Crimen y Castigo
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D724c Dostoiewsky, Fiódor Mijáilovich, 1821-1881
Crimen y castigo [recurso electrónico] / Fiódor
Mijáilovich Dostoyevski. -- 1a ed. -- San José :
Imprenta Nacional, 2012.
1 recurso en línea (479 p.) : pdf ; 1947 Kb
ISBN 978-9977-58-367-9
DGB/PT 12-95
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07-20
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Crimen y Castigo
-Fyodor Dostoyevsky-
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Primera Parte
Capítulo I
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En el fondo, se mofaba de la patrona y de todas las intenciones que pudiera abrigar contra él, pero
detenerse en la escalera para oír sandeces y vulgaridades, recriminaciones, quejas, amenazas, y
tener que contestar con evasivas, excusas, embustes... No, más valía deslizarse por la escalera
como un gato para pasar inadvertido y desaparecer.
Aquella tarde, el temor que experimentaba ante la idea de encontrarse con su acreedora le llenó de
asombro cuando se vio en la calle.
« ¡Que me inquieten semejantes menudencias cuando tengo en proyecto un negocio tan audaz!
‑pensó con una sonrisa extraña‑. Sí, el hombre lo tiene todo al alcance de la mano, y, como buen
holgazán, deja que todo pase ante sus mismas narices... Esto es ya un axioma... Es chocante que
lo que más temor inspira a los hombres sea aquello que les aparta de sus costumbres. Sí, eso es
lo que más los altera... ¡Pero esto ya es demasiado divagar! Mientras divago, no hago nada. Y
también podría decir que no hacer nada es lo que me lleva a divagar. Hace ya un mes que tengo
la costumbre de hablar conmigo mismo, de pasar días enteros echado en mi rincón, pensando...
Tonterías... Porque ¿qué necesidad tengo yo de dar este paso? ¿Soy verdaderamente capaz de
hacer...”eso”? ¿Es que, por lo menos, lo he pensado en serio? De ningún modo: todo ha sido un
juego de mi imaginación, una fantasía que me divierte... Un juego, sí; nada más que un juego. »
El calor era sofocante. El aire irrespirable, la multitud, la visión de los andamios, de la cal, de los
ladrillos esparcidos por todas partes, y ese hedor especial tan conocido por los petersburgueses
que no disponen de medios para alquilar una casa en el campo, todo esto aumentaba la tensión de
los nervios, ya bastante excitados, del joven. El insoportable olor de las tabernas, abundantísimas
en aquel barrio, y los borrachos que a cada paso se tropezaban a pesar de ser día de trabajo,
completaban el lastimoso y horrible cuadro. Una expresión de amargo disgusto pasó por las finas
facciones del joven. Era, dicho sea de paso, extraordinariamente bien parecido, de una talla que
rebasaba la media, delgado y bien formado. Tenía el cabello negro y unos magníficos ojos oscuros.
Pronto cayó en un profundo desvarío, o, mejor, en una especie de embotamiento, y prosiguió su
camino sin ver o, más exactamente, sin querer ver nada de lo que le rodeaba.
De tarde en tarde musitaba unas palabras confusas, cediendo a aquella costumbre de monologar
que había reconocido hacía unos instantes. Se daba cuenta de que las ideas se le embrollaban a
veces en el cerebro, y de que estaba sumamente débil.
Iba tan miserablemente vestido, que nadie en su lugar, ni siquiera un viejo vagabundo, se habría
atrevido a salir a la calle en pleno día con semejantes andrajos. Bien es verdad que este espectáculo
era corriente en el barrio en que nuestro joven habitaba.
La vecindad del Mercado Central, la multitud de obreros y artesanos amontonados en aquellos
callejones y callejuelas del centro de Petersburgo ponían en el cuadro tintes tan singulares, que ni
la figura más chocante podía llamar a nadie la atención.
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Por otra parte, se había apoderado de aquel hombre un desprecio tan feroz hacia todo, que, a pesar
de su altivez natural un tanto ingenua, exhibía sus harapos sin rubor alguno. Otra cosa habría sido
si se hubiese encontrado con alguna persona conocida o algún viejo camarada, cosa que procuraba
evitar.
Sin embargo, se detuvo en seco y se llevó nerviosamente la mano al sombrero cuando un borracho
al que transportaban, no se sabe adónde ni por qué, en una carreta vacía que arrastraban al trote dos
grandes caballos, le dijo a voz en grito:
‑¡Eh, tú, sombrerero alemán!
Era un sombrero de copa alta, circular, descolorido por el uso, agujereado, cubierto de manchas, de
bordes desgastados y lleno de abolladuras. Sin embargo, no era la vergüenza, sino otro sentimiento,
muy parecido al terror, lo que se había apoderado del joven.
‑Lo sabía ‑murmuró en su turbación‑, lo presentía. Nada hay peor que esto. Una nadería, una
insignificancia, puede malograr todo el negocio. Sí, este sombrero llama la atención; es tan ridículo,
que atrae las miradas. El que va vestido con estos pingajos necesita una gorra, por vieja que sea;
no esta cosa tan horrible. Nadie lleva un sombrero como éste. Se me distingue a una versta1 a la
redonda. Te recordarán. Esto es lo importante: se acordarán de él, andando el tiempo, y será una
pista... Lo cierto es que hay que llamar la atención lo menos posible. Los pequeños detalles... Ahí
está el quid. Eso es lo que acaba por perderle a uno...
No tenía que ir muy lejos; sabía incluso el número exacto de pasos que tenía que dar desde la
puerta de su casa; exactamente setecientos treinta. Los había contado un día, cuando la concepción
de su proyecto estaba aún reciente. Entonces ni él mismo creía en su realización. Su ilusoria
audacia, a la vez sugestiva y monstruosa, sólo servía para excitar sus nervios. Ahora, transcurrido
un mes, empezaba a mirar las cosas de otro modo y, a pesar de sus enervantes soliloquios sobre
su debilidad, su impotencia y su irresolución, se iba acostumbrando poco a poco, como a pesar
suyo, a llamar «negocio» a aquella fantasía espantosa, y, al considerarla así, la podría llevar a cabo,
aunque siguiera dudando de sí mismo.
Aquel día se había propuesto hacer un ensayo y su agitación crecía a cada paso que daba. Con
el corazón desfallecido y sacudidos los miembros por un temblor nervioso, llegó, al fin, a un
inmenso edificio, una de cuyas fachadas daba al canal y otra a la calle. El caserón estaba dividido
en infinidad de pequeños departamentos habitados por modestos artesanos de toda especie: sastres,
cerrajeros... Había allí cocineras, alemanes, prostitutas, funcionarios de ínfima categoría. El ir y
venir de gente era continuo a través de las puertas y de los dos patios del inmueble. Lo guardaban
tres o cuatro porteros, pero nuestro joven tuvo la satisfacción de no encontrarse con ninguno.
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Franqueó el umbral y se introdujo en la escalera de la derecha, estrecha y oscura como era propio
de una escalera de servicio. Pero estos detalles eran familiares a nuestro héroe y, por otra parte, no
le disgustaban: en aquella oscuridad no había que temer a las miradas de los curiosos.
«Si tengo tanto miedo en este ensayo, ¿qué sería si viniese a llevar a cabo de verdad el “negocio”?»,
pensó involuntariamente al llegar al cuarto piso.
Allí le cortaron el paso varios antiguos soldados que hacían el oficio de mozos y estaban sacando
los muebles de un departamento ocupado ‑el joven lo sabía‑ por un funcionario alemán casado.
«Ya que este alemán se muda -se dijo el joven‑, en este rellano no habrá durante algún tiempo más
inquilino que la vieja. Esto está más que bien.»
Llamó a la puerta de la vieja. La campanilla resonó tan débilmente, que se diría que era de hojalata y
no de cobre. Así eran las campanillas de los pequeños departamentos en todos los grandes edificios
semejantes a aquél. Pero el joven se había olvidado ya de este detalle, y el tintineo de la campanilla
debió de despertar claramente en él algún viejo recuerdo, pues se estremeció. La debilidad de sus
nervios era extrema.
Transcurrido un instante, la puerta se entreabrió. Por la estrecha abertura, la inquilina observó al
intruso con evidente desconfianza. Sólo se veían sus ojillos brillando en la sombra. Al ver que
había gente en el rellano, se tranquilizó y abrió la puerta. El joven franqueó el umbral y entró en
un vestíbulo oscuro, dividido en dos por un tabique, tras el cual había una minúscula cocina. La
vieja permanecía inmóvil ante él. Era una mujer menuda, reseca, de unos sesenta años, con una
nariz puntiaguda y unos ojos chispeantes de malicia. Llevaba la cabeza descubierta, y sus cabellos,
de un rubio desvaído y con sólo algunas hebras grises, estaban embadurnados de aceite. Un viejo
chal de franela rodeaba su cuello, largo y descarnado como una pata de pollo, y, a pesar del calor,
llevaba sobre los hombros una pelliza, pelada y amarillenta. La tos la sacudía a cada momento. La
vieja gemía. El joven debió de mirarla de un modo algo extraño, pues los menudos ojos recobraron
su expresión de desconfianza.
‑Raskolnikov, estudiante. Vine a su casa hace un mes ‑barbotó rápidamente, inclinándose a medias,
pues se había dicho que debía mostrarse muy amable.
‑Lo recuerdo, muchacho, lo recuerdo perfectamente ‑articuló la vieja, sin dejar de mirarlo con una
expresión de recelo.
‑Bien; pues he venido para un negocillo como aquél ‑dijo Raskolnikov, un tanto turbado y
sorprendido por aquella desconfianza.
«Tal vez esta mujer es siempre así y yo no lo advertí la otra vez», pensó, desagradablemente
impresionado.
La vieja no contestó; parecía reflexionar. Después indicó al visitante la puerta de su habitación,
mientras se apartaba para dejarle pasar.
‑Entre, muchacho.
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La reducida habitación donde fue introducido el joven tenía las paredes revestidas de papel
amarillo. Cortinas de muselina pendían ante sus ventanas, adornadas con macetas de geranios. En
aquel momento, el sol poniente iluminaba la habitación.
«Entonces ‑se dijo de súbito Raskolnikov‑, también, seguramente lucirá un sol como éste.»
Y paseó una rápida mirada por toda la habitación para grabar hasta el menor detalle en su memoria.
Pero la pieza no tenía nada de particular. El mobiliario, decrépito, de madera clara, se componía
de un sofá enorme, de respaldo curvado, una mesa ovalada colocada ante el sofá, un tocador con
espejo, varias sillas adosadas a las paredes y dos o tres grabados sin ningún valor, que representaban
señoritas alemanas, cada una con un pájaro en la mano. Esto era todo.
En un rincón, ante una imagen, ardía una lamparilla. Todo resplandecía de limpieza.
«Esto es obra de Lizaveta», pensó el joven.
Nadie habría podido descubrir ni la menor partícula de polvo en todo el departamento.
«Sólo en las viviendas de estas perversas y viejas viudas puede verse una limpieza semejante»,
se dijo Raskolnikov. Y dirigió, con curiosidad y al soslayo, una mirada a la cortina de indiana que
ocultaba la puerta de la segunda habitación, también sumamente reducida, donde estaban la cama
y la cómoda de la vieja, y en la que él no había puesto los pies jamás. Ya no había más piezas en
el departamento.
‑¿Qué desea usted? ‑preguntó ásperamente la vieja, que, apenas había entrado en la habitación, se
había plantado ante él para mirarle frente a frente.
‑Vengo a empeñar esto.
Y sacó del bolsillo un viejo reloj de plata, en cuyo dorso había un grabado que representaba el
globo terrestre y del que pendía una cadena de acero.
‑¡Pero si todavía no me ha devuelto la cantidad que le presté! El plazo terminó hace tres días.
‑Le pagaré los intereses de un mes más. Tenga paciencia.
‑¡Soy yo quien ha de decidir tener paciencia o vender inmediatamente el objeto empeñado,
jovencito!
‑¿Me dará una buena cantidad por el reloj, Alyona Ivanovna?
‑¡Pero si me trae usted una miseria! Este reloj no vale nada, mi buen amigo. La vez pasada le di dos
hermosos billetes por un anillo que podía obtenerse nuevo en una joyería por sólo rublo2 y medio.
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Raskolnikov salió al rellano, presa de una turbación creciente. Al bajar la escalera se detuvo varias
veces, dominado por repentinas emociones. Al fin, ya en la calle, exclamó:
‑¡Qué repugnante es todo esto, Dios mío! ¿Cómo es posible que yo...? No, todo ha sido una
necedad, un absurdo ‑afirmó resueltamente‑. ¿Cómo ha podido llegar a mi espíritu una cosa tan
atroz? No me creía tan miserable. Todo esto es repugnante, innoble, horrible. ¡Y yo he sido capaz
de estar todo un mes pen...!
Al punto experimentó una impresión de profundo alivio. Sus ideas parecieron aclararse.
«Todo esto son necedades ‑se dijo, reconfortado‑. No había motivo para perder la cabeza. Un
trastorno físico, sencillamente. Un vaso de cerveza, un trozo de galleta, y ya está firme el espíritu,
y el pensamiento se aclara, y la voluntad renace. ¡Cuánta nimiedad!»
Sin embargo, a despecho de esta amarga conclusión, estaba contento como el hombre que se ha
librado de pronto de una carga espantosa, y recorrió con una mirada amistosa a las personas que
le rodeaban. Pero en lo más hondo de su ser presentía que su animación, aquel resurgir de su
esperanza, era algo enfermizo y ficticio. La taberna estaba casi vacía. Detrás de los dos borrachos
con que se había cruzado Raskolnikov había salido un grupo de cinco personas, entre ellas una
muchacha. Llevaban una armónica. Después de su marcha, el local quedó en calma y pareció más
amplio.
En la taberna sólo había tres hombres más. Uno de ellos era un individuo algo embriagado, un
pequeño burgués a juzgar por su apariencia, que estaba tranquilamente sentado ante una botella de
cerveza. Tenía un amigo al lado, un hombre alto y grueso, de barba gris, que dormitaba en el banco,
completamente ebrio. De vez en cuando se agitaba en pleno sueño, abría los brazos, empezaba
a castañetear los dedos, mientras movía el busto sin levantarse de su asiento, y comenzaba a
canturrear una burda tonadilla, haciendo esfuerzos para recordar las palabras.
Durante un año entero acaricié a mi mujer... Duran...te un año entero a...ca...ricié a mi mu...jer.
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O:
Pero nadie daba muestras de compartir su buen humor. Su taciturno compañero observaba estas
explosiones de alegría con gesto desconfiado y casi hostil.
El tercer cliente tenía la apariencia de un funcionario retirado. Estaba sentado aparte, ante un vaso
que se llevaba de vez en cuando a la boca, mientras lanzaba una mirada en torno de él. También
este hombre parecía presa de cierta agitación interna.
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Capítulo II
Raskolnikov no estaba acostumbrado al trato con la gente y, como ya hemos dicho últimamente
incluso huía de sus semejantes. Pero ahora se sintió de pronto atraído hacia ellos. En su ánimo
acababa de producirse una especie de revolución. Experimentaba la necesidad de ver seres
humanos. Estaba tan hastiado de las angustias y la sombría exaltación de aquel largo mes que
acababa de vivir en la más completa soledad, que sentía la necesidad de tonificarse en otro mundo,
cualquiera que fuese y aunque sólo fuera por unos instantes. Por eso estaba a gusto en aquella
taberna, a pesar de la suciedad que en ella reinaba. El tabernero estaba en otra dependencia, pero
hacía frecuentes apariciones en la sala. Cuando bajaba los escalones, eran sus botas, sus elegantes
botas bien lustradas y con anchas vueltas rojas, lo que primero se veía. Llevaba una blusa y un
chaleco de satén negro lleno de mugre, e iba sin corbata. Su rostro parecía tan cubierto de aceite
como un candado. Un muchacho de catorce años estaba sentado detrás del mostrador; otro más
joven aún servía a los clientes. Trozos de cohombro, panecillos negros y rodajas de pescado se
exhibían en una vitrina que despedía un olor infecto. El calor era insoportable. La atmósfera estaba
tan cargada de vapores de alcohol, que daba la impresión de poder embriagar a un hombre en cinco
minutos.
A veces nos ocurre que personas a las que no conocemos nos inspiran un interés súbito cuando las
vemos por primera vez, incluso antes de cruzar una palabra con ellas. Esta impresión produjo en
Raskolnikov el cliente que permanecía aparte y que tenía aspecto de funcionario retirado. Algún
tiempo después, cada vez que se acordaba de esta primera impresión, Raskolnikov la atribuía a
una especie de presentimiento. Él no quitaba ojo al supuesto funcionario, y éste no sólo no cesaba
de mirarle, sino que parecía ansioso de entablar conversación con él. A las demás personas que
estaban en la taberna, sin excluir al tabernero, las miraba con un gesto de desagrado, con una
especie de altivo desdén, como a personas que considerase de una esfera y de una educación
demasiado inferiores para que mereciesen que él les dirigiera la palabra.
Era un hombre que había rebasado los cincuenta, robusto y de talla media. Sus escasos y grises
cabellos coronaban un rostro de un amarillo verdoso, hinchado por el alcohol. Entre sus abultados
párpados fulguraban dos ojillos encarnizados pero llenos de vivacidad. Lo que más asombraba de
aquella fisonomía era la vehemencia que expresaba ‑y acaso también cierta finura y un resplandor
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de inteligencia‑, pero por su mirada pasaban relámpagos de locura. Llevaba un viejo y desgarrado
frac, del que sólo quedaba un botón, que mantenía abrochado, sin duda con el deseo de guardar las
formas. Un chaleco de nanquín dejaba ver un plastrón ajado y lleno de manchas. No llevaba barba,
esa barba característica del funcionario, pero no se había afeitado hacía tiempo, y una capa de pelo
recio y azulado invadía su mentón y sus carrillos. Sus ademanes tenían una gravedad burocrática,
pero parecía profundamente agitado. Con los codos apoyados en la grasienta mesa, introducía
los dedos en su cabello, lo despeinaba y se oprimía la cabeza con ambas manos, dando visibles
muestras de angustia. Al fin miró a Raskolnikov directamente y dijo, en voz alta y firme:
‑Señor: ¿puedo permitirme dirigirme a usted para conversar en buena forma? A pesar de la
sencillez de su aspecto, mi experiencia me induce a ver en usted un hombre culto y no uno de esos
individuos que van de taberna en taberna. Yo he respetado siempre la cultura unida a las cualidades
del corazón. Soy consejero titular: Marmeladov, consejero titular. ¿Puedo preguntarle si también
usted pertenece a la administración del Estado?
‑No: estoy estudiando ‑repuso el joven, un tanto sorprendido por aquel lenguaje ampuloso y también
al verse abordado tan directamente, tan a quemarropa, por un desconocido. A pesar de sus recientes
deseos de compañía humana, fuera cual fuere, a la primera palabra que Marmeladov le había
dirigido había experimentado su habitual y desagradable sentimiento de irritación y repugnancia
hacia toda persona extraña que intentaba ponerse en relación con él.
‑Es decir, que es usted estudiante, o tal vez lo ha sido ‑exclamó vivamente el funcionario‑.
Exactamente lo que me había figurado. He aquí el resultado de mi experiencia, señor, de mi larga
experiencia.
Se llevó la mano a la frente con un gesto de alabanza para sus prendas intelectuales.
‑Usted es hombre de estudios... Pero permítame...
Se levantó, vaciló, cogió su vaso y fue a sentarse al lado del joven. Aunque embriagado, hablaba
con soltura y vivacidad. Sólo de vez en cuando se le trababa la lengua y decía cosas incoherentes.
Al verle arrojarse tan ávidamente sobre Raskolnikov, cualquiera habría dicho que también él
llevaba un mes sin desplegar los labios.
‑Señor ‑siguió diciendo en tono solemne‑, la pobreza no es un vicio: esto es una verdad
incuestionable. Pero también es cierto que la embriaguez no es una virtud, cosa que lamento.
Ahora bien, señor; la miseria sí que es un vicio. En la pobreza, uno conserva la nobleza de sus
sentimientos innatos; en la indigencia, nadie puede conservar nada noble. Con el indigente no se
emplea el bastón, sino la escoba, pues así se le humilla más, para arrojarlo de la sociedad humana.
Y esto es justo, porque el indigente se ultraja a sí mismo. He aquí el origen de la embriaguez,
señor. El mes pasado, el señor Lebezyatnikov golpeó a mi mujer, y mi mujer, señor, no es como yo
en modo alguno. ¿Comprende? Permítame hacerle una pregunta. Simple curiosidad. ¿Ha pasado
usted alguna noche en el Neva, en una barca de heno?
‑No, nunca me he visto en un trance así ‑repuso Raskolnikov.
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desprecio, sino con resignación... ¡Sea, sea, pues! Ecce Homo4. Óigame, joven: ¿podría usted...?
No, hay que buscar otra expresión más fuerte, más significativa. ¿Se atrevería usted a afirmar,
mirándome a los ojos, que no soy un puerco?
El joven no contestó.
‑Bien ‑dijo el orador, y esperó con un aire sosegado y digno el fin de las risas que acababan de
estallar nuevamente‑. Bien, yo soy un puerco y ella una dama. Yo parezco una bestia, y Katerina
Ivanovna, mi esposa, es una persona bien educada, hija de un oficial superior. Demos por sentado
que yo soy un granuja y que ella posee un gran corazón, sentimientos elevados y una educación
perfecta. Sin embargo... ¡Ah, si ella se hubiera compadecido de mí! Y es que los hombres tenemos
necesidad de ser compadecidos por alguien. Pues bien, Katerina Ivanovna, a pesar de su grandeza
de alma, es injusta..., aunque yo comprendo perfectamente que cuando me tira del pelo lo hace por
mi bien. Te repito sin vergüenza, joven; ella me tira del pelo ‑insistió en un tono más digno aún,
al oír nuevas risas‑. ¡Ah, Dios mío! Si ella, solamente una vez... Pero, ¡bah!, vanas palabras... No
hablemos más de esto... Pues es lo cierto que mi deseo se ha visto satisfecho más de una vez; sí,
más de una vez me han compadecido. Pero mi carácter... Soy un bruto rematado.
‑De acuerdo ‑observó el tabernero, bostezando.
Marmeladov dio un fuerte puñetazo en la mesa.
‑Sí, un bruto... Sepa usted, señor, que me he bebido hasta sus medias. No los zapatos, entiéndame,
pues, en medio de todo, esto sería una cosa en cierto modo natural; no los zapatos, sino las medias.
Y también me he bebido su esclavina de piel de cabra, que era de su propiedad, pues se la habían
regalado antes de nuestro casamiento. Entonces vivíamos en un helado cuchitril. Es invierno; ella
se enfría; empieza a toser y a escupir sangre. Tenemos tres niños pequeños, y Katerina Ivanovna
trabaja de sol a sol. Friega, lava la ropa, lava a los niños. Está acostumbrada a la limpieza desde
su más tierna infancia... Todo esto con un pecho delicado, con una predisposición a la tisis5. Yo lo
siento de veras. ¿Creen que no lo siento? Cuanto más bebo, más sufro. Por eso, para sentir más,
para sufrir más, me entrego a la bebida. Yo bebo para sufrir más profundamente.
Inclinó la cabeza con un gesto de desesperación.
‑Joven ‑continuó mientras volvía a erguirse‑, creo leer en su semblante la expresión de un dolor.
Apenas le he visto entrar, he tenido esta impresión. Por eso le he dirigido la palabra. Si le cuento la
historia de mi vida no es para divertir a estos ociosos, que, además, ya la conocen, sino porque deseo
que me escuche un hombre instruido. Sepa usted, pues, que mi esposa se educó en un pensionado
aristocrático provincial, y que el día en que salió bailó la danza del chal ante el gobernador de la
5 Tuberculosis.
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provincia y otras altas personalidades. Fue premiada con una medalla de oro y un diploma. La
medalla... se vendió hace tiempo. En cuanto al diploma, mi esposa lo tiene guardado en su baúl.
Últimamente se lo enseñaba a nuestra patrona. Aunque estaba a matar con esta mujer, lo hacía
porque experimentaba la necesidad de vanagloriarse ante alguien de sus éxitos pasados y de evocar
sus tiempos felices. Yo no se lo censuro, pues lo único que tiene son estos recuerdos: todo lo demás
se ha desvanecido... Sí, es una dama enérgica, orgullosa, intratable. Se friega ella misma el suelo
y come pan negro, pero no toleraría de nadie la menor falta de respeto. Aquí tiene usted explicado
por qué no consintió las groserías de Lebezyatnikov; y cuando éste, para vengarse, le pegó ella
tuvo que guardar cama, no a causa de los golpes recibidos, sino por razones de orden sentimental.
Cuando me casé con ella, era viuda y tenía tres hijos de corta edad. Su primer matrimonio había
sido de amor. El marido era un oficial de infantería con el que huyó de la casa paterna. Katerina
adoraba a su marido, pero él se entregó al juego, tuvo asuntos con la justicia y murió. En los
últimos tiempos, él le pegaba. Ella no se lo perdonó, lo sé positivamente; sin embargo, incluso
ahora llora cuando lo recuerda, y establece entre él y yo comparaciones nada halagadoras para
mi amor propio; pero yo la dejo, porque así ella se imagina, al menos, que ha sido algún día feliz.
Después de la muerte de su marido, quedó sola con sus tres hijitos en una región lejana y salvaje,
donde yo me encontraba entonces. Vivía en una miseria tan espantosa, que yo, que he visto los
cuadros más tristes, no me siento capaz de describirla. Todos sus parientes la habían abandonado.
Era orgullosa, demasiado orgullosa. Fue entonces, señor, entonces, como ya le he dicho, cuando
yo, viudo también y con una hija de catorce años, le ofrecí mi mano, pues no podía verla sufrir de
aquel modo. El hecho de que siendo una mujer instruida y de una familia excelente aceptara casarse
conmigo, le permitirá comprender a qué extremo llegaba su miseria. Aceptó llorando, sollozando,
retorciéndose las manos; pero aceptó. Y es que no tenía adónde ir. ¿Se da usted cuenta, señor, se
da usted cuenta exacta de lo que significa no tener dónde ir? No, usted no lo puede comprender
todavía... Durante un año entero cumplí con mi deber honestamente, santamente, sin probar eso ‑y
señalaba con el dedo la media botella que tenía delante‑, pues yo soy un hombre de sentimientos.
Pero no conseguí atraérmela. Entre tanto, quedé cesante, no por culpa mía, sino a causa de ciertos
cambios burocráticos. Entonces me entregué a la bebida... Ya hace año y medio que, tras mil
sinsabores y peregrinaciones continuas, nos instalamos en esta capital magnífica, embellecida por
incontables monumentos. Aquí encontré un empleo, pero pronto lo perdí. ¿Comprende, señor?
Esta vez fui yo el culpable: ya me dominaba el vicio de la bebida. Ahora vivimos en un rincón
que nos tiene alquilado Amalija Ivanovna Lippevechsel. Pero ¿cómo vivimos, cómo pagamos el
alquiler? Eso lo ignoro. En la casa hay otros muchos inquilinos: aquello es un verdadero infierno.
Entre tanto, la hija que tuve de mi primera mujer ha crecido. En cuanto a lo que su madrastra la
ha hecho sufrir, prefiero pasarlo por alto. Pues Katerina Ivanovna, a pesar de sus sentimientos
magnánimos, es una mujer irascible e incapaz de contener sus impulsos... Sí, así es. Pero ¿a qué
mencionar estas cosas? Ya comprenderá usted que Sonya6 no ha recibido una educación esmerada.
Hace muchos años intenté enseñarle geografía e historia universal, pero como yo no estaba muy
fuerte en estas materias y, además, no teníamos buenos libros, pues los libros que hubiéramos
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podido tener..., pues..., ¡bueno, ya no los teníamos!, se acabaron las lecciones. Nos quedamos en
Ciro, rey de los persas. Después leyó algunas novelas, y últimamente Lebezyatnikov le prestó La
Fisiología, de Lewes. Conoce usted esta obra, ¿verdad? A ella le pareció muy interesante, e incluso
nos leyó algunos pasajes en voz alta. A esto se reduce su cultura intelectual. Ahora, señor, me dirijo
a usted, por mi propia iniciativa, para hacerle una pregunta de orden privado. Una muchacha pobre
pero honesta, ¿puede ganarse bien la vida con un trabajo honesto? No ganará ni quince kopeks
al día, señor mío, y eso trabajando hasta la extenuación, si es honesta y no posee ningún talento.
Hay más: el consejero de Estado Klopstock Ivan Ivanovich..., ¿ha oído usted hablar de él...?, no
solamente no ha pagado a Sonya media docena de camisas de Holanda que le encargó, sino que la
despidió ferozmente con el pretexto de que le había tomado mal las medidas y el cuello le quedaba
torcido.
»Y los niños, hambrientos...
»Katerina Ivanovna va y viene por la habitación, retorciéndose las manos, las mejillas teñidas de
manchas rojas, como es propio de la enfermedad que padece. Exclama:
»‑En esta casa comes, bebes, estás bien abrigado, y lo único que haces es holgazanear.
»Y yo le pregunto: ¿qué podía beber ni comer, cuando incluso los niños llevaban más de tres días
sin probar bocado? En aquel momento, yo estaba acostado y, no me importa decirlo, borracho.
Pude oír una de las respuestas que mi hija (tímida, voz dulce, rubia, delgada, pálida carita) daba a
su madrastra.
»‑Yo no puedo hacer eso, Katerina Ivanovna.
»Ha de saber que Darya Frantsovna, una mala mujer a la que la policía conoce perfectamente,
había venido tres veces a hacerle proposiciones por medio de la dueña de la casa.
»‑Yo no puedo hacer eso ‑repitió, remedándola, Katerina Ivanovna‑. ¡Vaya un tesoro para que lo
guardes con tanto cuidado!
»Pero no la acuse, señor. No se daba cuenta del alcance de sus palabras. Estaba trastornada, enferma.
Oía los gritos de los niños hambrientos y, además, su deseo era mortificar a Sonya, no inducirla...
Katerina Ivanovna es así. Cuando oye llorar a los niños, aunque sea de hambre, se irrita y les pega.
»Eran cerca de las cinco cuando, de pronto, vi que Soneshka7 se levantaba, se ponía un pañuelo en
la cabeza, cogía un chal y salía de la habitación. Eran más de las ocho cuando regresó. Entró, se
fue derecha a Katerina Ivanovna y, sin desplegar los labios, depositó ante ella, en la mesa, treinta
rublos. No pronunció ni una palabra, ¿sabe usted?, no miró a nadie; se limitó a coger nuestro gran
chal de paño verde (tenemos un gran chal de paño verde que es propiedad común), a cubrirse con
él la cabeza y el rostro y a echarse en la cama, de cara a la pared. Leves estremecimientos recorrían
sus frágiles hombros y todo su cuerpo... Y yo seguía acostado, ebrio todavía. De pronto, joven, de
7 Diminutivo de Sonya.
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pronto vi que Katerina Ivanovna, también en silencio, se acercaba a la cama de Soneshka. Le besó
los pies, los abrazó y así pasó toda la noche, sin querer levantarse. Al fin se durmieron, las dos, las
dos se durmieron juntas, enlazadas... Ahí tiene usted... Y yo... yo estaba borracho.
Marmeladov se detuvo como si se hubiese quedado sin voz. Tras una pausa, llenó el vaso
súbitamente, lo vació y continuó su relato.
‑Desde entonces, señor, a causa del desgraciado hecho que le acabo de referir, y por efecto de una
denuncia procedente de personas malvadas (Darya Frantsovna ha tomado parte activa en ello, pues
dice que la hemos engañado), desde entonces, mi hija Sofya8 Semyonovna figura en el registro
de la policía y se ha visto obligada a dejarnos. La dueña de la casa, Amalija Fyodorovna, no
hubiera tolerado su presencia, puesto que ayudaba a Darya Frantsovna en sus manejos. Y en lo que
concierne al señor Lebezyatnikov..., pues... sólo le diré que su incidente con Katerina Ivanovna se
produjo a causa de Sonya. Al principio no cesaba de perseguir a Soneshka. Después, de repente,
salió a relucir su amor propio herido. «Un hombre de mi condición no puede vivir en la misma
casa que una mujer de esa especie.» Katerina Ivanovna salió entonces en defensa de Sonya, y la
cosa acabó como usted sabe. Ahora Sonya suele venir a vernos al atardecer y trae algún dinero a
Katerina Ivanovna. Tiene alquilada una habitación en casa del sastre Kapernaumov. Este hombre
es cojo y tartamudo, y toda su numerosa familia tartamudea... Su mujer es tan tartamuda como
él. Toda la familia vive amontonada en una habitación, y la de Sonya está separada de ésta por
un tabique... ¡Gente miserable y tartamuda...! Una mañana me levanto, me pongo mis harapos,
levanto los brazos al cielo y voy a visitar a su excelencia Ivan Afanasyvitch. ¿Conoce usted a su
excelencia Ivan Afanasyvitch? ¿No? Entonces no conoce usted al santo más santo. Es un cirio,
un cirio que se funde ante la imagen del Señor... Sus ojos estaban llenos de lágrimas después de
escuchar mi relato desde el principio hasta el fin.
»‑Bien, Marmeladov ‑me dijo‑. Has defraudado una vez las esperanzas que había depositado en ti.
Voy a tomarte de nuevo bajo mi protección.
ȃstas fueron sus palabras.
»‑Procura no olvidarlo ‑añadió‑. Puedes retirarte.
»Yo besé el polvo de sus botas..., pero sólo mentalmente, pues él, alto funcionario y hombre
imbuido de ideas modernas y esclarecidas, no me habría permitido que se las besara de verdad.
Volví a casa, y no puedo describirle el efecto que produjo mi noticia de que iba a volver al servicio
activo y a cobrar un sueldo.
Marmeladov hizo una nueva pausa, profundamente conmovido. En ese momento invadió la taberna
un grupo de bebedores en los que ya había hecho efecto la bebida. En la puerta del establecimiento
resonaron las notas de un organillo, y una voz de niño, frágil y trémula, entonó “La Aldea”. La
sala se llenó de ruidos. El tabernero y los dos muchachos acudieron presurosos a servir a los recién
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llegados. Marmeladov continuó su relato sin prestarles atención. Parecía muy débil, pero, a medida
que crecía su embriaguez, se iba mostrando más expansivo. El recuerdo de su último éxito, el
nuevo empleo que había conseguido, le había reanimado y daba a su semblante una especie de
resplandor. Raskolnikov le escuchaba atentamente.
‑De esto hace cinco semanas. Pues sí, cuando Katerina Ivanovna y Soneshka se enteraron de lo de
mi empleo, me sentí como transportado al paraíso. Antes, cuando tenía que permanecer acostado,
se me miraba como a una bestia y no oía más que injurias; ahora andaban de puntillas y hacían
callar a los niños. « ¡Silencio! Semyon Zakharovich ha trabajado mucho y está cansado. Hay que
dejarlo descansar. » Me daban café antes de salir para el despacho, e incluso nata. Compraban nata
de verdad, ¿sabe usted?, lo que no comprendo es de dónde pudieron sacar los once rublos y medio
que se gastaron en aprovisionar mi guardarropa. Botas, soberbios puños, todo un uniforme en
perfecto estado, por once rublos y cincuenta kopeks. En mi primera jornada de trabajo, al volver a
casa al mediodía, ¿qué es lo que vieron mis ojos? Katerina Ivanovna había preparado dos platos:
sopa y lechón en salsa, manjar del que ni siquiera teníamos idea. Vestidos no tiene, ni siquiera uno.
Sin embargo, se había compuesto como para ir de visita. Aun no teniendo ropa, se había arreglado.
Ellas saben arreglarse con nada. Un peinado gracioso, un cuello blanco y muy limpio, unos puños,
y parecía otra; estaba más joven y más bonita. Soneshka, mi paloma, sólo pensaba en ayudarnos
con su dinero, pero nos dijo: «Me parece que ahora no es conveniente que os venga a ver con
frecuencia. Vendré alguna vez de noche, cuando nadie pueda verme.» ¿Comprende, comprende
usted? Después de comer me fui a acostar, y entonces Katerina Ivanovna no pudo contenerse.
Hacía apenas una semana había tenido una violenta disputa con Amalija Ivanovna, la dueña de la
casa; sin embargo, la invitó a tomar café. Estuvieron dos horas charlando en voz baja.
»‑Semyon Zakharovich ‑dijo Katerina Ivanovna‑ tiene ahora un empleo y recibe un sueldo. Se
ha presentado a su excelencia, y su excelencia ha salido de su despacho, ha tendido la mano a
Semyon Zakharovich, ha dicho a todos los demás que esperasen y lo ha hecho pasar delante de
todos. ¿Comprende, comprende usted? “Naturalmente ‑le ha dicho su excelencia‑, me acuerdo de
sus servicios, Semyon Zakharovich, y, aunque usted no se portó como es debido, su promesa de no
reincidir y, por otra parte, el hecho de que aquí ha ido todo mal durante su ausencia (¿se da usted
cuenta de lo que esto significa?), me induce a creer en su palabra.”
»Huelga decir ‑continuó Marmeladov‑ que todo esto lo inventó mi mujer, pero no por ligereza, ni
para darse importancia. Es que ella misma lo creía y se consolaba con sus propias invenciones,
palabra de honor. Yo no se lo reprocho, no se lo puedo reprochar. Y cuando, hace seis días, le
entregué íntegro mi primer sueldo, veintitrés rublos y cuarenta kopeks, me llamó cariñito. “¡Cariñito
mío!”, me dijo, y tuvimos un íntimo coloquio, ¿comprende? Y dígame, se lo ruego: ¿qué encanto
puedo tener yo y qué papel puedo hacer como esposo? Sin embargo, ella me pellizcó la cara y me
llamó cariñito.
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Marmeladov se detuvo. Intentó sonreír, pero su barbilla empezó a temblar. Sin embargo, logró
contenerse. Aquella taberna, aquel rostro de hombre acabado, las cinco noches pasadas en las
barcas de heno, aquella botella y, unido a esto, la ternura enfermiza de aquel hombre por su esposa
y su familia, tenían perplejo a su interlocutor. Raskolnikov estaba pendiente de sus labios, pero
experimentaba una sensación penosa y se arrepentía de haber entrado en aquel lugar.
‑¡Ah, señor, mi querido señor! ‑exclamó Marmeladov, algo repuesto‑. Tal vez a usted le parezca
todo esto tan cómico como a todos los demás; tal vez le esté fastidiando con todos estos pequeños
detalles, miserables y estúpidos, de mi vida doméstica. Pero le aseguro que yo no tengo ganas de
reír, pues siento todo esto. Todo aquel día inolvidable y toda aquella noche estuve urdiendo en
mi mente los sueños más fantásticos: soñaba en cómo reorganizaría nuestra vida, en los vestidos
que pondrían a los niños, en la tranquilidad que iba a tener mi esposa, en que arrancaría a mi hija
de la vida de oprobio que llevaba y la restituiría al seno de la familia... Y todavía soñé muchas
cosas más... Pero he aquí, caballero ‑y Marmeladov se estremeció de súbito, levantó la cabeza y
miró fijamente a su interlocutor‑, he aquí que al mismo día siguiente a aquel en que acaricié todos
estos sueños (de esto hace exactamente cinco días), por la noche, inventé una mentira y, como un
ladrón nocturno, robé la llave del baúl de Katerina Ivanovna y me apoderé del resto del dinero que
le había entregado. ¿Cuánto había? No lo recuerdo. Pero... ¡miradme todos! Hace cinco días que
no he puesto los pies en mi casa, y los míos me buscan, y he perdido mi empleo. El uniforme lo
cambié por este traje en una taberna del puente de Egipto. Todo ha terminado.
Se dio un puñetazo en la cabeza, apretó los dientes, cerró los ojos y se acodó en la mesa pesadamente.
Poco después, su semblante se transformó y, mirando a Raskolnikov con una especie de malicia
intencionada, de cinismo fingido, se echó a reír y exclamó:
‑Hoy he estado en casa de Sonya. He ido a pedirle dinero para beber. ¡Ja, ja, ja!
‑¿Y ella te lo ha dado? ‑preguntó uno de los que habían entrado últimamente, echándose también
a reír.
‑Esta media botella que ve usted aquí está pagada con su dinero ‑continuó Marmeladov, dirigiéndose
exclusivamente a Raskolnikov‑. Me ha dado treinta kopeks, los últimos, todo lo que tenía: lo he
visto con mis propios ojos. Ella no me ha dicho nada; se ha limitado a mirarme en silencio... Ha
sido una mirada que no pertenecía a la tierra, sino al cielo. Sólo allá arriba se puede sufrir así por
los hombres y llorar por ellos sin condenarlos. Sí, sin condenarlos... Pero es todavía más amargo
que no se nos condene. Treinta kopeks... ¿Acaso ella no los necesita? ¿No le parece a usted, mi
querido señor, que ella ha de conservar una limpieza atrayente? Esta limpieza cuesta dinero; es
una limpieza especial. ¿No le parece? Hacen falta cremas, enaguas almidonadas, elegantes zapatos
que embellezcan el pie en el momento de saltar sobre un charco. ¿Comprende, comprende usted la
importancia de esta limpieza? Pues bien; he aquí que yo, su propio padre, le he arrancado los treinta
kopeks que tenía. Y me los bebo, ya me los he bebido. Dígame usted: ¿quién puede apiadarse de un
hombre como yo? Dígame, señor: ¿tiene usted piedad de mí o no la tiene? Con franqueza, señor:
¿me compadece o no me compadece? ¡Ja, ja, ja!
Intentó llenarse el vaso, pero la botella estaba vacía.
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9 Objeto en forma de platillo y provisto de asa en el borde, ideado para sostener una vela en un soporte cilíndrico
hueco.
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Raskolnikov reconoció inmediatamente a Katerina Ivanovna. Era una mujer horriblemente delgada,
fina, alta y esbelta, con un cabello castaño, bello todavía. Como había dicho Marmeladov, sus
pómulos estaban cubiertos de manchas rojas. Con los labios secos, la respiración rápida e irregular
y oprimiéndose el pecho convulsivamente con las manos, se paseaba por la habitación. En sus
ojos había un brillo de fiebre y su mirada tenía una dura fijeza. Aquel rostro trastornado de tísica
producía una penosa impresión a la luz vacilante y mortecina del cabo de vela casi consumido.
Raskolnikov calculó que tenía unos treinta años y que la edad de Marmeladov superaba bastante
a la de su mujer. Ella no advirtió la presencia de los dos hombres. Parecía sumida en un estado de
aturdimiento que le impedía ver y oír.
La atmósfera de la habitación era irrespirable, pero la ventana estaba cerrada. De la escalera
llegaban olores nauseabundos, pero la puerta del piso estaba abierta. En fin, la puerta interior,
solamente entreabierta, dejaba pasar espesas nubes de humo de tabaco que hacían toser a Katerina
Ivanovna; pero ella no se había preocupado de cerrar esta puerta.
El hijo menor, una niña de seis años, dormía sentada en el suelo, con el cuerpo torcido y la cabeza
apoyada en el sofá. Su hermanito, que tenía un año más que ella, lloraba en un rincón y los sollozos
sacudían todo su cuerpo. Seguramente su madre le acababa de pegar. La mayor, una niña de nueve
años, alta y delgada como una cerilla, llevaba una camisa llena de agujeros y, sobre los desnudos
hombros, una capa de paño, que sin duda le venía bien dos años atrás, pero que ahora apenas le
llegaba a las rodillas. Estaba al lado de su hermanito y le rodeaba el cuello con su descarnado
brazo. Al mismo tiempo, seguía a su madre con una mirada temerosa de sus oscuros y grandes
ojos, que parecían aún mayores en su pequeña y enjuta carita.
Marmeladov no entró en el piso: se arrodilló ante el umbral y empujó a Raskolnikov hacia el
interior. Katerina Ivanovna se detuvo distraídamente al ver ante ella a aquel desconocido y,
volviendo momentáneamente a la realidad, parecía preguntarse: ¿Qué hace aquí este hombre? Pero
sin duda se imaginó en seguida que iba a atravesar la habitación para dirigirse a otra. Entonces fue
a cerrar la puerta de entrada y lanzó un grito al ver a su marido arrodillado en el umbral.
‑¿Ya estás aquí? ‑exclamó, furiosa‑. ¿Ya has vuelto? ¿Dónde está el dinero? ¡Canalla, monstruo!
¿Qué te queda en los bolsillos? ¡Éste no es el traje! ¿Qué has hecho de él? ¿Dónde está el dinero?
¡Habla!
Empezó a registrarle ávidamente. Marmeladov abrió al punto los brazos, dócilmente, para facilitar
la tarea de buscar en sus bolsillos. No llevaba encima ni un kopek.
‑¿Dónde está el dinero? ‑siguió vociferando la mujer‑. ¡Señor! ¿Es posible que se lo haya bebido
todo? ¡Quedaban doce rublos en el baúl!
En un arrebato de ira, cogió a su marido por los cabellos y le obligó a entrar a fuerza de tirones.
Marmeladov procuraba aminorar su esfuerzo arrastrándose humildemente tras ella, de rodillas.
‑¡Es un placer para mí, no un dolor! ¡Un placer, amigo mío! ‑exclamaba mientras su mujer le tiraba
del pelo y lo sacudía.
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Al fin su frente fue a dar contra el entarimado. La niña que dormía en el suelo se despertó y rompió
a llorar. El niño, de pie en su rincón, no pudo soportar la escena: de nuevo empezó a temblar, a
gritar, y se arrojó en brazos de su hermana, convulso y aterrado. La niña mayor temblaba como
una hoja.
‑¡Todo, todo se lo ha bebido! ‑gritaba, desesperada, la pobre mujer‑. ¡Y estas ropas no son las
suyas! ¡Están hambrientos! ‑señalaba a los niños, se retorcía los brazos‑. ¡Maldita vida!
De pronto se encaró con Raskolnikov.
‑¿Y a ti no te da vergüenza? ¡Vienes de la taberna! ¡Has bebido con él! ¡Fuera de aquí!
El joven, sin decir nada, se apresuró a marcharse. La puerta interior acababa de abrirse e iban
asomando caras cínicas y burlonas, bajo el gorro encasquetado y con el cigarrillo o la pipa en
la boca. Unos vestían batas caseras; otros, ropas de verano ligeras hasta la indecencia. Algunos
llevaban las cartas en la mano. Se echaron a reír de buena gana al oír decir a Marmeladov que los
tirones de pelo eran para él una delicia. Algunos entraron en la habitación. Al fin se oyó una voz
silbante, de mal agüero. Era Amalija Ivanovna Lippevechsel en persona, que se abrió paso entre
los curiosos, para restablecer el orden a su manera y apremiar por centésima vez a la desdichada
mujer, brutalmente y con palabras injuriosas, a dejar la habitación al mismo día siguiente.
Antes de salir, Raskolnikov había tenido tiempo de llevarse la mano al bolsillo, coger las monedas
que le quedaban del rublo que había cambiado en la taberna y dejarlo, sin que le viesen, en el
alféizar de la ventana. Después, cuando estuvo en la escalera, se arrepintió de su generosidad y
estuvo a punto de volver a subir.
« ¡Qué estupidez he cometido! ‑pensó‑. Ellos tienen a Sonya, y yo no tengo quien me ayude. »
Luego se dijo que ya no podía volver a recoger el dinero y que, aunque hubiese podido, no lo
habría hecho, y decidió volverse a casa.
«Sonya necesita cremas ‑siguió diciéndose, con una risita sarcástica, mientras iba por la calle‑.
Es una limpieza que cuesta dinero. A lo mejor, Sonya está ahora sin un kopek, pues esta caza de
hombres, como la de los animales, depende de la suerte. Sin mi dinero, tendrían que apretarse
el cinturón. Lo mismo les ocurre con Sonya. En ella han encontrado una verdadera mina. Y se
aprovechan... Sí, se aprovechan. Se han acostumbrado. Al principio derramaron unas lagrimitas,
pero después se acostumbraron. ¡Miseria humana! A todo se acostumbra uno.»
Quedó ensimismado. De pronto, involuntariamente, exclamó:
‑Pero ¿y si esto no es verdad? ¿Y si el hombre no es un ser miserable, o, por lo menos, todos los
hombres? Entonces habría que admitir que nos dominan los prejuicios, los temores vanos, y que
uno no debe detenerse ante nada ni ante nadie. ¡Obrar: es lo que hay que hacer!
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Capítulo III
Al día siguiente se despertó tarde, después de un sueño intranquilo que no le había procurado
descanso alguno. Se despertó de pésimo humor y paseó por su buhardilla una mirada hostil. La
habitación no tenía más de seis pasos de largo y ofrecía el aspecto más miserable, con su papel
amarillo y polvoriento, despegado a trozos, y tan baja de techo, que un hombre que rebasara sólo
en unos centímetros la estatura media no habría estado allí a sus anchas, pues le habría cohibido el
temor de dar con la cabeza en el techo. Los muebles estaban en armonía con el local. Consistían
en tres sillas viejas, más o menos cojas; una mesa pintada, que estaba en un rincón y sobre la cual
se veían, como tirados, algunos cuadernos y libros tan cubiertos de polvo que bastaba verlos para
deducir que no los habían tocado hacía mucho tiempo, y, en fin, un largo y extraño diván que
ocupaba casi toda la longitud y la mitad de la anchura de la pieza y que estaba tapizado de una
indiana hecha jirones. Éste era el lecho de Raskolnikov, que solía acostarse completamente vestido
y sin más mantas que su vieja capa de estudiante. Como almohada utilizaba un pequeño cojín, bajo
el cual colocaba, para hacerlo un poco más alto, toda su ropa blanca, tanto la limpia como la sucia.
Ante el diván había una mesita.
Era difícil imaginar una pobreza mayor y un mayor abandono; pero Raskolnikov, dado su estado
de espíritu, se sentía feliz en aquel antro. Se había aislado de todo el mundo y vivía como una
tortuga en su concha. La simple presencia de la sirvienta de la casa, que de vez en cuando echaba a
su habitación una ojeada, le ponía fuera de sí. Así suele ocurrir a los enfermos mentales dominados
por ideas fijas.
Hacía quince días que su patrona no le enviaba la comida, y ni siquiera le había pasado por la
imaginación ir a pedirle explicaciones, aunque se quedaba sin comer. Nastasya, la cocinera y única
sirvienta de la casa, estaba encantada con la actitud del inquilino, cuya habitación había dejado de
barrer y limpiar hacía tiempo. Sólo por excepción entraba en la buhardilla a pasar la escoba. Ella
fue la que lo despertó aquella mañana.
‑¡Vamos! ¡Levántate ya! ‑le gritó‑. ¿Piensas pasarte la vida durmiendo? Son ya las nueve... Te he
traído té. ¿Quieres una taza? Pareces un muerto.
El huésped abrió los ojos, se estremeció ligeramente y reconoció a la sirvienta.
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10 Sopa de col, es muy popular en la gastronomía de Rusia y de los países del Este de Europa.
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Nastasya empezó a retorcerse. Era un temperamento alegre y, cuando la hacían reír, se retorcía en
silencio, mientras todo su cuerpo era sacudido por las mudas carcajadas.
‑¿Has ganado mucho con tus meditaciones? ‑preguntó cuando al fin pudo hablar.
‑No se pueden dar lecciones cuando no se tienen botas. Además, odio las lecciones: de buena gana
les escupiría.
‑No escupas tanto: el salivazo podría caer sobre ti.
‑¡Para lo que se paga por las lecciones! ¡Unos cuantos kopeks! ¿Qué haría yo con eso?
Seguía hablando como a la fuerza y parecía responder a sus propios pensamientos.
‑Entonces, ¿pretendes ganar una fortuna de una vez?
Raskolnikov le dirigió una mirada extraña.
‑Sí, una fortuna ‑respondió firmemente tras una pausa.
‑Bueno, bueno; no pongas esa cara tan terrible... ¿Y qué me dices del panecillo blanco? ¿Hay que
ir a buscarlo, o no?
‑Haz lo que quieras.
‑¡Ah, se me olvidaba! Llegó una carta para ti cuando no estabas en casa.
‑¿Una carta para mí? ¿De quién?
‑Eso no lo sé. Lo que sé es que le di al cartero tres kopeks. Espero que me los devolverás.
‑¡Tráela, por el amor de Dios! ¡Trae esa carta! ‑exclamó Raskolnikov, profundamente agitado‑.
¡Señor...! ¡Señor...!
Un minuto después tenía la carta en la mano. Como había supuesto, era de su madre, pues procedía
del distrito de R***. Estaba pálido. Hacía mucho tiempo que no había recibido ninguna carta; pero
la emoción que agitaba su corazón en aquel momento obedecía a otra causa.
‑¡Vete, Nastasya! ¡Vete, por el amor de Dios! Toma tus tres kopeks, pero vete en seguida; te lo
ruego.
La carta temblaba en sus manos. No quería abrirla en presencia de la sirvienta; deseaba quedarse
solo para leerla. Cuando Nastasya salió, el joven se llevó el sobre a sus labios y lo besó. Después
estuvo unos momentos contemplando la dirección y observando la caligrafía, aquella escritura fina
y un poco inclinada que tan familiar y querida le era; la letra de su madre, a la que él mismo había
enseñado a leer y escribir hacía tiempo. Retrasaba el momento de abrirla: parecía experimentar
cierto temor. Al fin rasgó el sobre. La carta era larga. La letra, apretada, ocupaba dos grandes hojas
de papel por los dos lados.
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«Mi querido Rodya11 ‑decía la carta‑: hace ya dos meses que no te he escrito y esto ha sido para
mí tan penoso, que incluso me ha quitado el sueño muchas noches. Perdóname este silencio
involuntario. Ya sabes cuánto te quiero. Dunya y yo no tenemos a nadie más que a ti; tú lo eres
todo para nosotras: toda nuestra esperanza, toda nuestra confianza en el porvenir. Sólo Dios sabe
lo que sentí cuando me dijiste que habías tenido que dejar la universidad hacía ya varios meses por
falta de dinero y que habías perdido las lecciones y no tenías ningún medio de vida. ¿Cómo puedo
ayudarte yo, con mis ciento veinte rublos anuales de pensión? Los quince rublos que te envié
hace cuatro meses, los pedí prestados, con la garantía de mi pensión, a un comerciante de esta
ciudad llamado Vahrushin. Es una buena persona y fue amigo de tu padre; pero como yo le había
autorizado por escrito a cobrar por mi cuenta la pensión, tenía que procurar devolverle el dinero,
cosa que acabo de hacer. Ya sabes por qué no he podido enviarte nada en estos últimos meses.
»Pero ahora, gracias a Dios, creo que te podré mandar algo. Por otra parte, en estos momentos
no podemos quejarnos de nuestra suerte, por el motivo que me apresuro a participarte. Ante todo,
querido Rodya, tú no sabes que hace ya seis semanas que tu hermana vive conmigo y que ya no
tendremos que volver a separarnos. Gracias a Dios, han terminado sus sufrimientos. Pero vayamos
por orden: así sabrás todo lo ocurrido, todo lo que hasta ahora te hemos ocultado.
»Cuando hace dos meses me escribiste diciéndome que te habías enterado de que Dunya había
caído en desgracia en casa de los Svidrigaïlov, que la trataban desconsideradamente, y me pedías
que te lo explicara todo, no me pareció conveniente hacerlo. Si te hubiese contado la verdad, lo
habrías dejado todo para venir, aunque hubieras tenido que hacer el mismo camino a pie, pues
conozco tu carácter y tus sentimientos y sé que no habrías consentido que insultaran a tu hermana.
»Yo estaba desesperada, pero ¿qué podía hacer? Por otra parte, yo no sabía toda la verdad. El mal
estaba en que Duneshka12, al entrar el año pasado en casa de los Svidrigaïlov como institutriz, había
pedido por adelantado la importante cantidad de cien rublos, comprometiéndose a devolverlos con
sus honorarios. Por lo tanto, no podía dejar la plaza hasta haber saldado la deuda. Dunya (ahora
ya puedo explicártelo todo, mi querido Rodya) había pedido esta suma especialmente para poder
enviarte los sesenta rublos que entonces necesitabas con tanta urgencia y que, efectivamente,
te mandamos el año pasado. Entonces te engañamos diciéndote que el dinero lo tenía ahorrado
Dunya. No era verdad; la verdad es la que te voy a contar ahora, en primer lugar porque nuestra
suerte ha cambiado de pronto por la voluntad de Dios, y también porque así tendrás una prueba de
lo mucho que te quiere tu hermana y de la grandeza de su corazón.
11 Diminutivo de Rodion.
12 Diminutivo de Dunya.
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»El señor Svidrigaïlov empezó por mostrarse grosero con ella, dirigiéndole toda clase de burlas y
expresiones molestas, sobre todo cuando estaban en la mesa... Pero no quiero extenderme sobre
estos desagradables detalles: no conseguiría otra cosa que irritarte inútilmente, ahora que ya ha
pasado todo.
»En resumidas cuentas, que la vida de Duneshka era un martirio, a pesar de que recibía un trato
amable y bondadoso de Marfa Petrovna, la esposa del señor Svidrigaïlov, y de todas las personas
de la casa. La situación de Dunya era aún más penosa cuando el señor Svidrigaïlov bebía más de
la cuenta, cediendo a los hábitos adquiridos en el ejército.
»Y esto fue poco comparado con lo que al fin supimos. Figúrate que Svidrigaïlov, el muy insensato,
sentía desde hacía tiempo por Dunya una pasión que ocultaba bajo su actitud grosera y despectiva.
Tal vez estaba avergonzado y atemorizado ante la idea de alimentar, él, un hombre ya maduro, un
padre de familia, aquellas esperanzas licenciosas e involuntarias hacia Dunya; tal vez sus groserías
y sus sarcasmos no tenían más objeto que ocultar su pasión a los ojos de su familia. Al fin no pudo
contenerse y, con toda claridad, le hizo proposiciones deshonestas. Le prometió cuanto puedas
imaginarte, incluso abandonar a los suyos y marcharse con ella a una ciudad lejana, o al extranjero
si lo prefería. Ya puedes suponer lo que esto significó para tu hermana. Dunya no podía dejar su
puesto, no sólo porque no había pagado su deuda, sino por temor a que Marfa Petrovna sospechara
la verdad, lo que habría introducido la discordia en la familia. Además, incluso ella habría sufrido
las consecuencias del escándalo, pues demostrar la verdad no habría sido cosa fácil.
»Aún había otras razones para que Dunya no pudiera dejar la casa hasta seis semanas después.
Ya conoces a Dunya, ya sabes que es una mujer inteligente y de carácter firme. Puede soportar
las peores situaciones y encontrar en su ánimo la entereza necesaria para conservar la serenidad.
Aunque nos escribíamos con frecuencia, ella no me había dicho nada de todo esto para no apenarme.
El desenlace sobrevino inesperadamente. Marfa Petrovna sorprendió un día en el jardín, por pura
casualidad, a su marido en el momento en que acosaba a Dunya, y lo interpretó todo al revés,
achacando la culpa a tu hermana. A esto siguió una violenta escena en el mismo jardín. Marfa
Petrovna llegó incluso a golpear a Dunya: no quiso escucharla y estuvo vociferando durante más
de una hora. Al fin la envió a mi casa en una simple carreta, a la que fueron arrojados en desorden
sus vestidos, su ropa blanca y todas sus cosas: ni siquiera le permitió hacer el equipaje. Para colmo
de desdichas, en aquel momento empezó a diluviar, y Dunya, después de haber sufrido las más
crueles afrentas, tuvo que recorrer diecisiete verstas en una carreta sin toldo y en compañía de un
mujik13. Dime ahora qué podía yo contestar a tu carta, qué podía contarte de esta historia.
»Estaba desesperada. No me atrevía a decirte la verdad, ya que con ello sólo habría conseguido
apenarte y desatar tu indignación. Además, ¿qué podías hacer tú? Perderte: esto es lo único. Por
otra parte, Duneshka me lo había prohibido. En cuanto a llenar una carta de palabras insulsas
cuando mi alma estaba henchida de dolor, no me sentía capaz de hacerlo.
13 Campesinos rusos que no poseían propiedades, generalmente antes del año 1917, cuando se produce la revolu-
ción soviética.
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»Desde que se supo todo esto, fuimos el tema preferido por los murmuradores de la ciudad, y la cosa
duró un mes entero. No nos atrevíamos ni siquiera a ir a cumplir con nuestros deberes religiosos,
pues nuestra presencia era acogida con cuchicheos, miradas desdeñosas e incluso comentarios en
voz alta. Nuestros amigos se apartaron de nosotras, nadie nos saludaba, e incluso sé de buena tinta
que un grupo de empleadillos proyectaba contra nosotras la mayor afrenta: embadurnar con brea la
puerta de nuestra casa. Por cierto que el casero nos había exigido que la desalojáramos.
»Y todo por culpa de Marfa Petrovna, que se había apresurado a difamar a Dunya por toda la
ciudad. Venía casi a diario a esta población, en la que conoce a todo el mundo. Es una charlatana
que se complace en contar historias de familia ante el primero que llega, y, sobre todo, en censurar
a su marido públicamente, cosa que no me parece ni medio bien. Así, no es extraño que le faltara
el tiempo para ir pregonando el caso de Dunya, no sólo por la ciudad, sino por toda la comarca.
»Caí enferma. Tu hermana fue más fuerte que yo. ¡Si hubieras visto la entereza con que soportaba
su desgracia y procuraba consolarme y darme ánimos! Es un ángel...
»Pero la misericordia divina ha puesto fin a nuestro infortunio.
»El señor Svidrigaïlov ha recobrado la lucidez. Torturado por el remordimiento y compadecido
sin duda de la suerte de tu hermana, ha presentado a Marfa Petrovna las pruebas más convincentes
de la inocencia de Dunya: una carta que Duneshka le había escrito antes de que la esposa los
sorprendiera en el jardín, para evitar las explicaciones de palabra y demostrarle que no quería tener
ninguna entrevista con él. En esta carta, que quedó en poder del señor Svidrigaïlov al salir de la
casa Duneshka, ésta le reprochaba vivamente y con sincera indignación la vileza de su conducta
para con Marfa Petrovna, le recordaba que era un hombre casado y padre de familia y le hacía
ver la indignidad que cometía persiguiendo a una joven desgraciada e indefensa. En una palabra,
querido Rodya, que esta carta respira tal nobleza de sentimientos y está escrita en términos tan
conmovedores, que lloré cuando la leí, e incluso hoy no puedo releerla sin derramar unas lágrimas.
Además, Dunya pudo contar al fin con el testimonio de los sirvientes, que sabían más de lo que el
señor Svidrigaïlov suponía.
»Marfa Petrovna quedó por segunda vez estupefacta, como herida por un rayo, según su propia
expresión, pero no dudó ni un momento de la inocencia de Dunya, y al día siguiente, que era
domingo, lo primero que hizo fue ir a la iglesia e implorar a la Santa Virgen que le diera fuerzas
para soportar su nueva desgracia y cumplir con su deber. Acto seguido vino a nuestra casa y nos
refirió todo lo ocurrido, llorando amargamente. En un arranque de remordimiento, se arrojó en los
brazos de Dunya y le suplicó que la perdonara. Después, sin pérdida de tiempo, recorrió las casas
de la ciudad, y en todas partes, entre sollozos y en los términos más halagadores, rendía homenaje
a la inocencia, a la nobleza de sentimientos y a la integridad de la conducta de Dunya. No contenta
con esto, mostraba y leía a todo el mundo la carta escrita por Duneshka al señor Svidrigaïlov. E
incluso dejaba sacar copias, cosa que me parece una exageración. Recorrió las casas de todas sus
amistades, en lo cual empleó varios días. Ello dio lugar a que algunas de sus relaciones se molestaran
al ver que daba preferencia a otros, lo que consideraban una injusticia. Al fin se determinó con toda
exactitud el orden de las visitas, de modo que cada uno pudo saber de antemano el día que le tocaba
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el turno. En toda la ciudad se sabía dónde tenía que leer Marfa Petrovna la carta tal o cual día, y
el vecindario adquirió la costumbre de reunirse en la casa favorecida, sin excluir aquellas familias
que ya habían escuchado la lectura en su propio hogar y en el de otras familias amigas. Yo creo que
en todo esto hay mucha exageración, pero así es el carácter de Marfa Petrovna. Por otra parte, es
lo cierto que ella ha rehabilitado por completo a Duneshka. Toda la vergüenza de esta historia ha
caído sobre el señor Svidrigaïlov, a quien ella presenta como único culpable, y tan inflexiblemente,
que incluso siento compasión de él. A mi juicio, la gente es demasiado severa con este insensato.
»Inmediatamente llovieron sobre Dunya ofertas para dar lecciones, pero ella las ha rechazado
todas. Todo el mundo se ha apresurado a testimoniarle su consideración. Yo creo que a esto hay
que atribuir principalmente el acontecimiento inesperado que va a cambiar, por decirlo así, nuestra
vida. Has de saber, querido Rodya, que Dunya ha recibido una solicitud de matrimonio y la ha
aceptado, lo que me apresuro a comunicarte. Aunque esto se ha hecho sin consultarte, espero
que nos perdonarás, pues ya comprenderás que no podíamos retrasar nuestra decisión hasta que
recibiéramos tu respuesta. Por otra parte, no habrías podido juzgar con acierto las cosas desde tan
lejos.
»He aquí cómo ha ocurrido todo:
»El prometido de tu hermana, Pyotr Petrovich Luzhin, es consejero de los Tribunales y pariente
lejano de Marfa Petrovna. Por mediación de ella, y después de intervenir activamente en este
asunto, nos transmitió su deseo de entablar conocimiento con nosotras. Le recibimos cortésmente,
tomamos café y, al día siguiente mismo, nos envió una carta en la que nos hacía su petición con
finas expresiones y solicitaba una respuesta rápida y categórica. Es un hombre activo y que está
siempre ocupadísimo. Ha de partir cuanto antes para Petersburgo y debe aprovechar el tiempo.
»Al principio, como comprenderás, nos quedamos atónitas, pues no esperábamos en modo alguno
una solicitud de esta índole, y tu hermana y yo nos pasamos el día reflexionando sobre la cuestión.
Es un hombre digno y bien situado. Presta servicios en dos departamentos y posee una pequeña
fortuna. Verdad es que tiene ya cuarenta y cinco años, pero su presencia es tan agradable, que estoy
segura de que todavía gusta a las mujeres. Es austero y sosegado, aunque tal vez un poco altivo.
Pero es muy posible que esto último sea tan sólo una apariencia engañosa.
»Ahora una advertencia, querido Rodya: cuando lo veas en Petersburgo, cosa que ocurrirá muy
pronto, no te precipites a condenarlo duramente, siguiendo tu costumbre, si ves en él algo que
te disguste. Te digo esto en un exceso de previsión, pues estoy segura de que producirá en ti
una impresión favorable. Por lo demás, para conocer a una persona, hay que verla y observarla
atentamente durante mucho tiempo, so pena de dejarte llevar de prejuicios y cometer errores que
después no se reparan fácilmente.
»Todo induce a creer que Pyotr Petrovich es un hombre respetable a carta cabal. En su primera
visita nos dijo que era un espíritu realista, que compartía en muchos puntos la opinión de las
nuevas generaciones y que detestaba los prejuicios. Habló de otras muchas cosas, pues parece
un poco vanidoso y le gusta que le escuchen, lo cual no es un crimen, ni mucho menos. Yo,
naturalmente, no comprendí sino una pequeña parte de sus comentarios, pero Dunya me ha dicho
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y ha forjado ya sus planes para el futuro. Te ve trabajando con Pyotr Petrovich e incluso llegando a
ser su socio, y eso sin dejar tus estudios de Derecho. Yo estoy de acuerdo en todo con ella, Rodya, y
comparto sus proyectos y sus esperanzas, pues la cosa me parece perfectamente realizable, a pesar
de las evasivas de Pyotr Petrovich, muy explicables, ya que él todavía no te conoce.
»Dunya está segura de que conseguirá lo que se propone, gracias a su influencia sobre su futuro
esposo, influencia que no le cabe duda de que llegará a tener. Nos hemos guardado mucho de
dejar traslucir nuestras esperanzas ante Pyotr Petrovich, sobre todo la de que llegues a ser su socio
algún día. Es un hombre práctico y no le habría parecido nada bien lo que habría juzgado como un
vano ensueño. Tampoco le hemos dicho ni una palabra de nuestra firme esperanza de que te ayude
materialmente cuando estés en la universidad, y ello por dos razones. La primera es que a él mismo
se le ocurrirá hacerlo, y lo hará del modo más sencillo, sin frases altisonantes. Sólo faltaría que
hiciera un feo sobre esta cuestión a Duneshka, y más aún teniendo en cuenta que tú puedes llegar
a ser su colaborador, su brazo derecho, por decirlo así, y recibir esta ayuda no como una limosna,
sino como un anticipo por tu trabajo. Así es como Duneshka desea que se desarrolle este asunto, y
yo comparto enteramente su parecer.
»La segunda razón que nos ha movido a guardar silencio sobre este punto es que deseo que puedas
mirarle de igual a igual en vuestra próxima entrevista. Dunya le ha hablado de ti con entusiasmo,
y él ha respondido que a los hombres hay que conocerlos antes de juzgarlos, y que no formará su
opinión sobre ti hasta que te haya tratado.
»Ahora te voy a decir una cosa, mi querido Rodya. A mí me parece, por ciertas razones (que
desde luego no tienen nada que ver con el carácter de Pyotr Petrovich y que tal vez son solamente
caprichos de vieja), a mí me parece, repito, que lo mejor sería que, después del casamiento, yo
siguiera viviendo sola en vez de instalarme en casa de ellos. Estoy completamente segura de que
él tendrá la generosidad y la delicadeza de invitarme a no vivir separada de mi hija, y sé muy bien
que, si todavía no ha dicho nada, es porque lo considera natural; pero yo no aceptaré. He observado
en más de una ocasión que los yernos no suelen tener cariño a sus suegras, y yo no sólo no quiero
ser una carga para nadie, sino que deseo vivir completamente libre mientras me queden algunos
recursos y tenga hijos como Duneshka y tú.
»Procuraré vivir cerca de vosotros, pues aún tengo que decirte lo más agradable, Rodya. Precisamente
por serlo lo he dejado para el final de la carta. Has de saber, querido hijo, que seguramente nos
volveremos a reunir los tres muy pronto, y podremos abrazarnos tras una separación de tres años.
Está completamente decidido que Dunya y yo nos traslademos a Petersburgo. No puedo decirte la
fecha exacta de nuestra salida, pero puedo asegurarte que está muy próxima: tal vez no tardemos
más de ocho días en partir. Todo depende de Pyotr Petrovich, que nos avisará cuando tenga casa.
Por ciertas razones, desea que la boda se celebre cuanto antes, lo más tarde antes de la cuaresma
de la Asunción.
»¡Qué feliz seré cuando pueda estrecharte contra mi corazón! Dunya está loca de alegría ante la
idea de volver a verte. Me ha dicho (en broma, claro es) que esto habría sido motivo suficiente para
decidirla a casarse con Pyotr Petrovich. Es un ángel.
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»No quiere añadir nada a mi carta, pues tiene tantas y tantas cosas que decirte, que no siente el
deseo de empuñar la pluma, ya que escribir sólo unas líneas sería en este caso completamente
inútil. Me encarga que te envíe mil abrazos.
»Aunque estemos en vísperas de reunirnos, uno de estos días te enviaré algún dinero, la mayor
cantidad que pueda. Ahora que todos saben por aquí que Duneshka se va a casar con Pyotr
Petrovich, nuestro crédito se ha reafirmado de súbito, y puedo asegurarte que Afanasy Ivanovich
está dispuesto a prestarme hasta setenta y cinco rublos, que devolveré con mi pensión. Por lo
tanto, te podré mandar veinticinco o, tal vez treinta. Y aún te enviaría más si no temiese que me
faltara para el viaje. Aunque Pyotr Petrovich haya tenido la bondad de encargarse de algunos
de los gastos del traslado (de nuestro equipaje, incluido el gran baúl, que enviará por medio de
sus amigos, supongo), tenemos que pensar en nuestra llegada a Petersburgo, donde no podemos
presentarnos sin algún dinero para atender a nuestras necesidades, cuando menos durante los
primeros días.
»Dunya y yo lo tenemos ya todo calculado al céntimo. El billete no nos resultará caro. De nuestra
casa a la estación de ferrocarril más próxima sólo hay noventa verstas, y ya nos hemos puesto de
acuerdo con un mujik que nos llevará en su carro. Después nos instalaremos alegremente en un
departamento de tercera. Yo creo que podré mandarte, no veinticinco, sino treinta rublos.
»Basta ya. He llenado dos hojas y no dispongo de más espacio. Ya te lo he contado todo, ya estás
informado del cúmulo de acontecimientos de estos últimos meses. Y ahora, mi querido Rodya,
te abrazo mientras espero que nos volvamos a ver y te envío mi bendición maternal. Quiere a
Dunya, quiere a tu hermana, Rodya, quiérela como ella te quiere a ti; ella, cuya ternura es infinita;
ella, que te ama más que a sí misma. Es un ángel, y tú, toda nuestra vida, toda nuestra esperanza
y toda nuestra fe en el porvenir. Si tú eres feliz, lo seremos nosotras también. ¿Sigues rogando a
Dios, Rodya, crees en la misericordia de nuestro Creador y de nuestro Salvador? Sentiría en el
alma que te hubieras contaminado de esa enfermedad de moda que se llama ateísmo. Si es así,
piensa que ruego por ti. Acuérdate, querido, de cuando eras niño; entonces, en presencia de tu
padre, que aún vivía, tú balbuceabas tus oraciones sentado en mis rodillas. Y todos éramos felices.
»PULKHERIA RASKOLNIKOVA.»
Durante la lectura de esta carta, las lágrimas bañaron más de una vez el rostro de Raskolnikov, y
cuando hubo terminado estaba pálido, tenía las facciones contraídas y en sus labios se percibía
una sonrisa densa, amarga, cruel. Apoyó la cabeza en su mezquina almohada y estuvo largo
tiempo pensando. Su corazón latía con violencia, su espíritu estaba lleno de turbación. Al fin
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sintió que se ahogaba en aquel cuartucho amarillo que más que habitación parecía un baúl o una
alacena. Sus ojos y su cerebro reclamaban espacio libre. Cogió su sombrero y salió. Esta vez no
temía encontrarse con la patrona en la escalera. Había olvidado todos sus problemas. Tomó el
bulevar Vassilyevsky Ostrov, camino de Vassilyevsky Prospect. Avanzaba con paso rápido, como
apremiado por un negocio urgente. Como de costumbre, no veía nada ni a nadie y susurraba
palabras sueltas, ininteligibles. Los transeúntes se volvían a mirarle. Y se decían: «Está bebido.»
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Capítulo IV
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claramente o comprenderían las dos, sin necesidad de decírselo, que tanto una como otra tenían
una sola idea, un solo sentimiento y que las palabras eran inútiles? Me inclino por esta última
hipótesis: es la que la carta deja entrever.
»A mamá le pareció un poco seco, y la pobre mujer, en su ingenuidad, se apresuró a decírselo a
Dunya. Y Dunya, naturalmente, se enfadó y respondió con cierta brusquedad. Es lógico. ¿Cómo
no perder la calma ante estas ingenuidades cuando la cosa está perfectamente clara y ya no es
posible retroceder? ¿Y por qué me dirá: quiere a Dunya, Rodya, porque ella te quiere a ti más que
a su propia vida? ¿No será que la tortura secretamente el remordimiento por haber sacrificado su
hija a su hijo? “Tú eres toda nuestra vida, toda nuestra esperanza para el porvenir.” ¡Oh mamá...!»
Su irritación crecía por momentos. Si se hubiera encontrado en aquel instante con el señor Luzhin,
estaba seguro de que lo habría matado.
«Cierto ‑prosiguió, cazando al vuelo los pensamientos que cruzaban su imaginación‑, cierto que
para conocer a un hombre es preciso observarlo largo tiempo y de cerca, pero el carácter del señor
Luzhin es fácil de descifrar. Lo que más me ha gustado es el calificativo de hombre de negocios
y eso de que parece bueno. ¡Vaya si lo es! ¡Encargarse de los gastos de transporte del equipaje,
incluso el gran baúl...! ¡Qué generosidad! Y ellas, la prometida y la madre, se ponen de acuerdo
con un mujik para trasladarse a la estación en una carreta cubierta (también yo he viajado así). Esto
no tiene importancia: total, de la casa a la estación sólo hay noventa verstas. Después se instalarán
alegremente en un vagón de tercera para recorrer un millar de verstas. Esto me parece muy natural,
porque cada cual procede de acuerdo con los medios de que dispone. Pero usted, señor Luzhin,
¿qué piensa de todo esto? Ella es su prometida, ¿no? Sin embargo, no se ha enterado usted de que
la madre ha pedido un préstamo con la garantía de su pensión para atender a los gastos del viaje.
Sin duda, usted ha considerado el asunto como un simple convenio comercial establecido a medias
con otra persona y en el que, por lo tanto, cada socio debe aportar la parte que le corresponde. Ya
lo dice el proverbio: “El pan y la sal, por partes iguales; los beneficios, cada uno los suyos”. Pero
usted sólo ha pensado en barrer hacia dentro: los billetes son bastante más caros que el transporte
del equipaje, y es muy posible que usted no tenga que pagar nada por enviarlo. ¿Es que no ven ellas
estas cosas o es que no quieren ver nada? ¡Y dicen que están contentas! ¡Cuando pienso que esto
no es sino la flor del árbol y que el fruto ha de madurar todavía! Porque lo peor de todo no es la
cicatería, la avaricia que demuestra la conducta de ese hombre, sino el carácter general del asunto.
Su proceder da una idea de lo que será el marido, una idea clara...
»¡Como si mama tuviera el dinero para arrojarlo por la ventana! ¿Con qué llegará a Petersburgo?
Con tres rublos, o dos pequeños billetes, como los que mencionaba el otro día la vieja usurera...
¿Cómo cree que podrá vivir en Petersburgo? Pues es el caso que ha visto ya, por ciertos indicios,
que le será imposible estar en casa de Dunya, ni siquiera los primeros días después de la boda.
Ese hombre encantador habrá dejado escapar alguna palabrita que debe de haber abierto los ojos
a mamá, a pesar de que ella se niegue a reconocerlo con todas sus fuerzas. Ella misma ha dicho
que no quiere vivir con ellos. Pero ¿con qué cuenta? ¿Pretende acaso mantenerse con los ciento
veinte rublos de la pensión, de los que hay que deducir el préstamo de Afanasy Ivanovich? En
nuestra pequeña ciudad desgasta la poca vista que le queda tejiendo prendas de lana y bordando
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puños, pero yo sé que esto no añade más de veinte rublos al año a los ciento veinte de la pensión;
lo sé positivamente. Por lo tanto, y a pesar de todo, ellas fundan sus esperanzas en los sentimientos
generosos del señor Luzhin. Creen que él mismo les ofrecerá su apoyo y les suplicará que lo
acepten. ¡Sí, si...! Esto es muy propio de dos almas románticas y hermosas. Os presentan hasta el
último momento un hombre con plumas de pavo real y no quieren ver más que el bien, nunca el
mal, aunque esas plumas no sean sino el reverso de la medalla; no quieren llamar a las cosas por
su nombre por adelantado; la sola idea de hacerlo les resulta insoportable. Rechazan la verdad
con todas sus fuerzas hasta el momento en que el hombre por ellas idealizado les da un puñetazo
en la cara. Me gustaría saber si el señor Luzhin está condecorado. Estoy seguro de que posee la
cruz de Santa Ana y se adorna con ella en los banquetes ofrecidos por los hombres de empresa y
los grandes comerciantes. También la lucirá en la boda, no me cabe duda... En fin, ¡que se vaya al
diablo!
»Esto tiene un pase en mamá, que es así, pero en Dunya es inexplicable. Te conozco bien, mi
querida Duneshka. Tenías casi veinte años cuando te vi por última vez, y sé perfectamente cómo
es tu carácter. Mamá dice en su carta que Duneshka posee tal entereza, que es capaz de soportarlo
todo. Esto ya lo sabía yo: hace dos años y medio que sé que Duneshka es capaz de soportarlo
todo. El hecho de que haya podido soportar al señor Svidrigaïlov y todas las complicaciones que
este hombre le ha ocasionado demuestra que, en efecto, es una mujer de gran entereza. Y ahora se
imagina, lo mismo que mamá, que podrá soportar igualmente a ese señor Luzhin que sustenta la
teoría de la superioridad de las esposas tomadas en la miseria y para las que el marido aparece como
un bienhechor, cosa que expone (es un detalle que no hay que olvidar) en su primera entrevista.
Admitamos que las palabras se le han escapado, a pesar de ser un hombre razonable (seguramente
no se le escaparon, ni mucho menos, aunque él lo dejara entrever así en las explicaciones que se
apresuró a dar). Pero ¿qué se propone Dunya? Se ha dado cuenta de cómo es este hombre y sabe
que habrá de compartir su vida con él, si se casa. Sin embargo, es una mujer que viviría de pan
duro y agua, antes que vender su alma y su libertad moral: no las sacrificaría a las comodidades,
no las cambiaría por todo el oro del mundo, y mucho menos, naturalmente, por el señor Luzhin.
No, la Dunya que yo conozco es distinta a la de la carta, y estoy seguro de que no ha cambiado.
En verdad, su vida era dura en casa de Svidrigaïlov; no es nada grato pasar la existencia entera
sirviendo de institutriz por doscientos rublos al año; pero estoy convencido de que mi hermana
preferiría trabajar con los negros de un hacendado o con los sirvientes letones de un alemán del
Báltico, que envilecerse y perder la dignidad encadenando su vida por cuestiones de interés con un
hombre al que no quiere y con el que no tiene nada en común. Aunque el señor Luzhin estuviera
hecho de oro puro y brillantes, Dunya no se avendría a ser su concubina legítima. ¿Por qué, pues,
lo ha aceptado?
»¿Qué misterio es éste? ¿Dónde está la clave del enigma? La cosa no puede estar más clara: ella
no se vendería jamás por sí misma, por su bienestar, ni siquiera por librarse de la muerte. Pero lo
hace por otro; se vende por un ser querido. He aquí explicado el misterio: se dispone a venderse
por su madre y por su hermano... Cuando se llega a esto, incluso violentamos nuestras más puras
convicciones. La persona pone en venta su libertad, su tranquilidad, su conciencia. “Perezca yo
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con tal que mis seres queridos sean felices.” Es más, nos elaboramos una casuística sutil y pronto
nos convencemos a nosotros mismos de que nuestra conducta es inmejorable, de que era necesaria,
de que la excelencia del fin justifica nuestro proceder. Así somos. La cosa está clara como la luz.
»Es evidente que en este caso sólo se trata de Rodion Romanovich Raskolnikov: él ocupa el
primer plano. ¿Cómo proporcionarle la felicidad, permitirle continuar los estudios universitarios,
asociarlo con un hombre bien situado, asegurar su porvenir? Andando el tiempo, tal vez llegue
a ser un hombre rico, respetado, cubierto de honores, e incluso puede terminar su vida en plena
celebridad... ¿Qué dice la madre? ¿Qué ha de decir? Se trata de Rodya, del incomparable Rodya,
del primogénito. ¿Cómo no ha de sacrificar al hijo mayor la hija, aunque esta hija sea una Dunya?
¡Oh adorados e injustos seres! Aceptarían sin duda incluso la suerte de Soneshka, Soneshka
Marmeladova, la eterna Soneshka, que durará tanto como el mundo. Pero ¿habéis medido bien la
magnitud del sacrificio? ¿Sabéis lo que significa? ¿No es demasiado duro para vosotras? ¿Es útil?
¿Es razonable? Has de saber, Duneshka, que la suerte de Sonya no es más terrible que la vida al
lado del señor Luzhin. Mamá ha dicho que no es éste un matrimonio de amor. ¿Y qué ocurrirá si,
además de no haber amor, tampoco hay estimación, pues, por el contrario, ya existe la antipatía,
el horror, el desprecio? ¿Qué me dices a esto...? Habrá que conservar la “limpieza”. Sí, eso es.
¿Comprendéis lo que esta limpieza significa? ¿Sabéis que para Luzhin esta limpieza no difiere en
nada de la de Soneshka? E incluso es peor, pues, bien mirado, en tu caso, Duneshka, hay cierta
esperanza de comodidades, de cosas superfluas, cierta compensación, en fin, mientras que en el
caso de Soneshka se trata simplemente de no morirse de hambre. Esta “limpieza” cuesta cara,
Duneshka, muy cara. ¿Y qué sucederá si el sacrificio es superior a tus fuerzas, si te arrepientes
de lo que has hecho? Entonces todo serán lágrimas derramadas en secreto, maldiciones y una
amargura infinita, porque, en fin de cuentas, tú no eres una Marfa Petrovna. ¿Y qué será de mamá
entonces? Ten presente que ya se siente inquieta y atormentada. ¿Qué será cuando vea las cosas
con toda claridad? ¿Y yo? ¿Qué será de mí? Porque, en realidad, no habéis pensado en mí. ¿Por
qué? Yo no quiero vuestro sacrificio, Duneshka; no lo quiero, mamá. Esta boda no se llevará a cabo
mientras yo viva. ¡No, no lo consentiré!»
De pronto volvió a la realidad y se detuvo.
«Dices que la boda no se celebrará, pero ¿qué harás para impedirla? Y ¿con qué derecho te
opondrás? Tú les dedicarás toda tu vida, todo tu porvenir, pero cuando hayas terminado los
estudios y estés situado. Ya sabemos lo que eso significa: no son más que castillos en el aire...
Ahora, inmediatamente, ¿qué harás? Pues es ahora cuando has de hacer algo, ¿no comprendes?
¿Y qué es lo que haces? Las arruinas, pues si te han podido mandar dinero ha sido porque una ha
pedido un préstamo sobre su pensión y la otra un anticipo en sus honorarios. ¿Cómo las librarás de
los Afanasy Ivanovich y de los Svidrigaïlov, tú, futuro millonario de imaginación, Zeus de fantasía
que te irrogas el derecho de disponer de su destino? En diez años, tu madre habrá tenido tiempo
para perder la vista haciendo labores y llorando, y la salud a fuerza de privaciones. ¿Y qué me
dices de tu hermana? ¡Vamos, trata de imaginarte lo que será tu hermana dentro de diez años o en
el transcurso de estos diez años! ¿Has comprendido?»
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Se torturaba haciéndose estas preguntas y, al mismo tiempo, experimentaba una especie de placer.
No podían sorprenderle, porque no eran nuevas para él: eran viejas cuestiones familiares que ya
le habían hecho sufrir cruelmente, tanto, que su corazón estaba hecho jirones. Hacía ya tiempo
que había germinado en su alma esta angustia que le torturaba. Luego había ido creciendo,
amasándose, desarrollándose, y últimamente parecía haberse abierto como una flor y adoptado
la forma de una espantosa, fantástica y brutal interrogación que le atormentaba sin descanso y le
exigía imperiosamente una respuesta.
La carta de su madre había caído sobre él como un rayo. Era evidente que ya no había tiempo para
lamentaciones ni penas estériles. No era ocasión de ponerse a razonar sobre su impotencia, sino que
debía obrar inmediatamente y con la mayor rapidez posible. Había que tomar una determinación,
una cualquiera, costara lo que costase. Había que hacer esto o...
‑¡Renunciar a la verdadera vida! ‑exclamó en una especie de delirio‑. Aceptar el destino con
resignación, aceptarlo tal como es y para siempre, ahogar todas las aspiraciones, abdicar
definitivamente el derecho de obrar, de vivir, de amar...
«¿Comprende usted lo que significa no tener adónde ir?» Éstas habían sido las palabras pronunciadas
por Marmeladov la víspera y de las que Raskolnikov se había acordado súbitamente, porque «todo
hombre debe tener un lugar adonde ir».
De pronto se estremeció. Una idea que había cruzado su mente el día anterior acababa de acudir
nuevamente a su cerebro. Pero no era la vuelta de este pensamiento lo que le había sacudido.
Sabía que la idea tenía que volver, lo presentía, lo esperaba. No obstante, no era exactamente la
misma que la de la víspera. La diferencia consistía en que la del día anterior, idéntica a la de todo
el mes último, no era más que un sueño, mientras que ahora... ahora se le presentaba bajo una
forma nueva, amenazadora, misteriosa. Se daba perfecta cuenta de ello. Sintió como un golpe en
la cabeza; una nube se extendió ante sus ojos.
Dirigió una rápida mirada en torno de él como si buscase algo. Experimentaba la necesidad de
sentarse. Su vista erraba en busca de un banco. Estaba en aquel momento en el bulevar K***,
y el banco se ofreció a sus ojos, a unos cien pasos de distancia. Aceleró el paso cuanto le fue
posible, pero por el camino le ocurrió una pequeña aventura que absorbió su atención durante unos
minutos. Estaba mirando el banco desde lejos, cuando advirtió que a unos veinte pasos delante de
él había una mujer a la que empezó por no prestar más atención que a todas las demás cosas que
había visto hasta aquel momento en su camino. ¡Cuántas veces entraba en su casa sin acordarse ni
siquiera de las calles que había recorrido! Incluso se había acostumbrado a ir por la calle sin ver
nada. Pero en aquella mujer había algo extraño que sorprendía desde el primer momento, y poco
a poco se fue captando la atención de Raskolnikov. Al principio, esto ocurrió contra su voluntad
e incluso le puso de mal humor, pero en seguida la impresión que le había dominado empezó a
cobrar una fuerza creciente. De súbito le acometió el deseo de descubrir lo que hacia tan extraña
a aquella mujer.
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Desde luego, a juzgar por las apariencias, debía de ser una muchacha, una adolescente. Iba con la
cabeza descubierta, sin sombrilla, a pesar del fuerte sol, y sin guantes, y balanceaba grotescamente
los brazos al andar. Llevaba un ligero vestido de seda, mal ajustado al cuerpo, abrochado a medias
y con un desgarrón en lo alto de la falda, en el talle. Un jirón de tela ondulaba a su espalda. Llevaba
sobre los hombros una pañoleta y avanzaba con paso inseguro y vacilante.
Este encuentro acabó por despertar enteramente la atención de Raskolnikov. Alcanzó a la muchacha
cuando llegaron al banco, donde ella, más que sentarse, se dejó caer y, echando la cabeza hacia
atrás, cerró los ojos como si estuviera rendida de fatiga. Al observarla de cerca, advirtió que su
estado obedecía a un exceso de alcohol. Esto era tan extraño, que Raskolnikov se preguntó en
el primer momento si no se habría equivocado. Estaba viendo una carita casi infantil, de unos
dieciséis años, tal vez quince, una carita orlada de cabellos rubios, bonita, pero algo hinchada y
congestionada. La chiquilla parecía estar por completo inconsciente; había cruzado las piernas,
adoptando una actitud desvergonzada, y todo parecía indicar que no se daba cuenta de que estaba
en la calle.
Raskolnikov no se sentó, pero tampoco quería marcharse. Permanecía de pie ante ella, indeciso.
Aquel bulevar, poco frecuentado siempre, estaba completamente desierto a aquella hora: alrededor
de la una de la tarde. Sin embargo, a unos cuantos pasos de allí, en el borde de la calzada, había
un hombre que parecía sentir un vivo deseo de acercarse a la muchacha, por un motivo u otro.
Sin duda había visto también a la joven antes de que llegara al banco y la había seguido, pero
Raskolnikov le había impedido llevar a cabo sus planes. Dirigía al joven miradas furiosas, aunque
a hurtadillas, de modo que Raskolnikov no se dio cuenta, y esperaba con impaciencia el momento
en que el desharrapado joven le dejara el campo libre.
Todo estaba perfectamente claro. Aquel señor era un hombre de unos treinta años, bien vestido,
grueso y fuerte, de tez roja y boca pequeña y encarnada, coronada por un fino bigote.
Al verle, Raskolnikov experimentó una violenta cólera. De súbito le acometió el deseo de insultar
a aquel fatuo.
‑Diga, Svidrigaïlov: ¿qué busca usted aquí? ‑exclamó cerrando los puños y con una sonrisa mordaz.
‑¿Qué significa esto? ‑exclamó el interpelado con arrogancia, frunciendo las cejas y mientras su
semblante adquiría una expresión de asombro y disgusto.
‑¡Largo de aquí! Esto es lo que significa.
‑¿Cómo te atreves, miserable...?
Levantó su fusta. Raskolnikov se arrojó sobre él con los puños cerrados, sin pensar en que su
adversario podía deshacerse sin dificultad de dos hombres como él. Pero en este momento alguien
le sujetó fuertemente por la espalda. Un agente de policía se interpuso entre los dos rivales.
‑¡Calma, señores! No se admiten riñas en los lugares públicos.
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‑Es lamentable. ¡Qué vergüenza! ‑se dolió el agente, sacudiendo la cabeza nuevamente con un
gesto de reproche, de piedad y de indignación‑. Ahí está la dificultad ‑añadió, dirigiéndose a
Raskolnikov y echándole por segunda vez una rápida mirada de arriba abajo. Sin duda le extrañaba
que aquel joven andrajoso diera dinero‑. ¿La ha encontrado usted lejos de aquí? ‑le preguntó.
‑Ya le he dicho que ella iba delante de mí por el bulevar. Se tambaleaba y, apenas ha llegado al
banco, se ha dejado caer.
‑¡Qué cosas tan vergonzosas se ven hoy en este mundo, Señor! ¡Tan joven, y ya bebida! No cabe
duda de que la han engañado. Mire: sus ropas están llenas de desgarrones. ¡Ah, cuánto vicio hay
hoy por el mundo! A lo mejor es hija de casa noble venida a menos. Esto es muy corriente en
nuestros tiempos. Parece una muchacha de buena familia.
De nuevo se inclinó sobre ella. Tal vez él mismo era padre de jóvenes bien educadas que habrían
podido pasar por señoritas de buena familia y finos modales.
‑Lo más importante ‑exclamó Raskolnikov, agitado‑, lo más importante es no permitir que caiga
en manos de ese malvado. La ultrajaría por segunda vez; sus pretensiones son claras como el agua.
¡Mírelo! El muy granuja no se va.
Hablaba en voz alta y señalaba al desconocido con el dedo. Éste lo oyó y pareció que iba a dejarse
llevar de la cólera, pero se contuvo y se limitó a dirigirle una mirada desdeñosa. Luego se alejó
lentamente una docena de pasos y se detuvo de nuevo.
‑No permitir que caiga en sus manos ‑repitió el agente, pensativo‑. Desde luego, eso se podría
conseguir. Pero tenemos que averiguar su dirección. De lo contrario... Oiga, señorita. Dígame...
Se había inclinado de nuevo sobre ella. De súbito, la muchacha abrió los ojos por completo, miró a
los dos hombres atentamente y, como si la luz se hiciera repentinamente en su cerebro, se levantó
del banco y emprendió a la inversa el camino por donde había venido.
‑¡Los muy insolentes! ‑murmuró‑. ¡No me los puedo quitar de encima!
Y agitó de nuevo los brazos con el gesto del que quiere rechazar algo. Iba con paso rápido y todavía
inseguro. El elegante desconocido continuó la persecución, pero por el otro lado de la calzada y
sin perderla de vista.
‑No se inquiete ‑dijo resueltamente el policía, ajustando su paso al de la muchacha‑: ese hombre no
la molestará. ¡Ah, cuánto vicio hay por el mundo! ‑repitió, y lanzó un suspiro.
En ese momento, Raskolnikov se sintió asaltado por un impulso incomprensible.
‑¡Oiga! ‑gritó al noble bigotudo.
El policía se volvió.
‑¡Déjela! ¿A usted qué? ¡Deje que se divierta! ‑y señalaba al perseguidor‑. ¿A usted qué?
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condiscípulos. Estudiaba con un ahínco, con un ardor que le había atraído la admiración de todos,
pero ninguno le tenía afecto. Era pobre en extremo, orgulloso, altivo, y vivía encerrado en si
mismo como si guardara un secreto. Algunos de sus compañeros juzgaban que los consideraba
como niños a los que superaba en cultura y conocimientos y cuyas ideas e intereses eran muy
inferiores a los suyos.
Sin embargo, había hecho amistad con Razumikhin. Por lo menos, se mostraba con él más
comunicativo, más franco que con los demás. Y es que era imposible comportarse con Razumikhin
de otro modo. Era un muchacho alegre, expansivo y de una bondad que rayaba en el candor. Pero
este candor no excluía los sentimientos profundos ni la perfecta dignidad. Sus amigos lo sabían, y
por eso lo estimaban todos. Estaba muy lejos de ser torpe, aunque a veces se mostraba demasiado
ingenuo. Tenía una cara expresiva; era alto y delgado, de cabello negro, e iba siempre mal afeitado.
Hacía sus calaveradas cuando se presentaba la ocasión, y se le tenía por un hércules. Una noche
que recorría las calles en compañía de sus camaradas había derribado de un solo puñetazo a un
gendarme que medía como mínimo uno noventa de estatura. Del mismo modo que podía beber sin
tasa, era capaz de observar la sobriedad más estricta. Unas veces cometía locuras imperdonables;
otras mostraba una prudencia ejemplar.
Razumikhin tenía otra característica notable: ninguna contrariedad le turbaba; ningún revés le
abatía. Podría haber vivido sobre un tejado, soportar el hambre más atroz y los fríos más crueles.
Era extremadamente pobre, tenía que vivir de sus propios recursos y nunca le faltaba un medio
u otro de ganarse la vida. Conocía infinidad de lugares donde procurarse dinero..., trabajando,
naturalmente.
Se le había visto pasar todo un invierno sin fuego, y él decía que esto era agradable, ya que se
duerme mejor cuando se tiene frío. Había tenido también que dejar la universidad por falta de
recursos, pero confiaba en poder reanudar sus estudios muy pronto, y procuraba por todos los
medios mejorar su situación pecuniaria.
Hacía cuatro meses que Raskolnikov no había ido a casa de Razumikhin. Y Razumikhin ni siquiera
conocía la dirección de su amigo. Un día, hacía unos dos meses, se habían encontrado en la calle,
pero Raskolnikov se había desviado e incluso había pasado a la otra acera. Razumikhin, aunque
había reconocido perfectamente a su amigo, había fingido no verle, a fin de no avergonzarle.
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Capítulo V
«No hace mucho ‑pensó‑ me propuse, en efecto, ir a pedir a Razumikhin que me proporcionara
trabajo (lecciones a otra cosa cualquiera); pero ahora ¿qué puede hacer por mí? Admitamos que me
encuentre algunas lecciones e incluso que se reparta conmigo sus últimos kopeks, si tiene alguno,
de modo que yo no pueda comprarme unas botas y adecentar mi traje, pues no voy a presentarme
así a dar lecciones. Pero ¿qué haré después con unos cuantos kopeks? ¿Es esto acaso lo que yo
necesito ahora? ¡Es sencillamente ridículo que vaya a casa de Razumikhin!»
La cuestión de averiguar por qué se dirigía a casa de Razumikhin le atormentaba más de lo que se
confesaba a sí mismo. Buscaba afanosamente un sentido siniestro a aquel acto aparentemente tan
anodino.
« ¿Se puede admitir que me haya figurado que podría arreglarlo todo con la exclusiva ayuda de
Razumikhin, que en él podía hallar la solución de todos mis graves problemas? », se preguntó
sorprendido.
Reflexionaba, se frotaba la frente. Y he aquí que de pronto ‑cosa inexplicable‑, después de estar
torturándose la mente durante largo rato, una idea extraordinaria surgió en su cerebro.
«Iré a casa de Razumikhin ‑se dijo entonces con toda calma, como el que ha tomado una resolución
irrevocable‑; iré a casa de Razumikhin, cierto, pero no ahora...; iré a su casa al día siguiente del
hecho, cuando todo haya terminado y todo haya cambiado para mí.»
Repentinamente, Raskolnikov volvió en sí.
«Después del hecho ‑se dijo con un sobresalto‑. Pero este hecho ¿se llevará a cabo, se realizará
verdaderamente?»
Se levantó del banco y echó a andar con paso rápido. Casi corría, con la intención de volver
a su casa. Pero al pensar en su habitación experimentó una impresión desagradable. Era en su
habitación, en aquel miserable tabuco, donde había madurado la «cosa», hacía ya más de un mes.
Raskolnikov dio media vuelta y continuó su marcha a la ventura.
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Un febril temblor nervioso se había apoderado de él. Se estremecía. Tenía frío a pesar de que el
calor era insoportable. Cediendo a una especie de necesidad interior y casi inconsciente, hizo
un gran esfuerzo para fijar su atención en las diversas cosas que veía, con objeto de librarse de
sus pensamientos; pero el empeño fue vano: a cada momento volvía a caer en su delirio. Estaba
absorto unos instantes, se estremecía, levantaba la cabeza, paseaba la mirada a su alrededor y ya no
se acordaba de lo que estaba pensando hacía unos segundos. Ni siquiera reconocía las calles que
iba recorriendo. Así atravesó toda la isla Vassilyevsky, llegó ante el Pequeño Neva, pasó el puente
y desembocó en las islas menores.
En el primer momento, el verdor y la frescura del paisaje alegraron sus cansados ojos, habituados al
polvo de las calles, a la blancura de la cal, a los enormes y aplastantes edificios. Aquí la atmósfera no
era irrespirable ni pestilente. No se veía ni una sola taberna... Pero pronto estas nuevas sensaciones
perdieron su encanto para él, que otra vez cayó en un malestar enfermizo.
A veces se detenía ante alguno de aquellos chalés15 graciosamente incrustados en la verde vegetación.
Miraba por la verja y veía a lo lejos, en balcones y terrazas, mujeres elegantemente compuestas
y niños que correteaban por el jardín. Lo que más le interesaba, lo que atraía especialmente sus
miradas, eran las flores. De vez en cuando veía pasar elegantes jinetes, amazonas, magníficos
carruajes. Los seguía atentamente con la mirada y los olvidaba antes de que hubieran desaparecido.
De pronto se detuvo y contó su dinero. Le quedaban treinta kopeks... «Veinte al agente de policía,
tres a Nastasya por la carta. Por lo tanto, ayer dejé en casa de los Marmeladov de cuarenta y siete
a cincuenta...» Sin duda había hecho estos cálculos por algún motivo, pero lo olvidó apenas sacó
el dinero del bolsillo y no volvió a recordarlo hasta que, al pasar poco después ante una tienda de
comestibles, un tabernucho más bien, notó que estaba hambriento.
Entró en el figón, se bebió una copa de vodka y dio algunos bocados a un pastel que se llevó para
darle fin mientras continuaba su paseo. Hacía mucho tiempo que no había probado el vodka, y la
copita que se acababa de tomar le produjo un efecto fulminante. Las piernas le pesaban y el sueño
le rendía. Se propuso volver a casa, pero, al llegar a la isla Petrovsky, hubo de detenerse: estaba
completamente agotado.
Salió, pues, del camino, se internó en los sotos, se dejó caer en la hierba y se quedó dormido en el
acto.
Los sueños de un hombre enfermo suelen tener una nitidez extraordinaria y se asemejan a la
realidad hasta confundirse con ella. Los sucesos que se desarrollan son a veces monstruosos, pero
el escenario y toda la trama son tan verosímiles y están llenos de detalles tan imprevistos, tan
ingeniosos, tan logrados, que el durmiente no podría imaginar nada semejante estando despierto,
aunque fuera un artista de la talla de Pushkin o Turgenev. Estos sueños no se olvidan con facilidad,
sino que dejan una impresión profunda en el desbaratado organismo y el excitado sistema nervioso
del enfermo.
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Raskolnikov tuvo un sueño horrible. Volvió a verse en el pueblo donde vivió con su familia cuando
era niño. Tiene siete años y pasea con su padre por los alrededores de la pequeña población, ya
en pleno campo. Está nublado, el calor es bochornoso, el paisaje es exactamente igual al que él
conserva en la memoria. Es más, su sueño le muestra detalles que ya había olvidado. El panorama
del pueblo se ofrece enteramente a la vista. Ni un solo árbol, ni siquiera un sauce blanco en los
contornos. Únicamente a lo lejos, en el horizonte, en los confines del cielo, por decirlo así, se ve
la mancha oscura de un bosque.
A unos cuantos pasos del último jardín de la población hay una taberna, una gran taberna que
impresionaba desagradablemente al niño, e incluso lo atemorizaba, cuando pasaba ante ella
con su padre. Estaba siempre llena de clientes que vociferaban, reían, se insultaban, cantaban
horriblemente, con voces desgarradas, y llegaban muchas veces a las manos. En las cercanías de
la taberna vagaban siempre hombres borrachos de caras espantosas. Cuando el niño los veía, se
apretaba convulsivamente contra su padre y temblaba de pies a cabeza. No lejos de allí pasaba un
estrecho camino eternamente polvoriento. ¡Qué negro era aquel polvo! El camino era tortuoso y,
a unos trescientos pasos de la taberna, se desviaba hacia la derecha y contorneaba el cementerio.
En medio del cementerio se alzaba una iglesia de piedra, de cúpula verde. El niño la visitaba
dos veces al año en compañía de su padre y de su madre para oír la misa que se celebraba por el
descanso de su abuela, muerta hacía ya mucho tiempo y a la que no había conocido. La familia
llevaba siempre, en un plato envuelto con una servilleta, el pastel de los muertos, sobre el que había
una cruz formada con pasas. Raskolnikov adoraba esta iglesia, sus viejas imágenes desprovistas de
adornos, y también a su viejo sacerdote de cabeza temblorosa. Cerca de la lápida de su abuela había
una pequeña tumba, la de su hermano menor, muerto a los seis meses y del que no podía acordarse
porque no lo había conocido. Si sabía que había tenido un hermano era porque se lo habían dicho.
Y cada vez que iba al cementerio, se santiguaba piadosamente ante la pequeña tumba, se inclinaba
con respeto y la besaba.
Y ahora he aquí el sueño.
Va con su padre por el camino que conduce al cementerio. Pasan por delante de la taberna. Sin
soltar la mano de su padre, dirige una mirada de horror al establecimiento. Ve una multitud de
burguesas endomingadas, campesinas con sus maridos, y toda clase de gente del pueblo. Todos
están ebrios; todos cantan. Ante la puerta hay un raro vehículo, una de esas enormes carretas de
las que suelen tirar robustos caballos y que se utilizan para el transporte de barriles de vino y toda
clase de mercancías. Raskolnikov se deleitaba contemplando estas hermosas bestias de largas
crines y recias patas, que, con paso mesurado y natural y sin fatiga alguna arrastraban verdaderas
montañas de carga. Incluso se diría que andaban más fácilmente enganchados a estos enormes
vehículos que libres.
Pero ahora ‑cosa extraña‑ la pesada carreta tiene entre sus varas un caballejo de una delgadez
lastimosa, uno de esos rocines de aldeano que él ha visto muchas veces arrastrando grandes
carretadas de madera o de heno y que los mujiks desloman a golpes, llegando a pegarles incluso en
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la boca y en los ojos cuando los pobres animales se esfuerzan en vano por sacar al vehículo de un
atolladero. Este espectáculo llenaba de lágrimas sus ojos cuando era niño y lo presenciaba desde la
ventana de su casa, de la que su madre se apresuraba a retirarlo.
De pronto se oye gran algazara en la taberna, de donde se ve salir, entre cantos y gritos, un grupo
de corpulentos mujiks embriagados, luciendo camisas rojas y azules, con la balalaika16 en la mano
y la casaca colgada descuidadamente en el hombro.
‑¡Subid, subid todos! ‑grita un hombre todavía joven, de grueso cuello, cara mofletuda y tez de un
rojo de zanahoria‑. Os llevaré a todos. ¡Subid!
Estas palabras provocan exclamaciones y risas.
‑¿Creéis que podrá con nosotros ese esmirriado rocín?
‑¿Has perdido la cabeza, Mikolka17? ¡Enganchar una bestezuela así a semejante carreta!
‑¿No os parece, amigos, que ese caballejo tiene lo menos veinte años?
‑¡Subid! ¡Os llevaré a todos! ‑vuelve a gritar Mikolka.
Y es el primero que sube a la carreta. Coge las riendas y su corpachón se instala en el pescante.
‑El caballo bayo ‑dice a grandes voces‑ se lo llevó hace poco Matvey, y esta bestezuela es una
verdadera pesadilla para mí. Me gusta pegarle, palabra de honor. No se gana el pienso que se come.
¡Hala, subid! lo haré galopar, os aseguro que lo haré galopar.
Empuña el látigo y se dispone, con evidente placer, a fustigar al animalito.
‑Ya lo oís: dice que lo hará galopar. ¡Ánimo y arriba! ‑exclamó una voz burlona entre la multitud.
‑¿Galopar? Hace lo menos diez meses que este animal no ha galopado.
‑Por lo menos, os llevará a buena marcha.
‑¡No lo compadezcáis, amigos! ¡Coged cada uno un látigo! ¡Eso, buenos latigazos es lo que
necesita esta calamidad!
16 Instrumento musical ruso, quizás el más popular del país. Se trata de un laúd de tres cuerdas metálicas que se
caracteriza por su caja de forma triangular, casi plano, con una pequeña abertura de resonancia cerca del vér-
tice superior de la tapa y con un mástil largo y estrecho.
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Todos suben a la carreta de Mikolka entre bromas y risas. Ya hay seis arriba, y todavía queda espacio
libre. En vista de ello, hacen subir a una campesina de cara rubicunda, con muchos bordados en el
vestido y muchas cuentas de colores en el tocado. No cesa de partir y comer avellanas entre risas
burlonas.
La muchedumbre que rodea a la carreta ríe también. Y, verdaderamente, ¿cómo no reírse ante
la idea de que tan escuálido animal pueda llevar al galope semejante carga? Dos de los jóvenes
que están en la carreta se proveen de látigos para ayudar a Mikolka. Se oye el grito de ¡Arre! y el
caballo tira con todas sus fuerzas. Pero no sólo no consigue galopar, sino que apenas logra avanzar
al paso. Patalea, gime, encorva el lomo bajo la granizada de latigazos. Las risas redoblan en la
carreta y entre la multitud que la ve partir. Mikolka se enfurece y se ensaña en la pobre bestia,
obstinado en verla galopar.
‑¡Dejadme subir también a mí, hermanos! ‑grita un joven, seducido por el alegre espectáculo.
‑¡Sube! ¡Subid! ‑grita Mikolka‑. ¡Nos llevará a todos! Yo le obligaré a fuerza de golpes... ¡Latigazos!
¡Buenos latigazos!
La rabia le ciega hasta el punto de que ya ni siquiera sabe con qué pegarle para hacerle más daño.
‑Papá, papaíto ‑exclama Rodya‑. ¿Por qué hacen eso? ¿Por qué martirizan a ese pobre caballito?
‑Vámonos, vámonos ‑responde el padre‑. Están borrachos... Así se divierten, los muy imbéciles...
Vámonos..., no mires...
E intenta llevárselo. Pero el niño se desprende de su mano y, fuera de sí, corre hacia la carreta. El
pobre animal está ya exhausto. Se detiene, jadeante; luego empieza a tirar nuevamente... Está a
punto de caer.
‑¡Pegadle hasta matarlo! ‑ruge Mikolka‑. ¡Eso es lo que hay que hacer! ¡Yo os ayudo!
‑¡Tú no eres cristiano: eres un demonio! ‑grita un viejo entre la multitud.
Y otra voz añade:
‑¿Dónde se ha visto enganchar a un animalito así a una carreta como ésa?
‑¡Lo vas a matar! ‑vocifera un tercero.
‑¡Id al diablo! El animal es mío y puedo hacer con él lo que me dé la gana. ¡Subid, subid todos!
¡He de hacerlo galopar!
De súbito, un coro de carcajadas ahoga la voz de Mikolka. El animal, aunque medio muerto por
la lluvia de golpes, ha perdido la paciencia y ha empezado a cocear. Hasta el viejo, sin poder
contenerse, participa de la alegría general. En verdad, la cosa no es para menos: ¡dar coces un
caballo que apenas se sostiene sobre sus patas...!
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Dos mozos se destacan de la masa de espectadores, empuñan cada uno un látigo y empiezan a
golpear al pobre animal, uno por la derecha y otro por la izquierda.
‑Pegadle en el hocico, en los ojos, ¡dadle fuerte en los ojos! ‑vocifera Mikolka.
‑¡Cantemos una canción, camaradas! ‑dice una voz en la carreta‑. El estribillo tenéis que repetirlo
todos.
Los mujiks entonan una canción grosera acompañados por un tamboril. El estribillo se silba. La
campesina sigue partiendo avellanas y riendo con sorna.
Rodya se acerca al caballo y se coloca delante de él. Así puede ver cómo le pegan en los ojos...,
¡en los ojos...! Llora. El corazón se le contrae. Ruedan sus lágrimas. Uno de los verdugos le roza
la cara con el látigo. Él ni siquiera se da cuenta. Se retuerce las manos, grita, corre hacia el viejo
de barba blanca, que sacude la cabeza y parece condenar el espectáculo. Una mujer lo coge de la
mano y se lo quiere llevar. Pero él se escapa y vuelve al lado del caballo, que, aunque ha llegado
al límite de sus fuerzas, intenta aún cocear.
‑¡El diablo te lleve! ‑vocifera Mikolka, ciego de ira.
Arroja el látigo, se inclina y coge del fondo de la carreta un grueso palo. Sosteniéndolo con las dos
manos por un extremo, lo levanta penosamente sobre el lomo de la víctima.
‑¡Lo vas a matar! ‑grita uno de los espectadores.
‑Seguro que lo mata ‑dice otro.
‑¿Acaso no es mío? ‑ruge Mikolka.
Y golpea al animal con todas sus fuerzas. Se oye un ruido seco.
‑¡Sigue! ¡Sigue! ¿Qué esperas? ‑gritan varias voces entre la multitud.
Mikolka vuelve a levantar el palo y descarga un segundo golpe en el lomo de la pobre bestia. El
animal se contrae; su cuarto trasero se hunde bajo la violencia del golpe; después da un salto y
empieza a tirar con todo el resto de sus fuerzas. Su propósito es huir del martirio, pero por todas
partes encuentra los látigos de sus seis verdugos. El palo se levanta de nuevo y cae por tercera vez,
luego por cuarta, de un modo regular. Mikolka se enfurece al ver que no ha podido acabar con el
caballo de un solo golpe.
‑¡Es duro de pelar! ‑exclama uno de los espectadores.
‑Ya veréis como cae, amigos: ha llegado su última hora ‑dice otro de los curiosos.
‑¡Coge un hacha! ‑sugiere un tercero‑. ¡Hay que acabar de una vez!
‑¡No decís más que tonterías! ‑brama Mikolka‑. ¡Dejadme pasar!
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Arroja el palo, se inclina, busca de nuevo en el fondo de la carreta y, cuando se pone derecho, se
ve en sus manos una barra de hierro.
‑¡Cuidado! ‑exclama.
Y, con todas sus fuerzas, asesta un tremendo golpe al desdichado animal. El caballo se tambalea, se
abate, intenta tirar con un último esfuerzo, pero la barra de hierro vuelve a caer pesadamente sobre
su espinazo. El animal se desploma como si le hubieran cortado las cuatro patas de un solo tajo.
‑¡Acabemos con él! ‑ruge Mikolka como un loco, saltando de la carreta.
Varios jóvenes, tan borrachos y congestionados como él, se arman de lo primero que encuentran
‑látigos, palos, estacas‑ y se arrojan sobre el caballejo agonizante. Mikolka, de pie junto a la
víctima, no cesa de golpearla con la barra. El animalito alarga el cuello, exhala un profundo
resoplido y muere.
‑¡Ya está! ‑dice una voz entre la multitud.
‑Se había empeñado en no galopar.
‑¡Es mío! ‑exclama Mikolka con la barra en la mano, enrojecidos los ojos y como lamentándose de
no tener otra victima a la que golpear.
‑Desde luego, tú no crees en Dios ‑dicen algunos de los que han presenciado la escena.
El pobre niño está fuera de sí. Lanzando un grito, se abre paso entre la gente y se acerca al caballo
muerto. Coge el hocico inmóvil y ensangrentado y lo besa; besa sus labios, sus ojos. Luego da un
salto y corre hacia Mikolka blandiendo los puños. En este momento lo encuentra su padre, que lo
estaba buscando, y se lo lleva.
‑Ven, ven ‑le dice‑. Vámonos a casa.
‑Papá, ¿por qué han matado a ese pobre caballito? ‑gime Rodya. Alteradas por su entrecortada
respiración, sus palabras salen como gritos roncos de su contraída garganta.
‑Están borrachos ‑responde el padre‑. Así se divierten. Pero vámonos: aquí no tenemos nada que
hacer.
Rodya le rodea con sus brazos. Siente una opresión horrible en el pecho. Hace un esfuerzo por
recobrar la respiración, intenta gritar... Se despierta.
Raskolnikov se despertó sudoroso: todo su cuerpo estaba húmedo, empapados sus cabellos. Se
levantó horrorizado, jadeante...
‑¡Bendito sea Dios! ‑exclamó‑. No ha sido más que un sueño.
Se sentó al pie de un árbol y respiró profundamente.
«Pero ¿qué me ocurre? Debo de tener fiebre. Este sueño horrible lo demuestra.»
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Tenía el cuerpo acartonado; en su alma todo era oscuridad y turbación. Apoyó los codos en las
rodillas y hundió la cabeza entre las manos.
«¿Es posible, Señor, es realmente posible que yo coja un hacha y la golpee con ella hasta partirle el
cráneo? ¿Es posible que me deslice sobre la sangre tibia y viscosa, para forzar la cerradura, robar
y ocultarme con el hacha, temblando, ensangrentado? ¿Es posible, Señor?»
Temblaba como una hoja...
«Pero ¿a qué pensar en esto? ‑prosiguió, profundamente sorprendido‑. Ya estaba convencido de
que no sería capaz de hacerlo. ¿Por qué, pues, atormentarme así...? Ayer mismo, cuando hice el...
ensayo, comprendí perfectamente que esto era superior a mis fuerzas. ¿Qué necesidad tengo de
volver e interrogarme? Ayer, cuando bajaba aquella escalera, me decía que el proyecto era vil,
horrendo, odioso. Sólo de pensar en él me sentía aterrado, con el corazón oprimido... No, no
tendría valor; no lo tendría aunque supiera que mis cálculos son perfectos, que todo el plan forjado
este último mes tiene la claridad de la luz y la exactitud de la aritmética... Nunca, nunca tendría
valor... ¿Para qué, pues, seguir pensando en ello?»
Se levantó, lanzó una mirada de asombro en todas direcciones, como sorprendido de verse allí, y se
dirigió al puente. Estaba pálido y sus ojos brillaban. Sentía todo el cuerpo dolorido, pero empezaba
a respirar más fácilmente. Notaba que se había librado de la espantosa carga que durante tanto
tiempo le había abrumado. Su alma se había aligerado y la paz reinaba en ella.
«Señor ‑imploró‑, indícame el camino que debo seguir y renunciaré a ese maldito sueño.»
Al pasar por el puente contempló el Neva y la puesta del sol, hermosa y flamígera. Pese a su
debilidad, no sentía fatiga alguna. Se diría que el temor que durante el mes último se había ido
formando poco a poco en su corazón se había reventado de pronto. Se sentía libre, ¡libre! Se había
roto el embrujo, la acción del maleficio había cesado.
Más adelante, cuando Raskolnikov recordaba este período de su vida y todo lo sucedido durante él,
minuto por minuto, punto por punto, sentía una mezcla de asombro e inquietud supersticiosa ante
un detalle que no tenía nada de extraordinario, pero que había influido decisivamente en su destino.
He aquí el hecho que fue siempre un enigma para él.
¿Por qué, aun sintiéndose fatigado, tan extenuado que debió regresar a casa por el camino más
corto y más directo, había dado un rodeo por la plaza del Mercado Central, donde no tenía nada que
hacer? Desde luego, esta vuelta no alargaba demasiado su camino, pero era completamente inútil.
Cierto que infinidad de veces había regresado a su casa sin saber las calles que había recorrido;
pero ¿por qué aquel encuentro tan importante para él, a la vez que tan casual, que había tenido en
la plaza del Mercado (donde no tenía nada que hacer), se había producido entonces, a aquella hora,
en aquel minuto de su vida y en tales circunstancias que todo ello había de ejercer la influencia
más grave y decisiva en su destino? Era para creer que el propio destino lo había preparado todo
de antemano.
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Eran cerca de las nueve cuando llegó a la plaza del Mercado Central. Los vendedores ambulantes,
los comerciantes que tenían sus puestos al aire libre, los tenderos, los almacenistas, recogían sus
cosas o cerraban sus establecimientos. Unos vaciaban sus cestas, otros sus mesas y todos guardaban
sus mercancías y se disponían a volver a sus casas, a la vez que se dispersaban los clientes. Ante
los bodegones que ocupaban los sótanos de los sucios y nauseabundos inmuebles de la plaza, y
especialmente a las puertas de las tabernas, hormigueaba una multitud de pequeños traficantes y
vagabundos.
Cuando salía de casa sin rumbo fijo, Raskolnikov frecuentaba esta plaza y las callejas de los
alrededores. Sus andrajos no atraían miradas desdeñosas: allí podía presentarse uno vestido de
cualquier modo, sin temor a llamar la atención. En la esquina del callejón, un matrimonio de
comerciantes vendía artículos de mercería expuestos en dos mesas: carretes de hilo, ovillos de
algodón, pañuelos de indiana... También se estaban preparando para marcharse. Su retraso se debía
a que se habían entretenido hablando con una conocida que se había acercado al puesto. Esta
conocida era Elizaveta Ivanovna, o Lizaveta, como la solían llamar, hermana de Alyona Ivanovna,
viuda de un registrador, la vieja Alyona, la usurera cuya casa había visitado Raskolnikov el día
anterior para empeñar su reloj y hacer un «ensayo». Hacía tiempo que tenía noticias de esta
Lizaveta, y también ella conocía un poco a Raskolnikov.
Era una doncella de treinta y cinco años, desgarbada, y tan tímida y bondadosa que rayaba en la
idiotez. Temblaba ante su hermana mayor, que la tenía esclavizada; la hacía trabajar noche y día,
e incluso llegaba a pegarle.
Plantada ante el comerciante y su esposa, con un paquete en la mano, los escuchaba con atención
y parecía mostrarse indecisa. Ellos le hablaban con gran animación. Cuando Raskolnikov vio
a Lizaveta experimentó un sentimiento extraño, una especie de profundo asombro, aunque el
encuentro no tenía nada de sorprendente.
‑Usted y nadie más que usted, Lizaveta Ivanovna, ha de decidir lo que debe hacer ‑decía el
comerciante en voz alta‑. Venga mañana a eso de las siete. Ellos vendrán también.
‑¿Mañana? ‑dijo Lizaveta lentamente y con aire pensativo, como si no se atreviera a comprometerse.
‑¡Qué miedo le tiene a Alyona Ivanovna! ‑exclamó la esposa del comerciante, que era una mujer
de gran desenvoltura y voz chillona‑. Cuando la veo ponerse así, me parece estar mirando a una
niña pequeña. Al fin y al cabo, esa mujer que la tiene en un puño no es más que su medio hermana.
‑Le aconsejo que no diga nada a su hermana ‑continuó el marido‑. Créame. Venga a casa sin
pedirle permiso. La cosa vale la pena. Su hermana tendrá que reconocerlo.
‑Tal vez venga.
‑De seis a siete. Los vendedores enviarán a alguien y usted resolverá.
‑Le daremos una taza de té ‑prometió la vendedora.
‑Bien, vendré ‑repuso Lizaveta, aunque todavía vacilante.
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Capítulo VI
Raskolnikov se enteró algún tiempo después, por pura casualidad, de por qué el matrimonio de
comerciantes había invitado a Lizaveta a ir a su casa. El asunto no podía ser más sencillo e inocente.
Una familia extranjera venida a menos quería vender varios vestidos. Como esto no podía hacerse
con provecho en el mercado, buscaban una vendedora a domicilio. Lizaveta se dedicaba a este
trabajo y tenía una clientela numerosa, pues procedía con la mayor honradez: ponía siempre el
precio más limitado, de modo que con ella no había lugar a regateos. Hablaba poco y, como ya
hemos dicho, era humilde y tímida.
Pero, desde hacía algún tiempo, Raskolnikov era un hombre dominado por las supersticiones.
Incluso era fácil descubrir en él los signos indelebles de esta debilidad. En el asunto que tanto le
preocupaba se sentía especialmente inclinado a ver coincidencias sorprendentes, fuerzas extrañas
y misteriosas. El invierno anterior, un estudiante amigo suyo llamado Pokorev le había dado, poco
antes de regresar a Harkov, la dirección de la vieja Alyona Ivanovna, por si tenía que empeñar
algo. Pasó mucho tiempo sin que tuviera necesidad de ir a visitarla, pues con sus lecciones podía
ir viviendo mal que bien. Pero, hacía seis semanas, había acudido a su memoria la dirección de
la vieja. Tenía dos cosas para empeñar: un viejo reloj de plata de su padre y un anillo con tres
piedrecillas rojas que su hermana le había entregado en el momento de separarse, para que tuviera
un recuerdo de ella. Decidió empeñar el anillo. Cuando vio a Alyona Ivanovna, aunque no sabía
nada de ella, sintió una repugnancia invencible.
Después de recibir dos pequeños billetes, Raskolnikov entró en una taberna que encontró en el
camino. Se sentó, pidió té y empezó a reflexionar. Acababa de acudir a su mente, aunque en estado
embrionario, como el polluelo en el huevo, una idea que le interesó extraordinariamente.
Una mesa casi vecina a la suya estaba ocupada por un estudiante al que no recordaba haber visto
nunca y por un joven oficial. Habían estado jugando al billar y se disponían a tomar el té. De
improviso, Raskolnikov oyó que el estudiante daba al oficial la dirección de Alyona Ivanovna y
empezaba a hablarle de ella. Esto le llamó la atención: hacía sólo un momento que la había dejado,
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y ya estaba oyendo hablar de la vieja. Sin duda, esto no era sino una simple coincidencia, pero su
ánimo estaba dispuesto a entregarse a una impresión obsesionante y no le faltó ayuda para ello. El
estudiante empezó a dar a su amigo detalles acerca de Alyona Ivanovna.
‑Es una mujer única. En su casa siempre puede uno procurarse dinero. Es rica como un judío y
podría prestar cinco mil rublos de una vez. Sin embargo, no desprecia las operaciones de un rublo.
Casi todos los estudiantes tenemos tratos con ella. Pero ¡qué miserable es!
Y empezó a darle detalles de su maldad. Bastaba que uno dejara pasar un día después del
vencimiento, para que se quedara con el objeto empeñado.
‑Da por la prenda la cuarta parte de su valor y cobra el cinco y hasta el seis por ciento de interés
mensual.
El estudiante, que estaba hablador, dijo también que la usurera tenía una hermana, Lizaveta, y que
la menuda y horrible vieja la vapuleaba sin ningún miramiento, a pesar de que Lizaveta medía
aproximadamente un metro ochenta de altura.
‑¡Una mujer fenomenal! ‑exclamó el estudiante, echándose a reír.
Desde este momento, el tema de la charla fue Lizaveta. El estudiante hablaba de ella con un placer
especial y sin dejar de reír. El oficial, que le escuchaba atentamente, le rogó que le enviara a
Lizaveta para comprarle alguna ropa interior que necesitaba.
Raskolnikov no perdió una sola palabra de la conversación y se enteró de ciertas cosas: Lizaveta
era medio hermana de Alyona (tuvieron madres diferentes) y mucho más joven que ella, pues tenía
treinta y cinco años. La vieja la hacía trabajar noche y día. Además de que guisaba y lavaba la ropa
para su hermana y ella, cosía y fregaba suelos fuera de casa, y todo lo que ganaba se lo entregaba
a Alyona. No se atrevía a aceptar ningún encargo, ningún trabajo, sin la autorización de la vieja.
Sin embargo, Alyona ‑Lizaveta lo sabía‑ había hecho ya testamento y, según él, su hermana sólo
heredaba los muebles. Dinero, ni un céntimo: lo legaba todo a un monasterio del distrito de N***
para pagar una serie perpetua de oraciones por el descanso de su alma.
Lizaveta procedía de la pequeña burguesía del tchin18. Era una mujer desgalichada, de talla
desmedida, de piernas largas y torcidas y pies enormes, como toda su persona, siempre calzados
con zapatos ligeros. Lo que más asombraba y divertía al estudiante era que Lizaveta estaba
continuamente encinta.
‑Pero ¿no has dicho que no vale nada? ‑inquirió el oficial.
18 Tabla de rangos, en la cual los servidores del Estado son clasificados en 14 grados o rangos. Fue introducida en
1722 durante el reinado de Pedro el Grande
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‑Tiene la piel negruzca y parece un soldado disfrazado de mujer, pero no puede decirse que sea fea.
Su cara no está mal, y menos sus ojos. La prueba es que gusta mucho. Es tan dulce, tan humilde,
tan resignada... La pobre no sabe decir a nada que no: hace todo lo que le piden... ¿Y su sonrisa?
¡Ah, su sonrisa es encantadora!
‑Ya veo que a ti también te gusta ‑dijo el oficial, echándose a reír.
‑Por su extravagancia. En cambio, a esa maldita vieja, la mataría y le robaría sin ningún
remordimiento, ¡palabra! ‑exclamó con vehemencia el estudiante.
El oficial lanzó una nueva carcajada, y Raskolnikov se estremeció. ¡Qué extraño era todo aquello!
‑Oye ‑dijo el estudiante, cada vez más acalorado‑, quiero exponerte una cuestión seria.
Naturalmente, he hablado en broma, pero escucha. Por un lado tenemos una mujer imbécil, vieja,
enferma, mezquina, perversa, que no es útil a nadie, sino que, por el contrario, es toda maldad y
ni ella misma sabe por qué vive. Mañana morirá de muerte natural... ¿Me sigues? ¿Comprendes?
‑Sí ‑afirmó el oficial, observando atentamente a su entusiasmado amigo.
‑Continúo. Por otro lado tenemos fuerzas frescas, jóvenes, que se pierden, faltas de sostén, por
todas partes, a miles. Cien, mil obras útiles se podrían mantener y mejorar con el dinero que esa
vieja destina a un monasterio. Centenares, tal vez millares de vidas, se podrían encauzar por el
buen camino; multitud de familias se podrían salvar de la miseria, del vicio, de la corrupción,
de la muerte, de los hospitales para enfermedades venéreas..., todo con el dinero de esa mujer.
Si uno la matase y se apoderara de su dinero para destinarlo al bien de la humanidad, ¿no crees
que el crimen, el pequeño crimen, quedaría ampliamente compensado por los millares de buenas
acciones del criminal? A cambio de una sola vida, miles de seres salvados de la corrupción. Por
una sola muerte, cien vidas. Es una cuestión puramente aritmética. Además, ¿qué puede pesar en la
balanza social la vida de una anciana esmirriada, estúpida y cruel? No más que la vida de un piojo
o de una cucaracha. Y yo diría que menos, pues esa vieja es un ser nocivo, lleno de maldad, que
mina la vida de otros seres. Hace poco le mordió un dedo a Lizaveta y casi se lo arranca.
‑Sin duda -admitió el oficial‑, no merece vivir. Pero la Naturaleza tiene sus derechos.
‑¡Alto! A la Naturaleza se la corrige, se la dirige. De lo contrario, los prejuicios nos aplastarían.
No tendríamos ni siquiera un solo gran hombre. Se habla del deber, de la conciencia, y no tengo
nada que decir en contra, pero me pregunto qué concepto tenemos de ellos. Ahora voy a hacerte
otra pregunta.
‑No, perdona; ahora me toca a mí; yo también tengo algo que preguntarte.
‑Te escucho.
‑Pues bien, la pregunta es ésta. Has hablado con elocuencia, pero dime: ¿serías capaz de matar a
esa vieja con tus propias manos?
‑¡Claro que no! Estoy hablando en nombre de la justicia. No se trata de mí.
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‑Pues yo creo que si tú no te atreves a hacerlo, no puedes hablar de justicia... Ahora vamos a jugar
otra partida.
Raskolnikov se sentía profundamente agitado. Ciertamente, aquello no eran más que palabras, una
conversación de las más corrientes sostenida por gente joven. Más de una vez había oído charlas
análogas, con algunas variantes y sobre temas distintos. Pero ¿por qué había oído expresar tales
pensamientos en el momento mismo en que ideas idénticas habían germinado en su cerebro? ¿Y
por qué, cuando acababa de salir de casa de Alyona Ivanovna con aquella idea embrionaria en su
mente, había ido a sentarse al lado de unas personas que estaban hablando de la vieja?
Esta coincidencia le parecía siempre extraña. La insignificante conversación de café ejerció una
influencia extraordinaria sobre él durante todo el desarrollo del plan. Ciertamente, pareció haber
intervenido en todo ello la fuerza del destino.
Al regresar de la plaza se dejó caer en el diván y estuvo inmóvil una hora entera. Entre tanto,
la oscuridad había invadido la habitación. No tenía velas. Por otra parte, ni siquiera pensó en
encender una luz. Más adelante, nunca pudo recordar si había pensado algo en aquellos momentos.
Finalmente, sintió de nuevo escalofríos de fiebre y pensó con satisfacción que podía acostarse en el
diván sin tener que quitarse la ropa. Pronto se sumió en un sueño pesado como el plomo.
Durmió largamente y casi sin soñar. A las diez de la mañana siguiente, Nastasya entró en la
habitación. No conseguía despertarlo. Le llevaba pan y un poco de té en su propia tetera, como el
día anterior.
‑¡Eh! ¿Todavía acostado? ‑gritó, indignada‑. ¡No haces más que dormir!
Raskolnikov se levantó con un gran esfuerzo. Le dolía la cabeza. Dio una vuelta por el cuarto y
volvió a echarse en el diván.
‑¿Otra vez a dormir? ‑exclamó Nastasya‑. ¿Es que estás enfermo?
Raskolnikov no contestó.
‑¿Quieres té?
‑Más tarde ‑repuso el joven penosamente. Luego cerró los ojos y se volvió de cara a la pared.
Nastasya estuvo un momento contemplándolo.
‑A lo mejor está enfermo de verdad -murmuró mientras se marchaba.
A las dos volvió a aparecer con la sopa. Él estaba todavía acostado y no había probado el té.
Nastasya se sintió incluso ofendida y empezó a zarandearlo.
‑¿A qué viene tanta modorra? ‑gruñó, mirándole con desprecio.
Él se sentó en el diván, pero no pronunció ni una palabra. Permaneció con la mirada fija en el suelo.
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Aquel nudo corredizo, destinado a sostener el hacha, constituía un ingenioso detalle de su plan.
No era cosa de ir por la calle con un hacha en la mano. Por otra parte, si se hubiese limitado a
esconder el hacha debajo del gabán, sosteniéndola por fuera, se habría visto obligado a mantener
continuamente la mano en el mismo sitio, lo cual habría llamado la atención. El nudo corredizo le
permitía llevar colgada el hacha y recorrer así todo el camino, sin riesgo alguno de que se le cayera.
Además, llevando la mano en el bolsillo del gabán, podría sujetar por un extremo el mango del
hacha e impedir su balanceo. Dada la amplitud de la prenda, que era un verdadero saco, no había
peligro de que desde el exterior se viera lo que estaba haciendo aquella mano.
Terminada esta operación, Raskolnikov introdujo los dedos en una pequeña hendidura que había
entre el diván turco y el entarimado y extrajo un menudo objeto que desde hacía tiempo tenía allí
escondido. No se trataba de ningún objeto de valor, sino simplemente de un trocito de madera
pulida del tamaño de una pitillera. Lo había encontrado casualmente un día, durante uno de sus
paseos, en un patio contiguo a un taller. Después le añadió una planchita de hierro, delgada y pulida
de tamaño un poco menor, que también, y aquel mismo día, se había encontrado en la calle. Juntó
ambas cosas, las ató firmemente con un hilo y las envolvió en un papel blanco, dando al paquetito el
aspecto más elegante posible y procurando que las ligaduras no se pudieran deshacer sin dificultad.
Así apartaría la atención de la vieja de su persona por unos instantes, y él podría aprovechar la
ocasión. La planchita de hierro no tenía más misión que aumentar el peso del envoltorio, de modo
que la usurera no pudiera sospechar, aunque sólo fuera por unos momentos, que la supuesta prenda
de empeño era un simple trozo de madera. Raskolnikov lo había guardado todo debajo del diván,
diciéndose que ya lo retiraría cuando lo necesitara.
Poco después oyó voces en el patio.
‑¡Ya son más de las seis!
‑¡Dios mío, cómo pasa el tiempo!
Corrió a la puerta, escuchó, cogió su sombrero y empezó a bajar la escalera cautelosamente, con
paso silencioso, felino... Le faltaba la operación más importante: robar el hacha de la cocina. Hacía
ya tiempo que había elegido el hacha como instrumento. Él tenía una especie de podadera, pero
esta herramienta no le inspiraba confianza, y todavía desconfiaba más de sus fuerzas. Por eso había
escogido definitivamente el hacha.
Respecto a estas resoluciones, hemos de observar un hecho sorprendente: a medida que se
afirmaban, le parecían más absurdas y monstruosas. A pesar de la lucha espantosa que se estaba
librando en su alma, Raskolnikov no podía admitir en modo alguno que sus proyectos llegaran a
realizarse.
Es más, si todo hubiese quedado de pronto resuelto, si todas las dudas se hubiesen desvanecido
y todas las dificultades se hubiesen allanado, él, seguramente, habría renunciado en el acto a su
proyecto, por considerarlo disparatado, monstruoso. Pero quedaban aún infinidad de puntos por
dilucidar, numerosos problemas por resolver. Procurarse el hacha era un detalle insignificante que
no le inquietaba lo más mínimo. ¡Si todo fuera tan fácil! Al atardecer, Nastasya no estaba nunca
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en casa: o pasaba a la de algún vecino o bajaba a las tiendas. Y siempre se dejaba la puerta abierta.
Estas ausencias eran la causa de las continuas amonestaciones que recibía de su dueña. Así, bastaría
entrar silenciosamente en la cocina y coger el hacha; y después, una hora más tarde, cuando todo
hubiera terminado, volver a dejarla en su sitio. Pero esto último tal vez no fuera tan fácil. Podía
ocurrir que cuando él volviera y fuese a dejar el hacha en su sitio, Nastasya estuviera ya en la casa.
Naturalmente, en este caso, él tendría que subir a su aposento y esperar una nueva ocasión. Pero ¿y
si ella, entre tanto, advertía la desaparición del hacha y la buscaba primero y después empezaba a
dar gritos? He aquí cómo nacen las sospechas o, cuando menos, cómo pueden nacer.
Sin embargo, esto no eran sino pequeños detalles en los que no quería pensar. Por otra parte, no
tenía tiempo. Sólo pensaba en la esencia del asunto: los puntos secundarios los dejaba para el
momento en que se dispusiera a obrar. Pero esto último le parecía completamente imposible. No
concebía que pudiera dar por terminadas sus reflexiones, levantarse y dirigirse a aquella casa.
Incluso en su reciente «ensayo» (es decir, la visita que había hecho a la vieja para efectuar un
reconocimiento definitivo en el lugar de la acción) distó mucho de creer que obraba en serio. Se
había dicho: «Vamos a ver. Hagamos un ensayo, en vez de limitarnos a dejar correr la imaginación.»
Pero no había podido desempeñar su papel hasta el último momento: habíase indignado contra sí
mismo. No obstante, parecía que desde el punto de vista moral se podía dar por resuelto el asunto.
Su casuística, cortante como una navaja de afeitar, había segado todas las objeciones. Pero cuando
ya no pudo encontrarlas dentro de él, en su espíritu, empezó a buscarlas fuera, con la obstinación
propia de su esclavitud mental, deseoso de hallar un garfio que lo retuviera.
Los imprevistos y decisivos acontecimientos del día anterior lo gobernaban de un modo poco
menos que automático. Era como si alguien le llevara de la mano y le arrastrara con una fuerza
irresistible, ciega, sobrehumana; como si un pico de sus ropas hubiera quedado prendido en un
engranaje y él sintiera que su propio cuerpo iba a ser atrapado por las ruedas dentadas.
Al principio ‑de esto hacía ya bastante tiempo‑, lo que más le preocupaba era el motivo de que
todos los crímenes se descubrieran fácilmente, de que la pista del culpable se hallara sin ninguna
dificultad. Raskolnikov llegó a diversas y curiosas conclusiones. Según él, la razón de todo ello
estaba en la personalidad del criminal más que en la imposibilidad material de ocultar el crimen.
En el momento de cometer el crimen, el culpable estaba afectado de una pérdida de voluntad y
raciocinio, a los que sustituía una especie de inconsciencia infantil, verdaderamente monstruosa,
precisamente en el momento en que la prudencia y la cordura le eran más necesarias. Atribuía este
eclipse del juicio y esta pérdida de la voluntad a una enfermedad que se desarrollaba lentamente,
alcanzaba su máxima intensidad poco antes de la perpetración del crimen, se mantenía en un estado
estacionario durante su ejecución y hasta algún tiempo después (el plazo dependía del individuo),
y terminaba al fin, como terminan todas las enfermedades.
Raskolnikov se preguntaba si era esta enfermedad la que motivaba el crimen, o si el crimen, por
su misma naturaleza, llevaba consigo fenómenos que se confundían con los síntomas patológicos.
Pero era incapaz de resolver este problema.
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Después de razonar de este modo, se dijo que él estaba a salvo de semejantes trastornos morbosos
y que conservaría toda su inteligencia y toda su voluntad durante la ejecución del plan, por la
sencilla razón de que este plan no era un crimen. No expondremos la serie de reflexiones que le
llevaron a esta conclusión. Sólo diremos que las dificultades puramente materiales, el lado práctico
del asunto, le preocupaba muy poco.
«Bastaría ‑se decía‑ que conserve toda mi fuerza de voluntad y toda mi lucidez en el momento
de llevar la empresa a la práctica. Entonces es cuando habrá que analizar incluso los detalles más
ínfimos.»
Pero este momento no llegaba nunca, por la sencilla razón de que Raskolnikov no se sentía capaz de
tomar una resolución definitiva. Así, cuando sonó la hora de obrar, todo le pareció extraordinario,
imprevisto como un producto del azar.
Antes de que terminara de bajar la escalera, ya le había desconcertado un detalle insignificante.
Al llegar al rellano donde se hallaba la cocina de su patrona, cuya puerta estaba abierta como
de costumbre, dirigió una mirada furtiva al interior y se preguntó si, aunque Nastasya estuviera
ausente, no estaría en la cocina la patrona. Y aunque no estuviera en la cocina, sino en su habitación,
¿tendría la puerta bien cerrada? Si no era así, podría verle en el momento en que él cogía el hacha.
Tras estas conjeturas, se quedó petrificado al ver que Nastasya estaba en la cocina y, además,
ocupada. Iba sacando ropa de un cesto y tendiéndola en una cuerda. Al aparecer Raskolnikov,
la sirvienta se volvió y le siguió con la vista hasta que hubo desaparecido. Él pasó fingiendo no
haberse dado cuenta de nada. No cabía duda: se había quedado sin hacha. Este contratiempo le
abatió profundamente.
« ¿De dónde me había sacado yo -me preguntaba mientras bajaba los últimos escalones‑ que era
seguro que Nastasya se habría marchado a esta hora? » Estaba anonadado; incluso experimentaba
un sentimiento de humillación. Su furor le llevaba a mofarse de sí mismo. Una cólera sorda,
salvaje, hervía en él.
Al llegar a la entrada se detuvo indeciso. La idea de irse a pasear sin rumbo no le seducía; la de
volver a su habitación, todavía menos. « ¡Haber perdido una ocasión tan magnífica! », murmuró,
todavía inmóvil y vacilante, ante la oscura garita del portero, cuya puerta estaba abierta. De pronto
se estremeció. En el interior de la garita, a dos pasos de él, debajo de un banco que había a la
izquierda, brillaba un objeto... Raskolnikov miró en torno de él. Nadie. Se acercó a la puerta
andando de puntillas, bajó los dos escalones que había en el umbral y llamó al portero con voz
apagada.
«No está. Pero no debe de andar muy lejos, puesto que ha dejado la puerta abierta.»
Se arrojó sobre el hacha (pues era un hacha el brillante objeto), la sacó de debajo del banco, donde
estaba entre dos leños, la colgó inmediatamente en el nudo corredizo, introdujo las manos en los
bolsillos del gabán y salió de la garita. Nadie le había visto.
«No es mi inteligencia la que me ayuda, sino el diablo», se dijo con una sonrisa extraña.
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y se detuvo, con la mano en el corazón, como si quisiera frenar sus latidos. Aseguró el hacha en el
nudo corredizo, aguzó el oído y empezó a subir, paso a paso sigilosamente. No había nadie. Las
puertas estaban cerradas. Pero al llegar al segundo piso, vio una abierta de par en par. Pertenecía a
un departamento deshabitado, en el que trabajaban unos pintores. Estos hombres ni siquiera vieron
a Raskolnikov. Pero él se detuvo un momento y se dijo: «Aunque hay dos pisos sobre éste, habría
sido preferible que no estuvieran aquí esos hombres.»
Continuó en seguida la ascensión y llegó al cuarto piso. Allí estaba la puerta de las habitaciones
de la prestamista. El departamento de enfrente seguía desalquilado, a juzgar por las apariencias, y
el que estaba debajo mismo del de la vieja, en el tercero, también debía de estar vacío, ya que de
su puerta había desaparecido la tarjeta que Raskolnikov había visto en su visita anterior. Sin duda,
los inquilinos se habían mudado.
Raskolnikov jadeaba. Estuvo un momento vacilando. « ¿No será mejor que me vaya? » Pero ni
siquiera se dio respuesta a esta pregunta. Aplicó el oído a la puerta y no oyó nada: en el departamento
de Alyona Ivanovna reinaba un silencio de muerte. Su atención se desvió entonces hacia la escalera:
permaneció un momento inmóvil, atento al menor ruido que pudiera llegar desde abajo...
Luego miró en todas direcciones y comprobó que el hacha estaba en su sitio. Seguidamente se
preguntó: « ¿No estaré demasiado pálido..., demasiado trastornado? ¡Es tan desconfiada esa vieja!
Tal vez me convendría esperar hasta tranquilizarme un poco. » Pero los latidos de su corazón, lejos
de normalizarse, eran cada vez más violentos... Ya no pudo contenerse: tendió lentamente la mano
hacia el cordón de la campanilla y tiró. Un momento después insistió con violencia.
No obtuvo respuesta, pero no volvió a llamar: además de no conducir a nada, habría sido una
torpeza. No cabía duda de que la vieja estaba en casa; pero era suspicaz y debía de estar sola.
Empezaba a conocer sus costumbres...
Aplicó de nuevo el oído a la puerta y... ¿Sería que sus sentidos se habían agudizado en aquellos
momentos (cosa muy poco probable), o el ruido que oyó fue perfectamente perceptible? De lo
que no le cupo duda es que percibió que una mano se apoyaba en el pestillo, mientras el borde
de un vestido rozaba la puerta. Era evidente que alguien hacía al otro lado de la puerta lo mismo
que él estaba haciendo por la parte exterior. Para no dar la impresión de que quería esconderse,
Raskolnikov movió los pies y refunfuñó unas palabras. Luego tiró del cordón de la campanilla
por tercera vez, sin violencia alguna, discretamente, con objeto de no dejar traslucir la menor
impaciencia. Este momento dejaría en él un recuerdo imborrable. Y cuando, más tarde, acudía a
su imaginación con perfecta nitidez, no comprendía cómo había podido desplegar tanta astucia en
aquel momento en que su inteligencia parecía extinguirse y su cuerpo paralizarse... Un instante
después oyó que descorrían el cerrojo.
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Capítulo VII
Como en su visita anterior, Raskolnikov vio que la puerta se entreabría y que en la estrecha abertura
aparecían dos ojos penetrantes que le miraban con desconfianza desde la sombra.
En este momento, el joven perdió la sangre fría y cometió una imprudencia que estuvo a punto de
echarlo todo a perder.
Temiendo que la vieja, atemorizada ante la idea de verse a solas con un hombre cuyo aspecto no
tenía nada de tranquilizador, intentara cerrar la puerta, Raskolnikov lo impidió mediante un fuerte
tirón. La usurera quedó paralizada, pero no soltó el pestillo aunque poco faltó para que cayera de
bruces. Después, viendo que la vieja permanecía obstinadamente en el umbral, para no dejarle el
paso libre, él se fue derecho a ella. Alyona Ivanovna, aterrada, dio un salto atrás e intentó decir
algo. Pero no pudo pronunciar una sola palabra y se quedó mirando al joven con los ojos muy
abiertos.
‑Buenas tardes, Alyona Ivanovna ‑empezó a decir en el tono más indiferente que le fue posible
adoptar. Pero sus esfuerzos fueron inútiles: hablaba con voz entrecortada, le temblaban las manos‑.
Le traigo..., le traigo... una cosa para empeñar... Pero entremos: quiero que la vea a la luz.
Y entró en el piso sin esperar a que la vieja lo invitara. Ella corrió tras él, dando suelta a su lengua.
‑¡Oiga! ¿Quién es usted? ¿Qué desea?
‑Ya me conoce usted, Alyona Ivanovna. Soy Raskolnikov... Tenga; aquí tiene aquello de que le
hablé el otro día.
Le ofrecía el paquetito. Ella lo miró, como dispuesta a cogerlo, pero inmediatamente cambió de
opinión. Levantó los ojos y los fijó en el intruso. Lo observó con mirada penetrante, con un gesto
de desconfianza e indignación. Pasó un minuto. Raskolnikov incluso creyó descubrir un chispazo
de burla en aquellos ojillos, como si la vieja lo hubiese adivinado todo.
Notó que perdía la calma, que tenía miedo, tanto, que habría huido si aquel mudo examen se
hubiese prolongado medio minuto más.
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‑¿Por qué me mira así, como si no me conociera? ‑exclamó Raskolnikov de pronto, indignado
también‑. Si le conviene este objeto, lo toma; si no, me dirigiré a otra parte. No tengo por qué
perder el tiempo.
Dijo esto sin poder contenerse, a pesar suyo, pero su actitud resuelta pareció ahuyentar los recelos
de Alyona Ivanovna.
‑¡Es que lo has presentado de un modo!
Y, mirando el paquetito, preguntó:
‑¿Qué me traes?
‑Una pitillera de plata. Ya le hablé de ella la última vez que estuve aquí.
Alyona Ivanovna tendió la mano.
‑Pero, ¿qué te ocurre? Estás pálido, las manos te tiemblan. ¿Estás enfermo?
‑Tengo fiebre ‑repuso Raskolnikov con voz anhelante. Y añadió, con un visible esfuerzo‑: ¿Cómo
no ha de estar uno pálido cuando no come?
Las fuerzas volvían a abandonarle, pero su contestación pareció sincera. La usurera le quitó el
paquetito de las manos.
‑Pero ¿qué es esto? ‑volvió a preguntar, sopesándolo y dirigiendo nuevamente a Raskolnikov una
larga y penetrante mirada.
‑Una pitillera... de plata... Véala.
‑Pues no parece que esto sea de plata... ¡Sí que la has atado bien!
Se acercó a la lámpara (todas las ventanas estaban cerradas, a pesar del calor asfixiante) y
empezó a luchar por deshacer los nudos, dando la espalda a Raskolnikov y olvidándose de él
momentáneamente.
Raskolnikov se desabrochó el gabán y sacó el hacha del nudo corredizo, pero la mantuvo debajo
del abrigo, empuñándola con la mano derecha. En las dos manos sentía una tremenda debilidad
y un embotamiento creciente. Temiendo estaba que el hacha se le cayese. De pronto, la cabeza
empezó a darle vueltas.
‑Pero ¿cómo demonio has atado esto? ¡Vaya un enredo! ‑exclamó la vieja, volviendo un poco la
cabeza hacia Raskolnikov.
No había que perder ni un segundo. Sacó el hacha de debajo del abrigo, la levantó con las dos
manos y, sin violencia, con un movimiento casi maquinal, la dejó caer sobre la cabeza de la vieja.
Raskolnikov creyó que las fuerzas le habían abandonado para siempre, pero notó que las recuperaba
después de haber dado el hachazo.
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La vieja, como de costumbre, no llevaba nada en la cabeza. Sus cabellos, grises, ralos, empapados
en aceite, se agrupaban en una pequeña trenza que hacía pensar en la cola de una rata, y que un
trozo de peine de asta mantenía fija en la nuca. Como era de escasa estatura, el hacha la alcanzó en
la parte anterior de la cabeza. La víctima lanzó un débil grito y perdió el equilibrio. Lo único que
tuvo tiempo de hacer fue sujetarse la cabeza con las manos. En una de ellas tenía aún el paquetito.
Raskolnikov le dio con todas sus fuerzas dos nuevos hachazos en el mismo sitio, y la sangre manó
a borbotones, como de un recipiente que se hubiera volcado. El cuerpo de la víctima se desplomó
definitivamente. Raskolnikov retrocedió para dejarlo caer. Luego se inclinó sobre la cara de la
vieja. Ya no vivía. Sus ojos estaban tan abiertos, que parecían a punto de salírsele de las órbitas. Su
frente y todo su rostro estaban rígidos y desfigurados por las convulsiones de la agonía.
Raskolnikov dejó el hacha en el suelo, junto al cadáver, y empezó a registrar, procurando no
mancharse de sangre, el bolsillo derecho, aquel bolsillo de donde él había visto, en su última visita,
que la vieja sacaba las llaves. Conservaba plenamente la lucidez; no estaba aturdido; no sentía
vértigos. Más adelante recordó que en aquellos momentos había procedido con gran atención
y prudencia, que incluso había sido capaz de poner sus cinco sentidos en evitar mancharse de
sangre... Pronto encontró las llaves, agrupadas en aquel llavero de acero que él ya había visto.
Corrió con las llaves al dormitorio. Era una pieza de medianas dimensiones. A un lado había una
gran vitrina llena de figuras de santos; al otro, un gran lecho, perfectamente limpio y protegido por
una cubierta acolchada confeccionada con trozos de seda de tamaño y color diferentes. Adosada a
otra pared había una cómoda. Al acercarse a ella le ocurrió algo extraño: apenas empezó a probar
las llaves para intentar abrir los cajones experimentó una sacudida. La tentación de dejarlo todo y
marcharse le asaltó de súbito. Pero estas vacilaciones sólo duraron unos instantes. Era demasiado
tarde para retroceder. Y cuando sonreía, extrañado de haber tenido semejante ocurrencia, otro
pensamiento, una idea realmente inquietante, se apoderó de su imaginación. Se dijo que acaso la
vieja no hubiese muerto, que tal vez volviese en sí... Dejó las llaves y la cómoda y corrió hacia el
cuerpo yaciente. Cogió el hacha, la levantó..., pero no llegó a dejarla caer: era indudable que la
vieja estaba muerta.
Se inclinó sobre el cadáver para examinarlo de cerca y observó que tenía el cráneo abierto. Iba a
tocarlo con el dedo, pero cambió de opinión: esta prueba era innecesaria.
Sobre el entarimado se había formado un charco de sangre. En esto, Raskolnikov vio un cordón en
el cuello de la vieja y empezó a tirar de él; pero era demasiado resistente y no se rompía. Además,
estaba resbaladizo, impregnado de sangre... Intentó sacarlo por la cabeza de la víctima; tampoco lo
consiguió: se enganchaba en alguna parte. Perdiendo la paciencia, pensó utilizar el hacha: partiría
el cordón descargando un hachazo sobre el cadáver. Pero no se decidió a cometer esta atrocidad.
Al fin, tras dos minutos de tanteos, logró cortarlo, manchándose las manos de sangre pero sin tocar
el cuerpo de la muerta. Un instante después, el cordón estaba en sus manos.
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Como había supuesto, era una bolsita lo que pendía del cuello de la vieja. También colgaban del
cordón una medallita esmaltada y dos cruces, una de madera de ciprés y otra de cobre. La bolsita
era de piel de camello; rezumaba grasa y estaba repleta de dinero. Raskolnikov se la guardó en
el bolsillo sin abrirla. Arrojó las cruces sobre el cuerpo de la vieja y, esta vez cogiendo el hacha,
volvió precipitadamente al dormitorio.
Una impaciencia febril le impulsaba. Cogió las llaves y reanudó la tarea. Pero sus tentativas de
abrir los cajones fueron infructuosas, no tanto a causa del temblor de sus manos como de los
continuos errores que cometía. Veía, por ejemplo, que una llave no se adaptaba a una cerradura, y
se obstinaba en introducirla. De pronto se dijo que aquella gran llave dentada que estaba con las
otras pequeñas en el llavero no debía de ser de la cómoda (se acordaba de que ya lo había pensado
en su visita anterior), sino de algún cofrecillo, donde tal vez guardaba la vieja todos sus tesoros.
Se separó, pues, de la cómoda y se echó en el suelo para mirar debajo de la cama, pues sabía que
era allí donde las viejas solían guardar sus riquezas. En efecto, vio un arca bastante grande ‑de más
de un metro de longitud‑, tapizada de tafilete19 rojo. La llave dentada se ajustaba perfectamente a
la cerradura.
Abierta el arca, apareció un paño blanco que cubría todo el contenido. Debajo del paño había una
pelliza de piel de liebre con forro rojo. Bajo la piel, un vestido de seda, y debajo de éste, un chal.
Más abajo sólo había, al parecer, trozos de tela.
Se limpió la sangre de las manos en el forro rojo.
«Como la sangre es roja, se verá menos sobre el rojo.»
De pronto cambió de expresión y se dijo, aterrado:
« ¡Qué insensatez, Señor! ¿Acabaré volviéndome loco? »
Pero cuando empezó a revolver los trozos de tela, de debajo de la piel salió un reloj de oro. Entonces
no dejó nada por mirar. Entre los retazos del fondo aparecieron joyas, objetos empeñados, sin duda,
que no habían sido retirados todavía: pulseras, cadenas, pendientes, alfileres de corbata... Algunas
de estas joyas estaban en sus estuches; otras, cuidadosamente envueltas en papel de periódico en
doble, y el envoltorio bien atado. No vaciló ni un segundo: introdujo la mano y empezó a llenar los
bolsillos de su pantalón y de su gabán sin abrir los paquetes ni los estuches.
Pero de pronto hubo de suspender el trabajo. Le parecía haber oído un rumor de pasos en la
habitación inmediata. Se quedó inmóvil, helado de espanto... No, todo estaba en calma; sin duda,
su oído le había engañado. Pero de súbito percibió un débil grito, o, mejor, un gemido sordo,
entrecortado, que se apagó en seguida. De nuevo y durante un minuto reinó un silencio de muerte.
Raskolnikov, en cuclillas ante el arca, esperó, respirando apenas. De pronto se levantó empuñó el
hacha y corrió a la habitación vecina. En esta habitación estaba Lizaveta. Tenía en las manos un
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gran envoltorio y contemplaba atónita el cadáver de su hermana. Estaba pálida como una muerta
y parecía no tener fuerzas para gritar. Al ver aparecer a Raskolnikov, empezó a temblar como
una hoja y su rostro se contrajo convulsivamente. Probó a levantar los brazos y no pudo; abrió la
boca, pero de ella no salió sonido alguno. Lentamente fue retrocediendo hacia un rincón, sin dejar
de mirar a Raskolnikov en silencio, aquel silencio que no tenía fuerzas para romper. Él se arrojó
sobre ella con el hacha en la mano. Los labios de la infeliz se torcieron con una de esas muecas
que solemos observar en los niños pequeños cuando ven algo que les asusta y empiezan a gritar sin
apartar la vista de lo que causa su terror.
Era tan cándida la pobre Lizaveta y estaba tan aturdida por el pánico, que ni siquiera hizo el
movimiento instintivo de levantar las manos para proteger su cabeza: se limitó a dirigir el brazo
izquierdo hacia el asesino, como si quisiera apartarlo. El hacha cayó de pleno sobre el cráneo,
hendió la parte superior del hueso frontal y casi llegó al occipucio. La nueva víctima se desplomó
como una res en el matadero. Raskolnikov perdió por completo la cabeza, se apoderó del envoltorio,
después lo dejó caer y corrió al vestíbulo.
Su terror iba en aumento, sobre todo después de aquel segundo crimen que no había proyectado, y
sólo pensaba en huir. Si en aquel momento hubiese sido capaz de ver las cosas más claramente, de
advertir las dificultades, el horror y lo absurdo de su situación; si hubiese sido capaz de prever los
obstáculos que tenía que salvar y los crímenes que aún habría podido cometer para salir de aquella
casa y volver a la suya, acaso habría renunciado a la lucha y se habría entregado, pero no por
cobardía, sino por el horror que le inspiraban sus crímenes. Esta sensación de horror aumentaba por
momentos. Por nada del mundo habría vuelto al lado del arca, y ni siquiera a las dos habitaciones
interiores.
Sin embargo, poco a poco iban acudiendo a su mente otros pensamientos. Incluso llegó a caer
en una especie de delirio. A veces se olvidaba de las cosas esenciales y fijaba su atención en los
detalles más superfluos. Sin embargo, como dirigiera una mirada a la cocina y viese que debajo de
un banco había un cubo con agua, se le ocurrió lavarse las manos y limpiar el hacha. Sus manos
estaban manchadas de sangre, pegajosas. Introdujo el hacha en el cubo; después cogió un trozo de
jabón que había en un plato agrietado sobre el alféizar de la ventana y se lavó.
Seguidamente sacó el hacha del cubo, limpió el hierro y estuvo lo menos tres minutos frotando el
mango, que había recibido salpicaduras de sangre. Lo secó todo con un trapo puesto a secar en una
cuerda tendida a través de la cocina, y luego examinó detenidamente el hacha junto a la ventana.
Las huellas acusadoras habían desaparecido, pero el mango estaba todavía húmedo.
Después de colgar el hacha del nudo corredizo, debajo de su gabán, inspeccionó sus pantalones, su
americana, sus botas, tan minuciosamente como le permitió la escasa luz que había en la cocina.
A simple vista, su indumentaria no presentaba ningún indicio sospechoso. Sólo las botas estaban
manchadas de sangre. Mojó un trapo y las lavó. Pero sabía que no veía bien y que tal vez no
percibía manchas perfectamente visibles.
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Luego quedó indeciso en medio de la cocina, presa de un pensamiento angustioso: se decía que tal
vez se había vuelto loco, que no se hallaba en disposición de razonar ni de defenderse, que sólo
podía ocuparse en cosas que le conducían a la perdición.
« ¡Señor! ¡Dios mío! Es preciso huir, huir... » Y corrió al vestíbulo. Entonces sintió el terror más
profundo que había sentido en toda su vida. Permaneció un momento inmóvil, como si no pudiera
dar crédito a sus ojos: la puerta del piso, la que daba a la escalera, aquella a la que había llamado
hacía unos momentos, la puerta por la cual había entrado, estaba entreabierta, y así había estado
durante toda su estancia en el piso... Sí, había estado abierta. La vieja se había olvidado de cerrarla,
o tal vez no fue olvido, sino precaución... Lo chocante era que él había visto a Lizaveta dentro
del piso... ¿Cómo no se le ocurrió pensar que si había entrado sin llamar, la puerta tenía que estar
abierta? ¡No iba a haber entrado filtrándose por la pared!
Se arrojó sobre la puerta y echó el cerrojo.
«Acabo de hacer otra tontería. Hay que huir, hay que huir...»
Descorrió el cerrojo, abrió la puerta y aguzó el oído. Así estuvo un buen rato. Se oían gritos
lejanos. Sin duda llegaban del portal. Dos fuertes voces cambiaban injurias.
« ¿Qué hará ahí esa gente? »
Esperó. Al fin las voces dejaron de oírse, cesaron de pronto. Los que disputaban debían de haberse
marchado.
Ya se disponía a salir, cuando la puerta del piso inferior se abrió estrepitosamente, y alguien empezó
a bajar la escalera canturreando.
«Pero ¿por qué harán tanto ruido?», pensó.
Cerró de nuevo la puerta, y de nuevo esperó. Al fin todo quedó sumido en un profundo silencio.
No se oía ni el rumor más leve. Pero ya iba a bajar, cuando percibió ruido de pasos. El ruido
venía de lejos, del principio de la escalera seguramente. Andando el tiempo, Raskolnikov recordó
perfectamente que, apenas oyó estos pasos, tuvo el presentimiento de que terminarían en el cuarto
piso, de que aquel hombre se dirigía a casa de la vieja. ¿De dónde nació este presentimiento?
¿Acaso el ruido de aquellos pasos tenía alguna particularidad significativa? Eran lentos, pesados,
regulares...
Los pasos llegaron al primer piso. Siguieron subiendo. Eran cada vez más perceptibles. Llegó un
momento en que incluso se oyó un jadeo asmático... Ya estaba en el tercer piso... « ¡Viene aquí, viene
aquí...! » Raskolnikov quedó petrificado. Le parecía estar viviendo una de esas pesadillas en que
nos vemos perseguidos por enemigos implacables que están a punto de alcanzarnos y asesinarnos,
mientras nosotros nos sentimos como clavados en el suelo, sin poder hacer movimiento alguno
para defendernos.
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Las pisadas se oían ya en el tramo que terminaba en el cuarto piso. De pronto, Raskolnikov salió
de aquel pasmo que le tenía inmóvil, volvió al interior del departamento con paso rápido y seguro,
cerró la puerta y echó el cerrojo, todo procurando no hacer ruido.
El instinto lo guiaba. Una vez bien cerrada la puerta, se quedó junto a ella, encogido, conteniendo
la respiración.
El desconocido estaba ya en el rellano. Se encontraba frente a Raskolnikov, en el mismo sitio
desde donde el joven había tratado de percibir los ruidos del interior hacía un rato, cuando sólo la
puerta lo separaba de la vieja.
El visitante respiró varias veces profundamente.
«Debe de ser un hombre alto y grueso», pensó Raskolnikov llevando la mano al mango del hacha.
Verdaderamente, todo aquello parecía un mal sueño. El desconocido tiró violentamente del cordón
de la campanilla.
Cuando vibró el sonido metálico, al visitante le pareció oír que algo se movía dentro del piso, y
durante unos segundos escuchó atentamente. Volvió a llamar, volvió a escuchar y, de pronto, sin
poder contener su impaciencia, empezó a sacudir la puerta, asiendo firmemente el tirador.
Raskolnikov miraba aterrado el cerrojo, que se agitaba dentro de la hembrilla, dando la impresión
de que iba a saltar de un momento a otro. Un siniestro horror se apoderó de él.
Tan violentas eran las sacudidas, que se comprendían los temores de Raskolnikov. Momentáneamente
concibió la idea de sujetar el cerrojo, y con él la puerta, pero desistió al comprender que el otro
podía advertirlo. Perdió por completo la serenidad; la cabeza volvía a darle vueltas. «Voy a caer»,
se dijo. Pero en aquel momento oyó que el desconocido empezaba a hablar, y esto le devolvió la
calma.
‑¿Estarán durmiendo o las habrán estrangulado? ‑murmuró‑. ¡El diablo las lleve! A las dos: a
Alyona Ivanovna, la vieja bruja, y a Lizaveta Ivanovna, la belleza idiota... ¡Abrid de una vez,
mujerucas...! Están durmiendo, no me cabe duda.
Estaba desesperado. Tiró del cordón lo menos diez veces más y tan fuerte como pudo. Se veía
claramente que era un hombre enérgico y que conocía la casa.
En este momento se oyeron, ya muy cerca, unos pasos suaves y rápidos. Evidentemente, otra
persona se dirigía al piso cuarto. Raskolnikov no oyó al nuevo visitante hasta que estaban llegando
al descansillo.
‑No es posible que no haya nadie ‑dijo el recién llegado con voz sonora y alegre, dirigiéndose al
primer visitante, que seguía haciendo sonar la campanilla‑. Buenas tardes, Koch.
«Un hombre joven, a juzgar por su voz», se dijo Raskolnikov inmediatamente.
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‑No sé qué demonios ocurre ‑repuso Koch‑. Hace un momento casi echo abajo la puerta... ¿Y usted
de qué me conoce?
‑¡Qué mala memoria! Anteayer le gané tres partidas de billar, una tras otra, en el Gambrinus.
‑¡Ah, sí!
‑¿Y dice usted que no están? ¡Qué raro! Hasta me parece imposible. ¿Adónde puede haber ido esa
vieja? Tengo que hablar con ella.
‑Yo también tengo que hablarle, amigo mío.
‑¡Qué le vamos a hacer! ‑exclamó el joven‑. Nos tendremos que ir por donde hemos venido. ¡Y yo
que creía que saldría de aquí con dinero!
‑¡Claro que nos tendremos que marchar! Pero ¿por qué me citó? Ella misma me dijo que viniera a
esta hora. ¡Con la caminata que me he dado para venir de mi casa aquí! ¿Dónde diablo estará? No
lo comprendo. Esta bruja decrépita no se mueve nunca de casa, porque apenas puede andar. ¡Y, de
pronto, se le ocurre marcharse a dar un paseo!
‑¿Y si preguntáramos al portero?
‑¿Para qué?
‑Para saber si está en casa o cuándo volverá.
‑¡Preguntar, preguntar...! ¡Pero si no sale nunca!
Volvió a sacudir la puerta.
‑¡Es inútil! ¡No hay más solución que marcharse!
‑¡Oiga! ‑exclamó de pronto el joven‑. ¡Fíjese bien! La puerta cede un poco cuando se tira.
‑Bueno, ¿y qué?
‑Esto demuestra que no está cerrada con llave, sino con cerrojo. ¿Lo oye resonar cuando se mueve
la puerta?
‑¿Y qué?
‑Pero ¿no comprende? Esto prueba que una de ellas está en la casa. Si hubieran salido las dos,
habrían cerrado con llave por fuera; de ningún modo habrían podido echar el cerrojo por dentro...
¿Lo oye, lo oye? Hay que estar en casa para poder echar el cerrojo, ¿no comprende? En fin, que
están y no quieren abrir.
‑¡Sí! ¡Claro! ¡No cabe duda! ‑exclamó Koch, asombrado‑. Pero ¿qué demonio estarán haciendo?
Y empezó a sacudir la puerta furiosamente.
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‑¡Déjelo! Es inútil ‑dijo el joven‑. Hay algo raro en todo esto. Ha llamado usted muchas veces, ha
sacudido violentamente la puerta, y no abren. Esto puede significar que las dos están desvanecidas
o...
‑¿O qué?
‑Lo mejor es que vayamos a avisar al portero para que vea lo que ocurre.
‑Buena idea.
Los dos se dispusieron a bajar.
‑No ‑dijo el joven‑; usted quédese aquí. Iré yo a buscar al portero.
‑¿Por qué he de quedarme?
‑Nunca se sabe lo que puede ocurrir.
‑Bien, me quedaré.
‑Óigame: estoy estudiando para juez de instrucción. Aquí hay algo que no está claro; esto es
evidente..., ¡evidente!
Después de decir esto en un tono lleno de vehemencia, el joven empezó a bajar la escalera a
grandes zancadas.
Cuando se quedó solo, Koch llamó una vez más, discretamente, y luego, pensativo, empezó a
sacudir la puerta para convencerse de que el cerrojo estaba echado. Seguidamente se inclinó,
jadeante, y aplicó el ojo a la cerradura. Pero no pudo ver nada, porque la llave estaba puesta por
dentro.
En pie ante la puerta, Raskolnikov asía fuertemente el mango del hacha. Era presa de una especie
de delirio. Estaba dispuesto a luchar con aquellos hombres si conseguían entrar en el departamento.
Al oír sus golpes y sus comentarios, más de una vez había estado a punto de poner término a la
situación hablándoles a través de la puerta. A veces le dominaba la tentación de insultarlos, de
burlarse de ellos, e incluso deseaba que entrasen en el piso. « ¡Que acaben de una vez! » pensaba.
‑Pero ¿dónde se habrá metido ese hombre? ‑murmuró el de fuera.
Habían pasado ya varios minutos y nadie subía. Koch empezaba a perder la calma.
‑Pero ¿dónde se habrá metido ese hombre? ‑gruñó.
Al fin, agotada su paciencia, se fue escaleras abajo con su paso lento, pesado, ruidoso.
« ¿Qué hacer, Dios mío. »
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Raskolnikov descorrió el cerrojo y entreabrió la puerta. No se percibía el menor ruido. Sin más
vacilaciones, salió, cerró la puerta lo mejor que pudo y empezó a bajar. Inmediatamente ‑sólo
había bajado tres escalones‑ oyó gran alboroto más abajo. ¿Qué hacer? No había ningún sitio
donde esconderse... Volvió a subir a toda prisa.
‑¡Eh, tú! ¡Espera!
El que profería estos gritos acababa de salir de uno de los pisos inferiores y corría escaleras abajo,
no ya al galope, sino en tromba.
‑¡Mitka, Mitka, Miiitka! ‑vociferaba hasta desgañitarse‑. ¿Te has vuelto loco? ¡Así vayas a parar
al infierno!
Los gritos se apagaron; los últimos habían llegado ya de la entrada. Todo volvió a quedar en
silencio. Pero, transcurridos apenas unos segundos, varios hombres que conversaban a grandes
voces empezaron a subir tumultuosamente la escalera. Eran tres o cuatro. Raskolnikov reconoció
la sonora voz del joven de antes.
Comprendiendo que no los podía eludir, se fue resueltamente a su encuentro.
« ¡Sea lo que Dios quiera! Si me paran, estoy perdido, y si me dejan pasar, también, pues luego se
acordarán de mí. »
El encuentro parecía inevitable. Ya sólo les separaba un piso. Pero, de pronto..., ¡la salvación!
Unos escalones más abajo, a su derecha, vio un piso abierto y vacío. Era el departamento del
segundo, donde trabajaban los pintores. Como si lo hubiesen hecho adrede, acababan de salir.
Seguramente fueron ellos los que bajaron la escalera corriendo y alborotando. Los techos estaban
recién pintados. En medio de una de las habitaciones había todavía una cubeta, un bote de pintura
y un pincel. Raskolnikov se introdujo en el piso furtivamente y se escondió en un rincón. Tuvo
el tiempo justo. Los hombres estaban ya en el descansillo. No se detuvieron: siguieron subiendo
hacia el cuarto sin dejar de hablar a voces. Raskolnikov esperó un momento. Después salió de
puntillas y se lanzó velozmente escaleras abajo.
Nadie en la escalera; nadie en el portal. Salió rápidamente y dobló hacia la izquierda.
Sabía perfectamente que aquellos hombres estarían ya en el departamento de la vieja, que les habría
sorprendido encontrar abierta la puerta que hacía unos momentos estaba cerrada; que estarían
examinando los cadáveres; que en seguida habrían deducido que el criminal se hallaba en el piso
cuando ellos llamaron, y que acababa de huir. Y tal vez incluso sospechaban que se había ocultado
en el departamento vacío cuando ellos subían.
Sin embargo, Raskolnikov no se atrevía a apresurar el paso; no se atrevía aunque tendría que
recorrer aún un centenar de metros para llegar a la primera esquina.
«Si entrara en un portal ‑se decía‑ y me escondiese en la escalera... No, sería una equivocación...
¿Debo tirar el hacha? ¿Y si tomara un coche? ¡Tampoco, tampoco...!»
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Las ideas se le embrollaban en el cerebro. Al fin vio una callejuela y penetró en ella más muerto
que vivo. Era evidente que estaba casi salvado. Allí corría menos riesgo de infundir sospechas.
Además, la estrecha calle estaba llena de transeúntes, entre los que él era como un grano de arena,
Pero la tensión de ánimo le había debilitado de tal modo que apenas podía andar. Gruesas gotas de
sudor resbalaban por su semblante; su cuello estaba empapado.
‑¡Vaya merluza, amigo! ‑le gritó una voz cuando desembocaba en el canal.
Había perdido por completo la cabeza; cuanto más andaba, más turbado se sentía.
Al llegar al malecón y verlo casi vacío, el miedo de llamar la atención le sobrecogió, y volvió a la
callejuela. Aunque estaba a punto de caer desfallecido, dio un rodeo para llegar a su casa.
Cuando cruzó la puerta, aún no había recobrado la presencia de ánimo. Ya en la escalera, se acordó
del hacha. Aún tenía que hacer algo importantísimo: dejar el hacha en su sitio sin llamar la atención.
Raskolnikov no estaba en situación de comprender que, en vez de dejar el hacha en el lugar de
donde la había cogido, era preferible deshacerse de ella, arrojándola, por ejemplo, al patio de
cualquier casa.
Sin embargo, todo salió a pedir de boca. La puerta de la garita estaba cerrada, pero no con llave.
Esto parecía indicar que el portero estaba allí. Sin embargo, Raskolnikov había perdido hasta tal
punto la facultad de razonar, que se fue hacia la garita y abrió la puerta.
Si en aquel momento hubiese aparecido el portero y le hubiera preguntado: «¿Qué desea?», él,
seguramente, le habría devuelto el hacha con el gesto más natural.
Pero la garita estaba vacía como la vez anterior, y Raskolnikov pudo dejar el hacha debajo del
banco, entre los leños, exactamente como la encontró.
Inmediatamente subió a su habitación, sin encontrar a nadie en la escalera. La puerta del
departamento de la patrona estaba cerrada.
Ya en su aposento, se echó vestido en el diván y quedó sumido en una especie de inconsciencia
que no era la del sueño. Si alguien hubiese entrado entonces en el aposento, Raskolnikov, sin duda,
se habría sobresaltado y habría proferido un grito. Su cabeza era un hervidero de retazos de ideas,
pero él no podía captar ninguno, por mucho que se empeñaba en ello.
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Segunda Parte
Capítulo I
Raskolnikov permaneció largo tiempo acostado. A veces, salía a medias de su letargo y se percataba
de que la noche estaba muy avanzada, pero no pensaba en levantarse. Cuando el día apuntó, él
seguía tendido de bruces en el diván, sin haber logrado sacudir aquel sopor que se había adueñado
de todo su ser.
De la calle llegaron a su oído gritos estridentes y aullidos ensordecedores. Estaba acostumbrado
a oírlos bajo su ventana todas las noches a eso de las dos. Esta vez el escándalo lo despertó. «Ya
salen los borrachos de las tabernas ‑se dijo‑. Deben de ser más de las dos.»
Y dio tal salto, que parecía que le habían arrancado del diván.
« ¿Ya las dos? ¿Es posible? »
Se sentó y, de pronto, acudió a su memoria todo lo ocurrido.
En los primeros momentos creyó volverse loco. Sentía un frío glacial, pero esta sensación procedía
de la fiebre que se había apoderado de él durante el sueño. Su temblor era tan intenso, que en la
habitación resonaba el castañeteo de sus dientes. Un vértigo horrible le invadió. Abrió la puerta y
estuvo un momento escuchando. Todo dormía en la casa. Paseó una mirada de asombro sobre sí
mismo y por todo cuanto le rodeaba. Había algo que no comprendía. ¿Cómo era posible que se le
hubiera olvidado pasar el pestillo de la puerta? Además, se había acostado vestido e incluso con el
sombrero, que se le había caído y estaba allí, en el suelo, al lado de su almohada.
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Después, con una atención tan tensa que resultaba dolorosa, empezó a mirar en todas direcciones
para asegurarse de que no se le había olvidado nada. Ya se sentía torturado por la convicción de
que todo le abandonaba, desde la memoria a la más simple facultad de razonar.
« ¿Es esto el comienzo del suplicio? Sí, lo es. »
Los flecos que había cortado de los bajos del pantalón estaban todavía en el suelo, en medio del
cuarto, expuestos a las miradas del primero que llegase.
‑Pero ¿qué me pasa? ‑exclamó, confundido.
En este momento le asaltó una idea extraña: pensó que acaso sus ropas estaban llenas de manchas
de sangre y que él no podía verlas debido a la merma de sus facultades. De pronto se acordó de
que la bolsita estaba manchada también. «Hasta en mi bolsillo debe de haber sangre, ya que estaba
húmeda cuando me la guardé.» Inmediatamente volvió del revés el bolsillo y vio que, en efecto,
había algunas manchas en el forro. Un suspiro de alivio salió de lo más hondo de su pecho y
pensó, triunfante: «La razón no me ha abandonado completamente: no he perdido la memoria ni la
facultad de reflexionar, puesto que he caído en este detalle. Ha sido sólo un momento de debilidad
mental producido por la fiebre.» Y arrancó todo el forro del bolsillo izquierdo del pantalón.
En este momento, un rayo de sol iluminó su bota izquierda, y Raskolnikov descubrió, a través de
un agujero del calzado, una mancha acusadora en el calcetín. Se quitó la bota y comprobó que,
en efecto, era una mancha de sangre: toda la puntera del calcetín estaba manchada... «Pero ¿qué
hacer? ¿Dónde tirar los calcetines, los flecos, el bolsillo...?»
En pie en medio de la habitación, con aquellas piezas acusadoras en las manos, se preguntaba:
« ¿Debo de echarlo todo en la estufa? No hay que olvidar que las investigaciones empiezan siempre
por las estufas. ¿Y si lo quemara aquí mismo...? Pero ¿cómo, si no tengo cerillas? lo mejor es que
me lo lleve y lo tire en cualquier parte. Sí, en cualquier parte y ahora mismo. » Y mientras hacía
mentalmente esta afirmación, se sentó de nuevo en el diván. Luego, en vez de poner en práctica
sus propósitos, dejó caer la cabeza en la almohada. Volvía a sentir escalofríos. Estaba helado. De
nuevo se echó encima su abrigo de estudiante.
Varias horas estuvo tendido en el diván. De vez en cuando pensaba: «Sí, hay que ir a tirar todo esto
en cualquier parte, para no pensar más en ello. Hay que ir inmediatamente.» Y más de una vez se
agitó en el diván con el propósito de levantarse, pero no le fue posible. Al fin un golpe violento
dado en la puerta le sacó de su marasmo.
‑¡Abre si no te has muerto! ‑gritó Nastasya sin dejar de golpear la puerta con el puño‑. Siempre
está tumbado. Se pasa el día durmiendo como un perro. ¡Como lo que es! ¡Abre ya! ¡Son más de
las diez!
‑Tal vez no esté ‑dijo una voz de hombre.
«La voz del portero ‑se dijo al punto Raskolnikov‑. ¿Qué querrá de mí?»
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Se levantó de un salto y quedó sentado en el diván. El corazón le latía tan violentamente, que le
hacía daño.
‑Y echado el pestillo ‑observó Nastasya‑. Por lo visto, tiene miedo de que se lo lleven... ¿Quieres
levantarte y abrir de una vez?
« ¿Qué querrán? ¿Qué hace aquí el portero? ¡Se ha descubierto todo, no cabe duda! ¿Debo abrir o
hacerme el sordo? ¡Así cojan la peste! »
Se levantó a medias, tendió el brazo y tiró del pestillo. La habitación era tan estrecha, que podía
abrir la puerta sin dejar el diván.
No se había equivocado: eran Nastasya y el portero.
La sirvienta le dirigió una mirada extraña. Raskolnikov miraba al portero con desesperada osadía.
Éste presentaba al joven un papel gris, doblado y burdamente lacrado.
‑Esto han traído de la comisaría.
‑¿De qué comisaría?
‑De la comisaría de policía. ¿De qué comisaría ha de ser?
‑Pero ¿qué quiere de mí la policía?
‑¿Yo qué sé? Es una citación y tiene que ir.
Miró fijamente a Raskolnikov, pasó una mirada por el aposento y se dispuso a marcharse.
‑Tienes cara de enfermo ‑dijo Nastasya, que no quitaba ojo a Raskolnikov. Al oír estas palabras, el
portero volvió la cabeza, y la sirvienta le dijo‑: Tiene fiebre desde ayer.
Raskolnikov no contestó. Tenía aún el pliego en la mano, sin abrirlo.
‑Quédate acostado ‑dijo Nastasya, compadecida, al ver que Raskolnikov se disponía a levantarse‑.
Si estás enfermo, no vayas. No hay prisa.
Tras una pausa, preguntó:
‑¿Qué tienes en la mano?
Raskolnikov siguió la mirada de la sirvienta y vio en su mano derecha los flecos del pantalón,
los calcetines y el bolsillo. Había dormido así. Más tarde recordó que en las vagas vigilias que
interrumpían su sueño febril apretaba todo aquello fuertemente con la mano y que volvía a dormirse
sin abrirla.
‑¡Recoges unos pingajos y duermes con ellos como si fueran un tesoro!
Se echó a reír con su risa histérica. Raskolnikov se apresuró a esconder debajo del gabán el triple
cuerpo del delito y fijó en la doméstica una mirada retadora.
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Aunque en aquellos momentos fuera incapaz de discurrir con lucidez, se dio cuenta de que estaba
recibiendo un trato muy distinto al que se da a una persona a la que van a detener.
Pero... ¿por qué le citaba la policía?
‑Debes tomar un poco de té. Voy a traértelo. ¿Quieres? Ha sobrado.
‑No, no quiero té ‑balbuceó‑. Voy a ver qué quiere la policía. Ahora mismo voy a presentarme.
‑¡Pero si no podrás ni bajar la escalera!
‑He dicho que voy.
‑Allá tú.
Salió detrás del portero. Inmediatamente, Raskolnikov se acercó a la ventana y examinó a la luz
del día los calcetines y los flecos.
«Las manchas están, pero apenas se ven: el barro y el roce de la bota las ha esfumado. El que no lo
sepa, no las verá. Por lo tanto y afortunadamente, Nastasya no las ha podido ver: estaba demasiado
lejos.»
Entonces abrió el pliego con mano temblorosa. Hubo de leerlo y releerlo varias veces para
comprender lo que decía. Era una citación redactada en la forma corriente, en la que se le indicaba
que debía presentarse aquel mismo día, a las nueve y media, en la comisaría del distrito.
« ¡Qué cosa más rara! ‑se dijo mientras se apoderaba de él una dolorosa ansiedad‑. No tengo nada
que ver con la policía, y me cita precisamente hoy. ¡Señor, que termine esto cuanto antes! »
Iba a arrodillarse para rezar, pero, en vez de hacerlo, se echó a reír. No se reía de los rezos, sino de
sí mismo. Empezó a vestirse rápidamente.
«Si he de morir, ¿qué le vamos a hacer?»
Y se dijo inmediatamente:
«He de ponerme los calcetines. El polvo de las calles cubrirá las manchas.»
Apenas se hubo puesto el calcetín ensangrentado, se lo quitó con un gesto de horror e inquietud.
Pero en seguida recordó que no tenía otros, y se lo volvió a poner, echándose de nuevo a reír.
« ¡Bah! esto no son más que prejuicios. Todo es relativo en este mundo: los hábitos, las apariencias...,
todo, en fin. »
Sin embargo, temblaba de pies a cabeza.
«Ya está; ya lo tengo puesto y bien puesto.»
Pronto pasó de la hilaridad a la desesperación.
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La escalera, pina y dura, rezumaba suciedad. Las cocinas de los cuatro pisos daban a ella y sus
puertas estaban todo el día abiertas de par en par. El calor era asfixiante. Se veían subir y bajar
ordenanzas con sus carpetas debajo del brazo, agentes y toda suerte de individuos de ambos sexos
que tenían algún asunto en la comisaría. La puerta de las oficinas estaba abierta. Raskolnikov entró
y se detuvo en la antesala, donde había varios mujiks. El calor era allí tan insoportable como en
la escalera. Además, el local estaba recién pintado y se desprendía de él un olor que daba náuseas.
Después de haber esperado un momento, el joven pasó a la pieza contigua. Todas las habitaciones
eran reducidas y bajas de techo. La impaciencia le impedía seguir esperando y le impulsaba a avanzar.
Nadie le prestaba la menor atención. En la segunda dependencia trabajaban varios escribientes que
no iban mucho mejor vestidos que él. Todos tenían un aspecto extraño. Raskolnikov se dirigió a
uno de ellos.
‑¿Qué quieres?
El joven le mostró la citación.
‑¿Es usted estudiante? ‑preguntó otro, tras haber echado una ojeada al papel.
‑Sí, estudiaba.
El escribiente lo observó sin ningún interés. Era un hombre de cabellos enmarañados y mirada
vaga. Parecía dominado por una idea fija.
«Por este hombre no me enteraré de nada. Todo le es indiferente», pensó Raskolnikov.
‑Vaya usted al secretario ‑dijo el escribiente, señalando con el dedo la habitación del fondo.
Raskolnikov se dirigió a ella. Esta pieza, la cuarta, era sumamente reducida y estaba llena de
gente. Las personas que había en ella iban un poco mejor vestidas que las que el joven acababa
de ver. Entre ellas había dos mujeres. Una iba de luto y vestía pobremente. Estaba sentada ante el
secretario y escribía lo que él le dictaba. La otra era de formas opulentas y cara colorada. Vestía
ricamente y llevaba en el pecho un broche de gran tamaño. Estaba aparte y parecía esperar algo.
Raskolnikov presentó el papel al secretario. Éste le dirigió una ojeada y dijo:
‑¡Espere!
Después siguió dictando a la dama enlutada.
El joven respiró. «No me han llamado por lo que yo creía», se dijo. Y fue recobrándose poco a
poco.
Luego pensó: «La menor torpeza, la menor imprudencia puede perderme... Es lástima que no
circule más aire aquí. Uno se ahoga. La cabeza me da más vueltas que nunca y soy incapaz de
discurrir.»
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« ¿Una deuda...? ¿Qué deuda? ‑pensó Raskolnikov‑. El caso es que ya estoy seguro de que no se
me llama por... aquello. »
Se estremeció de alegría. De súbito experimentó un alivio inmenso, indecible, un bienestar inefable.
‑Pero ¿a qué hora le han dicho que viniera? ‑le gritó el ayudante, cuyo mal humor había ido en
aumento‑. Le han citado a las nueve y media, y son ya más de las once.
‑No me han entregado la citación hasta hace un cuarto de hora ‑repuso Raskolnikov en voz no
menos alta. Se había apoderado de él una cólera repentina y se entregaba a ella con cierto placer‑.
¡Bastante he hecho con venir enfermo y con fiebre!
‑¡No grite, no grite!
‑Yo no grito; estoy hablando como debo. Usted es el que grita. Soy estudiante y no tengo por qué
tolerar que se dirijan a mí en ese tono.
Esta respuesta irritó de tal modo al oficial, que no pudo contestar en seguida: sólo sonidos
inarticulados salieron de sus contraídos labios. Después saltó de su asiento.
‑¡Silencio! ¡Está usted en la comisaría! Aquí no se admiten insolencias.
‑¡También usted está en la comisaría! ‑replicó Raskolnikov‑, y, no contento con proferir esos gritos,
está fumando, lo que es una falta de respeto hacia todos nosotros.
Al pronunciar estas palabras experimentaba un placer indescriptible.
El secretario presenciaba la escena con una sonrisa. El fogoso ayudante pareció dudar un momento.
‑¡Eso no le incumbe a usted! ‑respondió al fin con afectados gritos‑. Lo que ha de hacer es prestar
la declaración que se le pide. Enséñele el documento, Aleksandr Grigorievich. Se ha presentado
una denuncia contra usted. ¡Usted no paga sus deudas! ¡Buen pájaro está hecho!
Pero Raskolnikov ya no le escuchaba: se había apoderado ávidamente del papel y trataba, con
visible impaciencia, de hallar la clave del enigma. Una y otra vez leyó el documento, sin conseguir
entender ni una palabra.
‑Pero ¿qué es esto? ‑preguntó al secretario.
‑Un efecto comercial cuyo pago se le reclama. Ha de entregar usted el importe de la deuda, más
las costas, la multa, etcétera, o declarar por escrito en qué fecha podrá hacerlo. Al mismo tiempo,
habrá de comprometerse a no salir de la capital, y también a no vender ni empeñar nada de lo que
posee hasta que haya pagado su deuda. Su acreedor, en cambio, tiene entera libertad para poner en
venta los bienes de usted y solicitar la aplicación de la ley.
‑¡Pero si yo no debo nada a nadie!
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‑En mi casa no hay escándalos ni pendencias, señor capitán ‑se apresuró a decir tan pronto como le
fue posible (hablaba el ruso fácilmente, pero con notorio acento alemán)‑. Ni el menor escándalo
‑ella decía «echkándalo»‑. Lo que ocurrió fue que un caballero llegó embriagado a mi casa... Se
lo voy a contar todo, señor capitán. La culpa no fue mía. Mi casa es una casa seria, tan seria como
yo, señor capitán. Yo no quería «echkándalos»... Él vino como una cuba y pidió tres botellas ‑la
alemana decía «potellas»‑. Después levantó las piernas y empezó a tocar el piano con los pies, cosa
que está fuera de lugar en una casa seria como la mía. Y acabó por romper el piano, lo cual no me
parece ni medio bien. Así se lo dije, y él cogió la botella y empezó a repartir botellazos a derecha e
izquierda. Entonces llamé al portero, y cuando Karl llegó, él se fue hacia Karl y le dio un puñetazo
en un ojo. También recibió Enriqueta. En cuanto a mí, me dio cinco bofetadas. En vista de esta
forma de conducirse, tan impropia de una casa seria, señor capitán, yo empecé a protestar a gritos,
y él abrió la ventana que da al canal y empezó a gruñir como un cerdo. ¿Comprende, señor capitán?
¡Se puso a hacer el cerdo en la ventana! Entonces, Karl empezó a tirarle de los faldones del frac
para apartarlo de la ventana y..., se lo confieso, señor capitán..., se le quedó un faldón en las manos.
Entonces empezó a gritar diciendo que man muss21 pagarle quince rublos de indemnización, y yo,
señor capitán, le di cinco rublos por seis Rock. Como usted ve, no es un cliente deseable. Le doy
mi palabra, señor capitán, de que todo el escándalo lo armó él. Y, además, me amenazó con contar
en los periódicos toda la historia de mi vida.
‑Entonces, ¿es escritor?
‑Sí, señor, y un cliente sin escrúpulos que se permite, aun sabiendo que está en una casa digna...
‑Bueno, bueno; siéntate. Ya te he dicho mil veces...
‑Ilya Petrovich... ‑repitió el secretario, con acento significativo.
El ayudante del comisario le dirigió una rápida mirada y vio que sacudía ligeramente la cabeza.
‑En fin, mi respetable Laviza Ivanovna ‑continuó el oficial‑, he aquí mi última palabra en lo que
a ti concierne. Como se produzca un nuevo escándalo en tu digna casa, te haré enchiquerar, como
soléis decir los de tu noble clase. ¿Has entendido...? ¿De modo que el escritor, el literato, aceptó
cinco rublos por su faldón en tu digna casa? ¡Bien por los escritores! ‑dirigió a Raskolnikov una
mirada despectiva‑. Hace dos días, un señor literato comió en una taberna y pretendió no pagar.
Dijo al tabernero que le compensaría hablando de él en su próxima sátira. Y también hace poco,
en un barco de recreo, otro escritor insultó groseramente a la respetable familia, madre a hija,
de un consejero de Estado. Y a otro lo echaron a puntapiés de una pastelería. Así son todos esos
escritores, esos estudiantes, esos charlatanes... En fin, Laviza Ivanovna, ya puedes marcharte. Pero
ten cuidado, porque no te perderé de vista. ¿Entiendes?
21 Uno debe.
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Laviza Ivanovna empezó a saludar a derecha e izquierda calurosamente, y así, haciendo reverencias,
retrocedió hasta la puerta. Allí tropezó con un gallardo oficial, de cara franca y simpática, encuadrada
por dos soberbias patillas, espesas y rubias. Era el comisario en persona: Nikodim Fomich. Al
verle, Laviza Ivanovna se apresuró a inclinarse por última vez hasta casi tocar el suelo y salió del
despacho con paso corto y saltarín.
‑Eres el rayo, el trueno, el relámpago, la tromba, el huracán ‑dijo el comisario dirigiéndose
amistosamente a su ayudante‑. Te han puesto nervioso y tú te has dejado llevar de los nervios.
Desde la escalera lo he oído.
‑No es para menos ‑replicó en tono indiferente Ilya Petrovich llevándose sus papeles a otra mesa,
con su característico balanceo de hombros‑. Juzgue usted mismo. Ese señor escritor, mejor dicho,
estudiante, es decir, antiguo estudiante, no paga sus deudas, firma pagarés y se niega a dejar la
habitación que tiene alquilada. Por todo ello se le denuncia, y he aquí que este señor se molesta
porque enciendo un cigarrillo en su presencia. ¡Él, que sólo comete villanías! Ahí lo tiene usted.
Mírelo; mire qué aspecto tan respetable tiene.
‑La pobreza no es un vicio, mi buen amigo ‑respondió el comisario‑. Todos sabemos que eres
inflamable como la pólvora. Algo en su modo de ser te habrá ofendido y no has podido contenerte.
Y usted tampoco ‑añadió dirigiéndose amablemente a Raskolnikov‑. Pero usted no le conoce. Es
un hombre excelente, créame, aunque explosivo como la pólvora. Sí, una verdadera pólvora: se
enciende, se inflama, arde y todo pasa: entonces sólo queda un corazón de oro. En el regimiento le
llamaban el «teniente Pólvora».
‑¡Ah, qué regimiento aquél! ‑exclamó Ilya Petrovich, conmovido por los halagos de su jefe aunque
seguía enojado.
Raskolnikov experimentó de súbito el deseo de decir a todos algo desagradable.
‑Escúcheme, capitán ‑dijo con la mayor desenvoltura, dirigiéndose al comisario‑. Póngase en mi
lugar. Estoy dispuesto a presentarle mis excusas si en algo le he ofendido, pero hágase cargo:
soy un estudiante enfermo y pobre, abrumado por la miseria ‑así lo dijo: «abrumado»‑. Tuve que
dejar la universidad, porque no podía atender a mis necesidades. Pero he de recibir dinero: me lo
enviarán mi madre y mi hermana, que residen en el distrito de ***. Entonces pagaré. Mi patrona
es una buena mujer, pero está tan indignada al ver que he perdido los alumnos que tenía y que
no le pago desde hace cuatro meses, que ni siquiera me da mi ración de comida. En cuanto a su
reclamación, no la comprendo. Me exige que le pague en seguida. ¿Acaso puedo hacerlo? Juzguen
ustedes mismos.
‑Todo eso no nos incumbe ‑volvió a decir el secretario.
‑Permítame, permítame. Estoy completamente de acuerdo con usted, pero permítame que les dé
ciertas explicaciones.
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y terrible aislamiento. No era el bochorno de haberse entregado a tan efusivas confidencias ante
Ilya Petrovich, ni la actitud jactanciosa y triunfante del oficial, lo que había producido semejante
revolución en su ánimo. ¡Qué le importaba ya su bajeza! ¡Qué le importaban las arrogancias, los
oficiales, las alemanas, las diligencias, las comisarías...! Aunque le hubiesen condenado a morir
en la hoguera, no se habría inmutado. Es más: apenas habría escuchado la sentencia. Algo nuevo,
jamás sentido y que no habría sabido definir, se había producido en su interior. Comprendía, sentía
con todo su ser que ya no podría conversar sinceramente con nadie, hacer confidencia alguna, no
sólo a los empleados de la comisaría, sino ni siquiera a sus parientes más próximos: a su madre, a
su hermana... Nunca había experimentado una sensación tan extraña ni tan cruel, y el hecho de que
él se diera cuenta de que no se trataba de un sentimiento razonado, sino de una sensación, la más
espantosa y torturante que había tenido en su vida, aumentaba su tormento.
El secretario de la comisaría empezó a dictarle la fórmula de declaración utilizada en tales casos.
«No siéndome posible pagar ahora, prometo saldar mi deuda en... (Tal fecha). Igualmente, me
comprometo a no salir de la capital, a no vender mis bienes, a no regalarlos...»
‑¿Qué le pasa que apenas puede escribir? La pluma se le cae de las manos ‑dijo el secretario,
observando a Raskolnikov atentamente‑. ¿Está usted enfermo?
‑Si... Me ha dado un mareo... Continúe.
‑Ya está. Puede firmar.
El secretario tomó la hoja de manos de Raskolnikov y se volvió hacia los que esperaban.
Raskolnikov entregó la pluma, pero, en vez de levantarse, apoyó los codos en la mesa y hundió la
cabeza entre las manos. Tenía la sensación de que le estaban barrenando el cerebro. De súbito le
acometió un pensamiento incomprensible: levantarse, acercarse al comisario y referirle con todo
detalle el episodio de la vieja; luego llevárselo a su habitación y mostrarle las joyas escondidas
detrás del papel de la pared. Tan fuerte fue este impulso que se levantó dispuesto a llevar a cabo el
propósito, pero de pronto se dijo: «¿No será mejor que lo piense un poco, aunque sea un minuto...?
No, lo mejor es no pensarlo y quitarse de encima cuanto antes esta carga.
Pero se detuvo en seco y quedó clavado en el sitio. El comisario hablaba acaloradamente con Ilya
Petrovich. Raskolnikov le oyó decir:
‑Es absurdo. Habrá que ponerlos en libertad a los dos. Todo contradice semejante acusación. Si
hubiesen cometido el crimen, ¿con qué fin habrían ido a buscar al portero? ¿Para delatarse a
sí mismos? ¿Para desorientar? No, es un ardid demasiado peligroso. Además, a Pestryakov, el
estudiante, le vieron los dos porteros y una tendera ante la puerta en el momento en que llegó.
Iba acompañado de tres amigos que le dejaron pero en cuya presencia preguntó al portero en qué
piso vivía la vieja. ¿Habría hecho esta pregunta si hubiera ido a la casa con el propósito que se le
atribuye? En cuanto a Koch, estuvo media hora en la orfebrería de la planta baja antes de subir a
casa de la vieja. Eran exactamente las ocho menos cuarto cuando subió. Reflexionemos...
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‑Permítame. ¿Qué explicación puede darse a la contradicción en que han incurrido? Afirman que
llamaron, que la puerta estaba cerrada. Sin embargo, tres minutos después, cuando vuelven a subir
con el portero, la puerta está abierta.
‑Ésa es la cuestión principal. No cabe duda de que el asesino estaba en el piso y había echado el
cerrojo. Seguro que lo habrían atrapado si Koch no hubiese cometido la tontería de abandonar la
guardia para bajar en busca de su amigo. El asesino aprovechó ese momento para deslizarse por la
escalera y escapar ante sus mismas narices. Koch está aterrado; no cesa de santiguarse y decir que
si se hubiese quedado junto a la puerta del piso, el asesino se habría arrojado sobre él y le habría
abierto la cabeza de un hachazo. Va a hacer cantar un Te Deum22...
‑¿Y nadie ha visto al asesino?
‑¿Cómo quiere usted que lo vieran? ‑dijo el secretario, que desde su puesto estaba atento a la
conversación‑. Esa casa es un arca de Noé.
‑La cosa no puede estar más clara ‑dijo el comisario, en un tono de convicción.
‑Por el contrario, está oscurísima ‑replicó Ilya Petrovich.
Raskolnikov cogió su sombrero y se dirigió a la puerta. Pero no llegó a ella...
Cuando volvió en sí, se vio sentado en una silla. Alguien le sostenía por el lado derecho. A su
izquierda, otro hombre le presentaba un vaso amarillento lleno de un líquido del mismo color. El
comisario, Nikodim Fomich, de pie ante él, le miraba fijamente. Raskolnikov se levantó.
‑¿Qué le ha pasado? ¿Está enfermo? ‑le preguntó el comisario secamente.
‑Apenas podía sostener la pluma hace un momento, cuando escribía su declaración ‑observó el
secretario, volviendo a sentarse y empezando de nuevo a hojear papeles.
‑¿Hace mucho tiempo que está usted enfermo? ‑gritó Ilya Petrovich desde su mesa, donde también
estaba hojeando papeles. Se había acercado como todos los demás, a Raskolnikov y le había
examinado durante su desvanecimiento. Cuando vio que volvía en sí, se apresuró a regresar a su
puesto.
‑Desde anteayer ‑balbuceó Raskolnikov.
‑¿Salió usted ayer?
‑Sí.
‑¿Aun estando enfermo?
‑Sí.
22 En latín: “A ti, Dios”, es uno de los primeros himnos cristianos, tradicional de acción de gracias.
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Capítulo II
¿Y si el registro se ha efectuado ya? También podría ser que me encontrase con la policía en casa.»
Pero en su habitación todo estaba en orden y no había nadie. Nastasya no había tocado nada.
«Señor, ¿cómo habré podido dejar las joyas ahí?»
Corrió al rincón, introdujo la mano detrás del papel, retiró todos los objetos y fue echándolos en
sus bolsillos. En total eran ocho piezas: dos cajitas que contenían pendientes o algo parecido (no
se detuvo a mirarlo); cuatro pequeños estuches de tafilete; una cadena de reloj envuelta en un
trozo de papel de periódico, y otro envoltorio igual que, al parecer, contenía una condecoración.
Raskolnikov repartió todo esto por sus bolsillos, procurando que no abultara demasiado, cogió
también la bolsita y salió de la habitación, dejando la puerta abierta de par en par.
Avanzaba con paso rápido y firme. Estaba rendido, pero conservaba la lucidez mental. Temía que
la policía estuviera ya tomando medidas contra él; que al cabo de media hora, o tal vez sólo de un
cuarto, hubiera decidido seguirle. Por lo tanto, había que apresurarse a hacer desaparecer aquellos
objetos reveladores. No debía cejar en este propósito mientras le quedara el menor residuo de
fuerzas y de sangre fría... ¿Adónde ir...? Este punto estaba ya resuelto. «Arrojaré las cosas al canal
y el agua se las tragará, de modo que no quedará ni rastro de este asunto.» Así lo había decidido la
noche anterior, en medio de su delirio, e incluso había intentado varias veces levantarse para llevar
a cabo cuanto antes la idea.
Sin embargo, la ejecución de este plan presentaba grandes dificultades. Durante más de media hora
se limitó a errar por el malecón del canal, inspeccionando todas las escaleras que conducían al agua.
En ninguna podía llevar a la práctica su propósito. Aquí había un lavadero lleno de lavanderas,
allí varias barcas amarradas a la orilla. Además, el malecón estaba repleto de transeúntes. Se le
podía ver desde todas partes, y a quien lo viera le extrañaría que un hombre bajara las escaleras
expresamente para echar una cosa al agua. Por añadidura, los estuches podían quedar flotando, y
entonces todo el mundo los vería. Lo peor era que las personas con que se cruzaba le miraban de un
modo singular, como si él fuera lo único que les interesara. « ¿Por qué me mirarán así? ‑se decía‑.
¿O todo será obra de mi imaginación? »
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Al fin pensó que acaso sería preferible que se dirigiera al Neva. En sus malecones había menos
gente. Allí llamaría menos la atención, le sería más fácil tirar las joyas y ‑detalle importantísimo‑
estaría más lejos de su barrio.
De pronto se preguntó, asombrado, por qué habría estado errando durante media hora ansiosamente
por lugares peligrosos, cuando se le ofrecía una solución tan clara. Había perdido media hora entera
tratando de poner en práctica un plan insensato forjado en un momento de desvarío. Cada vez era
más propenso a distraerse, su memoria vacilaba, y él se daba cuenta de ello. Había que apresurarse.
Se dirigió al Neva por la avenida V***. Pero por el camino tuvo otra idea. ¿Por qué ir al Neva?
¿Por qué arrojar los objetos al agua? ¿No era preferible ir a cualquier lugar lejano, a las islas,
por ejemplo, buscar un sitio solitario en el interior de un bosque y enterrar las cosas al pie de un
árbol, anotando cuidadosamente el lugar donde se hallaba el escondite? Aunque sabía que en aquel
momento era incapaz de razonar lógicamente, la idea le pareció sumamente práctica.
Pero estaba escrito que no había de llegar a las islas. Al desembocar en la plaza que hay al final
de la avenida V*** vio a su izquierda la entrada de un gran patio protegido por altos muros. A
la derecha había una pared que parecía no haber estado pintada nunca y que pertenecía a una
casa de altura considerable. A la izquierda, paralela a esta pared, corría una valla de madera que
penetraba derechamente unos veinte pasos en el patio y luego se desviaba hacia la izquierda.
Esta empalizada limitaba un terreno desierto y cubierto de materiales. Al fondo del patio había
un cobertizo cuyo techo rebasaba la altura de la valla. Este cobertizo debía de ser un taller de
carpintería, de guarnicionería o algo similar. Todo el suelo del patio estaba cubierto de un negro
polvillo de carbón.
«He aquí un buen sitio para tirar las joyas ‑pensó‑. Después se va uno, y asunto concluido.»
Advirtiendo que no había nadie, penetró en el patio. Cerca de la puerta, ante la empalizada, había
uno de esos canalillos que suelen verse en los edificios donde hay talleres. En la valla, sobre el
canal, alguien había escrito con tiza y con las faltas de rigor: «Proivido acer aguas menores.»
Desde luego, Raskolnikov no pensaba llamar la atención deteniéndose allí. Pensó: «Podría tirarlo
todo aquí, en cualquier parte, y marcharme.
Miró nuevamente en todas direcciones y se llevó la mano al bolsillo. Pero en ese momento vio
cerca del muro exterior, entre la puerta y el pequeño canal, una enorme piedra sin labrar, que debía
de pesar treinta kilos largos. Del otro lado del muro, de la calle, llegaba el rumor de la gente,
siempre abundante en aquel lugar. Desde fuera nadie podía verle, a menos que se asomara al patio.
Sin embargo, esto podía suceder; por lo tanto, había que obrar rápidamente.
Se inclinó sobre la piedra, la cogió con ambas manos por la parte de arriba, reunió todas sus fuerzas
y consiguió darle la vuelta. En el suelo apareció una cavidad. Raskolnikov vació en ella todo lo que
llevaba en los bolsillos. La bolsita fue lo último que depositó. Sólo el fondo de la cavidad quedó
ocupado. Volvió a rodar la piedra y ésta quedó en el sitio donde antes estaba. Ahora sobresalía un
poco más; pero Raskolnikov arrastró hasta ella un poco de tierra con el pie y todo quedó como si
no se hubiera tocado.
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Salió y se dirigió a la plaza. De nuevo una alegría inmensa, casi insoportable, se apoderó
momentáneamente de él. No había quedado ni rastro. « ¿Quién podrá pensar en esa piedra? ¿A
quién se le ocurrirá buscar debajo? Seguramente está ahí desde que construyeron la casa, y Dios
sabe el tiempo que permanecerá en ese sitio todavía. Además, aunque se encontraran las joyas,
¿quién pensaría en mí? Todo ha terminado. Ha desaparecido hasta la última prueba. » Se echó a
reír. Sí, más tarde recordó que se echó a reír con una risita nerviosa, muda, persistente. Aún se reía
cuando atravesó la plaza. Pero su hilaridad cesó repentinamente cuando llegó al bulevar donde días
atrás había encontrado a la jovencita embriagada.
Otros pensamientos acudieron a su mente. Le aterraba la idea de pasar ante el banco donde se había
sentado a reflexionar cuando se marchó la muchacha. El mismo temor le infundía un posible nuevo
encuentro con el gendarme bigotudo al que había entregado veinte kopeks. ¡El diablo se lo lleve!
Siguió su camino, lanzando en todas direcciones miradas coléricas y distraídas. Todos sus
pensamientos giraban en torno a un solo punto, cuya importancia reconocía. Se daba perfecta
cuenta de que por primera vez desde hacía dos meses se enfrentaba a solas y abiertamente con el
asunto.
« ¡Que se vaya todo al diablo! ‑se dijo de pronto, en un arrebato de cólera‑. El vino está escanciado
y hay que beberlo. El demonio se lleve a la vieja y a la nueva vida... ¡Qué estúpido es todo
esto, Señor! ¡Cuántas mentiras he dicho hoy! ¡Y cuántas bajezas he cometido! ¡En qué miserables
vulgaridades he incurrido para atraerme la benevolencia del detestable Ilya Petrovich! Pero, ¡bah!,
qué importa. Me río de toda esa gente y de las torpezas que yo haya podido cometer. No es esto lo
que debo pensar ahora... »
De súbito se detuvo; acababa de planteársele un nuevo problema, tan inesperado como sencillo,
que le dejó atónito. «Si, como crees, has procedido en todo este asunto como un hombre inteligente
y no como un imbécil, si perseguías una finalidad claramente determinada, ¿cómo se explica que
no hayas dirigido ni siquiera una ojeada al interior de la bolsita, que no te hayas preocupado de
averiguar lo que ha producido ese acto por el que has tenido que afrontar toda suerte de peligros y
horrores? Hace un momento estabas dispuesto a arrojar al agua esa bolsa, esas joyas que ni siquiera
has mirado... ¿Qué explicación puedes dar a esto?»
Todas estas preguntas tenían un sólido fundamento. Lo sabia desde antes de hacérselas. La noche en
que había resuelto tirarlo todo al agua había tomado esta decisión sin vacilar, como si hubiese sido
imposible obrar de otro modo. Sí, sabía todas estas cosas y recordaba hasta los menores detalles.
Sabía que todo había de ocurrir como estaba ocurriendo; lo sabía desde el momento mismo en que
había sacado los estuches del arca sobre la cual estaba inclinado... Sí, lo sabía perfectamente.
«La causa de todo es que estoy muy enfermo ‑se dijo al fin sombriamente‑. Me torturo y me hiero a
mí mismo. Soy incapaz de dirigir mis actos. Ayer, anteayer y todos estos días no he hecho más que
martirizarme... Cuando esté curado, ya no me atormentaré. Pero ¿y si no me curo nunca? ¡Señor,
qué harto estoy de toda esta historia...!»
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Mientras así reflexionaba, proseguía su camino. Anhelaba librarse de estas preocupaciones, pero
no sabía cómo podría conseguirlo. Una sensación nueva se apoderó de él con fuerza irresistible,
y su intensidad aumentaba por momentos. Era un desagrado casi físico, un desagrado pertinaz,
rencoroso, por todo lo que encontraba en su camino, por todas las cosas y todas las personas que lo
rodeaban. Le repugnaban los transeúntes, sus caras, su modo de andar, sus menores movimientos.
Sentía deseos de escupirles a la cara, estaba dispuesto a morder a cualquiera que le hablase.
Al llegar al malecón del Pequeño Neva, en Vassilyevsky Ostrov, se detuvo en seco cerca del puente.
«Vive en esa casa ‑pensó‑. Pero ¿qué significa esto? Mis pies me han traído maquinalmente a la
vivienda de Razumikhin. Lo mismo me ocurrió el otro día. Esto es verdaderamente chocante. ¿He
venido expresamente o estoy aquí por obra del azar? Pero esto poco importa. El caso es que dije
que vendría a casa de Razumikhin “al día siguiente”. Pues bien, ya he venido. ¿Acaso tiene algo
de particular que le haga una visita?»
Subió al quinto piso. En él habitaba Razumikhin.
Se hallaba éste escribiendo en su habitación. Él mismo fue a abrir. No se habían visto desde hacía
cuatro meses. Llevaba una bata vieja, casi hecha jirones. Sus pies sólo estaban protegidos por unas
pantuflas. Tenía revuelto el cabello. No se había afeitado ni lavado. Se mostró asombrado al ver a
Raskolnikov.
‑¿De dónde sales? ‑exclamó mirando a su amigo de pies a cabeza. Después lanzó un silbido‑.
¿Tan mal te van las cosas? Evidentemente, hermano, nos aventajas a todos en elegancia ‑añadió,
observando los andrajos de su camarada‑. Siéntate; pareces cansado.
Y cuando Raskolnikov se dejó caer en el diván turco, tapizado de una tela vieja y rozada (un diván,
entre paréntesis, peor que el suyo), Razumikhin advirtió que su amigo parecía no encontrarse bien.
‑Tú estás enfermo, muy enfermo. ¿Te has dado cuenta?
Intentó tomarle el pulso, pero Raskolnikov retiró la mano.
‑¡Bah! ¿Para qué? ‑dijo‑. He venido porque... me he quedado sin lecciones..., y yo quisiera... No,
no me hacen falta para nada las lecciones.
Razumikhin le observaba atentamente.
‑¿Sabes una cosa, amigo? Estás delirando.
‑Nada de eso; yo no deliro ‑replicó Raskolnikov levantándose.
Al subir a casa de Razumikhin no había tenido en cuenta que iba a verse frente a frente con su
amigo, y una entrevista, con quienquiera que fuese, le parecía en aquellos momentos lo más odioso
del mundo. Apenas hubo franqueado la puerta del piso, sintió una cólera ciega contra Razumikhin.
‑¡Adiós! ‑exclamó dirigiéndose a la puerta.
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Raskolnikov cogió en silencio el pliego de texto alemán y los tres rublos y se marchó sin pronunciar
palabra. Razumikhin le siguió con una mirada de asombro. Cuando llegó a la primera esquina,
Raskolnikov volvió repentinamente sobre sus pasos y subió de nuevo al alojamiento de su amigo.
Ya en la habitación, dejó el pliego y los tres rublos en la mesa y volvió a marcharse, sin desplegar
los labios.
Razumikhin perdió al fin la paciencia.
‑¡Decididamente, te has vuelto loco! ‑vociferó‑. ¿Qué significa esta comedia? ¿Quieres volverme
la cabeza del revés? ¿Para qué demonio has venido?
‑No necesito traducciones ‑murmuró Raskolnikov sin dejar de bajar la escalera.
‑Entonces, ¿qué es lo que necesitas? ‑le gritó Razumikhin desde el rellano.
Raskolnikov siguió bajando en silencio.
‑Oye, ¿dónde vives?
No obtuvo respuesta.
‑¡Vete al mismísimo infierno!
Pero Raskolnikov estaba ya en la calle. Iba por el puente de Nikolai, cuando una aventura
desagradable le hizo volver en sí momentáneamente. Un cochero cuyos caballos estuvieron a
punto de arrollarlo le dio un fuerte latigazo en la espalda después de haberle dicho a gritos tres o
cuatro veces que se apartase. Este latigazo despertó en él una ira ciega. Saltó hacia el pretil (sólo
Dios sabe por qué hasta entonces había ido por medio de la calzada) rechinando los dientes. Todos
los que estaban cerca se echaron a reír.
‑¡Bien hecho!
‑¡Estos granujas!
‑Conozco a estos bribones. Se hacen el borracho, se meten bajo las ruedas y uno tiene que pagar
daños y perjuicios.
‑Algunos viven de eso.
Aún estaba apoyado en el pretil, frotándose la espalda, ardiendo de ira, siguiendo con la mirada el
coche que se alejaba, cuando notó que alguien le ponía una moneda en la mano. Volvió la cabeza
y vio a una vieja cubierta con un gorro y calzada con borceguíes de piel de cabra, acompañada de
una joven ‑su hija sin duda‑ que llevaba sombrero y una sombrilla verde.
‑Toma esto, hermano, en nombre de Cristo.
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Él tomó la moneda y ellas continuaron su camino. Era una pieza de veinte kopeks. Se comprendía
que, al ver su aspecto y su indumentaria, le hubieran tomado por un mendigo. La generosa ofrenda
de los veinte kopeks se debía, sin duda, a que el latigazo había despertado la compasión de las dos
mujeres.
Apretando la moneda con la mano, dio una veintena de pasos más y se detuvo de cara al río y al
Palacio de Invierno. En el cielo no había ni una nube, y el agua del Neva ‑cosa extraordinaria‑
era casi azul. La cúpula de la catedral de San Isaac (aquél era precisamente el punto de la ciudad
desde donde mejor se veía) lanzaba vivos reflejos. En el transparente aire se distinguían hasta los
menores detalles de la ornamentación de la fachada.
El dolor del latigazo iba desapareciendo, y Raskolnikov, olvidándose de la humillación sufrida.
Una idea, vaga pero inquietante, le dominaba. Permanecía inmóvil, con la mirada fija en la lejanía.
Aquel sitio le era familiar. Cuando iba a la universidad tenía la costumbre de detenerse allí, sobre
todo al regresar (lo había hecho más de cien veces), para contemplar el maravilloso panorama. En
aquellos momentos experimentaba una sensación imprecisa y confusa que le llenaba de asombro.
Aquel cuadro esplendoroso se le mostraba frío, algo así como ciego y sordo a la agitación de la
vida... Esta triste y misteriosa impresión que invariablemente recibía le desconcertaba, pero no se
detenía a analizarla: siempre dejaba para más adelante la tarea de buscarle una explicación...
Ahora recordaba aquellas incertidumbres, aquellas vagas sensaciones, y este recuerdo, a su juicio,
no era puramente casual. El simple hecho de haberse detenido en el mismo sitio que antaño,
como si hubiese creído que podía tener los mismos pensamientos e interesarse por los mismos
espectáculos que entonces, e incluso que hacía poco, le parecía absurdo, extravagante y hasta
algo cómico, a pesar de que la amargura oprimía su corazón. Tenía la impresión de que todo este
pasado, sus antiguos pensamientos e intenciones, los fines que había perseguido, el esplendor de
aquel paisaje que tan bien conocía, se había hundido hasta desaparecer en un abismo abierto a sus
pies... Le parecía haber echado a volar y ver desde el espacio como todo aquello se esfumaba.
Al hacer un movimiento maquinal, notó que aún tenía en su mano cerrada la pieza de veinte
kopeks. Abrió la mano, estuvo un momento mirando fijamente la moneda y luego levantó el brazo
y la arrojó al río.
Inmediatamente emprendió el regreso a su casa. Tenía la impresión de que había cortado, tan
limpiamente como con unas tijeras, todos los lazos que le unían a la humanidad, a la vida...
Caía la noche cuando llegó a su alojamiento. Por lo tanto, había estado vagando durante más de
seis horas. Sin embargo, ni siquiera recordaba por qué calles había pasado. Se sentía tan fatigado
como un caballo después de una carrera. Se desnudó, se tendió en el diván, se echó encima su viejo
sobretodo y se quedó dormido inmediatamente.
La oscuridad era ya completa cuando le despertó un grito espantoso. ¡Qué grito, Señor...! Y
después... Jamás había oído Raskolnikov gemidos, aullidos, sollozos, rechinar de dientes, golpes,
como los que entonces oyó. Nunca habría podido imaginarse un furor tan bestial.
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Se levantó aterrado y se sentó en el diván, trastornado por el horror y el miedo. Pero los golpes, los
lamentos, las invectivas eran cada vez más violentos. De súbito, con profundo asombro, reconoció
la voz de su patrona. La viuda lanzaba ayes y alaridos. Las palabras salían de su boca anhelantes;
debía de suplicar que no le pegasen más, pues seguían golpeándola brutalmente. Esto sucedía en
la escalera. La voz del verdugo no era sino un ronquido furioso; hablaba con la misma rapidez, y
sus palabras, presurosas y ahogadas, eran igualmente ininteligibles.
De pronto, Raskolnikov empezó a temblar como una hoja. Acababa de reconocer aquella voz. Era
la de Ilya Petrovich. Ilya Petrovich estaba allí tundiendo a la patrona. La golpeaba con los pies, y
su cabeza iba a dar contra los escalones; esto se deducía claramente del sonido de los golpes y de
los gritos de la víctima.
Todo el mundo se conducía de un modo extraño. La gente acudía a la escalera, atraída por el
escándalo, y allí se aglomeraba. Salían vecinos de todos los pisos. Se oían exclamaciones, ruidos
de pasos que subían o bajaban, portazos...
« ¿Pero por qué le pegan de ese modo? ¿Y por qué lo consienten los que lo ven? », se preguntó
Raskolnikov, creyendo haberse vuelto loco.
Pero no, no se había vuelto loco, ya que era capaz de distinguir los diversos ruidos...
Por lo tanto, pronto subirían a su habitación. «Porque, seguramente, todo esto es por lo de ayer...
¡Señor, Señor...!»
Intentó pasar el pestillo de la puerta, pero no tuvo fuerzas para levantar el brazo. Por otra parte,
¿para qué? El terror helaba su alma, la paralizaba... Al fin, aquel escándalo que había durado diez
largos minutos se extinguió poco a poco. La patrona gemía débilmente. Ilya Petrovich seguía
profiriendo juramentos y amenazas. Después, también él enmudeció y ya no se le volvió a oír.
« ¡Señor! ¿Se habrá marchado? No, ahora se va. Y la patrona también, gimiendo, hecha un mar de
lágrimas... »
Un portazo. Los inquilinos van regresando a sus habitaciones. Primero lanzan exclamaciones,
discuten, se interpelan a gritos; después sólo cambian murmullos. Debían de ser muy numerosos;
la casa entera debía de haber acudido.
¿Qué significa todo esto, Señor? ¿Para qué, en nombre del cielo, habrá venido este hombre aquí?»
Raskolnikov, extenuado, volvió a echarse en el diván. Pero no consiguió dormirse. Habría
transcurrido una media hora, y era presa de un horror que no había experimentado jamás, cuando,
de pronto, se abrió la puerta y una luz iluminó el aposento. Apareció Nastasya con una bujía23 y un
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plato de sopa en las manos. La sirvienta lo miró atentamente y, una vez segura de que no estaba
dormido, depositó la bujía en la mesa y luego fue dejando todo lo demás: el pan, la sal, la cuchara,
el plato.
‑Seguramente no has comido desde ayer. Te has pasado el día en la calle aunque ardías de fiebre.
‑Oye, Nastasya: ¿por qué le han pegado a la patrona?
Ella lo miró fijamente.
‑¿Quién le ha pegado?
‑Ha sido hace poco..., cosa de una media hora... En la escalera... Ilya Petrovich, el ayudante del
comisario de policía, le ha pegado. ¿Por qué? ¿A qué ha venido...?
Nastasya frunció las cejas y le observó en silencio largamente. Su inquisitiva mirada turbó a
Raskolnikov e incluso llegó a atemorizarle.
‑¿Por qué no me contestas, Nastasya? ‑preguntó con voz débil y acento tímido.
‑Esto es la sangre ‑murmuró al fin la sirvienta, como hablando consigo misma.
‑¿La sangre? ¿Qué sangre? ‑balbuceó él, palideciendo y retrocediendo hacia la pared.
Nastasya seguía observándole.
‑Nadie le ha pegado a la patrona ‑dijo con voz firme y severa.
Él se quedó mirándola, sin respirar apenas.
‑Lo he oído perfectamente ‑murmuró con mayor apocamiento aún‑. No estaba dormido; estaba
sentado en el diván, aquí mismo... lo he estado oyendo un buen rato... El ayudante del comisario
ha venido... Todos los vecinos han salido a la escalera...
‑Aquí no ha venido nadie. Es la sangre lo que te ha trastornado. Cuando la sangre no circula bien,
se cuaja en el hígado y uno delira... Bueno, ¿vas a comer o no?
Raskolnikov no contestó. Nastasya, inclinada sobre él, seguía observándole atentamente y no se
marchaba.
‑Dame agua, Nastasyushka24.
Ella se fue y reapareció al cabo de dos minutos con un cantarillo. Pero en este punto se
interrumpieron los pensamientos de Raskolnikov. Pasado algún tiempo, se acordó solamente de
que había tomado un sorbo de agua fresca y luego vertido un poco sobre su pecho. Inmediatamente
perdió el conocimiento.
24 Diminutivo de Nastasya.
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Capítulo III
Sin embargo, no estuvo por completo inconsciente durante su enfermedad: era el suyo un estado
febril en el que cierta lucidez se mezclaba con el delirio. Andando el tiempo, recordó perfectamente
los detalles de este período. A veces le parecía ver varias personas reunidas alrededor de él. Se
lo querían llevar. Hablaban de él y disputaban acaloradamente. Después se veía solo: inspiraba
horror y todo el mundo le había dejado. De vez en cuando, alguien se atrevía a entreabrir la puerta
y le miraba y le amenazaba. Estaba rodeado de enemigos que le despreciaban y se mofaban de
él. Reconocía a Nastasya y veía a otra persona a la que estaba seguro de conocer, pero que no
recordaba quién era, lo que le llenaba de angustia hasta el punto de hacerle llorar. A veces le parecía
estar postrado desde hacía un mes; otras, creía que sólo llevaba enfermo un día. Pero el... suceso
lo había olvidado completamente. Sin embargo, se decía a cada momento que había olvidado
algo muy importante que debería recordar, y se atormentaba haciendo desesperados esfuerzos de
memoria. Pasaba de los arrebatos de cólera a los de terror. Se incorporaba en su lecho y trataba de
huir, pero siempre había alguien cerca que le sujetaba vigorosamente. Entonces él caía nuevamente
en el diván, agotado, inconsciente. Al fin volvió en sí.
Eran las diez de la mañana. El sol, como siempre que hacía buen tiempo, entraba a aquella hora
en la habitación, trazaba una larga franja luminosa en la pared de la derecha e iluminaba el rincón
inmediato a la puerta. Nastasya estaba a su cabecera. Cerca de ella había un individuo al que
Raskolnikov no conocía y que le observaba atentamente. Era un mozo que tenía aspecto de cobrador.
La patrona echó una mirada al interior por la entreabierta puerta. Raskolnikov se incorporó.
‑¿Quién es, Nastasya? ‑preguntó, señalando al mozo.
‑¡Ya ha vuelto en sí! ‑exclamó la sirvienta.
‑¡Ya ha vuelto en sí! ‑repitió el desconocido.
Al oír estas palabras, la patrona cerró la puerta y desapareció. Era tímida y procuraba evitar los
diálogos y las explicaciones. Tenía unos cuarenta años, era gruesa y fuerte, de ojos oscuros, cejas
negras y aspecto agradable. Mostraba esa bondad propia de las personas gruesas y perezosas y era
exageradamente pudorosa.
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pleno juicio le entregaré treinta y cinco rublos que nuestra casa ha recibido de Afanasy Ivanovich,
el cual ha efectuado el envío por indicación de su madre. Sin duda, ya estaría usted informado de
esto.
‑Sí, sí..., ya recuerdo... Vahrushin... ‑murmuró Raskolnikov, pensativo.
‑¿Oye usted? ‑exclamó Razumikhin‑. Conoce a Vahrushin. Por lo tanto, está en su cabal juicio.
Por otra parte, advierto que también usted es un hombre capacitado. Continúe. Da gusto oír hablar
con sensatez.
‑Pues sí, ese Vahrushin que usted recuerda es Afanasy Ivanovich, el mismo que ya otra vez,
atendiendo a los deseos de su madre, le envió dinero de este mismo modo. Afanasy Ivanovich no
se ha negado a prestarle este servicio y ha informado del asunto a Semyon Zakharovich, rogándole
le haga entrega de treinta y cinco rublos. Aquí están.
‑Emplea usted expresiones muy acertadas. Yo adoro también a esa madre. Y ahora juzgue usted
mismo: ¿está o no en posesión de sus facultades mentales?
‑Le advierto que eso está fuera de mi incumbencia. Aquí se trata de que me eche una firma.
‑Se la echará. ¿Es un libro donde ha de firmar?
‑Sí, aquí lo tiene.
‑Traiga... Vamos, Rodya; un pequeño esfuerzo. Incorpórate; yo te sostendré. Coge la pluma y pon
tu nombre. En nuestros días, el dinero es la más dulce de las mieles.
‑No vale la pena ‑dijo Raskolnikov rechazando la pluma.
‑¿Qué es lo que no vale la pena?
‑Firmar. No quiero firmar.
‑¡Ésa es buena! En este caso, la firma es necesaria.
‑Yo no necesito dinero.
‑¿Que no necesitas dinero? Hermano, eso es una solemne mentira. Sé muy bien que el dinero te
hace falta... Le ruego que tenga un poco de paciencia. Esto no es nada... Tiene sueños de grandeza.
Estas cosas le ocurren incluso cuando su salud es perfecta. Usted es un hombre de buen sentido.
Entre los dos le ayudaremos, es decir, le llevaremos la mano, y firmará. ¡Hala, vamos!
‑Puedo volver a venir.
‑No, no. ¿Para qué tanta molestia...? ¡Usted es un hombre de buen sentido...! ¡Vamos, Rodya; no
entretengas a este señor! ¡Ya ves que está esperando!
Y se dispuso a coger la mano de su amigo.
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‑Corre en busca del té, Nastasya; pues, en lo que concierne a esta pócima, me parece que podemos
pasar por alto las reglas de la facultad... ¡Ah! ¡Llegó la cerveza!
Se sentó a la mesa, acercó a él la sopa y el plato de carne y empezó a devorar con tanto apetito
como si no hubiera comido en tres días.
‑Ahora, amigo Rodya, como aquí, en tu habitación, todos los días ‑masculló con la boca llena‑. Ha
sido cosa de Pashenka, tu amable patrona. Yo, como es natural, no le llevo la contraria. Pero aquí
llega Nastasya con el té. ¡Qué lista es esta muchacha! ¿Quieres cerveza, Nastenka26?
‑No gaste bromas.
‑¿Y té?
‑¡Hombre, eso...!
‑Sírvete... No, espera. Voy a servirte yo. Déjalo todo en la mesa.
Inmediatamente se posesionó de su papel de anfitrión y llenó primero una taza y después otra.
Seguidamente dejó su almuerzo y fue a sentarse de nuevo en el diván. Otra vez rodeó la cabeza
del enfermo con un brazo, la levantó y empezó a dar a su amigo cucharaditas de té, sin olvidarse
de soplar en ellas con tanto esmero como si fuera éste el punto esencial y salvador del tratamiento.
Raskolnikov aceptaba en silencio estas solicitudes. Se sentía lo bastante fuerte para incorporarse,
sentarse en el diván, sostener la cucharilla y la taza, e incluso andar, sin ayuda de nadie; pero,
llevado de una especie de astucia, misteriosa e instintiva, se fingía débil, e incluso algo idiotizado,
sin dejar de tener bien agudizados la vista y el oído.
Pero llegó un momento en que no pudo contener su mal humor: después de haber tomado una
decena de cucharaditas de té, libertó su cabeza con un brusco movimiento, rechazó la cucharilla y
dejó caer la cabeza en la almohada (ahora dormía con verdaderas almohadas rellenas de plumón
y cuyas fundas eran de una blancura inmaculada). Raskolnikov observó este detalle y se sintió
vivamente interesado.
‑Es necesario que Pashenka nos envíe hoy mismo la frambuesa en dulce para prepararle un jarabe
‑dijo Razumikhin volviendo a la mesa y reanudando su interrumpido almuerzo.
‑¿Pero de dónde sacará las frambuesas? ‑preguntó Nastasya, que mantenía un platillo sobre la
palma de su mano, con todos los dedos abiertos, y vertía el té en su boca, gota a gota haciéndolo
pasar por un terrón de azúcar que sujetaba con los labios.
‑Pues las sacará, sencillamente, de la frutería, mi querida Nastasya... No puedes figurarte, Rodya,
las cosas que han pasado aquí durante tu enfermedad. Cuando saliste corriendo de mi casa como
un ladrón, sin decirme dónde vivías, decidí buscarte hasta dar contigo, para vengarme. En seguida
26 Diminutivo de Nastasya.
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empecé las investigaciones. ¡Lo que corrí, lo que interrogué...! No me acordaba de tu dirección
actual, o tal vez, y esto es lo más probable, nunca la supe. De tu antiguo domicilio, lo único que
recordaba era que estaba en el edificio Harlamov, en las Cinco Esquinas... ¡Me harté de buscar!
Y al fin resultó que no estaba en el edificio Harlamov, sino en la casa Buch. ¡Nos armamos a
veces unos líos con los nombres...! Estaba furioso. Al día siguiente se me ocurrió ir a las oficinas
de empadronamiento, y cuál no sería mi sorpresa al ver que al cabo de dos minutos me daban tu
dirección actual. Estás inscrito.
‑¿Inscrito yo?
‑¡Claro! En cambio, no pudieron dar las señas del general Kobelev, que solicitaron mientras yo
estaba allí. En fin, abreviemos. Apenas llegué allí, se me informó de todo lo que te había ocurrido,
de todo absolutamente. Sí, lo sé todo. Se lo puedes preguntar a Nastasya. He trabado conocimiento
con el comisario Nikodim Fomich, me han presentado a Ilya Petrovich, y conozco al portero, y
al secretario Aleksandr Grigorievich Zamyotov. Finalmente, cuento con la amistad de Pashenka.
Nastasya es testigo.
‑La has engatusado.
Y, al decir esto, la sirvienta sonreía maliciosamente.
‑Debes echar el azúcar en el té en vez de beberlo así, Nastasya Nikiforovna.
‑¡Oye, mal educado! ‑replicó Nastasya. Pero en seguida se echó a reír de buena gana. Cuando se
hubo calmado continuó‑: Soy Petrovna y no Nikiforovna.
‑Lo tendré presente... Pues bien, amigo Rodya, dicho en dos palabras, yo me propuse cortar de
cuajo, utilizando medios heroicos, cuantos prejuicios existían acerca de mi persona, pues es el
caso que Pashenka tuvo conocimiento de mis veleidades... Por eso no esperaba que fuese tan...
complaciente. ¿Qué opinas tú de todo esto?
Raskolnikov no contestó: se limitó a seguir fijando en él una mirada llena de angustia.
‑Sí, está incluso demasiado bien informada ‑dijo Razumikhin, sin que le afectara el silencio de
Raskolnikov y como si asintiera a una respuesta de su amigo‑. Conoce todos los detalles.
‑¡Qué frescura! ‑exclamó Nastasya, que se retorcía de risa oyendo las genialidades de Razumikhin.
‑El mal está, querido Rodya, en que desde el principio seguiste una conducta equivocada.
Procediste con ella con gran torpeza. Esa mujer tiene un carácter lleno de imprevistos. En fin,
ya hablaremos de esto en mejor ocasión. Pero es incomprensible que hayas llegado a obligarla a
retirarte la comida... ¿Y qué decir del pagaré? Sólo no estando en tu juicio pudiste firmarlo. ¡Y ese
proyecto de matrimonio con Natalya Yegorovna...! Ya ves que estoy al corriente de todo... Pero
advierto que estoy tocando un punto delicado... Perdóname; soy un asno... Y, ya que hablamos de
esto, ¿no opinas que Praskovya Pavlovna es menos necia de lo que parece a primera vista?
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‑Sí ‑respondió Raskolnikov entre dientes y volviendo la cabeza, pues había comprendido que era
más prudente dar la impresión de que aceptaba el diálogo.
‑¿Verdad que sí? ‑exclamó Razumikhin, feliz ante el hecho de que Raskolnikov le hubiera
contestado. Pero esto no quiere decir que sea inteligente. No, ni mucho menos. Tiene un carácter
verdaderamente raro. A mí me desorienta a veces, palabra. No cabe duda de que ya ha cumplido los
cuarenta, y dice que tiene treinta y seis, aunque bien es verdad que su aspecto autoriza el embuste.
Por lo demás, te juro que yo sólo puedo juzgarla desde un punto de vista intelectual, puramente
metafísico, por decirlo así. Pues nuestras relaciones son las más singulares del mundo. Yo no las
comprendo... En fin, volvamos a nuestro asunto. Cuando ella vio que dejabas la universidad, que
no dabas lecciones, que ibas mal vestido, y, por otra parte, cuando ya no te pudo considerar como
persona de la familia, puesto que su hija había muerto, la inquietud se apoderó de ella. Y tú, para
acabar de echarlo a perder, empezaste a vivir retirado en tu rincón. Entonces ella decidió que te
fueras de su casa. Ya hacía tiempo que esta idea rondaba su imaginación. Y te hizo firmar ese
pagaré que, según le aseguraste, pagaría tu madre...
‑Esto fue una vileza mía ‑declaró Raskolnikov con voz clara y vibrante‑. Mi madre está poco
menos que en la miseria. Mentí para que siguiera dándome habitación y comida.
‑Es un proceder muy razonable. Lo que te echó todo a perder fue la conducta del señor Tchebarov,
consejero y hombre de negocios. Sin su intervención, Pashenka no habría dado ningún paso contra
ti: es demasiado tímida para eso. Pero el hombre de negocios no conoce la timidez, y lo primero
que hizo fue preguntar: « ¿Es solvente el firmante del efecto? » Contestación: «Sí, pues tiene una
madre que con su pensión de ciento veinte rublos pagará la deuda de su Rodienka27, aunque para
ello haya de quedarse sin comer; y también tiene una hermana que se vendería como esclava
por él.» En esto se basó el señor Tchebarov... Pero ¿por qué te alteras? Conozco toda la historia.
Comprendo que te expansionaras con Praskovya Pavlovna cuando veías en ella a tu futura suegra,
pero..., te lo digo amistosamente, ahí está el quid de la cuestión. El hombre honrado y sensible
se entrega fácilmente a las confidencias, y el hombre de negocios las recoge para aprovecharse.
En una palabra, ella endosó el pagaré a Tchebarov, y éste no vaciló en exigir el pago. Cuando me
enteré de todo esto, me propuse, obedeciendo a la voz de mi conciencia, arreglar el asunto un poco
a mi modo, pero, entre tanto, se estableció entre Pashenka y yo una corriente de buena armonía, y
he puesto fin al asunto atacándolo en sus raíces, por decirlo así. Hemos hecho venir a Tchebarov, le
hemos tapado la boca con una pieza de diez rublos y él nos ha devuelto el pagaré. Aquí lo tienes;
tengo el honor de devolvértelo. Ahora solamente eres deudor de palabra. Tómalo.
Razumikhin depositó el documento en la mesa. Raskolnikov le dirigió una mirada y volvió la
cabeza sin desplegar los labios. Razumikhin se molestó.
‑Ya veo, querido Rodya, que vuelves a las andadas. Confiaba en distraerte y divertirte con mi
charla, y veo que no consigo sino irritarte.
27 Diminutivo de Rodya.
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‑¿Eres tú el que no conseguía reconocer durante mi delirio? ‑preguntó Raskolnikov, tras un breve
silencio y sin volver la cabeza.
‑Sí, mi presencia incluso te horrorizaba. El día que vine acompañado de Zamyotov te produjo
verdadero espanto.
‑¿Zamyotov, el secretario de la comisaría? ¿Por qué lo trajiste?
Para hacer estas preguntas, Raskolnikov se había vuelto con vivo impulso hacia Razumikhin y le
miraba fijamente.
‑Pero ¿qué te pasa? Te has turbado. Deseaba conocerte. ¡Habíamos hablado tanto de ti! Por él he
sabido todas las cosas que te he contado. Es un excelente muchacho, Rodya, y más que excelente...,
dentro de su género, claro es. Ahora somos muy amigos; nos vemos casi todos los días. Porque,
¿sabes una cosa? Me he mudado a este barrio. Hace poco. Oye, ¿te acuerdas de Laviza Ivanovna?
‑¿He hablado durante mi delirio?
‑¡Ya lo creo!
‑¿Y qué decía?
‑Pues ya lo puedes suponer: esas cosas que dice uno cuando no está en su juicio... Pero no perdamos
tiempo. Hablemos de nuestro asunto.
Se levantó y cogió su gorra.
‑¿Qué decía?
‑¡Mira que eres testarudo! ¿Acaso temes haber revelado algún secreto? Tranquilízate: no has dicho
ni una palabra de tu condesa. Has hablado mucho de un bulldog, de pendientes, de cadenas de
reloj, de la isla Krestovsky, de un portero... Nikodim Fomich e Ilya Petrovich estaban también
con frecuencia en tus labios. Además, parecías muy preocupado por una de tus botas, seriamente
preocupado. No cesabas de repetir, gimoteando: «Dádmela; la quiero». El mismo Zamyotov
empezó a buscarla por todas partes, y no le importó traerte esa porquería con sus manos, blancas,
perfumadas y llenas de sortijas. Cuando recibiste esa asquerosa bota te calmaste. La tuviste en tus
manos durante veinticuatro horas. No fue posible quitártela. Todavía debe de estar en el revoltijo
de tu ropa de cama. También reclamabas unos bajos de pantalón deshilachados. ¡Y en qué tono
tan lastimero los pedías! Había que oírte. Hicimos todo lo posible por averiguar de qué bajos se
trataba. Pero no hubo medio de entenderte... Y vamos ya a nuestro asunto. Aquí tienes tus treinta
y cinco rublos. Tomo diez, y dentro de un par de horas estaré de vuelta y te explicaré lo que he
hecho con ellos. He de pasar por casa de Zosimov. Hace rato que debería haber venido, pues son
más de las once... Y tú, Nastenka, no te olvides de subir frecuentemente durante mi ausencia, para
ver si quiere agua o alguna otra cosa. El caso es que no le falte nada... A Pashenka ya le daré las
instrucciones oportunas al pasar.
‑Siempre le llama Pashenka, el muy bribón ‑dijo Nastasya apenas hubo salido el estudiante.
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Acto seguido abrió la puerta y se puso a escuchar. Pero muy pronto, sin poder contenerse, se fue a
toda prisa escaleras abajo. Sentía gran curiosidad por saber lo que Razumikhin decía a la patrona.
Pero lo cierto era que el joven parecía haberla subyugado.
Apenas cerró Nastasya la puerta y se fue, el enfermo echó a sus pies la cubierta y saltó al suelo.
Había esperado con impaciencia angustiosa, casi convulsiva, el momento de quedarse solo para
poder hacer lo que deseaba. Pero ¿qué era lo que deseaba hacer? No conseguía acordarse.
«Señor: sólo quisiera saber una cosa. ¿Lo saben todo o lo ignoran todavía? Tal vez están aleccionados
y no dan a entender nada porque estoy enfermo. Acaso me reserven la sorpresa de aparecer un día
y decirme que lo saben todo desde hace tiempo y que sólo callaban porque... Pero ¿qué iba yo a
hacer? Lo he olvidado. Parece hecho adrede. Lo he olvidado por completo. Sin embargo, estaba
pensando en ello hace apenas un minuto...»
Permanecía en pie en medio de la habitación y miraba a su alrededor con un gesto de angustia.
Luego se acercó a la puerta, la abrió, aguzó el oído... No, aquello no estaba allí... De súbito creyó
acordarse y, corriendo al rincón donde el papel de la pared estaba desgarrado, introdujo su mano
en el hueco y hurgó... Tampoco estaba allí. Entonces se fue derecho a la estufa, la abrió y buscó
entre las cenizas.
¡Allí estaban los bajos deshilachados del pantalón y los retales del forro del bolsillo! Por lo tanto,
nadie había buscado en la estufa. Entonces se acordó de la bota de que Razumikhin acababa de
hablarle. Ciertamente estaba allí, en el diván, cubierta apenas por la colcha, pero era tan vieja y
estaba tan sucia de barro, que Zamyotov no podía haber visto nada sospechoso en ella.
«Zamyotov..., la comisaría... ¿Por qué me habrán citado? ¿Dónde está la citación...? Pero ¿qué
digo? ¡Si fue el otro día cuando tuve que ir...! También entonces examiné la bota... ¿Para qué habrá
venido Zamyotov? ¿Por qué lo habrá traído Razumikhin?»
Estaba extenuado. Volvió a sentarse en el diván.
« ¿Pero qué me sucede? ¿Estoy delirando todavía o todo esto es realidad? Yo creo que es realidad...
¡Ahora me acuerdo de una cosa! ¡Huir, hay que huir, y cuanto antes...! Pero ¿adónde? Además
¿dónde está mi ropa? No tengo botas tampoco... Ya sé: me las han quitado, las han escondido...
Pero ahí está mi abrigo. Sin duda se ha librado de las investigaciones... Y el dinero está sobre la
mesa, afortunadamente... ¡Y el pagaré...! Cogeré el dinero y me iré a alquilar otra habitación,
donde no puedan encontrarme... Sí, pero ¿y la oficina de empadronamiento? Me descubrirán.
Razumikhin daría conmigo... Es mejor irse lejos, fuera del país, a América... Desde allí me reiré
de ellos... Cogeré el pagaré: en América me será útil... ¿Qué más me llevaré...? Creen que estoy
enfermo y que no me puedo marchar... ¡Ja, ja, ja...! He leído en sus ojos que lo saben todo... Lo
que me inquieta es tener que bajar esta escalera... Porque puede estar vigilada la salida, y entonces
me daría de manos a boca con los agentes... Pero ¿qué hay allí? ¡Caramba, té! ¡Y cerveza, media
botella de cerveza fresca! »
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Cogió la botella, que contenía aún un buen vaso de cerveza, y se la bebió de un trago. Experimentó
una sensación deliciosa, pues el pecho le ardía. Pero un minuto después ya se le había subido la
bebida a la cabeza. Un ligero y no desagradable estremecimiento le recorrió la espalda. Se echó en
el diván y se cubrió con la colcha. Sus pensamientos, ya confusos e incoherentes, se enmarañaban
cada vez más. Pronto se apoderó de él una dulce somnolencia. Apoyó voluptuosamente la cabeza
en la almohada, se envolvió con la colcha que había sustituido a la vieja y destrozada manta, lanzó
un débil suspiro y se sumió en un profundo y saludable sueño.
Le despertó un ruido de pasos, abrió los ojos y vio a Razumikhin, que acababa de abrir la puerta
y se había detenido en el umbral, vacilante. Raskolnikov se levantó inmediatamente y se quedó
mirándole con la expresión del que trata de recordar algo. Razumikhin exclamó:
‑¡Ya veo que estás despierto...! Bueno, aquí me tienes...
Y gritó, asomándose a la escalera:
‑¡Nastasya, sube el paquete!
Luego añadió, dirigiéndose a Raskolnikov:
‑Te voy a presentar las cuentas.
‑¿Qué hora es? ‑preguntó el enfermo, paseando a su alrededor una mirada inquieta.
‑Has echado un buen sueño, amigo. Deben de ser las seis de la tarde. Has dormido más de seis
horas.
‑¡Seis horas durmiendo, Señor...!
‑No hay ningún mal en ello. Por el contrario, el sueño es beneficioso. ¿Acaso tenías algún negocio
urgente? ¿Una cita? Para eso siempre hay tiempo. Hace ya tres horas que estoy esperando que te
despiertes. He pasado dos veces por aquí y seguías durmiendo. También he ido dos veces a casa de
Zosimov. No estaba... Pero no importa: ya vendrá... Además, he tenido que hacer algunas cosillas.
Hoy me he mudado de domicilio, llevándome a mi tío con todo lo demás..., pues has de saber
que tengo a mi tío en casa. Bueno, ya hemos hablado bastante de cosas inútiles. Vamos a lo que
interesa. Trae el paquete, Nastasya... ¿Y tú cómo estás, amigo mío?
‑Me siento perfectamente. Ya no estoy enfermo... Oye, Razumikhin: ¿hace mucho tiempo que
estás aquí?
‑Ya te he dicho que hace tres horas que estoy esperando que te despiertes.
‑No, me refiero a antes.
‑¿Cómo a antes?
‑¿Desde cuándo vienes aquí?
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el mundo hay que observar las exigencias de las estaciones. Si uno no pide espárragos en invierno,
ahorra unos cuantos rublos. Y lo mismo pasa con la ropa. Estamos en pleno verano: por eso he
comprado prendas estivales. Cuando llegue el otoño necesitarás ropa de más abrigo. Por lo tanto,
habrás de dejar ésta, que, por otra parte, estará hecha jirones... Bueno, adivina lo que han costado
estas prendas. ¿Cuánto te parece? ¡Dos rublos y veinticinco kopeks! Además, no lo olvides, en
las mismas condiciones que la gorra: el año próximo te lo cambiarán gratuitamente. El trapero
Fedyaev no vende de otro modo. Dice que el que va a comprarle una vez no ha de volver jamás,
pues lo que compra le dura toda la vida... Ahora vamos con las botas. ¿Qué te parecen? Ya se ve
que están usadas, pero durarán todavía lo menos dos meses. Están confeccionadas en el extranjero.
Un secretario de la Embajada de Inglaterra se deshizo de ellas la semana pasada en el mercado.
Sólo las había llevado seis días, pero necesitaba dinero. He dado por ellas un rublo y medio. No
son caras, ¿verdad?
‑Pero ¿y si no le vienen bien? ‑preguntó Nastasya.
‑¿No venirle bien estas botas? Entonces, ¿para qué me he llevado esto? ‑replicó Razumikhin,
sacando del bolsillo una agujereada y sucia bota de Raskolnikov‑. He tomado mis precauciones. Las
he medido con esta porquería. He procedido en todo concienzudamente. En cuanto a la ropa interior,
me he entendido con la patrona. Ante todo, aquí tienes tres camisas de algodón con el plastrón de
moda... Bueno, ahora hagamos cuentas: ochenta kopeks por la gorra, dos rublos veinticinco por
los pantalones y el chaleco, uno cincuenta por las botas, cinco por la ropa interior (me ha hecho
un precio por todo, sin detallar), dan un total de nueve rublos y cincuenta y cinco kopeks. O sea
que tengo que devolverte cuarenta y cinco kopeks. Y ya estás completamente equipado, querido
Rodya, pues tu gabán no sólo está en buen uso todavía, sino que conserva un sello de distinción.
¡He aquí la ventaja de vestirse en Sharmer! En lo que concierne a los calcetines, tú mismo te los
comprarás. Todavía nos quedan veinticinco buenos rublos. De Pashenka y de tu hospedaje no
te has de preocupar: tienes un crédito ilimitado. Y ahora, querido, habrás de permitirnos que te
mudemos la ropa interior. Esto es indispensable, pues en tu camisa puede cobijarse el microbio de
la enfermedad.
‑Déjame ‑le rechazó Raskolnikov. Seguía encerrado en una actitud sombría y había escuchado con
repugnancia el alegre relato de su amigo.
‑Es preciso, amigo Rodya ‑insistió Razumikhin‑. No pretendas que haya gastado en balde las
suelas de mis zapatos... Y tú, Nastasyushka, no te hagas la pudorosa y ven a ayudarme.
Y, a pesar de la resistencia de Raskolnikov, consiguió mudarle la ropa.
El enfermo dejó caer la cabeza en la almohada y guardó silencio durante más de dos minutos. «No
quieren dejarme en paz, pensaba.»
Al fin, con la mirada fija en la pared, preguntó:
‑¿Con qué dinero has comprado todo eso?
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‑¿Que con qué dinero? ¡Vaya una pregunta! Pues con el tuyo. Un empleado de una casa comercial
de aquí ha venido a entregártelo hoy, por orden de Vahrushin. Es tu madre quien te lo ha enviado.
¿Tampoco de esto te acuerdas?
‑Sí, ahora me acuerdo ‑repuso Raskolnikov tras un largo silencio de sombría meditación.
Razumikhin le observó con una expresión de inquietud.
En este momento se abrió la puerta y entró en la habitación un hombre alto y fornido. Su modo de
presentarse evidenciaba que no era la primera vez que visitaba a Raskolnikov.
‑¡Al fin tenemos aquí a Zosimov! ‑exclamó Razumikhin.
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Capítulo IV
Zosimov era, como ya hemos dicho, alto y grueso. Tenía veintisiete años, una cara pálida, carnosa
y cuidadosamente rasurada, y el cabello liso. Llevaba lentes y en uno de sus dedos, hinchados de
grasa, un anillo de oro. Vestía un amplio, elegante y ligero abrigo y un pantalón de verano. Toda la
ropa que llevaba tenía un sello de elegancia y era cómoda y de superior calidad. Su camisa era de
una blancura irreprochable, y la cadena de su reloj, gruesa y maciza. En sus maneras había cierta
flemática lentitud y una desenvoltura que parecía afectada. Ejercía una tenaz vigilancia sobre sí
mismo, pero su presunción hallaba a cada momento el modo de delatarse. Entre sus conocidos
cundía la opinión de que era un hombre difícil de tratar, pero todos reconocían su capacidad como
médico.
‑He pasado dos veces por tu casa, querido Zosimov ‑exclamó Razumikhin‑. Como ves, el enfermo
ha vuelto en sí.
‑Ya lo veo, ya lo veo ‑dijo Zosimov. Y preguntó a Raskolnikov, mirándole atentamente‑: ¿Qué,
cómo van esos ánimos?
Acto seguido se sentó en el diván, a los pies del enfermo, mejor dicho, se recostó cómodamente.
‑Continúa con su melancolía ‑dijo Razumikhin‑. Hace un momento le ha faltado poco para echarse
a llorar sólo porque le hemos mudado la ropa interior.
‑Me parece muy natural, si no tenía ganas de mudarse. La muda podía esperar... El pulso es
completamente normal... Un poco de dolor de cabeza, ¿eh?
‑Estoy bien, estoy perfectamente ‑repuso Raskolnikov, irritado.
Al decir esto se había incorporado repentinamente, con los ojos centelleantes. Pero pronto volvió
a dejar caer la cabeza en la almohada, quedando de cara a la pared. Zosimov le observaba con
mirada atenta.
‑Muy bien, la cosa va muy bien ‑dijo en tono negligente‑. ¿Ha comido algo hoy?
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Raskolnikov se volvió hacia la pared. Escogió del empapelado, de un amarillo sucio, una de
las numerosas florecillas aureoladas de rayitas oscuras que había en él y se dedicó a examinarla
atentamente. Observó los pétalos. ¿Cuántos había? Y todos los trazos, hasta los menores dentículos
de la corola. Sus miembros se entumecían, pero él no hacía el menor movimiento. Su mirada
permanecía obstinadamente fija en la menuda flor.
‑Bueno, ¿qué me estabas diciendo de ese pintor? ‑preguntó Zosimov, interrumpiendo con viva
impaciencia la palabrería de Nastasya, que suspiró y se detuvo.
‑Que se sospecha que es el autor del asesinato ‑dijo Razumikhin, acalorado.
‑¿Hay cargos contra él?
‑Sí, y, fundándose en ellos, se le ha detenido. Pero, en realidad, estos cargos no son tales cargos,
y esto es lo que pretendemos demostrar. La policía sigue ahora una falsa pista, como la siguió al
principio con..., ¿cómo se llaman...? Koch y Pestryakov... Por muy poco que le afecte a uno el
asunto, uno no puede menos de sublevarse ante una investigación conducida tan torpemente. Es
posible que Pestryakov pase dentro de un rato por mi casa... A propósito, Rodya. Tú debes de estar
enterado de todo esto, pues ocurrió antes de tu enfermedad, precisamente la víspera del día en que
te desmayaste en la comisaría cuando se estaba hablando de ello.
‑¿Quieres que te diga una cosa, Razumikhin? ‑dijo Zosimov‑. Te estoy observando desde hace un
momento y veo que te alteras con una facilidad asombrosa.
‑¡Qué importa! Eso no cambia en nada la cuestión ‑exclamó Razumikhin dando un puñetazo en la
mesa‑. Lo más indignante de este asunto no son los errores de esa gente: uno puede equivocarse; las
equivocaciones conducen a la verdad. Lo que me saca de mis casillas es que, aún equivocándose,
se creen infalibles. Yo aprecio a Porfiry, pero... ¿Sabes lo que les desorientó al principio? Que la
puerta estaba cerrada, y cuando Koch y Pestryakov volvieron a subir con el portero, la encontraron
abierta. Entonces dedujeron que Pestryakov y Koch eran los asesinos de la vieja. Así razonan.
‑No te acalores. Tenían que detenerlos... De ese Koch tengo noticias. Al parecer, compraba a la
vieja los objetos que no se desempeñaban.
‑No es un sujeto recomendable. También compraba pagarés. ¡Que el diablo se lo lleve! lo que me
pone fuera de mí es la rutina, la anticuada e innoble rutina de esa gente. Éste era el momento de
renunciar a los viejos procedimientos y seguir nuevos sistemas. Los datos psicológicos bastarían
para darles una nueva pista. Pero ellos dicen: «Nos atenemos a los hechos.» Sin embargo, los
hechos no son lo único que interesa. El modo de interpretarlos influye en un cincuenta por ciento
como mínimo en el éxito de las investigaciones.
‑¿Y tú sabes interpretar los hechos?
‑Lo que te puedo decir es que cuando uno tiene la íntima convicción de que podría ayudar al
esclarecimiento de la verdad, le es imposible contenerse... ¿Conoces los detalles del suceso?
‑Estoy esperando todavía la historia de ese pintor de paredes.
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‑¡Ah, sí! Pues escucha. Al día siguiente del crimen, por la mañana, cuando la policía sólo pensaba
aún en Koch y Pestryakov (a pesar de que éstos habían dado toda clase de explicaciones convincentes
sobre sus pasos), he aquí que se produce un hecho inesperado. Un campesino llamado Dushkin,
que tiene una taberna frente a la casa del crimen, se presentó en la comisaría y entrega un estuche
que contiene un par de pendientes de oro. A continuación refiere la siguiente historia:
«‑Anteayer, un poco después de las ocho de la noche (hora que coincide con la del suceso), Nikolai,
un pintor de oficio que frecuenta mi establecimiento, me trajo estos pendientes y me pidió que le
prestara dos rublos, dejándome la joya en prenda.
»‑¿De dónde has sacado esto? ‑le pregunté.
»Él me contestó que se los había encontrado en la calle, y yo no le hice más preguntas. Le di un
rublo. Pensé que si yo no hacia la operación, se aprovecharía otro, que Nikolai se bebería el dinero
de todas formas y que era preferible que la joya quedara en mis manos, pues estaba decidido a
entregarla a la policía si me enteraba de que era un objeto robado, al venir alguien a reclamarla.»
‑Naturalmente ‑dijo Razumikhin‑, esto era un cuento tártaro. Dushkin mentía descaradamente,
pues le conozco y sé que cuando aceptó de Nikolai esos pendientes que valen treinta rublos no
fue precisamente para entregarlos a la policía. Si lo hizo fue por miedo. Pero esto poco importa.
Dejemos que Dushkin siga hablando.
«Conozco a Nikolai Dementiev desde mi infancia, pues nació, como yo, en el distrito de Zaraïsk,
gobierno de Ryazan. No es un alcohólico, pero le gusta beber a veces. Yo sabía que él estaba
pintando unas habitaciones en la casa de enfrente, con Dmitri, que es paisano suyo. Apenas tuvo
en sus manos el rublo, se bebió dos vasitos, pagó, se echó el cambio al bolsillo y se fue. Dmitri
no estaba con él entonces. A la mañana siguiente me enteré de que Alyona Ivanovna y su hermana
Lizaveta habían sido asesinadas a hachazos. Las conocía y sabía que la vieja prestaba dinero
sobre los objetos de valor. Por eso tuve ciertas sospechas acerca de estos pendientes. Entonces me
dirigí a la casa y empecé a investigar con el mayor disimulo, como si no me importara la cosa. Lo
primero que hice fue preguntar:
»‑¿Está Nikolai?
»Y Dmitri me explicó que Nikolai no había ido al trabajo, que había vuelto a su casa bebido al
amanecer, que había estado en ella no más de diez minutos y que había vuelto a marcharse. Dmitri
no le había vuelto a ver y estaba terminando solo el trabajo.
»El departamento donde trabajaban los dos pintores está en el segundo piso y da a la misma
escalera que las habitaciones de las victimas.
»Hechas estas averiguaciones y sin decir ni una palabra a nadie, reuní cuantos datos me fue posible
acerca del asesinato y volví a mi casa sin que mis sospechas se hubieran desvanecido.
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»A la mañana siguiente, o sea dos después del crimen ‑continuó Dushkin‑, apareció Nikolai en mi
establecimiento. Había bebido, pero no demasiado, de modo que podía comprender lo que se le
decía. Se sentó en un banco sin pronunciar palabra. En aquel momento sólo había en la taberna otro
cliente, que dormía en un banco, y mis dos muchachos.
»‑¿Has visto a Dmitri? ‑pregunté a Nikolai.
»‑No, no lo he visto ‑repuso.
»‑Entonces, ¿no has venido por aquí?
»‑No, no he venido desde anteayer.
»‑¿Dónde has pasado esta noche?
»‑En Peski, en casa de los Kolomensky.
»Entonces le pregunté:
»‑¿De dónde sacaste los pendientes que me trajiste anteanoche?
»‑Me los encontré en la acera ‑respondió con un tonillo sarcástico y sin mirarme.
»‑¿Te has enterado de que aquella noche y a aquella hora ocurrió tal y tal cosa en la casa donde
trabajabas?
»‑No, no sabía nada de eso.
»Había escuchado mis últimas palabras con los ojos muy abiertos. De pronto se pone blanco como
la cal, coge su gorro, se levanta... Yo intento detenerle.
»‑Espera, Nikolai. ¿No quieres tomar nada?
»Y digo por señas a uno de mis muchachos que se sitúe en la puerta. Yo, entre tanto, salgo de detrás
del mostrador. Pero él adivina mis intenciones y se planta de un salto en la calle. Inmediatamente
echa a correr y desaparece tras la primera esquina. Desde este momento, ya no me cupo duda de
que era culpable.»
‑Lo mismo creo yo ‑dijo Zosimov.
‑Espera, escucha el final... Naturalmente, la policía empezó a buscar a Nikolai por todas partes. Se
detuvo a Dushkin y se registró su casa. En la vivienda de Dmitri y en casa de los Kolomensky no
quedó nada por mirar y revolver. Al fin, anteayer se detuvo a Nikolai en una posada próxima a la
Barrera. Al llegar a la posada, Nikolai se había quitado una cruz de plata que colgaba de su cuello
y la había entregado al dueño de la posada para que se la cambiara por vodka. Se le dio la bebida.
Unos minutos después, una campesina que volvía de ordeñar a las vacas vio en una cochera vecina,
mirando por una rendija, a un hombre que evidentemente iba a ahorcarse. Habla colgado una
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cuerda del techo y, después de hacer un nudo corredizo en el otro extremo, se había subido a un
montón de leña y se disponía a pasar la cabeza por el nudo corredizo. La mujer empezó a gritar con
todas sus fuerzas y acudió gente.
»‑¡Vaya unos pasatiempos que te buscas!
»‑Llevadme a la comisaría. Allí lo contaré todo.
»Se atendió a su demanda y se le condujo a la comisaría correspondiente, que es la de nuestro
barrio. En seguida empezó el interrogatorio de rigor.
»‑¿Quién es usted y qué edad tiene?
»‑Tengo veintidós años y soy..., etcétera.
»Pregunta:
»‑Mientras trabajaba usted con Dmitri en tal casa, ¿no vio a nadie en la escalera a tal hora?
»Respuesta:
»‑Subía y bajaba bastante gente, pero yo no me fijé en nadie.
»‑¿Y no oyó usted ningún ruido?
»‑No oí nada de particular.
»‑¿Sabía usted que tal día y a tal hora mataron y desvalijaron a la vieja del cuarto piso y a su
hermana?
»‑No lo sabía en absoluto. Me lo dijo Afanasy Pavlovich anteayer en su taberna.
»‑¿De dónde sacó los pendientes?
»‑Me los encontré en la calle.
»‑¿Por qué no fue a trabajar al día siguiente con su compañero Dmitri?
»‑Tenía ganas de divertirme.
»‑¿Adónde fue?
»‑De un lado a otro.
»‑¿Por qué huyó usted de la taberna de Dushkin?
»‑Tenía miedo.
»‑¿De qué?
»‑De que me condenaran.
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en cuenta que arriba hay dos cadáveres que todavía conservan calor en el cuerpo; sí, calor; no
estaban todavía fríos cuando los encontraron... Supongamos que los autores del crimen son los
dos pintores, o que sólo lo ha cometido Nikolai, y que han robado, forzando la cerradura del arca,
o simplemente participado en el robo. Ahora, admitido esto, permíteme una pregunta. ¿Se puede
concebir la indiferencia, la tranquilidad de espíritu que demuestran esos gritos, esas risas, esa riña
infantil en personas que acaban de cometer un crimen y están ante la misma casa en que lo han
cometido? ¿Es esta conducta compatible con el hacha, la sangre, la astucia criminal y la prudencia
que forzosamente han de acompañar a semejante acto? Cinco o diez minutos después de haber
cometido el asesinato (no puede haber transcurrido más tiempo, ya que los cuerpos no se han
enfriado todavía), salen del piso, dejando la puerta abierta y, aun sabiendo que sube gente a casa de
la vieja, se ponen a juguetear ante la puerta de la casa, en vez de huir a toda prisa, y ríen y llaman
la atención de la gente, cosa que confirman ocho testigos... ¡Qué absurdo!
‑Sin duda, todo esto es extraño, incluso parece imposible, pero...
‑¡No hay pero que valga! Yo reconozco que el hecho de que se encontraran los pendientes en manos
de Nikolai poco después de cometerse el crimen constituye un grave cargo contra él. Sin embargo,
este hecho queda explicado de un modo plausible en las declaraciones del acusado y, por lo tanto,
es discutible. Además, hay que tener en cuenta los hechos que son favorables a Nikolai, y más aún
cuando se da el caso de que estos hechos están fuera de duda. ¿Tú qué crees? Dado el carácter de
nuestra jurisprudencia, ¿son capaces los jueces de considerar que un hecho fundado únicamente
en una imposibilidad psicológica, en un estado de alma, por decirlo así, puede aceptarse como
indiscutible y suficiente para destruir todos los cargos materiales, sean cuales fueren? No, no lo
admitirán jamás. Han encontrado el estuche en sus manos y él quería ahorcarse, cosa que, a su
juicio, no habría ocurrido si él no se hubiera sentido culpable... Ésta es la cuestión fundamental;
esto es lo que me indigna, ¿comprendes?
‑Sí, ya veo que estás indignado. Pero oye, tengo que hacerte una pregunta. ¿Hay pruebas de que
esos pendientes se sacaron del arca de la vieja?
‑Sí ‑repuso Razumikhin frunciendo las cejas‑. Koch reconoció la joya y dijo quién la había
empeñado. Esta persona confirmó que los pendientes le pertenecían.
‑Lamentable. Otra pregunta. ¿Nadie vio a Nikolai mientras Koch y Pestryakov subían al cuarto
piso, con lo que quedaría probada la coartada?
‑Desgraciadamente, nadie lo vio ‑repuso Razumikhin, malhumorado‑. Ni siquiera Koch y
Pestryakov los vieron al subir. Claro que su testimonio no valdría ya gran cosa. «Vimos ‑dicen‑ que
el piso estaba abierto y nos pareció que trabajaban en él, pero no prestamos atención a este detalle
y no podríamos decir si los pintores estaban o no allí en aquel momento.»
‑¿Así, la inculpabilidad de Nikolai descansa enteramente en las risas y en los golpes que cambió
con su camarada...? En fin, admitamos que esto constituye una prueba importante en su favor. Pero
dime: ¿cómo puedes explicar el proceso del hallazgo de los pendientes, si admites que el acusado
dice la verdad, o sea que los encontró en el departamento donde trabajaba?
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‑¿Que cómo puedo explicarlo? Del modo más sencillo. La cosa está perfectamente clara. Por lo
menos, el camino que hay que seguir para llegar a la verdad se nos muestra con toda claridad,
y es precisamente esa joya la que lo indica. Los pendientes se le cayeron al verdadero culpable.
Éste estaba arriba, en el piso de la vieja, mientras Koch y Pestryakov llamaban a la puerta. Koch
cometió la tontería de bajar a la entrada poco después que su compañero. Entonces el asesino sale
del piso y empieza a bajar la escalera, ya que no tiene otro camino para huir. A fin de no encontrarse
con el portero, Koch y Pestryakov, ha de esconderse en el piso vacío que Nikolai y Dmitri acaban
de abandonar. Permanece oculto detrás de la puerta mientras los otros suben al piso de las víctimas,
y, cuando el ruido de los pasos se aleja, sale de su escondite y baja tranquilamente. Es el momento
en que Dmitri y Nikolai echan a correr por la calle. Todos los que estaban ante la puerta se han
dispersado. Tal vez alguien le viera, pero nadie se fijó en él. ¡Entraba y salía tanta gente por aquella
puerta! El estuche se le cayó del bolsillo cuando estaba oculto detrás de la puerta, y él no lo advirtió
porque tenía otras muchas cosas en que pensar en aquel momento. Que el estuche estuviera allí
demuestra que el asesino se escondió en el piso vacío. He aquí explicado todo el misterio.
‑Ingenioso, amigo Razumikhin, diabólicamente ingenioso, incluso demasiado ingenioso.
‑¿Por qué demasiado?
‑Porque todo es tan perfecto, porque los detalles están tan bien trabados, que uno cree hallarse ante
una obra teatral.
Razumikhin abrió la boca para protestar, pero en este momento se abrió la puerta, y los jóvenes
vieron aparecer a un visitante al que ninguno de ellos conocía.
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Capítulo V
Era un caballero de cierta edad, movimientos pausados y fisonomía reservada y severa. Se detuvo
en el umbral y paseó a su alrededor una mirada de sorpresa que no trataba de disimular y que
resultaba un tanto descortés. « ¿Dónde me he metido? », parecía preguntarse. Observaba la
habitación, estrecha y baja de techo como un camarote, con un gesto de desconfianza y una especie
de afectado terror.
Su mirada conservó su expresión de asombro al fijarse en Raskolnikov, que seguía echado en el
mísero diván, vestido con ropas no menos miserables, y que le miraba como los demás.
Después el visitante observó atentamente la barba inculta, los cabellos enmarañados y toda la
desaliñada figura de Razumikhin, que, a su vez y sin moverse de su sitio, le miraba con una
curiosidad impertinente.
Durante más de un minuto reinó en la estancia un penoso silencio, pero al fin, como es lógico, la
cosa cambió.
Comprendiendo sin duda ‑pues ello saltaba a la vista‑ que su arrogancia no imponía a nadie en
aquella especie de camarote de trasatlántico, el caballero se dignó humanizarse un poco y se dirigió
a Zosimov cortésmente pero con cierta rigidez.
‑Busco a Rodion Romanovich Raskolnikov, estudiante o ex estudiante ‑dijo, articulando las
palabras sílaba a sílaba.
Zosimov inició un lento ademán, sin duda para responder, pero Razumikhin, aunque la pregunta
no iba dirigida a él, se anticipó.
‑Ahí lo tiene usted, en el diván ‑dijo‑. ¿Y usted qué desea?
La naturalidad con que estas palabras fueron pronunciadas pareció ablandar al presuntuoso
caballero, que incluso se volvió hacia Razumikhin. Pero en seguida se contuvo y, con un rápido
movimiento, fijó de nuevo la mirada en Zosimov.
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‑Ahí tiene usted a Raskolnikov ‑repuso el doctor, indicando al enfermo con un movimiento de
cabeza. Después lanzó un gran bostezo y, seguidamente y con gran lentitud, sacó del bolsillo de su
chaleco un enorme reloj de oro, que consultó y volvió a guardarse, con la misma calma.
Raskolnikov, que en aquel momento estaba echado boca arriba, no quitaba ojo al recién llegado y
seguía encerrado en su silencio. Ahora se veía su semblante, pues ya no contemplaba la florecilla
del empapelado. Estaba pálido y en su expresión se leía un extraordinario sufrimiento. Era como
si el enfermo acabara de salir de una operación o de experimentar terribles torturas... Sin embargo,
el visitante desconocido le inspiraba un interés creciente, que primero fue sorpresa, en seguida
desconfianza y finalmente temor.
Cuando Zosimov dijo: «Ahí tiene usted a Raskolnikov, éste se levantó con un movimiento tan
repentino, que tuvo algo de salto, y manifestó, con voz débil y entrecortada pero agresiva:
‑Si, yo soy Raskolnikov. ¿Qué desea usted?
El visitante le observó atentamente y repuso, en un tono lleno de dignidad:
‑Soy Pyotr Petrovich Luzhin. Tengo motivos para creer que mi nombre no le será enteramente
desconocido.
Pero Raskolnikov, que esperaba otra cosa, se limitó a mirar a su interlocutor con gesto pensativo y
estúpido, sin contestarle y como si aquélla fuera la primera vez que oía semejante nombre.
‑¿Es posible que todavía no le hayan hablado de mí? ‑exclamó Pyotr Petrovich, un tanto
desconcertado.
Por toda respuesta, Raskolnikov se dejó caer poco a poco sobre la almohada. Enlazó sus manos
debajo de la nuca y fijó su mirada en el techo. Luzhin dio ciertas muestras de inquietud. Zosimov
y Razumikhin le observaban con una curiosidad creciente que acabó de desconcertarle.
‑Yo creía..., yo suponía... ‑balbuceó‑ que una carta que se cursó hace diez días, tal vez quince...
‑Pero oiga, ¿por qué se queda en la puerta? ‑le interrumpió Razumikhin‑. Si tiene usted algo que
decir, entre y siéntese. Nastasya y usted no caben en el umbral. Nastasyushka, apártate y deja pasar
al señor. Entre; aquí tiene una silla; pase por aquí.
Echó atrás su silla de modo que entre sus rodillas y la mesa quedó un estrecho pasillo, y, en una
postura bastante incómoda, esperó a que pasara el visitante. Luzhin comprendió que no podía
rehusar y llegó, no sin dificultad, al asiento que se le ofrecía. Cuando estuvo sentado, fijó en
Razumikhin una mirada llena de inquietud.
‑No esté usted violento ‑dijo éste levantando la voz‑. Hace cinco días que Rodya está enfermo.
Durante tres ha estado delirando. Hoy ha recobrado el conocimiento y ha comido con apetito. Aquí
tiene usted a su médico, que lo acaba de reconocer. Yo soy un camarada suyo, un ex estudiante
como él, y ahora hago el papel de enfermero. Por lo tanto, no haga caso de nosotros: siga usted
conversando con él como si no estuviéramos.
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‑Muy agradecido, pero ¿no le parece a usted ‑se dirigía a Zosimov‑ que mi conversación y mi
presencia pueden fatigar al enfermo?
‑No ‑repuso Zosimov‑. Por el contrario, su charla le distraerá.
Y volvió a lanzar un bostezo.
‑¡Oh! Hace ya bastante tiempo que ha vuelto en sí: esta mañana ‑dijo Razumikhin, cuya familiaridad
respiraba tanta franqueza y simpatía, que Pyotr Petrovich empezó a sentirse menos cohibido.
Además, hay que tener presente que el impertinente y desharrapado joven se había presentado
como estudiante.
‑Su madre... ‑comenzó a decir Luzhin.
Razumikhin lanzó un ruidoso gruñido. Luzhin le miró con gesto interrogante.
‑No, no es nada. Continúe.
‑Su madre empezó a escribirle antes de que yo me pusiera en camino. Ya en Petersburgo, he
retrasado adrede unos cuantos días mi visita para asegurarme de que usted estaría al corriente de
todo. Y ahora veo, con la natural sorpresa...
‑Ya estoy enterado, ya estoy enterado ‑replicó de súbito Raskolnikov, cuyo semblante expresaba
viva irritación‑. Es usted el novio, ¿verdad? Bien, pues ya ve que lo sé.
Pyotr Petrovich se sintió profundamente herido por la aspereza de Raskolnikov, pero no lo dejó
entrever. Se preguntaba a qué obedecía aquella actitud. Hubo una pausa que duró no menos de un
minuto. Raskolnikov, que para contestarle se había vuelto ligeramente hacia él, empezó de súbito
a examinarlo fijamente, con cierta curiosidad, como si no hubiese tenido todavía tiempo de verle o
como si de pronto hubiese descubierto en él algo que le llamara la atención. Incluso se incorporó
en el diván para poder observarlo mejor.
Sin duda, el aspecto de Pyotr Petrovich tenía un algo que justificaba el calificativo de novio que
acababa de aplicársele tan gentilmente. Desde luego, se veía claramente, e incluso demasiado,
que Pyotr Petrovich había aprovechado los días que llevaba en la capital para embellecerse, en
previsión de la llegada de su novia, cosa tan inocente como natural. La satisfacción, acaso algo
excesiva, que experimentaba ante su feliz transformación podía perdonársele en atención a las
circunstancias. El traje del señor Luzhin acababa de salir de la sastrería. Su elegancia era perfecta,
y sólo en un punto permitía la crítica: el de ser demasiado nuevo. Todo en su indumentaria se
ajustaba al plan establecido, desde el elegante y flamante sombrero, al que él prodigaba toda suerte
de cuidados y tenía entre sus manos con mil precauciones, hasta los maravillosos guantes de color
lila, que no llevaba puestos, sino que se contentaba con tenerlos en la mano. En su vestimenta
predominaban los tonos suaves y claros. Llevaba una ligera y coquetona americana habanera,
pantalones claros, un chaleco del mismo color, una fina camisa recién salida de la tienda y una
encantadora y pequeña corbata de batista con listas de color de rosa. Lo más asombroso era que
esta elegancia le sentaba perfectamente. Su fisonomía, fresca e incluso hermosa, no representaba
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los cuarenta y cinco años que ya habían pasado por ella. La encuadraban dos negras patillas que se
extendían elegantemente a ambos lados del mentón, rasurado cuidadosamente y de una blancura
deslumbrante. Su cabello se mantenía casi enteramente libre de canas, y un hábil peluquero había
conseguido rizarlo sin darle, como suele ocurrir en estos casos, el ridículo aspecto de una cabeza
de marido alemán. Lo que pudiera haber de desagradable y antipático en aquella fisonomía grave
y hermosa no estaba en el exterior.
Después de haber examinado a Luzhin con impertinencia, Raskolnikov sonrió amargamente, dejó
caer la cabeza sobre la almohada y continuó contemplando el techo.
Pero el señor Luzhin parecía haber decidido tener paciencia y fingía no advertir las rarezas de
Raskolnikov.
‑Lamento profundamente encontrarle en este estado ‑dijo para reanudar la conversación‑. Si lo
hubiese sabido, habría venido antes a verle. Pero usted no puede imaginarse las cosas que tengo
que hacer. Además, he de intervenir en un debate importante del Senado. Y no hablemos de esas
ocupaciones cuya índole puede usted deducir: espero a su familia, es decir, a su madre y a su
hermana, de un momento a otro.
Raskolnikov hizo un movimiento y pareció que iba a decir algo. Su semblante dejó entrever cierta
agitación. Pyotr Petrovich se detuvo y esperó un momento, pero, viendo que Raskolnikov no
desplegaba los labios, continuó:
‑Sí, las espero de un momento a otro. Ya les he encontrado un alojamiento provisional.
‑¿Dónde? ‑preguntó Raskolnikov con voz débil.
‑Cerca de aquí, en el edificio Bakaleyev.
‑Eso está en el bulevar Voznesensky ‑interrumpió Razumikhin‑. El comerciante Yushin alquila dos
pisos amueblados. Yo he ido a verlos.
‑Sí, son departamentos amueblados...
‑Aquello es un verdadero infierno, sucio, pestilente y, además, un lugar nada recomendable. Allí
han ocurrido las cosas más viles. Sólo el diablo sabe qué vecindario es aquél. Yo mismo fui allí
atraído por un asunto escandaloso. Por lo demás, los departamentos se alquilan a buen precio.
‑Como es natural, yo no pude procurarme todos esos informes, pues acababa de llegar a Petersburgo
‑dijo Pyotr Petrovich, un tanto molesto‑; pero, sea como fuere, las dos habitaciones que he alquilado
son muy limpias. Además, hay que tener en cuenta que todo esto es provisional... Yo tengo ya
contratado nuestro definitivo..., mejor dicho, nuestro futuro hogar ‑añadió volviéndose hacia
Raskolnikov‑. Sólo falta arreglarlo, y ya lo estoy haciendo. Yo mismo tengo ahora una habitación
amueblada bastante reducida. Está a dos pasos de aquí, en casa de la señora de Lippevechsel. Vivo
con un joven que es amigo mío: Andrey Semyenovich Lebezyatnikov. Él es precisamente el que
me ha indicado la casa Bakaleyev.
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‑Ha dado suelta a la lengua sólo para lucirse ‑gruñó inesperadamente Raskolnikov.
‑¿Cómo? ‑preguntó Luzhin, que no había entendido.
Pero Raskolnikov no le contestó.
‑Todo eso es exacto ‑se apresuró a decir Zosimov.
‑¿Verdad? ‑exclamó Pyotr Petrovich dirigiendo al doctor una mirada amable. Después se volvió
hacia Razumikhin con un gesto de triunfo y superioridad (sólo faltaba que le llamase «joven») y
le dijo‑: Convenga usted que todo se ha perfeccionado, o, si se prefiere llamarlo así, que todo ha
progresado, por lo menos en los terrenos de las ciencias y la economía.
‑Eso es un lugar común.
‑No, no es un lugar común. Le voy a poner un ejemplo. Hasta ahora se nos ha dicho: «Ama
a tu prójimo.» Pues bien, si pongo este precepto en práctica, ¿qué resultará? ‑Pyotr Petrovich
hablaba precipitadamente‑. Pues resultará que dividiré mi capa en dos mitades, daré una mitad a
mi prójimo y los dos nos quedaremos medio desnudos. Un proverbio ruso dice que el que persigue
varias liebres a la vez no caza ninguna. La ciencia me ordena amar a mi propia persona más que a
nada en el mundo, ya que aquí abajo todo descansa en el interés personal. Si te amas a ti mismo,
harás buenos negocios y conservarás tu capa entera. La economía política añade que cuanto más
se elevan las fortunas privadas en una sociedad o, dicho en otros términos, más capas enteras
se ven, más sólida es su base y mejor su organización. Por lo tanto, trabajando para mí solo,
trabajo, en realidad, para todo el mundo, pues contribuyo a que mi prójimo reciba algo más que la
mitad de mi capa, y no por un acto de generosidad individual y privada, sino a consecuencia del
progreso general. La idea no puede ser más sencilla. No creo que haga falta mucha inteligencia
para comprenderla. Sin embargo, ha necesitado mucho tiempo para abrirse camino entre los sueños
y las quimeras que la ahogaban.
‑Perdóneme ‑le interrumpió Razumikhin‑. Yo pertenezco a la categoría de los imbéciles. Dejemos
ese asunto. Mi intención al dirigirle la palabra no era despertar su locuacidad. Tengo los oídos
tan llenos de toda esa palabrería que no ceso de escuchar desde hace tres años, de todas esas
trivialidades, de todos esos lugares comunes, que me sonroja no sólo hablar de ello, sino también
que se hable delante de mi. Usted se ha apresurado a alardear ante nosotros de sus teorías, y no se
lo censuro. Yo sólo deseaba saber quién es usted, pues en estos últimos tiempos se han introducido
en los negocios públicos tantos intrigantes, y esos desaprensivos han ensuciado de tal modo cuanto
ha pasado por sus manos, que han formado a su alrededor un verdadero lodazal. Y no hablemos
más de este asunto.
‑Caballero ‑exclamó Luzhin, herido en lo más vivo y adoptando una actitud llena de dignidad‑,
¿quiere usted decir con eso que también yo...?
‑¡De ningún modo! ¿Cómo podría yo permitirme...? En fin, basta ya...
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Y después de cortar así el diálogo, Razumikhin se apresuró a reanudar con Zosimov la conversación
que había interrumpido la entrada de Pyotr Petrovich.
Éste tuvo el buen sentido de aceptar la explicación del estudiante, y adoptó la firme resolución de
marcharse al cabo de dos minutos.
‑Ya hemos trabado conocimiento ‑dijo a Raskolnikov‑. Espero que, una vez esté curado, nuestras
relaciones serán más íntimas, debido a las circunstancias que ya conoce usted. Le deseo un rápido
restablecimiento.
Raskolnikov ni siquiera dio muestras de haberle oído, y Pyotr Petrovich se puso en pie.
‑Seguramente ‑dijo Zosimov a Razumikhin‑, el asesino es uno de sus deudores.
‑Seguramente ‑repitió Razumikhin‑. Porfiry no revela a nadie sus pensamientos pero sólo interroga
a los que tenían algo empeñado en casa de la vieja.
‑¿Los interroga? ‑exclamó Raskolnikov.
‑Sí, ¿por qué?
‑No, por nada.
‑Pero ¿cómo sabe quiénes son? ‑preguntó Zosimov.
‑Koch ha indicado algunos. Los nombres de otros figuraban en los papeles que envolvían los
objetos, y otros, en fin, se han presentado espontáneamente al enterarse de lo ocurrido.
‑El culpable debe de ser un profesional de gran experiencia. ¡Qué resolución, qué audacia!
‑Pues no ‑replicó Razumikhin‑. En eso, tú y todo el mundo estáis equivocados. Yo estoy seguro
de que es un inexperto, de que éste es su primer crimen. Si nos imaginamos un plan bien urdido
y un criminal experimentado, nada tiene explicación. Para que la tenga, hay que suponer que es
un principiante y admitir que sólo la suerte le ha permitido escapar. ¿Qué no podrá hacer el azar?
Es muy posible que no previera ningún obstáculo. ¿Y cómo lleva a cabo el robo? Busca en la caja
donde la vieja guardaba sus trapos, coge unos cuantos objetos que no valen más de treinta rublos
y se llena con ellos los bolsillos. Sin embargo, en el cajón superior de la cómoda se ha encontrado
una caja que contenía más de mil quinientos rublos en metálico y cierta cantidad de billetes. Ni
siquiera supo robar. Lo único que supo hacer fue matar. ¡Lo dicho: un principiante! Perdió la
cabeza, y si no lo han descubierto no lo debe a su destreza, sino al azar.
‑¿Hablan ustedes del asesinato de esa vieja prestamista? ‑intervino Luzhin, dirigiéndose a Zosimov.
Con el sombrero en las manos se disponía a despedirse, pero deseaba decir todavía algunas cosas
profundas. Quería dejar buen recuerdo en aquellos jóvenes. La vanidad podía en él más que la
razón.
‑Sí. ¿Ha oído usted hablar de ese crimen?
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‑¿Acaso no es cierto ‑le interrumpió Raskolnikov con voz trémula de cólera, pero llena a la vez de
un júbilo hostil‑ que usted dijo a su novia, en el momento en que acababa de aceptar su petición,
que lo que más le complacía de ella era su pobreza, pues lo mejor es casarse con una mujer pobre
para poder dominarla y recordarle el bien que se le ha hecho?
‑Pero... ‑exclamó Luzhin, trastornado por la cólera‑. ¡Oh, qué modo de desnaturalizar mi
pensamiento! Perdóneme, pero puedo asegurarle que las noticias que han llegado a usted sobre
este punto no tienen la menor sombra de fundamento. Ya sé dónde está el origen del mal... Por
lo menos, lo supongo... Se lo diré francamente. Me pareció que su madre, pese a sus excelentes
prendas, poseía un espíritu un tanto exaltado y propenso a las novelerías. Sin embargo, estaba muy
lejos de creer que pudiera interpretar mis palabras con tanta inexactitud y que, al citarlas, alterase
de tal modo su sentido. Además...
‑¡Óigame! ‑bramó el joven, levantando la cabeza de la almohada y fijando en Luzhin una mirada
ardiente‑. ¡Escuche!
‑Usted dirá.
Luzhin pronunció estas palabras en un tono de reto. A ellas siguió un silencio que duró varios
segundos.
‑Pues lo que quiero que sepa es que si usted se permite decir una palabra más contra mi madre, lo
echo escaleras abajo.
‑¡Pero Rodya! ‑exclamó Razumikhin.
‑¡Si, escaleras abajo!
Luzhin había palidecido y se mordía los labios.
‑Óigame, señor ‑comenzó a decir, haciendo un gran esfuerzo por dominarse‑: la acogida que usted
me ha dispensado me ha demostrado claramente y desde el primer momento su enemistad hacia
mí, y si he prolongado la visita ha sido solamente para acabar de cerciorarme. Habría perdonado
muchas cosas a un enfermo, a un pariente; pero, después de lo ocurrido, ¡ni pensarlo!
‑¡Yo no estoy enfermo! ‑exclamó Raskolnikov.
‑¡Peor que peor!
‑¡Váyase al diablo!
Luzhin no había esperado esta invitación. Se deslizaba ya entre la silla y la mesa. Esta vez,
Razumikhin se levantó para dejarlo pasar. Luzhin no se dignó mirarle y salió sin ni siquiera saludar
a Zosimov, que desde hacía unos momentos le estaba diciendo por señas que dejara al enfermo
tranquilo. Al verle alejarse con la cabeza baja, era fácil comprender que no olvidaría la terrible
ofensa recibida.
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‑¡Vaya un modo de conducirse! ‑dijo Razumikhin al enfermo, sacudiendo la cabeza con un gesto
de preocupación.
‑¡Déjame! ¡Dejadme todos! ‑gritó Raskolnikov en un arrebato de ira‑. ¿Me dejaréis de una vez,
verdugos? No creáis que os temo. Ahora ya no temo a nadie, ¡a nadie! ¡Marchaos! ¡Quiero estar
solo! ¿Lo oís? ¡Solo!
‑Vámonos ‑dijo Zosimov a Razumikhin.
‑Pero ¿lo vamos a dejar así?
‑Vámonos.
Razumikhin reflexionó un momento. Después siguió a Zosimov.
Cuando estuvieron en la escalera, el doctor dijo:
‑Si no le hubiésemos obedecido, habría sido peor. No hay que irritarlo.
‑Pero ¿qué tiene?
‑Le convendría una impresión fuerte que le sacara de sus pensamientos. Ahora habría sido capaz
de todo... Algo le preocupa profundamente. Es una obsesión que te corroe y te exaspera. Eso es lo
que más me inquieta.
‑Tal vez este señor Pyotr Petrovich tenga algo que ver con ello. De la conversación que ha sostenido
con él se desprende que se va a casar con la hermana de Rodya y que nuestro amigo se ha enterado
de ello poco antes de su enfermedad.
‑Sí, es el diablo el que lo ha traído, pues su visita lo ha echado todo a perder. Y ¿has observado
que, aunque parece indiferente a todo, hay una cosa que le saca de su mutismo? Ese crimen... Oír
hablar de él le pone fuera de sí.
‑Lo he notado en seguida ‑respondió Razumikhin‑. Presta atención y se inquieta. Precisamente se
puso enfermo el día en que oyó hablar de ese asunto en la comisaría. Incluso se desvaneció.
‑Ven esta noche a mi casa. Quiero que me cuentes detalladamente todo eso. Me interesa mucho.
Yo también tengo algo que contarte. Volveré a verle dentro de media hora. Por el momento no hay
que temer ningún trastorno cerebral grave.
‑Gracias por todo. Ahora voy a ver a Pashenka. Diré a Nastasya que lo vigile.
Cuando sus amigos se fueron, Raskolnikov dirigió una mirada llena de angustiosa impaciencia
hasta Nastasya, pero ella no parecía dispuesta a marcharse.
‑¿Te traigo ya el té? ‑preguntó.
‑Después. Ahora quiero dormir. Vete.
Se volvió hacia la pared con un movimiento convulsivo, y Nastasya salió del aposento.
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Capítulo VI
Apenas se hubo marchado la sirvienta, Raskolnikov se levantó, echó el cerrojo, deshizo el paquete
de las prendas de vestir comprado por Razumikhin y empezó a ponérselas. Aunque parezca extraño,
se había serenado de súbito. La frenética excitación que hacía unos momentos le dominaba y el
pánico de los últimos días había desaparecido. Era éste su primer momento de calma, de una calma
extraña y repentina. Sus movimientos, seguros y precisos, revelaban una firme resolución. «Hoy,
de hoy no pasa», murmuró.
Se daba cuenta de su estado de debilidad, pero la extrema tensión de ánimo a la que debía su
serenidad le comunicaba una gran serenidad en sí mismo y parecía darle fuerzas. Por lo demás, no
temía caerse en la calle. Cuando estuvo enteramente vestido con sus ropas nuevas, permaneció un
momento contemplando el dinero que Razumikhin había dejado en la mesa. Tras unos segundos
de reflexión, se lo echó al bolsillo. La cantidad ascendía a veinticinco rublos. Cogió también lo
que a su amigo le había sobrado de los diez rublos destinados a la compra de las prendas de vestir
y, acto seguido, descorrió el cerrojo. Salió de la habitación y empezó a bajar la escalera. Al pasar
por el piso de la patrona dirigió una mirada a la cocina, cuya puerta estaba abierta. Nastasya daba
la espalda a la escalera, ocupada en avivar el fuego del samovar29. No oyó nada. En lo que menos
pensaba era en aquella fuga.
Momentos después ya estaba en la calle. Eran alrededor de las ocho y el sol se había puesto.
La atmósfera era asfixiante, pero él aspiró ávidamente el polvoriento aire, envenenado por las
emanaciones pestilentes de la ciudad. Sintió un ligero vértigo, pero sus ardientes ojos y todo su
rostro, descarnado y lívido, expresaron de súbito una energía salvaje. No llevaba rumbo fijo, y
ni siquiera pensaba en ello. Sólo pensaba en una cosa: que era preciso poner fin a todo aquello
inmediatamente y de un modo definitivo, y que si no lo conseguía no volvería a su casa, pues no
quería seguir viviendo así. Pero ¿cómo lograrlo? Del modo de «terminar», como él decía, no tenía
la menor idea. Sin embargo, procuraba no pensar en ello; es más, rechazaba este pensamiento,
29 Recipiente metálico en forma de cafetera alta, dotado de una chimenea interior, y sirve para hacer té.
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porque le torturaba. Sólo tenía un sentimiento y una idea: que era necesario que todo cambiara,
fuera como fuere y costara lo que costase. «Sí, cueste lo que cueste», repetía con una energía
desesperada, con una firmeza indómita.
Dejándose llevar de una arraigada costumbre, tomó maquinalmente el camino de sus paseos
habituales y se dirigió a la plaza del Mercado Central. A medio camino, ante la puerta de una
tienda, en la calzada, vio a un joven que ejecutaba en un pequeño órgano una melodía sentimental.
Acompañaba a una jovencita de unos quince años, que estaba de pie junto a él, en la acera, y que
vestía como una damisela. Llevaba miriñaque30, guantes, mantilla31 y un sombrero de paja con una
pluma de un rojo de fuego, todo ello viejo y ajado. Estaba cantando una romanza32 con una voz
cascada, pero fuerte y agradable, con la esperanza de que le arrojaran desde la tienda una moneda
de dos kopeks. Raskolnikov se detuvo junto a los dos o tres papanatas que formaban el público,
escuchó un momento, sacó del bolsillo una moneda de cinco kopeks y la puso en la mano de la
muchacha. Ésta interrumpió su nota más aguda y patética como si le hubiesen cortado la voz.
‑¡Basta! ‑gritó a su compañero. Y los dos se trasladaron a la tienda siguiente.
‑¿Le gustan las canciones callejeras? ‑preguntó de súbito Raskolnikov a un transeúnte de cierta
edad que había escuchado a los músicos ambulantes y tenía aspecto de paseante desocupado.
El desconocido le miró con un gesto de asombro.
‑A mí ‑continuó Raskolnikov, que parecía hablar de cualquier cosa menos de canciones‑ me gusta
oír cantar al son del órgano en un atardecer otoñal, frío, sombrío y húmedo, húmedo sobre todo; uno
de esos atardeceres en que todos los transeúntes tienen el rostro verdoso y triste, y especialmente
cuando cae una nieve aguda y vertical que el viento no desvía. ¿Comprende? A través de la nieve
se percibe la luz de los faroles de gas...
‑No sé..., no sé... Perdone ‑balbuceó el paseante, tan alarmado por las extrañas palabras de
Raskolnikov como por su aspecto. Y se apresuró a pasar a la otra acera.
30 También llamado crinolina, es una forma de falda amplia utilizada por las mujeres a lo largo del siglo XIX, que
se usaba debajo de la ropa.
32 Fragmento musical de carácter sentimental escrito para una sola voz o un instrumento que se distingue por su
estilo melódico y expresivo.
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El joven continuó su camino y desembocó en la plaza del Mercado, precisamente por el punto
donde días atrás el matrimonio de comerciantes hablaba con Lizaveta. Pero la pareja no estaba.
Raskolnikov se detuvo al reconocer el lugar, miró en todas direcciones y se acercó a un joven que
llevaba una camisa roja y bostezaba a la puerta de un almacén de harina.
‑En esa esquina montan su puesto un comerciante y su mujer, que tiene aspecto de campesina,
¿verdad?
‑Aquí vienen muchos comerciantes ‑respondió el joven, midiendo a Raskolnikov con una mirada
de desdén.
‑¿Cómo se llama?
‑Como le pusieron al bautizarlo.
‑¿Eres tal vez de Zaraïsk? ¿De qué provincia?
El mozo volvió a mirar a Raskolnikov.
‑Alteza, mi familia no es de ninguna provincia, sino de un distrito. Mi hermano, que es el que
viaja, entiende de esas cosas. Pero yo, como tengo que quedarme aquí, no sé nada. Espero de la
misericordia de su alteza que me perdone.
‑¿Es un figón lo que hay allí arriba?
‑Una taberna. Hay un billar e incluso algunas princesas. Es un lugar muy chic.
Raskolnikov atravesó la plaza. En uno de sus ángulos se apiñaba una multitud de mujiks. Se
introdujo en lo más denso del grupo y empezó a mirar atentamente las caras de unos y otros. Pero
los campesinos no le prestaban la menor atención. Todos hablaban a gritos, divididos en pequeños
grupos.
Después de reflexionar un momento, prosiguió su camino en dirección al bulevar V***. Pronto
dejó la plaza y se internó en una calleja que, formando un recodo, conduce a la calle de Sadovy.
Había recorrido muchas veces aquella callejuela. Desde hacía algún tiempo, una fuerza misteriosa
le impulsaba a deambular por estos lugares cuando la tristeza le dominaba, con lo que se ponía
más triste aún. Esta vez entró en la callejuela inconscientemente. Llegó ante un gran edificio donde
todo eran figones y establecimientos de bebidas. De ellos salían continuamente mujeres destocadas
y vestidas con negligencia (como quien no ha de alejarse de su casa), y formaban grupos aquí y
allá, en la acera, y especialmente al borde de las escaleras que conducían a los tugurios de mala
fama del subsuelo.
En uno de estos antros reinaba un estruendo ensordecedor. Se tocaba la guitarra, se cantaba y todo el
mundo parecía divertirse. Ante la entrada había un nutrido grupo de mujeres. Unas estaban sentadas
en los escalones, otras en la acera y otras, en fin, permanecían de pie ante la puerta, charlando.
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Un soldado, bebido, con el cigarrillo en la boca, erraba en torno de ellas, lanzando juramentos. Al
parecer no se acordaba del sitio adonde quería dirigirse. Dos individuos desarrapados cambiaban
insultos. Y, en fin, se veía un borracho tendido cuan largo era en medio de la calle.
Raskolnikov se detuvo junto al grupo principal de mujeres. Éstas platicaban con voces desgarradas.
Vestían ropas de algodón, llevaban la cabeza descubierta y calzado de cabritilla. Unas pasaban de
los cuarenta; otras apenas habían cumplido los diecisiete. Todas tenían los ojos hinchados.
El canto y todos los ruidos que salían del tugurio subterráneo cautivaron a Raskolnikov. Entre
las carcajadas y el alegre bullicio se oía una fina voz de falsete que entonaba una bella melodía,
mientras alguien danzaba furiosamente al son de una guitarra, marcando el compás con los talones.
Raskolnikov, inclinado hacia el sótano, escuchaba, con semblante triste y soñador.
Mi hombre, amor mío, no me pegues sin razón,
cantaba la voz aguda. El oyente mostraba un deseo tan ávido de captar hasta la última sílaba de esta
canción, que se diría que aquello era para él cuestión de vida o muerte.
« ¿Y si entrase? ‑pensó‑. Se ríen. Es la embriaguez. ¿Y si yo me embriagase también? »
‑¿No entra usted, caballero? ‑le preguntó una de las mujeres.
Su voz era clara y todavía fresca. Parecía joven y era la única del grupo que no inspiraba repugnancia.
Raskolnikov levantó la cabeza y exclamó mientras la miraba:
‑¡Qué bonita eres!
Ella sonrió. El cumplido la había emocionado.
‑Usted también es un guapo mozo ‑dijo.
‑Demasiado delgado ‑dijo otra de aquellas mujeres, con voz cavernosa‑. Seguro que acaba de salir
del hospital.
‑Parecen damas de la alta sociedad, pero esto no les impide tener la nariz chata ‑dijo de súbito un
alegre mujik que pasaba por allí con la blusa desabrochada y el rostro ensanchado por una sonrisa‑.
¡Esto alegra el corazón!
‑En vez de hablar tanto, entra.
‑Te obedezco, amor mío.
Dicho esto, entró..., y se fue rodando escaleras abajo.
Raskolnikov continuó su camino.
‑¡Oiga, señor! ‑le gritó la muchacha apenas vio que echaba a andar.
‑¿Qué?
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Ella se turbó.
‑Me encantaría pasar unas horas con usted, caballero; pero me siento cohibida en su presencia.
Déme seis kopeks para beberme un vaso, amable señor.
Raskolnikov buscó en su bolsillo y sacó todo lo que había en él: tres monedas de cinco kopeks.
‑¡Oh! ¡Qué príncipe tan generoso!
‑¿Cómo te llamas?
‑Llámame Duclida.
‑¡Es vergonzoso! ‑exclamó una de las mujeres del grupo, sacudiendo la cabeza con un gesto de
desesperación‑. No comprendo cómo se puede mendigar de este modo. Sólo de pensarlo, me
muero de vergüenza.
Raskolnikov miró con curiosidad a la mujer que había hablado así. Representaba unos treinta años.
Estaba picada de viruelas y salpicada de equimosis. Tenía el labio superior un poco hinchado.
Había expresado su desaprobación en un tono de grave serenidad.
« ¿Dónde he leído yo ‑pensaba Raskolnikov al alejarse‑ que un condenado a muerte decía, una hora
antes de la ejecución de la sentencia, que antes que morir preferiría pasar la vida en una cumbre,
en una roca escarpada donde tuviera el espacio justo para colocar los pies, una roca rodeada de
precipicios o perdida en medio del océano sin fin, en una perpetua soledad, aunque esta vida durara
mil años o fuera eterna? Vivir, vivir sea como fuere. El caso es vivir... ‑y añadió al cabo de un
momento‑: El hombre es cobarde, y cobarde el que le reprocha esta cobardía. »
Desembocó en otra calle.
« ¡Mira, el Palacio de Cristal! Razumikhin me hablaba de él no hace mucho. Pero ¿qué es lo que
yo quería hacer? ¡Ah, sí! Leer... Zosimov ha dicho que leyó en la prensa... »
‑¿Me dará los periódicos? ‑preguntó entrando en un salón de té espacioso, bastante limpio y que
estaba casi vacío.
Sólo había dos o tres clientes tomando el té y, en un departamento algo lejano, un grupo de cuatro
personas que bebían champán. Raskolnikov creyó reconocer a Zamyotov entre ellas, pero la
distancia le impedía asegurar que fuese él.
« ¡Bah, qué importa! », pensó.
‑¿Quiere usted vodka? ‑preguntó el camarero.
‑Tráeme té y los periódicos, los atrasados, los de estos últimos cinco días. Te daré propina.
‑Gracias, señor. Aquí tiene los de hoy, de momento. ¿Quiere vodka también?
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El camarero le trajo el té y los demás periódicos. Raskolnikov se sentó y empezó a leer los títulos.
Ojeó los sucesos: un hombre que se había caído por una escalera, un comerciante ebrio que había
muerto abrasado, un incendio en el barrio de las Arenas, otro incendio en el nuevo barrio de
Petersburgo, otro en este mismo barrio...
«¡Aquí está!»
Había encontrado al fin lo que buscaba, y empezó a leer. Las líneas danzaban ante sus ojos. Sin
embargo, leyó el suceso hasta el fin de la información y buscó nuevas noticias sobre el hecho en
los números siguientes. Sus manos temblaban de impaciencia al pasar las páginas...
De pronto, alguien se sentó a su lado y él le dirigió una mirada. Era Zamyotov, Zamyotov en
persona, con la misma indumentaria que llevaba en la comisaría. Lucía sus anillos, sus cadenas,
sus cabellos negros, rizados, abrillantados y partidos por una raya perfecta. Llevaba su maravilloso
chaleco, su americana un tanto gastada y su camisa no del todo nueva. Parecía de excelente humor,
pues sonreía afectuosamente. El champán había coloreado su cetrino rostro.
‑Pero ¿usted aquí? ‑dijo con un gesto de asombro y con el tono que habría adoptado para dirigirse
a un viejo camarada‑. Pero si Razumikhin me dijo ayer que estaba usted todavía delirando. ¡Qué
cosa tan rara! ¿Sabe que estuve en su casa?
Raskolnikov había presentido que el secretario de la comisaría se acercaría a él. Dejó los periódicos
y se encaró con Zamyotov. En sus labios se percibía una sonrisa irónica que dejaba traslucir cierta
irritación.
‑Ya sé que vino usted ‑respondió‑; ya me lo han dicho... Usted me buscó la bota... ¿Sabe que tiene
subyugado a Razumikhin? Dice que estuvieron ustedes dos en casa de Laviza Ivanovna, aquella
a la que usted intentaba defender el otro día. Ya sabe lo que quiero decir. Usted hacía señas al
«teniente Pólvora» y él no lo entendía. ¿Se acuerda usted? Sin embargo, no hacía falta ser un lince
para comprenderlo. La cosa no podía estar más clara.
‑¡Qué charlatán!
‑¿Se refiere al «teniente Pólvora»?
‑No, a su amigo Razumikhin.
‑¡Vaya, vaya, señor Zamyotov! ¡Para usted es la vida! Usted tiene entrada libre y gratuita en
lugares encantadores. ¿Quién le ha invitado a champán ahora mismo?
‑¿Invitado...? Hemos bebido champán. Pero ¿a santo de qué tenían que invitarme?
‑Para corresponder a algún favor. Ustedes sacan provecho de todo.
Raskolnikov se echó a reír.
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‑No se enfade, no se enfade ‑añadió, dándole una palmada en la espalda‑. Se lo digo sin malicia
alguna, amistosamente, por pura diversión, como decía de los puñetazos que dio a Dmitri el pintor
que detuvieron ustedes por el asunto de la vieja.
‑¿Cómo sabe usted que dijo eso?
‑Yo sé muchas cosas, tal vez más que usted, sobre ese asunto...
‑¡Qué raro está usted...! No me cabe duda de que está todavía enfermo. No debió salir de casa.
‑¿De modo que le parece que estoy raro?
‑Sí. ¿Qué estaba leyendo?
‑Los periódicos.
‑Sólo hablan de incendios.
‑Yo no leía los incendios.
Miró a Zamyotov con una expresión extraña. Una sonrisa irónica volvió a torcer sus labios.
‑No ‑repitió‑, yo no leía las noticias de los incendios ‑y añadió, guiñándole un ojo‑: Confiese,
querido amigo, que arde usted en deseos de saber lo que estaba leyendo.
‑Se equivoca usted. Le he hecho esa pregunta por decir algo. ¿Es que no puede uno preguntar...?
Pero ¿qué le sucede?
‑Óigame: usted es un hombre culto, ¿verdad? Usted debe de haber leído mucho.
‑He seguido seis cursos en el Instituto ‑repuso Zamyotov, un tanto orgulloso.
‑¡Seis cursos! ¡Ah, querido amigo! Lleva una raya perfecta, sortijas..., en fin, que es usted un
hombre rico... ¡Y qué linda presencia!
Raskolnikov soltó una carcajada en la misma cara de su interlocutor, el cual retrocedió, no porque
se sintiera ofendido, sino a causa de la sorpresa.
‑¡Qué extraño está usted! ‑dijo, muy serio, Zamyotov‑. Yo creo que aún desvaría.
‑¿Desvariar yo? Te equivocas, hijito... Así, ¿cree usted que estoy extraño? Y se pregunta usted por
qué, ¿no?
‑Sí.
‑Y desea usted saber lo que he leído, lo que he buscado en estos periódicos... Mire, mire cuántos
números he pedido... Esto es sospechoso, ¿verdad?
‑Pero ¿qué dice usted?
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al trasluz, y después, antes de volver a colocarlo en el fajo, lo habría vuelto a examinar de cerca,
como si temiese que fuera falso. Entonces habría empezado a contar una historia. «Tengo miedo,
¿sabe? Un pariente mío ha perdido de este modo el otro día veinticinco rublos.» Ya con el tercer
millar en la mano, diría: «Perdone: me parece que no he contado bien el segundo fajo, que me he
equivocado al llegar a la séptima centena.» Después de haber vuelto a contar el segundo millar,
contaría el tercero con la misma calma, y luego los otros dos. Cuando ya los hubiera contado todos,
habría sacado un billete del segundo millar y otro del quinto, por ejemplo, y habría rogado que me
los cambiasen. Habría fastidiado al empleado de tal modo, que él sólo habría pensado en librarse
de mí. Finalmente, me habría dirigido a la salida. Pero, al abrir la puerta... « ¡Ah, perdone! » y
habría vuelto sobre mis pasos para hacer una pregunta. Así habría procedido yo.
‑¡Es usted terrible! ‑exclamó Zamyotov entre risas‑. Afortunadamente, eso no son más que palabras.
Si usted se hubiera visto en el trance, habría obrado de modo muy distinto a como dice. Créame:
no sólo usted o yo, sino ni el más ducho y valeroso aventurero habría sido dueño de sí en tales
circunstancias. Pero no hay que ir tan lejos. Tenemos un ejemplo en el caso de la vieja asesinada
en nuestro barrio. El autor del hecho ha de ser un bribón lleno de coraje, ya que ha cometido el
crimen durante el día, y puede decirse que ha sido un milagro que no lo hayan detenido. Pues bien,
sus manos temblaron. No pudo consumar el robo. Perdió la calma: los hechos lo demuestran.
Raskolnikov se sintió herido.
‑¿De modo que los hechos lo demuestran? Pues bien, pruebe a atraparlo -dijo con mordaz ironía.
‑No le quepa duda de que daremos con él.
‑¿Ustedes? ¿Que ustedes darán con él? ¡Ustedes qué han de dar! Ustedes sólo se preocupan de
averiguar si alguien derrocha el dinero. Un hombre que no tenía un cuarto empieza de pronto a tirar
el dinero por la ventana. ¿Cómo no ha de ser el culpable? Teniendo esto en cuenta, un niño podría
engañarlos por poco que se lo propusiera.
‑El caso es que todos hacen lo mismo ‑repuso Zamyotov‑. Después de haber demostrado tanta
destreza como astucia al cometer el crimen, se dejan coger en la taberna. Y es que no todos son tan
listos como usted. Usted, naturalmente, no iría a una taberna.
Raskolnikov frunció las cejas y miró a su interlocutor fijamente.
‑¡Oh usted es insaciable! ‑dijo, malhumorado‑. Usted quiere saber cómo obraría yo si me viese en
un caso así.
‑Exacto ‑repuso Zamyotov en un tono lleno de gravedad y firmeza. Desde hacía unos momentos,
su semblante revelaba una profunda seriedad.
‑¿Es muy grande ese deseo?
‑Mucho.
‑Pues bien, he aquí cómo habría procedido yo.
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Al decir esto, Raskolnikov acercó nuevamente su cara a la de Zamyotov y le miró tan fijamente,
que esta vez el secretario no pudo evitar un estremecimiento.
‑He aquí cómo habría procedido yo. Habría cogido las joyas y el dinero y, apenas hubiera dejado la
casa, me habría dirigido a un lugar apartado, cercado de muros y desierto; un solar o algo parecido.
Ante todo, habría buscado una piedra de gran tamaño, de unas cuarenta libras por lo menos, una
de esas piedras que, terminada la construcción de un edificio, suelen quedar en algún rincón, junto
a una pared. Habría levantado la piedra y entonces habría quedado al descubierto un hoyo. En
este hoyo habría depositado las joyas y el dinero; luego habría vuelto a poner la piedra en su sitio
y acercado un poco de tierra con el pie en torno alrededor. Luego me habría marchado y habría
estado un año, o dos, o tres, sin volver por allí... ¡Y ya podrían ustedes buscar al culpable!
‑¡Está usted loco! ‑exclamó Zamyotov.
Lo había dicho también en voz baja y se había apartado de Raskolnikov. Éste palideció horriblemente
y sus ojos fulguraban. Su labio superior temblaba convulsivamente. Se acercó a Zamyotov tanto
como le fue posible y empezó a mover los labios sin pronunciar palabra. Así estuvo treinta segundos.
Se daba perfecta cuenta de lo que hacía, pero no podía dominarse. La terrible confesión temblaba
en sus labios, como días atrás el cerrojo en la puerta, y estaba a punto de escapársele.
‑¿Y si yo fuera el asesino de la vieja y de Lizaveta? ‑preguntó, e inmediatamente volvió a la
realidad.
Zamyotov le miró con ojos extraviados y se puso blanco como un lienzo. Esbozó una sonrisa.
‑¿Es posible? ‑preguntó en un imperceptible susurro.
Raskolnikov fijó en él una mirada venenosa.
‑Confiese que se lo ha creído ‑dijo en un tono frío y burlón‑. ¿Verdad que sí? ¡Confiéselo!
‑Nada de eso ‑replicó vivamente Zamyotov‑. No lo creo en absoluto. Y ahora menos que nunca.
‑¡Ha caído usted, muchacho! ¡Ya le tengo! Usted no ha dejado de creerlo, por poco que sea, puesto
que dice que ahora lo cree menos que nunca.
‑No, no ‑exclamó Zamyotov, visiblemente confundido‑. Yo no lo he creído nunca. Ha sido usted,
confiéselo, el que me ha atemorizado para inculcarme esta idea.
‑Entonces, ¿no lo cree usted? ¿Es que no se acuerda de lo que hablaron ustedes cuando salí de la
comisaría? Además, ¿por qué el «teniente Pólvora» me interrogó cuando recobré el conocimiento?
Se levantó, cogió su gorra y gritó al camarero:
‑¡Eh! ¿Cuánto le debo?
‑Treinta kopeks ‑dijo el muchacho, que acudió a toda prisa.
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‑Toma. Y veinte de propina. ¡Mire, mire cuánto dinero! ‑continuó, mostrando a Zamyotov su
temblorosa mano, llena de billetes‑. Billetes rojos y azules, veinticinco rublos en billetes. ¿De
dónde los he sacado? Y estas ropas nuevas, ¿cómo han llegado a mi poder? Usted sabe muy bien
que yo no tenía un kopek. Lo sabe porque ha interrogado a la patrona. De esto no me cabe duda.
¿Verdad que la ha interrogado...? En fin, basta de charla... ¡Hasta más ver...! ¡Encantado!
Y salió del establecimiento, presa de una sensación nerviosa y extraña, en la que había cierto
placer desesperado. Por otra parte, estaba profundamente abatido y su semblante tenía una
expresión sombría. Parecía hallarse bajo los efectos de una crisis reciente. Una fatiga creciente le
iba agotando. A veces recobraba de súbito las fuerzas por obra de una violenta excitación, pero las
perdía inmediatamente, tan pronto como pasaba la acción de este estimulante ficticio.
Al quedarse solo, Zamyotov no se movió de su asiento. Allí estuvo largo rato, pensativo. Raskolnikov
había trastornado inesperadamente todas sus ideas sobre cierto punto y fijado definitivamente su
opinión.
«Ilya Petrovich es un imbécil», se dijo.
Apenas puso los pies en la calle, Raskolnikov se dio de manos a boca con Razumikhin, que se
disponía a entrar en el salón de té. Estaban a un paso de distancia el uno del otro, y aún no se habían
visto. Cuando al fin se vieron, se miraron de pies a cabeza. Razumikhin estaba estupefacto. Pero,
de súbito, la ira, una ira ciega, brilló en sus ojos.
‑¿Conque estabas aquí? ‑vociferó‑. ¡El hombre ha saltado de la cama y se ha escapado! ¡Y yo
buscándote! ¡Hasta debajo del diván, hasta en el granero! He estado a punto de pegarle a Nastasya
por culpa tuya... ¡Y miren ustedes de dónde sale...! Rodya, ¿qué quiere decir esto? Di la verdad.
‑Pues esto quiere decir que estoy harto de todos vosotros, que quiero estar solo ‑repuso con toda
calma Raskolnikov.
‑¡Pero si apenas puedes tenerte en pie, tienes los labios blancos como la cal y ni fuerzas te quedan
para respirar! ¡Estúpido! ¿Qué haces en el Palacio de Cristal? ¡Dímelo!
‑Déjame en paz ‑dijo Raskolnikov, tratando de pasar por el lado de su amigo.
Esta tentativa enfureció a Razumikhin, que apresó por un hombro a Raskolnikov.
‑¿Que te deje después de lo que has hecho? No sé cómo te atreves a decir una cosa así. ¿Sabes lo
que voy a hacer? A cogerte debajo del brazo como un paquete, llevarte a casa y encerrarte.
‑Óyeme, Razumikhin ‑empezó a decir Raskolnikov en voz baja y con perfecta calma‑: ¿es que no
te das cuenta de que tu protección me fastidia? ¿Qué interés tienes en sacrificarte por una persona
a la que molestan tus sacrificios e incluso se burla de ellos? Dime: ¿por qué viniste a buscarme
cuando me puse enfermo? ¡Pero si entonces la muerte habría sido una felicidad para mí! ¿No lo
he demostrado ya claramente que tu ayuda es para mí un martirio, que ya estoy harto? No sé qué
placer se puede sentir torturando a la gente. Y te aseguro que todo esto perjudica a mi curación,
pues estoy continuamente irritado. Hace poco, Zosimov se ha marchado para no mortificarme.
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¡Déjame tú también, por el amor de Dios! ¿Con qué derecho pretendes retenerme a la fuerza? ¿No
ves que ya he recobrado la razón por completo? Te agradeceré que me digas cómo he de suplicarte,
para que me entiendas, que me dejes tranquilo, que no te sacrifiques por mí. ¡Dime que soy un
ingrato, un ser vil, pero déjame en paz, déjame, por el amor de Dios!
Había pronunciado las primeras palabras en voz baja, feliz ante la idea del veneno que iba a
derramar sobre su amigo, pero acabó por expresarse con una especie de delirante frenesí. Se
ahogaba como en su reciente escena con Luzhin.
Razumikhin estuvo un momento pensativo. Después soltó el brazo de su amigo.
‑¡Vete al diablo! ‑dijo con un gesto de preocupación.
Se había colmado su paciencia. Pero, apenas dio un paso Raskolnikov, le llamó, en un arranque
repentino.
‑¡Espera! ¡Escucha! Quiero decirte que tú y todos los de tu calaña, desde el primero hasta el último,
sois unos vanidosos y unos charlatanes. Cuando sufrís una desgracia u os acecha un peligro, lo
incubáis como incuba la gallina sus huevos, y ni siquiera en este caso os encontráis a vosotros
mismos. No hay un átomo de vida personal, original, en vosotros. Es agua clara, no sangre, lo que
corre por vuestras venas. Ninguno de vosotros me inspiráis confianza. Lo primero que os preocupa
en todas las circunstancias es no pareceros a ningún otro ser humano.
Raskolnikov se dispuso a girar sobre sus talones. Razumikhin le gritó, más indignado todavía:
‑¡Escúchame hasta el final! Ya sabes que hoy estreno una nueva habitación. Mis invitados deben
de estar ya en casa, pero he dejado allí a mi tío para que los atienda. Pues bien, si tú no fueras un
imbécil, un verdadero imbécil, un idiota de marca mayor, un simple imitador de gentes extranjeras...
Oye, Rodya; yo reconozco que eres una persona inteligente, pero idiota a pesar de todo... Pues, si
no fueses un imbécil, vendrías a pasar la velada en nuestra compañía en vez de gastar las suelas de
tus botas yendo por las calles de un lado a otro. Ya que has salido sin deber, sigue fuera de casa...
Tendrás un buen sillón; se lo pediré a la patrona... Un té modesto... Compañía agradable... Si lo
prefieres, podrás estar echado en el diván: no por eso dejarás de estar con nosotros. Zosimov está
invitado. ¿Vendrás?
‑No.
‑¡No lo creo! ‑gritó Razumikhin, impaciente‑. Tú no puedes saber que no irás. No puedes responder
de tus actos y, además, no entiendes nada... Yo he renegado de la sociedad mil veces y luego
he vuelto a ella a toda prisa... Te sentirás avergonzado de tu conducta y volverás al lado de tus
semejantes... Edificio Potchinkov, tercer piso. ¡No lo olvides!
‑Si continúas así, un día te dejarás azotar por pura caridad.
‑¿Yo? Le cortaré las orejas al que muestre tales intenciones. Edificio Potchinkov, número cuarenta
y siete, departamento del funcionario Babushkin...
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Para dirigirse a la comisaría tenía que avanzar derechamente y doblar a la izquierda por la segunda
travesía. Inmediatamente encontraría lo que buscaba. Pero, al llegar a la primera esquina, se
detuvo, reflexionó un momento y se internó en la callejuela. Luego recorrió dos calles más, sin
rumbo fijo, con el deseo inconsciente de ganar unos minutos. Iba con la mirada fija en el suelo.
De súbito experimentó la misma sensación que si alguien le hubiera murmurado unas palabras al
oído. Levantó la cabeza y advirtió que estaba a la puerta de «aquella» casa, la casa a la que no había
vuelto desde «aquella» tarde.
Un deseo enigmático e irresistible se apoderó de él. Raskolnikov cruzó la entrada y se creyó
obligado a subir al cuarto piso del primer cuerpo de edificio, situado a la derecha. La escalera era
estrecha, empinada y oscura. Raskolnikov se detenía en todos los rellanos y miraba con curiosidad
a su alrededor. Al llegar al primero, vio que en la ventana faltaba un cristal. «Entonces estaba»,
se dijo. Y poco después: «Éste es el departamento del segundo donde trabajaban Nikolashka33 y
Dmitri. Ahora está cerrado y la puerta pintada. Sin duda ya está habitado.» Luego el tercer piso, y
en seguida el cuarto... « ¡Éste es! » Raskolnikov tuvo un gesto de estupor: la puerta del piso estaba
abierta y en el interior había gente, pues se oían voces. Esto era lo que menos esperaba. El joven
vaciló un momento; después subió los últimos escalones y entró en el piso.
Lo estaban remozando, como habían hecho con el segundo. En él había dos empapeladores
trabajando, cosa que le sorprendió sobremanera. No podría explicar el motivo, pero se había
imaginado que encontraría el piso como lo dejó aquella tarde. Incluso esperaba, aunque de un
modo impreciso, encontrar los cadáveres en el entarimado. Pero, en vez de esto, veía paredes
desnudas, habitaciones vacías y sin muebles... Cruzó la habitación y se sentó en la ventana.
Los dos obreros eran jóvenes, pero uno mayor que el otro. Estaban pegando en las paredes papeles
nuevos, blancos y con florecillas de color malva, para sustituir al empapelado anterior, sucio,
amarillento y lleno de desgarrones. Esto desagradó profundamente a Raskolnikov. Miraba los
nuevos papeles con gesto hostil: era evidente que aquellos cambios le contrariaban. Al parecer, los
empapeladores se habían retrasado. De aquí que se apresurasen a enrollar los restos del papel para
volver a sus casas. Sin prestar apenas atención a la entrada de Raskolnikov, siguieron conversando.
Él se cruzó de brazos y se dispuso a escucharlos.
El de más edad estaba diciendo:
‑Vino a mi casa al amanecer, cuando estaba clareando, ¿comprendes?, y llevaba el vestido de los
domingos. « ¿A qué vienen esas miradas tiernas? », le pregunté. Y ella me contestó: «Quiero estar
sometida a tu voluntad desde este momento, Tit Vassilich...» Ya ves. Y, como te digo, iba la mar de
emperifollada: parecía un grabado de revista de modas.
‑¿Y qué es una revista de modas? ‑preguntó el más joven, con el deseo de que su compañero le
instruyera.
33 Diminutivo de Nikolai.
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‑Pues una revista de modas, hijito, es una serie de figuras pintadas. Todas las semanas las reciben
del extranjero nuestros sastres. Vienen por correo y sirven para saber cómo hay que vestir a las
personas, tanto a las del sexo masculino como a las del sexo femenino. El caso es que son dibujos,
¿entiendes?
‑¡Dios mío, qué cosas se ven en este Piter34! ‑exclamó el joven, entusiasmado‑. Excepto a Dios,
aquí se encuentra todo.
‑Todo, excepto eso, amigo ‑terminó el mayor con acento sentencioso.
Raskolnikov se levantó y pasó a la habitación contigua, aquella en donde había estado el arca, la
cama y la cómoda. Sin muebles le pareció ridículamente pequeña. El papel de las paredes era el
mismo. En un rincón se veía el lugar ocupado anteriormente por las imágenes santas. Después de
echar una ojeada por toda la pieza, volvió a la ventana. El obrero de más edad se quedó mirándole.
‑¿Qué desea usted? ‑le preguntó de pronto.
En vez de contestarle, Raskolnikov se levantó, pasó al vestíbulo y empezó a tirar del cordón de la
campanilla. Era la misma; la reconoció por su sonido de hojalata. Tiró del cordón otra vez, y otra,
aguzó el oído mientras trataba de recordar. La atroz impresión recibida el día del crimen volvió a él
con intensidad creciente. Se estremecía cada vez que tiraba del cordón, y hallaba en ello un placer
cuya violencia iba en aumento.
‑Pero ¿qué quiere usted? ¿Y quién es? ‑le preguntó el empapelador de más edad, yendo hacia él.
Raskolnikov volvió a la habitación.
‑Quiero alquilar este departamento ‑repuso‑, y es natural que desee verlo.
‑De noche no se miran los pisos. Además, ha de subir acompañado del portero.
‑Veo que han lavado el suelo. ¿Van a pintarlo? ¿Queda alguna mancha de sangre?
‑¿De qué sangre?
‑Aquí mataron a la vieja y a su hermana. Allí había un charco de sangre.
‑Pero ¿quién es usted? ‑exclamó, ya inquieto, el empapelador.
‑¿Yo?
‑Sí.
‑¿Quieres saberlo? Ven conmigo a la comisaría. Allí lo diré.
Los dos trabajadores se miraron con expresión interrogante.
34 Nombre con el que coloquialmente los rusos le llaman a la ciudad de San Petersburgo.
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‑Ya es hora de que nos vayamos ‑dijo el mayor‑. Incluso nos hemos retrasado. Vámonos, Alioshka35.
Tenemos que cerrar.
‑Entonces, vamos ‑dijo Raskolnikov con un gesto de indiferencia.
Fue el primero en salir. Después empezó a bajar lentamente la escalera.
‑¡Hola, portero! ‑exclamó cuando llegó a la entrada.
En la puerta había varias personas mirando a la gente que pasaba: los dos porteros, una mujer, un
burgués en bata y otros individuos. Raskolnikov se fue derecho a ellos.
‑¿Qué desea? ‑le preguntó uno de los porteros.
‑¿Has estado en la comisaría?
‑De allí vengo. ¿Qué desea usted?
‑¿Están todavía los empleados?
‑Sí.
‑¿Está el ayudante del comisario?
‑Hace un momento estaba. Pero ¿qué desea?
Raskolnikov no contestó; quedó pensativo.
‑Ha venido a ver el piso ‑dijo el empapelador de más edad.
‑¿Qué piso?
‑El que nosotros estamos empapelando. Ha dicho que por qué han lavado la sangre, que allí se ha
cometido un crimen y que él ha venido para alquilar una habitación. Casi rompe el cordón de la
campanilla a fuerza de tirones. Después ha dicho: «Vamos a la comisaría; allí lo contaré todo.» Y
ha bajado con nosotros.
El portero miró atentamente a Raskolnikov. En sus ojos había una mezcla de curiosidad y recelo.
‑Bueno, pero ¿quién es usted?
‑Soy Rodion Romanovich Raskolnikov, ex estudiante, y vivo en la calle vecina, edificio Shil,
departamento catorce. Pregunta al portero: me conoce.
Raskolnikov hablaba con indiferencia y estaba pensativo. Miraba obstinadamente la oscura calle,
y ni una sola vez dirigió la vista a su interlocutor.
35 Diminutivo de Alyona.
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De súbito, distinguió a lo lejos, a unos doscientos metros aproximadamente, al final de una calle,
un grupo de gente que vociferaba. En medio de la multitud había un coche del que partía una luz
mortecina.
« ¿Qué será? »
Dobló a la derecha y se dirigió al grupo. Se aferraba al menor incidente que pudiera retrasar
la ejecución de su propósito, y, al darse cuenta de ello, sonrió. Su decisión era irrevocable:
transcurridos unos momentos, todo aquello habría terminado para él.
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Capítulo VII
En medio de la calle había una elegante calesa36 con un tronco de dos vivos caballos grises de
pura sangre. El carruaje estaba vacío. Incluso el cochero había dejado el pescante y estaba en pie
junto al coche, sujetando a los caballos por el freno. Una nutrida multitud se apiñaba alrededor del
vehículo, contenida por agentes de la policía. Uno de éstos tenía en la mano una linterna encendida
y dirigía la luz hacia abajo para iluminar algo que había en el suelo, ante las ruedas. Todos hablaban
a la vez. Se oían suspiros y fuertes voces. El cochero, aturdido, no cesaba de repetir:
‑¡Qué desgracia, Señor, qué desgracia!
Raskolnikov se abrió paso entre la gente, y entonces pudo ver lo que provocaba tanto alboroto
y curiosidad. En la calzada yacía un hombre ensangrentado y sin conocimiento. Acababa de ser
arrollado por los caballos. Aunque iba miserablemente vestido, llevaba ropas de burgués. La sangre
fluía de su cabeza y de su rostro, que estaba hinchado y lleno de morados y heridas. Evidentemente,
el accidente era grave.
‑¡Señor! ‑se lamentaba el cochero‑. ¡Bien sabe Dios que no he podido evitarlo! Si hubiese ido
demasiado de prisa..., si no hubiese gritado... Pero iba poco a poco, a una marcha regular: todo el
mundo lo ha visto. Y es que un hombre borracho no ve nada: esto lo sabemos todos. Lo veo cruzar
la calle vacilando. Parece que va a caer. Le grito una vez, dos veces, tres veces. Después retengo
los caballos, y él viene a caer precisamente bajo las herraduras. ¿Lo ha hecho expresamente o
estaba borracho de verdad? Los caballos son jóvenes, espantadizos, y han echado a correr. Él ha
empezado a gritar, y ellos se han lanzado a una carrera aún más desenfrenada. Así ha ocurrido la
desgracia.
‑Es verdad que el cochero ha gritado más de una vez y muy fuerte ‑dijo una voz.
36 Carruaje de cuatro y, más comúnmente, de dos ruedas, tirado por caballerías, con taburete delantero para el
conductor, por dentro con dos o cuatro asientos «cara a cara» de madera cubierto por capota de vaqueta, abierto
por delante y resguardado parcialmente de la intemperie por detrás.
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a su hermanito, que había estado malucho todo el día, para acostarlo. El niño estaba sentado en una
silla, muy serio, esperando que le quitaran la camisa para lavarla durante la noche. Silencioso e
inmóvil, había juntado y estirado sus piernecitas y, con los pies levantados, exhibiendo los talones,
escuchaba lo que decían su madre y su hermana. Tenía los labios proyectados hacia fuera y los
ojos muy abiertos. Su gesto de atención e inmovilidad era el propio de un niño bueno cuando se le
está desnudando para acostarlo. Una niña menor que él, vestida con auténticos andrajos, esperaba
su turno de pie junto al biombo. La puerta que daba a la escalera estaba abierta para dejar salir el
humo de tabaco que llegaba de las habitaciones vecinas y que a cada momento provocaba en la
pobre tísica largos y penosos accesos de tos. Katerina Ivanovna parecía haber adelgazado sólo en
unos días, y las siniestras manchas rojas de sus mejillas parecían arder con un fuego más vivo.
‑Tal vez no me creas, Polenka ‑decía mientras medía con sus pasos la habitación‑, pero no puedes
imaginarte la atmósfera de lujo y magnificencia que había en casa de mis padres y hasta qué
extremo este borracho me ha hundido en la miseria. También a vosotros os perderá. Mi padre tenía
en el servicio civil un grado que correspondía al de coronel. Era ya casi gobernador; sólo tenía
que dar un paso para llegar a serlo, y todo el mundo le decía: «Nosotros le consideramos ya como
nuestro gobernador, Ivan Mikhailovich.» Cuando... ‑empezó a toser‑. ¡Maldita sea! ‑exclamó
después de escupir y llevándose al pecho las crispadas manos‑. Pues cuando... Bueno, en el último
baile ofrecido por el mariscal de la nobleza, la princesa Bezzemelny, al verme... (Ella fue la que me
bendijo más tarde, en mi matrimonio con tu papá, Polya), pues bien, la princesa preguntó: «¿No es
ésa la encantadora muchacha que bailó la danza del chal en la fiesta de clausura del Instituto...?»
Hay que coser esta tela, Polenka. Mira qué boquete. Debiste coger la aguja y zurcirlo como yo te
he enseñado, pues si se deja para mañana... ‑de nuevo tosió‑, mañana... ‑volvió a toser‑, ¡mañana
el agujero será mayor! ‑gritó, a punto de ahogarse‑. El paje, el príncipe Schegolskoy, acababa de
llegar de Petersburgo... Había bailado la mazurca conmigo y estaba dispuesto a pedir mi mano al
día siguiente. Pero yo, después de darle las gracias en términos expresivos, le dije que mi corazón
pertenecía desde hacía tiempo a otro. Este otro era tu padre, Polya38. El mío estaba furioso... ¿Ya
está? Dame esa camisa. ¿Y las medias...? Lida ‑dijo dirigiéndose a la niña más pequeña‑, esta noche
dormirás sin camisa... Pon con ella las medias: lo lavaremos todo a la vez... ¡Y ese desharrapado,
ese borracho, sin llegar! Su camisa está sucia y destrozada... Preferiría lavarlo todo junto, para no
fatigarme dos noches seguidas... ¡Señor! ¿Más todavía? ‑exclamó, volviendo a toser y viendo que
el vestíbulo estaba lleno de gente y que varias personas entraban en la habitación, transportando
una especie de fardo‑. ¿Qué es eso, Señor? ¿Qué traen ahí?
‑¿Dónde lo ponemos? ‑preguntó el agente, dirigiendo una mirada en torno de él, cuando introdujeron
en la pieza a Marmeladov, ensangrentado e inanimado.
‑En el diván; ponedlo en el diván ‑dijo Raskolnikov‑. Aquí. La cabeza a este lado.
‑¡Él ha tenido la culpa! ¡Estaba borracho! ‑gritó una voz entre la multitud.
38 Diminutivo de Polina.
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Katerina Ivanovna estaba pálida como una muerta y respiraba con dificultad. La diminuta Lidoshka39
lanzó un grito, se arrojó en brazos de Polenka y se apretó contra ella con un temblor convulsivo.
Después de haber acostado a Marmeladov, Raskolnikov corrió hacia Katerina Ivanovna.
‑¡Por el amor de Dios, cálmese! ‑dijo con vehemencia‑. ¡No se asuste! Atravesaba la calle y un
coche le ha atropellado. No se inquiete; pronto volverá en sí. Lo han traído aquí porque lo he dicho
yo. Yo estuve ya una vez en esta casa, ¿recuerda? ¡Volverá en sí! ¡Yo lo pagaré todo!
‑¡Esto tenía que pasar! ‑exclamó Katerina Ivanovna, desesperada y abalanzándose sobre su marido.
Raskolnikov se dio cuenta en seguida de que aquella mujer no era de las que se desmayan por
cualquier cosa. En un abrir y cerrar de ojos apareció una almohada debajo de la cabeza de la
víctima, detalle en el que nadie había pensado. Katerina Ivanovna empezó a quitar ropa a su marido
y a examinar las heridas. Sus manos se movían presurosas, pero conservaba la serenidad y se había
olvidado de sí misma. Se mordía los trémulos labios para contener los gritos que pugnaban por
salir de su boca.
Entre tanto, Raskolnikov envió en busca de un médico. Le habían dicho que vivía uno en la casa
de al lado.
‑He enviado a buscar un médico ‑dijo a Katerina Ivanovna‑. No se inquiete usted; yo lo pago.
¿No tiene agua? Déme también una servilleta, una toalla, cualquier cosa, pero pronto. Nosotros
no podemos juzgar hasta qué extremo son graves las heridas... Está herido, pero no muerto; se lo
aseguro... Ya veremos qué dice el doctor.
Katerina Ivanovna corrió hacia la ventana. Allí había una silla desvencijada y, sobre ella, una
cubeta de barro llena de agua. La había preparado para lavar por la noche la ropa interior de su
marido y de sus hijos. Este trabajo nocturno lo hacía Katerina Ivanovna dos veces por semana
cuando menos, e incluso con más frecuencia, pues la familia había llegado a tal grado de miseria,
que ninguno de sus miembros tenía más de una muda. Y es que Katerina Ivanovna no podía sufrir
la suciedad y, antes que verla en su casa, prefería trabajar hasta más allá del límite de sus fuerzas.
Lavaba mientras todo el mundo dormía. Así podía tender la ropa y entregarla seca y limpia a la
mañana siguiente a su esposo y a sus hijos.
Levantó la cubeta para llevársela a Raskolnikov, pero las fuerzas le fallaron y poco faltó para que
cayera. Entre tanto, Raskolnikov había encontrado un trapo y, después de sumergirlo en el agua de
la cubeta, lavó la ensangrentada cara de Marmeladov. Katerina Ivanovna permanecía de pie a su
lado, respirando con dificultad. Se oprimía el pecho con las crispadas manos.
También ella tenía gran necesidad de cuidarse. Raskolnikov empezaba a decirse que tal vez había
sido un error llevar al herido a su casa.
39 Diminutivo de Lida.
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‑Polya ‑exclamó Katerina Ivanovna‑, corre a casa de Sonya y dile que a su padre le ha atropellado
un coche y que venga en seguida. Si no estuviese en casa, dejas el recado para que se lo den tan
pronto como llegue. Anda, ve. Toma; ponte este pañuelo en la cabeza.
Entre tanto, la habitación se había ido llenando de curiosos de tal modo, que ya no cabía en
ella ni un alfiler. Los agentes se habían marchado. Sólo había quedado uno que trataba de hacer
retroceder al público hasta el rellano de la escalera. Pero, al mismo tiempo, los inquilinos de la
señora Lippevechsel habían dejado sus habitaciones para aglomerarse en el umbral de la puerta
interior y, al fin, irrumpieron en masa en la habitación del herido.
Katerina Ivanovna se enfureció.
‑¿Es que ni siquiera podéis dejar morir en paz a una persona? ‑gritó a la muchedumbre de curiosos‑.
Esto es para vosotros un espectáculo, ¿verdad? ¡Y venís con el cigarrillo en la boca! ‑exclamó
mientras empezaba a toser‑. Sólo os falta haber venido con el sombrero puesto... ¡Allí veo uno que
lo lleva! ¡Respetad la muerte! ¡Es lo menos que podéis hacer!
La tos ahogó sus palabras, pero lo que ya había dicho produjo su efecto. Por lo visto, los habitantes
de la casa la temían. Los vecinos se marcharon uno tras otro con ese extraño sentimiento de
íntima satisfacción que ni siquiera el hombre más compasivo puede menos de experimentar ante
la desgracia ajena, incluso cuando la víctima es un amigo estimado.
Una vez habían salido todos, se oyó decir a uno de ellos, tras la puerta ya cerrada, que para estos
casos estaban los hospitales y que no había derecho a turbar la tranquilidad de una casa.
‑¡Pretender que no hay derecho a morir! ‑exclamó Katerina Ivanovna.
Y corrió hacia la puerta con ánimo de fulminar con su cólera a sus convecinos. Pero en el umbral
se dio de manos a boca con la dueña de la casa en persona, la señora Lippevechsel, que acababa
de enterarse de la desgracia y acudía para restablecer el orden en el departamento. Esta señora era
una alemana que siempre andaba con enredos y chismes.
‑¡Ah, Señor! ¡Dios mío! ‑exclamó golpeando sus manos una contra otra‑. Su marido borracho.
Atropellamiento por caballo. Al hospital, al hospital. Lo digo yo, la propietaria.
‑¡Óigame, Amalija Ludwigovna! Debe usted pensar las cosas antes de decirlas ‑comenzó Katerina
Ivanovna con altivez (le hablaba siempre en este tono, con objeto de que aquella mujer no olvidara
en ningún momento su elevada condición, y ni siquiera ahora pudo privarse de semejante placer)‑.
Sí, Amalija Ludwigovna...
‑Ya le he dicho más de una vez que no me llamo Amalija Ludwigovna. Yo soy Amalija Ivanovna.
‑Usted no es Amalija Ivanovna, sino Amalija Ludwigovna, y como yo no formo parte de su corte
de viles aduladores, tales como el señor Lebezyatnikov, que en este momento se está riendo detrás
de la puerta ‑se oyó, en efecto, una risita socarrona detrás de la puerta y una voz que decía: «Se van
a agarrar de las greñas»‑, la seguiré llamando Amalija Ludwigovna. Por otra parte, a decir verdad,
no sé por qué razón le molesta que le den este nombre. Ya ve usted lo que le ha sucedido a Semyon
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Zakharovich. Está muriéndose. Le ruego que cierre esa puerta y no deje entrar a nadie. Que le
permitan tan sólo morir en paz. De lo contrario, yo le aseguro que mañana mismo el gobernador
general estará informado de su conducta. El príncipe me conoce desde casi mi infancia y se
acuerda perfectamente de Semyon Zakharovich, al que ha hecho muchos favores. Todo el mundo
sabe que Semyon Zakharovich ha tenido numerosos amigos y protectores. Él mismo, consciente
de su debilidad y cediendo a un sentimiento de noble orgullo, se ha apartado de sus amistades.
Sin embargo, hemos encontrado apoyo en este magnánimo joven ‑señalaba a Raskolnikov‑, que
posee fortuna y excelentes relaciones y al que Semyon Zakharovich conocía desde su infancia. Y
le aseguro a usted, Amalija Ludwigovna...
Todo esto fue dicho con precipitación creciente, pero un acceso de tos puso de pronto fin a la
elocuencia de Katerina Ivanovna. En este momento, el moribundo recobró el conocimiento y lanzó
un gemido. Su esposa corrió hacia él. Marmeladov había abierto los ojos y miraba con expresión
inconsciente a Raskolnikov, que estaba inclinado sobre él. Su respiración era lenta y penosa; la
sangre teñía las comisuras de sus labios, y su frente estaba cubierta de sudor. No reconoció al
joven; sus ojos empezaron a errar febrilmente por toda la estancia. Katerina Ivanovna le dirigió
una mirada triste y severa, y las lágrimas fluyeron de sus ojos.
‑¡Señor, tiene el pecho hundido! ¡Cuánta sangre! ¡Cuánta sangre! ‑exclamó en un tono de
desesperación‑. Hay que quitarle las ropas. Vuélvete un poco, Semyon Zakharovich, si te es posible.
Marmeladov la reconoció.
‑Un sacerdote ‑pidió con voz ronca.
Katerina Ivanovna se fue hacia la ventana, apoyó la frente en el cristal y exclamó, desesperada:
‑¡Ah, vida tres veces maldita!
‑Un sacerdote ‑repitió el moribundo, tras una breve pausa.
‑¡Silencio! ‑le dijo Katerina Ivanovna.
Él, obediente, se calló. Sus ojos buscaron a su mujer con una expresión tímida y ansiosa. Ella había
vuelto junto a él y estaba a su cabecera. El herido se calmó, pero sólo momentáneamente. Pronto
sus ojos se fijaron en la pequeña Lidoshka, su preferida, que temblaba convulsivamente en un
rincón y le miraba sin pestañear, con una expresión de asombro en sus grandes ojos.
Marmeladov emitió unos sonidos imperceptibles mientras señalaba a la niña, visiblemente inquieto.
Era evidente que quería decir algo.
‑¿Qué quieres? ‑le preguntó Katerina Ivanovna.
‑Va descalza, va descalza ‑murmuró el herido, fijando su mirada casi inconsciente en los desnudos
piececitos de la niña.
‑¡Calla! ‑gritó Katerina Ivanovna, irritada‑. Bien sabes por qué va descalza.
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Los curiosos habían abierto de nuevo las puertas de comunicación. En el vestíbulo se hacinaba
una multitud cada vez más compacta de espectadores. Todos los habitantes de la casa estaban allí
reunidos, pero ninguno pasaba del umbral. La escena no recibía más luz que la de un cabo de vela.
En este momento, Polenka, la niña que había ido en busca de su hermana, se abrió paso entre la
multitud. Entró en la habitación, jadeando a causa de su carrera, se quitó el pañuelo de la cabeza,
buscó a su madre con la vista, se acercó a ella y le dijo:
‑Ya viene. La he encontrado en la calle.
Su madre la hizo arrodillar a su lado.
En esto, una muchacha se deslizó tímidamente y sin ruido a través de la muchedumbre. Su
aparición en la estancia, entre la miseria, los harapos, la muerte y la desesperación, ofreció un
extraño contraste. Iba vestida pobremente, pero en su barata vestimenta había ese algo de elegancia
chillona propio de cierta clase de mujeres y que revela a primera vista su condición.
Sonya se detuvo en el umbral y, con los ojos desorbitados, empezó a pasear su mirada por la
habitación. Su semblante tenía la expresión de la persona que no se da cuenta de nada. No pensaba
en que su vestido de seda, procedente de una casa de compraventa, estaba fuera de lugar en aquella
habitación, con su cola desmesurada, su enorme miriñaque, que ocupaba toda la anchura de la
puerta, y sus llamativos colores. No pensaba en sus botines, de un tono claro, ni en su sombrilla, que
había cogido a pesar de que en la oscuridad de la noche no tenía utilidad alguna, ni en su ridículo
sombrero de paja, adornado con una pluma de un rojo vivo. Bajo este sombrero, ladinamente
inclinado, se percibía una carita pálida, enfermiza, asustada, con la boca entreabierta y los ojos
inmovilizados por el terror.
Sonya tenía dieciocho años. Era menuda, delgada, rubia y muy bonita; sus azules ojos eran
maravillosos. Miraba fijamente el lecho del herido y al sacerdote, sin alientos, como su hermanita,
a causa de la carrera. Al fin algunas palabras murmuradas por los curiosos debieron de sacarla de
su estupor. Entonces bajó los ojos, cruzó el umbral y se detuvo cerca de la puerta.
El moribundo acababa de recibir la extremaunción. Katerina Ivanovna se acercó al lecho de su
esposo. El sacerdote se apartó y antes de retirarse se creyó en el deber de dirigir unas palabras de
consuelo a Katerina Ivanovna.
‑¿Qué será de estas criaturas? ‑le interrumpió ella, con un gesto de desesperación, mostrándole a
sus hijos.
‑Dios es misericordioso. Confíe usted en la ayuda del Altísimo.
‑¡Sí, sí! Misericordioso, pero no para nosotros.
‑Es un pecado hablar así, señora, un gran pecado ‑dijo el pope40 sacudiendo la cabeza.
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Pero él, con un esfuerzo sobrehumano, consiguió incorporarse y permanecer unos momentos
apoyado sobre sus manos. Entonces observó a su hija con amarga expresión, fijos y muy abiertos,
los ojos. Parecía no reconocerla. Jamás la había visto vestida de aquel modo. Allí estaba Sonya,
insignificante, desesperada, avergonzada bajo sus oropeles, esperando humildemente que le llegara
el turno de decir adiós a su padre. De súbito, el rostro de Marmeladov expresó un dolor infinito.
‑¡Sonya, hija mía, perdóname! ‑exclamó.
Y al intentar tender sus brazos hacia ella, perdió su punto de apoyo y cayó pesadamente del diván,
quedando con la faz contra el suelo. Todos se apresuraron a recogerlo y a depositarlo nuevamente
en el diván. Pero aquello era ya el fin. Sonya lanzó un débil grito, abrazó a su padre y quedó como
petrificada, con el cuerpo inanimado entre sus brazos. Así murió Marmeladov.
‑¡Tenía que suceder! ‑exclamó Katerina Ivanovna mirando al cadáver de su marido‑. ¿Qué haré
ahora? ¿Cómo te enterraré? ¿Y cómo daré de comer mañana a mis hijos?
Raskolnikov se acercó a ella.
‑Katerina Ivanovna ‑le dijo‑, la semana pasada, su difunto esposo me contó la historia de su
vida y todos los detalles de su situación. Le aseguro que hablaba de usted con la veneración más
entusiasta. Desde aquella noche en que vi cómo les quería a todos ustedes, a pesar de sus flaquezas,
y, sobre todo, cómo la respetaba y la amaba a usted, Katerina Ivanovna, me consideré amigo suyo.
Permítame, pues, que ahora la ayude a cumplir sus últimos deberes con mi difunto amigo. Tenga...,
veinticinco rublos. Tal vez este dinero pueda serle útil... Y yo..., en fin, ya volveré... Sí, volveré
seguramente mañana... Adiós. Ya nos veremos.
Salió a toda prisa de la habitación, se abrió paso vivamente entre la multitud que obstruía el rellano
de la escalera, y se dio de manos a boca con Nikodim Fomich, que había sido informado del
accidente y había decidido realizar personalmente las diligencias de rigor. No se habían visto desde
la visita de Raskolnikov a la comisaría, pero Nikodim Fomich lo reconoció al punto.
‑¿Usted aquí? ‑exclamó.
‑Sí ‑repuso Raskolnikov‑. Han venido un médico y un sacerdote. No le ha faltado nada. No moleste
demasiado a la pobre viuda: está enferma del pecho. Reconfórtela si le es posible... Usted tiene
buenos sentimientos, no me cabe duda ‑y, al decir esto, le miraba irónicamente.
‑Va usted manchado de sangre ‑dijo Nikodim Fomich, al ver, a la luz del mechero de gas, varias
manchas frescas en el chaleco de Raskolnikov.
‑Sí, la sangre ha corrido sobre mí. Todo mi cuerpo está cubierto de sangre.
Dijo esto con un aire un tanto extraño. Después sonrió, saludó y empezó a bajar la escalera.
Iba lentamente, sin apresurarse, inconsciente de la fiebre que le abrasaba, poseído de una única e
infinita sensación de nueva y potente vida que fluía por todo su ser. Aquella sensación sólo podía
compararse con la que experimenta un condenado a muerte que recibe de pronto el indulto.
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Al llegar a la mitad de la escalera fue alcanzado por el pope, que iba a entrar en su casa.
Raskolnikov se apartó para dejarlo pasar. Cambiaron un saludo en silencio. Cuando llegaba a los
últimos escalones, Raskolnikov oyó unos pasos apresurados a sus espaldas. Alguien trataba de
darle alcance. Era Polenka. La niña corría tras él y le gritaba:
‑¡Oiga, oiga!
Raskolnikov se volvió. Polenka siguió bajando y se detuvo cuando sólo la separaba de él un escalón.
Un rayo de luz mortecina llegaba del patio. Raskolnikov observó la escuálida pero linda carita que
le sonreía y le miraba con alegría infantil. Era evidente que cumplía encantada la comisión que le
habían encomendado.
‑Escuche: ¿cómo se llama usted...? ¡Ah!, ¿y dónde vive? ‑preguntó precipitadamente, con voz
entrecortada.
Él apoyó sus manos en los hombros de la niña y la miró con una expresión de felicidad. Ni él
mismo sabía por qué se sentía tan profundamente complacido al contemplar a Polenka así.
‑¿Quién te ha enviado?
‑Mi hermana Sonya ‑respondió la niña, sonriendo más alegremente aún que antes.
‑Lo sabía, estaba seguro de que te había mandado Sonya.
‑Y mamá también. Cuando mi hermana me estaba dando el recado, mamá se ha acercado y me ha
dicho: « ¡Corre, Polenka! »
‑¿Quieres mucho a Sonya?
‑La quiero más que a nadie ‑repuso la niña con gran firmeza. Y su sonrisa cobró cierta gravedad.
‑¿Y a mí? ¿Me querrás?
La niña, en vez de contestarle, acercó a él su carita, contrayendo y adelantando los labios para darle
un beso. De súbito, aquellos bracitos delgados como cerillas rodearon el cuello de Raskolnikov
fuertemente, muy fuertemente, y Polenka, apoyando su infantil cabecita en el hombro del joven,
rompió a llorar, apretándose cada vez más contra él.
‑¡Pobre papá! ‑exclamó poco después, alzando su rostro bañado en lágrimas, que secaba con sus
manos‑. No se ven más que desgracias ‑añadió inesperadamente, con ese aire especialmente grave
que adoptan los niños cuando quieren hablar como las personas mayores.
‑¿Os quería vuestro padre?
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‑A la que más quería era a Lidoshka ‑dijo Polenka con la misma gravedad y ya sin sonreír‑, porque
es la más pequeña y está siempre enferma. A ella le traía regalos y a nosotras nos enseñaba a leer,
y también la gramática y el catecismo ‑añadió con cierta arrogancia‑. Mamá no decía nada, pero
nosotros sabíamos que esto le gustaba, y papá también lo sabía; y ahora mamá quiere que aprenda
francés, porque dice que ya tengo edad para empezar a estudiar.
‑¿Y las oraciones? ¿Las sabéis?
‑¡Claro! Hace ya mucho tiempo. Yo, como soy ya mayor, rezo bajito y sola, y Kolya y Lidoshka
rezan en voz alta con mamá. Primero dicen la oración a la Virgen, después otra: «Señor, perdona
a nuestro otro papá y bendícelo.» Porque nuestro primer papá se murió, y éste era el segundo, y
nosotros rezábamos también por el primero.
‑Poleshka41, yo me llamo Rodion. Nómbrame también alguna vez en tus oraciones... «Y también a
tu siervo Rodion...» Basta con esto.
‑Toda mi vida rezaré por usted ‑respondió calurosamente la niña.
Y de pronto se echó a reír, se arrojó sobre Raskolnikov y otra vez le rodeó el cuello con los brazos.
Raskolnikov le dio su nombre y su dirección y le prometió volver al día siguiente. La niña se
separó de él entusiasmada. Ya eran más de las diez cuando el joven salió de la casa. Cinco minutos
después se hallaba en el puente, en el lugar desde donde la mujer se había arrojado al agua.
« ¡Basta! ‑se dijo en tono solemne y enérgico‑. ¡Atrás los espejismos, los vanos terrores, los
espectros...! La vida está conmigo... ¿Acaso no la he sentido hace un momento? Mi vida no ha
terminado con la de la vieja. Que Dios la tenga en la gloria. ¡Ya era hora de que descansara! Hoy
empieza el reinado de la razón, de la luz, de la voluntad, de la energía... Pronto se verá... »
Lanzó esta exclamación con arrogancia, como desafiando a algún poder oculto y maléfico.
« ¡Y pensar que estaba dispuesto a contentarme con la plataforma rocosa rodeada de abismos!
»Estoy muy débil, pero me siento curado... Yo sabía que esto había de suceder, lo he sabido desde
el momento en que he salido de casa... A propósito: el edificio Potchinkov está a dos pasos de aquí.
Iré a casa de Razumikhin. Habría ido aunque hubiese tenido que andar mucho más... Dejémosle
ganar la apuesta y divertirse. ¿Qué importa eso...? ¡Ah!, hay que tener fuerzas, fuerzas... Sin fuerzas
no puede uno hacer nada. Y estas fuerzas hay que conseguirlas por la fuerza. Esto es lo que ellos
no saben. »
Pronunció estas últimas palabras con un gesto de resolución, pero arrastrando penosamente los
pies. Su orgullo crecía por momentos. Un gran cambio en el modo de ver las cosas se estaba
operando en el fondo de su ser. Pero ¿qué había ocurrido? Sólo un suceso extraordinario había
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podido producir en su alma, sin que él lo advirtiera, semejante cambio. Era como el náufrago que
se aferra a la más endeble rama flotante. Estaba convencido de que podía vivir, de que «su vida
no había terminado con la de la vieja». Era un juicio tal vez prematuro, pero él no se daba cuenta.
«Sin embargo ‑recordó de pronto‑, he encargado que recen por el siervo Rodion. Es una medida
de precaución muy atinada.»
Y se echó a reír ante semejante puerilidad. Estaba de un humor excelente.
Le fue fácil encontrar la habitación de Razumikhin, pues el nuevo inquilino ya era conocido en
la casa y el portero le indicó inmediatamente dónde estaba el departamento de su amigo. Aún no
había llegado a la mitad de la escalera y ya oyó el bullicio de una reunión numerosa y animada. La
puerta del piso estaba abierta y a oídos de Raskolnikov llegaron fuertes voces de gente que discutía.
La habitación de Razumikhin era espaciosa. En ella había unas quince personas. Raskolnikov se
detuvo en el vestíbulo. Dos sirvientes de la patrona estaban muy atareados junto a dos grandes
samovares rodeados de botellas, fuentes y platos llenos de entremeses y pastelillos procedentes de
casa de la dueña del piso. Raskolnikov preguntó por Razumikhin, que acudió al punto con gran
alegría. Se veía inmediatamente que Razumikhin había bebido sin tasa y, aunque de ordinario no
había medio de embriagarle, era evidente que ahora estaba algo mareado.
‑Escucha ‑le dijo con vehemencia Raskolnikov‑. He venido a decirte que has ganado la apuesta
y que, en efecto, nadie puede predecir lo que hará. En cuanto a entrar, no me es posible: estoy
tan débil, que me parece que voy a caer de un momento a otro. Por lo tanto, adiós. Ven a verme
mañana.
‑¿Sabes lo que voy a hacer? Acompañarte a tu casa. Cuando tú dices que estás débil...
‑¿Y tus invitados...? Oye, ¿quién es ese de cabello rizado que acaba de asomar la cabeza?
‑¿Ése? ¡Cualquiera sabe! Tal vez un amigo de mi tío... O alguien que ha venido sin invitación...
Dejaré a los invitados con mi tío. Es un hombre extraordinario. Es una pena que no puedas
conocerle... Además, ¡que se vayan todos al diablo! Ahora se burlan de mí. Necesito refrescarme.
Has llegado oportunamente, querido. Si tardas diez minutos más, me pego con alguien, palabra
de honor. ¡Qué cosas tan absurdas dicen! No te puedes imaginar lo que es capaz de inventar la
mente humana. Pero ahora pienso que sí que te lo puedes imaginar. ¿Acaso no mentimos nosotros?
Dejémoslos que mientan: no acabarán con las mentiras... Espera un momento: voy a traerte a
Zosimov.
Zosimov se precipitó sobre Raskolnikov ávidamente. Su rostro expresaba una profunda curiosidad,
pero esta expresión se desvaneció muy pronto.
‑Debe ir a acostarse inmediatamente ‑dijo, después de haber examinado a su paciente‑, y tomará
usted, antes de irse a la cama, uno de estos sellos que le he preparado. ¿Lo tomará?
‑Como si quiere usted que tome dos.
El sello fue ingerido en el acto.
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‑Haces bien en acompañarlo a casa ‑dijo Zosimov a Razumikhin‑. Ya veremos cómo va la cosa
mañana. Pero por hoy no estoy descontento. Observo una gran mejoría. Esto demuestra que no hay
mejor maestro que la experiencia.
‑¿Sabes lo que me ha dicho Zosimov en voz baja ahora mismo, cuando salíamos? ‑murmuró
Razumikhin apenas estuvieron en la calle‑. No te lo diré todo, querido: son cosas de imbéciles...
Pues Zosimov me ha dicho que charlase contigo por el camino y te tirase de la lengua para después
contárselo a él todo. Cree que tú... que tú estás loco, o que te falta poco para estarlo. ¿Te has
fijado? En primer lugar, tú eres tres veces más inteligente que él; en segundo, como no estás loco,
puedes burlarte de esta idea disparatada, y, finalmente, ese fardo de carne especializado en cirugía
está obsesionado desde hace algún tiempo por las enfermedades mentales. Pero algo le ha hecho
cambiar radicalmente el juicio que había formado sobre ti, y es la conversación que has tenido con
Zamyotov.
‑Por lo visto, Zamyotov te lo ha contado todo.
‑Todo. Y ha hecho bien. Esto me ha aclarado muchas cosas. Y a Zamyotov también... Sí, Rodya...,
el caso es... Hay que reconocer que estoy un poco chispa..., ¡pero no importa...! El caso es que...
Tenían cierta sospecha, ¿comprendes...?, y ninguno de ellos se atrevía a expresarla, ¿comprendes...?,
porque era demasiado absurda... Y cuando han detenido a ese pintor de paredes, todo se ha disipado
definitivamente. ¿Por qué serán tan estúpidos...? Por poco le pego a Zamyotov aquel día... Pero
que quede esto entre nosotros, querido; no dejes ni siquiera entrever que sabes nada del incidente.
He observado que es muy susceptible. La cosa ocurrió en casa de Laviza... Pero hoy..., hoy todo
está aclarado. El principal responsable de este absurdo fue Ilya Petrovich, que no hacía más que
hablar de tu desmayo en la comisaría. Pero ahora está avergonzado de su suposición, pues yo sé
que...
Raskolnikov escuchaba con avidez. Razumikhin hablaba más de lo prudente bajo la influencia del
alcohol.
‑Yo me desmayé ‑dijo Raskolnikov‑ porque no pude resistir el calor asfixiante que hacía allí, ni el
olor a pintura.
‑No hace falta buscar explicaciones. ¡Qué importa el olor a pintura! Tú llevabas enfermo todo un
mes; Zosimov así lo afirma... ¡Ah! No puedes imaginarte la confusión de ese bobo de Zamyotov.
«Yo no valgo ‑ha dicho‑ ni el dedo meñique de ese hombre.» Es decir, del tuyo. Ya sabes, querido,
que él da a veces pruebas de buenos sentimientos. La lección que ha recibido hoy en el Palacio de
Cristal ha sido el colmo de la maestría. Tú has empezado por atemorizarlo, pero atemorizarlo hasta
producirle escalofríos. Le has llevado casi a admitir de nuevo esa monstruosa estupidez, y luego,
de pronto, le has sacado la lengua... Ha sido perfecto. Ahora se siente apabullado, pulverizado.
Eres un maestro, palabra, y ellos han recibido lo que merecen. ¡Qué lástima que yo no haya estado
allí! Ahora él te estaba esperando en mi casa con ávida impaciencia. Porfiry también está deseoso
de conocerte.
‑¿También Porfiry...? Pero dime: ¿por qué me han creído loco?
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‑Tanto como loco, no... Yo creo, querido, que he hablado demasiado... A él le llamó la atención
que a ti sólo te interesara este asunto... Ahora ya comprende la razón de este interés... porque
conoce las circunstancias... y el motivo de que entonces te irritara. Y ello, unido a ese principio de
enfermedad... Estoy un poco borracho, querido, pero el diablo sabe que a Zosimov le ronda una
idea por la cabeza... Te repito que sólo piensa en enfermedades mentales... Tú no debes hacerle
caso.
Los dos permanecieron en silencio durante unos segundos.
‑Óyeme, Razumikhin ‑dijo Raskolnikov‑: quiero hablarte francamente. Vengo de casa de un
difunto, que era funcionario... He dado a la familia todo mi dinero. Además, me ha besado una
criatura de un modo que, aunque verdaderamente hubiera matado yo a alguien... Y también he
visto a otra criatura que llevaba una pluma de un rojo de fuego... Pero estoy divagando... Me siento
muy débil... Sostenme... Ya llegamos.
‑¿Qué te pasa? ¿Qué tienes? ‑preguntó Razumikhin, inquieto.
‑La cabeza se me va un poco, pero no se trata de esto. Es que me siento triste, muy triste..., sí, como
una damisela... ¡Mira! ¿Qué es eso? ¡Mira, mira...!
‑¿Adónde?
‑Pero ¿no lo ves? ¡Hay luz en mi habitación! ¿No la ves por la rendija?
Estaban en el penúltimo tramo, ante la puerta de la patrona, y desde allí se podía ver, en efecto, que
en la habitación de Raskolnikov había luz.
‑¡Qué raro! ¿Será Nastasya? ‑dijo Razumikhin.
‑Nunca sube a mi habitación a estas horas. Seguro que hace ya un buen rato que está durmiendo...
Pero no me importa lo más mínimo. Adiós; buenas noches.
‑¿Cómo se te ha ocurrido que pueda dejarte? Te acompañaré hasta tu habitación. Entraremos juntos.
‑Eso ya lo sé. Pero quiero estrecharte aquí la mano y decirte adiós. Vamos, dame la mano y
digámonos adiós.
‑Pero ¿qué demonios te pasa, Rodya?
‑Nada. Vamos. Lo verás por tus propios ojos.
Empezaron a subir los últimos escalones, mientras Razumikhin no podía menos de pensar que
Zosimov tenía tal vez razón.
«A lo mejor, lo he trastornado con mi charla», se dijo.
Ya estaban cerca de la puerta, cuando, de súbito, oyeron voces en la habitación.
‑Pero ¿qué pasa? ‑exclamó Razumikhin.
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Raskolnikov cogió el picaporte y abrió la puerta de par en par. Y cuando hubo abierto, se quedó
petrificado. Su madre y su hermana estaban sentadas en el diván. Le esperaban desde hacía hora
y media. ¿Cómo se explicaba que Raskolnikov no hubiera pensado ni remotamente que podía
encontrarse con ellas, siendo así que aquel mismo día le habían anunciado dos veces su inminente
llegada a Petersburgo?
Durante la hora y media de espera, las dos mujeres no habían cesado de hacer preguntas a Nastasya,
que estaba aún ante ellas y las había informado de todo cuanto sabía acerca de Raskolnikov. Estaban
aterradas desde que la sirvienta les había dicho que el huésped había salido de casa enfermo y
seguramente bajo los efectos del delirio.
‑Señor..., ¿qué será de él?
Y lloraban las dos. Habían sufrido lo indecible durante la larga espera.
Un grito de alegría acogió a Raskolnikov. Las dos mujeres se arrojaron sobre él. Pero él permanecía
inmóvil, petrificado, como si repentinamente le hubieran arrancado la vida. Un pensamiento súbito,
insoportable, lo había fulminado. Raskolnikov no podía levantar los brazos para estrecharlas entre
ellos. No podía, le era materialmente imposible.
Su madre y su hermana, en cambio, no cesaban de abrazarlo, de estrujarlo, de llorar, de reír... Él
dio un paso, vaciló y rodó por el suelo, desvanecido.
Gran alarma, gritos de horror, gemidos. Razumikhin, que se había quedado en el umbral, entró
presuroso en la habitación, levantó al enfermo con sus atléticos brazos y, en un abrir y cerrar de
ojos, lo depositó en el diván.
‑¡No es nada, no es nada! ‑gritaba a la hermana y a la madre‑. Un simple mareo. El médico acaba
de decir que está muy mejorado y que se curará por completo... Traigan un poco de agua... Miren,
ya recobra el conocimiento.
Atenazó la mano de Duneshka tan vigorosamente como si pretendiera triturársela y obligó a la
joven a inclinarse para comprobar que, efectivamente, su hermano volvía en sí.
Tanto la hermana como la madre miraban a Razumikhin con tierna gratitud, como si tuviesen
ante sí a la misma Providencia. Sabían por Nastasya lo que había sido para Rodya, durante toda
la enfermedad, aquel «avispado joven», como Pulkheria Alexandrovna Raskolnikova le llamó
aquella misma noche en una conversación íntima que sostuvo con su hija Dunya.
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Tercera Parte
Capítulo I
Raskolnikov se levantó y quedó sentado en el diván. Con un leve gesto indicó a Razumikhin que
suspendiera el torrente de su elocuencia desordenada y las frases de consuelo que dirigía a su
hermana y a su madre. Después, cogiendo a las dos mujeres de la mano, las observó en silencio,
alternativamente, por espacio de dos minutos cuando menos. Esta mirada inquietó profundamente
a la madre: había en ella una sensibilidad tan fuerte, que resultaba dolorosa. Pero, al mismo tiempo,
había en aquellos ojos una fijeza de insensatez. Pulkheria Alexandrovna se echó a llorar. Avdotya
Romanovna estaba pálida y su mano temblaba en la de Rodya.
‑Volved a vuestro alojamiento... con él ‑dijo Raskolnikov con voz entrecortada y señalando a
Razumikhin‑. Ya hablaremos mañana. ¿Hace mucho que habéis llegado?
‑Esta tarde, Rodya ‑repuso Pulkheria Alexandrovna‑. El tren se ha retrasado. Pero oye, Rodya: no
te dejaré por nada del mundo; pasaré la noche aquí, cerca de...
‑¡No me atormentéis! ‑la interrumpió el enfermo, irritado.
‑Yo me quedaré con él ‑dijo al punto Razumikhin‑, y no te dejaré solo ni un segundo. Que se vayan
al diablo mis invitados. No me importa que les sepa mal. Allí estará mi tío para atenderlos.
‑¿Cómo podré agradecérselo? ‑empezó a decir Pulkheria Alexandrovna estrechando las manos de
Razumikhin.
Pero su hijo la interrumpió:
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‑No olvides lo que te he dicho, Dunya ‑dijo Raskolnikov reuniendo sus últimas fuerzas‑. Yo no
deliro. Ese matrimonio es una villanía. Yo puedo ser un infame, pero tú no debes serlo. Basta con
que haya uno. Pero, por infame que yo sea, renegaría de ti. O Luzhin o yo... Ya os podéis marchar.
‑O estás loco o eres un déspota ‑gruñó Razumikhin.
Raskolnikov no le contestó, acaso porque ya no le quedaban fuerzas.
Se había echado en el diván y se había vuelto de cara a la pared, completamente extenuado.
Avdotya Romanovna miró atentamente a Razumikhin. Sus negros ojos centellearon, y Razumikhin
se estremeció bajo aquella mirada. Pulkheria Alexandrovna estaba perpleja.
‑No puedo marcharme ‑murmuró a Razumikhin, desesperada‑. Me quedaré aquí, en cualquier
rincón. Acompañe a Dunya.
‑Con eso no hará sino empeorar las cosas ‑respondió Razumikhin, también en voz baja y fuera de
sí‑. Salgamos a la escalera. Nastasya, alúmbranos. Le juro ‑continuó a media voz cuando hubieron
salido‑ que ha estado a punto de pegarnos al doctor y a mí. ¿Comprende usted? ¡Incluso al doctor!
Éste ha cedido por no irritarle, y se ha marchado. Yo me he ido al piso de abajo, a fin de vigilarle
desde allí. Pero él ha procedido con gran habilidad y ha logrado salir sin que yo le viese. Y si ahora
se empeña usted en seguir irritándole, se irá igualmente, o intentará suicidarse.
‑¡Oh! ¿Qué dice usted?
‑Por otra parte, Avdotya Romanovna no puede permanecer sola en ese fonducho donde se hospedan
ustedes. Piense que están en uno de los lugares más bajos de la ciudad. Ese bribón de Pyotr Petrovich
podía haberles buscado un alojamiento más conveniente... ¡Ah! Estoy un poco achispado, ¿sabe?
Por eso empleo palabras demasiado... expresivas. No haga usted demasiado caso.
‑Iré a ver a la patrona ‑dijo Pulkheria Alexandrovna‑ y le suplicaré que nos dé a Dunya y a mí un
rincón cualquiera para pasar la noche. No puedo dejarlo así, no puedo.
Hablaban en el rellano, ante la misma puerta de la patrona. Nastasya permanecía en el último
escalón, con una luz en la mano. Razumikhin daba muestras de gran agitación. Media hora antes,
cuando acompañaba a Raskolnikov, estaba muy hablador (se daba perfecta cuenta de ello), pero
fresco y despejado, a pesar de lo mucho que había bebido. Ahora sentía una especie de exaltación:
el vino ingerido parecía actuar de nuevo en él, y con redoblado efecto. Había cogido a las dos
mujeres de la mano y les hablaba con una vehemencia y una desenvoltura extraordinarias. Casi a
cada palabra, sin duda para mostrarse más convincente, les apretaba la mano hasta hacerles daño, y
devoraba a Avdotya Romanovna con los ojos del modo más impúdico. A veces, sin poder soportar
el dolor, las dos mujeres libraban sus dedos de la presión de las enormes y huesudas manos; pero
él no se daba cuenta y seguía martirizándolas con sus apretones. Si en aquel momento ellas le
hubieran pedido que se arrojara de cabeza por la escalera, él lo habría hecho sin discutir ni vacilar.
Pulkheria Alexandrovna no dejaba de advertir que Razumikhin era un hombre algo extravagante y
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que le apretaba demasiado enérgicamente la mano, pero la actitud y el estado de su hijo la tenían
tan trastornada, que no quería prestar atención a los extraños modales de aquel joven que había
sido para ella la Providencia en persona.
Avdotya Romanovna, aun compartiendo las inquietudes de su madre respecto a Rodya, y aunque
no fuera de temperamento asustadizo, estaba sorprendida e incluso atemorizada al ver fijarse en
ella las miradas ardorosas del amigo de su hermano, y sólo la confianza sin límites que le habían
infundido los relatos de Nastasya acerca de aquel joven le permitía resistir a la tentación de huir
arrastrando con ella a su madre.
Además, comprendía que no podían hacer tal cosa en aquellas circunstancias. Y, por otra parte, su
intranquilidad desapareció al cabo de diez minutos. Razumikhin, fuera cual fuere el estado en que
se encontrase, se manifestaba tal cual era desde el primer momento, de modo que quien lo trataba
sabía en el acto a qué atenerse.
‑De ningún modo deben ustedes ir a ver a la patrona ‑exclamó Razumikhin dirigiéndose a Pulkheria
Alexandrovna‑. Lo que usted pretende es un disparate. Por muy madre de él que usted sea, lo
exasperaría quedándose aquí, y sabe Dios las consecuencias que eso podría tener. Escuchen; he
aquí lo que he pensado hacer: Nastasya se quedará con él un momento, mientras yo las llevo
a ustedes a su casa, pues dos mujeres no pueden atravesar solas las calles de Petersburgo... En
seguida, en una carrera, volveré aquí, y un cuarto de hora después les doy mi palabra de honor
más sagrada de que iré a informarlas de cómo va la cosa, de si duerme, de cómo está, etcétera...
Luego, óiganme bien, iré en un abrir y cerrar de ojos de la casa de ustedes a la mía, donde he dejado
algunos invitados, todos borrachos, por cierto. Entonces cojo a Zosimov, que es el doctor que asiste
a Rodya y que ahora está en mi casa... Pero él no está bebido. Nunca está bebido. Lo traeré a ver
a Rodya, y de aquí lo llevaré inmediatamente a casa de ustedes. Así, ustedes recibirán noticias dos
veces en el espacio de una hora: primero noticias mías y después noticias del doctor en persona.
¡Del doctor! ¿Qué más pueden pedir? Si la cosa va mal, yo les juro que voy a buscarlas y las traigo
aquí; si la cosa va bien, ustedes se acuestan y ¡a dormir se ha dicho...! Yo pasaré la noche aquí, en
el vestíbulo. Él no se enterará. Y haré que Zosimov se quede a dormir en casa de la patrona: así lo
tendremos a mano... Porque, díganme: ¿a quién necesita más Rodya en estos momentos: a ustedes
o al doctor? No cabe duda de que el doctor es más útil para él, mucho más útil... Por lo tanto,
vuélvanse a casa. Además, ustedes no pueden quedarse en el piso de la patrona. Yo puedo, pero
ustedes no: ella no lo querrá, porque... porque es una necia. Tendría celos de Avdotya Romanovna,
celos a causa de mi persona, ya lo saben. Y, a lo mejor, también tendría celos de usted, Pulkheria
Alexandrovna. Pero de su hija no me cabe la menor duda de que los tendría. Es una mujer muy
rara... Bien es verdad que también yo soy un estúpido... ¡Pero no me importa...! Bueno, vamos.
Porque me creen, ¿verdad? Díganme: ¿me creen o no me creen?
‑Vamos, mamá ‑dijo Avdotya Romanovna‑. Hará lo que dice. Es el salvador de Rodya, y si el
doctor ha prometido pasar aquí la noche, ¿qué más podemos pedir?
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equivocado catorce veces, o ciento catorce, y esto es, acaso, un honor para el género humano. Pero
no sabemos ser originales ni siquiera para equivocarnos. Un error original acaso valga más que una
verdad insignificante. La verdad siempre se encuentra; en cambio, la vida puede enterrarse para
siempre. Tenemos abundantes ejemplos de ello. ¿Qué hacemos nosotros en la actualidad? Todos,
todos sin excepción, nos hallamos, en lo que concierne a la ciencia, la cultura, el pensamiento, la
invención, el ideal, los deseos, el liberalismo, la razón, la experiencia y todo lo demás, en una clase
preparatoria del instituto, y nos contentamos con vivir con el espíritu ajeno... ¿Tengo razón o no la
tengo? Díganme: ¿tengo razón?
Razumikhin dijo esto a grandes voces, sacudiendo y apretando las manos de las dos mujeres.
‑¿Qué sé yo, Dios mío? ‑exclamó la pobre Pulkheria Alexandrovna.
Y Avdotya Romanovna repuso gravemente:
‑Ha dicho usted muchas verdades, pero yo no estoy de acuerdo con usted en todos los puntos.
Apenas había terminado de pronunciar estas palabras, lanzó un grito de dolor provocado por un
apretón de manos demasiado enérgico.
Razumikhin exclamó, en el colmo del entusiasmo:
‑¡Ha reconocido usted que tengo razón! Después de esto, no puedo menos de declarar que es usted
un manantial de bondad, de buen juicio, de pureza y de perfección. Déme su mano, ¡démela...! Y
usted déme también la suya. Quiero besarlas. Ahora mismo y de rodillas.
Y se arrodilló en medio de la acera, afortunadamente desierta a aquella hora.
‑¡Basta, por favor! ¿Qué hace usted? ‑exclamó, alarmada, Pulkheria Alexandrovna.
‑¡Levántese, levántese! ‑dijo Dunya, entre divertida e inquieta.
‑Por nada del mundo me levantaré si no me dan ustedes la mano... Así. Esto es suficiente. Ahora
ya puedo levantarme. Sigamos nuestro camino... Yo soy un pobre idiota indigno de ustedes, un
miserable borracho. Pero inclinarse ante ustedes constituye un deber para todo hombre que no sea
un bruto rematado. Por eso me he inclinado yo... Bueno, aquí tienen su casa. Después de ver esto,
uno ha de pensar que Rodion ha hecho bien en poner a Pyotr Petrovich en la calle. ¿Cómo se habrá
atrevido a traerlas a un sitio semejante? ¡Es bochornoso! Ustedes no saben la gentuza que vive
aquí. Sin embargo, usted es su prometida. ¿Verdad que es su prometida? Pues bien, después de
haber visto esto, yo me atrevo a decirle que su prometido es un granuja.
‑Escuche, señor Razumikhin ‑comenzó a decir Pulkheria Alexandrovna‑. Se olvida usted...
‑Sí, sí; tiene usted razón ‑se excusó el estudiante‑; me he olvidado de algo que no debí olvidar, y
estoy verdaderamente avergonzado. Pero usted no debe guardarme rencor porque haya hablado así,
pues he sido franco. No crea que lo he dicho por... No, no; eso sería una vileza... Yo no lo he dicho
para... No, no me atrevo a decirlo... Cuando ese hombre vino a ver a Rodya, comprendimos muy
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pronto que no era de los nuestros. Y no porque se hubiera hecho rizar el pelo en la peluquería, ni
porque alardease de sus buenas relaciones, sino porque es mezquino e interesado, porque es falso
y avaro como un judío. ¿Creen ustedes que es inteligente? Pues se equivocan: es un necio de pies
a cabeza. ¿Acaso es ése el marido que le conviene...? ¡Dios santo! Óiganme ‑dijo, deteniéndose de
pronto, cuando subían la escalera‑: en mi casa todos están borrachos, pero son personas de nobles
sentimientos, y a pesar de los absurdos que decimos (pues yo los digo también), llegaremos un día
a la verdad, porque vamos por el buen camino. En cambio, Pyotr Petrovich..., en fin, su camino
es diferente. Hace un momento he insultado a mis amigos, pero los aprecio. Los aprecio a todos,
incluso a Zamyotov. No es que sienta por él un gran cariño, pero sí cierto afecto: es una criatura. Y
también aprecio a esa mole de Zosimov, pues es honrado y conoce su oficio... En fin, basta de esta
cuestión. El caso es que allí todo se dice y todo se perdona. ¿Estoy yo también perdonado aquí?
¿Sí? Pues adelante... Este pasillo lo conozco yo. He estado aquí otras veces. Allí, en el número
tres, hubo un día un escándalo. ¿Dónde se alojan ustedes? ¿En el número ocho? Pues cierren bien
la puerta y no abran a nadie... Volveré dentro de un cuarto de hora con noticias, y dentro de media
hora con Zosimov. Bueno, me voy. Buenas noches.
‑Dios mío, ¿adónde hemos venido a parar? ‑preguntó, ya en la habitación, Pulkheria Alexandrovna
a su hija.
‑Tranquilízate, mamá ‑repuso Dunya, quitándose el sombrero y la mantilla‑. Dios nos ha enviado
a este hombre, aunque lo haya sacado de una orgía. Se puede confiar en él, te lo aseguro. Además,
¡ha hecho ya tanto por mi hermano!
‑¡Ay, Duneshka! Sabe Dios si volverá. No sé cómo he podido dejar a Rodya... Nunca habría creído
que lo encontraría en tal estado. Cualquiera diría que no se ha alegrado de vernos.
Las lágrimas llenaban sus ojos.
‑Eso no, mamá. No has podido verlo bien, porque no hacías más que llorar. Lo que ocurre es que
está agotado por una grave enfermedad. Eso explica su conducta.
‑¡Esa enfermedad, Dios mío...! ¿Cómo terminará todo esto...? Y ¡en qué tono te ha hablado!
Al decir esto, la madre buscaba tímidamente la mirada de su hija, deseosa de leer en su pensamiento.
Sin embargo, la tranquilizaba la idea de que Dunya defendía a su hermano, lo que demostraba que
le había perdonado.
‑Estoy segura de que mañana será otro ‑añadió para ver qué contestaba su hija.
‑Pues a mí no me cabe duda ‑afirmó Dunya‑ de que mañana pensará lo mismo que hoy.
Pulkheria Alexandrovna renunció a continuar el diálogo: la cuestión le parecía demasiado delicada.
Dunya se acercó a su madre y la rodeó con sus brazos. Y la madre estrechó apasionadamente a la
hija contra su pecho.
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Después, Pulkheria Alexandrovna se sentó y desde este momento esperó febrilmente la vuelta
de Razumikhin. Entre tanto observaba a su hija, que, pensativa y con los brazos cruzados, iba
de un lado a otro del aposento. Así procedía siempre Avdotya Romanovna cuando tenía alguna
preocupación. Y su madre jamás turbaba sus meditaciones.
No cabía duda de que Razumikhin se había comportado ridículamente al mostrar aquella súbita
pasión de borracho ante la aparición de Dunya, pero los que vieran a la joven ir y venir por
la habitación con paso maquinal, cruzados los brazos, triste y pensativa, habrían disculpado
fácilmente al estudiante.
Avdotya Romanovna era extraordinariamente hermosa, alta, esbelta, pero sin que esta esbeltez
estuviera reñida con el vigor físico. Todos sus movimientos evidenciaban una firmeza que no
afectaba lo más mínimo a su gracia femenina. Se parecía a su hermano. Su cabello era de un castaño
claro; su tez, pálida, pero no de una palidez enfermiza, sino todo lo contrario; su figura irradiaba
lozanía y juventud; su boca, demasiado pequeña y cuyo labio inferior, de un rojo vivo, sobresalía,
lo mismo que su mentón, era el único defecto de aquel maravilloso rostro, pero este defecto daba
al conjunto de la fisonomía cierta original expresión de energía y arrogancia. Su semblante era, por
regla general, más grave que alegre, pero, en compensación, adquiría un encanto incomparable las
contadas veces que Dunya sonreía, o reía con una risa despreocupada, juvenil, gozosa...
No era extraño que el fogoso, honesto y sencillo Razumikhin, aquel gigante accidentalmente
borracho, hubiera perdido la cabeza apenas vio a aquella mujer superior a todas las que había visto
hasta entonces. Además, el azar había querido que viera por primera vez a Dunya en un momento
en que la angustia, por un lado, y la alegría de reunirse con su hermano, por otro, la transfiguraban.
Todo esto explica que, al advertir que el labio de Avdotya Romanovna temblaba de indignación
ante las acusaciones de Rodya, Razumikhin hubiera mentido en defensa de la joven.
El estudiante no había mentido al decir, en el curso de su extravagante charla de borracho, que la
patrona de Raskolnikov, Praskovya Pavlovna, tendría celos de Dunya y, seguramente, también de
Pulkheria Alexandrovna, la cual, pese a sus cuarenta y tres años, no había perdido su extraordinaria
belleza. Por otra parte, parecía más joven de lo que era, como suele ocurrir a las mujeres que saben
conservar hasta las proximidades de la vejez un alma pura, un espíritu lúcido y un corazón inocente
y lleno de ternura. Digamos entre paréntesis que no hay otro medio de conservarse hermosa hasta una
edad avanzada. Su cabello empezaba a encanecer y a aclararse; hacía tiempo que sus ojos estaban
cercados de arrugas; sus mejillas se habían hundido a causa de los desvelos y los sufrimientos,
pero esto no empañaba la belleza extraordinaria de aquella fisonomía. Su rostro era una copia
del de Dunya, sólo que con veinte años más y sin el rasgo del labio inferior saliente. Pulkheria
Alexandrovna tenía un corazón tierno, pero su sensibilidad no era en modo alguno sensiblería.
Tímida por naturaleza, se sentía inclinada a ceder, pero hasta cierto punto: podía admitir muchas
cosas opuestas a sus convicciones, mas había un punto de honor y de principios en los que ninguna
circunstancia podía impulsarla a transigir.
Veinte minutos después de haberse marchado Razumikhin se oyeron en la puerta dos discretos y
rápidos golpes. Era el estudiante, que estaba de vuelta.
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‑No entro, pues el tiempo apremia ‑dijo apresuradamente cuando le abrieron‑. Duerme a pierna
suelta y con perfecta tranquilidad. Quiera Dios que su sueño dure diez horas. Nastasya está a su
lado y le he ordenado que no lo deje hasta que yo vuelva. Ahora voy por Zosimov para que le eche
un vistazo. Luego vendrá a informarlas y ustedes podrán acostarse, cosa que buena falta les hace,
pues bien se ve que están agotadas.
Y se fue corriendo por el pasillo.
‑¡Qué joven tan avispado... y tan amable! ‑exclamó Pulkheria Alexandrovna, complacida.
‑Yo creo que es una excelente persona ‑dijo Dunya calurosamente y reanudando sus paseos por la
habitación.
Alrededor de una hora después, volvieron a oírse pasos en el corredor y de nuevo golpearon la
puerta. Esta vez las dos mujeres habían esperado con absoluta confianza la segunda visita de
Razumikhin, cuya palabra ya no ponían en duda. En efecto, era él y le acompañaba Zosimov. Éste
no había vacilado en dejar la reunión para ir a ver al enfermo. Sin embargo, Razumikhin había
tenido que insistir para que accediera a visitar a las dos mujeres: no se fiaba de su amigo, cuyo
estado de embriaguez era evidente. Pero pronto se tranquilizó, e incluso se sintió halagado, al
ver que, en efecto, se le esperaba como a un oráculo. Durante los diez minutos que duró su visita
consiguió devolver la confianza a Pulkheria Alexandrovna. Mostró gran interés por el enfermo,
pero habló en un tono reservado y austero, muy propio de un médico de veintisiete años llamado
a una consulta de extrema gravedad. Ni se permitió la menor digresión, ni mostró deseo alguno de
entablar relaciones más íntimas y amistosas con las dos mujeres. Como apenas entró advirtiera la
belleza deslumbrante de Avdotya Romanovna, procuró no prestarle la menor atención y dirigirse
exclusivamente a la madre. Todo esto le proporcionaba una extraordinaria satisfacción.
Manifestó que había encontrado al enfermo en un estado francamente satisfactorio. Según sus
observaciones, la enfermedad se debía no sólo a las condiciones materiales en que su paciente
había vivido durante mucho tiempo, sino a otras causas de índole moral. Se trataba, por decirlo así,
del complejo resultado de diversas influencias: inquietudes, cuidados, ideas, etc. Al advertir, sin
demostrarlo, que Avdotya Romanovna le escuchaba con suma atención, Zosimov se extendió sobre
el tema con profunda complacencia. Pulkheria Alexandrovna le preguntó, inquieta, por «ciertos
síntomas de locura» y el doctor repuso, con una sonrisa llena de franqueza y serenidad que se había
exagerado el sentido de sus palabras. Sin duda, el enfermo daba muestras de estar dominado por
una idea fija, algo así como una monomanía. Él, Zosimov, estaba entonces enfrascado en el estudio
de esta rama de la medicina.
‑Pero no debemos olvidar ‑añadió‑ que el enfermo ha estado hasta hoy bajo los efectos del delirio...
La llegada de su familia ejercerá sobre él, seguramente, una influencia saludable, siempre que se
tenga en cuenta que hay que evitarle nuevas emociones.
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Con estas palabras, dichas en un tono significativo, dio por terminada su visita. Acto seguido se
levantó, se despidió con una mezcla de circunspección y cordialidad y se retiró acompañado de
un raudal de bendiciones, acciones de gracias y efusivas manifestaciones de gratitud. Avdotya
Romanovna incluso le tendió su delicada mano, sin que él hubiera hecho nada por provocar este
gesto, y el doctor salió, encantado de la visita y más encantado aún de sí mismo.
‑Mañana hablaremos. Ahora acuéstense inmediatamente ‑ordenó Razumikhin mientras se iba con
Zosimov‑. Mañana, a primera hora, vendré a darles noticias.
‑¡Qué encantadora muchacha esa Avdotya Romanovna! ‑dijo calurosamente Zosimov cuando
estuvieron en la calle.
Al oír esto, Razumikhin se arrojó repentinamente sobre Zosimov y le atenazó el cuello con las
manos.
‑¿Encantadora? ¿Has dicho encantadora? Como te atrevas a... ¿Comprendes...? ¿Comprendes lo
que quiero decir...? ¿Me has entendido...?
Y lo echó contra la pared, sin dejar de zarandearle.
‑¡Déjame demonio...! ¡Maldito borracho! ‑gritó Zosimov debatiéndose.
Y cuando Razumikhin le hubo soltado, se quedó mirándole fijamente y lanzó una carcajada.
Razumikhin permaneció ante él, con los brazos caídos y el semblante pensativo y triste.
‑Desde luego, soy un asno ‑dijo con trágico acento‑. Pero tú eres tan asno como yo.
‑Eso no, amigo; yo no soy un asno: yo no pienso en tonterías como tú.
Continuaron su camino en silencio, y ya estaban cerca de la morada de Raskolnikov, cuando
Razumikhin, que daba muestras de gran preocupación, rompió el silencio.
‑Escucha ‑dijo a Zosimov‑, tú no eres una mala persona, pero tienes una hermosa colección de
defectos. Estás corrompido. Eres débil, sensual, comodón, y no sabes privarte de nada. Es un
camino lamentable que conduce al cieno. Eres tan blando, tan afeminado, que no comprendo cómo
has podido llegar a ser médico y, sobre todo, un médico que cumple con su deber. ¡Un doctor que
duerme en lecho de plumas y se levanta por la noche para ir a visitar a un enfermo...! Dentro de dos
o tres años no harás tales sacrificios... Pero, en fin, esto poco importa. Lo que quiero decirte es lo
siguiente: tú dormirás esta noche en el departamento de la patrona (he obtenido, no sin trabajo, su
consentimiento) y yo en la cocina. Esto es para ti una ocasión de trabar más estrecho conocimiento
con ella... No, no pienses mal. No quiero decir eso, ni remotamente...
‑¡Pero si yo no pienso nada!
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‑Esa mujer, querido, es el pudor personificado; una mezcla de discretos silencios, timidez, castidad
invencible y, al mismo tiempo, hondos suspiros. Su sensibilidad es tal, que se funde como la cera.
¡Líbrame de ella, por lo que más quieras, Zosimov! Es bastante agraciada. Me harías un favor que
te lo agradecería con toda el alma. ¡Te juro que te lo agradecería!
Zosimov se echó a reír de buena gana.
‑Pero ¿para qué la quiero yo?
‑Te aseguro que no te ocasionará ninguna molestia. Lo único que tienes que hacer es hablarle, sea
de lo que sea: te sientas a su lado y hablas. Como eres médico, puedes empezar por curarla de una
enfermedad cualquiera. Te juro que no te arrepentirás... Esa mujer tiene un clavicordio42. Yo sé un
poco de música y conozco esa cancioncilla rusa que dice «Derramo lágrimas amargas». Ella adora
las canciones sentimentales. Así empezó la cosa. Tú eres un maestro del teclado, un Rubinstein. Te
aseguro que no te arrepentirás.
‑Pero oye: ¿le has hecho alguna promesa...?, ¿le has firmado algún papel...?, ¿le has propuesto el
matrimonio?
‑Nada de eso, nada en absoluto... No, esa mujer no es lo que tú crees. Porque Tchebarov ha
intentado...
‑Entonces, la plantas y en paz.
‑Imposible.
‑¿Por qué?
‑Pues... porque es imposible, sencillamente... Uno se siente atado, ¿no comprendes?
‑Lo que no entiendo es tu empeño en atraértela, en ligarla a ti.
‑Yo no he intentado tal cosa, ni mucho menos. Es ella la que me ha puesto las ligaduras,
aprovechándose de mi estupidez. Sin embargo, le da lo mismo que el ligado sea yo o seas tú: el
caso es tener a su lado un pretendiente... Es... es... No sé cómo explicarte... Mira; yo sé que tú
dominas las matemáticas. Pues bien; háblale del cálculo integral. Te doy mi palabra de que no
lo digo en broma; te juro que el tema le es indiferente. Ella te mirará y suspirará. Yo le he estado
hablando durante dos días del Parlamento prusiano (llega un momento en que no sabe uno de qué
hablarle), y lo único que ella hacía era suspirar y sudar. Pero no le hables de amor, pues podría
acometerla una crisis de timidez. Limítate a hacerle creer que no puedes separarte de ella. Esto será
suficiente... Estarás como en tu casa, exactamente como en tu casa; leerás, te echarás, escribirás...
Incluso podrás arriesgarte a darle un beso..., pero un beso discreto.
‑Pero ¿a santo de qué he de hacer yo todo eso?
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‑¡Nada, que no consigo que me entiendas...! Oye: vosotros formáis una pareja perfectamente
armónica. Hace ya tiempo que lo vengo pensando... Y si tu fin ha de ser éste, ¿qué importa que
llegue antes o después? Te parecerá que vives sobre plumas; es ésta una vida que se apodera de
uno y te subyuga; es el fin del mundo, el ancla, el puerto, el centro de la tierra, el paraíso. Crêpes43
suculentos, sabrosos pasteles de pescado, el samovar por la tarde, tiernos suspiros, tibios batines
y buenos calentadores. Es como si estuvieses muerto y, al mismo tiempo, vivo, lo que representa
una doble ventaja. Bueno, amigo mío; empiezo a decir cosas absurdas. Ya es hora de irse a dormir.
Escucha: yo me despierto varias veces por la noche. Cuando me despierte, iré a echar un vistazo
a Rodya. Por lo tanto, no te alarmes si me oyes subir. Sin embargo, si el corazón te lo manda,
puedes ir a echarle una miradita. Y si vieras algo anormal..., delirio o fiebre, por ejemplo..., debes
despertarme. Pero esto no sucederá.
43 Receta europea de origen francés hecha fundamentalmente de harina de trigo, con la que se elabora una masa
en forma de disco, se sirve habitualmente como base de un plato o postre aplicándole todo tipo de ingredientes
dulces o salados.
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Capítulo II
A la mañana siguiente eran más de las siete cuando Razumikhin se despertó. En su vida había
estado tan preocupado y sombrío. Su primer sentimiento fue de profunda perplejidad. Jamás había
podido suponer que se despertaría un día de semejante humor. Recordaba hasta los más ínfimos
detalles de los incidentes de la noche pasada y se daba cuenta de que le había sucedido algo
extraordinario, de que había recibido una impresión muy diferente de las que le eran familiares.
Además, comprendía que el sueño que se había forjado era completamente irrealizable, tanto, que
se sintió avergonzado de haberle dado cabida en su mente, y se apresuró a expulsarlo de ella, para
dedicar su pensamiento a otros asuntos, a los deberes más razonables que le había legado, por
decirlo así, la maldita jornada anterior.
Lo que más le abochornaba era recordar hasta qué extremo se había mostrado innoble, pues, además
de estar ebrio, se había aprovechado de la situación de la muchacha para criticar ante ella, llevado
de un sentimiento de celos torpe y mezquino, al hombre que era su prometido, ignorando los lazos
de afecto que existían entre ellos y, en realidad, sin saber nada de aquel hombre. Por otra parte, ¿con
qué derecho se había permitido juzgarle y quién le había pedido que se erigiera en juez? ¿Acaso
una criatura como Avdotya Romanovna podía entregarse a un hombre indigno sólo por el dinero?
No, no cabía duda de que Pyotr Petrovich poseía alguna cualidad. ¿El alojamiento? Él no podía
saber lo que era aquella casa. Les había buscado hospedaje; por lo tanto, había cumplido su deber.
¡Ah, qué miserable era todo aquello, y qué inadmisible la razón con que intentaba justificarse: su
estado de embriaguez! Esta excusa le envilecía más aún. La verdad está en la bebida; por lo tanto,
bajo la influencia del alcohol, él había revelado toda la vileza de su corazón deleznable y celoso.
¿Podía permitirse un hombre como él concebir tales sueños? ¿Qué era él, en comparación con
una joven como Avdotya Romanovna? ¿Cómo podía compararse con ella el borracho charlatán y
grosero de la noche anterior? Imposible imaginar nada más vergonzoso y cómico a la vez que una
unión entre dos seres tan dispares.
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Razumikhin enrojeció ante estas ideas. Y, de pronto, como hecho adrede, se acordó de que la
noche pasada había dicho en el rellano de la escalera que la patrona tendría celos de Avdotya
Romanovna... Este pensamiento le resultó tan intolerable, que dio un fuerte puñetazo en la estufa
de la cocina. Tan violento fue el golpe, que se hizo daño en la mano y arrancó un ladrillo.
‑Ciertamente ‑balbuceó a media voz un minuto después profundamente avergonzado‑, estas
torpezas ya no se pueden evitar ni reparar. Por lo tanto, es inútil pensar en ello... Lo más prudente
será que me presente en silencio, cumpla mis deberes sin desplegar los labios y... que me excuse
con el mutismo... Naturalmente, todo está perdido.
Sin embargo, dedicó un cuidado especial a su indumentaria. Examinó su traje. No tenía más que
uno, pero se lo habría puesto aunque tuviera otros. Sí, se lo habría puesto expresamente. Sin
embargo, exhibir cínicamente una descuidada suciedad habría sido un acto de mal gusto. No tenía
derecho a mortificar con su aspecto a otras personas, y menos a unas personas que le necesitaban
y le habían rogado que fuera a verlas.
Cepilló cuidadosamente su traje. Su ropa interior estaba presentable, como de costumbre
(Razumikhin era intransigente en cuanto a la limpieza de la ropa interior). Procedió a lavarse
concienzudamente. Nastasya le dio jabón y él lo utilizó para el cuello, la cabeza y ‑esto sobre todo‑
las manos. Pero cuando llegó el momento de decidir si debía afeitarse (Praskovya Pavlovna poseía
excelentes navajas de afeitar heredadas de su difunto esposo, el señor Zarnitsyn), se dijo que no lo
haría, y se lo dijo incluso con cierta aspereza.
«No, me mostraré tal cual soy. Podrían suponer que me he afeitado para... Sí, seguro que lo
pensarían... No, no me afeitaré por nada del mundo. Y menos teniendo el convencimiento de que
soy un grosero, un mal educado, un... Admitamos que me considero, cosa que en cierto modo
es verdad, un hombre honrado, o poco menos. ¿Puedo enorgullecerme de esta honradez? Todo
el mundo debe ser honrado y más que honrado... Además (bien lo recuerdo), yo tuve aquellas
cosillas..., no deshonrosas, desde luego, pero... ¡Y qué ideas me asaltan a veces...! ¿Cómo poner
al lado de todo esto a Avdotya Romanovna...? ¡Bueno, que se vaya al diablo...! Me importa un
comino... Haré cuanto esté en mi mano para mostrarme tan grosero y desagradable como me sea
posible, y no me importa lo que puedan pensar.»
En esto apareció Zosimov. Había pasado la noche en el salón de Praskovya Pavlovna y se disponía
a volver a su casa. Razumikhin le dijo que Raskolnikov dormía a pierna suelta. Zosimov dispuso
que no se le despertara y prometió volver a las once.
‑Pero veremos si lo encuentro aquí ‑añadió‑. ¡Demonio de hombre! ¡Un paciente que no obedece
al médico! ¡Estudie usted una carrera para esto! ¿Sabes si irá a ver a su madre y a su hermana, o
si ellas vendrán aquí?
‑Creo que vendrán ellas ‑repuso Razumikhin, que había comprendido la finalidad de la pregunta‑.
Sin duda, tendrán que hablar de asuntos de familia. Por lo cual, me marcharé. Tú, como eres el
médico, tienes más derechos que yo.
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‑Yo soy el médico, pero no el confesor. Vendré sólo un momento. No puedo dedicarme
exclusivamente a ellas: tengo mucho trabajo.
‑Estoy preocupado por una cosa ‑dijo Razumikhin pensativo y con cara sombría‑. Ayer, como
estaba bebido, no pude poner freno a mi lengua y dije mil estupideces. Una de ellas fue que
tú temías que los síntomas que Rodion presentaba fueran un anuncio de... demencia. Así se lo
manifesté al mismo Rodya.
‑Y también a su hermana y a su madre, ¿no?
‑Sí... Yo sé que esto fue una idiotez y que merecería que me abofetearan. Pero, entre nosotros, ¿has
pensado en ello seriamente?
‑¡Seriamente... seriamente...! Tú mismo me lo describiste como un maniático cuando me trajiste a
su casa... Y ayer lo trastornamos con nuestra conversación sobre el pintor de paredes. ¡Buen tema
para tratarlo con un hombre cuya locura puede haber sido provocada por este suceso...! Si hubiese
sabido exactamente lo que había pasado en la comisaría, si hubiese estado enterado del detalle de
que un canalla le había herido con sus sospechas, habría evitado semejante conversación. Estos
maníacos hacen un océano de una gota de agua y toman por realidades los disparates que imaginan.
Ahora, gracias a lo que nos contó anoche en tu casa Zamyotov, ya comprendo muchas cosas. Sí.
Conozco el caso de un hombre de cuarenta años, afectado de hipocondría, que un día no pudo
soportar las travesuras cotidianas de un niño de ocho años y lo estranguló. Y ahora nos enfrentamos
con un hombre reducido a la miseria y que se ve en el trance de sufrir las insolencias de un policía.
Añadamos a esto la enfermedad que le minaba y el efecto de la grave sospecha. Piensa que se
trata de un caso de hipocondría en último grado, de un sujeto orgulloso en extremo: ahí tenemos
la base del mal... ¡Bueno, que se vaya todo al diablo! ¡Ah!, a propósito: ese Zamyotov es un gran
muchacho, pero ha cometido una torpeza contando todo esto. Es un charlatán incorregible.
‑Pero ¿a quién lo ha contado? A ti y a mí.
‑Y a Porfiry.
‑¡Bah! No hay ningún mal en que Porfiry lo sepa.
‑Oye: ¿tienes alguna influencia sobre la madre y la hermana? Habría que recomendarles que hoy
fueran prudentes con él.
‑Ya se las arreglarán ‑repuso Razumikhin, visiblemente contrariado.
‑¿Por qué atacaría tan furiosamente a ese Luzhin? Es un hombre acomodado y que no parece
desagradar a las mujeres... No andan bien de dinero, ¿verdad?
‑¡Esto es todo un interrogatorio! ‑exclamó Razumikhin fuera de sí‑. ¿Cómo puedo yo saber lo que
ellos tienen en el pensamiento? Pregúntaselo a ellas: tal vez te lo digan.
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‑¡Qué arranques de brutalidad tienes a veces! Por lo visto, todavía no se te ha pasado del todo la
borrachera. Adiós. Da las gracias de mi parte a Praskovya Pavlovna por su hospitalidad. Se ha
encerrado en su habitación y no ha respondido a mis buenos días. Esta mañana se ha levantado a
las siete y ha hecho que le entraran el samovar al dormitorio. No he tenido el honor de verla.
A las nueve en punto llegó Razumikhin a la pensión Bakaleyev. Las dos mujeres le esperaban desde
hacía un buen rato con impaciencia febril. Se habían levantado a las siete y media. El estudiante
entró en la casa con cara sombría, saludó torpemente y esta torpeza le hizo enrojecer. Pero ocurrió
algo que no tenía previsto. Pulkheria Alexandrovna se arrojó sobre él, le cogió las manos y poco
faltó para que se las besara. Razumikhin dirigió una tímida mirada a Avdotya Romanovna. Pero
aquel altivo rostro expresaba un reconocimiento tan profundo y una simpatía tan afectuosa (en
vez de las miradas burlonas y llenas de un desprecio mal disimulado que esperaba recibir), que su
confusión no tuvo límites. Sin duda se habría sentido menos violento si le hubieran acogido con
reproches. Afortunadamente, tenía un tema de conversación obligado y se apresuró a echar mano
de él.
Cuando se enteró de que su hijo seguía durmiendo y las cosas no podían ir mejor, Pulkheria
Alexandrovna manifestó que lo celebraba de veras, pues deseaba conferenciar con Razumikhin
sobre cuestiones urgentes antes de ir a ver a Rodya.
Acto seguido preguntó al visitante si había tomado el té, y, ante su respuesta negativa, la madre y
la hija le invitaron a tomarlo con ellas, ya que le habían esperado para desayunarse.
Avdotya Romanovna hizo sonar la campanilla y acudió un desastrado sirviente. Se le encargó el
té, y cómo lo serviría, que las dos mujeres se sonrojaron. Razumikhin estuvo a punto de echar
pestes de la pensión, pero se acordó de Luzhin, se sintió avergonzado y nada dijo. Incluso se alegró
cuando las preguntas de Pulkheria Alexandrovna empezaron a caer sobre él como una granizada.
Interrogado e interrumpido a cada momento, estuvo tres cuartos de hora dando explicaciones.
Contó cuanto sabía de la vida de Rodion Romanovich durante el año último, y terminó con un
relato detallado de la enfermedad de su amigo. Pasó por alto todo aquello que no convenía referir,
como, por ejemplo, la escena de la comisaría, con todas sus consecuencias. Las dos mujeres le
escucharon con ávida atención. Sin embargo, cuando él creyó que había dado todos los detalles
susceptibles de interesarlas y, por lo tanto, consideraba cumplida su misión, advirtió que ellas no
opinaban así y que habían escuchado su largo relato simplemente como un preámbulo.
‑Dígame ‑dijo vivamente Pulkheria Alexandrovna‑, ¿qué juzga usted...? ¡Oh, perdón...! No conozco
todavía su nombre.
‑Dmitri Prokofich.
‑Pues bien, Dmitri Prokofich; yo quisiera saber... cuáles son las opiniones de Rodya, sus ideas, en
estos momentos... Es decir..., compréndame... ¡Oh!, no sé cómo decírselo... Mire, yo quisiera saber
qué es lo que le gusta y lo que no le gusta..., y si siempre está tan irritado como anoche..., y cuáles
son sus deseos, mejor dicho, sus sueños y ambiciones..., y qué es lo que más influye en su ánimo
en estos momentos... En una palabra, yo quisiera saber...
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‑Pero, mamá ‑le interrumpió Dunya‑, ¿quién puede responder a ese torrente de preguntas?
‑¡Es verdad, Dios mío! ¡Es que estaba tan lejos de esperar encontrarlo así!
‑Sin embargo ‑dijo Razumikhin‑, esos cambios son muy naturales. Yo no tengo madre, pero sí un
tío que viene todos los años a verme. Y siempre me encuentra transformado, incluso físicamente...
Bueno, lo importante es que han ocurrido muchas cosas durante los tres años que han estado
ustedes sin ver a Rodion. Yo lo conozco desde hace año y medio. Ha sido siempre un hombre
taciturno, sombrío y soberbio. Últimamente (o tal vez esto empezó antes de lo que suponemos) se
ha convertido en un ser receloso y neurasténico. No es amigo de revelar sus sentimientos: prefiere
mortificar a sus semejantes a mostrarse amable y expansivo con ellos. A veces se limita a aparecer
frío e insensible, pero hasta tal extremo, que resulta inhumano. Es como si poseyese dos caracteres
distintos y los fuera alternando. En ciertos momentos se muestra profundamente taciturno. Da
la impresión de estar siempre atareado, lo que, de ser verdad, explicaría que todo el mundo le
moleste, pero es lo cierto que está horas y horas acostado y sin hacer nada. No le gustan las ironías,
y no porque carezca de mordacidad, sino porque sin duda le parece que no puede perder el tiempo
en semejantes frivolidades. Lo que interesa a los demás, a él le es indiferente. Tiene una elevada
opinión de sí mismo, a mi entender no sin razón... ¿Qué más...? ¡Ah, sí! Creo que la llegada de
ustedes ejercerá sobre él una acción saludable.
‑¡Quiera Dios que sea así! ‑exclamó Pulkheria Alexandrovna, consternada por las revelaciones de
Razumikhin acerca del carácter de su Rodya.
Al fin el joven osó mirar más francamente a Avdotya Romanovna. Mientras hablaba, le había
dirigido miradas al soslayo, pero rápidas y furtivas. A veces, la joven permanecía sentada ante
la mesa, escuchándolo atentamente; a veces, se levantaba y empezaba a dar sus acostumbrados
paseos por la habitación, con los brazos cruzados, cerrada la boca, pensativa, haciendo de vez en
cuando una pregunta, pero sin detenerse. También ella tenía la costumbre de no escuchar hasta el
final a quien le hablaba. Llevaba un vestido sencillo y ligero, y en el cuello un pañuelo blanco.
Razumikhin dedujo de diversos detalles que tanto ella como su madre vivían en la mayor pobreza.
Si Avdotya Romanovna hubiese ido ataviada como una reina, es muy probable que Razumikhin
no se hubiera sentido cohibido ante ella. Sin embargo, tal vez porque la veía tan modestamente
vestida y se imaginaba su vida de privaciones, estaba atemorizado y vigilaba atentamente sus
propios gestos y palabras, lo que aumentaba su timidez de hombre que desconfía de sí mismo.
‑Nos ha dado usted ‑dijo Avdotya Romanovna con una sonrisa‑ interesantes detalles acerca del
carácter de mi hermano, y lo ha hecho con toda imparcialidad. Eso está muy bien; pero yo creía
que usted lo admiraba... Sin duda, como usted supone, debe de haber alguna mujer en todo esto
‑añadió, pensativa.
‑Yo no he dicho tal cosa..., aunque tal vez tenga usted razón. Sin embargo...
‑¿Qué?
‑Que él no ama a nadie y tal vez no sienta amor jamás ‑afirmó Razumikhin.
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Razumikhin refirió detalladamente la disputa, añadiendo sus propios comentarios. Acusó sin
rodeos a Raskolnikov de haber insultado a Pyotr Petrovich deliberadamente y no mencionó el
detalle de que la enfermedad que padecía su amigo podía disculpar su conducta.
‑Había planeado todo esto antes de su enfermedad ‑concluyó.
‑Yo pienso como usted ‑dijo Pulkheria Alexandrovna, desesperada.
Pero, al mismo tiempo, estaba profundamente sorprendida al ver que aquella mañana Razumikhin
hablaba de Pyotr Petrovich con la mayor moderación e incluso con cierto respeto. Avdotya
Romanovna parecía no menos asombrada por este hecho. Pulkheria Alexandrovna no pudo
contenerse.
‑Así, ¿es ésa su opinión sobre Pyotr Petrovich?
‑No puedo tener otra del futuro esposo de su hija ‑respondió Razumikhin con calurosa firmeza‑.
Y no lo digo por pura cortesía sino porque... porque la mejor recomendación para ese hombre es
que Avdotya Romanovna lo haya elegido por esposo... Si ayer llegué a injuriarle fue porque estaba
ignominiosamente embriagado... y como loco; sí, como loco, completamente fuera de mí... Y hoy
me siento profundamente avergonzado.
Enrojeció y se detuvo. Avdotya Romanovna se ruborizó también, pero no dijo nada. No había
pronunciado una sola palabra desde que había empezado a oír hablar de Luzhin.
Pero Pulkheria Alexandrovna se sentía un tanto desconcertada al faltarle la ayuda de su hija.
Finalmente, manifestó, vacilando y dirigiendo continuas miradas a la joven, que había ocurrido
algo que la trastornaba profundamente.
‑Verá usted, Dmitri Prokofich ‑comenzó a decir. Pero se detuvo y preguntó a su hija‑: Debo hablar
con toda franqueza a Dmitri Prokofich, ¿verdad, Duneshka?
‑Desde luego, mamá ‑respondió sin vacilar Avdotya Romanovna.
‑Pues es el caso... ‑continuó inmediatamente Pulkheria Alexandrovna, como si le hubiesen quitado
una montaña de encima al autorizarla a participar su dolor‑. En las primeras horas de esta mañana
hemos recibido una carta de Pyotr Petrovich, en respuesta a la que le enviamos nosotras ayer
anunciándole nuestra llegada. Él nos había prometido acudir a la estación a recibirnos, pero no le
fue posible y nos envió a una especie de criado que nos condujo aquí. Este hombre nos dijo que
Pyotr Petrovich vendría a vernos esta mañana. Pero, en vez de venir, nos ha enviado esta carta...
Lo mejor será que la lea usted. Hay en ella un punto que me preocupa especialmente. Usted mismo
verá de qué punto se trata, Dmitri Prokofich, y me dará su sincera opinión. Usted conoce mejor que
nosotros el carácter de Rodya y podrá aconsejarnos. Le advierto que Duneshka tomó una decisión
inmediatamente, pero yo no sé todavía qué hacer. Por eso le estaba esperando.
Razumikhin desdobló la carta. Vio que estaba fechada el día anterior y leyó lo siguiente:
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‑Lo mejor, mamá, será que vayamos ahora mismo a casa de Rodya. Allí veremos lo que conviene
hacer. Además, ya es hora de que nos marchemos. ¡Más de las diez! ‑exclamó la joven después de
echar una ojeada al precioso reloj de oro guarnecido de esmaltes que pendía de su cuello, prendido
a una fina cadena de estilo veneciano. Esta joya contrastaba singularmente con el resto de su
atavío. «Un regalo de su prometido», pensó Razumikhin.
‑Sí, Duneshka, ya es hora ‑dijo Pulkheria Alexandrovna, aturdida e inquieta‑; ya es hora de que
nos vayamos. Al ver que no llegamos, podría creer que estamos disgustadas con él por la escena
de anoche. ¡Dios mío, Dios mío...!
Mientras hablaba se ponía apresuradamente el sombrero y la mantilla. Duneshka se compuso
también. Sus guantes estaban no solamente desgastados, sino agujereados, como pudo ver
Razumikhin. Sin embargo, esta evidente pobreza daba a las dos damas un aire de especial dignidad,
como es corriente en las personas que saben llevar vestidos humildes. Razumikhin contemplaba a
Avdotya Romanovna con veneración y se sentía orgulloso ante la idea de acompañarla. Y pensaba
que la reina que se arreglaba las medias en la prisión debía de tener más majestad en ese momento
que cuando aparecía en espléndidas fiestas y magníficos desfiles.
‑¡Dios mío! ‑exclamó Pulkheria Alexandrovna‑. Nunca me habría imaginado que pudiera causarme
temor una entrevista con mi hijo, con mi querido Rodya. Pues la temo, Dmitri Prokofich ‑añadió,
dirigiendo al joven una tímida mirada.
‑No debes inquietarte, mamá ‑dijo Dunya, abrazándola‑. Ten confianza en él como la tengo yo.
‑Confianza en él no me falta, hija ‑dijo la pobre mujer‑. Pero no he dormido en toda la noche.
Salieron de la casa.
‑¿Sabes lo que me ha pasado, Duneshka? Que esta mañana, cuando empezaba, al fin, a quedarme
dormida, la difunta Marfa Petrovna se me ha aparecido en sueños. Iba vestida de blanco.
Se ha acercado a mí, me ha cogido de la mano y ha sacudido la cabeza con aire severo, como
censurándome... ¿No te parece que esto es un mal presagio? ¡Dios mío! ¡Dios mío...! Oiga, Dmitri
Prokofich: ¿sabía usted que Marfa Petrovna murió?
‑¿Marfa Petrovna? No sé quién es.
‑Pues sí, murió de repente. Y figúrese que...
‑¡Pero, mamá; si te ha dicho que no sabe quién es!
‑¿De modo que no lo sabe? ¡Y yo que creía que estaba al corriente de todo! Perdóneme, Dmitri
Prokofich. Ando trastornada estos días. Le considero a usted como nuestra Providencia; por eso le
creía informado de todo lo que nos concierne. Usted es para mí como una persona de la familia...
No se enfade si le digo algo que no le guste... ¡Santo Dios! ¿Qué tiene usted en la mano derecha?
¡Está herido!
‑Sí ‑gruñó Razumikhin en un tono de íntima satisfacción.
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‑Soy tan expansiva a veces, que Dunya ha de frenarme. Pero, ¡Dios mío, en qué tabuco vive! ¿Se
habrá despertado ya? Y esa mujer, su patrona, llama habitación a semejante tugurio... Oiga: ¿dice
usted que no le gusta que le hablen demasiado? Entonces, tal vez le moleste yo, que... ¿Quiere
darme algunos consejos, Dmitri Prokofich? ¿Cómo debo comportarme con él? Ya ve usted que
estoy completamente desorientada.
‑No le haga demasiadas preguntas si lo ve usted triste. Y, sobre todo, no le hable de su salud: esto
le molesta.
‑¡Ah, Dmitri Prokofich; qué duro es a veces ser madre! Ya entramos en la escalera... ¡Qué cosa tan
horrible!
‑Mamá, estás pálida. Cálmate ‑le dijo Dunya, acariciándola‑. Te atormentas en balde, pues para él
será una gran alegría volverte a ver ‑añadió con ojos resplandecientes.
‑Iré yo delante ‑dijo Razumikhin‑, para asegurarme de que está despierto.
Las dos damas subieron lentamente detrás de Razumikhin. Cuando llegaron al cuarto piso
advirtieron que la puerta del departamento de la patrona estaba entreabierta y que a través de la
abertura, desde la sombra, las miraban dos ojos negros. Cuando estos ojos se encontraron con los
de ellas, la puerta se cerró tan ruidosamente, que Pulkheria Alexandrovna estuvo a punto de lanzar
un grito de terror.
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Capítulo III
Está mejor ‑les dijo Zosimov apenas las vio entrar. Zosimov estaba allí desde hacía diez minutos,
sentado en el mismo ángulo del diván que ocupaba la víspera. Raskolnikov estaba sentado en el
ángulo opuesto. Se hallaba completamente vestido, e incluso se había lavado y peinado, cosa que
no había hecho desde hacía mucho tiempo.
El cuarto era tan reducido, que quedó lleno cuando entraron los visitantes. Pero esto no impidió a
Nastasya deslizarse tras ellos para escuchar.
Raskolnikov tenía buen aspecto en comparación con el de la víspera. Pero estaba muy pálido y
su semblante expresaba un sombrío ensimismamiento. Su aspecto recordaba el de un herido o el
de un hombre que acabara de experimentar un profundo dolor físico. Tenía las cejas fruncidas;
los labios, contraídos; los ojos, ardientes. Hablaba poco y de mala gana, como a la fuerza, y sus
gestos expresaban a veces una especie de inquietud febril. Sólo le faltaba un vendaje para parecer
enteramente un herido.
Este sombrío y pálido semblante se iluminó momentáneamente al entrar la madre y la hermana.
Pero la luz se extinguió muy pronto y sólo quedó el dolor. Zosimov, que examinaba a su paciente
con un interés de médico joven, observó con asombro que desde la entrada de las dos mujeres el
semblante del enfermo expresaba no alegría, sino una especie de estoicismo resignado. Raskolnikov
daba la impresión de estar haciendo acopio de energías para soportar durante una o dos horas una
tortura que no podía eludir. Cada palabra de la conversación que sostuvo seguidamente pareció
ahondar una herida abierta en su alma. Pero, al mismo tiempo, mostró una sangre fría que asombró
a Zosimov: el loco furioso de la víspera era dueño de sí mismo hasta el punto de poder disimular
sus sentimientos.
‑Sí; ya me doy cuenta de que estoy casi curado ‑dijo Raskolnikov, abrazando cariñosamente a su
madre y a su hermana, lo que llenó de alegría a Pulkheria Alexandrovna‑. Y no digo esto como
te dije ayer ‑añadió, dirigiéndose a Razumikhin, mientras le estrechaba la mano afectuosamente.
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‑Estoy incluso asombrado ‑dijo Zosimov alegremente, pues, en sus diez minutos de charla con el
enfermo, éste había llegado a desconcertarle con su lucidez‑. Si la cosa continúa así, dentro de tres
o cuatro días estará curado por completo y habrá vuelto a su estado normal de un mes atrás..., o
tal vez de dos o tres, pues hace mucho tiempo que llevaba la enfermedad en incubación... ¿No es
así? Confiéselo. Y confiese también que tenía algún motivo para estar enfermo ‑añadió con una
prudente sonrisa, como si temiera irritarlo.
‑Es posible ‑respondió fríamente Raskolnikov.
‑Digo esto ‑continuó Zosimov, cuya animación iba en aumento‑ porque su curación depende en
gran parte de usted. Ahora que podemos hablar, desearía hacerle comprender que es indispensable
que expulse usted, por decirlo así, las causas principales del mal. Sólo procediendo de este modo
podrá usted curarse; en el caso contrario, las cosas irán de mal en peor. Cuáles son esas causas,
lo ignoro; pero usted debe conocerlas. Usted es un hombre inteligente y puede observarse a sí
mismo. Me parece que el principio de su enfermedad coincide con el término de sus actividades
universitarias. Usted no es de los que pueden vivir sin ocupación: usted necesita trabajar, tener un
objetivo y perseguirlo tenazmente.
‑Sí, sí; tiene usted razón. Volveré a inscribirme en la universidad cuanto antes y entonces todo irá
como sobre ruedas.
Zosimov, cuyos prudentes consejos obedecían al deseo de lucirse ante las damas, quedó
profundamente decepcionado cuando, terminado su discurso, dirigió una mirada a su paciente y
advirtió que su rostro expresaba una franca burla. Pero esta decepción se desvaneció muy pronto:
Pulkheria Alexandrovna empezó a abrumar al doctor con sus expresiones de gratitud, especialmente
por su visita nocturna.
‑¿Cómo? ¿Ha ido a veros esta noche? ‑exclamó Raskolnikov, visiblemente agitado‑. Entonces, no
habréis dormido, no habréis descansado después del viaje...
‑Eso no, Rodya: sólo estuvimos levantadas hasta las dos. Cuando estamos en casa, Dunya y yo no
nos acostamos nunca más temprano.
‑Yo tampoco sé cómo darle las gracias ‑dijo Raskolnikov a Zosimov, con semblante sombrío y
bajando la cabeza‑. Dejando aparte la cuestión de los honorarios, y perdone que aluda a este punto,
no sé a qué debo ese especial interés que usted me demuestra. Francamente, no lo comprendo, y
por eso..., por eso su bondad me abruma. Ya ve que le hablo con toda sinceridad.
‑No se preocupe usted ‑repuso Zosimov sonriendo afectuosamente‑. Imagínese que es mi primer
paciente. Los médicos que empiezan sienten por sus primeros enfermos tanto afecto como si fuesen
sus propios hijos. Algunos incluso los adoran. Y yo no tengo todavía una clientela abundante.
‑Y no hablemos de ése ‑dijo Raskolnikov, señalando a Razumikhin‑. No ha recibido de mí sino
insultos y molestias, y...
‑¡Qué tonterías dices! ‑exclamó Razumikhin‑. Por lo visto, hoy te has levantado sentimental.
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Si hubiese sido más perspicaz, habría advertido que su amigo no estaba sentimental, sino todo lo
contrario. Avdotya Romanovna, en cambio, se dio perfecta cuenta de ello. La joven observaba a
su hermano con ávida atención.
‑De ti, mamá, no quiero ni siquiera hablar ‑continuó Raskolnikov en el tono del que recita una
lección aprendida aquella mañana‑. Hoy puedo darme cuenta de lo que debiste sufrir ayer durante
tu espera en esta habitación.
Dicho esto, sonrió y tendió repentinamente la mano a su hermana, sin desplegar los labios. Esta
vez su sonrisa expresaba un sentimiento profundo y sincero.
Dunya, feliz y agradecida, se apoderó al punto de la mano de Rodya y la estrechó tiernamente. Era
la primera demostración de afecto que recibía de él después de la querella de la noche anterior. El
semblante de la madre se iluminó ante esta reconciliación muda pero sincera de sus hijos.
‑Ésta es la razón de que le aprecie tanto ‑exclamó Razumikhin con su inclinación a exagerar las
cosas‑. ¡Tiene unos gestos...!
«Posee un arte especial para hacer bien las cosas ‑pensó la madre‑. Y ¡cuán nobles son sus
impulsos! ¡Con qué sencillez y delicadeza ha puesto fin al incidente de ayer con su hermana! Le
ha bastado tenderle la mano mientras le miraba afectuosamente... ¡Qué ojos tiene! Todo su rostro
es hermoso. Incluso más que el de Duneshka. ¡Pero, Dios mío, qué miserablemente vestido va!
Vaska, el empleado de Afanasy Ivanovich, viste mejor que él... ¡Ah, qué a gusto me arrojaría sobre
él, lo abrazaría... y lloraría! Pero me da miedo..., sí, miedo. ¡Está tan extraño! ¡Tan finamente como
habla, y yo me siento sobrecogida! Pero, en fin de cuentas, ¿qué es lo que temo de él?»
‑¡Ah, Rodya! ‑dijo, respondiendo a las palabras de su hijo‑. No te puedes imaginar cuánto sufrimos
Dunya y yo ayer. Ahora que todo ha terminado y la felicidad ha vuelto a nosotros, puedo decirlo.
Figúrate que vinimos aquí a toda prisa apenas dejamos el tren, para verte y abrazarte, y esa mujer...
¡Ah, mira, aquí está! Buenos días, Nastasya... Pues bien, Nastasya nos contó que tú estabas en
cama, con alta fiebre; que acababas de marcharte, inconsciente, delirando, y que habían salido en
tu busca. Ya puedes imaginarte nuestra angustia. Yo me acordé de la trágica muerte del teniente
Potanchikov, un amigo de tu padre al que tú no has conocido. Huyó como tú, en un acceso de
fiebre, y cayó en el pozo del patio. No se le pudo sacar hasta el día siguiente. El peligro que corrías
se nos antojaba mucho mayor de lo que era en realidad. Estuvimos a punto de ir en busca de Pyotr
Petrovich para pedirle ayuda..., pues estábamos solas, completamente solas ‑terminó con acento
quejumbroso.
Se había detenido ante la idea de que todavía era peligroso hablar de Pyotr Petrovich, aunque todo
estuviera ya arreglado felizmente.
‑Sí, todo eso es muy enojoso ‑dijo Raskolnikov en un tono tan distraído e indiferente, que Duneshka
le miró sorprendida‑. ¿Qué otra cosa quería deciros? ‑continuó, esforzándose por recordar‑. ¡Ah,
sí! No creas, mamá, ni tú, Duneshka, que yo no quería ir a veros sin que antes vinierais vosotras.
‑¡Qué ocurrencia, Rodya! ‑exclamó Pulkheria Alexandrovna, asombrada.
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«Nos habla como por pura cortesía ‑pensó Duneshka‑. Hace las paces y presenta sus excusas como
si cumpliera una simple formalidad o dijese una lección aprendida de memoria.»
‑Acabo de levantarme y me preparaba para ir a veros, pero el estado de mi traje me lo ha impedido.
Ayer me olvidé de decir a Nastasya que limpiara las manchas de sangre, y ahora mismo acabo de
vestirme.
‑¿Manchas de sangre? ‑preguntó Pulkheria Alexandrovna, aterrada.
‑No tiene importancia, mamá; no te alarmes. Ayer, cuando salí de aquí delirando, me encontré de
pronto ante un hombre que acababa de ser víctima de un atropello... Un funcionario. Por eso mis
ropas estaban manchadas de sangre.
‑¿Cuando estabas delirando? ‑dijo Razumikhin‑. Pues te acuerdas de todo.
‑Es cierto ‑convino Raskolnikov, presa de una singular preocupación‑. Me acuerdo de todo, y con
los detalles más insignificantes. Sin embargo, no consigo explicarme por qué fui allí, ni por qué
obré y hablé como lo hice.
‑El fenómeno es conocido ‑observó Zosimov‑. El acto se cumple a veces con una destreza y una
habilidad extraordinarias, pero el principio que lo motiva adolece de cierta alteración y depende de
diversas impresiones morbosas. Es algo así como un sueño.
«Al fin y al cabo, debo felicitarme de que me tomen por loco», pensó Raskolnikov.
‑Pero las personas perfectamente sanas están en el mismo caso ‑observó Duneshka, mirando a
Zosimov con inquietud.
‑La observación es muy justa ‑respondió el médico‑. En este aspecto, todos solemos parecernos a
los alienados. La única diferencia es que los verdaderos enfermos están un poco más enfermos que
nosotros. Sólo sobre esta base podemos establecer distinciones. Hombres perfectamente sanos,
perfectamente equilibrados, si usted prefiere llamarlos así, la verdad es que casi no existen: no se
podría encontrar más de uno entre centenares de miles de individuos, e incluso este uno resultaría
un modelo bastante imperfecto.
La palabra «alienado», lanzada imprudentemente por Zosimov en el calor de sus comentarios
sobre su tema favorito, recorrió como una ráfaga glacial toda la estancia. Raskolnikov se mostraba
absorto y distraído. En sus pálidos labios había una sonrisa extraña. Al parecer, seguía reflexionando
sobre aquel punto que le tenía perplejo.
‑Bueno, pero ¿ese hombre atropellado? ‑se apresuró a decir Razumikhin‑. Te he interrumpido
cuando estabas hablando de él.
Raskolnikov se sobresaltó, como si lo despertasen repentinamente de un sueño.
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‑¿Cómo...? ¡Ah, sí! Me manché de sangre al ayudar a transportarlo a su casa... A propósito, mamá:
cometí un acto imperdonable. Estaba loco, sencillamente. Todo el dinero que me enviaste lo di a
la viuda para el entierro. Está enferma del pecho... Una verdadera desgracia... Tres huérfanos de
corta edad... Hambrientos... No hay nada en la casa... Ha dejado otra hija... Yo creo que también tú
les habrías dado el dinero si hubieses visto el cuadro... Reconozco que yo no tenía ningún derecho
a obrar así, y menos sabiendo los sacrificios que has tenido que hacer para enviarme ese dinero.
Está bien que se socorra a la gente. Pero hay que tener derecho a hacerlo. De lo contrario, crevez
chiens, si vous n’êtes pas contents44.
Lanzó una carcajada.
‑¿Verdad, Dunya?
‑No ‑repuso enérgicamente la joven.
‑¡Bah! También tú estás llena de buenas intenciones ‑murmuró con sonrisa burlona y acento casi
rencoroso‑. Debí comprenderlo... Desde luego, eso es hermoso y tiene más valor... Si llegas a un
punto que no te atreves a franquear, serás desgraciada, y si lo franqueas, tal vez más desgraciada
todavía. Pero todo esto es pura palabrería ‑añadió, lamentando no haber sabido contenerse‑. Yo
sólo quería disculparme ante ti, mamá ‑terminó con voz entrecortada y tono tajante.
‑No te preocupes, Rodya; estoy segura de que todo lo que tú haces está bien hecho ‑repuso la
madre alegremente.
‑No estés tan segura ‑repuso él, esbozando una sonrisa.
Se hizo el silencio. Toda esta conversación, con sus pausas, el perdón concedido y la reconciliación,
se había desarrollado en una atmósfera no desprovista de violencia, y todos se habían dado cuenta
de ello.
«Se diría que me temen», pensó Raskolnikov mirando furtivamente a su madre y a su hermana.
Efectivamente, Pulkheria Alexandrovna parecía sentirse más y más atemorizada a medida que se
prolongaba el silencio.
« ¡Tanto como creía amarlas desde lejos! », pensó Raskolnikov repentinamente.
‑¿Sabes que Marfa Petrovna ha muerto, Rodya? ‑preguntó de pronto Pulkheria Alexandrovna.
‑¿Qué Marfa Petrovna?
‑¿Es posible que no lo sepas? Marfa Petrovna Svidrigaïlova. ¡Tanto como te he hablado de ella en
mis cartas!
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‑¡Ah, sí! Ahora me acuerdo ‑dijo como si despertara de un sueño‑. ¿De modo que ha muerto?
¿Cómo?
Esta muestra de curiosidad alentó a Pulkheria Alexandrovna, que respondió vivamente:
‑Fue una muerte repentina. La desgracia ocurrió el mismo día en que te envié mi última carta. Su
marido, ese monstruo, ha sido sin duda el culpable. Dicen que le dio una tremenda paliza.
‑¿Eran frecuentes esas escenas entre ellos? ‑preguntó Raskolnikov dirigiéndose a su hermana.
‑No, al contrario: él se mostraba paciente, e incluso amable con ella. En algunos casos era hasta
demasiado indulgente. Así vivieron durante siete años. Hasta que un día, de pronto, perdió la
paciencia.
‑O sea que ese hombre no era tan terrible. De serlo, no habría podido comportarse con tanta
prudencia durante siete años. Me parece, Duneshka, que tú piensas así y lo disculpas.
‑¡Oh, no! Es verdaderamente un hombre despiadado. No puedo imaginarme nada más horrible
‑repuso la joven con un ligero estremecimiento.
Luego frunció las cejas y quedó absorta.
‑La escena tuvo lugar por la mañana ‑prosiguió precipitadamente Pulkheria Alexandrovna‑.
Después, Marfa Petrovna ordenó que le preparasen el coche, a fin de trasladarse a la ciudad después
de comer, como hacía siempre en estos casos. Dicen que comió con excelente apetito.
‑¿A pesar de los golpes?
‑Ya se iba acostumbrando... Apenas terminó de comer, fue a bañarse; así se podría marchar en
seguida... Seguía un tratamiento hidroterápico. En la finca hay un manantial de agua fría y ella se
bañaba en él todos los días con regularidad. Apenas entró en el agua, sufrió un ataque de apoplejía.
‑No es nada extraño ‑observó Zosimov.
‑¿Y dices que la paliza había sido brutal?
‑Eso no influyó ‑dijo Dunya.
Raskolnikov exclamó, súbitamente irritado:
‑No sé, mamá, por qué nos has contado todas esas tonterías.
‑Es que no sabía de qué hablar, hijo mío ‑se le escapó decir a Pulkheria Alexandrovna.
‑¿Es posible que todos me temáis? ‑dijo Raskolnikov, esbozando una sonrisa.
‑Sí, te tememos ‑respondió Dunya con expresión severa y mirándole fijamente a los ojos‑. Mamá
incluso se ha santiguado cuando subíamos la escalera.
El semblante de Raskolnikov se alteró profundamente: parecía reflejar una agitación convulsiva.
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‑En una palabra ‑continuó Dunya‑, me caso con Pyotr Petrovich porque de dos males he escogido
el menor. Tengo la intención de cumplir lealmente todo lo que él espera de mí; por lo tanto, no te
engaño. ¿Por qué sonríes?
Dunya enrojeció y un relámpago de cólera brilló en sus ojos.
‑¿Dices que lo cumplirás todo? ‑preguntó Raskolnikov con aviesa sonrisa.
‑Hasta cierto punto, Pyotr Petrovich ha pedido mi mano de un modo que me ha revelado claramente
lo que espera de mí. Ciertamente, tiene una alta opinión de sí mismo, acaso demasiado alta; pero
confío en que sabrá apreciarme a mí igualmente... ¿Por qué vuelves a reírte?
‑¿Y tú por qué te sonrojas? Tú mientes, Dunya; mientes por obstinación femenina, para que no
pueda parecer que te has dejado convencer por mí... Tú no puedes estimar a Luzhin. Lo he visto,
he hablado con él. Por lo tanto, te casas por interés, te vendes. De cualquier modo que la mires, tu
decisión es una vileza. Me siento feliz de ver que todavía eres capaz de enrojecer.
‑¡Eso no es verdad! ¡Yo no miento! ‑exclamó Duneshka, perdiendo por completo la calma‑. No me
casaría con él si no estuviera convencida de que me aprecia; no me casaría sin estar segura de que
es digno de mi estimación. Afortunadamente, tengo la oportunidad de comprobarlo muy pronto,
hoy mismo. Este matrimonio no es una vileza como tú dices... Por otra parte, si tuvieses razón, si
yo hubiese decidido cometer una bajeza de esta índole, ¿no sería una crueldad tu actitud? ¿Cómo
puedes exigir de mí un heroísmo del que tú seguramente no eres capaz? Eso es despotismo, tiranía.
Si yo causo la pérdida de alguien, no será sino de mí misma... Todavía no he matado a nadie... ¿Por
qué me miras de ese modo...? ¡Estás pálido...! ¿Qué te pasa, Rodya...? ¡Rodya, querido Rodya!
‑¡Señor! ¡Se ha desmayado! Tú tienes la culpa ‑exclamó Pulkheria Alexandrovna.
‑No, no..., no ha sido nada... Se me ha ido un poco la cabeza, pero no me he desmayado... No piensas
más que en eso... ¿Qué es lo que yo quería decir...? ¡Ah, sí! ¿De modo que esperas convencerte hoy
mismo de que él te aprecia y es digno de tu estimación? ¿Es esto, no? ¿Es esto lo que has dicho...?
¿O acaso he entendido mal?
‑Mamá, da a leer a Rodya la carta de Pyotr Petrovich ‑dijo Duneshka.
Pulkheria Alexandrovna le entregó la carta con mano temblorosa. Raskolnikov se apoderó de ella
con un gesto de viva curiosidad. Pero antes de abrirla dirigió a su hermana una mirada de estupor
y dijo lentamente, como obedeciendo a una idea que le hubiera asaltado de súbito:
‑No sé por qué me ha de preocupar este asunto... Cásate con quien quieras.
Parecía hablar consigo mismo, pero había levantado la voz y miraba a su hermana con un gesto
de preocupación. Al fin, y sin que su semblante perdiera su expresión de estupor, desplegó la carta
y la leyó dos veces atentamente. Pulkheria Alexandrovna estaba profundamente inquieta y todos
esperaban algo parecido a una explosión.
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‑No comprendo absolutamente nada ‑dijo Rodya, pensativo, devolviendo la carta a su madre y sin
dirigirse a nadie en particular‑. Sabe pleitear, como es propio de un abogado, y cuando habla lo
hace bastante bien. Pero escribiendo es un iletrado, un ignorante.
Sus palabras causaron general estupefacción. No era éste, ni mucho menos, el comentario que se
esperaba.
‑Todos los hombres de su profesión escriben así ‑dijo Razumikhin con voz alterada por la emoción.
‑¿Es que has leído la carta?
‑Sí.
‑Tenemos buenos informes de él, Rodya ‑dijo Pulkheria Alexandrovna, inquieta y confusa‑. Nos
los han dado personas respetables.
‑Es el lenguaje de los leguleyos ‑dijo Razumikhin‑. Todos los documentos judiciales están escritos
en ese estilo.
‑Dices bien: es el estilo de los hombres de leyes, y también de los hombres de negocios. No es un
estilo de persona iletrada, pero tampoco demasiado literario... En una palabra, es un estilo propio
de los negocios.
‑Pyotr Petrovich no oculta su falta de estudios ‑dijo Avdotya Romanovna, herida por el tono en que
hablaba su hermano‑. Es más: se enorgullece de deberlo todo a sí mismo.
‑Desde luego, tiene motivos para estar orgulloso; no digo lo contrario. Al parecer, te ha molestado
que esa carta me haya inspirado solamente una observación poco seria, y crees que persisto en esta
actitud sólo para mortificarte. Por el contrario, en relación con este estilo he tenido una idea que
me parece de cierta importancia para el caso presente. Me refiero a la frase con que Pyotr Petrovich
advierte a nuestra madre que la responsabilidad será exclusivamente suya si desatiende su ruego.
Estas palabras, en extremo significativas, contienen una amenaza. Luzhin ha decidido marcharse si
estoy yo presente. Esto quiere decir que, si no le obedecéis, está dispuesto a abandonaros a las dos
después de haceros venir a Petersburgo. ¿Qué dices a esto? Estas palabras de Luzhin ¿te ofenden
como si vinieran de Razumikhin, Zosimov o, en fin, de cualquiera de nosotros?
‑No ‑repuso Duneshka vivamente‑, porque comprendo que se ha expresado con ingenuidad casi
infantil y que es poco hábil en el manejo de la pluma. Tu observación es muy aguda, Rodya. Te
confieso que ni siquiera la esperaba.
‑Teniendo en cuenta que es un hombre de leyes, se comprende que no haya sabido decirlo de otro
modo y haya demostrado una grosería que estaba lejos de su ánimo. Sin embargo, me veo obligado
a desengañarte. Hay en esa carta otra frase que es una calumnia contra mí, y una calumnia de
las más viles. Yo entregué ayer el dinero a esa viuda tísica y desesperada, no «con el pretexto de
pagar el entierro», como él dice, sino realmente para pagar el entierro, y no a la hija, «cuya mala
conducta es del dominio público» (yo la vi ayer por primera vez en mi vida), sino a la viuda en
persona. En todo esto yo no veo sino el deseo de envilecerme a vuestros ojos a indisponerme con
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vosotras. Este pasaje está escrito también en lenguaje jurídico, por lo que revela claramente el fin
perseguido y una avidez bastante cándida. Es un hombre inteligente, pero no basta ser inteligente
para conducirse con prudencia... La verdad, no creo que ese hombre sepa apreciar tus prendas. Y
conste que lo digo por tu bien, que deseo con toda sinceridad.
Duneshka nada repuso. Ya había tomado su decisión: esperaría que llegase la noche.
‑¿Qué piensas hacer, Rodya? ‑preguntó Pulkheria Alexandrovna, inquieta ante el tono reposado y
grave que había adoptado su hijo.
‑¿A qué te refieres?
‑Ya has visto que Pyotr Petrovich dice que no quiere verte en nuestra casa esta noche, y que se
marchará si... si te encuentra allí. ¿Qué harás, Rodya: vendrás o no?
‑Eso no soy yo el que tiene que decirlo, sino vosotras. Lo primero que debéis hacer es preguntaros
si esa exigencia de Pyotr Petrovich no os parece insultante. Sobre todo, es Dunya la que habrá de
decidir si se siente o no ofendida. Yo ‑terminó secamente‑ haré lo que vosotras me digáis.
‑Duneshka ha resuelto ya la cuestión, y yo soy enteramente de su parecer ‑respondió al punto
Pulkheria Alexandrovna.
‑Lo que he decidido, Rodya, es rogarte encarecidamente que asistas a la entrevista de esta noche
‑dijo Dunya‑. ¿Vendrás?
‑Iré.
‑También a usted le ruego que venga ‑añadió Duneshka dirigiéndose a Razumikhin‑. ¿Has oído,
mamá? He invitado a Dmitri Prokofich.
‑Me parece muy bien. Que todo se haga de acuerdo con tus deseos. Celebro tu resolución, porque
detesto la ficción y la mentira. Que el asunto se ventile con toda franqueza. Y si Pyotr Petrovich
se molesta, allá él.
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Capítulo IV
En ese momento, la puerta se abrió sin ruido y apareció una joven que paseó una tímida mirada por
la habitación. Todos los ojos se fijaron en ella con tanta sorpresa como curiosidad. Raskolnikov
no la reconoció en seguida. Era Sofya Semyonovna Marmeladova. La había visto el día anterior
‑por primera vez‑, pero en circunstancias y con un atavío que habían dejado en su memoria una
imagen completamente distinta de ella. Ahora iba modestamente, incluso pobremente vestida y
parecía muy joven, una muchachita de modales honestos y reservados y carita inocente y temerosa.
Llevaba un vestido sumamente sencillo y un sombrero viejo y pasado de moda. Su mano empuñaba
su sombrilla, único vestigio de su atavío del día anterior. Fue tal su confusión al ver la habitación
llena de gente, que perdió por completo la cabeza, como si fuera verdaderamente una niña, y se
dispuso a marcharse.
‑¡Ah! ¿Es usted? ‑exclamó Raskolnikov, en el colmo de la sorpresa. Y de pronto también él se
sintió turbado.
Recordó que su madre y su hermana habían leído en la carta de Luzhin la alusión a una joven cuya
mala conducta era del dominio público. Cuando acababa de protestar de la calumnia de Luzhin
contra él y de recordar que el día anterior había visto por primera vez a la muchacha, he aquí que
ella misma se presentaba en su habitación. Se acordó igualmente de que no había pronunciado ni
una sola palabra de protesta contra la expresión «cuya mala conducta es del dominio público».
Todos estos pensamientos cruzaron su mente en plena confusión y con rapidez vertiginosa, y al
mirar atentamente a aquella pobre y ultrajada criatura, la vio tan avergonzada, que se compadeció
de ella. Y cuando la muchacha se dirigió a la puerta con el propósito de huir, en su ánimo se
produjo súbitamente una especie de revolución.
‑Estaba muy lejos de esperarla ‑le dijo vivamente, deteniéndola con una mirada‑. Haga el favor de
sentarse. Usted viene sin duda de parte de Katerina Ivanovna. No, ahí no; siéntese aquí, tenga la
bondad.
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Al entrar Sonya, Razumikhin, que ocupaba una de las tres sillas que había en la habitación, se
había levantado para dejarla pasar. Raskolnikov había empezado por indicar a la joven el extremo
del diván que Zosimov había ocupado hacía un momento, pero al pensar en el carácter íntimo de
este mueble que le servía de lecho cambió de opinión y ofreció a Sonya la silla de Razumikhin.
‑Y tú siéntate ahí ‑dijo a su amigo, señalándole el extremo del diván.
Sonya se sentó casi temblando y dirigió una tímida mirada a las dos mujeres. Se veía claramente
que ni ella misma podía comprender de dónde había sacado la audacia necesaria para sentarse cerca
de ellas. Y este pensamiento le produjo una emoción tan violenta, que se levantó repentinamente
y, sumida en el mayor desconcierto, dijo a Raskolnikov, balbuceando:
‑Sólo... sólo un momento. Perdóneme si he venido a molestarle. Vengo de parte de Katerina
Ivanovna. No ha podido enviar a nadie más que a mí. Katerina Ivanovna le ruega encarecidamente
que asista mañana a los funerales que se celebrarán en Mitrofanievsky... y que después venga a
casa, a su casa, para la comida... Le suplica que le conceda este honor.
Dicho esto, perdió por completo la serenidad y enmudeció.
‑Haré todo lo posible por... No, no faltaré ‑repuso Raskolnikov, levantándose y tartamudeando
también‑. Tenga la bondad de sentarse ‑dijo de pronto‑. He de hablarle, si me lo permite. Ya veo
que tiene usted prisa, pero le ruego que me conceda dos minutos.
Le acercó la silla, y Sonya se volvió a sentar. De nuevo la joven dirigió una mirada llena de
angustiosa timidez a las dos señoras y seguidamente bajó los ojos. El pálido rostro de Raskolnikov
se había teñido de púrpura. Sus facciones se habían contraído y sus ojos llameaban.
‑Mamá ‑dijo con voz firme y vibrante‑, es Sofya Semyonovna Marmeladova, la hija de ese
infortunado señor Marmeladov que ayer fue atropellado por un coche... Ya os he contado...
Pulkheria Alexandrovna miró a Sonya, entornando levemente los ojos con un gesto despectivo.
A pesar del temor que le inspiraba la mirada fija y retadora de su hijo, no pudo privarse de esta
satisfacción. Duneshka se volvió hacia la pobre muchacha y la observó con grave estupor.
Al oír que Raskolnikov la presentaba, Sonya levantó los ojos, logrando tan sólo que su turbación
aumentase.
‑Quería preguntarle ‑dijo Rodya precipitadamente- cómo han ido hoy las cosas en su casa. ¿Las
han molestado mucho? ¿Les ha interrogado la policía?
‑No, todo se ha arreglado sin dificultad. No había duda sobre las causas de la muerte. Nos han
dejado tranquilas. Sólo los vecinos nos han molestado con sus protestas.
‑¿Sus protestas?
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‑Sí, el cadáver llevaba demasiado tiempo en casa y, con este calor, empezaba a oler. Hoy, a la hora
de vísperas, lo trasladarán a la capilla del cementerio. Katerina Ivanovna se oponía al principio,
pero al fin ha comprendido que había que hacerlo.
‑¿O sea que hoy se lo llevarán?
‑Sí, pero las exequias se celebrarán mañana. Katerina Ivanovna le suplica que asista a ellas y que
luego vaya a su casa para participar en la comida de funerales.
‑¡Hasta comida de funerales...!
‑Una sencilla colación. También me ha encargado que le dé las gracias por la ayuda que nos ha
prestado. Sin ella, nos habría sido imposible enterrar a mi padre.
Sus labios y su barbilla empezaron a temblar de súbito, pero contuvo el llanto y bajó nuevamente
los ojos.
Mientras hablaba con ella, Raskolnikov la observaba atentamente. Era menuda y delgada, muy
delgada, y pálida, de facciones irregulares y un poco angulosas, nariz pequeña y afilada y mentón
puntiagudo. No podía decirse que fuera bonita, pero, en compensación, sus azules ojos eran tan
límpidos y, al animarse, le daban tal expresión de candor y de bondad, que uno no podía menos
de sentirse cautivado. Otro detalle característico de su rostro y de toda ella era que representaba
menos edad aún de la que tenía. Parecía una niña, a pesar de sus dieciocho años, infantilidad que
se reflejaba, de un modo casi cómico, en algunos de sus gestos.
‑No comprendo cómo Katerina Ivanovna ha podido arreglarlo todo con tan escasos recursos, y
menos, que todavía le haya sobrado para dar una colación ‑dijo Raskolnikov, deseoso de que la
conversación no se interrumpiera.
‑El ataúd es de los más modestos y toda la ceremonia será sumamente sencilla... O sea, que no le
costará mucho. Entre ella y yo lo hemos calculado todo exactamente; por eso sabemos que quedará
lo suficiente para dar la colación de funerales. Esto es muy importante para Katerina Ivanovna y no
se la debe contrariar... Es un consuelo para ella... Ya sabe usted cómo es...
‑Comprendo, comprendo... También mi habitación es muy pobre. Mi madre dice que parece una
tumba.
‑¡Y ayer nos entregó usted hasta su última moneda! ‑murmuró Soneshka bajando de nuevo los
ojos.
Otra vez sus labios y su barbilla empezaron a temblar. Apenas había entrado, le había llamado la
atención la pobreza del aposento de Raskolnikov. Lo que acababa de decir se le había escapado
involuntariamente.
Hubo un silencio. La mirada de Duneshka se aclaró y Pulkheria Alexandrovna se volvió hacia
Sonya con expresión afable.
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‑Como es natural, Rodya ‑dijo la madre, poniéndose en pie‑, comeremos juntos... Vámonos,
Duneshka. Y tú, Rodya, deberías ir a dar un paseo, después descansar un rato y luego venir a
reunirte con nosotras... lo antes posible. Sin duda te hemos fatigado.
‑Iré, iré ‑se apresuró a contestar Raskolnikov, levantándose‑. Además, tengo cosas que hacer.
‑¿Qué quieres decir con eso? ‑exclamó Razumikhin, mirando fijamente a Raskolnikov‑. Supongo
que no se te habrá pasado por la cabeza comer solo. Dime: ¿qué piensas hacer?
‑Te aseguro que iré. Y tú quédate aquí un momento... ¿Podéis dejármelo para un rato, mamá?
¿Verdad que no lo necesitáis?
‑¡No, no! Puede quedarse... Pero le ruego, Dmitri Prokofich, que venga usted también a comer con
nosotros.
‑Yo también se lo ruego ‑dijo Dunya.
Razumikhin asintió haciendo una reverencia. Estaba radiante. Durante un momento, todos
parecieron dominados por una violencia extraña.
‑Adiós, Rodya. Es decir, hasta luego: no me gusta decir adiós... Adiós, Nastasya. ¡Otra vez se me
ha escapado!
Pulkheria Alexandrovna tenía intención de saludar a Sonya, pero no supo cómo hacerlo y salió de
la habitación precipitadamente.
En cambio, Avdotya Romanovna, que parecía haber estado esperando su vez, al pasar ante Sonya
detrás de su madre la saludó amable y gentilmente. Soneshka perdió la calma y se inclinó con
temeroso apresuramiento. Por su semblante pasó una sombra de amargura, como si la cortesía y la
afabilidad de Avdotya Romanovna le hubieran producido una impresión dolorosa.
‑Adiós, Dunya ‑dijo Raskolnikov, que había salido al vestíbulo tras ella‑. Dame la mano.
‑¡Pero si ya te la he dado! ¿No lo recuerdas? ‑dijo la joven, volviéndose hacia él, entre desconcertada
y afectuosa.
‑Es que quiero que me la vuelvas a dar.
Rodya estrechó fuertemente la mano de su hermana. Duneshka le sonrió, enrojeció, libertó con un
rápido movimiento su mano y siguió a su madre. También ella se sentía feliz.
‑¡Todo ha salido a pedir de boca! ‑dijo Raskolnikov, volviendo al lado de Sonya, que se había
quedado en el aposento, y mirándola con un gesto de perfecta calma, añadió‑: Que el Señor dé paz
a los muertos y deje vivir a los vivos. ¿No te parece, no te parece? Di, ¿no te parece?
Sonya advirtió, sorprendida, que el semblante de Raskolnikov se iluminaba súbitamente. Durante
unos segundos, el joven la observó en silencio y atentamente. Todo lo que su difunto padre le había
contado de ella acudió de pronto a su memoria...
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‑¡Dios mío! ‑exclamó Pulkheria Alexandrovna apenas llegó con su hija a la calle‑. ¡A quien se le
diga que me alegro de haber salido de esta casa...! ¡He respirado, Duneshka! ¡Quién me había de
decir, cuando estaba en el tren, que me alegraría de separarme de mi hijo!
‑Piensa que está enfermo, mamá. ¿No lo ves? Acaso ha perdido la salud a fuerza de sufrir por
nosotras. Hemos de ser indulgentes con él. Se le pueden perdonar muchas cosas, muchas cosas...
‑Sin embargo, tú no has sido comprensiva ‑dijo amargamente Pulkheria Alexandrovna‑. Hace un
momento os observaba a los dos. Os parecéis como dos gotas de agua, y no tanto en lo físico como
en lo moral. Los dos sois severos e irascibles, pero también arrogantes y nobles. Porque él no es
egoísta, ¿verdad, Duneshka...? Cuando pienso en lo que puede ocurrir esta noche en casa, se me
hiela el corazón.
‑No te preocupes, mamá: sólo sucederá lo que haya de suceder.
‑Piensa en nuestra situación, Duneshka. ¿Qué ocurrirá si Pyotr Petrovich renuncia a ese matrimonio?
‑preguntó indiscretamente.
‑Sólo un hombre despreciable puede ser capaz de semejante acción ‑repuso Duneshka con gesto
brusco y desdeñoso.
Pulkheria Alexandrovna siguió hablando con su acostumbrada volubilidad.
‑Hemos hecho bien en marcharnos. Rodya tenía que acudir urgentemente a una cita de negocios.
Le hará bien dar un paseo, respirar el aire libre. En su habitación hay una atmósfera asfixiante. Pero
¿es posible encontrar aire respirable en esta ciudad? Las calles son como habitaciones sin ventana.
¡Qué ciudad, Dios mío! ¡Cuidado no te atropellen...! Mira, transportan un piano... Aquí la gente
anda empujándose... Esa muchacha me inquieta.
‑¿Qué muchacha?
‑Esa Sofya Semyonovna.
‑¿Por qué te inquieta?
‑Tengo un presentimiento, Dunya. ¿Me creerás si te digo que, apenas la he visto entrar, he sentido
que es la causa principal de todo?
‑¡Eso es absurdo! ‑exclamó Dunya, indignada‑. Para los presentimientos eres única. Ayer la vio por
primera vez. Ni siquiera la ha reconocido en el primer momento.
‑Ya veremos quién tiene razón... Desde luego, esa joven me inquieta... He sentido verdadero miedo
cuando me ha mirado con sus extraños ojos. He tenido que hacer un esfuerzo para no huir... ¡Y nos
la ha presentado! Esto es muy significativo. Después de lo que Pyotr Petrovich nos dice de ella en
la carta, nos la presenta... No me cabe duda de que está enamorado de ella.
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‑No hagas caso de lo que diga Luzhin. También se ha hablado y escrito mucho sobre nosotras. ¿Es
que lo has olvidado...? Estoy segura de que es una buena chica y de que todo lo que se cuenta de
ella son estúpidas habladurías.
‑¡Ojalá sea así!
‑Y Pyotr Petrovich es un chismoso ‑exclamó súbitamente Duneshka.
Pulkheria Alexandrovna se contuvo y en este punto terminó la conversación.
‑Ven; tenemos que hablar ‑dijo Raskolnikov a Razumikhin, llevándoselo junto a la ventana.
‑Ya diré a Katerina Ivanovna que vendrá usted a los funerales ‑dijo Sonya precipitadamente y
disponiéndose a marcharse.
‑Un momento, Sofya Semyonovna. No se trata de ningún secreto; de modo que usted no nos
molesta lo más mínimo... Todavía tengo algo que decirle.
Se volvió de nuevo hacia Razumikhin y continuó:
‑Quiero hablarte de ése..., ¿cómo se llama...? ¡Ah, sí! Porfiry Petrovich... Tú le conoces, ¿verdad?
‑¿Cómo no lo he de conocer si somos parientes? Bueno, ¿de qué se trata? ‑preguntó con viva
curiosidad.
‑Creo que es él el que instruye el sumario de... de ese asesinato que comentabais ayer. ¿No?
‑Sí, ¿y qué? ‑preguntó Razumikhin, abriendo exageradamente los ojos.
‑Tengo entendido que ha interrogado a todos los que tenían algún objeto empeñado en casa de la
vieja. Yo también tenía algo empeñado..., muy poca cosa..., una sortija que me dio mi hermana
cuando me vine a Petersburgo, y el reloj de plata de mi padre. Las dos cosas juntas sólo valen cinco
o seis rublos, pero como recuerdos tienen un gran valor para mí. ¿Qué te parece que haga? No
quisiera perder esos objetos, especialmente el reloj de mi padre. Hace un momento, temblaba al
pensar que mi madre podía decirme que quería verlo, sobre todo cuando estábamos hablando del
reloj de Duneshka. Es el único objeto que nos queda de mi padre. Si lo perdiéramos, a mi madre le
costaría una enfermedad. Ya sabes cómo son las mujeres. Dime, ¿qué debo hacer? Ya sé que hay
que ir a la comisaría para prestar declaración. Pero si pudiera hablar directamente con Porfiry...
¿Qué te parece...? Así se solucionaría más rápidamente el asunto... Ya verás como, apenas nos
sentemos a la mesa, mi madre me habla del reloj.
Razumikhin dio muestras de una emoción extraordinaria.
‑No tienes que ir a la policía para nada. Porfiry lo solucionará todo... Me has dado una verdadera
alegría... Y ¿para qué esperar? Podemos ir inmediatamente. Lo tenemos a dos pasos de aquí. Estoy
seguro de que lo encontraremos.
‑De acuerdo: vamos.
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‑Se alegrará mucho de conocerte. ¡Le he hablado tantas veces de ti...! Ayer mismo te nombramos...
¿De modo que conocías a la vieja? ¡Estupendo...! ¡Ah! Nos habíamos olvidado de que está aquí
Sofya Ivanovna.
‑Sofya Semyonovna ‑rectificó Raskolnikov‑. Éste es mi amigo Razumikhin, Sofya Semyonovna;
un buen muchacho...
‑Si se han de marchar ustedes... ‑comenzó a decir Sonya, cuya confusión había aumentado al
presentarle Rodya a Razumikhin, hasta el punto de que no se atrevía a levantar los ojos hacia él.
‑Vamos ‑decidió Raskolnikov‑. Hoy mismo pasaré por su casa, Sofya Semyonovna. Haga el favor
de darme su dirección.
Dijo esto con desenvoltura pero precipitadamente y sin mirarla. Sonya le dio su dirección, no sin
ruborizarse, y salieron los tres.
‑No has cerrado la puerta ‑dijo Razumikhin cuando empezaban a bajar la escalera.
‑No la cierro nunca... Además, no puedo. Hace dos años que quiero comprar una cerradura.
Había dicho esto con aire de despreocupación. Luego exclamó, echándose a reír y dirigiéndose a
Sonya:
‑¡Feliz el hombre que no tiene nada que guardar bajo llave! ¿No cree usted?
Al llegar a la puerta se detuvieron.
‑Usted va hacia la derecha, ¿verdad, Sofya Semyonovna...? ¡Ah, oiga! ¿Cómo ha podido
encontrarme? ‑preguntó en el tono del que dice una cosa muy distinta de la que iba a decir. Ansiaba
mirar aquellos ojos tranquilos y puros, pero no se atrevía.
‑Ayer dio usted su dirección a Poleshka.
‑¿Poleshka? ¡Ah, sí; su hermanita! ¿Dice usted que le di mi dirección?
‑Sí, ¿no se acuerda?
‑Sí, sí; ya recuerdo.
‑Yo había oído ya hablar de usted al difunto, pero no sabía su nombre. Creo que incluso mi padre lo
ignoraba. Pero ayer lo supe, y hoy, al venir aquí, he podido preguntar por «el señor Raskolnikov».
Yo no sabía que también usted vivía en una pensión. Adiós. Ya diré a Katerina Ivanovna...
Se sintió feliz al poderse marchar y se alejó a paso ligero y con la cabeza baja. Anhelaba llegar a la
primera travesía para quedar al fin sola, libre de la mirada de los dos jóvenes, y poder reflexionar,
avanzando lentamente y la mirada perdida en la lejanía, en todos los detalles, hasta los más mínimos,
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de su reciente visita. También deseaba repasar cada una de las palabras que había pronunciado.
No había experimentado jamás nada parecido. Todo un mundo ignorado surgía confusamente en
su alma.
De pronto se acordó de que Raskolnikov le había anunciado su intención de ir a verla aquel mismo
día, y pensó que tal vez fuera aquella misma mañana.
‑Si al menos no viniera hoy... ‑murmuró, con el corazón palpitante como un niño asustado‑. ¡Señor!
¡Venir a mi casa, a mi habitación...! Allí verá...
Iba demasiado preocupada para darse cuenta de que la seguía un desconocido.
En el momento en que Raskolnikov, Razumikhin y Sonya se habían detenido ante la puerta de la
casa, conversando, el desconocido pasó cerca de ellos y se estremeció al cazar al vuelo casualmente
estas palabras de Sonya:
‑... he podido preguntar por el señor Raskolnikov.
Entonces dirigió a los tres, y especialmente a Raskolnikov, al que se había dirigido Sonya, una
rápida pero atenta mirada, y después levantó la vista y anotó el número de la casa. Hizo todo
esto en un abrir y cerrar de ojos y de modo que no fue advertido por nadie. Luego se alejó y fue
acortando el paso, como quien quiere dar tiempo a que otro lo alcance. Había visto que Sonya se
despedía de sus dos amigos y dedujo que se encaminaría a su casa.
«¿Dónde vivirá? ‑pensó‑. Yo he visto a esta muchacha en alguna parte. Procuraré recordar.»
Cuando llegó a la primera bocacalle, pasó a la esquina de enfrente y se volvió, pudiendo advertir
que la muchacha había seguido la misma dirección que él sin darse cuenta de que la espiaban.
La joven llegó a la travesía y se internó por ella, sin cruzar la calzada. El desconocido continuó
su persecución por la acera opuesta, sin perder de vista a Sonya, y cuando habían recorrido unos
cincuenta pasos, él cruzó la calle y la siguió por la misma acera, a unos cinco pasos de distancia.
Era un hombre corpulento, que representaba unos cincuenta años y cuya estatura superaba a la
normal. Sus anchos y macizos hombros le daban el aspecto de un hombre cargado de espaldas.
Iba vestido con una elegancia natural que, como todo su continente, denunciaba al gentilhombre.
Llevaba un bonito bastón que resonaba en la acera a cada paso y unos guantes nuevos. Su amplio
rostro, de pómulos salientes, tenía una expresión simpática, y su fresca tez evidenciaba que aquel
hombre no residía en una ciudad. Sus tupidos cabellos, de un rubio claro, apenas empezaban a
encanecer. Su poblada y hendida barba, todavía más clara que sus cabellos; sus azules ojos, de
mirada fija y pensativa, y sus rojos labios, indicaban que era un hombre superiormente conservado
y que parecía más joven de lo que era en realidad.
Cuando Sonya desembocó en el malecón, quedaron los dos solos en la acera. El desconocido había
tenido tiempo sobrado para observar que la joven iba ensimismada. Sonya llegó a la casa en que
vivía y cruzó el portal. Él entró tras ella un tanto asombrado. La joven se internó en el patio y luego
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en la escalera de la derecha, que era la que conducía a su habitación. El desconocido lanzó una
exclamación de sorpresa y empezó a subir la misma escalera que Sonya. Sólo en este momento se
dio cuenta la joven de que la seguían.
Sonya llegó al tercer piso, entró en un corredor y llamó en una puerta que ostentaba el número 9 y
dos palabras escritas con tiza: «Kapernaumov, sastre.»
‑¡Qué casualidad! ‑exclamó el desconocido.
Y llamó a la puerta vecina, la señalada con el número 8. Entre ambas puertas había una distancia
de unos seis pasos.
‑¿De modo que vive usted en casa de Kapernaumov? ‑dijo el caballero alegremente‑. Ayer me
arregló un chaleco. Además, soy vecino de usted: vivo en casa de la señora Resslich. El mundo es
un pañuelo.
Sonya le miró fijamente.
‑Sí, somos vecinos ‑continuó el caballero, con desbordante jovialidad‑. Estoy en Petersburgo desde
hace sólo dos días. Para mí será un placer volver a verla.
Sonya no contestó. En este momento le abrieron la puerta, y entró en su habitación. Estaba
avergonzada y atemorizada.
Razumikhin daba muestras de gran agitación cuando iba en busca de Porfiry Petrovich, acompañado
de Rodya.
‑Has tenido una gran idea, querido, una gran idea ‑dijo varias veces‑. Y créeme que me alegro, que
me alegro de veras.
« ¿Por qué se ha de alegrar? », se preguntó Raskolnikov.
‑No sabía que tú también empeñabas cosas en casa de la vieja. ¿Hace mucho tiempo de eso?
Quiero decir que si hace mucho tiempo que has estado en esa casa por última vez.
«Es muy listo, pero también muy ingenuo», se dijo Raskolnikov.
‑¿Cuándo estuve por última vez? ‑preguntó, deteniéndose como para recordar mejor‑. Me parece
que fue tres días antes del crimen... Te advierto que no quiero recoger los objetos en seguida ‑se
apresuró a aclarar, como si este punto le preocupara especialmente‑, pues no me queda más que un
rublo después del maldito «desvarío» de ayer.
Y subrayó de un modo especial la palabra «desvarío».
‑¡Comprendido, comprendido! ‑exclamó con vehemencia Razumikhin y sin que se pudiera saber
exactamente qué era lo que comprendía con tanto entusiasmo‑. Esto explica que te mostraras
entonces tan... impresionado... E incluso en tu delirio nombrabas sortijas y cadenas... Todo
aclarado; ya se ha aclarado todo...
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«Ya salió aquello. Están dominados por esta idea. Incluso este hombre que sería capaz de dejarse
matar por mí se siente feliz al poder explicarse por qué hablaba yo de sortijas en mi delirio. Todo
esto los ha confirmado en sus suposiciones.»
‑¿Crees que encontraremos a Porfiry? ‑preguntó Raskolnikov en voz alta.
‑¡Claro que lo encontraremos! ‑repuso vivamente Razumikhin‑. Ya verás qué tipo tan interesante.
Un poco brusco, eso sí, a pesar de ser un hombre de mundo. Bien es verdad que yo no le considero
brusco porque carezca de mundología. Es inteligente, muy inteligente. Está muy lejos de ser
un grosero, a pesar de su carácter especial. Es desconfiado, escéptico, cínico. Le gusta engañar,
chasquear a la gente, y es fiel al viejo sistema de las pruebas materiales... Sin embargo, conoce
a fondo su oficio. El año pasado desembrolló un caso de asesinato del que sólo existían ligeros
indicios. Tiene grandes deseos de conocerte.
‑¿Grandes deseos? ¿Por qué?
‑Bueno, tal vez he exagerado... Oye; últimamente, es decir, desde que te pusiste enfermo, le he
hablado mucho de ti. Naturalmente, él me escuchaba. Y cuando le dije que eras estudiante de
Derecho y que no podías terminar tus estudios por falta de dinero, exclamó: «¡Es lamentable!» De
esto deduzco... Mejor dicho, del conjunto de todos estos detalles... Ayer, Zamyotov... Oye, Rodya,
cuando te llevé ayer a tu casa estaba embriagado y dije una porción de tonterías. Lamentaría que
hubieras tomado demasiado en serio mis palabras.
‑¿A qué te refieres? ¿A la sospecha de esos hombres de que estoy loco? Pues bien, tal vez no se
equivoquen.
Y se echó a reír forzadamente.
‑Si, si... ¡digo, no...! Lo cierto es que todo lo que dije anoche sobre esa cuestión y sobre todas eran
divagaciones de borracho.
‑Entonces, ¿para qué excusarse? ¡Si supieras cómo me fastidian todas estas cosas! ‑exclamó
Raskolnikov con una irritación fingida en parte.
‑Lo sé, lo sé. Lo comprendo perfectamente; te aseguro que lo comprendo. Incluso me da vergüenza
hablar de ello.
‑Si te da vergüenza, cállate.
Los dos enmudecieron. Razumikhin estaba encantado, y Raskolnikov se dio cuenta de ello con
una especie de horror. Lo que su amigo acababa de decirle acerca de Porfiry Petrovich no dejaba
de inquietarle.
«Otro que me compadece ‑pensó, con el corazón agitado y palideciendo‑. Ante éste tendré que
fingir mejor y con más naturalidad que ante Razumikhin. Lo más natural sería no decir nada,
absolutamente nada... No, no; esto también podría parecer poco natural... En fin, dejémonos llevar
de los acontecimientos... En seguida veremos lo que sucede... ¿He hecho bien en venir o no? La
mariposa se arroja a la llama ella misma... El corazón me late con violencia... Mala cosa.»
‑Es esa casa gris ‑dijo Razumikhin.
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«Es de gran importancia saber si Porfiry está enterado de que estuve ayer en casa de esa bruja y
de las preguntas que hice sobre la sangre. Es necesario que yo sepa esto inmediatamente, que yo
lea la verdad en su semblante apenas entre en el despacho, al primer paso que dé. De lo contrario,
no sabré cómo proceder, y ya puedo darme por perdido.»
‑¿Sabes lo que te digo? ‑preguntó de pronto a Razumikhin con una sonrisa maligna‑. Que he
observado que toda la mañana te domina una gran agitación. De veras.
‑¿Agitación? Nada de eso ‑repuso, mortificado, Razumikhin.
‑No lo niegues. Eso se ve a la legua. Hace un rato estabas sentado en el borde de la silla, cosa
que no haces nunca, y parecías tener calambres en las piernas. A cada momento te sobresaltabas
sin motivo, y unas veces tenías cara de hombre amargado y otras eras un puro almíbar. Te has
sonrojado varias veces y te has puesto como la púrpura cuando te han invitado a comer.
‑Todo eso son invenciones tuyas. ¿Qué quieres decir?
‑A veces eres tímido como un colegial. Ahora mismo te has puesto colorado.
‑¡Imbécil!
‑Pero ¿a qué viene esa confusión? ¡Eres un Romeo! Ya contaré todo esto en cierto sitio. ¡Ja, ja, ja!
¡Cómo voy a hacer reír a mi madre! ¡Y a otra persona!
‑Oye, oye... Hablemos en serio... Quiero saber... ‑balbuceó Razumikhin, aterrado‑. ¿Qué piensas
contarles? Oye, querido... ¡Eres un majadero!
‑Estás hecho una rosa de primavera... ¡Si vieras lo bien que esto te sienta! ¡Un Romeo de tan
aventajada estatura! ¡Y cómo te has lavado hoy! Incluso te has limpiado las uñas. ¿Cuándo habías
hecho cosa semejante? Que Dios me perdone, pero me parece que hasta te has puesto pomada en
el pelo. A ver: baja un poco la cabeza.
‑¡Imbécil!
Raskolnikov se reía de tal modo, que parecía no poder cesar de reír. La hilaridad le duraba todavía
cuando llegaron a casa de Porfiry Petrovich. Esto era lo que él quería. Así, desde el despacho le
oyeron entrar en la casa riendo, y siguieron oyendo estas risas cuando los dos amigos llegaron a
la antesala.
‑¡Ojo con decir aquí una sola palabra, porque te hago papilla! ‑dijo Razumikhin fuera de sí y
atenazando con su mano el hombro de su amigo.
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Capítulo V
Raskolnikov entró en el despacho con el gesto del hombre que hace descomunales esfuerzos para
no reventar de risa. Le seguía Razumikhin, rojo como la grana, cohibido, torpe y transfigurado por
el furor del semblante. Su cara y su figura tenían en aquellos momentos un aspecto cómico que
justificaba la hilaridad de su amigo. Raskolnikov, sin esperar a ser presentado, se inclinó ante el
dueño de la casa, que estaba de pie en medio del despacho, mirándolos con expresión interrogadora,
y cambió con él un apretón de manos. Pareciendo todavía que hacía un violento esfuerzo para no
echarse a reír, dijo quién era y cómo se llamaba. Pero apenas se había mantenido serio mientras
murmuraba algunas palabras, sus ojos miraron casualmente a Razumikhin. Entonces ya no pudo
contenerse y lanzó una carcajada que, por efecto de la anterior represión, resultó más estrepitosa
que las precedentes.
El extraordinario furor que esta risa loca despertó en Razumikhin prestó, sin que éste lo advirtiera,
un buen servicio a Raskolnikov.
‑¡Demonio de hombre! ‑gruñó Razumikhin, con un ademán tan violento que dio un involuntario
manotazo a un velador sobre el que había un vaso de té vacío. Por efecto del golpe, todo rodó por
el suelo ruidosamente.
‑No hay que romper los muebles, señores míos ‑exclamó Porfiry Petrovich alegremente‑. Esto es
un perjuicio para el Estado.
Raskolnikov seguía riendo, y de tal modo, que se olvidó de que su mano estaba en la de Porfiry
Petrovich. Sin embargo, consciente de que todo tiene su medida, aprovechó un momento propicio
para recobrar la seriedad lo más naturalmente posible. Razumikhin, al que el accidente que su
conducta acababa de provocar había sumido en el colmo de la confusión, miró un momento con
expresión sombría los trozos de vidrio, después escupió, volvió la espalda a Porfiry y a Raskolnikov,
se acercó a la ventana y, aunque no veía, hizo como si mirase al exterior. Porfiry Petrovich reía por
educación, pero se veía claramente que esperaba le explicasen el motivo de aquella visita.
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En un rincón estaba Zamyotov sentado en una silla. Al aparecer los visitantes se había levantado,
esbozando una sonrisa. Contemplaba la escena con una expresión en que el asombro se mezclaba
con la desconfianza, y observaba a Raskolnikov incluso con una especie de turbación. La aparición
inesperada de Zamyotov sorprendió desagradablemente al joven, que se dijo:
«Otra cosa en que hay que pensar.»
Y manifestó en voz alta, con una confusión fingida:
‑Le ruego que me perdone...
‑Pero ¿qué dice usted? ¡Si estoy encantado! Ha entrado usted de un modo tan agradable... ‑repuso
Porfiry Petrovich, y añadió, indicando a Razumikhin con un movimiento de cabeza‑. Ése, en
cambio, ni siquiera me ha dado los buenos días.
‑Se ha indignado conmigo no sé por qué. Por el camino le he dicho que se parecía a Romeo y le he
demostrado que mi comparación era justa. Esto es todo lo que ha habido entre nosotros.
‑¡Imbécil! ‑exclamó Razumikhin sin volver la cabeza.
‑Debe de tener sus motivos para tomar en serio una broma tan inofensiva ‑comentó Porfiry
echándose a reír.
‑Oye, juez de instrucción... ‑empezó a decir Razumikhin‑. ¡Bah! ¡Que el diablo os lleve a todos!
Y se echó a reír de buena gana: había recobrado de súbito su habitual buen humor.
‑¡Basta de tonterías! ‑dijo, acercándose alegremente a Porfiry Petrovich‑. Sois todos unos imbéciles...
Bueno, vamos a lo que interesa. Te presento a mi amigo Rodion Romanovich Raskolnikov, que ha
oído hablar mucho de ti y deseaba conocerte. Además, quiere hablar contigo de cierto asuntillo...
¡Hombre, Zamyotov! ¿Cómo es que estás aquí? Esto prueba que conoces a Porfiry Petrovich.
¿Desde cuándo?
« ¿Qué significa todo esto? », se dijo, inquieto, Raskolnikov.
Zamyotov se sentía un poco violento.
‑Nos conocimos anoche en tu casa ‑respondió.
‑No cabe duda de que Dios está en todas partes. Imagínate, Porfiry, que la semana pasada me rogó
insistentemente que te lo presentase, y vosotros habéis trabado conocimiento prescindiendo de mí.
¿Dónde tienes el tabaco?
Porfiry Petrovich iba vestido con ropa de casa: bata, camisa blanquísima y unas zapatillas viejas.
Era un hombre de treinta y cinco años, de talla superior a la media, bastante grueso e incluso con
algo de vientre. Iba perfectamente afeitado y no llevaba bigote ni patillas. Su cabello, cortado al
rape, coronaba una cabeza grande, esférica y de abultada nuca. Su cara era redonda, abotagada y un
poco achatada; su tez, de un amarillo fuerte, enfermizo. Sin embargo, aquel rostro denunciaba un
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humor agudo y un tanto burlón. Habría sido una cara incluso simpática si no lo hubieran impedido
sus ojos, que brillaban extrañamente, cercados por unas pestañas casi blancas y unos párpados
que pestañeaban de continuo. La expresión de esta mirada contrastaba extrañamente con el resto
de aquella fisonomía casi afeminada y le prestaba una seriedad que no se percibía en el primer
momento.
Apenas supo que Raskolnikov tenía que tratar cierto asunto con él, Porfiry Petrovich le invitó a
sentarse en el sofá. Luego se sentó él en el extremo opuesto al ocupado por Raskolnikov y le miró
fijamente, en espera de que le expusiera la anunciada cuestión. Le miraba con esa atención tensa
y esa gravedad extremada que pueden turbar a un hombre, especialmente cuando ese hombre es
casi un desconocido y sabe que el asunto que ha de tratar está muy lejos de merecer la atención
exagerada y aparatosa que se le presta. Sin embargo, Raskolnikov le puso al corriente del asunto
con pocas y precisas palabras. Luego, satisfecho de sí mismo, halló la serenidad necesaria para
observar atentamente a su interlocutor. Porfiry Petrovich no apartó de él los ojos en ningún momento
del diálogo, y Razumikhin, que se había sentado frente a ellos, seguía con vivísima atención aquel
cambio de palabras. Su mirada iba del juez de instrucción a su amigo y de su amigo al juez de
instrucción sin el menor disimulo.
« ¡Qué idiota! », exclamó mentalmente Raskolnikov.
‑Tendrá que prestar usted declaración ante la policía ‑repuso Porfiry Petrovich con acento
perfectamente oficial‑. Deberá usted manifestar que, enterado del hecho, es decir, del asesinato,
ruega que se advierta al juez de instrucción encargado de este asunto que tales y cuales objetos son
de su propiedad y que desea usted desempeñarlos. Además, ya recibirá una comunicación escrita.
‑Pero lo que ocurre ‑dijo Raskolnikov, fingiéndose confundido lo mejor que pudo‑ es que en este
momento estoy tan mal de fondos, que ni siquiera tengo el dinero necesario para rescatar esas
bagatelas. Por eso me limito a declarar que esos objetos me pertenecen y que cuando tenga dinero...
‑Eso no importa ‑le interrumpió Porfiry Petrovich, que pareció acoger fríamente esta declaración
de tipo económico‑. Además, usted puede exponerme por escrito lo que me acaba de decir, o sea
que, enterado de esto y aquello, se declara propietario de tales objetos y ruega...
‑¿Puedo escribirle en papel corriente? ‑le interrumpió Raskolnikov, con el propósito de seguir
demostrando que sólo le interesaba el aspecto práctico de la cuestión.
‑Sí, el papel no importa.
Dicho esto, Porfiry Petrovich adoptó una expresión francamente burlona. Incluso guiñó un ojo
como si hiciera un signo de inteligencia a Raskolnikov. Acaso esto del signo fue simplemente una
ilusión del joven, pues todo transcurrió en un segundo. Sin embargo, algo debía de haber en aquel
gesto. Que le había guiñado un ojo era seguro. ¿Con qué intención? Eso sólo el diablo lo sabía.
«Este hombre sabe algo», pensó en el acto Raskolnikov. Y dijo en voz alta, un tanto desconcertado:
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‑Perdone que le haya molestado por tan poca cosa. Esos objetos sólo valen unos cinco rublos, pero
como recuerdos tienen un gran valor para mí. Le confieso que sentí gran inquietud cuando supe...
‑Eso explica que ayer te estremecieras al oírme decir a Zosimov que Porfiry estaba interrogando
a los propietarios de los objetos empeñados ‑exclamó Razumikhin con una segunda intención
evidente.
Esto era demasiado. Raskolnikov no pudo contenerse y lanzó a su amigo una mirada furiosa. Pero
en seguida se sobrepuso.
‑Tú todo lo tomas a broma ‑dijo con una irritación que no tuvo que fingir‑. Admito que me
preocupan profundamente cosas que para ti no tienen importancia, pero esto no es razón para que
me consideres egoísta e interesado, pues repito que esos dos objetos tan poco valiosos tienen un
gran valor para mí. Hace un momento te he dicho que ese reloj de plata es el único recuerdo que
tenemos de mi padre. Búrlate si quieres, pero mi madre acaba de llegar ‑manifestó dirigiéndose a
Porfiry‑, y si se enterase ‑continuó, volviendo a hablar a Razumikhin y procurando que la voz le
temblara‑ de que ese reloj se había perdido, su desesperación no tendría límites. Ya sabes cómo
son las mujeres.
‑¡Estás muy equivocado! ¡No me has entendido! Yo no he pensado nada de lo que dices, sino todo
lo contrario ‑protestó, desolado, Razumikhin.
« ¿Lo habré hecho bien? ¿No habré exagerado? ‑pensó Raskolnikov, temblando de inquietud‑.
¿Por qué habré dicho eso de “Ya sabes cómo son las mujeres”? »
‑¿De modo que su madre ha venido a verle? ‑preguntó Porfiry Petrovich.
‑Sí.
‑¿Y cuándo ha llegado?
‑Ayer por la tarde.
Porfiry no dijo nada: parecía reflexionar.
‑Sus objetos no pueden haberse perdido ‑manifestó al fin, tranquilo y fríamente‑. Hace tiempo que
esperaba su visita.
Dicho esto, se volvió con toda naturalidad hacia Razumikhin, que estaba echando sobre la alfombra
la ceniza de su cigarrillo, y le acercó un cenicero. Raskolnikov se había estremecido, pero el juez
instructor, atento al cigarrillo de Razumikhin, no pareció haberlo notado.
‑¿Dices que lo esperabas? ‑preguntó Razumikhin a Porfiry Petrovich‑. ¿Acaso sabías que tenía
cosas empeñadas?
Porfiry no le respondió, sino que habló a Raskolnikov directamente:
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‑Sus dos objetos, la sortija y el reloj, estaban en casa de la víctima, envueltos en un papel sobre el
cual se leía el nombre de usted, escrito claramente con lápiz y, a continuación, la fecha en que la
prestamista había recibido los objetos.
‑¡Qué memoria tiene usted! ‑exclamó Raskolnikov iniciando una sonrisa.
Ponía gran empeño en fijar su mirada serenamente en los ojos del juez, pero no pudo menos de
añadir:
‑He hecho esta observación porque supongo que los propietarios de objetos empeñados son muy
numerosos y lo natural sería que usted no los recordara a todos. Pero veo que me he equivocado:
usted no ha olvidado ni siquiera uno..., y... y...
« ¡Qué estúpido soy! ¿Qué necesidad tenía de decir esto? » ‑Es que todos los demás se han
presentado ya. Sólo faltaba usted ‑dijo Porfiry Petrovich con un tonillo de burla casi imperceptible.
‑No me sentía bien.
‑Ya me enteré. También supe que algo le había trastornado profundamente. Incluso ahora está
usted un poco pálido.
‑Pues me encuentro admirablemente ‑replicó al punto Raskolnikov, en tono tajante y furioso.
Sentía hervir en él una cólera que no podía reprimir.
«Esta indignación me va a hacer cometer alguna tontería. Pero ¿por qué se obstinan en torturarme?»
‑Dice que no se sentía bien ‑exclamó Razumikhin‑, y esto es poco menos que no decir nada. Pues
lo cierto es que hasta ayer el delirio apenas le ha dejado... Puedes creerme, Porfiry: apenas se tiene
en pie... Pues bien, ayer aprovechó un momento, unos minutos, en que Zosimov y yo le dejamos,
para vestirse, salir furtivamente y marcharse a Dios sabe dónde. ¡Y esto en pleno delirio! ¿Has
visto cosa igual? ¡Este hombre es un caso!
‑¿En pleno delirio? ¡Qué locura! ‑exclamó Porfiry Petrovich, sacudiendo la cabeza.
‑¡Eso es mentira! ¡No crea usted ni una palabra...! Pero sobra esta advertencia, porque usted no lo
ha creído, ni mucho menos ‑dejó escapar Raskolnikov, aturdido por la cólera.
Pero Porfiry no dio muestras de entender estas extrañas palabras.
‑¿Cómo te habrías atrevido a salir si no hubieses estado delirando? ‑exclamó Razumikhin,
perdiendo la calma a su vez‑: ¿Por qué saliste? ¿Con qué intención? ¿Y por qué lo hiciste a
escondidas? Confiesa que no podías estar en tu juicio. Ahora que ha pasado el peligro, puedo
hablarte francamente.
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‑Me fastidiaron insoportablemente ‑dijo Raskolnikov, dirigiéndose a Porfiry con una sonrisa
burlona, insolente, retadora‑. Huí para ir a alquilar una habitación donde no pudieran encontrarme.
Y llevaba en el bolsillo una buena cantidad de dinero. El señor Zamyotov lo sabe porque lo vio.
Por lo tanto, señor Zamyotov, le ruego que resuelva usted nuestra disputa. Diga: ¿estaba delirando
o conservaba mi sano juicio?
De buena gana habría estrangulado a Zamyotov, tanto le irritaron su silencio y sus miradas
equívocas.
‑Me pareció ‑dijo al fin Zamyotov secamente‑ que hablaba usted como un hombre razonable; es
más, como un hombre... prudente; sí, prudente. Pero también parecía usted algo exasperado.
‑Y hoy ‑intervino Porfiry Petrovich‑ Nikodim Fomich me ha contado que le vio ayer, a hora muy
avanzada, en casa de un funcionario que acababa de ser atropellado por un coche.
‑¡Ahí tenemos otra prueba! ‑exclamó al punto Razumikhin‑. ¿No es cierto que te condujiste como
un loco en casa de ese desgraciado? Entregaste todo el dinero a la viuda para el entierro. Bien que
la socorrieras, que le dieses quince, hasta veinte rublos, con lo que te habrían quedado cinco para
ti; pero no todo lo que tenías...
‑A lo mejor, es que me he encontrado un tesoro. Esto justificaría mi generosidad. Ahí tienes al
señor Zamyotov, que cree que, en efecto, me lo he encontrado...
Y añadió, dirigiéndose a Porfiry Petrovich, con los labios temblorosos:
‑Perdone que le hayamos molestado durante media hora con una charla tan inútil. Está usted
abrumado, ¿verdad?
‑¡Qué disparate! Todo lo contrario. Usted no sabe hasta qué extremo me interesa su compañía. Me
encanta verle y oírle... Celebro de veras, puede usted creerme, que al fin se haya decidido a venir.
‑Danos un poco de té ‑dijo Razumikhin‑. Tengo la garganta seca.
‑Buena idea. Tal vez a estos señores les venga el té tan bien como a ti... ¿No quieres nada sólido
antes?
‑¡Hala! No te entretengas.
Porfiry Petrovich fue a encargar el té.
La mente de Raskolnikov era un hervidero de ideas. El joven estaba furioso.
«Lo más importante es que ni disimulan ni se andan con rodeos. ¿Por qué, sin conocerme, has
hablado de mí con Nikodim Fomich, Porfiry Petrovich? Esto demuestra que no ocultan que me
siguen la pista como una jauría de sabuesos. Me están escupiendo en plena cara.»
Y al pensar esto, temblaba de cólera.
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«Pero llevad cuidado y no pretendáis jugar conmigo como el gato con el ratón. Esto no es noble,
Porfiry Petrovich, y yo no lo puedo permitir. Si seguís así, me levantaré y os arrojaré a la cara toda
la verdad. Entonces veréis hasta qué punto os desprecio.»
Respiraba penosamente.
« ¿Pero y si me equivoco y todo esto no son más que figuraciones mías? Podría ser todo un
espejismo, podría haber interpretado mal las cosas a causa de mi ignorancia. ¿Es que no voy a
ser capaz de mantener mi bajo papel? Tal vez no tienen ninguna intención oculta... Las cosas
que dicen son perfectamente normales... Sin embargo, se percibe tras ellas algo que... Cualquiera
podría expresarse como ellos, pero sin duda bajo sus palabras se oculta una segunda intención...
¿Por qué Porfiry no ha nombrado francamente a la vieja? ¿Por qué Zamyotov ha dicho que yo
me había expresado como un hombre “prudente”? ¿Y a qué viene ese tono en que hablan? Sí, ese
tono... Razumikhin lo ha presenciado todo. ¿Por qué, pues, no le ha sorprendido nada de eso? Ese
majadero no se da cuenta de nada... Vuelvo a sentir fiebre... ¿Me habrá guiñado el ojo Porfiry o
habrá sido simplemente un tic? Sin duda, sería absurdo que me lo hubiera guiñado... ¿A santo de
qué? ¿Quieren exasperarme...? ¿Me desprecian...? ¿Son suposiciones mías...? ¿Lo saben todo...?
Zamyotov se muestra insolente... ¿No me equivocaré...? Debe de haber reflexionado durante la
noche. Yo presentía que estaría aquí... Está en esta casa como en la suya. ¿Puede ser la primera vez
que viene? Además, Porfiry no le trata como a un extraño, puesto que le vuelve la espalda. Están
de acuerdo; sí, están de acuerdo sobre mí. Y lo más probable es que hayan hablado de mí antes de
nuestra llegada... ¿Sabrán algo de mi visita a las habitaciones de la vieja? Es preciso averiguarlo
cuanto antes. Cuando he dicho que había salido para alquilar una habitación, Porfiry no ha dado
muestras de enterarse... He hecho muy bien en decir esto... Puede serme útil... Dirán que es una
crisis de delirio... ¡Ja, ja, ja...! Ese Porfiry está al corriente con todo detalle de mis pasos en la tarde
de ayer, pero ignoraba que había llegado mi madre... Esa bruja había anotado en el envoltorio la
fecha del empeño... Pero se equivocan ustedes si creen que pueden manejarme a su antojo: ustedes
no tienen pruebas, sino sólo vagas conjeturas. ¡Preséntenme hechos! Mi visita a casa de la vieja no
prueba nada, pues es una consecuencia del estado de delirio en que me hallaba. Así lo diré si llega
el caso... Pero ¿saben que estuve en esa casa? No me marcharé de aquí hasta que me entere... ¿Para
qué habré venido...? Pero ya me estoy sulfurando: esto salta a la vista... Es evidente que tengo los
nervios de punta... Pero tal vez esto sea lo mejor... Así puedo seguir desempeñando mi papel de
enfermo... Ese hombre quiere irritarme, desconcertarme... ¿Por qué habré venido? »
Todos estos pensamientos atravesaron la mente de Raskolnikov con velocidad cósmica.
Porfiry Petrovich llegó momentos después. Parecía de mejor humor.
‑Todavía me duele la cabeza. Consecuencia de los excesos de anoche en tu casa ‑dijo a Razumikhin
alegremente, tono muy distinto del que había empleado hasta entonces‑. Aún estoy algo trastornado.
‑¿Resultó interesante la velada? Os dejé en el mejor momento. ¿Para quién fue la victoria?
‑Para nadie. Finalmente salieron a relucir los temas eternos.
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‑Imagínate, Rodya, que la disputa había desembocado en esta cuestión: ¿existe el crimen...? Ya
puedes suponer las tonterías que se dijeron.
‑Yo no veo nada de extraordinario en ello ‑repuso Raskolnikov distraídamente‑. Es una simple
cuestión de sociología.
‑La cuestión no se planteó en ese aspecto ‑observó Porfiry.
‑Cierto: no se planteó exactamente así ‑reconoció Razumikhin acalorándose, como era su
costumbre‑. Oye, Rodya, te ruego que nos escuches y nos des tu opinión. Me interesa. Yo hacía
cuanto podía mientras te esperaba. Les había hablado a todos de ti y les había prometido tu visita...
Los primeros en intervenir fueron los socialistas, que expusieron su teoría. Todos la conocemos:
el crimen es una protesta contra una organización social defectuosa. Esto es todo, y no admiten
ninguna otra razón, absolutamente ninguna.
‑¡Gran error! ‑exclamó Porfiry Petrovich, que se iba animando poco a poco y se reía al ver que
Razumikhin se embalaba cada vez más.
‑No, no admiten otra causa ‑prosiguió Razumikhin con su creciente exaltación‑. No me equivoco.
Te mostraré sus libros. Ya leerás lo que dicen: «Tal individuo se ha perdido a causa del medio.» Y
nada más. Es su frase favorita. O sea que si la sociedad estuviera bien organizada, no se cometerían
crímenes, pues nadie sentiría el deseo de protestar y todos los hombres llegarían a ser justos. No
tienen en cuenta la naturaleza: la eliminan, no existe para ellos. No ven una humanidad que se
desarrolla mediante una progresión histórica y viva, para producir al fin una sociedad normal,
sino que suponen un sistema social que surge de la cabeza de un matemático y que, en un abrir y
cerrar de ojos, organiza la sociedad y la hace justa y perfecta antes de que se inicie ningún proceso
histórico. De aquí su odio instintivo a la historia. Dicen de ella que es un amasijo de horrores y
absurdos, que todo lo explica de una manera absurda. De aquí también su odio al proceso viviente
de la existencia. No hay necesidad de un alma viviente, pues ésta tiene sus exigencias; no obedece
ciegamente a la mecánica; es desconfiada y retrógrada. El alma que ellos quieren puede apestar,
estar hecha de caucho; es un alma muerta y sin voluntad; una esclava que no se rebelará nunca. Y
la consecuencia de ello es que toda la teoría consiste en una serie de ladrillos sobrepuestos; en el
modo de disponer los corredores y las piezas de un falansterio. Este falansterio se puede construir,
pero no la naturaleza humana, que quiere vivir, atravesar todo el proceso de la vida antes de irse al
cementerio. La lógica no basta para permitir este salto por encima de la naturaleza. La lógica sólo
prevé tres casos, cuando hay un millón. Reducir todo esto a la única cuestión de la comodidad es
la solución más fácil que puede darse al problema. Una solución de claridad seductora y que hace
innecesaria toda reflexión: he aquí lo esencial. ¡Todo el misterio de la vida expuesto en dos hojas
impresas...!
‑Mirad como se exalta y vocifera. Habría que atarlo ‑dijo Porfiry Petrovich entre risas‑. Figúrese
usted -añadió dirigiéndose a Raskolnikov‑ esta misma música en una habitación y a seis voces.
Esto fue la reunión de anoche. Además, nos había saturado previamente de ponche. ¿Comprende
usted lo que sería aquello...? Por otra parte, estás equivocado: el medio desempeña un gran papel
en la criminalidad. Estoy dispuesto a demostrártelo.
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‑Eso ya lo sé. Pero dime: pongamos el ejemplo del hombre de cuarenta años que deshonra a una
niña de diez. ¿Es el medio el que le impulsa?
‑Pues sí, se puede decir que es el medio el que le impulsa ‑repuso Porfiry Petrovich adoptando una
actitud especialmente grave‑. Ese crimen se puede explicar perfectamente, perfectísimamente, por
la influencia del medio.
Razumikhin estuvo a punto de perder los estribos.
‑Yo también te puedo probar a ti ‑gruñó‑ que tus blancas pestañas son una consecuencia del
hecho de que el campanario de Ivan el Grande mida treinta toesas45 de altura. Te lo demostraré
progresivamente, de un modo claro, preciso e incluso con cierto matiz de liberalismo. Me
comprometo a ello. Di: ¿quieres que te lo demuestre?
‑Sí, vamos a ver cómo te las compones.
‑¡Siempre con tus burlas! ‑exclamó Razumikhin con un tono de desaliento‑. No vale la pena hablar
contigo. Te advierto, Rodya, que todo esto lo hace expresamente. Tú todavía no le conoces. Ayer
sólo expuso su parecer para mofarse de todos. ¡Qué cosas dijo, Señor! ¡Y ellos encantados de
tenerlo en la reunión...! Es capaz de estar haciendo este juego durante dos semanas enteras. El año
pasado nos aseguró que iba a ingresar en un convento y estuvo afirmándolo durante dos meses.
Últimamente se imaginó que iba a casarse y que todo estaba ya listo para la boda. Incluso se hizo
un traje nuevo. Nosotros empezamos a creerlo y a felicitarle. Y resultó que la novia no existía y
que todo era pura invención.
‑Estás equivocado. Primero me hice el traje y entonces se me ocurrió la idea de gastaros la broma.
‑¿De verdad es usted tan comediante? ‑preguntó con cierta indiferencia Raskolnikov.
‑Le parece mentira, ¿verdad? Pues espere, que con usted voy a hacer lo mismo. ¡Ja, ja, ja...!
No, no; le voy a decir la verdad. A propósito de todas esas historias de crímenes, de medios, de
jovencitas, recuerdo un artículo de usted que me interesó y me sigue interesando. Se titulaba... creo
que «El crimen», pero la verdad es que de esto no estoy seguro. Me recreé leyéndolo en La Palabra
Periódica hace dos meses.
‑¿Un artículo mío en La Palabra Periódica? ‑exclamó Raskolnikov, sorprendido‑. Ciertamente,
yo escribí un artículo hace unos seis meses, que fue cuando dejé la universidad. En él hablaba
de un libro que acababa de aparecer. Pero lo llevé a La Palabra Hebdomadaria y no a La Palabra
Periódica.
‑Pues se publicó en La Palabra Periódica.
‑La Palabra Hebdomadaria dejó de aparecer a poco de haber entregado yo mi artículo, y por eso
no pudo publicarlo...
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‑Sí, pero, al desaparecer, este semanario quedó fusionado con La Palabra Periódica, y ello explica
que su articulo se haya publicado en este último periódico. Así, ¿no estaba usted enterado?
En efecto, Raskolnikov no sabía nada de eso.
‑Pues ha de cobrar su artículo. ¡Qué carácter tan extraordinario tiene usted! Vive tan aislado, que
no se entera de nada, ni siquiera de las cosas que le interesan materialmente. Es increíble.
‑Yo tampoco sabía nada ‑exclamó Razumikhin‑. Hoy mismo iré a la biblioteca a pedir ese periódico...
¿Dices que el articulo se publicó hace dos meses? ¿En qué día...? Bueno, ya lo encontraré... ¡No
decir nada! ¡Es el colmo!
‑¿Y usted cómo se ha enterado de que el artículo era mío? lo firmé con una inicial.
‑Fue por casualidad. Conozco al redactor jefe, le vi hace poco, y como su artículo me había
interesado tanto...
‑Recuerdo que estudiaba en él el estado anímico del criminal mientras cometía el crimen.
‑Sí, y ponía gran empeño en demostrar que el culpable, en esos momentos, es un enfermo. Es
una tesis original, pero en verdad no es esta parte de su artículo la que me interesó especialmente,
sino cierta idea que deslizaba al final. Es lamentable que se limitara usted a indicarla vaga y
someramente... Si tiene usted buena memoria, se acordará de que insinuaba usted que hay seres
que pueden, mejor dicho, que tienen pleno derecho a cometer toda clase de actos criminales, y a
los que no puede aplicárseles la ley.
Raskolnikov sonrió ante esta pérfida interpretación de su pensamiento.
‑¿Cómo, cómo? ¿El derecho al crimen? ¿Y sin estar bajo la influencia irresistible del miedo?
‑preguntó Razumikhin, no sin cierto terror.
‑Sin esa influencia -respondió Porfiry Petrovich‑. No se trata de eso. En el artículo que comentamos
se divide a los hombres en dos clases: seres ordinarios y seres extraordinarios. Los ordinarios
han de vivir en la obediencia y no tienen derecho a faltar a las leyes, por el simple hecho de ser
ordinarios. En cambio, los individuos extraordinarios están autorizados a cometer toda clase de
crímenes y a violar todas las leyes, sin más razón que la de ser extraordinarios. Es esto lo que usted
decía, si no me equivoco.
‑¡Es imposible que haya dicho eso! ‑balbuceó Razumikhin.
Raskolnikov volvió a sonreír. Había comprendido inmediatamente la intención de Porfiry y lo que
éste pretendía hacerle decir. Y, recordando perfectamente lo que había dicho en su artículo, aceptó
el reto.
‑No es eso exactamente lo que dije -comenzó en un tono natural y modesto‑. Confieso, sin embargo,
que ha captado usted mi modo de pensar, no ya aproximadamente, sino con bastante exactitud.
Y, al decir esto, parecía experimentar cierto placer.
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‑La inexactitud consiste en que yo no dije, como usted ha entendido, que los hombres extraordinarios
están autorizados a cometer toda clase de actos criminales. Sin duda, un artículo que sostuviera
semejante tesis no se habría podido publicar. Lo que yo insinué fue tan sólo que el hombre
extraordinario tiene el derecho..., no el derecho legal, naturalmente, sino el derecho moral..., de
permitir a su conciencia franquear ciertos obstáculos en el caso de que así lo exija la realización
de sus ideas, tal vez beneficiosas para toda la humanidad... Dice usted que esta parte de mi artículo
adolece de falta de claridad. Se la voy a explicar lo mejor que pueda. Me parece que es esto lo
que usted desea, ¿no? Bien, vamos a ello. En mi opinión, si los descubrimientos de Kepler y
Newton, por una circunstancia o por otra, no hubieran podido llegar a la humanidad sino mediante
el sacrificio de una, o cien, o más vidas humanas que fueran un obstáculo para ello, Newton habría
tenido el derecho, e incluso el deber, de sacrificar esas vidas, a fin de facilitar la difusión de sus
descubrimientos por todo el mundo. Esto no quiere decir, ni mucho menos, que Newton tuviera
derecho a asesinar a quien se le antojara o a cometer toda clase de robos. En el resto de mi artículo,
si la memoria no me engaña, expongo la idea de que todos los legisladores y guías de la humanidad,
empezando por los más antiguos y terminando por Licurgo, Solón, Mahoma, Napoleón, etcétera;
todos, hasta los más recientes, han sido criminales, ya que al promulgar nuevas leyes violaban las
antiguas, que habían sido observadas fielmente por la sociedad y transmitidas de generación en
generación, y también porque esos hombres no retrocedieron ante los derramamientos de sangre
(de sangre inocente y a veces heroicamente derramada para defender las antiguas leyes), por poca
que fuese la utilidad que obtuvieran de ello.
»Incluso puede decirse que la mayoría de esos bienhechores y guías de la humanidad han hecho
correr torrentes de sangre. Mi conclusión es, en una palabra, que no sólo los grandes hombres, sino
aquellos que se elevan, por poco que sea, por encima del nivel medio, y que son capaces de decir
algo nuevo, son por naturaleza, e incluso inevitablemente, criminales, en un grado variable, como
es natural. Si no lo fueran, les sería difícil salir de la rutina. No quieren permanecer en ella, y yo
creo que no lo deben hacer.
»Ya ven ustedes que no he dicho nada nuevo. Estas ideas se han comentado mil veces de palabra
y por escrito. En cuanto a mi división de la humanidad en seres ordinarios y extraordinarios,
admito que es un tanto arbitraria; pero no me obstino en defender la precisión de las cifras que
doy. Me limito a creer que el fondo de mi pensamiento es justo. Mi opinión es que los hombres
pueden dividirse, en general y de acuerdo con el orden de la misma naturaleza, en dos categorías:
una inferior, la de los individuos ordinarios, es decir, el rebaño cuya única misión es reproducir
seres semejantes a ellos, y otra superior, la de los verdaderos hombres, que se complacen en dejar
oír en su medio “palabras nuevas. Naturalmente, las subdivisiones son infinitas, pero los rasgos
característicos de las dos categorías son, a mi entender, bastante precisos. La primera categoría se
compone de hombres conservadores, prudentes, que viven en la obediencia, porque esta obediencia
los encanta. Y a mí me parece que están obligados a obedecer, pues éste es su papel en la vida y
ellos no ven nada humillante en desempeñarlo. En la segunda categoría, todos faltan a las leyes, o,
por lo menos, todos tienden a violarlas por todos sus medios.
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»Naturalmente, los crímenes cometidos por estos últimos son relativos y diversos. En la mayoría
de los casos, estos hombres reclaman, con distintas fórmulas, la destrucción del orden establecido,
en provecho de un mundo mejor. Y, para conseguir el triunfo de sus ideas, pasan si es preciso sobre
montones de cadáveres y ríos de sangre. Mi opinión es que pueden permitirse obrar así; pero...,
que quede esto bien claro..., teniendo en cuenta la clase e importancia de sus ideas. Sólo en este
sentido hablo en mi artículo del derecho de esos hombres a cometer crímenes. (Recuerden ustedes
que nuestro punto de partida ha sido una cuestión jurídica.) Por otra parte, no hay motivo para
inquietarse demasiado. La masa no les reconoce nunca ese derecho y los decapita o los ahorca,
dicho en términos generales, con lo que cumple del modo más radical su papel conservador, en
el que se mantiene hasta el día en que generaciones futuras de esta misma masa erigen estatuas a
los ajusticiados y crean un culto en torno de ellos..., dicho en términos generales. Los hombres de
la primera categoría son dueños del presente; los de la segunda del porvenir. La primera conserva
el mundo, multiplicando a la humanidad; la segunda empuja al universo para conducirlo hacia
sus fines. Las dos tienen su razón de existir. En una palabra, yo creo que todos tienen los mismos
derechos. Vive la guerre éternelle46..., hasta la Nueva Jerusalén, entiéndase.
‑Entonces, ¿usted cree en la Nueva Jerusalén?
‑Sí ‑respondió firmemente Raskolnikov.
Y pronunció estas palabras con la mirada fija en el suelo, de donde no la había apartado durante
su largo discurso.
‑¿Y en Dios? ¿Cree usted...? Perdone si le parezco indiscreto.
‑Sí, creo ‑repuso Raskolnikov levantando los ojos y fijándolos en Porfiry.
‑¿Y en la resurrección de Lázaro?
‑Pues... sí. Pero ¿por qué me hace usted estas preguntas?
‑¿Cree usted sin reservas?
‑Sin reservas.
‑Bien, bien... La cosa no tiene ninguna importancia. Simple curiosidad... Ahora, y perdone,
permítame que vuelva a nuestro asunto. No siempre se ejecuta a esos criminales. Por el contrario,
algunos...
‑Conservan su vida, triunfantes. Sí, esto les sucede a algunos, y entonces...
‑Son ellos los que ejecutan.
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‑Siempre que sea necesario, que es el caso más frecuente. Desde luego, su observación es muy
sutil.
‑Muchas gracias. Pero dígame: ¿cómo distinguir a esos hombres extraordinarios de los otros?
¿Presentan alguna característica especial al nacer? Mi opinión es que en este punto hay que
observar la más rigurosa exactitud y alcanzar una gran precisión en la distinción de los dos tipos
de hombre. Perdone mi inquietud, muy natural en un hombre práctico y bienintencionado, pero
¿no sería conveniente que esos hombres fueran vestidos de un modo especial o llevaran algún
distintivo...? Porque suponga usted que un individuo perteneciente a una categoría cree formar
parte de la otra y se lanza «a destruir todos los obstáculos que se le oponen, para decirlo con sus
propias y felices palabras. Entonces...
‑¡Oh! Eso ocurre con frecuencia. Es una observación que supera a la anterior en agudeza.
‑Gracias.
‑No hay de qué. Pero piense que semejante error es sólo posible en la primera categoría, es decir,
en la de los hombres ordinarios, como yo les he calificado, tal vez equivocadamente. A pesar de su
tendencia innata a la obediencia, muchos de ellos, llevados de un natural alocado que se encuentra
incluso entre las vacas, se consideran hombres de vanguardia, destructores llamados a exponer ideas
nuevas, y lo creen con toda sinceridad. Estos hombres no distinguen a los verdaderos innovadores
y suelen despreciarlos, considerándolos espíritus mezquinos y atrasados. Pero me parece que no
puede haber en ello ningún serio peligro, ya que nunca van muy lejos. Por lo tanto, la inquietud de
usted no está justificada. A lo sumo, merecen que se les azote de vez en cuando para castigarlos por
su desvío y hacerlos volver al redil. No hay necesidad de molestar a un verdugo, pues ellos mismos
se aplican la sanción que merecen, ya que son personas de alta moralidad. A veces se administran
el castigo unos a otros; a veces se azotan con sus propias manos. Se imponen penitencias públicas,
lo que no deja de ser hermoso y edificante. Es la regla general. En una palabra, que no tiene usted
por qué inquietarse.
‑Bien; me ha tranquilizado usted, cuando menos por esta parte. Pero hay otra cosa que me inquieta.
Dígame: ¿son muchos esos individuos que tienen derecho a estrangular a los otros, es decir, esos
hombres extraordinarios? Desde luego, yo estoy dispuesto a inclinarme ante ellos, pero no me
negará usted que uno no puede estar tranquilo ante la idea de que tal vez sean muy numerosos.
‑¡Oh! No se preocupe tampoco por eso -dijo Raskolnikov sin cambiar de tono‑. Son muy pocos,
poquísimos, los hombres capaces de encontrar una idea nueva e incluso de decir algo nuevo. De
lo que no hay duda es que la distribución de los individuos en las categorías y subdivisiones que
observamos en la especie humana está estrictamente determinada por alguna ley de la naturaleza.
Esta ley está vedada todavía a nuestro conocimiento, pero yo creo que existe y que algún día se nos
revelará. La enorme masa de individuos que forma lo que solemos llamar el rebaño, sólo vive para
dar al mundo, tras largos esfuerzos y misteriosos cruces de razas, un hombre que, entre mil, posea
cierta independencia, o un hombre entre diez mil, o entre cien mil, que eso depende del grado de
elevación de la independencia (estas cifras son únicamente aproximadas). Sólo surge un hombre
de genio entre millones de individuos, y millares de millones de hombres pasan sobre la corteza
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terrestre antes de que aparezca una de esas inteligencias capaces de cambiar la faz del mundo.
Desde luego, yo no me he asomado a la retorta donde se elabora todo eso, pero no cabe duda de
que esta ley existe, porque debe existir, porque en esto no interviene para nada el azar.
‑¿Estáis bromeando? ‑exclamó Razumikhin‑. ¿Os burláis el uno del otro? Os estáis lanzando pulla
tras pulla. Tú no hablas en serio, Rodya.
Raskolnikov no contestó a su amigo. Levantó hacia él su pálido y triste rostro, y Razumikhin, al ver
aquel semblante lleno de amargura, consideró inadecuado el tono cáustico, grosero y provocativo
de Porfiry.
‑Bien, querido ‑dijo el estudiante‑. Si estáis hablando en serio, quiero decirte que tienes razón al
afirmar que no hay nada nuevo en esas ideas, que todas se parecen a las que hemos oído exponer
infinidad de veces. Pero yo veo algo original en tu artículo, algo que a mi entender te pertenece por
completo, muy a pesar mío, y es ese derecho moral a derramar sangre que tú concedes con plena
conciencia y excusas con tanto fanatismo... Me parece que ésta es la idea principal de tu artículo: la
autorización moral a matar..., la cual, por cierto, me parece mucho más terrible que la autorización
oficial y legal.
‑Exacto: es mucho más terrible ‑observó Porfiry.
‑Sin duda, tú te has dejado llevar hasta más allá del límite de tu idea. Eso es un error. Leeré tu
artículo. Tú has dicho más de lo que querías decir... Tú no puedes opinar así... Leeré tu artículo.
‑En mi artículo no hay nada de todo eso ‑dijo Raskolnikov‑. Yo me limité a comentar superficialmente
la cuestión.
‑Lo cierto es ‑dijo Porfiry, que apenas podía mantenerse en su puesto de juez‑ que ahora comprendo
casi enteramente sus puntos de vista sobre el crimen. Pero... Perdone que le importune tanto (estoy
avergonzado de molestarle de este modo). Oiga: acaba usted de tranquilizarme respecto a los casos
de error, esos casos de confusión entre las dos categorías; pero... sigo sintiendo cierta inquietud al
pensar en el lado práctico de la cuestión. Si un hombre, un adolescente, sea el que fuere, se imagina
ser un Licurgo, o un Mahoma (huelga decir que en potencia, o sea para el futuro), y se lanza a
destruir todos los obstáculos que encuentra en su camino..., se dirá que va a emprender una larga
campaña y que para esta campaña necesita dinero... ¿Comprende...?
Al oír estas palabras, Zamyotov resolló en su rincón, pero Raskolnikov ni le miró siquiera.
‑Admito ‑repuso tranquilamente‑ que esos casos deben presentarse. Los vanidosos, esos seres
estúpidos, pueden caer en la trampa, y más aún si son demasiado jóvenes.
‑Por eso se lo digo... ¿Y qué hay que hacer en ese caso?
Raskolnikov sonrió mordazmente.
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‑¿Qué quiere usted que le diga? Eso no me afecta lo más mínimo. Así es y así será siempre... Fíjese
usted en éste ‑e indicó con un gesto a Razumikhin‑. Hace un momento decía que yo disculpaba
el asesinato. Pero ¿eso qué importa? La sociedad está bien protegida por las deportaciones, las
cárceles, los presidios, los jueces. No tiene motivo para inquietarse. No tiene más que buscar al
delincuente.
‑¿Y si se le encuentra?
‑Peor para él.
‑Su lógica es irrefutable. Pero la conciencia está en juego.
‑Eso no debe preocuparle.
‑Es una cuestión que afecta a los sentimientos humanos.
‑El que sufre reconociendo su error, recibe un castigo que se suma al del penal.
‑Así ‑dijo Razumikhin, malhumorado‑, los hombres geniales, esos que tienen derecho a matar, ¿no
han de sentir ningún remordimiento por haber derramado sangre humana...?
‑No se trata de que deban o no deban sentirlo. Sólo sufrirán en el caso de que sus víctimas les
inspiren compasión. El sufrimiento y el dolor van necesariamente unidos a un gran corazón y a
una elevada inteligencia. Los verdaderos grandes hombres deben de experimentar, a mi entender,
una gran tristeza en este mundo ‑añadió con un aire pensativo que contrastaba con el tono de la
conversación.
Levantó los ojos y miró a los presentes con aire distraído. Después sonrió y cogió su gorra. Estaba
sereno, por lo menos mucho más que cuando había llegado, y se daba cuenta de ello. Todos se
levantaron. Porfiry Petrovich dijo:
‑Enfádese conmigo, insúlteme si quiere, pero no puedo remediarlo: tengo que hacerle otra
pregunta..., aunque reconozco que estoy abusando de su paciencia. Quisiera exponerle cierta idea
que se me acaba de ocurrir y que temo olvidar...
‑Bien, usted dirá ‑dijo Raskolnikov, de pie, pálido y serio, frente al juez de instrucción.
‑Pues se trata... No sé cómo explicarme... Es una idea tan extraña... De tipo psicológico, ¿sabe...?
Verá. Yo creo que cuando estaba usted escribiendo su artículo tenía forzosamente que considerarse,
por lo menos en cierto modo, como uno de esos hombres extraordinarios destinados a decir
«palabras nuevas», en el sentido que usted ha dado a esta expresión... ¿No es así?
‑Es muy posible ‑repuso desdeñosamente Raskolnikov.
Razumikhin hizo un movimiento.
‑En ese caso, ¿sería usted capaz de decidirse, para salir de una situación económica apurada o para
hacer un servicio a la humanidad, a dar el paso..., en fin, a matar para robar?
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Y guiñó el ojo izquierdo, mientras sonreía en silencio, exactamente igual que antes.
‑Si estuviera decidido a dar un paso así, tenga la seguridad de que no se lo diría a usted ‑repuso
Raskolnikov con retadora arrogancia.
‑Mi pregunta ha obedecido a una curiosidad puramente literaria. La he hecho con el único fin de
comprender mejor el fondo de su artículo.
«¡Qué celada tan buena! ‑pensó Raskolnikov, asqueado‑. La malicia está cosida con hilo blanco.»
‑Permítame aclararle ‑dijo secamente‑ que yo no me he creído jamás un Mahoma ni un Napoleón,
ni ningún otro personaje de este género, y que, en consecuencia, no puedo decirle lo que haría en
el caso contrario.
‑Pues es raro, porque ¿quién no se cree hoy en Rusia un Mahoma o un Napoleón? ‑exclamó
Porfiry, empleando de súbito un tono exageradamente familiar.
Incluso el acento que había empleado para pronunciar estas palabras era singularmente explícito.
De súbito, Zamyotov preguntó desde su rincón:
‑¿No sería un futuro Napoleón el que mató a hachazos la semana pasada a Alyona Ivanovna?
Raskolnikov seguía mirando a Porfiry Petrovich con firme fijeza. No dijo nada. Razumikhin había
fruncido las cejas. Desde hacía un momento sospechaba algo que le hizo mirar furiosamente a un
lado y a otro. Hubo un minuto de penoso silencio. Raskolnikov se dispuso a marcharse.
‑¿Ya se va usted? ‑exclamó Porfiry Petrovich con extrema amabilidad y tendiendo la mano al
joven‑. Estoy encantado de haberle conocido. En cuanto a su petición, puede estar tranquilo.
Haga usted el requerimiento por escrito tal como le he indicado. Sin embargo, sería preferible
que viniera a verme a la comisaría un día de éstos..., mañana, por ejemplo. A las once estaré allí.
Lo arreglaremos todo y hablaremos. Como usted fue uno de los últimos que visitó aquella casa
‑añadió en tono amistoso‑, tal vez pueda aclararnos algo.
‑Lo que usted pretende es interrogarme en toda regla, ¿no es así? ‑preguntó rudamente Raskolnikov.
‑Nada de eso. ¿Por qué? Por el momento, no hace falta. No me ha comprendido usted. Lo que
ocurre es que yo aprovecho todas las ocasiones y he hablado ya con todos los que tenían allí algún
objeto empeñado. Me han dado una serie de informes, y usted, siendo el último... ¡Ah! ¡Ahora que
me acuerdo! ‑exclamó alegremente, dirigiéndose a Razumikhin‑. He estado a punto de olvidarme
otra vez... El otro día no paraste de hablarme de Nikolashka. Pues bien, estoy convencido,
completamente convencido de que ese joven es inocente ‑se dirigía de nuevo a Raskolnikov‑.
Pero ¿qué puedo hacer yo? También he tenido que molestar a Dmitri. En fin, he aquí lo que quería
preguntarle. Cuando usted subía la escalera..., por cierto que creo que fue entre siete y ocho de la
tarde, ¿no?
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‑Sí, entre siete y ocho ‑repuso Raskolnikov, que inmediatamente se arrepintió de haber dado esta
contestación innecesaria.
‑Bien, pues cuando subía usted la escalera entre siete y ocho, ¿no vio usted en el segundo piso, en
un departamento cuya puerta estaba abierta..., recuerda usted..., no vio usted, repito, dos pintores,
o por lo menos uno, trabajando? ¿Los vio usted? Esto es sumamente importante para ellos...
‑¿Dos pintores? Pues no, no los vi ‑repuso Raskolnikov, fingiendo escudriñar en su memoria,
mientras ponía todo su empeño en descubrir la trampa que se ocultaba en aquellas palabras‑. No,
no los vi. Y tampoco advertí que hubiese ninguna puerta abierta... Lo que recuerdo es que en el
cuarto piso ‑continuó en tono triunfante, pues estaba seguro de haber sorteado el peligro‑ había un
funcionario que estaba de mudanza..., precisamente el de la puerta que está frente a la de Alyona
Ivanovna... Sí, lo recuerdo perfectamente. Por cierto que unos soldados que transportaban un sofá
me arrojaron contra la pared... Pero a los pintores no recuerdo haberlos visto. Y tampoco ningún
departamento con la puerta abierta... No, no había ninguna abierta.
‑Pero ¿qué significa esto? ‑dijo Razumikhin a Porfiry, comprendiendo de súbito las intenciones del
juez de instrucción‑. Los pintores trabajaban allí el día del suceso y él estuvo en la casa tres días
antes. ¿Por qué le haces estas preguntas?
‑¡Pues es verdad! ¡Qué cabeza la mía! ‑exclamó Porfiry golpeándose la frente‑. Este asunto acabará
volviéndome loco ‑dijo en son de excusa dirigiéndose a Raskolnikov‑. Es tan importante para
nosotros saber si alguien vio allí, entre siete y ocho, a esos pintores, que me ha parecido que usted
podría facilitarnos este dato. Ha sido una confusión.
‑Hay que llevar cuidado ‑gruñó Razumikhin.
Estas palabras las pronunció el estudiante cuando ya estaban en la antesala. Porfiry Petrovich
acompañó amablemente a los dos jóvenes hasta la puerta. Ambos salieron de la casa, sombríos y
cabizbajos y dieron algunos pasos en silencio. Raskolnikov respiró profundamente...
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Capítulo VI
No lo creo, no puedo creerlo ‑repetía Razumikhin, rechazando con todas sus fuerzas las afirmaciones
de Raskolnikov.
Se dirigían a la pensión Bakaleyev, donde Pulkheria Alexandrovna y Dunya los esperaban desde
hacía largo rato. Razumikhin se detenía a cada momento, en el calor de la disputa. Una profunda
agitación le dominaba, aunque sólo fuera por el hecho de que era la primera vez que hablaban
francamente de aquel asunto.
‑Tú no puedes creerlo ‑repuso Raskolnikov con una sonrisa fría y desdeñosa‑; pero yo estaba
atento al significado de cada una de sus palabras, mientras tú, siguiendo tu costumbre, no te fijabas
en nada.
‑Tú has prestado tanta atención porque eres un hombre desconfiado. Sin embargo, reconozco que
Porfiry hablaba en un tono extraño. Y, sobre todo, ese ladino de Zamyotov... Tiene razón: había en
él algo raro... Pero ¿por qué, Señor, por qué?
‑Habrá reflexionado durante la noche.
‑No; es todo lo contrario de lo que supones. Si les hubiera asaltado esa idea estúpida, lo habrían
disimulado por todos los medios, habrían procurado ocultar sus intenciones, a fin de poder atraparte
después con más seguridad. Intentar hacerlo ahora habría sido una torpeza y una insolencia.
‑Si hubiesen tenido pruebas, verdaderas pruebas, o suposiciones nada más que algo fundadas,
habrían procurado sin duda ocultar su juego para ganar la partida... O tal vez habrían hecho un
registro en mi habitación hace ya tiempo... Pero no tienen ni una sola prueba. Lo único que tienen
son conjeturas gratuitas, suposiciones sin fundamento. Por eso intentan desconcertarme con sus
insolencias... ¿Obedecerá todo al despecho de Porfiry, que está furioso por no tener pruebas...?
Tal vez persiga algún fin que es para nosotros un misterio... Parece inteligente... Es muy probable
que haya intentado atemorizarme haciéndome creer que sabía algo... Es un hombre de carácter
muy especial... En fin, no es nada agradable pretender hallar explicación a todas estas cuestiones...
¡Dejemos este asunto!
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‑Todo esto es ofensivo, muy ofensivo, ya lo sé; pero ya que estamos hablando sinceramente
(y me congratulo de que sea así, pues esto me parece excelente), no vacilo en decirte con toda
franqueza que hace ya tiempo que observé que habían concebido esta sospecha. Entonces era
una idea vaga, imprecisa, insidiosa, tomada medio en broma, pero ni aun bajo esta forma tenían
derecho a admitirla. ¿Cómo se han atrevido a acogerla? ¿Y qué es lo que ha dado cuerpo a esta
sospecha? ¿Cuál es su origen...? ¡Si supieras la indignación que todo esto me ha producido...! Un
pobre estudiante transfigurado por la miseria y la neurastenia, que incuba una grave enfermedad
acompañada de desvarío, enfermedad que incluso puede haberse declarado ya (detalle importante);
un joven desconfiado, orgulloso, consciente de su valía, y que acaba de pasar seis meses encerrado
en su rincón, sin ver a nadie; que va vestido con andrajos y calzado con botas sin suelas..., este
joven está en pie ante unos policías despiadados que le mortifican con sus insolencias. De pronto,
a quemarropa, se le reclama el pago de un pagaré protestado. La pintura fresca despide un olor
mareante, en la repleta sala hace un calor de treinta grados y la atmósfera es irrespirable. Entonces
el joven oye hablar del asesinato de una persona a la que ha visto la víspera. Y para que no falte
nada, tiene el estómago vacío. ¿Cómo no desvanecerse? ¡Que hayan basado todas sus sospechas en
este síncope47...! ¡El diablo les lleve! Comprendo que todo esto es humillante, pero yo, en tu lugar,
me reiría de ellos, me reiría en sus propias narices. Es más: les escupiría en plena cara y les daría
una serie de sonoras bofetadas. ¡Escúpeles, Rodya! ¡Hazlo...! ¡Es intolerable!
«Ha soltado su perorata como un actor consumado», se dijo Raskolnikov.
‑¡Que les escupa! ‑exclamó amargamente‑. Eso es muy fácil de decir. Mañana, nuevo interrogatorio.
Me veré obligado a rebajarme a dar nuevas explicaciones. ¿Es que no me humillé bastante ayer
ante Zamyotov en aquel café donde nos encontramos?
‑¡Así se los lleve a todos el diablo! Mañana iré a ver a Porfiry, y te aseguro que esto se aclarará. Le
obligaré a explicarme toda la historia desde el principio. En cuanto a Zamyotov...
«Al fin lo he conseguido», pensó Raskolnikov.
‑¡Óyeme! ‑exclamó Razumikhin, cogiendo de súbito a su amigo por un hombro‑. Hace un momento
divagabas. Después de pensarlo bien, te aseguro que divagabas. Has dicho que la pregunta sobre
los pintores era un lazo. Pero reflexiona. Si tú hubieses tenido «eso» sobre la conciencia, ¿habrías
confesado que habías visto a los pintores? No: habrías dicho que no habías visto nada, aunque esto
hubiera sido una mentira. ¿Quién confiesa una cosa que le compromete?
‑Si yo hubiese tenido «eso» sobre la conciencia, seguramente habría dicho que había visto a los
pintores, y el piso abierto ‑dijo Raskolnikov, dando muestras de mantener esta conversación con
profunda desgana.
‑Pero ¿por qué decir cosas que le comprometen a uno?
47 Desmayo.
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‑Porque sólo los patanes y los incautos lo niegan todo por sistema. Un hombre avisado, por poco
culto e inteligente que sea, confiesa, en la medida de lo posible, todos los hechos materiales
innegables. Se limita a atribuirles causas diferentes y añadir algún pequeño detalle de su invención
que modifica su significado. Porfiry creía seguramente que yo respondería así, que declararía haber
visto a los pintores para dar verosimilitud a mis palabras, aunque explicando las cosas a mi modo.
Sin embargo...
‑Si tú hubieses dicho eso, él te habría contestado inmediatamente que no podía haber pintores en
la casa dos días antes del crimen, y que, por lo tanto, tú habías ido allí el mismo día del suceso, de
siete a ocho de la tarde.
‑Eso es lo que él quería. Creía que yo no tendría tiempo de darme cuenta de ese detalle, que me
apresuraría a responder del modo que juzgara más favorable para mí, olvidándome de que los
pintores no podían estar allí dos días antes del crimen.
‑Pero ¿es posible olvidar una cosa así?
‑Es lo más fácil. Estas cuestiones de detalle constituyen el escollo de los maliciosos. El hombre
más sagaz es el que menos sospecha que puede caer ante un detalle insignificante. Porfiry no es
tan tonto como tú crees.
‑Entonces, es un ladino.
Raskolnikov se echó a reír. Pero al punto se asombró de haber pronunciado sus últimas palabras
con verdadera animación e incluso con cierto placer, él, que hasta entonces había sostenido la
conversación como quien cumple una obligación penosa.
«Me parece que le voy tomando el gusto a estas cosas», pensó.
Pero de súbito se sintió dominado por una especie de agitación febril, como si una idea repentina
e inquietante se hubiera apoderado de él. Este estado de ánimo llegó a ser muy pronto intolerable.
Estaban ya ante la pensión Bakaleyev.
‑Entra tú solo ‑dijo de pronto Raskolnikov‑. Yo vuelvo en seguida.
‑¿Adónde vas, ahora que hemos llegado?
‑Tengo algo que hacer. Es un asunto que no puedo dejar. Estaré de vuelta dentro de una media hora.
Díselo a mi madre y a mi hermana.
‑Espera, voy contigo.
‑¿También tú te has propuesto perseguirme? ‑exclamó Raskolnikov con un gesto tan desesperado
que Razumikhin no se atrevió a insistir.
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El estudiante permaneció un momento ante la puerta, siguiendo con mirada sombría a Raskolnikov,
que se alejaba rápidamente en dirección a su domicilio. Al fin apretó los puños, rechinó los dientes
y juró obligar a hablar francamente a Porfiry antes de que llegara la noche. Luego subió para
tranquilizar a Pulkheria Alexandrovna, que empezaba a sentirse inquieta ante la tardanza de su
hijo.
Cuando Raskolnikov llegó ante la casa en que habitaba tenía las sienes empapadas de sudor y
respiraba con dificultad. Subió rápidamente la escalera, entró en su habitación, que estaba abierta, y
la cerró. Inmediatamente, loco de espanto, corrió hacia el escondrijo donde había tenido guardados
los objetos, introdujo la mano por debajo del papel y exploró hasta el último rincón del escondite.
Nada, allí no había nada. Se levantó, lanzando un suspiro de alivio. Hacía un momento, cuando
se acercaba a la pensión Bakaleyev, le había asaltado de súbito el temor de que algún objeto, una
cadena, un par de gemelos o incluso alguno de los papeles en que iban envueltos, y sobre los que
había escrito la vieja, se le hubiera escapado al sacarlos, quedando en alguna rendija, para servir
más tarde de prueba irrecusable contra él.
Permaneció un momento sumido en una especie de ensoñación mientras una sonrisa extraña,
humilde e inconsciente erraba en sus labios. Al fin cogió su gorra y salió de la habitación en
silencio. Las ideas se confundían en su cerebro. Así, pensativo, bajó la escalera y llegó al portal.
‑¡Aquí lo tiene usted! ‑dijo una voz potente.
Raskolnikov levantó la cabeza.
El portero, de pie en el umbral de la portería, señalaba a Raskolnikov y se dirigía a un individuo
de escasa estatura, con aspecto de hombre del pueblo. Vestía una especie de hopalanda48 sobre
un chaleco y, visto de lejos, se le habría tomado por una campesina. Su cabeza, cubierta con un
gorro grasiento, se inclinaba sobre su pecho. Era tan cargado de espaldas, que parecía jorobado.
Su rostro, fofo y arrugado, era el de un hombre de más de cincuenta años. Sus ojillos, cercados de
grasa, lanzaban miradas sombrías.
‑¿Qué pasa? ‑preguntó Raskolnikov acercándose al portero.
El desconocido empezó por dirigirle una mirada al soslayo; después lo examinó detenidamente,
sin prisa; al fin, y sin pronunciar palabra, dio media vuelta y se marchó.
‑¿Qué quería ese hombre? ‑preguntó Raskolnikov.
‑Es un individuo que ha venido a preguntar si vivía aquí un estudiante que ha resultado ser usted,
pues me ha dado su nombre y el de su patrona. En este momento ha bajado usted, yo le he señalado
y él se ha ido. Eso es todo.
48 Prenda de vestir que constituyó el exterior del traje masculino o femenino en Europa, en los siglos XIV y XV.
Era una especie de bata, a veces larga, a veces corta, con mangas muy largas que llegaban hasta el suelo. Un
cuello derecho y alto la mantenía unida al cuello. Era justa de talle y se ceñía a la cintura por un cinturón.
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El portero parecía bastante asombrado, pero su perplejidad no duró mucho: después de reflexionar
un instante, dio media vuelta y desapareció en la portería. Raskolnikov salió en pos del desconocido.
Apenas salió, lo vio por la acera de enfrente. Aquel hombre marchaba a un paso regular y lento,
tenía la vista fija en el suelo y parecía reflexionar. Raskolnikov le alcanzó en seguida, pero de
momento se limitó a seguirle. Al fin se colocó a su lado y le miró de reojo. El desconocido advirtió
al punto su presencia, le dirigió una rápida mirada y volvió a bajar los ojos. Durante un minuto
avanzaron en silencio.
‑Usted ha preguntado por mí al portero, ¿no? ‑dijo Raskolnikov en voz baja.
El otro no respondió. Ni siquiera levantó la vista. Hubo un nuevo silencio.
‑Viene a preguntar por mí y ahora se calla... ¿Por qué?
Raskolnikov hablaba con voz entrecortada. Las palabras parecían resistirse a salir de su boca.
Esta vez, el desconocido levantó la cabeza y dirigió al joven una mirada sombría y siniestra.
‑Asesino ‑dijo de pronto, en voz baja pero clarísima.
Raskolnikov siguió a su lado. Sintió que las piernas le flaqueaban y vacilaban. Un escalofrío
recorrió su espina dorsal. Su corazón dejó de latir como si se hubiera separado de su organismo.
Dieron en silencio un centenar de pasos más. El desconocido no le miraba.
‑Pero ¿qué dice usted? ¿Quién... quién es un asesino? ‑balbuceó al fin Raskolnikov, con voz apenas
perceptible.
‑Tú, tú eres un asesino ‑respondió el desconocido, articulando las palabras más claramente todavía.
Con una mirada triunfal y llena de odio, miró el rostro pálido y los ojos vidriosos de Raskolnikov.
Entre tanto, habían llegado a una travesía. El desconocido dobló por ella y continuó su camino
sin volverse. Raskolnikov se quedó clavado en el suelo, siguiendo al hombre con la vista. Éste
se volvió para mirar al joven, que continuaba sin hacer el menor movimiento. La distancia no
permitía distinguir sus rasgos, pero Raskolnikov creyó advertir que aquel hombre sonreía aún con
su sonrisa glacial y llena de un odio triunfante.
Transido de espanto, temblándole las piernas, Raskolnikov volvió como pudo a su casa y subió a
su habitación. Se quitó la gorra, la dejó sobre la mesa y permaneció inmóvil durante diez minutos.
Al fin, ya en el límite de sus fuerzas, se dejó caer en el diván y se extendió penosamente, con un
débil suspiro. Cerró los ojos y así estuvo una media hora.
No pensaba en nada concreto: sólo pasaban por su imaginación retazos de ideas, imágenes vagas
que se hacinaban en desorden, rostros que había conocido en su infancia, fisonomías vistas una sola
vez, casualmente, y que en otras circunstancias no habría podido recordar... Veía el campanario de
la iglesia de V***, una mesa de billar y, junto a ella, de pie, un oficial desconocido... De un estanco
instalado en un sótano salía un fuerte olor a tabaco... Una taberna, una escalera de servicio oscura
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como boca de lobo, cubiertas de cáscaras de huevo y toda clase de basuras caseras; el sonido de una
campana dominical... Los objetos cambian de continuo y giran en torno de él como un frenético
torbellino. Algunos le gustan e intenta atraparlos, pero al punto se desvanecen. Experimenta una
ligera sensación de ahogo, pero en ella hay un algo agradable. Persiste el leve temblor que se ha
apoderado de él, y tampoco esta sensación es ingrata...
En esto oyó los pasos presurosos de Razumikhin, seguidos de su voz, y cerró los ojos para que lo
creyera dormido.
Razumikhin abrió la puerta y permaneció un momento en el umbral, indeciso. Luego entró
silenciosamente y se acercó al diván con grandes precauciones.
‑No lo despiertes; déjalo dormir todo lo que quiera ‑murmuró Nastasya‑. Ya comerá más tarde.
‑Tienes razón ‑repuso Razumikhin.
Los dos salieron de puntillas y cerraron la puerta.
Transcurrió una media hora. De súbito, Raskolnikov empezó a abrir poco a poco los ojos. Después
hizo un rápido movimiento y quedó boca arriba, con las manos enlazadas bajo la nuca.
« ¿Quién es? ¿Quién será ese hombre que parece haber surgido de debajo de la tierra? ¿Dónde
estaba y qué vio? ¡Ah!, de que lo vio todo no hay duda. Bien, pero ¿desde dónde presenció la
escena? ¿Y por qué habrá esperado hasta este momento para dar señales de vida? ¿Cómo se las
arreglaría para ver? Si parece imposible... Además -siguió reflexionando Raskolnikov, dominado
por un terror glacial‑, ahí está el estuche que Nikolai encontró detrás de la puerta... ¿Se podía
esperar que ocurriera esto...? Pruebas... Basta equivocarme en una nimiedad para crear una prueba
que va creciendo hasta alcanzar dimensiones gigantescas. »
Con profundo pesar, notó que las fuerzas le abandonaban, que una extrema debilidad le invadía.
«Debí suponerlo ‑se dijo con amarga ironía‑. No sé cómo me atreví a hacerlo. Yo me conocía, yo
sabía de lo que era capaz. Sin embargo, empuñé el hacha y derramé sangre... Debí preverlo todo...
Pero ¿acaso no lo había previsto?»
Se dijo esto último con verdadera desesperación. Después le asaltó un nuevo pensamiento.
«No, esos hombres están hechos de otro modo. Un auténtico conquistador, uno de esos hombres
a los que todo se les permite, cañonea Toulon, organiza matanzas en París, olvida su ejército en
Egipto, pierde medio millón de hombres en la campaña de Rusia, se salva en Vilna por verdadera
casualidad, por una equivocación, y, sin embargo, después de su muerte se le levantan estatuas.
Esto prueba que, en efecto, todo se les permite. Pero esos hombres están hechos de bronce, no de
carne.»
De pronto tuvo un pensamiento que le pareció divertido.
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«Napoleón, las Pirámides, Waterloo por un lado, y por otro una vieja y enjuta usurera que tiene
debajo de la cama un arca forrada de tafilete rojo... ¿Cómo admitir que puede haber una semejanza
entre ambas cosas? ¿Cómo podría admitirlo un Porfiry Petrovich, por ejemplo? Completamente
imposible: sus sentimientos estéticos se oponen a ello... ¡Un Napoleón introducirse debajo de la
cama de una vieja...! ¡Inconcebible!»
De vez en cuando experimentaba una exaltación febril y creía desvariar.
«La vieja no significa nada -se dijo fogosamente‑. Esto tal vez sea un error, pero no se trata de
ella. La vieja ha sido sólo un accidente. Yo quería salvar el escollo rápidamente, de un salto. No
he matado a un ser humano, sino un principio. Y el principio lo he matado, pero el salto no lo he
sabido dar. Me he quedado a la parte de aquí; lo único que he sabido ha sido matar. Y ni siquiera
esto lo he hecho bien del todo, al parecer... Un principio... ¿Por qué ese idiota de Razumikhin
atacará a los socialistas? Son personas laboriosas, hombres de negocios que se preocupan por
el bienestar general... Sin embargo, sólo se vive una vez, y yo no quiero esperar esa felicidad
universal. Ante todo, quiero vivir. Si no sintiese este deseo, sería preferible no tener vida. Al fin y
al cabo, lo único que he hecho ha sido negarme a pasar por delante de una madre hambrienta, con
mi rublo bien guardado en el bolsillo, esperando la llegada de la felicidad universal. Yo aporto, por
decirlo así, mi piedra al edificio común, y esto es suficiente para que me sienta en paz... ¿Por qué,
por qué me dejasteis partir? Tengo un tiempo determinado de vida y quiero también... ¡Ah! Yo no
soy más que un gusano atiborrado de estética. Sí, un verdadero gusano y nada más.»
Al pensar esto estalló en una risa de loco. Y se aferró a esta idea y empezó a darle todas las vueltas
imaginables, con un acre placer.
«Sí, lo soy, aunque sólo sea, primero, porque me llamo gusano a mí mismo, y segundo, porque
llevo todo un mes molestando a la Divina Providencia al ponerla por testigo de que yo no hacía
aquello para procurarme satisfacciones materiales, sino con propósitos nobles y grandiosos. ¡Ah!,
y también porque decidí observar la más rigurosa justicia y la más perfecta moderación en la
ejecución de mi plan. En primer lugar elegí el gusano más nocivo de todos, y, en segundo, al
matarlo, estaba dispuesto a no quitarle sino el dinero estrictamente necesario para emprender una
nueva vida. Nada más y nada menos (el resto iría a parar a los conventos, según la última voluntad
de la vieja)... En fin, lo cierto es que soy un gusano, de todas formas ‑añadió rechinando los dientes‑.
Porque soy tal vez más vil e innoble que el gusano al que asesiné y porque yo presentía que,
después de haberlo matado, me diría esto mismo que me estoy diciendo... ¿Hay nada comparable
a este horror? ¡Cuánta villanía! ¡Cuánta bajeza...! ¡Qué bien comprendo al Profeta, montado en su
caballo y empuñando el sable! “¡Alá lo ordena! Sométete, pues, miserable y temblorosa criatura.”
Tiene razón, tiene razón el Profeta cuando alinea sus tropas en la calle y mata indistintamente a los
culpables y a los justos, sin ni siquiera dignarse darles una explicación. Sométete, pues, miserable
y temblorosa criatura, y guárdate de tener voluntad. Esto no es cosa tuya... ¡Oh! Jamás, jamás
perdonaré a la vieja.»
Sus cabellos estaban empapados de sudor, temblaban sus resecos labios, su mirada se fijaba en el
techo obstinadamente.
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«Mi madre... mi hermana... ¡Cómo las quería...! ¿Por qué las odio ahora? Sí, las odio con un
odio físico. No puedo soportar su presencia. Hace unas horas, lo recuerdo perfectamente, me he
acercado a mi madre y la he abrazado... Es horrible estrecharla entre mis brazos y pensar que si ella
supiera... ¿Y si se lo contara todo...? Me quitaría un peso de encima... Ella debe de ser como yo.»
Pensó esto último haciendo un gran esfuerzo, como si no le fuera fácil luchar con el delirio que le
iba dominando.
« ¡Oh, cómo odio a la vieja ahora! Creo que la volvería a matar si resucitara... ¡Pobre Lizaveta!
¿Por qué la llevaría allí el azar...? ¡Qué extraño es que piense tan poco en ella! Es como si no
la hubiese matado... ¡Lizaveta...! ¡Sonya...! ¡Pobres y bondadosas criaturas de dulce mirada...!
¡Queridas criaturas...! ¿Por qué no lloran? ¿Por qué no gimen? Dan todo lo que poseen con una
mirada resignada y dulce... ¡Sonya, dulce Sonya...! »
Perdió la conciencia de las cosas y se sintió profundamente asombrado de verse en la calle sin poder
recordar cómo había salido. Ya era de noche. Las sombras se espesaban y la luna resplandecía con
intensidad creciente, pero la atmósfera era asfixiante. Las calles estaban repletas de gente. Se
percibía un olor a cal, a polvo, a agua estancada.
Raskolnikov avanzaba, triste y preocupado. Sabía perfectamente que había salido de casa con un
propósito determinado, que tenía que hacer algo urgente, pero no se acordaba de qué. De pronto se
detuvo y miró a un hombre que desde la otra acera le llamaba con la mano. Atravesó la calle para
reunirse con él, pero el desconocido dio media vuelta y se alejó, con la cabeza baja, sin volverse,
como si no le hubiera llamado.
«A lo mejor, me ha parecido que me llamaba y no ha sido así», se dijo Raskolnikov. Pero juzgó
que debía alcanzarle. Cuando estaba a una decena de pasos de él lo reconoció súbitamente y se
estremeció. Era el desconocido de poco antes, vestido con las mismas ropas y con su espalda
encorvada. Raskolnikov lo siguió de lejos. El corazón le latía con violencia. Entraron en un
callejón. El desconocido no se volvía.
« ¿Sabrá que le sigo? », se preguntó Rodya.
El hombre encorvado entró por la puerta principal de un gran edificio. Raskolnikov se acercó a él y
le miró con la esperanza de que se volviera y le llamase. En efecto, cuando el desconocido estuvo
en el patio, se volvió y pareció indicarle que se acercara. Raskolnikov se apresuró a franquear
el portal, pero cuando llegó al patio ya no vio a nadie. Por lo tanto, el hombre de la hopalanda
había tomado la primera escalera. Raskolnikov corrió tras él. Efectivamente, se oían pasos lentos
y regulares a la altura del segundo piso. Aquella escalera ‑cosa extraña‑ no era desconocida para
Raskolnikov. Allí estaba la ventana del rellano del primer piso. Un rayo de luna misteriosa y triste
se filtraba por los cristales. Y llegó al segundo piso.
« ¡Pero si es aquí donde trabajaban los pintores! »
¿Cómo no habría reconocido antes la casa...? El ruido de los pasos del hombre que le precedía se
extinguió.
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«Por lo tanto, se ha detenido. Tal vez se haya ocultado en alguna parte... He aquí el tercer piso.
¿Debo seguir subiendo o no? ¡Qué silencio...!»
El ruido de sus propios pasos le daba miedo.
« ¡Señor, qué oscuridad! El desconocido debe de estar oculto por aquí, en algún rincón... ¡Toma!
La puerta que da al rellano está abierta de par en par. »
Tras reflexionar un momento, entró. El vestíbulo estaba oscuro y vacío como una habitación
desvalijada. Pasó a la sala lentamente, andando de puntillas. Toda ella estaba iluminada por una
luna radiante. Nada había cambiado: allí estaban las sillas, el espejo, el sofá amarillo, los cuadros
con sus marcos. Por la ventana se veía la luna, redonda y enorme, de un rojo cobrizo.
«Es la luna la que crea el silencio -pensó Raskolnikov‑, la luna, que se ocupa en descifrar enigmas.»
Estaba inmóvil, esperando. A medida que iba aumentando el silencio nocturno, los latidos de
su corazón eran más violentos y dolorosos. ¡Qué calma tan profunda...! De pronto se oyó un
seco crujido, semejante al que produce una astilla de madera al quebrarse. Después todo volvió
a quedar en silencio. Una mosca se despertó y se precipitó contra los cristales, dejando oír su
bordoneo quejumbroso. En este momento, Raskolnikov descubrió en un rincón, entre la cómoda y
la ventana, una capa colgada en la pared.
« ¿Qué hace esa capa aquí? ‑pensó‑. Entonces no estaba. »
Apartó la capa con cuidado y vio una silla, y en la silla, sentada en el borde y con el cuerpo doblado
hacia delante, una vieja. Tenía la cabeza tan baja, que Raskolnikov no podía verle la cara. Pero no
le cupo duda de que era ella... Permaneció un momento inmóvil. «Tiene miedo», pensó mientras
desprendía poco a poco el hacha del nudo corredizo. Después descargó un hachazo en la nuca de
la vieja, y otro en seguida. Pero, cosa extraña, ella no hizo el menor movimiento: se habría dicho
que era de madera. Sintió miedo y se inclinó hacia delante para examinarla, pero ella bajó la cabeza
más todavía. Entonces él se inclinó hasta tocar el suelo con su cabeza y la miró de abajo arriba. Lo
que vio le llenó de espanto: la vieja reventaba de risa, de una risa silenciosa que trataba de ahogar,
haciendo todos los esfuerzos imaginables.
De súbito le pareció que la puerta del dormitorio estaba entreabierta y que alguien se reía allí
también. Creyó oír un cuchicheo y se enfureció. Empezó a golpear la cabeza de la vieja con todas
sus fuerzas, pero a cada hachazo redoblaban las risas y los cuchicheos en la habitación vecina, y
lo mismo podía decirse de la vieja, cuya risa había cobrado una violencia convulsiva. Raskolnikov
intentó huir, pero el vestíbulo estaba lleno de gente. La puerta que daba a la escalera estaba abierta
de par en par, y por ella pudo ver que también el rellano y los escalones estaban llenos de curiosos.
Con las cabezas juntas, todos miraban, tratando de disimular. Todos esperaban en silencio. Se le
oprimió el corazón. Las piernas se negaban a obedecerle; le parecía tener los pies clavados en el
suelo... Intentó gritar y se despertó.
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Tenía que hacer grandes esfuerzos para respirar, y aunque estaba bien despierto le parecía que su
sueño continuaba. La causa de ello era que, en pie en el umbral de la habitación, cuya puerta estaba
abierta de par en par, un hombre al que no había visto jamás le contemplaba atentamente.
Raskolnikov, que no había abierto los ojos del todo, se apresuró a volver a cerrarlos. Estaba echado
boca arriba y no hizo el menor movimiento.
« ¿Sigo soñando o ya estoy despierto? », se preguntó.
Y levantó los párpados casi imperceptiblemente para mirar al desconocido. Éste seguía en el
umbral, observándole con la misma atención. De pronto entró cautelosamente en el aposento,
cerró la puerta tras él con todo cuidado, se acercó a la mesa, estuvo allí un minuto sin apartar los
ojos del joven y, sin hacer el menor ruido, se sentó en una silla, cerca del diván. Dejó su sombrero
en el suelo, apoyó las manos sobre el puño del bastón y puso la barbilla sobre las manos. Era
evidente que se preparaba para una larga espera.
Raskolnikov le dirigió una mirada furtiva y pudo ver que el desconocido no era ya joven, pero sí
de complexión robusta, y que llevaba barba, una barba espesa, rubia, que empezaba a blanquear.
Estuvieron así diez minutos. Había aún alguna claridad, pero el día tocaba a su fin. En la
habitación reinaba el más profundo silencio. De la escalera no llegaba el menor ruido. Sólo se oía
un moscardón que se había lanzado contra los cristales y que volaba junto a ellos, zumbando y
golpeándolos obstinadamente. Al fin, este silencio se hizo insoportable. Raskolnikov se incorporó
y quedó sentado en el diván.
‑Bueno, ¿qué desea usted?
‑Ya sabia yo que usted no estaba dormido de veras, sino que lo fingía ‑respondió el desconocido,
sonriendo tranquilamente‑. Permítame que me presente. Soy Arkady Ivanovich Svidrigaïlov...
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Cuarta Parte
Capítulo I
Debo de estar soñando todavía ‑volvió a pensar Raskolnikov, contemplando al inesperado visitante
con atención y desconfianza‑ ¡Svidrigaïlov! ¡Qué cosa tan absurda!»
‑No es posible ‑dijo en voz alta, dejándose llevar de su estupor.
El visitante no mostró sorpresa alguna ante esta exclamación.
‑He venido a verle ‑dijo‑ por dos razones. En primer lugar, deseaba conocerle personalmente, pues
he oído hablar mucho de usted y en los términos más halagadores. En segundo lugar, porque confío
en que no me negará usted su ayuda para llevar a cabo un proyecto relacionado con su hermana
Avdotya Romanovna. Solo, sin recomendación alguna, sería muy probable que su hermana me
pusiera en la puerta, en estos momentos en que está llena de prevenciones contra mí. En cambio,
contando con la ayuda de usted, yo creo...
‑No espere que le ayude ‑le interrumpió Raskolnikov.
‑Permítame una pregunta. Hasta ayer no llegaron su madre y su hermana, ¿verdad?
Raskolnikov no contestó.
‑Sí, sé que llegaron ayer. Y yo llegué anteayer. Pues bien, he aquí lo que quiero decirle, Rodion
Romanovich. Creo innecesario justificarme, pero permítame otra pregunta: ¿qué hay de criminal
en mi conducta, siempre, claro es, que se miren las cosas imparcialmente y sin prejuicios? Usted
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me dirá que he perseguido en mi propia casa a una muchacha indefensa y que la he insultado
con mis proposiciones deshonestas (ya ve usted que yo mismo me adelanto a enfrentarme con la
acusación), pero considere usted que soy un hombre et nihil humanum49... En una palabra, que soy
susceptible de caer en una tentación, de enamorarme, pues esto no depende de nuestra voluntad.
Admitido esto, todo se explica del modo más natural. La cuestión puede plantearse así: ¿soy un
monstruo o una víctima? Yo creo que soy una víctima, pues cuando proponía al objeto de mi
pasión que huyera conmigo a América o a Suiza alimentaba los sentimientos más respetuosos y
sólo pensaba en asegurar nuestra felicidad común. La razón es esclava de la pasión, y era yo el
primer perjudicado por ella...
‑No se trata de eso -replicó Raskolnikov con un gesto de disgusto‑. Esté usted equivocado o tenga
razón, nos parece usted un hombre sencillamente detestable y no queremos ningún trato con usted.
No quiero verle en mi casa. ¡Váyase!
Svidrigaïlov se echó a reír de buena gana.
‑¡A usted no hay modo de engañarlo! ‑exclamó con franca alegría‑. He querido emplear la astucia,
pero estos procedimientos no se han hecho para usted.
‑Sin embargo, sigue usted intentando embaucarme.
‑¿Y qué? ‑exclamó Svidrigaïlov, riendo con todas sus fuerzas‑. Son armas de bonne guerre50, como
suele decirse; una astucia de lo más inocente... Pero usted no me ha dejado acabar. Sea como fuere,
yo le aseguro que no habría ocurrido nada desagradable de no producirse el incidente del jardín.
Marfa Petrovna...
‑Se dice ‑le interrumpió rudamente Raskolnikov‑ que a Marfa Petrovna la ha matado usted.
‑¿Conque ya le han hablado de eso? En verdad, es muy comprensible. Pues bien, en cuanto a lo
que acaba usted de decir, sólo puedo responderle que tengo la conciencia completamente tranquila
sobre ese particular. Es un asunto que no me inspira ningún temor. Todas las formalidades en uso
se han cumplido del modo más correcto y minucioso. Según la investigación médica, la muerte
obedeció a un ataque de apoplejía producido por un baño tomado después de una copiosa comida
en la que la difunta se había bebido una botella de vino casi entera. No se descubrió nada más...
No, no es esto lo que me inquieta. Lo que yo me preguntaba mientras el tren me traía hacia aquí era
si habría contribuido indirectamente a esta desgracia... con algún arranque de indignación, o algo
parecido. Pero he llegado a la conclusión de que no puede haber ocurrido tal cosa.
Raskolnikov se echó a reír.
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‑Algo de eso hay. Pero dígame: ¿no le extraña a usted mi buen carácter?
‑No, de lo que estoy asombrado es de que tenga usted demasiado buen carácter.
‑Usted dice eso porque no me he dado por ofendido ante el tono grosero de sus preguntas, ¿no
es verdad? Sí, no me cabe duda. Pero ¿por qué tenía que enfadarme? Usted me ha preguntado
francamente, y yo le he respondido con franqueza ‑su acento rebosaba comprensión y simpatía‑.
Ahora ‑continuó, pensativo‑ nada me preocupa, porque ahora no hago absolutamente nada... Por lo
demás, usted puede suponer que estoy tratando de ganarme su simpatía con miras interesadas, ya
que mi mayor deseo es ver a su hermana, como le he confesado. Pero créame si le digo que estoy
verdaderamente aburrido, sobre todo después de mi inactividad de estos tres últimos días. Por
eso me he alegrado tanto de verle... No se enfade, Rodion Romanovich, pero me parece usted un
hombre muy extraño. Usted podrá decir que cómo se me ha ocurrido semejante cosa precisamente
en este momento, pero es que yo no me refiero a ahora, sino a estos últimos tiempos... En fin, me
callo; no quiero verle poner esa cara. No soy tan oso como usted cree.
Raskolnikov le dirigió una mirada sombría.
‑Tal vez no lo sea usted nada. A mí me parece que es un hombre sumamente sociable, o, por lo
menos, que sabe usted serlo cuando es preciso.
‑Sin embargo, a mí no me preocupa la opinión ajena ‑repuso Svidrigaïlov en un tono seco y un
tanto altivo‑. Por otra parte, ¿por qué no adoptar los modales de una persona mal educada en un país
donde esto tiene tantas ventajas, y sobre todo cuando uno se siente inclinado por temperamento a
la mala educación? ‑terminó entre risas.
‑Pues yo he oído decir que usted tiene aquí muchos conocidos y que no es eso que llaman «un
hombre sin relaciones». Si no persigue usted ningún fin, ¿a qué ha venido a mi casa?
‑Es cierto que tengo aquí conocidos ‑dijo el visitante, sin responder a la pregunta principal
que se le acababa de dirigir‑. Ya me he cruzado con algunos, pues llevo tres días paseando. Yo
los he reconocido y ellos me han reconocido a mí, creo yo. Es natural que sea un hombre bien
relacionado. Voy bien vestido y se me considera como hombre acomodado, pues, a pesar de la
abolición de la servidumbre, nos quedan bosques y praderas fertilizados por nuestros ríos, que
siguen proporcionándonos una renta. Pero no quiero reanudar mis antiguas relaciones; hace ya
tiempo que estas amistades no me seducen. Ya hace tres días que voy vagando por aquí, y todavía
no he visitado a nadie... Además, ¡esta ciudad...! ¿Ha observado usted cómo está edificada? Es una
población de funcionarios y seminaristas. Verdaderamente, hay muchas cosas en que yo no me
fijaba hace ocho años, cuando no hacía otra cosa que holgazanear e ir por esos círculos, por esos
clubes, como el Dussaut. No volveré a visitar ninguno ‑continuó, fingiendo no darse cuenta de la
muda interrogación del joven‑. ¿Qué placer se puede experimentar en hacer fullerías?
‑¡Ah! ¿Hacía usted trampas en el juego?
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‑Sí. Éramos un grupo de personas distinguidas que matábamos así el tiempo. Pertenecíamos a
la mejor sociedad. Había entre nosotros poetas y capitalistas. ¿Ha observado usted que aquí, en
Rusia, abundan los fulleros entre las personas de buen tono? Yo vivo ahora en el campo, pero
estuve encarcelado por deudas. El acreedor era un griego de Nezhin. Entonces conocí a Marfa
Petrovna. Entró en tratos con mi acreedor, regateó, me liberó de mi deuda mediante la entrega de
treinta mil rublos (yo sólo debía setenta mil), nos unimos en legítimo matrimonio y se me llevó
al punto a sus propiedades, donde me guardó como un tesoro. Ella tenía cinco años más que yo y
me adoraba. En siete años, yo no me moví de allí. Por cierto, que Marfa Petrovna conservó toda
su vida el cheque que yo había firmado al griego con nombre falso, de modo que si yo hubiera
intentado sacudirme el yugo, ella me habría hecho enchiquerar. Sí, no le quepa duda de que lo
habría hecho. Las mujeres tienen estas contradicciones.
‑De no existir ese pagaré, ¿la habría plantado usted?
‑No sé qué decirle. Desde luego, ese documento no me preocupaba lo más mínimo. Yo no sentía
deseos de ir a ninguna parte, y la misma Marfa Petrovna, viendo cómo me aburría, me propuso
en dos ocasiones que hiciera un viaje al extranjero. Pero yo había ya salido anteriormente de
Rusia y el viaje me había disgustado profundamente. Uno contempla un amanecer aquí o allá, o la
bahía de Nápoles, o el mar, y se siente dominado por una profunda tristeza. Y lo peor es que uno
experimenta una verdadera nostalgia. No, se está mejor en casa. Aquí, al menos, podemos acusar
a los demás de todos los males y justificarnos a nuestros propios ojos. Tal vez me vaya al Polo
Norte con una expedición, pues j’ai le vin mauvais52 y no quiero beber. Pero es que no puedo hacer
ninguna otra cosa. Ya lo he intentado, pero nada. ¿Ha oído usted decir que Berg va a intentar el
domingo una ascensión en globo en el parque Yusupov y que admite pasajeros?
‑¿Pretende usted subir al globo?
‑¿Yo? No, no... Lo he dicho por decir -murmuró Svidrigaïlov, pensativo.
« ¿Será sincero? », pensó Raskolnikov.
‑No, el pagaré no me preocupó en ningún momento ‑dijo Svidrigaïlov, volviendo al tema
interrumpido‑. Permanecía en el campo muy a gusto. Por otra parte, pronto hará un año que Marfa
Petrovna, con motivo de mi cumpleaños, me entregó el documento, como regalo, añadiendo a él
una importante cantidad... Pues era rica. «Ya ves cuánta es mi confianza en ti, Arkady Ivanovich»,
me dijo. Sí, le aseguro que me lo dijo así. ¿No lo cree? Yo cumplía a la perfección mis deberes
de propietario rural. Se me conocía en toda la comarca. Hacía que me enviaran libros. Esto al
principio mereció la aprobación de Marfa Petrovna. Después temió que tanta lectura me fatigara.
‑Me parece que echa mucho de menos a Marfa Petrovna.
‑¿Yo...? Tal vez... A propósito, ¿cree usted en apariciones?
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53 Por favor.
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‑Nos imaginamos la eternidad ‑continuó Svidrigaïlov‑ como algo inmenso e inconcebible. Pero
¿por qué ha de ser así necesariamente? ¿Y si, en vez de esto, fuera un cuchitril, uno de esos cuartos
de baño lugareños, ennegrecidos por el humo y con telas de araña en todos los rincones? Le
confieso que así me la imagino yo a veces.
Raskolnikov experimentó una sensación de malestar.
‑¿Es posible que no haya sabido usted concebir una imagen más justa, más consoladora? ‑preguntó.
‑¿Más justa? ¡Quién sabe si mi punto de vista es el verdadero! Si dependiera de mí, ya me las
compondría yo para que lo fuera ‑respondió Svidrigaïlov con una vaga sonrisa.
Ante esta absurda respuesta, Raskolnikov se estremeció, Svidrigaïlov levantó la cabeza, le miró
fijamente y se echó a reír.
‑Fíjese usted en un detalle y dígame si no es curioso -exclamó‑. Hace media hora, jamás nos
habíamos visto, y ahora todavía nos miramos como enemigos, porque tenemos un asunto pendiente
de solución. Sin embargo, lo dejamos todo a un lado para ponernos a filosofar. Ya le decía yo que
éramos dos cabezas gemelas.
‑Perdone ‑dijo Raskolnikov bruscamente‑. Le ruego que me diga de una vez a qué debo el honor
de su visita. Tengo que marcharme.
‑Pues lo va usted a saber. Dígame: su hermana, Avdotya Romanovna, ¿se va a casar con Pyotr
Petrovich Luzhin?
‑Le ruego que no mezcle a mi hermana en esta conversación, que ni siquiera pronuncie su nombre.
Además, no comprendo cómo se atreve usted a nombrarla si verdaderamente es Svidrigaïlov.
‑¿Cómo quiere usted que no la nombre si he venido expresamente para hablarle a ella?
‑Bien. Hable, pero de prisa.
‑No me cabe duda de que si ha tratado usted sólo durante media hora a mi pariente político el
señor Luzhin, o si ha oído hablar de él a alguna persona digna de crédito, ya tendrá formada su
opinión sobre dicho señor. No es un partido conveniente para Avdotya Romanovna. A mi juicio,
Avdotya Romanovna va a sacrificarse de un modo tan magnánimo como impremeditado por... por
su familia. Fundándome en todo lo que había oído decir de usted, supuse que le encantaría que ese
compromiso matrimonial se rompiera, con tal que ello no reportase ningún perjuicio a su hermana.
Ahora que le conozco, estoy seguro de la exactitud de mi suposición.
‑No sea usted ingenuo..., mejor dicho, desvergonzado.
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‑¿Cree usted acaso que obro impulsado por el interés? Puede estar tranquilo, Rodion Romanovich:
si fuera así, lo disimularía. No me crea tan imbécil. Respecto a este particular, voy a descubrirle
una rareza psicológica. Hace un momento, al excusarme de haber amado a su hermana, le he dicho
que yo había sido en este caso la primera victima. Pues bien, le confieso que ahora no siento ningún
amor por ella, lo cual me causa verdadero asombro, al recordar lo mucho que la amé.
‑Lo que usted sintió -dijo Raskolnikov‑ fue un capricho de hombre libertino y ocioso.
‑Ciertamente soy un hombre ocioso y libertino; pero su hermana posee tan poderosos atractivos,
que no es nada extraño que yo no pudiera desistir. Sin embargo, todo aquello no fue más que una
nube de verano, como ahora he podido ver.
‑¿Hace mucho que se ha dado cuenta de eso?
‑Ya hace tiempo que lo sospechaba, pero no me convencí hasta anteayer, en el momento de mi
llegada a Petersburgo. Sin embargo, ya había llegado el tren a Moscú, y aún tenía el convencimiento
de que venía aquí con objeto de desbancar a Luzhin y obtener la mano de Avdotya Romanovna.
‑Perdone, pero ¿no podría usted abreviar y explicarme el objeto de su visita? Tengo cosas urgentes
que hacer.
‑Con mucho gusto. He decidido emprender un viaje y quisiera arreglar ciertos asuntos antes de
partir... Mis hijos se han quedado con su tía; son ricos y no me necesitan para nada. Además,
¿cree usted que yo puedo ser un buen padre? Para cubrir mis necesidades personales, sólo me
he quedado con la cantidad que me regaló Marfa Petrovna el año pasado. Con ese dinero tengo
suficiente... perdone, vuelvo al asunto. Antes de emprender este viaje que tengo en proyecto y que
seguramente realizaré he decidido terminar con el señor Luzhin. No es que le odie, pero él fue el
culpable de mi último disgusto con Marfa Petrovna. Me enfadé cuando supe que este matrimonio
había sido un arreglo de mi mujer. Ahora yo desearía que usted intercediera para que Avdotya
Romanovna me concediera una entrevista, en la cual le explicaría, en su presencia si usted lo desea
así, que su enlace con el señor Luzhin no sólo no le reportaría ningún beneficio, sino que, por el
contrario, le acarrearía graves inconvenientes. Acto seguido, me excusaría por todas las molestias
que le he causado y le pediría permiso para ofrecerle diez mil rublos, lo que le permitiría romper
su compromiso con Luzhin, ruptura que de buena gana llevará a cabo (estoy seguro de ello) si se
le presenta una ocasión.
‑Realmente está usted loco ‑exclamó Raskolnikov, menos irritado que sorprendido‑. ¿Cómo se
atreve a hablar de ese modo?
‑Ya sabía yo que pondría usted el grito en el cielo, pero quiero hacerle saber, ante todo, que,
aunque no soy rico, puedo desprenderme perfectamente de esos diez mil rublos, es decir, que no
los necesito. Si Avdotya Romanovna no los acepta, sólo Dios sabe el estúpido uso que haré de
ellos. Por otra parte, tengo la conciencia bien tranquila, pues hago este ofrecimiento sin ningún
interés. Tal vez no me crea usted, pero en seguida se convencerá, y lo mismo digo de Avdotya
Romanovna. Lo único cierto es que he causado muchas molestias a su honorable hermana, y
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como estoy sinceramente arrepentido, deseo de todo corazón, no rescatar mis faltas, no pagar esas
molestias, sino simplemente hacerle un pequeño servicio para que no pueda decirse que compré el
privilegio de causarle solamente males. Si mi proposición ocultara la más leve segunda intención,
no la habría hecho con esta franqueza, y tampoco me habría limitado a ofrecerle diez mil rublos,
cuando le ofrecí bastante más hace cinco semanas. Además, es muy probable que me case muy
pronto con cierta joven, lo que demuestra que no pretendo atraerme a Avdotya Romanovna. Y,
para terminar, le diré que si se casa con Luzhin, su hermana aceptará esta misma suma, sólo que
de otra manera. En fin, Rodion Romanovich, no se enfade usted y reflexione sobre esto con calma
y sangre fría.
Svidrigaïlov había pronunciado estas palabras con un aplomo extraordinario.
‑Basta ya ‑dijo Raskolnikov‑. Su proposición es de una insolencia imperdonable.
‑No estoy de acuerdo. Según ese criterio, en este mundo un hombre sólo puede perjudicar a sus
semejantes y no tiene derecho a hacerles el menor bien, a causa de las estúpidas conveniencias
sociales. Esto es absurdo. Si yo muriese y legara esta suma a su hermana, ¿se negaría ella a
aceptarla?
‑Es muy posible.
‑Pues yo estoy seguro de que no la rechazaría. Pero no discutamos. Lo cierto es que diez mil
rublos no son una cosa despreciable. En fin, fuera como fuere, le ruego que transmita nuestra
conversación a Avdotya Romanovna.
‑No lo haré.
‑En tal caso, Rodion Romanovich, me veré obligado a procurar tener una entrevista con ella, cosa
que tal vez la moleste.
‑Y si yo le comunico su proposición, ¿usted no intentará visitarla?
‑Pues... no sé qué decirle. ¡Me gustaría tanto verla, aunque sólo fuera una vez!
‑No cuente con ello.
‑Pues es una lástima. Por otra parte, usted no me conoce. Podríamos llegar a ser buenos amigos.
‑¿Usted cree?
‑¿Por qué no? ‑exclamó Svidrigaïlov con una sonrisa.
Se levantó y cogió su sombrero.
‑¡Vaya! No quiero molestarle más. Cuando venía hacia aquí no tenía demasiadas esperanzas de...
Sin embargo, su cara me había impresionado esta mañana.
‑¿Dónde me ha visto usted esta mañana? ‑preguntó Raskolnikov con visible inquietud.
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‑Le vi por pura casualidad. Sin duda, usted y yo tenemos algo en común... Pero no se agite. No
me gusta importunar a nadie. He tenido cuestiones con los jugadores de ventaja y no he molestado
jamás al príncipe Svirbey, gran personaje y pariente lejano mío. Incluso he escrito pensamientos
sobre la Virgen de Rafael en el álbum de la señora Prilukov. He vivido siete años con Marfa
Petrovna sin moverme de su hacienda... Y antaño pasé muchas noches en la casa Viazemsky, de la
plaza del Mercado... Además, tal vez suba en el globo de Berg.
‑Permítame una pregunta. ¿Piensa usted emprender muy pronto su viaje?
‑¿Qué viaje?
‑El viaje de que me ha hablado usted hace un momento.
‑¿Yo? ¡Ah, sí! Ahora lo recuerdo... Es un asunto muy complicado. ¡Si usted supiera el problema
que acaba de remover!
Lanzó una risita aguda.
‑A lo mejor, en vez de viajar, me caso. Se me han hecho proposiciones.
‑¿Aquí?
‑Sí.
‑No ha perdido usted el tiempo.
‑Sin embargo, desearía ver una sola vez a Avdotya Romanovna. Se lo digo en serio... Adiós, hasta
la vista... ¡Ah, se me olvidaba! Dígale a su hermana que Marfa Petrovna le ha legado tres mil
rublos. Esto es completamente seguro. Marfa Petrovna hizo testamento en mi presencia ocho días
antes de morir. Avdotya Romanovna tendrá ese dinero en su poder dentro de unas tres semanas.
‑¿Habla usted en serio?
‑Sí. Dígaselo a su hermana... Bueno, disponga de mí. Me hospedo muy cerca de su casa.
Al salir, Svidrigaïlov se cruzó con Razumikhin en el umbral.
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Capítulo II
Eran cerca de las ocho. Los dos jóvenes se dirigieron a paso ligero al edificio Bakaleyev, con el
propósito de llegar antes que Luzhin.
‑¿Quién era ese señor que estaba contigo? ‑preguntó Razumikhin apenas llegaron a la calle.
‑Es Svidrigaïlov, ese hacendado que hizo la corte a mi hermana cuando la tuvo en su casa como
institutriz. A causa de esta persecución, Marfa Petrovna, la esposa de Svidrigaïlov, echó a mi
hermana de la casa. Esta señora pidió después perdón a Dunya, y ahora, hace unos días, ha muerto
de repente. De ella hemos hablado hace un momento. No sé por qué temo tanto a ese hombre.
Inmediatamente después del entierro de su mujer se ha venido a Petersburgo. Es un tipo muy
extraño y parece abrigar algún proyecto misterioso. ¿Qué es lo que proyectará? Hay que proteger
a Dunya contra él. Estaba deseando poder decírtelo.
‑¿Protegerla? Pero ¿qué mal puede él hacer a Avdotya Romanovna? En fin, Rodya, te agradezco
esta prueba de confianza. Puedes estar tranquilo, que protegeremos a tu hermana. ¿Dónde vive ese
hombre?
‑No lo sé.
‑¿Por qué no se lo has preguntado? Ha sido una lástima. Pero te aseguro que me enteraré.
‑¿Te has fijado en él? ‑preguntó Raskolnikov tras una pausa.
‑Sí, lo he podido observar perfectamente.
‑¿De veras lo has podido examinar bien? ‑insistió Raskolnikov.
‑Sí, recuerdo todos sus rasgos. Reconocería a ese hombre entre mil, pues tengo buena memoria
para las fisonomías.
Callaron nuevamente.
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‑Oye ‑murmuró Raskolnikov‑, ¿sabes que...? Mira, estaba pensando que... ¿no habrá sido todo una
ilusión?
‑Pero ¿qué dices? No lo entiendo.
Raskolnikov torció la boca en una sonrisa.
‑Te lo diré claramente. Todos creeréis que me he vuelto loco, y a mí me parece que tal vez es
verdad, que he perdido la razón y que, por lo tanto, lo que he visto ha sido un espectro.
‑Pero ¿qué disparates estás diciendo?
‑Sí, tal vez esté loco y todos los acontecimientos de estos últimos días sólo hayan ocurrido en mi
imaginación.
‑¡A ti te ha trastornado ese hombre, Rodya! ¿Qué te ha dicho? ¿Qué quería de ti?
Raskolnikov no le contestó. Razumikhin reflexionó un instante.
‑Bueno, te lo voy a contar todo ‑dijo‑. He pasado por tu casa y he visto que estabas durmiendo.
Entonces hemos comido y luego yo he visitado a Porfiry Petrovich. Zamyotov estaba con él
todavía. Intenté empezar en seguida mis explicaciones, pero no lo conseguí. No había medio de
entrar en materia como era debido. Ellos parecían no comprender y, por otra parte, no mostraban
la menor desazón. Al fin, me llevo a Porfiry junto a la ventana y empiezo a hablarle, sin obtener
mejores resultados. Él mira hacia un lado, yo hacia otro. Finalmente le acerco el puño a la cara
y le digo que le voy a hacer polvo. Él se limita a mirarme en silencio. Yo escupo y me voy. Así
termina la escena. Ha sido una estupidez. Con Zamyotov no he cruzado una sola palabra... Yo
temía haberte causado algún perjuicio con mi conducta; pero cuando bajaba la escalera he tenido
un relámpago de lucidez. ¿Por qué tenemos que preocuparnos tú ni yo? Si a ti te amenazara algún
peligro, tal inquietud se comprendería; pero ¿qué tienes tú que temer? Tú no tienes nada que ver
con ese dichoso asunto y, por lo tanto, puedes reírte de ellos. Más adelante podremos reírnos en
sus propias narices, y si yo estuviera en tu lugar, me divertiría haciéndoles creer que están en lo
cierto. Piensa en su bochorno cuando se den cuenta de su tremendo error. No lo pensemos más. Ya
les diremos lo que se merecen cuando llegue el momento. Ahora limitémonos a burlarnos de ellos.
‑Tienes razón ‑dijo Raskolnikov.
Y pensó: « ¿Qué dirás más adelante, cuando lo sepas todo...? Es extraño: nunca se me había
ocurrido pensar qué dirá Razumikhin cuando se entere. »
Después de hacerse esta reflexión miró fijamente a su amigo. El relato de la visita a Porfiry Petrovich
no le había interesado apenas. ¡Se habían sumado tantos motivos de preocupación durante las
últimas horas a los que tenía desde hacía tiempo!
En el pasillo se encontraron con Luzhin. Había llegado a las ocho en punto y estaba buscando
el número de la habitación de su prometida. Los tres cruzaron la puerta exterior casi al mismo
tiempo, sin saludarse y sin mirarse siquiera. Los dos jóvenes entraron primero en la habitación.
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‑Me limito a repetir lo que me confió en secreto Marfa Petrovna. Desde luego, el asunto está muy
confuso desde el punto de vista jurídico. En aquella época habitaba aquí, e incluso parece que
sigue habitando, una extranjera llamada Resslich que hacía pequeños préstamos y se dedicaba
a otros trabajos. Entre esa mujer y el señor Svidrigaïlov existían desde hacía tiempo relaciones
tan íntimas como misteriosas. La extranjera tenía en su casa a una parienta lejana, me parece que
una sobrina, que tenía quince años, o tal vez catorce, y era sordomuda. Resslich odiaba a esta
niña: apenas le daba de comer y la golpeaba bárbaramente. Un día la encontraron ahorcada en el
granero. Cumplidas las formalidades acostumbradas, se dictaminó que se trataba de un suicidio.
Pero cuando el asunto parecía terminado, la policía notificó que la chiquilla había sido violada
por Svidrigaïlov. Cierto que todo esto estaba bastante confuso y que la acusación procedía de otra
extranjera, una alemana cuya inmoralidad era notoria y cuyo testimonio no podía tenerse en cuenta.
Al fin, la denuncia fue retirada, gracias a los esfuerzos y al dinero de Marfa Petrovna. Entonces
todo quedó reducido a los rumores que circulaban; pero esos rumores eran muy significativos.
Sin duda, Avdotya Romanovna, cuando estaba usted en casa de esos señores, oía hablar de aquel
criado llamado Filka, que murió a consecuencia de los malos tratos que se le dieron en aquellos
tiempos en que existía la esclavitud.
‑Lo que yo oí decir fue que Filka se había suicidado.
‑Eso es cierto y muy cierto; pero no cabe duda de que la causa del suicidio fueron los malos tratos
y las sistemáticas vejaciones que Filka recibía.
‑Eso lo ignoraba ‑respondió Dunya secamente‑. Lo que yo supe sobre este particular fue algo
sumamente extraño. Ese Filka era, al parecer, un neurasténico54, una especie de filósofo de baja
estofa55. Sus compañeros decían de él que el exceso de lectura le había trastornado. Y se afirmaba
que se había suicidado por librarse de las burlas más que de los golpes de su dueño. Yo siempre he
visto que el señor Svidrigaïlov trataba a sus sirvientes de un modo humanitario. Por eso incluso le
querían, aunque, te confieso, les oí acusarle de la muerte de Filka.
‑Veo, Avdotya Romanovna, que se siente usted inclinada a justificarle ‑dijo Luzhin, torciendo la
boca con una sonrisa equívoca‑. De lo que no hay duda es que es un hombre astuto que tiene una
habilidad especial para conquistar el corazón de las mujeres. La pobre Marfa Petrovna, que acaba
de morir en circunstancias extrañas, es buena prueba de ello. Mi única intención era ayudarlas a
usted y a su madre con mis consejos, en previsión de las tentativas que ese hombre no dejará de
renovar. Estoy convencido de que Svidrigaïlov volverá muy pronto a la cárcel por deudas. Marfa
54 La neurastenia, en psiquiatría, es un trastorno neurótico caracterizado por un cansancio inexplicable que aparece
después de realizar un esfuerzo mental o físico.
55 Calidad, clase.
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Petrovna no tuvo jamás la intención de legarle una parte importante de su fortuna, pues pensaba
ante todo en sus hijos, y si le ha dejado algo, habrá sido una modesta suma, lo estrictamente
necesario, una cantidad que a un hombre de sus costumbres no le permitirá vivir más de un año.
‑No hablemos más del señor Svidrigaïlov, Pyotr Petrovich; se lo ruego ‑dijo Dunya‑. Es un asunto
que me pone nerviosa.
‑Hace un rato ha estado en mi casa ‑dijo de súbito Raskolnikov, hablando por primera vez.
Todos se volvieron a mirarle, lanzando exclamaciones de sorpresa. Incluso Pyotr Petrovich dio
muestras de emoción.
‑Hace cosa de hora y media ‑continuó Raskolnikov‑, cuando yo estaba durmiendo, ha entrado, me
ha despertado y ha hecho su propia presentación. Se ha mostrado muy simpático y alegre. Confía
en que llegaremos a ser buenos amigos. Entre otras cosas, me ha dicho que desea tener contigo una
entrevista, Dunya, y me ha rogado que le ayude a obtenerla. Quiere hacerte una proposición y me
ha explicado en qué consiste. Además, me ha asegurado formalmente que Marfa Petrovna, ocho
días antes de morir, te legó tres mil rublos y que muy pronto recibirás esta suma.
‑¡Dios sea loado! ‑exclamó Pulkheria Alexandrovna, santiguándose‑. ¡Reza por ella, Dunya, reza
por ella!
‑Eso es cierto ‑no pudo menos de reconocer Luzhin.
‑Bueno, ¿y qué más? ‑preguntó vivamente Duneshka.
‑Después me ha dicho que no es rico, pues la hacienda pasa a poder de los hijos, que se han ido a
vivir con su tía. También me ha hecho saber que se hospeda cerca de mi casa. Pero no sé dónde,
porque no se lo he preguntado.
‑Pero ¿qué proposición quiere hacer a Duneshka? ‑preguntó, inquieta, Pulkheria Alexandrovna‑.
¿Te lo ha explicado?
‑Ya os he dicho que sí.
‑Bien, ¿qué quiere proponerle?
‑Ya hablaremos de eso después.
Y Raskolnikov empezó a beberse en silencio su taza de té.
Pyotr Petrovich sacó el reloj y miró la hora.
‑Un asunto urgente me obliga a dejarles ‑dijo, y añadió, visiblemente resentido y levantándose‑:
Así podrán ustedes conversar más libremente.
‑No se vaya, Pyotr Petrovich ‑dijo Dunya‑. Usted tenía la intención de dedicarnos la velada.
Además, usted ha dicho en su carta que desea tener una explicación con mi madre.
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‑Eso es muy cierto, Avdotya Romanovna ‑dijo Luzhin con acento solemne.
Se volvió a sentar, pero conservando el sombrero en sus manos, y continuó:
‑En efecto, desearía aclarar con su madre y con usted ciertos puntos de gran importancia. Pero, del
mismo modo que su hermano no quiere exponer ante mí las proposiciones del señor Svidrigaïlov,
yo no puedo ni quiero hablar ante terceros de esos puntos de extrema gravedad. Por otra parte,
ustedes no han tenido en cuenta el deseo que tan formalmente les he expuesto en mi carta.
Al llegar a este punto se detuvo con un gesto de dignidad y amargura.
‑He sido exclusivamente yo la que ha decidido que no se tuviera en cuenta su deseo de que mi
hermano no asistiera a esta reunión ‑dijo Dunya‑. Usted nos dice en su carta que él le ha insultado,
y yo creo que hay que poner en claro esta acusación lo antes posible, con objeto de reconciliarlos.
Si Rodya le ha ofendido realmente, debe excusarse y lo hará.
Al oír estas palabras, Pyotr Petrovich se creció.
‑Las ofensas que he recibido, Avdotya Romanovna, son de las que no se pueden olvidar, por
mucho empeño que uno ponga en ello. En todas las cosas hay un límite que no se debe franquear,
pues, una vez al otro lado, la vuelta atrás es imposible.
‑Usted no ha comprendido mi intención, Pyotr Petrovich ‑replicó Dunya, con cierta impaciencia‑.
Entiéndame. Todo nuestro porvenir depende de la inmediata respuesta de esta pregunta: ¿pueden
arreglarse las cosas o no se pueden arreglar? He de decirle con toda franqueza que no puedo
considerar la cuestión de otro modo y que, si siente usted algún afecto por mí, debe comprender
que es preciso que este asunto quede resuelto hoy mismo, por difícil que ello pueda parecer.
‑Me sorprende, Avdotya Romanovna, que plantee usted la cuestión en esos términos ‑dijo Luzhin
con irritación creciente‑. Yo puedo apreciarla y amarla, aunque no quiera a algún miembro de su
familia. Yo aspiro a la felicidad de obtener su mano, pero no puedo comprometerme a aceptar
deberes que son incompatibles con mi...
‑Deseche esa vana susceptibilidad, Pyotr Petrovich ‑le interrumpió Dunya con voz algo agitada‑
y muéstrese como el hombre inteligente y noble que siempre he visto y que deseo seguir viendo
en usted. Le he hecho una promesa de gran importancia: soy su prometida. Confíe en mí en este
asunto y créame capaz de ser imparcial en mi fallo. El papel de árbitro que me atribuyo debe
sorprender a mi hermano tanto como a usted. Cuando hoy, después de recibir su carta, he rogado
insistentemente a Rodya que viniera a esta reunión, no le he dicho ni una palabra acerca de mis
intenciones. Comprenda que si ustedes se niegan a reconciliarse, me veré obligada a elegir entre
usted y él, ya que han llevado la cuestión a este extremo. Y ni quiero ni debo equivocarme en la
elección. Acceder a los deseos de usted significa romper con mi hermano, y si escucho a mi hermano,
tendré que reñir con usted. Por lo tanto, necesito y tengo derecho a conocer con toda exactitud los
sentimientos que inspiro tanto a usted como a él. Quiero saber si Rodya es un verdadero hermano
para mí, y si usted me aprecia ahora y sabrá amarme más adelante como marido.
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‑Sus palabras, Avdotya Romanovna ‑repuso Luzhin, herido en su amor propio‑, son sumamente
significativas. E incluso me atrevo a decir que me hieren, considerando la posición que tengo
el honor de ocupar respecto a usted. Dejando a un lado lo ofensivo que resulta para mí verme
colocado al nivel de un joven... lleno de soberbia, usted admite la posibilidad de una ruptura entre
nosotros. Usted ha dicho que él o yo, y con esto me demuestra que soy muy poco para usted... Esto
es inadmisible para mí, dado el género de nuestras relaciones y el compromiso que nos une.
‑¡Cómo! ‑exclamó Dunya enérgicamente‑. ¡Comparo mi interés por usted con lo que hasta ahora
más he querido en mi vida, y considera usted que no le estimo lo suficiente!
Raskolnikov tuvo una cáustica sonrisa. Razumikhin estaba fuera de sí. Pero Pyotr Petrovich no
parecía impresionado por el argumento: cada vez estaba más sofocado e intratable.
‑El amor por el futuro compañero de toda la vida debe estar por encima del amor fraternal ‑repuso
sentenciosamente‑. No puedo admitir de ningún modo que se me coloque en el mismo plano...
Aunque hace un momento me he negado a franquearme en presencia de su hermano acerca del
objeto de mi visita, deseo dirigirme a su respetable madre para aclarar un punto de gran importancia
y que yo considero especialmente ofensivo para mí... Su hijo ‑añadió dirigiéndose a Pulkheria
Alexandrovna‑, ayer, en presencia del señor Razsudkin... Perdone si no es éste su nombre ‑dijo,
inclinándose amablemente ante Razumikhin‑, pues no lo recuerdo bien... Su hijo ‑repitió volviendo
a dirigirse a Pulkheria Alexandrovna‑ me ofendió desnaturalizando un pensamiento que expuse a
usted y a su hija aquel día que tomé café con ustedes. Yo dije que, a mi juicio, una joven pobre
y que tiene experiencia en la desgracia ofrece a su marido más garantía de felicidad que una
muchacha que sólo ha conocido la vida fácil y cómoda. Su hijo ha exagerado deliberadamente y
desnaturalizado hasta lo absurdo el sentido de mis palabras, atribuyéndome intenciones odiosas.
Para ello se funda exclusivamente en las explicaciones que usted le ha dado por carta. Por esta
razón, Pulkheria Alexandrovna, yo desearía que usted me tranquilizara demostrándome que estoy
equivocado. Dígame, ¿en qué términos transmitió usted mi pensamiento a Rodion Romanovich?
‑No lo recuerdo ‑repuso Pulkheria Alexandrovna, llena de turbación‑. Yo dije lo que había
entendido. Por otra parte, ignoro cómo Rodya le habrá transmitido a usted mis palabras. Tal vez
ha exagerado.
‑Sólo pudo haberlo hecho inspirándose en la carta que usted le envió.
‑Pyotr Petrovich ‑replicó dignamente Pulkheria Alexandrovna‑. La prueba de que no hemos tomado
sus palabras en mala parte es que estamos aquí.
‑Bien dicho, mamá ‑aprobó Dunya.
‑Entonces soy yo el que está equivocado ‑dijo Luzhin, ofendido.
‑Es que usted, Pyotr Petrovich ‑dijo Pulkheria Alexandrovna, alentada por las palabras de su hija‑,
no hace más que acusar a Rodya. Y no tiene en cuenta que en su carta nos dice acerca de él cosas
que no son verdad.
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‑Eso no es totalmente exacto, Pulkheria Alexandrovna, y menos ahora que ya sabe usted que Marfa
Petrovna ha legado a su hija tres mil rublos, suma que llega con gran oportunidad, a juzgar por el
tono en que me está usted hablando ‑añadió Luzhin secamente.
‑Esa observación ‑dijo Dunya, indignada‑ puede ser una prueba de que usted ha especulado con
nuestra pobreza.
‑Sea como fuere, ahora todo ha cambiado. Y me voy; no quiero seguir siendo un obstáculo para
que su hermano les transmita las proposiciones secretas de Arkady Ivanovich Svidrigaïlov. Sin
duda, esto es importantísimo para ustedes, e incluso sumamente agradable.
‑¡Dios mío! ‑exclamó Pulkheria Alexandrovna.
Razumikhin hacía inauditos esfuerzos para permanecer en su silla.
‑¿No te da vergüenza soportar tanto insulto, Dunya? ‑preguntó Raskolnikov.
‑Sí, Rodya; estoy avergonzada ‑y, pálida de ira, gritó a Luzhin‑: ¡Salga de aquí, Pyotr Petrovich!
Luzhin no esperaba ni remotamente semejante reacción. Tenía demasiada confianza en sí mismo y
contaba con la debilidad de sus víctimas. No podía dar crédito a sus oídos. Palideció y sus labios
empezaron a temblar.
‑Le advierto, Avdotya Romanovna, que si me marcho en estas condiciones puede tener la seguridad
de que no volveré. Reflexione. Yo mantengo siempre mi palabra.
‑¡Qué insolencia! ‑gritó Dunya, irritada‑. ¡Pero si yo no quiero volverle a ver!
‑¿Cómo se atreve a hablar así? ‑exclamó Luzhin, desconcertado, pues en ningún momento había
creído en la posibilidad de una ruptura‑. Tenga usted en cuenta que yo podría protestar.
‑¡Usted no tiene ningún derecho a hablar así! ‑replicó vivamente Pulkheria Alexandrovna‑. ¿Contra
qué va a protestar? ¿Y con qué atribuciones? ¿Cree usted que puedo poner a mi hija en manos de
un hombre como usted? ¡Váyase y déjenos en paz! Hemos cometido la equivocación de aceptar
una proposición que no ha resultado nada decorosa. De ningún modo debí...
‑No obstante, Pulkheria Alexandrovna ‑exclamó Luzhin, exasperado‑, usted me ató con una
promesa que ahora retira. Y, además..., además, nuestro compromiso me ha obligado a..., en fin, a
hacer ciertos gastos.
Esta última queja era tan propia del carácter de Luzhin, que Raskolnikov, pese a la cólera que le
dominaba, no pudo contenerse y se echó a reír.
En cambio, a Pulkheria Alexandrovna la hirió profundamente el reproche de Luzhin.
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‑¿Gastos? ¿Qué gastos? ¿Se refiere usted, quizás, a la maleta que se encargó de enviar aquí? ¡Pero
si consiguió usted que la transportaran gratuitamente! ¡Señor! ¡Pretender que nosotras le hemos
atado! Mida bien sus palabras, Pyotr Petrovich. ¡Es usted el que nos ha tenido a su merced, atadas
de pies y manos!
‑Basta, mamá, basta ‑dijo Dunya en tono suplicante‑. Pyotr Petrovich, tenga la bondad de marcharse.
‑Ya me voy ‑repuso Luzhin, ciego de cólera‑. Pero permítame unas palabras, las últimas. Su madre
parece haber olvidado que yo pedí la mano de usted cuando era el blanco de las murmuraciones
de toda la comarca. Por usted desafié a la opinión pública y conseguí restablecer su reputación.
Esto me hizo creer que podía contar con su agradecimiento. Pero ustedes me han abierto los ojos y
ahora me doy cuenta de que tal vez fui un imprudente al despreciar a la opinión pública.
‑¡Este hombre se ha empeñado en que le rompan la cabeza! ‑exclamó Razumikhin, levantándose
de un salto y disponiéndose a castigar al insolente.
‑¡Es usted un hombre vil y malvado! ‑dijo Dunya.
‑¡Quieto! ‑exclamó Raskolnikov reteniendo a Razumikhin.
Después se acercó a Luzhin, tanto que sus cuerpos casi se tocaban, y le dijo en voz baja pero con
toda claridad:
‑¡Salga de aquí, y ni una palabra más!
Pyotr Petrovich, cuyo rostro estaba pálido y contraído por la cólera, le miró un instante en silencio.
Después giró sobre sus talones y se fue, sintiendo un odio mortal contra Raskolnikov, al que
achacaba la culpa de su desgracia.
Pero mientras bajaba la escalera se imaginaba ‑cosa notable‑ que no estaba todo definitivamente
perdido y que bien podía esperar reconciliarse con las dos damas.
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Capítulo III
Lo más importante era que Luzhin no había podido prever semejante desenlace. Sus jactancias
se debían a que en ningún momento se había imaginado que dos mujeres solas y pobres pudieran
desprenderse de su dominio. Este convencimiento estaba reforzado por su vanidad y por una
ciega confianza en sí mismo. Pyotr Petrovich, salido de la nada, había adquirido la costumbre
casi enfermiza de admirarse a sí mismo profundamente. Tenía una alta opinión de su inteligencia,
de su capacidad, y, a veces, cuando estaba solo, llegaba incluso a admirar su propia cara en un
espejo. Pero lo que más quería en el mundo era su dinero, adquirido por su trabajo y también
por otros medios. A su juicio, esta fortuna le colocaba en un plano de igualdad con todas las
personas superiores a él. Había sido sincero al recordar amargamente a Dunya que había pedido
su mano a pesar de los rumores desfavorables que circulaban sobre ella. Y al pensar en lo ocurrido
sentía una profunda indignación por lo que calificaba mentalmente de «negra ingratitud». Sin
embargo, cuando contrajo el compromiso estaba completamente seguro de que aquellos rumores
eran absurdos y calumniosos, pues ya los había desmentido públicamente Marfa Petrovna, eso sin
contar con que hacía tiempo que el vecindario, en su mayoría, había rehabilitado a Dunya. Luzhin
no habría negado que sabía todo esto en el momento de contraer el compromiso matrimonial, pero,
aun así, seguía considerando como un acto heroico la decisión de elevar a Dunya hasta él. Cuando
entró, días antes, en el aposento de Raskolnikov, lo hizo como un bienhechor dispuesto a recoger
los frutos de su magnanimidad y esperando oír las palabras más dulces y aduladoras. Huelga decir
que ahora bajaba la escalera con la sensación de hombre ofendido e incomprendido.
Dunya le parecía ya algo indispensable para su vida y no podía admitir la idea de renunciar a ella.
Hacía ya mucho tiempo, años, que soñaba voluptuosamente con el matrimonio, pero se limitaba
a reunir dinero y esperar. Su ideal, en el que pensaba con secreta delicia, era una muchacha pura
y pobre (la pobreza era un requisito indispensable), bonita, instruida y noble, que conociera los
contratiempos de una vida difícil, pues la práctica del sufrimiento la llevaría a renunciar a su
voluntad ante él; y le miraría durante toda su vida como a un salvador, le veneraría, se sometería
a él, le admiraría, vería en él el único hombre. ¡Qué deliciosas escenas concebía su imaginación
en las horas de asueto sobre este anhelo aureolado de voluptuosidad! Y al fin vio que el sueño
acariciado durante tantos años estaba a punto de realizarse. La belleza y la educación de Avdotya
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Romanovna le habían cautivado, y la difícil situación en que se hallaba había colmado sus
ilusiones. Dunya incluso rebasaba el límite de lo que él había soñado. Veía en ella una muchacha
altiva, noble, enérgica, incluso más culta que él (lo reconocía), y esta criatura iba a profesarle un
reconocimiento de esclava, profundo, eterno, por su acto heroico; iba a rendirle una veneración
apasionada, y él ejercería sobre ella un dominio absoluto y sin límites... Precisamente poco antes
de pedir la mano de Dunya había decidido ampliar sus actividades, trasladándose a un campo
de acción más vasto, y así poder ir introduciéndose poco a poco en un mundo superior, cosa
que ambicionaba apasionadamente desde hacía largo tiempo. En una palabra, había decidido
probar suerte en Petersburgo. Sabía que las mujeres pueden ser una ayuda para conseguir muchas
cosas. El encanto de una esposa adorable, culta y virtuosa al mismo tiempo podía adornar su vida
maravillosamente, atraerle simpatías, crearle una especie de aureola... Y todo esto se había venido
abajo. Aquella ruptura, tan inesperada como espantosa, le había producido el efecto de un rayo. Le
parecía algo absurdo, una broma monstruosa. Él no había tenido tiempo para decir lo que quería;
sólo había podido alardear un poco. Primero no había tomado la cosa en serio, después se había
dejado llevar de su indignación, y todo había terminado en una gran ruptura. Amaba ya a Dunya
a su modo, la gobernaba y la dominaba en su imaginación, y, de improviso... No, era preciso
poner remedio al mal, conseguir un arreglo al mismo día siguiente y, sobre todo, aniquilar a aquel
jovenzuelo, a aquel granuja que había sido el causante del mal. Pensó también, involuntariamente
y con una especie de excitación enfermiza, en Razumikhin, pero la inquietud que éste le produjo
fue pasajera.
‑¡Compararme con semejante individuo...!
Al que más temía era a Svidrigaïlov... En resumidas cuentas, que tenía en perspectiva no pocas
preocupaciones.
‑No, he sido yo la principal culpable ‑decía Dunya, acariciando a su madre‑. Me dejé tentar por
su dinero, pero yo te juro, Rodya, que no creía que pudiera ser tan indigno. Si lo hubiese sabido,
jamás me habría dejado tentar. No me lo reproches, Rodya.
‑¡Dios nos ha librado de él, Dios nos ha librado de él! ‑murmuró Pulkheria Alexandrovna, casi
inconscientemente. Parecía no darse bien cuenta de lo que acababa de suceder.
Todos estaban contentos, y cinco minutos después charlaban entre risas. Sólo Duneshka palidecía
a veces, frunciendo las cejas, ante el recuerdo de la escena que se acababa de desarrollar. Pulkheria
Alexandrovna no podía imaginarse que se sintiera feliz por una ruptura que aquella misma mañana
le parecía una desgracia horrible. Razumikhin estaba encantado; no osaba manifestar su alegría,
pero temblaba febrilmente como si le hubieran quitado de encima un gran peso. Ahora era muy
dueño de entregarse por entero a las dos mujeres, de servirlas... Además, sabía Dios lo que podría
suceder... Sin embargo, rechazaba, acobardado, estos pensamientos y temía dar libre curso a su
imaginación. Raskolnikov era el único que permanecía impasible, distraído, incluso un tanto
huraño. Él, que tanto había insistido en la ruptura con Luzhin, ahora que se había producido,
parecía menos interesado en el asunto que los demás. Dunya no pudo menos de creer que seguía
disgustado con ella, y Pulkheria Alexandrovna lo miraba con inquietud.
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‑¡Lo vigilaremos! ‑exclamó enérgicamente Razumikhin‑. ¡Me comprometo a descubrir sus huellas!
No le perderé de vista. Cuento con el permiso de Rodya. Hace poco me ha dicho: «Vela por mi
hermana.» ¿Me lo permite usted, Avdotya Romanovna?
Dunya le sonrió y le tendió la mano, pero su semblante seguía velado por la preocupación. Pulkheria
Alexandrovna le miró tímidamente, pero no intranquila, pues pensaba en los tres mil rublos.
Un cuarto de hora después se había entablado una animada conversación. Incluso Raskolnikov,
aunque sin abrir la boca, escuchaba con atención lo que decía Razumikhin, que era el que llevaba
la voz cantante.
‑¿Por qué han de regresar ustedes al pueblo? ‑exclamó el estudiante, dejándose llevar de buen
grado del entusiasmo que se había apoderado de él‑. ¿Qué harán ustedes en ese villorrio? Deben
ustedes permanecer aquí todos juntos, pues son indispensables el uno al otro, no me lo negarán.
Por lo menos, deben quedarse aquí una temporada. En lo que a mí concierne, acéptenme como
amigo y como socio y les aseguro que montaremos un negocio excelente. Escúchenme: voy a
exponerles mi proyecto con todo detalle. Es una idea que se me ha ocurrido esta mañana, cuando
nada había sucedido todavía. Se trata de lo siguiente: yo tengo un tío (que ya les presentaré y que
es un viejo tan simpático como respetable) que tiene un capital de mil rublos y vive de una pensión
que le basta para cubrir sus necesidades. Desde hace dos años no cesa de insistir en que yo acepte
sus mil rublos como préstamo con el seis por ciento de interés. Esto es un truco: lo que él desea es
ayudarme. El año pasado yo no necesitaba dinero, pero este año voy a aceptar el préstamo. A estos
mil rublos añaden ustedes mil de los suyos, y ya tenemos para empezar. Bueno, ya somos socios.
¿Qué hacemos ahora?
Razumikhin empezó acto seguido a exponer su proyecto. Se extendió en explicaciones sobre
el hecho de que la mayoría de los libreros y editores no conocían su oficio y por eso hacían
malos negocios, y añadió que editando buenas obras se podía no sólo cubrir gastos, sino obtener
beneficios. Ser editor constituía el sueño dorado de Razumikhin, que llevaba dos años trabajando
para casas editoriales y conocía tres idiomas, aunque seis días atrás había dicho a Raskolnikov que
no sabía alemán, simple pretexto para que su amigo aceptara la mitad de una traducción y, con ella,
los tres rublos de anticipo que le correspondían. Raskolnikov no se había dejado engañar.
‑¿Por qué despreciar un buen negocio ‑exclamó Razumikhin con creciente entusiasmo‑, teniendo
el elemento principal para ponerlo en práctica, es decir, el dinero? Sin duda tendremos que
trabajar de firme, pero trabajaremos. Trabajará usted Avdotya Romanovna; trabajará su hermano
y trabajaré yo. Hay libros que pueden producir buenas ganancias. Nosotros tenemos la ventaja de
que sabemos lo que se debe traducir. Seremos traductores, editores y aprendices a la vez. Yo puedo
ser útil a la sociedad porque tengo experiencia en cuestiones de libros. Hace dos años que ruedo
por las editoriales, y conozco lo esencial del negocio. No es nada del otro mundo, créanme. ¿Por
qué no aprovechar esta ocasión? Yo podría indicar a los editores dos o tres libros extranjeros que
producirían cien rublos cada uno, y sé de otro cuyo título no daría por menos de quinientos rublos.
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A lo mejor aún vacilarían esos imbéciles. Respecto a la parte administrativa del negocio (papel,
impresión, venta...), déjenla en mi mano, pues es cosa que conozco bien. Empezaremos por poco e
iremos ampliando el negocio gradualmente. Desde luego, ganaremos lo suficiente para vivir.
Los ojos de Dunya brillaban.
‑Su proposición me parece muy bien, Dmitri Prokofich.
‑Yo, como es natural ‑dijo Pulkheria Alexandrovna‑, no entiendo nada de eso. Tal vez sea un buen
negocio. Lo cierto es que el asunto me sorprende por lo inesperado. Respecto a nuestra marcha,
sólo puedo decirle que nos vemos obligadas a permanecer aquí algún tiempo.
Y al decir esto último dirigió una mirada a Rodya.
‑¿Tú qué opinas? ‑preguntó Dunya a su hermano.
‑A mí me parece una excelente idea. Naturalmente, no puede improvisarse un gran negocio editorial,
pero sí publicar algunos volúmenes de éxito seguro. Yo conozco una obra que indudablemente se
vendería. En cuanto a la capacidad de Razumikhin, podéis estar tranquilas, pues conoce bien el
negocio... Además, tenéis tiempo de sobra para estudiar el asunto.
‑¡Hurra! ‑gritó Razumikhin‑. Y ahora escuchen. En este mismo edificio hay un local independiente
que pertenece al mismo propietario. Está amueblado, tiene tres habitaciones pequeñas y no es
caro. Yo me encargaré de empeñarles el reloj mañana para que tengan dinero. Todo se arreglará.
Lo importante es que puedan ustedes vivir los tres juntos. Así tendrán a Rodya cerca de ustedes...
Pero oye, ¿adónde vas?
‑¿Por qué te marchas, Rodya? ‑preguntó Pulkheria Alexandrovna con evidente inquietud.
‑¡Y en este momento! ‑le reprochó Razumikhin.
Dunya miraba a su hermano con una sorpresa llena de desconfianza. Él, con la gorra en la mano,
se disponía a marcharse.
‑¡Cualquiera diría que nos vamos a separar para siempre! ‑exclamó en un tono extraño‑. No me
enterréis tan pronto.
Y sonrió, pero ¡qué sonrisa aquélla!
‑Sin embargo ‑dijo distraídamente‑, ¡quién sabe si será la última vez que nos vemos!
Había dicho esto contra su voluntad, como reflexionando en voz alta.
‑Pero ¿qué te pasa, Rodya? ‑preguntó ansiosamente su madre.
‑¿Dónde vas? ‑preguntó Dunya con voz extraña.
‑Me tengo que marchar ‑repuso.
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Su voz era vacilante, pero su pálido rostro expresaba una resolución irrevocable.
‑Yo quería deciros... ‑continuó‑. He venido aquí para decirte, mamá, y a ti también, Dunya, que...
debemos separarnos por algún tiempo... No me siento bien... Los nervios... Ya volveré... Más
adelante..., cuando pueda. Pienso en vosotros y os quiero. Pero dejadme, dejadme solo. Esto ya lo
tenía decidido, y es una decisión irrevocable. Aunque hubiera de morir, quiero estar solo. Olvidaos
de mí: esto es lo mejor... No me busquéis. Ya vendré yo cuando sea necesario..., y, si no vengo,
enviaré a llamaros. Tal vez vuelva todo a su cauce; pero ahora, si verdaderamente me queréis,
renunciad a mí. Si no lo hacéis, llegaré a odiaros: esto es algo que siento en mí. Adiós.
‑¡Dios mío! ‑exclamó Pulkheria Alexandrovna.
La madre, la hermana y Razumikhin se sintieron dominados por un profundo terror.
‑¡Rodya, Rodya, vuelve a nosotras! ‑exclamó la pobre mujer.
Él se volvió lentamente y dio un paso hacia la puerta. Dunya fue hacia él.
‑¿Cómo puedes portarte así con nuestra madre, Rodya? ‑murmuró, indignada.
‑Ya volveré, ya volveré a veros ‑dijo a media voz, casi inconsciente.
Y se fue.
‑¡Mal hombre, corazón de piedra! ‑le gritó Dunya.
‑No es malo, es que está loco ‑murmuró Razumikhin al oído de la joven, mientras le apretaba con
fuerza la mano‑. Es un alienado, se lo aseguro. Sería usted la despiadada si no fuera comprensiva
con él.
Y dirigiéndose a Pulkheria Alexandrovna, que parecía a punto de caer, le dijo:
‑En seguida vuelvo.
Salió corriendo de la habitación. Raskolnikov, que le esperaba al final del pasillo, le recibió con
estas palabras:
‑Sabía que vendrías... Vuelve al lado de ellas; no las dejes... Ven también mañana; no las dejes
nunca... Yo tal vez vuelva..., tal vez pueda volver. Adiós.
Se alejó sin tenderle la mano.
‑Pero ¿adónde vas? ¿Qué te pasa? ¿Qué te propones? ¡No se puede obrar de ese modo!
Raskolnikov se detuvo de nuevo.
‑Te lo he dicho y te lo repito: no me preguntes nada, pues no te contestaré... No vengas a verme.
Tal vez venga yo aquí... Déjame..., pero a ellas no las abandones... ¿Comprendes?
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El pasillo estaba oscuro y ellos se habían detenido cerca de la lámpara. Se miraron en silencio.
Razumikhin se acordaría de este momento toda su vida. La mirada ardiente y fija de Raskolnikov
parecía cada vez más penetrante, y Razumikhin tenía la impresión de que le taladraba el alma. De
súbito, el estudiante se estremeció. Algo extraño acababa de pasar entre ellos. Fue una idea que se
deslizó furtivamente; una idea horrible, atroz y que los dos comprendieron... Razumikhin se puso
pálido como un muerto.
‑¿Comprendes ahora? ‑preguntó Raskolnikov con una mueca espantosa‑. Vuelve junto a ellas
‑añadió. Y dio media vuelta y se fue rápidamente.
No es fácil describir lo que ocurrió aquella noche en la habitación de Pulkheria Alexandrovna
cuando regresó Razumikhin; los esfuerzos del joven para calmar a las dos damas, las promesas que
les hizo. Les dijo que Rodya estaba enfermo, que necesitaba reposo; les aseguró que volverían a
verle y que él iría a visitarlas todos los días; que Rodya sufría mucho y no convenía irritarle; que
él, Razumikhin, llamaría a un gran médico, al mejor de todos; que se celebraría una consulta... En
fin, que, a partir de aquella noche, Razumikhin fue para ellas un hijo y un hermano.
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Capítulo IV
Raskolnikov se fue derecho a la casa del canal donde habitaba Sonya. Era un viejo edificio de tres
pisos pintado de verde. No sin trabajo, encontró al portero, del cual obtuvo vagas indicaciones
sobre el departamento del sastre Kapernaumov. En un rincón del patio halló la entrada de una
escalera estrecha y sombría. Subió por ella al segundo piso y se internó por la galería que bordeaba
la fachada. Cuando avanzaba entre las sombras, una puerta se abrió de pronto a tres pasos de él.
Raskolnikov asió el picaporte maquinalmente.
‑¿Quién va? ‑preguntó una voz de mujer con inquietud.
‑Soy yo, que vengo a su casa ‑dijo Raskolnikov.
Y entró seguidamente en un minúsculo vestíbulo, donde una vela ardía sobre una bandeja llena de
abolladuras que descansaba sobre una silla desvencijada.
‑¡Dios mío! ¿Es usted? ‑gritó débilmente Sonya, paralizada por el estupor.
‑¿Es éste su cuarto?
Y Raskolnikov entró rápidamente en la habitación, haciendo esfuerzos por no mirar a la muchacha.
Un momento después llegó Sonya con la vela en la mano. Depositó la vela sobre la mesa y se
detuvo ante él, desconcertada, presa de extraordinaria agitación. Aquella visita inesperada le
causaba una especie de terror. De pronto, una oleada de sangre le subió al pálido rostro y de sus
ojos brotaron lágrimas. Experimentaba una confusión extrema y una gran vergüenza en la que
había cierta dulzura. Raskolnikov se volvió rápidamente y se sentó en una silla ante la mesa. Luego
paseó su mirada por la habitación.
Era una gran habitación de techo muy bajo, que comunicaba con la del sastre por una puerta abierta
en la pared del lado izquierdo. En la del derecho había otra puerta, siempre cerrada con llave,
que daba a otro departamento. La habitación parecía un hangar. Tenía la forma de un cuadrilátero
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irregular y un aspecto destartalado. La pared de la parte del canal tenía tres ventanas. Este muro se
prolongaba oblicuamente y formaba al final un ángulo agudo y tan profundo, que en aquel rincón
no era posible distinguir nada a la débil luz de la vela. El otro ángulo era exageradamente obtuso.
La extraña habitación estaba casi vacía de muebles. A la derecha, en un rincón, estaba la cama, y
entre ésta y la puerta había una silla. En el mismo lado y ante la puerta que daba al departamento
vecino se veía una sencilla mesa de madera blanca, cubierta con un paño azul, y, cerca de ella,
dos sillas de anea. En la pared opuesta, cerca del ángulo agudo, había una cómoda, también de
madera blanca, que parecía perdida en aquel gran vacío. Esto era todo. El papel de las paredes,
sucio y desgastado, estaba ennegrecido en los rincones. En invierno, la humedad y el humo debían
de imperar en aquella habitación, donde todo daba una impresión de pobreza. Ni siquiera había
cortinas en la cama.
Sonya miraba en silencio al visitante, ocupado en examinar tan atentamente y con tanto desenfado
su aposento. Y de pronto empezó a temblar de pies a cabeza como si se hallara ante el juez y árbitro
de su destino.
‑He venido un poco tarde. ¿Son ya las once? ‑preguntó Raskolnikov sin levantar la vista hacia
Sonya.
‑Sí, sí, son las once ya ‑balbuceó la muchacha ansiosamente, como si estas palabras le solucionaran
un inquietante problema‑: El reloj de mi patrona acaba de sonar y yo he oído perfectamente las...
‑Vengo a su casa por última vez ‑dijo Raskolnikov con semblante sombrío. Sin duda se olvidaba
de que era también su primera visita‑. Acaso no vuelva a verla más ‑añadió.
‑¿Se va de viaje?
‑No sé, no sé... Mañana, quizá...
‑Así, ¿no irá usted mañana a casa de Katerina Ivanovna? ‑preguntó Sonya con un ligero temblor
en la voz.
‑No lo sé... Quizá mañana por la mañana... Pero no hablemos de este asunto. He venido a decirle...
Alzó hacia ella su mirada pensativa y entonces advirtió que él estaba sentado y Sonya de pie.
‑¿Por qué está de pie? Siéntese ‑le dijo, dando de pronto a su voz un tono bajo y dulce.
Ella se sentó. Él la miró con un gesto bondadoso, casi compasivo.
‑¡Qué delgada está usted! Sus manos casi se transparentan. Parecen las manos de un muerto.
Se apoderó de una de aquellas manos, y ella sonrió.
‑Siempre he sido así ‑dijo Sonya.
‑¿Incluso cuando vivía en casa de sus padres?
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‑Sí.
‑¡Claro, claro! ‑dijo Raskolnikov con voz entrecortada. Tanto en su acento como en la expresión
de su rostro se había operado súbitamente un nuevo cambio.
Volvió a pasear su mirada por la habitación.
‑Tiene usted alquilada esta pieza a Kapernaumov, ¿verdad?
‑Sí.
‑Y ellos viven detrás de esa puerta, ¿no?
‑Sí; tienen una habitación parecida a ésta.
‑¿Sólo una para toda la familia?
‑Sí.
‑A mí, esta habitación me daría miedo ‑dijo Rodya con expresión sombría.
‑Los Kapernaumov son buenas personas, gente amable ‑dijo Sonya, dando muestras de no haber
recobrado aún su presencia de ánimo‑. Y estos muebles, y todo lo que hay aquí, es de ellos. Son
muy buenos. Los niños vienen a verme con frecuencia.
‑Son tartamudos, ¿verdad?
‑Sí, pero no todos. El padre es tartamudo y, además, cojo. La madre... no es que tartamudee, pero
tiene dificultad para hablar. Es muy buena. Él era esclavo. Tienen siete hijos. Sólo el mayor es
tartamudo. Los demás tienen poca salud, pero no tartamudean... Ahora que caigo, ¿cómo se ha
enterado usted de estas cosas?
‑Su padre me lo contó todo... Por él supe lo que le ocurrió a usted... Me explicó que usted salió de
casa a las seis y no volvió hasta las nueve, y que Katerina Ivanovna pasó la noche arrodillada junto
a su lecho.
Sonya se turbó.
‑Me parece ‑murmuró, vacilando‑ que hoy lo he visto.
‑¿A quién?
‑A mi padre. Yo iba por la calle y, al doblar una esquina cerca de aquí, lo he visto de pronto. Me
pareció que venía hacia mí. Estoy segura de que era él. Yo me dirigía a casa de Katerina Ivanovna...
‑No, usted iba... paseando.
‑Sí ‑murmuró Sonya con voz entrecortada. Y bajó los ojos llenos de turbación.
‑Katerina Ivanovna llegó incluso a pegarle cuando usted vivía con sus padres, ¿verdad?
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gracias a su apoyo, se procurará un poco de dinero y volverá a su tierra natal conmigo. Se propone
fundar un pensionado para muchachas nobles y confiarme a mí la inspección. Está persuadida
de que nos espera una vida nueva y maravillosa, y me besa, me abraza, me consuela. Ella cree
firmemente en lo que dice, cree en todas sus fantasías. ¿Quién se atreve a contradecirla? Hoy se
ha pasado el día lavando, fregando, remendando la ropa, y, como está tan débil, al fin ha caído
rendida en la cama. Esta mañana hemos salido a comprar calzado para Lida y Poleshka, pues el
que llevan está destrozado, pero no teníamos bastante dinero: necesitábamos mucho más. ¡Eran tan
bonitos los zapatos que quería...! Porque tiene mucho gusto, ¿sabe...? Y se ha echado a llorar en
plena tienda, delante de los dependientes, al ver que faltaba dinero... ¡Qué pena da ver estas cosas!
‑Ahora comprendo que lleve usted esta vida ‑dijo Raskolnikov, sonriendo amargamente.
‑¿Es que usted no se compadece de ella? ‑exclamó Sonya‑. Usted le dio todo lo que tenía, y eso
que no sabía nada de lo que ocurre en aquella casa. ¡Dios mío, si usted lo supiera! ¡Cuántas veces,
cuántas, la he hecho llorar...! La semana pasada mismo, ocho días antes de morir mi padre, fui mala
con ella... Y así muchas veces... Ahora me paso el día acordándome de aquello, y ¡me da una pena!
Se retorcía las manos con un gesto de dolor.
‑¿Dice usted que fue mala con ella?
‑Sí, fui mala... Yo había ido a verlos ‑continuó llorando‑, y mi pobre padre me dijo: «Léeme un
poco, Sonya. Aquí está el libro.» El dueño de la obra era Andrey Semyenovich Lebezyatnikov, que
vive en la misma casa y nos presta muchas veces libros de esos que hacen reír. Yo le contesté: «No
puedo leer porque tengo que marcharme...» Y es que no tenía ganas de leer. Yo había ido allí para
enseñar a Katerina Ivanovna unos cuellos y unos puños bordados que una vendedora a domicilio
llamada Lizaveta me había dado a muy buen precio. A Katerina Ivanovna le gustaron mucho, se los
probó, se miró al espejo y dijo que eran preciosos, preciosos. Después me los pidió. « ¡Oh Sonya!
‑me dijo‑. ¡Regálamelos!» Me lo dijo con voz suplicante... ¿En qué vestido los habría puesto...?
Y es que le recordaban los tiempos felices de su juventud. Se miraba en el espejo y se admiraba
a sí misma. ¡Hace tanto tiempo que no tiene vestidos ni nada...! Nunca pide nada a nadie. Tiene
mucho orgullo y prefiere dar lo que tiene, por poco que sea. Sin embargo, insistió en que le diera
los cuellos y los puños; esto demuestra lo mucho que le gustaban. Y yo se los negué. « ¿Para qué
los quiere usted, Katerina Ivanovna? » Sí, así se lo dije. Ella me miró con una pena que partía el
corazón... No era quedarse sin los cuellos y los puños lo que la apenaba, sino que yo no se los
hubiera querido dar. ¡Ah, si yo pudiese reparar aquello, borrar las palabras que dije...!
‑¿De modo que conocía usted a Lizaveta, esa vendedora que iba por las casas?
‑Sí. ¿Usted también la conocía? ‑preguntó Sonya con cierto asombro.
‑Katerina Ivanovna está en el último grado de la tisis, y se morirá, se morirá muy pronto ‑dijo
Raskolnikov tras una pausa y sin contestar a la pregunta de Sonya.
‑¡Oh, no, no!
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Sonya le había cogido las manos, sin darse cuenta de lo que hacía, y parecía suplicarle que evitara
aquella desgracia.
‑Lo mejor es que muera ‑dijo Raskolnikov.
‑¡No, no! ¿Cómo va a ser mejor? ‑exclamó Sonya, trastornada, llena de espanto.
‑¿Y los niños? ¿Qué hará usted con ellos? No se los va a traer aquí.
‑¡No sé lo que haré! ¡No sé lo que haré! ‑exclamó, desesperada, oprimiéndose las sienes con las
manos.
Sin duda este pensamiento la había atormentado con frecuencia, y Raskolnikov lo había despertado
con sus preguntas.
‑Y si usted se pone enferma, incluso viviendo Katerina Ivanovna, y se la llevan al hospital, ¿qué
sucederá? ‑siguió preguntando despiadadamente.
‑¡Oh! ¿Qué dice usted? ¿Qué dice usted? ¡Eso es imposible! ‑exclamó Sonya con el rostro contraído,
con una expresión de espanto indecible.
‑¿Por qué imposible? ‑preguntó Raskolnikov con una sonrisa sarcástica‑. Usted no es inmune a
las enfermedades, ¿verdad? ¿Qué sería de ellos si usted se pusiera enferma? Se verían todos en la
calle. La madre pediría limosna sin dejar de toser, después golpearía la pared con la cabeza como
ha hecho hoy, y los niños llorarían. Al fin quedaría tendida en el suelo y se la llevarían, primero a
la comisaría y después al hospital. Allí se moriría, y los niños...
‑¡No, no! ¡Eso no lo consentirá Dios! ‑gritó Sonya con voz ahogada.
Le había escuchado con gesto suplicante, enlazadas las manos en una muda imploración, como si
todo dependiera de él.
Raskolnikov se levantó y empezó a ir y venir por el aposento. Así transcurrió un minuto. Sonya
estaba de pie, los brazos pendientes a lo largo del cuerpo, baja la cabeza, presa de una angustia
espantosa.
‑¿Es que usted no puede hacer economías, poner algún dinero a un lado? ‑preguntó Raskolnikov
de pronto, deteniéndose ante ella.
‑No ‑murmuró Sonya.
‑No me extraña. ¿Lo ha intentado? ‑preguntó con una sonrisa burlona.
‑Sí.
‑Y no lo ha conseguido, claro. Es muy natural. No hace falta preguntar el motivo.
Y continuó sus paseos por la habitación. Hubo otro minuto de silencio.
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‑¿Es que no gana usted dinero todos los días? ‑preguntó Rodya.
Sonya se turbó más todavía y enrojeció.
‑No ‑murmuró con un esfuerzo doloroso.
‑La misma suerte espera a Poleshka ‑dijo Raskolnikov de pronto.
‑¡No, no! ¡Eso es imposible! ‑exclamó Sonya.
Fue un grito de desesperación. Las palabras de Raskolnikov la habían herido como una cuchillada.
‑¡Dios no permitirá una abominación semejante!
‑Permite otras muchas.
‑¡No, no! ¡Dios la protegerá! ¡A ella la protegerá! ‑gritó Sonya fuera de sí.
‑Tal vez no exista ‑replicó Raskolnikov con una especie de crueldad triunfante.
Seguidamente se echó a reír y la miró.
Al oír aquellas palabras se operó en el semblante de Sonya un cambio repentino, y sacudidas
nerviosas recorrieron su cuerpo. Dirigió a Raskolnikov miradas cargadas de un reproche indefinible.
Intentó hablar, pero de sus labios no salió ni una sílaba. De súbito se echó a llorar amargamente y
ocultó el rostro entre las manos.
‑Usted dice que Katerina Ivanovna está trastornada, pero usted no lo está menos ‑dijo Raskolnikov
tras un breve silencio.
Transcurrieron cinco minutos. El joven seguía yendo y viniendo por la habitación sin mirar a
Sonya. Al fin se acercó a ella. Los ojos le centelleaban. Apoyó las manos en los débiles hombros y
miró el rostro cubierto de lágrimas. Lo miró con ojos secos, duros, ardientes, mientras sus labios
se agitaban con un temblor convulsivo... De pronto se inclinó, bajó la cabeza hasta el suelo y le
besó los pies. Sonya retrocedió horrorizada, como si tuviera ante sí a un loco. Y en verdad un loco
parecía Raskolnikov.
‑¿Qué hace usted? ‑balbuceó.
Se había puesto pálida y sentía en el corazón una presión dolorosa.
Él se puso en pie.
‑No me he arrodillado ante ti, sino ante todo el dolor humano ‑dijo en un tono extraño.
Y fue a acodarse en la ventana. Pronto volvió a su lado y añadió:
‑Oye, hace poco he dicho a un insolente que valía menos que tu dedo meñique y que te había
invitado a sentarte al lado de mi madre y de mi hermana.
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‑¿Eso ha dicho? ‑exclamó Sonya, aterrada‑. ¿Y delante de ellas? ¡Sentarme a su lado! Pero si yo
soy... una mujer sin honra. ¿Cómo se le ha ocurrido decir eso?
‑Al hablar así, yo no pensaba en tu deshonra ni en tus faltas, sino en tu horrible martirio. Sin duda
‑continuó ardientemente‑, eres una gran pecadora, sobre todo por haberte inmolado inútilmente.
Ciertamente, eres muy desgraciada. ¡Vivir en el cieno y saber (porque tú lo sabes: basta mirarte
para comprenderlo) que no te sirve para nada, que no puedes salvar a nadie con tu sacrificio...! Y
ahora dime ‑añadió, iracundo‑: ¿Cómo es posible que tanta ignominia, tanta bajeza, se compaginen
en ti con otros sentimientos tan opuestos, tan sagrados? Sería preferible arrojarse al agua de cabeza
y terminar de una vez.
‑Pero ¿y ellos? ¿Qué sería de ellos? ‑preguntó Sonya levantando la cabeza, con voz desfallecida y
dirigiendo a Raskolnikov una mirada impregnada de dolor, pero sin mostrar sorpresa alguna ante
el terrible consejo.
Raskolnikov la envolvió en una mirada extraña, y esta mirada le bastó para descifrar los pensamientos
de la joven. Comprendió que ella era de la misma opinión. Sin duda, en su desesperación, había
pensado más de una vez en poner término a su vida. Y tan resueltamente había pensado en ello, que
no le había causado la menor extrañeza el consejo de Raskolnikov. No había advertido la crueldad
de sus palabras, del mismo modo que no había captado el sentido de sus reproches. Él se dio cuenta
de todo ello y comprendió perfectamente hasta qué punto la habría torturado el sentimiento de su
deshonor, de su situación infamante. ¿Qué sería lo que le había impedido poner fin a su vida? Y,
al hacerse esta pregunta, Raskolnikov comprendió lo que significaban para ella aquellos pobres
niños y aquella desdichada Katerina Ivanovna, tísica, medio loca y que golpeaba las paredes con
la cabeza.
Sin embargo, vio claramente que Sonya, por su educación y su carácter, no podía permanecer
indefinidamente en semejante situación. También se preguntaba cómo había podido vivir tanto
tiempo sin volverse loca. Desde luego, comprendía que la situación de Sonya era un fenómeno
social que estaba fuera de lo común, aunque, por desgracia, no era único ni extraordinario; pero
¿no era esto una razón más, unida a su educación y a su pasado, para que su primer paso en aquel
horrible camino la hubiera llevado a la muerte? ¿Qué era lo que la sostenía? No el vicio, pues toda
aquella ignominia sólo había manchado su cuerpo: ni la menor sombra de ella había llegado a su
corazón. Esto se veía perfectamente; se leía en su rostro.
«Sólo tiene tres soluciones ‑siguió pensando Raskolnikov‑: arrojarse al canal, terminar en un
manicomio o lanzarse al libertinaje que embrutece el espíritu y petrifica el corazón.»
Esta última posibilidad era la que más le repugnaba, pero Raskolnikov era joven, escéptico, de
espíritu abstracto y, por lo tanto, cruel, y no podía menos de considerar que esta última eventualidad
era la más probable.
«Pero ¿es esto posible? ‑siguió reflexionando‑. ¿Es posible que esta criatura que ha conservado la
pureza de alma termine por hundirse a sabiendas en ese abismo horrible y hediondo? ¿No será que
este hundimiento ha empezado ya, que ella ha podido soportar hasta ahora semejante vida porque
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el vicio ya no le repugna...? No, no; esto es imposible ‑exclamó mentalmente, repitiendo el grito
lanzado por Sonya hacía un momento‑: lo que hasta ahora le ha impedido arrojarse al canal ha
sido el temor de cometer un pecado, y también esa familia... Parece que no se ha vuelto loca, pero
¿quién puede asegurar que esto no es simple apariencia? ¿Puede estar en su juicio? ¿Puede una
persona hablar como habla ella sin estar loca? ¿Puede una mujer conservar la calma sabiendo que
va a su perdición, y asomarse a ese abismo pestilente sin hacer caso cuando se habla del peligro?
¿No esperará un milagro...? Sí, seguramente. Y todo esto, ¿no son pruebas de enajenación mental?»
Se aferró obstinadamente a esta última idea. Esta solución le complacía más que ninguna otra.
Empezó a examinar a Sonya atentamente.
‑¿Rezas mucho, Sonya? ‑le preguntó.
La muchacha guardó silencio. Él, de pie a su lado, esperaba una respuesta.
‑¿Qué habría sido de mí sin la ayuda de Dios?
Había dicho esto en un rápido susurro. Al mismo tiempo, lo miró con ojos fulgurantes y le apretó
la mano.
«No me he equivocado», se dijo Raskolnikov.
‑Pero ¿qué hace Dios por ti? ‑siguió preguntando el joven.
Sonya permaneció en silencio un buen rato. Parecía incapaz de responder. La emoción henchía su
frágil pecho.
‑¡Calle! No me pregunte. Usted no tiene derecho a hablar de estas cosas ‑exclamó de pronto,
mirándole, severa e indignada.
«Es lo que he pensado, es lo que he pensado», se decía Raskolnikov.
‑Dios todo lo puede ‑dijo Sonya, bajando de nuevo los ojos.
«Esto lo explica todo», pensó Raskolnikov. Y siguió observándola con ávida curiosidad.
Experimentaba una sensación extraña, casi enfermiza, mientras contemplaba aquella carita pálida,
enjuta, de facciones irregulares y angulosas; aquellos ojos azules capaces de emitir verdaderas
llamaradas y de expresar una pasión tan austera y vehemente; aquel cuerpecillo que temblaba de
indignación. Todo esto le parecía cada vez más extraño, más ajeno a la realidad.
«Está loca, está loca», se repetía.
Sobre la cómoda había un libro. Raskolnikov le había dirigido una mirada cada vez que pasaba
junto a él en sus idas y venidas por la habitación. Al fin cogió el volumen y lo examinó. Era una
traducción rusa del Nuevo Testamento, un viejo libro con tapas de tafilete.
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‑¿De dónde has sacado este libro? ‑le preguntó desde el otro extremo de la habitación, cuando ella
permanecía inmóvil cerca de la mesa.
‑Me lo han regalado ‑respondió Sonya de mala gana y sin mirarle.
‑¿Quién?
‑Lizaveta.
« ¡Lizaveta! ¡Qué raro! », pensó Raskolnikov.
Todo lo relacionado con Sonya le parecía cada vez más extraño. Acercó el libro a la bujía y empezó
a hojearlo.
‑¿Dónde está el capítulo sobre Lázaro? ‑preguntó de pronto.
Sonya no contestó. Tenía la mirada fija en el suelo y se había separado un poco de la mesa.
‑Dime dónde están las páginas que hablan de la resurrección de Lázaro.
Sonya le miró de reojo.
‑Están en el cuarto Evangelio ‑repuso Sonya gravemente y sin moverse del sitio.
‑Toma; busca ese pasaje y léemelo.
Dicho esto, Raskolnikov se sentó a la mesa, apoyó en ella los codos y el mentón en una mano y se
dispuso a escuchar, vaga la mirada y sombrío el semblante.
«Dentro de quince días o de tres semanas ‑murmuró para sí‑ habrá que ir a verme a la séptima
versta. Allí estaré, sin duda, si no me ocurre nada peor.»
Sonya dio un paso hacia la mesa. Vacilaba. Había recibido con desconfianza la extraña petición de
Raskolnikov. Sin embargo, cogió el libro.
‑¿Es que usted no lo ha leído nunca? ‑preguntó, mirándole de reojo. Su voz era cada vez más fría
y dura.
‑Lo leí hace ya mucho tiempo, cuando era niño... Lee.
‑¿Y no lo ha leído en la iglesia?
‑Yo... yo no voy a la iglesia. ¿Y tú?
‑Pues... no ‑balbuceó Sonya.
Raskolnikov sonrió.
‑Se comprende. No asistirás mañana a los funerales de tu padre, ¿verdad?
‑Sí que asistiré. Ya fui la semana pasada a la iglesia para una misa de réquiem.
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‑¿Por quién?
‑Por Lizaveta. La mataron a hachazos.
La tensión nerviosa de Raskolnikov iba en aumento. La cabeza empezaba a darle vueltas.
‑Por lo visto, tenías amistad con Lizaveta.
‑Sí. Era una mujer justa y buena... A veces venía a verme... Muy de tarde en tarde. No podía venir
más... Leíamos y hablábamos... Ahora está con Dios.
¡Qué extraño parecía a Raskolnikov aquel hecho, y qué extrañas aquellas palabras novelescas! ¿De
qué podrían hablar aquellas dos mujeres, aquel par de necias?
«Aquí corre uno el peligro de volverse loco: es una enfermedad contagiosa», se dijo.
‑¡Lee! ‑ordenó de pronto, irritado y con voz apremiante.
Sonya seguía vacilando. Su corazón latía con fuerza. La desdichada no se atrevía a leer en presencia
de Raskolnikov. El joven dirigió una mirada casi dolorosa a la pobre demente.
‑¿Qué le importa esto? Usted no tiene fe ‑murmuró Sonya con voz entrecortada.
‑¡Lee! ‑insistió Raskolnikov‑. ¡Bien le leías a Lizaveta!
Sonya abrió el libro y buscó la página. Le temblaban las manos y la voz no le salía de la garganta.
Intentó empezar dos o tres veces, pero no pronunció ni una sola palabra.
‑«Había en Betania un hombre llamado Lázaro, que estaba enfermo...» ‑articuló al fin, haciendo
un gran esfuerzo.
Pero inmediatamente su voz vibró y se quebró como una cuerda demasiado tensa. Sintió que
a su oprimido pecho le faltaba el aliento. Raskolnikov comprendía en parte por qué se resistía
Sonya a obedecerle, pero esta comprensión no impedía que se mostrara cada vez más apremiante
y grosero. De sobra se daba cuenta del trabajo que le costaba a la pobre muchacha mostrarle su
mundo interior. Comprendía que aquellos sentimientos eran su gran secreto, un secreto que tal vez
guardaba desde su adolescencia, desde la época en que vivía con su familia, con su infortunado
padre, con aquella madrastra que se había vuelto loca a fuerza de sufrir, entre niños hambrientos y
oyendo a todas horas gritos y reproches. Pero, al mismo tiempo, tenía la seguridad de que Sonya,
a pesar de su repugnancia, de su temor a leer, sentía un ávido, un doloroso deseo de leerle a él en
aquel momento, sin importarle lo que después pudiera ocurrir... Leía todo esto en los ojos de Sonya
y comprendía la emoción que la trastornaba... Sin embargo, Sonya se dominó, deshizo el nudo que
tenía en la garganta y continuó leyendo el capítulo 11 del Evangelio según San Juan. Y llegó al
versículo 19.
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‑«... Y gran número de judíos habían acudido a ver a Marta y a María para consolarlas de la muerte
de su hermano. Habiéndose enterado de la llegada de Jesús, Marta fue a su encuentro, mientras
María se quedaba en casa. Marta dijo a Jesús: Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría
muerto; pero ahora yo sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo dará...»
Al llegar a este punto, Sonya se detuvo para sobreponerse a la emoción que amenazaba ahogar su
voz.
‑«Jesús le dijo: Tu hermano resucitará. Marta le respondió: Yo sé que resucitará el día de la
resurrección de los muertos. Jesús le dijo: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, si
está muerto, resucitará, y todo el que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto? Y ella
dice...»
Sonya tomó aliento penosamente y leyó con energía, como si fuera ella la que hacía públicamente
su profesión de fe:
‑«... Sí, Señor; yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al mundo...»
Sonya se detuvo, levantó momentáneamente los ojos hacia Raskolnikov y después continuó la
lectura. El joven, acodado en la mesa, escuchaba sin moverse y sin mirar a Sonya. La lectora llegó
al versículo 32.
‑«... Cuando María llegó al lugar donde estaba Cristo y lo vio, cayó a sus pies y le dijo: Señor,
si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Y cuando Jesús vio que lloraba y que los
judíos que iban con ella lloraban igualmente, se entristeció, se conmovió su espíritu y dijo: ¿Dónde
lo pusisteis? Le respondieron: Señor, ven y mira. Entonces Jesús lloró y dijeron los judíos: Ved
cómo le amaba. Y algunos de ellos dijeron: El que abrió los ojos al ciego, ¿no podía hacer que este
hombre no muriera?...»
Raskolnikov se volvió hacia Sonya y la miró con emoción. Sí, era lo que él había sospechado.
La joven temblaba febrilmente, como él había previsto. Se acercaba al momento del milagro
y un sentimiento de triunfo se había apoderado de ella. Su voz había cobrado una sonoridad
metálica y una firmeza nacida de aquella alegría y de aquella sensación de triunfo. Las líneas se
entremezclaban ante sus velados ojos, pero ella podía seguir leyendo porque se dejaba llevar de su
corazón. Al leer el último versículo ‑« El que abrió los ojos al ciego...»‑, Sonya bajó la voz para
expresar con apasionado acento la duda, la reprobación y los reproches de aquellos ciegos judíos
que un momento después iban a caer de rodillas, como fulminados por el rayo, y a creer, mientras
prorrumpían en sollozos... Y él, él que tampoco creía, él que también estaba ciego, comprendería y
creería igualmente... Y esto iba a suceder muy pronto, en seguida... Así soñaba Sonya, y temblaba
en la gozosa espera.
‑«... Jesús, lleno de una profunda tristeza, fue a la tumba. Era una cueva tapada con una piedra.
Jesús dijo: Levantad la piedra. Marta, la hermana del difunto, le respondió: Señor, ya huele mal,
pues hace cuatro días que está en la tumba... »
Sonya pronunció con fuerza la palabra «cuatro».
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‑«... Jesús le dijo entonces: ¿No te he dicho que si tienes fe verás la gloria de Dios? Entonces
quitaron la piedra de la cueva donde reposaba el muerto. Jesús levantó los ojos al cielo y dijo:
Padre mío, te doy gracias por haberme escuchado. Yo sabía que Tú me escuchas siempre y sólo he
hablado para que los que están a mi alrededor crean que eres Tú quien me ha enviado a la tierra.
Habiendo dicho estas palabras, clamó con voz sonora: ¡Lázaro, sal! Y el muerto salió... ‑Sonya
leyó estas palabras con voz clara y triunfante, y temblaba como si acabara de ver el milagro con
sus propios ojos‑ ...vendados los pies y las manos con cintas mortuorias y el rostro envuelto en un
sudario. Jesús dijo: Desatadle y dejadle ir. Entonces, muchos de los judíos que habían ido a casa
de María y que habían visto el milagro de Jesús creyeron en él. »
Ya no pudo seguir leyendo. Cerró el libro y se levantó.
‑No hay nada más sobre la resurrección de Lázaro.
Dijo esto gravemente y en voz baja. Luego se separó de la mesa y se detuvo. Permanecía inmóvil
y no se atrevía a mirar a Raskolnikov. Seguía temblando febrilmente. El cabo de la vela estaba
a punto de consumirse en el torcido candelero y expandía una luz mortecina por aquella mísera
habitación donde un asesino y una prostituta se habían unido para leer el Libro Eterno.
‑He venido a hablarle de un asunto ‑dijo de súbito Raskolnikov con voz fuerte y enérgica.
Seguidamente, velado el semblante por una repentina tristeza, se levantó y se acercó a Sonya. Ésta
se volvió a mirarle y vio que su dura mirada expresaba una feroz resolución. El joven añadió‑: Hoy
he abandonado a mi familia, a mi madre y a mi hermana. Ya no volveré al lado de ellas: la ruptura
es definitiva.
‑¿Por qué ha hecho eso? ‑preguntó Sonya, estupefacta.
Su reciente encuentro con Pulkheria Alexandrovna y Dunya había dejado en ella una impresión
imborrable aunque confusa, y la noticia de la ruptura la horrorizó.
‑Ahora no tengo a nadie más que a ti ‑dijo Raskolnikov‑. Vente conmigo. He venido por ti. Somos
dos seres malditos. Vámonos juntos.
Sus ojos centelleaban.
«Tiene cara de loco», pensó Sonya.
‑¿Irnos? ¿Adónde? ‑preguntó aterrada, dando un paso atrás.
‑¡Yo qué sé! Yo sólo sé que los dos seguimos la misma ruta y que únicamente tenemos una meta.
Ella le miraba sin comprenderle. Ella sólo veía en él una cosa: que era infinitamente desgraciado.
‑Nadie lo comprendería si les dijeras las cosas que me has dicho a mí. Yo, en cambio, lo he
comprendido. Te necesito y por eso he venido a buscarte.
‑No entiendo ‑balbuceó Sonya.
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‑Ya entenderás más adelante. Tú has obrado como yo. Tú también has cruzado la línea. Has
atentado contra ti; has destruido una vida..., tu propia vida, verdad es, pero ¿qué importa? Habrías
podido vivir con tu alma y tu razón y terminarás en la plaza del Mercado. No puedes con tu carga,
y si permaneces sola, te volverás loca, del mismo modo que me volveré yo. Ya parece que sólo
conservas a medias, la razón. Hemos de seguir la misma ruta, codo a codo. ¡Vente!
‑¿Por qué, por qué dice usted eso? ‑preguntó Sonya, emocionada, incluso trastornada por las
palabras de Raskolnikov.
‑¿Por qué? Porque no se puede vivir así. Por eso hay que razonar seriamente y ver las cosas como
son, en vez de echarse a llorar como un niño y gritar que Dios no lo permitirá. ¿Qué sucederá si un
día te llevan al hospital? Katerina Ivanovna está loca y tísica, y morirá pronto. ¿Qué será entonces
de los niños? ¿Crees que Poleshka podrá salvarse? ¿No has visto por estos barrios niños a los que
sus madres envían a mendigar? Yo sé ya dónde viven esas madres y cómo viven. Los niños de esos
lugares no se parecen a los otros. Entre ellos, los rapaces de siete años son ya viciosos y ladrones.
‑Pero ¿qué hacer, qué hacer? ‑exclamó Sonya, llorando desesperadamente mientras se retorcía las
manos.
‑¿Qué hacer? Cambiar de una vez y aceptar el sufrimiento. ¿Qué, no comprendes? Ya comprenderás
más adelante... La libertad y el poder, el poder sobre todo..., el dominio sobre todos los seres
pusilánimes... Sí, dominar a todo el hormiguero: he aquí el fin. Acuérdate de esto: es como un
testamento que hago para ti. Acaso sea ésta la última vez que te hablo. Si no vengo mañana, te
enterarás de todo. Entonces acuérdate de mis palabras. Quizá llegue un día, en el curso de los años,
en que comprendas su significado. Y si vengo mañana, te diré quién mató a Lizaveta.
Sonya se estremeció.
‑Entonces, ¿usted lo sabe? ‑preguntó, helada de espanto y dirigiéndole una mirada despavorida.
‑Lo sé y te lo diré... Sólo te lo diré a ti. Te he escogido para esto. No vendré a pedirte perdón, sino
sencillamente a decírtelo. Hace ya mucho tiempo que te elegí para esta confidencia: el mismo
día en que tu padre me habló de ti, cuando Lizaveta vivía aún. Adiós. No me des la mano. Hasta
mañana.
Y se marchó, dejando a Sonya la impresión de que había estado conversando con un loco. Pero ella
misma sentía como si le faltara la razón. La cabeza le daba vueltas.
« ¡Señor! ¿Cómo sabe quién ha matado a Lizaveta? ¿Qué significan sus palabras? »
Todo esto era espantoso. Sin embargo, no sospechaba ni remotamente la verdad.
«Debe de ser muy desgraciado... Ha abandonado a su madre y a su hermana. ¿Por qué? ¿Qué habrá
ocurrido? ¿Qué intenciones tiene? ¿Qué significan sus palabras?»
Le había besado los pies y le había dicho..., le había dicho... que no podía vivir sin ella. Sí, se lo
había dicho claramente.
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« ¡Señor, Señor...! »
Sonya estuvo toda la noche ardiendo de fiebre y delirando. Se estremecía, lloraba, se retorcía
las manos; después caía en un sueño febril y soñaba con Poleshka, con Katerina Ivanovna, con
Lizaveta, con la lectura del Evangelio, y con él, con su rostro pálido y sus ojos llameantes... Él le
besaba los pies y lloraba... ¡Señor, Señor!
Tras la puerta que separaba la habitación de Sonya del departamento de la señora Resslich había
una pieza vacía que correspondía a aquel compartimiento y que se alquilaba, como indicaba un
papel escrito colgado en la puerta de la calle y otros papeles pegados en las ventanas que daban
al canal. Sonya sabía que aquella habitación estaba deshabitada desde hacía tiempo. Sin embargo,
durante toda la escena precedente, el señor Svidrigaïlov, de pie detrás de la puerta que daba al
aposento de la joven, había oído perfectamente toda la conversación de Sonya con su visitante.
Cuando Raskolnikov se fue, Svidrigaïlov reflexionó un momento, se dirigió de puntillas a su cuarto,
contiguo a la pieza desalquilada, cogió una silla y volvió a la habitación vacía para colocarla junto
a la puerta que daba al dormitorio de Sonya. La conversación que acababa de oír le había parecido
tan interesante, que había llevado allí aquella silla, pensando que la próxima vez, al día siguiente,
por ejemplo, podría escuchar con toda comodidad, sin que turbara su satisfacción la molestia de
permanecer de pie media hora.
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Capítulo V
Cuando, al día siguiente, a las once en punto, Raskolnikov fue a ver al juez de instrucción, se
extrañó de tener que hacer diez largos minutos de antesala. Este tiempo transcurrió, como mínimo,
antes de que le llamaran, siendo así que él esperaba ser recibido apenas le anunciasen. Allí estuvo,
en la sala de espera, viendo pasar personas que no le prestaban la menor atención. En la sala
contigua trabajaban varios escribientes, y saltaba a la vista que ninguno de ellos tenía la menor
idea de quién era Raskolnikov.
El visitante paseó por toda la estancia una mirada retadora, preguntándose si habría allí algún
esbirro, algún espía encargado de vigilarle para impedir su fuga. Pero no había nada de esto. Sólo
veía caras de funcionarios que reflejaban cuidados mezquinos, y rostros de otras personas que,
como los funcionarios, no se interesaban lo más mínimo por él. Se podría haber marchado al fin del
mundo sin llamar la atención de nadie. Poco a poco se iba convenciendo de que si aquel misterioso
personaje, aquel fantasma que parecía haber surgido de la tierra y al que había visto el día anterior,
lo hubiera sabido todo, lo hubiera visto todo, él, Raskolnikov, no habría podido permanecer tan
tranquilamente en aquella sala de espera. Y ni habrían esperado hasta las once para verle, ni le
habrían permitido ir por su propia voluntad. Por lo tanto, aquel hombre no había dicho nada...,
porque tal vez no sabía nada, ni nada había visto (¿cómo lo habría podido ver?), y todo lo ocurrido
el día anterior no había sido sino un espejismo agrandado por su mente enferma.
Esta explicación, que le parecía cada vez más lógica, ya se le había ocurrido el día anterior en el
momento en que sus inquietudes, aquellas inquietudes rayanas en el terror, eran más angustiosas.
Mientras reflexionaba en todo esto y se preparaba para una nueva lucha, Raskolnikov empezó a
temblar de pronto, y se enfureció ante la idea de que aquel temblor podía ser de miedo, miedo a
la entrevista que iba a tener con el odioso Porfiry Petrovich. Pensar que iba a volver a ver a aquel
hombre le inquietaba profundamente. Hasta tal extremo le odiaba, que temía incluso que aquel
odio le traicionase, y esto le produjo una cólera tan violenta, que detuvo en seco su temblor. Se
dispuso a presentarse a Porfiry en actitud fría e insolente y se prometió a sí mismo hablar lo menos
posible, vigilar a su adversario, permanecer en guardia y dominar su irascible temperamento. En
este momento le llamaron al despacho de Porfiry Petrovich.
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56 Expresión francesa que significa “en corto”, se utiliza normalmente en la filosofía en el sentido de “nada más”,
en contraste con una alternativa más detallada.
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Y de súbito advirtió que su desconfianza, originada tan sólo por la presencia de Porfiry, a las
dos palabras y a las dos miradas cambiadas con él, había cobrado en dos minutos dimensiones
desmesuradas. Esta disposición de ánimo era sumamente peligrosa. Raskolnikov se daba perfecta
cuenta de ello. La tensión de sus nervios aumentaba, su agitación crecía...
« ¡Malo, malo! A ver si hago alguna tontería. »
‑¡Ah, sí! No se preocupe... Hay tiempo ‑dijo Porfiry Petrovich, yendo y viniendo por el despacho,
al parecer sin objeto, pues ahora se dirigía a la mesa, e inmediatamente después se acercaba a la
ventana, para volver en seguida al lado de la mesa. En sus paseos rehuía la mirada retadora de
Raskolnikov, después de lo cual se detenía de pronto y le miraba a la cara fijamente. Era extraño el
espectáculo que ofrecía aquel cuerpo rechoncho, cuyas evoluciones recordaban las de una pelota
que rebotase de una a otra pared.
Porfiry Petrovich continuó:
‑Nada nos apremia. Tenemos tiempo de sobra... ¿Fuma usted? ¿Acaso no tiene tabaco? Tenga un
cigarrillo... Aunque le recibo aquí, mis habitaciones están allí, detrás de ese tabique. El Estado
corre con los gastos. Si no las habito es porque necesitan ciertas reparaciones. Por cierto que ya
están casi terminadas. Es magnífico eso de tener una casa pagada por el Estado. ¿No opina usted
así?
‑En efecto, es una cosa magnífica ‑repuso Raskolnikov, mirándole casi burlonamente.
‑Una cosa magnífica, una cosa magnífica ‑repetía Porfiry Petrovich distraídamente‑. ¡Sí, una cosa
magnífica! ‑gritó, deteniéndose de súbito a dos pasos del joven.
La continua y estúpida repetición de aquella frase referente a las ventajas de tener casa gratuita
contrastaba extrañamente, por su vulgaridad, con la mirada grave, profunda y enigmática que el
juez de instrucción fijaba en Raskolnikov en aquel momento.
Esto no hizo sino acrecentar la cólera del joven, que, sin poder contenerse, lanzó a Porfiry Petrovich
un reto lleno de ironía e imprudente en extremo.
‑Bien sé ‑empezó a decir con una insolencia que, evidentemente, le llenaba de satisfacción‑ que
es un principio, una regla para todos los jueces, comenzar hablando de cosas sin importancia, o de
cosas serias, si usted quiere, pero que no tienen nada que ver con el asunto que interesa. El objeto
de esta táctica es alentar, por decirlo así, o distraer a la persona que interrogan, ahuyentando su
desconfianza, para después, de improviso, arrojarles en pleno rostro la pregunta comprometedora.
¿Me equivoco? ¿No es ésta una regla, una costumbre rigurosamente observada en su profesión?
‑Así... ¿usted cree que yo sólo le he hablado de la casa pagada por el Estado para...?
Al decir esto, Porfiry Petrovich guiñó los ojos y una expresión de malicioso regocijo transfiguró
su fisonomía. Las arrugas de su frente desaparecieron de pronto, sus ojos se empequeñecieron, sus
facciones se dilataron. Entonces fijó su vista en los ojos de Raskolnikov y rompió a reír con una
risa prolongada y nerviosa que sacudía todo su cuerpo. El joven se echó a reír también, con una
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risa un tanto forzada, pero cuando la hilaridad de Porfiry, al verle reír a él, se avivó hasta el punto
de que su rostro se puso como la grana, Raskolnikov se sintió dominado por una contrariedad tan
profunda, que perdió por completo la prudencia. Dejó de reír, frunció el entrecejo y dirigió al juez
de instrucción una mirada de odio que ya no apartó de él mientras duró aquella larga y, al parecer,
un tanto ficticia alegría. Por lo demás, Porfiry no se mostraba más prudente que él, ya que se había
echado a reír en sus mismas narices y parecía importarle muy poco que a éste le hubiera sentado
tan mal la cosa. Esta última circunstancia pareció extremadamente significativa al joven, el cual
dedujo que todo había sucedido a medida de los deseos de Porfiry Petrovich y que él, Raskolnikov,
se había dejado coger en un lazo. Allí, evidentemente, había alguna celada, algún propósito que él
no había logrado descubrir. La mina estaba cargada y estallaría de un momento a otro.
Echando por la calle de en medio, se levantó y cogió su gorra.
‑Porfiry Petrovich ‑dijo en un tono resuelto que dejaba traslucir una viva irritación‑. Usted
manifestó ayer el deseo de someterme a interrogatorio -subrayó con energía esta palabra‑, y he
venido a ponerme a su disposición. Si tiene usted que hacerme alguna pregunta, hágamela. En
caso contrario, permítame que me retire. No puedo perder el tiempo; tengo cierto compromiso; me
esperan para asistir al entierro de ese funcionario que murió atropellado por un coche y del cual ya
ha oído usted hablar.
Inmediatamente se arrepintió de haber dicho esto último. Después continuó, con una irritación
creciente:
‑Ya estoy harto de todo esto, ¿sabe usted? Hace mucho tiempo que estoy harto... Ha sido una de
las causas de mi enfermedad... En una palabra ‑añadió, levantando la voz al considerar que esta
frase sobre su enfermedad no venía a cuento‑, en una palabra: haga usted el favor de interrogarme
o permítame que me vaya inmediatamente... Pero si me interroga, habrá de hacerlo con arreglo a
las normas legales y de ningún otro modo... Y como veo que no decide usted nada, adiós. Por el
momento, usted y yo no tenemos nada que decirnos.
‑Pero ¿qué dice usted, hombre de Dios? ¿Sobre qué le tengo que interrogar? ‑exclamó al punto
Porfiry Petrovich, cambiando de tono y dejando de reír‑. No se preocupe usted ‑añadió, reanudando
sus paseos, para luego, de pronto, arrojarse sobre Raskolnikov y hacerlo sentar‑. No hay prisa, no
hay prisa. Además, esto no tiene ninguna importancia. Por el contrario, estoy encantado de que haya
venido usted a verme. Le he recibido como a un amigo. En cuanto a esta maldita risa, perdóneme,
mi querido Rodion Romanovich... Se llama usted así, ¿verdad? Soy un hombre nervioso y me ha
hecho mucha gracia la agudeza de su observación. A veces estoy media hora sacudido por la risa
como una pelota de goma. Soy propenso a la risa por naturaleza. Mi temperamento me hace temer
incluso la apoplejía... Pero siéntese, amigo mío, se lo ruego. De lo contrario, creeré que está usted
enfadado.
Raskolnikov no desplegaba los labios. Se limitaba a escuchar y observar con las cejas fruncidas.
Se sentó, pero sin dejar la gorra.
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‑Quiero decirle una cosa, mi querido Rodion Romanovich; una cosa que le ayudará a comprender
mi carácter ‑continuó Porfiry Petrovich, sin cesar de dar vueltas por la habitación, pero procurando
no cruzar su mirada con la de Raskolnikov‑. Yo soy, ya lo ve usted, un solterón, un hombre nada
mundano, desconocido y, por añadidura, acabado, embotado, y... y... ¿ha observado usted, Rodion
Romanovich, que aquí en Rusia, y sobre todo en los círculos petersburgueses, cuando se encuentran
dos hombres inteligentes que no se conocen bien todavía, pero que se aprecian mutuamente, están
lo menos media hora sin saber qué decirse? Permanecen petrificados y confusos el uno frente al
otro. Ciertas personas tienen siempre algo de que hablar. Las damas, la gente de mundo, la de alta
sociedad, tienen siempre un tema de conversación, c’est de rigueur57; pero las personas de la clase
media, como nosotros, son tímidas y taciturnas... Me refiero a los que son capaces de pensar...
¿Cómo se explica usted esto, amigo mío? ¿Es que no tenemos el debido interés por las cuestiones
sociales? No, no es esto. Entonces, ¿es por un exceso de honestidad, porque somos demasiado
leales y no queremos engañarnos unos a otros...? No lo sé. ¿Usted qué opina...? Pero deje la gorra.
Parece que esté usted a punto de marcharse, y esto me contraría, se lo aseguro, pues, en contra de
lo que usted cree, estoy encantado...
Raskolnikov dejó la gorra, pero sin romper su mutismo. Con el entrecejo fruncido, escuchaba
atentamente la palabrería deshilvanada de Porfiry Petrovich.
«Dice todas estas cosas afectadas y ridículas para distraer mi atención.»
‑No le ofrezco café ‑prosiguió el infatigable Porfiry- porque el lugar no me parece adecuado... El
servicio le llena a uno de obligaciones... Pero podemos pasar cinco minutos en amistosa compañía
y distraernos un poco... No se moleste, mi querido amigo, por mi continuo ir y venir. Excúseme.
Temo enojarle, pero necesito a toda costa el ejercicio. Me paso el día sentado, y es un gran bien
para mí poder pasear durante cinco minutos... Mis hemorroides, ¿sabe usted...? Tengo el propósito
de someterme a un tratamiento gimnástico. Se dice que consejeros de Estado e incluso consejeros
privados no se avergüenzan de saltar a la comba. He aquí hasta dónde ha llegado la ciencia en
nuestros días... En cuanto a las obligaciones de mi cargo, a los interrogatorios y todo ese formulismo
del que usted me ha hablado hace un momento, le diré, mi querido Rodion Romanovich, que a
veces desconciertan más al magistrado que al declarante. Usted acaba de observarlo con tanta
razón como agudeza. ‑Raskolnikov no había hecho ninguna observación de esta índole‑. Uno se
confunde. ¿Cómo no se ha de confundir, con los procedimientos que se siguen y que son siempre
los mismos? Se nos han prometido reformas, pero ya verá como no cambian más que los términos.
¡Je, je, je! En lo que concierne a nuestras costumbres jurídicas, estoy plenamente de acuerdo
con sus sutiles observaciones... Ningún acusado, ni siquiera el mujik más obtuso, puede ignorar
que, al empezar nuestro interrogatorio, trataremos de ahuyentar su desconfianza (según su feliz
expresión), a fin de asestarle seguidamente un hachazo en pleno cráneo (para utilizar su ingeniosa
metáfora). ¡Je, je, je...! ¿De modo que usted creía que yo hablaba de mi casa pagada por el Estado
para...? Verdaderamente, es usted un hombre irónico... No, no; no volveré a este asunto... Pero
sí, pues las ideas se asocian y unas palabras llevan a otras palabras. Usted ha mencionado el
57 “Esto es obligatorio”.
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interrogatorio según las normas legales. Pero ¿qué importan estas normas, que en más de un caso
resultan sencillamente absurdas? A veces, una simple charla amistosa da mejores resultados. Estas
normas no desaparecerán nunca, se lo digo para su tranquilidad; pero ¿qué son las normas, le
pregunto yo? El juez de instrucción jamás debe dejarse maniatar por ellas. La misión del magistrado
que interroga a un declarante es, dentro de su género, un arte, o algo parecido. ¡Je, je, je!
Porfiry Petrovich se detuvo un instante para tomar alientos. Hablaba sin descanso y, generalmente,
para no decir nada, para devanar una serie de ideas absurdas, de frases estúpidas, entre las que
deslizaba de vez en cuando una palabra enigmática que naufragaba al punto en el mar de aquella
palabrería sin sentido. Ahora casi corría por el despacho, moviendo aceleradamente sus gruesas
y cortas piernas, con la mirada fija en el suelo, la mano derecha en la espalda y haciendo con la
izquierda ademanes que no tenían relación alguna con sus palabras.
Raskolnikov se dio cuenta de pronto que un par de veces, al llegar junto a la puerta, se había
detenido, al parecer para prestar atención.
« ¿Esperará a alguien? »
‑Tiene usted razón -continuó Porfiry Petrovich alegremente y con una amabilidad que llenó a
Raskolnikov de inquietud y desconfianza‑. Tiene usted motivo para burlarse tan ingeniosamente
como lo ha hecho de nuestras costumbres jurídicas. Se pretende que tales procedimientos (no todos,
naturalmente) tienen por base una profunda filosofía. Sin embargo, son perfectamente ridículos y
generalmente estériles, sobre todo si se siguen al pie de la letra las normas establecidas... Hemos
vuelto, pues, a la cuestión de las normas. Bien; supongamos que yo sospecho que cierto señor es
el autor de un crimen cuya instrucción se me ha confiado... Usted ha estudiado Derecho, ¿verdad,
Rodion Romanovich?
‑Empecé.
‑Pues bien, he aquí un ejemplo que podrá serle útil más adelante... Pero no crea que pretendo hacer
de profesor con usted, que publica en los periódicos artículos tan profundos. No, yo sólo me tomo
la libertad de exponerle un hecho a modo de ejemplo. Si yo considero a un individuo cualquiera
como un criminal, ¿por qué, dígame, he de inquietarle prematuramente, incluso en el caso de que
tenga pruebas contra él? A algunos me veo obligado a detenerlos inmediatamente, pero otros son
de un carácter completamente distinto. ¿Por qué no he de dejar a mi culpable pasearse un poco
por la ciudad? ¡Je, je...! Ya veo que usted no me acaba de comprender. Se lo voy a explicar más
claramente. Si me apresuro a ordenar su detención, le proporciono un punto de apoyo moral, por
decirlo así. ¿Se ríe usted?
Raskolnikov estaba muy lejos de reírse. Tenía los labios apretados, y su ardiente mirada no se
apartaba de los ojos de Porfiry Petrovich.
‑Sin embargo ‑continuó éste‑, tengo razón, por lo menos en lo que concierne a ciertos individuos,
pues los hombres son muy diferentes unos de otros y nuestra única consejera digna de crédito es
la práctica. Pero, desde el momento que tiene usted pruebas, me dirá usted... ¡Dios mío! Usted
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sabe muy bien lo que son las pruebas: tres de cada cuatro son dudosas. Y yo, a la vez que juez
de instrucción, soy un ser humano y en consecuencia, tengo mis debilidades. Una de ellas es mi
deseo de que mis diligencias tengan el rigor de una demostración matemática. Quisiera que mis
pruebas fueran tan evidentes como que dos y dos son cuatro, que constituyeran una demostración
clara e indiscutible. Pues bien, si yo ordeno la detención del culpable antes de tiempo, por muy
convencido que esté de su culpa, me privo de los medios de poder demostrarlo ulteriormente.
¿Por qué? Porque le proporciono, por decirlo así, una situación normal. Es un detenido, y como
detenido se comporta: se retira a su caparazón, se me escapa... Se cuenta que en Sevastopol,
inmediatamente después de la batalla de Alma, los defensores estaban aterrados ante la idea de un
ataque del enemigo: no dudaban de que Sevastopol sería tomado por asalto. Pero cuando vieron
cavar las primeras trincheras para comenzar un sitio normal, se tranquilizaron y se alegraron. Estoy
hablando de personas inteligentes. «Tenemos lo menos para dos meses ‑se decían‑, pues un asedio
normal requiere mucho tiempo.» ¿Otra vez se ríe usted? ¿No me cree? En el fondo, tiene usted
razón; sí, tiene usted razón. Éstos no son sino casos particulares. Estoy completamente de acuerdo
con usted en que acabo de exponerle un caso particular. Pero hay que hacer una observación sobre
este punto, mi querido Rodion Romanovich, y es que el caso general que responde a todas las
formas y fórmulas jurídicas; el caso típico para el cual se han concebido y escrito las reglas, no
existe, por la sencilla razón de que cada causa, cada crimen, apenas realizado, se convierte en un
caso particular, ¡y cuán especial a veces!: un caso distinto a todos los otros conocidos y que, al
parecer, no tiene ningún precedente.
»Algunos resultan hasta cómicos. Supongamos que yo dejo a uno de esos señores en libertad. No
lo mando detener, no lo molesto para nada. Él debe saber, o por lo menos suponer, que en todo
momento, hora por hora, minuto por minuto, yo estoy al corriente de lo que hace, que conozco
perfectamente su vida, que le vigilo día y noche. Le sigo por todas partes y sin descanso, y puede
estar usted seguro de que, por poco que él se dé cuenta de ello, acabará por perder la cabeza.
Y entonces él mismo vendrá a entregarse y, además, me proporcionará los medios de dar a mi
sumario un carácter matemático. Esto no deja de tener cierto atractivo. Este sistema puede tener
éxito con un burdo mujik, pero aún más con un hombre culto e inteligente. Pues hay en todo
esto algo muy importante, amigo mío, y es establecer cómo puede haber procedido el culpable.
No nos olvidemos de los nervios. Nuestros contemporáneos los tienen enfermos, excitados, en
tensión... ¿Y la bilis? ¡Ah, los que tienen bilis...! Le aseguro que aquí hay una verdadera fuente
de información. ¿Por qué, pues, me ha de inquietar ver a mi hombre ir y venir libremente? Puedo
dejarlo pasear, gozar del poco tiempo que le queda, pues sé que está en mi poder y que no se puede
escapar... ¿Adónde iría? ¡Je, je, je! ¿Al extranjero, dice usted? Un polaco podría huir al extranjero,
pero no él, y menos cuando se le vigila y están tomadas todas las medidas para evitar su evasión.
¿Huir al interior del país? Allí no encontrará más que incultos mujiks, gente primitiva, verdaderos
rusos, y un hombre civilizado prefiere el presidio a vivir entre unos mujiks que para él son como
extranjeros. ¡Je, je...! Por otra parte, todo esto no es sino la parte externa de la cuestión. ¡Huir! Esto
es sólo una palabra. Él no huirá, no solamente porque no tiene adónde ir, sino porque me pertenece
psicológicamente... ¡Je, je! ¿Qué me dice usted de la expresión? No huirá porque se lo impide
una ley de la naturaleza. ¿Ha visto usted alguna vez una mariposa ante una bujía? Pues él girará
incesantemente alrededor de mi persona como el insecto alrededor de la llama. La libertad ya no
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tendrá ningún encanto para él. Su inquietud irá en aumento; una sensación creciente de hallarse
como enredado en una tela de araña le dominará; un terror indecible se apoderará de él. Y hará tales
cosas, que su culpabilidad quedará tan clara como que dos y dos son cuatro. Para que así suceda,
bastará proporcionarle un entreacto de suficiente duración. Siempre, siempre irá girando alrededor
de mi persona, describiendo círculos cada vez más estrechos, y al fin, ¡plaf!, se meterá en mi propia
boca y yo lo engulliré tranquilamente. Esto no deja de tener su encanto, ¿no le parece?
Raskolnikov no le contestó. Estaba pálido e inmóvil. Sin embargo, seguía observando a Porfiry
con profunda atención.
«Me ha dado una buena lección ‑se dijo mentalmente, helado de espanto‑. Esto ya no es el juego
del gato y el ratón con que nos entretuvimos ayer. No me ha hablado así por el simple placer de
hacer ostentación de su fuerza. Es demasiado inteligente para eso. Sin duda persigue otro fin, pero
¿cuál? ¡Bah! Todo esto es sólo un ardid para asustarme. ¡Eh, amigo! No tienes pruebas. Además,
el hombre de ayer no existe. Lo que tú pretendes es desconcertarme, irritarme hasta el máximo,
para asestarme al fin el golpe decisivo. Pero te equivocas; saldrás trasquilado... ¿Por qué hablará
con segundas palabras? Pretende aprovecharse del mal estado de mis nervios... No, amigo mío, no
te saldrás con la tuya. No sé lo que habrás tramado, pero te llevarás un chasco mayúsculo. Vamos
a ver qué es lo que tienes preparado.»
Y reunió todas sus fuerzas para afrontar valerosamente la misteriosa catástrofe que preveía.
Experimentaba un ávido deseo de arrojarse sobre Porfiry Petrovich y estrangularlo.
En el momento de entrar en el despacho del juez, ya había temido no poder dominarse. Sentía latir
su corazón con violencia; tenía los labios resecos y espesa la saliva. Sin embargo, decidió guardar
silencio para no pronunciar ninguna palabra imprudente. Comprendía que ésta era la mejor táctica
que podía seguir en su situación, pues así no solamente no corría peligro de comprometerse, sino
que tal vez conseguiría irritar a su adversario y arrancarle alguna palabra imprudente. Ésta era su
esperanza por lo menos.
‑Ya veo que no me ha creído usted -prosiguió Porfiry‑. Usted supone que todo esto son bromas
inocentes.
Se mostraba cada vez más alegre y no cesaba de dejar oír una risita de satisfacción, mientras de
nuevo iba y venía por el despacho.
‑Comprendo que lo haya tomado usted a broma. Dios me ha dado una figura que sólo despierta
en los demás pensamientos cómicos. Tengo el aspecto de un bufón. Sin embargo, quiero decirle y
repetirle una cosa, mi querido Rodion Romanovich... Pero, ante todo, le ruego que me perdone este
lenguaje de viejo. Usted es un hombre que está en la flor de la vida, e incluso en la primera juventud,
y, como todos los jóvenes, siente un especial aprecio por la inteligencia humana. La agudeza de
ingenio y las deducciones abstractas le seducen. Esto me recuerda los antiguos problemas militares
de Austria, en la medida, claro es, de mis conocimientos sobre la materia. En teoría, los austriacos
habían derrotado a Napoleón, e incluso le consideraban prisionero. Es decir, que en la sala de
reuniones lo veían todo de color de rosa. Pero ¿qué ocurrió en la realidad? Que el general Mack
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se rindió con todo su ejército. ¡Je, je, je...! Ya veo, mi querido Rodion Romanovich, que en su
interior se está riendo de mí, porque el hombre apacible que soy en la vida privada echa mano,
para todos sus ejemplos, de la historia militar. Pero ¿qué le vamos a hacer? Es mi debilidad. Soy un
enamorado de las cosas militares, y mis lecturas predilectas son aquellas que se relacionan con la
guerra... Verdaderamente, he equivocado mi carrera. Debí ingresar en el ejército. No habría llegado
a ser un Napoleón, pero sí a conseguir el grado de comandante. ¡Je, je, je...! Bien; ahora voy a
decirle sinceramente todo lo que pienso, mi querido amigo, acerca del «caso que nos interesa». La
realidad y la naturaleza, señor mío, son cosas importantísimas y que reducen a veces a la nada el
cálculo más ingenioso. Crea usted a este viejo, Rodion Romanovich...
Y al pronunciar estas palabras, Porfiry Petrovich, que sólo contaba treinta y cinco años, parecía
haber envejecido: hasta su voz había cambiado, y se diría que se había arqueado su espalda.
‑Además -continuó‑, yo soy un hombre sincero... ¿Verdad que soy un hombre sincero? Dígame:
¿usted qué cree? A mí me parece que no se puede ir más lejos en la sinceridad. Yo le he hecho
verdaderas confidencias sin exigir compensación alguna. ¡Je, je, je! En fin, volvamos a nuestro
asunto. El ingenio es, a mi entender, algo maravilloso, un ornamento de la naturaleza, por decirlo
así, un consuelo en medio de la dureza de la vida, algo que permite, al parecer, confundir a un
pobre juez que, por añadidura, se ha dejado engañar por su propia imaginación, pues, al fin y al
cabo, no es más que un hombre. Pero la naturaleza acude en ayuda de ese pobre juez, y esto es lo
malo para el otro. Esto es lo que la juventud que confía en su ingenio y que «franquea todos los
obstáculos», como usted ha dicho ingeniosamente, no quiere tener en cuenta.
»Supongamos que ese hombre miente... Me refiero al hombre desconocido de nuestro caso
particular... Supongamos que miente, y de un modo magistral. Como es lógico, espera su triunfo,
cree que va a recoger los frutos de su destreza; pero, de pronto, ¡crac!, se desvanece en el lugar más
comprometedor para él. Vamos a suponer que atribuye el síncope a una enfermedad que padece o
a la atmósfera asfixiante de la habitación, cosa frecuente en los locales cerrados. Pues bien, no por
eso deja de inspirar sospechas... Su mentira ha sido perfecta, pero no ha pensado en la naturaleza
y se encuentra como cogido en una trampa.
»Otro día, dejándose llevar de su espíritu burlón, trata de divertirse a costa de alguien que sospecha
de él. Finge palidecer de espanto, pero he aquí que representa su papel con demasiada propiedad,
que su palidez es demasiado natural, y esto será otro indicio. Por el momento, su interlocutor podrá
dejarse engañar, pero, si no es un tonto, al día siguiente cambiará de opinión. Y el imprudente
cometerá error tras error. Se meterá donde no le llaman para decir las cosas más comprometedoras,
para exponer alegorías cuyo verdadero sentido nadie dejará de comprender. Incluso llegará a
preguntar por qué no lo han detenido todavía. ¡Je, je, je...! Y esto puede ocurrir al hombre más
sagaz, a un psicólogo, a un literato. La naturaleza es un espejo, el espejo más diáfano, y basta
dirigir la vista a él. Pero ¿qué le sucede, Rodion Romanovich? ¿Le ahoga esta atmósfera tal vez?
¿Quiere que abra la ventana?
‑No se preocupe ‑exclamó Raskolnikov, echándose de pronto a reír‑. Le ruego que no se moleste.
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Porfiry se detuvo ante él, estuvo un momento mirándole y luego se echó a reír también. Entonces
Raskolnikov, cuya risa convulsiva se había calmado, se puso en pie.
‑Porfiry Petrovich ‑dijo levantando la voz y articulando claramente las palabras, a pesar del esfuerzo
que tenía que hacer para sostenerse sobre sus temblorosas piernas‑, estoy seguro de que usted
sospecha que soy el asesino de la vieja y de su hermana Lizaveta. Y quiero decirle que hace tiempo
que estoy harto de todo esto. Si usted se cree con derecho a perseguirme y detenerme, hágalo. Pero
no le permitiré que siga burlándose de mí en mi propia cara y torturándome como lo está haciendo.
Sus labios empezaron a temblar de pronto; sus ojos, a despedir llamaradas de cólera, y su voz,
dominada por él hasta entonces, empezó a vibrar.
‑¡No lo permitiré! ‑exclamó, descargando violentamente su puño sobre la mesa‑. ¿Oye usted,
Porfiry Petrovich? ¡No lo permitiré!
‑¡Señor! Pero ¿qué dice usted? ¿Qué le pasa? ‑dijo Porfiry Petrovich con un gesto de vivísima
inquietud‑. ¿Qué tiene usted, mi querido Rodion Romanovich?
‑¡No lo permitiré! ‑gritó una vez más Raskolnikov.
‑No levante tanto la voz. Nos pueden oír. Vendrán a ver qué pasa, y ¿qué les diremos? ¿No
comprende?
Dijo esto en un susurro, como asustado y acercando su rostro al de Raskolnikov.
‑No lo permitiré, no lo permitiré ‑repetía Rodya maquinalmente.
Sin embargo, había bajado también la voz. Porfiry se volvió rápidamente y corrió a abrir la ventana.
‑Hay que airear la habitación. Y debe usted beber un poco de agua, amigo mío, pues está
verdaderamente trastornado.
Ya se dirigía a la puerta para pedir el agua, cuando vio que había una garrafa en un rincón.
‑Tenga, beba un poco ‑dijo, corriendo hacia él con la garrafa en la mano‑. Tal vez esto le...
El temor y la solicitud de Porfiry Petrovich parecían tan sinceros, que Raskolnikov se quedó
mirándole con viva curiosidad. Sin embargo, no quiso beber.
‑Rodion Romanovich, mi querido amigo, se va usted a volver loco. ¡Beba, por favor! ¡Beba aunque
sólo sea un sorbo!
Le puso a la fuerza el vaso en la mano. Raskolnikov se lo llevó a la boca y después, cuando se
recobró, lo depositó en la mesa con un gesto de hastío.
‑Ha tenido usted un amago de ataque ‑dijo Porfiry Petrovich afectuosamente y, al parecer, muy
turbado‑. Se mortifica usted de tal modo, que volverá a ponerse enfermo. No comprendo que una
persona se cuide tan poco. A usted le pasa lo que a Dmitri Prokofich. Precisamente ayer vino a
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verme. Yo reconozco que está en lo cierto cuando me dice que tengo un carácter cáustico, es decir,
malo. Pero ¡qué deducciones ha hecho, Señor! Vino cuando usted se marchó, y durante la comida
habló tanto, que yo no pude hacer otra cosa que abrir los brazos para expresar mi asombro. « ¡Qué
ocurrencia! ‑pensaba‑. ¡Señor! ¡Dios mío! » Le envió usted, ¿verdad...? Pero siéntese, amigo mío;
siéntese, por el amor de Dios.
‑Yo no lo envié ‑repuso Raskolnikov‑, pero sabía que tenía que venir a su casa y por qué motivo.
‑¿Conque lo sabía?
‑Sí. ¿Qué piensa usted de ello?
‑Ya se lo diré, pero antes quiero que sepa, mi querido Rodion Romanovich, que estoy enterado
de que usted puede jactarse de otras muchas hazañas. Mejor dicho, estoy al corriente de todo.
Sé que fue usted a alquilar una habitación al anochecer, y que tiró del cordón de la campanilla,
y que empezó a hacer preguntas sobre las manchas de sangre, lo que dejó estupefactos a los
empapeladores y al portero. Comprendo su estado de ánimo, es decir, el estado de ánimo en que se
hallaba aquel día pero no por eso deja de ser cierto que va usted a volverse loco, sin duda alguna,
si sigue usted así. Acabará perdiendo la cabeza, ya lo verá. Una noble indignación hace hervir su
sangre. Usted está irritado, en primer lugar contra el destino, después contra la policía. Por eso va
usted de un lado a otro tratando de despertar sospechas en la gente. Quiere terminar cuanto antes,
pues está usted harto de sospechas y comadreos estúpidos. ¿Verdad que no me equivoco, que he
interpretado exactamente su estado de ánimo?
»Pero si sigue así, no será usted solo el que se volverá loco, sino que trastornará al bueno de
Razumikhin, y no me negará usted que no estaría nada bien hacer perder la cabeza a ese muchacho
tan simpático. Usted está enfermo; él tiene un exceso de bondad, y precisamente esa bondad es lo
que le expone a contagiarse. Cuando se haya tranquilizado usted un poco, mi querido amigo, ya
le contaré... Pero siéntese, por el amor de Dios. Descanse un poco. Está usted blanco como la cal.
Siéntese, haga el favor.
Raskolnikov obedeció. El temblor que le había asaltado se calmaba poco a poco y la fiebre se iba
apoderando de él. Pese a su visible inquietud, escuchaba con profunda sorpresa las muestras de
interés de Porfiry Petrovich. Pero no daba fe a sus palabras, a pesar de que experimentaba una
tendencia inexplicable a creerle. La alusión inesperada de Porfiry al alquiler de la habitación le
había paralizado de asombro.
« ¿Cómo se habrá enterado de esto y por qué me lo habrá dicho? »
‑Durante el ejercicio de mi profesión ‑continuó inmediatamente Porfiry Petrovich‑, he tenido un
caso análogo, un caso morboso. Un hombre se acusó de un asesinato que no había cometido. Era
juguete de una verdadera alucinación. Exponía hechos, los refería, confundía a todo el mundo.
Y todo esto, ¿por qué? Porque indirectamente y sin conocimiento de causa había facilitado la
perpetración de un crimen. Cuando se dio cuenta de ello, se sintió tan apenado, se apoderó de él tal
angustia, que se imaginó que era el asesino. Al fin, el Senado aclaró el asunto y el infeliz fue puesto
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en libertad, pero, de no haber intervenido el Senado, no habría habido salvación para él. Pues bien,
amigo mío, también a usted se le puede trastornar el juicio si pone sus nervios en tensión yendo a
tirar del cordón de una campanilla al anochecer y haciendo preguntas sobre manchas de sangre...
En la práctica de mi profesión me ha sido posible estudiar estos fenómenos psicológicos. Lo que
nuestro hombre siente es un vértigo parecido al que impulsa a ciertas personas a arrojarse por una
ventana o desde lo alto de un campanario; una especie de atracción irresistible; una enfermedad,
Rodion Romanovich, una enfermedad y nada más que una enfermedad. Usted descuida la suya
demasiado. Debe consultar a un buen médico y no a ese tipo rollizo que lo visita... Usted delira a
veces, y ese mal no tiene más origen que el delirio...
Momentáneamente, Raskolnikov creyó ver que todo daba vueltas.
« ¿Es posible que esté fingiendo? ¡No, no es posible! », se dijo, rechazando con todas sus fuerzas
un pensamiento que ‑se daba perfecta cuenta de ello‑ amenazaba hacerle enloquecer de furor.
‑En aquellos momentos, yo no estaba bajo los efectos del delirio, procedía con plena conciencia de
mis actos ‑exclamó, pendiente de las reacciones de Porfiry Petrovich, en su deseo de descubrir sus
intenciones‑. Conservaba toda mi razón, toda mi razón, ¿oye usted?
‑Sí, lo oigo y lo comprendo. Ya lo dijo usted ayer, e insistió sobre este punto. Yo comprendo
anticipadamente todo lo que usted puede decir. Óigame, Rodion Romanovich, mi querido amigo:
permítame hacerle una nueva observación. Si usted fuese el culpable o estuviese mezclado en este
maldito asunto, ¿habría dicho que conservaba plenamente la razón? Yo creo que, por el contrario,
usted habría afirmado, y se habría aferrado a su afirmación, que usted no se daba cuenta de lo que
hacía. ¿No tengo razón? Dígame, ¿no la tengo?
El tono de la pregunta dejaba entrever una celada. Raskolnikov se recostó en el respaldo del sofá
para apartarse de Porfiry, cuyo rostro se había acercado al suyo, y le observó en silencio, con una
mirada fija y llena de asombro.
‑Algo parecido puede decirse de la visita de Razumikhin. Si usted fuese el culpable, habría dicho
que él había venido a mi casa por impulso propio y habría ocultado que usted le había incitado a
hacerlo. Sin embargo, usted ha dicho que Razumikhin vino a verme porque usted lo envió.
Raskolnikov se estremeció. El no había hecho afirmación semejante.
‑Sigue usted mintiendo ‑dijo, esbozando una sonrisa de hastío y con voz lenta y débil‑. Usted
quiere demostrarme que lee en mi pensamiento, que puede predecir todas mis respuestas ‑añadió,
dándose cuenta de que ya era incapaz de medir sus palabras‑. Usted quiere asustarme; usted se está
burlando de mí, sencillamente.
Mientras decía esto no apartaba la vista del juez de instrucción. De súbito, un terrible furor fulguró
en sus ojos.
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‑Está diciendo una mentira tras otra -exclamó‑. Usted sabe muy bien que la mejor táctica que
puede seguir un culpable es sujetarse a la verdad tanto como sea posible..., declarar todo aquello
que no pueda ocultarse. ¡No le creo a usted!
‑¡Qué veleta es usted! ‑dijo Porfiry con una risita mordaz‑. No hay medio de entenderse con usted.
Está dominado por una idea fija. ¿No me cree? Pues yo creo que empieza usted a creerme. Con
diez centímetros de fe me bastará para conseguir que llegue al metro y me crea del todo. Porque le
tengo verdadero afecto y sólo deseo su bien.
Los labios de Raskolnikov empezaron a temblar.
‑Sí, le tengo verdadero afecto ‑prosiguió Porfiry, apretando amistosamente el brazo del joven‑, y
no se lo volveré a repetir. Además, tenga en cuenta que su familia ha venido a verle. Piense en ella.
Usted debería hacer todo lo posible para que su madre y su hermana se sintieran dichosas y, por el
contrario, sólo les causa inquietudes...
‑Eso no le importa. ¿Cómo se ha enterado usted de estas cosas? ¿Por qué me vigila y qué interés
tiene en que yo lo sepa?
‑Pero oiga usted, óigame, amigo mío: si sé todo esto es sólo por usted. Usted no se da cuenta de que,
cuando está nervioso, lo cuenta todo, lo mismo a mí que a los demás. Razumikhin me ha contado
también muchas cosas interesantes... Cuando usted me ha interrumpido, iba a decirle que, a pesar
de su inteligencia, su desconfianza le impide ver las cosas como son... Le voy a poner un ejemplo,
volviendo a nuestro asunto. Lo del cordón de la campanilla es un detalle de valor extraordinario
para un juez que está instruyendo un sumario. Y usted se lo refiere a este juez con toda franqueza,
sin reserva alguna. ¿No deduce usted nada de esto? Si yo le creyera culpable, ¿habría procedido
como lo he hecho? Por el contrario, habría procurado ahuyentar su desconfianza, no dejarle entrever
que estaba al corriente de este detalle, para arrojarle al rostro, de súbito, la pregunta siguiente: «
¿Qué hacia usted, entre diez y once, en las habitaciones de las víctimas? ¿Y por qué tiró del cordón
de la campanilla y habló de las manchas de sangre? ¿Y por qué dijo a los porteros que le llevaran
a la comisaría? » He aquí cómo habría procedido yo si hubiera abrigado la menor sospecha contra
usted: le habría sometido a un interrogatorio en toda regla. Y habría dispuesto que se efectuara un
registro en la habitación que tiene alquilada, y habría ordenado que le detuvieran... El hecho de que
haya obrado de otro modo es buena prueba de que no sospecho de usted. Pero usted ha perdido el
sentido de la realidad, lo repito, y es incapaz de ver nada.
Raskolnikov temblaba de pies a cabeza, y tan violentamente, que Porfiry Petrovich no pudo menos
de notarlo.
‑No hace usted más que mentir ‑repitió resueltamente‑. Ignoro lo que persigue con sus mentiras,
pero sigue usted mintiendo. No hablaba así hace un momento; por eso no puedo equivocarme...
¡Miente usted!
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‑¿Que miento? ‑replicó Porfiry, acalorándose visiblemente, pero conservando su acento irónico
y jovial y no dando, al parecer, ninguna importancia a la opinión que Raskolnikov tuviera de él‑.
¿Cómo puede decir eso sabiendo cómo he procedido con usted? ¡Yo, el juez de instrucción, le he
sugerido todos los argumentos psicológicos que podría usted utilizar: la enfermedad, el delirio,
el amor propio excitado por el sufrimiento, la neurastenia, y esos policías...! ¡Je, je, je...! Sin
embargo, dicho sea de paso, esos medios de defensa no tienen ninguna eficacia. Son armas de dos
filos y pueden volverse contra usted. Usted dirá: «La enfermedad, el desvarío, la alucinación... No
me acuerdo de nada.» Y le contestarán: «Todo eso está muy bien, amigo mío; pero ¿por qué su
enfermedad tiene siempre las mismas consecuencias, por qué le produce precisamente ese tipo de
alucinación? » Esta enfermedad podía tener otras manifestaciones, ¿no le parece? ¡Je, je, je!
Raskolnikov le miró con despectiva arrogancia.
‑En resumidas cuentas ‑dijo firmemente, levantándose y apartando a Porfiry‑, yo quiero saber
claramente si me puedo considerar o no al margen de toda sospecha. Dígamelo, Porfiry Petrovich;
dígamelo ahora mismo y sin rodeos.
‑Ahora me sale con una exigencia. ¡Hasta tiene exigencias, Señor! ‑exclamó Porfiry Petrovich
con perfecta calma y cierto tonillo de burla‑. Pero ¿a qué vienen esas preguntas? ¿Acaso sospecha
alguien de usted? Se comporta como un niño caprichoso que quiere tocar el fuego. ¿Y por qué se
inquieta usted de ese modo y viene a visitarnos cuando nadie le llama?
‑¡Le repito ‑replicó Raskolnikov, ciego de ira‑ que no puedo soportar...!
‑¿La incertidumbre? ‑le interrumpió Porfiry.
‑¡No me saque de quicio! ¡No se lo puedo permitir! ¡De ningún modo lo permitiré! ¿Lo ha oído?
¡De ningún modo!
Y Raskolnikov dio un fuerte puñetazo en la mesa.
‑¡Silencio! Hable más bajo. Se lo digo en serio. Procure reprimirse. No estoy bromeando.
Al decir esto Porfiry, su semblante había perdido su expresión de temor y de bondad. Ahora
ordenaba francamente, severamente, con las cejas fruncidas y un gesto amenazador. Parecía haber
terminado con las simples alusiones y los misterios y estar dispuesto a quitarse la careta. Pero esta
actitud fue momentánea.
Raskolnikov se sintió interesado al principio; después, de súbito, notó que la ira le dominaba. Sin
embargo, aunque su exasperación había llegado al límite, obedeció ‑cosa extraña‑ la orden de bajar
la voz.
‑No me dejaré torturar -murmuró en el mismo tono de antes. Pero advertía, con una mezcla de
amargura y rencor, que no podía obrar de otro modo, y esta convicción aumentaba su cólera‑.
Deténgame ‑añadió‑, regístreme si quiere; pero aténgase a las reglas y no juegue conmigo. ¡Se lo
prohíbo!
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‑Nada de reglas ‑respondió Porfiry, que seguía sonriendo burlonamente y miraba a Raskolnikov
con cierto júbilo‑. Le invité a venir a verme como amigo.
‑No quiero para nada su amistad, la desprecio. ¿Oye usted? Y ahora cojo mi gorra y me marcho.
Veremos qué dice usted, si tiene intención de arrestarme.
Cogió su gorra y se dirigió a la puerta.
‑¿No quiere ver la sorpresa que le he reservado? ‑le dijo Porfiry Petrovich, con su irónica sonrisita
y cogiéndole del brazo, cuando ya estaba ante la puerta. Parecía cada vez más alegre y burlón, y
esto ponía a Raskolnikov fuera de sí.
‑¿Una sorpresa? ¿Qué sorpresa? ‑preguntó Rodya, fijando en el juez de instrucción una mirada
llena de inquietud.
‑Una sorpresa que está detrás de esa puerta... ¡Je, je, je!
Señalaba la puerta cerrada que comunicaba con sus habitaciones.
‑Incluso la he encerrado bajo llave para que no se escape.
‑¿Qué demonios se trae usted entre manos?
Raskolnikov se acercó a la puerta y trató de abrirla, pero no le fue posible.
‑Está cerrada con llave y la llave la tengo yo -dijo Porfiry.
Y, en efecto, le mostró una llave que acababa de sacar del bolsillo.
‑No haces más que mentir -gruñó Raskolnikov sin poder dominarse‑. ¡Mientes, mientes, maldito
polichinela58!
Y se arrojó sobre el juez de instrucción, que retrocedió hasta la puerta, aunque sin demostrar temor
alguno.
‑¡Comprendo tu táctica! ¡Lo comprendo todo! ‑siguió vociferando Raskolnikov‑. Mientes y me
insultas para irritarme y que diga lo que no debo.
‑¡Pero si usted no tiene nada que ocultar, mi querido Rodion Romanovich! ¿Por qué se excita de
ese modo? No grite más o llamo.
‑¡Mientes, mientes! ¡No pasará nada! ¡Ya puedes llamar! Sabes que estoy enfermo y has pretendido
exasperarme, aturdirme, para que diga lo que no debo. Éste ha sido tu plan. No tienes pruebas; lo
único que tienes son míseras sospechas, conjeturas tan vagas como las de Zamyotov. Tú conocías
58 Es un personaje de un género de comedia nacido en el siglo XVI en Italia, al cual se le llamó Comedia del Arte.
Su origen es incierto vestía siempre de blanco y con un gorro puntiagudo, de carácter burlesco.
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mi carácter y me has sacado de mis casillas para que aparezcan de pronto los popes y los testigos.
¿Verdad que es éste tu propósito? ¿Qué esperas para hacerlos entrar? ¿Dónde están? ¡Ea! Diles de
una vez que pasen.
‑Pero ¿qué dice usted? ¡Qué ideas tiene, amigo mío! No se pueden seguir las reglas tan ciegamente
como usted cree. Usted no entiende de estas cosas, querido. Las reglas se seguirán en el momento
debido. Ya lo verá por sus propios ojos.
Y Porfiry parecía prestar atención a lo que sucedía detrás de la puerta del despacho.
En efecto, se oyeron ruidos procedentes de la pieza vecina.
‑Ya vienen ‑exclamó Raskolnikov‑. Has enviado por ellos... Los esperabas... Lo tenías todo
calculado... Bien, hazlos entrar a todos; haz entrar a los testigos y a quien quieras... Estoy preparado.
Pero en ese momento ocurrió algo tan sorprendente, tan ajeno al curso ordinario de las cosas, que,
sin duda, ni Porfiry Petrovich ni Raskolnikov lo habrían podido prever jamás.
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Capítulo VI
He aquí el recuerdo que esta escena dejó en Raskolnikov. En la pieza inmediata aumentó el ruido
rápidamente y la puerta se entreabrió.
‑¿Qué pasa? ‑gritó Porfiry Petrovich, contrariado‑. Ya he advertido que...
Nadie contestó, pero fue fácil deducir que tras la puerta había varias personas que trataban de
impedir el paso a alguien.
‑¿Quieren decir de una vez qué pasa? ‑repitió Porfiry, perdiendo la paciencia.
‑Es que está aquí el procesado Nikolai ‑dijo una voz.
‑No lo necesito. Que se lo lleven.
Pero, acto seguido, Porfiry corrió hacia la puerta.
‑¡Esperen! ¿A qué ha venido? ¿Qué significa este desorden?
‑Es que Nikolai... ‑empezó a decir el mismo que había hablado antes.
Pero se interrumpió de súbito. Entonces, y durante unos segundos, se oyó el fragor de una verdadera
lucha. Después pareció que alguien rechazaba violentamente a otro, y, seguidamente, un hombre
pálido como un muerto irrumpió en el despacho.
El aspecto de aquel hombre era impresionante. Miraba fijamente ante sí y parecía no ver a nadie. Sus
ojos tenían un brillo de resolución. Sin embargo, su semblante estaba lívido como el del condenado
a muerte al que llevan a viva fuerza al patíbulo. Sus labios, sin color, temblaban ligeramente.
Era muy joven y vestía con la modestia de la gente del pueblo. Delgado, de talla media, cabello
cortado al rape, rostro enjuto y finas facciones. El hombre al que acababa de rechazar entró
inmediatamente tras él y le cogió por un hombro. Era un gendarme. Pero Nikolai consiguió
desprenderse de él nuevamente.
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Algunos curiosos se hacinaron en la puerta. Los más osados pugnaban por entrar. Todo esto había
ocurrido en menos tiempo del que se tarda en describirlo.
‑¡Fuera de aquí! ¡Espera a que te llamen! ¿Por qué lo han traído? ‑exclamó el juez, sorprendido e
irritado.
De pronto, Nikolai se arrodilló.
‑¿Qué haces? ‑exclamó Porfiry, asombrado.
‑¡Soy culpable! ¡He cometido un crimen! ¡Soy un asesino! ‑dijo Nikolai con voz jadeante pero
enérgica.
Durante diez segundos reinó en la estancia un silencio absoluto, como si todos los presentes
hubieran perdido el habla. El gendarme había retrocedido: sin atreverse a acercarse a Nikolai, se
había retirado hacia la puerta y allí permanecía inmóvil.
‑¿Qué dices? ‑preguntó Porfiry cuando logró salir de su asombro.
‑Yo... soy... un asesino ‑repitió Nikolai tras una pausa.
‑¿Tú? ‑exclamó el juez de instrucción, dando muestras de gran desconcierto‑. ¿A quién has matado?
Tras un momento de silencio, Nikolai respondió:
‑A Alyona Ivanovna y a su hermana Lizaveta Ivanovna. Las maté... con un hacha. No estaba en mi
juicio ‑añadió.
Y guardó silencio, sin levantarse.
Porfiry Petrovich estuvo un momento sumido en profundas reflexiones. Después, con un violento
ademán, ordenó a los curiosos que se marcharan. Éstos obedecieron en el acto y la puerta se cerró
tras ellos. Entonces, Porfiry dirigió una mirada a Raskolnikov, que permanecía de pie en un rincón
y que observaba a Nikolai petrificado de asombro. El juez de instrucción dio un paso hacia él, pero,
como cambiando de idea, se detuvo, mirándole. Después volvió los ojos hacia Nikolai, luego miró
de nuevo a Raskolnikov y al fin se acercó al pintor con una especie de arrebato.
‑Ya dirás si estabas o no en tu juicio cuando se lo pregunte ‑exclamó, irritado‑. Nadie te ha
preguntado nada sobre ese particular. Contesta a esto: ¿has cometido un crimen?
‑Sí, soy un asesino; lo confieso ‑repuso Nikolai.
‑¿Qué arma empleaste?
‑Un hacha que llevaba conmigo.
‑¡Con qué rapidez respondes! ¿Solo?
Nikolai no comprendió la pregunta.
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‑Sólo dos palabras, Rodion Romanovich. Este asunto terminará como Dios quiera, pero yo tendré
que hacerle todavía, por pura fórmula, algunas preguntas. Nos volveremos a ver, ¿no?
Porfiry se había detenido ante él, sonriente.
‑¿No? ‑repitió.
Al parecer, deseaba añadir algo, pero no dijo nada más.
‑Perdóneme por mi conducta de hace un momento -dijo Raskolnikov, que había recobrado la
presencia de ánimo y experimentaba un deseo irresistible de fanfarronear ante el magistrado‑. He
estado demasiado vehemente.
‑No tiene importancia ‑repuso Porfiry con excelente humor‑. También yo tengo un carácter bastante
áspero; lo reconozco. Ya nos volveremos a ver, si Dios quiere.
‑Y terminaremos de conocernos -dijo Raskolnikov.
‑Sí ‑convino Porfiry, mirándole seriamente, con los ojos entornados‑. Ahora va usted a una fiesta
de cumpleaños, ¿no?
‑No; a un entierro.
‑¡Ah, sí! A un entierro... Cuídese, créame; cuídese.
‑Yo no sé qué desearle ‑dijo Raskolnikov, que ya había empezado a bajar la escalera y se había
vuelto de pronto‑. Quisiera poderle desear grandes éxitos, pero ya ve usted que sus funciones
resultan a veces bastante cómicas.
‑¿Cómicas? ‑exclamó el juez de instrucción, que ya se disponía a volver a su despacho, pero que
se había detenido al oír la réplica de Raskolnikov.
‑Sí. Ahí tiene usted a ese pobre Nikolai, al que habrá atormentado usted con sus métodos
psicológicos hasta hacerle confesar. Sin duda, usted le repetía a todas horas y en todos los tonos:
«Eres un asesino, eres un asesino.» Y ahora que ha confesado, empieza usted a torturarlo con esta
otra canción: «Mientes; no eres un asesino, no has cometido ningún crimen; dices una lección
aprendida de memoria.» Después de esto, usted no puede negar que sus funciones resultan a veces
bastante cómicas.
‑¡Je, je, je! Ya veo que usted se ha dado cuenta de que he dicho a Nikolai que repetía palabras
aprendidas de memoria.
‑¡Claro que me he dado cuenta!
‑¡Je, je! Es usted muy sutil. No se le escapa nada. Además, posee usted una perspicacia especial
para captar los detalles cómicos. ¡Je, je! Me parece que era Gogol el escritor que se distinguía por
esta misma aptitud.
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Se había aclarado el inquietante misterio del día anterior. Y lo más notable era que había estado a
punto de perderse por un hecho tan insignificante. Aquel hombre únicamente podía haber revelado
que él, Raskolnikov, había ido allí para alquilar una habitación y hecho ciertas preguntas sobre las
manchas de sangre. Por consiguiente, esto era todo lo que Porfiry Petrovich podía saber; es decir,
que tenía conocimiento de su acceso de delirio, pero de nada más, a pesar de su «arma psicológica
de dos filos». En resumidas cuentas, que no sabía nada positivo. De modo que, si no surgían
nuevos hechos (y no debían surgir), ¿qué le podían hacer? Aunque llegaran a detenerle, ¿cómo
podrían confundirle? Otra cosa que podía deducirse era que Porfiry acababa de enterarse de su
visita a la vivienda de las víctimas. Antes de ver al peletero no sabía nada.
‑¿Ha sido usted el que le ha contado hoy a Porfiry mi visita a aquella casa? ‑preguntó, obedeciendo
a una idea repentina.
‑¿Quién es Porfiry?
‑El juez de instrucción.
‑Sí, yo he sido. Como los porteros no fueron, he ido yo.
‑¿Hoy?
‑He llegado un momento antes que usted y lo he oído todo: sé cómo le han torturado.
‑¿Dónde estaba usted?
‑En la vivienda del juez, detrás de la puerta interior del despacho. Allí he estado durante toda la
escena.
‑Entonces, ¿era usted la sorpresa? Cuéntemelo todo. ¿Por qué estaba usted escondido allí?
‑Pues verá ‑dijo el peletero‑. En vista de que los porteros no querían ir a dar parte a la policía,
con el pretexto de que era tarde y les pondrían de vuelta y media por haber ido a molestarlos a
hora tan intempestiva, me indigné de tal modo, que no pude dormir, y ayer empecé a informarme
acerca de usted. Hoy, ya debidamente informado, he ido a ver al juez de instrucción. La primera
vez que he preguntado por él, estaba ausente. He vuelto una hora después y no me ha recibido. Al
fin, a la tercera vez, me han hecho pasar a su despacho. Se lo he contado todo exactamente como
ocurrió. Mientras me escuchaba, Porfiry Petrovich iba y venía apresuradamente por el despacho,
golpeándose el pecho con el puño. « ¡Qué cosas he de hacer por vuestra culpa, cretinos! ‑exclamó‑.
Si hubiera sabido esto antes, lo habría hecho detener. » En seguida salió precipitadamente del
despacho, llamó a alguien y se puso a hablar con él en un rincón. Después volvió a mi lado y de
nuevo empezó a hacerme preguntas y a insultarme. Mientras él me dirigía reproche tras reproche,
yo se lo he contado todo. Le he dicho que usted se había callado cuando yo le acusé de asesino y
que no me reconoció. Él ha vuelto a sus idas y venidas precipitadas y a darse golpes en el pecho, y
cuando le han anunciado a usted, ha venido hacia mí y me ha dicho: «Pasa detrás de esa puerta y,
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oigas lo que oigas, no te muevas de ahí.» Me ha traído una silla, me ha encerrado y me ha advertido:
«Tal vez te llame.» Pero cuando ha llegado Nikolai y le ha despedido a usted, en seguida me ha
dicho a mí que me marchase, advirtiéndome que tal vez me llamaría para interrogarme de nuevo.
‑¿Ha interrogado a Nikolai delante de ti?
‑Me ha hecho salir inmediatamente después de usted, y sólo entonces ha empezado a interrogar a
Nikolai.
El visitante se inclinó otra vez hasta tocar el suelo.
‑Perdone mi denuncia y mi malicia.
‑Que Dios lo perdone ‑dijo Raskolnikov.
El visitante se volvió a inclinar; aunque ya no tan profundamente, y se fue a paso lento.
«Ya no hay más que pruebas de doble sentido», se dijo Raskolnikov, y salió de su habitación
reconfortado.
«Ahora, a continuar la lucha» se dijo con una agria sonrisa mientras bajaba la escalera. Se detestaba
a sí mismo y se sentía humillado por su pusilanimidad.
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Quinta Parte
Capítulo I
Al día siguiente de la noche fatal en que había roto con Dunya y Pulkheria Alexandrovna, Pyotr
Petrovich se despertó de buena mañana. Sus pensamientos se habían aclarado, y hubo de reconocer,
muy a pesar suyo, que lo ocurrido la víspera, hecho que le había parecido fantástico y casi imposible
entonces, era completamente real e irremediable. La negra serpiente del amor propio herido no
había cesado de roerle el corazón en toda la noche. Lo primero que hizo al saltar de la cama fue ir
a mirarse al espejo: temía haber sufrido un derrame de bilis.
Afortunadamente, no se había producido tal derrame. Al ver su rostro blanco, de persona
distinguida, y un tanto carnoso, se consoló momentáneamente y tuvo el convencimiento de que
no le sería difícil reemplazar a Dunya incluso con ventaja; pero pronto volvió a ver las cosas tal
como eran, y entonces lanzó un fuerte salivazo, lo que arrancó una sonrisa de burla a su joven
amigo y compañero de habitación Andrey Semyenovich Lebezyatnikov. Pyotr Petrovich, que
había advertido esta sonrisa, la anotó en el debe, ya bastante cargado desde hacía algún tiempo, de
Andrey Semyenovich.
Su cólera aumentó, y se dijo que no debió haber confiado a su compañero de hospedaje el resultado
de su entrevista de la noche anterior. Era la segunda torpeza que su irritación y la necesidad de
expansionarse le habían llevado a cometer. Para colmo de desdichas, el infortunio le persiguió
durante toda la mañana. En el Senado tuvo un fracaso al debatirse su asunto. Un último incidente
colmó su mal humor. El propietario del departamento que había alquilado con miras a su próximo
matrimonio, departamento que había hecho reparar a costa suya, se negó en redondo a rescindir
el contrato. Este hombre era extranjero, un obrero alemán enriquecido, y reclamaba el pago de los
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Andrey Semyenovich había pasado toda la mañana en su aposento, no sé por qué motivo. Entre
éste y Pyotr Petrovich se habían establecido unas relaciones sumamente extrañas, pero fáciles de
explicar. Pyotr Petrovich le odiaba, le despreciaba profundamente, casi desde el mismo día en que
se había instalado en su habitación; pero, al mismo tiempo, le temía. No era únicamente la tacañería
lo que le había llevado a hospedarse en aquella casa a su llegada a Petersburgo. Este motivo era el
principal, pero no el único. Estando aún en su localidad provinciana, había oído hablar de Andrey
Semyenovich, su antiguo pupilo, al que se consideraba como uno de los jóvenes progresistas más
avanzados de la capital, e incluso como un miembro destacado de ciertos círculos, verdaderamente
curiosos, que gozaban de extraordinaria reputación. Esto había impresionado a Pyotr Petrovich.
Aquellos círculos todopoderosos que nada ignoraban, que despreciaban y desenmascaraban
a todo el mundo, le infundían un vago terror. Claro que, al estar alejado de estos círculos, no
podía formarse una idea exacta acerca de ellos. Había oído decir, como todo el mundo, que en
Petersburgo había progresistas, nihilistas59 y toda suerte de enderezadores de entuertos, pero, como
la mayoría de la gente, exageraba el sentido de estas palabras del modo más absurdo. Lo que más
le inquietaba desde hacía ya tiempo, lo que le llenaba de una intranquilidad exagerada y continua,
eran las indagaciones que realizaban tales partidos. Sólo por esta razón había estado mucho tiempo
sin decidirse a elegir Petersburgo como centro de sus actividades.
Estas sociedades le inspiraban un terror que podía calificarse de infantil. Varios años atrás, cuando
comenzaba su carrera en su provincia, había visto a los revolucionarios desenmascarar a dos altos
funcionarios con cuya protección contaba. Uno de estos casos terminó del modo más escandaloso
en contra del denunciado; el otro había tenido también un final sumamente enojoso. De aquí que
Pyotr Petrovich, apenas llegado a Petersburgo, procurase enterarse de las actividades de tales
asociaciones: así, en caso de necesidad, podría presentarse como simpatizante y asegurarse la
aprobación de las nuevas generaciones. Para esto había contado con Andrey Semyenovich, y que se
había adaptado rápidamente al lenguaje de los reformadores lo demostraba su visita a Raskolnikov.
Pero en seguida se dio cuenta de que Andrey Semyenovich no era sino un pobre hombre, una
verdadera mediocridad. No obstante, ello no alteró sus convicciones ni bastó para tranquilizarle.
Aunque todos los progresistas hubieran sido igualmente estúpidos, su inquietud no se habría
calmado.
Aquellas doctrinas, aquellas ideas, aquellos sistemas (con los que Andrey Semyenovich le llenaba
la cabeza) no le impresionaban demasiado. Sólo deseaba poder seguir el plan que se había trazado,
y, en consecuencia, únicamente le interesaba saber cómo se producían los escándalos citados
anteriormente y si los hombres que los provocaban eran verdaderamente todopoderosos. En
otras palabras, ¿tendría motivos para inquietarse si se le denunciaba cuando emprendiera algún
negocio? ¿Por qué actividades se le podía denunciar? ¿Quiénes eran los que atraían la atención
de semejantes inspectores? Y, sobre todo, ¿podría llegar a un acuerdo con tales investigadores,
59 El nihilismo (del latín nihil, “nada”) es la corriente filosófica que toma como base la negación de uno o más de
los supuestos sentidos de la vida.
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comprometiéndolos, al mismo tiempo, en sus asuntos, si eran en verdad tan temibles? ¿Sería
prudente intentarlo? ¿No se les podría incluso utilizar para llevar a cabo los propios proyectos?
Pyotr Petrovich se habría podido hacer otras muchas preguntas como éstas...
Andrey Semyenovich era un hombrecillo enclenque, escrofuloso, que pertenecía al cuerpo de
funcionarios y trabajaba en una oficina pública. Su cabello era de un rubio casi blanco y lucía
unas pobladas patillas de las que se sentía sumamente orgulloso. Casi siempre tenía los ojos
enfermos. En el fondo, era una buena persona, pero su lenguaje, de una presunción que rayaba
en la pedantería, contrastaba grotescamente con su esmirriada figura. Se le consideraba como
uno de los inquilinos más distinguidos de Amalija Ivanovna, ya que no se embriagaba y pagaba
puntualmente el alquiler.
Pese a todas estas cualidades, Andrey Semyenovich era bastante necio. Su afiliación al partido
progresista obedeció a un impulso irreflexivo. Era uno de esos innumerables pobres hombres, de
esos testarudos ignorantes que se apasionan por cualquier tendencia de moda, para envilecerla y
desacreditarla en seguida. Estos individuos ponen en ridículo todas las causas, aunque a veces se
entregan a ellas con la mayor sinceridad.
Digamos además que Lebezyatnikov, a pesar de su buen carácter, empezaba también a no poder
soportar a su huésped y antiguo tutor Pyotr Petrovich: la antipatía había surgido espontánea y
recíprocamente por ambas partes. Por poco perspicaz que fuera, Andrey Semyenovich se había
dado cuenta de que Pyotr Petrovich no era sincero con él y le despreciaba secretamente; en una
palabra, que tenía ante sí a un hombre distinto del que Luzhin aparentaba ser. Había intentado
exponerle el sistema de Fourier y la teoría de Darwin, pero Pyotr Petrovich le escuchaba con un
gesto sarcástico desde hacía algún tiempo, y últimamente incluso le respondía con expresiones
insultantes. En resumen, que Luzhin se había dado cuenta de que Andrey Semyenovich era, además
de un imbécil, un charlatán que no tenía la menor influencia en el partido. Sólo sabía las cosas por
conductos sumamente indirectos, e incluso en su misión especial, la de la propaganda, no estaba
muy seguro, pues solía armarse verdaderos enredos en sus explicaciones. Por consiguiente, no era
de temer como investigador al servicio del partido.
Digamos de paso que Pyotr Petrovich, al instalarse en casa de Lebezyatnikov, sobre todo en los
primeros días, aceptaba de buen grado los cumplimientos, verdaderamente extraños, de su patrón,
o, por lo menos, no protestaba cuando Andrey Semyenovich le consideraba dispuesto a favorecer
el establecimiento de una nueva commune60, o a consentir que Duneshka tuviera un amante al mes
de casarse con ella, o a comprometerse a no bautizar a sus hijos. Le halagaban de tal modo las
alabanzas, fuera cual fuere su condición, que no rechazaba estos cumplimientos.
60 La comuna es una organización política popular, de carácter local, basada en principios de cooperación y trans-
parencia.
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Aquella mañana había negociado varios títulos y, sentado a la mesa, contaba los fajos de billetes
que acababa de recibir. Andrey Semyenovich, que casi siempre andaba escaso de dinero, se paseaba
por la habitación, fingiendo mirar aquellos papeles con una indiferencia rayana en el desdén.
Desde luego, Pyotr Petrovich no admitía en modo alguno la sinceridad de esta indiferencia, y
Lebezyatnikov, además de comprender esta actitud de Luzhin se decía, no sin amargura, que aun
se complacía en mostrarle su dinero para mortificarle, hacerle sentir su insignificancia y recordarle
la distancia que los bienes de fortuna establecían entre ambos.
Andrey Semyenovich advirtió que aquella mañana su huésped apenas le prestaba atención, a pesar
de que él había empezado a hablarle de su tema favorito: el establecimiento de una nueva commune.
Las objeciones y las lacónicas réplicas que lanzaba de vez en cuando Luzhin sin interrumpir sus
cuentas parecían impregnadas de una consciente ironía que se confundía con la falta de educación.
Pero Andrey Semyenovich atribuía estas muestras de mal humor al disgusto que le había causado
su ruptura con Duneshka, tema que ardía en deseos de abordar. Consideraba que podía exponer
sobre esta cuestión puntos de vista progresistas que consolarían a su respetable amigo y prepararían
el terreno para su posterior filiación al partido.
‑¿Sabe usted algo de la comida de funerales que da esa viuda vecina nuestra? ‑preguntó Pyotr
Petrovich, interrumpiendo a Lebezyatnikov en el punto más interesante de sus explicaciones.
‑Pero ¿no se acuerda de que le hablé de esto ayer y le di mi opinión sobre tales ceremonias...?
Además, la viuda le ha invitado a usted. Incluso habló usted con ella ayer.
‑Es increíble que esa imbécil se haya gastado en una comida de funerales todo el dinero que le
dio ese otro idiota: Raskolnikov. Me he quedado estupefacto al ver hace un rato, al pasar, esos
preparativos, esas bebidas... Ha invitado a varias personas. El diablo sabrá por qué lo hace.
Pyotr Petrovich parecía haber abordado este asunto con una intención secreta. De pronto levantó
la cabeza y exclamó:
‑¡Cómo! ¿Dice que me ha invitado también a mí? ¿Cuándo? No recuerdo... No pienso ir... ¿Qué
papel haría yo en esa casa? Yo sólo crucé unas palabras con esa mujer para decirle que, como viuda
pobre de un funcionario, podría obtener en concepto de socorro una cantidad equivalente a un año
de sueldo del difunto. ¿Me habrá invitado por eso? ¡Je, je!
‑Yo tampoco pienso ir -dijo Lebezyatnikov.
‑Sería el colmo que fuera usted. Después de haber dado una paliza a esa señora, comprendo que no
se atreva a ir a su casa. ¡Je, je, je!
‑¿Qué yo le di una paliza? ¿Quién se lo ha dicho? ‑exclamó Lebezyatnikov, turbado y enrojeciendo.
‑Me lo contaron ayer: hace un mes o cosa así, usted golpeó a Katerina Ivanovna... ¡Así son sus
convicciones! Usted dejó a un lado su feminismo por un momento. ¡Je, je, je!
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Pyotr Petrovich, que parecía muy satisfecho después de lo que acababa de decir, volvió a sus
cuentas.
‑Eso son estúpidas calumnias ‑replicó Andrey Semyenovich, que temía que este incidente se
divulgara‑. Las cosas no ocurrieron así. ¡No, ni mucho menos! lo que le han contado es una verdadera
calumnia. Yo no hice más que defenderme. Ella se arrojó sobre mí con las uñas preparadas. Casi
me arranca una patilla... Yo considero que los hombres tenemos derecho a defendernos. Por otra
parte, yo no toleraré jamás que se ejerza sobre mí la menor violencia... Esto es un principio... Lo
contrario sería favorecer el despotismo. ¿Qué quería usted que hiciera: que me dejase golpear
pasivamente? Yo me limité a rechazarla.
Luzhin dejó escapar su risita sarcástica.
‑¡Je, je, je!
‑Usted quiere molestarme porque está de mal humor. Y dice usted cosas que no tienen nada que
ver con la cuestión del feminismo. Usted no me ha comprendido. Yo me dije que si se considera
a la mujer igual al hombre incluso en lo que concierne a la fuerza física (opinión que empieza
a extenderse), la igualdad debía existir también en el campo de la contienda. Como es natural,
después comprendí que no había lugar a plantear esta cuestión, ya que la sociedad futura estaría
organizada de modo que las diferencias entre los seres humanos no existirían... Por lo tanto, es
absurdo buscar la igualdad en lo que concierne a las riñas y a los golpes. Claro que no estoy ciego
y veo que las querellas existen todavía..., pero, andando el tiempo no existirán, y si ahora existen...
¡Demonio! Uno pierde el hilo de sus ideas cuando habla con usted... Si no asisto a la comida de
funerales no es por el incidente que estamos comentando, sino por principio, por no aprobar con mi
presencia esa costumbre estúpida de celebrar la muerte con una comida... Cierto que habría podido
acudir por diversión, para reírme... Y habría ido si hubiesen asistido popes; pero, por desgracia, no
asisten.
‑Es decir, que usted aceptaría la hospitalidad que le ofrece una persona y se sentaría a su mesa para
burlarse de ella y escupirle, por decirlo así, si no he entendido mal.
‑Nada de escupir. Se trata de una simple protesta. Yo procedo con vistas a una finalidad útil.
Así puedo prestar una ayuda indirecta a la propaganda de las nuevas ideas y a la civilización, lo
que representa un deber para todos. Y este deber tal vez se cumple mejor prescindiendo de los
convencionalismos sociales. Puedo sembrar la idea, la buena semilla. De esta semilla germinarán
hechos. ¿En qué ofendo a las personas con las que procedo así? Empezarán por sentirse heridas, pero
después verán que les he prestado un servicio. He aquí un ejemplo: se ha reprochado a Terebyeva,
que ahora forma parte de la commune y que ha dejado a su familia para... entregarse libremente,
que haya escrito una carta a sus padres diciéndoles claramente que no quería vivir ligada a los
prejuicios y que iba a contraer una unión libre. Se dice que ha sido demasiado dura, que debía
haber tenido piedad y haberse conducido con más diplomacia. Pues bien, a mí me parece que este
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modo de pensar es absurdo, que en este caso las fórmulas están de más y se impone una protesta
clara y directa. Otro caso: Ventza ha vivido siete años con su marido y lo ha abandonado con sus
dos hijos, enviándole una carta en la que le ha dicho francamente: «Me he dado cuenta de que no
puedo ser feliz a tu lado. No te perdonaré jamás que me hayas engañado, ocultándome que hay otra
organización social: la commune. Me ha informado de ello últimamente un hombre magnánimo, al
que me he entregado y al que voy a seguir para fundar con él una commune. Te hablo así porque me
parecería vergonzoso engañarte. Tú puedes hacer lo que quieras. No esperes que vuelva a tu lado:
ya no es posible. Te deseo que seas muy feliz.» Así se han de escribir estas cartas.
‑Oiga: esa Terebyeva, ¿no es aquella de la que usted me dijo que andaba por la tercera unión libre?
‑Bien mirado, sólo era la segunda. Pero aunque fuese la cuarta o la decimoquinta, esto tiene muy
poca importancia. Ahora más que nunca siento haber perdido a mi padre y a mi madre. ¡Cuántas
veces he soñado en mi protesta contra ellos! Ya me las habría arreglado para provocar la ocasión
de decirles estas cosas. Estoy seguro de que les habría convencido. Los habría anonadado. Créame
que siento no tener a nadie a quien...
‑Anonadar. ¡Je, je, je! En fin, dejemos esto. Oiga: ¿conoce usted a la hija del difunto, esa muchachita
delgaducha? ¿Verdad que es cierto lo que se dice de ella?
‑¡He aquí un asunto interesante! A mi entender, es decir, según mis convicciones personales, la
situación de esa joven es la más normal de la mujer. ¿Por qué no? Es decir, distinguons61. En
la sociedad actual, ese género de vida no es normal, desde luego, pues se adopta por motivos
forzosos, pero lo será en la sociedad futura, donde se podrá elegir libremente. Por otra parte, ella
tenía perfecto derecho a entregarse. Estaba en la miseria. ¿Por qué no había de disponer de lo que
constituía su capital, por decirlo así? Naturalmente, en la sociedad futura, el capital no tendría
razón de ser, pero el papel de la mujer galante tomará otra significación y será regulado de un modo
racional. En lo que concierne a Sofya Semyonovna, yo considero sus actos en el momento actual
como una viva protesta, una protesta simbólica contra el estado de la sociedad presente. Por eso
siento por ella especial estimación, tanto, que sólo de verla experimento una gran alegría.
‑Pues a mí me han dicho que usted la echó de la casa.
Lebezyatnikov montó en cólera.
‑¡Nueva calumnia! ‑bramó‑. Las cosas no ocurrieron así, ni mucho menos. ¡No, no, de ningún
modo! Katerina Ivanovna lo ha contado todo como le ha parecido, porque no ha comprendido
nada. Yo no he buscado nunca los favores de Sofya Semyonovna. Yo procuré únicamente ilustrarla
del modo más desinteresado, esforzándome en despertar en ella el espíritu de protesta... Esto era
todo lo que yo deseaba. Ella misma se dio cuenta de que no podía permanecer aquí.
‑Supongo que la habrá invitado usted a formar parte de la commune.
61 Distinguir.
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‑Permítame que le diga que usted todo lo toma a broma y que ello me parece lamentable. Usted
no comprende nada. La commune no admite ciertas situaciones personales; precisamente se ha
fundado para suprimirlas. El papel de esa joven perderá su antigua significación dentro de la
commune: lo que ahora nos parece una torpeza, entonces nos parecerá un acto inteligente, y lo que
ahora se considera una corrupción, entonces será algo completamente natural. Todo depende del
medio, del ambiente. El medio lo es todo, y el hombre nada. En cuanto a Sofya Semyonovna, mis
relaciones con ella no pueden ser mejores, lo que demuestra que esa joven no me ha considerado
jamás como enemigo. Verdad es que yo me esfuerzo por atraerla a nuestra agrupación, pero con
intenciones completamente distintas a las que usted supone... ¿De qué se ríe? Nosotros tenemos
el propósito de establecer nuestra propia commune sobre bases más sólidas que las precedentes;
nosotros vamos más lejos que nuestros predecesores. Rechazamos muchas cosas. Entre tanto, sigo
educando a Sofya Semyonovna. Tiene un natural hermoso.
‑Y usted se aprovecha de él, ¿no? ¡Je, je!
‑De ningún modo; todo lo contrario.
‑Dice que todo lo contrario. ¡Je, je! lo que es a usted, palabras no le faltan.
‑Pero ¿por qué no me cree? ¿Por qué razón he de engañarle, dígame? Le aseguro que..., y yo soy
el primer sorprendido..., ella se muestra conmigo extremadamente, casi morbosamente púdica.
‑Y usted, naturalmente, sigue ilustrándola. ¡Je, je, je! Usted procura hacerle comprender que todos
esos pudores son absurdos. ¡Je, je, je!
‑¡De ningún modo, de ningún modo; se lo aseguro...! ¡Oh, qué sentido tan grosero y, perdóneme,
tan estúpido da a la palabra «cultura»! Usted no comprende nada. ¡Qué poco avanzado está usted
todavía, Dios mío! Nosotros deseamos la libertad de la mujer, y usted, usted sólo piensa en esas
cosas... Dejando a un lado las cuestiones de la castidad y el pudor femeninos, que a mi entender
son absurdos e inútiles, admito la reserva de esa joven para conmigo. Ella expresa de este modo
su libertad de acción, que es el único derecho que puede ejercer. Desde luego, si ella viniera a
decirme: «Te quiero», yo me sentiría muy feliz, pues esa muchacha me gusta mucho, pero en las
circunstancias actuales nadie se muestra con ella más respetuoso que yo. Me limito a esperar y
confiar.
‑Sería más práctico que le hiciera usted un regalito. Estoy seguro de que no ha pensado en ello.
‑Usted no comprende nada, se lo repito. La situación de esa muchacha le autoriza a pensar así, desde
luego; pero no se trata de eso, no, de ningún modo. Usted la desprecia sin más ni más. Aferrándose
a un hecho que le parece, erróneamente, despreciable, se niega a considerar humanamente a un ser
humano. Usted no sabe cómo es esa joven. Lo que me contraría es que en estos últimos tiempos
ha dejado de leer. Ya no me pide libros, como hacía antes. También me disgusta que, a pesar de
toda su energía y de todo el espíritu de protesta que ha demostrado, dé todavía pruebas de cierta
falta de resolución, de independencia, por decirlo así; de negación, si quiere usted, que le impide
romper con ciertos prejuicios..., con ciertas estupideces. Sin embargo, esa muchacha comprende
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perfectamente muchas cosas. Por ejemplo se ha dado exacta cuenta de lo que supone la costumbre
de besar la mano, mediante la cual el hombre ofende a la mujer, puesto que le demuestra que no
la considera igual a él. He debatido esta cuestión con mis compañeros y he expuesto a la chica los
resultados del debate. También me escuchó atentamente cuando le hablé de las asociaciones obreras
de Francia. Ahora le estoy explicando el problema de la entrada libre en las casas particulares en
nuestra sociedad futura.
‑¿Qué es eso?
‑En estos últimos tiempos se ha debatido la cuestión siguiente: un miembro de la commune, ¿tiene
derecho a entrar libremente en casa de otro miembro de la commune, a cualquier hora y sea este
miembro varón o mujer...? La respuesta a esta pregunta ha sido afirmativa.
‑¿Aun en el caso de que ese hombre o esa mujer estén ocupados en una necesidad urgente? ¡Je, je,
je!
Andrey Semyenovich se enfureció.
‑¡No tiene usted otra cosa en la cabeza! ¡Sólo piensa en esas malditas necesidades! ¡Qué arrepentido
estoy de haberle expuesto mi sistema y haberle hablado de esas necesidades prematuramente!
¡El diablo me lleve! ¡Ésa es la piedra de toque de todos los hombres que piensan como usted!
Se burlan de una cosa antes de conocerla. ¡Y todavía pretenden tener razón! Adoptan el aire de
enorgullecerse de no sé qué. Yo siempre he sido de la opinión de que estas cuestiones no pueden
exponerse a los novicios más que al final, cuando ya conocen bien el sistema, en una palabra,
cuando ya han sido convenientemente dirigidos y educados. Pero, en fin, dígame, se lo ruego, qué
es lo que ve usted de vergonzoso y vil en... las letrinas, llamémoslas así. Yo soy el primero que
está dispuesto a limpiar todas las letrinas que usted quiera, y no veo en ello ningún sacrificio. Por
el contrario, es un trabajo noble, ya que beneficia a la sociedad, y desde luego superior al de un
Rafael o un Pushkin, puesto que es más útil.
‑Y más noble, mucho más noble. ¡Je, je, je!
‑¿Qué quiere usted decir con eso de «más noble»? Yo no comprendo esas expresiones cuando se
aplican a la actividad humana. Nobleza..., magnanimidad... Estos conceptos no son sino absurdas
estupideces, viejas frases dictadas por los prejuicios y que yo rechazo. Todo lo que es útil a la
humanidad es noble. Para mí sólo tiene valor una palabra: utilidad. Ríase usted cuanto quiera, pero
es así.
Pyotr Petrovich se desternillaba de risa. Había terminado de contar el dinero y se lo había guardado,
dejando sólo algunos billetes en la mesa. El tema de las letrinas, pese a su vulgaridad, había
motivado más de una discusión entre Pyotr Petrovich y su joven amigo.
Lo gracioso del caso era que Andrey Semyenovich se enfadaba de verdad. Luzhin no veía en ello
sino un pasatiempo, y entonces sentía el deseo especial de ver a Lebezyatnikov encolerizado.
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‑Usted está tan nervioso y cizañero por su fracaso de ayer ‑se atrevió a decir Andrey Semyenovich,
que, pese a toda su independencia y a sus gritos de protesta, no osaba enfrentarse abiertamente con
Pyotr Petrovich, pues sentía hacia él, llevado sin duda de una antigua costumbre, cierto respeto.
‑Dígame una cosa ‑replicó Luzhin en un tono de grosero desdén‑: ¿podría usted...? Mejor dicho,
¿tiene usted la suficiente confianza en esa joven para hacerla venir un momento? Me parece que ya
han regresado todos del cementerio. Los he oído subir. Necesito ver un momento a esa muchacha.
‑¿Para qué? ‑preguntó Andrey Semyenovich, asombrado.
‑Tengo que hablarle. Me marcharé pronto de aquí y quisiera hacerle saber que... Pero, en fin; usted
puede estar presente en la conversación. Esto será lo mejor, pues, de otro modo, sabe Dios lo que
usted pensaría.
‑Yo no pensaría absolutamente nada. No he dado a mi pregunta la menor importancia. Si usted
tiene que tratar algún asunto con esa joven, nada más fácil que hacerla venir. Voy por ella, y puede
estar usted seguro de que no les molestaré.
Efectivamente, al cabo de cinco minutos, Lebezyatnikov llegaba con Soneshka. La joven estaba,
como era propio de ella, en extremo turbada y sorprendida. En estos casos, se sentía siempre
intimidada: las caras nuevas le producían verdadero terror. Era una impresión de la infancia, que
había ido acrecentándose con el tiempo.
Pyotr Petrovich le dispensó un cortés recibimiento, no exento de cierta jovial familiaridad, que
parecía muy propia de un hombre serio y respetable como él que se dirigía a una persona tan
joven y, en ciertos aspectos, tan interesante. Se apresuró a instalarla cómodamente ante la mesa
y frente a él. Cuando se sentó, Sonya paseó una mirada en torno de ella: sus ojos se posaron en
Lebezyatnikov, después en el dinero que había sobre la mesa y finalmente en Pyotr Petrovich, del
que ya no pudieron apartarse. Se diría que había quedado fascinada. Lebezyatnikov se dirigió a la
puerta.
Pyotr Petrovich se levantó, dijo a Sonya por señas que no se moviese y detuvo a Andrey Semyenovich
en el momento en que éste iba a salir.
‑¿Está abajo Raskolnikov? ‑le preguntó en voz baja‑. ¿Ha llegado ya?
‑¿Raskolnikov? Sí, está abajo. ¿Por qué? Sí, lo he visto entrar. ¿Por qué lo pregunta?
‑Le ruego que permanezca aquí y que no me deje solo con esta... señorita. El asunto que tenemos
que tratar es insignificante, pero sabe Dios las conclusiones que podría extraer de nuestra entrevista
esa gente... No quiero que Raskolnikov vaya contando por ahí... ¿Comprende lo que quiero decir?
‑Comprendo, comprendo‑ dijo Lebezyatnikov con súbita lucidez‑. Está usted en su derecho. Sus
temores respecto a mí son francamente exagerados, pero... Tiene usted perfecto derecho a obrar
así. En fin, me quedaré. Me iré al lado de la ventana y no los molestaré lo más mínimo. A mi juicio,
usted tiene derecho a...
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Pyotr Petrovich volvió al sofá y se sentó frente a Sonya. La miró atentamente, y su semblante
cobró una expresión en extremo grave, incluso severa. «No vaya usted a imaginarse tampoco cosas
que no son», parecía decir con su mirada. Sonya acabó de perder la serenidad.
‑Ante todo, Sofya Semyonovna, transmita mis excusas a su honorable madre... No me equivoco,
¿verdad? Katerina Ivanovna es su señora madre, ¿no es cierto?
Pyotr Petrovich estaba serio y amabilísimo. Evidentemente abrigaba las más amistosas relaciones
respecto a Sonya.
‑Sí ‑repuso ésta, presurosa y asustada‑, es mi segunda madre.
‑Pues bien, dígale que me excuse. Circunstancias ajenas a mi voluntad me impiden asistir al festín.
Me refiero a esa comida de funerales a que ha tenido la gentileza de invitarme.
‑Se lo voy a decir ahora mismo.
Y Soneshka se puso en pie en el acto.
‑Tengo que decirle algo más ‑le advirtió Pyotr Petrovich, sonriendo ante la ingenuidad de la
muchacha y su ignorancia de las costumbres sociales‑. Sólo quien no me conozca puede suponerme
capaz de molestar a otra persona, de hacerle venir a verme, por un motivo tan fútil como el que le
acabo de exponer y que únicamente tiene interés para mí. No, mis intenciones son otras.
Sonya se apresuró a volver a sentarse. Sus ojos tropezaron de nuevo con los billetes multicolores,
pero ella los apartó en seguida y volvió a fijarlos en Luzhin. Mirar el dinero ajeno le parecía una
inconveniencia, sobre todo en la situación en que se hallaba... Se dedicó a observar los lentes de
montura de oro que Pyotr Petrovich tenía en su mano izquierda, y después fijó su mirada en la
soberbia sortija adornada con una piedra amarilla que el caballero ostentaba en el dedo central de
la misma mano. Finalmente, no sabiendo adónde mirar, fijó la vista en la cara de Pyotr Petrovich.
El cual, tras un majestuoso silencio, continuó:
‑Ayer tuve ocasión de cambiar dos palabras con la infortunada Katerina Ivanovna, y esto me bastó
para darme cuenta de que se halla en un estado... anormal, por decirlo así.
‑Cierto: es un estado anormal ‑se apresuró a repetir Sonya.
‑O, para decirlo más claramente, más exactamente, en un estado morboso.
‑Sí, sí, más claramente..., morboso.
‑Pues bien; llevado de un sentimiento humanitario y... y de compasión, por decirlo así, yo desearía
serle útil, en vista de la posición extremadamente difícil en que forzosamente se ha de encontrar.
Porque tengo entendido que es usted el único sostén de esa desventurada familia.
Sonya se levantó súbitamente.
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‑Permítame preguntarle ‑dijo‑ si usted le habló ayer de una pensión. Ella me dijo que usted se
encargaría de conseguir que se la dieran. ¿Es eso verdad?
‑¡No, no, ni remotamente! Eso es incluso absurdo en cierto sentido. Yo sólo le hablé de un socorro
temporal que se le entregaría por su condición de viuda de un funcionario muerto en servicio,
y le advertí que tal socorro sólo podría recibirlo si contaba con influencias. Por otra parte, me
parece que su difunto padre no solamente no había servido tiempo suficiente para tener derecho
al retiro, sino que ni siquiera prestaba servicio en el momento de su muerte. En resumen, que
uno siempre puede esperar, pero que en este caso la esperanza tendría poco fundamento pues no
existe el derecho de percibir socorro alguno... ¡Y ella soñaba ya con una pensión! ¡Je, je, je! ¡Qué
imaginación posee esa señora!
‑Sí, esperaba una pensión..., pues es muy buena y su bondad la lleva a creerlo todo..., y es..., sí,
tiene usted razón... Con su permiso.
Sonya se dispuso a marcharse.
‑Un momento. No he terminado todavía.
‑¡Ah! Bien ‑balbuceó la joven.
‑Siéntese, haga el favor.
Sonya, desconcertada, se sentó una vez más.
‑Viendo la triste situación de esa mujer, que ha de atender a niños de corta edad, yo desearía, como
ya le he dicho, serle útil en la medida de mis medios... Compréndame, en la medida de mis medios
y nada más. Por ejemplo, se podría organizar una suscripción, o una rifa, o algo análogo, como
suelen hacer en estos casos los parientes o las personas extrañas que desean acudir en ayuda de
algún desgraciado. Esto es lo que quería decir. La cosa me parece posible.
‑Sí, está muy bien... Dios se lo... ‑balbuceó Sonya sin apartar los ojos de Pyotr Petrovich.
‑La cosa es posible, sí, pero... dejémoslo para más tarde, aunque hayamos de empezar hoy mismo.
Nos volveremos a ver al atardecer, y entonces podremos establecer las bases del negocio, por decirlo
así. Venga a eso de las siete. Confío en que Andrey Semyenovich querrá acompañarnos... Pero hay
un punto que desearía tratar con usted previamente con toda seriedad. Por eso principalmente me
he permitido llamarla, Sofya Semyonovna. Yo creo que el dinero no debe ponerse en manos de
Katerina Ivanovna. La comida de hoy es buena prueba de ello. No teniendo, como quien dice,
un pedazo de pan para mañana, ni zapatos que ponerse, ni nada, en fin, hoy ha comprado ron de
Jamaica, e incluso creo que café y vino de Madeira, lo he visto al pasar. Mañana toda la familia
volverá a estar a sus expensas y usted tendrá que procurarles hasta el último bocado de pan. Esto es
absurdo. Por eso yo opino que la suscripción debe organizarse a espaldas de esa desgraciada viuda,
para que sólo usted maneje el dinero. ¿Qué le parece?
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‑Pues... no sé... Ella es así sólo hoy..., una vez en la vida... Tenía en mucho poder honrar la
memoria... Pero es muy inteligente. Además, usted puede hacer lo que le parezca, y yo le quedaré
muy... muy..., y todos ellos también... Y Dios le... le..., y los huerfanitos...
Sonya no pudo terminar: se lo impidió el llanto.
‑Entonces no se hable más del asunto. Y ahora tenga la bondad de aceptar para las primeras
necesidades de su madre esta cantidad, que representa mi aportación personal. Es mi mayor deseo
que mi nombre no se pronuncie para nada en relación con este asunto. Aquí tiene. Como mis gastos
son muchos, aun sintiéndolo de veras, no puedo hacer más.
Y Pyotr Petrovich entregó a Sonya un billete de diez rublos después de haberlo desplegado
cuidadosamente. Sonya lo tomó, enrojeció, se levantó de un salto, pronunció algunas palabras
ininteligibles y se apresuró a retirarse. Pyotr Petrovich la acompañó con toda cortesía hasta la
puerta. Ella salió de la habitación a toda prisa, profundamente turbada, y corrió a casa de Katerina
Ivanovna, presa de extraordinaria emoción.
Durante toda esta escena, Andrey Semyenovich, a fin de no poner al diálogo la menor dificultad,
había permanecido junto a la ventana, o había paseado en silencio por la habitación; pero cuando
Sonya se hubo retirado, se acercó a Pyotr Petrovich y le tendió la mano con gesto solemne.
‑Lo he visto todo y todo lo he oído -dijo, recalcando esta última palabra‑. Lo que usted acaba de
hacer es noble, es decir, humano. Ya he visto que usted no quiere que le den las gracias. Y aunque
mis principios particulares me prohíben, lo confieso, practicar la caridad privada, pues no sólo
es insuficiente para extirpar el mal, sino que, por el contrario, lo fomenta, no puedo menos de
confesarle que su gesto me ha producido verdadera satisfacción. Sí, sí; su gesto me ha impresionado.
‑¡Bah! No tiene importancia ‑murmuró Pyotr Petrovich un poco emocionado y mirando a
Lebezyatnikov atentamente.
‑Sí, sí que tiene importancia. Un hombre que como usted se siente ofendido, herido, por lo que
ocurrió ayer, y que, no obstante, es capaz de interesarse por la desgracia ajena: un hombre así,
aunque sus actos constituyan un error social, es digno de estimación. No esperaba esto de usted,
Pyotr Petrovich, sobre todo teniendo en cuenta sus ideas, que son para usted una verdadera traba, ¡y
cuán importante! ¡Ah, cómo le ha impresionado el incidente de ayer! ‑exclamó el bueno de Andrey
Semyenovich, sintiendo que volvía a despertarse en él su antigua simpatía por Pyotr Petrovich‑.
Pero dígame: ¿por qué da usted tanta importancia al matrimonio legal, mi muy querido y noble
Pyotr Petrovich? ¿Por qué conceder un puesto tan alto a esa legalidad? Pégueme si quiere, pero le
confieso que me siento feliz, sí, feliz, de ver que ese compromiso se ha roto; de saber que es usted
libre y de pensar que usted no está completamente perdido para la humanidad... Sí, me siento feliz:
ya ve usted que le soy franco.
‑Yo doy importancia al matrimonio legal porque no quiero llevar cuernos ‑repuso Luzhin, que
parecía preocupado por decir algo‑ y porque tampoco quiero educar hijos de los que no sería yo el
padre, como ocurre con frecuencia en las uniones libres que usted predica.
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‑¿Los hijos? ¿Ha dicho usted los hijos? ‑exclamó Andrey Semyenovich, estremeciéndose como
un caballo de guerra que oye el son del clarín‑. Desde luego, es una cuestión social de la más alta
importancia, estamos de acuerdo, pero que se resolverá mediante normas muy distintas de las
que rigen ahora. Algunos llegan incluso a no considerarlos como tales, del mismo modo que no
admiten nada de lo que concierne a la familia... Pero ya hablaremos de eso más adelante. Ahora
analicemos tan sólo la cuestión de los cuernos. Le confieso que es mi tema favorito. Esta expresión
baja y grosera difundida por Pushkin no figurará en los diccionarios del futuro. Pues, en resumidas
cuentas, ¿qué es eso de los cuernos? ¡Oh, qué aberración! ¡Cuernos...! ¿Por qué? Eso es absurdo,
no lo dude. La unión libre los hará desaparecer. Los cuernos no son sino la consecuencia lógica del
matrimonio legal, su correctivo, por decirlo así..., un acto de protesta... Mirados desde este punto
de vista, no tienen nada de humillantes. Si alguna vez..., aunque esto sea una suposición absurda...,
si alguna vez yo contrajera matrimonio legal y llevara esos malditos cuernos, me sentiría muy
feliz y diría a mi mujer: «Hasta este momento, amiga mía, me he limitado a quererte; pero ahora
te respeto por el hecho de haber sabido protestar...» ¿Se ríe...? Eso prueba que no ha tenido usted
valor para romper con los prejuicios... ¡El diablo me lleve...! Comprendo perfectamente el enojo
que supone verse engañado cuando se está casado legalmente; pero esto no es sino una mísera
consecuencia de una situación humillante y degradante para los dos cónyuges. Porque cuando a
uno le ponen los cuernos con toda franqueza, como sucede en las uniones libres, se puede decir
que no existen, ya que pierden toda su significación, e incluso el nombre de cuernos. Es más, en
este caso, la mujer da a su compañero una prueba de estimación, ya que le considera incapaz de
oponerse a su felicidad y lo bastante culto para no intentar vengarse del nuevo esposo... ¡El diablo
me lleve...! Yo me digo a veces que si me casase, si me uniese a una mujer, legal o libremente, que
eso poco importa, y pasara el tiempo sin que mi mujer tuviera un amante, se lo llevaría yo mismo
y le diría: «Amiga mía, te amo de veras, pero lo que más me importa es merecer tu estimación.»
¿Qué le parece? ¿Tengo razón o no la tengo?
Pyotr Petrovich sonrió burlonamente pero con gesto distraído. Su pensamiento estaba en otra parte,
cosa que Lebezyatnikov no tardó en notar, además de leer la preocupación en su semblante.
Luzhin parecía afectado y se frotaba las manos con aire pensativo. Andrey Semyenovich recordaría
estos detalles algún tiempo después.
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Capítulo II
No es fácil explicar cómo había nacido en el trastornado cerebro de Katerina Ivanovna la idea
insensata de aquella comida. En ella había invertido la mitad del dinero que le había entregado
Raskolnikov para el entierro de Marmeladov. Tal vez se creía obligada a honrar convenientemente
la memoria del difunto, a fin de demostrar a todos los inquilinos, y sobre todo a Amalija
Ivanovna, que él valía tanto como ellos, si no más, y que ninguno tenía derecho a adoptar un
aire de superioridad al compararse con él. Acaso aquel proceder obedecía a ese orgullo que en
determinadas circunstancias, y especialmente en las ceremonias públicas ineludibles para todas
las clases sociales, impulsa a los pobres a realizar un supremo esfuerzo y sacrificar sus últimos
recursos solamente para hacer las cosas tan bien como los demás y no dar pábulo a comadreos.
También podía ser que Katerina Ivanovna, en aquellos momentos en que su soledad y su infortunio
eran mayores, experimentara el deseo de demostrar a aquella «pobre gente» que ella, como hija de
un coronel y persona educada en una noble y aristocrática mansión, no sólo sabía vivir y recibir,
sino que no había nacido para barrer ni para lavar por las noches la ropa de sus hijos. Estos
arrebatos de orgullo y vanidad se apoderan a veces de las más míseras criaturas y cobran la forma
de una necesidad furiosa e irresistible. Por otra parte, Katerina Ivanovna no era de esas personas
que se aturden ante la desgracia. Los reveses de fortuna podían abrumarla, pero no abatir su moral
ni anular su voluntad.
Tampoco hay que olvidar que Soneshka afirmaba, y no sin razón, que no estaba del todo cuerda.
Esto no era cosa probada, pero últimamente, en el curso de todo un año, su pobre cabeza había
tenido que soportar pruebas especialmente rudas. En fin, también hay que tener en cuenta que,
según los médicos, la tisis, en los períodos avanzados de su evolución, perturba las facultades
mentales.
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Las botellas no eran numerosas ni variadas. No se veía en la mesa vino de Madeira: Luzhin había
exagerado. Había, verdad es, otros vinos, vodka, ron, oporto, todo de la peor calidad, pero en
cantidad suficiente. El menú, preparado en la cocina de Amalija Ivanovna, se componía, además
del kutia62 ritual, de tres o cuatro platos, entre los que no faltaban los populares crêpes.
Además, se habían preparado dos samovares para los invitados que quisieran tomar té o ponche
después de la comida.
Katerina Ivanovna se había encargado personalmente de las compras ayudada por un inquilino de
la casa, un polaco famélico que habitaba, sólo Dios sabía por qué, en el departamento de la señora
Lippevechsel y que desde el primer momento se había puesto a disposición de la viuda. Desde
el día anterior había demostrado un celo extraordinario. A cada momento y por la cuestión más
insignificante iba a ponerse a las órdenes de Katerina Ivanovna, y la perseguía hasta los Gostinyi
Dvor63, llamándola pani64. De aquí que, después de haber declarado que no habría sabido qué
hacer sin este hombre, Katerina Ivanovna acabara por no poder soportarlo. Esto le ocurría con
frecuencia: se entusiasmaba ante el primero que se presentaba a ella, lo adornaba con todas las
cualidades imaginables, le atribuía mil méritos inexistentes, pero en los que ella creía de todo
corazón, para sentirse de pronto desencantada y rechazar con palabras insultantes al mismo ante el
cual se había inclinado horas antes con la más viva admiración. Era de natural alegre y bondadoso,
pero sus desventuras y la mala suerte que la perseguía le hacían desear tan furiosamente la paz y
el bienestar, que el menor tropiezo la ponía fuera de sí, y entonces, a las esperanzas más brillantes
y fantásticas sucedían las maldiciones, y desgarraba y destruía todo cuanto caía en sus manos, y
terminaba por dar cabezadas en las paredes.
Amalija Fyodorovna adquirió una súbita y extraordinaria importancia a los ojos de Katerina
Ivanovna y el puesto que ocupaba en su estimación se amplió considerablemente, tal vez por el
solo motivo de haberse entregado en alma y vida a la organización de la comida de funerales. Se
había encargado de poner la mesa, proporcionando la mantelería, la vajilla y todo lo demás, amén
de preparar los platos en su propia cocina.
Katerina Ivanovna le había delegado sus poderes cuando tuvo que ir al cementerio, y Amalija
Fyodorovna se había mostrado digna de esta confianza. La mesa estaba sin duda bastante bien
puesta. Cierto que los platos, los vasos, los cuchillos, los tenedores no hacían juego, porque
62 Especie de pudin dulce elaborado con granos de cereal, semillas de amapola, miel o azúcar, diversas nueces y
en ocasiones pasas, forma parte de las tradiciones de la Iglesia Ortodoxa del Este en el Imperio ruso.
63 Es un término histórico de Rusia para referirse a un mercado local o centro comercial. Estas estructuras eran
construidas en cada pueblo ruso grande durante las primeras décadas del siglo XIX.
64 Dama.
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procedían de aquí y de allá; pero a la hora señalada todo estaba a punto, y Amalija Fyodorovna,
consciente de haber desempeñado sus funciones a la perfección, se pavoneaba con un vestido
negro y un gorro adornado con flamantes cintas de luto. Y así ataviada recibía a los invitados con
una mezcla de satisfacción y orgullo.
Este orgullo, aunque legítimo, contrarió a Katerina Ivanovna, que pensó: « ¡Cualquiera diría que
nosotros no habríamos podido poner la mesa sin su ayuda! » El gorro adornado con cintas nuevas
le chocó también. «Esta estúpida alemana estará diciéndose que, por caridad, ha venido en socorro
nuestro, pobres inquilinos. ¡Por caridad! ¡Habráse visto! » En casa del padre de Katerina Ivanovna,
que era coronel y casi gobernador, se reunían a veces cuarenta personas en la mesa, y aquella
Amalija Fyodorovna, mejor dicho, Ludwigovna, no habría podido figurar entre ellas de ningún
modo.
Katerina Ivanovna decidió no manifestar sus sentimientos en seguida, pero se prometió parar los
pies aquel mismo día a aquella impertinente que sabe Dios lo que se habría creído. Por el momento
se limitó a mostrarse fría con ella.
Otra circunstancia contribuyó a irritar a Katerina Ivanovna. Excepto el polaco, ningún inquilino
había ido al cementerio. Pero en el momento de sentarse a la mesa acudió la gente más mísera e
insignificante de la casa. Algunos incluso se presentaron vestidos de cualquier modo. En cambio, las
personas un poco distinguidas parecían haberse puesto de acuerdo para no presentarse, empezando
por Luzhin, el más respetable de todos.
El mismo día anterior, por la noche, Katerina Ivanovna había explicado a todo el mundo, es decir,
a Amalija Fyodorovna, a Poleshka, a Sonya y al polaco, que Pyotr Petrovich era un hombre noble
y magnánimo, y además rico y superiormente relacionado, que había sido amigo de su primer
esposo y había frecuentado la casa de su padre. Y afirmó que le había prometido dar los pasos
necesarios para que le asignaran una importante pensión. A propósito de esto hay que decir que
cuando Katerina Ivanovna se hacía lenguas de la fortuna o las relaciones de alguien y se envanecía
de ello, no lo hacía por interés personal, sino simplemente para realzar el prestigio de la persona
que era objeto de sus alabanzas.
Como Luzhin, y seguramente por seguir su ejemplo, faltaba aquel tunante de Lebezyatnikov. ¿Qué
idea se habría forjado de sí mismo aquel hombre? Ella le había invitado solamente porque compartía
la habitación de Pyotr Petrovich y habría sido un desaire no hacerlo. Tampoco habían acudido una
gran señora y su hija, no ya demasiado joven, que vivían desde hacía sólo dos semanas en casa
de la señora Lippevechsel, pero que habían tenido tiempo para quejarse más de una vez de los
ruidos y los gritos procedentes de la habitación de los Marmeladov, sobre todo cuando el difunto
llegaba bebido. Como es de suponer, Katerina Ivanovna había sido informada inmediatamente de
ello por Amalija Ivanovna en persona, que, en el calor de sus disputas, había llegado a amenazarla
con echarla a la calle con toda su familia por turbar ‑así lo decía a voz en grito‑ el reposo de unos
inquilinos tan honorables que los Marmeladov no eran dignos ni siquiera de atarles los cordones
de los zapatos.
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Katerina Ivanovna había tenido especial interés en invitar a aquellas dos damas «a las que ni
siquiera merecía atar los cordones de los zapatos», sobre todo porque le habían vuelto la cabeza
desdeñosamente cada vez que se habían encontrado con ella. Katerina Ivanovna se decía que
su invitación era un modo de demostrarles que era superior a ellas en sentimientos y que sabía
perdonar las malas acciones. Por otra parte, las invitadas tendrían ocasión de convencerse de que
ella no había nacido para vivir como vivía. Katerina Ivanovna tenía la intención de explicarles
todo esto en la mesa, hablándoles también de las funciones de gobernador desempeñadas en otros
tiempos por su padre. Y entonces, de paso, les diría que no había motivo para que le volviesen la
cabeza cuando se cruzaban con ella y que tal proceder era sencillamente ridículo.
También faltaba un grueso teniente coronel (en realidad no era más que un capitán retirado), pero
se supo que estaba enfermo y obligado a guardar cama desde el día anterior.
En fin, que sólo asistieron, además del polaco, un miserable empleadillo, de aspecto horrible,
vestido con ropas grasientas, que despedía un olor nauseabundo y, por añadidura, era mudo como
un poste; un viejecillo sordo y casi ciego que había sido empleado de correos y cuya pensión en
casa de Amalija Ivanovna corría a cargo, desde tiempo inmemorial y sin que nadie supiera por qué,
de un desconocido; un teniente retirado, o, mejor dicho, empleado de intendencia...
Este último entró del modo más incorrecto, lanzando grandes carcajadas. ¡Y sin chaleco!
Apareció otro invitado, que fue a sentarse a la mesa directamente, sin ni siquiera saludar a Katerina
Ivanovna. Y, finalmente, se presentó un individuo en bata. Esto era demasiado, y Amalija Ivanovna
lo hizo salir con ayuda del polaco. Éste había traído a dos compatriotas que nadie de la casa
conocía, porque jamás habían vivido en ella.
Todo esto irritó profundamente a Katerina Ivanovna, que juzgó que no valía la pena haber hecho
tantos preparativos. Por temor a que faltara espacio, había dispuesto los cubiertos de los niños no
en la mesa común, que ocupaba casi toda la habitación, sino en un rincón sobre un baúl. Los dos
más pequeños estaban sentados en una banqueta, y Poleshka, como niña mayor, había de cuidar de
ellos, hacerles comer, sonarlos, etc.
Dadas las circunstancias, Katerina Ivanovna se creyó obligada a recibir a sus invitados con la
mayor dignidad e incluso con cierta altanería. Les dirigió, especialmente a algunos, una mirada
severa y los invitó desdeñosamente a sentarse a la mesa. Achacando, sin que supiera por qué, a
Amalija Ivanovna la culpa de la ausencia de los demás invitados, empezó de pronto a tratarla con
tanta descortesía, que la patrona no tardó en advertirlo y se sintió profundamente ofendida.
La comida comenzó bajo los peores auspicios. Al fin todo el mundo se sentó a la mesa. Raskolnikov
había aparecido en el momento en que regresaban los que habían ido al cementerio. Katerina
Ivanovna se mostró encantada de verle, en primer lugar porque, entre todos los presentes, él era la
única persona culta (lo presentó a sus invitados diciendo que dos años después sería profesor de la
universidad de Petersburgo), y en segundo lugar, porque se había excusado inmediatamente y en
los términos más respetuosos de no haber podido asistir al entierro, pese a sus grandes deseos de
no faltar.
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Katerina Ivanovna se arrojó sobre él y lo sentó a su izquierda, ya que Amalija Ivanovna se había
sentado a su derecha, e inmediatamente empezó a hablar con él en voz baja, a pesar del bullicio
que había en la habitación y de sus preocupaciones de dueña de casa que quería ver bien servido
a todo el mundo, y, además, pese a la tos que le desgarraba el pecho. Katerina Ivanovna confió a
Raskolnikov su justa indignación ante el fracaso de la comida, indignación cortada a cada momento
por las más incontenibles y mordaces burlas contra los invitados y especialmente contra la patrona.
‑La culpable de todo es esa detestable lechuza, de ella y sólo de ella. Ya sabe usted de quién hablo.
Katerina Ivanovna le indicó a la patrona con un movimiento de cabeza y continuó:
‑Mírela. Se da cuenta de que estamos hablando de ella, pero no puede oír lo que decimos: por eso
abre tanto los ojos. ¡La muy lechuza! ¡Ja, ja, ja! ‑Un golpe de tos y continuó‑: ¿Qué perseguirá con
la exhibición de ese gorro? ‑Tosió de nuevo‑. ¿Ha observado usted que pretende hacer creer a todo
el mundo que me protege y me hace un honor asistiendo a esta comida? Yo le rogué que invitara
a personas respetables, tan respetables como lo soy yo misma, y que diera preferencia a los que
conocían al difunto. Y ya ve usted a quién ha invitado: a una serie de patanes y puercos. Mire ese
de la cara sucia. Es una porquería viviente... Y a esos polacos nadie los ha visto nunca aquí. Yo no
tengo la menor idea de quiénes son ni de dónde han salido... ¿Para qué demonio habrán venido?
Mire qué quietecitos están... ¡Eh, pan65! ‑gritó de pronto a uno de ellos‑. ¿Ha comido usted crêpes?
¡Coma más! ¡Y beba cerveza! ¿Quiere vodka...? Fíjese: se levanta y saluda. Mire, mire... Deben de
estar hambrientos los pobres diablos. ¡Que coman! Por lo menos, no arman bulla... Pero temo por
los cubiertos de la patrona, que son de plata... Oiga, Amalija Ivanovna -dijo en voz bastante alta,
dirigiéndose a la señora Lippevechsel‑, sepa usted que si se diera el caso de que desaparecieran sus
cubiertos, yo me lavaría las manos. Se lo advierto.
Y se echó a reír a carcajadas, mirando a Raskolnikov e indicando a la patrona con movimientos de
cabeza. Parecía muy satisfecha de su ocurrencia.
‑No se ha enterado, todavía no se ha enterado. Ahí está con la boca abierta. Mírela: parece una
lechuza, una verdadera lechuza adornada con cintas nuevas... ¡Ja, ja, ja!
Esta risa terminó en un nuevo y terrible acceso de tos que duró varios minutos. Su pañuelo se
manchó de sangre y el sudor cubrió su frente. Mostró en silencio la sangre a Raskolnikov, y
cuando hubo recobrado el aliento, empezó a hablar nuevamente con gran animación, mientras
rojas manchas aparecían en sus pómulos.
‑Óigame, yo le confié la misión delicadísima, sí, verdaderamente delicada, de invitar a esa señora
y a su hija... Ya sabe usted a quién me refiero... Había que proceder con sumo tacto. Pues bien,
ella cumplió el encargo de tal modo, que esa estúpida extranjera, esa orgullosa criatura, esa mísera
provinciana, que, en su calidad de viuda de un mayor, ha venido a solicitar una pensión y se pasa el
día dando la lata por los despachos oficiales, con un dedo de pintura en cada mejilla, ¡a los cincuenta
65 Caballero.
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y cinco años...!; esa cursi, no sólo no se ha dignado aceptar mi invitación, sino que ni siquiera ha
juzgado necesario excusarse, como exige la más elemental educación. Tampoco comprendo por
qué ha faltado Pyotr Petrovich... Pero ¿qué le habrá pasado a Sonya? ¿Dónde estará...? ¡Ah, ya
viene...! ¿Qué te ha ocurrido, Sonya? ¿Dónde te has metido? Debiste arreglar las cosas de modo
que pudieras acudir puntualmente a los funerales de tu padre... Rodion Romanovich, hágale sitio a
su lado... Siéntate, Sonya, y coge lo que quieras. Te recomiendo esta carne en gelatina. En seguida
traerán los crêpes... ¿Ya están servidos los niños? ¿No te hace falta nada, Poleshka...? Pórtate
bien, Lida; y tú, Kolya, no muevas las piernas de ese modo. Compórtate como un niño de buena
familia... ¿Qué hay, Soneshka?
Sonya se apresuró a transmitirle las excusas de Pyotr Petrovich, levantando la voz cuanto pudo, a
fin de que todos la oyeran, y exagerando las expresiones de respeto de Luzhin. Añadió que Pyotr
Petrovich le había dado el encargo de decirle que vendría a verla tan pronto como le fuera posible
para hablar de negocios, ponerse de acuerdo sobre los pasos que había de dar, etc.
Sonya sabía que estas palabras tranquilizarían a Katerina Ivanovna y, sobre todo, que serían un
bálsamo para su amor propio. Se había sentado al lado de Raskolnikov y le había dirigido una
mirada rápida y curiosa; pero durante el resto de la comida evitó mirarle y hablarle.
Al mismo tiempo que distraída, parecía estar atenta a descubrir el menor deseo en el semblante de
su madrastra. Ninguna de las dos iba de luto, por no tener vestido negro. Sonya llevaba un trajecito
pardo, y Katerina Ivanovna un vestido de indiana oscuro, a rayas, que era el único que tenía.
Las excusas de Pyotr Petrovich produjeron excelente impresión. Después de haber escuchado las
palabras de Sonya con grave semblante, Katerina Ivanovna se informó con la misma dignidad
de la salud de Pyotr Petrovich. En seguida dijo a Raskolnikov, casi en voz alta, que habría sido
verdaderamente chocante ver un hombre tan serio y respetable como Luzhin en aquella extraña
sociedad, y que se comprendía que no hubiera acudido, a pesar de los lazos de amistad que le unían
a su familia.
‑He aquí por qué le agradezco especialmente, Rodion Romanovich, que no haya despreciado mi
hospitalidad, aunque usted está en condiciones parecidas ‑añadió en voz lo bastante alta para que
todos la oyeran‑. Estoy segura de que sólo la gran amistad que le unía a mi pobre esposo ha podido
inducirle a mantener su palabra.
Acto seguido recorrió las caras de todos los invitados con una mirada ceñuda, y de pronto, de un
extremo a otro de la mesa, preguntó al viejo sordo si no quería más asado y si había bebido oporto.
El viejecito no contestó y tardó un buen rato en comprender lo que le preguntaban, aunque sus
vecinos habían empezado a zarandearlo para reírse a su costa. Él no hacía más que mirar confuso
en todas direcciones, lo que llevaba al colmo la alegría general.
‑¡Qué estúpido! ‑exclamó Katerina Ivanovna, dirigiéndose a Raskolnikov‑. ¡Fíjese! ¿Por qué le
habrán traído? En cuanto a Pyotr Petrovich, siempre he estado segura de él, y en verdad puede
decirse ‑ahora se dirigía a Amalija Ivanovna y con un gesto tan severo que la patrona se sintió
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intimidada‑ que no se parece en nada a sus quisquillosas provincianas. Mi padre no las habría
querido ni para cocineras, y si mi difunto esposo les hubiera hecho el honor de recibirlas, habría
sido tan sólo por su excesiva bondad.
‑¡Y cómo le gustaba beber! ‑exclamó de pronto el antiguo empleado de intendencia mientras
vaciaba su décima copa de vodka‑. ¡Tenía verdadera debilidad por la bebida!
Katerina Ivanovna se revolvió al oír estas palabras.
‑Mi difunto marido tenía ciertamente ese defecto, nadie lo ignora, pero era un hombre de gran
corazón que amaba y respetaba a su familia. Su desgracia fue que, llevado de su bondad excesiva,
alternaba con todo el mundo, y sólo Dios sabe los desarrapados con que se reuniría para beber.
Los individuos con que trataba valían menos que su dedo meñique. Figúrese usted, Rodion
Romanovich, que encontraron en su bolsillo un gallito de mazapán. Ni siquiera cuando estaba
embriagado olvidaba a sus hijos.
-¿Un gaaallito? ‑exclamó el ex empleado de intendencia‑. ¿Ha dicho usted un ga... gallito?
Katerina Ivanovna no se dignó contestar. Estaba pensativa. De pronto lanzó un suspiro.
Luego dijo, dirigiéndose a Raskolnikov:
‑Usted creerá, sin duda, como cree todo el mundo, que yo era demasiado severa con él. Pues no.
Él me respetaba, me respetaba profundamente. Tenía un hermoso corazón y yo le compadecía a
veces. Cuando, sentado en su rincón, levantaba los ojos hacia mí, yo me conmovía de tal modo, que
sentía la tentación de mostrarme cariñosa con él. Pero me retenía la idea de que inmediatamente
empezaría a beber de nuevo. Tenía que ser rigurosa, pues éste era el único modo de frenarlo.
‑Sí ‑dijo el de intendencia, apurando una nueva copa de vodka‑, había que tirarle de los pelos. Y
muchas veces.
‑Hay imbéciles ‑replicó vivamente Katerina Ivanovna ‑a los que no sólo habría que tirar del pelo,
sino también que echarlos a la calle a escobazos..., y no me refiero al difunto precisamente.
Sus mejillas enrojecían cada vez más, la ahogaba la rabia y parecía a punto de estallar. Algunos
invitados reían disimuladamente: al parecer, les divertía la escena. No faltaban los que incitaban al
de intendencia, hablándole en voz baja: eran los eternos cizañeros.
‑Per...mí...tame preguntarle a... quién se re...fiere usted ‑dijo el ex empleado‑. Pero no..., no vale la
pena... La cosa no tiene importancia... Una viuda... Una pobre viuda... La per... perdono... No se
hable más del asunto.
Y se bebió otra copa de vodka.
Raskolnikov escuchaba todo esto en silencio y con una expresión de disgusto. Sólo comía por
no desairar a Katerina Ivanovna, limitándose a mordisquear los manjares con que ella le llenaba
continuamente el plato. Toda su atención estaba concentrada en Sonya. Ésta temblaba, dominada
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por una inquietud creciente, pues presentía que la comida terminaría mal, y seguía con la vista,
aterrada, los progresos de la exasperación de Katerina Ivanovna. Sabía muy bien que ella misma,
Sonya, había sido la causa principal del insultante desaire con que las dos damas habían respondido
a la invitación de su madrastra. Se había enterado por Amalija Ivanovna de que la madre incluso
se había sentido ofendida y había preguntado a la patrona: « ¿Cree usted que yo puedo sentar a
mi hija junto a esa... señorita? » La joven sospechaba que su madrastra estaba enterada de ello, en
cuyo caso este insulto la mortificaría más que una afrenta dirigida contra ella misma, contra sus
hijos y contra la memoria de su padre. En fin, que Katerina Ivanovna, ante el terrible ultraje, no
descansaría hasta haber dicho a aquellas provincianas que las dos eran unas..., etc., etc.
Para colmo de desdichas, uno de los invitados que se sentaba en el otro extremo de la mesa envió
a Sonya un plato donde se veían dos corazones traspasados por una flecha, modelados con pan de
centeno. Katerina Ivanovna, en un súbito arranque de cólera, manifestó a voz en grito que el autor
de semejante broma era seguramente un asno borracho.
Amalija Ivanovna, presa también de los peores presentimientos acerca del desenlace de la comida
y, por otra parte, herida profundamente por la aspereza con que la trataba Katerina Ivanovna, se
propuso dar un giro a la atención general y, al mismo tiempo, hacerse valer a los ojos de todos
los presentes. Para ello empezó a contar de pronto que un amigo suyo, que era farmacéutico y se
llamaba Karl, había tomado una noche un Semyon cuyo cochero había intentado asesinarle.
‑Y Karl le suplicó que no le matara, y se echó a llorar con las manos enlazadas. Tan aterrado estaba,
que él también sintió su corazón traspasado.
Aunque esta historia le hizo sonreír, Katerina Ivanovna dijo que Amalija Ivanovna no debía contar
anécdotas en ruso. La alemana se sintió profundamente ofendida y respondió que su Vater aus
Berlin66 fue un hombre muy importante que paseaba todo el día las manos por los bolsillos.
La burlona Katerina Ivanovna no pudo contenerse y lanzó tal carcajada, que Amalija Ivanovna
acabó por perder la paciencia y hubo de hacer un gran esfuerzo para no saltar.
‑¿Ha oído usted a esa vieja lechuza? ‑siguió diciendo en voz baja Katerina Ivanovna a Raskolnikov‑.
Ha querido decir que su padre se paseaba con las manos en los bolsillos, y todo el mundo habrá
creído que se estaba registrando los bolsillos a todas horas. ¡Ji, ji! ¿Ha observado usted, Rodion
Romanovich, que, por regla general, los extranjeros establecidos en Petersburgo, especialmente los
alemanes, que llegan de Dios sabe dónde, son bastante menos inteligentes que nosotros? Dígame
usted si no es una necedad contar una historia como esa del farmacéutico cuyo corazón estaba
traspasado de espanto. El muy mentecato, en vez de echarse sobre el cochero y atarlo, enlaza las
manos y llora y suplica... ¡Ah, qué mujer tan estúpida! Cree que esta historia es conmovedora y no
se da cuenta de su necedad. A mi juicio, ese alcohólico que fue empleado de intendencia es más
inteligente que ella. Cuando menos, se ve en seguida que está dominado por la bebida y que hasta
66 Padre de Berlín.
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el último destello de su lucidez ha naufragado en alcohol... En cambio, todos esos que están tan
serios y callados... Pero fíjese cómo abre los ojos esa mujer. Está enojada... ¡Ja, ja, ja! Está que
trina...
Katerina Ivanovna, con alegre entusiasmo, habló de otras mil cosas insignificantes, y de improviso
anunció que tan pronto como obtuviera la pensión se retiraría a T***, su ciudad natal, para abrir un
centro de enseñanza que se dedicaría a la educación de muchachas nobles. Aún no había hablado
de este proyecto a Raskolnikov, y se lo expuso con todo detalle. Como por arte de magia, exhibió
aquel diploma de que Marmeladov había hablado a Raskolnikov cuando le contó en una taberna
que Katerina Ivanovna, al salir del pensionado, había bailado en presencia del gobernador y de otras
personalidades la danza del chal. Podría creerse que Katerina Ivanovna utilizaba este diploma para
demostrar su derecho a abrir un pensionado, pero su verdadero fin había sido otro: había pensado
utilizarlo para confundir a aquellas provincianas endomingadas en el caso de que hubieran asistido
a la comida de funerales, demostrándoles así que ella pertenecía a una de las familias más nobles,
que era hija de un coronel y, en fin, que valía mil veces más que todas las advenedizas que en los
últimos tiempos se habían multiplicado de un modo exorbitante.
El diploma dio la vuelta a la mesa. Los invitados lo pasaban de mano en mano, sin que Katerina
Ivanovna se opusiera a ello, ya que aquel papel la presentaba en toutes lettres67 como hija de un
consejero de la corte, de un caballero, lo que la autorizaba a considerarse hija de un coronel.
Después, la viuda, inflamada de entusiasmo, empezó a hablar de la existencia tranquila y feliz que
pensaba llevar en T***. Incluso se refirió a los profesores que llamaría para instruir a sus alumnas,
citando al señor Mangot, viejo y respetable francés que le había enseñado a ella este idioma.
Entonces estaba pasando los últimos años de su vida en T*** y no vacilaría en ingresar como
profesor de su pensionado por un módico sueldo. Finalmente, anunció que Sonya la acompañaría
y la ayudaría a dirigir el centro de enseñanza, lo cual produjo una risa ahogada en un extremo de
la mesa.
Katerina Ivanovna fingió no haberla oído, pero, levantando de pronto la voz, empezó a enumerar
las cualidades incontables que permitirían a Sofya Semyonovna secundarla en su empresa. Ensalzó
su dulzura, su paciencia, su abnegación, su nobleza de alma, su vasta cultura; dicho lo cual, le dio
un golpecito cariñoso en la mejilla y se levantó para besarla, cosa que hizo dos veces. Sonya
enrojeció y Katerina Ivanovna, hecha un mar de lágrimas, dijo de pronto que era una tonta que se
dejaba impresionar demasiado por los acontecimientos y que, ya que la comida había terminado,
iba a servir el té.
Entonces Amalija Ivanovna, molesta por el hecho de no haber podido pronunciar una sola palabra
en la conversación precedente, y también al ver que nadie le prestaba atención, decidió arriesgarse
nuevamente y, aunque dominada por cierta inquietud, hizo a Katerina Ivanovna la sabia observación
67 En su totalidad.
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de que debería prestar atención especialísima a la ropa interior de las alumnas (die Wäsche68) y
de contratar una mujer para que se cuidara exclusivamente de ello (die Dame69), y, en fin, que
sería una medida prudente vigilar a las muchachas, de modo que no pudieran leer novelas por las
noches. Katerina Ivanovna, que se hallaba bajo los efectos estimulantes de la animada ceremonia,
le respondió ásperamente que sus observaciones eran desatinadas y que no entendía nada, que
el cuidado de la lavandería incumbía al ama de llaves y no a la directora de un pensionado de
muchachas nobles. En cuanto a la observación relacionada con la lectura de novelas, le parecía
simplemente una inconveniencia. Todo esto equivalía a decirle que se callase.
De pronto, Amalija Ivanovna enrojeció y replicó agriamente que ella siempre había dado muestras
de las mejores intenciones y que hacía ya bastante tiempo que no recibía dinero por el alquiler de la
habitación de Katerina Ivanovna. Ésta le replicó que mentía al hablar de buenas intenciones, pues
el mismo día anterior, cuando el difunto estaba todavía en el aposento, se había presentado para
reclamarle con malos modos el dinero del alquiler. Entonces la patrona dijo que había invitado
a las dos damas y que éstas no habían aceptado porque eran nobles y no podían ir a casa de una
mujer que no era noble. A lo cual repuso Katerina Ivanovna que, como ella no era nada, no estaba
capacitada para juzgar a la verdadera nobleza. Amalija Ivanovna no pudo soportar esta insolencia
y declaró que su Vater aus Berlin era un hombre muy importante que siempre iba con las manos en
los bolsillos y haciendo « ¡puaf, puaf! » Y para dar una idea más exacta de cómo era el tal Vater,
la señora Lippevechsel se levantó, introdujo las dos manos en sus bolsillos, hinchó los carrillos
y empezó a imitar el « ¡puaf, puaf! » paterno, en medio de las risas de todos los inquilinos, cuya
intención era alentarla, con la esperanza de asistir a una batalla entre las dos mujeres.
Katerina Ivanovna, incapaz de seguir conteniéndose, declaró a voz en grito que seguramente
Amalija Ivanovna no había tenido nunca Vater, que era una vulgar finesa de Petersburgo, una
borracha que había sido cocinera o algo peor.
La señora Lippevechsel se puso tan roja como un pimiento y replicó a grandes voces que era
Katerina Ivanovna la que no había tenido Vater, pero que ella tenía un Vater aus Berlin que llevaba
largos redingotes y siempre iba haciendo « ¡puaf, puaf! »
68 La lavandería
69 La dama.
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Katerina Ivanovna respondió desdeñosamente que todo el mundo conocía su propio origen y que
en su diploma se decía con caracteres de imprenta que era hija de un coronel, mientras que el padre
de Amalija Ivanovna, en el caso de que existiera, debía de ser un lechero finés70; pero que era más
que probable que ella no tuviera padre, ya que nadie sabía aún cuál era su patronímico, es decir, si
se llamaba Amalija Ivanovna o Amalija Ludwigovna.
Al oír estas palabras, la patrona, fuera de sí, empezó a golpear con el puño la mesa mientras decía
a grandes gritos que ella era Ivanovna y no Ludwigovna, que su Vater se llamaba Johann y era
bailío71, cosa que no había sido jamás el Vater de Katerina Ivanovna.
Ésta se levantó en el acto y, con una voz cuya calma contrastaba con la palidez de su semblante y la
agitación de su pecho, dijo a Amalija Ivanovna que si osaba volver a comparar, aunque sólo fuera
una vez, a su miserable Vater con su padre, le arrancaría el gorro y se lo pisotearía.
Al oír esto, Amalija Ivanovna empezó a ir y venir precipitadamente por la habitación, gritando
con todas sus fuerzas que ella era la dueña de la casa y que Katerina Ivanovna debía marcharse
inmediatamente.
Acto seguido se arrojó sobre la mesa y empezó a recoger sus cubiertos de plata.
A esto siguió una confusión y un alboroto indescriptibles. Los niños se echaron a llorar. Sonya
se abalanzó sobre su madrastra para intentar retenerla, pero cuando Amalija Ivanovna aludió a la
tarjeta amarilla, la viuda rechazó a la muchacha y se fue derecha a la patrona con la intención de
poner en práctica su amenaza.
En este momento se abrió la puerta y apareció en el umbral Pyotr Petrovich Luzhin, que paseó una
mirada atenta y severa por toda la concurrencia.
Katerina Ivanovna corrió hacia él.
70 De Finlandia.
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Capítulo III
Pyotr Petrovich ‑exclamó Katerina Ivanovna‑, protéjame. Haga comprender a esta mujer estúpida
que no tiene derecho a insultar a una noble dama abatida por el infortunio, y que hay tribunales
para estos casos... Me quejaré ante el gobernador general en persona y ella tendrá que responder
de sus injurias... En memoria de la hospitalidad que recibió usted de mi padre, defienda a estos
pobres huérfanos.
‑Permítame, señora, permítame ‑respondió Pyotr Petrovich, tratando de apartarla‑. Yo no he tenido
jamás el honor, y usted lo sabe muy bien, de tratar a su padre. Perdone, señora ‑alguien se echó a
reír estrepitosamente‑, pero no tengo la menor intención de mezclarme en sus continuas disputas
con Amalija Ivanovna... Vengo aquí para un asunto personal. Deseo hablar inmediatamente con su
hijastra Sofya Ivanovna. Se llama así, ¿no es cierto? Permítame...
Y Pyotr Petrovich, pasando por el lado de Katerina Ivanovna, se dirigió al extremo opuesto de la
habitación, donde estaba Sonya.
Katerina Ivanovna quedó clavada en el sitio, como fulminada. No comprendía por qué Pyotr
Petrovich negaba que había sido huésped de su padre. Esta hospitalidad creada por su fantasía
había llegado a ser para ella un artículo de fe. Por otra parte, le sorprendía el tono seco, altivo y
casi desdeñoso con que le había hablado Luzhin.
Ante la aparición de Pyotr Petrovich se había ido restableciendo el silencio poco a poco. Aun
dejando aparte que la gravedad y la corrección de aquel hombre de negocios contrastaba con el
aspecto desaliñado de los inquilinos de la señora Lippevechsel, todos ellos comprendían que sólo
un motivo de excepcional importancia podía justificar la presencia de Luzhin en aquel lugar y, en
consecuencia, esperaban un golpe teatral.
Raskolnikov, que estaba al lado de Sonya, se apartó para dejar el paso libre a Pyotr Petrovich, el
cual, al parecer, no advirtió su presencia.
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ayudarla mediante una rifa, una suscripción o algún otro procedimiento semejante... Le doy todos
estos detalles, en primer lugar, para recordarle cómo han ocurrido las cosas, y en segundo, para
que vea usted que lo recuerdo todo perfectamente... Luego he cogido de la mesa un billete de diez
rublos y se lo he entregado, haciendo constar que era mi aportación personal y el primer socorro
para su madrastra... Todo esto ha ocurrido en presencia de Andrey Semyenovich. Seguidamente
la he acompañado hasta la puerta y he podido ver que estaba tan trastornada como cuando ha
llegado. Cuando usted ha salido, yo he estado conversando durante unos diez minutos con Andrey
Semyenovich. Finalmente, él se ha retirado y yo me he acercado a la mesa para recoger el resto de
mi dinero, contarlo y guardarlo. Entonces, con profundo asombro, he visto que faltaba uno de los
tres billetes. Comprenda usted, señorita. No puedo sospechar de Andrey Semyenovich. La simple
idea de esta sospecha me parece un disparate. Tampoco es posible que me haya equivocado en mis
cuentas, porque las he verificado momentos antes de llegar usted y he comprobado su exactitud.
Comprenda que la agitación que usted ha demostrado, su prisa en marcharse, el hecho de que haya
tenido usted en todo momento las manos sobre la mesa, y también, en fin, su situación social y los
hábitos propios de ella, son motivos suficientes para que me vea obligado, muy a pesar mío y no
sin cierto horror, a concebir contra usted sospechas, crueles sin duda pero legítimas. Quiero añadir
y repetir que, por muy convencido que esté de su culpa, sé que corro cierto riesgo al acusarla.
Sin embargo, no vacilo en hacerlo, y le diré por qué. Lo hago exclusivamente por su ingratitud.
La llamo para hablar de una posible ayuda a su infortunada segunda madre, le entrego mi óbolo
de diez rublos, y he aquí el pago que usted me da. No, esto no está nada bien. Necesita usted una
lección. Reflexione. Le hablo como le hablaría su mejor amigo, y, en verdad, no puede usted tener
en este momento otro amigo mejor, pues, si no lo fuese, procedería con todo rigor e inflexibilidad.
Bueno, ¿qué dice usted?
‑Yo no le he quitado nada -murmuró Sonya, aterrada‑. Usted me ha dado diez rublos. Mírelos. Se
los devuelvo.
Sacó el pañuelo del bolsillo, deshizo un nudo que había en él, sacó el billete de diez rublos que
Luzhin le había dado y se lo ofreció.
‑¿Así ‑dijo Pyotr Petrovich en un tono de censura y sin tomar el billete‑, persiste usted en negar
que me ha robado cien rublos?
Sonya miró en todas direcciones y sólo vio semblantes terribles, burlones, severos o cargados
de odio. Dirigió una mirada a Raskolnikov, que estaba en pie junto a la pared. El joven tenía los
brazos cruzados y fijaba en ella sus ardientes ojos.
‑¡Dios mío! ‑gimió Sonya.
‑Amalija Ivanovna ‑dijo Luzhin en un tono dulce, casi acariciador‑, habrá que llamar a la policía,
y le ruego que haga subir al portero para que esté aquí mientras llegan los agentes.
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‑Gott der barmherzige72! ‑dijo la señora Lippevechsel‑. Ya sabía yo que era una ladrona.
‑¿Conque lo sabía usted? Entonces no cabe duda de que existen motivos para que usted haya
pensado en ello. Honorable Amalija Ivanovna, le ruego que no olvide las palabras que acaba de
pronunciar, por cierto ante testigos.
En este momento se alzaron rumores de todas partes. La concurrencia se agitaba.
‑¿Pero qué dice usted? ‑exclamó de pronto Katerina Ivanovna, saliendo de su estupor y arrojándose
sobre Luzhin‑. ¿Se atreve a acusarla de robo? ¡A ella, a Sonya! ¡Cobarde, canalla!
Se arrojó sobre Sonya y la rodeó con sus descarnados brazos.
‑¡Sonya! ¿Cómo has podido aceptar diez rublos de este hombre? ¡Qué infeliz eres! ¡Dámelos,
dámelos en seguida...! ¡Ahí los tiene!
Katerina Ivanovna se había apoderado del billete, lo estrujó y se lo tiró a Luzhin a la cara. El
papel, hecho una bola, fue a dar contra un ojo de Pyotr Petrovich y después cayó al suelo. Amalija
Ivanovna se apresuró a recogerlo. Luzhin se indignó.
‑¡Cojan a esta loca!
En ese momento, varias personas aparecieron en el umbral, al lado de Lebezyatnikov. Entre ellas
estaban las dos provincianas.
‑¿Loca? ¿Loca yo? ‑gritó Katerina Ivanovna‑. ¡Tú sí que eres un imbécil, un vil agente de negocios,
un infame...! ¡Sonya quitarle dinero! ¡Sonya una ladrona! ¡Antes te lo daría que quitártelo, idiota!
Lanzó una carcajada histérica y, yendo de inquilino en inquilino y señalando a Luzhin, exclamaba:
‑¿Ha visto usted un imbécil semejante?
De pronto vio a Amalija Ivanovna y se detuvo.
‑¡Y tú también, salchichera, miserable prusiana! ¡Tú también crees que es una ladrona...! ¿Cómo es
posible? ¡Ella ‑dijo a Luzhin‑ ha venido de tu habitación aquí, y de aquí no ha salido, granuja, más
que granuja! ¡Todo el mundo ha visto que se ha sentado a la mesa y no se ha movido! ¡Se ha sentado
al lado de Rodion Romanovich...! ¡Regístrenla! ¡Como no ha ido a ninguna parte, si ha cogido el
billete ha de llevarlo encima...! Busca, busca... Pero si no encuentras nada, amigo mío, tendrás
que responder de tus injurias... ¡Iré a quejarme al emperador en persona, al zar misericordioso!
Me arrojaré a sus pies, ¡y hoy mismo! Como soy huérfana, me dejarán entrar. ¿Crees que no me
recibirá? Estás muy equivocado. Llegaré hasta él... Confiabas en la bondad y en la timidez de
Sonya, ¿verdad? Seguro que contabas con eso. Pero yo no soy tímida y nos las vas a pagar. ¡Busca,
regístrala! ¡Hala! ¿Qué esperas?
72 Dios Misericordioso.
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Rodion Romanovich, sin decir nada? ¿Por qué no la defiende usted? ¿Es que también usted la cree
culpable? ¡Todos vosotros juntos valéis menos que su dedo meñique! ¡Señor, Señor! ¿Por qué no
la defiendes?
La desesperación de la infortunada Katerina Ivanovna produjo profunda y general emoción. Aquel
rostro descarnado de tísica, contraído por el sufrimiento; aquellos labios resecos, donde la sangre
se había coagulado; aquella voz ronca; aquellos sollozos, tan violentos como los de un niño, y, en
fin, aquella demanda de auxilio, confiada, ingenua y desesperada a la vez, todo esto expresaba un
dolor tan punzante, que era imposible permanecer indiferente ante él. Por lo menos Pyotr Petrovich
dio muestras de compadecerse.
‑Cálmese, señora, cálmese ‑dijo gravemente‑. Este asunto no le concierne en lo más mínimo.
Nadie piensa acusarla de premeditación ni de complicidad, y menos habiendo sido usted misma
la que ha descubierto el robo al registrarle los bolsillos. Esto basta para demostrar su inocencia...
Me siento inclinado a ser indulgente ante un acto en que la miseria puede haber sido el móvil
que ha impulsado a Sofya Semyonovna. Pero ¿por qué no quiere usted confesar, señorita? ¿Teme
usted al deshonor? ¿Ha sido la primera vez? ¿Acaso ha perdido usted la cabeza? Todo esto es
comprensible, muy comprensible... Sin embargo, ya ve usted a lo que se ha expuesto... Señores
‑continuó, dirigiéndose a la concurrencia‑, dejándome llevar de un sentimiento de compasión y de
simpatía, por decirlo así, estoy dispuesto todavía a perdonarlo todo, a pesar de los insultos que se
me han dirigido.
Se volvió de nuevo hacia Sonya y añadió:
‑Pero que esta humillación que hoy ha sufrido usted, señorita, le sirva de lección para el futuro.
Daré el asunto por terminado y las cosas no pasarán de aquí.
Pyotr Petrovich miró de reojo a Raskolnikov, y las miradas de ambos se encontraron. Los ojos del
joven llameaban.
Katerina Ivanovna, como si nada hubiera oído, seguía abrazando y besando a Sonya con frenesí.
También los niños habían rodeado a la joven y la estrechaban con sus débiles bracitos.
Poleshka, sin comprender lo que sucedía, sollozaba desgarradoramente, apoyando en el hombro de
Sonya su linda carita, bañada en lágrimas.
‑¡Qué ruindad! ‑dijo de pronto una voz desde la puerta.
Pyotr Petrovich se volvió inmediatamente.
‑¡Qué ruindad! ‑repitió Lebezyatnikov sin apartar de él la vista.
Luzhin se estremeció (todos recordarían este detalle más adelante), y Andrey Semyenovich entró
en la habitación.
‑¿Cómo ha tenido usted valor para invocar mi testimonio? ‑dijo acercándose a Luzhin.
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diez rublos, cogía usted de la mesa otro de cien... Esto lo he visto perfectamente, porque entonces
me hallaba muy cerca de usted, y recuerdo bien este detalle porque me ha sugerido cierta idea.
Usted ha doblado el billete de cien rublos y lo ha mantenido en el hueco de la mano. Después he
dejado de pensar en ello, pero cuando usted se ha levantado ha hecho pasar el billete de la mano
derecha a la izquierda, con lo que ha estado a punto de caérsele. Entonces me he vuelto a fijar en
él, pues de nuevo he tenido la idea de que usted quería socorrer a Sofya Semyonovna sin que yo
me enterase. Ya puede usted suponer la gran atención con que desde ese instante he seguido hasta
sus menores movimientos. Así he podido ver cómo le ha deslizado usted el billete en el bolsillo.
¡Lo he visto, lo he visto, y estoy dispuesto a afirmarlo bajo juramento!
Lebezyatnikov estaba rojo de indignación. Las exclamaciones más diversas surgieron de todos los
rincones de la estancia. La mayoría de ellas eran de asombro, pero algunas fueron proferidas en un
tono de amenaza. Los concurrentes se acercaron a Pyotr Petrovich y formaron un estrecho círculo
en torno de él. Katerina Ivanovna se arrojó sobre Lebezyatnikov.
‑¡Andrey Semyenovich, qué mal le conocía a usted! ¡Defiéndala! Es huérfana. Dios nos lo ha
enviado, Andrey Semyenovich, mi querido amigo.
Y Katerina Ivanovna, en un arrebato casi inconsciente, se arrojó a los pies del joven.
‑¡Está loco! ‑exclamó Luzhin, ciego de rabia‑. Todo son invenciones suyas... ¡Que si se había
olvidado y luego se ha vuelto a acordar...! ¿Qué significa esto? Según usted, yo he puesto
intencionadamente estos cien rublos en el bolsillo de esta señorita. Pero ¿por qué? ¿Con qué objeto?
‑Esto es lo que no comprendo. Pero le aseguro que he dicho la verdad. Tan cierto estoy de no
equivocarme, miserable criminal, que en el momento en que le estrechaba la mano felicitándole,
recuerdo que me preguntaba con qué fin habría regalado usted ese billete a hurtadillas, o, dicho
de otro modo, por qué se ocultaba para hacerlo. Misterio. Me he dicho que tal vez quería usted
ocultarme su buena acción al saber que soy enemigo por principio de la caridad privada, a la
que considero como un paliativo inútil. He deducido, pues, que no quería usted que se supiera
que entregaba a Sofya Semyonovna una cantidad tan importante, y, además, que deseaba dar una
sorpresa a la beneficiada... Todos sabemos que hay personas que se complacen en ocultar las
buenas acciones... También me he dicho que tal vez quería usted poner a prueba a la muchacha, ver
si volvía para darle las gracias cuando encontrara el dinero en su bolsillo. O, por el contrario, que
deseaba usted eludir su gratitud, según el principio de que la mano derecha debe ignorar..., y otras
mil suposiciones parecidas. Sólo Dios sabe las conjeturas que han pasado por mi cabeza... Decidí
reflexionar más tarde a mis anchas sobre el asunto, pues no quería cometer la indelicadeza de
dejarle entrever que conocía su secreto. De pronto me ha asaltado un temor: al no conocer su acto
de generosidad, Sofya Semyonovna podía perder el dinero sin darse cuenta. Por eso he tomado la
determinación de venir a decirle que usted había depositado un billete de cien rublos en su bolsillo.
Pero, al pasar, me he detenido en la habitación de las señoras Kobilatnikov a fin de entregarles la
«Ojeada general sobre el método positivo» y recomendarles especialmente el artículo de Piderit, y
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La habitación estaba llena de personas embriagadas, pero también habían acudido huéspedes de
otros aposentos, atraídos por el escándalo. Los tres polacos estaban indignadísimos y no cesaban
de proferir en su lengua insultos contra Pyotr Petrovich, al que llamaban, entre otras cosas, el pan73
es un ladak74.
Sonya escuchaba con gran atención, pero no parecía acabar de comprender lo que pasaba: su
estado era semejante al de una persona que acaba de salir de un desvanecimiento. No apartaba
los ojos de Raskolnikov, comprendiendo que sólo él podía protegerla. La respiración de Katerina
Ivanovna era silbante y penosa. Estaba completamente agotada. Pero era Amalija Ivanovna la
que tenía un aspecto más grotesco, con su boca abierta y su cara de pasmo. Era evidente que no
comprendía lo que estaba ocurriendo. Lo único que sabía era que Pyotr Petrovich se hallaba en una
situación comprometida.
Raskolnikov intentó volver a hablar, pero en seguida renunció a ello al ver que los inquilinos
se precipitaban sobre Luzhin y, formando en torno de él un círculo compacto, le dirigían toda
clase de insultos y amenazas. Pero Luzhin no se amilanó. Comprendiendo que había perdido
definitivamente la partida, recurrió a la insolencia.
‑Permítanme, señores, permítanme. No se pongan así. Déjenme pasar ‑dijo mientras se abría paso‑.
No se molesten ustedes en intentar amedrentarme con sus amenazas. Tengan la seguridad de que
no adelantarán nada, pues no soy de los que se asustan fácilmente. Por el contrario, les advierto que
tendrán que responder de la cooperación que han prestado a un acto delictivo. La culpabilidad de la
ladrona está más que probada, y presentaré la oportuna denuncia. Los jueces no están ciegos... ni
bebidos. Por eso rechazarán el testimonio de dos impíos, de dos revolucionarios que me calumnian
por una cuestión de venganza personal, como ellos mismos han tenido la candidez de reconocer.
Permítanme, señores.
‑No podría soportar ni un minuto más su presencia en mi habitación ‑le dijo Andrey Semyenovich‑.
Haga el favor de marcharse. No quiero ningún trato con usted. ¡Cuando pienso que he estado dos
semanas gastando saliva para exponerle...!
‑Andrey Semyenovich, recuerde que hace un rato le he dicho que me marchaba y usted trataba de
retenerme. Ahora me limitaré a decirle que es usted un tonto de remate y que le deseo se cure de la
cabeza y de los ojos. Permítanme, señores...
73 Caballero.
74 Sinvergüenza.
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Y consiguió terminar de abrirse paso. Pero el de intendencia no quiso dejarle salir de aquel modo.
Considerando que los insultos eran un castigo insuficiente para él, cogió un vaso de la mesa y se
lo arrojó con todas sus fuerzas. Desgraciadamente, el proyectil fue a estrellarse contra Amalija
Ivanovna, que empezó a proferir grandes alaridos, mientras el de intendencia, que había perdido el
equilibrio al tomar impulso para el lanzamiento, caía pesadamente sobre la mesa.
Pyotr Petrovich logró llegar a su aposento, y, una hora después, había salido de la casa.
Antes de esta aventura, Sonya, tímida por naturaleza, se sentía más vulnerable que las demás
mujeres, ya que cualquiera tenía derecho a ultrajarla. Sin embargo, había creído hasta entonces que
podría contrarrestar la malevolencia a fuerza de discreción, dulzura y humildad. Pero esta ilusión
se había desvanecido y su decepción fue muy amarga. Era capaz de soportarlo todo con paciencia
y sin lamentarse, y el golpe que acababa de recibir no estaba por encima de sus fuerzas, pero en el
primer momento le pareció demasiado duro. A pesar del triunfo de su inocencia en el asunto del
billete, transcurridos los primeros instantes de terror, y al poder darse cuenta de las cosas, sintió
que su corazón se oprimía dolorosamente ante la idea de su abandono y de su aislamiento en la
vida. Sufrió una crisis nerviosa y, sin poder contenerse, salió de la habitación y corrió a su casa.
Esta huida casi coincidió con la salida de Luzhin.
Amalija Ivanovna, cuando recibió el proyectil destinado a Pyotr Petrovich en medio de las
carcajadas de los invitados, montó en cólera y su indignación se dirigió contra Katerina Ivanovna,
sobre la que se arrojó vociferando como si la hiciera responsable de todo lo ocurrido.
Y, al mismo tiempo que gritaba, cogía todos los objetos de la inquilina que encontraba al alcance de
la mano y los arrojaba al suelo. La pobre viuda, que se había tenido que echar en la cama, exhausta
y rendida por el sufrimiento, saltó del lecho y se arrojó sobre la patrona. Pero las fuerzas eran tan
desiguales, que Amalija Ivanovna la rechazó tan fácilmente como si luchara con una pluma.
‑¡Es el colmo! ¡No contenta con calumniar a Sonya, ahora la toma conmigo! ¡Me echa a la calle el
mismo día de los funerales de mi marido! ¡Después de haber recibido mi hospitalidad, me pone en
medio del arroyo con mis pobres huérfanos! ¿Adónde iré?
Y la pobre mujer sollozaba, en el límite de sus fuerzas. De pronto sus ojos llamearon y gritó
desesperadamente:
‑¡Señor! ¿Es posible que no exista la justicia aquí abajo? ¿A quién defenderás si no nos defiendes
a nosotros...? En fin, ya veremos. En la tierra hay jueces y tribunales. Presentaré una denuncia.
Prepárate, desalmada... Poleshka, no dejes a los niños. Volveré en seguida. Si es preciso, esperadme
en la calle. ¡Ahora veremos si hay justicia en este mundo!
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Katerina Ivanovna se envolvió la cabeza en aquel trozo de paño verde de que había hablado
Marmeladov, atravesó la multitud de inquilinos embriagados que se hacinaban en la estancia y,
gimiendo y bañada en lágrimas, salió a la calle. Estaba resuelta a que le hicieran justicia en el acto
y costara lo que costase. Poleshka, aterrada, se refugió con los niños en un rincón, junto al baúl.
Rodeó con sus brazos a sus hermanitos y así esperó la vuelta de su madre. Amalija Ivanovna iba y
venía por la habitación como una furia, rugiendo de rabia, lamentándose y arrojando al suelo todo
lo que caía en sus manos.
Entre los inquilinos reinaba gran confusión: unos comentaban a grandes voces lo ocurrido, otros
discutían y se insultaban y algunos seguían entonando canciones.
«Ha llegado el momento de marcharse ‑pensó Raskolnikov‑. Vamos a ver qué dice ahora Sofya
Semyonovna.»
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Capítulo IV
Aunque llevaba su propia carga de miserias y horrores en el corazón, Raskolnikov había defendido
valientemente y con destreza la causa de Sonya ante Luzhin. Dejando aparte el interés que sentía
por la muchacha y que le impulsaba a defenderla, había sufrido tanto aquella mañana, que había
acogido con verdadera alegría la ocasión de ahuyentar aquellos pensamientos que habían llegado
a serle insoportables.
Por otra parte, la idea de su inmediata entrevista con Sonya le preocupaba y le colmaba de una
ansiedad creciente. Tenía que confesarle que había matado a Lizaveta. Presintiendo la tortura que
esta declaración supondría para él, trataba de apartarla de su pensamiento. Cuando se había dicho,
al salir de casa de Katerina Ivanovna: «Vamos a ver qué dice ahora Sofya Semyonovna», se hallaba
todavía bajo los efectos del ardoroso y retador entusiasmo que le había producido su victoria sobre
Luzhin. Pero ‑cosa singular‑ cuando llegó al departamento de Kapernaumov, esta entereza de
ánimo le abandonó de súbito y se sintió débil y atemorizado. Vacilando, se detuvo ante la puerta
y se preguntó:
« ¿Es necesario que revele que maté a Lizaveta? »
Lo extraño era que, al mismo tiempo que se hacía esta pregunta, estaba convencido de que le era
imposible no sólo eludir semejante confesión, sino retrasarla un solo instante. No podía explicarse
la razón de ello, pero sentía que era así y sufría horriblemente al darse cuenta de que no tenía
fuerzas para luchar contra esta necesidad.
Para evitar que su tormento se prolongara se apresuró a abrir la puerta. Pero no franqueó el umbral
sin antes observar a Sonya. Estaba sentada ante su mesita, con los codos apoyados en ella y la cara
en las manos. Cuando vio a Raskolnikov, se levantó en el acto y fue hacia él como si lo estuviese
esperando.
‑¿Qué habría sido de mí sin usted? ‑le dijo con vehemencia, al encontrarse con él en medio de la
habitación.
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Al parecer, sólo pensaba en el servicio que le había prestado, y ansiaba agradecérselo. Luego
adoptó una actitud de espera. Raskolnikov se acercó a la mesa y se sentó en la silla que ella
acababa de dejar. Sonya permaneció en pie a dos pasos de él, exactamente como el día anterior.
‑Bueno, Sonya ‑dijo Raskolnikov, y notó de pronto que la voz le temblaba‑; ya se habrá dado usted
cuenta de que la acusación se basaba en su situación y en los hábitos ligados a ella.
El rostro de Sonya tuvo una expresión de sufrimiento.
‑Le ruego que no me hable como ayer. No, se lo suplico. Ya he sufrido bastante.
Y se apresuró a sonreír, por temor a que este reproche hubiera herido a Raskolnikov.
‑He salido corriendo como una loca. ¿Qué ha pasado después? He estado a punto de volver, pero
luego he pensado que usted vendría y...
Raskolnikov le explicó que Amalija Ivanovna había despedido a su familia y que Katerina Ivanovna
se había marchado en busca de justicia no sabía adónde.
‑¡Dios mío! ‑exclamó Sonya‑. ¡Vamos, vamos en seguida!
Y cogió apresuradamente el pañuelo de la cabeza.
‑¡Siempre lo mismo! ‑exclamó Raskolnikov, indignado‑. No piensa usted más que en ellos.
Quédese un momento conmigo.
‑Pero Katerina Ivanovna...
‑Katerina Ivanovna no la olvidará: puede estar segura ‑dijo Raskolnikov, molesto‑. Como ha salido,
vendrá aquí, y si no la encuentra, se arrepentirá usted de haberse marchado.
Sonya se sentó, presa de una perplejidad llena de inquietud. Raskolnikov guardó silencio, con la
mirada fija en el suelo. Parecía reflexionar.
‑Tal vez Luzhin no tenía hoy intención de hacerla detener, porque no le interesaba. Pero si la
hubiese tenido y ni Lebezyatnikov ni yo hubiéramos estado allí, usted estaría ahora en la cárcel,
¿no es así?
‑Sí ‑respondió Sonya con voz débil y sin poder prestar demasiada atención a lo que Raskolnikov
le decía, tal era la ansiedad que la dominaba.
‑Pues bien, habría sido muy fácil que yo no estuviera allí, y en cuanto a Lebezyatnikov, ha sido
una casualidad que fuese.
Sonya no contestó.
‑Y si la hubieran metido en la cárcel, ¿qué habría pasado? ¿Se acuerda de lo que le dije ayer?
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Ella seguía guardando silencio. El esperó unos segundos. Después siguió diciendo, con una risa
un tanto forzada:
‑Creía que me iba usted a repetir que no le hablara de estas cosas... ¿Qué? ‑preguntó tras una breve
pausa‑. ¿Insiste usted en no abrir la boca? Sin embargo, necesitamos un tema de conversación. Por
ejemplo, me gustaría saber cómo resolvería cierta cuestión..., como diría Lebezyatnikov ‑añadió,
notando que empezaba a perder la sangre fría‑. No, no hablo en broma. Supongamos, Sonya, que
usted conoce por anticipado todos los proyectos de Luzhin y sabe que estos proyectos sumirían
definitivamente en el infortunio a Katerina Ivanovna, a sus hijos y, por añadidura, a usted..., y
digo «por añadidura» porque a usted sólo se la puede considerar como cosa aparte. Y supongamos
también que, a consecuencia de esto, Poleshka haya de verse obligada a llevar una vida como
la que usted lleva. Pues bien, si en estas circunstancias estuviera en su mano hacer que Luzhin
pereciera, con lo que salvaría a Katerina Ivanovna y a su familia, o dejar que Luzhin viviera y
llevase a cabo sus infames propósitos, ¿qué partido tomaría usted? Ésta es la pregunta que quiero
que me conteste.
Sonya le miró con inquietud. Aquellas palabras, pronunciadas en un tono vacilante, parecían
ocultar una segunda intención.
‑Ya sabía yo que iba a hacerme una pregunta extraña ‑dijo la joven dirigiéndole una mirada
penetrante.
‑Eso poco importa. Diga: ¿qué decisión tomaría usted?
‑¿A qué viene hacer esas preguntas absurdas? ‑repuso Sonya con un gesto de desagrado.
‑Dígame: ¿dejaría usted que Luzhin viviera y pudiese cometer sus desafueros? ¿Es que ni siquiera
tiene valor para tomar una decisión en teoría?
‑Yo no conozco las intenciones de la Divina Providencia. ¿Por qué me interroga sobre hechos
que no existen? ¿A qué vienen esas preguntas inútiles? ¿Acaso es posible que la existencia de un
hombre dependa de mi voluntad? ¿Cómo puedo erigirme en árbitro de los destinos humanos, de la
vida y de la muerte?
‑Si hace usted intervenir a la Providencia divina, no hablemos más ‑dijo Raskolnikov en tono
sombrío.
Sonya respondió con acento angustiado:
‑Dígame francamente qué es lo que desea de mí... Sólo oigo de usted alusiones. ¿Es que ha venido
usted con el propósito de torturarme?
Sin poder contenerse, se echó a llorar. Él la miró tristemente, con una expresión de angustia. Hubo
un largo silencio.
Al fin, Raskolnikov dijo en voz baja:
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‑Piensa.
En el momento de pronunciar esta palabra, una sensación ya conocida por él le heló el corazón.
Miraba a Sonya y creía estar viendo a Lizaveta. Conservaba un recuerdo imborrable de la expresión
que había aparecido en el rostro de la pobre mujer cuando él iba hacia ella con el hacha en alto y
ella retrocedía hacia la pared, como un niño cuando se asusta y, a punto de echarse a llorar, fija
con terror la mirada en el objeto que provoca su espanto. Así estaba Sonya en aquel momento. Su
mirada expresaba el mismo terror impotente. De súbito extendió el brazo izquierdo, apoyó la mano
en el pecho de Raskolnikov, lo rechazó ligeramente, se puso en pie con un movimiento repentino
y empezó a apartarse de él poco a poco, sin dejar de mirarle. Su espanto se comunicó al joven,
que miraba a Sonya con el mismo gesto despavorido, mientras en sus labios se esbozaba la misma
triste sonrisa infantil.
‑¿Has comprendido ya? ‑murmuró.
‑¡Dios mío! ‑gimió, horrorizada.
Luego, exhausta, se dejó caer en su lecho y hundió el rostro en la almohada.
Pero un momento después se levantó vivamente, se acercó a Raskolnikov, le cogió las manos, las
atenazó con sus menudos y delgados dedos y fijó en él una larga y penetrante mirada.
Con esta mirada, Sonya esperaba captar alguna expresión que le demostrase que se había
equivocado. Pero no, no cabía la menor duda: la simple suposición se convirtió en certeza.
Más adelante, cuando recordaba este momento, todo le parecía extraño, irreal. ¿De dónde le había
venido aquella certeza repentina de no equivocarse? Porque en modo alguno podía decir que había
presentido aquella confesión. Sin embargo, apenas le hizo él la confesión, a ella le pareció haberla
adivinado.
‑Basta, Sonya, basta. No me atormentes.
Había hecho esta súplica amargamente. No era así como él había previsto confesar su crimen: la
realidad era muy distinta de lo que se había imaginado.
Sonya estaba fuera de sí. Saltó del lecho. De pie en medio de la habitación, se retorcía las manos.
Luego volvió rápidamente sobre sus pasos y de nuevo se sentó al lado de Raskolnikov, tan cerca
que sus cuerpos se rozaban. De pronto se estremeció como si la hubiera asaltado un pensamiento
espantoso, lanzó un grito y, sin que ni ella misma supiera por qué, cayó de rodillas delante de
Raskolnikov.
‑¿Qué ha hecho usted? Pero ¿qué ha hecho usted? ‑exclamó, desesperada.
De pronto se levantó y rodeó fuertemente con los brazos el cuello del joven.
Raskolnikov se desprendió del abrazo y la contempló con una triste sonrisa.
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‑No lo comprendo, Sonya. Me abrazas y me besas después de lo que te acabo de confesar. No sabes
lo que haces.
Ella no le escuchó. Gritó, enloquecida:
‑¡No hay en el mundo ningún hombre tan desgraciado como tú!
Y prorrumpió en sollozos.
Un sentimiento ya olvidado se apoderó del alma de Raskolnikov. No se pudo contener. Dos
lágrimas brotaron de sus ojos y quedaron pendientes de sus pestañas.
‑¿No me abandonarás, Sonya? ‑preguntó, desesperado.
‑No, nunca, en ninguna parte. Te seguiré adonde vayas. ¡Señor, Señor! ¡Qué desgraciada soy...!
¿Por qué no te habré conocido antes? ¿Por qué no has venido antes? ¡Dios mío!
‑Pero he venido.
‑¡Ahora...! ¿Qué podemos hacer ahora? ¡Juntos, siempre juntos! ‑exclamó Sonya volviendo a
abrazarle‑. ¡Te seguiré al presidio!
Raskolnikov no pudo disimular un gesto de indignación. Sus labios volvieron a sonreír como
tantas veces habían sonreído, con una expresión de odio y altivez.
‑No tengo ningún deseo de ir a presidio, Sonya.
Tras los primeros momentos de piedad dolorosa y apasionada hacia el desgraciado, la espantosa
idea del asesinato reapareció en la mente de la joven. El tono en que Raskolnikov había pronunciado
sus últimas palabras le recordaron de pronto que estaba ante un asesino. Se quedó mirándole
sobrecogida. No sabía aún cómo ni por qué aquel joven se había convertido en un criminal. Estas
preguntas surgieron de pronto en su imaginación, y las dudas le asaltaron de nuevo. ¿Él un asesino?
¡Imposible!
‑Pero ¿qué me pasa? ¿Dónde estoy? ‑exclamó profundamente sorprendida y como si le costara
gran trabajo volver a la realidad‑. Pero ¿cómo es posible que un hombre como usted cometiera...?
Además, ¿por qué?
‑Para robar, Sonya ‑respondió Raskolnikov con cierto malestar.
Sonya se quedó estupefacta. De pronto, un grito escapó de sus labios.
‑¡Estabas hambriento! ¡Querías ayudar a tu madre! ¿Verdad?
‑No, Sonya, no ‑balbuceó el joven, bajando y volviendo la cabeza‑. No estaba hambriento hasta
ese extremo... Ciertamente, quería ayudar a mi madre, pero no fue eso todo... No me atormentes,
Sonya.
Sonya se oprimía una mano con la otra.
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‑Pero ¿es posible que todo esto sea real? ¡Y qué realidad, Dios mío! ¿Quién podría creerlo? ¿Cómo
se explica que usted se quede sin nada por socorrer a otros habiendo matado por robar...?
De pronto le asaltó una duda.
‑¿Acaso ese dinero que dio usted a Katerina Ivanovna..., ese dinero, Señor, era...?
‑No, Sonya ‑le interrumpió Raskolnikov‑, ese dinero no procedía de allí. Tranquilízate. Me lo
había enviado mi madre por medio de un agente de negocios y lo recibí durante mi enfermedad, el
día mismo en que lo di... Razumikhin es testigo, pues firmó el recibo en mi nombre... Ese dinero
era mío y muy mío.
Sonya escuchaba con un gesto de perplejidad y haciendo grandes esfuerzos por comprender.
‑En cuanto al dinero de la vieja, ni siquiera sé si tenía dinero ‑dijo en voz baja, vacilando‑. Desaté
de su cuello una bolsita de pelo de camello, que estaba llena, pero no miré lo que contenía... Sin
duda no tuve tiempo... Los objetos: gemelos, cadenas, etc., los escondí, así como la bolsa, debajo
de una piedra en un gran patio que da a la avenida V***. Todo está allí todavía.
Sonya le escuchaba ávidamente.
‑Pero ¿por qué, si mató usted para robar, según dice..., por qué no cogió nada? ‑dijo la joven
vivamente, aferrándose a una última esperanza.
‑No lo sé. Todavía no he decidido si cogeré ese dinero o no ‑dijo Raskolnikov en el mismo tono
vacilante. Después, como si volviera a la realidad, sonrió y siguió diciendo‑: ¡Qué estúpido soy!
¡Contar estas cosas!
Entonces un pensamiento atravesó como un rayo la mente de Sonya. « ¿Estará loco? » Pero desechó
esta idea en seguida. «No, no lo está.» Realmente, no comprendía nada.
Él exclamó, como en un destello de lucidez:
‑Oye, Sonya, oye lo que voy a decirte.
Y continuó, subrayando las palabras y mirándola fijamente, con una expresión extraña pero sincera:
‑Si el hambre fuese lo único que me hubiera impulsado a cometer el crimen, me sentiría feliz,
sí, feliz. Pero ¿qué adelantarías ‑exclamó en seguida, en un arranque de desesperación‑, qué
adelantarías si yo te confesara que he obrado mal? ¿Para qué te serviría este inútil triunfo sobre
mí? ¡Ah, Sonya! ¿Para esto he venido a tu casa?
Sonya quiso decir algo, pero no pudo.
‑Si te pedí ayer que me siguieras es porque no tengo a nadie más que a ti.
‑¿Seguirte...? ¿Para qué? ‑preguntó la muchacha tímidamente.
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‑No para robar ni matar, tranquilízate ‑respondió él con una sonrisa cáustica‑. Somos distintos,
Sonya. Sin embargo... Oye, Sonya, hace un momento que me he dado cuenta de lo que yo pretendía
al pedirte que me siguieras. Ayer te hice la petición instintivamente, sin comprender la causa.
Sólo una cosa deseo de ti, y por eso he venido a verte... ¡No me abandones! ¿Verdad que no me
abandonarás?
Ella le cogió la mano, se la oprimió...
Un segundo después, Raskolnikov la miró con un dolor infinito y lanzó un grito de desesperación.
‑¿Por qué te habré dicho todo esto? ¿Por qué te habré hecho esta confesión...? Esperas mis
explicaciones, Sonya, bien lo veo; esperas que te lo cuente todo... Pero ¿qué puedo decirte? No
comprenderías nada de lo que te dijera y sólo conseguiría que sufrieras por mí todavía más...
Lloras, vuelves a abrazarme. Pero dime: ¿por qué? ¿Porque no he tenido valor para llevar yo solo
mi cruz y he venido a descargarme en ti, pidiéndote que sufras conmigo, ya que esto me servirá de
consuelo? ¿Cómo puedes amar a un hombre tan cobarde?
‑¿Acaso no sufres tú también? ‑exclamó Sonya.
Otra vez se apoderó del joven un sentimiento de ternura.
‑Sonya, yo soy un hombre de mal corazón. Tenlo en cuenta, pues esto explica muchas cosas.
Precisamente porque soy malo he venido en tu busca. Otros no lo habrían hecho, pero yo... yo soy
un miserable y un cobarde. En fin, no es esto lo que ahora importa. Tengo que hablarte de ciertas
cosas y no me siento con fuerzas para empezar.
Se detuvo y quedó pensativo.
‑Desde luego, no nos parecemos en nada; somos muy diferentes... ¿Por qué habré venido? Nunca
me lo perdonaré.
‑No, no; has hecho bien en venir ‑exclamó Sonya‑. Es mejor que yo lo sepa todo, mucho mejor.
Raskolnikov la miró amargamente.
‑Bueno, al fin y al cabo, ¡qué importa! ‑exclamó, decidido a hablar‑. He aquí cómo ocurrieron las
cosas. Yo quería ser un Napoleón: por eso maté. ¿Comprendes?
‑No ‑murmuró Sonya, ingenua y tímidamente‑. Pero no importa: habla, habla. ‑Y añadió,
suplicante‑: Haré un esfuerzo y comprenderé, lo comprenderé todo.
‑¿Lo comprenderás? ¿Estás segura? Bien, ya veremos.
Hizo una larga pausa para ordenar sus ideas.
‑He aquí el asunto. Un día me planteé la cuestión siguiente: « ¿Qué habría ocurrido si Napoleón
se hubiese encontrado en mi lugar y no hubiera tenido, para tomar impulso en el principio de
su carrera, ni Toulon, ni Egipto, ni el paso de los Alpes por el Mont Blanc, sino que, en vez de
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todas estas brillantes hazañas, sólo hubiera dispuesto de una detestable y vieja usurera, a la que
tendría que matar para robarle el dinero..., en provecho de su carrera, entiéndase? ¿Se habría
decidido a matarla no teniendo otra alternativa? ¿No se habría detenido al considerar lo poco que
este acto tenía de heroico y lo mucho que ofrecía de criminal...? » Te confieso que estuve mucho
tiempo torturándome el cerebro con estas preguntas, y me sentí avergonzado cuando comprendí
repentinamente que no sólo no se habría detenido, sino que ni siquiera le habría pasado por el
pensamiento la idea de que esta acción pudiera ser poco heroica. Ni siquiera habría comprendido
que se pudiera vacilar. Por poco que hubiera sido su convencimiento de que ésta era para él la única
salida, habría matado sin el menor escrúpulo. ¿Por qué había de tenerlo yo? Y maté, siguiendo su
ejemplo... He aquí exactamente lo que sucedió. Te parece esto irrisorio, ¿verdad? Sí, te lo parece.
Y lo más irrisorio es que las cosas ocurrieron exactamente así.
Pero Sonya no sentía el menor deseo de reír.
‑Preferiría que me hablara con toda claridad y sin poner ejemplos ‑dijo con voz más tímida aún y
apenas perceptible.
Raskolnikov se volvió hacia ella, la miró tristemente y la cogió de la mano.
‑Tienes razón otra vez, Sonya. Todo lo que te he dicho es absurdo, pura charlatanería... La verdad
es que, como sabes, mi madre está falta de recursos y que mi hermana, que por fortuna es una mujer
instruida, se ha visto obligada a ir de un sitio a otro como institutriz. Todas sus esperanzas estaban
concentradas en mí. Yo estudiaba, pero, por falta de medios, hube de abandonar la universidad.
Aun suponiendo que hubiera podido seguir estudiando, en el mejor de los casos habría podido
obtener dentro de diez o doce años un puesto como profesor de instituto o una plaza de funcionario
con un sueldo anual de mil rublos ‑parecía estar recitando una lección aprendida de memoria‑, pero
entonces las inquietudes y las privaciones habrían acabado ya con la salud de mi madre. Para mi
hermana, las cosas habrían podido ir todavía peor... ¿Y para qué verse privado de todo, dejar a la
propia madre en la necesidad, presenciar el deshonor de una hermana? ¿Para qué todo esto? ¿Para
enterrar a los míos y fundar una nueva familia destinada igualmente a perecer de hambre...? En fin,
todo esto me decidió a apoderarme del dinero de la vieja para poder seguir adelante, para terminar
mis estudios sin estar a expensas de mi madre. En una palabra, decidí emplear un método radical
para empezar una nueva vida y ser independiente... Esto es todo. Naturalmente, hice mal en matar
a la vieja..., ¡pero basta ya!
Al llegar al fin de su discurso bajó la cabeza: estaba agotado.
‑¡No, no! ‑exclamó Sonya, angustiada‑. ¡No es eso! ¡No es posible! Tiene que haber algo más.
‑Creas lo que creas, te he dicho la verdad.
‑¡Pero qué verdad, Dios mío!
‑Al fin y al cabo, Sonya, yo no he dado muerte más que a un vil y malvado gusano.
‑Ese gusano era una criatura humana.
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‑Cierto, ya sé que no era gusano ‑dijo Raskolnikov, mirando a Sonya con una expresión extraña‑.
Además, lo que acabo de decir no es de sentido común. Tienes razón: son motivos muy diferentes
los que me impulsaron a hacer lo que hice... Hace mucho tiempo que no había dirigido la palabra
a nadie, Sonya, y por eso sin duda tengo ahora un tremendo dolor de cabeza.
Sus ojos tenían un brillo febril. Empezaba a desvariar nuevamente, y una sonrisa inquieta asomaba
a sus labios. Bajo su animación ficticia se percibía una extenuación espantosa. Sonya comprendió
hasta qué extremo sufría Raskolnikov. También ella sentía que una especie de vértigo la iba
dominando... ¡Qué modo tan extraño de hablar! Sus palabras eran claras y precisas, pero..., pero
¿era aquello posible? ¡Señor, Señor...! Y se retorcía las manos, desesperada.
‑No, Sonya, no es eso ‑dijo, levantando de súbito la cabeza, como si sus ideas hubiesen tomado
un nuevo giro que le impresionaba y le reanimaba‑. No, no es eso. Lo que sucede..., sí, esto es...,
lo que sucede es que soy orgulloso, envidioso, perverso, vil, rencoroso y..., para decirlo todo ya
que he comenzado..., propenso a la locura. Acabo de decirte que tuve que dejar la universidad.
Pues bien, a decir verdad, podía haber seguido en ella. Mi madre me habría enviado el dinero de
las matrículas y yo habría podido ganar lo necesario para comer y vestirme. Sí, lo habría podido
ganar. Habría dado lecciones. Me las ofrecían a cincuenta kopeks. Así lo hace Razumikhin. Pero
yo estaba exasperado y no acepté. Sí, exasperado: ésta es la palabra. Me encerré en mi agujero
como la araña en su rincón. Ya conoces mi tabuco, porque estuviste en él. Ya sabes, Sonya, que
el alma y el pensamiento se ahogan en las habitaciones bajas y estrechas. ¡Cómo detestaba aquel
cuartucho! Sin embargo, no quería salir de él. Pasaba días enteros sin moverme, sin querer trabajar.
Ni siquiera me preocupaba la comida. Estaba siempre acostado. Cuando Nastasya me traía algo,
comía. De lo contrario, no me alimentaba. No pedía nada. Por las noches no tenía luz, y prefería
permanecer en la oscuridad a ganar lo necesario para comprarme una bujía.
»En vez de trabajar, vendí mis libros. Todavía hay un dedo de polvo en mi mesa, sobre mis
cuadernos y mis papeles. Prefería pensar tendido en mi diván. Pensar siempre... Mis pensamientos
eran muchos y muy extraños... Entonces empecé a imaginar... No, no fue así. Tampoco ahora cuento
las cosas como fueron... Entonces yo me preguntaba continuamente: “Ya que ves la estupidez de
los demás, ¿por qué no buscas el modo de mostrarte más inteligente que ellos?” Más adelante,
Sonya, comprendí que esperar a que todo el mundo fuera inteligente suponía una gran pérdida de
tiempo. Y después me convencí de que este momento no llegaría nunca, que los hombres no podían
cambiar, que no estaba en manos de nadie hacerlos de otro modo. Intentarlo habría sido perder el
tiempo. Sí, todo esto es verdad. Es la ley humana. La ley, Sonya, y nada más. Y ahora sé que quien
es dueño de su voluntad y posee una inteligencia poderosa consigue fácilmente imponerse a los
demás hombres; que el más osado es el que más razón tiene a los ojos ajenos; que quien desafía a
los hombres y los desprecia conquista su respeto y llega a ser su legislador. Esto es lo que siempre
se ha visto y lo que siempre se verá. Hay que estar ciego para no advertirlo.
Raskolnikov, aunque miraba a Sonya al pronunciar estas palabras, no se preocupaba por saber si
ella le comprendía. La fiebre volvía a dominarle y era presa de una sombría exaltación (en verdad,
hacía mucho tiempo que no había conversado con ningún ser humano). Sonya comprendió que
aquella trágica doctrina constituía su ley y su fe.
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‑Entonces me convencí, Sonya ‑continuó el joven con ardor‑, de que sólo posee el poder aquel que
se inclina para recogerlo. Está al alcance de todos y basta atreverse a tomarlo. Entonces tuve una
idea que nadie, ¡nadie!, había tenido jamás. Vi con claridad meridiana que era extraño que nadie
hasta entonces, viendo los mil absurdos de la vida, se hubiera atrevido a sacudir el edificio en sus
cimientos para destruirlo todo, para enviarlo todo al diablo... Entonces yo me atreví y maté... Yo
sólo quería llevar a cabo un acto de audacia, Sonya. No quería otra cosa: eso fue exclusivamente
lo que me impulsó.
‑¡Calle, calle! ‑exclamó Sonya fuera de sí‑. Usted se ha apartado de Dios, y Dios le ha castigado,
lo ha entregado al demonio.
‑Así, Sonya, ¿tú crees que cuando todas estas ideas acudían a mí en la oscuridad de mi habitación
era que el diablo me tentaba?
‑¡Calle, ateo! No se burle... ¡Señor, Señor! No comprende nada...
‑Óyeme, Sonya; no me burlo. Estoy seguro de que el demonio me arrastró. Óyeme, óyeme ‑repitió
con sombría obstinación‑. Sé todo, absolutamente todo lo que tú puedas decirme. He pensado
en todo eso y me lo he repetido mil veces cuando estaba echado en las tinieblas... ¡Qué luchas
interiores he librado! Si supieras hasta qué punto me enojaban estas inútiles discusiones conmigo
mismo. Mi deseo era olvidarlo todo y empezar una nueva vida. Pero especialmente anhelaba
poner fin a mis soliloquios... No creas que fui a poner en práctica mis planes inconscientemente.
No, lo hice todo tras maduras reflexiones, y eso fue lo que me perdió. Créeme que yo no sabía
que el hecho de interrogarme a mí mismo acerca de mi derecho al poder demostraba que tal
derecho no existía, puesto que lo ponía en duda. Y que preguntarme si el hombre era un gusano
demostraba que no lo era para mí. Estas cosas sólo son aceptadas por el hombre que no se plantea
tales preguntas y sigue su camino derechamente y sin vacilar. El solo hecho de que me preguntara:
« ¿Habría matado Napoleón a la vieja? » demostraba que yo no era un Napoleón... Sobrellevé hasta
el final el sufrimiento ocasionado por estos desatinos y después traté de expulsarlos. Yo maté no
por cuestiones de conciencia, sino por un impulso que sólo a mí me atañía. No quiero engañarme
a mí mismo sobre este punto. Yo no maté por acudir en socorro de mi madre ni con la intención
de dedicar al bien de la humanidad el poder y el dinero que obtuviera; no, no, yo sólo maté por
mi interés personal, por mí mismo, y en aquel momento me importaba muy poco saber si sería
un bienhechor de la humanidad o un vampiro de la sociedad, una especie de araña que caza seres
vivientes con su tela. Todo me era indiferente. Desde luego, no fue la idea del dinero la que me
impulsó a matar. Más que el dinero necesitaba otra cosa... Ahora lo sé... Compréndeme... Si tuviera
que volver a hacerlo, tal vez no lo haría... Era otra la cuestión que me preocupaba y me impulsaba
a obrar. Yo necesitaba saber, y cuanto antes, si era un gusano como los demás o un hombre, si era
capaz de franquear todos los obstáculos, si osaba inclinarme para asir el poder, si era una criatura
temerosa o si procedía como el que ejerce un derecho.
‑¿Derecho a matar? ‑exclamó la joven, atónita.
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‑¡Calla, Sonya! ‑exclamó Rodya, irritado. A sus labios acudió una objeción, pero se limitó a decir‑:
No me interrumpas. Yo sólo quería decirte que el diablo me impulsó a hacer aquello y luego me
hizo comprender que no tenía derecho a hacerlo, puesto que era un gusano como los demás. El
diablo se burló de mí. Si estoy en tu casa es porque soy un gusano; de lo contrario, no te habría
hecho esta visita... Has de saber que cuando fui a casa de la vieja, yo solamente deseaba hacer un
experimento.
‑Usted mató.
‑Pero ¿cómo? No se asesina como yo lo hice. El que comete un crimen procede de modo muy
distinto... Algún día lo contaré todo detalladamente... ¿Fue a la vieja a quien maté? No, me asesiné
a mí mismo, no a ella, y me perdí para siempre... Fue el diablo el que mató a la vieja y no yo.
Y de pronto exclamó con voz desgarradora:
‑¡Basta, Sonya, basta! ¡Déjame, déjame!
Raskolnikov apoyó los codos en las rodillas y hundió la cabeza entre sus manos, rígidas como
tenazas.
‑¡Qué modo de sufrir! ‑gimió Sonya.
‑Bueno, ¿qué debo hacer? Habla ‑dijo el joven, levantando la cabeza y mostrando su rostro
horriblemente descompuesto.
‑¿Qué debes hacer? ‑exclamó la muchacha.
Se arrojó sobre él. Sus ojos, hasta aquel momento bañados en lágrimas, centellaron de pronto.
‑¡Levántate!
Le había puesto la mano en el hombro. Él se levantó y la miró, estupefacto.
‑Ve inmediatamente a la próxima esquina, arrodíllate y besa la tierra que has mancillado. Después
inclínate a derecha e izquierda, ante cada persona que pase, y di en voz alta: « ¡He matado! »
Entonces Dios te devolverá la vida.
Temblando de pies a cabeza, le asió las manos convulsivamente y le miró con ojos de loca.
‑¿Irás, irás? ‑le preguntó.
Raskolnikov estaba tan abatido, que tanta exaltación le sorprendió.
‑¿Quieres que vaya a presidio, Sonya? ‑preguntó con acento sombrío‑. ¿Pretendes que vaya a
presentarme a la justicia?
‑Debes aceptar el sufrimiento, la expiación, que es el único medio de borrar tu crimen.
‑No, no iré a presentarme a la justicia, Sonya.
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‑¿Y tu vida qué? ‑exclamó la joven‑. ¿Cómo vivirás? ¿Podrás vivir desde ahora? ¿Te atreverás
a dirigir la palabra a tu madre...? ¿Qué será de ellas...? Pero ¿qué digo? Ya has abandonado a tu
madre y a tu hermana. Bien sabes que las has abandonado... ¡Señor...! Él ya ha comprendido lo que
esto significa... ¿Se puede vivir lejos de todos los seres humanos? ¿Qué va a ser de ti?
‑No seas niña, Sonya ‑respondió dulcemente Raskolnikov‑. ¿Quién es esa gente para juzgar mi
crimen? ¿Qué podría decirles? Su autoridad es pura ilusión. Dan muerte a miles de hombres y
ven en ello un mérito. Son unos bribones y unos cobardes, Sonya... No iré. ¿Qué quieres que
les diga? ¿Que he escondido el dinero debajo de una piedra por no atreverme a quedármelo? ‑Y
añadió, sonriendo amargamente‑: Se burlarían de mí. Dirían que soy un imbécil al no haber sabido
aprovecharme. Un imbécil y un cobarde. No comprenderían nada, Sonya, absolutamente nada.
Son incapaces de comprender. ¿Para qué ir? No, no iré. No seas niña, Sonya.
‑Tu vida será un martirio ‑dijo la joven, tendiendo hacia él los brazos en una súplica desesperada.
‑Tal vez me haya calumniado a mí mismo ‑dijo, absorto y con acento sombrío‑. Acaso soy un
hombre todavía, no un gusano, y me he precipitado al condenarme. Voy a intentar seguir luchando.
Y sonrió con arrogancia.
‑¡Pero llevar esa carga de sufrimiento toda la vida, toda la vida...!
‑Ya me acostumbraré ‑dijo Raskolnikov, todavía triste y pensativo.
Pero un momento después exclamó:
‑¡Bueno, basta de lamentaciones! Hay que hablar de cosas más importantes. He venido a decirte
que me siguen la pista de cerca.
‑¡Oh! ‑exclamó Sonya, aterrada.
‑Pero ¿qué te pasa? ¿Por qué gritas? Quieres que vaya a presidio, y ahora te asustas. ¿De qué?
Pero escucha: no me dejaré atrapar fácilmente. Les daré trabajo. No tienen pruebas. Ayer estuve
verdaderamente en peligro y me creí perdido, pero hoy el asunto parece haberse arreglado. Todas las
pruebas que tienen son armas de dos filos, de modo que los cargos que me hagan puedo presentarlos
de forma que me favorezcan, ¿comprendes? Ahora ya tengo experiencia. Sin embargo, no podré
evitar que me detengan. De no ser por una circunstancia imprevista, ya estaría encerrado. Pero
aunque me encarcelen, habrán de dejarme en libertad, pues ni tienen pruebas ni las tendrán, te doy
mi palabra, y por simples sospechas no se puede condenar a un hombre... Anda, siéntate... Sólo te
he dicho esto para que estés prevenida... En cuanto a mi madre y a mi hermana, ya arreglaré las
cosas de modo que no se inquieten ni sospechen la verdad... Por otra parte, creo que mi hermana
está ahora al abrigo de la necesidad y, por lo tanto, también mi madre... Esto es todo. Cuento con
tu prudencia. ¿Vendrás a verme cuando esté detenido?
‑¡Sí, sí!
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Allí estaban los dos, tristes y abatidos, como náufragos arrojados por el temporal a una costa
desolada. Raskolnikov miraba a Sonya y comprendía lo mucho que lo amaba. Pero ‑cosa extraña‑
esta gran ternura produjo de pronto al joven una impresión penosa y amarga. Una sensación
extraña y horrible. Había ido a aquella casa diciéndose que Sonya era su único refugio y su única
esperanza. Había ido con el propósito de depositar en ella una parte de su terrible carga, y ahora
que Sonya le había entregado su corazón se sentía infinitamente más desgraciado que antes.
‑Sonya ‑le dijo‑, será mejor que no vengas a verme cuando esté encarcelado.
Ella no contestó. Lloraba. Transcurrieron varios minutos.
De pronto, como obedeciendo a una idea repentina, Sonya preguntó:
‑¿Llevas alguna cruz?
Él la miró sin comprender la pregunta.
‑No, no tienes ninguna, ¿verdad? Toma, quédate ésta, que es de madera de ciprés. Yo tengo otra
de cobre que fue de Lizaveta. Hicimos un cambio: ella me dio esta cruz y yo le regalé una imagen.
Yo llevaré ahora la de Lizaveta y tú la mía. Tómala ‑suplicó‑. Es una cruz, mi cruz... Desde ahora
sufriremos juntos, y juntos llevaremos nuestra cruz.
‑Bien, dame ‑dijo Raskolnikov.
Quería complacerla, pero de pronto, sin poderlo remediar, retiró la mano que había tendido.
‑Más adelante, Sonya. Será mejor.
‑Sí, será mejor ‑dijo ella, exaltada‑. Te la pondrás cuando empiece tu expiación. Entonces vendrás
a mí y la colgaré en tu cuello. Rezaremos juntos y después nos pondremos en marcha.
En este momento sonaron tres golpes en la puerta.
‑¿Se puede pasar, Sofya Semyonovna? ‑preguntó cortésmente una voz conocida.
Sonya corrió hacia la puerta, llena de inquietud. La abrió y la rubia cabeza de Lebezyatnikov
apareció junto al marco.
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Capítulo V
75 Equilibrista, acróbata.
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Lebezyatnikov habría seguido hablando de cosas parecidas y en el mismo tono si Sonya, que
le escuchaba anhelante, no hubiera cogido de pronto su sombrero y su chal y echado a correr.
Raskolnikov y Lebezyatnikov salieron tras ella.
‑No cabe duda de que se ha vuelto loca ‑dijo Andrey Semyenovich a Raskolnikov cuando
estuvieron en la calle‑. Si no lo he asegurado ha sido tan sólo para no inquietar demasiado a Sofya
Semyonovna. Desde luego, su locura es evidente. Dicen que a los tísicos se les forman tubérculos
en el cerebro. Lamento no saber medicina. Yo he intentado explicar el asunto a la enfermera, pero
ella no ha querido escucharme.
‑¿Le ha hablado usted de tubérculos?
‑No, no; si le hubiera hablado de tubérculos, ella no me habría comprendido. Lo que quiero decir
es que, si uno consigue convencer a otro, por medio de la lógica, de que no tiene motivos para
llorar, no llorará. Esto es indudable. ¿Acaso usted no opina así?
‑Yo creo que si tuviera usted razón, la vida sería demasiado fácil.
‑Permítame. Desde luego, Katerina Ivanovna no comprendería fácilmente lo que le voy a decir.
Pero usted... ¿No sabe que en París se han realizado serios experimentos sobre el sistema de curar
a los locos sólo por medio de la lógica? Un doctor francés, un gran sabio que ha muerto hace poco,
afirmaba que esto es posible. Su idea fundamental era que la locura no implica lesiones orgánicas
importantes, que sólo es, por decirlo así, un error de lógica, una falta de juicio, un punto de vista
equivocado de las cosas. Contradecía progresivamente a sus enfermos, refutaba sus opiniones,
y obtuvo excelentes resultados. Pero como al mismo tiempo utilizaba las duchas, no ha quedado
plenamente demostrada la eficacia de su método... Por lo menos, esto es lo que opino yo.
Pero Raskolnikov ya no le escuchaba. Al ver que habían Llegado frente a su casa, saludó a
Lebezyatnikov con un movimiento de cabeza y cruzó el portal. Andrey Semyenovich se repuso en
seguida de su sorpresa y, tras dirigir una mirada a su alrededor, prosiguió su camino.
Raskolnikov entró en su buhardilla, se detuvo en medio de la habitación y se preguntó:
‑¿Para qué habré venido?
Y su mirada recorría las paredes, cuyo amarillento papel colgaba aquí y allá en jirones..., y el
polvo..., y el diván...
Del patio subía un ruido seco, incesante: golpes de martillo sobre clavos. Se acercó a la ventana, se
puso de puntillas y estuvo un rato mirando con gran atención... El patio estaba desierto; Raskolnikov
no vio a nadie. En el ala izquierda había varias ventanas abiertas, algunas adornadas con macetas,
de las que brotaban escuálidos geranios. En la parte exterior se veían cuerdas con ropa tendida...
Era un cuadro que estaba harto de ver. Dejó la ventana y fue a sentarse en el diván. Nunca se había
sentido tan solo.
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Experimentó de nuevo un sentimiento de odio hacia Sonya. Sí, la odiaba después de haberla atraído
a su infortunio. ¿Por qué habría ido a hacerla llorar? ¿Qué necesidad tenía de envenenar su vida?
¡Qué cobarde había sido!
‑Permaneceré solo ‑se dijo de pronto, en tono resuelto‑, y ella no vendrá a verme a la cárcel.
Cinco minutos después levantó la cabeza y sonrió extrañamente. Acababa de pasar por su cerebro
una idea verdaderamente singular. «Acaso sea verdad que estaría mejor en presidio.»
Nunca sabría cuánto duró aquel desfile de ideas vagas.
De pronto se abrió la puerta y apareció Avdotya Romanovna. La joven se detuvo en el umbral y
estuvo un momento observándole, exactamente igual que había hecho él al llegar a la habitación
de Sonya. Después Dunya entró en el aposento y fue a sentarse en una silla frente a él, en el sitio
mismo en que se había sentado el día anterior. Raskolnikov la miró en silencio, con aire distraído.
‑No te enfades, Rodya ‑dijo Dunya‑. Estaré aquí sólo un momento.
La joven estaba pensativa, pero su semblante no era severo. En su clara mirada había un resplandor
de dulzura. Raskolnikov comprendió que era su amor a él lo que había impulsado a su hermana a
hacerle aquella visita.
‑Oye, Rodya: lo sé todo..., ¡todo! Me lo ha contado Dmitri Prokofich. Me ha explicado hasta el
más mínimo detalle. Te persiguen y te atormentan con las más viles y absurdas suposiciones.
Dmitri Prokofich me ha dicho que no corres peligro alguno y que no deberías preocuparte como
te preocupas. En esto no estoy de acuerdo con él: comprendo tu indignación y no me extrañaría
que dejara en ti huellas imborrables. Esto es lo que me inquieta. No te puedo reprochar que nos
hayas abandonado, y ni siquiera juzgaré tu conducta. Perdóname si lo hice. Estoy segura de que
también yo, si hubiera tenido una desgracia como la tuya, me habría alejado de todo el mundo.
No contaré nada de todo esto a nuestra madre, pero le hablaré continuamente de ti y le diré que tú
me has prometido ir muy pronto a verla. No te inquietes por ella: yo la tranquilizaré. Pero tú ten
piedad de ella: no olvides que es tu madre. Sólo he venido a decirte ‑y Dunya se levantó‑ que si me
necesitases para algo, aunque tu necesidad supusiera el sacrificio de mi vida, no dejes de llamarme.
Vendría inmediatamente. Adiós.
Se volvió y se dirigió a la puerta resueltamente.
‑¡Dunya! ‑la llamó su hermano, levantándose también y yendo hacia ella‑. Ya habrás visto que
Razumikhin es un hombre excelente.
Un leve rubor apareció en las mejillas de Dunya.
‑¿Por qué lo dices? ‑preguntó, tras unos momentos de espera.
‑Es un hombre activo, trabajador, honrado y capaz de sentir un amor verdadero... Adiós, Dunya.
La joven había enrojecido vivamente. Después su semblante cobró una expresión de inquietud.
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‑¿Es que nos dejas para siempre, Rodya? Me has hablado como quien hace testamento.
‑Adiós, Dunya.
Se apartó de ella y se fue a la ventana. Dunya esperó un momento, lo miró con un gesto de
intranquilidad y se marchó llena de turbación.
Sin embargo, Rodya no sentía la indiferencia que parecía demostrar a su hermana. Durante un
momento, al final de la conversación, incluso había deseado ardientemente estrecharla en sus
brazos, decirle así adiós y contárselo todo. No obstante, ni siquiera se había atrevido a darle la
mano.
«Más adelante, al recordar mis besos, podría estremecerse y decir que se los había robado.»
Y se preguntó un momento después:
«Además, ¿tendría la entereza de ánimo necesaria para soportar semejante confesión? No, no la
soportaría; las mujeres como ella no son capaces de afrontar estas cosas.»
Sonya acudió a su pensamiento. Un airecillo fresco entraba por la ventana. Declinaba el día. Cogió
su gorra y se marchó.
No se sentía con fuerzas para preocuparse por su salud, ni experimentaba el menor deseo de pensar
en ella. Pero aquella angustia continua, aquellos terrores, forzosamente tenían que producir algún
efecto en él, y si la fiebre no le había abatido ya era precisamente porque aquella tensión de ánimo,
aquella inquietud continua, le sostenían y le infundían una falsa animación.
Erraba sin rumbo fijo. El sol se ponía. Desde hacía algún tiempo, Raskolnikov experimentaba
una angustia completamente nueva, no aguda ni demasiado penosa, pero continua e invariable.
Presentía largos y mortales años colmados de esta fría y espantosa ansiedad. Generalmente era al
atardecer cuando tales sensaciones cobraban una intensidad obsesionante.
Con estos estúpidos trastornos provocados por una puesta de sol ‑se dijo malhumorado‑ es
imposible no cometer alguna tontería. Uno se siente capaz de ir a confesárselo todo no sólo a
Sonya, sino a Dunya.»
Oyó que le llamaban y se volvió. Era Lebezyatnikov, que corría hacia él.
‑Vengo de su casa. He ido a buscarle. Esa mujer ha hecho lo que se proponía: se ha marchado de
casa con los niños. A Sofya Semyonovna y a mí nos ha costado gran trabajo encontrarla. Golpea
con la mano una sartén y obliga a los niños a cantar. Los niños lloran. Katerina Ivanovna se va
parando en las esquinas y ante las tiendas. Los sigue un grupo de imbéciles. Venga usted.
‑¿Y Sonya? ‑preguntó, inquieto, Raskolnikov, mientras echaba a andar al lado de Lebezyatnikov
a toda prisa.
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‑¡Basta, Sonya! ‑exclamó, jadeando y sin poder continuar a causa de la tos‑. No sabes lo que me
pides. Pareces una niña. Ya lo he dicho que no volveré a casa de esa alemana borracha. Que todo
el mundo, que todo Petersburgo vea mendigar a los hijos de un padre noble que ha servido leal y
fielmente toda su vida y que ha muerto, por decirlo así, en su puesto de trabajo.
Aquel trastornado cerebro había urdido esta fantasía, y Katerina Ivanovna creía en ella ciegamente.
‑Que ese bribón de general vea esto. Además, tú no te das cuenta de una cosa, Sonya. ¿De dónde
vamos a sacar ahora la comida? Ya te hemos explotado bastante y no quiero que esto continúe...
En esto vio a Raskolnikov y corrió hacia él.
‑¿Es usted, Rodion Romanovich? Haga el favor de explicarle a esta tonta que la resolución que
he tomado es la más conveniente. Bien se da limosna a los músicos ambulantes. A nosotros nos
reconocerán en seguida: verán que somos una familia noble caída en la miseria, y ese detestable
general será expulsado del ejército: ya lo verá usted. Iremos todos los días a pedir bajo sus ventanas.
Y cuando pase el emperador, me arrojaré a sus pies y le mostraré a mis hijos. «Protéjame, señor»,
le diré. Es un hombre misericordioso, un padre para los huérfanos, y nos protegerá, ya lo verá
usted. Y ese detestable general... Lida, tenez vous droite76. Tú, Kolya, vas a volver a bailar en
seguida. Pero ¿por qué lloras? ¿De qué tienes miedo, so tonto? Señor, ¿qué puedo hacer con ellos?
Le hacen perder a una la paciencia, Rodion Romanovich.
Y entre lágrimas (lo que no le impedía hablar sin descanso) mostraba a Raskolnikov sus
desconsolados hijos.
El joven intentó convencerla de que volviera a su habitación, diciéndole (creía que levantaría su
amor propio) que no debía ir por las calles como los organilleros, cuando estaba en vísperas de ser
directora de un pensionado para muchachas nobles.
‑¿Un pensionado? ¡Ja, ja, ja! ¡Ésa es buena! ‑exclamó Katerina Ivanovna, a la que acometió un
acceso de tos en medio de su risa‑. No, Rodion Romanovich: ese sueño se ha desvanecido. Todo
el mundo nos ha abandonado. Y ese general... Sepa usted, Rodion Romanovich, que le arrojé a la
cabeza un tintero que había en una mesa de la antecámara, al lado de la hoja donde han de poner su
nombre los visitantes. No escribí el mío, le arrojé el tintero a la cabeza y me marché. ¡Cobardes!
¡Miserables...! Pero ahora me río de ellos. Me encargaré yo misma de la alimentación de mis
hijos y no me humillaré ante nadie. Ya la hemos explotado bastante ‑señalaba a Sonya‑. Poleshka,
¿cuánto dinero hemos recogido? A ver. ¿Cómo? ¿Dos kopeks nada más? ¡Qué gente tan miserable!
No dan nada. Lo único que hacen es venir detrás de nosotros como idiotas. ¿De qué se reirá ese
cretino? ‑señalaba a uno del grupo de curiosos‑. De todo esto tiene la culpa Kolya, que no entiende
nada. La saca a una de quicio... ¿Qué quieres, Poleshka? Háblame en francés, parle-moi français.
Te he dado lecciones; sabes muchas frases. Si no hablas en francés, ¿cómo sabrá la gente que
perteneces a una familia noble y que sois niños bien educados y no músicos ambulantes? Nosotros
76 Manténgase a la derecha.
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no cantaremos cancioncillas ligeras, sino hermosas romanzas. Bueno, vamos a ver qué cantamos
ahora. Haced el favor de no interrumpirme... Oiga, Rodion Romanovich nos hemos detenido aquí
para escoger nuestro repertorio... Necesitamos un aire que pueda bailar Kolya... Ya comprenderá
usted que no tenemos nada preparado. Primero hay que ensayar, y cuando ya podamos presentar un
trabajo de conjunto, nos iremos a la avenida Nevsky, por donde pasa mucha gente distinguida, que
se fijará en nosotros inmediatamente. Lida sabe esa canción que se llama La casita de campo, pero
ya la conoce todo el mundo y resulta una lata. Necesitamos un repertorio de más calidad. Vamos,
Polya, dame alguna idea; ayuda a tu madre... ¡Ah, esta memoria mía! ¡Cómo me falla! Si no me
fallase, ya sabría yo lo que tenemos que cantar. Pues no es cosa de que cantemos El húsar apoyado
en su sable... ¡Ah, ya sé! Cantaremos en francés Cinq sous. Vosotros sabéis esta canción porque
os la he enseñado, y como es una canción francesa, la gente verá en seguida que pertenecéis a una
familia noble y se conmoverá. También podríamos cantar Marlborough s’en va-t-en guerre77, que
es una canción infantil que se canta en todas las casas aristocráticas para dormir a los niños.
»Marlborough s’en va-t-en guerre,
ne sait quand reviendra.
77 Mambrú se fue a la guerra es la versión en español de una canción popular infantil francesa.
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Era un gendarme, que se había abierto paso entre la muchedumbre. Pero, al mismo tiempo, se
había acercado un señor de unos cincuenta años y aspecto imponente, que llevaba uniforme de
funcionario y una condecoración pendiente de una cinta que rodeaba su cuello (lo cual produjo
gran satisfacción a Katerina Ivanovna y causó cierta impresión al gendarme). El caballero, sin
desplegar los labios, entregó a la viuda un billete de tres rublos, mientras su semblante reflejaba
una compasión sincera. Katerina Ivanovna aceptó el obsequio y se inclinó ceremoniosamente.
‑Muchas gracias, señor ‑dijo en un tono lleno de dignidad‑. Las razones que nos han impulsado a...
Toma el dinero, Poleshka. Ya ves que todavía hay en el mundo hombres generosos y magnánimos
prestos a socorrer a una dama de la nobleza caída en el infortunio. Los huérfanos que ve ante
usted, señor, son de origen noble, e incluso puede decirse que están emparentados con la más alta
aristocracia... Ese miserable general estaba comiendo perdices... Empezó a golpear el suelo con el
pie, contrariado por mi presencia, y yo le dije: «Excelencia, usted conocía a Semyon Zakharovich.
Proteja a sus huérfanos. El mismo día de su entierro, su hija ha tenido que soportar las calumnias
del más miserable de los hombres...» ¿Todavía está aquí este soldado?
Y gritó, dirigiéndose al funcionario:
‑Protéjame, señor. ¿Por qué me acosa este soldado? Ya hemos tenido que librarnos de uno en la
calle de los Burgueses... ¿Qué quieres de mí, imbécil?
‑Está prohibido armar escándalo en la calle. Haga el favor de comportarse con más corrección.
‑¡Tú sí que eres incorrecto! Yo no hago sino lo que hacen los músicos ambulantes. ¿Por qué te has
de ensañar conmigo?
‑Los músicos ambulantes necesitan un permiso. Usted no lo tiene y provoca escándalos en la vía
pública. ¿Dónde vive usted?
‑¿Un permiso? ‑exclamó Katerina Ivanovna‑. ¡He enterrado hoy a mi marido! ¿Qué permiso puedo
tener?
‑Cálmese, señora ‑dijo el funcionario‑. Venga, la acompañaré a su casa. Usted no es persona para
estar entre esta gente. Está usted enferma...
‑¡Señor, usted no conoce nuestra situación! ‑dijo Katerina Ivanovna‑. Tenemos que ir a la avenida
Nevsky... ¡Sonya, Sonya...! ¿Dónde estás? ¿También tú lloras? Pero ¿qué os pasa a todos...? Kolya,
Lida, ¿adónde vais? ‑exclamó, súbitamente aterrada‑. ¡Qué niños tan estúpidos! ¡Kolya, Lida!
¿Adónde vais?
Lo ocurrido era que los niños, ya asustados por la multitud que los rodeaba y por las extravagancias
de su madre, habían sentido verdadero terror al ver acercarse al gendarme dispuesto a detenerlos
y habían huido a todo correr.
La infortunada Katerina Ivanovna se había lanzado en pos de ellos, gimiendo y sollozando. Era
desgarrador verla correr jadeando y entre sollozos. Sonya y Poleshka salieron en su persecución.
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‑¡Cógelos, Sonya! ¡Qué niños tan estúpidos e ingratos! ¡Detenlos, Polya! Todo lo he hecho por
vosotros.
En su carrera tropezó con un obstáculo y cayó.
‑¡Se ha herido! ¡Está cubierta de sangre! ¡Dios mío!
Y mientras decía esto, Sonya se había inclinado sobre ella.
La gente se apiñó en torno de las dos mujeres. Raskolnikov y Lebezyatnikov habían sido de los
primeros en llegar, así como el funcionario y el gendarme.
‑¡Qué desgracia! ‑gruñó este último, presintiendo que se hallaba ante un asunto enojoso.
Luego trató de dispersar a la multitud que se hacinaba en torno de él.
‑¡Circulen, circulen!
‑Se muere ‑dijo uno.
‑Se ha vuelto loca ‑afirmó otro.
‑¡Piedad para ella, Señor! ‑dijo una mujer santiguándose‑. ¿Se ha encontrado a los niños? Sí, ahí
vienen; los trae la niña mayor. ¡Qué desgracia, Dios mío!
Al examinar atentamente a Katerina Ivanovna se pudo ver que no se había herido, como creyera
Sonya, sino que la sangre que teñía el pavimento salía de su boca.
‑Yo sé lo que es eso ‑dijo el funcionario en voz baja a Raskolnikov y Lebezyatnikov‑. Está tísica.
La sangre empieza a salir y ahoga al enfermo. Yo he presenciado un caso igual en una parienta mía.
De pronto echó vaso y medio de sangre. ¿Qué podemos hacer? Se va a morir.
‑¡Llévenla a mi casa! ‑suplicó Sonya‑. Vivo aquí mismo... Aquella casa, la segunda... ¡A mi casa,
pronto...! Busquen un médico... ¡Señor!
Todo se arregló gracias a la intervención del funcionario. El gendarme incluso ayudó a transportar a
Katerina Ivanovna. La depositaron medio muerta en la cama de Sonya. La hemorragia continuaba,
pero la enferma se iba recobrando poco a poco.
En la habitación, además de Sonya, habían entrado Raskolnikov, Lebezyatnikov, el funcionario y
el gendarme, que obligó a retirarse a algunos curiosos que habían llegado hasta la puerta. Apareció
Poleshka con los fugitivos, que temblaban y lloraban. De casa de Kapernaumov llegaron también,
primero el mismo sastre, con su cojera y su único ojo sano, y que tenía un aspecto extraño con
sus patillas y cabellos tiesos; después su mujer, cuyo semblante tenía una expresión de espanto, y
en pos de ellos algunos de sus niños, cuyas caras reflejaban un estúpido estupor. Entre toda esta
multitud apareció de pronto el señor Svidrigaïlov. Raskolnikov le contempló con un gesto de
asombro. No comprendía de dónde había salido: no recordaba haberlo visto entre la multitud.
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»¡Qué falso es esto! ¿Was willst du mehr...? Bueno, ¿qué más dijo el muy imbécil...? Ya, ya
recuerdo lo que sigue...
»En los mediodías ardientes de los llanos del Daghestan...
»¡Ah, cómo me gustaba, como me encantaba esta romanza, Poleshka! Me la cantaba tu padre
antes de casarnos... ¡Qué tiempos aquellos...! Esto es lo que debemos cantar... Pero ¿qué viene
después...? Lo he olvidado... Ayúdame a recordar...
La dominaba una profunda agitación. Intentaba incorporarse... De pronto, con voz ronca,
entrecortada, siniestra, deteniéndose para respirar después de cada palabra, con una creciente
expresión de inquietud en el rostro, volvió a cantar:
«En los mediodías ardientes de los llanos del Daghestan...,
con una bala en el pecho...»
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No se sabe cómo, el diploma obtenido por Katerina Ivanovna en el internado apareció de pronto en
el lecho, al lado del cadáver. Raskolnikov lo vio. Estaba junto a la almohada.
Rodya se dirigió a la ventana. Lebezyatnikov corrió a reunirse con él.
-Se ha muerto ‑murmuró.
‑Rodion Romanovich ‑dijo Svidrigaïlov acercándose a ellos‑, tengo que decirle algo importante.
Lebezyatnikov se retiró en el acto discretamente. No obstante, Svidrigaïlov se llevó a Raskolnikov
a un rincón más apartado. Rodya no podía ocultar su curiosidad.
‑De todo esto, del entierro y de lo demás, me encargo yo. Ya sabe usted que tengo más dinero del
que necesito. Llevaré a Poleshka y sus hermanitos a un buen orfelinato y depositaré mil quinientos
rublos para cada uno. Así podrán llegar a la mayoría de edad sin que Sofya Semyonovna tenga que
preocuparse por su sostenimiento. En cuanto a ella, la retiraré de la prostitución, pues es una buena
chica, ¿no le parece? Ya puede usted explicar a Avdotya Romanovna en qué gasto yo el dinero.
‑¿Qué persigue usted con su generosidad? ‑preguntó Raskolnikov.
‑¡Qué escéptico es usted! ‑exclamó Svidrigaïlov, echándose a reír‑. Ya le he dicho que no necesito
el dinero que en esto voy a gastar. Usted no admite que yo pueda proceder por un simple impulso
de humanidad. Al fin y al cabo, esa mujer no era un gusano ‑señalaba con el dedo el rincón donde
reposaba la difunta‑ como cierta vieja usurera. ¿No sería preferible que, en vez de ella, hubiera
muerto Luzhin, ya que así no podría cometer más infamias? Sin mi ayuda, Poleshka seguiría el
camino de su hermana...
Su tono malicioso parecía lleno de reticencia, y mientras hablaba no apartaba la vista de Raskolnikov,
el cual se estremeció y se puso pálido al oír repetir los razonamientos que había hecho a Sonya.
Retrocedió vivamente y fijó en Svidrigaïlov una mirada extraña.
‑¿Cómo sabe usted que yo he dicho eso? ‑balbuceó.
‑Vivo al otro lado de ese tabique, en casa de la señora Resslich. Este departamento pertenece a
Kapernaumov, y aquél, a la señora Resslich, mi antigua y excelente amiga. Soy vecino de Sofya
Semyonovna.
‑¿Usted?
‑Sí, yo ‑dijo Svidrigaïlov entre grandes carcajadas‑. Le doy mi palabra de honor, querido Rodion
Romanovich, de que me ha interesado usted extraordinariamente. Le dije que seríamos buenos
amigos. Pues bien, ya lo somos. Ya verá como soy un hombre comprensivo y tratable con el que
se puede alternar perfectamente.
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Sexta parte
Capítulo I
Empezó para Raskolnikov una vida extraña. Era como si una especie de neblina le hubiera envuelto
y hundido en un fatídico y doloroso aislamiento. Cuando más adelante recordaba este período de su
vida, comprendía que entonces su razón vacilaba a cada momento y que este estado, interrumpido
por algunos intervalos de lucidez, se había prolongado hasta la catástrofe definitiva. Tenía el
convencimiento de que había cometido muchos errores, sobre todo en las fechas y sucesión de
los hechos. Por lo menos, cuando, andando el tiempo, recordó, y trató de poner en orden estos
recursos, y después de explicarse lo sucedido, sólo gracias al testimonio de otras personas pudo
conocer muchas de las cosas que pertenecían a aquel período de su propia vida. Confundía los
hechos y consideraba algunos como consecuencia de otros que sólo existían en su imaginación. A
veces le dominaba una angustia enfermiza y un profundo terror. Y también se acordaba de haber
pasado minutos, horas y acaso días, sumido en una apatía que sólo podía compararse con el estado
de indiferencia de ciertos moribundos. En general, últimamente parecía preferir cerrar los ojos a
su situación que darse cuenta exacta de ella. Así, ciertos hechos esenciales que se veía obligado
a dilucidar le mortificaban, y, en compensación, descuidaba alegremente otras cuestiones cuyo
olvido podía serle fatal, teniendo en cuenta su situación.
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Svidrigaïlov le inquietaba de un modo especial. Incluso podía decirse que su pensamiento se había
fijado e inmovilizado en él. Desde que había oído las palabras, claras y amenazadoras, que este
hombre había pronunciado en la habitación de Sonya el día de la muerte de Katerina Ivanovna,
las ideas de Raskolnikov habían tomado una dirección completamente nueva. Pero, a pesar de que
este hecho imprevisto le inquietaba profundamente, no se apresuraba a poner las cosas en claro.
A veces, cuando se encontraba en algún barrio solitario y apartado, solo ante una mesa de alguna
taberna miserable, sin que pudiera comprender cómo había llegado allí, el recuerdo de Svidrigaïlov
le asaltaba de pronto, y se decía, con febril lucidez, que debía tener con él una explicación cuanto
antes. Un día en que se fue a pasear por las afueras, se imaginó que se había citado con Svidrigaïlov.
Otra vez se despertó al amanecer en un matorral, sin saber por qué estaba allí.
En los dos o tres días que siguieron a la muerte de Katerina Ivanovna, Raskolnikov se había
encontrado varias veces con Svidrigaïlov, casi siempre en la habitación de Sonya, a la que iba a
visitar sin objeto alguno y para volverse a marchar en seguida. Se limitaba a cambiar rápidamente
algunas palabras triviales, sin abordar el punto principal, como si se hubieran puesto de acuerdo
tácitamente en dejar a un lado de momento esta cuestión. El cuerpo de Katerina Ivanovna estaba
aún en el aposento. Svidrigaïlov se encargaba de todo lo relacionado con el entierro y parecía muy
atareado. También Sonya estaba muy ocupada.
La última vez que se vieron, Svidrigaïlov enteró a Raskolnikov de que había arreglado felizmente
la situación de los niños de la difunta. Gracias a ciertas personalidades que le conocían, había
conseguido que admitieran a los huérfanos en excelentes orfelinatos, donde recibirían un trato
especial, ya que había entregado una buena suma por cada uno de ellos.
Después dijo algunas palabras acerca de Sonya, prometió a Raskolnikov pasar pronto por su casa
y le recordó que deseaba pedirle consejo sobre ciertos asuntos.
Esta conversación tuvo lugar en la entrada de la casa, al pie de la escalera. Svidrigaïlov miraba
fijamente a Raskolnikov. De pronto bajó la voz y le dijo:
‑Pero ¿qué le pasa a usted, Rodion Romanovich? Cualquiera diría que no está usted en su juicio.
Usted escucha y mira con la expresión del hombre que no comprende nada. Hay que animarse.
Tenemos que hablar, a pesar de que estoy muy ocupado tanto por asuntos propios como por
ajenos... Oiga, Rodion Romanovich ‑le dijo de pronto‑, todos los hombres necesitamos aire, aire
libre... Esto es indispensable.
Se apartó para dejar paso a un sacerdote y a un sacristán que venían a celebrar el oficio de difuntos.
Svidrigaïlov lo había arreglado todo para que esta ceremonia se repitiese dos veces cada día a
las mismas horas. Se marchó. Raskolnikov estuvo un momento reflexionando. Después siguió al
sacerdote hasta el aposento de Sonya.
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Se detuvo en el umbral. Comenzó el oficio, triste, grave, solemne. Las ceremonias fúnebres le
inspiraban desde la infancia un sentimiento de terror místico. Hacía mucho tiempo que no había
asistido a una misa de difuntos. La ceremonia que estaba presenciando era para él especialmente
conmovedora e impresionante. Miró a los niños. Los tres estaban arrodillados junto al ataúd.
Poleshka lloraba. Tras ella, Sonya rezaba, procurando ocultar sus lágrimas.
«En todos estos días ‑se dijo Raskolnikov‑ no me ha dirigido ni una palabra ni una mirada.»
El sol iluminaba la habitación, y el humo del incienso se elevaba en densas volutas.
El sacerdote leyó:
‑«Concédele, Señor, el descanso eterno.»
Raskolnikov permaneció en el aposento hasta el final del oficio. El pope repartió sus bendiciones
y salió, dirigiendo a un lado y a otro, miradas de extrañeza.
Después, el joven se acercó a Sonya. Ella se apoderó de sus manos y apoyó en su hombro la cabeza.
Esta demostración de amistad produjo a Raskolnikov un profundo asombro. ¿De modo que ella
no experimentaba la menor repulsión, el menor horror hacia él? La mano de Sonya no temblaba lo
más mínimo en la suya. Era el colmo de la abnegación: ésta era, por lo menos, la explicación que
Raskolnikov daba a semejante detalle. Sonya no desplegó los labios. Raskolnikov le estrechó la
mano y se fue.
Se habría sentido feliz si hubiera podido retirarse en aquel momento a un lugar verdaderamente
solitario, incluso para siempre. Pero, por desgracia para él, en aquellos últimos días de su crisis,
aunque estaba casi siempre solo, no tenía nunca la sensación de estarlo completamente.
A veces salía de la ciudad y se alejaba por la carretera. En una ocasión incluso se había internado en
un bosque. Pero cuanto más solitario y apartado era el paraje, más claramente percibía Raskolnikov
la presencia de algo semejante a un ser, cuya proximidad le aterraba menos que le abatía.
Por eso se apresuraba a volver a la ciudad y se mezclaba con la multitud. Así se sentía más tranquilo
y más solo.
Una vez que entró en uno de estos figones, oyó que estaban cantando. Anochecía. Estuvo una hora
escuchando, e incluso con gran satisfacción. Pero al fin una profunda agitación volvió a apoderarse
de él y le asaltó una especie de remordimiento.
«Aquí estoy escuchando canciones ‑se dijo‑. Pero ¿es esto lo que debo hacer?» Además,
comprendió que no era éste su único motivo de inquietud. Había otra cuestión que debía resolverse
inmediatamente, pero que no lograba identificar y que ni siquiera podía expresar con palabras. Lo
sentía en su interior como una especie de torbellino.
«Más vale luchar ‑se dijo‑: encontrarse cara a cara con Porfiry o Svidrigaïlov... Sí, recibir un reto:
tener que rechazar un ataque... No cabe duda de que esto es lo mejor.»
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Después de hacerse estas reflexiones, salió precipitadamente del figón. En esto acudió a su
pensamiento el recuerdo de su madre y de su hermana, y se apoderó de él un profundo terror. Fue
ésta la noche en que se despertó al oscurecer en un matorral de la isla Krestovsky. Estaba helado y
temblaba de fiebre cuando tomó el camino de su alojamiento. Llegó ya muy avanzada la mañana.
Tras varias horas de descanso, le desapareció la fiebre; pero cuando se levantó eran más de las dos
de la tarde.
Se acordó de que era el día de los funerales de Katerina Ivanovna y se alegró de no haber asistido.
Nastasya le trajo la comida y él comió y bebió con gran apetito, casi con glotonería. Tenía la cabeza
despejada y gozaba de una calma que no había experimentado desde hacía tres días. Incluso se
asombró de los terrores que le habían asaltado. La puerta se abrió y entró Razumikhin.
‑¡Ah, estás comiendo! Luego no estás enfermo.
Cogió una silla y se sentó frente a su amigo. Parecía muy agitado y no lo disimulaba. Habló con
una indignación evidente, pero sin apresurarse ni levantar la voz. Era como si le impulsara una
intención misteriosa.
‑Escucha ‑dijo en tono resuelto‑: el diablo os lleve a todos, y no quiero saber nada de vosotros,
pues no entiendo absolutamente nada de vuestra conducta. No creas que he venido a interrogarte,
pues no tengo el menor interés en averiguar nada. Si te tirase de la lengua, empezarías, a lo mejor, a
contarme todos tus secretos, y yo no querría escucharlos: escupiría y me marcharía. He venido para
aclarar, por mí mismo y definitivamente, si en verdad estás loco. Pues has de saber que algunos
creen que lo estás. Y te confieso que me siento inclinado a compartir esta opinión, dado tu modo
de obrar estúpido, bastante villano y perfectamente inexplicable, así como tu reciente conducta con
tu madre y con tu hermana. ¿Qué hombre que no sea un monstruo, un canalla o un loco se habría
portado con ellas como te has portado tú? En consecuencia, tú estás loco.
‑¿Cuándo las has visto?
‑Hace un rato. ¿Y tú? ¿Desde cuándo no las has visto? Dime, te lo ruego: ¿dónde has pasado el
día? He estado tres veces aquí y no he conseguido verte. Tu madre está muy enferma desde ayer.
Quería verte, y aunque tu hermana ha hecho todo lo posible por retenerla, ella no ha querido
escucharla. Ha dicho que si estabas enfermo, si perdías la razón, sólo tu madre podía venir en tu
ayuda. Por lo tanto, nos hemos venido hacia aquí los tres, pues, como comprenderás, no podíamos
dejarla venir sola, y por el camino no hemos cesado de tratar de calmarla. Cuando hemos llegado
aquí, tú no estabas. Mira, aquí se ha sentado, y sentada ha estado diez minutos, mientras nosotros
permanecíamos de pie ante ella. Al fin se ha levantado y ha dicho: «Si sale, no puede estar enfermo.
La razón es que me ha olvidado. No me parece bien que una madre vaya a buscar a su hijo para
mendigar sus caricias.» Cuando ha vuelto a su casa, ha tenido que acostarse. Ahora tiene fiebre.
«Para su amiga sí que tiene tiempo», ha dicho. Se refería a Sofya Semyonovna, de la que supone
que es tu prometida o tu amante. No sabe si es una cosa a otra, y como yo tampoco lo sé, amigo
mío, y deseaba salir de dudas, he ido en seguida a casa de esa joven... Al entrar, veo un ataúd,
niños que lloran y a Sofya Semyonovna probándoles vestidos de luto. Tú no estabas allí. Después
de buscarte con los ojos, me he excusado, he salido y he ido a contar a Avdotya Romanovna los
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resultados de mis pesquisas. O sea que las suposiciones de tu madre han resultado inexactas, y
puesto que no se trata de una aventura amorosa, la hipótesis más plausible es la de la locura. Pero
ahora te encuentro comiendo con tanta avidez como si llevaras tres días en ayunas. Verdad es que
los locos también comen, y que, además, no me has dicho ni una palabra; pero estoy seguro de que
no estás loco. Eso es para mí tan indiscutible, que lo juraría a ojos cerrados. Así, que el diablo se
os lleve a todos. Aquí hay un misterio, un secreto, y no estoy dispuesto a romperme la cabeza para
resolver este enigma. Sólo he venido aquí ‑terminó, levantándose‑ para decirte lo que te he dicho
y descargar mi conciencia. Ahora ya sé lo que tengo que hacer.
‑¿Qué vas a hacer?
‑¡A ti qué te importa!
‑Vas a beber. Lleva cuidado.
‑¿Cómo lo has adivinado?
‑No es nada difícil.
Razumikhin permaneció un momento en silencio.
‑Tú eres muy inteligente y nunca has estado loco ‑exclamó con vehemencia‑. Has dado en el clavo.
Me voy a beber. Adiós.
Y dio un paso hacia la puerta.
‑Hablé de ti a mi hermana, Razumikhin. Me parece que fue anteayer.
Razumikhin se detuvo.
‑¿De mí? ¿Dónde la viste?
Había palidecido ligeramente, y bastaba mirarle para comprender que su corazón había empezado
a latir con violencia.
‑Vino a verme. Se sentó ahí y estuvo hablando conmigo.
‑¿Ella?
‑Sí.
‑Bueno, pero ¿qué le dijiste de mí?
‑Le dije que eres una excelente persona, un hombre honrado y trabajador. De tu amor no tuve que
decirle nada, pues ella bien sabe que tú la quieres.
‑¿Lo sabe?
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‑¡Pero, hombre...! Oye: me vaya yo donde me vaya y ocurra lo que ocurra, tú debes seguir siendo
su providencia. Las pongo en tus manos, Razumikhin. Te digo esto porque sé que la amas y estoy
seguro de la pureza de tu amor. También sé que ella puede amarte, si no te ama ya. Ahora a ti te
concierne decidir si debes irte a beber.
‑Rodya... Mira... Oye... ¡Demonio! ¿Qué quieres decir con eso de que las pones en mis manos...?
Bueno, si es un secreto, no me digas nada: yo lo descubriré. Estoy seguro de que todo eso son
tonterías forjadas por tu imaginación. Por lo demás, eres una buena persona, un hombre excelente.
‑Cuando me has interrumpido, te iba a decir que haces bien en renunciar a conocer mis secretos.
No pienses en esto, no te preocupes. Todo se aclarará a su debido tiempo, y entonces ya no habrá
secretos para ti. Ayer alguien me dijo que los hombres tenemos necesidad de aire, ¿lo oyes?, de
aire. Ahora mismo voy a ir a preguntarle qué quería decir con eso.
Razumikhin reflexionó febrilmente. De pronto tuvo una idea.
«Seguramente ‑pensó‑, Raskolnikov es un conspirador político y está en vísperas de dar un golpe
decisivo. No puede ser otra cosa... Y Dunya está enterada.»
‑Así ‑dijo recalcando las palabras‑, Avdotya Romanovna viene a verte y tú vas ahora a ver a un
hombre que dice que hace falta aire, que eso es lo primero... Por lo tanto, esa carta ‑terminó como
si hablara consigo mismo‑ debe referirse a todo esto.
‑¿Qué carta?
‑Tu hermana ha recibido hoy una carta que parece haberla afectado. Yo diría incluso que la ha
trastornado profundamente. Yo he intentado hablarle de ti, y ella me ha rogado que me callara.
Luego me ha dicho que tal vez tuviéramos que separarnos muy pronto. Me ha dado las gracias
calurosamente no sé por qué y luego se ha encerrado en su habitación.
‑¿Dices que ha recibido una carta? ‑preguntó Raskolnikov, pensativo.
‑Sí, una carta. ¿No lo sabías?
Los dos guardaron silencio.
‑Adiós, Rodya. Te confieso, amigo mío, que hubo un momento... Bueno, adiós... Sí, hubo un
momento en que... Adiós, adiós; tengo que marcharme. En cuanto a eso de beber, no lo haré. Te
equivocas si crees que eso es necesario.
Parecía tener mucha prisa, pero apenas hubo salido, volvió a entrar y dijo a Raskolnikov sin mirarle:
‑Oye, ¿te acuerdas de aquel asesinato, de aquel asunto que Porfiry estaba encargado de instruir?
Me refiero a la muerte de la vieja. Pues bien, ya se ha descubierto al asesino. Él mismo ha
confesado y presentado toda clase de pruebas. Es uno de aquellos pintores que yo defendía con
tanta seguridad, ¿te acuerdas? Aunque parezca mentira, todas aquellas escenas de risas y golpes
que se desarrollaron mientras el portero subía con dos testigos no eran más que un truco destinado
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a desviar las sospechas. ¡Qué astucia, qué presencia de ánimo la de ese bribón! Verdaderamente,
cuesta creerlo, pero él lo ha explicado todo, y su declaración es de las más completas. ¡Cómo me
equivoqué! A mi juicio, ese hombre es un genio, el genio del disimulo y de la astucia, un maestro
de la coartada, por decirlo así, y, teniendo esto en cuenta, no hay que asombrarse de nada. En
verdad, personas así pueden existir. Que no haya podido mantener su papel hasta el fin y haya
acabado por confesar es una prueba de la veracidad de sus declaraciones... Pero no comprendo
cómo pude cometer tamaña equivocación. Estaba dispuesto a sostener en todos los terrenos la
inocencia de esos hombres.
‑Dime, por favor, ¿dónde te has enterado de todo eso y por qué te interesa tanto este asunto?
‑preguntó Raskolnikov, visiblemente afectado.
‑¿Que por qué me interesa? ¡Vaya una pregunta! En cuanto al origen de mis informes, ha sido
Porfiry, y otros, pero Porfiry especialmente, el que me lo ha explicado todo.
‑¿Porfiry?
‑Sí.
‑Bueno, pero ¿qué te ha dicho? ‑preguntó Raskolnikov perdiendo la calma.
‑Me lo ha explicado todo con gran claridad, procediendo según su método psicológico.
‑¿Te ha explicado eso? ¿Él mismo te lo ha explicado?
‑Sí, él mismo. Adiós. Tengo todavía algo que contarte, pero habrá de ser en otra ocasión, pues ahora
tengo prisa. Hubo un momento en que creí... Bueno, ya te lo contaré en otro momento... Lo que
quiero decirte es que ya no tengo necesidad de beber: tus palabras han bastado para emborracharme.
Sí, Rodya, estoy embriagado, embriagado sin haber bebido... Bueno, adiós. Hasta pronto.
Se marchó.
«Es un conspirador político: estoy seguro, completamente seguro ‑se dijo con absoluta convicción
Razumikhin mientras bajaba la escalera‑. Y ha complicado a su hermana en el asunto. Esta
hipótesis es más que plausible, dado el carácter de Avdotya Romanovna. Los dos hermanos tienen
entrevistas. Algunas de sus palabras, ciertas alusiones, me lo demuestran. Por otra parte, ésta es la
única explicación que puede tener este embrollo. Y yo que creía... ¡Señor, lo que llegué a pensar...!
Una verdadera aberración; me siento culpable ante él. Pero fue él mismo el que el otro día, en el
pasillo, junto a la lámpara, me inspiró semejante insensatez... ¡Qué idea tan villana, tan burda, me
asaltó! Mikolka ha hecho muy bien en confesar... Ahora todo lo ocurrido queda perfectamente
explicado: la enfermedad de Rodya, su extraña conducta... Incluso en sus tiempos de estudiante se
mostraba sombrío y huraño... Pero ¿qué significa esa carta? ¿Quién la envía? Hay todavía algo por
aclarar... Ya lo averiguaré todo.»
De pronto se acordó de lo que Rodya le había dicho de Duneshka, y creyó que el corazón se le iba
a paralizar. Entonces hizo un esfuerzo y echó a correr.
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Capítulo II
‑¡Ah, estos cigarrillos! ‑dijo al fin Porfiry Petrovich‑. Son un veneno, un verdadero veneno. Tengo
tos, se me irrita la garganta, padezco de asma. Como soy algo aprensivo, he ido a ver al doctor
B***, que es un médico que está examinando a cada enfermo durante media hora como mínimo.
Se ha echado a reír al verme, y, después de palparme y auscultarme cuidadosamente, me ha dicho:
«El tabaco no le va nada bien. Tiene usted los pulmones dilatados.» No lo dudo, pero ¿cómo dejar
el tabaco? ¿Por qué otra cosa lo puedo sustituir? Yo no bebo: eso es lo malo... ¡Je, je, je! Toda mi
desgracia viene de que no bebo. Pues todo es relativo en este mundo, Rodion Romanovich, todo
es relativo.
«Ya está de nuevo con sus tonterías», pensó Raskolnikov, contrariado.
Al punto le vino a la memoria su última entrevista con el juez de instrucción, y este recuerdo trajo
a su ánimo todos sus anteriores sentimientos.
‑Anteayer por la tarde estuve aquí, ¿no lo sabía usted? ‑continuó Porfiry Petrovich, paseando una
mirada por la habitación‑. Estuve aquí dentro. Al pasar por esta calle se me ocurrió, como se me
ha ocurrido hoy, hacerle una visita. La puerta estaba abierta de par en par. Esperé un momento y
me volví a marchar sin ni siquiera ver a la sirvienta para darle mi nombre. ¿Nunca cierra usted la
puerta?
El rostro de Raskolnikov aparecía cada vez más sombrío. Porfiry pareció adivinar los pensamientos
que lo agitaban.
‑He venido a darle una explicación, mi querido Rodion Romanovich. Se la debo ‑dijo sonriendo y
dándole una palmada en la rodilla.
Su semblante cobró de pronto una expresión seria y preocupada. Incluso pasó por él una sombra
de tristeza, para gran asombro de Raskolnikov, que jamás había visto en él nada semejante ni le
creía capaz de tales sentimientos.
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‑Hubo una escena extraña entre nosotros, Rodion Romanovich, la última vez que nos vimos. Pero
entonces... En fin, he aquí el asunto que me trae. He cometido errores con usted, bien lo sé. Ya
recordará usted cómo nos separamos. Verdad es que los dos somos bastante nerviosos; pero no
procedimos como personas bien educadas, aunque nuestros buenos modales son evidentes y me
atrevería a decir que están por encima de todo. Estas cosas no se deben olvidar. ¿Recuerda usted
hasta qué extremo llegamos? Rebasamos todos los límites.
« ¿Adónde querrá ir a parar? », se preguntaba Raskolnikov, asombrado y devorando a Porfiry con
los ojos.
‑Yo creo que lo mejor que podemos hacer es ser francos ‑continuó Porfiry Petrovich, volviendo un
poco la cabeza y bajando la vista, como si temiera turbar a su antigua víctima y quisiera demostrarle
su desdén por los procedimientos y las celadas que había utilizado‑. Estas sospechas, estas escenas,
no deben repetirse. Si no hubiera sido por Mikolka, que llegó y puso fin a aquella escena, no sé
cómo habrían terminado las cosas. Ese maldito papanatas estaba escondido detrás del tabique.
Ya lo sabe usted, ¿verdad? Me enteré de que había venido a su casa inmediatamente después de
aquella escena. Pero usted se equivocó en sus suposiciones. Yo no mandé a buscar a nadie aquel
día y no había tomado medida alguna. Usted se preguntará por qué razón no lo hice. Pues... no sé
cómo explicárselo. Me limité a citar a los porteros, a los que usted vio al pasar. Una idea, rápida
como un relámpago, había acudido a mi imaginación. Yo estaba demasiado seguro de mí mismo,
Rodion Romanovich, y me decía que si lograba apresar un hecho, aunque fuera renunciando a todo
lo demás, obtendría el resultado que deseaba.
»Usted tiene un carácter en extremo irascible, Rodion Romanovich, incluso demasiado. Es un
rasgo predominante de su naturaleza, que yo me jacto de conocer, por lo menos en parte. Yo me
dije que no es cosa corriente que un hombre nos arroje sin más ni más la verdad a la cara. Sin duda,
esto puede hacerlo un hombre que esté fuera de sí, pero este caso es excepcional. Yo me hice este
razonamiento: “Si pudiese arrancarle el hecho más insignificante, la más mínima confesión, con tal
que fuera una prueba palpable, algo distinto, en fin, a estos hechos psicológicos...” Pues yo estaba
seguro de que si un hombre es culpable, uno acaba siempre por arrancarle una prueba evidente.
Di por descontado los resultados más sorprendentes. Dirigía mis golpes a su carácter, Rodion
Romanovich, a su carácter sobre todo. Le confieso que confiaba demasiado en usted mismo.
‑Pero ¿por qué me cuenta usted todo esto? ‑gruñó Raskolnikov, sin darse cuenta del alcance de su
pregunta.
« ¿Me creerá acaso inocente? », se preguntó con el pensamiento.
‑¿Que por qué le cuento todo esto? Yo he venido a darle una explicación. Considero que esto es un
deber sagrado para mí. Quiero exponerle con todo detalle el proceso de mi aberración. Le sometí a
usted a una verdadera tortura, Rodion Romanovich, pero no soy un monstruo. Pues me hago cargo
de lo que debe experimentar una persona desgraciada, orgullosa, altiva y poco paciente, sobre todo
poco paciente, al verse sometida a una prueba semejante. Le aseguro que le considero como un
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hombre de noble corazón y, hasta cierto punto, como un hombre magnánimo, aunque no me sea
posible compartir todas sus opiniones. Juzgo como un deber hacerle cierta declaración en el acto,
pues no quiero que usted forme un juicio falso.
»Cuando empecé a conocerle, se despertó en mí una verdadera simpatía hacia usted. Esta confesión
le hará tal vez reír. Pues bien, ríase: tiene usted perfecto derecho. Sé que usted, en cambio, sintió
desde el primer momento una viva antipatía hacia mí. Bien es verdad que yo no tengo nada que
pueda hacerme simpático; pero, cualquiera que sea su opinión sobre mí, puedo asegurarle que deseo
con todas mis fuerzas borrar la mala impresión que le produje, reparar mis errores y demostrarle
que soy un hombre de buen corazón. Le estoy hablando sinceramente, créame.
Pronunciadas estas palabras, Porfiry Petrovich se detuvo con un gesto lleno de dignidad, y
Raskolnikov se sintió dominado por un nuevo terror. La idea de que el juez de instrucción le creía
inocente le sobrecogía.
‑No es necesario remontarse al origen de los acontecimientos ‑continuó Porfiry Petrovich‑. Creo
que sería una rebusca inútil e imposible. Al principio circularon rumores sobre cuyo origen y
naturaleza creo superfluo extenderme. Inútil también explicarle cómo se encontró su nombre
enzarzado en todo esto. Lo que a mí me dio la señal de alarma fue un hecho completamente
fortuito, del que tampoco le hablaré. El conjunto de rumores y circunstancias accidentales me
llevaron a concebir ciertas ideas. Le confieso con toda franqueza (pues si uno quiere ser sincero
debe serlo hasta el fin) que fui yo el primero que le mezclé a usted en este asunto. Las anotaciones
de la vieja en los envoltorios de los objetos y otros mil detalles de la misma índole no significan
nada independientemente; pero se podían contar hasta un centenar de hechos importantes. Tuve
también ocasión de conocer hasta en sus más mínimos detalles el incidente de la comisaría. Me
enteré de ello por un simple azar. Me lo refirió con gran lujo de pormenores la persona que había
desempeñado en la escena el papel principal, con gran propiedad por cierto, aunque sin darse
cuenta.
»Todos estos hechos se acumulan, mi querido Rodion Romanovich. En estas condiciones,
¿cómo no adoptar una posición determinada? “Así como cien conejos no hacen un caballo, cien
presunciones no constituyen una prueba”, dice el proverbio inglés. Pero en este caso habla la
razón, y las pasiones son algo muy distinto. Pruebe usted a luchar contra las pasiones. Al fin y al
cabo, un juez de instrucción es un hombre y, por lo tanto, accesible a las pasiones.
»Además, pensé en el artículo que usted publicó en cierta revista, ¿recuerda usted? Hablamos
de él en nuestra primera conversación. Entonces me mofé de él, pero lo hice con la intención de
hacerle hablar. Porque, se lo repito, usted es un hombre poco paciente, Rodion Romanovich, y
tiene los nervios echados a perder. En cuanto a su osadía, su orgullo, la seriedad de su carácter
y sus sufrimientos, hacía ya tiempo que los había advertido. Conocía todos estos sentimientos
y consideré que su artículo exponía ideas que no eran un secreto para nadie. Estaba escrito con
mano febril y corazón palpitante en una noche de insomnio y era el producto de un alma rebosante
de pasión reprimida. Pues bien, esta pasión y este entusiasmo contenidos de la juventud son
peligrosos. Entonces me burlé de usted, pero ahora quiero decirle que, mirando las cosas como
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simple lector, me deleitó el juvenil ardor de su pluma. Esto no es más que humo, niebla, una cuerda
que vibra entre brumas. Su artículo es absurdo y fantástico, pero ¡respira tanta sinceridad! Rezuma
un insobornable y juvenil orgullo, y también osadía y desesperación. Es un artículo pesimista,
pero este pesimismo le va bien. Entonces lo leí, después puse en orden sus ideas, y, al ordenarlas,
me dije: “No creo que este hombre se limite a esto.” Y ahora dígame: teniendo estos antecedentes,
¿cómo no había de dejarme influir por lo que sucedió después? Pero entonces no dije nada y
ahora no me arriesgaré a hacer la menor afirmación. Entonces me limité a observar y ahora mi
pensamiento es éste: “Tal vez toda esta historia es pura imaginación, un simple producto de mi
fantasía. Un juez de instrucción no debe apasionarse de este modo. A mí sólo debe interesarme
una cosa, y es que tengo a Mikolka.” Usted podría decir que los hechos son los hechos y que
empleo con usted mi psicología personal. Pero es preciso que lo mire todo en este caso, pues es
una cuestión de vida o muerte.
»Usted se preguntará por qué le cuento todo esto. Pues se lo cuento para que pueda usted juzgar con
conocimiento de causa y no considere un crimen mi conducta del otro día, tan cruel en apariencia.
No, no fui cruel.
»Usted se estará preguntando también por qué no he venido a registrar su casa. Pues sepa usted que
vine. ¡Je, je, je! Usted estaba enfermo, acostado en su diván. No vine como magistrado, es decir,
oficialmente, pero vine. Esta habitación fue registrada a fondo cuanto tuve la primera sospecha.
Me dije: “Ahora este hombre vendrá a verme, vendrá a mi casa, y no tardará mucho. Si es
culpable, vendrá. Otro no lo haría, pero él sí.” ¿Se acuerda usted de la palabrería de Razumikhin?
La provocamos nosotros para asustarle a usted: le pusimos al corriente de nuestras conjeturas,
seguros de que vendría a contárselo a usted, pues Razumikhin no es hombre que pueda disimular
su indignación.
»El señor Zamyotov quedó impresionado ante su cólera y su osadía. Decir a gritos en un
establecimiento público: “¡Yo he matado...!” Esto es verdaderamente audaz y arriesgado. Yo me
dije: “Si este hombre es culpable, es un luchador enconado.” Esto es lo que pensaba. Y me dediqué
a esperar..., le esperaba ansiosamente. A Zamyotov le aplastó usted, sencillamente. Y es que esta
maldita psicología es un arma de dos filos:.. Bueno, pues cuando le estaba esperando, he aquí que
Dios le envía. ¡Cómo se desbocó mi corazón cuando le vi aparecer! ¿Qué necesidad tenía usted de
venir entonces? ¡Y aquella risa! No sé si se acordará, pero entró usted riéndose a carcajadas, y yo,
a través de su risa, vi lo que ocurría en su interior, tan claramente como se ve a través de un cristal.
Sin embargo, yo no habría prestado a esa risa la menor atención si no hubiese estado prevenido. Y
entonces Razumikhin... Y la piedra, aquella piedra, ya recordará usted, bajo la cual estaban ocultos
los objetos... Porque habló usted de un huerto a Zamyotov, ¿verdad? Después, cuando empezamos
a hablar de su artículo, creímos percibir un segundo sentido en cada una de sus palabras.
»He aquí, Rodion Romanovich, cómo se fue formando mi convicción poco a poco. Pero cuando
ya me sentía seguro, volví en mí y me pregunté qué me había ocurrido. Pues todo aquello podía
explicarse de un modo diferente e incluso más natural... Un verdadero suplicio. ¡Cuánto mejor
habría sido la prueba más insignificante! Cuando supe lo del cordón de la campanilla, me estremecí
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de pies a cabeza. “Ya tengo la prueba”, me dije. Y ya no quise pensar en nada. En aquel momento
habría dado mil rublos por verle con mis propios ojos dar cien pasos al lado de un hombre que le
había llamado asesino y al que no se atrevió a responder una sola palabra.
»Y aquellos estremecimientos que le acometían... Y aquel cordón de una campanilla de que usted
hablaba en su delirio... Después de esto, Rodion Romanovich, ¿cómo puede usted extrañarse de
que procediera con usted como lo hice? ¿Por qué vino usted a mi casa en aquel preciso momento?
Era como si el demonio le hubiera impulsado. En verdad, si Mikolka no se hubiese interpuesto
entre nosotros en aquel momento... ¿Se acuerda usted de la llegada de Mikolka? Fue como una
chispa eléctrica. Pero ¿cómo lo recibí? No di la menor importancia a esta descarga, es decir, que
no creí ni una sola de sus palabras. Es más, después de marcharse usted y de oír las razonables
respuestas de Mikolka (pues sepa usted que me respondió de modo tan inteligente sobre ciertos
puntos, que quedé asombrado), después de esto, yo permanecí tan firme en mis convicciones como
una roca. “Éste no dice una palabra de verdad”, pensé... Me refiero a Mikolka.
‑Razumikhin acaba de decirme que está usted seguro de su culpabilidad, que usted le ha asegurado...
No pudo terminar: le faltaba el aliento. Escuchaba con una turbación indescriptible a aquel
hombre que había cambiado tan radicalmente de juicio. No podía dar crédito a sus oídos y buscaba
ávidamente el sentido exacto de sus ambiguas palabras.
‑¿Razumikhin? ‑exclamó Porfiry Petrovich, que parecía muy satisfecho de haber oído, al fin, decir
algo a Raskolnikov‑. ¡Je, je, je! De algún modo tenía que deshacerme de él, que es completamente
ajeno a este asunto. Se presentó en mi casa descompuesto... En fin, dejémoslo aparte. Respecto a
Mikolka, ¿quiere usted saber cómo es, o, por lo menos, la idea que yo me he forjado de él? Ante
todo, es como un niño. No ha llegado aún a la mayoría de edad. Y no diré que sea un cobarde,
pero sí que es impresionable como un artista. No, no se ría de mi descripción. Es ingenuo y en
extremo sensible. Tiene un gran corazón y un carácter singular. Canta, baila y narra con tanto
arte, que vienen a verle y oírle de las aldeas vecinas. Es un enamorado del estudio, aunque se ríe
como un loco por cualquier cosa. Puede beber hasta perder el conocimiento, pero no porque sea un
borracho, sino porque se deja llevar como un niño. No cree que cometiera un robo apropiándose el
estuche que se encontró. «Lo cogí del suelo ‑dijo‑. Por lo tanto, puedo quedarme con él.» Pertenece
a una secta cismática..., bueno, no tanto como cismática, y era un fanático. Pasó dos años con un
ermitaño. Según cuentan sus camaradas, era un devoto exaltado y quería retirarse también a una
ermita. Pasaba noches enteras rezando y leyendo los libros santos antiguos. Petersburgo ha ejercido
una gran influencia en él. Las mujeres, el vino..., ¿comprende? Es muy impresionable, y esto le ha
hecho olvidar la religión. Me he enterado de que un artista se interesó por él y le daba lecciones.
Así las cosas, llegó el desdichado asunto. El pobre chico perdió la cabeza y se puso una cuerda en
el cuello. Un intento de evasión muy natural en un pueblo que tiene una idea tan lamentable de la
justicia. Hay personas a las que la simple palabra « juicio» produce verdadero terror. ¿De quién es
la culpa? Ya veremos lo que hacen los nuevos tribunales. Quiera Dios que todo vaya bien...
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»Una vez en la cárcel, Mikolka ha vuelto a su anterior misticismo. Se ha acordado del ermitaño y
ha abierto de nuevo la Biblia. ¿Sabe usted, Rodion Romanovich, lo que es la expiación para ciertas
personas? Es una simple sed de sufrimiento, y si este sufrimiento lo imponen las autoridades,
mejor que mejor. Conocí a un preso que era un ejemplo de mansedumbre. Estuvo un año en la
cárcel y todas las noches leía la Biblia. Y un día, sin motivo alguno, arrancó un trozo de hierro de
la estufa y lo arrojó sobre un guardián, aunque tomando precauciones para no hacerle ningún daño.
¿Sabe usted la suerte que se reserva a un preso que ataca con un arma cualquiera a un guardián de
la cárcel? Aquel hombre obró tan sólo llevado de su sed de expiación.
»Yo estoy seguro de que Mikolka siente una sed de expiación semejante. Mi convicción se funda
en hechos positivos, pero él ignora que yo he descubierto las causas. ¿Qué? ¿No cree usted que en
un pueblo como el nuestro puedan aparecer tipos extraordinarios? Pues se ven por todas partes.
La influencia de la ermita ha vuelto a él con toda pujanza, sobre todo después del episodio del
nudo corredizo en su cuello. Ya verá usted como acabará viniendo a confesármelo todo. ¿Lo cree
usted capaz de sostener su papel hasta el fin? No, vendrá a abrirme su pecho, a retractarse de sus
declaraciones..., y no tardará. Me ha interesado Mikolka y lo he estudiado a fondo. Reconozco, ¡je,
je!, que en ciertos puntos ha conseguido dar un carácter de verosimilitud a sus declaraciones (sin
duda las había preparado), pero otras están en contradicción absoluta con los hechos, sin que él
tenga de ello la menor sospecha. No, mi querido Rodion Romanovich, no es Mikolka el culpable.
Estamos en presencia de un acto siniestro y fantástico. Este crimen lleva el sello de nuestro tiempo,
de una época en que el corazón del hombre está trastornado; en que se afirma, citando autores,
que la sangre purifica; en que sólo importa la obtención del bienestar material. Es el sueño de una
mente ebria de quimeras y envenenada por una serie de teorías. El culpable ha desplegado en este
golpe de ensayo una audacia extraordinaria, pero una audacia de tipo especial. Obró resueltamente,
pero como quien se lanza desde lo alto de una torre o se deja caer rodando desde la cumbre de
una montaña. Fue como si no se diera cuenta de lo que hacía. Se olvidó de cerrar la puerta al
entrar, pero mató, mató a dos personas, obedeciendo a una teoría. Mató, pero no se apoderó del
dinero, y lo que se llevó fue a esconderlo debajo de una piedra. No le bastó la angustia que había
experimentado en el recibidor mientras oía los golpes que daban en la puerta, sino que, en su
delirio, se dejó llevar de un deseo irresistible de volver a sentir el mismo terror, y fue a la casa para
tirar del cordón de la campanilla... En fin, carguemos esto en la cuenta de la enfermedad. Pero hay
otro detalle importante, y es que el asesino, a pesar de su crimen, se considera como una persona
decente y desprecia a todo el mundo. Se cree algo así como un ángel infortunado. No, mi querido
Rodion Romanovich, Mikolka no es el culpable.
Estas palabras, después de las excusas que el juez había presentado, sorprendieron e impresionaron
profundamente a Raskolnikov, que empezó a temblar de pies a cabeza.
‑Pero..., entonces... ‑preguntó con voz entrecortada‑, ¿quién es el asesino?
Porfiry Petrovich se recostó en el respaldo de su silla. Su semblante expresaba el asombro del
hombre al que acaban de hacer una pregunta insólita.
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‑¿Que quién es el asesino? ‑exclamó como no pudiendo dar crédito a sus oídos‑. ¡Usted, Rodion
Romanovich! ‑Y añadió en voz baja y en un tono de profunda convicción‑: Usted es el asesino.
Raskolnikov se puso en pie de un salto, permaneció así un momento y se volvió a sentar sin
pronunciar palabra. Ligeras convulsiones sacudían los músculos de su cara.
‑Sus labios vuelven a temblar como el otro día ‑dijo Porfiry Petrovich en un tono de cierto interés‑.
Creo que no me ha comprendido usted, Rodion Romanovich ‑añadió tras una pausa‑. Ésta es la
razón de su sorpresa. He venido para explicárselo todo, pues desde ahora quiero llevar este asunto
con franqueza absoluta.
‑Yo no soy el culpable ‑balbuceó Raskolnikov, defendiéndose como el niño al que sorprenden
haciendo algo malo.
‑Sí, es usted y sólo usted ‑replicó severamente el juez de instrucción.
Los dos callaron. Este silencio, en el que había algo extraño, se prolongó no menos de diez minutos.
Raskolnikov, con los codos en la mesa, se revolvía el cabello con las manos. Porfiry Petrovich
esperaba sin dar la menor muestra de impaciencia. De pronto, el joven dirigió al magistrado una
mirada despectiva.
‑Vuelve usted a su antigua táctica, Porfiry Petrovich. ¿No se cansa usted de emplear siempre los
mismos procedimientos?
‑¿Procedimientos? ¿Qué necesidad tengo de emplearlos ahora? La cosa cambiaría si habláramos
ante testigos. Pero estamos solos. Yo no he venido aquí a cazarle como una liebre. Que confiese
usted o no en este momento, me importa muy poco. En ambos casos, mi convicción seguiría siendo
la misma.
‑Entonces, ¿por qué ha venido usted? ‑preguntó Raskolnikov sin ocultar su enojo‑. Le repito lo que
le dije el otro día: si usted me cree culpable, ¿por qué no me detiene?
‑Bien; ésa, por lo menos, es una pregunta sensata y la contestaré punto por punto. En primer lugar,
le diré que no me conviene detenerle en seguida.
‑¿Qué importa que le convenga o no? Si está usted convencido, tiene el deber de hacerlo.
‑Mi convicción no tiene importancia. Hasta este momento sólo se basa en hipótesis. ¿Por qué
he de darle una tregua haciéndolo detener? Usted sabe muy bien que esto sería para usted un
descanso, ya que lo pide. También podría traerle al hombre que le envié para confundirle. Pero
usted le diría: «Eres un borracho. ¿Quién me ha visto contigo? Te miré simplemente como a
un hombre embriagado, pues lo estabas.» ¿Y qué podría replicar yo a esto? Sus palabras tienen
más verosimilitud que las del otro, que descansan únicamente en la psicología y, por lo tanto,
sorprenderían, al proceder de un hombre inculto. En cambio, usted habría tocado un punto débil,
pues ese bribón es un bebedor empedernido. Ya le he dicho otras veces que estos procedimientos
psicológicos son armas de dos filos, y en este caso pueden obrar en su favor, sobre todo teniendo
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en cuenta que pongo en juego la única prueba que tengo contra usted hasta el momento presente.
Pero no le quepa duda de que acabaré haciéndole detener. He venido para avisarlo; pero le confieso
que no me servirá de nada. Además, he venido a su casa para...
‑Hablemos de ese segundo objeto de su visita ‑dijo Raskolnikov, que todavía respiraba con
dificultad.
‑Pues este segundo objeto es darle una explicación a la que considero que tiene usted derecho.
No quiero que me tenga por un monstruo, siendo así que, aunque usted no lo crea, mi deseo es
ayudarle. Por eso le aconsejo que vaya a presentarse usted mismo a la justicia. Esto es lo mejor
que puede hacer. Es lo más ventajoso para usted y para mí, pues yo me vería libre de este asunto.
Ya ve que le soy franco. ¿Qué dice usted?
Raskolnikov reflexionó un momento.
‑Oiga, Porfiry Petrovich ‑dijo al fin‑; usted ha confesado que no tiene contra mí más que indicios
psicológicos y, sin embargo, aspira a la evidencia matemática. ¿Y si estuviera equivocado?
‑No, Rodion Romanovich, no estoy equivocado. Tengo una prueba. La obtuve el otro día como si
el cielo me la hubiera enviado.
‑¿Qué prueba?
‑No se lo diré, Rodion Romanovich. De todas formas, no tengo derecho a contemporizar. Mandaré
detenerle. Reflexione. No me importa la resolución que usted pueda tomar ahora. Le he hablado en
interés de usted. Le juro que le conviene seguir mis consejos.
Raskolnikov sonrió, sarcástico.
‑Sus palabras son ridículas e incluso imprudentes. Aun suponiendo que yo fuera culpable, cosa que
no admito de ningún modo, ¿para qué quiere usted que vaya a presentarme a la justicia? ¿No dice
usted que la estancia en la cárcel sería un descanso para mí?
‑Oiga, Rodion Romanovich, no tome mis palabras demasiado al pie de la letra. Acaso no encuentre
usted en la cárcel ningún reposo. En fin de cuentas, esto no es más que una teoría, y personal por
añadidura. Por lo visto, soy una autoridad para usted. Por otra parte, quién sabe si le oculto algo.
Usted no me puede exigir que le revele todos mis secretos. ¡Je, je!
»Pasemos a la segunda cuestión, al provecho que obtendría usted de una confesión espontánea.
Este provecho es indudable. ¿Sabe usted que aminoraría considerablemente su pena? Piense en el
momento en que haría usted su propia denuncia. Por favor, reflexione. Usted se presentaría cuando
otro se ha acusado del crimen, trastornando profundamente el proceso. Y yo le juro ante Dios
que me las compondría de modo que a la vista del tribunal gozara usted de todos los beneficios
de su acto, el cual parecería completamente espontáneo. Le prometo que destruiríamos toda esa
psicología y que reduciría usted a la nada todas las sospechas que pesan sobre usted, de modo que
su crimen apareciese como la consecuencia de una especie de arrebato, cosa que en el fondo es
cierta. Yo soy un hombre honrado, Rodion Romanovich, y mantendré mi palabra.
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Raskolnikov bajó la cabeza tristemente y quedó pensativo. Al fin sonrió de nuevo; pero esta vez su
sonrisa fue dulce y melancólica.
‑No me interesa ‑dijo como si no quisiera seguir hablando con Porfiry Petrovich‑. No necesito para
nada su disminución de pena.
‑¡Vaya! Esto es lo que me temía ‑exclamó Porfiry como a pesar suyo‑. Sospechaba que iba usted
a desdeñar nuestra indulgencia.
Raskolnikov le miró con expresión grave y triste.
‑No, no dé por terminada su existencia ‑continuó Porfiry‑. Tiene usted ante sí muchos años de
vida. No comprendo que no quiera usted una disminución de pena. Es usted un hombre difícil de
contentar.
‑¿Qué puedo ya esperar?
‑La vida. ¿Por qué quiere usted hacer el profeta? ¿Qué puede usted prever? Busque y encontrará.
Tal vez le esperaba Dios tras este recodo… Por otra parte, no le condenarán a usted a cadena
perpetua.
‑Tendré a mi favor circunstancias atenuantes ‑dijo Raskolnikov con una sonrisa.
‑Sin que usted se dé cuenta, es tal vez cierto orgullo de persona culta lo que le impide declararse
culpable. Usted debería estar por encima de todo eso.
‑Lo estoy: esas cosas sólo me inspiran desprecio ‑repuso Raskolnikov con gesto despectivo.
Después fue a levantarse, pero se volvió a sentar bajo el peso de una desesperación inocultable.
‑Sí, no me cabe duda. Es usted desconfiado y cree que le estoy adulando burdamente, con una
segunda intención. Pero dígame: ¿ha tenido usted tiempo de vivir lo bastante para conocer la vida?
Inventa usted una teoría y después se avergüenza al ver que no conduce a nada y que sus resultados
están desprovistos de toda originalidad. Su acción es baja, lo reconozco, pero usted no es un
criminal irremisiblemente perdido. No, no; ni mucho menos. Me preguntará qué pienso de usted.
Se lo diré: le considero como uno de esos hombres que se dejarían arrancar las entrañas sonriendo
a sus verdugos si lograsen encontrar una fe, un Dios. Pues bien, encuéntrelo y vivirá. En primer
lugar, hace ya mucho tiempo que necesita usted cambiar de aires. Y en segundo, el sufrimiento no
es mala cosa. Sufra usted. Mikolka tiene tal vez razón al querer sufrir. Sé que es usted escéptico,
pero abandónese sin razonar a la corriente de la vida y no se inquiete por nada: esa corriente le
llevará a alguna orilla y usted podrá volver a ponerse en pie. ¿Qué orilla será ésta? Eso no lo puedo
saber. Pero estoy convencido de que le quedan a usted muchos años de vida. Bien sé que usted se
estará diciendo que no hago sino desempeñar mi papel de juez de instrucción, y que mis palabras
le parecerán un largo y enojoso sermón, pero tal vez las recuerde usted algún día: sólo con esta
esperanza le digo todo esto. En medio de todo, ha sido una suerte que no haya usted matado más
que a esa vieja, pues con otra teoría habría podido usted hacer cosas cientos de millones de veces
peores. Dé gracias a Dios por no haberlo permitido, pues Él tal vez, ¿quién sabe?, tiene algún
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designio sobre usted. Tenga usted coraje, no retroceda por pusilanimidad ante la gran misión que
aún tiene que cumplir. Si es cobarde, luego se avergonzará usted. Ha cometido una mala acción:
sea fuerte y haga lo que exige la justicia. Sé que usted no me cree, pero le aseguro que volverá a
conocer el placer de vivir. En este momento sólo necesita aire, aire, aire...
Al oír estas palabras, Raskolnikov se estremeció.
‑Pero ¿quién es usted ‑exclamó‑ para hacer el profeta? ¿Dónde está esa cumbre apacible desde la
que se permite usted dejar caer sobre mí esas máximas llenas de una supuesta sabiduría?
‑¿Quién soy? Un hombre acabado y nada más. Un hombre sensible y acaso capaz de sentir piedad,
y que tal vez conoce un poco la vida..., pero completamente acabado. El caso de usted es distinto.
Tiene usted ante sí una verdadera vida (¿quién sabe si todo lo ocurrido es en usted como un fuego
de paja que se extingue rápidamente?). ¿Por qué, entonces, temer al cambio que se va a operar
en su existencia? No es el bienestar lo que un corazón como el suyo puede echar de menos. ¿Y
qué importa la soledad donde usted se verá largamente confinado? No es el tiempo lo que debe
preocuparle, sino usted. Conviértase en un sol y todo el mundo lo verá. Al sol le basta existir, ser
lo que es. ¿Por qué sonríe? ¿Por mi lenguaje poético? Juraría que usted cree que estoy utilizando la
astucia para atraerme su confianza. A lo mejor tiene usted razón. ¡Je, je! No le pido que crea todas
mis palabras, Rodion Romanovich. Hará usted bien en no creerme nunca por completo. Tengo la
costumbre de no ser jamás completamente sincero. Sin embargo, no olvide esto: el tiempo le dirá
si soy un hombre vil o un hombre leal.
‑¿Cuándo piensa usted mandar que me detengan?
‑Puedo concederle todavía un día o dos de libertad. Reflexione, amigo mío, y ruegue a Dios. Esto
es lo que le interesa, créame.
‑¿Y si huyera? ‑preguntó Raskolnikov con una sonrisa extraña.
‑No, usted no huirá. Un mujik huiría; un revolucionario de los de hoy, también, pues se le pueden
inculcar ideas para toda la vida. Pero usted ha dejado de creer en su teoría. ¿Para qué ha de huir?
¿Qué ganaría usted huyendo? Y ¡qué vida tan horrible la del fugitivo! Para vivir hace falta una
situación determinada, fija, y aire respirable. ¿Encontraría usted ese aire en la huida? Si huyese
usted, volvería. Usted no puede pasar sin nosotros. Si lo hiciera encarcelar, para un mes o dos, por
ejemplo, o tal vez para tres, un buen día, téngalo presente, vendría usted de pronto y confesaría.
Vendría usted aun sin darse cuenta. Estoy seguro de que decidirá usted someterse a la expiación.
Ahora no me cree usted, pero lo hará, porque la expiación es una gran cosa, Rodion Romanovich.
No se extrañe de oír hablar así a un hombre que ha engordado en el bienestar. El caso es que diga
la verdad..., y no se burle usted. Estoy profundamente convencido de lo que acabo de decirle.
Mikolka tiene razón. No, usted no huirá, Rodion Romanovich.
Raskolnikov se levantó y cogió su gorra. Porfiry Petrovich se levantó también.
‑¿Va usted a dar una vuelta? La noche promete ser hermosa. Aunque a lo mejor hay tormenta... Lo
cual sería tal vez preferible, porque así se refrescaría la atmósfera.
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‑Porfiry Petrovich ‑dijo Raskolnikov en tono seco y vehemente‑, que no le pase por la imaginación
que le he hecho la confesión más mínima. Usted es un hombre extraño, y yo sólo le he escuchado
por curiosidad. Pero no he confesado nada, absolutamente nada. No lo olvide.
‑Entendido; no lo olvidaré... Está usted temblando... No se preocupe, amigo mío: se cumplirán sus
deseos. Pasee usted, pero sin rebasar los límites... Ahora voy a hacerle un último ruego ‑añadió
bajando la voz‑. Es un punto un poco delicado pero importante. En el caso, a mi juicio sumamente
improbable de que en estas cuarenta y ocho o cincuenta horas le asalte la idea de poner fin a todo esto
de un modo poco común, en una palabra, quitándose la vida (y perdone esta absurda suposición),
tenga la bondad de dejar escrita una nota; dos líneas, nada más que dos líneas, indicando el lugar
donde está la piedra. Esto será lo más noble... En fin, hasta más ver. Que Dios le inspire.
Porfiry salió, bajando la cabeza para no mirar al joven. Éste se acercó a la ventana y esperó con
impaciencia el momento en que, según sus cálculos, el juez de instrucción se hubiera alejado un
buen trecho de la casa.
Entonces salió él a toda prisa.
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Capítulo III
Quería ver cuanto antes a Svidrigaïlov. Ignoraba sus propósitos, pero aquel hombre tenía sobre él
un poder misterioso. Desde que Raskolnikov se había dado cuenta de ello, la inquietud lo consumía.
Además, había llegado el momento de tener una explicación con él.
Otra cuestión le atormentaba. Se preguntaba si Svidrigaïlov habría ido a visitar a Porfiry.
Raskolnikov suponía que no había ido: lo habría jurado. Siguió pensando en ello, recordó todos
los detalles de la visita de Porfiry y llegó a la misma conclusión negativa. Svidrigaïlov no había
visitado al juez, pero ¿tendría intención de hacerlo?
También respecto a este punto se inclinaba por la negativa. ¿Por qué? No lograba explicárselo.
Pero, aunque se hubiera sentido capaz de hallar esta explicación, no habría intentado romperse
la cabeza buscándola. Todo esto le atormentaba y le enojaba a la vez. Lo más sorprendente era
que aquella situación tan crítica en que se hallaba le inquietaba muy poco. Le preocupaba otra
cuestión mucho más importante, extraordinaria, también personal, pero distinta. Por otra parte,
sentía un profundo desfallecimiento moral, aunque su capacidad de razonamiento era superior a
la de los días anteriores. Además, después de lo sucedido, ¿valía la pena tratar de vencer nuevas
dificultades, intentar, por ejemplo, impedir a Svidrigaïlov ir a casa de Porfiry, procurar informarse,
perder el tiempo con semejante hombre?
¡Qué fastidioso era todo aquello!
Sin embargo, se dirigió apresuradamente a casa de Svidrigaïlov. ¿Esperaba de él algo nuevo, un
consejo, un medio de salir de aquella insoportable situación? El que se está ahogando se aferra a la
menor astilla. ¿Era el destino o un secreto instinto el que los aproximaba? Tal vez era simplemente
que la fatiga y la desesperación le inspiraban tales ideas; acaso fuera preferible dirigirse a otro, no
a Svidrigaïlov, al que sólo el azar había puesto en su camino.
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¿A Sonya? ¿Con qué objeto se presentaría en su casa? ¿Para hacerla llorar otra vez? Además,
Sonya le daba miedo. Representaba para él lo irrevocable, la decisión definitiva. Tenía que elegir
entre dos caminos: el suyo o el de Sonya. Sobre todo en aquel momento, no se sentía capaz de
afrontar su presencia. No, era preferible probar suerte con Svidrigaïlov. Aunque muy a su pesar, se
confesaba que Svidrigaïlov le parecía en cierto modo indispensable desde hacía tiempo.
Sin embargo, ¿qué podía haber de común entre ellos? Incluso la perfidia de uno y otro eran
diferentes. Por añadidura, Svidrigaïlov le era profundamente antipático. Tenía todo el aspecto de
un hombre despejado, trapacero, astuto, y tal vez era un ser extremadamente perverso. Se contaban
de él cosas verdaderamente horribles. Cierto que había protegido a los niños de Katerina Ivanovna,
pero vaya usted a saber el fin que perseguía. Era un hombre pleno de segundas intenciones.
Desde hacía algunos días, otra idea turbaba a Raskolnikov, a pesar de sus esfuerzos por rechazarla
para evitar el profundo sufrimiento que le producía. Pensaba que Svidrigaïlov siempre había
girado, y seguía girando, alrededor de él. Además, aquel hombre había descubierto su secreto. Y,
finalmente, había abrigado ciertas intenciones acerca de Dunya. Tal vez seguía alimentándolas. Y
sin «tal vez»: era seguro. Ahora que conocía su secreto, bien podría utilizarlo como un arma contra
Dunya.
Esta suposición le había quitado el sueño, pero nunca había aparecido en su mente con tanta nitidez
como en aquellos momentos en que se dirigía a casa de Svidrigaïlov. Y le bastaba pensar en ello
para ponerse furioso. Sin duda, todo iba a cambiar, incluso su propia situación. Debía confiar su
secreto a Duneshka y luego entregarse a la justicia para evitar que su hermana cometiese alguna
imprudencia. ¿Y qué pensar de la carta que aquella mañana había recibido Dunya? ¿De quién podía
recibir su hermana una carta en Petersburgo? ¿De Luzhin? Razumikhin era un buen guardián, pero
no sabía nada de esto. Y Raskolnikov se dijo, contrariado, que tal vez fuera necesario confiarse
también a su amigo.
«Sea como fuere, tengo que ir a ver a Svidrigaïlov cuanto antes ‑se dijo‑. Afortunadamente, en este
asunto los detalles tienen menos importancia que el fondo. Pero este hombre, si tiene la audacia de
tramar algo contra Dunya, es capaz de... Y en este caso, yo...»
Raskolnikov estaba tan agotado por aquel mes de continuos sufrimientos, que no pudo encontrar
más que una solución. «Y en este caso, yo lo mataré», se dijo, desesperado.
Un sentimiento angustioso le oprimía el corazón. Se detuvo en medio de la calle y paseó la mirada
en torno de él. ¿Qué camino había tomado? Estaba en la avenida ***, a treinta o cuarenta pasos de
la plaza del Mercado, que acababa de atravesar. El segundo piso de la casa que había a su izquierda
estaba ocupado por una taberna. Tenía abiertas todas las ventanas y, a juzgar por las personas que se
veían junto a ellas, el establecimiento debía de estar abarrotado. De él salían cantos, acompañados
de una música de clarinete, violín y tambor. Se oían también voces y gritos de mujer.
Raskolnikov se disponía a desandar lo andado, sorprendido de verse allí, cuando, de pronto,
distinguió en una de las últimas ventanas a Svidrigaïlov, con la pipa en la boca y ante un vaso de
té. El joven sintió una mezcla de asombro y horror. Svidrigaïlov le miró en silencio y ‑cosa que
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‑Iba a su casa ‑dijo Raskolnikov‑, y, no sé por qué, he tomado la avenida *** al dejar la plaza del
Mercado. No paso nunca por aquí. Doblo siempre hacia la derecha al salir de la plaza. Además,
éste no es el camino de su casa. Apenas he doblado hacia este lado, le he visto a usted. Es extraño,
¿verdad?
‑¿Por qué no dice usted, sencillamente, que esto es un milagro?
‑Porque tal vez no es más que un azar.
‑Aquí todo el mundo peca de lo mismo ‑replicó Svidrigaïlov echándose a reír‑. Ni siquiera cuando
se cree en un milagro hay nadie que se atreva a confesarlo. Incluso usted mismo ha dicho que se
trata «tal vez» de un azar. ¡Qué poco valor tiene aquí la gente para mantener sus opiniones! No
se lo puede usted imaginar, Rodion Romanovich. No digo esto por usted, que tiene una opinión
personal y la sostiene con toda franqueza. Por eso mismo me ha llamado la atención lo que ha
dicho.
‑¿Por eso sólo?
‑Es más que suficiente.
Svidrigaïlov estaba visiblemente excitado, aunque no en extremo, pues sólo había bebido medio
vaso de champán.
‑Me parece que cuando usted vino a mi casa ‑observó Raskolnikov‑ no sabía aún que yo tenía eso
que usted llama una opinión personal.
‑Entonces nos preocupaban otras cosas. Cada cual tiene sus asuntos. En lo que concierne al milagro,
debo decirle que parece haber pasado usted durmiendo estos días. Yo le di la dirección de esta casa.
El hecho de que usted haya venido no tiene, pues, nada de extraordinario. Yo mismo le indiqué el
camino que debía seguir y las horas en que podría encontrarme aquí. ¿No recuerda usted?
‑No; lo había olvidado ‑repuso Raskolnikov, profundamente sorprendido.
‑Lo creo. Se lo dije dos veces. La dirección se grabó en su cerebro sin que usted se diera cuenta, y
ahora ha seguido este camino sin saber lo que hacía. Por lo demás, cuando le hablé de todo esto, yo
no esperaba que usted se acordase. Usted no se cuida, Rodion Romanovich... ¡Ah! Quiero decirle
otra cosa. En Petersburgo hay mucha gente que va hablando sola por la calle. Uno se encuentra
a cada paso con personas que están medio locas. Si tuviéramos verdaderos sabios, los médicos,
los juristas y los filósofos podrían hacer aquí, cada uno en su especialidad, estudios sumamente
interesantes. No hay ningún otro lugar donde el alma humana se vea sometida a influencias tan
sombrías y extrañas. El mismo clima influye considerablemente. Por desgracia, Petersburgo es
el centro administrativo de la nación y su influencia se extiende por todo el país. Pero no se trata
precisamente de esto. Lo que quería decirle es que le he observado a usted varias veces en la calle.
Usted sale de su casa con la cabeza en alto, y cuando ha dado unos veinte pasos la baja y se lleva
las manos a la espalda. Basta mirarle para comprender que entonces usted no se da cuenta de
nada de lo que ocurre en torno de su persona. Al fin empieza usted a mover los labios, es decir, a
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hablar solo. A veces dice cosas en voz alta, entre gestos y ademanes, o permanece un rato parado
en medio de la calle sin motivo alguno. Piense que, así como le he visto yo, pueden verle otras
personas, y esto sería un peligro para usted. En el fondo, poco me importa, pues no tengo la menor
intención de curarle, pero ya me comprenderá...
‑¿Sabe usted que me persiguen? ‑preguntó Raskolnikov dirigiéndole una mirada escrutadora.
‑No, no lo sabía ‑repuso Svidrigaïlov con un gesto de asombro.
‑Entonces, déjeme en paz.
‑Bien: le dejaré en paz.
‑Pero dígame: si es verdad que usted me ha citado dos veces aquí y esperaba mi visita, ¿por qué,
hace un momento, al verme levantar los ojos hacia la ventana, ha intentado ocultarse? Lo he visto
perfectamente.
‑¡Je, je! ¿Y por qué usted el otro día, cuando entré en su habitación, se hizo el dormido, estando
despierto y bien despierto?
‑Podía... tener mis razones..., ya lo sabe usted.
‑Y yo las mías..., que usted no sabrá nunca.
Raskolnikov había apoyado el codo del brazo derecho en la mesa y, con el mentón sobre la mano,
observaba atentamente a su interlocutor. El aspecto de aquel rostro le había causado siempre un
asombro profundo. En verdad, era un rostro extraño. Tenía algo de máscara. La piel era blanca y
sonrosada; los labios, de un rojo vivo; la barba, muy rubia; el cabello, también rubio y además
espeso. Sus ojos eran de un azul nítido, y su mirada, pesada e inmóvil. Aunque bello y joven ‑cosa
sorprendente dada su edad‑, aquel rostro tenía un algo profundamente antipático. Svidrigaïlov
llevaba un elegante traje de verano. Su camisa, finísima, era de una blancura irreprochable. Una
gran sortija con una valiosa piedra brillaba en su dedo.
‑Ya que usted lo quiere, seguiremos hablando ‑dijo Raskolnikov, entrando en liza repentinamente
y con impaciencia febril‑. Por peligroso que sea usted y por poco que desee perjudicarme, no
quiero andarme con rodeos ni con astucias. Le voy a demostrar ahora mismo que mi suerte me
inspira menos temor del que cree usted. He venido a advertirle francamente que si usted abriga
todavía contra mi hermana las intenciones que abrigó, y piensa utilizar para sus fines lo que ha
sabido últimamente, le mataré sin darle tiempo a denunciarme para que me detengan. Puede usted
creerme: mantendré mi palabra. Y ahora, si tiene algo que decirme (pues en estos últimos días me
ha parecido que deseaba hablarme), dígalo pronto, pues no puedo perder más tiempo.
‑¿A qué vienen esas prisas? ‑preguntó Svidrigaïlov, mirándole con una expresión de curiosidad.
‑Todos tenemos nuestras preocupaciones ‑repuso Raskolnikov, sombrío e impaciente.
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‑Acaba de invitarme usted a hablar con franqueza ‑dijo Svidrigaïlov sonriendo‑, y a la primera
pregunta que le dirijo me contesta con una evasiva. Usted cree que yo lo hago todo con una segunda
intención y me mira con desconfianza. Es una actitud que se comprende, dada su situación; pero,
por mucho que sea mi deseo de estar en buenas relaciones con usted, no me tomaré la molestia de
engañarle. No vale la pena. Por otra parte, no tengo nada de particular que decirle.
‑Siendo así, ¿por qué ese empeño en verme? Pues usted está siempre dando vueltas a mi alrededor.
‑Usted es un hombre curioso y resulta interesante observarlo. Me seduce lo que su situación tiene
de fantástica. Además, es usted hermano de una mujer que me interesó mucho. Y, en fin, tiempo
atrás me habló tanto de usted esa mujer, que llegué a la conclusión de que ejercía usted una fuerte
influencia sobre ella. Me parece que son motivos suficientes. ¡Je, je! Sin embargo, le confieso
que su pregunta me parece tan compleja, que me es difícil responderle. Ahora mismo, si usted ha
venido a verme, no ha sido por ningún asunto determinado, sino con la esperanza de que yo le diga
algo nuevo. ¿No es así? Confiéselo ‑le invitó Svidrigaïlov con una pérfida sonrisita‑. Bien, pues
se da el caso de que también yo, cuando el tren me traía a Petersburgo, alimentaba la esperanza de
conocer cosas nuevas por usted, de sonsacarle algo.
‑¿Qué me podía sonsacar?
‑Pues ni yo mismo lo sé... Ya ve usted en qué miserable taberna paso los días. Aquí estoy muy a
gusto, y, aunque no lo estuviera, en alguna parte hay que pasar el tiempo... ¡Esa pobre Katya...! ¿La
ha visto usted...? Si al menos fuera un glotón o un gastrónomo... Pero no: eso es todo lo que puedo
comer ‑y señalaba una mesita que había en un rincón, donde se veía un plato de hojalata con los
restos de un mísero bistec‑. A propósito, ¿ha comido usted? Yo he dado un bocado sin apetito. Vino
no bebo: sólo champán, y nunca más de un vaso en toda una noche, lo que es suficiente para que
me duela la cabeza. Si hoy he pedido una botella es porque necesito animarme: tengo que verme
con una persona para tratar de ciertos asuntos, y quiero aparecer vehemente y resuelto. Por lo tanto,
usted me encuentra de un humor especial. Si hace un momento he intentado esconderme como un
colegial ha sido por terror a que su visita me impidiera atender al asunto de que le he hablado. Sin
embargo ‑consultó su reloj‑, tenemos aún un buen rato para hablar, pues no son más que las cuatro
y media... Créame que en ciertos momentos siento no ser nada, nada absolutamente: ni propietario,
ni padre de familia, ni ulano78, ni fotógrafo, ni periodista. A veces resulta enojoso no tener ninguna
profesión. Le aseguro que esperaba oír de su boca algo nuevo.
‑Pero ¿quién es usted? ¿Y por qué ha venido a Petersburgo?
‑¿Que quién soy? Ya lo sabe usted: un gentilhombre que sirvió dos años en la caballería. Después
estuve otros dos vagando por Petersburgo. Luego me casé con Marfa Petrovna y me fui a vivir al
campo. Aquí tiene usted mi biografía.
‑Era usted jugador, ¿verdad?
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‑Jugador de ventaja.
‑¿Hacía trampas?
‑Sí.
‑Alguien debió de abofetearle, ¿no?
‑Sí. ¿Por qué lo dice?
‑Porque entonces tuvo usted ocasión de batirse en duelo. Eso presta animación a la vida.
‑No le digo lo contrario..., pero no estoy preparado para discusiones filosóficas. Ahora le voy a
hacer una confesión: he venido a Petersburgo por las mujeres.
‑¿Apenas enterrada Marfa Petrovna?
‑Pues sí. ¿Qué importa? ‑respondió Svidrigaïlov sonriendo con una franqueza que desarmaba‑. ¿Se
escandaliza de oírme hablar así de las mujeres?
‑¿Cómo no escandalizarme su libertinaje?
‑¡Libertinaje, libertinaje...! Para responder a su primera pregunta, le hablaré de la mujer en general.
Estoy dispuesto a charlar un rato. Dígame: ¿por qué he de huir de las mujeres siendo un gran
amador? Esto es, al menos, una ocupación para mí.
‑Entonces, ¿usted sólo ha venido aquí para ir de jarana?
‑Admitamos que sea así. Sin duda, eso de la disipación le tiene obsesionado, pero le confieso que
me gustan las preguntas directas. El libertinaje tiene, cuando menos, un carácter de continuidad
fundado en la naturaleza y no depende de un capricho: es algo que arde en la sangre como un
carbón siempre incandescente y que sólo se apaga con la edad, y aun así difícilmente, a fuerza de
agua fría. Confiese que esto, en cierto modo, es una ocupación.
‑Pero ¿qué tiene de divertido para usted esa vida? Es una enfermedad, y de las malas.
‑Ya le veo venir. Admito que eso es una enfermedad como todas las inclinaciones exageradas, y en
este caso uno rebasa siempre los límites de lo normal; pero tenga en cuenta que esto es cosa que
cambia según los individuos. Desde luego, hay que reprimirse, aunque sólo sea por conveniencia;
pero si yo no tuviera esta ocupación, acabaría por descerrajarme de un tiro en la cabeza. Bien sé
que el hombre honrado tiene que aburrirse, pero aun así...
‑¿Sería usted capaz de dispararse un balazo en la cabeza?
‑¿A qué viene esa pregunta? ‑exclamó Svidrigaïlov con un gesto de contrariedad‑. Le ruego que no
hablemos de estas cosas ‑se apresuró a añadir, dejando su tono de jactancia.
Incluso su semblante había cambiado.
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‑No puedo remediarlo. Sé que esto es una debilidad vergonzosa pero temo a la muerte y no me
gusta oír hablar de ella. ¿Sabe usted que soy un poco místico?
‑Ya sé lo que quiere usted decir... El espectro de Marfa Petrovna... Dígame: se le aparece todavía.
‑No me hable de eso ‑exclamó, irritado‑. En Petersburgo no se me ha aparecido aún. ¡Que el diablo
se lo lleve...! Hablemos de otra cosa... Además, no me sobra el tiempo. Aun sintiéndolo mucho,
pronto tendremos que dejar nuestra charla... Pero aún tengo algo que decirle.
‑Le espera una mujer, ¿verdad?
‑Sí... Un caso extraordinario. Pura casualidad... Pero no es de esto de lo que quería hablarle.
‑¿No le inquieta la bajeza de esta conducta? ¿Es que no tiene usted fuerza de voluntad suficiente
para detenerse?
‑Fuerza de voluntad... ¿Acaso la tiene usted? ¡Je, je, je! Me deja usted boquiabierto, Rodion
Romanovich, y eso que esperaba oírle decir algo parecido. ¡Que hable usted de disipación, de
cuestiones morales! ¡Que haga usted el Schiller, el idealista! Desde luego, esos puntos de vista son
muy naturales, y lo asombroso sería oír sustentar la opinión contraria, pero, teniendo en cuenta
las circunstancias, la cosa resulta un poco rara... ¡Cuánto lamento que el tiempo me apremie! Me
parece usted un hombre en extremo interesante. A propósito, ¿le gusta Schiller? A mí me encanta.
‑Es usted un fanfarrón ‑repuso Raskolnikov con un gesto de repugnancia.
‑Le aseguro que no lo soy, pero, aun admitiendo que lo fuera, ¿haría con ello algún mal a alguien?
He vivido siete años en el campo con Marfa Petrovna. Por eso, cuando me he encontrado con un
hombre inteligente como usted..., inteligente y, además, interesante..., es natural que me sienta
feliz de charlar con él. Además, me he bebido el champán que me quedaba en el vaso y se me
ha subido a la cabeza. Sin embargo, lo que más me trastorna es cierto acontecimiento del que no
quiero hablar... Pero ¿dónde va usted? ‑preguntó, sorprendido.
Raskolnikov se había levantado. Se ahogaba, se sentía a disgusto en aquel ambiente y se arrepentía
de haber entrado allí. Svidrigaïlov se le aparecía como el más despreciable malvado que pudiera
haber en el mundo.
‑Espere, espere un momento. Pida un vaso de té. No se marche. Le aseguro que no hablaré de
cosas absurdas, es decir, de mí. Tengo que decirle una cosa... ¿Quiere usted que le cuente cómo una
mujer se propuso salvarme, como usted diría? Es una cuestión que le interesará, pues esta mujer es
su hermana. ¿Se lo cuento? Así emplearemos el tiempo de que aún dispongo.
‑Hable, pero espero que...
‑No se inquiete. Avdotya Romanovna no puede inspirar, ni siquiera a un hombre tan corrompido
como yo, sino el respeto más profundo.
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Capítulo IV
‑Sin duda sabe usted..., sí, sí, lo sabe porque se lo conté yo mismo ‑dijo Svidrigaïlov, iniciando
su relato‑, que estuve en la cárcel por deudas, una deuda cuantiosa que me era absolutamente
imposible pagar. No quiero entrar en detalles acerca de mi rescate por Marfa Petrovna. Ya sabe
usted cómo puede trastornar el amor la cabeza a una mujer. Marfa Petrovna era una mujer honesta
y bastante inteligente, aunque de una completa incultura. Esta mujer celosa y honesta, tras varias
escenas llenas de violencia y reproches, cerró conmigo una especie de contrato que observó
escrupulosamente durante todo el tiempo de nuestra vida conyugal. Ella era mayor que yo. Yo tuve
la vileza, y también la lealtad, de decirle francamente que no podía comprometerme a guardarle
una fidelidad absoluta. Estas palabras le enfurecieron, pero al mismo tiempo, mi ruda franqueza
debió de gustarle. Sin duda pensó: «Esta confesión anticipada demuestra que no tiene el propósito
de engañarme.» Lo cual era importantísimo para una mujer celosa.
»Tras una serie de escenas de lágrimas, llegamos al siguiente acuerdo verbal:
»Primero. Yo me comprometía a no abandonar jamás a Marfa Petrovna, o sea a permanecer siempre
a su lado, como corresponde a un marido.
»Segundo. Yo no podía salir de sus tierras sin su autorización.
»Tercero. No tendría jamás una amante fija.
»Cuarto. En compensación, Marfa Petrovna me permitiría cortejar a las campesinas, pero siempre
con su consentimiento secreto y teniéndola al corriente de mis aventuras.
»Quinto. Prohibición absoluta de amar a una mujer de nuestro nivel social.
»Y sexto. Si, por desgracia, me enamorase profunda y seriamente, me comprometía a enterar de
ello a Marfa Petrovna.
»En lo concerniente a este último punto, he de advertirle que Marfa Petrovna estaba muy tranquila.
Era lo bastante inteligente para saber que yo era un libertino incapaz de enamorarme en serio. Sin
embargo, la inteligencia y los celos no son incompatibles, y esto fue lo malo... Por otra parte, si
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uno quiere juzgar a los hombres con imparcialidad, debe desechar ciertas ideas preconcebidas y de
tipo único y olvidar los hábitos que adquirimos de las personas que nos rodean. En fin, confío en
poder contar al menos con su juicio.
»Tal vez haya oído usted contar cosas cómicas y ridículas sobre Marfa Petrovna. En efecto, tenía
ciertas costumbres extrañas, pero le confieso sinceramente que siento verdadero remordimiento
por las penas que le he causado. En fin, creo que esto es una oración fúnebre suficiente del más
tierno de los maridos a la más afectuosa de las mujeres. Durante nuestros disgustos, yo guardaba
silencio casi siempre, y este acto de galantería no dejaba de producir efecto. Ella se calmaba y
sabía apreciarlo. En algunos casos incluso se sentía orgullosa de mí. Pero no pudo soportar a su
hermana de usted. ¿Cómo se arriesgó a tomar como institutriz a una mujer tan hermosa? La única
explicación es que, como mujer apasionada y sensible, se enamoró de ella. Sí, tal como suena; se
enamoró... ¡Avdotya Romanovna! Desde el primer momento comprendí que su presencia sería
una complicación, y, aunque usted no lo crea, decidí abstenerme incluso de mirarla. Pero fue ella
la que dio el primer paso. Aunque le parezca mentira, al principio Marfa Petrovna llegó incluso a
enfadarse porque yo no hablaba nunca de su hermana: me reprochaba que permaneciera indiferente
a los elogios que me hacía de ella. No puedo comprender lo que pretendía. Como es natural, mi
mujer contó a Avdotya Romanovna toda mi biografía. Tenía el defecto de poner a todo el mundo al
corriente de nuestras intimidades y de quejarse de mí ante el primero que llegaba. ¿Cómo no había
de aprovechar esta ocasión de hacer una nueva y magnífica amistad? Sin duda estaban siempre
hablando de mí, y Avdotya Romanovna debía de conocer perfectamente los siniestros chismes que
se me atribuían. Estoy seguro de que algunos de esos rumores llegaron hasta usted.
‑Sí. Luzhin incluso le ha acusado de causar la muerte de un niño. ¿Es eso verdad?
‑Hágame el favor de no dar crédito a esas villanías ‑exclamó Svidrigaïlov con una mezcla de cólera
y repugnancia‑. Si usted desea conocer la verdad de todas esas historias absurdas, se las contaré en
otra ocasión, pero ahora...
‑También me han dicho que fue usted culpable de la muerte de uno de sus sirvientes...
‑Le agradeceré que no siga por ese camino ‑dijo Svidrigaïlov, agitado.
‑¿No es aquel que, después de muerto, le cargó la pipa? Conozco este detalle por usted mismo.
Svidrigaïlov le miró atentamente, y Rodya creyó ver brillar por un momento en sus ojos un
relámpago de cruel ironía. Pero Svidrigaïlov repuso cortésmente:
‑Sí, ese criado fue. Ya veo que todas esas historias le han interesado vivamente, y me comprometo a
satisfacer su curiosidad en la primera ocasión. Creo que se me puede considerar como un personaje
romántico. Ya comprenderá la gratitud que debo guardar a Marfa Petrovna por haber contado a
su hermana tantas cosas enigmáticas e interesantes sobre mí. No sé qué impresión le producirían
estas confidencias, pero apostaría cualquier cosa a que me favorecieron. A pesar de la aversión
que su hermana sentía hacia mi persona, a pesar de mi actitud sombría y repulsiva, acabó por
compadecerse del hombre perdido que veía en mí. Y cuando la piedad se apodera del corazón de
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una joven, esto es sumamente peligroso para ella. La asalta el deseo de salvar, de hacer entrar en
razón, de regenerar, de conducir por el buen camino a un hombre, de ofrecerle, en fin, una vida
nueva. Ya debe de conocer usted los sueños de esta índole.
»En seguida me di cuenta de que el pájaro iba por impulso propio hacia la jaula, y adopté mis
precauciones. No haga esas muecas, Rodion Romanovich: ya sabe usted que este asunto no tuvo
consecuencias importantes... ¡El diablo me lleve! ¡Cómo estoy bebiendo esta tarde...! Le aseguro
que más de una vez he lamentado que su hermana no naciera en el siglo segundo o tercero de nuestra
era. Entonces habría podido ser hija de algún modesto príncipe reinante, o de un gobernador, o
de un procónsul en Asia Menor. No cabe duda de que habría engrosado la lista de los mártires y
sonreído ante los hierros al rojo y toda clase de torturas. Ella misma habría buscado este martirio...
Si hubiese venido al mundo en el siglo quinto, se habría retirado al desierto de Egipto, y allí habría
pasado treinta años alimentándose de raíces, éxtasis y visiones. Es una mujer que anhela sufrir por
alguien, y si se la privase de este sufrimiento, sería capaz, tal vez, de arrojarse por una ventana.
»He oído hablar de un joven llamado Razumikhin, un muchacho inteligente, según dicen. A juzgar
por su nombre, debe de ser un seminarista... Bien, que este joven cuide de su hermana.
»En resumen, que he conseguido comprenderla, de lo cual me enorgullezco. Pero entonces, es
decir, en el momento de trabar conocimiento con ella, fui demasiado ligero y poco clarividente,
lo que explica que me equivocara... ¡El diablo me lleve! ¿Por qué será tan hermosa? Yo no tuve la
culpa.
»La cosa empezó por un violento capricho sensual. Avdotya Romanovna es extraordinariamente,
exageradamente púdica (no vacilo en afirmar que su recato es casi enfermizo, a pesar de su viva
inteligencia, y que tal vez le perjudique). Así las cosas, una campesina de ojos negros, Parasha,
vino a servir a nuestra casa. Era de otra aldea y nunca había trabajado para otros. Aunque muy
bonita, era increíblemente tonta: las lágrimas, los gritos con que esta chica llenó la casa produjeron
un verdadero escándalo.
»Un día, después de comer, Avdotya Romanovna me llevó a un rincón del jardín y me exigió la
promesa de que dejaría tranquila a la pobre Parasha. Era la primera vez que hablábamos a solas.
Yo, como es natural, me apresuré a doblegarme a su petición e hice todo lo posible por aparecer
conmovido y turbado; en una palabra, que desempeñé perfectamente mi papel. A partir de entonces
tuvimos frecuentes conversaciones secretas, escenas en que ella me suplicaba con lágrimas en los
ojos, sí, con lágrimas en los ojos, que cambiara de vida. He aquí a qué extremos llegan algunas
muchachas en su deseo de catequizar. Yo achacaba todos mis errores al destino, me presentaba
como un hombre ávido de luz, y, finalmente, puse en práctica cierto medio de llegar al corazón
de las mujeres, un procedimiento que, aunque no engaña a nadie, es siempre de efecto seguro.
Me refiero a la adulación. Nada hay en el mundo más difícil de mantener que la franqueza ni
nada más cómodo que la adulación. Si en la franqueza se desliza la menor nota falsa, se produce
inmediatamente una disonancia y, con ella, el escándalo. En cambio, la adulación, a pesar de su
falsedad, resulta siempre agradable y es recibida con placer, un placer vulgar si usted quiere, pero
que no deja de ser real.
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»Además, la lisonja, por burda que sea nos hace creer siempre que encierra una parte de verdad.
Esto es así para todas las esferas sociales y todos los grados de la cultura. Incluso la más pura vestal
es sensible a la adulación. De la gente vulgar no hablemos. No puedo recordar sin reírme cómo
logré seducir a una damita que sentía verdadera devoción por su marido, sus hijos y su familia.
¡Qué fácil y divertido fue! El caso es que era verdaderamente virtuosa, por lo menos a su modo.
Mi táctica consistió en humillarme ante ella e inclinarme ante su castidad. La adulaba sin recato
y, apenas obtenía un apretón de mano o una mirada, me acusaba a mí mismo amargamente de
habérselos arrancado a la fuerza y afirmaba que su resistencia era tal, que jamás habría logrado
nada de ella sin mi desvergüenza y mi osadía. Le decía que, en su inocencia, no podía prever mis
bribonadas, que había caído en la trampa sin darse cuenta, etcétera. En una palabra, que conseguí
mis propósitos, y mi dama siguió convencida de su inocencia: atribuyó su caída a un simple azar.
No puede usted imaginarse cómo se enfureció cuando le dije que estaba completamente seguro de
que ella había ido en busca del placer exactamente igual que yo.
»La pobre Marfa Petrovna tampoco resistía a la adulación, y, si me lo hubiera propuesto, habría
conseguido que pusiera su propiedad a mi nombre (estoy bebiendo demasiado y hablando más de
la cuenta). No se enfade usted si le digo que Avdotya Romanovna no fue insensible a los elogios de
que la colmaba. Pero fui un estúpido y lo eché a perder todo con mi impaciencia. Más de una vez
la miré de un modo que no le gustó. Cierto fulgor que había en mis ojos la inquietaba y acabó por
serle odioso. No entraré en detalles: sólo le diré que reñimos. También en esta ocasión me conduje
estúpidamente: me reí de sus actividades conversionistas.
»Parasha volvió a contar con mis atenciones, y otras muchas le siguieron. O sea que empecé a
llevar una vida infernal. ¡Si hubiera usted visto, Rodion Romanovich, aunque sólo hubiera sido
una vez, los rayos que pueden lanzar los ojos de su hermana...!
»No crea demasiado al pie de la letra mis palabras. Estoy embriagado. Acabo de beberme un
vaso entero. Sin embargo, digo la verdad. El centelleo de aquella mirada me perseguía hasta en
sueños. Llegué al extremo de no poder soportar el susurro de sus vestidos. Temí que me diera un
ataque de apoplejía. Nunca hubiese creído que pudiera apoderarse de mí una locura semejante. Yo
deseaba hacer las paces con ella, pero la reconciliación era imposible. Y ¿sabe usted lo que hice
entonces? ¡A qué grado de estupidez puede conducir a un hombre el despecho! No tome usted
ninguna determinación cuando está furioso, Rodion Romanovich. Teniendo en cuenta que Avdotya
Romanovna era pobre (¡Oh perdón!, no quería decir eso..., pero ¿qué importan las palabras si
expresan nuestro pensamiento?), teniendo en cuenta que vivía de su trabajo y que tenía a su cargo
a su madre y a usted (¿otra vez arruga usted las cejas?), decidí ofrecerle todo el dinero que poseía
(en aquel momento podía reunir unos treinta mil rublos) y proponerle que huyera conmigo, a
esta capital, por ejemplo. Una vez aquí, le habría jurado amor eterno y sólo habría pensado en su
felicidad. Entonces estaba tan prendado de ella, que si me hubiera dicho: “Envenena, asesina a
Marfa Petrovna”, yo lo habría hecho, puede usted creerme. Pero todo esto terminó con el desastre
que usted conoce, y ya puede usted figurarse a qué extremo llegaría mi cólera cuando me enteré
de que Marfa Petrovna había hecho amistad con ese farsante de Luzhin y amañado un matrimonio
con su hermana, que no aventajaba en nada a lo que yo le ofrecía. ¿No lo cree usted así...? Dígame,
responda... Veo que usted me ha escuchado con gran atención, interesante joven...
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79 Querido amigo.
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‑¡Ah!, ¿sí? Pues no me acordaba... Pero entonces nada podía afirmar, porque aún no había visto a mi
prometida y sólo se trataba de una intención. Ahora es cosa hecha. Si no fuera por la cita de que le
he hablado, le llevaría a casa de mi novia. Pues me gustaría que usted me aconsejase... ¡Demonio!
No dispongo más que de diez minutos. Mire usted mismo el reloj. El proceso de este matrimonio
es sumamente interesante. Ya se lo contaré. ¿Adónde va usted? ¿Todavía quiere marcharse?
‑No, ya no me quiero marchar.
‑¿De modo que no quiere usted dejarme? Eso lo veremos. Le llevaré a casa de mi prometida, pero no
ahora, sino en otra ocasión, pues nos tendremos que separar en seguida. Usted irá hacia la derecha
y yo hacia la izquierda. ¿Conoce usted a esa señora llamada Resslich? Es la mujer en cuya casa me
hospedo... ¿Me escucha? No, está usted pensando en otra cosa. Ya sabe usted que se acusa a esa
señora de haber provocado este invierno el suicidio de una jovencita... Bueno, ¿me escucha usted
o no...? En fin, es esa señora la que me ha arreglado este matrimonio. Me dijo: «Tienes aspecto
de hombre preocupado. Has de buscarte una distracción.» Pues yo soy un hombre taciturno. ¿No
me cree usted? Pues se equivoca. Yo no hago daño a nadie: vivo apartado en mi rincón. A veces
pasan tres días sin que hable con nadie. Esa bribona de Resslich abriga sus intenciones. Confía
en que yo me cansaré muy pronto de mi mujer y la dejaré plantada. Y entonces ella la lanzará a
la... circulación, bien en nuestro mundo, bien en un ambiente más elevado. Me ha contado que el
padre de la chica es un viejo sin carácter, un antiguo funcionario que está enfermo: hace tres años
que no puede valerse de sus piernas y está inmóvil en su sillón. También tiene madre, una mujer
muy inteligente. El hijo está empleado en una ciudad provinciana y no ayuda a sus padres. La hija
mayor se ha casado y no da señales de vida. Los pobres viejos tienen a su cargo dos sobrinitos de
corta edad. La hija menor ha tenido que dejar el instituto sin haber terminado sus estudios. Dentro
de dos o tres meses cumplirá los dieciséis años y entonces estará en edad de casarse. Ésta es mi
prometida. Una vez obtenidos estos informes, me presenté a la familia como un propietario viudo
de buena casa, bien relacionado y rico. En cuanto a la diferencia de edades (ella dieciséis años y
yo más de cincuenta), es un detalle sin importancia. Un hombre así es un buen partido, ¿no?, un
partido tentador.
»¡Si me hubiera usted visto hablar con los padres! Se habría podido pagar por presenciar ese
espectáculo. En esto llega la chiquilla con un vestidito corto y semejante a un capullo que empieza a
abrirse. Hace una reverencia y se pone tan encarnada como una peonía. Sin duda le habían enseñado
la lección. No conozco sus gustos en materia de caras de mujer, pero, a mi juicio, la mirada infantil,
la timidez, las lagrimitas de pudor de las jovencitas de dieciséis años valen más que la belleza.
Por añadidura, es bonita como una imagen. Tiene el cabello claro y rizado como un corderito, una
boquita de labios carnosos y purpúreos... ¡Un amor! Total, que trabamos conocimiento, yo dije
que asuntos de familia me obligaban a apresurar la boda, y al día siguiente, es decir, anteayer, nos
prometimos. Desde entonces, apenas llego, la siento en mis rodillas y ya no la dejo marcharse.
Su cara enrojece como una aurora y yo no ceso de besarla. Su madre la ha aleccionado, sin duda,
diciéndole que soy su futuro esposo y que lo que hago es normal. Conseguida esta comprensión, el
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papel de novio es más agradable que el de marido. Esto es lo que se llama la nature et la vérité80.
¡Ja, ja! He hablado dos veces con ella. La muchachita está muy lejos de ser tonta. Tiene un modo
de mirarme al soslayo que me inflama la sangre. Tiene una carita que recuerda a la de la Virgen
Sixtina de Rafael. ¿No le impresiona la expresión fantástica y alucinante que el pintor dio a esa
Virgen? Pues el semblante de ella es parecido. Al día siguiente de nuestros esponsales le llevé
regalos por valor de mil quinientos rublos: un aderezo de brillantes, otro de perlas, un neceser de
plata para el tocador; en fin, tantas cosas, que la carita de Virgen resplandecía. Ayer, cuando la
senté en mis rodillas, debí de mostrarme demasiado impulsivo, pues ella enrojeció vivamente y en
sus ojos aparecieron dos lágrimas que trataba de ocultar.
»Nos dejaron solos. Entonces ella rodeó mi cuello con sus bracitos (fue la primera vez que hizo
esto por propio impulso), me besó y me juró ser una esposa obediente y fiel que dedicaría su vida
entera a hacerme feliz y que todo lo sacrificaría por merecer mi cariño, y añadió que esto era lo
único que deseaba y que para ella no necesitaba regalos. Convenga usted que oír estas palabras
en boca de un ángel de dieciséis años, vestido de tul, de cabellos rizados y mejillas teñidas por un
rubor virginal, es sumamente seductor... Confiéselo, confiéselo... Oiga..., oiga..., le llevaré a casa
de mi novia..., pero no puedo hacerlo ahora mismo.
‑Total, que esa monstruosa diferencia de edades aviva su sensualidad. ¿Es posible que usted piense
seriamente en casarse en esas condiciones?
‑¿Por qué no? Es cosa completamente decidida. Cada uno hace lo que puede en este mundo, y
hacerse ilusiones es un medio de alegrar la vida... ¡Ja, ja! ¡Pero qué moralista es usted! Tenga
compasión de mí, amigo mío. Soy un pecador. ¡Je, je, je!
‑Ahora comprendo que se haya encargado usted de los hijos de Katerina Ivanovna. Tenía usted sus
razones.
‑Adoro a los niños, los adoro de veras ‑exclamó Svidrigaïlov, echándose a reír‑. Sobre este particular
puedo contarle un episodio sumamente curioso. El mismo día de mi llegada empecé a visitar
antros. Estaba sediento de ellos después de siete años de rectitud. Ya habrá observado usted que no
tengo ninguna prisa en volver a reunirme con mis antiguos amigos, y quisiera no verlos en mucho
tiempo. Debo decirle que durante mi estancia en la propiedad de Marfa Petrovna me atormentaba
con frecuencia el recuerdo de estos rincones misteriosos. ¡El diablo me lleve! El pueblo se entrega
a la bebida; la juventud culta se marchita o perece en sus sueños irrealizables: se pierde en teorías
monstruosas. Los demás se entregan a la disipación. He aquí el espectáculo que me ha ofrecido la
ciudad a mi llegada. De todas partes se desprende un olor a podrido...
80 La naturaleza y la verdad.
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»Fui a caer en eso que llaman un baile nocturno. No era más que una cloaca repugnante, como las
que a mí me gustan. Se levantaban las piernas en un cancán81 desenfrenado, como jamás se había
hecho en mis tiempos. ¡Es el progreso! De pronto veo una encantadora muchachita de trece años
que está bailando con un apuesto joven. Otro joven los observa de cerca. Su madre estaba sentada
junto a la pared, como espectadora. Ya puede usted suponer qué clase de baile era. La muchachita
está avergonzada, enrojece; al fin se siente ofendida y se echa a llorar. El arrogante bailarín la
obliga a dar una serie de vueltas, haciendo toda clase de muecas, y el público se echa a reír a
carcajadas y empieza a gritar: “¡Bien hecho! ¡Así aprenderán a no traer niñas a un sitio como éste!”
Esto a mí no me importa lo más mínimo. Me siento al lado de la madre y le digo que yo también
soy forastero y que toda aquella gente me parece estúpida y grosera, incapaz de respetar a quien lo
merece. Insinúo que soy un hombre rico y les propongo llevarlas en mi coche. Las acompaño a su
casa y trabo conocimiento con ellas. Viven en un verdadero tugurio y han llegado de una provincia.
Me dicen que consideran mi visita como un gran honor. Me entero de que no tienen un céntimo
y han venido a hacer ciertas gestiones. Yo les ofrezco dinero y mis servicios. También me dicen
que han entrado en el local nocturno por equivocación, pues creían que se trataba de una escuela
de baile. Entonces yo les propongo contribuir a la educación de la muchacha dándole lecciones de
francés y de baile. Ellas aceptan con entusiasmo, se consideran muy honradas, etcétera..., y yo sigo
visitándolas. ¿Quiere usted que vayamos a verlas? Pero habrá de ser más tarde.
‑¡Basta! No quiero seguir escuchando sus sucias y viles anécdotas, hombre ruin y corrompido.
‑¡Ah, escuchemos al poeta! ¡Oh Schiller! ¿Dónde va a esconderse la virtud...? Mire, le contaré
cosas como ésta sólo para oír sus gritos de indignación. Es para mí un verdadero placer.
‑Lo creo. Hasta yo mismo me veo en ridículo en estos instantes ‑murmuró Raskolnikov, indignado.
Svidrigaïlov reía a mandíbula batiente. Al fin llamó a Filipp y, después de haber pagado su
consumición, se levantó.
‑Vámonos. Estoy bebido. Assez causé82 ‑exclamó‑. He tenido un verdadero placer.
‑Lo creo. ¿Cómo no ha de ser un placer para usted referir anécdotas escabrosas? Esto es una
verdadera satisfacción para un hombre encenagado en el vicio y desgastado por la disipación,
sobre todo cuando tiene un proyecto igualmente monstruoso y lo cuenta a un hombre como yo...
Es una cosa que fustiga los nervios.
‑Pues si es así ‑dijo Svidrigaïlov con cierto asombro‑, si es así, a usted no le falta cinismo. Usted
es capaz de comprender muchas cosas. Bueno, basta ya. Siento de veras no poder seguir hablando
con usted. Pero ya volveremos a vernos... Tenga un poco de paciencia.
82 Suficiente causa.
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83 Ha sido un placer.
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Capítulo V
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‑Haga usted lo que quiera. Pero le advierto que Sofya Semyonovna no está en su casa. Ha ido a
llevar a los huérfanos a una noble y anciana dama, conocida mía y que está al frente de varios
orfelinatos. Me he captado a esta señora entregándole dinero para los tres niños de Katerina
Ivanovna, más un donativo para las instituciones. Finalmente, le he contado la historia de Sofya
Semyonovna sin omitir detalle, y esto le ha producido un efecto del que no puede tener usted idea.
Ello explica que Sofya Semyonovna haya recibido una invitación para presentarse hoy mismo en
el hotel donde se hospeda esa distinguida señora desde su regreso del campo.
‑No importa.
‑Haga usted lo que quiera, pero yo no iré con usted cuando salga de casa. ¿Para qué...? Óigame:
estoy convencido de que usted desconfía de mí sólo porque he tenido la delicadeza de no hacerle
preguntas enojosas... Usted ha interpretado erróneamente mi actitud. Juraría que es esto. Sea usted
también delicado conmigo.
‑¿Con usted, que escucha detrás de las puertas?
‑¡Ya salió aquello! ‑exclamó Svidrigaïlov entre risas‑. Le aseguro que me habría asombrado que no
mencionara usted este detalle. ¡Ja, ja! Aunque comprendí perfectamente lo que usted había hecho,
no entendí todo lo demás que dijo. Tal vez soy un hombre anticuado, incapaz de comprender
ciertas cosas. Explíquemelo, por el amor de Dios. Ilústreme, enséñeme las ideas nuevas.
‑Usted no pudo oír nada. Todo eso son invenciones suyas.
‑Lo que quiero que me explique no es lo que usted se imagina. Pero, desde luego, oí parte de sus
confidencias. Yo me refiero a sus continuas lamentaciones. Tiene usted alma de poeta y siempre
está a punto de dejarse llevar de la indignación. ¿De modo que le parece a usted mal que la gente
escuche detrás de las puertas? Ya que tan severo es usted, vaya a presentarse a las autoridades y
dígales: «Me ha ocurrido una desgracia; he sufrido un error en mis teorías filosóficas.» Pero si está
usted convencido de que no se debe escuchar detrás de las puertas y, en cambio, se puede matar a
una pobre vieja con cualquier arma que se tenga a mano, lo mejor que puede hacer es marcharse a
América cuanto antes. ¡Huya! Tal vez tenga tiempo aún. Le hablo con toda franqueza. Si no tiene
usted dinero, yo le daré el necesario para el viaje.
‑No me pienso marchar ‑dijo Raskolnikov con un gesto despectivo.
‑Comprendo... (Desde luego, usted puede callarse si no quiere hablar), comprendo que usted se
plantee una serie de problemas de índole moral. ¿Verdad que se los plantea? Usted se pregunta si
ha obrado como es propio de un hombre y un ciudadano. Deje estas preguntas, rechácelas. ¿De qué
pueden servirle ya? ¡Je, je! No vale la pena meterse en un asunto, empezar una operación que uno
no es capaz de terminar. Por lo tanto, levántese la tapa de los sesos. ¿Qué, no se decide?
‑Usted quiere irritarme para deshacerse de mí.
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‑¡Qué ocurrencia tan original! En fin, ya hemos llegado. Subamos... Mire, ésa es la puerta de
la habitación de Sofya Semyonovna. No hay nadie, convénzase... ¿No me cree? Preguntemos
a los Kapernaumov, a quienes ella entrega la llave cuando se va... Mire, ahí está la señora de
Kapernaumov... ¡Oiga! ¿Dónde está la vecina? (Es un poco sorda, ¿sabe...?) ¿Que ha salido...?
¿Adónde se ha marchado...? Ya lo ha oído usted; no está en casa y no volverá hasta la noche...
Bueno, ahora venga a mis habitaciones. Pues quiere usted venir, ¿verdad...? Ya estamos. La señora
Resslich ha salido. Siempre está muy atareada, pero es una buena mujer, se lo aseguro. Si usted
hubiera sido más razonable, ella le habría podido ayudar... Mire, cojo un título del cajón de mi
mesa (como usted ve, me quedan bastantes todavía). Hoy mismo lo convertiré en dinero. ¿Ya lo
ha visto usted todo bien? Tengo prisa. Cerremos el cajón. Ahora la puerta. Y de nuevo estamos
en la escalera. ¿Quiere usted que tomemos un coche? Ya le he dicho que voy a las Islas. ¿No
quiere usted dar una vuelta? ¿Qué, no quiere? Vamos, decídase. Yo creo que va a llover, pero ¿qué
importa? Levantaremos la capota.
Svidrigaïlov estaba ya en el coche. Raskolnikov se dijo que sus sospechas eran por el momento
poco fundadas. Sin responder palabra, dio media vuelta y echó a andar en dirección a la plaza del
Mercado. Si hubiese vuelto la cabeza, aunque sólo hubiera sido una vez, habría podido ver que
Svidrigaïlov, después de haber recorrido un centenar de metros en el coche, se apeaba y pagaba
al cochero. Pero el joven avanzaba mirando sólo hacia delante y pronto dobló una esquina. La
profunda aversión que Svidrigaïlov le inspiraba le impulsaba a alejarse de él lo más de prisa posible.
Se decía: « ¿Qué se puede esperar de este hombre vil y grosero, de ese miserable depravado? »
Sin embargo, esta opinión era un tanto prematura y tal vez mal fundada. En la manera de ser de
Svidrigaïlov había algo que le daba cierta originalidad y lo envolvía en un halo de misterio. En lo
concerniente a su hermana, Raskolnikov estaba seguro de que Svidrigaïlov no había renunciado
a ella. Pero todas estas ideas empezaron a resultarle demasiado penosas para que se detuviera a
analizarlas.
Al quedarse solo cayó, como siempre, en un profundo ensimismamiento, y cuando llegó al puente
se acodó en el pretil y se quedó mirando fijamente el agua del canal. Sin embargo, Avdotya
Romanovna estaba cerca de él, observándole. Se habían cruzado a la entrada del puente, pero él
había pasado cerca de ella sin verla. Duneshka no le había visto jamás en la calle en semejante
estado y se sintió inquieta. Estuvo un momento indecisa, preguntándose si se acercaría a él, y de
pronto divisó a Svidrigaïlov que se dirigía rápido hacia ella desde la plaza del Mercado.
Procedía con sigilo y misterio. No entró en el puente, sino que se detuvo en la acera, procurando que
Raskolnikov no le viese. A Dunya la había visto desde lejos y le hacía señas. La joven comprendió
que le decía que se acercase, procurando no llamar la atención de Raskolnikov. Atendiendo a esta
muda demanda, pasó en silencio por detrás de su hermano y fue a reunirse con Svidrigaïlov.
‑¡Vámonos! Su hermano no debe enterarse de nuestra entrevista. Acabo de pasar un rato con él en
una taberna adonde ha venido a buscarme y no me ha sido nada fácil deshacerme de él. No sé cómo
se ha enterado de que le he escrito una carta, pero parece sospechar algo. Sin duda, usted misma le
ha hablado de ello, pues nadie más puede habérselo dicho.
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‑Ahora que hemos doblado la esquina y que mi hermano ya no puede vernos, sepa usted que ya
no le seguiré más lejos. Dígame aquí mismo lo que tenga que decirme. Nuestros asuntos pueden
tratarse en plena calle.
‑En primer lugar, no es éste un asunto que pueda tratarse en plena calle. En segundo, quiero que
oiga usted también a Sofya Semyonovna. Y, finalmente, tengo que enseñarle algunos documentos.
Si usted no viene a mi casa, no le explicaré nada y me marcharé ahora mismo. Le ruego que no
olvide que poseo el curioso secreto de su querido hermano.
Dunya se detuvo, indecisa, y dirigió una mirada penetrante a Svidrigaïlov.
‑¿Qué teme usted? ‑dijo éste‑. La ciudad no es el campo. Además, incluso en el campo me ha
hecho usted más daño a mí que yo a usted. Aquí...
‑¿Está prevenida Sofya Semyonovna?
‑No, no le he hablado de esto y no sé si está ahora en su casa. Creo que sí que estará, pues ha
enterrado hoy a su madrastra y no debe de tener humor para salir. No he querido hablar a nadie
de este asunto, e incluso siento haberme franqueado un poco con usted. En este caso, la menor
imprudencia equivale a una denuncia... He aquí la casa donde vivo. Ya hemos llegado. Ese hombre
que ve usted a la puerta es nuestro portero. Me conoce perfectamente y, como usted ve, me saluda.
Bien ha advertido que voy acompañado de una dama y, sin duda, ha visto su cara. Estos detalles
pueden tranquilizarla si usted desconfía de mí. Perdóneme si le hablo tan crudamente. Yo tengo
mi habitación junto a la de Sofya Semyonovna. Las dos piezas están separadas solamente por un
tabique. En el piso hay numerosos inquilinos. ¿A qué vienen, pues, esos temores infantiles? No
soy tan temible como todo eso.
Svidrigaïlov esbozó una sonrisa bonachona, pero estaba ya demasiado nervioso para desempeñar
a la perfección su papel. Su corazón latía con violencia; sentía una fuerte opresión en el pecho.
Procuraba levantar la voz para disimular su creciente agitación. Pero Dunya ya no veía nada: las
últimas palabras de Svidrigaïlov sobre sus temores de niña la habían herido en su amor propio
hasta cegarla.
‑Aunque sé que es usted un hombre sin honor ‑dijo, afectando una calma que desmentía el vivo
color de su rostro‑, no me inspira usted temor alguno. Indíqueme el camino.
Svidrigaïlov se detuvo ante la habitación de Sonya.
‑Permítame que vea si está... Pues no, se ha marchado. Es una contrariedad. Pero estoy seguro de
que no tardará en volver. Sin duda ha ido a ver a una señora por el asunto de los huérfanos. La
madre de esos niños acaba de morir. Yo me he interesado en el asunto y he dado ya ciertos pasos.
Si Sofya Semyonovna no ha regresado dentro de diez minutos y usted quiere hablar con ella, la
enviaré a su casa esta misma tarde. Ya estamos en mis habitaciones. Son dos... Mi patrona, la
señora Resslich, habita al otro lado del tabique. Ahora eche una mirada por aquí. Quiero mostrarle
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mis «documentos», por decirlo así. La puerta de mi habitación da a un alojamiento de dos piezas,
que está completamente vacío... Mire con atención. Debe usted tener un conocimiento exacto del
lugar del hecho.
Svidrigaïlov disponía de dos habitaciones amuebladas bastante espaciosas. Duneshka miró en
torno de ella con desconfianza, pero no vio nada sospechoso en la colocación de los muebles
ni en la disposición del local. Sin embargo, debió advertir que el alojamiento de Svidrigaïlov
se hallaba entre otros dos deshabitados. No se llegaba a sus habitaciones por el corredor, sino
atravesando otras dos piezas que formaban parte del compartimiento de su patrona. Svidrigaïlov
abrió la puerta de su dormitorio, que daba a uno de los alojamientos vacíos, y se lo mostró a Dunya,
que permaneció en el umbral sin comprender por qué el huésped deseaba que mirase aquello. Pero
en seguida recibió la explicación.
‑Mire aquella habitación, la segunda y más espaciosa. Observe su puerta: está cerrada con llave.
¿Ve aquella silla colocada junto a la puerta? Es la única que hay en las dos habitaciones. La llevé
yo de aquí para poder escuchar más cómodamente. Al otro lado de esa puerta está la mesa de Sofya
Semyonovna. La joven estaba sentada ante su mesa mientras hablaba con Rodion Romanovich,
y yo escuchaba la conversación desde este lado de la puerta. Escuché dos tardes seguidas, y cada
tarde dos horas como mínimo. Por lo tanto, pude enterarme de muchas cosas, ¿no cree usted?
‑¿Escuchaba usted detrás de la puerta?
‑Sí, escuchaba detrás de la puerta... Venga, venga a mi alojamiento. Aquí ni siquiera hay donde
sentarse.
Volvieron a las habitaciones de Svidrigaïlov y éste invitó a la joven a sentarse en la pieza que utilizaba
como sala. Él se sentó también, pero a una prudente distancia, al otro lado de la mesa. Sin embargo,
sus ojos tenían el mismo brillo ardiente que hacía unos momentos había inquietado a Duneshka.
Ésta se estremeció y volvió a mirar en torno a ella con desconfianza. Fue un gesto involuntario,
pues su deseo era mostrarse perfectamente serena y dueña de sí misma. Pero el aislamiento en que
se hallaban las habitaciones de Svidrigaïlov había acabado por atraer su atención. De buena gana
habría preguntado si la patrona estaba en casa, pero no lo hizo: su orgullo se lo impidió. Por otra
parte, el temor de lo que a ella le pudiera ocurrir no era nada comparado con la angustia que la
dominaba por otras razones. Esta angustia era para Dunya un verdadero tormento.
‑He aquí su carta ‑dijo depositándola en la mesa‑. Lo que usted me dice en ella no es posible. Me
deja usted entrever que mi hermano ha cometido un crimen. Sus insinuaciones son tan claras, que
sería inútil que ahora tratase usted de recurrir a subterfugios. Le advierto que, antes de recibir lo
que usted considera como una revelación, yo estaba enterada ya de este cuento absurdo, del que
no creo ni una palabra. Es una suposición innoble y ridícula. Sé muy bien de dónde proceden esos
rumores. Usted no puede tener ninguna prueba. En su carta me promete demostrarme la veracidad
de sus palabras. Hable, pues. Pero sepa por anticipado que no le creo, no le creo en absoluto.
Duneshka había dicho esto precipitadamente, dominada por una emoción que tiñó de rojo su cara.
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‑Si usted no lo creyera, no habría venido aquí. Porque no creo que haya venido por simple
curiosidad.
‑No me atormente: hable de una vez.
‑Hay que convenir en que es usted una muchacha valiente. Yo esperaba, le doy mi palabra, que
pidiera usted al señor Razumikhin que la acompañase. Pero él no estaba con usted, ni rondaba
por los alrededores, cuando nos hemos encontrado: me he fijado bien. Ha sido una verdadera
demostración de valor. Ha querido defender por sí sola a Rodion Romanovich... Por lo demás, todo
en usted es divino. En cuanto a su hermano, ¿qué puedo decirle? Usted le acaba de ver. ¿Qué le ha
parecido su actitud?
‑Supongo que no fundará usted en esto sus acusaciones.
‑No, las fundo en sus propias palabras. Ha venido dos días seguidos a pasar la tarde con Sofya
Semyonovna. Ya le he indicado el lugar donde hablaban. Su hermano lo confesó todo a la muchacha.
Es un asesino. Mató a una vieja usurera en cuya casa tenía empeñados algunos objetos, y además
a su hermana Lizaveta, que llegó casualmente en el momento del crimen. Las asesinó a las dos
con un hacha que llevaba consigo. El móvil del crimen era el robo, y su hermano robó: se llevó
dinero y algunos objetos. Me limito a repetir la confesión que hizo a Sofya Semyonovna, que es
la única que conoce este secreto, pero que no tiene participación alguna, ni material ni moral, en
el crimen. Por el contrario, esa muchacha, al enterarse, sintió un horror tan profundo como el que
usted demuestra ahora. Puede estar tranquila: esa joven no le denunciará.
‑¡Imposible! ‑balbuceó Duneshka, jadeante y con los labios pálidos‑. Eso no es posible. Él no tenía
el más mínimo motivo para cometer ese crimen... ¡Eso es mentira, mentira!
‑Mató por robar: ahí tiene el motivo. Cogió dinero y joyas. Verdad es que, según ha dicho, no ha
sacado provecho del botín, pues lo escondió debajo de una piedra, donde está todavía. Pero esto
demuestra, simplemente, que no se ha atrevido a hacer use de él.
‑Pero ¿es posible que haya robado? ‑exclamó Dunya, levantándose de un salto‑. ¿Se puede creer
tan sólo que haya tenido esa idea? Usted lo conoce. ¿Acaso tiene aspecto de ladrón?
Había olvidado su terror de hacía un momento y hablaba en tono suplicante.
‑Esa pregunta tiene mil respuestas, infinidad de explicaciones. El ladrón comete sus fechorías
consciente de su infamia. Pero yo he oído hablar que un hombre de probada nobleza desvalijó un
correo. A lo mejor, creyó cometer una acción loable. Yo me habría resistido, como se resiste usted,
a creer que su hermano hubiera cometido un acto así si me lo hubieran contado; pero no tengo más
remedio que dar crédito al testimonio de mis propios oídos. Explicó los motivos de su proceder
a Sofya Semyonovna. Ésta, al principio, no podía creer en lo que estaba oyendo; pero acabó por
rendirse a la evidencia. Así tenía que ser, ya que era el mismo autor del hecho el que lo contaba.
‑¿Cuáles fueron los motivos de que habló?
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‑Eso sería demasiado largo de explicar, Avdotya Romanovna. Se trata..., ¿cómo se lo haré
comprender...?, de una teoría, algo así como si dijéramos: el crimen se permite cuando persigue
un fin loable. ¡Un solo crimen y cien buenas acciones! Por otra parte, para un joven colmado de
cualidades y de orgullo es penoso reconocer que le gustaría apoderarse de una suma de tres mil
rublos, por saber que esta cantidad sería suficiente para cambiar su porvenir. Añada usted a esto
la irritación morbosa que produce una mala alimentación continua, un cuarto demasiado estrecho,
una ropa hecha jirones, la miseria de la propia situación social y, al mismo tiempo, la de una madre
y una hermana. Y por encima de todo la ambición, el orgullo... Y todo ello a pesar de no carecer
seguramente de excelentes cualidades... No vaya usted a creer que le acuso. Además, esto no es
de mi incumbencia. También expuso una teoría personal según la cual la humanidad se divide
en individuos que forman el rebaño y en personas extraordinarias, es decir, seres que, gracias a
su superioridad, no están obligados a acatar la ley. Por el contrario, éstos son los que hacen las
leyes para los demás, para el rebaño, para el polvo. En fin, c’est une théorie comme une autre84.
Napoleón lo tenía fascinado o, para decirlo con más exactitud, lo que le seducía era la idea de que
los hombres de genio no temen cometer un crimen inicial, sino que se lanzan a ello resueltamente
y sin pensarlo. Yo creo que su hermano se imaginó que también era genial o, por lo menos, que
esta idea se apoderó de él en un momento dado. Ha sufrido mucho y sufre aún ante la idea de que
es capaz de inventar una teoría, pero no de aplicarla, y que, por lo tanto, no es un hombre genial.
Esta idea es sumamente humillante para un joven orgulloso y, especialmente, de nuestro tiempo.
‑¿Y el remordimiento? ¿Es que le niega usted todo sentimiento moral? ¿Acaso es mi hermano
como usted pretende que sea?
‑¡Oh Avdotya Romanovna! Ahora todo es desorden y anarquía. Por otra parte, el orden ha sido
siempre algo ajeno a él. Los rusos, Avdotya Romanovna, tienen un alma generosa y grande como
su país, y también una tendencia a las ideas fantásticas y desordenadas. Pero es una desgracia
poseer un alma grande y noble sin genio. ¿Se acuerda usted de nuestras conversaciones sobre este
tema, en la terraza, después de cenar? Usted me reprochaba esta amplitud de espíritu. Y quién
sabe si mientras usted me hablaba así, él estaba echado, dándole vueltas a su proyecto... Hay que
reconocer, Avdotya Romanovna, que la tradición en nuestra sociedad culta es muy endeble. La
única que posee es la que se adquiere por medio de los libros, de las crónicas del pasado. Y eso
se queda para los sabios, los cuales, por otra parte, son tan cándidos que un hombre de mundo se
avergonzaría de seguir sus enseñanzas. Por lo demás, ya conoce usted mi opinión: yo no acuso a
nadie. Vivo en el ocio y estoy aferrado a este género de vida. Ya hemos hablado de esto más de una
vez. Incluso he tenido la dicha de interesarle exponiéndole mis juicios... Está usted muy pálida,
Avdotya Romanovna.
‑Conozco la teoría de que usted me ha hablado. He leído en una revista un artículo de mi hermano
acerca de los hombres superiores. Me lo trajo Razumikhin.
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‑¿Razumikhin? ¿Un artículo de su hermano en una revista? Ignoraba que hubiera escrito semejante
artículo... Pero ¿adónde va, Avdotya Romanovna?
‑Quiero ver a Sofya Semyonovna ‑repuso Dunya con voz débil‑. ¿Dónde está la puerta de su
habitación? Tal vez ha regresado ya. Quiero verla en seguida para que ella me...
No pudo terminar; se ahogaba materialmente.
‑Sofya Semyonovna no volverá hasta la noche. Así lo supongo. Tenía que volver en seguida y no
lo ha hecho. Esto es señal de que regresará tarde.
‑¡Me has engañado! ¡Me has mentido! ‑exclamó Dunya en un arrebato de cólera que la enloquecía‑.
Ahora lo veo claro. ¡Me has mentido! ¡No te creo, no te creo!
Y cayó casi desvanecida en una silla que Svidrigaïlov se apresuró a acercarle.
‑Pero, ¿qué le ocurre, Avdotya Romanovna? Cálmese. Tenga, beba un poco de agua.
Svidrigaïlov le salpicó el rostro. Duneshka se estremeció y volvió en sí.
‑Ha sido un golpe demasiado violento ‑murmuró Svidrigaïlov, apenado‑. Tranquilícese, Avdotya
Romanovna. Su hermano tiene amigos. Le salvaremos. ¿Quiere usted que lo mande al extranjero?
No tardaré más de tres días en conseguirle un billete. En cuanto a su crimen, él lo borrará a fuerza
de buenas acciones. Cálmese. Todavía puede llegar a ser un gran hombre. ¿Se siente usted mejor?
‑¡Qué cruel e indigno es usted! Todavía se atreve a burlarse. ¡Déjeme en paz!
‑¿Adónde va?
‑A casa de Rodya. ¿Dónde está ahora? Usted lo sabe... ¿Por qué está cerrada esta puerta? Hemos
entrado por aquí y ahora está cerrada con llave. ¿Cuándo la ha cerrado?
‑No iba a dejar que todo el mundo oyera lo que decíamos. Estoy muy lejos de burlarme. Lo que
ocurre es que estoy cansado de hablar en este tono. ¿Adónde se propone usted ir? ¿Es que quiere
entregar a su hermano a la justicia? Piense que usted puede enloquecerlo y dar lugar a que se
entregue él mismo. Sepa usted que le vigilan, que le siguen los pasos. Espere. Ya le he dicho que le
he visto hace un rato y que he hablado con él. Todavía podemos salvarlo. Espere; siéntese y vamos
a estudiar juntos lo que se puede hacer. La he hecho venir para que hablemos tranquilamente.
Siéntese, haga el favor.
‑¿Cómo va usted a salvarlo? ¿Acaso tiene salvación?
Dunya se sentó. Svidrigaïlov ocupó otra silla cerca de ella.
‑Eso depende de usted, de usted, sólo de usted ‑dijo en un susurro.
Sus ojos centelleaban. Su agitación era tan profunda, que apenas podía articular las palabras.
Dunya retrocedió, inquieta. Él prosiguió, temblando:
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‑De usted depende... Una sola palabra de usted, y lo salvaremos. Yo... yo lo salvaré. Tengo dinero
y amigos. Le mandaré en seguida al extranjero. Sacaré un pasaporte para mí...; no, dos pasaportes:
uno para él y otro para mí. Tengo amigos, hombres influyentes... ¿Quiere...? Sacaré también un
pasaporte para usted..., y otro para su madre... Usted no necesita para nada a Razumikhin. Yo la
amo tanto como él. Yo la amo con todo mi ser... Déme el borde de su falda para besarlo, démelo.
El susurro de su vestido me enloquece. Usted me mandará y yo la obedeceré. Sus creencias serán
las mías. Haré todo, todo lo que usted quiera... No me mire así, por favor. ¿No ve usted que me
está matando?
Empezó a desvariar. Parecía haberse vuelto loco. Dunya se levantó de un salto y corrió hacia la
puerta.
‑¡Ábranme, ábranme! ‑dijo a gritos mientras la golpeaba‑. ¿Por qué no me abren? ¿Es posible que
no haya nadie en la casa?
Svidrigaïlov volvió en sí y se levantó. Una aviesa sonrisa apareció en sus labios, todavía temblorosos.
‑No, no hay nadie ‑dijo lentamente y en voz baja‑. Mi patrona ha salido. Sus gritos son, pues,
inútiles.
‑¿Dónde está la llave? ¡Abre la puerta, abre inmediatamente! ¡Miserable, canalla!
‑La llave se me ha perdido.
‑¡Comprendo! ¡Esto es una emboscada!
Y Dunya, pálida como una muerta, corrió hacia un rincón, donde se atrincheró tras una mesa.
Ya no gritaba. Estaba inmóvil y tenía la mirada fija en su enemigo, para no perder ninguno de sus
movimientos.
Svidrigaïlov estaba también inmóvil. Al parecer iba recobrándose, pero el color no había vuelto a
su rostro. Su sonrisa seguía mortificando a Avdotya Romanovna.
‑Ha pronunciado usted la palabra «emboscada», Avdotya Romanovna. Bien, pues si existe esa
emboscada, habrá de pensar usted en que he tomado toda clase de precauciones. Sofya Semyonovna
no está en su habitación. Los Kapernaumov quedan lejos, a cinco piezas de aquí. Soy mucho más
fuerte que usted, y tampoco puedo temer que usted me denuncie, porque en este caso perdería
a su hermano, y usted no quiere perderlo, ¿verdad? Además, nadie la creería. ¿Qué explicación
puede tener que una joven vaya sola a visitar a un hombre soltero? O sea que si usted se decidiese
a sacrificar a su hermano, sería inútil, porque no podría probar nada. Una violación es sumamente
difícil de demostrar.
‑¡Miserable!
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‑Puede decir lo que quiera, pero le advierto que hasta ahora me he limitado a hacer simples
suposiciones. Personalmente, estoy de acuerdo con usted. Obrar por la fuerza contra alguien es
una bajeza. Mi intención era únicamente tranquilizar su conciencia en el caso de que usted..., de
que usted quisiera salvar a su hermano de buen grado, es decir, tal como yo le he propuesto. Usted
no haría entonces sino inclinarse ante las circunstancias, ceder a la necesidad, por decirlo así...
Piense usted en ello. La suerte de su hermano, y también la de su madre, está en sus manos. Piense,
además, que yo seré su esclavo, y para toda la vida... Espero su resolución.
Svidrigaïlov se sentó en el sofá, a unos ocho pasos de Dunya. La joven no tenía la menor duda
acerca de sus intenciones: sabía que eran inquebrantables, pues conocía bien a Svidrigaïlov... De
pronto sacó del bolsillo un revólver, lo preparó para disparar y lo dejó en la mesa, al alcance de su
mano.
Svidrigaïlov hizo un movimiento de sorpresa.
‑¡Ah, caramba! ‑exclamó con una pérfida sonrisa‑. Así la cosa cambia por completo. Usted misma
me facilita la tarea, Avdotya Romanovna... Pero ¿de dónde ha sacado usted ese revólver? ¿Se lo
ha proporcionado el señor Razumikhin? ¡Toma, si es el mío! ¡Un viejo amigo! ¡Tanto como lo
busqué! Las lecciones de tiro que tuve el honor de darle en el campo no fueron inútiles, por lo que
veo.
‑Este revólver no es tuyo, sino de Marfa Petrovna, a quien tú has matado, ¡asesino! No había nada
tuyo en su casa. Lo cogí cuando comprendí de lo que eras capaz. Si das un paso, te juro que te
mato.
Dunya había empuñado el revólver. En su desesperación, estaba dispuesta a disparar.
‑Bueno, ¿y su hermano? Le hago esta pregunta por pura curiosidad ‑dijo Svidrigaïlov sin moverse
del sitio.
‑Denúnciale si quieres. Un paso y disparo. Tú envenenaste a tu esposa: estoy segura. Tú también
eres un asesino.
‑¿Está usted segura de que envenené a Marfa Petrovna?
‑Sí, tú mismo me lo dejaste entrever. Me hablaste de un veneno. Sé que te lo habías procurado, que
lo habías preparado... Fuiste tú, tú..., ¡infame!
‑Si eso fuera verdad, sólo lo habría hecho por ti: tú habrías sido la causa.
‑¡Mientes! Yo siempre te he odiado, ¡siempre!
‑Por lo visto, Avdotya Romanovna, usted se ha olvidado de que, cuando trataba de convertirme,
se inclinaba sobre mí y me dirigía lánguidas miradas. Yo, entonces, la miraba fijamente a los ojos,
¿recuerda...? La noche..., el claro de luna... Un ruiseñor cantaba...
La ira llameó en los ojos de Dunya.
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Se acercó a Dunya y la enlazó suavemente por el talle. Ella no opuso la menor resistencia, pero
temblaba como una hoja y le miraba con ojos suplicantes. Él intentó hablarle, mas sus labios sólo
consiguieron hacer una mueca. No pudo pronunciar una sola palabra.
‑¡Déjame! ‑suplicó Dunya.
Svidrigaïlov se estremeció. Este tuteo no era el mismo que el de hacía un momento.
‑Así, ¿no me amas? ‑preguntó en un susurro.
Dunya negó con la cabeza.
‑¿No puedes...? ¿No podrás nunca? ‑murmuró con acento desesperado.
‑Nunca ‑respondió Dunya, también en voz baja.
Durante unos momentos se estuvo librando una lucha espantosa en el alma de Svidrigaïlov. Sus
ojos se habían fijado en la joven con una expresión indescriptible. De súbito retiró el brazo con que
había rodeado su talle, dio media vuelta y se dirigió a la ventana.
Tras unos instantes de silencio, sacó la llave del bolsillo izquierdo de su gabán y la dejó en la mesa
que estaba a sus espaldas, sin volver los ojos hacia Dunya.
‑Ahí tiene la llave. Cójala y váyase en seguida.
Siguió mirando obstinadamente a través de la ventana.
Dunya se acercó a la mesa y cogió la llave.
‑¡Pronto, pronto! ‑exclamó Svidrigaïlov sin hacer el menor movimiento, pero dando a sus palabras
un tono terrible.
Dunya no se lo hizo repetir. Con la llave en la mano, corrió hacia la puerta, la abrió precipitadamente
y salió a toda prisa. Un instante después corría como una loca a lo largo del canal en dirección al
puente de ***.
Svidrigaïlov permaneció todavía tres minutos ante la ventana. Después se volvió lentamente,
dirigió una mirada en torno a él y se pasó la mano por la frente. Una sonrisa horrible crispó sus
facciones, una lastimosa sonrisa que expresaba impotencia, tristeza y desesperación. Su mano se
manchó de sangre. Se la miró con un gesto de cólera. Luego mojó una toalla y se lavó la sien. El
revólver arrojado por Dunya había rodado hasta la puerta. Lo recogió y empezó a examinarlo.
Era pequeño, de tres tiros y de antiguo modelo. Aún quedaba en él una bala. Tras un momento de
reflexión, se lo guardó en el bolsillo, cogió el sombrero y se marchó.
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Capítulo VI
Estuvo hasta las diez de la noche recorriendo tabernas y tugurios. Halló a Katya en uno de estos
establecimientos. La muchacha cantaba sus habituales y descaradas cancioncillas. Svidrigaïlov la
invitó a beber, así como a un organillero, a los camareros, a los cantantes y a dos empleadillos que
atrajeron su simpatía sólo porque tenían torcida la nariz. En uno, este apéndice se ladeaba hacia
la derecha y en el otro hacia la izquierda, cosa que le sorprendió sobremanera. Éstos acabaron por
llevarle a un jardín de recreo. Svidrigaïlov pagó las entradas. En el jardín había un abeto escuálido,
tres arbolillos más y una construcción que ostentaba el nombre de Vauxhall, pero que no era más
que una taberna, donde también podía tomarse té.
En el jardín había igualmente varios veladores verdes con sillas. Un coro de malos cantantes y
un payaso de nariz roja completamente borracho y extraordinariamente triste se encargaban de
distraer al público.
Los empleadillos se encontraron con varios colegas y empezaron a reñir con ellos. Se escogió
como árbitro a Svidrigaïlov. Éste estuvo un cuarto de hora tratando de averiguar el motivo del
pleito; pero todos gritaban a la vez y no había medio de entenderse. Lo único que comprendió fue
que uno de ellos había cometido un robo y vendido el objeto robado a un judío que había llegado
oportuna y casualmente, hecho lo cual se negaba a repartirse con sus compañeros el producto de
la operación. Al fin se descubrió que el objeto robado era una cucharilla de plata perteneciente al
Vauxhall. Los empleados del establecimiento se dieron cuenta de la desaparición de la cucharilla,
y el asunto habría tomado un cariz desagradable si Svidrigaïlov no hubiera acallado las protestas
de los perjudicados.
Después de pagar la cucharilla salió del jardín. Eran alrededor de las diez. No había bebido ni
una gota de alcohol en toda la noche. Había tomado té, y eso porque había que pedir algo para
permanecer en el local.
La noche era oscura y el aire denso. A eso de las diez, el cielo se cubrió de negras y espesas nubes
y estalló una violenta tempestad. La lluvia no caía en gotas, sino en verdaderos raudales que
azotaban el suelo. Relámpagos de enorme extensión iluminaban el espacio. Svidrigaïlov llegó a su
casa calado hasta los huesos. Se encerró en su habitación, abrió el cajón de su mesa, sacó dinero
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y rompió varios papeles. Después de guardarse el dinero en el bolsillo, pensó cambiarse la ropa,
pero, al ver que seguía lloviendo, juzgó que no valía la pena, cogió el sombrero y salió sin cerrar
la puerta. Se fue derecho a la habitación de Sonya. Allí estaba la joven, pero no sola, sino rodeada
de los cuatro niños de Kapernaumov, a los que hacía tomar una taza de té.
Sonya acogió respetuosamente a su visitante. Miró con una expresión de sorpresa sus mojadas
ropas, pero no hizo el menor comentario. Al ver entrar a un desconocido, los niños echaron a correr
despavoridos.
Svidrigaïlov se sentó ante la mesa e invitó a Sonya a sentarse a su lado. La muchacha se dispuso
tímidamente a escucharle.
‑Sofya Semyonovna ‑empezó a decir el visitante‑, es muy posible que me vaya a América, y como
probablemente no nos volveremos a ver, he venido a arreglar con usted ciertos asuntos. Bueno, ¿ha
hablado ya con esa señora? No hace falta que me cuente lo que le ha dicho, pues lo sé muy bien.
Sonya hizo un ademán y enrojeció. Svidrigaïlov siguió diciendo:
‑Esas damas tienen sus costumbres, sus ideas... En cuanto a sus hermanitos, tienen el porvenir
asegurado, pues el dinero que he depositado para ellos está en lugar seguro y lo he entregado
contra recibo. Aquí tiene los recibos; guárdelos por lo que pueda ocurrir. Y demos por terminado
este asunto. Ahora tenga usted estos tres títulos al cinco por ciento. Su valor es de tres mil rublos.
Esto es para usted y sólo para usted. Deseo que la cosa quede entre nosotros. No diga nada a nadie,
oiga lo que oiga. Este dinero le será útil, ya que debe usted dejar la vida que lleva ahora. No estaría
nada bien que siguiera viviendo como vive, y con este dinero no tendrá necesidad de hacerlo.
‑Ha sido usted tan bueno conmigo, con los huérfanos y con la difunta ‑balbuceó Sonya‑, que nunca
sabré cómo agradecérselo, y créame que...
‑¡Bah! Dejemos eso...
‑En cuanto a ese dinero, Arkady Ivanovich, muchas gracias, pero no lo necesito. Sabré ganarme el
pan. No me considere una ingrata. Ya que es usted tan generoso, ese dinero...
‑Es para usted y sólo para usted, Sofya Semyonovna. Y le ruego que no hablemos más de este
asunto, pues tengo prisa. Le será útil, se lo aseguro. Rodion Romanovich no tiene más que dos
soluciones: o pegarse un tiro o ir a parar a Siberia.
Al oír estas palabras, Sonya empezó a temblar y miró aterrada a su vecino.
‑No se inquiete usted ‑continuó Svidrigaïlov‑. Lo he oído todo de sus propios labios, pero no
me gusta hablar y no diré ni una palabra a nadie. Hizo usted muy bien en aconsejarle que fuera
a presentarse a la justicia: es el mejor partido que podría tomar... Pues bien, cuando lo envíen a
Siberia, usted lo acompañará, ¿no es así? ¿Verdad que lo acompañará? En este caso, necesitará
usted dinero: lo necesitará para él. ¿Comprende? Darle a usted este dinero es como dárselo a
él. Además, usted ha prometido a Amalija Ivanovna pagarle. Yo lo oí. ¿Por qué contrae usted
compromisos tan ligeramente, Sofya Semyonovna? Era Katerina Ivanovna la que estaba en deuda
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con ella y no usted. Usted debió enviar a paseo a esa alemana. No se puede vivir así... En fin, si
alguien le pregunta a usted por mí mañana, pasado mañana o cualquiera de estos días, cosa que
sin duda ocurrirá, no hable usted de esta visita ni diga que le he dado dinero. Bueno, adiós ‑dijo
levantándose‑. Salude de mi parte a Rodion Romanovich. ¡Ah, se me olvidaba! Le aconsejo que
dé usted a guardar su dinero al señor Razumikhin. ¿Le conoce? Sí, debe usted de conocerle. Es
un buen muchacho. Llévele el dinero mañana... o cuando usted lo crea oportuno. Hasta entonces
procure que no se lo quiten.
Sonya se había levantado también y miraba confusa a su visitante. Deseaba hablarle, hacerle
algunas preguntas, pero se sentía intimidada y no sabía por dónde empezar.
‑Pero... pero ¿va usted a salir con esta lluvia?
‑¿Cómo puede importarle la lluvia a un hombre que se marcha a América? ¡Je, je! Adiós, querida
Sofya Semyonovna. Le deseo muchos años de vida, muchos años, pues usted será útil a los demás.
A propósito: salude de mi parte al señor Razumikhin. No lo olvide. Dígale que Arkady Ivanovich
Svidrigaïlov le ha dado a usted recuerdos para él. No deje de hacerlo.
Y se fue, dejando a la muchacha inquieta, temerosa y dominada por confusas sospechas.
Más adelante se supo que Svidrigaïlov había hecho aquella misma noche otra visita extraordinaria
y sorprendente. Seguía lloviendo. A las once y veinte se presentó, completamente empapado,
en casa de los padres de su prometida, que habitaban un pequeño departamento en la tercera
avenida de Vassilyevsky Ostrov. No le fue fácil conseguir que le abrieran. Su llegada a aquella
hora intempestiva causó gran desconcierto. Pero Arkady Ivanovich tenía el don de captarse a las
personas cuando se lo proponía, y aquellos padres que en el primer momento ‑y con sobrados
motivos‑ habían considerado la visita de Svidrigaïlov como una calaverada de borracho, se
convencieron muy pronto de su error.
La inteligente y amable madre de la novia le acercó el sillón del achacoso padre y abrió la
conversación con grandes rodeos. Nunca iba derecha al asunto y empezaba por una serie de
sonrisas, gestos y ademanes. Por ejemplo, cuando quiso saber la fecha en que Arkady Ivanovich
se proponía celebrar la boda, comenzó interesándose vivamente por París y la vida de su alta
sociedad, para ir trasladándolo poco a poco desde aquella lejana capital a Vassilyevsky Ostrov.
Arkady Ivanovich había respetado siempre estas pequeñas argucias, pero aquella noche estaba más
impaciente que de costumbre y solicitó ver en seguida a su futura esposa, a pesar de que le habían
dicho que estaba acostada. Su demanda fue atendida.
Svidrigaïlov dijo simplemente a su novia que un asunto urgente le obligaba a ausentarse de
Petersburgo y que por esta razón le entregaba quince mil rublos, insignificante cantidad que tenía
intención de ofrecerle desde hacía tiempo y que le rogaba que la aceptase como regalo de boda.
No se comprendía la relación que pudiera existir entre semejante obsequio y el anunciado viaje, y
tampoco se veía en el asunto una urgencia que justificase aquella visita en plena noche y bajo una
lluvia torrencial. No obstante, las explicaciones de Arkady Ivanovich obtuvieron una excelente
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acogida: incluso las exclamaciones de sorpresa y las preguntas de rigor se hicieron en un tono
delicadamente moderado. Pero ello no impidió que los padres pronunciaran calurosas palabras de
gratitud reforzadas por las lágrimas de la inteligente madre.
Arkady Ivanovich se levantó. Sonriendo, besó a su prometida y le dio una palmadita cariñosa en la
cara. Seguidamente le dijo que volvería pronto, y como descubriera en sus ojos una expresión de
curiosidad infantil al mismo tiempo que una grave y muda interrogación volvió a besarla, mientras
se decía, con cierta contrariedad, que el regalo que acababa de hacer sería encerrado bajo llave por
aquella madre que era un ejemplo de prudencia.
Cuando se fue, la familia quedó en un estado de agitación extraordinaria. Pero la inteligente madre
resolvió inmediatamente ciertos puntos importantes. Manifestó que Arkady Ivanovich era una
personalidad ocupada continuamente en negocios de gran importancia y que estaba relacionado
con los personajes más eminentes. Sólo Dios sabía las ideas que pasaban por su cerebro. Había
decidido hacer un viaje y realizaba su proyecto sin vacilar. Lo mismo podía decirse del regalo
en dinero que acababa de hacer a su prometida. Tratándose de un hombre así, uno no debía
asombrarse de nada. Ciertamente, había motivo para sorprenderse al verle tan empapado, pero
mayores extravagancias se observaban en los ingleses. Además, a las personas del gran mundo
no les importaban las murmuraciones y no se preocupaban por nada ni por nadie. Tal vez él se
mostraba así adrede, para demostrar lo indiferente que le era la opinión ajena.
Lo más importante era no decir ni una palabra a nadie, pues sabía Dios cómo terminaría aquel
asunto. Había que guardar el dinero bajo llave sin pérdida de tiempo. Afortunadamente, nadie
se había enterado de lo ocurrido. Sobre todo, habría que procurar mantener en la ignorancia a
la trapacera señora Resslich. Los padres estuvieron hablando de estas cosas hasta las dos de la
madrugada. Pero a esta hora la hija hacía ya tiempo que había vuelto a la cama, perpleja y un poco
triste.
Svidrigaïlov entró en la ciudad cruzando el puente sobre el camino de regreso. La lluvia había
cesado, pero el viento soplaba con violencia. Se estremeció y se detuvo para contemplar con una
atención extraña, vacilante, la oscura agua del Pequeño Neva. Pero al cabo de un momento de
permanecer inclinado sobre el barandal sintió frío y echó a andar, internándose en la avenida ***.
Durante cerca de media hora estuvo recorriendo esta inmensa vía como si buscase algo. Hacía
poco, un día que pasaba casualmente por allí, había visto, a la derecha, una gran construcción de
madera, un hotel llamado, si mal no recordaba, «Adrianópolis.» Al fin lo encontró. En verdad, era
imposible no verlo en aquella oscuridad: era un largo edificio, iluminado todavía, a pesar de la
hora, y en el que se percibían ciertos indicios de animación.
Entró y pidió un aposento a un mozo andrajoso que encontró en el pasillo. El sirviente le dirigió
una mirada y lo condujo a una pequeña y asfixiante habitación situada al final del corredor, debajo
de la escalera. No había otra: el hotel estaba lleno. El mozo esperaba, mirando a Svidrigaïlov con
expresión interrogante.
‑¿Tienen té? ‑preguntó el huésped.
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‑Sí.
‑¿Y qué más?
‑Ternera, vodka, fiambres...
‑Tráigame un trozo de carne y té.
‑¿Nada más? ‑preguntó el sirviente con cierto asombro.
‑Nada más.
El mozo se fue, dando muestras de contrariedad.
«Este lugar no debe de ser muy decente ‑pensó Svidrigaïlov‑. ¿Cómo es posible que no lo haya
advertido antes? También yo debo de tener el aspecto de un hombre que viene de divertirse y ha
tenido una aventura por el camino. Me gustaría saber qué clase de gente se hospeda aquí.»
Encendió la bujía y examinó el aposento atentamente. Era una verdadera jaula en la que habían
abierto una ventana. Tan bajo tenía el techo, que un hombre de la talla de Svidrigaïlov difícilmente
podía estar de pie. Además de la sucia cama, había una mesa de madera blanca pintada y una
silla, lo que bastaba para llenar la habitación. Las paredes parecían construidas con simples tablas
y estaban revestidas de un papel tan sucio y lleno de polvo que era imposible deducir su color.
La escalera cortaba al sesgo el techo y un trozo de pared, lo que daba a la pieza un aspecto de
buhardilla.
Svidrigaïlov depositó la bujía en la mesa, se sentó en la cama y empezó a reflexionar. Pero un
murmullo de voces, que subían de tono hasta convertirse en gritos y que procedían de la habitación
inmediata, acabó por atraer su atención. Aguzó el oído. Sólo una persona hablaba, quejándose a
otra con voz plañidera.
Svidrigaïlov se levantó, puso la mano a modo de pantalla delante de la llama de la bujía y en
seguida distinguió una grieta iluminada en el tabique. Se acercó y miró. La habitación era un poco
mayor que la suya. En ella había dos hombres. Uno de ellos estaba de pie, en mangas de camisa;
tenía el cabello revuelto, la cara enrojecida, las piernas abiertas y una actitud de orador. Se daba
fuertes golpes en el pecho y sermoneaba a su compañero con voz patética, recordándole que lo
había sacado del lodo, que podía abandonarlo nuevamente y que el Altísimo veía lo que ocurría
aquí abajo. El amigo al que se dirigía tenía el aspecto del hombre que quiere estornudar y no puede.
De vez en cuando miraba estúpidamente al orador, cuyas palabras, evidentemente, no comprendía.
Sobre la mesa había un cabo de vela que estaba en las últimas, una botella de vodka casi vacía,
vasos de varios tamaños, pan, cohombros y tazas de té.
Después de haber contemplado atentamente este cuadro, Svidrigaïlov dejó su puesto de observación
y volvió a sentarse en la cama. Al traerle el té y la carne, el harapiento mozo no pudo menos de
volverle a preguntar si quería alguna otra cosa, pero de nuevo recibió una respuesta negativa y se
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retiró definitivamente. Svidrigaïlov se apresuró a tomarse un vaso de té para entrar en calor. Pero
no pudo comer nada. Empezaba a tener fiebre y esto le quitaba el apetito. Se despojó del abrigo y
de la americana y se introdujo entre las ropas del lecho. Se sentía molesto.
«Quisiera estar bien en esta ocasión», pensó con una sonrisita irónica.
La atmósfera era asfixiante, la bujía iluminaba débilmente la habitación, fuera rugía el viento.
Llegaba de un rincón ruido de ratas; además, un olor de cuero y de ratón llenaba la pieza.
Svidrigaïlov fantaseaba tendido en su lecho. Las ideas se sucedían confusamente en su cerebro.
Deseaba que su imaginación se detuviera sobre algo. Pensó:
«Debe de haber un jardín debajo de la ventana. Oigo el rumor del ramaje agitado por el viento.
¡Cómo odio este rumor de follaje en las noches de tormenta! Es verdaderamente desagradable.»
Y recordó que hacía un momento, al pasar por el parque Petrovich, había experimentado la misma
ingrata sensación. Luego pensó en el Pequeño Neva y volvió a estremecerse como se había
estremecido hacía un rato cuando se había asomado a mirar el agua.
«Nunca he podido ver el agua ni en pintura.»
Y acto seguido le asaltaron otras extrañas ideas que le hicieron sonreír de nuevo.
«En estos momentos, todo eso de la comodidad y la estética debería tenerme sin cuidado. Sin
embargo, estoy procediendo como el animal que lucha por conseguir un buen sitio... ¡En estas
circunstancias...! Lo mejor habría sido ir en seguida a Petrovsky Ostrov. Pero no, me han dado
miedo el frío y las tinieblas. ¡Je, je! ¡El señor necesita sensaciones agradables...! Pero ¿por qué no
he apagado ya la vela?»
La apagó de un soplo y, al no ver luz en la grieta del tabique, siguió diciéndose:
«Mis vecinos se han acostado ya... Ahora sería oportuna tu visita, Marfa Petrovna. La oscuridad es
completa; el lugar, adecuado; el momento, propicio... Pero ya veo que no quieres venir. »
De pronto se acordó de que, poco antes de poner en práctica su proyecto sobre Dunya, había
aconsejado a Raskolnikov que confiara a su hermana a la custodia de Razumikhin.
«Lo he dicho para fustigarme los nervios, como ha adivinado Rodion Romanovich. ¡Qué astuto es!
Ha sufrido mucho. Puede llegar a ser algo con el tiempo, cuando se vea libre de las disparatadas
ideas que ahora le obsesionan. Está anhelante de vida. En tales circunstancias, todos los hombres
como él son cobardes... ¡En fin, que el diablo le lleve! ¡Qué me importa a mí lo que haga o deje
de hacer!
El sueño seguía huyendo de él. Poco a poco, la imagen de Dunya fue esbozándose en su imaginación
y un estremecimiento recorrió todo su cuerpo.
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« ¡No, hay que terminar! ‑se dijo, volviendo en sí‑. Pensemos en otra cosa. Es verdaderamente
extraño y curioso que yo no haya odiado jamás seriamente a nadie, que no haya tenido el deseo
de vengarme de nadie. Esto es mala señal... ¡Cuántas promesas le he hecho! Esa mujer podría
haberme gobernado a su antojo. »
Se detuvo y apretó los dientes. La imagen de Duneshka surgió ante él tal como la había visto en
el momento de hacer el primer disparo. Después había tenido miedo, había bajado el revólver y
se había quedado mirándole como petrificada por el espanto. Entonces él habría podido cogerla,
y no una, sino dos veces, sin que ella hubiera levantado el brazo para defenderse. Sin embargo, él
la avisó. Recordaba que se había compadecido de ella. Sí, en aquel momento su corazón se había
conmovido.
« ¡Diablo! ¿Todavía pensando en esto? ¡Hay que terminar, terminar de una vez! »
Ya empezaba a dormirse, ya se calmaba su temblor febril, cuando notó que algo corría sobre la
cubierta, a lo largo de su brazo y de su pierna.
« ¡Demonio! Debe de ser un ratón. Me he dejado la carne en la mesa y... »
No quería destaparse ni levantarse con aquel frío. Pero de pronto notó en la pierna un nuevo
contacto desagradable. Entonces echó a un lado la cubierta y encendió la bujía. Después, temblando
de frío, empezó a inspeccionar la cama. De súbito vio que un ratón saltaba sobre la sábana.
Intentó atraparlo, pero el animal, sin bajar del lecho, empezó a corretear y a zigzaguear en todas
direcciones, burlando a la mano que trataba de asirlo. Al fin se introdujo debajo de la almohada.
Svidrigaïlov arrojó la almohada al suelo, pero notó que algo había saltado sobre su pecho y se
paseaba por encima de su camisa. En este momento se estremeció de pies a cabeza y se despertó.
La oscuridad reinaba en la habitación y él estaba acostado y bien tapado como poco antes. Fuera
seguía rugiendo el viento.
« ¡Esto es insufrible! » se dijo con los nervios crispados.
Se levantó y se sentó en el borde del lecho, dando la espalda a la ventana.
«Es preferible no dormir», decidió.
De la ventana llegaba un aire frío y húmedo. Sin moverse de donde estaba, Svidrigaïlov tiró de la
cubierta y se envolvió en ella. Pero no encendió la bujía. No pensaba en nada, no quería pensar. Sin
embargo, vagas visiones, ideas incoherentes, iban desfilando por su cerebro. Cayó en una especie
de letargo. Fuera por la influencia del frío, de la humedad, de las tinieblas o del viento que seguía
agitando el ramaje, lo cierto es que sus pensamientos tomaron un rumbo fantástico. No veía más
que flores. Un bello paisaje se ofrecía a sus ojos. Era un día tibio, casi cálido; un día de fiesta:
la Trinidad. Estaba contemplando un lujoso chalé de tipo inglés rodeado de macizos repletos de
flores. Plantas trepadoras adornaban la escalinata guarnecida de rosas. A ambos lados de las gradas
de mármol, cubiertas por una rica alfombra, se veían jarrones chinescos repletos de flores raras.
Las ventanas ostentaban la delicada blancura de los jacintos, que pendían de sus largos y verdes
tallos sumergidos en floreros, y de ellos se desprendía un perfume embriagador.
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Svidrigaïlov no sentía ningún deseo de alejarse de allí. Subió por la escalinata y llegó a un salón de
alto techo, repleto también de flores. Había flores por todas partes: en las ventanas, al lado de las
puertas abiertas, en el mirador... El entarimado estaba cubierto de fragante césped recién cortado.
Por las ventanas abiertas penetraba una brisa deliciosa. Los pájaros cantaban en el jardín. En medio
de la estancia había una gran mesa revestida de raso blanco, y sobre la mesa, un ataúd acolchado,
orlado de blancos encajes y rodeado de guirnaldas de flores. En el féretro, sobre un lecho de flores,
descansaba una muchachita vestida de tul blanco. Sus manos, cruzadas sobre el pecho, parecían
talladas en mármol. Su cabello, suelto y de un rubio claro, rezumaba agua. Una corona de rosas
ceñía su frente. Su perfil severo y ya petrificado parecía igualmente de mármol. Sus pálidos labios
sonreían, pero esta sonrisa no tenía nada de infantil: expresaba una amargura desgarradora, una
tristeza sin límites.
Svidrigaïlov conocía a aquella jovencita. Cerca del ataúd no había ninguna imagen, ningún cirio
encendido, ni rumor alguno de rezos. Aquella muchacha era una suicida: se había arrojado al río.
Sólo tenía catorce años y había sufrido un ultraje que había destrozado su corazón, llenado de
terror su conciencia infantil, colmada su alma de una vergüenza que no merecía y arrancado de su
pecho un grito supremo de desesperación que el mugido del viento había ahogado en una noche de
deshielo, húmeda y tenebrosa...
Svidrigaïlov se despertó, saltó de la cama y se fue hacia la ventana. Buscó a tientas la falleba y
abrió. El viento entró en el cuartucho, y Svidrigaïlov tuvo la sensación de que una helada escarcha
cubría su rostro y su pecho, sólo protegido por la camisa. Debajo de la ventana debía de haber, en
efecto, una especie de jardín..., probablemente un jardín de recreo. Durante el día se cantarían allí
canciones ligeras y se serviría té en veladores85. Pero ahora los árboles y los arbustos goteaban,
reinaba una oscuridad de caverna y las cosas eran manchas oscuras apenas perceptibles.
Svidrigaïlov estuvo cinco minutos acodado en el antepecho de la ventana mirando aquellas
tinieblas. De pronto resonó un cañonazo en la noche, al que siguió otro inmediatamente.
«La señal de que sube el agua ‑pensó‑. Dentro de unas horas, las partes bajas de la ciudad estarán
inundadas. Las ratas de las cuevas serán arrastradas por la corriente y, en medio del viento y la
lluvia, los hombres, calados hasta los huesos, empezarán a transportar, entre juramentos, todos sus
trastos a los pisos altos de las casas. A todo esto, ¿qué hora será?»
En el momento en que se hacía esta pregunta, en un reloj cercano resonaron tres poderosas y
apremiantes campanadas.
«Dentro de una hora será de día. ¿Para qué esperar más? Voy a marcharme ahora mismo. Me iré
directamente a la isla Petrovsky. Allí elegiré un gran árbol tan empapado de lluvia que, apenas lo
roce con el hombro, miles de diminutas gotas caerán sobre mi cabeza.»
85 Tipo de mesa de pequeño tamaño y un solo pie. Suele tener el tablero redondo. El velador fue creado en el siglo
XVIII para sujetar las velas que se utilizaban para alumbrar las estancias. De ahí proviene su nombre. También
fueron utilizados para servir el té, el café o los aperitivos que se ofrecían a las visitas.
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Se retiró de la ventana, la cerró, encendió la bujía, se vistió y salió al pasillo con la palmatoria en
la mano. Se proponía despertar al mozo, que sin duda dormiría en un rincón, entre un montón de
trastos viejos, pagar la cuenta y salir del hotel.
«He escogido el mejor momento ‑se dijo‑. Imposible encontrar otro más indicado.»
Estuvo un rato yendo y viniendo por el estrecho y largo corredor sin ver a nadie. Al fin descubrió
en un rincón oscuro, entre un viejo armario y una puerta, una forma extraña que le pareció dotada
de vida. Se inclinó y, a la luz de la bujía, vio a una niña de unos cuatro años, o cinco a lo sumo.
Lloraba entre temblores y sus ropitas estaban empapadas. No se asustó al ver a Svidrigaïlov, sino
que se limitó a mirarlo con una expresión de inconsciencia en sus grandes ojos negros, respirando
profundamente de vez en cuando, como ocurre a los niños que, después de haber llorado
largamente, empiezan a consolarse y sólo de tarde en tarde le acometen de nuevo los sollozos. La
niña estaba helada y en su fina carita había una mortal palidez. ¿Por qué estaba allí? Por lo visto, no
había dormido en toda la noche. De pronto se animó y, con su vocecita infantil y a una velocidad
vertiginosa, empezó a contar una historia en la que salía a relucir una taza que ella había roto y el
temor de que su madre le pegara. La niña hablaba sin cesar.
Svidrigaïlov dedujo que se trataba de una niña a la que su madre no quería demasiado. Ésta debía
de ser una cocinera del barrio, tal vez del hotel mismo, aficionada a la bebida y que solía maltratar
a la pobre criatura. La niña había roto una taza y había huido presa de terror. Sin duda había
estado vagando largo rato por la calle, bajo la fuerte lluvia, y al fin había entrado en el hotel para
refugiarse en aquel rincón, junto al armario, donde había pasado la noche temblando de frío y de
miedo ante la idea del duro castigo que le esperaba por su fechoría.
La cogió en sus brazos, la llevó a su habitación, la puso en la cama y empezó a desnudarla. No
llevaba medias y sus agujereados zapatos estaban tan empapados como si hubieran pasado una noche
entera dentro del agua. Cuando le hubo quitado el vestido, la acostó y la tapó cuidadosamente con
la ropa de la cama. La niña se durmió en seguida. Svidrigaïlov volvió a sus sombríos pensamientos.
« ¿Para qué me habré metido en esto? ‑se dijo con una sensación opresiva y un sentimiento de
cólera‑. ¡Qué absurdo! »
Cogió la bujía para volver a buscar al mozo y marcharse cuanto antes.
«Es una golfilla», pensó, añadiendo una palabrota, en el momento de abrir la puerta.
Pero volvió atrás para ver si la niña dormía tranquilamente. Levantó el embozo86 con cuidado.
La chiquilla estaba sumida en un plácido sueño. Había entrado en calor y sus pálidas mejillas se
habían coloreado. Pero, cosa extraña, el color de aquella carita era mucho más vivo que el que
vemos en los niños ordinariamente.
«Es el color de la fiebre», pensó Svidrigaïlov.
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Aquella niña tenía el aspecto de haber bebido, de haberse bebido un vaso de vino entero. Sus
purpúreos labios parecían arder... ¿Pero qué era aquello? De pronto le pareció que las negras
y largas pestañas de la niña oscilaban y se levantaban ligeramente. Los entreabiertos párpados
dejaron escapar una mirada penetrante, maliciosa y que no tenía nada de infantil. ¿Era que la niña
fingía dormir? Sí, no cabía duda. Su boquita sonrió y las comisuras de sus labios temblaron en
un deseo reprimido de reír. Y he aquí que de improviso deja de contenerse y se ríe francamente.
Algo desvergonzado, provocativo, aparece en su rostro, que no es ya el rostro de una niña. Es la
expresión del vicio en la cara de una prostituta. Y los ojos se abren francamente, enteramente, y
envuelven a Svidrigaïlov en una mirada ardiente y lasciva, de alegre invitación... La carita infantil
tiene un algo repugnante con su expresión de lujuria.
« ¿Cómo es posible que a los cinco años...? ‑piensa, horrorizado‑. Pero ¿qué otra cosa puede ser? »
La niña vuelve hacia él su rostro ardiente y le tiende los brazos.
Svidrigaïlov lanza una exclamación de espanto, levanta la mano, amenazador..., y en este momento
se despierta.
Vio que seguía acostado, bien cubierto por las ropas de la cama. La vela no estaba encendida y en
la ventana apuntaba la luz del amanecer.
«Me he pasado la noche en una continua pesadilla.»
Se incorporó y advirtió, indignado, que tenía el cuerpo dolorido. En el exterior reinaba una espesa
niebla que impedía ver nada. Eran cerca de las cinco. Había dormido demasiado. Se levantó, se
puso la americana y el abrigo, húmedos todavía, palpó el revólver guardado en el bolsillo, lo sacó
y se aseguró de que la bala estaba bien colocada. Luego se sentó ante la mesa, sacó un cuaderno
de notas y escribió en la primera página varias líneas en gruesos caracteres. Después de leerlas,
se acodó en la mesa y quedó pensativo. El revólver y el cuaderno de notas estaban sobre la mesa,
cerca de él. Las moscas habían invadido el trozo de carne que había quedado intacto. Las estuvo
mirando un buen rato y luego empezó a cazarlas con la mano derecha. Al fin se asombró de
dedicarse a semejante ocupación en aquellos momentos; volvió en sí, se estremeció y salió de la
habitación con paso firme. Un minuto después estaba en la calle. Una niebla opaca y densa flotaba
sobre la ciudad. Svidrigaïlov se dirigió al Pequeño Neva por el sucio y resbaladizo pavimento de
madera, y mientras avanzaba veía con la imaginación la crecida nocturna del río, la isla Petrovsky,
con sus senderos empapados, su hierba húmeda, sus sotos, sus macizos cargados de agua y, en
fin, aquel árbol... Entonces, indignado consigo mismo, empezó a observar los edificios junto a los
cuales pasaba, para desviar el curso de sus ideas.
La avenida estaba desierta: ni un peatón, ni un coche. Las casas bajas, de un amarillo intenso,
con sus ventanas y sus postigos cerrados tenían un aspecto sucio y triste. El frío y la humedad
penetraban en el cuerpo de Svidrigaïlov y lo estremecían. De vez en cuando veía un rótulo y lo leía
detenidamente. Al fin terminó el pavimento de madera y se encontró en las cercanías de un gran
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edificio de piedra. Entonces vio un perro horrible que cruzaba la calzada con el rabo entre piernas.
En medio de la acera, tendido de bruces, había un borracho. Lo miró un momento y continuó su
camino.
A su izquierda se alzaba una torre.
«He aquí un buen sitio. ¿Para qué tengo que ir a la isla Petrovsky? Aquí, por lo menos, tendré un
testigo oficial.»
Sonrió ante esta idea y se internó en la calle donde se alzaba el gran edificio coronado por la torre.
Apoyado en uno de los batientes de la maciza puerta principal, que estaba cerrada, había un
hombrecillo envuelto en un capote gris de soldado y con un casco en la cabeza. Su rostro expresaba
esa arisca tristeza que es un rasgo secular en la raza judía.
Los dos se examinaron un momento en silencio. Al soldado acabó por parecerle extraño que aquel
desconocido que no estaba borracho se hubiera detenido a tres pasos de él y le mirara sin decir
nada.
‑¿Qué quiere usted? ‑preguntó ceceando y sin hacer el menor movimiento.
‑Nada, amigo mío ‑respondió Svidrigaïlov‑. Buenos días.
‑Siga su camino.
‑¿Mi camino? Me voy al extranjero.
‑¿Al extranjero?
‑A América.
‑¿A América?
Svidrigaïlov sacó el revólver del bolsillo y lo preparó para disparar. El soldado arqueó las cejas.
‑Oiga, aquí no quiero bromas ‑ceceó.
‑¿Por qué?
‑Porque no es lugar a propósito.
‑El sitio es excelente, amigo mío. Si alguien te pregunta, tú le dices que me he marchado a América.
Y apoyó el cañón del revólver en su sien derecha.
‑¡Eh, eh! ‑exclamó el soldado, abriendo aún más los ojos y mirándole con una expresión de terror‑.
Ya le he dicho que éste no es sitio para bromas.
Svidrigaïlov oprimió el gatillo.
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Capítulo VII
Aquel mismo día, entre seis y siete de la tarde, Raskolnikov se dirigía a la vivienda de su madre
y de su hermana. Ahora habitaban en el edificio Bakaleyev, donde ocupaban las habitaciones
recomendadas por Razumikhin. La entrada de este departamento daba a la calle. Raskolnikov
estaba ya muy cerca cuando empezó a vacilar. ¿Entraría? Sí, por nada del mundo volvería atrás. Su
resolución era inquebrantable.
«No saben nada ‑pensó‑, y están acostumbradas a considerarme como un tipo raro.»
Tenía un aspecto lamentable: sus ropas estaban empapadas, sucias de barro, llenas de desgarrones.
Tenía el rostro desfigurado por la lucha que se estaba librando en su interior desde hacía veinticuatro
horas. Había pasado la noche a solas consigo mismo Dios sabía dónde. Pero había tomado una
decisión y la cumpliría.
Llamó a la puerta. Le abrió su madre, pues Duneshka había salido. Tampoco estaba en casa la
sirvienta. En el primer momento, Pulkheria Alexandrovna enmudeció de alegría. Después le cogió
de la mano y le hizo entrar.
‑¡Al fin! ‑exclamó con voz alterada por la emoción‑. Perdóname, Rodya, que te reciba derramando
lágrimas como una tonta. No creas que lloro: estas lágrimas son de alegría. Te aseguro que no estoy
triste, sino muy contenta, y cuando lo estoy no puedo evitar que los ojos se me llenen de lágrimas.
Desde la muerte de tu padre, las derramo por cualquier cosa... Siéntate, hijo: estás fatigado. ¡Oh,
cómo vas!
‑Es que ayer me mojé ‑dijo Raskolnikov.
‑¡Bueno, nada de explicaciones! ‑replicó al punto Pulkheria Alexandrovna‑. No te inquietes, que
no te voy a abrumar con mil preguntas de mujer curiosa. Ahora ya lo comprendo todo, pues estoy
iniciada en las costumbres de Petersburgo y ya veo que la gente de aquí es más inteligente que la
de nuestro pueblo. Me he convencido de que soy incapaz de seguirte en tus ideas y de que no tengo
ningún derecho a pedirte cuentas... Sabe Dios los proyectos que tienes y los pensamientos que
ocupan tu imaginación... Por lo tanto, no quiero molestarte con mis preguntas. ¿Qué te parece...?
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¡Ah, qué ridícula soy! No hago más que hablar y hablar como una imbécil... Oye, Rodya: voy a
leer por tercera vez aquel artículo que publicaste en una revista. Nos lo trajo Dmitri Prokofich. Ha
sido para mí una revelación. «Ahí tienes, estúpida, lo que piensa, y eso lo explica todo ‑me dije‑.
Todos los sabios son así. Tiene ideas nuevas, y esas ideas le absorben mientras tú sólo piensas en
distraerlo y atormentarlo... En tu artículo hay muchas cosas que no comprendo, pero esto no tiene
nada de extraño, pues ya sabes lo ignorante que soy.
‑Enséñame ese artículo, mamá.
Raskolnikov abrió la revista y echó una mirada a su artículo. A pesar de su situación y de su estado
de ánimo, experimentó el profundo placer que siente todo autor al ver su primer trabajo impreso, y
sobre todo si el escritor es un joven de veintitrés años. Pero esta sensación sólo duró un momento.
Después de haber leído varias líneas, Rodya frunció las cejas y sintió como si una garra le estrujara
el corazón. La lectura de aquellas líneas le recordó todas las luchas que se habían librado en su
alma durante los últimos meses. Arrojó la revista sobre la mesa con un gesto de viva repulsión.
‑Por estúpida que sea, Rodya, puedo comprender que dentro de poco ocuparás uno de los primeros
puestos, si no el primero de todos, en el mundo de la ciencia. ¡Y pensar que creían que estabas loco!
¡Ja, ja, ja! Pues esto es lo que sospechaban. ¡Ah, miserables gusanos! No alcanzan a comprender
lo que es la inteligencia. Hasta Duneshka, sí, hasta la misma Duneshka parecía creerlo. ¿Qué me
dices a esto...? Tu pobre padre había enviado dos trabajos a una revista, primero unos versos,
que tengo guardados y algún día te enseñaré, y después una novela corta que copié yo misma.
¡Cómo imploramos al cielo que los aceptaran! Pero no, los rechazaron. Hace unos días, Rodya, me
apenaba verte tan mal vestido y alimentado y viviendo en una habitación tan mísera, pero ahora
me doy cuenta de que también esto era una tontería, pues tú, con tu talento, podrás obtener cuanto
desees tan pronto como te lo propongas. Sin duda, por el momento te tienen sin cuidado estas
cosas, pues otras más importantes ocupan tu imaginación.
‑¿Y Dunya, mamá?
‑No está, Rodya. Sale muy a menudo, dejándome sola. Dmitri Prokofich tiene la bondad de venir a
hacerme compañía y siempre me habla de ti. Te aprecia de veras. En cuanto a tu hermana, no puedo
decir que me falten sus cuidados. No me quejo. Ella tiene su carácter y yo el mío. A ella le gusta
tener secretos para mí y yo no quiero tenerlos para mis hijos. Claro que estoy convencida de que
Duneshka es demasiado inteligente para... Por lo demás, nos quiere... Pero no sé cómo terminará
todo esto. Ya ves que está ausente durante esta visita tuya que me ha hecho tan feliz. Cuando
vuelva le diré: «Tu hermano ha venido cuando tú no estabas en casa. ¿Dónde has estado?» Tú,
Rodya, no te preocupes demasiado por mí. Cuando puedas, pasa a verme, pero si te es imposible
venir, no te inquietes. Tendré paciencia, pues ya sé que sigues queriéndome, y esto me basta. Leeré
tus obras y oiré hablar de ti a todo el mundo. De vez en cuando vendrás a verme. ¿Qué más puedo
desear? Hoy, por ejemplo, has venido a consolar a tu madre...
Y Pulkheria Alexandrovna se echó de pronto a llorar.
‑¡Otra vez las lágrimas! No me hagas caso, Rodya: estoy loca.
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‑Sí: iré en seguida. Para huir de este deshonor estaba dispuesto a arrojarme al río, pero en el
momento en que iba a hacerlo me dije que siempre me había considerado como un hombre fuerte
y que un hombre fuerte no debe temer a la vergüenza. ¿Es esto un acto de valor, Dunya?
‑Sí, Rodya.
En los turbios ojos de Raskolnikov fulguró una especie de relámpago. Se sentía feliz al pensar que
no había perdido la arrogancia.
‑No creas, Dunya, que tuve miedo a morir ahogado ‑dijo, mirando a su hermana con una sonrisa
horrible.
‑¡Basta, Rodya! ‑exclamó la joven con un gesto de dolor.
Hubo un largo silencio. Raskolnikov tenía la mirada fija en el suelo. Duneshka, en pie al otro lado
de la mesa, le miraba con una expresión de amargura indecible. De pronto, Rodya se levantó.
‑Es ya tarde. Tengo que ir a entregarme. Aunque no sé por qué lo hago.
Gruesas lágrimas rodaban por las mejillas de Dunya.
‑Estás llorando, hermana mía. Pero me pregunto si querrás darme la mano.
‑¿Lo dudas?
Lo estrechó fuertemente contra su pecho.
‑Al ir a ofrecerte a la expiación, ¿acaso no borrarás la mitad de tu crimen? ‑exclamó, cerrando más
todavía el cerco de sus brazos y besando a Rodya.
‑¿Mi crimen? ¿Qué crimen? ‑exclamó el joven en un repentino acceso de furor‑. ¿El de haber
matado a un gusano venenoso, a una vieja usurera que hacía daño a todo el mundo, a un vampiro
que chupaba la sangre a los necesitados? Un crimen así basta para borrar cuarenta pecados. No
creo haber cometido ningún crimen y no trato de expiarlo. ¿Por qué me han de gritar por todas
partes: « ¡Has cometido un crimen! »? Ahora que me he decidido a afrontar este vano deshonor me
doy cuenta de lo absurdo de mi proceder. Sólo por cobardía y por debilidad voy a dar este paso...,
o tal vez por el interés de que me habló Porfiry.
‑Pero ¿qué dices, Rodya? ‑exclamó Dunya, consternada‑. Has derramado sangre.
‑Sangre..., sangre... ‑exclamó el joven con creciente vehemencia‑. Todo el mundo la ha derramado.
La sangre ha corrido siempre en oleadas sobre la tierra. Los hombres que la vierten como el agua
obtienen un puesto en el Capitolio y el título de bienhechores de la humanidad. Analiza un poco
las cosas antes de juzgarlas. Yo deseaba el bien de la humanidad, y centenares de miles de buenas
acciones habrían compensado ampliamente esta única necedad, mejor dicho, esta torpeza, pues la
idea no era tan necia como ahora parece. Cuando fracasan, incluso los mejores proyectos parecen
estúpidos. Yo pretendía solamente obtener la independencia, asegurar mis primeros pasos en la
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vida. Después lo habría reparado todo con buenas acciones de gran alcance. Pero fracasé desde el
primer momento, y por eso me consideran un miserable. Si hubiese triunfado, me habrían tejido
coronas; en cambio, ahora creen que sólo sirvo para que me echen a los perros.
‑Pero ¿qué dices, Rodya?
‑Me someto a la ética, pero no comprendo en modo alguno por qué es más glorioso bombardear
una ciudad sitiada que asesinar a alguien a hachazos. El respeto a la ética es el primer signo de
impotencia. Jamás he estado tan convencido de ello como ahora. No puedo comprender, y cada vez
lo comprendo menos, cuál es mi crimen.
Su rostro, ajado y pálido, había tomado color, pero, al pronunciar estas últimas palabras, su mirada
se cruzó casualmente con la de su hermana y leyó en ella un sufrimiento tan espantoso, que su
exaltación se desvaneció en un instante. No pudo menos de decirse que había hecho desgraciadas
a aquellas dos pobres mujeres, pues no cabía duda de que él era el causante de sus sufrimientos.
‑Querida Dunya, si soy culpable, perdóname..., aunque esto es imposible si soy verdaderamente
un criminal... Adiós; no discutamos más. Tengo que marcharme en seguida. Te ruego que no me
sigas. Tengo que pasar todavía por casa de... Ve a hacer compañía a nuestra madre, te lo suplico.
Es el último ruego que te hago. No la dejes sola. La he dejado hundida en una angustia a la
que difícilmente se podrá sobreponer. Se morirá o perderá la razón. No te muevas de su lado.
Razumikhin no os abandonará. He hablado con él. No te aflijas. Me esforzaré por ser valeroso y
honrado durante toda mi vida, aunque sea un asesino. Es posible que oigas hablar de mí todavía.
Ya verás como no tendréis que avergonzaros de mí. Todavía intentaré algo. Y ahora, adiós.
Se había despedido apresuradamente, al advertir una extraña expresión en los ojos de Dunya
mientras le hacía sus últimas promesas.
‑¿Por qué lloras? No llores, Dunya, no llores: algún día nos volveremos a ver... ¡Ah, espera! Se me
olvidaba.
Se acercó a la mesa, cogió un grueso y empolvado libro, lo abrió y sacó un pequeño retrato pintado
a la acuarela sobre una lámina de marfil. Era la imagen de la hija de su patrona, su antigua prometida,
aquella extraña joven que soñaba con entrar en un convento y que había muerto consumida por la
fiebre. Observó un momento aquella carita doliente, la besó y entregó el retrato a Dunya.
‑Le hablé muchas veces de «eso». Sólo a ella le hablé ‑dijo, recordando‑. Le confié gran parte
de mi proyecto, del plan que tuvo un resultado tan lamentable. Pero tranquilízate, Dunya: ella se
rebeló contra este acto como te has rebelado tú. Ahora celebro que haya muerto.
Después volvió a sus inquietudes.
‑Lo más importante es saber si he pensado bien en el paso que voy a dar y que motivará un cambio
completo de mi vida. ¿Estoy preparado para sufrir las consecuencias de la resolución que voy a
llevar a cabo? Me dicen que es necesario que pase por ese trance. Pero ¿es realmente preciso? ¿De
qué me servirán esos absurdos sufrimientos? ¿Qué vigor habré adquirido y qué necesidad tendré
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de vivir cuando haya salido del presidio destrozado por veinte años de penalidades? ¿Y por qué he
de entregarme ahora voluntariamente a semejante vida...? Bien me he dado cuenta esta mañana de
que era un cobarde cuando vacilaba en arrojarme al Neva.
Al fin se marcharon. Durante esta escena, sólo el cariño que sentía por su hermano había podido
sostener a Dunya.
Se separaron, pero Duneshka, después de haber recorrido no más de cincuenta pasos, se volvió
para mirar a su hermano por última vez. Y él, cuando llegó a la esquina, se volvió también. Sus
miradas se cruzaron, y Raskolnikov, al ver los ojos de su hermana fijos en él, hizo un ademán de
impaciencia, incluso de cólera, invitándola a continuar su camino.
«Soy duro, soy malo; no me cabe duda ‑se dijo avergonzado de su brusco ademán‑; pero ¿por qué
me quieren tanto si no lo merezco? ¡Ah, si yo hubiera estado solo, sin ningún afecto y sin sentirlo
por nadie! Entonces todo habría sido distinto. Me gustaría saber si en quince o veinte años me
convertiré en un hombre tan humilde y resignado que venga a lloriquear ante toda esa gente que
me llama canalla. Sí, así me consideran; por eso quieren enviarme a presidio; no desean otra cosa...
Miradlos llenando las calles en interminables oleadas. Todos, desde el primero hasta el último,
son unos miserables, unos canallas de nacimiento y, sobre todo, unos idiotas. Si alguien intentara
librarme del presidio, sentirían una indignación rayana en la ferocidad. ¡Cómo los odio!»
Cayó en un profundo ensimismamiento. Se preguntó si llegaría realmente un día en que se sometería
ante todos y aceptaría su propia suerte sin razonar, con una resignación y una humildad sinceras.
« ¿Por qué no? ‑se dijo‑. Un yugo de veinte años ha de terminar por destrozar a un hombre. La gota
de agua horada la piedra. ¿Y para qué vivir, para qué quiero yo la vida, sabiendo que las cosas han
de ocurrir de este modo? ¿Por qué voy a entregarme cuando estoy convencido de que todo ha de
pasar así y no puedo esperar otra cosa? »
Más de cien veces se había hecho esta pregunta desde el día anterior. Sin embargo, continuaba su
camino.
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Capítulo VIII
Caía la tarde cuando llegó a casa de Sofya Semyonovna. La joven le había estado esperando todo
el día, presa de una angustia espantosa. Dunya había compartido esta ansiedad. Al recordar que el
día anterior Svidrigaïlov le había dicho que Sofya Semyonovna lo sabía todo, Duneshka había ido
a verla aquella misma mañana. No entraremos en detalles sobre la conversación que sostuvieron
las dos mujeres, las lágrimas que derramaron ni la amistad que nació entre ellas.
En esta entrevista, Dunya obtuvo el convencimiento de que su hermano no estaría nunca solo.
Sonya había sido la primera en recibir su confesión: Rodya se había dirigido a ella cuando sintió la
necesidad de confiar su secreto a un ser humano. A cualquier parte que el destino le llevara, ella le
seguiría. Avdotya Romanovna no había interrogado sobre este punto a Soneshka, pero estaba segura
de que procedería así. Miraba a la muchacha con una especie de veneración que la confundía. La
pobre Sonya, que se consideraba indigna de mirar a Dunya, se sentía tan avergonzada, que poco
faltaba para que se echase a llorar. Desde el día en que se vieron en casa de Raskolnikov, la imagen
de la encantadora muchacha que tan humildemente la había saludado había quedado grabada en el
alma de Dunya como una de las más bellas y puras que había visto en su vida.
Al fin, Duneshka, incapaz de seguir conteniendo su impaciencia, había dejado a Sonya y se había
dirigido a casa de su hermano para esperarlo allí, segura de que al fin llegaría.
Apenas volvió a verse sola, Sonya sintió una profunda intranquilidad ante la idea de que
Raskolnikov podía haberse suicidado. Este temor atormentaba también a Dunya. Durante todo el
día, mientras estuvieron juntas, se habían dado mil razones para rechazar semejante posibilidad
y habían conseguido conservar en parte la calma, pero apenas se hubieron separado, la inquietud
renació por entero en el corazón de una y otra. Sonya se acordó de que Svidrigaïlov le había dicho
que Raskolnikov sólo tenía dos soluciones: Siberia o... Por otra parte, sabía que Rodya tenía un
orgullo desmedido y carecía de sentimientos religiosos.
« ¿Es posible que se resigne a vivir sólo por cobardía, por temor a la muerte? », se preguntó de pie
junto a la ventana y mirando tristemente al exterior.
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Sólo veía la gran pared, ni siquiera blanqueada, de la casa de enfrente. Al fin, cuando ya no abrigaba
la menor duda acerca de la muerte del desgraciado, éste apareció.
Un grito de alegría se escapó del pecho de Sonya, pero cuando hubo observado atentamente la cara
de Raskolnikov, la joven palideció.
‑Aquí me tienes, Sonya ‑dijo Rodion Romanovich con una sonrisa de burla‑. Vengo en busca de
tus cruces. Tú misma me enviaste a confesar mi delito públicamente por las esquinas. ¿Por qué
tienes miedo ahora?
Sonya le miraba con un gesto de estupor. Su acento le parecía extraño. Un estremecimiento glacial
le recorrió todo el cuerpo. Pero en seguida advirtió que aquel tono, e incluso las mismas palabras,
era una ficción de Rodya. Además, Raskolnikov, mientras le hablaba, evitaba que sus ojos se
encontraran con los de ella.
‑He pensado, Sonya, que, en interés mío, debo obrar así, pues hay una circunstancia que... Pero esto
sería demasiado largo de contar, demasiado largo y, además, inútil. Pero me ocurre una cosa: me
irrita pensar que dentro de unos instantes todos esos brutos me rodearán, fijarán sus ojos en mí y me
harán una serie de preguntas necias a las que tendré que contestar. Me apuntarán con el dedo... No
iré a ver a Porfiry. Lo tengo atragantado. Prefiero presentarme a mi amigo el «teniente Pólvora». Se
quedará boquiabierto. Será un golpe teatral. Pero necesitaré serenarme: estoy demasiado nervioso
en estos últimos tiempos. Aunque te parezca mentira, acabo de levantar el puño a mi hermana
porque se ha vuelto para verme por última vez. Es una vergüenza sentirse tan vil. He caído muy
bajo... Bueno, ¿dónde están esas cruces?
Raskolnikov estaba fuera de sí. No podía permanecer quieto un momento ni fijar su pensamiento
en ninguna idea. Su mente pasaba de una cosa a otra en repentinos saltos. Empezaba a desvariar y
sus manos temblaban ligeramente.
Sonya, sin desplegar los labios, sacó de un cajón dos cruces, una de madera de ciprés y la otra de
cobre. Luego se santiguó, bendijo a Rodya y le colgó del cuello la cruz de madera.
‑En resumidas cuentas, esto significa que acabo de cargar con una cruz. ¡Je, je! Como si fuera poco
lo que he sufrido hasta hoy... Una cruz de madera, es decir, la cruz de los pobres. La de cobre,
que perteneció a Lizaveta, te la quedas para ti. Déjame verla. Lizaveta debía de llevarla en aquel
momento. ¿Verdad que la llevaba? Recuerdo otros dos objetos: una cruz de plata y una pequeña
imagen. Las arrojé sobre el pecho de la vieja. Eso es lo que debía llevar ahora en mi cuello... Pero
no digo más que tonterías y me olvido de las cosas importantes. ¡Estoy tan distraído! Oye, Sonya,
he venido sólo para prevenirte, para que lo sepas todo... Para eso y nada más... Pero no, creo que
quería decirte algo más... Tú misma has querido que diera este paso. Ahora me meterán en la cárcel
y tu deseo se habrá cumplido... Pero ¿por qué lloras? ¡Bueno, basta ya! ¡Qué enojoso es todo esto!
Sin embargo, las lágrimas de Sonya le habían conmovido; sentía una fuerte presión en el pecho.
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«Pero ¿qué razón hay para que esté tan apenada? ‑pensó‑. ¿Qué soy yo para ella? ¿Por qué llora y
quiere acompañarme, por lejos que vaya, como si fuera mi hermana o mi madre? ¿Querrá ser mi
criada, mi niñera...?»
‑Santíguate... Di al menos unas cuantas palabras de alguna oración ‑suplicó la muchacha con voz
humilde y temblorosa.
‑Lo haré. Rezaré tanto como quieras. Y de todo corazón, Sonya, de todo corazón.
Pero no era exactamente esto lo que quería decir.
Hizo varias veces la señal de la cruz. Sonya cogió su chal y se envolvió con él la cabeza. Era un
chal de paño verde, seguramente el mismo del que hablara Marmeladov en cierta ocasión y que
servía para toda la familia. Raskolnikov pensó en ello, pero no hizo pregunta alguna. Empezaba a
sentirse incapaz de fijar su atención. Una turbación creciente le dominaba, y, al advertirlo, sintió
una profunda inquietud. De pronto observó, sorprendido, que Sonya se disponía a acompañarle.
‑¿Qué haces? ¿Adónde vas? No, no; quédate; iré solo ‑dijo, irritado, mientras se dirigía a la puerta‑.
No necesito acompañamiento ‑gruñó al cruzar el umbral.
Sonya permaneció inmóvil en medio de la habitación. Rodya ni siquiera le había dicho adiós: se
había olvidado de ella. Un sentimiento de duda y de rebeldía llenaba su corazón.
« ¿Debo hacerlo? ‑se preguntó mientras bajaba la escalera‑. ¿No sería preferible volver atrás,
arreglar las cosas de otro modo y no ir a entregarme? »
Pero continuó su camino, y de pronto comprendió que la hora de las vacilaciones había pasado.
Ya en la calle, se acordó de que no había dicho adiós a Sonya y de que la joven, con el chal en la
cabeza, había quedado clavada en el suelo al oír su grito de furor... Este pensamiento lo detuvo
un instante, pero pronto surgió con toda claridad en su mente una idea que parecía haber estado
rondando vagamente su cerebro en espera de aquel momento para manifestarse.
« ¿Para qué he ido a su casa? Le he dicho que iba por un asunto. Pero ¿qué asunto? No tengo
ninguno. ¿Para anunciarle que iba a presentarme? ¡Como si esto fuera necesario! ¿Será que la
amo? No puede ser, puesto que acabo de rechazarla como a un perro. ¿Acaso tenía yo alguna
necesidad de la cruz? ¡Qué bajo he caído! Lo que yo necesitaba eran sus lágrimas, lo que quería era
recrearme ante la expresión de terror de su rostro y las torturas de su desgarrado corazón. Además,
deseaba aferrarme a cualquier cosa para ganar tiempo y contemplar un rostro humano... ¡Y he
osado enorgullecerme, creerme llamado a un alto destino! ¡Qué miserable y qué cobarde soy!
Avanzaba a lo largo del malecón del canal y ya estaba muy cerca del término de su camino. Pero
al llegar al puente se detuvo, vaciló un momento y, de pronto, se dirigió a la plaza del Mercado.
Miraba ávidamente a derecha e izquierda. Se esforzaba por examinar atentamente las cosas más
insignificantes que encontraba en su camino, pero no podía fijar la atención: todo parecía huir de
su mente.
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«Dentro de una semana o de un mes ‑se dijo‑ volveré a pasar este puente en un coche celular...
¿Cómo miraré entonces el canal? ¿Volveré a fijarme en el rótulo que ahora estoy leyendo? En
él veo la palabra “Compañía”. ¿Leeré las letras una a una como ahora? Esa “a” que ahora estoy
viendo, ¿me parecerá la misma dentro de un mes? ¿Qué sentiré cuando la mire? ¿Qué pensaré
entonces? ¡Dios mío, qué mezquinas son estas preocupaciones...! Verdaderamente, todo esto debe
de ser curioso... dentro de su género... ¡Ja, ja, ja! ¡Qué cosas se me ocurren! Estoy haciendo el niño
y me gusta mostrarme así a mí mismo... ¿Por qué he de avergonzarme de mis pensamientos...?
¡Qué barahúnda...! Ese gordinflón, que sin duda es alemán, acaba de empujarme, pero ¡qué lejos
está de saber a quién ha empujado! Esa mujer que tiene un niño en brazos y pide limosna me
cree, no cabe duda más feliz que ella. Sería chocante que pudiera socorrerla... ¡Pero si llevo cinco
kopeks en el bolsillo! ¿Cómo diablo habrán venido a parar aquí?»
‑Toma, hermana.
‑Que Dios se lo pague ‑dijo con voz lastimera la mendiga.
Llegó a la plaza del Mercado. Estaba llena de gente. Le molestaba codearse con aquella multitud,
sí, le molestaba profundamente, pero no por eso dejaba de dirigirse a los lugares donde la
muchedumbre era más compacta. Habría dado cualquier cosa por estar solo, pero, al mismo tiempo,
se daba cuenta de que no podría soportar la soledad un solo instante. En medio de la multitud, un
borracho se entregaba a las mayores extravagancias: intentaba bailar, pero lo único que conseguía
era caer. Los curiosos le habían rodeado. Raskolnikov se abrió paso entre ellos y llegó a la primera
fila. Estuvo contemplando un momento al borracho y, de pronto, se echó a reír convulsivamente.
Poco después se olvidó de todo. Estuvo aún un momento mirando al hombre bebido y luego se
alejó del grupo sin darse cuenta del lugar donde se hallaba. Pero, al llegar al centro de la plaza, le
asaltó una sensación que se apoderó de todo su ser.
Acababa de acordarse de estas palabras de Sonya: «Ve a la primera esquina, saluda a la gente, besa
la tierra que has mancillado con tu crimen y di en voz alta, para que todo el mundo te oiga: “¡Soy
un asesino!”»
Ante este recuerdo empezó a temblar de pies a cabeza. Estaba tan aniquilado por las inquietudes de
los días últimos y, sobre todo, de las últimas horas, que se abandonó ávidamente a la esperanza de
una sensación nueva, fuerte y profunda. La sensación se apoderó de él con tal fuerza, que sacudió
su cuerpo, iluminó su corazón como una centella y al punto se convirtió en fuego devorador. Una
inmensa ternura se adueñó de él; las lágrimas brotaron de sus ojos. Sin vacilar, se dejó caer de
rodillas en el suelo, se inclinó y besó la tierra, el barro, con verdadero placer. Después se levantó
y en seguida volvió a arrodillarse.
‑¡Éste ha bebido lo suyo! ‑dijo un joven que pasaba cerca.
El comentario fue acogido con grandes carcajadas.
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‑Es un peregrino que parte para Tierra Santa, hermanos ‑dijo otro, que había bebido más de la
cuenta‑, y que se despide de sus amados hijos y de su patria. Saluda a todos y besa el suelo patrio
en su capital, San Petersburgo.
‑Es todavía joven ‑observó un tercero.
‑Es un noble ‑dijo una voz grave.
‑Hoy en día es imposible distinguir a los nobles de los que no lo son.
Estos comentarios detuvieron en los labios de Raskolnikov las palabras «Soy un asesino» que se
disponía a pronunciar. Sin embargo, soportó con gran calma las burlas de la multitud, se levantó y,
sin volverse, echó a andar hacia la comisaría.
Pronto apareció alguien en su camino. No se asombró, porque lo esperaba. En el momento en que
se había arrodillado por segunda vez en la plaza del Mercado había visto a Sonya a su izquierda,
a unos cincuenta pasos. Trataba de pasar inadvertida para él, ocultándose tras una de las barracas
de madera que había en la plaza. Comprendió que quería acompañarle mientras subía su Calvario.
En este momento se hizo la luz en la mente de Raskolnikov. Comprendió que Sonya le pertenecía
para siempre y que le seguiría a todas partes, aunque su destino le condujera al fin del mundo.
Este convencimiento le trastornó, pero en seguida advirtió que había llegado al término fatal de su
camino.
Entró en el patio con paso firme. Las oficinas de la comisaría estaban en el tercer piso.
«El tiempo que tarde en subir me pertenece», se dijo.
El minuto fatídico le parecía lejano. Aún tendría tiempo de pensarlo bien.
Encontró la escalera como la vez anterior: cubierta de basuras y llena de los olores infectos que
salían de las cocinas cuyas puertas se abrían sobre los rellanos. Raskolnikov no había vuelto a la
comisaría desde su primera visita. Sus piernas se negaban a obedecerle y le impedían avanzar. Se
detuvo un momento para tomar aliento, recobrarse y entrar como un hombre.
«Pero ¿por qué he de preocuparme del modo de entrar? ‑se preguntó de pronto‑. De todas formas, he
de apurar la copa. ¿Qué importa, pues, el modo de bebérmela? Cuanto más amargue el contenido,
más mérito tendrá mi sacrificio.»
Pensó de pronto en Ilya Petrovich, el «teniente Pólvora».
«Pero ¿es que sólo con él puedo hablar? ¿Acaso no podría dirigirme a otro, a Nikodim Fomich, por
ejemplo? ¿Y si volviera atrás y fuese a visitar al comisario de policía en su domicilio? Entonces la
escena se desarrollaría de un modo menos oficial y menos... No, no; me enfrentaré con el “teniente
Pólvora”. Puesto que hay que beberse la copa, me la beberé de una vez.»
Y presa de un frío de muerte, con movimientos casi inconscientes, Raskolnikov abrió la puerta de
la comisaría.
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Esta vez sólo vio en la antecámara un ordenanza y un hombre del pueblo. Ni siquiera apareció el
gendarme de guardia. Raskolnikov pasó a la pieza inmediata.
«A lo mejor, no puedo decir nada todavía», pensó.
Un empleado que vestía de paisano y no el uniforme reglamentario, escribía inclinado sobre su
mesa. Zamyotov no estaba. El comisario, tampoco.
‑¿No hay nadie? ‑preguntó al escribiente.
‑¿A quién quiere ver?
En esto se dejó oír una voz conocida.
‑No necesito oídos ni ojos: cuando llega un ruso, percibo por instinto su presencia..., como dice el
cuento. Encantado de verle.
Raskolnikov empezó a temblar. El «teniente Pólvora» estaba ante él. Había salido de pronto de la
tercera habitación.
«Es el destino ‑pensó Raskolnikov‑. ¿Qué hace este hombre aquí?»
‑¿Viene usted a vernos? ¿Con qué objeto?
Parecía estar de excelente humor y bastante animado.
‑Si ha venido usted por algún asunto del despacho ‑continuó‑, es demasiado temprano. Yo estoy
aquí por casualidad... Dígame: ¿puedo serle útil en algo? Le aseguro, señor... ¡Caramba no me
acuerdo del apellido! Perdóneme...
‑Raskolnikov.
‑¡Ah, sí! Raskolnikov. Lo siento, pero se me había ido de la memoria... Le ruego que me perdone,
Rodion Ro... Ro... Rodionovitch, ¿no?
‑Rodion Romanovich.
‑¡Eso es: Rodion Romanovich! Lo tenía en la punta de la lengua. He procurado tener noticias de
usted con frecuencia. Le aseguro que he lamentado profundamente nuestro comportamiento con
usted hace unos días. Después supe que era usted escritor, incluso un sabio, en el principio de su
carrera. ¿Y qué escritor joven no ha empezado por...? Tanto mi mujer como yo somos aficionados a
la lectura. Pero mi mujer me aventaja: siente verdadera pasión, una especie de locura, por las letras
y las artes... Excepto la nobleza de sangre, todo lo demás puede adquirirse por medio del talento, el
genio, la sabiduría, la inteligencia. Fijémonos, por ejemplo, en un sombrero. ¿Qué es un sombrero?
Sencillamente, una cosa que se puede comprar. Pero lo que queda debajo del sombrero, usted no lo
podrá comprar... Le aseguro que incluso estuve a punto de ir a visitarlo, pero me dije que... Bueno,
a todo esto no le he preguntado qué es lo que desea... Su familia está en Petersburgo, ¿verdad?
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Raskolnikov arqueó las cejas y miró al oficial con una expresión de desconcierto. La mayoría
de las palabras de aquel hombre, que evidentemente acababa de levantarse de la mesa, carecían
para él de sentido. Sin embargo, comprendió parte de ellas y observaba a su interlocutor con una
interrogación muda en los ojos, preguntándose adónde le quería llevar.
‑Me refiero a esas muchachas de cabellos cortos ‑continuó el inagotable Ilya Petrovich‑. Las llamo
a todas comadronas y considero que el nombre les cuadra admirablemente. ¡Je, je! Se introducen
en la escuela de Medicina y estudian anatomía. Pero le aseguro que si caigo enfermo, no me dejaré
curar por ninguna de ellas. ¡Je, je!
Ilya Petrovich se reía, encantado de su ingenio.
‑Admito que todo eso es solamente sed de instrucción; pero ¿por qué entregarse a ciertos excesos?
¿Por qué insultar a las personas de elevada posición, como hace ese tunante de Zamyotov? ¿Por
qué me ha ofendido a mí, pregunto yo...? Otra epidemia que hace espantosos estragos es la del
suicidio. Se comen hasta el último céntimo que tienen y después se matan. Muchachas, hombres
jóvenes, viejos, se quitan la vida. Por cierto que acabamos de enterarnos de que un señor que llegó
hace poco de provincias se ha suicidado. Nil Pavlovich, ¡eh, Nil Pavlovich! ¿Cómo se llama ese
caballero que se ha levantado la tapa de los sesos esta mañana?
‑Svidrigaïlov ‑respondió una voz ronca e indiferente desde la habitación vecina.
Raskolnikov se estremeció.
‑¿Svidrigaïlov? ¿Se ha matado Svidrigaïlov? ‑exclamó.
‑¿Cómo? ¿Le conocía usted?
‑Sí... Había llegado hacía poco.
‑En efecto. Había perdido a su mujer. Era un hombre dado a la crápula. Y de pronto se suicida.
¡Y de qué modo! No se lo puede usted imaginar... Ha dejado unas palabras escritas en un bloc de
notas, declarando que moría por su propia voluntad y que no se debía culpar a nadie de su muerte.
Dicen que tenía dinero. ¿Cómo es que lo conoce usted?
‑¿Yo? Pues... Mi hermana fue institutriz en su casa.
‑Entonces, usted puede facilitarnos datos sobre él. ¿Sospechaba usted sus propósitos?
‑Le vi ayer. Estaba bebiendo champán. No observé en él nada anormal.
Raskolnikov tenía la impresión de que había caído un peso enorme sobre su pecho y lo aplastaba.
‑Otra vez se ha puesto usted pálido. ¡Está tan cargada la atmósfera en estas oficinas!
‑Sí ‑murmuró Raskolnikov‑. Me marcho. Perdóneme por haberle molestado.
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‑No diga usted eso. Estoy siempre a su disposición. Su visita ha sido para mí una verdadera
satisfacción.
Y tendió la mano a Rodion Romanovich.
‑Sólo quería ver a Zamyotov.
‑Comprendido. Encantado dé su visita.
‑Yo también... he tenido mucho gusto en verle -dijo Raskolnikov con una sonrisa‑. Usted siga bien.
Salió de la comisaría con paso vacilante. La cabeza le daba vueltas. Le costaba gran trabajo
mantenerse sobre sus piernas. Empezó a bajar la escalera apoyándose en la pared. Le pareció que
un ordenanza que subía a la comisaría tropezó con él; que, al llegar al primer piso, oyó ladrar a
un perro, y vio que una mujer le arrojaba un rodillo de pastelería mientras le gritaba para hacerle
callar. Al fin llegó a la planta baja y salió a la calle. Entonces vio a Sonya. Estaba cerca del portal, y,
pálida como una muerta, le miraba con una expresión de extravío. Raskolnikov se detuvo ante ella.
Una sombra de sufrimiento y desesperación pasó por el semblante de la joven. Enlazó las manos,
y una sonrisa que no fue más que una mueca le torció los labios. Rodya permaneció un instante
inmóvil. Luego sonrió amargamente y volvió a subir a la comisaría.
Ilya Petrovich, sentado a su mesa, hojeaba un montón de papeles. El mujik que acababa de tropezar
con Raskolnikov estaba de pie ante él.
‑¿Usted otra vez? ¿Se le ha olvidado algo? ¿Qué le pasa?
Con los labios amoratados y la mirada inmóvil, Raskolnikov se acercó lentamente a la mesa de Ilya
Petrovich, apoyó la mano en ella e intentó hablar, pero ni una sola palabra salió de sus labios: sólo
pudo proferir sonidos inarticulados.
‑¿Se siente usted mal? ¡Una silla! Siéntese. ¡Traigan agua!
Raskolnikov se dejó caer en la silla sin apartar los ojos del rostro de Ilya Petrovich, donde se leía
una profunda sorpresa. Durante un minuto, los dos se miraron en silencio. Trajeron agua.
‑Fui yo... ‑empezó a decir Raskolnikov.
‑Beba.
El joven rechazó el vaso y, en voz baja y entrecortada, pero clara, pronunció, haciendo varias
pausas:
‑Fui yo quien asesinó a hachazos a la vieja prestamista y a su hermana Lizaveta, con el propósito
de robarlas.
Ilya Petrovich abrió la boca. Acudió gente de todas partes. Raskolnikov repitió su confesión.
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Epílogo
En Siberia, a orillas de un ancho río que discurre por tierras desiertas hay una ciudad, uno de los
centros administrativos de Rusia. La ciudad contiene una fortaleza, y la fortaleza, una prisión. En
este presidio está desde hace nueve meses el condenado a trabajos forzados de la segunda categoría
Rodion Raskolnikov. Cerca de año y medio ha transcurrido desde el día en que cometió su crimen.
La instrucción de su proceso no tropezó con dificultades. El culpable repitió su confesión con
tanta energía como claridad, sin embrollar las circunstancias, sin suavizar el horror de su perverso
acto, sin alterar la verdad de los hechos, sin olvidar el menor incidente. Relató con todo detalle
el asesinato y aclaró el misterio del objeto encontrado en las manos de la vieja, que era, como se
recordará, un trocito de madera unido a otro de hierro. Explicó cómo había cogido las llaves del
bolsillo de la muerta y describió minuciosamente tanto el cofre al que las llaves se adaptaban como
su contenido.
Incluso enumeró algunos de los objetos que había encontrado en el cofre. Explicó la muerte de
Lizaveta, que había sido hasta entonces un enigma. Refirió cómo Koch, seguido muy pronto por
el estudiante, había golpeado la puerta y repitió palabra por palabra la conversación que ambos
sostuvieron.
Después él se había lanzado escaleras abajo; había oído las voces de Mikolka y Dmitri y se había
escondido en el departamento desalquilado.
Finalmente habló de la piedra bajo la cual había escondido (y fueron encontrados) los objetos y la
bolsa robados a la vieja, indicando que tal piedra estaba cerca de la entrada de un patio del bulevar
Voznesensky.
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En una palabra, aclaró todos los puntos. Varias cosas sorprendieron a los magistrados y jueces
instructores, pero lo que más les extrañó fue que el culpable hubiera escondido su botín sin sacar
provecho de él, y más aún, que no solamente no se acordara de los objetos que había robado, sino
que ni siquiera pudiera precisar su número.
Aún se juzgaba más inverosímil que no hubiera abierto la bolsa y siguiera ignorando lo que
contenía. En ella se encontraron trescientos diecisiete rublos y tres piezas de veinte kopeks. Los
billetes mayores, por estar colocados sobre los otros, habían sufrido considerables desperfectos al
permanecer tanto tiempo bajo la piedra. Se estuvo mucho tiempo tratando de comprender por qué
el acusado mentía sobre este punto ‑pues así lo creían‑, habiendo confesado espontáneamente la
verdad sobre todos los demás.
Al fin algunos psicólogos admitieron que podía no haber abierto la bolsa y haberse desprendido
de ella sin saber lo que contenía, de lo cual se extrajo la conclusión de que el crimen se había
cometido bajo la influencia de un ataque de locura pasajera: el culpable se había dejado llevar de
la manía del asesinato y el robo, sin ningún fin interesado. Fue una buena ocasión para apoyar esa
teoría con la que se intenta actualmente explicar ciertos crímenes.
Además, que Raskolnikov era un neurasténico quedó demostrado por las declaraciones de
varios testigos: el doctor Zosimov, algunos camaradas de universidad del procesado, su patrona,
Nastasya...
Todo esto dio origen a la idea de que Raskolnikov no era un asesino corriente, un ladrón vulgar,
sino que su caso era muy distinto. Para decepción de los que opinaban así, el procesado no se
aprovechó de ello para defenderse. Interrogado acerca de los motivos que le habían impulsado al
crimen y al robo respondió con brutal franqueza que los móviles habían sido la miseria y el deseo
de abrirse paso en la vida con los tres mil rublos como mínimo que esperaba encontrar en casa
de la víctima, y que había sido su carácter bajo y ligero, agriado además por los fracasos y las
privaciones, lo que había hecho de él un asesino. Y cuando se le preguntó qué era lo que le había
impulsado a presentarse a la justicia, contestó que un arrepentimiento sincero. En conjunto, su
declaración produjo mal efecto.
Sin embargo, la condena fue menos grave de lo que se esperaba. Tal vez favoreció al acusado el
hecho de que, lejos de pretender justificarse, se había dedicado a acumular cargos contra sí mismo.
Todas las particularidades extrañas de la causa se tomaron en consideración. El mal estado de salud
y la miseria en que se hallaba antes de cometer el crimen no podían ponerse en duda. El hecho
de que no se hubiera aprovechado del botín se atribuyó, por una parte, a un remordimiento tardío
y, por otra, a un estado de perturbación mental en el momento de cometer el crimen. La muerte
impremeditada de Lizaveta fue un detalle favorable a esta última tesis, pues no tenía explicación
que un hombre cometiera dos asesinatos ¡habiéndose dejado la puerta abierta! Finalmente, el
culpable se había presentado a la justicia por su propio impulso y en un momento en que las falsas
declaraciones de un fanático (Nikolai) habían embrollado el proceso y cuando, además, la justicia
no sólo no poseía ninguna prueba contra el culpable, sino que ni siquiera sospechaba de él. (Porfiry
Petrovich había mantenido religiosamente su palabra.)
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preguntar por temor a oír algo más horrible de lo que ella suponía. Fuera como fuese, Dunya se
daba perfecta cuenta de que su madre tenía trastornado el cerebro. Sin embargo, un par de veces
Pulkheria Alexandrovna había conducido la conversación de modo que tuvieran que decirle dónde
estaba Rodya. Las vagas e inquietas respuestas que recibió la sumieron en una profunda tristeza y
durante mucho tiempo se la vio sombría y taciturna.
Finalmente, Dunya comprendió que mentir continuamente e inventar historia tras historia era
demasiado difícil y decidió guardar un silencio absoluto sobre ciertos puntos. Sin embargo, cada
vez era más evidente que la pobre madre sospechaba algo horrible. Dunya recordaba perfectamente
que, según Rodya le había dicho, su madre la había oído soñar en voz alta la noche que siguió a
su conversación con Svidrigaïlov. Las palabras que había dejado escapar en sueños tal vez habían
dado una luz a la pobre mujer. A veces, tras días o semanas de lágrimas y silencio, Pulkheria
Alexandrovna se entregaba a una agitación morbosa y empezaba a monologar en voz alta, a hablar
de su hijo, de sus esperanzas, del porvenir. Sus fantasías eran a veces realmente extrañas. Dunya y
Razumikhin le seguían la corriente, y ella tal vez se daba cuenta, pero no por eso cesaba de hablar.
La sentencia se dictó cinco meses después de la confesión del culpable. Razumikhin visitó a su
amigo en la prisión con tanta frecuencia como le fue posible, y Sonya igualmente. Llegó al fin el
momento de la separación. Dunya y Razumikhin estaban seguros de que no sería eterna. El fogoso
joven había concebido ciertos proyectos y estaba firmemente resuelto a cumplirlos. Se proponía
reunir algún dinero durante los tres o cuatro años siguientes y luego trasladarse con la familia de
Rodya a Siberia, país repleto de riqueza que sólo esperaba brazos y capitales para cobrar validez.
Se instalarían en la población donde estuviera Rodya y empezarían todos juntos una vida nueva.
Todos derramaron lágrimas al decirse adiós. Los últimos días, Raskolnikov se mostró profundamente
preocupado. Estaba inquieto por su madre y preguntaba continuamente por ella. Esta ansiedad
acabó por intranquilizar a Dunya. Cuando le explicaron detalladamente la enfermedad que padecía
Pulkheria Alexandrovna, el semblante de Rodya se ensombreció todavía más.
A Sonya apenas le dirigía la palabra. Contando con el dinero que le había entregado Svidrigaïlov,
la joven se había preparado hacía tiempo para seguir al convoy de presos de que formara parte
Raskolnikov. Jamás habían cambiado una sola palabra sobre este punto; pero los dos sabían que
sería así.
En el momento de los últimos adioses, el condenado tuvo una sonrisa extraña al oír que su hermana
y Razumikhin le hablaban con entusiasmo de la vida próspera que les esperaba cuando él saliera
del presidio. Rodya preveía que la enfermedad de su madre tendría un desenlace doloroso. Al fin
partió, seguido de Sonya.
Dos meses después, Duneshka y Razumikhin se casaron. Fue una ceremonia triste y silenciosa.
Entre los invitados figuraban Porfiry Petrovich y Zamyotov.
Desde hacía algún tiempo, Razumikhin daba muestras de una resolución inquebrantable. Dunya
tenía fe ciega en él y creía en la realización de sus proyectos. En verdad, habría sido difícil no
confiar en aquel joven que poseía una voluntad de hierro. Había vuelto a la universidad a fin de
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terminar sus estudios y los esposos no cesaban de forjar planes para el porvenir. Tenían la firme
intención de emigrar a Siberia al cabo de cinco años a lo sumo. Entre tanto, contaban con Sonya
para sustituirlos.
Pulkheria Alexandrovna bendijo de todo corazón el enlace de su hija con Razumikhin, pero
después de la boda aumentaron su tristeza y ensimismamiento. Para procurarle un rato agradable,
Razumikhin le explicó la generosa conducta de Rodya con el estudiante enfermo y su anciano
padre, y también que había sufrido graves quemaduras por salvar a dos niños de un incendio. Estos
dos relatos exaltaron en grado sumo el ya trastornado espíritu de Pulkheria Alexandrovna. Desde
entonces no cesó de hablar de aquellos nobles actos. Incluso en la calle los refería a los transeúntes,
en las tiendas, allí donde encontraba un auditor paciente empezaba a hablar de su hijo, del artículo
que había publicado, de su piadosa conducta con el estudiante, del espíritu de sacrificio que había
demostrado en un incendio, de las quemaduras que había recibido, etc.
Duneshka no sabía cómo hacerla callar. Aparte el peligro que encerraba esta exaltación morbosa,
podía darse el caso de que alguien, al oír el nombre de Raskolnikov, se acordara del proceso y
empezase a hablar de él.
Pulkheria Alexandrovna se procuró la dirección de los dos niños salvados por su hijo y se empeñó
en ir a verlos. Al fin su agitación llegó al límite. A veces prorrumpía de pronto en llanto, la acometían
con frecuencia accesos de fiebre y entonces empezaba a delirar. Una mañana dijo que, según sus
cálculos, Rodya estaba a punto de regresar, pues, al despedirse de ella, él mismo le había asegurado
que volvería al cabo de nueve meses. Y empezó a arreglar la casa, a preparar la habitación que
destinaba a su hijo (la suya), a quitar el polvo a los muebles, a fregar el suelo, a cambiar las
cortinas... Dunya sentía gran inquietud al verla en semejante estado, pero no decía nada e incluso
la ayudaba a preparar el recibimiento de Rodya.
Al fin, tras un día de agitación, de visiones, de ensueños felices y de lágrimas, Pulkheria
Alexandrovna perdió por completo el juicio y murió quince días después. Las palabras que dejó
escapar en su delirio hicieron suponer a los que le rodeaban que sabía de la suerte de su hijo mucho
más de lo que se sospechaba.
Raskolnikov ignoró durante largo tiempo la muerte de su madre. Sin embargo, desde su llegada
a Siberia recibía regularmente noticias de su familia por mediación de Sonya, que escribía todos
los meses a los esposos Razumikhin y nunca dejaba de recibir respuesta. Las cartas de Sonya
parecieron al principio, demasiado secas a Dunya y su marido. No les gustaban. Pero después
comprendieron que Sonya no podía escribir de otro modo y que, al fin y al cabo, aquellas cartas les
daban una idea clara y precisa de la vida del desgraciado Raskolnikov, pues abundaban en detalles
sobre este punto. Sonya describía tan simple como minuciosamente la existencia de Raskolnikov
en el presidio. No hablaba de sus propias esperanzas, de sus planes para el futuro ni de sus
sentimientos personales. En vez de explicar el estado espiritual, la vida interior del condenado,
de interpretar sus reacciones, se limitaba a citar hechos, a repetir las palabras pronunciadas por
Rodya, a dar noticias de su salud, a transmitir los deseos que había expresado, los encargos que
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había hecho... Gracias a estas noticias en extremo detalladas, pronto creyeron tener junto a ellos
a su desventurado hermano, y no podían equivocarse al imaginárselo, pues se fundaban en datos
exactos y precisos.
Sin embargo, las noticias que recibían no tenían, especialmente al principio, nada de consolador
para el matrimonio. Sonya contaba a Dunya y a su marido que Rodya estaba siempre sombrío
y taciturno, que permanecía indiferente a las noticias de Petersburgo que ella le transmitía, que
la interrogaba a veces por su madre. Y cuando Sonya se dio cuenta de que sospechaba la verdad
sobre la suerte de Pulkheria Alexandrovna, le dijo francamente que había muerto, y entonces, para
sorpresa suya, vio que Raskolnikov permanecía poco menos que impasible. Aunque concentrado
en sí mismo y ajeno a cuanto le rodeaba ‑le explicaba Sonya en una carta‑, miraba francamente y
con entereza su nueva vida. Se daba perfecta cuenta de su situación y no esperaba que mejorase en
mucho tiempo. No alimentaba vanas esperanzas, contrariamente a lo que suele ocurrir en los casos
como el suyo, y no parecía experimentar extrañeza alguna en su nuevo ambiente, tan distinto del
que había conocido hasta entonces.
Su salud era satisfactoria. Iba al trabajo sin resistencia ni apresuramiento; no lo eludía, pero
tampoco lo buscaba. Se mostraba indiferente respecto a la alimentación, pero ésta era tan mala,
exceptuando los domingos y días de fiesta, que al fin aceptó algún dinero de Sonya para poder
tomar té todos los días. Sin embargo, le rogó que no se preocupara por él, pues le contrariaba ser
motivo de inquietud para otras personas.
En otra de sus cartas, Sonya les explicó que Rodya dormía hacinado con los demás detenidos. Ella
no había visto la fortaleza donde estaban encerrados, pero tenía noticias de que los presos vivían
amontonados, en condiciones nada saludables y francamente horribles. Raskolnikov dormía sobre
un jergón cubierto por un simple trozo de tela y no deseaba tener un lecho más cómodo.
Si rechazaba todo aquello que podía suavizar su vida, hacerla un poco menos ingrata, no era por
principio, sino simplemente por apatía, por indiferencia hacia su suerte. Sonya contaba que, al
principio, sus visitas, lejos de complacer a Raskolnikov, lo irritaban. Sólo abría la boca para hacerle
reproches. Pero después se acostumbró a aquellas entrevistas, y llegaron a serle tan indispensables,
que cayó en una profunda tristeza en cierta ocasión en que Sonya se puso enferma y estuvo algún
tiempo sin ir a visitarle.
Los días de fiesta lo veía en la puerta de la prisión o en el cuerpo de guardia, adonde dejaban ir al
preso para unos minutos cuando ella lo solicitaba. Los días laborables iba a verlo en los talleres
donde trabajaba o en los cobertizos de la orilla del Irtish.
En sus cartas, Sonya hablaba también de sí misma. Decía que había logrado crearse relaciones y
obtener cierta protección en su nueva vida. Se dedicaba a trabajos de aguja, y como en la ciudad
escaseaban las costureras, había conseguido bastantes clientes. Lo que no decía era que había
logrado que las autoridades se interesaran por la suerte de Raskolnikov y lo excluyeran de los
trabajos más duros.
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Al fin, Razumikhin y Dunya supieron (esta carta, como todas las últimas de Sonya, pareció a Dunya
colmada de un terror angustioso) que Raskolnikov huía de todo el mundo, que sus compañeros de
prisión no le querían, que estaba pálido como un muerto y que pasaba días enteros sin pronunciar
una sola palabra.
En una nueva carta, Sonya manifestó que Rodya estaba enfermo de gravedad y se le había trasladado
al hospital del presidio.
II
Hacía tiempo que llevaba la enfermedad en incubación, pero no era la horrible vida del presidio,
ni los trabajos forzados, ni la alimentación, ni la vergüenza de llevar la cabeza rapada e ir vestido
de harapos lo que había quebrantado su naturaleza. ¡Qué le importaban todas estas miserias, todas
estas torturas! Por el contrario, se sentía satisfecho de trabajar: la fatiga física le proporcionaba,
al menos, varias horas de sueño tranquilo. ¿Y qué podía importarle la comida, aquella sopa de
coles donde nadaban las cucarachas? Cosas peores había conocido en sus tiempos de estudiante.
Llevaba ropas de abrigo adaptadas a su género de vida. En cuanto a los grilletes, ni siquiera notaba
su peso. Quedaba la humillación de llevar la cabeza rapada y el uniforme de presidiario. Pero ¿ante
quién podía sonrojarse? ¿Ante Sonya? Sonya le temía. Además, ¿qué vergüenza podía sentir ante
ella? Sin embargo, enrojecía al verla y, para vengarse, la trataba grosera y despectivamente.
Pero su vergüenza no la provocaban los grilletes ni la cabeza rapada. Le habían herido cruelmente
en su orgullo, y era el dolor de esta herida lo que le atormentaba. ¡Qué feliz habría sido si hubiese
podido hacerse a sí mismo alguna acusación! ¡Qué fácil le habría sido entonces soportar incluso
el deshonor y la vergüenza! Pero, por más que quería mostrarse severo consigo mismo, su
endurecida conciencia no hallaba ninguna falta grave en su pasado. Lo único que se reprochaba
era haber fracasado, cosa que podía ocurrir a todo el mundo. Se sentía humillado al decirse que él,
Raskolnikov, estaba perdido para siempre por una ciega disposición del destino y que tenía que
resignarse, que someterse al absurdo de este juicio sin apelación si quería recobrar un poco de
calma. Una inquietud sin finalidad en el presente y un sacrificio continuo y estéril en el porvenir: he
aquí todo lo que le quedaba sobre la tierra. Vano consuelo para él poder decirse que, transcurridos
ocho años, sólo tendría treinta y dos y podría empezar una nueva vida. ¿Para qué vivir? ¿Qué
provecho tenía? ¿Hacia dónde dirigir sus esfuerzos? Bien que se viviera por una idea, por una
esperanza, incluso por un capricho, pero vivir simplemente no le había satisfecho jamás: siempre
había querido algo más. Tal vez la violencia de sus deseos le había hecho creer tiempo atrás que
era uno de esos hombres que tienen más derechos que el tipo común de los mortales.
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Sí, muchos detalles de la vida del presidio, del ambiente que le rodeaba, eludían su comprensión,
o acaso él no quería verlos. Vivía como con la mirada en el suelo, porque le era insoportable lo
que podía percibir a su alrededor. Pero, andando el tiempo, le sorprendieron ciertos hechos cuya
existencia jamás había sospechado, y acabó por observarlos atentamente. Lo que más le llamó la
atención fue el abismo espantoso, infranqueable, que se abría entre él y aquellos hombres. Era
como si él perteneciese a una raza y ellos a otra. Unos y otros se miraban con hostil desconfianza. Él
conocía y comprendía las causas generales de este fenómeno, pero jamás había podido imaginarse
que tuviesen tanta fuerza y profundidad. En el penal había políticos polacos condenados al exilio
en Siberia. Éstos consideraban a los criminales comunes como unos ignorantes, unos brutos, y
los despreciaban. Raskolnikov no compartía este punto de vista. Veía claramente que, en muchos
aspectos, aquellos brutos eran más inteligentes que los polacos. También había rusos (un oficial y
varios seminaristas) que miraban con desdén a la plebe del penal, y Raskolnikov los consideraba
igualmente equivocados.
A él nadie le quería: todos se apartaban de su lado. Acabaron por odiarle. ¿Por qué? lo ignoraba.
Le despreciaban y se burlaban de él. Igualmente se mofaban de su crimen, condenados que habían
cometido otros crímenes más graves.
‑Tú eres un señorito ‑le decían‑. Eso de asesinar a hachazos no se ha hecho para ti.
‑No son cosas para la gente bien.
La segunda semana de cuaresma le correspondió celebrar la pascua con los presos de su
departamento. Fue a la iglesia y asistió al oficio con sus compañeros. Un día, sin que se supiera por
qué, se produjo un altercado entre él y los demás presos. Todos se arrojaron sobre él furiosamente.
‑Tú eres un ateo; tú no crees en Dios ‑le gritaban‑. Mereces que te maten.
Él no les había hablado de Dios ni de religión jamás. Sin embargo, querían matarlo por infiel. Rodya
no contestó. Uno de los reclusos, ciego de cólera, se fue hacia él, dispuesto a atacarlo. Raskolnikov
le esperó en silencio, con una calma absoluta, sin parpadear, sin que ni un solo músculo de su cara
se moviera. Un guardián se interpuso a tiempo. Si hubiese tardado un minuto en intervenir, habría
corrido la sangre.
Había otra cuestión que no conseguía resolver. ¿Por qué estimaban todos, tanto a Sonya? Ella no
hacía nada para atraerse sus simpatías. Los penados sólo la podían ver de tarde en tarde en los
astilleros o en los talleres adonde iba a reunirse con Raskolnikov. Sin embargo, todos la conocían y
todos sabían que Soneshka le había seguido al penal. Estaban al corriente de su vida y conocían su
dirección. Ella no les daba dinero ni les prestaba ningún servicio. Solamente una vez, en Navidad,
hizo un regalo a todos los presos: pasteles y panes rusos.
Pero, insensiblemente, las relaciones entre ellos y Sonya fueron estrechándose. La muchacha
escribía cartas a los presos para sus familias y después las echaba al correo. Cuando los deudos
de los reclusos iban a la ciudad para verlos, ellos les indicaban que enviaran a Sonya los paquetes
e incluso el dinero que quisieran remitirles. Las esposas y las amantes de los presidiarios la
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conocían y la visitaban. Cuando Sonya iba a ver a Raskolnikov a los lugares donde trabajaba con
sus compañeros, o cuando se encontraba con un grupo de penados que iba camino del lugar de
trabajo, todos se quitaban el gorro y la saludaban.
‑Querida Sofya Semyonovna, tú eres nuestra tierna y protectora madrecita ‑decían aquellos
presidiarios, aquellos hombres groseros y duros a la frágil mujercita.
Ella contestaba sonriendo y a ellos les encantaba esta sonrisa.
Adoraban incluso su manera de andar. Cuando se marchaba, se volvían para seguirla con la vista
y se deshacían en alabanzas. Alababan hasta la pequeñez de su figura. Ya no sabían qué elogios
dirigirle. Incluso la consultaban cuando estaban enfermos.
En las ciudades, las trompetas resonaban durante todo el día. Todos los hombres eran llamados a
las armas, pero ¿por quién y para qué? Nadie podía decirlo y el pánico se extendía por todas partes.
Se abandonaban los oficios más sencillos, pues cada trabajador proponía sus ideas, sus reformas,
y no era posible entenderse. Nadie trabajaba la tierra. Aquí y allá, los hombres formaban grupos
y se comprometían a no disolverse, pero poco después olvidaban su compromiso y empezaban a
acusarse entre sí, a contender, a matarse. Los incendios y el hambre se extendían por toda la tierra.
Los hombres y las cosas desaparecían. La epidemia seguía extendiéndose, devastando. En todo
el mundo sólo tenían que salvarse algunos elegidos, unos cuantos hombres puros, destinados a
formar una nueva raza humana, a renovar y purificar la vida humana. Pero nadie había visto a estos
hombres, nadie había oído sus palabras, ni siquiera el sonido de su voz.
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Raskolnikov estaba amargado, pues no lograba librarse de la penosa impresión que le había
causado aquel sueño absurdo. Era ya la segunda semana de pascua. Los días eran tibios, claros,
verdaderamente primaverales. Se abrieron las ventanas del hospital, todas enrejadas y bajo las
cuales iba y venía un centinela. Durante toda la enfermedad de Rodya, Sonya sólo le había podido
ver dos veces, pues se necesitaba para ello una autorización sumamente difícil de obtener. Pero
había ido muchos días, sobre todo al atardecer, al patio del hospital para verlo desde lejos, un
momento y a través de las rejas.
Una tarde, cuando ya estaba casi curado, Raskolnikov se durmió. Al despertar se acercó
distraídamente a la ventana y vio a Sonya de pie junto al portal. Parecía esperar algo. Raskolnikov
se estremeció: había sentido una dolorosa punzada en el corazón. Se apartó a toda prisa de la
ventana. Al día siguiente Sonya no apareció; al otro, tampoco. Rodya se dio cuenta de que la
esperaba ansiosamente. Al fin dejó el hospital. Ya en el presidio, sus compañeros le informaron de
que Sofya Semyonovna estaba enferma. Profundamente inquieto, Raskolnikov envió a preguntar
por ella. En seguida supo que su enfermedad no tenía importancia. Sonya, al saber que su estado
preocupaba a Rodya, le escribió una carta con lápiz para decirle que estaba mucho mejor y que sólo
padecía un enfriamiento. Además, le prometía ir a verlo lo antes posible al lugar donde trabajaba.
El corazón de Raskolnikov empezó a latir con violencia.
Era un día cálido y hermoso. A las seis de la mañana, Rodya se dirigió al trabajo: a un horno
para cocer alabastro que habían instalado a la orilla del río, en un cobertizo. Sólo tres hombres
trabajaban en este horno. Uno de ellos se fue a la fortaleza, acompañado de un guardián, en busca
de una herramienta; otro estaba encendiendo el horno. Raskolnikov salió del cobertizo, se sentó
en un montón de maderas que había en la orilla y se quedó mirando el río ancho y desierto. Desde
la alta ribera se abarcaba con la vista una gran extensión del país. En un punto lejano de la orilla
opuesta, alguien cantaba y su canción llegaba a oídos del preso. Allí, en la estepa infinita inundada
de sol, se alzaban aquí y allá, como puntos negros apenas perceptibles, las tiendas de campaña
de los nómadas. Allí reinaba la libertad, allí vivían hombres que no se parecían en nada a los
del presidio. Se tenía la impresión de que el tiempo se había detenido en la época de Abraham
y sus rebaños. Raskolnikov contemplaba el lejano cuadro con los ojos fijos y sin hacer el menor
movimiento. No pensaba en nada: dejaba correr la imaginación y miraba. Pero, al mismo tiempo,
experimentaba una vaga inquietud.
De pronto vio a Sonya a su lado. Se había acercado en silencio y se había sentado junto a él. Era
todavía temprano y el fresco matinal se dejaba sentir. Sonya llevaba su vieja y raída capa y su chal
verde. Su cara, delgada y pálida, conservaba las huellas de su enfermedad. Sonrió al preso con
expresión amable y feliz y, como de costumbre, le tendió tímidamente la mano.
Siempre hacía este movimiento con timidez. A veces, incluso se abstenía de hacerlo, por temor
a que él rechazara su mano, pues le parecía que Rodya la tomaba a la fuerza. En algunas de sus
visitas incluso daba muestras de enojo y no abría la boca mientras ella estaba a su lado. Había días
en que la joven temblaba ante su amigo y se separaba de él profundamente afligida. Esta vez, por el
contrario, sus manos permanecieron largo rato enlazadas. Rodya dirigió a Sonya una rápida mirada
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y bajó los ojos sin pronunciar palabra. Estaban solos. Nadie podía verlos. El guardián se había
alejado. De súbito, sin darse cuenta de lo que hacía y como impulsado por una fuerza misteriosa
Raskolnikov se arrojó a los pies de la joven, se abrazó a sus rodillas y rompió a llorar. En el primer
momento, Sonya se asustó. Mortalmente pálida, se puso en pie de un salto y le miró, temblorosa.
Pero al punto lo comprendió todo y una felicidad infinita centelleó en sus ojos. Sonya se dio cuenta
de que Rodya la amaba: sí, no cabía duda. La amaba con amor infinito. El instante tan largamente
esperado había llegado.
Querían hablar, pero no pudieron pronunciar una sola palabra. Las lágrimas brillaban en sus ojos.
Los dos estaban delgados y pálidos, pero en aquellos rostros ajados brillaba el alba de una nueva
vida, la aurora de una resurrección. El amor los resucitaba. El corazón de cada uno de ellos era un
manantial de vida inagotable para el otro. Decidieron esperar con paciencia. Tenían que pasar siete
años en Siberia. ¡Qué crueles sufrimientos, y también qué profunda felicidad, llenaría aquellos
siete años! Raskolnikov estaba regenerado. Lo sabía, lo sentía en todo su ser. En cuanto a Sonya,
sólo vivía para él.
Al atardecer, cuando los presos fueron encerrados en los dormitorios, Rodya, echado en su lecho
de campaña, pensó en Sonya. Incluso le había parecido que aquel día, todos aquellos compañeros
que antes habían sido enemigos de él le miraban de otro modo. Él les había dirigido la palabra, y
todos le habían contestado amistosamente. Ahora se acordó de este detalle, pero no sintió el menor
asombro. ¿Acaso no había cambiado todo en su vida?
Pensaba en Sonya. Se decía que la había hecho sufrir mucho. Recordaba su pálida y delgada carita.
Pero estos recuerdos no despertaban en él ningún remordimiento, pues sabía que a fuerza de amor
compensaría largamente los sufrimientos que le había causado.
Por otra parte, ¿qué importaban ya todas estas penas del pasado? Incluso su crimen, incluso la
sentencia que le había enviado a Siberia, le parecían acontecimientos lejanos que no le afectaban.
Además, aquella noche se sentía incapaz de reflexionar largamente, de concentrar el pensamiento.
Sólo podía sentir. Al razonamiento se había impuesto la vida. La regeneración alcanzaba también
a su mente.
En su cabecera había un Evangelio. Lo cogió maquinalmente. El libro pertenecía a Sonya. Era el
mismo en que ella le había leído una vez la resurrección de Lázaro. Al principio de su cautiverio,
Raskolnikov esperó que Sonya le persiguiera con sus ideas religiosas. Se imaginó que le hablaría
del Evangelio y le ofrecería libros piadosos sin cesar. Pero, con gran sorpresa suya, no había
ocurrido nada de esto: ni una sola vez le había propuesto la lectura del Libro Sagrado. Él mismo
se lo había pedido algún tiempo antes de su enfermedad, y ella se lo había traído sin hacer ningún
comentario. Aún no lo había abierto.
Tampoco ahora lo abrió. Pero un pensamiento pasó veloz por su mente.
« ¿Acaso su fe, o por lo menos sus sentimientos y sus tendencias, pueden ser ahora distintos de los
míos? »
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Sonya se sintió también profundamente agitada aquel día y por la noche cayó enferma. Se sentía
tan feliz y había recibido esta dicha de un modo tan inesperado, que experimentaba incluso cierto
terror.
¡Siete años! ¡Sólo siete años! En la embriaguez de los primeros momentos, poco faltó para que los
dos considerasen aquellos siete años como siete días. Raskolnikov ignoraba que no podría obtener
esta nueva vida sin dar nada por su parte, sino que tendría que adquirirla al precio de largos y
heroicos esfuerzos...
Pero aquí empieza otra historia, la de la lenta renovación de un hombre, la de su regeneración
progresiva, su paso gradual de un mundo a otro y su conocimiento escalonado de una realidad
totalmente ignorada. En todo esto habría materia para una nueva narración, pero la nuestra ha
terminado.
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