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Timidez y pasión
Timidez y pasión
Timidez y pasión
Libro electrónico163 páginas2 horas

Timidez y pasión

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Timidez y pasión:

"—Mira, Elena: yo te quiero, te quiero más que a ese almanaque, que ya es decir… Te juro por mi sangre que mi amor es tan grande como el despacho del director de un Banco… ¡¡Frurr!!…

Dio un respingo. ¡Era un idiota! ¿Qué tenía que ver el cariño con el despacho del director de un Banco? Siempre tenía que salirse por la tangente. Era inútil; él no servía para hacer el amor a una mujer, a pesar de que se entrenaba todos los días frente a aquel cuadro para poder repetir después la lección aprendida a la hermosa Elena, la muchacha que todas las mañanas le miraba con sus ojos grandes y soberbios, llenos de luz y de dulzura…"
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 feb 2017
ISBN9788491625087
Timidez y pasión
Autor

Corín Tellado

Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela de amor. Además, bajo el seudónimo de Ada Miller, cuenta con varias novelas eróticas. Es la dama de la novela romántica por excelencia, hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.

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    Timidez y pasión - Corín Tellado

    CAPITULO PRIMERO

    La habitación era sencilla, sin pretensiones. Pintoresca por los mil heterogéneos objetos esparcidos por sus más inverosímiles rincones. El piso, de mosaicos relucientes. Una cama, niquelada, en medio de la estancia; un armario de media luna colocado en un ángulo. Dos sillas puestas de cualquier forma ante una mesa adquirida en la plaza del Rastro, que en sus buenos tiempos tal vez había sido de despacho, y sobre ella veíanse papelotes, libros, plumeros, paquetes de tabaco… diversidad de objetos que relucían sobre aquel armatoste a quien el gandul que descaradamente les había engañado al hacérselo adquirir, pusiera el nombre de mesa.

    Unos zapatos retorcidos, sin pizca de suela, asomaban por debajo de la revuelta cama. Más allá, un pijama arrugado y descolorido. La mesita de noche abierta de par en par, llena de restos de calcetines. La brocha de afeitar colocada por casualidad encima de una silla coja, junto con el jabón, las hojas y algún otro objeto. No faltaba ni la crema de los zapatos —para zapatos no tenía, pero la crema se adquiría por unos despreciables céntimos— ni el cepillo deshilachado, que servía para mil cosas diferentes: trajes, cabellos —si el caso lo requería—, alpargatas, gabardinas…, para todo tenía utilidad el despreciable cepillo.

    De la desnuda pared, y sobre la cabecera de la cama colgaba un crucifijo. Era lo único de valor en la habitación del pintoresco bohemio, cuya figura alta y desgarbada, se alzaba ante un cuadro de almanaque, el cual clavado de cualquier manera, representaba la Piconera de Romero de Torres. Claro es que de Torres sólo tenía el nombre por semejanza, pues, además de poseer una pésima estilización goyesca y de que la carcoma hablaba de una época muy remota, enseñaba una firma vulgar y desconocida, sin ningún valor histórico.

    A Daniel Rocero le importaba muy poco que fuera de Torres como del Greco; lo principal e interesante era que representaba a una mujer que, precisamente por ser pintada, y no de carne, no le intimidaba. A ella podría decirle todo lo que se le antojara sin que torciera el gesto en mueca burlona, como hacían todas las chicas de su oficina.

    Los ojos de Daniel, claros y sin tonalidad definida, se clavaron fijamente en aquel descolorido almanaque, arrugado y viejo, sin taco ni señales de haber poseído algún día cierta personalidad. Hoy representaba tan sólo a una mujer morena, de grandes ojos pardos y leonada cabellera. Claro que todas esas lindezas las sabía él de memoria por haber llevado el curtido almanaque de un sitio para otro, pero no porque entonces se pudiera definir si aquellas pupilas eran claras u oscuras, ni si el cabello había sido leonado o lacio como el plumero de la cola de un gato.

    —Mira, Elena: yo te quiero, te quiero más que a ese almanaque, que ya es decir… Te juro por mi sangre que mi amor es tan grande como el despacho del director de un Banco… ¡¡Frurr!!…

    Dio un respingo. ¡Era un idiota! ¿Qué tenía que ver el cariño con el despacho del director de un Banco? Siempre tenía que salirse por la tangente. Era inútil; él no servía para hacer el amor a una mujer, a pesar de que se entrenaba todos los días frente a aquel cuadro para poder repetir después la lección aprendida a la hermosa Elena, la muchacha que todas las mañanas le miraba con sus ojos grandes y soberbios, llenos de luz y de dulzura…

    Estiró el cuello. Hizo como que se inclinaba, y, poniendo una expresión muy en consonancia con la perorata que iba a lanzar, exclamó, como un caballero que allá por el reinado de Carlos V declamara a su dama:

    —Corresponde a mi amor, bellísima Elena. Nuestro nido hogareño sería envidiado por todas tus compañeras… Una casita en la orilla de un río; muchos patos, muchas flores. Nuestro idilio surgiría de entre las matas con tanta claridad y limpieza como las cuentas del contable del Banco… ¡Caneja! Siempre me aparto del asunto. Soy una calamidad, Elena, digo, almanaque. —Se mesó, desesperado, los cabellos—. Es inútil. Dentro de la cabeza tengo el Banco, al director, a los auxiliares, y al amor que siento por ti, Elena. Mezclo una cosa con otra, y estoy perdido.

    Retorció la nariz —gesto muy suyo—, y añadió, desesperado:

    —Elenita, si yo no fuera un calamidad, si yo tuviera valor, audacia suficiente para decirte lo que te quiero… Pero es imposible —gimió, lleno de angustia—. Llego a tu lado, te miro, siento sobre mí aquellos ojos inmensos (nadie me quita de la cabeza que me miras con burla), me dispongo a hablar, me atraganto, y ya sólo sé decirte: Buenos días, señorita. Continúo mi camino hasta el departamento donde trabajo, y allí doy rienda suelta a mi desesperación.

    Irguióse más aún. Se miró con vaguedad: era alto y delgado; poseía un atractivo rostro, cabellos negros, algo rizados, ancha frente, nariz afilada, y rasgos muy acusados, marcadamente varoniles. El mentón enérgico, la boca grande, pero sana y limpia; los dientes reducían sobre aquella cara morena y curtida —no acorde en nada con su oficio de chupatintas—, y pensó que era así porque la Naturaleza lo había querido. A él le importaba un comino ser de ésta o de otra manera; tenía bastante con pensar en Elena. Ignoraba que su amor iba asociado a la oficina, a la contabilidad, al trabajo, al estudio… Todo ello era propio de su despiste. Se armaba un lío terrible, llegando incluso a pensar si el amor que sentía por Elena, la ideal mecanógrafa, eran números o cartas comerciales… ¡Caneja! Sentía un runrún en la cabeza igual que si la tuviera llena dé libros, de grillos, de… ¡Frurr!… ¡Qué despiste tenía!

    —De hoy no paso, Elena. —Se alzó cuan alto era—. Hoy te lo digo; hoy sin remedio he de declararme…

    —¡Tan… tan… tan…!

    —¿Eh? —dio media vuelta en redondo—. ¿Las nueve ya? ¿Las nueve y yo sin vestir? ¡Hoy me despiden! ¡Adiós, sustento!… ¡Adiós, declaración!… ¡Adiós, Elena! ¡Caneja!

    Y mientras repetía una y otra vez el caneja de marras —frase muy suya—, procedía a vestirse. Se puso un pantalón cualquiera —parecía una aljofifa—, una camisa que, aunque limpia, era una pura arruga, la americana, y saltó hacia la puerta…

    Llegó a la calle. Sintió un frío terrible en los pies… Y dirigió allí sus ojos.

    —¡Caneja! —gritó, con toda la fuerza de sus pulmones. Un transeúnte miróle asustado, creyendo, sin duda, que se trataba de un loco—. ¡Pero si voy descalzo!…

    Volvió sobre sus pasos. El reloj marcaba las nueve y diez. No miró ni lo que se calzaba. Sabía, eso sí, que llevaba algo en los pies y eso era suficiente.

    Segundos más tarde alcanzaba de un salto el primer tranvía que le salió al paso.

    —¡Ay, Elenita, cuánto me haces padecer! —exclamó, en voz alta—. Por tu culpa llegaré a convertirme en cenizas malolientes…

    Sintió cómo todos los ocupantes del tranvía soltaban una estrepitosa carcajada. Ni en lo más remoto pensó que se reían de él; estaba seguro de que tan sólo había hablado con la mente…

    Mientras el tranvía se deslizaba cuesta arriba, en dirección a la Puerta de Tierra, se revolvía inquieto. Dolíanle los zapatos. Movió los pies: era sólo uno —el que le lastimaba—; el otro bailaba dentro del calzado… Al ponérselos no tuvo tiempo siquiera de mirar lo que hacía. ¡Era tardísimo!

    * * *

    Mari-Elena Mambride, la bella mecanógrafa del Banco, se hallaba sentada ante su Hispano-Olivetti, cuando la puerta giratoria del hall se abrió de golpe para dar paso al cajero, cuya figura desgarbada perfilóse en ella, gruñendo como un león.

    La carcajada salió espontánea de la garganta de Marga Tonelly, otra de las muchachas mecanógrafas que tecleaban, incansables, en el Banco, y aquella carcajada trajo otras, y pronto, en las oficinas separadas del hall por un mamparo acristalado, se oyó un runrún de risas ahogadas, cuchicheos y respingos, como conteniendo la hilaridad.

    En total eran diez, entre muchachas y muchachos, los que trabajaban, colocados en simétrica fila tras los cristales, teniendo cada uno la ventanilla para presenciar la llegada aparatos del despistado cajero, quien, ajeno a los comentarios de que era objeto, siguió hacia adelante, desapareciendo por la puerta de su departamento. Ellas y ellos le veían, sin esfuerzo, a través de los cristales que los separaban del hall.

    —Es un infeliz —dijo, compasivo, uno de los muchachos, que se sentaba próximo a Mari-Elena.

    —Pero muy listo —repuso la muchacha, que trabajaba al otro lado de la señorita Mambride.

    —¿Crees que si no lo fuera hubiera ascendido tan rápidamente?

    —Tal vez las influencias…

    —No prosigas —cortó Elena, la cual hasta entonces había permanecido callada—. Todos sabemos que ese hombre, cuando entró aquí, era un Don Nadie, sin apoyo ni amigos. Hoy, ya lo es: es el señor cajero; y todo ello lo debe a su esfuerzo y a su inteligencia privilegiada, a pesar de que siempre parece vivir en la luna.

    Aprovechando que el jefe de personal había desaparecido tras el cajero, uno de los muchachos vino a situarse junto a Elena, para meter baza en la charla.

    —Si te ve el jefe…

    —No te preocupes, Margui; ése ya tiene dónde emplear su tiempo durante largo rato. ¿Os habéis fijado en los pies del cajero?

    Se alzaron risas y cuchicheos:

    —Tiene un despiste que asusta. Hoy hace un frío terrible y viene con chaqueta sport; la semana pasada, que quemaba el sol, se presentó en las oficinas ni más ni menos que con bufanda y gabardina.

    Elena intervino con enojo. Era una muchacha dulce y noble. A ella el cajero no le importaba nada, pero, como siempre, hallábase a todo aquel que veía humillado, e indicó, dulcemente:

    —No os burléis. Bastante tiene el pobre con su desgracia.

    —Pero, Elenita, si es desgraciado porque quiere —observó su compañero más próximo—. No tendrá más. de veintiocho años, y una carrera que inició de la nada y hoy es brillante. ¿Por qué compadecerlo?

    —¿Te parece poco su despiste?… El día menos pensado se tira al mar, creyendo que es una bañera.

    Rieron, divertidos.

    Margui Tonelly indicó, conteniendo la risa:

    —El traje que hoy lleva es digno de un museo. ¿Pondría de almohada el pantalón?

    —Yo nunca le he visto bien vestido.

    —Pues no será porque gane poco —observó Elena. —Su sueldo tiene que ser magnífico,

    —¿Y qué, sí no sabe emplearlo? Además, está estudiando por libre la carrera de Derecho. Esto basta para que le lleve todo el sueldo.

    —¿Y lo censuráis? —se indignó Elena—. Eso sólo lo hace un hombre de gran voluntad. Primero, siendo un simple oficinista, como nosotros (yo no estaba aquí, pero Jo oí contar), estudió la carrera de comercio, casi en menos tiempo que empleamos para decirlo;

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