4-Mikel Goikoetxea-Goiko
4-Mikel Goikoetxea-Goiko
4-Mikel Goikoetxea-Goiko
sociedad, no parece inquietar a nadie, salvo a Mikel Goikoetxea, más conocido como
«Goiko», un antiguo ertzaina que, pese a haber abandonado tanto su vieja profesión
de policía como sus actividades posteriores de detective, se ve abocado a investigar
qué hay detrás de esa muerte que, de un modo inesperado, amenaza la tranquila
existencia que se ha forjado en los últimos tiempos e incluso su propia vida.
Pero Goiko no es el único interesado en conocer lo ocurrido. Su viejo compañero
Eneko Goirizelaia, alto cargo de la Ertzaintza, la policía autonómica vasca, anda
también tras la pista de los asesinos y no deja de presionarle, ya que sospecha que su
excolega sabe más de lo que cuenta. Y por si eso no fuera suficiente, unos extraños
homicidios cometidos en Londres, que traen en jaque a las autoridades de Scotland
Yard, así como las vicisitudes de un inmigrante africano que antes de viajar a Europa
fue, también, policía en su país natal, acabarán complicando aún más la situación,
llevando a Goiko a un límite en el que su propia estabilidad personal será puesta a
prueba.
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José Javier Abasolo
Demasiado ruido
Mikel Goikoetxea, «Goiko» - 4
ePub r1.1
Titivillus 23.08.2021
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Título original: Demasiado ruido
José Javier Abasolo, 2016
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La niña tenía un aspecto angelical. Unos ojos verdes intensos, una cabellera rubia,
una expresión de inocencia total y una sonrisa de esas que derriten el corazón más
frío. Lo malo es que ese era su aspecto en el primer fotograma. Luego, todo
cambiaba. Los ojos los tenía tan llorosos que no podía distinguirse de qué color eran,
el pelo en completo desorden, su rostro infantil lleno de contusiones y una expresión
que indicaba terror, un terror profundo e incomprensible, un terror producto del
choque con el lado más oscuro de los adultos, de aquellos adultos que han olvidado
que alguna vez fueron niños o que tal vez nunca lo fueron.
¿Quién puede ser capaz de hacer eso a una criatura?, se pregunta el hombre entre
sollozos desesperados. Y enseguida le llega la respuesta: tú, tú eres el culpable de
todo eso. Toca la pantalla del ordenador, como si con eso pudiera también acariciar el
rostro de su hija, pero sabe que es en vano, que ella ya no está, que ya nunca estará
más con él. Y se siente culpable porque en el fondo piensa que es el único
responsable de lo que ha sucedido. Y por duro que parezca, en cierto modo tiene
razón.
Tendría que haberlo previsto, pero como siempre le perdió su exceso de confianza
en sí mismo, su vanidad de pensar que iba un paso por delante de los demás, su
creencia de que quienes habían sido sus compañeros, sus amigos, no iban a cometer
la iniquidad de cebarse en su familia. Una cosa son los negocios y otra muy diferente
la familia. Pero, apostó y perdió. El problema es que esa apuesta no era como las de
los casinos, en las que se gastaba diez mil euros sin despeinarse, sabiendo que al día
siguiente, con una buena operación bursátil, recuperaría la cantidad perdida. El
problema consistía en que apostó por la vida de su mujer y su hija y la suerte le
volvió la espalda. Y ninguna operación en el mercado de valores iba a traérselas de
nuevo.
Sigue mirando una y otra vez, hipnotizado, la pantalla del ordenador. Nunca ha
creído en premoniciones, pero cuando vio que tenía un mensaje de procedencia
desconocida un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Algo va mal, pensó. Y aunque en
esa ocasión habría deseado equivocarse, no lo hizo. Algo iba mal, muy mal,
terriblemente mal.
Vuelve a abrir el vídeo que ha recibido, por milésima vez. Pero por mucho que le
dé al «play» o al «stop» la secuencia no cambia. Allí están su mujer y su hija,
llamando desesperadamente a su aita[1], pero su aita no está, ha preferido jugar al
superhéroe o al vengador justiciero antes que cumplir con su principal obligación,
proteger a su familia. Y allí está también esa mano, una mano sin ninguna
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característica destacable, sin ningún detalle que pueda delatar a su propietario. Una
mano que empuña un cuchillo con el que parsimoniosamente, como si se regodeara
en lo que hace, va cercenando los cuellos de su mujer y su hija. Parece uno de esos
terroríficos vídeos propagandísticos del Estado Islámico, pero él sabe perfectamente
que quien empuña el cuchillo no es musulmán. O, en caso de serlo, lo que hace no
tiene nada que ver con la religión, sino con los negocios, con los putos y malditos
negocios.
No aguanta más y estrella el portátil contra la pared de la habitación del hotel en
el que se ha refugiado. El dolor es insoportable, pero ya no le quedan lágrimas en los
ojos ni insultos en la boca. Llamarles hijos de la gran puta, cabrones sin corazón o
asesinos de mierda no sirve para nada. No pueden oírle y si le escucharan esos
insultos, y otros más fuertes que acaba de inventarse, no les afectarían lo más
mínimo. Como mucho se sonreirían cínicamente antes de dar, sin odio ni ánimo de
venganza, simplemente con frialdad profesional, la orden de que acabaran con él de
una puta vez.
No sabe por qué ni a dónde se va a dirigir, pero de repente siente la necesidad de
salir del hotel, de escapar de esas cuatro paredes que, en lugar de un refugio, han sido
el cadalso en el que se ha enterado de su sentencia de muerte. Porque está muerto, lo
sabe. Que ande, que mueva los brazos para abrir la puerta de la habitación, que sus
ojos alcancen a ver dónde están situadas las escaleras, no son más que gestos
mecánicos. Lo mismo podría ser un zombi, un muerto viviente, sin llagas ni
purulencias externas, pero con una mirada vacía que está proclamando a gritos que
sus llagas y purulencias internas son mucho más dolorosas y profundas que las que
nadie jamás haya podido conocer en la vida.
Ha salido del hotel sin un objetivo fijo, tan solo con la idea de huir, huir, huir.
Huir a ninguna parte, huir sin rumbo, simplemente huir, olvidarse de las imágenes
que acaba de ver, olvidarse de que su mujer y su hija ya no existen, de que las han
matado por su culpa. Huir y olvidar, olvidar y huir. Pero es imposible. Sabe que vaya
donde vaya, esas imágenes, esos recuerdos, viajarán con él, seguirán unidos a su piel.
Solo hay un modo de escapar, una única manera de olvidar y quedarse en paz. Es
consciente de ello, pero tiene miedo. Se da cuenta de que es un cobarde, de que
siempre lo ha sido. Cuando piensa en lo que tiene que hacer le entra un escalofrío. No
quiere hacerlo, pero sabe que debe hacerlo. ¿Qué vida podría tener en el futuro,
incluso aunque lograra escapar de sus compañeros?
Vaga desordenadamente por la ciudad, como si buscara algún rincón capaz de
ofrecerle esa seguridad en sí mismo que perdió hace tiempo, ese vórtice de energía,
como lo llaman los aficionados al esoterismo, capaz de proporcionarle el valor que
nunca ha tenido.
Ni él mismo es consciente de si ha sido una decisión voluntaria o una simple
imprudencia, pero cruza el semáforo en rojo justo en el mismo momento en que por
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la avenida avanza una furgoneta que llega tarde a entregar un pedido. Y cuando le
arrolla piensa que por fin, por fin, por fin, va a poder descansar.
Sin embargo no lo consigue. Es un fracasado, un perdedor que no vale para nada,
ni siquiera ha sido capaz de poner fin a su propia vida. Entre nebulosas le parece oír
voces que dicen que tiene que ser un milagro, porque no hay ningún órgano vital
tocado. No es ese el milagro que buscaba con tanto ahínco. Intenta gritar, pero de su
boca no sale ningún sonido. Desea llorar, pero de sus ojos no surge ninguna lágrima.
Finalmente vuelve a sumirse en la inconsciencia, en el vacío, un vacío que si fuera
consciente de él desearía que durara eternamente.
Al cabo de unos días, dos, tres, cuatro, qué importa, despierta. Pero desconoce
quién o qué es ni cómo se llama. Su cerebro se ha quedado vacío y no recuerda nada
de lo ocurrido. De hecho su mente se ha pasado al otro lado, al de quienes para poder
sobrevivir han renunciado a la comprensión de este mundo incomprensible. Se ha
salvado de la muerte, pero ha entrado en el paraíso de los locos, de los dementes, de
aquellos a los que sus neuronas les volvieron la espalda y les sumieron en eso que los
psiquiatras actuales se resisten a llamar locura, pese a ser la palabra que mejor define
el estado en que se encuentra. Quién sabe, quizás, después de todo, Dios, el azar, la
suerte, el destino, como a cada uno le guste llamarlo, sí existe, y se ha acabado
apiadando de él.
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El calor en la habitación era insoportable, pero ni siquiera eso fue suficiente para que
mis cinco «protegidas», por llamarlas de alguna manera, se largaran de una puta vez,
nunca mejor dicho, y me dejaran en paz, lamiéndome las heridas. En el fondo eran
buenas chicas, pese a que sobrevivían haciendo la calle, y estaban sinceramente
preocupadas por mí. Y también por su negocio, claro. Las había heredado, aunque no
sé si esa es la expresión más adecuada, de un viejo amigo de otro tipo de guerras que
se había reciclado en proxeneta, lo que comúnmente conocemos como un
«chuloputas». Cómo llegó a desempeñar ese oficio no lo tengo muy claro, pese a que
si no me lo explicó cien mil veces no me lo explicó ninguna, solo que cada vez que lo
hacía ambos estábamos totalmente borrachos y la consiguiente resaca conseguía,
indefectiblemente, que me olvidara de todo lo que habíamos hablado la noche
anterior. Ya podríamos haber encontrado, entre nuestros estertores alcohólicos, la
piedra filosofal o la clave para erradicar el hambre del mundo, que no nos habría
servido para nada porque a la mañana siguiente nuestra mente se encontraba
totalmente en blanco. De todos modos eso pertenece a una época de mi vida ya
pasada aunque, como decía sabiamente mi difunto padre, la vida es como un
boomerang y cuando menos te lo esperas, te vuelve algo que creías olvidado y si no
eres lo suficientemente rápido y ágil, te golpea en la cabeza haciéndote ver no solo
las estrellas sino todas las galaxias que pueblan el universo.
Tampoco se trata de que el tipo fuese un viejo compañero de universidad caído en
desgracia. Cuando le conocí no era más que un ratero, un pequeño estafador que vivía
de engañar a la gente, a base de labia y caradura. Le detuve unas cuantas veces, en la
época en que todavía trabajaba como ertzaina, y acabé tomándole cierto cariño En el
fondo no era más que uno de esos sinvergüenzas que, curiosamente, se hacen querer
por la gente, el típico amigo —porque si el roce hace el cariño, el reiterado paso por
la comisaría hizo que acabáramos siéndolo— que, cuando te pide un favor, parece
que es él quien te lo está haciendo y no te queda más remedio que agradecerle que
haya pensado en ti como su próxima víctima. El caso es que tras muchas vicisitudes
encontró su auténtica vocación laboral como protector de cinco jóvenes, dos
nigerianas, una colombiana, otra procedente del Malí y la quinta una rumana, aunque
esta última hablaba un euskera que no tenía pinta de haber sido aprendido en un
euskaltegi[2] sino mamado desde la cuna en algún baserri[3] perdido de la Euskal
Herria profunda.
El negocio debió irle muy bien, incluso podría decirse, haciendo un deplorable
juego de palabras, que le iba «de puta madre», hasta que unos rumanos auténticos le
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dieron una paliza que le envió al otro barrio. Aunque para entonces yo ya había
dejado de ser policía, conseguí las pruebas suficientes para poner a los asesinos en
manos de la Ertzaintza. Bueno, esa era mi primitiva intención, pero se frustró cuando
los rumanos, conocedores de mis intenciones, decidieron que el mejor modo de evitar
un largo futuro como huéspedes preferentes del sistema penitenciario español era
acabar conmigo. Ya se sabe, muerto el perro, se acabó la rabia. No contaron con que
este perro tenía rabia para dar y exportar y no me quedó más remedio que ejercer lo
que jurídicamente se conoce como legítima defensa y que yo defino como que antes
de que me jodan, prefiero ser yo el que les joda a ellos. Resumiendo, que fueron los
rumanos los que acabaron criando malvas. Se trataba de la vida de ellos o la mía, y en
casos así no tengo jamás dudas ni escrúpulos morales.
Debí hacerlo muy bien, o quizás a mis excompañeros de la Ertzaintza no les
preocupaba un ardite que tres ilegales que, además, se dedicaban al trapicheo de
drogas, los asaltos a comercios o la trata de blancas, desaparecieran repentinamente
del mapa. Seguramente pensaron que Bilbao se les había quedado pequeño y
necesitaban encontrar mercados más grandes y prósperos, así que no fui molestado en
ningún momento pese a que para solucionar el problema infringí no solo el Código
Penal, sino el quinto mandamiento por triplicado, si no me fallan los recuerdos de mis
clases escolares, tanto de Religión como de Matemáticas. No es que de repente me
hubiese convertido en un asesino, eso llegaría más tarde. Sencillamente mi verborrea
no fue suficiente para convencerles de que se entregaran voluntariamente en
comisaría o en el juzgado y esa falta de capacidad de convicción puso mi vida en
peligro. Como ya he dicho era la mía o la de ellos y, aunque acabar con un ser
humano no es algo de lo que pueda sentirme orgulloso, y sé perfectamente de qué
estoy hablando, cuando se trata de algo tan sencillo y primario como salvar mi propio
pellejo no tengo la menor duda de lo que debo hacer: mi miserable existencia siempre
está en primer lugar. Quizás no sea un asesino, al menos vocacional, pero sí que soy
un tipo terriblemente egoísta.
Antes de que todo eso ocurriera había oído hablar, en alguna ocasión, de esa
costumbre china según la cual, si salvas la vida de una persona, tienes que hacerte
cargo de ella durante el resto de su existencia porque, al hacerlo, has roto la cadena
natural de los acontecimientos y, ya se sabe, «el que rompe, paga». Cuando escuché
esa historia por primera vez me hizo mucha gracia, incluso pensé que era una
solemne gilipollez, pero de repente me encontré como el chino del cuento, con cinco
jóvenes prostitutas que buscaban mi protección como si yo fuera un chulo marsellés
de toda la vida. Y eso que yo no había conseguido salvar a su protector sino, en todo
caso, dar un escarmiento a sus asesinos. De todos modos, en una cosa sí que tenían
razón, aunque no fuera ese mi deseo, el escarmiento fue definitivo.
Aun así y pese a que mi vida nunca fue ejemplar en el pasado, y seguramente
tampoco lo será en el futuro, hay una cosa que siempre he tenido clara: jamás he
vivido de las mujeres. En una época de mi vida que parece muy lejana fui ertzaina,
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como ya he explicado, y de los buenos además. No es egocentrismo ni vanidad, sino
un hecho constatado por mis antiguos compañeros y superiores, no solo por los que
me aprecian, que son los menos, sino también por los que me odian, que son una
inmensa mayoría. Más tarde tuve que pedir la excedencia, al ser acusado de
pertenecer a una red de pederastas, por lo que no me quedó más remedio que
sobrevivir trabajando como detective, aprovechando los conocimientos y las
amistades adquiridos durante mi trayectoria profesional. Fueron momentos duros, que
nunca se superan del todo, pero poco a poco los fui olvidando e incluso decidí,
gracias a una inesperada pero bien acogida herencia, ir limitando mis trabajos como
detective hasta que los abandoné del todo. En esos momentos dirigía un bar de mi
propiedad en el Casco Viejo, casi más como diversión que como negocio, aunque
sorpresivamente no iba nada mal y me servía para estar distraído buena parte de mi
tiempo. Pero eso sí, jamás había vivido de las mujeres, jamás.
Aunque quizás, según se mire, eso no sea del todo exacto. Me refiero a que es
cierto que nunca he vivido del dinero que me han entregado por vender no su cuerpo,
como se suele decir, sino su sexo, a quien esté dispuesto a pagarlo. Pero como le
ocurría a James Stewart en una antigua película del Oeste, me encontré, sin comerlo
ni beberlo, con que de mí dependían, para su protección, cinco encantadoras señoritas
que solo sabían ganarse la vida de un modo, follando previo pago. Así que se puede
decir que técnicamente me convertí en algo que toda la vida he despreciado, en un
proxeneta.
Por lo menos, en mi defensa, puedo alegar que era un chulo atípico. No me
quedaba con la pasta que ganaban ni me aprovechaba de ellas sexualmente, aunque
eso admito que parece muy difícil de creer, porque hasta cierto punto, y de ahí me
vienen en ocasiones los problemas, del «hasta cierto punto», tenía mi vida
sentimental solucionada. Pero sobre todo puedo decir con total sinceridad que no soy
ningún chulo porque jamás en la vida les toqué ni un pelo. De ahí que ellas estuvieran
encantadas conmigo y yo, por mi parte, sobrellevaba la situación lo mejor que podía,
siempre con una sonrisa y procurando no perder nunca el sentido del humor.
Ese era el motivo por el que, pese al calor, las cinco estuvieran ese día intentando
animarme en la habitación hospitalaria que compartía con un vejete al que acababan
de operar de un cáncer de colon y que, cada vez que yo les rogaba amablemente a las
chicas que se fueran y me dejaran en paz, resoplaba a modo de protesta. Incluso
llegué a pensar que si no se iban pronto, el vecino cancerígeno iba a fallecer a
consecuencia de un ataque al corazón y no por la evolución natural de su enfermedad.
De todos modos hay algo que las mujeres que viven o, mejor dicho, sobreviven en
ese ambiente, detectan a muchos kilómetros a la redonda, y es el olor a madero,
porque sorprendentemente, sin comunicarse entre ellas, se pusieron de acuerdo y tras
darnos unos cuantos besos y achuchones cariñosos, tanto a mí como a mi vecino de
habitación, que no supo o no quiso disimular una súbita erección, al parecer la
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enfermedad no había mermado sus facultades naturales, se marcharon de repente sin
dar más explicaciones.
Cuando segundos después se abrió la puerta, comprendí el motivo de su
defección. Dos agentes de la Ertzaintza, que intentaban parecerse a un ejecutivo
bancario el primero y a una estrella de rock el segundo, aunque no podían, ni
seguramente querían, ocultar lo que eran, sacaron sus placas identificativas y sin
pedirme previamente permiso se sentaron a mi lado, encima de la cama, y empezaron
a interrogarme.
—¿Es usted Mikel Goikoetxea? —me preguntó el ejecutivo bancario.
—Ya sabéis que sí, de modo que dejaros de chorradas. Y podéis tutearme. Antes o
después lo haréis, de este modo podemos eliminar esos preámbulos tan absurdos. Así
que vayamos al grano. Sí, soy Mikel Goikoetxea, aunque podéis llamarme Goiko,
como hace todo el mundo, y vosotros sois dos ertzainas que queréis interrogarme, en
cumplimiento de vuestros deberes profesionales como garantes de la ley. Pues venga,
empezad, que se acerca la hora del almuerzo y me gusta comer solo.
Los dos policías se miraron, en un primer momento perplejos y más tarde
cabreados, antes de dirigirse nuevamente a mí.
—Es gracioso el renegado, ¿no lo crees así? —la pregunta se la estaba haciendo
el rockero a su compañero, pero no despegó en ningún momento los ojos de mi
persona.
—Sí, eso parece —respondió el ejecutivo bancario—, muy gracioso. Me pregunto
si todos los excompañeros serán así o tan solo quienes han tenido el honor de ser los
garbanzos negros del cuerpo.
—Vais por mal camino, chicos —me atreví a contradecirles—. No soy ningún
renegado, tan solo estoy en excedencia, así que cuidadín, cuidadín, como dicen por
ahí, no sea que pida el reingreso, me nombren vuestro superior y os meta un paquete
más grande que el de Nacho Vidal. Y de garbanzo negro nada, fui rehabilitado, en su
momento, con todos los honores. Fue un acto muy emotivo, preguntad en comisaría,
seguro que a vuestros actuales compañeros todavía se les saltan las lágrimas al
recordarlo.
—¿Seguro? —volvió a hablar el rockero, poniendo cara de sorpresa—. Por lo que
yo sé ni siquiera acudiste en persona al acto de la rehabilitación del que tanto
presumes. Aunque si quieres que te sea sincero, eso a nosotros nos la suda. Es cierto
que saliste bien librado de aquellas acusaciones, pero eso es agua pasada y ahora tan
solo eres un civil que trabaja como detective. Y por lo que sabemos, metiéndote en
asuntos para los que un detective no tiene competencias. Precisamente sobre eso
queríamos hablar contigo. Más vale que nos cuentes en qué lío andas metido si no
quieres perder tu licencia.
—No me jodáis, ¿qué ocurre ahora, que envían a los ertzainas más tontos de la
promoción a interrogar a los ciudadanos que yacen heridos en una cama de hospital?
Por mí podéis quedaros con mi licencia y hacer con ella lo que más os guste,
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quemarla y tirar sus cenizas al mar, fabricar con ella un canuto y fumároslo mientras
escucháis una canción del Fary o arrojarla por la taza del inodoro y tirar fuertemente
de la cadena, me da por saco. Hace tiempo que no trabajo de detective, pero aunque
lo hiciera, si estoy aquí postrado es porque soy una víctima, ¿no?, y no un victimario.
Eso es de primero de Criminología, aunque me da la impresión de que vosotros
seguramente aprobaríais copiando.
Supuse que con esa reacción en lugar de disipar sus recelos los aumentaría, pero
me la traía totalmente floja. Si me tocaban los cojones siempre podía recurrir a Eneko
Goirizelaia, mi viejo compañero y superior, para que les pusiera firmes. Por lo que
sabía, en la actualidad era uno de los mandamases de la Ertzaintza, y yo, por mi parte,
hacía ya mucho tiempo que había encerrado bajo llave esos escrúpulos morales que te
impiden recurrir a las amistades influyentes. Además, qué coño, les había dicho la
verdad. Ya no trabajaba como detective, hacía bastantes meses que mi única
ocupación era servir, de vez en cuando, cervezas y vinos en el bar y revisar las
cuentas del mismo, para poder pagar a empleados y proveedores. Incluso podría
decirse que me había convertido en un pequeño empresario, de esos que, según los
discursos de los políticos, han hecho grande y próspera a nuestra amada Euskal
Herria.
El que el bar no esté situado en la zona de La Palanca, clásica de la prostitución
en Bilbao, actualmente con una casi mayoritaria población inmigrante, evitaba
equívocos y que mis relaciones con las chicas a las que protegía pudieran
considerarse parte de mi negocio. De todos modos era una batalla perdida porque
prácticamente nadie, salvo el propio Eneko, se creía que las ganancias que obtenían
con su cuerpo iban íntegramente a sus bolsillos. Lo que no dejaba de ser un
inconveniente, sobre todo en el caso de Lola, mi novia, si es que podía calificarla de
ese modo, pero en el fondo, ¿qué es la vida si no hay inconvenientes? Siempre que no
sean excesivamente graves, por supuesto, que tampoco me va eso de ser un mártir. Y
exceptuando de nuevo a Lola, que en cierto modo, e involuntariamente, fue el
detonante de lo que ocurrió, aunque eso ya lo explicaré a su debido tiempo.
De todos modos no trasladé verbalmente mis pensamientos a los ertzainas que
habían tenido la amabilidad de visitarme. Si ellos creían que seguía ejerciendo como
investigador privado, era su problema, no el mío. Aunque para ser sincero, el hecho
de que me hubiesen visitado sí podía constituir, para mí, un problema. Y mi alusión a
que seguramente eran los más tontos de su promoción no iba a aumentar su cariño
hacia mi persona, pero debía estar equivocado al pensar eso, porque en lugar de
entrar furiosos a lo que era una evidente provocación volvieron a mirarse entre sí,
sonrientes, como si se estuvieran transmitiendo mentalmente que era una pena que
alguien tan agradable y buen chico como yo dijera esas gilipolleces.
—De acuerdo —dijo finalmente el ejecutivo bancario, en plan conciliador—,
vamos a suponer que efectivamente no trabajas ya como detective y que vives
exclusivamente de lo que tus chicas te dan —al parecer los cabrones se habían
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informado muy bien sobre mi persona, quizás en el fondo sí que fueran unos buenos
profesionales.
—De eso nada —protesté en voz alta, lo que originó una mirada de rechazo y
desprecio por parte de mi vecino de habitación, que al parecer debía pensar que quien
vivía de las mujeres era un tío bragado y admirable—. Ya que os habéis informado
tan bien sobre mí sabréis que no les quito a las chicas el dinero que se ganan en las
calles.
—Un chulo altruista y generoso. Y yo que pensaba que lo había visto ya todo,
¡qué equivocado estaba! Sé ve que tu paso por la Ertzaintza te dejó algo de poso
positivo —en esta ocasión fue el ertzaina rockero quien decidió poner un tono de
humor en la conversación.
—Pues sí, tengo un negocio completamente legal que es de lo que vivo, un bar en
el Casco Viejo. Si queréis, antes de iros os doy una tarjeta. La primera ronda va por
cuenta de la casa.
—No, gracias —respondió rápido el ejecutivo bancario—, ya era lo que nos
faltaba, que nos vieran en un antro como «La taberna del viejo Goiko». Tenemos una
imagen que cuidar, no podemos permitir que la gente piense de nosotros que somos
asiduos a los tugurios más arrastrados.
Estaba claro que eran dos cabrones, pero dos cabrones muy bien informados.
—De acuerdo —dije finalmente—, tanto mejor para mí, que eso de que la gente
consuma y luego no pague es ciertamente ruinoso para el negocio, pero si no habéis
venido a que os pague una copa, ¿podríais tener la amabilidad de decirme qué
cojones queréis de mí?
—¡Anda la hostia! —dijo el rockero, en lo que parecía una burda imitación de los
actores que imitan a los vascos en los programas de humor de la televisión—, es
verdad, ¿qué coño hacemos aquí cuando podríamos estar follándonos a una de tus
putas? ¿Tú que prefieres, las nigerianas, la colombiana o la de Abaltzisketa? —le
preguntó a su compañero.
Así que la falsa rumana era de Abaltzisketa. Tendría que comprobar en la
Wikipedia la ubicación exacta de ese pueblo, aunque estaba totalmente seguro de que
no se encontraba cerca de Bilbao, sino en la Gipuzkoa profunda. Pero no dejaba de
ser alucinante que mis dos nuevos amigos conocieran mejor que yo el lugar de
nacimiento de una de mis protegidas. Quizás estaban pensando reemplazarme como
protector de las neskas[4]. Por mí, perfecto, siempre que ellas estuviesen también de
acuerdo. E incluso si no lo estaban, ya iba siendo hora de que empezara a pensar en
mí mismo.
Por una vez decidí expresar oralmente mis sentimientos más íntimos, pero lo
cierto es que no les hizo mucha gracia. Toda la vida exigiendo a los interrogados que
digan la verdad, y cuando me animo a hacerlo, me responden con gruñidos. En esta
ocasión fue el ejecutivo bancario quien, en un tono cortante, me dijo que me dejara de
chorradas, que lo que querían saber era el motivo de que me hubiesen dado un buen
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navajazo cerca del corazón, que era precisamente la razón por la que me encontraba
tendido en esa cama de hospital, así como la identidad de mi agresor.
—No lo sé —respondí, intentando aparentar sinceridad—, no tengo ni puta idea.
Tuvo que ser un loco. Si me habéis investigado tan a fondo como parece que lo
habéis hecho, deberíais saber que no estoy metido en nada raro o ilegal. Es cierto que
hace un tiempo tuve mis problemas, pero como ya os he comentado y sabéis
perfectamente, conseguí demostrar que todo se debía a calumnias e infundios y mi
nombre quedó totalmente limpio. Y así he continuado desde entonces, limpio como
una patena. ¿Habéis visto ese anuncio en el que una niña mancha de un modo terrible
el vestido que iba a lucir en su primera comunión, y su madre, en lugar de propinarle
la ración de hostias que se merece, se pone loca de contenta porque gracias a eso va a
poder usar el nuevo detergente que acaba de comprar y que va a dejar de nuevo el
vestido radiante e impoluto? Pues así de limpio estoy yo, como si hubiera usado el
detergente del anuncio.
Los dos ertzainas volvieron a mirarse, entre intrigados y escépticos. No acababan
de creerse mi versión, normal por otra parte, ya que, ni yo mismo creía en ella, pero
seguramente no contaban con nada para rebatirla de un modo sólido, así que
finalmente optaron por el uso del sistema clásico, el de chillar cuanto más alto mejor,
mientras me acusaban de mentir. Por lo visto, el hecho de que estuviéramos en la
habitación de un hospital no les cortaba un pelo.
—Joder —intenté poner cara de buen chico—, ¿por qué iba a mentiros? Yo soy la
víctima, ¿no? El perjudicado. El bueno de la película. Así que sería absurdo que
quisiera mentiros, más bien al contrario, sería el primer interesado en colaborar con
vosotros.
—Pues entonces, hazlo —me espetó, con bastante lógica, por otra parte, el
rockero.
—Bueno, el caso es que —dudé, o mejor dicho, hice el paripé de que dudaba—,
como os he dicho antes creo que todo ha sido obra de un loco, un tipo al que sin duda
le habrá trastornado la luna llena.
—El día en que te apuñalaron la Luna se encontraba en posición de cuarto
menguante —me cortó nuevamente el ejecutivo bancario.
—¿Y eso qué coño me importa a mí? —comprendí que estaba perdiendo los
nervios, pero es que empezaba a estar muy harto de mis visitantes—, por mí como si
se encontraba en la postura del misionero, lo que quería deciros era que no sé quién
me apuñaló ni conozco sus motivos. Es más, he estado pensando en el tema, como
comprenderéis a mí tampoco me hace ni puta gracia lo sucedido, y creo que no
existen motivos, por eso os he dicho que pienso que tiene que ser la obra de un
aventado. Además, me da igual —intenté dar por zanjado el asunto—, no voy a poner
ninguna denuncia, así que por mi parte está todo olvidado.
—Las cosas no son así —meneó tristemente la cabeza el ejecutivo bancario—. Si
de verdad has sido ertzaina tendrías que saberlo. Es irrelevante que pongas o no una
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denuncia. Desde el momento en que la dirección del hospital ha comunicado al
Juzgado de Guardia que ha tenido que atender a una persona con heridas
ostensiblemente producidas por un arma blanca, la maquinaria policial se pone en
marcha. Así que el que pongas una denuncia o no la pongas, nos la suda.
—Vale, vale, no hace falta que me deis una lección magistral de Derecho Procesal
Penal, tenéis razón, y solo estáis cumpliendo con vuestra obligación como honestos y
probos funcionarios que sois, servidores de la ley y la justicia. Y debo añadir, sin que
parezca peloteo, que lo habéis hecho muy bien, de un modo tan eficiente como
admirable. Os habéis leído el atestado, habéis dicho eso de «habrá que hablar con la
víctima» y, según lo habéis dicho, lo habéis puesto en práctica. Solo que en este caso
la víctima, es decir, mi humilde persona, por desgracia no puede ayudaros, ya que,
desconoce tanto la identidad de su asaltante como sus hipotéticos motivos y así lo ha
declarado por activa y pasiva. Incluso está dispuesto a firmar convenientemente su
declaración, una vez redactada. Y ahí se acaba esa fase de la investigación, porque no
podéis aplicar, contra el agredido, los mismos métodos que se utilizan contra un
sospechoso.
—Salvo que el agredido sea a su vez también sospechoso —sonrió irónicamente
el rockero.
—Sí, claro, salvo que sea sospechoso o sufra de almorranas, ¿por qué no? ¿Qué
cojones pensáis que es lo que ha ocurrido, un intento de suicidio? A ver si es verdad
lo que os dije al principio de este agradable encuentro, que ahora envían a los
ertzainas más tontos de la promoción a interrogar a los ciudadanos que yacen heridos
en una cama de hospital.
—Te estás equivocando por completo, Goiko —me contestó el ejecutivo
agresivo. Contrariamente a lo que yo esperaba de él, no estaba enojado, sino que daba
la impresión de que se estaba divirtiendo, incluso parecía cómodo llamándome por mi
apodo—. Como tú has dicho, eres la víctima. Y desde tu punto de vista tienes toda la
razón del mundo. Para nosotros, en cambio, todo esto no es más que trabajo, un
trabajo rutinario y aburrido. Tratar con cretinos, y tú podrías ser medalla de oro en
una olimpiada de cretinismo, es francamente muy aburrido. Pero si no conseguimos
resolver el caso, no nos ocurrirá nada, no habrá ninguna mancha en nuestro
expediente. Al fin y al cabo en pocos días estarás nuevamente en la calle, recuperado
y sin secuelas. No ha habido asesinato, ni siquiera lesiones graves, no ha habido
alarma social, ningún juez nos va a presionar para obtener resultados, ningún
periodista escribirá un inflamado artículo protestando por la ineficacia policial, así
que vamos a hacerte feliz y olvidarnos de tu persona. El problema es que
seguramente quien ha intentado matarte no será tan complaciente como nosotros.
Recuerda, tú eres la víctima, una víctima que ha salido ilesa, pero quién sabe si eso
no le ha gustado al agresor y está decidido a reparar su fallo. En fin, es tu problema,
no el nuestro, nosotros nos vamos a limitar a respetar tus deseos y hacer mutis. Ah, y
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una última cosa. El comisario Goirizelaia no va a dar precisamente botes de alegría
cuando le informemos del resultado de nuestra pequeña charla.
El ejecutivo agresivo no tenía sombrero, si no, seguramente se lo habría quitado y
me habría saludado con él antes de despedirse. Porque, para mi sorpresa, cumplieron
su palabra y desaparecieron en pocos segundos, dejándome con la única compañía de
mi vecino de habitación, al que lo sucedido le había producido un ahogo que me
obligó a tocar la campanilla para que vinieran a atenderle las enfermeras que se
encontraban de guardia. No estaba seguro de si el viejo libidinoso que había sido mi
pareja de hecho esos últimos días conseguiría salir adelante, pero ese no era mi
problema. Y no lo digo solo por un acceso de cinismo o de falta de compasión, sino
porque quien de verdad tenía un problema, como habían adivinado los ertzainas, era
yo.
Les había mentido. Sabía quién había intentado matarme, y no era un loco. O
quizás sí lo era, aún no tenía todos los datos, pero había algo más detrás de todo ello.
El auténtico problema, al menos para mí, consistía en que desconocía por completo si
el asunto se iba a detener ahí o no. Estaba seguro, casi al cien por cien, de que mi
agresor no iba a intentar nada nuevo contra mi persona. La duda que me asaltaba era
si lo que me había ocurrido podía considerarse un simple accidente, como quien
tropieza contra el bordillo de la acera y trastabilla un poco, pero sigue su camino o si,
por el contrario, al tropezar había ido a dar de bruces con un avispero y sus
inquilinas, enfurecidas, se aprestaban a tomar cumplida venganza.
Y para colmo de males, los dos pipiolos que habían venido a interrogarme se
encontraban bajo las órdenes directas de mi viejo compañero de guardias y fatigas
Eneko Goirizelaia. No, si con amigos de ese pelo no necesito para nada enemigos. Lo
que más me dolía era pensar cómo se iban a descojonar los tres, Eneko, el ejecutivo
bancario y el rockero, a mi costa, cuando le contaran cómo había sido la entrevista y
lo que yo les había dicho. Volví la vista hacia mi compañero de habitación. Él no
tenía culpa de nada, pero si en ese momento hubiese fallecido, creo que hasta me
habría alegrado.
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morales, pues del mismo modo que no sentía placer al matar, tampoco tuvo jamás
mala conciencia, era simplemente un trabajo. Lo dejó por una razón mucho más
lógica y sensata, porque era consciente de que su ciclo se acababa, que, antes o
después, su cuerpo no respondería del mismo modo que cuando era joven, sus manos
no serían tan firmes y su mente perdería lucidez y agilidad. Por eso, y porque deseaba
iniciar una nueva vida, abandonó no solo su antigua profesión sino la vieja Europa y,
con una nueva identidad y con diversas cuentas corrientes en diferentes paraísos
fiscales que le proporcionaban los réditos suficientes para no tener que trabajar nunca
más en su vida, se instaló en un remoto país hispanoamericano.
No, no le han localizado, simplemente le buscaban y es el propio Vladimir quien,
de hecho, ha encontrado al hombre encargado de hacerlo. Si no le responde, nunca
sabrá más de él, ni siquiera si aún sigue vivo o está muerto. Y aunque lo haga seguirá
sin saber dónde encontrarle, la dirección IP del ordenador le remitiría a un minúsculo
estado oceánico. La persona que quiere contactar con él, un antiguo policía al que
curiosamente perdonó la vida pese a haber recibido la orden de matarle, continuará
sin saber nada concreto sobre el hombre que nunca se llamó Vladimir: su aspecto
actual, su lugar de residencia o la vida tan respetable que lleva. Porque lo cierto es
que se ha convertido en un perfecto burgués, un exitoso aunque discreto hombre de
negocios que vive alejado del mundanal ruido, acompañado por su bella y rubia
esposa eslava y por los dos hijos, chico y chica, como debe ser, que aquella le ha
dado. Y de repente, le entra un cosquilleo por todo el cuerpo como si deseara de
nuevo entrar en acción.
Mientras acaricia las manos de Nadja, vuelve a fijar sus ojos en la pantalla del
ordenador y sabe que, aunque utiliza otro nombre, al otro lado se encuentra Mikel
Goikoetxea, aquel extraño detective vasco al que todo el mundo llamaba Goiko. Un
expolicía caído en desgracia tras ser acusado de complicidad en una red de
pornografía infantil y que, curiosamente, pudo rehabilitarse gracias a su intervención.
No le debe nada, en todo caso es él quien debería sentir gratitud hacia él, y sin
embargo…
Repentinamente gira los ojos hacia la mujer y le pregunta por los niños. Están
bien, durmiendo, le contesta ella, y lanza un suspiro de satisfacción. Esa es la vida
que quiere llevar en adelante, una vida apacible, incluso aburrida, en compañía de
Nadja y de los mellizos. Sería absurdo ponerla en riesgo justo ahora que ha pasado
página por completo.
Aunque, de algún modo, lo que hizo en su momento, ayudar a Goiko, colaborar
con él, lo hizo por los mellizos, por los pequeños Vladimir y Nadja, pese a que aún
no habían nacido, ni siquiera eran un proyecto en su mente. En lo más íntimo, sabía
que si algo podía hacerle cambiar de vida era, precisamente, la añoranza de esa
infancia que nunca tuvo. La suya fue tan terrible que no deseaba que la padeciesen
otros niños. No, si al final el asesino implacable va a tener su corazoncito, piensa
entre irónico y triste.
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Pero solo son tonterías, sentimentalismo. Y además es el pasado, un pasado que
ya parece muy lejano y al que no desea volver. Entonces, ¿por qué razón va a
contactar con ese detective con el que apenas habló unos segundos hace ya varios
años? ¿Ganas de volver a la acción, de demostrarse a sí mismo que sigue estando en
forma? No, no se trata de eso, no echa en falta su vida anterior y tampoco es el típico
psicópata que disfruta matando. Quizás, a pesar de todo, piensa que aún le debe algo
a ese tal Goiko. Quizás…
O, más sencillamente, que nadie, él tampoco, puede escapar a su destino.
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presumir ante sus antiguos paisanos y, sobre todo, para tranquilizar su mala
conciencia y ganarse el favor de Allah, ya que no cumplía fielmente con sus
preceptos. Se decía de él que bebía alcohol, comía carne de cerdo e incluso se
acostaba con mujeres blancas, aunque esto último más que recelo lo que suscitaba era
envidia y admiración, pero Moussa siempre hacía frente a esas acusaciones sin
hablar, despreciándolas con una sonrisa, una sonrisa abierta y encantadora que hacía
relumbrar su perfecta y blanca dentadura, aunque sus enemigos decían que con esa
misma sonrisa había dado órdenes de asesinar y torturar a muchos de sus
conciudadanos. Y quizás esto último fuese cierto, porque Moussa no había salido de
la miseria por tener éxito en los negocios o haber conseguido estudiar en Europa con
alguna de esas becas que de vez en cuando alguna entidad caritativa europea da a un
estudiante que destaca, sino porque se había convertido en uno de los más temidos y
eficientes jefes de la policía de Bamako.
Salif y Moussa se conocieron, precisamente, en una de esas escapadas que el
todopoderoso policía solía hacer a su localidad natal. Fue el segundo, el hombre que
había triunfado, quien se acercó al primero.
—¿A qué te dedicas? —le preguntó sin más preámbulos.
El miedo, más que el respeto, hizo tartamudear a Salif, quien finalmente acertó a
decir algo así como que él era un hombre honrado que no se metía nunca en líos ni
hacía nada ilegal o que estuviera en contra de los mandamientos de Allah.
—Eso lo daba por supuesto, si no, en lugar de pasearte libremente por el barrio,
ya te habríamos enviado a una buena cárcel —replicó Moussa, mientras dejaba ver
todos sus dientes al sonreír abiertamente, aunque si lo que pretendía era tranquilizarle
no lo consiguió, ya que sus palabras surtieron el efecto contrario.
—Te he preguntado que a qué te dedicas —volvió a decirle Moussa al no obtener
una respuesta, pero en esta ocasión su tono no era amigable, sino impaciente.
—Vendo baratijas, recuerdos, a los turistas.
—Por aquí no creo que aparezcan muchos turistas —los ojos de Moussa
recorrieron los solares repletos de basura que había a su alrededor, un terreno que
podría haber servido a los reporteros del «National Geographic» para hacer un
documental sobre los barrios más pobres de África.
—No, no, aquí no —pudo añadir, tras grandes esfuerzo, Salif—. En el centro,
junto a los hoteles. Aunque de vez en cuando —añadió antes de que el jefe de policía
le preguntara si tenía licencia para la venta ambulante—, trabajo de albañil,
carpintero o cosas así, toda oportunidad que me conceda Allah es bienvenida.
—O sea —resumió, pragmático, Moussa—, que estás a lo que salga.
—Sí, así es —admitió, tras un inicial titubeo, Salif—, pero siempre cumpliendo
con los preceptos del Corán y los de nuestro bienamado presidente.
—¿Nuestro bienamado presidente? —se rio a carcajadas Moussa—. ¿Así que tú
crees que nuestro presidente es alguien bienamado? —volvió a reírse y, aunque
parecía imposible, aumentó el tono de sus risotadas.
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Salif volvió a mirarle con miedo. ¿Era una trampa? Moussa, en el barrio, y no
solo en el barrio, en la ciudad y en el país lo sabían todos, era uno de los más
importantes y despiadados, sino el más importante y despiadado, de los jefes de la
policía política que estaban al servicio del presidente, y ahora se reía de él delante de
sus narices. ¿Cómo tenía que reaccionar? ¿Dándole la razón o protestando? En el
fondo daba igual, sabía que fuese cual fuese su reacción iba a traerle problemas.
—Estate tranquilo —volvió a reírse Moussa, aunque su risa, como había ocurrido
anteriormente, fuese de todo menos tranquilizadora—. Si quisiera joderte, como
seguramente estás pensando en estos momentos, no necesitaría ninguna excusa, ya lo
sabes. De hecho hoy puede ser tu día de suerte, Salif, si sabes aprovechar bien la
oportunidad que te voy a ofrecer. Como todos aquí sabéis yo nací en este barrio, y de
vez en cuando me gusta volver para repartir entre mis antiguos vecinos algo de la
fortuna que Allah, en su inmensa sabiduría, ha depositado en mis manos.
»Por eso y porque busco gente que sepa servirme con lealtad y dedicación y, para
eso no hay nada mejor que los familiares y amigos, quiero que entres a mi servicio.
Olvídate de vender baratijas por los hoteles o poner ladrillos en casas que, antes o
después, acabarán cayéndose por la endeblez de los materiales que seguramente
utilizas. Eso no es para ti, Salif. Eres un hombre fuerte y, por lo que me han dicho
todos, también decidido. Y estás lo suficientemente desesperado como para querer
dejar esta vida de mierda. ¿Me equivoco?
No, no se equivocaba, y así lo reconoció Salif, sin saber aún qué deseaba de él. El
miedo no se había disipado del todo, pero algo parecido a una pequeña esperanza
empezaba a revolotear sobre su persona.
—Me alegro, porque siempre me he preciado de saber calibrar bien a las
personas, y creo que tú podrías serme muy útil. Si decido confiar en ti, ¿te
mantendrías fiel y leal a mi persona, como corresponde a un vecino, casi a un
hermano?
Salif pensó que más que por ser vecino o familiar de Moussa, le sería siempre leal
por miedo a las terribles consecuencias que acarrearía traicionarle, pero ocultando
esos pensamientos, aunque un sexto sentido le decía que su antiguo convecino los
había adivinado, le dijo que sí, que siempre le sería fiel y leal.
—¿Hasta la muerte si hiciera falta? —le preguntó Moussa, con tono sombrío.
Ya no podía echarse atrás, así que Salif, con más miedo que vergüenza, un miedo
y vergüenza que se veía impotente para disimular, le dijo que sí, que le sería fiel y
leal hasta la muerte, en caso de ser necesario.
La risa de Moussa de nuevo debió escucharse hasta en las regiones más remotas
del país, y durante un rato no pudo pronunciar ni una palabra, pero de repente,
tornándose inesperadamente serio, le dijo que no haría falta llegar hasta ese extremo.
—Los muertos no me sirven de nada, amigo Salif. Necesito servidores vivos,
servidores que sean capaces de actuar con arrojo y decisión. Me han dicho que tú eres
capaz de actuar así. ¿Lo eres?
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—Sí, lo soy —contestó Salif altivo, una vez difuminadas sus anteriores
aprensiones.
—En ese caso, ¿te gustaría trabajar para mí?
Durante unos instantes Salif no supo qué decir, la propuesta de Moussa le había
dejado fuera de combate. ¿Trabajar para él? Aunque fuera limpiándole las botas, su
vida iba a ser mucho mejor de lo que había sido hasta ese momento.
—Por supuesto que sí, gran Moussa —acertó a decir, finalmente.
—Pues entonces acompáñame al coche. No me gusta perder el tiempo, así que
empezaremos ahora mismo.
—¿Y qué tengo que hacer? —se interesó Salif cuando ya avanzaban por el
camino que les llevaba hasta el cuartel general de la policía política.
—Solo una cosa, pero eso sí, esa cosa tienes que hacerla a la perfección.
—¿Y cuál es esa cosa?
—Obedecerme en todo. Solo eso, obedecer todas las órdenes que te dé sin perder
ni un segundo de tu tiempo pensando en ellas ni cuestionarlas en ningún momento.
Como ves, se trata de un trabajo fácil y sencillo, algo hecho a tu medida.
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Desde que el IRA cesó sus actividades era muy raro que los políticos británicos
de segundo nivel, así al menos se consideraba el propio Lord Melrose con una falsa
modestia no exenta de cierto orgullo, necesitaran protección. Además, él no era
estrictamente un político. Debido a sus orígenes aristocráticos aceptó, sin
cuestionárselo ni un momento, una responsabilidad que le había sido transmitida de
generación en generación, no solo como una obligación inherente a su título sino
como un simple deber cívico o, aún mejor, como la constatación de que las personas
de su clase se preocupaban por la sociedad y eran capaces de devolver a esta, con su
trabajo y esfuerzo, parte de lo que de la misma habían recibido, pero no se veía a sí
mismo como un político profesional. Por eso consideraba totalmente absurda la
necesidad de cualquier tipo de protección, oficial o privada.
Nada de eso, de todos modos, ocupaba en aquellos momentos su cabeza. Lo que
requería su atención era el partido de fútbol que a esa misma hora estaban
retransmitiendo en la pantalla gigante del pub, un Manchester United-Chelsea que se
anunciaba apasionante. El momento ideal para que Vladimir cumpliera con el
primero de los encargos que le habían encomendado.
En esta ocasión decidió usar un método más artesanal que en otras ocasiones,
quizás más peligroso porque requería prácticamente un contacto físico con el
objetivo, pero discreto y silencioso. Además, nadie en el pub se fijaría en él y nadie le
recordaría, cuando, con la satisfacción del deber cumplido, saliera tranquilamente del
local, ya que todos los ojos se dirigían febrilmente a la gran pantalla instalada más
allá de la barra.
Una cosa era cierta, Lord Melrose of Whatsonshire era un digno hijo de su linaje
y sabía mantener, en todo momento, la discreción y los exquisitos modales de las
personas de su alcurnia, pero en su fuero interno vibraba con el Chelsea. No se
agitaba ni vociferaba como un hooligan, aunque por dentro sus gritos superaban los
de cualquier enfervorizado hincha. Por eso se puede decir que murió feliz, en el
dudoso caso de que la muerte acarree la felicidad a una persona, ya que la navaja que
Vladimir le introdujo en su corazón, haciendo que este se parara instantáneamente y
le produjera la muerte, lo hizo en el mismo momento en que él y el noventa y nueve
por ciento de los clientes del pub, gritaban entusiasmados «gol» tras un certero
remate del delantero centro de su equipo a la salida de un córner.
Más tarde Vladimir pudo enterarse, gracias a unos contactos muy bien pagados,
de que los agentes de Scotland Yard que se personaron en el pub tras ser descubierto
el cadáver achacaron a esa circunstancia el que ninguno de los clientes pudiera
indicarles nada sobre el suceso, pese a que tuvo que realizarse delante de sus narices,
pero es que cuando tu equipo favorito acaba de meter un gol a su rival, ¿a quién le
preocupa un asesinato de más o de menos? A Vladimir no, desde luego, ya que jamás
había entendido ese fervor popular que puede llegar a producir el que veintidós tíos
hechos y derechos correteen, en pantalón corto, tras una pelota. No, nunca lo había
entendido, pero sí que había sabido aprovecharse de ello cuando lo había considerado
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conveniente para sus planes, como lo aprovechó en ese momento, para echar de este
perro mundo a uno de los muchos hijos de puta que lo pueblan.
Un hijo de puta que durante un tiempo tuvo preocupados a unos cuantos agentes
de la Brigada Anticorrupción de Scotland Yard que, al parecer, llevaban tiempo
vigilándole y que, pese a estar convencidos de ello, nunca consiguieron probar que se
dedicara a actividades dudosas. De hecho, aprovecharon su fallecimiento para, bajo el
pretexto de investigar el móvil del crimen y atrapar al asesino, conseguir una orden
de allanamiento de su lujosa mansión. Desgraciadamente no pudieron sacar nada útil
tras el pertinente registro. O el tipo estaba totalmente limpio y sus sospechas eran
infundadas, o era más listo que ellos y caminaba siempre unos centímetros por
delante. Aunque, al parecer, no tan listo cómo para evitar que le mataran de un modo
extremadamente plebeyo, mientras veía un partido de fútbol en la televisión de
plasma de un pub.
Lo único extraño que encontraron sobre su cuerpo fue un pendrive de propaganda
de una conocida empresa de la city londinense, con capacidad para 32 GB. A los
detectives de Scotland Yard se les iluminaron los ojos cuando lo vieron, pero
volvieron a apagárseles al darse cuenta, tras introducirlo en un ordenador, que se
encontraba vacío, totalmente vacío. Ni siquiera había una película porno en su
interior, ni, por supuesto, secretos de estado o datos que avalaran que el respetado
Lord Melrose of Whatsonshire no era lo que parecía. Durante un tiempo especularon
con la posibilidad de que el asesino o asesinos lo hubiesen descargado y vaciado
después de acabar con su vida, pero pronto se dieron cuenta de que eso era imposible.
Matar a alguien mientras todo el mundo está obnubilado aplaudiendo el gol de su
equipo de fútbol favorito es relativamente fácil, pero la operación que conlleva
trasladar los datos de un pendrive a otro artilugio electrónico no habría podido pasar
desapercibida. Así que desecharon la idea y, el motivo por el que estuviera vacío lo
achacaron a que, precisamente, era de propaganda. Se lo habrían regalado hacía poco
tiempo y no habría encontrado aún el momento, o sentido la necesidad, de trasvasar a
su interior ningún dato o programa que le interesara. Además, por mucho que lo
intentaron, los especialistas informáticos no vislumbraron ningún rastro de que, con
anterioridad, ese pendrive hubiese sido recipiente de algún tipo de documento.
Afortunadamente para él, los detectives de Scotland Yard desconocían la
intervención de Vladimir en la muerte del aristócrata. Pero en el imposible caso de
que la hubiesen conocido, y este se hubiese mostrado dispuesto a contestar a sus
preguntas, habría podido decirles que la clave del asunto era precisamente esa, que el
pendrive se encontraba vacío, completamente vacío.
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Mientras los tres tenores se estarían divirtiendo a mi costa, me jugaría un brazo a que
la entrevista la había preparado el propio Eneko quien, seguramente, se lo estaría
pasando de puta madre haciendo comentarios del tipo de «¿eso os dijo?, hay que ser
gilipollas, el tonto de Goiko no va a cambiar en su puta vida, pero no es mal chaval a
pesar de todo, solo un descerebrado de libro», u otros menos elogiosos, en la
semisoledad de mi habitación hospitalaria (el vecino canceroso y libidinoso estaba
sumido en un sueño profundo gracias a que le habían suministrado tranquilizantes
como para tumbar a un elefante) volví a reflexionar sobre las preguntas que el
ejecutivo agresivo y el rockero venido a menos me habían hecho. Pensé, sobre todo,
en la que podía considerarse la pregunta del millón: ¿por qué me dieron un navajazo
que por centímetros no acabó con mis dudas existenciales sobre si hay vida después
de la muerte o no? Que, en caso de poder elegir, espero que no la haya. Ya sé que en
esto disiento de la mayoría de los mortales, pero sería la hostia tener que encontrarme
otra vez con ciertos tipos de los que ya conseguí desembarazarme en su momento. En
fin, olvidándonos de disquisiciones teológicas que no conducen a nada, comprendía
la pregunta. Era la que yo también habría hecho de haber estado en su lugar. Pero
¿qué podía responderles? ¿Qué respuesta debía darles, la profunda o la más banal?
Porque aunque no conocía la réplica profunda, pese a que me estaba impidiendo
conciliar el sueño, sí conocía la más banal y pedestre. El problema consistía en que
no podía transmitírsela a los ertzainas. ¿Qué iba a decirles?…, ¿que la culpa la tuvo
el exceso de ruido? Pese a mi situación de convaleciente hospitalario, me hubieran
inflado a hostias y, seguramente, con razón, a pesar de no mentirles. La cuestión es
que si yo hubiese estado al otro lado de la barrera también habría pensado que el
interrogado quería vacilarme. Y sin embargo tengo que volver a insistir en que les
habría dicho la verdad, porque todo empezó por algo tan banal y, desgraciadamente,
cotidiano, como el hecho de que hacía demasiado ruido.
Siempre me han gustado las juergas, pese a que la edad empiece a notarse y cada
vez aguante peor las resacas, y, en la medida de lo posible, he participado en todas las
que se me han puesto a tiro. Los pocos amigos que aún conservo así pueden
testificarlo, lo que me excluye de la categoría de los puritanos que no aguantan que la
gente se divierta a su modo. Y en cualquier otra circunstancia habría sido
comprensivo con la que se estaba celebrando en el piso superior al mío que, por lo
que pude comprobar en vivo y en directo, debía ser de esas que acaban apareciendo
en el libro Guinness de récords. Pero aquella noche las circunstancias no eran las más
adecuadas para que mostrara al mundo mi lado más tolerante, abierto y comprensivo.
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Supongo que el hecho de tener un taladro horadándome la cabeza, justo castigo por
haberme excedido, esa misma tarde, en el consumo de bebidas alcohólicas de elevada
graduación, inclinó la balanza en el sentido opuesto al de la paciencia, aunque nadie
podría reprocharme nada en ese aspecto. Cuando los vecinos del piso de arriba
deciden que no hay nada mejor para pasar la noche que poner a tope todas sus
existencias de rock del duro y competir por quien de entre ellos desafina mejor y con
más ganas en el karaoke subsiguiente, hasta el hombre más santo del mundo, creo
que el título lo posee un tal Job, acabaría perdiendo la paciencia. Y no me duelen
prendas reconocerlo, ni el más leal de mis amigos me definiría utilizando la palabra
«santo».
Todo ello aderezado por la causa de mi reciente borrachera, que había discutido
nuevamente con Lola. No recordaba si habíamos roto para siempre, tampoco hubiese
sido la primera vez, pero en esta ocasión la trifulca había sido de las que, si te
descuidas, acabas en una comisaría de policía.
A Lola la conocí en uno de los primeros casos que investigué cuando tuve que
abandonar la Ertzaintza y, desde entonces, habíamos sido amantes de un modo
intermitente y esporádico, por decirlo de la manera más aséptica posible. Estaba
casada con un rico hombre de negocios al que le atraían las jovencitas, por lo que,
conforme Lola iba cumpliendo años se interesaba menos por ella, situación que a
ambos les venía bien. Al marido porque, cuando no estaba ganando dinero a
espuertas, podía dedicarse a su deporte favorito y a ella, porque la dejaba en paz y
disfrutando con la porción correspondiente de sus bienes gananciales. En alguna
ocasión incluso habíamos especulado con la posibilidad de irnos a vivir juntos, pero
finalmente nunca lo hicimos, en el fondo a los dos nos convenía la situación. Por una
parte manteníamos nuestra independencia y, por otra, siempre que uno necesitaba al
otro, este acudía inmediatamente al rescate.
La situación, por lo tanto, era aparentemente ideal, pero de repente surgió un
problema: Lola se volvió posesiva y celosa. No le gustó ni un pelo que, de la noche a
la mañana, me convirtiera en el protector de cinco jóvenes y hermosas señoritas que
ejercían, con gran éxito de público y crítica, el oficio más viejo del mundo. La verdad
es que cuando hablamos del asunto entendí perfectamente sus recelos e intenté
explicarle que se trataba de algo provisional, hasta que las chicas supieran
desenvolverse solas, sin correr el riesgo de que ningún hombre pudiera explotarlas. Y
que no había reemplazado a mi difunto amigo en su oficio de proxeneta sino que, más
bien, mi labor era similar a la de un asistente social, lo que por raro que pueda
parecer, era totalmente cierto. Sin embargo, mis explicaciones no debieron
convencerla porque me mandó a tomar por culo, así, como suena, y me acusó, a voz
en grito, para que se enteraran todos mis vecinos, incluso los que vivían tres calles
más abajo, de ser un putero, un chulo y un explotador de mujeres. ¡Tenía cojones la
cosa!, que una mujer que le ponía los cuernos al marido, y a la que a su vez no le
importaba lo más mínimo que su contrario se los pusiera también a ella en justa
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correspondencia, se pusiera celosa conmigo. Y como lo pensé se lo solté, perdiendo,
una vez más en mi vida, una maravillosa ocasión para quedarme callado, con lo que
no solo continuó lanzándome epítetos injustos e injuriosos, sino que acabó con la
mitad de mi vajilla, y si no acabó con la otra mitad fue debido a que soy un vago para
las cosas domésticas y aún no la había desembalado de la caja en la que se
encontraba, a la espera de que me acordara de su existencia y procediera a meter cada
pieza en los armarios pertinentes.
El caso es que decidí ahogar mis penas en alcohol. Por ese motivo, aquella noche,
no solo me encontraba con una resaca de grado 9 en la escala Richter sino de muy
mala hostia además, de modo que ni aunque el mismísimo Dios, acompañado de
todas sus tropas celestiales, hubiese bajado del cielo para pedírmelo hubiese mostrado
el más pequeño ápice de tolerancia. Digo esto para intentar explicar, no justificar, lo
que ocurrió esa noche. Y lo que ocurrió es que, en vista del estruendo que no me
dejaba dormir, decidí que tenía que poner fin a aquella orgía acústica que estaba
amenazando con convertir esa noche en un infierno aún peor del que había vivido
cuando estaba sobrio. Fue por eso que, tras levantarme de la cama, encaminé mis
pasos hacia el piso de arriba con la intención de pedir a mis vecinos que, por favor,
por favor, por favor, dejaran de poner la música tan alta, para así poder dormir y
ahuyentar en lo posible el terrible dolor de cabeza del que estaba disfrutando en esos
momentos. La verdad es que si ahora, mirándolo con cierta perspectiva, pienso en
ello, comprendo que nada más abrirme la puerta se rieran de mí. O mejor dicho, no es
que se rieran de mí, es que se descojonaron por completo.
Y es que allí estaba yo, al otro lado del vestíbulo, un hombre vestido con una
vieja y sucia camiseta que un día ya muy lejano había sido blanca y que tenía varios
agujeros a la altura del ombligo y de los sobacos, un holgado calzoncillo también de
color blanco que había combatido en mil batallas y que, seguramente, las había
perdido todas, sin afeitar, totalmente despeinado y oliendo a una mezcla de alcohol de
garrafa y perfume barato de mujer, pidiéndoles que, por favor, por favor, por favor,
dejaran de alborotar porque necesitaba dormir imperiosamente.
Si es que lo comprendo perfectamente. Yo también me hubiese descojonado de
haber estado en el otro lado de la barrera, pero dio la casualidad de que me
encontraba en el lado del tipo ridículo y ojeroso que solo pretendía descansar, así que
sus mordaces comentarios y sus hirientes carcajadas no me hicieron ni puta gracia.
Aun así opté por darles una oportunidad y me dirigí hacia mi vivienda con la
esperanza de que entraran en razón. Estaba equivocado, muy equivocado.
Quince minutos más tarde volví a subir los escasos escalones que separaban mi
planta de la de los juerguistas. Mi aspecto seguía siendo el de la vez anterior, pero en
esta ocasión estaba seguro de que nadie se reiría a mi costa porque en la mano
izquierda llevaba una Beretta sin registrar, que en mi anterior reencarnación como
ertzaina había decomisado a un gilipollas que se dedicaba al tráfico de
estupefacientes, y en la derecha una ganzúa.
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No me molesté en tocar el timbre, para qué hacerlo si no lo iban a escuchar a
causa del estruendo, como en la ocasión anterior. Ni en aporrear la puerta, porque
tendría que haber dejado mis útiles de trabajo en el suelo y se trataba de un material
demasiado sensible como para proceder de esa manera, así que utilicé la ganzúa, sin
preocuparme por ser silencioso o discreto. Los botarates que se encontraban en el
interior de la vivienda no hubieran oído ni la explosión de una bomba de cien mil
toneladas de metralla que hubiese aterrizado en el interior de la casa, y en pocos
segundos me encontré situado en el epicentro de la fiesta.
Cuando el dueño de la vivienda, y supongo que organizador del jolgorio, me vio
se quedó bastante sorprendido, quizás pensó que cómo era posible que yo estuviera
allí dentro, pero su cerebro, reblandecido seguramente por la contaminación acústica
y alguna que otra sustancia más bien tóxica, no fue mucho más allá y enseguida
cambió su bobalicona expresión de sorpresa por otra igualmente bobalicona
expresión de alegría.
—Hombre, vecino, ¿otra vez por aquí? ¿Finalmente ha decidido aparcar su mal
humor y unirse a nuestra pequeña fiesta?
El hijo de puta estaba tan borracho que no se percató de que en una de mis manos
llevaba un arma. O quizás sí la vio, pero posiblemente pensaba que era algún
aditamento festivo con el que deseaba unirme al jolgorio. Intenté explicarle que no se
trataba de ningún juguete y que aunque yo, por lo general no era un tipo violento,
estaba hasta los cojones de no poder descansar. Lo de mi resaca ni lo mencioné,
mentarla en una reunión de alcohólicos irreductibles era como intentar vender arena
en el desierto.
Aunque me armé de paciencia, no conseguí que el susodicho hijo de puta entrara
en razón, así que no me quedó más remedio que meterle el cañón de la Beretta por la
boca y exigirle que finalizara la fiesta antes de que se me inflaran los cojones. Que se
me inflaran mucho más de lo que ya estaban, quería decir. Quizás el rey de los
escándalos nocturnos intentó decirme algo al respecto, pero no lo consiguió. Es
posible que el frío contacto del metal de mi arma sirviera como catalizador de su ya
de por sí elevado nivel alcohólico corporal, el caso es que me vomitó encima no solo
lo que había ingerido en la fiesta sino, presumiblemente, todo lo que había trasegado
desde que celebró su primera comunión. Tuve que retirar rápidamente la Beretta de
su boca para evitar que se ahogara con su propio vómito. No es que me hubiese
importado gran cosa, pero los jueces de lo penal suelen ser muy quisquillosos
respecto a las muertes motivadas por acciones como la mía, aunque estén plenamente
justificadas.
Bueno, pues así estaban las cosas. La fiesta continuaba discurriendo por sus
cauces habituales, el que uno de sus participantes vomitara no asombraba ni
preocupaba a nadie, debían de estar acostumbrados. Mientras tanto, a cada segundo
que pasaba, mi resaca iba adquiriendo proporciones considerables y yo me
encontraba allí plantado, en el centro de la estancia, sudoroso, en calzoncillos, sin
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afeitar y además, como propina, lleno de la mierda que el alma de la fiesta acababa de
arrojar sobre mi persona. Mi reacción fue totalmente comprensible. Me acerqué hasta
donde estaba el aparato de música y no solo arranqué violentamente los cables, sino
que lo arrojé contra la pared, inutilizándolo hasta el final de los tiempos. Si algún
manitas era capaz de recomponerlo, juré para mis adentros que le nombraba heredero
universal de todos mis bienes y pertenencias.
Esta vez sí, esta vez se hizo el silencio en la casa y todos los ojos, al menos los
que aún podían entreabrirse, se fijaron en mí, no tanto acojonados como hubiera sido
lo lógico, sobre todo teniendo en cuenta que aún blandía mi arma, como
sorprendidos. Alguno seguramente se preguntaría si mi actuación no era parte del
espectáculo.
—Se acabó la fiesta —dije finalmente, alzando la voz todo lo que pude, teniendo
en cuenta mi situación personal oscilante entre la resaca y la somnolencia.
El mensaje no debió de ser entendido por la mayoría de los concurrentes, que
seguían mirándome con la misma expresión en sus caras que las vacas cuando ven
pasar un tren, aunque para mi coleto seguramente las vacas tienen más capacidad de
comprensión que aquel grupo de juerguistas dipsómanos, de modo que no tuve más
remedio que repetir el mensaje.
—¡Que se acabó la fiesta, cojones! —en esta ocasión me esforcé tanto que me
dolió la garganta, pero el mensaje fue finalmente entendido, tanto que una joven que
iba muy ligera de ropa y con la que había coincidido alguna vez en las escaleras y en
el ascensor, por lo que supuse que era la pareja, mujer, amiga íntima o cualquier otra
cosa, del cabrón que me había vomitado encima, se me encaró muy chula.
—¿Se puede saber quién es usted y a qué viene todo esto?
Incluso en mis peores momentos intento mantener la buena educación, por eso di
cumplida respuesta a sus dos preguntas.
—Esto viene a que quiero dormir sin tener que aguantar ruidos de ningún tipo. Y
en cuanto a quién soy, es suficiente con que sepáis que soy el tipo que os puede joder
a todos bien jodidos. Creo que hasta vuestros podridos cerebros anegados en alcohol
son capaces de entender un mensaje tan simple.
Mientras hablaba hice una cosa que sé que es moralmente reprochable. Incluso, lo
que es peor, también legalmente reprochable, porque eso sí puede meterte en un buen
lío. Además, pese a que he hecho de todo, visto de todo y aguantado de todo, se
trataba de una acción que habitualmente no encaja con mi forma de ser. Le arranqué a
la chica la falda que tenía puesta y, tras comprobar que no llevaba bragas, apreté mi
arma (la que escupe balas, no esa otra en la que seguramente algunos habrán pensado
obscenamente) contra su coño. Aún no sé por qué lo hice, posiblemente porque vista
mi experiencia anterior con su maromo era consciente que apretando por ahí no iba a
vomitar sobre mi persona. Lo que puedo jurar es que mi reprobable acción no
escondía intenciones sexuales de ningún tipo. Me gusta el sexo como a cualquier
bicho viviente, incluidos los pobres cónyuges de ese símbolo del feminismo que es la
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mantis religiosa, pero en aquellos momentos, pueden creerme, no estaba yo para
sexo, las cosas como son. Lo único que deseaba era que cesara la fiesta de una puta
vez y poder volverme a la piltra. Y esta vez el invento funcionó, vaya que si
funcionó.
Como no era cuestión de que ocurriera alguna desgracia indeseada, lo que por
otra parte era prácticamente imposible porque pese a mi resaca tuve el suficiente
sentido común como para quitar todas las balas de interior del arma antes de irrumpir
en la vivienda de mi vecino, milésimas de segundo después liberé a la joven de mi
acoso y volví a expresar mis deseos de que el sarao se acabara, a lo que accedieron
todos los que aún eran capaces de mover la cabeza en sentido afirmativo, aunque a
más de uno se le notó una mueca de dolor tras efectuar ese sencillo gesto.
—Estupendo. ¿Ven cómo, cuando se explican y razonan bien las cosas, es posible
llegar a acuerdos satisfactorios para todo el mundo? —Bueno, quizás no me expresé
así exactamente, no creo que estuviese en condiciones de largar una parrafada tan
larga y coherente, pero más o menos ese es el espíritu de lo que seguramente les dije,
excluidas las expresiones que no se pueden pronunciar en horario infantil.
Mi gesto de triunfo solo lo enturbiaron las palabras del dueño del piso que,
cuando ya estaba saliendo por la puerta me espetó un vengativo «te vas a arrepentir
de esto, cabrón, te voy a meter una denuncia que te vas a cagar».
Si me pongo a pensar en ello la actitud del interfecto era totalmente comprensible,
pero aquel día mi cuota de comprensión se había agotado, así que volví sobre mis
pasos y le apunté de nuevo con la Beretta mientras intentaba aclarar un par de puntos
acerca del tema.
—Más te vale no hacer nada, gilipollas. Si tú me dejas en paz yo también lo haré,
pero en caso contrario el que las va a pasar muy putas eres tú, so mamón. Así que
ándate al loro y no hagas tonterías.
Ahora sí, ahora hice mutis por el foro. Me sentía tan satisfecho de mi actuación
como de mis palabras que, cuando por fin me metí nuevamente en la cama, me quedé
dormido al instante y el taladro que durante las horas anteriores había estado
horadando mi cerebro desapareció como por ensalmo, como si mi subida al piso del
vecino, y lo que posteriormente ocurrió, hubiese tenido efectos terapéuticos.
Lo malo es que si mi amenaza tuvo efectos terapéuticos, en el vecino tuvo otro
tipo de secuelas porque el muy imbécil, en lugar de actuar sensatamente y dar el
incidente por zanjado, decidió seguir removiendo la mierda y ponerme una denuncia.
Pero de ello no me enteré hasta dos días más tarde cuando un par de municipales,
muy atildados y solícitos ellos, llamaron a mi puerta y muy educadamente me dijeron
que tenía que acudir al Juzgado de Guardia, ya que habían interpuesto una denuncia
contra mi persona por coacciones, amenazas, injurias, daños y allanamiento de
morada. Dicho de ese modo parecía que me estaban equiparando con Jack el
Destripador, lo cual hasta cierto punto resultaba halagador aunque un tanto
desmedido, pero aun así no me quedaba más remedio que acudir. Pensé con
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tranquilidad que en peores garitas había hecho guardia y que, de todos modos, al
vecino de los cojones no le iba a salvar ni la Santísima Virgen ni todo el coro celestial
de recibir un par de hostias bien dadas, por chivato y maricón. ¡Y que se atreviera a
denunciarme por segunda vez! Algo así debió ocurrir entre los Capuletos y los
Montescos y ya se sabe cómo acabaron, aunque yo no era tan imbécil como esos
niñatos de Romeo y Julieta y jamás se me ocurriría hacer algo tan estúpido y, sobre
todo, tan irreversible, como suicidarme.
Si los municipales pensaban que me iba a acojonar, se equivocaron más que los
autores de la famosa «ley seca» norteamericana cuando pensaban que los ciudadanos
iban a quedarse cruzados de brazos sin poder beber su copazo de whisky de las
mañanas. Quizás no sabían que en mi época había sido un asiduo de los juzgados
debido a mi condición de ertzaina, así que en principio no me asustaba acudir a uno.
Digo en principio porque lo malo es no conocer el final y, en esta ocasión, era
consciente de que lo tenía jodido, muy jodido.
Engañarme a mí mismo habría sido una estupidez, no me quedaba más remedio
que reconocer que estaba metido en un buen lío. Todos los delitos de los que se me
acusaba eran ciertos y además los había cometido ante una multitud de testigos, por
lo que la situación, sin ser imposible, no en balde soy un optimista nato, sí que era
harto difícil. Además, si había en Bilbao algún expolicía con mal cartel entre los
jueces de la ciudad, ese era yo. Mi mala fama era inmerecida, por supuesto, aunque
yo jamás hice el menor esfuerzo por disiparla, así que si un magistrado un poco
cabrón (y el noventa y nueve coma noventa y nueve por ciento de los que yo conozco
son bastante cabrones) se hacía cargo de la denuncia, podía hacérmelas pasar putas.
De todos modos no me preocupé excesivamente. En el pasado había conseguido salir
de historias más complicadas y, en el peor de los casos, seguramente podría arreglarlo
con una buena indemnización. Lo que es la vida, en mis años mozos siempre
despotricaba contra la gente que pensaba que con pasta todo se arreglaba y ahora era
yo quien, estando en un apuro, no iba a dudar ni un instante en usar ese dinero,
producto de una herencia dudosa, con tal de solucionar el problema en el que estaba
metido.
Para mi sorpresa, sobre todo porque nunca he tragado a los componentes de ese
gremio, quizás porque yo también lo fui o, al menos, tengo un título que así lo
acredita, mi salvación no llegó a través de desembolso pecuniario alguno sino en
forma de abogado.
Se trataba, además, de uno de esos abogados que llevaba en su cara la marca del
triunfador. Solo le faltaba, como en las caricaturas, ir fumándose un veguero de talla
XXL y golpearse en el pecho con el dedo gordo de su mano derecha en ademán de
decir «tenéis ante vosotros a un triunfador, muertos de hambre, y que os den por el
culo a todos». Pero excepto por ese pequeño detalle, cumplía al cien por cien el
estereotipo. Era orondo, por no decir obeso, con ojos porcinos, un traje hecho a
medida que debía estar confeccionado por un sastre de categoría, ya que, hasta cierto
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punto, conseguía disimular sus nada excitantes curvas, una corbata de seda en la que
el logotipo del diseñador era más grande que el propio dibujo de la prenda, un Rolex
auténtico —yo para eso siempre he tenido buen ojo— en su muñeca izquierda, un
sujetacorbatas con el que habría podido comprarme un yate de esos que suelen estar
anclados en Puerto Banús y, sobre todo, una sonrisa de satisfacción en su rostro de
esas que te entran unas ganas irrefrenables de darle una buena manita de hostias, a
ver si así le desaparece de una puta vez. Y todo ello parecía estar dedicado a mí,
aunque no tenía aspecto de ser un abogado de oficio, como le dije cuando se acercó y
me preguntó si yo era Mikel Goikoetxea.
—No, por supuesto que no lo soy. Hace años que no me dedico a esos menesteres
—añadió, casi tan molesto como un miembro del Opus Dei al que se le acusara de ser
una estrella del porno.
—Entonces no sé qué cojones quiere conmigo, si no es el abogado que me han
asignado para asistirme en la comparecencia —le contesté, entre provocativo e
intrigado. Soy plenamente consciente de que, como dice la sobreestimada sabiduría
popular, «la curiosidad mató al gato», pero tanto por mi olvidada profesión, ya se
sabe, la cabra siempre tira al monte, como por la situación en la que me encontraba,
tenía muy claro que quien posee la información es quien puede manejar los hilos de
la situación a su antojo.
—No, no soy su abogado —repitió plácidamente el superhéroe de los bufetes.
Estaba tan seguro de sí mismo y de lo que quería que ni siquiera mis exabruptos
hicieron mella en su persona, aunque por unos instantes su gesto dejó entrever que no
le gustaba mi lenguaje, seguramente zafio y ordinario en su opinión—. De hecho soy
el abogado del señor Ledesma.
—¿Del señor Ledesma? Lo lamento, pero no conozco a ningún señor Ledesma.
—Quizás a usted no le suene el nombre, pero de lo que no me cabe ninguna duda
es de que el señor Ledesma le conoce a usted, no sé si perfectamente pero sí lo
suficiente como para desear no haberle visto nunca en su vida. Le estoy hablando, por
si aún no se ha dado cuenta, de D. Xabier Ledesma Goldarazena, su vecino de arriba,
el hombre que le ha denunciado.
—¡Ah!, ese cabrón. Pues antes de alejarse de mí, ya que no deseo tener ninguna
relación con su abogado, dígale que se acordará de esta. No se va a ir de rositas
después de haberme denunciado. Si quiere jugar fuerte admito la apuesta y creo,
sinceramente, que lleva las de perder. Lo de la pasada madrugada fue solo una ínfima
muestra de lo que puedo hacerle. A buenas no soy un mal tipo, pero si me tocan las
pelotas soy incapaz de contenerme. Y su señor Ledesma me ha tocado mucho las
pelotas con esa denuncia. Dígaselo, dígaselo —dije vehementemente, en un ímprobo
intento de mostrarme conciliador y atesorar nuevas amistades.
—Le creo, señor Goikoetxea, le creo —la sonrisa seguía sin desaparecer del
rostro del leguleyo, que en esa ocasión aguantó impertérrito mi lenguaje barriobajero
—, pero le aconsejo que se olvide de todo. Con lo que puede caerle por los delitos y
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faltas denunciados tiene más que suficiente, y si a eso añadimos las últimas amenazas
que acaba de proferir contra mi cliente —abrió los brazos como si intentara resaltar lo
absurdo de las mismas—…, pues ya comprenderá usted que su situación puede llegar
a ser muy enojosa. Y no me refiero solo a las consecuencias penales. La
indemnización que quizás tendría que abonar a mi cliente podría llegar a ser muy
cuantiosa, excesivamente cuantiosa. Tendría que poner a trabajar a destajo a sus
chicas para conseguir pagar la décima parte de su montante.
Vaya, hombre, otro hijo de puta que se conocía al dedillo mi historial. A este paso
podrían contratarme como tertuliano en uno de esos programas de la televisión en los
que la gente cobra una pasta gansa por narrar sus miserias. Total, que cuarenta
millones más de españoles se enteraran de lo cutre que era mi vida, ¿qué más me
daba? A estas alturas mi historial parecía estar a disposición de cualquier gilipollas
que se interesara por él.
El abogado cortó mis elucubraciones diciéndome que no me preocupara, que
comprendía lo que había ocurrido y estaba a mi favor.
—¿A mi favor? Ahora sí que no le entiendo —lo decía sinceramente.
—Pues es muy fácil de entender, señor Goikoetxea —me dijo con suficiencia—.
Como abogado del señor Ledesma tengo una doble obligación que usted, que ha
ejercido como tal, seguramente comprenderá. La primera, lógicamente, es actuar
según las instrucciones recibidas de mi cliente, por eso he redactado la denuncia que
le ha traído a este juzgado. Pero además, un abogado que por encima de todo respete
los principios deontológicos de la profesión —al oírlo estuve a punto de hacer la
señal contra el mal de ojo—, tiene con sus clientes una obligación muy superior, que
es la de velar por sus intereses, lo que significa que en ocasiones debe hacerles
desistir de sus intenciones cuando ve que no tienen mucho recorrido o que pueden
llegar a ser contraproducentes para esos mismos intereses. Y creo que eso es lo que
podría ocurrir en el presente caso. Continuar con la denuncia quizás no fuera lo mejor
para mi cliente. Ni tampoco para usted, por supuesto.
—Por supuesto —repetí como un papagayo—, pero aún no sé a dónde quiere
llegar.
—Usted ha sido ertzaina —estaba claro que el orondo letrado conocía mi vida y
milagros mucho mejor que mi santa madre—, así que seguramente sabrá lo que es un
quid pro quo.
La frase sí que me sonaba, pero el latín nunca fue mi asignatura favorita en el
Bachillerato. Bueno, ni esa ni ninguna, si lo acabé fue por la maña que me daba para
copiar en los exámenes, pero esa es otra historia que no viene al caso, así que le pedí
que se explicara.
—Es muy sencillo. Yo le hago un favor consiguiendo que mi cliente retire la
denuncia y el juez de instrucción proceda al archivo de las diligencias incoadas a
causa de la misma, y usted a mí me hace otro. Por el que, además, le pagaré
generosamente. Es una buena proposición con la que todos salimos ganando.
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Así que se trataba de eso. Tendría que haberlo visto venir, pero a pesar de ello
decidí apretarle un poco las tuercas.
—Todos no. Su cliente no creo que se quede muy contento.
—Ya le he dicho, señor Goikoetxea, que la máxima obligación de un abogado es
proteger siempre los intereses de sus clientes, incluso aunque estos no acaben de
verlo claro. Soy muy consciente de que antes o después usted cumpliría sus amenazas
y prefiero evitar al señor Ledesma los inconvenientes que ese cumplimiento podría
generarle. No me entienda mal, no soy de los que les gusta ceder ante la violencia,
pero en este caso creo que un pacto entre caballeros es lo mejor. Como decimos los
abogados, un mal acuerdo siempre es mejor que un buen pleito.
El cabrón tenía respuestas para todo, se ve que había elegido bien su profesión,
así que acepté su oferta, aunque antes le pregunté qué era lo que tenía que hacer en su
favor. Algo en la nariz me decía que no iba a ser fácil ni sencillo.
—Tranquilo, señor Goikoetxea, no hay prisa, ya se enterará a su debido tiempo —
me respondió, con su sempiterna sonrisa en los labios—. De momento vamos a
arreglar lo suyo, para que quede en libertad sin cargos, y mañana a las diez de la
mañana pase por mi despacho y allí, tranquilamente, hablaremos del tema —finalizó
extendiéndome una tarjeta.
Recogí la tarjeta y la guardé en mi cartera mientras pensaba que lo que había
recibido no era una petición, sino una auténtica orden. Una orden a la que no podía,
ni tampoco quería, para ser sinceros, sustraerme.
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Sus primeros trabajos fueron sencillos. Ablandar a algún ratero que había robado
mercancías de poca monta, cosa incomprensible para él, ya que, un buen musulmán
tenía vedada esas prácticas más propias de los infieles que de los creyentes,
acompañar a los agentes más veteranos a practicar detenciones e incluso, en un par de
ocasiones, colaborar en la represión de manifestaciones organizadas por un sindicato
de estudiantes que solicitaban más democracia y justicia social.
—No debes de tener escrúpulos con esa gentuza —le dijo Moussa el primer día
que acompañó a los agentes antidisturbios—. Los estudiantes son unos privilegiados,
supuestamente son los que en el futuro dirigirán el país, la élite de la nación, de
nuestra nación, que hace unos esfuerzos ingentes por educarlos y ya ves cómo lo
agradecen. En lugar de colaborar al progreso y la estabilidad de la patria, protestan
pidiendo no sé qué cosas, pero con la única finalidad de mantener sus privilegios y
mangonear a su gusto en los asuntos del estado. No puede haber, por tanto,
compasión ninguna para ellos, y cuanto antes cortemos de raíz la cabeza de sus
dirigentes, tanto mejor.
A Salif le quedó la duda de si cuando su superior hablaba de «cortar de raíz la
cabeza de los dirigentes estudiantiles» lo hacía en sentido figurado o literal, ya que
las leyendas que corrían sobre Moussa indicaban que era capaz de eso y de mucho
más, pero la duda le duró unos pocos segundos, era un asunto sobre el que no merecía
la pena hacerse preguntas si quería vivir tranquilo. Además, su jefe tenía razón, los
estudiantes eran unos privilegiados. Ojalá él hubiese podido estudiar en lugar de
dedicarse, como lo hacía hasta que Moussa se interpuso felizmente en su camino, a la
venta ambulante de objetos inservibles que nadie deseaba adquirir. Si él hubiese
tenido esa oportunidad…, quién sabe, seguramente su vida sería muy diferente en
esos momentos. Todo el mundo que le conocía decía de él que era un hombre
inteligente y despierto, así que seguramente habría podido hacer carrera, tal vez
colocarse en la administración, ostentar un cargo, ser ministro, incluso, ¿por qué no?,
llegar a la presidencia de la República.
Salif rechazó esos pensamientos. Si Allah hubiese querido que él llegara a
presidente, él habría llegado a presidente, así que elucubrar sobre eso, además de
producirle una considerable melancolía, podía considerarse casi hasta blasfemo. Bien
mirado, no dejaba de ser un hombre con suerte, muchos de sus vecinos del barrio,
muchos no, todos en realidad, desearían intercambiarse con él. Y si para eso tenía que
machacar a unos cuantos estudiantes que, a pesar de gozar de lo que él nunca gozó,
todavía se creían con derecho a protestar, pues los machacaría.
Fue en una de esas manifestaciones cuando comprendió que, tras varios meses de
ser el recién llegado, se había ganado por fin la confianza y el respeto de sus colegas.
Aquel día las protestas fueron más violentas que en otras ocasiones, no solo las
piedras y los palos que llevaban los manifestantes cayeron bruscamente sobre ellos
sino que los cócteles molotov sobrevolaron el contingente policial hiriendo a unos
cuantos de sus compañeros. Ya no se trataba de un problema de orden público o de
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agresión al estado, generado por una manifestación no autorizada, se trataba de algo
personal y las armas de fuego que portaban los policías entraron en acción. Al día
siguiente, según narraba la prensa internacional, se contabilizaron setenta y ocho
muertos, lo que fue desmentido por el gobierno, que aludía a la existencia de un
complot internacional, manejado por el sionismo, para desacreditar al régimen. Pero
esos avatares de la alta política no le interesaban para nada a Salif. Lo que él había
visto era cómo un compañero, un honesto padre de familia, se revolcaba por el suelo,
aullando, preso de las llamas y él, como el resto de los policías, no dudó en utilizar su
arma reglamentaria y hacer fuego sobre los manifestantes. Nunca supo, ni quiso
saberlo, si había abatido a alguno, pero de haberlo hecho no le habría producido
ningún problema de conciencia. Por primera vez desde que entró en la policía, a las
órdenes de Moussa, pensó que había cumplido con su obligación no solo de policía,
sino sobre todo de ciudadano.
Las palmadas que recibió en la espalda por parte de sus camaradas más veteranos,
que así le demostraban su afecto y reconocimiento, fueron para él mejor que los
elogios que posteriormente recibió del propio Moussa, pero lo que más le llenó de
orgullo fue que, por fin, le consideraran uno de los suyos. Lo supo cuando un cabo le
eligió, junto a otros tres compañeros, para escoltar hasta los calabozos a un grupo de
detenidos.
Los estudiantes se hacinaban en un vetusto camión, la mayor parte de ellos
heridos, todos desmoralizados y abatidos, esposados y atados unos a otros con sólidas
cuerdas. Su escapatoria era imposible y el mirar errático de sus ojos así lo
demostraba. Salif se disponía a subir al vehículo para, como en anteriores ocasiones
habían hecho otros compañeros, vigilar a los presos durante el trayecto hasta la
prisión cuando la mano del cabo se posó amigablemente sobre su hombro mientras le
decía que no tuviera tanta prisa.
—Hay demasiados prisioneros, ¿no crees? —no esperaba que Salif le
respondiera, ni este se sentía lo suficientemente veterano y experto para hacerlo, así
que continuó hablando—, y eso representa un problema. No tenemos tanto espacio en
los calabozos. Habrá que liberar a algunos, ¿qué te parece? —ahora sí parecía esperar
una respuesta, por lo que Salif contestó que lo que el cabo decidiera a él le parecería
bien.
—Usted tiene más experiencia que yo —le dijo en tono humilde y respetuoso—,
así que lo que ordene será lo más adecuado y correcto.
—Así me gusta, Salif, veo que tienes futuro en la policía.
Tras decir esto estalló en una fuerte risotada, que fue coreada por otros dos
compañeros que asistían a la conversación. El propio Salif, intuyendo que se trataba
de una broma entre camaradas, se unió a las risas.
—Es un tema muy delicado —prosiguió el cabo—, porque hay que saber a quién
liberar, no vayamos a dejar suelto a alguien peligroso, pero como tú muy bien has
dicho, soy veterano en estas lides, los compañeros aquí presentes te lo podrán
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confirmar —señaló a los dos policías que les acompañaban, que volvieron a reírse
estruendosamente tras escuchar las palabras de su superior— y ya he tomado una
decisión. Vamos a dejar libres a estas cuatro estudiantes —señaló con su grueso dedo
índice a cuatro jóvenes que sus otros dos compañeros acababan de separar del grupo
—, que no parecen representar ningún peligro para el estado y además son unas
chicas muy guapas, ¿no es cierto? Y a las chicas guapas les sientan muy mal los
calabozos. Pero claro, un acto tan generoso como el nuestro se merece una
recompensa, ¿no estáis de acuerdo?
La pregunta acababa de hacérsela a las cuatro jóvenes que se miraban entre sí,
atemorizadas. Una de ellas, quizás la más fuerte de carácter o la más desesperada,
escupió al cabo, pero este, en lugar de enfurecerse, volvió a reírse con unas
carcajadas que atronaron toda la ciudad.
—Así me gustan a mí las mujeres, salvajes y asilvestradas —dijo con un gran
vozarrón—. Y cuanto más salvajes y asilvestradas son, más me gustan y más placer
me da domarlas. Vosotros repartiros las otras tres como mejor os parezca, que yo me
quedo con esta preciosidad.
Mientras pronunciaba esas palabras arrancó de un tirón las ropas de la mujer y se
desabrochó la bragueta, penetrándola sin perder ni un segundo, haciendo caso omiso
de los gritos de dolor que profería la joven. Los otros dos policías no se hicieron
repetir la orden y cada uno hizo lo propio con la estudiante elegida.
Salif se quedó frente a frente con la que parecía más joven y desamparada del
grupo. Durante unos instantes no supo qué hacer ni cómo actuar. Intuía que, hasta
cierto punto, era una prueba de iniciación e incluso de confraternización con sus
camaradas. No imitarles podría suponer una desafección hacia ellos, pero por otra
parte, aunque nunca había sido tímido con las mujeres, aquello no dejaba de ser una
violación en toda regla y él nunca había necesitado recurrir a esos extremos para
yacer con una mujer.
—¿A qué esperas, poli de mierda? ¡Acabemos ya de una puta vez, que quiero
irme a casa cuanto antes! ¿O es que no eres lo suficientemente hombre?
La inesperada reacción de la joven que, por descarte, le había sido asignada,
disipó todas sus dudas. Ofendido tanto por el inesperado tono de la chica como por
las ofensivas alusiones a su virilidad, procedió como habían hecho anteriormente sus
compañeros y la desnudó, acometiéndola con una fuerza que seguramente le haría
pensar en lo equivocada que estaba.
Cuando, tras violarlas repetidamente, las dejaron libres, Salif no se sintió mal por
lo que acababa de hacer, pese a ir contra los más sagrados principios del Corán, sino
todo lo contrario, se sintió alegre y más vivo que nunca porque comprendió que, con
ese acto, acababa de ser admitido, como miembro de pleno derecho, en una no oficial
pero poderosa hermandad de camaradas policías.
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sobre mil biblias que éramos amigos desde nuestros años de guardería. Aunque, por
otra parte, el abogado tenía el aspecto de quien se ha quedado sin amigos de la
infancia, más que nada porque, seguramente, para llegar a la cumbre no le habría
importado lo más mínimo apoyarse en sus cadáveres. Y ahora acababa de ofrecerme
seis mil euros por algo que aún no sabía qué era, pero recordando eso del quid pro
quo supuse que sería más pro Sánchez-Ávila que pro Mikel Goikoetxea.
—Por esa cantidad hasta estaría dispuesto a comprarme un despertador para llegar
a la hora, aunque me da la impresión de que esto es un programa de bromas
televisivas. ¿Dónde está la cámara oculta?
Sánchez-Ávila sonrió alegremente, como si le hiciera gracia mi chanza, antes de
decirme que su oferta iba en serio, completamente en serio.
—¿Y puede saberse qué tengo que hacer para ganarme esos seis talegos? —
pregunté finalmente. Tenía curiosidad por saberlo, aunque intuía que no iba a ser algo
que aprobaran las autoridades policiales y judiciales. No se trataba de instinto, sino de
realismo. Si un tipo como Sánchez-Ávila recurre a alguien como yo no es para que le
tramite la declaración de la renta ante Hacienda sino para algo más delicado.
—Algo que no le costará mucho, pero para lo que está sobradamente preparado
—me contestó sin concretar, aunque manteniendo en todo momento su sempiterna
sonrisa.
Al tío habría que haberle dado el premio a la perogrullada del año. Parece
evidente que si alguien da seis mil euros a otra persona por hacer algo, se supone que
le va a exigir que haga algo que sepa hacer y para lo que esté perfectamente
adiestrado y entrenado. Comprender eso no requiere poseer el coeficiente intelectual
de Einstein, sino un mínimo de sentido común. Pero, por otra parte, lo que Sánchez-
Ávila sabía de mí, como me confesó el día anterior, tras nuestro encuentro en el
Juzgado de Guardia, era muy concreto y circunscrito a lo que podían denominarse
como mis actividades «profesionales», protector de un pequeño grupo de prostitutas y
exertzaina.
Me extrañaba que Sánchez-Ávila recurriera a mí porque le había entrado, de
repente, un irrefrenable deseo de follar con una de las chicas. Es cierto que estaban
bastante bien, las cinco eran guapas de cara y tenían unos pechos y un culo que
podrían ser la envidia de Pamela Anderson y Jenniffer López juntas. Y también es
cierto que, por lo que en su momento me confesó mi difunto amigo y antiguo
benefactor y beneficiario de las señoritas, estas follaban como leonas y sabían
chupártela como dios, en el dudoso caso de que Dios se dedicara a esos menesteres lo
que, según las últimas reflexiones de los teólogos vaticanos, no parecía muy
probable. Como, aunque sé que es difícil creerlo, yo no las había catado, estaba
dispuesto a fiarme de su palabra, pero incluso así, también es cierto que ninguna de
ellas valía seis mil euros y que, seguramente, mi nuevo amigo podía pagarse, e
incluso conseguir gratis, mujeres de un nivel mucho más alto. Así que quedaba la otra
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faceta de mis pasadas y actuales actividades, la de haber sido miembro conspicuo de
la Ertzaintza.
Eran unas cavilaciones muy sesudas, como habitualmente lo son todas las mías,
pero en esos momentos me limité a mirarle con cara de póquer y decir eso tan tópico
y socorrido, aunque tan eficaz, de «usted dirá».
—Sé cómo se gana la vida, señor Goikoetxea —habló con un tono
extremadamente serio, cuando por fin se animó nuevamente a hacer uso de la palabra
—, y a qué se ha dedicado con anterioridad. Y también sé perfectamente que aunque
usted está limpio, al menos de manera oficial, es decir, que no tiene antecedentes
penales, ha estado caminando sobre el filo de una navaja y que tuvo que pedir la
excedencia al estar implicado en una red de pederastas.
—Si sabe tanto sobre mí, tendría que saber también que esas acusaciones eran
injustas y que fui rehabilitado por completo. Si no he regresado a la Ertzaintza ha
sido por motivos exclusivamente personales, no porque no pueda solicitar el
reingreso cuando lo desee.
—De acuerdo, de acuerdo —extendió sus manos en un gesto presuntamente
conciliador—, también sé eso, aunque no significa que, como dijo Nuestro Señor
Jesucristo, esté usted libre de pecado. Tanto cuando trabajaba como ertzaina como en
su faceta de detective sus métodos no han sido jamás excesivamente ortodoxos, por
decirlo de un modo suave, y eso sí que no podrá usted negármelo, lo mismo que
tampoco podrá negarme que todos los jueces de Bilbao están deseando que tenga un
tropiezo, por pequeño que sea, para poder empapelarle. De todos modos, eso no tiene
la menor importancia, al menos para mí, que sé mejor que nadie que hay muchas
maneras de evitar una condena judicial, aunque eso no signifique que quien quede
libre sea precisamente un alma noble merecedora de subir a los altares. Y si quiere
saber mi opinión —no lo quería, pero debía de ser un comentario retórico, porque el
abogado siguió hablando sin esperar a que le diera la réplica—, eso no es algo
negativo, sino todo lo contrario. Toda persona capaz de quebrantar la legalidad sin
sufrir posteriormente las consecuencias habituales en estos casos, cuenta con mi más
completa admiración. Al menos desde un punto de vista técnico. Por supuesto, hablo
del Derecho Penal, no de algo tan obsoleto como la moralidad.
Es posible que yo estuviera equivocado, pero creía que en las facultades de
Derecho de todo el país aún se daba la asignatura de Deontología Profesional. De ser
así, mi buen camarada Sánchez-Ávila debió fumarse todas las clases de esa materia,
pero como entendía a dónde quería ir a parar, en realidad me lo estaba esperando
desde hacía rato, me limité a decirle algo tan obvio como que daba la impresión de
que lo que me iba a proponer era algo ilegal.
—Si usted se empeña, señor Goikoetxea, en utilizar esa enojosa palabra, «ilegal»,
tendré que darle la razón, pero teniendo en cuenta no solo lo que hizo el otro día en la
casa de sus vecinos, sino también su historial, creo que no debería hacerse el
estrecho. Además, esa supuesta «ilegalidad» sería beneficiosa para todos. Para usted,
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porque se gana un buen dinero fácilmente, para mí y mis representados porque
eliminamos un problema, e incluso para el ayuntamiento, porque de ese modo se
adecenta la ciudad. Si Bilbao quiere explotar a fondo sus posibilidades turísticas hay
que cuidar que no haya elementos que ensucien su imagen.
Esto último me puso en guardia. No creía posible que don Marcelino Sánchez-
Ávila y Ribera de Osma quisiera que me incorporara al servicio de limpieza
municipal, así que sus palabras tenían que ser metafóricas. Y cuando un hombre
como el abogado habla de «limpiar la ciudad», los inmigrantes y los pobres ya
pueden ponerse a buen recaudo. Yo no era inmigrante, y de momento no necesitaba
cobrar la Renta de Garantía de Inserción, pero aun así no pude evitar sentir un
escalofrío al observar la frialdad con la que hablaba mi interlocutor.
—Soy propietario de un bar en el Casco Viejo —le contesté tras escuchar
atentamente sus palabras, aun sabiendo que no estaba diciendo más que tonterías—,
así que me interesa también que la ciudad se mantenga limpia, pero sigo sin saber de
qué coño va todo esto.
—No hace falta ponerse tan grosero, señor Goikoetxea —me comentó el
abogado, que parecía molesto de verdad por mi vocabulario y eso que no conocía aún
ni la milésima parte de lo que era capaz de sacar por mi boca si me tocaban mucho
los cojones o, en ocasiones, aunque me los tocaran tan solo un poquito. Lo que me
faltaba, el letrado prevaricador era también todo un santurrón, no sé cómo no me dijo
que me arrepintiera por mis palabras y rezara tres padrenuestros y seis avemarías—.
Además, enseguida le voy a explicar qué es lo que deseo de usted. Pero antes de que
entremos en materia permítame que le dé un pequeño anticipo.
Según decía eso, me alargó un sobre que abultaba bastante. Cuando lo recogí y lo
abrí pude comprobar que estaba lleno de billetes de doscientos euros. No había
ninguno de quinientos. No era nada tonto el señor letrado, sabía que el pago con
billetes grandes estaba cada vez más penalizado y con eso quería demostrarme que no
iba a tener ningún problema para pagarme en negro. Como es una grosería contar el
dinero delante del que te lo está dando, eso al menos recordaba de cuando podía
presumir de buena educación, no lo hice, pero así, a bote pronto, calculé que me
estaba entregando tres mil euros, doscientos arriba, doscientos abajo.
—Me parece mucho dinero —dije guardándomelo en el bolsillo—. ¿A quién
tengo que matar?
En lugar de protestar por lo que no era sino un comentario irónico, Sánchez-Ávila
me dijo que se notaba que yo era un tipo listo y luego, sacando de un cajón una
fotografía tipo carné, me la entregó.
—No necesita conocer su nombre ni los motivos, tan solo que casi todas las
noches pernocta en el interior de un cajero automático de una entidad financiera de
Indautxu. Por motivos que a usted no le interesan, obviamente, unos clientes muy
poderosos —recalcó la palabra «poderosos» no sé si para su propia satisfacción o en
un intento de acojonarme— me han solicitado que solucione, de una manera discreta
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y eficaz, un pequeño problema que tienen con él. Y por desgracia, no solo el mejor
sino el único medio que existe para solucionar ese pequeño problema es haciendo que
pase a mejor vida.
¿Pasar a mejor vida? Ese cabrón era un hipócrita de tomo y lomo. La palabra era
«asesinato», no «hacer que pasara a mejor vida». Le miré y comprendí que estaba
muy satisfecho consigo mismo, como si al utilizar ese eufemismo su responsabilidad
desapareciera y pudiera seguir considerándose un honesto ciudadano, incapaz de
decir ni siquiera una palabra malsonante.
—Vamos, que lo que usted y sus amigos quieren es que le dé matarile a este
infeliz.
—Ya le he dicho anteriormente, señor Goikoetxea —suspiró, como si pensara que
yo era un tipo irrecuperable que seguramente iría derechito al Infierno cuando mi
estancia en este valle de lágrimas llegara a su fin—, que no es necesario usar un
lenguaje tan ordinario y soez, pero sí, creo que ha quedado meridianamente claro lo
que esperamos de usted. Hace un rato se ha guardado el sobre que le he dado, así que
puedo considerar ese gesto como una tácita aceptación del encargo. Como usted
comprenderá, no puedo extenderle un contrato por escrito, pero entre caballeros no es
necesario. Confío en que haga lo que se le ha encomendado y, a ser posible, antes de
una semana. Mis clientes, nuestros clientes podría decirse, son personas con muy
poca, por no decir nula, paciencia y, aunque pagan muy bien como acaba de
comprobar, cuando efectúan una inversión esperan obtener un rendimiento inmediato
porque, en caso contrario, se ponen muy nerviosos y pueden llegar a ser
extremadamente despiadados. Así es el mundo de los negocios, qué le vamos a hacer.
Y en estos momentos usted representa su mayor y última inversión, señor
Goikoetxea, no lo olvide.
Si eso no era una amenaza, ya no sabía qué podría serlo, pero aun así me limité a
asentir. Lo lógico habría sido tirarle el dinero a la cabeza, pero al cogerlo acepté
tácitamente seguir su juego. Quizás, en el fondo, añoraba los tiempos en los que
trabajaba como ertzaina o detective y, a pesar de que había decidido hacía ya varios
meses alejarme de ese mundo, supongo que me ocurría como en la fábula de la rana y
el escorpión, estaba en mi naturaleza clavar el aguijón, aunque eso conllevara mi
propio hundimiento.
Me despedí del abogado diciéndole que pronto tendría noticias mías, a lo que él
asintió con una sonrisa plena de felicidad tan bobalicona que estuve en un tris de
borrársela de la cara a base de hostias, pero me contuve y salí de su despacho sin
armar ningún alboroto. Ya habría tiempo para eso.
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Caía la tarde y Tomás se acercó a lo que en la última semana había sido su residencia
habitual, el cajero de una entidad bancaria situada no muy lejos de la Plaza de Jado,
cerca de la Gran Vía de don Diego López de Haro, donde tenían su asiento las más
importantes entidades financieras de la villa que fundó el Señor de Bizkaia que daba
nombre a la calle. Era un cajero espacioso, con una máquina normal y otra de esas
multiusos, en la que era posible, además de sacar dinero, comprar entradas para el
cine, el teatro o incluso algún ballet, aunque a Tomás eso le era completamente
indiferente. Hacía mucho tiempo que conceptos como cine, teatro o danza estaban
muy alejados de su existencia. Su auténtica realidad era esa, el cajero en el que
dormía todas las noches y cuyo tamaño era suficiente para albergar los cartones que
le servían de lecho, su tetrabrik de Don Simón y las escasas pertenencias que
conservaba, entre ellas un pequeño transistor, algunos libros, reminiscencias de una
vida que quizás en otra época fue diferente, un hatillo con ropa y unas botas de monte
que un alma caritativa le regaló, aunque jamás en su vida había pisado un monte.
Con satisfacción comprobó que todavía no estaba cerrado el local. Últimamente
los cabrones de los banqueros, bancarios o como cojones se llamaran, habían cogido
la costumbre de bloquear las puertas cuando ya declinaba la tarde para impedir,
precisamente, que la gente como él se refugiara en ellos. ¡Jodidos burgueses!, pensó.
Mientras por una parte ellos disfrutaban de la placidez de un hogar, bien calentitos,
seguramente tomando una copa de coñac sentados en una butaca orejera y leyendo un
buen libro o viendo un documental sobre la sabana africana en una gigantesca
televisión de plasma, por otra impedían que los más pobres entre los pobres pudieran
cobijarse de la intemperie poniéndoles, cada día que pasaba, nuevos impedimentos.
Afortunadamente en esta ocasión él había sido más rápido y había conseguido
introducirse en el cajero antes de que se bloqueara la entrada.
Lo más curioso es que él había sido uno de esos burgueses, y de los más rapaces e
implacables, aunque esa información había desaparecido hacía mucho tiempo ya de
su cerebro, derrotada tanto por el alcohol como por algún mecanismo de autodefensa
surgido en su interior para aventar los recuerdos más dolorosos. Él ya no era
consciente, pero en una vida anterior, casi podría decirse que en una reencarnación
anterior, había disfrutado del último modelo de BMW, de una casa con todas las
comodidades que ofrece la tecnología más avanzada, una secretaria que conocía
perfectamente su oficio y otra, u otras, que no necesitaban conocer ese oficio ni
ninguno de los que se enseñan en el sistema educativo porque tenían todo lo que un
hombre en plenitud de sus facultades físicas y sexuales podía desear, así como una
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Visa con la que podía gastar sin límite alguno. Todo iba bien hasta que un día
descubrió que aún le quedaba algo de conciencia, y ahí se jodió todo.
Se supone que en esos másteres de Negocios y Dirección de Empresas cuyos
profesores son todos titulados por Harvard o Cambridge y han trabajado en Wall
Street o de asesores de multinacionales, lo primero que te hacen es extirpar de raíz, de
un modo incluso brutal, cualquier atisbo de conciencia que aún tengas, por pequeño
que sea. En caso contrario, te enseñan amablemente la puerta de salida mientras con
un entristecido movimiento de cabeza te dicen que es una pena, pero no vales para el
mundo de los negocios. Y en el fondo, aunque ese no sea precisamente el motivo por
el que te expulsen, te están haciendo un favor. Alguien con escrúpulos, con ética, no
tarda en acabar devorado por las fauces de los tiburones que se manejan en ese
mundo con el «todo vale» por divisa. Y Tomás no solo no fue expulsado del máster,
sino que fue el primero de su promoción.
Algo, sin embargo, debió fallar en la reprogramación que de su cerebro efectuó
aquella prestigiosa Escuela de Negocios porque muchos años después, cuando estaba
en la cúspide de su carrera, la educación que había recibido en el seno de su familia y
en el colegio religioso al que le enviaron sus padres afloró inesperadamente y
empezaron a surgirle algo así como escrúpulos de conciencia. Siempre había pensado
que Pepito Grillo, el fiel escudero de Pinocho, era el más lamentable y aborrecible de
los personajes no solo de la literatura infantil, sino de la literatura universal en
general, pero en aquellos momentos sintió como si tuviera pegado a su lado a un
Pepito Grillo personal. Y eso no fue lo peor, lo peor fue que comenzó a hacerle caso.
Sabía que ese cambio de actitud solo podía llevarle al desastre y no se equivocó.
No solo fue despedido del consorcio en el que trabajaba, degradado como un cadete
de West Point que ha declarado ingenuamente haber leído El capital, sino que pronto
comprendió que tanto su vida como la de su familia corrían peligro. Sus antiguos
jefes y colaboradores eran implacables y jamás perdonarían su debilidad y su
defección, y en ese mundo solo había una pena para los traidores, la de muerte, que
debía ejecutarse a la mayor brevedad posible.
No había lugar en el que esconderse. Ningún sitio, barrio, villorrio, ciudad,
región, país o continente era lo suficientemente discreto o inaccesible para que no le
encontraran. Sabía que antes o después lo harían, la mano de sus antiguos jefes y
compañeros se extendía por todo el mundo, y cuanto más tarde lo hicieran más
dolorosa sería su muerte, como castigo por haberles hecho perder el tiempo que, en
su caso, sí era oro o, mejor dicho, dólares, euros y acciones de las compañías
internacionales más importantes y solventes.
Su gran error fue pensar que la venganza de sus exjefes y excompañeros se
dirigiría contra él en persona, no contra su familia. Ahí fue donde se quebró y el
ejecutivo que había amagado con comerse el mundo dio paso, casi sin solución de
continuidad, al indigente que no recordaba su pasado, ni siquiera estaba seguro de
que Tomás fuese su verdadero nombre, y sobrevivía a base de limosnas y vino
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peleón. Sus compañeros de infortunio sospechaban que en el pasado había sido un tío
culto, porque le gustaba leer, pero él ni lo afirmaba ni lo negaba. Toda su vida
anterior se había borrado y en ocasiones, cuando pensaba en ello y le venían algunos
destellos del pasado, intuía que seguramente era lo mejor que podía haberle ocurrido.
Aquella era una de esas noches en las que, sin saber por qué, un halo de tristeza y
nostalgia le envolvía, pero pronto dejó de pensar en ello sumergido, como estaba,
entre sus tinieblas alcohólicas y retornando a la realidad tomó posesión, como había
estado haciendo todos los días de la última semana a esa misma hora, de lo que se
había convertido en su vivienda habitual desde que por una serie de circunstancias
que no recordaba muy bien, decidió abandonar el cajero que había ocupado
anteriormente junto a la plaza de Indautxu. Tras colocar los cartones que le iban a
servir de cama, abrió el brik de vino y le pegó un largo trago. Tendría que racionarlo
si no quería acabárselo enseguida, aunque eso tampoco le importaba lo más mínimo.
Normalmente, tras beberse uno entero, se sumía en el más profundo de los sueños y
no se despertaba hasta que algún chupatintas de la sucursal llegaba allí para abrirla al
público. Se limpió la boca con la manga de la camisa y con unos ojos enrojecidos y
empequeñecidos por el alcohol se puso a contemplar a los transeúntes que cruzaban
por delante del cajero: hombres y mujeres satisfechos de sí mismos, ellos
encorbatados y ellas recién salidas de la peluquería; niños y niñas que, acabadas ya
las clases, no tenían prisa por llegar a sus domicilios, en los que les esperaba un buen
hatajo de tareas escolares; ancianos recién salidos de la tercera edad y que ya estaban
por la cuarta o quinta, acompañados por señoras de inequívocos rasgos
sudamericanos que les aferraban fuertemente de sus brazos, para que no se cayeran y
se dieran de bruces contra el suelo, o negros vestidos con estrafalarias y coloridas
túnicas que ofrecían a los viandantes su surtido catálogo de pulseras, collares, relojes
o discos, bueno, ya no se llamaban discos, cederrones, deuvedés o algo así, con los
más recientes éxitos de los cantantes de moda o las películas que acababan de
estrenarse en los escasos cines que aún se mantenían abiertos en la ciudad.
Muchos de los honestos ciudadanos que le veían desde fuera del cajero, a través
de los cristales que le separaban de la acera, le miraban con cara de asco y
repugnancia, sobre todo si le veían dándole un trago al cartón de vino peleón, pero
hacía ya tiempo que esa actitud dejó de dolerle. Al principio sí, al principio, cuando
su mente aún le decía entre brumas que había sido un tío importante, respetado y
temido por todo el mundo, era extremadamente susceptible al desprecio que podía
adivinarse en los rostros de la gente, pero ahora había superado ya esos últimos
vestigios de vergüenza burguesa y lo que pensaran de él se la traía floja.
Haciendo, por tanto, caso omiso al rechazo de sus conciudadanos, Tomás se
acurrucó sobre los cartones que estaban ya extendidos como a él le gustaba y, sin
dejar de dar un tiento que otro a la caja de vino, sacó de la mochila que siempre
llevaba consigo unas cuantas novelas. Cogió una al azar, en el fondo le daba igual, se
las sabía todas de memoria, como el personaje de una novela de ciencia ficción que
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había leído en sus tiempos de estudiante, una extraña pero hermosa novela en la que
los bomberos se dedicaban a quemar libros en lugar de apagar incendios y los seres
humanos (al menos los seres que seguían siendo humanos, cualidad que él ya no
estaba muy seguro de compartir con los personajes de la novela) se aprendían de
memoria su contenido para poder transmitirlos a las siguientes generaciones y que de
ese modo no cayeran en el olvido. Tomás era consciente de que había perdido todas
las posibilidades de transmitir algo a una nueva generación, pero aun así, y pese a
sabérsela de memoria, volvió a leer la novela que había escogido, desde la primera
línea a la última, mientras los viandantes que le observaban a través de la amplia
cristalera que le separaba del mundo, cada vez con más dificultad porque estaba
oscureciendo, pensaban que su bobalicona sonrisa se debía, seguramente, al alcohol
ingerido, no a que disfrutara con la lectura.
Había transcurrido ya un buen rato desde que la lluvia decidió hacer compañía a
la noche, por lo que no se veía mucha gente por la calle y los escasos transeúntes que
aún no se habían refugiado en sus domicilios o en algún bar caminaban corriendo
para no mojarse, sin fijarse en el cajero automático ni en su ocupante. Aunque hacía
tiempo que Tomás no usaba reloj, comprendió que había llegado el momento de
descansar y sumergirse en un sueño reparador que le permitiera abandonar, aunque
solo fuese por unas horas, su triste realidad. Sabía que cuando se despertara seguiría
siendo un mendigo, un indigente, parte de la escoria social que los ciudadanos
bienpensantes rechazaban, pero mientras dormía sus sueños volvían a hacerse
realidad y por unas horas era lo que había querido y llegó a ser antes de que esos
estúpidos escrúpulos de conciencia le arrastraran al fango: el más alto, más guapo y
más fuerte de todos, el que se llevaba de calle a las chicas e invitaba a copas a todo el
mundo, el gran triunfador. En sus sueños esos escrúpulos de conciencia no aparecían
por ningún lado, quizás por eso seguía siendo un hombre de éxito. Afortunadamente,
aunque él no era consciente de ello, cuando despertaba su embotada mente no
recordaba nada de lo soñado y podía continuar, sin pesares de ningún tipo, su
miserable existencia de indigente.
Pese a tener un sueño profundo y a estar abotargado por culpa del vino ingerido,
un sexto sentido le alertó de la presencia de personas extrañas. Entreabrió los ojos,
intentando adivinar qué cojones querían los intrusos. No creía que fuesen clientes de
la entidad, necesitados repentinamente de sacar dinero con su tarjeta. De hecho, su
experiencia le indicaba que cuando alguien se acercaba al cajero, a ese o a cualquiera
de los que habitualmente servían de refugio a otros «personajes» como él y veían que
estaban ocupados por indeseables que dormitaban en su interior optaban por no
entrar, tal vez por temor a ser asaltados, y se iban en busca de algún otro que
estuviese libre de presencias molestas.
Tal vez se tratara de alguien que quería pasar la noche en el cajero. En alguna
ocasión ya había ocurrido, pero quien lo intentó tuvo que salir de allí arrastrándose
con el rabo entre las piernas. Aunque llevaba poco tiempo en su interior, para evitar
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problemas, se había cerciorado de que no tenía «propietario», así que podía
considerar, legítimamente, que ese era su cajero, su territorio, y no estaba dispuesto a
aguantar que un desconocido intentara colarse sin permiso y apropiárselo.
Farfullando toda la retahíla de insultos y procacidades que le vinieron a la cabeza se
esforzó en levantarse para enfrentarse a los recién llegados, pero las piernas le
fallaron y cuando estaba a medio levantar se cayó nuevamente al suelo. Aunque
quizás no le fallaron las piernas, no estaba tan borracho pese a haberse bebido entero
un cartón de vino. Cuando su cuerpo se estrelló contra las baldosas del cajero
comprendió que alguien, uno de los intrusos, le había puesto la zancadilla.
No le dio tiempo a protestar porque antes de poder abrir la boca notó cómo un
montón de piernas le golpeaban indiscriminadamente todas las partes de su cuerpo
que se encontraban a tiro. Las piernas, el estómago, la cabeza, los testículos. Sin
poder evitarlo se percató de que sus esfínteres se habían abierto para descargar, en
forma de excrementos, el pánico que le estaba atenazando. Unos lagrimones
empezaron a recorrerle la cara mientras vomitaba todo el alcohol y la escasa comida
que había ingerido hacía pocas horas.
Intentó decir que le dejaran en paz, que no les había hecho nada, que enseguida se
iba y les dejaba el cajero para ellos solos, pero no pudo hacerlo, su boca no fue capaz
de emitir sonido alguno. La poca consciencia que le quedaba tras recibir la paliza le
permitió comprobar, casi entre nebulosas, que sus atacantes eran cuatro hombres de
raza negra. No lo entendía, siempre se había llevado bien con ellos, nunca le habían
generado problemas. Siempre se habían respetado mutuamente, quizás debido a la
solidaridad que a menudo se establece entre los desheredados de la tierra. Abrió su
boca, en un postrer esfuerzo por explicarles que se equivocaban, que él no era el
enemigo, pero en lugar de palabras lo que surgió fue un torrente de sangre que
ensució los zapatos usados que, esa misma mañana, le había regalado un alma
caritativa.
En cierto modo tuvo suerte, porque se quedó inconsciente antes de que los
agresores le echaran un bidón de gasolina por encima y le prendieran fuego.
Con las llamas se acabó todo para Tomás, sus sueños y sus pesadillas, sus
ilusiones y su realidad, lo que era, lo que fue y lo que habría podido ser, su vida como
ejecutivo implacable y su vida como sin techo irredento. Solo quedó un cadáver
totalmente calcinado, un cadáver que, si hubiese podido mostrar alguna expresión,
habría mostrado un gesto de impotencia absoluta y, sobre todo, de sorpresa y
desconcierto.
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Antes de coger el ascensor que le llevará hasta el domicilio del objetivo, Vladimir,
que nunca se ha llamado así, mira la fotografía de Nadja y los mellizos que siempre
lleva en su cartera, mientras sonríe tristemente pensando que quizás sea ese su único
punto vulnerable.
Cuando abandonó Europa acompañado por la hermosa prostituta búlgara pensaba
que, simplemente, la usaba de tapadera. A nadie se le habría ocurrido pensar, en el
mundo en el que hasta ese momento había vivido, que un lobo solitario como él fuera
capaz de encadenarse permanentemente a una mujer. Ni siquiera lo había pensado el
propio Vladimir, por eso le pareció un buen plan. Y sigue pareciéndoselo, ya que
hasta el momento ha funcionado a la perfección. De hecho, si no hubiese sido por esa
llamada desesperada del extraño detective bilbaíno llamado Goiko, no se habría
movido del apacible país sudamericano en el que es un importante, aunque
prácticamente desconocido, hombre de negocios.
Y sin embargo sí que falló algo en ese plan tan elaborado en el que no cabía el
menor resquicio, porque Nadja dejó de ser una compañera necesaria de fuga para
convertirse en una necesaria compañera de vida. Cómo dio ese paso ni siquiera él
mismo lo sabe, pero es un hecho, y si algo le ha enseñado su viejo oficio es que los
hechos son irrebatibles y hay que contar con ellos si uno no quiere estrellarse contra
un muro o algo peor. Luego, la llegada de los mellizos le dio la puntilla, por usar una
curiosa expresión que aprendió en España. Jamás se había planteado tener hijos. Ni
siquiera rechazaba conscientemente la idea, simplemente ese pensamiento nunca
cruzó por su cabeza. Cuando te has criado en un destartalado orfanato rumano de los
tiempos de Ceaucescu y has visto morir allí a tu hermano, el simple hecho de formar
una familia propia no es que te repela, es que está a millones de años luz de tus
intereses, sentimientos y planes. Pero algo se torció en el camino, porque ahora no
puede evitar sonreír mientras procede a guardar la fotografía en la cartera.
Sí, asiente en silencio, no he perdido facultades, pero tener una familia puede
volverme vulnerable, este será mi último trabajo. De hecho ni siquiera puede decirse
que sea un trabajo en sentido estricto, porque no va a cobrar por ello. Podría llamarlo
favor, seguramente es más adecuado. Y cuando haya acabado ese extraño favor que
va a hacerle a Goiko regresará a su país de adopción y, esta vez sí, se olvidará para
siempre de su pasado y reemprenderá esa nueva vida que se ha forjado, que se han
forjado juntos. Quién sabe, quizás lo que le depare el futuro sea jugar en el jardín de
su mansión caribeña con unos nietos que se pasarán todo el día alborotando mientras
escuchan, entre escépticos y divertidos, las batallitas que les cuenta el abuelo. Pero de
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momento tiene una tarea que realizar y la va a hacer como lo ha hecho siempre, con
eficacia y minimizando los riesgos.
En esta ocasión, piensa, no parece que el asunto vaya a ser complicado, lo que no
significa que pueda confiarse, ese es el primer paso para acabar en la cárcel o el
cementerio. La mujer a la que tiene que liquidar no es, precisamente, una fanática de
las medidas de seguridad. Las tiene, y en realidad más que la mayoría del común de
los mortales, pero son las mínimas que casi por obligación se prescriben a los altos
ejecutivos de la city londinense. Seguramente las acepta porque van con el contrato,
al igual que el sueldo millonario y los bonos convertibles en acciones, pero apenas les
concede la menor importancia. Además, esas medidas no se han endurecido tras la
muerte de lord Melrose of Whatsonshire, lo que es bueno para él, porque significa
que aún nadie sospecha qué es lo que está ocurriendo. Quizás después de hoy alguien
empiece a relacionar las dos muertes, aunque duda que en Scotland Yard, o en
cualquier otra policía del mundo, no es su intención denigrar a los competentes
detectives británicos, haya alguien capaz de hacerlo con tan escasos datos, pero en el
caso de que eso ocurriera tan solo le obligaría a extremar un poco más las
precauciones en el futuro, aunque tan solo un poco. Mientras sepa lo que tiene que
hacer y cómo tiene que hacerlo, no va a sufrir ningún problema.
Cuando el ascensor se posa suavemente en la planta adecuada saca nuevamente
una fotografía de su cartera, pero en esta ocasión quien le sonríe desde el satinado
papel reproductor no es ningún miembro de su familia, sino Janet Campbell, la mujer
a la que tiene que matar. Lo que puede ver en la fotografía le agrada. Se trata de una
mujer joven y guapa, pero eso no le da ninguna pena, hace años, muchos años, que
aprendió a disociar sus sentimientos de su trabajo. Aun así no puede evitar cierta
sensación de extrañeza al pensar que alguien como ella ha tenido que recurrir a los
servicios de una agencia de citas para pasar con un hombre la noche, o el tiempo que
estime conveniente, hasta ver satisfechas sus apetencias sexuales. Seguramente no lo
hace por imposibilidad de conseguir uno utilizando los métodos tradicionales, sino
por comodidad, por ser algo más rápido, discreto y eficaz. Un rato de placer y
desahogo y hasta nunca, compañero. En el fondo es el mismo caso que el tío que se
va de putas, ni más ni menos. Además, él no se considera legitimado para juzgar a
nadie. Aunque seguramente si se lo dijera a alguien que conociera su oficio no le
creería, su lema siempre ha sido ese de «vive y deja vivir». Excepto cuando le
pagaban por matar a alguien, pero en ese caso el tema era otro, ahí entraba en juego
su profesionalidad, su manera de ganarse la vida, y eso estaba por encima de
cualquier otra consideración.
En realidad, la circunstancia de que haya contratado a un chico de compañía, un
prostituto, sin eufemismos, le ha venido muy bien. Cuando ha interceptado la llamada
a la agencia ha sabido inmediatamente lo que tenía que hacer. Dentro de cinco horas
el joven guaperas y ultrahormonado que se dirija al domicilio de Janet, con el fin de
hacerle pasar un rato agradable, se despertará, seguramente en la cama de un hospital
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en el caso de que algún alma caritativa haya decidido auxiliarle, con un fortísimo
dolor de cabeza, sin recordar nada de lo ocurrido y con su carrera como gigoló
arruinada. Eso en el mejor de los casos. Por eso es Vladimir quien en esos momentos
está saliendo de ese ascensor, tan veloz como silencioso.
Vuelve a mirar la fotografía de la mujer y piensa que es muy apetecible. ¿Y si
primero hiciera el trabajo para el que supuestamente ha acudido hasta su domicilio y
luego le diera el pasaporte? Sonríe pensando que más de uno, en esa tesitura, no lo
dudaría ni un momento, pero esa es precisamente la gente que dura poco en este
negocio, la que no sabe distinguir entre el trabajo y el placer.
Cuando llama suavemente a la puerta, siguiendo al pie de la letra las instrucciones
que Janet Campbell ha dado a la agencia, no tarda ni unos segundos en abrirse.
Observa cierta sorpresa en la expresión de la mujer. Seguramente se esperaba alguien
más joven, pero tras evaluar en décimas de segundo las posibilidades que ofrece, al
menos las que están a la vista, sonríe y le invita a pasar. Aún no le ha dado tiempo a
ofrecerle una copa cuando Vladimir extiende los brazos hacia su cuello.
—Eres un impaciente, ¿eh? ¿No puedes esperar ni un segundo? —le dice ella, con
los ojos brillantes de deseo.
No se ha dado cuenta de que entre sus manos sujeta un finísimo hilo de acero.
Posiblemente tampoco se habrá dado cuenta de lo que ha ocurrido antes de caer al
suelo, muerta. El hilo de acero se ha hundido en su garganta y sin que le haya dado
tiempo para oponer la más pequeña resistencia, la vida le ha abandonado.
No le gusta dejar ningún cabo suelto, por eso recorre toda la estancia
escudriñando hasta el último rincón. Cuando comprueba que no hay nada,
grabaciones, cintas de audio o vídeo, huellas o señales de cualquier tipo, que pueda
delatar lo que acaba de ocurrir, salvo la misma existencia del cadáver, se aleja de la
casa con tranquilidad. Sabe que nadie le reconocerá, que nadie se acordará de él. En
el futuro la muerte de Janet Campbell solo será un número más, ni siquiera un
nombre, en la estadística de los casos de asesinato sin resolver.
Y ni siquiera le ha hecho falta dejar un pendrive en el bolsillo de la muerta, como
en el caso del reputado miembro de la Cámara de los Lores. El despacho de Janet
Campbell está lleno de ellos. Tan solo se ha limitado a vaciarlos.
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Cuando salí del despacho de Sánchez-Ávila conté el dinero que había en el sobre que
me había dado el letrado. Mi ojo clínico tampoco me había fallado en esa ocasión,
tres mil euros como tres mil soles, totalmente libres de impuestos, ya que, en contra
de lo que sería mi deber cívico, no pensaba presentarme en la Hacienda Foral para
declarar ese ingreso extraordinario que acababa de llegarme tan inesperadamente.
Además, ¿bajo qué epígrafe lo incluiría? Que yo supiera no había ninguno específico
para asesinatos por encargo. Como mucho, y en caso de existir ese apartado en los
conceptos de ingresos profesionales como suele ocurrir en las encuestas, tendría que
aparecer en el de «otros» o «varios». El mejor modo, por tanto, de sortear esa duda
vital era no comunicárselo a las autoridades fiscales. Además, no había contrato, no
había papeles, no había nada de nada. Tan solo nuestra «palabra de vascos». Un
simple apretón de manos y ya estaba sellado el destino de un pobre infeliz que ni
siquiera tenía un colchón sobre el que reposar durante las frías noches invernales de
la ciudad.
Mientras decidía qué hacer con ese dinero que ni me había ganado aún, ni tenía la
menor intención de ganármelo, me acerqué hasta el cajero en el que, según las
indicaciones del abogado que acababa de contratarme, pasaba sus noches el hombre
al que se suponía que tenía que matar. Aún era pronto para que se hubiese instalado
con sus cartones y el resto de la parafernalia al uso, pero no necesitaba verle.
Desgraciadamente esa imagen, la de un sin techo que se acurruca en el interior de un
cajero para resguardarse de las inclemencias del clima y, sobre todo, de la mirada
despectiva de sus conciudadanos, era cada vez más frecuente, no solo en Bilbao sino
en la práctica totalidad de las ciudades que había visitado últimamente. La crisis, la
jodida crisis, o eso era al menos lo que podía leerse en la prensa y escucharse en los
informativos radiofónicos y televisivos. Solo que no es lo mismo oír hablar de ella,
como algo aséptico e impersonal, que contemplar a una persona con brazos, ojos,
piernas, y quizás sueños, aunque estos no puedan verse, que extiende ante ti unos
mugrientos cartones para dormir, ya que no posee un lecho cálido en el que hacerlo.
Al parecer me estaba reblandeciendo con el paso de los años, es lo que tiene
llegar a la cincuentena. Pensándolo bien lo mejor sería alejar de mi mente esos
pensamientos. Ya tenía edad más que suficiente para comprender que es imposible
arreglar los males de este mundo cabrón y traicionero y no iba a estar todo el puto día
derramando lágrimas por las personas que no disponían de lo suficiente para vivir con
un mínimo de dignidad. Si lo hiciera todo Euskadi acabaría anegada por las aguas y
habría contribuido a eso del calentamiento global, de modo que alejé de mí esos
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sentimientos tan solidarios como inútiles y escasamente ecológicos y decidí
centrarme en el encargo que me había hecho Sánchez-Ávila.
Obviamente no pensaba realizar el trabajo encomendado, por lo que podría
considerarse una temeridad haberlo aceptado. La verdad es que no sé por qué dije que
sí, ya que en todo momento fui consciente del lío en el que me estaba metiendo. En
mi favor puedo decir que desde que me lo ofreció mi vida ya estaba en peligro. Una
negativa no hubiese sido recibida de muy buen grado, con toda seguridad, y de este
modo aún contaba con cierto margen de maniobra. En cuanto a lo de aceptar el
dinero, pues sí, quizás no fuese una acción muy digna, la inmensa mayoría de los
detectives de ficción habrían reaccionado lanzando airados el sobre al rostro del
abogado, pletóricos de dignidad, mientras decían eso de que «no todo se puede
comprar en la vida». Bueno, pues seguramente tendrían razón, no todo se puede
comprar, de hecho a mí no me habían comprado, pero eso de quitarle tres mil euros a
un hombre que no se inmutaba lo más mínimo mientras daba las órdenes pertinentes
para matar a un ser humano no me produjo ningún dilema moral, las cosas como son.
Que me hubiese hecho esa oferta no dejaba de ser sorprendente. Es cierto que
jamás he sido un santo, pero tampoco un delincuente ni, mucho menos, un matón.
Supongo que la mala fama que arrastraba desde hacía lustros en la comunidad
jurídica de mi ciudad, unido al hecho de las circunstancias que originaron mi primer
encuentro con el abogado podía llegar a explicarlo. Pero en esos momentos, al menos
para mí, había un hecho aún más sorprendente. ¿Por qué querría Sánchez-Ávila o,
con toda seguridad, alguno de sus clientes, matar a un pobre desgraciado? ¿En qué
podía haberles agraviado? Hasta que no hablara con el interesado no obtendría
ninguna respuesta, y eso en el dudoso caso de que el tipo se dignara dirigirme la
palabra, pero mientras tanto decidí recabar la máxima información posible sobre él.
Entré en el cajero y oteé tras los cristales que le separaban de las oficinas,
comprobando que en estas apenas había actividad. Quizás se debiera a la hora o
quizás a la crisis, pero confiaba en que la placidez del momento me facilitara lo que
tenía intención de hacer.
Aún conservaba un carné de prensa falso que en ocasiones me servía para acceder
más fácilmente a las confidencias de la gente, parece mentira pero a la mayoría de
nuestros conciudadanos les encandila eso de que su nombre aparezca impreso en un
periódico. Y aún les encandila más si salen hablando por televisión, pero eso requiere
llevar encima un material mucho más engorroso, así que cuando me hago pasar por
periodista me limito a decir que pertenezco a la plantilla de algún diario de tirada
provincial o nacional, según los casos. En aquella ocasión le expliqué al director de la
sucursal que estaba trabajando en un reportaje sobre la gente que vivía en la calle y
deseaba saber su opinión, ya que, en cierto modo, podía decirse que una de esas
personas era inquilino suyo. El hombre aceptó hablar conmigo sin poner la menor
objeción, se ve que eso de pasarse toda la mañana sin poder vender un miserable
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bono basura a algún incauto le tenía más que aburrido, aunque añadió que era muy
poco lo que podía decirme.
—Nuestro «inquilino», como usted le ha llamado, no firmó con nosotros ningún
contrato de arrendamiento —me dijo sonriendo. Si era tan ingenioso con los clientes
como intentaba serlo conmigo, le auguraba un buen futuro, seguramente no tardaría
mucho en llegar al Consejo de Administración de la empresa—, así que apenas sé
nada sobre él.
Estuve tentado de igualarle en eso del ingenio y decirle que si no sabía nada
«sobre él» quizás supiera algo «bajo él», pero en el mejor de los casos no entendería
el sutil matiz lingüístico del comentario, los bancarios, ya se sabe, no son hombres de
letras sino de ciencias, y en el peor podría tomárselo como un chiste homófobo, así
que me reprimí y me limité a preguntarle si era cierto lo que me había dicho mucha
gente, que el mendigo que usaba su cajero para pernoctar era violento y conflictivo.
—¿Eso le han dicho? —me preguntó sinceramente extrañado—. Pues no me lo
explico, la verdad es que nunca me ha dado esa impresión. Entiéndame, tener a
alguien durmiendo en el interior de nuestros cajeros no deja de ser una molestia,
sobre todo para los clientes que, en ocasiones, no se animan a entrar en él por miedo
o, más habitualmente, por repugnancia, pero tampoco es un problema tan grave. La
gente ya no se atreve a sacar dinero por las noches, estén ocupados o no los cajeros
por algún indigente. No les tienen miedo a ellos sino a los atracadores, a toda esa
patulea de inmigrantes, rumanos, moros, sudacas que no solo han venido aquí a
quitarnos el trabajo —la verdad es que no me imaginaba a un desgraciado que
acababa de llegar en una patera asumiendo el puesto de director de una sucursal
bancaria, pero si él estaba convencido de ello, sus razones tendría—, sino también a
robarnos y violar a nuestras mujeres. Esos son los que de verdad obligan a las buenas
gentes del país a quedarse en su casa por miedo, no los mendigos. El hombre que
duerme todas las noches en nuestro cajero no tiene nada que ver con esa gentuza, se
le ve educado y nunca se mete en líos. Quién sabe, quizás perdió su trabajo y su
familia por culpa de algún inmigrante y eso le ha llevado a su estado actual.
—Entonces, ¿nunca le ha visto enfrentarse o pelearse con nadie? —le pregunté,
haciendo caso omiso a su lección de sociología barata.
—No, nunca, y tampoco nadie me ha comentado nada a ese respecto. Debe tener
en cuenta que habitualmente llega cuando la sucursal ya está cerrada, así que es muy
poco tiempo el que coincidimos con él, tan solo algunas mañanas en las que aún
sigue aquí cuando llegamos al trabajo.
Me despedí de él dándole las gracias efusivamente. Estuve tentado de desearle
mucho éxito en sus intentos por convertirse en un émulo de Le Pen en Euskal Herria,
pero opté prudentemente por no hacerlo, nunca se sabe cómo puede reaccionar una
persona como esa ante un inocente sarcasmo, así que tras despedirme de él, y con su
aquiescencia, procedí a hablar con el resto de los empleados que me dijeron, más o
menos, lo mismo que el director. El hombre al que me habían encargado matar no era
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un tipo violento ni conflictivo, ni siquiera excesivamente molesto pese a ocupar, por
unas horas, parte del mobiliario de la entidad. Tan solo hubo uno que me dijo que
creía conocerle de cuando estuvo destinado en la central de la entidad ubicada, como
no podía ser menos, en la Gran Vía bilbaína, pero él mismo admitió, tras
comentármelo, que seguramente estaría equivocado.
—Supongo que será uno de esos casos de parecido entre personas. Se dice que
todos tenemos un doble en alguna parte, ¿no? —añadió sin necesidad de que yo le
estimulara para seguir hablando—, porque el hombre que yo recuerdo no tiene nada
que ver con el que pernocta en nuestro cajero. Él era todo un ejecutivo, un auténtico
señor de Bilbao, siempre bien trajeado aunque con discreción, con un corte de pelo
impecable y la barba perfectamente rasurada. Es imposible que se trate de la misma
persona, pero la verdad es que, como le he dicho, el parecido es extraordinario.
Le dije que seguramente tenía razón aunque mi experiencia me decía que eran
más susceptibles de ser asesinados los altos ejecutivos que habían llegado a la
cúspide tras dejar un montón de cadáveres a sus pies que un infeliz que dormía todas
las noches arropándose con cartones, pero también es cierto que los ejecutivos caídos,
en el caso de que mi objetivo lo fuera, ya no despiertan los recelos ni las envidias de
nadie, y mucho menos de un abogado de esos que juega al golf con el propio ministro
de Hacienda, llegado el caso.
Como aún tenía mucho tiempo libre, ya que el bar estaba perfectamente atendido
por mis empleados que, como suele ocurrir, seguramente trabajarían más felices sin la
atosigante presencia del jefe, y hasta dentro de una semana no vencía el plazo para
cumplir el encargo de enviarle al otro barrio, decidí hacer un estricto seguimiento de
sus actividades. Y para ser completamente sincero, tengo que confesar que fue uno de
los periodos más aburridos no ya solo de mi trabajo como detective sino de mi vida
en general. El hombre al que me habían encargado matar llevaba una existencia de lo
más anodina, dentro de lo que puede ser una vida como la suya. Cuando la sucursal
se abría y empezaban a llegar los empleados y clientes, recogía su petate y se ponía a
deambular por la ciudad. En ocasiones se acercaba a la puerta de alguna iglesia y se
sentaba sobre el frío suelo, con la mano extendida y la esperanza de que alguna
viejuca, cuya pensión seguramente no le llegaba para comer caliente todos los días, se
apiadara de él y le diera unas pocas monedas, pero en un par de ocasiones tuvo que
abandonarla acosado por otros mendigos a los que no les agradaba que un extraño les
robara la clientela. El director de la sucursal bancaria habría disfrutado
contemplándolo, ya que los mendigos que no querían intrusos en su territorio eran de
origen rumano. Luego, a eso del mediodía, solía acercarse a un comedor social regido
por una congregación religiosa, en la que no estoy muy seguro de si alimentaba su
alma, pero al menos nutría su cuerpo. Después, continuaba deambulando por la
ciudad. En algunas ocasiones se juntó con algún que otro compañero de infortunios,
con el que compartió el brik de vino que acababa de comprar en el «eroski» más
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cercano y por fin, cuando declinaba el día, se acercaba al cajero de Indautxu y se
disponía a dormir, quizás soñando con tiempos más felices.
Lo único atípico que observé en él fue que cuando cruzaba junto al escaparate de
una librería o de una tienda especializada en teléfonos móviles y todo tipo de
artilugios técnicos siempre pegaba las narices en el cristal, como si examinara las
últimas novedades aparecidas en el mercado Luego, al cabo de unos segundos,
moviendo tristemente la cabeza como si fuera consciente de que los placeres que
había tras esos cristales le estaban tan vedados como el pegarse una cena en el mejor
de los restaurantes del país, retomaba su camino o, mejor dicho, volvía a deambular
sin rumbo fijo por las calles de la ciudad.
Resumiendo, de su seguimiento lo único que saqué fue un ostensible desgaste de
las suelas de mis zapatos y enterarme de dónde se podía comer gratis, lo que quizás
me fuese útil en un futuro si, como en más de una ocasión vaticinaron algunas de mis
amistades, yo también acababa sumido en la más negra indigencia. Pero continuaba
sin saber por qué uno de los más prestigiosos letrados del país deseaba verle muerto.
Por una extraña asociación de ideas me acordé de Rafael Bizkarrondo, un
veterano abogado curtido en mil batallas con el que había contactado hacía más de un
año mientras investigaba la muerte de un antiguo miembro de ETA recién salido de la
cárcel. Quizás pudiera echarme una mano, ya que, a pesar de no ser muy apreciado,
como he comentado anteriormente, entre los diversos y variopintos componentes del
estamento jurídico, abogados, procuradores, fiscales, jueces y secretarios, de mi villa
natal, con él mantenía una buena relación y confiaba en que, al menos, me cogiera el
teléfono. En realidad no lo hizo directamente, sino su secretaria, pero cuando le dije
quién era y que se trataba de un «asunto de vida y muerte» no tardó en pasarme con
él, pese a que seguramente no se creyó la literalidad de mis palabras.
—Señor Goikoetxea, cuánto tiempo sin saber de usted —la voz profunda de
Bizkarrondo retumbó a través del auricular—. ¿Qué le ocurre esta vez? ¿Acaso le han
pillado en delito flagrante y necesita un buen abogado? —se rio ostensiblemente.
—Pues no exactamente, aunque sí que estoy pensando contratar un abogado. Me
han recomendado a un tal Sánchez-Ávila, ¿qué opina usted? ¿Le parece una buena
elección?
Durante unos instantes al otro lado de la línea solo hubo silencio. Tanto, que
incluso llegué a pensar por un momento que mi interlocutor había cortado la
comunicación.
—¿Sánchez-Ávila? —dijo por fin, con lo que no era sino una pregunta retórica—.
¿Se refiere a Marcelino Sánchez-Ávila y Ribera de Osma?
—Sí, me refiero a ese Sánchez-Ávila. ¿Es que hay otro abogado con ese apellido?
—No, no, Sánchez-Ávila es único e irrepetible, pero no sé, no me lo imagino
siendo su abogado.
—¿Por qué no? Puedo pagarle.
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—Lo sé, señor Goikoetxea, lo sé, pero si admite un consejo, aléjese de él. Si
necesita un buen abogado y comete la imprudencia de no contratar mis servicios —
volvió a reírse pero, esta vez, con una risa floja—, puedo recomendarle unos cuantos
que seguramente defenderán sus intereses con dedicación y eficacia, y hasta con total
falta de escrúpulos si lo consideraran estrictamente necesario, pero hágame caso,
aléjese de Sánchez-Ávila, no es una persona recomendable.
—No lo entiendo, por lo que me han dicho se trata de uno de los abogados más
prestigiosos de Euskadi.
—Y lo es, señor Goikoetxea, lo es, sobre todo si medimos el prestigio por los
centímetros cuadrados de moqueta de su despacho y los ceros a la derecha que
aparecen en sus cuentas corrientes, pero créame, no es una persona recomendable. Es
de esos abogados que raramente pisan un juzgado, de los que casi todo lo solucionan
con una llamada telefónica.
—Bueno, eso no es tan malo —seguí la táctica de llevarle la contraria para que
continuara hablando—, los mismos abogados suelen decir que siempre es mejor un
mal acuerdo que un buen pleito.
—Así es, veo que ha hecho los deberes, detective, pero el caso es que Sánchez-
Ávila nunca llega a acuerdos, siempre impone su voluntad. Por las buenas o por las
malas. Y cuando digo «por las malas» no es una simple expresión retórica, no sé si
me entiende.
Le había entendido perfectamente, pero le pedí que fuera más explícito.
—Estoy seguro de que sí me ha entendido, pero se lo voy a poner más fácil. Si es
usted un yonqui que ha atracado una gasolinera, no recurra a él porque no le va a
hacer ni puto caso, pero si tiene contactos con Tailandia para traer heroína desde ese
país y distribuirla por todo Euskadi, puede estar completamente seguro de que le
ayudará a blanquear sus ingentes beneficios. O si es usted el gerente de un club de
carretera en el que se prostituyen unas cuantas mujeres jóvenes de origen eslavo o
sudamericano, no se esfuerce en contratar sus servicios, pero si es el jefe de la
organización que las trae engañadas desde sus países natales para ejercer entre
nosotros el oficio más viejo del mundo, se dedicará en cuerpo y alma a proteger sus
intereses. Podría ponerle más ejemplos, pero creo que son suficientes. Ah, y otra
cosa, querido amigo, esta conversación jamás ha existido. De hecho, de los registros
de mi despacho ya ha sido eliminada la llamada que usted acaba de hacerme.
Sin decirme nada más cortó la comunicación. Bizkarrondo no era precisamente
un tipo timorato, su historial así lo avalaba, incluso había sufrido en el pasado un
atentado orquestado por grupos afines a los servicios de inteligencia españoles que
querían darle un escarmiento por su colaboración con los presos de ETA, pero percibí
miedo en sus palabras. Un miedo que acababa de transmitirme. Si se trataba de un
hombre tan peligroso, seguramente no aceptaría de buen grado que le engañara
aceptando su dinero y no cumpliendo con su encargo. Pero ya estaba hecho, y la
alternativa más sencilla para salir indemne del asunto era darle matarile al indigente,
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cosa a la que no estaba dispuesto, así que no me quedaba más remedio que medir mis
fuerzas con el untuoso de Sánchez-Ávila. Iba a ser un combate desigual, de eso
estaba completamente convencido, pero no me quedaba más remedio que pelear. Lo
único que podía hacer era utilizar mis propias armas y, a ser posible, en mi terreno. Y
en esos momentos la mejor arma era, sin duda, la información. Por eso, lo tenía bien
claro, si quería ir por delante del abogado lo más importante era averiguar el motivo
por el que me había ordenado asesinar al mendigo.
Como parecía evidente que la llamada parte contratante no iba a decírmelo por
mucho que insistiera en ello, mi única posibilidad era sonsacárselo a la futura
víctima, por eso me aposté en un bar cercano al cajero automático en el que
acostumbraba a pernoctar. Tuve que tomarme cinco cocacolas antes de abandonar mi
guarida, ya que no era cuestión de entrevistarme con él atiborrado de alcohol, aunque
con eso lo único que conseguí fue que el barman se pusiera nervioso, no debía ser
nada habitual que un cliente al que no tenía fichado cometiera ese tipo de excesos.
Afortunadamente antes de que se decidiera a llamar a la Ertzaintza el mendigo se
acomodó en su cajero y salí del establecimiento. Por la calle transitaba ya muy poca
gente, lo que favorecía mis intenciones. Solo quería hablar con el tipo, pero aun así
prefería que no hubiera curiosos contemplándonos.
Disponía de una tarjeta de esa entidad por lo que pude penetrar sin problemas en
el cajero. El chasquido que se produjo al abrirse la puerta hizo que el mendigo se
revolviera un poco al escucharlo, pero nuevamente se acomodó mientras yo
aprovechaba que estaba en su interior para sacar algo de dinero, concretamente dos
billetes de cincuenta euros que extendí sobre su nariz, obligándole a estornudar y a
despertarse.
—¿Es que ya no se puede ni dormir en paz? —me preguntó malhumorado—. ¿Se
puede saber qué cojones está haciendo?
—Darle la oportunidad de ganarse cien euracos. No me diga que no le interesa —
le respondí.
Para mi sorpresa, en sus ojos no apareció la señal de codicia que esperaba ver,
sino más bien una actitud de intriga y extrañeza, como si le sorprendiera mi inusitada
oferta, como si en lugar de aferrarse a lo que para él tendría que suponer un tesoro
mayor que los escondidos en la cueva de Alí Babá, le interesara mucho más saber qué
se escondía tras mi generosa proposición.
—¿A qué viene esto? Nadie va por ahí soltando dinero a cambio de nada —
farfulló, con un sentido común y una clarividencia impropia en alguien de su
condición.
—Y tiene usted razón, a cambio de estos cien euros que le ofrezco le voy a pedir
algo. Algo muy fácil. Simplemente que charlemos. Eso es todo, un pequeño rato de
conversación entre los dos.
—No entiendo de qué quiere hablar conmigo. No será periodista, ¿verdad?
Porque si es así ya puede largarse con viento fresco. No habrá traído cámaras, ¿o sí?
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No me joda, coño, no me joda, váyase de una puta vez y déjeme en paz.
Mientras me decía eso, en sus ojos había aparecido no ya el miedo, sino el terror.
¿Sabría, quizás, que querían matarle? Pese a las procacidades que acababa de proferir
se notaba que poseía cierto aire de mundo, cierta cultura. ¿Tendría que ver su caída
con el motivo de que desearan asesinarlo? Y su rechazo a los periodistas y a las
cámaras, ¿acaso era debido a un temor a ser reconocido?
—Tranquilícese —intenté calmarle del mejor modo que se me ocurrió—, no soy
periodista y no le pienso grabar ni sacar una fotografía, no tiene que tener ningún
miedo. Ya le he dicho que solo deseo hablar con usted.
—¿Qué es entonces? ¿Un tío de esos de Cáritas o de alguna ONG? Pues si de
verdad lo es y desea hacer algo por mí, lo tiene muy fácil. Con que se vaya de una
puta vez hará de mí el hombre más feliz del mundo.
Las dos coberturas que pensaba utilizar, llegado el caso, la del periodista que
estaba trabajando en un reportaje sobre los sin techo y la del voluntario solidario con
sus semejantes sumidos en la miseria y la desesperación, acababa de echarlas por
tierra el hombre con el que quería hablar. Quizás lo mejor sería dejarme de atajos y
decirle la verdad.
—No, no soy periodista ni miembro de ninguna ONG —admití—, pero quiero
ayudarle.
—¿Y por qué tendría que ayudarme? —preguntó receloso—. No nos conocemos
de nada.
—Lo sé, pero creo que le interesará hablar conmigo. Al parecer tenemos amigos
comunes, aunque quizás la palabra «amigos» no sea la más adecuada para definirles.
Tras haberse pasado todo el día bebiendo vino peleón la mente del mendigo
estaba abotargada, pero aún conservaba amagos de lucidez y posiblemente esa misma
lucidez fue la que hizo aparecer de nuevo, en sus ojos, una expresión de miedo y
recelo.
—Yo no tengo amigos —protestó débilmente.
—Pero quizás sí tenga enemigos.
El terror volvió a vislumbrarse en su rostro cuando escuchó esa última palabra,
aunque intentó rehacerse y, tras mandarme a la mierda, me pidió que me largara y le
dejara en paz.
—¡Cálmese! —procuré tranquilizarle, aunque sin mucho éxito—, ya le he dicho
antes que quería ayudarle, y es la verdad. Su vida corre peligro.
Curiosamente no parecieron sorprenderle mis últimas afirmaciones, aunque
intentó disimularlo con una nueva serie de improperios dirigidos a mi persona. Me
dio la impresión de que no le salían de un modo natural, sino que estaba
sobreactuando. Al comprobar que no quería colaborar conmigo le zarandeé, en un
postrer intento para que me escuchara y se diera cuenta de lo que le estaba diciendo,
pero en lugar de conseguirlo lo que ocurrió fue que se puso a gritar pidiendo socorro.
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Por la calle no pasaba nadie en ese momento así que le tapé la boca con mi mano,
lo que le incitó a mordérmela. Aunque no llegó a sangrar me dolió un huevo, por lo
que reaccioné de un modo instintivo dándole un par de hostias, tras las cuales cayó en
redondo sobre los cartones que había distribuido en el cajero para que le sirvieran de
colchón.
—Escúcheme con atención —le dije bastante irritado—, no sé quién es usted ni
por qué se ha creado enemigos poderosos, pero le repito que todo lo que le he dicho
es cierto. Su vida corre peligro. Alguien quiere matarle. Lo sé porque me han
contratado para hacerlo.
Supongo que me expliqué mal o que en la atrofiada mente del mendigo solo
penetró el mensaje de que me habían contratado para matarlo, el caso es que se
revolvió contra mí y me pilló con la guardia baja. Le había subestimado al ver su
estado y eso pudo haber sido fatal, porque de repente me encontré con que de no sé
dónde sacó una navaja y con una rapidez impensable en alguien que se encontraba en
su estado de alcoholismo, me la clavó en todo el costado, para huir acto seguido. No
tuve fuerzas para seguirle y menos mal que saqué las suficientes para coger el móvil
y llamar al 112. Luego, me sumí en una profunda oscuridad de la que únicamente salí
cuando ya estaba tendido en la cama del hospital.
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La convalecencia, salvo por el hecho de tener que aguantar durante la semana que
estuve hospitalizado los cuidados que me proporcionaban las chicas heredadas de mi
difunto amigo el proxeneta, no fue excesivamente dura. De hecho, en más de una
ocasión estuve tentado de preguntarles si no tenían trabajo que hacer, pero
conociendo la índole de su actividad profesional opté por callarme. Además, ya eran
mayorcitas para saber no solo lo que tenían que hacer, sino cuándo y cómo. Incluso
hubo un conato de reconciliación con Lola, que al enterarse de lo que me había
ocurrido se puso tierna y decidió visitarme en el hospital, pero cuando parecía que las
cosas se iban arreglando vinieron a verme, en manada, las cinco pupilas de mi difunto
amigo, preparadas ya para acudir inmediatamente al trabajo, y ahí volvió a joderse la
cosa. Puedo comprenderlo hasta cierto punto, incluso es posible que yo hubiese
actuado igual de haber estado en su misma situación. No lo sé a ciencia cierta porque
nunca he sido mujer, pero intenté ponerme en su lugar y aproximarme a lo que
seguramente estaba sintiendo, y lo entendía. Era ella la que, al parecer, no entendía
que tenía un compromiso con las chicas, ya que para volver junto a mí me exigió que
me desprendiera de esa enojosa herencia. Mucho más enojosa para ella que para mí,
es de justicia admitirlo, aunque también es cierto que cada día que pasaba me sentía
más incómodo en esa situación.
Le prometí que lo solucionaría, pero no me creyó y se marchó con un enfado
mayor del que tenía antes de visitarme, pese a que intenté persuadirla de la firmeza de
mis promesas, aunque ni yo mismo estaba seguro de poder cumplirlas porque,
seamos sinceros, ¿cómo se desprende uno de unas mujeres que están convencidas de
que eres un gran tipo que hará lo indecible para protegerlas? No es vanidad, bueno,
quizás un poco sí, lo reconozco, pero no se trataba de un problema fácil de
solucionar. De todos modos había dado mi palabra, y cuando ponía en juego mi
palabra me gustaba cumplirla. Sobre todo tratándose de Lola.
El caso es que, si obviamos ese «incidente», por llamarlo de alguna manera,
durante unos cuantos días estuve, como decía el clásico, alejado del mundanal ruido.
Sin leer un periódico, sin ver la televisión, sin entrar en Internet. Nunca habría
pensado que sufrir una agresión de ese calibre pudiera llegar a tener consecuencias
tan positivas para mi paz interior. Lo negativo sin embargo, las cosas como son, es
que llega un momento en que tanta paz, tanta placidez, tanto sosiego, acaba por
aburrirte y ansías volver a conectarte con el mundo. Por eso aquella mañana, el
primer día que me despertaba en mi domicilio después de que me dieran el alta, tras
levantarme, ducharme, afeitarme y vestirme, supongo que por ese mismo orden, ya
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que, no acostumbro a ducharme vestido ni a afeitarme en la cama, decidí que era el
momento de volver a la calle, entre otras cosas para desayunar, porque una de las
consecuencias de que «mis chicas» me acompañaran a casa la tarde anterior fue la de
dejarme el frigorífico y la despensa vacíos. Se ve que su trabajo les produce un gran
desgaste y tienen que recuperarse como sea. Por eso decidí acercarme a una
panadería situada no muy lejos de mi domicilio, una de esas modernas que tienen
mesas para que la gente se tome un café o una infusión de cualquier otro tipo
mientras mordisquea un cruasán. Yo soy más de bollo de mantequilla, así que me
pedí un par de ellos para acompañar al café con leche y un par de sobres de azúcar.
No me va la sacarina por mucho que la recomienden los dietistas y a mí me haya
llegado la época en que debe hacerse caso a las recomendaciones de los dietistas. Una
vez estuve totalmente acomodado en la única mesa libre que quedaba, y para cumplir
con todos los tópicos al uso, me hice con uno de los periódicos que el establecimiento
ponía a disposición de los clientes. Fue entonces cuando me enteré de lo que había
ocurrido en mi ausencia, y por poco estuve a punto de atragantarme con el bollo.
Bilbao, por mucho que nos guste presumir de ello a los bilbaínos, no es
exactamente Nueva York. Al menos, y por suerte, en sus índices de criminalidad. Por
eso un hecho que en la prensa de la metrópolis norteamericana apenas hubiese
ocupado un pequeño artículo en el interior del periódico, el asesinato de un indigente,
aquí aparecía en portada. Sin grandes alardes tipográficos, puesto que el suceso se
había producido hacía un par de días y, por lo tanto, no era ya una novedad, pero sí
los suficientes como para mantener vivo el interés del lector y seguir explotando lo
que seguramente era un filón para el diario. Por lo que pude leer, un par de días antes
un grupo de inmigrantes subsaharianos (así los calificaba el redactor de la noticia)
golpeó de un modo brutal y quemó posteriormente a un «sin techo», causándole la
muerte. La agresión se produjo en el interior de un cajero automático del Ensanche,
en pleno centro de Bilbao. En realidad no saqué nada en claro del periódico, supongo
que la información más jugosa habría aparecido el día anterior y ahora el articulista
se limitaba a marear la perdiz, aportando estadísticas sobre la delincuencia en
Euskadi, el porcentaje de inmigrantes implicados en actividades delictivas, alusiones
a que la mayoría de ellos cobraban el llamado salario social y perlas de ese estilo. El
artículo ni siquiera intentaba azuzar inclinaciones xenófobas, pese a que por su
contenido podría parecerlo. Simplemente el periodista se limitaba a echar mano de lo
que podía, y como los agresores eran inmigrantes, hablaba de la inmigración, sin
preocuparle cuál podría ser el efecto en sus lectores.
La muerte se había producido en el interior de un cajero automático ubicado muy
cerca de la plaza de Jado, no junto a la de Indautxu, pero no dejaba de ser una extraña
coincidencia que a mí me contrataran para asesinar a un mendigo y al de pocos días
otro fuera apaleado y quemado hasta la muerte. Pregunté en la panadería si aún
conservaban el periódico del día anterior pero, como buenos ciudadanos, ya lo habían
reciclado depositándolo esa misma mañana en el contenedor azul. Pagué y salí del
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local. Desgraciadamente en el kiosco en el que solía comprar la prensa tampoco
habían guardado ningún ejemplar del día anterior.
Regresé a mi casa y encendí el ordenador buscando alguna noticia sobre ese
asesinato. No me llevó mucho tiempo encontrar lo que buscaba. De hecho, a tenor de
la importancia que le daban todas las ediciones digitales de los periódicos, podría
haberme apostado un huevo y la yema del otro, sin temor a perderlos, que el único tío
en todo Euskadi que no se había enterado de lo sucedido era yo, lo que no avalaba
precisamente mis habilidades como detective aunque, por otra parte, hacía tiempo
que había abandonado esa profesión. O esas habían sido mis intenciones, pero ya se
sabe, a quien nació para martillo del cielo le llueven clavos.
Según explicaban todas las publicaciones consultadas, cada una con sus matices
propios, un par de días antes, a eso de las once de la noche, un grupo de inmigrantes
de raza negra entró en un cajero automático y sin que se conocieran los motivos
apalearon hasta la muerte a un mendigo que se encontraba durmiendo en su interior,
prendiéndole fuego antes de irse.
Hasta el momento la Ertzaintza, que se había hecho cargo de la investigación, no
había efectuado ninguna detención, aunque confiaban en poder poner a disposición
del juez a los autores en un período corto de tiempo. Sí, claro, qué iban a decir ellos,
no iban a reconocer que no tenían ni puta idea de lo que había ocurrido. Tampoco
había trascendido hasta el momento la identidad del indigente fallecido, que no era
conocido en la zona. Según declaraciones de algunos vecinos, hacía muy pocos días
que había sido detectada su presencia en ese cajero. Añadieron que no se metía nunca
con nadie y que rehuía todo contacto con los transeúntes. «Era como si estuviera
huyendo de algo», añadió uno de los testigos, que no quiso decir su nombre.
¿Huyendo de algo? ¿O, tal vez para ser más exactos, huyendo de alguien?
¿Quizás del hombre que hacía unos pocos días le comentó que le habían contratado
para matarle? Las fotografías que aparecían en los diversos digitales no pudieron
confirmar ni desmentir esa hipótesis. Las heridas que le infligieron así como las
quemaduras que tenía en todo el cuerpo hacían muy difícil una identificación
positiva, pero sí que se daba un aire al tipo que me habían encomendado para que le
diera el pasaporte al otro barrio.
Me pareció descubrir un detalle significativo en una de las fotografías. Junto al
cadáver podía verse un libro, cuyas tapas quemadas no dejaban leer el título, pero de
que se trataba de un libro no albergaba la más pequeña duda. Desconozco el perfil
sociológico y cultural de los mendigos de mi ciudad, pero no creo que entre ellos
haya muchos profesores universitarios de lenguas clásicas o de microcitología
macrobiótica caídos en desgracia. Podía pensarse que la conexión estaba traída por
los pelos, pero cuando estuve siguiendo a «mi mendigo» saqué la conclusión de que
era, o había sido en sus buenos tiempos, un hombre culto, amigo de los libros. Eso no
quería decir que fuese necesariamente la misma persona, pero no dejaba de ser un
indicio importante.
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Cogí el teléfono y llamé a Agurtzane Iturmendi, una amiga periodista con la que
trabajé en un caso anterior y que de vez en cuando colaboraba conmigo. Hacía meses
que no sabía nada de ella, pero para eso son los amigos, para pedirles un favor a pesar
de no hacerles ni puto caso en mucho tiempo. Confiaba, quizás de un modo optimista,
que ella fuese de mi misma opinión y accediera a proporcionarme la información que
le iba a solicitar.
Resultó que no era exactamente de mi misma opinión, y así me lo hizo saber de
una manera que habría avergonzado a más de un endurecido delincuente, pero mi
encanto personal así como la promesa de que en el caso de que hubiese una historia
publicable ella sería la primera en enterarse la reblandecieron un poco.
—De acuerdo —me dijo finalmente—. No sé si hago bien, pero me fío de tu
palabra. Aunque pensaba que habías dejado de trabajar como detective, que ahora
tenías suficiente con tus chicas.
¡Joder!, otra que me venía con ese rollo, era como para ponerse a comer cerillas.
Estaba hasta el tuétano, por decirlo de un modo fino, de que todo el mundo pensara
que me había convertido en un macarra, utilizando esa palabra en su sentido más
clásico, el que según el diccionario de la Real Academia Española define al hombre
que trafica con mujeres públicas, así que intenté sacarla de su error, pero fue en vano,
por más que lo intenté no la convencí. Quizás pesó en su cerrazón el hecho de que en
alguna ocasión nos habíamos acostado juntos. Y aunque fue ella la que dijo en su
momento que tan solo había sido un desahogo sexual sin mayor importancia ni
ningún compromiso, no pude dejar de observar un rescoldo de celos y malestar en sus
palabras. Y la verdad, con los celos de Lola ya tenía más que suficiente, no necesitaba
para nada que Agurtzane se pusiese también en ese plan. Pero si quería que
colaborara conmigo, no me quedaba más remedio que aguantar estoicamente su
bronca. Cuando por fin se desahogó del todo, me preguntó que a ver qué coño quería,
aparte del de las cinco chicas que trabajaban para mí, añadió, haciendo un chiste que
no me hizo ni puta gracia, por contradictoria que pueda parecer la expresión.
—Se trata del indigente que mataron hace un par de días en el interior de un
cajero, no muy lejos de la plaza del Ensanche. Sabes de qué te hablo, ¿no?
—Sí, claro que lo sé, soy yo quien está cubriendo la noticia, y seguramente tú
también sabrías eso si te hubieses dignado a echar un vistazo al periódico. Lo
importante es, ¿qué tienes tú que ver con esa muerte?
—No lo sé —le contesté, y no le estaba mintiendo del todo—, quizás mucho,
quizás nada, por eso necesito tu ayuda.
—¿Me aseguras que seré la primera en enterarme de todo lo que descubras?
—Ya te he dicho que sí, pero también quiero jugar limpio contigo, no sé si voy a
descubrir algo, ni siquiera sé si hay algo que descubrir. Lo que sí te puedo prometer
es que en el caso de que encuentre algo publicable, serás tú la primera periodista que
acceda a ello.
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—Con eso es suficiente, por ahora —me contestó, y debo admitir que ese «por
ahora» me pareció muy inquietante—. Dime, ¿qué es exactamente lo que necesitas?
—En primer lugar, ¿se sabe ya la identidad del mendigo fallecido?
—De momento no. La Ertzaintza no nos ha comunicado nada al respecto, no sé si
porque ellos tampoco la conocen o porque prefieren mantenerla en secreto. ¿Por qué
no llamas a tu amigo Goirizelaia?
Preferí no decirle que en esos momentos lo más prudente para mí era estar lo más
lejos posible de Eneko y sus mariachis, así que obvié su pregunta, actuando como si
no la hubiese escuchado, y hábilmente cambié de tema para hablar del que
verdaderamente me interesaba en esos momentos.
—Supongo que, aparte de las que habéis publicado en el diario, sacaríais muchas
más fotografías del difunto.
—Así es, pero la mayoría de ellas no son publicables. No al menos en nuestro
periódico, que todavía se preocupa por no herir la sensibilidad de los lectores. No
estamos dispuestos a hacer cualquier cosa con tal de vender ejemplares.
Tras alabar su ética profesional, con lo que tan solo conseguí mosquearla aún más
de lo que ya estaba, le pedí que me las enviara todas por correo electrónico.
—¿Todas? ¿Has dicho todas?
—Sí, eso he dicho. Te agradecería un montón que me enviaras todas las
fotografías que sacasteis al indigente asesinado.
—Te aviso que hay unas cuantas escabrosas, muy escabrosas. ¿No te habrás
vuelto un pervertido, uno de esos que se excita sexualmente viendo cadáveres?
Estuve a punto de mandarla a tomar por culo y explicarle con pelos y señales lo
que a mí me excitaba sexualmente, pero afortunadamente me contuve a tiempo,
aunque tampoco fui muy amable al responder.
—¡No me vengas con hostias, Agurtzane! Ni con remilgos absurdos, que tienes
tan pocos como yo. Si te he dicho que necesito que me las envíes todas, es porque
necesito verlas todas. Las publicables y las no publicables. De momento no puedo
explicarte por qué, pero te he dado mi palabra de que serás la primera en enterarte en
el caso de haya algo de lo que enterarse y sabes que siempre la cumplo.
—Sí, claro, en caso de que haya algo de lo que enterarse…
No podía reprocharle su escepticismo así que me limité a reiterar mi petición e
intentar convencerla de que me ayudara. Finalmente lo conseguí, no gracias a mi
cálido verbo ni a mi innata capacidad de persuasión, sino a que ella, como buena
periodista, prefería no cerrar ninguna puerta, por si acaso. Después de aquello yo le
iba a deber un favor y lo de menos era cuándo y cómo se lo pagaría, lo que ambos
teníamos muy claro es que acabaría haciéndolo.
Muy pocos minutos después, en la bandeja de entrada de mi correo electrónico,
repartido en varios mensajes, ya que eran bastantes las que habían sacado los
reporteros de su periódico, aparecieron las fotografías que Agurtzane se había
comprometido a enviarme. En la mayoría de ellas ocurría como en las publicadas el
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día anterior, los destrozos producidos por los golpes y el fuego en el cuerpo del
indigente dificultaban su examen, pero tras verlas todas me reafirmé en mi primera
idea: el mendigo al que yo tenía que matar y el que había sido asesinado hacía un par
de días era la misma persona. Estaba claro que Sánchez-Ávila, o más posiblemente su
cliente, estaba empeñado en mandarle al otro barrio, y como yo le había fallado se
buscó unos sustitutos que cumplieron a la perfección con su trabajo.
¿Por qué ese empeño en asesinar al mendigo? ¿Qué peligro podía suponer para el
abogado o sus hipotéticos clientes? Eran preguntas importantes, preguntas de las que,
si hubiese seguido trabajando como ertzaina o detective, estaría ansioso por obtener
sus respuestas, pero ambas empequeñecían ante la que de verdad había empezado a
rondar por el interior de mi cabeza: ¿en qué posición quedaba yo después de que el
mendigo hubiese sido asesinado? Al no haber podido cumplimentar el encargo,
¿estaría mi vida en peligro o se olvidarían de mí? A veces me han acusado de ser un
paranoico, pero en más de una ocasión el ser paranoico fue lo que, precisamente, me
salvó la vida. Además, engañarme a mí mismo era absurdo. Desde que acepté un
encargo que sabía que no iba a cumplir era consciente de que mi vida corría peligro,
así que en cierto modo mi situación no solo había empeorado sino que quizás había
mejorado. Quizás.
El baile había empezado ya y aunque no me gustara la música no me quedaba
más remedio que danzar al ritmo que marcaba la orquesta. Quedarme en mi casa,
pasivo, a la espera de ver cómo se desarrollaban los acontecimientos, no era una
solución y tampoco casaba con mi carácter. No tenía más remedio que retomar mi
viejo oficio de sabueso y lanzarme a la plaza para agarrar el toro por los cuernos,
aunque para ello necesitaba saber dos cosas, dos cosas que con toda seguridad
estaban unidas: la identidad del mendigo asesinado y el motivo de que quisieran
cargárselo. Fácil, ¿verdad? Un par de cositas y, ¡hale hop!, asunto resuelto.
Era posible que, como me había insinuado Agurtzane, la Ertzaintza conociera ya
los datos de filiación del indigente asesinado, pero de momento prefería estar lo más
lejos posible de mi viejo y entrañable amigo Eneko. Ya habría tiempo para eso, y mi
instinto me avisaba de que me volvería a tropezarme con él más pronto que tarde.
En cuanto a lo del motivo, aparentemente no tenía ningún sentido, pero si algo me
había enseñado la vida es que los tipos como Sánchez-Ávila no se gastan alegremente
seis mil euros si no tienen una razón poderosa. Y aunque el letrado tan solo era, con
toda probabilidad, un simple peón, posiblemente era también la clave de lo que estaba
sucediendo. Recordé un viejo consejo de un instructor que tuve en Arkaute cuando
iniciaba mis pasos como ertzaina: el mejor modo de conseguir que las abejas salgan
de su colmena es agitarla con un palo. Eso sí, añadía riéndose, más nos valía ir bien
protegidos porque las picaduras de un enjambre enfurecido podían llegar a ser
mortales. Había llegado el momento de poner en práctica un consejo tan sabio,
aunque me temo que lo pondría a medias, ya que, por más que busqué y rebusqué, me
resultó imposible encontrar un traje de apicultor a mi medida.
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La secretaria de Sánchez-Ávila debía recordarme perfectamente de mi anterior
visita, ya que según me vio se le agrió el gesto y dio la impresión de haberse tragado
un limón entero, con cáscara y todo, así que enseguida comprendí, sin necesidad de
recibir mayores explicaciones, que en esos momentos era considerado persona non
grata en ese despacho. Estaba acostumbrado a ese tipo de situaciones, por lo que no
me desanimé y con la mejor de mis sonrisas le dije que deseaba ver al señor Sánchez-
Ávila.
—Me temo que va a ser imposible —me respondió con gesto no sé si de
suficiencia o de eficiencia, o de ambas cosas simultáneamente—, don Marcelino está
reunido con un cliente muy importante y no podrá atenderle esta mañana. De hecho
no creo que pueda atenderle en el futuro —añadió, abandonando su gesto avinagrado
para ofrecerme una sonrisa pletórica de satisfacción.
Como la buena mujer no tenía aspecto de ser un profeta bíblico comprendí que si
me había dicho esto último era porque tenía órdenes estrictas de dejarme claro que no
era bienvenido en aquel sancta sanctorum del Derecho. El único problema para ella
consistía en desconocer una de las peculiaridades de mi carácter, y es que me
encantaba penetrar en todos aquellos lugares en los que previamente se había vetado
mi entrada. Algo parecido a lo de Groucho Marx solo que al revés, estaba en mi
naturaleza hacer lo imposible por acudir a aquellos clubes en los que no se permitía
que fueran socios gente como yo. Así que sin pedirle permiso, no por un defecto en
mi esmerada educación sino porque hacerlo hubiese sido absurdo, puesto que me lo
habría denegado, me acerqué hasta la puerta del despacho de Sánchez-Ávila y la abrí
bruscamente.
La secretaria fue rápida de reflejos, pero no tanto como yo, por lo que no pudo
evitar que me plantara frente al letrado, pese a que me siguió muy enojada mientras
me decía que no podía hacer lo que estaba haciendo al mismo tiempo que se
disculpaba ante su jefe, simultaneidad que demostraba su capacidad para expresarse
con varios discursos a la vez. Tengo que reconocer, asimismo, que no me había
mentido. Sánchez-Ávila estaba reunido con un cliente, o quizás fuera un amigo o
cuñado, no se me ocurrió preguntarles por su relación, a veces no soy tan ágil de
mente como pretendo, pero para cuando pensé hacerlo el visitante ya no estaba. A
pesar de la evidente irritación del abogado, su interlocutor, con un gesto
comprensivo, le indicó que no se preocupara, que me atendiera, ya que, lo mío
parecía ser más urgente que lo suyo, y sonriéndonos a los dos se despidió, mientras
me echaba un largo vistazo, como si quisiera quedarse con todos mis rasgos por si
nos encontrábamos en alguna otra ocasión. Encuentro que no estaba yo muy seguro
de desear porque el fulano podría haber jugado como pivote en un equipo puntero de
la NBA. No solo porque fuese negro, que ya sé que los blancos también pueden jugar
al baloncesto, sino porque medía casi dos metros de altura y su peso y masa muscular
parecían estar proporcionados a su estatura. Y también porque el alfiler con el que
sostenía su corbata era de oro macizo y el rólex que llevaba en su muñeca derecha
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tenía todo el aspecto de ser auténtico. Ese era su aspecto, no el de alguien que, como
muchos de los inmigrantes africanos que pululaban por Bilbao, vendían rólex falsos
para sobrevivir, sino el de alguien que podía permitirse el lujo de lucir uno auténtico.
Sabiendo que mi abogado favorito no me iba a responder, no pude evitar preguntarle
si el hombre que acababa de despedirse de nosotros era el cónsul de Zimbabwe.
—Creo que nos lo presentaron en un cóctel en el que se celebraba el aniversario
de su independencia.
—No se haga el chistoso, señor Goikoetxea —me replicó el abogado con tono
desabrido—, sabe usted perfectamente que Zimbabwe no tiene consulado en Bilbao.
¡Vaya, hombre!, con lo que me había costado inventarme una buena excusa para
romper el hielo y resulta que enseguida se dio cuenta mi interlocutor de que le estaba
mintiendo. Me lo tenía bien merecido por no haber consultado previamente la
Wikipedia. De todos modos no pude disculparme porque el abogado volvió a tomar la
palabra.
—No tengo mucho tiempo, así que por favor, dígame cuanto antes qué es lo que
desea.
En detalles como ese se nota la buena crianza de nuestras élites. Pueden
ordenarte, sin que se les mueva un pelo de la cabeza, que asesines a alguien molesto
para ellos, pero eso sí, nunca te dirán «qué cojones quieres» o «para qué coño has
venido», sino que con un tono untuoso y exquisita educación te pedirán, por favor,
que les digas qué es lo que deseas. Una petición así no podía quedarse sin respuesta
de modo que, pese a que me había personado en sus oficinas sin un plan
predeterminado e improvisando, opté por contestarle, también muy educadamente.
—Vengo a cobrar los tres mil euros que me adeuda.
Por la expresión de su cara pensé, durante un corto instante de tiempo, que por fin
iba a perder la compostura, pero se limitó a preguntarme de qué le estaba hablando.
—Del encargo que me hizo hace unos días, aquí mismo, en este despacho. Me dio
tres mil euracos por adelantado y me prometió que tendría los otros tres mil cuando el
trabajo estuviese finalizado. Pues bien, el trabajo ya está finalizado así que me adeuda
los tres mil restantes.
—No sé de qué me está hablando —me miró fijamente a los ojos, pero no debía
estar acostumbrado a que nadie le sostuviese la mirada, porque pronto los desvió y se
puso a contemplar la pared.
—Del mendigo que tenía que matar, el que solía pernoctar en un cajero
automático junto a la plaza de Indautxu.
—Le repito que no sé de qué me habla —una cosa había que reconocerle al tío,
tenía caradura y desparpajo para dar y regalar, lo que por otra parte no me extrañó, ya
que se trataban de requisitos imprescindibles para triunfar en su profesión.
—Ya me lo suponía, pero hagamos un ejercicio de imaginación. E imaginemos
que en el caso de que usted me hubiese contratado para matar a una persona, esa
persona ya no continuara viviendo en este valle de lágrimas. Siguiendo con ese
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ejercicio imaginativo, el siguiente paso que debería dar usted sería el de abonarme el
precio total del encargo.
—De acuerdo, señor Goikoetxea, continuemos ejercitando esa imaginación tan
calenturienta que usted posee e imaginemos que a la hora de hacer el encargo fallara
y acabara ingresado en una clínica, al borde de la muerte. Parece claro que por
muchas vueltas que dé a su imaginación no habría cumplido el encargo y no solo no
habría que abonarle el resto de la cantidad pactada, sino que incluso habría que
exigirle la devolución del dinero entregado a cuenta.
Así que el ilustre letrado sabía que el mendigo me había enviado al hospital.
Tengo que reconocer que estaba muy bien informado, aunque de momento no
sospechaba de mí sino que creía que había fallado en mi intento de enviarle al otro
barrio.
—Se equivoca, señor Sánchez-Ávila, porque pese a estar hospitalizado puedo
asegurar que cumplí con mi parte del trato.
—¿Ah, sí? —el abogado parecía estar divirtiéndose por primera vez desde que
irrumpí en su despacho—. ¿Y cómo lo hizo?
—Con algo muy habitual en todo tipo de contratos, usted debería saberlo
perfectamente porque es toda una autoridad en Derecho Mercantil: subcontratando.
Ya que no podía hacer el trabajo en persona, a consecuencia de mi hospitalización,
contacté con un grupo de africanos, a los que conocía previamente de otros trabajos.
Y como usted seguramente habrá comprobado, el encargo se resolvió de manera
satisfactoria para todos. Excepto para el mendigo, por supuesto.
Sánchez-Ávila se rio abiertamente al escuchar mi explicación. Parecía como si de
su primitivo enfado hubiese pasado a disfrutar, casi sin solución de continuidad, de la
conversación que estábamos manteniendo.
—Tengo que reconocer que me gusta su estilo, señor Goikoetxea —dijo por fin,
pasando de la carcajada a la sonrisa—. Eso es lo que tienen de positivo los
sinvergüenzas como usted, que suelen caer bien a la gente. Porque usted, y no creo
que esté en posición de llevarme la contraria, querido amigo, es un sinvergüenza de
tomo y lomo. Los dos sabemos que no ha tenido nada que ver en la muerte del
mendigo, así que su pretensión de cobrar los tres mil euros restantes no solo es
absurda, sino que roza la estafa.
Sí señor, así son los grandes hombres, capaces de reprocharme que quiera
estafarles después de encargarme, sin pestañear y sin que se les mueva un pelo del
cabello, el asesinato de alguien que, por el motivo que sea, les molesta. Pero esta vez
el afamado letrado se había pasado de listo, ya que me había confirmado dos cosas:
que el mendigo asesinado por los africanos era, efectivamente, «mi mendigo», y que
su muerte no había sido una desgraciada coincidencia sino que él también estaba
detrás de ella.
—De acuerdo, tiene usted razón, pero quiero que sepa que no estoy dispuesto a
devolverle los tres mil euros que me dio como anticipo. Mi intención era cumplir a
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rajatabla el trato que teníamos y si no he podido hacerlo no ha sido por negligencia
mía, sino porque usted decidió contratar a otras personas mientras yo estaba
hospitalizado por causas de, ¿cómo dicen ustedes, los letrados?, ¿de fuerza mayor?
—Bueno, en cierto sentido tiene razón, así que lo mejor será que nos olvidemos
por completo de este enojoso asunto. Ni le debemos nada ni usted nos debe nada a
nosotros —me contestó ofreciéndome nuevamente una amplia sonrisa. No estoy
seguro de si hablaba en plural mayestático o en nombre del bufete o de su cliente,
aunque se le veía muy satisfecho del modo en que estaba zanjando nuestra pequeña
controversia. Total, pensaría seguramente, con cargar esos tres mil euros a la cuenta
de gastos del cliente, asunto solucionado.
—Me alegra que sea tan razonable —le repliqué en tono condescendiente—, pero
hay una cosa que me intriga. ¿Quién es o qué ha hecho ese mendigo para que su vida
o, mejor dicho, su muerte, haya sido valorada en seis mil euros?
—Me temo que ahora es usted quien no se muestra razonable, señor Goikoetxea
—volvió a ofrecerme su gesto más duro, un gesto que seguramente acojonaba a los
jóvenes pasantes de su bufete, pero que a mí no me impresionaba lo más mínimo—.
Lo mejor será que salga inmediatamente de este despacho y se olvide de todo lo
ocurrido. Se lo digo por su bien.
Era conmovedora su preocupación por mi bienestar, pero como ahí dentro ya no
tenía nada que rascar decidí hacerle caso y despedirme de él tras darnos un apretón de
manos. Según sus palabras estábamos en paz, sin embargo yo no las tenía todas
conmigo. No era lógico que un hombre capaz de encargarte un asesinato sin apenas
despeinarse te despida con un simple «hasta la vista» y una sonrisa y se olvide de
todo. Yo no solo no había cumplido el encargo, sino que además era un testigo
molesto de que el abogado había dado la orden de matar a una persona y que esa
orden se había cumplido.
Sánchez-Ávila era un tipo listo, sobre eso no tenía la menor duda, pero estaba
cometiendo el error que a menudo cometen muchos tipos listos, pensar que los demás
somos tontos. Y yo no lo era. Quizás no se me pueda considerar como un prodigio de
inteligencia, pero tonto, lo que se dice tonto, nunca lo he sido. Tenía meridianamente
claro que mi vida corría peligro, y aunque seguramente el mundo no se iba a detener
el día en que yo falleciera, ni siquiera iba a sufrir un perjuicio considerable, no tenía
ningún interés en acelerar ese proceso que, de todos modos, es inevitable. Así que
solo había un modo de cubrirme las espaldas, retomar mi viejo oficio de detective y
desentrañar el misterio que se ocultaba tras la muerte del mendigo. Algo de lo que,
por otra parte, ya era consciente antes de entrevistarme con el leguleyo.
Mientras bajaba a la calle volví a acordarme del falso cónsul de Zimbabwe. Ya sé
que del mismo modo que me cabreaba cuando algunos periodistas metidos a
tertulianos y algún que otro juez estrella prácticamente insinuaban que todos los
vascos éramos terroristas, habría sido injusto decir, por el hecho de que al mendigo le
mataran unos inmigrantes africanos, que todos los negros eran unos delincuentes y
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asesinos. Aun así no me gustan las coincidencias, y el hecho de que Sánchez-Ávila
estuviese reunido precisamente con un hombre de raza negra me daba que pensar.
Seguramente no tendría ninguna importancia, un abogado puede tener clientes de
todo tipo, raza, posición económica (aunque dudo mucho de que Sánchez-Ávila
defendiera a los amenazados de desahucio) o condición sexual, pero tampoco podía
desechar que hubiera una conexión con el asunto que me ocupaba. No podía
descuidarme lo más mínimo si quería seguir perteneciendo al exclusivo club de los
seres vivos.
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Por una vez en la vida las cámaras instaladas junto al cajero automático en el que
dormía el mendigo cuando fue asesinado habían funcionado a la perfección y los
rostros de los asesinos eran completamente visibles. Eso tendría que haber facilitado
su detención, pensó Eneko Goirizelaia mientras contemplaba por enésima vez las
imágenes en el ordenador que tenía en su despacho de la comisaría de Ibarrekolanda.
Y, sin embargo, aún no les habían localizado, ni siquiera habían conseguido poner
nombres a esos rostros. Parecía como si se los hubiera tragado la tierra, lo que quizás,
por otra parte, podría ser cierto, pensó sombríamente.
Más que detenerles para ponerles a disposición del juez encargado del caso, como
de todos modos haría cuando les echara el guante, lo que deseaba por encima de todo
era saber por qué lo habían hecho, qué había llevado a cuatro inmigrantes
procedentes del África Negra, seguramente ilegales, a asesinar a un indigente que
pernoctaba en el interior de un cajero automático del centro de Bilbao. No lo
entendía, y mucho menos después de que uno de sus subordinados, un agente de la
Ertzaintza que tenía una licenciatura en Psicología, le dijera que esos hombres no
tenían rostros de asesinos.
—¿De verdad? ¿Y cómo son los rostros de los asesinos? ¿Acaso has encontrado
en ellos una menor capacidad craneana, o tal vez un mayor diámetro bizigomático?
Ah, no, seguramente lo que has visto en el vídeo es una gran capacidad orbitaria y un
escaso desarrollo de las partes anteriores y frontales. ¿Cómo me dijiste que te
apellidabas cuando te destinaron aquí, Iturbe o Lombroso? —le contestó en un tono
irónico que no podía ocultar el malestar que sentía al escuchar lo que le parecía una
solemne estupidez y que ni siquiera el hecho de que el joven ertzaina fuese un novato
que acababa de ingresar en la última promoción, podía disculpar.
—No, señor, no me refiero a eso —el novato balbuceaba al principio, pero pronto
se mostró más firme, cuando empezó a hablar de algo que conocía—, ya sé que las
teorías de Lombroso están desfasadas. Además, yo no soy antropólogo, soy
psicólogo. Cuando hablo de sus rostros no me refiero a si tienen la cara angular u
ovalada, las orejas pegadas al cráneo o más salidas y los ojos más o menos grandes.
Me refiero a su expresión. No es la que se espera que tengan un grupo de asesinos.
—¿Y qué expresión crees tú que debe tener un asesino, Iturbe? ¿Por un casual has
podido contemplar el rostro de alguno mientras llevaba a cabo su acción? —Eneko
mantuvo el tono irónico al efectuar esa pregunta, aunque empezaba a interesarse por
lo que tenía que decir su subordinado.
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—No, señor, no lo he visto —el agente Iturbe tragó saliva, si bien intentó
expresarse con cierta firmeza—, pero sí he podido contemplar situaciones similares y
en principio un asesino o alguien que golpea o maltrata a otra persona no puede evitar
que en su cara aparezcan rasgos gestuales que asociamos a la ira o la rabia, incluso a
la frustración. Puede que hasta placer, si hablamos de un psicópata. Salvo que se trate
de un profesional, aunque en este caso el rasgo más sobresaliente es, precisamente, la
ausencia de algún tipo de rasgo específico. Para él es un trabajo y, en ese sentido, su
actitud no se diferencia en nada de la de un carpintero cuando está elaborando un
mueble o un camarero cuando nos sirve una cerveza.
—He visto más de un camarero que cuando te servía la cerveza daba la impresión
de que quería fulminarte con su mirada.
—Así es, señor —le contestó, algo más distendido, Iturbe—, pero su mirada no
tiene nada que ver con su profesión, sino con su modo de ser. Lo mismo ocurriría en
el caso de nuestro asesino profesional.
—A mí no me metas en eso —sonrió por primera vez Eneko desde que se había
iniciado la conversación—, habla de «tu asesino profesional», no de nuestro asesino
profesional. De todos modos creo que sé por dónde vas. Así que explícame por qué
estás tan convencido de que los tipos que mataron al indigente no son unos asesinos.
¿Está el vídeo trucado, tal vez? —de nuevo apareció la ironía en sus palabras.
—No, no, yo no he dicho eso, señor —intentó justificarse el agente Iturbe—, salta
a la vista que son los asesinos, está claro, pero…, no sé, sus expresiones no encajan
en los estereotipos. No muestran rabia o furia, ni odio o impotencia, tampoco alegría
porque han conseguido su objetivo. Ni siquiera la serenidad del que piensa que ha
hecho algo justo.
—¿Qué es entonces lo que percibes en sus expresiones?
Eneko Goirizelaia, pese a las pullas que había lanzado contra su nuevo
subordinado, era consciente de que pese a tratarse de un novato y faltarle, por tanto,
la experiencia que con los años proporciona el patear las calles y enfrentarse a
delincuentes de verdad, no de los que aparecen en los libros de texto, no era ningún
estúpido. Tanto sus resultados en la Universidad como en la propia Academia de la
Ertzaintza así lo indicaban y, de hecho, él mismo había solicitado que lo destinaran
bajo sus órdenes, por eso su pregunta se había despojado de todo sentido irónico y
esperaba, con interés, la respuesta.
—Angustia. Angustia y desagrado, como si no les gustara lo que hacían, pero no
tuvieran más remedio que hacerlo. Como… —titubeó antes de continuar—, como si
pensaran que no hacerlo les podría traer más problemas que los que acarrea matar a
una persona, y más en un país extranjero.
Eneko permaneció pensativo durante unos segundos antes de hacer una nueva
pregunta al agente Iturbe.
—¿Como si hubieran recibido la orden de hacerlo y no pudiesen rechazar dicha
orden si no querían sufrir represalias, por ejemplo?
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—Sí, claro, podría ser una explicación —le contestó Iturbe—. Una explicación
bastante lógica y coherente.
—Es posible que tengas razón, Iturbe, sí, es posible que la tengas. Pero eso
complicaría aún más las cosas. Lo sabes, ¿no? Tendríamos que pensar que nos
enfrentamos a alguien lo suficientemente interesado en acabar con un mendigo,
alguien con el poder suficiente como para acojonar a un grupo de inmigrantes
africanos y obligarles a cometer el crimen. Joder, Iturbe, podrías haber estado
calladito —el tono con el que le habló esta vez le demostró a su subordinado que
Eneko Goirizelaia no estaba molesto, como parecían indicar sus palabras, sino todo lo
contrario—. ¿Aún no conocemos la identidad del fallecido?
—Todavía no, jefe.
—Pues habrá que redoblar los esfuerzos para averiguarla. Quizás convendría que
contactaras con la prensa, periódicos y cadenas locales de televisión, incluso la ETB,
para que su cara aparezca bien visible en los medios. Con suerte alguien le
reconocerá y entonces igual averiguamos quién es y por qué tendría alguien interés en
asesinarle.
—Ahora mismo me pongo a ello, jefe.
Tras la salida de su subordinado del despacho, Eneko volvió a mirar las imágenes
que había grabado la cámara de seguridad de la entidad financiera. Sí, seguramente
Iturbe tenía razón. Cuanto más contemplaba la cinta más convencido se encontraba
de que aquellos cuatro hombres no estaban matando al mendigo por gusto. Había
algo más, tenía que haber algo más. Y aunque de momento su prioridad era encontrar
a esos hombres, sabía que ahí no pararía, que tendría que ir más lejos si deseaba
conocer la verdad. Lo que, pese a lo que había insinuado a su agente más joven, no le
perturbaba en absoluto. Al fin y al cabo no se había metido a ertzaina para ayudar a
las ancianas a cruzar de acera. O, al menos, no solo para eso. Pero es que, además, no
había dejado de darle vueltas a una idea que, al principio de un modo más bien difuso
y luego cada vez más claramente, llevaba tiempo revoloteando en su cabeza.
Cogió el teléfono e hizo varias llamadas, alternativamente a un móvil y a un fijo,
pero en ninguno de los teléfonos le contestaron, así que sacó del cajón su móvil
privado y escribió un WhatsApp. Tardó un buen rato en hacerlo, ya que era de los que
les gustaba escribir los mensajes sin abreviaturas ni faltas de ortografía, pero
finalmente quedó satisfecho y apretó la tecla de «enviar». Era un mensaje muy
conciso y que, sin ningún género de dudas, su receptor entendería a la primera:
«Goiko, llevo toda la mañana intentando contactar contigo sin resultado. Si dentro de
una hora no sé nada de ti, daré órdenes para que te traigan esposado a la Ertzain-
Etxea[5]. Tú sabrás cómo prefieres que hagamos las cosas, si por las buenas o por las
malas. Besarkada handi bat[6]. Eneko».
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Al contrario que muchos de sus compatriotas, Salif no se topó con ningún obstáculo
para llegar hasta Larache desde Malí. No tuvo que pagar dinero a las mafias que
controlaban las rutas de los aspirantes a viajar a Europa, no tuvo que sufrir un largo
camino hasta la ciudad marroquí sin apenas alimentos y tampoco tuvo que esconderse
de las autoridades policiales del reino alauita, que a menudo se valían de métodos
idénticos, o aún peores, que los que él había aprendido a utilizar en su país natal en
los últimos tres años. Salif lo tuvo mucho más fácil, viajó en avión, con su propio
pasaporte y el dinero suficiente no solo para mantenerse unos cuantos días sino para
disfrutar de los placeres que podía ofrecerle la ciudad norteafricana antes de embarcar
en una patera con la intención de cruzar el estrecho.
Cuando Moussa le propuso, más bien le ordenó, trasladarse a España, se mostró
bastante remiso, pero sabía que no podía desobedecer a su benefactor. Antes de
conocerle no era nadie, tan solo un miserable, un desarrapado que intentaba
sobrevivir vendiendo baratijas a los escasos extranjeros que visitaban el país, pero
todo cambió cuando le conoció y le dio la oportunidad de ingresar en la policía. No,
no podía negarse, se lo debía todo a él, y además no era tan tonto como para no
percatarse de que desairar a su jefe supondría no solo su caída en desgracia, eso si se
mantenía con vida, sino la de toda su familia, así que no le quedó más remedio que
aceptar. Era consciente de los peligros que conllevaba esa misión y que, sobre todo al
principio, iba a encontrarse solo, pero si salía con bien de la aventura sí que estaría
solucionada su vida y la de los suyos para siempre.
No le gustaba Larache. Se suponía que sus ciudadanos eran musulmanes, como
él, y que deberían practicar la caridad con un hermano, pero les diferenciaba el color
de su piel y, sobre todo, la consideración de que aún podía haber alguien más
miserable que ellos, alguien que seguramente se había arrastrado por el desierto para
llegar hasta allí y tener la oportunidad de subirse a una patera que le llevara hasta el
ansiado y opulento continente europeo. Aunque no fuera cierto, su vestimenta,
escogida para dar esa impresión, le señalaba como uno más de los más miserables
entre los miserables y a pesar de que en ocasiones su orgullo le incitaba a gritar a
quienes le miraban con desprecio que era mucho más rico y poderoso que ellos,
siempre acababa callándose, para no echar el plan al garete. Un plan muy sencillo,
por otra parte, ya que consistía en embarcarse en una patera como un inmigrante
ilegal más y, tras cruzar el estrecho, si lograba sobrevivir, ahí el plan dejaba de ser
sencillo para convertirse en extremadamente peligroso, dirigirse hacia el norte, más
concretamente a Bilbao, una ciudad de la que apenas sabía nada, tan solo que llovía
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mucho y que tenía un equipo de fútbol que jugaba en la primera división española.
Allí tendría que encargarse de varios de los negocios que Moussa poseía en una
extensa zona que abarcaba el norte de España y el suroeste de Francia, entre ellos el
control de las mujeres que llegaban de su país con el señuelo de una vida mejor y a
las que obligaban a prostituirse, así como otro tipo de actividades ilegales, negocios
que en los últimos tiempos se le estaban escapando de las manos. Ese era, en
realidad, el objetivo principal de su misión, averiguar quién estaba engañando y
suplantando a Moussa en la dirección de los negocios que controlaba en ese territorio,
y acabar con él. O con ellos, si había más de un traidor.
Se suponía que tenía un hombre de confianza gobernando con mano de hierro sus
asuntos en aquella lejana ciudad, pero hacía más de dos años que no sabía nada de él.
Al principio no le dio mucha importancia, porque seguía remitiéndole, por los cauces
preestablecidos, su parte de las ganancias, pero poco a poco, de un modo tan sutil que
tardó en percatarse de ello, estas fueron mermando. Tan solo con el transcurrir del
tiempo comprendió que alguien, su hombre de confianza u otra persona que le
hubiese suplantado, le estaba engañando.
—Esa será tu misión —le dijo Moussa cuando le efectuó el encargo—. Descubrir
quién me está jodiendo y matarlo. Confío plenamente en ti, eres de mi barrio, de mi
familia. Tú y yo, Salif, somos hermanos y los hermanos siempre se ayudan los unos a
los otros. Es nuestra ley.
Salif no estaba muy seguro de que eso fuese cierto, nunca había visto a Moussa
como un hermano, sino como un jefe, un jefe que además, llegado el caso, podía ser
despiadado y cruel. Pero era cierto que bajo su cobijo había prosperado y que todo lo
que era en esos momentos se lo debía a él. Así que aceptó la misión que le acababa de
encomendar. Sobre todo porque no podía negarse. La alternativa no era quedarse en
Malí haciendo sus labores cotidianas, la alternativa era no tener ningún futuro, salvo
que descansar en una fosa común se pudiese considerar un futuro apetecible.
Además, en lugar de disfrutar de las comodidades que podía ofrecerle su propio
jefe, un pasaje en avión hasta la ciudad de destino, alojarse en uno de sus hoteles de
cuatro estrellas y una visa oro con crédito ilimitado con la que hacer frente a los
gastos que fuesen surgiendo, tenía que cruzar clandestinamente el estrecho para
conservar el anonimato, viajando en una patera inestable en compañía de un puñado
de desgraciados que no tenían donde caerse muertos, y todo porque Moussa había
resultado ser un paranoico. Aunque quizás, si sus sospechas eran ciertas, esa era la
mejor de las opciones, pese a ser también la más incómoda y, en apariencia, la más
peligrosa. Los dos hombres que su jefe envió antes de asignarle esa misión a él
desaparecieron misteriosamente antes de que pudieran ponerse en contacto con el
propio Moussa. No se sabía si estaban vivos o muertos, ni siquiera si habían llegado a
su destino. O le habían traicionado, lo que era poco probable, o fueron eliminados de
un modo silencioso y eficaz. Era mejor aparecer por allí como un inmigrante ilegal,
como uno más de esa infinidad de parias que arriesgan su vida cruzando el estrecho
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tras el señuelo de una vida mejor, que delatarse como agente del hombre al que
habían traicionado.
No le fue difícil encontrar al contacto que le habían indicado que le ayudaría a
pasar al otro lado del mar. Ni siquiera fue difícil convencerle. Pese a sus suspicacias
iniciales, el que pudiera pagarle la cantidad que le exigía disipó todas sus dudas. Aun
así, notó cómo casi al instante nació entre ellos una sorda hostilidad. El marroquí
desconocía quién era él ni por qué quería trasladarse a España, pero a pesar de ello
pudo observar en sus ojos un recelo instintivo, recelo que, no le quedaba más remedio
que admitir, era recíproco. Desde ese momento supuso que acabaría teniendo
problemas con él.
La noche en que embarcaron amenazaba tormenta. Salif así se lo indicó al patrón,
pero este le dijo que se metiera en sus asuntos. Si quería viajar en esa embarcación,
tendría que acatar sus órdenes.
—Además —le dijo concluyente—, eso nos favorece, porque con este tiempo las
patrulleras españolas no se adentrarán en el mar y nos dejarán más tranquilos.
Salif no creía que una tormenta disuadiera de hacer su trabajo a unas naves
preparadas tecnológicamente para vigilar el estrecho, pero aun así optó por callarse.
No quería descubrirse ni poner en peligro su misión. Pero tampoco quería morir
ahogado en el mar. Afortunadamente había sido previsor y antes de partir hacia su
destino procuró adquirir unos mínimos conocimientos de navegación. Tuvo que
hacerlo a través de Internet, uno de los lujos que podía permitirse desde que empezó a
trabajar para Moussa, ya que Malí no tenía costa, y tan solo pudo practicar durante
una escasa semana en la que tuvo la oportunidad de trasladarse a un país vecino con
salida al mar. También intentó pertrecharse con algún arma, pero nada más llegar a
Marruecos comprendió que esa idea no era factible. El patrón de la embarcación
cacheaba diligentemente a todos los pasajeros en busca no ya de un arma sino de
cualquier objeto que pudiese ser utilizado de tal guisa. Cuando estuviera dentro de la
patera tan solo podría servirse, llegado el caso, de su inteligencia y de sus manos. Y
un oscuro presentimiento le indicaba que iba a necesitar ambas cosas. Y no por culpa
de la tormenta que amenazaba con estallar y que, finalmente, estalló.
La barca zozobraba y amenazaba con irse a pique. Salif pudo observar el miedo
en los rostros de sus compañeros de viaje, entre quienes se encontraban varias
mujeres, dos de ellas embarazadas, y tres niños de corta edad. Curiosamente en los
ojos del patrón, en cambio, no se vislumbraba ningún asomo de miedo sino algo que
había percibido en multitud de ocasiones en los de su propio jefe: una mezcla de
determinación, frialdad e incluso, por qué no admitirlo ahora que lo tenía muy lejos,
maldad. Casi sin darse cuenta pudo observar cómo agarraba a dos de los hombres que
se encontraban más debilitados y los arrojaba por la borda.
—¿Se puede saber qué estás haciendo? —le preguntó con voz airada, aunque era
una pregunta absurda, todos en la patera acababan de contemplar lo que había hecho
el patrón.
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—Se llama «soltar lastre» —le contestó, entre irónico y altivo, el patrón—. Si no
queremos hundirnos tenemos que deshacernos de todo el peso muerto que podamos.
—No eran lastre, ni un peso muerto —replicó, rabioso, Salif—. Eran seres
humanos, hijos de Allah, como nosotros, que habían pagado su viaje, no tenías
ningún derecho a hacer eso.
—Tal vez no habían pagado lo suficiente —volvió a hablar el patrón—. Y eso de
que eran seres humanos, o hermanos nuestros —se rio a carcajadas—, ¿tú les has
visto? —señaló al resto de los pasajeros—. ¿Les has visto de verdad? No son más que
piltrafas humanas, el mundo estaría mejor sin ellos.
—Eres un cerdo —dijo Salif, levantándose y caminando hacia el patrón en actitud
amenazadora—. Como mejor estaría el mundo sería sin ti.
—Ah, ¿sí? ¿Y qué vas a hacer al respecto? Me parece que eres un gallito, y no me
gustan los gallitos, revolucionan a los polluelos y suponen un auténtico incordio. Así
que lo mejor será seguir soltando lastre y, en estos momentos, tú eres el candidato
ideal para sumergirte en el mar.
Mientras decía esas palabras el patrón había sacado de uno de sus bolsillos una
pistola que, a pesar de tener un aspecto sucio y avejentado, suponía una clara
amenaza para Salif que, pese a todo, se dirigía hacia su enemigo como un toro
embravecido ante el capote extendido. Sabía que no tenía ninguna oportunidad, pero
no le importaba. Si tenía que morir era mejor hacerlo de pie, peleando. Lo sentía por
Moussa, ya que le había fallado, y por su familia, aunque confiaba en que su jefe,
cuando se enterara de lo ocurrido, si es que se enteraba, extendiera su manto protector
sobre sus mujeres e hijos.
Vio en los ojos del patrón la firme determinación de matarlo y se resignó a ello,
pero Allah el misericordioso no debía estar de acuerdo, porque justo cuando fue a
apretar el gatillo envió una nueva y fuerte ola sobre la embarcación que la hizo
zozobrar e impidió que la bala disparada contra Salif diera en el blanco. Ese fue el
momento en que se abalanzó contra el traficante de hombres y con la fuerza que da la
desesperación le golpeara una y otra vez en la cara, en el pecho, en las piernas, en los
testículos, allá donde había carne que golpear. Y cuando por fin su contrincante
estuvo completamente inconsciente, agarrándolo por las axilas lo arrojó al mar.
—En una cosa sí que tenías razón, hijo de puta —musitó como si de una oración
fúnebre se tratara—, era necesario soltar todo el lastre posible fuera de la
embarcación.
Luego se desmayó. Y al de un tiempo, no sabía cómo ni por qué, quizás alguno de
sus compañeros de viaje sabía manejar la patera, se encontró arrojado sobre la arena
de una playa que más tarde le dijeron que pertenecía a un pueblo español llamado
Algeciras. Intentó caminar, pero apenas tenía fuerzas, y no le quedó más remedio que
esperar a que le subieran a una camilla y le condujeran a lo que, como más tarde se
enteró, eran las dependencias de la Guardia Civil, un cuerpo policial español, desde
donde le enviarían a un centro de internamiento para inmigrantes ilegales. Pero de
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momento eso no le preocupaba lo más mínimo. Había conseguido su objetivo, llegar
a España. Ahora tan solo era cuestión de tiempo, y de poner en práctica sus
habilidades para escaparse y conseguir llegar a una ciudad que estaba mil kilómetros
más al norte, Bilbao.
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La gente que no nos conoce piensa, y en cierto modo no les falta un punto de razón,
que la relación entre Eneko Goirizelaia y yo es extraña y bastante tortuosa. Y es que
somos como el agua y el vino, el perro y el gato, y no me atrevo a decir que el yin y
el yang porque, según mis escasos conocimientos sobre la cultura china, uno de los
dos se corresponde con la figura femenina del universo y el otro con la masculina, así
que prefiero no meterme en ciertos jardines, no vaya a salir trasquilado.
En realidad somos grandes amigos, una amistad fraguada en los tiempos en los
que ambos éramos aún unos proyectos de ertzainas que deambulaban por Arkaute, la
sede de la academia de la Ertzaintza. Luego, al salir del cascarón, trabajamos varios
años juntos, en los que colaboramos y nos cubrimos las espaldas, hasta que por
circunstancias ajenas a mi voluntad me vi obligado a solicitar una excedencia. Fue de
los pocos compañeros que jamás me falló y me ayudó en lo que pudo. Posteriormente
pude devolverle el favor, llegando incluso a salvarle la vida, lo que evidentemente
nos unió aún más. Y sin embargo, seguíamos siendo polos opuestos. Él reglamentista,
mientras que a mí me gusta siempre ir por libre, él sensato y yo temerario, él
metódico, racional y eficaz, yo imaginativo y con tendencia a tomármelo todo a
broma, él disciplinado y yo anárquico. Resumiendo, que éramos grandes amigos y
nada en el mundo podría romper esa amistad. Pero a pesar de ello, si yo recibía un
mensaje suyo diciéndome que si en el corto espacio de una hora no me presentaba
ante él daría órdenes para que me llevaran esposado a comisaría, sabía que no se
estaba marcando un farol sino que cumpliría sus amenazas al pie de la letra. Por eso
me encontraba en esos momentos en la comisaría de Ibarrekolanda, esperando ser
conducido a su presencia por un agente uniformado al que le acababa de dar mi
nombre.
Poco después me acompañaron hasta el despacho que ocupaba Eneko desde su
reciente ascenso. No estaba nada mal, aunque yo sabía que mi viejo camarada
prefería mil veces la calle antes que encerrarse entre cuatro paredes, pero así es la
vida, no se puede tenerlo todo, el puesto y el sueldo por un lado y un trabajo
satisfactorio por otro.
De todos modos una cosa tengo que admitir. Su nueva posición no le había
avinagrado el carácter, venía así de serie. A pesar de todo, cuando me vio esbozó algo
parecido a una sonrisa y me preguntó, solícito, por mi estado de salud.
—Bien, bien, parece que la cosa va bien. Hace un par de días me dieron de alta y
me encuentro estupendamente, en plena forma. ¿Qué tal mis viejos amigos, el
rockero y el ejecutivo bancario?
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—¿El rockero y el ejecutivo? Ah, ya, te refieres a Muñiz e Ibarrondo. Bien, muy
bien, todavía se descojonan cada vez que se acuerdan de ti. Y eso que no contestaste
con sinceridad a ninguna de sus preguntas.
—Me ofendes, Eneko. Sabes que «sinceridad» es mi segundo nombre.
—No, no lo sabía, pero incluso en caso de serlo, me parece que tú eres de los que
nunca utiliza su segundo nombre, así que déjate de chorradas. No contestaste a
ninguna de sus preguntas y me gustaría saber por qué.
—¿Deseas la respuesta educada o la otra?
—Empecemos por la otra.
—Pues porque no me salía de los cojones, porque era una víctima y no un
delincuente y no me gusta que me acosen, aunque quien lo haga, lo haga en tu
nombre.
—De acuerdo, ahora la respuesta educada.
—Pues porque no tenía nada que contarles. Fue todo muy rápido y apenas tuve
tiempo de enterarme de nada. De repente una persona a la que no conocía se abalanzó
sobre mí y me clavó una navaja. Eso es lo último que recuerdo antes de despertarme
en el hospital.
—Muy bien, ya me has contado la versión educada y la cutre, ahora quizás haya
llegado el momento de que me digas la verdad.
—Acabo de decírtela —protesté intentando mostrar indignación, justo lo que
precisaba el bueno de Eneko para que sus sospechas se acrecentaran.
—Tú nunca me dirías la verdad ni aunque con ella evitaras que te enviaran a la
silla eléctrica —bufó mi excompañero—. Mira, Goiko, no intentes venderme esa
moto, que tiene casi más kilometraje que yo. ¿Has estado a punto de palmarla y de
verdad quieres que me crea que ha sido una puta coincidencia?
—Es que ha sido una puta coincidencia.
—Joder, Goiko, ¿sabes cuánta gente vive en Bilbao?
—Pues si quieres que te diga la verdad, no los he contado. Es que siempre he sido
muy malo para las Matemáticas.
—Cerca de trescientas cincuenta mil personas, más o menos, según los últimos
censos —me contestó imperturbable. Eso era lo malo de que me conociera hacía
tanto tiempo, que se había vuelto inmune a mis ironías—. Y entre todas las personas
a ti, precisamente a ti, te tenía que tocar la lotería del navajazo. ¿Me tomas por
gilipollas o qué?
—¿De verdad quieres que te conteste a eso?
—No hace falta, ya sé la respuesta —por un momento pareció sonreír, pero
enseguida rectificó y continuó ofreciéndome su aspecto más huraño—, aunque sería
una respuesta equivocada. Debes creerte que desde que tú dejaste la Ertzaintza nos
chupamos el dedo y no sabemos por donde nos da el aire. Pues va a ser que no, que el
señorito Goikoetxea está muy equivocado y, como es habitual en él, se ha vuelto a
pasar de listo.
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—No sé a qué viene este chorreo, Eneko, te lo digo sinceramente.
—¿Sinceramente? Venga, Goiko, no me toques los cojones. ¿Sigues diciendo que
no sabes quién intentó matarte ni por qué?
—Así es. Ya se lo dije a los hombres que enviaste al hospital para que me
interrogaran y te lo vuelvo a decir en este momento, no tengo la más mínima idea de
por qué me agredieron.
—Si no me equivoco, la ambulancia de la DYA te recogió a eso de las doce de la
noche, tirado en el suelo, muy cerca de la plaza de Indautxu, en la acera de la
Alameda de Urkijo. ¿Es eso correcto?
—Supongo que sí, así será si tú y los sanitarios lo decís. La verdad es que yo
apenas me acuerdo de nada.
—¿Qué hacías por allí a esas horas?
—Joder, Eneko, no empieces como mi padre cuando era chaval, que a ver qué
hacía en la calle a horas tan intempestivas, que si había algún local abierto, que si no
podía hacer lo mismo a unas horas más normales…
—No te hagas el listo y contéstame, por favor.
—Es que no hay nada que contar. Estaba dando un paseo, sin más.
—¿A esas horas? ¿Acaso tenías insomnio?
—Sí, a esas horas, que yo sepa no hay ninguna ley que lo prohíba. Y no, no tenía
insomnio. O quizás sí, quiero decir que no tenía sueño, no me apetecía irme a la cama
y todo lo que daban en la tele era una mierda, así que decidí salir a dar un paseo para
despejarme.
—Podías haberte quedado en casa leyendo un libro. Hay gente que lo hace y no
suelen sufrir ningún tipo de agresiones por dedicarse a ese vicio.
—Pues sí, podía haberme quedado en casa leyendo un libro, los protocolos de
actuación de los descerebrados de la Ertzaintza, por ejemplo, pero no lo hice, preferí
salir a dar un paseo.
—Con la mala suerte de que de la nada apareció un desconocido y te lanzó un
navajazo que por milímetros no acabó con tu vida.
—Pues sí, supongo que fue mala suerte. Desde luego, muy buena no fue.
Eneko se sonrió de nuevo, esta vez abiertamente y sin recato. En cualquier
persona y situación eso suele ser una señal positiva, pero yo le conocía desde hacía
años y sabía que eso no presagiaba nada bueno para mí. Mientras no dejaba de
dedicarme la mejor de sus sonrisas se puso a hurgar en uno de los cajones de su mesa
hasta que finalmente sacó una fotografía y me la extendió.
—¿Te suena de algo esta persona?
No necesité mirarla dos veces para comprender que se trataba del mendigo al que
me habían ordenado dar pasaporte y que finalmente murió a manos de un grupo de
inmigrantes africanos. Si anteriormente no albergaba la menor duda, esa fotografía,
que tenía una nitidez que no poseían las de la prensa gráfica, me lo acababa de
confirmar por completo.
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—No, no me suena de nada. ¿Tendría que sonarme? De todos modos parece estar
muerto.
Eneko no contestó a mi pregunta ni apostilló mi último comentario, limitándose a
mover la cabeza y a cambiar, aparentemente, de tercio.
—Volviendo al momento en que te recogieron malherido, los rastros de sangre
indicaban que acababas de salir de uno de los cajeros automáticos que hay en esa
zona.
—Ya te he dicho que no recuerdo nada. Supongo que si mi rastro llevaba hasta
allí es que estuve allí. Quizás me acerqué a sacar dinero, no lo sé. Igual fue ese el
motivo de la agresión, algo tan banal y normal como un simple intento de robo.
—Sí que sacaste dinero esa noche, Goiko. Cien euros. Cien euros que
permanecieron en tu cartera, junto a otros treinta y siete con sesenta y tres céntimos
que debías llevar en ella antes de salir de casa, supongo. Lo sé porque continuaban en
tu poder cuando te ingresaron el hospital. Así que no te atacaron para robarte. No te
quitaron el dinero ni nada de valor. Quizás porque tú no tienes nada de valor —
remató la frase con lo que seguramente él consideraba una muestra de fino humor.
—Coño, Eneko, ¿me habéis investigado hasta ese punto? Eso es una intromisión
en mis derechos civiles y en mi privacidad, tendré que consultar con un abogado si
puedo denunciaros.
—Hazlo, hazlo, sería muy divertido. Pero mientras llega ese momento tendrás
que darme todavía unas cuantas explicaciones más. Por ejemplo, ¿sabías que en el
cajero en el que te agredieron pernoctaba todas las noches un mendigo?
—Pues no, no lo sabía, pero tampoco me extraña. Por desgracia esa situación es
algo habitual en estos tiempos, con tanto desahucio y tanta crisis.
—Y seguramente tampoco sabías —continuó Eneko, imperturbable—, que ese
mendigo desapareció de allí justo el mismo día en que te agredieron.
—¿Quieres decir que pudo ser él? —intenté aparentar interés—. Es posible.
Quién sabe, igual si, como parece, entré a sacar dinero del cajero, le molestó mi
intromisión y tiró de navaja. Como muy bien sabes, esos tipos suelen estar mal de la
cabeza y alcoholizados, no sería raro que hubiese reaccionado de ese modo. Aunque
si quieres que te sea sincero, si fue así el tipo me da mucha pena, preferiría no tener
que poner una denuncia contra él.
Eneko me escuchaba como quien oye llover. Supongo que desde el principio
sabía que no le contaría la verdad y actuaba en consecuencia. En el fondo me jodía su
actitud. El que estuviera en lo cierto no tiene nada que ver, entre dos buenos amigos,
dos camaradas de toda la vida debiera haber confianza, ¿no? En caso contrario, ¿en
qué podemos creer en este podrido mundo? Por eso su actitud me dolía, y así se lo
dije, pero continuó sin hacerme caso. Se limitó a menear la cabeza como si pensara
para sí que era una pena, que estaba claro que su viejo compañero de aventuras
policiales era alguien irrecuperable para la causa.
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—Así que no te suena este hombre —dijo finalmente con un tono tan tranquilo y
pausado que consiguió exasperarme.
—Joder, Eneko, no seas pesado, ya te he dicho que no.
—Pues en caso de ser verdad, lo que por otra parte no me lo creo, me alegro por ti
y por tu intuición, porque efectivamente esta es la fotografía de un muerto. De hecho
el hombre de la fotografía que acabo de mostrarte, no sé si habrás leído o visto
últimamente las noticias, es el mendigo al que hace unos pocos días asesinó un grupo
de negros junto a la plaza del Ensanche. Ya ves lo que son las cosas, llevaba muy
pocos días pernoctando en el cajero en el que fue agredido. Curiosamente los mismos
días que el mendigo que ocupaba el cajero de Indautxu al que conducía tu rastro de
sangre llevaba lejos de allí. Tú siempre me has dicho que no crees en las
coincidencias, así que tú mismo —finalizó con la misma sonrisa con la que el gato
Silvestre se deleitaba de antemano cuando pensaba que el canario Piolín no iba a
tardar demasiado en estar dentro de sus fauces. El problema de mi amigo es que hacía
tanto tiempo que había abandonado su infancia que se le había olvidado que el cabrón
del Piolín siempre salía airoso después de joder bien jodido al infeliz de Silvestre.
—Y sigo pensando lo mismo, pero ya sabes lo que dicen los gallegos de las
meigas: existir no existen, pero haberlas haylas —luego, para cambiar de tercio y
hacer como que estaba interesado en el mendigo, lo que por otra parte era verdad,
volví a examinar la fotografía antes de preguntarle a Eneko si le habían identificado.
—¿Y a ti qué más te da? —me preguntó abruptamente—, si no le conoces de
nada.
—Simple curiosidad. Me gusta saber qué tal les va a los amigos en el trabajo.
—Pues lo que se dice ir, me va muy bien, salvo cuando me sale un grano en el
culo que atiende al nombre de Goiko, pero gracias por tu interés. En cuanto a la
identidad del mendigo asesinado, aún la desconocemos, aunque esperamos desvelarla
en poco tiempo. ¿Tú no tendrás ninguna idea?
—De momento no —le dije. No fue una imprudencia por mi parte, sabía que con
esas palabras me estaba delatando hasta cierto punto, pero también sabía que Eneko
no era ningún idiota y, por otra parte, a pesar de lo áspero de sus palabras, su
intención no era joderme sino ayudarme, así que de algún modo se lo debía.
Eneko me miró fijamente, sonriendo. Su sonrisa, en esta ocasión, no era
encabronada sino comprensiva, incluso compasiva.
—Espero que sepas lo que estás haciendo, Goiko, porque la cosa no es ninguna
broma. Si de verdad el hombre que intentó matarte es el mismo al que asesinaron
hace pocos días, puedes acabar metido en un buen lío. Un lío muy peligroso, así que
lo mejor sería que confiaras en nosotros y no actuaras por libre, como suele ser
normal en ti.
¿Qué podía decirle? ¿Que tenía razón, pero que no iba a cambiar mi modo de ser
y de actuar por una tontería como, por ejemplo, que mi vida podía correr peligro?
¿Que gracias por el consejo, pero que ya era mayorcito para tomar mis propias
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decisiones? ¿Que me conmovía su preocupación por mi persona, pero que si había
alguien interesado en salvar mi culo ese alguien era yo mismo? Pues sí, podía
decírselo y se lo dije, incluso fui más allá, le prometí que en el dudoso caso de que el
asesinato del mendigo tuviese algo que ver conmigo, él sería el primero en enterarse.
Eneko cabeceó en señal de asentimiento y, tras comprender que no iba a sacar
nada más de mí, me dijo que podía irme. Bueno, lo que me dijo literalmente es que
me fuera a tomar por culo, pero yo lo interpreté como una forma cariñosa de decirme
que la conversación había finalizado y podía reanudar mi vida fuera de los muros de
la comisaría. Aunque antes de que nos despidiéramos añadió algo más.
—Espero que sepas lo que haces, Goiko, porque en el fondo te aprecio, y me
disgustaría mucho, pero que mucho, que la próxima ocasión en la que viera tu fea
cara fuese tendido en una camilla en la sala de autopsias.
Decididamente, mi amigo Eneko tenía una manera muy morbosa de expresar su
cariño por mí y de alegrarme el día.
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La muerte de un negro, por lo general, no le suele importar a casi nadie. Sí, es cierto
que si el deceso ocurre en Boston o Milwaukee a manos de un policía blanco pueden
desatarse terribles disturbios populares e incluso saqueos, pero en el fondo esos
disturbios y saqueos se consideran parte de un sistema más o menos estable, una parte
que quizás no sea la más agradable del mismo, pero que se conlleva con cierta
resignación e incluso, visto desde un lado positivo, como un desahogo necesario por
parte de quienes, una vez pasados los primeros momentos, volverán a sus vidas
cotidianas y miserables.
Pero incluso en esos casos, y mirándolo con cierta perspectiva, con la perspectiva
que los años de profesión le han enseñado a Vladimir, la muerte de un negro vale casi
tanto como su vida, es decir, nada. Quizás le importe a su familia, o sin quizás,
seguramente le importe a su familia, pero en muchos caso esta se ha quedado en
Senegal, Ghana o Burkina-Fasso y si no recibe noticias de su allegado tampoco les
extraña. Cruzar primero el desierto y posteriormente el mar es asumir un riesgo que
en ocasiones conlleva la muerte. Y si sobreviven y llegan a la ansiada Europa, allí no
están exentos tampoco de peligros. Por eso es consciente de que la muerte de ese
negro, en concreto, no va a importarle a nadie. O, lo que es mejor, quizás sí que
pueda importar a un puñado de gente, en el caso de que se enteren de su
fallecimiento, pero no, desde luego, a la policía, aunque se trate de unos de los
cuerpos más afamados de Europa, Scotland Yard.
Y en el fondo debería importarles, porque su muerte no ha sido un accidente,
aunque de ese modo lo califiquen los escasos tabloides que en páginas interiores
publican la noticia, sino un auténtico asesinato. Vladimir es el único que lo sabe
porque es quien lo ha cometido. Le ha resultado relativamente fácil robar una
furgoneta, un auténtico juego de niños, y cambiarle la matrícula. Luego, lo único que
ha tenido que hacer, ha sido atropellar al negro y darse a la fuga. Es cierto, como
recalca solo uno de los tabloides, los demás prefieren no mentarlo, que lo correcto
hubiese sido que el conductor parara su furgoneta y asumiese su responsabilidad,
pero ya se sabe cómo son estas cosas, por un simple e involuntario accidente de
tráfico seguramente al pobre hombre se le habría privado del carné de conducir y se
habría quedado sin trabajo. Lo que precisamente no es el caso, ya que, el trabajo de
Vladimir es, o ha sido hasta no hace mucho, matar a la gente. El que en esta ocasión
no cobre es un pequeño matiz que seguramente a la víctima no le importa lo más
mínimo.
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Ni seguramente, en caso de saberlo, al detective del Yard encargado del caso, un
tal McKinley que, de todos modos, se limitó a hacer correr la voz entre los garajes de
Londres, como si hubiese pocos, con la esperanza, pequeñísima para ser sinceros, de
que en alguno hayan visto una furgoneta manchada de sangre y con las características
de las que atropelló al negro ese de mierda. Que por otra parte era un indocumentado
o, mejor dicho, portaba una documentación falsa, lo que no es nada extraño, el
asesino tampoco se llama Vladimir, aunque ese sea el nombre que más ha usado
durante su larga y exitosa carrera profesional.
Según su pasaporte el muerto era nigeriano, pero a saber de dónde coño era en
realidad, pensaba el detective. ¿Quién es capaz de distinguir a alguien nacido en
Nigeria de un nativo de Swazilandia o Burundi? Él no, desde luego, así que lo dejó
correr. Tener que archivar su muerte en la carpeta de asuntos no resueltos no iba a
significar ningún baldón en su expediente.
Otra cosa hubiese sido de haberse enterado que ese negro innominado se había
entrevistado, no hacía mucho, con el eminente miembro de la Cámara de los Lores
Samuel Melrose y con la no tan eminente, pero igual de voraz en los negocios, Janet
Campbell. Sí, seguramente si hubiesen llegado a conectar las tres muertes quizás sus
jefes le habrían incitado a poner más empeño en llegar hasta el fondo de lo sucedido,
pero eso no ocurrió, al menos hasta que el propio Vladimir, como estaba previsto,
decidió tomar cartas en el asunto.
Cuando a James Robertson, detective del Yard, le pasaron la llamada de una
persona que decía tener datos nuevos sobre la muerte del negro fallecido en un
atropello hacía un par de días, con la intención de quitárselo de encima, comentó
educadamente a su interlocutor que agradecía su interés, pero que él no era quien
llevaba el caso y que lo mejor sería ponerle en contacto directo con el encargado del
mismo. Pero cuando oyó que se le respondía que no estaba dispuesto a hablar con el
inepto de Horace Randolph McKinley sino con alguien que de verdad supiera hacer
un trabajo policial, se sorprendió notablemente. Aun así no le dio tiempo a decir nada
porque de repente, y sin previo aviso, se cortó la comunicación.
Veinticuatro horas más tarde la misma persona, cuyo acento no pudo identificar
como británico, aunque tampoco parecía ser eslavo, sudamericano ni africano, volvió
a ponerse en contacto con Robertson y le preguntó si habían encontrado algo extraño
al efectuar la autopsia al negro fallecido en accidente de tráfico, pero nuevamente se
cortó la llamada antes de que el detective de Scotland Yard pudiera pronunciar una
sola palabra. De haberlo hecho tendría que haber reconocido que ningún forense
había practicado autopsia alguna en el cadáver de un hombre que, todos los indicios
así lo apuntaban, había fallecido en un accidente de tráfico. Tanto los policías como
los médicos estaban atiborrados de trabajo y un atropello al cruzar la calle, pese a sus
graves y letales consecuencias, no constituía ninguna prioridad, sobre todo porque la
causa de la muerte estaba clara. ¿O quizás no lo estaba tanto?
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James Robertson había tenido que lidiar en su vida con muchos locos, o simples
bromistas o espabilados, que pretendían darle datos sobre pretendidos delitos o
crímenes, algunos de ellos inexistentes y otros que habían adquirido notoriedad
gracias a las informaciones de la prensa, pero algo en su interior le decía que ese
extraño comunicante no era ningún loco ni, mucho menos, un bromista. El modo en
el que hablaba, su capacidad para ocultar su acento originario e incluso, se sonrió al
pensar en ello, que aludiera a la más que evidente ineptitud de su compañero
McKinley, todo ello le avalaba, pero aun así era insuficiente para conseguir una orden
de exhumación.
Afortunadamente nadie había reclamado el cadáver aún y continuaba en una fría
cámara del depósito. A Robertson no le gustaba jugarse todas las cartas por una
simple intuición, pero en ocasiones no había tenido más remedio que hacerlo y casi
siempre le había funcionado, así que decidió arriesgarse. Uno de los forenses, el
doctor Doherty, le debía un favor y pensó que había llegado el momento de
cobrárselo. Si finalmente todo era un fiasco habría desperdiciado esa bala que llevaba
en la recámara, pero pese a que era un hombre habitualmente sensato y racional,
confiaba plenamente en su instinto. Y este no le falló.
La autopsia dictaminó que si bien el atropello sufrido fue lo que le causó la
muerte, previamente había sufrido un envenenamiento por medio de una dosis
excesiva y altamente tóxica de digitalina lo que, presumiblemente, si no le hubiese
llevado a la tumba en caso de no sufrir el atropello, si mermó su voluntad y
facultades. Que hubiese relación causa efecto entre la ingesta, se supone que
involuntaria, de la digitoxina y su muerte en accidente de tráfico no era fácil de
demostrar, pero a Robertson la experiencia profesional le indicaba que, aunque las
casualidades existen, es muy improbable que se produzcan en ese tipo de asuntos.
Pero la autopsia detectó algo más que, si no era igual de grave y concluyente, sí
que era extremadamente curioso. En el interior del cuerpo del fallecido había
aparecido un pendrive de 32 GB, cuyo interior estaba vacío de contenido, como si
alguien hubiese borrado todos sus datos o jamás se hubiese incorporado dato alguno.
No parecía normal que nadie fuese capaz de tragarse un pendrive y, en caso de
hacerlo, podría considerarse el equivalente de quienes en épocas pasadas, y en
situaciones apuradas o de peligro, se comían literalmente papeles para que nadie
pudiera llegar a conocer su contenido. Pero aparte del posible peligro y toxicidad que
podía originar dicha acción, nadie en su sano juicio se arriesgaría a hacerlo si ese
pendrive estaba totalmente vacío y no contenía ningún dato. Robertson se
consideraba un policía normal, que hacía su trabajo con arreglo a los procedimientos
habituales, de acuerdo con lo que le habían enseñado durante su período de
aprendizaje y antes de ser considerado miembro de pleno derecho de Scotland Yard.
Jamás había hecho un cursillo en las oficinas de Quantico del FBI. No era, por tanto,
un profiler ni, para ser sinceros, creía mucho en esas zarandajas psicológicas, pero
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algo en las tripas le decía que la aparición en el interior del cadáver de ese pendrive
tenía que significar algo.
Era uno de esos de propaganda, con los colores societarios y las siglas de una de
las más emblemáticas compañías financieras londinenses, la Carlton, Weston and
Bruce Insurance, a la que por la comodidad y eficacia que exigen los mercados, así
como porque los primitivos señores Carlton, Weston y Bruce habían fallecido hacía
ya más de un siglo y no se encontraban, por tanto, en condiciones de protestar, todo el
mundo, incluyendo sus directivos, denominaban la Cwabi, una aseguradora que
cotizaba en las más importantes bolsas del mundo occidental y que desde hacía
doscientos años tenía su sede central en Londres.
En principio, que el pendrive llevara publicidad de la Cwabi tenía tanta
importancia como si hubiese lucido el logotipo del club de fútbol Tottenham Hotspur,
del que Robertson era un acérrimo seguidor, pero el detective se encontraba cada vez
más convencido de que su desconocido interlocutor telefónico sabía perfectamente lo
que estaba haciendo y con quién se había puesto en contacto. Porque James
Robertson era el agente al que Sotland Yard había asignado la investigación del
asesinato de una joven y prometedora licenciada de Harvard que había regresado a
Gran Bretaña, tras finalizar con brillantez sus estudios económicos en Norteamérica,
para incorporarse como directiva a la que era una de las empresas más antiguas y
consolidadas de su país natal. A la Cwabi precisamente.
A Robertson, pese a disfrutar de una buena memoria, no le gustaba fiarse
exclusivamente de ella sino que acostumbraba ir a las fuentes, por eso revisó el
expediente de Janet Campbell. Un caso muy extraño, tanto por las características
personales de la mujer asesinada como las del propio asesinato. Y en el que se había
producido una anomalía muy curiosa, todos los pendrives que la mujer asesinada
atesoraba en su domicilio se encontraban vacíos, sin contenido alguno en su interior.
Ese hecho les pareció algo anormalmente extraño, tanto a él como a sus hombres,
pero fueron incapaces de sacar ninguna conclusión coherente acerca de esa
circunstancia.
Por lo demás, Miss Campbell era la típica mujer de cuya vida apenas se sabía
nada. Se llevaba muy bien con el resto de trabajadores de su empresa, era una
excelente compañera y, como jefa, sabía ejercer la autoridad inherente a su puesto sin
herir a nadie ni abusar de su posición. Educada y agradable en el trato, muy cercana a
las personas de su entorno, a las que siempre ofrecía una palabra amable y agradable,
no estaba, ni lo había estado anteriormente, casada. Tampoco se le conocían
relaciones sentimentales estables o inestables. Algunos de sus conocidos insinuaron
que de vez en cuando recurría a servicios de pago para satisfacer sus instintos, aunque
por su propio aspecto físico y su forma de ser parecía increíble que tuviese que
hacerlo, pero no la criticaban por ello. Al fin y al cabo cada uno era muy libre de
solucionar sus necesidades sexuales del mejor modo que supiera o pudiera, como
argumentó uno de sus conocidos.
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Sobre este último punto no le cabía ninguna duda a Robertson, ya que el día en
que fue asesinada había concertado una cita por teléfono con una agencia que se
comprometió a enviarle un joven atractivo físicamente y extremadamente capacitado
sexualmente. Janet había especificado claramente que esas dos cualidades eran
suficientes y las únicas que le interesaban de verdad, no necesitaba que le dieran
conversación sobre la situación política o las fluctuaciones del mercado financiero.
Lo quería para lo que lo quería y aquí paz y después gloria, adiós muy buenas, ha
estado todo muy bien, pero aquí se acabó lo nuestro, si te he visto no me acuerdo.
El único problema es que el joven asignado para satisfacer las necesidades de la
joven ejecutiva jamás llegó a su destino. Quien sí lo hizo fue su asesino, un asesino
que no dejó ningún rastro, ninguna huella de su presencia. Tampoco el joven gigoló
que tuvo que pasarse un par de semanas seduciendo a las enfermeras del hospital
público al que fue trasladado supo describir a su agresor ni apareció en su cuerpo
ningún indicio, por nimio que fuese, que le permitiera iniciar una línea de
investigación, por desesperada que pudiese llegar a ser. Nada de nada, el cero
absoluto del que hablan los físicos. Un cero absoluto al que jamás había tenido que
enfrentarse en sus casos anteriores. En más de una ocasión había resultado imposible
descubrir al culpable, pero siempre había sido capaz de llevar a cabo la investigación,
había encontrado un hilo del que tirar, aunque finalmente le hubiese llevado a una vía
muerta. Pero en este caso no había nada. O quizás sí, quizás los pendrives pudieran
ser la clave si, efectivamente, ese caso tuviese alguna relación con el del hombre
atropellado. Aunque eso le creaba otro problema adicional.
La muerte del africano, cuya identidad se desconocía, podía ser, si el perfil que
tímidamente había intentado efectuar era correcto, producto de un psicópata, tal vez
de alguien que odiara a los negros, aunque en ese caso no encajaba como símbolo el
pendrive vacío. Pero respecto a la muerte de Janet Campbell, estaba claro que había
intervenido un profesional. Y no solo un simple killer que se alquila por unas pocas
libras, sino alguien de primera, uno de los mejores en su oficio, como lo delataba el
que no hubiese dejado ningún rastro de su presencia, salvo el propio cadáver de la
infortunada.
Quizás la relación entre ambos casos estuviese cogida por los pelos, pero había
otro dato, o quizás fuera mejor decir otra sensación, de la que cada vez Robertson
estaba más seguro, y era que posiblemente quien había efectuado la llamada fue el
mismo profesional que había acabado con la vida de la directiva de la Cwabi. Y si lo
había hecho, entonces también era él quien había asesinado al africano. ¿Por qué,
entonces, le había llamado para despertar su curiosidad y obligarle a relacionar ambos
sucesos? Lo que menos deseaba un profesional del crimen, y ese parecía ser de los
mejores, era que la policía se fijara en él. Así que tenía que haber un motivo, y ese
motivo tenía que estar relacionado con la Carlton, Weston and Bruce Insurance, la
Cwabi. Pero eso volvía a hacer que se planteara de nuevo la misma pregunta: ¿por
qué?
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A Robertson le gustaba estar al tanto de lo que se movía por los despachos del
Yard, no tanto por cotilleo o ganas de medrar, como porque estaba convencido de que
un policía, si quería hacer bien su trabajo, necesitaba conocer, directa o
indirectamente, todo aquello que se saliera de lo normal por si, en algún momento,
pudiera tener relación con alguno de los asuntos que caían en sus manos. Y recordó
un caso del que se había estado ocupando, de hecho aún se ocupaba, puesto que
todavía no estaba cerrado, y quizás nunca llegara a cerrarse favorablemente para la
propia policía, su viejo amigo David Chesterton, uno de los máximos responsables de
la Brigada Anticorrupción de Scotland Yard.
Uno de los hombres sobre los que la brigada tenía puesta su atención, el
prominente miembro de la Cámara de los Lores, Samuel Melrose, lord Melrose of
Whatsonshire, había sido asesinado en un pub mientras disfrutaba de una pinta de
cerveza y veía en la televisión un partido de fútbol. La información que se le
proporcionó a la prensa hizo hincapié en la hipótesis de uno de esos descerebrados
que, por desgracia, tanto abundan entre los falsos aficionados al deporte rey que, al
observar cómo el fallecido aplaudía el gol que habían metido al que sin duda era su
equipo, decidió en un arrebato acabar con su vida. Pero Chesterton, en realidad,
estaba seguro de que la muerte del aristócrata no tenía nada que ver con las pasiones
deportivas sino con la propia investigación que se estaba desarrollando sobre sus
asuntos por parte de la brigada. Aunque hasta el momento, no le quedó más remedio
que reconocérselo al propio Robertson, sus hombres no habían encontrado nada en lo
que basarse para abrir una línea de investigación. O el asesino tuvo una suerte
increíble, o era un auténtico profesional.
Chesterton no pudo dejar de mostrar extrañeza cuando su viejo camarada
Robertson le preguntó sobre el pendrive que habían encontrado en uno de los
bolsillos del aristócrata asesinado.
—Sí, es cierto, encontramos un pendrive en su poder, aunque no nos sirvió de
nada. Al principio tuvimos la esperanza, o quizás el temor, todo dependía de su
contenido, de que pudiera ayudarnos en nuestras investigaciones, pero resultó estar
vacío, totalmente vacío. Como ya te he dicho, no nos sirvió de nada.
—¿Y no os extrañó que estuviese vacío?
—Pues si quieres que te diga la verdad, al principio sí que nos chocó, pero luego
no le dimos la menor importancia. Hay gente que suele llevar encima pendrives por si
en un momento necesita cargar datos y, en ese caso, tal vez prefiera llevarlos vacíos,
para tener todo el espacio libre. O quizás había traspasado ya su contenido a algún
ordenador y no necesitaba llevarlo encima. O igual acababan de regalárselo hacía
poco tiempo y aún no había cargado nada en su interior, puede haber muchos motivos
y todos lógicos. Pero me gustaría saber por qué tienes tanto interés en saber si
Melrose llevaba encima un pendrive.
—Enseguida te lo cuento, pero antes contéstame a una última pregunta. ¿Ese
pendrive, era uno de propaganda que llevaba el anagrama y emblema de la «Cwabi»
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en su exterior?
Chesterton se mantuvo unos segundos en silencio antes de responderle que sí, que
era un pendrive de propaganda de la «Cwabi».
—Y ahora, ¿me vas a explicar de qué va todo esto? —añadió.
Robertson no era de esos policías que acotaba su territorio como si fuese un
castillo protegido por un foso lleno de cocodrilos. Todo lo contrario, era de los que
creían que para llevar a buen término una investigación criminal era mejor colaborar
con sus compañeros antes que pelearse entre ellos por unas pequeñas migajas de
gloria que quizás, en ocasiones, podrían acarrearte un ascenso o algo de prestigio,
pero que a la larga acabarían por ser los clavos con los que alguien te crucificará.
Además, Chesterton y él eran amigos desde que entraron en la policía y confiaban
mutuamente el uno en el otro, así que le contó todo lo que sabía, más que los hechos
en sí, que no eran demasiados, sus suposiciones. Y para su sorpresa, su viejo
camarada no se rio de él ni le dijo que estaba loco, sino que se las tomó muy en serio.
Tras escucharle, él también se quedó convencido de que el hombre que había llamado
por teléfono a Robertson era el mismo que había asesinado a Janet Campbell y al
africano. Aunque no fuera mucho, tal vez hubiesen encontrado un hilo del que tirar.
Gracias a esa colaboración en la que, en contra de la opinión o más bien prácticas
de muchos de sus compañeros, Chesterton y Robertson acertadamente creían, no les
costó mucho descubrir que el indocumentado inmigrante subsahariano que había sido
atropellado era, en realidad, policía en su país de origen. Y que, aún sin tener nada en
concreto contra el fallecido, su jefe, el todopoderoso coronel Moussa Traoré, aparecía
en la lista de la Interpol y de los servicios de inteligencia de varios países
occidentales como un personaje al que había que vigilar estrechamente, ya que,
aparte de reprimir a sus conciudadanos, lo que no les quitaba el sueño a los dirigentes
de Washington, París, Madrid o Londres, se sospechaba que estaba implicado en
actividades criminales que afectaban a sus respectivos países.
Sus sospechas se acrecentaron cuando descubrieron que los tres fallecidos habían
cenado juntos, un par de semanas antes, en un exclusivo club de Londres. Un club no
solo exclusivo, sino totalmente discreto. Tan solo la circunstancia de que Chesterton,
que llevaba tiempo tras los pasos de Melrose, hubiese conseguido, no sin grandes
dificultades, infiltrar a uno de sus agentes entre el personal, hizo que pudieran
acceder a ese dato.
Aun así, no era suficiente, en palabras del superintendente Bradshaw, con el que
se reunieron pocos días después con el propósito de explicarle sus sospechas, para
pedir una orden de registro de las oficinas centrales de la Carlton, Weston and Bruce
Insurance.
—¿Sabéis cuántos despachos, salones, oficinas, centros de reuniones y recovecos
varios tiene el edificio de la Cwabi? ¿Y cuántos empleados hay pululando por allí? O
me dais algo más concreto, o lo que me pedís es imposible. Además, ¿qué pruebas
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podéis presentar ante el juez? ¿Que esos tres se conocían? ¿Qué cenaron un día
juntos? Eso no es un delito.
—La cena se pagó con una tarjeta de crédito de la Cwabi, señor —se atrevió a
replicar Robertson—. Y esa empresa es el único nexo de unión de las tres personas
asesinadas.
—La cena se pagó con una tarjeta de la Cwabi porque uno de los comensales
poseía esa tarjeta y la utilizó, seguramente porque estaba autorizada a hacerlo. Y en
cuanto a esa hipotética conexión, ¿creéis que porque dos personas estuvieran en
posesión de unos pendrives de propaganda de la empresa en la que trabajaba una
tercera, sus asesinatos tienen que estar necesariamente relacionados?
—Uno de esos pendrives apareció en el interior del estómago de una de esas
personas asesinadas, señor —intentó convencerle Chesterton—, y luego está el hecho
de que en ninguno de los tres casos hay ninguna pista, lo que parece indicar que los
asesinatos fueron cometidos por un profesional. Que además seguramente es la
persona que llamó por teléfono a James.
—Estupendo —respondió irónico el superintendente—, ya sé qué tengo que
decirle al magistrado para que me extienda la orden, que hay tres casos de asesinato
sobre los que no tenemos ni puta idea de quién los cometió y que eso los une
indefectiblemente a una reputada y respetada empresa bicentenaria de la city, a la que
tenemos que registrar en su totalidad porque, además, no sabemos ni qué buscamos ni
dónde podríamos hallarlo. James, David —les llamó por sus nombres de pila,
demostrando que era algo más que un jefe para ellos—, ¿cuántos años hace que nos
conocemos? Así que dejaos de zarandajas y tanto señor por aquí y señor por allá y
seamos claros. Estoy seguro de que tenéis razón. Aunque ahora esté alejado de las
calles y me encuentre recluido en este despacho lidiando todos los días con políticos,
diputados y miembros más o menos importantes del gabinete, aunque todos sin
excepción se consideran superimportantes, sigo siendo policía, sigo considerándome
vuestro amigo y compañero, y creo que tenéis razón. Pero lo creo porque es lo que
me dicen las tripas, no porque tengamos nada que llevar ante un juez. ¿No os dais
cuenta de que a mí no tenéis que convencerme de nada? Yo ya estoy convencido. El
problema sigue siendo que no tenemos nada para presentar en la corte.
—Entonces, ¿qué podemos hacer? —preguntó Robertson—. Porque tenemos las
manos atadas.
—¿Qué podemos hacer? —repitió la pregunta el superintendente, entre irónico y
preocupado—. Pues lo mejor que sabemos hacer, tener paciencia y esperar. Y sobre
todo, vigilar. Vigilar a la Cwabi, vigilar sus movimientos, ver quiénes eran los más
cercanos a Janet Campbell dentro de la empresa, observar quién sustituye a Lord
Melrose en sus relaciones con la compañía, recabar más datos sobre el policía
africano y su entorno. En fin, lo de siempre, paciencia y ojos abiertos. Es lo único que
podemos hacer. Intentaré, sin que se note demasiado, relevaros de otros trabajos para
que podáis hacer un seguimiento de la Cwabi, pero tendréis que hacerlo con mucha
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discreción. No olvidéis que se trata de una de las empresas más influyentes e
importantes de la Gran Bretaña y cualquier paso en falso podría dar al traste no solo
con la investigación sino con nuestras propias carreras.
Aunque no les gustaba nada lo que estaban oyendo, tanto Chesterton como
Robertson sabían que su jefe y amigo tenía razón y que lo único que podían hacer era
lo que les había aconsejado: tener paciencia, esperar y vigilar. Lo que, por otra parte,
como reconoció posteriormente el propio Robertson, constituía la base del trabajo
policial.
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Como se había convertido en una costumbre habitual durante los últimos años, ese fin
de semana el bilbaíno barrio de San Francisco celebraba la fiesta de «Los arroces del
mundo». En esa zona de la capital vizcaína, una de las más degradadas social y
económicamente, en la que habían obtenido cobijo inmigrantes de múltiples
nacionalidades, sus vecinos decidieron hacer de la necesidad virtud y con su esfuerzo
y trabajo levantaron una fiesta que era símbolo de la multiculturalidad que poco a
poco también iba llegando a Bilbao. Si hay algo que une a casi todos los pueblos es el
arroz, que puede encontrarse en puntos geográficos muy distantes unos de otros, y
que lógicamente se prepara y degusta de maneras muy diferentes. Parecía obvio, por
tanto, que antes o después se organizara un festejo en el que cada uno de los vecinos
cocinase dicho producto al estilo de sus respectivos países de origen y todos lo
compartieran. Además, en un país como Euskadi, en el que siempre se había valorado
la buena comida, el éxito estaba asegurado.
En eso pensaba Eneko Goirizelaia cuando se acercaba, acompañado por Ander
González, su fiel lugarteniente desde que Mikel Goikoetxea abandonó la Ertzaintza,
al citado barrio. En eso y en el arroz a la cubana que solía prepararle su amama[7] en
el caserío cuando era pequeño y que devoraba con fruición. Nunca se planteó, hasta
que le llegó la mayoría de edad, si no legal sí mental, que ese epíteto, «a la cubana»,
significaba que era un plato proveniente de otras tierras. Eso, a él, le daba igual, lo
importante es que estaba buenísimo y lo comía siempre con deleite. Y si procedía de
Cuba, pues ¡Viva Cuba!
La fiesta estaba en su apogeo. Según había vaticinado la prensa, se esperaba que
acudieran más de cuatro mil personas, aunque en su opinión el vaticinio se había
quedado corto. Lo malo para él era que no acudía por placer, sino por trabajo, y que
siendo ertzaina era, asimismo, plenamente consciente de que no iba a ser bien
recibido. En general, la relación de los habitantes del barrio con la policía no era lo
que puede decirse buena, y la mayor parte de la culpa no podía achacarse
exclusivamente a los vecinos, pero de momento las cosas estaban así, pensó
filosóficamente Goirizelaia, y no le quedaba más remedio que apechugar con ello.
Además, no iba hacia allí para comprobar si los participantes en el festejo tenían sus
documentos en regla, sino para investigar un asesinato y para él, cuando había un
muerto por medio, importaba muy poco que el asesino fuera blanco, negro o
mediopensionista. Su obligación era detenerlo y presentarlo ante un juez. Ya decidiría
este qué castigo habría que imponerle, en el caso de que efectivamente el detenido
fuese considerado culpable.
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Y en esta ocasión no le cabía la menor duda de que el mendigo de Indautxu, cuya
identidad aún no había sido desvelada, fue asesinado por cuatro hombres de origen
subsahariano. Encontrarles, si es que lo hacían, era cuestión de tiempo y aunque no
parecía una tarea fácil confiaba en dar con ellos antes o después. Y no solo para
cerrar el caso y llevarles ante el juez sino, sobre todo, porque quería comprender. No
se explicaba lo sucedido. Afortunadamente no era algo habitual en su ciudad, pero
sabía perfectamente que en muchos puntos de España las agresiones contra los
mendigos, en algunos casos con resultado de muerte, estaban convirtiéndose en una
desgraciada costumbre. Pero casi en su totalidad los agresores solían ser skins,
neonazis o similares, y en algunas ocasiones algún grupo de niños pijos que deseaban
tener nuevas experiencias. Que él supiera, era inédito que cuatro africanos agredieran
a un mendigo hasta el extremo de llevarle a la muerte. Normalmente, y con
independencia del color de la piel o del lugar de origen, entre los desheredados suele
haber cierta solidaridad o, en el peor de los casos, indiferencia. ¿Por qué, entonces,
ese asesinato? ¿Habría mediado algún tipo de provocación? ¿Qué relación podían
tener cuatro inmigrantes que seguramente se buscaban la vida vendiendo ropa,
baratijas o películas descargadas ilegalmente con un indigente que sobrevivía gracias
al vino peleón y las limosnas de los transeúntes?
Además, estaba lo que le había dicho Iturbe, el ertzaina con estudios de
Psicología que había sido adscrito recientemente a su unidad. Aunque al principio le
pareció simplemente una hipótesis curiosa y aventurada, según contemplaba el vídeo
más convencido estaba de que su subordinado tenía razón. Esos negros no estaban
disfrutando con la muerte del mendigo, ni siquiera les era indiferente. Daba la
sensación de que lo hacían a su pesar, con desagrado incluso, como si estuviesen
obligados a hacerlo para evitar un mal mayor. Y eso era lo que quería saber en esos
momentos Eneko Goirizelaia, cuál podría ser «ese mal mayor». Por eso, y no solo
para llevarlos ante la justicia, quería encontrar cuanto antes a los asesinos. Quería
saber cuál era su móvil.
Un aspecto muy sutil iguala a aborígenes e inmigrantes, pensó Goirizelaia
mientras llegaba al lugar en el que se celebraba el festejo. Ya puedes vestirte como
quieras, disfrazarte, llorar o reír, poner cara de buena persona o fingir que estás de
mala hostia, todo da igual, cuando un policía se acerca a un ciudadano, sea este
blanco, negro o de cualquier otra tonalidad de las que aparecen en el arco iris, al
instante el susodicho ciudadano sabe que tiene a un madero frente a él. Y eso, que es
un axioma reconocido internacionalmente, se acrecienta cuando los ciudadanos
tienen motivos más que suficientes para recelar de las buenas intenciones del policía.
Y aunque ni Gorizelaia ni González se dedicaban a la caza del inmigrante ilegal, este
extremo era desconocido por quienes instintivamente se alejaban de ellos cuando les
veían acercarse. Tan solo un hombre, robusto y de mediana edad, se atrevió a darles
la bienvenida. Parecía claro que se trataba de un sacerdote, otro gremio que, como el
policial, no puede ocultarse a la vista de los ciudadanos aunque, como era el caso, no
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llevara sotana ni alzacuellos sino que lucía una frondosa barba, más propia de un
guerrillero latinoamericano que de un párroco de barrio, y vestía un jersey de esos
que Marcelino Camacho puso de moda a finales de los setenta, cuando dirigía
Comisiones Obreras.
—Mis buenos amigos Goirizelaia y González —dijo con un potente vozarrón. Si
los ertzainas hubiesen querido pasar desapercibidos, lo que afortunadamente no era el
caso, ya se les habría jodido el invento—, me alegra que hayáis decidido compartir
con nosotros estos humildes arroces. Venid, venid, todavía sobra, seguro que os
encanta.
—No lo dudo, padre, pero no hemos venido a comer —contestó Eneko
Gorizelaia.
—Déjate de padre y todas esas hostias —siguió hablando en voz alta el cura—, os
he dicho mil veces que me llamo Garikoitz. Gari para los amigos. En fin, si no habéis
venido a uniros a la fiesta, ¿se puede saber qué cojones queréis? Aquí somos todos
gente de paz, no necesitamos a la policía para nada.
—Me alegra saberlo —contestó Eneko—. Ojalá en todos los sitios se pudiera
decir lo mismo. Sería estupendo que no fuese necesaria la policía, aunque nos
quedáramos en el paro, pero por desgracia la vida no es así. No mientras no
convenzáis a la gente de que eso de «amaros los unos a los otros» va en serio y no es
tan solo una excusa para follar.
—Pero qué cabrón eres, Eneko. Ahora va a resultar que la culpa de que exista la
policía es nuestra, de los curas, por no conseguir que la gente se comporte
correctamente. Aunque quizás tengamos una opinión diferente sobre lo que es
portarse correctamente o no.
—Mira, Gari, no hemos venido aquí para hablar de filosofía. Además, sabes
perfectamente que nos la suda que toda esta gente tenga o no papeles, lo nuestro es
otra cosa, los homicidios. Supongo que te sonarán de algo las palabras homicidio y
asesinato, pero por si necesitas que te aclare las cosas es lo que vosotros llamáis el
quinto mandamiento, el «no matarás» y toda esa mierda. Pues bien, como hay
ciudadanos ejemplares a los que ese «no matarás» no les impresiona lo más mínimo,
nosotros tenemos que descubrir quién ha quebrantado ese mandamiento divino y por
qué lo ha hecho. Es así de sencillo.
—¿Y por eso venís aquí? En este barrio no vais a encontrar nada de eso. Sí, puede
haber pequeños trapicheos, prostitución, estafas y hurtos o tráfico de drogas, lo
reconozco. No lo apruebo, por supuesto, pero la gente tiene que sobrevivir. Lo que sí
puedo aseguraros es que ninguno de los que está aquí compartiendo su arroz con sus
convecinos es un asesino.
—¿De verdad puede asegurarnos algo así, padre? Porque si no es cierto estaría
mintiéndonos y, que yo sepa, mentir también es pecado —Ander González, al
contrario que su compañero Gorizelaia, que se había educado en un colegio religioso,
no profesaba ningún respeto por el estamento clerical, ni por el más tradicional ni por
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el menos convencional, y no entendía los miramientos que estaba teniendo Eneko con
ese cura—. ¿Y cuáles son sus motivos para estar tan seguro? ¿Por el secreto de
confesión? ¿Se confiesan con un sacerdote católico los ciudadanos de origen
musulmán? ¡Eso sí que sería interculturalidad! Venga, padre, no nos toque los
cojones que somos ya muy mayorcitos para esos juegos. ¿De verdad cree que
ninguno de los aquí presentes sería capaz de matar a un semejante? No me joda,
padre —desde que se había dado cuenta de que al sacerdote le molestaba que le
llamaran de esa manera, decidió no privarse de hacerlo—, no puede ser usted tan
tonto o tan ingenuo.
—Claro que pueden matar si se les pone en el disparadero —contestó con dureza
el sacerdote, aunque intentando, con grandes esfuerzos, no caer en lo que consideraba
una provocación—. Lo mismo que usted, supongo. Bueno, no lo supongo, estoy
convencido —fijó sus ojos, sin pestañear, en los del policía—. Solo que si usted lo
hace sería legal, ¿no? Así que la Ertzaintza está al servicio de los ciudadanos, ¿no?
Pues de momento no veo ninguna diferencia con los policías que machacaban al
pueblo en épocas pasadas, da la impresión de que los que se envuelven bajo el manto
de la ikurriña[8] son igual de arrogantes y pendencieros que los que nos oprimían
durante el franquismo e incluso muchos años después.
—Bueno, ya está bien —habló Gorizelaia—, esta discusión de taberna no nos
conduce a ninguna parte, joder. Parece que estemos en la Edad Media, el clero y la
milicia. Ya solo nos falta el marqués de Bradomín para imaginarnos que hemos
vuelto a los tiempos de las sociedades estamentales.
—Aquí no creo que vayas a toparte con ningún aristócrata —se sonrió
nuevamente el sacerdote—. Curas y maderos sí, salta a la vista, pero marqueses,
condes y duques, ni uno. De todos modos —añadió conciliador—, tu compañero
tiene razón, todos podemos ser asesinos en un momento dado, aunque no creo que
estéis buscando en el lugar adecuado.
—Aún no sabes lo que andamos buscando —le dijo Goirizelaia.
—Claro que lo sé —replicó el padre Garikoitz—. Pese a nuestra conversación
anterior, no soy un cura medieval. Leo los periódicos, veo la televisión, incluso tengo
un iPad y un ordenador portátil —se rio—. Venís a indagar acerca del mendigo al que
asesinaron hace una semana más o menos, ¿no?
—Así es —contestó Goirizelaia—. ¿Qué puedes decirnos acerca de eso?
—Nada. No puedo deciros nada, lo siento.
—No creo que lo sienta mucho —intervino Ander González, intentando controlar
la furia que estaba sintiendo—. Y tampoco le creo ni un ápice lo que está diciendo,
estoy seguro de que conoce a los asesinos.
—Ah, ¿sí? Pues si tan seguro está lo que procede es detenerme por complicidad y
encubrimiento, ¿se dice así? O por obstrucción a la acción de la justicia, ¿no? Venga,
hombre —extendió sus manos hacia González, en ademán de ser esposado—, cumpla
con su obligación, arrésteme. Además, lo tiene muy fácil. Con darme de hostias en la
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comisaría, y supongo que usted es un experto, confesaré hasta ser el toro que mató a
Manolete.
—Bueno, basta ya de payasadas —a Goirizelaia se le notaba molesto y enfadado
con el giro de la conversación—, así no vamos a llegar a nada. Y no te voy a permitir
que digas eso de mi compañero. Sabes, porque me conoces, que ningún hombre bajo
mi mando ha usado jamás esos métodos, así que no te hagas la víctima de la
brutalidad policial, que no cuela y tú lo sabes. Mira, Gari, te conozco y sé que estás
haciendo lo que consideras más correcto —obvió el gesto de desagrado de su
compañero, que parecía querer comerse al sacerdote, y continuó hablando en tono
conciliador—, pero no creo que entre tus funciones pastorales esté la de disculpar o
justificar a los asesinos. Independientemente de que esta gente —abarcó con la
mirada a los participantes en la fiesta— merezca todo nuestro apoyo y solidaridad por
lo que han sufrido, sufren y sin duda seguirán sufriendo, un asesinato es un asesinato,
aquí y en Senegal, y no podemos permitir que los asesinos queden impunes.
—Ahora me vas a decir eso de que a quienes más les conviene colaborar con la
justicia es a los propios inmigrantes, para que no les metamos a todos en el mismo
saco y así poder separar las manzanas podridas del resto, ¿no? —le replicó sonriente
el sacerdote.
—Pues sí, aunque suene a topicazo, así es —Gorizelaia estaba irritado y se le
notaba—. Pero en este momento lo importante no son las ideologías, ni las religiones,
sino los hechos. Cuatro africanos han matado a un mendigo, un hombre que tenía el
mismo derecho que ellos a vivir y respirar. Quiero saber quién lo ha hecho y, sobre
todo, quiero saber el por qué.
—En eso último coincidimos —se suavizó el gesto del cura—. A mí también me
gustaría conocer el por qué, mucho más que el quiénes. Pese a las sospechas de tu
compañero no sé quiénes han cometido ese asesinato, aunque en una cosa tiene razón,
es muy posible que de saberlo no los delataría. No estoy seguro del todo, pero creo
que no lo haría. Y sin embargo, también a mí me gustaría conocer los motivos,
porque de momento se me escapan.
»Mirad, no es por hacer filosofía barata ni buenismo, pero llevo años en contacto
con esta gente, lo que no siempre es fácil, ya que, muchos de ellos son musulmanes
que recelan de los sacerdotes católicos, pero con el tiempo he llegado a ganarme su
confianza y a penetrar, dentro de lo posible, en sus sentimientos. Y la inmensa
mayoría de ellos, en contra de lo que piensa mucha de la buena gente del país, no son
delincuentes. Al menos no lo son en origen. Eso no significa que, llegado el momento
de buscarse la vida y sobrevivir, no acaben cometiendo actos castigados en el Código
Penal u otras leyes estatales y autonómicas, pero la mayor parte de ellos son, como
acabo de deciros, buena gente, que no desea meterse en líos. Por eso, el asesinato del
mendigo me parece inexplicable. No digo que no pueda ocurrir, de hecho ha ocurrido
y ha habido más muertes antes que esta, pero ni el sistema, ni la víctima ni el
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contexto encajan con lo que yo sé y conozco. Y me preocupa. Quizás por un motivo
diferente al vuestro, pero me preocupa.
Los dos ertzainas se miraron tras escuchar las palabras del sacerdote y Ander
González, tras recibir un permiso tácito de su superior, que ya le veía más calmado,
tomó nuevamente la palabra.
—Lamento lo anterior, padre —comentó con un tono más sosegado—, aunque
creo que usted no se ha mostrado muy colaborador, pero vamos a olvidarlo, en el
fondo puedo entender su razonamiento, aunque no lo comparta. De todos modos
quizás sí hay algo en lo que podemos estar de acuerdo y es en lo extraño del suceso
que estamos investigando. Mire, tenemos la grabación del asesinato, una grabación
en la que aparecen, en unos casos con más nitidez y en otros con menos, los rostros
de los cuatro asesinos, así que es cuestión de tiempo que caigan en nuestras manos, si
antes no se han ido del país, pero hay algo que nos llamó mucho la atención. O al
menos llamó la atención de un psicólogo que trabaja con nosotros, y es que los
asesinos no parecían sentir ningún placer ni satisfacción haciendo lo que hacían,
incluso daba la impresión de que lo hacían forzados, no sé si entiende a dónde quiero
llegar.
—Me parece que sí —contestó, sombrío, el sacerdote—. Lo que usted está
sugiriendo es que seguramente cometieron ese asesinato forzados o coaccionados por
otra u otras personas.
—¡Oso ondo[9]!, padre. Lo ha acertado a la primera. Y supongo que sabe lo que
eso podría significar.
—No nací ayer, agente. Seguramente en estos momentos la vida de esos cuatro
africanos corre peligro.
—Eso es lo que sospechamos —intervino de nuevo Gorizelaia—. Mira, Gari, ya
sabes cómo son las cosas. Si los detenemos nada les va a librar de ingresar en prisión
y pasarse allí dentro unos cuantos años, no te puedo asegurar cuántos, quizás si
colaboran con la justicia su pena se atenúe, no lo sé fijo, pero si no lo hacemos serán
unos testigos molestos de cómo alguien, por algún motivo que aún se nos escapa, ha
querido matar a un mendigo. Y a cierta gente, me imagino que lo sabes
perfectamente, no les gusta dejar cabos sueltos.
—De acuerdo, pero sigo sin saber qué queréis de mí.
Como contestación, Eneko Goirizelaia sacó un puñado de fotografías y se las
mostró al sacerdote.
—Estos son los asesinos del mendigo —dijo—. Como ya te he dicho antes, los
rostros no están excesivamente nítidos, pero puede ser suficiente para identificarlos.
Supongo que no te sonará la cara de alguno de ellos, ¿no?
—Ya sabes que para nosotros, los occidentales, todos los negros, como todos los
chinos, nos parecen iguales —intentó bromear, aunque se le notaba incómodo, el
padre Garikoitz.
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—Sí, claro, será por eso que no eres capaz de reconocerlos —contestó, entre
irónico y divertido, Goirizelaia—. De todos modos nuestros laboratorios están
trabajando en ello y muy pronto podremos tener unas reproducciones algo mejores
que remitiremos a los medios de comunicación para que las publiquen profusamente.
Quizás así nos enteremos de algo.
—¿Sabéis lo que significa eso? —palideció el sacerdote—. Si vuestras sospechas
acerca de que hay alguien más poderoso detrás del asesinato son ciertas, les vais a
poner en el disparadero.
—Desde el momento en que asesinaron al mendigo ya están en el disparadero —
intervino nuevamente Ander González.
—Mi compañero tiene razón, Gari. Es posible, no te lo niego, que la publicación
de las fotografías acelere los hechos, pero de todos modos si, como pensamos
razonablemente, ese asesinato fue un encargo, quien dio las órdenes no se va a quedar
tranquilo hasta que los autores materiales del mismo estén fuera de juego. Así que
quizás les convenga a ellos más que a nadie ponerse en contacto con nosotros. No te
pedimos milagros, Gari, aunque seas sacerdote —se sonrió Goirizelaia al decir esto
último—, solo te pedimos que hagas correr la voz. Nada más que eso, que hagas
correr la voz. Y no solo por el interés de nuestra investigación sino, sobre todo, por su
propio bien.
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Tardó un mes entero en llegar hasta Bilbao, tiempo que aprovechó para ir
informándose de las características de la ciudad, sus habitantes y su modo de vida, y
cuando por fin pisó sus calles, tal vez no podía considerarse un experto, pero al
menos no le era del todo extraña.
Conocía perfectamente los nombres de los representantes de Moussa que al
parecer le estaban traicionando, pero decidió acercarse a ellos poco a poco. Lo más
importante, si no se lo había recalcado cien mil veces Moussa no lo había hecho
ninguna, era ser discreto, no despertar suspicacias, y para eso lo mejor era no
precipitarse ni correr ningún riesgo.
—No se trata tanto de esprintar a lo bestia como de aguantar bien la maratón, para
poder llegar entero a la meta, y en la primera posición a ser posible —solía repetirle
su jefe.
Los primeros meses se fue buscando la vida del mejor modo que supo y pudo,
como la inmensa mayoría de sus camaradas de continente. Realizando algunos
trabajos de albañilería o vendiendo discos compactos y deuvedés con los últimos
éxitos musicales y cinematográficos, o baratijas y artesanía africana. Incluso los días
que llovía, lo que en aquella ciudad no era nada extraño, sobre todo si lo hacía por
sorpresa y la gente, optimista, salía a cuerpo a la calle, alguien le proporcionaba un
buen número de paraguas para que intentara vendérselos a los transeúntes a los que el
cambio climático había pillado totalmente desprevenidos. A él no se le permitía
utilizarlos, era material para la venta, no para su uso personal, por lo que casi siempre
acababa empapado, pero así estaban de momento las cosas y esa era su cobertura. A
veces recordaba que su cuenta corriente estaba bien engrasada, no tenía nada que ver
con las de los desgraciados, en el caso de que las tuvieran, lo que no era probable,
que se dedicaban a lo mismo que él, pero las paranoicas medidas de seguridad que le
obligó a tomar Moussa impedían que pudiera solicitar una transferencia para así vivir
más desahogado.
—No te quejes, Salif, es por tu bien, no sabemos hasta dónde llega el control de
esos traidores hijos de puta —le dijo Moussa, en tono concluyente—. Si te mataran,
pese al afecto que tengo y hablando exclusivamente de negocios, para mí no
supondría más que un ligero contratiempo, siempre podría enviar a otro hombre o
tomar otras medidas, pero para ti sería mucho peor, estarías muerto y enterrado en un
país lejano, sin la garantía de que lavaran tu cuerpo ni lo perfumaran, como
establecen nuestros ritos, y seguramente te meterían en uno de esos féretros baratos
en lugar de envolverte en un sudario. Así que créeme, es mejor pasarlas putas una
corta temporada, cómo sea de corta dependerá de tu habilidad para solucionar los
problemas, que arriesgarse a ser descubierto con lo que eso puede conllevar.
El cabrón de Moussa tenía razón, eso estaba claro, pero también estaba claro que
quien las pasaba putas en Bilbao era él, y no su jefe, que seguramente en esos
momentos estaría en Bamako tirándose a la hermosa y blanca esposa de algún
diplomático de segundo nivel acreditado ante el gobierno maliense o incumpliendo el
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precepto que impide a los musulmanes beber alcohol y comer carne de cerdo.
Afortunadamente, poco a poco, y siempre manteniendo oculta su verdadera
personalidad, fue ganándose la confianza de sus colegas de infortunio. El barrio de
San Francisco, en el que se había instalado, era como un pequeño muestrario de su
África nativa. Allí podía encontrarse con magrebíes, gente llegada de Burkina Fasso
o de Gambia, senegaleses (curiosamente gran parte de los bilbaínos pensaba que
todos ellos eran senegaleses) o personas procedentes de su propio país. También
podía encontrarse con latinoamericanos y asiáticos, pero con estos se relacionaba
mucho menos. No por racismo, sino porque no le eran útiles para llegar a su objetivo,
el hombre u hombres que estaban traicionando a Moussa.
Sabía quiénes eran, por supuesto, su propio jefe le proporcionó sus nombres.
Cabía, también, la posibilidad de que no fuesen unos traidores, sino que hubiesen
sido «destronados» por otros tipos, pero se trataba de una posibilidad prácticamente
ínfima. De hecho, Moussa estaba seguro de que seguían vivos y dirigiendo el cotarro,
así que lo único que había que hacer era llegar hasta ellos y ganarse su confianza,
para así tener la oportunidad de quitarlos de en medio.
Cuando has vivido en la más absoluta de las miserias, sin ninguna esperanza de
salir de ella, y de repente un milagro cambia tu vida a mejor, sabes que harás lo que
haga falta para que el nuevo rumbo que ha tomado tu existencia no se tuerza, por eso
Salif se convirtió, desde el primer día en que llegó a Bilbao, en el hombre capaz de
asumir cualquier trabajo, por duro que fuese, sin emitir ni una queja. Si había que
vender paraguas, los vendía. Si había que levantar un muro, lo levantaba. Si tenía que
recorrerse todos los bares de la ciudad en busca de clientes para sus baratijas, los
recorría. Así fue ganándose la confianza de quienes le proporcionaban el material que
tenía que vender y de cuyos beneficios apenas podía quedarse con una mínima parte.
Hasta que llegó el día en que se encontraba apenas a un par de escalones por debajo
de los compatriotas que manejaban el negocio, los hombres que hacía unos años
envió Moussa para que protegieran sus intereses y que, en lugar de agradecérselo,
como debería hacer un buen musulmán, le traicionaron.
Un día, cuando llegó a uno de los almacenes en los que solía aprovisionarse antes
de salir a patear las calles de la ciudad, quien le estaba esperando era el Gran Jefe en
persona, el hombre al que todos obedecían y respetaban. No tuvo que fingir temor
cuando se encontró ante él. Pese a su preparación como policía o, más bien, como
matón al servicio de la policía, era plenamente consciente de que se encontraba
desarmado y sin recursos junto a un hombre que, con un solo gesto, podía hacer que
le cortaran en cien mil pedazos y luego tirarlos a la ría. El Gran Jefe observó con
satisfacción los temblores de Salif, pero le dijo que se tranquilizara.
—Me han hablado de ti —añadió— y por lo que me han dicho, eres un hombre
trabajador y leal, que nunca ha planteado problemas. Y también que eres una persona
muy callada y discreta. Me gustan las personas discretas. Uno no se puede fiar nunca
de quienes no hacen más que hablar, pero la gente callada, la gente que sabe
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mantener la boca cerrada, esa es la que me gusta tener a mi lado. Además, por lo que
me han contado, eres también inteligente y espabilado. En los pocos meses que llevas
aquí ya hablas bastante bien el español y chapurreas un poco el vasco.
Salif se limitó a asentir. Siempre se le habían dado bien los idiomas, cuando uno
sobrevive de intentar vender humo a los escasos turistas que visitan su país acaba
adaptándose a todo tipo de gentes y lenguas. Además, antes de salir de Malí le habían
dado unas cuantas clases de español, no las suficientes como para dominar el idioma,
pero sí como para no estar del todo perdido. Y posteriormente, eso sí que era cierto,
su habilidad e inteligencia natural hicieron el resto. Pero de todo eso no dijo ni una
palabra a su interlocutor.
—Además, pareces fuerte, muy fuerte —continuó hablando el Gran Jefe—. ¿Lo
eres?
—Sí, sí, bueno, creo que sí —contestó Salif, titubeando quizás más de la cuenta,
ya que no sabía a dónde quería ir a parar el Gran Jefe.
Como era la primera vez que se encontraba tan cerca de él, aprovechó para
examinarle disimuladamente. Hacía unos años había sido uno de los hombres de
confianza de Moussa y ahora estaba allí, traicionándole, desafiándole incluso. Y por
lo que se podía comprobar seguramente él también había sido fuerte, muy fuerte.
Posiblemente seguiría siéndolo, pero el paso de los años y la buena vida habían hecho
mella en su persona, y sus músculos, que se adivinaban aún poderosos debajo de la
grasa, habían perdido la batalla ante la preeminencia de esta última. Tenía un claro
sobrepeso, a un pequeño paso de poder ser considerado obeso, y su cara estaba tan
redondeada que apenas se podían vislumbrar en ella sus ojos, como si fueran dos
chinchetas colocadas por encima de su nariz. Pero aun así, Salif estaba convencido de
que un golpe proveniente del Gran Jefe tendría, sin lugar a dudas, efectos
demoledores.
—Es lo que me imaginaba —le contestó—, pero lo mejor será comprobarlo.
¡Kim! —señaló a uno de los guardaespaldas que estaban junto a él, protegiéndole—,
vamos a ver cómo es de fuerte nuestro nuevo amigo.
El hombre llamado Kim, una mole que podría haber hecho el papel de Jabba el
Hutt en «El retorno del jedi», solo que en lugar de grasa estaba repleto de músculos,
no esperó a que su jefe le repitiera la orden y sin darle tiempo a reaccionar, se acercó
a Salif y le golpeó en la cara del estómago, haciendo que se doblara en dos, mientras
boqueaba en un intento desesperado por expulsar el dolor y erguirse, pero no lo
consiguió, sino todo lo contrario. Un nuevo golpe propinado por una mano que
parecía haber sido forjada con el mismo material que el martillo de Thor chocó
violentamente contra su barbilla, haciéndole perder el equilibrio.
En la tesitura en que se encontraba, las frías baldosas del almacén le parecieron la
más acogedora de las moquetas, pero no pudo regodearse en ello porque los
poderosos brazos de su agresor le agarraron de la cintura y, tras elevarlo sobre su
cabeza volvió a arrojarlo, con una fuerza inusitada, contra el suelo.
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Salif solo se dio cuenta de que seguía vivo cuando el dolor producido por una
patada recibida en los testículos se le hizo insoportable. Ese dolor tuvo, sin embargo,
una influencia positiva en su mente, hasta el momento inundada por una nube roja
que le impedía pensar. No sabía si era simplemente una prueba, una manera de
comprobar su aguante y lealtad o es que habían descubierto que era un hombre de
Moussa, lo que sí sabía es que no podía continuar recibiendo impunemente una paliza
de ese tipo si quería salir vivo de allí y con las menores secuelas físicas posibles.
Aprovechó un momento de respiro para levantarse torpemente. No estaba seguro
de haber hecho lo correcto, quizás si se hubiese quedado tirado en el suelo el castigo
habría cesado. Ahora, en cambio, su cuerpo volvía a ser susceptible de ser utilizado
como un punching-ball por el guardaespaldas del Gran Jefe. Pero en las escasas
centésimas de segundo que duró la tregua se dio cuenta de que tenía una posibilidad
de vencer en ese extraño combate. El gigantón llamado Kim poseía sin duda, acababa
de comprobarlo en sus carnes, una gran fuerza, pero era mayor que él y aunque se le
veía en forma, estaba tan acostumbrado a que todos le temieran y se apartaran de su
camino que quizás no sabría responder con la necesaria rapidez y eficacia a un
contraataque lanzado con rabia, con esa rabia que Salif sentía en esos momentos, una
rabia no solamente originada por los golpes que estaba recibiendo sino, sobre todo,
por el recuerdo de lo miserable de su existencia antes de que Moussa le acogiera bajo
su brazo protector, una existencia a la que se había jurado no volver jamás en la vida.
Era ahora o nunca, se trataba de Kim o de él. Se abalanzó con furia sobre su
contrincante y, aprovechándose de su peso, le tiró al suelo, cayendo sobre él. No era
el momento de practicar el juego limpio, a la mierda los occidentales con sus tesis del
fair play, un fair play que no utilizaron, por cierto, cuando conquistaron y
colonizaron su país, así que viendo cómo su oponente estaba aturdido, más por la
sorpresa que por el golpe recibido, hundió sus dedos en el interior de las órbitas de
los ojos de Kim. El almacén debía estar completamente insonorizado, o quizás a la
gente que transitara por sus alrededores no le preocupaba para nada lo que pudiera
ocurrir en el interior de un local ocupado exclusivamente por africanos, ya que nadie
asomó su jeta para interesarse por lo que estaba sucediendo, pese a que los aullidos
lastimeros del gigantón tuvieron que escucharse no solo en todo Bilbao, sino en los
pueblos adyacentes. Pero eso lo pensó más tarde, en esos momentos sus manos eran
más rápidas que sus propios pensamientos y asiendo con ellas el cuello de Kim lo
giró violentamente hasta que estuvo seguro de que se encontraba ya más cerca de
Allah que de él mismo.
—¡Quieto!
Esa palabra, dicha en un tono casi más fuerte que los gemidos que acababan de
salir de la garganta del ya difunto Kim, hizo que Salif volviera a la realidad. Fue
entonces cuando se dio cuenta de que había estado a punto de morir. El compañero
del hombre con el que acababa de pelear tenía desenfundada su arma y estaba
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apuntando en su dirección. Solo la rápida intervención del Gran Jefe evitó que le
disparara.
Durante un tiempo los tres, el Gran Jefe, el compañero del matón muerto y él, se
miraron sin decirse nada, como si aún necesitaran tiempo para recapitular sobre lo
que acababa de suceder. Finalmente fue el Gran Jefe, como por otra parte era lo
obligado, quien rompió el silencio.
—Lo has matado —habló dirigiéndose a Salif.
Este no contestó. ¿Qué iba a decir? ¿Que había sido un accidente? ¿Que no fue su
intención matarlo? Sería absurdo afirmarlo, los dos hombres que le estaban
contemplando con rostros serios habían sido testigos de lo que acababa de ocurrir.
—Tendrás que compensarme —volvió a decir el Gran Jefe.
Salif siguió sin decir nada. ¿Para qué? Era consciente de que solo había un modo
de compensar lo que había hecho. Como decían los judíos, ojo por ojo y diente por
diente. Había conseguido escapar de las garras de Kim, pero dudaba mucho que
consiguiera escapar de las del Gran Jefe. Allí iba a finalizar, pese a todo, su vida. Se
preguntó si Allah sería capaz de perdonar las maldades que se había visto obligado a
hacer para cumplir fielmente las órdenes de Moussa. No había escapatoria, así que
estaba dispuesto a morir del modo más digno posible, por eso se extrañó cuando,
antes de volver a hablar, el gesto del Gran Jefe se distendió y se echó a reír.
—Sí, amigo Salif, tendrás que compensarme por lo que has hecho —dijo por fin,
cuando cesó su ataque de risa—. Tendrás que ocupar el puesto que Kim ha dejado
vacante. Acabas de demostrarnos que estás perfectamente preparado para hacerlo.
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La identidad del mendigo seguía siendo desconocida. Al menos esa era la tesis oficial
de la Ertzaintza y lo único que escuché de los labios de Eneko las pocas veces que le
llamé para preguntarle, aparte del consabido «vete a tomar por culo», que más que
como un exabrupto funcionaba casi como un mantra. Cuando mostraba mi
escepticismo ante la respuesta solo obtenía, a cambio, una sonrisita (mi teléfono no es
de esos en los que se puede ver el careto de tu interlocutor, pero no me hacía ninguna
falta, soy capaz de percibir la típica sonrisa autosuficiente de mi excompañero a miles
de kilómetros de distancia) y la no por esperada menos desagradable pregunta: ¿y a ti
qué coño te importa, si dices que no tienes nada que ver con el caso? Como no tenía
respuesta a esa pregunta o, para ser sincero, como no deseaba contestarla, respondía
con evasivas, acrecentando de ese modo la natural desconfianza de mi viejo camarada
de fatigas.
El tira y afloja que nos traíamos empezaba a ser cansino, sobre todo para mí, que
llegué a pensar que si seguíamos así jamás averiguaría la identidad del mendigo
asesinado. Afortunadamente Eneko decidió compadecerse de mí, o seguramente
pensó que era el momento de presionarme algo más, porque pocos días después de
salir de la clínica se presentó en mi domicilio sin avisar y sin una orden judicial,
como me digné expresarle cuando le abrí la puerta.
—Deja de tocarme los cojones y prepara ese café tan infecto con el que sueles
obsequiar a los amigos —me respondió tomando posesión de mi casa, como si fuera
Hernán Cortés tras la toma de Tenochtitlan.
Pese a lo ofensivo de sus comentarios sobre mi habilidad cafeteril obedecí sumiso
y poco rato después nos encontrábamos ambos tomando sendas tazas bien cargadas
en la habitación que solía utilizar como despacho. El gesto de mi amigo al sorber su
taza desmentía sus palabras anteriores, pero me abstuve de efectuar ningún
comentario irónico. Viendo lo apacible y feliz que estaba preferí no romper ese
momento mágico, sobre todo pensando en mi propio interés.
—Bueno, y ¿a qué se debe que honres esta humilde morada con tu presencia? —
rompí finalmente el hielo.
Me miró sorprendido, como si se hubiese olvidado de mí, lo que seguramente era
más un deseo que una realidad, y tras acabarse la taza me preguntó, finalmente, si me
sonaba de algo un tal Tomás Navarro Aretxederra.
—¿Tomás Navarro Aretxederra? —repetí el nombre que acababa de escuchar de
labios de Eneko—. No, no me suena para nada —era totalmente sincero al decirle eso
—. ¿Tendría que sonarme?
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—Depende —me contestó enigmático Eneko, antes de añadir—: si el mendigo
asesinado es la misma persona que te acuchilló hace unos días, pues sí, tendría que
sonarte. Pero claro, supongo que sigues insistiendo en que los dos casos no tienen
nada que ver.
Llega un momento en la vida en el que hay que tomar decisiones. Ese era uno de
esos momentos y, pese a mi falta de costumbre, decidí contarle parte de la verdad a
Eneko. Eso sí, adornándola, aunque sabía que no me iba a servir para nada.
—En realidad pensaba llamarte por teléfono justo antes de que aparecieras por
aquí —comenté sin que la mentira que acababa de salir de mis labios me hiciera
sonrojar, a mi edad ese tipo de vergüenzas las tenía superadas—, ya que he estado
mirando de nuevo la fotografía del hombre asesinado y creo que quizás tengas razón,
quizás sea él la persona que me agredió.
—Vaya por Dios —me replicó sonriendo Eneko, con esa sonrisa que era sinónimo
de «te he vuelto a pillar, cacho cabrón»—, es como para creer en los milagros. Justo
unos momentos antes de que tocara el timbre de tu casa viste la luz divina y decidiste
llamarme para confesármelo todo. Pues desembucha, cariño, que soy todo oídos.
—No sé a qué viene esa actitud —protesté débilmente—, ha sido una simple
coincidencia el que te hayas adelantado a mi llamada. Pero sí, creo, mejor dicho, no
creo, estoy seguro, de que se trata de la misma persona. Y de lo que también estoy
completamente seguro es que tenía que ser un loco, porque no le conocía de
antemano. Y ahora que me has dicho su nombre, sigo sin saber quién era.
El hecho de que esto último fuese cierto quizás contribuyera a que Eneko me
dijera que seguramente yo tenía razón. Aunque me sorprendió que me la diera,
procuré que no trasluciera mi sorpresa al exterior.
—Sí —volvió a decir mi amigo—, el tío estaba loco o, por usar un término
técnico, era un psicópata. ¿De verdad no te suena su nombre? Salió en la prensa hace
varios meses. Fue un caso muy sonado.
—Pues no lo recuerdo —contesté.
—Sí, hombre, seguro que en cuanto te refresque la memoria te acordarás del
asunto. Un hombre que mató a su mujer y a su hija, una niña de siete años. Las
degolló y luego desapareció. Hasta que los africanos le quemaran vivo en el cajero.
¿Te suena ya el asunto?
Sí, la verdad es que sí que me sonaba. Lo conocía a través de la prensa nada más,
por eso no recordaba el nombre del fulano, pero fue un caso sobre el que los
periódicos se cebaron, y no solo los periódicos sino, sobre todo, la totalidad de los
canales de televisión. Así se lo dije a Eneko, aunque mostrando bastante extrañeza
por lo sucedido.
—Puedo entender que siendo un psicópata me agrediera el otro día, aunque
parece raro que no haya dado señales de vida hasta ahora, pero ¿qué relación puede
tener su historial con su asesinato a manos de unos inmigrantes subsaharianos?
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—En lo primero tienes razón —me reconoció Eneko—, pero en cuanto a lo otro
—se encogió de hombros—, supongo que es simple mala suerte, le tocó a él como
podría haberle tocado a cualquier otro. No hay ningún motivo para pensar que
quienes le mataron desearan vengar la muerte de su mujer e hija. Algunos podrían
calificarlo de justicia divina, pero yo prefiero pensar que es, simplemente, puta
casualidad.
Creo que ya he comentado que Eneko Goirizelaia y yo nos conocemos desde hace
mucho tiempo, desde que ambos dábamos nuestros primeros pasos en la Ertzaintza,
así que me di cuenta de que en esta ocasión era él quién me estaba ocultando algo y
se lo dije.
—No sé por qué me dices eso —había llegado su turno de hacerse el ofendido y
lo estaba disfrutando—, sabes que soy tan leal contigo como tú lo eres conmigo.
—Pues por eso mismo sé que me estás ocultando algo —le espeté.
De todos modos no estaba entre mis planes, al menos dentro de los más
inmediatos, confesarle que había sido contratado para eliminar a Navarro, así que no
insistí en un duelo de reproches en el que, con toda seguridad, habría salido
trasquilado. Me limité a agradecerle la información que me acababa de proporcionar
y a manifestarle nuevamente que no podía ayudarle, que estaba claro, ahora más que
antes, que la agresión que yo había sufrido fue, también, pura mala suerte. Una
funesta combinación entre un psicópata que, nadie sabe por qué, decidió volver a las
andadas y el hecho de que yo me encontrara en el momento equivocado en el sitio
equivocado.
Nos despedimos amigablemente, con el convencimiento de que nos ocultábamos
mutuamente información y la promesa de que si nos enterábamos de alguna novedad
perderíamos el culo para informar al excompañero de las novedades. El que
cumpliéramos o no esa promesa era harina de otro costal, pero en el fondo ambos
sabíamos de qué iba el juego y no íbamos a hacernos mala sangre por ello.
Una vez despejado el terreno, fui hasta mi ordenador y empecé a navegar por
Internet. En ocasiones pienso cómo podía arreglárselas mi antepasado Sherlock sin
una herramienta tan importante y fundamental como esta. Allí estaba todo. No tuve
más que teclear el nombre que me había proporcionado Eneko, «Tomás Navarro
Aretxederra» y ante mí se abrió todo un mundo compuesto por cientos de enlaces,
todos ellos de periódicos o de las ediciones digitales de medios de prensa
generalistas. Y en todos ellos comprobé que mi excompañero no me había mentido.
Tomás Navarro Aretxederra degolló a su mujer y su hija y luego desapareció, como si
se hubiese desvanecido. Comprendí que Eneko y sus hombres se resistieran a
proporcionar la identidad del mendigo asesinado a la prensa, ya que eso desataría, sin
lugar a dudas, un montón de artículos sensacionalistas en los que, posiblemente, la
Ertzaintza no saldría muy bien parada, pero seguía sin comprender por qué Sánchez-
Ávila y sus clientes deseaban verle muerto.
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En todas las fuentes que consulté se narraba la misma historia, con palabras o
enfoques distintos, pero a fin de cuentas tampoco había mucha diferencia entre unas
versiones y otras. Tomás Navarro había sido, en su juventud, una de esas lumbreras
que enseguida despiertan la atención de los cazatalentos. Premio fin de carrera en la
Universidad Comercial de Deusto, un par de másters en el ESADE y en una
universidad de la Costa Este norteamericana. Cuando volvió a Bilbao fue fichado por
uno de esos bancos de inversiones en los que no puedes abrir una cuenta corriente
salvo que detrás de la primera cifra haya muchos ceros. Una carrera fulgurante, que
incluía su boda con una antigua Miss Euskadi que llegó a ser dama de honor en el
certamen de Miss España y una hija de esas que no desentonaría en el caso de ser
invitada al cumpleaños de la princesa de Asturias, esa niña a la que todo el mundo
llama «doña Leonor», pese a su corta edad. Podría decirse que era una vida de cuento
de hadas salvo por el hecho de que para mantener ese estatus económico y social
tenía que trabajar veinticinco horas al día. Posiblemente eso fue lo que le quebró,
según algunos psiquiatras entrevistados por los medios. En opinión de la mayoría de
ellos, el exceso de trabajo acabó por desequilibrarle y le llevó a asesinar a su mujer y
su hija, los seres que más amaba en este mundo. Bien por los psiquiatras, yo siempre
he pensado que el exceso de trabajo es perjudicial para la salud, y el que unos
eminentes profesionales llegaran a la misma conclusión me reafirmaba en mis
pensamientos.
Una vez hecha esa sesuda reflexión seguí trabajando en el tema, así de
contradictorio es el comportamiento humano. Estaba tan embebido navegando por
Internet que cuando vi en la pantalla del móvil que me estaba llamando Lola, decidí
apagarlo, sin dignarme a contestar. Ya solo me faltaba eso, tener que escuchar un
sinfín de reproches de mi examante mientras me sumergía en todo el cúmulo de
información sobre Navarro que Internet ponía a mi disposición. La verdad es que no
sabía lo que buscaba, simplemente me limitaba a picotear por aquí y por allá
esperando que saltara alguna liebre, pero se ve que ese animal tan apetitoso no estaba
por la labor de acabar en mi cazuela, así que no conseguí nada de nada, salvo
atiborrarme de detalles escasamente interesantes, pero necesarios para que los
periodistas de turno pudiesen rellenar el mínimo de cuartillas exigidos por sus
redactores jefes.
Viendo que poco más podía sacar de las crónicas del doble asesinato perpetrado
por Tomás Navarro, intenté cruzar sus datos con los de Sánchez-Ávila, el abogado
que me encargó su liquidación, pero no obtuve ningún resultado. Si antes de que yo
entrara en escena el letrado y el economista habían tenido algún tipo de relación, tuvo
que ser tan discreto que no quedó ningún rastro del mismo en la red. Seguramente en
eso no me mintió el abogado y el encargo no lo hizo motu proprio sino a instancia de
algún cliente. El dilema estribaba en saber quién deseaba ver muerto a un psicópata
de las características de Navarro y por qué. De hecho, si averiguaba lo segundo
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estaría muy cerca de averiguar la identidad de los instigadores de su asesinato. O
viceversa.
Lo primero en lo que pensé fue en una posible venganza, tal vez a los allegados
de la antigua Miss Euskadi no les gustó ni un pelo que el bueno de Tomás se cargara a
su familiar o amiga y decidieron tomarse la justicia por su mano. A veces ocurre, pero
no parecía muy probable. No por falta de ganas, sino de medios, sobre todo
económicos. Por lo que pude deducir navegando por Internet la familia de la mujer
asesinada no tenía el suficiente poder económico como para encargar un asesinato, no
al menos a través de un abogado del renombre y el caché de Marcelino Sánchez-
Ávila. Y no me los imaginaba impulsando un «crowdfunding» para obtener el dinero
necesario.
¿Tendría que ver el asunto con su actividad profesional? Siempre he desconfiado
de los jóvenes tiburones de las finanzas que con tal de conseguir un euro más para su
cuenta corriente (bueno, lo de «un euro más» es lógicamente un eufemismo) no se
paran en barras y arrasan con todo lo que pueden, dejando tras de sí una riada de
cadáveres, pero tampoco parecía tener sentido. ¿Por qué esperar, para darle su
merecido, a que demostrara que era un psicópata asesino de manual? Aunque
pensándolo bien, no sería el primer caso en el que una persona, sintiéndose acosada,
decidiera llevarse por delante a su familia. Pero habitualmente, cuando eso sucede, el
siguiente paso es suicidarse y, por mucha imaginación que uno tenga, nadie se suicida
contratando a un grupo de negros para que primero le apaleen y después le quemen
en vivo y en directo.
Aunque no podía desechar ninguna opción, por descabellada que pareciera, no
parecía plausible que esas hipótesis llegaran a confirmarse, pero eso no me
solucionaba nada, todo lo contrario, Continuaba totalmente confundido y sin saber
por dónde tirar. El problema estribaba en que no tenía mucho tiempo, porque de una
cosa sí que estaba completamente seguro: antes o después alguien pensaría que
podría ser un testigo molesto e intentaría eliminarme.
Volver a hablar con Sánchez-Ávila no tenía sentido después del éxito de nuestra
conversación anterior. Mientras pensaba en ello me acordé del hombre que estaba
reunido con él en el momento en que irrumpí en su despacho, el falso cónsul de
Zimbabwe. Había cosas que no me cuadraban, y no solo el hecho de que fuera negro,
como los asesinos de Tomás Navarro. Cuando les interrumpí no dio muestras de
sorpresa o enfado, como hubiese sido lo natural. Incluso hizo un gesto al abogado,
que sí había dado señales de estar irritado, para que me atendiera, como si supiera
quién era yo y le pareciera conveniente que mantuviéramos una conversación. En un
primer momento pensé que estaba fijando mi imagen en su retina para poder
reconocerme en el caso de que volviéramos a encontrarnos, pero cuanto más pensaba
en ello más creía que no se trataba de eso sino de todo lo contrario, que ya me había
reconocido y por eso mismo me observaba con extremo interés. Pero si me había
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reconocido, eso significaba que sabía perfectamente por qué estaba allí. No era un
pensamiento tranquilizador, precisamente.
Gracias a mi apoyo y consejo las jóvenes prostitutas a las que, según la opinión
de todo el mundo excepto la mía, estaba protegiendo y controlando, habían
conseguido abandonar la calle, lo que al menos era un primer paso para salir del pozo
en el que habían estado metidas, así que me dirigí al piso en el que actualmente
ejercían su oficio. Tres de las cinco eran africanas, y quizás podrían saber algo sobre
el tipo que había estado departiendo amigablemente con Sánchez-Ávila antes de mi
llegada. Mientras me encaminaba hacia allí la musiquita del móvil me indicó que
acababa de recibir un WhatsApp. Cuando lo abrí pude ver que se trataba de Lola. Su
mensaje decía escuetamente «llámame», pero en lugar de hacerlo lo que consiguió
fue que me pusiera de mala hostia. Sabía perfectamente que no era poseedora de
poderes paranormales, pero que justo irrumpiera de nuevo en mi vida en el momento
en el que me disponía a visitar a las mujeres por cuya causa me había mandado a la
mierda no produjo vibraciones positivas en mi persona. De hecho, cuando me
abrieron la puerta, las cinco comprendieron que no estaba de muy buen humor, pero
no pusieron pegas en ayudarme en todo lo que necesitara, y ese «todo lo que
necesitara» casi hizo que me derritiera al momento.
Me sobrepuse a ese momento de debilidad, ya se sabe lo que dice la Biblia, el
espíritu está fuerte pero la carne es débil, y les expuse lo que quería. La colombiana y
la rumana de Abaltzisketa, desconocían de qué les estaba hablando, pero las dos
nigerianas y la maliense, cuando escucharon lo que les estaba preguntando, casi se
descompusieron mientras negaban saber nada de nada acerca del fulano que les
estaba describiendo. No digo que se pusieron blancas para no hacer un chiste fácil e
incluso racista, pero por ahí anduvo la cosa, y pese a mi insistencia se negaron a
decirme nada excepto que no le conocían ni sabían quién era. Como confiaba en ellas
y sabía por lo que habían pasado opté por no presionarlas de momento. Quizás fuese
una equivocación, porque al día siguiente, según me comentaron posteriormente sus
compañeras, las tres desaparecieron sin despedirse ni darles ningún tipo de
explicación y nunca más volvimos a verlas. Me gustaría pensar que huyeron a otro
país donde sus vidas mejorasen, pero esto último no lo tengo muy claro. No es que
me haya convertido en un filósofo de taberna, pero siempre he sabido que, como dice
el refrán, hay personas que nacen con estrella y otros estrellados, y las jóvenes
africanas no parecían pertenecer al gremio de los seres humanos más afortunados. De
todos modos, pese a esas carencias, una de ellas, nunca sabré si por decisión personal
o como portavoz de sus compañeras demostró que, dentro de las circunstancias, era
una buena amiga y se mostraba agradecida, ya que dos días después recibí un
WhatsApp, procedente de un número desconocido cuyo origen no pude rastrear, en el
que aparecía tan solo un nombre: Salif. Pese al anonimato bajo el que se escondía el
mensajero, supuse que se trataba de alguna de mis viejas amigas, pero cuando intenté
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contactar con ellas el móvil del que procedía el mensaje se encontraba fuera de
servicio y nunca más volvió a funcionar.
Al menos tenía dos cosas: un nombre, Salif, y que tenía atemorizadas a las
prostitutas de origen africano. No era mucho, pero retomando de nuevo la filosofía
tabernaria, no me quedaba más remedio que admitir que menos daba una piedra.
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Al principio la noticia fue una más de esas que suelen aparecer en los telediarios y
que, aunque sobrecogen a la mayoría de los ciudadanos, pronto se olvidan. En la
ciudad de San Juan de Luz, a unos escasos 15 kilómetros de la frontera franco-
española, en el interior de un camión frigorífico, habían sido hallados los cadáveres
de cuatro inmigrantes subsaharianos fallecidos por congelación. Al parecer, según
constaba en el exhaustivo informe redactado por agentes de la Gendarmerie, se
introdujeron en su interior con el ánimo de pasar desde España a Francia sin ser
detectados. Desgraciadamente no se debieron percatar del tipo de vehículo que iban a
utilizar o, si lo hicieron, no previeron las desastrosas consecuencias que su decisión
les podía acarrear. Las autoridades francesas dedujeron que se encontraban ante un
suceso trágico, pero sin ninguna significación especial ni mucho menos policial. El
conductor del camión frigorífico era un veterano que llevaba años haciendo la misma
ruta, sin haber tenido jamás un problema, ni siquiera una multa por adelantamiento
indebido o velocidad inadecuada. Y, por supuesto, no tenía antecedentes penales ni
policiales. Lo mismo podía decirse de la empresa de transportes y de la propietaria de
la mercancía transportada. El informe final resaltaba tanto lo accidental del suceso
como la desconocida identidad de los fallecidos, que los esfuerzos de la policía, no
excesivos en realidad, no consiguieron desvelar.
La noticia, aunque tuvo cierto realce al norte de los Pirineos, apenas ocupó unas
pocas líneas en los periódicos que se publicaban al otro lado del Bidasoa, por lo que
hubiese pasado desapercibida si no fuese por la desaforada pasión que sentía Ander
González, oficial de la Ertzaintza, por el rugby.
Sí, González, el frío y cerebral González, el leal lugarteniente de Eneko
Goirizelaia, el policía eficiente que parecía estar dedicado tan solo a su trabajo las
veinticuatro horas del día, era un apasionado del rugby, al que había jugado en su
juventud. No se perdía ninguno de los partidos que emitían por televisión del Torneo
de las Seis Naciones y cuando daban por satélite algunos encuentros internacionales
importantes todo el mundo sabía que podía encontrársele pegado a su televisor, salvo
que estuviera de servicio. Incluso había aprendido a realizar el famoso haka, el baile
ritual de la selección neozelandesa, aunque solo lo practicaba en la intimidad de su
hogar cuando nadie podía verle, para evitar ser objeto del cachondeo de sus amigos y
familiares. Era seguidor del Aviron Bayonnais Rugby Pro, el club de Baiona que,
junto al Biarritz Olympique Pays Basque, representaba al rugby vasco en una de las
mejores ligas del mundo, la francesa. Siempre que podía y el trabajo se lo permitía,
solía asistir al estadio Jean Dauger a animar a su equipo mientras cantaba, como un
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bayonés más, el «Peña Baiona», el himno del club cuya melodía estaba sacada de la
canción «Vino griego» de la que el canario José Vélez hizo una versión en español. O
el «Txoria, txori» de Mikel Laboa, esa fábula sobre un hombre que amaba tanto a su
pájaro que se negó a cortarle las alas, aunque de ese modo se hubiera tenido que
quedar con él para siempre y que, pese a que no había sido compuesta con ese fin, en
los últimos tiempos se había convertido en una especie de grito de guerra de los
aficionados bayoneses.
Nadie sabía a ciencia cierta de dónde le venía a González su apasionado apoyo al
Aviron. Algunos de sus compañeros pensaban que se debía a cierta afinidad, por
motivos de apellido común, con el que fuera uno de sus jugadores más emblemáticos,
Jean-Michel González. Los más maliciosos, en cambio, achacaban esa opción
personal de Ander González a que en fútbol era un acérrimo hincha del Athletic y la
sección dedicada a ese deporte del Aviron tenía un convenio de colaboración con el
equipo bilbaíno. En el fondo daba igual cuál fuese el motivo, lo importante era que
debido precisamente a su afición al rugby y su lealtad a los colores del equipo
vascofrancés solía buscar diariamente, en la versión digital del periódico Sud-Ouest,
noticias relativas al mismo. Y por eso fue que, de pura casualidad, leyó una noticia
que había pasado desapercibida al sur de la frontera, la de la muerte por congelación
de los cuatro inmigrantes africanos.
En el mundo literario que especula sobre las actividades policiales se ha
convertido en una máxima la frase de que las casualidades no existen, y puede ser
una máxima que tenga bastante sentido, pero en la vida cotidiana de quienes tienen
por profesión la lucha contra la delincuencia se sabe que, en ocasiones, los asuntos se
resuelven, precisamente, por pura casualidad. De ahí que Ander González especulara
con la posibilidad de que los africanos tan trágica y accidentalmente fallecidos fuesen
los mismos que asesinaron a Tomás Navarro e hiciese partícipe de esas sospechas a
su superior inmediato, Eneko Goirizelaia que, pese a su escepticismo inicial, decidió
ponerse en contacto con sus homólogos de la policía francesa, fiándose de la
intuición de su compañero y amigo.
La Gendarmerie no tardó ni veinticuatro horas en facilitarles la información
solicitada. Seguramente pensaban que de ese modo no solo se quitaban un muerto de
encima, sino cuatro de una sola tacada. El dossier iba acompañado además de por las
diligencias policiales y las actas levantadas al efecto, por un buen número de
fotografías sacadas a los fallecidos. Al cotejar esas fotografías con las grabaciones
tomadas en el cajero en el que fue asesinado el indigente, los ertzainas pudieron
comprobar que sus sospechas eran ciertas y que por fin habían encontrado a los
asesinos, aunque Goirizelaia ya nunca podría conocer los motivos que les indujeron a
asesinar a ese pobre desgraciado y ningún juez abriría un sumario contra ellos. El
caso estaba cerrado. ¿O no?
Porque a pesar de haber accedido a esa información por casualidad, Goirizelaia
seguía siendo muy escéptico ante las casualidades. O, al menos, ante las
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coincidencias, lo que no es lo mismo. Es cierto que todo parecía encajar. Los cuatro
subsaharianos, tras asesinar al mendigo, deciden huir de Bilbao y del país para evitar
ser apresados y en su precipitación por escaparse utilizan un camión frigorífico sin
darse cuenta de que están firmando su propia sentencia de muerte. Todo encajaba, no
serían los primeros que, en su intento por huir de la policía o de unas penosas
condiciones de vida, se encontraban con un destino mucho peor que el de acabar
recluidos en un centro penitenciario. Pero ¿habían sucedido así las cosas? Si Iturbe, el
novato licenciado en Psicología que estaba a sus órdenes desde hacía muy poco
tiempo estaba en lo cierto, y Gorizelaia estaba convencido de que era así, los asesinos
de Tomás Navarro parecían verse sometidos, en el momento de su acción, a una
enorme tensión, como si no perpetraran ese crimen voluntariamente sino obligados y
bajo unas amenazas que podían considerarse extremas. De ser así, y a pesar de no
tener prueba alguna que mostrar ante un juez, estaba convencido de que ni Iturbe ni él
se equivocaban, no solo el inexistente instinto policial con el que a menudo se
especula en los medios sino el simple sentido común parecían indicar que lo sucedido
con esos cuatro desgraciados no fue un triste y trágico accidente, sino un asesinato
múltiple. El problema era que, además de no poder demostrarlo en esos momentos,
tenía las manos atadas para intentar hacerlo en el futuro, porque el caso era
competencia de la Gendarmerie y de los jueces franceses. Y tanto la policía como la
judicatura gala, de un modo lógico y razonable por otra parte, habían dictaminado
que el asunto era, precisamente, un accidente.
Decidió ponerse en contacto con su homólogo francés, quien, amablemente,
accedió a comentarle las incidencias del asunto, incluidos los detalles que no se
suelen poner, por innecesarios, en los informes policiales. Todo parecía estar en
orden, aun así Goirizelaia se atrevió a transmitirle sus sospechas. No sería justo decir
que el responsable francés de la investigación dejó en ese momento de atenderle con
la misma amabilidad que al principio, pero sí que su tono pasó a ser algo más seco y
rígido, sobre todo cuando le aconsejó que no se complicara la vida (en realidad le
estaba exigiendo que no se la complicara a ellos) con esas especulaciones que quizás
estaban bien como ejercicio mental, pero que no conducían a nada positivo.
Cuando, tras agradecerle sus atenciones, Gorizelaia cortó la comunicación con su
colega del otro lado de la muga[10], comprendió que este tenía razón, que no se podía
hacer nada más de lo que ya se había hecho sobre ese asunto. Pese a ello fue
consciente de que antes o después haría algo, no sabía qué ni con qué resultados, pero
no podía dejar el tema así, como si no hubiese ocurrido nada, como si efectivamente
hubiera sido un accidente. El problema era que, de momento, no sabía qué pasos tenía
que dar.
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Salif, por lo que pude descubrir, era un nombre bastante habitual entre los
inmigrantes subsaharianos, así que preguntar por alguien llamado así en el barrio de
San Francisco era como preguntar en el resto de Bilbao por alguien que se apellidara
García o Etxebarria. Una lamentable pérdida de tiempo. Es cierto que seguramente, si
daba su descripción, el terreno de búsqueda se acotaría bastante, pero tras la
experiencia de lo ocurrido con las jóvenes prostitutas africanas que salieron del país
poco después de preguntarles por él, no me pareció oportuno dar ciertos datos, no
fuera a ser que ocurriera lo mismo o algo peor.
En realidad lo habría hecho si no hubiese tenido otra alternativa, pero entonces
me acordé de Etxebe, un antiguo ertzaina que si bien no me apoyó cuando estuve
metido en problemas, como lo hizo Eneko Goirizelaia, no fue de los que
ostensiblemente me dieron la espalda ni me retiró el saludo. Nunca fuimos
excesivamente amigos, pero tampoco nos convertimos en enemigos y aunque no
sabía si estaría dispuesto a ayudarme, no se perdía nada por intentarlo. Debí pillarle
en un momento de buen humor, quién sabe, o tal vez le caía a él mejor de lo que él
siempre me había caído a mí, preferí no preguntárselo. El caso es que accedió a
verme y nos citamos en uno de los locales que últimamente habían proliferado por
Juan de Ajuriagerra, antaño una calle más bien sosa y muerta, pero que en los últimos
tiempos había cobrado nueva vida.
—¿Un tipo llamado Salif? —repitió el nombre que yo le acababa de citar, tras
paladear con satisfacción el cuba libre de Bacardí al que la necesidad me había
obligado a invitarle—. ¿Qué sabes de ese Salif, qué negocios tienes con él?
No sé si he explicado, ya que, el humor de Etxebe solía oscilar entre la ironía, la
autosatisfacción y el recelo. Pues bien, en aquellos momentos en sus palabras no
predominaban ni la ironía ni la satisfacción.
—Nada, no sé nada de él, por eso te lo pregunto —intenté poner un aspecto lo
más inocente posible.
—Vamos a ver, Goiko. Resetea esa esponja que tienes por cerebro. Voy a
ponértelo más fácil. Imaginemos que exista un desconocido que se llame Salif, que
por cierto hay más de un centenar con ese nombre pululando por Bilbao, y coincida
con las características del fulano por el que me has preguntado y suponiendo, que es
mucho suponer, que yo lo conozca… indicaría que no es precisamente un honrado
ciudadano. Entonces, ¿por qué cojones lo buscas?
—No lo busco —protesté—, solo quiero saber quién es, a qué se dedica… qué es
lo que hace en Bilbao.
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—Nada bueno, eso seguro —apostilló Etxebe a mis últimas palabras, aunque, por
supuesto, jamás en la vida admitiría que en su expresión pudiera aparecer un poso
xenófobo o racista—. Pero a estas alturas, querido Goiko, y pese a que estoy seguro
de que me vas a invitar a otro cubata —sin esperar mi respuesta a ese último
comentario pidió al camarero «otro como este, pero más cargado»—, que le busques
o que solo quieras información sobre él, pues lo mismo me da que me da lo mismo.
¿Ulertu[11]?
La música del «Gora ta gora beti», la canción que el grupo Oskorri dedicó a
Lapurdi, interrumpió nuestra conversación. Cuando saqué el móvil del bolsillo
izquierdo de mi pantalón leí en la pantalla el nombre de Lola y haciendo caso omiso a
las palabras de Etxebe, que me decía que no me preocupara por él, que atendiera la
llamada, corté la comunicación.
—Joder, Goiko, ni que te hubiese llamado una novia molesta, jamás he visto a
nadie que apagara tan rápido el móvil —me dijo Etxebe con una sonrisa en los labios
y los ojos brillantes. Daba la impresión de que los cubatas empezaban a hacerle
efecto, pero sus palabras, por lo atinadas, pese a que ni él mismo lo supiera, me
perturbaron bastante.
De todos modos la interrupción me había venido bien para aclarar mis ideas y
pensar qué es lo que iba a contar a Etxebe. Con él no iba a servirme el rollo de la
confidencialidad con los clientes y tampoco podía esperar que, como hacía Eneko,
aceptara mi silencio por amistad y confianza mutua. Tenía que darle algo y lo mejor,
en este caso, era darle la verdad. O, al menos, parte de ella. A Etxebe, por su carácter
y modo de ser, seguramente no le extrañaría que quisiera arreglar cuentas con un tío
que, al parecer, estaba detrás de la agresión que había sufrido hacía ya casi un mes. Y
si encima el tipo era extranjero y negro, le importaba un huevo la reacción que yo
pudiera tener. Así que si no se lo conté todo, sí lo suficiente como para que
comprendiera mi interés por Salif y, llegado el caso, no se fuera con el cuento a
donde mi buen amigo Eneko Goirizelaia.
—Vamos, que quieres devolvérselas una a una a ese cabrón —dijo risueño,
después de conseguir que le invitara a un tercer cubata—. Me parece de puta madre,
hay que hacerse respetar por esos tipejos.
—Yo no diría tanto, sencillamente me gustaría tener más información sobre él,
por si acaso, ya sabes.
—¡Cómo no lo voy a saber! —dijo guiñándome un ojo—. En fin, algo sí que sé,
aunque no es mucho. Hace tiempo que le tenemos echado el ojo, porque sospechamos
que no es trigo limpio. Pero no me refiero a que no sea trigo limpio como los demás
negratas que pululan por San Francisco y las Cortes, no, este tío es un capo. Creemos
que nada se mueve en el barrio sin que él lo controle o, al menos, dé el Visto Bueno.
Por lo menos en lo que respecta a los subsaharianos. Pero nunca hemos conseguido
ninguna prueba en su contra, ni siquiera el más pequeño indicio. Oficialmente está
limpio, más limpio que las vajillas esas que anuncian por televisión, ya sabes, las de
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Villarriba y Villabajo —evidentemente la ingesta de cubatas estaba generando efectos
nocivos en el cerebro de Etxebe.
—¿Se sabe de él que haya matado u ordenado matar alguna vez a alguien?
—Se sabe, se sabe…, ¿qué coño quieres decir con esas palabras? ¿Qué es saber
exactamente? ¿Tener pruebas para llevarle ante un juez? Pues no, amigo Goiko, no
tenemos ni una puta prueba, no solo para acusarle de asesinato sino ni siquiera de
haber robado un bolígrafo. Ahora bien, si la pregunta consiste en si pensamos que
podría estar detrás de más de una muerte ocurrida en Bilbao y sus aledaños, pues te
diría que no solo detrás, sino delante, de frente y de costadillo. Así que por ese lado
no tienes nada que rascar, si tuviéramos no ya alguna prueba, sino el más leve indicio
de actividades ilegales, ya le habríamos empapelado. Pero de momento lo único que
podemos hacer es jodernos y esperar. La rutina policial, como dicen algunos.
Sí, la rutina policial. Pero yo ya no era policía y odiaba las rutinas, así que le
pregunté si tenía algún lado oscuro por el que poder atacarle.
—¿Un lado oscuro? —empezó a descojonarse el bueno de Etxebe—. Todo él es
un lado oscuro, ¿o acaso te has olvidado que es negro negrísimo desde las plantas del
pie hasta la cabeza?
Muy bueno el chiste, pero yo no le estaba pagando el cuarto combinado de ron y
Coca Cola para oírle decir sandeces ni chismorreos xenófobos, y así se lo dije.
—Joder, Goiko, no sabía que fueses tan políticamente correcto.
Me han llamado muchas cosas a lo largo de mi vida, pero era la primera vez que
alguien me calificaba de políticamente correcto. Se ve que siempre hay una primera
vez para todo. O quizás para Etxebe el listón de lo políticamente correcto estaba muy
bajo.
—No lo soy, pero no he venido a discutir de eso. Es lamentable que no hayáis
podido pillarle en ningún delito, ni siquiera en la más pequeña falta, pero tendrá
algún resquicio por donde meterse, algún vicio poco confesable aunque legal, una
amante, el alcohol, el juego, las bebidas isotónicas, los gnomos de jardín, qué sé yo,
cualquier cosa me podría servir para conocerle mejor.
—Pues va a ser que no —cabeceó tristemente Etxebe. Esperaba que eso no
significara que estaba pasando de la euforia a la depresión, lo único que me faltaba
era tener que aguantar la crisis de los cincuenta a un ertzaina racista, violento,
borrachín y melancólico—. El cabronazo de Salif está totalmente limpio. Por no
poder acusarle de nada, ni siquiera podemos decir que se haya tirado un pedo en un
espacio público. Aunque quizás tenga algo para ti.
—¿De qué se trata? —pregunté esperanzado.
—No te me emociones ni aceleres, que no es para tanto, me temo. Pero hay un
tipo, un tal Touré, que quizás pueda decirte algo más que yo.
—¿Quién es ese Touré? ¿Es de fiar?
Etxebe se encogió de hombres antes de decirme que era todo lo de fiar que puede
ser uno de esos negros que pululan por el barrio de San Francisco, en el absurdo caso
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de que yo fuese tan tonto como para fiarme de alguno de ellos.
—Aunque en el fondo no es un mal tipo —añadió—. Es un sin papales que ha
venido desde Burkina-Fasso. ¿Quieres creerme que hasta que le conocí ni siquiera
sabía que existiese un país con ese nombre tan raro? Yo pensaba que todos los negros
eran de Senegal, Nigeria o Camerún, ya sabes, como en la vieja canción de Zarama,
«Iñaki, ze urrun dagoen Kamerun[12]», pero se ve que no, que también existe
Burkina-Fasso, que tiene cojones el nombrecito. ¿Cómo habrá que llamarles?
¿Burkinafesses, burkinafeños, burkinamierdas? No pongas esa cara, Goiko, que es
una broma, joder, no sabía que te cayeran tan bien los negros. Además seguro que
Touré te gustará —añadió jocoso mientras se pedía el quinto combinado de ron y le
explicaba bien claro al camarero que tenía que cobrármelo a mí—, en ocasiones ha
trabajado como detective. Un detective de pacotilla, eso sí, lo mismo que tú, aunque
tiene una ventaja sobre ti, sus superpoderes. Sí, superpoderes. ¿O quizás sea un
embaucador? —se rio de su propio chiste—. Adivina el porvenir, quita el mal de
amores, espera, espera, que te leo todo el rollo que pone en sus panfletos publicitarios
—añadió cuando la risa le permitió sacar un papel de sus bolsillos—: profesor Touré,
gran vidente africano, experimentado en todos los campos de la alta magia, ahuyenta
la mala suerte, protege contra el mal de ojo, soluciona problemas de salud, de
negocios, sentimentales, resultados garantizados al 100% en muy poco tiempo. Como
verás el tipo es una auténtica joya, así que podría decirse que no me he equivocado al
decir que sois almas gemelas.
—Más bien tiene pinta de ser uno de tus confidentes —dije tan solo para tocarle
los cojones.
—No creas, el muy cabrón se me resiste, pero ya caerá si no quiere regresar a su
puto país con el rabo entre las piernas —me contestó al borde del cabreo—. Pero en
alguna ocasión ha colaborado conmigo y supongo que a ti no te pondrá pegas, ya que
hace tiempo dejaste de ser ertzaina. Te he concertado una entrevista con él, en campo
neutral, ya que no desea que le vean en San Francisco con alguien que pueda oler a
pasma. Así que mejor será que nos demos prisa o, mejor dicho, que te des prisa, ya
que me pidió que fueras solo. Será que con un poli tiene más que suficiente, no creo
que pueda llegar a aguantar a dos en el mismo paquete, aunque uno de los dos no sea
un policía de verdad sino un huelebraguetas —volvió a reírse de su propio chiste.
Le dejé solo, bueno en realidad no le dejé solo, le dejé con los siete cubatas que se
había tomado. Supongo que al día siguiente llamaría a la comisaría diciendo que tenía
la gripe A, o la gripe porcina, que en su caso parecía lo más adecuado, y que por eso
no podía acudir al trabajo. Aunque nunca se sabe, el tío hasta el momento había
aguantado imperturbable, quizás fuera de esos a los que el alcohol ya no les hace
mella, hasta que un día notan cómo las hormigas y las cucarachas les recorren por
todo el cuerpo y acaban tirándose por la ventana.
De todos modos, lo que ocurriera con Etxebe y sus cubatas me era indiferente y
me dirigí hacia el lugar en el que me había concertado la cita con el tal Touré. No
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tenía que andar mucho, ya que se trataba de un pub de la zona de Mazarredo, que
conocía de algunas otras ocasiones y que, eso tengo que reconocérselo, era un sitio
ideal para que nadie sospechara de nosotros si nos veía hablando, ya que por su
interior pululaba gente de lo más variopinta. Incluso podría decirse que de lo más
estrafalaria, si no fuera porque el tiempo y lo que a través de él he vivido, me ha
hecho cada vez más tolerante, por lo menos en lo que atañe al aspecto físico y
vestimenta de mis conciudadanos más noctámbulos. Además, con la música que
atronaba en local apenas podíamos entendernos entre nosotros, así que para alguien
ajeno a nuestra conversación sería imposible captar ni una sola palabra, por más que
lo intentara.
Mientras caminaba los escasos metros que separan las calles Juan de Ajuriagerra
y Alameda de Mazarredo decidí ser un buen tipo y devolverle a Lola sus llamadas.
Por tres veces tecleé su número, pero en las tres ocasiones, tras escuchar en vano
durante bastante tiempo la señal de llamada, tuve que apagarlo al no encontrar
respuesta por su parte. ¿Estaría ocupada o quería pagarme con la misma moneda? Me
daba igual, yo ya había cumplido, ahora le tocaba a ella mover pieza nuevamente. Y
si no lo hacía, pues a la mierda. Lo habíamos pasado muy bien juntos, pero ni
deseaba compromisos ni aguantaba celos absurdos. Mujeres había a patadas. O, al
menos, eso es lo que me decían los amigos cuando lloraba sobre sus hombros
mientras les aburría narrándoles con pelos y señales mis problemas erótico
sentimentales. El que cuando yo salía de casa no viera tantas mujeres que se morían
por mis huesos, era accesorio. Si mis amigos decían que había mujeres a patadas,
seguramente tendrían razón. O yo deseaba dársela, lo que no es lo mismo, pero como
dice el refrán, el que no se consuela es porque no quiere.
Hay un dicho un tanto racista que dice que todos los negros, y llegado el caso
también todos los chinos, se parecen y es imposible distinguirlos unos de otros.
Aparte de que hay que ser muy ciego o cretino para no distinguir un negro gordo de
uno escuálido, un lampiño o uno con una generosa barba, uno alto u otro bajo, en
cuanto le eché una ojeada supe que aquel subsahariano tenía que ser el famoso Touré.
Y no solo porque en esos momentos era el único negro que se encontraba en el
interior del local o porque parecía estar esperando a alguien, sino por su mirada.
Cuando nos presentamos comprendí que le viera donde le viese en el futuro, siempre
le reconocería. No por ser alto o bajo, gordo o escuálido, barbilampiño o barbudo,
sino por esos ojos que me indicaban que había visto el horror en su totalidad y no
había conseguido salir indemne. Supuse que su vida no había sido fácil, nunca lo es el
recorrido que les lleva desde su aldea africana hasta las aparentemente opulentas
capitales occidentales, pero instintivamente comprendí que había algo más, aunque
prudentemente opté por no hurgar en su herida. Además, como hubiese dicho un
famoso escritor ya difunto, yo había venido a hablar de mi caso, no del de los demás.
Tras los preliminares de rigor, que fueron extremadamente breves, ya que
ninguno de los dos deseábamos perder el tiempo, Touré me preguntó por qué me
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interesaba tanto Salif.
—Es un tipo muy peligroso, no conviene tener tratos con él —fue lo primero que
me dijo.
—Por eso mismo, porque es muy peligroso y cuanto más sepa acerca de él, mejor
podré protegerme.
—¿Protegerte? ¿De qué necesitas protegerte? —se extrañó Touré—. Salif casi
nunca se mete con los blancos, no es bueno para su negocio. Que un africano
aparezca muerto en el interior de un contenedor a la policía no le preocupa en exceso,
es tan solo un dato estadístico más en los informes que tienen que rellenar en las
comisarías, pero un blanco…, y de Bilbao además. Eso, amigo, es diferente, muy
diferente.
No lo decía enojado ni cabreado. Se limitaba a constatar, con total resignación, lo
que para él era un hecho incontrovertible. Probablemente tenía razón, pero por algún
motivo que desconocía confiaba totalmente en ese africano, que sería con toda
seguridad, como me había adelantado Etxebe, un embaucador que se aprovechaba de
la ingenuidad de la gente cuando les prometía que sus hechizos de amor eran
infalibles, pero que aun así tenía un halo de dignidad, de honradez, que hizo que me
olvidara de esos pequeños detalles sin importancia y le contara el motivo de mi
interés por ese tal Salif.
Durante unos instantes estuvo callado, limitándose a sostener en su mano, sin
pegarle ni siquiera un pequeño sorbo, la taza de té que había pedido. Finalmente su
semblante se volvió aún más triste que en el momento en que nos presentamos.
—Esos cuatro hombres, los que mataron al mendigo, están muertos.
Me quedé de piedra. Era la primera noticia que tenía acerca del tema. Desde
luego, si Eneko lo sabía, había conseguido que el asunto no trascendiera a la prensa.
—Ni trascenderá ni aparecerá —me contestó nada más oír lo que yo acababa de
decir—. No murieron aquí, en el País Vasco, sino en Francia. Bueno, para vosotros
también es el País Vasco —sonrió por primera vez, aunque su sonrisa se diluyó
nuevamente en segundos—, así que no es noticia. Si apenas lo es que un negro muera
en Bilbao, ¿cómo va a serlo que cuatro mueran en San Juan de Luz?
—¿Cómo murieron?
—Oficialmente en un accidente al esconderse en un camión frigorífico, pero
estoy convencido de que fueron asesinados y que Salif dio la orden.
—¿Por qué estás tan convencido?
Touré volvió a encogerse de hombros. Para saber eso no hacía falta ser un adivino
ni escudriñar las conchas tradicionales, era suficiente con vivir en el barrio y tener las
orejas bien abiertas. Pero al mismo tiempo que era necesario tenerlas abiertas, era aún
más necesario tener la boca bien cerrada, si se quería sobrevivir.
—¿Sabes por qué esos cuatro hombres asesinaron al mendigo?
—Lo único que sé es que eran buena gente, que no eran unos asesinos —me
respondió, aunque por su gesto intuí que estaba seguro de que no le iba a creer.
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—Sí, serían maravillosos —objeté, con la idea de pincharle un poco—, pero no
dudaron en matar a un hombre indefenso.
—Lo sé y no me lo explico —admitió, tras unos segundos de vacilación—, pero
sigo pensando que eran unos buenos tipos, que tan solo se preocupaban, como todos
nosotros, por sobrevivir en este país y enviar dinero a la familia, allí en África, para
aliviar su pobreza.
—¿Quizás decidieron sobrevivir de otro modo?
—Si eso es lo que piensas —sonrió tristemente—, no parece que lo hayan hecho
muy bien, ¿verdad? Me refiero a lo de sobrevivir. En realidad no les conocía mucho,
solo a uno de ellos, pero ya sabes, uno conoce a otro y al final, de algún modo, todos
estamos conectados. Ya sé que para vosotros, desde vuestra mentalidad occidental, en
la que lo más importante es la privacidad, es difícil entenderlo, pero para nosotros es
importante el apoyo mutuo, el sentirnos dentro de una misma comunidad, aunque
provengamos de países tan diferentes en África como puedan serlo en Europa Suecia
y España —hizo una parada, como si hubiera hablado mucho más de lo que estaba
acostumbrado o de lo que tenía intención de hablar, antes de proseguir—. No sé por
qué mataron a ese pobre mendigo, pero estoy seguro de que tenían que estar
amenazados gravemente, no solo ellos sino sus familias, para hacer algo que estaba
en contra de su naturaleza.
Me gustaron las últimas palabras de Touré, sobre todo porque me retrotraían a un
tiempo en el que yo también pensaba que matar a un semejante no estaba dentro de la
naturaleza humana. Desgraciadamente la vida me había enseñado lo contrario o, al
menos, la vida con la que yo había tenido contacto cuando trabajaba como ertzaina.
Pero no era el momento de filosofar. Touré empezaba a ponerse nervioso y aún tenía
unas cuantas preguntas que hacerle antes de que nos despidiéramos.
—¿Podría haber sido Salif el que hubiera dado la orden de matar al mendigo?
—No lo sé, pero no se me ocurre nadie más que pudiera haberles obligado —me
contestó Touré, mientras miraba inquieto a la puerta. No había entrado nadie y tal
como era el local y su público, parecía un lugar seguro para charlar, pero podía
entender perfectamente sus temores. Aunque aún no estaba dispuesto a dejarle
marchar, no sin antes haber aclarado algunos puntos acerca del tal Salif, como por
ejemplo cómo había llegado a adquirir tal poder en el barrio de San Francisco.
—No lo sé seguro, pero al parecer se cargó a quien lo controlaba anteriormente,
un hombre al que todos llamaban «el Gran Jefe», así como a sus hombres de
confianza. Incluso se cuenta que al primero que mató fue a un tal Kim, un hombre
cuya sola mención causaba un irreprimible temor entre los africanos que vivían no
solo en Bilbao, sino en todo el País Vasco. Salif, como el Gran Jefe, es oriundo de
Malí y se dice que trabaja para el jefe de la policía política de ese país, un hombre
llamado Moussa. De hecho se dice también que él mismo era policía, hasta que vino
aquí a encargarse de los negocios de su antiguo jefe.
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Si lo que me decía Touré era cierto, y no tenía ningún motivo para dudar de su
palabra, eso explicaba que Salif supiera cubrirse tan bien las espaldas. Quizás los
policías africanos no posean laboratorios tan prolijos como los que aparecen en la
serie del CSI (como por otra parte suele sucedernos en Europa) y las enseñanzas de
sus academias policiales no sean tan sofisticadas como las nuestras, pero un policía es
un policía en Nueva York, Bilbao o Bamako y, si no es rematadamente tonto, a veces
incluso siéndolo, conoce todos los trucos del oficio necesarios para guardarse las
espaldas.
Me despedí de Touré antes de que se pusiera tan nervioso que desapareciera a una
velocidad mayor que la de los últimos ganadores keniatas de la maratón de Nueva
York, y después de prometerle que no volveríamos a vernos en la vida. No estaba
muy seguro de poder cumplir esa promesa. En estos tiempos globalizados hasta la
tradicional «palabra de vasco» se ha devaluado, pero si de ese modo se quedaba más
tranquilo, prometérselo, aunque fuera en vano, más que una mentira era una obra de
caridad.
Hablando con Touré se había hecho de noche y mientras caminaba hacia mi
domicilio miré nuevamente el móvil. No había ningún mensaje de Lola en
contestación al mío anterior. Pues lo tenía claro si pensaba que iba a pagarme con la
misma medicina, la muy cabrona. Volví a meter el móvil en el bolsillo y, recordando
que no tenía nada para cenar, me acerqué hasta el «Eme», en General Concha, y cogí
dos de sus famosos triángulos para llevar que, curiosamente, no tienen forma
triangular, pero así es la vida. Además, mientras estuviesen tan buenos como siempre,
la forma geométrica que adoptaran era lo de menos.
Quien me hubiese visto acercarme a mi casa habría pensado que era un paranoico
de manual, pero si ya antes de reunirme con Touré había decidido tomar precauciones
por si a Sánchez-Ávila o sus clientes se les ocurría tomar represalias por haber
incumplido el extraño contrato que me unía a ellos, tras enterarme de la muerte de los
cuatro africanos que me sustituyeron a la hora de darle el pasaporte al mendigo, las
extremé hasta el máximo. Desde mi época de ertzaina no había vuelto a mirar en los
bajos de mi automóvil, ni me había dedicado a poner pequeñas trampas para
descubrir si alguien había intentado penetrar en mi domicilio, pero de repente me vi
volviendo a los antiguos tiempos, solo que más viejo y cansado.
Tras haber comprobado que podía tomar posesión de mi vivienda sin riesgo
alguno para mi persona y una vez acabada mi atípica aunque sabrosa cena,
acompañada por un par de cervezas tan frías como tostadas, decidí abrir el ordenador.
Nada más meterme en Internet tecleé el nombre de Moussa Traoré, el jefe de la
policía política maliense del que me había hablado Touré y no me hizo falta leer
mucho para comprobar que era un auténtico pájaro de cuenta. Si así era el policía más
importante y poderoso del país, no quería ni pensar cómo serían los delincuentes.
Aunque casi con toda seguridad no le llegarían ni a la suela del zapato.
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El amigo Traoré había participado en los tres últimos golpes de estado que se
habían producido en Malí. Siempre, por supuesto, apostando a caballo ganador.
Quizás porque, como se traslucía de las noticias aparecidas en la red, él era quien
decidía cuál iba a ser ese caballo ganador. Y no se andaba con miramientos, por lo
que podía leerse en Internet era más partidario de aplicar la pena capital que un
gobernador republicano del estado de Texas, sobre todo con los opositores o quienes
en un futuro podían llegar a serlo.
Sí, decididamente era un tipo interesante. Incluso algunos juzgados europeos y
sudamericanos, en aplicación del principio de justicia universal, habían dictado
contra él una orden de busca y captura y el mismo Tribunal de La Haya había
decidido investigarle, por eso no podía salir de su país sin correr el riesgo de ser
detenido. Si, como me había dicho Touré, Salif era el hombre de Moussa Traoré en
Euskadi y, en general, en todo el norte de España y sur de Francia, tenía que ser
también un tipo de cuidado. Aún no tenía nada claro qué relación podía mantener con
Sánchez-Ávila, pero desde luego era una relación que no podía significar nada bueno.
Al menos para mí.
Aquella noche tomé precauciones especiales. Cerraduras, sensores, trampas
sonoras, toda la parafernalia que los adictos a las conspiraciones pueden encontrar en
Internet y tiendas especializadas las puse a mi disposición. Incluso dormí con una
pistola colocada debajo de la almohada. Era absurdo, lo único que podía conseguir
era que, en plena pesadilla, me pusiera a dar tiros a diestro y siniestro y la Ertzaintza
o, aún peor, los loqueros vinieran a detenerme. Eso si en el fragor de un combate
onírico una bala perdida no aterrizaba en mi propio cuerpo. De todos modos no tardé
en conciliar el sueño y, cuando me desperté, pude comprobar que mi persona
continuaba intacta, lo cual, dadas las circunstancias, no dejaba de ser todo un
acontecimiento.
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Por segunda vez en su vida, la tercera si contaba también su viaje a España en patera,
aunque en ese caso la situación en la que se encontraba había sido totalmente
diferente, Salif se vio tocado por el dedo de Allah. La primera fue cuando allá en su
aldea natal Moussa Traoré, el todopoderoso jefe de la policía de su país, decidió
ponerle a su servicio, incorporándole a las fuerzas policiales de la nación y haciendo
que tanto su prestigio social, un prestigio más debido al temor que la población sentía
por uno de los más leales esbirros del régimen que a sus cualidades personales, de lo
que era plenamente consciente, como sus ingresos económicos, inmensamente
mayores que el de sus conciudadanos aunque todavía lejos de los de la corrupta élite
que gobernaba el país, alcanzaran cotas inimaginables para él unos pocos años antes.
La segunda ocasión en la que comprendió que era un elegido de los dioses,
aunque como buen musulmán jamás utilizó esa expresión, ni siquiera se le pasó por la
cabeza, fue tras la muerte de Kim, el guardaespaldas favorito del Gran Jefe. Este, en
lugar de sentirse enfurecido o molesto porque matara a su valido, le colocó en su
lugar, como si el sistema de ascenso en su organización, esa organización con la que
estaba estafando a Moussa, fuese precisamente acabar con quien estuviera por encima
en el escalafón.
De algún modo esa segunda ocasión en la que había obtenido los favores divinos
ratificó a Salif en su idea de que todo lo que hasta ese momento había hecho, y todo
lo que le quedaba por hacer, era del agrado del Todopoderoso. Él no era hombre de
grandes conocimientos ni teologías, pero en el fondo pensaba que torturar a
estudiantes, aunque fueran elementos subversivos, o violar a mujeres, por mucho que
su aspecto no guardara el recato exigible a las hembras de la especie, o enriquecerse a
costa de la miseria de la población, no estaba del todo bien. Es cierto que en el mundo
en que había vivido hasta entonces no existían más que depredadores y piezas de
caza, pero aun así algo le decía, en su interior, que obrar de esa manera no era el
modo más correcto de estar a bien con los preceptos que le habían imbuido sus
antepasados. Y sin embargo ahí se encontraba él, en la cúspide, como si fuese el vivo
ejemplo del superviviente, del hombre que había sufrido miles de calamidades y se
había sobrepuesto a todas y cada una de ellas. Había dejado de ser el vendedor
humilde y desarrapado que deambulaba por las calles de su Boulkassombougou natal
intentando ganarse unas pocas monedas con las que poder sobrevivir y mantener a su
familia, para ser el poderoso Salif, el temido Salif, el adulado Salif, el hombre de
confianza del coronel Moussa Traoré allá en Bamako y también el número dos del
Gran Jefe que dominaba la comunidad africana de Bilbao. Y en ningún momento
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dudó que, si había conseguido llegar hasta donde había llegado, todo se lo debía al
único dios, Allah, el misericordioso y omnipotente. Saberse uno de los elegidos fue,
para él, como el sacramento de la confesión para un católico. De repente se vio libre
de toda culpa y remordimiento. Con la ventaja añadida de que, al contrario de lo que
ocurría en el caso de los católicos, esa absolución no solo limpiaba los pecados
cometidos en el pasado, sino también los que cometería en el futuro.
La muerte y sustitución de Kim fue solo el comienzo. Pese a que su vida no había
sido un camino de rosas y apenas pisó la escuela cuando era pequeño, Salif tenía una
inteligencia natural que supo explotar mientras hacía los trabajos sucios de su
protector. Aprendía rápido y pronto demostró que su cabeza servía para algo más que
para embestir contra los estudiantes que se manifestaban contra un régimen corrupto,
aunque esa misma cabeza le dijera que era preferible, si quería medrar, apoyar a ese
régimen, por podrido que estuviese, antes que a quienes se oponían a él. Por eso,
cuando la causalidad o el destino o, quién sabe, el mismo Allah, hizo que el Gran Jefe
le nombrara su lugarteniente, no desaprovechó la ocasión y pronto se convirtió en una
pieza insustituible en el engranaje que el supuesto hombre de Moussa en Bilbao había
montado.
Incluso estuvo tentado de traicionar a su protector, y si no lo hizo no se debió a
ningún rescoldo de lealtad al implacable jefe de los torturadores de su país, sino
porque conocía que su poder era largo y su mano aún más larga. Era cierto que,
ayudados por la lejanía, los hombres que envió anteriormente a cuidar de sus
negocios habían conseguido engañarle, pero era aún más cierto que no tardó en
apercibirse de esos engaños y que había decidido acabar con ellos de manera
fulminante y ejemplarizadora. Si hasta ahora ninguno de los espías que envió para
poner fin a esa situación había conseguido arreglar el entuerto, se debía a que no
fueron lo suficientemente listos o se pasaron al otro bando, pero Salif era consciente
de que esa situación no podía durar.
Pese a que la Interpol, en cumplimiento de instrucciones recibidas desde el
Tribunal Internacional de Justicia de La Haya, tenía órdenes de detenerle en el mismo
momento en que pusiera su pie en territorio extranjero, el coronel Traoré había tejido
una gran red de favores mutuos no solo en el continente africano, sino también en
Europa. En más de una ocasión Salif había asistido, como guardaespaldas y hombre
de confianza de su jefe, a reuniones con italianos engominados y rusos con la cara
enrojecida por el vodka que, pese a desconocer el idioma en el que hablaban, no
tenían ninguna pinta de ser misioneros dispuestos a levantar en Malí hospitales para
luchar contra el ébola y otras enfermedades. Si hasta entonces había optado por no
pedir ayuda a sus aliados europeos ello se debía a que en el fondo Moussa, pese a su
poder, seguía siendo un campesino celoso de su huerta que pensaba que la ropa sucia
se lava siempre en casa. Y también porque en el fondo no se fiaba del todo de sus
socios de raza blanca y era muy consciente de que los favores se acaban pagando, a
veces a precio muy alto. Por eso, pese a sus sucesivos fracasos a la hora de meter en
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vereda a sus representantes en esa zona entre el País Vasco y Aquitania que algunos
denominan «eurorregión atlántica», había decidido darse una última oportunidad
antes de pedir sopitas a los arrogantes mafiosos occidentales con los que
habitualmente hacía negocios. Ese era el motivo de que hubiese confiado en Salif
para deshacer el entuerto. Pero si este le fallaba o traicionaba, estaba dispuesto a
cualquier cosa con tal de dar un escarmiento a los traidores y si aquel llegara a
encontrarse entre esos traidores, lo mejor que podría desear era una muerte lo más
rápida posible. El problema es que cuando uno traiciona al coronel Moussa Traoré,
jamás sus deseos se convierten en realidad.
Salif temía mucho más a Moussa, pese a estar muy lejos, en Bamako, que al Gran
Jefe que dominaba el Bilbao subsahariano, por eso mantuvo incólume su lealtad pese
a ir ganándose, poco a poco, la confianza del propio Gran Jefe. Para ello tuvo que
hacer cosas que jamás se hubiera imaginado cuando era un humilde vendedor
ambulante ni incluso cuando era uno de los policías más odiados y temidos en su país
natal. Golpear, extorsionar, amenazar, violar, se convirtieron en su modo de vida.
Matar también, aunque eso era más delicado. Afortunadamente en aquella ciudad la
muerte de un negro, cuando se descubría, y tenía suficientes recursos como para
evitar que se descubriera en la mayoría de las ocasiones, no era algo que preocupara
en exceso ni a la policía, ni a la prensa ni a los ciudadanos.
En pocos meses pasó de ser el guardaespaldas favorito del Gran Jefe a convertirse
en su mano derecha. Para ello tuvo que armarse de paciencia, pero esa era una
cualidad que había cultivado desde los tiempos en los que perseguía incansablemente
a los escasos turistas que pululaban por su ciudad natal intentando venderles las más
absurdas baratijas. Paciencia e inteligencia, sus dos cualidades más preciadas, fueron
las armas que utilizó para convertirse en alguien imprescindible. Paciencia,
inteligencia y una nueva cualidad para la que ni siquiera él sabía que estaba
ampliamente cualificado: su capacidad para urdir traiciones y conspiraciones.
Gracias a ello pudo ir eliminando a los más fieles hombres del Gran Jefe, siempre
acusados con pruebas falsas de deslealtad y traición. Pruebas falsas, pero que a los
ojos de su nuevo protector eran más fiables que la Biblia y el Corán juntos. Salif no
era ya tan solo un buen ejecutor de las órdenes del Gran Jefe y un prudente consejero,
era su hermano, su padre, su hijo unigénito, el único hombre en el que podía confiar,
el único amigo, más que subordinado, al que hacía caso ciegamente, sin cuestionar
jamás lo que le decía o aconsejaba. Era, en definitiva, el hombre, aunque eso todavía
no lo sabía, que iba a acabar no solo con su poder, sino también con su vida.
La cita con el Gran Jefe tuvo lugar en un almacén abandonado e insonorizado que
tan solo él controlaba, ayudado por unos pocos hombres de su total confianza que,
con mucha paciencia y un grado extremo de prudencia, había conseguido que le
fueran total y ciegamente leales.
—¿De qué se trata, que no puedes decírmelo ni en mi casa ni en cualquiera de
nuestros pisos o almacenes francos?
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Como única contestación Salif le envió un WhatsApp, no sin antes decirle que lo
borrara nada más leerlo. En realidad sabía que no iba a ser detectado por nadie, pero
de ese modo alimentaba la inquietud e incluso la paranoia de su jefe.
«He descubierto una conspiración. Alguien quiere matarte y ocupar tu lugar. No
puedo decirte nada más, pero ven solo, no puedes fiarte ni siquiera de tus
guardaespaldas. Y por favor, borra este mensaje cuando lo leas y deshazte del móvil
al que te lo he enviado, la vida de nosotros dos está en juego». Parecía un texto muy
dramático y teatral, pero sabía que el Gran Jefe se lo iba a tomar completamente en
serio. Además, el hecho de que pusiera que también su propia vida estaba en peligro,
disiparía los pequeños resquicios de desconfianza que su superior pudiese albergar.
Confiaba tanto en él que haría lo que le dijera como si de ello dependiese su
existencia. Y en realidad de ello dependía, aunque de un modo diferente al que
pensaba.
Sus suposiciones se vieron confirmadas cuando segundos después, desde un
móvil diferente al anterior y cuyo número ni él mismo conocía, recibió un mensaje
que escuetamente decía: «hecho».
A través de otro número de teléfono, que solo una persona además de él conocía,
Salif recibió dos horas después el aviso que estaba esperando. «Ya viene. Y solo. En
cinco minutos estará en el almacén».
No fueron cinco minutos, sino tres. Al parecer el Gran Jefe estaba ansioso por
conocer las noticias que Salif iba a darle.
—¿Qué es eso tan importante que querías decirme? —le preguntó sin más
preámbulos nada más entrar, sin cumplir con las educadas formalidades de rigor que
precedían a cualquiera de sus encuentros y sin buscar antes una silla donde poder
sentarse—. ¿Es cierto que alguien quiere matarme para usurpar mi puesto?
—Así es, Gran Jefe —asintió Salif, con una triste sonrisa en sus labios.
—Pues no me hagas perder más tiempo —le dijo, nervioso, su superior—. ¿Quién
es ese mal nacido hijo de puta?
—¿Sabes, Gran Jefe? No me gusta nada que me llamen mal nacido ni hijo de
puta.
La cara de desconcierto que puso el Gran Jefe en un primer momento dio paso a
un miedo exacerbado. Quizás se hubiese descuidado en los últimos tiempos y había
confiado en quien no debía, pero su capacidad de comprensión, al parecer, seguía
intacta.
—¿Qué quieres decir con eso?
Era una pregunta no ya retórica, sino totalmente absurda, como todos los
presentes, incluyendo los hombres que acompañaban a Salif, sabían.
—Que no te he mentido en ningún momento —respondió este último—. Es cierto
que uno de tus hombres de confianza desea matarte para ocupar tu puesto. Lo que no
te había comentado, y confío en que disculpes esta lamentable omisión, es que esa
persona soy yo.
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Al Gran Jefe no le dio tiempo a implorar por su vida, ni siquiera a insultar o
maldecir a sus asesinos, porque nada más escuchar esas palabras una ráfaga de
ametralladora, enviada por uno de los acompañantes de Salif, acabó con su vida.
—Deshaceros del cadáver sin dejar rastro de él —dijo a sus hombres antes de
abandonar el almacén—. Nos vemos más tarde, como hemos quedado, en el punto de
encuentro. Os prometí que ibais a ser recompensados y yo siempre cumplo mis
promesas. Ahora disculpadme, pero aún me quedan cosas importantes que hacer.
Media hora más tarde paseaba por la Gran Vía de don Diego López de Haro, en
pleno centro de Bilbao, ajeno a las miradas de extrañeza de quienes no salían de su
asombro al contemplar a un africano que no solo no vendía baratijas, sino que por su
aspecto, sus modales y vestimenta, daba la impresión de que no necesitaba venderlas.
Sacó del bolsillo de su chaqueta uno de los últimos y más caros modelos de móvil
que habían aparecido en el mercado y sin preocuparse porque quienes le rodeaban
escuchasen su conversación, ya que hablaba en bambara, tras marcar un número pidió
que le pasaran con el coronel Traoré.
—Coronel, misión cumplida —le dijo nada más ponerse Moussa en contacto con
él—. La situación vuelve a estar bajo nuestro control.
Las palabras de felicitación de su superior sonaron a los oídos de Salif mejor que
si le hubiesen anunciado que acababan de nombrarle ministro del gobierno de su país.
Entre otras cosas, porque tras haber llegado hasta donde había llegado, ya no
contemplaba la posibilidad de volver al mismo. No traicionaría nunca a Moussa,
porque sabía cuáles podían ser las consecuencias, pero incluso ser su lugarteniente en
ese perdido lugar del continente europeo era mejor que ser un alto dignatario en su
patria.
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La clave estaba en el eminente ciudadano que respondía al aristocrático nombre
de Marcelino Sánchez-Ávila y Ribera de Osma, que hay que ver lo complicados que
son los apellidos de la gente rica, pero a lo largo de mi vida profesional había tratado
con muchos abogados y sabía que hasta los más honrados, que también los hay
aunque parezca difícil de creer, nunca sueltan prenda sobre las actividades de sus
clientes. Ni sobre sus propias actividades, por supuesto. Además, ya le había hecho
una visita de cortesía al bueno de Marcelino sin conseguir nada a cambio. Así que
tendría que usar unos métodos que jamás habrían sido aprobados por mis superiores
cuando trabajaba como policía. O quizás sí, pero sin reconocerlo.
Me acordé del expreso que me protegió cuando estuve ingresado en la prisión de
Basauri acusado del asesinato de mi exmujer. Antonio Jiménez Borja era un gitano
que había hecho varios másteres y doctorados en delincuencia de todo tipo y que, tras
una breve estancia en la misma prisión, se convirtió en la mano derecha del Relojero,
apodo de un oscuro funcionario de prisiones que controlaba todos los trapicheos que
se producían en el centro penitenciario. Pese a que Eneko Goirizelaia y yo habíamos
conseguido pruebas suficientes, si no para encarcelarle sí al menos para que se le
abriera un expediente disciplinario, en su momento optamos por ocultarlas y negociar
directamente con él, convencidos como estábamos de que llegado el caso, como
efectivamente ocurrió, tenerle allí dentro como funcionario era mejor que tenerle
también dentro, pero en calidad de presidiario. Quizás fuera poco ético, aunque eso
nos haría entrar en el famoso debate entre la ética de la responsabilidad y la de la
convicción, de la que hablaba Max Weber, pero como nunca me he sentido
intelectualmente preparado para participar en esos debates tan trascendentales, me
limité a comprobar que tener a un tío que controlaba lo que allí ocurría y, hasta cierto
punto, era capaz de poner unos límites que impidieran que se convirtiera en una
sucursal del Bronx, tenía su lado positivo.
Antonio Jiménez, como he dicho, me protegió cuando estaba encarcelado, aunque
lo hizo de tal manera que casi me envía al otro barrio, y posteriormente, en varias
ocasiones, colaboró conmigo cuando tuve necesidad de trabajar con alguien a quien
no le importara quebrantar todos y cada uno de los artículos que se recogen en el
Código Penal español. Nuestra relación, aunque meramente profesional, siempre
había sido buena. Para entendernos, una relación de esas que no son suficientes como
para invitarte a la primera comunión de su primogénito, pero sí como para enviarte
ese jubiloso día una bandeja de pasteles. Por eso mi sorpresa fue mayúscula cuando,
tras proponerle que asaltara el bufete de Sánchez-Ávila en busca de toda la
información que hubiera en él sobre el tal Salif, se negó rotundamente a hacerlo.
—¿Qué te ocurre? —le pregunté zumbón y un tanto mosqueado, con intención de
provocarle—. ¿Has perdido facultades?
Pese a lo que se suele decir acerca de la sangre caliente de los gitanos, Antonio
Jiménez Borja jamás perdía los nervios, y tampoco lo hizo en aquel momento, sino
que, sonriendo, me dijo que de eso, nada.
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—Sigo siendo el mejor —añadió sin perder la sonrisa—. Sencillamente no me
interesa el trabajo.
—¿Por qué no? Te pagaré bien, todo lo que me pidas, por exorbitante que sea tu
precio. Sabes que puedo hacerlo.
—Lo sé, no hay nadie en este mundillo que no sepa que el cabrón de Apodaka te
hizo heredero de toda su fortuna, pero no se trata de dinero. No al menos en este caso.
Se calló durante un rato, como si necesitara elegir mentalmente del modo más
adecuado las palabras que iba a pronunciar.
—Y tú deberías también olvidarte de lo que me has propuesto. Sánchez-Ávila es
intocable.
—¿Cómo que Sánchez-Ávila es intocable? ¿A qué te refieres?
—¿Es que no entiendes bien el castellano? Si quieres te lo digo en vascuence:
Sánchez-Ávila ukiezina da.
Lo más sorprendente no fue que el gitano supiese hablar euskera, no era el
primero ni seguramente sería el último, incluso en el pasado crearon su propio
dialecto vasco-romaní, el erromintxela. Lo auténticamente sorprendente fue su
afirmación de que el abogado era intocable y que lo mejor que podía hacer era
olvidarme de él. Antonio Jiménez Borja no era ningún aficionado ni ningún cobarde.
De hecho sus gestos y palabras no traslucían miedo, sino su convencimiento de que lo
más sensato del mundo era no tener nada que ver con Sánchez-Ávila. Lo malo del
asunto era precisamente que entre mis múltiples virtudes y cualidades personales la
sensatez nunca ha ocupado un lugar preferente.
Estaba claro que el prominente abogado producía un respeto reverencial, por no
decir directamente miedo, entre quienes le conocían o habían tenido tratos con él.
Recordé la conversación que al principio de todo este asunto había tenido con Rafael
Bizkarrondo, el veterano abogado que tenía el culo pelado de defender a presos
encausados por la Audiencia Nacional acusados de terrorismo, entre otras cosas, y
que había sido objetivo en más de una ocasión de seguimientos y algo más, por parte
de las fuerzas de seguridad del estado. Él también, que debido a la rama de la
abogacía en la que se movía, las había pasado más que putas y las había visto de
todos los colores, me aconsejó que me olvidara de su famoso colega.
Lo más curioso de todo es que cuando yo ejercía como ertzaina el tipo ese me era
totalmente desconocido. Y las cosas como son, si hay una profesión que a los policías
nos sienta como una mosca cojonera con galones es precisamente la de la abogacía,
así que decidí volver a tirar de teléfono y llamar a mi buen amigo y exjefe Eneko
Goirizelaia. Quizás le pillara de buen talante y accediera a explicarme de dónde había
salido el bueno de Sánchez-Ávila y cómo había llegado a ser uno de los letrados más
respetados y temidos de Bilbao.
Como no me contestaba al móvil llamé a la comisaría, pero al parecer tampoco se
encontraba allí en ese momento. Por unos instantes pensé que me rehuía, y esos
breves instantes fueron suficientes para comprender que estaba en lo cierto, pero no
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me amilané. Pedí que me pasaran con Ander González, el lugarteniente de Eneko,
que accedió finalmente a hablar conmigo, aunque para ello tuve que recordarle que
me debía un favor de los grandes. Lo noté extremadamente nervioso, pero no me
extrañó demasiado, los maderos son así, sobre todo cuando están detrás de algo
importante y por las evasivas de González daba la impresión de que, efectivamente,
estaba detrás de algo importante. Curiosamente pareció tranquilizarse cuando le
pregunté por Sánchez-Ávila. Por lo que me dijo hacía tan solo un par de años, algo
después de que yo pidiera la excedencia en la Ertzaintza, que se hizo cargo del
despacho de un viejo conocido, un tal Jorge Rabanal que ese sí, ese era un leguleyo
del que siempre habíamos sospechado que estaba metido en todas las actividades
ilegales que fueran lo suficientemente lucrativas como para ser considerado un
auténtico pilar de la sociedad. En su momento la jubilación de Rabanal fue una
auténtica sorpresa, ya que, todo el mundo pensaba que moriría con las botas puestas,
o en su caso mejor habría que decir con la toga puesta, pero al parecer decidió pasar
sus últimos días tostándose al sol en una playa de las Bahamas rodeado de mulatas
complacientes. Sobre todo complacientes con quienes tenían tanto dinero como él.
Cuál fue la razón de que abandonara y cediera los trastos a Sánchez-Ávila era un
misterio hasta para mis excompañeros de la pasma, aunque se sospechaba que la edad
le había reblandecido y por eso quienes de verdad movían los hilos tomaron la
decisión de reemplazarle por otro abogado seguramente igual de manejable y con
unos lazos familiares y profesionales capaces de abrirle todas las puertas.
Alegando que tenía mucho trabajo y que ya me había contado todo lo que sabía
sobre el letrado de mis amores González cortó bruscamente la comunicación, sin
desearme siquiera algo tan socorrido como que pasara un buen día. Tengo que
admitirlo, quizás yo no sea el tipo más educado del mundo, pero está claro que
siempre hay quien puede ganarme. Aun así no me molesté, porque pese a sus
modales bruscos González era un buen tipo y además era cierto que después de
hablar con él mi información sobre Sánchez-Ávila había aumentado
considerablemente. El problema es que esa información no me servía para nada.
Necesitaba saber más, mucho más; sobre todo su relación con el indigente asesinado
y con Salif, el hombre del que yo estaba convencido de que tenía mucho que ver con
la muerte del anterior.
Si me había fallado el gitano, y tras procesar internamente la información
proporcionada por González, comprendí que solo me quedaba un último recurso si
quería saber cuál era la posible relación entre el abogado y el falso cónsul de
Zimbabwe, como yo seguía denominando al amigo Salif. Aunque para ello tuviera
que pedir la ayuda de Gerardo Azurmendi, un reconocido empresario, miembro del
Comité Ejecutivo de la Confederación de Empresarios Vascos, de la Junta Directiva
de la Cámara de Comercio de Bilbao, patrono de varias fundaciones dedicadas al
progreso económico y cultural del País Vasco y asiduo al palco de San Mamés. Un
hombre que se había hecho a sí mismo, pero que en ese proceso de «hacerse» había
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llegado a utilizar medios que seguramente, de conocerlos, hubiesen hecho
empalidecer al propio Salif, y no es mi intención hacer un tópico chiste racista.
Por motivos que se me escapaban, aunque sospecho que mi amistad con
Apodaka, el hombre que me legó su inmensa fortuna amasada seguramente por
medios muy poco lícitos influyó en ello, yo le caía bien, pese a que cuando era
ertzaina, e incluso posteriormente, intenté por todos los medios llevarle ante un
juzgado. Incluso, sin saberlo, resultó que había trabajado para él en más de una
ocasión o, por decirlo de un modo más exacto, para alguna de las empresas legales
que controlaba.
Azurmendi era un tipo inteligente y aunque llegó a ser el hombre que controlaba
todos los negocios que se movían en Bilbao al borde de la legalidad o, para decirlo
más claramente, rebasando esos bordes, decidió que llegado a cierta edad y con unos
hijos a los que supo mantener al margen de sus actividades delictivas había llegado el
momento de reconvertirse en el honesto y honrado baserritarra[13] que antes que él
fueron su padre y sus abuelos, bisabuelos, tatarabuelos así como el resto de sus
antepasados, solo que cambiando los negocios agrarios por los financieros e
industriales y manteniendo su residencia en la ciudad, si bien últimamente pasaba
gran parte de su tiempo en el caserío que poseía en las inmediaciones del Urdaibai.
Por eso poco a poco se fue alejando de sus actividades ilegales para mantenerse
dentro de las exclusivamente legales y poder ser, de ese modo, admitido entre lo
mejor de la sociedad bilbaína, aquella que antaño había despreciado a sus padres y
abuelos porque apenas hablaban correctamente castellano. Pero deshacerse de sus
negocios contrarios a la ley en su caso no era sinónimo de que se mantuviera en la
ignorancia más absoluta o de que hubiese renunciado al control de personas y fuentes
de información que siempre le habían sido leales y necesarias. Por eso, más de una
vez tuve que solicitar su ayuda y, hasta el momento, jamás me la había negado. Hasta
el momento.
En aquella ocasión, en lugar de recibirme, como solía hacerlo, en uno de los
reservados que poseía la Sociedad Bilbaína en el número 1 de la calle Navarra, envió
a uno de sus guardaespaldas a entrevistarse conmigo en mi domicilio. El Increíble
Hulk, así le llamaba yo porque nunca supe su verdadero nombre y era idéntico al
personaje del cómic salvo por el pequeño detalle de que no era de color verde, había
colaborado conmigo, por órdenes de su patrón, en más de una ocasión. Incluso en una
de ellas se divirtió de lo lindo haciéndose pasar por policía, demostrando un sentido
del humor que nadie, vista su terrorífica apariencia, le habría adjudicado. La verdad
es que en las pocas ocasiones en las que trabajamos juntos llegamos a entendernos a
la perfección, así que aunque me extrañó que Azurmendi no me recibiera en persona
me alegró que fuese él la persona designada para hablar conmigo.
—Egun on[14], Humphrey —me saludó nada más abrirle la puerta, usando un
apodo que siempre he odiado, pero que a él le gustaba utilizar cada vez que nos
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encontrábamos, posiblemente porque sabía cuánto lo detestaba—. Como ves, desde
que el boss se ha refugiado en el caserío estoy aprendiendo euskera.
Al parecer últimamente a todo el mundo le apetecía practicar conmigo el idioma
de nuestros ancestros, aunque opté por no hacer ninguna alusión a su pronunciación.
Hulk no era un hombre excesivamente susceptible, su cuerpo le permitía no serlo,
pero nunca se sabe cuándo se puede tocar la fibra sensible de un tipo como él, así que
devolviéndole educadamente los buenos días empecé a explicarle lo que quería de
ellos; sin embargo, no tuve ocasión de hacerlo, ya que, antes de que finalizara el
discurso que tenía preparado me interrumpió meneando tristemente su cabeza de
izquierda a derecha diciéndome que lo que yo pretendía era imposible.
—Con Sánchez-Ávila y Salif mejor no meterse —me cortó. Y añadió—. Te lo
digo por tu bien. Ya sabes que te apreciamos pese a haber sido madero, pero hay
cosas que es mejor no menearlas.
Mi sorpresa fue total. Podía entender que Antonio Jiménez Borja, un tipo que
actuaba siempre por libre, prefiriera no meter sus hocicos en los dominios del
abogado y sus clientes, pero no me esperaba eso de Azurmendi, un hombre que, pese
a su aparente y quizás real, situación de retiro, seguía controlando una organización
tan férrea como poderosa y bien informada.
—No es que no queramos ayudarte —contestó el Increíble Hulk tras haberle
expresado mi extrañeza—. Es más, si tu deseo fuese verlos muertos, lo haríamos
cuando tú quisieras. Eso es muy fácil. ¡Pam, pam! —emitió el sonido onomatopéyico
de un disparo mientras extendía su dedo índice y se reía—. Eso no dejaría rastro ni
huellas, tú ya nos conoces y sabemos hacer las cosas. Pero infiltrarse en su
organización…, no es que no sea posible, pero por bien que se haga siempre hay
alguien que sospecha, algún cabo suelto. Nada que no pudiéramos solucionar, por
supuesto, pero mucho más complicado, porque seguramente se originaría una guerra
que no interesaría a nadie, y no solo por las víctimas que podrían producirse, supongo
que ya me entiendes. Así que ya lo sabes, si quieres verles en Derio[15], ningún
problema, pero acceder a sus papeles, de momento, es algo en lo que no te podemos
ayudar. Lo siento.
Parecía sincero al decirme eso de «lo siento», y también cuando se ofreció a
liquidar al abogado y a Salif, lo que parecía contradictorio, aunque hasta cierto punto
podía entenderse. Él mismo me lo explicó a su manera. Un asesinato es más fácil de
olvidar, sobre todo cuando alguien ocupa inesperada y felizmente el puesto de los
asesinados y se le ofrece, como llegado el caso ocurriría, un culpable en bandeja de
plata. En esa situación quienes ocuparan los puestos de los finados preferirían
disfrutar de su nueva posición sin meterse demasiado en líos. En cambio, escudriñar a
fondo en los papeles, negocios y relaciones de quienes dirigían el cotarro
seguramente levantaría sospechas y suspicacias que a nadie, y menos a alguien de la
posición de Azurmendi, le interesaba que se produjeran.
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Durante unos segundos sopesé su propuesta, pero la deseché. Yo no era un
asesino. Es cierto que en ocasiones me había visto en la tesitura de tener que acabar
con alguien antes que ese alguien acabara conmigo, pero así, a sangre fría… No, ese
no era yo.
Al menos ese no era yo hasta que de madrugada, poco antes de que sonara el
despertador para indicarme que un nuevo día había comenzado, un nervioso Eneko
Goirizelaia vino a mi casa a darme una noticia que solo podía dármela él, y en
persona. Una noticia que hizo cambiar, radicalmente, mi percepción del asunto.
Una noticia que jamás habría esperado escuchar, ni en mis más absurdos delirios,
ni en mis más escandalosas borracheras. Una noticia que nunca hubiese querido
escuchar.
Lola había muerto. Asesinada. Por su marido.
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No, no sabía que era cazador, salvo de jovencitas de buen ver y mejor hacer. Por
eso no me encajaba nada de lo ocurrido. Lola y su marido vivían en el mismo piso,
pero no se podía decir que vivieran juntos ni, mucho menos, que convivieran. En su
momento decidieron no separarse legalmente porque no lo necesitaban y también, por
qué no admitirlo, para dar una buena imagen ante el exterior, lo que convenía a los
negocios del marido, pero cada uno hacía la guerra por su cuenta. Mi relación con
ella no había sido, en ningún caso, el detonante de la ruptura matrimonial. No tenía
ningún sentido lo ocurrido y así se lo hice saber a Eneko.
—Esas cosas nunca tienen sentido —me respondió mi amigo, abriendo los brazos
como si quisiera abrazarme o, aún peor, abarcar con ellos todos los males del mundo.
Eneko tenía razón, esas cosas nunca tienen sentido, pero yo deseaba
encontrárselo.
—¿Estáis seguros de que todo ha sucedido como parece?
—Joder, Goiko, no me toques los cojones, no al menos en un momento como este
—luego, quizás apesadumbrado por haberme echado una bronca en un momento
como ese, añadió más apaciguado—. Puedo asegurarte que si en algún caso he
procurado ser exquisito en la forma de actuar ha sido en este. La investigación aún
está abierta, por supuesto, pero todos los indicios parecen claros. Tras una fuerte
bronca su marido la lanzó por la ventana y posteriormente se suicidó pegándose un
tiro.
—¿Hay algún testigo de esa supuesta bronca?
—De supuesta nada. Se armó tal escándalo que fue su propia vecina quien les oyó
discutir, y eso que los tabiques de las viviendas no son precisamente de papel, como
en los pisos modernos.
—¿La vecina? ¿Y las empleadas de hogar? Que yo sepa, para el matrimonio
trabajaban dos mujeres colombianas, ambas en situación totalmente regular, creo que
estaban dadas de alta en la Seguridad Social y todo.
—Según parece —contestó Eneko—, no se encontraban en ese momento en la
casa. Hemos podido hablar con una de ellas y les habían dado el día libre.
—¿A las dos al mismo tiempo? No parece muy lógico.
—Sí, no parece muy lógico, es cierto, pero quizás el marido tenía ya pensado
matar a su mujer y por eso decidió quedarse a solas con ella.
Lo que me estaba diciendo Eneko era del todo razonable, y seguramente así era,
pero seguía sin encajarme del todo. Yo no llegué a conocer en persona al marido de
Lola, pero por lo que esta me había contado no era del tipo pasional, ni siquiera
machista en el sentido de considerarse propietario de su mujer, aunque sí en el
sentido de que le gustaba alardear de sus aventuras sexuales con mujeres ajenas. Pero
también es cierto que hay momentos en la vida en que los mecanismos que nos
mantienen dentro de los límites de la civilización pueden llegar a romperse, y quizás
eso fue lo que ocurrió. Seguramente no había motivo alguno para darle vueltas al
asunto, pero se trataba de Lola, y yo no podía evitarlo.
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Ni siquiera estaba seguro de que lo nuestro fuese amor. Nos encontrábamos a
gusto juntos, follábamos cuando nos apetecía, de vez en cuando hacíamos cosas tan
convencionales como ir a cenar o a una exposición, incluso al cine, pero nada más.
¿O sí? En alguna ocasión incluso fantaseamos con la idea de irnos a vivir juntos, pero
enseguida la desechamos. Entonces, ¿a qué vinieron esos celos cuando tuve que
hacerme cargo de las protegidas de mi difunto amigo el proxeneta? ¿Y por qué me
tomé yo tan a mal sus celos? Y, sobre todo, ¿por qué de repente estaba llorando a
moco tendido como si fuese una plañidera en el funeral de un famoso músico de jazz
de Nueva Orleáns? ¿Era posible que estuviera locamente enamorado de ella y no me
hubiese dado cuenta hasta que fue asesinada? Sí, claro que era posible. Y no solo era
posible, sino que de repente comprendí que era real, muy real. Pero lo comprendí,
como muchas cosas en mi vida, demasiado tarde.
—Tendrás que acompañarme a comisaría, para tomarte declaración —cortó en
seco mis ensoñaciones Eneko.
—¿Para qué? Ya te he dicho todo lo que puedo decirte.
—Es el procedimiento habitual, y lo sabes. Además, no me has dicho todo lo que
puedes decirme. He venido aquí tan solo para informarte, porque creía, y sigo
creyéndolo, que era mi obligación y que tenías derecho a enterarte de lo ocurrido
directamente por mí, no por otras personas, pero sabes perfectamente que como
amante de la mujer fallecida, y lamento tener que usar estos términos, tenemos que
interrogarte formalmente.
—¿Estoy detenido?
—No, no lo estás, pero si es necesario detenerte antes que dejarte aquí solo, en
esta pocilga que tú llamas casa, bebiéndote todas las existencias que tienes en el
mueble bar en la absurda creencia de que así podrás mitigar tu dolor, te detendré,
puedes estar seguro de eso. Y si hace falta, tiraré a la ría las llaves de las esposas.
Eneko volvía a tener razón, aunque me negué a dársela, pero de todos modos
accedí a acompañarle voluntariamente hasta la comisaría de Ibarrekolanda.
Allí un agente al que no conocía, un jovencito de aspecto empollón y que tenía
toda la pinta de ser nuevo en el cuerpo y se identificó como el agente Iturbe, me
explicó que mi declaración iba a ser grabada en vídeo, aunque yo no estaba acusado
de nada. Era una simple precaución para estar seguros por ambas partes de que mis
palabras no se tergiversaban. Como no escuché risas de fondo supuse que no era
ninguna broma que me estaban gastando los cabrones de Goirizelaia y González, y
que estos, debido a la amistad que mantenían conmigo, preferían mantener las
distancias, aunque estaba completamente seguro de que iban a ver y escuchar toda la
declaración.
El tal Iturbe, con evidente señales de nerviosismo, seguramente era la primera vez
que interrogaba en solitario a un tipo de aspecto dudoso, empezó con lo que en los
juzgados se denomina las generales de la ley, es decir, mi nombre y apellidos, si
acudía voluntariamente a decir la verdad, a lo que dije que no, que no acudía
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voluntariamente sino a petición de un compañero suyo, momento en el que se le
cayeron los papeles con los que estaba jugueteando nerviosamente mientras hablaba
conmigo, si prometía decir la verdad, a lo que contesté que no lo prometía, sino que
lo juraba por Dios, que para eso había acudido de pequeño a un colegio religioso, lo
que le hizo enrojecer, y si tenía alguna relación de parentesco, amistad o de cualquier
otra clase con doña Dolores Baztarrika Etxegibel.
—Si se refiere a Lola Baztarrika, sí, claro que la conocía. En un sentido bíblico,
además.
El agente Iturbe sería un excelente psicólogo, con sobresalientes o matrículas de
honor en la mayoría de las asignaturas cursadas en su facultad, como más tarde me
explicó Eneko, pero su cultura dejaba mucho que desear o, al contrario que en mi
caso, no había estudiado en un colegio de curas, por eso tuve que explicarle más
crudamente que lo de conocernos en un sentido bíblico significaba que éramos
amantes y follábamos siempre que nos apetecía.
—¿Y cómo eran últimamente sus relaciones? —me preguntó nuevamente
ajustándose a un guion que seguramente había escrito previamente, no sé si solo o
ayudado por algún hijo de puta que se consideraba su compañero.
—Pues mire, como éramos muy tradicionales, normalmente ella se colocaba
debajo y yo encima, aunque de vez en cuando nos apetecía experimentar nuevas
sensaciones y variábamos de posición.
O mucho cambiaba en el futuro el bueno del ertzaina Iturbe o lo iba a pasar fatal
cada vez que tuviera que efectuar una redada en un burdel o interrogar a una puta,
porque volvió a enrojecer más que el capote de un torero. La verdad es que mi
intención no era joderle, ni siquiera yo mismo entendía por qué le contestaba de ese
modo cuando era yo quien estaba totalmente jodido y roto por dentro. O quizás era
por eso, mientras me esforzaba por demostrar un ingenio que no venía a cuento,
intentaba inútilmente olvidarme del dolor que me tenía cogido por los huevos.
—No se haga el gracioso —intentó reponerse de su anterior azoramiento y
demostrarme que era un policía duro, aunque tendría que pasarse semanas enteras
viendo videos de Clint Eastwood si quería mejorar en ese aspecto—, ya sabe a qué
me refiero.
—Sí, perdone —contesté pensando, quizás por primera vez desde que entré en
comisaría, que seguramente Iturbe era un novato, pero que no se merecía ser tratado
del modo que lo estaba tratando—, es que…, ha sido muy duro para mí. Como ya le
he dicho éramos amantes, pero últimamente nuestras relaciones se habían enfriado.
—¿Quizás a causa de su relación con —esta vez no se sonrojó, pero sí titubeó un
poco—…, con un grupo de prostitutas?
—Veo que el cabrón de su jefe le ha informado correctamente, agente Iturbe. Sí,
Lola se puso celosa sin motivo debido a que por una serie de circunstancias entré,
como usted dice, en relación con un grupo de prostitutas. Se puso tan celosa que me
hartó, así que cogí un cuchillo jamonero y la corté en mil pedazos, que he distribuido
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por todos los contenedores de Indautxu y zonas adyacentes. Además, soy tan mal
ciudadano, que ni siquiera me he preocupado por reciclar, y algunos pedazos los he
metido en el contenedor de plásticos, otros en el de papeles y cartones e incluso
algunos en los recipientes destinados al aceite industrial. Ah, se me olvidaba,
aproveché toda la sangre derramada para hacer unas morcillas que están para
chuparse los dedos, mucho mejores que las de Artzeniega.
No me di cuenta de cuánto había perdido los papeles hasta que media hora
después, como si hubiese despertado de un mal sueño, me encontré esposado enfrente
de Eneko Gorizelaia, en su despacho.
—Ya puedes quitármelas —le dije—. No voy a hacer ninguna burrada más.
—No es suficiente —me contestó.
Sabía perfectamente de qué me estaba hablando, así que le dije que no se
preocupara, que cuando saliera de allí ofrecería mis disculpas al agente Iturbe.
—No parece un mal tipo, no sé qué me ha pasado. Pero te aseguro que ya estoy
bien. Al menos, todo lo bien que puedo estar en esta situación —añadí—. Así que sé
bueno por una vez en tu vida y quítame las esposas.
Debí convencerle, porque accedió a mis ruegos, no sin recordarme nuevamente
que me había pasado con Iturbe.
—Es un buen policía y lo será mucho mejor en el futuro, aunque quizás haya sido
prematuro haber hecho que se enfrentara a ti cuando todavía no está maduro.
—¡No me cuentes milongas, Eneko! Me conoces perfectamente, y supongo que
también a Iturbe, y sabías lo que iba a ocurrir. Además, no es por echarme flores,
pero seguramente ha aprendido mucho más conmigo, durante el interrogatorio que
me ha hecho, que trabajando estos últimos meses a tu vera.
Eneko se limitó a sonreír, en señal de aquiescencia, y a preguntarme si estaba
preparado para que continuáramos con el interrogatorio, pero ahora más en serio,
añadió.
—Creo que sí —le dije—. Aunque va a doler. Bueno, no va a doler, está doliendo.
—Lo sé y lo siento, pero este es nuestro trabajo. Lo sabes perfectamente porque
también era el tuyo.
—Así es, y por eso mismo, antes de que empieces a interrogarme, me gustaría
que me contaras exactamente qué es lo que ha ocurrido. Me parece que tengo derecho
a ello.
Técnicamente no lo tenía, ya que no era familiar de Lola, y la condición de
amante no proporciona los mismos derechos que la de ascendiente, descendiente o
cónyuge, pero tanto Eneko como yo obviamos esos tecnicismos jurídicos y accedió a
contarme a grandes rasgos lo sucedido.
En realidad no había historia o, al menos, no una historia diferente a las que por
desgracia nos hemos acostumbrado a conocer últimamente en este país. De hecho ya
me la había explicado cuando vino a mi casa a darme la noticia. Primero una fuerte
discusión, de un calibre tan grande que una vecina medio sorda pudo escucharla,
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posteriormente el marido la arrojó por la ventana y, por último, el suicidio del
asesino, así como el extraño detalle, no tan extraño si el asunto había sido
premeditado como pensaba Eneko, de que a las dos empleadas de hogar se les dio el
día libre.
—Cuando viniste a casa me dijiste que el marido de Lola se mató pegándose un
tiro. ¿Habéis averiguado si tenía licencia de armas?
En esos momentos era yo el que preguntaba, pero Eneko es un tío listo y sabe que
entre nosotros no sirve el juego de uno es el que hace las preguntas y el otro tiene que
limitarse a responderlas, así que me contestó, consciente de que de ese modo fluiría la
conversación y él también podría obtener de ella algo en claro. Aunque ni yo mismo
sabía qué es lo que podría ser.
—En el domicilio, de momento, no hemos encontrado ningún documento que lo
acredite, y tampoco consta en nuestros archivos, así que suponemos que no. ¿No
sabrás, por casualidad, si era cazador?
—Ni cazador ni pescador. Como te dije anteriormente, la única caza que le
interesaba era la de jovencitas en edad de buen ver y mejor hacer. Pero si no tenía
licencia de armas, ¿cómo consiguió la que utilizó para suicidarse?
Eneko se encogió de hombros antes de decirme que aún no lo sabían.
—Estamos en ello, pero no sé si conseguiremos resultados. Del arma había sido
borrado todo posible elemento identificador.
—No lo entiendo. Eso es más propio de un delincuente profesional que de alguien
como el marido de Lola, un empresario de éxito. Seguramente ni siquiera sabría a
quién recurrir para conseguirla.
—En eso no estoy de acuerdo contigo, Goiko. En este país, si tienes dinero, se
puede conseguir prácticamente de todo, incluyendo cualquier clase de arma mortal.
Pero tienes razón en lo de que no deja de ser un punto oscuro en toda esta historia,
aunque seguramente nunca llegaremos a saber la verdad sobre el arma. Es posible
que haya sido utilizada anteriormente, en un atraco o incluso en algún asesinato, la
policía científica ya está en ello, y por eso fueron eliminados todos sus elementos
identificativos, pero como te puedes imaginar no se le va a dar prioridad, sobre todo
porque el caso está tan claro: muerte de la mujer a manos del marido y suicidio
posterior de este, que el juez instructor archivará el caso en menos de dos días. Fin de
la historia.
—¿Sabes? No puedo creerme que Ignacio matara a Lola. No es posible, no puedo
creérmelo.
—Pues en eso te vuelves a equivocar, Goiko, porque no hay duda de que lo hizo.
—¿Estás completamente seguro?
—¿Tú qué crees?
La verdad es que Eneko tenía razón. Parecía un caso claro, el que nos gusta llevar
a todos los policías del mundo por duro que sean los hechos. De una misma tacada
mueren víctima y culpable y lo único que hay que hacer es meter algunos datos de
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relleno para que el informe ocupe algo más de dos folios y parezca que se ha
trabajado en el asunto. El problema es que en este caso concreto el relleno era yo. Me
lo demostró Eneko con su siguiente pregunta, que no fue ninguna sorpresa para mí.
—¿Sabes si se llevaba últimamente mal con su marido? ¿Si la había amenazado
de algún modo?
—Como no fuera con quitarle la Visa —enseguida me arrepentí de mi frivolidad
y contesté más en serio—. No, de ningún modo. De hecho, por raro que parezca,
ambos conocían al dedillo la vida del otro y lo aceptaban. Su matrimonio en realidad
era ficticio, una tapadera con la que los dos estaban satisfechos, de ahí mi extrañeza
por lo sucedido. Ignacio sabía, entre otras cosas porque la propia Lola se lo había
contado, que de vez en cuando salíamos juntos y nos acostábamos, del mismo modo
que Lola sabía que su marido era un adicto al sexo con veinteañeras. Sinceramente no
encuentro ningún sentido a lo ocurrido.
—Ni tú ni nadie —filosofó Eneko—, pero sabes tan bien como yo que muchas de
las cosas que ocurren en la vida, y más cuando hablamos de asesinatos, no tienen una
explicación lógica. Quién sabe, quizás su marido, pese a su vida, seguía enamorado
de Lola y de repente algo se rompió dentro de él.
Recordé entonces que Lola y yo habíamos fantaseado con la idea de irnos a vivir
juntos, pero finalmente la desechamos de mutuo acuerdo. ¿Podría haber sido ese el
detonante de lo ocurrido? No, no era posible, en cuanto se me ocurrió la idea la
deseché por absurda, aunque Eneko me dijo que no podía descartarse tan
rápidamente.
—De todos modos —añadió—, no tiene la menor importancia y ni siquiera lo voy
a recoger en tu declaración. Como ya te he dicho antes es un mero trámite antes de
que el juez dé carpetazo al asunto. ¡Joder, si casi son las dos! —añadió de repente,
mirando su reloj—. Si te parece bien, mientras Iturbe redacta tu declaración —así que
el bueno del novato había estado escuchando mi conversación con Eneko. No me
extrañó, pero me pareció curioso que mi excompañero lo reconociera tan
abiertamente—, podemos salir a comer. Invito yo.
Una oferta de ese tipo no podía despreciarse, así que poco tiempo después nos
encontrábamos comiendo un menú del día en un restaurante de la Avenida del
Lehendakari Agirre. Una sopa de pescado de primero y un filete a la plancha con
pimientos rojos y patatas fritas de segundo. Nada excepcional, pero que entraba bien
y acabó por entonarme, aunque al principio el mero hecho de meterme un trozo de
comida en la boca me supuso un gran esfuerzo.
Me imagino que no tanto por sonsacarme aspectos nuevos del caso como por
alejar de mi cabeza los fantasmas de la muerte de Lola a manos de su marido, Eneko
volvió a hablarme del asesinato de Tomás Navarro, el extraño mendigo asesinado por
cuatro inmigrantes de raza negra mientras dormitaba tranquilamente en un cajero
automático del centro de Bilbao.
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—Supongo que no sabrás nada nuevo acerca del hombre que te acuchilló —me
dijo en un tono claramente irónico.
—Por supuesto que sí —ahora me tocaba a mí tirar de ironía—. Según parece los
hombres que lo asesinaron aparecieron a su vez muertos en Donibane Lohizune[16],
en un camión frigorífico. Congelados totalmente, desde los pelos del cabello hasta las
plantas de los pies.
El que pareció quedarse helado con mis palabras fue Eneko, que apenas pudo
balbucir cómo cojones estaba yo enterado de eso.
—No eres mi único contacto en la Ertzaintza —me limité a decir, sin
proporcionarle ningún nombre. No es que Etxebe me cayera especialmente bien, más
bien me caía como un grano en el culo, pero me había ayudado cuando se lo pedí y en
mi mundo las cosas funcionan así, o eres leal con quienes te ayudan o despídete de
ellos para siempre. Eso también funcionaba lógicamente en mi relación con Eneko,
aunque entre nosotros además de la posible colaboración profesional existía una
fuerte amistad, pero aun así pensé que debía compensarle por mi silencio sobre el
topo que me había filtrado lo de los subsaharianos y decidí contarle la historia, mi
historia al menos, desde el principio.
Cuando acabé de explicárselo no puedo decir que mi amigo estuviese horrorizado
ni que mostrara claras muestras de enfado en su rostro, cosa que hubiese entendido,
pero sí que daba señales de una fuerte agitación y preocupación interior.
—¿Me estás diciendo que Sánchez-Ávila te contrató para matar a Tomás Navarro,
el mendigo, y que aceptaste? Tú, tío, estás loco, pero no un poco loco, como lo
estamos casi todos, sino loco de atar, de psiquiátrico, de esos que hay que encerrar en
una celda acolchada con una camisa de fuerza bien abrochada para que ni el
mismísimo Houdini si saliera de su tumba pudiera abrirla.
—Bueno, dicho así es posible que parezca una locura —no me quedó más
remedio que admitirlo—, pero una vez que me hizo la oferta yo ya estaba jodido,
tanto si respondía que no, porque era un testigo de sus intenciones, como si respondía
que sí. Esto último al menos me daba tiempo para pensar en cómo solucionar el
problema. De hecho, si Navarro me apuñaló, fue porque intenté avisarle de que su
vida corría peligro y se asustó al creer lo contrario, que era yo quien deseaba matarle.
Los restos de café que aún permanecían en la taza de Eneko tenían que haber
quedado fríos hacía ya tiempo, pero aun así los apuró de un trago antes de reconocer
que quizás tuviese razón y estuviese en lo cierto.
—Supongo que por eso le preguntaste ayer a Ander qué sabía sobre Sánchez-
Ávila, aunque no le comentaste el motivo ni él te lo preguntó porque, por desgracia
como ambos sabemos, tenía la cabeza ocupada con la muerte de Lola a manos de su
marido y conocía tu relación con ella. En fin, eso no tiene nada que ver con esto otro,
pero es posible que si cuando ocurrió lo que acabas de contarme te hubieses
sincerado conmigo quizás habríamos podido evitar muchos problemas. Incluyendo la
muerte del propio Tomás Navarro.
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No era una acusación, no lo decía para joderme, pero tal vez tenía razón. Es
posible que si les hubiese contado al ejecutivo agresivo y al roquero el motivo de mi
visita al hospital aún estuviese vivo el mendigo, aunque tenía mis dudas.
—En primer lugar porque no me hubieseis creído —le dije.
—Yo lo habría hecho —me contestó, casi ofendido, Eneko.
—Lo sé, y seguramente González también, pero habríais sido los únicos. ¿De
verdad piensas que habríais podido protegerle indefinidamente? Por el motivo que
fuese, Tomás Navarro había sido condenado a muerte y antes o después la condena se
habría cumplido. Y ahora los ejecutores están muertos y no hay ninguna prueba que
nos lleve hasta Sánchez-Ávila.
—Podríamos pedir una autorización judicial para registrar su despacho.
—¿Y en qué te basarías para solicitar esa orden? ¿En lo que acabo de contarte?
No me hagas reír, Eneko. Si hay alguien en esta ciudad al que la totalidad de los
miembros de la judicatura no le tengan el menor cariño, por decirlo de un modo
suave, esa persona soy yo. Que, por supuesto, negaría en todo momento haber tenido
esta conversación contigo, como muy bien te puedes imaginar.
—Eres un auténtico cerdo. Lo sabes, ¿no?
Nos habíamos salvado mutuamente la vida en varias ocasiones, así que no me
tomé esas palabras como un insulto, sino más bien como una reflexión, aunque no
estoy seguro de que eso me dejara en mejor lugar, pero entendía perfectamente a mi
amigo. Por eso decidí seguir contándole algo más de lo que sabía y le hablé de Salif.
Lo que no supuso ninguna novedad para él.
—Llevamos tiempo siguiéndole los talones, aunque desgraciadamente no hemos
encontrado nada ilegal que achacarle —me confesó, tras escuchar todo lo que pude
decirle acerca del personaje—. Como tú muy bien has dicho, fue policía en su Malí
natal, pero aquí se dedica a eso tan etéreo de «import–export». Y hasta el momento
no ha dado ni un paso en falso. Es cierto que fue subordinado y protegido del coronel
Traoré, jefe de la policía política de su país y un hijo de puta tan grande que los
gerifaltes de la Interpol no han podido mirar hacia otro lado, como es lo habitual, y le
tienen entre sus objetivos, pero ser amigo de un sádico criminal como él no es un
delito. Puede ser algo repugnante, incluso un claro indicio de que no estamos tratando
con un honrado ciudadano, pero vivimos en un Estado de Derecho y eso significa que
hasta un tipo como Salif es inocente mientras no se demuestre lo contrario.
—Quizás su relación con Sánchez-Ávila pueda ser el hilo que necesitáis para
desenredar la madeja.
—O has perdido facultades, Goiko —se sonrió por primera vez desde hacía un
buen rato— o has decidido llevar muy lejos tu sentido del humor. Por supuesto que
sabíamos que era cliente de Sánchez-Ávila, pero si los dos son intocables por
separado, juntos tampoco les vamos a pillar. Aunque parece claro que si el abogado
ordenó la muerte de Tomás Navarro, Salif tiene que estar también implicado. El
problema es el de siempre, la falta de pruebas.
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Parecíamos encontrarnos en un callejón sin salida. Recordé las palabras que no
hacía mucho había dicho el presidente del Tribunal Supremo en una conferencia, sin
que al ministro de Justicia ni a ninguno de sus palmeros se les cayera la cara de
vergüenza, eso de que la legislación procesal está pensada para los robagallinas, no
para los grandes defraudadores, lo que suponía una gran traba para la lucha contra la
corrupción. Y no solo contra la corrupción, podíamos añadir, sino contra el crimen a
gran escala. Aunque a fin de cuentas, ¿en qué se diferenciaba una cosa de otra? ¿O de
verdad alguien cree que un corrupto, es decir, un criminal de cuello blanco de esos
que, según dijo en una ocasión un alto cargo de Instituciones Penitenciarias, son
personas plenamente integradas en la sociedad, con una familia normalizada, un buen
trabajo y contactos sociales, no sería capaz de matar, a través de personas
interpuestas, por supuesto, si piensa que su estatus y posición social corren peligro?
Tras este desahogo tan certero como demagógico, según me dijo Eneko, al que
gracias a su nueva posición como jefazo de la Ertzaintza se le debía haber pegado
algo de lenguaje de los políticos, ambos llegamos a la conclusión de que lo único que
podíamos hacer era esperar. El viejo adagio que todo policía conocía: siéntate en la
puerta de tu casa para ver pasar el cadáver de tu enemigo. Es decir, esperar a que
antes o después alguien, Salif, Sánchez-Ávila o alguno de sus adláteres cometiera un
error, nadie es infalible en este mundo, y gracias a él pudiésemos desenredar la
madeja.
—El único problema —volvió a decirme Eneko, nuevamente sombrío—, es que
el adagio puede tener una doble dirección. Que quizás sea tu enemigo quien se quede
sentado tranquilamente en la puerta de su casa para ver cómo pasa tu cadáver. O aún
peor, que no se quede quieto sino que sea él quien intente convertirte en cadáver.
No lo decía para acojonarme, sino porque era la pura verdad. Aunque ese más
real que hipotético enemigo era, con total seguridad, consciente de que ningún juez
de Bilbao haría caso a una denuncia presentada en su contra sin más base que mi
propio testimonio, el hecho de que supiera quién había dado la orden de matar a
Tomás Navarro me convertía, si no en un testigo incómodo, sí en una mosca
cojonera. Y el mejor método de acabar con una mosca cojonera es aplastarla.
Durante unos instantes sopesé volver a llamar al Increíble Hulk y aceptar la oferta
que, por su mediación, me había hecho el veterano capo bilbaíno, el respetado y
respetable Gerardo Azurmendi, pero enseguida deseché la idea aunque, por si acaso,
no le hablé de ella a Eneko. Pero en una cosa tenía razón mi amigo, debía andar con
pies de plomo si no quería sufrir un percance irremediable.
Prácticamente, sin darnos cuenta, la noche había sucedido a la tarde y los
camareros del restaurante, si bien de un modo educado, nos insinuaron que ya era
hora de abandonar el local porque tenían que preparar las mesas para los clientes que
dentro de muy poco irían a cenar.
—¿Quieres venir a cenar a casa? —me ofreció Eneko cuando salimos a la calle y
comprobamos que, efectivamente, el cielo ya se había oscurecido—. Isabel estaría
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encantada y las niñas ya sabes que te adoran. No porque te lo merezcas —añadió
riéndose—, sino porque su plato favorito es la tortilla de patata y siempre que tú
vienes a casa a cenar Isabel prepara tortilla.
Le agradecí su ofrecimiento que sabía que era sincero. Pero también sabía que
estaba motivado, sobre todo, por su temor a que hiciese alguna locura.
—Tranquilo —le dije, intentando sonreír aunque tan solo me salió una mueca—,
ni me voy a tomar un frasco de píldoras ni voy a liarme a tiros con nadie —estuve
tentado de añadir «por mucho que me apetezca», pero me abstuve de decirlo.
También me abstuve de decirle que no necesitaba una niñera cuando se ofreció a
llevarme hasta mi domicilio. Me limité a comentarle irónicamente que no sabía que la
Ertzaintza hubiese instalado un nuevo servicio, el traslado de los testigos a sus
domicilios en sus vehículos oficiales, pero Eneko era tan inmune a mis ironías como
yo a sus amenazas, así que no me hizo ni puto caso y casi a rastras me llevó en su
coche hasta el mismo portal de la calle Manuel Allende en el que tenía mi humilde
morada. Todo parecía estar en orden, pero por si acaso subió conmigo hasta mi piso y
comprobamos que nadie me estaba esperando con aviesas intenciones ni me habían
tendido ninguna trampa. En cuanto a las señales que yo había dejado, en previsión de
que apareciera algún intruso, se encontraban como las puse. Si mis sospechas eran
fundadas y mi vida se encontraba en peligro, de momento la persona o personas que
deseaban verme muerto me estaban dando una tregua. El motivo quizás se encontrara
en la cinta del contestador automático de mi teléfono.
Una mujer que se identificó como Ibone Gutiérrez Soltxaga, abogada y socia del
despacho del señor Sánchez-Ávila, deseaba concertar una cita conmigo. Si podía ser
a primera hora, a las ocho de la mañana, le haría un gran favor, porque a partir de las
diez tenía que hacer unas gestiones en el Palacio de Justicia.
De esa llamada deduje varias cosas: la primera, que Sánchez-Ávila podía ser un
hijo de puta, pero no un misógino, ya que entre los socios de su despacho se
encontraba, al menos, una mujer. La segunda que, a pesar de lo que dijo en nuestro
último encuentro, seguía interesándose por mi persona, aunque no lo suficiente como
para recibirme él mismo. Y la tercera, que si se me había citado a las ocho y para las
diez la abogada tenía que estar en la sede de los juzgados de la calle Berastegi, la
charla, como mucho, no podía durar más de hora y media.
No, si yo cuando me pongo a hacer deducciones soy una fiera, eso lo tengo claro.
Pero sobre lo más importante de todo el tinglado, es decir, de qué cojones quería
hablar conmigo la socia de Sánchez-Ávila, sobre eso no tenía ni puta idea.
—¿Vas a ir? —me preguntó Eneko, que estaba conmigo cuando escuché el
mensaje grabado.
—¿Tú qué crees?
—Que, como siempre, te vas a meter en la boca del lobo.
Nuevamente mi viejo compañero tenía razón. Y en esta ocasión no me dolieron
prendas por tener que dársela, porque estaba en lo cierto. Y es que el mejor modo que
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tiene Caperucita Roja para evitar que el Lobo Feroz se la coma, a ella, su cestita y a
su abuelita, es penetrar en su madriguera para averiguar tanto su fuerza como sus
intenciones. Aunque con eso se pueda correr el riesgo de ser una presa aún más fácil.
De todos modos, si se trataba de una trampa, era una trampa muy burda, ya que la
señora Gutiérrez Soltxaga tenía que ser consciente de que si me pasaba algo por
acudir a la cita, podía verse metida en graves problemas. Y seguramente la abogada,
si era socia de Sánchez-Ávila, quizás no fuese la mujer más honrada del mundo, pero
con toda seguridad tampoco era ninguna imbécil ni ninguna suicida. Así que hasta
cierto punto tenía si no la garantía absoluta sí una esperanza razonable de que, al
menos por esa vez, Caperucita Roja podría salir indemne de su encuentro con el Lobo
Feroz.
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enamorada de él como cuando eran jóvenes, en el caso de que lo hubiese estado algún
día, ya que el de ellos fue el típico matrimonio de compromiso conveniente para
ambas partes, sino porque a su edad sabía que en ningún lugar del mundo ataban los
perros con longaniza y, como era una mujer leída e instruida, conocía perfectamente
aquello que un día de lucidez, no solo literaria sino simplemente humana, dijo
Honoré de Balzac acerca de que detrás de una gran fortuna siempre hay un gran
crimen. Sus hijos, en cambio, eran otra historia. La pequeña, que estudiaba algo tan
poco práctico como Magisterio, pertenecía a una ONG de esas preocupadas por la
justicia en el mundo y la lucha contra la pobreza, aunque en el fondo no era tonta y
sabía que ella jamás caería en la pobreza gracias al dinero de sus padres. En cuanto al
mayor, que seguía sus pasos y estaba acabando la carrera de Derecho, era un joven
entusiasta y convencido de la primacía de la ley por encima de todo. Como él lo fue,
aunque seguramente, como también ocurrió con él, cambiaría con el tiempo. Pero
mientras tanto, si ambos supieran qué tipo de cosas había tenido que hacer su
progenitor para garantizarles su lujoso nivel de vida, seguramente se horrorizarían e
incluso renegarían de él.
Aun así, seguía pensando en sí mismo como en un buen hombre al que las
circunstancias le habían obligado a hacer cierto tipo de acciones no muy bien vistas
por los ojos de la ley para acrecentar y defender su patrimonio y su estilo de vida.
Pero aquello, lo de las Torres Gemelas, aquello no tenía nada que ver con lo suyo,
aquello era maldad en estado puro. Él, al menos, cuando cometía una ilegalidad,
buscaba un beneficio económico, pero ¿qué buscaban los cafres que habían hecho
eso? ¿Extender por todo el mundo su religión? ¿Atemorizar a quienes no comulgaban
con sus ideas?
Por primera vez en varios días, al venirle a la cabeza esos pensamientos, volvió a
sentirse intranquilo. Pensar en los musulmanes le obligaba a pensar también en Salif
y en la conversación que habían mantenido pocos días antes de que se tomara unas
merecidas vacaciones para relajarse. Y lo había conseguido, hasta que la visión de las
malditas Torres Gemelas, o de sus fantasmas habría que decir mejor, le habían hecho
rememorar la causa de su nerviosismo.
El maliense se presentó en su despacho sin avisar. Era una de las pocas personas
que podía hacerlo, pero aun así no le gustaba nada, no le dejaba en buena posición
delante de sus empleados porque daba la impresión de que estaba a las órdenes del
puto negro. Y aunque fuese cierto, y le reportase pingües beneficios, eso dañaba su
orgullo.
Además no entró en su despacho, como en otras ocasiones, para pedirle un favor
o concertar algún negocio, sino para recriminarle su actuación en el asunto del
mendigo.
—¿Cómo se te ocurrió contratar a un madero para liquidar a ese cabrón? —fue lo
primero que le dijo. Su pronunciación no era muy buena, pero dominaba lo suficiente
el español como para elegir siempre las palabras exactas.
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—Ya no es un madero —le replicó—. Además, según mis informes, no es
precisamente el hombre más honesto del mundo.
—Tus informes me los paso yo por el culo —el castellano del africano podría ser
extremadamente grosero, pero impecable léxicamente—. Si te hubieses informado
sobre él un poco mejor, sabrías que las acusaciones que se le hicieron en su día eran
falsas y que, aunque la mayoría de jueces y policías no le tienen excesiva simpatía,
está totalmente rehabilitado.
—Bueno, da igual —procuró ser conciliador Sánchez-Ávila—. El problema ya
está resuelto.
—Sí, lo tuve que solucionar yo —le replicó Salif—, porque lo tuyo fue un
desastre en toda regla.
A Marcelino Sánchez-Ávila y Ribera de Osma no le gustaba que le trataran como
a un lacayo, aunque lo fuera, pero apenas pudo protestar y se limitó a decir que todos
cometemos fallos y que era la primera vez, desde que se conocían y habían empezado
a hacer negocios juntos, que había cometido un error.
—Eso es cierto —admitió Salif—. Quizás he sido muy duro contigo, pero es que
el asunto ha sido muy grave y podría habernos puesto en peligro. Afortunadamente
ya está arreglado, al menos en parte, y no creo que vayamos a tener problemas. De
todos modos, convendría que te tomaras unas vacaciones. Hasta que el tema se enfríe
un poco, por lo menos.
La primera reacción del abogado fue decir que no necesitaba unas vacaciones,
pero luego lo pensó mejor. ¿Por qué no? Llevaba mucho tiempo sin disfrutar de
tiempo libre para él y su familia y quizás la sugerencia, orden más bien, de Salif no
fuera tan descabellada. Unos días lejos de Bilbao y de sus problemas cotidianos le
vendrían bien, francamente bien, y cuando volviera podría retomar su trabajo con
más bríos que nunca, y su pasado error sería tan solo un borrón que poco a poco se
iría difuminando.
Por eso se encontraba esos días en Nueva York, una ciudad en la que ya había
estado en anteriores ocasiones y a la que le encantaba volver siempre que podía. Y
tenía que reconocer que había sido una buena idea, en los días que llevaba allí había
conseguido olvidarse de sus problemas y relajarse del todo. Tan solo la visita al lugar
en el que en el pasado se erguían las Torres Gemelas le trajo a su cabeza
pensamientos sombríos, pero enseguida los desechó. Si el mundo estaba loco,
totalmente loco, rematadamente loco, no era culpa suya y poco, o nada, podía hacer
para remediarlo, así que decidió seguir disfrutando de una de las ciudades más
interesantes y maravillosas del mundo.
Mientras paseaban por la ciudad vio un puesto callejero en el que servían perritos
calientes, los conocidos como hot dogs, y acercándose al vendedor le pidió uno.
—¿Pero tienes hambre? —le preguntó su mujer extrañada, porque acababan de
salir de un restaurante italiano en el que las raciones eran copiosas, además de
excelentes.
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Sonriendo intentó explicarle que no se trataba de eso, pero que estando en Nueva
York había decidido no privarse de esos pequeños placeres como podía ser el de
comerse un hot dog en plena vía pública de la Gran Manzana.
Intentó explicárselo, pero no pudo, porque cuando iba a hacerlo un par de negros
se acercaron a donde estaban y les tirotearon con el propósito de robarles. En una
ocasión, en una demostración de que quizás no fuera muy inteligente aunque sí muy
pelota, un político español le dijo a un presidente norteamericano, que prefería morir
de una puñalada en el metro de Nueva York antes que vivir en las calles seguras de
Moscú. Si Sánchez-Ávila se hubiera acordado de esas palabras y hubiese podido
hablar con el afamado político seguramente le habría dado una opinión muy distinta,
eso en el caso de haberse limitado a dar una simple opinión, pero no pudo acordarse
de esa apabullante frase ni de ninguna otra estupidez de ese jaez, porque su muerte, al
igual que la de su mujer, fue instantánea. Como posteriormente comentaron
piadosamente a los hijos de las víctimas, creyendo absurdamente que con eso iban a
mitigar en algo su dolor, ni siquiera se enteraron, no les dio tiempo a sufrir.
Tanto el alcalde de Nueva York como las autoridades norteamericanas en general
deploraron, lamentaron y condenaron el execrable asesinato de ambos turistas
españoles, uno de los cuales eran además un afamado abogado y ciudadano ejemplar.
Para lavar su imagen ante el exterior y mantener que Nueva York seguía siendo una
ciudad abierta y segura, indicaron cómo después de haber cometido su ominoso
crimen, los dos negros fueron abatidos por la policía. Eso sí, como los policías que
les acribillaron a balazos eran también afroamericanos, no se produjeron los
disturbios raciales que últimamente habían sacudido con frecuencia a todo el país. De
modo que la situación se arregló a gusto de todos. Menos de los fallecidos, por
supuesto, pero eso ya no importaba nada, porque ninguno de los cuatro muertos iba a
levantarse de su tumba para quejarse ni, sobre todo, para explicar lo que en realidad
había sucedido.
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hablando. Si algo había aprendido de mi trato con los abogados es que incluso al más
taciturno le encanta hablar, deben ser cosas del oficio, y la señora Gutiérrez Soltxaga
no constituía ninguna excepción, como pude comprobar tras esa pequeña pausa.
—En primer lugar tengo que pedirle disculpas en nombre de mi compañero. A él
le habría gustado poder recibirle en persona, pero en estos momentos se encuentra en
el extranjero, haciendo una gira por los Estados Unidos. Es un hombre muy
trabajador y llevaba años sin tomarse unos días de vacaciones, así que espero que
acepte las excusas que le doy en su nombre. Seguramente ese viaje le vendrá muy
bien para liberarse de las tensiones acumuladas durante estos años y volver al trabajo
con más energía y dedicación, si cabe, que las que tenía hasta ahora.
Educadamente le comenté que me alegraba por su compañero y ya, de paso, le
pregunté qué era exactamente lo que deseaba de mí y por qué había concertado esa
cita a una hora tan temprana de la mañana, pero antes de que me contestara sonó mi
móvil.
—Cójalo, no se preocupe por mí —me animó amablemente—. Aunque le ruego
que en lo posible sea breve, ya que desgraciadamente no puedo dedicarle mucho
tiempo.
No fui breve sino brevísimo, porque según fui a contestar, pese a que me
llamaban desde un número que desconocía, se cortó la comunicación. Y cuando
intenté devolver la llamada una anónima voz femenina me indicó que el número al
que llamaba estaba apagado o fuera de cobertura. Indudablemente era una añagaza
para saber si tenía el móvil abierto para que alguien, al otro lado de la línea,
escuchara la conversación, pero en lugar de mostrar en voz alta mis sospechas pedí
perdón por la interrupción, como si hubiese sido culpa mía, y volví a preguntarle a la
abogada qué era exactamente lo que deseaba de mí y por qué había concertado esa
cita a una hora tan temprana de la mañana.
—A la segunda pregunta es muy fácil contestar. Soy madrugadora y tengo la
agenda del día completa, así que esta era la hora que más me convenía. Si a usted le
parece una hora excesivamente temprana, lo lamento, pero creo que no se arrepentirá
de haber acudido a la cita. Porque el motivo de la misma, y contesto de paso a la
primera de sus cuestiones es entregarle este sobre que contiene tres mil euros —dijo
cogiendo un sobre de color papel manila que tenía sobre la mesa y extendiéndomelo
—. En billetes de cien, para que no tenga problemas con la Hacienda Foral —añadió
sonriendo.
Así que de eso se trataba, de sobornarme. Volvía a encontrarme ante un dilema,
no tanto ético como práctico, soy de los convencidos de que, como dice el refrán,
quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón. Si me negaba a recoger el dinero,
era como proclamar en voz alta que acababa de desenterrar el hacha de guerra. En
cambio, si lo aceptaba, al menos ganaría algo de tiempo. No creía que atentaran
contra mi persona nada más pagarme esa cantidad. Dilema solucionado: cogí el sobre
y conté parsimoniosamente, bajo la atenta mirada de la abogada, su contenido.
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—Tres mil euros. Está correcto —dije—. Pero me gustaría saber a cambio de qué
se me ofrece este dinero —tal vez esa pregunta volviese a ponerme en el disparadero,
pero sentí la necesidad de hacerla.
—Por lo que me dijo el señor Sánchez-Ávila antes de irse de vacaciones, es la
cantidad que le adeudaba por un trabajo que le encargó.
—¿Y no le dijo que finalmente no pude realizar el trabajo encomendado?
—Eso es cosa de ustedes dos —encogió los hombros en señal de que ese tema no
era de su incumbencia—. Supongo que mi compañero habrá pensado que dadas las
circunstancias usted cumplió, hasta donde pudo hacerlo, con su parte del trato y por
eso habrá considerado que le debía pagar la totalidad de lo acordado.
—¿Conoce usted la naturaleza del encargo que me hizo su compañero?
Ibone Gutiérrez Soltxaga volvió a sonreírme, pero en esta ocasión su sonrisa no
mostraba amabilidad sino desprecio.
—Señor Goikoetxea, si usted es de esos machistas que creen que mi presencia en
el bufete del señor Sánchez-Ávila está motivada por la necesidad de cubrir una cuota
de mujeres trabajadoras políticamente correcta o, más sencillamente, porque tengo
unas hermosas piernas y los vestidos ceñidos me sientan de puta madre, se equivoca
por completo. Conozco todo lo que se cuece dentro de estas cuatro paredes y, por
supuesto, sé cuál fue el encargo que usted no cumplió y que debió ser rematado —no
supe discernir si al usar esa palabra lo hizo conscientemente o utilizando un sentido
meramente metafórico— por cuatro inmigrantes africanos.
—Cuatro inmigrantes que, casualmente, murieron poco después de hacer su
trabajo.
La abogada debía ser una buena jugadora de póquer o, si le iba lo autóctono, de
mus, porque no se movió ni un músculo de su cara al escuchar mis últimas palabras.
—Veo que está usted bien informado, señor Goikoetxea, pero no me extraña, me
figuro que es parte de su trabajo. Y creo sinceramente que cobrar seis mil euros por
un trabajo no realizado no está nada mal. Si quiere saber mi opinión, yo no le habría
pagado la segunda parte de lo pactado, e incluso le habría exigido que devolviera los
primeros tres mil euros que se le abonaron, pero mi compañero insistió en que
hiciéramos las cosas de este modo y yo acepté su criterio. Así que por nuestra parte la
deuda está saldada. Espero que también por la suya —añadió.
—Supongo que se refiere a mi silencio —dije, no para salir de dudas, sino para
demostrarle que, efectivamente, sabía por qué me acababa de entregar esos tres mil
euros.
—En un contrato, cada parte sabe cuáles son sus obligaciones y las
contraprestaciones que recibe a cambio de cumplirlas. Si quiere conocer nuevamente
mi opinión, creo que es usted de los que habla demasiado, así que esa alusión a su
silencio podría parecerme una broma. Podría parecérmelo —añadió—, si no supiera
que es usted un hombre inteligente que seguramente sabe qué es lo que más le
conviene.
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Lo que acababa de escuchar sonaba a amenaza, y sin duda lo era. Y la abogada
también tenía razón en lo último que acababa de decir: que yo sabía qué era lo más
conveniente.
El problema, y eso sí que lo desconocía por completo doña Ibone Gutiérrez
Soltxaga, la socia, compañera y, al parecer, mano derecha de don Marcelino Sánchez-
Ávila y Ribera de Osma, consistía en que don Mikel Goikoetxea era un exertzaina
que, tanto mientras ejercía de policía como posteriormente durante el tiempo que
trabajó como detective, jamás hizo lo que a los ojos de casi todo el mundo, incluidos
los propios, era lo más conveniente. Pero esa era una característica de mi persona que
opté por callarme antes de despedirme, de nuevo con una sonrisa y un cálido apretón
de manos, de la abogada.
Nunca es bueno que lo sepan todo sobre ti, y más cuando tu vida está en peligro.
Y por mucho que la abogada pensara que acababa de comprar mi silencio, yo era
consciente de que seguía estando en peligro. Y cada día que pasara lo estaría más. No
me quedaba otro remedio que pasar a la ofensiva, aunque aún no sabía cómo hacerlo.
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Vladimir no era nostálgico, por eso no sintió ninguna emoción especial al regresar a
Bilbao después de tanto tiempo, pero sus sentidos, siempre atentos y alertas, sí
recuperaron olores, sonidos, calles, direcciones.
En Bilbao se iba a cerrar el círculo. O quizás, para ser más exacto, tendría que
decir que se iban a cerrar dos círculos. El primero, el que se inició hace años, cuando
llegó por primera vez a aquella ciudad donde fraguó su nueva personalidad y su
desaparición del mundo en el que hasta entonces se había movido. El segundo era el
que había iniciado su antaño enemigo y posteriormente protegido, ese extraño
expolicía al que todo el mundo llamaba Goiko. Iba a culminar la tarea que le había
encomendado y que él, en contra de lo que cualquier persona razonable hubiese
hecho, no dudó en aceptar.
De nuevo iba a ejercer, en esta ocasión sí que esperaba que fuese por última vez,
su antiguo oficio: matar a gente por encargo. Tres en Londres, una en Bucarest y otra
en Bilbao. Dos hombres y tres mujeres, aquí no había paridad, las hembras de la
especie se llevaban la palma. Un aristócrata, una joven ejecutiva, un policía africano
metido de lleno en asuntos más oscuros que su piel, una abogada a la que los
expedientes sucios le proporcionaban más dinero que los limpios y una jueza vasca
independiente hasta que alguien con dinero y poder le convenció de que eso de la
independencia judicial ya no estaba de moda. Cinco personas, cinco circunstancias
diferentes. Algunas comunes, otras muy disímiles. A él eso no le incumbía lo más
mínimo. Le habían pedido un favor y se había prestado a hacerlo. Aunque eso
significara matar a cinco personas. Cinco personas que seguramente se merecían
morir, aunque eso no le quitaba el sueño. En más de una ocasión había acabado con la
vida de alguien que quizás no se lo mereciera, pero a él, siempre que le hicieron un
encargo de ese tipo, lo único que le preocupó era el precio. El resto lo dejaba para
filósofos, teólogos y moralistas, que seguramente llegarían a conclusiones muy
interesantes, pero que Vladimir jamás se preocuparía en conocer.
Era curioso, pensó tras cruzar, debidamente identificado como turista suizo, las
puertas del aeropuerto de Bilbao. Le traía más recuerdos esta ciudad que su natal
Bucarest. Para él la capital rumana fue tan solo un infierno, un infierno en el que
sobrevivió y aprendió a encarar la vida. Pero cuando volvió para asistir a un
Congreso Jurídico en el que iba a encontrarse con Ibone Gutiérrez Soltxaga, una
jurista española experta en Derecho Internacional Privado, no sintió ningún ramalazo
de nostalgia, ni siquiera de temor. Allí ya nadie se acordaba de él, ni le reconocería.
Ni siquiera la abogada, con la que jamás había cruzado anteriormente palabra alguna
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y a la que solo había visto en una ocasión, a través de una fotografía. Pero allí estaba
anunciada, en un gran cartel a la entrada del lujoso hotel en el que se alojaba y se
desarrollaba la convención: a las 19:30 horas conferencia de la doctora Gutiérrez
Soltxaga sobre «El problema de la ejecución de los títulos ejecutivos en los países
europeos que no han firmado los convenios reguladores sobre la materia». Una
disertación que debió ser espléndida, a tenor de los entusiastas aplausos que recibió
por parte de los asistentes tras su finalización, pero que a él, pese a dominar la lengua
inglesa tan perfectamente como la oradora, le aburrió sobremanera. Estaba claro que
lo suyo no eran los títulos ejecutivos, con o sin convenio regulador, sino más bien
ejecutar a la gente, independientemente de sus títulos.
Fue un trabajo fácil. Rumania era de esos países en los que, al derrumbarse el
comunismo, no llegó un capitalismo más o menos civilizado, en el caso de que
capitalismo y civilización sean términos compatibles, sino un capitalismo dominado
por las mismas mafias que antes controlaban el partido y algunas nuevas que, caído
Ceacescu y su régimen, reclamaban su porción del pastel. Era fácil, por lo, tanto,
pensar que la insigne abogada había sido excesivamente imprudente al aventurarse
por calles poco recomendables en las que algún paria de la tierra, que ya no
enarbolaba una bandera roja sino una navaja susceptible de teñirse de ese color,
decidió que era una presa fácil y tras robarla acabó con su vida, para que no pudiera
ser testigo del atraco sufrido. Si la abogada hubiese tenido cierto sentido poético de la
justicia, lo que en esas circunstancias no suele ocurrir, habría recordado ese pasaje
bíblico en el que se expresa que quien a hierro mata, a hierro muere, y que del mismo
modo que ella dio en su momento la orden de asesinar a Sánchez-Ávila, alguien había
decidido responderle con la misma moneda. El que su fallecido socio no tuviese nada
que ver con su muerte, el pobrecito llevaba ya semanas enterrado en el panteón
familiar del cementerio de Derio, tan solo aportaba ese absurdo sentido de la paradoja
que en ocasiones alegra nuestra existencia, aunque seguramente Ibone Gutiérrez
Soltxaga no mostrara ninguna alegría en el momento en que acabaron con su vida.
Vladimir no se dignó leer los periódicos rumanos que hablaron del asalto a la
ponente estrella del congreso jurídico, pero estaba convencido de que algún
excompatriota, o quizás más de uno, habría sido detenido en los días siguientes al
atraco con resultado de muerte de la letrada de origen vasco y que un tribunal
implacable, deseoso de lavar la mancha y el desdoro que se había abatido sobre un
país pacífico que deseaba sumarse con celeridad al concierto europeo de naciones
democráticas, les habría condenado en menos tiempo del que dura rezar un
padrenuestro.
Dos eran las razones por las que no leyó la noticia. En primer lugar, porque
jamás, salvo que le interesara para realizar algún trabajo, leía los periódicos del país
en que nació. Y en segundo, y más importante, porque una vez culminado su cuarto
encargo Bucarest volvía a ser el pasado y su mente estaba ya centrada en el lugar en
el que debía efectuar el quinto y último, Bilbao, la ciudad que supuso para él un
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camino sin retorno, ya que estos últimos cinco trabajos no eran en realidad, al menos
para él, tales trabajos, sino simplemente la manera que él tenía de saldar una deuda,
una deuda quizás inexistente, pero que de algún modo se veía obligado a pagar.
Dudaba mucho de que alguna de las personas con las que estuvo en tratos en su
anterior paso por la ciudad le reconociera, en el caso de que estuviese en condiciones
de reconocerle, se sonrió interiormente, pero aun así tomó sus precauciones. Que por
otra parte eran las que siempre había tomado, las que tomaba cualquier profesional
que quisiera seguir viviendo de su oficio hasta que llegara la hora de jubilarse, como
él hizo en su momento.
Su próxima y última víctima iba a ser también una mujer, una jueza. Para
Vladimir eso era algo indiferente, él nunca había sido machista en ese aspecto, si
había que matar a un hombre, se le mataba, y si a quien tenía que liquidar era una
mujer, pues lo mismo. Todo dependía del precio y de su propia seguridad. Una vez
firmado el contrato, para él eran iguales los hombres, las mujeres o los elefantes de
Botswana, llegado el caso.
Se sonrió cuando le indicaron, como si se tratara de un chiste mafioso, eso de que
«pareciera un accidente». No era una indicación tan tonta como podía pensarse, en
los otros cuatro asesinatos no le habían sugerido nada parecido. De hecho, aunque
tampoco creía que ese fuera el caso, en ocasiones quien hacía el encargo no deseaba
que la muerte de su objetivo pareciera un accidente, sino todo lo contrario, que todo
el mundo supiera cómo y por qué había fallecido la víctima. E incluso por orden de
quién, siempre que eso no supusiera ningún conflicto con la justicia. «El miedo
guarda la viña», pensó, acordándose nuevamente de un antiguo refrán que había
escuchado por primera vez en España.
No estaba seguro de por qué le había solicitado eso, ni lo preguntó. Supuso que
sus razones tendría el extraño detective que le había hecho el encargo. Quizás porque
al tratarse de su ciudad necesitaba tener más cuidado, aunque no creía que ese fuera
el motivo principal. Tal vez el hecho de que fuese una jueza la víctima podía influir,
pese a que ni su socio ni él fuesen unos defensores de la justicia. Más bien se inclinó
a pensar que necesitaba tiempo o, aún mejor a tenor de lo que iba a hacer
posteriormente, quería jugar con el factor sorpresa. Sí, seguramente ese era el motivo
principal y, en cierto modo, le habría gustado estar en la piel del detective de Scotland
Yard, James Robertson, al que había empezado a apreciar desde la distancia que le
exigían sus obligados márgenes de seguridad, cuando por fin resolviera, o creyera
haber resuelto, el caso que le ocupaba en los últimos tiempos.
La honorable jueza era una mujer joven que, cuando abandonaba su despacho,
actuaba como el resto de las demás mujeres jóvenes. Salía de paseo con las amigas,
en ocasiones también con algún amigo, quedaba de vez en cuando a cenar con
algunos compañeros del trabajo o del colegio, iba al cine, al teatro e incluso a
conciertos de «heavy metal», que hoy en día los jueces no son esos señores
circunspectos con barba de tres siglos y levita que antaño dibujaban los caricaturistas,
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sino gente normal con un trabajo un tanto peculiar y delicado. Y en ocasiones
especiales, para qué negarlo, se daba algún que otro homenaje particular gracias a los
servicios de un inmigrante senegalés al que le había conseguido todos los papeles y
permisos necesarios para poder residir permanentemente en el país, sin riesgo de
expulsión, y que solía mostrarle su agradecimiento del modo que a ella más le
gustaba. Que al fin y al cabo ser juez no es sinónimo de ser célibe y cuando una llega
a casa tras un día de trabajo agotador, en pro de la comunidad, se tiene más que
merecido un buen rato de esparcimiento.
Hasta ahí, todo en Idoia Gastaminza era normal. Salvo por el hecho de que le
quedaban pocos días de vida, pero eso ella no lo sabía, afortunadamente. El ser
humano es el único animal que es consciente de que, antes o después, va a morir
indefectiblemente, filosofó para sí Vladimir, aunque la mayoría piensa que eso es
algo para lo que nunca hay prisa. Y tienen razón. Al menos, hasta que llega un tipo
como él y dice que, efectivamente, no hay prisas, pero tampoco pausas. Ni prórrogas
de ningún tipo. Idoia Gastaminza, pese a su juventud, pese a su jovialidad, pese a que
aparentemente su vida era totalmente irreprochable y a que pensaba, como piensan
todos los jóvenes y muchos mayores, que la vida iba a ser eterna, tenía que morir. Y
moriría.
La jueza compartía, como mucha gente de su edad, hacía tan solo un par de años
que acababa de rebasar la treintena, su pasión por el deporte. La natación era una de
sus mayores aficiones. Y el surf el deporte en el que más destacaba. Le gustaba ir a
Mundaka, aunque en ocasiones también se acercaba hasta Sopelana o Bakio para
desmelenarse con el traje de neopreno y las olas salvajes. En esas ocasiones, sola
frente al mar, se sentía en paz consigo misma e incluso disculpaba esas pequeñas
concesiones, así las llamaba ella, que de vez en cuando tenía que hacer para poder
escalar profesionalmente. Si hubiese vivido unos pocos años más seguramente habría
conseguido su sueño de llegar al Tribunal Supremo o, quién sabe, quizás al Consejo
General del Poder Judicial, pero aquel accidente fatídico, sí, accidente, truncó su vida
y, por consiguiente, también su carrera.
Nadie se explicaba cómo perdió el control de su vehículo mientras se dirigía,
precisamente, a Mundaka y se estrelló contra un muro. El vehículo se encontraba en
un estado impecable, salvo por los desperfectos causados por el accidente, ella no
había ingerido ninguna sustancia tóxica y el firme se encontraba en perfecto estado.
¿Quizás se confió y tomó demasiado abierta aquella curva? Nunca se supo y el único
hombre que podía haberles resuelto las dudas calló, no en balde siempre había basado
sus éxitos profesionales en su extremada discreción, aparte de su reconocida
habilidad a la hora de acabar con sus semejantes. El detective que le efectuó el
encargo le pidió que pareciera un accidente y eso era lo que el juez instructor que se
ocupó del caso, con más dedicación incluso de lo habitual en él, ya que se trataba de
una compañera, consideró que tenía entre manos, un accidente. Un accidente
inexplicable, pero tan solo un accidente. Jamás nadie sabría cómo lo había hecho, y
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no solo por su propia seguridad, sino porque, como ocurre con los magos más
prominentes, nunca desvelaba a nadie sus secretos.
Pero el resultado estaba claro. La quinta y última víctima acababa de fallecer. Lo
que ni el mismo Vladimir sabía era si eso significaba el final o el comienzo de alguna
otra cosa. Tampoco le importaba mucho en realidad. Él había cumplido con su parte
del trato y lo demás le daba todo igual. Una de las virtudes gracias a la que había
sobrevivido era su falta de curiosidad sobre aquellos extremos de su trabajo que no
fueran de su incumbencia ni vitales para su propia supervivencia.
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—Como ha podido comprobar, mi feligresía no está para participar en
movilizaciones contra su párroco, aunque la mayoría de las señoras, y también
algunos señores, no vaya usted a acusarme de machista, tienen una lengua de lo más
viperina. Pero en fin, dado lo exiguo de sus pensiones, que por lo menos ejerzan el
derecho a protestar y quejarse de todo es algo por lo que no se les puede hacer ningún
reproche. Por cierto, aunque supone un auténtico placer para mí, me gustaría saber el
motivo de su visita.
—He venido a hacer un donativo.
Ante su gesto de sorpresa, saqué un abultado sobre en el que se encontraban los
seis mil euros que había cobrado por no matar a Tomás Navarro y se lo extendí.
—Hay seis mil euros. Si quiere puede contarlos.
—¿Para qué? —me dijo—. Me fío de su palabra. Además, no tenía por qué darme
nada, así que tampoco podría demandarle si solo hubiera cinco mil novecientos en
lugar de seis mil —añadió con un gesto en que más que tristeza mostraba pena.
Evidentemente, pena por mí—. ¿Quiere contarme algo?
—¿Sobre el motivo de que haga este donativo o sobre cómo he conseguido el
dinero? La respuesta es la misma a ambas preguntas. Es el precio por matar a un
hombre, por eso no puedo quedármelo. Y quién mejor que mi párroco favorito para
usarlo del mejor modo posible.
—Pero usted no le ha matado —me contestó a lo primero, obviando mis últimas
palabras.
—Está usted muy seguro de eso, padre.
—Dios me ha castigado por mis muchos pecados dándome una larga vida, lo que
me ha proporcionado, de paso, una gran experiencia en el alma humana. Por eso
confié en usted hace años, pese a que nada más verle supe que era, o que había sido,
policía. Y por eso estoy seguro ahora de que no ha matado a nadie.
—En eso se equivoca, padre. Sí que he matado. Y quizás vuelva a hacerlo —dije
sorprendiéndome a mí mismo por lo que acababa de decir.
—Los sacerdotes poseemos el privilegio de perdonar los pecados pasados, no los
futuros. Eso en el caso de que quiera confesarse.
—¿Hay diferencia entre una confesión y un desahogo?
—Un teólogo seguramente diría que sí, pero yo solo soy un pobre párroco de
barrio. Si quiere confesarse o desahogarse, a mí me da igual, en el fondo la diferencia
es más semántica que otra cosa.
—Seis mil euros. Eso es lo que al parecer vale la vida de un hombre, por lo
menos la del que me ordenaron matar. Yo acepté el encargo, aunque no lo cumplí.
Nunca tuve intenciones de cumplirlo, pero tampoco pude salvarlo.
—Me está diciendo que finalmente el hombre del que me habla fue asesinado.
—Así es.
—Pero usted no es culpable de ello. Sospecho que seguramente intentó avisarle y
ahora es usted quien está en peligro.
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Era un hombre inteligente, pero yo no había acudido hasta él para sostener una
conversación inteligente, ni siquiera una conversación normal. En realidad no sabía
muy bien por qué estaba allí. O quizás sí, como acababa de decirle, necesitaba
desprenderme de ese dinero que estaba manchado de sangre. No la había derramado
yo, pero ese era al menos el motivo por el que esos seis mil euros habían llegado a
mis manos. Creo que eso fue, más o menos, lo que le dije al sacerdote.
—Espero que no le importe la procedencia del dinero —añadí.
—Nuestro propio Señor Jesucristo dijo algo así como que no es necesario que la
mano derecha sepa lo que hace la izquierda. La cita quizás no sea literal, para eso los
mejores son los obispos y yo nunca llegaré a serlo —se rio abiertamente al decir eso
—, pero por ahí anda la cosa. Y seguramente lo dijo en el sentido de que no debíamos
envanecernos de nuestras buenas obras, pero cada uno puede interpretarlo como
quiera y para mí es un dinero que aunque no me haya venido del cielo, entre nosotros,
confiando en que no me delate a las altas jerarquías eclesiásticas, hace ya mucho
tiempo que sé que el dinero no viene de allá, con él podré hacer mucho bien, así que
bienvenido sea y muchas gracias. Si lo desea, puedo darle la absolución de los
pecados, pero me gustaría darle algo mejor, un consejo, aunque sé que nadie sigue
mis consejos: no se torture. Procure obrar del mejor modo posible, pero sin torturarse.
Es cierto que, como decimos los curas, nuestras vidas están en manos de Dios, pero si
nosotros le ayudamos no haciendo tonterías, como flagelarnos a nosotros mismos,
tenga la absoluta seguridad de que Él lo agradece.
Me despedí del párroco pensando que era un buen consejo al que, seguramente,
no haría ni puñetero caso. Como no estaba muy lejos de la comisaría decidí
acercarme hasta allí, para hablar con Eneko Gorizelaia, aunque en el fondo no sabía
qué iba a decirle ni preguntarle. En realidad lo que no quería era dar vueltas por las
calles, sin rumbo fijo, lamiéndome unas heridas por una mujer de la que ni siquiera
sabía que estaba enamorado hasta que falleció.
Últimamente tenía acceso libre al despacho de mi amigo, así que no me pusieron
ninguna pega, como ocurría antaño, para que me acercara. Eneko, de todos modos, ya
estaba avisado, porque cuando entré había colocado, encima de su mesa, dos cafés de
esos de máquina que se sirven en vasos de plástico.
—Toma —me dijo alargándome uno de ellos—. Ya sabes, corto, solo y amargo.
Como tú —añadió, repitiendo por enésima vez un viejo chiste que siempre me
lanzaba cuando me invitaba a un café, pero que en esta ocasión no nos hizo gracia a
ninguno de los dos—. Bueno, ¿qué te trae por aquí? Porque no creo que tengas
intención de ayudarme con el papeleo.
Me hubiese gustado responderle que sí, que en esos momentos mi mayor deseo
era ayudarle con el papeleo. Y en cierto modo lo era. Ojalá mis problemas o, para ser
más expresivo, mis pajas mentales se limitaran a pelear con los papeles que
reposaban desordenadamente encima de la mesa de mi excompañero. Pero para ser
sincero, tan solo había acudido hasta allí para encontrarme con un amigo con el que
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poder charlar. El asunto es que ese amigo era también ertzaina así que, casi sin darme
cuenta, le pregunté cómo iban sus indagaciones sobre el mendigo muerto.
—No hay ningún tipo de investigación, y lo sabes —me contestó Eneko—. El
asunto está zanjado, con la muerte «accidental» —hizo el gesto universal que
indicaba que sus palabras estaban entrecomilladas, aunque no hacía falta, tanto él
como yo sabíamos de qué iba la cosa— de sus asesinos. Y además, en territorio
francés, así que no hay nada que hacer. El caso está concluso y así lo ha dictaminado
la jueza de instrucción que lleva el asunto.
—¿Quién?
—Una jueza joven, pero con fama tanto de justa como de dura, no sé si te sonará
su nombre, Idoia Gastaminza, porque tomó posesión de su plaza después de que
pidieras la excedencia.
La conocía de oídas y todo lo que me habían dicho de ella era positivo. Al parecer
tenía fama de ser honrada e independiente, cualidad que se supone a todos los jueces,
dicho sea de paso. Pero si para diferenciarla del resto, mis informantes me recalcaban
que era honrada e independiente, eso no decía mucho en favor de sus colegas. Y así
se lo dije a Eneko.
—Olvídate por una vez de tu fobia contra la judicatura —parecía enfadado al
decirme esto—. Sé que te las han hecho pasar putas y que la mayoría de los jueces no
te aprecian por motivos de los que no eres totalmente responsable, pero no apreciarte
no es ningún delito. De hecho a veces yo mismo me sorprendo al darme cuenta de
que te aprecio. Y sí, Idoia Gastaminza tiene fama de ser una jueza recta, justa y
honrada, pero por eso mismo no hay nada que hacer. Cuando hablé con ella y le
expliqué mis sospechas me dijo que las entendía, e incluso que simpatizaba con mi
postura, pero que eso no era suficiente. Para reabrir un caso de asesinato sobre el que
hay pruebas más que concluyentes acerca de quiénes son los responsables, cuando
estos mismos han fallecido de un modo accidental, de acuerdo con los informes
emitidos por la Gendarmerie y la magistratura francesa, es necesario tener si no una
prueba concluyente al menos algún tipo de indicio más o menos racional. Y que un
agente de la Ertzaintza, tras visualizar un vídeo, piense que los asesinos realizaron su
acción porque estaban sometidos a algún tipo de presión, no es un indicio suficiente
para reabrir el caso. Y, las cosas como son, si yo fuera la jueza pensaría lo mismo.
Mi amigo tenía razón, aunque me jodiera dársela. Pero quedaba pendiente el
hecho de que yo sabía que un abogado había encargado esa muerte, aunque no podía
demostrarlo de ningún modo. Y no solo un abogado, sino que su socia en el bufete
también había intervenido o, al menos, sabía perfectamente lo que estaba ocurriendo.
—De acuerdo, no pongo en duda lo que me dices —me contestó Eneko—, pero tú
mismo me reconociste el otro día, cuando comimos juntos, que ningún juez de Bilbao
haría caso a una denuncia presentada contra los abogados con la única prueba de tu
testimonio. Y no tenemos nada en qué basarnos para pedir una orden de registro o de
intervención de sus comunicaciones. Quién sabe, quizás se hayan olvidado de ti y a
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partir de este momento te empiecen a dejar en paz. De otro modo no te hubieran
pagado los tres mil euros extras que le reclamaste a Sánchez-Ávila. Creo que lo mejor
que puedes hacer es tomarte unas vacaciones, puedes permitírtelas perfectamente, y
olvidarte de este asunto.
—Así, ¿sin más?
—Sí, así, sin más. Hay que saber cuándo se ha perdido, y nosotros hemos perdido
este partido. No hay prórroga posible, y de haberla corremos el riesgo de acabar
descendiendo de división.
Eneko volvía a tener razón. Aunque aún debía tomar todas las precauciones
necesarias, mi vida ya no parecía correr tanto peligro. Unas vacaciones me vendrían
muy bien. Para olvidarme del asunto del mendigo y, sobre todo, de la muerte de Lola.
Aunque sabía que eso era algo que jamás olvidaría.
—¿Sabes? —le dije—, no puedo dejar de torturarme por mi actitud con ella
durante los últimos días. No cesó de llamarme, pero cada vez que veía en la pantalla
que era ella no atendía la llamada. Y en una ocasión que lo hizo desde otro teléfono,
corté la comunicación nada más darme cuenta de quién era. Y no solo eso, sino que
me envió un montón de whatsapps y mensajes de texto que no solo no contesté, sino
que ni siquiera los leí, incluso los borré inmediatamente nada más recibirlos. Y luego,
cuando quise retomar el contacto, pasó de mí. La verdad es que me lo tenía merecido,
por gilipollas, pero no puedo dejar de pensar en que ha muerto mientras estábamos
enfadados. No sé si me entiendes, una vez que ha muerto casi puede decirse que da
igual, el dolor es inmenso, pero saber que ha ocurrido después de haberla rechazado
hace que me sienta como una puta mierda.
Eneko sabía escuchar a la gente, por eso no solo era un buen policía sino, sobre
todo, un buen amigo, pero no pudo evitar que en su rostro apareciera un gesto de
extrañeza al escuchar mis últimas palabras, gesto que desapareció enseguida, pero no
lo suficientemente rápido como para que yo no lo notara.
—¿Qué ocurre, Eneko? ¿Hay algo que me has ocultado hasta ahora? Si lo has
hecho lo entendería, créeme, pero por favor, si hay algo nuevo sobre el caso dímelo,
necesito saberlo.
—¿Dices que en los últimos tiempos no dejó de intentar contactar contigo
llamándote por el móvil y enviándote whatsapps y SMS?
—Si, así es, ¿por qué me lo preguntas?
—Porque por rutina, aunque el asunto estaba claro, hemos analizado su móvil y
no hemos encontrado rastro alguno de que te enviara WhatssApps o mensajes, ni de
que te llamara. De todos modos yo no le daría ninguna importancia a ese hecho. Lo
mismo que tú borraste sus mensajes, ella pudo hacer lo mismo, por puro cabreo y
despecho. Lo siento, no quería decírtelo de ese modo, pero…
Eneko tenía razón. Por más que me jodiera, tenía razón. Si yo había sido tan
cabrón como para no contestarla, ¿por qué no iba a borrar ella los mensajes que me
había enviado? Me lo tenía más que merecido. El único problema es que ya no tenía
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remedio. Recordé lo que nos enseñaban de pequeños en el colegio religioso al que
asistí sobre las condiciones para una buena confesión: examen de conciencia, dolor
de contrición, propósito de la enmienda, decir los pecados al confesor y cumplir la
penitencia.
Había examinado en mi cabeza millones de veces cómo me había comportado y
estaba arrepentido. Es cierto que en una ocasión intenté contactar con ella, pero al no
recibir respuesta me molesté y la mandé mentalmente a la mierda. El que no supiera
en ese momento que ella había fallecido no era una excusa para mi comportamiento,
aunque convertía en un absurdo eso del propósito de la enmienda. ¿Qué era lo que
podía enmendar si Lola estaba muerta? En cuanto al dolor por mi actitud y lo
sucedido lo iba a llevar siempre conmigo, pero eso era algo que no me iba a
proporcionar la paz que necesitaba. Y sí, podía confesarme con Eneko, que además
de policía era un buen amigo, quizás el único al que podía catalogar de ese modo y
que me absolvería sin imponerme ninguna penitencia. ¿Pero de qué me valía eso? Era
yo quien tenía que perdonarme y sabía que eso no iba a suceder. No al menos en
mucho tiempo, si es que llegaba a hacerlo algún día.
Había algo que quizás pudiera hacer, recuperar, en lo posible, los últimos
mensajes que me envió, como si con eso quisiera recuperar también su memoria. No
soy un experto en tecnología, manejo el ordenador y el móvil, como suele decirse, a
nivel de usuario, pero en algún lugar había leído que es posible recuperar los
mensajes perdidos. Se lo pregunté directamente a Eneko y me contestó que él
tampoco estaba del todo seguro de cómo se hacía, pero que creía que sí, que de hecho
en algún otro caso los de la científica habían conseguido sacar datos que previamente
se habían eliminado de móviles y ordenadores.
—Aunque no sé si merece la pena hacerlo, salvo para que te tortures aún más de
lo que estás —añadió con cara de desaprobación.
—¿Y si quería decirme algo importante? ¿Si quería avisarme de que estaba en
peligro, de que tenía miedo de que su marido intentara algo contra ella?
Mi amigo suspiró, como si considerara que yo era un tipo no solo exasperante
sino también irrecuperable.
—Lola no era ninguna idiota. Si hubiese sospechado que corría peligro a manos
de su marido no habría esperado a que estuvieses disponible. ¿De acuerdo? Así que
entérate de una puta vez, lo ocurrido no es culpa tuya. Quien la mató fue el cabrón de
su marido, no tú.
—Tienes razón —de verdad pensaba que la tenía, pero no era ningún consuelo—.
De todos modos, me gustaría recuperar esos mensajes y saber lo que decían. ¿No
puedes entender una cosa tan sencilla?
Dije esto último con rabia, aún a sabiendas de que era injusto con mi amigo, pero
no se lo tomó a mal, sino todo lo contrario, y me pidió el teléfono.
—No creo que nuestros técnicos tengan ningún problema para recuperar los
mensajes. Por cierto —me dijo cuando se lo entregué—, se te ha acabado la batería.
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Muy típico en ti.
—¿Que se me ha acabado la batería? —respondí extrañado—. ¡Es imposible! Lo
cargué ayer mismo, a la noche, y desde entonces no lo he usado para nada.
—Uno no puede fiarse de estos aparatos modernos —me contestó como si fuera
un experto en nuevas tecnologías—, cuantas más cosas se pude hacer con ellos más
batería gastan, incluso aunque no los utilices. De todos modos, compruébalo por ti
mismo —me devolvió el móvil.
Más extrañado aún que antes comprendí que tenía razón, el aparato no tenía
batería. De repente una desagradable sospecha cruzó por mi cabeza.
—¿No tendrás aquí un cargador? —le pregunté.
Lo tenía, por supuesto, y era compatible con mi móvil, pero cuando intenté
cargarlo no se encendió nada ni dio señal alguna de que estaba cargándose.
—Espera un momento —me dijo Eneko, mientras hacía una llamada telefónica.
Al de pocos segundos entró una joven uniformada que le preguntó, con cierto
desparpajo que supuse debido a la confianza, y no a la falta de respeto hacia un
superior, qué era tan urgente.
—Esta es Ainhoa Arana —me presentó a la joven antes de contestarle—. Está
destinada en la Científica y si hay alguien en esta comisaría que pueda decirnos algo
sobre lo que pasa con tu móvil, es ella. Ainhoa, Mikel Goikoetxea, aunque puedes
llamarle Goiko, un antiguo compañero que ahora está en el sector privado —finalizó
las presentaciones.
—Sí, ya he oído hablar de ti —sonrió tras acogerme con un par de besos—. Eres
todo una leyenda.
—No te creas todo lo bueno que se dice de mí —intenté bromear—, en el caso de
que alguien hable bien de mí, cosa que dudo.
—Eneko lo hace y eso es más que suficiente para mí —me respondió. Y dicho
esto, recomponiendo su gesto profesional, volvió a preguntarnos qué era tan urgente
como para haberle ordenado que fuese inmediatamente al despacho del comisario
Goirizelaia.
Mi amigo le explicó lo que ocurría y tras pedirme el móvil salió del despacho, no
sin decirnos antes que nos llamaría en pocos minutos. No nos llamó sino que vino en
persona nuevamente al despacho, para indicarnos que no había nada que hacer, que
mi móvil estaba muerto.
—¿Muerto? ¿Cómo que muerto?
Ainhoa se encogió de hombros mientras me explicaba que mi móvil ya no servía
para nada.
—En estos momentos, tu móvil cumple el mismo servicio que el típico de
plástico que el Olentzero[18] haya podido traer como regalo navideño a un niño de dos
años.
Cuando le pregunté a qué podía deberse ese súbito apagón no se encogió de
hombros sino que me contestó, muy erguida, que podía deberse a muchas causas.
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—Confiamos tanto en los artilugios de esta nueva era electrónica y tecnológica
que pensamos que son infalibles y nunca van a dejarnos tirados, pero a veces fallan,
como cualquier obra humana —se atrevió a filosofar, sin perder por ello la sonrisa.
—¿Ese fallo podría ser inducido? —le pregunté.
—¿Te refieres a si ha podido causarlo un virus? No sería nada raro, la gente habla
mucho acerca de los virus informáticos que atacan a los ordenadores, pero no
pensamos que los virus también pueden hacerlo a los teléfonos móviles. No sabría
qué decirte, no es la primera vez que un móvil sufre de muerte súbita, hace poco le
ocurrió a una amiga. De todos modos —añadió, y ya no había la menor pizca de
chanza en su voz—, conociendo tu profesión e historial, no sería raro que alguien
haya querido, y lo haya conseguido, sabotearlo. Lo he dejado en el laboratorio y
seguiremos examinándolo, aunque no tengo muchas esperanzas de poder recuperar
nada, por lo que he comprobado a primera vista. ¿Guardabas en él algo importante
relacionado con un caso?
Eneko y yo nos miramos antes de responderle. En nuestros ojos podía leerse tanto
un considerable estupor como la conciencia de que quizás las cosas no fueran tan
sencillas como todos, yo incluido, deseábamos creer.
—No lo sé —contesté finalmente—. Yo pensaba que no, de hecho por seguridad
jamás guardo en el móvil ese tipo de datos, pero hubo unos mensajes que borré sin
haberlos leído previamente y…, y ya no sé qué pensar.
En realidad sí sabía qué pensar. Y eso era lo terrible, que de lo que estaba
empezando a pensar no podría salir nada bueno. De eso estaba completamente
seguro.
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Ninguna institución, por importante que sea, está libre de la plaga de «spams» que, en
ocasiones, se ceban en sus ordenadores. Ni siquiera Scotland Yard, pensaba el
detective James Robertson, pese a que el trabajo de sus informáticos había
conseguido reducirlos al mínimo, cuando no eliminarlos definitivamente. Y, sin
embargo, se daba la paradoja de que se encontraba sentado en esos momentos frente a
la pantalla de su monitor esperando ansiosamente que apareciera en la bandeja de
mensajes no deseados uno de esos cansinos «spams» de los que tanto solía
despotricar.
El motivo de esa desesperante espera era, precisamente, una nueva llamada
telefónica del anónimo informante del que sospechaba que estaba detrás de las
muertes de Samuel Melrose, Janet Campbell y el africano que finalmente había sido
identificado como Salif Diallo, policía en su país natal, Malí, y hombre de confianza
del todopoderoso coronel Moussa Traoré. En esa llamada, que por supuesto no pudo
ser localizada, su interlocutor le avisaba de que estuviera atento a un correo
electrónico que le enviaría próximamente, no fuera a eliminarlo creyendo que se
trataba de correo basura. En él iba a proporcionarle una información que, a buen
seguro, le interesaría. Por eso, en contra de su costumbre, ya que se consideraba más
un hombre de acción que de despacho, Robertson no había salido en todo el día de su
oficina mientras miraba fijamente la pantalla del ordenador, como el creyente que
observa con esperanza que de nuevo se repita el milagro de convertir el agua en vino.
Mientras esperaba que se produjera ese milagro, el detective de Scotland Yard
tuvo que tragarse varios anuncios en los que le ofrecían, entre otras cosas aún más
disparatadas, un alargamiento de pene, viagra a bajo precio, créditos ilimitados con
intereses usureros e incluso sufrió un intento por parte de una supuesta entidad
bancaria para que le confirmara, como «medida de seguridad» le decían los muy
cabrones, cuál era el número secreto de su tarjeta de crédito. Pero la espera dio sus
frutos cuando vio un mensaje procedente de una dirección totalmente desconocida
cuyo título era PENDRIVE. No podía ser una coincidencia y no lo era, pero aun así el
contenido del mensaje era desconcertante, porque lo único que aparecía en él era un
enlace a un artículo de un periódico español en el que se mencionaba la muerte, en un
trágico accidente de tráfico, de una joven jueza con fama de dura, exigente y buena
profesional. El artículo no proporcionaba excesivos datos sobre la forma en que
murió, al fin y al cabo los accidentes de tráfico pueden llegar a ser truculentos, pero
no hay mucho misterio en ellos, no es fácil alargar la información para que ocupe un
par de páginas. Por ello, el periodista que lo firmaba hacía hincapié, sobre todo, en la
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personalidad de la fallecida, una de las mujeres más jóvenes que había aprobado las
oposiciones y que contaba con el respeto tanto de sus compañeros como de sus
superiores. O eso se desprendía, al menos, de las declaraciones que, con profusión de
fotografías en las que se veían rostros cariacontecidos, recogía la sección digital del
diario.
El nombre de la jueza, Idoia Gastaminza, le era totalmente desconocido. Preguntó
a algunos compañeros que, en ocasiones, habían colaborado con la policía española,
pero ninguno de ellos pudo ayudarle. Nadie había oído hablar de ella. Y, sin embargo,
estaba seguro de que su informante no le estaba tomando el pelo. Volvió a revisar los
expedientes de Lord Melrose, Janet Campbell y Salif Diallo, pero en ninguno de ellos
aparecía que hubiesen tenido problemas, en algún momento, con la policía o la
judicatura española. Aun así, Salif tenía su residencia en Bilbao, la ciudad en la que
ejercía como juez Idoia Gastaminza. Quizás podría encontrarse ahí la clave del
mensaje.
Necesitó hacer varias llamadas telefónicas para aclararse un poco más de qué
podía ir el caso. En el País Vasco, por lo que pudo comprobar, había más de un
cuerpo policial, lo que complicaba las cosas. La Policía Nacional, dependiente del
gobierno central, era quien ostentaba las competencias sobre extranjería y, tras
preguntarle con más recelo que educación que a qué venía ese interés por el señor
Diallo, le despidieron diciendo que tenía todos sus papeles en regla. Por otra parte,
quienes ejercían por lo general como policía judicial eran los miembros de la
Ertzaintza, la policía autonómica que dependía del Gobierno Vasco. Desde allí,
gracias a que sus periódicas visitas a la Costa del Sol le habían proporcionado ciertos
conocimientos del idioma de Cervantes uno de sus oficiales, de impronunciable
apellido, le confesó que no tenían nada contra él. Al menos, nada que pudieran llevar
ante un juez, porque lo que sí era cierto es que sospechaban que se encontraba detrás
de la mayor parte de la delincuencia que se movía alrededor de los barrios en los que
vivían los inmigrantes de origen subsahariano.
—Pero hasta el momento no se ha podido conseguir nada contra él —le confesó
su interlocutor, que no era otro que el comisario Eneko Goirizelaia—. Incluso en
estos últimos días no hemos tenido noticias suyas, parece ser que ha salido del país.
Pero como tiene su pasaporte y su tarjeta de residencia en orden, no podemos hacer
nada a ese respecto.
Robertson aprovechó ese momento para decirle que podían olvidarse de vigilar al
sujeto, ya que había aparecido muerto, con todo el aspecto de haber sido asesinado,
en Londres. Y de paso le preguntó si en algún momento Salif había sido investigado
por una jueza llamada Idoia Gastaminza.
—¿Idoia Gastaminza? —repitió el nombre Eneko, antes de contestar—. Sí, sé
quién es, pero salvo que hubiese ordenado a otro cuerpo policial que investigara a
Salif, cosa que no creo que haya sucedido porque antes o después nos habríamos
enterado, no tenemos constancia de que estuviera detrás de sus pasos. Fue algo
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trágico, y una pena también desde el punto de vista profesional, porque era una jueza
muy trabajadora y competente, pero falleció hace una semana en un accidente de
tráfico. ¿Piensa que quizás tuviera alguna relación con Salif? —no pudo dejar de
preguntar a su interlocutor británico, ya que el giro que acababa de dar la
conversación acababa de sumirle en un gran desconcierto.
—Aún no lo sé —admitió Robertson abiertamente—. En realidad no sabemos qué
tenemos entre manos con la muerte de Salif y si tiene alguna relación con la de la
jueza. De momento andamos a ciegas, pero le prometo que cuando tengamos algo
más concreto me pondré de nuevo en contacto con usted.
Si a Eneko Goirizelaia le había desconcertado la charla que había mantenido con
el detective Robertson, este tampoco quedó excesivamente satisfecho tras colgar el
teléfono. Y no porque su interlocutor le hubiese ocultado información, estaba seguro
de que le había dicho todo lo que sabía o podía decirle, sino porque era muy poco,
por no decir nada, lo que había conseguido sacar en claro. Y eso que aún no sabía que
no podría cumplir, al menos al cien por cien, su promesa de volver a llamarlo para
contarle todo cuando el asunto estuviese resuelto.
Tuvo que esperar un día para recibir un nuevo mensaje, que en su cabecera
llevaba como título PENDRIVE 2. En esa ocasión no se preocupó por avisar a los
informáticos del Yard, como había hecho anteriormente, para que rastrearan el origen
del mensaje. Si tras la primera recepción había sido imposible dar con la dirección
desde la que se le envió, estaba convencido de que en la segunda no iban a mejorar
las cosas, así que prefirió no perder ni un segundo de su tiempo con algo que
consideraba completamente inútil y optó por leer cuanto antes el contenido del
mensaje.
En esa ocasión el correo electrónico no contenía un enlace a un artículo
periodístico sino un documento en formato «pdf». Concretamente se trataba de la
fotocopia de unas diligencias judiciales que, según se desprendía de las mismas,
habían sido instruidas por la fallecida Idoia Gastaminza. Se trataba de un asunto
trágico, de violencia doméstica. Una lacra de la que no está exento ningún país del
mundo, ni siquiera Gran Bretaña, suspiró recordando las bondades del viejo y
glorioso imperio perdido, pero que no dejaba por ello de ser banal. Un hombre mata a
su mujer y luego, preso de remordimientos o, simplemente, por habérsele ido la
cabeza, se suicida. Fin de la historia. Era algo completamente lógico que la jueza
hubiese archivado y declarado concluso el asunto, ya que el culpable del asesinato
también estaba muerto. Pero aun así tenía que haber algo más, estaba convencido de
que había algo más, que la intención de su interlocutor, por críptica que fuese, no era
precisamente la de burlarse de él.
Tras comprobar que sus conocimientos de español no eran suficientes para
adentrarse en la intrincada prosa judicial del expediente, pidió que se lo tradujeran,
pero no hizo falta. Su anónimo informante debía estar al tanto del tiempo que pueden
llegar a utilizar los diversos cuerpos policiales para traducir un documento y un par
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de horas después le remitió un nuevo mensaje titulado PENDRIVE 2-ENGLISH, en
el que el expediente estaba completamente traducido, hasta la última coma, al idioma
de Shakespeare.
Era una lectura muy tediosa, como todos los documentos administrativos o
judiciales de cualquier país, pero aun así se obligó a leerlo entero, sin saltarse un solo
párrafo por innecesario que pareciera. Y finalmente dio con el dato que le interesaba
o, al menos, con el dato que estaba seguro de que le interesaba a su anónimo
informante que encontrara, ya que aunque le confirmó que sus sospechas e
intuiciones eran correctas, de momento no parecía que pudieran servirle para
conseguir más de lo que habían considerado que era necesario avanzar en la
conferencia que mantuvo con el detective David Chesterton, su compañero de la
brigada que investigaba la corrupción en las altas esferas, y el superintendente
Bradshaw. Como mucho, ambos le dirían que tenía razón, que el mensaje recibido
demostraba sin lugar a dudas que su suposición era acertada, pero que continuaban
sin tener el hilo necesario del que debía tirarse para desenredar la madeja.
La clave estaba en el informe de la autopsia, firmada por uno de los médicos
forenses que atendían los juzgados de Bilbao. Era un informe muy prolijo en datos, la
mayor parte de ellos, no obstante, similares a los de otros miles que había podido leer
con anterioridad en los dictámenes de los forenses británicos. Pero había algo que lo
diferenciaba de los demás, y es que alojado en la garganta de la fallecida se había
encontrado un pendrive. Un pendrive que, al ser examinado, resultó no contener en su
interior ningún documento o fichero. Se encontraba totalmente en blanco. Como
había ocurrido anteriormente con los relacionados con las otras tres muertes. Y había
otra coincidencia, que esta sí que era totalmente concluyente. El pendrive encontrado
en el interior de la mujer asesinada era un pendrive de propaganda. De una empresa
muy conocida en la city londinense y en todo el mundo en general, la Carlton, Weston
and Bruce Insurance, mucho más conocida por sus siglas, Cwabi.
No sabía si la dirección de correo electrónico desde la que había recibido el
documento relacionado con la muerte de la jueza española seguiría en
funcionamiento, pero supuso que sí, ya que no había cambiado del primer al segundo
mensaje, por eso decidió responder a su anónimo interlocutor con un escueto
mensaje: «desconozco de qué va el tema. Lo siento, pero si no me proporciona más
datos, no podré hacer nada con la información que me ha remitido».
Aunque lo escribió nada más pensarlo, tardó en apretar el cursor para dar al
«responder». Era consciente de se trataba de una jugada arriesgada y si, por una de
esas malas rachas que de vez en cuando se tienen en la vida, no solo no conseguía
nada sino que su mensaje llegaba a manos de ciertos compañeros y superiores o a la
prensa, no solo se cubriría de ridículo sino que su propia carrera podría estar en
juego, pero también sabía que en ocasiones es necesario arriesgarse si se quieren
obtener resultados positivos, así que finalmente lo envió. Pocos segundos después
llegó a su ordenador la contestación: «paciencia, ya falta poco», le decía su anónimo
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informante, y junto al texto aparecía el emoticono que identifica a un hombre
sonriendo.
No por su propia voluntad, sino porque no tenía ninguna otra posibilidad, el
detective Robertson se cargó, como le había solicitado su anónimo informante, de
paciencia. Pero la espera dio sus frutos. Aunque en esta ocasión, el mensaje que,
como el propio Robertson esperaba, estaba encabezado por la leyenda PENDRIVE-3,
no contenía ningún documento, ni en español ni en inglés, sino dos direcciones. En la
primera de ellas tenía que recoger una llave y la segunda correspondía a una oficina
de correos de Londres, donde se encontraba una taquilla que supuestamente debía
abrir con esa llave.
La primera dirección era la del pub en el que había sido asesinado lord Melrose.
Cuando se identificó como el detective Robertson un camarero, que dejó bien claro
que no sentía ningún aprecio por las fuerzas policiales londinenses, le dio la llave.
Pero muy poco más pudo darle. La llave se la habían entregado hacía ya varios días y
quien se la dio fue un tipo normal, por su acento seguramente irlandés, aunque no le
pareció raro, ya que la zona estaba llena de esos jodidos irlandeses. Aunque por otra
parte, mientras pagaran religiosamente sus consumiciones, lo mismo le daba que sus
clientes fueran irlandeses, escoceses, galeses, ingleses o de Madagascar, llegado el
caso.
En la oficina de correos fueron más amables, pero tampoco le pudieron decir
mucho. La taquilla había sido alquilada por un hombre que pagó tres meses por
anticipado y se había identificado como James Robertson, el mismo nombre que el
detective. Al parecer su anónimo informante tenía un extraño sentido del humor.
Incluso le comentó al empleado de la oficina que era agente de policía, lo que
acreditó con una documentación que al eficiente funcionario, que solo las había visto
anteriormente en las series policíacas que daban por la BBC, le pareció auténtica.
Cuando el auténtico detective Robertson abrió la taquilla, ya sabía lo que iba a
encontrar dentro de ella: un pendrive. Solo que en esta ocasión no estaba vacío, sino
repleto de datos, de datos que le quemaban las manos.
En esta ocasión tanto el detective Chesterton como el superintendente Bradshaw
coincidieron con él en que el asunto era de los que podían poner patas arriba no solo
la investigación sobre los asesinatos sino a todo el país. Las palabras de Bradshaw
fueron lo suficientemente significativas:
—Tenemos que informar de esto, inmediatamente, al Primer Ministro.
Y ninguno de los otros dos policías presentes en la reunión puso la menor
objeción a las palabras que acababan de escuchar. Aunque eso significara que el
asunto podría escapárseles de las manos para ir a parar a las de unos políticos cuyos
intereses no siempre coincidían con los de los agentes. Pero así funcionaba el sistema
y no les quedaba más remedio que aceptarlo.
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No me gustan los funerales. Ya lo sé, en ese aspecto no soy nada original, a casi nadie
le gustan los funerales, aunque a lo largo de mi vida he conocido a más de un tipo que
leía con fruición las esquelas del periódico para saber cuál le pillaba más cerca y a
mejor hora para acudir al mismo, por puro entretenimiento. Uno de ellos incluso llegó
a decirme que asistir al funeral de alguien totalmente ajeno a él le reconfortaba por
ese mismo motivo, ya que al no estar unido de ninguna manera a la persona fallecida
no sufría, como sería el caso si fuese el de un pariente o amigo. Se ve que, como
expresa el dicho clásico, hay gente para todo.
Pero en mi caso el hecho de aborrecer los funerales se debía, no tanto a que sean
actos tristes, en los que todo el mundo, incluso quienes íntimamente se alegran de que
«por fin haya palmado ese cabrón o esa guarra», ponen cara de circunstancias y dicen
con falso gesto de pena eso de que siempre se van los mejores, como si los hijos de
puta no se murieran también, aunque quizás no a la velocidad que muchos
desearíamos, eso es cierto, sino a que había tenido que asistir a tantos a lo largo de mi
vida profesional que ya estaba más que saturado. Solo que aquel funeral era distinto.
Aquel era el funeral de Lola.
En ningún manual de etiqueta o urbanidad, ni en el de la marquesa de Parabere ni
en el de ninguna otra marquesa, condesa, duquesa o baronesa, ni siquiera en el de
algún republicano eminente, en el caso de que a los republicanos eminentes les diera
por escribir sobre ese tipo de temas tan trascendentales, se indica si el amante de una
mujer puede o debe asistir a sus exequias fúnebres. Ni siquiera para el caso de que el
óbito lo hubiese producido de modo aleve su propio cónyuge, así que haciendo mío
ese principio de las democracias occidentales de que lo que no está prohibido está
permitido decidí acudir, aún en contra de los consejos dados de buena fe por mis
mejores amigos. Seguramente tenían razón, iba a ser, de hecho lo fue, uno de los
tragos más amargos por los que iba a pasar en mi vida, pero tenía que ir. No estoy
muy seguro de si se lo debía a Lola, de lo que estoy completamente seguro es de que
me lo debía a mí mismo.
Afortunadamente, pese a mi negativa inicial, Eneko no me hizo caso cuando le
dije que no necesitaba compañía y acudió junto a mí al funeral. Fue un acto íntimo, al
que asistieron muy pocas personas, supongo que los parientes del marido no
aparecieron, aunque como no les conocía quizás estoy siendo injusto y estuvieron
presentes. La verdad sea dicha, en esos momentos todo me daba igual. El mismo cura
apenas sabía qué decir en la homilía, y acabó por repetir eso tan manido de que los
designios del Señor son inescrutables y que debemos perdonar si queremos ser
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también perdonados. Si el mensaje estaba dirigido a mí, había chocado en hueso, eso
lo tenía claro. Quizás en el futuro fuera diferente, ojalá incluso lo fuera, pero aún no
había llegado para mí la hora del perdón.
El momento más emotivo fue cuando el sacerdote dijo eso de «démonos la paz» y
todo el mundo se vuelve hacia quien está a su lado para estrecharle la mano, aunque
luego, en la calle, si cree que le ha pisado el callo, sea capaz de darle dos buenas
hostias. Eneko, en contra de la costumbre tradicional, no me apretó fuertemente la
mano sino que me dio un abrazo. Casi se me saltaron las lágrimas. Bueno, sin casi,
pero conseguí recomponerme enseguida, bajo la mirada entre atenta y sorprendida de
algunos de los asistentes.
Si en el interior de la iglesia no había mucha gente, en el exterior era diferente.
No es que se agolparan las multitudes, pero la presencia de la prensa, con sus
cámaras, sus máquinas fotográficas y su constante salto de un personaje a otro, por lo
general políticos locales de diferentes partidos que estaban encantados de proclamar a
la ciudadanía que la violencia de género era una lacra insoportable que debía ser
erradicada cuanto antes, para lo que se necesitaba que todos remáramos juntos en la
misma dirección, o expresiones similares que pese a ser ciertas, de tanto repetirse sin
obtener ningún resultado se habían vuelto vacías, daba cierto colorido a la calle que,
quizás en otros instantes hubiese sido capaz de apreciar. Pero no en aquel preciso
momento.
Entre los periodistas que pululaban en torno a la iglesia se encontraba Agurtzane
Iturmendi, la joven reportera con la que había colaborado en algunas ocasiones y con
la que mantenía una relación de amistad aunque, como suele ocurrirme con casi todas
mis relaciones, antes o después acabara cagándola. En el fondo no sé ni cómo me
aguantan, pero a mi modo lo valoro y agradezco.
—¿Qué, tú también al olor de la sangre? —le espeté nada más acercarse a mi
lado.
—Eres un capullo Goiko, por no decir que un auténtico cabronazo —me contestó,
airada—. Tan solo venía a darte el pésame, gilipollas.
Después de Eneko era la segunda persona que me daba el pésame. En realidad,
aunque muchas personas estaban al tanto de mi relación con Lola, al no estar unido a
ella con ningún lazo oficial ni extraoficial, no vivíamos juntos y, como mucho, se
podía decir que de vez en cuando nos acostábamos en la misma cama, la gente no
pensaba en mí como en alguien a quien debían apoyar y consolar. Podía entenderlo
perfectamente, por eso agradecí el gesto de Agurtzane y así se lo hice saber.
—Perdona, lo siento, creo que no estoy en mis cabales. Muchas gracias por tu
apoyo —le dije, mientras le besaba en la mejilla.
—Lo entiendo, no tiene importancia. Además, este es un asunto que como
periodista no me interesa, he venido porque soy tu amiga. Y para agradecerte que
cumplieras con tu parte en el trato.
—¿Mi parte en el trato? —pregunté, extrañado.
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Al principio no caí en cuenta, pero cuando le pedí las fotografías del mendigo
asesinado le dije que, de enterarme de algo interesante, sería la primera en saberlo. Y
aunque no le conté todo lo que estaba ocurriendo, sí fue la primera en conocer tanto
la identidad del muerto como la de sus asesinos, e incluso lo ocurrido con estos
últimos.
—¡Ah!, sí, ya caigo. Pero lamentablemente no te pude ofrecer gran cosa.
—Es cierto —me contestó sonriendo—, pero al menos mi periódico fue el
primero en dar las noticias y eso también fue bueno para mí. Hay que saber tomarse
la vida como viene.
No estaba seguro de si esas últimas palabras eran un intento de consuelo.
Agurtzane no era tonta y sabía perfectamente que las palabras, por mucho que se
pronuncien con la mejor de las intenciones, son incapaces de curar las heridas del
alma, pero por otra parte todo gesto de apoyo y solidaridad es de agradecer, y así se
lo hice saber.
—¿Quieres que te acompañe a casa? No me parece buena idea que te quedes solo,
en tu salón, rumiando lo que ha pasado y pensando en ello.
A Agurtzane, lo mismo que a Eneko, parecía haberle entrado extraños temores
sobre cuál iba a ser mi actitud cuando me enfrentara a la soledad de mi hogar. Pero
sus miedos eran infundados. Estaba acostumbrado a vivir solo y no era la primera vez
que mi mente se encontraba repleta de negros pensamientos, así que decliné
educadamente su oferta. Educadamente aunque quizás con cierta brusquedad, en el
caso de que ambas actitudes sean compatibles.
—No, Agurtzane, muchas gracias. Te lo agradezco de todo corazón, pero prefiero
estar solo en estos momentos. Y estate tranquila, entre mis planes a corto plazo no
entra el del suicidio.
—No te imaginas cuánto me tranquilizan tus palabras —me contestó con una
forzada sonrisa, que intentó parecer irónica sin conseguirlo—. Pero ya sabes, puedes
llamarme cuando quieras. Es más, espero que lo hagas.
La joven periodista y yo habíamos tenido nuestros enfrentamientos, pero siempre
nos habíamos reconciliado, incluso en alguna ocasión uniendo nuestros cuerpos
desnudos, como diría un poeta poco inspirado. De alguna manera ambos sabíamos
que si aceptaba su ofrecimiento acabaríamos en la cama. Quizás fuera verdad eso de
que no hay nada más cercano a la muerte que el amor, pero aun así no me arrepentí
por haber rechazado la oferta. De algún modo sabía que aunque en el futuro volvería
a acostarme con alguna mujer, y es que en el fondo no soy más que un hombre
normal con deseos normales de hombre, no podía hacerlo con el cadáver de Lola aún
caliente. No es que nos debiéramos ningún tipo de fidelidad, de hecho, y
esporádicamente, cuando aún vivía tuvimos aventuras sexuales por separado. Pero
esto era distinto. No soy ningún santo, lo había demostrado en el pasado e iba a
hacerlo nuevamente en el futuro, con toda seguridad, pero tampoco soy un canalla
integral. Y no es que por acostarme con Agurtzane pudiera considerárseme un
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canalla, seguramente acabaría haciéndolo más adelante, pero algo me decía por
dentro que aún no había llegado el momento.
No le transmití estos pensamientos con palabras, pero de algún modo ambos
sabíamos lo que estaba ocurriendo, así que nos besamos en silencio como señal de
despedida. Pero antes de marcharse Agurtzane aún me dijo una cosa más.
—Por cierto, supongo que no asistirás al funeral del marido, ¿no? Yo voy a tener
que hacerlo, porque el periódico me ha mandado cubrir la información, aunque es
poco lo que se puede contar del funeral de un hombre que ha matado a su mujer y
luego se ha suicidado. No me va a quedar más remedio que rellenarlo con las
tonterías de siempre, los informes policiales, las estadísticas sobre violencia de
género y los comentarios de allegados y vecinos que dicen que no se explican lo
ocurrido, porque parecía una pareja normal, dentro de lo normal que puede ser que
cada uno haga su vida, y que jamás discutían ni se les vio nunca un gesto de enfado o
desagrado. En fin, como ya te he dicho, lo habitual. Aunque tengo una carta en la
manga, un as que espero que no conozcan los demás periódicos. No es que sea muy
importante, pero me servirá para poder escribir unas cuantas líneas más y
adelantarme de nuevo a otros periodistas.
No le pregunté con palabras cuál era esa carta que Agurtzane tenía en la manga,
pero mi mirada debió ser tan expresiva que se vio obligada a contármelo.
—¿No lo sabías? El marido y asesino de Lola trabajaba en la misma empresa en
la que estuvo trabajando Tomás Navarro, el mendigo asesinado del que se descubrió
que se volvió loco después de haber acabado con su mujer y su hija. Una trágica
coincidencia, dos empleados de la misma firma que en un corto lapso de tiempo
matan a sus familiares más directos. Creo que en una compañía francesa sucedió algo
similar, aunque en ese caso se trató de una oleada de suicidios. Ya sabes, esas
coincidencias siempre despiertan el morbo del público, y aunque a mí no me gusta
demasiado practicar ese tipo de periodismo —intentó cortar de raíz las palabras que
suponía que iban a salir de mi boca—, no deja de ser un dato reseñable que me
permitirá alargar el artículo. Son las reglas del periodismo moderno. Además, he
pensado darle un tratamiento diferente, más allá del morbo, incidir en el estrés que
puede producir trabajar para cierto tipo de empresas que exigen de sus directivos que
den el ciento cincuenta por ciento de sí mismos más de veinticuatro horas al día. Creo
que es un buen enfoque, no excesivamente sensacionalista, pero sí lo suficientemente
humano como para interesar a los lectores. ¿No te parece?
Le contesté que sí por decir algo antes de despedirme y prometerle que estaría
bien y que si le necesitaba le llamaría, pero lo que acababa de descubrir me perturbó
bastante. ¿Tendrían alguna relación la matanza de su familia por parte de Tomás
Navarro y su posterior asesinato con la muerte de Lola a manos de su marido? Soy de
los que no creen en coincidencias tratándose de mi trabajo, pero eso me parecía
excesivo. Si seguía así iba a acabar viendo fantasmas por todas las esquinas. Eso fue,
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al menos, lo que me dijo Eneko cuando volví a encontrarme con él, tras despedir a la
periodista.
—Aunque quizás… —añadió de repente, como si pensara que tal vez no fuese
una idea tan descabellada como los dos habíamos creído al principio—. No sé qué
decirte, estaría todo muy cogido por los pelos, pero aunque el caso está cerrado y no
podemos hacer nada para reabrirlo, sigo convencido de que Salif Diallo fue, de algún
modo, el instigador de la muerte del mendigo. ¿Podrían tener también alguna relación
el marido de Lola y Tomás Navarro?
De repente me vino a la cabeza la imagen de uno de los whatsapps que había
recibido de Lola. Aunque lo borré inmediatamente, como los demás, al ser una
fotografía muy nítida pude vislumbrar a su marido abrazado a otro hombre, supuse
que un pariente o amigo. ¿O quizás un compañero de trabajo? Según lo vi lo borré,
además enfadado, ya que al aparecer su marido pensé que era un mensaje subliminal
de que yo le importaba menos que él, pero ahora no sabía a qué atenerme. Intenté
fijar de nuevo la imagen en mi retina, puede que el otro hombre fuese Navarro.
Quizás, aunque no podía estar seguro del todo. Tenía un aire, era cierto, y según lo
pensaba me iba convenciendo más a mí mismo, posiblemente porque deseara
convencerme, pero jamás lo podría asegurar ante un juez. Aunque en el caso de serlo,
¿qué conclusiones se podían sacar? Alguien había borrado los whatsapps del móvil
de Lola. Entraba dentro de lo posible que lo hubiese hecho ella en persona, de la
misma manera que yo eliminé los suyos, pero si mi teléfono había sido atacado por
un virus, ¿se trataba también de una coincidencia?
—Son muchas casualidades, lo admito —me respondió Eneko—, pero aun así no
tenemos gran cosa en la que basarnos. Aunque quizás pueda hablar con la juez que
llevó el asunto de Tomás Navarro.
—¿Te refieres a Idoia Gastaminza? Por lo que me dijiste es bastante dura y
estricta, de las que se atienen escrupulosamente a la letra de la ley, sobre todo de la
procedimental.
—Así es, pero también te comenté que cuando le transmití mis sospechas me dio
la sensación de que las entendía, aunque no pudiese actuar porque no tenía base
jurídica ni legal para hacerlo.
—Tampoco la tiene ahora —contesté, escéptico.
—No, pero resulta que los dos asuntos han caído en su juzgado, con lo que ella
misma puede, de alguna manera, calibrar si entre ambos puede existir una relación,
por nimia que sea, y obrar en consecuencia.
Como no me quedaba más remedio decidí confiar en Eneko y esperar a ver si
fructificaban sus gestiones. Pero pocos días después me dijo que la jueza no veía
ninguna conexión entre los dos asuntos, salvo la coincidencia de que ambas víctimas
habían trabajado para la misma compañía, la «Cwabi Spain, S. L. U.», una subsidiaria
española de la internacionalmente conocida e influyente «Carlton, Weston and Bruce
Insurance». En su opinión nada tenían que ver un brutal asunto de violencia
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doméstica con resultado de muerte y el asesinato de un mendigo a manos de otros
infelices a los que seguramente se les cruzaron los cables y creyeron que eran unos
guerreros de Allah con la misión de matar a algún infiel, y qué mejor infiel que un
indigente indefenso y sin capacidad de reacción por abusar del alcohol, uno de los
tabúes del Islam.
—Lo que nos faltaba por oír —resoplé al escuchar esto último—, que la
excelentísima señora magistrada juez achaque el asesinato de Tomás Navarro al
terrorismo islámico.
—No ha dicho eso —intentó defenderla, sin mucha convicción, Eneko—, pero es
la única explicación aceptable si no se puede escarbar más allá.
—¿Si no se puede o no se quiere?
—¿Y qué más te da? —Eneko empezaba a enfadarse—. El resultado es el mismo.
Los dos casos están cerrados, no le des más vueltas.
Seguramente mi excompañero tenía razón. Los dos asuntos estaban cerrados y no
teníamos ninguna posibilidad de reabrirlos. Pero algo me impulsaba a continuar
investigando o, al menos, a intentar saber más. No me había olvidado por completo
de que mi vida podía continuar en peligro, por lo que me trasladé a una vivienda que
una hermana de Eneko poseía en una urbanización de Bakio y que tan solo la
utilizaba en verano. La verdad es que no podía quejarme, incluso disponía de piscina
y cancha de pádel, aunque en esa época del año la piscina no estaba en
funcionamiento y jugar al pádel contra mí mismo no se puede decir que constituya
una divertida actividad deportiva. Pero teniendo en cuenta que me estaban haciendo
un favor, no podía quejarme. Además, no estaba muy lejos de Bilbao y podía
desplazarme a la capital siempre que lo considerara necesario. De hecho estaba más
en ella que en el pueblo. Y muy pronto me di cuenta de que ese exilio, al que
prácticamente me había obligado el propio Eneko, era innecesario. Al menos, de
momento.
Y eso que nunca me he considerado un ingenuo, por lo que no dejaba de
extrañarme que la socia de mi buen amigo Sánchez-Ávila pensara que había
comprado mi silencio con los tres mil euros adicionales que me había dado hacía
pocos días. Seguramente tan solo trataba de ganar tiempo, para que el asunto del
mendigo se fuera olvidando, y que me confiara. El hecho es que, durante el tiempo
que estuve recluido en Bakio, Eneko Goirizelaia y Ander González se turnaron, ya
que ambos preferían hacer el trabajo en persona, para vigilar mi domicilio bilbaíno y
sus cercanías sin observar nada extraño. Ningún tipo mal encarado me esperó en el
portal con un kalashnikov dispuesto a ser disparado según asomara por allí mi jeta,
nadie forzó la cerradura de mi puerta y tampoco arrojaron por la ventana de mi
dormitorio un cóctel molotov o una bomba incendiaria. Era una buena noticia aunque
tal vez de un modo morboso me sentía ninguneado, como si pensaran que era una
cucaracha que en cuanto se enciende la luz se esconde rápidamente y ya no se atreve
a salir de su agujero. Pero bromas macabras aparte, teniendo en cuenta los temores de
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mis antiguos colegas de la Ertzaintza, que no ocurriera nada de eso podía
considerarse todo un éxito. Seguíamos sin fiarnos, las cosas como son; no obstante,
esa aparente calma nos daba cierto margen de maniobra. Al menos me lo daba a mí,
que no estaba sujeto por los protocolos de actuación policiales ni por la Ley de
Enjuiciamiento Criminal. Si lo estaba, en cambio, al Código Penal, pero ese era un
problema que ya solventaría llegado el caso, si llegaba.
A la hora de investigar un asesinato los informes, tanto de la policía científica
como de los médicos forenses, pueden llegar a ser determinantes. Aunque yo, desde
que entré en la Ertzaintza, me consideré siempre un madero de los de la vieja escuela,
de los que patean y patean las calles las veces que haga falta para poder hablar con
testigos reticentes, sospechosos habituales e inhabituales, presuntos inocentes y más
que presuntos culpables, nunca desdeñé el trabajo de los compañeros que se quedan
en sus despachos o laboratorios e investigan con un microscopio o un bisturí. Y sabía
que los de mi ciudad podían competir en profesionalidad y minuciosidad con los más
reputados profesionales del ramo. Por eso, acordándome de Andoni Zubikarai, uno de
los forenses que trabajan en el Instituto Vasco de Medicina Legal, decidí recurrir a él.
Zubikarai era un buen tipo, algo apocado hasta que se echó novia y sacó la
pantera que, sin nadie saberlo, llevaba dentro. Aunque ese descubrimiento tardío de
su más oculta personalidad le condujo a meterse en unos graves problemas de los que
conseguí librarle, no sin esfuerzo por lo que puedo decir, sin exagerar, que me quedó
eternamente agradecido. Por eso, cuando le pedí que me proporcionara los informes
de las autopsias de Tomás Navarro y de Lola, pese a que no esperaba encontrar nada
que no hubiera podido ver la juez encargada de ambos casos, me los envió sin
demora, ya que, había sido él precisamente el encargado de abrir en canal los dos
cadáveres para ver si había en ellos algo raro.
Como sospechaba, las causas de la muerte coincidían con las versiones oficiales.
Tomás Navarro había fallecido a consecuencia de la paliza recibida, con casi todos
sus órganos internos reventados, y Lola no pudo resistir el impacto de su cuerpo
arrojado al vacío contra el suelo. Cuando leí la prosa descarnada y estrictamente
oficial de Zubikarai estuve a punto de vomitar y cagarme en sus muertos, pero me
contuve. El forense solo había escrito lo que había sucedido y cómo. Además, el
responsable de la muerte de Lola fue el cabrón de su marido, no el médico. Pero eso
no evitó que mis heridas se reabrieran.
Solo encontré un detalle extraño en el informe que firmaba Zubikarai. En la
garganta de Lola, al parecer no le había dado tiempo a llegar al estómago, se encontró
un pendrive con las siglas de la empresa en la que trabajaba su marido y asesino, la
«Cwabi Spain, S. L. U.». Curiosamente el pendrive estaba totalmente vacío, sin
ninguna información en su interior, como pude comprobar leyendo una providencia
dictada por la jueza Idoia Gastaminza en la que se indicaba cómo, tras haber sido
introducido en uno de los ordenadores del juzgado, no había aparecido ningún dato,
ni visible ni oculto. No parecía tener mucho sentido, aunque Iturbe, el joven
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subordinado de Eneko que estaba licenciado en Psicología comentó que,
seguramente, se lo había introducido su propio asesino.
—Es como decir que él estaba al mando de todo, porque era el sustento de la
familia. Por eso el pendrive llevaba la marca de la empresa en la que trabajaba. Y el
hecho de que estuviese vacío podría ser como un símbolo del vacío de sus propias
vidas, de su relación.
Si Iturbe lo decía, quizás tuviera razón. Al fin y al cabo había dado en el clavo
cuando sugirió que los cuatro subsaharianos que asesinaron a Tomás Navarro no
actuaban motu proprio. Parecía una explicación un tanto retorcida y alambicada, pero
no dejaba de ser una explicación, y de momento no teníamos datos suficientes para
encontrar una diferente.
Todo cambió cuando recibí una llamada de una residencia de ancianos de Bilbao,
pidiéndome que acudiera hasta allí urgentemente, porque mi tía Natalia deseaba
hablar conmigo. Se encontraba muy enferma y quería despedirse, por si Dios decidía
llevársela junto a él. Por mí podía llevársela cuando quisiera, entre otras cosas porque
nunca he tenido ninguna tía llamada Natalia, pero antes de colgar mi interlocutora,
que por la voz parecía ser una persona joven, me dijo que comprendía mi postura,
pero que se trataba del último deseo de una anciana.
—Soy consciente de que tuvo que dolerle mucho que creyera las injustas
acusaciones que lanzaron contra usted, pero también tiene que admitir que desde que
demostró su inocencia, tras el desmantelamiento del «Karibeko Kluba», su tía ha
intentado disculparse en múltiples ocasiones y en todas ellas se ha negado a
escucharla. No se pude vivir toda la vida con ese rencor —añadió con una voz muy
dulce, que por unos segundos creí reconocer.
No, la joven tenía razón. Quizás, efectivamente, había llegado el momento de
reconciliarme con mi tía Natalia, aunque nunca hubiese tenido un familiar con ese
nombre. Pero sí que conocía otro nombre muy distinto, el del «Karibeko Kluba». Y si
eso no fuera suficiente para despertar mi curiosidad, la chica que me había llamado
conocía mi historia. O, al menos, parte de ella.
La residencia se encontraba muy cerca de mi domicilio, ocupando el solar en el
que antaño se ubicó uno de los cines más importantes de Bilbao. Es ley de vida, los
jóvenes se bajan ahora las películas por Internet y la gente mayor tiene otras
necesidades más perentorias que ir a ver los últimos estrenos de Hollywood, así que
parece totalmente coherente la reconversión de una vieja sala de cine en un nuevo
geriátrico. Aun así, como aún seguía refugiado en Bakio, tardé poco más de media
hora en llegar hasta allí. Media hora en la que mi cabeza no dejó de dar vueltas, sin
ningún resultado, salvo el de exponerme a una fuerte jaqueca.
Cuando creí reconocer la voz de la joven que me había llamado acerté de pleno,
porque quien me recibió, aunque no dio muestras de conocerme, fue Ainhoa Gómez,
la novia de mi forense favorito, Andoni Zubikarai. Sabía que trabajaba con ancianos,
pero hacía tiempo que le había perdido la pista. Llevaba un anillo en el dedo anular
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de su mano derecha, así que deduje hábilmente que su relación no se había roto, sino
que había culminado en la sacrosanta institución del matrimonio. Me alegré por ellos,
aunque en el fondo me daba igual. Se trataba de su vida, no de la mía, y en el peor de
los casos siempre queda la posibilidad de un buen divorcio o una mala separación.
—Me alegro de que haya venido, señor Goikoetxea —dijo estrechándome la
mano—. Su tía Natalia se alegrará mucho de verle.
—Eso espero —le seguí el juego—. Ha pasado ya tanto tiempo que no sé si la
reconoceré.
Sonrió levemente y con un gesto hizo ademán de que la siguiera. Así lo hice y me
condujo hasta el interior de una habitación en la que una contemporánea de la
marquesa de Pardo Bazán, y eso quitándole años, se encontraba mirando fijamente un
televisor. Al menos el aparato debía ser de nuestra época, porque emitía en color, y en
esos momentos se estaba retransmitiendo en directo un programa en el que una serie
de señoras y un caballero sin un pelo de tonto, no porque tuviese una inteligencia
preclara sino porque era totalmente calvo, estaban tildando de guarra y desaprensiva a
otra señora que no estaba presente pero que, al parecer, debía ser íntima de todos los
que la estaban despellejando.
—Doña Natalia —dijo Ainhoa con su dulce voz—. ¡Mire quién ha venido a
verla!, con las ganas que usted tenía…
La vieja ni siquiera nos echó una rápida mirada. Sus ojos y sus oídos seguían
absortos, contemplando ahora cómo una de las contertulias se echaba a llorar,
diciendo que ella en realidad quería mucho a la mujer de la que acababa de decir que
era una puta desorejada, pero que lo había dicho desde el cariño, y no desde el
desprecio. Joder, hasta a mí había empezado a interesarme el tema. ¿Cómo se pude
decir de alguien que es una puta y una guarra desde la amistad y el cariño?
No tuve tiempo de enterarme porque Ainhoa volvió a decirle a doña Natalia que
su único sobrino había venido a visitarla.
—Deje ya de molestar, joven —contestó airada la anciana—, que no me estoy
enterando de nada de lo que dicen esos imbéciles. Además, yo no tengo ningún
sobrino.
La contemporánea de Matusalén tendría, seguramente, muchos defectos, pero
tonta no era y sabía lo que decía. A pesar de ello, Ainhoa no se desanimó.
—Pero cómo es posible que diga eso, mujer. Con lo contenta que estaba cuando
le dije que iba a venir su sobrino Mikel.
—¿Mikel? ¿Además se llama Mikel? ¡Qué nombre más horrible! Ya nadie pone a
sus hijos nombres fuertes y con carácter, como el de mi difunto Filiberto.
Me entraron temblores con solo pensar cómo habría sido la vida del difunto
Filiberto, del que sin la menor duda posible se podría decir con toda la razón del
mundo que seguramente estaba descansando en paz. Y los temblores aumentaron
cuando la señora me miró fijamente, me escrutó más bien, y dijo que quizás, después
de todo, tenía un aire de familia.
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—Aunque mi Filiberto era mucho más guapo. Y mucho más hombre. No, no
puede ser —decidió finalmente—, no tengo ningún sobrino. ¿O sí? —miró
angustiada a Ainhoa, y por primera vez, desde que entramos en la habitación me di
cuenta de que no estaba delante de un ogro sino de una pobre mujer que,
seguramente, había perdido todo lo que la anclaba al mundo real.
—No importa, doña Natalia, no se preocupe —volvió a hablarle con un tono
cariñoso Ainhoa—, ya se acordará en otro momento. Tiene usted un sobrino muy
majo y seguro que vuelve a visitarla.
—De eso nada —protestó la anciana—. Seguro que es como todos, un buitre que
lo único que quiere es que se lo deje todo en herencia. Pues se va a joder bien jodido,
porque he hecho testamento a favor de la parroquia. Pero bueno, si vuelve, que me
traiga churros. ¿De acuerdo? Los buenos sobrinos siempre llevan churros a sus tías.
Le prometí firmemente que en mi próxima visita le traería un paquete de churros
y de nuevo, obedeciendo a una indicación de Ainhoa, que seguía aparentando que no
me conocía, salimos al pasillo.
—Lamento haberle hecho venir para nada, señor Goikoetxea, pero esta mañana,
cuando su tía me pidió que le llamara, le funcionaba perfectamente la cabeza. Es algo
intermitente, en ocasiones está totalmente lúcida y en otras, en cambio, ni siquiera
sabe cómo se llama. Y la cosa va a peor, cada vez tiene menos momentos lúcidos. Por
eso, quizás previendo que iba a tener una recaída, me dio esto para que se lo
entregara en persona —añadió dándome un sobre—. Ya sabe cómo son de paranoicas
las personas mayores, no se fían del servicio de correos. Y mucho menos de las
empresas de mensajería. La buena mujer, cuando es capaz de pensar, suele decir que
cómo se pueden dejar las cartas en manos de unos tipos que van de aquí para allá en
moto. En fin, supongo que antes o después todos acabaremos igual que doña Natalia.
Y eso si tenemos suerte.
Tras lanzarme esa reflexión filosófica la novia, pareja, esposa o lo que fuese, de
Andoni Zubikarai, se despidió de mí. Vamos, que me echó de la residencia. Palpé el
sobre y me pareció notar que en lugar de folios o papeles impresos en su interior
había un objeto pequeño. Y si no estaba completamente equivocado, se trataba de un
pendrive. Nada más regresar a Bakio confirmé esa primera impresión. Todo aquel
circo orquestado en torno a doña Natalia se había montado para confiarme ese
pendrive. Y teniendo en cuenta que hacía tiempo que no sabía nada de ellos, pero que
pocos días antes le había pedido a Zubikarai que me informara lo que descubriera
sobre los asesinatos de Tomás Navarro y Lola, parecía obvio pensar que se trataba de
una copia del que se había hallado en la garganta de mi amante.
¿De verdad era tan obvio pensar que se trataba de una copia del encontrado al
hacerle la autopsia a Lola? Según se explicaba en las diligencias judiciales, con la
firma autorizada de la jueza Idoia Gastaminza, ese pendrive estaba vacío, no contenía
nada en su interior.
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Solo había una manera de salir de dudas, enchufarlo en mi portátil. Fue entonces
cuando comprendí que estaba sentado sobre un barril de dinamita. Una dinamita que
alguien se había ocupado de inutilizar. Y la única persona que podía hacerla estallar
era yo. Solo que, como ya he dicho, estaba sentado encima del barril. Y si no jugaba
bien mis cartas, corría el peligro de ser el primero, y quizás el único, que saltara por
los aires.
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(Eneko Goirizelaia)
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no sabía cómo podría cumplirla, pero en esa ocasión la suerte estuvo de su parte. La
suerte encarnada en el extraño asesinato de Salif Diallo en Londres, aunque esa parte
del pastel tendrían que comérsela los inspectores de Scotland Yard.
Cuando muere quien te tiene atemorizado te liberas, y la omertà, ese pacto de
silencio que te obliga a callar lo que sabes acerca de las actividades delictivas de un
grupo o persona, que no es tal pacto, ya que, has sido obligado a acatarlo, desaparece.
No el primer día, ni el segundo, pero acaba desapareciendo. Y quienes antes habían
negado conocer, ni de lejos, aquello sobre lo que les estabas preguntando, de repente,
sobre todo si ven que es bueno para sus intereses u odiaban profundamente al
fallecido, acaban hablando tanto que se agota la totalidad de cintas reproductoras que
están expuestas a la venta en el centro comercial más cercano. Y Salif Diallo podría
haber ganado un campeonato en el que se eligiera al hombre más odiado, si no de
Euskal Herria, que quizás era mucho decir, sí de ese Bilbao africano que la mayoría
de autóctonos desconocen pese a tenerlo a su lado. Y con los estímulos y ayudas
suficientes, el miedo a las consecuencias de la delación desaparece ante la perspectiva
de que no vas a sufrir represalias e incluso que la propia policía te esté agradecida por
ayudarle a desvelar no ya un crimen, sino toda una organización criminal.
Por eso supieron que Salif Diallo dio, en primer lugar, la orden de asesinar a
Tomás Navarro y posteriormente la de acabar con los cuatro inmigrantes que llevaron
a cabo esa orden. Y, como el agente Iturbe vaticinó en su momento, lo hicieron por
miedo, no solo miedo a lo que pudiera ocurrirles, sino por miedo a que, de no
obedecer, quienes sufrieran las peores y más drásticas consecuencias fueran sus
familiares que todavía sobrevivían, a duras penas, en la lejana África.
Quedaba la cuestión de por qué Salif querría eliminar de una manera tan drástica
a quien ya no era más que un despojo humano. Navarro era un psicópata que en un
arrebato había asesinado a su mujer y a su hija y que posteriormente, quién sabe si
presa de remordimientos o porque su cabeza jamás funcionó del todo bien, cayó en la
demencia y la indigencia. ¿Qué podía temer de él Salif?
No fue muy difícil tirar del hilo que les había llevado a esclarecer el asesinato de
los cuatro subsaharianos para averiguar que Navarro, en el pasado, había hecho
negocios con Salif, negocios que no estaban amparados por el Código Mercantil y sí,
en cambio, castigados por el Código Penal. Posiblemente el capo maliense temiera
que si algún día recobraba la razón y le volvían los remordimientos, le delatara y su
imperio gansteril se consumiera más rápidamente que un cigarrillo en boca de un
fumador compulsivo al que su médico de cabecera le hubiese prohibido el tabaco.
Matarle, desde ese punto de vista, parecía la solución más lógica. Así que también
podía considerarse cerrado el caso en ese aspecto.
Navarro no actuaba solo, tenía un cómplice en su misma empresa, pero ese
cómplice también estaba muerto, así que no merecía la pena darle muchas vueltas al
asunto. El jefe de la trama, un tal Moussa Traoré, era un hombre muy bien situado en
el interior del gobierno de Malí, pero desgraciadamente no se podía arremeter contra
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él, en cierto modo era intocable. Era verdad que algunos países como los Estados
Unidos o la Gran Bretaña habían dictado órdenes de busca y captura contra él,
órdenes lógicamente simbólicas y que no servían para nada, como tampoco hubiesen
servido para nada las emitidas por un juez español, así que no se planteó ni siquiera el
tema. Si algún día las autoridades estadounidenses o británicas conseguían detenerle,
las del Reino de España enviarían, en el mejor de los casos, una comisión rogatoria
para que se les permitiera interrogarle sobre los posibles delitos cometidos en
territorio nacional y asunto zanjado a satisfacción de todos.
Al menos a satisfacción de sus superiores en el Departamento de Seguridad y del
juez de guardia al que envió el correspondiente informe. Quedaban solucionados
varios asesinatos y se desmantelaba una trama criminal. Gorizelaia no se engañaba a
sí mismo, sabía que la naturaleza tiene horror al vacío y pronto otra vendría a ocupar
el lugar de la que había desaparecido, pero mientras tanto las cosas habían mejorado
algo en su ciudad.
A veces se preguntaba si él mismo estaba satisfecho y, aunque con dudas, la
respuesta era que sí. Había cumplido con su promesa de solucionar el asesinato de los
subsaharianos y, como añadido, un peligroso delincuente ya no ejercía su poder en
Bilbao. Era cierto, y lo sabía demasiado bien, que las cosas nunca eran tan
maravillosas y sencillas como aparentaban. Seguramente tenía que haber más gente
implicada, pero había llegado hasta donde podía llegar y había hecho bien su trabajo.
Además, estaba lo de Goiko.
Como si Ander González le hubiese leído el pensamiento, le comentó que en su
informe, ese informe del que acababa de enviar una copia a la Gendarmerie, no se
mencionaba a Goiko.
—Sí, no aparece para nada nuestro amigo —contestó dubitativo Goirizelaia a su
subordinado y amigo, para añadir con voz más firme—. En realidad no lo he
considerado necesario. Mencionarle no aporta nada concluyente y, por otra parte, con
todo lo que está pasando, creo que se merece que le dejemos tranquilo y le
proporcionemos un poco de tregua. Quizás más adelante… —dejó sin acabar la frase.
—¿Más adelante qué? —le replicó, sonriendo, González—. Lo que no aparece en
el informe actual no puede aparecer en el futuro.
—Lo sé, no me refería a eso. Creo que el informe está completo como está. No
veo necesario añadir ni quitar nada y, como ya hemos comentado, mencionar a Goiko
no serviría más que para perturbarle sin que aportara nada. Estrictamente no
ocultamos información al juez ni a los mandamases de Gasteiz[19], sencillamente he
quitado toda la paja que sobraba y no aportaba nada para hacer más sencillo y
comprensible el informe.
—No le vas a dar una copia, ¿verdad? —preguntó González, que había asentido
con un ligero de cabeza a las palabras de su superior—. Supongo que te referías a
eso, cuando hablabas de que quizás más adelante.
—Sí, así es —admitió Goirizelaia.
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—¿No crees que tiene derecho a saber la verdad?
—El mismo derecho que tengo yo a no contársela. Mira, Ander, sé que con el
tiempo le has cogido aprecio a Goiko, pese a que al principio no te caía nada bien y
solo le ayudabas por lealtad hacia mí, pero yo le conozco desde hace muchos años. Y
en este caso, al menos, sí que la experiencia es un grado. Por eso sé que está jodido,
muy jodido, y que de momento lo suyo no tiene solución. Tan solo el tiempo podrá, si
no arreglar lo ocurrido, sí mitigar poco a poco su dolor. ¿De qué le iba a servir
conocer la historia al completo? A estas alturas, ¿tú crees que iba a significar algo
especial para él saber que Tomás Navarro, el indigente al que le propusieron asesinar,
había sido socio de Salif Diallo, el hombre que movía los hilos de ese asesinato? ¿O
que Navarro y el marido de Lola eran compañeros de trabajo y socios?
—Eso ya lo sabe —le cortó González—. Por lo menos hasta cierto punto.
—Sí, claro, lo sé —titubeó de nuevo Gorizelaia—, pero por lo que nosotros
sabemos, en realidad desconoce la importancia y consecuencias de esa relación. Al
menos, no en su totalidad. Y tampoco le iba a hacer ningún bien saber por qué su
marido mató a Lola.
—Eso seguramente se lo puede imaginar.
—Tal vez, pero no es lo mismo imaginar que saber. Tú puedes imaginar o
sospechar todo lo que quieras, pero mientras no esté demostrado fuera de toda duda,
siempre te quedará la posibilidad de pensar que, después de todo, quizás estés
equivocado. Y eso, por lo general, es bueno. No hay nada peor que las certezas
absolutas.
Ander González estuvo un buen rato callado antes de admitir que seguramente su
jefe tenía razón.
—Pero si yo estuviera en su caso —añadió—, me gustaría conocer toda la
historia.
—No, no te gustaría —le llevó la contraria Gorizelaia—. Piensas que sí porque no
estás en su lugar, pero si lo estuvieras no querrías saber la verdad. O mejor dicho,
quizás si quisieras saberla, lo mismo que me diría Goiko si se lo preguntara, pero
luego desearías que no te la hubiese contado.
—Voy a tener que darte otra vez la razón —sonrió nuevamente González—, vas a
pensar que soy un pelota. De todos modos, en las últimas semanas se le ve muy
calmado, dentro de lo que cabe, como si poco a poco fuera asumiendo lo sucedido y
que el asunto del asesinato de Lola está archivado y no hay motivo para reabrirlo.
—Pues que siga así —zanjó la discusión Goirizelaia—. Se dice muy a menudo
eso de que la verdad nos hará libres, pero lo que es cierto es que es la ignorancia la
que nos mantiene felices. O, al menos, nos da una oportunidad de ser felices.
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(Mikel Goikoetxea)
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el pendrive que me había enviado Zubikarai a través de su novia era copia, tenía que
serlo, del que se encontró en la garganta de Lola. Y ese pendrive no estaba vacío.
Todo lo contrario, ese estaba lleno de datos que eran, como ya he dicho en una
ocasión anterior, auténtica dinamita.
¿Por qué en las diligencias firmadas por la jueza Gastaminza aparecía, entonces,
que se encontraba completamente vacío, sin documentos ni datos de ningún tipo en
su interior? Hasta un niño de pecho sabría la respuesta y yo no era, precisamente,
ningún niño de pecho.
Esperé durante un tiempo. Quizás la jueza, viendo la enjundia de lo que tenía
entre manos, decidió remitir a la Audiencia Nacional la información que realmente
contenía el pendrive. Pero mi espera fue en vano. Lo mismo podría haberme quedado
sentado en el portal de mi domicilio esperando que Megan Fox apareciera para
declararme su amor eterno. Los dos asuntos que estaban relacionados, la muerte del
indigente que en una vida anterior fue un brillante ejecutivo llamado Tomás Navarro
Aretxederra, y el asesinato de Lola a manos de su marido, que posteriormente se
suicidó, ¿realmente se suicidó?, me pregunto sin saber la respuesta, fueron archivados
en cuestión de pocas semanas y pasaron a engrosar el armario de asuntos resueltos
satisfactoriamente a gusto de todos. O de casi todos, porque cuando conoces la
verdad de lo ocurrido, eso de que archiven el caso pues como que no acaba de
gustarte.
Que estaban relacionados al principio fue solo una intuición, una de mis locuras,
en palabras de Eneko, pero al final fue una certeza, una certeza de la que yo era el
único poseedor, salvo que Zubikarai hubiese hecho más copias, cosa que dudaba. Con
lo pusilánime que es, bastante hizo con sacar una y enviármela, y nunca podré
agradecérselo lo suficiente. Y la relación venía dada porque tanto Tomás Navarro
como el marido de Lola trabajaban en la misma empresa, la Cwabi Spain, la marca
que utilizaba en España la Cwabi global, una compañía dedicada originariamente a
los seguros, pero que desde hacía décadas habían ampliado sus negocios a todas las
ramas del sector financiero, especialmente a las ramas más podridas del árbol.
Primero fue el blanqueo de dinero, pero seamos sinceros, ¿de verdad blanquear
dinero es un delito? Según los códigos penales de la mayoría de los países, así como
de sus gobernantes, por supuesto. Pero esos mismos gobernantes acostumbran a hacer
con cierta regularidad amnistías fiscales, con el loable propósito de que ese dinero
que jamás ha salido a flote lo haga y beneficie al conjunto de la población. El que
luego eso no ocurra es por pura mala suerte, no porque la idea no fuese excelente. La
política y la economía, ya se sabe, no son ciencias exactas.
Más adelante, algunos cerebros privilegiados, pensaron que, ya que, blanqueaban
dinero ajeno, ¿por qué no hacerse directamente con ese dinero? Es decir, ¿por qué no
convertirse en socios de aquellos a quienes se les blanqueaba la pasta? Porque seamos
serios, estamos en una economía de mercado, y si alguien necesita pincharse o
follarse a una tía con dos buenas tetas o armarse hasta los dientes para hacer una
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revolución con la que el pueblo soberano, por supuesto, pueda mejorar sus
condiciones de vida, ¿tenemos derecho a impedirlo? Las leyes dicen que sí, pero si de
verdad cumpliéramos todas las leyes con las que los parlamentos supranacionales,
nacionales o autonómicos hacen más divertida nuestra existencia, la economía se
pararía. Al menos la economía que empezó a engrosar de un modo considerable los
bolsillos de los altos ejecutivos que vieron en esas actividades lo que en algunas
instituciones denominan nuevos «nichos de negocio».
Primero empezaron con los secuestros de barcos, lo que antiguamente se llamaba
piratería, en Somalia. En Euskadi tuvimos algún que otro caso, felizmente
solucionados, eso sí, pero a costa de pagar unos considerables rescates. Aunque no
solo fueron atacados barcos vascos, sino de otras nacionalidades. Obviamente los
ejecutivos de la Cwabi no se paseaban por el Índico con un pañuelo sobre la cabeza,
un sable entre los dientes y una bandera con el símbolo de una calavera ondeando en
un barco, pero negociaban los rescates con una suculenta comisión, e incluso llegaron
a proporcionar a los piratas datos imprescindibles para ellos sobre cuándo y dónde
debían atacar. Puro marketing. Para conseguir suculentas comisiones hay que vender
un producto, y si ese producto es el secuestro de embarcaciones pesqueras, pues eso
es lo que se vende.
Cuando la Task Force 150, la coalición de varios países que empezó a patrullar
por las costas somalíes consiguió disuadir a los piratas de que volvieran a las
andadas, los hombres de la Cwabi no sufrieron ningún trauma. Una vez hechos los
contactos, una vez haber pasado del simple blanqueo de dinero, algo «limpio» como
la propia palabra lo indica, a la participación en los secuestros de embarcaciones
pesqueras, los posibles escrúpulos a la hora de iniciar nuevas actividades ilegales, en
caso de haber existido, dejaron de tener razón de ser, y pronto llegó el tráfico de
armas, de drogas, de mujeres, de niños. Sobre todo de niños. ¿Hay alguien más
indefenso que un niño al que han arrancado de su aldea natal, en Asia o África, y al
que envían lejos de su lugar de origen? Además, de los niños, como de los cerdos,
todo es aprovechable. Cuando están vivos, sus cuerpos infantiles y púberes para solaz
de quienes, aburridos de su ociosa existencia, desean y pueden pagarse nuevas
experiencias aún a costa de la desgracia ajena. Y cuando están muertos, o los matan,
sus órganos internos se pueden comprar y vender para que otras personas, mucho más
afortunadas y adineradas que ellos, puedan vivir.
Todo eso estaba en el pendrive que Ainhoa me había pasado a instancias de
Zubikarai, y tendría que haber estado en el original que estudió la jueza Idoia
Gastaminza. Pero milagrosamente, ese estaba completamente vacío sin que ni
siquiera la naturaleza, de la que los entendidos dicen que tiene «horror al vacío», se
extrañara o protestara.
Me imagino que llegó un momento en el que Navarro también se horrorizó, que
llegó a sentir asco de sí mismo y de todo lo que le rodeaba. Quizás no le parecía tan
mal secuestrar a fornidos pescadores, o proporcionar drogas duras a desgraciados que
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estaban ya más muertos que vivos. Quiero pensar que si intentó destapar todo el
asunto fue por lo de los niños. Y quizás por eso le castigaron del modo que lo
hicieron, matando a su hija, junto a su mujer, y destrozando su vida. No me extraña
que se alcoholizara y se volviera loco, era el único modo de autodefensa que tenía.
Supongo que de vez en cuando conservaba o le llegaban ráfagas de lucidez y por eso,
cuando le pregunté por qué había alguien decidido a matarle, reaccionó del modo que
lo hizo.
Me acordé de la canción de Javier Krahe, esa que tiene como estribillo «… y yo
como un gilipollas». Porque fui un auténtico gilipollas al confiar en que la jueza
hiciese algo. Estaba claro que si toda la información que había en el pendrive había
desaparecido, ella era la única responsable posible. Y si ella la hizo desaparecer…,
como dicen en mi pueblo, blanco y en botella.
Durante unos días me sentí como Vladimir Ilich Ulianov, el famoso Lenin, y su
famoso libro–pregunta: ¿Qué hacer? O por ser más contundente que el propio padre
de la Revolución Bolchevique, ¿qué cojones podía yo hacer? ¿Enviar una copia de mi
pendrive a la Audiencia Nacional o a cualquier otro juez? Aparte de mi mala fama
entre el noventa y nueve coma noventa y nueve por ciento de quienes visten toga en
este país, tendría que explicar cómo había llegado a mis manos y, seguramente, lo
invalidarían como prueba. Con toda la razón del mundo, además. Por lo menos, con
toda la razón del mundo del derecho.
¿Pasarle una copia a mi amigo Eneko? Sobre su honestidad e integridad no tenía
la menor duda, pero su reacción lógica habría sido ponerlo en conocimiento de la
judicatura, que de nuevo habría cerrado el caso, con lo que, además de la lógica
frustración, lo único que habría conseguido hubiese sido poner en peligro tanto su
vida y la de su familia como la de Andoni Zubikarai, el forense. Estaba la posibilidad
de acudir a la prensa. En más de una ocasión habían sido periodistas, y no jueces ni
policías, quienes habían destapado algunos de los casos de delincuencia y corrupción
más importantes ocurridos en España. Seguramente encontraría algún medio lo
suficientemente valiente como para publicar la información que podía
proporcionarles, o quizás no, todos somos humanos, pero su recorrido no sería muy
largo, me temo, y de originar alguna actuación judicial lo más probable es que se
eternizara. Fue entonces cuando, tras pensar en el Vladimir que hizo una revolución
me acordé de otro Vladmir, un asesino a sueldo que curiosamente me salvó la vida y
que, aunque no me debía nada, sino más bien al contrario, yo era el deudor, aceptó ser
el ejecutor de mi plan. Ese plan que había rechazado cuando quien me lo propuso fue
el Increíble Hulk, el hombre de confianza de Gerardo Azurmendi. Ese plan que
rechacé porque tenía una autoestima tan elevada que pensaba que yo jamás acabaría
convirtiéndome en un asesino. Y quizás no lo sea, todo depende de la perspectiva con
la que lo miremos. Aunque jamás he sido partidario de engañarme a mí mismo, y
quizás ese no fuera el momento más adecuado para empezar a hacerlo.
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De todos modos, me miro al espejo y sigo sin parecerme a Charles Bronson,
aunque cada vez son más las arrugas que surcan mi cara. Tampoco soy un justiciero.
No llevo una capa negra ni unos calzoncillos rojos encima de mi pantalón. Ni poseo
superpoderes, salvo que se considere así a hacer daño a las personas que más quiero.
En el fondo no soy más que un pobre hijo de puta al que le jode que haya gente que
sea todavía más hija de puta que yo.
Por eso diseñé el plan para acabar con quienes consideraba los máximos
culpables de todo: Salif, Melrose, Janet Campbell y los abogados Sánchez-Ávila e
Ibone Gutiérrez Soltxaga. Aunque en lo del abogado se me adelantaron, supongo que
sus propios compinches no se fiaban de él. No eran los únicos responsables, pero sí
los que más poder tenían y quienes daban las órdenes. Lo de Idoia Gastaminza fue
como la guinda del pastel o, como dicen los literatos, el estrambote del soneto.
Quizás sí era una jueza honrada e íntegra, y tan solo lo que en derecho se considera
como la eximente de «miedo insuperable» le obligó a actuar como actuó. Pero si por
culpa de esa actuación me convertí en un asesino, parecía lógico que ella también
sufriera las consecuencias de esa conversión.
Porque dejémonos de rodeos, pese a lo que he dicho antes acerca de la
perspectiva y ese tipo de chorradas, lo que estoy viendo frente al espejo es a un
asesino. Un asesino que no se arrepiente de lo que ha hecho, pero un asesino. Quizás
porque convertirme en asesino fue la única forma de hacer justicia, aunque a estas
alturas de mi vida ya ni siquiera sé lo que significa la palabra justicia. O quizás
simplemente me haya movido un afán de venganza. ¿Habría actuado del mismo
modo si no hubiesen matado a Lola? Aún no he sabido responderme, pero da igual,
Lola murió y con ella murió algo de mí, tal vez lo mejor, en el caso de que en algún
momento haya habido algo bueno dentro de mí.
Intento justificarme diciendo que si la razón de la justicia, de la oficial al menos,
es desterrar la venganza, y la justicia, esa institución ciega que debía defendernos,
nos ha fallado, ¿qué podemos hacer? ¿Aceptar como corderos que no hay solución?
Posiblemente sería lo más sensato, pero yo nunca he sido un ejemplo de sensatez. Por
eso recurrí a Vladimir. Y por eso le envié al más frío y eficaz asesino profesional que
he conocido nunca el vídeo que hizo enloquecer a Tomás Navarro y casi me hace
enloquecer a mí. Sabía que pese a su pasado, o quizás precisamente por su pasado, mi
viejo amigo rumano iba a colaborar conmigo sin poner la más mínima objeción.
Lo de Scotland Yard fue un añadido. No se puede ir por la vida matando a todo el
mundo, así que antes o después teníamos que parar, los objetivos elegidos eran
suficientes. Pero había más responsables y aunque no estaba seguro de cuál iba a ser
la reacción de la policía británica, sí estaba convencido de que, de alguna manera,
moverían ficha. No se puede dejar impunemente una serie de cadáveres en tu patio
trasero sin que te obligues a hacer limpieza. Además, aunque él jamás sabrá que yo
estaba detrás de todo, cuando era ertzaina tuve que trabajar en una ocasión con
Robertson y sabía que era un hombre íntegro. Íntegro y prudente. Por eso las noticias
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que poco a poco fui leyendo en los digitales británicos no traían titulares
sensacionales ni sorprendentes, pero sí que de vez en cuando se hablaba de la
dimisión de algún político o del procesamiento por delito fiscal de algún que otro
financiero. Y hoy, cuando he leído la noticia de la muerte accidental, provocada por
sus curiosos gustos sexuales, de un alto cargo, he decidido que ya está bien. Ni sé ni
me importa lo que los ingleses vayan a hacer con el resto de la información que llegó
a sus manos. Sinceramente, ya no me importa un carajo.
Vuelvo a mirarme al espejo y sigo sin identificarme con Charles Bronson ni con
Batman. Pero ahora tampoco veo a un hijo de puta ni a un asesino. Y no es que me
haya vuelto indulgente conmigo mismo, no. Es que ahora solo veo frente a mí a un
pobre hombre. Un pobre hombre que en una etapa de su vida, quizás no muy extensa,
fue feliz. Pero que jamás supo que lo era y para cuando se dio cuenta, ya era tarde.
Me pregunto qué pensaría Eneko si supiera lo que he llegado a hacer. ¿Se
rompería nuestra amistad? Supongo que sí, y no podría reprochárselo. Aunque en ese
caso desparecería una de las pocas cosas buenas que aún conservo en mi interior.
¿Me estoy volviendo viejo o, simplemente, soy un ser huraño y melancólico que
tiene las manos manchadas de sangre? Aunque me las miro y las veo limpias,
completamente limpias. Los antiguos verdugos, ¿eran criminales o simplemente
instrumentos de la justicia? ¿Lo he sido yo? En el fondo estoy convencido de que sí,
de que he sido un instrumento de la justicia, y quizás esa sensación sea lo peor que he
sacado de este asunto.
Y sin embargo, todo es una inmensa mentira. Quizás si alguien llegara a enterarse
de lo ocurrido me exculpara o, al menos, en caso de no justificarla comprendería mi
actuación. Pero todo sería mentira, una absoluta y total mentira.
Porque en realidad no estaba vengando a Lola, me estaba vengando a mí mismo,
a mi ceguera, a mi estupidez. No estaba haciendo justicia, estaba desahogándome,
estaba sacando a relucir toda la rabia que llevaba encima. Y además, no había sido
tan legal como pudiera parecer al enviar el último pendrive a Robertson. Porque en
ese pendrive también faltaban datos, datos que yo mismo hice desaparecer.
Ya he dicho antes que es terrible comprender que estabas enamorado de una
persona después de que esta falleciera. Pero más terrible aún fue comprender que esa
persona era una asesina. Porque quien estaba detrás de toda la trama, al menos de la
parte española de ella, era Lola, mi dulce Lola, mi amada Lola. El que oficialmente
tenía un puesto en la Cwabi era su marido, pero quien de verdad movía los hilos era
ella. ¿Por qué? Aún sigo sin entenderlo, y creo que jamás lo entenderé. ¿Hastío,
aburrimiento, búsqueda de nuevos placeres y experiencias? ¿Simple ambición
económica? Y, aunque ante lo demás parezca no tener importancia, pero para mí la
tenía en grado sumo, ¿qué significaba yo para ella? ¿Me quería de verdad o era tan
solo un juguete más en su catálogo? Quiero pensar que sí, que sentía algo por mí, si
no, ¿a qué venían esos absurdos celos de los últimos tiempos? ¿Y sus miradas,
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cuando creía que yo no me daba cuenta? Porque hay miradas que no mienten. ¿O sí
se daba cuenta y era también parte de un engaño?
¿Qué significaban sus mensajes? ¿Quería avisarme, quería utilizarme o, quizás,
simplemente quería recomponer nuestra relación? Ni lo sé ni me importa. Y acabo de
mentir nuevamente, porque sí que me importa, y mucho, pero nunca conoceré la
respuesta.
Incluso hay otra idea que me atormenta. ¿Me salvó la vida el marido de Lola
cuando decidió matarla? O, simplemente, ¿no pudo aguantar más la situación en la
que se hallaba inmerso y decidió suicidarse, pero antes optó por acabar también con
la vida de la mujer que le había abocado a ella?
Sí, no soy un justiciero, aunque de algún modo se haya hecho justicia. Soy, sobre
todo, un encubridor porque, pese a lo que he dicho antes y a ser consciente de que
Lola se había convertido en un monstruo, seguía amándola. O, al menos, continuaba
sintiendo por ella algo que, a falta de otra palabra, definía como amor. Enfermizo y
morboso, muy posiblemente, pero amor.
En el fondo da igual, ya está todo acabado. Se ha hecho limpieza y he dejado su
nombre al margen. Al fin y al cabo, una vez muerta, para qué empañar su memoria.
¿Para qué Eneko me mirara condescendiente y con cara de pena? ¿Para que los
periodistas, que cuando le hincan el diente a una pieza no la sueltan ni a tiros, no
dejaran de molestarme? ¿Para enfrentarme todos los días a mi memoria? Aunque esto
último iba a ocurrir, ya estaba ocurriendo, de todos modos.
Dejo de filosofar. Al fin y al cabo, mientras no decida que ha llegado el momento
de que todo llegue a su fin, sigo vivo. Vivo con mis errores, con mis recuerdos, con
mis miserias, pero vivo. Me sirvo un whisky y compruebo, no sin cierta satisfacción,
que todavía soy capaz de degustar ciertos placeres. Es de noche. Apago el portátil y
me recuesto en el sofá. Debo ser un degenerado porque mientras lloraba por Lola,
porque pese a todo la sigo llorando, me he acordado de Agurtzane. Sobre todo de sus
últimas palabras, que la llamara cuando quisiera. Cojo el teléfono, pero no me animo
a hacerlo. Quién sabe, quizás si fuese ella quien se pusiese en contacto conmigo sería
distinto. No sé todavía si bueno o malo, pero distinto. Me concentro firmemente en el
teléfono como si fuera un personaje de la Marvel capaz, con sus superpoderes, de
conseguir que Agurtzane llame. Casi me duelen los ojos de tanto concentrarme. Pero
cuando estoy a punto de conseguirlo, el sueño vence al superhéroe y caigo dormido
en el sofá. Quién sabe, quizás mañana lo consiga. Quizás.
De lo que sí estoy seguro es de que mañana será otro día. Para bien o para mal,
pero será otro día. Otro día más sin Lola. Pero con su recuerdo, lo que quizás sea
peor, mucho peor.
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JOSÉ JAVIER ABASOLO (Bilbao, 1957) es Licenciado en Derecho por la
Universidad de Deusto.
Ha trabajado como abogado y desempeñado varios puestos en las administraciones
públicas, desempeñando sus funciones en la actualidad en el Departamento de
Empleo y Asuntos Sociales del Gobierno Vasco. En el campo de la literatura tiene
una larga trayectoria como autor de novela negra, habiendo publicado los siguientes
libros: Lejos de aquel instante (1997, Premio de Novela Prensa Canaria 1996 y
finalista del Premio Hammett 1997, traducido al francés), Nadie es inocente (1998,
traducido al francés e italiano), Una investigación ficticia (2000), Hollywood-Bilbao
(2004), El color de los muertos (2005), Antes de que todo se derrumbe (2006, Premio
de Narrativa García Pavón 2005), El aniversario de la independencia (2006, Premio
Farolillo de Papel del Gremio de Libreros de Bizkaia) y Heridas permanentes (2007).
Recientemente ha sido designado vocal de la Asociación Española de Escritores
Policiacos; ha ejercido de abogado, secretario de Juzgado de Instrucción y jefe de
negociado en los Servicios del DNI de Bilbao y en el Gobierno Civil de Bizkaia.
Actualmente trabaja para el Gobierno Vasco.
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Notas
Página 202
[1] Padre en euskera. <<
Página 203
[2] Academia de enseñanza del euskera. <<
Página 204
[3] Caserío. <<
Página 205
[4] Chicas. <<
Página 206
[5] Comisaría. <<
Página 207
[6] Un fuerte abrazo. <<
Página 208
[7] Abuela. <<
Página 209
[8] Bandera de Euskadi. <<
Página 210
[9] Muy bien. <<
Página 211
[10] Frontera en euskera. <<
Página 212
[11] ¿Lo entiendes? <<
Página 213
[12] ¡Iñaki, qué lejos está Camerún! <<
Página 214
[13] Campesino. <<
Página 215
[14] Buenos días. <<
Página 216
[15]
Localidad cercana a Bilbao en donde se ubica el cementerio más importante de la
provincia. <<
Página 217
[16] San Juan de Luz. <<
Página 218
[17] Ver Pájaros sin alas. <<
Página 219
[18] El equivalente a Papa Nöel en Euskal Herria. <<
Página 220
[19]Nombre en euskera de la capital de la CAV y cuya denominación oficial es
Vitoria-Gasteiz. <<
Página 221