a la puerta. Le abrió su madre, pues Dunetchka había salido. Tampo-
co estaba en casa la sirvienta. En el primer momento, Pulqueria Alejandro-
vna enmudeció de alegría. Después le cogió de la mano y le hizo entrar.
–¡Al fin! –exclamó con voz alterada por la emoción–. Perdóname, Rodia, que
lo reciba derramando lágrimas como una tonta. No creas que lloro: estas
lágrimas son de alegría. Te aseguro que no estoy triste, sino muy contenta,
y cuando lo estoy no puedo evitar que los ojos se me llenen de lágrimas.
Desde la muerte de tu padre, las derramo por cualquier cosa... Siéntate,
hijo: estás fatigado. ¡Oh, cómo vas!
–Es que ayer me mojé –dijo Raskolnikov.
–¡Bueno, nada de explicaciones! –replicó al punto Pulqueria Alejandrovna–.
No te inquietes, que no te voy a abrumar con mil preguntas de mujer cu-
riosa. Ahora ya lo comprendo todo, pues estoy iniciada en las costumbres
de Petersburgo y ya veo que la gente de aquí es más inteligente que la de
nuestro pueblo. Me he convencido de que soy incapaz de seguirte en tus
ideas y de que no tengo ningún derecho a pedirte cuentas... Sabe Dios los
proyectos que tienes y los pensamientos que ocupan tu imaginación... Por
lo tanto, no quiero molestarte con mis preguntas. ¿Qué te parece...? ¡Ah,
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qué ridícula soy! No hago más que hablar y hablar como una imbécil... Oye,
Rodia: voy a leer por tercera vez aquel artículo que publicaste en una re-
vista. Nos lo trajo Dmitri Prokofitch. Ha sido para mí una revelación. “Ahí
tienes, estúpida, lo que piensa, y eso lo explica todo –me dije–. Todos los
sabios son así. Tiene ideas nuevas, y esas ideas le absorben mientras tú sólo
piensas en distraerlo y atormentarlo... En tu artículo hay muchas cosas que
no comprendo, pero esto no tiene nada de extraño, pues ya sabes lo igno-
rante que soy.
–Enséñame ese artículo, mamá.
Raskolnikov abrió la revista y echó una mirada a su artículo. A pesar de su
situación y de su estado de ánimo, experimentó el profundo placer que
siente todo autor al ver su primer trabajo impreso, y sobre todo si el escritor
es un joven de veintitrés años. Pero esta sensación sólo duró un momento.
Después de haber leído varias líneas, Rodia frunció las cejas y sintió como si
una garra le estrujara el corazón. La lectura de aquellas líneas le recordó to-
das las luchas que se habían librado en su alma durante los últimos meses.
Arrojó la revista sobre la mesa con un gesto de viva repulsión.
–Por estúpida que sea, Rodia, puedo comprender que dentro de poco ocu-
parás uno de los primeros puestos, si no el primero de todos, en el mundo
de la ciencia. ¡Y pensar que creían que estabas loco! ¡Ja, ja, ja! Pues esto es
lo que sospechaban. ¡Ah, miserables gusanos! No alcanzan a comprender
lo que es la inteligencia. Hasta Dunetchka, sí, hasta la misma Dunetchka
parecía creerlo. ¿Qué me dices a esto...? Tu pobre padre había enviado dos
trabajos a una revista, primero unos versos, que tengo guardados y algún
día te enseñaré, y después una novela corta que copié yo misma. ¡Cómo
imploramos al cielo que los aceptaran! Pero no, los rechazaron. Hace unos
días, Rodia, me apenaba verte tan mal vestido y alimentado y viviendo en
una habitación tan mísera, pero ahora me doy cuenta de que también esto
era una tontería, pues tú, con tu talento, podrás obtener cuanto desees tan
pronto como te lo propongas. Sin duda, por el momento te tienen sin cui-
dado estas cosas, pues otras más importantes ocupan tu imaginación.
–¿Y Dunia, mamá?
–No está, Rodia. Sale muy a menudo, dejándome sola. Dmitri Prokofitch
tiene la bondad de venir a hacerme compañía y siempre me habla de ti. Te
aprecia de veras. En cuanto a tu hermana, no puedo decir que me falten
sus cuidados. No me quejo. Ella tiene su carácter y yo el mío. A ella le gus-
ta tener secretos para mí y yo no quiero tenerlos para mis hijos. Claro que
estoy convencida de que Dunetchka es demasiado inteligente para... Por lo
demás, nos quiere... Pero no sé cómo terminará todo esto. Ya ves que está
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ausente durante esta visita tuya que me ha hecho tan feliz. Cuando vuelva
le diré: “Tu hermano ha venido cuando tú no estabas en casa. ¿Dónde has
estado?” Tú, Rodia, no te preocupes demasiado por mí. Cuando puedas,
pasa a verme, pero si te es imposible venir, no te inquietes. Tendré pacien-
cia, pues ya sé que sigues queriéndome, y esto me basta. Leeré tus obras y
oiré hablar de ti a todo el mundo. De vez en cuando vendrás a verme. ¿Qué
más puedo desear? Hoy, por ejemplo, has venido a consolar a tu madre...
Y Pulqueria Alejandrovna se echó de pronto a llorar.
–¡Otra vez las lágrimas! No me hagas caso, Rodia: estoy loca.
Se levantó precipitadamente y exclamó:
–¡Dios mío! Tenemos café y no te he dado. ¡Lo que es el egoísmo de las
viejas! Un momento, un momento...
–No, mamá, no me des café. Me voy en seguida. Escúchame, te ruego que
me escuches.
Pulqueria Alejandrovna se acercó tímidamente a su hijo. –Mamá, ocurra lo
que ocurra y oigas decir de mí lo que oigas, ¿me seguirás queriendo como
me quieres ahora? –preguntó Rodia, llevado de su emoción y sin medir el
alcance de sus palabras.
–Pero, Rodia, ¿qué te pasa? ¿Por qué me haces esas preguntas? ¿Quién se
atreverá a decirme nada contra ti? Si alguien lo hiciera, me negaría a escu-
charle y le volvería la espalda.
–He venido a decirte que te he querido siempre y que soy feliz al pensar
que no estás sola ni siquiera cuando Dunia se ausenta. Por desgraciada que
seas, piensa que tu hijo te quiere más que a sí mismo y que todo lo que
hayas podido pensar sobre mi crueldad y mi indiferencia hacia ti ha sido un
error. Nunca dejaré de quererte... Y basta ya. He comprendido que debía
hablarte así, darte esta explicación.
Pulqueria Alejandrovna abrazó a su hijo y lo estrechó contra su corazón
mientras lloraba en silencio.
–No sé qué te pasa, Rodia –dijo al fin–. Creía sencillamente que nuestra
presencia te molestaba, pero ahora veo que te acecha una gran desgracia
y que esta amenaza te llena de angustia. Hace tiempo que lo sospechaba,
Rodia. Perdona que te hable de esto, pero no se me va de la cabeza e inclu-
so me quita el sueño. Esta noche tu hermana ha soñado en voz alta y sólo
hablaba de ti. He oído algunas palabras, pero no he comprendido nada
absolutamente. Desde esta mañana me he sentido como el condenado a
muerte que espera el momento de la ejecución. Tenía el presentimiento de
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que ocurriría una desgracia, y ya ha ocurrido. Rodia, ¿dónde vas? Pues vas a
emprender un viaje, ¿verdad?
–Sí.
–Me lo figuraba. Pero puedo acompañarte. Y Dunia también. Te quiere mu-
cho. Además, puede venir con nosotros Sonia Simonovna. De buen grado
la aceptaría como hija. Dmitri Prokofitch nos ayudará a hacer los preparati-
vos... Pero dime: ¿adónde vas?
–Adiós.
–Pero ¿te vas hoy mismo? – exclamó como si fuera a perder a su hijo para
siempre.
–No puedo estar más tiempo aquí. He de partir en seguida.
–¿No puedo acompañarte?
–No. Arrodíllate y ruega a Dios por mí. Tal vez te escuche.
–Deja que te dé mi bendición... Así... ¡Señor, Señor...!
Rodia se felicitaba de que nadie, ni siquiera su hermana, estuviera presen-
te en aquella entrevista. De súbito, tras aquel horrible período de su vida,
su corazón se había ablandado. Raskolnikov cayó a los pies de su madre y
empezó a besarlos. Después los dos se abrazaron y lloraron. La madre ya
no daba muestras de sorpresa ni hacia pregunta alguna. Hacía tiempo que
sospechaba que su hijo atravesaba una crisis terrible y comprendía que ha-
bía llegado el momento decisivo.
–Rodia, hijo mío, mi primer hijo –decía entre sollozos–, ahora te veo como
cuando eras niño y venías a besarme y a ofrecerme tus caricias. Entonces,
cuando aún vivía tu padre, tu presencia bastaba para consolarnos de nues-
tras penas. Después, cuando el pobre ya había muerto, ¡cuántas veces llo-
ramos juntos ante su tumba, abrazados como ahora! Si hace tiempo que
no ceso de llorar es porque mi corazón de madre se sentía torturado por
terribles presentimientos. En nuestra primera entrevista, la misma tarde de
nuestra llegada a Petersburgo, tu cara me anunció algo tan doloroso, que
mi corazón se paralizó, y hoy, cuando te he abierto la puerta y te he visto,
he comprendido que el momento fatal había llegado. Rodia, ¿verdad que
no partes en seguida?
–No.
–¿Volverás?
–Si.
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–¿Lo dudas?
Lo estrechó fuertemente contra su pecho.
–Al ir a ofrecerte a la expiación, ¿acaso no borrarás la mitad de tu crimen?
–exclamó, cerrando más todavía el cerco de sus brazos y besando a Rodia.
–¿Mi crimen? ¿Qué crimen? –exclamó el joven en un repentino acceso de
furor–. ¿El de haber matado a un gusano venenoso, a una vieja usurera
que hacía daño a todo el mundo, a un vampiro que chupaba la sangre a
los necesitados? Un crimen así basta para borrar cuarenta pecados. No creo
haber cometido ningún crimen y no trato de expiarlo. ¿Por qué me han de
gritar por todas partes: “ ¡Has cometido un crimen! “? Ahora que me he
decidido a afrontar este vano deshonor me doy cuenta de lo absurdo de mi
proceder. Sólo por cobardía y por debilidad voy a dar este paso..., o tal vez
por el interés de que me habló Porfirio.
–Pero ¿qué dices, Rodia? –exclamó Dunia, consternada–. Has derramado
sangre.
–Sangre..., sangre... –exclamó el joven con creciente vehemencia–. Todo el
mundo la ha derramado. La sangre ha corrido siempre en oleadas sobre la
tierra. Los hombres que la vierten como el agua obtienen un puesto en el
Capitolio y el título de bienhechores de la humanidad. Analiza un poco las
cosas antes de juzgarlas. Yo deseaba el bien de la humanidad, y centenares
de miles de buenas acciones habrían compensado ampliamente esta única
necedad, mejor dicho, esta torpeza, pues la idea no era tan necia como
ahora parece. Cuando fracasan, incluso los mejores proyectos parecen es-
túpidos. Yo pretendía solamente obtener la independencia, asegurar mis
primeros pasos en la vida. Después lo habría reparado todo con buenas
acciones de gran alcance. Pero fracasé desde el primer momento, y por
eso me consideran un miserable. Si hubiese triunfado, me habrían tejido
coronas; en cambio, ahora creen que sólo sirvo para que me echen a los
perros.
–Pero ¿qué dices, Rodia?
–Me someto a la ética, pero no comprendo en modo alguno por qué es más
glorioso bombardear una ciudad sitiada que asesinar a alguien a hachazos.
El respeto a la ética es el primer signo de impotencia. Jamás he estado tan
convencido de ello como ahora. No puedo comprender, y cada vez lo com-
prendo menos, cuál es mi crimen.
Su rostro, ajado y pálido, había tomado color, pero, al pronunciar estas
últimas palabras, su mirada se cruzó casualmente con la de su hermana y
leyó en ella un sufrimiento tan espantoso, que su exaltación se desvaneció
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Al fin se marcharon. Durante esta escena, sólo el cariño que sentía por su
hermano había podido sostener a Dunia.
Se separaron, pero Dunetchka, después de haber recorrido no más de cin-
cuenta pasos, se volvió para mirar a su hermano por última vez. Y él, cuando
llegó a la esquina, se volvió también. Sus miradas se cruzaron, y Raskolnikov,
al ver los ojos de su hermana fijos en él, hizo un ademán de impaciencia,
incluso de cólera, invitándola a continuar su camino.
“Soy duro, soy malo; no me cabe duda –se dijo avergonzado de su brusco
ademán–; pero ¿por qué me quieren tanto si no lo merezco? ¡Ah, si yo hu-
biera estado solo, sin ningún afecto y sin sentirlo por nadie! Entonces todo
habría sido distinto. Me gustaría saber si en quince o veinte años me con-
vertiré en un hombre tan humilde y resignado que venga a lloriquear ante
toda esa gente que me llama canalla. Sí, así me consideran; por eso quieren
enviarme a presidio; no desean otra cosa... Miradlos llenando las calles en
interminables oleadas. Todos, desde el primero hasta el último, son unos
miserables, unos canallas de nacimiento y, sobre todo, unos idiotas. Si al-
guien intentara librarme del presidio, sentirían una indignación rayana en
la ferocidad. ¡Cómo los odio!“
Cayó en un profundo ensimismamiento. Se preguntó si llegaría realmente
un día en que se sometería ante todos y aceptaría su propia suerte sin razo-
nar, con una resignación y una humildad sinceras.
“¿Por qué no? –se dijo– Un yugo de veinte años ha de terminar por destro-
zar a un hombre. La gota de agua horada la piedra. ¿Y para qué vivir, para
qué quiero yo la vida, sabiendo que las cosas han de ocurrir de este modo?
¿Por qué voy a entregarme cuando estoy convencido de que todo ha de
pasar así y no puedo esperar otra cosa?”
Más de cien veces se había hecho esta pregunta desde el día anterior. Sin
embargo, continuaba su camino.
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Caía la tarde cuando llegó a casa de Sonia Simonovna. La joven le había es-
tado esperando todo el día, presa de una angustia espantosa. Dunia había
compartido esta ansiedad. Al recordar que el día anterior Svidrigailof le ha-
bía dicho que Sonia Simonovna lo sabía todo, Dunetchka había ido a verla
aquella misma mañana. No entraremos en detalles sobre la conversación
que sostuvieron las dos mujeres, las lágrimas que derramaron ni la amistad
que nació entre ellas.
En esta entrevista, Dunia obtuvo el convencimiento de que su hermano no
estaría nunca solo. Sonia había sido la primera en recibir su confesión: Ro-
dia se había dirigido a ella cuando sintió la necesidad de confiar su secreto
a un ser humano. A cualquier parte que el destino le llevara, ella le seguiría.
Avdotia Romanovna no había interrogado sobre este punto a Sonetchka,
pero estaba segura de que procedería así. Miraba a la muchacha con una
especie de veneración que la confundía. La pobre Sonia, que se considera-
ba indigna de mirar a Dunia, se sentía tan avergonzada, que poco faltaba
para que se echase a llorar. Desde el día en que se vieron en casa de Ras-
kolnikov, la imagen de la encantadora muchacha que tan humildemente la
había saludado había quedado grabada en el alma de Dunia como una de
las más bellas y puras que había visto en su vida.
Al fin, Dunetchka, incapaz de seguir conteniendo su impaciencia, había de-
jado a Sonia y se había dirigido a casa de su hermano para esperarlo allí,
segura de que al fin llegaría.
Apenas volvió a verse sola, Sonia sintió una profunda intranquilidad ante la
idea de que Raskolnikov podía haberse suicidado. Este temor atormentaba
también a Dunia. Durante todo el día, mientras estuvieron juntas, se habían
dado mil razones para rechazar semejante posibilidad y habían conseguido
conservar en parte la calma, pero apenas se hubieron separado, la inquie-
tud renació por entero en el corazón de una y otra. Sonia se acordó de que
Svidrigailof le había dicho que Raskolnikov sólo tenía dos soluciones: Siberia
o... Por otra parte, sabía que Rodia tenía un orgullo desmedido y carecía de
sentimientos religiosos.
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“¿Es posible que se resigne a vivir sólo por cobardía, por temor a la muer-
te?”, se preguntó de pie junto a la ventana y mirando tristemente al exte-
rior.
Sólo veía la gran pared, ni siquiera blanqueada, de la casa de enfrente. Al
fin, cuando ya no abrigaba la menor duda acerca de la muerte del desgra-
ciado, éste apareció.
Un grito de alegría se escapó del pecho de Sonia, pero cuando hubo obser-
vado atentamente la cara de Raskolnikov, la joven palideció.
–Aquí me tienes, Sonia –dijo Rodion Romanovitch con una sonrisa de bur-
la–. Vengo en busca de tus cruces. Tú misma me enviaste a confesar mi de-
lito públicamente por las esquinas. ¿Por qué tienes miedo ahora?
Sonia le miraba con un gesto de estupor. Su acento le parecía extraño. Un
estremecimiento glacial le recorrió todo el cuerpo. Pero en seguida advirtió
que aquel tono, e incluso las mismas palabras, era una ficción de Rodia.
Además, Raskolnikov, mientras le hablaba, evitaba que sus ojos se encon-
traran con los de ella.
–He pensado, Sonia, que, en interés mío, debo obrar así, pues hay una
circunstancia que... Pero esto sería demasiado largo de contar, demasiado
largo y, además, inútil. Pero me ocurre una cosa: me irrita pensar que den-
tro de unos instantes todos esos brutos me rodearán, fijarán sus ojos en mí
y me harán una serie de preguntas necias a las que tendré que contestar.
Me apuntarán con el dedo... No iré a ver a Porfirio. Lo tengo atragantado.
Prefiero presentarme a mi amigo el “teniente Pólvora”. Se quedará boquia-
bierto. Será un golpe teatral. Pero necesitaré serenarme: estoy demasiado
nervioso en estos últimos tiempos. Aunque te parezca mentira, acabo de
levantar el puño a mi hermana porque se ha vuelto para verme por última
vez. Es una vergüenza sentirse tan vil. He caído muy bajo... Bueno, ¿dónde
están esas cruces?
Raskolnikov estaba fuera de sí. No podía permanecer quieto un momento
ni fijar su pensamiento en ninguna idea. Su mente pasaba de una cosa a
otra en repentinos saltos. Empezaba a desvariar y sus manos temblaban
ligeramente.
Sonia, sin desplegar los labios, sacó de un cajón dos cruces, una de madera
de ciprés y la otra de cobre. Luego se santiguó, bendijo a Rodia y le colgó
del cuello la cruz de madera.
–En resumidas cuentas, esto significa que acabo de cargar con una cruz. ¡Je,
je! Como si fuera poco lo que he sufrido hasta hoy... Una cruz de madera,
es decir, la cruz de los pobres. La de cobre, que perteneció a Lisbeth, te la
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quedas para ti. Déjame verla. Lisbeth debía de llevarla en aquel momento.
¿Verdad que la llevaba? Recuerdo otros dos objetos: una cruz de plata y una
pequeña imagen. Las arrojé sobre el pecho de la vieja. Eso es lo que debía
llevar ahora en mi cuello... Pero no digo más que tonterías y me olvido de
las cosas importantes. ¡Estoy tan distraído! Oye, Sonia, he venido sólo para
prevenirte, para que lo sepas todo... Para eso y nada más... Pero no, creo
que quería decirte algo más... Tú misma has querido que diera este paso.
Ahora me meterán en la cárcel y tu deseo se habrá cumplido... Pero ¿por
qué lloras? ¡Bueno, basta ya! ¡Qué enojoso es todo esto!
Sin embargo, las lágrimas de Sonia le habían conmovido; sentía una fuerte
presión en el pecho.
“Pero ¿qué razón hay para que esté tan apenada? –pensó–. ¿Qué soy yo
para ella? ¿Por qué llora y quiere acompañarme, por lejos que vaya, como si
fuera mi hermana o mi madre? ¿Querrá ser mi criada, mi niñera...?”
–Santíguate... Di al menos unas cuantas palabras de alguna oración –supli-
có la muchacha con voz humilde y temblorosa.
–Lo haré. Rezaré tanto como quieras. Y de todo corazón, Sonia, de todo
corazón.
Pero no era exactamente esto lo que quería decir.
Hizo varias veces la señal de la cruz. Sonia cogió su chal y se envolvió con
él la cabeza. Era un chal de paño verde, seguramente el mismo del que
hablara Marmeladov en cierta ocasión y que servía para toda la familia.
Raskolnikov pensó en ello, pero no hizo pregunta alguna. Empezaba a sen-
tirse incapaz de fijar su atención. Una turbación creciente le dominaba, y, al
advertirlo, sintió una profunda inquietud. De pronto observó, sorprendido,
que Sonia se disponía a acompañarle.
–¿Qué haces? ¿Adónde vas? No, no; quédate; iré solo –dijo, irritado, mien-
tras se dirigía a la puerta–. No necesito acompañamiento –gruñó al cruzar
el umbral.
Sonia permaneció inmóvil en medio de la habitación. Rodia ni siquiera le
había dicho adiós: se había olvidado de ella. Un sentimiento de duda y de
rebeldía llenaba su corazón.
“¿Debo hacerlo? –se preguntó mientras bajaba la escalera–. ¿No seria prefe-
rible volver atrás, arreglar las cosas de otro modo y no ir a entregarme?
Pero continuó su camino, y de pronto comprendió que la hora de las vaci-
laciones había pasado.
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Raskolnikov arqueó las cejas y miró al oficial con una expresión de descon-
cierto. La mayoría de las palabras de aquel hombre, que evidentemente
acababa de levantarse de la mesa, carecían para él de sentido. Sin embar-
go, comprendió parte de ellas y observaba a su interlocutor con una inte-
rrogación muda en los ojos, preguntándose adónde le quería llevar.
–Me refiero a esas muchachas de cabellos cortos –continuó el inagotable
Ilia Petrovitch–. Las llamo a todas comadronas y considero que el nombre
les cuadra admirablemente. ¡Je, je! Se introducen en la escuela de Medicina
y estudian anatomía. Pero le aseguro que si caigo enfermo, no me dejaré
curar por ninguna de ellas. ¡Je, je!
Ilia Petrovitch se reía, encantado de su ingenio.
–Admito que todo eso es solamente sed de instrucción; pero ¿por qué en-
tregarse a ciertos excesos? ¿Por qué insultar a las personas de elevada po-
sición, como hace ese tunante de Zamiotof? ¿Por qué me ha ofendido a
mí, pregunto yo...? Otra epidemia que hace espantosos estragos es la del
suicidio. Se comen hasta el último céntimo que tienen y después se matan.
Muchachas, hombres jóvenes, viejos, se quitan la vida. Por cierto que aca-
bamos de enterarnos de que un señor que llegó hace poco de provincias se
ha suicidado. Nil Pavlovitch, ¡eh, Nil Pavlovitch! ¿Cómo se llama ese caballe-
ro que se ha levantado la tapa de los sesos esta mañana?
–Svidrigailof –respondió una voz ronca e indiferente desde la habitación
vecina.
Raskolnikov se estremeció.
–¿Svidrigailof? ¿Se ha matado Svidrigailof?– exclamó.
–¿Cómo? ¿Le conocía usted?
–Sí... Había llegado hacía poco.
–En efecto. Había perdido a su mujer. Era un hombre dado a la crápula. Y
de pronto se suicida. ¡Y de qué modo! No se lo puede usted imaginar... Ha
dejado unas palabras escritas en un bloc de notas, declarando que moría
por su propia voluntad y que no se debía culpar a nadie de su muerte. Di-
cen que tenía dinero. ¿Cómo es que lo conoce usted?
–¿Yo? Pues... Mi hermana fue institutriz en su casa.
–Entonces, usted puede facilitarnos datos sobre él. ¿Sospechaba usted sus
propósitos?
–Le vi ayer. Estaba bebiendo champán. No observé en él nada anormal.
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EPÍLOGO
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En Siberia. A orillas de un ancho río que discurre por tierras desiertas hay
una ciudad, uno de los centros administrativos de Rusia. La ciudad contiene
una fortaleza, y la fortaleza, una prisión. En este presidio está desde hace
nueve meses el condenado a trabajos forzados de la segunda categoría
Rodion Raskolnikov. Cerca de año y medio ha transcurrido desde el día en
que cometió su crimen. La instrucción de su proceso no tropezó con dificul-
tades. El culpable repitió su confesión con tanta energía como claridad, sin
embrollar las circunstancias, sin suavizar el horror de su perverso acto, sin
alterar la verdad de los hechos, sin olvidar el menor incidente. Relató con
todo detalle el asesinato y aclaró el misterio del objeto encontrado en las
manos de la vieja, que era, como se recordará, un trocito de madera uni-
do a otro de hierro. Explicó cómo había cogido las llaves del bolsillo de la
muerta y describió minuciosamente tanto el cofre al que las llaves se adap-
taban como su contenido.
Incluso enumeró algunos de los objetos que había encontrado en el cofre.
Explicó la muerte de Lisbeth, que había sido hasta entonces un enigma.
Refirió cómo Koch, seguido muy pronto por el estudiante, había golpeado
la puerta y repitió palabra por palabra la conversación que ambos sostu-
vieron.
Después él se había lanzado escaleras abajo; había oído las voces de Miko-
lka y Mitri y se había escondido en el departamento desalquilado.
Finalmente habló de la piedra bajo la cual había escondido (y fueron en-
contrados) los objetos y la bolsa robados a la vieja, indicando que tal piedra
estaba cerca de la entrada de un patio del bulevar Vosnesensky.
En una palabra, aclaró todos los puntos. Varias cosas sorprendieron a los
magistrados y jueces instructores, pero lo que más les extrañó fue que el
culpable hubiera escondido su botín sin sacar provecho de él, y más aún,
que no solamente no se acordara de los objetos que había robado, sino que
ni siquiera pudiera precisar su numero.
Aún se juzgaba más inverosímil que no hubiera abierto la bolsa y siguiera
ignorando lo que contenía. En ella se encontraron trescientos diecisiete ru-
blos y tres piezas de veinte kopeks. Los billetes mayores, por estar colocados
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cumplirlos. Se proponía reunir algún dinero durante los tres o cuatro años
siguientes y luego trasladarse con la familia de Rodia a Siberia, país repleto
de riqueza que sólo esperaba brazos y capitales para cobrar validez. Se ins-
talarían en la población donde estuviera Rodia y empezarían todos juntos
una vida nueva.
Todos derramaron lágrimas al decirse adiós. Los últimos días, Raskolnikov se
mostró profundamente preocupado. Estaba inquieto por su madre y pre-
guntaba continuamente por ella. Esta ansiedad acabó por intranquilizar
a Dunia. Cuando le explicaron detalladamente la enfermedad que pade-
cía Pulqueria Alejandrovna, el semblante de Rodia se ensombreció todavía
más.
A Sonia apenas le dirigía la palabra. Contando con el dinero que le había
entregado Svidrigailof, la joven se había preparado hacía tiempo para se-
guir al convoy de presos de que formara parte Raskolnikov. Jamás habían
cambiado una sola palabra sobre este punto; pero los dos sabían que sería
así.
En el momento de los últimos adioses, el condenado tuvo una sonrisa ex-
traña al oír que su hermana y Rasumikhine le hablaban con entusiasmo de
la vida próspera que les esperaba cuando él saliera del presidio. Rodia pre-
veía que la enfermedad de su madre tendría un desenlace doloroso. Al fin
partió, seguido de Sonia.
Dos meses después, Dunetchka y Rasumikhine se casaron. Fue una cere-
monia triste y silenciosa. Entre los invitados figuraban Porfirio Petrovitch y
Zamiotof.
Desde hacía algún tiempo, Rasumikhine daba muestras de una resolución
inquebrantable. Dunia tenía fe ciega en él y creía en la realización de sus
proyectos. En verdad, habría sido difícil no confiar en aquel joven que po-
seía una voluntad de hierro. Había vuelto a la universidad a fin de terminar
sus estudios y los esposos no cesaban de forjar planes para el porvenir. Te-
nían la firme intención de emigrar a Siberia al cabo de cinco años a lo sumo.
Entre tanto, contaban con Sonia para sustituirlos.
Pulqueria Alejandrovna bendijo de todo corazón el enlace de su hija con
Rasumikhine, pero después de la boda aumentaron su tristeza y ensimis-
mamiento. Para procurarle un rato agradable, Rasumikhine le explicó la
generosa conducta de Rodia con el estudiante enfermo y su anciano padre,
y también que había sufrido graves quemaduras por salvar a dos niños de
un incendio. Estos dos relatos exaltaron en grado sumo el ya trastornado
espíritu de Pulqueria Alejandrovna. Desde entonces no cesó de hablar de
aquellos nobles actos. Incluso en la calle los refería a los transeúntes, en
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uno de esos hombres que tienen más derechos que el tipo común de los
mortales.
Si al menos el destino le hubiera procurado el arrepentimiento, el arre-
pentimiento punzante que destroza el corazón y quita el sueño, el arre-
pentimiento que llena el alma de terror hasta el punto de hacer desear la
cuerda de la horca o las aguas profundas... ¡Con qué satisfacción lo habría
recibido! Sufrir y llorar es también vivir. Pero él no estaba en modo alguno
arrepentido de su crimen. ¡Si al menos hubiera podido reprocharse su ne-
cedad, como había hecho tiempo atrás, por las torpezas y los desatinos que
le habían llevado a la prisión! Pero cuando reflexionaba ahora, en los ratos
de ocio del cautiverio, sobre su conducta pasada, estaba muy lejos de con-
siderarla tan desatinada y torpe como le había parecido en aquella época
trágica de su vida.
“¿Qué tenía mi idea –se preguntaba– para ser más estúpida que las demás
ideas y teorías que circulan y luchan por imponerse sobre la tierra desde que
el mundo es mundo? Basta mirar las cosas con amplitud e independencia
de criterio, desprenderse de los prejuicios para que mi plan no parezca tan
extraño. ¡Oh, pensadores de cuatro cuartos! ¿Por qué os detenéis a medio
camino...? ¿Por qué mi acto os ha parecido monstruoso? ¿Por qué es un cri-
men? ¿Qué quiere decir la palabra “crimen”? Tengo la conciencia tranquila.
Sin duda, he cometido un acto ilícito; he violado las leyes y he derramado
sangre. ¡Pues cortadme la cabeza, y asunto concluido! Pero en este caso,
no pocos bienhechores de la humanidad que se adueñaron del poder en
vez de heredarlo desde el principio de su carrera debieron ser entregados al
suplicio. Lo que ocurre es que estos hombres consiguieron llevar a cabo sus
proyectos; llegaron hasta el fin de su camino y su éxito justificó sus actos.
En cambio, yo no supe llevar a buen término mi plan... y, en verdad, esto
demuestra que no tenía derecho a intentar ponerlo en práctica.
Éste era el único error que reconocía; el de haber sido débil y haberse en-
tregado. Otra idea le mortificaba. ¿Por qué no se había suicidado? ¿Por
qué habría vacilado cuando miraba las aguas del río y, en vez de arrojarse,
prefirió ir a presentarse a la policía? ¿Tan fuerte y tan difícil de vencer era
el amor a la vida? Pues Svidrigailof lo había vencido, a pesar de que temía
a la muerte.
Reflexionaba amargamente sobre esta cuestión y no podía comprender
que en el momento en que, inclinado sobre el Neva, pensaba en el suici-
dio, acaso presentía ya su tremendo error, la falsedad de sus convicciones.
No comprendía que este presentimiento podía contener el germen de una
nueva concepción de la vida y que le anunciaba su resurrección.
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En vez de esto, se decía que había obedecido a la fuerza oscura del instinto:
cobardía, debilidad...
Observando a sus compañeros de presidio, se asombraba de ver cómo ama-
ban la vida, cuán preciosa les parecía. Incluso creyó ver que este sentimien-
to era más profundo en los presos que en los hombres que gozaban de la
libertad. ¡Qué espantosos sufrimientos habían soportado algunos de aque-
llos reclusos, los vagabundos, por ejemplo! ¿Era posible que un rayo de
sol, un bosque umbroso, un fresco riachuelo que corre por el fondo de un
valle solitario y desconocido, tuviesen tanto valor para ellos; que soñaran
todavía, como se sueña en una amante, en una fuente cristalina vista tal
vez tres años atrás? La veían en sus sueños, con su cerco de verde hierba y
con el pájaro que cantaba en una rama próxima. Cuanto más observaba a
aquellos hombres, más cosas inexplicables descubría.
Sí, muchos detalles de la vida del presidio, del ambiente que le rodeaba,
eludían su comprensión, o acaso él no quería verlos. Vivía como con la mi-
rada en el suelo, porque le era insoportable lo que podía percibir a su
alrededor. Pero, andando el tiempo, le sorprendieron ciertos hechos cuya
existencia jamás había sospechado, y acabó por observarlos atentamente.
Lo que más le llamó la atención fue el abismo espantoso, infranqueable,
que se abría entre él y aquellos hombres. Era como si él perteneciese a una
raza y ellos a otra. Unos y otros se miraban con hostil desconfianza. Él cono-
cía y comprendía las causas generales de este fenómeno, pero jamás había
podido imaginarse que tuviesen tanta fuerza y profundidad. En el penal
había políticos polacos condenados al exilio en Siberia. Éstos consideraban
a los criminales comunes como unos ignorantes, unos brutos, y los des-
preciaban. Raskolnikov no compartía este punto de vista. Veía claramente
que, en muchos aspectos, aquellos brutos eran más inteligentes que los
polacos. También había rusos (un oficial y varios seminaristas) que miraban
con desdén a la plebe del penal, y Raskolnikov los consideraba igualmente
equivocados.
A él nadie le quería: todos se apartaban de su lado. Acabaron por odiarle.
¿Por qué? lo ignoraba. Le despreciaban y se burlaban de él. Igualmente se
mofaban de su crimen condenados que habían cometido otros crímenes
más graves.
–Tú eres un señorito –le decían–. Eso de asesinar a hachazos no se ha hecho
para ti.
–No son cosas para la gente bien.
La segunda semana de cuaresma le correspondió celebrar la pascua con los
presos de su departamento. Fue a la iglesia y asistió al oficio con sus com-
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pañeros. Un día, sin que se supiera por qué, se produjo un altercado entre
él y los demás presos. Todos se arrojaron sobre él furiosamente.
–Tú eres un ateo; tú no crees en Dios –le gritaban–. Mereces que te ma-
ten.
Él no les había hablado de Dios ni de religión jamás. Sin embargo, querían
matarlo por infiel. Rodia no contestó. Uno de los reclusos, ciego de cólera,
se fue hacia él, dispuesto a atacarlo. Raskolnikov le esperó en silencio, con
una calma absoluta, sin parpadear, sin que ni un solo músculo de su cara se
moviera. Un guardián se interpuso a tiempo. Si hubiese tardado un minuto
en intervenir, habría corrido la sangre.
Había otra cuestión que no conseguía resolver. ¿Por qué estimaban todos
tanto a Sonia? Ella no hacía nada para atraerse sus simpatías. Los penados
sólo la podían ver de tarde en tarde en los astilleros o en los talleres adon-
de iba a reunirse con Raskolnikov. Sin embargo, todos la conocían y todos
sabían que Sonetchka le había seguido al penal. Estaban al corriente de su
vida y conocían su dirección. Ella no les daba dinero ni les prestaba ningún
servicio. Solamente una vez, en Navidad, hizo un regalo a todos los presos:
pasteles y panes rusos.
Pero, insensiblemente, las relaciones entre ellos y Sonia fueron estrechán-
dose. La muchacha escribía cartas a los presos para sus familias y después
las echaba al correo. Cuando los deudos de los reclusos iban a la ciudad pa-
ra verlos, ellos les indicaban que enviaran a Sonia los paquetes e incluso el
dinero que quisieran remitirles. Las esposas y las amantes de los presidiarios
la conocían y la visitaban. Cuando Sonia iba a ver a Raskolnikov a los luga-
res donde trabajaba con sus compañeros, o cuando se encontraba con un
grupo de penados que iba camino del lugar de trabajo, todos se quitaban
el gorro y la saludaban.
–Querida Sonia Simonovna, tú eres nuestra tierna y protectora madrecita
–decían aquellos presidiarios, aquellos hombres groseros y duros a la frágil
mujercita.
Ella contestaba sonriendo y a ellos les encantaba esta sonrisa.
Adoraban incluso su manera de andar. Cuando se marchaba, se volvían para
seguirla con la vista y se deshacían en alabanzas. Alababan hasta la peque-
ñez de su figura. Ya no sabían qué elogios dirigirle. Incluso la consultaban
cuando estaban enfermos.
Raskolnikov pasó en el hospital el final de la cuaresma y la primera semana
de pascua. Al recobrar la salud se acordó de las visiones que había tenido
durante el delirio de la fiebre. Creyó ver el mundo entero asolado por una
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atardecer, al patio del hospital para verlo desde lejos, un momento y a tra-
vés de las rejas.
Una tarde, cuando ya estaba casi curado, Raskolnikov se durmió. Al des-
pertar se acercó distraídamente a la ventana y vio a Sonia de pie junto al
portal. Parecía esperar algo. Raskolnikov se estremeció: había sentido una
dolorosa punzada en el corazón. Se apartó a toda prisa de la ventana. Al
día siguiente Sonia no apareció; al otro, tampoco. Rodia se dio cuenta de
que la esperaba ansiosamente. Al fin dejó el hospital. Ya en el presidio,
sus compañeros le informaron de que Sonia Simonovna estaba enferma.
Profundamente inquieto, Raskolnikov envió a preguntar por ella. En se-
guida supo que su enfermedad no tenía importancia. Sonia, al saber que
su estado preocupaba a Rodia, le escribió una carta con lápiz para decirle
que estaba mucho mejor y que sólo padecía un enfriamiento. Además, le
prometía ir a verlo lo antes posible al lugar donde trabajaba. El corazón de
Raskolnikov empezó a latir con violencia.
Era un día cálido y hermoso. A las seis de la mañana, Rodia se dirigió al
trabajo: a un horno para cocer alabastro que habían instalado a la orilla
del río, en un cobertizo. Sólo tres hombres trabajaban en este horno. Uno
de ellos se fue a la fortaleza, acompañado de un guardián, en busca de
una herramienta; otro estaba encendiendo el horno. Raskolnikov salió del
cobertizo, se sentó en un montón de maderas que había en la orilla y se
quedó mirando el río ancho y desierto. Desde la alta ribera se abarcaba
con la vista una gran extensión del país. En un punto lejano de la orilla
opuesta, alguien cantaba y su canción llegaba a oídos del preso. Allí, en la
estepa infinita inundada de sol, se alzaban aquí y allá, como puntos negros
apenas perceptibles, las tiendas de campaña de los nómadas. Allí reinaba
la libertad, allí vivían hombres que no se parecían en nada a los del presi-
dio. Se tenía la impresión de que el tiempo se había detenido en la época
de Abraham y sus rebaños. Raskolnikov contemplaba el lejano cuadro con
los ojos fijos y sin hacer el menor movimiento. No pensaba en nada: dejaba
correr la imaginación y miraba. Pero, al mismo tiempo, experimentaba una
vaga inquietud.
De pronto vio a Sonia a su lado. Se había acercado en silencio y se había
sentado junto a él. Era todavía temprano y el fresco matinal se dejaba sen-
tir. Sonia llevaba su vieja y raída capa y su chal verde. Su cara, delgada y
pálida, conservaba las huellas de su enfermedad. Sonrió al preso con expre-
sión amable y feliz y, como de costumbre, le tendió tímidamente la mano.
Siempre hacía este movimiento con timidez. A veces, incluso se abstenía de
hacerlo, por temor a que él rechazara su mano, pues le parecía que Rodia
la tomaba a la fuerza. En algunas de sus visitas incluso daba muestras de
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enojo y no abría la boca mientras ella estaba a su lado. Había días en que la
joven temblaba ante su amigo y se separaba de él profundamente afligida.
Esta vez, por el contrario, sus manos permanecieron largo rato enlazadas.
Rodia dirigió a Sonia una rápida mirada y bajó los ojos sin pronunciar pa-
labra. Estaban solos. Nadie podía verlos. El guardián se había alejado. De
súbito, sin darse cuenta de lo que hacía y como impulsado por una fuerza
misteriosa Raskolnikov se arrojó a los pies de la joven, se abrazó a sus rodi-
llas y rompió a llorar. En el primer momento, Sonia se asustó. Mortalmente
pálida, se puso en pie de un salto y le miró, temblorosa. Pero al punto lo
comprendió todo y una felicidad infinita centelleó en sus ojos. Sonia se dio
cuenta de que Rodia la amaba: sí, no cabía duda. La amaba con amor infi-
nito. El instante tan largamente esperado había llegado.
Querían hablar, pero no pudieron pronunciar una sola palabra. Las lágri-
mas brillaban en sus ojos. Los dos estaban delgados y pálidos, pero en
aquellos rostros ajados brillaba el alba de una nueva vida, la aurora de una
resurrección. El amor los resucitaba. El corazón de cada uno de ellos era
un manantial de vida inagotable para el otro. Decidieron esperar con pa-
ciencia. Tenían que pasar siete años en Siberia. ¡Qué crueles sufrimientos,
y también qué profunda felicidad, llenaría aquellos siete años! Raskolnikov
estaba regenerado. Lo sabía, lo sentía en todo su ser. En cuanto a Sonia,
sólo vivía para él.
Al atardecer, cuando los presos fueron encerrados en los dormitorios, Rodia,
echado en su lecho de campaña, pensó en Sonia. Incluso le había parecido
que aquel día, todos aquellos compañeros que antes habían sido enemigos
de él le miraban de otro modo. Él les había dirigido la palabra, y todos le
habían contestado amistosamente. Ahora se acordó de este detalle, pero
no sintió el menor asombro. ¿Acaso no había cambiado todo en su vida?
Pensaba en Sonia. Se decía que la había hecho sufrir mucho. Recordaba su
pálida y delgada carita. Pero estos recuerdos no despertaban en él ningún
remordimiento, pues sabía que a fuerza de amor compensaría largamente
los sufrimientos que le había causado.
Por otra parte, ¿qué importaban ya todas estas penas del pasado? Incluso
su crimen, incluso la sentencia que le había enviado a Siberia, le parecían
acontecimientos lejanos que no le afectaban.
Además, aquella noche se sentía incapaz de reflexionar largamente, de
concentrar el pensamiento. Sólo podía sentir. Al razonamiento se había im-
puesto la vida. La regeneración alcanzaba también a su mente.
En su cabecera había un Evangelio. Lo cogió maquinalmente. El libro perte-
necía a Sonia. Era el mismo en que ella le había leído una vez la resurrección
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