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La Espada de Joram II La Profecia

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LA ESPADA DE JORAM

Volumen II

LA PROFECÍA
Margaret Weis y Tracy Hickman
Traducción: Gemma Gallart

TIMUN MAS

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Diseño de cubierta: Ferran Cartes


Ilustración de cubierta: Ciruelo
Título original: Doom of the Darksword
© 1988 by Margaret Weis and Tracy Hickman
Published by arrangement with Bantam Books, a division of Bantam
Doubleday Dell Publishing Group, Inc., New York.
© Grupo Editorial Ceac, S.A. 1995
Para la presente versión y edición en lengua castellana
Timun Mas es marca registrada por Grupo Editorial Ceac, S.A.
ISBN: 84-480-3036-2 (Obra completa)
ISBN: 84-480-3038-9 (Volumen 2)
Depósito legal: B. 3.122-1996
Hurope, S.L.
Impreso en España - Printed in Spain
Grupo Editorial Ceac, S.A. Perú, 164 - 08020 Barcelona

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Repetición

No había habido ningún banquete aquella noche en los aposentos del Patriarca
Vanya.
—Su Divinidad se encuentra indispuesto —fue el mensaje que los Ariels llevaron
a aquellos que habían sido invitados.
Entre éstos se incluía el cuñado del Emperador, cuyo número de invitaciones para
cenar en El Manantial aumentaba según empeoraba la salud de su hermana. Todo el
mundo se había mostrado muy amable y terriblemente preocupado por el bienestar del
Patriarca. El Emperador ofreció incluso su Theldara personal al Patriarca, ofrecimiento
que fue rehusado respetuosamente.
Vanya cenó solo, y tan preocupado estaba el Patriarca que muy bien podría haber
estado comiendo salchichas con sus Catalistas Campesinos en lugar de cosas tan
delicadas como lengua de pavo real y cola de lagarto, que apenas si probó, no dándose
cuenta siquiera de que estaban poco hechas.
Una vez que hubo terminado y hecho que le retiraran la bandeja, bebió un coñac y
se sosegó para esperar hasta que la diminuta luna del reloj de cristal de su escritorio
llegara a su cenit. La espera resultaba difícil, pero la mente de Vanya estaba tan ocupada
que descubrió que el tiempo pasaba más rápidamente de lo que había esperado. Los
regordetes dedos se arrastraban incesantemente por los brazos del sillón, tocando ahora
este hilo de su tela de araña mental, ahora aquél, contemplando si necesitaba reforzarse
o repararse, lanzando nuevos filamentos donde fuera necesario.
La Emperatriz:
Su una mosca
hermano: heredero que pronto
al trono. estaría muerta.
Una especie diferente de mosca que requería una
consideración especial.
El Emperador: su cordura era en el mejor de los casos precaria, la muerte de su
adorada esposa podría muy bien hacer que se viniera abajo una mente ya de por sí débil.
Sharakan: los demás imperios de Thimhallan observaban aquel estado rebelde con
demasiado interés. Se lo debía aplastar y dar una lección a sus habitantes. Y junto con
ellos, borrar totalmente del mapa a los Hechiceros del Noveno Misterio. Aquello iba
saliendo muy bien... o había ido saliendo.
Vanya se removió inquieto y echó un vistazo al reloj de cristal. La diminuta luna
empezaba a despuntar ahora en el horizonte. Con un gruñido, el Patriarca se sirvió otro
coñac.El chico. Maldito chico, y maldito también ese condenado catalista. La piedra-
oscura. Vanya cerró los ojos, estremeciéndose. Estaba en peligro, en peligro de muerte.
Si alguien descubría alguna vez la increíble metedura de pata que había cometido...
Vanya vio aquellos ojos codiciosos que lo vigilaban, esperando su caída. Los ojos
del Lord Cardinal de Merilon, quien había hecho ya —según se rumoreaba— planes
para redecorar los aposentos del Patriarca en El Manantial. Los ojos de su propio
Cardinal, un hombre que pensaba con lentitud, desde luego, pero que había ascendido a
través de las diferentes categorías con paso lento y seguro, pisoteando todo aquello o a
aquellos que se interponían en su camino. Y había otros. Vigilando, esperando,
ansiosos...
Si llegaban a oler siquiera su fracaso, se lanzarían sobre él como grifos,
desgarrándole la carne con sus espolones.

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¡Pero no! Vanya cerró con fuerza una mano rechoncha, luego se forzó a sí mismo
a calmarse. Todo iba bien. Había planeado cada contingencia, incluso las más
improbables.
Con aquel pensamiento en la mente y dándose cuenta de que la luna estaba ya
finalmente acercándose a la parte superior del reloj, el Patriarca alzó su mole del sillón y
se dirigió, a pasos lentos
La oscuridad y calculados,
era vacía a la Cámara
y silenciosa. No habíadeninguna
la Discreción.
señal de trastorno mental.
Quizá fuera una buena señal, se dijo Vanya mientras se sentaba en el centro de la
redonda habitación. No obstante, un estremecimiento de temor recorrió la telaraña
cuando envió su llamada a su valido.
Esperó, sus dedos crispándose como las patas de una araña.
La oscuridad seguía siendo inmóvil, fría, silenciosa.
Vanya lanzó de nuevo su llamada, los dedos cerrándose sobre sí mismos.
«Puede que conteste o puede que no», le había dicho la voz. Sí, eso sería muy
propio de él, ese arrogante...
Vanya lanzó un juramento, sus manos sujetándose con fuerza a la silla, bajándole
el sudor por la frente. ¡Tenía que saberlo! ¡Era demasiado importante! Tendría...
Sí...
Vanya aflojó las manos. Empezó a pensar, dándole vueltas en la cabeza a aquella
idea. Había previsto todas las contingencias, incluso las improbables. Y aquélla la había
previsto incluso sin saberlo. Así piensan los genios.
Recostándose en la silla, la mente del Patriarca Vanya tocó otro hilo de la
telaraña, enviando una urgente llamada a alguien que, lo sabía, no esperaría en absoluto
recibirla.

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LIBRO I

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1
La llamada

—Saryon...
El catalista flotaba entre la inconsciencia y la pesadilla que era su vida consciente.
—¡Divinidad, perdonadme! —murmuró febrilmente—. ¡Llevadme de vuelta a
nuestro santuario! Liberadme de esta terrible carga. ¡No puedo soportarlo! —
Agitándose en su tosca cama, Saryon puso las manos sobre sus cerrados ojos como si
quisiera borrar de ellos las espantosas visiones que el sueño sólo servía para intensificar
y hacer aún más aterradoras—. ¡Asesinato! —gritó—. ¡He asesinado! ¡No una vez sólo!
¡Oh, no, Divinidad! Dos veces. ¡Dos hombres han muerto por mi culpa!
—¡Saryon!
La voz volvió a repetir el nombre del catalista, y esta vez sonó con un ligero tono
de irritación.
El catalista se encogió, hundiéndose las palmas de las manos en los ojos.
—¡Dejad que me confiese a vos, Divinidad! —sollozó—. Castigadme como
queráis. ¡Lo merezco, lo deseo! ¡Entonces me veré libre por fin de sus rostros, de sus
ojos..., que no dejan de atormentarme!
Saryon se sentó en la cama, soñoliento. No había dormido durante días; el
agotamiento y la excitación habían conseguido vencer a su mente temporalmente. No
tenía la menor idea de dónde estaba ni por qué aquella voz —que él sabía que se
encontraba a cientos de kilómetros de distancia— podía hablarle con tanta claridad.
—El primero fue un joven de nuestra Orden —continuó el catalista con voz
entrecortada—. El Señor de la Guerra utilizó mis poderes para otorgar Vida con el fin
de asesinarlo. Aquel desgraciado catalista no tuvo la menor posibilidad, ¡y ahora
también el Señor de la Guerra está muerto! ¡Yacía ante mí indefenso, toda su fuerza
desaparecida por mi culpa! Joram... —El catalista bajó la voz hasta convertirla en un
apagado murmullo—. Joram...
—¡Saryon!
La voz sonó severa, con un tono de apremio y dominio que, finalmente, sacó al
catalista de su confuso estupor.
—¿Qué? —Saryon miró a su alrededor, tiritando en sus húmedas ropas. No se
encontraba en el santuario de El Manantial; estaba en la helada celda de una prisión. La
Muerte lo rodeaba por doquier. Las paredes eran de ladrillo, piedra creada por la mano
del hombre y no mediante la magia; en el techo de vigas de madera que había sobre su
cabeza se apreciaban los golpes de las herramientas; la frías barras de metal, forjadas
utilizando las Artes Arcanas, parecían por sí solas formar una barrera que cerraba el
paso a la Vida—. ¿Joram? —llamó Saryon en voz baja con los dientes apretados a causa
del frío.
Pero una mirada a su alrededor le bastó para comprobar que el muchacho no
estaba en la celda, que ni siquiera había dormido en su cama.
—Claro que no —se dijo Saryon estremeciéndose.
Joram estaba en el bosque, deshaciéndose del cadáver... Pero entonces, ¿de quién

era la voz que


temblorosas había oído con tanta claridad? El catalista hundió la cabeza entre las
manos.
—¡Os ruego que toméis mi vida, Almin! —suplicó con fervor—. Si realmente

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existís, tomad mi vida y poned fin a este tormento, a este sufrimiento. Porque me estoy
volviendo loco...
—¡Saryon! ¡No puedes evitarme, si es que ése es tu propósito! ¡Me escucharás!
¡No tienes elección!
El catalista alzó la cabeza mirando a todas partes con ojos desorbitados, mientras
un escalofrío más helado
—¿Divinidad? que el máscon
—preguntó frío labios
soplo detemblorosos.
viento invernal le recorría en
Poniéndose el cuerpo.
pie con
dificultad, el catalista paseó la mirada por la pequeña celda—. ¿Divinidad? ¿Dónde
estáis? No puedo veros y, sin embargo, os oigo..., no comprendo...
—Estoy en tu mente, Saryon —respondió la voz—. Te hablo desde El Manantial.
Cómo lo consigo es algo que no te concierne, Padre. Soy muy poderoso. ¿Estás solo?
—S... sí, Divinidad, por el momento. Pero yo...
—¡Pon orden en tus pensamientos, Saryon! —La voz volvió a sonar impaciente—
. ¡Están tan revueltos que no puedo leerlos! No es necesario que hables. Piensa las
palabras que vayas a pronunciar y yo las oiré. Te concederé un momento para que te
calmes mediante la oración; luego espero que estarás en condiciones para atenderme.
La voz calló, pero Saryon siguió notando su presencia en el interior de su cabeza,
zumbando en su mente como un insecto. Intentó tranquilizarse apresuradamente, pero
no mediante la oración. Aunque apenas unos momentos antes había suplicado a Almin
que le ayudara a abandonar esta vida —y aunque aquel desesperado ruego había sido
totalmente sincero—, Saryon sintió brotar en su interior un primitivo y vivo deseo de
supervivencia. El mero hecho de que el Patriarca Vanya fuera capaz de penetrar en su
mente de aquella forma le aterraba y llenaba de cólera, no obstante se daba cuenta de
que no estaba bien sentir cólera. Como un humilde catalista que era, debería sentirse
orgulloso de que el gran Patriarca dedicase su tiempo a investigar sus indignos
pensamientos. No obstante, en lo más profundo de su ser, en aquel mismo lugar sombrío
del que procedían sus pesadillas nocturnas, una vocecita se preguntaba fríamente:
«¿Cuánto sabe? ¿Hay alguna manera de que me pueda ocultar de él?».
—Divinidad —dijo Saryon, indeciso, girando sobre sí mismo en el centro de la
oscura habitación, mirando temeroso a su alrededor como si el Patriarca pudiera
aparecer en cualquier momento surgiendo de la pared de ladrillos—, me resulta difícil
calmar mis... pensamientos. Mi mente inquisitiva...
—¿La misma mente inquisitiva que te ha llevado a moverte por senderos de
oscuridad? —preguntó el Patriarca con disgusto.
—Sí, Divinidad —repuso Saryon con humildad—. Admito que éste es mi punto
flaco; pero me impide que preste atención a vuestras palabras al no saber por qué
medios nos estamos comunicando. Yo...

Muy —¡Tus
bien —lapensamientos son desordenados!
voz del Patriarca No conseguiremos
Vanya resonaba en la mente nada de esta parecía
de Saryon; forma.
enojada, aunque también resignada—. Es necesario, Padre, que como jefe espiritual de
nuestro pueblo, me mantenga en contacto con los más remotos confines del mundo.
Como sabes, existen algunos que buscan reducir nuestra Orden a poco más de lo que
éramos en la antigüedad: duendes que servíamos a nuestros amos bajo la forma de
animales. Debido a esta amenaza, es necesario que muchas de mis comunicaciones,
tanto con otras personas de nuestra Orden como con aquellos que nos están ayudando a
protegerla, sean totalmente confidenciales.
—Sí, Divinidad —murmuró Saryon, nervioso. La oscura noche que había más allá
de la enrejada ventana de la celda empezaba a transformarse en un grisáceo amanecer.
Podía oír ya
al mismo algunas
tiempo quepisadas
el sol.enPero
la calle, pisadas
aparte de aquellos
de esto el puebloque empezaban
dormía su ¿Dónde
todavía. jornada

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estaba Joram? ¿Lo habrían capturado, se habría descubierto el cadáver? El catalista


entrelazó las manos e intentó concentrarse en la voz del Patriarca.
—Mediante recursos mágicos, Saryon, se creó una cámara para el Patriarca del
reino mediante la cual puede atender en privado a aquellos de sus seguidores que
precisen ayuda. Llamada Cámara de la Discreción, es particularmente útil para
comunicarse
secreto por elcon
bienquienes llevan a cabo ciertas tareas delicadas que deben mantenerse en
del pueblo...
«¡Una red de espías! —pensó Saryon sin poder contenerse—. ¡La Iglesia, la
Orden a la que he dedicado mi vida, no es en realidad más que una gigantesca araña,
sentada en el centro de una inmensa telaraña, adaptada a cada uno de los movimientos
de aquellos a los que atrapa en sus viscosas garras!»
Era un pensamiento aterrador, y Saryon trató inmediatamente de desterrarlo de su
mente.
Empezó a sudar de nuevo, a pesar de que su cuerpo temblaba de frío. Acobardado,
esperó a que el Patriarca le leyera la mente y le regañase; pero Vanya siguió hablando
como si no hubiera oído, hablando con gran detalle sobre la Cámara de la Discreción y
su funcionamiento, permitiendo que una mente hablara con otra por medios mágicos.
Tan tenso que los músculos de las mandíbulas le dolían por el esfuerzo que le
suponía mantener los dientes apretados, Saryon se puso a reflexionar.
«¡El Patriarca no ha advertido mis desordenados pensamientos! —pensó—. A lo
mejor es porque, tal como dijo, tengo que concentrarme para hacerme oír. Si es así, y si
soy capaz de controlar mi mente, podría hacer frente a esta invasión mental.»
Al tiempo que Saryon se daba cuenta de esto, se le ocurrió también que él oía
únicamente aquellos pensamientos que Vanya quería que oyese. No le era posible
atravesar aquellas barreras que el mismo Patriarca había creado. Lentamente, Saryon
empezó a relajarse. Esperó hasta que su superior hubo terminado.
—Comprendo, Divinidad —respondió el catalista, concentrando todos sus
esfuerzos en sus palabras.
—Excelente, Padre.
Vanya parecía complacido. Hubo una pausa; el Patriarca estaba considerando y
concentrándose cuidadosamente en sus próximas palabras. Pero cuando habló —o más
bien cuando sus pensamientos cobraron forma en la mente de Saryon— sus palabras
fueron rápidas y concisas, como si las repitiera de memoria.
—Te envié a una misión peligrosa, Saryon: la de intentar prender a un joven
llamado Joram. A causa de lo peligroso de la misma, empecé a preocuparme por tu
bienestar cuando no recibí noticias tuyas. Por lo tanto, consideré que lo mejor era
contactar con un colaborador mío en quien confío plenamente con respecto a ti...
«¡Simkin!»
Tan intensa —pensó Saryondelinstantáneamente
era la imagen muchacho en susin poderque
mente controlarse.
era seguro que la había
trasladado a la del Patriarca.
—¿Qué? —Vanya pareció confuso al verse interrumpido en pleno discurso.
—Nada —musitó Saryon precipitadamente—. Os pido disculpas, Divinidad. Mis
pensamientos se han visto perturbados por..., por algo que ocurría en el exterior...
—Te sugiero que te apartes de la ventana, Padre —replicó el Patriarca con
aspereza.
—Sí, Divinidad —contestó Saryon, hundiendo las uñas en las palmas de las
manos, utilizando el estímulo del dolor para que lo ayudase a concentrarse.
Hubo una breve pausa. ¿Vanya intentaba recordar por dónde iba? ¿Por qué no lo
escribía?, se preguntó
habían apartado Saryon,
de él. Luegoirritado,
la vozalregresó
percibir de
quenuevo.
los pensamientos del Patriarca
Esta vez estaba se
llena de

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preocupación.
—He estado, como ya he dicho, preocupado por ti, Padre. Y ahora ese
colaborador, a quien se le había indicado que cuidara de ti, hace cuarenta y ocho horas
que no se pone en contacto conmigo. Mis temores han aumentado. Espero que no
suceda nada malo, Saryon.
¿Qué
aferraba a lapodía contestar
cordura Saryon?
con las puntas¿Que su mundo
de los dedos? se había
¿Que vuelto
hacía tandel revés?
sólo ¿Que se
un momento
había deseado morir? El catalista vaciló. Podía confesarlo todo, decirle al Patriarca que
conocía la verdad sobre Joram, suplicar clemencia a Su Señoría y ponerse de acuerdo
con él para entregar al muchacho tal y como se le había ordenado. Todo terminaría en
un momento y la atormentada alma de Saryon descansaría al fin.
En el exterior de la prisión, el viento —un último vestigio de la tormenta de la
noche pasada— golpeaba en las paredes, estrellándose contra ellas en un esfuerzo vano
por penetrar en el interior. Saryon oyó unas palabras en el viento. Palabras que Saryon
había oído diecisiete años antes; las del Patriarca Vanya sentenciando a un niño a morir.
—¡Padre! —La voz de Vanya, tensa y fría, era como un eco de su memoria—.
¡Vuelves a estar distraído!
—Os... os aseguro que estoy perfectamente, Divinidad —tartamudeó Saryon—.
No necesitáis preocuparos por mí.
—Le doy gracias a Almin por ello, Padre —dijo Vanya en el mismo tono de voz
que utilizaba para agradecer a Almin el pan y el huevo que desayunaba cada día. Vaciló
de nuevo. Saryon percibió una agitación interior, una lucha mental. Las siguientes
palabras fueron pronunciadas de mala gana—. Ha llegado el momento, Padre, de que tú
y tu... hum... guardián, mi colaborador, os pongáis en contacto. Me he enterado de la
creación de la Espada Arcana...
Saryon sofocó un grito.
—... Y ahora no podemos demorarnos más. El peligro que representa para
nosotros el muchacho es demasiado grande. —La voz de Vanya se volvió
desapasionada—. Debes traer a Joram a El Manantial lo antes posible, y necesitarás la
ayuda de mi colaborador. Ve a ver a Blachloch. Infórmale de que yo...
—¡Blachloch! —Saryon se dejó caer sobre el camastro, el corazón latiéndole en
los oídos con el mismo estruendo que el martillo de Joram—. ¿Vuestro colaborador? —
El catalista se cogió la cabeza con manos temblorosas—. ¡Divinidad, no podéis estaros
refiriendo a Blachloch!
—Te aseguro, Saryon...
—Es un renegado, ¡un proscrito de los Duuk-tsarith! Es...
—¿Un proscrito? ¡Tiene tanto de Señor de la Guerra proscrito como tú de
sacerdote proscrito,
organización, Saryon!
escogido Es uno
con sumo de lospara
cuidado Duuk-tsarith , es un
esta delicada miembro
tarea, destacado
igual que detú.
lo fuiste su
Saryon se oprimió la cabeza con las manos, como si quisiera evitar que los
pensamientos se agitaran en su cerebro. Blachloch, el cruel y sanguinario brujo, era un
Duuk-tsarith, un miembro de aquella sociedad secreta que tenía como deber hacer
cumplir las leyes en Thimhallan. ¡Era un agente de la Iglesia! Y era también
responsable de haber cometido un asesinato a sangre fría, de haber asaltado un pueblo y
robado todas sus provisiones, de haber dejado que sus habitantes murieran de hambre
aquel invierno...
—Divinidad —Saryon se pasó la lengua por los labios resecos y agrietados—,
este Señor de la Guerra era... ¡un hombre malvado! ¡Un ser perverso! Él... Yo lo vi
matar El
a un joven Diácono
Patriarca de nuestra Orden en el pueblo de...
lo interrumpió.

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—¿No conoces el antiguo dicho: «Las sombras de la noche son más oscuras aún
para aquellos que se mueven a plena luz»? No nos precipitemos al juzgar al ordinario
mortal, Padre. Si reflexionas con calma en el incidente del que hablas, estoy seguro de
que descubrirás que el asesinato fue motivado por la necesidad, o tal vez adviertas que
sólo fue accidental.
Saryon vio
aire levantaba de nuevo Diácono
al indefenso al brujo convocando
como si fueraaluna
viento,
hojavio
y locómo la brutal
arrojaba contraráfaga de
la pared
de la casa. Vio aquel cuerpo joven derrumbarse sin vida sobre el suelo.
—Divinidad —se aventuró a decir Saryon, estremeciéndose.
—¡Ya es suficiente, Padre! —lo interrumpió con severidad el Patriarca—. No
tengo tiempo para lloriqueos mojigatos. Blachloch hace lo que sea necesario para
mantener su disfraz de Señor de la Guerra renegado. Lleva a cabo un juego muy
peligroso entre esos Hechiceros de las Artes Arcanas que lo rodean, Saryon. ¡Qué es
una vida, después de todo, comparada con las vidas de miles o las almas de millones! Y
es eso lo que depende de él.
—No comprendo...
—¡Entonces dame una oportunidad de explicarlo! Te cuento esto en el más
estricto secreto. Antes de que partieras, ya te conté los problemas que tenemos en el
reino septentrional de Sharakan. La situación empeora día a día. Los catalistas que
abandonan los preceptos de nuestra Orden aumentan en popularidad y en número;
además facilitan Vida indiscriminadamente a cualquiera que lo solicita. Debido a esto,
el rey de Sharakan cree que puede tratarnos como le parezca. Ha confiscado los bienes
de la Iglesia y los ha anexionado a su tesoro; también ha enviado al Cardinal al exilio y
lo ha reemplazado por uno de esos catalistas renegados. Planea invadir y conquistar
Merilon y se ha aliado con los Hechiceros de la Tecnología entre los que vivís para que
le suministren sus demoníacas armas...
—Sí, Divinidad —murmuró Saryon, escuchándolo sólo a medias, intentando
desesperadamente pensar en lo que debía hacer.
—El rey de Sharakan planea utilizar las armas de los Hechiceros para que lo
ayuden en su conquista. Aunque parezca que Blachloch secunda las ambiciones de
Sharakan y ayuda a los Hechiceros, se dispone, en realidad, a conducirlos a una trampa
mortal. De esta forma podremos derrotar a Sharakan y aplastar a los Hechiceros por
completo, desterrándolos finalmente de este mundo. Blachloch lo tiene todo bajo
control o, al menos, lo tenía hasta que ese joven, ese Joram, descubrió la piedra-oscura.
A medida que crecía el enojo de Vanya, sus pensamientos se volvían
gradualmente más incoherentes y confusos. Saryon ya no podía seguirlos. Dándose
cuenta de ello, se produjo un instante de tenso silencio mientras Vanya intentaba
recuperar el control de sí mismo; luego reanudó su contacto, de forma algo más
calmada.
—¡El descubrimiento de la piedra-oscura es catastrófico, Padre! Seguramente te
das cuenta de ello. ¡Puede darle a Sharakan el poder para vencer! Por eso es esencial
que, con la ayuda de Blachloch, me traigas al joven, y a esa terrible fuerza que ha vuelto
a traer al mundo, a El Manantial inmediatamente, antes de que el reino de Sharakan la
descubra.
La cabeza empezó a dolerle a Saryon a causa de la tensión a que se veía sometido.
Afortunadamente, sus pensamientos eran tan desordenados que debía de transmitir
únicamente fragmentos confusos y dispersos de los mismos: Blachloch, un agente
doble...; la piedra-oscura, una amenaza para el mundo...; los Hechiceros cayendo en una
trampa...
Joram... Joram... Joram...

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Saryon empezó a calmarse. Ahora ya sabía lo que debía hacer. No había ninguna
otra cosa que importara. Guerras entre reinos. Las vidas de miles. Era demasiado
enorme para comprenderlo. Pero ¿la vida de uno?
«¿Cómo puedo llevarlo de vuelta, sabiendo el destino que le espera? Y ahora lo sé
—admitió Saryon para sí—. No lo vi antes, pero fue porque cerré los ojos
deliberadamente.»
El catalista alzó la cabeza, mirando fijamente hacia la oscuridad.
—Divinidad —dijo en voz alta, interrumpiendo la invectiva del Patriarca—, sé
quién es Joram.
Vanya enmudeció. Saryon percibió dudas, precaución, miedo; pero
desaparecieron casi de inmediato. Contando cerca de ochenta años de edad, el Patriarca
del Reino de Thimhallan había ocupado su cargo durante cuarenta años. Era un experto
en su trabajo.
—¿Qué quieres decir... —los pensamientos del Patriarca le llegaron confusos—
con eso de que sabes quién es? Es Joram, hijo de una loca llamada Anja...
Saryon se sintió fortalecido. Por fin, era capaz de enfrentarse a la verdad.
—Es Joram —dijo el catalista en voz baja—, hijo del Emperador de Merilon.

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2
Un estado de gracia

Se hizo el silencio dentro del silencio de la celda. Un silencio tan profundo que,
por un momento, Saryon creyó —deseó— que Vanya había interrumpido el contacto.
Pero entonces las palabras volvieron a retumbar en su cabeza una vez más.
—¿De dónde has sacado esa información, Padre Saryon? —El catalista podía
percibir al Patriarca moviéndose cautelosamente por aquel terreno blando y
desconocido—. ¿Te contó Blachloch...?
—Bendito sea Almin, ¿lo sabía él? —El asombro hizo que Saryon hablara de
nuevo en voz alta—. No —continuó, algo confuso—, nadie me lo dijo. No era
necesario.
¿Cómo sé laSimplemente... lo supe.
cantidad de magia ¿Cómo?
que debo —Se
extraer delencogió
mundo ydedarla
hombros, vacilante—.
a un moldeador de
madera para que pueda formar una silla? Es cuestión de cálculo, de sumar todos los
factores: el peso y la estatura del artesano, su talento, su edad, el grado de dificultad del
proyecto... ¿Pienso en todos estos datos de forma consciente? ¡No! Lo he hecho tantas
veces, que obtengo la respuesta sin tener que pensar para llegar a ella.
»Fue de este mismo modo, Divinidad, como me di cuenta de la verdadera
identidad de Joram. —Saryon movió la cabeza, cerrando los ojos—. ¡Dios mío, lo acuné
en mis propios brazos! ¡A aquel bebé, que había nacido Muerto y que estaba condenado
a morir! —Las lágrimas se le agolparon en los párpados—. Yo mismo lo llevé al cuarto
de los niños aquel día fatídico, me senté junto a la cuna y lo mecí en mis brazos durante
horas. Sabía que una vez lo dejara en ella, a nadie más se le permitiría tocarlo hasta que
vos lo llevarais a... El Manantial. —La emoción que embargaba a Saryon le hizo
levantarse del camastro y empezar a pasearse por la pequeña celda—. Puede que sean
imaginaciones mías, pero he llegado a creer que esto formó un lazo de unión entre
nosotros. La primera vez que vi a Joram, mi alma lo reconoció, aunque no mis ojos.
Hasta que empecé a escuchar a mi alma no me di cuenta de la verdad.
—¿Tan seguro estás de que es la verdad? —Las palabras del Patriarca surgieron
forzadas.
—¿Lo negáis? —gritó Saryon, inexorable. Deteniendo su paseo, levantó la mirada
hacia las vigas de la celda como si el Patriarca flotara entre ellas—. ¿Negáis que me
enviasteis aquí a propósito, esperando que yo lo descubriera?
Se produjo un momento de vacilación; Saryon recibió en su mente la imagen de
un hombre que contemplaba una mano de cartas de tarot, preguntándose cuál de ellas
debía jugar.
—¿Se lo has dicho a Joram?
Había auténtico pavor en aquella pregunta, un temor que Saryon sintió de forma
palpable, un temor que le pareció comprender.
—No, claro que no —replicó el catalista—. ¿Cómo podría contarle una historia
tan fantástica? Sin pruebas no me creería. Y no puedo darle ninguna.
—Sin embargo, ¿has mencionado la suma de todos los factores? —se obstinó
Vanya.

detuvoSaryon movió
en seco juntolaa cabeza con de
la ventana impaciencia. Empezó
la celda. Había a pasear totalmente.
amanecido de nuevo, pero se
La luz
penetraba en la fría prisión y el pueblo de los Hechiceros empezaba a despertar; se veía

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humo elevándose hacia el cielo y haciéndose jirones al ser azotado por el viento. Unos
pocos, más madrugadores que el resto, estaban ya en pie dirigiéndose con paso cansino
a sus labores o inspeccionando los daños causados en sus viviendas por la tormenta de
la noche anterior. A lo lejos, vio a uno de los hombres de Blachloch que corría por entre
las casas.
¿Dónde estaba
Inmediatamente apartóJoram? ¿Por qué de
aquel pensamiento no suhabía
menteregresado?, se preguntó
y volvió a pasear, Saryon.
esperando que
aquella actividad lo ayudase a concentrarse y a entrar en calor al mismo tiempo.
—¿Todos los factores? —repitió, pensativo—. Sí, hay... otros factores. El joven se
parece a su madre, la Emperatriz. Oh, no es exactamente igual, claro. Su rostro está
endurecido por la existencia tan difícil que ha llevado; sus gruesas cejas le dan un
aspecto triste y no sonríe casi nunca; pero tiene una hermosa cabellera negra que cae
sobre sus hombros. Me dijeron que su madre, es decir, la mujer que lo crió, se negaba a
que se lo cortara. Y en sus ojos hay a veces una expresión regia, altiva... —Saryon
suspiró. Tenía la boca seca y las lágrimas que se agolpaban en su garganta sabían a
sangre—. Como es lógico, el joven está Muerto, Divinidad...
—Hay muchos Muertos que deambulan por este mundo.
«El Patriarca está intentando averiguar cuánto sé —se dio cuenta Saryon de
repente—. O a lo mejor está buscando pruebas.» Sintiendo que se le doblaban las
piernas, el catalista se derrumbó en una silla frente a la pequeña y sencilla mesa que
había junto al hogar. Levantando la jarra de arcilla hecha a mano, intentó servirse un
poco de agua; pero le fue imposible porque el agua que contenía estaba cubierta por una
capa de hielo. Lanzando una amarga mirada a las frías cenizas de la chimenea, Saryon
volvió a colocar la jarra sobre la mesa con un golpe sordo.
—Sé que hay muchos Muertos, Divinidad —contestó cansinamente el catalista,
hablando todavía en voz alta—. Yo mismo me encontré con demasiados en Merilon, si
no lo habéis olvidado. Para ser declarado Muerto, un bebé tenía que fracasar en dos de
las tres pruebas destinadas a descubrir el tipo de magia que posee. Pero vos y yo
sabemos, Divinidad, que estos Muertos aún poseen algo de magia, aunque sea muy
poca. —Tragó saliva penosamente; tenía la garganta reseca y le dolía—. Jamás he visto
una criatura, salvo una excepción, que fracasara en las tres pruebas, que fracasara
completamente. Esa criatura fue el príncipe de Merilon. Y nunca me he encontrado con
una persona, ni siquiera entre aquellas denominadas Muertas que viven en nuestro
pueblo, que carezca totalmente de magia, excepto una: Joram. Está Muerto, Divinidad.
Realmente Muerto. En su interior no existe Vida en absoluto.
—¿Lo saben los Hechiceros? —El interrogatorio continuaba implacable.
Saryon empezó a sentir punzadas en la cabeza. Anhelaba conseguir algo de
tranquilidad,
hacerlo, deseaba
a menos quedeshacerse de cabeza
estrellara su aquellacontra
penetrante voz. de
la pared Pero no se le
ladrillo. ocurría cómo
Mordiéndose el
labio, contestó a la pregunta.
—No. Joram ha aprendido a ocultar su deficiencia magníficamente. Es un experto
en crear ilusiones y en la prestidigitación. Aparentemente le enseñó Anja, la mujer que
se hacía pasar por su madre. Joram sabe lo que sucedería si alguien descubriera la
verdad. Los Muertos y los proscritos de aquí lo asesinarían, o, en el mejor de los casos,
lo expulsarían. —Saryon empezó a impacientarse—. Pero, seguramente, Blachloch os
informó de todo esto...
—Blachloch conoce lo que es necesario que conozca —respondió Vanya—. Tenía
mis sospechas, lo admito, y él hizo lo que fue necesario para confirmarlas o refutarlas.
No vi El
la necesidad
catalista sederemovió
discutirincómodo
el asunto con
en suBlachloch.
silla.

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—Pero es necesario discutirlo conmigo —musitó.


—Sí, Padre. —La voz del Patriarca era fría y firme ahora—. Percibo en ti un
apego hacia el muchacho, un creciente afecto por él. Este afecto está actuando como un
veneno mortal en tu alma, hermano Saryon, y debes deshacerte de él. Sí, quizá te envié
con la esperanza de que me confirmaras lo que yo sospechaba desde hacía tiempo.
Ahora conoces
auténtico Príncipeel vive
secreto, Saryon, a¡ymerced
quedaríamos es un desecreto terrible!
nuestros Si se¡Elsupiera
enemigos. peligroque el
es tan
enorme, que es casi inconcebible! ¿Qué pasaría, Saryon, si se diera a conocer que el
auténtico Príncipe está Muerto? La sublevación sería lo de menos. La familia que
gobierna en estos momentos sería expulsada, vilipendiada. ¡Merilon caería en el caos,
convirtiéndose en presa fácil para Sharakan! ¡Seguramente te das cuenta de todo esto,
Saryon!
—Sí, Divinidad. —De nuevo, Saryon intentó humedecerse la boca, pero parecía
como si tuviera la lengua de trapo—. Lo comprendo.
—Y por lo tanto entiendes por qué es esencial que se nos traiga a Joram...
—¿Por qué no era esencial antes? —exigió Saryon, a quien el frío y el
agotamiento le proporcionaban aquel insólito valor—. Teníais aquí a Joram, teníais a
Blachloch. Ese hombre era un Señor de la Guerra, ¡un Duuk-tsarith! ¡Hubiera podido
entregaros a Joram en pedazos si se lo hubierais ordenado! ¿O por qué molestarse en
llevar a Joram a El Manantial? ¡Si es peligroso, hubierais podido libraros de él!
¡Hubiera sido facilísimo matarlo, especialmente para Blachloch! —Saryon hablaba con
profunda amargura—. ¿Por qué involucrarme a mí...?
—Era necesario para averiguar la verdad —respondió Vanya, cortando de cuajo
los pensamientos de Saryon—. Hasta ahora, no podía hacer más que conjeturas sobre si
este Joram era el Príncipe. Tus «factores» concuerdan, tal como yo pensé. En cuanto a
asesinarlo, la Iglesia no comete asesinatos, Padre.
Saryon inclinó la cabeza; la reprimenda era bien merecida. Aunque había perdido
la fe tanto en su Iglesia como en su dios, en el fondo de su corazón le era imposible
creer que el Patriarca de Thimhallan pudiera ordenar la muerte de un hombre. Incluso
los bebés a los que se había declarado Muertos no habían sido ejecutados sino que se los
había llevado a las Antesalas de la Muerte, donde se les permitía abandonar sin ruido un
mundo al que no pertenecían. En cuanto al asesinato del joven Diácono, había sido obra
de Blachloch. A Saryon no le costaba ningún esfuerzo creer que al Patriarca le debía de
haber resultado difícil controlar al Señor de la Guerra. Los Duuk-tsarith vivían según
sus propias reglas.
—Voy a confesarte algo, Saryon. —Los pensamientos de Vanya transmitieron a
Saryon una gran carga emocional; el catalista hizo una mueca de dolor al sentir aquella
misma
más emoción
claridad. en fuera
Si no su interior—. Te desdichado
porque ese cuento estojoven
para ha
quedescubierto
puedas comprenderme con
la piedra-oscura,
me hubiera contentado con dejarlo vivir su vida, oculto entre los Hechiceros; al menos
hasta que estuviéramos listos para atacarlos a todos ellos. ¿Te das cuenta, Saryon?
Hubiera sido tan fácil perder a Joram entre ellos, eliminando todos estos peligros para el
mundo de un solo golpe, sin perturbar al pueblo... Castigar a Sharakan, castigar a los
catalistas rebeldes, eliminar a los Hechiceros de las Artes Arcanas y deshacernos de un
Príncipe Muerto. Hubiera sido tan simple, Padre...
Se produjo de nuevo el silencio dentro del silencio. Saryon suspiró, hundiendo la
cabeza entre las manos. La voz volvió a sonar, hablando tan suavemente que no era más
que un susurro en su mente.
—Aún
no decir el delpuede
mundoresultar
entero.muy simple. Tienes el destino de Merilon en tus manos, por

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Horrorizado, Saryon levantó la cabeza, protestando:


—¡No, Divinidad! No quiero...
—¿No quieres la responsabilidad? —Vanya hablaba con voz dura—. Me temo
que no tienes otra opción. Has cometido un error, Saryon, y ahora debes pagar por ello.
Entiendo algo de la piedra-oscura, como sabes; y soy consciente de que Joram no pudo
haber —Divinidad,
aprendido a utilizarla sin la —empezó
yo no sabía... ayuda de un catalista.
a decir Saryon con voz agonizante.
—¿No, Saryon? ¡Tu cabeza puede que haya justificado tus acciones, pero tu alma
sabía que estaba pecando! Siento tu culpa, hijo mío, una culpa que ha destruido tu fe. Y
no podrás ser absuelto de ella hasta que hayas cumplido con tu deber. Al traerme a ese
joven, al entregarlo a la Iglesia, tranquilizarás tu conciencia torturada y encontrarás la
paz que antes conocías.
—¿Qué... qué le sucederá a Joram? —preguntó Saryon, vacilante.
—Eso no debería preocuparte. —Vanya hablaba con dureza—. El muchacho ha
infringido por dos veces nuestras leyes más sagradas: ha cometido un asesinato y ha
vuelto a traer al mundo un espantoso y diabólico poder. ¡Piensa en tu negra alma,
Saryon, e intenta redimirla!
«Si pudiera», pensó Saryon, fatigado.
—Padre Saryon —prosiguió el Patriarca, visiblemente enojado ahora—, percibo
duda y confusión donde únicamente debiera haber ¡contrición y humildad!
—¡Perdonadme, Divinidad! —Saryon se oprimió las sienes con las manos—. ¡Ha
sido todo tan repentino! No puedo comprender... Necesito tiempo para pensar y... y
considerar lo que es más conveniente hacer. —Una súbita sospecha le cruzó por la
mente—. Divinidad, ¿cómo es que Joram está vivo? ¿Cómo consiguió Anja...?
—¿Qué es eso, Padre? ¿Más preguntas? —lo interrumpió el Patriarca con
severidad.
Se produjo una pausa, profunda, expectante. Saryon tragó saliva, aunque no había
nada en su boca excepto el sabor a sangre. Intentó aclarar su mente, pero las preguntas
estaban allí, persistentes, punzantes. Tal vez el Patriarca se dio cuenta de ello, porque
los siguientes pensamientos que recibió Saryon eran cálidos como una manta.
—Quizá tengas razón —dijo Vanya, amable—. Necesitas tiempo. Admito que soy
impaciente. La cuestión es tan grave para mí, el peligro tan real, que he sido insensible.
Un día más no puede alterar nada. Me pondré en contacto contigo esta noche para
ultimar los preparativos. La Cámara de la Discreción me permite encontrarte en
cualquier momento y en cualquier lugar. Estás siempre en mi pensamiento, como dice el
refrán.
Saryon se estremeció. No era una idea demasiado reconfortante.
—Me honráis,
—Que Almin teDivinidad
acompañe—musitó.
y guíe tus vacilantes pasos.
—Gracias, Divinidad.
Regresó el silencio, y esta vez Saryon supo que el Patriarca se había ido.
Levantándose muy despacio de su silla, el catalista cruzó la celda y se tumbó de nuevo
en su camastro. Se cubrió los hombros con la delgada y exigua manta y se quedó allí,
temblando de frío y temor. La luz del alba penetraba por la enrejada ventana, irradiando
una claridad tan pálida y macilenta que, si algo conseguía, era intensificar la gélida
atmósfera más que calentarla. Saryon contempló tristemente las sombras que se
agitaban en la burlona claridad e intentó comprender qué era lo que le había sucedido.
Pero eran tales el horror y la repugnancia que lo consumían, que apenas si podía
concentrarse.
«DeberíaEnojado,
sentirmeluchó
llenocontra aquellos
de humilde pensamientos
gratitud rebeldes.
ante la preocupación que el Patriarca

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siente por su gente, que le ha hecho idear este sistema para velar por ella. Si mi alma
fuera pura, como él dice, no me tomaría a mal esta invasión —se dijo Saryon con
amargura—. ¡Son mis propios pecados los que me hacen temblar de miedo ante el poder
que le permite escarbar en mi mente como un ladrón! Después de todo, mi vida
pertenece a la Iglesia. No debería tener nada que ocultar.»
Se dio
danzantes la vuelta
entre y sedel
las vigas quedó
techo.boca arriba, ya más sereno, contemplando las sombras
—¡Oh, volver a encontrar la paz! Quizá lo que ha dicho el Patriarca sea verdad.
Quizás he perdido la fe a causa de mi propia culpa, ¿una culpa que me niego a aceptar?
¡Si confesara mis pecados y aceptara mi castigo, sería libre! ¡Me liberaría de estas dudas
que ahora me atormentan! ¡Me liberaría de esta confusión interior!
El catalista sintió que una paz momentánea lo invadía mientras se hacía estas
consideraciones. Era una sensación agradable y tranquilizadora y llenaba aquel terrible,
oscuro y frío vacío que había en su interior. Si Vanya hubiera estado presente, Saryon se
habría arrojado a los pies del Patriarca allí mismo.
Pero... Joram...
Sí, ¿qué pasaba con Joram? El recuerdo del joven hizo estallar aquella burbuja de
paz. La sensación de bienestar empezó a disiparse. ¡No! Saryon intentó
desesperadamente aferrarse a ella.
«Admítelo —razonó consigo mismo—. ¡Joram te asusta! Vanya tiene razón. El
muchacho es un peligro muy real. Sería un alivio deshacerse de él y de la
responsabilidad que significa esa arma diabólica, especialmente ahora que estás seguro
de la verdad. Después de todo, ¿qué decían los antiguos? ¿"La verdad te hará libre"?»
«Muy bien —contraatacó el alma oscura y cínica de Saryon—, pero ¿qué es la
verdad? ¿Contestó Vanya a tus preguntas? ¿Qué sucedió en realidad hace diecisiete
años? Si Joram es el Príncipe, ¿cómo y por qué sigue estando vivo?»
Los ojos del catalista se cerraron, intentando apartar de ellos a la vez el sol y las
sombras. De nuevo sostenía al diminuto bebé en sus brazos, meciéndolo suavemente,
mientras sus lágrimas caían sobre aquella cabecita que no comprendía. De nuevo sintió
el contacto de Joram: la mano del joven apoyada sobre su hombro, tal y como lo había
hecho durante aquellos terribles momentos la noche pasada en la forja. Vio aquella
expresión hambrienta de cariño en los ojos oscuros y fríos, anhelando aquel amor que el
alma de Joram se había negado a sí misma durante tanto tiempo. Joram había visto
aquel amor en Saryon. ¡El vínculo estaba allí! Sí. Si Saryon hubiera creído en Almin,
casi hubiera podido decir que el vínculo estaba allí por deseo divino. ¿Podía romperlo,
traicionarlo?
¿Qué le sucedería a Joram? Las palabras que le había dirigido al Patriarca
resonaron
para en su mente.
que muriera, Y sabía
y no haría la respuesta:
menos el Patriarca Vanya se había llevado al niño
con el hombre.
«Si devuelvo a Joram, lo llevo de regreso a la muerte.»
La falsa paz abandonó al catalista, dejando tras ella el mismo vacío desolado y
sombrío. Había demasiadas preguntas sin respuesta, demasiadas mentiras. El Patriarca
Vanya había mentido al Emperador y a la Emperatriz, quienes creían que su hijo estaba
muerto; le había mentido a Saryon al enviarlo en busca de Joram, y hubiera seguido
mintiendo si Saryon no lo hubiera descubierto, de eso el catalista estaba seguro. No
podía confiar en Vanya. No podía confiar en nadie. La única verdad a la que Saryon
tenía que aferrarse estaba dentro de él mismo. Suspiró profundamente. Seguiría aquella
verdad, y esperaba que lo guiara a través del pantano que lo rodeaba.
¿Y salido
de haber dónde mal...
estaba Joram, de todas formas? Ya debería haber regresado. Algo debía

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La luz del sol quedó oscurecida por dos formas que se materializaron en el centro
de la habitación como los espectros de la conciencia de Saryon. El catalista se quedó
mirándolas temeroso, con el corazón encogido, hasta que habló una voz, tan alegre y
burlona como el sol:
—Bueno, fíjate, Joram. Tú y yo ahí fuera enfrentándonos a los peligros de la
naturaleza,
muerto, tal mientras
como teníael Sacerdote de la elCalva
por costumbre barónMollera está aquí,
de Dunstable durmiendo
Manor como
antes de que un
lo
enterraran por error.

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3
Se elimina la mancha

—¿Joram? —preguntó Saryon, indeciso.


Incorporándose en el lecho, el catalista miró fijamente a los dos jóvenes que
ocupaban el centro de la celda. Habían llegado de una manera tan súbita, saliendo de
ningún sitio, que Saryon se preguntó si eran reales o una ilusión de sus sentidos.
Pero la voz que le respondió era real, como la irritación que en ella se traslucía:
—¿Quién demonios podría ser si no? —le espetó Joram, probando aún más su
identidad al acercarse a la mesa y asir la jarra del agua. Al descubrir que había hielo en
su interior, volvió a dejarla sobre la mesa con un amargo juramento.
—¡Chisst!
Pero —advirtiótarde.
era demasiado Saryon.
Al oír el ruido, un centinela asomó la cabeza por la
enrejada ventana, provocando en el joven que acompañaba a Joram un grito de espanto.
—¡Santo cielo! ¡Huyamos! Una bestia repugnante nos ataca... Oh, lo siento —
añadió, mientras el centinela hacía una mueca—; no es una bestia repugnante, sino uno
de los hombres de Blachloch. Me he equivocado. Debe de haber sido el olor el que me
ha confundido.
El guarda desapareció haciendo un gruñido, y Simkin, olfateando a su alrededor,
se cubrió la nariz con la mano.
Saryon atravesó a toda prisa la pequeña habitación.
—¿Estás bien? —preguntó a Joram, mirándolo, preocupado.
El joven levantó hacia él unos ojos oscuros ensombrecidos por la fatiga; el severo
rostro aparecía macilento. Tenía las ropas rotas y manchadas de barro y de una sustancia
que Saryon comprendió con horror enfermizo que era sangre. Había también rastros de
sangre en sus manos.
—Estoy perfectamente —respondió Joram, cansado, dejándose caer en una silla.
—Pero... —Saryon colocó una mano sobre los abatidos hombros del joven—.
Tienes un aspecto espantoso...
—¡He dicho que estoy perfectamente! —gruñó Joram, sacudiéndose la mano
compasiva de Saryon. Miró al catalista a través de una maraña de brillante pelo negro—
. Todos hemos conocido días mejores, si vamos a mirarlo así...
—¡Me ofende ese comentario! —exclamó Simkin, haciendo aparecer en el aire un
retal de seda de color naranja, que tomó con un grácil gesto y se lo pasó por la nariz—.
Por favor, no me mezcles con tu chusma.
Simkin tenía el mismo aspecto que si viniera de pasar la velada con el Emperador.
El único cambio notable en el afectado joven era el hecho, en cierto modo sorprendente,
de que sus ropas, generalmente de colores llamativos, eran ahora totalmente negras;
incluso el encaje que le cubría las muñecas.
Suspirando, Saryon se apartó de Joram. Frotándose las manos heladas, las
envolvió en las mangas de su raída túnica en un vano intento de calentarlas.
—¿Tuvisteis algún problema para regresar aquí anoche? —le preguntó Joram al
catalista.

—No. Los
atragantándose centinelas
al decir sabían que
el nombre—. estaba
Les dije quecon...
había Blachloch —tosió Saryon,
terminado conmigo y... me
había enviado de regreso. Me encerraron aquí dentro sin hacer preguntas. Pero ¿y tú? —

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El catalista clavó la mirada en Joram, pasándola luego a Simkin, asombrado—. ¿Cómo


habéis llegado hasta aquí? ¿Y dónde habéis estado? ¿Os vio alguien?
Saryon dirigió involuntariamente la mirada a través de la ventana, hacia la casa
que había al otro lado de la calle, donde vivían los guardas de Blachloch, vigilando a los
prisioneros.

yo me—¡Vernos!
dejara ver ¡Cáspita, quécon
en público insultante! —exclamó
esta facha! —Alzó unaSimkin con negra
manga desdén—. ¡Como si
con desdén—.
Llevo este traje sólo porque parece apropiado para la ocasión.
—Pero ¿cómo habéis llegado hasta aquí? —insistió Saryon.
—Los Corredores, claro está —contestó Simkin, encogiéndose de hombros.
—Pero... ¡eso es imposible! —gritó Saryon de forma casi incoherente a causa del
asombro—. ¡Los Thon-Li, los Amos de los Corredores! Hubieran impedido... No teníais
a un catalista para que os facilitara la suficiente Vida o... los abriera...
—Tecnicismos —respondió Simkin, haciendo un gesto con una mano cubierta de
encajes. Dio una vuelta a la habitación, admirando sus zapatos negros y continuó—:
Estabais hablando de algo cuando entramos; pero entre vos y la aparición del rostro de
ese palurdo en la ventana, que, a propósito, me ha quitado por completo las ganas de
desayunar, se me ha ido totalmente de la cabeza. ¿Qué era?
—Joram —empezó Saryon, intentando ignorar a Simkin—. ¿Dónde estabas...?
—Oh, sí, ya recuerdo. —Simkin frunció el entrecejo, poniéndose la mano en la
frente—. Enterrando al barón por error. Se lo tomó bastante bien. De hecho, creyó que
era un chiste muy gracioso; aunque tuvo algunos problemas para salir de debajo de la
losa de mármol y cuando lo consiguió se produjeron unos momentos de tensión al
tomarlo nosotros por un vampiro e intentar atravesarle el corazón con una estaca. De
todas formas, nos dimos cuenta de que estaba vivito y coleando y enviamos a buscar al
Theldara inmediatamente. Le tuvo que remendar el agujero del pecho. Nunca ha estado
mejor. Fue un error muy comprensible. Pero en cambio la afligida viuda fue otra
historia. —Simkin dejó escapar un suspiro—. Nunca le perdonó que le estropeara el
funeral.
—¡Joram! ¿Dónde has estado? ¿Qué pasó? —insistió Saryon cuando Simkin se
detuvo para respirar.
—¿Dónde está la Espada Arcana? —preguntó Joram con brusquedad.
—Donde tú la tenías escondida. La he traído, tal como prometí. Está a salvo —
añadió Saryon, al advertir que los ojos de Joram se posaban en él con repentina
sospecha—. Tal como dijiste, no podía destruir aquello que había ayudado a crear.
Joram se puso en pie.
—Simkin, vigila la ventana —ordenó.
—¿Debo hacerlo?
—¡Limítate Si la
a vigilar eseventana!
bruto aparece de pronto
—repitió antemal
Joram de mí,talante.
vomitaré. Lo juro...
Colocándose con firmeza el retal de seda de color naranja sobre la boca y la nariz,
Simkin se colocó obedientemente junto a la ventana, observando el exterior.
—El bruto en cuestión se ha ido a hablar con sus compañeros al otro lado de la
calle —informó—. Todos ellos parecen terriblemente excitados. Me pregunto qué estará
pasando.
—Probablemente habrán descubierto que Blachloch ha desaparecido —dijo
Joram, acercándose a la cama.
Se arrodilló junto al lecho, introdujo las manos debajo del mugriento colchón y
extrajo un bulto envuelto en ropa. Lo desenvolvió con rapidez y contempló la espada
que había
Saryon. La en su interior;
pálida luz del solluego, asintiendo
proyectaba con satisfacción,
un resplandor se volvió
rojizo sobre el rostropara mirardela
maduro

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catalista, que lo contemplaba con expresión solemne y seria.


—Gracias —dijo Joram de mala gana.
—No me des las gracias. ¡Por Almin que desearía que estuviera en el fondo del
río! —replicó Saryon con fervor—. ¡Especialmente después de lo de esta noche! —Alzó
las manos en actitud implorante—. ¡Reconsidéralo, Joram! ¡Destruye esta arma antes de
que te—¡No!
destruya—Evitando
a ti! la afligida mirada del catalista, Joram, enojado, volvió a meter
el bulto debajo de la cama—. Ya visteis el poder que me dio durante lo de esta noche.
¿Creéis realmente que voy a renunciar a ello? ¡Es un asunto mío, no vuestro, anciano!
—Es un asunto mío —dijo Saryon con suavidad—. ¡Yo estaba allí! Ayudé a
cometer un ase... —El catalista se interrumpió, dirigiendo la mirada hacia Simkin.
—No importa —dijo Joram, incorporándose—; Simkin lo sabe.
«Desde luego —se dijo Saryon amargamente—; Simkin lo sabe siempre todo, de
un modo u otro.»
El catalista tuvo la sensación de que la verdad —su guía a través del pantano— lo
acababa de abandonar en medio de una ciénaga.
—De hecho —continuó Joram, tumbándose en la cama—, deberíais darle las
gracias, catalista. Nunca hubiera podido terminar con «lo de esta noche», como vos lo
llamáis, sin él.
—Sí —dijo Simkin, alegre, volviéndose desde la ventana—; iba a tirar el cuerpo
en cualquier lugar y, claro está, eso no hubiera resultado en absoluto. Quiero decir, que
queremos que parezca como si los centauros hubieran matado a nuestro querido
Blachloch; ¿no es así? Por mi honor. Los secuaces del Señor de la Guerra... perdón:
difunto y nada llorado Señor de la Guerra... son estúpidos. Pero yo os pregunto, ¿llegan
a serlo tanto?
«Supongamos que encuentran a su antiguo jefe al pie de un árbol con un agujero
enorme y sanguinolento en las tripas y sin que exista el menor rastro de un arma. ¿Es
posible, me pregunto, que se digan tranquilamente: "¡Rayos! ¡Parece que al viejo
Blachloch lo ha asesinado un arce!"? ¡Y un rábano! Lo que harían sería regresar aquí a
toda prisa, alinear a todo el mundo en la plaza, y empezar a hacer preguntas
desagradables y molestas como: "¿Dónde estabas entre las diez y las doce?" o "¿Qué
hizo el perro durante la noche?". Así que, para evitar eso, hemos colocado el cuerpo,
con bastante buen gusto, os lo aseguro, en una actitud pintoresca en el centro de un
pequeño claro, con algunos toques decorativos incluidos.
Saryon se sintió repentinamente enfermo. Imaginó a Joram abandonando la
herrería, el cuerpo del Señor de la Guerra echado sobre su hombro, los brazos inertes de
Blachloch balanceándose a su espalda. Al catalista se le doblaron las rodillas y se dejó
caersangre.
de sobre una silla, sin poder evitar mirar horrorizado a Joram y a su camisa manchada
Joram siguió la mirada del catalista, contemplándose a sí mismo. Sus labios se
torcieron en una mueca.
—¿Esto os hace sentiros mal, anciano?
—Deberías deshacerte de ella —dijo Saryon con suavidad—; antes de que los
guardias la vean.
Joram lo miró fijamente durante un momento; luego, encogiéndose de hombros,
se sacó la camisa.
—Simkin —ordenó—, enciende un fuego.
—¡Querido muchacho! —protestó Simkin—. Sería desperdiciar una estupenda
camisa. Échalarecordarás
enseñó cómo; aquí. Quitaré
que telahablé
mancha en un
de ella, instante.
aquella Lamaridos
cuyos duquesanoD'Longeville me
hacían más que

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morirse misteriosamente. Era una experta en manchas, también. «No hay nada tan fácil
de eliminar como la sangre seca, mi querido Simkin —me dijo—. La mayoría de la
gente arma tanto jaleo a causa de ella.» Todo lo que se tiene que hacer es... —Tomando
al vuelo la camisa que Joram le arrojaba, Simkin la extendió, luego frotó la mancha
enérgicamente con el retal de seda naranja. A su solo contacto, la sangre desapareció—.
¿Lo
pasamosves?por
¿Qué
alto te dije? Blanca
la mugre que haye alrededor
impoluta del
como la nieve
cuello. recién
—Simkin caída. Bueno,
contempló si
la camisa
con una sonrisa desdeñosa.
—¿Qué ha pasado con el cadáver? —interrumpió Saryon con voz ronca—. ¿Qué
es eso de los «toques »?
—¡Huellas de centauros! —sonrió Simkin, orgulloso—. Idea mía.
—¿Huellas? ¿Cómo?
—Pues, convirtiéndome en un centauro, claro —replicó Simkin, apoyándose en la
pared—. Es divertidísimo. Lo hago en ocasiones para relajarme. Pataleé por aquí y por
allí, arranqué la hierba e hice que pareciera como si hubiera tenido lugar la más salvaje
de las peleas. Consideré seriamente la posibilidad de matarme a mí mismo y dejar mi
cuerpo junto al de Blachloch. Hubiera sido lo máximo en realismo. Pero —suspiró—
uno puede sacrificarse por su arte sólo hasta cierto punto.
—No os preocupéis, catalista —le espetó Joram, irritado—. Nadie sospechará
nada. —Tomando su camisa de manos de Simkin, empezó a ponérsela, se detuvo y
finalmente la arrojó sobre el colchón. Sacando una gastada bolsa de piel de debajo de la
cama, Joram cogió otra camisa—. ¿Dónde está Mosiah? —preguntó, mirando a su
alrededor con el entrecejo fruncido.
—No... no lo sé —respondió Saryon, dándose cuenta de repente de que no había
visto para nada al joven—. Estaba dormido cuando nos fuimos. ¡Los guardianes deben
de habérselo llevado a algún sitio!
Se levantó, asustado, y se acercó a la ventana.
—Probablemente huyó —dijo Simkin con indiferencia—. Esos patanes no
podrían evitar que un pollito saliera de su cáscara, y ya sabéis que Mosiah hablaba de
dirigirse hacia los bosques él solo. —Simkin bostezó abriendo desmesuradamente la
boca—. Oíd, Saryon, viejo amigo, no os importará que utilice vuestro camastro,
¿verdad? Estoy terriblemente soñoliento. He tenido un día completo; presenciando
asesinatos, ocultando cadáveres. Gracias. —Sin esperar la respuesta de Saryon, Simkin
atravesó la pequeña habitación y se tendió voluptuosamente sobre el catre—. Ropa de
dormir —dijo, y quedó vestido inmediatamente con una larga y blanca camisa de dormir
de hilo, adornada con encajes.
Guiñándole un ojo a Saryon, el joven se atusó la barba y el bigote; luego, cerrando
los ojos, se quedó
beatíficamente. profundamente
El rostro de Joram se dormido en un instante, y al poco ya roncaba
ensombreció.
—No creéis que lo hiciera, ¿verdad? —le preguntó a Saryon.
—¿Qué? ¿Irse, marcharse él solo? —El catalista se frotó los ojos, que le escocían
terriblemente—. ¿Por qué no? Mosiah cree realmente que no tiene amigos aquí. —Miró
a Joram con tristeza—. ¿Te importaría si lo hubiera hecho?
—Espero que lo haya hecho —dijo Joram, categórico, metiéndose la camisa
dentro de los pantalones—. Cuanto menos sepa de todo eso, mejor. Para él... y para
nosotros.
Hizo un movimiento para tumbarse sobre la cama; pero pareció pensárselo mejor
y se dirigió a la mesa. Levantando la jarra, rompió el hielo que había en su interior y
vertió
Despuésagua
de en una jofaina;
quitarse luego,
el hollín de lacon una se
forja, mueca,
secó sumergió la cabeza
con la manga de la en el agua
camisa helada.
y se echó

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hacia atrás con los dedos la cabellera mojada y enmarañada. Luego, tiritando en la
húmeda celda, empezó a restregarse las manos con determinación, utilizando pedazos
de hielo para rascarse la sangre seca de los dedos.
—Vas a algún sitio, ¿no es así? —preguntó repentinamente Saryon.
—A la herrería, a trabajar —respondió Joram.
Secándose
enredado cabello las manos
en tres en los
partes, parapantalones, empezó
trenzarlo tal luego
y como hacíaa cada
separar
día,elesbozando
espeso y
alguna que otra mueca de dolor mientras estiraba aquella masa oscura y brillante que
tenía entre las manos.
—Pero si te estás durmiendo de pie —protestó Saryon—. Además, no te dejarán
salir. Tenías razón, algo está pasando. —Indicó la ventana con un gesto—. Mira allí.
Los centinelas están nerviosos...
Joram echó un vistazo por la ventana, retorciéndose el pelo con manos expertas.
—Más razón todavía para actuar como si nada hubiera pasado. Mientras yo estoy
fuera, mirad qué podéis averiguar sobre Mosiah.
Echándose una capa sobre los hombros, Joram se acercó a la ventana y empezó a
golpear los barrotes impaciente. El grupo de centinelas que había en la calle se volvió
bruscamente; uno de ellos, tras dialogar durante un momento con los otros, se acercó a
la celda, hizo girar la llave y la abrió de golpe.
—¿Qué quieres? —gruñó el centinela.
—Se supone que debería estar trabajando —respondió Joram, de malhumor—.
Son órdenes de Blachloch.
—¿Órdenes de Blachloch? —El centinela arrugó el ceño—. No hemos recibido
órdenes de... —empezó a decir; pero se detuvo, mordiéndose la lengua y tragándose con
un esfuerzo lo que iba a decir—. ¡Vuelve a la celda!
—Muy bien —Joram se encogió de hombros—. Encárgate tú de decirle al Señor
de la Guerra por qué no estoy en la herrería cuando están trabajando horas extras para
fabricar armas para Sharakan.
—¿Qué sucede? —Otro soldado se acercó a ellos.
Saryon se dio cuenta de que todos los centinelas parecían nerviosos e inquietos.
Sus miradas pasaban continuamente de unos a otros, a la gente que estaba en la calle y a
la mansión de Blachloch en la colina.
—Dice que se supone que debería estar en la herrería. Órdenes.
El centinela señaló con un dedo en dirección a la casa.
—Entonces llévalo —dijo el otro centinela.
—Pero ayer nos dijeron que los mantuviéramos encerrados. Y Blachloch no ha...
—He dicho que lo lleves —gruñó el centinela, dirigiendo una mirada significativa
a su compañero.
—Vamos, pues —le dijo el hombre a Joram, dándole un violento empujón.
Saryon se quedó observando mientras Joram y el centinela recorrían las calles. El
nerviosismo de los centinelas se había extendido a la población. El catalista vio cómo
gentes que iban camino de su trabajo lanzaban torvas miradas a los hombres de
Blachloch, quienes las devolvían a su vez. Mujeres que deberían estar en el mercado o
lavando la ropa en el río atisbaban desde detrás de las ventanas, mientras que los niños
que intentaban salir al exterior a jugar eran metidos de nuevo en el interior de las casas.
¿Conocían los Hechiceros la desaparición de Blachloch o era una simple reacción ante
el nerviosismo que demostraban los hombres del Señor de la Guerra? Saryon no podía
adivinarlo y no se atrevía a preguntar.

en unaEldesvencijada
catalista, consilla
el cerebro
y apoyóparalizado poruna
la cabeza en el agotamiento y ellemiedo,
mano. Una voz se dejó caer
hizo sobresaltarse.

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Era Simkin, que aparentemente estaba jugando una partida de tarot en sueños.
—La última baza le corresponde al Rey de Espadas...

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4
La espera

Nunca había transcurrido una mañana con tanta lentitud para Saryon, quien la
midió por los latidos de su corazón, por las veces que inhalaba y espiraba, por el
parpadeo de sus legañosos ojos. Se había producido un frenesí de actividad en la casa de
enfrente después de que se fuera Joram, y el catalista imaginó que un contingente de los
hombres de Blachloch había decidido salir en busca de su desaparecido jefe. Ahora,
cada segundo que pasaba, Saryon esperaba oír el alboroto que le anunciaría que se había
descubierto el cuerpo del Señor de la Guerra.
El catalista no podía hacer otra cosa que esperar. En realidad, envidiaba el trabajo
de Joramencontrar
podían en la herrería,
refugio donde
en unamente
tareay agotadora.
cuerpo, porLamuy cansados
visión que estuvieran,
de Simkin, tumbado
voluptuosamente sobre el camastro, hacía que cada uno de los músculos del cuerpo del
maduro catalista ansiase algo de descanso, e intentó buscar refugio en el sueño. Saryon
se tumbó en la cama de Joram, tan cansado que esperó caer en la inconsciencia
rápidamente. Pero cuando empezaba a deslizarse hacia el reino de los sueños, creyó oír
la voz de Vanya que lo llamaba, y se despertó sobresaltado, sudoroso y temblando.
—¡Vanya se volverá a poner en contacto conmigo esta noche!
La excitación por el regreso de Joram había alejado aquella amenaza de su mente.
Ahora la recordó, y los minutos, que habían ido transcurriendo pesadamente hasta
entonces, desplegaron repentinamente alas y echaron a volar.
Los pensamientos de Saryon, encerrado en la celda de la prisión, y mareado por la
falta de comida y sueño, se centraron en su próxima confrontación con el Patriarca,
dando vueltas y más vueltas, atrapados como un palo en un remolino.
«¡No entregaré a Joram!», se dijo febrilmente. Hasta entonces había sido cierto.
Pero a medida que el catalista imaginaba aquella entrevista con Vanya, empezó a darse
cuenta, muy a su pesar, de que no tendría mucho que elegir en aquel asunto. A menos
que Vanya conociera algún medio para hablar con los muertos, como se decía que
habían hecho los antiguos Nigromantes, todos los intentos que el Patriarca hiciera
durante aquel día para entrar en contacto con Blachloch estarían condenados al fracaso.
Vanya exigiría a Saryon que le dijera dónde estaba el Señor de la Guerra, y el catalista
sabía que no tendría las fuerzas suficientes para ocultar la verdad.
—¡Joram mató al Señor de la Guerra, lo asesinó con un arma creada de la
oscuridad, un arma creada con mi ayuda! —se oyó Saryon confesar a sí mismo.
«¿Cómo es eso posible? —preguntaría, incrédulo, el Patriarca—. Un muchacho de
diecisiete años y un catalista de mediana edad ¿acabando con un Duuk-tsarith? ¿Un
Señor de la Guerra tan poderoso que podía arrebatarle el viento al cielo para aplastar a
un hombre como si fuera una hoja de otoño muerta? ¿Un Señor de la Guerra que podía
inyectar un ardiente veneno en el cuerpo de un hombre, haciendo arder cada uno de sus
nervios, para reducir a la víctima a poco más que una masa sanguinolenta y
convulsionada? ¿Es éste el hombre que habéis destruido?»
Sentado al borde del camastro de Joram, el catalista cruzaba y descruzaba

nerviosamente
—¡Iba a las manos.
matar a Joram, Divinidad! —murmuró Saryon para sí, a modo de
ensayo—. Dijisteis que la Iglesia no aceptaba el asesinato. Blachloch me pidió que le

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otorgara Vida, que sacara magia del mundo y la transmitiera a su cuerpo para que
pudiera realizar aquella horrible acción. ¡Pero no pude, Divinidad! Blachloch era un
malvado, ¿no os dais cuenta? Yo me di cuenta. Lo había visto matar con anterioridad.
¡No podía dejarlo matar de nuevo! ¡Así que empecé a absorber la Vida de su interior!
Le arrebaté la magia. ¿Hice mal? ¿Lo hice, Divinidad? ¿Para intentar salvar la vida de
otro? ¡Jamás
cabeza, fue mi intención
contemplando que desgastados—.
sus zapatos el Señor de la Guerra
Yo sólomuriera!
quería... —Saryon sacudió la
volverlo inofensivo.
¡Por favor, creedme. Divinidad! Jamás fue mi intención que nada de todo eso
ocurriese...
—¿Quién tiene la carta del Bufón? —preguntó Simkin con severidad, y aquella
voz inesperada hizo que al catalista le diera un vuelco el corazón. Temblando, Saryon
dirigió una mirada colérica al joven.
Simkin parecía estar profundamente dormido. Poniéndose boca abajo, apretó la
almohada contra su pecho y apoyó la mejilla en el colchón.
—¿Tenéis vos la carta del Bufón, catalista? —preguntó en sueños—. Si no es así,
vuestro Rey debe caer...
El Rey debe caer. Sí, no había ninguna duda sobre ello. Una vez que Vanya
descubriera que su agente estaba muerto, nada que pudiera decir o hacer su catalista le
impediría al Patriarca enviar a los Duuk-tsarith inmediatamente para llevar a Joram a El
Manantial.
—¿Qué es lo que estoy haciendo? —Saryon agarró un extremo del colchón,
hundiendo los dedos en la desgastada tela—. ¿En qué estoy pensando? ¡Joram está
Muerto! ¡No podrán localizarlo! Es por eso por lo que Vanya debe utilizarme a mí o a
Blachloch; no puede encontrar al muchacho por sí solo. ¡Los Duuk-tsarith pueden
localizarnos gracias a la Vida, a la magia que hay en nuestro interior! Ellos me
encontrarán a mí, pero en cambio les es imposible localizar a quien esté Muerto. O a lo
mejor no podrán encontrarme. A lo mejor no podrán encontrar a Joram.
Una repentina idea sacudió a Saryon con la misma intensidad que si hubiera
recibido un puñetazo. Temblando de excitación, se puso en pie y comenzó a pasear por
la reducida celda. Su mente comenzó a repasar los cálculos a toda velocidad en busca de
un posible defecto. No había ninguno. Era indudable que aquello funcionaría. Se hallaba
tan seguro de ello como lo estaba de la primera fórmula matemática que había
aprendido en las rodillas de su madre.
Para cada acción, existe una reacción opuesta e igual. Eso era lo que habían
enseñado los antiguos. En un mundo que rezuma magia, existe una fuerza que también
la absorbe: la piedra-oscura. Descubierta por los Hechiceros en la época de las Guerras
de Hierro, éstos la habían utilizado para forjar armas de un poder extraordinario.
Cuando
Arte los Hechiceros
Arcana fuerona derrotados,
y se persiguió su pueblo, se denominó su de
desterrándolos Tecnología
la tierra uconobligándolos
el nombre dea
ocultarse, como en el caso de aquellos pocos que formaban la pequeña colonia donde
ahora vivía Saryon. El conocimiento de la piedra-oscura había desaparecido
hundiéndose en el abismo de su dura existencia y de su lucha por sobrevivir. Había
desaparecido incluso del recuerdo, convirtiéndose únicamente en las palabras sin
sentido de un cántico ritual, palabras ilegibles en unos libros viejos y medio olvidados.
Ilegibles excepto para Joram. Éste había encontrado el mineral, aprendido sus
secretos, forjado una espada...
Lentamente, Saryon introdujo la mano debajo del colchón de Joram. Tocó el frío
metal de la espada, envuelta en aquella ropa hecha jirones, y encogió la mano
apartándola
encontraron de su contacto
lo que diabólico.
buscaban: Sin embargo,
una pequeña bolsa desus
piel.manos siguieron
Sacándola tanteando,
de su escondite,y

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Saryon la sostuvo en la mano, reflexionando. Funcionaría, pero ¿tenía él el valor y las


fuerzas para hacerlo?
¿Tenía elección?
Poco a poco, tiró del cordón que cerraba la bolsa, abriéndola. En su interior, había
tres piedras pequeñas; eran vulgares y feas, y tenían un aspecto muy parecido al del
mineral de hierro.
Saryon vaciló, sujetando la bolsa en una mano, contemplando su interior con
absorta fascinación.
Piedra-oscura... ¡aquello lo protegería de Vanya! ¡Aquélla era la carta que él podía
jugar para evitar que el Patriarca ganara la partida! Metiendo la mano en el interior de la
bolsa, Saryon extrajo una de las piedras. Resultaba pesada y era extrañamente tibia en
su palma. Pensativo, cerró la mano sobre ella y, con un movimiento inconsciente, la
apretó contra su corazón. El Patriarca Vanya se ponía en contacto con él mediante la
magia; la piedra-oscura absorbería la magia, actuaría como un escudo. Para Vanya, él
sería igual que uno de los Muertos.
—Y podría perfectamente ser uno de los Muertos —murmuró Saryon, sujetando
la piedra con fuerza contra su cuerpo—, ya que este acto me pondrá fuera de la ley,
tanto la de mi religión como la del país. Al hacer esto, repudio todas aquellas creencias
en las que se me ha educado. Reniego de mi propia vida. Todo aquello para lo que he
vivido hasta ahora se deshará y se escurrirá de entre mis dedos como si fuera polvo.
Tendré que aprenderlo todo de nuevo. Un mundo nuevo, un mundo indiferente, un
mundo aterrador. Un mundo sin fe, un mundo sin respuestas consoladoras, un mundo de
Muerte...
Apretando la tira de cuero, Saryon cerró la bolsa y la volvió a colocar de nuevo en
su escondite. No obstante, se quedó una piedra en la mano, que sujetaba con fuerza.
Había tomado una decisión y empezó a moverse con rapidez ahora, haciendo que los
planes y las ideas encajaran perfectamente en su cerebro con la claridad y la lógica
propias del matemático experto.
—Debo ir a la herrería. He de hablar con Joram, convencerle del peligro que
corremos. Escaparemos, nos internaremos en el País del Destierro. Para cuando lleguen
los Duuk-tsarith, estaremos ya muy lejos.
Apretando todavía la piedra en la mano, Saryon se echó agua en el rostro y,
agarrando su capa, se la puso, totalmente enredada y torcida, sobre los hombros.
Echando una mirada a su espalda, al dormido Simkin, golpeó en las rejas de la ventana
de la prisión y le hizo una seña a uno de los centinelas para que se acercara.
—¿Qué quieres, catalista?
—¿No le han dado órdenes con respecto a mí esta mañana? —preguntó Saryon,
fingiendo
pero que auna
él lesonrisa
parecíaque esperaba
la mueca seríadetomada
helada por unadifunta.
una zarigüeya expresión de total inocencia,
—No —dijo el centinela frunciendo el entrecejo de una manera horrible.
—Se... hum... ah... me necesita en la forja hoy. —Saryon sintió que se le hacía un
nudo en la garganta—. El herrero está emprendiendo un proyecto difícil y ha pedido que
se le infunda Vida.
—No sé. —El centinela vaciló—. Nuestras órdenes eran mantenerlos encerrados.
—Pero seguramente esas órdenes se referían a la noche pasada —dijo Saryon—.
¿No han... ejem... recibido nuevas órdenes hoy?
—Puede que sí y puede que no —masculló el centinela, dirigiendo una incómoda
mirada a la casa de la colina. Siguiendo la mirada del guardián, Saryon vio a un puñado
de los hombres
sombrío de Blachloch
grupo. Deseó que se reunían
desesperadamente en era
saber qué la lo
puerta formando
que estaba un pequeño y
sucediendo.

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—Imagino que puede ir —concedió el centinela finalmente—. Pero lo tendré que


acompañar.
—Desde luego —repuso Saryon, reprimiendo un suspiro de alivio.
—¿Está el majadero aún ahí dentro?
El guardián señaló hacia el interior de la prisión con un movimiento de la cabeza.
—¿Quién?
El catalista Oh, Simkin.
asintió con la cabeza.
Atisbando a través de las rejas de la ventana, el centinela vio al joven tumbado
cuan largo era sobre la cama, con la boca totalmente abierta. Sus ronquidos podían oírse
perfectamente desde la calle y, en aquel preciso instante, lo atacó uno particularmente
violento, que prácticamente le hizo incorporarse en la cama.
—Es una lástima que no se ahogue. —El centinela abrió la puerta, dejó salir al
catalista y la volvió a cerrar dando un fuerte golpe—. Vamos, sacerdote —dijo, y ambos
se pusieron en camino.
Mientras pasaban por las calles del pueblo con sus hileras de casas de ladrillo —
casas que Saryon aún era incapaz de mirar sin estremecerse, casas que habían sido
construidas con herramientas y las manos del hombre en lugar de ser edificadas con la
intervención de los elementos mediante la magia—, el catalista se dio cuenta del
nerviosismo que iba apoderándose de la gente. Muchos habían dejado de fingir que
trabajaban y permanecían ahora en pequeños grupos, hablando en voz baja, y mirando
con ferocidad al soldado cuando éste pasaba junto a ellos con una torva expresión de
desafío.
—Ya veréis —murmuró el centinela, mirándolos con ferocidad a su vez—. Dentro
de poco nos ocuparemos de vosotros.
Pero Saryon se dio cuenta de que el secuaz de Blachloch lo decía en voz muy
baja. Se podía advertir claramente que estaba nervioso y preocupado.
El catalista no lo culpó. Cinco años atrás, aquel hombre llamado Blachloch había
aparecido en el pueblo de los Hechiceros. Afirmando ser un renegado de las filas de los
poderosos Duuk-tsarith, el Señor de la Guerra le había arrebatado fácilmente el control
a Andon, aquel anciano bondadoso que era el jefe de la Cofradía. Trayendo a sus
hombres —ladrones y asesinos enviados expresamente por los Duuk-tsarith para ello—,
el Señor de la Guerra había aumentado aún más su control sobre los Hechiceros,
gobernando a la vez mediante el miedo y la promesa de que había llegado el momento
de que los Hechiceros se alzaran y recuperaran el lugar que les correspondía en el
mundo. Sin embargo, había habido algunos, Andon entre ellos, que habían desafiado al
brujo y a sus hombres abiertamente; ahora que el poderoso Señor de la Guerra había
desaparecido, era muy comprensible que sus hombres anduviesen seriamente
preocupados.
—¿Y en qué proyecto están trabajando hoy, sacerdote?
Saryon dio un respingo. Tenía la vaga impresión de que aquélla era la segunda vez
que el centinela le hacía la pregunta, pero había estado tan inmerso en sus pensamientos
que no se había dado cuenta.
—Hum, un arma especial... para el... el reino de Sharakan, creo —tartamudeó
Saryon, ruborizándose, incómodo. El centinela asintió con la cabeza y volvió a sumirse
en un desasosegado silencio, dirigiendo miradas rápidas y suspicaces por el rabillo del
ojo a todos los ciudadanos con los que se cruzaron camino de la herrería.
Saryon sabía que estaba sobre terreno seguro si mencionaba a Sharakan. Era éste
un extenso reino situado al norte del País del Destierro que se estaba preparando para la
guerra y había
las Artes provocado
Arcanas la ira
y solicitar suyayuda.
el temor
Dedeesta
losforma,
catalistas al buscar
durante todo aellos
añoHechiceros dé
anterior, los

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Hechiceros habían estado trabajando día y noche, forjando puntas de flecha de hierro,
puntas de lanza y puñales. Aquellas armas, conjugadas con la poderosa magia de los
propios Señores de la Guerra de Sharakan, los convertirían en un enemigo formidable y
terrible. Y, en aquel preciso instante, el puñal de hierro de Sharakan apuntaba
directamente a la bella y antigua garganta del reino de Merilon.
Nopor
culparlo era ello.
de extrañar
Mientrasque el Patriarca
pensaba en esto,Vanya estuviese
su corazón asustado.
estuvo casi a Saryon
punto denohacerlo
podía
dudar. La Orden de los catalistas había mantenido la paz entre los diferentes reinos de
Thimhallan durante siglos. Ahora se estaba deshaciendo, la delgada tela estaba siendo
rasgada. Sharakan no mantenía en secreto sus planes de conquista y, aunque la Iglesia
hacía todo lo que podía para mantenerlo fuera del conocimiento del resto del mundo
intentando evitar que cundiera el pánico, los rumores se iban extendiendo y el temor
crecía diariamente.
«Pero, seguramente —pensó Saryon—, ¡ahora que Blachloch está muerto, todo
terminará!»
Andon, el sabio y anciano jefe, se oponía a todas aquellas referencias a la guerra
entre los Hechiceros, y si Blachloch no fomentaba la idea, el anciano podría conseguir
que su gente recobrara el sentido.
«Le avisaré del peligro antes de que nos vayamos —pensó Saryon—. Le diré que
Blachloch los estaba conduciendo a una trampa. Le...»
—Ya hemos llegado —anunció el centinela, sujetando al catalista, que, absorto en
sus sombrías meditaciones, había estado a punto de tropezar y entrar de cabeza en el
interior de la herrería.
Consciente de nuevo del lugar donde se encontraba, Saryon oyó el golpear de los
martillos y la discordante respiración de los fuelles, como si se tratara del corazón y los
pulmones de una bestia gigantesca cuyos ojos relucían con un fulgor rojizo desde las
sombras de la guarida donde se agazapaba. El señor de la bestia, el herrero, estaba de
pie en la entrada. Hombre de elevada estatura, experto tanto en Magia como en
Tecnología, el herrero capitaneaba la facción de los Hechiceros que aprobaban la
guerra. Él la secundaba, no obstante, pero sin la interferencia de Blachloch. Nadie se
sentiría más feliz ante la noticia de la muerte del Señor de la Guerra que el herrero. Y no
había duda de que los hombres de Blachloch tenían mucho que temer de aquel
hombretón y del gran número de Hechiceros que lo apoyaba.
En aquellos momentos, el herrero hablaba con varios jóvenes, quienes, al ver al
centinela, interrumpieron su conversación. Los jóvenes se retiraron a las sombras de la
cueva donde estaba situada la fragua, y el herrero volvió a su trabajo, aunque no sin
antes lanzar al centinela una mirada fría y desafiante.
—Padre... Sintió que alguien le tocaba el brazo. Saryon miró detrás de él,
sobresaltado.
—¡Mosiah! —exclamó, extendiendo los brazos para estrechar al muchacho, lleno
de gratitud—. ¿Cómo esca...? —Dirigiendo una mirada al centinela, se interrumpió—.
Quiero decir, estábamos preocupados...
—Padre —dijo Mosiah, interrumpiéndole suavemente—, debo hablaros. En
privado. Es una... cuestión espiritual —continuó, mirando al centinela—. No os hará
perder mucho tiempo.
—De acuerdo —dijo el centinela a regañadientes, consciente de que el herrero lo
vigilaba atentamente—. Pero no os apartéis de mi vista ninguno de los dos.
Mosiah llevó a Saryon hasta las sombras de un establo donde guardaban a los
caballos para herrarlos.
—Padre —susurró el joven—, ¿adónde vais?

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—A... a hablar con Joram. Tengo algo... tenemos que discutir... —tartamudeó
Saryon.
—¿Es sobre ese rumor?
—¿Qué rumor? —preguntó el catalista con inquietud.
—Blachloch... ha desaparecido. —Mosiah miró a Saryon atentamente—. ¿No lo
sabíais?
—No. —Saryon apartó la mirada y se retiró aún más hacia las sombras.
—Han enviado a un grupo de búsqueda a los bosques.
—¿Cómo... cómo lo sabes?
—Yo estaba en casa de Blachloch cuando llegó Simkin para dar la noticia a los
hombres del Señor de la Guerra.
—¿Simkin? —Saryon miró a Mosiah con asombro—. ¿Cuándo? ¿Qué dijo?
—A primera hora de la mañana. Veréis, Padre —continuó Mosiah
apresuradamente, sus ojos clavados en el centinela—, anoche, después de que vos y
Joram os fuerais, los guardas vinieron y me llevaron detenido. Blachloch quería
hacerme unas preguntas o algo por el estilo, dijeron. Cuando llegamos a la casa, él no
estaba allí. Alguien dijo que había ido con vos a la forja; esperamos, pero no regresó.
Algunos de sus hombres fueron a la forja a buscarlo, pero no lo encontraron. Luego,
cuando empezaba a hacerse de día, apareció Simkin contando la historia de que
Blachloch se había adentrado en el bosque para arreglar un pequeño asunto con los
centauros...
Saryon dejó escapar un gemido.
Mosiah estudió al catalista con atención.
—Eso no es nuevo para vos, Padre, ¿no es así? No creí que lo fuera. ¿Qué está
pasando?
—¡No puedo decírtelo ahora! —contestó Saryon en voz baja—. ¿Cómo
escapaste?
—Sencillamente huí aprovechando la confusión. Vine para advertir a Andon. Los
hombres de Blachloch se están reuniendo ahí arriba, haciendo planes para tomar el
pueblo y aplastar la rebelión antes de que se inicie. Tienen armas: palos y cuchillos y
arcos...
—¡Eh, vuelve aquí! No puedo perder todo el día —gritó el centinela,
evidentemente deseando escapar de la iracunda mirada del herrero.
—Tengo que ir —decidió Saryon, dirigiéndose hacia la forja.
—Os acompaño —dijo Mosiah con firmeza.
—¡No! ¡Regresa a la celda! ¡Vigila a Simkin! —ordenó Saryon con
desesperación—. ¡Sólo Almin sabe lo que es capaz de hacer o decir!
—Sí idea.
una buena —convino Mosiah, tras considerarlo por un instante—, ésa es probablemente
¿Volveréis?
—¡Sí, sí! —respondió Saryon apresuradamente. Vio que el centinela miraba al
joven con desconfianza, como diciéndose que era extraño que Mosiah anduviera por allí
con toda libertad. Pero si el centinela tenía la menor intención de detener a Mosiah, otra
mirada dirigida al ceñudo herrero lo obligó a reconsiderar su decisión.
—El sacerdote dice que ha venido a ayudarte en un proyecto especial —le dijo el
centinela al herrero, intercambiando ambos siniestras miradas.
—Ya sabe..., el proyecto especial para Sharakan —añadió Saryon, pasándose la
lengua por los labios resecos. El martilleo que sonaba en el interior cesó, y el catalista
vio a Joram que lo contemplaba con sus ojos negros, que brillaban tan ardientes como
las brasas
Saryon de la forja—.
se quedó El manantial
sin voz. Su proyecto en
de el que está
mentiras se trabajando ese joven, Joram... —
había secado.

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Los labios del herrero se torcieron en una sonrisa, pero se limitó a encogerse de
hombros y decir:
—Sí, ese proyecto. —Hizo un gesto con una mano ennegrecida—. Seguid hasta el
fondo, Padre. ¡Tú no! —ordenó con voz severa, dirigiendo una colérica mirada al
centinela.
El rostrocondefacilidad
sosteniéndolo éste enrojeció,
en una de perosuselmanos.
herreroMurmurando
alzó su gigantesco martillo,
una maldición, el
centinela retrocedió, y, girando sobre sus talones, se dirigió calle arriba en dirección a la
casa de la colina.
—Será mejor que os deis prisa, Padre —dijo el herrero con tranquilidad—. Va a
haber jaleo y no querréis veros atrapado en medio, estoy seguro.
Golpeó la herradura que sostenía en las tenazas con un terrible golpe de su
martillo, y Saryon, al mirarla, se dio cuenta de que la herradura estaba totalmente fría,
terminada y lista para ser colocada. El grupo de jóvenes volvió a reunirse en la entrada
de la caverna. Parecía como si su número fuera aumentando paulatinamente.
—Sí, gracias —contestó el catalista—. Seré..., seré rápido.
Apenas capaz de entender sus propios pensamientos entre todo aquel martilleo,
Saryon se abrió paso por entre el desorden de la herrería. Le asaltó el recuerdo de lo
sucedido la noche anterior y su mirada se dirigió involuntariamente hacia el lugar donde
había estado tendido el cuerpo sangrante del Señor de la Guerra...
—¡Por la sangre de Almin! ¿Qué estáis haciendo aquí? —maldijo Joram,
apretando los dientes.
Tenía sobre el yunque, junto a él, una brillante punta de lanza al rojo vivo. Iba a
levantarla con las tenazas para sumergirla en un cubo de agua, pero Saryon lo detuvo
sujetándolo por el brazo.
—¡Tengo que hablar contigo, Joram! —aulló para hacerse oír por encima de los
martillazos del herrero—. ¡Estamos en peligro!
—¿Qué? ¿Han descubierto el cuerpo?
—No; es otro peligro. Uno aún peor. Yo... Ya sabes que me envió el... Patriarca
Vanya para... llevarte de regreso. Te lo dije cuando acababa de llegar aquí.
—Sí —repuso Joram, uniendo las espesas y oscuras cejas hasta formar una gruesa
línea negra que le cruzaba la frente—. Me lo dijisteis después de que Simkin lo hiciera,
pero me lo dijisteis de todas formas, al fin y al cabo.
Saryon se sonrojó.
—Ya sé que no confías en mí, pero... ¡escucha! El Patriarca Vanya se ha vuelto a
poner en contacto conmigo. No me preguntes cómo, lo ha hecho por medios mágicos.
—La mano del catalista fue a un bolsillo de su túnica, donde había escondido la piedra-
oscura. Cogiéndola
Blachloch la estrechó
y yo te llevemos a ti en
y asu
la mano
Espadacomo
a El para darse ánimos—. Vanya exige que
Manantial.
—¿Vanya conoce la existencia de la Espada? —siseó Joram—. Le contasteis...
—¡Yo no! —jadeó Saryon—. ¡Blachloch! Ese mago es... era... un agente del
Patriarca; un Duuk-tsarith auténtico. Ahora no tengo tiempo para explicarlo todo,
Joram; el Patriarca no tardará en descubrir que Blachloch está muerto y que tú lo
mataste utilizando la piedra-oscura. Entonces enviará a los Duuk-tsarith para detenerte.
Debe hacerlo, teme al poder de la Espada Arcana...
—Quiere el poder de la Espada Arcana —le corrigió Joram torvamente.
Saryon parpadeó; aquello era algo que no había tenido en cuenta.
—Quizá —dijo, tragando saliva; le escocía la garganta de tanto tener que gritar
para
pasa, hacerse
aumentaoír—. ¡De para
el peligro todasnosotros!
formas, debemos irnos, Joram! ¡A cada momento que

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—¡Nosotros en peligro! —Joram sonrió con aquella media sonrisa que era más
parecida a una mueca retorcida y amarga—. ¡Vos no corréis ningún peligro, catalista!
¿Por qué no me entregáis sencillamente a vuestro Patriarca? —Volvió la cabeza,
apartándola de la intensa mirada del catalista, hundiendo la tibia punta de la lanza en las
brasas de nuevo—. Me tenéis miedo, después de todo. Teméis a la piedra-oscura. Fue
mi mano
punta la quecon
de lanza mató a Blachloch.
las tenazas, JoramVos sois inocente
la depositó deyunque.
sobre el ello. —Volviendo
Durante un abuen
sacarrato
la
la miró sin verla—. Nos internaremos en el País del Destierro —dijo, con voz tan baja
que Saryon tuvo que inclinarse muy cerca de él para oírlo por encima del martilleo que
sonaba a sus espaldas—. Conocéis el peligro, los riesgos que correremos. Especialmente
porque ninguno de los dos posee una gran cantidad de magia. ¿Por qué? ¿Por qué
queréis venir conmigo?
Joram volvió a su trabajo, manteniendo el rostro vuelto.
¿Por qué realmente?, se preguntó Saryon, contemplando aquella cabeza inclinada;
la fornida espalda, desnuda bajo el calor de la fragua; la cabellera oscura y encrespada,
que se había soltado de la trenza y le colgaba en brillantes bucles alrededor del rostro
joven, frío y severo. Había algo en la voz... Estaba preñada de cansancio, de miedo; y de
algo más: ¿esperanza?
«Joram tiene miedo —se dio cuenta Saryon—. Planea abandonar el pueblo y ha
estado intentando reunir el valor suficiente para adentrarse él solo en esas tierras
desconocidas y salvajes.
»¿Por qué quiero ir contigo, Joram? —Un nudo abrasador se formó en la garganta
del catalista, igual que si se hubiera tragado uno de aquellos tizones ardientes—. Podría
decirte que una vez te sostuve en mis brazos. Podría decirte que apoyaste tu cabecita
sobre mi hombro, que te acuné hasta que te dormiste. Podría decirte que eres el Príncipe
de Merilon, heredero del trono, y que, además, ¡puedo probarlo!
«Pero no, eso no puedo decírtelo ahora. No creo que pueda decírtelo nunca. Con
esta peligrosa información y la terrible ira que albergas en tu interior, Joram, podrías
hacer que la tragedia se abatiera sobre todos nosotros: tus padres, la gente inocente de
Merilon... —Saryon se estremeció—. No —se repitió—. ¡Al menos no cometeré ese
pecado! Guardaré el secreto hasta la muerte. Sin embargo, ¿qué otra razón puedo darle
al muchacho? ¿Quiero ir contigo, Joram, porque me interesas tú y lo qué te suceda?
Cómo se burlaría entonces...»
—Me voy contigo —respondió finalmente Saryon—, porque busco recuperar mi
propia fe. La Iglesia fue para mí, una vez, algo tan sólido como la fortaleza montañosa
de El Manantial. Ahora la veo derrumbarse, la veo caer envuelta en la codicia y el
engaño. Te dije que no podía regresar a ella; y lo decía en serio.

fríos yJoram levantó la cabeza


desapasionados, de su trabajo
pero Saryon vio enpara
ellosmirar al catalista.
un breve Susdeojos
destello oscuros eran
decepción, una
pequeña llama que delataba su anhelo por oír algo diferente, pero que fue sofocada
rápidamente. Aquella mirada sobresaltó al catalista, quien deseó haber pronunciado las
palabras que habían estado en su corazón. Pero la oportunidad se había esfumado.
—Muy bien, catalista —dijo Joram con indiferencia—. De todas formas, creo que
es una buena idea que vengáis conmigo. Prefiero no perderos de vista; sabéis demasiado
sobre la piedra-oscura. Ahora regresad a la celda. Dejadme solo. Tengo que terminar
esto.
Saryon suspiró. Sí, había dicho lo apropiado. Pero qué vacío parecía. Metiendo la
mano en su bolsillo, sacó el pequeño pedazo de piedra-oscura.
—Una acosa
¿Y sujetarlo una más. ¿Puedes
cadena engastarme
de modo que puedaesto? —lepuesto?
llevarlo preguntó el catalista a Joram—.

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Sorprendido, Joram tomó la piedra, pasando su mirada de ella a Saryon. La


sospecha brilló repentinamente en sus ojos oscuros.
—¿Por qué?
—Creo que me permitirá escapar a los intentos del Patriarca para ponerse en
contacto conmigo. Absorberá la magia.
Joram
—Os losetraeré
guardó la piedra,
cuando mientras
regrese se encogía de hombros.
esta tarde.
—¡Debe ser pronto! —dijo Saryon, nervioso—. Antes del anochecer...
—No os preocupéis, catalista —interrumpió Joram—. Cuando llegue el
anochecer, ya hará mucho que nos habremos ido de este lugar. A propósito —añadió sin
darle importancia—, ¿encontrasteis a Mosiah?
—Sí, está esperando en la prisión, con Simkin.
—De modo que no se fue... —murmuró Joram para sí.
—¿Qué?
—Lo llevaremos con nosotros. Y a Simkin. Id a decírselo y que empiecen a
prepararse.
—¡No! ¡A Simkin no! —protestó Saryon—. Mosiah quizá, pero no...
—Necesitamos personas que utilicen magia como Simkin y Mosiah, catalista —
interrumpió Joram con frialdad—. Con vos para facilitarles Vida y mi poder con la
Espada, aún podremos sobrevivir a esto. —Levantó la mirada, y los ojos oscuros
contemplaron a Saryon con indiferencia—. Espero que eso no os decepcione.
Sin decir una palabra, Saryon le dio la espalda a Joram y se dirigió de nuevo a la
entrada de la herrería, evitando cuidadosamente pisar el lugar donde había muerto el
Señor de la Guerra. ¿Seguiría la sangre allí? Le pareció ver un charco debajo de un cubo
y desvió la mirada con rapidez.
No sentiría dejar aquel lugar. Aunque habían llegado a gustarle aquellas gentes y
comprendía su forma de vida, jamás podría sobreponerse a la repugnancia que sentía
por las Artes Arcanas de la Tecnología, repugnancia que le había sido inculcada durante
toda su vida. Conocía los peligros del País del Destierro, o por lo menos creía que los
conocía, y se dijo ingenuamente que la vida en plena naturaleza sería preferible a una
vida donde el hombre controlaba la naturaleza.
¿Adónde irían? No lo sabía. A Sharakan, quizás; aunque podrían ir a parar en
medio de una guerra. No importaba. Cualquier sitio serviría, mientras no fuera Merilon.
Sí, se alegraría de marchar, y se enfrentaría de buena gana a los peligros del País
del Destierro. «Pero bendito sea Almin —pensó Saryon, abatido, mientras regresaba a la
prisión—. ¿Por qué Simkin?»

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5
La revuelta

—Yo estaba allí. Lo vi todo, y por mi vida —dijo Simkin en voz baja— si no vi a
nuestro Sombrío y Melancólico Amigo hundir su brillante espada en el cuerpo
convulsionado del Señor de la Guerra.
—Muy bien por Joram —dijo Mosiah, ceñudo.
—Bueno, en realidad no era una «brillante espada» —corrigió Simkin, haciendo
aparecer un espejo enmarcado en plata y muy adornado con un gesto de la mano.
Sujetándolo frente a él, se examinó el rostro, alisándose meticulosamente la fina barba
marrón con los dedos y retorciendo con destreza las puntas de su bigote—. Esa espada
es la cosademás
marquesa horrenda que
Blackborough. he luego,
Desde visto jamás, si exceptuamos
la marquesa al ninguna
misma no es cuarto hijo de la
maravilla.
Todos los que la conocen saben que la nariz que luce por la noche no es la misma nariz
con la que empieza el día por la mañana.
—¿Qué...?
—Nunca se le ve la misma nariz dos veces, ¿sabes? No maneja demasiado bien la
magia. Se ha rumoreado que está Muerta, pero nunca se ha podido probar, y, además, su
esposo es muy amigo del Emperador. Y si se limitara a dedicarle un poco de tiempo,
¿quién sabe?, podría salirle la nariz bien.
—Simkin, qué...
—De todas maneras, no entiendo por qué se empeña en tener hijos,
particularmente niños feos. «Debería haber una ley en contra de ello», le sugerí a la
Emperatriz, que estuvo totalmente de acuerdo conmigo.
—¿Qué aspecto tiene la espada? —consiguió por fin intercalar Mosiah cuando
Simkin hizo una pausa para respirar.
—¿Espada? —Simkin lo miró distraídamente—. Oh, sí. La espada de Joram, la
«Espada Arcana», como él la llama. Muy apropiadamente, además, podría añadir. ¿Qué
aspecto tiene? —El muchacho reflexionó un momento, deshaciéndose primero del
espejo con un chasquido de los dedos—. Déjame pensar. Por cierto, ¿te gusta mi
conjunto? Lo prefiero al negro. Lo llamo Sangre Derramada, en honor del querido
difunto.
Mosiah contempló los calzones color sangre, la chaqueta morada y el chaleco de
raso rojo con disgusto y asintió.
Ajustándose el encaje alrededor de la muñeca —encaje que estaba lleno de
manchas rojas, para que parecieran «salpicaduras»—, Simkin se sentó sobre el
camastro, cruzando sus bien torneadas piernas para lucir mejor las medias color morado.
—La espada —continuó— tiene el aspecto de un hombre.
—¡No! —se mofó Mosiah.
—Sí, palabra de Almin —afirmó Simkin, ofendido—. Un hombre de hierro. Un
hombre de hierro escuálido, desde luego, pero un hombre de todas formas. Así... —
Poniéndose en pie, Simkin se puso rígido, los tobillos pegados, los brazos extendidos a
cada lado en forma de cruz—. Mi cuello es la empuñadura —dijo, estirando su

descarnado
—¡Túcuello
sí quealtienes
máximo—. Tiene
un pomo un pomo—resopló
por cabeza! en la parteMosiah.
superior en lugar de cabeza.
—Échale un vistazo, si no me crees —dijo Simkin, derrumbándose súbitamente

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sobre el camastro. Bostezó profundamente—. Está debajo del colchón, envuelta como
un bebé en sus pañales.
La mirada de Mosiah se dirigió a la cama, mientras crispaba las manos.
—No, no podría —dijo tras un momento.
—Tú mismo. —Simkin se encogió de hombros—. Me pregunto si habrán
descubierto
—¿Qué yapoderes
el cadáver. ¿Yque
dices te parece
tenía laque esto es—preguntó
Espada? demasiado Mosiah,
llamativolos
para el clavados
ojos funeral?
como fascinados en la cama. Lentamente se puso en pie, cruzó la habitación, y fue a
parar junto al camastro, aunque sin atreverse a tocar el colchón—. ¿Qué le hizo a
Blachloch?
—Déjame recordar —dijo Simkin con aire lánguido, tumbándose en el lecho y
poniendo los brazos detrás de la cabeza. Contemplando sus zapatos, arrugó el ceño y,
experimentalmente, cambió el color rojo por morado—. Debes comprender que me era
un poco difícil ver, situado como estaba, colgando de la pared por un maldito clavo.
Pensé en convertirme en un cubo, ven mucho mejor que las tenazas, ¿sabes? Cuando
soy unas tenazas, generalmente tengo un ojo a cada lado. Me da un campo de visión
amplio, pero no puedo ver lo que hay en el centro. Los cubos, por otra parte...
—¡Oh, cuéntalo de una vez! —le espetó Mosiah, impaciente.
Simkin aspiró por la nariz con desdén y volvió a cambiar a rojo el color de sus
zapatos.
—Nuestro Odiado y Despiadado Caudillo estaba lanzando el maleficio del
Veneno Verde sobre nuestro amigo. Por cierto, ¿has visto alguna vez cómo funciona ese
maleficio? —preguntó Simkin, tranquilo—. Tiene efectos terribles sobre el sistema
nervioso. Deja paralizado, provoca un dolor insoportable...
—¡Pobre Joram! —dijo Mosiah con suavidad.
—Sí, ¡pobre Joram! —repitió Simkin lentamente—. Estaba casi muerto, Mosiah.
—La voz burlona se puso repentinamente seria—. Realmente creí que no había nada
que hacer. Entonces me di cuenta de algo rarísimo: la luz verde y venenosa que el
conjuro proyecta sobre los cuerpos brillaba alrededor de Joram excepto en sus manos,
que sujetaban la espada. Y, lentamente, el resplandor empezó a desvanecerse en sus
brazos, y se iba desvaneciendo también en el resto de su cuerpo cuando nuestro
divertido y viejo amigo, el catalista, intervino y absorbió la Vida del Señor de la Guerra.
Y muy bien que hizo. Muy a tiempo. Incluso a pesar de que la espada parecía estar
invirtiendo el efecto del conjuro de Blachloch, era evidente que no actuaba con la
suficiente rapidez como para evitar que Joram se convirtiese en una temblorosa masa de
budín verde.
—Así que de alguna manera anula la magia —dijo Mosiah, perplejo.

de la Se quedó ventana,
enrejada mirando se
a laestremeció
cama con adeseo,
causaindeciso.
del aire Echando un vistazo
helado que al otro
penetraba lado
por ella.
Aunque era ya media tarde, la temperatura no había aumentado. El pálido sol había
desaparecido, oculto por unas nubes grises y amenazadoras. Parecía como si las nubes
hubieran descendido del cielo y se hubieran posado sobre los tejados del pueblo,
asfixiando todo signo de vida. Las calles estaban vacías: no había centinelas, ni
ciudadanos. Incluso había cesado el ruido de la herrería.
El joven se decidió y se dirigió de prisa hacia el camastro; arrodillándose junto a
él, metió las manos debajo del colchón. Suavemente, casi con veneración, sacó el
montón de andrajos.
Apoyado en los talones, Mosiah desenvolvió la espada y la contempló fijamente.
El rostro
mueca del joven —el honesto rostro de un Mago Campesino— se torció en una
de repugnancia.

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—¿Qué te dije? —repuso Simkin, dándose la vuelta en el camastro e


incorporándose sobre un codo para ver mejor—. Es una creación repugnante, ¿no es
así? Yo personalmente no la llevaría encima ni muerto, aunque no creo que eso
preocupe a Joram. ¿Entiendes? —insistió alegremente al ver que Mosiah no reía—. ¡Ni
Muerto!

repelíaMosiah hizoEra,
a la vez. casodeomiso de él.
verdad, unLa contemplación
arma tosca y fea.deAntiguamente,
la espada lo fascinaba y lo
hacía mucho
tiempo, los Hechiceros habían fabricado espadas de belleza reluciente y diseño elegante,
con hojas de deslumbrante acero y empuñaduras de oro y plata. Eran espadas mágicas,
que estaban dotadas también de diferentes propiedades gracias a runas y conjuros; pero
todas las espadas habían desaparecido de Thimhallan después de las Guerras de Hierro.
Los catalistas las denominaban armas diabólicas, creaciones demoníacas nacidas de las
Artes Arcanas de la Tecnología. La ciencia para fabricar espadas de acero se perdió. Las
únicas espadas que Joram había visto estaban dibujadas en los libros que había
encontrado. Y aunque el joven era muy hábil trabajando el metal, no era lo bastante
experto, ni tampoco tenía el tiempo ni la paciencia necesarios para crear un arma como
las que los hombres de la antigüedad habían ceñido con orgullo.
La espada que Mosiah sostenía en las manos estaba hecha de piedra-oscura, un
mineral que es negro y feo. La espada, nacida del fuego de la fragua y recibida su Vida
mágica de Saryon, un catalista reacio, no era más que una tira de metal batido y
martilleado y luego afilado de manera torpe por la mano inexperta de Joram. Éste no
sabía cómo crear hoja y empuñadura y unir luego ambas, así que aquella espada estaba
hecha de una sola pieza de metal y, tal como había dicho Simkin, se parecía a un ser
humano. La empuñadura estaba separada de la hoja por un travesaño que tenía el
aspecto de dos brazos extendidos. Joram había añadido una cabeza de aspecto bulboso
en la empuñadura en un intento de equilibrarla, haciendo que tuviera toda la apariencia
del cuerpo de un hombre convertido en piedra. Mosiah estaba a punto de volver a dejar
aquel objeto horrible y turbador debajo del colchón cuando la puerta se abrió de golpe.
—¡Deja eso! —ordenó una voz dura.
Sobresaltado, Mosiah estuvo a punto de dejarla caer al suelo.
—¡Joram! —exclamó con acento culpable, dándose la vuelta—. Tan sólo estaba
mirando.
—He dicho que lo dejes —siguió Joram con brusquedad, cerrando la puerta a su
espalda de una patada. Cruzó la habitación de un salto y arrebató la espada de las manos
de Mosiah, quien no ofreció resistencia—. No la vuelvas a tocar jamás —dijo, mirando
a su amigo con fiereza.
—No te preocupes —musitó Mosiah, poniéndose en pie y limpiándose las manos
en los calzones
¡Jamás! —añadió, deemocionado.
cuero como Luego
si quisiera borrar
dirigió el contacto
una sombría del metal—.
mirada Noapartó
a Joram, se lo haré.
de
él y se fue a atisbar por la ventana, malhumorado.
El silencio de las calles penetró en el interior de la celda y cayó sobre ellos como
una niebla invisible. Joram deslizó la espada en una especie de vaina de cuero hecha
imitando toscamente las vainas que había visto en los libros. Mirando de soslayo a
Mosiah, Joram empezó a decir algo, pero se contuvo. Sacó una bolsa de debajo de la
cama y empezó a llenarla con sus pocas ropas y la comida que quedaba en la celda.
Mosiah le oyó moverse pero no se volvió a mirarlo; incluso Simkin permanecía callado.
Contemplaba sus zapatos, y estaba a punto de poner uno de color rojo y el otro de color
morado, cuando se oyó un débil golpe y la puerta se abrió.

miradaSaryon penetró
del rostro en ely enojado
sofocado interior de
de Joram
la celda. Nadiesemblante
al pálido habló. Eldecatalista
Mosiah, dirigió
suspiró lay

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cerró la puerta cuidadosamente detrás de él.


—Han encontrado el cadáver —informó en voz baja.
—¡Estupendo! —exclamó Simkin, sentándose y pasando sus pies multicolores por
encima del borde de la cama—. Debo ir a contemplar...
—No —dijo Joram, brusco—. Quédate aquí. Hemos de hacer planes. ¡Tenemos
que escapar!
—¡Qué¡Esta noche!—gimió Simkin, consternado—. ¿Y perdernos el funeral?
diablos!
Después de que me he tomado tantas molestias...
—Me temo que sí —dijo Joram secamente—. ¡Tomad, catalista! —Le entregó a
Saryon una cadena bastante ordinaria, de la que pendía un pedazo de piedra de color
oscuro—. Vuestro amuleto de la «buena suerte».
Saryon aceptó la cadena con expresión solemne. La sostuvo ante él durante un
momento, contemplándola fijamente, mientras su rostro se volvía cada vez más pálido.
—¿Padre? —preguntó Mosiah—. ¿Qué sucede?
—Demasiadas cosas —repuso el catalista suavemente, y, con la misma expresión
solemne en el rostro, se colgó la piedra-oscura del cuello, ocultándola cuidadosamente
con la túnica—. Los hombres de Blachloch han acordonado el pueblo. Nadie puede salir
ni entrar.
Joram lanzó un terrible juramento.
—¡Al diablo con todo! —gritó Simkin—. ¡Por todos los infiernos! Va a ser un
funeral tan fantástico... Será el acontecimiento del año por estos lares. Y lo mejor es —
continuó lóbregamente— que la gente del pueblo aprovechará sin duda la oportunidad
para darles una paliza a algunos de los secuaces de Blachloch. Esperaba con ansia que
llegara el momento de darles una buena tunda a esos patanes.
—¡Hemos de salir de aquí! —dijo Joram torvamente.
Atándose la capa alrededor del cuello, arregló los pliegues de forma que el tejido
ocultase la espada y no quedase a la vista.
—Pero ¿por qué tenemos que irnos? —protestó Mosiah—. Por lo que Simkin me
ha contado, todo el mundo creerá que a Blachloch lo mataron los centauros. Incluso sus
hombres. Y ellos no se van a quedar mucho tiempo por aquí haciendo preguntas. Es por
eso que los hombres de Blachloch han acordonado el pueblo. ¡Están asustados! ¡Y con
motivo! ¡Lucharemos contra ellos! Les echaremos, y ya no tendremos nada que temer
de nadie...
—Sí, seguiremos teniendo de qué temer —dijo Saryon, la mano sobre el
amuleto—. El Patriarca Vanya se ha puesto en contacto conmigo.
—Apuesto a que él sí consigue ir al funeral —se quejó Simkin, enfurruñado.
—Cállate, idiota —gruñó Mosiah—. ¿Qué queréis decir con eso de que «se ha
puestoHablando
en contacto», Padre? ¿Cómoy podría
apresuradamente hacerlo?
lanzando frecuentes miradas al otro lado de la
ventana, Saryon contó a los jóvenes su conversación con el Patriarca, omitiendo
únicamente lo que él sabía sobre la auténtica identidad de Joram.
—Debemos irnos antes del anochecer —concluyó Saryon—. Cuando el Patriarca
Vanya descubra que no puede contactar ni conmigo ni con Blachloch, se dará cuenta de
que algo terrible ha sucedido. Antes del anochecer, los Duuk-tsarith podrían estar aquí.
—¿Lo veis? Todos los que son alguien estarán presentes en ese espléndido funeral
—dijo Simkin, melancólico.
—¡Los Duuk-tsarith, aquí! —Mosiah palideció—. Debemos avisar a Andon...
—Justamente vengo de casa de Andon —interrumpió Saryon con un suspiro—.
Intenté que lo comprendiera,
no le preocupan pero no estoy
tanto los Duuk-tsarith comoseguro de haber
el hecho tenido
de que éxito. se
su pueblo Francamente,
enzarce en

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una lucha con los hombres de Blachloch. No creo que los Duuk-tsarith molesten a los
Hechiceros si vienen aquí —añadió Saryon, dándose cuenta de la preocupación de
Mosiah—. Ahora podemos dar por seguro que la Orden estuvo en contacto constante
con Blachloch. Si hubieran querido destruir el pueblo, podrían haberlo hecho en
cualquier momento. Lo que harán será buscar a Joram y la piedra-oscura. Cuando
descubran
—Peroqueestas
se hagentes
marchado, seguirán
son mis su rastro.
amigos, Nos seguirán
son como a nosotros...
mi familia —insistió Mosiah—.
¡No puedo dejarlos! —Miró por la ventana preocupado.
—También son mis amigos —dijo Joram, brusco—. No es como si los
abandonásemos. Lo mejor que podemos hacer por ellos es irnos.
—Créeme, no hay nada que podamos hacer si nos quedamos, excepto quizás
acarrearles un daño mayor —dijo Saryon despacio, poniendo una mano sobre el hombro
de Mosiah—. El Patriarca Vanya me dijo una vez que quería evitar atacar a los
Hechiceros, si era posible. Sería una batalla encarnizada y, a pesar de lo secreto que lo
mantuviera la Iglesia, llegarían rumores de ello y se sembraría el pánico entre la gente.
Por eso estaba Blachloch aquí: para conducir a los Hechiceros a su propia destrucción
junto con Sharakan. Vanya aún espera poder llevar a cabo su plan. No podemos hacer
mucho más.
—Pero seguramente Andon no los dejará ahora que sabe...
—¡Ya no es problema nuestro! —interrumpió Joram sucintamente—. No nos
importa a nosotros. Al menos, no a mí. —Ató el bulto con fuerza y se lo echó a la
espalda—. Tú y Simkin os podéis quedar si queréis.
—¿Y dejaros a ti y a la Maravilla Calva vagando sin rumbo y solos por los
bosques? —preguntó Simkin, indignado—. Me pasaría las noches sin dormir, pensando
en ello. —Con un movimiento de la mano cambió de vestimenta. Sus ropas rojas se
volvieron de un feo marrón verdoso. Una larga capa de viaje gris se acomodó sobre sus
hombros y unas botas de piel, altas hasta la cadera, empezaron a treparle lentamente por
las piernas. Un sombrero de tres picos con una pluma de faisán larga e inclinada
apareció también sobre su cabeza—. Otra vez de vuelta al Barro con Excrementos —
terminó con un dejo de tristeza.
—¡Tú no vienes con nosotros! —exclamó Mosiah.
—¿Nosotros? —repitió Joram—. No sabía que nosotros fuéramos a algún sitio.
—Sabes que iré —replicó Mosiah.
—Me alegro —contestó Joram en voz baja.
Mosiah se ruborizó de placer ante aquel inesperado ardor en la voz de su amigo,
pero su alegría no duró demasiado.
—Claro que yo voy —intervino Simkin con arrogancia—. ¿A quién otro tenéis
para queaños.
durante os guíe? He¿Conoces
¿Y tú? ido y venido por el País del Destierro sin que me sucediera nada
el camino?
—Quizá no —dijo Mosiah, mirando, sombrío, a Simkin—. Pero antes preferiría
perderme en el País del Destierro que ser conducido a donde sea que tú tengas en mente.
¡Yo no quiero acabar siendo el esposo de la Reina de las Hadas! —añadió, dirigiéndole
una mirada al catalista.
Saryon pareció tan alarmado ante el recuerdo de aquella aventura casi desastrosa
que había corrido teniendo a Simkin como guía, que Joram intervino:
—Simkin viene —dijo con firmeza—. A lo mejor podríamos conseguir atravesar
el País del Destierro sin su ayuda, pero él es el único que puede conducirnos a donde
queremos ir.

de queElsabía
catalista
cuál observó a Joram,
era el destino preocupado.mientras
del muchacho, Tenía elJoram
súbitoseguía
y terrible presentimiento
hablando:

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—Además, la magia de Simkin puede ayudarnos a pasar por entre los hombres de
Blachloch.
—¡Eso no tiene por qué preocuparos! —se burló Simkin—. Después de todo,
siempre podemos utilizar los Corredores.
—¡No! —gritó Saryon, la voz ronca de miedo—. ¿No os dais cuenta de que iríais
a caer—Bueno,
en los brazos
puesdeentonces
los Duuk-tsarith
os podría? convertir a todos en conejos —ofreció Simkin
después de pensarlo profundamente por un momento—. Huiríamos entre saltos y
brincos, y...
—¿Padre? —llamó una voz temblorosa desde el otro lado de la ventana de la
prisión—. Padre Saryon, ¿estáis ahí?
—¡Andon! —gritó el catalista, abriendo de golpe la puerta—. En nombre de
Almin, ¿qué sucede?
El anciano Hechicero parecía a punto de desplomarse allí mismo. Las manos le
temblaban, los ojos, normalmente bondadosos, estaban desencajados y llevaba las ropas
en desorden.
—Joram, trae una silla —ordenó Saryon, pero Andon sacudió la cabeza.
—¡No hay tiempo! —Hacía terribles esfuerzos por respirar y se dieron cuenta de
que había estado corriendo—. Debéis venir, Padre. —El anciano se agarró a Saryon—.
¡Debéis disuadirlos de ello! ¡Después de todos estos años! ¡No deben luchar!
—Andon —dijo Saryon con firmeza—, por favor, cálmese. Lo único que
conseguirá es ponerse enfermo. Eso es; respire profundamente. Ahora, ¡cuénteme qué
está sucediendo!
—¡El herrero! —exclamó Andon, y su delgado pecho se elevó y descendió más
lentamente—. ¡Está planeando atacar a los hombres de Blachloch! —El anciano se
retorció las manos—. ¡Él y su grupo de exaltados podrían estar ya de camino a la casa
del Señor de la Guerra! Doy gracias porque veo —el anciano miró a Joram y a Mosiah
con tristeza— que vosotros no estáis entre ellos.
—No creo que haya nada que yo pueda hacer, amigo mío —empezó a contestar
Saryon, desolado, pero Joram apoyó una mano sobre el brazo del catalista.
—Iremos con usted, Andon —dijo, dirigiendo a Saryon una significativa
mirada—. Estoy seguro de que pensaréis en algo, catalista. —Luego continuó, dando un
codazo a Saryon—: Una ocasión perfecta para uno de vuestros sermones. —
Acercándose más, le susurró feroz—: ¡Ésta es nuestra oportunidad!
Saryon sacudió la cabeza.
—No veo...
—¡Escaparemos en la confusión! —le siseó Joram, exasperado.
Dirigió una rápida mirada a Mosiah y a Simkin, quienes parecieron entender su
plan inmediatamente.
En ese momento, les llegaron gritos y alaridos, procedentes de la herrería. En
algún lugar, un niño empezó a llorar. Se oyeron contraventanas que se cerraban con un
fuerte golpe y puertas que se aseguraban con pestillo.
—¡Ha empezado! —gritó Andon, presa del pánico.
Saliendo apresuradamente por la puerta, echó a correr vacilante. Joram y Mosiah
se precipitaron al exterior en pos de él. El catalista no pudo hacer otra cosa más que
sujetarse la túnica y seguirlos, corriendo tan deprisa como podía para intentar
alcanzarlos.
—Ja, ja —reflexionó Simkin, revoloteando tras ellos alegremente—. A lo mejor
asistiré al funeral, después de todo.

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6
¡Caídos en una emboscada!

—¡Aquí está el catalista! ¡Os dije que el viejo lo iría a buscar!


Saryon oyó las palabras y recibió una impresión confusa de movimiento a través
del rabillo del ojo. Oyó a Mosiah lanzar una exclamación, luego a Simkin que aullaba:
—¡Suéltame, Enorme Bestia Peluda!
Luego todo fue un confuso pánico, lucha inútil y voces que gruñían.
—Haced lo que os dicen y no sufriréis daño.
Una mano sujetó la muñeca de Saryon, torciéndole el brazo detrás de la espalda.
El dolor lo abrasó como una llama desde el codo hasta el hombro, y Saryon lanzó un
grito de dolor.
asustado; quizásPero se sorprendió
era porque percibíaaleldarse
miedocuenta
de susdecaptores.
que estaba másnotarlo
Podía enojado
en que
sus
pesadas y entrecortadas respiraciones y en sus voces roncas. Podía olerlo, un olor fétido
mezclado con el sudor y los vapores de aquel falso valor que los hombres de Blachloch
habían estado ingiriendo a través de los pellejos de vino.
El ataque había sido rápido y repentino. Los hombres del Señor de la Guerra
podían no ser muy espabilados en muchos aspectos, pero eran expertos en su oficio y
sabían muy bien lo que hacían. Enviados a buscar al catalista, habían visto a Andon
entrar en la prisión y adivinaron que el anciano les pondría, sin quererlo, a Saryon en las
manos. Escondidos en un callejón, los antiguos secuaces del difunto Señor de la Guerra
habían esperado a que pasara el grupo, y la pelea había terminado ya, prácticamente
antes de empezar.
Sujeto entre las zarpas de un musculoso matón, Joram no podía alcanzar su
espada. Mosiah yacía cabeza abajo en medio de la calle. Le manaba la sangre de un
corte que tenía en la cabeza y tenía un pie enfundado en una bota plantado con fuerza
detrás de su cuello. Los soldados arrojaron a Andon a un lado; el anciano yacía como
una muñeca rota en plena calle parpadeando aturdido y mirando al cielo. Un hombre
sujetaba a Saryon, retorciéndole el brazo dolorosamente detrás de la espalda. En cuanto
a Simkin, había desaparecido. El centinela que había saltado sobre la figura vestida tan
llamativamente permanecía ahora atónito contemplando sus manos vacías.
Uno de los matones, el jefe evidentemente, paseó la mirada por el campo de
batalla para asegurarse de que todo estaba bajo control. Luego, satisfecho, se acercó a
Saryon.
—¡Catalista, otórgame Vida! —exigió, intentando imitar los modales
intimidatorios y fríos del difunto Blachloch.
Pero éstos eran criminales comunes, no disciplinados Duuk-tsarith. Saryon vio
cómo los ojos del jefe se paseaban nerviosamente entre él y la calle vacía, mirando en
dirección a la herrería. El sonido de gritos y aullidos que provenían de allí indicaba que
algo estaba sucediendo. Los Hechiceros iban a luchar. Saryon negó con la cabeza y el
malhechor perdió el control.
—¡Maldita sea, catalista, ahora! —gritó, quebrándosele la voz—. ¡Rompedle el
brazo! —ordenó al hombre que sujetaba a Saryon.

Haced—¡Por la dice.
lo que os sangre de Almin,
Otorgadle catalista, no seáis estúpido! —exclamó Joram—.
Vida.
El hombre que sujetaba a Saryon le dio un nuevo y experto tirón en el brazo.

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Mordiéndose los labios para no gritar de dolor, el catalista miró a Joram sorprendido,
viendo cómo los oscuros ojos del muchacho se movían rápida y significativamente en
dirección a Mosiah.
—Sí, Padre —masculló Mosiah, teniendo la mejilla aplastada por el pie del
centinela contra el barro y la porquería de la calle. Aunque era imposible que hubiera
podido ver a Joram,
piden. ¡Otorgadle había captado el sutil énfasis de la voz—. Haced lo que ellos os
Vida!
—Muy bien —aceptó el catalista, inclinando la cabeza aparentemente derrotado.
La expresión de alivio que se pintó en el rostro del cabecilla resultó casi patética.
Saryon intentó desesperadamente concentrarse a pesar del dolor, y empezó a
repetir la plegaria que atraía la magia del mundo y la canalizaba hacia el interior de su
cuerpo. Afortunadamente era una oración que había aprendido de niño, de modo que no
le costó demasiado. No había tiempo para determinar la cantidad de Vida que podía
transmitir sin peligro al joven, ni siquiera en el caso de que sus desordenadas facultades
hubieran sido capaces de llevar a cabo los cálculos matemáticos necesarios. Tendría que
abrir el conducto completamente, dejar que la Vida fluyera ilimitadamente al interior de
Mosiah. Esto dejaría al catalista sin un ápice de energía, pero no tenían elección: tenían
una oportunidad, y sólo una. «Si esto falla —pensó el catalista con una tranquilidad que
le sorprendió—, ya no importará, de todas formas. Los hombres de Blachloch nos
matarán poseídos por la rabia y el miedo.»
En respuesta a su plegaria, la magia empezó a fluir al interior del catalista. Hubo
una época en la que aquel bendito sentimiento de unidad con el mundo le provocaba a
Saryon una sensación de placer casi sublime. Blachloch había acabado con ello. Al
darle Vida al Señor de la Guerra —Vida que Blachloch había pervertido convirtiéndola
en muerte—, Saryon había llegado a aborrecer aquel cosquilleo que sentía en la sangre,
aquel escalofrío de emoción que le recorría cada uno de los nervios. Ahora estaba
demasiado tenso, demasiado impaciente por devolver el golpe a aquellos asesinos, para
darse cuenta. No obstante, disfrutaba, una vez más, de la experiencia de poseer la magia
en su interior, aunque muy pronto debería dejarla ir. Repleto de Vida, Saryon abrió un
conducto en dirección a Mosiah.
La magia saltó del catalista al joven como una ráfaga de luz azul, un suceso que se
da únicamente cuando el catalista se entrega totalmente a su mago. La magia
chisporroteó en el aire. El malhechor que sujetaba a Saryon dio un respingo y aflojó
ligeramente la presión sobre su brazo. Pero en aquel momento, el cabecilla de aquellos
hombres se dio cuenta de que lo habían traicionado; la hoja de un cuchillo centelleó
bajo la luz del atardecer.
Levantando un brazo en un débil intento de repeler el ataque, Saryon oyó un
gruñidosí feroz.
sobre mismo,El alzando
hombre que sujetaba
el puñal. a Saryon
Estaba frentegritó una advertencia
a Mosiah, y su jefe giró
pero el aparentemente
inofensivo muchacho había cambiado. Su cuerpo estaba cubierto de pelo; sus dientes
eran ahora colmillos; sus manos, garras; sus uñas, zarpas. El hombre-lobo saltó sobre él,
haciéndolo caer al suelo. El puñal cayó de su mano inerte mientras sus gritos
desgarraban el aire. Luego todo terminó con un horrible borboteo.
Los fieros y enrojecidos ojos del hombre-lobo se apartaron de su víctima y
miraron a Saryon. El catalista no pudo evitar echarse atrás, sintiendo que su alma se
encogía, presa de un terror primitivo. De las mandíbulas de la criatura goteaba sangre y
saliva; un gruñido sordo le sacudía el macizo pecho. Pero los ojos no estaban clavados
realmente en Saryon. Contemplaban al guardián que se agazapaba detrás del catalista,
intentando
empujaron alastimeramente utilizarprecipitándolo
Saryon desde atrás, el cuerpo delhacia
catalista comoa las
adelante, escudo.
faucesUnas manos
del animal.

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Pero el hombre-lobo saltó a un lado con agilidad y el catalista cayó a cuatro patas. La
criatura saltó por encima de él. Saryon oyó el agudo gemido de terror del guardián junto
con un salvaje gruñido de triunfo.
Aturdido y dolorido, sin una gota de energía en su interior, Saryon contemplaba la
batalla que se desarrollaba a su alrededor como en sueños, incapaz de reaccionar. Vio
que
habíaJoram
estadoarrebataba
sujetandodey se
unarevolvía
patada contra
el puñalél que
con sostenía
un torpeen la mano el El
movimiento. hombre que lo
puño erró el
blanco y el soldado asestó un golpe en la barbilla del muchacho. Joram se tambaleó
hacia atrás, buscando a tientas su espada. El otro aprovechó su ventaja y se abalanzó
sobre él, pero entonces una escoba se materializó en el aire y empezó a aporrear al
guardián furiosamente.
—¡Toma eso, animal! —aullaba, inexorable, la escoba, atacando al aterrado
hombre desde todos los ángulos imaginables, golpeándolo en la cabeza y atizándole en
pleno trasero. Se cruzó entre las piernas de éste y le hizo caer finalmente, dejándolo
tendido cuan largo era. Caído en el suelo, el matón se cubrió la cabeza con las manos,
pero la escoba siguió golpeándolo, mientras gritaba a cada golpe—: ¡Animal!
El catalista tuvo la vaga impresión de que sus atacantes huían. Intentó ponerse en
pie, pero notó un zumbido en los oídos; se sentía mareado y con náuseas. Unas manos
fuertes y sin embargo sorprendentemente suaves lo ayudaron a ponerse en pie, y aunque
las palabras tenían la misma frialdad de siempre, sintió más que oyó un cálido
sentimiento de preocupación oculto en ellas que le sorprendió.
—¿Os encontráis bien?
Débil y mareado, el catalista miró a Joram a la cara. Por su tono de voz, no estaba
seguro de qué esperaba ver. Un ser de carne y hueso, quizá. Pero en su lugar vio piedra.
—¿Os encontráis bien, catalista? —repitió el muchacho fríamente—. ¿Podéis
andar o hemos de llevaros a cuestas?
Saryon suspiró.
—No, puedo andar —contestó, apartándose del muchacho con serena dignidad.
—Estupendo —comentó Joram—. Encargaos del anciano.
Señaló a Andon con la mano, quien estaba de pie mirando a su alrededor,
apesadumbrado. Tres de los malhechores yacían en medio de la calle; los otros habían
huido, abandonando a sus camaradas caídos. Dos de los guardas estaban muertos, los
cuerpos destrozados, los cuellos rotos por las fuertes mandíbulas del hombre-lobo.
Saryon se sorprendió al darse cuenta de que no sentía pena, sólo una especie de siniestra
satisfacción, que lo escandalizó. Un tercer hombre yacía a cierta distancia, vivo y
gimiente, su rostro y cabeza cubiertos de marcas rojas. Pedazos de paja de la escoba
aparecían enganchados a sus ropas como escuálidas plumas. Simkin estaba de pie junto
a él. —Palurdo —murmuró entre dientes, propinándole una rápida patada.
El guardián gimió y se cubrió la cabeza con los brazos. Alzando la barbilla
desdeñoso, Simkin hizo aparecer el pedazo de seda naranja y se secó la frente.
—Una pelea horrible, en verdad —comentó—. Estoy sudando.
—¡Tú! —Mosiah, de nuevo él mismo, estaba sentado en un portal, jadeando como
el hombre-lobo que había sido. El corte de la cabeza sangraba en abundancia, tenía el
rostro cubierto de barro y sudor y llevaba la ropa hecha jirones. Apoyándose fatigado en
la puerta, intentó recuperar el aliento—. ¡Jamás... había experimentado una magia...
como ésa! —admitió, aspirando profundamente. Cerró los ojos y se puso una mano en
la frente—. Me siento tan... mareado...
—Esaunsensación
que fueras mago tanpasará pronto
poderoso —dijo Saryon
—añadió con suavidad—.
el catalista mientras se No teníaa ni
dirigía idea de
ofrecer al

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desolado Andon cuantas palabras de consuelo vacías se le ocurrieran.


—Yo tampoco —observó Mosiah con un cierto pavor—. Ni... ni siquiera recuerdo
haberlo imaginado. Era sólo que... ¡Simkin dijo algo sobre una enorme bestia peluda y
aquella imagen estaba en mi cabeza! ¡Entonces la magia me embargó! Era como si la
Vida de todo lo que me rodeaba se estuviera vertiendo en mi interior, fluyendo a través
de mí.—¡Oh,
¡Me sentí cien veces
a quién más vivo!
le importa eso!Y...—interrumpió Joram, impaciente—. ¡Deja de
hablar de ello de una vez! ¡Hemos de salir de este maldito lugar!
Mosiah se calló bruscamente, tragándose las palabras. Se incorporó sin decir una
palabra, con los ojos llenos de rabia. Andon se quedó mirando a Joram con asombro.
Incómodo, Simkin empezó a tararear una cancioncilla. Sólo Saryon comprendió;
también él había sentido el amargo aguijón de la envidia clavándose en su corazón.
También él sabía lo que era sentir envidia de aquellos que habían sido bendecidos con el
don de la Vida.
Nadie habló, pero se miraron unos a otros con desasosiego; nadie parecía estar
muy seguro de lo que debían hacer. Era todo irreal, como un sueño. El sol, poniéndose
con un rojizo resplandor, proyectaba sus largos dedos rojos sobre las calles. Las
ventanas de los feos edificios de ladrillo parecían llamear bajo su reflejo. Centelleaba
incluso en los vidriosos ojos de los cadáveres; y, en la forja, relucía brillante sobre el
metal de los cuchillos, las lanzas, las flechas y los puñales. Allá a lo lejos, en el centro
del pueblo, los gritos sonaban cada vez con más fuerza.
—Joram tiene razón —dijo Saryon finalmente, intentando sacudirse de encima
aquella inquietante sensación de estar allí y en otro sitio al mismo tiempo—. El sol se
está poniendo y deberíamos irnos antes del anochecer.
—¿Irse? —Andon volvió a la realidad y miró al catalista, perplejo—. ¡No pueden
irse, Padre! ¡Escuchad! —Su rostro arrugado y bondadoso se retorció en una mueca de
espanto—. ¡Nuestra pacífica existencia ha terminado! Van a...
En aquel momento, se escuchó el sonido de un gong.
—¡El Scianc! —exclamó Andon, mientras el dolor convulsionaba su rostro.
Nueve veces resonó el gong, sacudiendo con su vibración el cuerpo y la mente.
Saryon notó que la sacudida le subía por los pies, haciendo vibrar todo su cuerpo, y se
preguntó si la misma tierra no se estaría estremeciendo de rabia.
—Significa guerra —explicó Joram, lúgubre—. ¿Por dónde, Simkin?
—Por aquí, bajando por el callejón —indicó Simkin, señalando con la mano, y su
acostumbrada actitud frívola se desvaneció en el aire como el pedazo de seda naranja.
Dicho esto, echó a correr.
—¡Vamos! ¡Será mejor que lo sigamos! —instó Joram—. Lo vamos a perder.
—Sólo siAdiós,
del anciano—: tenemos suerteGracias
Andon. —refunfuñó Mosiah. Estrechó precipitadamente la mano
por todo.
—Sí, gracias —dijo Joram rápidamente, dirigiendo sus negros ojos hacia la
herrería. El ruido de la batalla aumentaba, cada vez se oía más cerca. Después de echar
una última mirada, Joram penetró en el callejón con Mosiah: la figura de Simkin era
apenas visible a la luz del crepúsculo, con la pluma de su gorro ondeando al viento
como un estandarte. Volviéndose a medias gritó—: ¡Daos prisa, Saryon!
—Sí, id delante; ya os alcanzaré —repuso el catalista, reacio a irse y temeroso de
quedarse.
Andon, que parecía comprender los sentimientos de Saryon, sonrió con tristeza.
—Sé por qué se van y debería estar agradecido de que se llevaran la piedra-oscura
lejos de nosotros.
Pero siento que vosAlos menos
vayáis.nos
Quelibraremos de esa tentación.
Almin os acompañe, —Exhaló suavemente.
Padre —terminó un suspiro—.

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Saryon intentó devolverle la bendición, pero las palabras se negaron a salir de sus
labios. Se decía que, en el mundo antiguo, aquellos que habían vendido su alma a los
poderes de la oscuridad eran físicamente incapaces de pronunciar el nombre de Dios.
—¡Catalista! —se oyó gritar a Joram, irritado.
Saryon se volvió y se alejó del anciano sin decir una sola palabra. Mirando hacia
atrás desdedelas
a Andon piesombras del callejón
en la calle junto a mientras el crepúsculo
los cuerpos de los dosempezaba
guardianesa envolverlos,
muertos, convio
la
cabeza inclinada, los hombros caídos. El anciano Hechicero se cubría los ojos con las
manos, y el catalista se dio cuenta de que estaba llorando.

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7
El País del Destierro

Una vez abandonado el pueblo de los Hechiceros, Simkin condujo a sus


compañeros a través de un barranco lleno de una espesa maleza y bordeado por árboles
de hoja ancha, que formaban una especie de bóveda sobre ellos. La oscuridad
crepuscular se acentuó y llegó rápidamente la noche. Entre los árboles, estaba «tan
oscuro como el interior de los párpados de un demonio», según palabras de Simkin.
Resultaba difícil moverse entre aquella enmarañada vegetación, y, en ocasiones, casi
imposible; y a pesar de que Joram se opuso, los otros insistieron en la necesidad de
disponer de algo de luz.
—Los
se puede oír hombres de Blachloch
desde aquí tienenceñudo,
—dijo Mosiah, otras cosas de las se
mientras quearrancaba
preocuparse, por de
espinas lo que
las
piernas, que habían topado con violencia contra un matojo de aulagas en la oscuridad—.
¡Podríamos rompernos un tobillo o caer incluso en un agujero y desaparecer en este
lugar dejado de la mano de Dios! Prefiero arriesgarme a utilizar una antorcha.
—¡Una antorcha! —resopló Simkin—. ¡Qué ideas más primitivas tienes, querido
muchacho!
En el aire aparecieron unas enormes mariposas nocturnas cuyas alas despedían un
fulgor verdoso. Revoloteando sobre ellos, las relucientes mariposas proporcionaban una
extraña luz, cálida y suave, que cubría un radio más amplio que el que hubiera podido
imaginarse.
Desgraciadamente, tras echar una mirada a aquel bosque salvaje y de aspecto
inhóspito que cruzaban, Saryon se sintió mucho más asustado de lo que había estado
cuando se movía a trompicones en la oscuridad.
Siguieron andando por la hondonada hasta que los matorrales de agudos espinos
se abrieron para dar paso a un terreno pantanoso. Árboles gigantescos se alzaban por
entre las brumas de una niebla espesa; las raíces, desenterradas por las aguas, parecían
garras bajo la luz fantasmal que producían las relucientes mariposas. Al ver aquello,
Simkin mandó hacer un alto.
—Manteneos sobre el terreno elevado que hay a la izquierda —dijo desde su
posición a la cabeza de la comitiva. Agitó una mano con gesto impreciso—. No caigáis
dentro de la charca. Podríais quedar atrapados en el lodo.
—Sería preferible que no lo intentáramos hasta que fuese de día —propuso Joram
con voz cansada, y a Saryon se le ocurrió de repente que el muchacho debía de estar a
punto de derrumbarse de agotamiento. El catalista estaba exhausto, pero al menos había
podido descansar algo durante el día.
—Desde luego —repuso Simkin con un encogimiento de hombros—, no creo que
nada vaya a comernos por la noche —añadió con voz siniestra.
—Estoy demasiado cansado para preocuparme por eso —refunfuñó Joram.
Volvieron a la hondonada y localizaron un lugar, relativamente seco, donde pasar
la noche. Sacando la espada, Joram la depositó sobre el helado suelo y luego se preparó
un lecho junto a ella. Se tumbó, suspiró cansado, posó una mano sobre su espada y cerró

los ojos.
—Simkin, ¿adónde nos dirigimos? —preguntó Mosiah en un susurro.
Incorporándose, Joram levantó la mirada hacia ellos.

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—Merilon —dijo, y al cabo de un instante ya estaba profundamente dormido.


Mosiah miró a Saryon, que meneó la cabeza.
—Me lo temía. Hemos de convencerlo para que no vaya en esa dirección. ¡Joram
no debe ir a Merilon!
El catalista repitió aquellas palabras varias veces, restregando las manos arriba y
abajo Mosiah
de la raída tela de suinquieto,
se removió túnica. pero no dijo nada.
Saryon suspiró. Ahora se daba cuenta de que no podía esperar ayuda por parte de
aquel aliado; y aquél era su único aliado.
El catalista sabía que Mosiah estaba de acuerdo con él si seguía los dictados de su
cerebro, pero era el corazón del muchacho el que silenciaba su lengua. También Mosiah
anhelaba ver Merilon la Bella, la legendaria y encantada ciudad de ensueño.
Saryon suspiró otra vez y vio que el rostro de Mosiah se ponía en tensión; temía,
evidentemente, que el catalista volviera a tocar aquel tema.
Sin embargo, Saryon no volvió a sacar el tema. Permaneció silencioso, mirando a
su alrededor nerviosamente, mientras notaba que todos sus miedos y temores en
relación a aquellas tierras inhóspitas regresaban a él.
—Buenas noches, Padre —dijo Mosiah, violento, colocando su mano sobre el
hombro de Saryon—. Os ayudaré a intentar convencer a Joram por la mañana, aunque
no creo que sirva de mucho.
Se alejó y fue a tumbarse sobre el frío suelo, acurrucándose cerca de Joram en
busca de calor. Al cabo de pocos instantes, también él estaba dormido; durmiendo con
el sueño inocente de los jóvenes. El catalista lo contempló con melancólica envidia;
entonces, Simkin hizo desaparecer las mariposas, y la noche regresó junto a ellos. La
oscuridad pareció surgir de entre los desgarrados árboles, borrándolo todo. Saryon se
estremeció en el aire helado.
—Haré guardia —se ofreció Simkin—. Dormí toda la mañana, y la paliza que le
propiné a aquel patán me ha excitado la sangre. Poned vuestra calva cabeza a dormir,
Padre.
Saryon estaba cansado, tan cansado que esperaba que el sueño se apoderaría de él,
deteniendo la noria de sus pensamientos, que no hacía más que girar y girar en su
mente. Pero los terrores del bosque y el sonido de la voz de Joram diciendo «Merilon»
se adueñaron del cerebro del catalista y mantuvieron las ruedas en movimiento.
El viento gélido de la noche que empezaba a caer hizo susurrar las pocas hojas
muertas que aún se aferraban, tozudas, a los árboles. Arrebujándose en sus ropas,
Saryon intentó sacudirse de encima la creciente sensación de tristeza y desesperación; se
dijo a sí mismo que era debida al cansancio y al horror que le había provocado la muerte
del Señor
Perodenoladaba
Guerra, que muyy gradualmente
resultado, empezaba
ahora la anunciada a desaparecer
decisión de Joramdeempeoraba
su mente. aún
más las cosas.
Saryon cambió de posición, inquieto, tiritando de frío y miedo. El más ligero
ruido le hacía encogerse sobre sí mismo, atemorizado. ¿Era aquello unos ojos que lo
miraban desde las sombras? Se sentó asustado, buscando con frenesí a Simkin; el joven
estaba sentado tranquilamente sobre el tocón de un árbol. A Saryon le pareció que los
ojos de Simkin brillaban en la oscuridad como los de un animal, observándolo, en
apariencia, divertidos. El catalista volvió a tumbarse, se acurrucó en sus ropas, cerró los
ojos e intentó sacar sus temores y el frío de su pensamiento por el sencillo
procedimiento de darle vueltas y más vueltas a lo que iba a decirle a Joram a la mañana
siguiente.
Finalmente, la rueda pareció atascarse y dejó de dar vueltas. El catalista se vio

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arrastrado a un sueño inquieto y plagado de pesadillas; para tranquilizarse, llevó una


mano hacia la piedra-oscura que colgaba de su cuello y se dio cuenta, medio dormido,
que el poder del mineral había funcionado en apariencia.
El Patriarca Vanya no se había puesto en contacto con él.

Saryon se despertó a la mañana siguiente, dolorido y entumecido. Aunque no


tenía hambre, se esforzó en comer.
—Joram —dijo de mala gana, masticando y tragando de manera mecánica un
pedazo de pan duro—, tenemos que hablar.
—Prepárate, amigo mío —observó Simkin, alegre—. El Padre Aguafiestas intenta
convencerte para que no vayas a Merilon.
El rostro de Joram se ensombreció, su expresión se endureció, y Saryon lanzó una
mirada irritada al malicioso Simkin, quien se limitó a sonreír inocentemente y se volvió
a sentar en el tocón, con las piernas cruzadas, dispuesto a divertirse.
—¡El Patriarca Vanya esperará que vayas a Merilon, Joram! —razonó Saryon—.
Sabe lo de Anja y su promesa de que tú encontrarías la fama y la fortuna allí. ¡Estará
esperando, y también los Duuk-tsarith!
Joram lo escuchó en silencio; luego se encogió de hombros.
—Los Duuk-tsarith están en todas partes —dijo con frialdad—. Me parece que
estoy en peligro dondequiera que vaya. ¿No es verdad?
A Saryon le fue imposible negarlo.
—Entonces, iré a Merilon —siguió Joram, tranquilo—. Mi patrimonio está en esa
ciudad, según mi madre, ¡y pienso reclamarlo!
«¡Oh, si supieras a lo que te estás refiriendo en realidad! —pensó Saryon con
amargura—. Tú no eres el hijo ilegítimo de una pobre muchacha engañada y de su
desventurado amante. Tú no necesitas regresar como un mendigo, a exigir tus derechos
de una familia
podrías regresarque rechazó
como a su hijaRecibido
un príncipe. y la echó
condelágrimas
su casa hace
por tudiecisiete
madre, laaños. No. Tú
Emperatriz,
abrazado por tu padre, el Emperador... Para ser condenado a muerte, arrastrado por los
Duuk-tsarith hasta la Frontera de Thimhallan, a aquel confín mágico del mundo,
envuelto permanentemente por las brumas, y, una vez allí, expulsado al Más Allá.»
—El alma de este pobre infortunado está Muerta. —Saryon oyó en su imaginación
las palabras del Patriarca resonando a través de la helada y húmeda niebla—.
Permitamos ahora que la envoltura física se una al espíritu y le facilite a este desdichado
ser su única oportunidad de salvación.
«Debo decirle a Joram la verdad —se dijo Saryon, desesperado—. ¡Seguramente
eso lo disuadiría de ir!»
—Joram —dijo, con el corazón latiéndole con tal fuerza que apenas si podía
hablar—. Joram, hay algo que tengo que...
Pero entonces intervino la mente lógica del catalista.
«Sigue —le dijo su cerebro—. Di a Joram que es el hijo del Emperador. Dile que
puede aparecer y reclamar el título de Príncipe de Merilon. ¿Va a impedir eso que vaya
allí? ¿Cuál sería el primer sitio al que tú irías si te enteraras de algo así?»
—Bien, ¿qué pasa, catalista? —preguntó Joram, impaciente—. ¡Si tenéis algo que
decir, decidlo y dejad de murmurar para vos! Aunque, os aviso, estáis malgastando el
aliento. Estoy decidido. ¡Voy a Merilon y nada de lo que digáis me hará cambiar de
opinión!
«Sí, tiene razón», comprendió Saryon. Tragándose las palabras, las engulló como
si se tratara de una amarga medicina.
Y continuaron camino de Merilon.

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Por lo que Saryon podía recordar, los cinco días siguientes fueron los más
desdichados de toda su vida. Tardaron tres días en cruzar la ciénaga. El olor que
despedía aquel lugar revolvía el estómago y dejaba un sabor oleoso en la boca que hacía
perder el apetito. Aunque no les faltaba agua potable —incluso un niño podía llevar a
cabo un proceso mágico tan simple—, el olor putrefacto de la ciénaga daba al agua un
sabor amargo
siquiera la magiay corrompido; por un
podía encender mucho
fuegoque
quebebieran, no podían
hiciera arder aquella aplacar
madera la sed. YNo
húmeda. ni
vieron el sol ni una sola vez, no hubo forma de que entraran en calor. Jirones de niebla
perpetua se enroscaban a su alrededor, haciéndoles ver cosas inexistentes. Nada se
materializaba ante ellos surgiendo de entre la niebla, pero tenían la sensación de que
estaban siendo vigilados; sensación que las espantosas insinuaciones de Simkin no
hacían más que acrecentar.
—¿Por qué no haces más que olfatear? —preguntó Mosiah, malhumorado,
atravesando la pantanosa maleza en pos de Simkin—. ¡No me digas que determinas por
el olfato la dirección a seguir!
—La dirección no; pero sí el camino —corrigió Simkin.
—¡Oh, vamos! ¿Cómo puedes conocer el camino por el olfato? ¿Y cómo puedes
oler otra cosa que no sea podredumbre en este lugar horrendo?
Mosiah se detuvo para esperar a que el fatigado catalista los alcanzara.
—No es el camino lo que huelo, sino lo que está marcando el camino delante de
nosotros —dijo Simkin—. Veréis, no creo que sea probable que Eso dé un paso en falso
y se extravíe en el pantano, habiéndose criado por aquí. Pero de todas formas, yo
siempre digo que es mejor asegurarse que lamentarlo.
—¿Eso? ¿Qué es Eso? ¿Por qué estamos siguiendo a Eso? —empezó a preguntar
Mosiah, alarmado, pero Simkin puso una mano sobre la boca de su amigo.
—Vamos, vamos. No debes preocuparte. Generalmente, Eso duerme durante el
día bastante profundamente. Se agota durante la noche de tanto arrancar y rasgar con
Sus colmillos y con esas garras tan enormes y horrendas. No le menciones la existencia
de Eso al Calvo Amigo —murmuró al oído de Mosiah—. Ya está bastante nervioso.
Nunca conseguiríamos llegar a ningún sitio.
Y como si aquellas aterradoras insinuaciones no fueran lo bastante malas, su
«guía» lanzaba también gritos de alarma de vez en cuando.
—¡Mirad! ¡Delante de nosotros! —gritó Simkin, sujetando a Mosiah y
abrazándose a él, mientras temblaba como una hoja.
—¿Qué?
Mosiah sintió que su corazón daba un vuelco: la expresión «garras enormes y
horrendas» había dejado una impresión indeleble en su mente.
—¡Ahí! ¿No Lo ves?
—No...
—¡Mira! ¡Esos ojos! ¡Hay seis! Ah, se ha ido ahora. —Simkin lanzó un suspiro de
alivio. Sacando el retal de seda naranja, se lo pasó por la frente—. Hemos tenido suerte,
además. Debíamos tener el viento en contra y, afortunadamente, Eso no tiene un sentido
del olfato demasiado fino. ¿O era el oído? Siempre mezclo esas cosas...
O bien aquel Eso sabía adónde iba o bien lo sabía su «guía», porque al fin llegaron
al otro extremo de la ciénaga sanos y salvos, saliendo al pie de un cañón cerrado. Se
sentían tan agradecidos de encontrarse fuera de aquel horrible lugar y lejos de su hedor
que la perspectiva de escalar las rocosas paredes que se elevaban sobre ellos resultaba
incluso apetecible. El camino estaba marcado con claridad —Mosiah se abstuvo muy
juiciosamente
fue de preguntar
difícil de seguir. a Simkin
Respirar un aire quién
frío y ovivificante
qué lo había marcado—
y sentir y al principio
el sol sobre no
sus rostros

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les dio nuevas energías. Hasta el catalista se animó y se mantuvo a su mismo ritmo.
Pero el sendero desaparecía cuanto más subían y también se hacía más empinado.
Después de dos días de gatear sobre rocas desprendidas, de retroceder para volver
a encontrar el sendero y de dormir al raso en salientes azotados por el viento y
totalmente descubiertos, Saryon estaba tan agotado que andaba como sonámbulo la
mitad
caminodelo tiempo,
sentía ladespertándose con un
mano de Mosiah sobresalto
sobre cadaguiándolo.
su brazo, vez que tropezaba al salirsesólo
Seguía andando del
porque se había propuesto mentalmente hacerlo, poniendo un pie delante del otro y
cerrándose a todas las demás sensaciones: el frío, el dolor que sentía en todo el cuerpo y
también en su mente. En aquel estado, a veces seguía andando tambaleante cuando los
otros se habían detenido para descansar, y cuando ya le habían alcanzado y le habían
hecho retroceder, se dejaba caer pesadamente en el suelo, apoyaba la cabeza en las
rodillas y soñaba que aún seguía andando.
Con el tiempo, no obstante, el ejercicio y el aire puro le dieron al catalista lo que
hacía mucho tiempo necesitaba: noches de un sueño tan profundo que ni siquiera el
recuerdo del moribundo Señor de la Guerra o el dolor de sus músculos podían
atravesarlo. Una mañana, en el quinto día de viaje, Saryon se despertó con el
descubrimiento de que tenía la cabeza despejada y, aparte del entumecimiento de sus
músculos y el agudo dolor que sentía en la espalda provocado por haber dormido en el
suelo, se sentía relajado.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que estaban viajando en una dirección
equivocada.

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El claro

Se encontraban ya en la cima del precipicio, a sus pies se veía una extensión de


bosques densos y ondulados. El sol de la mañana, que debiera haberles dado
directamente en los ojos mientras andaban, se elevaba hasta su cenit a su derecha.
«Vamos casi en dirección norte, hacia Sharakan —comprendió Saryon. Merilon,
si aquél era su destino, estaba mucho más al este—. ¿Debo decir algo? —se preguntó,
inquieto—. A lo mejor Joram ha recobrado el juicio, ha cambiado de idea y ha decidido
no ir a Merilon. Tal vez es demasiado orgulloso para admitir ante el resto de nosotros
que podría haberse equivocado. O quizá tomó la decisión, la discutió con los demás y lo
que sucedió
Saryonfue que yorecordar
intentó estaba demasiado agotado
si había oído parajóvenes
a los prestar hablar
atención.»
de un cambio de
dirección, pero su cansancio había sido tan intenso que los recuerdos de aquellos
últimos días eran vagos y distorsionados.
Para evitar parecer un estúpido, el catalista decidió no mencionar el asunto,
esperando que sucediera algo que lo aclarara. Simkin les condujo al fondo del
precipicio, al bosque que se veía a sus pies. Al principio, todos se alegraron al
comprobar que no se trataba de un pantano sino que era un espeso bosque; no obstante,
se sintieron menos felices una vez hubieron penetrado en el bosque. A pesar de ser
invierno, los árboles, inexplicablemente, conservaban todas sus hojas. El follaje, de un
color marrón pálido, olía a putrefacción. El sendero que seguían estaba invadido por una
planta trepadora de hojas muy anchas que se enroscaba entre los troncos de los altos
árboles, cerrándoles el paso.
—He oído algo acerca de esta planta... Pero no puedo recordar qué es —musitó
Simkin, contemplándola con atención—. Tal vez se trate de que es comestible...
Mosiah se introdujo con cautela entre la maraña de plantas trepadoras. Al instante
las hojas se enrollaron alrededor de sus tobillos, le hicieron perder el equilibrio y cayó
de cabeza en medio de las plantas trepadoras.
—¡Ayudadme! —aulló, frenético.
Largas espinas surgieron de la planta, hundiéndose en su carne, y Mosiah empezó
a gritar de dolor. Sacando la espada, Joram arremetió contra la planta, golpeándola con
la hoja. Al contacto con el arma, las hojas de la planta se ennegrecieron y se enrollaron
sobre sí mismas. Con evidente mala gana, la planta soltó a su víctima. Sacaron a
Mosiah, que sangraba profusamente, pero no tenía heridas graves.
—¡Me estaba chupando la sangre! —exclamó, estremeciéndose y contemplando
la planta, horrorizado.
—Ah, ahora lo recuerdo —dijo Simkin—. Es una planta trepadora Kij. Nos
considera comestibles. Bueno, de todas formas yo sabía que tenía algo que ver con
comida —añadió a la defensiva, al ver que Mosiah lo miraba furioso.
Siguieron andando con dificultad. Joram, a la cabeza, despejaba el camino con la
espada.
Saryon observaba a los jóvenes con atención, esperando descubrir algún indicio

de sus planes. Joram ataviado


despreocupadamente y Mosiahcon
parecían contentarse
aquel traje de colorcon seguir
Barro cona Excrementos
Simkin. Moviéndose
o Polvo
con Porquería o comoquiera que se llamase, Simkin los guiaba con total seguridad

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adonde fuera que se estuvieran dirigiendo. En ningún momento vacilaba ni daba la


sensación de que estuviera perdido. Los senderos que encontraba en el tortuoso
laberinto de plantas Kij eran muy fáciles de seguir; demasiado fáciles. Mosiah indicó
más de una vez lugares donde se habían amontonado huesos deliberadamente para
marcar el sendero; podían verse pisadas de centauro sobre el barro helado. En una
ocasión llegaron
varios árboles a un lugar
partidos comodonde todas
si fueran las plantas
delgadas trepadoras habían sido aplastadas y
ramas.
—Un gigante —dijo Simkin—. Menos mal que no estábamos cerca cuando pasó
por aquí. No son muy inteligentes y, aunque no son peligrosos, les encanta jugar con los
humanos. Desgraciadamente, tienen la mala costumbre de romper sus juguetes.
Cada vez que encontraban un claro entre los árboles y podían ver el sol, Saryon
confirmaba que seguían dirigiéndose al norte. Y nadie decía una sola palabra.
«A lo mejor ni Joram ni Mosiah tienen idea de dónde está Merilon —pensó el
catalista—. Ambos se han criado en un poblado de Magos Campesinos en la frontera
con el País del Destierro. Joram sabe leer, porque Anja le enseñó; pero ¿ha visto alguna
vez un mapa del mundo? ¿Confía acaso en Simkin sin reservas?»
Aquello era difícil de creer; Joram no confiaba en nadie. Pero cuanto más
escuchaba y observaba Saryon, más empezaba a convencerse el catalista de que aquél
era el caso. Su conversación se centraba casi siempre en Merilon.
Mosiah contaba historias infantiles sobre la ciudad de cristal que flotaba sobre
superficies mágicas. Simkin les regalaba con cuentos aún más increíbles sobre la vida
en la corte, y, en las raras ocasiones en que se sentía inclinado a charlar, Joram aportaba
sus propias historias, historias que había oído de labios de Anja.
A Saryon le conmovían las historias de Anja, ya que él había residido en Merilon
durante muchos años. Había tal tristeza e intensidad en ellas —recuerdos de un
exiliado— que traían imágenes de la ciudad a los ojos del catalista. En ellas, veía una
Merilon que reconocía, diferente ciertamente de los cuentos de hadas de Mosiah y de las
fantasías de Simkin.
Pero si Joram no había cambiado de idea, ¿por qué los conducía Simkin en
dirección contraria?
Saryon se dedicó a estudiar a Simkin, cosa que no era la primera vez que hacía,
mientras avanzaban lentamente tras él a través del bosque, intentando descubrir su
juego. Y, como en ocasiones anteriores, Saryon tuvo que aceptar su total derrota. No
sólo era imposible averiguar por la actitud del joven qué cartas tenía en la mano, sino
que el catalista había visto con sus propios ojos que Simkin podía sacar bazas
literalmente de la nada.
Mayor en edad que los otros dos, probablemente unos veinte años (aunque podía
pasar por Simkin
deseaba), cualquier
era edad comprendida
un misterio. entre que
Un hombre los alteraba
setenta ylaslos catorcedeaños,
historias si asítan
su pasado lo
a menudo como se cambiaba de ropa, un hombre en el que la magia del mundo
burbujeaba por sus venas como si fuera vino, un hombre con un encanto que desarmaba
a cualquiera, mentiras extravagantes, y una actitud totalmente irreverente hacia todo en
la vida, incluida la muerte, Simkin gustaba a todos, pero nadie confiaba en él.
«Nadie lo toma en serio —se dijo Saryon—. Y tengo el presentimiento de que
más de una persona ha vivido para lamentarlo; si es que ha tenido esa suerte, claro.»
Aquel inquietante pensamiento ayudó al catalista a decidirse.
—Me siento agradecido de que hayas reconsiderado dirigirte a Merilon, Joram —
dijo Saryon con calma un día, cuando se detuvieron para descansar y comer.
—No
repentina lo he reconsiderado —repuso Joram, posando la mirada en el catalista con
suspicacia.

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—Entonces estamos viajando en dirección equivocada —dijo Saryon con


seriedad—. Vamos hacia el norte, hacia Sharakan. Merilon está casi al este. Si diéramos
la vuelta podríamos...
—... darnos de narices con el país de la Reina de las Hadas —interrumpió
Simkin—. Quizá nuestro célibe amigo sueñe con regresar a su perfumado lecho...
—¡Claro
también que ante
su sangre, no! —le atajó Saryon,
el recuerdo con el hermosa
de la alocada, rostro ardiendo y, hay que
y semidesnuda confesarlo,
Elspeth.
—Podemos girar hacia el este, si lo preferís, Frígido Padre —continuó Simkin,
mirando con indiferencia las copas de los árboles—. Hay un camino, no muy lejos de
aquí, que os llevará de nuevo a la ciénaga que tanto os gustó. Ese camino os conducirá,
finalmente, al círculo de hongos y, de camino, os adentrará en el corazón del país de los
centauros para que tengáis una fascinante visión de esas salvajes criaturas; una muy
breve visión antes de que os arranquen los ojos, claro. Si sobrevivís a esto, hay unas
interesantes excursiones marginales a guaridas de dragones, cuevas de quimeras, nidos
de grifos, residencias de dragones alados y las casuchas de los gigantes, sin olvidar a los
faunos, sátiros y otras bestiecillas...
—Lo que quieres decir es que nos llevas por este camino porque es más seguro —
dijo Mosiah, impaciente.
—Ajá, desde luego —repuso Simkin con aire herido—. No me gusta tanto andar
en vuestra compañía como para hacerme prolongar este viaje, querido amigo. Evitando
el río, que es donde acechan la mayoría de esas cosas desagradables, ahorramos en
pellejo lo que gastamos en suelas de zapatos. Cuando lleguemos a la frontera
septentrional del País del Destierro, torceremos al este.
Sonaba convincente, incluso Mosiah tuvo que admitirlo, y Saryon no puso
ninguna otra objeción. Pero siguió haciéndose preguntas; se preguntó también si Joram
se había dado cuenta de ello o si había estado siguiendo a Simkin ciegamente.
Como era característico en él, el muchacho no dijo nada, implicando con su
silencio que había planeado todo aquello con Simkin de antemano. Pero Saryon había
descubierto un breve destello de alarma en sus ojos oscuros cuando el catalista puso en
duda a Simkin, y adivinó que Joram había estado durmiendo con un ojo abierto, como
vulgarmente se dice. Una cierta crispación que observó en los labios de Joram cuando
Simkin habló le indicó a Saryon que aquello no volvería a suceder.
Se adentraron aún más en el interior del bosque y, al séptimo día de su estancia en
el País del Destierro, el ánimo de todos empezó a ensombrecerse. El sol los había
abandonado, como si encontrara que aquella tierra era demasiado sombría y deprimente
para molestarse en intentar iluminarla. Viajar, día tras día, bajo un cielo plomizo que se
oscurecía malhumorado, quedando oscuro como boca de lobo, proyectaba un manto de
pesadumbre
Parecíasobre
comoelsigrupo.
el bosque no fuera a acabarse nunca y las mortíferas plantas Kij
estaban por todas partes. No se oía el sonido de ningún animal; indudablemente, nada
podía vivir mucho tiempo entre aquellas plantas carnívoras. Pero cada uno de ellos tenía
la clara sensación de que estaba siendo observado y continuamente miraban por encima
del hombro o se giraban sobre sí mismos para enfrentarse a algo que nunca estaba allí.
Se habían acabado las historias sobre Merilon. Nadie decía una sola palabra,
excepto si era necesario. Joram estaba ceñudo y malhumorado, Simkin insoportable,
Saryon se sentía asustado y desdichado y Mosiah estaba enojado con Simkin. Todos
estaban cansados, tenían los pies doloridos y estaban nerviosos. Montaban guardia
durante la noche por parejas, mirando con temor a la oscuridad, que parecía estar
observándolos
Los díasa transcurrían
su vez. lentamente, agotadores. El bosque seguía y seguía; las

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plantas Kij jamás perdían una oportunidad de atravesar la carne y beber sangre. Saryon
iba arrastrando los pies pesadamente por el sendero, con la cabeza inclinada, sin
preocuparse de mirar por dónde iba, sin importarle ya que todo iba a tener el mismo
aspecto que el lugar por el que acababa de pasar un momento antes, cuando, de repente,
Mosiah, que iba delante de él, se detuvo en seco.
—¡Padre!
llegó junto a él. —dijo en voz baja, agarrando del brazo a Saryon cuando el catalista
—¿Qué sucede?
Saryon alzó la cabeza bruscamente, mientras el miedo le recorría las venas.
—¡Ahí! —señaló Mosiah—. Delante de nosotros. ¿No parece eso como si fuera...
el sol?
Saryon miró fijamente en aquella dirección. Joram, deteniéndose junto a él,
también miró hacia adelante.
A su alrededor tenían aquellos árboles enormes. A sus pies trepaban las plantas
Kij. Sobre sus cabezas, el cielo era de un gris apagado y triste. Pero delante de ellos, no
muy lejos, a medio kilómetro quizá, se podía ver lo que parecía ser una luz amarillenta y
cálida, filtrándose por entre los troncos de los árboles.
—Creo que tienes razón —dijo Saryon suavemente, como temiendo que si
hablaba en voz alta aquello se desvaneciera. Hasta aquel momento, no se había dado
cuenta de lo mucho que deseaba ver la luz del sol, sentir cómo su calor mitigaba el frío
de sus huesos. Buscó a Simkin con la mirada—. ¿Qué es eso? —preguntó, señalando
hacia adelante con la mano—. ¿Hemos llegado al final de este maldito bosque?
—Humm —contestó Simkin, con aspecto intranquilo—; no estoy muy seguro.
Será mejor que me dejéis comprobarlo. —Y antes de que ninguno de ellos pudiera
detenerlo, había desaparecido, con capa, botas, sombrero, pluma y todo lo demás.
—¡Lo sabía! —exclamó Mosiah con expresión torva—. ¡Ha conseguido que nos
extraviemos y no quiere admitirlo! Bueno, pues no importa. No pienso esperar en este
horrible bosque ni un momento más.
Él y Joram echaron a correr, abriéndose paso a golpes de espada por entre las
plantas Kij. Saryon los siguió apresuradamente.
La luz brillaba con más fuerza a medida que se acercaban. Era casi mediodía, y el
sol estaría en su punto más alto. El catalista pensó con ansia en su calor y su luz y en el
fin de aquellos sofocantes árboles y aquellas plantas-vampiro. Al acercarse aún más,
oyó un agradable sonido: el de agua dulce, salpicando contra las rocas. Donde hubiera
agua dulce habría comida fresca: fruta y nueces; se había acabado el pan soso,
conjurado torpemente, y el agua que sabía a planta Kij.
Abandonando toda prudencia, el grupo se precipitó hacia adelante, sin
preocuparse yadarde
perfectamente si algo
la vida o alguien
por volver a sentirlosen vigilaba. Saryon
su rostro por últimaconsideró quedelpodía
vez el calor sol.
Saliendo de entre los árboles, los tres se detuvieron atónitos, mirando con mucha
admiración el esplendoroso espectáculo que se ofrecía ante ellos.
La luz del sol, en un cielo sin nubes, brillaba a través de un claro en los árboles
del bosque. El sol centelleaba sobre una cascada de aguas azules que caían desde un alto
farallón, bailando en las ondas de un arroyo poco profundo. Formaba arcos iris en el
vapor que se elevaba de un burbujeante estanque e iluminaba un claro lleno de
exuberante césped y flores perfumadas.
—Demos gracias a Almin —jadeó el catalista.
—¡No, esperad! —Simkin apareció de repente, saliendo de la nada—. No entréis.
Esto no debería estar aquí.

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—¡Así que esto no debería estar aquí! —murmuró Mosiah, perezoso.


Los tres, Mosiah, Joram y Saryon, estaban tumbados sobre el exuberante césped,
gozando de su cálida y fragante suavidad, saciado su apetito con las exquisitas frutas
que habían encontrado creciendo en los arbustos que rodeaban los manantiales de agua
caliente.
—¡Por lo menos,
Pero Simkin pusoeste lugar esincluso
objeciones más real que él!en el claro.
a entrar
—Os digo que esto no estaba aquí la última vez que yo...
Los otros tres estaban firmemente decididos a acampar allí para pasar la noche.
—Nos mantendremos agachados —le dijo Joram, impaciente, cuando las confusas
insinuaciones de Simkin se volvieron demasiado ridículas para ser soportadas—. En
realidad, es más seguro estar aquí entre las hierbas. ¡Veremos y oiremos cualquier cosa
que penetre en el claro mucho antes de que pueda acercarse a nosotros!
Simkin se sumió en un enfurruñado silencio. Siguiendo a los demás de mala gana
mientras penetraban en el iluminado claro, con aspecto malhumorado se dedicó a
arrancar las cabezuelas de las flores. Los otros bebieron hasta hartarse en las frías aguas
de la cascada, se bañaron en el manantial de agua caliente y devoraron ávidamente
grandes cantidades de fruta. Luego extendieron sus mantas bajo un árbol gigantesco en
un extremo del claro, descansando sobre la hierba, mientras un cálido sentimiento de
camaradería los envolvía acogedoramente.
Pero Simkin se pasó el tiempo merodeando por todas partes, inquieto. Jugueteaba
nervioso con la hierba, levantándose a cada momento para mirar con atención al interior
del bosque, y no hacía más que cambiar repentinamente sus ropas de un color llamativo
a otro.
—Ignoradle —dijo Mosiah, al ver que Saryon observaba al muchacho con una
expresión preocupada en el rostro.
—Está actuando de una manera extraña —repuso Saryon.
—¡Desde cuándo es eso algo nuevo en él! —replicó Mosiah—. Contadnos cosas
sobre Merilon, Padre. Vos sois el que ha vivido allí y nunca nos habéis dicho una
palabra. Ya sé que no estáis exactamente de acuerdo en que vayamos...
—Lo sé. He estado tan enfurruñado como Simkin —sonrió Saryon.
Sintiéndose agradablemente cansado, empezó a hablar con todo detalle sobre la
Merilon que recordaba, describiéndoles la Catedral de cristal y las otras maravillas de la
ciudad. Describió los extravagantes carruajes tirados por ardillas enormes o pavos reales
o cisnes que volaban por el aire mediante artes mágicas, transportando a sus nobles
pasajeros hacia las nubes para que efectuaran su visita diaria al Palacio de cristal del
Emperador. Les habló sobre la Arboleda, donde estaba la Tumba de Merlyn, el gran
magodelqueclima
sol, habíaque
conducido a su gente
era siempre a este omundo.
primaveral Les habló
veraniego, de losdedías
las mágicas puestas
en los que de
llovían
pétalos de rosa para purificar el aire.
Mosiah le escuchaba boquiabierto, apoyado contra un árbol. Joram, tumbado boca
abajo, volvió la cabeza en dirección al sol, con una expresión extraordinariamente
relajada que suavizaba sus facciones marcadas y angulosas. Escuchaba con aparente
placer, luciendo una mirada soñadora en los oscuros ojos, viéndose a sí mismo, quizá,
montado en uno de aquellos carruajes.
Súbitamente, Simkin saltó de pronto de detrás de un árbol, interrumpiendo al
catalista, clavando la mirada en el claro con el entrecejo profundamente fruncido.
—Túmbate, nos estás volviendo locos —dijo, irritado, Mosiah.
—Si me Me
malhumorado—. tumbara, nunca tieso
encontraríais me devolvería a levantar
aburrimiento antes del—respondió Simkin,
anochecer, igual que

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encontramos al duque d'Grundie después de uno de los discursos del Emperador.


Tuvimos que empaparle en vino para que recuperara la flexibilidad.
—Seguid, Padre —dijo Mosiah—. Contadnos más cosas sobre Merilon. No hagáis
caso de este idiota.
—No es necesario —repuso Simkin con arrogancia—. Me voy. ¡Os vuelvo a
repetirSimkin
que noechó
me gusta
haciaeste lugar!
atrás la cabeza, que ahora lucía un puntiagudo sombrero verde
con una larga pluma de faisán balanceándose sobre su espalda, cubierta por una capa
también de color verde. Luego abandonó el campamento, desapareciendo en el bosque.
—Está de un humor extraño —observó el catalista, pensativo. Dándose cuenta de
que había extendido su manta sobre una raíz de árbol que sobresalía del suelo y se le
clavaba en la espalda de forma muy molesta, Saryon se puso en pie y trasladó su manta
a otro lugar—. Quizá no deberíamos dejar que se fuera...
—¿Cómo sugerís que le detengamos? —preguntó Joram perezosamente, lanzando
pedazos de pan de su mochila a un cuervo. El pájaro había estado posado en las ramas
del árbol bajo el que estaban tumbados, y ahora revoloteó hasta el suelo para aceptar la
comida con aire condescendiente. Tan a gusto se sentían, que a ninguno de ellos se le
ocurrió preguntarse qué hacía el cuervo allí, cuando no habían visto un solo animal
durante días.
—Oh, a Simkin no le sucede nada —dijo Mosiah, contemplando el solemne
pavoneo del ave con una sonrisa—. Sencillamente está furioso porque se ha perdido y
no quiere admitirlo. Seguid hablando de Merilon, Padre. Habladnos de las plataformas
flotantes de piedra y las Casas Gremiales...
—¡Si Simkin se ha perdido, también lo estamos nosotros!
Saryon perdió la tranquilidad. De repente, el sol que brillaba en el claro era
demasiado fuerte, demasiado brillante. Le estaba produciendo dolor de cabeza.
—¡No empecéis a hablar de nuevo de Simkin, catalista! —exclamó Joram,
frunciendo el entrecejo y golpeando accidentalmente al cuervo con un pedazo de pan.
Con un graznido de indignación, el ave alzó el vuelo yendo a posarse en el árbol de
nuevo, donde se quedó con aspecto melancólico arreglándose las erizadas plumas—.
Estoy harto de los dos...
—¡Chissst!
Aparentemente surgiendo del aire, la voz los sobresaltó a los tres. Mosiah,
perplejo, lanzó una asustada mirada al cuervo, pero antes de que pudiera reaccionar,
Simkin se materializó en el centro del claro, con el sombrero torcido, y el delgado y
afilado rostro totalmente pálido bajo la suave barba.
—¿Qué sucede? —Joram estaba ya en pie, y su mano iba dirigiéndose
instintivamente hacia
—¡Al suelo! la espada.—jadeó Simkin, haciéndolo caer sobre la hierba.
¡Escóndete!
Los demás se dejaron caer también cuan largos eran sobre el estómago, sin
atreverse apenas a respirar.
—¿Centauros? —preguntó Mosiah en un susurro entrecortado.
—¡Peor! —siseó Simkin—. ¡Duuk-tsarith!

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9
¡Capturados!

—¡Duuk-tsarith! —jadeó Mosiah.


—¡Pero eso es imposible! —exclamó Saryon—. Nunca podrían haber encontrado
nuestro rastro; ¡la Espada Arcana nos protege! ¿Estás seguro?
—Por la sangre de Almin, Calvo Amigo —farfulló Simkin, mirándolo con ojos
extraviados por entre las altas hierbas—. ¡Desde luego que estoy seguro! Reconozco
que es un poco difícil ver en ese bosque tan oscuro, desde luego, especialmente si
aquellos a los que uno está observando van todos vestidos de negro. Pero si queréis,
puedo volver y preguntarles...
En aquel
exactamente igualmomento, el cuervo
que una ronca dejó
carcajada y seescapar un sonoro
alejó volando de los graznido
árboles. que sonó
—O mejor aún, preguntadle a él —dijo Simkin con un siniestro tono irónico—.
¿Cuánto tiempo ha estado aquí?
Saryon suspiró, meneando la cabeza. Tendido cuan largo era, se sentía poco
protegido por aquellas hierbas altas y se aplastaba contra el suelo como si quisiera
penetrar en la tierra. El bosque estaba a más de treinta metros de distancia. A lo mejor
podrían escapar.
—En nombre de Almin, ¿qué hacemos ahora? —preguntó Mosiah, apremiante.
—¡Irnos! —dijo el catalista—. Salgamos de aquí rápidamente...
—¡Eso no servirá de nada! —replicó Simkin—. Saben que estamos aquí, y no se
hallan muy lejos; en el bosque al otro lado de la cascada. Al menos hay dos de ellos.
Evidentemente nos han estado vigilando a través de los ojos de su pequeño amigo
emplumado. Adónde podemos ir para que él no nos descubra... a menos que utilicemos
los Corredores...
—No —se apresuró a decir Saryon con el rostro pálido—. Eso sería arrojarnos en
sus brazos.
—Esta vez estoy de acuerdo con el sacerdote —dijo Joram con brusquedad—. Te
olvidas de que estoy Muerto. Una vez en los Corredores, me tendrían atrapado.
—Entonces, ¿qué podemos hacer? —preguntó Mosiah, con una voz demasiado
aguda—. No podemos huir, no podemos escondernos...
—Chissst. Atacaremos —replicó Joram.
Los oscuros ojos aparecían imperturbables; una media sonrisa apareció en sus
gruesos labios. Su rostro, visto desde su escondite entre las hierbas, tenía un aspecto
casi bestial.
—¡No! —rechazó Saryon categóricamente, estremeciéndose.
—Una idea excelente, de verdad —susurró Simkin, entusiasmado—. El cuervo les
dirá que sabemos que están ahí. Esperarán que huyamos y probablemente habrán hecho
planes para esa eventualidad. ¡Lo que no esperarán es que los rodeemos y ataquemos!
—¡Es de Duuk-tsarith de quienes estamos hablando! —les recordó Saryon con
amargura.
—¡Contamos con el elemento sorpresa y tenemos la espada! —replicó Joram.

—¡Blachloch
voz, apretando estuvo a punto de acabar contigo! —exclamó Saryon sin alzar la
los puños.
—¡Eso me enseño! Además, ¿qué otra opción tenemos?

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—¡No lo sé! —murmuró Saryon con voz entrecortada—. Pero no quiero más
muertes...
—Son ellos o nosotros, Padre. —Juntando las manos, Mosiah pronunció unas
pocas palabras. Se produjo un resplandor tenue en el aire y un arco y un carcaj se
materializaron en sus manos—. Mirad esto —dijo orgullosamente—; he estado
estudiando conjuroscon
utilizarlo. Contando guerreros.
vos para Todos lo hacíamos,
otorgarme allí ena Joram
Vida, y teniendo el pueblo. Y sé cómo
y la espada...
—Será mejor que nos demos prisa —los apremió Simkin—, antes de que lancen
algún conjuro para atraparnos o realicen un encantamiento en el claro del bosque.
—Si no queréis venir, Padre —dijo Mosiah—, facilitadme Vida aquí mismo.
Podéis quedaros...
—No, Joram tiene razón —repuso Saryon en voz muy baja—. Si insistís en esta
locura, yo también voy. Podéis necesitarme para... para otros menesteres. Puedo hacer
otras cosas además de facilitar Vida —dijo, dirigiendo una mirada significativa a
Joram—. También puedo quitarla.
—¡Seguidme, entonces! —susurró Simkin.
Se puso en cuclillas y empezó a gatear lentamente a través de la alta maleza en
dirección a la cascada.
—¿Dónde estarás? —preguntó Mosiah a Simkin, que se iba cambiando de
vestimenta a medida que avanzaba.
—En lo más reñido de la batalla, puedes estar seguro —replicó Simkin con voz
profunda y áspera.
Estaba vestido con una piel de serpiente, sumamente apropiada para arrastrarse
por entre la hierba. Por desgracia, el conjunto quedaba bastante deslucido por culpa de
un casco de metal con visor incluido que le cubría la cara, le oscurecía la visión y
recordaba vagamente un cubo volcado.

—Sí, son Duuk-tsarith —murmuró Saryon.


Empezaba a caer la tarde. El sol estaba ya iniciando su descenso hacia la noche.
Agazapado en la hierba en el límite entre el prado y el bosque, el catalista podía ver a
los dos hombres y sus negras y largas túnicas con claridad. Saryon suspiró con
desánimo; había estado esperando que se tratase de los «monstruos» de Simkin, que
desaparecían inexplicablemente en cuanto alguien iba en su busca.
Pero aquellos eran, realmente, Señores de la Guerra; miembros de la terrible
Orden de los Duuk-tsarith. Sus manos estaban cruzadas frente a ellos, tal como era
característico; sus rostros se hallaban ocultos bajo las sombras de sus capuchas
puntiagudas. Cualquier duda que pudiera existir quedó disipada a la vista de un cuervo,
posado en la rama de un árbol cerca de los dos hombres, cuyos ojos desprendían un
fulgor rojizo bajo la luz solar que se filtraba por entre las hojas. Saryon observó con
atención a los enlutados personajes. Su mente regresó por un momento a El Manantial,
al día en el que aquellos dos Duuk-tsarith lo habían descubierto leyendo los libros
prohibidos...
—Ése debe de ser su catalista —susurró, desterrando apresuradamente aquellos
espantosos recuerdos.
Moviéndose cautelosamente, temeroso de que oyeran el sonido de su mano al
elevarse, indicó a un tercer individuo que llevaba una larga capa de viaje. Aunque la
capa ocultaba sus ropas, la cabeza tonsurada de aquel hombre lo señalaba como
sacerdote. Él y un cuarto hombre permanecían algo alejados de los Señores de la
Guerra. Uno al lado del otro, conversaban evidentemente entre ellos y alguna que otra
vez la mano del cuarto hombre se movía como para acentuar algún punto. Fue aquel

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cuarto hombre el que atrajo la atención del catalista. Más alto que el resto, su capa
estaba hecha de un tejido suntuoso, y, cuando hizo un gesto con la mano, Saryon pudo
ver el destello de varias alhajas en sus dedos.
El catalista lo señaló con una mano.
—No estoy muy seguro de quién es el cuarto hombre. No es un Duuk-tsarith; no
va vestido
—¿Esdealguna
negro...
especie de Señor de la Guerra? —preguntó Joram.
Moviendo la espada en su mano nerviosamente para poder agarrar con más fuerza
la pesada arma, estuvo a punto de dejarla caer, y, con gesto malhumorado, se secó las
sudorosas manos en la camisa.
—No —respondió, perplejo, el catalista—. Es extraño, pero a juzgar por sus ropas
yo lo tomaría por un...
—No importa, mientras no sea un Duuk-tsarith —interrumpió, impaciente,
Joram—. Ahora sólo tenemos que preocuparnos de dos de ellos. Yo me ocuparé de uno.
Vos y Mosiah ocupaos del otro. ¿Dónde está Simkin?
—Aquí —contestó una voz sepulcral desde detrás del casco—. Ha oscurecido
muy deprisa, ¿verdad?
—Levanta la visera, estúpido. Tú ocúpate del cuarto hombre.
—¿Qué visera? —les llegó la patética respuesta, mientras el casco se volvía a un
lado—. ¿Qué cuarto hombre?
—El hombre que está junto... ¡Oh, olvídalo! —gruñó Joram—. Lo que tienes que
hacer es quitarte de en medio. Vamos. Mosiah, a la izquierda. Yo iré por la derecha.
Quedaos cerca de nosotros, catalista.
Se arrastró hacia adelante a través de la maleza. Mosiah se movió en dirección
opuesta mientras Saryon, con el rostro descompuesto y pálido, lo seguía.
—No es culpa mía —masculló Simkin, deprimido, desde detrás del casco—. Esto
es un maldito invento. Estoy completamente a oscuras. Caballeros de la antigüedad y
todo eso. Un condenado disparate. No me extraña que Arturo tuviera una mesa redonda:
¡no podría ver aquella maldita cosa! Probablemente se pasaba la vida tropezando con
ella y rompiéndole las esquinas. Yo...
Pero Simkin estaba hablando solo.

Mosiah puso una flecha en el arco. Le temblaban tanto las manos a causa del
miedo y la excitación que tuvo que intentarlo varias veces antes de conseguirlo.
—Otorgadme Vida, Padre —susurró. Con la garganta reseca por el miedo, el
catalista repitió con voz cascada las palabras que absorben la magia de la tierra y la
transfieren al cuerpo. No había sido adiestrado en el arte de apoyar a Señores de la
Guerra en la batalla; aquello requería unos conocimientos especializados que él no
poseía. Podía aumentar los ya de por sí grandes poderes mágicos de Mosiah,
permitiendo al joven efectuar conjuros que de otra forma hubieran estado fuera de su
alcance, tal y como había sucedido durante la pelea en el pueblo. Pero aquello había
sido utilizar la magia contra unos brutos incapaces de pensar por sí mismos. Esto era
totalmente diferente. Luchaban contra Señores de la Guerra experimentados, y ninguno
de ellos había estado jamás en una batalla como aquélla, ninguno sabía en realidad lo
que estaba haciendo.
«¡Esto es de locos! —se repetía Saryon una y otra vez—. ¡Una locura! ¡Detenla
antes de que llegue demasiado lejos! Pero ya ha ido demasiado lejos —añadió Saryon—
. ¡Ahora no tenemos elección!»
—¡Padre! —susurró, apremiante, Mosiah. Con la cabeza baja, Saryon colocó su
mano en el tembloroso brazo del muchacho y entonó las palabras que abrían el conducto

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hacia él. La magia fluyó del catalista a Mosiah como vino espumoso.
Contemplando el rostro de Mosiah a la luz del sol, el catalista vio cómo los labios
del muchacho se entreabrían, y sus ojos centelleaban. Parecía un niño saboreando sus
primeros dulces.
Saryon tuvo un presentimiento e intentó detenerlo.
—No, Mosiah,
unas palabras que el espera...
muchacho Nohabía
puedes... Pero ya
aprendido deera
losdemasiado
Hechiceros,tarde. Murmurando
Mosiah lanzó su
flecha en dirección al hombre vestido de negro que estaba más cerca de él. Había
apuntado con demasiado apresuramiento, pero aquello no importaba; mientras la flecha
surcaba el aire, el joven mago la embrujó, de modo que la flecha buscara y matara a
cualquier ser vivo de sangre caliente. Aquel hechizo, que utilizaran los Hechiceros de
antaño, permitía que incluso tropas no entrenadas resultaran altamente efectivas en
combate.
Pero no en aquel combate.
¿Qué fue lo que atrajo la atención del Señor de la Guerra? Quizá fuera el roce de
las ropas de Mosiah al entrar en contacto con la hierba. Quizá fuera el sonido vibrante
de la flecha al salir despedida o el murmullo de las plumas de la flecha al volar por el
aire. O quizá fuera el graznido de advertencia del cuervo, aunque éste llegó tarde.
Más veloz que la flecha que volaba hacia su corazón, el hombre vestido de negro
habló e hizo un gesto. Hubo una llamarada y la flecha dejó de ser un instrumento
mortífero para convertirse en un haz de cenizas que se disgregó llevado por el viento.
El segundo Duuk-tsarith actuó con tanta rapidez como su compañero. Alzando las
manos al cielo, lanzó una orden en voz alta y la oscuridad cayó sobre ellos con la
velocidad del rayo. La mañana brillante y soleada se convirtió en noche cegadora y
sofocante. Saryon no podía ver nada y se agazapó en la maleza sin saber qué hacer.
Entonces, cuando sus ojos empezaban a habituarse a la oscuridad, una extraña y
plateada luna se adueñó del bosque. Aunque iluminaba todo lo que había en él, hacía
que la carne humana reluciera con fuerza, desprendiendo un fantasmagórico resplandor
violáceo. Parpadeando violentamente, el catalista pudo ver con toda claridad los
asombrados rostros del cuarto hombre y del sacerdote cuando se volvieron en dirección
a ellos.
Más por accidente que a propósito, Saryon estaba agachado entre las hierbas y,
aunque la luz de la luna hacía que su carne reluciera, estaba seguro de que debía resultar
difícil distinguirlo. Pero Mosiah se había incorporado para lanzar la flecha. Luchando
para habituar sus ojos a la repentina oscuridad, el muchacho quedaba bañado por el
plateado haz de la luna, siendo claramente visible para los dos enlutados seres.
Lanzando un grito, Mosiah alzó el arco.
El Duuk-tsarith
Dejando caer el pronunció unasepalabra.
arco, Mosiah agarró el cuello.
—Yo... yo...
Intentó hablar, pero la parálisis mágica que el Señor de la Guerra había enviado
sobre él interrumpió sus palabras, al igual que le iba cortando la respiración. Sus ojos
empezaron a abrirse desmesuradamente hasta quedar en blanco. El muchacho luchaba
desesperadamente por llevar aire a sus pulmones, pero era una lucha inútil.
Saryon se incorporó a medias, decidido a suplicar que se rindieran, cuando una
forma oscura pasó como un rayo junto al catalista, casi arrojándolo al suelo. Los ojos de
Mosiah parecían a punto de salirse de sus órbitas, mientras el rostro se le amorataba
lentamente. Colocándose de un salto frente a su amigo, Joram alzó la Espada Arcana; la
extraña
su mano.luz de la luna no se reflejó en el metal, el arma era como un pedazo de noche en

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En el mismo instante en el que la espada se interpuso entre el Duuk-tsarith y


Mosiah, el hechizo del Señor de la Guerra se hizo añicos. Luchando por respirar, el
muchacho se derrumbó; Saryon tomó a Mosiah en sus brazos y lo depositó en el suelo
con cuidado mientras Joram permanecía de pie ante ambos en actitud protectora,
sosteniendo la tosca espada entre sus fuertes manos.
Saryon
congelaría esperóensentir
la sangre en cualquier
cuestión momento
de segundos la ráfaga
o el aterrador de del
crujido airesuelo
helado que lesy
al abrirse
tragarlos; ni siquiera el poder de la Espada Arcana podría detener hechizos como
aquéllos, pensó. Pero nada ocurrió.
Asomando por entre la maleza, Saryon vio que el cuarto hombre se acercaba a
ellos. A lo mejor había hablado. El catalista no podía oír nada a causa del chapoteo del
agua de la cascada situada, no muy lejos, a su espalda. Pero los dos Duuk-tsarith habían
vuelto sus encapuchadas cabezas hacia el hombre alto; les hizo una señal con la mano,
indicándoles que retrocedieran, y los Señores de la Guerra inclinaron la cabeza en señal
de obediencia. El asombro de Saryon aumentó, al igual que su temor. ¿Quién era aquel
hombre a quien los Duuk-tsarith obedecían sin rechistar?
Quienquiera que fuera, se aproximó a Joram con tranquilidad, sin miedo,
estudiando al muchacho con atención a medida que se acercaba a él.
—Tened cuidado, Garald —gritó el hombre que llevaba la larga capa de viaje y
que Saryon había tomado, muy acertadamente, por un catalista—. ¡Percibo algo extraño
en relación con el arma!
—¿Extraño? —El hombre llamado Garald lanzó una carcajada, una carcajada
melodiosa y educada que parecía hecha del mismo suntuoso material que el tejido de su
capa—. Gracias por la advertencia, Cardinal —continuó—, pero tan sólo veo una cosa
extraña en relación a esta espada: ¡es la más fea de su especie en la que jamás haya
puesto los ojos!
—Es eso, Alteza...
¡Cardinal! Saryon clavó sus ojos en él, desconcertado, y pudo atisbar el color de
los sagrados ropajes del catalista por debajo de la capa. Entonces se dio cuenta de quién
era: ¡un Cardinal del Reino! Y aquel Garald; el nombre le resultaba familiar, pero
Saryon estaba demasiado nervioso para pensar con claridad. Las ropas lujosas, el hecho
de dar a aquel hombre el tratamiento de Alteza...
El Cardinal siguió hablando:
—... Pero es esa espada tan fea, Alteza, la que ha alterado el conjuro de vuestros
guardas.
—¿La espada lo hizo? Fascinante.
El caballero vestido con elegancia estaba lo bastante cerca para que Saryon
pudiera
voz verlo claramente
se correspondía conbajo la luz
la de las que despedía
facciones de aquella lunadelicadamente
su rostro, mágica. La belleza de la
modelado
aunque sin parecer débil por ello. Los ojos eran grandes y de mirada inteligente; la boca
era firme, las arrugas que la rodeaban delataban sonrisas y risas; la barbilla enérgica
demostraba arrogancia, los pómulos eran altos y pronunciados. El cabello castaño, que
despedía un ligero tono rojizo bajo la brillante luz de la luna, era corto, al estilo militar;
y un rizo le caía sobre la frente en una graciosa y descuidada onda.
Dando un nuevo paso en dirección a Joram, el hombre llamado Garald alargó una
mano enfundada en un guante de excelente piel de cordero.
—Entrega tu espada, muchacho —dijo con una voz que no era ni amenazadora ni
exigente, pero que sin embargo estaba acostumbrada a ser obedecida.
—Cogédmela
—Cogédmela, —contestó Joram, el
Alteza —corrigió desafiante.
Cardinal, escandalizado.

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—Gracias, Cardinal —dijo Garald, con una sonrisa bailando en sus labios—, pero
no creo que sea éste el momento para enseñar a unos ladrones el protocolo de la corte.
Vamos, muchacho; entrega tu espada pacíficamente y nada te sucederá.
—¡No, Alteza! —replicó Joram con desprecio.
—¡Joram, por favor! —le susurró Saryon, desesperado; pero el muchacho lo
ignoró.—¿Quién es este Garald? —musitó Mosiah.
Hizo intención de sentarse, pero volvió a quedarse inmóvil al instante. Aquel
hombre elegante había apartado a los Duuk-tsarith de Joram, pero, aparentemente, había
dejado a Mosiah a su cargo. Mosiah vio los relucientes ojos de los Señores de la Guerra
clavados en él, notó el casi imperceptible movimiento de las manos que mantenían
cruzadas ante sus negras ropas y permaneció totalmente inmóvil, sin atreverse apenas a
respirar.
Saryon sacudió la cabeza, manteniendo los ojos fijos en Joram y en aquel Garald,
que se acercó unos cuantos pasos más. Joram cambió de posición, alzando la espada.
—Muy bien —dijo el elegante caballero, encogiéndose de hombros—; acepto tu
reto.
Garald se echó la capa sobre uno de los hombros, sacó una espada de su vaina y se
colocó en posición de combate. Saryon sintió que se le resecaba la garganta; la espada,
de diseño y forma antiguas, era tan delicada, hermosa y fuerte como el hombre que la
empuñaba. La luz de la luna ardía en ella con un fuego frío y plateado, danzando en el
agudo filo y centelleando en la cincelada empuñadura en forma de halcón con las alas
desplegadas.
El halcón. Algo se agitó en la mente de Saryon, pero no podía apartar su atención
de Joram el tiempo necesario para ocuparse de ello. El muchacho resultaba una figura
lastimosa, casi patética, comparada con aquel hombre noble y alto y sus ricos ropajes.
Sin embargo, había orgullo en Joram, una audacia y un coraje en sus ojos oscuros que
rivalizaban con los de su oponente y le recordaban a Saryon que por sus venas corría
sangre noble al igual que por las del otro.
Moviéndose torpemente, Joram imitó la postura de su enemigo, sabiendo muy
poco sobre ella a excepción de lo que había podido aprender en los libros que había
leído. Su torpeza pareció divertir a Garald, a pesar de que el Cardinal —con los ojos
todavía fijos en la Espada Arcana— sacudió la cabeza y murmuró una vez más:
—Alteza, creo que...
Garald le hizo un gesto con la mano al Cardinal para que callara en el mismo
momento en el que Joram, seguro del poder de su espada y enojado por el arrogante
comportamiento de su oponente, se lanzaba hacia adelante.

salto. Haciendo
¡No podía caso omiso
permitir quedeJoram
los vigilantes Duuk-tsarith
hiciera daño , Saryon se puso en pie de un
a aquel hombre!
—Detente... —exclamó el catalista, pero las palabras murieron en sus labios.
Se oyó el choque de los aceros, luego un grito de dolor y Joram se quedó parado
retorciéndose una mano herida y contemplando estúpidamente la Espada Arcana
mientras volaba por los aires para ir a aterrizar a los pies del Cardinal.
—Detenedlos a él y al otro —ordenó Garald, tranquilo, a los Duuk-tsarith,
quienes no vacilaron en utilizar su magia ahora que les era permitido.
Con una sola palabra lanzaron el conjuro de Magia Aniquiladora que roba a sus
víctimas la energía mágica de la que dependen todos los habitantes del mundo. Mosiah
cayó hacia adelante con una exclamación. Pero Joram permaneció de pie, contemplando
fijamente a los Duuk-tsarith
había empuñado conaún
la espada, que expresión de asolemne
le escocía causa dedesafío y frotándose
la fuerte la mano que
sacudida recibida.

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—Os pido disculpas, Alteza —dijo uno de los Duuk-tsarith—, pero ese muchacho
no responde a nuestro conjuro. Está Muerto.
—¿De verdad? —Garald contempló a Joram con una mirada de fría compasión
que le hizo más daño a Joram que cualquier estocada. El rostro del muchacho enrojeció
visiblemente y torció la boca en una mueca de intensa cólera—. Utilizad algo más fuerte
—dijo
hacerleeldaño.
elegante caballero,
Quiero saber másobservando a Joram—.
cosas sobre esa extrañaNoespada.
obstante, tened cuidado de no
—¿Y qué hay del catalista, Alteza? —preguntó el Señor de la Guerra, haciendo
una inclinación.
Garald miró a su alrededor y clavó los ojos en Saryon.
—¡Por la sangre de Almin, Cardinal! —exclamó, asombrado—. ¡Aquí hay un
miembro de vuestra Orden! Dejad que os ayude, Padre —añadió cortésmente, tendiendo
la mano al confundido catalista.
Las palabras, aunque pronunciadas con el máximo respeto, no eran tanto una
invitación como una orden, y Saryon no tuvo más elección que obedecer. Garald tomó a
Saryon del brazo, ayudando amablemente al catalista a salir de la maraña de arbustos.
Al ver a Garald ocupado en otros menesteres, Joram intentó recuperar su espada.
Pero tuvo que detenerse bruscamente cuando tres anillos de fuego descendieron del
cielo y lo rodearon; uno a la altura de los codos, otro bajando hasta su cintura y el
tercero rodeándole las rodillas. Los llameantes aros no tocaban a Joram, pero estaban lo
bastante cerca de su piel para que notara el calor abrasador que despedían. No se atrevió
a moverse.
Satisfechos porque su presa estaba, al menos por el momento, bajo control, los
Duuk-tsarith miraron a su señor con expectación, pidiendo en su silenciosa forma de
expresarse nuevas instrucciones.
—Registrad el claro —ordenó Garald—. Puede haber otros ahí fuera, escondidos
en la hierba. Pero, ante todo... deshaceos de esta condenada oscuridad, ¿queréis?
Los Duuk-tsarith acataron sus órdenes. La noche desapareció y el día regresó con
una brusquedad que dejó a todo el mundo parpadeando bajo la brillante luz del sol de la
tarde. Cuando Saryon pudo volver a ver con normalidad, observó que los Señores de la
Guerra, como si fueran la oscuridad personificada, habían desaparecido con ella. Estaba
mirando a su alrededor perplejo cuando se dio cuenta de que Garald le estaba hablando.
—Confío en que no estéis asociado con esos jóvenes bandidos, Padre —dijo
imperturbable pero con una cierta frialdad en la voz—. Aunque he oído decir que hay
catalistas renegados por estas tierras.
—No soy un catalista renegado, A... Alteza —empezó a decir Saryon; luego se
detuvo, al recordar—. Bien, quizá lo sea —titubeó—. Pero, por favor, escuchad mi
historia —siguió,
¡Nosotros no somosvolviéndose
ladrones, oshacia el Cardinal, que se había unido a ellos—. Yo...
lo aseguro!
—Entonces ¿qué significa esta invasión de nuestro claro y este ataque sobre
nuestras personas? —preguntó Garald con creciente frialdad y una sombra de enojo en
la voz.
—Por favor, dejad que me explique, Alteza —rogó Saryon desesperadamente—.
Fue un error...
Los dos Duuk-tsarith aparecieron súbitamente, materializándose en el aire frente a
Garald.
—¿Sí? —preguntó éste—. ¿Qué habéis encontrado?
—No había nada en el claro, Alteza, excepto esto.
Una de las enlutadas figuras extendió una mano y mostró un enorme cubo de
madera.

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—Un objeto curioso en estas tierras salvajes, pero no particularmente merecedor


de vuestra atención, diría yo —observó Garald, contemplándolo sin interés.
—Es un cubo bastante notable, Alteza —dijo el Duuk-tsarith.
—No, no —respondió el cubo apresuradamente—. Tan sólo es un cubo sencillo y
ordinario. No hay nada extraordinario en mí, os lo aseguro.

atrás a—¡En nombre demurmurando


toda velocidad, Almin! —exclamó Garald, mientras el Cardinal daba un paso
una oración.
—Un humilde cubo. El típico cubo de madera de roble —continuó el cubo con
voz ronca—. Permitidme, amable señor, que lleve vuestra agua. Remojad vuestros pies
en mi interior. Remojad vuestra cabeza...
—¡Maldición! —gritó Garald. Saltando hacia adelante, arrebató el cubo de las
manos del Señor de la Guerra—. ¡Simkin! —gritó, sacudiendo el cubo—. ¡Simkin,
estúpido cabeza de chorlito! ¿No me reconoces?
Dos ojos aparecieron de repente en el borde del cubo y estudiaron al hombre con
atención. Los ojos se abrieron desmesuradamente; luego, con una carcajada, el cubo se
transformó en la figura del barbudo joven, ataviado con sus ropas favoritas: Barro con
Excrementos.
—¡Garald! —exclamó, abrazando al elegante caballero.
—¡Simkin! —respondió Garald, palmeándole la espalda.
El Cardinal parecía menos contento ante la visión de Simkin de lo que había
estado ante la aparición del cubo parlante. Dirigiendo los ojos al cielo, el sacerdote
introdujo las manos en el interior de las anchas mangas de su túnica y sacudió la cabeza.
—No te reconocí —dijo Simkin, echándose hacia atrás y contemplando al
caballero con alegría—. ¿Qué estás haciendo en este repugnante lugar? Oh, espera —se
interrumpió, pareciendo recordar algo—, tengo que presentarte a mis amigos... Joram,
Mosiah... —Simkin se volvió hacia los dos, uno tumbado en el suelo, atrapado en un
encantamiento, el otro aprisionado entre anillos de fuego—, permitid que os presente a
Su Alteza Real, Garald, Príncipe de Sharakan.

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10
Su Alteza Real

—Así que éstos son tus amigos, ¿no es así, Simkin?


La mirada del príncipe vaciló un momento en Mosiah para posarse luego con más
atención sobre Joram. Aprisionado por los llameantes anillos, el joven no se atrevía a
moverse so pena de recibir graves quemaduras. Pero no había temor en su rostro
sombrío; sólo orgullo, cólera y humillación a causa de su ignominiosa derrota.
—Más íntimos que dos hermanos —declaró Simkin—. ¿Te acuerdas de cómo
perdí a mi hermano? ¿Al pequeño y querido Nat? Fue en el año...
—Ah, sí —le interrumpió el príncipe apresuradamente. Se volvió hacia los Duuk-
—. Podéis
tsarithLos Señoressoltarlos.
de la Guerra inclinaron la cabeza y, con un gesto y una palabra,
levantaron el conjuro de la Magia Aniquiladora que habían lanzado sobre Mosiah, quien
empezó a dar boqueadas y giró sobre su espalda, respirando con dificultad. Los anillos
desaparecieron también de alrededor del cuerpo de Joram, pero el muchacho siguió sin
moverse. Cruzando los fuertes brazos sobre el pecho, Joram clavó los ojos en el soleado
bosque; no miraba nada en particular, simplemente estaba dejando muy claro que había
escogido permanecer en aquel lugar por su propia voluntad y que continuaría allí de pie
hasta que cayera muerto.
Los labios de Garald se crisparon en una mueca. Posando una mano sobre los
labios para ocultar una sonrisa, se volvió de nuevo a Simkin.
—¿Qué hay del catalista?
—El Individuo Calvo es amigo mío, también —observó el joven, lanzando una
vaga mirada a su alrededor—. ¿Dónde estáis, Padre? Oh, sí. Príncipe Garald, el Padre
Saryon. Padre Saryon, el príncipe Garald.
El príncipe se inclinó graciosamente, con la mano sobre el corazón, como era
costumbre en el norte. Saryon le devolvió el saludo de forma algo más torpe, en tal
estado de confusión mental que apenas si se daba cuenta de lo que hacía.
—Padre Saryon —dijo el príncipe—, permitidme que os presente a Su Eminencia,
el Cardinal Radisovik, amigo y consejero de mi padre.
Adelantándose, Saryon se arrodilló humildemente para besar los dedos del
Cardinal, que iba vestido con la blanca túnica propia de su cargo. Pero el prelado lo
tomó de la mano y lo hizo ponerse de pie.
—En el norte hemos prescindido de esas degradantes reverencias —dijo el
Cardinal—. Es un placer conoceros, Padre Saryon. Tenéis aspecto cansado. ¿Por qué no
regresáis conmigo a nuestro pequeño claro? Los manantiales que hay allí caldean el
ambiente de una forma muy agradable, ¿no os parece?
Dándose cuenta de repente de que estaba terriblemente helado, Saryon
comprendió que era como si hubiera pasado de la primavera al invierno al penetrar en
aquellos bosques. Las palabras de Simkin le volvieron a la mente: «Este claro no
debería estar aquí». ¡Indudablemente no lo estaba! ¡El príncipe había hecho aparecer un
lugar agradable para instalar su campamento y ellos habían ido a parar a él! ¡Qué

increíblemente
—Tengo estúpidos...!
la sensación de que tenéis grandes aventuras que contar, Padre —
continuó Radisovik, andando en dirección al claro—. Me interesaría oír cómo un clérigo

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a ido a parar en tan... —el Cardinal pareció por un momento no saber cómo
expresarse— hum... interesante compañía.
Nadie hubiera podido ser más educado que el Cardinal, pero Saryon había visto el
intercambio de veloces miradas entre el príncipe y Radisovik justo antes de la
protocolaria bienvenida que el Cardinal había ofrecido al catalista. Ahora Radisovik
conducía a Saryon de regreso al claro, y el príncipe Garald y Simkin se acercaban a
ayudar a Mosiah.
Saryon comprendió. Iban a ser entrevistados por separado. Luego el príncipe y el
Cardinal compararían notas; todo había quedado acordado entre ellos graciosamente, sin
que mediara una sola palabra. Modales cortesanos, intriga cortesana. Recordando su
espantoso secreto, Saryon sintió una punzada de temor. Nunca había sido demasiado
bueno en aquel tipo de cosas.
Mientras seguía al Cardinal, atendiendo a medias a su educada conversación, a
Saryon se le ocurrió de repente que Radisovik debía de ser también un renegado; el
hombre de quien Vanya había hablado, el sacerdote que había obligado al auténtico
ministro de la Iglesia a partir al exilio.
¡Qué curioso que fueran a encontrarse! ¿Era aquel encuentro una respuesta a las
plegarias que Saryon no había elevado? ¿O simplemente otra señal de que el universo
era un espacio frío, vacío e insensible?
Sólo el tiempo podría decirlo, y Saryon se preguntó cuánto les quedaba.

—¿Cómo os encontráis, señor? —le preguntó el príncipe a Mosiah.


—Mucho... mucho mejor..., Al... Alteza —tartamudeó Mosiah, sonrojándose,
avergonzado. Al ver que el príncipe iba a arrodillarse para ayudarlo, intentó ponerse en
pie apresuradamente—. Por favor..., no os molestéis..., mi... milord. Estoy bien ahora,
de veras.
—Esperoenque
preocupación nos perdonéis
su voz—. Creo quepor este trato —dijo
comprenderéis Garaldtenido
que hemos con que
un dejo de
ser más
precavidos de lo normal en estas tierras incivilizadas.
—Sí, Alteza. —Mosiah, al que Simkin había ayudado a ponerse en pie, tenía el
rostro tan enrojecido que parecía febril—. Nosotros... nosotros os tomamos por... otras
personas, también...
—¿De veras? —Garald alzó sus delicadas cejas, sorprendido.
—Perdonad, Alteza —dijo un Duuk-tsarith—; pero está anocheciendo.
Deberíamos regresar a la seguridad del claro.
—Ah, sí. Gracias por recordármelo. —El príncipe hizo un delicado gesto con la
mano—. ¿Sería alguno de vosotros tan amable de ayudar a este joven a llegar hasta el
claro, donde podrá descansar?
Uno de los Duuk-tsarith se acercó hasta Mosiah, con sus negras ropas rozando
apenas el suelo. No tocó siquiera al muchacho; permaneció simplemente junto a él, las
manos cruzadas al frente. Sin embargo, Mosiah se dio cuenta, al igual que lo había
hecho Saryon, de que aquello era una orden, no una invitación, y que si desobedecía, lo
haría por su cuenta y riesgo. Empezó a avanzar hacia el claro, mientras el Señor de la
Guerra flotaba detrás de él. Joram permaneció en su lugar a alguna distancia de ellos,
observando, aunque, en apariencia, no mirara. El segundo Duuk-tsarith no le había
quitado los ojos de encima al sombrío muchacho.
Mirando a Joram, Garald se volvió hacia Simkin, habiéndole en voz baja.
—Ese otro amigo suyo, el que tiene la espada, me fascina. ¿Qué sabes de él?
—Dice ser de noble cuna. Pero con las sábanas del lado equivocado. Madre
deshonrada. Huyó; el hijo se crió como un Mago Campesino. Es de carácter rebelde;

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mató al capataz y huyó al País del Destierro. Hay algo raro, de todas formas. Al Amigo
Calvo lo enviaron para llevarlo ante el Patriarca Vanya, pero no lo hizo. Tiene graves
problemas. Están metidos en las Artes Arcanas, los dos —terminó de enumerar Simkin
con su fácil elocuencia, muy satisfecho de su resumen.
—Hummm —exclamó, pensativo, Garald, su mirada clavada en Joram—. ¿Y la
espada?—Piedra-oscura.
Garald respiró profundamente.
—¿Piedra-oscura? ¿Estás seguro? —susurró, atrayendo a Simkin hacia él.
Simkin asintió con la cabeza.
El príncipe exhaló un suspiro.
—Alabado sea Almin —dijo respetuosamente—. Ven conmigo, quiero hablar con
este joven y necesitaré tu ayuda. ¿Así que venís del pueblo de los Hechiceros? —
comentó a Simkin en voz alta, mientras se dirigían hacia Joram.
—Sí, oh Supremo y Poderoso Ser —repuso Simkin alegremente—. Y debo
admitir que me siento muy aliviado de estar fuera de allí. —El pedazo de seda naranja
revoloteó desde el cielo a su mano. Al hacerlo reflejó la luz del sol y pareció como si se
tratara de una llama danzarina—. El olor, milord —Simkin se puso el pañuelo sobre la
nariz—; totalmente insoportable, os lo aseguro. Carbones encendidos, vapores
sulfurosos. Sin mencionar el continuo martilleo, día y noche.
Los dos se detuvieron frente a Joram, que siguió mirando más allá de ellos,
negándose a reconocer su existencia.
—¿Vuestro nombre es Joram, señor? —preguntó Garald cortésmente.
Apretando los labios, Joram dirigió la mirada al príncipe.
—Devolvedme mi espada —dijo con voz apagada y ronca.
—Devolvedme mi espada, Alteza —corrigió Simkin, imitando al Cardinal.
Joram le lanzó una mirada enojada, y Garald carraspeó para ocultar su risa,
haciendo ver que se aclaraba la garganta. Aprovechó la oportunidad para estudiar a
Joram atentamente, teniendo la ventaja de poder ver el rostro del joven bajo el sol de la
tarde.
—Sí —murmuró para sí—; bien puedo creer que pretende provenir de alto linaje.
Hay en él sangre noble, aunque no modales de noble. ¡De hecho, conozco ese rostro! —
Garald arrugó la frente, pensativo—. ¡Y ese pelo... magnífico! Los ojos... orgullosos,
sensibles, inteligentes. Demasiado inteligentes. Un joven peligroso. Puedo creer que
descubriera piedra-oscura. ¿Qué es lo que intenta hacer ahora con ella? ¿Conoce, acaso,
el espantoso poder que ha traído de nuevo al mundo? ¿Lo sabe alguien, en realidad?
—¡Mi espada! —repitió tozudamente Joram, mientras se le oscurecía el rostro
bajo el—Por
escrutinio
favor,del príncipe. Un ligero cosquilleo en la garganta; las anémonas... —
perdonadme.
Garald hizo una ligera inclinación—. La espada es vuestra, señor. —Dirigió la mirada al
lugar donde yacía la espada—. Y os ruego aceptéis mis disculpas por lo que hemos
hecho. Nos tomasteis por sorpresa y reaccionamos precipitadamente.
El príncipe se irguió, contemplando al muchacho con una seria sonrisa.
Completamente estupefacto, Joram dirigió la vista del príncipe a la espada y de
ella al príncipe de nuevo. Su rostro se ruborizó, sus cejas se unieron; pero esta vez ya no
era de enojo. Su rabia lo iba abandonando y llevándose con ella sus energías, dejando
atrás tan sólo humillación y vergüenza. Por primera vez en su vida, Joram era
perfectamente consciente de sus gastadas ropas y de su enmarañado pelo. Contempló la
mano del príncipe,
comparación. Intentósuave
avivary elflexible,
fuego dey su
viocólera,
su propia
pero mano,
sólo seencallecida y suciapara
avivó levemente en

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luego apagarse, dejando su alma envuelta en hielo.


Con los ojos fijos en Garald, sospechando algún truco, Joram se dirigió
lentamente al lugar donde yacía la espada —un objeto infernal— sobre la soleada
hierba. El príncipe no se movió; ni tampoco lo hizo el vigilante Duuk-tsarith.
Inclinándose, Joram levantó su arma, luego la metió precipitadamente en la tosca funda,
ruborizándose cuando los ojos del príncipe se dirigieron hacia ella con una expresión,
pensó, de desprecio.
—¿Soy libre de irme? —preguntó Joram con aspereza.
—Sois libres de iros, aunque sois aún, supongo, nuestros prisioneros —respondió
el príncipe con suavidad—. Pero preferiría mucho más que os quedaseis con nosotros
esta noche, como nuestros invitados. Dejad que os compensemos por haberos atacado...
—¡Dejad de burlaros de nosotros, Alteza! —exclamó Joram, despreciativo,
sintiendo la amargura de su propia voz. Teníais todo el derecho a atacarnos, a matarnos,
incluso. En cuanto a la espada, está muy mal hecha. No tiene ningún valor, comparada
con la vuestra... —Joram no pudo contenerse, y su mirada se dirigió llena de deseo
hacia la hermosa espada que pendía del costado del príncipe, en su vaina de cuero
labrada mágicamente—, pero la hice yo mismo. —Suavizó la voz, parecía un niño lleno
de melancolía—. Y no había visto nunca antes una espada de verdad como ésa.
—No es cierto que no tenga valor —dijo Garald—. Porque es una espada hecha
de piedra-oscura que absorbe la magia...
Joram miró rápidamente a Simkin, quien sonrió inocentemente.
—Venid conmigo al claro —continuó Garald—. Se está más caliente allí y, tal y
como me han recordado mis guardas, el País del Destierro resulta peligroso por la
noche.
Garald se acercó al muchacho y puso la mano con suavidad sobre el hombro de
Joram.
Fue un gesto afectuoso, como el que un hombre podría dedicar a un amigo. O
como el que un hombre podría utilizar para calmar a un animal inquieto. Joram
retrocedió ante el contacto de Garald; vio la lástima en los ojos de éste y apenas si pudo
resistir la tentación de apartar aquella mano de un golpe. ¿Por qué se contuvo? ¿Por qué
se molestó en hacerlo? Como muy bien sabía Joram, él mismo no hubiera podido
decirlo, pero comprendió que mientras que Garald aceptaría una negativa a ser
compadecido, nunca perdonaría un golpe. Y, de repente, obtener el respeto de aquel
hombre se había convertido en algo importante para Joram.
—¿De dónde sois, Joram? —preguntó Garald.
—¿Qué tiene eso que ver ahora? —respondió Joram hoscamente.
—¿De dónde es vuestra familia, quiero decir? —corrigió el príncipe.

ellos, Una vez más,


y Garald Joram lanzó una sombría mirada a Simkin, que revoloteaba junto a
sonrió.
—Sí, me ha contado algunas cosas sobre vos. Confieso que me siento curioso.
Creo entender por la breve descripción de Simkin que vuestra vida ha sido... difícil —lo
expresó de forma delicada— y puede que consideréis esto como una pregunta impropia
entre caballeros. Si es así, espero que me perdonéis. Pero he viajado y conozco a la
mayoría de las familias de la nobleza de esta parte del reino, y confieso que me resultáis
extremadamente familiar. ¿Conocéis el nombre de vuestra familia?
La vergüenza que ardía en el rostro de Joram fue respuesta más que suficiente
para el príncipe, pero el muchacho echó hacia atrás la cabeza con orgullo para decir:
—No. —Era todo lo que pensaba decir, pero el profundo interés que se pintaba en
el
querostro de Garald
el nombre lo movió
de mi madre aera
hablar
Anja,más de lovino
y que quede
había planeado—.
Merilon. Todo
Mi padre lo que
fue... fue sé es
un...

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catalista. —Torció los labios en una mueca al decirlo; dirigió los ojos al claro, donde
podía verse a Saryon, de pie entre flores y altas hierbas, hablando con el Cardinal.
—¡Por mi vida! —La mirada del príncipe siguió a la suya—. No querréis decir
que...
—¡Desde luego que no! —saltó Joram, dándose cuenta del error de Garald—. ¡No
es él! —La
padre. amargura volvió
Fue condenado a su voz—. Mi creación
a la Transformación, y ahora fue el crimencomo
permanece, cometido
una por mi
estatua
viviente, guardando la Frontera.
—Dios mío —murmuró el príncipe, y ya no había compasión en su voz sino
comprensión—. Así que venís de Merilon por nacimiento. —De nuevo estudió a Joram
a la luz del sol—. Sí, encaja de algún modo. Sin embargo..., no puedo situar...
Irritado, sacudió la cabeza, intentando recordar; pero sus pensamientos se vieron
interrumpidos por Simkin, quien lanzó un enorme y profundo bostezo.
—Odio tener que disolver esta reunioncita tan terriblemente fascinante, ¿sabéis?
Y me siento realmente encantado de volver a verte, Garald, viejo amigo. Pero me
vendría bien disfrutar de una pequeña siesta antes de la cena. —Lanzó otro bostezo—.
No es fácil la vida de un cubo. Sin mencionar que esos enlutados guardias tuyos son, en
realidad, dos enormes zoquetes que tropezaron conmigo dándome un buen golpe cuando
estaba sobre la hierba. Me dio un vuelco el corazón, por así decirlo, del cual podría sin
duda no recuperarme jamás.
Aspiró por la nariz indignado y se pasó el retal de seda naranja por la nariz,
dándose pequeños golpecitos.
—Naturalmente, ve a descansar en el claro, amigo mío —sonrió Garald—. Sí que
estás un poco blanco.
—¡Ay! —Simkin hizo una mueca—. Un juego de palabras indigno de vos, mi
príncipe. Dulces sueños. También para ti, ¡oh Sombrío y Melancólico Amigo!
Despidiéndose de Joram con un gesto descuidado, el barbudo joven se deslizó
hacia adelante, cabalgando sobre las cálidas corrientes de aire primaveral que podían
sentirse a medida que se acercaban más al mágico campamento.
—¿Cómo es que conocéis a Simkin? —preguntó Joram sin querer, observando
que la capa y el sombrero verde con la pluma de faisán se alejaban flotando por el aire.
—¿Conocer a Simkin? —Echando una mirada a Joram, el príncipe enarcó una
ceja, divertido—. No sabía que nadie lo hubiera conseguido jamás.

—Bien, Radisovik, ¿qué habéis descubierto?


La noche, la noche real, no mágica, había descendido sobre el claro. Un fuego de
campamento ardía en el centro de una zona limpia de maleza. Había sido utilizado para
cocinar un par de conejos que el príncipe había atrapado a primeras horas del día, y
ahora arrojaba una agradable y cálida luz por el tranquilo claro. Con la magia que él
mismo poseía y con la de los soldados que tenía a sus órdenes, el príncipe Garald podría
haber prescindido de hogueras y trampas para cazar. Los conejos podrían muy bien
haberse cocido por ellos mismos. Pero a Garald le gustaba mantenerse en forma; uno
nunca sabía, particularmente en aquellos tiempos tan revueltos, cuándo podría verse
obligado a vivir sin magia.
Ahora, en plena noche, el príncipe y su Cardinal paseaban lentamente por entre
los árboles, manteniendo el campamento dentro de su campo visual, y permaneciendo a
la vez bajo la protectora y vigilante mirada de los encapuchados Duuk-tsarith. A alguna
distancia del lugar por el que ellos andaban, se sentaba el catalista, dando cabezadas
junto al fuego y bebiendo una taza de té caliente. Mosiah estaba tumbado cerca de él,
dormido, envuelto en las suaves mantas que el príncipe había hecho aparecer para ellos

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con sus propias manos. Joram yacía cerca de su amigo, pero permanecía completamente
despierto; sus ojos seguían los movimientos del príncipe y del Cardinal; la espada
reposaba a su lado, al alcance de su mano. Garald se preguntó si el joven pretendería
permanecer despierto toda la noche, vigilando. Sonriendo para sí, sacudió la cabeza.
También él había tenido diecisiete años una vez; y tampoco hacía tanto tiempo. Ahora
tenía veintiocho. Y aún se
Su otro invitado, acordaba.
Simkin, había extendido las mantas en un macizo de flores a
alguna distancia de sus compañeros. Ataviado con una camisa de dormir con volantes
de encaje, que incluía un gorro de dormir con borla, roncaba sonoramente, pero nadie
podía adivinar si estaba dormido realmente o tan sólo lo fingía. Desde luego, Garald no
tenía ni idea. Sin embargo, conocía lo bastante a Simkin como para saber que era
imposible estar seguro.
—¿Alteza?
—Oh, perdonadme, Cardinal. Estaba dejando vagar mi imaginación. Continuad,
por favor.
—Esto es muy importante, Alteza.
La voz del Cardinal traslucía una sombra de reproche.
—Tenéis toda mi atención —dijo el príncipe con seriedad.
—El catalista, Saryon, ha estado en contacto directo con el Patriarca Vanya.
—¿Cómo?
Una expresión preocupada apareció en el rostro de Garald al instante.
—La Cámara de la Discreción, indudablemente, milord, aunque el pobre hombre
no tiene la menor idea de lo que es eso. De todas formas, yo la he reconocido por la
descripción. Según él, el Patriarca Vanya está trabajando activamente para lograr
nuestra destrucción.
—No es una novedad, precisamente —murmuró Garald, frunciendo el entrecejo.
—No, milord. Lo que es una novedad es el hecho de que Blachloch estuviera
actuando como agente doble. Sí, Alteza —siguió, respondiendo a la expresión de
sorpresa del príncipe—, ese hombre era un instrumento de Vanya, enviado al pueblo de
los Hechiceros para convencernos de que declarásemos la guerra. Una vez que
dependiéramos de los Hechiceros y de sus armas fabricadas con Artes Arcanas,
Blachloch se volvería contra nosotros y contra ellos. Hubiéramos caído, derrotados, a
manos de nuestros enemigos, y los Hechiceros hubieran sido destruidos.
—Un bastardo inteligente, ese Blachloch —dijo Garald, ceñudo—. Pero observo
que os referís a él en pasado.
—Está muerto, Alteza. El muchacho... —Radisovik dirigió una mirada a Joram—
lo mató.
—¿A unlaDuuk-tsarith
—Con ? —pareció
espada, milord, ponerlo
y la ayuda en duda Garald.
del catalista.
—Ah, la espada de piedra-oscura. —Garald desarrugó el ceño. Luego volvió a
fruncirlo y clavó los ojos en Joram—. Realmente es un muchacho peligroso —añadió y
después se quedó en silencio, inmerso en sus pensamientos.
El Cardinal, que andaba junto a él, se quedó callado a su vez.
—¿Confiáis en ese catalista? —preguntó repentinamente Garald.
—Sí, milord, hasta cierto punto —contestó Radisovik.
—¿Qué queréis decir con «hasta cierto punto»?
—En el fondo, Saryon es un estudioso, Alteza, un genio de las matemáticas; por
eso se sintió atraído por el estudio de las Artes Arcanas de la Tecnología. Es un hombre
sencillo,
los libros.quePero
anhela refugiarse entre
es indudable las paredes
que algo de El Manantial,
le ha sucedido, y fueradedicando su vida
lo que fuese, estáa

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proyectando una sombra sobre su vida.


—¿Algo que tiene que ver con el muchacho?
—Sí, Alteza.
—Simkin dijo otro tanto; algo acerca de que Vanya había enviado a este catalista
en busca de Joram para llevarlo de vuelta a El Manantial. —Garald se encogió de
hombros—. Pero... eso
—El catalista es lo que
corrobora su dice Simkin.
historia, No creí
Alteza. gran
Según él,parte de lo quepor
fue enviado dijo.
el Patriarca
Vanya para llevar a Joram ante la justicia.
—Y vos creéis...
—Está diciendo la verdad, milord, pero no toda la verdad. En realidad, Alteza,
creo que es por eso por lo que está siendo tan liberal con su información. Saryon parecía
hallarse ansioso de una forma totalmente patética por contarme todo o más de lo que yo
quería saber sobre Blachloch. El pobre hombre es totalmente transparente. Desde luego,
está batiendo el ala rota para mantenerme alejado de lo que tiene escondido en el nido.
—¿Qué razón da para que Vanya quisiera capturar al muchacho?
—Únicamente la razón obvia de que Joram está Muerto, milord, y de que es un
asesino también. El chico mató a un capataz; según el catalista, Joram fue provocado. El
capataz mató a su madre.
—¡Bah! —Garald arrugó aún más el entrecejo—. El Patriarca Vanya no se
hubiera molestado por un delito tan insignificante. Habría pasado el asunto a los Duuk-
tsarith. ¿El catalista mantiene esa absurda historia?
—Y la mantendrá, Alteza, hasta la muerte. Observo otra cosa interesante en el
catalista, milord.
—¿Y es?
—Ha perdido la fe —declaró Radisovik, con suavidad—. Es un hombre que vaga
solo en la oscuridad de su alma, sin la guía de su dios. Un hombre así, que guarda un
secreto como éste, se aferrará aún con más tenacidad a ese secreto porque es lo único
que le queda. —El Cardinal encogió los hombros y se estremeció ligeramente a causa
del frío que hacía en el bosque—. No estoy seguro, no obstante. Quizá los Señores de la
Guerra podrían sacárselo con sus sistemas especiales...
—¡No! —gritó Garald con firmeza, dirigiendo involuntariamente la mirada hacia
las enlutadas figuras que permanecían de pie en disciplinado silencio cerca del fuego—.
Le dejaremos ese tipo de cosas a Vanya y a su Emperador títere; si es deseo de Almin
que lleguemos a conocer el secreto de este hombre, entonces lo descubriremos. Si no es
así, querrá decir que no es nuestro sino conocerlo.
—Amén —murmuró el Cardinal, con aspecto aliviado.
—Después de todo, ha sido Almin quien ha querido que descubriéramos la
traición de Blachloch
—Alabemos a anuestro
tiempoCreador
—continuó Garald coneluna
—respondió sonrisa. Y ahora, sabiendo
Cardinal—.
esto, milord, ¿seguiremos con nuestro viaje al poblado de los Hechiceros?
—Sí, desde luego. Si estáis de acuerdo, claro —añadió Garald apresuradamente.
Acostumbrado como estaba a actuar con rapidez y decisión, el joven príncipe olvidaba
algunas veces pedir consejo al Cardinal, quien, por su mayor edad, era un hombre con
más experiencia; aquélla era una de las razones por las que su padre, el rey, los había
enviado a los dos juntos en aquella misión.
—Creo que sería acertado, Alteza; particularmente ahora —dijo Radisovik,
tocándole el turno ahora a él de ocultar una sonrisa—. Los Hechiceros estarán
desconcertados, después de la muerte de su cabecilla. Según el catalista, una facción
desea la paz; pero
relativamente fácilotra, más fuerte,
intervenir, tomarestá en favory de
el control llevar con
trabajar adelante
ellos laenguerra. Debería
serio ahora queser
el

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Señor de la Guerra ha desaparecido.


—Sí, así es como lo entiendo yo también —sonrió Garald—. Entretanto, supongo
que no habrá ninguna prisa.
El Cardinal pareció sorprenderse.
—Bueno, no, yo diría que no, Alteza. Aunque debemos llegar al poblado antes de
que sus habitantes
—Una semanahayan
mástenido la oportunidad
o menos no importaríadedemasiado,
elegir a un ¿no
cabecilla...
os parece?
—N... no, milord —contestó el Cardinal, perplejo—, creo que no.
—¿Y cuáles son las intenciones de nuestros invitados? ¿Adónde se dirigen?
—A Merilon, Alteza —respondió el Cardinal.
—Sí, eso tiene sentido —repuso Garald, hablando más para sí que para su
compañero—. Joram busca su nombre y su fortuna. Esto podría salir muy bien...
—¿Alteza?
—Nada, simplemente hablaba conmigo mismo. Acamparemos aquí durante una
semana, si no tenéis inconveniente, Radisovik.
—¿Y qué pretendéis hacer aquí, milord? —preguntó el Cardinal.
Convertirme en instructor de esgrima. Buenas noches, Eminencia.
Garald hizo una reverencia y después se dirigió hacia la fogata.
—Buenas noches, Alteza —murmuró Radisovik, siguiendo al príncipe con la
mirada, perplejo.

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11
Joram

Garald regresó junto al fuego, pensativo. El Cardinal siguió adelante, cruzando el


claro, y penetró en una tienda de seda que había aparecido cerca de los manantiales de
aguas calientes por orden de uno de los Duuk-tsarith. El príncipe se dio cuenta, mientras
andaba, de que tanto él como el Cardinal estaban bajo el atento escrutinio del catalista y
que la mirada de Saryon iba de ellos a Joram. El muchacho se había quedado dormido
finalmente, manteniendo la mano apoyada sobre la espada.
«El catalista lo quiere, eso está claro —pensó el príncipe, estudiando a Saryon por
entre los semicerrados párpados mientras se acercaba—. Y qué amor tan difícil debe de
ser; aparentemente
secreto; no es correspondido.
él no lo revelará, Radisovik
eso es evidente. está enuna
Pero durante lo cierto. Aquí hay
conversación un gran
acerca del
muchacho, podría decirme más de lo que él cree. Y descubriré también algo sobre
Joram.»
—No, por favor, no os levantéis, Padre —dijo el príncipe en voz alta,
deteniéndose junto al catalista—. Si no tenéis inconveniente, me gustaría sentarme con
vos un rato, a menos que estéis pensando en retiraros, claro.
—Gracias, Alteza —replicó el catalista, dejándose caer de nuevo sobre la suave y
fragante hierba que había sido transformada mediante la magia en una alfombra tan
gruesa y lujosa como cualquiera de las que podían encontrarse en la corte—. Me sentiría
feliz de disfrutar de vuestra compañía. Re... resulta que sufro de insomnio algunas
noches. —El catalista sonrió fatigadamente—. Y parece que ésta es una de esas noches.
—Yo también me desvelo a menudo —comentó el príncipe, sentándose con
elegancia junto al catalista—. Mi Theldara me ha recetado una copa de vino antes de
acostarme.
Una copa de cristal apareció en la mano del príncipe, llena de un líquido de color
rojo intenso que despedía cálidos destellos a la luz de la hoguera. Se la entregó al
catalista.
—Os lo agradezco, Alteza —dijo Saryon, enrojeciendo ante aquella atención—. A
vuestra salud.
Bebió un pequeño sorbo de vino. Era delicioso y le devolvió el recuerdo de la vida
en la corte y en Merilon.
—Me gustaría hablaros de Joram, Padre —comenzó Garald, acomodándose en la
herbácea alfombra. Se apoyó en un codo y miró al catalista directamente a la cara,
manteniendo la suya alejada de la luz que despedía la hoguera.
—Sois directo y conciso, milord —dijo Saryon, sonriendo débilmente.
—Sí, es un defecto mío —contestó Garald, mientras hacía una mueca de pesar y
arrancaba manojos de hierba—. O al menos eso es lo que asegura mi padre; dicen que
espanto a la gente porque me abalanzo sobre ella como un gato en lugar de acercarme
sigilosamente por detrás.
—Os contaré con mucho gusto lo que sé del muchacho, milord —interrumpió
Saryon, dirigiendo una mirada a la figura dormida que yacía cerca del fuego—. La

historiadedelossushechos.
dudar primeros años de vida la oí de otras personas, pero no tengo motivos para
El catalista siguió hablando, contando la extraña y triste educación recibida por

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Joram. El príncipe lo escuchaba en silencio, absorto, fascinado.


—No hay duda de que Anja estaba loca, Alteza —dijo Saryon dejando escapar un
suave suspiro—. Su sufrimiento fue terrible; había visto al hombre que amaba...
—El padre de Joram, el catalista —aclaró el príncipe.
—Hum... sí, milord. —Saryon empezó a toser y se vio obligado a aclararse la
garganta
catalista. antes de continuar.
Ella estuvo Garald
presente cuandose dio cuenta de quea no
lo sentenciaron la lo miraba al hablar—.
Transformación. El
¿Habéis
asistido a ese castigo, Alteza?
Ahora el catalista sí que volvió la mirada hacia el príncipe.
—No —replicó Garald, sacudiendo la cabeza—. Por Almin, que espero no tener
que presenciarlo nunca.
—Hacéis bien en rogar por eso, milord —dijo Saryon, volviendo de nuevo la
mirada a las danzarinas llamas de la hoguera—. Yo fui testigo. De hecho, vi cumplirse
el edicto en el padre de Joram, aunque, desde luego, yo no lo sabía entonces. Qué
extraño es el destino...
Saryon se quedó silencioso durante tanto rato que el príncipe Garald lo tocó en un
brazo.
—¿Padre?
—¿Qué? —Saryon dio un respingo—. Oh, sí. —Tiritando, se envolvió en sus
ropas—. Es un castigo terrible. En el mundo antiguo, según se nos ha dicho, a los
hombres se los sentenciaba a morir por sus crímenes. Nosotros consideramos que eso es
una barbarie, y supongo que así debe ser. Pero creo que, en ocasiones, la muerte debe
resultar un placer comparada con nuestras civilizadas costumbres.
—Vi enviar a un hombre al Más Allá —dijo el príncipe en voz baja—. No,
esperad; era una mujer. Sí, una mujer. Yo no era más que un crío; me llevó mi padre.
Era la primera vez que viajaba por los Corredores, y recuerdo que estaba tan excitado
por el viaje que apenas si sabía a qué se debía, aunque estoy seguro de que mi padre
intentó prepararme para ello. Pero si fue así, no le salió bien.
El príncipe se agitó, inquieto. Se sentó, abandonando la cómoda posición tumbada
sobre la hierba y, también él, se quedó mirando fijamente las llamas. Su apuesto rostro y
sus claros ojos castaños se oscurecieron con los recuerdos.
—¿Cuál fue su crimen, milord?
—Estaba intentando recordar. —Garald meneó la cabeza—. Debió de ser algo
atroz; probablemente relacionado con el adulterio, porque recuerdo que mi padre fue
bastante confuso y vago en los detalles. Era una maga, de eso estoy seguro. Albanara:
un miembro de la corte de gran categoría. Recuerdo que estaba relacionado con
hechizos, la seducción de un hombre contra su voluntad. —Garald se encogió de
hombros—.
»Niño Alcomo
menoserame—continuó—,
parece que eso fue
creíloque
que mi padre
sería me contó.
como un juego; me sentía
terriblemente excitado. Todos los miembros de las cortes reales estaban allí, ataviados
con sus preciosos vestidos, coloreados especialmente en diferentes tonalidades de rojo
para la ocasión. Yo estaba muy orgulloso de mi traje y quería guardarlo, pero mi padre
me lo prohibió. Estábamos allí de pie, en la Frontera, junto a los enormes Vigilantes
vivientes...
Hizo una pausa y luego continuó:
—Yo no sabía entonces que aquellos hombres y mujeres de piedra estaban vivos.
Mi padre no me lo dijo. Me atemorizaban, alzándose en el aire a nueve metros de altura,
mirando eternamente las oscuras brumas del Más Allá con mirada imperturbable. Un
hombre
recuerdosequeadelantó, vestido
había algo de color
diferente en susgris. Supongo que era un Duuk-tsarith, aunque
ropas...

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—El Verdugo, milord —intervino Saryon con voz tensa—. Habita en El


Manantial y sirve a los catalistas. Sus ropas son de color gris, la neutralidad de la
justicia, y están marcadas con los símbolos de los Nueve Misterios, para significar que
la justicia no hace distinciones.
—No me acuerdo. Era un hombre que resultaba impresionante; eso es todo lo que
recuerdo.
lado, comoUnlashombre alto,
estatuas de que sobrepasaba
piedra mucho
se elevaban por aencima
la mujer
delque llevaba
resto atada a El
de nosotros. su
Patriarca, debía de ser Vanya porque ha sido el Patriarca desde que yo tengo uso de
razón, se dirigió a los presentes, repasando los crímenes de aquella mujer. Pero no lo
escuché. —El príncipe sonrió tristemente—. Me sentía aburrido; deseaba que sucediera
algo.
»Vanya acabó por fin su discurso. Invocó a Almin, pidiéndole que tuviera
misericordia del alma de aquella infortunada. Ella había permanecido muy quieta
durante todo el tiempo, escuchando las acusaciones con aire de desafío. Tenía el pelo de
un brillante color rojo y lo llevaba suelto, cayéndole por la espalda hasta más abajo de la
cintura. Vestía ropas también de color rojo sangre, y recuerdo haberme fijado en la
viveza de su pelo, que brillaba bajo el sol, y lo apagadas que se veían sus ropas, por
contraste. Pero cuando el Patriarca invocó la bendición de Almin, ella echó la cabeza
hacia atrás y cayó de rodillas, mientras exhalaba un lamento que hizo pedazos mi
inocencia infantil.
»Mi padre se dio cuenta de que temblaba, y lo comprendió. Me rodeó con un
brazo y me apretó contra él. El Verdugo agarró a la mujer y la obligó a ponerse en pie.
Hizo un gesto con el brazo, indicándole que debía andar hacia adelante... ¡Dios mío! —
El príncipe cerró los ojos—. ¡Dirigirse a aquella espantosa niebla! La mujer dio un paso
hacia aquellas arremolinadas brumas, luego volvió a caer de rodillas; sus gritos pidiendo
misericordia desgarraban el aire. Rogó y suplicó. ¡Se arrojó sobre la arena y empezó a
arrastrarse hacia nosotros! ¡Arrastrándose a gatas!
Garald quedó en silencio, con la mirada fija en el fuego; su boca apretada formaba
una sombría línea en el rostro.
—Finalmente —prosiguió—, el Verdugo la llevó a cuestas, pataleando y
debatiéndose, hasta el extremo mismo de la Frontera. Las brumas se enroscaron en sus
ropas, haciendo que apenas pudiéramos distinguir a ninguno de los dos. Oímos un
último y terrible lamento... y luego sólo el silencio. El Verdugo regresó... solo.
Volvimos al Palacio de Merilon; y yo caí enfermo.
Saryon no dijo nada. Garald se asustó cuando vio que el catalista se había quedado
pálido como un muerto.
—No es nada, Alteza —dijo Saryon, en respuesta a la preocupada mirada del
príncipe—.YSólo
persiguen. que... yo
es siempre mismo
igual, he visto
tal como varias
decís; Expulsiones.
algunos van por síSon recuerdos
mismos, desdeque me
luego.
Orgullosos, desafiantes, con la cabeza bien alta. El Verdugo los acompaña hasta la
Frontera y ellos penetran en la niebla como si pasaran sencillamente de una habitación a
otra. Sin embargo... —Saryon tragó saliva—, se oye siempre ese último grito,
proviniendo de los remolinos que forma la niebla..., un grito de horror y desesperación,
que les es arrancado incluso a los más valerosos. Me pregunto qué es lo que ven...
—¡Es suficiente! —interrumpió Garald, secándose el helado sudor del rostro—.
Los dos tendremos pesadillas si seguimos hablando de esto. Volvamos a Joram.
—Sí, milord. Con mucho gusto. Aunque... —el catalista sacudió la cabeza— su
historia no da pie precisamente a un sueño tranquilo. No os contaré los detalles de la
Transformación
yo pudiera elegirenmi
Piedra. Baste
castigo, decir que
escogería eseelúltimo
Verdugo cumple de
momento conterror
su cometido y que, sia
en las brumas

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una existencia como muerto viviente.


—Sí —murmuró Garald—. Me estabais hablando de la madre del muchacho.
—Gracias por hacerme memoria, Alteza. Anja fue obligada a contemplar cómo su
amante era transformado de hombre vivo en roca viviente, y luego fue conducida de
nuevo a El Manantial, donde dio a luz a..., a su hijo.
—Seguid
apartaba —lo instó el príncipe, viendo que el rostro del catalista palidecía y
la mirada.
—Su hijo... —repitió el catalista, algo confundido—. Ella... se llevó al... bebé y
huyó de El Manantial, viajando a las regiones más distantes del país, donde encontró
trabajo como Maga Campesina. En aquel pueblo crió a su hijo..., crió a Joram.
—Esa Anja, ¿provenía de familia noble? ¿Lo sabéis con seguridad? ¿Joram tiene
sangre noble?
—¿Sangre noble? ¡Oh, sí, Alteza! Al menos, eso fue lo que el Patriarca Vanya me
contó —titubeó Saryon.
—Padre, parece como si cada vez os encontrarais más indispuesto —dijo Garald,
preocupado, observando los cenicientos labios del catalista y las gotas de sudor que
cubrían su cabeza tonsurada—. Continuaremos con esto en otro momento...
—No, no, Alteza —se apresuró a decir Saryon—. Me... alegra que os toméis...
tanto interés por Joram. Y... ¡necesito hablar sobre esto! Ha sido... un gran peso que he
llevado en mi corazón...
—Muy bien, Padre —repuso el príncipe, fijando sus fríos ojos en el catalista—.
Por favor, continuad. Estabais diciendo que al muchacho lo criaron como Mago
Campesino...
—Sí; pero Anja le dijo que era de noble cuna y nunca le permitió olvidarlo. Lo
mantuvo aislado de los otros niños; según el catalista del pueblo, su madre nunca le
permitió a Joram salir de la casucha en que vivían, excepto en compañía de ella, e
incluso entonces no dejaba que el niño hablara con nadie. Permanecía en la casa, solo,
todo el día, mientras ella trabajaba en los campos. Anja era una Albanara. Era una maga
poderosa, que rodeaba la cabaña de conjuros protectores para evitar que el niño saliera y
los demás entraran. De todas formas, nadie hubiera intentado entrar —añadió Saryon—.
A nadie le gustaba Anja. Era fría y reservada, y siempre le estaba inculcando al
muchacho la superioridad de éste sobre los demás.
—¿Ella sabía que estaba Muerto?
—Nunca lo admitió, ante el niño ni tampoco para sí misma. Aunque imagino que
ésta fue otra razón para mantenerlo aislado. Pero cuando el niño cumplió los nueve
años, ella se dio cuenta de que tendría que ir a los campos, como hacían todos los niños,
para ganarse el sustento; fue entonces cuando le enseñó a ocultar su falta de magia
mediante
corte, la prestidigitación
sin duda, y el por
donde se practica arte diversión.
de crear ilusiones.
También leElla lo había
enseñó a leeraprendido
y escribir,encon
la
libros que sin duda había robado de su hogar. —Saryon volvió a suspirar—. Y entonces
lo llevó a ver a su padre.
Garald contempló al catalista con incredulidad.
—Sí; Joram nunca habla de ello, pero me lo contó el catalista del pueblo, que fue
quien le abrió los Corredores. Lo que sucedió allí sólo podemos imaginarlo, pero según
el catalista, cuando el chico regresó, estaba tan pálido como un muerto; sus ojos
parecían haber contemplado las brumas del Más Allá y haber visto el reino de la muerte.
Desde el día en el que vio la estatua de piedra de su padre, Joram se convirtió también
en piedra. Frío, distante, insensible. Pocos lo han visto sonreír. Nadie lo ha visto llorar
nunca.Los ojos del príncipe se dirigieron al muchacho, que yacía junto al fuego. Incluso

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dormido, no distendía la severa expresión de su rostro y mantenía las cejas fruncidas, lo


que le proporcionaba un aspecto meditabundo.
—Continuad —invitó el príncipe suavemente.
—Joram era un hábil ilusionista, gracias a lo cual pudo ocultar durante muchos
años el hecho de que estaba Muerto. Sé, porque él me lo dijo, que siguió esperando que
la magia llegara
desarrollar a él algún
ese poder, comodía; creyó con
sucedía a Anja cuando
muchos le dijo que
Albanara. Lo era un porque
creyó poco lento en
quería
creerlo, claro está. Al igual que aún cree todas las historias de Anja sobre la hermosa
ciudad de Merilon. Trabajó en los campos con los otros y nadie le hizo preguntas. Fue
fácil para él engañar a los Magos Campesinos —añadió el catalista—. A los muchachos
de su edad no se les facilita Vida, por razones obvias.
—De esta forma, el capataz mantiene el control sobre ellos —intervino el
príncipe, sombrío.
—Sí, Alteza —asintió Saryon, mientras enrojecía ligeramente—. Los jóvenes
hacen sobre todo trabajos que implican un esfuerzo físico, tales como limpiar los
campos. Este tipo de trabajo no requiere el empleo de la magia, por lo que a Joram lo
acompañó la suerte durante un tiempo. Mientras crecía, en el pueblo hubo un buen
capataz. Toleraba el mal carácter y el malhumor de Joram. Lo comprendía; después de
todo, había visto cómo se había criado el muchacho. Pero llegó un momento en el que la
locura de Anja fue evidente para todo el mundo; incluido Joram, estoy seguro. Pero
siguió encerrado en sí mismo, apartándose de los demás. Excepto de Mosiah, claro.
—Ah, me preguntaba qué había entre ellos —observó el príncipe, dirigiendo la
mirada hacia el otro muchacho, que dormía cerca de Joram.
—Una extraña amistad, milord. Desde luego, no fue nunca fomentada por Joram,
por lo que he oído. Pero ahora se siente muy unido a Mosiah, como lo demuestra el
hecho de que estuviera dispuesto a luchar con vos para proteger a su amigo. Y Mosiah
se halla también muy unido a él, aunque estoy seguro de que muchas veces se debe
preguntar por qué se preocupa. Pero siguiendo con la historia... —Saryon se frotó los
ojos—. Llegó el día, como tenía que suceder más tarde o más temprano, en el que Joram
descubrió que estaba Muerto. El viejo capataz había muerto; y el que ocupó su lugar se
tomó como una ofensa personal la actitud resentida de Joram. La consideró una rebeldía
y decidió que doblegaría el carácter del muchacho.
»Una mañana, el capataz le ordenó al catalista que facilitara Vida a Joram para
que pudiera sobrevolar los campos y ayudar en la siembra como los otros Magos
Campesinos. El catalista le dio Vida al muchacho, pero igual podría habérsela dado a
una piedra. Joram podía volar igual que un cadáver respirar. El catalista, que debía de
ser un miembro de nuestra Orden no demasiado inteligente —añadió Saryon, meneando
la cabeza—,
satisfecho, sin concluyó que el amuchacho
duda, y empezó comentar laestaba Muerto.
necesidad El capataz
de enviar se asintió
a buscar muy
los Duuk-
tsarith.
»En aquellos días, Anja había perdido por completo el más mínimo vestigio, por
tenue que fuera, de cordura. Cambió su apariencia por la de una tigresa y se abalanzó
sobre la garganta del capataz; pero éste reaccionó instintivamente, protegiéndose con su
magia. El escudo que alzó fue demasiado poderoso. Unos abrasadores rayos de energía
golpearon a Anja y ésta cayó muerta a los pies del capataz. Su hijo contempló los
hechos, impotente.
—En nombre de Almin —susurró el príncipe, con tono respetuoso.
—Joram tomó del suelo una pesada piedra —continuó Saryon, imperturbable— y
se la arrojó
Joram estabaaldoblemente
capataz. Elcondenado:
hombre no por
la vio
ser venir;
uno delelos
aplastó el cráneo.
Muertos que se De modo
pasean porque
el

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mundo y por haber cometido un asesinato.


»El muchacho huyó al País del Destierro. Allí fue atacado por los centauros,
quienes lo abandonaron, dándolo por muerto. Los hombres de Blachloch estaban
siempre al acecho de los que penetraban en el País del Destierro, pero sobre todo
cuando se trataba de alguien al que podían persuadir para que se uniera a su horrible
causa. Fueron
Hechiceros ellos quienes
lo curaron encontraron
y lo enviaron al muchacho
a trabajar y lo Pero
en la herrería. llevaron al no
Joram pueblo. Losa
se unió
Blachloch. No sé cuál pudo ser la causa, como no fuera porque rechaza la autoridad,
como habéis podido comprobar.
—La herrería... ¿Fue allí donde aprendió el secreto de la piedra-oscura?
—No, Alteza —Saryon tragó saliva de nuevo—. Ése es un secreto que ni siquiera
los Hechiceros conocen. Lo olvidaron hace siglos...
—Así es como se nos ha hecho creer.
—Pero Joram encontró libros, textos antiguos, que los Hechiceros habían llevado
con ellos cuando huyeron al exilio. Han perdido la habilidad de leer con el paso de los
años, ¡pobre gente! La suya es una lucha diaria por sobrevivir. Pero Joram podía leer los
libros, claro está, y fue en uno de ellos donde descubrió la fórmula para extraer el metal
del mineral de piedra-oscura. Con esos conocimientos forjó la espada.
El catalista se quedó en silencio. Era consciente de la atenta mirada que Garald le
dirigía ahora. Cabizbajo, Saryon se alisó nerviosamente los pliegues de su raída túnica.
—Os estáis dejando algo por decir, Padre —observó el príncipe, tranquilo.
—Me estoy dejando un gran número de cosas por decir, Alteza —replicó el
catalista con sencillez, alzando la cabeza y mirando al príncipe directamente a los
ojos—. Soy un mal mentiroso, lo sé. Sin embargo, el secreto que guardo en mi corazón
no es mío y resultaría una información peligrosa para aquellos a quienes concierne. Es
mejor que cargue yo solo con él.
Había tal sencilla dignidad en aquel hombre de mediana edad, ataviado con las
humildes y gastadas ropas de su profesión, que impresionó a Garald. Se advertía
también tristeza en él, como si aquella carga fuera demasiado pesada para llevarla, pero
como si estuviera dispuesto a soportarla hasta desplomarse. «Ese hombre ha perdido su
fe —había dicho el Cardinal—. Este secreto es todo lo que tiene...»
Aquello, y su compasión y su amor por Joram.
—Habladme de la piedra-oscura —pidió el príncipe, dando a entender al catalista
que no lo presionaría.
Saryon sonrió, agradecido y aliviado.
—Sé muy poco, Alteza —contestó—. Sólo lo que pude leer en los libros, que eran
muy incompletos. Los autores partían de que estaba muy extendido un conocimiento
rudimentario
para forjarlo del mineral,
y así y por lo tanto
sucesivamente. hablaban únicamente
Su existencia se basa en de unatécnicas avanzadas
ley física de la
naturaleza, según la cual para cada acción existe una reacción igual y opuesta. Por ello,
en un mundo que rezuma magia, tenía también que existir una fuerza que absorba esa
magia.
—La piedra-oscura.
—Sí, milord. Es un mineral similar en apariencia y propiedades al hierro, ideal
para fabricar armas. La espada era el arma favorita de los antiguos Hechiceros; quien la
esgrime la utiliza para protegerse de cualquier hechizo; luego, la emplea para penetrar
las defensas mágicas de su enemigo y finalmente para acabar con la vida de éste.
—De modo que, sabiendo esto, Joram forjó la Espada Arcana.

Vida al—Sí, Alteza. La forjó... con mi ayuda. Un catalista debe estar presente para dar
mineral.

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Los ojos de Garald se abrieron de par en par.


—Yo también estoy maldito, es cierto —reconoció Saryon, conciliador—. He
infringido las sagradas leyes de nuestra Orden y he dado Vida a... un... objeto de las
tinieblas. Pero ¿qué podía hacer? Blachloch conocía la existencia de la piedra-oscura.
Planeaba utilizarla para sus terribles fines; al menos, eso creímos. Descubrí demasiado
tarde que
—No trabajaba
hubierapara la Iglesia...
cambiado nada —lo atajó Garald—. No tengo la menor duda de que
cuando se hubiera dado cuenta del poder de la piedra-oscura, la habría utilizado él
mismo, faltando a su deber con la Iglesia.
—Indudablemente tenéis razón. —Saryon inclinó la cabeza—. Pero ¿cómo puedo
hallar perdón? Joram lo asesinó, como sabéis. El Señor de la Guerra yacía indefenso a
sus pies; yo le había absorbido toda la Vida, la Espada Arcana había absorbido su
magia. Íbamos a entregarlo a... los Duuk-tsarith; íbamos a situarlo en el Corredor para
que lo encontraran. Pero entonces se oyó un grito...
Incapaz de continuar, a Saryon se le quebró la voz. Garald le puso una mano en un
hombro.
—Cuando miré a mi alrededor —el catalista hablaba en un susurro horrorizado—,
vi a Joram de pie sobre el cuerpo, la espada húmeda de sangre. Él creyó que yo
planeaba traicionarlo, entregarlo también a los Duuk-tsarith. Le dije que no pensaba
hacerlo... —Saryon suspiró—. Pero Joram no confía en nadie.
«Escondió el cadáver, y aquella misma mañana el Patriarca Vanya se puso en
contacto conmigo, exigiendo que llevara a Joram y a la Espada Arcana a El Manantial.
—Saryon alzó sus obsesionados ojos—. ¿Cómo puedo hacerlo, Alteza? —exclamó,
retorciéndose las manos—. ¿Cómo puedo llevarlo de regreso para que lo envíen... ¡al
Más Allá!? ¡Para oír ese grito espantoso y saber que es el suyo! ¡Al último lugar al que
debiera ir es a Merilon! ¡Sin embargo no puedo detenerlo! Vos podéis, Alteza —gritó
Saryon de pronto, febril—. Persuadidlo para que vaya a Sharakan con vos. Tal vez os
escuche...
—¿Qué le digo? —exigió Garald—. ¿Ven a Sharakan y sé un don nadie, cuando
puede ir a Merilon y descubrir su nombre, su título, sus derechos? Es un riesgo que
cualquier hombre aceptaría, y con razón. No lo convenceré de ello.
—Sus derechos de nacimiento... —repitió Saryon en voz baja, angustiado.
—¿Qué?
—Nada, milord. —El catalista se frotó los ojos de nuevo—; seguramente tenéis
razón.
Pero Saryon parecía estar tan alterado, que Garald añadió amablemente:
—Os diré algo, Padre. Haré lo que pueda para ayudar a ese muchacho a tener por
lo tiene
si menosproblemas.
una posibilidad
Eso, aldemenos,
conseguir
se losudebo;
propósito. Ledeenseñaré
después cómo
todo, nos puede protegerse
ha salvado del doble
juego de Blachloch. Estamos en deuda con él.
—Gracias, Alteza. —Saryon pareció haberse tranquilizado—. Ahora, si me
disculpáis, milord, creo que podré dormir...
—Desde luego, Padre. —El príncipe se puso en pie, ayudando al catalista a
incorporarse—. Os pido disculpas por haberos mantenido despierto, pero es un tema
fascinante. Para compensaros, he hecho preparar una cama, con las más finas sábanas de
seda y mantas. Pero a lo mejor preferís una tienda. Puedo conjurar...
—No, una cama junto al fuego es suficiente. Mucho mejor que aquello a que
estoy acostumbrado, Alteza. —Saryon inclinó la cabeza, fatigado—. Además, estoy
repentinamente
plumón de cisne tan cansado
o agujas que probablemente no me daré cuenta si duermo sobre
de pino.

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—Muy bien, Padre. Os deseo buenas noches. Y, por favor —Garald posó una
mano en un brazo del catalista—, borrad de vuestra conciencia la sensación de culpa por
la muerte de Blachloch. Era un hombre malvado. Si le hubieran permitido que siguiera
viviendo, habría matado a Joram y tomado la piedra-oscura. Joram actuó por voluntad
de Almin y ejecutó la justicia de Almin.
—Quizá.
asesinato. Para —Saryon
Joram, es sonrió tristemente—.
fácil matar; demasiadoPero,
fácil.a Lo
mi considera
modo deunaver,forma
fue un
de
obtener el poder que le falta en la magia. Os deseo buenas noches, Alteza.
—Buenas noches, Padre —correspondió Garald, eligiendo las palabras
cuidadosamente—. Que Almin vele por vos.
—Ojalá lo haga —murmuró Saryon, alejándose.
El príncipe de Sharakan no se retiró a su tienda hasta que empezó a clarear. Se
paseó por la hierba arriba y abajo en el frío aire de la noche, envuelto en pieles que él
mismo hizo aparecer sin apenas reparar en ello. Sus pensamientos estaban ocupados por
aquella siniestra y extraña historia de locura y asesinato, de Vida y Muerte, de magia y
de lo que podía destruirla. Por fin, cuando se dio cuenta de que estaba tan cansado que
podía desterrar aquella historia al país de los sueños, se quedó inmóvil contemplando al
dormido grupo que el destino había interpuesto en su camino.
Pero ¿había sido el destino realmente?
«Éste no es el camino de Merilon —se dijo, dándose cuenta de aquel hecho
súbitamente—. ¿Por qué están viajando por esta ruta? Hay otras al este mucho más
cortas y seguras... ¿Y quién ha sido su guía? Déjame adivinarlo. Aquí hay tres que
nunca han viajado por el mundo; pero uno ha estado en todas partes.»
Dirigió una mirada a la figura que llevaba la blanca camisa de dormir. Ningún
bebé en brazos de su madre dormiría más dulcemente que Simkin, aunque la borla del
gorro de dormir le había caído sobre la boca y lo más probable era que se la tragase
antes de que terminara la noche.
«¿A qué estás jugando ahora, viejo amigo? —musitó Garald para sí—. Desde
luego no al tarot. De todas las sombras que veo proyectándose sobre este muchacho,
¿por qué es la tuya, en cierta forma, la más sombría?»
Reflexionando sobre ello, el príncipe se retiró a su tienda, dejando a los inmóviles
y vigilantes Duuk-tsarith para vigilar la noche.
Pero el sueño de Garald no fue ininterrumpido, como había esperado. Más de una
vez, se despertó sobresaltado, creyendo oír la jubilosa risa de un cubo.

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12
El maestro de esgrima

—¡Levántate!
La punta de una bota golpeó a Joram en las costillas, con brusquedad.
Sobresaltado, medio dormido y latiéndole el corazón con fuerza, el muchacho se sentó
retirando las mantas y se echó hacia atrás la enmarañada cabellera negra, apartándola de
los ojos.
—Qué...
—He dicho que te levantes —repitió una voz imperturbable.
El príncipe Garald estaba de pie ante Joram, contemplándolo con una agradable
sonrisa.
Joram se restregó los ojos y miró a su alrededor. Estaba a punto de amanecer,
aunque la única señal de ello era un ligero fulgor en el cielo, que brillaba en el este por
encima de las copas de los árboles. Por lo demás, seguía estando oscuro. El fuego se
había convertido en un rescoldo; sus compañeros dormían alrededor de él. Dos tiendas
hechas de seda, apenas visibles a la débil luz, se alzaban en el extremo del claro, con
banderas que ondeaban en sus puntiagudos techos. Las tiendas no estaban allí el día
anterior y era, presumiblemente, donde el príncipe y el Cardinal Radisovik habían
pasado la noche.
En el centro del claro, cerca del moribundo fuego, permanecía uno de los
enlutados Duuk-tsarith, en una postura que Joram hubiera podido jurar que era la misma
de la noche anterior. El Señor de la Guerra mantenía las manos cruzadas al frente y
tenía el rostro oculto en las sombras. Pero la encapuchada cabeza se hallaba vuelta hacia
Joram; como lo estaban, también, los invisibles ojos.
—¿Qué sucede? ¿Qué queréis? —preguntó Joram, mientras deslizaba una mano
hacia la espada, oculta debajo de la manta.
—¿Qué queréis, Alteza? —lo corrigió el príncipe con una amplia sonrisa—. Eso
se te atraganta, ¿verdad, muchacho? Sí, trae el arma —añadió, aunque Joram había
creído que no había advertido sus movimientos.
Contrariado, Joram sacó la Espada Arcana de debajo de la manta, pero no se puso
en pie.
—Os he preguntado qué queríais..., Alteza —dijo fríamente, frunciendo los labios
en una mueca.
—Si vas a usar esa arma... —el príncipe lanzó una mirada a la espada con
divertida repugnancia—, lo mejor será que aprendas a utilizarla adecuadamente. Ayer
pude haberte ensartado como un pollo en lugar de desarmarte simplemente.
Cualesquiera que sean los poderes que esa espada posee... —Garald la contempló con
más atención—, no servirán de mucho si se halla caída en el suelo a tres metros de ti.
Vamos. Sé de un lugar en el bosque donde podemos practicar sin molestar a los otros.
Joram vaciló, mientras estudiaba al príncipe con sus oscuros ojos, tratando de
adivinar los verdaderos propósitos que se ocultaban detrás de aquella demostración de
interés.

quiera«Sin duda quiere


quitármela conocer
incluso. Cuántomás cosasposee,
encanto sobre casi
la espada —pensó Me
como Simkin. Joram—. Quizá
dejé engañar
por él anoche. Pero eso no sucederá hoy. Seguiré con esto si realmente puedo aprender

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algo; si no, lo dejaré. Y si intenta coger la espada, lo mataré.»


Anticipándose al frío aire, Joram extendió el brazo para tomar su capa, pero el
príncipe puso un pie sobre ella.
—No, no, amigo mío —rechazó Garald—, pronto habrás entrado en color. Te
encontrarás incluso muy acalorado.

Una hora más tarde, tumbado cuan largo era sobre su espalda en el helado suelo,
sin aliento y corriéndole un hilillo de sangre por la comisura de los labios, Joram ya no
pensaba en su capa.
La hoja de acero de la espada del príncipe chocó contra el suelo, cerca de él, tan
cerca que se encogió, asustado.
—Justo a través de la garganta —observó Garald—. Y ni siquiera la viste venir...
—No fue una lucha justa —masculló Joram. Aceptó la mano que le tendía el
príncipe y se puso de pie, reprimiendo un gruñido—. ¡Me pusisteis la zancadilla!
—Mi querido muchacho —dijo Garald con impaciencia—, cuando saques esa
espada en serio, será, o debería ser, cuestión de vida o muerte. Tu vida y la muerte de tu
oponente. El honor es algo magnífico, pero no les sirve de mucho a los muertos.
—Bonito discurso, viniendo de vos —farfulló Joram, dándose masaje en la
dolorida mandíbula y escupiendo sangre.
—Yo puedo permitirme el honor —dijo Garald, encogiéndose de hombros—. Soy
un espadachín experto. He practicado ese arte durante años. Tú, por el contrario, no
puedes permitírtelo. No hay forma, en el poco tiempo que tenemos para estar juntos, de
que pueda enseñarte ni tan sólo una parte de las complejas técnicas de la lucha con
espada. Lo único que puedo enseñarte es a sobrevivir ante un oponente experto el
tiempo suficiente para permitirte recurrir a... hum... los poderes de la espada para
derrotarlo.
»Ahoraen —siguió,
concentrada hablando
la espada que tenía endeprisa—
la mano; deinténtalo.
esa formaMira, tu atención
pude ponerte un pie estaba
detrás
del talón, hacerte perder el equilibrio y golpearte en el rostro con la empuñadura de este
modo... —Garald se lo demostró, deteniéndose justo frente a la magullada mejilla de
Joram—. Ahora inténtalo tú. ¡Bien! ¡Bien! —exclamó el príncipe, rodando por el
suelo—. Eres rápido y fuerte. Utiliza eso a tu favor.
Se puso en pie, sin prestar atención al barro que se le había adherido en sus
elegantes ropas. Situándose en posición de ataque, levantó la espada y le hizo una
mueca a Joram.
—¿Lo intentamos de nuevo?

Pasaron las horas. El sol ascendió en el cielo y, aunque el día estaba muy lejos de
ser caluroso, ambos se quitaron la camisa. Sus fatigosas respiraciones enturbiaban el
aire a su alrededor; el terreno no tardó en tener el mismo aspecto que si un ejército
hubiera luchado sobre él. En el bosque resonaba el sonido del entrechocar de las
espadas. Finalmente, cuando ambos estaban tan agotados que no podían hacer otra cosa
que apoyarse en sus armas y dar boqueadas, el príncipe hizo un alto.
Dejándose caer sobre una roca calentada por el sol, le hizo una seña a Joram para
que se sentase junto a él; el muchacho obedeció, jadeando y secándose el sudor. Le
brotaba la sangre de numerosos cortes y arañazos que tenía en brazos y piernas; tenía la
mandíbula hinchada y dolorida, varios dientes sueltos y estaba tan cansado que incluso
respirar
los le suponía
últimos un esfuerzo.
pases contra Pero era
el príncipe un cansancio
y hasta, en una agradable.
ocasión, leHabía
habíadado muy bien
arrebatado la
espada de la mano.

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—Agua —murmuró el príncipe, echando una mirada a su alrededor.


Vio un odre cerca de sus camisas, al otro extremo del claro; con un gesto cansado,
Garald le ordenó al odre que se acercara a ellos. Éste obedeció, pero el príncipe estaba
tan cansado que le quedaba muy poca energía para emplear en la magia, y, en
consecuencia, el odre se arrastró hasta ellos por el suelo, en lugar de volar raudo por los
aires. —¡Me recuerda a como me siento yo! —exclamó Garald, jadeante.
Agarrando el pellejo cuando lo tuvo cerca, lo alzó y bebió unos sorbos; luego se lo
pasó a Joram.
—No bebas demasiado —le advirtió—. O te sobrevendrá el hipo.
Joram bebió y le devolvió el odre; Garald se vertió un poco de agua en las manos
y se la echó en el rostro y el pecho, mientras la piel le tiritaba por el cortante aire.
—Lo estás haciendo... bien, chico... —dijo Garald, mientras respiraba
profundamente—. Muy... bien. Si... no estamos los dos muertos... cuando acabe la
semana..., deberás estar... listo...
—¿Semana? ¿Listo? —Joram vio desdibujarse los árboles ante sus ojos. En aquel
momento, hablar con coherencia estaba fuera de sus posibilidades—. Me... voy...
Merilon...
—No antes de una semana. —Garald sacudió la cabeza, y volvió a beber del
odre—. No lo olvides... —dijo haciendo una mueca, apoyando los brazos en las rodillas
y dejando caer la cabeza para respirar con más facilidad—, eres mi prisionero. ¿O crees
que... podrías luchar contra mí... y los Duuk-tsarith?
Joram cerró los ojos; la garganta le dolía, los pulmones le ardían, sentía punzadas
en los músculos y las heridas le escocían. Le dolía todo el cuerpo.
—En este momento... no podría luchar... ni contra el catalista... —admitió,
haciendo una mueca que era casi una sonrisa.
Ambos estaban sentados sobre la piedra, descansando. Ninguno hablaba, ninguno
sentía la necesidad de hablar. A medida que iba recobrando sus fuerzas, Joram empezó a
relajarse, sintiendo que un cálido y agradable sentimiento de paz lo invadía; tomó nota
de lo que lo rodeaba: un pequeño claro en el centro del bosque, un claro que podría
haber sido creado mágicamente, tan perfecto era. Sí, se dijo Joram, probablemente había
sido abierto en el bosque con ayuda de la magia: la magia del príncipe.
Joram y el príncipe estaban solos, lo cual dio también que pensar a Joram. Habían
hecho tanto ruido como un regimiento, por lo que el muchacho había esperado ver en
cualquier momento al entrometido catalista sacando la nariz para averiguar qué estaba
sucediendo, o por lo menos a Mosiah y al siempre curioso Simkin. Pero Garald había
hablado con los Duuk-tsarith antes de que partieran, y Joram supuso que les había
ordenado
—No quememantuvieran alejado Joram.
importa —decidió a todo el mundo.
Le gustaba aquello; pacífico, tranquilo, con el sol que calentaba la roca sobre la
que se sentaban. Realmente, no podía recordar haberse sentido jamás tan contento; su
inquieto cerebro redujo su frenético ritmo y se deslizó con facilidad por entre las copas
de los árboles, mientras escuchaba la regular respiración de su compañero y el bombeo
de su propio corazón.
—Joram —dijo Garald—, ¿qué planeas hacer cuando llegues a Merilon?
Joram se encogió de hombros, deseando que el otro no hubiera hablado, que se
mantuviera callado y no rompiera el hechizo.
—No; tenemos que discutirlo —siguió Garald, viendo cómo el expresivo rostro se
oscurecía—. Quizás
como un cuento esté para
infantil equivocado, peroque
ti. Una vez tengo la impresión
llegues de que
allí esperas que «ir a Merilon»
tu vida es
sea «toda

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mucho mejor» simplemente porque estarás a la sombra de sus plataformas flotantes.


Créeme, Joram —el príncipe meneó la cabeza—, no sucederá así. He estado en Merilon.
No recientemente, desde luego. —Sonrió sardónicamente—. Pero sí en la época en que
estábamos en paz. Y puedo asegurarte, ahora mismo, que no conseguirás ni llegar a ver
las puertas de la ciudad. Eres un salvaje procedente del País del Destierro. No bien te
acerques, ¡losdesapareció,
El sol te atraparán
Duuk-tsarithenvuelto —hizoychasquear
en nubes, se alzó unlosviento
dedos—queasí!
empezó a silbar
lúgubremente por entre los árboles. Tiritando, Joram se puso en pie y se dispuso a
atravesar el claro hasta el lugar donde yacía su camisa sobre la hierba.
—No, espera. Yo la traeré —dijo Garald, poniéndole una mano en el brazo. Con
un gesto, hizo que ambas camisas echaran a volar, revoloteando por el aire como
pájaros de tela—. Lo siento; siempre me olvido de que estás Muerto. Tenemos tan
pocos Muertos en Sharakan, que nunca he conocido a nadie como tú.
Joram torció el gesto, sintiendo aquel repentino y agudo dolor que experimentaba
siempre que se le recordaba la diferencia que existía entre él y el resto de los habitantes
del mundo. Miró al príncipe, enojado, seguro de que se estaba burlando de él. Pero
Garald no lo estaba mirando, porque se estaba embutiendo la camisa por la cabeza.
—Siempre he envidiado la habilidad de Simkin para cambiarse de ropa a su
antojo. Sin mencionar —gruñó el príncipe, pasándose la fina camisa de batista por los
hombros— la facultad de cambiar su apariencia cuando le apetece. ¡Un cubo!
Sacando la cabeza por el cuello de la camisa, Garald se alisó el cabello, mientras
hacía una mueca al recordar a Simkin. Luego, poniéndose serio, continuó con el tema
que tenía en la cabeza.
—Hay muchos que nacen Muertos en Merilon, o al menos eso he oído —dijo,
haciendo que su tranquila aceptación de aquel hecho sofocara lentamente la cólera de
Joram—. Sobre todo entre la nobleza. Pero ellos tratan de deshacerse de estos seres,
matando a los bebés o enviándolos clandestinamente al País del Destierro. Se están
pudriendo por dentro —sus claros ojos se ensombrecieron, oscurecidos por su propio
enojo—, y extenderían su enfermedad al mundo entero si los dejaran. Bien —suspiró
profundamente, sacándoselo de encima—, no podrán.
—Hablábamos de Merilon —intervino Joram con aspereza.
Volviéndose a sentar, cogió un puñado de guijarros del suelo y empezó a
arrojarlos contra el tronco de un árbol que había a lo lejos.
—Sí; lo siento —repuso Garald—. Respecto a la entrada en la ciudad...
—Mirad —le interrumpió Joram, impaciente—, ¡no os preocupéis de ello! Nos
disfrazaremos, si hace falta. Los desechos del guardarropa de Simkin por sí solos
podrían abastecernos durante años...
—Y luego ¿qué?
—Luego... luego... —Joram se encogió de hombros, enojado—. ¿A vos qué os
importa, de todas formas..., Alteza? —preguntó, haciendo una mueca de desprecio.
Volvió la vista y vio que Garald lo contemplaba con una expresión tranquila y
severa, sus ojos claros ahondando en las profundidades de aquellas regiones oscuras y
lóbregas del alma de Joram que ni siquiera el mismo Joram se había atrevido a explorar.
Al instante, el muchacho reforzó el muro de piedra con el que se rodeaba.
—¿Por qué hacéis esto? —exigió, enojado, señalando con un gesto la Espada
Arcana que yacía en el suelo cerca de él—. ¿Qué os importa si vivo o muero? ¿Qué
obtendréis con ello?
Garald observó a Joram en silencio; luego sonrió lentamente. Era una sonrisa de
tristeza—Eso
y pena.
es lo único que ves, ¿verdad, Joram? —dijo—. Lo que pueda obtener con

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ello. No te importa que haya oído tu historia de labios del catalista, que sienta lástima
por ti... Ah, sí, eso te pone furioso, pero es verdad. Te tengo lástima... y te admiro.
Joram desvió los ojos del príncipe, se apartó de la mirada intensa de aquellos ojos
claros y límpidos, clavando los suyos oscuros en las enmarañadas ramas de los
desnudos y muertos árboles.
—Te admiro
perseverancia que —continuó
demostrasteelalpríncipe, imperturbable—.
descubrir algo que había Admiro
estadola perdido
inteligencia
paray la
la
humanidad durante siglos. Sé el valor que necesitaste para enfrentarte a Blachloch, y te
admiro por salir con bien de ello. Aunque no fuera por otro motivo, te debo algo por
salvarnos, aunque fuera involuntariamente, del doble juego del Señor de la Guerra. Pero
veo que eso no te satisface; quieres conocer además mi «segunda intención».
—No me digáis que no tenéis una —murmuró Joram con amargura.
—Muy bien, amigo mío, te diré «qué saco yo con esto». Tú coges tu espada, tu
Espada Arcana, como tú la llamas, y te vas a Merilon; y con ella o sin ella —Garald se
encogió de hombros— recuperas tu herencia. Ocultas el hecho de que estás Muerto,
cosa que puedes hacer perfectamente mientras tengas al catalista para que te sirva de
pantalla. Nunca pensaste en eso, ¿verdad? Es una buena idea, considérala. Hasta ahora,
no había importado si tú le pedías o no a un catalista que te facilitara Vida; no había
ningún catalista en el pueblo de los Hechiceros a quien pedírselo. Pero será diferente en
Merilon. Se esperará de ti que utilices a un catalista, que lleves a uno contigo. Teniendo
a Saryon a tu lado, puedes seguir fingiendo que tienes Vida.
«Pero ¿por dónde iba? Ah, sí. Encuentras a la familia de tu madre y los convences
para que te acepten en el seno familiar. Quién sabe, a lo mejor aún lloran a su
desgraciada hija, que huyó antes de que ellos pudieran demostrarle cuánto les importaba
y lo dispuestos que estaban a perdonar. O a lo mejor la familia se ha extinguido, y quizá
puedas probar tus pretensiones y obtener sus tierras y sus títulos.
»No importa —continuó Garald, malicioso—. Supongamos que todo esto tiene un
final feliz y te conviertes en un noble, Joram; un noble de Merilon, con título, tierras y
riquezas incluidas. ¿Qué es lo que quiero de ti, noble caballero? Mírame, Joram.
El muchacho no pudo evitar volverse ante el apremiante tono de aquella voz.
Ahora no sonaba con ligereza ni malicia.
—Quiero que vengas a Sharakan —dijo el príncipe—. Quiero que lleves tu
Espada Arcana y luches junto a nosotros.
Joram lo contempló, incrédulo.
—¿Por qué creéis que lo haré? Una vez que haya obtenido mis legítimas
posesiones, no haré nada, excepto...
—¿Contemplar cómo el mundo sigue su curso? —Garald sonrió—. No, no creo
quepropia
tu lo hagas, Joram. lo
seguridad Noque
pudiste hacerloaestando
te empujó luchar con los el
contra Hechiceros;
Señor de no fue el temor
la Guerra. Oh, por
no
conozco los detalles, pero, si ése hubiera sido el caso, siempre hubieras podido huir,
dejando que algún otro se enfrentase a él. No, lo hiciste porque existe algo en tu interior
que siente la necesidad de proteger y defender a aquellos que son más débiles que tú.
Ésa es tu herencia; naciste Albanara. Y debido a ello creo que contemplarás Merilon
con ojos que no quedarán deslumbrados por las hermosas nubes en las que viven sus
habitantes.
»Has sido Mago Campesino. ¡Por Almin! —continuó Garald con más
apasionamiento mientras Joram, sacudiendo la cabeza, apartaba la vista dé nuevo—.
¡Has vivido bajo la tiranía de Merilon, Joram! ¡Sus rígidas tradiciones y creencias
fueron
muerto laviviente!
causa deVerás
que tuuna
madre fuera
ciudad expulsada
hermosa, y a luego,
desde tu padre lo condenaran
¡pero a ser que
es una belleza un

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encubre su descomposición! Se dice incluso que la Emperatriz... —Garald se detuvo


con brusquedad—. Olvídalo —siguió hablando en voz muy baja, juntando las manos—.
No puedo creer que eso sea verdad, ni siquiera viniendo de ellos.
El príncipe calló, mientras dejaba escapar un profundo suspiro.
—¿No te das cuenta, Joram? —continuó, más calmado—. Tú, un noble de
Merilon,
honor. Miuniéndote
gente se asentiría
nosotros, dispuesto a yluchar
impresionada; para
lo que es devolverle a tu ciudad
más importante su antiguoa
aún, ayudarías
influir en los Hechiceros, entre quienes has vivido. Esperamos aliarnos con ellos, pero
estoy seguro de que seguirían a mi padre con más facilidad si él pudiera señalarte con la
mano y decir; «¡Mirad, aquí tenéis a uno a quien conocéis y en quien confiáis, que lucha
también a nuestro lado!». Los Hechiceros te conocen y les gustas, ¿no es así? —
preguntó el príncipe de improviso.
Si Joram hubiera sido una persona entendida en las pullas verbales y en saber
llevar las conversaciones al terreno adecuado, se hubiera dado cuenta de que el príncipe
lo estaba llevando a donde él quería.
—Me conocen, al menos —respondió Joram sucintamente, sin darle demasiada
importancia al asunto.
Estaba considerando las palabras del príncipe; podía verse a sí mismo entrando a
caballo en Sharakan, resplandeciente bajo los atavíos propios de su rango, para ser
recibido por el Rey y su hijo. Eso sería algo magnífico. Pero ¿ir a la guerra con ellos?
¡Bah! Qué le importaba a él...
—¡Ah! —exclamó Garald, con un tono despreocupado—. «Me conocen, al
menos», dices. Lo cual significa, supongo, que te conocen pero no les gustas
especialmente. Y, desde luego, eso te tiene por completo sin cuidado, ¿no es así?
Joram alzó los oscuros ojos y se puso en guardia al instante; pero ya era
demasiado tarde.
—Fracasarás en Merilon, Joram. Fracasarás allí donde vayas.
—¿Y eso por qué... Alteza?
Lleno de desprecio, Joram no se dio cuenta de que tenía el extremo de aquel
estoque verbal apoyado sobre su corazón.
—Porque quieres convertirte en un noble, y quizá por derecho eres un noble. Pero
desgraciadamente, Joram, no hay ni un gramo de nobleza en ti —respondió Garald con
tranquilidad.
Las palabras dieron en el blanco. Desgarrado y sangrando por dentro, Joram hizo
un torpe intento de devolver el golpe.
—Perdonadme, Alteza —gimoteó en tono burlón—. No tengo hermosas ropas,
como vos. No me baño en pétalos de rosa, ¡ni me perfumo el cabello! ¡La gente no me
llama «milord»
¡Pero lo harán! ni
—Lame voz
ruegale que les permita
temblaba que me
de rabia; besenenelpie
se puso trasero!
de un¡Aún
salto,nosituándose
lo hacen!
frente a Garald con los puños apretados—. ¡Por Almin, que lo harán! ¡Y también lo
haréis vos, maldito seáis!
Garald se incorporó para enfrentarse al enfurecido muchacho.
—Sí, hubiera debido adivinar que ésa era tu idea de lo que es un noble, Joram. Y
es eso precisamente lo que nunca serás; estoy empezando a creer que me equivoqué
contigo, que perteneces a Merilon, ¡porque eso es exactamente lo que piensan muchos
de ellos! —El príncipe volvió la mirada hacia el este, en dirección a la lejana ciudad—.
Pronto se darán cuenta de que están equivocados —dijo con ardor—, pero pagarán muy
cara su lección. Y tú también. —Concentró su atención en el tembloroso y enfurecido
joven quedetenía
accidente ante él—.
nacimiento, sinoAlmin
por lanos enseña
forma quetrata
en que un ahombre es noble, Quítate
sus semejantes. no por las
un

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lujosas ropas y los perfumes y todo el oropel, Joram, y tu cuerpo no será diferente del de
tu amigo, el Mago Campesino. Desnudos somos todos iguales: tan sólo alimento para
los gusanos.
»A los muertos no les sirve de nada el honor, tal como dije antes. Tampoco les
sirve ninguna otra cosa. ¿Qué significan un título, la riqueza, la educación para ellos?
Podemos
mismo sitio:andar
a la por diferentes
tumba. senderos
Es nuestro en no,
deber..., estaesvida, Joram,nuestro,
privilegio pero todos
como conducen al
compañeros
de viaje que hemos recibido más que otros..., hacer que ese sendero sea tan llano y
agradable para la mayoría como nos sea posible.
—¡Palabrería! —replicó Joram, furioso—. ¡Porque a vos bien que os gusta que se
os llame «Excelencia» y «Alteza»! No os veo vestido con las burdas ropas de un
campesino; ¡ni os veo levantaros con el alba y pasar vuestra existencia cavando en los
campos hasta que el mismo espíritu se os empiece a marchitar como las malas hierbas
que tocáis! —Señaló al príncipe con un dedo—. ¡Sois un charlatán maravilloso! ¡Vos y
vuestras elegantes ropas, con vuestras brillantes espadas, tiendas de seda y guardia de
corps! ¡Esto es lo que opino yo de vuestras palabras! —Joram hizo un gesto obsceno,
soltó una carcajada y empezó a alejarse.
Estirando un brazo, Garald lo agarró por un hombro y lo obligó a darse la vuelta.
Joram se desasió con violencia; con el rostro deformado por la cólera, golpeó al
príncipe, mientras agitaba los puños como enloquecido. Garald paró el golpe con
facilidad, interponiendo el antebrazo; con gran destreza, sujetó a Joram por una muñeca,
se la retorció y obligó al muchacho a arrodillarse. Jadeando a causa del dolor, Joram
luchó por ponerse en pie.
—¡Detente! Luchar conmigo es inútil. ¡Con una palabra mágica podría sacarte el
brazo de sitio! —exclamó Garald fríamente, sujetando con fuerza al muchacho.
—¡Maldito seáis...! —le gritó Joram, escupiéndole obscenidades—. ¡Vos y
vuestra magia! Si tuviera mi espada, podría... —Miró a su alrededor buscándola, febril.
—Te daré tu maldita espada —dijo el príncipe, ceñudo—; entonces podrás hacer
lo que quieras. Pero primero me escucharás. Para poder llevar a cabo mi trabajo en esta
vida, debo vestirme y actuar de la manera que le es propia a mi situación social. Sí,
llevo ropas elegantes y me baño y me peino el pelo, y me voy a ocupar de que tú hagas
esas cosas, también, antes de que vayas a Merilon. ¿Por qué? Porque demuestra que te
importa la opinión que la gente tenga de ti. En cuanto a mi título, la gente me llama
«milord» y «Alteza» como señal de respeto a mi posición. ¿Por qué crees que no te
obligo a hacerlo? Porque esas palabras no tienen ningún significado para ti; no respetas
a nadie. ¡Y menos que nadie a ti mismo!
—¡Estáis equivocado! —murmuró Joram con voz ronca, buscando la espada con
la mirada. Pero
equivocáis! le resultaba difícil ver, porque un velo rojo de cólera lo cegaba—. ¡Os
Me importa...
—Entonces, ¡demuéstralo! —gritó Garald.
Agarrándolo por la negra cabellera, el príncipe tiró hacia atrás la cabeza de Joram,
forzando al joven a mirarlo al rostro. Joram lo hizo, porque no tenía otra elección; pero
sus ojos doloridos y desafiantes contemplaron al príncipe con amargo rencor.
—Estabas dispuesto a dar tu vida por Mosiah anoche, ¿no es así? —continuó
Garald, implacable—. Sin embargo, lo tratas como si fuera un perro callejero que se
arrastrase detrás de ti. Y el catalista, un hombre culto y bondadoso, que debería estar
pasando sus años de madurez en paz, prosiguiendo con los estudios que él ama. Luchó a
tu lado contra el Señor de la Guerra y ahora te sigue a través de bosques arrasados,
cansado y dolorido,
supones que lo hace?cuando podría
Ah, claro, haberte Su
lo olvidé. entregado
«motivoa oculto».
la Iglesia. ¿Por algo
¡ Quiere qué razón
de ti!

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¿Qué? ¿Insultos, mofas, desprecios? ¡Bah!


Garald soltó a Joram, que cayó cuan largo era y de cara, sobre el helado suelo.
Levantando la cabeza, Joram descubrió la Espada Arcana en el suelo justo enfrente de
él. Abalanzándose hacia adelante, la agarró por la empuñadura; luego se incorporó
como pudo, volviéndose en redondo para enfrentarse a su enemigo. Garald se quedó
inmóvil
labios. observándolo con frialdad, bailándole una sonrisa de divertido desdén en los
—¡Luchad! ¡Maldito! —le gritó Joram, saltando sobre él.
El príncipe lanzó una orden. Su espada se levantó de la hierba donde yacía y voló
a su mano, con su hoja que despedía destellos plateados bajo la luz grisácea de aquel
cielo sin sol.
—¡Usad vuestra magia contra mí! —lo desafió Joram. Apenas si podía hablar;
tenía los labios cubiertos de espuma—. ¡Estoy Muerto, al fin y al cabo!; ¡sólo esta
espada me permite estar Vivo! ¡Y voy a veros morir!
Joram tenía la intención de matar. Quería matar. Sentía ya el agradable impacto de
la espada al atravesar la carne, veía cómo brotaba la sangre y cómo aquella orgullosa
figura se desplomaba a sus pies, contemplándolo con sus ojos moribundos...
Garald lo observó con calma durante un momento; luego deslizó su propia y
brillante espada en la vaina de cuero, guardándola.
—Estás Muerto, Joram —dijo con suavidad—. ¡Apestas a muerte! Y has forjado
una espada siniestra, un objeto tan muerto como tú. Adelante, mátame. ¡La muerte es tu
única solución!
Joram se obligó a sí mismo a avanzar; pero no podía ver. Un velo le cubría los
ojos y parpadeó, intentando aclararse la visión.
—Resucita, Joram —conminó Garald, muy serio. La voz del príncipe sonaba
distante y llegaba hasta Joram desde la rojiza bruma que lo rodeaba—. ¡Resucita y
empuña tu espada por la vida, por los vivos! De lo contrario, lo mejor sería que
volvieras esa espada contra ti y derramaras hasta la última gota de esa sangre noble aquí
mismo, sobre este suelo. Al menos darías vida a la hierba.
Pronunció las últimas palabras con disgusto; luego, volviendo la espalda a Joram,
el príncipe se alejó del claro del bosque con calma.
Joram se precipitó tras él, empuñando la espada, dispuesto a matar a aquel ser
arrogante. Pero la cólera lo cegaba por completo. Dando un traspié, Joram cayó de
bruces; con un discordante y enfurecido aullido de furia, intentó incorporarse, pero la
cólera lo había dejado exhausto, yacía débil e impotente como un bebé. Desesperado,
intentó utilizar la espada como una muleta para ponerse en pie; pero la hoja se hundió
en el barro y Joram cayó de rodillas.
Agarrado
el fango, Joramcon fuerza a lasobre
se desplomó empuñadura
ella. Lasdelágrimas
la espadaseque
le tenía ante él,
agolparon en enterrada
los ojos; en
el
enojo y la frustración se apoderaron de él hasta que creyó que el corazón le iba a
estallar. Un terrible sollozo le brotó del pecho y alivió la tensión. Inclinando la cabeza,
Joram lloró las lágrimas que ni el dolor ni el sufrimiento habían conseguido arrancarle
desde que era niño.

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13
Noche invernal

—¿Dónde está Joram? —preguntó el catalista cuando el príncipe regresó al claro


mágico. Los ojos del catalista se abrieron desmesuradamente, alarmados, al ver el
pálido rostro de Garald, sus embarradas ropas y las manchas de sangre sobre su blanca
camisa, donde una de las heridas se había abierto durante la lucha con Joram.
—Tranquilizaos, Padre —dijo Garald con voz fatigada—. Está allí detrás, en el
bosque. Hemos... tenido una pequeña charla... —El príncipe sonrió, pesaroso,
contemplando sus desgarradas ropas—. Necesita tiempo para pensar; al menos, espero
que esté recapacitando.
—¿No le sucederá nada, estando solo? —insistió Saryon, dirigiendo la vista hacia
el bosque.
Por encima de los árboles se veían unas nubes grises que cruzaban el cielo. Al
noroeste, unas masas nubosas más oscuras empezaban a formarse; el viento había
cambiado de dirección y ahora soplaba más caliente. Pero el aire mismo resultaba
pesado, cargado de humedad: lluvia casi con toda seguridad, nieve al anochecer.
—No le pasará nada —tranquilizó Garald al catalista, pasándose una mano por los
húmedos cabellos—. No hemos visto huellas de centauros en estos bosques. Además,
no está solo; no en la realidad.
El príncipe echó una mirada en derredor del campamento.
Siguiendo su mirada, Saryon comprendió inmediatamente lo que quería decir.
Sólo uno de los Duuk-tsarith estaba presente, pero, en lugar de sentirse confortado, el
catalista pareció aún más preocupado.
—Perdonadme, Alteza —vaciló Saryon—, pero Joram es... es un criminal. Sé que
nos ha oído hablar. —Señaló con una mano la silenciosa y enlutada figura—. Nada
escapa a su atención. ¿Qué...?
—¿Qué les impide desobedecerme y llevar a Joram a Merilon? Nada. —Garald se
encogió de hombros—. La verdad es que no podría detenerlos; pero como mi guardia
personal que son, han jurado serme leales hasta la muerte. Si me traicionaran y se
llevaran al muchacho en contra de mis órdenes, no recibirían la bienvenida propia del
héroe. Muy al contrario. Al haber roto su juramento, recibirían el castigo más severo
que existe en su Orden, y lo que pueda ser esa pena, entre gente tan estricta... —el
príncipe se estremeció—, no me atrevo ni a suponerlo. No —concluyó con una sonrisa y
un encogimiento de hombros—; Joram no vale tanto para ellos.
«Joram no; pero el Príncipe de Merilon ciertamente sí lo vale», pensó Saryon.
Tendría que guardar su secreto aún con mayor cuidado.
El príncipe se retiró a su tienda y Saryon volvió a sentarse junto a los cálidos
estanques formados por el manantial, observando que Radisovik, a una señal de Garald,
seguía a éste al interior de la tienda. El Duuk-tsarith que quedaba visible permaneció
allí de pie y silencioso, mirando a la nada y a todo desde debajo de su negra capucha.
Repantigado sobre la hierba junto a las hirvientes aguas, Simkin se dedicaba a
importunar al cuervo, intentando hacerlo hablar a cambio de un pedazo de salchicha.

—Vamos
príncipe es tonto.ya, pájaro miserable
El príncipe es tonto».—decía
Dilo porSimkin—. Repite después
Simkin, y Simkin de hermoso
te dará este mí: «El
pedazo de salchicha.

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El pájaro contempló a Simkin gravemente, con la cabeza ladeada a un costado,


pero no emitió ni un graznido.
—¡Cállate, idiota! —susurró Mosiah, dirigiéndose a Simkin, no al pájaro. Señaló
hacia la tienda de seda—. ¿No tenemos bastantes problemas?
—¿Qué? ¡Oh!, ¿Garald? ¡Bah! —Simkin hizo una mueca, mesándose la barba—.
Lo encontrará
verdad divertidísimo.
a un baile de disfracesÉleneslatambién
corte; lobastante
presentóbromista.
como el Una vez Noseblower,
Capitán trajo un oso de
de
la Marina Real de Zith-el. Deberías haber visto al Rey, manteniendo una educada
conversación con el supuesto capitán y esforzándose por hacer como si no se diera
cuenta de que el oso le estaba comiendo la corbata. De todas formas, el oso perdió el
premio al mejor disfraz. Ahora, demonio de ojos rojos surgido del infierno... —Simkin
clavó su severa mirada en el cuervo—, di «¡El príncipe es tonto! ¡El príncipe es tonto!»
Simkin hablaba con un agudo y pajaril graznido. El ave alzó una pata de color
amarillo y se rascó el pico en lo que podría haberse tomado por un gesto despectivo.
—¡Pájaro estúpido! —comentó Simkin, malhumorado.
—¡Simkin es tonto! ¡Simkin es tonto! —gritó el cuervo.
Aleteó, dio un salto desde el suelo, atrapó el trozo de salchicha que el joven
sostenía en la mano y se llevó su trofeo a un árbol cercano.
Simkin se echó a reír alegremente, pero la preocupada expresión de Mosiah no
hizo más que acrecentarse. Se acercó a Saryon y le dirigió una aprensiva mirada al
Duuk-tsarith; luego dijo en voz baja:
—¿Qué creéis que va a suceder? ¿Qué planea hacer el príncipe con nosotros?
—No lo sé —respondió Saryon con voz seria—. Una gran parte depende de
Joram.
—¡Cielos! Nos colgarán a todos, entonces —repuso Simkin, de buen humor,
andando con rapidez hasta sentarse junto al catalista—. Los dos han tenido una terrible
disputa esta mañana. El príncipe le ha arrancado la carne de los huesos a nuestro amigo
y la ha colgado a secar, mientras nuestro siempre discreto Joram le decía a su Alteza
que...
Simkin no mencionó la palabra, pero indicó la parte del cuerpo a la que se refería.
—¡En nombre de Almin! —dejó escapar Mosiah, poniéndose pálido.
—Reza todo lo que quieras, pero dudo que sirva de ayuda —dijo Simkin en tono
lánguido. Introdujo una mano en las aguas calientes—. Deberíamos considerarnos
afortunados de que únicamente le dijera a Su Alteza que..., ya sabéis..., y no lo
convirtiera en uno, como le sucedió al infortunado conde d'Chambray. Ocurrió durante
una pelea con el barón Roethke; el conde gritó: «¡Sois un...!». El barón gritó: «¡Vos
otro!». Agarró a su catalista, lanzó un hechizo y allí quedó el conde, convertido en uno,
justo enfrente
—¿Creesdequelas eso
señoras y de todo
es verdad? el mundo.Mosiah,
—preguntó Un espectáculo repulsivo.
preocupado.
—¡Lo juro por la tumba de mi madre! —afirmó Simkin con un bostezo.
—No, no me refiero al conde —explotó Mosiah—. Quiero decir Joram.
Los ojos del catalista se dirigieron al bosque.
—No me extrañaría —contestó, sombrío.
—La horca no es una mala forma de morir —observó Simkin, tendiéndose cuan
largo era sobre la hierba, los ojos puestos en la congregación de nubes que había sobre
sus cabezas—. Aunque ¿existe alguna forma buena? Ésa es la cuestión.
—Ya no se cuelga a la gente —dijo Mosiah, irritado.
—Ah, pero podrían hacer una excepción en nuestro caso —replicó Simkin.

había —¡Simkin
sobre sus es tonto! ¡Simkin
cabezas, brincandoes más
tonto! —graznó
cerca con laelesperanza
cuervo desde las ramas más
de conseguir que

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salchicha.
«¿Es tonto? —se preguntó Saryon—. No —decidió el catalista, inquieto—. Si lo
que ha dicho es correcto y Joram ha insultado al príncipe, entonces, por una vez en su
vida y probablemente sin siquiera darse cuenta de ello, Simkin ha dicho la verdad.»

La tormenta estalló a media tarde. La lluvia caía a borbotones desde unas nubes
tan bajas que parecía como si las hubiesen pinchado los largos y espigados árboles. Con
el Cardinal facilitándole Vida, el príncipe utilizó su magia para crear un escudo invisible
sobre el claro, protegiéndolos de aquel diluvio. Para obtener la energía suficiente para
llevar a cabo aquel conjuro, no obstante, fue necesario que Garald eliminara los
manantiales de agua caliente. Saryon vio desaparecer los estanques de agua hirviendo
con pena; el escudo los mantenía secos, pero no era especialmente cálido. Y el catalista
tenía una extraña sensación cuando miraba hacia arriba y veía cómo la lluvia los azotaba
sin tocarlos; como lanzas acuosas que eran repentinamente rechazadas y apartadas a un
lado por un escudo que no podía verse.
—Encuentro que falta el calor que despedían los manantiales. Pero esto es mucho
mejor que estar confinado en una tienda sofocante todo el día; ¿no estáis de acuerdo,
Padre? —preguntó Garald en un tono familiar—. Bajo el escudo podemos movernos, al
menos, al aire libre. Acercaos más al fuego, Padre, si tenéis frío.
Saryon no estaba de humor para hablar; no obstante, se acercó para sentarse junto
al fuego e incluso consiguió musitar una respuesta educada. Su mirada se desviaba
continuamente, a través de la cortina de agua, en dirección al bosque. Habían pasado las
horas y Joram no había regresado.
El Cardinal también intentó iniciar una conversación con Saryon, pero pronto se
dio por vencido, viendo la preocupada expresión del catalista. Radisovik dirigió una
significativa mirada al príncipe y se retiró a su tienda a estudiar y meditar.

juego Reunidos cerca del


empezó siendo fuego,aburrido.
un poco Garald, Mosiah
Mosiah estaba
y Simkin empezaron
intimidado poraeljugar al de
hecho tarot. El
jugar
a las cartas con un príncipe que no sabía cómo sujetar los naipes, que los dejó caer dos
veces seguidas, que repartió mal en una ocasión y que incurrió en tan manifiestos
errores durante el juego, que Simkin sugirió que el cuervo ocupara su lugar. Pero
Garald, sin perder por ello su dignidad o el aire tranquilo y regio que lo envolvía, pronto
hizo que Mosiah se sintiera tan relajado y cómodo que el joven incluso se atrevió a reír
en presencia del príncipe y, en una ocasión, hizo una débil y tímida tentativa de contar
un chiste.
Saryon observó, incómodo, no obstante, que Garald se las componía para llevar la
conversación más de una vez hacia Joram, exhortando a Mosiah —durante las pausas
del juego— a contarle historias de la infancia de ambos. No habiendo conseguido
vencer nunca de verdad su añoranza del hogar, Mosiah se sintió encantado de recordar
sus primeros años en el poblado agrícola. Garald escuchaba todas las historias con una
expresión de solemne interés muy halagador para el muchacho, permitiéndole a veces
que se desviara del tema, aunque siempre, con una pregunta aparentemente casual,
conducía la conversación de nuevo hacia Joram.
«¿Por qué este interés? —se preguntó Saryon con creciente temor—. ¿Sospecha la
verdad?»
La mente del catalista retrocedió a su primer encuentro; recordó la manera extraña
e intensa con que el príncipe había mirado a Joram, como si estuviera intentando
recordar dónde había visto aquel rostro antes. Garald había estado a menudo en la corte
de Merilon cuando era niño, y, a Saryon, que se sentía agobiado por su secreto, le
parecía que el parecido de Joram con su auténtica madre, la Emperatriz, crecía día a día.

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Tenía una forma de echar hacia atrás la cabeza en altanero desprecio, un modo de
sacudir aquella magnífica, exuberante y salvaje cabellera negra, que hacía que Saryon
sintiera deseos de gritarles: «¿No os dais cuenta, estúpidos? ¿Estáis ciegos?».
Quizá Garald sí lo veía. Quizá Garald no estaba ciego. No había duda de que era
inteligente, astuto, y de que, a pesar de aquel encanto que desarmaba, era un Albanara,
nacido para la política,
en su corazón. nacido
¿Qué haría si para gobernar;
conociera el estado ylasus
o sospechara habitantes
verdad? erannolo podía
Saryon primero
ni
imaginarlo; a lo mejor ni más ni menos que lo que estaba haciendo ahora... hasta que
llegara el momento de partir. El catalista meditó hasta que empezó a dolerle la cabeza,
pero no consiguió nada. Entretanto, las horas pasaban y la gris y tormentosa tarde se
oscureció hasta convertirse en un gris y tormentoso anochecer. La lluvia se transformó
en nieve. Y Joram seguía sin regresar.

La partida de cartas se dio por finalizada a la hora de cenar. Comieron un estofado


silvestre que el príncipe había confeccionado orgullosamente con sus propias manos,
explicando con todo detalle las diferentes hierbas que entraban en la preparación y
enorgulleciéndose de haberlas recogido él mismo durante el viaje.
Saryon intentó comer con apetito para no ofender al príncipe, pero acabó pasando
subrepticiamente la mayor parte de su cena al cuervo. El Duuk-tsarith que,
presumiblemente, había estado vigilando a Joram regresó y el otro marchó a ocupar su
lugar. Al menos eso fue lo que Saryon supuso; le era imposible distinguir a los dos
centinelas, anónimos bajo sus negras capuchas. El Señor de la Guerra conferenció con
Garald. Por las miradas que el príncipe dirigió hacia el bosque, Saryon comprendió el
tema de su conversación; sus sospechas se confirmaron cuando el príncipe se acercó a
hablar con el catalista inmediatamente después.
—Joram está sano y salvo, Padre —informó Garald—. Por favor, no os
preocupéis.
solo duranteSe ha refugiado
algún tiempo. Laenherida
una hendidura
que le he en la ladera
infligido del barranco.
es profunda, Necesita
aunque estar
no mortal;
y desde luego le hará mucho bien.
A Saryon aquello no lo convenció, como tampoco a Mosiah.
—¿Recordáis aquellas sombrías melancolías que acostumbraban apoderarse de él,
Padre? —dijo el muchacho en voz baja, sentándose junto al catalista mientras éste
jugueteaba con la comida, que seguía intacta. El cuervo, posado en la mano izquierda
del catalista, los miraba con ojos hambrientos—. No ha padecido ninguna
recientemente, pero en el pasado lo había visto yacer en su cama durante días, sin
comer, sin hablar. Mirando simplemente el vacío.
—Lo sé; y si no ha regresado mañana por la mañana, iremos a buscarlo —dijo
Saryon, resuelto.
La nieve seguía cayendo. El príncipe se vio obligado a retirar el escudo protector,
porque mantenerlo allí con aquella tormenta los estaba dejando tanto a él como al
Cardinal sin energías. Simkin y Mosiah se trasladaron a la enorme tienda del príncipe
para pasar la noche; Saryon, por su parte, aceptó la oferta de compartir la de Radisovik.
En cuanto a los Duuk-tsarith, ambos se habían desvanecido, aunque el catalista
sabía que estaban por allí, en algún lugar, velando el descanso del príncipe. En qué
momento encontraban ellos tiempo para dormir, era algo que el catalista no podía
imaginar; había oído rumores de que los Señores de la Guerra poseían la habilidad de
hacer dormir su mente y su cuerpo, manteniendo al mismo tiempo una vigilancia
incesante. No obstante, aquello parecía improbable y lo descartó considerándolo una
leyenda.
Satisfecho de contar con aquel pequeño problema en el que ocupar su mente,

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apartándola de sus preocupaciones, Saryon consideró el asunto mientras permanecía


despierto en la oscuridad, esperando oír el crujido de unos pasos sobre la nieve.
Finalmente, se quedó dormido. Pero fue un sueño agitado. Despertándose a menudo en
plena noche, se arrastraba sigilosamente hasta la abertura de la tienda y con suavidad,
para no despertar al dormido Cardinal, separaba la lona para mirar al exterior.
Nodistinguir
si podía tenía ni idea de lo que
la forma esperaba
oscura de la ver, ya del
tienda quepríncipe
la nieve situada
caía tanjunto
espesaa que
la deapenas
ellos.
Pero lo que sí observó fue que no era el único que vigilaba. En una ocasión distinguió
un destello de luz que salía de la tienda de Garald y le pareció ver, a través de la nieve,
la alta figura del príncipe asomándose en la noche.

Por la mañana, la nieve había dejado de caer. Tumbado sobre mullidos


almohadones, el catalista contempló cómo la luz de la aurora penetraba lentamente en el
interior de su tienda. Imaginó la luz filtrándose por entre las enmarañadas ramas de los
árboles cubiertos de nieve, dejando un reluciente rastro a través de la uniforme
extensión blanca del exterior.
Hizo intención de cerrar los ojos y se esforzó por dormirse, pero entonces oyó
aquello que había estado esperando: pasos.
Con el corazón encogido de alivio, Saryon se puso en pie a toda prisa y apartó a
un lado la lona de la puerta. Una vez allí, se detuvo, procurando permanecer oculto.
Joram se hallaba en el centro del claro, cubierto de nieve. Iba envuelto en una
pesada capa. ¿De dónde la habría sacado? ¿Se la habrían proporcionado los Duuk-
tsarith? Saryon tuvo tiempo de hacerse aquellas preguntas mientras aguardaba, sin
aliento, a ver qué hacía Joram.
Andando por sobre la nieve que le llegaba hasta la mitad de las altas botas, Joram
se detuvo delante de la tienda del príncipe. Metiendo la mano debajo de la capa, el
muchacho sacó
Saryon se laagazapó
Espadaentre
Arcana
las ysombras
la sostuvo
de en sus manos.
la tienda, y su alivio se trocó en temor al
ver la expresión del rostro de Joram.
El catalista no estaba seguro del cambio que había esperado ver en el joven. ¿Un
Joram manso y contrito, solicitando humildemente el perdón de todo el mundo y
jurando llevar una vida mejor? No... A Saryon le resultaba imposible imaginar aquello.
¿Un Joram airado y desafiante, decidido a seguir sólo su libre albedrío y
predispuesto para que los demás hicieran lo mismo? Esto último era una suposición
mucho más realista. Era, de hecho, lo que el catalista esperaba. Se dio cuenta de que
aquello le hubiera alegrado en comparación con el Joram que veía en aquellos
momentos.
El rostro del muchacho carecía por completo de expresión. Pálido, las mejillas
hundidas, los ojos sombríos y ojerosos, Joram esperaba en silencio, inmóvil, en el
exterior de la tienda del príncipe, las manos apretando la empuñadura de la espada.
Habiendo oído, sin duda, el mismo ruido de pasos que había alertado a Saryon,
Garald salió al exterior y se detuvo frente a la extraña figura que permanecía de pie
delante de la tienda. El príncipe no corría peligro. Los Duuk-tsarith estaban muy cerca;
su magia desmembraría a Joram antes de que el muchacho hubiera levantado siquiera el
arma.
Era Joram quien estaba en peligro, y Garald, sabiéndolo, se movió con lentitud,
manteniendo sus manos a la vista.
—Joram —dijo, suave, con amabilidad.
—Alteza.
Joram pronunció las palabras con frialdad, vacías y sin significado, de manera

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deliberada. Garald dejó caer los hombros en señal de fracaso; dejó escapar un suspiro
apenas audible. Entonces pareció como si su paciencia se hubiera agotado; el enojo
producido por el arrogante comportamiento del joven se apoderó finalmente de él.
—¿Qué quieres? —preguntó el príncipe Garald con amargura.
Joram apretó los labios con fuerza. Aspiró profundamente y dejó escapar el aire
despacio,
—No clavando
tenemossusmucho
ojos oscuros
tiempoen—dijo,
algún lugar por encima
dirigiéndose dellejanía,
a la hombro adellospríncipe.
árboles
desnudos, al firmamento que empezaba a iluminarse, al débil disco del sol que
empezaba a elevarse en el cielo—. Dijisteis una semana.
Las palabras sonaban tan frías, que a Saryon le sorprendió que, al pronunciarlas,
el calor del aliento formara una nube de vaho en el helado aire. Joram tragó saliva. Las
manos que apretaban la empuñadura de la Espada Arcana se cerraron con más fuerza.
—Tengo mucho que aprender —continuó.
El rostro de Garald se iluminó con una sonrisa que pareció caldear el claro del
bosque más que el manantial de aguas calientes. Hizo un gesto como si fuera a sujetar al
muchacho, darle palmadas en la espalda, agarrarlo por los hombros o hacer algo para
demostrarle su alegría. Pero Saryon vio cómo Joram tensaba los músculos de las
mandíbulas y todo su cuerpo se ponía rígido. El príncipe lo vio también y reprimió su
impulsivo movimiento.
—Cogeré mi espada —dijo, y volvió a entrar en su tienda.
Ignorante de que alguien lo estaba espiando —porque el catalista permanecía en
completo silencio—, Joram se relajó. Su mirada cambió de dirección, mirando
directamente al lugar que había ocupado el príncipe y a Saryon le pareció ver que la
severa expresión de su rostro se dulcificaba con una mirada de arrepentimiento. Los
labios de Joram se entreabrieron como si fuera a hablar; pero se volvió bruscamente,
apretando la boca con fuerza. Cuando el príncipe volvió a salir, ataviado con una capa
de pieles y espada en mano, Joram lo recibió con un rostro tan frío e impenetrable como
la nieve que cubría el suelo.
«Cómo alarga la mano en busca de amor —se dijo Saryon, con el corazón
dolorido—; y sin embargo, cuando otra mano intenta tomar la suya, él la rechaza con
violencia.»
Los dos se alejaron en silencio, el príncipe dirigiendo la mirada ocasionalmente
hacia Joram, éste andando con paso firme, los ojos fijos en su destino. A lo lejos, en la
linde del bosque, el catalista vio una sombra que se separaba del tronco de un árbol y se
deslizaba lenta e inadvertida en pos de ellos.
Dándose cuenta de que estaba tiritando de frío, Saryon regresó al lecho. Sabía,
mientras se acurrucaba entre las mantas, que debería ofrecer una oración a Almin como
agradecimiento
Pero Saryonporque el muchacho
no molestó hubieray,regresado
a su sordo sano y salvo.
quizás, inexistente dios. Rememorando el
cambio operado en el comportamiento de Joram y viendo detrás de ello la fija
determinación de conseguir su propósito, Saryon no estaba muy seguro de que quisiera
dar las gracias.
Se sintió más inclinado a suplicar misericordia.

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14
La despedida

Cuando dejó de nevar, el viento cesó y el cielo se abrió con rapidez. La quietud se
instaló en el bosque, aunque existía una tensión en el ambiente que distaba mucho de ser
apacible, como si un gigante hubiera absorbido las nubes y el viento, y la nieve
estuviera ahora conteniendo el aliento en un ataque de malevolencia. Aquella tensión no
cedió durante los días que siguieron, aunque el cielo permaneció despejado —con aquel
luminoso color azul que únicamente se ve en invierno—, y no había ninguna señal de
que fueran a regresar las tormentas.
Pero todos los acampados en el claro del bosque sabían que se había desatado una
tormenta,
fueron aunque
nunca fuera tanvisibles;
claramente sólo en desde
el almalademañana
un muchacho. Las tormentosas
en que regresara, Joram nubes no
se había
comportado siempre igual: frío e impasible, silencioso y reservado. Sólo hablaba
cuando se le dirigía la palabra, y sus respuestas eran breves y negligentes, como si no
hubiera oído; la mayoría del tiempo estaba fuera del campamento, pasando él y el
príncipe la mayor parte del día juntos. Cuando regresaban, Joram se comportaba aún
con más reserva; a los que lo observaban les parecía que sus nervios estaban tan tensos
como las cuerdas de un instrumento desafinado.
Saryon tan sólo podía esperar (ya no rezaba) que una mano maestra estuviera
trabajando lentamente para aliviar la presión a la que se veían sometidas aquellas
cuerdas antes de que se partieran buscando aquella hermosa melodía que el catalista
estaba convencido debía de estar encerrada en el sombrío espíritu del muchacho. ¿Era la
mano de Garald? Saryon empezó a creer que así era, y aquella esperanza aligeró su
pesada carga. Joram se negaba a comentar aquellos encuentros, mientras que Garald
decía únicamente que estaban practicando la habilidad de Joram con la espada.
Entonces, una mañana al alba, casi a mediados de semana, invitaron al catalista a
acompañarlos a lo que el príncipe llamaba en broma «la arena».
—Os necesitamos para que nos ayudéis a experimentar con la Espada Arcana,
Padre —explicó Garald cuando él y Joram sacaron al catalista de su intranquilo sueño.
Los tres permanecieron hablando en el exterior de la tienda del Cardinal,
conversando en voz baja para no despertar a los demás.
Observando la solemne y desaprobadora expresión de Saryon, Joram lanzó un
suspiro de impaciencia, que fue reprimido por un ligero movimiento de la mano de
Garald.
—Comprendo vuestros sentimientos, Padre Saryon —dijo el príncipe con
amabilidad—, pero vos no enviaríais a Joram a Merilon sin que conociera los poderes
de la espada, ¿verdad?
«No enviaría a Joram a Merilon ni por todo el oro del mundo», pensó el catalista,
pero no lo dijo.
No obstante, Saryon aceptó acompañarlos. Se vio obligado a admitir que el
argumento del príncipe tenía su mérito y el catalista sentía, además, una gran curiosidad
en el fondo de su corazón en relación a la Espada Arcana. Envolviéndose en una

confortable capa facilitada


—Lamento tener quepor elmolestaros,
príncipe, acompañó
Padre a—se
ambos al bosque.
disculpó Garald mientras
atravesaban el helado bosque—. Podría habérselo pedido al Cardinal Radisovik, desde

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luego, pero tanto Joram como yo creemos que cuanta menos gente conozca la auténtica
naturaleza de la Espada Arcana, mejor.
Saryon estuvo completamente de acuerdo en ello.
—Además —sonrió Garald—, aunque Radisovik es bastante progresista y liberal
en su manera de pensar..., demasiado liberal según vuestro Patriarca..., me temo que la
Espada—Intentaré
Arcana podría
hacersertodo
demasiado
lo quepara sus para
pueda principios.
ayudaros, Alteza —replicó Saryon,
envolviendo sus heladas manos en las amplias mangas de sus ropas.
—¡Excelente! —exclamó Garald de todo corazón—. Y nosotros haremos todo lo
que podamos para que no tengáis frío; no creo que eso sea un problema ni para Joram ni
para mí.
Intercambió una mirada con el muchacho. Saryon se quedó asombrado al
descubrir una tenue sonrisa en la severa expresión de los labios y un cálido destello en
los sombríos ojos de Joram. La propia angustia de Saryon cedió al momento y sintió ya
más calor.
La «arena» resultó ser un pedazo de terreno congelado y desbrozado, localizado
en el bosque a una cierta distancia del claro. Aunque Saryon sabía que los vigilantes
Duuk-tsarith debían de estar por allí, no podía verlos, y los tres tenían la impresión de
que estaban solos. O quizá los Duuk-tsarith no estaban allí, después de todo; el príncipe
podría haber dicho en serio que deseaba mantener en secreto los poderes de la Espada
Arcana.
Garald instaló al catalista cómodamente en un auténtico nido de almohadones que
hizo aparecer en un momento, y habría añadido vino y alguno que otro manjar exquisito
que el catalista hubiera deseado si Saryon, turbado, no lo hubiera rechazado.
Saryon no podía evitar que el príncipe le cayera bien. Garald trataba al catalista
con el mayor respeto y cortesía, ansioso por su bienestar y su comodidad, pero
procurando siempre comportarse de forma que el otro no se sintiera inferior o tratado
con aire protector. No se daba esto sólo en el caso del catalista; Garald trataba a todo el
mundo de esta forma, desde Simkin y Mosiah a los Duuk-tsarith y Joram.
«Cómo deben de amar al príncipe sus súbditos», pensó el catalista, contemplando
cómo aquel noble cortés y elegante conversaba con el torpe y tímido joven, escuchando
a Joram respetuoso, tratándolo como a un igual y sin embargo no dudando en señalar
aquello en lo que consideraba que el muchacho estaba equivocado.
Joram, por su parte, parecía estudiar a Garald. Quizás era aquello lo que
provocaba la confusión en que se encontraba su espíritu. Saryon sabía que Joram daría
cualquier cosa por tener el mismo respeto y amor que aquel hombre recibía; a lo mejor,
el muchacho estaba empezando a darse cuenta de que debía darlo antes de recibirlo.
Joram
adoptaron y el príncipe laocuparon
inmediatamente susataque.
postura de lugares en el centro de la «arena», pero no
—Dame tu espada un momento —pidió Garald.
Los ojos de Joram centellearon, juntó las cejas y se lo vio vacilar. Saryon meneó
la cabeza; desde luego, no podía esperar milagros, se dijo. Garald, con la vista fija en la
espada, no pareció advertirlo sino que por el contrario aguardó, paciente.
Finalmente Joram le entregó la espada con un gesto poco amable.
—Tomad.
Cuidando de mantener el rostro totalmente inexpresivo, fingiendo no haber
prestado atención a aquel gesto tan grosero, Garald aceptó el arma y empezó a
estudiarla con atención.
—Estos
—dijo—. Sin últimos
embargo,días hemos
todo practicado
el tiempo, noto con
queella
tirasimplemente por practicar
de mí, absorbiendo esgrima
mi magia, de

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modo que, al finalizar el día, siento que mi cuerpo se ha debilitado. Pero no tiene ese
efecto sobre mí, por ejemplo, cuando estamos de regreso en el campamento. No lo noto
en absoluto.
—Creo que tiene que ser empuñada para producir ese efecto de absorción de Vida
—repuso Joram, olvidándose de sí mismo en su interés por la espada—. Observé el
mismo
herrería,efecto cuandonoluché
la espada contra elpero
reaccionó; Señor de la me
cuando Guerra. Cuando
atacó, y yo Blachloch entró en
alcé la espada la
para
defenderme, pude sentir que ésta empezaba a luchar por su cuenta.
—Creo que ya lo comprendo —murmuró Garald, pensativo—. El arma debe
reaccionar mediante algún tipo de energía que percibe en ti: ira, miedo, cualquiera de las
fuertes emociones que se generan en una batalla. Toma —desabrochó
despreocupadamente la funda de su propia espada y le tendió aquella hermosa arma a
Joram—, toma la mía. Vamos. Puedes usarla. El que estés Muerto no importará; sus
propiedades mágicas pueden activarse mediante una orden. —El príncipe se colocó en
posición de ataque, alzando la Espada Arcana con torpeza—. Ojalá alguien te hubiera
enseñado el arte de forjar espadas —murmuró—. Ésta será siempre un arma pesada,
incómoda. Pero eso no importa ahora. Di las palabras «halcón, ataca» y atácame.
Envolviendo amorosamente con sus manos la primorosa empuñadura labrada de
la espada del príncipe, Joram se enfrentó a Garald con el arma en alto.
—Halcón, ataca —invocó y avanzó para atacar.
Garald alzó la Espada Arcana para defenderse pero, rápida como el rayo, su
propia arma burló su guardia, hiriéndolo en un hombro.
—¡Dios mío! —Al ver correr la sangre por el brazo del príncipe, Joram dejó caer
la espada—. ¡Yo no quería hacerlo, lo juro! ¿Estáis bien?
Saryon se puso en pie de un salto.
—Es culpa mía —dijo Garald con severidad, apretando una mano sobre la
herida—. No es nada. Sólo un rasguño, como dicen los actores de una obra de teatro
justo antes de caer muertos... Estoy bromeando, Padre. Realmente es un rasguño, mirad.
Exhibió la herida y Saryon vio, con alivio, que la espada le había causado
únicamente un rasguño. Pudo detener la sangre con un conjuro para curaciones
sencillas, y la «lección» prosiguió.
«Al menos —pensó Saryon, ceñudo—, esto demuestra que los Duuk-tsarith no
están por aquí. Joram hubiera sido hecho pedazos al instante.»
También le había agradado infinitamente percibir una nota de preocupación
auténtica en la voz de Joram, aunque, a juzgar por la uniforme y fría expresión del
joven, el catalista estuvo a punto de creer que lo había imaginado.
—Ha sido mi propia estupidez —dijo Garald, pesaroso—. ¡Podría haberme
matado con —le
funcionaste? mi propia espada!
preguntó, —Miró, airado, la Espada Arcana—. ¿Por qué no
blandiéndola.
La respuesta acudió de inmediato a la mente de Saryon, pero, como buen
matemático que era, tenía que probarla primero hasta quedar satisfecho antes de
revelarla.
—Dadle la espada de nuevo a Joram, milord —ordenó Saryon—. Vos tomáis
vuestra espada y lo atacáis utilizando el mismo conjuro.
Garald frunció el entrecejo.
—Es un conjuro muy poderoso, como habéis visto. Podría matarlo.
—No lo haréis —dijo Joram con calma.
—Estoy de acuerdo, milord —añadió Saryon—. Por favor, creo que os interesará
el resultado.
—Muy bien —repuso Garald, aunque con evidentes reticencias.

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Intercambiaron las espadas obedientemente; luego él y Joram volvieron a ocupar


de nuevo sus anteriores posiciones.
—Halcón, ataca —ordenó Garald.
Al instante, la plateada hoja de su espada refulgió a la luz del sol, alzándose en el
aire como el ave cuyo nombre llevaba en dirección a su víctima. Joram se defendió con
la
delEspada Arcana,
príncipe, cuyoscon movimientos
poderes torpes
habían sido y desmañados
aumentados comparados
mágicamente. La con
hojalos del arma
plateada se
deslizó hacia el corazón del muchacho, siendo rechazada en el último instante y
desviándose como si hubiera chocado contra un escudo de hierro.
—¡Ahhh! —gritó Garald. Bajando el arma, se frotó el brazo que se estremecía a
causa del choque. Dirigió la vista a Saryon—. Me parece que esto es lo que queríais que
viera. Muy bien, ¿por qué funciona con él? ¿Conoce a su dueño?
—En absoluto, milord —respondió el catalista, satisfecho por el éxito de su
experimento—. Ahora comprendo una afirmación que leí en uno de los antiguos textos.
Decía que las espadas hechas de piedra-oscura eran empuñadas por legiones de muertos.
No hice caso, creyendo que era una leyenda extravagante de fantasmas y espíritus. Pero
ahora me doy cuenta de que los antiguos Hechiceros se estaban refiriendo a legiones de
hombres que, como Joram, están Muertos. Tiene que ser utilizada por alguien que posea
muy poca o ninguna magia capaz de actuar contra la energía de la espada.
—Fascinante —comentó Garald, contemplando el arma con respeto—. Esto
permite que aquellos que, de otra forma, serían poco menos que inútiles en una batalla
contra magos se conviertan en un ejército poderoso.
—Y requiere un mínimo de adiestramiento, milord —dijo Saryon, interesándose
cada vez más por el tema. Sus pensamientos corrían como el mercurio—. Al contrario
que los Señores de la Guerra, cuyo entrenamiento empieza prácticamente desde el
momento en el que nacen, a los guerreros que utilizan armas de piedra-oscura se les
puede enseñar a usarlas en cuestión de semanas. Además, no necesitan catalistas...
Saryon se detuvo bruscamente, dándose cuenta de que había hablado demasiado.
Pero Garald captó lo que quería decir inmediatamente.
—¡No, estáis equivocado! —exclamó, excitado—. Quiero decir que sí, que tenéis
razón... hasta cierto punto. Las armas hechas de piedra-oscura no requieren un catalista
para funcionar; pero vos hablasteis de darle Vida a la espada cuando fue forjada,
Saryon. ¿Qué sucedería si le dieseis Vida ahora? ¿No aumentaría eso sus poderes?
—¡Debería! —dijo Joram, ansioso—. Probemos.
—¡Sí! —aprobó Garald, alzando su espada de nuevo.
—¡No! —replicó Saryon.
Ambos se volvieron para mirarlo: Joram, enojado; Garald, decepcionado.

tacto. —Padre, reconozco que esto es difícil para vos... —empezó a argumentar con
—No —repitió Saryon en voz baja y hueca—. No, Alteza. Cualquier otra cosa
que me pidierais os la otorgaría, si pudiera. Pero no volveré a hacer eso nunca más.
—¿Se trata de un juramento hecho a vuestro dios? —no pudo evitar Joram
preguntar con amargura.
—Un juramento hecho a mí mismo —replicó Saryon en un susurro.
—¡Oh, por el amor de...! —empezó Joram, pero Garald intervino con voz
tranquila.
—Era por curiosidad, nada más —dijo el príncipe, encogiéndose de hombros. Se
volvió hacia Joram—. Ciertamente, no tiene por qué afectar tu utilización de la espada.
No puedes Vamos,
utilizarla. estar seguro de que tendrás
probémosla a un catalista
con magia contigo cuando
más poderosa. Lanzaréte veas obligadodea
un conjuro

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protección a mi alrededor y veremos si puedes atravesarlo. Padre, si pudierais


facilitarme Vida...
Saryon otorgó Vida al príncipe, sintiendo un auténtico placer al verter la magia
del mundo en tan noble recipiente. Incluso tuvo la satisfacción de ver que Joram
luchaba por contener su ira y lo conseguía finalmente. Sentándose de nuevo entre los
almohadones, el catalista
aprendiendo muchas pudodecontemplar
más cosas y disfrutar
la Espada Arcana de lalocontienda
mientras entre
hacía. Pero sabíaambos,
en su
corazón que había perdido un punto en la opinión de Garald; un guerrero hasta la
médula, el príncipe no podría comprender lo que él debería considerar una remilgada
renuencia del catalista a otorgar Vida a la espada.
Para Garald era una herramienta, nada más. No la veía como un objeto siniestro,
como el destructor de vida que Saryon percibía cuando contemplaba aquella horrenda
arma.
En cuanto a lo que pensaba Joram, Saryon creía con tristeza que nada de lo que
pudiera hacer podía hundirlo aún más en la opinión del muchacho.
Tras practicar durante varias horas, Joram, el príncipe y Saryon regresaron al
campamento. Durante el resto de su estancia, Garald fue constantemente amable con el
catalista, pero nunca volvió a invitar a Saryon a regresar a la «arena» con él y con
Joram.

La semana transcurrió sin incidentes. Joram y Garald se entrenaron con las


espadas; Saryon mantuvo varias interesantes discusiones filosóficas y religiosas con el
Cardinal Radisovik; Simkin se dedicó a importunar al cuervo (el exasperado pájaro
terminó por arrancarle al joven un pedazo de oreja, ante el regocijo de todo el mundo);
Mosiah se pasó los días hojeando pensativo libros que había encontrado en la tienda de
Garald, estudiando los dibujos y devanándose los sesos con aquellos misteriosos
símbolospara
sentido queél.le Al
decían tantas el
atardecer, cosas a Joram
príncipe pero
y sus que no se
invitados eran más que
reunían, paraunjugar
galimatías
al tarotsino
discutir la forma de entrar en Merilon y cómo sobrevivir una vez que estuvieran en el
interior de la ciudad.
—Simkin puede haceros cruzar la Puerta —dijo Garald una noche, la víspera de
su partida.
Mosiah y Joram estaban sentados en el interior de la lujosa tienda del príncipe,
descansando tras una deliciosa cena. Aquel período idílico estaba llegando a su fin; cada
uno de los muchachos pensaba con pena que al día siguiente por la noche estarían
luchando con las plantas Kij y quizá con otros monstruos más terribles en aquellos
extraños bosques de tan mal augurio. Los esplendores de Merilon parecían de repente
algo soñado y lejano; y era difícil tomar en serio la idea de que había peligro en un lugar
tan lejano.
Al ver algo de todo esto reflejado en sus rostros, la voz de Garald se tornó más
seria.
—Simkin conoce a todo el mundo en Merilon y todo el mundo lo conoce a él..., lo
que, en algunos casos, puede hacer que las cosas resulten más interesantes.
—¿Queréis decir que esas... esas extravagantes historias suyas son ciertas, milord?
¿Llevasteis de verdad un oso auténtico a un baile de disfraces? —se le escapó a Mosiah,
sin darle tiempo a recapacitar—. Os pido disculpas, Alteza —empezó a decir,
sonrojándose de vergüenza.
Pero el príncipe asintió con la cabeza.
—Ah, os ha contado eso, ¿verdad? ¡Pobre Padre! —sonrió Garald con una
mueca—. Desde entonces se niega a llevar corbata en presencia de un oficial de la

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marina o de cualquiera que vaya disfrazado de oso. Pero, volviendo a asuntos más
serios...
»Saryon tiene mucha razón cuando os advierte que no vayáis a Merilon. Es
peligroso —continuó el príncipe—, y no debéis descuidar la guardia jamás. El peligro
está presente allí, no tan sólo para Joram, que es uno de los Muertos vivientes y como
tal puede ser
considera un sentenciado a muerte
rebelde. Huiste física;
de casa también
y has vividohay
conpeligro para ti, Mosiah.
los Hechiceros Se te
de las Artes
Arcanas. Entraréis en Merilon fraudulentamente; si os cogen, seréis condenados a las
mazmorras de Duuk-tsarith, y pocos salen de esos lugares como entraron. También
existe un gran peligro para el mismo Saryon, que ha vivido en Merilon durante varios
años y podría ser reconocido con facilidad...
»No, Joram, no estoy intentando evitar que vayas —se interrumpió Garald al ver
que el muchacho torcía el gesto enojado—. Te estoy diciendo que seas precavido. Sé
cauteloso. Por encima de todo, debes estar siempre alerta. Particularmente acerca de una
persona.
—¿Os referís al catalista? —inquirió Joram—. Ya sé que a Saryon lo envió el
Patriarca Vanya...
—Me refiero a Simkin —dijo Garald en tono grave, sin el menor rastro de una
sonrisa.
—¿Ves?, ¡te lo dije! —murmuró Mosiah dirigiéndose a Joram.
Casi como si supiera que estaban hablando de él, Simkin alzó la voz, y cada uno
de los que estaban sentados en la tienda se volvió para mirarlo. Él y el catalista estaban
junto al fuego, habiéndose ofrecido Simkin a idear un disfraz que permitiría al catalista
entrar en Merilon sin ser reconocido. En aquellos momentos estaba llevando a cabo
ciertos hechizos sobre el Padre Saryon, que esencialmente no hacían más que amargarle
la vida al pobre hombre.
—¡Ya lo tengo! —Simkin lanzó un gritito—. Entraríais y saldríais sin que se os
prestara la menor atención, además seríais útil para llevar nuestro equipaje.
Agitó una mano en el aire y pronunció una palabra. El aire se estremeció
alrededor del catalista y la apariencia de Saryon cambió. De pie junto al fuego, en el
lugar del infortunado catalista, había un enorme asno gris de aspecto abatido.
—¡Ese estúpido! —exclamó Mosiah, poniéndose en pie de un salto—. ¿Por qué
no deja al pobre hombre tranquilo? Iré...
Garald puso una mano sobre un brazo de Mosiah, sacudiendo la cabeza.
—Yo lo arreglaré —dijo.
Volviendo a sentarse de mala gana, Mosiah vio que el príncipe le hacía una señal
con la mano al Cardinal Radisovik, que estaba allí cerca, observando.
—¿Qué
El es lo que
asno lanzó habéis dicho, Padre? —preguntó Simkin.
un rebuzno.
—¿No os gusta? ¡Después de todas las molestias que me he tomado! ¡Cielos! —
Levantó una de las caídas orejas grises del asno—. ¡Tenéis un oído magnífico!
Apostaría a que podéis oír caer un fardo de heno a cincuenta pasos. Sin mencionar que
ahora podéis hacer girar un ojo hacia atrás al mismo tiempo que giráis el otro hacia
adelante. Podéis ver hacia donde vais y hacia donde habéis estado simultáneamente.
El asno rebuznó de nuevo, mostrando los dientes.
—Y los niños os querrán tanto... —siguió Simkin, zalamero—. Podríais llevar a
esos queridos pequeñuelos a dar paseos. Bueno, si vais a ser tan quisquilloso... Tomad.
El asno desapareció y reapareció Saryon, aunque en una posición un tanto
embarazosa,
—Tendréya que
que estaba
pensara en
cuatro patas,
alguna otraapoyado sobre manos
cosa —dijo Simkin,y de
rodillas.
mal humor—. ¡Ya

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está! —Chasqueó los dedos—. ¡Una cabra! Nunca nos faltará leche...
En aquel momento intervino el Cardinal Radisovik. Mencionando algo acerca de
que debía discutir asuntos eclesiásticos con Saryon, ayudó al catalista a ponerse en pie y
lo condujo a su tienda. Desgraciadamente, Simkin lo siguió.
—Además nunca os habríais de preocupar por encontrar comida —se lo oyó decir,
persuasivo, apagándose
—Sabéis pocoSimkin,
algo sobre a poco ¿verdad,
su voz—.Alteza?
Podríais—preguntó
comer cualquier cosa...
Mosiah, volviéndose
hacia el príncipe—. Conocéis su juego. ¿Qué está tramando?
—Su juego... —repitió el príncipe, pensativo, intrigado por la pregunta—. Sí —
dijo tras pensarlo un momento—; creo que conozco su juego.
—Entonces, ¡decídnoslo! —exclamó Mosiah con vehemencia.
—No, no creo que lo haga —dijo Garald, con la vista clavada en Joram—. No lo
comprenderíais, y podría reducir vuestra vigilancia.
—¡Pero debéis hacerlo! Qui... quiero decir, deberíais..., Alteza —corrigió Mosiah
con poca convicción, dándose cuenta de que había dado una orden a un príncipe—. Si
Simkin es peligroso...
—¡Bah! —Joram frunció el entrecejo, enojado.
—Oh, realmente, es peligroso —dijo Garald con suavidad—. Recordadlo. —El
príncipe se puso en pie—. Y ahora, si queréis disculparme, será mejor que rescate al
pobre Saryon, antes de que nuestro amigo haga brotar de él espinas y me destrocen la
tienda del Cardinal.
La cuestión del disfraz del catalista quedó arreglada rápidamente, sin necesidad de
convertirlo en una cabra. Por sugerencia del príncipe, el Padre Saryon se convirtió en el
Padre Dunstable, un Catalista Doméstico de poca importancia, quien, según Simkin,
había abandonado Merilon hacía más de diez años.
—Un manso ratoncillo —recordó Simkin—. Un hombre a quien nadie recuerda a
los cinco segundos de haberle sido presentado y mucho menos diez años después.
—Y si alguien se acuerda de él después de una ausencia de diez años, siempre
esperarán que haya cambiado algo —añadió Garald, tranquilizador, observando que
Saryon no estaba satisfecho con la idea—. No tendréis que actuar de manera diferente,
Padre. Vuestros rostro y cuerpo serán diferentes, eso es todo; interiormente seréis el
mismo.
—Pero tendré que presentarme en la Catedral, Alteza —argumentó Saryon,
tozudo; el temor podía más que su deseo de no oponerse al príncipe, algo que el
príncipe observó y le hizo preguntarse de nuevo qué terrible secreto encerraba aquel
hombre en su corazón—. Las idas y venidas de los catalistas están registradas con
detalle...
—Nosenecesariamente,
uno que desvanece en Padre —intervino
las grietas Radisovikporconasísuavidad—.
burocráticas, HayCatalista
decirlo. Un más de
Doméstico de poca importancia, como este Padre Dunstable, que se traslada con la
familia a la que sirve a una región lejana, podría muy bien perder el contacto con su
Iglesia durante un cierto número de años.
—Pero ¿por qué debería yo..., quiero decir el Padre Dunstable..., regresar a
Merilon? Os pido disculpas, Eminencia —dijo Saryon humildemente aunque con
persistencia—, pero el príncipe ha insistido en el peligro que corremos...
—Ése es un punto excelente, Padre —repuso Garald—. Hay un gran número de
razones para vuestro regreso: por ejemplo, al mago al que servíais se le metió en la
cabeza unirse a esa escoria rebelde de Sharakan, por ejemplo, y lo abandonasteis,
dejándolo
—Estoa suessuerte.
serio, milord —aventuró Radisovik un suave reproche.

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—Yo también —contestó Garald con frialdad—. Pero quizás eso atraería
demasiada atención hacia vos, Padre. ¿Qué os parece esto? El mago muere; su viuda
regresa a Zith-el para vivir con sus padres. No hay lugar para vos entre el personal de su
padre, y por lo tanto vos, Padre Dunstable, sois despedido de su servicio. Con un
sentido agradecimiento y buenas referencias, desde luego.
El
—Si Cardinal Radisovik
comprobaran meneó
vuestra la cabeza
historia conviendo
—dijo, aprobación.
reflejado en el rostro de Saryon
su siguiente argumento—, lo cual dudo, ya que hay cientos de catalistas que van y
vienen desde la Catedral cada día, tardarían meses en localizar a lord Quienquiera Que
Sea y descubrir la verdad.
—Y para entonces —concluyó el príncipe en un tono que indicaba que el asunto
quedaba zanjado—, vosotros estaréis con nosotros en Sharakan.
Notando un ligero tono de irritación asomándose en aquella noble voz, Saryon
inclinó la cabeza en señal de asentimiento, temiendo que si prolongaba la discusión
podía despertar sospechas. Tuvo que admitir que el príncipe y el Cardinal tenían razón;
habiendo pasado quince años de su vida en la Catedral, Saryon había dedicado muchas
tardes a contemplar la hilera de catalistas recién llegados que subían lentamente las
escaleras de cristal y atravesaban las puertas, también de cristal. Cada catalista, bajo la
mirada aburrida de algún pobre Diácono, inscribía su nombre en un registro que raras
veces, si es que alguna vez ocurría, era vuelto a examinar. Después de todo, si uno
pasaba el escrutinio de los Kan-Hanar —los Guardianes de las Puertas de Merilon—,
¿quién era la Iglesia para ponerle pegas? La idea misma de que un catalista pudiera
entrar furtivamente en la ciudad bajo un disfraz quedaba tan alejada de su pensamiento
que debía de parecer grotesca.
Sin embargo, existía una persona que podría tener una razón para esperar el
regreso de Saryon a Merilon, pensó el catalista con desaliento, posando la mano en la
piedra-oscura que colgaba de su cuello. Se preguntó, lleno de temor, qué acciones
llevaría a cabo el Patriarca Vanya para encontrarlo, y casi empezó a lamentar no haberse
convertido en un asno...

A la mañana siguiente, todo el mundo se levantó antes del amanecer. Ahora que
había llegado el momento de partir, todos estaban ansiosos por emprender sus diferentes
viajes. Los jóvenes y Saryon se dispusieron a despedirse del príncipe y su séquito, que
partían también aquel día para continuar su viaje con destino al pueblo de los
Hechiceros.
—Todo está bien si acaba bien —comentó Simkin mientras terminaban su
desayuno—, como decía el conde d'Orleans refiriéndose a lady Magda. Hablaba de ella
en pasado, desde luego.
—¡Simkin es tonto! —graznó el cuervo, posándose sobre la cabeza de Simkin.
—No es un final, sino un principio, confío —dijo el príncipe Garald, sonriendo a
Joram.
El muchacho casi, pero no del todo, le devolvió la sonrisa.
—Y ahora —prosiguió el príncipe—, antes de la tristeza de las despedidas, tengo
que desempeñar la agradable tarea de entregaros los Regalos para el Viaje...
—Mi señor, eso no es necesario —murmuró Saryon, sintiendo que su culpa lo
asaltaba una vez más—. Habéis hecho ya más que suficiente por nosotros...
—No me quitéis ese placer, Padre —lo interrumpió Garald, poniendo su mano
sobre la del catalista—. Hacer regalos es una de las cosas más agradables que tiene el
ser el hijo de un rey.
Acercándose a Mosiah, el príncipe dio una palmada y luego extendió las manos

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para recoger un libro que se materializó en el aire.


—Eres un mago poderoso, Mosiah. Más poderoso que muchos Albanara que
conozco; y ello no es algo extraño. Durante mis viajes, he descubierto que muchos de
nuestros magos realmente poderosos están naciendo en los campos y en los callejones,
no en los nobles salones. Pero la magia, como todos los demás dones de Almin, requiere
un estudio
interior comodisciplinado
el vino en para ser perfeccionada o de lo contrario entrará y saldrá de tu
un borracho.
El príncipe lanzó una ojeada en dirección a Simkin, que, en aquel momento, le
estaba pellizcando la cola al cuervo.
—Estudia esto con atención, amigo mío.
El príncipe depositó el libro en las temblorosas manos del muchacho.
—Gra... gracias, Alteza —tartamudeó Mosiah, enrojeciendo y deseando que fuera
tomado por turbación.
Pero Garald comprendió el verdadero motivo y se dio cuenta de que enrojecía de
vergüenza.
—El viaje hasta Merilon es largo —dijo con suavidad—. Y tienes un amigo que
será muy feliz de enseñarte a leer.
Mosiah siguió la mirada del príncipe, que fue a posarse en Joram.
—¿Es eso verdad? ¿Lo harás? —preguntó.
—¡Claro! ¡No sabía que querías aprender! —respondió Joram, impaciente—.
Deberías haberme dicho algo.
Mosiah tomó el libro, apretándolo con fuerza entre las manos.
—Gracias, Alteza —repitió.
Ambos intercambiaron una mirada y, por un instante, el Mago Campesino y el
noble se compenetraron perfectamente.
Garald se volvió.
—Ahora, Simkin, viejo amigo...
—Nada para mí, Alteza. Lo digo en serio. No aceptaré nada en absoluto. Bueno...
—Simkin lanzó un suspiro, al ver que el príncipe iba a decir algo—, si insistes. Quizás
una o dos de las joyas más valiosas del reino...
—Para ti —pudo finalmente intercalar Garald, y le entregó a Simkin un juego de
cartas de tarot.
—¡Qué delicioso! —dijo Simkin, intentando ahogar un bostezo.
—Cada carta está pintada a mano por mis propios artesanos —observó Garald—.
Están hechas al estilo antiguo, sin utilizar magia. El juego es, por lo tanto, muy valioso.
—Muchísimas gracias, amigo —manifestó Simkin con voz lánguida.
Garald levantó una mano.
—Observarás
—La carta delque tengo
Bufón algoSimkin,
—dijo en la mano. Algo que
mirándola con leatención—.
falta a tu juego de cartas.
Qué divertido.
—La carta del Bufón —repitió Garald, jugueteando con ella—. Guíalos bien,
Simkin.
—Te aseguro, Alteza —dijo Simkin con la mayor seriedad—, que no podrían
estar en mejores manos.
—Tampoco tú —replicó Garald. Cerró los dedos sobre la carta y ésta desapareció.
Nadie habló, mientras se miraban los unos a los otros, incómodos. Entonces el príncipe
lanzó una carcajada—. Tan sólo se trata de una broma mía —dijo, dándole una palmada
a Simkin en la espalda.
—Ja, ja —le hizo eco Simkin, pero su risa sonaba hueca.
—Y ahora
permanecía vos,ojos
con los Padre Saryonen—dijo
clavados Garald, colocándose
sus zapatos—. frentedealvalor
No tengo nada catalista, que
material

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para daros. —Saryon levantó la vista aliviado—. Me doy cuenta de que tampoco os
gustaría de todos modos; pero sí tengo algo parecido a un regalo, aunque es más un
regalo para mí que para vos. Cuando vengáis a Sharakan con Joram —Saryon observó
que el príncipe siempre hablaba de ello como algo seguro—, quiero que paséis a formar
parte de mi servicio.
¡Catalista
Cardinal en laquien
Radisovik, corte! Saryonpara
le sonrió lanzó de ánimos.
darle forma involuntaria una rápida mirada al
—Esto... —balbució Saryon, aclarándose la garganta—, esto es un honor
inesperado, Alteza. Un honor demasiado grande para alguien que ha infringido los
preceptos de su fe.
—Pero no demasiado grande para alguien que es leal, para alguien que es
compasivo —terminó el príncipe Garald con voz amable—. Como he dicho, el regalo es
para mí. Espero con ansia el día, Padre Saryon, en el que podré pediros de nuevo que
me otorguéis Vida.
Apartándose del catalista, Garald llegó, al fin, frente a Joram.
—Sé que tampoco tú quieres nada —observó el príncipe, sonriente.
—Tal como ha dicho el catalista, nos habéis dado suficiente —dijo Joram con voz
uniforme.
—Nos habéis dado suficiente, Alteza —repitió el Cardinal con severidad.
El rostro de Joram se ensombreció.
—Sí, bien... —Garald luchó por no perder la seriedad—, parece que estás
predestinado a tener que aceptar cosas de mí, Joram.
Una vez más, el príncipe extendió las manos. Se produjo un destello en el aire, por
encima de sus palmas extendidas, que empezó a fundirse, tomando la forma de una
funda de espada, trabajada a mano. Había unos caracteres rúnicos grabados en oro sobre
ella, pero, aparte de esto, no aparecía ningún otro símbolo. El centro de la funda estaba
en blanco.
—Lo he dejado así a propósito, Joram —dijo el príncipe—, de modo que puedas
hacer dibujar el escudo de tu familia más tarde. Ahora deja que te muestre cómo
funciona.
»Está pensada especialmente para ti —continuó Garald con orgullo, exhibiendo
las características de la vaina—. Estos tirantes se atan alrededor del pecho de esta
forma, de modo que puedas llevarla a la espalda, escondida debajo de tus ropas. Las
runas que lleva grabadas en la piel hacen que la espada se encoja de tamaño,
reduciéndose de peso también, cuando está dentro de la vaina, lo cual te permite llevarla
encima en todo momento.
»Eso es de la mayor importancia, Joram —añadió el príncipe, mirando al joven
muy seriamente—.
peligro. La Espada
Llévala siempre; no seArcana es a la aveznadie.
la menciones tu mejor protección
No reveles y tu mayory
su existencia;
utilízala únicamente si peligra tu vida.
Lanzó una mirada a Mosiah.
—O para proteger las vidas de otros.
Los claros ojos castaños del príncipe regresaron a Joram, y Garald vio, por vez
primera, cómo se hacía añicos su pétrea fachada.
Joram contempló la funda atentamente, sus ojos llenos de anhelo, deseo y gratitud.
—No... no sé qué... decir —balbuceó con voz entrecortada.
—¿Qué te parece «Gracias, Alteza»? —preguntó Garald en voz baja, y depositó la
funda en las manos de Joram.
El fuerte
superficie, olor del en
posándolas cuero
las invadió la nariz
intrincadas de Joram.
runas Deslizó las
y examinando el manos por trabajo
complejo la lisa

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realizado en el cuero. Levantando los ojos, vio que el otro le miraba fijamente,
divertido, pero también expectante, seguro de la victoria.
Joram sonrió.
—Gracias, amigo mío. Gracias..., Garald —dijo resueltamente.

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Interludio

El Patriarca Vanya estaba sentado detrás de su escritorio en sus elegantes


aposentos de la Catedral de Merilon. Aunque no eran tan suntuosos como sus
habitaciones en El Manantial, los aposentos del Patriarca en Merilon eran amplios y
cómodos, consistiendo en un dormitorio privado, una salita, un comedor y una oficina
con una antecámara para el Diácono que actuaba como su secretario. La panorámica
desde cualquiera de las habitaciones era magnífica, aunque no era la amplia extensión
de llano ni las dentadas crestas de las montañas que estaba acostumbrado a contemplar
en El Manantial. Desde la Catedral, con sus paredes de cristal, podía contemplar, allá
abajo, la ciudad de Merilon; mirando un poco más allá, podía ver al otro lado de la
cúpula el paisaje campestre que rodeaba la ciudad; o, levantando la mirada, podía ver —
a través de las espiras de cristal que coronaban la Catedral— el Palacio Real, que
flotaba sobre la ciudad, con sus paredes de reluciente cristal brillando en los cielos
como un sosegado y civilizado sol.
Aquella tarde, la mirada del Patriarca se dirigía hacia abajo, sus ojos fijos en la
ciudad de Merilon, aunque no sus pensamientos. Los ciudadanos ofrecían un
espectáculo asombroso consistente en una puesta de sol realizada mágicamente; un
regalo de los Pron-Alban pertenecientes al Gremio de los Moldeadores de Piedra, hecho
con la intención de dar la bienvenida a la ciudad a Su Divinidad. Aunque el invierno
hacía estragos fuera de la cúpula mágica de la ciudad y la nieve cubría la tierra, en
Merilon era primavera, la estación favorita de la Emperatriz. La puesta de sol era, por lo
tanto, una
Hanar parapuesta
brillar apropiada para tonalidades
con diferentes la primavera,
de acrecentada mágicamente
rosa pálido, que lucían aquípory allí
los una
Sif-
ligera pizca de un rosa más oscuro o también (con gran atrevimiento) una pincelada de
morado en su mismo corazón.
Era realmente una hermosa puesta de sol. Los habitantes de la Ciudad Superior de
Merilon: la nobleza y los miembros de la clase media alta, flotaban por las calles
vestidos con ligeras sedas, revoloteantes encajes y relucientes rasos, admirando el
panorama.
No así el Patriarca Vanya. El sol podría no haberse puesto, por lo que a él
concernía; afuera podría estar aullando un huracán. De hecho, aquello hubiera
concordado con su estado de ánimo. Sus dedos regordetes se arrastraban por encima del
escritorio,
único signoempujando esto,demostraba
externo que apartando su
aquello, volviendo
descontento a colocar aquello
y nerviosismo, ya queotro. Era el
el amplio
rostro del Patriarca permanecía impasible, con su regio porte tan sereno como de
costumbre. Las dos figuras enlutadas que permanecían de pie y silenciosas ante él
observaron, sin embargo, aquel movimiento de papeles al igual que se daban cuenta de
todo lo que sucedía a su alrededor desde la puesta de sol hasta los restos intocados de la
cena del Patriarca.
La mano de Vanya dejó de arrastrarse de repente, golpeando con la palma sobre el
escritorio de madera de palisandro.
—No lo comprendo. —Su voz era uniforme y controlada, un control que le
costaba mantener—. ¡No comprendo por qué unos Duuk-tsarith como vosotros, con
vuestros tan apreciados poderes, sois incapaces de encontrar a una persona!
Las dos capuchas negras giraron ligeramente para mirarse a través de los

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relucientes ojos. Luego las negras capuchas se volvieron hacia Vanya y uno de los
encapuchados, una mujer, con las manos cruzadas al frente, habló. Su voz era
respetuosa sin ser conciliadora. Evidentemente, aquella bruja se sabía dueña de la
situación.
—Os repito, Divinidad, que si este joven fuera normal, no tendríamos ningún
problema en localizarlo.
es, sin embargo, el que El hecho
lleve de estar Muerto
piedra-oscura sobre dificulta la tarea
su persona de convierte
lo que encontrarlo; pero
nuestra
tarea en algo casi imposible.
—¡Sigo sin comprenderlo! —estalló Vanya—. ¡Existe! ¡Es de carne y hueso!
—No para nosotros, Divinidad —lo corrigió la bruja, mientras su compañero
apoyaba sus argumentos con un ligero asentimiento de la encapuchada cabeza—. La
piedra-oscura lo oculta, lo protege de nosotros; nuestros sentidos están adaptados para
percibir la magia, Eminencia. Nos movemos entre la gente, arrojando minúsculos
filamentos de magia como la araña arroja los sedosos filamentos de su tela. Cuando un
ser normal de este mundo penetra en nuestro radio de acción, esos filamentos se
estremecen llenos de Vida..., llenos de magia. Esto nos facilita información vital sobre
esa persona: todo, desde sus sueños hasta el lugar donde se crió, pasando por lo último
que ha comido durante la cena.
»Con los Muertos, debemos tomar medidas extremas. Hemos de reajustar nuestros
sentidos para que reaccionen al entrar en contacto con la Muerte que habita en su
interior, con esa falta de magia. Pero con este muchacho, protegido como está por la
piedra-oscura, nuestros sentidos, nuestros filamentos de magia, por así decirlo, son
absorbidos y engullidos. No percibimos nada, no oímos nada, no vemos nada. Para
nosotros, Divinidad, él literalmente no existe. Ése era el tremendo poder de la piedra-
oscura en la época antigua; un ejército de seres Muertos llevando armas hechas de
piedra-oscura podría llegar a la ciudad para apoderarse de ella y no ser detectado en
absoluto.
—¡Bah! —resopló Vanya—. Habláis como si fuera invisible. ¿Me estáis diciendo
que podría entrar en esta habitación en este mismo instante y no lo veríais? ¿Que yo no
lo vería?
La negra tela que cubría la cabeza de la Señora de la Guerra se estremeció
ligeramente, como si la mujer reprimiera un gesto de irritación o emitiera un suspiro de
impaciencia. Cuando habló, su voz era extremadamente fría y la modulaba con cuidado,
una mala señal para aquellos que la conocían, como evidenció la ligera crispación en los
nudillos de su compañero.
—Desde luego que lo veríais, Divinidad; y también nosotros. Aislado y solo en
esta habitación, con nuestra atención fija en él, podríamos reconocerlo por lo que es y
por loLa
tanto ocuparnos
bruja hizo unde él. ¡Pero ahí fuera
movimiento hay miles
repentino con de
la personas!
mano, que provocó que su
compañero retrocediera involuntariamente, no muy seguro de lo que pudiera hacer la
mujer. Aunque a los Duuk-tsarith se los entrena desde niños en una estricta disciplina,
la Señora de la Guerra, un miembro de la Orden de alta graduación, tenía fama de tener
un temperamento volátil. Su compañero no se habría sorprendido excesivamente si
hubiera visto derretirse la pared de cristal que estaba detrás del Patriarca igual que el
hielo en un día de verano.
No obstante, la bruja se contuvo. El Patriarca Vanya no era alguien a quien se
debiera enojar.
—Así que, como has dicho antes, la única manera de cogerlo es que alguien nos lo
traiga —No
—musitó
es elVanya, mientras
único modo, sus dedosÉse
Divinidad. volvían
sería aelarrastrarse por encima
más sencillo. de la mesa.
Nos tendríamos que

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ocupar también de la espada, desde luego, pero dudo que haya tenido tiempo de
aprender cómo utilizarla, ni de comprender todos sus poderes.
—Se nos ha informado, Eminencia —añadió el Señor de la Guerra—, de que uno
de vuestros propios catalistas estaba con el muchacho. ¿No podríamos trabajar a través
de él?
—¡El hombre
el contacto en cuestión
con él, podría es un
haberlo estúpido
tenido bajo mentecato!
mi control Si—dijo
hubiera podido
Vanya, mantener
mientras la
sangre se agolpaba en su rechoncho rostro hasta que éste se puso casi tan colorado como
la tela de las ropas que llevaba—. Pero ha descubierto alguna forma de evitar que lo
llame mentalmente mediante la Cámara de la Discreción...
—La piedra-oscura —interrumpió la Señora de la Guerra con frialdad, cruzando
de nuevo las manos ante ella—. Lo protegería tan efectivamente de vuestras llamadas
como oculta al muchacho de nuestras miradas.
La bruja se quedó silenciosa un momento, luego se deslizó hasta quedar más cerca
del Patriarca, causándole un cierto grado de inquietud.
—Divinidad —hablaba con una voz suave y persuasiva—, si nos dierais permiso
para ir a la Cofradía de los Hechiceros, podríamos averiguar qué aspecto tiene, quiénes
son sus compañeros...
—¡No! —exclamó con énfasis el Patriarca—. ¡No debemos dejar que adviertan
que están en peligro! Incluso a pesar de que Blachloch está muerto, ha avanzado las
cosas lo suficiente como para que los Hechiceros sigan colaborando con Sharakan y de
esta forma se vean involucrados en la guerra.
—Sin duda el catalista les habrá advertido...
—Entonces, ¿preferiríais confirmar su historia apareciendo en persona, haciendo
preguntas que más tarde o más temprano harían que hasta el más estúpido de ellos
empezara a atar cabos?
—Un ejército de Dkarn-duuk podría atacarlos... —sugirió el Señor de la Guerra
respetuosamente.
—... Y crear el pánico —masculló el Patriarca Vanya—. La noticia de su
existencia se extendería como las llamas sobre la hierba seca. Nuestro pueblo cree que
los Hechiceros fueron destruidos durante las Guerras de Hierro. Dejad que se enteren de
que estos practicantes de las Artes Arcanas no sólo existen sino que han descubierto
piedra-oscura y habría un alboroto. No, no nos moveremos hasta que estemos
preparados para aplastarlos por completo.
«¡Y Su Eminencia puede salvar el pellejo al mismo tiempo!», transmitió
mentalmente la bruja a su compañero.
—Debéis buscar al catalista —continuó Vanya, aspirando profundamente por la
nariz y espirando
facilitaré con un del
una descripción soplido, mirando
catalista ceñudoademás
y de Joram, a los dos
de lamientras
de otra lo hacía—.
persona conOs
la
que Joram estuvo asociado una vez: un joven Mago Campesino llamado Mosiah.
Aunque, sin duda, irán disfrazados —añadió, ocurriéndosele de repente.
—Un disfraz, a menos que sea muy inteligente, es generalmente fácil de
descubrir, Divinidad —dijo la Señora de la Guerra con frialdad—. La gente piensa
únicamente en cambiar su apariencia exterior, no en cambiar su estructura química o sus
modelos de pensamiento. Debería resultar relativamente fácil encontrar a un Mago
Campesino entre la nobleza de Merilon.
—Eso espero —dijo el Patriarca, contemplando a los Duuk-tsarith con severidad.
—¿Por qué estáis tan seguro de que el muchacho, ese Joram, vendrá a Merilon,
Divinidad? —preguntó
—Merilon es unaelobsesión
Señor depara
la Guerra.
él —dijo Vanya, agitando una mano enjoyada—.

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Según el Catalista Campesino que vivía en el pueblo donde se crió, esa loca, Anja, le
contó al muchacho más de una vez que podría encontrar su herencia aquí. Si tuvierais
diecisiete años, os hubierais encontrado con una sorprendente fuente de poder como es
la piedra-oscura y creyerais que sois los herederos de una fortuna, ¿adónde iríais?
Los Duuk-tsarith inclinaron la cabeza en silencioso asentimiento.
—Ahora
a mí. Si —dijo
encontráis el Mosiah...
a ese Patriarca con energía—, si encontráis al catalista, entregádmelo
—No necesitáis decirnos cuáles son nuestros deberes, Eminencia —observó la
bruja, con un peligroso tono mordaz en la voz—. Si no hay nada más...
—Lo hay. Una cosa. —Vanya alzó la mano al ver que los dos parecían dispuestos
a partir—. ¡Hago hincapié en ello! ¡ Nada debe sucederle al muchacho! ¡Debe ser
atrapado vivo! Los dos sabéis por qué.
—Sí, Divinidad —murmuraron.
Con una reverencia, las manos cruzadas frente a ellos, dieron un paso atrás. La
mágica abertura del Corredor se abrió, admitiéndolos y los engulló en un instante.
Una vez que se hubo quedado solo, a la puesta de sol que empezaba a
desvanecerse y un firmamento cada vez más oscuro, el Patriarca Vanya tuvo la
intención de llamar a los Magos Servidores para que corrieran los tapices de seda y
encendieran las luces de la sala del Patriarca. Pero la mano de Vanya, que estaba ya
sobre la campanilla, se vio detenida por la aparición del Corredor que volvía a abrirse.
Una figura salió del hueco y avanzó con seguridad hasta detenerse frente al escritorio
del Patriarca.
Reconociendo al hombre por sus rojas vestiduras, el Patriarca hubiera debido
alzarse en señal de respeto. Así lo hizo finalmente, pero permaneció sentado el tiempo
suficiente para darle un significado a su retraso en hacerlo. Luego se puso en pie con
una elaborada lentitud, alisándose profusamente las vestiduras y ajustando la pesada
mitra sobre su cabeza.
El visitante sonrió para dar a entender que comprendía y apreciaba perfectamente
aquel sutil insulto; su sonrisa no era agradable, ni siquiera en la mejor de las ocasiones.
De labios delgados, la sonrisa jamás se extendía a ningún otro rasgo del rostro,
particularmente a los ojos, que eran sombríos y quedaban oscurecidos por unas espesas
y pobladas cejas.
Si Saryon hubiera estado en la habitación, habría notado al instante el parecido
familiar en las espesas y negras cejas de aquel hombre y en la severa expresión de su
rostro apuesto y frío. Pero el catalista no hubiera encontrado en aquel hombre el calor
interior que había visto en su sobrino, un destello en los oscuros ojos de Joram, como si
fuera el reflejo del fuego de la fragua. No había luz en los ojos de aquel hombre,
tampoco había luzVanya
—Patriarca en su alma.
—dijo el hombre, inclinándose.
—Príncipe Lauryen —contestó el Patriarca, inclinándose a su vez—. Me siento
honrado. Esta inesperada y no anunciada —recalcó las palabras— visita es una sorpresa
para mí.
—No tengo la menor duda —dijo Lauryen con voz tranquila y uniforme.
Siempre hablaba con el mismo tono de voz; nunca se advertía el menor signo de
emoción. Jamás se permitía sentirse enojado, aburrido, irritado o feliz.
Nacido en el Misterio del Fuego, era un Señor de la Guerra de la más alta
graduación, un Dkarn-duuk, adiestrado en el arte de hacer la guerra. Era también el
hermano pequeño de la Emperatriz y —lo que era más importante porque la Emperatriz
no tenía el
también hijos— el heredero
que Vanya al trono
le hubiera deque
tenido Merilon.
rendirDe ahí el título
homenaje de «príncipe» y de ahí
a regañadientes.

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Lauryen cruzó las manos detrás de los faldones de sus largos y amplios ropajes.
Puesto que estaba en la corte, Lauryen hubiera podido vestir el traje cortesano, como
todo el mundo, ya que, al revés que los Duuk-tsarith, a los Dkarn-duuk no se les exige
que lleven sus ropas carmesí, que son una indicación de la Orden a la que pertenecen.
Pero Lauryen encontraba que aquel tipo de vestido tenía sus ventajas: recordaba a la
gente —sobre todo a su cuñado, el Emperador— el gran poder que poseía aquel Señor
de la Guerra.
—Deseaba daros la bienvenida a Merilon, Divinidad —saludó Lauryen.
—Sois muy amable, mi señor, de verdad —agradeció el Patriarca—. Y ahora,
aunque me doy perfecta cuenta del honor que me hacéis y de que soy totalmente
indigno de tales atenciones, os agradecería que os retiraseis. Si no hay nada que pueda
hacer por vos, claro está.
—Ah, sí hay algo.
El príncipe Lauryen sacó una mano de detrás de la espalda y la colocó ante él.
Con aquella mano podía hacer caer relámpagos de los cielos y hacer surgir demonios
del suelo. Al Patriarca le resultó sumamente difícil apartar los ojos de aquella mano, y
aguardó algo nervioso.
—Mi señor no tiene más que nombrarlo —dijo, mansamente.
—Podéis terminar esta charada.
Una ola de comprensión cruzó el rostro del Patriarca, haciéndolo aparecer como si
alguien hubiera dado una sacudida a un cuenco con un flan. Crispó los labios y puso una
mano rechoncha sobre ellos.
—Perdonadme, Alteza, pero no tengo la menor idea de lo que estáis hablando.
¿Una charada? —repitió Vanya con educación, sin apartar la mirada de la mano del
Señor de la Guerra.
—Sabéis perfectamente de lo que estoy hablando. —La voz de Lauryen era
uniforme y agradable, y extraordinariamente siniestra. Pero dejó caer la mano a un
costado, jugueteando con un adorno de plata que colgaba de su cintura—. Sabéis que mi
hermana está...
El príncipe Lauryen dejó de hablar bruscamente. Los ojos de Vanya, medio
ocultos por los enormes y abultados pliegues de su rostro, habían sobresalido de repente
y lo contemplaban con astuta atención.
—Sí, vuestra hermana, la Emperatriz —le urgió el Patriarca con suavidad—.
¿Decíais? Está... ¿qué?
—Lo que vos y todos los demás saben, y que sin embargo vos y el imbécil de mi
cuñado habéis convertido en traición mencionar —replicó Lauryen, imperturbable—. Y
es únicamente gracias a vuestro poder y al de vuestros catalistas que él puede mantener
esta apariencia.Yo
ligeramente—. Acabadlo.
no soy unPonedme en el trono.
oso amaestrado como—Sonrió,
mi cuñado.y No
se encogió
bailaré aldeextremo
hombros
de
vuestra cuerda. Sin embargo, puedo ser dócil, alguien con quien sea fácil trabajar. Me
necesitaréis —continuó en voz más baja—, cuando vayáis a la guerra.
—Una trágica circunstancia que rogamos a Almin pueda evitarse —rogó el
Patriarca Vanya en tono piadoso—. Vos sabéis, príncipe, que el Emperador se opone a
la guerra. Él ofrecería la otra mejilla...
—... y recibiría una patada en el trasero —terminó Lauryen.
El Patriarca enrojeció, mientras entrecerraba los ojos con reproche.
—Con el debido respeto a vuestra posición, príncipe, no puedo permitiros ni
siquiera a vos que habléis irrespetuosamente de mi soberano. No sé lo que queréis de
mí. No comprendo
de nuevo vuestrasEspalabras
que os marchéis. y mededuelen
casi la hora vuestras
los Rezos insinuaciones. Debo pediros
Vespertinos.

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—Sois un estúpido —dijo Lauryen con afabilidad—. Descubriréis que es muy


ventajoso para vos trabajar a mi lado y muy perjudicial frustrar mis objetivos. Soy un
enemigo peligroso. Oh, vos y mi cuñado estáis protegidos en estos momentos, lo
admito. Tenéis a los Duuk-tsarith en el bolsillo; pero no podréis mantener esta charada
siempre.
Lauryen
—Si vaispronunció
a volver auna palabra
Palacio, miyseñor
el Corredor se abrióela Patriarca
—lo despidió sus espaldas.
humildemente—,
dad, por favor, recuerdos a vuestra hermana y decidle que espero se encuentre bien de
salud...
Las palabras quedaron flotando en los labios del Patriarca.
Por un instante, el comportamiento estudiado y calmoso de Lauryen se
resquebrajó, como una grieta en el hielo. Su rostro palideció y los oscuros ojos
centellearon.
—Le daré vuestro saludo, Patriarca —respondió Lauryen, penetrando en el
Corredor—. Y añadiré que vuestra salud también es buena, Patriarca. Por el momento...
El Corredor cerró sus fauces sobre él y lo último que Vanya vio del príncipe fue
una mancha de color carmesí, flotando como un río de sangre en el aire. La imagen, que
resultaba alarmante, permaneció junto al Patriarca hasta mucho después de que el
príncipe hubiera desaparecido. Con mano temblorosa, Vanya hizo sonar la campanilla,
pidiendo que se encendieran inmediatamente las luces de su habitación. Y ordenó
también que le llevaran una botella de jerez.

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LIBRO II

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1
Gwendolyn

—¿Adónde vas a ir hoy, tesoro?


La joven a quien iba dirigida aquella cariñosa pregunta se inclinó sobre su madre,
le rodeó el cuello con sus blancos brazos y posó su mejilla, de un delicioso tono rosado,
sobre la mejilla que la magia mantenía todavía lozana.
—Voy a ir a visitar a papá a las Tres Hermanas y comeré con él. Me dijo que
podía hacerlo, ya lo sabes. Y luego iré a la Ciudad Inferior para pasar la tarde con Lilian
y Majorie. ¡Oh, no pongas esa cara, mamá! Se te llena la frente de arrugas cuando haces
ese gesto; pero mira, observa ahora. ¿Lo ves?, han desaparecido.
La chiquilla,
su rostro porque
eran ya los en elmujer,
de una fondopuso
seguía
sussiendo una chiquilla,
delicados dedos sobreaunque su cuerpo
los labios de suy
madre y se los abrió, haciéndola sonreír.
El sol de media mañana penetraba en la habitación como un ladrón, pasando
furtivamente por entre los pliegues de los corridos tapices, serpenteando por el suelo y
centelleando repentinamente desde los lugares más inesperados; lanzaba destellos desde
las copas de cristal moldeado y relucía en la seda de los trajes tirados descuidadamente
sobre las sillas. El sol no tocaba la cama de plumas que flotaba bajo el abovedado
baldaquino del rincón. No se hubiera atrevido a hacerlo. En la habitación no se permitía
la entrada del sol hasta, por lo menos, el mediodía, ya que para entonces lady Rosamund
ya se había levantado y realizado, con la ayuda de su catalista, los retoques mágicos
necesarios para que milady pudiera enfrentarse al nuevo día.
No quiere ello decir que lady Rosamund necesitara de mucha magia para realzar
su aspecto; precisamente se enorgullecía de ello y limitaba sus retoques al mínimo, la
mayoría de los cuales reflejaba únicamente lo que estuviese de moda en aquel momento
en Merilon. Lady Rosamund no intentaba de ninguna manera ocultar su edad. Hubiera
sido muy poco digno, sobre todo porque tenía una hija que, con dieciséis años, acababa
de abandonar los juegos para penetrar en el mundo adulto.
Milady era una mujer sensata y observadora; había oído a las damas de la nobleza
burlarse desde detrás de sus abanicos de aquellas de su misma posición social que
parecían más jóvenes que las hijas a la que acompañaban. La familia de lord Samuels y
lady Rosamund no pertenecía a la nobleza, pero le faltaba tan poco que lo único que se
necesitaba era una mano tendida en ofrecimiento de matrimonio para elevarlos hasta el
reluciente mundo cortesano. Por lo tanto, lady Rosamund mantenía su dignidad, vestía
bien pero no por encima de su posición social y tenía la satisfacción de verse
considerada «elegante» y «encantadora» por aquellos que estaban por encima de ella.
Milady se contempló atentamente en el espejo de hielo que se hallaba frente a ella
sobre su tocador y sonrió ante lo que vio. Pero su orgullosa mirada no reparaba en su
rostro sino en aquella juvenil repetición de sus rasgos que sonreía desde detrás de ella.
El tesoro de la familia —y tesoro resultaba ser la palabra más adecuada— era
Gwendolyn, la hija mayor. Aquella criatura era su inversión para el futuro. Sería ella
quien los elevaría desde la clase media, conduciéndolos hacia arriba en las alas de sus

rosadas
de mejillas
la palabra quey su
tansustanciosa dote; Gwendolyn
en boga estaba en aquellos no era hermosa
momentos en el sentido
en Merilon. clásico
No parecía
haber sido esculpida en mármol ni poseía aquel encanto pétreo y frío que resultaba

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apropiado a tal tipo de belleza. Era de mediana estatura, pelo dorado, con chispeantes y
enormes ojos azules que se ganaban el corazón de un hombre, y poseía un carácter
generoso y amable que la mantenían allí.
Su padre, lord Samuels, era un Pron-alban, un artesano, aunque ya no realizaba
las poco valoradas actividades mágicas de su profesión. Ahora era Maestre del Gremio,
habiendo obtenido
inteligencia, tan alta
el trabajo duroposición entre lasinversiones.
y con acertadas filas de los Fue
Moldeadores
el MaestredeSamuels
Piedra con su
quien
encontró la forma de reparar una grieta en una de las gigantescas plataformas de piedra
sobre las que estaba construida la Ciudad Superior, siendo premiado por el Emperador
con el título de caballero.
Pudiendo anteponer «lord» a su nombre, el Maestre del Gremio y su familia se
habían mudado entonces desde su antigua casa en la parte noroeste de la Ciudad Inferior
hasta el mismo borde de la Avenida Baja de la Ciudad Superior. Situada en el lado oeste
del Parque Mannan, la nueva mansión de los Samuels daba a la ondulante extensión
verde de césped cuidadosamente arreglado y árboles perfectamente modelados y
abonados con alguna flor, aquí y allá.
El vecindario era acomodado sin ser demasiado rico. Lady Rosamund conoció
entonces el placer de oír cómo sus nobles visitantes admiraban «las cosas tan
encantadoras que le has hecho a esta pequeña y querida vivienda» de veinte
habitaciones más o menos. Y también la complacía infinitamente oírlos comentar
benévolamente cuando se iban: «Tan indigna de ti, querida. ¿Cuándo vais a mudaros a
algo mejor?».
¿Cuándo, en realidad? Pronto, se esperaba; cuando su hija se convirtiera en la
condesa Gwendolyn o la duquesa Gwendolyn o la marquesa Gwendolyn... Lady
Rosamund lanzó un suspiro de placer mientras admiraba a su preciosa hija en la gélida
faz de la superficie reflectante de aquel estanque helado que era su espejo.
—¡Ah, mamá, el espejo está llorando! —exclamó Gwendolyn extendiendo la
mano para capturar una gota de agua antes de que cayera sobre los adornos de plumas
para el pelo de su madre.
—Así es —suspiró lady Rosamund—. Marie, ven aquí. Facilítame Vida.
Con gesto negligente la dama le tendió la mano a la catalista. Tomándola entre la
suya, Marie murmuró la plegaria ritual que transfería la magia desde su cuerpo al de la
maga. Al igual que su esposo, lady Rosamund había nacido dentro del Misterio de la
Tierra, y aunque sus habilidades eran más bien las de un Quin-alban —un hacedor de
hechizos—, podía realizar las tareas necesarias para llevar una casa con admirable
habilidad. Repleta de Vida, lady Rosamund colocó los dedos sobre la superficie
reflectante y pronunció las palabras que mantendrían el agua, encerrada en un marco
dorado—Este
colocado sobreessutantocador,
tiempo como—le
caluroso... unadijo
masa helada.
lady Rosamund a su hija—. Realmente
no criticaría a Su Majestad por nada del mundo, pero no me importaría un cambio de
estación. Una llega a aburrirse de la primavera, ¿no te parece, muñequita mía?
—Creo que el invierno sería divertido, mamá —repuso Gwendolyn, jugueteando
con la cabellera de su madre. De un dorado más oscuro que el suyo, pero todavía
abundante y espeso, no precisaba de magia para hacerlo brillar—. Lilian, Majorie y yo
estuvimos en las Puertas, viendo a la gente que venía del Exterior. Es tan divertido
verlos llegar cubiertos de nieve de pies a cabeza, con las mejillas y las narices coloradas
por el frío y golpeando con los pies en el suelo para entrar en calor... Y entonces,
cuando se abrió la Puerta, pudimos mirar al Exterior y vimos el campo, tan encantador y
tan blanco.
Lady Vaya, ya está
Rosamund nomi preciosa
pudo evitarmamá frunciendo
una sonrisa, el ceño y poniéndose
tan engatusadora fea.
era su Gwendolyn,

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aunque intentó adoptar una expresión severa.


—No me gusta que pases tanto tiempo con tus primas... —empezó.
Aquélla era una vieja discusión, que Gwen sabía cómo manejar.
—Pero, mamá —suplicó, persuasiva—. Soy tan beneficiosa para ellas...; tú misma
lo dijiste. Mira lo mejoradas que estaban durante las vacaciones. Sus modales en la
mesa
verdad,y Marie?
sus conversaciones resultabana la
—añadió, dirigiéndose mucho másen refinadas
catalista y distinguidas. ¿No es
busca de apoyo.
—Sí, mi señora —repuso la catalista con una sonrisa.
Había otras dos criaturas en la casa: un niño que conservaría el apellido de la
familia y una niña para deleitar a sus padres, ya de mediana edad. Y aunque ambos eran
muy despiertos, eran pequeños y ninguno había desarrollado demasiada personalidad
todavía. La catalista, que, en aquella modesta familia, hacía las veces de niñera e
institutriz, no ocultaba que Gwen era su favorita.
—Piensa, mamá —continuó Gwen—, qué agradable sería si mis primas se
emparentaran con una de las familias de nuestros amigos. A Sophia le confió su
hermano que el hijo del Maestre del Gremio Reynald, Alfred, le había dicho al día
siguiente de nuestra fiesta que Lilian era «una persona maravillosa». Fueron sus
palabras exactas, mamá. No puedo evitar pensar que, después de una alabanza como
ésa, el compromiso entre ambos no puede estar muy distante.
—¡Mi niña, qué boba que eres! —Lady Rosamund lanzó una carcajada cariñosa y
dio unas palmaditas sobre la blanca mano de su hija—. Bien, si tal acontecimiento tiene
lugar, tus primas tendrán que agradecértelo. Espero que se darán cuenta de ello. No creo
que esté mal que las visites hoy; pero después de esto, no considero correcto que se te
vea en la Ciudad Inferior más de una vez a la semana. Eres una jovencita, no una niña, y
estas cosas son importantes.
—Sí, mamá —aceptó Gwen, más sumisa; había observado la firme expresión de
la boca y el arco de las cejas que indicaban a sirvientes, niños, catalista y esposo que
lady Rosamund había promulgado un edicto y que éste no debía ser desobedecido.
Pero, a los dieciséis años, Gwen no podía mostrarse preocupada durante mucho
tiempo. La semana próxima quedaba muy lejos. Antes tenía que pasar el día de hoy: un
almuerzo con su querido papá, que iba a llevarla a una nueva posada cerca de los
Salones Gremiales; una posada famosa por su chocolate. Luego pasaría el resto del día
con sus primas. Sería un día dedicado al más nuevo y favorito de los pasatiempos de
Gwen: el coqueteo.

La Puerta de la Tierra de Merilon era un lugar de bulliciosa actividad. La enorme


cúpula invisible que guardaba bajo su frágil cáscara los esplendores de Merilon se
alzaba hacia el cielo surgiendo de la Muralla. La cúpula era atravesada por siete Puertas
que facilitaban la entrada a Merilon desde el Exterior; pero seis de aquellas Puertas eran
utilizadas muy raras veces. La mayoría del tiempo, permanecían cerradas mediante
hechizos mágicos. La Puerta de la Muerte y la Puerta de los Espíritus no se utilizaban
nunca porque los Nigromantes ya no estaban allí para tratar con los visitantes de
ultratumba. La Puerta de la Vida estaba reservada para los desfiles victoriosos que
seguían a la guerra, y no se había utilizado durante más de un siglo. En cuanto a la
Puerta de los Druidas, lo único que la atravesaba era el río, ya que los Druidas entraban
ahora por la puerta principal como todo el mundo. La Puerta de los Vientos y la Puerta
de la Tierra canalizaban el comercio entre el mundo interior y el exterior; los Kan-
Hanar —los Guardianes de las Puertas— sólo permitían a los Ariels volar a través de la
Puerta de los Vientos. La Puerta de la Tierra era, por tanto, el único acceso a la ciudad.
Siempre se congregaba una muchedumbre alrededor de la Puerta de la Tierra

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esperando recibir a los amigos y a los parientes o despidiéndolos después de una visita.
Entre los jóvenes de la ciudad estaba de moda pasar al menos una parte del día en aquel
lugar, hablando con la gente, coqueteando y observando a todos los que entraban.
La primera en entrar en la ciudad aquel día fue una Albanara de alto rango
proveniente de una de las regiones más distantes. La mujer había viajado por los
Corredores y por lo tanto
recibir sus familiares de la pareció
Ciudad materializarse
Superior, que en el aire. A en
la esperaban la un
maga la habían
carruaje ido a
de concha
de tortuga tirado por un tronco de cien conejos, todo ello flotando a medio metro del
suelo.
A la noble dama la siguió un grupo de catalistas que venían de El Manantial y se
deslizaron a través de la Puerta de la Tierra en alados carruajes. La muchedumbre se
inclinó respetuosamente ante los sacerdotes; los hombres se quitaron el sombrero, las
mujeres hicieron lindas reverencias, agradeciendo la oportunidad de mostrar sus blancos
pechos y sus tersos cuellos. Acto seguido apareció un humilde comerciante, que
caminaba con dificultades porque el terreno estaba medio helado a causa de la nieve.
Fue recibido con alegría por siete niños ruidosos, cuyas travesuras mientras esperaban a
su padre habían estado volviendo loco al majestuoso Kan-Hanar de guardia. Finalmente
hizo su entrada un grupo de estudiantes universitarios, que regresaban después de haber
pasado unos días de diversión en pleno invierno. No hacían más que entrar y salir por la
Puerta para recoger puñados de nieve que se arrojaban unos a otros y a la multitud.
El Kan-Hanar trataba siempre del mismo modo a todos los que entraban, fueran
nobles de alcurnia o humildes comerciantes. Todo el que llegaba a Merilon se veía
sometido al mismo examen y se le hacían las mismas preguntas. Los Kan-Hanar
pertenecían al Misterio del Aire y por lo tanto se encargaban de la mayoría de los
asuntos relacionados con el transporte en Thimhallan (los Thon-Li, los Amos de los
Corredores, constituían la excepción; eran catalistas, puesto que los Corredores estaban
controlados por la Iglesia). Los magos y archimagos que pertenecían a los Kan-Hanar
servían al estado; eran una división de la guardia doméstica del Emperador. Entre sus
muchas tareas, se encontraba la de cuidar y mantener a los Ariels, seres humanos
dotados de alas por medio de la magia, que eran los mensajeros de Thimhallan. Y
aunque los catalistas guardaban y controlaban los Corredores, era el Kan-Hanar quien
empleaba su Vida mágica para mantenerlos en funcionamiento. No obstante, vigilar las
puertas de la ciudad, no sólo las de Merilon sino las puertas de todas las ciudades-estado
de Thimhallan, era su tarea principal. Se trataba de un cargo de confianza que se
consideraba un honor; únicamente los archimagos —nacidos en noble cuna que habían
alcanzado un puesto de gran categoría después de años de servicio y estudio— podían
convertirse en Guardianes de las Puertas.
El Kan-Hanar
Merilon entrasen en tenía la obligación
Merilon. Además, de
eraasegurarse
su deber de que sólo
separar los quesepertenecían
a quienes les permitea
únicamente penetrar en la Ciudad Inferior de aquellos que pueden, literalmente, elevarse
hasta la Ciudad Superior. Los así designados iban provistos de un amuleto que les
permitía atravesar la invisible barrera mágica que separaba las dos ciudades.
En cuanto a los viajeros que no podían demostrar un motivo válido para estar en
Merilon, eran expulsados de la Puerta sin que importara su rango o posición social. Los
Kan-Hanar eran expertos en estas lides, pero, en caso de producirse alguna dificultad,
recibían la ayuda de varios enlutados Duuk-tsarith, que permanecían ocultos entre las
sombras; silenciosos, discretos y vigilantes.
Aquel día, las Puertas estaban extraordinariamente concurridas, debido en parte a
que
—losla nobleza de las
magos que regiones más
controlaban losalejadas
vientos huía delnubes—
y las riguroso habían
inviernodecretado
que los Sif-Hanar
que era

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necesario para el buen desarrollo de las cosechas en primavera. Gwendolyn y sus


primas, de diecisiete y quince años respectivamente, estaban pasando una tarde muy
divertida, paseando por entre las tiendas y los cafés al aire libre que rodeaban la Puerta,
observando a los que entraban, estudiando sus vestidos y peinados con el ojo crítico de
la juventud, y destrozando los corazones de casi una docena de jóvenes.
Estaba
coqueteos siendo
no se veíanuna tarde particularmente
obstaculizados entretenida
por la presencia para
de Marie. DeGwen, ya Marie
ordinario, que sus
la
hubiera acompañado en una salida en público, como era lo apropiado en una jovencita
soltera; pero aquel día uno de sus hermanitos se había estado comportando de forma
muy «díscola», debido sin duda a la salida de los dientes, y, por lo tanto, Marie era
necesaria en casa para vigilarlo.
En un principio, durante un terrible instante, pareció como si lady Rosamund
fuera a insistir en que su hija se quedara en casa también. Pero un torrente de lágrimas
acompañado de un «pobre papá, se sentirá tan desolado...; lo ha estado planeando
durante tanto tiempo...» había conseguido salir triunfante. Lady Rosamund sentía un
gran cariño por su esposo. La vida de un Maestre del Gremio era muy agotadora, y
nadie mejor que ella sabía lo que le costaba a su esposo mantener su ritmo de vida. El
buen hombre esperaba realmente con anhelo aquel almuerzo con su hija —una nada
frecuente pausa en su ajetreada existencia— y milady no tuvo valor para privarlos, ni a
él ni a Gwen, de aquella oportunidad de estar juntos. Se daba también el caso de que
algunos miembros de la aristocracia permitían a sus hijas que salieran sin compañía, una
señal del nuevo espíritu de libertad tan en boga en aquellos momentos. Lady Rosamund
se dejó convencer, lo que no fue tarea difícil para su encantadora hija, y Gwen salió
rebosante de felicidad, tras haber recibido de Marie Vida suficiente para toda la jornada.
Había sido un día realmente perfecto. Los empleados de la oficina de su padre la
habían admirado. El chocolate había merecido todos los elogios y su padre había
bromeado agradablemente con ella sobre ciertos jóvenes nobles, uno de los cuales
abandonó a un grupo de jóvenes para acercarse a ellos y presentarles sus respetos.
Ahora, ella y sus primas estaban en la Puerta, divirtiéndose entre la multitud y poniendo
en práctica las últimas argucias en el juego entre los sexos.
Las reglas del juego eran las siguientes: cada jovencita llevaba un pequeño ramo
de flores, cogidas en los magníficos jardines tropicales situados en el corazón de la
Ciudad Inferior. Mientras se deslizaba por los senderos aéreos, sus diminutos y pintados
pies, desnudos —el signo de la alta burguesía, que casi nunca se veía obligada a andar y
por lo tanto no precisaba de zapatos—, la joven dejaba caer, como por accidente, su
ramo. Las flores se desparramaban entonces por el suelo, pero el ramo era rescatado por
algún joven, que se lo devolvía a la dama no sin antes hacer aparecer una preciosa flor
que añadía
—Mialseñora
ramo. —dijo un galante joven de la nobleza, recogiendo las flores de
Gwen, que se desparramaban en la fragante brisa primaveral—, este encantador
ramillete no puede perteneceros más que a vos, pues veo reflejado en él el azul de
vuestros ojos, aunque sin tanta brillantez, en los nomeolvides, el oro de vuestros
cabellos en las flores de maíz. Pero falta algo que os agradeceré me permitáis la libertad
de añadir. —Una rosa roja apareció en la mano del muchacho—. Es el corazón del
ramo, tan ardiente como el que palpita por vos en mi pecho.
—Cuán amable sois, señor —murmuró Gwen con los ojos bajos, que mostraron a
la perfección la largura y el espesor de sus pestañas.
Se sonrojó delicadamente y aceptó el ramo, lanzando unas risitas nerviosas
mientras lo contemplaba
camino, haciendo aparecerjunto
rosas aa docenas
sus primas,
aquelaldía
tiempo que el joven
y entregando continuaba
su corazón su
con cada

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una de ellas.
A media tarde, el ramo de Gwen —aunque no tan grande como los ramos que
llevaban otras jóvenes— decía mucho en su favor. Además, lo que verdaderamente
había de tenerse en cuenta es que era mucho mayor que los que llevaban sus menos
agraciadas primas. Las tres flotaban en el aire cerca de la Puerta de la Tierra,
preguntándose
hielo azucarado,si cuando
deberíanlasopuertas
no detenerse en uno
se abrieron deadmitir
para los cafés para
a un tomar
grupo queuna copa del
llegaba de
Exterior.
La apertura de la Puerta hizo que una ráfaga de aire helado se colara en el interior,
contrastando de manera sorprendente con el perfumado calor que emanaba de la mágica
ciudad. Las damas que aguardaban cerca de la Puerta se arrebujaron en sus vestidos
lanzando grititos de horrorizada alegría, mientras que los caballeros lanzaban
juramentos y murmuraban contra los Sif-Hanar. Todos los cuellos se estiraron para ver
quién entraba, ya que se esperaba en cualquier momento la llegada de una princesa de
algún lugar u otro. Pero no se trataba de una princesa; era simplemente un grupo de
jóvenes cubiertos de nieve y un catalista de mediana edad, medio congelado. Tras
echarles una mirada indiferente, la mayoría de la gente volvió a pasear, a dar vueltas en
los carruajes que aguardaban junto a la Puerta y a beber vino en los cafés.
Sin embargo, hubo unos pocos que sí se interesaron por los recién llegados, sobre
todo por los jóvenes, que habían echado hacia atrás las capuchas de sus capas de viaje.
En aquellos momentos estaban en el interior de la Puerta, mirando a su alrededor algo
confusos, mientras la nieve que llevaban en los hombros y las botas empezaba a
derretirse en la cálida atmósfera primaveral.
—¡Pobrecitos! —murmuró Lilian—. Están empapados y tiritando de frío.
—Qué guapos son —cuchicheó Majorie, que tenía quince años y nunca
desperdiciaba una oportunidad de demostrar a las otras dos, mayores que ella, que
también era adulta—. Deben de ser estudiantes de la universidad.
Los tres jóvenes y el catalista ocuparon su lugar en la cola de la Puerta de la
Tierra, mientras las tres muchachas los examinaban con interés. Tenían otros recién
llegados delante. Uno de ellos, una anciana viuda con tres papadas (utilizando su magia
había conseguido reducir a aquel número las cinco que poseía en realidad), discutía en
voz alta con el Kan-Hanar sobre si debía o no tener acceso a la Ciudad Superior.
—Os digo, mi buen señor, ¡que soy la madre del marqués de D'umtour! En cuanto
al hecho de que sus criados no estén aquí para recibirme, puedo aseguraros que no
conozco el motivo, excepto que en estos días es muy difícil obtener un servicio de
calidad. De todas formas, ¡siempre fue un despilfarrador! —soltó, furiosa, sacudiendo
las papadas—. Esperad a que lo vea...

veces Ely Kan-Hanar había oído, desde


escuchaba pacientemente, luego, de
después aquellas
haber mismas
enviadopalabras muchas
a un alado otrasa
Ariel
comprobar si el marqués había «olvidado», realmente, enviar a alguien a escoltar a la
dama hasta la Ciudad Superior.
Los que estaban en la cola, detrás de la viuda, la miraron furiosos e impacientes,
pero no había nada que pudieran hacer. Todos tenían que esperar su turno. Algunos se
paseaban irritados por el aire, otros se repantigaban cómodamente en sus carruajes. Los
tres jóvenes, de pie en el suelo, se quitaron las húmedas capas y siguieron mirando a su
alrededor con curiosidad, contemplando la ciudad y su gente.
Pretendiendo estar interesadas en la ondulante mercancía de un vendedor de cintas
de seda, las jovencitas se detuvieron para admirar el género que se exhibía en una
vistosa carreta situada cerca de la Puerta. En realidad, observaban y escuchaban a los
muchachos.

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—¡En nombre de Almin! —exclamó uno de ellos, rubio y con un rostro franco y
honesto—, ¡esto es precioso, Joram! ¡Nunca pude imaginar algo tan espléndido! ¡Y es
primavera!
Extendió los brazos, con la sorpresa y la admiración reflejadas en su voz y sus
ojos.
—No
Tenía mires de eselargo
el cabello modoy—le reprobó
oscuro, loselojos
compañero
negros aly, que se había
también él, dirigido.
miraba a su
alrededor. Pero si se sentía impresionado por las maravillas de la ciudad, no había
ninguna señal de ello en su orgulloso y severo rostro. El tercer joven, ligeramente más
alto que los otros dos, y que lucía una corta, suave barba, parecía divertido ante las
reacciones de sus amigos. Miró a su alrededor con expresión aburrida, bostezó, se alisó
el bigote y, recostándose en la pared, cerró los ojos. El catalista, húmedo y tembloroso,
se acurrucaba en sus ropas y mantenía la capucha puesta de tal manera que le ocultaba
parte del rostro.
Mirándolos atentamente, Gwen se mofó.
—¡Estudiantes universitarios! —susurró a sus primas—. ¿Con un acento tan
tosco? Mirad al que lo contempla todo boquiabierto como un patán. Es evidente que es
la primera vez que está aquí. Probablemente es la primera vez que está en un lugar
civilizado, a juzgar por su forma de vestir.
Los ojos de Lilian se abrieron de par en par, asustados.
—¡Gwen! ¿Y si fueran bandidos, intentando colarse en nuestra ciudad? Tienen
todo el aspecto, especialmente ese de pelo oscuro.
Gwen examinó al del pelo oscuro durante unos momentos por el rabillo del ojo,
mientras sus manos jugueteaban con una de las cintas de seda.
—Perdonadme, señora —dijo el vendedor—, pero estáis estropeando la
mercancía. Precisamente esas tonalidades son muy difíciles de conjurar, ¿sabéis? Si no
pensáis comprar...
—No, gracias. —Sonrojándose, Gwen soltó la cinta—. Es preciosa, realmente,
pero mi mamá me las hace...
El vendedor se alejó, con el rostro malhumorado, dejando a las muchachas
flotando en el aire, con las cabezas muy juntas y los ojos clavados en los recién
llegados.
—Tienes razón, Lilian —dijo Gwen, tajante—; eso es lo que son: salteadores de
caminos, osados y atrevidos.
—¿Igual que sir Hugo, aquel cuya historia nos contó Marie? —susurró Majorie,
excitada—. El bandido que robó a la doncella del castillo de su padre y se la llevó en su
corcel alado a su tienda del desierto. ¿Recordáis?, la llevó al interior de la tienda y la
arrojó sobre
mientras lascaída
estaba almohadas dealmohadas?
sobre las seda y luego... —Majorie se detuvo—. ¿Qué le hizo
—No lo sé. —Gwen se encogió de hombros, un movimiento que resaltaba la
belleza de aquéllos—. Yo también me lo he preguntado, pero Marie siempre se detiene
en ese punto y regresa al padre de la chica, que llama a sus Señores de la Guerra para
que la rescaten.
—¿Le has preguntado alguna vez sobre lo de las almohadas?
—Una vez lo hice. Pero se enfadó mucho y me envió a la cama —replicó Gwen—
. Rápido, están empezando a mirar hacia aquí. ¡No miréis!
Alzando la vista hacia la Puerta de la Tierra, Gwen se dedicó a estudiar la
estructura de madera con tal atención que parecía como si fuera uno de los Druidas que
le habían
—Sidado
son forma, creándola
bandidos, a partir dedecírselo
¿no deberíamos la madera de siete robles
a alguien? muertos.
—susurró Lilian, mirando

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sumisa a la Puerta.
—¡Oh, Gwen! —exclamó Majorie, apretándole la mano—. ¡El del pelo oscuro te
está mirando!
—¡Chitón! ¡No hagáis caso! —repuso Gwendolyn, ruborizándose y enterrando el
rostro en el ramo de flores.

había Se había arriesgado


tropezado, a echar
casi sin darse una con
cuenta, rápida
su mirada
mirada. alNojoven
era lodemismo
cabellos
queoscuros y se
encontrarse
con los ojos de los demás jóvenes, con sus maliciosas y burlonas miradas. Este joven la
miraba con seriedad, atentamente, atravesando con sus oscuros ojos su juvenil alegría
para tocar algo que estaba muy dentro de ella, algo que dolía con un dolor agudo y
punzante, a la vez agradable y espantoso.
—No, no debemos decírselo a nadie. Debemos dejar de pensar en ellos —dijo
Gwen, nerviosa, ardiéndole el rostro de tal forma que creyó tener fiebre—. Vámonos...
—¡No, espera! —la interrumpió Lilian, sujetando a su prima, que intentaba de
alejarse—. ¡Van a hablar con el Kan-Hanar! ¡Quedémonos y descubramos quiénes son!
—¡No me importa quiénes sean! —soltó Gwen con arrogancia, firmemente
decidida a no mirar a aquel muchacho de cabellos negros.
Pero aunque la rodeaban miles de objetos maravillosos y sorprendentes, todos se
difuminaban en una confusa y revuelta masa de colores. Una y otra vez se sentía
impelida a mirar hacia los ojos oscuros de aquel muchacho de cabellos negros. Cuando,
finalmente, éste se volvió —al llamar su atención el catalista hacia el Kan-Hanar que se
acercaba a ellos— Gwen sintió como si hubiera sido liberada de un hechizo como los
que había oído que utilizaban los Duuk-tsarith para mantener cautivos a sus prisioneros.
—Dad vuestros nombres y el motivo de vuestra visita a la ciudad de Merilon,
Padre —dijo el archimago ceremoniosamente, con una ligera, muy ligera reverencia al
empapado catalista, quien la devolvió con humildad.
El catalista iba vestido con la túnica roja del Catalista Doméstico, pero no llevaba
ningún adorno, lo que indicaba que no servía a ningún miembro de la nobleza.
—Soy el Padre Sar... Dun... Dunstable —tartamudeó el catalista, subiéndole la
sangre por el rostro hasta alcanzar su calva coronilla—. Y ve...
—Sardunstable —le interrumpió el Kan-Hanar, frunciendo el entrecejo,
perplejo—. Ese nombre no me resulta familiar, Padre. ¿De dónde venís?
Los Kan-Hanar, merced a sus bien disciplinadas y fenomenales memorias,
llevaban en su cabeza listas detalladas de todos aquellos que vivían y visitaban sus
ciudades.
—Os pido perdón. —El catalista se sonrojó aún más—. Me habéis entendido mal.
Ha sido culpa mía, estoy seguro. Tar... tartamudeo un poco. El nombre es Dunstable.
Padre —Hummm
Dunstable. —exclamó el Kan-Hanar, mirando al catalista con atención—. Había
un Dunstable que vivía aquí, pero eso fue hace diez años. Era Catalista Doméstico del...
del duque de Manchua, me parece. —En busca de confirmación a sus palabras, miró a
su compañero y éste asintió con la cabeza; el Kan-Hanar volvió su astuta mirada hacia
el catalista—. Pero la familia se fue, tal como he dicho. Marchó a otra región. ¿Por qué
habéis...?
—¡Cielos! ¡Esto empieza a resultar aburrido!
Tras estas exclamaciones, el joven alto de la barba abandonó la pared y caminó
hacia adelante. Hizo un movimiento con la mano, se produjo una repentina ráfaga de
seda color naranja y la capa marrón y las ropas manchadas por el viaje que llevaba se
desvanecieron.
Las exclamaciones de sorpresa de varios espectadores hicieron que más personas

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de las allí presentes se volvieran para mirar. Aquel joven vestía ahora unos largos y
amplios pantalones de seda morada; recogidos en los tobillos, se ablusonaban alrededor
de las piernas, ondeando bajo la brisa. Un fajín de un rojo brillante le rodeaba la delgada
cintura, acompañado de un chaleco también rojo brillante con un ribete dorado. Una
camisa de seda morada —con unas mangas largas y amplias que le cubrían
completamente las manos
completaba el conjunto, cuandoporbajaba
rematado el más los brazos— asombrero
extraordinario juego con
nuncael visto,
pantalón
que
recordaba un enorme buñuelo morado, adornado con una rizada pluma de avestruz de
color rojo.
Risas y murmullos corrieron por entre la multitud, que aumentaba por momentos.
—¿Es él?
—¡Claro que sí! ¡Lo reconocería en cualquier parte!
—¡Ese vestido! Querida, daría cualquier cosa por llevar esos pantalones en el
baile del Emperador de la semana próxima. ¿Dónde encuentra esos colores?
Se oyeron unos aplausos.
—Gracias —dijo el joven, haciendo un gesto negligente con la mano hacia los que
empezaban a reunirse a su alrededor—. Sí, soy yo. He vuelto. —Se llevó los dedos a los
labios y lanzó besos a varias damas acaudaladas sentadas en un carruaje hecho de
pomelo, que reían encantadas y le arrojaban flores—. A esto lo llamo —continuó,
refiriéndose a sus ropas moradas— Bienvenido a casa, Simkin. Podéis ahorraros las
formalidades, buen hombre —dijo, contemplando al Kan-Hanar con aire desdeñoso y
golpeándose ligeramente la nariz con el pañuelo de seda naranja que tenía en la mano—
. ¡Decid simplemente a las autoridades que Simkin ha regresado y que ha traído con él a
su compañía de artistas ambulantes!
Hizo un molinete con el pañuelo e indicó a los dos jóvenes y al catalista (quien
parecía estar a punto de desmayarse de vergüenza), que estaban detrás de él.
La muchedumbre aplaudió aún con más fuerza. Las mujeres se echaron a reír,
tapándose la boca con las manos, los hombres sacudieron la cabeza ante su vestimenta,
pero a la vez bajaron la mirada hacia sus elegantes vestidos o sus pantalones de brocado,
con expresión meditabunda. Al mediodía del día siguiente, aquellos amplios pantalones
de seda los llevaría la mitad de la nobleza de Merilon.
—¿Decir a las autoridades? —repitió el Kan-Hanar, nada intimidado por la
muchedumbre o las extravagancias del joven de los enormes pantalones—. Sí; se lo
notificaré a las personas adecuadas. Podéis estar seguro de ello.
El Kan-Hanar hizo un gesto a las dos figuras vestidas de negro que observaban
desde las sombras y posó una mano sobre un hombro del joven.
—Simkin, quedáis arrestado, en nombre del Emperador.

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2
Bienvenido a casa, Simkin

El Kan-Hanar sujetó a Simkin con fuerza mientras llamaba a los Señores de la


Guerra. Los enlutados Duuk-tsarith flotaron en dirección al joven, haciendo que la
muchedumbre se dispersara ante su llegada como hojas arrastradas por un viento de
tormenta. Ignorando los quedos murmullos de la gente, entre los que se mezclaban a
partes iguales las exclamaciones de sorpresa, de horror y de satisfacción, la mirada de
Gwen pasó de Simkin —que contemplaba fijamente al Kan-Hanar con asombro— a sus
amigos.
De pie, detrás de Simkin, el catalista había pasado del rubor a una palidez mortal y
extendíaenuna
negros un mano
ademánpara
queposarla
era a lasobre
vez uno de losy hombros
protector restrictivo.delElmuchacho de cabellos
otro muchacho, el de
cabellos rubios, posó también una mano sobre un brazo de su amigo, y fue entonces
cuando Gwen advirtió que el muchacho ocultaba la manó detrás de su espalda, por
debajo de la capa.
En Merilon no se utilizaban armas de ninguna clase, porque se consideraban
maquinaciones diabólicas de los seguidores de las Artes Arcanas, el Noveno Misterio:
la Tecnología. La muchacha no había visto nunca una espada, pero las conocía a través
de los cuentos infantiles que su institutriz le había contado sobre épocas pasadas.
Instintivamente, Gwen supo que aquel muchacho llevaba una espada, que él y sus
amigos eran sin duda alguna bandidos y que el joven estaba dispuesto a luchar.
—¡No! —exclamó, poniéndose una mano sobre la boca, mientras con la otra
estrujaba las olvidadas flores.
El joven de pelo oscuro se había vuelto para enfrentarse a los Duuk-tsarith cada
vez más próximos, colocándose de espaldas a Gwen. La fragante brisa primaveral
apartó hacia un lado la capa y la muchacha vio que la mano de él se cerraba en torno a
la empuñadura de la espada y la sacaba lentamente de una funda que envolvía aquel
objeto como si fuera la piel de una serpiente. El arma era oscura y horrenda, por lo que
Gwen deseó cerrar los ojos, horrorizada; pero tenía los ojos secos y ardientes y le era
imposible cerrarlos. No podía dejar de mirar aquella arma y al joven, presa de una
terrible fascinación, sintiendo una sensación de sofoco en el pecho.
Los Duuk-tsarith, libres ahora de la multitud, alargaron los brazos en dirección a
Simkin, y los conjuros estuvieron a punto de brotar de sus labios. No parecían prestar
ninguna atención al joven moreno, que se iba acercando lentamente por detrás de su
amigo.
—¡Por mi honor! —exclamó Simkin—. Debe de haber algún error. Llamadme
cuando lo hayáis aclarado; ¿de acuerdo, amigo?
Se produjo un tenue resplandor en el aire y el Kan-Hanar se encontró mirando a la
Puerta de la Tierra, con la mano descansando sobre el vacío.
Simkin se había esfumado.
—¡Encontradlo! —ordenó innecesariamente, puesto que los Duuk-tsarith ya se
habían puesto en movimiento—. Yo vigilaré a sus amigos.

Los ojos
sorprendente de Gwen, que
acontecimiento, se habían
se dirigieron abierto hacia
al instante desmesuradamente ante aquel
el muchacho moreno. La
desaparición de Simkin aparentemente también lo había sobresaltado. Vaciló sin saber

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si sacar el arma o no. Gwen vio que el catalista lo amonestaba, hablándole con
severidad y posando de nuevo una mano sobre un hombro del muchacho. Justo en el
momento en el que el Kan-Hanar llegaba junto a ellos, el joven volvió a introducir la
espada en el interior de la funda y cubrió ésta precipitadamente con la capa.
Gwen lanzó un estremecido suspiro de alivio, dándose cuenta entonces,
demasiado
correcto en tarde, de que estaba
una doncella. demostrando
Esperando más interés
que sus primas por el observado
no hubieran muchacho eldelrepentino
que era
rubor de sus mejillas, hundió el rostro en el ramo que sostenía.
—¡Eh!, no aprietes tanto —aulló una voz—. Me estás pellizcando.
Gwen lanzó una exclamación y dejó caer las flores a causa del asombro. ¡La voz
había surgido del centro del ramo!
—¡Por la sangre de Almin, criatura! —exclamó, irritada, una de las flores—. ¡No
pretendía que dejaras de sujetarlas del todo! Me he aplastado un pétalo.
Las flores yacían desparramadas por el suelo. Lenta y cautelosamente, Gwendolyn
descendió del aire para arrodillarse junto al ramo, contemplándolo con ojos incrédulos.
Una flor sobresalía de entre la delicada selección de violetas y rosas. Era un tulipán de
un brillante, color morado, con una línea roja en el centro y una pincelada de color
naranja en la parte superior.
—Y bien, ¿me vas a dejar aquí entre toda esta porquería? —preguntó el tulipán,
con un tono de voz que indicaba claramente que se había ofendido.
Tragando saliva, Gwen miró a su alrededor para comprobar si sus primas la
miraban, pero parecían estar totalmente absortas en la contemplación de los Duuk-
tsarith. Los Señores de la Guerra no se habían movido; manteniendo las manos cruzadas
ante ellos y las capuchas ocultándoles el rostro, parecían no estar haciendo nada en
absoluto. Pero Gwendolyn sabía que examinaban mentalmente a cada una de las
personas allí presentes y que lanzaban los largos e invisibles filamentos de su mágica
telaraña, en busca de su presa.
Los ojos puestos en los Señores de la Guerra, Gwen alargó una mano y recogió
delicadamente el purpúreo tulipán.
—¿Simkin? —preguntó, indecisa—. ¿Qué...?
—¡Chisst! ¡Chisst! —siseó el tulipán—. Ha habido un terrible error. Estoy seguro
de ello. ¿Por qué habrían de arrestarme? Bien, hubo aquel incidente con las joyas de la
condesa... ¡Pero estoy seguro de que ya nadie lo recuerda! Todas eran falsas, de todas
formas. Bueno, al menos la mayoría... Si pudiera llegar hasta el Emperador, ¿sabes?,
¡estoy seguro de que lo solucionaría todo! Además, están también mis amigos. —El
tulipán adoptó un aire de importancia—. ¿Eres capaz de guardar un secreto, niña?
—Bueno, yo...
Gwen se quedó
—¡Chitón! mirando
Se trata al tulipán moreno.
del muchacho con perplejidad.
Es de familia noble. Su padre murió y
le dejó al chico una fortuna. Pero tiene un tío malvado, que hizo secuestrar al muchacho.
Ha estado prisionero de los gigantes. Yo lo rescaté. Ahora regresa para denunciar al tío
y reclamar la herencia.
—¿De veras? —Gwen alzó la mirada para contemplar al joven de los cabellos
oscuros por encima de los pétalos de la flor—. Lo suponía —dijo.
—¡Eso es! —exclamó el tulipán—. ¿Cómo no se me había ocurrido? ¡El malvado
tío está detrás de todo esto! Se enteró de que regresábamos. Debiera de haberlo
supuesto. Me hace detener para quitarme de en medio. ¡Qué pena! —exclamó la flor,
desilusionada—. Ahora ya no recurrirá al secuestro. Será un asesinato esta vez.

hacer!—¡Oh, santo cielo! —musitó Gwen, asustada—. ¡Debe de haber algo que puedas

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—Me temo que no, a menos que tú quisieras... Pero no, no podría pedírtelo. —El
tulipán dejó escapar un sonoro suspiro—. Estoy condenado a vivir en un florero. Y en
cuanto a mi amigo, irá a parar al fondo del río...
—¡Oh, no! Ayudaré, si realmente crees que puedo —titubeó Gwen.
—Muy bien —respondió el tulipán con fingida desgana—. Odio tener que
involucrarte;
hacia allí comoperoquien
verás, no
encantadora
quiere la criatura,
cosa y, estaba pensando
fingiendo que si
no darte tú te encaminaras
cuenta de que está
sucediendo algo fuera de lo normal, cogieras al querido catalista por el brazo, podrías
decirle, con toda naturalidad: «¡Padre Dunstable! Siento muchísimo llegar tarde. ¡Papá
y mamá lo esperan en casa!». Entonces, con toda tranquilidad, te lo llevas de aquí.
—¿Me lo llevo adónde? —preguntó Gwen, confundida.
—¿Cómo adónde?, a casa, desde luego —replicó el tulipán, flemático—. Supongo
que tendrás bastantes habitaciones para nosotros. Preferiría una habitación para mí solo,
pero si es necesario, la compartiré, aunque no con el catalista. ¡No puedes imaginarte
cómo ronca!
—Quieres decir... ¡llevaros a todos... a mi casa!
—¡Desde luego! Y debes hacerlo rápidamente. ¡Antes de que ese desdichado
catalista diga algo que nos pierda a todos! El pobre hombre no es demasiado listo...
—¡Pero no puedo! Antes debería consultarlo con mamá y papá. ¿Qué dirían...?
—¿Si llevaras a Simkin a tu casa? ¿Simkin, el niño mimado de la corte? Querida
mía —continuó el tulipán con un tono de aburrimiento—, ¡podría alojarme en las casas
de veinte príncipes, sin ningún problema! Y ello sin mencionar a los duques, los condes
y los barones que se han arrodillado literalmente ante mí para rogarme que acceda a ser
su invitado. El conde de Essac se quedó anonadado cuando le contesté que no. Amenazó
con matarse. Pero la verdad es que veinte pequineses ladran, ¿sabes?, y también
muerden los tobillos de la gente. —El tulipán agitó una hoja—. Además, puedo
presentarte en la corte, una vez que este pequeño asunto se haya solucionado.
—¡En la corte! —repitió Gwen en voz baja.
A su mente acudieron imágenes del Palacio de Cristal. Se vio a sí misma siendo
presentada a Su Alteza Real, haciendo una reverencia, con una mano posada en el fuerte
brazo del muchacho de cabellos oscuros.
—¡Lo haré! —exclamó con repentina convicción.
—¡Encantadora criatura! —respondió la flor con voz sincera—. Ahora llévame
contigo. No te preocupes por los Duuk-tsarith. Nunca descubrirán este disfraz. Aunque
creo que mejoraría el efecto general si me llevaras en el pecho...
—En mi... ¿qué? ¡Oh... no! —murmuró Gwen ruborizándose—. No lo creo yo
así...
Puso el tulipán entre las otras flores y recogió apresuradamente del suelo el resto
del ramo.
—Ah, qué le vamos a hacer —reflexionó el tulipán filosóficamente—, no puede
uno conquistarlas a todas, como dijo el barón Baumgarten cuando su esposa se fugó con
el profesor de croquet..., un juego que le gustaba mucho al barón.

—Voy a preguntároslo de nuevo. ¿Cuáles son vuestros nombres y qué estáis


haciendo en Merilon? —El Kan-Hanar los miró con suspicacia.
—Y yo voy a deciros de nuevo, señor —respondió Joram con la voz tensa por el
visible esfuerzo que le estaba costando controlar su temperamento—, que éste es el
Padre Dunstable, ése es Mosiah y yo me llamo Joram. Somos ilusionistas, actores
ambulantes, que nos encontramos con Simkin por casualidad. Decidimos formar una
compañía y estamos aquí atendiendo a una invitación de uno de los mecenas de

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Simkin...
Saryon inclinó la cabeza, intentando desesperadamente no oír la explicación de
Joram. Ésta era la historia que había sugerido el príncipe Garald y que en su momento
había parecido plausible. Los que nacen en el Misterio de las Sombras forman parte, en
general, de una sociedad sin clasificar. Son los artistas de Thimhallan, que viajan sin
cesar
Merilonpor entraban
todo el mundo para divertir
ilusionistas al pueblo con
constantemente, sus habilidades
porque y su talento.
sus habilidades eran muyEn
solicitadas por la nobleza.
Pero aquélla era la tercera vez que Joram había contado su historia al Kan-Hanar
y resultaba evidente, al menos para Saryon, que el hombre no se creía ni una sola
palabra.
«Se acabó», se dijo Saryon, desesperanzado.
El terrible secreto que llevaba con él lo había afectado tanto, que estaba
convencido de que debía ser perfectamente visible para todos los que lo miraran,
marcado quizás en su frente como el sello del Gremio sobre una mantequera de plata.
Cuando el Kan-Hanar arrestó a Simkin, el catalista llegó inmediatamente a la
conclusión de que Vanya los había capturado. Evitó que Joram utilizara la Espada
Arcana para defenderlos, más porque temía por la vida del muchacho que por miedo a
que los descubrieran. Para Saryon, el fin había llegado, y tenía la intención, dentro de
pocos segundos, de aconsejar a Joram que le contase la verdad al Kan-Hanar. Con una
especie de melancólico alivio, el catalista se estaba diciendo que todos sus amargos
sufrimientos terminarían pronto, cuando sintió el suave contacto de una mano sobre su
brazo.
Se volvió y se encontró frente a una muchacha de unos dieciséis o diecisiete años
(Saryon no solía acertar al calcular la edad de las muchachas) que lo saludaba como si
se tratara de un pariente al que hacía tiempo que no veía.
—¡Padre Dunstable! ¡Qué bien que os he encontrado! Os ruego que aceptéis mis
disculpas por llegar tan tarde. Espero que no estéis enojado, pero era una tarde tan
hermosa que mis primas y yo hemos permanecido demasiado tiempo en la Arboleda.
¿Veis qué hermoso ramo he reunido? Encantador, ¿verdad? Tomad esta flor, Padre, que
he cogido especialmente para vos.
Con gran naturalidad, la muchacha le tendió una flor. Un tulipán, observó Saryon,
mirándolo con perplejidad. Justo en el momento en que iba a cogerlo, el catalista se dio
cuenta de que se trataba de un tulipán de color morado; un tulipán de un brillante color
morado... con una banda roja y una pincelada de color naranja...
Cerrando los ojos lentamente, Saryon dejó escapar un hondo y prolongado
gemido.

—De modo que según tú, Gwendolyn de la Casa de los Samuels, estos...
caballeros son invitados de tu padre. —El Kan-Hanar contempló a Joram y a Mosiah
con expresión de duda.
Después de que Gwendolyn contara su historia a los centinelas de la Puerta, el
Kan-Hanar los había conducido a todos ellos a una de las torres de guardia. Construida
mágicamente junto a la Puerta de la Tierra, la función principal de la torre era la de
servir de cobijo a los Kan-Hanar, facilitándoles un lugar donde pudieran descansar en
aquellos momentos en los que no había movimiento en la Puerta. En la torre guardaban
el material que pudieran necesitar para el cumplimiento de su deber. Se utilizaba muy
pocas veces para interrogar a los que solicitaban acceso a Merilon, porque estos asuntos
se trataban generalmente en la misma Puerta y con suma rapidez. Pero, a causa de la
teatral llegada de Simkin y de su aún más teatral desaparición, el Kan-Hanar se había

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encontrado con que la multitud empezaba a tomarse demasiado interés por lo que estaba
sucediendo, y, por lo tanto, había hecho entrar a todo el mundo en la torre, una pequeña
habitación hexagonal que no había sido diseñada precisamente para acomodar a seis
personas y un tulipán.
—Sí, desde luego —replicó la joven, jugueteando con las flores que llevaba en la
mano.Acariciándose la mejilla con una de las flores, Gwen contempló al archimago por
encima de los pétalos con una coquetería que aquél encontró encantadora. El centinela
no reparó en que una de las flores era un tulipán de un aspecto poco usual, ni en que en
el parlamento de la joven hubo muchas pausas y vacilaciones. Por el contrario, atribuyó
aquello a una modestia que consideraba muy apropiada y favorecedora en una jovencita.
Pero Saryon se dio cuenta de la auténtica razón: ¡a la joven se le estaba dictando
lo que debía decir, y se lo estaba dictando un tulipán! El catalista no podía hacer otra
cosa que preguntarse, desfallecido, si aquello iba a servir de ayuda o simplemente
aumentaría la lista de los crímenes cometidos por el grupo. No había nada que pudiera
hacer ahora, excepto representar su papel y confiar en que Simkin y la chica
representarían el suyo.
En cuanto a Joram y a Mosiah, Saryon no tenía ni idea de si se habían dado cuenta
de lo que estaba pasando o no. El Kan-Hanar los vigilaba de cerca, por lo que el
catalista no se atrevía a hacerles ninguna señal. Sin embargo, sí se arriesgó a echarles
una mirada y se quedó un poco sorprendido al ver que los ojos de Joram estaban
clavados en la muchacha con tal ardiente intensidad que el catalista deseó que ella no se
diera cuenta. Tan ardiente y franca admiración podría asustarla y confundirla.
Al advertir la expresión de Joram, Saryon comprendió que podría toparse con una
nueva serie de problemas. Aunque perder el corazón no entraba exactamente en la
misma categoría que perder la vida, el catalista recordó sus años de juventud torturada y
soñadora y dejó escapar un suspiro de desesperación. Como si no tuvieran ya suficientes
problemas...
—Veréis, señor —explicaba Gwendolyn en aquellos momentos, acariciándose
pensativamente el enjoyado lóbulo de la oreja con los pétalos del tulipán—, Simkin y
mi padre, lord Samuels, el Maestre del Gremio... ¿Lo conocéis?
Sí, el Kan-Hanar conocía a su condecorado padre y así lo indicó con una
inclinación de cabeza.
Gwen sonrió con dulzura.
—Simkin y mi padre son amigos desde hace mucho tiempo —aquello hubiera
resultado toda una novedad para lord Samuels— y por lo tanto cuando Simkin y su...
su... —hizo una pausa— com... compañía de... —otra pausa— jóvenes actores le dieron
a conocer
nuestra su intención de... de... actuar en Merilon, mi padre los invitó a alojarse en
casa.
El Kan-Hanar pareció dudar todavía, pero no de la historia de la joven. Simkin
era bien conocido y querido en Merilon. A menudo se alojaba en las mejores casas; en
realidad, lo sorprendente era que consintiera en alojarse en la relativamente humilde
vivienda de un Maestre del Gremio. Lord Samuels y su familia gozaban de una buena
reputación, durante varias generaciones habían habitado en Merilon, prácticamente
desde su fundación, sin que el más mínimo rumor de escándalo hubiera estado ligado a
su nombre. El Kan-Hanar estaba en realidad pensando cómo hacer frente a aquella
situación tan molesta sin trastornar a lord Samuels o a su deliciosa hija.
—La verdad es que —empezó a decir de mala gana el Kan-Hanar, consciente de
que aquellos
—¡No!azules e inocentes
—exclamó Gwen,ojos estaban clavados
horrorizada en él— Simkin está bajo arresto...
y sorprendida.

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—Bueno —se corrigió el Kan-Hanar—, estaría bajo arresto si estuviera aquí. Pero
escap... Quiero decir, marchó de forma bastante repentina...
—Estoy segura de que debe de haber algún error —dijo la muchacha, agitando,
indignada, sus dorados rizos—. Sin duda, Simkin podrá explicarlo todo.
—Estoy seguro —murmuró el Kan-Hanar.

mano —Entretanto
con suavidad —continuó
sobre uno deGwen, dandoa un
sus brazos, pasodehacia
modo el hombre
súplica—, y poniendo
papá está unaa
esperando
estos caballeros, sobre todo al Padre Dungstable...
—Dunstable —la corrigió el catalista débilmente.
—... Un antiguo amigo de nuestra familia, al que no veíamos desde hace muchos
años. De hecho... —Gwendolyn se volvió para mirar al catalista—, yo era una niña
cuando me visteis por última vez, ¿no es así, Padre? Apostaría a que no me
reconocisteis.
—Eso..., eso es verdad —tartamudeó Saryon—. No lo hice.
Se daba cuenta de que la muchacha disfrutaba con la osadía que requería aquella
empresa, sin que se imaginara siquiera el peligro que estaba corriendo. La joven se
volvió hacia el Kan-Hanar con una sonrisa. Saryon, cuyo corazón le latía aterrorizado,
miró al otro lado de la puerta y vio a los dos Duuk-tsarith conferenciando en voz muy
baja entre ellos cerca de la Puerta, casi tocándose con las negras capuchas.
—El catalista y estos caballeros —explicó Gwen, lanzando una mirada en
apariencia indiferente tanto a Mosiah como a Joram— están helados, mojados y
cansados del viaje. Estoy segura de que no habrá nada malo en llevarlos a mi casa.
Después de todo, sabréis dónde encontrarlos, si fuera necesario.
Aquello le pareció una buena idea al Kan-Hanar. Dirigiendo la mirada a través de
la Puerta, la posó en los Duuk-tsarith; la apartó luego de los Señores de la Guerra para
posarla en la hilera de personas que esperaban que se les concediera permiso para entrar
en la ciudad. Era el momento del día en el que tenían más trabajo. La fila era cada vez
más larga, la gente empezaba a impacientarse y su compañero parecía exhausto.
—Muy bien —replicó el Kan-Hanar de repente—; os concederé pases para la
Ciudad Superior, pero son pases restringidos. Estos caballeros —miró con expresión
hosca a Mosiah y a Joram— sólo podrán salir de la casa en compañía de vuestro padre.
—¿O de cualquier otro miembro de la familia? —preguntó Gwen con dulzura.
—O de cualquier otro miembro de la familia —musitó el Kan-Hanar, anotando
apresuradamente aquellas condiciones en los rollos de pergamino que estaba rellenando.
Mientras el Kan-Hanar se enfrascaba en su tarea, el catalista se apoyó fatigado en
una pared y los ojos azules de Gwen se dirigieron hacia Joram. Era la inocente mirada
coqueta de una jovencita que jugaba a ser mujer; pero cayó presa de unos severos ojos
oscuros, atrapada
Gwen estabaporacostumbrada
los ojos de una hombre
repartir que nada sabía
su afecto de tales juegos.
y su encanto entre los hombres y
ver cómo le era devuelto por ellos. Por ello se sobresaltó al sentir que aquel afecto era
absorbido de repente por el frío pozo de un alma indiferente y hambrienta.
Resultaba desconcertante, aterrador incluso. Aquellos ojos oscuros la estaban
absorbiendo. Tenía que liberarse de ellos o perder algo de sí misma, aunque no sabía
muy bien lo que aquello podría representar. No podía apartar los ojos; era una sensación
aterradora, pero emocionante al mismo tiempo.
No obstante, ¡era evidente que el muchacho no iba a dejar de mirarla! Aquello
empezaba a resultar intolerable. Lo único en lo que Gwen pudo pensar fue en dejar caer
su ramo de flores. No lo hizo por coquetería. Ni tan sólo pensó en ello. Inclinarse para
recogerlo
la molestalemirada
daría ladeoportunidad de recuperar
aquel atrevido joven. Noelobstante,
dominio eldedestino
sí misma
no yquiso
apartar
quedefuese
ella

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así.
Otra persona se inclinó también para recoger las flores, y Gwen sólo logró
encontrarse aún más cerca que antes del muchacho. Ambos hicieron a la vez el gesto de
tomar el tulipán, que, mostrando un comportamiento impropio de una flor, enroscaba las
hojas y agitaba los pétalos de tal manera que parecía como si se estuviera riendo.

allí un—Permitidme,
instante. señora —dijo Joram, rozando con su mano la de ella y dejándola
—Gracias, caballero —murmuró Gwen.
Pero la muchacha apartó la mano con rapidez como si se hubiera quemado y se
elevó precipitadamente en el aire.
Joram se puso en pie y, con expresión grave, le entregó todas las flores, excepto el
tulipán.
—Con vuestro permiso, señora —pidió con una voz que, en la alborotada mente
de Gwen, era tan profunda como sus ojos—. Conservaré ésta como recuerdo de nuestro
encuentro.
¿Sabía él quién era el tulipán? Incapaz de decir nada, Gwen farfulló algo
incoherente acerca de que se sentía «halagada», mientras contemplaba cómo el
muchacho tomaba el tulipán, alisaba los pétalos con la mano —una mano tan
extraordinaria, observó Gwen, fuerte y encallecida, y sin embargo de dedos largos y
delicados— e introducía la flor en un bolsillo bajo su capa.
Casi convencida de que había oído un ahogado chillido de rabia antes de que el
tulipán quedara sepultado bajo la sofocante tela, la joven se encontró pensando en cómo
sería sentirse apretada contra el pecho del muchacho. Se ruborizó muy sofocada y se
volvió de espaldas, sin recordar los pases para la Ciudad Superior hasta que el Kan-
Hanar se los puso, por fin, en la mano. Gwen se esforzó entonces por concentrarse en lo
que aquél estaba diciendo.
—Vos no necesitaréis un pase, Padre Dunstable, puesto que tenéis dispensa para
visitar la Catedral. Las restricciones tampoco se os aplican. Podéis ir a donde queráis.
Estoy seguro de que desearéis dar a conocer vuestra presencia a los de vuestra Orden lo
antes posible.
Era una sutil indirecta, para advertir al catalista que se presentara en la Catedral
inmediatamente.
Saryon inclinó la cabeza con humildad.
—Que Almin os depare un buen día, archimago —deseó.
—Y también a vos, Padre Dunstable —repuso el Kan-Hanar.
Pasó la mirada sobre Joram y Mosiah como si no existieran, y salió velozmente de
la habitación hexagonal de la torre para entrevistar al siguiente de la fila.
Por centinela
torre del suerte para
y laGwen, sus primas
ayudaron se de
a apartar apoderaron
su mente de
losella en cuantopensamientos
inquietantes abandonó la
sobre el muchacho de cabellos oscuros; pero su corazón parecía latir al ritmo de las
pisadas que podía oír con toda claridad a su espalda.
—Si... si me excusáis, Padre Dunstable —dijo Gwen volviéndose hacia el catalista
e ignorando a sus jóvenes acompañantes—. Tengo que contar... explicar... todo esto a
mis primas. Pero podréis refrescaros en aquella taberna, si lo deseáis, porque es muy
acogedora. No tardaré.
Sin detenerse a esperar una respuesta, Gwen se alejó a toda prisa, arrastrando a
sus excitadas primas con ella.
—¿Qué dirá tu madre? —jadeó Lilian cuando hubo oído la parte de la historia que
Gwen—¡Cielos!
se sintió capaz
¿Quédedirá
contar.
mamá?

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Gwen no había reparado en aquello. ¡Entrar de repente por la puerta, flotando,


acompañada de invitados! ¡Y unos invitados de tan extraña naturaleza!
Lilian y Majorie fueron enviadas con toda rapidez a la Ciudad Superior para llevar
la noticia de que el renombrado Simkin iba a honrar el domicilio de los Samuels con su
presencia. Gwen esperaba con fervor que la noticia de su arresto y desaparición no
hubiera llegadopara
Luego, a oídos
dar detiempo
sus padres.
a lady Rosamund de ordenar que se aireasen las
habitaciones de los invitados, informar a la cocinera y enviar a un criado a poner en
conocimiento de lord Samuels el honor que se le reservaba, Gwen regresó a la taberna y
se ofreció para mostrar a sus invitados las maravillas de la ciudad.
El catalista mostró cierta reticencia, pero los jóvenes aceptaron con una ilusión
que Gwen encontró encantadora. Obviamente, aquél era su primer viaje a Merilon y
Gwen descubrió que estaba ansiosa por mostrarles sus bellezas. Elevándose en el aire,
los aguardó, esperando que se reuniesen con ella. Pero al comprobar que no la seguían,
miró hacia el suelo y vio que se miraban entre ellos, confusos. Recordó entonces que
habían ido andando a todas partes y comprendió que debían de estar cansados a causa
del viaje, demasiado cansados para malgastar sus energías en magia...
—Alquilaré un carruaje —ofreció, antes de que ninguno pudiera decir una
palabra.
Agitó una de sus blancas manos e hizo una señal a una cáscara de huevo dorada y
azul, tirada por petirrojos. Éstos volaron hacia ellos, y todos se montaron en la cáscara
de huevo. Con gran embarazo por su parte, Gwen descubrió que Joram había
conseguido situarse a su lado para ayudarla a subir al carruaje.
La muchacha ordenó al cochero que los sacara de las tiendas y los tenderetes que
habían surgido alrededor de la Puerta de la Tierra como un círculo de hongos mágicos.
Más de un habitante de Merilon los miró al pasar, la mayoría señalándolos como los
amigos de Simkin y riendo alegremente. Abandonaron la zona de la Puerta de la Tierra
y pasaron junto a los jardines tropicales, donde admiraron las flores que no crecían en
ningún otro lugar de Thimhallan. Los árboles encantados del Paseo de las Artes
cantaban a coro, y alzaron las ramas cuando el carruaje pasó volando por debajo de
ellos, mientras una unidad de la Guardia Imperial, montada en caballitos de mar, se
balanceaba en el aire en perfecta armonía.
En la Arboleda hubieran permanecido durante horas, pero el sol de la tarde se
estaba acercando al punto designado por los Sif-Hanar como el anochecer. Era hora de
dirigirse a casa. A una orden de Gwen, el carruaje se unió a otros que subían por los
aires, describiendo círculos hasta alcanzar el rocoso pedestal de la Ciudad Superior.
Sentada en el carruaje frente a los dos jóvenes, Gwen pensaba en lo rápido que
había pasado
Merilon el tiempo.
reflejadas en losSe
ojoshubiera
de susquedado
invitados,eternamente
sobre todo allí.
en losAloscuros
ver las ojos
maravillas
de uno de
de
ellos, le parecía estar viendo la ciudad por vez primera y no recordaba haberse dado
cuenta con anterioridad de lo hermosa que era.
¿Y qué pensaban sus invitados?
Mosiah parecía envuelto en un hechizo. Señalaba boquiabierto todo aquel
esplendor con una ingenuidad y un asombro infantiles que hacían que se rieran de él
todos los que los observaban.
Saryon ni siquiera veía la ciudad. Permanecía absorto en sus pensamientos. Todas
aquellas cosas fabulosas llevaban a su memoria amargos recuerdos, que hacían más
pesado su secreto.

vividos¿Ydetalles
Joram?durante
Por fincada
veía una
la ciudad
de lascuyas
nochesmaravillas había descrito
de su infancia. Pero no su madre con tana
la contemplaba

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través de la mirada casi demente de Anja. La primera visión que Joram tenía de Merilon
le llegaba a través de unos inocentes ojos azules y una neblina de finos y áureos
cabellos. La belleza de Gwen le estremecía el corazón.

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3
El hogar del Maestre del Gremio

—Mamá —dijo Gwen—, te presento al Padre Dunstable.


—Padre... —Lady Rosamund ofreció al catalista la punta de los dedos, mientras
hacía una ligera reverencia.
El catalista le devolvió el saludo con una inclinación de cabeza y murmuró unas
palabras de agradecimiento por la hospitalidad de milady que milady le devolvió
cordial, aunque con cierta vaguedad, los ojos clavados expectantes en la puerta que
había detrás de él.
Lady Rosamund había recibido a sus invitados en el jardín del patio delantero de
la casa
con como
razón, eraun
lucía costumbre
hermoso en Merilon.
macizo En el jardín,
de helechos del que milady estaba orgullosa, y
y rosales.
—Éste es Mosiah y... y este otro se llama Joram —continuó Gwen, enrojeciendo.
Captó una ahogada risita de sus primas, que se hallaban algo más atrás. La
muchacha intentó entonces aparentar que no se había dado cuenta de que el nombre del
muchacho había sonado en sus labios como un canto de alegría. Una madre astuta y que
adoraba a su hija como lady Rosamund hubiera observado aquel rubor y adivinado la
verdad en el mismo instante en el que su hija le presentaba al muchacho. Pero lady
Rosamund estaba nerviosa y algo inquieta.
—Caballeros —dijo, ofreciendo su mano a cada uno de ellos y mirando en
dirección a la verja de entrada—. Pero ¿dónde está Simkin? —preguntó al ver que el
tiempo transcurría y no entraba nadie más.
—Lady Rosamund —intervino Joram—, os agradecemos vuestra hospitalidad. Y
nos gustaría que aceptaseis este obsequio como muestra de nuestra gratitud.
Diciendo esto, Joram sacó el tulipán, algo aplastado, de debajo de su túnica y se lo
entregó a la anfitriona.
La dama frunció las cejas y crispó los labios, como si sospechara que era objeto
de alguna broma. Tendió entonces una mano para tomar el tulipán...
...Y tocó la amplia manga de seda morada de Simkin.
—¡Almin misericordioso! —gritó, retrocediendo, sobresaltada. Luego añadió—:
Os pido perdón, Padre, por la blasfemia.
Y enrojeció casi tanto como su hija.
—Ha sido una reacción muy comprensible, querida señora —disculpó Saryon con
voz solemne.
Miró a Simkin, que se tambaleaba por el jardín, respirando fatigado y
abanicándose con el pañuelo de seda naranja.
—¡Por la sangre de Almin! Querido muchacho —exclamó, volviéndose hacia
Joram—, es necesario un baño. ¡Vaya! —posó una mano sobre su frente, mientras ponía
los ojos en blanco, y terminó—: Me siento mareado.
—¡Pobrecito! —exclamó lady Rosamund, haciendo formar a la servidumbre con
una mirada.
Con voz tranquila y pausada, milady dio instrucciones y dirigió los movimientos

de la tropala doméstica
mostraba más tiernacon
de la
lasautoridad de un Señor
preocupaciones de la Guerra.
por Simkin, Al un
que tenía mismo tiempo,
aspecto más
marchito en su forma humana del que había tenido como flor. Llamando a los más

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fuertes de sus Magos Servidores, milady les ordenó que acompañaran a Simkin al
interior, al mejor salón de la parte delantera de la casa. Con un gesto de la mano, hizo
que un diván se situara rápidamente junto a Simkin; éste se dejó caer sobre el diván.
—Marie —ordenó lady Rosamund—, conjura las hierbas reconstituyentes...
—Gracias, querida —expresó Simkin con voz débil, arrugando la nariz ante el
olor del té—,mirada
una patética pero sólo el coñac
a lady puede curarme
Rosamund—. este sobresalto.
¡Si supierais ¡Ah, señora!
por qué terrible prueba —Dirigió
he tenido
que pasar! ¡Ah, oye! —llamó a la criada—. Trae el Uva del Año de la Helada, ¿quieres,
querida? ¿Que es de las viñas del duque d'Montaigne? ¿Y únicamente tenéis la
producción doméstica? Bien, supongo que servirá.
La doncella reapareció con un recipiente lleno de coñac. Recostando la cabeza
sobre los almohadones de seda del diván, Simkin dejó que Marie le acercara una copa a
los labios y bebió un sorbo.
—Con eso basta —dijo Marie apartando la copa.
—Sólo un poquitín más, querida...
Tomando la copa, Simkin se sentó y la vació de un trago; se dejó caer luego sobre
los almohadones, exhausto.
—¿Podría tomar otra más, querida? —preguntó en un tono de voz que, a juzgar
por su debilidad, podría muy bien haber estado dictando sus últimas voluntades a Marie
para que ésta redactara el testamento de Simkin.
La catalista acudió con otra copa de coñac mientras lady Rosamund ordenaba a
una silla que se acercara. A un gesto suyo, una silla flotó por los aires para detenerse
cerca del diván donde yacía el joven.
—¿Qué quieres decir, Simkin? ¿Por qué terrible prueba has tenido que pasar?
Simkin le sujetó la mano.
—Mi querida señora —dijo—; hoy... —hizo una dramática pausa— ¡parece
increíble, pero he sido arrestado!
Se cubrió el rostro con el pañuelo de seda naranja.
—Bendito sea Al... Cielos —balbució lady Rosamund, desconcertada.
Simkin apartó el pañuelo del rostro.
—¡Ha sido un terrible error! Pero jamás en mi vida me había sentido tan
humillado. ¡Y ahora soy un fugitivo, un vulgar criminal!
Abatió la cabeza, poseído por la desesperación.
—¿Un vulgar criminal? —repitió lady Rosamund con una voz que se había vuelto
fría de repente, dirigiendo la mirada a los sencillos vestidos de Mosiah y Joram y
posándose incluso, por un instante, en la nada adornada túnica del catalista—. Alfred —
ordenó a uno de sus criados, hablando rápidamente en voz baja—, ve a las Tres
Hermanas
—Soisy dile
muya lord Samuels
amable, queos
señora, regrese a casa —dijo
lo aseguro inmediatamente...
Simkin, incorporándose sobre
sus brazos temblorosos—, pero dudo muy seriamente que Su Señoría pueda hacer algo.
Después de todo, no es más que un mero Maestre del Gremio.
El rostro de lady Rosamund se tornó extremadamente gélido.
—Mi señor —empezó—, no...
—... va a serme de ninguna ayuda, me temo, querida —repuso Simkin con un
suspiro. Echándose hacia atrás de nuevo, dobló el pañuelo naranja y se lo colocó
cuidadosamente sobre la frente—. No, lady Rosamund —continuó antes de que ella
pudiera replicar—, si Alfred ha de salir, enviadle a ver al Emperador. Estoy seguro de
que todo esto podrá aclararse.
—¡A... a ver—dijo
—Sí, claro al Emperador!
Simkin con un tono de irritación en la voz—. Supongo que

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Alfred tiene acceso al Palacio Real.


La gélida expresión de lady Rosamund se derritió en su febril turbación.
—Bien, si he de ser franca..., la verdad es que nosotros nunca..., quiero decir que
se celebró la ceremonia en la que se concedió el título, pero eso fue...
—¿Qué? ¿Sin acceso al Palacio? ¡Increíble! —murmuró Simkin, cerrando los
ojos, poseído
Durantepor la desesperación
aquel más absoluta.
intercambio verbal, Mosiah y Saryon habían permanecido en un
rincón sintiéndose extremadamente incómodos, olvidados y totalmente fuera de lugar.
Mosiah se sentía intimidado por lo que había visto de aquella ciudad encantada y de su
gente, que parecían estar tan por encima de él en aspecto, cultura y educación que bien
podrían haber sido ángeles celestiales. No pertenecía a aquel ambiente. No se lo quería
allí. Gwen y sus primas sonreían cada vez que él hablaba. Bien educadas como eran, las
muchachas intentaban disimular su hilaridad ante su rústica forma de expresarse; pero
sin demasiado éxito.
—Teníais razón, Padre —le susurró a Saryon aprovechando que todo el mundo
estaba pendiente de la farsa de Simkin—. Hemos sido unos estúpidos al venir a Merilon.
¡Vayámonos, ahora mismo!
—Eso no es tan fácil, muchacho —suspiró Saryon, sacudiendo la cabeza—. Los
Kan-Hanar deben dar su permiso a los que quieren abandonar la ciudad a través de la
Puerta de la Tierra como se lo dan a los que entran. No se nos permitiría salir ahora.
Hemos de intentar sobrevivir a esto.
—¿Sobrevivir? —repitió Mosiah, creyendo que Saryon estaba bromeando. Pero
entonces se fijó en el rostro del catalista—. Lo decís en serio.
—El príncipe Garald dijo que sería peligroso —respondió Saryon con voz
grave—. ¿No le creíste?
—No —musitó Mosiah, mirando a Simkin con mirada azorada—. Creí que estaba
exagerando. ¡Pero no supuse que pudiera ser... tan... diferente! ¡Somos forasteros!
Algunos de nosotros, por lo menos —añadió en voz baja, lanzando una mirada a Joram.
Mosiah sacudió la cabeza—. ¿Cómo lo consigue, Padre? ¡Parece parte de todo esto,
como si perteneciera a este lugar! ¡Incluso más que Simkin! Ese idiota es sólo un
juguete. Lo sabe y disfruta con la atención que consigue. Pero Joram... —Mosiah hizo
un gesto con la mano, indeciso— posee todo lo que tiene esta gente: gracia, belleza —
su voz se apagó, abatida.
«Sí —pensó Saryon, mirando a Joram—. Pertenece a este lugar...»
El muchacho permanecía de pie a cierta distancia de donde estaban Mosiah y
Saryon acurrucados cerca de la pared. La separación no había sido intencionada, pero
era como si, también él, notara la diferencia que existía entre ellos. Manteniendo la
cabeza
en orgullosamente
los labios, echadacompartieran
como si ambos hacia atrás, contemplaba a Simkin
una broma hecha condeluna
al resto media sonrisa
mundo.
«Está en su casa ahora, y lo sabe —comprendió Saryon sintiendo una punzada de
pena—. ¿Belleza? Jamás lo hubiera dicho de él, con lo frío, resentido y reservado que
es. Sin embargo, miradlo ahora; gran parte de su aspecto se debe a la influencia de la
muchacha, desde luego. ¿Qué hombre no se vuelve bello bajo el hechizo del primer
amor? Pero es más que eso. Es un hombre en la oscuridad que anda a trompicones hacia
la luz; y, en Merilon, esa luz cae sobre él, trayendo calor y resplandor a su espíritu.
»¿Qué hará —añadió Saryon para sí con tristeza— si alguna vez descubre que el
resplandor de esa luz encubre únicamente una oscuridad aún más profunda que la
suya?»
Saryon
meneando sintió una mano de Mosiah sobre uno de sus brazos y regresó al presente,
la cabeza.

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La diligencia que había reinado en el hogar de lady Rosamund se apagó


repentinamente. Simkin yacía, lánguido, sobre el diván, gimiendo lastimeramente algo
relacionado con «banquillos, horcas y picotas» con un tono con el que no pretendía
granjearse las simpatías de su anfitriona. Lady Rosamund flotaba en el centro del salón,
demostrando bien a las claras que no sabía qué hacer. Los sirvientes permanecían no
muy
otros lejos,
jarrasteniendo
de coñacalgunos
o ropastazas de té balanceándose
de cama, mirando todosen el aire
ellos frente aaellos,
vacilantes sujetando
su señora a la
espera de órdenes.
Lilian y Majorie, las primas, se habían retirado a un alejado rincón,
comprendiendo que tampoco a ellas se las quería allí y deseando fervorosamente
encontrarse en su casa. Gwen estaba cerca de Marie, la catalista, intentando con todas
sus fuerzas no mirar a Joram, aunque desviaba constantemente la mirada en dirección a
él. El delicado rubor le había desaparecido de las mejillas ante el terrible giro que
habían tomado los acontecimientos; pero la palidez la hacía aún más bella que antes.
Los ojos azules le brillaban llenos de lágrimas; los labios le temblaban.
«Pero ella es nuestra única esperanza», se dijo Saryon.
Una vez más, le estaba dando vueltas a una idea, que, por fin, decidió llevar a
cabo. Las cosas no podrían empeorar más. Era cada vez más evidente que lady
Rosamund enviaría a buscar a su esposo. Y aunque éste no era más que un simple
Maestre del Gremio, lord Samuels los entregaría sin duda a los Duuk-tsarith. Existía la
posibilidad de que Saryon perdiera la baza que tenía en las manos; pero el catalista se
mostró de repente totalmente decidido a jugarla hasta su definitivo y amargo final.
Además, se sintió sorprendido al notar en su interior un perverso deseo de hacer que
Simkin pusiera las cartas boca arriba.
El catalista avanzó silencioso y discretamente hasta detenerse junto a Gwendolyn.
—Criatura —dijo en voz baja—, ¿has pensado en los Ariels?
Gwen parpadeó. Había notado las lágrimas a punto, porque conocía las
intenciones de su madre tan bien como el catalista. Pero entonces se le iluminó el rostro,
mientras el color aparecía y desaparecía de las mejillas.
—Desde luego —dijo—. Mamá, el Padre Dunstable tiene una idea. Podemos
llamar a los Ariels. ¡Ellos pueden llevar un mensaje al Emperador!
—Eso es verdad —repuso lady Rosamund, todavía indecisa.
Saryon retrocedió para situarse en un segundo plano mientras Gwen se adelantaba
para suplicar a su madre.
—¿Qué habéis hecho? —preguntó Mosiah, espantado, cuando Saryon volvió a su
lado.
—No estoy muy seguro —admitió el catalista a regañadientes, introduciendo las
manos—No
bajo lacreeréis
túnica. que ese idiota decía en serio todas esas estupideces sobre el
Emperador, ¿verdad?
—No lo sé —lo atajó Saryon, empezando a tener dudas también él—. Conocía al
príncipe Garald...
—Un príncipe de una edad parecida que admite que le encanta dar fiestas alocadas
de vez en cuando es muy diferente del Emperador de Merilon —rechazó Mosiah con
expresión ceñuda—. ¡Miradlo! —exclamó mientras hacía un gesto con la mano
señalando a Simkin.
El joven estaba reaccionando con su aplomo habitual.
—¿Ariels? Es una idea excelente. No puedo creer que no se me haya ocurrido a
mí. Manifestad mi más complacido,
Simkin parecía sincero agradecimiento al Amigo
pero Saryon creyó Calvo
notar del
un rincón, ¿queréis?tono
inconfundible

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forzado en su dulce pero afectada voz.


—Bien, por lo menos habéis hecho feliz a una persona —dijo Mosiah con una
entonación desagradable.
Joram miraba al catalista con manifiesta admiración. Incluso llegó a asentir
ligeramente con la cabeza y apareció un destello de luz en sus oscuros ojos, un
agradecimiento dadolasa dudas.
también le acrecentó regañadientes, que confortó el corazón de Saryon, aunque
—¿De qué nos sirve esto, aparte de alentar un amor incipiente? —preguntó
amargamente Mosiah, en voz muy baja.
—Nos da tiempo, por lo menos —replicó Saryon—. Pasarán varios días antes de
que recibamos una respuesta del Emperador.
—Seguramente tenéis razón —repuso Mosiah, pesimista—. Pero podéis estar
convencido de que Simkin hará algo mucho peor antes de que ese momento llegue.
—Debemos abandonar Merilon —decidió Saryon—. Tengo una idea; pero para
llevarla a cabo debo ir a la Catedral, y ahora es muy tarde. Estarán ya dirigiéndose a los
Rezos Vespertinos.
—Iré con vos, con mucho gusto, Padre —repuso Mosiah con fervor—. Fue una
locura venir aquí. No pertenezco a este lugar. Pero ¿qué hay de él? —Meneando la
cabeza, se volvió y dirigió una mirada grave y preocupada a su amigo Joram, que tenía
los ojos fijos en Gwen. Mosiah dulcificó su voz—. ¿Cómo conseguiremos que se vaya?
Acaba de encontrar lo que ha estado buscando durante toda su vida.
«¿Qué habéis hecho, príncipe Garald? —se dijo Saryon—. Le enseñasteis a ser
educado, a comportarse como un miembro de la nobleza; pero es sólo una actuación. El
guante de seda esconde la garra del tigre. Ahora tiene las zarpas ocultas; pero algún día,
cuando esté hambriento o se sienta amenazado, rasgarán la frágil tela. Y la seda se
manchará de sangre. ¡Debo sacarlo! ¡Debo hacerlo!
»Lo harás —añadió para sí, tranquilizándose—. Tu plan es bueno. Puedes tenerlo
todo arreglado mañana o pasado, y, para entonces, ya nos habrán echado con toda
probabilidad de este agradable alojamiento. En cuanto al Emperador...»
Simkin estaba dictando una carta a Marie.
—«Querido Bunkie...» —empezó a decir Simkin—. Es su apodo —añadió, al ver
que lady Rosamund palidecía.
Saryon sonrió, ceñudo. No parecía que el Emperador fuera a constituir un
problema.

—¿Te das cuenta de que si tuviesen un establo, estaríamos durmiendo en él? —


preguntó Mosiah con amargura.
—¿Qué puedes esperar que encuentre un fugitivo? —replicó Simkin, trágico,
arrojándose sobre la cama.
Los jóvenes pasaban la noche en un lugar que evidentemente estaba destinado a
ser la cochera cuando lord Samuels pudiera permitirse tal lujo. Los criados había hecho
aparecer camas y sábanas limpias, pero el pequeño edificio, situado detrás de la
vivienda principal, carecía de decoración y de cualquier tipo de comodidades.
Lord Samuels se había enterado de toda la historia del arresto de Simkin y de su
desaparición durante una reunión del Gremio aquella tarde. De hecho, todo aquello era
la comidilla de Merilon, cuyos habitantes siempre gustaban de las historias estrafalarias
y fuera de lo común.
A lord Samuels le había divertido la historia hasta que llegó a su casa y se
encontró con que aquélla se seguía desarrollando en su sala de estar.
Simkin expuso con gran detalle el gran honor que suponía tenerlo a él como

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invitado.
—Mi querido señor, mil duques, por no mencionar a varios cientos de barones y
uno o dos marqueses, se arrastraron, literalmente se arrastraron, a cuatro patas y me
suplicaron que los obsequiase con mi presencia mientras permaneciera en la ciudad.
Aún no me había decidido, claro está. Entonces tuvo lugar ese desafortunado incidente
—mostró una expresión
lanzó un beso a Gwen, afligida y ofendida—
quien permanecía del que
sentada consulaencantadora hija¿ymecómo
vista baja—, libró... —
podía
rehusar su amable oferta de asilo?
Pero aquél no parecía ser un honor que lord Samuels apreciara.
Además, el vigilante ojo del padre vio lo que la dedicada madre no había
advertido. Comprendió inmediatamente el peligro que acechaba en la misteriosa postura
de Joram. Los ardientes ojos negros eran realzados por la brillante cabellera que el
príncipe Garald había convencido a Joram para que se la cortara y peinara. La llevaba
suelta sobre los hombros, los espesos rizos enmarcando el rostro grave y austero. El
hermoso físico del muchacho, su voz culta y las delicadas manos concordaban de una
manera extraña con sus sencillas ropas, prestándole un aire de romántico misterio que
era incrementado por la disparatada historia de un tío malvado y una fortuna perdida.
Como si todo esto no fuera suficiente para hacer perder la cabeza a cualquier muchacha,
aquel joven transmitía una sensación de cruda pasión animal que a lord Samuels le
resultaba particularmente perturbadora.
Milord reparó en el sonrosado rostro de su hija y su respiración entrecortada.
Observó que se había puesto el mejor de sus vestidos para la cena y que hablaba con
todo el mundo excepto con el muchacho, señales inequívocas de que estaba
«enamorada». Aquello en sí mismo no preocupaba demasiado a lord Samuels;
últimamente, Gwen se había enamorado al ritmo de un muchacho al mes.
Lo que preocupaba a milord —y le hizo tomar la decisión de enviar a su hija a su
habitación inmediatamente después de la cena— era que aquel muchacho parecía muy
diferente de los jóvenes nobles por los que Gwen se extasiaba con regularidad. Éstos
eran críos, tan jóvenes, frívolos e inestables como su dulce niña. Pero aquel muchacho
no era así. Aunque joven en años, había adquirido la seriedad de propósito y la
intensidad de sentimientos propia del hombre adulto. Lord Samuels temía que pudiera
confundir totalmente a su vulnerable hija.
Joram reconoció a su enemigo inmediatamente. Ambos se miraron con frialdad
durante la cena. El joven apenas si habló, concentrándose en mantener la ilusión de que
tenía Vida, utilizando sus técnicas de prestidigitación para consumir aquella sabrosa
comida y beber los excelentes vinos como si poseyera magia. Lo acompañó el éxito,
gracias, en parte, a que Mosiah, aunque poseía grandes habilidades mágicas, era un
palurdo
hasta susa labios
la horasedederramaba
comer. De
la los
sopacuencos
sobre suquecamisa.
se suponía debían flotar
La candente grácilmente
brocheta de carne
estuvo a punto de ensartarlo. Los cristalinos globos de vino rebotaban a su alrededor
como si de pelotas se tratara.
Lilian y Majorie, que habían sido invitadas a pasar la noche, encontraban tan
hilarantes aquellos contratiempos que se pasaron la mitad de la cena manteniendo los
rostros ocultos detrás de las servilletas. Avergonzado y turbado, Mosiah fue incapaz de
probar bocado y permaneció sentado, con el rostro enrojecido, silencioso y de mal
humor.
Lord Samuels se retiró temprano e invitó con tono glacial a sus huéspedes a que
hicieran lo mismo, manifestando que estaba seguro de que desearían descansar antes de
iniciar su «inminente
Emperador concedería marcha». En ducado
sin duda un cuanto aa lord
las afirmaciones
Samuels comode recompensa
Simkin de por
que su
el

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amabilidad hacia «alguien a quien el Emperador consideraba una persona de mucho


ingenio y un bonhomme de primera categoría», milord no pareció sentirse halagado con
aquella perspectiva, por lo que les dio las buenas noches con bastante frialdad.
En consecuencia, los invitados se fueron a sus camas, precedidos por los criados
que les alumbraban el camino hasta la cochera. Aquella noche, mientras Saryon y
Mosiah planeabanque
terrible venganza cómo abandonar
le pediría Merilon, que
al Emperador y Simkin parloteaba
infligiera incansable
al Kan-Hanar de lasobre la
Puerta,
Joram pensaba en su enemigo, urdiendo cuidadosamente el derrocamiento y la derrota
de lord Samuels.
Joram había decidido que Gwendolyn fuera su esposa.

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Desciende una estrella

Al día siguiente era el Día Séptimo, o Día de Almin, aunque muy pocos habitantes
de Merilon lo tomaban como una jornada de oración. Era un día de descanso y
meditación para unos pocos, y un día de placer y recreo para muchos. Los Gremios
habían cerrado, al igual que todas las tiendas. En la Catedral se celebraban dos servicios
por la mañana: una misa al alba para los madrugadores y la que se denominaba por
chanza Misa del Borracho al mediodía para aquellos a los que les costaba levantarse tras
una noche de juerga.
La familia de lord Samuels, como era de esperar, se levantó con el alba —que los
Sif-Hanar hacían
Lord Samuels especialmente
invitó hermosa
con voz estirada en honoraallosdía—
y superficial y sea dirigió
jóvenes a la Catedral.
que lo acompañaran.
Joram podría haberse sentido inclinado a aceptar, pero una mirada de alarma de Saryon
lo obligó a declinar la invitación; Mosiah se negó totalmente y Simkin comunicó que se
sentía indispuesto y totalmente incapaz de reunir las energías necesarias para vestirse
adecuadamente. Además, añadió con un portentoso bostezo, tenía que esperar la
respuesta del Emperador. Saryon podría haber ido con la familia, pero dijo, sin faltar a
la verdad, que aún no había tenido la oportunidad de comunicar oficialmente a sus
hermanos su presencia y añadió, también sin faltar a la verdad, que prefería pasar el día
solo. Lord Samuels, con una sonrisa más helada que un témpano, los dejó desayunando.
Fue una comida silenciosa, por la presencia de los criados que obstaculizaban
cualquier conversación. Joram comió sin darse cuenta de lo que comía. A juzgar por la
soñadora expresión de sus ojos, se estaba deleitando con la visión de unos labios
rosados y una piel blanca. Mosiah comió con avidez, ahora que no estaba bajo el
divertido escrutinio de las primas. Simkin, por su parte, regresó a la cama.
Saryon comió poco y se retiró de la mesa al poco rato. Un sirviente lo acompañó
hasta la capilla familiar, donde el catalista se arrodilló ante el altar. Era una capilla muy
hermosa, pequeña pero de elegante diseño. El sol de la mañana entraba a través de unas
vidrieras de brillantes colores de cristal moldeado. El altar de madera de palisandro, que
tenía tallados los símbolos de los Nueve Misterios, era una réplica exacta, en miniatura,
del altar de la Catedral. Había seis bancos, suficientes para la familia y la servidumbre,
y gruesas alfombras cubrían el suelo, absorbiendo cualquier ruido, incluido el canto de
los pájaros en los jardines del exterior.
Era un lugar que invitaba al culto, pero los pensamientos de Saryon no estaban
puestos en Almin ni tenía la mente concentrada en las palabras de ritual, que
murmuraba en provecho de cualquier criado que acertara a pasar por allí.
«¡Cómo ha podido estar tan ciego! —se preguntaba una y otra vez, apretando el
colgante de piedra-oscura que le pendía del cuello y que se ocultaba bajo la túnica—.
¿Cómo ha podido estar tan ciego el príncipe? Vi el peligro al que nos enfrentábamos, es
verdad. ¡Pero lo que yo vi como una oscura grieta que podía saltarse con facilidad se ha
abierto hasta convertirse en un enorme pozo sin fondo! ¡Vi el peligro en las cosas
importantes pero no en las pequeñas! ¡Y es una de esas cosas pequeñas la que nos

atrapará
El aldíafinal!»
anterior, por ejemplo, cuando contemplaban las maravillas de Merilon,
Saryon había advertido que Gwendolyn estaba a punto de pedirle que les concediera

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Vida a todos para que pudieran volar en alas de la magia, algo que, desde luego, era
totalmente imposible que Joram pudiera ni hacer ni pretender que hacía.
Afortunadamente, la joven no había dicho nada, creyendo probablemente que estaban
cansados del viaje. Hoy también habían tenido suerte; a los catalistas se les concedía el
Día de Almin para que lo dedicasen al estudio y a la meditación, y por lo tanto no se
esperaba
necesidad.de ellos que facilitasen Vida a la familia, excepto en casos de extrema
Por lo tanto, todo el mundo iba andando hasta la Catedral, una proeza que
resultaba una novedad para los habitantes de Merilon, que aquel día calzaban zapatos
especiales, conocidos por el sacrílego nombre de Zapatos de Almin, Éstos tomaban
diferentes formas, dependiendo de la riqueza y posición social de su portador, que iban
de las zapatillas de seda a los más elaborados zapatos de cristal, de oro incrustado de
joyas o moldeados a partir de las mismas joyas. Estaba muy de moda entonces adiestrar
animales para que actuaran como zapatos, por lo que podía verse tanto a hombres como
a mujeres paseando por la ciudad llevando serpientes, palomas, tortugas o ardillas
envolviéndoles los pies. Desde luego, resultaba generalmente imposible andar con tales
zapatos; por ello, la nobleza era transportada por sus sirvientes en sillas diseñadas
especialmente para aquel día.
Lord Samuels y su familia, al pertenecer tan sólo a la alta burguesía, llevaban
zapatillas de seda muy delicadas pero muy sencillas. No les ajustaban muy bien —
tampoco era necesario— y una de las zapatillas de Gwen se le escapó del pie en el
momento de abandonar la casa. Joram la recuperó y Gwen le concedió el honor —tras
dirigir una tímida mirada a su padre— de que volviera a ponerle la zapatilla en su
diminuto y blanco pie. Cuando Joram lo hubo hecho, bajo la severa y vigilante mirada
de lord Samuels, la familia siguió su camino. Pero Saryon sorprendió la mirada que
Joram dirigía a Gwendolyn; vio cómo el rubor se apoderaba de las mejillas de la
muchacha y cómo su pecho, oculto por su diáfano vestido, subía y bajaba, agitado.
Obviamente, ambos se estaban lanzando de cabeza al amor, con toda la velocidad y
puntería de dos rocas cayendo a plomo por la ladera de una montaña.
Saryon estaba considerando aquel acontecimiento imprevisto, sintiendo que su
peso aumentaba la pesada carga que llevaba a cuestas, cuando una sombra cayó sobre
él. Levantando la cabeza bruscamente, alarmado, el catalista dejó escapar un suspiro de
alivio al comprobar que se trataba de Joram.
—Perdonadme, catalista, si interrumpo vuestras oraciones... —se disculpó el
muchacho con aquel tono de voz frío que utilizaba para dirigirse a Saryon.
Luego se quedó en silencio de repente, mirando a la puerta, malhumorado, con sus
oscuros ojos inescrutables.
—Nounamemano
apoyando estáseninterrumpiendo
el respaldo del —dijo Saryon,
moldeado bancoponiéndose
de madera—. en Me
pie alegro
lentamente
de quey
hayas venido. Tengo muchas ganas de hablar contigo.
—La verdad es, ca... —se atragantó Joram, mientras posaba los ojos en el rostro
del catalista—, Saryon —añadió vacilante—, que he venido para... daros las gracias.
Saryon se sentó con cierta brusquedad sobre los almohadones de terciopelo que
cubrían el banco.
Ante la sorprendida expresión del catalista, Joram sonrió pesaroso, una sonrisa
que le hizo curvar los labios y llevó a sus ojos oscuros un destello de luz que surgía de
lo más profundo de su ser.
—Me he comportado como un bastardo desagradecido, es verdad —dijo; era una
afirmación, no dormido
anoche. No he una pregunta—. El—añadió,
demasiado príncipe Garald
mientrasmeunlolento
dijo;rubor
perosenoextendía
le creí,por
hasta
su

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rostro bronceado—, como podréis adivinar... Anoche —pronunció las palabras con
reverencia, con suavidad, recordando a un joven y dedicado novicio que alaba a
Almin—. Anoche, cambié, cata..., Saryon. Pensé sobre todo lo que Garald me había
dicho y... de repente... ¡lo vi claro! ¡Vi lo que yo había sido y me odié a mí mismo! —
Hablaba con rapidez, sin pensar, purificando su alma—. Me di cuenta de lo que hicisteis
por nosotros
salvado..., ayer, cómo
me habéis salvadovuestra rapidez
a mí... más de vez
de una pensamiento nos salvó... Nos habéis
y yo jamás...
—¡Chissst! —musitó Saryon, mirando, temeroso, a la puerta de la capilla, que
permanecía entreabierta.
Siguiendo su mirada y comprendiendo, Joram bajó la voz.
—Jamás os he dicho una palabra de agradecimiento. Por eso... y por todo lo
demás que habéis hecho por mí. —Señaló la Espada Arcana, que llevaba atada a la
espalda en la funda, oculta debajo de las ropas—. Almin sabe por qué lo hicisteis —
añadió con amargura.
Joram se sentó en el banco junto a Saryon y levantó los ojos hacia la vidriera, y
sus oscuros ojos reflejaron los colores del cristal.
—Me decía a mí mismo que vos erais como yo, sólo que no queríais admitirlo —
continuó Joram, hablando en voz baja—. Me gustaba pensar que me utilizabais para
ayudaros a vos mismo. Pensaba eso de todo el mundo, sólo que muchos eran demasiado
hipócritas para admitir la verdad.
»Pero eso ha cambiado. —El reflejo de la luz brillaba con fuerza en los oscuros
ojos de Joram, recordando al catalista un arco iris en un cielo oscurecido por la
tormenta—. Ahora sé lo que es preocuparse por alguien —añadió, alzando la mano para
evitar que Saryon lo interrumpiese—, y sé que hicisteis algo que iba en contra de
vuestra conciencia porque os importaban los demás, no porque tuvierais miedo. ¡O
quizá no yo! —Joram lanzó una breve y amarga carcajada—. No soy tan estúpido como
para pensar eso. Sé cómo os he tratado. Me ayudasteis a crear la espada y a matar a
Blachloch por Andon y la gente del pueblo.
—Joram... —empezó a decir Saryon con voz entrecortada, pero no pudo
continuar.
Antes de que Saryon pudiera detenerlo, el muchacho había abandonado el banco y
se había arrodillado en el suelo, a los pies del catalista. Joram estaba ahora de espaldas a
la iluminada vidriera y Saryon vio que los oscuros ojos relucían con una intensidad que
le recordó el fuego de la fragua, las brasas que ardían con más fuerza a medida que el
aliento de los fuelles les daba vida; una vida que, finalmente, las reduciría a cenizas.
—Padre —dijo Joram con gran seriedad—, necesito vuestro consejo, vuestra
ayuda. ¡La amo, Saryon! Toda la noche, sin poder dormir..., no quería dormir, porque
eso significaba
siquiera por un que desapareciera
instante. su aimagen
Ni siquiera cambioendemila corazón y nodepodía
posibilidad soñarsoportarlo, ni
con ella. La
amo y... —la voz del muchacho cambió sutilmente, volviéndose más sombría, más
fría—, la quiero, Padre.
—¡Joram! —El dolor que Saryon sentía en el corazón era como una obstrucción
física. Quería decir tantas cosas..., pero las únicas palabras que surgieron a través de
aquel terrible dolor fueron—: ¡Joram, estás Muerto!
—¡Al diablo con eso! —gritó el joven, colérico.
Saryon miró de nuevo temeroso hacia la puerta y Joram, poniéndose en pie de un
salto, se dirigió hacia ella a grandes zancadas y la cerró de golpe. Volviéndose, señaló al
catalista con el dedo.

gente.—No volváis
¡Puedo seguira decirme eso —Con
haciéndolo! jamás. ¡Sé lo quedesoy!
un gesto Hasta
furia, ahoraal he
señaló engañado
piso a la
superior—.

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5/10/2018 LaEspadadeJoramII-LaProfecia-slidepdf.com

¡Preguntad a Mosiah! ¡Él me ha conocido siempre! Preguntadle y él os dirá, os jurará


por los ojos de su madre, ¡que tengo magia!
—Pero no la tienes, Joram —dijo Saryon en voz baja pero firme a pesar de su
evidente reticencia a pronunciar aquellas palabras—. ¡Estás Muerto, completamente
Muerto! —Frotó con una mano el brazo del banco—. ¡Esta madera tiene más Vida que
tú,
mundoJoram! ¡Puedo
palpita bajopercibir su magia!
mis dedos. La magia¡no
Sin embargo, quehay
vivenada
en todas
en ti!las¡Nada!
cosas ¿No
de este
lo
comprendes?
—¡Y yo os estoy diciendo que eso no tiene importancia! —Los oscuros ojos
llameaban, poseídos por una pasión intensa y abrasadora. Inclinándose sobre el banco,
Joram agarró a Saryon de un brazo—. ¡Miradme! ¡Cuando reclame mis derechos,
cuando sea un noble, no importará! ¡A nadie le importará! ¡Todo lo que verán será mi
título y mi dinero...!
—Pero ¿qué pasará con ella? —preguntó Saryon, afligido—. ¿Qué verá ella? ¿A
un Muerto que le dará hijos Muertos?
El fuego que ardía en los ojos de Joram abrasó el alma de Saryon. Una mano del
muchacho se cerró sobre un brazo del catalista, obligando a éste a hacer una mueca de
dolor; pero no dijo nada. No hubiera podido hablar aunque hubiera querido; su corazón
estaba ahíto de emociones. Se quedó quieto, sin dejar de mirar a Joram con una mirada
de compasión.
Y, lentamente, el fuego de aquellos ojos negros se extinguió. Muy lentamente las
brasas se consumieron y la luz lanzó un tenue destello y se apagó, el color le
desapareció del rostro, dejándole la piel lívida, los labios cenicientos. La sombría
oscuridad regresó. Joram le soltó el brazo y se incorporó; su rostro era, una vez más,
severo, pétreo, en su decisión.
—Gracias de nuevo, catalista —dijo con voz impasible, una voz tan firme como
su rostro.
—Joram, lo siento —musitó Saryon, sintiendo el corazón destrozado.
—¡No! —Joram levantó la mano. Por un instante el color le volvió al rostro, y se
le aceleró la respiración—. Me habéis dicho la verdad, Saryon. Y necesitaba oírla. Es
algo... sobre lo que tendré que pensar..., que deberé solucionar. —Respiró
profundamente y sacudió la cabeza—. Soy el que más lo siente; pero perdí el control.
No volverá a suceder. Me ayudaréis, ¿verdad, Padre?
—Joram —dijo Saryon con suavidad, poniéndose en pie para mirar al muchacho
directamente—, si realmente te importa esa muchacha, saldrás de su vida
inmediatamente. El único regalo de boda que le podrías dar sería dolor.
Joram contempló a Saryon en silencio. El catalista se dio cuenta de que sus
palabras Quizá
interior. habíanlohecho blancohabía
que Joram en eldicho
muchacho. Una batalla
era verdad, tal vez sehabía
estaba librandodurante
cambiado en su
aquella larga noche o bien aquel cambio se había producido de forma gradual, natural,
bajo la larga influencia de una amistad paciente y de un interés también paciente.
Saryon no sabría nunca cómo se habría resuelto aquella batalla que se libraba en
el alma de Joram, ni qué decisión habría tomado el joven en un momento en el que
estaba herido y era vulnerable. Porque entonces estalló el caos. La familia acababa de
regresar a casa procedente de la Catedral, cuando se avistó el carruaje del Emperador,
que descendía del cielo como una estrella.

—Bien, Simkin —dijo el Emperador lánguidamente—, ¿en qué te has metido esta
vez?
La confusión en la que la casa de los Samuels se había visto envuelta ante la visita

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de tan augusto personaje era indescriptible. El Emperador había descendido de su


carruaje y había flotado hasta el interior del jardín delantero antes de que nadie pudiera
reaccionar. Afortunadamente, Simkin se había abalanzado al exterior en aquel mismo
instante y se había arrojado en los brazos del Emperador, gimoteando algo incoherente
sobre «vergüenza» y «degradante».
El Emperador
sus tropas, como un se ocupó de
excelente Simkin;
general, lady
y se Rosamund
dedicó recuperó
a organizar la serenidad,
la cuestión reunióLea
doméstica.
dio la bienvenida al Emperador con elegancia, lo condujo hasta el salón, lo entronizó en
el mejor sillón de la casa y desplegó a su familia e invitados a su alrededor.
—La verdad, Bunkie, es que no podría describirlo —replicó Simkin con voz
herida—. Es terriblemente humillante, ¿no lo sabéis?, que le pongan a uno las manos
encima en la Puerta como si uno fuera un asesino...
Saryon, de pie en una esquina con expresión de humildad, se puso rígido ante
aquel comentario. Advirtió también que los ojos de Joram lanzaban un destello de
alarma. Simkin, sin darse cuenta de nada, siguió hablando:
—Lo más tremendo de todo esto —continuó con pesimismo— es que ahora me
veo obligado a esconderme dentro de esta... vivienda... y aunque la casa está muy bien y
lady Rosamund ha sido la hospitalidad personificada... —le lanzó un beso a la dama con
aire negligente, mientras ella se inclinaba—, esto no se parece en nada a lo que estoy
acostumbrado, desde luego.
Se pasó el pañuelo de seda naranja por el rabillo de un ojo.
—Creemos, Simkin, que deberías considerarte afortunado —replicó el Emperador
esbozando una sonrisa y agitando vagamente una mano—. Tenéis una casa encantadora,
señor —le dijo a lord Samuels, que le hizo una profunda reverencia—. Vuestra señora
esposa es una joya y veo a una réplica suya en vuestra deliciosa hija. Haremos lo que
podamos por ti, Simkin... —el Emperador se incorporó para irse, creando una gran
confusión de nuevo en la casa—, pero creemos que deberías permanecer aquí,
entretanto, si a lord Samuels no le importa tener que soportarte, claro está.
Milord se inclinó..., se inclinó varias veces. Su respuesta fue efusiva, extensa; se
sentiría muy orgulloso, muy satisfecho. El honor de albergar a un amigo de Su Majestad
era indescriptible...
—Sí —repuso el Emperador con voz fatigada—. Claro. Gracias, lord Samuels.
Mientras tanto, Simkin, intentaremos averiguar cuál es la acusación, de quién ha partido
y haremos, en fin, lo que podamos sobre todo ello. Pero el asunto puede demorarse un
día o dos, así que no vayas exhibiéndote por las calles. No tenemos poder absoluto
sobre los Duuk-tsarith, ya lo sabes.
—¡Ah, sí! ¡Esos perros! —Simkin lanzó una mirada furiosa, luego suspiró
profundamente—.
con vos... Sois muy bueno, Majestad, de veras. Si pudiera tener unas palabras
Llevó al Emperador a un lado, murmurando en su oído. Las palabras «condesa» y
«encontrado por desgracia desnudo» fueron perfectamente audibles, y en una ocasión el
Emperador lanzó una carcajada de una manera tan alegre y despreocupada como
Saryon, que había estado en la corte muchas veces, no le había oído nunca. Su Majestad
le dio unas palmadas a Simkin en la espalda.
—Comprendo... y ahora, debo marcharme. Asuntos de estado y todo eso. Nunca
descansamos el Día de Almin —comentó el Emperador a la reunida familia, que
esperaba en fila para despedir a su augusto huésped—. Lord Samuels, lady Rosamund
—el Emperador alargó una mano para que se la besaran—, gracias de nuevo por
conceder vuestra
poco, y habrá un hospitalidad a este
gran baile en jovenAcudirás,
Palacio. pícaro. Celebraremos una fiesta
¿verdad, Simkin? dentro
Y lleva de
a lord

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Samuels y a su familia contigo, ¿eh? —La mirada del Emperador se posó en


Gwendolyn—. ¿Te gustaría asistir, jovencita? —preguntó, abandonando su tono y
modales afectados y contemplando a la muchacha con una sonrisa paternal en la que
Saryon vio un amago de melancolía y dolor.
—¡Oh, Majestad! —susurró Gwen, juntando las manos, tan abrumada por la
alegría, que se
—No os olvidó completamente
preocupéis, de hacer amablemente
señora —rechazó una reverencia.
el Emperador, cuando lady
Rosamund regañó a su hija por sus modales—. Aún recordamos lo que era ser joven —
comentó mientras, una vez más, aparecía en su rostro aquella melancolía teñida de
pesar.
El Emperador se hallaba ya en la puerta y Saryon se estaba felicitando por haber
sobrevivido a aquella última crisis sin ningún incidente cuando vio que Simkin miraba a
su alrededor maliciosamente. El corazón le dio un vuelco. Se dio cuenta de lo que el
muchacho tenía intención de hacer y, captando su atención, sacudió la cabeza
enfáticamente, intentando desesperadamente confundirse con el enmaderado de la
habitación.
Pero Simkin, con una sonrisa ingenua, dijo tranquilamente:
—¡Cielos!, el sobresalto producido por este terrible incidente me ha
desconcertado. He olvidado presentar a mis amigos a Su Majestad. Majestad, éste es el
Padre Dungstable...
—Dunstable —corrigió el infeliz catalista, inclinándose.
—Padre —dijo el Emperador con un elegante gesto e inclinando ligeramente la
perfumada y empolvada cabeza.
—Y dos amigos míos... actores —siguió Simkin con voz tranquila—. Sus
nombres artísticos son Mosiah y Joram. Podríamos representar una charada durante el
baile...
Saryon no prestó atención a lo que dijo después Simkin... y tampoco lo oyó el
Emperador.
El monarca, con aire de divertida y protectora tolerancia, extendió su mano hacia
Mosiah, quien la besó, con el rostro casi tan rojo como los rubíes que había en los dedos
del Emperador. Joram se adelantó para hacer lo mismo.
El joven había estado medio oculto en las sombras detrás de Saryon.
Adelantándose, tomó la mano del Emperador y se inclinó sobre ella, aunque no la besó;
luego se enderezó. Al hacerlo, se colocó directamente bajo un rayo de sol que penetraba
por la ventana que tenía enfrente. La luz hizo resaltar los exquisitamente modelados
rasgos del rostro de Joram, los pómulos salientes, la fuerte y orgullosa barbilla.
Centelleó en la cabellera del muchacho; la cabellera de su madre; una cabellera
celebrada
un cadáver,enposeía
relatosvida
y canciones
propia... por su belleza; una cabellera que, como el cabello de
El Emperador se quedó paralizado en aquella postura vacía y sin sentido y lo miró
fijamente. La sangre le desapareció del rostro, abrió los ojos de par en par, movió los
labios sin emitir ningún sonido.
Saryon contuvo la respiración.
«¡Lo sabe! ¡Que Almin nos ayude! Lo sabe. ¿Qué hará? —se preguntó el catalista,
presa del pánico—. ¿Llamará a los Duuk-tsarith? ¡Seguramente no! ¡Seguramente no
podría traicionar a su propio hijo...!»
Saryon miró a su alrededor frenéticamente. ¡Seguramente todo el mundo se estaba
dando cuenta! Pero, al parecer, nadie miraba, nadie excepto él. Volvió a mirar,
apresuradamente, y parpadeó
El rostro del sorprendido.
Emperador permanecía impasible. La sorpresa producida al

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reconocer al muchacho había sido como una ondulación en unas aguas plácidas, nada
más. Le dedicó al joven una sonrisa del mismo modo mecánico con que le había tendido
la mano. Joram retrocedió de nuevo entre las sombras. No se había dado cuenta de nada;
había estado todo el rato deslumbrado por el sol. El Emperador se alejó negligente,
reanudando su conversación con Simkin como si nada hubiera sucedido.
—Mis los
ligeramente amigos
labiossonconactores consumados
el pañuelo —estaba
de seda—. Estándiciendo Simkin,
incluidos en la golpeándose
invitación a
Palacio, desde luego, Majestad.
—¿Amigos? —El Emperador parecía haberse olvidado ya de ellos—. Oh, sí,
desde luego —dijo con magnanimidad.
—Es una época del año extraña para celebrar una fiesta, ¿verdad, Su Poderosa
Majestad? —prosiguió el incontrolable Simkin, acompañando al Emperador fuera de la
casa entre un frenesí de reverencias y saludos por parte de la familia de lord Samuels. El
carruaje del Emperador flotaba sobre la calle; hecho totalmente de cristal tallado, había
sido modelado de forma que capturara la luz y la reflejara, de tal modo que muy pocos
podían contemplarlo sin quedar cegados por su resplandor—. Así de pronto, no puedo
recordar, ¿qué es lo que estamos celebrando?
La respuesta del Emperador quedó ahogada por las aclamaciones del vecindario
que se había reunido para vitorearle. La reputación de lord Samuels y su posición social
quedaron establecidas en aquel mismo instante. Algunos vecinos, que habían concebido
esperanzas de alzarse al nivel del Maestre del Gremio, quedaron en aquel mismo
momento eliminados y desechados con la misma rapidez y pulcritud con que los
Druidas arrancan los árboles muertos. Subiendo a su carruaje, el Emperador impartió su
bendición a todos y cada uno de los presentes, y luego la estrella se elevó de nuevo
hacia el firmamento, permitiendo que los terrestres mortales que quedaban a sus pies
gozaran de la decadente luz de la gloria.
En casa de los Samuels, reinaba una alegría ilimitada. Lady Rosamund, rebosante
de orgullo, posaba su mirada con satisfacción sobre sus vecinos. Gwen se sentía
extasiada por la invitación al baile, hasta que se dio cuenta de que no tenía nada que
ponerse y rompió a llorar. Mosiah se quedó mirando cómo se alejaba la maravillosa
carroza del Emperador en un estado total de aturdimiento, del que lo sacó la prima
Lilian al chocar con él; totalmente por accidente, según le aseguró la sonrojada
muchacha. Tras recibir las disculpas del muchacho, la joven le preguntó si estaría
interesado en ver el jardín interior, y le condujo al interior de la casa, gorjeando de
placer ante la «pintoresca» forma de hablar del muchacho.
Joram descubrió que había derrotado a su enemigo: caballería, infantería y
artillería incluidas.
Acercándose al muchacho, lord Samuels puso una mano afectuosa sobre uno de
sus hombros.
—Simkin asegura que crees tener algún derecho sobre una fortuna de Merilon —
dijo el lord con voz grave.
—Señor —repuso Joram, mirándolo cauteloso—, la historia sobre el perverso tío
no es cierta...
Lord Samuels sonrió.
—No, nunca la creí ni por un momento. Le saqué la verdad a Simkin anoche. Es
mucho más interesante, en realidad. Quizá pueda ayudarte. Tengo acceso a ciertos
registros... Diciendo esto, se llevó al muchacho a su estudio privado y cerró la puerta
detrás de ellos.
Nadie se
a la capilla dio cuenta
familiar, de la
donde presencia
estaba deldecatalista,
seguro estar a losolas
cual yalegró a Saryon.
se dejó Regresó
caer sobre los

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almohadones de un banco. El sol ya no penetraba por la vidriera, la capilla estaba


envuelta en frescas sombras y Saryon empezó a tiritar de forma incontrolada, no de frío,
sino a causa de un tremendo y agobiante temor.
Después de haber presenciado la traición de un hombre, había perdido la fe en su
dios. El universo no era para él más que una de esas máquinas gigantescas sobre las que
había leídovezenpuesta
que, una los antiguos libros funcionaba
en marcha, de los Hechiceros de las Artes
sola, operando segúnArcanas: unafísicas.
las leyes máquinaEl
hombre era un eslabón en sus engranajes, conducido por sus propias leyes físicas,
dependiendo su vida del movimiento de otras vidas a su alrededor. Cuando un eslabón
se rompía, era reemplazado. La gran máquina seguía funcionando y seguiría haciéndolo,
quizá para siempre.
Se trataba de una visión muy pesimista del universo, por lo que a Saryon no le
sirvió de consuelo. Sin embargo, era mejor que la idea de que el universo estaba
gobernado por un dios mezquino que adoraba el poder e intervenía en política, que
permitía que su nombre fuera pronunciado mojigatamente por su Patriarca, quien
conducía su «rebaño» como si se tratara de ovejas.
Pero ahora, por vez primera, Saryon empezó a considerar otra posibilidad, y su
corazón se encogió temeroso ante ese solo pensamiento.
«Supongamos que Almin estuviera ahí fuera y tuviera un inmenso y
extraordinario poder. Supongamos que Él supiera cuántos granos de arena había en las
orillas del Más Allá; supongamos que Él leyera en los corazones y las mentes de los
hombres; supongamos que Él tuviera un plan tan inmenso como los sueños, un plan que
ningún simple mortal pudiera empezar a ver ni comprender.
»Y supongamos —añadió Saryon para sí, contemplando la vidriera donde estaba
representado el símbolo de Almin en la forma de una estrella de nueve puntas— que
somos una parte de ese plan y se nos está precipitando hacia nuestro destino, arrastrados
hacia nuestra perdición como un hombre atrapado en los rápidos de un río. Podemos
aferrarnos a las rocas, podemos luchar por alcanzar la orilla, pero nuestras fuerzas no
son suficientes para tamaña empresa. Nuestros brazos son arrancados de nuestro
asidero, nuestros pies tocan la orilla, y entonces la corriente nos vuelve a atrapar. Y
pronto las oscuras aguas se cerrarán sobre nuestras cabezas...»
Saryon hundió la cabeza entre las manos y cerró los ojos, sintiendo una opresión
en el pecho como si se estuviera ahogando de verdad y sus pulmones se consumieran en
busca de aire.
¿Por qué le había acudido aquella idea a la cabeza? Porque sabía qué fiesta se
celebraría al cabo de dos semanas exactas: Joram entraría en el Palacio de Merilon a los
dieciocho años de haberlo abandonado, a los dieciocho años justos.
Joram celebraría el aniversario de su propia muerte.

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5
Los hilos de la telaraña

Muy por debajo del Palacio de Merilon, muy por debajo de la Ciudad Inferior,
muy por debajo incluso de los Jardines y la tumba del gran mago que había conducido a
su gente hasta allí desde un mundo que intentaba destruirlos, hay una cámara cuya
existencia conocen únicamente los miembros de una Orden que es, en realidad, la que
gobierna Thimhallan. En esa cámara secreta se reunieron, una noche, ocho personas.
Vestidas de negro, con las manos cruzadas frente a ellos, permanecían formando un
círculo alrededor de una estrella de nueve puntas dibujada en el suelo. Cada rostro
encapuchado miraba en la misma dirección, hacia la novena punta de la estrella, a pesar
de paciencia
la que aquella
erapunta permanecía
su contraseña. Y normalmente vacía.
la paciencia, lo Todos
sabían bien,esperaban pacientemente;
generalmente recibía su
recompensa.
El aire se estremeció y la novena punta de la estrella grabada en el suelo quedó
cubierta por el borde de una túnica negra. Mirando alrededor del círculo para comprobar
que todos estuvieran presentes, el noveno miembro sacudió afirmativamente la
encapuchada cabeza y, dando una palmada, hizo aparecer en el centro del círculo un
voluminoso libro encuadernado en cuero con páginas en blanco de frágil pergamino,
que se quedó flotando en el aire.
—Puedes empezar —dijo la bruja al miembro de la Orden que ocupaba la primera
punta de la estrella.
El Duuk-tsarith empezó su informe. Mientras hablaba, sus palabras quedaban
inscritas, trazadas en letras de fuego, sobre el pergamino del enorme libro.
—Un niño se ha perdido en el mercado hoy, señora —dijo—. Ya ha sido
encontrado y devuelto a sus padres.
La bruja asintió. El siguiente Duuk-tsarith tomó la palabra.
—Hemos resuelto el asesinato de Lucien, el alquimista, señora. Tan sólo una
persona podía saber lo suficiente como para mezclar un producto químico con otro para
que se produjera una violenta explosión, en lugar del elixir de la juventud que se decía
que el alquimista estaba buscando.
—El aprendiz de alquimista —dijo la bruja.
—Exactamente.
—¿Motivo?
—El aprendiz y la esposa de Lucien eran amantes. Al ser «interrogado», el
aprendiz confesó su crimen y el de ella. A ambos se los retiene en espera de que se dicte
sentencia.
—Satisfactorio.
La bruja asintió de nuevo, dirigiendo la mirada a la siguiente punta de la estrella.
—La búsqueda de Joram, el hombre Muerto, continúa, señora. Se ha compilado
un registro de todos aquellos que eran o podrían haber sido Magos Campesinos que
hayan entrado en Merilon. Se nos ha informado de la llegada de once hasta ahora y se
ha investigado a todos ellos. Todos tienen razones válidas para estar en la ciudad y siete

hanlos
de sido totalmente
hermanos descartados.
nuevos Además,
de su Orden losentrado
que han catalistas
en nos han suministrado
la ciudad. Al compararuna
las lista
dos
listas hemos encontrado una interesante coincidencia.

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Se detuvo y miró interrogadoramente a su superiora, preguntándole mentalmente


si éste era un asunto para tratar con todo el cónclave o con ella sola. La bruja examinó la
cuestión y, tras un momento, despidió a los demás y cerró el enorme libro.
—Sigue —ordenó cuando se quedaron solos.
—El nombre del catalista es Padre Dunstable. Un Catalista Doméstico, que
abandonó Merilon hace
amo y la disolución de lavarios años. Ha regresado a Merilon, dice, tras la muerte de su
familia.
—Una historia que puede verificarse.
—Eso estamos haciendo, desde luego, señora. No concuerda con la descripción
del Padre Saryon, pero podría haber realizado fácilmente un cambio en su apariencia.
Lo más interesante es que ha entrado en la ciudad con uno de los jóvenes que sabemos
que ha sido con anterioridad Mago Campesino.
—¿Algún otro compañero?
El Señor de la Guerra vaciló.
—Sabemos de uno, señora, y podría haber habido otros. La Puerta estaba llena de
gente ese día y tuvo lugar un incidente que causó considerable confusión.
—¿Qué pasó?
—Se produjo un intento de arresto de uno de los compañeros del catalista, señora.
Simkin.
La bruja frunció el entrecejo.
—Esto complica las cosas. El mismo Emperador ha creído oportuno intervenir a
favor de Simkin. No es que Simkin sea nadie importante. —La bruja hizo un gesto de
desaprobación con la mano—. El asunto es trivial y fácil de solucionar. Pero debemos
impedir que parezca que estamos hostigando al joven. El Emperador se incomodaría y
la situación es demasiado delicada como para facilitarle cualquier excusa para que actúe
contra nosotros... o contra el príncipe Lauryen. Por tanto, debes ser cauto. Aísla al Mago
Campesino, si puedes, y tráelo aquí para interrogarlo. O quizá...
La mujer vaciló y apretó los labios, pensativa.
—¿Señora? —interrogó el Señor de la Guerra, respetuosamente—. ¿Estabais
diciendo...?
—Simkin ha trabajado para nosotros otras veces, ¿verdad?
—Sí, señora, pero...
Le tocaba ahora el turno de vacilar al Señor de la Guerra.
—¿Pero...?
—Es muy extravagante, señora.
—De todas formas... —la bruja había tomado una decisión— averigua qué puedes
conseguir por ese lado. Podría ser una ayuda inestimable. Sé discreto, desde luego.
Supongo que sabes
El Señor de lacómo manejarlo.
Guerra inclinó la cabeza.
—¿Y el catalista?
—La Iglesia se encargará de los suyos, como siempre. Informaré al Patriarca
Vanya, pero me atrevería a decir que no querrá emprender ninguna acción sin pruebas.
Sigue con tu investigación.
—Sí, señora.
La bruja se quedó en silencio, mordisqueándose el labio inferior con los blancos
dientes. El Señor de la Guerra permaneció de pie frente a ella sin moverse, sabiendo que
aún no había sido despedido de sus pensamientos ni de su presencia. Los ojos de la
mujer, centelleando en la oscuridad de su capucha, lo buscaron por fin.
—¿No había ningún otro acompañante? ¿Ninguna otra persona presente junto a
esas tres?

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El Señor de la Guerra había estado esperando aquella pregunta.


—Señora —dijo en voz baja, consciente de que ella no toleraba excusas, pero
sabiendo también que debía de aceptar sus propias limitaciones—, había un gran gentío
en la Puerta, y una gran confusión. Ese muchacho, Joram, después de todo, está Muerto.
Y no sólo es eso; si tiene en realidad el poder de la piedra-oscura, podía haber
permanecido oculto alanuestros
—Sí —musitó Señora ojos.
de la Guerra—. ¿Tenéis a la familia bajo vigilancia?
—Tan bien como podemos, teniendo en cuenta que el Emperador los ha tomado
bajo su protección. No me he atrevido a interrogar a la servidumbre...
—Has hecho bien. Los criados chismorrean, y debemos tener cuidado de no
alarmar a esos jóvenes. Recuerda eso cuando te ocupes de Simkin. Si son ellos, huirán
al menor indicio de peligro; nuestra única esperanza está en mantenerlos dentro de la
ciudad. Una vez en el País del Destierro, los habremos perdido. Dales tiempo, haz que
se sientan seguros y cometerán un error. Cuando lo hagan, estaremos preparados para
actuar.
—Sí, señora.
El Señor de la Guerra hizo una reverencia; luego entendió que se le daba permiso
para retirarse y se desvaneció en el aire.
Una sola palabra —«Paciencia»—, susurrada en el aire, lo siguió como una
bendición.

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6
El jardín

Los habitantes de Merilon saben que el jardín interior, o Jardín Familiar como se
lo llama, es el corazón de cada hogar. Todas las casas —sin importar lo humildes que
sean— tienen su jardín, aunque sólo se trate de un macizo de flores en el centro de un
camino de guijarros. De la verde serenidad del jardín surgen la alegría y el consuelo
necesarios para el bienestar de una familia. Dice la leyenda que la cantidad de Vida con
que cuenta una familia crece en el Jardín Familiar.
Desde luego, la gente rica de Merilon posee jardines de una rara y extraordinaria
belleza. Un jardín interior bien cuidado y cultivado puede beneficiar a una familia
también de
arraigaba otras maneras,
y prosperaba en uncomo
Jardínlord Samuels
Familiar. sabíaalmuy
Por eso, igualbien. La posición
que sucedía social
con muchas
otras cosas de su vida, los jardines de lord Samuels no eran únicamente hermosos...;
eran también un buen negocio.
Un Jardín Familiar no resultaba fácil de mantener. Lord Samuels podría haberse
permitido un jardinero, pero eso hubiera dado la apariencia de que quería alzarse por
encima de su posición social. Por ello, se ocupaba él mismo del jardín y cada mañana
antes de ir al trabajo se aseguraba de que todo estaba en orden. Los lirios-dragón, por
ejemplo, tenían una inexplicable tendencia a lanzar una llamita azul a ciertas horas del
día. Decorativas y muy útiles como reloj, aquellas plantas podían resultar peligrosas si
no se las vigilaba constantemente. Tenía que podar el bambú cantarín; algunos tallos
crecían más deprisa que los otros, y siempre desafinaba. Las palmeras de los vientos
debían ajustarse diariamente según el tiempo que hiciera; sus ondulantes frondas
generaban una constante brisa que se agradecía en los días calurosos, pero que resultaba
muy molesta en los días frescos. En ese caso, las palmeras tenían que ser sometidas
mágicamente.
No obstante, éstos eran problemas menores. El jardín de lord Samuels había sido
bien planificado, estaba en orden y era muy admirado. Cierto es que era pequeño
comparado con los jardines de la clase alta. Pero lord Samuels había compensado
aquella deficiencia de manera muy inteligente. Los senderos del jardín que serpenteaban
por entre los espesos y exuberantes macizos, árboles y flores eran un laberinto de
recodos y vueltas; una vez en el jardín, el visitante no sólo perdía de vista la casa sino
que perdía también el sentido de la orientación. Andando por entre los setos que lord
Samuels hacía variar de posición diariamente, una persona podía «perderse» muy
agradablemente en el jardín durante horas.
Éste era, después del flirteo, el pasatiempo favorito de Gwendolyn.
Gwen era relativamente culta, ya que estaba de moda en aquellos días que los
Albanara dieran estudios a sus hijas. Las mañanas las pasaba estudiando con Marie, se
suponía que aprendiendo teorías y filosofías avanzadas sobre magia y religión. A lord
Samuels le gustaba entrar a ver a su hija cada día cuando estudiaba, la dorada cabeza
inclinada solemnemente sobre el libro. Cuando marchaba para ir a su trabajo, aquella
agradable visión le acompañaba en su memoria, pero lo que no sabía era que el libro

desaparecía
trataba rápidamente
de temas después de tales
más interesantes: su partida
como oelbien era sir
audaz reemplazado
Hugo, el por otro que
salteador de
caminos.

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De vez en cuando lady Rosamund se encargaba personalmente de las lecciones


matutinas, instruyendo a su hija sobre la administración de una casa, la forma de tratar
con los sirvientes y la educación de los hijos. Gwendolyn disfrutaba con aquellas
lecciones casi tanto como lady Rosamund, por lo que pasaban ambas gran parte del
tiempo construyendo y amueblando espléndidos castillos en el aire. Pero, a pesar de lo
mucho que leesperaba
Hugo, Gwen gustaba con
a laansia
muchacha estar
cada día con su
el final de madre o leer las
las lecciones, aventuras
momento deque
en el sir
ella y Marie salían a dar su paseo diario por el jardín.
Lady Rosamund siempre bromeaba diciendo que Gwen tenía la sangre de un
Druida en sus venas, ya que la muchacha tenía una habilidad con las plantas bastante
notable para alguien que no había nacido dentro de aquel misterio. Podía lograr que
diera flores el más huraño de los rosales sólo con la voz. Pequeños árboles que habían
perdido las ganas de vivir alzaban sus larguiruchas ramas al sentir el dulce contacto de
sus manos, mientras que las malas hierbas se encogían al verla aparecer e intentaban
esconderse de su vista.
Gwen jamás se sentía tan feliz como cuando paseaba por el jardín por las
mañanas, y fue, sin duda, la casualidad lo que llevó también a Joram al jardín a aquella
hora del día. Al menos él dijo que había sido la casualidad, ya que lo único que había
pretendido era respirar un poco de aire fresco. Ciertamente se había mostrado
sorprendido al verla flotar por encima de él entre los rosales, con la dorada cabellera —
arrollada y trenzada alrededor de su cabeza de manera muy elaborada— brillando a la
luz del sol y el vestido de color rosa con sus ondulantes cintas, que le daban un aspecto
muy parecido al de una rosa.
—Que el sol os alumbre, señor —saludó Gwendolyn, mostrando el color de las
rosas en sus mejillas.
—Que el sol os alumbre, mi señora —correspondió Joram con voz grave,
levantando los ojos hacia ella desde el suelo.
—¿No queréis uniros a mí? —preguntó Gwen, señalando hacia arriba.
Ante el asombro de Gwen, el rostro de Joram se ensombreció y frunció sus negras
cejas hasta formar una espesa y gruesa línea sobre sus ojos.
—No, gracias, mi señora —contestó con voz acompasada—; no tengo suficiente
Vida...
—¡Oh! —exclamó Gwen con vehemencia—. Marie os concederá Vida si vuestro
propio catalista no se ha levantado todavía. ¡Marie! ¿Dónde estás?
Al desviar la mirada en busca de la catalista, Gwen no pudo ver el repentino
espasmo de dolor que contrajo durante un breve instante el rostro de Joram. Marie, que
se acercaba por detrás de su señora, sí miraba directamente al joven y lo vio con toda
claridad;
darse aunque
cuenta no podía
de que, adivinar
por alguna a quéelsemuchacho
razón, debía, eranolopodía
bastante
o nosensible
quería cómo
utilizarpara
su
magia. Pero como todo buen sirviente, le facilitó una excusa: su propia debilidad.
—Si mi señora y el caballero me disculpan —dijo—, me siento demasiado
fatigada. He estado despierta toda la noche a causa de los pequeños.
—Y yo me he comportado como una terrible egoísta, absorbiendo tu energía
durante toda la mañana —repuso Gwen, mostrándose muy arrepentida al instante—.
Bajaré. No os mováis.
Con el ligero vestido revoloteando a su alrededor, envolviéndola en una nube de
tela rosa, Gwen descendió suavemente hasta el suelo, flotando por encima del sendero
para no herirse los desnudos pies con las piedras.
Marie
algo más dirigió los
en aquellos ojos
ojos hacia Joram
oscuros: y recibió
un profundo una mirada
escrutinio, comode gratitud. Pero
si estuviera había
intentando

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adivinar cuánto sabía, que la catalista encontró muy inquietante.


—Os mostraré el jardín, si queréis, señor —ofreció Gwen tímidamente.
—Gracias, me gustaría muchísimo —replicó Joram, pero sus oscuros ojos seguían
fijos en Marie, aumentando su malestar—. Mi padre fue un catalista —añadió, como si
sintiera la necesidad de dar una explicación—. Yo soy Altanara, pero tengo un nivel
muy bajo
—¿Dede Vida.
veras, señor? —replicó Marie cortésmente, sintiéndose desconcertada y, si
no fuera porque parecía demasiado absurdo, amenazada por la intensidad de la mirada
del muchacho.
—¿Un catalista? —preguntó Gwen con inocencia—. ¿Y vos no sois un catalista?
¿No es eso extraño?
—Mi vida ha sido extraña —dijo Joram con seriedad, pasando la mirada de Marie
a Gwen y dándole la mano a ésta con toda cortesía para que se apoyara mientras se
movía lentamente por el aire junto a él.
—Me encantaría que me hablarais de ella —repuso Gwen—. Habéis recorrido
mundo, ¿verdad? —Suspiró y lanzó una mirada al jardín—. Yo he pasado toda mi vida
aquí. Jamás he salido de Merilon. Habladme del mundo. ¿Cómo es?
—A veces, muy duro —dijo Joram en voz baja, mientras su mirada se tornaba
soñadora y algo sombría.
Bajó los ojos y vio la blanca mano de la muchacha reposando sobre su encallecida
palma; la piel de ella, suave y tersa, la de él, marcada por el fuego de la fragua.
—Os contaré mi historia, si queréis oírla —repuso, posando la mirada
bruscamente en un magnífico macizo de lirios tigrados—. Se la conté a vuestro padre
anoche. Mi madre, al igual que vos, nació y se crió en Merilon. Se llamaba Anja, y era
Albanara...
Siguió hablando, contando la trágica historia de Anja (hasta donde consideró
prudente que supiera la muchacha), con voz a veces vacilante o tan baja que Gwen se
veía obligada a flotar más cerca de él para poder oírlo.
Siguiéndolos a una discreta distancia, Marie los vigilaba sin que pareciera que los
miraba y los escuchaba sin que pareciera que los oía.
—Después de la muerte de vuestra madre, ¿vinisteis a buscar vuestra fama y
vuestra fortuna aquí? —preguntó Gwen, con las lágrimas brillándole en los ojos, cuando
Joram hubo terminado el relato.
—Sí —respondió el muchacho con voz firme.
—Creo que lo que estáis haciendo es extraordinario —continuó Gwen—, y espero
que encontraréis a la familia de vuestra madre y haréis que sientan un gran
remordimiento por la forma tan terrible en que la trataron. ¡No creo que se pueda hacer
nada más
forma! cruel! ¡Obligarte
—Gwen sacudió la acabeza,
contemplar
y unacómo el hombre
lágrima brilló aenquien amas muere
su mejilla—. No de
es esa
de
extrañar que se volviera loca, pobrecilla. Debió de haber amado mucho a vuestro padre.
—Y él la amaba a ella —dijo Joram, volviéndose y tendiendo una mano para
tomar la otra mano de Gwendolyn—. Permitió que lo condenaran a ser un muerto
viviente, por amor a ella.
Gwen se sonrojó hasta las raíces de sus rubios cabellos; el corpiño de su vestido
rosa se alzaba y descendía veloz. Vio el inconfundible mensaje en los ojos de Joram,
sintió cómo pasaba de las manos de él a las suyas. Un dolor delicioso le atravesó el
corazón, estropeado únicamente por una punzada de temor. De repente, estar cogidos de
la mano de aquella forma parecía totalmente impropio; dirigiendo una mirada a Marie,
GwenGwen
retiró cruzó
las manos de entre
las manos lasespalda
a la del muchacho; éste noaintentó
—poniéndolas salvo—,volver a tomarlas.
apartó los ojos de la

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inquietante mirada de aquellos ojos oscuros y empezó a hablar de lo primero que le vino
a la mente.
—Una cosa no entiendo, de todas formas —dijo, arrugando la frente, pensativa—.
Si la Iglesia prohibió a vuestro padre y a vuestra madre que se casaran, ¿cómo es que
fuisteis concebido? ¿Hicieron los catalistas...?
En aquel momento,
—Gwendolyn, mi Marie
cielo, se acercó
estás precipitadamente
temblando. a suque
Me parece señora.
los Sif-Hanar han
cometido un error esta mañana. ¿No encontráis que hace frío para ser primavera? —
preguntó a Joram sin reflexionar siquiera.
—No, Hermana —contestó el muchacho—; pero yo estoy acostumbrado a todo
tipo de climas.
—No tengo nada de frío, Marie —empezó a decir Gwen, irritada; pero la asaltó
una idea repentina—. Tienes razón, como siempre, Marie —dijo entonces, frotándose
los brazos—. Tengo un poco de frío. Sé buena y ve dentro a buscar mi chal.
La catalista se dio cuenta, demasiado tarde, de que había cometido un error.
—Mi señora puede hacer que el chal venga a ella —replicó Marie, con voz algo
severa.
—No, no. —Gwendolyn sacudió la cabeza, sonriendo traviesa—. No me queda
Vida, y tú estás demasiado fatigada para facilitarme más. Por favor, tráemelo, Marie. Ya
sabes cómo se preocupa mamá cuando me resfrío. Te esperaremos aquí. Supongo que
este caballero no pondrá objeción a hacerme compañía.
El caballero no hizo la menor objeción, y Marie no tuvo más remedio que regresar
a la casa en busca del chal, que Gwen deseó fervientemente que estuviera bien
escondido.
Manteniendo todavía las manos a la espalda, aunque sintiendo sin embargo un
perverso deseo de experimentar de nuevo aquel extraño y delicioso dolor, Gwendolyn
se volvió para mirar a Joram. Alzó la cabeza y miró fijamente al interior de aquellos
ojos oscuros. La sensación de dolor volvió, aunque ya no era tan agradable. De nuevo le
pareció como si el ardor y la alegría que anidaban en su espíritu estuvieran siendo
absorbidos por aquel joven, como si estuviera alimentando una terrible ansia en su
interior, mientras que él no le daba nada a ella a cambio.
La mirada de aquellos ojos oscuros era aterradora, más aterradora que el contacto
de su mano, y Gwen apartó la vista.
—Ha... hace frío —titubeó, apartándose ligeramente—. Quizá debería entrar...
—No te vayas, Gwendolyn —le pidió Joram con una voz que hizo que toda ella se
estremeciera, como si habiendo intentado coger una nube de tormenta hubiera recibido
una descarga—. Ya sabes lo que siento por ti...
—No sé
reemplazado qué esporloelque
su miedo sientes,
repentino en del
placer absoluto
juego. —replicó Gwensegún
Ahora jugaban con las
frialdad,
reglas
que ella conocía—. Y lo que es más —añadió con arrogancia, alejándose de él, mientras
extendía una mano para acariciar una azucena—, no tengo ningún interés en saberlo.
Eran las mismas palabras coquetas que había utilizado con el elegante hijo del
duque de Manchua, y el ardiente joven se había arrojado a sus pies —literalmente—
declarándole su imperecedera devoción y otras incontables tonterías que habían hecho
que tanto ella como sus primas se rieran muy a gusto al recordarlas aquella noche.
Manteniendo la mano sobre la azucena, esperó a que Joram hiciera y dijera lo mismo.
Pero no hubo más que silencio.
Mirándolo desde debajo de sus largas pestañas, Gwen se quedó horrorizada ante
lo queJoram
vio. tenía el mismo aspecto que un sentenciado a muerte. Su bronceado rostro

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había palidecido, apretaba los labios cenicientos con fuerza para que no temblaran o
quizá para evitar que dijeran las palabras que ardían en sus ojos. Tensó los músculos de
la mandíbula, y cuando habló, lo hizo con visible esfuerzo.
—Perdonadme —dijo—. He hecho el ridículo. Parece ser que malinterpreté
vuestra amabilidad. Os dejaré ahora...
Gwen se
iba! ¡Estaba quedó boquiabierta.
volviéndole ¿Qué
la espalda de estaba
verdad diciendo? a¿Qué
y empezaba estaba
alejarse, haciendo?
haciendo que ¡Se
los
guijarros de mármol del sendero crujieran bajo sus botas! ¡Pero aquello no formaba
parte del juego!
Y de pronto se dio cuenta de que —para él— aquello no era un juego. La historia
de su vida regresó a su mente y esta vez la escuchó con el corazón de una mujer. Sintió
la tristeza, el sufrimiento. Recordó aquella ansia que se reflejaba en sus ojos, y una parte
de la muchacha vio, también, la oscuridad que había en ellos.
Gwen vaciló por un momento, temblorosa. Una parte de su ser quería quedarse
atrás y dejarlo marchar, para continuar siendo una criatura que seguía jugando. Pero
algo en su interior le susurró que si lo hacía, perdería algo muy precioso, que nunca
volvería a encontrar en toda su vida. Joram seguía alejándose y el dolor que Gwen
sentía en lo más íntimo de su ser ya no resultaba agradable: era frío y hueco y sin
sentido.
La magia desapareció y Gwen descendió al suelo. Joram se alejaba cada vez más.
Sin hacer caso del dolor que le producían los afilados guijarros al clavársele en la
delicada piel de sus pies desnudos, Gwen echó a correr por el sendero.
—¡Detente, oh, detente! —le gritó, angustiada.
Sobresaltado, Joram se volvió al oír su voz.
—¡Por favor, no te vayas! —le suplicó Gwen, tendiendo los brazos hacia él.
Tropezó con sus largas y ondulantes faldas, dio un traspié y estuvo a punto de caer
al suelo. Joram la sujetó entre sus brazos.
—No me dejes, Joram —susurró, mirándolo a los ojos mientras él la apretaba con
fuerza contra su cuerpo, con manos suaves y delicadas, y sin embargo tan temblorosas
como ella—. ¡Sí que me importa! ¡Sí! ¡No sé por qué dije esas cosas! No ha estado bien
y he sido muy cruel...
La muchacha escondió el rostro entre las manos y rompió a llorar.
Joram abrazó a la joven, acariciándole los sedosos cabellos con los dedos. La
sangre le zumbaba en los oídos. La fragancia de su perfume y la suavidad de su cuerpo
contra el suyo lo embriagaban.
—Gwendolyn —le dijo con voz temblorosa—, ¿puedo pedirle permiso a tu padre
para casarme contigo?
Ellaagazapada
interior, no lo miró,
comoo una
de lo contrario
bestia salvajehubiera visto de
en un rincón la oscuridad queoscuridad
su alma; una había enque
su
él mismo creía encadenada y manejable. Si ella la hubiera visto, niña como era todavía,
habría echado a correr despavorida, puesto que era una oscuridad a la que sólo una
mujer que hubiera luchado con una oscuridad semejante en su propia alma podía
enfrentarse sin miedo. Pero Gwendolyn mantuvo los ojos bajos y se limitó a asentir con
la cabeza, como respuesta.
Joram sonrió y, viendo a Marie que se acercaba a lo lejos con el chal en la mano,
musitó rápidamente una advertencia a Gwen para que se sosegara, añadiendo que
hablaría con su padre en seguida. Después se marchó, dejando a Gwen de pie en el
sendero, intentando esconder las lágrimas precipitadamente y tratando, lo mejor que
pudo,
heridasdea limpiar la sangre
los amorosos ojosdedelos
su cortes que se había hecho en los pies, escondiendo las
institutriz.

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Tres noches después de la trascendental visita del Emperador, otra pareja paseaba
por el jardín, adonde milord había conducido a milady con el propósito expreso de tener
una charla en privado con ella.
—¿De modo que la historia del perverso tío no es cierta? —preguntó lady
Rosamund a su esposo con un dejo de desilusión en la voz.
—No,
Era una querida
historia —replicó
pueril... lord la
—descartó Samuels
idea concon
unindulgencia—.
movimiento de¿De verdad la creíste?
la mano.
—Supongo que no —suspiró lady Rosamund.
—No te sientas tan abatida —la alentó milord en voz baja mientras flotaba en el
aire del atardecer junto a ella—. La verdad, aunque no tan romántica, es mucho más
interesante.
—¿De veras? —exclamó milady, más animada.
Luego alzó la mirada para contemplar cariñosamente a su esposo, diciéndose que
era muy atractivo. Las conservadoras ropas azules del Maestre del Gremio le sentaban
muy bien. Con algo más de cuarenta años, milord se mantenía en muy buenas
condiciones físicas; puesto que no pertenecía a la nobleza, no se veía tentado a
entregarse a la disipación de la clase alta. No había engordado a causa de excesos en la
comida ni tenía el rostro enrojecido por el abuso de la bebida. Sus cabellos, aunque
empezaban a encanecer, eran espesos y abundantes. Lady Rosamund se sentía muy
orgullosa de él, tanto como él se sentía de ella.
Su matrimonio, arreglado entre sus dos familias como sucedía con tantas parejas
en Merilon, no había sido por amor. Sus hijos habían sido concebidos —como era lo
correcto y adecuado— mediante la intercesión de los catalistas, quienes transfirieron la
semilla de él a ella en una solemne ceremonia religiosa. La unión física de dos personas
estaba considerada como un pecado y una acción propia de bárbaros y animales. Pero
lord Samuels y lady Rosamund eran más afortunados que la mayoría. El afecto había
crecido entre ellos a través de los años, surgiendo de un mutuo respeto y de una
compatibilidad de mente y de intereses.
—Sí, de veras —continuó lord Samuels, lanzando una mirada crítica a las rosas y
recordándose que debía comprobar si tenían áficos para el día siguiente—. ¿Recuerdas
un escándalo, hace varios años...?
—¡Un escándalo! —Milady pareció alarmarse.
—Tranquilízate, querida —dijo lord Samuels con dulzura—; fue hace diecisiete...
casi dieciocho... años. Una muchacha de noble cuna... —milord se detuvo—. Podría
decir de muy noble cuna —añadió significativamente, divertido porque veía a su esposa
sobre ascuas—, tuvo la desgracia de enamorarse del catalista de la familia. La Iglesia
prohibió el matrimonio y los dos se escaparon juntos. Más tarde, los encontraron en
unas circunstancias terribles
—Recuerdo haber oídoy vergonzosas.
algo parecido —admitió lady Rosamund—. Pero nunca
llegué a conocer los detalles. Nosotros aún no estábamos casados, si no lo has olvidado,
y mi madre era muy protectora.
Lord Samuels se inclinó y susurró unas palabras en el oído de milady.
—¡Qué horrible!
Lady Rosamund retrocedió, apartándose de él, con expresión de repugnancia.
—Sí. —Milord adoptó un aspecto severo—. Un niño fue concebido de esta
manera tan impía. El padre fue sentenciado a la Transformación. La Iglesia se hizo
cargo de la muchacha, dándole asilo y un lugar donde cobijarse mientras duraba el
embarazo. No hay motivos para dudar de que cuando hubiera regresado con su familia,
todo
una le habría sido
posición perdonado. Después
lo suficientemente de todo, era
desahogada comohijapara
única,silenciar
y la familia gozaba sin
el asunto de

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problemas. Pero la terrible experiencia sumió a la joven en la locura. Cogió al niño y


huyó de la ciudad, viviendo como Maga Campesina. La familia la buscó, pero sin éxito.
Los padres de esta infortunada mujer están ya muertos, al igual que ella, según el
muchacho. Las tierras y las propiedades revertieron a la Iglesia con la condición de que
si el niño vivía, se le entregaría su herencia. Si este joven puede demostrar su derecho a
ella... Lady Rosamund se volvió hacia su esposo y posó una mirada inquisitiva sobre él.
—Conoces el nombre de esa familia, ¿verdad?
—Sí, querida —reconoció lord Samuels con seriedad, tomando una mano de su
esposa entre las suyas—. Y tú también. Al menos, lo reconocerás cuando lo oigas. El
muchacho dice que su madre se llamaba Anja.
—Anja —repitió milady, frunciendo el entrecejo—. Anja... —Abrió los ojos
desmesuradamente, entreabrió los labios y se tapó la boca con la mano—. ¡Almin
misericordioso! —murmuró.
—Anja, hija única del difunto barón Fitzgerald...
—... primo del Emperador...
—... emparentado de una forma u otra con la mitad de la nobleza, querida...
—... y uno de los hombres más ricos de Merilon —dijeron ambos al unísono.
—¿Estás seguro? —preguntó lady Rosamund. Había palidecido y se tocaba el
pecho como queriendo calmar su palpitante corazón—. Este Joram podría ser un
impostor.
—Podría serlo —concedió lord Samuels—, pero esta cuestión puede comprobarse
con tanta facilidad, que un impostor sabría que no tenía ninguna posibilidad de éxito. La
historia del muchacho suena auténtica. Sabe bastante, pero no demasiado. Hay lagunas,
por ejemplo, que no intenta llenar, mientras que un impostor intentaría, creo yo, tener
todas las respuestas. Se quedó totalmente desconcertado cuando le dije quién era en
realidad su madre y lo que podría representar la herencia. No tenía ni idea. El muchacho
estaba realmente aturdido. Y lo que es más, dijo que el Padre Dunstable podría
corroborar su historia.
—¿Has hablado con el catalista? —preguntó lady Rosamund, ansiosa.
—Sí, querida. Esta misma tarde. El hombre no tenía demasiadas ganas de hablar
de este asunto; ya sabes cómo se protegen entre ellos estos catalistas. Estaba
avergonzado, sin duda, al tener que admitir que su Orden pudiera caer tan bajo. Pero
reconoció ante mí que el Patriarca Vanya en persona lo había enviado para que
localizara al muchacho. ¿Cuál podría ser el motivo excepto que quisiera a alguien que
se encargara de las propiedades?
Lord Samuels tenía un aire triunfante.
—¡El Patriarca Vanya!
—¿Comprendes? Y... ¡En persona!
—lord —exclamó
Samuels se lady Rosamund.
inclinó aún más para hablar
confidencialmente con su esposa una vez más— ¡el muchacho me ha pedido mi
autorización para cortejar a Gwendolyn!
—¡Ah! —Lady Rosamund dejó escapar un gritito sofocado—. ¿Y qué le has
contestado?
—Le dije, con gran severidad, desde luego, que lo consideraría —replicó lord
Samuels, sujetándose el cuello de la túnica con actitud muy digna—. La identidad del
muchacho tendrá que ser verificada, naturalmente. Joram no se atreve a presentarse ante
la Iglesia con las pocas pruebas que posee ahora, y no lo culpo. Podría ser
contraproducente para su caso más adelante. Le prometí que haría algunas indagaciones
más, para ver qué
su nacimiento, porotras pruebas
ejemplo. Eso adicionales podemosmuy
no debería resultar descubrir. Necesitará
difícil de el registro de
conseguir.

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—¿Qué hay de Gwen? —persistió lady Rosamund, echando a un lado cuestiones


tan masculinas.
Lord Samuels sonrió indulgente.
—Bien, deberías hablar con ella de inmediato, querida. Descubrir sus sentimientos
en este asunto...

tono de—¡Me pareceque


amargura, quedesapareció
resultan evidentes! —exclamó
muy pronto; el origenlady Rosamund,
de su amargura con unnatural
era la cierto
tristeza que le provocaba la posibilidad de perder a su adorada hija.
—Pero entretanto —continuó lord Samuels con más suavidad—, creo que
podríamos permitirles que pasearan juntos, siempre que no los perdamos de vista.
—La verdad es que no sé cómo podríamos hacer otra cosa —dijo lady Rosamund
con cierto temple. Con un gesto, hizo que una azucena saltara de su tallo y resbalara
hasta su mano—. Jamás había visto a Gwen tan encaprichada de una persona como de
ese Joram. En cuanto a que paseen juntos, ¡no han hecho otra cosa durante todos estos
días! Marie está siempre con ellos, pero...
Milady sacudió la cabeza. La azucena le cayó de la mano y ella descendió
ligeramente en el aire, tocando casi el suelo. Su esposo la sujetó por un brazo.
—Estás cansada, querida —dijo lord Samuels, solícito, sosteniendo a su esposa
con su propia magia—. Te he hecho estar levantada demasiado tiempo. Seguiremos
discutiendo esto mañana.
—Han sido unos días muy agotadores, debes admitirlo —replicó lady Rosamund,
apoyándose en el brazo de su esposo en busca de consuelo—. Primero Simkin, luego el
Emperador. Ahora esto.
—Realmente lo han sido. Nuestra niñita está creciendo.
—Baronesa Gwendolyn —murmuró lady Rosamund, con un suspiro que era en
parte de orgullo maternal y en parte de pena.

Un atardecer, tres o cuatro o quizá cinco días más tarde, Joram entró en el jardín
en busca del catalista. No estaba seguro del tiempo que hacía que le había pedido a
Gwendolyn que se casara con él y ella había aceptado. El tiempo ya no significaba nada
para Joram. Nada significaba absolutamente nada excepto ella. Cada soplo de aire que
respiraba estaba perfumado con su fragancia; sus ojos no veían a nada más que a ella.
Las únicas palabras que escuchaba eran las pronunciadas por su voz. Se sentía celoso de
cualquier otra persona que atrajera la atención de la muchacha; se sentía celoso de la
noche, que los obligaba a separarse; se sentía celoso del mismo sueño.
Pero pronto descubrió que el sueño era portador también de una cierta dulzura,
aunque ésta estuviera mezclada con un punzante dolor. En sus sueños podía realizar lo
que no se atrevía a hacer durante el día: entregarse a sus fantasías de pasión y deseo, de
satisfacción y posesión. Pero los sueños se cobraban su tributo. Joram se despertaba por
las mañanas ardiéndole la sangre y con el corazón en llamas. Sin embargo, en cuanto
veía a Gwendolyn paseando por el jardín, aquella visión era como una refrescante lluvia
sobre su atormentada alma. ¡Tan pura, tan inocente, tan ingenua! Sus sueños lo hacían
enfermar, se sentía avergonzado, como si fuera un monstruo; sus pasiones le parecían
bestiales y corrompidas.
Y sin embargo su ansia seguía viva. Cuando contemplaba aquellos delicados
labios hablándole de azaleas o dalias o madreselvas, recordaba el cálido y suave tacto
que tenían en sus sueños y su cuerpo suspiraba por ella. Cuando la observaba mientras
andaba junto a él, su flexible y elegante figura cubierta por la rosada nube de un vestido,
recordaba cómo abrazaba ese cuerpo en sus sueños, apretándolo contra su pecho sin que
existiera aquella débil barrera de ropa entre ellos, recordaba cómo la hacía suya. En

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tales momentos, se quedaba callado y apartaba los ojos de los de ella, temeroso de que
pudiera ver el fuego que ardía en ellos, temeroso de que aquella hermosa y frágil flor se
marchitara y muriera a causa de su calor.
Fue en medio de esta agridulce tortura que Joram penetró en el jardín, muy tarde,
una noche, en busca del catalista, quien, según le dijeron los sirvientes, a menudo
paseabaEl por
restoallídecuando no podía
la familia dormir.
se había ido a la cama. Los Sif-Hanar habían decidido que
no soplaría viento aquella noche, y, por lo tanto, el jardín estaba silencioso y tranquilo.
Doblando una esquina, Joram fingió sorprenderse al encontrar a Saryon sentado, solo,
en un banco.
—Lo siento, Padre —dijo Joram, de pie entre las sombras de un eucalipto—. No
quería interrumpiros.
Volviéndose a medias, comenzó a retroceder, muy lentamente.
Saryon se giró al oír su voz y alzó la cabeza. La luz de la luna le iluminó el rostro
de lleno. Era un rostro extraño, este que le daba la apariencia de Padre Dunstable, y a
Joram le resultaba siempre sobrecogedor y algo inquietante. Pero los ojos eran los del
estudioso que había conocido en el pueblo de los Hechiceros, sabios, dulces,
bondadosos. Sólo que ahora, además, Joram vio una expresión atormentada en sus ojos
cuando el catalista lo miró y una sombra de dolor que no pudo interpretar.
—No, Joram, no te vayas —pidió Saryon—. No me molestas. De hecho, estabas
en mi pensamiento.
—¿También en vuestras oraciones? —preguntó Joram a modo de chiste.
El afligido rostro del sacerdote palideció de tal manera que el muchacho hubo de
decirse que sus bromas no resultaban nada divertidas. Joram oyó cómo Saryon lanzaba
un profundo suspiro; luego el catalista se pasó una mano por los ojos y dijo:
—Ven, siéntate a mi lado, Joram.
Se apartó para dejarle sitio en el banco.
Joram obedeció. Sentándose junto al catalista, se relajó y escuchó, por vez
primera, el silencio que reinaba en el jardín durante la noche. Su paz y su tranquilidad
descendieron sobre él como una suave nevada, y sus frías sombras tranquilizaron sus
turbulentos pensamientos.
—¿Sabéis, Saryon? —empezó Joram, indeciso, poco acostumbrado a decir en voz
alta lo que pensaba, pero sintiendo, no obstante, que le debía algo a aquel hombre y
tenía que pagar su deuda sin dilación—, el otro día, cuando estuvimos en el interior de
la capilla, era la primera vez que yo estaba en un..., un lugar sagrado. Bueno —se
encogió de hombros—, había una especie de iglesia en Walren, un tosco edificio al que
iban los Magos Campesinos una vez por semana para recibir su dosis diaria de culpa de
manos del
podréis Padre Tolban. Mi madre jamás traspasó esa puerta, como supongo que
imaginar.
—Sí —murmuró Saryon, mirando a Joram, perplejo, sorprendido por aquella
desacostumbrada profusión de palabras.
—Anja hablaba de dios, de Almin —continuó Joram, los ojos fijos en las rosas
bañadas por la luz de la luna—, pero sólo para dar gracias de que yo fuera mejor que los
otros. Yo nunca me molesté en rezar. ¿Por qué hubiera debido hacerlo? ¿Qué tenía que
agradecer? —se preguntó el muchacho, con aquella vieja amargura filtrándose en su
voz.
Se quedó callado, mientras su mirada pasaba de las delicadas flores blancas de la
enredadera a sus manos, tan hábiles y delicadas, tan mortíferas. Entrelazando las manos,
continuó
—Miconmadre
los ojos clavados
odiaba a los en ellas, sinpor
catalistas, verlas, mientras
lo que hablaba.
le habían hecho a mi padre, y a mí

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me alimentó con odio. Una vez me dijisteis... ¿Lo recordáis? —miró a Saryon—. Me
dijisteis... que es más fácil odiar que amar. ¡Teníais razón! ¡Oh, cuánta razón teníais,
Padre! —Las manos de Joram se separaron y se cerraron para convertirse en puños—.
Toda mi vida, he odiado —siguió el muchacho con voz baja y apasionada—. ¡Me estoy
empezando a preguntar si puedo amar! Es tan difícil, duele... tanto...
—Joram
—Esperad, —empezó
dejadmea terminar,
decir Saryon, a punto
Padre de explotarle
—repuso el corazón.
Joram, las palabras surgiendo de
sus labios como una explosión, llenas de frustración contenida—. Al entrar aquí esta
noche, pensé en mi padre de repente —frunció las oscuras cejas formando una línea—.
Nunca pensé mucho en él —continuó, contemplando sus manos de nuevo—, y cuando
lo hacía, lo veía allí de pie en las Tierras de la Frontera, con aquel rostro de piedra
congelado e inmóvil, las lágrimas cayendo de aquellos ojos que miran eternamente a la
muerte que nunca conocerá. Pero, ahora, aquí dentro —levantó la cabeza para mirar el
jardín que lo rodeaba y la expresión de Joram se suavizó—, pienso en él tal y como
debía de haber sido... un hombre igual que yo. Con... pasiones como las mías, pasiones
que no podía controlar. Veo a mi madre como debió de ser, una muchacha, hermosa y
llena de gracia y...
Vaciló, tragando saliva.
—Inocente, confiada —añadió Saryon suavemente.
—Sí —respondió Joram con voz apenas audible.
Miró al catalista y se quedó asombrado ante la expresión de angustia que vio en el
rostro de aquel hombre.
Saryon tomó las manos del muchacho, oprimiéndolas con una intensidad tan
dolorosa como sus palabras.
—¡Vete! ¡Ahora, Joram! —apremió el catalista—. ¡No hay nada para ti en este
lugar! ¡No hay nada para ella excepto una terrible desdicha... igual que le sucedió a tu
pobre madre!
Joram sacudió la cabeza, tozudo, la rizada cabellera negra cayéndole sobre el
rostro. Se soltó de un tirón de las manos del catalista.
—¡Hijo mío, muchacho! —exclamó Saryon, juntando las manos—. Me satisface
enormemente que sientas que puedes confiar en mí. Y yo sería un mal depositario de tu
confianza si no te aconsejara tan bien como sé. Si supieras... Si yo pudiera...
—¿Supiera qué? —preguntó Joram, levantando los ojos veloz hacia el catalista.
Saryon parpadeó y se interrumpió, tragándose apresuradamente las palabras que
estaban a punto de surgir de su boca.
—Si pudiera hacerte comprender... —terminó sin convicción, el sudor perlando su
labio superior—. Sé que piensas casarte con esa muchacha —dijo lentamente, fruncidas
las cejas.
—Sí —respondió Joram con frialdad—; cuando lo de mi herencia esté resuelto,
desde luego.
—Desde luego —repitió Saryon con voz hueca—. ¿Has pensado en lo que
discutimos el otro día?
—¿Os referís a lo de que yo estoy Muerto? —preguntó Joram sin alterarse.
El catalista no pudo hacer más que asentir con la cabeza.
Joram se quedó en silencio por un momento. Llevándose una mano distraídamente
a la negra cabellera, empezó a pasársela por el pelo, peinándolo con los dedos como
había hecho Anja, mucho tiempo atrás.
—Padre —dijo finalmente con voz tensa—, ¿es que no tengo el derecho de amar
ni de ser amado?—empezó a decir Saryon, desesperanzado, luchando por encontrar las
—Joram

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palabras—. Ésa no es la cuestión. ¡Claro que tienes ese derecho! Todos los humanos lo
tienen. El amor es un don de Almin...
—¡Excepto para aquellos que están Muertos! —exclamó sarcásticamente Joram.
—Hijo mío —repuso Saryon, compasivo—, ¿qué es el amor si no se dice la
verdad? ¿Puede el amor crecer y florecer plantado en un jardín de embustes?

parecíaSebrillar
le quebró la voz antes
en la oscuridad más de que terminara
brillante incluso quedelahablar; la palabra «embustes»
luna misma.
—Tenéis razón, Saryon —admitió Joram con voz serena—. A mi madre la
destruyeron las mentiras; mentiras que ella y mi padre se dijeron el uno al otro, mentiras
que ella se contó a sí misma. Los embustes la volvieron loca. He pensado sobre lo que
me dijisteis, y he decidido...
Se detuvo y Saryon lo miró, esperanzado.
—... decirle a Gwendolyn la verdad —terminó Joram.
El catalista suspiró, estremeciéndose en el fresco aire de la noche. Aquélla no era
la respuesta que había esperado escuchar. Se envolvió en su túnica y pensó
cuidadosamente sus siguientes palabras.
—Estoy contento, terriblemente contento, de que te des cuenta de que no puedes
engañar a esa muchacha —dijo finalmente—. Pero sigo pensando que sería mejor salir
de su vida..., al menos en estos momentos. Quizá puedas regresar algún día. ¡Decirle la
verdad sería poner tu propia vida en peligro, Joram! ¡La chica es tan joven! Podría no
comprender, y tú sólo conseguirías ponerte en peligro.
—Mi vida no significa nada para mí sin ella —respondió Joram—. Sé que es
joven, pero hay un núcleo de fortaleza en su interior, una fortaleza nacida de la bondad
y de su amor por mí. Recuerdo un antiguo dicho de vuestro Almin, catalista —Joram
miró a Saryon y le dedicó una sonrisa, una sonrisa auténtica, una sonrisa que iluminó
con una suave luz sus oscuros ojos—: «La verdad os hará libres». Lo comprendo ahora
y lo creo. Buenas noches, Saryon —añadió, poniéndose en pie.
Después, indeciso, posó una mano sobre un hombro del catalista.
—Gracias —dijo torpemente—. A veces pienso... que si mi padre se hubiera
parecido a vos; si hubiera sido más sensato y responsable, entonces la tragedia de su
vida y de la mía podrían no haber ocurrido.
Joram se volvió bruscamente y se alejó con pasos rápidos por el serpenteante
sendero del jardín. Turbado y avergonzado por haber desnudado su alma, no volvió la
cabeza ni una sola vez para mirar a Saryon mientras se alejaba.
Fue una suerte que Joram no viera al catalista. Saryon hundió la cabeza entre las
manos, mientras las lágrimas se le agolpaban en los ojos.
—La verdad os hará libres —musitó, sollozando—. ¡Oh, dios mío! ¡Me obligas a
comerme mis propias palabras y son como veneno para mí!

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7
La helada

Pasaron varios días tras los encuentros acaecidos en el jardín, días de una felicidad
idílica para los dos enamorados, días de tormento para el catalista, que se iba hundiendo
lentamente bajo el peso de su secreto. Lord Samuels y lady Rosamund contemplaban
embelesados a los «chiquillos». Nada en la casa era demasiado bueno para el futuro
barón y sus amigos, y lady Rosamund empezó a pensar en cuánta gente podría caber en
el comedor para celebrar el banquete nupcial y si sería adecuado o no invitar al
Emperador.
Pero una mañana, lord Samuels salió a su jardín como tenía por costumbre, para
regresar casiy de
servidumbre inmediato
provocó que sua esposa,
la casa,queutilizando un lenguajealzara
estaba desayunando, que las
escandalizó a la
cejas en mudo
reproche.
—¡Malditos Sif-Hanar! —tronó lord Samuels—. ¿Dónde está Marie?
—Con los pequeños. Querido, ¿qué es lo que sucede? —preguntó lady Rosamund,
alzándose de la mesa, preocupada.
—¡Una helada! ¡Eso es lo que sucede! ¡Deberías ver el jardín!
Toda la familia se precipitó al exterior; el jardín presentaba realmente un aspecto
lastimoso. Una mirada a sus adoradas rosas, que colgaban negras y marchitas de sus
tallos, hizo que Gwendolyn se cubriera los ojos con desesperación. Los árboles estaban
cubiertos de escarcha; las flores muertas caían al suelo como copos de nieve; el suelo
estaba lleno de hojas amarillentas. Contando con Marie para facilitarle Vida, lord
Samuels hizo todo lo que pudo para reparar los peores daños, pero predijo que pasarían
muchos días antes de que el jardín se hubiera recuperado por completo.
La destrucción no se limitaba tan sólo al jardín de lord Samuels. Toda la ciudad de
Merilon se mostraba furiosa y, durante unos terribles momentos aquella misma mañana,
varios Sif-Hanar se vieron a sí mismos consumiéndose en las mazmorras de los Duuk-
tsarith. Finalmente se descubrió que la culpa recaía sobre dos de ellos, cada uno de los
cuales había creído que el otro se ocuparía de regular la cúpula durante la noche.
Ninguno lo hizo, y el clima invernal del exterior convirtió el clima del interior de
primavera a otoño en un instante, y todo Merilon se marchitó, amarilleando y muriendo.
Lord Samuels se fue a trabajar de muy mal talante; pasó la mañana
melancólicamente, y la tarde no sirvió para mejorarle los ánimos, pues lord Samuels
regresó a casa de un humor aún peor que el matutino. Sin apenas decir nada a nadie,
salió al jardín para inspeccionar los daños. A su regreso a la casa, se sentó a cenar con
sus invitados y familia como de costumbre, pero permaneció silencioso y pensativo
durante toda la comida, con la mirada fija en Joram, ante la consternación del
muchacho.
Observando el abatimiento de su padre, Gwendolyn perdió el apetito
inmediatamente. Preguntar qué era lo que le preocupaba hubiera sido una imperdonable
falta de buen gusto, ya que la única conversación que se consideraba apropiada para la
mesa era el despreocupado recuento de las actividades del día.

También
temerosa lady desgracia
qué nueva Rosamundhabría
observó el malEra
sucedido. humor de su
evidente queesposo
aquelloy era
se algo
preguntó
más
que la simple preocupación por el estado del jardín. Ella, sin embargo, no podía hacer

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nada, excepto intentar ocultarlo lo mejor posible y entretener a los invitados. Lady
Rosamund empezó a hablar de esto y de lo otro con una fingida alegría que sólo
consiguió hacer más deprimente la cena.
El joven señorito Samuels había aprendido a volar fuera de su cuna aquella
mañana, informó, pero, sintiéndose asustado ante tal hazaña, había perdido
aparentemente el sentido
los de la casa durante de la
unos magia yhasta
instantes, habíaque
ido el
a dar contrafue
chichón el suelo, asustando
examinado a todosy
por Marie
ésta declaró que no era nada serio.
Nada se sabía de Simkin, quien había desaparecido aquella mañana,
inexplicablemente y sin decir nada a nadie. Pero un amigo bien situado de un amigo
bien situado de un amigo peor situado de milady había informado a ésta que se lo había
visto en la corte en compañía de la Emperatriz. Este mismo amigo de un amigo de un
amigo había informado que la Emperatriz estaba deprimida; pero esto era perfectamente
natural, teniendo en cuenta el aniversario que se celebraría dentro de poco.
—Qué horrible fue —recordó lady Rosamund, estremeciéndose delicadamente,
mientras mordisqueaba una fresa helada—. Ese día en que declararon Muerto al
Príncipe. Teníamos una espléndida fiesta preparada para celebrar su nacimiento, y
tuvimos que cancelarla. ¿Recuerdas, Marie? Toda la comida que habíamos conjurado...
—Lanzó un suspiro—. Me parece que se la enviamos a nuestros primos para que no se
desperdiciara.
—Lo recuerdo —dijo Marie con voz seria, intentando mantener la conversación—
. Nosotros... Vaya, Padre Dunstable, ¿se encuentra bien?
—Se ha atragantado con algo —dijo lady Rosamund, solícita—. Traedle un vaso
de agua —añadió, haciendo una señal a un criado.
—Gracias —murmuró Saryon.
Agradecido, hizo esfuerzos por respirar y escondió el rostro tras la copa de agua
que uno de los Magos Servidores envió flotando en el aire hacia él. Tan nervioso y
trastornado estaba el catalista que se vio obligado a cogerla con una mano temblorosa y
beber su contenido de aquella manera tan poco ortodoxa, en lugar de utilizar los
recursos de la magia para mantener la copa suspendida en el aire cerca de sus labios.
Al poco rato, lord Samuels se levantó bruscamente de la silla.
—Joram, Padre Dunstable, ¿os gustaría tomar un coñac en mi biblioteca? —
preguntó.
—Pero... ¿y el postre? —interrogó lady Rosamund.
—Yo no quiero, gracias —replicó lord Samuels con frialdad, y abandonó la
habitación tras lanzar a Joram una significativa mirada.
Nadie dijo ni una palabra; Gwen permanecía acurrucada en su silla, con un
aspecto muyante
excusaron parecido
lady alRosamund,
de las rosasy que
lordla helada
Samuelshabía marchitado.
acompañó Joram
a sus y Saryon
invitados a se
la
biblioteca, seguido de un sirviente.
Una figura se levantó de un salto de una silla en el interior de la biblioteca.
—¡Mosiah! —exclamó lord Samuels, sorprendido.
—Os ruego me disculpéis, señor —farfulló Mosiah, enrojeciendo.
—Te echamos en falta a la hora de la cena, muchacho —dijo lord Samuels con
severidad.
Aquélla era una mentira cortés. En la ominosa atmósfera que había reinado en el
comedor, nadie en absoluto se había dado cuenta de la ausencia del muchacho.
—Creo que me olvidé de la hora. Estaba tan absorto leyendo... —Mosiah mostró
un libro.
—Ve y pídeles a los criados que te den algo de comer —le atajó lord Samuels,

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abriendo la puerta con un gesto de despedida.


—Gra... gracias, señor —tartamudeó Mosiah, sus ojos yendo del sombrío rostro
del amo de la casa al de Joram, que denotaba gran preocupación.
Miró a Saryon en busca de una explicación, pero el catalista simplemente meneó
la cabeza. Haciendo una inclinación, Mosiah abandonó la habitación y lord Samuels
hizo unLagesto al criado
biblioteca erapara
unaque sirviera elmuy
habitación coñac.
confortable. Obviamente diseñada por y
para el señor de la casa, estaba llena de numerosas piezas de madera finamente
modelada: un gran escritorio de madera de roble, varios cómodos sillones y una gran
cantidad de estanterías amorosamente modeladas. Los libros y manuscritos que
contenían eran los apropiados a la posición social y al status de lord Samuels. Era un
hombre culto, como exigía su categoría de Maestre del Gremio, pero no demasiado
culto. Eso hubiera sido considerado como un intento de elevarse por encima de su
posición social, y lord Samuels —como su esposa— se cuidaba mucho de mantener una
respetuosa distancia entre él y los que estaban por encima de él. Por esta causa, se lo
admiraba mucho, particularmente sus superiores, a quienes se les oía comentar con
frecuencia que lord Samuels sabía cuál era su lugar.
Joram lanzó una ojeada a los libros al entrar. Atraído por el conocimiento igual
que a un hombre hambriento le atrae la comida, le eran ya familiares cada uno de los
títulos de la biblioteca, puesto que, cuando por fuerza se veía obligado a separarse de
Gwen, pasaba la mayor parte del tiempo allí dentro con Mosiah. Fiel a su promesa,
Joram había enseñado a su amigo a leer. Mosiah era un alumno aventajado, agudo e
inteligente. Las lecciones iban muy bien, y ahora, en su forzada reclusión, la biblioteca
era como una bendición para Mosiah.
Había iniciado sus estudios con gran seriedad, abriéndose paso en el mundo de los
libros con sumo cuidado y, a menudo, sin ayuda, al tener Joram otras ocupaciones. A
Mosiah lo fascinaban en particular los libros sobre teoría y utilización de la magia, ya
que era la primera vez que se encontraba con algo semejante. Joram consideraba
aquellos libros aburridos e inútiles, pero Mosiah dedicaba la mayor parte de su tiempo
libre —y tenía mucho— al estudio de la magia.
Saryon, por su parte, ni tan sólo vio los libros. El catalista apenas si observó nada
de lo que había en la habitación, incluyendo la silla que milord le acercó con un
movimiento de la mano y que luego tuvo que colocar rápidamente, porque el catalista,
absorto en sus pensamientos, había empezado a sentarse en el vacío.
—Os pido disculpas, Padre Dunstable —se excusó lord Samuels mientras el
catalista se derrumbaba literalmente sobre la silla que se situó a toda prisa debajo de él.
—Ha sido culpa mía, mi señor —musitó Saryon—. No me había fijado... —se fue
apagando su voz.
—Quizá debierais salir más, Padre —sugirió lord Samuels mientras el criado
vertía el coñac del jarro de cristal en las frágiles copas, también de cristal—. Vos y ese
joven..., Mosiah. Puedo comprender que este joven aquí presente prefiera mi jardín a los
fabulosos jardines de la Ciudad Inferior —dirigió una significativa mirada a Joram,
mientras una ligera crispación arrugaba su frente—, pero realmente creo que vos y
Mosiah debierais ver las maravillas de nuestra hermosa ciudad antes de marchar.
De manera inconsciente, dio un cierto énfasis a las últimas palabras.
Alarmado, Joram miró a Saryon, pero el catalista únicamente pudo devolverle la
mirada acompañada de un encogimiento de hombros. Ninguno de los dos podía decir o
hacer nada; era evidente que lord Samuels mantenía la conversación lo más inocua
posible hasta que
con las manos el brazos
a los criado se
de hubiera
su sillón.retirado. Pero Joram se puso en tensión y se aferró

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—Tengo entendido que vivisteis aquí en una ocasión, Padre Dunstable —continuó
lord Samuels.
Saryon únicamente se atrevió a asentir con la cabeza.
—Conocéis nuestra ciudad, entonces. ¡Pero es la primera vez que ese joven...
Mosiah... la visita y, sin embargo, mi esposa me dice que se pasa las horas aquí dentro,
leyendo!
—Es que le gusta leer, señor —dijo Joram, con sequedad.
Saryon se puso alerta. Una semana con el príncipe Garald le había dado a Joram
una delgada capa de cortesía y buenos modales. El muchacho creía fervientemente que
aquello había cambiado su vida, pero Saryon sabía que era sólo temporal, como la fría
corteza superior de un torrente de lava. El fuego y la furia burbujeaban debajo de la
superficie. En cuanto la corteza se resquebrajara, volverían a salir al exterior.
—¿Necesitará algo más el señor? —preguntó el criado.
—No, gracias —replicó lord Samuels.
El sirviente hizo una reverencia y abandonó la habitación, cerrando la puerta
detrás de él. Lord Samuels lanzó un hechizo sobre la puerta, sellándola, y los tres se
quedaron solos en la biblioteca, que olía ligeramente a pergamino mohoso y a piel
curada.
—Tenemos que discutir un asunto algo desagradable —comenzó lord Samuels
con voz tranquila y severa—. He descubierto que no sirve de nada posponer estas cosas,
y por lo tanto iré directo al grano. Ha surgido una dificultad con respecto a tu partida de
nacimiento, Joram.
Lord Samuels hizo una pausa, esperando aparentemente alguna respuesta, quizás
incluso una confusa aceptación por parte del joven de que era, después de todo, un
impostor. Pero Joram no dijo nada. Mantenía su oscura mirada clavada con tal atención
en los ojos de lord Samuels que fue Su Señoría quien, finalmente, se vio obligado a
inclinar la cabeza, aclarándose la garganta para ocultar su confusión.
—No estoy diciendo que me hayas mentido deliberadamente, muchacho —
continuó lord Samuels, mientras su copa de coñac revoloteaba, aún sin probar, en el aire
frente a él—. Y admito que a lo mejor yo he agravado el problema al mostrarme
demasiado... entusiasta. Tal vez hice surgir falsas esperanzas en ti.
—¿Cuál es el problema con el registro? —preguntó Joram, su voz tan quebradiza
que Saryon se estremeció, viendo que la roca empezaba a agrietarse.
—Para decirlo en pocas palabras: no existe —replicó lord Samuels, extendiendo
las manos, con las palmas hacia arriba, vacías—. Mi amigo ha encontrado el acta de
admisión de esa mujer, Anja, en las cámaras de partos de El Manantial. Pero no hay
ningún registro del nacimiento del bebé. Padre Dunstable... —se interrumpió—, ¿os
encontráis bien? mi
—Nnnno, ¿Queréis
señor. que
Por avise a un—murmuró
favor... criado? Saryon con voz inaudible. Bebió un
trago de coñac y jadeó ligeramente al sentir el ardiente líquido quemándole en la
garganta—. Una ligera indisposición. Pasará.
Joram abrió la boca para volver a hablar, pero lord Samuels alzó la mano y,
haciendo un evidente esfuerzo para controlarse, el muchacho permaneció en silencio.
—Indudablemente existen motivos para que eso fuera así. Por lo que me has
contado del trágico pasado de tu madre, no sería extraño que en el enloquecido estado
mental por el que atravesaba en aquella época de su vida, se hubiera podido llevar con
ella los registros relativos a tu nacimiento. Sobre todo, si creía que podría volver a
utilizarlos para reclamar lo que era, por derecho propio, su herencia. ¿Mencionó alguna
vez que tuviera—respondió
—No... esos registros en su poder?
Joram—, señor —añadió con frialdad.

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—Joram... —la voz de lord Samuels se volvió más severa, molesta por el tono del
muchacho—, quiero creerte con toda mi alma. Me he tomado muchas molestias para
investigar tus aseveraciones. No lo he hecho únicamente por ti, sino que también lo he
hecho por mi hija. La felicidad de mi hija lo significa todo para mí. Puedo ver con toda
claridad que está... digamos... encaprichada de ti. Y tú de ella. Por lo tanto, hasta que
este asunto mi
abandonases pueda resolverse, considero que lo más acertado para ti sería que
casa...
—¿Encaprichado? ¡Yo la amo, señor! —lo interrumpió Joram.
—Si realmente amas a mi hija, como dices —continuó lord Samuels con voz
tranquila—, entonces estarás de acuerdo conmigo en que lo mejor para ella es que
abandones esta casa inmediatamente. Si tus reivindicaciones pueden demostrarse, desde
luego que daré mi consentimiento para...
—¡Es verdad, es verdad, os lo aseguro! —gritó Joram apasionadamente,
incorporándose a medias en el sillón.
Los oscuros ojos del muchacho ardían en el rostro rojo de rabia. Frunciendo el
ceño, lord Samuels hizo un ligero movimiento en dirección a la campanilla de plata
advirtiendo que llamaría a los sirvientes.
Saryon extendió una mano y la posó sobre el brazo de Joram, haciendo que el
muchacho volviera a sentarse lentamente en su sillón.
—¡Conseguiré las pruebas! ¿Qué pruebas deseáis? —exigió Joram, respirando
con dificultad.
Cerró las manos con fuerza sobre los brazos del sillón mientras se esforzaba por
controlarse.
Lord Samuels suspiró.
—Según mi amigo, la comadrona con la que habló en El Manantial cree que la
antigua comadrona, la que estaba allí cuando tú naciste, recordaba el acontecimiento
debido a las... hum... extraordinarias circunstancias que lo rodearon. Si tuvieras una
marca de nacimiento —milord se encogió de hombros—, algo que ella pudiera recordar,
la Iglesia aceptaría sin dudar su testimonio. Ahora es una Theldara de gran categoría,
que atiende a la Emperatriz —añadió lord Samuels como explicación, dirigiéndose a
Saryon, quien no lo escuchaba.
La cabeza del catalista estaba a punto de explotar a causa del intenso dolor que
sentía; la sangre le zumbaba en los oídos. Sabía lo que Joram iba a decir, podía ver la
luz de la esperanza brillando en el rostro del muchacho, podía ver cómo se movían sus
labios, sus manos dirigiéndose hacia la tela de la camisa que le cubría el pecho.
«¡Debo detenerlo!», pensó el catalista con desesperación, pero un terror
paralizante se apoderó de él. Los labios de Saryon estaban rígidos, no podía pronunciar
una sola
Podía oír palabra;
la voz deno podíapero
Joram, ni respirar. Era lecomo
las palabras si secon
llegaban hubiera convertido
un sonido encomo
apagado piedra.
si
atravesaran una espesa niebla.
—¡Tengo una marca de nacimiento! —Las manos del muchacho desgarraron la
camisa, dejando el pecho al descubierto—. ¡Una marca que es seguro que recordaréis!
¡Mirad! ¡Estas cicatrices... que hay sobre mi pecho! ¡Anja decía que me las había hecho
la torpe comadrona que me había ayudado a nacer! ¡Me hundió las uñas en la carne
cuando me sacó del vientre de mi madre! ¡Esto demostrará mi auténtica identidad!
«¡No! ¡No! —chilló Saryon en silencio—. ¡No fueron las uñas de una torpe
comadrona! —Le vino todo a la memoria con una dolorosa y diáfana claridad—. Esas
cicatrices: ¡las lágrimas de tu madre! Tu auténtica madre, la Emperatriz, llorando sobre
tiMuerto,
en la magnífica
haciéndoseCatedral de Merilon;lasus
añicos, hiriéndolo; lágrimas
sangre de un de
rojocristal
vivo cayendo
corriendosobre
por lasublanca
bebé

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piel del niño; la expresión de enojo del Patriarca Vanya, porque tendrían que volver a
purificar al niño...»
Los libros empezaron a precipitarse sobre Saryon... Los libros..., libros
prohibidos..., conocimientos prohibidos... Los Duuk-tsarith rodeándolo... Sus negras
túnicas, cubriéndolo... Se estaba asfixiando... No podía respirar...
«Esto... demostrará mi auténtica identidad.»
Oscuridad.

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8
Por la noche

—¿Vivirá?
—Sí —dijo la Theldara, saliendo de la habitación a la que habían llevado al inerte
catalista, aparentemente sin vida. Estudió al muchacho que tenía frente a ella con gran
atención. En aquel rostro severo y en el espeso pelo negro, no vio ningún parecido con
las facciones del enfermo, y, sin embargo, el dolor y la angustia e incluso el temor
visibles en los oscuros ojos hicieron dudar a la Druida.
—¿Eres su hijo? —preguntó.
—No..., no —respondió el joven, meneando la cabeza—. Soy un... amigo. —Lo
dijo casi
La con tristeza—.
Theldara arrugóHemos hecho un largo viaje juntos.
la frente.
—Sí. Me he dado cuenta por los impulsos corporales que este hombre ha estado
alejado durante mucho tiempo de su hogar. Es un hombre acostumbrado a la paz y a las
ocupaciones tranquilas, sus colores son los tonos grises y los azules pálidos. Sin
embargo, veo aureolas de un rojo intenso que emanan de su piel. Si no fuera porque en
esta época de paz ello no es posible —continuó la Theldara—, ¡yo diría que este
catalista ha tomado parte en una batalla! Pero no hay guerra...
Deteniéndose, la Druida miró a Joram interrogativamente.
—No —replicó él.
—Por consiguiente —siguió la Theldara—, debo considerar que el trastorno es
interno. Este trastorno está afectando sus fluidos; ¡la verdad es que está alterando toda la
armonía de su cuerpo! Y hay algo más, algún terrible secreto que oculta...
—Todos tenemos secretos —replicó Joram, impaciente. Mirando por encima del
hombro de la Theldara, intentó ver el interior de la oscura habitación—. ¿Puedo
visitarlo?
—Un momento, muchacho —repuso la Theldara con severidad, sujetando el
brazo de Joram con una mano.
La Theldara era una voluminosa mujer de mediana edad. Estaba considerada
como una de las mejores Hacedoras de Salud de la ciudad de Merilon y, en su juventud,
había probado sus poderes con enfermos mentales, a cuyos aturdidos cerebros había
logrado llevar el sosiego. Acunaba a los bebés en sus brazos cuando venían al mundo y
confortaba a los moribundos cuando lo abandonaban. Sus manos eran firmes y poseía
una voluntad aún más férrea. No se dejó intimidar por la expresión amenazadora de
Joram cuando lo cogió del brazo, y lo siguió sujetando con firmeza.
—Escúchame —dijo en voz baja, para no despertar al catalista, que yacía en la
habitación de al lado—. Si eres su amigo, tienes que sacarle ese secreto. Igual que una
espina clavada en la carne envenena la sangre, ese secreto está envenenando su alma y
ha estado a punto de llevarlo a la muerte. Eso y el que no haya comido bien ni dormido
regularmente. Supongo que no te habías dado cuenta de eso, ¿verdad?
Joram no pudo hacer otra cosa más que mirar fijamente a la mujer con expresión
hosca.

—¡Ya
¡Vosotros lossupuse
jóvenesque no! —dijo
siempre la en
absortos Druida conpropios
vuestros un dejoasuntos!
de desprecio en la voz—.
—¿Qué le ha pasado? —preguntó Joram, mirando a la oscura habitación.

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Una música sedante, que había sido prescrita por la Theldara, emanaba de un arpa
colocada en un rincón, en la que manos invisibles pulsaban las cuerdas siguiendo un
ritmo calculado para devolver la armonía a las discordantes vibraciones que ella había
podido percibir en el paciente.
—Entre los profanos se le conoce como La Mano de Almin. Los campesinos
creen que la
respondió la Theldara
mano de con
dios sequedad—,
fulmina a susquevíctimas.
se trata Nosotros sabemos,
de un drástico desdeenluego
trastorno —
el flujo
de los fluidos naturales del cuerpo, que provoca que el cerebro no reciba alimento. En
algunos casos, esto provoca parálisis, incapacidad para hablar, ceguera...
Joram volvió la cabeza para mirar a la Druida, asustado.
—Esto no le habrá sucedido a...
Pero no pudo continuar.
—¿A él? ¿A tu amigo? —La Theldara era famosa por su lengua mordaz—. No;
puedes agradecérselo a Almin y a mí. Tu amigo es un hombre fuerte, o hubiera
sucumbido hace tiempo a la tensión de la terrible carga bajo la que vive. Su energía
curativa es buena y he podido, con la ayuda de la Catalista Doméstica... —Joram
vislumbró a Marie, de pie junto a la cama—, devolverle la salud. Se sentirá débil
durante unos días, pero se pondrá bien —añadió la Theldara, soltando a Joram—. Tan
bien como le es posible estar, hasta que este secreto sea expulsado de su cuerpo y se
elimine su veneno. Ocúpate de que coma y duerma lo suficiente...
—¿Le volverá a suceder?
—Sin duda alguna, si no se cuida. Y la próxima vez... Bueno, si es que hay una
próxima vez, probablemente ya no habrá ninguna otra vez después de ésa. Tráeme mi
capa —ordenó la Theldara a uno de los criados, que se desvaneció al instante en su
busca.
—Conozco su secreto —dijo Joram, arrugando el entrecejo.
—¿Lo conoces? —La Theldara lo miró con cierta sorpresa.
—Sí —respondió Joram—. ¿Por qué os sorprende eso?
La mujer meditó un momento, considerándolo; luego sacudió la cabeza.
—No —dijo con voz firme—, puedes creer que conoces su secreto, pero no lo
conoces. Sentí su presencia con estas manos... —las alzó en el aire— y está sepultado
en lo más profundo de su ser, tan adentro que ni cuando exploré sus pensamientos pude
tocarlo.
Mirando a Joram con perspicacia, la Theldara entrecerró los ojos.
—Tú te refieres a que el secreto que guarda tiene que ver contigo, ¿verdad? El
hecho de que tú estás Muerto. Él puede esconder al mundo ese secreto, pero flota por
encima de todos sus pensamientos y es fácil de leer para aquellos que sabemos cómo.
¡Oh, comprometemos
nos no te asustes! Nosotros, los las
a respetar Theldara , hacemos
confidencias de un antiguopacientes.
nuestros juramentoProcede
por el que
del
antiguo mundo, de uno de los mejores en nuestra profesión llamado Hipócrates.
Debemos hacer un juramento que nos obligue, ya que nosotros vemos el corazón y el
alma de nuestros enfermos.
Alargando los brazos, dejó que el Mago Servidor deslizara la capa sobre sus
hombros.
—Ahora, ve a ver a tu amigo. Habla con él. Ha compartido tu secreto durante
mucho tiempo; hazle saber que estás dispuesto a compartir el suyo.
—Lo haré —afirmó Joram con voz grave—. Pero... —se encogió de hombros con
impotencia—, no puedo imaginar qué puede ser. Conozco muy bien a ese hombre, o al
menosLa
creía que era así. ¿Hay alguna pista?
Theldara se dispuso a partir.

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—Sólo una —dijo, mientras comprobaba que todas sus pociones de hierbas
estaban en los lugares respectivos de la enorme bandeja de madera que la acompañaba.
Encontrándolo todo en orden, alzó la cabeza para volver a mirar a Joram—. A menudo,
este tipo de ataques se producen por una alteración del sistema nervioso causada por un
sobresalto. Recapacita sobre lo que estabais discutiendo en el momento en el que le dio
el
noataque. Esoque
tiene nada podría
ver.darte algunaAlmin
Solamente pista. Aunque
conoce la—se encogió
respuesta de hombros—,
a esto, me temo. a lo mejor
—Gracias por ayudarlo —dijo Joram.
—¡Bah! ¡Ojalá pudiera decir lo mismo de ti!
La Theldara sacudió tristemente la cabeza a modo de despedida; luego, ordenando
a la bandeja que la siguiera, flotó pasillo abajo para despedirse de lord Samuels y lady
Rosamund.
Joram la siguió con la mirada sin verla, repasando mentalmente lo ocurrido en la
biblioteca. Él y lord Samuels habían estado discutiendo la forma de demostrar las
pretensiones de Joram al título de barón. El muchacho no recordaba que Saryon hubiera
dicho nada, pero de todas formas, Joram tuvo que admitir con tristeza que no le había
estado prestando ninguna atención al catalista. Había estado pensando únicamente en
sus propios asuntos. ¿Qué se había dicho justo antes de que el catalista se desplomara?
Joram se esforzó por recordar.
—¡Sí! —Se puso una mano en el pecho—. Estábamos hablando de estas
cicatrices...

Gwendolyn estaba sentada en su habitación, sola en la oscuridad. Los ojos le


ardían a causa de las lágrimas que había derramado y ahora, no quedándole ya más
lágrimas y temiendo que su rostro apareciera enrojecido e hinchado a la mañana
siguiente, lo estaba bañando en agua de rosas.
«Aunque no pueda hablar con Joram, él me verá», se dijo, sentándose ante su
tocador.
La fría luz de la luna, aumentada por la magia de los Sif-Hanar, lanzaba un
resplandor perlado sobre Merilon. Iluminó a Gwen, pero ésta no la encontró hermosa y,
de hecho, sintió más bien un estremecimiento. El frío ojo de la luna parecía contemplar
sus lágrimas sin importarle y sin sentir la menor compasión; el blanco destello de la luz
lunar sobre la piel de la muchacha daba a su palpitante ser un aspecto cadavérico,
debido a su intensa palidez.
Gwen prefirió la compañía de la oscuridad. Se puso en pie, y corrió la cortina con
la mano, una acción que normalmente hubiera llevado a cabo con un gesto sirviéndose
de la magia. Pero estaba físicamente agotada y ya no le quedaba un ápice de magia.
Creyendo las afirmaciones de la Theldara de que el Padre Dunstable estaría
recuperado por la mañana, lord Samuels había advertido a su hija de que no hablara con
Joram ni permitiera que el joven se dirigiera a ella hasta que aquel asunto de la herencia
del muchacho hubiera quedado sólidamente demostrado.
—No lo acuso de ser un impostor —había dicho lord Samuels a su hija, que
lloraba amargamente en brazos de su madre—. Creo en su historia; pero si no puede
demostrarla, entonces es un don nadie. Un hombre sin fortuna, sin apellido. Es... —
milord se encogió de hombros, desesperanzado— ¡un Mago Campesino! ¡Eso es lo que
ha sido y, hasta que pueda reclamar el título legítimamente, eso es lo que continuará
siendo! Pero aún deberá vivir con la sombra del deshonor...
—¡No fue culpa suya! —había gritado Gwen apasionadamente—. ¿Por qué debe
pagar él los pecados de su padre?
—Ya lo sé, querida mía —dijo lord Samuels—. Y estoy seguro de que, si

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consigue la baronía, todo el mundo pensará igual. Siento que esto haya tenido que
suceder, Gwendolyn —había dicho milord, acariciando la cabellera de su hija con
cariño, porque adoraba a su hija y le destrozaba el corazón verla tan apenada—. Es
culpa mía —había añadido con un suspiro—, por haber alentado estas relaciones antes
de conocer los hechos. Pero parecía tan... tan buena inversión de cara a tu futuro, en los
primeros
—¡Y momentos...
las cosas aún pueden arreglarse, cariño! —Lady Rosamund había apartado
los cabellos de su hija de aquellos ojos llenos de lágrimas—. Pasado mañana es el baile
del Emperador. La comadrona cuida ahora de Su Majestad. Tu padre se verá con ella y
entonces sabremos si reconoce a Joram. Si es así, ¡entonces seremos todos muy felices!
Si no es así, piensa en todos los jóvenes de buena familia que estarán allí y que se
sentirán muy dichosos de ayudarte a olvidar a este joven.
«Olvidar a este joven.» Sola en su habitación, Gwen apretó las manos sobre su
compungido corazón y dejó caer la cabeza, desconsolada. «Inversión de cara a tu
futuro.»
«¿Soy yo tan despiadada? —se preguntó—. ¿No hay nada que me importe aparte
del deseo de riqueza, del deseo de tener una vida placentera, alegre y cómoda?
Seguramente —pensó con cierto sentimiento de culpabilidad, mirando en derredor suyo,
bajo la luz de la luna que la delgada cortina no podía tapar del todo—, seguramente es
así como parezco o de lo contrario mis padres no hubieran dicho estas cosas.»
Al recordar sus palabras y sus sueños de los últimos días, su sensación de culpa se
centuplicó.
«Cada vez que he soñado con Joram —se dijo—, lo he visto ataviado con ropas
elegantes, no con esos vestidos sencillos que lleva ahora. Lo he imaginado volando
sobre sus posesiones, acompañado de la servidumbre, o montando en uno de sus
caballos al galope jugando al Rescate del Rey, o llevándome con él cuando visite las
granjas una vez al año, con todos los campesinos inclinándose ante nosotros en señal de
respeto... —Cerró con fuerza sus ardientes ojos—. ¡Pero él ha sido Mago Campesino!
Un campesino; ¡uno de los que se inclinaban! Y si no puede probar sus derechos, lo más
probable es que vuelva a serlo. ¿Sería yo capaz de permanecer a su lado, con los pies
hundidos en el barro, haciendo reverencias?»
Por un momento, la muchacha dudó. El miedo se apoderó de ella. Nunca había
estado en un pueblo de Magos Campesinos, pero había oído a Joram hablar de ellos.
Vio su delicada piel quemada y llena de ampollas a causa del sol, sus rubios cabellos
enmarañados por el viento, su cuerpo cansado y dolorido al final de cada jornada. Se vio
a sí misma andando pesadamente de regreso a casa atravesando los campos, andando
porque no tenía fuerzas suficientes para flotar. Pero Joram estaba junto a ella, andando
con ella pasos
aquellos hasta cansinos.
la cabañaRegresarían
donde vivía. La juntos
a casa rodeabay ella
con cocinaría
su brazo,una
ayudándola a dar
comida sencilla
(«Supongo que podría aprender a cocinar», musitó) mientras él contemplaba cómo
jugaban sus hijos...
Gwendolyn se ruborizó, mientras un sentimiento cálido empezaba a inundar su
cuerpo. Hijos. Los catalistas celebrarían la ceremonia, transfiriendo la semilla de él al
cuerpo de ella. Se preguntó cómo lo hacían; era un tema del que su madre nunca
hablaba. Ninguna dama bien educada lo hacía, desde luego. Sin embargo, Gwen no
pudo evitar sentirse curiosa. Pero era extraño que aquella curiosidad la embargara ahora,
cuando se imaginaba a Joram comiendo su cena, mirándola, con sus oscuros ojos
brillando a la luz del fuego...

aureolaEldorada,
calor deque
aquel fuego
a ella se extendió
le pareció a travésmás
que brillaba de Gwen,
que la envolviéndola ende
pálida y fría luz unala dulce
luna.

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Hundiendo la cabeza en los brazos, la joven empezó a llorar de nuevo; pero estas
lágrimas surgían de un pozo diferente, un pozo más hondo y puro de lo que jamás
hubiera creído que pudiera existir. Eran lágrimas de alegría, porque sabía que amaba a
Joram sin egoísmo. Lo había amado como barón y también lo podría amar como
campesino, No importaba lo que sucediera o adónde fuera Joram; su lugar estaba junto a
él, aunque fuera en unhubiera
Si Gwendolyn campotenido
de labor...
una idea de los auténticos rigores de la vida que tan
inocentemente planeaba compartir con Joram, aquel corazón que empezaba por vez
primera a sentir el fuerte latido de un amor de mujer quizás hubiera zozobrado. La
sencilla cabaña que veía en su mente era al menos diez veces mayor que la tosca
vivienda de un Mago Campesino. La sencilla comida que mentalmente se veía
cocinando hubiera alimentado a una auténtica familia campesina durante un mes y, en
su dulce sueño, todos sus hijos nacían sanos y gozaban de buena salud. No había
diminutas tumbas salpicando el paisaje que veía en su mente.
Pero, en su estado de ánimo actual, eso podría no haber importado. En realidad,
cuanto más dura fuera la vida más le apetecía, ¡porque ello probaría su amor! Levantó la
cabeza, brillándole en las mejillas las lágrimas. ¡Deseo que Joram no pudiera reclamar
el título de barón! Lo imaginó deshecho y desanimado. Vio a su padre cogiéndola del
brazo y sacándola a rastras.
«Pero yo me soltaré —se dijo con un fervor que parecía casi religioso—. Correré
hacia Joram y él me tomará en sus brazos y estaremos juntos para siempre...
«Para siempre —añadió, cayendo de rodillas y juntando las manos—. Por favor,
Almin Celestial —susurró—, ¡haz que encuentre la forma de decírselo! Por favor.»
La invadió un sentimiento de paz y de dicha y sonrió. Sus oraciones habían
recibido una respuesta. De alguna manera, encontraría la forma de reunirse con Joram
en secreto a la mañana siguiente y decírselo. Apoyando la cabeza sobre la cama, cerró
los ojos; la luz de la luna que penetraba a través de la delgada cortina, brilló sobre sus
labios y congeló la dulce sonrisa. Las lágrimas de sus mejillas se secaron bajo el frío
resplandor lunar. Cuando Marie entró a ver a su querida niña, se estremeció mientras la
metía en la cama y musitó también ella una plegaria a Almin.
Era bien sabido que los que se dormían durante mucho rato bajo la luz de la luna
estaban expuestos a sufrir su maldición...

Joram pasó la noche junto al lecho del catalista. Ningún rayo de luna flotaba sobre
él y sus pensamientos, porque la Theldara se había asegurado de que su perturbadora
influencia no molestara a su paciente. El arpa siguió tocando sus sedantes canciones en
el rincón: la música de un pastor que toca su flauta para dar la bienvenida a la aurora
que lo libera de su vigilancia nocturna y mitiga sus preocupaciones. Una esfera de
cristal flotaba sobre el catalista, proyectando una luz suave sobre su rostro para
mantener alejados los terrores que acechaban en la oscuridad. Cerca de ésta, un líquido
burbujeaba en otra esfera, desprendiendo vapores aromáticos que limpiaban los
pulmones y eliminaban las impurezas de la sangre.
El bien que todo aquello le hacía a Saryon no podía saberse con seguridad, puesto
que, tal y como había dicho la Theldara, el secreto de la verdadera identidad de Joram
era más mortífero para él que un tumor canceroso. Ninguna poción podía extraer el
veneno, ninguno de los dones curativos de la Theldara podía conseguir que su cuerpo
empleara su propia magia para luchar contra aquella fuerza destructora. Saryon dormía
bajo los efectos de un sortilegio sedante lanzado por la Theldara, sin darse cuenta en
apariencia de lo que sucedía a su alrededor. Ése era, con toda probabilidad, el único
tratamiento que podía servirle en aquellos momentos. Además era tan sólo temporal; el

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sortilegio se desvanecería muy pronto y volvería a tener que avanzar por la vida
tambaleándose bajo aquella pesada carga.
Pero si la sedante música y las hierbas aromáticas no hacían gran cosa por Saryon,
sí fueron, en cambio, como una bendición para Joram. Sentado a la cabecera de aquel
hombre que tanto había hecho por él —que tanto había hecho y tan poco agradecimiento
había recibido—, Joram
había experimentado recordó
cuando vividamente
creyó el sentimiento
que el catalista de abandono y soledad que
estaba muerto.
—Vos me comprendéis, Padre —dijo, tomando entre las suyas la enflaquecida
mano que descansaba sobre la colcha—. Ninguno de los otros lo hace. Ni Mosiah, ni
Simkin. Ellos tienen magia, tienen Vida. ¡Vos sabéis, Saryon, lo que es suspirar por la
magia! ¿Lo recordáis? Me lo dijisteis una vez. Me dijisteis que cuando erais niño
estabais resentido con Almin por haberos hecho catalista, por negaros la magia.
«¡Perdonadme! ¡He estado ciego, tan ciego! —Joram apoyó la cabeza sobre la
mano del catalista—. ¡Santísimo Almin! —gritó con angustia contenida—. ¡Contemplo
mi alma y veo un monstruo siniestro y repugnante! El príncipe Garald tenía razón. Me
estaba empezando a gustar la sensación de matar. ¡Me gustaba el poder que me daba!
Ahora veo que no era poder en absoluto; era debilidad, cobardía. No podía enfrentarme
conmigo mismo, no podía enfrentarme con mi enemigo. ¡Tenía que cogerlo
desprevenido, golpearlo por la espalda, atacarlo mientras estaba indefenso! Si no
hubiera sido por Garald y por vos, Padre, me hubiera convertido en ese siniestro y
repugnante monstruo que hay en mi interior. Si no hubiera sido por vos... y por
Gwendolyn. Su amor trae luz a mi espíritu.
Joram levantó la cabeza y se quedó mirándose las manos con repugnancia.
—Pero ¿cómo puedo tocarla con estas manos, manchadas de sangre? ¡Tenéis
razón, Saryon! —Se puso en pie con gran excitación—. ¡Debemos irnos! ¡Pero no! —
Se detuvo, volviéndose a medias—. ¿Cómo puedo hacerlo? ¡Ella es mi luz! Sin ella
volveré a estar sumergido en las tinieblas de nuevo. La verdad. Debo decirle la verdad.
¡Todo! Que estoy Muerto. Que soy un asesino... Después de todo, no suena tan terrible
cuando lo explico... El capataz mató a mi madre. Yo estaba en peligro. Fue en defensa
propia. —Joram volvió a sentarse junto a Saryon—. Blachloch era un ser malvado que
merecía la muerte, no una vez sino diez veces para que pagara todo el sufrimiento que
había causado a los demás. Haré que lo comprenda. Haré que se dé cuenta de cómo
sucedió, y ella me perdonará, como vos me habéis perdonado, Padre. Entre el amor y el
perdón de Gwendolyn y el vuestro, volveré a sentirme puro...
Joram se quedó en silencio, escuchando el sonido del arpa, que era ahora la dulce
canción de cuna de una madre a su hijo dormido en sus brazos. No le trajo, sin embargo,
recuerdos tranquilizadores al muchacho. Las canciones de cuna de Anja habían sido
desagradables,
sufrido contándole noche tras noche la amarga historia del terrible castigo
por su padre.
Y aunque la Theldara no podía saberlo, la canción le produjo terribles pesadillas a
Saryon. En aquel sueño conseguido mediante encantamiento, el catalista se vio a sí
mismo —un joven Diácono— llevando en brazos a un niño envuelto en un manto real
por un pasillo silencioso y vacío. Se oyó a sí mismo cantando aquella canción de cuna,
la última que el niño oiría jamás, con voz sofocada y embargada por el llanto.
El catalista se agitó y gimió en su lecho, moviendo la cabeza débilmente sobre la
almohada, rechazando... o negando...
Joram, que no comprendía, lo miró, angustiado.
—Me perdonáis, ¿verdad, Padre? —susurró—. Necesito vuestro perdón...

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9
Por la mañana

—¡Eh! ¡Eh! ¿Hola? ¿Hay alguien en casa? He... ¡Por los dientes y las uñas de
Almin, muchacho! —exclamó Simkin, apoyándose en la pared y poniéndose una mano
en el corazón—. ¿Mosiah?
—¡Simkin! —gritó el otro joven, casi tan alarmado como su compañero.
Los dos habían estado a punto de chocar al ir a doblar una esquina del vestíbulo.
—¡Uf, caramba! —Vestido de pies a cabeza de brillante raso verde, Simkin sacó
de la nada el eterno pañuelo de seda naranja y empezó a secarse el sudor de la frente con
mano temblorosa—. Un poco más y haces que se me caigan los pantalones del susto,
amigo
era mío, tal como
disfrazarse le sucedió alCualquiera
de Duuk-tsarith. duque de Cherburg. Lacuenta
podía darse broma de
preferida del marqués
que aquellas ropas
negras no eran auténticas; pero el barón era un hombre muy nervioso y creyó que le
habían echado el guante los Señores de la Guerra, perdió su magia y de repente... se
encontró con los pantalones en los tobillos, con todas sus partes íntimas a la vista.
Causó un gran revuelo en la corte, aunque yo consideré que era demasiado escándalo
para algo tan insignificante. Le di mi pésame a la duquesa...
—¿Yo te he asustado? —preguntó Mosiah cuando consiguió intercalar alguna
palabra—. ¿Qué crees que estás haciendo, surgiendo de la nada de esta manera? ¿Y
dónde has estado?
—Oh, aquí y allí, acá y allá, dando vueltas —contestó Simkin con tono jovial,
mirando distraídamente al interior de la sala de estar de la residencia de lord Samuels—.
¿Pregunto yo dónde está todo el mundo? Especialmente, nuestro Sombrío y
Melancólico Enamorado. ¿Sigue todavía encandilado con esa chica o ya se ha divertido
con ella y lo ha superado?
—¡Cállate! —le espetó Mosiah, furioso. Mirando en derredor suyo, cogió a
Simkin por un brazo y lo arrastró al interior de la biblioteca—. ¡Idiota! ¿Cómo te
atreves a hablar así? ¡Ya tenemos bastantes problemas, tal y como están las cosas!
Cerró dando un portazo.
—¿De verdad? —preguntó Simkin, con expresión de entusiasmo—. Esto es
realmente divertido. Empezaba a aburrirme terriblemente. ¿Qué hemos hecho? ¿No se
nos habrá encontrado en una situación comprometida? ¿Nuestra mano subiendo por
debajo de su falda?
—¿Quieres dejarte de tonterías? —masculló Mosiah, escandalizado.
—¿Bajando por el corpiño?
—¡Escúchame! Lord Samuels afirma que Joram no puede demostrar su identidad
y por poco lo echa de casa anoche, pero a Saryon le dio una especie de ataque o algo
parecido y tuvieron que llamar a un Theldara...
—¿El catalista? ¿Un ataque? ¿Cómo se encuentra el viejo? —preguntó Simkin
con tranquilidad, sirviéndose un poco del coñac de lord Samuels—. ¡Ah!, sigue siendo
de cosecha propia —murmuró, arrugando el entrecejo—. Podría permitirse algo mejor.
¿Por qué no lo hace? No obstante, supongo que debemos ser comprensivos. —Apuró su

copa—. No estará
—¡No! muerto,
—gruñó ¿verdad?
Mosiah. Sujetando el brazo de Simkin, le arrebató la botella de
coñac—. No, está bien. Pero debe descansar. Lord Samuels dijo que podíamos

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quedarnos, pero sólo hasta después de la fiesta del Emperador, mañana por la noche.
—¿Qué sucederá entonces? —preguntó Simkin, bostezando—. ¿Joram se
convertirá en una rata gigante cuando el reloj dé las doce?
—Se supone que allí se encontrará con alguien, alguna Theldara que lo vio
cuando era un bebé o algo parecido y puede identificarlo como el hijo de Anja.
Simkin
—Bueno, estaba
todoconfuso.
esto suena muy divertido, pero ¿se le ha ocurrido a alguien que
Joram ha cambiado ligeramente desde entonces? Quiero decir, ¿qué vamos a hacer para
refrescar la memoria de la jovencita? ¿Desnudar al muchacho y ponerlo sobre una piel
de oso? Recuerdo que lo hicimos con el... Oh, lo siento. Juré sobre la tumba de mi
madre que nunca contaría esa historia. —Enrojeció terriblemente—. ¿Por dónde iba?
Oh, sí. Bebés. Sé por experiencia que todos los bebés tienen el mismo aspecto. La
madre del Emperador y todo eso.
—¿Qué?
Mosiah, que se paseaba preocupado por la habitación, lo escuchaba sólo a medias.
—Todos los bebés se parecen a la madre del Emperador —Simkin asintió
profundamente con la cabeza—. Una enorme cabeza redonda que no pueden erguir,
unas mejillas regordetas y esa especie de expresión aturdida...
—Oh, ¿quieres tomártelo en serio de una vez? —dijo Mosiah con exasperación—.
Joram tiene unas cicatrices en el cuerpo desde que nació. Tú lo sabes, las has visto. Son
esas diminutas marcas blancas que tiene en el pecho.
—No recuerdo haberme tomado nunca demasiado interés por su pecho —observó
Simkin—, excepto para observar una clara escasez de pelo. Aunque supongo que fue
todo a parar a su cabeza.
—Se habló en nuestro pueblo de esas cicatrices —comentó Mosiah, meditabundo,
ignorando a Simkin—. Recuerdo que la vieja Marm Hudspeth decía que eran una
maldición; que Anja le clavaba los dientes en la carne y le chupaba la sangre. Nunca le
oí explicar cómo se las había hecho realmente, aunque, desde luego, ésa no es la clase
de pregunta que uno le haría a Joram. Quizá tuve miedo de preguntárselo. —Mosiah
lanzó una carcajada nerviosa—. Probablemente tuve miedo de que me lo dijera...
—Así que ahora la maldición se convierte en una bendición, igual que en el
cuento del Mago Campesino —repuso Simkin, una sonrisa asomando a sus labios. Se
atusó el bigote con un dedo—. Nuestra rana se convierte en un príncipe...
—En un príncipe no —replicó Mosiah, exasperado—. En un barón.
—Perdón, amigo mío —dijo Simkin—. Olvidé que te has criado en los bosques,
que eres un analfabeto y todo eso. Bueno —continuó precipitadamente al ver que
Mosiah empezaba a enojarse de nuevo—, volví para buscaros y que vinierais conmigo.
Todaabajo.
allá una serie
Losdeartistas
festejospreparan
y celebraciones van a tener
las actuaciones quelugar
van en
a la Arboledaante
presentar de Merilon,
su Real
Aburrimiento mañana por la noche. Realmente, será muy divertido. Se permite
arrojarles cosas si hacen una chapuza de la actuación. Empezará en cualquier momento,
a eso del mediodía. ¿Dónde está Joram?
—No vendrá —respondió Mosiah—; lord Samuels le dijo que ya no podría ver a
Gwendolyn, hasta que todo estuviera resuelto. Pero luego Samuels se fue al Gremio, y
Joram espera poder encontrarse con ella. Ha estado en el jardín desde la hora del
desayuno. Saryon, por su parte, está demasiado débil para ir a ningún sitio.
—Entonces quedamos tú y yo, muchacho —dijo Simkin, dándole a Mosiah una
palmada en la espalda—. Apostaría a que has estado sepultado en este lugar durante
varios—La
días, verdad...
¿verdad?—Mosiah miró al exterior con anhelo.

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—¡Tranquilízate! No debes preocuparte porque te cojan. Estarás conmigo —le


dijo Simkin—. Estoy bajo la protección del Emperador, y nadie se atreve a tocarme.
Además, habrá una gran muchedumbre. Nos confundiremos entre la gente.
—¡Ja! —resopló Mosiah, lanzando una cáustica mirada a las verdes galas de
Simkin—. Me encantaría ver cómo pasas inadvertido...
—¿Qué? ¿No
La Escandalosa Uvate Verde.
gusta esto? —preguntó
No obstante, el joven
tienes conResulta
razón. expresión herida—.
un poco Lo llamo
llamativo. Te
diré lo que haremos; ven conmigo y le bajaré un poco el tono. Así —hizo un
movimiento con la mano—, ¿qué tal éste? Lo llamaré... veamos... Ciruela en
Descomposición. Ahora son de un color tan anodino como las tuyas. Vamos, amigo, ven
—Simkin bostezó de nuevo, mientras se pasaba el pañuelo naranja por la nariz—. He
pasado no sé cuántas horas en la corte muerto de aburrimiento. Fue algo que le sucedió
al conde de Montbank, ¿sabes? Durante unos de los relatos del Emperador. La mayoría
de nosotros nos dormimos, pero cuando despertamos nos encontramos con el conde,
totalmente rígido en medio del salón... De todos modos, ¡estoy hasta aquí de duques y
condes! Me muero por estar en contacto con la gente común.
—¡Ya te daría yo contacto con la gente común! —masculló Mosiah, flexionando
las manos mientras Simkin se alejaba para estudiar los títulos de las estanterías de lord
Samuels.
—¿Qué es lo que has dicho, amigo mío? —preguntó, volviéndose a medias.
—Estaba pensando —repuso Mosiah.
Secretamente, el muchacho se moría de ganas por ver la Arboleda de Merilon,
considerada una de las maravillas de Thimhallan. La visita a aquellos hermosos
jardines, unido a la oportunidad de ver las proezas artísticas de los ilusionistas, le
parecía al Mago Campesino como un sueño hecho realidad. Pero sabía que a Saryon no
le gustaría que saliera al exterior; el catalista había recalcado una y otra vez lo
importante que era que permanecieran escondidos en la casa.
«Hemos estado aquí durante casi dos semanas —se dijo Mosiah—, y nada ha
sucedido. El catalista lo hace con la mejor intención, ¡pero es tan aprensivo! Tendré
cuidado. Además, Simkin tiene razón. Por extraño que parezca, sí que está bajo la
protección del Emperador...»
—Oye —dijo Simkin de repente—, ¿no sería divertido cambiar este libro tan
soporífero sobre La Diversidad en la Magia Doméstica por algún otro más interesante?
Esclavo de los Centauros, por ejemplo...
—¡No, claro que no! —exclamó Mosiah, tomando una determinación—.
Vámonos, salgamos de este lugar antes de que acabes de destruir la poca credibilidad
que aún nos queda.
Agarrando
ciruela, Mosiah loaarrastró
Simkinfuera
con de
firmeza por una de aquellas mangas de tristón color
la habitación.
Dejándose llevar dócilmente, Simkin volvió la cabeza para mirar hacia la
estantería, murmuró una palabra y guiñó un ojo. El pañuelo naranja revoloteó en el aire,
envolviendo La Diversidad en la Magia Doméstica, y luego desapareció, dejando en su
lugar otro libró encuadernado en tapas de piel.
—Completo e incluyendo detalladas ilustraciones a color —murmuró Simkin,
mientras sonreía con satisfacción.

Aquella mañana, Joram fue a pasear por el jardín esperando encontrar a


Gwendolyn, al igual que ella había salido al jardín, esperando encontrarlo a él. Pero
cuando el muchacho llegó junto a Gwen, sentada con aspecto decaído entre las rosas en
compañía de Marie, el muchacho hizo una fría reverencia, se dio la vuelta y empezó a

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alejarse.
No se atrevió a hablar con la muchacha. ¿Qué sucedería si ella rehusaba hablar
con él? ¿Qué sucedería si ella no era capaz de amarle por lo que era y lo quería por
aquello en lo que podría convertirse?
«¿Y qué sucederá si no me convierto en barón? —se preguntó Joram.
Comprendiendo de repente
alrededor, le pareció como si que sus planes
estuviese y esperanzas
sepultado podrían ¿Por
entre escombros—. derrumbarse a su
qué no reparé
en ello anoche? ¡Cómo puede ella amar a un hombre que no sabe quién es!»
—¡Joram, por favor! Espera un momento...
Se detuvo, de espaldas a ella, negándose a mirarla. Gwen lo había llamado, pero, a
su espalda, oyó la voz de Marie regañándola en voz baja: «Gwendolyn, entra. Tu padre
te ha prohibido...», y el muchacho sonrió con amarga satisfacción.
—Sé lo que papá dijo, Marie —replicó la voz de Gwen con una firmeza nacida
del sufrimiento y del dolor que hizo estremecer el corazón de Joram—, y respetaré sus
deseos. Sólo quiero... —se le quebró la voz al llegar aquí— preguntar por el Padre
Dunstable. Creía que tú también estarías preocupada por la salud del catalista —añadió
a modo de reproche.
Joram se volvió ligeramente al acercársele las voces. Podía ver a Gwen ahora, por
el rabillo del ojo. Se dio cuenta de que había pasado la noche sin dormir por las sombras
que circundaban sus ojos, y vio también las huellas de las lágrimas que ni toda la magia
ni toda el agua de rosas de Thimhallan podían borrar por completo del pálido rostro de
la joven. Al darse cuenta de que había llorado porque temía perderlo, el corazón de
Joram empezó a latir con tal fuerza que no le hubiera sorprendido demasiado verlo
saltar de su pecho y caer a los pies de la joven.
—Por favor, Joram, quédate sólo un momento. ¿Cómo está el padre Dunstable
esta mañana?
Una suave mano se posó sobre su brazo. Joram miró aquellos ojos azules, llenos
de tanto amor, tanta infelicidad, que tuvo que luchar consigo mismo para no estrechar a
la joven entre sus brazos y protegerla con su propio cuerpo del dolor que él le infligiría
sin duda. Durante un instante su corazón se sintió demasiado colmado para ser capaz de
decir nada. No podía hacer otra cosa que mirarla, y sus oscuros ojos ardían más
abrasadores que el fuego de la forja en la herrería.
Y sin embargo, ¿qué podían decirse el uno al otro? Marie los observaba con
expresión severa, con desaprobación.
«Una vez que haya contestado la pregunta sobre el catalista, Marie le ordenará a
su pupila que entre en la casa. Si Gwen se niega, habrá una escena..., se llamará a los
Magos Servidores, quizás incluso a lord Samuels...»
Joram miró aAlmin
¿Escuchaba Gwen;quizá
Gwenlaslooraciones
miró a sudevez.
los enamorados?
Ciertamente así parecía, puesto que, en aquel momento, un gemido salió del
interior de la casa.
—¡Marie! —gritó uno de los Magos Servidores—. ¡Venid enseguida!
Otro de los Magos Servidores salió a toda velocidad al jardín en busca de la
catalista. Al parecer, el señorito Samuels, que estaba jugando a ser pájaro, había volado
hasta la pajarera, y, en aquellos momentos, estaba siendo perseguido por un enojado
faisán hembra porque le había estropeado el nido, y su vida parecía correr auténtico
peligro. ¡La catalista debía acudir inmediatamente!
Marie vaciló. El pequeño podía muy bien correr el peligro de ser picoteado, pero
—mujer
jardín. Elsensata como
señorito era—lanzó
Samuels sabía otro
que su queridaéste
chillido, niña
aúncorría
más un peligroque
frenético aún elpeor en el
anterior.

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No había nada que hacer. Ordenando a Gwendolyn que la siguiese inmediatamente —


una orden que Marie sabía tenía casi las mismas probabilidades de ser obedecida que si
hubiera ordenado al sol que abandonara el cielo—, la catalista se alejó a toda velocidad
acompañada del sirviente para rescatar, consolar y castigar al señorito Samuels.
—Sólo... puedo quedarme... un momento —dijo Gwen.

estabaEnrojeció bajo la aintensa


desobedeciendo mirada
su padre, de aquellos
y empezó ojossuoscuros,
a apartar mano delconsciente
brazo dedeJoram
que
cuando éste se la cogió.
—El Padre Dunstable está descansando tranquilamente esta mañana —dijo él.
—Por favor, no —suplicó Gwen, aturdida por los sentimientos que el contacto
con el joven despertaba en ella. Apartó la mano con suavidad y cruzó ambas manos a la
espalda—. Papá no querría... Es decir, yo no debo... ¿Qué decías del querido Padre? —
preguntó finalmente, sintiéndose desesperada.
—La Theldara dijo que había sido un... hum... ataque suave —continuó Joram,
víctima también él de repentinos deseos y anhelos—. Explicó algo acerca de que los
vasos sanguíneos se estrechaban y no dejaban que la sangre llegara al cerebro. No lo
entiendo, pero hubiera podido ser muy grave, dejándolo paralizado para siempre. En
este caso, ella dijo que los propios poderes mágicos del Padre Dunstable eran capaces
de curar por completo el daño producido. Yo quería dar las gracias a Marie por su ayuda
—añadió Joram con voz ronca, porque no estaba demasiado acostumbrado a dar las
gracias a nadie—, antes de que se fuera. Si pudieras hacerlo tú cuando entres en la
casa...
Se inclinó, una vez más, y empezó a alejarse; pero de nuevo, aquella suave mano
presionando en su brazo lo detuvo.
—Re... recé a Almin para pedirle que estuviera bien hoy —murmuró Gwen en un
tono de voz tan bajo que Joram tuvo que acercarse más a ella para poder oír.
Accidentalmente, Gwen dejó la mano sobre el brazo de él y Joram la capturó con
rapidez.
—¿Rezaste sólo por eso? —le preguntó con suavidad, rozando con los labios sus
cabellos.
Gwendolyn sintió el contacto de sus labios, a pesar de que había sido apenas
perceptible. De repente, todo su cuerpo se había vuelto muy sensible a su presencia; su
mismo pelo parecía estremecerse ante la proximidad del muchacho. Al alzar la cabeza,
Gwen se encontró mucho más cerca de Joram de lo que había esperado. Aquella extraña
sensación de agradable dolor que se había despertado en su interior cuando él tomó su
mano se volvió más poderosa y atemorizante. Era muy consciente de su presencia, de su
presencia física. Los labios que habían rozado sus cabellos estaban entreabiertos, como
si estuvieranhacia
atrayéndola sedientos. Sus brazos
una oscuridad eranmisterio
y un fuertes que
y sehacían
deslizaron alrededor
que su corazóndesesudetuviera
cuerpo,
paralizado de miedo y, al mismo tiempo, palpitara alocadamente a causa de la emoción.
Asustada, Gwen intentó apartarse, pero él la sujetó con fuerza.
—Por favor, déjame ir —le pidió con voz débil, apartando el rostro, temerosa de
volver a mirarlo a los ojos, temerosa de que se diera cuenta de lo que estaba segura se
reflejaba claramente en sus ojos.
En lugar de ello, Joram la apretó aún más contra él. La sangre empezó a correr,
tumultuosa, por el cuerpo de la muchacha; sentía un gran ardor en su interior y en
cambio se estremecía de frío. Sintió que el calor de él la envolvía; su energía la
confortaba y al mismo tiempo la asustaba. Levantó la cabeza para mirarlo a los ojos y
decirlePor
queunla motivo
dejara marchar...
u otro, las palabras no llegaron a salir de su boca; estaban en sus

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labios pero entonces los labios del muchacho tocaron los suyos y las palabras fueron
absorbidas, desapareciendo en un estremecimiento producido por un dolor terriblemente
dulce.
Quizás Almin no escucha, después de todo, las oraciones de los enamorados. Si lo
hubiera hecho, hubiera dejado a los dos en aquel perfumado jardín para siempre,
abrazados el uno
golpe y Gwen, al otro. Peroprofundamente,
enrojeciendo el llanto del señorito
se soltóSamuel cesó, una
de los brazos puerta se cerró de
de Joram.
—De... debo irme —exclamó, retrocediendo, tropezando llena de pánico.
—¡Espera, una palabra! —exclamó Joram rápidamente, dando un paso hacia
ella—. Si... si... algo sucede, y no recibo mi herencia, ¿importará eso para ti,
Gwendolyn?
Ella lo miró. La turbación propia de una doncella, las vanidades juveniles, todo
ello se disolvió en la desesperada ansia y el anhelo que vio en el interior de él. Su propio
amor fluyó para llenar aquel vacío como la magia fluye del mundo a través del catalista
hasta aquel que la ha de utilizar.
—¡No! ¡Oh, no! —sollozó, y ahora fue ella la que extendió los brazos y le abrazó
a él—. Hace una semana, a lo mejor hubiera contestado de otra forma. Ayer por la
mañana quizá también lo hubiera hecho. Ayer yo era una jovencita que jugaba a
enamorarse. Pero anoche, cuando supe que podía perderte, me di cuenta de que la
herencia no importaba. Papá dice que soy joven y que te olvidaré como he olvidado a
otros. Se equivoca. No importa lo que suceda, Joram —dijo con la mayor seriedad,
acercándose aún más—, estás en mi corazón, y estarás ahí para siempre.
Joram inclinó la cabeza, incapaz de decir nada. Esto era precioso para él, tan
precioso que temía perderlo. Si lo perdía, moriría. Sin embargo..., tenía que decírselo.
Se lo había prometido a Saryon, se lo había prometido a sí mismo.
—Te necesito, Gwendolyn —dijo roncamente, deshaciéndose suavemente de su
abrazo pero manteniéndole cogida la mano. ¡Tu amor lo significa todo para mí! Más
que la vida... —Se detuvo, aclarándose la garganta—. Pero no sabes nada de mí, de mi
pasado —continuó con voz firme.
—¡Eso no importa! —empezó Gwen.
—¡Espera! —replicó Joram, apretando los dientes—. Escúchame, por favor.
Tengo que decírtelo. Debes comprender. Verás, yo estoy M...
—¡Gwendolyn! ¡Entra inmediatamente!
Se oyó un crujido entre las madreselvas y Marie apareció. El rostro de la catalista,
generalmente alegre y bondadoso, estaba pálido y enojado cuando pasó la mirada de la
ruborizada y despeinada muchacha al pálido y apasionado muchacho. Al verla, Joram
soltó la mano de Gwen y las palabras murieron en sus labios. Tomando a Gwendolyn
del brazo,
—PeroMarie
no se
se la
lo llevó
dirásde allí, regañándola
a papá, enojada
¿verdad, Marie? mientras
—la lo hacía.
oyó Joram preguntar, su voz
flotando hasta él con el perfume de las azucenas—. Fuiste tú quien se fue y me dejó,
después de todo. No me gustaría que papá se pusiera furioso contigo...
Joram se quedó de pie mirando cómo se alejaban, sin saber si maldecir a Almin o
darle las gracias por Su oportuna intervención.

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La Arboleda de Merlyn

La Arboleda de Merlyn era el centro cultural de Merilon. Construida en honor del


mago que había conducido a su gente desde el Oscuro Mundo de los Muertos a este otro
lleno de Vida, era ahora un gran teatro de las artes. La tumba del mago estaba en el
corazón de la Arboleda. Un anillo de robles la rodeaba, montando guardia
pacientemente a través de los siglos, y una alfombra de exuberante césped verde se
extendía desde los árboles hasta la misma tumba. Resultaba muy agradable caminar
sobre la mullida hierba, en la tranquila y silenciosa zona que rodeaba la tumba, lo cual
era tal vez el motivo de que muy poca gente acudiera a aquel lugar.
La mayor
brillantes rosales,parte
cuyasdeflores
la Arboleda
eran desetodos
encontraba fueradeldelarco
los colores anillo
irisde robles.
y de Setos
algunos de
más,
formaban un laberinto gigantesco alrededor de la tumba. Dentro de este laberinto había
pequeños anfiteatros donde pintaban los artistas, actuaban los actores, hacían cabriolas
los payasos y sonaba la música un día sí y otro también. El mismo laberinto era fácil de
recorrer; los visitantes podían, en caso de perderse, flotar sencillamente por encima de
las hileras de setos. Pero aquello era considerado como «hacer trampa». Los Druidas
modelaban diariamente altos algarrobos, que sobresalían por encima de los setos,
convirtiéndolos en fantásticos «guías» a través del laberinto, que también cambiaba de
forma cada día. Parte de la gracia de entrar en la Arboleda residía en descifrar el
laberinto; los árboles ofrecían a menudo «pistas». El hecho de que el laberinto
condujese siempre hasta la tumba estaba considerado como su único punto débil.
Muchos nobles habían ido a ver al Emperador para protestar por ello, manifestándole
que la tumba estaba pasada de moda y que era fea y deprimente. El Emperador había
discutido el asunto con los Druidas, pero éstos se mantuvieron firmes y se negaron a
efectuar el cambio. Por lo tanto, los visitantes bien informados nunca penetraban hasta
el corazón del laberinto. Eran únicamente los no iniciados, los turistas mal informados
—como Mosiah— los que lo seguían hasta su mismo centro.
El Mago Campesino había visto el círculo de robles desde lejos y se sintió atraído
hacia ellos; le recordaban su hogar, situado en el límite de un bosque. Al llegar hasta los
árboles, descubrió la tumba y penetró en el sagrado anillo con reverente respeto.
Llegado junto a la antigua tumba del mago, Mosiah posó una mano sobre la piedra,
modelada con amor y pena. Era una tumba sencilla, hecha de mármol blanco
embellecido mágicamente para que ningún otro color estropeara la pureza de la piedra.
Tenía un metro de altura por dos de largo y, a primera vista, parecía lisa y sin adornos.
Susurrando una oración para propiciar a los espíritus de los muertos, el joven
acarició solemnemente la superficie de la tumba. El mármol resultaba caliente al
contacto en el ambiente húmedo de la Arboleda, y alrededor de la tumba flotaba una
sensación de profunda tristeza que hizo que Mosiah comprendiera, de repente, por qué
los juerguistas evitaban aquel lugar.
Comprendió que era la tristeza que produce la añoranza del hogar, reconociendo e
identificando el sentimiento que se iba apoderando de él. Aunque el viejo mago había

abandonado
podían vivir su mundo por
y prosperar sinpropia voluntad para
ser perseguidos, llevar anunca
el anciano la gente a un mundo
se había sentido donde
en su
casa en aquel lugar.

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—Sus restos mortales están enterrados en esta tierra. Me pregunto: ¿dónde estará
su espíritu? —musitó Mosiah.
Cambiando de lugar para colocarse a la cabecera de la tumba, deslizando todavía
la mano por el liso mármol, Mosiah percibió unos surcos debajo de su dedo. Había algo
grabado en la superficie. Dio la vuelta lentamente alrededor de la tumba hasta donde
pudiera
discernirver
lo las
quesombras queinscrito
había sido proyectaba
en lalapiedra:
luz delelsol. En eldel
nombre ladomago
opuesto, pudo apenas
con letras medio
borrosas y algo que no alcanzó a descifrar debajo del nombre. Luego... había también
algo más debajo de aquello...
Mosiah lanzó una exclamación.
Oyó una risita disimulada y miró a su espalda, asustado; se encontró a Simkin
detrás de él, luciendo una divertida sonrisa en el rostro.
—Vaya, querido amigo, eres ideal para llevarte de visita. Te quedas boquiabierto
y mirando las cosas como atontado a la perfección, y las cosas más extrañas, además.
Pero no puedo imaginar por qué te divierte estar junto a esta mohosa ruina... —añadió
Simkin lanzando una mirada despectiva a la tumba.
—No estaba como atontado —masculló Mosiah, enojado—. ¡Y no hables así de
este sitio! No sé por qué pero resulta sacrílego. ¿Sabes algo sobre esto? —señaló la
tumba con la mano.
Simkin se encogió de hombros.
—Sé muchas cosas; una cosa lleva a otra. Veamos.
—¿Por qué hay una espada sobre ella? —preguntó Mosiah señalando la figura
grabada debajo del nombre del mago.
—¿Y por qué no? —bostezó Simkin.
—¿Un arma de las Artes Arcanas, en la tumba de un mago? —exclamó Mosiah,
escandalizado—. No era un Hechicero, ¿verdad?
—Por la sangre de Almin, ¿es que no te enseñaron nada excepto cómo plantar
patatas? —bufó Simkin—. Claro que no era un Hechicero. Era un Dkarn-Duuk, un
Señor de la Guerra de la más alta categoría. Según la leyenda, pidió que esa espada
fuera grabada ahí. Era algo acerca de un rey y un reino encantado donde todas las mesas
eran redondas y se vestían con trajes hechos de hierro para ir a la búsqueda de copas y
platos.
—Oh, por el amor de... ¡Olvídalo! —exclamó Mosiah, exasperado.
—Estoy diciendo la verdad —repuso Simkin con arrogancia—. Las copas y los
platos tenían para ellos un significado religioso. No hacían más que intentar conseguir el
juego completo. Pero ¿vamos a quedarnos aquí todo el día toqueando una tumba y
sintiéndonos deprimidos o vamos a divertirnos un poco? Los ilusionistas y los
moldeadores están en elMosiah,
—Iré —anunció pabellón, practicando.
mirando en la dirección que señalaba Simkin.
Hermosas serpentinas de seda multicolor aparecían suspendidas en el aire,
revoloteando mágicamente sobre la multitud. Hasta él llegaba el seductor sonido de las
risas, de las exclamaciones de admiración y de asombro, y de los aplausos llegando de
todas direcciones. El corazón le latió más deprisa cuando pensó en las maravillas que
estaba a punto de presenciar. Sin embargo, al apartarse de la tumba, sintió una punzada
de dolor y de pena. Aquel lugar era tan tranquilo, se respiraba tanta serenidad...
—Me pregunto qué le sucedió al reino encantado —murmuró Mosiah, deslizando
la mano por última vez sobre la cálida superficie del mármol antes de alejarse con
Simkin.
—Lo que
voz lánguida, sucedeelsiempre
sacando pañuelocon los reinos
de seda naranjaencantados, supongo —dijo
del aire y pasándoselo Simkin con
ligeramente por

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la nariz—. Alguien se despertaría y el sueño se terminó.

Una multitud flotaba, revoloteaba y se deslizaba por debajo de las sedas de vivos
colores del anfiteatro de los ilusionistas. Mosiah nunca hubiera imaginado que pudiera
haber tanta gente en un mismo lugar a un mismo tiempo. Se detuvo a la entrada,
intimidado por la gente. Pero Simkin, precipitándose aquí y allá como un ave de
brillante plumaje, posó una mano sobre el brazo de su amigo y lo guió al interior del
pabellón con sorprendente facilidad. Revoloteando contra aquél, esquivando a aquel
otro, rozando a un tercero, Simkin mantuvo sin inmutarse una alegre conversación
mientras iba acercándose al escenario.
—Lo siento, amigo. ¿Era eso tu pie? Lo confundí con una coliflor. Realmente
deberías hacer que los Theldara se ocuparan de esos dedos... Tan sólo pasábamos, no te
preocupes por nosotros. ¿Te gusta este modelo? Lo llamo Ciruela en Descomposición.
Sí, ya sé que no está a la altura de lo que normalmente llevo, pero mi amigo y yo se
supone que viajamos de incógnito. Por favor, no te fijes en nosotros. ¡Duque Richlow!
¡Qué sorpresa! ¿En la ciudad para asistir a la fiesta? ¿Hice yo eso? Lo siento una
barbaridad, amigo mío. Debo haberle dado un golpe a tu codo. La verdad es que esa
mancha de vino le queda bastante bien a ese traje tan insulso, si no te importa que te lo
diga... Está bien..., si no tienes imaginación, permíteme —Simkin hizo aparecer el
pañuelo naranja—. Te dejaré tan inmaculado, amigo mío, como la reputación de tu
esposa. ¡Ah!, ¿es culpa mía que bebas esa marca tan barata que no quiere desaparecer?
Intenta hacer un aclarado con limón. Hace maravillas con el pelo de la duquesa, ¿no es
así? ¡Ah, condesa! Encantado. ¿Y vuestro afortunado acompañante? No creo que nos
conozcamos. Simkin, a vuestro servicio. ¿Familia de la condesa? ¿Primo? Sí, claro está.
Debiera haberlo supuesto. Sois algo así como el octavo primo que he conocido. Primo
besucón, además, apostaría a que sí. Le envidio a la condesa su gran familia... y vos sois
terriblemente que
coincidencia grande, ¿novuestros
todos es así, amigo mío?
primos Estaba
sean pensando,
del sexo condesa,
masculino, que es
metro una gran
ochenta de
altura y tengan una dentadura tan perfecta...
Algunas cabezas se volvieron. La gente empezó a reír y a señalar con la mano,
algunos flotando hacia arriba o descendiendo un poco para obtener una mejor visión,
muchos de ellos acercándose para poder escuchar los comentarios del irreverente joven
de la barba. Moviéndose con dificultad detrás de Simkin, Mosiah notaba cómo su piel
alternativamente ardía de vergüenza o se quedaba helada por el miedo. En vano tiraba
de la manga de Simkin —que en una ocasión se le quedó en la mano para diversión de
dos condes y una marquesa—, en vano le recordaba en voz baja que se suponía que
debían «mezclarse con la gente». Eso no hacía más que incitar a Simkin a cometer
mayores ultrajes, tales como cambiar sus ropas cinco veces en otros tantos minutos
«para despistar a nuestros perseguidores».
Mirando a su alrededor, inquieto, Mosiah esperaba ver aparecer en cualquier
momento las enlutadas figuras de los Duuk-tsarith. Pero no surgió ninguna capucha
negra por entre las floridas, emplumadas y enjoyadas cabezas, ni hubo manos cruzadas
con toda corrección que arrojaran un velo de tristeza sobre la alegría y la diversión
reinantes. Poco a poco, Mosiah empezó a relajarse e incluso a divertirse, diciéndose que
los temidos vigilantes no debían encontrar mucho que vigilar entre aquella alegre
multitud.
Simkin podría haberle dicho a Mosiah —si el inocente Mago Campesino se lo
hubiera preguntado— que los Duuk-tsarith estaban allí al igual que estaban en todas
partes, observando y escuchando, discretos y sin ser observados. Bastaría con que el
más ligero rizo alterara la brillante superficie de los festejos, para que se presentaran en

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un santiamén para eliminarlo. Tres estudiantes de la universidad que habían consumido


demasiado champán empezaron a cantar canciones consideradas de muy mal gusto. Una
oscura sombra se materializó, como una nube que pasara frente al sol, y los estudiantes
desaparecieron, para ir a dormir su borrachera.
Una compañía de actores que representaban lo que ellos creían que era una
inofensiva sátiraque
con tal rapidez dellaEmperador,
audiencia nidesapareció en yelsedescanso
se dio cuenta de una forma
alejó, creyendo que la tan
obrahábil
habíay
terminado. Un carterista fue aprehendido, castigado y vuelto a poner en libertad con tal
velocidad y de una forma tan silenciosa que el desgraciado tuvo la impresión de que
todo había sido una especie de horrible pesadilla, excepto por el hecho de que sus
manos —ahora mágicamente deformadas de modo que eran cinco veces más grandes de
lo normal— eran una monstruosa realidad.
Mosiah no se dio cuenta de nada, no vio nada. No se pretendía que viera o se diera
cuenta de nada. La diversión de la gente no debía verse alterada. Y de este modo, el
joven se olvidó de todo, se olvidó de sus sencillas ropas —Simkin se había ofrecido a
cambiarlas, pero Mosiah (después de verse vestido con pantalones de seda color rosa)
rehusó de plano— y se dedicó de lleno a disfrutar de toda la belleza que lo rodeaba.
Incluso consiguió, en cierta forma, olvidarse de la presencia de Simkin. Nadie parecía
sentirse ofendido por los improvisados insultos del joven barbudo ni por sus
escandalosos comentarios. El joven sacó a relucir tantos trapos sucios que Mosiah creyó
que llegaría a verlos tendidos en el aire frente a él. Pero, aunque aquí y allí algún noble
bigote se estremecía o alguna maquillada mejilla palidecía, los duques y los barones, las
condesas y las princesas, se secaban rápidamente la sangre vertida y observaban
satisfechos cómo Simkin apuñalaba limpiamente a su siguiente víctima.
Sabiendo que muy pronto se perdería si se quedaba solo, Mosiah permanecía
cerca del ingenioso bufón. Pero su atención se apartó de los elegantemente vestidos
nobles, tanto damas como caballeros, quienes, evidentemente, tampoco le prestaban a él
la menor atención. Éstos reaccionaban ante sus sencillas ropas y su bronceada piel, sus
manos encallecidas y sus brazos endurecidos por el trabajo haciendo una mueca como si
hubiera dejado un sabor amargo detrás de él.
«¿Por qué quiere Joram formar parte de esto?», se preguntó Mosiah cuando
Simkin se detuvo para apuñalar a otro alegre grupo con el estoque de su ingenio.
La sensación de añoranza que Mosiah había sentido junto a la tumba del mago
regresó de nuevo. Nunca se había sentido tan solo como ahora rodeado por aquella
gente a quienes él no les importaba nada en absoluto. El recuerdo de su padre y de su
madre volvió a él y las lágrimas afloraron a sus ojos. Parpadeando con rapidez,
consiguió contenerlas y esperó que nadie las hubiera observado; luego, para apartar la
mente de que
escenario los tenía
recuerdos
ante él.infantiles, empezó a concentrarse en lo que sucedía en el
Los ojos de Mosiah se abrieron desmesuradamente, lanzó un suspiro casi sin
aliento y se sintió tan cautivado que empezó a descender lentamente hasta quedar de pie
sobre la mullida y verde hierba. La muchedumbre lo había aturdido tanto, había estado
tan absorto en la búsqueda de Duuk-tsarith, y Simkin lo había puesto tan nervioso que
había pasado junto a diversos escenarios sin darse cuenta de lo que se estaba haciendo
en ellos. Pero éste... ¡éste era extraordinario! Nunca había soñado que pudiera existir
algo tan maravilloso.
En realidad, no era más que una Danzarina Acuática. Era buena, pero no fabulosa,
y Mosiah, un pequeño grupo de niños, un anciano catalista medio ciego y dos
estudiantes universitarios
en alejarse volando, algo El
aburridos. bebidos eran
catalista se su única
echó una audiencia. Los
siestecita de pieniños
y los no tardaron
estudiantes

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se alejaron tambaleantes en busca de más vino. Pero Mosiah se quedó allí, cautivado.
El escenario, una plataforma de cristal, flotaba por encima de uno de los muchos
burbujeantes arroyos que atravesaban la Arboleda; los Druidas habían alterado el curso
del gran río que cruzaba Merilon, haciéndolo pasar por la Arboleda para que pudiera
facilitar alimento a las plantas y a los árboles y diversión al pueblo. Utilizando sus artes
mágicas, la Danzarina
su escenario Acuática
saltasen por los aireshacía
y seque las aguas
unieran a elladel arroyo
en su baile.que pasaba por debajo de
La muchacha era encantadora. Tenía la cabellera del color del agua y parecía,
incluso, vestida de agua; su delgado y empapado vestido se pegaba a su ágil cuerpo
mientras el agua se alzaba haciendo espirales y se retorcía a su alrededor en una
compleja danza. Mediante sus artes mágicas, el agua parecía estar viva. La cogía y la
rodeaba en sus espumeantes brazos, las ondulaciones de su propio cuerpo convirtiéndola
en parte de aquel elemento.
La danza terminó demasiado pronto. Mosiah se dijo que podía haberse quedado
contemplándola hasta que el río se hubiese secado. La muchacha esperó sobre su
escenario de cristal, mientras el agua corría por su cuerpo en resplandecientes
riachuelos, sonriendo a Mosiah, expectante. Entonces, viendo que éste no tenía dinero
que arrojarle, sacudió la empapada cabellera azul e hizo que el escenario se elevara en el
aire, dirigiéndose río abajo.
Mosiah la siguió con la mirada y estaba a punto de hacerlo también con el resto de
su cuerpo cuando se dio cuenta, de pronto, de que se estaba reuniendo una
muchedumbre a su alrededor. Sorprendido, descubrió que Simkin había descendido de
los aires para colocarse a su lado sobre la hierba. El joven barbudo se había cambiado
también de traje. Llevaba ahora el traje multicolor, con gorro y cascabeles incluidos, del
bufón, y estaba, se dio cuenta Mosiah con creciente alarma, señalando hacia él.
—¡Traído ante ustedes, damas y caballeros, a costa de muchísimo dinero y de un
gran riesgo personal desde las zonas más inhóspitas y sombrías del País del Destierro!
Aquí está, damas y caballeros, totalmente auténtico, único en Merilon. ¡Os presento
para vuestra diversión a... un campesino!
La muchedumbre rió, agradecida; Mosiah, la sangre zumbándole en los oídos,
agarró a Simkin por una de sus mangas multicolores.
—¿Qué estás haciendo? —le espetó.
—Sígueme la corriente, ¡sé buen chico! —murmuró Simkin en voz apenas
audible—. ¡Mira ahí! ¡El Kan-Hanar que casi nos cogió en la Puerta! Le dijimos que
éramos actores, ¿recuerdas? Debemos parecer auténticos, ¿no es verdad?
De repente empujó a Mosiah hacia atrás.
—¡Vaya! ¡Está atacando! —gritó—. Son criaturas salvajes, estos campesinos,
damasSacándose
y caballeros.
el ¡Atrás, te digo!
gorro lleno de ¡Atrás!
cascabeles, Simkin lo agitó furiosamente frente a
Mosiah, ante la hilaridad de la muchedumbre.
Mirando a Simkin totalmente aturdido, Mosiah se empezaba a preguntar si tendría
suficiente Vida en su interior para hacerse invisible, o, al menos, la suficiente para
asfixiar a Simkin, ¡cuando el barbudo joven se acercó danzando hasta él y empezó a
acariciarle la nariz!
—¿Lo veis? —le gritó Simkin al público—. Totalmente manso. Al terminar el
número, pondré mi cabeza en su boca. ¿Qué estás haciendo, Mosiah? —le siseó Simkin
a su amigo en el oído—. Una compañía de actores ambulantes, ¿eh? ¿Recuerdas? ¡El
Kan-Hanar está observando! Estás dando una extraordinaria impresión de ser un inútil,
querido
dentro demuchacho,
poco. Hazpero
algo me
mástemo que No
original. alguien empezará
queremos a encontrarlo
llamar algo sospechoso
la atención sobre nosotros...

181
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5/10/2018 LaEspadadeJoramII-LaProfecia-slidepdf.com

—¡Tú ya te has encargado de eso! ¿Qué demonios se supone que debo hacer? —le
susurró a su vez Mosiah, furioso.
—Haz una reverencia, haz una reverencia —rogó Simkin entre dientes. Sonriendo
y haciendo reverencias y agitando su sombrero en dirección a la muchedumbre, puso
una mano detrás del cuello de Mosiah. Hundiéndole los dedos en la carne, Simkin
obligó
, ¿qué atalsuse«salvaje
te da lacampesino» a inclinar
lírica? ¿Sabes cantar,labailar,
cabezacontar
torpemente—. Veamos
algún chiste? —musitó—
Sigue haciendo
reverencias. ¿No? Hummmm. ¡Ya lo tengo! ¡Tragafuegos! Totalmente simple. Tú no
sufrirás de gases, ¿verdad? Podrías ser peligroso...
—¡Déjame hacer a mí! —le espetó Mosiah, desasiéndose de Simkin con
dificultad.
Irguiéndose, con el rostro enrojecido y las palmas de la mano húmedas de sudor,
se quedó mirando a la multitud, que lo contemplaba expectante. Mosiah sentía las
piernas tan frías como el hielo; estaba helado de terror, incapaz de moverse, hablar o
pensar siquiera. Al mirar a la gente que flotaba por encima de él, bajando los ojos para
contemplarlo de pie sobre la hierba, Mosiah vio al Kan-Hanar, o al menos era un
hombre vestido con las ropas de los Kan-Hanar. No podía estar seguro de si era el
mismo de la Puerta o no. Sin embargo, se dijo que no podían arriesgarse. ¡Si hubiera
algo que él pudiera hacer!
—¡Eh, Simkin! Tu campesino es muy aburrido. Devuélvelo al País del Destierro...
—¡No, esperad! ¡Mirad! ¿Qué está haciendo?
—Ah, esto es otra cosa. ¡Está pintando! ¡Qué original!
—¿Qué es eso?
—Es... sí, querida..., es una casa. ¡Hecha de un árbol! Qué maravilloso y qué
primitivo. ¡He oído que los Magos Campesinos viven en esas curiosas casuchas pero
nunca creí que llegaría a ver una! ¿No es divertido? Eso que nos está pintando debe de
ser su pueblo... ¡Bravo, campesino! ¡Bravo!
Los comentarios continuaron, junto con los aplausos. Simkin estaba diciendo algo,
pero Mosiah no podía oírlo. Ya no oía nada. Estaba escuchando las voces de su pasado;
estaba pintando un cuadro, un cuadro viviente, utilizando el aire como lienzo, su
añoranza como pincel.
La multitud alrededor del muchacho crecía cada vez más a medida que las
imágenes creadas por la magia de Mosiah se movían y cambiaban en el aire por encima
de su cabeza. Cuando las imágenes se volvieron más claras y precisas —la memoria del
muchacho iba dándoles vida—, las risas y el parloteo excitado empezaron a dar paso a
los murmullos. Y más tarde a un respetuoso silencio. Nadie se movía ni hablaba. Todos
observaban mientras Mosiah mostraba al reluciente y alegre auditorio la vida de los
MagosLos Campesinos.
habitantes de Merilon vieron las casas que antes habían sido árboles, sus
troncos transformados mágicamente por los Druidas en toscas viviendas, los techos
hechos de ramas entretejidas y cubiertos de paja. Las furiosas ventiscas del invierno
introducían la nieve por entre las grietas de la madera, mientras los magos gastaban su
preciosa Vida en envolver a sus hijos con burbujas de calor. Vieron a los magos
comiendo su escasa comida mientras en el exterior, en la nieve, los lobos y otros
animales hambrientos rondaban y husmeaban, oliendo carne fresca.. Vieron a una madre
acunando a su hijo muerto.
El invierno aflojó su cruel cerco, permitiendo que el calor de la primavera se
filtrara por entre sus dedos. Los magos regresaron a los campos, parcelando la tierra que
estaba
cuando aún medio
llegaban las helada
lluvias. oLuego
trabajando penosamente
los vieron elevarse encon el barro
el aire, hasta las
las semillas rodillas
cayendo de

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5/10/2018 LaEspadadeJoramII-LaProfecia-slidepdf.com

entre sus dedos sobre el arado campo, o colocar los plantones, cuidados amorosamente
durante los últimos días de invierno, en el terreno. Los niños trabajaban junto a sus
padres, levantándose al alba y volviendo a sus casas cuando la luz del sol empezaba a
apagarse.
El verano traía consigo terrenos que desbrozar, casas que reparar y el interminable
desherbaje
animales que y cuidado
pugnaban de por
las plantas jóvenes,
conseguir la lucha
su parte constanteelcontra
de la cosecha, los sol
ardiente insectos y los
durante el
día y las tormentas, a menudo violentas, que se desencadenaban por la noche. Pero
tenían también sus sencillas diversiones. El catalista y sus jóvenes pupilos salieron de
paseo al mediodía, los niños dando volteretas en el aire, aprendiendo a utilizar la Vida
que algún día les serviría para ganarse el pan. Había también los pocos y tranquilos
momentos, entre el atardecer y la noche cerrada, en los que los Magos Campesinos se
reunían al final del día. Celebraban también el Día de Almin. Ese día pasaban la mañana
escuchando la aguda voz del catalista describiendo un cielo de verjas doradas y salones
de mármol que ellos no conocían. Por la tarde, tenían que trabajar aún más duro para
compensar el tiempo perdido.
El otoño traía ardientes colores a los árboles y horas de trabajo agotador para los
Magos Campesinos, ya que era el momento en que recogían el fruto de su trabajo, del
cual únicamente podrían quedarse una parte. Los Ariels llegaban volando al pueblo,
llevando sus enormes discos dorados. Los magos cargaban en los discos el maíz y las
patatas, el trigo y la cebada, las verduras y las frutas, y contemplaban cómo los Ariels se
los llevaban a los graneros y almacenes del noble a quien pertenecían las tierras.
Después, tomaban su pequeña porción y planeaban cómo hacerla durar todo el invierno,
que ya empezaba a lanzar su gélido aliento. Los niños espigaban en los campos,
recogiendo todos los restos, porque cada grano era tan precioso como una joya.
Y entonces regresaba el invierno, la nieve arremolinándose alrededor de las
viviendas, los magos luchando contra el aburrimiento, el frío y el hambre, el Catalista
Campesino acurrucado en su casa, las manos envueltas en harapos, leyendo para sí
sobre el infinito amor que Almin siente por los suyos...
Mosiah hundió los hombros e inclinó la cabeza. Las imágenes que había pintado
sobre la muchedumbre se disolvieron al quedarse el muchacho sin Vida. La gente lo
contempló en silencio. Lleno de temor, Mosiah levantó los ojos, esperando ver rostros
aburridos, desdeñosos, irónicos. En su lugar vio perplejidad, sorpresa, incredulidad.
Aquella gente parecía haber estado contemplando la vida de criaturas que vivían en un
mundo muy lejano en lugar de a seres humanos, como ellos mismos, que vivían en su
mismo mundo.
Mosiah vio Merilon por vez primera, la verdad iluminando ante sus ojos aquella
ciudad con en
encerradas mássubrillantez que encantado,
propio reino la luz del dócil sol primaveral.
prisioneros Aquellas
voluntarios gentesdeestaban
en un reino cristal
diseñado y fabricado por ellos mismos. ¿Qué sucedería, se preguntó Mosiah —
mirándolos ataviados con aquellas lujosas ropas y con aquellos tiernos pies desnudos—,
si alguien reaccionara y se despertase?
Sacudió la cabeza y miró a su alrededor en busca de Simkin. Quería irse,
abandonar aquel lugar. Pero de repente se encontró con que la gente lo rodeaba,
intentando estrechar su mano, tocándolo.
—Maravilloso, querido, ¡absolutamente maravilloso! Un estilo tan primitivo y
delicioso... Unos colores tan naturales. ¿Cómo lo consigues?
—¡He llorado como una criatura! ¡Son unas ideas tan curiosas! ¡Vivir en un árbol!
Es completamente
—Lo del bebéoriginal.
muertoDebes
es unvenir
pocoa exagerado.
mi próximaPrefiero
fiesta... las imágenes más sutiles.

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Ahora bien, cuando lo presentes de nuevo, yo creo que lo cambiaría por... hummm...
una oveja. ¡Eso es! Una mujer con una oveja muerta en el regazo. Es mucho más
simbólico, ¿no crees? Y si alteraras la escena con el...
Mosiah miró a su alrededor, aturdido. Dando respuestas incoherentes, empezaba a
retroceder para irse cuando una fuerte mano lo sujetó por el brazo.

verte, —¡Simkin!
pero... —exclamó Mosiah con alivio—. Nunca creí que me alegraría de
—Me halagas, sin duda, amigo, pero te has colocado en una situación bastante
comprometida y éste no es el momento de intercambiar abrazos y besos —dijo Simkin
en un apresurado susurro.
Mosiah miró en derredor suyo, alarmado.
—Ahí. —Simkin agitó la cabeza—. ¡No, no te vuelvas! Dos mirones enlutados
han decidido que son críticos de arte.
—¡En nombre de Almin! —exclamó Mosiah tragando saliva—. Duuk-tsarith.
—Sí, y me parece que han sacado mucho más de tu pequeña exhibición que esa
camarilla de bebedores de té con bollos. Ellos conocen la realidad cuando la ven, y tú te
acabas de anunciar a ti mismo como Mago Campesino tan descaradamente como si te
hubiera empezado a brotar maíz de las orejas. De hecho, eso podría haber resultado
menos perjudicial. ¡No puedo imaginar qué es lo que te ha llevado a cometer esa
necedad! —Simkin alzó la voz—. Me doy por informado, condesa Darymple. ¿Una
cena el martes de la semana que viene? Tengo que comprobar mi lista de compromisos.
Soy vuestro representante, como muy bien sabéis. Ahora, si nos quisierais excusar un
momento... No, barón, realmente no puedo deciros de dónde conjura estas toscas ropas.
Si queréis algo parecido, yo probaría en los establos...
—¡Tú eres el que me ha metido en esto! —le recordó Mosiah—. Aunque no es
que importe demasiado ahora. ¿Qué vamos a hacer?
Miró temeroso a las negras capuchas que flotaban alrededor de la multitud.
—Están esperando a que las cosas se tranquilicen —musitó Simkin, pretendiendo
estar muy ocupado con la camisa de Mosiah, pero manteniendo todo el tiempo la vista
fija en los Señores de la Guerra—. Entonces se acercarán. ¿Te queda todavía algo de
magia?
—Nada. —Mosiah meneó la cabeza—. Estoy agotado. No podría ni derretir
mantequilla.
—Puede que seamos nosotros los que nos derritamos —predijo Simkin,
inexorable—. ¿Qué estabais diciendo, duque? ¿El bebé muerto? No, no estoy de
acuerdo. Produce una sacudida emocional. Se oyen exclamaciones. Las mujeres
terminan perdiendo el conocimiento...
—¡Simkin,
alivio—. mira!
¡Se han ido! —Mosiah
¡Quizá no nosse sintió,observando!
estaban también él, a punto de desmayarse de
—¡Ido! —Simkin miró a su alrededor con creciente agitación—. Querido
muchacho, odio tener que pinchar tu burbuja (lo deja todo hecho un asco), pero eso
significa que, sin dudarlo, están ya junto a ti, con las manos tendidas...
—¡Dios mío! —Mosiah se aferró a la manga multicolor de Simkin—. ¡Haz algo!
—Voy a hacerlo —repuso Simkin, tranquilo—. Les voy a dar lo que quieren. —
Lo señaló con un dedo—. A ti.
Mosiah se quedó boquiabierto.
—Bastardo —empezó a decir, furioso.
Pero se detuvo asombrado. Era a su propia manga a la que se estaba aferrando,
lleno
estabadeunido
pánico.
a suEra su propio
cuerpo. brazo el
De hecho, fueque
su estaba
propio debajo de que
rostro el aquella manga ylaelmirada
le devolvió brazo

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con una amplia sonrisa.


Una barahúnda de voces se alzó a su alrededor, riendo, lanzando exclamaciones
de sorpresa, gritando maravillados. Aturdido, Mosiah se dio la vuelta y se vio a sí
mismo; se vio a sí mismo flotando en el aire por encima de él mismo. A todas partes a
donde Mosiah miraba, veía Mosiahs hasta tan lejos como le alcanzaba la vista.
—¡Oh, Simkin,
una inconfundible vozesto es lo mejorMira,
femenina—. que has hecho nunca!
Geraldine..., —exclamó
¿eres un Mosiah
tú, verdad, con
Geraldine?
¡Estamos vestidas con estas ropas primitivas tan maravillosas, y mira estos pantalones!
—¡Disimula! —dijo el Mosiah al que Mosiah se agarraba, dándole un rápido
codazo en las costillas—. ¡Este hechizo no durará mucho tiempo y no los despistarás
eternamente! ¡Hemos de salir de aquí! ¡Vaya, duque! El viejo Simkin ha estado
absolutamente magnífico, ¿eh? —dijo aquel Mosiah en voz alta—. ¡Disimula! —ordenó
en voz baja.
—Ah, de acuerdo, ba... barón —tartamudeó Mosiah con profunda voz de bajo,
agarrándose a lo que había sido Simkin como si fuera su última conexión con la
realidad.
—¡Empieza a moverte! —le siseó Simkin-Mosiah, arrastrándolo hacia la salida—.
¡Tengo que ir a mostrarle esto al Emperador! —exclamó—. Su Majestad sencillamente
no se va a creer lo que Simkin, ese genio, ese auténtico maestro de la magia, ese rey de
la comedia...
—¡No exageres! —gruñó Mosiah, abriéndose paso a través del gentío que lo
rodeaba.
Pero le fue imposible hacerse oír.
—¡Al Emperador! ¡Vamos a enseñárselo al Emperador!
Todo el mundo captó el mensaje. Mosiahs que se desternillaban de risa y se abrían
paso como podían empezaron a llamar a sus carruajes. Otros Mosiahs hacían aparecer
los carruajes y algunos simplemente se desvanecían. Los Corredores se abrían
multitudinariamente, enormes agujeros en la nada, hasta que el aire de la Arboleda
empezó a parecerse a un gran queso mordisqueado por las ratas. Cientos de Mosiahs
penetraron en ellos, dejando a los Thon-Li, los Amos de los Corredores, totalmente
confundidos.
—¿Sabes? —dijo Simkin-Mosiah con satisfacción, sacando un pedazo de seda
naranja de la nada y dándose unos toquecitos con ella en la nariz—, soy un genio.
Entró en un Corredor y arrastró a otro Mosiah detrás de él.
—Oye, amigo —le oyó decir a uno de los aturdidos Thon-Li—, eres tú, ¿verdad?

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11
Huidos

—¡Mosiah, ese estúpido! —bufó Joram, colérico, caminando arriba y abajo—.


¿Por qué abandonó la casa?
—Creo que Mosiah ha sido extraordinariamente paciente. Después de todo, no
puedes esperar que comparta tu interés por la jardinería —dijo Saryon agriamente—. Ha
estado encerrado en esta casa durante más de una semana sin hacer otra cosa que leer
libros mientras tú te has...
—¡De acuerdo, de acuerdo! —lo interrumpió Joram de mal talante—. Ahorradme
el sermón.

sobre Con un suspiro,jugueteando


las almohadas, el entrecejo arrugado porcon
nerviosamente la las
preocupación,
manos en la Saryon
sábana. se
Erarecostó
por la
tarde. Mosiah llevaba todo el día fuera, y nadie sabía dónde estaba. Pero ninguno de sus
anfitriones estaba especialmente preocupado por ello; era totalmente natural que el
muchacho saliera a visitar Merilon.
Joram cenó con la familia. Lord Samuels y lady Rosamund se mostraron corteses,
pero se los notaba fríos y distantes. (Si se hubieran enterado del incidente ocurrido en el
jardín familiar, se habrían mostrado indudablemente más fervorosos, pero Marie le
había guardado el secreto a su joven señora.) La charla durante la cena se centró en
Simkin. Éste había realizado un maravilloso hechizo aquella tarde en la Arboleda de
Merlyn. Nadie conocía los detalles, pero había causado sensación en la ciudad.
—Espero que Simkin regrese mañana, para escoltarnos al baile; ¿no lo esperas tú
también, Joram? —se atrevió Gwendolyn a preguntarle al muchacho; pero antes de que
éste pudiera contestar, intervino lord Samuels:
—Creo que deberías irte a la cama, Gwen —dijo con voz tranquila—. Mañana
será un día muy atareado. Necesitas dormir.
—Sí, papá —replicó Gwen, obediente.
Se levantó de la mesa y se retiró a su habitación; no sin dirigir antes una mirada de
soslayo a su amado.
Joram aprovechó la oportunidad para abandonar también la mesa, diciendo con
cierta brusquedad que debía regresar junto al catalista.
Débil pero consciente, Saryon pudo incorporarse en su cama e incluso ingerir una
pequeña cantidad de caldo. La Theldara lo había visitado por la mañana y había
declarado que ya estaba recuperado, aunque había recomendado descanso, la
continuación de la música sedante, las hierbas aromáticas y el caldo de una gallina.
También había insinuado que estaría dispuesta a discutir sobre cualquier cosa que el
catalista considerara necesario. Saryon había aceptado la música, las hierbas y el caldo,
pero había respondido humildemente que no tenía nada que discutir. De modo que la
Theldara abandonó la casa, sacudiendo la cabeza.
Saryon consideró su dilema una y otra vez. En un febril sueño, había visto a Joram
personificando al bufón del juego del tarot, andando por el borde de un acantilado, con
los ojos fijos en el sol que brillaba sobre él, mientras la sima se abría a sus pies. Más de

una vez,porSaryon
cayera había empezado
el precipicio. Pero, justoa cuando
decirle la
ibaverdad, a tender
a hacerlo, la mano
se había que evitaría que
despertado.
«Eso le haría darse cuenta del abismo —murmuró el catalista para sí—, pero ¿se

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5/10/2018 LaEspadadeJoramII-LaProfecia-slidepdf.com

retiraría mansamente del borde? ¡No! Príncipe de Merilon. Es todo lo que podría soñar
jamás. Y no comprenderá que ellos lo querrán destruir... No —decidió el catalista tras
una interminable reflexión—. No; no se lo diré. No puedo. ¿Qué es lo peor que le puede
ocurrir ahora? Se encontrará con la Theldara y se lo denunciará como impostor. Lord
Samuels no querrá hacer una escena en Palacio. Tomaré a Joram y abandonaremos el
Palacio rápidaloy tranquilamente.
Saryon Luego nos
tenía todo calculado, todoiremos a Sharakan.»
arreglado. Pero entonces había ocurrido
aquello..., la desaparición de Mosiah...
—¡Algo le ha sucedido! —masculló Joram—. Se ha estado hablando mucho de
Simkin durante la cena. Algo sobre un encantamiento que ha realizado. No supondréis
que Mosiah iba con él...
Saryon suspiró.
—Quién sabe. Nadie de la casa vio marchar a Mosiah. Nadie ha visto a Simkin
desde hace días. —Se quedó en silencio durante un momento; luego dijo—: Deberías
irte, Joram. Irte ahora. Si algo le ha sucedido...
—¡No! —exclamó Joram con aspereza; se detuvo en su paseo y miró furioso al
catalista—. ¡Estoy demasiado cerca! Mañana por la noche...
—Él tiene razón, me temo, Joram —dijo una voz.
—¡Mosiah! —exclamó Joram, aliviado, contemplando cómo el Corredor se abría
y su amigo saltaba fuera de él—. ¿Dónde has...?
Pero su voz se apagó, asombrada, mientras otro Mosiah, que llevaba un pañuelo
de seda naranja alrededor del cuello, se materializaba detrás del primero.
—Me ayuda a diferenciarnos —dijo el Mosiah del pañuelo naranja a modo de
explicación—. Me estaba empezando a hacer un ligero lío. Por mi honor —continuó
con voz lánguida—. Estoy empezando a encontrar esta vida de fugitivo de la justicia
bastante divertida.
—¿Qué significa esto? —exigió Joram, mirando a los dos aturdido.
—Es una larga historia. Lo siento. Os he puesto a todos en un terrible peligro.
Mosiah, el auténtico Mosiah, miró a su amigo con serenidad. Una vez que
estuvieron bajo la luz, era fácil diferenciarlo de Simkin, incluso sin la ayuda del pañuelo
de seda alrededor del cuello. Tenía el rostro pálido y tirante por el miedo; bajo sus ojos
aparecían unas oscuras sombras.
—No han estado aquí, ¿verdad? —preguntó, mirando a su alrededor—. Simkin
dijo que no lo harían mientras pensaran que yo estaba de moda.
—¿Quién no ha estado aquí? —preguntó Joram, exasperado—. ¿Qué estás
hablando... de moda?
—Los Duuk-tsarith —respondió Mosiah, apenas en un susurro.
—Será mejor
voz quebrada que atenazándole
y el miedo nos cuentes qué ha sucedido, hijo —intervino Saryon, con la
la garganta.
Precipitadamente y de forma algo incoherente, mientras movía los ojos de un lado
a otro de la habitación, Mosiah les contó lo que había sucedido en la Arboleda de
Merlyn.
—Y hay copias mías por todas partes —concluyó, extendiendo las manos como si
fuera a abarcar el mundo—. ¡Incluso cuando el hechizo de Simkin empezó a
desaparecer, la gente comenzó a conjurar la imagen por ella misma! No sé qué estarán
pensando o haciendo los Duuk-tsarith...
—Tal vez se sientan confundidos durante un rato —repuso Saryon con voz
solemne—, pero no tardarán en recuperarse. Desde luego, te habrán relacionado con
Simkin.
Será sóloPrimero
cuestiónirán a Palacio,
de tiempo queharán discretas
descubran dóndeindagaciones...
te has estado —sacudió la cabeza—.
alojando. ¡Tiene razón,

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Joram! ¡Debes irte!


Al ver la expresión de rebeldía en el rostro de Joram, el catalista alzó una débil
mano.
—Escúchame. No te estoy diciendo que abandones la ciudad, aunque eso es lo
que te aconsejo de todo corazón. Si estás decidido a asistir a la fiesta del Emperador
mañana...
—Lo estoy.
—Entonces, quédate en Merilon. Pero al menos, abandona la casa esta noche.
Sería una lástima —añadió Saryon, pidiendo a aquel dios en el que ya no creía que le
perdonara aquella mentira— que estando tan cerca de obtener tu herencia lo perdieras
todo por falta de precaución. Creo que...
—¡Muy bien! Quizá tengáis razón —interrumpió Joram con impaciencia—. Pero
¿dónde podría esconderme? ¿Y qué hay de vos?
—Podrías esconderte donde hemos estado escondidos todo el día: la Arboleda de
Merlyn —dijo Simkin—. Mortalmente aburridos, además, debería añadir.
—Yo estaré bien aquí —repuso Saryon—. Como Padre Dunstable, soy el que está
más seguro de todos. El hecho de que yo me fuera resultaría altamente sospechoso. Tal
y como están las cosas, a lo mejor puedo despistarlos.
—No sé por qué estáis todos tan preocupados por nuestro Amigo Calvo —
observó Simkin, su propio bigote cayéndole sobre el rostro melancólico—. ¡Soy yo
quien debería estar deprimido! ¡He iniciado una nueva moda que, yo personalmente,
encuentro vergonzosa! Todos los miembros de la corte van vestidos como si pensaran
salir a revolcarse con los cerdos o corretear por los campos.
—Deberíamos marcharnos —les recordó Mosiah, poniéndose nervioso—. ¡Tengo
la sensación de que me vigilan ojos que no veo y me tocan manos que no puedo sentir!
Me está desquiciando los nervios. Pero no creo que debamos escondernos en la
Arboleda. Deberíamos abandonar la ciudad. Ahora. Esta noche. Podemos viajar sin
peligro durante la noche. Seguirán persiguiendo todavía a los cientos de Mosiahs que
hay corriendo por ahí. Simkin podría convertirnos a todos en Mosiahs y podríamos
cruzar la Puerta entre la confusión.
—¡No! —exclamó Joram, impaciente, dándose la vuelta.
Pero Mosiah se volvió para colocarse frente a su amigo, de modo que Joram se
vio obligado a encararse con él.
—Este lugar no es para nosotros —le dijo Mosiah, muy serio—. Es hermoso y es
maravilloso, pero... ¡nada aquí es real! ¡Estas gentes no son reales! Ya sé que no me
estoy explicando muy bien... —vaciló, reflexionando—. ¡Pero cuando creé las imágenes
de nuestra casa, las imágenes de nuestros amigos y de nuestras familias, parecían más
vivas —La
que lasgente
personas vivas
de aquí es que
comolaselobservaban!
clima de Merilon —replicó Saryon con suavidad,
los ojos fijos en el techo—. Siempre es primavera para ellos. Sus corazones están tan
inmaduros y son tan duros como los brotes de un árbol joven. No han florecido jamás en
el verano, ni han dado fruto en el otoño. Nunca han sentido el azote de los fríos vientos
invernales que les darían fuerza...
Joram miró a Mosiah y luego a Saryon; su mirada era sombría.
—Un Mago Campesino que es un catalista y un catalista que es un poeta —
murmuró.
—Siempre me tienes a mí —dijo Simkin alegremente. Acercándose al arpa,
deshizo el conjuro que la envolvía y empezó a tocar una alegre melodía que hizo que los
tensos nerviosexacto
complemento de todos
de los presentes
locura en la habitación
en cualquier empezaran
situación sensata. a vibrar—.
Muchos Soy el
lo encuentran

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reconfortante.
—¡Para eso! —Enojado, Mosiah puso las manos sobre las cuerdas del arpa—.
¡Despertarás a toda la casa!
Joram meneó la cabeza.
—No importa lo que digáis. No me voy. Y tampoco vosotros —añadió, volviendo
su sombría Me
establecida. mirada hacia en
convertiré Mosiah—. Mañana por¡y la
el barón Fitzgerald, noche,nadie
entonces mi identidad
nos podrá quedará
tocar a
ninguno!
Abriendo los brazos, exasperado, Mosiah miró al catalista, suplicante.
—¿No hay nada que podáis decir, Padre, para convencerlo?
—No, hijo mío —replicó el catalista, escondiendo su dolor—. Me temo que no.
Lo he intentado...
Mosiah se quedó en silencio un instante, manteniendo la cabeza inclinada
mientras meditaba. Luego le tendió la mano a Joram.
—Adiós, amigo mío. Me voy. Vuelvo a casa; estoy extrañándola mucho...
—¡No, no te vas! —exclamó Joram, muy tenso, ignorando la mano tendida ante
él—. No te puedes ir aún; es demasiado peligroso. Escóndete, un día más. Iré contigo a
esa Arboleda, si eso ha de hacerte feliz. —Dirigió una mirada al catalista—. ¡Y mañana
por la noche todo estará arreglado! ¡Lo sé!
Crispó un puño.
Mosiah lanzó un profundo suspiro.
—Joram —dijo con voz triste, mirando por la ventana al jardín iluminado por la
luna—, realmente quiero irme a casa...
—Y yo quiero que te quedes —lo interrumpió Joram, cogiendo a Mosiah por los
hombros—. Yo no soy más bueno que tú para decir las cosas —añadió en voz baja—.
Has sido mi amigo desde que puedo recordarlo. Fuiste mi amigo cuando yo no quería
ninguno. Hice..., he hecho todo lo que he podido para apartarte de mí. —Cerró las
manos con más fuerza sobre los hombros de Mosiah, como si tuviera miedo de
soltarlo—. Pero en algún lugar, dentro de mí, yo...
Se oyó un tañido discordante procedente del arpa.
—Os pido disculpas —dijo Simkin, avergonzado, mientras sujetaba las cuerdas
para hacerlas callar—. Debo de haber dado una cabezada.
Joram se mordió los labios y enrojeció.
—De todas formas —continuó, hablando ahora con gran esfuerzo—, quiero que te
quedes para que me ayudes en todo esto. Además —añadió intentando hacer una broma
que fracasó por completo en la tensa atmósfera de la habitación— ¿cómo podría
casarme si no te tengo a mi lado? Donde has estado siempre... —Su voz se apagó.
Bruscamente,
concluyó Joram
con voz apartó
ronca, las manos
mirando, y seél,dioporlalavuelta—.
esta vez ventana. Pero haz lo que quieras —
Mosiah permanecía callado, contemplando a su amigo, asombrado. Por fin, se
aclaró la garganta.
—I... imagino que un día más... no importará demasiado —balbució con voz
ahogada.
Saryon vio que las lágrimas brillaban en los ojos del muchacho; el catalista sintió
sus propias lágrimas a punto de brotar. No podía dudarse de la sinceridad de Joram ni
del evidente esfuerzo que le había costado abrir su corazón a otro. Sin embargo, una
vocecita cínica susurró en el interior de Saryon: «Lo está utilizando, te está utilizando a
ti, manipulándoos a todos para que hagáis lo que quiere, como siempre ha hecho y hará.
Y lo triste
Nació con es
él. que no sede
Después datodo,
cuenta
es de
un que lo está
Príncipe dehaciendo.
Merilon.»A lo mejor no puede evitarlo.

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—Simkin —dijo Joram, volviéndose hacia el joven, que acababa de hacer


aparecer el pañuelo de seda naranja y ahora se estaba sonando la nariz muy
sonoramente—, ¿será la Arboleda un lugar seguro para esconderse?
Simkin lanzó un apenado sollozo y lloró sobre el pañuelo.
—¿Qué sucede? —preguntó Joram con un cierto tono de impaciencia, aunque una
sonrisa—Esto
apareciómeenrecuerda
sus labios.
el día en el que mi pobre hermano, el Pequeño Nat..., me
habréis oído mencionar al Pequeño Nat... ¿o era Nate? Sea como fuere, el Pequeño Nat
yacía moribundo, después de haber consumido un cierto número de tartas de fresa
robadas. Lo negó, claro, pero lo cogieron con las manos en la masa, o más bien en la
boca, que es más apropiado. Sospechamos que no fueron las tartas las que lo mataron,
sino el carruaje que le pasó por encima cuando se dirigía a casa flotando. Las últimas
palabras que me dijo fueron: «Simkin, la pasta estaba poco hecha». Hay una moraleja en
esto, en algún sitio —dijo, poniéndose el pañuelo de seda sobre los enrojecidos ojos—,
pero no he sabido encontrarla.
—Simkin... —la voz de Joram se endureció.
—¡Ya lo tengo! ¡Medio cocido! Este plan está medio cocido. De todas formas —
añadió tras un momento de reflexión—, deberíamos poder escondernos en la Arboleda.
No habrá allí ni un alma mañana. Todo el mundo estará asistiendo a la celebración en el
Palacio. Los Duuk-tsarith estarán ocupados controlando a la gente. Mosiah puede
quedarse cuando salgamos para el Palacio mañana por la noche...
—¿No te quedarás conmigo? —preguntó Mosiah con cierta ansiedad.
—¿Y perderme la fiesta? —Simkin pareció escandalizarse. Agitó una mano en el
aire—. Nuestro Sombrío y Rústico Amigo de ahí es famoso por su encanto y sus
modales cortesanos. Debo estar a su lado para guiarle por el laberinto de cortesías, la
traicionera maraña de besamanos y besaculos...
—Yo estaré con él, ya lo sabes —dijo el catalista con acritud.
—Y nadie más satisfecho de ello que yo —repuso Simkin con voz solemne—.
Entre nosotros, sin duda se nos necesitará a los dos para que esto salga bien —predijo
en tono ligero—. Además, en caso de que alguno lo haya olvidado, es gracias a mí que
recibisteis la invitación.
—Estarás perfectamente mientras nos hallemos fuera. Y mañana por la noche,
después de la fiesta, nos encontraremos contigo en la Arboleda —le dijo Joram a
Mosiah—. Te traeremos aquí de vuelta para que nos ayudes a celebrar mi título de
barón y mi compromiso —dijo con voz firme.
«Mañana por la noche, nos encontraremos con Mosiah en la Arboleda y huiremos
de aquí —se dijo Saryon—. Quizá saldrá bien, a pesar de todo.»
—Os esperaré
Joram sonrió, —accedió Mosiah, aunque
con una auténtica sonrisa.había
Susunoscuros
dejo de ojos
reticencia en sucon
brillaron voz.una
extraña calidez.
—Ya verás —prometió—. Todo irá bien. Yo...
—Bien, lo mejor será que nos vayamos —interrumpió Simkin.
Saltó en el aire con tal brusquedad que se le enredó un pie en las cuerdas del arpa,
haciéndolas lanzar un atroz tañido disonante. Tras unos violentos esfuerzos, consiguió
liberarlo de las cuerdas.
—Vamos, vamos. —Dando vueltas alrededor de Mosiah y Joram, los condujo
hasta la puerta como si fueran ovejas—. No puedo utilizar el Corredor con nuestro
amigo Muerto. Las calles deberían ser bastante seguras, aunque me temo que el número
de Mosiahs debe de
—¡Espera! estarleempezando
¿Qué a decrecer.
diréis a Gwen..., quiero decir a lord Samuels? —preguntó

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Joram al catalista.
—Les dirá que os he llevado a la corte a ensayar la obra de mañana por la noche
—dijo Simkin, tirando de la manga de Joram—. ¡Vamos, amigo mío, vamos! ¡Las
sombras de la noche empiezan a deslizarse por las calles y algunas de ellas son de carne
y hueso!
—Hablaré
que realmente con Gwena —repuso
preocupaba Joram. Saryon con una triste sonrisa, comprendiendo lo
Ante el asombro de Saryon, Joram se acercó a la cama. Inclinándose, tomó la
débil mano del catalista entre las suyas.
—Os veré mañana por la noche —dijo con voz decidida—. Lo celebraremos.
—Como dijo la duquesa d'Longeville en ocasión de su sexto matrimonio —
comentó Simkin, obligando a Joram a cruzar la puerta.
Saryon los oyó alejarse sin ruido por el pasillo. Luego la voz de Simkin llegó de
nuevo hasta él en el silencio de la casa.
—¿Fue en la boda? ¿O en el funeral?

La noche hundió a Merilon en sus sombras, a tanta profundidad como se le


permitía a la noche hundirla, que no era demasiada. La oscuridad simplemente
humedecía a la gente, nunca la ahogaba. Aunque Saryon estaba débil y agotado, se
deslizaba por encima del sueño, inquieto y preocupado, sin caer profundamente en él, ni
tampoco flotar totalmente a la superficie.
La habitación del catalista estaba a oscuras y en silencio. El arpa, negándose a
tocar, ocupaba taciturna uno de los rincones. Los tapices estaban corridos para cerrar el
paso a los perniciosos efectos tanto del sol como de la luna. Las hierbas aromáticas
habían sido retiradas; Saryon había dicho que lo sofocaban. El único sonido que se oía
en la habitación era la áspera respiración del catalista.
Alzándose
vestidas de negrode la marea en
aparecieron nocturna, silenciosas
la habitación como laSenoche
del catalista. misma,
acercaron dos figuras
flotando hasta
la cama de éste e, inclinándose, una suave voz femenina dijo en voz baja:
—Padre Dunstable.
No hubo respuesta de la adormilada figura.
—Padre Dunstable —repitió la voz, esta vez más apremiante.
El catalista se agitó inquieto ante el sonido y volvió la cabeza sobre la almohada
como si intentara alejarlo, empezando a tirar con una mano de las sábanas para cubrirse
la cabeza.
Entonces, la enlutada mujer gritó:
—¡Saryon!
—¿Eh?
El catalista se incorporó, mirando a su alrededor aturdido. Al principio no pudo
ver nada, porque las formas que flotaban sobre su cama se fundían con la noche.
Cuando, finalmente, las vio, abrió los ojos desorbitadamente y un sonido estrangulado
surgió de su garganta.
—Actúa con rapidez —ordenó la mujer—. Puede sufrir otro ataque.
Su compañero estaba ya lanzando el conjuro. El cuerpo de Saryon se quedó
fláccido, volvió a hundir la cabeza en la almohada y cerró los ojos en un sueño mágico.
La bruja y el Señor de la Guerra se miraron con satisfacción por encima de aquel
cuerpo inerte.
—Ya te dije que la Iglesia se ocuparía del asunto —dijo la Señora de la Guerra.
Indicó a su víctima con un gesto—. Se le debe llevar inmediatamente a El Manantial.
El Señor de la Guerra, las manos cruzadas frente a él, asintió.

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—¿Has registrado la casa? —continuó la mujer.


—Los jóvenes no están.
—Ya me lo esperaba. —La bruja se encogió de hombros con un movimiento casi
imperceptible. La capucha de su negra túnica se volvió aún más imperceptiblemente en
dirección al catalista—. No importa. —Hizo un movimiento con la otra mano—. Vete.
Su compañero
catalista se elevara hizo
en elunaaire.
reverencia. Pronunció más
Unos filamentos un conjuro para laqueseda
finos que el cuerpo del
surgieron
disparados de los dedos del brujo, arrollándose rápidamente alrededor del cuerpo de
Saryon hasta que quedó firmemente encerrado en un capullo encantado. El Señor de la
Guerra pronunció otra palabra y la boca de un Corredor se abrió ante él; los Thon-Li
habían estado aguardando su señal. Otro movimiento de la mano envió al inmovilizado
catalista flotando por el aire nocturno hacia el Corredor. El Señor de la Guerra lo siguió
y el Corredor se cerró veloz y silencioso tras ellos.
La bruja permaneció algún tiempo más en la tranquila habitación, permitiéndose
un instante de bien merecida congratulación. Pero aún había mucho que hacer. Juntando
las manos en actitud de plegaria, la bruja las alzó hasta la frente; luego las bajó delante
de su rostro. Mientras movía las manos, la mujer murmuraba palabras arcanas. Su
aspecto empezó a cambiar. A los pocos momentos, la imagen de la Theldara que había
estado asistiendo a Saryon apareció en la habitación.
La bruja habló en voz alta ahora, asegurándose de que el tono de su voz y la
modulación eran los correctos.
—Lord Samuels, lamento comunicaros que el Padre Dunstable ha sufrido una
recaída durante la noche. Su joven amigo me ha enviado a buscar. He tenido que
transportar al catalista a las Casas de Curación...

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Postludio

Las manos de la noche lo agarraron, envolviendo su cuerpo con sus


encantamientos. Viajó por Corredores de oscuridad que lo condujeron a más oscuridad.
Allí permaneció tendido y esperó el horror que sabía estaba a punto de aparecer. Una
voz pronunció su nombre, pero reconociéndola no quiso escucharla. Frenético, intentó
coger el amuleto que le colgaba del cuello, sabiendo que lo protegería, ¡pero no estaba
allí! Había desaparecido, y supo que las manos de la noche se lo habían quitado. Una
parte de su ser pugnó por no despertar, pero otra parte ansiaba terminar aquella oscura
pesadilla que parecía haber durado toda su vida. La voz no estaba enojada con él, sino
que sonaba amable y llena de una serena aflicción. Era la voz de su padre, regañando a
su hijo desobediente...
—Saryon...
—Obedire est vivere. Vivere est obedire —musitó Saryon febrilmente.
—Obedecer es vivir. Vivir es obedecer. —La voz sonaba muy triste—. Nuestro
precepto más sagrado. Y tú lo has olvidado, hijo mío. Despierta ahora, Saryon. Déjanos
ayudarte a atravesar la oscuridad que te envuelve.
—¡Sí! ¡Sí!, ¡ayudadme! —Saryon extendió una mano y sintió que se la cogían con
fuerza.
Abrió los ojos, esperando confusamente ver a su padre —el bondadoso mago de
quien apenas se acordaba—; pero el catalista vio, en su lugar, al Patriarca Vanya.
Saryon lanzó una ahogada exclamación y luchó por incorporarse. Tenía un vago
recuerdo
que éstas de
no haber sidoque
eran más atado. Empezó
sábanas a luchar contra
agradablemente sus ataduras,
perfumadas. A un encontrándose con
gesto del Patriarca
Vanya, un joven Druida sujetó al frenético catalista por los hombros y lo empujó con
suavidad hacia atrás obligándolo a acostarse de nuevo.
—Relajaos, Padre Saryon —dijo el Druida con voz amable—. Habéis sufrido
mucho. Pero estáis en casa ahora, y todo irá bien.., si nos dejáis que os ayudemos.
—Mi... mi nombre... no es Saryon —dijo el trastornado catalista, mirando a su
alrededor mientras el Druida colocaba las frescas almohadas debajo de su cabeza.
No estaba, como había soñado, prisionero en una oscura y espantosa mazmorra,
rodeado de figuras vestidas de negro. Se encontraba acostado en una habitación
iluminada por la luz del sol y llena de plantas en flor. Reconocía el lugar... En casa,
había «Sí
dicho—pensó
el Druida.
Saryon, embargado por una sensación de paz y de alivio que hizo
brotar lágrimas de sus ojos—. ¡Sí, estoy en casa! En El Manantial...»
—Hijo mío —dijo el Patriarca Vanya, y la voz estaba teñida de tan profundo dolor
y desilusión que las lágrimas empezaron a resbalar por el rostro de Saryon, su extraño
rostro, el rostro que pertenecía a otro hombre—, no ennegrezcas aún más tu alma con
esta mentira. Su corrupción se ha extendido desde tu corazón a tu cuerpo. Te está
envenenando. Mira. Quiero presentarte a alguien.
Saryon volvió la cabeza al tiempo que una figura aparecía ante sus ojos.
—Saryon —presentó el Patriarca—, quiero que conozcas al Padre Dunstable, al
auténtico Padre Dunstable.
Sintiendo un sabor amargo en la boca, Saryon cerró los ojos. Ya todo había
terminado. Estaba sentenciado. No había nada que pudiera hacer ahora, nada excepto

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proteger a Joram. Y lo haría, aunque le costara la vida. Después de todo, qué valía esa
vida, pensó con desesperación. No demasiado... Incluso su dios lo había abandonado...
Oyó voces que murmuraban y tuvo la impresión de que el Patriarca Vanya estaba
despidiendo al Druida y al catalista. Saryon no estaba seguro, pero tampoco le
importaba.
«El dicen,
sistemas, Patriarca
paraenviará
ver en alabuscar
mente ahora
de un ahombre,
los Duuk-tsarith
de penetrar—pensó—.
a través deEllos tienen
la carne, la
sangre y los huesos, entrando en el cerebro y sacando al exterior la verdad. El dolor es
atroz, dicen, si uno se resiste. Lo más probable es que no salga vivo de eso.»
Se sintió alegre ante la perspectiva y repentinamente impaciente porque no
estuviese sucediendo nada.
«Empezad de una vez», les ordenó en silencio, irritado.
—Diácono Saryon —empezó el Patriarca Vanya, y el catalista se sorprendió al
oírse llamar por su viejo título. Se sorprendió también ante el continuado tono de
tristeza que percibía en la voz del Patriarca—, quiero que me digas dónde podemos
encontrar al joven, a Joram.
¡Ah! Saryon había estado esperando aquello. Sacudió la cabeza con firmeza.
«Ahora los harán venir», pensó.
Pero, en lugar de ello, no hubo más que silencio. Oyó el roce de las suntuosas
vestiduras de seda de Vanya cuando éste cambió de posición en la silla; oyó también la
lenta y trabajosa respiración del Patriarca. Era la respiración de un anciano, se dio
cuenta de repente Saryon, que jamás había pensado en el Patriarca como en una persona
vieja. Sin embargo, él mismo se estaba acercando ya a los cincuenta. Vanya era de
mediana edad cuando Saryon era un muchacho. El Patriarca debía de tener ya ¿setenta,
ochenta? Seguía sin haber otra cosa que silencio, interrumpido sólo por aquella
respiración...
Saryon abrió los ojos cautelosamente. El Patriarca lo estaba mirando con fijeza,
contemplándolo con expresión pensativa, como indeciso sobre la línea de acción a
seguir. Ahora que el catalista miraba a su superior de cerca, pudo observar otras señales
de vejez en el rostro. Curioso, lo había visto por última vez hacía... ¿cuánto?, ¿un año?
Menos de un año. ¿Sólo había pasado ese tiempo desde que Vanya lo había ido a ver a
aquella miserable casucha de Walren? Parecía como si hiciera siglos... Y parecía como
si aquellos siglos también hubieran dejado su huella en el Patriarca.
Saryon se sentó en la cama, se apoyó en el cabezal y miró a Vanya con atención.
Sólo una vez en su vida había visto al Patriarca trastornado, y eso había sido durante la
ceremonia de las Pruebas del pequeño Príncipe. Las Pruebas hechas a Joram, mediante
las cuales habían descubierto que estaba Muerto. Y ahora que Saryon miraba a su
superior
de de cerca,devio
preocupación, la misma No;
inquietud... expresión
era másenque
el rostro
eso: eradedeaquel hombre, una expresión
temor...
—¿Qué sucede? ¿Por qué me miráis de esa forma? —exigió Saryon—. ¡Me
habéis mentido! Ahora lo sé, lo supe hace meses. ¡Decidme la verdad! ¡Tengo derecho a
saberla! En nombre de Almin —exclamó el catalista de repente, echándose hacia
adelante y extendiendo una mano temblorosa—. ¡Merezco saber la verdad! ¡Esto ha
estado a punto de costarme el juicio!
—Cálmate, Hermano —dijo el Patriarca con severidad—. Te he mentido, sí. Pero
no por mi gusto; no podía elegir. Mentí porque se me prohíbe por el más sagrado de los
juramentos hechos a Almin revelar este terrible secreto a nadie. Pero voy a contártelo,
para que comprendas la gravedad de la situación y nos ayudes a remediarla.

Vanya.Perplejo, Saryon
No confiaba en se recostó
aquel en las¿Cómo
hombre. almohadas,
podríasin apartarSin
hacerlo? la embargo,
mirada delpor
rostro de
mucho

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5/10/2018 LaEspadadeJoramII-LaProfecia-slidepdf.com

que buscaba, no encontraba señal de encubrimiento, ni de disimulo. Ante él no tenía


más que a un anciano, con exceso de peso, de rostro pálido y fofo, cuya mano regordeta
se movía nerviosamente por el brazo del sillón de madera.
El Patriarca Vanya lanzó un profundo y tembloroso suspiro.
—Hace mucho tiempo, al término de las terribles Guerras de Hierro, el mundo de
Thimhallan estaba
necesito entrar en sumido
detalles.enFue
el caos. Tú lo cuando
entonces sabes, Saryon. Tú los
nosotros, has catalistas,
leído las historias.
nos dimosNo
cuenta de que, finalmente, teníamos una oportunidad de obtener el control de aquel
mundo hecho pedazos y de utilizar nuestro poder para unir los destrozados fragmentos
de nuevo. Cada ciudad-estado continuaría gobernándose a sí misma en apariencia, pero
lo harían bajo nuestra vigilante tutela. Los Duuk-tsarith serían nuestros ojos y oídos,
nuestras manos y pies.
»En esto tuvimos éxito. Ha existido una paz continuada durante cientos de años.
Paz hasta ahora. —Lanzó un suspiro y cambió de postura su enorme mole en la silla,
con dificultad—. ¡Sharakan! ¡Esos locos! ¡Catalistas renegados predicando la libertad
de la tiranía de su Orden! El rey asociándose con Hechiceros de las Artes Arcanas...
Saryon sintió que la piel le ardía de vergüenza. Ahora fue él quien se agitó en la
cama, pero manteniendo la mirada fija en el Patriarca.
—De ordinario... —Vanya agitó una mano gordezuela— esto no hubiera
significado nada que no pudiéramos controlar. Hubo disturbios en el pasado, no tan
serios, pero los controlamos, utilizando a los Duuk-tsarith, a los Dkarn-Duuk, las Justas.
Pero esto... Esto es diferente. Hay otro factor implicado... Otro factor.
Vanya volvió a quedar callado. La lucha que tenía lugar en su mente era
claramente visible en su rostro, en todo su cuerpo en realidad. Frunció el ceño; crispó la
mano alrededor del brazo del sillón, los nudillos blancos por la tensión.
—Lo que voy a contarte, Saryon, no está en las historias.
El catalista se puso rígido.
—Para poder gobernar mejor, los catalistas de la época de las Guerras de Hierro
intentaron ver el futuro. No hay necesidad ni tiempo de describirte cómo se hace eso. Es
una habilidad que hemos perdido. Quizá... —Vanya suspiró de nuevo— sea mejor así.
De cualquier modo, el Patriarca de entonces, junto con uno de los únicos Adivinos que
habían sobrevivido, decidió utilizar este poderoso conjuro que implica entrar en
contacto directo con el mismo Almin. Salió bien, Saryon. —La voz de Vanya quedó
apagada por el temor—. Al Patriarca se le permitió ver el futuro; pero no era como él
había pensado, como todos habían pensado. Éstas son las palabras que pronunció ante
los asombrados miembros de la Orden que estaban reunidos a su alrededor:
»"Nacerá de la Casa Real alguien que está muerto y que no obstante vivirá, que
morirá
del de nuevo y volverá a vivir. Y cuando regrese, en su mano llevará la destrucción
mundo..."»
Las palabras no tenían ningún sentido para Saryon. Era como si estuviera
escuchando una historia contada por uno de los Magos Servidores antes de irse a la
cama. Se quedó mirando al Patriarca, quien no añadió nada más. Contemplaba a Saryon
con atención, esperando que el impacto de las palabras surgiera de dentro del catalista
en lugar de provenir del exterior, sabiendo que, de esta manera, causarían mayor efecto.
Así fue. La comprensión golpeó a Saryon como si se tratara de una estocada. Se
introdujo en su cuerpo y se abrió paso hasta llegar a su misma alma.
«Nacerá de la Casa real... alguien que está muerto... Vive... muere de nuevo...
destrucción del mundo...»
—¡En nombre
la comprensión, que de Almin!
parecía —exclamó
hecha Saryon,
de acero, quedándose
le estaba sin habla.
arrebatando La espada
la vida—. ¿Qué de
he

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hecho? ¿Qué he hecho? —gritó, desesperado.


Una loca esperanza empezó a latir de repente en su corazón. «Estáis mintiendo!
—pensó—. Ya me habéis mentido antes...»
Pero no había ninguna mentira en el rostro dé Vanya. No había más que temor, un
temor puro y real.
Saryon
—¿Quélanzó un gemido.
he hecho? —repitió, afligido.
—¡Nada que no pueda deshacerse! —dijo Vanya, con apremio; y se inclinó hacia
adelante para tomar la mano del catalista—. ¡Danos a Joram! ¡Debes hacerlo! ¡No
importa cómo ha sucedido, pero la Profecía está siendo cumplida lentamente! Nació
Muerto, vivió. Ahora tiene piedra-oscura, ¡el arma de las Artes Arcanas que estuvo a
punto de destruir nuestro mundo la última vez!
Saryon meneó la cabeza.
—No sé —gritó con voz quebrada—. No puedo pensar...
El rostro de Vanya se sofocó y tomó un feo color rojo; la mano gordezuela se
crispó, llena de frustración y cólera.
—¡Estúpido! —empezó a decir furioso, mudándosele la voz.
«Ya está —pensó Saryon, temeroso—. Ahora enviará a buscar a los Señores de la
Guerra. ¿Y qué les diré? ¿Puedo traicionarlo, incluso ahora?»
Pero Vanya recuperó el control de sí mismo, aunque le costó un esfuerzo evidente.
Aspirando varias veces profundamente por la nariz, se obligó a relajarse e incluso
consiguió mirar al catalista con una sonrisa, aunque más parecía la sonrisa de un
cadáver que la de un ser vivo.
—Saryon —dijo con voz hueca—, sé por qué proteges a ese joven, y es muy
loable por tu parte. Amar y ayudar a nuestros semejantes es el motivo por el que Almin
nos ha traído a este mundo. Y te prometo, Saryon, por todo aquello que es sagrado, por
todo aquello en lo que yo creo, que no se matará a ese joven. —El rojo rostro del
Patriarca se volvió moteado, salpicado de manchas blancas—. En realidad —musitó,
secándose el sudor de la frente con la manga de su túnica—, ¿cómo podríamos matarlo?
«Morirá de nuevo.» Eso es lo que dice la Profecía; debemos asegurarnos de que vive.
Ésa será nuestra preocupación...
La tensión en el rostro de Saryon se suavizó.
—¡Sí! —susurró—. Sí, eso es verdad. ¡Joram no debe morir! Debe vivir...
—Era lo que yo intentaba hacer cuando era un bebé —dijo Vanya con suavidad—
. Hubiera sido alimentado, protegido, amparado. Pero entonces aquella desgraciada
loca... —se detuvo, aguantando la respiración.
El rostro de Saryon aparecía bañado por un resplandor. Elevó los ojos al cielo.
—¡Bendito
mejillas—. sea Almin!
¡Perdonadme! —susurró el catalista, las lágrimas corriendo por sus
¡Perdonadme!
Saryon hundió la cabeza entre las manos y empezó a llorar, sintiendo que la
oscuridad abandonaba su alma, expulsándola de ella como los Theldara eliminan la
infección de una herida.
El Patriarca sonrió. Se puso en pie, se acercó a la cama y se sentó en ella, junto al
sollozante catalista. Rodeó con un brazo los hombros de Saryon y lo acercó a él.
—Estás perdonado, hijo mío —concedió el Patriarca, afable—. Estás perdonado...
Ahora dime...

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LIBRO III

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1
Entre las nubes

Numerosos carruajes de alquiler se alineaban en la Avenida de los Carruajes, a la


espera de clientes. Las carrozas, hermosas, estrafalarias, y a menudo ambas cosas, eran
de una fantasía inimaginable. Ardillas aladas tirando de doradas cáscaras de nuez,
calabazas incrustadas de diamantes guiadas por troncos de ratones (muy populares entre
las jovencitas) y también transportes de un tono más serio y conservador, tirados por
grifos y unicornios, diseñados para Maestres del Gremio y para todos aquellos que
preferían viajar de forma menos ostentosa. Joram, impaciente por marchar de una vez,
hubiera cogido el primer carruaje que había en la parada, un lagarto gigante al que se le
había aterrador
gusto dado apariencia
(lo que de dragón;la pero
provocó cóleraSimkin dictaminóycategórico
del propietario) se dedicó aque era delaunhilera
recorrer mal
de carrozas, examinándolas con ojo crítico.
Finalmente, tras un cuidadoso escrutinio que provocó bufidos de impaciencia en
Joram, Simkin se decidió por un cisne negro, al que los Kan-Hanar habían dado
proporciones gigantescas. Era el transporte más apropiado.
—Lo tomaremos —anunció Simkin, majestuoso, al conductor.
—¿Adónde vais? —preguntó éste, una mujer joven vestida con un traje hecho de
plumas de cisne blanco, cuyos ojos habían sido alterados mágicamente para que se
parecieran a los de esta ave.
—A Palacio, desde luego —repuso Simkin con aire lánguido, ocupando su lugar
con tranquilo aplomo sobre el lomo del cisne.
Se acomodó entre las brillantes plumas negras e hizo una seña a Joram para que se
uniese a él. Mientras Joram se situaba junto a su amigo, la conductora examinó
detenidamente a ambos jóvenes y entrecerró los ojos bordeados de negro.
—Necesito ver la invitación oficial para atravesar la barrera de nubes —dijo en
tono seco, dirigiendo una mirada de desaprobación dedicada sobre todo a Joram, quien
se había negado a permitir que Simkin lo vistiera para la ocasión.
—Mi querido muchacho —le había dicho Simkin a Joram con voz lastimera—,
¡causarías sensación si me dejaras hacer a mí! ¡Lo que podría hacer contigo! ¡Teniendo
esa cabellera tan hermosa y esos brazos tan musculosos! ¡Las mujeres caerían a tus pies
como palomas envenenadas!
Joram le había respondido que aquello podía resultar inconveniente, pero Simkin
no se desanimaba con facilidad.
—Tengo exactamente el color apropiado para ti; lo llamo ¡Carbones Encendidos!
Es un tono naranja tostado, ¿sabes? Puedo hacer que resulte caliente al tacto y que
diminutas llamas se eleven alrededor de tus tobillos. Pero desde luego tendrías que
elegir con quién vas a bailar. Durante una fiesta que dio el Emperador en una ocasión,
uno de los invitados ardió en llamas. Un corazón ardiente descontrolado...
Joram había rechazado los Carbones y, en su lugar, había elegido vestir una copia
casi exacta del estilo de ropa que llevaba el príncipe Garald: una túnica larga y amplia
sin ningún adorno, con un sencillo cuello redondeado («¿Sin una gorguera?», había

exclamado
JoramSimkin, lleno de angustia).
había escogido terciopelo verde para la túnica, en recuerdo del vestido
verde que Anja había llevado hasta su muerte. Aquel andrajoso vestido verde era el

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único vestigio de su feliz existencia en Merilon, y parecía totalmente apropiado que su


hijo vistiera aquel mismo color la noche en la que se disponía a reclamar el puesto que
le correspondía en su familia. Joram se sentía muy próximo a Anja aquella noche,
mientras deslizaba una mano por el suave terciopelo. Quizás ello era debido a que la
había visto de pie ante él en sueños la noche anterior, y sabía que su inquieto y errante
espíritu
menos ésano era
encontraría la paz hasta
la interpretación que que la injusticia
le daba cometida
a aquel sueño. con ella
La había fuera
visto reparada.
inclinada Al
sobre
él, manteniendo las manos unidas en acción de súplica, de ruego...
—Bien, pues si vas a ir a Palacio hecho un aguafiestas, yo haré lo mismo —había
anunciado Simkin con voz lóbrega.
Y había cambiado su vistoso atavío, que incluía, entre otras cosas, una cola de
gallo de metro ochenta de altura. Con un gesto, se había vestido con una larga túnica de
un blanco purísimo.
—¡Almin bendito! —había exclamado Mosiah, contemplando a Simkin con
disgusto—. ¡Ponte otra vez lo que llevabas antes! ¡Tu última combinación era horrible
pero era mejor que esto! ¡Parece como si fueras un portador de féretros!
—¿De veras? —Simkin había parecido complacido; la idea le gustaba—. Vaya,
entonces es totalmente apropiado para la ocasión, ¿no te das cuenta? Es el aniversario
del Príncipe Difunto y todo eso. Me alegro de que se me ocurriera.
Nada de lo que le dijeron consiguió disuadir a Simkin después de aquello, y fue
sólo tras larga discusión que consintió en renunciar a añadir una capucha blanca para
cubrir su cabeza tal como lo hacen los que escoltan los ataúdes de cristal de los muertos
hasta su último lugar de descanso.
—También quiero que se me pague por adelantado —continuó la conductora—.
No es corriente que la gente alquile carruajes para que los lleven a Palacio. La mayoría
de los que son invitados —recalcó esta última palabra— poseen sus propias carrozas y
no necesitan alquilar la mía.
—¡Válgame el cielo, querida! Pero yo soy Simkin —replicó el joven como si
aquello diera por zanjado el asunto. Arrebujándose en sus blancas vestiduras, Simkin
agitó su pañuelo de seda naranja ante el conductor—. En marcha —ordenó.
Los ojos de cisne de la muchacha parpadearon asombrados ante aquello, y la
joven se quedó mirando a Simkin muda de asombro o de rabia, aunque ninguna de las
dos reacciones hicieron la menor mella en el joven.
—¡Muévete! —le ordenó éste, impaciente—. O llegaremos tarde.
Tras un nuevo instante de vacilación, la conductora ocupó su lugar en el cuello del
enorme pájaro y, tomando las riendas, le ordenó al negro cisne que alzara el vuelo.
—Si nos detienen en el Límite —anunció, amenazadora—, allá vosotros. No estoy
dispuesta a perder
Joram siguióminervioso
permisoelpormovimiento
tipos como de
vosotros.
su mano y levantó los ojos hacia las
nubes.
—Hay más ojos que granizo en esas nubes —dijo Simkin despreocupadamente
cuando el cisne extendió las alas y se elevo con un fuerte impulso de sus negras patas—.
Ten cuidado —añadió, solícito, sujetando a Joram, que había estado a punto de caer a
causa de la repentina sacudida—. Olvidé advertírtelo. El despegue es un poco brusco,
pero, una vez está en el aire, no hay nada tan suave como un buen cisne.
—¿Duuk-tsarith? —lo interrogó Joram, refiriéndose a las nubes, no a los pájaros.
A pesar de su aspecto rechoncho y mullido y de su tono blanco rosáceo, las nubes le
resultaron de repente tan amenazadoras como los ardientes rayos que causaban estragos
cada año en los pueblos
—Querido agrícolas—.
muchacho —repuso¿Crees
Simkinquecon
nosuna
detendrán?
carcajada y posando su delgada

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mano sobre un brazo de Joram—, tranquilízate. Después de todo, estás conmigo.


Joram volvió la mirada hacia Simkin y observó que el rostro barbado del joven
aparecía calmado e imperturbable, con un aire tal de serenidad, que dejó de preocuparse
al instante. En cuanto a lo de tranquilizarse, le resultaba totalmente imposible; estaba
poseído por tal excitación e ilusión que el atuendo naranja sugerido por Simkin hubiera
resultado pálidoestaba
aquella noche, en comparación.
tan seguro Joram
de ellosabía
como queloiba a encontrarse
estaba con suNada
de su nombre. destino
lo
detendría, nada podría detenerlo. Sus sueños y sus ambiciones aumentaban con cada
aleteo del cisne; incluso dejó de preocuparse por los Duuk-tsarith y contempló con aire
desafiante las rosadas nubes a medida que el negro plumaje del ave las iba atravesando
convirtiéndolas en dispersos jirones de niebla.
Las nubes se abrieron y el Palacio de Cristal del Emperador de Merilon apareció
ante Joram. Brillando sobre sus cabezas con un resplandor blanco, destacaba claramente
sobre el fondo rojo y purpúreo del ocaso, más brillante aún que un lucero.
La belleza de aquella visión hinchió el corazón de Joram de gozo hasta parecer
que no iba a caberle en el pecho y dejándolo casi sin respiración. Las lágrimas le
escocieron en los ojos e inclinó la cabeza, parpadeando con rapidez. Pero no era
vergüenza lo que le hacía esconder las lágrimas; inclinaba la cabeza en gesto de
humildad. Por primera vez en su vida, Joram sintió que el orgulloso espíritu que ardía
en su corazón quedaba sofocado, apagado a pisotones, de la misma forma que él había
pisoteado las chispas que se escapaban de su fragua.
Frotándose los ojos con la mano, se examinó atentamente los dedos. Largos,
delgados y flexibles, eran los dedos de un noble, no los de un Mago Campesino. Se
debía a la práctica del arte de la prestidigitación. Y como el arte de la prestidigitación,
aquellos dedos delicados engañaban al espectador. Vistas de cerca, las palmas de las
manos estaban encallecidas por uso del martillo y de las demás herramientas, la piel
surcada de quemaduras. El negro hollín se le había infiltrado tan profundamente en los
poros que se dijo que tendría que recurrir a la magia de Simkin para disimularlo.
«Mi alma es igual que ellas —pensó con repentina y amarga desesperación—, tal
y como el catalista intentaba decirme: encallecida, llena de cicatrices y quemaduras. Y,
no obstante, aspiro a ocupar esta elevada posición.»
Alzó los ojos hacia el Palacio y no tan sólo contempló la belleza de Merilon
reluciendo serena en el cielo, sino también a Gwendolyn brillando muy por encima de
él. Y la antigua y sombría depresión, la destructiva melancolía que hacía tanto tiempo
que no lo atacaba y que creía desaparecida de su nueva vida, regresó a él, amenazando
con sumergirlo en su oscuridad.
Se agitó en el asiento, sintiendo que le hervía en la cabeza la repentina tentación
de alzarse de
momento, la su plumífero
mano asiento
de Simkin se ycerró
lanzarse al perfumado
sobre aire vespertino. Pero
su brazo, oprimiéndoselo en ese
con fuerza,
haciéndole daño incluso. Sobresaltado, enojado por haberse delatado, Joram dedicó a
Simkin una mirada furiosa e indignada, descubriendo, sorprendido, que el otro lo
contemplaba ligeramente fastidiado.
—Oye, viejo amigo, ¿te importaría no moverte tanto? Me temo que estás irritando
a nuestro transporte alado. Lo he visto volver la cabeza hacia mí con un claro destello
de enojo en sus redondos y pequeños ojillos negros. No sé qué te parecerá a ti, pero
morir a causa de los picotazos recibidos de la carroza que uno mismo ha alquilado no es
la idea que tengo de un final impresionante, no es ni siquiera interesante, ni divertido.
Simkin volvió la cabeza con indiferencia, para contemplar otras carrozas que se
elevaban, describiendo
—Tampoco lo esuna
caerespiral, hacia
entre las el Palacio.
nubes —siguió, sin dejar de sujetar con fuerza el

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brazo de Joram—. Aunque podría valer la pena, sólo por ver la expresión de los rostros
de los Duuk-tsarith mientras pasas volando elegantemente junto a ellos; pero supongo
que ese breve momento de placer no duraría demasiado.
Joram lanzó un profundo suspiro y Simkin lo soltó. Las dos acciones fueron tan
simultáneas, que Joram no estuvo seguro, ni siquiera entonces, de si Simkin se había
dado cuentalasde palabras
que fuese, sus intenciones o simplemente
de Simkin se dedicaba
hicieron asomar, como adedecir tonterías.unaFuera
costumbre, lo
media
sonrisa en los apretados labios del muchacho y le permitieron recuperar el control de sí
mismo, librándolo del monstruo que acechaba en su alma, dispuesto a adueñarse de él
en un momento de debilidad.
Acomodándose mejor entre las plumas y exponiéndose a recibir otra mirada de
irritación del cisne, Joram contempló el Palacio con creciente ecuanimidad. Ahora podía
verlo con más detalle y, mientras contemplaba los muros, las torres, los torreones y los
minaretes, dejó de sentirse impresionado. Visto desde lejos, resultaba hermoso,
misterioso, inalcanzable. Pero ahora, desde cerca, se dio cuenta de que era una
construcción creada por hombres que sólo se diferenciaban de él en que poseían Vida,
mientras que él carecía totalmente de ella.
Con aquel pensamiento, deslizó una mano a la espalda para tocar la Espada
Arcana, asegurándose de que realmente existía, mientras el carruaje se alzaba con un
revoloteo de sus negras alas y depositaba a ambos jóvenes sobre la escalinata de cristal
del Palacio del Emperador de Merilon.

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2
Los niveles de los Nueve Misterios

—¡Dijiste que andarías! —exclamó Joram.


Alzó una mano y sujetó a Simkin por una de las mangas de sus largos y blancos
ropajes en el momento en que el joven empezaba a elevarse majestuosamente en el aire
como una delgada pluma.
—Oh, lo siento. Lo olvidé en la excitación del momento —se disculpó,
descendiendo de nuevo sobre la escalinata de cristal del Palacio para caminar junto a su
amigo. Se volvió y contempló a Joram con expresión ofendida—. Mira, querido
muchacho, podría darte el poder suficiente para que cabalgaras en alas de la magia,
como —No
dice el—rechazó
poeta... Joram—. Nada de magia. Quiero ser yo mismo. Tendrán que
acostumbrarse a verme andando por aquí —añadió con firmeza.
—Supongo que sí. —Simkin pareció indeciso, pero luego se animó—. Sin duda lo
considerarán un nuevo capricho mío. Y hablando de ellos... —sujetó a Joram por un
brazo mientras atravesaban las doradas puertas de entrada—, mira ahí.
—¡Mosiah! —jadeó Joram, deteniéndose alarmado con el ceño fruncido—.
¡Idiota! Creí que estaba de acuerdo en esperarnos en la Arboleda...
—¡Y así fue! ¡No te enfurezcas! —lo tranquilizó Simkin con una carcajada—. Ése
es uno de los Mosiahs que creé ayer..., bah, en realidad, es un resto. El tipo debe de
tener un extraordinario talento, para poder mantener mi creación durante tanto tiempo.
¡A lo mejor me ha copiado! ¡El muy sinvergüenza! ¿Cómo se ha atrevido? Me dan
ganas de convertirlo en una vaca. A ver qué le parecería vivir en una granja...
—Olvídalo —Joram detuvo a su amigo de nuevo—. Hemos venido aquí para algo
mucho más importante que eso.
Pasaron ante varios lacayos empolvados y enjoyados, que contemplaron a Joram
con suspicacia hasta que descubrieron a Simkin junto a él. Uno de los lacayos les guiñó
un ojo, risueño, y los hizo pasar con un gesto de su enguantada mano. Una vez cruzada
la entrada, Joram se detuvo, intentando aparentar que aquél era su ambiente, procurando
que sus ojos no demostraran asombro.
—¿Dónde estamos y adónde vamos desde aquí? —le preguntó a Simkin con voz
apenas audible.
Simkin hizo un visible esfuerzo para apartar sus indignados ojos del falso Mosiah
y examinar lo que lo rodeaba.
—Estamos en el vestíbulo principal de la entrada. Allí arriba... —echó la cabeza
hacia atrás tanto como le fue posible, casi a punto de perder el equilibrio— está el Salón
de la Majestad.
Joram siguió la mirada de Simkin. Se encontraban en la entrada de una enorme
habitación cilíndrica. Elevándose en el aire hasta una altura de cientos de metros, la
habitación atravesaba nueve niveles diferentes del Palacio hasta culminar en una gran
cúpula en la parte superior. Cada nivel tenía su propio balcón, desde donde se dominaba
la entrada que había abajo y la cúpula de la parte superior, y cada nivel, observó Joram,

era de—Los
diferente color,representan
niveles siendo de color verdeMisterios
los Nueve el más bajo.
—explicó Simkin, señalando hacia
arriba—. El nivel en el que estamos es el de la Tierra, por lo tanto está decorado con el

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tema de la flora y la fauna. Encima de nosotros está el Fuego, luego viene el Agua,
después el Aire; tras éste se halla la Vida, puesto que son necesarios estos tres
elementos para mantener la vida. Luego se encuentran las Sombras, que representan
nuestros sueños. Por fin, tenemos el Tiempo, que gobierna todas las cosas; luego nos
encontramos con la Muerte: la Tecnología, tras ella el Espíritu: la otra vida. Y por
encima de todo ello está
sonrisa maliciosa— —añadió Simkin, dirigiéndole una mirada a Joram y esbozando una
el Emperador.
Joram crispó los labios en una leve sonrisa.
—Maldición —masculló Simkin, torciendo la cabeza—. He pillado un espantoso
tortícolis. De todas maneras, querido muchacho —continuó en un tono de voz más
solemne, mientras se inclinaba hacia Joram para hablarle en voz baja—, ¡ya ves por qué
es indispensable que te transfiera magia! Se supone que todo el mundo debe ascender
los nueve niveles antes de llegar ante el Emperador.
Hizo un gesto con la mano señalando el reluciente tropel de magos que los
rodeaba. A medida que las extravagantes carrozas se detenían ante las brillantes puertas
de oro y cristal, se iban abriendo y dejaban salir a sus ocupantes, que se deslizaban al
interior del Palacio flotando grácilmente como si estuvieran envueltos en algodón. Las
voces resonaban en el aire, saludando a amigos, intercambiando besos, chismorreos y
novedades. No gritaban ni alborotaban, y las ropas, aunque hermosas y variadas como
los colores de una puesta de sol, eran, en general, conservadoras. Aunque se trataba de
una fiesta, después de todo, se celebraba un doloroso acontecimiento. El jolgorio y la
diversión se reducirían a lo más imprescindible, y se esperaba de todos los invitados
que, al pasar a presencia de la real pareja, murmuraran unas palabras de pésame con
motivo del decimoctavo aniversario del nacimiento... Muerte... y fallecimiento del
Príncipe.
Mientras lo observaba todo fascinado —buscando al mismo tiempo a Gwendolyn
con la mirada—, Joram observó que todos los magos, tan pronto entraban en Palacio,
continuaban flotando hacia arriba, elevándose en el aire a través de los nueve niveles en
dirección a la cúpula donde el Emperador y la Emperatriz recibían a sus invitados.
Joram se dio cuenta también de que Simkin tenía razón: no parecía haber ningún modo
de alcanzar los niveles superiores a no ser mediante el empleo de la magia.
—¿Dónde se celebrará la fiesta? —preguntó, paseando la mirada por el nivel de
color verde en el que se hallaban, decorado, como Simkin había dicho, con árboles y
flores—. ¿En qué nivel? ¿En éste?
Hechos de oro, plata y cristal, e incrustados de joyas, los árboles y las flores no se
parecían a ningún árbol ni a ninguna flor que Joram hubiera visto jamás. La luz que
creaban unos soles artificiales brillaba con fuerza desde el nivel dedicado al Fuego,
haciendobosque
Aquel centellear las doradas
artificial, hojasy ysilencioso,
sofocante los enjoyados frutos,
empezó deslumbrando
a provocar la vista.
en Joram la
sensación de que estaba atrapado y cercado. El incesante cambio de posición de los
puntos de luz, rebotando en las doradas ramas y en las relucientes joyas, resultaba
agobiante.
—La fiesta se celebrará en todos los niveles, desde luego —contestó Simkin,
encogiéndose de hombros—. ¿Por qué lo preguntas?
Una sombra cruzó el rostro del muchacho.
—¡Cómo voy a poder encontrar a lord Samuels o a Saryon o a cualquiera en
medio de esta... de esta muchedumbre!
Hizo un gesto enojado, mientras la oscuridad volvía a envolverlo.
—¡Siunhicieras
exhalando el favor
suspiro—. de heescuchar
¡Te lo a Simkin!
dicho una docena —exclamó el joven
de veces! Todo barbudo,
el mundo es

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presentado al Emperador y la Emperatriz. En este mismo instante, todos los que son
alguien están ahí arriba en el Salón de la Majestad, dando vueltas para ver quién ha sido
invitado y quién, lo cual es aún más divertido, no lo ha sido. ¡Permanecerán allí hasta
que el mismo Emperador decrete que ha llegado el momento de iniciar la diversión! O
bien encontrarás tú a lord Samuels allá arriba o él te encontrará a ti. Ahora dame la
mano.—¡No
¡Utilizaré mi magia
resultará! y, voilà, subiremos,
—murmuró subiremos, y ya¿Has
Joram, malhumorado—. está!olvidado la espada?
—Señaló con la mano a su espalda—. ¡ Ella absorberá tu magia! ¡No yo!
—Por mi honor que había olvidado esa repugnante espada —dijo Simkin. Miró a
su alrededor con pesimismo—. ¿Sabes?, esto resulta terriblemente insulso y aburrido.
Nadie sabe siquiera que estoy aquí. Supongo que tú no... ¡Aguarda! —Se le iluminó el
rostro—. ¡La Escalera de los Catalistas!
—¿Qué? —inquirió Joram con impaciencia, mientras observaba atentamente a
todo el que entraba, especialmente a las muchachas de cabellos dorados.
—¡La Escalera de los Catalistas, querido muchacho! —repitió Simkin, rebosante
de alegría una vez más—. Ellos no pueden cabalgar en alas de la magia, como te sucede
a ti, viejo amigo. Tienen que utilizar las escaleras para llegar hasta el Emperador. Claro
que ése no es el caso cuando se trata del Patriarca Vanya, desde luego. Tiene su propio
medio de transporte especialmente diseñado para él. Acostumbraba ser una paloma,
hasta que Su Rechoncha Señoría fue demasiado pesado para el pobre pájaro. Lo dejó
extraplano, según oí. No se comió otra cosa que no fuera paloma en Palacio durante
días: asada, hervida, estofada... ¿Dónde estaba? —preguntó Simkin, al ver que Joram le
lanzaba una mirada furiosa—. Ah, sí, las escaleras. Empiezan justo ahí, al otro lado de
ese roble de oro macizo. Ahí —señaló el lugar con la mano—, puedes ver ya cómo
algunos miembros de la santa hermandad empiezan su larga caminata en este mismo
momento.
Golpeando con los zapatos sobre el mármol por el que avanzaban, varios catalistas
empezaban a subir las escaleras que se iniciaban en el nivel inferior y se alzaban en
espiral, dando vueltas y más vueltas, para terminar finalmente en el Salón de la
Majestad que había en la parte superior. En los rostros de los santos hermanos y
hermanas que iniciaban el agotador ascenso se veía una expresión de resignación y
humildad, aunque aquí y allí —especialmente en los rostros de los catalistas más
jóvenes— a Joram le pareció ver cómo lanzaban rápidas miradas de envidia en
dirección a los magos que flotaban junto a ellos con despreocupada facilidad.
Joram empezó a sentirse más animado. Se sintió incluso como si estuviera lleno
de magia. Abriéndose paso apresuradamente a través de aquel bosque de metales
preciosos y joyas, alcanzó la escalera. Deteniéndose un instante en el primer escalón
para ceder
mármol queelsepaso a unencatalista,
alzaban Joram
espiral por alzó de
encima la su
vista haciacada
cabeza, los cientos
tramo dedeescalera
escalones de
de un
color diferente según el nivel al que pertenecía, y sacudió la cabeza con satisfacción.
«Es justo que suba estas escaleras —se dijo—. Como era justo que vistiera ropas
de color verde en memoria de mi madre. —Joram rememoró, apenado, la estatua de
piedra cuyos ojos permanecían eternamente fijos en el reino del Más Allá—. Mi padre
debió de haber subido estas escaleras a menudo. ¡Saryon las ha subido, quizá las está
subiendo en este preciso momento!»
Joram vio mentalmente al catalista, su rostro ojeroso y pálido a causa de su
reciente enfermedad, subiendo las escaleras con dificultad, y empezó a subir con
rapidez, abriéndose paso por entre los catalistas más lentos. «Necesitará mi ayuda»,
pensó
energíaJoram, subiendoyaestando
de su juventud grandesa punto
zancadas el primer
de derribar tramo
a un con Diácono
anciano toda la fuerza y lo
mientras la

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hacía.
—¿Qué demonios estás haciendo en nuestras escaleras, mago? —gruñó el
Diácono, bufando y resoplando a pesar de que aún le quedaban ocho pisos por subir.
—¡Es una apuesta! —se apresuró a decir Simkin, alzándose en el aire junto a
Joram, quien, la verdad sea dicha, se había olvidado de su amigo en su excitación—.
Hemos—Chiquillos
apostado dosestúpidos
pellejos de vino a queelno
—masculló podrá llegar
Diácono, hasta arriba.
deteniéndose para descansar en el
rellano y lanzando una mirada airada a Joram—. Todo lo que puedo decirte, joven
petimetre, es que vas a ganar si tu amigo sigue subiendo a esa velocidad.
—Será mejor que vayas más despacio —sugirió Simkin, revoloteando cerca de
Joram—. No llames la atención...; me reuniré contigo arriba. ¡ No entres en el Salón de
la Majestad sin mí! —añadió en un tono de voz particularmente severo—. ¿Lo
prometes?
—Lo prometo —dijo Joram.
Tenía sentido, desde luego, pero se preguntó por qué Simkin lo había dicho con
tanta seriedad. No había ya tiempo para preguntárselo; el joven barbudo se había
deslizado entre los brazos de varias damas sonrientes. Continuando su ascensión, Joram
empezó a subir los peldaños a un ritmo más razonable y, cuando llegó al quinto nivel, se
sintió muy contento de haberlo hecho. Se detuvo un momento, apoyándose en la
barandilla y respirando con dificultad, mientras se preguntaba si sus piernas lo
sostendrían hasta el final. Seguía vigilando, pero no había visto ni señal de Saryon ni de
ningún miembro de la familia de lord Samuels, y empezaba a darse cuenta de que sería
una pura casualidad encontrarlos entre la multitud. En algún lugar por encima de su
cabeza, en el aire, podía oír la voz de Simkin, y al poco pudo vislumbrar al joven, cuyos
blancos ropajes destacaban claramente entre las ropas de brillantes colores de los otros
magos.
—Lo llamo Muerte Recalentada —decía Simkin, parloteando alegremente
rodeado de un grupo de admiradores—. Muy apropiado para esta divertida reunión,
¿verdad?
Joram observó, mientras empezaba a subir por las escaleras de nuevo, que esta vez
las palabras de Simkin no habían sido recibidas con las acostumbradas risas. Algunos de
los magos parecieron escandalizarse, y se alejaron de él precipitadamente. Simkin no
pareció darse por aludido, sino que revoloteó hasta el siguiente grupo para contarles el
éxito que había tenido en lo que ahora llamaba la Ilusión de los Mil Mosiahs. Esta vez
consiguió que le rieran sus comentarios y Joram se olvidó de él, concentrándose en
mantener las piernas en movimiento.
De todas formas no estaba tan absorto en su ascensión como para no darse cuenta
de todo lo con
aumentaba que cada
lo rodeaba.
nivel queElalcanzaba.
placer queIncluso
le proporcionaba la belleza
podía asomarse del Palacio
para contemplar el
dorado y enjoyado bosque y preguntarse cómo había podido considerarlo frío y
artificial. Visto desde las alturas, era un reino encantado, como lo era cada uno de los
niveles en los que iba penetrando.
Las llamas lamían los escalones en el nivel del Fuego. Un intenso calor emanaba
de las paredes construidas con lava derretida, obligando a Joram a detenerse asustado
hasta que se dio cuenta de que se trataba de una ilusión óptica, excepto el calor, que lo
dejó empapado en sudor mientras ascendía aquel nivel y lo hizo sentirse agradecido
cuando alcanzó el nivel dedicado al Agua, que era el inmediato superior.
Hecho enteramente de cristal azul, de forma que pareciera el lecho del océano, el
nivel del Agua
una fuente estaba se
invisible poblado
filtrabadeaimágenes
través dedelas
criaturas
azules marinas.
paredes La
de luz que yemanaba
cristal creaba de
la

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impresión de que uno se encontraba bajo el agua, una impresión que resultaba tan real
que Joram descubrió, asombrado, que estaba conteniendo la respiración.
Haciendo esfuerzos por respirar, descubrió que en el siguiente nivel no tendría la
menor dificultad para hacerlo. Cuatro cabezas gigantescas, de hinchados carrillos, se
contemplaban las unas a las otras desde cuatro puntos diferentes, como si cada una de
ellas estuviese
Vientos decidida
opuestos a enviar
chocaban a sus compañeras
en furiosas ráfagas y alse nivel siguiente deporun doquier,
arremolinaban bufido.
aplastando a Joram contra la pared y haciendo que su ascensión fuera aún más difícil.
En comparación, el nivel de la Vida resultaba tranquilo y pacífico. Estaba
dedicado a los catalistas, ya que otorgar Vida era de su exclusiva competencia. Joram se
unió a muchos de ellos que estaban sentados en los bancos de madera, reposando en
aquel sagrado silencio que recordaba al de una catedral. Examinó atentamente a sus
compañeros de ascensión, esperando encontrar a Saryon —o más bien al Padre
Dunstable— entre ellos; pero el catalista no estaba allí.
Todavía está débil, recordó Joram, preguntándose si existirían disposiciones
especiales para los hermanos enfermos. Bien, no iba a encontrarlo ni a él ni a nadie si
seguía sentado allí; así que, poniéndose en pie, el joven continuó subiendo la escalera.
El nivel de las Sombras, que era el siguiente, era un lugar inquietante, que Joram,
los catalistas e incluso los magos que flotaban en el aire atravesaron sin detenerse.
Representando el mundo de los sueños, no daba sensación ni de tamaño ni de forma,
siendo a la vez enorme y diminuto, redondo y cuadrado, oscuro e iluminado. Objetos
tanto repugnantes como hermosos surgían de entre las fluctuantes sombras, mostrando
un sorprendente parecido con personas a las que Joram conocía aunque no recordaba
dónde las había visto antes, así como lugares en los que había estado pero que le era
imposible recordar.
Atravesó aquel lugar a toda velocidad, haciendo caso omiso del cansancio que
notaba en las piernas, y llegó al nivel dedicado al Tiempo. Intimidado, se detuvo
mirando asombrado ante él, olvidándose de por qué estaba allí y de lo que hacía en
aquel lugar. Aquel nivel representaba —con unas imágenes sorprendentemente reales—
toda la dilatada historia de Thimhallan. Pero las imágenes pasaban con tanta rapidez que
era imposible comprender lo que sucedía hasta que ya había pasado. Las Guerras de
Hierro vinieron y se fueron en un suspiro, y Joram vio espadas que centelleaban en el
aire y deseó poder examinarlas, pero aparecieron y desaparecieron sin que apenas
hubiera tenido tiempo de darse cuenta de lo que veía.
Empezó a sentirse invadido por el frenesí y la desesperación. De repente se le
ocurrió que su propia vida se le escapaba a aquella misma velocidad, y no podía hacer
nada para detenerla. Conmocionado, siguió adelante y llegó al nivel de la Muerte.

Era unMiró a su alrededor,


enorme vacío, ni desconcertado. En aquelSimplemente
oscuro ni iluminado. nivel no habíavacío.
absolutamente
Los magosnada.
lo
atravesaban flotando sin mirar, sin sentir ningún interés; los catalistas ascendían con las
cabezas inclinadas, los zapatos golpeando el mármol y la expresión de sus rostros algo
más animada porque comprendían que se acercaban al final del trayecto.
«Esto no tiene sentido —se dijo Joram—. ¿Por qué está vacío? La Muerte, el
Noveno Misterio... —Y entonces comprendió—. ¡Claro! —añadió para sí. ¡La
Tecnología! Ése es el motivo de que no haya nada aquí, puesto que ha sido,
supuestamente, desterrada de este mundo. Pero alguna vez debe de haber habido algo
aquí —siguió observando en derredor con atención, mirando al interior de aquel
vacío—. Quizás aquellos inventos de la antigüedad que leí en los libros: las máquinas
de guerra quepalabras
estampaban escupíansobre
fuego, el polvo
papel. queolvidadas,
Ahora arrancabaquizá
árboles de cuajo,
para las¡A
siempre. máquinas
menos que
que

206
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yo pueda recuperarlas!
Apretando los dientes con determinación, Joram continuó su ascensión. Aún le
quedaba un nivel por atravesar.
Éste era el nivel del Espíritu, de la otra vida. Tiempo atrás debía de haber sido
increíblemente hermoso y habría transmitido al que lo contemplara la paz y la
tranquilidad de espíritu
otro. Pero ahora tenía que
algoexperimentaban quienes
de caduco, como si habían pasado
la ilusión fuerade desapareciendo
este mundo al
paulatinamente. En realidad, era esto precisamente lo que estaba sucediendo; el arte de
la Nigromancia —comunicarse con los espíritus de los difuntos— se había perdido
durante las Guerras de Hierro, para no volver a ser recuperado jamás. Por lo tanto, nadie
recordaba ya el aspecto que se suponía debía de tener aquel nivel.
En lugar de sentirse impresionado, Joram estaba sencillamente agotado y muy
contento de que la larga ascensión estuviera llegando a su fin. Por un instante, consideró
la posibilidad de que se vería obligado a subir aquellas escaleras cada vez que fuera a
visitar al Emperador —una vez que le fuera otorgado el título de barón, desde luego— y
decidió que tendría que encontrar algún medio de transporte. Quizás un cisne negro...
Emergiendo del mundo del Espíritu, se encontró en medio de la puesta de sol, o
eso le pareció, y se dio cuenta de que, finalmente, había llegado al Salón de la Majestad.

207
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3
El Salón de la Majestad

Todavía aturdido por las visiones y maravillas por las que había pasado, Joram
contempló el Salón de la Majestad, atemorizado.
Flotando en lo alto del Palacio como si se tratara de una burbuja que flotase sobre
el agua, el salón era totalmente redondo y estaba hecho enteramente de cristal, tan puro
y transparente como el aire que lo rodeaba. Aunque en aquellos momentos reposaba
sobre lo que se conocía como la Ascensión de los Nueve Misterios, la burbuja de cristal
podía ser trasladada a capricho —un capricho que treinta y nueve catalistas y un número
equivalente de Pron-albans tardaban doce horas en poder cumplir— a cualquier otro
lugar, tanto
burbuja queaconstituía
un lado, como encima
el salón o debajo
la que estabadel Palacio.
hecha No era—con
de cristal únicamente la redonda
unas paredes tan
delgadas que se podían golpear con una uña y al instante se oía un sonoro y delicado
tintineo—, sino que también era de cristal el suelo que la atravesaba dejando una cuarta
parte de la burbuja bajo él. Surgiendo vacilante y aturdido de la Escalera de los
Catalistas, Joram tuvo la inequívoca y turbadora sensación de que si daba un paso hacia
adelante se precipitaría en el vacío.
El sol acababa de ponerse. Almin había extendido ya su negro manto sobre la
mayor parte del firmamento y los Sif-Hanar habían ayudado al gran Mago a realizar su
deber a fin de que los convidados pudieran disfrutar del misterio y la belleza de la
noche. Pero, al oeste, Almin mantenía alzado ligeramente el borde de su manto para
ofrecer una última y fugaz imagen de aquel día que tocaba ya a su fin, los tonos rojos y
violetas filtrándose en la oscuridad con un hilillo de sangre.
No obstante, estaba ya lo bastante oscuro como para que unos globos de luz
empezaran a centellear en el salón. En medio de ellos se movían los invitados del
Emperador, flotando en la burbuja de cristal, cruzándose, reuniéndose, separándose. Las
luces, amortiguadas para no empañar la belleza del crepúsculo, brillaban sobre joyas y
sedas, centelleaban en los ojos risueños y arrancaban destellos de las rizadas cabelleras.
Joram nunca había notado lo pesado que era su cuerpo sin Vida tanto como en
aquel momento. Sabía que si avanzaba, si se introducía en aquel reino encantado, el
suelo de cristal se resquebrajaría bajo sus pies y las paredes se harían añicos cuando él
las tocara con sus torpes dedos. Por ello, permaneció quieto, sin saber qué hacer,
acariciando la idea de volver a bajar, de replegarse en el interior de su propia oscuridad,
que, al menos, tenía la ventaja de ser un refugio familiar y cómodo.
Pero otro catalista —un compañero silencioso de ascensión, que había subido
penosamente detrás de Joram— se abrió paso, murmuró una disculpa y rodeó al
muchacho, para deslizarse aparentemente en la noche. El clap clap que producían las
sandalias del catalista sobre el suelo de sólido cristal resultaban un sonido tranquilizador
y dio a Joram el estímulo suficiente para imitarlo. Moviéndose cautelosamente, el joven
dio algunos pasos; luego se detuvo otra vez, rendido por la magnificencia de lo que se
ofrecía a sus ojos.
Por encima de él y a su alrededor, las estrellas ocupaban sus lugares de costumbre

en el firmamento
ofrecer nocturno
sus respetos como cortesanos
al Emperador, de segundo
manteniéndose orden como
a distancia que hubieran acudido
correspondía a sua
humilde rango. Bajo sus pies, la ciudad de Merilon eclipsaba a las mediocres estrellas.

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El centelleo de éstas era frío, blanquecino y sin vida, mientras que la ciudad hervía de
luz y color. Las Casas Gremiales brillaban como teas encendidas, las casas particulares
centelleaban; aquí y allí brillantes haces de luz en forma de espiral abandonaban la
ciudad para alzarse furtivos en dirección al Palacio: se trataba de nuevos carruajes que
se unían al brillante tropel de invitados que se dirigían a la fiesta.
Joram, de pie,
El corazón lo dominaba
henchido por la todo desde
belleza quelas
lo alturas.
rodeaba, el espíritu de Joram crecía con
aquella sensación de poder. Diminutas burbujas de emoción le hormigueaban por las
venas; ni siquiera el vino le había resultado nunca tan embriagador. Aunque su cuerpo
debía permanecer anclado en la tierra, su espíritu se elevó. Era un Albanara, nacido para
andar por aquel lugar, nacido para gobernar, y quizá dentro de pocas horas, todos
aquellos enjoyados y deslumbrantes personajes que en aquellos momentos se
encontraban tan por encima de él se apresurarían a postrarse a sus pies.
«Bueno, quizás esto sea un poco exagerado —se dijo esbozando una forzada
sonrisa que no ocultó el aire grave de su rostro sombrío, pero que prestó un cálido brillo
a sus ojos marrones—. Supongo que la gente no se postra ante un barón; no obstante,
ordenaré que los subalternos anden cuando estén ante mí. No creo que pudiera
considerarse de buena educación hacer lo contrario. Tendré que consultárselo a Simkin,
aunque no sé dónde demonios está...»
Pensar en Simkin le recordó a Joram que había prometido no presentarse ante el
Emperador sin su amigo. Así que lanzó una mirada a su alrededor con cierta
impaciencia. Ahora que había superado su temor inicial, podía oír cómo se anunciaban
nombres en el otro extremo del salón. La luz brillaba allí con más fuerza y atraía, como
hojas atrapadas en un remolino, a diferentes grupos de magos. Esforzándose por ver y
oír, al tiempo que intentaba localizar a Gwendolyn, a lord Samuels y a Saryon, Joram se
acercó más, atisbando por entre la multitud. No obstante, no debía alejarse demasiado
de las escaleras, ya que Simkin lo buscaría, sin duda, en aquel lugar. ¿Dónde demonios
estaría el muy idiota? Nunca estaba donde debía...
—¡Mi querido amigo, no estés ahí de pie como un pasmarote! —Se oyó una voz
irritada—. Demos gracias a Almin por no haber traído a Mosiah con nosotros. El ruido
que has hecho con la barbilla al chocar contra el suelo lo debe de haber oído todo el
mundo. Procura parecer tan displicente y aburrido ante todo esto como el resto de los
presentes; eso es, buen chico.
Haciendo revolotear en el aire el pañuelo de seda color naranja, Simkin descendió
lentamente desde la parte superior de la cúpula, la ropa arremolinándosele en los
tobillos.
—¿Dónde has estado? —exigió Joram.
Simkinlasse fuentes
—En encogió de
de hombros.
champán. —Enarcó una ceja al ver que Joram fruncía el
ceño—. ¡Vaya, vaya! Ya te lo he comentado otras veces, Sombrío y Melancólico
Amigo, y te lo vuelvo a decir ahora: un día de éstos, esa terrible expresión se te quedará
congelada en el rostro. Sencillamente tenía que entretenerme en algo mientras ascendías
penosamente los nueve niveles del infierno. Ahora ya sabes por qué no hay catalistas
gordos en Merilon. Bueno, casi ninguno.
Un rollizo catalista, con el sudor resbalándole por la tonsurada cabeza, dirigió una
feroz mirada a Simkin mientras alcanzaba, jadeante, el último escalón.
—Animaos, Padre —dijo Simkin, haciendo aparecer el pañuelo de seda naranja y
ofreciéndoselo con gesto solícito—. ¡Pensad en toda la grasa que habéis perdido! Y
además habéis abrillantado
Sonrojándose el suelo.
aún más, ¿Os seco
el sacerdote la cabeza?
apartó de un empujón la mano del muchacho

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y, mascullando algo irreverente, se alejó tambaleante para dejarse caer en una silla
cercana.
Juntando las manos en actitud de oración, Simkin hizo una ligera inclinación.
—Yo también os envío mi bendición, Padre.
El pañuelo naranja se agitó nerviosamente en el aire y, de repente, el catalista
desapareció.
Joram miraba fijamente la silla vacía en la que había estado sentado aquel hombre
hacía tan sólo un instante, cuando sintió que le tiraban de la manga.
—Y ahora, querido muchacho —dijo Simkin—, préstame atención, por favor.
La voz tenía el tono festivo habitual, pero, al volver la mirada, Joram descubrió un
desacostumbrado destello de severidad en los ojos azul pálido, un cierto toque siniestro
en la sonrisa negligente, que le llamó la atención.
Simkin asintió ligeramente con la cabeza.
—Sí, señor, ahora es cuanto empieza la diversión. ¿Recuerdas que las cartas
dijeron que serías Rey y que yo me ofrecí para ser tu bufón? Bueno pues, hasta ahora,
has sido el Rey, querido muchacho. Nosotros te hemos seguido sin hacer preguntas y sin
quejarnos a pesar de que yo estuve a punto de ser arrestado, al pobre catalista le cayó
encima una maldición de Almin y Mosiah tiene que ocultarse para salvar el pellejo.
Simkin hablaba en voz muy baja; una voz que se desvaneció, convirtiéndose casi
en un susurro al llegar a este punto. Observó a Joram atentamente.
—Sigue —le instó Joram.
Su voz sonaba fría y serena, pero ensombreció la expresión del rostro y un ligero
rubor apareció bajo su piel como dando a entender que, en algún lugar, en lo más
profundo de su ser, la flecha había dado en el blanco.
La sonrisa de Simkin se torció en una mueca sarcástica.
—Y ahora, mi rey —dijo, acercándose más y hablando en voz muy baja, mientras
observaba a la muchedumbre que los rodeaba—, debes seguir los consejos de tu bufón.
Porque tu vida y la vida de aquellos que te siguen están en las manos de tu bufón. Debes
seguir mis instrucciones sin hacer preguntas. ¿Lo haréis, Majestad?
—¿Qué tengo que hacer? —La voz de Joram sonó discordante.
Acercándose aún más, Simkin le habló al oído. La barba del joven le cosquilleó en
la oreja; el fuerte olor a gardenias que emanaba de los cabellos de Simkin y los vapores
del champán que se desprendían de su aliento le hicieron sentir náuseas e,
involuntariamente, intentó apartarse; pero Simkin lo sujetó con fuerza y le susurró con
insistencia:
—Cuando seas presentado a Sus Majestades, no, te lo repito, no mires a la
Emperatriz directamente.
Simkin
expresión retrocedió,deseJoram
malhumorada alisó se
la distendió
barba y paseó la miradaenpor
convirtiéndose unalamedia
concurrencia.
sonrisa. La
—¡Eres un idiota! —murmuró, mientras se arreglaba las verdes vestiduras—. Por
un momento me asustaste de verdad.
—¡Amigo mío! —Simkin lo miró con tal severidad que Joram se quedó
desconcertado—. Lo he dicho totalmente en serio. —Puso una mano sobre el pecho de
Joram a la altura del corazón—. Inclínate ante ella, háblale, dile algo agradable,
irrelevante. Pero mantén la mirada baja. Mira hacia otro lado. Mira a Su Real
Aburrimiento. A cualquier cosa. Recuérdalo, tú no puedes ver a los Duuk-tsarith, pero
están aquí, vigilantes... Y ahora —añadió haciendo un lánguido movimiento con el
pañuelo naranja—, debemos ocupar nuestro lugar en la fila.
Pasando un brazo alrededor
—Afortunadamente para ti,del
mideterrestre
Joram, lo hizo adelantarse.
amigo, todo el mundo está obligado a

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andar cuando se presenta formalmente ante Sus Majestades. Es un signo de humildad,


una muestra de respeto y todo eso, además de que resulta terriblemente difícil hacer
reverencias en el aire. La duquesa de Blatherskill se inclinó doblando la cintura y no
pudo pararse. Empezó a girar sobre sí misma, dando volteretas. Y sin ropa interior. Fue
muy chocante. La Emperatriz tuvo que guardar cama durante tres semanas, y, desde
entonces, andamos...
Simkin y Joram cruzaron el suelo de cristal, junto a otros magos que descendían
de las alturas como una centelleante lluvia, y se dirigieron a la entrada del salón. Joram
lanzaba rápidas miradas a Simkin, perplejo y trastornado por sus palabras e
instrucciones. Pero el joven parecía no advertir el desconcierto de su amigo y seguía
relatando el desdichado accidente de la duquesa. Joram sacudió la cabeza y pasó junto a
la silla, vacía ahora, donde había estado sentado el catalista. Vio que Simkin le dedicaba
una sonrisa traviesa.
—A propósito —comentó Joram, volviendo la cabeza para mirar a la silla—, ¿qué
le has hecho?
—Lo he vuelto a enviar al lugar donde empieza la escalera —respondió Simkin,
despreocupado, mientras se golpeaba ligeramente la punta de la nariz con el pañuelo
naranja.

Joram y Simkin se unieron a la fila que formaban quienes estaban considerados


como los más ricos y agraciados de Merilon, todos ellos haciendo cola para presentar
sus respetos a la Real Pareja antes de dispersarse para dedicarse a ocupaciones más
interesantes, como emborracharse y divertirse. Algunos podrían pensar que resultaría
algo difícil correrse una juerga, teniendo en cuenta la dolorosa naturaleza del
aniversario que se celebraba. Y, efectivamente, los que aguardaban en la larga cola que
se extendía por el cristalino suelo como una serpiente envuelta en sedas y joyas
mostraban
entrar una expresión
en Palacio. bastante
Las alegres máslassolemne
risas, y circunspecta
despreocupadas chanzasqueentre
la que tenían los
amigos, al
chismorreos y comentarios sobre vestidos, peinados e hijas habían desaparecido como
por arte de magia. Mantenían los ojos bajos y los colores de los ropajes y vestidos
habían sido suavizados hasta alcanzar el tono adecuado de Semblante Lastimero, como
informó Simkin a Joram en voz baja.
Las conversaciones tenían lugar en voz baja por parejas, en lugar de grupos, y, en
consecuencia, la quietud reinaba en aquel extremo del salón, roto tan sólo por las
melodiosas voces de los heraldos que anunciaban los nombres de aquellos que eran
conducidos ante la Real Pareja.
La cola era tan larga que Joram no podía ver aún ni al Emperador ni a la
Emperatriz, únicamente el nicho de cristal donde se sentaban. Aquellos miembros de la
corte que ya habían sido presentados se reunían en semicírculo alrededor del nicho y se
dedicaban a observar para averiguar qué ilustres o divertidos personajes hacían cola a su
vez. El murmullo de los que observaban era apenas audible, dado que se encontraban
ante el Emperador; pero el movimiento era incesante: cabezas que se volvían, personas
que señalaban a otras discretamente o sin la más mínima discreción, según lo justificara
el motivo de su curiosidad. Joram, que seguía buscando a lord Samuels y a su familia
entre la muchedumbre, vio que muchas personas señalaban a Simkin con la cabeza o le
sonreían. Vestido totalmente de blanco, el joven destacaba entre aquella miríada de
colores que lo rodeaba como un iceberg en plena selva, fingiendo, imperturbable, no
darse cuenta de la atención que despertaba.
Los ojos de Joram escudriñaban aquel brillante tropel de personas, deteniéndose a
la vista de una cabeza rubia o incluso de una cabeza tonsurada, esperando ver también

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allí a Saryon. Sin embargo, había tanta gente, y la mayoría de ella vestida de forma tan
parecida (exceptuando a los que, deseando destacarse, habían acudido ataviados como
Magos Campesinos, ante el regocijo de Simkin), que consideró casi imposible poder
localizar a aquellos que buscaba.
«Ella también me está buscando», se dijo, imaginándose a Gwendolyn de
puntillas, atisbando por
corazón palpitante el encima
anunciodedelascada
anchasuno
espaldas
de losde nombres
su padre, aguardando
y dejándoseconcaer
el
desilusionada cuando no resultaban ser el nombre que anhelaba oír. Aquel pensamiento
la hizo impacientarse y sentir incluso un cierto temor. ¿Y si se iban? ¿Y si lord Samuels
se cansaba de esperar? ¿Y si...? Joram contempló la larga cola que se extendía ante él,
impaciente, maldiciendo amargamente a todos aquellos ancianos duques cuyos
vacilantes pasos precisaban de la ayuda de sus catalistas, o a las dos chismosas damas,
ya entradas en años, que se olvidaban de andar hacia adelante y sus vecinos tenían que
recordárselo con discretos empujoncitos. En realidad, la cola se movía con bastante
rapidez, después de todo, pero hubiera tenido que moverse a la velocidad del rayo para
satisfacer los deseos de Joram.
—Deja de moverte —masculló Simkin, pisándole un pie a Joram.
—No puedo evitarlo. Cuéntame algo.
—De mil amores. ¿Qué quieres que te cuente?
—¡Me importa un comino! ¡Cualquier cosa! —replicó Joram con brusquedad—.
Dijiste que debo dirigirle unas pocas palabras al Emperador. ¿Qué palabras? «Una
noche muy agradable.» «Hace un tiempo delicioso.» «Tengo entendido que hace dos
años que estamos en primavera, ¿existe alguna posibilidad de que haga su aparición el
verano?»
—Chisst —siseó Simkin desde detrás del pañuelo de seda naranja—. ¡Cielo santo!
Estoy empezando a desear haber traído a Mosiah. Ésta es una celebración que rememora
al Príncipe Muerto. Por lo tanto, le ofrecerás tu más sentido pésame.
—Está bien. No hago más que olvidarlo —repuso Joram de mal talante,
deslizando la mirada por el salón por centésima vez—. Muy bien. Le daré el pésame. A
propósito, ¿de qué se murió el chico?
—¡Mi querido muchacho! —exclamó Simkin con un escandalizado susurro—.
¡Aunque te hayas criado en una calabaza no tienes por qué pregonarlo de esta manera!
Tenía la impresión de que tu madre te regalaba los oídos con historias sobre Merilon, y
ésta seguro que es la mejor historia de todos los tiempos. ¿No te la contó?
—No —replicó Joram con sequedad, frunciendo el entrecejo.
—Ah —observó Simkin súbitamente, lanzándole una mirada—. Hummmm, ya,
creo que lo entiendo... Sí, no hay duda. Verás... —se acercó aún más, manteniendo el
pañuelo
muy de por
vivo, sedalofrente a sushan
que me rostros mientras
contado. Berreóhablaba—, el niñodurante
a grito pelado no murió.
todaEstaba vivo,
la solemne
ceremonia y vomitó sobre el Patriarca al final.
Simkin hizo una pausa, mirando a Joram expectante. El rostro de Joram se crispó
y una sombra apenas perceptible se cernió sobre él.
—¿Comprendes? —preguntó Simkin en voz baja.
—El niño nació Muerto, como yo —contestó Joram con voz áspera.
Tenía los ojos clavados en el suelo, las manos cruzadas con fuerza a la espalda,
los nudillos blancos. Se dio cuenta de que podía ver su propia imagen reflejada en el
suelo de cristal, mientras las luces de Merilon, allá abajo, brillaban a través de su
fantasmal y transparente cuerpo; su propia imagen, que lo miraba sombría.
—¡Chisst!
—Sacudió —lo reprendió
la cabeza—. Él no eraSimkin—. Muerto,
como nadie sí. Peronacido
que hubiera ¿comoantes
tú, querido amigo?
en este mundo.

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Por los rumores que me han llegado, la palabra Muerto es un eufemismo. El chico no
falló simplemente una de las Pruebas. ¡Falló las tres! ¡No había en él ni un ápice de
magia!
Joram mantuvo los ojos fijos en el suelo.
—Quizá no era tan diferente de otros como tú podrías pensar —murmuró mientras
la colaManteniendo
avanzaba centímetro a centímetro.
los ojos todavía fijos en la imagen que se reflejaba a sus pies, Joram
no pudo ver la rápida y penetrante mirada que Simkin le dedicó, ni se dio cuenta de la
forma tan pensativa en que el muchacho se acariciaba la barba castaña.
—¿Qué has dicho? —preguntó Simkin con indiferencia, alzando la cabeza y
fingiendo sonarse la nariz con el pañuelo naranja.
—Nada —respondió Joram, estremeciéndose como si intentara despertarse de un
sueño—. ¿Es que no vamos a llegar nunca?
—Paciencia —aconsejó Simkin. Se elevó en el aire poco más de un centímetro y
miró por encima de las cabezas de la gente; luego volvió a descender—. Mira, ahora se
puede ver ya el Trono Real y con un poco de suerte podrás entrever la Real Cabeza.
Estirando el cuello, Joram pudo comprobar que en realidad habían avanzado
mucho durante su conversación. Podía ver ya el trono de cristal y en varias ocasiones
consiguió vislumbrar al Emperador cuando se movía para conversar con aquellas
personas que tenía delante o a su alrededor. Apenas si podía ver a la Emperatriz, sentada
a la derecha de su esposo, ya que era ella la portadora del título real; pero el Emperador
sí que quedaba claramente dentro del campo visual de Joram y éste —contento de poder
fijar su atención en algo— se dedicó a contemplar con vivo interés la escena que se
desarrollaba ante sus ojos.
Sentado en un trono de cristal situado sobre un suelo de cristal en el interior de un
nicho también de cristal, Su Majestad parecía descansar entre las estrellas. Vestido con
las blancas ropas de raso que corresponden al luto, iluminado por una luz blanca de la
más extraordinaria luminosidad, el Emperador no sólo se confundía con las estrellas
sino que incluso resplandecía más que la más brillante de ellas. Habiendo visto la
opulencia del mobiliario y los adornos del resto del Palacio, a Joram le sorprendió
comprobar que tanto el trono de cristal como el nicho mismo eran de línea sencilla y
elegante sin el más mínimo adorno. El cristal envolvía los reales cuerpos como si de
agua transparente se tratara, y tan sólo algún destello aislado producido por la luz al
reflejarse demostraba que había algo real y sólido a su alrededor.
Joram esbozó una sonrisa. Echando una rápida mirada alrededor de la habitación,
¡comprobó que aquello estaba hecho adrede! Incluso la silla en la que aquel pobre
catalista se había derrumbado —ahora a varios metros de distancia— estaba hecha de
un materialningún
supuesto tejido objeto
de tal forma con debía
material, la magia, que resultaba
distraer transparente.
la atención Nada, y por
de los súbditos del
Emperador de lo que era auténticamente real: la existencia del Emperador y la
Emperatriz.
Joram escuchaba con curiosidad, ahora que estaba lo suficientemente cerca como
para poder oír fragmentos de conversaciones cuando las voces se elevaban por encima
de los murmullos de la muchedumbre. Acostumbrado a formarse opiniones rápidas y a
menudo despreciativas de la gente, en su primer encuentro Joram había considerado al
Emperador como un hombre de una enorme vanidad y presunción, incapaz de ver más
allá de sus narices, como vulgarmente se dice. Pero, al escuchar las conversaciones que
mantenía el monarca, se vio obligado muy a pesar suyo a admitir que había estado muy
equivocado.
Aquel hombre era astuto e inteligente. Si se comportaba de manera fría y

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reservada, era únicamente para mantenerse por encima del pueblo. En apariencia, no
necesitaba que el heraldo le anunciase los nombres de quienes iban apareciendo ante él
y, de hecho, se dirigía a muchos de ellos utilizando apodos familiares en lugar de los
protocolarios títulos nobiliarios. Y no era esto todo. Tenía también siempre algo
personal que comentar con cada uno: preguntaba a los padres por sus queridos hijos,
interrogaba a un catalista
hablaba del pasado con lossobre los temas
ancianos a los que
y del futuro con el
lossacerdote
jóvenes. dedicaba sus estudios,
Intrigado por aquella extraordinaria hazaña, si se tenía en cuenta los cientos de
personas con las que el Emperador debía de tener contacto diariamente, Joram lo
observaba con creciente fascinación. Recordó su encuentro con el Emperador y de qué
modo los ojos de aquel hombre habían parecido absorberlo por completo y le había
dedicado su atención durante varios segundos. Joram recordaba haberse sentido
halagado, pero también vagamente incómodo, y ahora comprendía el motivo. El
Emperador había memorizado a Joram de la misma forma en que Saryon memorizaba
una ecuación matemática y casi con la misma consideración. Siendo como era, hasta
cierto punto, un experto en la manipulación de los demás, a Joram no le fue difícil
reconocer y admitir el toque de un maestro.
Pero como su madre le había confiado y Lord Samuels le había confirmado
después, Joram sabía que una persona en el mundo lo significaba todo para el
Emperador: la Emperatriz.
La cola avanzó un poco más y Joram apartó la mirada del Emperador para
dirigirla a su consorte; durante toda su vida había oído hablar de la belleza de aquella
mujer, una belleza que destacaba incluso por entre las más famosas bellezas de la corte;
una belleza que le era innata, que no necesitaba ser acrecentada por medios mágicos. Su
curiosidad se veía incrementada aún más por la advertencia, ya que no se la podía
considerar de otro modo, que le había hecho Simkin:
«No mires a la Emperatriz directamente.»
Mientras aquellas palabras le martilleaban en el cerebro, Joram se salió
discretamente de la fila para poder echarle un vistazo a la mujer sentada en el trono de
cristal junto a su esposo. En aquel momento, la cola avanzó un poco más y pudo verla
con claridad.
Joram se quedó sin aliento. Las palabras de Simkin se esfumaron por completo de
su mente, siendo reemplazadas por el borroso recuerdo de la descripción que de ella
había hecho Anja: «Tiene los cabellos tan negros y brillantes como el ala de un cuervo;
la piel es tersa y blanca como el pecho de una paloma; los ojos son oscuros y brillantes;
las líneas del rostro rayan en la perfección clásica, como si fueran la obra de la magia de
un maestro; sus movimientos son gráciles, como un sauce acariciado por el viento...».
Un codo seya!
—¡Déjalo hundió
—le en las costillas
espetó Simkin de Joram. por la comisura de los labios—. Mira
hablando
hacia otro lado.
Irritado, sospechando que era objeto de una de las rebuscadas bromas de Simkin,
Joram se dispuso a replicarle abruptamente, pero, una vez más, se encontró con aquella
extraña expresión en el normalmente despreocupado rostro de su amigo: una expresión
seria, temerosa incluso. Acercándose aún más —no había ya más de diez personas
delante de ellos—, Joram contempló al resto de los que estaban cerca de él y comprobó
que, también ellos, intentaban de la mejor manera posible no mirar directamente o por
demasiado tiempo a la Emperatriz. Los sorprendió dirigiendo rápidas miradas a la
Emperatriz, tal y como hacía él, y apartando luego rápidamente la mirada. Y aunque
todos
gusto, se dirigían
la voz se lesalapagaba
Emperador en voz
cuando alta y aclara
se dirigían y parecíany sentirse
la Emperatriz relajados
las palabras ya
eran casi

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ininteligibles.
Dando un paso hacia adelante, los ojos enrojecidos de tanto lanzar rápidas miradas
a la Emperatriz para luego, con la misma rapidez, mirar en otra dirección, Joram
empezó a admitir que realmente parecía haber algo extraño en aquella mujer. Desde
luego su célebre belleza no disminuía a medida que se acercaba a ella, pero
extrañamente le repugnaba
azulada y translúcida; los en lugar de
oscuros ojosatraerlo. La piel, tersa
eran ciertamente y pura,
bellos, erasuligeramente
pero brillo no
provenía de una luz interior, sino que parecía el reflejo de la luz sobre el cristal; movía
imperceptiblemente los labios cuando hablaba; gesticulaba con las manos e inclinaba el
cuerpo, pero no con la gracilidad del sauce, sino con la habilidad de un creador de
ilusiones.
La habilidad de un creador de ilusiones...
Joram se volvió hacia Simkin, perplejo; pero el joven barbudo, jugueteando con el
pañuelo de seda naranja que tenía en la mano, le dirigió una ligera sonrisa.
—La paciencia ha obtenido su recompensa —dijo—. Somos los siguientes.
Joram no tuvo tiempo de pensar en nada más.
Como si viniera de muy lejos, oyó que el heraldo golpeaba el suelo con el bastón
y anunciaba con voz melodiosa:
—Simkin, huésped de lord Samuels...
El resto de la presentación se perdió en un murmullo de risas procedente de los
espectadores. Simkin debía estar haciendo alguna de sus payasadas; pero Joram estaba
demasiado aturdido y confuso para darse cuenta claramente de lo que era. Vio a Simkin
acercarse, sus blancos ropajes refulgiendo bajo la misma luz brillante que extendía un
halo alrededor del Emperador y la Emperatriz.
La Emperatriz. Joram se sintió de nuevo forzado a mirarla, mientras el heraldo
anunciaba:
—Joram, huésped de lord Samuels y de su familia.
Al oír su nombre, Joram comprendió que debía avanzar, pero se sintió
repentinamente asaltado por la sensación de que era el objeto de la atención de cientos
de pares de ojos. El recuerdo de la muerte de su madre le vino a la memoria con toda
claridad. Podía ver a la gente, mirándolo fijamente. Deseó estar solo. ¿Por qué... por qué
lo miraban?
Joram se dio cuenta de que el Emperador y Simkin estaban hablando. Pero no
tenía ni idea de lo que hablaban. Le era imposible oír nada. Sentía un extraño fragor en
sus oídos como el bramido de un viento de tormenta. Quería huir desesperadamente, y
sin embargo no podía moverse. Se hubiera quedado allí eternamente si no hubiera sido
porque el heraldo —consciente de que era necesario que la cola avanzara y
acostumbrado
presencia de Sua Majestad—
que muchosleexperimentaran
dio a Joram un aquel
suave sublime temorDando
empujoncito. cuandounestaban
traspié, en
el
muchacho se tambaleó hacia adelante y se detuvo frente al Emperador.
Joram tuvo la suficiente presencia de ánimo como para hacer una profunda
reverencia, copiando a Simkin, y empezó a farfullar algo sin tener la más mínima idea
de lo que estaba diciendo. El Emperador lo interrumpió con suavidad. Recordó haberlo
conocido en casa de lord Samuels y le deseó que su estancia en Merilon le resultase
agradable. Luego la real mano lo despidió con un gesto y Joram dio unos pasos por el
acristalado suelo para ir a detenerse ante la Emperatriz. Vagamente, se daba cuenta de
que Simkin lo observaba. Si no hubiera sido porque resultaba demasiado increíble,
Joram hubiera dicho que los labios del joven, medio ocultos por la barba, estaban
entreabiertos en una
Cohibido, mueca
Joram burlona.ante la Emperatriz, mientras se devanaba los sesos
se inclinó

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para encontrar algo que decirle. Deseaba levantar los ojos para mirar a aquella mujer y
al mismo tiempo sentía un vivo deseo de alejarse rápidamente, con la mirada gacha tal y
como había visto hacer a tantos antes de él.
Inmóvil frente a ella, pudo percibir un ligero y empalagoso olor que parecía
emanar de su cuerpo.
Se decía
comprobarlo por que era la mujer más hermosa del mundo. Pero Joram deseaba
sí mismo.
Alzó la cabeza...
... y se encontró con los ojos sin vida de un cadáver.

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4
La fuente de champán

—¡Almin bendito! —murmuró Joram, estremeciéndose, mientras un sudor frío le


cubría el cuerpo—. ¡Muerta!
—Mi querido muchacho, si valoras tu vida y la mía, ¡no levantes la voz! —
susurró Simkin, luciendo una deslumbrante sonrisa y saludando con la cabeza a varios
conocidos situados al otro lado de la habitación.
Ambos estaban junto a la fuente de champán, ya que aquél era el lugar en el que,
según Simkin, Gwendolyn o Saryon los buscarían con toda seguridad. Aquella zona —
situada frente al nicho donde el Emperador seguía recibiendo a sus súbditos—
empezaba
hacia a llenarse
allí en busca dedeamigos
gente ay medida que losLaasistentes
de diversión. fuente dea champán
la fiesta se
era,encaminaban
tal y como
había dicho Simkin, el punto de encuentro perfecto; gritos de saludo y estrepitosas
carcajadas resonaban constantemente a su alrededor.
La fuente de champán, que funcionaba gracias a la magia de un grupo de Pron-
alban disfrazados de lacayos, tenía más de seis metros de altura, estaba hecha
totalmente de hielo —para mantener fría la bebida— y decorada con temas marinos. El
champán fluía de las bocas de helados caballitos de mar posados sobre olas de hielo. El
vino brotaba de los labios apretados de varios peces globo de ojos vidriosos; ninfas
marinas recubiertas de escarcha ofrecían a los invitados sorbos de vino que guardaban
en sus manos de dedos gélidos. Flotando en el aire, alrededor de la fuente, había varias
hileras de copas de cristal que se llenaban a voluntad de los asistentes y saciaban la sed
de todos los que habían estado pendientes del Emperador y su difunta esposa durante
dos horas.
—Se considera traición el mero hecho de pensar algo parecido, y no digamos
manifestarlo en público —continuó Simkin.
—¿Cuánto..., cuánto hace? —preguntó Joram con una especie de morbosa
fascinación, la misma fascinación que lo obligaba a seguir mirando el trono de cristal.
—Oh, hará un año, quizá. Nadie lo sabe con seguridad. Estuvo enferma durante
mucho tiempo, y tengo que admitir que tiene mucho mejor aspecto ahora que él que
tenía entonces.
—Pero... ¿por qué mantener...? Quiero decir, ya sé que él la amaba, pero... —
Joram se llevó una copa de champán a los labios, pero volvió a dejarla casi
inmediatamente con mano temblorosa—. ¡El Emperador debe de estar loco! —concluyó
con voz sepulcral.
—Ni mucho menos —replicó Simkin con tranquilidad—. ¿Ves al hombre vestido
de rojo que se acerca ahora al Emperador?
—¿Un Dkarn-duuk? Sí —contestó Joram.
Con esfuerzo apartó la mirada de la mujer sentada en el trono para mirar al
hombre que se inclinaba para decirle algo al Emperador. Aunque estaba a bastante
distancia, Joram tuvo la impresión de que se trataba de un hombre alto, corpulento,
ataviado con las ropas rojas propias de los brujos que eran los Supremos Señores de la

Guerra—No
de Thimhallan.
es un Dkarn-duuk. Es el DKarn-Duuk: el príncipe Lauryen. Es el hermano
de ella, lo cual lo convierte en el próximo Emperador de Merilon si la muerte de la

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Emperatriz se reconociera oficialmente. —Simkin alzó una copa de champán, y se la


llevó a los labios fingiendo un brindis—. Adiós a Su Real Aburrimiento. De vuelta a su
finca en las ondulantes praderas de Drengassi o de dónde sea que viniera. Si es que no le
sucedía nada peor; la gente que contraría a El DKarn-Duuk tiene una extraña costumbre
de entrar en los Corredores y no volver a salir jamás.
Simkin
—Si esesehombre
bebió eleschampán de un trago.
tan poderoso, ¿por qué no toma el poder, sencillamente? —
preguntó Joram, mirando a Simkin especulativo y diciéndose que aquel nuevo mundo
en el que estaba penetrando podría resultar muy interesante.
—El Emperador cuenta con un poderoso aliado, o debería decir más bien pesado:
el Patriarca Vanya. A propósito, me parece bastante extraño que Su Rechoncha Señoría
no esté aquí, habiendo comida gratis. Oh, lo olvidé. Jamás asiste a esta fiesta de
aniversario. Dice que va en contra de la política de la Iglesia o algo parecido. ¿Por
dónde iba?
—Hablabas del Emperador y del Patriarca.
—Ah, sí, eso era. Sea como fuere, se dice que el sol de Vanya sale y se pone con
el del Emperador. El DKarn-Duuk tiene a su propio hombre para ocupar el lugar de
Vanya... Aunque probablemente se precisarían tres para llenarlo, ahora que lo pienso.
Los catalistas y los ilusionistas se aseguran de que la Emperatriz sea el alma de la fiesta,
si me perdonas la expresión, y se considera como alta traición referirse de cualquier
forma que sea a su salud o a su falta de ella. Da recepciones como de costumbre, y la
flor y nata de Merilon y de otras ciudades-estado viene a rendirle homenaje como de
costumbre, y nadie la mira directamente a la cara ni alude a ella si no es de la forma más
inocente. A veces ni siquiera eso sirve.
Simkin le hizo una señal a otra copa de champán para que fuera a llenarse a la
fuente de cristal y volviera luego, balanceándose, a su mano. Una orquesta, formada por
instrumentos encantados, empezó a tocar valses en un rincón, obligando a Simkin a
inclinarse aún más sobre Joram para continuar su historia.
—Jamás olvidaré la noche en la que el anciano marqués de Dunsworthy estaba
hablando con el Emperador mientras jugaban al tarot y el Emperador preguntó: «¿No os
parece que Su Majestad tiene un aspecto inmejorable esta noche, Dunsworthy?». El
anciano Dunsworthy le echó un vistazo al cadáver sentado en una silla y tartamudeó:
«No... no sé qué deciros. Encuentro a Su Majestad algo distante». Ni que decir tiene,
que los Duuk-tsarith cayeron sobre el infeliz al instante y ésa fue la última vez que lo
vimos. —Simkin tomó un sorbo de champán; luego se secó los labios con el pañuelo de
seda—. Tuve que terminar la partida por él y le gané una moneda de plata al
Emperador.
Joram
encontró conseunos
disponía a replicarle
ojos azules cuando
que ardían de oyó
amorpronunciar su se
y al instante nombre.
olvidó Volviéndose, se
de la existencia
de cosas como la muerte y la política.
—Joram... —lo llamó Gwendolyn con timidez.
Le tendió una blanca mano, dándose cuenta de las miradas de admiración que le
dirigían varios de los jóvenes allí presentes; pero sólo tenía ojos para el hombre que
amaba.
Gwendolyn se había pasado casi todo el día trabajando con Marie y lady
Rosamund en su vestido. Le había cambiado el color tantas veces que su habitación
hubiera podido pasar por la residencia de los Sif-Hanar que se encargan de hacer
aparecer el arco iris. Primero había hecho que brotaran flores de las mangas, luego había
reemplazado
habían hecholas
su flores por plumas
aparición, siendo de diminutos
proscritos pájaros, más tarde
inmediatamente los pájaros
por lady mismos
Rosamund. Por

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fin, tras muchas lágrimas y kilómetros de cinta, y un último momento de pánico ya en el


carruaje a «¡no estar vestida apropiadamente!», Gwendolyn salió en dirección al baile,
con la sensación de que todos los sueños que anidaban en su joven corazón empezaban
a hacerse realidad en aquel mismo momento.
¿Y cuál había sido el resultado de tantos afanes, esfuerzos y lágrimas invertidos
en aquel vestido,
resultado, en granlágrimas derramadas
parte, un esfuerzo pensando sólorecibió
vano. Joram en Joram? Por desgracia,
únicamente había
una confusa
impresión de pelo dorado coronado de diminutas florecillas blancas conocidas por el
nombre de suspiro infantil, de un cuello y unos hombros totalmente blancos y de unos
seductores y apenas insinuados pechos que se sumergían en algo tan azul y vaporoso
como la espuma del mar. Estaba tan bella aquella noche que se sintió hechizado, pero
era su belleza la que lo hacía sentir así, no la del vestido. Gwendolyn podría haber
llevado un vestido de arpillera y su embelesado admirador ni se hubiera dado cuenta.
—Mi señora.
Joram tomó entre las suyas la diminuta y blanca mano, reteniéndola más tiempo
del correcto antes de besarla durante un largo instante; luego, de mala gana, la soltó.
—Yo..., es decir, nosotros... —se corrigió Gwendolyn, ruborizándose— temíamos
que no pudieras venir. ¿Cómo está el Padre Dunstable? Hemos estado todos muy
preocupados.
—¿El Padre Dunstable? —Joram se quedó mirando a Gwen, desconcertado—.
¿Qué quieres decir? ¿No está...?
—Perdónalo, encantadora criatura —interrumpió Simkin con suavidad,
interponiéndose entre Joram y Gwen. Dándole la espalda a Joram, capturó entre las
suyas una de las manos de la muchacha, hizo intención de besarla, decidió luego
aparentemente que el esfuerzo requerido era excesivo y la retuvo letárgicamente entre
las suyas—. Tu belleza lo ha trastornado por completo. He oído a catalistas expresarse
de forma más inteligente. No a menudo, pero en ocasiones. Hablando de catalistas, me
parece entender por tu pregunta que nuestro Calvo Amigo no está demasiado bien.
¡Cielos!, es algo que me sorprende muchísimo.
—Pero ¿no te lo ha contado Joram?
Gwendolyn intentó mirar a Joram, a quien Simkin tapaba por un lado y la fuente
por el otro.
—Vaya, querida —repuso Simkin en voz alta, interponiéndose entre la pareja de
nuevo—. ¿Champán? ¿No? Bueno, me beberé tu copa entonces, si no te importa. —Dos
copas flotaron hasta ellos—. ¿De qué estábamos hablando? No lo recuerdo... Ah, del
Padre Dunstable. Claro, verás, me he pasado todo el día encerrado aquí en este
sofocante palacio, escuchando el parloteo incansable del DKarn-Duuk sobre declarar la
guerra a No
aburrido Sé Quién yEntonces
mortalmente. el del Emperador sobre los impuestos
me he encontrado con Joram,y mi
la verdad es que me
dulce criatura, he
y no
puedes culparme si lo último que yo deseaba en aquellos momentos era comentar la
salud de un sacerdote.
—No, supongo que no... —empezó Gwen, sonrojándose, turbada y confusa.
La conversación de Simkin estaba atrayendo la atención; la gente formaba corro a
su alrededor para oír qué nuevo chismorreo escandaloso surgía de sus labios, y la
muchacha era perfectamente consciente de que muchos ojos estaban fijos en ella y en su
compañero.
Joram intentó acercarse a Gwen, pero la gente se lo impidió. Recordando a tiempo
que no debía llamar la atención, retrocedió unos pasos. Entretanto, Simkin se había
convertido
—Bien,en el¿qué
centro de atención.
le ha sucedido a nuestro Calvo Amigo? —preguntó, indolente—.

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¡Santo cielo! —Adoptando una expresión de horror, el joven enarcó las cejas
desmesuradamente—. No lo habrá confundido el Patriarca con el cojín de uno de los
bancos de la Catedral, ¿verdad? —Se oyeron unas risas ahogadas entre la concurrencia
y la gente empezó a darse codazos muy significativos—. Eso le sucedió una vez a una
catalista llamada, antes del accidente, hermana Suzzane. Quedó totalmente aplanada, la
pobrecilla. Ahora
Las risas la llaman de
aumentaron Hermano
volumen.Fred...
—¡No, de verdad! —Gwendolyn intentó retirar la mano que Simkin sujetaba.
Pero el joven, impertérrito, la sujetó con fuerza, aunque sin dar esa sensación,
contemplándola con una aburrida expresión expectante que provocó gran número de
risitas ahogadas entre los que los escuchaban.
Gwendolyn se dio cuenta de que debía decir algo.
—Yo... nos despertó a medianoche la... la Theldara, la que había estado cuidando
del Padre Dunstable. Nos dijo que había empeorado y que lo iba a trasladar a las Casas
de Curación de la Arboleda de los Druidas.
—Empeorado, ¿eh? Me siento desolado. Realmente postrado por el dolor. ¡Traed
más champán! —ordenó Simkin, y la concurrencia prorrumpió en sonoras carcajadas.
—Simkin, déjame... —empezó a decir Joram, abriéndose paso una vez más.
Pero Simkin le cortó el paso como sin darse cuenta, alzó una mano y asió a otro
joven que formaba parte del grupo que los rodeaba.
—Marqués d'Ettue. Encantado.
El joven marqués se sintió encantado a su vez.
—Aquí tenéis a esta jovencita, que se muere de ganas por bailar con vos. Es esa
chaqueta que lleváis de color camarón. Vuelve locas a las mujeres. Querida, el marqués.
Y antes de que pudiera protestar, Gwendolyn se encontró con que su mano había
pasado de las manos de Simkin a las de un igualmente sorprendido marqués.
—Pero... —protestó Gwen débilmente, mirando a Joram por encima de su
hombro.
—Simkin, maldito seas...
Joram intentó de nuevo meter baza, con el rostro oscurecido por la impaciencia y
la frustración y con claros indicios de estar a punto de montar en cólera.
—Será un placer bailar con vos... —tartamudeó el marqués.
—Una pareja deliciosa. ¡A bailar! —exclamó Simkin alegremente, empujando
literalmente a la sobresaltada Gwen a los brazos color camarón del marqués—. Oh, aquí
estás —siguió, volviendo la mirada hacia el ceñudo Joram con una afectada expresión
de sorpresa—. ¿Dónde habías estado, querido muchacho? Ahí tienes a tu amorcito, que
se ha ido a bailar con otro caballero.
Se oyeron
Joram nuevas
lo miró risas.
furioso.
—Me vas a...
—¿... consolar en tu aflicción? Desde luego. Dejadnos solos un momento,
¿queréis? —preguntó Simkin a la multitud que se había congregado a su alrededor, la
cual se dispersó obedientemente en busca de nueva diversión, dedicándole un gran
número de sonrisas a Joram—. ¡Champán, sígueme!
Simkin hizo una señal a varias copas colocadas al borde de la inagotable fuente,
sujetó por un brazo a Joram y lo condujo hasta la pared de cristal, mientras tres copas de
burbujeante champán lo seguían obedientes, balanceándose tras él.
—¿Qué es lo que has hecho? —le exigió Joram, colérico—. Llevo horas buscando
a Gwendolyn
—Queridoy ahora tú... no alces la voz —rogó Simkin, desaparecida como por
camarada,

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ensalmo la expresión de regocijo de su rostro—. Era necesario que hablara contigo en


privado e inmediatamente sobre el catalista.
—¡Pobre Saryon! —se dolió Joram, oscureciéndosele el rostro al tiempo que
fruncía el ceño—. No debiera haberlo abandonado anoche, pero la Theldara me aseguró
que se estaba curando...
—Y
Joramasísees, querido
puso alerta.muchacho —lo interrumpió Simkin.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que Ellos lo han cogido, viejo —sonrió Simkin, pero era una
sonrisa dirigida únicamente a los que los rodeaban. Humedeciéndose los labios con
champán, paseó una nerviosa mirada por el salón—. Y nosotros podríamos ser los
siguientes.
Súbitamente, a Joram se le hizo difícil respirar. El aire de la habitación estaba
demasiado viciado. El corazón le latía con violencia, como si tratara de extraer hasta la
última partícula de oxígeno de sus pulmones. Notaba un zumbido en los oídos y, una
vez más, le resultaba imposible oír nada.
—¡Eh, despacio! Toma un sorbo. La gente nos está observando. Todo ha de ser
diversión y alegría, ¿recuerdas?
Joram vio moverse los labios de Simkin y notó que le ponía una copa en la mano.
Tenía la boca reseca. Se llevó la copa a los labios y las burbujas, al estallar en la lengua,
le refrescaron la garganta.
—¿Estás seguro? —consiguió preguntar, aspirando profundamente y luchando por
recuperar la compostura—. ¿Y si realmente se hubiera puesto enfermo...?
—¡Bah! El catalista estaba perfectamente cuando nos fuimos. Aparte de que
jamás he conocido un Theldara que experimentara la repentina necesidad de examinar a
un paciente en plena noche. Pero ¿y los Duuk-tsarith? —la voz de Simkin se apagó
amenazadora.
—No me traicionará —repuso Joram en voz baja.
—Puede que no tenga otra alternativa —replicó Simkin, encogiéndose de
hombros.
Joram apretó los labios y crispó las manos con fuerza.
—¡No me voy! —exclamó, categórico—. ¡No hasta que haya hablado con la
Druida que lord Samuels prometió que traería! Y además —desarrugó el ceño y alzó el
rostro—, no tendrá ninguna importancia. Pronto me convertiré en un barón. Entonces
todo se arreglará.
—Desde luego. Muy bien, si estás convencido. Pero creí que valía la pena
aclararlo —repuso Simkin en tono despreocupado, hablando con aire satisfecho una vez
más—. Como
catalista. Nadatúmás.
dices,
Les¿qué puede
gustan estesignificar todo esto?
tipo de cosas, segúnUnas pocasEshoras
he oído. comomalas para el
un martirio.
Los vuelve virtuosos. Ah, nuestra belleza rubia regresa... Imagino que para llevarte ante
papá por la expresión que veo en sus ojos, que están, observo, clavados en mí con una
expresión decididamente muy poco amistosa. No digas nada más; desaparezco. Ya me
harás saber cuándo hay que iniciar los festejos, echar la casa por la ventana y todo eso.
Podríamos recurrir al Patriarca Vanya para la ocasión. Recuerda, amigo mío, que has
pasado una tarde agotadora velando a un catalista enfermo. ¡Ta-ta!
Dejando solo a Joram, lo cual éste agradeció profundamente, Simkin se elevó por
los aires y se confundió enseguida entre la multitud.
—¿Te gusta? —La voz de Simkin flotó hasta Joram—. Lo llamo Muerte
Recalentada...
Empezaba a hacer mucho calor en el salón y el ruido era cada vez mayor. Una vez

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terminadas las presentaciones ante el Emperador, la gente que estaba alrededor del trono
empezó a dispersarse, cambiando el enlutado color de sus vestidos por otro más
apropiado para una noche de diversión. Joram se apoyó en la pared de cristal,
contemplando la noche, deseando desesperadamente hallarse fuera en la fresca
oscuridad que parecía tan atractiva en comparación con la deslumbrante luz y el
sofocante calorporque
remordimiento reinaban Elenuso
el catalista. el que
interior.
SimkinSintió
había una
hechomomentánea
de la palabrapunzada de
«martirio»
le había producido un escalofrío. El pensamiento de lo que podría estar padeciendo
Saryon por su culpa lo obligó a cerrar los ojos, mientras un sentimiento de culpabilidad
atravesaba su alma con su delgado filo.
Pero, al cabo de un instante, Joram se sintió capaz de ignorar aquel dolor,
cubriendo la herida con un amargo ungüento como había hecho con tantas otras durante
toda su vida, sin darse cuenta de las horribles cicatrices que dejaban tras ellas. Algún día
le compensaría a Saryon por todo aquello. Cuidaría del catalista durante el resto de su
vida...
—¿Joram?
Allí estaba Gwendolyn, mirándolo con aquellos ojos azules que veían las heridas
y anhelaban curarlas. Tendiendo las manos, tomó las de ella entre las suyas y las
oprimió contra su febril rostro, encontrando un nuevo bálsamo en su frío contacto.
—Joram, ¿qué sucede? —preguntó, alarmada por la sombría y atormentada
expresión de su rostro.
—Nada —contestó él dulcemente—. Nada, ahora que estás a mi lado.
Gwendolyn se ruborizó delicadamente y retiró las manos de entre las de él,
consciente de la presencia de lady Rosamund, revoloteando en algún lugar cercano.
—Joram, mi padre me envió con un mensaje para ti; pero Simkin...
—¡Ya, ya! —repuso Joram con fiereza. Un oscuro rubor le cubría el rostro,
mientras devoraba a Gwen con la mirada—. ¿Qué mensaje?
—Qui... quiere que te reúnas con él en uno de los salones privados —titubeó
Gwendolyn, desconcertada por el cambio experimentado en el joven.
Pero, acto seguido, la emoción que la embargaba le hizo olvidar toda precaución.
—¡Oh, Joram! —exclamó, tomando las manos del joven entre las suyas—. ¡La
Druida está con él! ¡La Theldara que atendió en el parto a tu madre cuando naciste!

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5
El niño de piedra

Joram cruzó por entre la muchedumbre con paso majestuoso. En su mente, se


consideraba ya un barón; la hermosa muchacha que lo acompañaba era ya su esposa.
Pero muy poca gente le prestó atención, excepto quizá para preguntarse por qué él y
aquella delicada jovencita caminaban por el suelo como si fueran catalistas. ¡Pero
aquello iba a cambiar, iba a cambiar muy pronto! Quizá dentro de una hora, también
lord Samuels andaría —sí, andaría— junto a Joram, presentándolo a la gente como el
barón Fitzgerald, anunciándoles a sus amigos que el barón estaba a punto de convertirse
en un miembro permanente de la familia Samuels.
«Entonces
Entonces todos sesedesvivirán
darán cuenta
por de que existo —pensó
complacerme. Joram
Encontraré con macabro
a Saryon regocijo—.
—planeó—, y haré
que ese cura gordinflón que utilizó al catalista para perseguirme se disculpe ante los
dos. A lo mejor incluso intentaré que lo destituyan, y entonces...»
—Joram —dijo Gwendolyn, dirigiéndose a él con cierta timidez. La expresión del
muchacho era muy extraña: regocijada, vehemente, pero mostrando no obstante una
sombría severidad que no podía comprender—. No podemos seguir a pie.
—¿Por qué? ¿Dónde están tu padre y la Druida? —preguntó Joram, dándose
cuenta, súbitamente, de que no sabía dónde se encontraba.
—En el nivel del Agua —contestó Gwen, señalando hacia abajo.
Ambos estaban junto al balcón, contemplando, a través de los nueve niveles, el
dorado bosque que ocupaba el suelo. Era una vista impresionante. Cada nivel relucía
con su propio color, con la excepción del nivel de la Muerte, que no era más que un
vacío grisáceo. Los magos flotaban por todas partes subiendo y bajando, ya que los
festejos se habían extendido a todos los niveles. Echando una ojeada hacia las escaleras,
Joram vio cómo los catalistas seguían subiendo penosamente por ellas, arrastrando los
pies, respirando pesadamente.
Y aquello le facilitó la excusa que necesitaba.
—Empieza a bajar —le dijo a Gwendolyn, soltándola lentamente y de mala gana.
A pesar de haber estado tan absorto en sus pensamientos, no había dejado de ser
perfectamente consciente del calor y la fragancia que se desprendía de ella cada vez que
lo rozaba mientras andaba junto a él—. Dile a tu padre que ahora voy. Iré andando.
Gwendolyn lo miró con tanto asombro al oírle decir aquellas palabras y
contempló a los catalistas que subían y bajaban por la escalera con tal expresión de
lástima que Joram no pudo reprimir una sonrisa. Tomando su mano entre las suyas,
pensó: «Pronto, querida mía, te sentirás orgullosa de recorrer esa escalera junto a tu
esposo». Pero en voz alta dijo:
—Sin duda comprenderás que no podía pedirle al Padre Dunstable que me
otorgara Vida hoy, a pesar de lo importante de la ocasión...
Gwendolyn se ruborizó.
—¡Oh, no! —murmuró, avergonzada. La verdad era que se había olvidado del
pobre catalista por completo. Claro está que Joram podría haber obtenido Vida mediante

otro catalista,
catalistas pero había
que utilizar muchos
a otro, magos además,
un extraño que sentían tanto cariño
les parecía y lealtad
lo mismo por sus
que cometer
adulterio—. Claro que no. Qué tonta he sido al olvidarlo —alzó sus hermosos ojos hacia

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Joram—. Y qué generosidad la tuya al hacer este sacrificio.


Ahora le tocaba el turno a Joram de ruborizarse, al ver tanto amor y admiración
reflejados en aquellos ojos azules y pensando que los había obtenido con una mentira.
«No importa —se dijo al instante—. Pronto conocerá la verdad; pronto todos ellos
conocerán la verdad...»
—Adelante,
Acompañó atuGwendolyn
padre esperahasta
—dijo Joram condelcierta
la abertura brusquedad.
decorativo balcón que los magos
utilizaban para entrar y salir del Salón de la Majestad. Luego la hizo salir con una
reverencia, aunque el corazón le dio un vuelco cuando la vio poner el pie en el vacío, y
tuvo que hacer un gran esfuerzo para permanecer allí de pie inmóvil en lugar de
abalanzarse hacia ella para salvarla de lo que, en su caso, hubiera sido una caída mortal
sobre el dorado bosque situado nueve niveles más abajo. Sin embargo, Gwendolyn se
deslizó hacia abajo, sonriente, con la gracia de un nenúfar flotando en el agua, las capas
superiores de su vestido flotando a su alrededor como si de pétalos se tratara, mientras
que las capas inferiores rodeaban sus piernas, manteniendo su cuerpo pudorosamente
cubierto.
—El nivel del Agua —murmuró Joram.
Dándose la vuelta, corrió hacia las escaleras y las empezó a bajar a toda prisa,
atropellando casi a un jadeante y airado catalista, el mismo catalista, observó al pasar
junto a él, que Simkin se había deleitado en atormentar.
Bajar las escaleras era, desde luego, mucho más fácil que subirlas. Joram bajaba
con tanta rapidez que parecía como si volase por los aires. En un abrir y cerrar de ojos,
se encontró en el nivel dedicado al Agua, intentando recuperar el aliento, perdido no
estaba muy seguro de si a causa de su bajada por las escaleras o de su creciente
excitación.
No se veía a Gwendolyn por ninguna parte, y estaba a punto de marchar en su
busca, impaciente, cuando oyó una voz que lo llamaba:
—Joram, por aquí.
Se volvió a tiempo de ver que ella le hacía una señal desde una puerta abierta que
no había visto entre la ambientación seudoacuática que lo rodeaba. Pasando
rápidamente junto a imágenes de sirenas que nadaban entre bancos de peces de
brillantes colores, Joram llegó hasta la puerta, deseando fervorosamente que la
habitación en la que se iba a celebrar aquella entrevista privada no fuera una oscura
gruta repleta de conchas de ostra.
No lo era. Las ilusiones ópticas quedaban confinadas a la zona cercana a los
balcones. Gwendolyn introdujo a Joram en una habitación que, a excepción de la
extrema opulencia y lujo de su mobiliario, podría haber pertenecido a la residencia de
lord Samuels.
deseasen Se trataba
descansar de una
y evitar el sala
gastodede
estar, diseñada
energía para Varios
mágica. acomodar a loscubiertos
sofás magos que
de
brocados de seda de caprichosos dibujos estaban dispuestos alrededor de la confortable
habitación, así como pequeñas mesitas convenientemente distribuidas.
En uno de aquellos rígidos sofás estaba sentada una diminuta y reseca mujer, que
recordaba extraordinariamente un pequeño pájaro que estuviera posado sobre los
almohadones. Joram se dio cuenta, por el color marrón de sus ropas y su excelente
calidad, de que se trataba de una Druida de gran categoría. Era muy anciana, tan
anciana, pensó Joram, que ya le debía de haber parecido vieja a su madre dieciocho
años antes. A pesar del tiempo primaveral y del bochorno que reinaba en la habitación,
la mujer permanecía junto a un fuego que lord Samuels había encendido en la chimenea.
La túnica marrón
tembloroso, y ella envolvía su frágil
intensificaba cuerpo
aquella como si
impresión se tratara
dando del plumaje
constantes tirones de un pájaro
al terciopelo

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de su vestido con una mano que parecía una zarpa.


De pie a un lado del sofá, manteniendo las manos cruzadas a la espalda, lord
Samuels demostraba la solemnidad de la ocasión. Vestía con colores apagados como los
demás magos en aquel triste aniversario; sus ropas, aunque elegantes, no lo eran tanto
como las que vestían los que estaban por encima de él, detalle que fue debidamente
registrado
saludo queyJoram
aplaudido por éstos.
le devolvió conSaludó a Joram
la misma con La
frialdad. unaDruida
fría inclinación
se quedó de cabeza,a
mirando
Joram con curiosidad con sus ojillos redondos y brillantes.
—Gracias, hija —dijo lord Samuels, dirigiendo la mirada hacia Gwendolyn con
una ternura y un orgullo que ni siquiera la gravedad de la conversación que iba a tener
lugar podía disminuir—. Creo que sería mejor que nos dejaras solos.
—¡Pero, padre! —exclamó Gwendolyn.
Pero al ver que su padre empezaba a fruncir el ceño casi imperceptiblemente,
suspiró resignada. Lanzó una última mirada a Joram, una mirada en la que puso su
corazón y su alma, hizo una pequeña reverencia a la Druida, quien correspondió con un
gorjeo y un profuso aleteo de las manos, y se retiró luego de la habitación, cerrando la
puerta tras de sí.
Lord Samuels lanzó un hechizo sobre la puerta en cuanto hubo salido su hija, para
evitar que nadie los molestase.
—Joram —empezó con voz tranquila, al tiempo que hacía un gesto con la mano—
, permíteme que te presenta a la Theldara Menni. La Theldara fue, durante muchos
años, la Druida que supervisaba las Salas de Alumbramiento de El Manantial. En estos
momentos tiene el honor —añadió con voz cautelosa— de atender a nuestra adorada
Emperatriz, por cuya permanente salud rezamos todos cada día.
Joram observó que lord Samuels evitaba cuidadosamente mirarlo mientras
hablaba; había comprobado que todo aquel que se refería a la Emperatriz lo hacía con
prudencia y sin mirar directamente a su interlocutor.
El mismo Joram se sintió incapaz de mirar a la Druida a los ojos; para evitar
mirarla, incluso inclinó la cabeza. Le repugnaba la idea de que aquella mujer cuidase a
un cadáver. Un hormigueo le recorrió el cuerpo y le pareció oler a muerte y a
putrefacción en aquella sofocante y bochornosa habitación. No obstante, se preguntaba
al mismo tiempo, con una terrible y morbosa fascinación, qué tipo de encantamiento
utilizaban para mantener el cuerpo a salvo de la descomposición. ¿Correrían elixires por
su silencioso corazón en sustitución de la sangre? ¿Palpitarían pociones en sus venas y
se utilizarían hierbas medicinales para evitar que su carne se pudriese? ¿Qué conjuros
mágicos harían que las rígidas manos se moviesen con aquella terrible elegancia? ¿Qué
alquimia haría que brillasen sus ojos apagados?
Era consciente
lo tranquilizaba. «Yodeheque llevaba
dado Vida laa algo
Espada
sinArcana
vida, ysujeta a la espalda,
por haberlo hecho ysesentirla allí
me llama
Hechicero de las Artes Arcanas —se dijo—. Y, sin embargo, ¿hay mayor pecado que
evitar que aquello que pertenece a los dioses, si uno cree en ellos, encuentre su auténtico
destino entre las estrellas, manteniéndolo encadenado en su prisión de carne?»
Se irguió, temiendo no tener la suficiente presencia de ánimo para mirar a aquella
mujer sin demostrar abiertamente la repugnancia que le producía, pero, entonces, se
recordó a sí mismo con severidad que nada de aquello era asunto suyo. ¿Qué le
importaba a él la Emperatriz? Era su vida la que importaba, no la muerte de otra
persona.
Alzando los ojos y echando hacia atrás los negros cabellos que le caían sobre el
rostro, Joramuna
Ésta emitió contempló
especie dea la Druida como
graznido, con ecuanimidad
si conocierae,losincluso, con unadel
pensamientos leve sonrisa.
muchacho

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y disfrutara con ellos. Alargó una mano que parecía una garra disecada y se la tendió a
Joram para que la besara. El muchacho se adelantó e inclinó sobre ella, aunque le fue
imposible —no habría podido aunque le hubiera ido la vida en ello— conseguir que sus
labios tocaran aquella piel marchita.
Lord Samuels le indicó a Joram que se sentara. Aunque hubiera preferido
continuar
—Aún de pie,
no heel muchacho obedeció
abordado el asunto muy
con laa su pesar. Menni, Joram; he considerado
Theldara
como una cuestión de honor que tú estuvieras presente cuando se tocara por primera vez
un tema tan delicado.
—Os lo agradezco, señor —dijo Joram, y realmente lo agradecía.
Lord Samuels inclinó la cabeza ligeramente y continuó:
—La Theldara ha tenido la bondad de reunirse con nosotros como un favor a mi
amigo el Padre Richar. Te toca a ti ahora, muchacho, explicarle la situación.
La Theldara contempló a Joram impaciente, mientras apretaba los delgados
labios, que parecían el pico de un ave.
Aquello era inesperado. Sin saber por qué, Joram no había esperado tener que
explicar él mismo la situación, aunque le estaba agradecido a lord Samuels por no
inclinar la balanza de su caso hacia un lado u otro discutiéndolo sin estar él presente.
Deseó que Saryon estuviese allí. El catalista sabía reducir las cosas a un lenguaje
sencillo que era fácil de comprender. Joram no estaba muy seguro de por dónde debía
empezar; se sentía además terriblemente asustado al darse cuenta de lo mucho que
estaba en juego.
—Me llamo Joram —manifestó sin convicción, intentando pensar, intentando
reunir todas las piezas de aquel rompecabezas—. Mi madre se llamaba Anja. ¿Os dice
algo ese nombre?
La Druida picoteó la palabra como si se tratase de una migaja de pan, balanceando
su pequeña cabeza, pero aparte de eso siguió en silencio.
No sabiendo si considerarlo como una respuesta afirmativa o negativa, Joram
siguió hablando atropelladamente:
—Me crié en un pueblo de Magos Campesinos y... pasé allí toda mi vida. Pero...
mi madre siempre me había dicho que yo tenía —sintió que el rostro le ardía— sangre
noble y que mi familia provenía de Merilon. Ella..., mi madre..., me dijo que mi padre
era un... un catalista. Habían cometido un acto criminal porque habían mantenido
relaciones carnales, y de esta forma me concibieron. Los cogieron —Joram no pudo
evitar que su voz se tiñese de amargura—, y a mi padre lo condenaron a la
Transformación. Ahora monta guardia en la Frontera...
Calló, recordando la estatua de piedra, sintiendo el calor de la lágrima que había
caído sobre
pronto; luego,susacudiendo
cuerpo. «¿Querría
la cabeza él que yocontinuó:
enojado, estuviese aquí?», se preguntó Joram de
—Mi madre me dio a luz en El Manantial, según me dijo. Luego, llevándome con
ella, huyó. No sé por qué se fue. Quizá tenía miedo. O quizás estaba ya un poco loca...
Le resultó muy difícil pronunciar aquella palabra y se atragantó al hacerlo. No
había creído que aquello resultaría tan doloroso. Le era imposible mirar a lord Samuels
o incluso a la Theldara. No podía hacer más que permanecer sentado mirando ceñudo
sus manos, que se abrían y cerraban espasmódicamente ante sus ojos.
—Me contaba que algún día regresaríamos a Merilon y reclamaríamos lo que era
nuestro por derecho, pero —respiró hondamente al llegar aquí— murió antes de ver ese
día. Por un motivo u otro, tuve que huir del pueblo donde me había criado y desde
entonces
Merilon yhereclamar
estado viviendo en el País del Destierro. Pero encontré la forma de venir a
mi herencia.

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—El problema, Theldara Menni —intervino lord Samuels, dándose cuenta de que
Joram había contado aparentemente todo lo que sabía—, es que no existe constancia
escrita del nacimiento de este joven. Eso no es demasiado insólito, según tengo
entendido. —Hizo un gesto de desaprobación con las manos—. El número de indigentes
y... llamémoslas... mujeres caídas que acuden a El Manantial para dar a luz a sus hijos
es muy grande
extraviado y, en medio
documentos. de tal
O, lo más confusión,
probable ha habido
en el caso casosla madre
de Joram, en los abandonó
que se han
El
Manantial en secreto y, temiendo que la persiguiesen, es posible que destruyera las actas
o se las llevara con ella. Lo que nosotros esperamos es que podáis identificarlo como...
—Había una Luna de Parto, además, aquella noche —graznó la Theldara de
repente con voz aguda.
—¿Cómo? —Lord Samuels la miró con asombro.
Joram, conteniendo el aliento, levantó la cabeza.
—Una Luna de Parto —repitió, irritada, la anciana—. Había luna llena. Cuando la
vimos brillar en el cielo supimos que nuestra sección de maternidad también estaría
llena aquella noche, y no nos equivocamos.
—Entonces, ¿os acordáis? —preguntó Joram en voz baja, inclinándose hacia
adelante en su asiento, tembloroso.
—¿Recordarlo? —La Druida lanzó una estridente carcajada, luego tosió y se pasó
la mano garra por la picuda boca—. Recuerdo a Anja. Yo estuve presente en la
Transformación —dijo con cierto orgullo—. Fui para ocuparme de ella. Se encontraba
muy mal y yo sabía que hacerle contemplar aquello significaría la muerte del bebé,
cuando no la de la misma madre. Pero era lo que ellos habían decretado. Era lo que
decía la ley.
La anciana se envolvió en sus ropas, esponjándolas a su alrededor.
—¡Seguid!
Joram sintió el deseo de tomarla entre sus brazos con fuerza de tan adorable como
le parecía en aquellos momentos.
La Druida clavó la mirada en el fuego gorjeando y cloqueando para sí,
golpeándose el pico con la garra hasta que, alzando la cabeza con un movimiento
brusco, se quedó mirando a Joram fijamente.
—Yo tenía razón —continuó con una voz aguda que resonó por toda la
habitación—. Yo tenía razón.
—¿Razón? ¿Qué queréis decir?
—¡Nació muerto, desde luego! —cloqueó la Druida—. El bebé nació muerto.
Resultó muy extraño, además. —Los ojos de la anciana centellearon extrañamente; su
aguda voz se apagó hasta convertirse en un susurro de complacido horror—. ¡El bebé se
había
su convertido
padre! Jamás en piedra
había vistoennada
el interior de su
parecido madre! ¡Convertido
—añadió, torciendo la en piedra,
cabeza igualarriba
hacia que
para mirar a lord Samuels y comprobar la reacción que provocaba en él—. ¡Nunca había
visto nada parecido! Fue como un castigo divino.
Joram parecía petrificado. Era como si se hubiera convertido en el bebé o en el
padre.
—No comprendo...
Se le quebró la voz. Lord Samuels, algo más allá, hizo un gesto, pero Joram no
levantó los ojos, manteniéndolos fijos en el rostro de la Theldara. Había dejado de
temblar; nada se movía en su interior, ni siquiera su corazón.
La Theldara hizo un gesto con aquellas manos que parecían garras como si tirara
de algo.
—La mayoría de ellos salen tan fláccidos como un gato, pobrecillos, cuando

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nacen muertos. Pero no éste, no el hijo de Anja. —La Druida parecía arañar cada
palabra con la mano—. Los ojos abiertos de par en par mirando al vacío. El cuerpo frío
y duro como una piedra. Habían sido castigados los dos, dije yo.
—¡Eso no puede ser verdad! —exclamó Joram con una voz que no era la suya.
La Druida estiró la cabeza, entrecerrando sus negros ojillos y sacudiendo
amenazadora
—¡No sé unadedequé
susmadre
garras eres
ante hijo,
él. jovencito, pero de Anja no! Desde luego que
estaba loca. De eso no había duda. —La pajaril cabeza se balanceó en el aire—. Y me
doy cuenta ahora de que hizo lo que siempre sospechamos: robar alguna pobre criatura
de la habitación donde estaban los bebés que nadie quería y fingir que era su hijo. Eso
es lo que los Duuk-tsarith nos dijeron cuando nos interrogaron, y ahora me doy cuenta
de que era verdad.
Joram no podía replicarle. Las palabras de la mujer llegaban hasta él como en
sueños. No podía hablar, ni reaccionar. Como proviniendo del mismo sueño, oyó la voz
de lord Samuels que preguntaba con severidad:
—¿Los Duuk-tsarith? Entonces, ¿esto fue investigado?
—¿Investigado? —La vieja lanzó una especie de cacareo—. ¡Claro que sí! Los
necesitamos a ellos para poder arrebatarle a Anja de los brazos al niño muerto. Lo había
envuelto en un manto blanco e intentaba darle el pecho y calentarle los pies. Cuando
intentamos acercarnos empezó a chillar. Sus dedos se convirtieron en inmensas garras y
sus dientes en afilados colmillos. Era una Albanara —añadió la Druida con un
estremecimiento—. Vinieron, se llevaron al bebé y le lanzaron un hechizo para que se
durmiera. La dejamos descansando, y fue aquella noche cuando escapó.
—Pero, en ese caso, ¿por qué no hay constancia de todo esto? —inquirió lord
Samuels, con rostro grave.
Joram miró a la Druida con atención, pero los ojos de ésta estaban tan muertos
como los del niño de piedra.
—¡Ah, claro que existían actas! —cloqueó la mujer, indignada—. Todo quedaba
anotado. —La mano garra se crispó convirtiéndose en un puño del tamaño de una
cucharilla—. Manteníamos un registro muy completo cuando yo estaba allí. Muy bueno
realmente. Los Duuk-tsarith se llevaron las actas a la mañana siguiente, cuando
descubrimos que Anja había desaparecido. Pedidles a ellos vuestro precioso expediente;
aunque no te servirán de mucho a ti, mi pobre muchacho —añadió, mirando a Joram
con compasión, con la cabeza ladeada.
—¿Y estáis totalmente segura de que este joven —lord Samuels señaló a Joram
con la cabeza, mirándolo con tristeza y preocupación más que con enojo— fue robado
de la sala de maternidad?
—¿Segura?
tan desdentada Sí, el
como estuvimos seguros
pico de un ave—.deLos
ello.Duuk-tsarith
—Sonrió abiertamente; tenía
dijeron que eso eralaloboca
que
había sucedido, y eso nos hizo estar seguros. Totalmente seguros, señor mío.
—Pero ¿los contasteis bien? ¿Faltaba alguna de aquellas criaturas?
—Los Duuk-tsarith dijeron que así era —repitió la mujer, frunciendo el
entrecejo—. Los Duuk-tsarith dijeron que así era.
—Pero, ¿lo comprobasteis vos misma? —volvió a preguntar lord Samuels.
—Pobre muchacho —fue todo lo que dijo la Theldara. Mirando a Joram, sus
diminutos ojillos centellearon—. Pobre muchacho.
—¡Callaos! —Joram se puso en pie tambaleante. Su rostro se había oscurecido, en
la boca le brillaba un hilillo de sangre donde se había mordido los labios—. Callaos —
gruñó de nuevo,
lord Samuels mirando aainterponerse
se apresuró la Theldara entre
con tal furor que ésta se derrumbó en el sofá y
ambos.

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—Joram, por favor —empezó a decir—, ¡cálmate! ¡Recapacita! Hay muchas


cosas en este asunto que no tienen sentido... Pero Joram no lo veía ni lo oía. Sentía unas
terribles punzadas en la cabeza, como si ésta fuera a estallarle. Tambaleante, sin apenas
ver, se agarró la cabeza con ambas manos y se estiró los cabellos, frenético.
Viendo que los cabellos arrancados goteaban sangre, y dándose cuenta también de
la expresión
Joram enloquecida
sujetándolo de losmanos.
con ambas ojos del muchacho,
Joram lanzó unlord Samuelsalarido
penetrante intentóytranquilizar
lo apartó dea
un violento empujón, que estuvo a punto de hacerlo caer al suelo.
—¡Compasión! —jadeó Joram. Apenas si podía respirar—. ¡Sí, compadecedme!
¡Estoy... —luchó por recuperar el aliento—, soy un don nadie! —Volvió a echarse las
manos a la cabeza, arrancándose más cabellos—. ¡Mentiras! ¡Todo son mentiras!
Muerto..., muerte...
Dándose la vuelta, se dirigió hacia la puerta dando traspiés, buscándola a tientas
desesperadamente.
—No se abrirá, muchacho. He reforzado el hechizo. ¡Debes quedarte y
escucharme! ¡No todo está perdido! ¿Por qué se interesaron los Duuk-tsarith en ese
asunto? Examinémoslo más a fondo...
Lord Samuels dio un paso hacia él quizá con la intención de lanzar un hechizo
sobre Joram.
Pero el muchacho lo ignoró. Cuando hubo llegado junto a la puerta, intentó
abrirla. Sin embargo, tal y como le había dicho lord Samuels, el hechizo que había
puesto sobre la puerta se lo impidió. Ni siquiera consiguió atravesar con las manos la
invisible e impenetrable barrera, por lo que la golpeó con los puños presa de impotente
furia. Sin darse cuenta de lo que hacía, consciente únicamente de que debía salir de
aquella habitación en la que se asfixiaba lentamente, Joram sacó la Espada Arcana de la
funda que llevaba sujeta a la espalda y atacó con ella la puerta.
La espada notó que se la necesitaba; el calor que desprendía el cuerpo vivo de su
amo empezó a circular por su cuerpo de metal y comenzó a absorber magia. El
encantamiento que sellaba la puerta se hizo añicos lo mismo que la madera cuando la
espada se estrelló contra ella. La Theldara empezó a chillar, lanzando un gemido agudo
y estridente, mientras lord Samuels lo miraba asustado y sorprendido, incapaz de
moverse hasta que empezó a sentir que las fuerzas le abandonaban, que la Vida se
escapaba de su cuerpo. La Espada Arcana no seleccionaba la magia, su forjador no
conocía aún totalmente todo su potencial ni cómo utilizarlo, de modo que la espada
absorbía la magia de todos y de todo aquello que estuviera a su alrededor, aumentando
así su propio poder. El metal empezó a brillar con una extraña luz de color blanco
azulado que iluminó la habitación mientras la espada obligaba al fuego a extinguirse y
hacíavez
cada quecon
las menor
mágicasintensidad
esferas dehasta
luz que había sobreporla completo.
desvanecerse repisa de la chimenea iluminaran
Lord Samuels no podía moverse. Sentía que su cuerpo era terriblemente pesado y
ajeno a él, como si de repente se hubiera introducido en el esqueleto de otro hombre y
no tuviera ni idea de cómo hacer que todo aquello funcionase. Lo miraba con los ojos
desorbitados como si estuviera viviendo una pesadilla, incapaz de comprender lo que
estaba sucediendo, incapaz de reaccionar.
La puerta cayó hecha pedazos a los pies de Joram. Al otro lado, reflejándose en el
resplandor blanco azulado de la reluciente espada, se hallaba Gwendolyn.
Había estado escuchando con el oído pegado a la puerta, su corazón danzando al
compás de dulces y alegres fantasías, preparada para fingir sorpresa cuando Joram se
precipitara al exterior
aquellas alegres parasecomunicarle
fantasías la buena
habían convertido en noticia. Sin embargo,
alados demonios; una a convertida
su danza una todas

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en una danza macabra. Bebés de piedra; la loca y desdichada madre amamantando aquel
cuerpo rígido y helado; los siniestros espectros de los Duuk-tsarith; Anja huyendo en la
noche con una criatura robada...
Gwendolyn había retrocedido y se había apartado de aquella puerta cerrada y
mágicamente sellada, cubriéndose la boca con una mano para no delatarse con un grito.
El
su horror
cauce. de lo que había
Habiendo oído
llevado inundóuna
siempre su alma
vida como las sucias
protegida aguas de la
y resguardada, unniña
río salido de
que aún
había en ella comprendía sólo a medias, puesto que temas como el dar a luz no se
discutían nunca en su presencia. Pero la mujer que había en su interior sí reaccionó.
Instintos engendrados cientos de años atrás le hicieron compartir el dolor y la agonía;
sentir la soledad, el dolor, la pena; y comprender incluso que la locura, como una
diminuta estrella brillando en la vasta oscuridad del firmamento nocturno, traía con ella
algo de consuelo.
Gwendolyn había oído el grito angustiado de Joram, había oído su furia, su cólera,
y la muchacha deseó escapar de allí. Pero la mujer se quedó. Y fue a la mujer a quien
Joram se encontró cuando atravesó la puerta. La miró ceñudo, espada en mano.
Brillando con fiereza, su resplandor se reflejaba en los azules ojos que lo contemplaban
desde el rostro ceniciento.
Comprendió que lo había oído todo y de repente lo invadió una enorme y
arrolladora sensación de alivio. Podía ver el horror en sus ojos; enseguida aparecería la
compasión y luego la repugnancia. No lo eludiría. De hecho, lo aceleraría. Le resultaría
muchísimo más fácil irse odiándola. Podría hundirse en la oscuridad agradecido,
sabiendo que ya nunca volvería a emerger de ella.
—Bien, señora —hablaba en voz baja, pero sus palabras tenían la misma
intensidad que el brillo de su espada—, ya lo sabéis. Ya sabéis que no soy nadie, nadie.
—Con expresión torva, Joram alzó la Espada Arcana, contemplando cómo su
resplandor blanco azulado ardía en los desorbitados ojos de la mujer que se encontraba
en el vestíbulo—. Una vez dijiste que fuera lo que yo fuese a ti no te importaría,
Gwendolyn. Que seguirías queriéndome y vendrías conmigo. —Lentamente, pasando la
Espada Arcana a su mano izquierda, Joram le tendió la derecha—. Ven conmigo, pues
—le dijo con una mueca de desprecio—. ¿O es que tus palabras no eran más que
mentiras como las de los demás?
¿Qué podía hacer Gwendolyn? Se dirigía a ella con arrogancia, provocándola para
que rehusara. Sin embargo, la muchacha vio más allá: vio el dolor y la angustia que
había en sus ojos. Supo que si lo rechazaba, si le daba la espalda, se internaría en el
árido desierto de su desesperación para hundirse bajo la arena. La necesitaba. Al igual
que su espada se bebía la magia de todo lo que la rodeaba, también su sed de amor se
bebía —No,
todo lono
queeraella
unatenía que ofrecerle.
mentira —contestó con voz firme y reposada.
Alargó la mano, tomando la de él. Joram la miró asombrado, luchando consigo
mismo. Por un momento, pareció como si fuera a rechazarla violentamente, pero ella le
sujetó la mano con fuerza, mirándolo con expresión decidida y enamorada.
Joram dejó caer el brazo que sostenía la espada y, con la mano de Gwen en la
suya, hundió la cabeza sobre el pecho y empezó a llorar, con unos sollozos amargos y
angustiados que sacudían su cuerpo de tal manera que parecía como si fueran a partirlo
en dos. Gwen lo rodeó dulcemente con sus brazos y lo apretó contra ella, consolándolo
como lo hubiera hecho con un niño.
—Vamos, debemos irnos —murmuró—. Este lugar es peligroso para ti ahora.
Joramestaba,
de dónde se aferró
ni lea ella. Perdido su
preocupaba y errante
propia en su oscuridad
seguridad. interior,
Habría caídonoal tenía
suelonisiidea
no

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hubiera sido porque los brazos de ella lo sujetaban.


—¡Vamos! —le susurró apremiante.
Asintió torpemente y la siguió con pasos tambaleantes.
—¡Gwendolyn! ¡No! ¡Hija mía! —le gritó lord Samuels, suplicante.
Intentó moverse desesperadamente, pero la Espada Arcana lo había dejado sin
Vida y no pudo hacer otra cosa que quedarse allí, impotente, contemplando cómo se
alejaban.
Sin volver la cabeza ni una sola vez para mirar a su padre, Gwendolyn se llevó de
allí al hombre al que amaba.

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6
Un brindis por la locura

No sabiendo qué hacer ni adónde ir, Gwen condujo a Joram al nivel del Fuego. Se
escondieron en un oscuro hueco que las llameantes imágenes que los rodeaban hacían
parecer aún más oscuro y sombrío. Se sobresaltaban cada vez que oían un ruido, y
apenas se atrevían a respirar.
—Debemos huir antes de que los Duuk-tsarith empiecen a buscarnos, si es que no
han empezado aún —le susurró Gwen—. ¿Cuánto tiempo permanecerá mi padre bajo el
poder del hechizo?
Joram había recuperado, en parte, el dominio sobre sí mismo. Pero se aferraba a
Gwen de
brazo, la misma contra
apretándola forma en
él, que un moribundo
su oscura se aferra en
cabeza apoyada a lalavida. La cabeza
dorada rodeabadeconella,
un
enjugándose las lágrimas en sus suaves cabellos.
—No lo sé —admitió Joram con un dejo de amargura, contemplando la Espada
Arcana que sostenía en la mano izquierda—. Pero no demasiado, me parece. La verdad
es que aún no sé cómo funciona esta espada.
Gwen miró la fea y deforme arma y se estremeció. Joram la estrechó aún más
contra él, en actitud protectora, no queriendo admitir que era de él mismo de quien
quería protegerla.
Ella no comprendió, pero de todos modos asintió con la cabeza. Estaba asustada y
confusa, casi lamentando su decisión, sintiendo el corazón desgarrado por el dolor que
le producía saber que aquello significaría un golpe devastador para su familia. Pero la
confusión de Gwendolyn aumentaba por la indefinible sensación de angustioso placer
que sentía al estar entre los brazos de Joram. Deseaba permanecer apretada contra su
palpitante corazón. En realidad, quería apretarse aún más contra él de una forma u otra,
para sentirse invadida por el dolor y el placer. Pero el mero hecho de pensar en ello la
hacía encogerse con un temor que le helaba la boca del estómago. Y, abarcándolo todo,
estaba el temor, más real y acuciante, a ser capturados.
—Si podemos salir de Palacio, ¿adónde iremos? —preguntó Gwen.
—A la Arboleda de Merlyn —respondió Joram de inmediato, viéndolo todo de
repente con claridad—. Mosiah nos está esperando allí. Cruzaremos la Puerta sin ser
vistos... —Se detuvo frunciendo el entrecejo—. Simkin. ¡Necesitamos a Simkin! Él
puede hacernos salir. Luego, una vez estemos fuera de esta maldita ciudad, nos
dirigiremos a Sharakan.
—¡Sharakan! —exclamó Gwen, mirándolo a los ojos, asustada.
Joram le sonrió brevemente, tranquilizador.
—Conozco al príncipe de Sharakan —explicó—. Es amigo mío. —Se quedó
silencioso, mirando a lo lejos. A lo mejor Garald no era su amigo, ahora que era un don
nadie. No. Sacudió la cabeza negativamente. Después de todo, tenía la Espada Arcana.
Conocía la piedra-oscura y cómo forjarla, y eso lo convertía en alguien importante. Su
expresión se volvió más fiera y severa—. Y forjaré piedra-oscura —murmuró—.
Levantaremos un ejército. Regresaré a Merilon —siguió en voz baja, cerrando la mano

con fuerzaenalrededor
convertirá alguien! de la espada— ¡y tomaré todo lo que desee! ¡Eso también me
Notó que Gwendolyn se estremecía en sus brazos y bajó la mirada hasta sus ojos

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azules.
—No te asustes —murmuró, relajado—. Todo irá bien. Ya lo verás. Te amo.
Jamás haría nada que pudiera herirte. —Se inclinó y la besó suavemente en la frente—.
Nos casaremos en Sharakan —añadió, notando que empezaba a dejar de temblar—. A
lo mejor el mismo príncipe acudirá a nuestra boda...
—¡Cielos!¡La
los rodeaba—. —exclamó una voz
Muerte Negra os que
está surgía del por
buscando llameante infiernoregistrando
todas partes, imaginariotodas
que
las grietas, husmeando en todos los rincones...! ¡Y yo os encuentro aquí haciéndoos
carantoñas!
Joram se giró rápidamente, al mismo tiempo que alzaba la espada.
—¡Simkin! —jadeó, cuando consiguió recuperar el aliento—. ¡No te aproximes
por la espalda tan sigilosamente!
Bajó la espada y se secó el sudor del rostro con el dorso de la mano que la
empuñaba. Gwen surgió silenciosamente de detrás de Joram, medio asfixiada por haber
estado oculta entre él y la pared.
—Mis queridos tortolitos —dijo Simkin con mucha tranquilidad—, puedo
aseguraros que algo mucho más desagradable y feo que yo es probable que se os
acerque sigilosamente por la espalda en cualquier momento. Se ha dado la alarma.
Joram escuchó con atención.
—No oigo nada.
—Ni lo oirás, viejo. —Simkin se acarició la barba con una mano—. Esto es el
Palacio, ¿recuerdas? No estaría bien molestar a Su Majestad o sobresaltar a la
Emperatriz en su delicado estado de salud. Pero puedes estar seguro de que en este
mismo momento hay ojos que escudriñan, oídos que se aguzan y narices que husmean.
Los Corredores están en plena ebullición.
—No hay nada que hacer —murmuró Gwen, apoyándose en Joram mientras las
lágrimas le resbalaban por las mejillas.
—No, no. Todo lo contrario —observó Simkin—. Vuestro bufón está aquí para
rescataros de este desatino. Vaya, suena muy bien; debo recordar esta frase. —Echó la
cabeza hacia atrás con uno de sus habituales gestos de afectación y se quedó mirando a
Gwendolyn con expresión desdeñosa—. Serás un Mosiah de lo más encantador,
querida. Uno de mis mejores Mosiahs. —Sacudió en el aire el pañuelo naranja que
había aparecido de repente en su mano, lo colocó con solemnidad sobre el rostro de
Gwen antes de que ésta pudiera protestar, pronunció unas pocas palabras y después
exclamó, retirando el pañuelo—: ¡Abracadabra!
Era Mosiah quien, secándose las lágrimas, se apoyaba ahora en Joram. Éste lanzó
un grito de consternación y le dirigió una mirada furiosa a Simkin.
—¡Encantador!
de malicia —exclamó
en los ojos—. Simkin,
Es la última modamirándolo complacido
en estos tiempos, y mostrando un brillo
¿sabes?
Joram se sonrojó y se apresuró a retirar el brazo de los hombros de quien ahora
era un joven apuesto y viril. Pero el joven apuesto y viril era en realidad una
atemorizada jovencita. Al principio, había sido Gwen quien se había mostrado fuerte,
guiando al desesperado Joram fuera de la habitación en la que se encontraba su padre,
lord Samuels, convertido en una impotente estatua de carne y hueso. Ella había sido la
que había encontrado aquel escondite, ella quien había apoyado la cabeza de Joram
sobre su pecho, consolándolo y acunándolo hasta que él hubo logrado vencer aquella
oscuridad que siempre estaba presente en su interior, dispuesta a esclavizarlo a la más
mínima oportunidad.

de losPero ahora sus fuerzas empezaban a decaer. Se sentía acobardada por la imagen
Duuk-tsarith, aquellas figuras de pesadilla que con sus manos gélidas e invisibles

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atrapaban a sus víctimas, arrastrándolas a lugares desconocidos. Por si esto fuera poco,
ahora se encontraba en el interior de un cuerpo extraño. Repentinamente, quien en
apariencia era un varonil muchacho rompió a llorar con desesperación, moviendo los
hombros convulsivamente, el rostro sepultado entre las manos.
—¡Maldita sea, Simkin! —masculló Joram.
Luego
teniendo rodeó sensación
la extraña con violencia
de quelosestaba
anchos hombrosa de
consolando Mosiah con ambos brazos,
su amigo.
—Vaya, esto no resultará —dijo Simkin, severo, mirando a Mosiah con
ferocidad—. ¡Tranquilízate, muchacho! —ordenó, palmeándole la espalda con fuerza.
—¡Simkin...! —empezó a decir Joram, airado, pero se interrumpió.
—Tiene razón —asintió Mosiah, tragando saliva y apartándose de Joram. Pareció
incluso que la risa bailaba en sus ojos azules, brillando a través de las lágrimas—. Estoy
bien. De verdad que sí.
—¡Buen chico! —aprobó Simkin—. Ahora, mi Sombrío y Melancólico Amigo,
debemos hacer lo mismo contigo... Uno, dos... No puedo. —El pañuelo revoloteó en el
aire momentáneamente desconcertado—. Es esa condenada espada, ¿sabes? Apártala.
A regañadientes, frunciendo el ceño, Joram introdujo la espada en la funda que
llevaba a la espalda y la cubrió luego con sus ropas.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó, ceñudo—. No puedes convertirme en Mosiah,
mientras lleve la espada conmigo. Y no pienso quitármela —añadió al ver que a Simkin
se le iluminaban los ojos.
—Oh, bueno —Simkin se quedó cabizbajo por un momento; luego se encogió de
hombros—. Haremos lo que se pueda entonces, amigo mío. Tendrá que bastar con un
cambio de vestuario. No, no empieces a protestar.
El pañuelo de color naranja se agitó en el aire y Joram apareció vestido al instante
con un traje de portador de féretros idéntico al de Simkin: blanco y con capucha blanca
incluida.
—Mantén la capucha sobre el rostro —recomendó Simkin con voz decidida y
haciendo él otro tanto—. Y tranquilizaos los dos. Estáis asistiendo a una fiesta en el
Palacio Real de Merilon. Se supone que debéis parecer muertos de aburrimiento, no
muertos de miedo. Sí, eso está mejor —comentó, estudiándolos críticamente mientras
Mosiah se pasaba el pañuelo de seda naranja por el rostro, haciendo desaparecer todo
rastro de lágrimas, y Joram relajaba las manos.
—Si todo va bien —continuó con tranquilidad—, sólo habrá un momento
realmente difícil..., cuando atravesemos la puerta principal...
—¡La puerta principal! —Joram frunció el ceño—. Pero seguro que hay salidas
posteriores...

bufón?—Mi
Todospobre e ingenuo
esperarán amigo —suspiró
que intentes escabullirteSimkin—. ¿Qué
por la parte es lo¿no
trasera, queteharías sin tu
das cuenta?
Alrededor de todas las salidas posteriores brotarán Duuk-tsarith como hongos después
de la lluvia. Por otra parte, es probable que no haya más que un par de docenas en la
puerta principal. ¡Y no vamos a escabullirnos sigilosamente! ¡Saldremos
tambaleándonos con orgullo! Tres borrachos, que van a correrse una juerga nocturna en
la ciudad.
Al ver el pálido rostro de Mosiah, Simkin añadió alegremente:
—No te preocupes. ¡Lo conseguiremos! No sospecharán nada. Después de todo,
están buscando a una jovencita encantadora y a un muchacho de aspecto melancólico,
no a dos porteadores de féretros y a un campesino.
Mosiah
gustaba consiguió
aquello, esbozarhacer
pero no podía unanada
débilpara
sonrisa; Joram
evitarlo. sacudió
No se la cabeza.
le ocurría No le
otra solución.

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Pensar le costaba un gran esfuerzo y también tenía que esforzarse para caminar. A pesar
de todo el empeño que ponía para evitarlo, la situación se le estaba escapando de las
manos. Pero de pronto dejó de importarle.
—Oye —siguió Simkin tras una pausa, echándole una mirada a Joram—, supongo
que todo esto significa que lo de la baronía no ha salido bien, ¿no?
—Sí —respondió
descubrimiento sucintamente
había dado paso a otroJoram.
más El agudo
sordo dolor queque
y punzante le había producido su
lo acompañaría el
resto de su vida—. El hijo de Anja murió al nacer —dijo con voz inexpresiva—. Se
llevó a un niño de la sala donde estaban todos aquellos infelices a quien nadie quería.
—¡Ah! —dijo Simkin alegremente—. ¿Así que no tienes nombre? Bien, ¿estamos
todos preparados? —Pasó revista a sus tropas—. ¿Listos? ¡Ah, casi lo olvido!
¡Champán! —ordenó.
Le respondió un melodioso tintineo de cristal y todo un batallón de copas llenas
de burbujeante líquido llegaron flotando por el aire alineándose detrás de su cabecilla.
—Una para cada uno —dijo Simkin, introduciendo una copa rebosante en la
fláccida mano de Mosiah y otra en la de Joram—. Recordad, ¡jarana, alegría, nos lo
estamos pasando en grande!
Se llevó la copa a los labios y la vació de un trago.
—¡Bebed, bebed! —ordenó—. ¡Ahora! ¡Adelante! ¡Marchad!
Lanzó el pañuelo de seda naranja al aire, haciéndolo ondear ante ellos como si
fuera un estandarte. Luego, tomando a Mosiah por un brazo, le indicó a Joram que
hiciera lo mismo con el otro.
—¡Un brindis por la locura! —anunció Simkin, y juntos avanzaron tambaleantes
por entre las llameantes imágenes, mientras las copas de champán tintineaban
alegremente detrás de ellos.

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7
Lo último en cuestión de modas

Mosiah —el auténtico Mosiah— se agazapaba entre las sombras de los árboles de
la Arboleda de Merlyn, escudriñando nerviosamente la oscuridad que lo rodeaba. Estaba
solo en la Arboleda, lo sabía: se lo había estado repitiendo para darse ánimos cada cinco
minutos como mínimo desde que había oscurecido. Desgraciadamente, no le había
servido de mucho. No se sentía tranquilo ni mucho menos. Simkin había tenido razón al
decir que nadie se acercaba allí después de anochecer. Mosiah comprendía ahora el
porqué: la Arboleda tomaba un aspecto totalmente diferente durante la noche.
Regresaba a sí misma.

poseía,Con la salida del


y abriendo los sol, la Arboleda
brazos se ponía
de par en todaslalasbienvenida
par, daba flores, guirnaldas y joyas que
a sus admiradores,
agasajándolos generosamente. Los dejaba que arrancaran sus delicadas flores y las
arrojaran descuidadamente al suelo, donde se marchitaban y morían bajo sus pies.
Observaba con una sonrisa cómo lanzaban basura a sus estanques cristalinos y
pisoteaban la hierba, escuchando sus vacías palabras de alabanza y el torrente de
expresiones de éxtasis que brotaba de sus labios como ráfagas de polvo. Pero por la
noche —cobrados sus honorarios—, la Arboleda tendía un manto de oscuridad sobre su
cabeza, se enrollaba alrededor de su tumba y permanecía despierta, curándose sus
heridas.
Mosiah era un Mago Campesino, tan sensible a los pensamientos y sentimientos
de las plantas como un Druida, quizás incluso más sensible aún que algunos Druidas,
cuyas vidas jamás habían dependido de las cosechas que recogían. Mosiah podía oír la
cólera susurrando a su alrededor, la cólera y el dolor.
La cólera emanaba de los seres vivos que habitaban en la Arboleda. El dolor, eso
le parecía al menos a Mosiah, provenía de los seres muertos. Por esta razón, el
muchacho encontró la tumba de Merlyn extrañamente reconfortante y permaneció cerca
de ella, posando su mano sobre el mármol, que resultaba tibio incluso bajo el frescor de
la noche. Desde aquel punto estratégico, observaba y escuchaba receloso y se repetía
una y otra vez que estaba solo.
Pero el desasosiego de Mosiah iba en aumento. Los ruidos normales de un bosque
—incluso los de un bosque domesticado como aquél— le producían un hormigueo en el
cuerpo y le helaban el sudor en el aire nocturno. Árboles que crujían, hojas que
susurraban, ramas que rozaban unas con otras; todo tenía un sonido siniestro, una
intención maligna. Era un intruso que había perturbado el irregular reposo de la
Arboleda, y no se lo quería allí. Así que empezó a pasear arriba y abajo, observando el
bosque con recelo y preguntándose malhumorado cuánto tiempo tardaba uno en
convertirse en barón.
Para mantener la mente ocupada e intentar olvidar sus temores, Mosiah empezó a
imaginar a Joram viviendo en la abundancia, dueño de una finca con su hermosa esposa
a su lado y un pelotón de criados dispuestos a atender su más mínimo deseo. La idea
hizo sonreír a Mosiah; pero fue una sonrisa que se desvaneció en un suspiro.

Erahaciéndolo
seguiría vivir una para
mentira. Todadebía
siempre; su vida, Joram
seguir había vivido
haciéndolo, una mentira,
en realidad. Aunquey Joram
ahora
hablase con elocuencia de que la riqueza lo liberaría por fin, Mosiah tenía el suficiente

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sentido común para saber que aquélla añadiría sus propias cadenas a las que ya
rodeaban a Joram. Que las cadenas fueran de oro en lugar de hierro importaría muy
poco. Mosiah sabía que Joram jamás admitiría que estaba Muerto y tampoco
reconocería jamás haber asesinado al capataz. (Al contrario que Saryon, Mosiah no
consideraba la muerte de Blachloch como un asesinato y nunca lo haría.)

mano Yporademás, ¿qué mármol


el modelado pasaría con
de lalos niños?
tumba, Mosiah meneó
resiguiendo la cabeza,
distraídamente condeslizando
los dedos la
el
contorno de la espada. ¿Nacerían Muertos como su padre? ¿Los ocultaría, como sucedía
con tantos de ellos? ¿Se perpetuaría aquella mentira de generación en generación?
Mosiah podía ver cómo las tinieblas se extendían sobre la familia, proyectando su
sombra primero sobre Gwendolyn, que daría a luz niños Muertos y nunca sabría el
motivo. Luego los niños vivirían una mentira, la mentira de Joram. A lo mejor les
enseñaría las Artes Arcanas; quizá, para entonces, se estaría en guerra con Sharakan. La
Tecnología regresaría al mundo trayendo con ella muerte y destrucción. Mosiah se
estremeció. No le gustaba Merilon, no le gustaba su gente ni la forma en la que vivían.
La belleza y los prodigios que en un principio lo habían fascinado relucían ahora con
demasiada fuerza a sus ojos, aunque suponía que era culpa suya, no de los habitantes de
Merilon. No se merecían...
Una mano se posó sobre su hombro por la espalda.
Se volvió al instante, pero era ya demasiado tarde.
Se oyó una voz, el hechizo había sido lanzado.
La Vida se le escapó a Mosiah y fue ávidamente absorbida por la Arboleda
mientras el joven caía impotente al suelo, anulada su magia por la mano de las enlutadas
figuras que lo rodeaban. Pero Mosiah había vivido entre los Hechiceros de las Artes
Arcanas; se había visto obligado a vivir sin magia durante el tiempo que había
permanecido entre ellos y, lo que es más, ya había sido víctima de aquel hechizo con
anterioridad. El elemento sorpresa quedaba anulado y por lo tanto el conjuro de la
Magia Aniquiladora, aunque su primer efecto era devastador, no lo paralizó por
completo.
No obstante, Mosiah era lo bastante astuto como para ocultar este hecho a sus
enemigos. Tendido en el suelo, la mejilla pegada a la húmeda y fría hierba, intentó
calmar el terror que sentía y recuperar las fuerzas buscándolas en su interior más que en
la magia de todo lo que lo rodeaba. Mientras los músculos empezaban a responder a sus
órdenes y recuperaba el control de su cuerpo, se vio obligado a reprimir un loco deseo
de ponerse en pie de un salto y echar a correr. No serviría de nada. No podría escapar.
Lanzarían sobre él un conjuro más poderoso, contra el que no podría luchar.
Por ello se mantuvo inmóvil, observando a sus atacantes, dándose tiempo para
recuperarse,
lo manteniendo a raya sus temores e intentando desesperadamente pensar en
que debía hacer.
Eran los Duuk-tsarith, desde luego. Casi invisibles en la oscuridad de la Arboleda,
las enlutadas figuras se destacaban claramente contra el blanco mármol de la tumba
muy cerca del lugar donde yacía Mosiah. Eran dos y estaban hablando entre ellos, tan
cerca de Mosiah que éste hubiera podido estirar un brazo y tirar del dobladillo de sus
negras túnicas. Ambos hacían caso omiso del muchacho, porque no tenían ningún
motivo para dudar de la efectividad de su conjuro.
—Así que han abandonado el Palacio...
Era la voz de una mujer, fría y gutural, que le provocó un escalofrío de miedo a
Mosiah.
—Sí, señora —replicó el Señor de la Guerra—. Se les permitió salir, tal y como
ordenasteis.

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—¿Y no hubo ningún alboroto? —preguntó la bruja, ansiosa.


—No, señora.
—¿Es lord Samuels el padre de la chica?
—Ya nos hemos encargado de él, señora. Se empeñó en hacer preguntas, pero
finalmente se le hizo comprender que no eran convenientes para el bienestar de su hija.

raíces —Las preguntas


y crecen que selasilencian
—murmuró en la
Señora de la lengua
Guerra,vuelan hastaunelantiguo
recitando corazónproverbio—.
y allí echan
Bien, nos ocuparemos de eso cuando llegue el momento. No obstante, me parece que
debemos arrancar esas preguntas de raíz y replantarlas junto con la verdad, la cual, con
el tiempo, se irá marchitando y acabará por morir. Eso deberá decidirlo el Patriarca
Vanya, desde luego; pero hasta que tenga la oportunidad de hablar con Su Divinidad,
poned también a la chica bajo custodia.
No hubo ninguna respuesta, simplemente un movimiento de la túnica más cercana
a Mosiah que demostraba que el brujo había respondido con una inclinación de cabeza.
Mosiah los escuchaba atentamente, olvidado el miedo ante la imperiosa necesidad
de saber qué había sucedido. ¿Cómo habían descubierto a Joram? La Espada Arcana lo
protegía. ¿Y cómo era posible que lo hubieran descubierto a él? Pero no sólo eso, sino
que, aparentemente, los habían relacionado a los dos. «Nadie sabía dónde íbamos a
encontrarnos, excepto...», se dijo Mosiah.
—¿Vienen hacia la Arboleda? —preguntó la bruja con cierta impaciencia.
—Eso fue lo que dijo el delator —respondió el otro—, y no tenemos ningún
motivo para dudarlo.
¡Un delator! Mosiah sintió que lo invadían las náuseas, retorciéndole las entrañas,
inundando su garganta con una ardiente y amarga bilis. Así que ésa era la respuesta.
Habían sido delatados, y ahora Joram iba a caer en una trampa cuidadosamente
preparada. Pero ¿quién los había entregado? La imagen de un joven barbudo vestido de
blanco, haciendo flotar en el aire un pañuelo de seda de color naranja, apareció ante
Mosiah con toda claridad.
¡Simkin! Mosiah notó que se asfixiaba y que se le llenaban los ojos de lágrimas de
rabia.
«¡Aunque sea lo último que haga, te mataré!», se juró a sí mismo.
«Calma, calma —le ordenó su mente—. Todavía existe una posibilidad. Debes
encontrar a Joram, avisarle...»
Mosiah se esforzó por olvidar y se concentró en una única idea: escapar. Con
mucho cuidado movió una mano, conteniendo la respiración por temor a que los Duuk-
tsarith se dieran cuenta. Pero éstos estaban totalmente absortos en su conversación,
convencidos de que su hechizo mantenía cautivo al joven. Sigilosamente, Mosiah tanteó
con una mano
superficie de unel palo.
suelo.No
Elimportaba
corazón leque
dio se
untratase
brincode
cuando tocó con losque
una herramienta, dedos la rugosa
fuera a darle
Vida a algo que estaba Muerto.
Cerró la mano alrededor del arma y, levantando apenas la cabeza, miró hacia
arriba. Sintió que el júbilo lo invadía. El Señor de la Guerra estaba de espaldas a él. Un
golpe rápido en la cabeza, sujetar el fláccido cuerpo entre él y la bruja y utilizarlo para
bloquear su hechizo. Mosiah cerró la mano con más fuerza sobre el palo. Tensó los
músculos y se puso en pie de un salto...
Tallos de plantas Kij repletas de afiladas espinas surgieron del suelo y se
arrollaron en los antebrazos y los muslos del muchacho. Emitiendo un grito angustiado,
Mosiah dejó caer el palo mientras las espinas le atravesaban la carne y las enredaderas
lo
piesrodeaban condefuerza.
del Señor Perdióque
la Guerra, el equilibrio y empezó
se volvió para a retorcerse
mirarlo sobre
sorprendido. la hierba
Luego miróaalos
la

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bruja con aprensión.


—Sí, cometiste un error —le dijo la mujer al Señor de la Guerra, que inclinó la
cabeza, mortificado—. Me ocuparé de tu castigo más tarde. Ahora no disponemos de
mucho tiempo. Ya conozco su cara. Ahora debo oír su voz.
Arrodillándose junto a Mosiah, la bruja posó una mano sobre él y las espinas
desaparecieron súbitamente.
suspiro y se quedó El muchacho
quieto gimiendo rodó sobreLelamanaba
quedamente. hierba exhalando
sangre de uncientos
ahogado
de
diminutas heridas, resbalándole por los brazos y manchándole la ropa.
—¿Cómo te llamas? —preguntó la bruja, impasible.
Volvió hacia ella el rostro del muchacho, sudoroso y contorsionado por el dolor, y
lo estudió con atención.
Mosiah sacudió la cabeza, o al menos lo intentó; fue más bien un movimiento
involuntario.
Con el rostro inexpresivo, la bruja pronunció una palabra. Mosiah contuvo el
aliento, asustado, cuando las espinas volvieron a aparecer en las enredaderas, esta vez
pinchando simplemente su carne en lugar de hundirse en ella.
—Aún no —dijo la mujer, adivinando los pensamientos de Mosiah por la
expresión de su pálido rostro y por sus ojos desorbitados—. Pero crecerán y seguirán
creciendo hasta que te atraviesen la piel y los músculos y todos tus órganos,
arrancándote la vida a su paso. Te lo pregunto de nuevo. ¿Cómo te llamas?
—¿Por qué? ¿Qué puede importar mi nombre? —gimió Mosiah—. ¡Vos ya lo
sabéis!
—Compláceme —repuso la bruja, y pronunció otra palabra.
Las espinas crecieron otro medio centímetro.
—¡Mosiah! —Sacudió la cabeza, presa de un atroz dolor—. ¡Mosiah! ¡Maldita
sea! ¡Mosiah, Mosiah, Mosiah...!
Entonces recobró por un instante la lucidez, dándose cuenta del plan de la bruja.
Mosiah se calló e intentó retractarse, mientras contemplaba horrorizado cómo la bruja
se convertía en Mosiah. Su rostro, el de él; sus ropas, las de él; su voz, la de él.
—¿Qué hacemos con él? —preguntó su acompañante en voz baja, arrepentido y
doliéndole aún el error cometido.
—Arrójalo al Corredor y envíalo al País del Destierro.
Después de dar esta orden, la bruja —ahora Mosiah— se puso en pie.
—¡No!
Mosiah intentó desasirse de las fuertes manos del Señor de la Guerra que
tironeaban de él para ponerlo en pie, pero con el más mínimo movimiento las espinas se
le clavaban en el cuerpo. Se desplomó, lanzando un grito de angustia.
—¡Joram!
Corredor—. —aulló
¡Joram! desesperado
—gritó, al ver
esperando que abrirse
su amigoentre el follaje
lo oyese, el oscuro
sabiendo agujero del
no obstante en
el fondo de su corazón que era inútil—. ¡Huye! ¡Es una trampa! ¡Huye!
El brujo lo arrojó al interior del Corredor. Éste empezó a cerrarse lentamente
sobre él. Las espinas le atravesaron la carne; la sangre empezó a manar tibia por su
cuerpo. Mirando al exterior, consiguió ver todavía a la bruja —ahora él mismo— que lo
observaba con atención y mostraba un rostro —que ahora era el suyo— totalmente
inexpresivo.
Entonces, la mujer extendió las manos.
—Es lo que está de moda —se oyó decir a sí mismo.

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8
La Ilusión de los Mil Mosiahs

—No quiero entrar ahí —titubeó Gwendolyn, contemplando la susurrante


oscuridad de la Arboleda.
—Tú..., tú y yo..., ambos —articuló Simkin con dificultad, tropezando con Joram
y estando a punto de tirarlo al suelo.
Malhumorado, Joram se agarró al joven mientras a Simkin se le doblaban las
rodillas y caía al suelo. Abrazándose al cuello de Joram, Simkin le susurró
confidencialmente:
—Etcho echtá terriblemente aburrido a echta hora de la notche.
—Y
frío aire tampoco quiero que entres tú —añadió Gwendolyn, estremeciéndose bajo el
nocturno.
Aunque los Sif-Hanar mantuvieran las suaves brisas primaverales soplando en la
Ciudad Superior, el espeso follaje proporcionaba más frescor al Jardín que al resto de la
ciudad; o quizá reinara tanto frío en la Arboleda durante la noche que ni siquiera la
magia de los Sif-Hanar podía mitigarlo.
—¿Por qué no nos ha esperado tu amigo en el exterior?
—Está huyendo, recuérdalo —respondió Joram, sosteniendo a Simkin, que miraba
a su alrededor atentamente con la solemne expresión del borracho—, igual que nosotros.
La vida será diferente a partir de ahora, mi señora.
No quería mostrarse cruel. Sin embargo, la cólera y la decepción incrementadas
por la excitación, no exenta de temor, de la huida de Palacio, lo habían asaltado de
nuevo mientras atravesaba Merilon a lomos del negro cisne. Aquellos sentimientos se
habían visto aumentados por la atmósfera deprimente y lúgubre de la Arboleda y la
irritación que le producía Simkin, quien se había encargado de apurar cuidadosamente
todas las copas de champán.
—Los Duck-shirth no podrán... localicharnos... chiguiendo un rastro de bulbujas
—anunció.
Gwendolyn bajó la cabeza. Volvía a tener su propio aspecto.
Joram se dio cuenta, al ver inclinarse la dorada cabeza y observar el aspecto
abatido de su frágil cuerpo —dolida por sus palabras—, que tendría que tener mucho
cuidado de mantener a la negra bestia bien encadenada en su interior.
—¡Ponte en pie! —le espetó a Simkin, obligándolo a incorporarse de un empujón.
—A la orden, capitán —saludó Simkin; luego efectuó una graciosa pirueta y cayó
cuan largo era sobre la hierba.
Haciendo caso omiso de él, Joram tomó a Gwendolyn en sus brazos.
—Lo siento —murmuró—. Perdóname.
—No, soy yo quien debería disculparse —repuso Gwen, esbozando una débil
sonrisa—. Tienes razón; debo aceptar que las cosas son así. —Apartó a Joram y se
irguió apretando los labios y echando la cabeza hacia atrás—. Entraré ahí dentro
contigo.
—No, no es necesario —rechazó Joram, esbozando una sonrisa que se perdió en

la oscuridad de la noche—.
—«Quédate conmigoQuédate
y sé miaquí con Simkin.
amor» —recitó Simkin con voz de borracho,
sentado en la hierba—. «Y criaremos coliflores...»

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—Pensándolo mejor —continuó Joram—, quizá valdría más que vinieras


conmigo.
—¡Lo prefiero! No tendré miedo. Nunca más. Quiero que estés orgulloso de mí —
añadió Gwen con ansiedad.
—Lo estoy. ¡Y te amo! —exclamó Joram; se inclinó para rozar con sus labios los
de ella y fue
espíritu—. Vencomo si extendiera
conmigo pues. Nounestábálsamo sobreMosiah
muy lejos. la herida que junto
estará emponzoñaba su
a la tumba.
Iremos a buscarlo y a la vuelta recogeremos a este borrachín. ¡Luego saldremos por la
Puerta con la misma facilidad con que escapamos de Palacio y nos pondremos en
camino hacia Sharakan!
—¿Qué borrachín? —preguntó Simkin, mirando a su alrededor, indignado—. Es
algo que no puedo soportar. El pobre... no sabe... cuándo dejarlo...

Cogiéndose con fuerza de la mano, víctimas de los mismos sentimientos y


temores irracionales que Mosiah había experimentado en la amenazadora Arboleda,
Joram y Gwendolyn caminaron de prisa, ansiosos por encontrar a su amigo y abandonar
aquel lugar. No hablaban. El silencio reinaba en la Arboleda, pero no era el silencio
propio de un sueño tranquilo, sino el silencio de un aliento contenido, el silencio del
cazador que acecha. Un susurro hubiera parecido un grito en aquella quietud. Los
latidos de sus corazones resonaban con fuerza y, aunque Joram avanzaba sigilosamente
por el césped y Gwendolyn ni siquiera andaba sino que se deslizaba por el aire junto a
él, el ruido que hacían al moverse sonaba a sus oídos con más fuerza que el retumbar de
un ejército.
Gwen y Joram siguieron el arroyo que murmuraba alegremente durante el día pero
que ahora corría por entre ambas orillas tan silencioso y malévolo como una serpiente
deslizándose sobre la hierba. Luego se abrieron paso con facilidad a través del laberinto
y llegaron por findealMerlyn
La tumba corazónaparecía
de la Arboleda.
solitaria en el centro del círculo de robles, con su
blanco mármol resplandeciendo más frío y pálido que la misma luna. Los dos
enamorados se apretaron la mano con más fuerza aún y se acercaron el uno al otro.
Súbitamente, Joram fue consciente de que estaba vestido de blanco y que sus ropas
brillaban en la oscuridad reflejando la fantasmal luz de la tumba. En cuanto saliera al
claro, se convertiría en un blanco fácil.
Pero no tenía nada que temer, se recordó a sí mismo. ¿Por qué debería temerlo?
Habían conseguido escapar del Palacio...
—¡Espera! —advirtió a Gwen.
Luego se detuvo entre las sombras de los árboles, que aunque no eran sombras
amistosas, los cubrieron a ambos con su oscuro manto. Los dos enamorados aguardaron,
vigilantes, sin respirar apenas. El claro parecía vacío. No había nadie junto a la tumba.
¿O sí lo había? ¿Era una figura aquello que se movía cerca de la tumba? Estaba
demasiado lejos para distinguirlo...
Joram rabiaba por empuñar la Espada Arcana, pero no se atrevía a hacerlo. La
espada empezaría a absorber magia, dejando tanto a Mosiah como a Gwen sin fuerzas; y
podrían necesitar todo el poder y toda la magia de los dos para atravesar la Puerta y huir
a Sharakan. En aquel momento, Joram consideraba con amargura a Simkin como pocos
menos que inútil.
—¡Creo que ése es tu amigo! —cuchicheó Gwen, oprimiendo la mano de Joram.
—Sí. —Joram clavó los ojos en la oscuridad y vio que la figura se situaba junto a
la tumba, cerca de donde estaban ellos—. ¡Sí, tienes razón! Ése es Mosiah. Espérame
aquí.

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El muchacho soltó la mano de Gwendolyn y se adelantó.


—¡Joram! —exclamó Gwen, sujetando a su amado por la manga de su blanca
túnica.
—¿Qué, cariño?
La voz de Joram era dulce. Se volvió para mirarla, esforzándose por adoptar una
expresión paciente;
desmayadamente pero no debió de engañar a la muchacha, porque ésta soltó
la manga.
—Nada —respondió con una fugaz sonrisa apenas visible en la fantasmal luz de la
tumba—. Son tan sólo mis estúpidos temores de nuevo. Pero por favor, date prisa —
rogó, tan contraídos los labios que apenas si pudo moverlos.
—Lo haré —prometió él.
Le dirigió una sonrisa tranquilizadora, se volvió y penetró en el claro.
—¡Mosiah! —se arriesgó a llamar en voz baja en la oscuridad.
La figura se volvió, sorprendida, mirando con atención a través de las sombras.
Joram alzó una mano. Entonces, al ver que la figura parecía vacilar, se dio cuenta de
que Mosiah no esperaba verlo vestido de blanco. Cuando estuvo lo bastante cerca como
para distinguir las facciones de su amigo, se echó hacia atrás la capucha para que
Mosiah pudiera verle el rostro.
—¡Soy yo, Joram! —dijo en voz alta, notando que las familiares facciones de su
amigo le devolvían la seguridad en sí mismo.
Al oírlo, Mosiah sonrió y dejó escapar un suspiro de alivio que resonó por todo el
claro. Extendiendo los brazos, se lanzó hacia adelante, y antes de que Joram se diera
cuenta de lo que estaba sucediendo, su amigo lo sujetaba ya en un fervoroso abrazo.
—¡Por el nombre de Almin, me alegro de verte! —exclamó Mosiah, abrazándolo
con fuerza—. ¿Dónde están los demás?
—Gwen está esperando junto a esos árboles —empezó Joram, devolviéndole el
abrazo violento, intentando luego, instintivamente, liberarse de los brazos de Mosiah—.
Simkin está borracho como una cuba. Tenemos que abandonar Merilon —añadió,
preguntándose por qué no lo soltaba Mosiah—. Oye —dijo finalmente, de mal talante,
intentando apartar a su amigo—, ¡hemos de ponernos en marcha! Estamos en peligro.
Ahora suelt...
Pero le fue imposible mover los brazos. Mosiah lo sujetaba con fuerza y lo miraba
a los ojos con una fría sonrisa, mientras la luz que emanaba de la tumba relucía en sus
ojos azules.
—¡Mosiah! —exclamó Joram, enojado, mientras el miedo empezaba a invadirlo y
lo dejaba paralizado—. ¡Suéltame!
Se retorció con un movimiento brusco, intentando que el otro lo soltase, pero
resultó que,
abrazo inútil.mientras
Los brazos de Mosiah
el miedo se cerraron
lo invadía, a su que
comprendió alrededor y lo estrecharon
era mágico. en un
¡Estaba atrapado
en un hechizo! Joram se debatió, intentando alcanzar la Espada Arcana, pero sus fuerzas
se debilitaban rápidamente a medida que aquellos brazos se apretaban alrededor de su
cuerpo.
Joram se debatió de pronto en una lucha, no por alcanzar la espada, sino por
conservar la vida; una lucha por respirar. Hacía esfuerzos por respirar, mientras miraba
fijamente el rostro de Mosiah, sin comprender. De algún lugar le llegó un grito, un grito
femenino que fue reprimido veloz y hábilmente. Intentó hablar, pero no le quedaba
aliento. La oscuridad que reinaba en la Arboleda empezó a nublarle la vista. La muerte
estaba muy cerca. Dejó de luchar, agradeciendo que terminaran sus sufrimientos.

sonrióLos brazos, expertos


y pronunció en aquellos
una palabra. asuntos,
Entonces aflojaron
la cara la presión.
de Mosiah El rostro
desapareció de Mosiah
y Joram —en

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un último instante antes de perder el conocimiento— levantó la mirada y vio la pálida


piel y el rostro inexpresivo de una mujer vestida de negro, que lo sujetó en sus brazos
mientras caía.
La mujer lo depositó con suavidad en el suelo. Mientras notaba que sus sentidos lo
abandonaban lentamente, la oyó lanzar una advertencia a otra persona a la que sólo
pudo entrever.
—No toques la espada.

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9
El juicio

El Diácono Dulchase se despertó de su profundo sueño dando un bufido de


irritación y girando sobre sí mismo en un intento por librarse de la mano que lo sacudía
por un hombro.
—Así que llego tarde a los Rezos Matutinos —refunfuñó, hundiéndose aún más
en el colchón y enterrando el rostro en la almohada—. Pues decidle a Almin que
empiece sin mí.
—¡Diácono! —llamó apremiante una voz autoritaria, sin dejar de hostigar al
sacerdote—. Despertaos. El Patriarca Vanya quiere veros.

surgió—¡Vanya! —repitió Dulchase


de las profundidades de su con incredulidad.
confortable sueño,El parpadeando
anciano y perenne
bajo laDiácono
esfera
luminosa que flotaba cerca de la enlutada figura que se inclinaba sobre él—. ¡Un Duuk-
tsarith! —murmuró por lo bajo, intentando poner en funcionamiento su adormilado
cerebro.
La repentina oleada de temor provocada por la visión del Señor de la Guerra le fue
de gran ayuda, aunque para cuando Dulchase consiguió sacar las piernas de debajo de
las mantas y poner los pies en el suelo, el temor había sido reemplazado por un cínico
regocijo.
—Me han cogido esta vez —reflexionó, buscando a tientas con una mano la
túnica que había arrojado a los pies de la cama—. ¿Por qué habrá sido? Indudablemente
debe de ser por aquel comentario que hice sobre la Emperatriz durante la fiesta de
anoche. Ah, Dulchase. ¡A tu edad ya podrías haber aprendido!
Suspirando, empezó a vestirse la túnica, pero lo detuvo la fría mano del Señor de
la Guerra que se erguía ante él, el rostro oculto bajo la negra capucha.
—¿Qué pasa ahora? —saltó Dulchase, diciéndose que ya no tenía nada que
perder—. ¿No es suficiente con que Su Divinidad decida imponerme un castigo en
plena noche? ¿Me he de presentar desnudo ante él, también?
—Debéis vestir ropas de ceremonia —salmodió el Duuk-tsarith—. Están aquí.
Así era; al levantar los ojos, Dulchase pudo ver que el Señor de la Guerra sostenía
sus mejores ropas de ceremonia dobladas sobre sus brazos tal y como lo haría el más
eficiente de los Magos Servidores. Dulchase clavó los ojos primero en las ropas y
después en el brujo.
—No se ha mencionado para nada un castigo —continuó el Duuk-tsarith con
indiferencia—. El Patriarca desea que os apresuréis. Es un asunto urgente. —El Señor
de la Guerra desdobló las ropas muy cuidadosamente—. Os ayudaré, si me lo permitís.
Dulchase se puso en pie como en sueños. Al sonido de una palabra mágica, quedó
vestido con las ropas de ceremonia que no se había puesto desde... ¿cuándo? ¿Desde la
ceremonia celebrada con ocasión de la Muerte del joven Príncipe?
—¿Qué... qué color? —preguntó el perplejo Diácono, pasándose la mano por la
cabeza, que tiempo atrás había llevado tonsurada pero que ahora estaba tan pelada como
los peñascos de El Manantial en los que vivía.

—¿Qué color, Padre?


color debo —repitió
darle el Duuk-tsarith
a mi ropa? —preguntó —.Dulchase,
No os comprendo...
colérico, señalándolas
con la mano—. Es Azul Llanto, como podéis ver. ¿Se trata de un duelo oficial? Si es así,

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la dejaré como está. ¿Una boda, quizás? Entonces, tendré que cambiarla a...
—Un juicio —respondió el Duuk-tsarith sucintamente.
—Un juicio —repitió Dulchase, considerándolo cuidadosamente.
Sin apresurarse, hizo uso del orinal colocado en un rincón de su pequeña
habitación, observando, mientras lo hacía, que incluso el disciplinado Señor de la
Guerra empezabasobre
manos cruzadas a ponerse nervioso
su regazo; por el retraso.
sin embargo, movía Se
lossuponía quenerviosismo.
dedos con debía mantener las
—Hummm —bufó el Diácono.
Luego se entretuvo en colocarse adecuadamente las ropas y volverlas del tono
apropiado de gris requerido para un proceso. Durante todo aquel tiempo, el cerebro,
totalmente despierto, intentó averiguar qué estaba sucediendo.
Se lo convocaba ante el Patriarca Vanya en plena noche. Se enviaba a un Duuk-
tsarith para escoltarlo, no a un novicio como era la costumbre. No se lo iba a castigar
sino que, al contrario, iba a asistir a un juicio, y vestido con las ropas de ceremonia que
hacía dieciocho años que no se había puesto, dieciocho años casi exactos, porque se
había celebrado el aniversario de la muerte del Príncipe la noche anterior. Sin embargo,
el Diácono Dulchase no consiguió sacar nada en claro de todo ello. Sintiendo una
inmensa curiosidad, se volvió hacia el Duuk-tsarith, el cual no pudo reprimir un suspiro
de alivio.
«Un novato», pensó, divertido, Dulchase.
—Bien, vamos —refunfuñó el Diácono, dando un paso hacia la puerta.
Con gran asombro, notó que la fría mano se posaba de nuevo sobre su brazo.
—Por los Corredores, Padre —indicó el Duuk-tsarith.
—¿Para ir a los aposentos de Su Divinidad? —Dulchase lanzó una mirada furiosa
al Señor de la Guerra—. Puede que seáis nuevo aquí, muchacho, pero seguramente
sabréis que eso está prohibido...
—Seguidme, por favor, Padre.
El Duuk-tsarith, irritado quizá por el comentario de Dulchase sobre su edad, había
agotado evidentemente su paciencia.
Un Corredor se abrió en la habitación de Dulchase, y la fría mano empujó al
anciano Diácono a su interior. Tras sentir una momentánea sensación de ser estrujado y
comprimido, Dulchase se encontró en una enorme caverna que, según la leyenda, había
sido excavada en el corazón de la fortaleza montañosa por la mano del poderoso mago
que los había conducido hasta allí.
Era la Sala de la Vida. (En la antigüedad su nombre había sido originariamente el
de Sala de la Vida y de la Muerte, para representar las dos caras del mundo. Pero en
épocas más modernas se habían puesto muchas objeciones a esta denominación y tras el
destierro de olosnoHechiceros
Fuera se le había
verdad la leyenda, la cambiado
Sala tenía el nombre
todo de forma
el aspecto oficial.)
de haber sido excavada
en el granito de la misma forma en que se extrae la pulpa de la corteza de un melón.
Situada en el mismo centro de El Manantial, construida alrededor del Pozo de la Vida,
por el que brotaba la magia del mundo como si de agua invisible se tratara, la bóveda
tenía una extensión de cientos de metros y el techo de roca estaba adornado con arcos
tallados en piedra pulimentada. Cuatro surcos gigantescos horadados en la entrada de la
Sala recibían el nombre de Dedos de Merlyn y formaban cuatro nichos donde se
sentaban los cuatro Cardinales del Reino durante las grandes ceremonias. Otra enorme
hendidura en la pared rocosa, situada en el lado opuesto de la enorme Sala, era conocida
extraoficialmente y de forma algo irreverente como El Pulgar de Merlyn. Aquí era
donde
bancos sedesentaba el Patriarca
piedra cubrían del Reino,
el espacio entrefrente
ellos. aFríos
sus ministros. Hilera
e incómodos, trasbancos
estos hilera de
de

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piedra tenían un nombre aún más irreverente si cabe, que provocaba cuchicheos y risitas
mal disimuladas entre los nuevos novicios.
La extensa Sala estaba iluminada generalmente por luces mágicas que los magos
que servían a los catalistas hacían bailar en el aire. Sin embargo, en esta ocasión no se
había dado Vida a las luces. Dulchase paseó la mirada por las frías tinieblas.
—¡Por
sorpresa que leel producía
nombre darse
de Almin!
cuenta—exclamó el Diácono,
de dónde estaba—. ¡La estupefacto a causa
Sala de la Vida! de la
No había
estado aquí desde... desde...
Aunque a Dulchase a menudo le resultaba difícil recordar incidentes ocurridos tan
sólo el día anterior, el recuerdo de lo sucedido dieciocho años antes le vino a la cabeza
rápidamente. Era un síntoma típico de la vejez, le habían dicho. Se tenía tendencia a
vivir en el pasado. Bueno, ¿y por qué no? Era muchísimo más interesante que el
presente. Aunque parecía que aquello iba a cambiar, pensó, echando una ojeada a la
Sala y frunciendo el entrecejo.
—¿Dónde está la gente? —le espetó al joven Duuk-tsarith, quien, sujetándolo por
un brazo, lo guiaba por entre el laberinto de bancos en dirección a El Pulgar de Merlyn.
Al menos allí era adonde el anciano Diácono imaginaba que se dirigían, a juzgar
por lo que podía recordar de la distribución de la habitación. El Señor de la Guerra
avanzaba por un sendero de luz que proyectaba la mano que mantenía alzada ante él,
llevando a Dulchase detrás, dando traspiés. No podía ver prácticamente nada. El Pozo
de la Vida estaba en el centro exacto de la Sala, recordó, buscándolo con la mirada. Sí,
allí estaba, brillando con un débil resplandor fosforescente, pero, más allá, la Sala
aparecía tan oscura casi como boca de lobo. Entonces, de repente, una luz brilló delante
de ellos. Entrecerrando los ojos para ver mejor, Dulchase intentó localizar de dónde
procedía, pero era tan brillante que todo lo que pudo ver fueron varias figuras que
pasaban ante ella, eclipsándola momentáneamente.
La última vez que Dulchase había estado allí había sido para presenciar el proceso
de un catalista acusado de tener relaciones carnales con una joven de noble familia, de
nombre Tanja o Anja o algo parecido. ¡Ah! Dulchase sacudió la cabeza recordándolo
con cariño. La Sala se había llenado de miembros de su Orden; a todos los catalistas que
residían en El Manantial y en la ciudad natal del acusado —Merilon— se les había
exigido su presencia. Los pormenores del crimen cometido por la pareja habían sido
descritos con todo lujo de detalles por el Patriarca, de modo que la enormidad de tal
pecado quedara bien grabada en las mentes de su rebaño. Si alguno de ellos fue
disuadido o no de caer en la tentación gracias a ello, no se pudo demostrar nunca. Lo
que sí se sabía es que ni un solo catalista durmió durante los tres días que duró el juicio,
y los novicios pasaban la noche en tal estado de febril excitación que los Rezos
Vespertinos se habían alargado
Indudablemente de una
el castigo de hora a dos hasta pasado
la Transformación un mes
—que de todo
todos aquello.
tuvieron que
presenciar— tuvo un efecto más profundo aún. A Dulchase aquella trágica escena le
producía aún pesadillas. Continuaba viendo, una y otra vez, la mano del hombre
crispándose en un último gesto de odio y de desafío, mientras la piedra se iba
adueñando de su cuerpo palpitante.
Enojado por haber sacado a la superficie aquellos inquietantes recuerdos,
Dulchase se detuvo.
—Oíd —dijo con obstinación—, insisto en saber qué está pasando. ¿Adónde me
lleváis? —Paseó la mirada por la oscura Sala—. ¿Dónde están los demás? ¿Qué ha
sucedido con las luces?

resonó—Por favor, acercaos,


en la oscuridad. Diácono
Dulchase Dulchase.
comprobó que la—Una
luz y lavoz
vozagradable,
surgían delaunque
mismosevera,
lugar:

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El Pulgar de Merlyn—. Todo os será aclarado.


—Vanya —murmuró Dulchase. Se estremeció y pensó en su confortable cama
con añoranza.
La Sala, que hacía años que no se abría, resultaba fría y olía a roca húmeda y a
tapices enmohecidos. El Diácono estornudó. Se secó la nariz con la manga de la túnica
yluz,
dejó que
ante SuloDivinidad,
condujeranel hasta quedel
Patriarca se detuvo,
Reino. parpadeando como una lechuza bajo una
—Mi querido Diácono, os pedimos disculpas por perturbar vuestro sueño.
El Patriarca se puso en pie, lo cual constituía un fenómeno sin precedentes en
presencia de un humilde Diácono, que además hacía cuarenta años que era Diácono y
que probablemente moriría siendo Diácono a causa de su afilada lengua y de su
desdichada costumbre de decir lo que pensaba. Algunos decían que Dulchase se había
ganado hacía tiempo un lugar entre los Guardianes de Piedra si no hubiera sido por la
protección de una cierta poderosa familia de la corte. Aquella muestra de respeto por
parte de su Patriarca resultaba inaudita. Pero aún había más. Dulchase se inclinaba en
una reverencia, mientras intentaba recuperarse de su sorpresa, cuando Vanya le tendió la
mano, no para que Dulchase besara el anillo, sino para conceder al Diácono el placer de
tocar sus dedos gordinflones.
«Supongo que si me muriera ahora, subiría directamente hasta Almin», se dijo el
viejo Diácono sarcásticamente.
No obstante, llevó la mano del Patriarca hasta su frente con tales demostraciones
de reverencial éxtasis como le era posible fingir a su edad, y pensó que debía de tener
todo el aspecto de una persona que sufre de gases. El contacto de los dedos resultaba
desagradable, eran fríos como un pez recién pescado y temblaron ligeramente en su
mano. Dándose cuenta de ello quizá, Vanya los retiró con indecorosa rapidez y se apartó
para volverse a sentar, descansando su enorme mole vestida de rojo en el sencillo trono
de piedra situado en el hueco. La luz surgía de detrás de las espaldas del Patriarca
Vanya, observó Dulchase perspicaz, originándose mágicamente en algún lugar de la
pared, y hacía que el rostro del Patriarca permaneciera en las sombras, al tiempo que
iluminaba el de aquellos que estaban frente a él.
Mirando a su alrededor, acostumbrados ahora sus ojos a la brillante luz y
preguntándose qué se suponía que debía de hacer ahora, Dulchase se dio cuenta de que
el Duuk-tsarith que lo había acompañado hasta allí ya no estaba; o había desaparecido o
se había fundido en las sombras. No obstante, tenía la sensación de que había otros
miembros de esa siniestra Orden por allí, observando y escuchando, aunque no podía
verlos. Dulchase sólo veía a otra persona en la Sala: un envejecido catalista ataviado
con una raída túnica roja, acurrucado en una silla de piedra que tenía todo el aspecto de
haber sido
cabeza conjurada
gacha. Todo loaque
toda prisa junto
Dulchase podíaalver
trono
de éldeleraPatriarca. El gris
el ralo pelo hombre
que, mantenía la
descuidado
y enmarañado, dejaba al descubierto un cuero cabelludo de aspecto enfermizo. El
catalista no se había movido durante la bienvenida que el Patriarca había prodigado a
Dulchase, limitándose a mirarse fijamente los zapatos, de un modo que le resultaba
vagamente familiar al Diácono.
Dulchase intentó vislumbrar el rostro de aquel hombre, pero resultaba imposible
desde donde estaba, y no se atrevió a hacer nada para atraer su atención hasta que el
Patriarca le diera permiso para retirarse. Volviendo los ojos hacia Vanya, el Diácono vio
que Su Divinidad ya no lo miraba a él, sino que hacía señas, o así lo parecía, a la
oscuridad.

formaDulchase
del jovenno se sintió
Señor de la sorprendido
Guerra que al
le ver
habíaqueconducido
la oscuridad
hastarespondía, tomando la
allí. La encapuchada

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cabeza se inclinó para escuchar las palabras que murmuraba Vanya, y Dulchase
aprovechó aquel momento para dar un paso en dirección a su colega catalista.
—Hermano —dijo Dulchase en voz baja y amable; su afilada lengua podía ser
ambas cosas cuando se lo proponía—. Parece que no os encontráis bien. Hay algo que...
Al oír estas palabras, el catalista levantó la cabeza. Un rostro macilento se quedó
mirando
amable. al Diácono, las lágrimas brillando en sus ojos ante el sonido de una voz
Pero Dulchase no sólo se tragó sus palabras a causa de la sorpresa, sino que
estuvo a punto también de tragarse la lengua.
—¡Saryon!

Totalmente desconcertado, la cabeza dándole vueltas literalmente a causa de la


sorpresa, la curiosidad y un creciente temor, Dulchase se dejó caer agradecido en otra
silla de piedra, que apareció, a una orden de otro Duuk-tsarith oculto en las sombras, a
la derecha del Patriarca Vanya, al lado opuesto de donde se sentaba Saryon. La
curiosidad y la sorpresa de Dulchase tenían una fácil justificación: no tenía la más
mínima idea de lo que estaba sucediendo. El temor resultaba algo más sutil, más difícil
de definir. Finalmente, se dio cuenta de que provenía de la angustiada expresión del
rostro de Saryon, una expresión que había marcado a aquel hombre de tal forma que
Dulchase se preguntó ahora, mirándolo, cómo había podido reconocerlo.
Aunque tenía alrededor de cuarenta años, Saryon le pareció a Dulchase aún más
viejo que el mismo Dulchase. Su rostro tenía un color cetrino, ceniciento bajo la
brillante luz que los iluminaba desde El Pulgar de Merlyn. Los ojos amables y
ligeramente preocupados de un resuelto matemático se habían convertido ahora en los
ojos de un hombre cogido en una trampa. Observó que Saryon parecía buscar una forma
de escapar, la mirada vagando frenética de vez en cuando, pero casi siempre fijos en el
Patriarca con una expresión de desesperado optimismo que partía de pena el corazón del
Diácono.
Aquello había engendrado el temor que sentía el Diácono. De más edad que
Saryon y con más experiencia del mundo que el inocente erudito, Dulchase no vio
ninguna esperanza para el desgraciado catalista en el afable y sereno rostro del Patriarca
ni en la fría y reluciente mirada de Su Divinidad. Peor había resultado aún el contacto
de aquellos dedos húmedos y viscosos como peces. De pronto, Dulchase tuvo la terrible
sensación de que había vivido demasiado...
Se removió inquieto en la fría silla de piedra que ni siquiera el calor de su propio
cuerpo parecía capaz de calentar. Había pasado media hora desde su llegada y nadie
había pronunciado una sola palabra, a excepción de los susurrados encantamientos y los
conjuros de mobiliario de los Duuk-tsarith. Dulchase miraba fijamente a Saryon, Saryon
miraba fijamente a Vanya y el Patriarca miraba fijamente, ceñudo, hacia la oscuridad de
la enorme Sala.
«Si esto no termina pronto, diré algo que acabaré lamentando —se dijo
Dulchase—. Sé que lo haré. ¿Qué demonios le pasa a Saryon? ¡Tiene el aspecto de
haber estado conviviendo con demonios! Me...»
—Diácono Dulchase —dijo el Patriarca Vanya de repente en un tono afable que
puso inmediatamente en guardia a Dulchase.
—Su Eminencia... —respondió Dulchase intentando mostrar igual cortesía.
—Hay un puesto vacante como Administrador del Reino en la Casa Real de la
ciudad-estado de Zith-el —siguió Vanya—. ¿Os interesaría ese puesto, hijo mío?
«Hijo mío, un cuerno —resopló Dulchase, mirando detenidamente a Vanya—.
Eres lo bastante viejo como para haberme engendrado, pero dudo que haya salido nunca

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descendencia de entre esos gordos muslos...»


Pero las palabras del Patriarca se sobrepusieron a los pensamientos del Diácono.
Miró fijamente a Vanya, parpadeando de nuevo. Por alguna triquiñuela mágica, la fuerte
luz le daba de lleno en la cara.
—Un... un Administrador del Reino —tartamudeó Dulchase—. Pero... ese cargo
requiere un Cardinal,
—¡Ah!, Su puedo!
¡sí que Eminencia.
—leSinaseguró
duda noVanya,
podéis...alegre, agitando una de sus
gordinflonas manos—. Almin me ha dado a conocer su voluntad en relación a este
asunto. Le habéis servido fielmente durante muchos años, hijo mío, sin recibir una
recompensa. Ahora, en la época dorada de vuestra vida, es justo que se os dé esta
misión. Los documentos han sido redactados, y tan pronto como concluyamos el
insignificante asunto que nos ocupa, los firmaremos y os podréis poner en camino hacia
el Palacio.
»Zith-el es una ciudad encantadora —siguió el Patriarca en tono familiar. No miró
ni una sola vez a Saryon, que seguía observándolo, el alma reflejada en los ojos, y se
dirigía a Dulchase como si únicamente estuvieran ellos dos en la enorme Sala—. Posee
un zoo notable. Tienen incluso varios centauros; bien custodiados, desde luego.
¡Administrador del Reino! ¡Un Cardinal! Él, un hombre a quien se le había estado
recordando constantemente que si no fuera por su protector, estaría arrastrándose por
entre hileras de judías, como un humilde Catalista Campesino. Dulchase sabía cuándo
algo olía a gato encerrado; le pareció que lo había olido nada más entrar. «El
insignificante asunto que nos ocupa... —había dicho Vanya—. Firmaremos los
documentos...»
Dulchase buscó alguna pista en Saryon, pero éste mantenía la mirada fija en sus
zapatos, y su inclinada cabeza tenía un aspecto, si es que ello era posible, aún más
atormentado que antes.
—No... no sé, Divinidad —titubeó Dulchase, esperando ganar tiempo para
descubrir qué era lo que le estaba vendiendo—. Todo esto es tan repentino...; y
encontrarme con ello así, cuando acabo de despertarme...
—Sí, y lo lamentamos, pero este asunto es urgente. Podréis reanudar vuestro
descanso en el Palacio. Pero no tenéis necesidad de tomar una decisión en este preciso
momento. De hecho, puede que sea mejor esperar hasta que este pequeño asunto quede
concluido. —Vanya se detuvo; luego volvió su redondo y gordo rostro hacia Dulchase,
quien, no obstante, no pudo ver su expresión al estar el Patriarca de espaldas a la luz—.
Concluido de modo satisfactorio, le rogamos a Almin.
Dulchase sonrió con amargura al ver que Vanya levantaba la mirada piadosamente
hacia el cielo. De modo que el Patriarca daba por sentado que su anciano Diácono podía
ser comprado
precio. y vendido.
La mirada Bueno,
del Diácono se podría serlo,eladmitió
posó sobre Dulchase.
rostro afligido de Todo hombre
Saryon. tiene
Pero en su
aquel
caso, el precio podría resultar demasiado alto.
Considerando que el asunto quedaba resuelto, Vanya hizo un gesto con la mano.
—Traed al prisionero. —La oscuridad que había a su espalda se movió—. Y ahora
os explicaremos el motivo de que se os haya sacado de vuestra cómoda cama,
Cardinal..., quiero decir..., Diácono Dulchase —dijo el Patriarca, cruzando las manos
sobre su corpulento estómago.
Podría haber sido un gesto sin el menor sentido, pero Dulchase vio que Vanya
entrelazaba los dedos con fuerza, hasta hacer blanquear los nudillos a causa del esfuerzo
que le costaba aparentar una calma absoluta.

palabraDulchase dejó deel observar


«prisionero», catalista al
se Patriarca para mirar
había encogido sobrea síSaryon,
mismoalarmado. Al oírque
de tal manera la

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parecía como si desease convertirse en parte de la silla de piedra sobre la que se sentaba.
Parecía tan enfermo que Dulchase estaba a punto de ponerse en pie de un salto y exigir
la presencia de un Druida, cuando se vio detenido por un estallido de luz amarilla.
Tres llameantes anillos de energía aparecieron ante el Patriarca. El joven Duuk-
tsarith se materializó junto a ellos, y, unos segundos después, un muchacho tomó forma
en
las elpiernas,
interiorcasi
de los anillos.pero
rozándolo Éstossinrodeaban
llegar a los fornidos
tocar brazos
la carne. del muchacho
Dulchase notaba el ycalor
también
que
despedían los anillos desde el lugar donde estaba sentado a alguna distancia del joven.
Se encogió temeroso al pensar en lo que podría suceder si el muchacho intentaba
escapar de sus mágicas ataduras.
No era muy probable, sin embargo, que el prisionero intentase escapar. Parecía
como atontado y permanecía de pie con la cabeza gacha; la larga y lacia cabellera negra
se le rizaba sobre los hombros y le enmarcaba el rostro. Dulchase contempló el fornido
y bien torneado cuerpo con envidia y pesar; le calculó unos dieciocho años.
«Estamos aquí para juzgar a este muchacho —razonó Dulchase—. Pero ¿por qué?
¿Por qué no dejar que los Duuk-tsarith se ocupen de ello? A menos que sea un
catalista... No, imposible. Ningún catalista ha tenido jamás una musculatura como ésa...
¿Y por qué sólo tres de nosotros? ¿Y por qué nosotros tres?
—Os estaréis preguntando, Diácono Dulchase, qué es lo que está pasando —le
dijo el Patriarca—. De nuevo, os pedimos disculpas. Sólo vos ignoráis lo que sucede. El
Diácono Saryon...
Al oír aquel nombre el muchacho alzó la cabeza de golpe. Echándose el pelo hacia
atrás con un movimiento de cabeza, entrecerró los ojos deslumbrado por la fuerte luz y,
una vez que sus ojos se hubieron acostumbrado a ella, miró a su alrededor.
—¡Padre! —exclamó con voz ahogada.
Olvidando sus ataduras, el muchacho dio un rápido paso hacia adelante. Al
momento se oyó un chisporroteo y un olor a carne quemada se extendió por la Sala. El
muchacho aspiró con fuerza a causa del dolor, pero aparte de esto no dejó escapar ni un
grito.
Sorprendido de que el prisionero conociese a Saryon, Dulchase quedó igualmente
sorprendido ante la respuesta del catalista. Éste apartó la mirada y alzó una mano
involuntariamente, no como un hombre que rechaza un ataque, sino como quien se
considera a sí mismo indigno de ser tocado.
—El Diácono Saryon —continuaba hablando Vanya, imperturbable— está
perfectamente enterado de lo que ocurre, y ahora os lo explicaré a vos, Hermano
Dulchase. Como sabéis, la ley de Thimhallan exige que se convoque un jurado de
catalistas para juzgar cualquier caso que concierna a un catalista o que constituya una
amenaza para elsólo
Dulchase reino. Todos losa demás
escuchaba Vanya casos se dejan
a medias. en manos
Conocía la leydeylos
ya Duuk-tsarith.
había adivinado
que aquél debía de ser un caso que constituía una amenaza para el reino; aunque no
comprendía cómo podía un muchacho amenazar la estabilidad del reino. Pero a medida
que Dulchase observaba al prisionero, empezó a creer que aquel joven sí podía resultar
una amenaza.
Los oscuros y sombríos ojos —aquellos ojos le resultaban familiares, ¿dónde los
había visto?— miraban fijamente a Saryon y ardían con una fuerza interior extraña. Las
cejas, espesas y oscuras, formando una oscura línea sobre el puente de la nariz, que
demostraba una naturaleza apasionada; la exuberante melena negra cayendo en
abundantes rizos sobre los hombros; la firme mandíbula; el rostro hermoso y
meditabundo; la actitud
formidable, alguien orgullosa, la podía
que posiblemente mirada valiente...
alterar Eradeuna
el curso figura realmente
las estrellas si se lo

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proponía.
«¿Dónde lo he visto antes?» —volvió a preguntarse Dulchase con la cólera
irrefrenable que se apodera de uno cuando intuye algo que no es capaz de sacar a la
superficie—. He visto antes esa regia inclinación de la cabeza, ese pelo brillante, esa
mirada impenetrable... Pero ¿dónde?
—El
Al oírnombre del muchacho
el nombre, la atenciónesdeJoram.
Dulchase se centró de nuevo en Vanya.
«No —se dijo, desilusionado—, ese nombre no me dice nada. Sin embargo, lo
conozco...»
—Se encuentra aquí para responder a diferentes cargos, de los cuales amenazar la
seguridad del reino no es el menos importante. Ése es el motivo de que celebremos este
juicio. Quizás os preguntéis por qué sólo somos tres, Diácono Dulchase. Averiguaréis la
razón a medida que os dé a conocer los sobrecogedores y espantosos detalles de la causa
contra este joven.
Al decir aquellas palabras, la voz del Patriarca sonó siniestra.
—¡Joram!
El Patriarca se dirigió al muchacho con voz fría y cortante, esperando atraer la
mirada del prisionero hacia él. Pero Joram le hizo el mismo caso que si hubiera sido un
loro aullador. Mantenía la mirada fija en Saryon y no la había apartado ni una sola vez.
El catalista aún tenía las manos sobre su regazo y seguía manteniendo la cabeza
inclinada sobre el pecho. A Dulchase le pareció que, de los dos, era el catalista quien
tenía más aspecto de prisionero...
—Joram, hijo de Anja —Vanya volvió a hablar pero esta vez su voz denotaba
enojo. Con una palabra, el Señor de la Guerra hizo que los anillos se encogieran,
cerrándose más sobre el cautivo. Al notar su calor, el muchacho dirigió la mirada de
mala gana y desafiante hacia el Patriarca—. Se te acusa del crimen de ocultar el hecho
de que estás Muerto. ¿Qué respondes a esa acusación?
El muchacho al que el Patriarca había llamado Joram rehusó contestar y alzó la
barbilla desafiante. El movimiento provocó una sensación de reconocimiento en
Dulchase; una sensación frustrante a la vez. ¡Conocía a aquel muchacho y sin embargo
no lo recordaba! Era como tener un picor en esa parte de la espalda que uno no puede
rascarse como le gustaría.
El Señor de la Guerra pronunció otra palabra. Los anillos centellearon y se
volvieron a producir aquel horrible chisporroteo y aquel nauseabundo olor. El
muchacho lanzó un agudo y angustiado grito.
—Me declaro culpable —dijo Joram, pero lo dijo con orgullo, con una voz fuerte
y profunda—. Nací Muerto. Fue la voluntad de Almin, como he aprendido de alguien a
quien Volvió
honro yarespeto.
mirar a Saryon, quien parecía tan abrumado que daba la impresión de
que nunca más podría volver a ponerse en pie.
—Joram, hijo de Anja, se te acusa del asesinato del capataz del pueblo de Walren.
Se te acusa del asesinato de un miembro de los Duuk-tsarith —continuó Vanya,
severo—. ¿Cuál es tu declaración ante estos cargos?
—Culpable —repitió Joram, aunque esta vez había menos orgullo en sus palabras.
El tono de su voz, ahora sombrío, se había vuelto inescrutable—. Merecían la muerte —
masculló en voz baja—. Uno mató a mi madre. El otro era un ser perverso.
—Tu madre atacó al capataz. El ser perverso, como tú lo llamas, actuaba en
interés del reino —repuso el Patriarca Vanya con frialdad.
El joven
clavados en él. no replicó; se limitó a mirarlo con fijeza, desafiante, los oscuros ojos

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—Son graves cargos, Joram. Quitar una vida por el motivo que sea está
completamente prohibido por Almin. Sólo por eso se te podría sentenciar a ser enviado
al Más Allá...
Por fin, algo había hecho mella en Saryon, sacándolo del estupor que provocaba
en él la desesperación. El catalista levantó la cabeza, lanzando una rápida y significativa
mirada al Patriarca.
devolvían la vida a Dulchase vio un
aquellos ojos destello de ánimo
atormentados. Pero ely Patriarca
observó que el temor
pareció y la rabia
no advertir la
mirada del catalista.
—Sin embargo, estos crímenes resultan insignificantes comparados con los
crímenes contra el estado que te han traído hasta aquí para ser castigado...
«Así que ése es el motivo de que seamos únicamente tres —comprendió
Dulchase—. Son secretos de estado y todo eso. Y, desde luego, ésa es la razón para que
me nombren Cardinal: para que mantenga la boca cerrada.»
—Joram, hijo de Anja, se te acusa de haberte asociado con los Hechiceros de las
Artes Arcanas. Se te acusa de haber leído libros prohibidos...
Dulchase observó que los oscuros ojos de Joram se posaban de nuevo en Saryon,
esta vez con sobresalto. Vio que Saryon, el breve destello de ánimo sofocado, se
doblaba sobre sí mismo con una expresión de culpabilidad. El muchacho abatió los
magníficos hombros con desaliento y suspiró. Fue un suspiro apenas audible, pero que
denotaba un dolor tan intenso que hirió en lo más profundo el corazón de Dulchase.
Ignorando al catalista, el muchacho giró la orgullosa cabeza. La negra cabellera le
cubrió el rostro, como si Joram quisiera esconderse tras aquella oscuridad para siempre.
—¡Joram! ¡Perdóname! —estalló Saryon, tendiendo ambas manos, suplicante—.
¡Tuve que contárselo a ellos! ¡Si supieras...!
—¡Diácono! —interrumpió Vanya con una voz tensa que sonó casi como un
aullido—. ¡Estáis perdiendo la compostura!
—Os pido disculpas, Divinidad —murmuró Saryon, encogiéndose en su asiento—
. No volverá a suceder.
—Joram, hijo de Anja —continuó el Patriarca, respirando con dificultad mientras
deslizaba las manos por los brazos del pétreo sillón. Se inclinó hacia adelante—. Se te
acusa del atroz crimen de volver a traer la piedra-oscura, esa obra maldita del Príncipe
de los Demonios, a un mundo que hace mucho tiempo la había desterrado. ¡Se te acusa
de haber forjado un arma con ese mineral diabólico! Joram, hijo de Anja, ¿cómo te
declaras? ¿Cómo te declaras?
Se hizo el silencio, un silencio expectante. La trabajosa respiración de Vanya, la
respiración entrecortada de Saryon, el siseo de los relucientes anillos, todo se abatía
contra el silencio pero nada podía penetrarlo. Dulchase comprendió que el muchacho no
contestaría. Vio
rápidamente. que permitiría
Joram los ardientes
queanillos se anillos
aquellos cerrabanlocada vez más,
abrasaran antesy apartó la mirada
que dejar que le
arrancaran una sola palabra. Comprendiéndolo también él, Saryon se puso en pie de un
salto emitiendo un grito ahogado. El Duuk-tsarith miró a Vanya interrogante,
preguntándole hasta dónde podía llegar. El Patriarca miraba a Joram con furia
contenida. Iba a abrir la boca, cuando otra voz —una voz que llenó el tenso ambiente de
la Sala como una mancha de aceite— rompió finalmente el silencio.
—Eminencia —dijo la voz desde las sombras—, no culpo a este joven por negarse
a contestar. Vos no estáis utilizando, al fin y al cabo, su nombre correcto. «Joram, hijo
de Anja.» ¡Bah! ¿Quién es ése? ¿Un campesino? Debéis llamarlo por su auténtico
nombre, Patriarca Vanya; entonces a lo mejor sí se dignará contestar a vuestras
acusaciones.
La voz tuvo el mismo terrorífico efecto sobre el Patriarca que si hubiera sido un

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rayo arrojado desde los cielos. Aunque Dulchase no podía distinguir el rostro de Vanya,
porque éste estaba de espaldas a la luz, sí vio que la cabeza cubierta por la pesada mitra
se perlaba de sudor y oyó que algo parecido a un estertor brotaba de sus pulmones. El
Patriarca dejó caer desmayadas las gordinflonas manos mientras contraía los dedos
como las patas de una araña atemorizada.

Joram,—Llamadle por suEmperatriz


hijo de Evenue, auténtico nombre —continuó
de Merilon. aquella voz
¿O deberíamos decirsuave y sosegada—.
difunta Emperatriz
de Merilon...?

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10
El Príncipe de Merilon

—Sobrino... —saludó el príncipe Lauryen.


Inclinó ligeramente ante Joram la cabeza cubierta por la roja capucha en un
irónico saludo y fue a detenerse frente al trono del Patriarca.
Ahora la Sala estaba brillantemente iluminada. A una orden del poderoso brujo,
hicieron su aparición gran número de esferas luminosas, que despedían una luz amarilla
y cálida sobre todos los reunidos. El Patriarca ya no podía esconder el rostro entre las
sombras; ahora quedaba claramente visible y todos pudieron comprender la verdad.
Dulchase se llevó una mano al corazón.
«Otromatar
más podría sobresalto como
a varios éste y no lo contaré —se dijo—. De hecho, un sobresalto
de nosotros.»
El Patriarca había intentado negarlo a grandes voces, pero la fulminante mirada de
El DKarn-Duuk congeló las palabras en sus labios. Al contrario que Saryon, que se
había encogido de tal manera que casi había desaparecido de la vista, el Patriarca
pareció hincharse. El pálido rostro aparecía moteado de manchas rojas y gruesas gotas
de sudor le perlaban la frente. Permanecía recostado en su asiento, respirando con
dificultad, el enorme estómago subiendo y bajando pesadamente, mientras con las
manos tironeaba nervioso de su roja túnica. No dijo nada, limitándose a mirar al brujo
con atención. El príncipe le devolvió la mirada, las manos cruzadas ante él, con porte
tranquilo y sereno. Sin embargo, se estaba librando una batalla mental entre ambos; el
aire crepitaba con los mudos ataques y contraataques, cada uno intentando calcular
cuánto sabía el otro y qué uso podía hacer de ello.
De pie entre los ardientes anillos, la pieza por la que ambos luchaban, Joram
aparecía tan desconcertado que estuvo a punto de hacer que Dulchase prorrumpiera en
carcajadas. De hecho, el anciano Diácono fue incapaz de reprimir una nerviosa risita
ahogada, pero, dándose cuenta de que la tensión lo empezaba a poner histérico,
consiguió transformar la risita en una ruidosa tos, que provocó que el joven Duuk-
tsarith que vigilaba al prisionero le lanzara una penetrante mirada.
Dulchase supo ahora dónde había visto aquellos ojos, aquella regia inclinación de
la cabeza, aquella mirada autoritaria. El muchacho era el vivo retrato de su madre.
Joram vio la verdad con toda claridad en el rostro de Vanya, igual que la vieron todos
los presentes en la Sala, pero lentamente desvió la mirada hacia Saryon como si
esperara su confirmación. El catalista había permanecido acurrucado en su asiento, con
la cabeza entre las manos, desde la llegada, evidentemente inesperada y nada deseada,
de El DKarn-Duuk. Ahora, al darse cuenta de que los pensamientos del muchacho se
dirigían hacia él, Saryon alzó el macilento rostro y miró directamente a aquellos ojos
sombríos e interrogantes.
—Es verdad, Joram —dijo en voz baja, hablando como si él y el muchacho fueran
los únicos ocupantes de la habitación—. ¡Lo sé desde hace... tanto tiempo! ¡Tanto
tiempo!
Rompió a llorar, sacudiendo la cabeza, las manos temblando por la emoción.

¿Por —¡No
qué nolomecomprendo!
dijisteis la—La voz de
verdad? ¡EnJoram sonaba
nombre velada, —Lanzó
de Almin! ahogada—.
un ¿Cómo?
amargo
juramento en voz baja—. ¡Confiaba en vos!

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Saryon lanzó un gemido, balanceándose hacia delante y hacia atrás en la fría silla
de piedra.
—¡Lo hice por tu bien, Joram! ¡Debes creerme! Es... estaba equivocado —titubeó,
lanzando una mirada a Vanya—. Pero hice lo que creía que era mejor. Tú no puedes
comprenderlo —finalizó algo violentamente—. Hay más cosas...

sobre —Desde
sí mismoluego querapidez
con tal las hay,que
sobrino —dijorelució
su túnica el príncipe
a su Lauryen
alrededordecomo
repente,
unagirando
llama.
Echándose hacia atrás la roja capucha con sus delgadas manos, el Señor de la Guerra se
enfrentó a Joram, mientras observaba su rostro con interés—. Te pareces a nuestra
familia, a tu madre y a mí, y es por eso por lo que te has metido en este lío. Si hubiera
corrido por tus venas la sangre aguada de ese idiota que es tu padre, te habrías hundido
en la oscuridad y el anonimato y te hubieras sentido feliz cuidando zanahorias en ese
pueblo donde te criaste.
Con un gesto de la mano, El DKarn-Duuk hizo desaparecer los llameantes anillos
que rodeaban al joven. Joram se tambaleó. Debilitado por la tensión y el agotamiento,
estuvo a punto de caer al suelo. Pero se sobrepuso inmediatamente y se irguió de nuevo.
«Se mantiene sólo gracias a su orgullo», pensó Dulchase con admiración, y esta
misma admiración se reflejaba también en el rostro del príncipe Lauryen, quien lanzó
una mirada arrogante al Patriarca Vanya.
—El muchacho está agotado. Seguramente ha permanecido en prisión desde que
se lo capturó anoche.
El Patriarca asintió con la cabeza, pero no respondió.
—¿Has comido algo? —preguntó El DKarn-Duuk, volviéndose de nuevo hacia
Joram.
—No necesito nada —respondió el muchacho.
El príncipe Lauryen esbozó una sonrisa.
—Claro que no, pero deberías sentarte. Vamos a estar aquí algún tiempo. —Una
vez más, miró al Patriarca—. Creo que no estarían de más algunas explicaciones.
El Patriarca Vanya se echó hacia adelante en su asiento, mientras su moteado
rostro empezaba a recuperar algo de su color original.
—¡Quiero saber cómo lo habéis descubierto! —exclamó con voz ronca, sus
rechonchas manos sujetando con fuerza los brazos del sillón—. ¡Quiero conocer todo lo
que sabéis!
—Paciencia —repuso El DKarn-Duuk.
Con un gesto de la mano hizo surgir del suelo dos nuevos sillones de piedra;
luego, cortés, invitó a Joram a que se sentase. El joven lanzó una suspicaz mirada al
sillón; después dirigió la misma mirada suspicaz a su tío. El príncipe asumió la sospecha
con una sonrisa
indicarle que sedesentara,
sus delgados
y Joramlabios, sin negarla
se sentó ni aceptarla.
de pronto, como siUna vez más volvió
su debilitado cuerpoa
hubiera tomado la decisión por él.
El DKarn-Duuk tomó asiento, entonces, junto al muchacho, flotando
elegantemente hasta el sillón. Adoptó la posición de sentarse, pero permaneció en el
aire, a un centímetro del asiento. Dulchase no estaba seguro si lo hacía por comodidad o
para hacer alarde de sus poderes mágicos. De lo que sí estaba convencido el anciano
Diácono era de que ya tenía suficiente.
Poniéndose en pie con un fuerte crujido de huesos, Dulchase se volvió hacia el
Patriarca, manteniendo una mano humildemente sobre el pecho.
—Eminencia —dijo el catalista, y se sintió secretamente satisfecho al observar
que
añoselpacíficamente,
príncipe Lauryen daba un respingo—,
encontrando consuelo a losoy
queunpodría
hombre anciano. Heuna
considerarse vivido
vida sesenta
tediosa

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en la observación de las interminables locuras que cometen mis semejantes. Mi lengua


ha sido siempre mi perdición, lo admito con toda franqueza. En muchas ocasiones me
fue totalmente imposible abstenerme de criticar tales locuras, y debido a ello he
continuado siendo Diácono, y estaré contento de morir como Diácono, os lo aseguro. Lo
que sucede es que no quiero morir como Diácono antes de hora, si es que me
comprendéis.
El DKarn-Duuk parecía disfrutar con aquello. Contemplaba a Dulchase por el
rabillo del ojo, bailándole una burlona sonrisa en los finos labios. El Patriarca, por su
parte, lo miraba furioso. Pero Dulchase disfrutaba de la cómoda situación de saber que
su superior estaba en un apuro mucho peor del que él podría conocer nunca, y por lo
tanto siguió hablando.
—Sufro pesadillas, Eminencia —dijo con sencillez—. Pero por naturaleza las
olvido inmediatamente en cuanto se hace de día. En estos momentos estoy padeciendo
una de esas pesadillas, Divinidad. Es algo horrible y preveo que aún empeorará más. —
Se inclinó humildemente, llevándose una mano al corazón—. Si me excusáis, regresaré
a mi cama y me despertaré antes de que eso suceda. Estoy seguro de que en mi viejo
cerebro no quedará el más leve rastro de esto. No sois más que fantasías de mi mente y,
como a tales, os deseo buenas noches. Eminencia —se inclinó de nuevo ante el
Patriarca—. Alteza —se inclinó también ante El DKarn-Duuk—. Alteza Real —se
inclinó aún más profundamente ante Joram, quien lo miraba, según observó Dulchase,
con una media sonrisa muy particular, una sonrisa apenas perceptible en sus labios pero
que dio un nuevo brillo a sus oscuros ojos.
Dulchase se estremeció. «Sí —se dijo, suspirando profundamente—, debo irme.»
Dándose la vuelta, avanzó un paso en dirección a la escalera situada al otro
extremo de la Sala. Aquella escalera que serpenteaba montaña arriba lo conduciría de
nuevo a su confortable celda.
Pero la voz del príncipe Lauryen lo detuvo.
—Os comprendo, Diácono. Realmente os comprendo —dijo el Señor de la
Guerra, imperturbable—. Pero es demasiado tarde para acabar con este sueño. Además,
esto sigue siendo un juicio. Se necesita vuestro veredicto. —Aunque estaba de espaldas
a él, Dulchase se dio cuenta de que El DKarn-Duuk estaba mirando a Vanya—. Y
necesito testigos. Por lo tanto, os ruego que os despertéis y nos acompañéis.
Dulchase consideró la posibilidad de hacer un último intento para escapar.
Empezó a abrir la boca, pero vio que los ojos del brujo se entrecerraban de forma
apenas perceptible.
—Sí, mi señor —asintió Dulchase sin ningún entusiasmo, dejándose caer de
nuevo en su asiento.

dedos —Bien, ¿por dónde


con delicadeza, empezamos?
golpeándose —El príncipe
ligeramente los finosLauryen juntóellas—.
labios con las puntas
Hay de los
varios
interrogantes sobre el tablero. Vos, Divinidad —había ahora una sutil ironía en su voz—
, exigís conocer todo lo que sé y cómo lo he descubierto. Tú, sobrino —la ironía
apareció de nuevo—, has preguntado con toda sencillez «¿cómo?», queriendo decir,
presumo, «cómo es que estás aquí cuando el mundo y la mayoría de los que habitan en
este lugar creen inocentemente que estás muerto». Con el debido respeto, Divinidad —
el Patriarca se mordió el labio, porque el sarcasmo de El DKarn-Duuk lo llenaba de una
rabia sorda que no se atrevía a demostrar—, contestaré primero a la pregunta de mi
sobrino. Él es, después de todo, mi soberano.
El príncipe Lauryen se inclinó ante Joram, bajando la mirada respetuosamente; se
encontró
—No al levantarla con que
—respondió Joram lo
el Señor de miraba frunciendo
la Guerra—, noelme
entrecejo,
estoy amenazador.
burlando de ti,

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muchacho. Nada más lejos de mi intención. Hablo muy en serio, terriblemente en serio,
te lo aseguro. —Los finos labios ya no sonreían—. Verás, Joram, los derechos de
sucesión al trono de Merilon pasan a través de la Emperatriz, pero, lamentablemente, tu
madre nos ha abandonado para ir al Más Allá, al reino de los muertos. —El DKarn-
Duuk pronunció aquella palabra con gran énfasis, observando cómo todos los que lo
rodeaban se encogían
pronto pasará involuntariamente
a ser de dominio en sus asientos—.
público. —Lanzó una mirada Una dolorosa
a Vanya, tragedia con
que aspiraba que
fuerza por la nariz, y echaba chispas por los ojos, poseído de una furia impotente—. Tú,
Joram, eres ahora el Emperador de Merilon. —Suspiró sonriente—. Disfruta tu mandato
mientras puedas. No durará mucho tiempo. Sabes que, como hermano de Su Difunta
Majestad, yo soy el siguiente en la línea de sucesión después de ti.
La expresión de Joram se suavizó y se le avivó la mirada.
«Se ha dado cuenta —pensó Dulchase, escondiendo la cabeza en la mano al
tiempo que apoyaba el codo sobre el brazo del sillón, perdida toda esperanza—. En
nombre de Almin, es un asesinato, y...»
Un gemido ahogado que provenía de Saryon le indicó que también él lo había
comprendido.
—No —empezó a decir sin fuerzas—, ¡no podéis! No...
—¡Callad! —le espetó el príncipe con frialdad—. Ya no sois útil, viejo títere.
Habéis representado vuestro papel muy estúpidamente, pero no ha sido, en muchos
aspectos, culpa vuestra. Aquel que tiraba de vuestros hilos no hizo más que estropearlo
todo.
»Y ahora, sobrino, contestaré a tus preguntas en beneficio tuyo y de aquellos que
van a juzgarte y a decidir tu destino.
Dulchase suspiró profundamente y deseó con todo su corazón encontrarse en el
fondo del Pozo Sagrado.
—Toda la información que voy a revelar —continuó El DKarn-Duuk— la he
conseguido interrogando a mucha gente esta noche. El Patriarca me corregirá, estoy
seguro, si me equivoco en algo.
»Hace dieciocho años, Su Divinidad, el Patriarca del Reino, cometió un error. Fue
tan sólo un pequeño error. —El Señor de la Guerra agitó la mano reprobador—.
Extravió un niño. Pero ese error iba a resultar desastroso para él. El niño extraviado no
era un niño corriente. Aquel niño era el Príncipe Muerto de Merilon. Tres de vosotros...;
no, me equivoco —el príncipe Lauryen le dedicó una desagradable sonrisa a Joram—,
cuatro de vosotros estuvisteis presentes durante la ceremonia en la que se declaró al
bebé, a ti, muchacho, oficialmente Muerto. Tu padre, el Emperador, te volvió la espalda,
pero tu madre, mi hermana, se negó a entregarte. Se arrodilló junto a tu cuna,
derramando
cuerpo lágrimas de
y te produjeron cristal.
varios Esas lágrimas se hicieron pedazos al caer sobre tu
cortes.
Joram, muy pálido ahora, se llevó una mano al pecho desnudo, mientras Dulchase
cerraba los ojos, recordando, al ver las blancas cicatrices.
—Gracias a la intervención del Emperador, se pudo convencer finalmente a la
Emperatriz de que entregara el niño al Patriarca Vanya, quien debía llevarse a la criatura
a El Manantial y celebrar la Vigilia. Algunos días después se comunicó a Palacio que el
cuerpo físico del niño había fallecido. Todo el mundo lamentó esa muerte, excepto yo,
desde luego. No es nada personal...
El DKarn-Duuk le hizo a Joram un gesto con la cabeza, que éste le devolvió, con
una expresión de siniestro regocijo.

estaba?—Me gustas,
¡Ah, sí! sobrino
El error —aprobó el príncipe—. Es una lástima. Bien, ¿dónde
de Vanya.

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El Patriarca emitió una especie de silbido, que sonó como aire caliente
escapándose de una burbuja mágica.
Ignorándolo, Lauryen continuó su relato.
—Su Divinidad llevó al niño a El Manantial. El Jefe de la Guardia de Palacio lo
acompañó, para que hubiera un testigo. Vanya llevó al bebé a la Cámara de los Muertos
ymáslo niños
depositó sobre entre
Muertos una losa de piedra.
las familias deEso fue antes
Merilon. de que empezaran
El Príncipe a nacerla más
era, por lo tanto, únicay
criatura de la Cámara. Fue entonces cuando Vanya cometió una estupidez, sobrino.
Abandonó al niño allí sin dejar a nadie de guardia. ¿Por qué? Eso quedará aclarado
dentro de un momento. Paciencia. «Todo llega para aquel que sabe esperar», como dice
el viejo adagio.
Con un gesto, el príncipe Lauryen hizo aparecer una esfera de agua en el aire y
tomó algunos sorbos de ella, mientras ésta flotaba obedientemente junto a su boca.
Reinaba tal silencio en la habitación, que se podía oír con toda claridad cada vez que
tragaba un sorbo de agua.
—¿Un trago, mi soberano?
Joram negó con la cabeza, sin apartar los ojos ni un momento del rostro del Señor
de la Guerra. El DKarn-Duuk no ofreció agua a los catalistas, limitándose a hacer
desaparecer la esfera en el aire con una palabra mágica.
—El bebé se quedó solo, sin vigilancia. Oh, desde luego eso es comprensible.
Nunca se ha montado guardia ante esas Cámaras, ocultas en los últimos confines de la
montaña sagrada. ¿Y qué había que proteger allí? ¿A un niño al que se había
abandonado para que muriera? ¡Ah, no! —La fría voz del príncipe Lauryen experimentó
un sutil cambio; sonó con un tono siniestro, que provocó un escalofrío en todos los que
lo escuchaban—. ¡A un niño al que se había dejado allí para que viviera!

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11
La verdad te hará libre

Un sonido ahogado surgió de El Pulgar de Merlyn.


—Sí, Vanya —continuó el príncipe Lauryen—, conozco la existencia de la
Profecía. Los Duuk-tsarith son leales..., leales al estado. Cuando quedó claro para el
Jefe de su Orden que yo soy ahora el estado, la bruja me lo reveló todo. Sí, te sientes
confundido, ¿verdad, sobrino? Hasta ahora todo resultaba muy fácil de comprender.
Escucha cuidadosamente, porque voy a pronunciar la Profecía que hasta ahora sólo
conocían el Patriarca Vanya y la Duuk-tsarith.
Con voz suave, El DKarn-Duuk pronunció las palabras que, a partir de aquel
momento, sonarían
—Nacerá cada
de la noche
Casa Realenalguien
los oídos
quedeestá
Dulchase.
muerto y que no obstante vivirá, que
morirá de nuevo y volverá a vivir. Y cuando regrese, en su mano llevará la destrucción
del mundo...
El príncipe Lauryen se quedó en silencio, la mirada fija en Joram. El muchacho
estaba lívido, la sangre había huido de sus gruesos labios; pero la expresión de su rostro
sombrío no se alteró, ni pronunció una sola palabra.
—¡Por eso es por lo que te he traicionado, hijo mío!
Las palabras que hasta entonces había reprimido surgieron de la garganta de
Saryon como sangre que brotase de un corazón herido.
—¡No tenía elección! ¡Su Divinidad me hizo comprender! ¡El destino del mundo
estaba en mis manos! —Retorciéndose las manos, Saryon miró suplicante a Joram.
«¿Qué será lo que espera conseguir Saryon? —se preguntó Dulchase, lleno de
compasión—. ¿Perdón? ¿Comprensión? —Dulchase miró el rostro severo de Joram—.
No —añadió para sí el anciano Diácono—, sin duda, no lo encontrará en ese oscuro
abismo.»
Pero, por un momento, pareció como si fuera a hallarlo. Los ojos de Joram
parpadearon, los apretados labios temblaron; el muchacho volvió la cabeza ligeramente
hacia el catalista, que lo miraba con patética vehemencia. Pero su orgullo, un orgullo
que había nacido con él y que la locura había fomentado, hizo retroceder las lágrimas y
reprimió aquel impulso. Desvió aún más el rostro de Saryon, quien suspiró y se
desplomó de nuevo en la silla, y mantuvo su atención fija en El DKarn-Duuk.
—Continuaré —dijo el príncipe con una nota de impaciencia en la voz—, si no
hay más interrupciones. Supongo que ahora comprenderás por qué no se podía permitir
que el Príncipe muriera. Tenía que vivir, o de lo contrario la Profecía se cumpliría, y, sin
embargo, todos debían creerlo muerto, ya que era inconcebible que un Emperador
Muerto ocupase un día el trono de Merilon.
»¿Te das cuenta del dilema al que se enfrentaba Vanya, sobrino? —El príncipe
Lauryen extendió las manos y miró a la concurrencia con una sarcástica expresión—.
No sé qué pensaba hacer contigo, Joram. ¿Qué planeabais, Patriarca? ¿Nos lo queréis
decir?
No recibió respuesta. Todo lo que se oyó fue la fatigosa respiración del Patriarca.

El DKarn-Duuk
—No se encogió
es importante. de hombros.
Probablemente planeaba tenerte encerrado en alguna celda
secreta en el interior de El Manantial, donde habrías vivido prisionero hasta que hubiera

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dado con una solución. ¡Ah! Parece que no estoy muy lejos de la verdad.
Dulchase lanzó una rápida mirada a Vanya y vio que la barbilla de éste se crispaba
nerviosamente.
—Fuera cual fuese su plan, no salió bien. No había dejado ningún centinela a
propósito, ya que pensaba bajar a la Cámara por la noche sin ser visto y llevarse al
Príncipe
Cámara sea encontró
otro lugarcon
más
queseguro.
el bebé¡Imagina su horror, sobrino, cuando al regresar a la
había desaparecido!
Dulchase sí podía imaginarlo. Un hormigueo le recorría la calva cabeza y notaba
los pies helados.
—Nuestro Patriarca, siempre racional, no se dejó dominar por el pánico. Tras
efectuar una discreta investigación, consiguió obtener alguna pista de lo que había
sucedido. Una mujer llamada Anja había dado a luz a un niño muerto. Cuando la
Theldara se lo dijo a la madre y le mostró el niño muerto, Anja se volvió loca,
negándose a entregar el cadáver. La Theldara envió a buscar a los Duuk-tsarith para que
le arrebataran a la criatura, lo cual lograron con sus artes mágicas, dejando a Anja
aparentemente sosegada. Pero ella los engañó. He oído decir, sobrino, que eres un
experto en el arte de la prestidigitación y de la ilusión óptica y que estas habilidades te
las enseñó esa mujer que tú creías tu madre. Eso no me sorprende. Era muy hábil en ese
arte, como se deduce por el hecho de que engañara a los Duuk-tsarith, una gente a la
que no se la engaña con facilidad.
»El Patriarca Vanya no pudo averiguar nada con seguridad, desde luego, pero
dedujo, y estoy de acuerdo con él, que la mujer huyó de su habitación y vagó por El
Manantial, buscando la salida. Por casualidad, fue a parar a la Cámara de los Muertos.
Allí se encontró con un bebé, ¡un bebé vivo! Anja se apoderó del niño y escapó de El
Manantial durante la noche. Cuando Vanya descubrió lo que había sucedido, la hábil
maga ya había tenido tiempo de cubrir bien sus huellas.
»Así que, sobrino mío, durante años el Patriarca Vanya ha vivido sabiendo que en
algún lugar de este mundo vivías tú, el Príncipe de Merilon, y, sin embargo, por mucho
que lo intentase, no podía encontrarte. A los únicos a quienes se les había dado a
conocer este secreto era a los Duuk-tsarith de más alta graduación, quienes, desde
luego, lo ayudaban en la búsqueda. Todos los informes sobre Muertos vivientes eran
comprobados cuidadosamente, según me han dicho. El primero que pareció concordar
fuiste tú, Joram, que les diste a conocer tu existencia cuando mataste al capataz. La
descripción de tu madre correspondía con la de Anja; tu edad era la justa.
«Pero Vanya no podía estar seguro. Afortunadamente, le facilitaste las cosas al
Patriarca cuando huiste al País del Destierro. Uno de los mejores Duuk-tsarith, un Señor
de la Guerra llamado Blachloch, ya estaba allí, llevando a cabo una operación
encubiertanocon
hombres los Hechiceros.
les costó Se encontrarte
ningún trabajo avisó al Patriarca de bajo
y quedaste que su
ibas hacia allí. A sus
vigilancia.
»No obstante, el Patriarca se encontraba una vez más en un dilema. No se atrevía
a encerrarte en El Manantial, donde, según se dice, «las paredes tienen oídos y lengua».
Tenía demasiados enemigos dispuestos a ocupar su lugar, así que decidió que también
sería seguro mantenerte en el País del Destierro bajo los ojos vigilantes no sólo del
Señor de la Guerra sino también de un catalista. —El DKarn-Duuk indicó con un gesto
la encogida figura de Saryon—. Pero Vanya no había contado con que descubrieses
piedra-oscura. Parecía, sobrino, como si la Profecía se fuera cumpliendo lenta e
inexorablemente. Estabas, o será mejor decir estás, volviéndote peligroso.
El príncipe Lauryen se quedó silencioso, perdido al parecer en sus propios
pensamientos. Vanyafijamente
del sillón, mirando permanecía
a Elsentado, deslizando
DKarn-Duuk con los
la dedos
mismaarriba y abajo
expresión condelque
brazo
un

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jugador derrotado contempla a su oponente, intentando calcular cuál será su siguiente


movimiento. En cuanto a Joram, la severa máscara de orgullo empezaba a resbalar de su
rostro; y el cansancio y la sorpresa recibida le daban un aspecto atontado. Miraba al
vacío con ojos vidriosos. Saryon, por su parte, parecía estar ahogándose en su propia
desgracia. Dulchase sintió una gran lástima por el muchacho, pero no parecía que
pudieraAlhacer granDiácono
anciano cosa por él.
le dolía la cabeza; temblaba de tal manera de frío y de
excitación, que mantenía los dientes firmemente apretados para evitar que le
castañeteasen. Se sentía enfadado, también. Enfadado por haber sido arrastrado a
aquella situación absurda y ridícula. No sabía a quién creer. En realidad, no creía a
ninguno de ellos. Desde luego, tenía que admitir que algunas cosas eran verdad; el
muchacho era obviamente el hijo del Emperador..., aquellos ojos y aquella cabellera no
podían mentir. Pero ¿existía realmente una Profecía sobre la destrucción del mundo? En
la historia de la humanidad ha existido siempre un profeta u otro que ha anunciado su
fin. El Diácono no sabía de dónde había salido aquella Profecía; pero no le era difícil
adivinarlo. Cualquier anciano que se haya pasado un año alimentándose de insectos y de
miel tiene una visión en la que ve el fin del mundo. Probablemente todo sea debido al
estreñimiento. Pero, ahora, cientos de años más tarde, aquello le iba a costar la vida a
aquel joven.
Olvidando toda prudencia, Dulchase lanzó un disgustado bufido, y el ruido
atravesó la tensa atmósfera como si fuera un trueno. Todos los presentes en la
habitación dieron un respingo y todos los ojos —incluidos los ojos fríos y sin expresión
de El DKarn-Duuk— se volvieron hacia el anciano.
—Estoy resfriado —murmuró Dulchase, secándose la nariz ostensiblemente con
la manga de la túnica.
Para alivio suyo, el Patriarca Vanya aprovechó la ruptura de la tensa atmósfera
para cambiar de postura su enorme mole.
—¿Cómo lo habéis descubierto? —volvió a preguntar al príncipe Lauryen.
El brujo sonrió.
—Todavía seguís intentando salvar el pellejo, ¿verdad, Eminencia? No os culpo.
Recubre una gran cantidad de grasa que sin duda daría lugar a un espectáculo
repugnante si empezara a rezumar ante la mirada de todos. ¿Quién más lo sabe? Seguro
que os lo estáis preguntando. ¿Están estas personas en condiciones de ocupar vuestro
puesto? ¿Estoy yo en condiciones de ponerlos ahí?
La tez de Vanya adoptó un color cetrino. Intentó replicar, pero el príncipe lo
detuvo alzando una delgada mano.
—Se acabaron las fanfarronadas. Podéis relajaros, de hecho, Patriarca. Podría
reemplazaros,
pongamos pero creo
de acuerdo en que
dar no
uname conviene,
solución siempre,
definitiva claro está,
a nuestros que vosPero
problemas. y yoyanos
lo
discutiremos más adelante. Ahora, quiero responder a vuestra pregunta. Un caballero
perteneciente a la clase media alta me vino a ver ayer por la noche. El pobre hombre
estaba trastornado por la desaparición de su hija.
Joram, entonces, levantó la cabeza con ojos relampagueantes.
El príncipe Lauryen apartó la vista inmediatamente del, en apariencia, apaciguado
Patriarca para mirar al muchacho sentado a su lado.
—Sí, sobrino; suponía que eso podría hacerte hervir la sangre.
—¡Gwendolyn! —exclamó Joram con la voz rota—. ¿Dónde está? ¡Qué le habéis
hecho! ¡Por Almin! —Cerró el puño con fuerza—. Si le habéis hecho daño...

ligero —¿Hacerle daño? —El


tono de censura—. DKarn-Duuk
No creerás no se tan
que tenemos inmutó; pero encomún,
poco sentido su vozJoram.
apareció un
¿Qué

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obtendríamos con hacerle daño a esa muchacha cuyo único crimen ha sido tener la
desgracia de enamorarse profundamente de ti?
El príncipe se volvió de nuevo hacia el Patriarca.
—Lord Samuels vino a verme a Palacio anoche a petición mía. Estaba enterado,
desde luego, de que los Duuk-tsarith buscaban al muchacho con un celo que yo
consideré pocoestaba
lord Samuels corriente. Naturalmente
ansioso por contestaryomis
sentía curiosidad
preguntas. por conocer
Me contó todo lo el
quemotivo,
sabía dey
Joram y de la extraña declaración de la Theldara. Había varias preguntas sin respuesta
que picaron mi curiosidad. ¿Por qué había desaparecido el informe sobre Anja? ¿Por
qué insistir en que había sido robado un niño de la sala donde estaban las criaturas
abandonadas y los huérfanos, cuando resultaba obvio que no había sido así?
«Envié a buscar inmediatamente a la jefa de los Duuk-tsarith. En un principio no
parecía muy dispuesta a hablar; pero tras explicarle todo lo que ya sabía y después de
hacer hincapié en las ventajas de hablar comparadas con los inconvenientes que podría
acarrearle permanecer callada y leal a alguien que no merecía su lealtad —el príncipe
Lauryen recalcó sus últimas palabras, provocando de nuevo la cólera del Patriarca—,
decidió cooperar y me contó todo lo que deseaba saber. No tienes de qué preocuparte,
sobrino. Tu joven enamorada está de nuevo en el seno de su familia, derramando, sin
duda, abundantes lágrimas por tu captura. Tiene que sufrir aún una nueva prueba, que
aunque dolorosa es necesaria. Se dice que, en el mundo antiguo, era costumbre cortar un
miembro enfermo para salvar el cuerpo. Es joven. Se recuperará de sus heridas,
especialmente cuando descubra que aquel a quien amaba es un hombre Muerto al que se
ha declarado culpable de la muerte de dos ciudadanos del reino y de mezclarse con las
Artes Arcanas.
El color iba regresando al abotargado rostro del Patriarca Vanya. Carraspeó,
aclarándose la garganta.
—Sí, Eminencia —continuó el príncipe Lauryen, con una sonrisa burlona
asomando a sus labios delgados—. Guardaré vuestro secreto. Es mejor para el pueblo
que así sea. Hay, no obstante, una condición.
—La Emperatriz —dijo Vanya.
—Exactamente.
—Mañana se dará a conocer su fallecimiento —repuso el Patriarca, tragando
saliva—. Hace mucho tiempo que nos estamos aconsejando que se haga así —los ojos
de Vanya se posaron en los dos catalistas presentes—, ya que es muy justo que se le dé
a esa pobre alma el eterno descanso que busca. Pero el Emperador se opuso a nuestro
deseo. ¿No hay la menor duda —el Patriarca miró al príncipe Lauryen con ojos
inquietos— de que el Emperador ha perdido el juicio?
—Ninguna
El Patriarca—respondió el otro
asintió aliviado y secon voz seca.los labios con la lengua.
humedeció
—Hay otro pequeño asunto —siguió el príncipe.
El rostro de Vanya se ensombreció.
—¿Qué es? —preguntó con suspicacia.
—La Espada Arcana... —empezó a decir el brujo.
—¡Nadie tocará esa arma diabólica! —rugió Vanya, enrojeciendo. Las venas
parecieron a punto de estallarle en las sienes; el rostro empezó a hincharse hasta casi
ocultar sus ojos bajo las arrugas—. ¡Ni siquiera vos, DKarn-Duuk! Estará presente en la
Ceremonia como prueba de la culpabilidad de este muchacho. ¡Luego regresará a El
Manantial, donde quedará encerrada bajo llave para siempre!
No al
Lauryen, había duda,el asuelo
cultivar juzgar
de por el tonorecién
un campo de voz del se
arado, Patriarca, de que elde príncipe
había tropezado repente

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con una roca gigantesca. Conseguiría moverla, pero le llevaría mucho tiempo y
paciencia; por el momento era mucho mejor rodearla. Encogiéndose de hombros, se
inclinó en señal de asentimiento.
—Tenéis mi espada, pero ¿qué va a pasar conmigo? —exigió Joram en voz baja y
altanera. Torció el gesto con una amarga sonrisa—. Parece que tenéis un auténtico
dilema entre manos.
podéis permitiros Si mevivir.
dejarme matáis,
Se haréis que se cumpla
han cometido la Profecía,
ya demasiados y, sin embargo,
«errores». no
Encerradme
en la mazmorra más lóbrega y profunda y no habrá una sola noche en la que podáis
dormir tranquilo sin preguntaros si no habré conseguido, de una forma u otra, escapar.
—A cada minuto que pasa siento cómo mi cariño por ti aumenta, querido sobrino
—dijo el príncipe Lauryen, suspirando y poniéndose en pie—. Me temo que tu destino
está en las manos de los catalistas, ya que significas una amenaza para el reino. Y no
tengo la menor duda de que el Patriarca Vanya ha encontrado, por fin, una solución a
este espinoso problema. Mi trabajo aquí ha concluido. Eminencia —El DKarn-Duuk
hizo una ligera reverencia—. Reverendos Hermanos —se despidió inclinando la cabeza
a Saryon, que miraba a Vanya con los ojos desorbitados por el terror, y de Dulchase,
quien se removió inquieto en su asiento, rehusando encontrarse con la mirada del
príncipe.
Echándose sobre la cabeza la roja capucha de su voluminosa túnica, El DKarn-
Duuk se volvió finalmente hacia Joram.
—Levántate y despídete de mí, sobrino —dijo.
A regañadientes, echando hacia atrás la negra cabellera con un gesto de desafío, el
joven obedeció. Se puso en pie, pero no hizo ningún otro movimiento. Cruzó las manos
a la espalda y se quedó mirando al frente, clavando los ojos en la oscuridad de la vacía
Sala.
Adelantándose, el príncipe Lauryen sujetó al joven por los hombros con sus
delgadas manos. Joram se echó hacia atrás e intentó, instintivamente, soltarse de las
manos del brujo; pero se contuvo, demasiado orgulloso para forcejear.
Con una sonrisa, El DKarn-Duuk se inclinó sobre el muchacho y colocando la
encapuchada cabeza junto a la mejilla de Joram, lo besó, primero en la mejilla izquierda
y luego en la derecha. El muchacho no pudo reprimir una vacilación; se encogió de
modo visible, sintiendo repugnancia por el contacto de aquellos labios helados.
Consiguió soltarse con una violenta sacudida y empezó a frotarse los desnudos brazos
como si quisiera librarse de aquel contacto.
Un Corredor se abrió detrás del príncipe Lauryen. Entrando en él, el brujo se
desvaneció. Con él desapareció también la luz que había traído y la mayor parte de la
Sala se hundió en la oscuridad, exceptuando el débil y fantasmal resplandor que
emanaba
de detrás del
del Pozo
trono de
dellaPatriarca.
Vida, situado en el centro, y la violenta y potente luz que surgía
Vanya empezaba a serenarse, aunque evidentemente aún se sentía trastornado.
Obedeciendo a un gesto del Patriarca, el joven Duuk-tsarith surgió de entre las sombras.
Pronunció una palabra y, de nuevo, Joram se vio rodeado por los tres anillos de fuego,
cuya llameante luz proyectaba un extraño resplandor en la profunda oscuridad de la
Sala. El Patriarca se quedó mirando al muchacho en silencio, aspirando ruidosamente
por la nariz.
—Divinidad —empezó Saryon, alzándose lenta y trabajosamente de su asiento—,
prometisteis que no lo matarían. —El catalista juntó las temblorosas manos ante sí,
implorante—. Me jurasteis por la sangre de Almin...

Él por—Arrodíllate, Hermano Saryon —dijo el Patriarca Vanya, severo—, ¡y ruégale a


tu propia redención!

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—¡No! —exclamó Saryon, abalanzándose hacia el Patriarca.


Poniéndose en pie con dificultad, Vanya levantó su enorme mole del trono y,
apartando al catalista de un empujón, avanzó hasta detenerse frente al muchacho. Joram
lo contempló sin decir palabra, con una triste sonrisa en los labios.
—Joram, hijo de... —empezó a decir Vanya. Pero se detuvo, confuso. La sonrisa
apenas
triunfo. esbozada del se
El Patriarca muchacho se ensanchó
puso lívido convirtiéndose
de cólera—. en una
¡Tienes razón, orgullosa—gritó
muchacho! sonrisacon
de
voz temblorosa—. No nos atrevemos a dejarte vivir. No nos atrevemos a dejarte morir.
Puesto que has vivido Muerto entre los Vivos, ahora te aguarda la Muerte en vida.
Dulchase se puso en pie de un salto, sintiendo una terrible opresión en la garganta.
Quiso gritar: «¡No! ¡No seré cómplice de todo esto!».
Intentó hablar, pero de su garganta no surgió ningún sonido. Por una vez, la
lengua le había fallado. Lo había atrapado hábilmente. Sabía demasiado. Iría a Zith-el,
donde había un zoo notable...
Saryon lanzó un grito angustiado, dejándose caer de rodillas al suelo, delante del
trono de piedra de Vanya.
El Patriarca no prestó la más mínima atención a ninguno de los catalistas. Joram
dirigió la mirada hacia el infeliz Saryon, pero era una mirada fría e implacable y volvió
a fijarla casi al instante en el Patriarca.
—Joram. Habiéndosete encontrado culpable de todos los cargos presentados
contra ti por tres catalistas tal y como prescribe la ley de Thimhallan, por la presente te
sentencio a sufrir la Transformación. Al alba, serás conducido a la Frontera, donde tu
carne será convertida en piedra mientras que a tu alma se la dejará vivir en el interior de
tu cuerpo para que reflexiones sobre tus crímenes. Permanecerás para siempre en la
Frontera como Vigilante, muerto pero vivo, con la mirada fija en el Más Allá para toda
la eternidad.

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12
«Obedire est vivere»

Alguien golpeó suavemente la puerta cerrada.


—¿Padre Saryon? —llamó una dulce voz.
—¿Es la hora?
No había ventanas en la pequeña capilla. Un nuevo día podría amanecer con todo
su esplendor en el mundo exterior, pero nunca podría traspasar la fría oscuridad de
aquel santuario.
—Sí, Padre —contestó la voz en tono muy bajo.
Saryon alzó la cabeza con lentitud. Había pasado el resto de la noche arrodillado
en oración.
la el pétreo Por
sueloesta
de una de las
causa, capillasentumecido
se sentía privadas deyEltenía
Manantial, buscando
las rodillas consuelo
doloridas. en
Hacía
horas que no notaba las piernas.
¡Cómo deseaba que hubiera podido decirse lo mismo de su corazón!
Saryon extendió una mano para agarrarse al reclinatorio situado ante él y se
enderezó con dificultad. Un gemido ahogado se escapó de sus labios al sentir cómo
miles de afiladas agujas se le clavaban en las extremidades a medida que la sangre
volvía a circular por ellas. Intentó mover las piernas y descubrió que se sentía
demasiado débil. Apoyó la fatigada cabeza en una mano y cerró los ojos intentando
contener las lágrimas que se agolpaban en ellos.
—Vos, que me habéis negado todo lo demás, concededme las fuerzas suficientes
para andar —oró amargamente—. Al menos no le fallaré. Estaré con él en el último
momento.
Saryon apoyó ambas manos en el reclinatorio y, apretando los dientes con fuerza,
consiguió ponerse en pie. Permaneció inmóvil durante unos instantes, respirando
fatigosamente, hasta que se sintió seguro de poder andar.
—¿Padre Saryon? —llamó de nuevo la voz con un dejo de preocupación.
Algo arañó la puerta de la capilla.
—Sí, ya voy —respondió Saryon—. ¿A qué viene tanta prisa? ¿Estáis impaciente
por ver el espectáculo?
Arrastrando los pies, resbalando mientras intentaba ignorar el dolor de los
músculos y se esforzaba por andar, el catalista atravesó la habitación en pocos pasos y
se apoyó en la puerta, sin fuerzas.
Tras hacer una pausa para secarse el helado sudor de la frente, Saryon encontró
por fin la energía necesaria para retirar el sello mágico con el que había cerrado la
puerta la noche anterior. No era un hechizo potente; el mismo catalista lo había
conjurado utilizando la insignificante cantidad de Vida que poseía. Aun así, durante un
breve momento dudó de si podría romperlo. Después de una ligera vacilación, la puerta
se abrió, balanceándose hacia dentro silenciosamente.
El pálido rostro de una novicia lo miró desde el otro lado. La mujer tenía una
expresión asustada; se mordió un labio al ver su rostro ceniciento y bajó los ojos
turbada.

—Es...pasó
todo. —Se estaba preocupada
una delgada mano porporvos,
los Padre
ojos y —dijo
añadió con voz entrecortada—:
temblorosa—. Eso es
Yo no
quiero ver esto, pero es necesario... —las palabras se ahogaron en su garganta.

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—Lo siento, Hermana —se disculpó Saryon, fatigado—. Perdonadme. Ha sido...


ha sido... una noche tan larga...
—Sí, Padre —repuso ella con más energía, alzando los ojos para encontrarse con
los suyos—. Lo comprendo. Le he rogado a Almin que me dé coraje para soportar esta
prueba, y Él no me fallará.
—Qué afortunada
El repentino tono desoisamarga
—replicó Saryon
cólera con sarcasmo.
que denotaba la voz del sacerdote sobresaltó a
la novicia, que se quedó mirándolo, medio asustada. Saryon suspiró y empezó a pedir
disculpas de nuevo, pero luego desistió de ello. ¿Qué importaba su perdón? ¿Qué
importaba el perdón de nadie excepto el de una persona? Y aquél no lo recibiría nunca,
no lo merecía.
—¿Es... es eso... la espada?
Los aterrorizados ojos de la novicia —«Tan brillantes y dulces como los de un
conejo», pensó Saryon— se dirigieron hacia la informe masa oscura que reposaba sobre
el altar de palisandro, apenas visible en la luz que proyectaba la pequeña esfera que
sostenía en la mano.
—Sí, Hermana —respondió Saryon sucintamente.
Aquél era el motivo del sello mágico en la puerta. Sólo a una persona se la había
considerado capacitada para ocuparse de aquella arma siniestra.
—Esto formará parte de vuestra penitencia, Padre Saryon —había decretado el
Patriarca Vanya—. Puesto que ayudasteis en la creación de esta espantosa herramienta
de los Hechiceros del Noveno Misterio, pasaréis el resto de vuestra vida custodiándola.
Claro está que —había añadido el Patriarca en un tono de voz más dulce y suave—
habrá miembros de nuestra Orden que tendrán que examinarla de manera que podamos
aprender más cosas sobre su demoníaca naturaleza. Pondréis a disposición de aquellos
que sean elegidos para llevar a cabo esta tarea todos vuestros conocimientos sobre las
Artes Arcanas.
Saryon había inclinado la cabeza con humildad, aceptando agradecido su
penitencia, firme en su creencia de que así purificaría su alma y le concedería la paz
espiritual que tan desesperadamente buscaba. Pero la paz prometida no había llegado.
Por un momento había creído que sí había llegado, hasta que, durante la última
noche, se había encontrado con la sombría mirada de Joram. Las amargas palabras del
muchacho —«¡Confiaba en vos!»— le parecían al sacerdote como si hubieran sido
escritas con fuego sobre su alma. Arderían para siempre en su interior; nunca se libraría
de aquella agonía.
Era ese fuego, supuso, el que consumía las plegarias y súplicas que dirigía a
Almin, plegarias solicitando misericordia, solicitando el perdón de sus pecados. Las
palabras convertido
corazón flotaban enensuuna
boca como
masa cenizas yy ennegrecida.
carbonizada se desperdigaban en el aire, dejando su
La novicia lanzó una rápida mirada a una ventana del corredor. La luz de las
estrellas empezaba a desvanecerse lentamente.
—Padre, debemos irnos.
—Sí.
Saryon se volvió, y con paso lento y vacilante se acercó hasta el altar.
La Espada Arcana yacía como un objeto muerto. La luz que la novicia sostenía en
la mano arrancaba suaves destellos de la pulida superficie de palisandro del elaborado
altar, pero ni un solo destello surgía del negro metal de la espada. Sintiendo el corazón
oprimido por el dolor y la pena, Saryon alzó el arma torpemente. Una enorme
repugnancia
punto estuvolodeinvadió
dejarla alcaer
tocarla. La introdujo
al suelo. en el interior
Luego, inclinando de la funda
la cabeza, sujetócomo pudocon
la espada ya

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fuerza entre ambas manos y la alzó hacia el cielo, lanzando la más sincera de las
plegarias que jamás había pronunciado en su vida.
—Almin bendito, ya no me siento preocupado por mí. Estoy perdido. ¡Acompaña
a Joram! ¡Ayúdalo, de alguna forma, a encontrar la luz que busca tan
desesperadamente!
Enprocedente
«amén» la pequeñadey lasombría capilla no se oyó más que un ahogado y compadecido
joven novicia.
Llevando la pesada espada entre los brazos, Saryon abandonó la capilla.

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13
La Frontera

La Frontera.
El extremo del mundo. Picos cubiertos de nieve, bosques de pinos y burbujeantes
ríos situados en el centro del país se convertían en ondulantes praderas y populosas
ciudades y en frondosos bosques que a su vez cedían el paso a extensas llanuras de
ondeantes pastos. Finalmente los pastos desaparecían y, entonces, ya no había nada
excepto dunas solitarias barridas por el viento que soplaba sin cesar. Más allá de la
arena flotaban las brumas del Más Allá. Y mirando eternamente a estas brumas con sus
ciegos ojos de piedra, se encontraban los Vigilantes.

piedra,Seres humanos
que no condenados,
obstante transformados
conservaban mediante
la vida en sus cuerposartes mágicas los
petrificados, en estatuas de
Vigilantes
medían nueve metros de altura. Hombres y mujeres indistintamente, cada uno de ellos
estaba colocado a seis metros de distancia del siguiente, y casi todos eran catalistas. A
los magos se los castigaba enviándolos al Más Allá, ya que se consideraba demasiado
peligroso permitir que un mago poderoso permaneciera en el mundo, aunque sea
petrificado. Pero el humilde catalista era muy diferente, y cuando se decidió que era
necesaria la existencia de Vigilantes en la Frontera, se consideró que aquélla era una
forma muy adecuada y satisfactoria de obtenerlos.
¿Qué era lo que vigilaban aquellos seres silenciosos, muchos de los cuales
llevaban siglos resistiendo el azote de la arena y del viento? ¿Qué harían si vieran
materializarse algo entre las brumas? Nadie lo sabía; hacía mucho tiempo que las
respuestas habían pasado al olvido. No había nada allí fuera excepto el Más Allá, el
Reino de los Muertos. Y de ese Reino nadie había regresado jamás.

Situada al este de Thimhallan, la Frontera era el primer lugar del país que recibía
los rayos del sol naciente. Cuando empezaba a levantarse, la luz del sol era de un color
gris nacarado, que brillaba a través de una cortina de niebla tan espesa que ni siquiera la
divina bola de fuego podía dispersarla. Luego, con un fulgor pálido y frío —una sombra
de sí mismo—, el sol hacía su aparición sobre la línea del horizonte, allí donde las
brumas dejaban paso a un cielo azul y despejado, proyectando una luz trémula y débil.
Cuando
como unfinalmente conseguía liberarse
torrente, derramándose sobre ladeltierra
Reino de en
como los agradecimiento,
Muertos, la luz ybrotaba de un
trayendo él
nuevo día a todos los seres vivos de Thimhallan.
Sería en ese momento, con los primeros rayos del sol cayendo sobre la tierra,
cuando a Joram se lo convertiría en una estatua de piedra.
Por lo tanto, todos los participantes y también los que iban a actuar como testigos
de la solemne ceremonia empezaron a reunirse sobre las dunas con las primeras luces
del alba. Se necesitaban veinticinco catalistas para poder transferir al Verdugo la Vida
suficiente para llevar a cabo la Transformación, y estos hombres y mujeres fueron los
primeros en llegar. Aunque generalmente se convocaba a catalistas de todas las regiones
de Thimhallan para que representaran a toda la población, aquel juicio había sido tan
precipitado
más jóvenesque
no esta vezpresenciado
habían los catalistasnunca
procedían
aquellatodos de El Manantial.
ceremonia, Muchos
y la mayoría de losdemás
los

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ancianos se había olvidado de cómo era. De los Corredores abiertos sobre la arena
surgían, tambaleantes y somnolientos, los catalistas que habían sido elegidos, muchos
de ellos portando libros en las manos, estudiando apresuradamente el ritual.
El siguiente en llegar fue el Verdugo. Un mago de extraordinario poder —uno de
los miembros de más categoría de los Duuk-tsarith—, era el brujo particular de los
catalistas.
dentro de Trabajaba únicamente
El Manantial, sino quepara ellos,sey ocupaba
también no sólo se
de encargaba
asuntos comode lael seguridad
presente.
Habiendo trocado el color de sus negros ropajes por el color gris, que representaba la
imparcialidad de la ley, el Verdugo salió silenciosamente del Corredor. Estaba solo, el
rostro enteramente cubierto por la capucha. Los catalistas lo rehuyeron; lo miraban de
reojo y se apartaban rápidamente de su camino. El hombre no les prestó la menor
atención. Se quedó de pie inmóvil sobre la arena como si también él fuera de piedra,
manteniendo las manos en las profundidades de las mangas de su túnica, repasando
mentalmente quizás el complicado conjuro o a lo mejor concentrándose para reunir la
gran cantidad de energía física y mental que sería necesaria para realizar el hechizo.
Detrás de él, surgieron del Corredor dos Duuk-tsarith que escoltaban a un hombre
de noble, aunque agotado, porte y a una muchacha que parecía estar a punto de
derrumbarse. La muchacha se aferraba a su padre, intentando huir del contacto con los
Señores de la Guerra. Al ver a los pétreos Vigilantes, lanzó un grito desgarrador. Su
padre tuvo que sostenerla en sus brazos, para evitar que cayera en aquel lugar para no
levantarse jamás.
Varios de los catalistas sacudieron la cabeza apenados y algunos de los más
ancianos se adelantaron para ofrecerle el consuelo y la bendición de Almin; pero la
joven se apartó de ellos al igual que lo había hecho de los Duuk-tsarith, hundiendo el
rostro en el pecho de su padre y negándose a mirarlos.
Los Señores de la Guerra que los acompañaban los condujeron a una zona de la
playa en la que no había nada a excepción de una señal dibujada sobre la arena
precipitadamente. Al ver la señal —una rueda de nueve radios—, la muchacha se
desplomó. Entonces se hizo llamar a un Theldara a toda prisa.
El Cardinal fue el siguiente en llegar. Había tenido el cuidado de cambiar los
blancos ropajes de rebordes plateados propios de su cargo por la túnica gris, también
bordeada de plata, propia de una ejecución, justo en el momento de salir del Corredor.
Reuniéndose con varios de los catalistas de más edad, que lo saludaron con una
reverencia, el Cardinal dirigió una mirada a las cada vez más brillantes brumas y frunció
el entrecejo. Se lo oyó comentar irritado que se estaban retrasando. Reunió
inmediatamente a veinticinco miembros de su Orden y los situó, formando un círculo,
alrededor del dibujo de la rueda. Cuando todos los catalistas estuvieron colocados tal y
como él quería,
apropiado, y cada uno
el Cardinal de ellos
hizo hubo cambiado
un gesto el coloraldeVerdugo,
con la cabeza sus ropas quien
al tonolenta
de grisy
solemnemente fue a ocupar su lugar en el centro del círculo.
Todo estaba listo. El Cardinal lo comunicó a El Manantial mediante un Corredor.
Tras unos instantes de intensa expectación, volvió a abrirse el agujero. Esperando ver
salir al séquito del Patriarca, todo el mundo volvió la cabeza y se esforzó por ver lo que
sucedía. Pero no era más que el Theldara, que había acudido para atender a Gwen, lo
cual proporcionó un poco de distracción a los presentes. Tras administrarle unas
pócimas reconstituyentes, la muchacha se incorporó a los pocos momentos, mientras el
color regresaba a su pálido rostro progresivamente.
En el círculo de catalistas se produjo un momentáneo movimiento de impaciencia.
El CardinalPor
infractores. frunció
fin, laelpaciencia
entrecejo,de contrariado,
los presentesysetomó nota mentalmente
vio recompensada. de los
El Corredor

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volvió a abrirse, pero el hueco estaba vacío.


Los reunidos lanzaron una exclamación de sorpresa. Un fenómeno de lo más
inesperado acababa de tener lugar.
El Emperador estaba surgiendo del Corredor. Mientras todos lo contemplaban
conmocionados, un nuevo revoloteo en el interior del agujero dio paso también a la
Emperatriz,
del Más Allá; sentada en un
muchos alado sillón blanco.
cuchichearían después Miraba fijamente
—cuando en dirección
se anunció al Reino
oficialmente su
fallecimiento— que había una expresión de melancólico anhelo en sus ojos, como si
suspirase por el reposo que se le negaba. Ambos estaban solos, ningún servidor los
acompañaba, y el Emperador permanecía inmóvil, flotando sobre la arena, mirando a su
alrededor expectante.
El Cardinal los miraba estupefacto, con la boca abierta; los catalistas empezaron a
mirarse los unos a los otros, sorprendidos y consternados. Incluso la muchacha se dio
cuenta de lo sucedido; levantó la cabeza y contempló a la Real Pareja, sobre todo a la
difunta Emperatriz. Luego desvió la mirada apresuradamente con un estremecimiento.
Tan sólo el Verdugo permaneció impávido, con la encapuchada cabeza mirando al
frente y los invisibles ojos clavados en el círculo.
Finalmente, el Cardinal abandonó el círculo de catalistas y dio un vacilante paso
en dirección al Emperador, aunque no tenía la menor idea de lo que debía hacer.
Afortunadamente, en ese momento el Corredor se volvió a abrir, dando paso al Patriarca
Vanya y a El DKarn-Duuk, el color rojo y carmesí de sus ropas destacando como si se
tratara de salpicaduras de sangre en la blanca arena de la playa.
Ambos parecieron bastante sorprendidos al ver al Emperador y a su esposa.
—¿Qué está haciendo él aquí? —preguntó el Patriarca en voz baja, mirando
ceñudo al príncipe Lauryen.
—No tengo ni idea —replicó el brujo con frialdad, mirando a su vez al
Patriarca—. Quizás esté buscando algo de diversión.
—Las paredes de El Manantial no sólo tienen ojos y oídos, sino que también
tienen boca —observó el Patriarca, malhumorado, enrojeciendo al ver la desconfianza
pintada claramente en los ojos de El DKarn-Duuk—. Ha averiguado la verdad.
Por un instante, pareció como si Lauryen perdiera su habitual compostura, con
gran satisfacción por parte del Patriarca.
Inclinándose junto a él, El DKarn-Duuk siseó:
—Si el muchacho habla, si lo hace público en presencia del Emperador...
—No lo hará —lo interrumpió Vanya.
Frunciendo los labios con aire de suficiencia, miró de reojo a lord Samuels y a su
hija, que permanecían detrás del círculo de catalistas con aspecto desamparado.
Comprendiendo
—¿Se le ha dicholoalque el Patriarca
muchacho que quería decir,aquí?
ella estaría Lauryen se tranquilizó.
—No. Esperamos que la sorpresa que le haya producido verla lo mantendrá en
silencio. Si intenta hablar, el Padre Saryon tiene instrucciones de advertirle que la
muchacha pagará las consecuencias.
—Hummm —fue todo lo que contestó el Señor de la Guerra.
Pero en aquel sonido había un tono siniestro, que le recordó vivamente al
Patriarca una serpiente de cascabel, de la que se dice que emite un sonido de advertencia
antes de atacar.
De todas formas, no había tiempo para más conversación; a ambos les incumbía
ahora atender a su señor y a su difunta esposa rindiéndoles su homenaje y su respeto.
Se necesitaba
Emperador una tribuna
y a la Emperatriz. real, desde
El Patriarca Vanya luego, para proporcionar
y El DKarn-Duuk asiento
se sentarían al
también

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allí, junto con el Cardinal, aunque estos caballeros habían tenido la intención de
permanecer de pie cerca del círculo en sus prisas por acabar con aquello rápidamente.
Ahora esto era imposible. Se hizo salir a varios Duuk-tsarith del Corredor para
que conjuraran la tribuna con la ayuda del mismo Cardinal, ya que ninguno de los
catalistas del círculo andaba sobrado de energía. El Cardinal otorgó Vida a los Señores
de la Guerra
retraso, con continuas
lanzando aire malhumorado
miradas ay las
se lobrumas
vio darque,
muestras
a cada desegundo
impaciencia por el
que pasaba,
resultaban más brillantes.
Pero los Señores de la Guerra hicieron su trabajo con eficiencia y la tribuna tomó
forma con una sola palabra y un gesto de la mano. Del aire surgieron cientos de
mullidos almohadones, un dosel de seda cayó del cielo como una nube caprichosa y
pronto quedaron instalados en ella Sus Majestades, el Patriarca, El DKarn-Duuk y todos
los demás. Al estar sentados a la cabecera del círculo de catalistas, disfrutaban de una
excelente visión del Verdugo y de la rueda dibujada en la arena. Más allá, las brumas
del Límite del Mundo bullían exasperadas bajo la luz de la mañana.
Emitiendo un suspiro de alivio, el Cardinal se apresuró a ordenar que trajeran al
prisionero.

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14
La Profecía

El Corredor volvió a abrirse, esta vez en el centro mismo del círculo de catalistas.
Saryon salió de él, llevando la Espada Arcana en los brazos, sujetándola con la
misma torpeza y cautela con que un padre sujeta a su hijo recién nacido. El Cardinal
pareció sentirse escandalizado por el hecho de llevar un arma diabólica a una ceremonia
tan solemne, por lo que miró a su Patriarca en busca de instrucciones.
Poniéndose en pie, el Patriarca Vanya dijo con voz severa:
—Se ha decretado que el Diácono Saryon permanezca junto al Verdugo
manteniendo la Espada Arcana alzada en el aire, de modo que lo último que vean los
ojos deEleste muchacho
Cardinal sealaelcabeza
inclinó engendro diabólico
en señal que él mismoSehaoyeron
de asentimiento. creado.
murmullos entre
los catalistas, una violación de la disciplina que fue rápidamente acallada por un
indignado siseo del sacerdote. Todo quedó silencioso de nuevo, tan silencioso que el
susurro del viento al deslizarse sobre la arena resultaba perfectamente audible para cada
uno de los presentes, aunque sólo Saryon comprendiera sus palabras, porque había oído
al viento llorar hacía mucho tiempo.
—El Príncipe está Muerto...
El Corredor se abrió por última vez, y por él se vio salir hacia la playa al
prisionero, flanqueado por dos Duuk-tsarith. Joram mantenía la cabeza hundida en el
pecho, la negra cabellera cayéndole despeinada sobre el rostro y se veía obligado a
moverse con lentitud y prudencia, porque los anillos de fuego seguían rodeándole los
brazos y la parte superior del cuerpo. Unos feos verdugones enrojecidos y llenos de
ampollas se destacaban claramente sobre su piel. Rápidamente corrió el rumor entre los
invitados de la tribuna de que el muchacho había hecho un último intento furioso y
estúpido de huir de su destino.
Pero debía de haber aprendido la lección, porque ahora parecía atontado por la
desesperación, sin ver nada, sin importarle nada. Los Duuk-tsarith guiaron sus
tambaleantes pasos hasta la rueda dibujada en la arena y lo situaron en el mismo centro
de ella. El muchacho se movía mecánicamente; no quedaba un ápice de voluntad en su
cuerpo. El Patriarca sintió que su mirada iba irresistiblemente del joven al cadáver de su
madre. El parecido resultaba inquietante. Vanya se vio obligado a desviar la mirada,
mientras sentía un escalofrío que hizo estremecerse las bolsas de grasa que formaban su
cuello.
El prisionero era ahora responsabilidad del Verdugo. El brujo hizo un sutil gesto
con la mano y los Duuk-tsarith que custodiaban al joven se dispusieron a marchar.
—¡Joram! —sollozó una voz entrecortada desde fuera del círculo—. ¡Joram! Te...
Las palabras se vieron rotas por un estrangulado sollozo.
Joram levantó la cabeza, vio quién había pronunciado su nombre y se volvió para
mirar al Verdugo.
—Sacadla. ¡Haced que se la lleven! —exclamó furioso en voz baja.
Los ojos le ardían con un sombrío brillo mortecino. Tensó los músculos de los

brazosdeespasmódicamente,
cerca él. cerró las manos con fuerza y los Duuk-tsarith permanecieron
—Dejadme hablar con él —pidió Saryon.

272
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—¡No quiero oír vuestras palabras, catalista! —le espetó Joram—. ¡No deseo
nada para mí! —Alzó la voz; había en ella un siniestro tinte de locura, y los Duuk-
tsarith se le acercaron aún más—. ¡Llevaos a la muchacha! ¡Es inocente! Lleváosla u os
juro por Almin que gritaré la verdad hasta que mi boca se convierta en piedra. ¡Ahhh!
El muchacho lanzó un aullido de dolor, cuando los llameantes anillos se cerraron
sobre —¡Por
él, quemándole la carne. Saryon, desesperado.
favor! —suplicó
La encapuchada cabeza del Verdugo se movió ligeramente. Hizo un gesto con la
mano y los Duuk-tsarith retrocedieron. Saryon se volvió, dejó caer la Espada Arcana
sobre la arena a los pies del Verdugo y avanzó dificultosamente por la arena en
dirección a Joram. El joven lo miraba con una expresión de amargo odio en los ojos.
Cuando Saryon estuvo cerca, Joram le escupió a los zapatos, obligando a Saryon a
encogerse sobre sí mismo, como si lo hubieran abofeteado.
—Lo primero que voy a hacer será llamar «padre» al Emperador —masculló
Joram—. ¡Podéis decírselo, traidor! A menos que la liberen...
—Joram, ¿no te das cuenta? —replicó Saryon en voz baja—. ¡Es por eso por lo
que ella está aquí! Para asegurar tu silencio. Se me ha encargado que te diga que, si
hablas, ella sufrirá el mismo destino que tu mad..., que Anja. Se la arrojará fuera del
seno de su familia y será expulsada de la ciudad.
Saryon vio arder violentamente el fuego que anidaba en el alma de Joram y, por
un momento, creyó que aquel fuego consumiría todo lo que de noble y bueno había en
el muchacho.
«¿Qué puedo decir? —pensó el catalista con frenesí—. Los tópicos no van a
salvarlo ahora. Sólo la verdad. Sin embargo, puede precipitarlo en el abismo y arrastrará
a la muchacha con él.»
—Te avisé, hijo mío —dijo Saryon, escudriñando sus ardientes ojos—. Te avisé
del sufrimiento que le provocarías a ella, a todos nosotros. No quisiste escucharme. Tu
vida ha estado siempre tan concentrada en tu propio dolor, que nunca has tenido en
cuenta el dolor que pudieran sentir los otros. Siente ahora ese dolor, Joram. Siéntelo y
mímalo, porque será lo último que sentirás en esta tierra. Ese dolor será tu salvación.
Cómo desearía —el catalista inclinó la cabeza— que fuera la mía.
Por un momento, no hubo más que silencio, interrumpido únicamente por el
murmullo del viento sobre la arena y la agitada respiración de Joram. Entonces Saryon
oyó que la respiración del muchacho se volvía entrecortada y levantó los ojos
rápidamente. La llama que ardía en los ojos de Joram pareció vacilar y luego, ahogada
en lágrimas, se extinguió. Un sollozo estremeció su cuerpo, los hombros se alzaron
incontrolables y Joram cayó de rodillas en la arena.

¡Muy —¡Ayudadme,
asustado! Padre! —Se ahogaba en sus propias lágrimas—. ¡Estoy asustado!
—¡Quitadlos! —les ordenó Saryon a los Duuk-tsarith, señalando los anillos de
fuego con un gesto furioso.
Indecisos, los brujos miraron al Verdugo, que asintió imperioso. El tiempo se
estaba agotando.
Los ardientes anillos se desvanecieron y Saryon se arrodilló junto a Joram,
rodeándolo con sus brazos. El fornido cuerpo se quedó rígido por un instante y luego se
relajó. Hundiendo la cabeza en el hombro del catalista, Joram cerró los ojos, los cerró
para no ver al Verdugo ataviado con sus grises vestiduras, para no ver la larga hilera de
Vigilantes de pie sobre la arena, para no ver el cadáver de su madre contemplando, sin
saberlo,
temor quecómo a su hijo
lo había Muerto se durante
atormentado lo forzaba
la alarga
una oscuridad
vida eterna.nocturna
No podíasesoportarlo.
apoderó porEl

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completo de él.
Permanecer allí de pie, para siempre, año tras año, soportando el paso del tiempo,
vigilante siempre, recordando eternamente, sin encontrar jamás el descanso...
—¡Ayudadme!
—¡Hijo mío! —Saryon acunó aquel cuerpo quemado y angustiado, acariciándole
la larga cabellera
murmuró—. ¡Y ahora negra—.
volveré ¡Porque eresdehijo
a darte vida mío! Fui yo quien te dio vida —
nuevo!
Los brazos del catalista se cerraron con fuerza alrededor del muchacho.
—¡Estate preparado! —murmuró Saryon al oído de Joram con repentina
intensidad.
Unas manos sujetaron a Saryon; los Duuk-tsarith tiraron de él apartándolo. Luego,
asiendo a Joram, lo obligaron a ponerse en pie y lo colocaron de nuevo en el centro de
lo que originalmente había sido una rueda de nueve brazos dibujada en la arena y que
ahora no era más que una forma confusa. Situándose a los costados del joven, los Duuk-
tsarith sujetaron los brazos de Joram con fuerza preparándolo para la Transformación.
Joram se tragó las lágrimas e ignoró a los Señores de la Guerra. Clavó los ojos en
el catalista con asombro y vio una insólita expresión de firmeza y resolución en el
macilento rostro de Saryon mientras, lentamente y con aparente mala gana y
repugnancia, levantaba del suelo la Espada Arcana introducida en la funda. La sostuvo
en el aire frente a sí, asiéndola por debajo de la empuñadura.
Joram, que lo observaba atentamente, vio que con un rápido tirón de la mano,
Saryon sacaba la espada de la funda. El muchacho miró veloz a su alrededor para
asegurarse de que nadie se había dado cuenta. Todos los ojos estaban fijos en el
Verdugo. Joram se puso en tensión, preparándose, aunque no tenía la menor idea de
cuál podría ser el plan de Saryon.
Oyó los sollozos de Gwendolyn; oyó a los catalistas iniciando sus plegarias,
extrayendo la Vida del mundo. Tomándose de la mano, los catalistas empezaron a
concentrar sus energías en el Verdugo. Joram oyó que el Verdugo empezaba a
salmodiar unas palabras, pero alejó aquel sonido de su mente. Se volvió sordo a todo
sonido, de la misma forma que había cerrado los ojos al mundo momentos antes. Se
concentró en Saryon con toda su alma, con todo su ser; sabía que si se lo permitía, el
miedo volvería a apoderarse nuevamente de él y ya no lo abandonaría.
El Patriarca Vanya se incorporó pesadamente, una vez más. Con una voz fuerte y
sonora, que se elevó por encima de los cánticos, las oraciones y el silbido del viento,
leyó los cargos.
—Joram... —Ante el desconcierto de algunos, prescindió de toda mención a los
padres y lanzó una inquieta mirada de reojo al Emperador, a quien se vio sonreír
ligeramente—,
quitado la vida aeres
dosunciudadanos
hombre Muerto que andaAdemás,
de Thimhallan. entre losyVivos.
lo que Se
es te
aúnacusa
más de haber
atroz, se
te acusa de haberte aliado con los Hechiceros de las Artes Arcanas y de haber creado,
cuando vivías con ellos, un arma diabólica que es una abominación en este mundo. Un
tribunal de catalistas te ha encontrado culpable de estos cargos.
»Su sentencia es que seas Convertido en Piedra y se te coloque aquí en la Frontera
de nuestro mundo, como eterna advertencia para aquellos que puedan sentirse tentados a
seguir los mismos senderos tenebrosos que tú has seguido. Lo último que verán tus ojos
será esta arma demoníaca que tú mismo has forjado. Cuando todo haya terminado, se te
grabará en el pecho el símbolo de esas horribles artes en cuya trampa has caído. Ojalá
Almin permita en los largos años venideros, que te arrepientas de tus crímenes y
encuentres
»QueelÉlperdón antedeSus
se apiade ojos. Verdugo, cumplid con vuestra obligación.
tu alma.

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Joram oyó aquellas palabras y por un instante se vio obligado a luchar consigo
mismo, sintiéndose invadir por la cólera de tal forma que pareció como si la verdad
fuera a surgir al exterior. Deseaba borrar aquellas expresiones mojigatas de los rostros
de los que lo rodeaban, deseaba verlos sudorosos y pálidos. Posó la mirada en el
Emperador, su padre, y una insensata esperanza se alzó en su pecho.

venido«¡Él me apoyará! —pensó el muchacho—. Sabe quién soy, por eso está aquí. ¡Ha
a salvarme!»
La mirada de Joram se desplazó bruscamente, como atraída por alguna palabra
que sólo él podía oír. Clavó de nuevo los ojos en los ojos sin vida de su madre; el
cuerpo permanecía inmóvil, los ojos inmutables en aquella piel translúcida. Joram
comprendió entonces, y lanzó un suspiro. Su mirada volvió de nuevo al Emperador. Su
padre no lo miraba a él, sino a través de él, sin dar señales de reconocerlo. En su rostro
no había más que aquella extraña y triste sonrisa que había aparecido cuando Vanya
había omitido el obligado nombre de la familia en su declaración.
« Tú eres mi hijo. —Las palabras del catalista resonaron en sus oídos—. Yo te di
vida.»
Los cánticos del Verdugo se hicieron más fuertes. El Señor de la Guerra alzó las
manos.
Saryon se situó a la izquierda del brujo, tal como se enseña a los catalistas que
deben hacer cuando toman parte en una batalla con sus magos. Lentamente, Saryon
levantó la Espada Arcana con ambas manos sujetándola por debajo de la empuñadura.
Los ojos fijos en el catalista, Joram se dio cuenta de que Saryon no sujetaba la
espada en sí, sino la funda. El pulso se le aceleró, los músculos se le pusieron en
tensión. Tuvo que hacer un supremo esfuerzo para mantenerse inmóvil en el centro de la
rueda, casi borrada ya, que había en la arena bajo sus pies. Mantuvo la mirada fija en
Saryon y en la espada. Los Duuk-tsarith se apartaron de él, retirándose a ambos
extremos del círculo de catalistas.
Joram se quedó solo sobre la arena.
Dando un fuerte grito, ahogado en parte por la capucha, el Verdugo solicitó Vida.
Cada uno de los catalistas, con la cabeza inclinada en señal de respeto, concentró toda
su energía en el Señor de la Guerra, extrayendo magia del mundo. Abriendo sus
conductos, enviaron un flujo de Vida al cuerpo del mago; toda aquella energía
concentrada era tan potente que la magia era claramente visible: una llama azulada se
arremolinó alrededor de los cuerpos y de las manos entrelazadas de los catalistas.
Resplandeciente como un relámpago azul, saltó de los catalistas al cuerpo del Verdugo.
Repleto de energía, el brujo apuntó a Joram con ambas manos. A través de sus
próximas palabras lanzaría el conjuro y la Transformación daría comienzo.

sílaba EldeVerdugo retuvo


la primera el aliento.
palabra y, enLaese
capucha gris seSaryon
momento, estremeció. Pronunció
se arrojó hacialaadelante,
primera
interponiéndose el cuerpo del catalista entre el Verdugo y Joram. Una luz azulada surgió
de la mano del brujo yendo a chocar contra Saryon. Emitiendo un grito de dolor, el
catalista intentó dar un paso, pero no pudo moverse.
Sus pies y tobillos se habían convertido en sólida piedra blanca.
—¡Hijo mío! —exclamó Saryon, su mirada siempre fija en Joram—. ¡La espada!
Con sus últimas fuerzas, mientras la terrible y fría parálisis empezaba a subirle ya
por las rodillas, Saryon arrojó el arma.
La Espada Arcada cayó a los pies de Joram. Pero parecía como si el muchacho
también se hubiera convertido en piedra; no podía hacer otra cosa que mirar a Saryon,
aturdido y horrorizado.
—¡Joram, huye! —gritó Saryon con voz angustiada, retorciéndose, víctima de un

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dolor insoportable, sus pies paralizados sobre la arena.


Unas sombras negras vislumbradas con el rabillo del ojo hicieron salir a Joram de
su ensimismamiento. La furia y el dolor lo impelieron a moverse. Agachándose, sacó la
espada de su funda con un rápido movimiento y se volvió para enfrentarse a sus
enemigos.
Recordando
intención las enseñanzas
en un principio de Garald,
de mantener Joram
a raya a balanceó la espadahasta
los Duuk-tsarith frenteque
a él,pudiera
con la
retroceder y examinar la situación. Pero no había contado con el propio poder de la
espada.
La Espada Arcana se encontró en una atmósfera cargada de magia mientras la
Vida fluía de los catalistas al Verdugo. Sedienta de esa Vida, la espada empezó a
absorber la magia. El arco de luz azulada saltó, llameante, del Verdugo a la espada. Los
catalistas lanzaron un grito de temor y muchos de ellos intentaron cerrar los conductos.
Pero ya era demasiado tarde. La Espada Arcana obtenía más poder a cada segundo que
pasaba y mantuvo los conductos abiertos, absorbiendo la Vida de todo y de todos los
que la rodeaban.
Abalanzándose para detener a Joram, chisporroteando conjuros en las puntas de
sus dedos, los Señores de la Guerra vieron que una radiante luz azul surgía del interior
de una profunda oscuridad. Una esfera de energía pura los golpeó con la fuerza de una
estrella que se desintegrase y las enlutadas figuras se desintegraron con una cegadora
explosión de luz.
La Espada Arcana zumbaba triunfante en las manos de Joram. Una luz azul se
extendía de su hoja a todo el cuerpo del muchacho, envolviéndolo como una llameante
enredadera. Aturdido por la tremenda explosión y la repentina desaparición de sus
enemigos, Joram se quedó mirando la espada con incredulidad e incertidumbre.
Entonces se dio cuenta del tremendo poder que poseía. ¡Con aquello podía conquistar el
mundo! ¡Con aquello era invencible!
Dando un grito de júbilo, Joram giró sobre sí mismo para enfrentarse al Verdugo...
... y vio a Saryon.
El hechizo había sido lanzado. El poder de la Espada Arcana no podía ni alterarlo,
ni cambiarlo, ni tampoco detenerlo.
Los pies, las piernas y la parte inferior del cuerpo de Saryon eran ya de piedra
blanca, sólida e inamovible. La fría y penetrante parálisis seguía avanzando; Joram
podía verla congelando la carne del catalista ante sus ojos, subiendo desde las ingles a la
cintura.
—¡No! —gritó Joram con voz hueca, bajando la espada.
El DKarn-Duuk estaba gritando algo. El Patriarca Vanya rugía como un animal
herido. Joram
enlutadas tuvo la devaga
que surgían ellosimpresión de unosPero
como hormigas. Corredores
eso era que
todo se
lo abrían, de figuras
que representaban
para él: insectos, nada más.
Dando un salto hacia adelante, Joram sujetó los brazos de Saryon. Suplicante, el
catalista levantó las manos con un terrible esfuerzo.
—¡Huye! —Saryon consiguió pronunciar aquella única palabra antes de que el
diafragma se le petrificara, dejándolo sin voz.
«Huye», le suplicaron los ojos del hombre a través de una sombra de dolor.
La cólera se apoderó de Joram. Avanzando con dificultad por la arena, se detuvo
ante el Verdugo. La Espada Arcana despedía una luz azulada, absorbiendo sin cesar la
Vida de todo lo que la rodeaba, y el Verdugo estaba caído en el suelo apoyado sobre una
rodilla. El hechizo
estaba quitando se le había
el resto. llevado consiguió
No obstante, gran parte alzar
de susla fuerzas y la Espada
encapuchada cabezaArcana
y mirólea

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Joram con indiferencia.


—¡Anula el hechizo! —exigió Joram, levantando la espada—, ¡o por Almin que
te juro que te separaré la cabeza del tronco!
—¡Haz lo que quieras! —contestó el brujo con voz débil—. Una vez que se ha
lanzado el hechizo no hay forma de anularlo. ¡Ni siquiera el poder de esa arma diabólica
puedeCegado
cambiarpor
eso!las lágrimas, Joram levantó aún más la espada para llevar a cabo su
amenaza. El Señor de la Guerra aguardó, demasiado exhausto para moverse, mirando a
su asesino a los ojos con inexorable coraje.
Joram se detuvo, apartando los ojos de su enemigo para mirar en derredor suyo.
La mayoría de los catalistas habían caído de rodillas agotados; algunos habían perdido
el conocimiento y yacían, inmóviles, sobre la arena. Los Duuk-tsarith deambulaban por
la periferia del roto círculo de sacerdotes caídos, sin saber qué hacer. Todos habían
sentido cómo les era absorbida la Vida en el mismo instante de salir del Corredor, y
ninguno se atrevía a acercarse a Joram mientras la espada conservara su terrible poder.
El miedo se reflejaba claramente en el enrojecido rostro de Vanya y en los
atemorizados ojos del príncipe Lauryen. Joram se dio cuenta de ello, y sonrió con una
amarga sonrisa que oscurecía su rostro. Nadie podía detenerlo ahora y lo sabían. La
Espada Arcana podía abrir los Corredores por la fuerza, llevarlo a cualquier parte del
mundo, y lo habrían vuelto a perder una vez más.
Oyó un sonido a su espalda, apenas audible a pesar del silencio de muerte que lo
rodeaba. Era un suspiro, el último aliento que se escapaba de unos pulmones que se
acababan de solidificar convirtiéndose en piedra.
Joram bajó la espada súbitamente. Haciendo caso omiso del Verdugo, en cuyos
ojos vio aparecer una repentina aunque perpleja expresión de alivio; ignorando a los
Duuk-tsarith, que esperaban con los músculos en tensión el momento oportuno, Joram
se volvió de espaldas a ellos y avanzó lentamente por las movedizas arenas.
Deteniéndose ante el catalista, vio que todo su cuerpo se había convertido ya en piedra;
la única parte viva de su cuerpo que quedaba era el cuello y la cabeza. Levantando una
mano, Joram tocó su cálida mejilla, acariciándola suavemente, sintiendo cómo se iba
enfriando bajo sus dedos mientras lo hacía.
—Ahora comprendo lo que debo hacer, Padre —dijo Joram en voz baja,
recogiendo la funda que yacía en la arena a los pétreos pies del catalista.
Levantó la Espada Arcana, y la deslizó en el interior de su funda, colocándola
lenta y respetuosamente entre las manos extendidas del catalista.
Una lágrima corrió por el rostro de Saryon y entonces los ojos se le quedaron en
blanco, paralizados. El hechizo se había completado. Desde los pies hasta la cabeza,
todohabía
que aquel quedado
cuerpo palpitante se había
grabada para convertido
siempre enrostro
en aquel sólidade
y fría roca;
piedra erapero la expresión
de una suprema
paz, los labios ligeramente separados en una última plegaria de agradecimiento lanzada
por su alma.
Confortado por aquella mirada, Joram apoyó la cabeza por un instante sobre el
pétreo pecho.
—Otorgadme un poco de vuestra entereza, Padre —musitó.
Luego se apartó de la estatua, mirando desafiante los rostros pálidos y
atemorizados que lo observaban.
—¡Decís que estoy Muerto! —gritó.
Posó la mirada en la Emperatriz. Privado de la magia que le daba al cadáver una
apariencia de sola
quien ni una vida,vez
el cuerpo de la mujer
había bajado yacía
los ojos hecho
hacia un ovillo él
él. También a los pies de
parecía un su esposo,a
cadáver,

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juzgar por la expresión sin vida de su rostro.


Joram apartó la mirada, dirigiéndola hacia el cielo azul. El sol se había liberado de
las brumas de la muerte y resplandecía sobre el mundo con serena y despreocupada
dicha. El muchacho suspiró, y aquél fue como un eco del último suspiro de Saryon.
—Pero sois vosotros los que habéis muerto —dijo en voz baja, con pena—. Es
este mundo el que está
Volviéndose muerto. Nada
de espaldas, tenéis
se alejó de laque temerdedepiedra
estatua mí. y avanzó por la arena con
lenta determinación. Pudo escuchar la repentina conmoción que se producía a su
espalda al ponerse de nuevo en acción los Señores de la Guerra, perdido su miedo a la
espada que descansaba, oscura y sin vida, en las congeladas manos del catalista. Pero
Joram no aceleró el paso. Almin andaba junto a él, ningún mortal podía tocarlo.
—¡Detenedle!
La voz del Patriarca Vanya estaba enronquecida por el terror, ya que se había
dado cuenta de pronto de las intenciones de Joram.
El DKarn-Duuk saltó fuera de la tribuna, con el rostro contorsionado por la cólera.
—¡Detenedlo, cueste lo que cueste! —aulló el brujo, su roja túnica
arremolinándose a su alrededor como aguas ensangrentadas.
Los enlutados Duuk-tsarith lanzaron sus hechizos, pero muchos de ellos habían
quedado debilitados por el poder de la Espada Arcana; o a lo mejor quedaba aún algún
vestigio de aquel poder en su amo, puesto que ningún hechizo mágico rozó ni detuvo a
Joram. Ni siquiera volvió la cabeza para mirar a su espalda, sino que continuó andando,
mientras un viento helado le echaba hacia atrás la negra y larga cabellera. Algunos
jirones de niebla se estiraron hacia él, enroscándosele alrededor de los pies, pero Joram
siguió adelante.
No obstante, un sonido consiguió hacerlo vacilar. Era una voz de mujer, y lo
llamaba no suplicante o apenada sino enamorada.
—¡Joram! —gritó—. ¡Espera!
Horrorizado, el padre de Gwendolyn intentó rodear a su hija con los brazos, pero
éstos se cerraron en el vacío. Se había desvanecido. Algunos de los que lo vieron dicen
que, en aquel momento, tuvieron una momentánea visión de un vestido blanco y vieron
al sol centellear sobre la dorada cabellera antes de que fuera engullida por las brumas.
Joram siguió andando. Las brumas del Más Allá se arremolinaron a su alrededor y
se perdió de vista completamente. La niebla parecía hervir, arrastrándose espumeante
como una inmensa ola de color gris perla para irse a estrellar en completo silencio
contra la arenosa orilla que señalaba el extremo del mundo.

Una enorme confusión se apoderó de los que permanecían en la playa. El


Patriarca Vanya lanzó un grito estrangulado, se llevó ambas manos al cuello y cayó
hacia adelante, sin sentido.
El DKarn-Duuk, al ver que se le escapaba la presa, corrió hacia la estatua de
piedra e intentó apoderarse de la Espada Arcana. Pero el petrificado catalista la sujetaba
con fuerza. Alguna propiedad del metal, quizás, había hecho que se soldara a las manos
de la estatua; o a lo mejor era la funda, ya que las runas grabadas en ella brillaban con
una extraña luz plateada. Fuera lo que fuese, el príncipe Lauryen no pudo moverla.
Lord Samuels corrió enloquecido por la orilla, clamando por su hija. Por fin, se
acercó a los Duuk-tsarith, suplicándoles su ayuda, pero las enlutadas figuras se
limitaron a mirarlo con lástima y, soltándose de aquellas manos que se aferraban a cada
uno de ellos por turno, se introdujeron en los Corredores, regresando a sus obligaciones
dentro del mundo.
Los catalistas se ayudaron entre ellos para incorporarse, los más fuertes ayudando

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a los más débiles. Luego, dando traspiés por la arena, se encaminaron hacia los
Corredores que los llevarían de vuelta a casa, de vuelta a El Manantial. Y si alguno de
ellos por casualidad posaba la mirada en la estatua de piedra de Saryon se apresuraba a
desviarla inmediatamente.
El Verdugo se puso en pie con lentitud y se acercó cojeando hasta El DKarn-
Duuk. El brujo
petrificadas de lacontinuaba
estatua del contemplando con con
catalista sujetaban ansiafuerza.
la Espada Arcana, que las manos
—¿Debo darle el mismo tamaño que al resto, mi señor? —preguntó el Verdugo,
dirigiendo los ojos hacia los otros Vigilantes, que medían nueve metros de altura.
—¡No! —gruñó el príncipe, con los ojos relucientes—. ¡Tiene que haber algún
modo de recuperar esa maldita espada! —Alargó las manos para tocarla—. Algún
modo... —murmuró.
Los Corredores se abrían y desaparecían con rapidez. El Theldara se llevó al
afectado Patriarca a El Manantial. El cuerpo de la Emperatriz fue conducido a Palacio
envuelto en una blanca sábana de hilo. El DKarn-Duuk, rodeado de Duuk-tsarith y
acompañado por el Verdugo, regresó a cualquiera que fuese el siniestro y recóndito
lugar donde habitaban los de su Orden, para iniciar un frenético estudio de las
propiedades de la piedra-oscura. Lord Samuels, medio loco de dolor, regresó a su casa
para comunicar la noticia de la terrible pérdida a su esposa.
Pronto, no quedó en la playa más que el Emperador. Nadie le había dirigido una
sola palabra. Habían retirado el cuerpo de su esposa del lugar donde yacía a sus pies, y
él ni siquiera había bajado los ojos para mirarlo. Permanecía de pie, inmóvil como si
también él fuera de piedra, mirando fijamente la espesa niebla, con aquella extraña y
triste sonrisa pintada en los labios.
Joram se había ido al Más Allá, y el viento, silbando por entre las dunas, susurró:
—El Príncipe está Muerto... El Príncipe está Muerto.

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Coda

Empezó a anochecer en la Frontera, tiñendo las brumas de rojo, rosa, violeta y


naranja.
La playa estaba vacía, a excepción de la estatua de piedra que permanecía allí de
pie, contemplando el Reino de los Muertos. Incluso el Emperador había marchado al
fin, aunque nadie sabía adónde. No había regresado a Palacio y lo estaban buscando,
porque se lo necesitaba para iniciar las ceremonias por su difunta esposa.
Una palmera bastante alta, delgada y grácil, situada en el lugar donde la
vegetación terminaba para dar paso a la arena, se sacudió, desperezándose, y lanzó un
cavernoso bostezo.
—¡Cielos! —manifestó la palmera, irritada—. Estoy totalmente entumecida. No
debería haberme quedado dormida de pie. Y me he pasado todo el día al sol. ¡Lo más
probable es que me haya estropeado el cutis!
Con un estremecimiento de sus hojas, la palmera cambió de forma,
transformándose en un joven barbudo de edad indefinida, ataviado con un llamativo
traje compuesto por unos pantalones muy ajustados sobre medias de seda y una
chaqueta de terciopelo que le bajaba hasta las rodillas. La chaqueta, adornada con
plumas de avestruz, se abría al frente para mostrar el chaleco que hacía juego, decorado
también a su vez con plumas de avestruz. De los puños adornados con plumas surgía
una cascada de encajes y otra más le brotaba alrededor del cuello. Todo el conjunto era
a rayas anchas de colores naranja amarronado y rojo oscuro.
—Perfecto
haciendo aparecerpara
un elespejo
funeral. Lo llamaré Descenso
y examinándose a losmirada
en él con Infiernos —dijoCentró
crítica. Simkin,
la
atención en la nariz—. ¡Ja!, me he quemado en serio. Ahora me saldrán pecas —e hizo
desaparecer el espejo con un fastidiado gesto de irritación.
Introduciendo las manos en unos bolsillos que aparecieron en el momento en que
colocó las manos en ellos, revoloteó melancólico por la playa.
—A lo mejor cubriré todo mi cuerpo de lunares —informó a la vacía playa.
Flotando por la arena, se detuvo junto a la estatua del catalista y descendió
lentamente hasta quedar frente a ella.
—¡Vaya! —exclamó Simkin al cabo de un instante, profundamente
emocionado—. ¡Me siento impresionado! ¡Un parecido notable! Calva incluida y todo.

Éstas Alejándose
empezaban de la estatua,
a pintarse Simkindesvaneciéndose
de negro, clavó la miradasus
en brillantes
las brumas del Más
colores Allá.
a medida
que el moribundo crepúsculo iba dando paso a la noche. Deslizándose y enroscándose
sobre la orilla, parecían avanzar un poco más cada vez, como una marea ascendente.
Simkin las contempló, sonriendo para sí, y acariciándose la barba.
—Ahora es cuando el juego empieza en serio —musitó.
Hizo aparecer el pañuelo de seda naranja en el aire y lo ató alrededor del pétreo
cuello de Saryon. Luego, canturreando para sí, Simkin desapareció en el atardecer,
dejando la estatua sobre la silenciosa orilla en medio de aquella horrible soledad, con el
pañuelo naranja revoloteando en su cuello como un estandarte: una diminuta llama en la
creciente oscuridad.

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