El doloroso ayer
Por Corín Tellado
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Corín Tellado
Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela de amor. Además, bajo el seudónimo de Ada Miller, cuenta con varias novelas eróticas. Es la dama de la novela romántica por excelencia, hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.
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El doloroso ayer - Corín Tellado
CAPITULO PRIMERO
—La riada no te permitirá pasar hasta aquí, Mitzi. Quítate de la ventana, vas a pillar una pulmonía.
La joven no se movió. Se diría que la habían clavado en aquel rincón, pegada al ventanuco desde el cual divisaba parte de la selva.
El viejo Eurí levantó la venerable cabeza y fijó los cansados ojos en la esbelta silueta de la muchacha.
No muy alta, de breve talle, piernas rectas, bien formadas... No veía su rostro en aquel instante, pero a Eurí no le era preciso, para saber cómo era Mitzi. Veía su negra cabellera, larga, sedosa, cayendo como un manto en torno a la espalda.
Vestía una, larga falda de paño oscuro exenta de estética y una blusa sin mangas, muy descotada, por donde se apreciaba su carne morena, joven, mórbida.
—Mitzi, deja ya de otear la llanura. Míster Karck no vendrá hoy. No será capaz de atravesar la selva. Ha llovido mucho esta noche. Ha habido una gran tormenta, y los árboles cayeron de cuajo, interceptando los caminos.
Mitzi no se movió. Tenía las esmeraldas de sus ojos fijas en los zarzales. El viento movía éstos, y cada vez que los arbustos se agitaban, el pecho femenino oscilaba, como si una contenida emoción lo inflamara.
—Tampoco tu padre podrá llegar hasta aquí —siguió el viejo Eurí con su voz cavernosa, de sabio profeta—. Las aguas, en estos lugares, caen como una cascada sobre las rocas. Y cuando sopla el viento, o nos amenaza la sequía, igual pasan seis meses sin sentir en el rostro el frescor de una gota de agua.
Como la joven permaneciera ante la ventana sin levantar la cabeza, sin mover los ojos, sin oír al parecer, al fiel siervo de su padre, aquél continuó:
—No debí ocultarle a Sakay lo que ocurre contigo y ese americano. Es la primera vez que soy infiel a mi amo.
—¡Cállate! —pidió la joven, volviéndose en aquel instante.
—Mitzi...
—Cállate, te digo.
Eurí, que revolvía los leños en el fogón, dejó el hierro retorcido a sus pies, y se quedó mirando a la muchacha fija y quietamente.
Mitzi mordióse los labios.
Era una joven sorprendentemente bella. Tenía unos ojos grandes, de color verde, como turquesas puras e inmensas. Una boca sensual de cálido dibujo, una nariz recta, clásica, y unos cabellos negros como el azabache, coronando la arrogante cabeza de reina de la selva. Morena, mestiza por nacimiento, no llegaba a ser mulata, pero sobre el tono oscuro de su piel, resaltaba como una provocación el verde intenso de sus ojos, la blancura inmaculada de sus dientes, el rojo vivo de sus labios.
Plantada de pie ante el criado, miraba a éste con expresión dura, y a la vez había en el fondo de sus pupilas, como una dulzura contenida, como una ternura indescriptible.
—Mitzi —susurró él—. Un día él se irá... Volverá a sus plantaciones de algodón, a su mundo, a su sociedad. No es de los nuestros... Tienes que pensar en eso. Puede que te ame, puede que sea leal pero jamás su raza le permitirá desposarte.
—Cállate, Eurí. No me destroces. No pido que me despose. Sólo pido que me quiera. Y me quiere. Me ama más que a su vida. Sobre eso no puede engañarme nadie.
—Debí decírselo a tu padre.
—Sakay —musitó Mitzi quedamente, como si se reconcentrara en sí misma— nunca podrá comprender la exaltación de esta ternura mía hacia el americano. Ni tú, Eurí, con ser tan leal para mí, podrás comprender jamás lo que este amor significa en mi vida. No quiero ser feliz, yo tan sólo; lo importante, lo esencial, lo verdadero, es que Brian sea dichoso a mi lado. ¿Quién soy yo para pedir nada más? Una mestiza. Una mujer de color que jamás ha salido de estos lugares. Que se levanta por la mañana, se asoma a la ventana, y no ve más que arbustos, fieras, selva interminable.
—Lástima fue que ese joven americano sintiera la tentación de cazar por estos lugares. Tú eras una joven feliz, Mitzi. Sentías la juventud como un don del cielo. Cuando llovía, sallas loca de contento, a saltar bajo el agua. Cuando nos apretaba la sequía, buscabas la sombra en los árboles para soñar... Te bañabas desnuda en los ríos. Buscabas la brisa de los anocheceres bajo las estrellas. Sabías que eras feliz, pero nunca te preguntaste por qué.
Mitzi se dejó caer recogiendo las piernas, Las largas faldas cubrieron aquéllas por completo.
Quedóse mirando las llamas. Eurí observó que las chispas rojizas ponían en sus ojos como lucecitas irisadas.
Trató de alargar la mano rugosa y apresar los dedos juveniles, pero no lo hizo. Apretó el hierro y empezó a mover aceleradamente los leños.
Hubo un silencio.
—Ha cesado de llover —dijo Mitzi de repente, poniéndose en pie y yendo de nuevo hacia el ventanuco—. Puede que se despeje la atmósfera y baje la fuerza de la riada
—Un día esperarás inútilmente, Mitzi. ¿No has pensado en eso?
—No —exclamó apretando la sensitiva boca—. Nunca pienso en cosas tristes, Eurí. Estoy en este mundo para hacer feliz a Brian. Lo demás no importa.
* * *
Todos tomaban café en torno a la mesa de cemento. La choza no ofrecía comodidad alguna. Al contrario, más bien parecía una cueva o refugio en mitad del misterio de la selva.
Los guías fumaban largas pipas, al tiempo de lanzar penetrantes miradas hacia el exterior.
—Tal vez podamos salir mañana —dijo el jefe de los guías.
Todos se volvieron hacia él.
—¿Estás seguro, Sakay? —preguntó el joven inglés.
El padre de Mitzi afirmó con un breve movimiento de cabeza. Viejo ya, tenía las barbas blancas, los ojos cansados, y una arruga profunda que le partía la frente. Vestía unos anchos calzones de cazador, altas polainas sujetando el vuelo de aquéllos y una zamarra cubriendo parte de su enclenque figura.
—Es seguro —afirmó de nuevo—. Ha cesado de llover. La caza mañana será abundante. Podrá usted llevarse a Atlanta el mejor trofeo, mister Karck.
Brian, que fumaba recostado en la puerta, mirando distraídamente hacia la llanura, apenas si movió sus ojos azules. Distendió los labios en una sonrisa y asintió con un breve movimiento de cabeza.
Pero en voz alta manifestó:
—No pienso regresar aún a mi país, Sakay. He venido a cazar y no me tasé tiempo.
Eran tres hombres blancos y tres guías mestizos.
Un irlandés de alegre carácter, un inglés reposado y un americano demasiado joven, aficionado a la caza.
—Yo creo —dijo el inglés— que si jugáramos una partida...
—Me parece muy bien —admitió el irlandés—. ¿Qué le parece a usted, míster Karck?
Brian continuaba recostado en la puerta. Bajo el cobertizo tenía su caballo negro, de lustroso pelo. De vez en cuando movía el pie como si fuera a salir de la choza, para inmediatamente dejarlo inmóvil.
—Creo que voy a regresar al poblado —dijo de repente.
Sakay, que encendía la pipa en aquel momento, levantó vivamente la cabeza.
—La riada —exclamó secamente— no le permitirá pasar.
—Lo intentaré. Mi caballo es anfibio.
—No se haga usted el valiente, míster Karck —rió el irlandés—. Ya sabemos que no está usted habituado a dormir de pie; si bien es preferible, a salvar ese sinnúmero de obstáculos que hallaría a su paso hacia el poblado.
—De todos modos lo intentaré —dijo secamente, con aquel su frió acento que ya conocían sus compañeros—. Debo saber si tengo correspondencia. No se trata de dormir de pie. Si no estuviera dispuesto a ello, jamás me hubiera decidido a venir a cazar a esta selva.
Nadie respondió. El viejo guía, militar de profesión en aquella parte perdida entre praderas y montañas, se puso en pie y silenciosamente fue hacia el americano:
—Tal vez podamos salir por la noche, míster Karck. Le prometo que, si no vuelve a llover, podremos estar de regreso al amanecer.
—Gracias, Sakay. He decidido hacerlo ahora.
—Será un duro viaje hasta el poblado...
Brian no respondió. Dio un paso al frente y se dispuso a ensillar su caballo.
—En Georgia —dijo mientras ensillaba el potro— también hay bosques frondosos, praderas y montañas. Llueve y se desbordan los ríos... No es la primera vez que me veo obligado a salvar una llanura cubierta de agua.
—Como guste. Pero como experto en estos lugares, le recomiendo mucha prudencia.
—Hasta mañana, pues —dijo, subiendo al caballo— Les veré en el poblado.
* * *
Eurí dormía bajo la manta que apenas si le cubría.
Mitzi se apartó del ventanuco y se dirigió a la puerta. Volvióse a medias. La choza resultaba un pobre refugio. Era pequeña, sucia, cubierta con madera y bambúes. Las paredes las formaban arbustos entrelazados. Era su vivienda. Allí nació y allí creció, entre los mestizos, ignorante de que, tras aquellas montañas y llanuras, existía un mundo diferente.
Pero conocía a Brian... Era como alcanzar el cielo con la mano y sentir la caricia de algo sublime en su ser.
Brian... Era como un deslumbramiento.
Quedó recostada en la puerta, por la parte posterior. Sus verdes ojos inmensos, trataban de taladrar la noche, apacible ya. La tormenta descargada durante la tarde, parecía haber barrido todos los infiernos del firmamento. No llovía. Una tímida luna lucía en lo alto, ocultándose de vez en cuando entre las nubes.
Mitzi sintió algo muy dulce, muy suave, penetrar en su ser. No tenía esperanzas en el futuro. No recordaba el pasado. Vivía tan sólo. Era lo único que le quedaba a ella, enterrada en aquellos lugares abruptos, sin más panorama que la selva virgen, sin más compañía que Eurí y su padre, viejos ambos, demasiado cansados de vivir.
Su padre y Eurí le enseñaron a leer y a escribir. Eurí sirvió en el ejército durante años. Su padre fue oficial renombrado, hasta que se retiró y se convirtió en el guía más experto de aquellos lugares.
Siempre le decía a su hija: "Cuando yo muera, podrás dejar estos lugares. Irás a