Soy una mamá
Por Megan Maxwell
4.5/5
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Vive en un pueblo de Madrid y trabaja por horas en una residencia de ancianos para que el día se le haga menos largo.
La rutina de Estefanía es siempre la misma: levantarse, atender a sus hijos, llevarlos al cole, desayunar con sus amigas, ir al super, sacar a su perra y después ir al trabajo.
Ella es feliz. Todo es perfecto. Tras veinte años de casada, excelente marido, niños maravillosos, chalecito pareado… Pero de pronto todo se trastoca cuando se entera de que ese marido al que tanto venera, y por el que siempre pone la mano en el fuego, la está engañando con otra.
De pronto se da cuenta de que ha vivido una mentira que ella misma se ha empeñado en fabricar, y harta de todo, decide divorciarse y poner punto final a su «fueron felices».
Megan Maxwell
Megan Maxwell es una reconocida y prolífica escritora del género romántico que vive en un precioso pueblecito de Madrid. De madre española y padre americano, ha publicado más de cuarenta novelas, además de cuentos y relatos en antologías colectivas. En 2010 fue ganadora del Premio Internacional de Novela Romántica Villa de Seseña, y en 2010, 2011, 2012 y 2013 recibió el Premio Dama de Clubromantica.com. En 2013 recibió también el AURA, galardón que otorga el Encuentro Yo Leo RA (Romántica Adulta), y en 2017 resultó ganadora del Premio Letras del Mediterráneo en el apartado de novela romántica. Pídeme lo que quieras, su debut en el género erótico, fue premiada con las Tres Plumas a la mejor novela erótica que otorga el Premio Pasión por la Novela Romántica. Encontrarás más información sobre la autora y su obra en: Web: https://megan-maxwell.com/ Facebook: @Megan Maxwell Instagram: @megan__maxwell Twitter: @MeganMaxwell
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Comentarios para Soy una mamá
8 clasificaciones2 comentarios
- Calificación: 1 de 5 estrellas1/5Insoportable. Una cosa es escribir pareciendo cercana a tus lectores y otra esta. Infumable
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Al igual que todos los libros de Megan Maxwell, una maravilla, una historia tan real, por lo que muchas parejas han pasado y por el mutivo qué sus relaciones de meses, años, han llegado a un final...
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Soy una mamá - Megan Maxwell
Buenos días
Las manos aterciopeladas y fuertes de mi guapo marido recorren mi cuerpo, produciéndome millones de estupendas sensaciones, y no sólo sexuales.
«Oh…, sí…, sigue…, no pares…»
El olor a los aceites corporales con los que me masajea me hace suspirar con deleite, mientras siento y escucho la dulce y suave música chill out que suena a nuestro alrededor y me dejo llevar por el momento.
¡Qué paz! ¡Qué tranquilidad!
Esto es vida. «Por tu padre, Alfonso, ¡no pares! Humm…»
«Moc… Moc… Moc… Moc… Moc…»
Abro un ojo sobresaltada.
¿Qué suena?
¿Qué es ese puñetero «Moc… Moc…»?, y ¿dónde están Alfonso y la música chill out?
¡Oh, noooooooooooooooo!
Al instante, soy consciente de la realidad.
Estoy sola en medio de mi enorme cama, porque mi currante maridín ya se ha marchado a trabajar y lo que suena es mi despertador. ¡Qué asco!
Las 7.30. Alargo la mano y lo apago.
Esperaré a la segunda alarma. Tengo cinco minutos antes de que suene la del móvil y tenga que ponerme como Rambo, alerta y en acción.
Me arrebujo debajo del edredón de plumitas de oca.
«Humm, qué a gustito estoy», pienso mientras dejo que mi cuerpo entre en un perezoso coma, hasta que de pronto oigo: «Rabiosaaaaaa… Rabiosaaaaaaaaaa… Rabiosaaaaaaaaaa…».
¡La alarma del móvil!
Rabiosa, niego con la cabeza. Pero ¿ya han pasado los puñeteros cinco minutos?
Resignada, y tras acordarme de todos los antepasados habidos y por haber del listo que un día inventó el madrugar, saco un pie del edredón de plumitas de oca.
—Uf…, ¡qué frío!
Pero antes de que mi cabeza piense en meter el pie de nuevo debajo, me reactivo y busco las zapatillas, que, oye…, siempre alguna se cuela bajo la cama. ¿Por qué mis puñeteras zapatillas tienen que hacer lo mismo casi todas las mañanas?
Cuando consigo rescatarla, me la pongo y, aún con las pestañas pegadas por el sueño, me dirijo hacia las habitaciones de mis tres hijos. Angelitos, seguro que duermen como troncos, cuando digo desde el pasillo abriendo las dos puertas al mismo tiempo:
—¡A levantarse! Vamos…, vamos…, que hay que ir al cole.
Como es habitual, no me hacen ni caso. ¿Para qué? Simplemente se arrebujan en sus edredones de plumitas y continúan durmiendo a pata suelta.
Cinco minutos después, después de lavarme los dientes, mirarme en el espejo y maldecir porque no soy la chica que fui hace años, que a cualquier hora estaba lozana como una lechuga, vuelvo al ataque amenazando como una posesa:
—Una de dos: u os levantáis o vais al cole en pijama.
Ni que decir que a esa segunda llamada, y en especial por mi tono de voz de mala malota, abren los ojos, me miran con ganas de decirme de tóoooooooo…, pero se levantan.
¡Ja! Menuda soy cuando me pongo en plan madrastrona.
Una vez que veo que han puesto sus piececitos en el suelo, regreso a mi habitación y me visto con rapidez. Vaqueros, camiseta y deportivas. ¿Dónde quedaron los tacones y los trajes que hace años me ponía y me hacían estar impresionante?
Ay…, qué pena…, qué pena me doy a veces.
Con lo que yo fui, lo mona que iba a trabajar a la gestoría y lo que actualmente soy. Eso sí, lo soy por dejada, no porque sea un trol, porque fea, fea, no soy. Lo sé, no hace falta que nadie me lo diga. Pero lo que sí es cierto es que fue tener niños y dejé de sacarme partido. ¿Por qué?
Cuando tuve a Nerea, mi hija mayor, un flotadorcillo apareció alrededor de mi cintura. Con Aaron, se afianzó y, tras David, el flotadorcillo se instaló definitivamente y, aunque haga ejercicio o me ponga a dieta, no desaparece. Sin duda, ya es parte de mí. Eso sí, cada mañana, cuando lo veo, pienso: «¡El lunes empiezo el régimen!».
Y lo pienso porque Alfonso, mi marido, desde hace tiempo es un obseso de la dieta y el ejercicio. El tío está fibroso y estupendo. También se lo curra. Como diría mi insoportable suegra: «¡Alfonsito está como un toro, y tú, como una vaca!».
¡Lamadrequelaparió! ¿Por qué no se quedaría muda al nacer?
Pero llega el lunes, y mi poca falta de voluntad me hace comerme un cruasán con mantequilla para desayunar, y pienso: «Venga, va…, mañana comienzo». Al día siguiente, en vez de un cruasán, me como dos y, cuando estamos a miércoles, vuelvo a pensar: «¡El lunes empiezo el régimen!».
Saber…, saber…, sé que lo empezaré un lunes. Lo que queda por determinar es de qué año será.
Una vez acabo de arreglarme, bajo a la planta inferior de mi bonito adosado, ese que mi maridín y yo compramos con esfuerzo y sudor, y comienzo a preparar desayunos, almuerzos y mochilas.
Cuando pongo un pie en la planta baja, mi perra, esa gran… gran… GRAN bonachona y paciente que nos soporta a todos y a la que llamamos Torrija, se levanta con las orejas aún a la virulé y me saluda.
Ay, Dios, ¡qué rica es mi perra!
Nos la encontramos hace tres años una Semana Santa que fuimos a Toledo a ver las procesiones. Al regresar al coche, la vimos asustada y temblando como una hoja debajo de las ruedas del vehículo.
Cuando conseguimos sacarla enseñándole una de las ricas torrijas que habíamos comprado, la pobre se abalanzó sobre ella y, con el cachondeo de «¡Cómo se come la torrija!», con Torrija se quedó, y por supuesto se vino con nosotros a casa para ser uno más de la familia. Donde caben cinco, caben seis.
Tras nuestro saludo mañanero de lametazos y cabezazos mientras le digo cosas como si la pobre fuera tonta del bote, la dejo satisfecha de mimitos y entro en la cocina y me pongo en acción.
Abro la nevera, saco leche, mantequilla y embutido. Luego, de un armarito, cojo cereales, Cola Cao, pan de molde, papel de plata y galletas.
Todas las santas mañanas, lo mismo, ¡qué monotonía!
Con rapidez, preparo los desayunos y me enfrasco en los almuerzos. Sí, esos sándwiches que envuelvo en papel de plata por las mañanas y que, a veces, revisando las mochilas de mis queridos retoños, aparecen chafados y con un extraño color verde del tiempo que algunos llevan allí olvidados.
Cuando mis tres hijos, Nerea, Aaron y David, entran en la cocina, es el mismo cantar de todas las mañanas. Si la mayor no se pega con el pequeño, el mediano chincha a la mayor, o el pequeño empuja al mediano. ¡Todos los santos días lo mismo!
Al final, como siempre, tengo que ponerme en plan Cruella de Vil —ya lo de madrastrona les sabe a poco—, doy quince voces, porque con dos no reaccionan, y así consigo poner algo de orden. Pero no…, no creáis que el orden dura mucho. Es darme la vuelta y el show de mis niños vuelve a comenzar.
Veinte minutos después, llega el momento «¡Me duele la tripa!».
Oh, Dios…, ¿cómo no? Ése también es otro clásico mañanero.
Pero, ¡ja!, ya soy graduada en dolores matutinos y no les hago mucho caso, que me los conozco. Sé que, si presto atención a esas dulces vocecitas o miro sus ojillos candorosos y suplicantes de «Estoy malito, mami, y no puedo ir al cole», me compadeceré del liante en cuestión y dos horas después lo tendré repanchingado en el sillón, más feliz que una perdiz jugando con la PlayStation y con una cara de satisfacción al más puro estilo «Te he engañado, mami», y no, ¡eso se acabó!
Tras conseguir que desayunen, dejen de pegarse y cojan sus mochilas, logro que se pongan los abrigos. Nerea se lo abrocha. A sus catorce años, ¡por fin! se ha dado cuenta de que, si no se cuida, enferma, pero Aaron, con diez, y David, con casi seis, es otro cantar. Estamos en febrero, hace un frío que pela, pero mis hijos parecen nórdicos: ¡nunca tienen frío! Eso sí, se cogen unos gripazos que es para matarlos. Por más que les explico que cuando hace frío uno tiene que abrigarse, no lo entienden, y cuando voy a recogerlos al colegio, se me ponen los pelos como escarpias al verlos salir remangados y sin el abrigo puesto. Pero ¿en qué idioma tengo