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Crimen y Castigo

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[8:11 p. m.

, 7/9/2023] Davila: Crimen y castigo

En un atardecer muy caluroso de principios de julio un

joven salió de la pequeña buhardilla que tenía alquilada

en el pasadizo Stoliarny y se encaminó a paso lento y un

tanto irresoluto hacia el puente Kamenny. Había logrado

dar esquinazo a su patrona en la escalera. Su cuchitril se

hallaba bajo la techumbre misma de un edificio alto de

cinco plantas y más parecía alacena que habitación. La

patrona que se lo alquilaba y le proveía de comida y ser-

vicio tenía su propia vivienda en el piso inmediatamen-

te inferior, y cuando el joven salía a la calle tenía que

pasar junto a la cocina de ella, cuya puerta, que daba a la

escalera, estaba casi siempre abierta de par en par. Y cada

vez que pasaba lo hacía con cierta sensación de malestar

y cobardía que le obligaba a fruncir el ceño de pura ver-

güenza. Debía bastante dinero a la patrona y temía tro-

pezar con ella.

mentir... No. Más valía deslizarse escaleras abajo como un

gato y escabullirse sin ser visto.

En esta ocasión, no obstante, el temor de tropezar con su

acreedora fue tal que él mismo se sorprendió de ello al lle-

gar a la calle.

No porque fuese de suyo encogido y timorato; más bien

lo contrario. Pero de algún tiempo a esa parte se hallaba

en un estado de irritabilidad y tensión rayano en hipocon-

dría. Hasta tal punto se había encerrado en sí mismo y ais-

lado de todo el mundo que temía cualquier género de

contacto no sólo el encuentro con la patrona. La pob


le abrumaba, pero últimamente hasta esa agobiante cir-

cunstancia había dejado de afectarle. Se había desenten-

dido por completo de sus quehaceres cotidianos y nada

quería saber de ellos. A decir verdad, ninguna patrona le

causaba espanto por mucho que intrigara contra él. Pero

tener que detenerse en la escalera, oír toda una sarta de

sandeces sobre menudencias con las que él nada tenía que

ver, escuchar la retahíla insistente de quejas, amenazas y

exigencias de pago y tener que salir del paso, disculparse,

yo

fa

er

li

-¡Pensar que estoy tramando algo tan terrible y asustar-

me, sin embargo, de tales niñerías se decía con extraña

sonrisa ¡Hum! Si..., el hombre lo tiene todo en sus

manos, pero de puro miedo puede dejarlo escapar... Eso es

una perogrullada... Vamos a ver, ¿qué es lo que más temen

los hombres? Una nueva iniciativa y sobre todo una nueva

palabra; eso es lo que temen más... Pero estoy hablando

demasiado. Por eso no hago nada, porque hablo demasia-

do. O quizá hablo demasiado porque no hago nada. En

este último mes me ha dado por hablar conmigo mismo,

tumbado todo el santo día en un rincón y pensando...en

las musarañas. Pero, ¿por qué he salido ahora? ¿Es que soy

capaz de eso? ¿Es que lo pienso de veras? Claro que no lo

pienso de veras. Así pues, me estoy entreteniendo con fan-


tasías, con juegos de niños. Sí, quizá esté sólo jugando.

El calor era sofocante en la calle. El bochorno, el gentío y

por doquiera encalado, andamios, ladrillos, polvo, y ese

hedor estival tan conocido de todo peterburgués que no

puede alquilar una casa en el campo..., todo ello vino a cris-

par aún más los ya tirantes nervios del joven. El tufo ina-

guantable que despedían las tabernas, de las que había un

sinfín en esa parte de la ciudad, y los borrachos con quie-

nes se tropezaba a cada paso, no obstante ser día labora-

ble completaban ese cuadro melancólico y repulsivo. Una

expresión de honda repugnancia se dibujó momentánea-

mente en las facciones delicadas del mancebo. (A propó-

sito, era notablemente guapo, de hermosos ojos oscuros,

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lc

pelo castaño y estatura algo superior a la media, esbelto y

bien formado.) Pero pronto cayó en una honda meditación

o, mejor dicho, en una especie de ensimismamiento, y pro-

siguió su camino sin percatarse, ni querer percatarse, de

lo que le rodeaba. De vez en cuando murmuraba algo

entre dientes por su hábito de monologar, como acababa

de confesar. En ese momento él mismo reconocía lo albo-

rotado de sus pensamientos y lo muy débil que estaba.

Hacía ya dos días que

[8:11 p. m., 7/9/2023] Davila: pelo castaño y estatura algo superior a la media, esbelto y

bien formado.) Pero pronto cayó en una honda meditación

o, mejor dicho, en una especie de ensimismamiento, y pro-


siguió su camino sin percatarse, ni querer percatarse, de

lo que le rodeaba. De vez en cuando murmuraba algo

entre dientes por su hábito de monologar, como acababa

de confesar. En ese momento él mismo reconocía lo albo-

rotado de sus pensamientos y lo muy débil que estaba.

Hacía ya dos días que no probaba bocado.

Iba tan mal vestido que, aun quien acostumbrase a estar-

lo así, se avergonzaría de salir de día a la calle con seme-

jantes andrajos. Pero el barrio era tal que raro sería que

nadie se maravillase de verlo en ese atavío. En las cerca-

nías del mercado de Heno, con su profusión de lupanares

y su vecindario compuesto en su mayoría por obreros y

artesanos, hacinado en esas calles y callejas del centro de

Petersburgo, salían a veces a escena sujetos de tal calaña

y no cabía esperar que nadie se asombrase del más estra-

falario de ellos. Ahora bien, había tanto amargo desprecio

en el espíritu del mancebo que, a despecho de su sensibi-

lidad, a veces harto juvenil, no se cuidaba en absoluto de

los harapos con que salía a la calle. Muy otra hubiera sido

su actitud de haber tropezado con algún conocido suyo o

antiguo camarada, que quien, en todo caso, hubiera pre-

ferido ocultarse... Así y todo, cuando un borracho, a quien

en ese momento llevaban -no se sabe por qué ni a

Lectura

dónde en una enorme carreta tirada por un caballo

igual de enorme, le gritó al pasar: "¡Hola, tú, el de casque-

te alemán!", y siguió vociferando y apuntándole con el


dedo, el joven se detuvo y agarró febrilmente su sombre-

ro. Era un sombrero alto de copa, redondo, procedente de

la conocida tienda Zimmermann pero ya muy gastado,

raído por los años, lleno de manchas y agujeros, con el

trozo de ala que le quedaba levantado ridículamente por

un lado. Pero no era vergüenza, sino otro sentimiento más

semejante al terror, lo que se adueñó de él.

-Ya lo sabía! -murmuró confuso. ¡Ya me lo figura-

ba ¡Esto es lo peor de todo! ¡Una idiotez como esta, una

fruslería, puede echarlo todo a rodar! Sí, el sombrero

llama demasiado la atención... Es ridículo y por eso se fijan

en él. A mis andrajos lo que les va mejor es una gorra, una

gorra vieja cualquiera, y no esta monstruosidad. Nadie

lleva una prenda como esta. La notarían a la legua, se acor-

darían después y serviría de pista. Hay que pasar lo más

inadvertido posible... ¡Las minucias son importantes!

Minucias como estas pueden dar al traste con todo.

No necesitaba ir muy lejos; además, sabía cuántos pasos

había desde la puerta de su casa; exactamente setecientos

treinta. Los había contado en una ocasión, cuando ya

empezaba a dar rienda suelta a su fantasía. Por aquel

entonces ni él mismo creía aún en esas invenciones suyas

y lo que sentía era sólo irritación ante la audacia tan repul-

siva como subyugante que delataban. Ahora, sin embar-

go, un mes más tarde, empezaba a mirarlas de otro modo;

y a pesar de los monólogos un tanto en broma sobre su

propia debilidad e irresolución, se iba habituando incons-

cientemente a considerar ese "sueño feo" como un verda-


dero proyecto, aun sin creer en su realización. Más aún

ahora iba a ensayar ese proyecto y con cada paso que daba

su agitación iba en aumento.

Literatura

Con desfallecido corazón y temblor nervioso llegó a un

edificio enorme, uno de cuyos muros corría paralelo al

canal y otro a la calle Sadovaya. El edificio estaba reparti-

do en varias viviendas pequeñas, ocupadas por trabajado-

res de toda laya: sastres, cerrajeros, cocineros, artesanos

alemanes, rameras que vivían de su oficio, empleados del

Estado de baja categoría, etc. La gente entraba y salía pre-

surosa por los dos portales y atravesaba ambos patios del

edificio. Esta tenía tres cuatro porteros. El joven tuvo la

buena suerte de no topar con ninguno de ellos cuando se

deslizó inadvertido desde el portal hasta una escalera que

había a la derecha. La escalera era lóbrega y angosta, de

esas que llaman «negras», pero él lo sabía y era un deta-

lle que le agradaba. En oscuridad semejante hasta una

mir deada curiosa resultaba inofensiva.

-Si tanto miedo tengo ahora, ¿cuánto no tendría si deci-

diera llevar a cabo la cosa misma?... -iba pensando sin

proponérselo al llegar al cuarto piso.

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[8:11 p. m., 7/9/2023] Davila: Literatura

le obstruyeron el paso dos mozos de cuerda, antiguos

soldados, que estaban sacando muebles de una de las

viviendas. Ya sabía que era la de un alemán, empleado del

Estado, que la ocupaba con su familia.


-De modo que este alemán se muda ahora. Así, pues, en

esta planta, por esta escalera y en este descansillo sólo

queda ocupado el piso de la vieja, al menos por el momen-

to. Eso está bien... en caso de que yo... -pensó una vez

más y tiró de la campanilla de la vieja. La campanilla sonó

débilmente, como si fuera de hojalata en vez de cobre. En

las viviendas pequeñas de casas así casi todas las campa-

nillas suenan de ese modo, pero había olvidado cómo

sonaba esta, y su peculiar tintineo pareció recordarle algo

con notable nitidez... Sintió un estremecimiento: ahora

tenía los nervios débiles en demasía. Tras breve pausa se

abrió la puerta pero sólo una rendija, y una mujer miró al

visitante con recelo evidente; en la oscuridad sólo se dis-

tinguían sus ojillos relucientes. Pero al ver que en el pasi-

llo había más gente, cobró ánimo y abrió de par en par. El

joven cruzó el umbral y entró en un oscuro recibimiento

separado de la cocina por un tabique. La vieja permane-

cía callada ante él mirándole inquisitivamente. Era una

viejuca diminuta y reseca, de unos sesenta años, de ojillos

penetrantes y malignos y naricilla aguda. Tenía la cabeza

descubierta, y su cabello claro, que empezaba a encanecer,

estaba untado de una capa espesa de grasa.. Alrededor del

cuello, largo y flaco como pata de gallina, tenía anudado

un trapo de franela, y de los hombros, no obstante el calor,

colgaba una pelerina raída Y amarilla de puro vieja. La

decrépita mujeruca tosía y gimoteaba de continuo. El

mozo la debió de mirar de modo extraño porque en los

ojos de ella volvió a apuntar la suspicacia de antes.


-Raskolnikov, estudiante. Ya estuve aquí hace un mes

-se apresuró a murmurar el joven con una ligera incli-

debía mostrarse amable.

nación, recordando que

-Me acuerdo, amigo. Me acuerdo muy bien de

vo usted -contestó la vieja con algún retíntín, sin apar-

tar todavía la vista de la cara del visitante.

que

estu-

-Pues... he vuelto por el asuntillo de marras-conti-

nuó Raskolnikov algo desconcertado por la desconfian-

za de la vieja. «Quizá sea siempre así -pensaba- y no

me diera cuenta la otra vez», se dijo con una sensación

de desagrado.

La vieja callaba, como rumiando algo; luego se hizo a

un lado y, señalando una puerta, dejó pasar al joven

-Adelante, amigo.

El mozo entró en un cuartito que, con su papel descolori-

do, sus geranios y sus cortinas de muselina ventanas, esta-

ba en ese momento brillantemente iluminado por los

rayos del sol poniente. «¡Así, pues brillará también el sol

entonces!...», pensó, de pronto, echando un rápido vista-

zo al cuarto para grabarlo en la memoria y recordar en lo

posible su disposición. Pero en él no había nada de parti-

cular. El mobiliario, viejísimo y pintado de amarillo, con-

sistía de un sofá de alto y curvo, respaldo de madera, una

mesa oval delante de él, un lavabo con espejo entre las ven-
tanas, algunas sillas junto a las paredes y dos o tres cromos

baratos de marco amarillo que representaban jovencitas

alemanas con pájaros en las manos. Eso era todo. En un

rincón ardía una lamparilla ante un icono pequeño. Todo

estaba muy limpio; muebles y suelo relucían; todo brilla-

ba. "Obra de Lizaveta" pensó el mozo. En el cuarto no se

veía una mota de polvo. "¡Hay que ver lo limpio que lo tie-

nen todo estas viudas viejas y malas!", siguió diciéndose

Raskolnikov. Entre tanto miraba con curiosidad la cortina

estampada que colgaba ante la puerta de la otra minúscu-

la habitación donde estaban la cama de la vieja y una

cómoda que nunca había conseguido ver. La vivienda con-

sistía sólo de esas dos habitaciones.

-¿Qué se le ofrece? -inquirió severa la viejuca, entran-

verle

para

do a su vez en el cuarto y plantándose ante él

cara a cara.

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[8:11 p. m., 7/9/2023] Davila: O SANTILLANA

-Traigo algo para empeñar. Aquí está y sacó del bolsi-

llo un reloj de plata viejo y plano, con un globo grabado

en la tapa, y cadena de acero.

-Pero ya es hora de que desempeñe lo que empeñó antes.

Hace dos días que caducó el mes.

--Le pagaré otro mes de interés. Tenga paciencia.

-Lo de tener paciencia o vender ahora lo empeñado es

cosa mía, mocito.


-¿Cuánto me da por el reloj, Aliona Ivanovna?

-Sólo me trae basura, amigo. Esto no vale nada. La últi-

ma vez le di dos rublos por una sortijilla que se podría

comprar nueva por rublo y medio en una joyería.

-Déme cuatro rublos. Lo desempeñaré que era de mi

padre. Espero recibir dinero de un momento para otro.

-Rublo y medio y el interés por adelantado. Es mi últi-

ma palabra.

-Rublo y mediol -exclamó el joven.

-¡Allá usted! -y la vieja le alargó el reloj. El joven lo

tomó con tal enojo que a punto estuvo de irse al instante;

pero cambió de propósito, recordando que de nada valía

ir a otro sitio y que tenía otro motivo en venir allí.

-Démelo -dijo con rudeza.

La vieja rebuscó las llaves en un bolsillo y pasó al otro cuar-

to, tras la cortina. El joven, una vez solo, aguzó el oído Y

trató de imaginarse lo que ella hacía. La oyó abrir la cómo-

da. «Debe de ser el cajón de arriba se figuró. ¡Conque guar-

da las llaves en el bolsillo de la derecha, todas juntas, en

un anillo de acero!... Hay una con muescas, el triple de

grande que las demás; por lo tanto, no es la de la cómo-

da... Así, pues, habrá ahí otra cosa: una caja o un baúl... Es

curioso. Los baúles tienen llaves como esas... En todo caso,

¡qué asqueroso es todo esto!..."

Volvió la vieja.

-Vamos a ver, mocito. Diez kopeks por rublo al mes

hacen quince kopeks que me debe usted por el rublo y

medio que le presto por un mes. Los tomo por adelanta-


do. Me debe, además, veinte kopeks por los dos rublos que

antes le presté al mismo interés. Total, treinta y cinco

kopeks. Así, pues, lo que le corresponde por su reloj es un

rublo y quince kopeks. Aquí tiene.

-¿Cómo? ¿Conque ahora es sólo un rublo y quince

kopeks?

-Exactamente.

El joven no rechistó y tomó el dinero. Miraba a la vieja sin

apresurarse a salir, como queriendo decir o hacer algo,

pero sin saber precisamente qué.

-Quizá le traiga otra cosa en un par de días, Aliona

Ivanovna..., de plata..., de valor... Una pitillera..., va devol-

vérmela un amigo...-se turbó y guardó silencio.

-Hablaremos entonces, mocito.

-Adiós... Está usted sola siempre. ¿No está aquí su her-

mana? -preguntó con el mayor desembarazo posible

cuando salió al recibimiento.

Lectura

-Y usted qué tiene que ver con ella, amigo?

-Nada de particular. Sólo preguntaba. Pero usted. ¡Adiós,

Aliona Ivanovnal

Raskolnikov salió verdaderamente confuso. Su turbación

iba en aumento y cuando bajaba la escalera se detuvo

varias veces como sorprendido. Por último, ya en la calle

exclamó:

-¡Ay, Dios! ¡Qué repugnante es todo estol ¿Pero posible.....

es posible que yo?... No..., es una sandez un absurdol

-Añadió con decisión-¿Es posible que cosa tan horren-


da pueda pasárseme por la cabeza? ¡Hay que ver la ruin-

dad de que es capaz mi corazón! ¡Lo principal es que se

trata de algo infame, inmundo, horrible!... Y me he pasa-

do un mes entero...

Literatura

Pero ni con palabras ni con exclamaciones podía calmar

su desasosiego. Una sensación de asco infinito, que ya

había empezado a oprimirle y atormentarle cuando se

dirigía a casa de la vieja, creció hasta el punto de que no

sabía a dónde iba de la congoja que sentía. Caminaba por

la acera como ebrio, sin ver a los transeúntes y tropezan-

do con ellos, y no volvió en su acuerdo hasta llegar a la

calle siguiente. Miró en torno y vio que se hallaba junto

a una taberna en un sotabanco al que se bajaba desde la

acera por unos escalones. En ese momento salían de allí

dos borrachos, apoyándose uno en otro y blasfemando

mientras subían dando tumbos a la calle. Sin apenas pen-

sarlo, Raskolnikov bajó los escalones. Nunca antes había

estado en tugurio semejante, pero ahora sentía mareo y

una sed abrasadora. Tenía ganas de cerveza fría, mayor-

mente porque achacaba su repentina debilidad a no

haber comido. Se sentó en un rincón oscuro y sucio, tras

una mesilla grasienta, pidió cerveza y bebió el primer

vaso con verdadera ansia. Al instante se sintió mejor y

se le despejó la cabeza.

-Todo esto es una tontería -se dijo esperanzado y no

tenía por qué atolondrarme. No es más que agotamiento

físico. Con un vaso de cerveza y una tostada se fortalece


el caletre en un santiamén, se aclaran las ideas y se ratifi-

can los propósitos. ¡Uf, qué mezquino es todo ello!...

Pero no obstante el desprecio con que escupió esas

palabras se sentía más animado, como si súbitamente se

hubiera quitado de encima un peso agobiante, y dirigió

una mirada amistosa a los circunstantes. Sin embargo,

aun en ese momento presintió vagamente que esa

repentina mejoría era también morbosa. Ya entonces

quedaba poca gente en la taberna. Aparte de los dos

borrachos que había encontrado en la escalera, se había

marchado también un grupo de cuatro o cinco hombres

acompañados de una mujer que llevaba un acordeón.

Después de esto, el sitio parecía tranquilo y vacío.

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