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Antologia de Sexto...

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INSTITUTO MARIANO MORENO

ANTOLOGÍA
LITERARIA
6TO TURNO TARDE.

alumno
[NOMBRE DE LA COMPAÑÍA] | [DIRECCIÓN DE LA COMPAÑÍA]
1
2
El corazón delator
Edgar Allan Poe

¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman
ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos. Y mi oído era el más agudo de todos.
Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco,
entonces? Escuchen… y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.
Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez
concebida, me acosó noche y día. Quería mucho al anciano. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me
insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un
buitre… Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así,
poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al anciano y librarme de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio… ¡Si
hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado… con qué
previsión… con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el anciano que la semana antes
de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría… ¡oh, tan
suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una
linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba
la cabeza, la movía lentamente… muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del anciano. Me
llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido
en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza
completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente… ¡oh, tan cautelosamente! Sí,
cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un
solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches… cada noche, a las
doce… pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el
anciano quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en
su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo
había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un anciano muy astuto para sospechar
que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.
Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero
de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había
sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo.
¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas
intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse
repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes

pensarán que me eché hacia atrás… pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el
anciano cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible
distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.

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Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre
metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:
-¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo
ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando… tal como yo lo había
hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.
Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. Comprendí lo que estaba
sintiendo el anciano y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había
estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel
ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: “No es más que el viento en la chimenea… o un grillo que
chirrió una sola vez”. Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo
era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la
fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni
oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví
abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.
Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un
fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par… y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda
claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba. Pero no podía ver nada de la cara o
del cuerpo del anciano, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia
el punto maldito.
¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los
sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer
un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del anciano.
Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo
que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto,
el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a
momento. El espanto del anciano tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen
ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio
de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin
embargo, me contuve todavía algunos minutos y

permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba
a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí… ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del
anciano había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El
anciano clamó una vez… nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima
el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios
minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría
escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El anciano había muerto. Levanté el colchón y

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examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve
así largo tiempo. No se sentía el menor latido. Su ojo no volvería a molestarme.
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas
precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con
rapidez, pero en silencio.
Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar
los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la
menor diferencia. No había nada que lavar… ninguna mancha… ningún rastro. Yo era demasiado precavido
para eso.
Cuando terminé mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a
medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí
a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?
Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche,
un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir
este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.
Sonreí, pues… ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había
lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el anciano había viajado. Llevé a los visitantes
a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la
habitación del hecho. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el
entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí,
mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual
reposaba el cadáver de mi víctima.
Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba
perfectamente cómodo. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se
marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban
sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé
en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más
clara… hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando
mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba… ¿y que podía hacer yo? Era un sonido como el que podría
hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento,

y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido
crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas
gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a
grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía
continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia. Balanceando la silla sobre la
cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía
sin cesar. ¡Más alto… más alto… más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y
sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían…
y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible
a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus

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sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces… otra vez… escuchen… más fuerte… más
fuerte… más fuerte… más fuerte!
-¡Basta ya de fingir! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí… ahí!¡Donde está
latiendo su horrible corazón!
FIN

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El caso de los tres estudiantes.
Arthur Conan Doyle.

En el año 1895, una sucesión de acontecimientos sobre los que no es preciso entrar en detalles nos
llevó a Sherlock Holmes y a mí a pasar unas semanas en una de nuestras grandes ciudades universitarias, y
durante este tiempo nos aconteció la pequeña pero instructiva aventura que me dispongo a relatar. Como
fácilmente se comprende, todo detalle que pudiera ayudar al lector a identificar con exactitud la universidad
o al criminal, resultaría improcedente y ofensivo. Lo mejor que se puede hacer con un escándalo tan penoso
es que caiga en el olvido. Sin embargo, con la debida discreción, se puede referir el incidente en sí, ya que
permite poner de manifiesto, algunas de las cualidades que dieron fama a mi amigo. Así pues, procuraré
evitar en mi narración la mención de detalles que pudieran servir para localizar los hechos en un lugar
concreto o dar indicios sobre la identidad de las personas implicadas. Residíamos por entonces en unas
habitaciones amuebladas, cerca de una biblioteca en la que Sherlock Holmes estaba realizando laboriosas
investigaciones sobre documentos legales de la antigua Inglaterra, investigaciones que condujeron a
resultados tan sorprendentes que bien pudieran servir de tema de una de mis futuras narraciones. Allí
recibimos una tarde la visita de un conocido, el señor Hilton Soames, profesor y tutor del colegio universitario
de San Lucas. El señor Soames era un hombre alto y enjuto, de temperamento nervioso y excitable. Yo
siempre había sabido que se trataba de una persona inquieta, pero en esta ocasión se encontraba en tal
estado de agitación incontrolable que resultaba evidente que había ocurrido algo muy anormal. -Confío,
señor Holmes, en que pueda usted dedicarme unas horas de su valioso tiempo. Nos ha ocurrido un incidente
muy lamentable en San Lucas y, la verdad, de no ser por la feliz coincidencia de que se encuentre usted en
la ciudad, no habría sabido qué hacer. -Ahora mismo estoy muy ocupado y no quiero distracciones -respondió
mi amigo-. Preferiría, con mucho, que solicitara usted la ayuda de la policía. -No, no, amigo mío; bajo ningún
concepto podemos hacer eso. Una vez que se recurre a la ley, ya no es posible detener su marcha, y se trata
de uno de esos casos en los que, por el prestigio del colegio, resulta esencial evitar el escándalo. Usted es
tan conocido por su discreción como por sus facultades, y es el único hombre del mundo que puede
ayudarme. Le ruego, señor Holmes, que haga lo que pueda. El carácter de mi amigo no había mejorado al
verse privado de sus acogedores aposentos de Baker Street. Sin sus cuadernos de notas, sus productos
químicos y su confortable desorden se sentía incómodo. Se encogió de hombros con un gesto de forzada 10
aceptación, mientras nuestro visitante exponía su historia con frases precipitadas y toda clase de nerviosas
gesticulaciones. -Tengo que explicarle, señor Holmes, que mañana es el primer día de exámenes para la beca
Fortescue. Yo soy uno de los examinadores. Mi asignatura es el griego, y la primera prueba consiste en
traducir un largo fragmento de texto en griego, que el candidato no ha visto antes. Este texto está impreso
en el papel de examen y, como es natural, el candidato que pudiera prepararlo por anticipado contaría con
una inmensa ventaja. Por esta razón, ponemos mucho cuidado en mantener en secreto el ejercicio. »Hoy, a
eso de las tres, llegaron de la imprenta las pruebas de este examen. El ejercicio consiste en traducir medio
capítulo de Tucídides. Tuve que leerlo con atención, ya que el texto debe ser absolutamente correcto. A las
cuatro y media todavía no había terminado. Sin embargo, había prometido tomar el té en la habitación de
un amigo, así que dejé las pruebas en mi despacho. Estuve ausente más de una hora. Como sabrá usted,
señor Holmes, las habitaciones de nuestro colegio tienen puertas dobles: una forrada de bayeta verde por
dentro y otra de roble macizo por fuera. Al acercarme a la puerta exterior de mi despacho vi con asombro
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una llave en la cerradura. Por un instante pensé que había dejado olvidada allí mi propia llave, pero al palpar
en mi bolsillo comprobé que estaba en su sitio. Que yo sepa, la única copia que existía era la de mi criado,
Bannister, un hombre que lleva diez años encargándose de mi cuarto y cuya honradez está por encima de
toda sospecha. En efecto, comprobé que se trataba de su llave, que había entrado en mi habitación para
preguntarme si quería té, y que al salir se había dejado olvidada la llave en la cerradura. Debió de llegar a mi
cuarto muy poco después de salir yo de él. Su descuido con la llave no habría tenido la menor importancia
en otra ocasión cualquiera, pero en este día concreto ha tenido unas consecuencias de lo más deplorables.
»En cuanto miré al escritorio, me di cuenta de que alguien había estado revolviendo mis papeles. Las pruebas
venían en tres largas tiras de papel. Yo las había dejado juntas, y ahora una estaba tirada en el suelo, otra en
una mesita cerca de la ventana y la tercera seguía donde yo la había dejado. Holmes dio muestras de interés
por primera vez. -La primera página del texto, en el suelo; la segunda, en la ventana; y la tercera, donde
usted la dejó. -Exacto, señor Holmes. Me asombra usted. ¿Cómo es posible que sepa eso? -Por favor,
continúe con su interesantísima exposición. 11 -Por un momento pensé que Bannister se había tomado la
imperdonable libertad de examinar mis papeles. Sin embargo, él lo negó de la manera más terminante, y
estoy convencido de que decía la verdad. La otra posibilidad es que alguien, al pasar, advirtiera la llave en la
puerta y, sabiendo que yo no estaba, hubiera entrado para mirar los papeles. Está en juego una considerable
suma de dinero, ya que la beca es muy elevada, y una persona sin escrúpulos podría muy bien correr un
riesgo para obtener una ventaja sobre sus compañeros. »A Bannister le afectó mucho el incidente. Estuvo a
punto de desmayarse cuando comprobamos, sin ningún género de dudas, que alguien había estado
enredando con los papeles. Le di un poco de brandy y lo dejé desplomado en un sillón mientras yo
inspeccionaba con más detenimiento la habitación. No tardé en descubrir que el intruso había dejado otras
huellas de su presencia, además de los papeles revueltos. En la mesa de la ventana había varias virutas de
un lápiz al que habían sacado punta. También encontré un trozo de mina rota. Evidentemente, el muy
granuja había copiado el texto a toda prisa se le había roto la mina del lápiz y se había visto obligado a sacarle
punta de nuevo. -¡Excelente! -exclamó Holmes, que empezaba a recuperar su buen humor a medida que el
caso iba captando su atención-. Ha tenido usted mucha suerte. -Eso no es todo. Tengo un escritorio nuevo,
con una superficie perfecta, de cuero rojo. Estoy dispuesto a jurar, y Bannister también, que estaba
impecable y sin ninguna mancha. Y ahora me encuentro que tiene un corte limpio de unas tres pulgadas de
largo, no un simple arañazo, sino un corte con todas las de la de ley. Y no sólo eso: también encontré en la
mesa una bolita de masilla o arcilla negra, con motitas que parecen de aserrín. Estoy convencido de que
todos esos rastros los dejó el hombre que estuvo husmeando en los papeles. No encontramos huellas de
pisadas ni ningún otro indicio sobre su identidad. Yo ya no sabía qué hacer, cuando de pronto me acordé de
que usted estaba en la ciudad, y he venido de inmediato a poner el asunto en sus manos. ¡Ayúdeme, señor
Holmes! Dese usted cuenta de mi problema: o descubro quién ha sido o tendremos que aplazar el examen
hasta que preparemos nuevos ejercicios, y como esto no se puede hacer sin dar explicaciones, nos veremos
envueltos en un desagradable escándalo, que arrojará una mancha no sólo sobre el colegio, sino sobre la
universidad entera. Por encima de todo, es preciso solucionar este asunto callada y discretamente. -Tendré
mucho gusto en echarle un vistazo y ofrecerle los consejos que pueda -dijo Holmes, levantándose y
poniéndose el abrigo-. Este caso no carece por completo de interés. ¿Fue alguien a visitarle a su habitación
después de que recibiera usted los exámenes? -Sí, el joven Daulat Ras, un estudiante indio que vive en la
misma escalera, vino a preguntarme algunos detalles acerca del examen. -¿Se presenta él al examen? -Sí. 12
-¿Y los papeles estaban encima de su mesa? -Estoy casi seguro de que estaban enrollados. -¿Pero se notaba
que eran pruebas de imprenta? -Es posible. -¿No había nadie más en su habitación? -No. -¿Sabía alguien que
las pruebas estaban allí? -Nadie más que el impresor. -¿Lo sabía ese tal Bannister? -No, seguro que no. No lo

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sabía nadie. -¿Dónde está Bannister ahora? -El pobre hombre está muy enfermo. Lo dejé tirado en un sillón,
porque tenía mucha urgencia por venir a verle a usted. -¿Ha dejado la puerta abierta? -Antes guardé las
pruebas bajo llave. -Entonces, señor Soames, la cosa se reduce a eso: a menos que el estudiante indio se
diera cuenta de que aquel rollo eran las pruebas del examen, el hombre que estuvo husmeando las encontró
por casualidad, sin saber que estaban allí. -Eso me parece a mí. Holmes exhibió una sonrisa enigmática. -Bien
-dijo-. Vayamos a ver. Este caso no es para usted, Watson; es mental, no físico. De acuerdo, si se empeña
puede venir. Señor Soames, estamos a su disposición. El cuarto de estar de nuestro cliente tenía una ventana
larga y baja con celosía, que daba al patio del antiguo colegio, con sus viejas paredes cubiertas de líquenes.
Una puerta gótica daba acceso a una gastada escalera de piedra. La habitación del profesor se encontraba
en la planta baja. Encima residían tres estudiantes, uno en cada piso. Estaba casi anocheciendo cuando
llegamos a la escena del misterio. Holmes se detuvo y observó con interés la ventana. Se acercó a ella y,
poniéndose de puntillas y estirando el cuello, miró al interior de la habitación. -Tiene que haber entrado por
la puerta. Por aquí no hay más abertura que la de un panel de cristal -dijo nuestro erudito guía. -Vaya por
Dios -dijo Holmes, mirando a nuestro acompañante con una curiosa sonrisa-. Bien, pues si aquí no podemos
averiguar nada, más vale que entremos. 13 El profesor abrió la puerta exterior y nos invitó a pasar a su
habitación. Nos quedamos en el umbral mientras Holmes examinaba la alfombra. -Me temo que aquí no hay
huellas -dijo-. Ya sería difícil que las hubiera con un día tan seco. Parece que su sirviente se ha recuperado.
Ha dicho usted que lo dejó en un sillón. ¿En cuál? -En este que está junto a la ventana. -Ya veo. Cerca de esta
mesita. Ya pueden entrar, he terminado con la alfombra. Veamos primero la mesa pequeña. Desde luego,
está muy claro lo que ha ocurrido. El tipo entró y cogió los papeles, hoja por hoja, de la mesa del centro. Los
trajo a esta mesa, junto a la ventana, porque desde aquí podía ver si se acercaba usted por el patio, y tendría
tiempo de escapar. -Pues, en realidad, no podía verme -dijo Soames-, porque entré por la puerta lateral. -
¡Ah! ¡Eso está muy bien! De todos modos, eso es lo que él pensaba. Déjeme ver las tres tiras de papel. No
hay huellas de dedos, no señor. Vamos a ver, cogió primero ésta y la copió. ¿Cuánto tiempo pudo tardar en
hacerlo, utilizando todas las abreviaturas posibles? Como mínimo, un cuarto de hora. Una vez copiada, la
tiró al suelo y cogió la segunda tira. Debía de ir por la mitad cuando usted regresó y él tuvo que retirarse a
toda prisa..., con muchísima prisa, puesto que no tuvo tiempo de colocar los papeles en su sitio, para que
usted no advirtiera que aquí había estado alguien. ¿No oyó usted pasos precipitados por la escalera al entrar?
-Pues la verdad es que no. -Bien. Escribió con tal frenesí que se le rompió la mina del lápiz y, como usted ya
había observado, tuvo que sacarle punta. Esto es interesante, Watson. El lápiz era de marca, de tamaño más
o menos normal, con mina blanda; azul por fuera, con el nombre del fabricante en letras de plata, y la parte
que queda no tendrá más que una pulgada y media de longitud. Busque ese lápiz, señor Soames, y tendrá a
su hombre. Como pista adicional, le diré que posee una navaja grande y muy poco afilada. El señor Soames
quedó algo abrumado por esta avalancha de información. -Todo lo demás lo entiendo -dijo-, pero, la verdad,
ese detalle de la longitud... Holmes esgrimió una pequeña viruta con las letras NN y un espacio en blanco
detrás. -¿Lo ve? -No, me temo que ni aun así... -Watson, he sido siempre injusto con usted. Hay otros iguales.
¿Qué podrían significar estas NN? Están al final de una palabra. Como todo el mundo sabe, Johann Faber es
el fabricante de lápices más conocido. ¿No resulta evidente que lo que queda del lápiz es 14 sólo lo que viene
detrás de « Johann»? -inclinó la mesita de lado para que le diera la luz eléctrica y continuó-: Confiaba en que
hubiera utilizado un papel lo bastante fino como para que quedara alguna marca en esta superficie pulida.
Pero no, no veo nada. No creo que saquemos nada más de aquí. Veamos ahora la mesa del centro. Supongo
que este pegote es la masilla negra que usted mencionó. De forma más o menos piramidal y ahuecada, por
lo que veo. Como bien dijo usted, parece haber granitos de aserrín incrustados. Vaya, vaya, esto es muy
interesante. Y el corte..., un buen tajo, sí señor. Empieza con un fino rasguño y acaba en un auténtico

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desgarrón. Señor Soames, estoy en deuda con usted por haber dirigido mi atención hacia este caso. ¿Adónde
da esa puerta? -A mi alcoba. -¿Ha entrado usted ahí después del suceso? -No, fui directamente a buscarle a
usted. -Me gustaría echar un vistazo. ¡Qué bonita habitación al estilo antiguo! ¿Le importaría aguardar un
momento mientras examino el suelo? No, no veo nada. ¿Qué es esa cortina? Ah, cuelga usted su ropa detrás.
Si alguien se viera obligado a esconderse en esta habitación, tendría que hacerlo aquí, porque la cama es
demasiado baja y el armario tiene muy poco fondo. Supongo que no habrá nadie aquí... Cuando Holmes
descorrió la cortina pude advertir, por una cierta rigidez y actitud de alerta en su postura, que estaba en
guardia contra cualquier emergencia. Pero lo cierto es que detrás de la cortina no se ocultaban más que tres
o cuatro trajes, colgados de una hilera de perchas. Holmes se dio la vuelta _v, de pronto, se agachó hacia el
suelo. -¡Caramba! ¿Qué es esto? Se trataba de una pequeña pirámide, hecha con una especie de masilla
negra, exactamente igual a la que había sobre la mesa del despacho. Holmes la sostuvo en la palma de la
mano y la acercó a la luz eléctrica. -Parece que su visitante ha dejado rastros en su alcoba, y no sólo en su
cuarto de estar, señor Soames. -¿Qué podía buscar aquí? -Creo que está muy claro. Usted regresó por un
camino inesperado y él no se percató de su llegada hasta que usted estaba va en la misma puerta. ¿Qué
podía hacer? Recogió todo lo que pudiera delatarle y corrió a esconderse en el dormitorio. -¡Cielo santo,
señor Holmes! No me diga que todo el tiempo que estuve aquí hablando con Bannister tuvimos atrapado a
ese individuo, sin nosotros saberlo. -Así lo veo yo. -Tiene que existir otra alternativa, señor Holmes. No sé si
se ha fijado usted en la ventana de mi alcoba. 15 -Con celosía, junquillos de plomo, tres paneles separados,
uno de ellos con bisagras para abrirlo y lo bastante grande para que pase un hombre. -Exacto. Y da a un
rincón del patio, de manera que queda casi invisible. El tipo pudo haber entrado por aquí, dejó ese rastro al
cruzar el dormitorio y después, al encontrar la puerta abierta, escapó por ella. -Seamos prácticos -dijo-. Me
pareció entender que hay tres estudiantes que utilizan esta escalera y pasan habitualmente por delante de
su puerta. -En efecto. -¿Y los tres se presentan a este examen? -Sí. -¿Tiene usted razones para sospechar de
alguno de ellos más que de los otros? Soames vaciló. -Se trata de una pregunta muy delicada. No me gusta
difundir sospechas cuando no existen pruebas. -Oigamos las sospechas. Ya buscaré yo las pruebas. -En tal
caso, le explicaré en pocas palabras el carácter de los tres hombres que residen en esas habitaciones. En la
primera planta está Gilchrist, muy buen estudiante y atleta; juega en el equipo de rugby y en el de cricket del
colegio, y representó a la universidad en vallas y salto de longitud. Un joven agradable y varonil. Su padre
era el famoso sir Jabez Gilchrist, que se arruinó en las carreras. Mi alumno quedó en la pobreza, pero es muy
aplicado y trabajador y saldrá adelante. »En la segunda planta vive Daulat Ras, el indio. Un tipo callado e
inescrutable, como la mayoría de los indios. Lleva muy bien sus estudios, aunque el griego es su punto débil.
Es serio y metódico. »El piso alto corresponde a Miles McLaren. Un tipo brillante cuando le da por trabajar...,
uno de los mejores cerebros de la universidad; pero es inconstante, disoluto y carece de principios. En su
primer año estuvo a punto de ser expulsado por un escándalo de cartas. Se ha pasado todo el curso
holgazaneando y no debe sentirse muy tranquilo ante este examen. -En otras palabras, usted sospecha de
él. -No me atrevería a decir tanto. Pero, de los tres, sería quizás el menos improbable. -Exacto. Y ahora, señor
Soames, veamos cómo es su sirviente, Bannister. Bannister resultó ser un hombrecillo de unos cincuenta
años, pálido, bien afeitado y de cabellos grises. Todavía no se había recuperado de aquella brusca
perturbación de la tranquila rutina de su vida. Sus fofas facciones temblaban con espasmos nerviosos y sus
dedos no podían estarse quietos. 16 -Estamos investigando este lamentable incidente, Bannister -dijo el
profesor. -Sí, señor. -Tengo entendido -dijo Holmes- que dejó usted su llave olvidada en la cerradura. -Sí,
señor. -¿No es muy extraño que le ocurra eso precisamente el día en que estaban aquí esos papeles? -Ha
sido una gran desgracia, señor. Pero ya me ha ocurrido alguna otra vez. -¿A qué hora entró usted en la
habitación? -A eso de las cuatro y media. La hora del té del señor Soames. -¿Cuánto tiempo estuvo dentro?

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-Al ver que él no estaba, salí inmediatamente. -¿Miró usted los papeles de encima de la mesa? -No, señor, le
aseguro que no. -¿Cómo pudo dejarse la llave en la puerta? -Llevaba en las manos la bandeja del té, y pensé
volver luego a recoger la llave. Pero se me olvidó. -¿La puerta de fuera tiene picaporte? -No, señor. -¿De
manera que permaneció abierta todo el tiempo? -Sí, señor. -Cuando regresó el señor Soames y le llamó, ¿se
alteró usted mucho? -Sí, señor. En todos los años que llevo aquí, que son muchos, nunca había sucedido una
cosa así. Estuve a punto de desmayarme, señor. -Eso tengo entendido. ¿Dónde estaba usted cuando empezó
a sentirse mal? -¿Que dónde estaba? Pues aquí mismo, cerca de la puerta. -Es muy curioso, porque fue a
sentarse en aquel sillón que hay junto al rincón. ¿Por qué no se sentó en cualquiera de estas otras sillas? -No
lo sé, señor. Ni me fijé en dónde me sentaba. -No creo que se fijara en nada, señor Holmes -dijo Soames-.
Tenía muy mal aspecto..., completamente cadavérico. 17 -¿Se quedó usted aquí cuando se marchó el
profesor? -Nada más que un minuto o cosa así. Luego cerré la puerta con llave y me fui a mi habitación. -¿De
quién sospecha usted? -Ay señor, no sabría decirle. No creo que haya en esta universidad un caballero capaz
de hacer algo así para obtener ventaja. No, señor, no lo creo. -Gracias. Con eso basta -dijo Holmes-. Ah, sí,
una cosa más. ¿No le habrá usted dicho a ninguno de los tres caballeros que usted atiende que algo va mal,
verdad? -No, señor; ni una palabra. -¿Ha visto a alguno de ellos? -No, señor. -Muy bien. Y ahora, señor
Soames, si le parece bien, daremos un paseo por el patio. Tres cuadrados de luz amarilla brillaban sobre
nosotros en medio de la creciente oscuridad. -Sus tres pájaros están todos en sus nidos -dijo Holmes, mirando
hacia arriba- ¡Vaya! ¿Qué es eso? Uno de ellos parece bastante inquieto. Se trataba del indio, cuya oscura
silueta había aparecido de pronto a través de los visillos, dando rápidas zancadas de un lado a otro de la
habitación. -Me gustaría echarles un vistazo en sus habitaciones -dijo Holmes-. ¿Sería posible? -Sin ningún
problema -respondió Soames-. Este conjunto de habitaciones es el más antiguo del colegio, y no es raro que
vengan visitantes a verlas. Acompáñenme y yo mismo les serviré de guía. -Nada de nombres, por favor -dijo
Holmes mientras llamábamos a la puerta de Gilchrist. La abrió un joven alto, delgado y de cabello pajizo, que
nos dio la bienvenida al enterarse de nuestros propósitos. La habitación contenía algunos detalles
verdaderamente curiosos de arquitectura doméstica medieval. Holmes quedó tan encantado que se empeñó
en dibujarlo en su cuaderno de notas; durante la operación, se le rompió la mina del lápiz, tuvo que pedir
uno prestado a nuestro joven anfitrión y, por último, le pidió prestada una navaja para sacarle punta a su
lápiz. El mismo curioso incidente le volvió a ocurrir en las habitaciones del indio, un individuo pequeño y
callado, con nariz aguileña, que nos miraba de reojo y no disimuló su alegría cuando Holmes dio por
terminados sus estudios arquitectónicos. En ninguno de los dos casos me pareció que Holmes hubiera
encontrado la pista que andaba buscando. En cuanto a nuestra tercera visita, quedó frustrada. La puerta
exterior no se abrió a nuestras llamadas, y lo único positivo que nos llegó del otro lado fue un torrente de
palabrotas. -¡Me tiene sin cuidado quién sea! ¡Pueden irse al infierno! -rugió una voz iracunda-. ¡Mañana es
el examen y no puedo perder el tiempo con nadie! 18 -¡Qué grosero! -dijo nuestro guía, rojo de indignación,
mientras bajábamos por la escalera-. Naturalmente, no se daba cuenta de que era yo quien llamaba, pero
aun así su conducta resulta impresentable y, dadas las circunstancias, bastante sospechosa. La reacción de
Holmes fue muy curiosa. -¿Podría usted decirme la estatura exacta de este joven? -preguntó. -La verdad,
señor Holmes, no sabría qué decirle. Es más alto que el indio, aunque no tanto como Gilchrist. Supongo que
alrededor de cinco pies y seis pulgadas. -Eso es muy importante -dijo Holmes-. Y ahora, señor Soames, le
deseo a usted buenas noches. Nuestro guía expresó a voces su sorpresa y desencanto. -¡Santo cielo, señor
Holmes! ¡No irá usted a dejarme así de repente! Me parece que no se da usted cuenta de la situación. El
examen es mañana. Tengo que tomar alguna medida concreta esta misma noche. No puedo permitir que se
celebre el examen si uno de los ejercicios está amañado. Hay que afrontar la situación. -Tiene que dejar las
cosas como están. Mañana me pasaré por aquí a primera hora de la mañana y hablaremos del asunto. Es

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posible que para entonces me encuentre en condiciones de sugerirle alguna línea de actuación. Mientras
tanto, no cambie usted nada; absolutamente nada. -Muy bien, señor Holmes. -Y quédese tranquilo. No le
quepa duda de que encontraremos la manera de solucionar sus dificultades. Me voy a llevar la masilla negra,
y también las virutas de lápiz. Adiós. Cuando volvimos a salir a la oscuridad del patio miramos de nuevo las
ventanas. El indio seguía dando paseos por la habitación. Los otros dos estaban invisibles. -Bien, Watson,
¿qué le parece? -preguntó Holmes en cuanto salimos a la calle-. Es como un juego de salón, algo así como el
truco de las tres cartas, ¿no cree? Ahí tiene usted a sus tres hombres. Tiene que ser uno de ellos. Elija. ¿Por
cuál se decide? -El individuo mal hablado del último piso. Es el que tiene el peor historial. Sin embargo, ese
indio también parece un buen pájaro. ¿Por qué estará dando vueltas por el cuarto sin parar? -Eso no quiere
decir nada. Muchas personas lo hacen cuando están intentando aprenderse algo de memoria. -Nos miraba
de una manera muy rara. -Lo mismo haría usted si le cayese encima una manada de desconocidos cuando
estuviera preparando un examen para el día siguiente y no pudiera perder ni un minuto. No, eso no me dice
nada. Además, los lápices y las cuchillas..., todo estaba como es debido. El que sí me intriga es ese individuo...
19 -¿Quién? -Hombre, pues Bannister, el sirviente. ¿Qué pinta él en este asunto? -A mí me dio la impresión
de ser un hombre completamente honrado. -A mí también, y eso es lo que me intriga. ¿Por qué iba un
hombre completamente honrado a...? Bueno, bueno, aquí tenemos una papelería importante.
Comenzaremos aquí nuestras investigaciones. En la ciudad sólo había cuatro papelerías de cierta
importancia, y en cada una de ellas Holmes exhibió sus virutas de lápiz y ofreció un alto precio por un lápiz
igual. En todas le dijeron que podían encargarlo, pero que se trataba de un tamaño poco corriente y casi
nunca tenían existencias. El fracaso no pareció deprimir a mi amigo, que se encogió de hombros con una
resignación casi divertida. -No hay nada que hacer, querido Watson. Esta pista, que era la mejor y la más
concluyente, no ha conducido a nada. Aunque, la verdad, estoy casi seguro de que, aun sin ella, podremos
elaborar una explicación suficiente. ¡Por Júpiter! Querido amigo, son casi las nueve, y nuestra patrona dijo
algo acerca de guisantes a las siete v media. Estoy viendo, Watson, que con esa manía de fumar
constantemente y esa irregularidad en las comidas, van a acabar por pedirle que se largue, y yo compartiré
su caída en desgracia..., aunque no antes de que haya resuelto el problema del profesor nervioso, el sirviente
descuidado y los tres intrépidos estudiantes. Holmes no volvió a hacer ningún comentario sobre el caso aquel
día, aunque permaneció sentado y sumido en reflexiones durante mucho rato, después de nuestra retrasada
cena. A las ocho de la mañana siguiente entró en mi habitación cuando yo estaba terminando de asearme. -
Bien, Watson -dijo-. Es hora de ir a San Lucas. ¿Puede prescindir del desayuno? -Desde luego. -Soames estará
hecho un manojo de nervios hasta que podamos decirle algo concreto. -¿Y tiene usted algo concreto que
decirle? -Creo que sí. -¿Ha llegado ya a alguna conclusión? -Sí, querido Watson; he solucionado el misterio. -
Pero... ¿qué nuevas pistas ha podido encontrar? -¡Ah! No en vano me he levantado de la cama a horas tan
intempestivas como las seis de la mañana. He invertido dos horas de duro trabajo y he recorrido no menos
de cinco millas, pero algo he sacado en limpio. ¡Fíjese en esto! Extendió la mano, y en la palma tenía tres
pequeñas pirámides de masilla negra. 20 -¡Caramba, Holmes, ayer sólo tenía dos! -Y esta mañana he
conseguido otra. No parece muy aventurado suponer que la fuente de origen del número tres sea la misma
que la de los números uno y dos. ¿No cree, Watson? Bueno, pongámonos en marcha y libremos al amigo
Soames de su tormento. Efectivamente, el desdichado profesor se encontraba en un estado nervioso
lamentable cuando llegamos a sus habitaciones. En unas pocas horas comenzarían los exámenes, y él todavía
vacilaba entre dar a conocer los hechos o permitir que el culpable optase a la sustanciosa beca. Tan grande
era su agitación mental que no podía quedarse quieto, y corrió hacia Holmes con las manos extendidas en
un gesto de ansiedad. -¡Gracias a Dios que ha venido! Llegué a temer que se hubiera desentendido del caso.
¿Qué hago? ¿Seguimos adelante con el examen? -Sí, sí; siga adelante, desde luego. -Pero... ¿y ese granuja? -

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No se presentará. -¿Sabe usted quién es? -Creo que sí. Puesto que el asunto no se va a hacer público,
tendremos que atribuirnos algunos poderes y decidir por nuestra cuenta, en un pequeño consejo de guerra
privado. ¡Colóquese ahí, Soames, haga el favor! ¡Usted ahí, Watson! Yo ocuparé este sillón del centro. Bien,
creo que ya parecemos lo bastante impresionantes como para infundir terror en un corazón culpable. ¡Haga
el favor de tocar la campanilla! Bannister acudió a la llamada y reculó con evidente sorpresa y temor ante
nuestra pose judicial. -Haga el favor de cerrar la puerta -dijo Holmes-. Y ahora, Bannister, ¿será tan amable
de decirnos la verdad acerca del incidente de ayer? El hombre se puso pálido hasta las raíces del pelo. -Se lo
he contado todo, señor. -¿No tiene nada que añadir? -Nada en absoluto, señor. -En tal caso, tendré que
hacerle unas cuantas sugerencias. Cuando se sentó ayer en ese sillón, ¿no lo haría para esconder algún objeto
que habría podido revelar quién estuvo en la habitación? La cara de Bannister parecía la de un cadáver. -No,
señor; desde luego que no. 21 -Era sólo una sugerencia -dijo Holmes en tono suave-. Reconozco francamente
que no puedo demostrarlo. Pero parece bastante probable si consideramos que en cuanto el señor Soames
volvió la espalda usted dejó salir al hombre que estaba escondido en esa alcoba. Bannister se pasó la lengua
por los labios resecos. -No había ningún hombre. -¡Qué pena, Bannister! Hasta ahora, podría ser que hubiera
dicho la verdad, pero ahora me consta que ha mentido. El rostro de Bannister adoptó una expresión de
huraño desafío. -No había ningún hombre, señor. -Vamos, vamos, Bannister. -No, señor; no había nadie. -En
tal caso, no puede usted proporcionarnos más información. ¿Quiere hacer el favor de quedarse en la
habitación? Póngase ahí, junto a la puerta del dormitorio. Ahora, Soames, le voy a pedir que tenga la
amabilidad de subir a la habitación del joven Gilchrist y le diga que baje aquí a la suya. Un minuto después,
el profesor regresaba, acompañado del estudiante. Era este un hombre con una figura espléndida, alto,
esbelto y ágil, de paso elástico y con un rostro atractivo y sincero. Sus preocupados ojos azules vagaron de
uno a otro de nosotros, y por fin se posaron con una expresión de absoluto desaliento en Bannister, situado
en el rincón más alejado. -Cierre la puerta -dijo Holmes-. Y ahora, señor Gilchrist, estamos solos aquí, y no es
preciso que nadie se entere de lo que ocurre entre nosotros, de manera que podemos hablar con absoluta
franqueza. Queremos saber, señor Gilchrist, cómo es posible que usted, un hombre de honor, haya podido
cometer una acción como la de ayer. El desdichado joven retrocedió tambaleándose, y dirigió a Bannister
una mirada llena de espanto y reproche. -¡No, no, señor Gilchrist! ¡Yo no he dicho una palabra! ¡Ni una
palabra, señor! -exclamó el sirviente. -No, pero ahora sí que lo ha hecho -dijo Holmes-. Bien, caballero, se
dará usted cuenta de que después de lo que ha dicho Bannister, su postura es insostenible, y que la única
oportunidad que le queda es hacer una confesión sincera. 22 Por un momento, Gilchrist, con una mano
levantada, trató de contener el temblor de sus facciones. Pero un instante después había caído de rodillas
delante de la mesa y, con la cara oculta entre las manos, estallaba en una tempestad de angustiados sollozos.
-Vamos, vamos -dijo Holmes amablemente-. Errar es humano, y por lo menos nadie puede acusarle de ser
un criminal empedernido. Puede que resulte menos violento para usted que yo le explique al señor Soames
lo ocurrido, y usted puede corregirme si me equivoco. ¿Lo prefiere así? Está bien, está bien, no se moleste
en contestar. Escuche, y comprobará que no soy injusto con usted. »Señor Soames, desde el momento en
que usted me dijo que nadie, ni siquiera Bannister, sabía que las pruebas estaban en su habitación, el caso
empezó a cobrar forma concreta en mi mente. Por supuesto, podemos descartar al impresor, puesto que
éste podía examinar los ejercicios en su propia oficina. Tampoco el indio me pareció sospechoso: si las
pruebas estaban en un rollo, es poco probable que supiera de qué se trataba. Por otra parte, parecía
demasiada coincidencia que alguien se atreviera a entrar en la habitación, de manera no premeditada,
precisamente el día en que los exámenes estaban sobre la mesa. También eso quedaba descartado. El
hombre que entró sabía que los exámenes estaban aquí. ¿Cómo lo sabía? »Cuando vinimos por primera vez
a su habitación, yo examiné la ventana por fuera. Me hizo gracia que usted supusiera que yo contemplaba la

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posibilidad de que alguien hubiera entrado por ahí, a plena luz del día y expuesto a las miradas de todos los
que ocupan esas habitaciones de enfrente. Semejante idea era absurda. Lo que yo hacía era calcular lo alto
que tenía que ser un hombre para ver desde fuera los papeles que había encima de la mesa. Yo mido seis
pies y tuve que empinarme para verlos. Una persona más baja que yo no habría tenido la más mínima
posibilidad. Como ve, ya desde ese momento tenía motivos para suponer que si uno de sus tres estudiantes
era más alto de lo normal, ése era el que más convenía vigilar. »Entré aquí y le hice a usted partícipe de la
información que ofrecía la mesita lateral. La mesa del centro no me decía nada, hasta que usted, al describir
a Gilchrist, mencionó que practicaba el salto de longitud. Entonces todo quedó claro al instante, y ya sólo
necesitaba ciertas pruebas que lo confirmaran, y que no tardé en obtener. »He aquí lo que sucedió: este
joven se había pasado la tarde en las pistas de atletismo practicando el salto. Regresó trayendo las zapatillas
de saltar, que, como usted sabe, llevan varios clavos en la suela. Al pasar por delante de la ventana vio,
gracias a su elevada estatura, el rollo de pruebas encima de su mesa, y se imaginó de qué se trataba. No
habría ocurrido nada malo de no ser porque, al pasar por delante de su 23 puerta, advirtió la llave que el
descuidado sirviente había dejado allí olvidada. Entonces se apoderó de él un repentino impulso de entrar y
comprobar si, efectivamente, se trataba de las pruebas del examen. No corría ningún peligro, porque
siempre podría alegar que había entrado únicamente para hacerle a usted una consulta. »Pues bien, cuando
hubo comprobado que, en efecto, se trataba de las pruebas, es cuando sucumbió a la tentación. Dejó sus
zapatillas encima de la mesa. ¿Qué es lo que dejó en ese sillón que hay al lado de la ventana? -Los guantes -
respondió el joven. Holmes dirigió una mirada triunfal a Bannister. -Dejó sus guantes en el sillón y cogió las
pruebas, una a una, para copiarlas. Suponía que el profesor regresaría por la puerta principal y que lo vería
venir. Pero, como sabemos, vino por la puerta lateral. Cuando lo oyó, usted estaba ya en la puerta. No había
escapatoria posible. Dejó olvidados los guantes, pero recogió las zapatillas y se precipitó dentro de la alcoba.
Se habrán fijado en que el corte es muy ligero por un lado, pero se va haciendo más profundo en dirección a
la puerta del dormitorio. Eso es prueba suficiente de que alguien había tirado de las zapatillas en esa
dirección, e indicaba que el culpable había buscado refugio allí. Sobre la mesa quedó un pegote de tierra que
rodeaba a un clavo. Un segundo pegote se desprendió y cayó al suelo en el dormitorio. Puedo agregar que
esta mañana me acerqué a las pistas de atletismo, comprobé que el foso de saltos tiene una arcilla negra
muy adherente y me llevé una muestra, junto con un poco del aserrín fino que se echa por encima para evitar
que el atleta resbale. ¿He dicho la verdad, señor Gilchrist? El estudiante se había puesto en pie. -Sí, señor; es
verdad -dijo. -¡Cielo santo! ¿No tiene nada que añadir? -exclamó Soames. -Sí, señor, tengo algo, pero la
impresión que me ha causado el quedar desenmascarado de manera tan vergonzosa me había dejado
aturdido. Tengo aquí una carta, señor Soames, que le escribí esta madrugada, tras una noche sin poder
dormir. La escribí antes de saber que mi fraude había sido descubierto. Aquí la tiene, señor. Verá que en ella
le digo: «He decidido no presentarme al examen. Me han ofrecido un puesto en la policía de Rhodesia y
parto de inmediato hacia África del Sur.» -Me complace de veras saber que no intentaba aprovecharse de
una ventaja tan mal adquirida -dijo Soames-. Pero ¿qué le hizo cambiar de intenciones? Gilchrist señaló a
Bannister. -Este es el hombre que me puso en el buen camino -dijo. -En fin, Bannister -dijo Holmes-. Con lo
que ya hemos dicho, habrá quedado claro que sólo usted podía haber dejado salir a este joven, puesto que
usted se quedó en la habitación y tuvo que cerrar la puerta al marcharse. No hay quien se crea que pudiera
24 escapar por esa ventana. ¿No puede aclararnos este último detalle del misterio, explicándonos por qué
razón hizo lo que hizo? -Es algo muy sencillo, señor, pero usted no podía saberlo; ni con toda su inteligencia
lo habría podido saber. Hubo un tiempo, señor, en el que fui mayordomo del difunto sir Jabez Gilchrist, padre
de este joven caballero. Cuando quedó en la ruina, yo entré a trabajar de sirviente en la universidad, pero
nunca olvidé a mi antiguo señor porque hubiera caído en desgracia. Hice siempre todo lo que pude por su

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hijo, en recuerdo de los viejos tiempos. Pues bien, señor, cuando entré ayer en esta habitación, después de
que se diera la alarma, lo primero que vi fueron los guantes marrones del señor Gilchrist encima de ese sillón.
Conocía muy bien aquellos guantes y comprendí el mensaje que encerraban. Si el señor Soames los veía,
todo estaba perdido. Así que me desplomé en el sillón, y nada habría podido moverme de él hasta que el
señor Soames salió a buscarle a usted. Entonces salió de su escondite mi pobre señorito, a quien yo había
mecido en mis rodillas, y me lo confesó todo. ¿No era natural, señor, que yo intentara salvarlo, v no era
natural también que procurase hablarle como lo habría hecho su difunto padre, haciéndole comprender que
no podía sacar provecho de su mala acción? ¿Puede usted culparme por ello, señor? -Desde luego que no -
dijo Holmes de todo corazón, mientras se ponía en pie-. Bien, Soames, creo que hemos resuelto su pequeño
problema, y en casa nos aguarda el desayuno. Vamos, Watson. En cuanto a usted, caballero, confío en que
le aguarde un brillante porvenir en Rhodesia. Por una vez ha caído usted bajo. Veamos lo alto que puede
llegar en el futuro.

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Cassette.
Enrique Anderson Imbert
Año: 2132. Lugar: aula de cibernética. Personaje: un niño de nueve años.
Se llama Blas. Por el potencial de su genotipo ha sido escogido para la clase Alfa. O sea, que cuando
crezca pasará a integrar ese medio por ciento de la población mundial que se encarga del progreso.
Entretanto, lo educan con rigor. La educación, en los primeros grados, se limita al presente: que Blas
comprenda el método de la ciencia y se familiarice con el uso de los aparatos de comunicación. Después, en
los grados intermedios, será una educación para el futuro: que descubra, que invente. La educación en el
conocimiento del pasado todavía no es materia para su clase Alfa: a lo más, le cuentan una que otra anécdota
en la historia de la tecnología.
Está en penitencia. Su tutor lo ha encerrado para que no se distraiga y termine el deber de una vez.
Blas sigue con la vista una nube que pasa. Ha aparecido por la derecha de la ventana y muy airosa se dirige
hacia la izquierda. Quizás es la misma nube que otro niño, antes que él naciera, siguió con la vista en una
mañana como esta y al seguirla pensaba en un niño de una época anterior que también la miró y en tanto la
miraba creía recordar a otro niño que en otra vida... Y la nube ha desaparecido.
Ganas de estudiar, Blas no tiene. Abre su cartera y saca, no el dispositivo calculador, sino un juguete.
Es una cassette.
Empieza a ver una aventura de cosmonautas. Cambia y se pone a escuchar un concierto de música
estocástica. Mientras ve y oye, la imaginación se le escapa hacia aquellas gentes primitivas del siglo XX a las
que justamente ayer se refirió el tutor en un momento de distracción.
¡Cómo se habrán aburrido, sin esa cassette!
"Allá, en los comienzos de la revolución tecnológica —había comentado el tutor— los pasatiempos
se sucedían como lentos caracoles. Un pasatiempo cada cincuenta años: de la pianola a la grabadora, de la
radio a la televisión, del cine mudo y monocromo al cine parlante y policromo.
¡Pobres! ¡Sin esta cassette cómo se habrán aburrido!
Blas, en su vertiginoso siglo XXII, tiene a su alcance miles de entretenimientos. Su vida no transcurre
en una ciudad sino en el centro del universo. La cassette admite los más remotos sonidos e imágenes;
transmite noticias desde satélites que viajan por el sistema solar; emite cuerpos en relieve; permite que él
converse, viéndose las caras, con un colono de Marte; remite sus preguntas a una máquina computadora
cuya memoria almacena datos fonéticamente articulados y él oye las respuestas.
(Voces, voces, voces, nada más que voces pues en el año 2132 el lenguaje es únicamente oral: las
informaciones importantes se difunden mediante fotografías, diagramas, guiños eléctricos, signos
matemáticos.)
En vez de terminar el deber Blas juega con la cassette. Es un paralepípedo de 20 X 12 X 3 que, no
obstante su pequeñez, le ofrece un variadísimo repertorio de diversiones.
Sí, pero él se aburre. Esas diversiones ya están programadas. Un gobierno de tecnócratas resuelve
qué es lo que debe ver y oír. Blas da vueltas a la cassette entre las manos. La enciende, la apaga. ¡Ah, podrán
presentarle cosas para que él piense sobre ellas pero no obligarlo a que piense así o asá!
Ahora, por la derecha de la ventana, reaparece la nube. No es nube, es él, él mismo que anda por el
aire. En todo caso, es alguien como él, exactamente como él. De pronto a Blas se le iluminan los ojos:
—¿No sería posible —se dice mejorar esta cassette, hacerla más simple, más cómoda, más personal,
más íntima, más libre, sobre todo más libre?
Una cassette también portátil, pero que no dependa de ninguna energía microelectrónica: que
funcione sin necesidad de oprimir botones; que se encienda apenas se la toque con la mirada y se apague
en cuanto se le quite la vista de encima; que permita seleccionar cualquier tema y seguir su desarrollo hacia
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adelante, hacia atrás repitiendo un pasaje agradable o saltándose uno fastidioso... Todo esto sin molestar a
nadie, aunque se esté rodeado de muchas personas, pues nadie, sino quien use tal cassette, podría participar
en la fiesta. Tan perfecta sería esa cassette que operaría directamente dentro de la mente. Si reprodujera,
por ejemplo, la conversación entre una mujer de la Tierra y el piloto de un navío sideral que acaba de llegar
de la nebulosa Andrómeda, tal cassette la proyectaría en una pantalla de nervios. La cabeza se llenaría de
seres vivos. Entonces uno percibiría la entonación de cada voz, la expresión de cada rostro, la descripción de
cada paisaje, la intención de cada signo... Porque claro, también habría que inventar un código de signos. No
como esos de la matemática sino signos que transcriban vocablos: palabras impresas en láminas cosidas en
un volumen manual. Se obtendría así una portentosa colaboración entre un artista solitario que crea formas
simbólicas y otro artista solitario que las recrea...
—¡Esto sí que será una despampanante novedad! —exclama el niño—. El tutor me va a preguntar:
"¿Terminaste ya tu deber?" "No", le voy a contestar. Y cuando rabioso por mi desparpajo, se disponga a
castigarme otra vez, ¡zas! lo dejo con la boca abierta: "¡Señor, mire en cambio qué proyectazo le traigo!"...
(Blas nunca ha oído hablar de su tocayo Blas Pascal, a quien el padre encerró para que no se distrajera
con las ciencias y estudiase las lenguas. Blas no sabe que así como en 1632 aquel otro Blas de nueve años,
dibujando con tiza en la pared, reinventó la Geometría de Euclides, él, en 2132, acaba de reinventar el libro.)

17
La zona de influencia.
Pablo de Santis.

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Atlantis.
En el sótano de un museo, una tarde del año 1914, el joven Milo Thatch soñaba despierto: "¡Si pudiera
descubrir la fabulosa ciudad de la Atlántida, sumergida en el mar hacía siglos y que su abuelo Thaddeus tanto
había buscado!"
Para ello, debía encontrar ante todo un libro, el Diario del Pastor, y luego organizar una expedición...
pero, ¿De dónde sacar el dinero para semejante aventura? Milo estaba de suerte. El multimillonario Preston
Whitmore lo mandó llamar. ¡Tenía el Diario del Pastor!
-Sí, Milo. Tu abuelo me lo envió. Voy a financiar una expedición para encontrar la Atlántida y quiero que
vayas en ella. ¡Nadie sabe más que tú de esa ciudad, porque incluso conoces el idioma de sus antiguos
habitantes! ¡Te necesito! –
Milo se sintió feliz.
En el submarino Ulysses, los expedicionarios se dirigieron a un punto del fondo del mar. Pero el
Leviatán, una especie de gigantesca langosta mecánica, ¡Los atacó! Los supervivientes acabaron en una
enorme cueva en la que podían respirar. El comandante Rourke pasó lista al grupo: su ayudante Helga, Mole,
Vinny, la señora Packard, Cookie, Audrey, el doctor Sweet, Milo...
Se adentraron en la cueva, y al cabo de varios días divisaron una extraña ciudad: ¡La Atlántida! Al
acercarse, unos guerreros les cerraron el paso. Los mandaba la princesa Kida. Milo habló con ella, y Kida
comprendió que el muchacho era bueno. Entonces confió en él y llevó a todos ante su padre, el rey.
El rey, muy anciano, desconfiaba de los expedicionarios. ¡Y con razón! Cuando Kida enseñó a Milo el
extraordinario lugar, Rourke y Helga mostraron sus verdaderas intenciones: ¡Querían apoderarse del Cristal
Madre, la fantástica fuente de misteriosa energía que permitía la vida en la Atlántida! ¡Con él serían ricos!
Rourke y Helga obligaron a Kida y Milo a seguirles hasta el corazón de la Atlántida. El joven protestó:
-¡Si se llevan el Cristal Madre, todos morirán! Rourke no hizo caso. Llegaron ante la fuente de energía.
Entonces del Cristal Madre salieron unos rayos de luz azul. Los rayos alcanzaron a Kida, la absorbieron y la
cristalizaron. De ese modo la princesa se sacrificaba para tratar de salvar a su pueblo.
El malvado Rourke metió a la cristalizada Kida en una cápsula metálica que ató a un globo, y se dispuso
a salir con los expedicionarios por un volcán. Cuando Milo se opuso, le golpeó y le dijo que él se quedaría allí.
Entonces los demás reaccionaron. Habían ayudado a Rourke sin saber lo malvado que era, pero no estaban
dispuestos a dejar a uno de los suyos condenado a una muerte segura.
Helga y Rourke siguieron adelante con sus planes. No les importaba haberse quedado solos: así
obtendrían más dinero. Milo fue a ver al rey para contarle lo que había pasado. El anciano, moribundo, dio
al joven su propio cristal -el mayor regalo que un atalante podría hacer- y le dijo :
-Salva la ciudad y a mi hija. Recupera el Cristal- Milo sintió entonces que una gran fuerza le invadía.
Rápidamente Milo convenció a sus compañeros y, con varios Altantes, montaron unas máquinas
voladoras con forma de pez.
-¡Adelante! -gritó el muchacho-. ¡Hay que detener a Rouke y salvar la Atlántida!
La flota avanzó a toda velocidad hacia el globo que se llevaba a Kida.
Al ver llegar la flota voladora, Rourke arrojó a Helga de la barquilla para elevarse más deprisa, pero
fue detenido por el grupo. Después hubo una lucha terrible entre Milo y él. Al intentar golpear al joven con
un hacha, Rouke abrió una brecha en la cápsula donde estaba Kida. Milo metió un trozo de escalera en el
Cristal y tocó con él a Rourke. ¡Y Rourke se convirtió en cristal! Después, aquel tipo duro, ¡se deshizo en
multitud de trocitos!
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La cápsula reventó y apareció Kida en el aire con forma humana. Llevaba un brazalete: el que había
tenido de niña y que su madre se había llevado cuando se sacrificó ella también, por su pueblo.
Los expedicionarios decidieron guardar el secreto sabre aquella maravillosa ciudad y regresaron con
el señor Whitmore. ¿Todos? No. Milo se quedó con Kida. Y ambos mandaron levantar la estatua del último
rey, para que cuidara de la Atlántida.

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Alfonsina Storni

Nacida el 29 de mayo de 1892, en el pueblo suizo de Capriasca, llegó a nuestro país a los cuatro
años: Argentina, ese lugar lejano que encarnó con puño y letra, y desde donde formó parte de un grupo de
literatas latinoamericanas que lucharon no solo por el reconocimiento artístico, sino también por un lugar,
como mujeres, en la sociedad que les tocó vivir. Entre ellas, la chilena Gabriela Mistral y la uruguaya Juana
de Ibarbourou.
Vivió en San Juan, Santa Fe y Buenos Aires. Atravesó una infancia con pocos recursos económicos, lo
que la obligó a dejar sus estudios para pornerse a trabajar. Primero como ayudante de su madre modista, y
tras la muerte de su padre, como obrera en una fábrica de gorras. Sin embargo, nunca abandonó su deseo
de estudiar. Ya en Buenos Aires, egresó como maestra y fue docente en el Teatro Infantil Lavardén y en la
Escuela Normal de Lenguas Vivas. En 1917, llegó a ser directora en un colegio de Marcos Paz. Pero fue un
año antes cuando publicó su primer libro, La inquietud del rosal, con el que comenzó a forjar su faceta más
profunda, viva y con la que sería recordada en la historia de la literatura argentina.

A partir de allí, Alfonsina comenzó a frecuentar algunos círculos literarios, como el grupo Anaconda,
con Horacio Quiroga y Enrique Amorín; o el grupo Signos, con Federico García Lorca y Ramón Gómez de la
Serna, y a publicar poemas en las revistas Mundo Rosarino y Monos y Monadas. Colaboró también en las
publicaciones Caras y Caretas; Nosotros; Atlántida; La Nota, y en el diario La Nación, desde donde alzó la
voz a favor de la igualdad y los derechos de la mujer.
Fue madre soltera en una época que socialmente era inaceptable o reprochable. Ella no se dejó
avasallar y puso a relucir su espíritu feminista, también expresada en su lírica.
Víctima de una enfermedad terminal, se suicidó el 25 de octubre de 1938 en la ciudad de Mar del
Plata. Antes de poner fin a su vida, escribió el poema “Voy a dormir”, con el que se despidió de su hijo, de
su tierra y, por supuesto, de sus lectores.

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Antoine Saint-Exúpery.
Nombre completo: Antoine Marie Jean-Baptiste Roger Conde de Saint-Exupéry
Lugar de nacimiento: Lyon, Francia
Fecha de nacimiento: 29 de junio de 1900
Murió: 31 de julio de 1944 en Mar Tirreno

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