Los Escorpiones - Sara Barquinero
Los Escorpiones - Sara Barquinero
Los Escorpiones - Sara Barquinero
Here’s something else that’s weird but true: in the day-to day
trenches of adult life, there is actually no such thing as
atheism. There is no such thing as not worshipping. Everybody
worships. The only choice we get is what to worship.
Los budistas tenían razón: uno nunca quiere morirse, sino matar algo que
habita dentro de sí, aunque a veces eso implique acabar con la propia vida.
O eso dicen los hechos porque, ahora que el peligro acecha, Thomas no tiene
ninguna gana de desaparecer. ¿Dónde quedó su cinismo desapegado, ese
encogimiento de hombros hacia la propia existencia que le debería permitir
mantener la dignidad en una situación así? No se sabe.
Sara, a su lado, tampoco tiene ganas de que llegue el fin, por mucho que
diga su historial: se ve en la manera en la que le tiembla el labio, en cómo se
abraza a sí misma, compacta, la mínima expresión de la materia en una
esquina del zulo. Michaela D’Alessandro suspira con hartazgo y se pone en
cuclillas frente a ella, pero eso solo hace que se encoja todavía más. Thomas
imagina un budilla dorado y flotante muerto de risa, justo sobre su moño. ¿Y
ahora qué?, dice la figurilla. Ahora nada. Ahora. La. Nada. Eso te gusta,
¿verdad, cabrón? Michaela se levanta. Ya no va vestida como en la fiesta;
lleva un chándal claro y unas New Balance tan limpias que parecen recién
estrenadas. Los observa de hito en hito. Al menos dicho cinismo debería
servirles para afrontar la situación con cierta dignidad: ea, uno se muere
siempre, me tocó ahora, ¿y qué? De Sócrates a nosotros tres mil años, el
mismo ethos. Pero no es así: Sara ni lo mira, todo su organismo está
dedicado al Terror. Ni siquiera intenta luchar contra la atadura de sus
muñecas. Thomas observa a su alrededor: hace apenas unos instantes
pensaba que quería suicidarse, pero ahora solo quiere escapar. El zulo no
está vacío, pero no ofrece ninguna posibilidad de huida. A la derecha hay
una mesa con un ordenador, repleta de plantas artificiales y figuritas de
acción, una placa en la que pone D’Alessandro. Cierra los ojos. Está
cansado. En la otra esquina, una máquina de arcade viejísima, un póster mal
colgado de Super Mario 64 y, en la puerta, el camarero demoniaco que los
encerró ahí. Por lo demás, todo es gris, húmedo y poco interesante, y
Thomas supone que la espera sería igual de poco interesante de no temer por
su pellejo. Si tuviera manos, inspiraría por la derecha y luego expulsaría el
aire por el agujero izquierdo, para luego invertir el proceso. Desventajas
poco obvias de estar esposado: imposible meditar.
—No le hagas daño a ella —le dice a Michaela, intentando resultar
amenazador—. Ya has hecho suficiente.
Ella lo contempla con aburrimiento y Sara gime, el primer sonido que
emite desde hace un rato. Thomas querría ser valiente, inspirarse en
Sócrates, en Áyax, o al menos en el Capitán América cuando lo tirotea
Sharon Carter. Pero no es capaz de moverse. Michaela se sienta sobre la
mesa y saca uno de los cigarrillos del bolso de Sara.
—¿Y qué se supone que tengo que hacer con vosotros? —pregunta,
después de darle la primera calada y tirar la ceniza al suelo.
Cambiatuvida.exe
El opio y Hitler le enseñaron que el mundo era de cristal.
LEONARD COHEN
I
Javier sigue sin dar señales de vida. Ya han pasado dos días desde que no se
presentó a la cita, y cada minuto es una tortura que me recuerda que tal vez
no merezca la pena seguir esperando. Última conexión: las 10.29 del
miércoles, y ya es viernes. ¿Le habrá sucedido algo? Es raro desaparecer de
internet durante más de dos días. ¿Está evitándome? ¿Me intuye, ansiosa y
loca, revisando su perfil una y otra vez?
Mi mente oscila entre ambas ideas varias veces por minuto: me detesta,
decidió no quedar conmigo porque nunca le gusté demasiado, quizá ahora
mismo está tan ocupado con otra cita que ni tiene tiempo para mirar su
teléfono. O todo lo contrario: ha debido de sucederle algo, y grave. Tantas
horas gastadas los últimos meses, tantos secretos, la costumbre ya instaurada
de llamarnos cada madrugada. Y era él quien lo hacía, casi todas las noches,
o daba una buena excusa. No puede ser en vano. No puede desaparecer.
Reviso por aburrimiento las capturas de su cuenta de la app de citas, la
frase de Leonard Cohen como descripción del perfil y esa foto en la que sale
tan guapo, fumando en un paisaje de niebla. Su última imagen era un
fotograma de Lo que queda de Edith Finch, uno de mis videojuegos
favoritos. Por eso le abrí conversación. Soy tonta, ¿por qué no le escribí
mientras estaba en el café, por qué esperé ahí dos horas sin decir palabra?
Habría sido más natural. Quizá se olvidó y piensa que yo también lo hice y
tampoco me presenté. ¿Y si está enfadado? ¿Qué podría decir ahora? Jajaja,
a mí también se me olvidó la cita, ¿cómo estás? O: estuve esperándote
durante horas, y ahora llevo dos días esperando una explicación, ¿piensas
dármela? No quiero sonar resentida: ya estoy harta del papel de mujer
despechada, pero también del de estúpida, la que pregunta inocentemente si
está bien a un hombre que ni se plantea hablar contigo. Su foto de perfil de
WhatsApp: él sentado en una playa a contraluz, media sonrisa y una mano en
el bolsillo. ¿Cuántas madrugadas me habré dormido mirando esa foto,
imaginando cómo sería su cuerpo en movimiento, sus manías y muecas, su
olor? ¿Va a terminar así? Por Dios, ni siquiera quería que pasase algo entre
nosotros. Solo aspiraba a crear un lugar en el que quisiera quedarse.
Releo nuestra conversación como una voyeur: hace una semana me dijo
que había encontrado una «cosa flipante» y yo quise saber qué era. A lo
mejor se trata de eso, es una persona obsesiva, necesita sus tiempos. No me
contestó. Insistí el lunes, tras quince minutos observando una pantalla sin
novedades: «Entonces, ¿nos vemos el miércoles?». Un mensaje de él,
lacónico, cinco horas más tarde: «Sí, sí». No me atreví a preguntar más. En
mi cabeza desfilaban todos los mitos literarios y televisivos de mujeres
pertinaces y demasiado deseosas de afecto. Además, por fin me había
propuesto quedar. Nunca había tardado tanto con alguien de Tinder. Eso me
mantuvo más o menos calmada: quizá no me escribía tanto porque íbamos a
vernos. Solo me planté el miércoles a las seis y media en el café que había
elegido. Dos horas bebiendo a solas, sin esperanza a partir de las siete. No
vino. Y desde entonces hasta hoy.
Son las 10.29. Último mensaje leído el lunes a las 16.40. Cinco minutos
mirando esos números. Cinco minutos y, de repente, «En línea». Contengo la
respiración, uno, dos, tres. Sigue ahí. Lo imagino revisando su teléfono en
esa playa a contraluz. No dice nada. ¿Le da vergüenza lo que me ha hecho?
No escribe. Empiezo a hacerlo yo. Borro. ¿Habrá visto que le estaba
escribiendo o tendrá demasiados chats por encima del mío?
Salgo de la aplicación. Pulso el botón de llamada. Un tono, dos, tres,
cuatro. ¿Por qué no descuelga si está en línea? Tiene que estar viéndolo.
Por fin lo coge. Al principio no dice nada. A mí no me sale la voz. He
olvidado momentáneamente cómo suena la suya.
—Hola —digo.
—¿Quién es? —contesta una voz femenina—. ¿Hola? —insiste, con un
toque de angustia.
Espero en silencio. La mujer pregunta de nuevo si hay alguien ahí.
—Soy una... amiga de Javier —murmuro—. Habíamos quedado y no vino.
Me preguntaba si estaría bien y...
La voz dice algo al otro lado de la línea. Tartamudea, ¿está llorando? En
un solo segundo, la veo: la esposa ultrajada, una esposa secreta para mí que
ha cogido el teléfono de su novio y leído nuestros mensajes de amor no
explícito. Dos días de una disputa ininterrumpida tratando de salvar su
relación... hasta que, tonta de mí, decidí llamar. La imagino delgadísima, con
mechas californianas y uñas de color rosa neón. No la escucho cuando habla.
Tampoco soy capaz de decir nada, ni de preguntar, ni de justificarme: qué
diría si pudiera. Entonces carraspea, ¿eso es que me toca contestar? Al otro
lado, ella respira hondo y se serena, como si hubiese llegado a alguna clase
de conclusión.
—El entierro es mañana —dice.
—¿Cómo?
—Sí. El entierro de Javier. Es mañana a las cinco. ¿Cómo has dicho que
te llamas?
—Sara. Me llamo Sara.
Dice que no le sueno. Añade una serie de datos que no consigo registrar.
Vale, intervengo cuando el silencio sostenido me obliga. Lo siento mucho,
digo, e incluso a mí me suena falso mi pésame. La voz me pregunta si iré.
Contesto que sí. Ni siquiera sé de qué ha muerto.
Esa noche sueño con Javier, pero en el sueño no tiene la misma sonrisa que
en las fotografías. Está vestido con una americana negra y una camisa de
color crudo y se enciende un cigarro en una terraza con vistas de Madrid,
como si en lugar de trabajar en un edificio cualquiera su oficina estuviese en
lo alto de la Torre Picasso. Me sonríe, apoyado en el quicio de metal. Da
una primera calada y la imagen se parece a esa que a mí me gusta tanto, la de
él fumando entre la niebla. Luego la sonrisa se esfuma y se queda muy
quieto, inexpresivo. No triste, más bien en paz, casi sin moverse, con
voluntad de ser paisaje. El cigarrillo se consume en su mano mientras lo
miro, él solo deja caer la colilla cuando la brasa le quema los dedos. No lo
pisa cuando toca el cemento. Parece como si quisiera sonreír, pero se le
hubiera olvidado cómo. Entonces da un salto ágil y se encarama al
salvacuerpos, alzando primero la pierna izquierda y luego la derecha. Se
sienta mirando en mi dirección y levanta por un instante su rostro hacia el
sol. Sin ningún tipo de prisa, se deja caer de espaldas sin apartar su mirada
de la mía.
Abril/12/1996: Desórdenes de sueño, migrañas severas, sangrado en los oídos. Atacó a un oficial
de policía cerca de un edificio gubernamental y fue asesinado.
Mayo/23/1996: Irritabilidad general, insomnio, adicción a los videojuegos, hemorragia nasal.
Ataques violentos de agresividad contra otros y contra sí mismo.
Abril/27/1996: Dolor de cabeza continuo, irritabilidad. Escribió con una navaja en la piel de sus
muñecas el kanji del Emperador y posteriormente murió desangrado.
Marzo/4/1996: Migrañas, inactividad y lento entendimiento. Sordera progresiva y desaparición.
Cuerpo hallado en una carretera el 20 de abril del mismo año.
Por otra parte, se supone que la carta de despedida del señor Nakamura a
su mujer rezaba lo siguiente:
Querida Satou:
Esta noche es el inicio de una nueva era para el Japón, un nuevo imperio del cual yo espero ser
responsable. No puedo, de cualquier modo, retrasarme para ver mi creación, pues esta comenzará
en unos meses.
Nuestro querido Ken será sin duda el primer mártir del imperio, caído con muchos otros niños.
El fénix renacerá de sus cenizas, el segundo gran imperio japonés... ¡Te lo aseguro!
Por qué se ha distribuido material clasificado, ni se aventura. No sé qué
estoy haciendo aquí. No sé qué hago mirando esto. O bien sinneslöschen era
una nota sin interés para Javier, o bien guardaba un interés oculto por todas
estas estupideces, o tenía otro significado que ni me figuro. Probablemente
no lo sabré nunca.
Busco el tres invertido como símbolo y solo me sale la letra épsilon.
Nada, aquí no hay nada de Javier.
—En realidad, ni siquiera lo conocía —le digo a la pantalla del
ordenador.
Un último intento: sinneslöschen suicidio. El buscador me lleva a un
simulador de Polybius para jugar desde tu ordenador, a más páginas de
leyendas urbanas sobre suicidios individuales o colectivos, algunos en teoría
alentados por esa máquina. ¿Y si lo descargo, a ver qué sucede? Lo bajo sin
ejecutarlo. Qué tontería. Lo borro. Qué estupidez. Y, sin embargo, qué fácil
sería caer en la sinrazón. Me obligo a irme a la cama.
Sueño que estoy sola en la casa con un cuchillo en la mano, sostenido a la
altura de mi estómago, apretando la hoja contra la piel. En el sueño, busco
desesperada a alguien en mi agenda. Nadie coge mis llamadas. Miro la
puerta para ver si Alba regresa, apretando el cuchillo cada vez más, rozando
el dolor. Sé que, si nadie me coge el teléfono, si nadie me rescata, me
mataré. Y no quiero hacerlo en realidad. No quiero morir, pero me siento
incapaz de apostar yo sola por la vida.
Despierto confusa. El ordenador está a los pies de la cama, a punto de
caerse, y siento el impulso de golpearlo, hacer que se estampe contra el
suelo. Me levanto, hago café. Alba todavía está dormida. ¿Qué hora es?
—Tengo que dejar esto —le digo al gato, que está extrañamente tranquilo
en el sofá—. Tengo que pasar página. Al diablo con la traición a una misma.
Funciona durante un par de días, tal vez tres, cuatro, cinco. Lo afronto con
valentía, como supongo que deben de afrontar la primera mañana los
supervivientes de una desgracia, desde la decisión consciente y absoluta de
hacerlo todo bien. A clase no vuelvo. En cualquier caso, es un posgrado de
arte y cultura estúpido e innecesario, me apunté solo para tener algo que
hacer. Intenté trabajar el año pasado, cuando sucedió todo aquello, pero no
fui capaz, y mi madre accedió a mantenerme un curso más. Ni siquiera me
permito vivir la angustia nocturna y me tomo dos ansiolíticos justo antes de
dormir.
Al quinto día mi ánimo se desinfla. A nadie le importa nada de lo que
hago, así que, ¿para qué sostener la farsa de un horario, de la fruta cortada,
de la vida ordenada? Me prohíbo recurrir a todo lo que me puede hacer daño
—volver a visitar a su novia, volver a leer su chat, volver a investigar sobre
sinneslöschen, volver a la pantalla de búsqueda de Tinder, depender del
móvil demasiado—, y lo consigo, pero la ausencia de dolor solo me acuna
en una desesperación aún más ciega. Es un error pensar que es más fácil
esperar que buscar. Todo empieza a desmoronarse, igual que todo se
desordenaba los días en los que Javier no contestaba a mis mensajes. Ahora
tengo la certeza de que nunca lo hará. Ni siquiera tengo por qué culparme,
por qué lamentarme, con qué castigarme. Ando por los parques a solas como
un Adán abandonado en el paraíso.
Falto dos días más a clase y vuelvo, pero esa mañana Diego no acude, así
que me siento sola en la última fila. Mis compañeros me ignoran, una de mis
profesoras me observa como si fuese una enferma terminal. De nuevo, esa
noche paso cerca de dos horas mirando las sábanas tendidas en el piso de
enfrente, cada día más sucias que el anterior, sin música, escuchando cómo
suenan las calles, los niños que salen o entran del colegio vecino o los
adolescentes haciendo botellón; pingándome sobre el alféizar y mirando la
calle como desde un trampolín. Recuerdo la imagen ficticia de Javier en la
terraza de su trabajo, la imagen de mi última pesadilla, de mí misma
sosteniendo un cuchillo contra la piel desnuda de mi vientre. ¿Siempre tienen
que ser así las cosas? Y entonces suena el teléfono.
Un amigo se mató. No lo conocía mucho, o al menos no tanto como creía. Un día no acudió a
una cita y me pregunté si le habría pasado algo. Cuando llamé a su casa, su novia me dijo que
había muerto y que el funeral era al día siguiente. Se había suicidado. No sé por qué. Su vida iba
bien, era algo melancólico, pero parecía que tenía planes de futuro. Desde luego, no parecía alguien
que pensara en matarse. Se tiró por la ventana, como Deleuze. Hay que tenerlo muy claro para
hacer algo así. Tampoco soy capaz de imaginármelo tomando esa decisión, aunque no dejo de
soñar con eso, con él encaramándose al alféizar. Por una serie de razones, es largo de explicar,
ahora tengo su agenda de trabajo y la he estado leyendo. Una de las últimas anotaciones era
«sinneslöschen». Desde entonces, he estado buscando información. De verdad que no me pega
de él ni creer en leyendas urbanas, ni usar el simulador de Polybius, ni nada, aunque le encantaban
los videojuegos. Tampoco suicidarse. De verdad que no me pega que se suicidara. Pero no dejo de
pensar en esto. Estoy obsesionada. ¿Alguien sabe algo? Sé que es una pregunta un poco extraña,
pero creo que no seré capaz de pasar página hasta que pueda darle un sentido a lo que ha pasado.
Una vez, navegando por la Deep Web, entré en un foro de suicidas. Sanctioned Suicide. En ese
foro la gente compartía y discutía los mejores métodos para suicidarse según cada caso. Era
horrible, yo entré por morbo. La mayor parte de los posts iban sobre la compra ilegal de
medicamentos para la quimioterapia. Te lo tomas y te mueres. No debe ser doloroso. Pero había
algunos hilos más místicos o filosóficos. Recuerdo que había uno en el que hablaban de
sinneslöschen. Me llamó la atención porque siempre me ha interesado mucho Polybius (y otros
instrumentos en la sombra del gobierno norteamericano), pero apenas decían nada sobre la
máquina en sí. No llegué a comprender muy bien de qué estaban hablando, de hecho. Desde luego
era gente que pensaba en suicidarse, o que hablaba de ello, pero no mencionaban métodos
concretos. Parecía que buscaban algo. También había algo sobre unos audios, no sé si sería la
música de Polybius o Pueblo Lavanda. Tal vez te interese, no sé. Entré hace un par de años allí, ni
siquiera sé si seguirá funcionando. Pero a lo mejor te cuadra. Era un sitio muy turbio. La gente ahí
estaba loca.
Legolas12: Soy ateo y creo que cuando morimos simplemente abandonamos la existencia, pero
¿y si el paraíso estuviera a un suicidio de distancia? ¿O una reencarnación más amable? Imagina
pasar tu vida sin el coraje para hacerlo y que con ello no hiciéramos otra cosa que posponerlo. Me
gustaría despertar como un niño, ya que mi infancia fue como el cielo en la tierra, o reencarnarme
en una persona sana y funcional, tanto en cuerpo como en mente, en lugar de en un inválido. Sería
multimillonario y tendría el cien por cien de posibilidades de vivir una vida larga y feliz, como miles
de millonarios sanos y atractivos experimentan en el mundo real. Quizá en sus vidas anteriores
fueron tan desgraciados como yo, y esa es su recompensa. Ese es mi cielo. Imaginad que esto
fuera realmente cierto y todo lo que se necesitase para conseguirlo fuese apretar el gatillo, dar ese
salto de fe en lugar de ser torturado en este infierno de existencia durante décadas.
Un montón de cínicos le responden: anda ya, millonario vas a ser, ¿no eras
ateo?, no digas tonterías. Vaya choque entre el candor delusional del mensaje
del suicida y la dureza de los comentarios, aunque tiene sentido: se trata de
un espacio consagrado a la desesperanza. ¿Javier estaría aquí metido?
¿Pasaba las horas planeando su suicidio? ¿Debería buscar un post de
despedida de más o menos la fecha en la que se mató? Lo imagino chateando
conmigo en una pestaña mientras en la otra leía sobre las ventajas del
ahogamiento por monóxido de carbono frente a la soga tradicional. Ambas
ventanas escondidas de los ojos cándidos de Chelo, que trasteaba por la
casa hablando de cosas agradables: compras, viajes, flores, discusiones
tontas con amigas, planes de fin de semana. ¿Pertenecía yo a la misma
dimensión de la vida de Javier que Sanctioned Suicide? Siempre he sido una
persona muy negativa. Quizá por eso estaba con ella, y no conmigo. Tengo la
tentación de buscarla en Instagram, seguro que podría dar con ella. Pero no.
No debo. Me quedo en la página de los suicidios. Leo un post horrible de
gente que ha tratado de suicidarse en el mar o en la piscina, entrenándose
con vasos de agua durante meses para que el líquido penetre en sus pulmones
sin expulsarlo. El objetivo es que parezca un accidente, para no disgustar a
alguien o para que ese alguien pueda cobrar el seguro. Fracasan, suelen
sobrevivir con grandes daños en movilidad y coordinación. Hay muchos
posts que tienen forma de pregunta abierta: «Mis circunstancias son estas,
¿cómo debería suicidarme?». La comunidad se vuelca, y generalmente
coinciden en su diagnóstico según las circunstancias expuestas. Nunca nadie
dice «no lo hagas». Muchos se lamentan de no tener dinero para «SN» o
«N», que no estoy segura de si es lo mismo. Busco un post que me explique
qué es y encuentro uno, escrito por un usuario que solo ha dejado once
mensajes en total.
M0bscene: Hola a todos. No llevo aquí mucho tiempo, pero tengo que daros las gracias por estar
aquí. Es bueno tener un lugar en el que expresarse. El suicidio, como tantas otras cosas, primero
ha sido considerado un pecado, luego una enfermedad mental y ahora está en un vacío ético y
moral: no puedes prohibirlo, pero tampoco se te permite hablar de ello. Pueden encerrarte en una
institución psiquiátrica o arrebatarte la custodia de ti mismo si mencionas el tema demasiado. Sin
embargo ¿cómo no hablar de ello? ¿Qué es mejor? ¿Callarme? Aunque al final haya decidido
matarme, me he sentido más comprendido y menos solo aquí que en ningún otro sitio en estos
últimos tres años. Esperemos que sea un paso en la dirección correcta para los seres humanos
como sociedad, hasta el día en que alguien pueda decidir acabar con todo sin miedo al fracaso, en
una clínica. Creo que en Europa se puede, en algunos lugares... De todos modos, esto es una
despedida. He decidido empezar con el SN y manteneros actualizados con los preparativos. Si
tengo éxito, confío en que los cálculos que he hecho de las cantidades necesarias para mi peso y
altura sean de utilidad a otras personas. Lo peor es equivocarse, intentarlo y no llegar a morir, solo
al hospital. A mí me ha sucedido dos veces. A lo mejor a alguien le apetece hacerlo al mismo
tiempo que yo. Esperaré un par de días para iniciar el proceso, por si alguien quiere escribirme y
apoyarnos mutuamente. Mido 5,8 y peso 150 libras. Como sabéis, hay que ajustar las dosis para no
rechazarlo en el momento final a lo largo de tres días. Compré el SN y el Zantac a A. y el
Primperan al vendedor griego de eBay. Actualizaré a diario las tomas y los resultados, para que
tengáis una referencia. Gracias de nuevo.
Nakedcity: Hoy mi madre volvía de vacaciones, y la llamé pronto por la mañana. No hemos
podido hablar hasta hace veinte minutos. La quiero. Es mi ángel de la guardia, por mucho que las
cosas no me hayan salido bien. Me ha preguntado cómo estaba. Sé que la sobrecargo demasiado.
Le he dicho la verdad: que mal, y que no estoy segura de volver a verla. Sería buena idea acabar
con todo antes de la próxima Navidad. No creo que pueda aguantarla. Ella ha dicho «es doloroso
que pienses eso», pero también ha dicho que quiere que deje de sufrir. Sabe que llevo diez años
igual, con y sin tratamientos, y con varios intentos a mis espaldas. Al final de la conversación, ella
ha aceptado que yo quisiera matarme. Me ha dado permiso, por así decirlo, y ambas hemos
llorado. Se me ha quitado un peso de encima. Es la mejor. La quiero.
Wilcomachine: Muchas veces he pensado que cuando mi madre muera, yo podré hacerlo. Me
daría mucho miedo decepcionarla así.
Firenzzze: @wilcomachine +1 Es triste pensar de ese modo, pero llevo años deseando que mi
madre desaparezca, aunque la quiera mucho y me dé pena. Ni siquiera puedo contarle mis
ataques.
Luis pregunta: «Y dime, ¿qué tal por Tinder?». Su foto: una selfie en la que
se ve su teléfono, con un gorro de lana y unas gafas redondas. David me
manda un GIPHY, no sé por qué le he aceptado. Tiene la típica descripción
de «Viajar, sentir, una buena conversación» junto al emoticono de una copa
de vino. Julio me envía directamente su número de móvil sin hablar, supongo
que le da vergüenza que alguien pueda ver que está usando la aplicación. O a
lo mejor le da igual quién sea yo, y solo quiere follar. Hago un match más
con Silvio: es guapo, pero leí en su descripción que, de hecho, tiene novia, y
que «vive su relación de otra manera». ¿Lo sabrá ella? No quiero repetir
algo como lo de Javier. He escrito a Jaime, me gusta su foto. Se parece un
poco a Javier, y su descripción dice que le gusta el arte, aunque de forma tan
vaga que puede significar cualquier cosa. No me contesta, y ya le escribí
hace tres o cuatro horas. Mario me da una respuesta detalladísima a mi
descripción, comentando cada una de sus líneas, y también mis fotografías.
Empalagoso. Simplón. Qué pereza. Veo que, desde que me desinstalé la
aplicación —cuando comencé a hablar solo con Javier—, un tal Sam me ha
insistido periódicamente con «¿Cómo estás?» y «¿Sigues viva?». En
realidad, no era mal perfil, ¿debería darle una oportunidad? David 2 me pide
más fotos y me pasa su número de móvil para que pueda enviárselas. Lo
cierto es que me gustaría quedar con alguien, llevo días encerrada en casa.
Julio insiste, pero no me interesa. Vuelvo a la pantalla de descubrimiento,
empiezo a repartir corazones verdes y cruces rojas, me entristezco al ver que
todos los que me han dado Superlike son señores decepcionantes en todos
los sentidos: así que eso es lo que valgo, ese es mi patrón de medida. Un tal
Miguel tiene en su descripción «No sé qué hago aquí». Aunque sé que se
refiere a «en Tinder», sus ojos asustados y excesivamente abiertos hacen
posible la interpretación de «No sé qué hago aquí, en el mundo, en la vida».
Canción de culto: Radiohead. Con eso puedo trabajar. Pero no me devuelve
el match.
Si bajo en los chats lo suficiente, puedo encontrar las primeras
conversaciones con Javier, pero me obligo a no mirarlas. Mario insiste,
¿hola?, y dejo el teléfono bajo la almohada. Reviso todas mis redes sociales,
nada interesante. No abro WhatsApp: me ha escrito Diego, aunque prefiero
fingir que no lo he visto y, por lo demás, ya sé lo que voy a encontrar. La
nada. Abro Reddit sin esperanza. Hay dos nuevos posts. Un tipo que divaga
sobre Polybius y un experimento-supersecreto-de-la-CIA con gases
emanados a través de los aviones de Spirit Airlines. Y otro post del hombre
que me envió a Sanctioned Suicide:
Es de ayer por la noche. Qué estúpida soy por no haberme metido antes,
por dejar que el miedo a la falta de sorpresas me impida trabajar en serio.
No tengo ni idea de cómo meterme en la Deep Web, pero estoy segura de que
Google lo sabe. Mientras tanto, sigo chateando con Mario. Me angustia
entregarme a esta tarea sin ninguna clase de distracción.
Couragetodie: ¿Por qué los amigos o la familia te dicen que los llames en cualquier momento
cuando no es cierto?
Be_gotten: Porque son egoístas y en realidad no se preocupan. Tiene que ser cuando ellos
quieran. No creo que nadie esté ahí de verdad para mí. Dejé de hablar con mi familia y no creo
que a nadie le importase en serio.
Zydrateanatomy: Es para que parezca que lo intentan y puedan sentirse menos culpables si pasa
algo.
Makingmonsters: Todo el mundo te dice que está para ti, pero luego te suelta excusas. ¡Estaba
durmiendo! Estoy trabajando.
Couragetodie: Tal vez por eso estamos aquí, por eso queremos suicidarnos: nunca tuvimos a
nadie que nos hiciera sentir seguros, sanos, felices.
FabrizioCanturelli: Llevo muchos años investigando el asunto que comentas. De hecho, es para
lo único que me meto en este foro y, si quieres, puedo hacerte un buen resumen de todo esto: para
empezar, te diré que no es un asunto fácil de comprender y que hay pocas pruebas claras de qué
puede ser aquello que causa la anhedonia extrema (o la liberación de la servidumbre a los impulsos
y afectos), y después la muerte. Sinneslöschen significa literalmente «vacío de los sentidos» en
alemán, y era la empresa que, en teoría, comercializó Polybius (lo cual no deja de ser llamativo,
¿no?). Casi nadie aquí le da tantas vueltas, pero a mí me gusta rastrear esta sabiduría arcana no
solo en un videojuego (que sería el producto final) sino en los albores de la civilización, como parte
de algunos cultos mistéricos de Asia Menor. Más concretamente, puedes leer a Murray Jay
Siskind, un teórico de la cultura que hizo un estudio sobre el primero de los casos documentados en
el presente a partir de unos hilos de 4chan, te puedo mandar el link. Se cree que el vídeo de
Polybius era un prototipo de El lamento de Orión, al igual que la música de Pueblo Lavanda,
aunque no se sabe si es puro morbo. También hay un texto que muchos aquí consideran que narra
el nacimiento de Polybius como videojuego que utiliza esta «palabra de los dioses» como
mecanismo de control. Lo escribió un abogado de Nueva Orleans, Seymour Tyler, en su blog hace
poco más de una década, también te puedo pasar el enlace. No habla tanto de la máquina, sino de
una experiencia personal con una mafia italiana de Luisiana que, a finales de los setenta,
experimentó con camareras y prostitutas, dejando a muchas en estado vegetal. En esa versión es
un sonido o unas palabras, aunque, claro, dichas palabras o sonidos podrían ser parte de un
videojuego desarrollado ulteriormente. Cuando Tyler publicó su texto estaba batallando en los
tribunales contra los D’Alessandro, una familia que muchos de aquí seguimos con sumo interés y
de la que también tengo mucha información.
Mucha gente de este foro quisiera encontrar eso, sea lo que sea, para morir de forma indolora, y
ser felices o alcanzar la iluminación justo antes de desaparecer. Como con todas estas cuestiones,
hay cierta mística: hay indicios suficientes para considerar que esto es real, pero nadie de este foro
se ha topado con ello. Por eso muchos piensan que, si lo buscas, no puedes encontrarlo, que solo
llega a los que no tienen ninguna clase de esperanza. Otros (entre los que me incluyo) creemos que
va más allá de todo esto y que se ha empleado a lo largo de la historia como mecanismo de control,
especialmente a través de música o videojuegos en los siglos XX y XXI, a manos de una
organización paramasónica que se reconoce a través del tres invertido, entre otros símbolos. Tú
viste ese símbolo en la agenda de tu amigo, ¿verdad? Se hacen llamar Los Escorpiones. Supongo
que él también llegó a esa información, o sería demasiada casualidad... En fin, escríbeme si quieres
saber más. Siento lo de tu amigo. O no, según se mire. Por cierto, ¿eres española? Me lo ha
parecido, por tu forma de escribir en inglés.
Vaya colgado, aunque parece que sabe de lo que habla. Lo del ε junto a la
palabra sinneslöschen es demasiada coincidencia. ¿Se lo habrá inventado
para embaucarme? Reviso el mensaje unos instantes y trato de escribirle de
vuelta, pero el foro no me deja hacerlo: necesitas pasar unas horas activo y
haber dejado un número mínimo de mensajes públicos antes de interactuar
con otro usuario. Supongo que es una medida de protección contra chalados,
si es que eso tiene alguna clase de sentido aquí. Entro en la sección de
«Offtopic» y posteo de forma vaga en hilos de música o cine, simplemente
por cumplir, pero aún me queda más de un día y medio para poder contestar.
Espero que Fabrizio Canturelli no pierda el interés. No he comido nada y me
siento muy débil, creo que Alba no ha llegado. Fumo otro cigarro y vuelvo a
meterme en la cama.
Actualizo la web cada minuto hasta que la página me da permiso para ello.
Le digo que me encantaría leer alguno de esos artículos que menciona, y que
sí, soy española, vivo en Madrid. Contesta muy rápido con un link: «Este
texto resume la problemática, es de un profesor americano. Está escrito
regular, es un señor muy pedante». Me cae bien en el acto, sonrío por
primera vez en días. «Te buscaré el de Seymour Tyler luego. Es un poco
difícil de pillar y lo tengo en PDF en mi otro ordenador. Se publicó como
entrada de blog, pero lo cerraron. Si el tema te interesa, te contaré más
cosas. Como te decía, es complicado».
Después me cuenta que él vive en Barcelona y que es historiador, tiene
veintinueve años. Sigo chateando con él por mensajes privados mientras me
bajo el artículo y me preparo para su lectura. Él insiste en que no es una gran
pieza literaria, pero que es lo más básico, no quiere abrumarme con
información infinita. Me hace gracia que piense que lo puedo juzgar
negativamente, yo, tal y como estoy. Hablamos un poco más y me pide mi
WhatsApp o Facebook, si me parece bien. Le doy mi WhatsApp y me pongo
a leer el artículo:
por Murray Jay Siskind (catedrático de The College on the Hill), 2017,
New Magazine of Literary Criticism, n.° 35 (abril 2017), pp. 223-241.
ABSTRACT: Estado de la cuestión sobre una leyenda urbana recientemente popularizada
en los medios digitales en torno a un videojuego no disponible, El lamento de Orión (de cuya
existencia se tienen algunos datos empíricos pero del que no se ha podido conseguir ningún
ejemplar o archivo), que provoca efectos que alteran la salud mental del jugador, siendo su
público objetivo individuos con alguna clase de exclusión social o trastorno mental.
KEYWORDS: detachment, internet, social network, urban legend, pop culture.
Cuando uno aborda el estado de la cuestión de una leyenda urbana resulta increíblemente tentador
plantear una investigación empírica sobre el sustrato real de la misma: ¿son los datos
desparramados en artículos y conversaciones algo objetivo? ¿Existen las entidades que se invocan
cuando se habla de dicha fabulación? En mis largos años como investigador de la cultura popular
americana he aprendido que, cuando se trata de un fenómeno social como este, sea marginal o
masivo, la realidad objetiva no es importante. En todo caso, la realidad objetiva que nos debe
importar no es la que subyace a la leyenda, sino la que ella misma, con su reproducción y su
tergiversación constante, provoca. Me gustaría explicitar que este es el punto de vista que voy a
sostener al respecto de los llamados Hijos de Orión en este artículo (y también, aunque
brevemente, sobre la presunta organización Los Escorpiones).
La leyenda urbana que nos proponemos analizar gira en torno a un videojuego, El lamento de
Orión, de cuya difusión no hay rastro alguno, más allá de ciertas notas marginales de compra de
propietarios de tiendas de videojuegos de segunda mano o fuentes no del todo fiables (siendo
cuestionable para cualquier lector fuera de la comunidad si este juego realmente existe, pese a que
algunos usuarios han subido hasta dos imágenes diferentes de la caja, ambas de principios de los
dos mil). En teoría, el uso de dicho videojuego lleva a un estado de anhedonia extrema en el que el
jugador pierde todo deseo por nada, incluyendo las funciones vitales básicas, hasta dejarse morir en
los casos más graves. El presunto desarrollador de El lamento de Orión es Sinneslöschen Inc., el
mismo que el de la máquina de Polybius (véase Siskind, 2010a), lo cual ha alimentado aún más la
teoría de la conspiración.
Algunos vinculan la existencia de El lamento de Orión a un fenómeno más amplio, que
afectaría no solo a Polybius, sino a otros videojuegos de los ochenta, noventa y dos miles, como
Berzek (véase Siskind, 2010b), la primera generación de Pokémon o Drowned God; también a
elementos propios de otros creepypastas como la música binaural, el Proyecto Arcoíris[1] o,
incluso, en su vertiente más amplia, con una escisión de la masonería o un culto mistérico de Asia
Menor.[2] Sin embargo, en general, esta leyenda urbana permanece en un nivel más superficial,
contentándose con la búsqueda del videojuego ficticio o la subida de presuntos vídeos de su
gameplay, al estilo de Petscop (véase Siskind, 2015c) o Sad Satan, que son eliminados al poco
tiempo de plataformas como YouTube. Aquellos interesados en El lamento de Orión se hacen
llamar Los Hijos de Orión, e intercambian pistas sobre el videojuego por distintos motivos, siendo
los más comunes el morbo y la creencia en una conspiración mundial, y el tercero el interés por
encontrarlo para acabar con la propia vida de la forma más placentera posible. En los dos primeros
casos, la comunidad suele discutir de estas cuestiones en Reddit; en el último, en el foro Sanctioned
Suicide, una web prodecisión en lo que al suicidio respecta.
Como se ha expuesto previamente, El lamento de Orión es un videojuego que ofrece algún tipo
de ayuda o shock a sus usuarios (aunque adopta la forma de un matamarcianos, no es un juego
educativo), de tal forma que quienes lo juegan dejan de sufrir por aquello que los aflige. No
obstante, en ningún caso podría hablarse de una sanación de esos individuos o de un estado
posterior de «salud», atendiendo a la acepción comúnmente aceptada por la OMS: «la salud es un
estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o
enfermedades»,[3] pues si bien el juego los calma —son individuos usualmente ligados a cuadros
de ansiedad, estrés, narcisismo, apatía e insomnio—, resulta evidente que, después del mismo, no
consiguen insertarse en el tejido social que los rodea, estando en ocasiones incluso más lejos de
soñar siquiera con la recuperación. Tampoco se adecuarían a la definición freudiana de que salud
mental es «la capacidad de amar y trabajar»:[4] cuando uno encuentra El lamento de Orión, ni el
amor ni el trabajo tienen ya ninguna clase de atractivo. Es a partir de su conducta posterior al juego
cuando podemos obtener los pocos datos fiables y empíricamente cuestionables que rodean a la
leyenda del videojuego, y es precisamente la existencia de dichos «efectos secundarios» lo que
llevó a Los Hijos a originar su propia leyenda, que surge de la conexión, tal vez azarosa, entre tres
eventos.
El primero se trata de un hilo en el imageboard 4chan, previo al establecimiento de las redes
sociales tal como las conocemos hoy día, en el cual alguien que se reivindicaba como guefochrist
exponía lo deplorable de su situación personal. El segundo es otro hilo dentro de este mismo
imageboard firmado por guefo, un año más tarde, que incluía una foto de la caja del videojuego, y
el último, un artículo sensacionalista sobre un nuevo centro de salud mental en Atlanta. En el
primero de los hilos, guefochrist era un venting en el que se quejaba de sus condiciones de vida.
A veces siento que no puedo aguantar más. Busco silencio y solo encuentro ruido, ruido,
ruido. Cualquier sonido me molesta, incluso los que deberían significar algo bueno, como
«comida», «dinero» o «regalo». Odio incluso el sonido de mi madre caminando por el piso
de abajo [...]. Lo único que hago es entrar aquí y jugar a videojuegos. Mi vida se va por el
desagüe. Estoy solo y moriré solo. Nadie nunca me ha comprendido ni creo que suceda. A
veces fantaseo con que mi vida acabe cuando por fin consigo dormir por las noches.
Cerrar los ojos, exhausto, y no despertar jamás. Sé que muchos aquí estáis como yo. A
veces lo decís, otras no. ¿Cómo es posible que estemos todos tan solos y nunca hagamos
nada por juntarnos? Sé que parece que escribo esto para que alguien se apiade de mí y
quiera ser mi amigo. No es así. No funcionaría. La realidad se ha empeñado en
demostrármelo demasiadas veces. Queremos compañía, pero luego somos como dos gatos
discutiendo por el mismo arenero. En ocasiones me levanto por la mañana, o más bien al
mediodía, y me siento desamparado. O bien guardo un recuerdo del día anterior que hace
que el siguiente ya se plantee como un castigo o bien me encuentro solo en la cama, sudado,
deshidratado, sin ningún motivo para moverme de ahí. ¿Hay algún motivo para moverse de
la cama que no sea una ilusión vacua que nos causará dolor cuando se disipe? Me gustaría
tener un atisbo de cómo es la mente de otras personas. Aunque fuera breve, quizá me haría
entender algo. De mi madre, de mi padre. De todos los amigos que me han traicionado,
todas las chicas que me han abandonado. ¿Hay alguien que alguna vez haya hecho las
cosas bien? Vivo en una anhedonia tan anquilosada que me impide hacer nada para
cambiarla. Sobrevivo, pero estoy incompleto. No siento amor. No siento nada.
(Extracto del testimonio de guefochrist en 4chan, agosto de 2002, tal y como es reproducido en el
hilo /nonsleep/ de Reddit a 7 de septiembre de 2017).
El post de guefochrist se hizo famoso por la enorme cantidad de simpatías que desveló: cientos
de personas anónimas, que veían su propia problemática en la historia de guefochrist, escribieron
sendos mensajes de apoyo, lejos de las burlas constantes que suscitaban otros posts de temática
similar. Pese al apoyo, nadie replicó al hilo reivindicándose como guefochrist para agradecer los
mensajes de aliento; en 4chan no hay identidades o perfiles, así que la única manera de reconocer
a alguien es si esa persona lo afirma, lo cual no da ninguna garantía de que así sea.
Aproximadamente un mes más tarde, otro usuario (que se llamaba a sí mismo guefo) publicó una
fotografía sobre un juego para Game Boy que acababa de comprarse en una tienda de segunda
mano de Atlanta:
¿Alguien conoce esta joya? Llevo dos días jugando y no he encontrado información en
ninguna parte... Es una mezcla entre un shoot ’em up y aventura gráfica. No puedo dejar de
jugar, pero estoy atascado en el nivel 7... ¿Alguien sabe si hay una guía por ahí o ha
jugado? Hacía mucho que nada me excitaba tanto.
Esta entrada apenas tuvo respuestas y adjuntaba una fotografía de la caja del juego en la que
aparecía, además de la imagen de una calavera azul, el nombre de la empresa (Sinneslöschen
Inc.), el año (1998), la clasificación de edad (12+) y un tres invertido inserto en la frente de la
calavera.
El primer hilo se revitalizó seis meses más tarde, cuando una usuaria colgó un link a un noticiario
de Atlanta que rezaba: «Miembro de la pequeña comunidad del condado de Forsyth ingresado en el
nuevo centro psiquiátrico Jeremy Bentham». El suceso había llamado la atención de dicha usuaria
por su posible conexión con el texto que abría el post: según el artículo, el primer ocupante de dicho
centro, C. F., presentaba un comportamiento errático inexplicable desde hacía más o menos dos
meses. Aunque los nervios del joven nunca habían sido ejemplares —pues sufría ataques de
ansiedad y periodos de insomnio y depresión que le habían hecho renunciar a varios estudios
formales y a algunos trabajos—, nunca habían llegado al extremo de imposibilitar la convivencia
con sus padres. Tras una disputa algo violenta, C. F. salió dando un portazo del hogar:
Fue a la tienda a la que solía acudir en Atlanta, estoy segura. Él no paraba de comprar
videojuegos y se pasaba la tarde dedicándose únicamente a jugar, por mucho que
intentáramos convencerle de que hiciera algo útil con su vida.
Según el texto, la madre de C. F. criticó duramente a su marido por la actitud que había tenido
con el muchacho, ya que «estaba pasando por un momento duro» después de que una chica lo
rechazase el año anterior. No obstante, cuando volvió a casa parecía que la reprimenda paterna le
había hecho reaccionar. Aunque se encerró en su cuarto a jugar al videojuego obsesivamente,
como solía suceder, el ánimo de C. F. cambió para mejor, como relata su padre en el artículo:
Primero parecía feliz. Más relajado, solícito; y la tensión permanente en su rostro había
desaparecido. Seguía pasando horas jugando a solas en su habitación, pero eso no era
nada nuevo. Entonces fue cuando dejó de comer. Al principio lo tomamos como algo
positivo: él solía hacerlo de forma compulsiva y sin ningún tipo de horario, pasando días de
inanición y luego engullendo dos pizzas con ansia. Pero una semana más tarde esa falta de
interés por nada e incluso la carencia de apetito se radicalizó. Sonreía, pero no salía de su
habitación. Apenas iba al baño, ni se levantaba de la cama. Una noche, su madre fue a
hablar con él y descubrió que se había estado meando encima. Lo obligó a ir al baño y él se
quejó, tal vez tenía una infección de orina. Esa fue la primera vez que tratamos de obligarlo
a ir al médico.
Las declaraciones de sus padres ceden paso a un narrador que explica cómo el joven dejó de
hacer toda cosa que no fuera mirar por la ventana, respirar hondo, jugar de vez en cuando al
videojuego y sonreír. Seguía mojando la cama y no comía en absoluto. Poco a poco, su desinterés
por los temas propios de la vida cotidiana salpicó a sus padres y conocidos: se negó a hablar, se
movía lentamente, no respondía a su nombre, no comía, no compraba. Por último, el artículo
asevera que su conducta «provocó grandes disturbios en la comunidad» —mencionan un accidente
en las vías de ferrocarril, donde el joven se dejó caer— y que por ello había sido uno de los
seleccionados para embarcarse en el proyecto Jeremy Bentham Hospital, y así librar a sus
allegados de su comportamiento errático, cada vez más acusado.
La razón por la que la usuaria colgó la noticia es porque el nombre del interno, según sus
investigaciones, es Chris Fogue, lo que ella considera lo bastante concluyente para decir que se
trata de guefochrist. Al margen de las pruebas que aporta para apoyar sus conclusiones (ninguna
de ellas verificable ahora mismo, aunque sí que existe el centro de salud mental Jeremy Bentham),
plantea la pregunta que parece evidente: ¿a qué jugó Chris Fogue para que su desasosiego interno,
su intranquilidad y su desazón desaparecieran completamente, que al mismo tiempo le quitó las
ganas de vivir? Otro de los miembros de la comunidad trajo a colación el post del tal Fogue sobre
el videojuego encontrado, y a partir de ahí se inició la búsqueda o la neurosis colectiva. Una
semana después, otro usuario publicó un hilo dedicado a Los Escorpiones y a su presunta relación
con ciertos videojuegos macabros. En la corta historia del mundo del videojuego, decía el post,
había sospechas de algunos productos y los efectos que provocaban en los usuarios. ¿No era
posible que existiese algo en el propio medio —o al menos en algunos videojuegos— que fuera
nocivo para la estabilidad mental? El artículo invocaba a una escisión de la masonería en Italia, Los
Escorpiones, que en el periodo de entreguerras había experimentado con la música binaural y los
impulsos visuales para alterar la conciencia y llevarla a un estado de iluminación. ¿Quizá dicha
sabiduría permitía insertar algo en los videojuegos que provocaba un impulso tanatológico, o al
menos la ausencia de cualquier amor por la vida? El usuario colgó un texto escaneado escrito en
italiano, Alienación y juego como forma de vida, y una serie de documentos que demostraban la
existencia de dicha organización, así como la coincidencia temporal de la salida de Polybius en
Estados Unidos con la mudanza y asentamiento de una de las familias ligadas a ese culto, los
D’Alessandro, en Nueva Orleans.
No me gustaría detenerme en la pregunta por la existencia particular de Chris Fogue y las
circunstancias que rodearon a su desequilibrio mental y posterior internamiento, ni en el post que
más tarde se hizo viral en el que algunos usuarios aseguraban que habían encontrado testimonios
de que el interno se había dejado morir de inanición en dicho asilo. Tampoco en si de hecho él era
el autor del post firmado por guefochrist o en si un videojuego pudo ocasionar su trastorno mental
ulterior, y en qué medida. Lo que de facto existe son Los Hijos de Orión, una comunidad de
usuarios que, por simpatía con la situación de guefochrist, o por su propia circunstancia vital,
construyeron alrededor de su figura una leyenda que pretendía encontrar dicho videojuego para
morir sin dolor o alimentar su gusto por lo grotesco. La comunidad se movilizó velozmente para
averiguar a qué había jugado el joven, bien fuera para adquirir un remedio a su Angst, bien para
alimentar su mente, siempre ansiosa de lo extraordinario. Algunos usuarios aportaron datos sobre
un título similar, El llanto de Orión, que aparecía en la lista de libros requisados a la logia
masónica de Milán tras el alzamiento de Mussolini. Otros rescataron un artículo del abogado
Seymour Tyler sobre una organización criminal liderada por un individuo llamado Michael
D’Alessandro y unas cintas de casete que dejaron catatónicas a una serie de mujeres a finales de
los setenta con unos síntomas muy parecidos a los de Chris Fogue. Tyler, un joven abogado de
Nueva Orleans, creía que se trataba de una estrategia de control mental, y estaba en medio de un
pleito contra los D’Alessandro, a los que, dentro de los círculos de Los Hijos de Orión, se les
atribuye la inserción de Polybius en Norteamérica.[5] Él mismo aventuraba que la empresa de
máquinas de arcade dirigida por la familia tenía una vinculación clara, en estética y proyecto, con el
ulterior juego Polybius y los estragos que generó. La prueba de ese vínculo se encontraba en la
aparición de un tres invertido en la cinta maldita que enloquecía a dichas mujeres.
Además, numerosos creepypasta (como el del faquir que se clavó tantos alfileres en la cara
como poros tenía, véase Siskind, 2015; el del hombre que conducía en dirección contraria por las
autopistas después de ver un lost media de Nickelodeon y unas cuantas desapariciones con algún
tipo de componente «místico») fueron relacionados directamente con El lamento de Orión, así
como los estudios sobre las ondas alfa o las alteraciones de la frecuencia Schumann, la vibración
sonora del núcleo de la Tierra. Asimismo se intentó vincular el símbolo del tres invertido con la
gestualidad de algunos agentes políticos, que alzaban tres dedos de la mano izquierda en sus
discursos, como el mayor de los Kennedy o el secretario de Hillary Clinton, también envuelto en
otra teoría de la conspiración sobre el tráfico de menores en América (lo que alimentó aún más la
imaginación de Los Hijos de Orión).
No fui a casa por Navidad. Sabía que mi madre se enfadaría, pero no podía
soportar la idea de regresar. Alba y el gato se marcharon y la casa se quedó
en un silencio aún más sepulcral, a pesar de que creía haber desarrollado
una facultad especial para ignorarlos cuando estaban aquí. Paseé. Leí
algunos libros, volví a pasarme Limbo, buceé durante horas en Sanctioned
Suicide y Fabrizio me envió el artículo de Seymour Tyler. Giraba en torno a
una mafia de los suburbios de Nueva Orleans cuyo líder, Michael
D’Alessandro, era en teoría uno de Los Escorpiones, los presuntos
creadores de El lamento de Orión o Polybius. A lo largo del relato de Tyler,
se veía cómo D’Alessandro insertaba en la comunidad las máquinas
recreativas que más tarde enloquecerían a unos cuantos infelices, cómo
experimentaba con algunas mujeres exponiéndolas a unos audios malditos
escondidos en unos casetes para aprender un idioma. Las víctimas aparecían
muertas en sus casas sin rastro de allanamiento o violencia. Se habían
dejado morir de hambre y sed.
También me envió un relato sobre unos profesores de la Universidad de
Oklahoma que se habían quedado catatónicos después de investigar un
archivo en torno a una traducción misteriosa, al que también habían
nombrado como «3». Por lo que Fabrizio me mostró, en línea con el artículo
de Siskind, había toda una mística en torno al tres invertido: vídeos de
políticos y famosos que contaban hasta tres usando los dedos de la mano
izquierda, presuntos Escorpiones. Colecciones de grafitis en paredes
abandonadas, documentos oficiales o cintas marcadas con el número al revés
que quizá remitían a la posible organización.
Tal vez no le gustaban los videojuegos, pero su teoría tenía el tufillo de
uno: palabras mágicas, divinas; organización malvada que se aprovecha de
un conocimiento arcano para controlar el mundo; símbolos que los
distinguen. El tres invertido era el principal, pero también el signo del
zodiaco Escorpio, la malaquita, el mercurio (los D’Alessandro son
descendientes de Torricelli, me explicó una noche Fabrizio, y el mercurio
siempre ha simbolizado lo espiritual), la constelación y el gigante Orión. No
hay una versión cerrada sobre la historia del gigante cazador: en algunas su
pecado es jactarse de poder acabar con cualquier animal sobre la Tierra, en
otras de enamorar a Artemisa o violar a Pléyone, y en muchas de las
versiones los dioses lo castigan matándole mediante la picadura de un
escorpión para castigar su hybris. Si lo dejo hablar lo suficiente, acaba
diciendo que Los Escorpiones, a través de diversas empresas pantalla,
utilizan la industria del entretenimiento para enloquecer a sus usuarios poco
a poco valiéndose de sus secretos espirituales. Me reí de él la primera vez
que lo contó: ¿Y para qué? ¿Domesticación para la guerra futura? ¿Merma
selectiva de la población? ¿Nuevo Orden Mundial? No digas tonterías,
contestó muy serio: a veces lo utilizarán para controlar mentes, eso está
claro, pero seguro que su principal motor es obtener beneficio económico.
Sí, para él son así las cosas: la depresión, la ansiedad, el TDAH o incluso el
autismo son enfermedades casi contagiosas que se transmiten por impulsos
eléctricos. Y, por supuesto, Los Escorpiones ganan mucho dinero
atiborrándonos de Xanax y Adderall. No me gustaba esa deriva tan
conspiranoica. Creer en un juego mágico o elemento sobrenatural es una
cosa, pero esos vídeos en los que alguien analizaba los discursos de
Roosevelt, Kennedy o Clinton para buscar señales secretas me parecían
demasiado. Prefería que hablásemos de nosotros.
A medida que pasaron las semanas, la almohada que abrazaba cada noche
cuando intentaba dormir dejó de significar siempre «Javier» para pasar, a
veces, a significar «Fabrizio». Nos agregamos a Facebook, no tenía Twitter
ni Instagram. En realidad se llama Manuel. Vi varias fotografías suyas, el
pelo castaño y barba, bigote adolescente, los ojos oscuros de mirada coja.
Él se rio de mis selfies del instituto y de los posts grandilocuentes que
escribía hace un par de años sobre cultura o política. Muchas de nuestras
conversaciones comenzaban con Orión o los suicidas, aunque siempre y sin
excepción acabábamos hablando de otra cosa. ¿Me gustaba? Puede ser, pero
había decidido postergar el juicio a ese respecto, ignorar tanto mi
dependencia creciente como esa necesidad de sombras que él parecía tener,
y que alimentaba las que yo misma poseía; ignorar a su vez el miedo
creciente de que, como pasó con Javier, todo fuera un engaño. ¿Cuánto
estaba dispuesta a dar?
A lo único que no volví fue a los videojuegos, después de pasarme Limbo
e imaginarme que acompañaba a Javier por el inframundo. Me recordaban
demasiado a él, y Fabrizio los detestaba. Creía que la dependencia de los
estímulos electrónicos es la principal causante de cualquier trastorno, sea
por videojuegos o por redes sociales. Un día traté de bromear con él sobre
la cuestión: no has tenido infancia, dije. Se pasó dos días sin hablarme. Solo
salí de casa un par de veces y él quiso saber a dónde iba y cuándo iba a
volver, igual que se preocupaba diariamente de si hacía o no cosas que
merecieran la pena. Está bien que a una la vigilen un poco. Una tiranía dulce.
Hoy, Nochevieja, ninguno de los dos tiene una fiesta a la que acudir: él cena
con su familia, yo paso la noche en casa bebiendo una botella de cava a
solas.
—Ya estoy por aquí —dice él a las doce y veinte, y le pregunto qué tal ha
ido—. Generalmente en estas fechas hay muchos posts nuevos en Sanctioned
Suicide. No te recomiendo pasarte por ahí a menos que tengas ganas de
melancolía.
Estoy un poco borracha y la cabeza me da vueltas, no quiero encender el
ordenador de nuevo.
—Qué clase de posts —pregunto.
—Gente que se lamenta de estar sola, del desastre de vida que tienen, o
que planean hacerlo esta noche o como propósito de año nuevo. Otros que no
aguantan a su familia.
—Pobres —escribo.
—A mí no me dan ninguna pena —contesta Fabrizio—. ¿No te parece que,
de alguna manera, suicidarse es para algunas personas la versión más radical
de su individualismo? Un último intento de llamar la atención, el acto
definitivo de agencia sobre el self. O incluso una especie de lucha final
contra el mundo, de venganza última, previa escritura de un post
recriminatorio a todo aquel que no les entendió, o no les hizo caso suficiente.
—Es gente muy sola —lo interrumpo. Él sigue escribiendo.
—Si lo piensas, es lo contrario de lo que se supone que hace El lamento
de Orión, que lo que te permite es dejarte ir y trascender. Y eso es lo que a
mí me interesa, la trascendencia.
—No sabía que fueses religioso.
—No soporto pensar que este mundo es el único posible, pero no tengo
fuerzas para ser creyente —dice—. ¿Te llamo? ¿Vemos alguna película?
No me apetece mucho hablar de estas cosas. He pasado todo el día
sintiéndome culpable por no haber ido finalmente a casa, llevo dos semanas
sin hablar con nadie que no sea Fabrizio —Diego está oficialmente enfadado
—, me pesa el vacío de no tener a quien felicitar las fiestas, de que mi vida
no tenga ninguna incidencia en el mundo. Al principio me sentí orgullosa de
quemar todos los puentes con mi pasado, pero no me imaginaba esto. Y me
duele la cabeza.
—Nunca me has contado por qué escogiste el nombre de Fabrizio
Canturelli —respondo en su lugar. Confío en la capacidad de Fabrizio para
enfrentarse a mi hundimiento progresivo simplemente conversando.
—Lo encontré investigando sobre la República de Fiume. Fue una especie
de intelectual italiano rico que apareció de repente después de la Primera
Guerra Mundial, con ciertas vinculaciones al régimen de Mussolini pero
sobre todo a Gabriele D’Annunzio.
—¿Y por qué te interesó Canturelli?
—Fue un personaje con cierta relevancia en la alta sociedad romana, y
está completamente olvidado. Un incomprendido muy interesante. Daba unas
fiestas famosas en Roma, un poco raras. Siniestras. Con juegos macabros o
con componente sexual. Como un Eyes Wide Shut italiano. Y escribía textos,
artículos y diarios filosóficos sobre qué era la vida buena o cómo sobrevivir
en la desesperanza de un mundo acabado. Tiene un libro muy interesante,
Alienación y juego como forma de vida, pero no está traducido a ningún
idioma. Era uno de Los Escorpiones, aunque de la rama buena.
Ignoro lo de Los Escorpiones. Es el único momento en el que Fabrizio no
me gusta en absoluto, cuando insiste demasiado con esa cuestión.
—¿De qué iba el libro?
—Del deseo y la imposibilidad de llevar una existencia auténtica. Del
juego y el éxtasis como formas de conseguirlo. Y, en cierto modo, hace una
defensa del suicidio y la eutanasia. La mujer de Canturelli se suicidó en
1920 y él lo hizo más tarde, durante la marcha sobre Roma. La tumba de su
esposa está en Barcelona, no se sabe por qué, y cuando él murió, en 1922,
pidió que lo enterrasen con ella. Es preciosa, carísima, nada hortera. Me
hizo pensar que querría salir con alguien que, si yo muriera, me hiciese una
tumba ahí. Mi ex no tenía buen gusto, está claro. En cualquier caso, me llamó
la atención y a partir de ahí empecé a buscar. Y llegué a El lamento de
Orión.
Me siento un poco ridícula. A mí casi nunca nada «me llama la atención»
o «me interesa», como suele sucederle a él, o como también le sucedía a
Javier.
—Te propongo algo —dice Fabrizio ante mi silencio—. ¿Por qué no
vienes a Barcelona un fin de semana y visitamos la tumba? Puedes quedarte
en mi casa. ¿Qué te parece?
Sonrío, pero no sé qué contestar. Me quedo con su conversación abierta un
rato y al final él insiste:
—¿Hola?
—Perdón, me estoy quedando dormida, me ha despertado la vibración —
miento.
Él me desea buenas noches y feliz año. Yo hago lo mismo. Por suerte esa
noche no sueño nada.
Alba regresa días más tarde, ¿ya ha pasado Reyes? Es difícil saber cuál es la
medida de los días cuando apenas sales de casa o no tienes nada que hacer.
Lo único que avanza a mi alrededor son las conversaciones con Fabrizio, ya
ni siquiera entro en Sanctioned Suicide. Un día la madre de Javier me
escribe para felicitarme el año y no le contesto. Una noche que no puedo
dormir juego al Pokémon Perla con el equipo que creamos juntos, una de las
últimas cosas que hice con Javier, y también intento leer Madame Bovary, el
último libro que él leyó. Duermo de día y juego de noche, el libro no lo
acabo. Tampoco le cuento nada a Fabrizio, sé que le molestaría. Incluso que
juegue le molesta, aunque no sepa casi nada de Javier. Un día, de repente es
14 de febrero y mi madre me llama para felicitarme el día de los
enamorados, una vieja costumbre entre nosotras. Es febrero, qué inverosímil,
cómo puede haber pasado tanto tiempo, cómo puedo haber pasado tantos
días y tantas noches postrada en esta cama. Es febrero, sí, y de forma
sorprendente sigue todo igual.
III
Internet, 2018
DM ITRI SHOSTAKÓVICH
I
Cuando vuelve a casa por la noche su perro está encerrado en una de las
habitaciones, ladrando como un descosido. El armario del pasillo está
abierto con la mitad de las cosas por el suelo, como si un intruso hubiera
rebuscado en su ausencia. Pero la puerta principal estaba cerrada, ¿eso
significa que sigue dentro? ¿Y dónde? ¿O se ha marchado, cerrando
educadamente después de revolverlo todo?
Thomas abre al animal. Continúa aullando, corre por la casa sin objetivo
claro. Él lo sigue. Son las cinco y media de la mañana, y desde la entrada
puede escuchar el disco que dejó puesto en el cuarto de la chimenea antes de
salir, emitiendo pitiditos atonales. Lleva en la mano la bolsa de alimentar a
los gatos de la fuente y el frío le cala los huesos. Aunque el esqueleto
siempre está mojado. Nunca se le había ocurrido pensarlo así.
También lleva encima una buena tostada de PCP, quizá por eso está tan
tranquilo. De hecho, ese es justo su efecto favorito del PCP: cuando uno lo
toma es sencillo creer en el alma, una bolita de conciencia escolástica que
solo se relaciona con el cuerpo físico por costumbre o accidente. Imagina la
suya como un geniecillo ojeroso azul eléctrico que lucha a duras penas por
no caerse de lo alto del cerebro.
Su cuerpo se arrodilla frente al armario abierto, sin soltar la bolsa repleta
de latas de atún vacías. Mayordomo sigue ladrando por ahí. Al levantarse,
comprueba que no hay nada más fuera de sitio y que tanto la entrada
delantera como la trasera están cerradas, así como todas las ventanas. Si
alguien ha entrado, no lo ha hecho con violencia. ¿Un intruso hábil? ¿O él
mismo ha encerrado al perro sin querer, buscado cualquier tontería en el
armario y ahora lo ha olvidado? Aquí viene un experimento mental
interesante: si uno, en la soledad del hogar, tiene indicios claros de que hay
alguien más ahí cuando no debería haberlo, ¿qué prefiere? ¿Que haya un
extraño agazapado y esperando para atacarte en la ducha, o que lo que a tu
mente le parece una evidencia empírica sea una ilusión delirante? El
enemigo, ¿fuera o dentro? He aquí una gran pregunta para un test de
compatibilidad romántica, y no esas estupideces de playa o montaña.
Si hay que elegir, Thomas prefiere al enemigo fuera, y de hecho está casi
convencido de que este es el caso: el PCP no suele causar pérdidas de
memoria, ni tiene ningún blanco de esa noche, ni lo ha mezclado con nada.
Pero lo que desde luego ha conseguido es que no tenga miedo,
probablemente por la afinidad metafísica de la droga con la teoría platónica
del alma. En el peor de los casos, su geniecillo azul se las apañaría bien sin
un saco de huesos húmedo que lo pasee por ahí, está seguro.
Quien probablemente no se las apañase sería Mayordomo, que ha dejado
de ladrar. Bien pensado, está dispuesto a apostar que el perro también tiene
su propio espíritu y no es un mero mecanismo de carne. Se entretiene unos
segundos con esa idea, hasta que un aullido especialmente desesperado le
recuerda que este no es momento para disputationes metaphysicae, sino
para la Acción.
Thomas acude a buscarlo armado con una sartén y lo encuentra apostado
frente a la entrada trasera, que da al patio y al garaje. Está cerrada, pero aun
así pone unas llaves en el bombín para que si alguien tuviera una copia no
pudiera abrir desde fuera (hace casi un mes que no tiene controlado uno de
los juegos, aunque posiblemente esté en el bolsillo de cualquier pantalón).
Repite la operación con la delantera y también corre todas las persianas de
la planta baja para convertir el hogar en impenetrable. Lo hace con una
frialdad que sorprendería a su yo sobrio: cree que si hubiera alguien dentro
lo sabría Mayordomo, que desde hace unos minutos parece más interesado
en revisar la entrada al patio que en rastrear la casa, quieto como una estatua
de cera.
Ahora Thomas se imagina a ese invitado no deseado sentado sobre el
capó del coche, en el garaje, y de pronto sí tiene miedo. ¿Debería llamar a la
policía? ¿Hacer guardia con el perro hasta que amanezca? Apaga la música.
Le tiemblan las manos y hace que todo parezca una película de terror. ¿Qué
le diría a la policía, que seguro tiene otras preocupaciones? Ha visto
películas suficientes como para saber que, aunque alguien te enviara un riñón
humano por correo postal diciéndote que le encantaría tener uno de los tuyos,
poco pueden hacer las fuerzas del orden hasta que la amenaza se concrete.
Menos aún con un allanamiento de morada en el que el ladrón no se ha
llevado nada.
Lo que desde luego no va a hacer es dormir, así que se traga un obetrol
para ver si puede hacer de la angustia algo productivo, no recrearse en el
miedo o en la autocompasión por su soledad forzosa. Para él, la represión es
el mejor de los inventos humanos, mucho más que la democracia, la imprenta
o la penicilina, así que pone todo de su parte para que funcione, y sabe hacer
que lo haga. Es el momento de trabajar.
LA VIDA DETENIDA
28 de marzo de 2020
Publicado por: Psych0pompa
En estos días de quietud me asalta una y otra vez la misma imagen. No se trata de que la sueñe o
me recree en ella para eliminar el tedio con algo que parece un cuento de miedo para niños; la
imagen acude a mí desde la primera vez que salí a las calles y las vi desiertas, tan desiertas como
debería quedarse el mundo si estallara una bomba de neutrones. Lo peor es que en realidad nunca
la he visto, solo me la he figurado, y ni siquiera con tanta frecuencia a lo largo de los años.
No es solo una imagen: se trata de una serie de fotografías mentales, o quizá un fragmento de
vídeo similar a los que suben en las páginas web para alquilar pisos a estudiantes universitarios. Un
entorno rural, una casa sólida, vetusta y maderosa, con un portón custodiado por una inmensa
cerradura. Un salón repleto de libros abiertos y cerrados, cuadernos y notas distribuidas por todas
las superficies, incluso por el suelo; tazas de café medio llenas, algunas con una mosca ahogada
bocarriba en el líquido. La nevera repleta de productos sin consumir, podridos, la radio encendida
en el canal ese que pone música clásica veinticuatro horas, la bañera llena y algo turbia, aunque tal
vez sea el efecto de unas sales minerales. No, no es eso, lo sabes entonces, o tal vez cuando
empiezas a descender las escaleras. La certeza es nítida, azota como un chispazo: no van a volver.
Nadie regresará nunca a esa casa. Aquellos que un día la habitaron ahora están en un sector
distinto de la realidad, bien podrían haber sido abducidos por extraterrestres. Y de repente esa paz,
la escena campestre de café, lectura y apenas un hilillo de Mahler descendiendo del piso de arriba
se vuelve violenta. Inhumana.
La historia comenzó para mí a finales de 2015 o inicios de 2016, cuando estudiaba Humanidades
en la Universidad de Oklahoma. Bueno, lo hacía más o menos. Estaba ya en el tercer curso, pero
no tenía muy claro qué hacer con mi vida y escogía las asignaturas de forma errática. En la UO
había un departamento dedicado a Estudios Culturales, sobre todo centrado en las culturas
indígenas previas a la colonización, pero en el que también cabía una pequeña sección dedicada a
las relaciones Oriente-Occidente (más que nada cuestiones de Literatura y Filosofía Comparada).
Ese curso decidí acercarme a las clases de ese subdepartamento porque, aunque no quede bien
ponerlo por escrito, ya estaba harta de escuchar historietas sobre las Guerras Semínolas o la
diferente expresión sexual que tenían o dejaban de tener los arapahos.
Fue un error. Por aquel entonces la facción orientalista estaba compuesta únicamente por tres
profesores: el «jefecillo» era Gideon Hagen, que también daba algunos créditos de Humanidades
en general y era uno de los más populares entre los alumnos, típico señor de mediana edad que
quiere ser tu colega. Por lo que sé, llegó tarde a la carrera académica y solo logró entrar a una
universidad decente por ser una joven promesa del fútbol americano. Cuando fracasó, intentó
brevemente convertirse en entrenador (tampoco tuvo éxito) utilizando como manual de cabecera
motivacional El arte de la guerra. Y de aquellos barros estos lodos. Era insoportable, pura
anécdota, bronceador de bote y con un ligero tufillo machista por el cual solo reconocía no saber de
temas o cuestiones si estos eran considerados tradicionalmente femeninos, como si hubiera cierta
alegría en no comprender bien el funcionamiento de una lavadora con los cincuenta ya cumplidos.
Hagen tenía un adlátere, Lewis Neely Walton, antiguo doctorando suyo, el clásico iluminado que
está tan convencido de que el mundo es perverso y enfermo que toda lucha ética o política resulta
un callejón sin salida ideológico (a menos que se trate de suspirar melancólicamente con una copa
de pinot noir en la mano). Hagen le había dirigido una tesis doctoral sobre la influencia del
orientalismo en Schopenhauer sin que ninguno de los dos se diera cuenta de que se trataba de un
tema obvísimo y facilón. La última era Caroline Jocelyn Griffith, rebotada del Departamento de
Clásicas por disputas internas, su investigación reconvertida al orientalismo tanto en la época
clásica como en el arte contemporáneo. Apasionada de la moda y el yoga, su aspecto contribuía
muy poco a que la sección orientalista fuera tomada en serio en el departamento (cosa que dice
muy poco de la UO: con frecuencia se podía ver a Hagen haciendo flexiones en el parque con las
gafas de sol puestas y un silbato colgando del cuello, y eso a nadie parecía molestarle o
considerarlo signo de «escasa seriedad»).
Yo tenía dos veces por semana a Hagen y una a Griffith durante el primer semestre, y aún me
quedaba una asignatura compartida entre Hagen y Walton para el segundo. Se decía que lo mejor
de tener clase con estos tres era la camaradería que tenían con sus alumnos mayores, camaradería
que se concretaba en grandes fiestas repletas de drogas y reflexiones pseudoliterarias de
madrugada a las que habían bautizado con el título excesivo de «las Bacantes». Nunca me
invitaron, pero una vez asistí a una por azar. Preferían hacerlas con estudiantes de último año,
máster y doctorado y nunca le caí demasiado bien a Hagen, que supongo que podía detectar mi
cara de escepticismo ante sus estupideces durante las clases.
Sin embargo, la típica organización orientalista (que ya era frágil, porque la rama indígeno-
materialista-política del departamento les dejaba pocas asignaturas que impartir con cierta libertad
y les solía encasquetar cursos aburridísimos de Introducción a los Estudios Culturales o créditos
tediosos de alguna filología) se quebró poco antes de mitad de curso: la UO había contratado a un
nuevo y jovencísimo profesor para el departamento, Arthur Gardner, que, por su perfil (el estudio
de los primeros grandes cantos de la humanidad y el viaje del héroe de Jung, así como los
fundamentos hebreos de la cultura occidental), encajaba mucho más en la rama de Hagen, Walton
y Griffith que en el poscolonialismo de los otros. Eso se tradujo en que les arrebató dos cursos de
humanidades en general (incluido el que yo iba a tomar en el segundo semestre); también tenían
que ceder algunas sesiones del seminario de doctorado proyectado para ese año, «Land Art y
Arcaísmo», y, para colmo, hacerle un sitio en el cuchitril que tenían como despacho.
No les gustó. Aprovechaban cualquier excusa para desacreditar a Gardner, ya fuera en sus
clases, en los debates del Seminario Permanente de Estudios Orientales o incluso en público, como
sucedió en los coloquios del Seminario Internacional Interdisciplinar de Estudios Orientales, que se
celebra en la UO todos los febreros. A mí Gardner me caía bien. Era bastante más humilde que
casi cualquier profesor que he tenido, pero riguroso y pasional, y también parecía buena persona,
no un papagayo como el resto. Daba pena: en general comía solo, caminaba por los pasillos
mirando al suelo o a su teléfono, parecía que menguaba cuando le dirigías la palabra. Una vez fui al
despacho de Orientales buscando a Griffith para hablar de un trabajo y me lo encontré haciendo
Skype con su novia en tono lastimero. Como excusándose, me contó que la había tenido que dejar
en Portland y que la echaba de menos, pero que uno no podía rechazar un puesto como ese al
inicio de su carrera.
Solo Caroline Jocelyn parecía un poco más dispuesta a ser simpática con él. Por lo que sé, fue
ella la que le invitó a participar en un proyecto encomendado a los orientalistas, que consistía en
analizar y catalogar la biblioteca privada de uno de los benefactores de la UO (aunque quizá no fue
por bondad: me contaron que, si bien habían intentado embellecer el trabajo con no sé qué tontería
del archivo, según Sarah Ahmed, rebuscar y clasificar legajos y libros mal conservados por un
ricachón no le apetecía a ninguno un pimiento). Pero supongo que a Arthur Gardner no le vino mal.
Y pronto todo comenzó a cambiar.
No sé qué fue lo primero que nos llamó la atención: que empezara a sentarse con los
orientalistas en la cafetería o que Hagen se refiriera a él en una de sus clases con un tono que, si
bien no podría calificarse de amable, al menos no era despectivo (quizá sí fuera algo
condescendiente, pero incluso la condescendencia constituía un gran paso en su relación). Parecía
que el nuevo orientalista había hecho un hallazgo dentro del archivo, una suerte de traducción
improvisada del hebreo al inglés de algo que podía ser un poema y que, provisionalmente, databan
en el siglo XVII. Junto a la traducción encontró el texto original y algunas anotaciones en, al menos,
italiano, japonés y alemán. El contexto del documento parecía ser una carta privada del
tataratataranieto del benefactor de la UO.
Nunca nadie aclaró si el hecho de que lo encontrase Arthur y no Gideon, Lewis o Caroline fue
fruto de la casualidad o del descuido de estos, pero probablemente se tratase de lo segundo, o de lo
contrario habrían hecho una campaña para desestimar la audacia de Gardner. En cualquier caso,
Arthur decidió compartir el hallazgo y su estudio con ellos, algo que jamás habría sucedido a la
inversa, y a Hagen y Walton les tocó morderse su lengua rabiosa y fingir que les caía bien. Lo que
nadie podía negar es que era muy interesante, único en su especie, como no se cansaba de repetir
ninguno de los tres, no solo por lo extraño en sí del documento (¿una traducción del hebreo al inglés
dentro de una carta del siglo XVII?), sino por la mezcla de lenguas implicadas y el juego que el
japonés les daba a los orientalistas (cómo cualquiera de esos tres consiguió aprender chino,
japonés, cantonés o lo que fuera lo desconozco, de hecho incluso desconozco si de verdad
hablaban algún idioma del Lejano Oriente).
Tampoco es que el tema nos interesase tanto a los estudiantes; lo que nos daba morbo era
contemplar cómo se relacionaban entre ellos, elucubrar si tal vez Caroline y Arthur podían tener
una aventura, o si Arthur pasaba a formar parte del grupo de pleno derecho y a ser invitado a las
veladas lisérgicas de las Bacantes. Se los veía más veces juntos, eso era indudable; se escuchaban
las voces de los cuatro en el despacho de Orientales los viernes por la tarde, y de vez en cuando
alguno salía a comprar cerveza. Según una doctoranda que mantuvo un breve affaire con Walton,
poco a poco los cuatro comenzaron a pasar todo su tiempo libre juntos, bien analizando el
documento, bien utilizándolo como excusa para desdeñar todas las cosas importantes de sus vidas
(de nuevo, según la doctoranda que mantuvo un breve affaire con Walton, que decía no solo estar
molesta por el creciente desdén de este: en su preocupación añadía que Hagen apenas veía a sus
hijos después de haber luchado mucho por la custodia con su exmujer, o que Griffith había
renunciado al menos a uno de sus retiros primaverales de yoga y meditación consciente, aunque
Walton no parecía alarmado por estas cuestiones y más bien las exhibía como escudo cada vez que
la doctoranda se quejaba de que no le hacía mucho caso).
Pronto, las clases empezaron a llenarse de referencias al documento en el que estaban
trabajando, aunque de forma oblicua, cuestiones sobre qué metodología y enfoque emplear a la
hora de acercarse a ciertos tipos de texto, quejas sobre la carencia de financiación a las
humanidades en la UO, cuál era su propia «situación hermenéutica» como académicos
norteamericanos o largas divagaciones sobre las relaciones entre Japón y Estados Unidos que
todos habíamos escuchado ya cientos de veces. Algunos pensaban que solo se trataba de una
excusa más para no prepararse las clases y así lo decían, en especial por parte de Hagen, que
siempre había tendido a llenar las horas de anécdotas personales sobre su tiempo como futbolista o
regalando lecciones de vida en general. Podría ser, porque los cuatro comenzaron a faltar a clase,
especialmente al inicio de semana.
Incluso presencié un momento extraño por parte de Arthur Gardner, que era con diferencia el
más profesional. Escribió: «lección 3» en la pizarra, aunque era la decimoquinta o así, y puso el tres
al revés. Era un lunes, y todos lo atribuimos a una pésima resaca: las Bacantes habían
desaparecido para el público general, pero intuíamos que seguían celebrándose intramuros. Pese a
que el curso iba sobre su tema de investigación y estábamos haciendo una comparación entre el
Gilgamesh y la Odisea, de repente decidió ilustrarnos con una lectura en hebreo del Génesis,
primero parando cada poco para ofrecernos las líneas en inglés, pero después leyendo del tirón, de
tal forma que su lectura se convirtió en una especie de meditación compartida en una lengua
oculta, parecida a un canto. Su cadencia era cada vez más pausada, como si creyera que
comprenderíamos el hebreo si él lo pronunciaba de manera suficientemente lenta y precisa, tan
lenta que a algún alumno se le escapó una carcajada: ni lectura, ni canto, Arthur Gardner siseaba,
y un hilo de baba amenazaba con caer de sus labios en cada sílaba extendida para luego volver a la
boca cuando tenía que pronunciar la siguiente. A mí no me hizo gracia. Su rostro hipnotizaba, era
como una esclusa a punto de desbordarse, y también sus ojos, o su propio cuerpo, que se debatía
entre estar tan tenso como si le estuvieran pinchando con un hierro candente y tan relajado como
el de un bebé. En cierto punto (ya no sé si leía o no el Génesis, si de hecho pronunciaba algo
inteligible para un entendido o si solo movía las cuerdas vocales), Gardner chasqueó la lengua y se
inclinó hacia delante, cosechando algunas risas más, mitad bobaliconas, mitad nerviosas. Luego se
dejó caer al suelo mordiéndose los labios y meneándose como si lo electrocutaran, y se acabaron
las risas, y alguien corrió a llamar al bedel.
Se recuperó la siguiente semana, pero nadie dio explicaciones sobre qué había pasado. Un
compañero que había acudido a una de las últimas Bacantes públicas y que había coincidido allí
con él dijo que «ese tío nunca había tomado de nada», y que quizá se había pasado intentando
seguirles el ritmo a los demás (que acostumbraban a tragarse cantidades insólitas de cualquier
sustancia que tuvieran a mano).
Más o menos por esas mismas fechas, Caroline Griffith apareció una mañana con el pelo
cortado a lo chico y las mechas californianas sustituidas por un sobrio negro sin brillo. Fue el hecho
más llamativo de su progresivo cambio de look, que sustituyó sus power suits de ejecutiva y sus
conjuntos de yoga impropios para la docencia universitaria por ropa gris, negra, blanca, ancha,
básica, cómoda, de algodón. Su disciplina estética rápidamente se extendió a los demás: Hagen y
Walton abandonaron los polos Lacoste o Fred Perry por un código de vestimenta similar; Hagen
acortó también sus ondas de surfista, con las que trataba de ocultar las entradas, y Arthur Gardner
se domó el pelo, cortándoselo de tal forma que ocultaba su rizo y ya no parecía castaño claro, sino
oscuro. Nos burlamos, por supuesto, porque sentados en la cafetería los cuatro parecían
hermanitos o soldados. Se especuló mucho sobre su presunta iluminación espiritual compartida o
los componentes narcótico-sexuales que en realidad podrían estar de fondo. Ahora me arrepiento
de nuestras crueles estupideces, pero qué íbamos a saber. Tampoco se nos ocurrió quejarnos al
rectorado de su conducta o sus ausencias: como en la mayoría de los departamentos de
Humanidades del mundo, gran parte del estudiantado agradecía las posibilidades que ofrece un
profesorado ineficiente: pasar menos tiempo estudiando y más en la cantina; tener algo de lo que
hablar en la cantina (sus rarezas o faltas de respeto al alumnado); consagrar el tiempo fuera de la
cantina al estudio de materias más severas, obligatorias o sencillamente más interesantes que las
de los profesores deficientes.
El conflicto sobrevino cuando alguien se dio cuenta de que en menos de tres semanas debía
iniciarse el Congreso Anual de Estudios Comparados (evento propio de mayo-junio, frente al
Seminario Internacional de enero-febrero) y no había ni programación, ni espacio reservado, ni
invitados, ni nada. Esto indignó profundamente a la rama indígeno-política del departamento, que ya
estaba bastante molesta con que el enfoque posmoderno, blando y elitista de Hagen les quitase
financiación para cuestiones verdaderamente relevantes. Con el presupuesto cerrado y tan poco
tiempo, el dinero reservado para el congreso estaba malgastado en la práctica, y la cosa no estaba
para malgastar. Más impactante aún fue que ninguno de los cuatro profesores implicados le diera
ninguna importancia al asunto, pese a que había sido el centro de la existencia de los tres veteranos
hasta hacía apenas unos meses, e incluso pese a la aversión al escándalo y al deseo de
congraciarse con todo el mundo de Hagen o Walton. No contestaban cuando les preguntaban
sobre el tema. Sonreían y te miraban levemente por encima de los ojos si les hablabas. Parecían
haber alcanzado niveles de experiencia humana para los demás desconocidos, o al menos lo
fingían.
Caroline, la más cercana a la realidad por esa fecha (su expresión iluminada era inferior a la de
los tres varones: fruncía un poco el ceño, pero no lucía ida, sino ligeramente asqueada por el mundo
que la rodeaba), resolvió partir el presupuesto por la mitad: los doctorandos podían utilizar una de
las mitades para organizar su propio congreso más o menos en las fechas acordadas, y la otra
estaría destinada a financiar un viaje para los cuatro a una de las casas rurales-espirituales en las
que ella solía hacer retiros con sus amigas yoguis. Así podrían enfocarse en el estudio definitivo de
algunos documentos del archivo, sobre todo en el que había encontrado Arthur Gardner. El cotilleo
era imparable: los alumnos juzgábamos qué nos parecía y exagerábamos los hechos, los otros
profesores los acusaban de prevaricación; en fin, las típicas cosas que cada cierto tiempo suceden
en las universidades y muy en especial en los departamentos de Humanidades, en los que nadie ve
un duro ni a nadie le importa en verdad en qué se gasta el dinero. El caso es que se fueron.
Cuándo exactamente, nadie lo sabe.
Días después se desató el escándalo, y aún más días después nos enteramos los alumnos. La
novia de Portland de Arthur Gardner intentó ponerse en contacto con los «amigos» (los
orientalistas) de Arthur, sin éxito. Su inquietud creció y escribió al rectorado: Gardner estaba
ilocalizable. El rectorado investigó, y la exesposa de Hagen dijo que llevaba días sin saber de él, ni
siquiera había acudido a recoger a los niños el día convenido. La doctoranda que había tenido un
breve affaire con Walton dijo que tampoco la había llamado, aunque lo achacaba a otros motivos.
No aparecieron durante tres días más, así que la policía se dio un garbeo por la casa-monasterio
que había contratado Caroline Jocelyn Griffith, que con seguridad se parecía poco al entorno rural
clásico que imagino.
La puerta no estaba cerrada con llave, una de las ventanas se había quedado abierta y la casa
se había llenado de moscas. Dentro, velas gastadas que no habían provocado un incendio por pura
suerte o designio divino, un aperitivo a medio comer atacado por las moscas, libros y cuadernos
abiertos por las mesas, tazas de café, luces encendidas desde a saber cuándo. Al principio
creyeron que había alguien arriba, pero solo se trataba de una radio encendida en la mesilla de una
de las habitaciones, al lado de una crema facial mal cerrada y una cama deshecha. Ninguno de los
cuatro estaba por ninguna parte, pero ahí seguían sus pertenencias, incluidos tres teléfonos móviles,
tres maletas y una mochila, ropa limpia y sucia, dos ordenadores, cuatro cepillos de dientes, drogas
de diversa catadura, carteras con documentación, todo lo esencial. Habían venido en el mismo
coche, según le constaba al dueño de la casa, que estaba algo molesto porque no le habían devuelto
las llaves ni contestado a sus llamadas tras el plazo acordado. Él se había pasado por ahí, pero al
ver la casa iluminada creyó que simplemente estaban siendo unos granujas, y la policía le dijo que
tenía que esperar un poco más antes de denunciarlos, y mandarles un aviso por escrito sobre su
descontento.
Los agentes localizaron el coche en el que habían venido en medio de la foresta, en un camino
secundario, mal aparcado en medio de la carretera y con dos de las cuatro puertas abiertas.
Ningún signo de violencia, la llave puesta, y dentro de él los pocos elementos esenciales para la
vida de una persona que no habían encontrado en la casa, excepto el móvil de Arthur Gardner, que
apareció a cinco kilómetros del coche y a tres de la vivienda, maltratado por una caída a alta
velocidad. Y no se volvió a saber nada de los cuatro. ¿A dónde habrían ido? ¿Y cómo? Nadie lo
sabe. Salió alguna noticia en el periódico, pero era menos interesante que la desaparición de un
niño o una adolescente. Y así nos enteramos los alumnos.
Hablé con la novia de Portland de Arthur Gardner antes de escribir este post. No me costó
mucho encontrarla, investigando el Facebook de él, aún abierto. Me comentó que antes de
desaparecer estaba raro: pasó dos semanas casi sin hablar con ella, e incluso antes estaba frío y
lacónico, nada que ver con su necesidad permanente de comunicación y afecto (algo agobiante al
inicio para ella, aunque después se arrepintió de no haber sido más cálida). Su último mensaje,
durante el retiro: «Que el miedo no impida que desciendas a esta roca». Cita libre de La Divina
Comedia. Y después: «Hay sombra bajo esta roca roja. Ven bajo la sombra de esta roca roja», cita
literal de La tierra baldía, mensajes a los que ella no contestó entonces, tomándolo por un intento
más de llamar la atención, de los que ya empezaba a cansarse.
Se dice que el magnífico documento que descubrió Gardner no estaba entre los hallados por la
policía en la casa-monasterio, ni tampoco en ninguna de las de los profesores, ni en sus despachos.
Sin embargo, puede tratarse de una habladuría, pues nadie lo había visto más que ellos, era difícil
encontrar un especialista y la UO no tenía dinero; el benefactor que quería su archivo organizado
estaba dispuesto a olvidar con tal de que el asunto no le salpicara. Tal vez sí estaba, nunca lo
sabremos. Pero últimamente pienso más en ellos de lo que debería. La foto detenida de su vida,
pulverizada por su particular bomba de neutrones. Los cafés con mosca, la comida podrida en la
nevera y Mahler, o lo que fuera que estuviera sintonizado en la radio, amenizando su desaparición.
La vida detenida, el mundo siguiendo más allá de los torpes y tristes seres humanos.
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—No entiendo por qué me envías esto —dice Julián un par de horas
después, y suspira al otro lado de la línea. Siempre tan melodramático—.
Mucho menos como única respuesta en días a si de verdad estás bien.
Aunque por fin has cogido el teléfono. Aleluya.
—Estabas muy enfadado en tu último mensaje.
—Eso no responde a mi pregunta.
—¿No te ha parecido curioso?
—¿Que si me ha parecido curioso? Un hilo cutre con una historia medio
fantasmal y ciertas ínfulas literarias. No, no me ha parecido curioso. ¿Cómo
has llegado hasta ahí? Ni siquiera tiene muchas visitas. Pero no...
—Me lo pasó Annabelle, la finlandesa que conocí en la beca. —Thomas
busca marihuana por el cuarto. Solo tiene cobertura en una zona muy
concreta de la casa, y a Julián puede darle un ictus si se mueve y la conexión
se corta. No hay suerte, no queda nada en la habitación.
—Bien por Annabelle.
Julián parece irritado de verdad, y ahora él también lo está, aunque sea
injusto: no se le puede pedir a nadie que sepa todos los detalles de tu
biografía, ni siquiera a él. Pero Thomas detesta dar explicaciones sobre
aquello que considera esencial. De hecho, ese es uno de sus delirios
tecnócratas recurrentes: que la comunicación futura se haga a través de chips
refinadísimos instalados en lo más profundo del cerebro. Sin torpezas
humanas ni interferencias telefónicas.
—Yo conocí a esa gente, Julián. A los desaparecidos, los cuatro
profesores. Fue hace cuatro años, cuando hice la estancia en Estados Unidos.
El tal Walton me invitó a un seminario internacional, lo recuerdo. Por Breve
historia del diablo en la música. Di una charla, bueno, dije cuatro cosas.
Annabelle también estuvo, por eso me lo envió.
Lo cierto es que fue un evento innecesario y poco edificante. La mayor
parte de las conferencias eran tediosas como un western de segunda y
ninguno de los organizadores parecía interesado en escuchar lo que tenían
que decir sus invitados. Si tenían drogas, a él no se las pasaron. Durante toda
su estancia en Oklahoma tuvo la sensación de que Walton (por otro lado, un
completo gilipollas) lo había invitado por azar, y que ni siquiera sabía si era
músico, académico o qué. No pronunció bien su apellido ni una sola vez.
Decía Segganno, o Segarro, como si parodiara a un grillo borracho.
—Ah. No, no me acuerdo. Diste muchas por esa época sobre lo mismo, y
entonces hablábamos menos.
—Si me esfuerzo, puedo recordarlos a todos, incluso a Gardner, el nuevo
en la historia. Éramos los conferenciantes más jóvenes. Su charla me gustó,
aunque no recuerdo de qué iba ahora mismo —dice Thomas. Julián se mueve
al otro lado del aparato con impaciencia, resopla—. No sé si el relato es
real, pero sí lo son sus protagonistas.
—Ya. Bueno. Interesante, pero ¿cómo estás tú? —pregunta Julián.
Pues también con ganas de resoplar. De verdad necesito un porro, y no
uno ligerito.
—Espera un segundo, voy al baño.
Thomas atraviesa el salón, la cocina y la habitación de la chimenea para
llegar hasta la marihuana. Julián es demasiado pertinaz, como si uno pudiera
morirse por una corriente de aire. No le gusta que esté aquí, desde mediados
de marzo está esperando que por fin entre en razón y decida volver a la
ciudad. Su argumento principal es que Thomas está en un momento difícil, y
el mismo mundo lo está, así que mejor rodearse de gente que te quiere. El
pueblo nunca le ha gustado, ni su tendencia periódica a recluirse en él. Es
mejor que no le cuente el incidente del armario. Sabe lo que pensaría.
Una vez accedió a visitarlo, cuando todavía eran pareja, hará seis o siete
años. Le pareció que el sitio solo avivaba sus neurosis diversas y enquistaba
su propensión al aislamiento. «Parece una casa encantada», dijo entonces, «y
tú ya tienes suficientes fantasmas».
—Ya estoy —dice Thomas.
—¿Cómo va Schwanengesang?
—Bien. Creo que tengo material de sobra para el volumen dos y algo del
tercero. Estoy descomponiendo la melodía de la primera parte, pero en lugar
de fragmentos de discos antiguos voy a añadir samplers de la vida cotidiana
o cosas que grabé hace tiempo. Tenía miedo cuando empecé, pero creo que
es bueno. Incluso mejor que el primero. Y diría que...
Le da un par de vueltas a lo que está pensando, influencias que quiere
incorporar y detalles que le preocupan y de los que disfruta hablando
mientras aspira el porro. Julián sabe qué hacer para que le apetezca
permanecer en una conversación.
—¿Cuándo podré oír algo? Ya falta poco, ¿no? —dice Julián.
La ansiedad lo delata. El disco es otra de las cosas en las que no están de
acuerdo. Julián piensa que, tanto por el tema como por su historia con el
álbum, haría bien en aparcarlo ahora que está más delicado, y «delicado»
funciona como atenuante de «depresivo tarumba que se pone en peligro a sí
mismo». Esta es otra de las ocasiones en las que el Chip Cerebral Empático
sería extremadamente útil: ¿cómo puede explicarle Thomas que lo que más
le asusta del dolor y la angustia no es el sufrimiento, sino que carezca de
objetivo? ¿Cómo hacer que comprenda que, si se levantara sin dicho
objetivo, solo con la monotonía absurda de su conciencia, sí que estaría en
peligro real de meter la cabeza en el horno? No se puede.
—Para los volúmenes dos y tres... en verano, a este ritmo de trabajo. Los
estoy haciendo a la vez, aunque más centrado en el segundo. Luego haré un
parón. ¿En serio no te ha llamado la atención el artículo? A ti te encantan
estas cosas. La cantidad de horas que hemos echado viendo Sucesos
paranormales o tonterías sobre el adrenocromo.
—Sí, sí. Supongo que me ha irritado el estilo en el que estaba escrito. Ese
tufillo académico pedante y wannabe. Oye, he estado preocupado —insiste
Julián—. Han sido casi seis días sin contestarme, y ahí estás muy solo. Si
supiera que hablas con alguien más, tu madre, quien fuese, no sería tan
pesado.
—Pues no hay nadie más a quien le preocupe tanto mi estado, por
desgracia —contesta Thomas, y el espectro del Innombrable se cierne sobre
ambos.
—Eh...
—Perdona. No quería decir eso. Gracias. Gracias por preocuparte. Te
quiero.
Julián se queda en silencio unos segundos. Es bien triste cómo las cosas
bonitas a menudo se dicen para evitar otras más sinceras, «déjame en paz»
en este caso.
El porro empieza a subirle, y Thomas se tumba en el suelo con las piernas
sobre el sillón. Se siente culpable, así que escucha sin rechistar el relato
completo y larguísimo de la última película que ha visto Julián. Mientras lo
hace, se pregunta qué partes del argumento narraría él a otra persona de
forma diferente en el caso de que la hubiera visto (que no), a qué detalles
daría importancia. Intenta plantear la cuestión a Julián, pero parece un
colgado y no se entienden.
—¿Estás fumado?
—Qué va.
A partir de ahí intenta decir solo frases inteligentes y precisas para
alimentar la sensación de que se encuentra perfectamente. Julián se lo
merece. A veces es la única roca que tiene a mano para no perder la cordura,
y así se lo dice, y le da las gracias. Si supiera todo lo que está tomando, iría
él mismo a buscarlo en coche para arrastrarlo de vuelta a la civilización.
—Pues cuídate un poco más, idiota. Pero prométeme que me llamarás si
lo necesitas.
—Prometido.
Cuando cuelgan, Thomas lía un verde y busca entre los vinilos si trajo por
casualidad el de Tartini, el tipo de música que escuchaba sin cesar cuando
dio esa conferencia para la UO. Y ahí está: hizo bien en ser precavido, traer
más chatarra de la necesaria; tanta que tuvo que venir de Madrid en la
furgoneta paterna para que cupieran los instrumentos, el tocadiscos, libros,
cajas llenas de vinilos, cuadernos, provisiones. Apenas nada de ropa, se
viste con la que dejó su abuelo en los armarios antes de morir: prendas
grandes, cómodas, cetrinas. Sumado al pelo sin cortar desde otoño y la
barba de náufrago, se parece un poco a él. Eso a veces le gusta y otras le
asquea, pero no importa. Tampoco hay nadie para verlo.
La casa es un desastre tras casi cuarenta y ocho horas de delirio. Recoge
cintas y papeles del suelo, apila vajilla en el fregadero y latas en la basura.
Quizá hoy cocine una buena cena, adiós por una temporada a tostadas y
congelados. Incluso puede que se afeite. En este punto, se inclina más por la
opción de que él mismo revolvió el armario y encerró a Mayordomo, por
mucho que le disguste. No hay indicios de que alguien haya entrado, ni falta
nada. Está en un pueblo de cincuenta habitantes en el que todo el mundo se
conoce. Nadie podía sospechar su costumbre extravagante de alimentar a los
gatos callejeros, y ni siquiera lo hace a horas fijas. Quien entró, o tenía una
copia de las llaves (lo que requiere cierta planificación) o la habilidad
suficiente como para no tener que forzar la puerta; y un motivo para querer
entrar en ambos casos. Es más sencillo aceptar que se pasó con el PCP y le
dio por buscar algo en ese armario, puede que un abrigo. De cualquier modo,
el recuento de todas las razones por las que casi seguro su mente le jugó una
mala pasada solo arroja una conclusión: no debería estar fumando marihuana
hoy, todavía está en desequilibrio químico. Y así, de repente y sin pedir
permiso, vuelve la paranoia, reptando como un gusano del estómago a la
frente. Mayordomo. ¿Dónde está Mayordomo?
Silba y el perro emerge desde el piso de arriba meneando el rabo. Cree
que van a salir, y deberían, antes de que anochezca. Le da el último cacho de
cecina mientras busca las llaves sin éxito. ¿Dónde las dejé? Qué irritante.
Necesita aire fresco, espabilarse. Coge las de repuesto del armario del salón
y enciende la luz del porche en cuanto cierra la puerta.
Siempre deja encendidas todas las luces del chalet cuando sale de paseo.
Le gusta verlas desde lejos cuando vuelve, como si la casa misma estuviera
esperándole, insomne. Tal vez preocupada por una tardanza nimia.
Preferiría que el pueblo fuera el lugar espectral que Julián se figura, pero no
es así. Como cada noche, en la plaza están los mismos parroquianos
armando jaleo y fumando sendos cigarros frente al bar-colmado, aunque en
teoría no esté abierto y la Guardia Civil acose las calles algunas noches.
Uno de ellos chupa un puro tan grande como un flautín. Les saluda con la
cabeza al pasar. Solo responde uno de ellos, Luis, su primo segundo, aunque
más bien se dirige a Mayordomo. Siempre lo mira con cara de asco,
entrecerrando los ojos como un reptil. Desconoce si tiene otra expresión en
su repertorio.
—¡Corre, corre, chucho sarnoso! ¡Ea!
Nunca sabe si lo detesta por constituir una alteración del arcano orden
pueblerino o si de verdad lo considera parte de la familia, una curiosidad
antropológica, como quien tiene un pariente tartamudo o con síndrome de
Down. A veces cree que lo observa más de lo habitual con sus ojillos de
camaleón, esto es, más de lo que se observan unos a otros el resto de los
habitantes del pueblo, que es mucho. Tal vez quiere amedrentarlo: en su
niñez Thomas le tenía terror, y puede que causar terror sea uno de los
escasos placeres que les quedan a hombres como él. O no. Casi seguro habla
su neurosis.
Veinte metros detrás del bar ya está la carretera. Aún queda algo de luz,
así que toca el camino del aprisco de las ovejas, quizá continuar hasta el
bosque. Mayordomo se merece un buen paseo, después de casi día y medio
sin salir, y a él también le conviene que el aire helado le baje el colocón.
Sube la colina, quince o veinte minutos campo adentro desde los límites del
pueblo. Hace mucho frío, el aire azota los pulmones como cuchillas.
Arriba, se sienta y tira palos a Mayordomo, para que los busque y se
desfogue. Las ovejas están dentro de la paridera, pero tanto su hedor como
sus balidos atraviesan las paredes de metal. Marea, aunque es un mareo
agradable, como el primer cigarro después de un tiempo. O tal vez no... Qué
náusea, un asco profundo que hace que todo huela y brille demasiado. Cierra
los ojos y repite los ejercicios de respiración de ese estúpido psiquiatra de
la adolescencia: aspirar, derecha; expulsar, izquierda; retener aire en el
pecho. Pero qué desequilibrio, qué ardor en el cielo del estómago. No
pienses en el olor a marihuana. ¿Qué me pasa? Nada. No me pasa nada.
Hedor a oveja. Tiene que comer, no es más que eso: inspirar, espirar, bajar
la colina, una lata para Mayordomo, una buena cena para él. Quizá hasta me
afeite.
No soy un náufrago. Soy una roca de la ladera. Un volcán helado. Tengo
fuego dentro. Pero el hielo me protegerá. Todo irá bien.
Mayordomo aúlla entonces, y es más efectivo que ninguna clase de
meditación narcótica. Lo hace en la dirección por la que han venido,
agresivo. Como si ladrara al pueblo.
—¿Qué pasa, compañero?
Gruñe con los dientes fuera. No suele comportarse de ese modo. A pesar
de que es un perro grande, es incapaz de matar a una mosca. Tal vez el
cambio de vida, y su descuido, no está siendo un buen padre perruno. La
comida puede esperar. Deben caminar, quitarse de encima el
entumecimiento.
—Venga, venga, sigamos.
Continúan rumbo al bosque, pasado el aprisco. Mayordomo se detiene
cada poco, ladra de nuevo al espacio de tierra que dejan atrás. Una de las
veces en las que Thomas se gira rápido para comprobar qué hace, cree ver
al objeto de su rabia, una figura humana unos trescientos metros por detrás,
semioculta entre los futuros cultivos de girasoles. Pero solo dura un instante,
luego no está. ¿O sí? Es difícil saberlo, ya oscurece, son las ocho y media.
¿El Revolvedor de Armarios? Ni lo pienses, eso serías tú mismo, no puede
ser. Mala idea continuar el camino, pero qué queda sino seguir. Torres de
paja y heno como gigantescas instalaciones de arte contemporáneo. Briznas
de trigo y algunos árboles cortando el horizonte. Se da la vuelta. Detrás no
hay nadie. El ladrido de unos perros de caza hacinados en un corral junto al
que pasan, Mayordomo no se digna a responderles. Nada detrás, y delante la
falda del bosque, y el roble grande en el que le gusta sentarse, aunque hoy es
tarde, casi de noche, y están a una media hora del pueblo. Gira otra vez y
parece que hay alguien, pero solo es la sombra de una de las torres de heno.
Una sola raya de cobertura, que a veces desaparece. ¿Damos la vuelta?
Deberíamos.
Ya empieza a oírse el silbido de ese pájaro que se escucha todas las
noches. Se vuelve, cree que ahora sí que distingue la figura con claridad,
algo más lejos que antes, antropomorfa, caminando con pesadez de
hipopótamo. En realidad, esto es un no-lugar, aquí podría pasarte cualquier
cosa y nadie se enteraría hasta que fueran a sembrar o labrar los campos. Y
quién sabe cada cuánto se hace, con este frío.
—Vamos, vamos —le dice al perro—. Pero ni de broma por ahí.
Ha susurrado. Ha susurrado a un perro en medio del campo, qué gracia, y
qué remedio que reír. No debería haberse liado el segundo porro. Hay un
giro a mitad de camino que lleva a la carretera principal, cuesta abajo.
Tomarán ese. Ni el primero. No después de las últimas noches. Quizá no
haya nadie, o si lo hay es inofensivo, otro paseante como él mismo. Es lo
más probable, pero también lo es que funcione un paracaídas, y alguno se
mata por ahí cuando se tira. No pienses en marihuana. En este pueblo hay
paseantes en verano, no en invierno, a cinco o diez grados; la mitad del
pueblo parapetado en sus casas, la otra mitad gastando el tiempo fumando
cigarros frente al bar. Y qué mal huele, la cabrona, a sobaco de atleta, a
abono biológico. Ya está: ha pensado en cómo huele y otra vez la náusea.
Seguro que no hay nadie, uno de esos rebotes típicos de los alucinógenos.
Tampoco es una noticia increíble: ¿cuántos se habrán quedado tarumbas por
algo similar? Bien visto, casi mejor que la figura sea real, ¿y qué si alguien
los sigue? Aquí están él y Mayordomo, treinta y seis años y ocho
respectivamente, plena potencia física en ambos casos, y con la entereza
propia de quien tiene poco que perder. Eso solo es cierto en su caso:
Mayordomo le tiene a él por encima de todas las cosas, lo cual sí constituye
una noticia maravillosa.
—¡¿Hola?! —grita al horizonte, y su voz retumba contra las grandes torres
de heno.
Mayordomo lo mira con el mismo estoicismo que el psiquiatra de su
adolescencia, solo le falta una pipa humeante y ponerse chaqueta para
volverse humano. Le tranquiliza la calma de su tez combinada con sus
dientes largos y potentes. El puto Bruce Willis de los chuchos, y además le
quiere. No se merece esto. Respira hondo. Derecha, izquierda, boca del
estómago. Mejor. Aun así, aprieta el paso, y Mayordomo parece más que
dispuesto a apretarlo con él.
Cuando se acercan al desvío hacia el otro camino, disimula que está
interesado en el bosque. Mira hacia él con el ceño fruncido y asintiendo con
la cabeza para el que quiera verlo. Si no tuviera miedo, reiría. En el último
momento corre cuesta abajo hacia la carretera. Mayordomo lo sigue al
instante y sin ladrar: con él no hacen falta chips en el cerebro. Ha
anochecido, así que si había alguien detrás quizá no los ha visto virar.
Corren, no se caen de milagro, y qué lento gira el reloj cuando corres.
Apenas diez minutos, pero qué largos. Permanece unos segundos en silencio.
Si alguien bajara, debería oír guijarros caer y plantas doblarse, aunque nada
se mueve, están a salvo.
Volvamos a casa.
A mitad de camino pasa un tractor a toda velocidad por su lado. Un último
sobresalto, la tartana ruidosa y enorme que cruza los campos con las luces
largas puestas y un farolillo rojo y bamboleante. Pita al ver a Thomas, él
salta al arcén terroso tirando del collar de Mayordomo, sigue pitando
mientras se aleja y Mayordomo ladra de vuelta. Bien podría conducirlo
Satanás tocando la trompeta. Gira a la derecha unos minutos más tarde, eso
es que ya llegan al pueblo. El tractor espectral con su estruendo de
neumáticos ha logrado despertarlo del todo. Cada vez más convencido de
que solo ha sido una paranoia, como la del Revolvedor de Armarios. Toca
cuidarse.
Poco más adelante ya se ve el pueblo, y qué euforia, como si de verdad
acabaran de derrotar a la muerte. Ya las luces del porche, las ventanas
iluminadas como ojos preocupados y expectantes. Su casa los recibe, limpia,
maternal, caliente, y Mayordomo y él se acurrucan en su regazo.
II
Solo cumple a medias sus buenos propósitos: no cocina, pero al menos elige
la típica crema de verduras Knorr, que casi cuenta como una comida sana.
Lo que sí pospone es afeitarse: el baño está bastante limpio después de sus
esfuerzos, no quiere estropearlo. También engulle kilos de pan, con la
esperanza de que ayude a que desaparezca cualquier rastro de Sustancias en
su cuerpo, si bien el susto y la carrera ya han hecho bastante por la causa.
En la tele hay un programa de reformas de hogar a todo trapo desde que
entró. Siempre pasa las cenas así, con el televisor volumen anciano. Nunca
pone las noticias, no le interesa angustiarse. Tampoco es que preste
demasiada atención. Relee el artículo de la UO, recuerda de nuevo ese viaje.
¿Quizá podría utilizar algo de Breve historia del diablo en la música para
su trabajo actual? ¿O sería desviarse?
Ahora que vuelve a estar deprimido, Thomas tiene que luchar con todas
sus fuerzas contra la convicción de que los años de sosiego y alegría entre su
primera depresión y la presente no fueron más que una ilusión vacua que lo
alejaba de la Verdad Profunda de las Cosas, esto es: que la vida merece
poco la pena y más valdría morirse cuanto antes, si no fuera porque quién
sabe lo que toca después de la muerte, acaso algo mucho peor. Cuando sacó
el primer volumen de Schwanengesang tuvo bastante éxito dentro del
circuito de música independiente y experimental: miles de comentarios en
Bandcamp y en YouTube, críticas en todos los medios serios nacionales y en
bastantes internacionales (el primero, no recuerda si en CrazyMinds o The
Wire, lo describió como «el tipo de música que sonaría en el ascensor de
descenso al Inframundo», aunque quizá Madre tuvo algo que ver en esa
primera reseña, y no le gusta pensar en ello). Como colofón, el track #6
aparecía en los créditos del corto de los lituanos pirados que ganaron el Oso
de Berlín por aquel entonces. Aunque para Thomas el álbum solo tenía
sentido como un todo, fue ese fragmento el que lo catapultó a la fama.
Después le fue relativamente fácil conseguir financiación para grabar los
restantes, y también la estancia artística en Estados Unidos. Tampoco es que
necesitase dinero, pero sí reconocimiento. En cualquier caso: le resultó
sencillo olvidarse por un tiempo de la Verdad y entregarse a los placeres
mundanos, cierta fama, papers académicos, un poco de romance, el típico
material que llena una vida.
Precisamente por eso no continuó con el proyecto de Schwanengesang: le
resultaba ajeno, no se encontraba en el mismo estado mental que cuando lo
concibió, o (como pensaba en los momentos de autoflagelación llorica) todo
el Angst existencial y la profundidad filosófica de la primera parte habían
desaparecido solo con que le hicieran un poco de caso. Así que recondujo su
flamante beca a algo más banal, comercial y adecuado a su espíritu festivo
de aquella época (o al menos más adecuado que un canto a la depresión, el
sinsentido y la muerte): el estudio de las sinfonías diabólicas y de las
melodías malditas, desde los cantos órficos a ámbitos más pop, como la
historia del Hotel California, la canción húngara del suicidio, el «Crossroad
Blues» o la música de Pueblo Lavanda. Re menor, la quinta del diablo,
mensajes a Satán que solo se escuchan al revés, el tipo de tonterías que
hacen las delicias de un adolescente gótico.
En esa época lo justificaba como una investigación sobre cómo la música
podía alimentar el destrudo o impulso entrópico de la existencia: muchas
veces, a lo largo de su propia adolescencia, Thomas había fantaseado sobre
cómo ciertas melodías parecían compuestas para el mundo inanimado y
cómo esa era, de hecho, su música favorita, la que le hacía sentirse por un
momento como un objeto en comunión con la Tierra (pues imaginaba que ni
un roble, ni una piedra, ni un fragmento de PVC se sentían tan angustiados o
fuera de lugar como él). Ese había sido uno de los impulsos del álbum, que
entonces solo podía tratar desde un punto de vista teórico.
Ahora casi le da vergüenza haber llenado tantos auditorios universitarios
y centros culturales con sus tonterías macabras, aunque el ensayo se haya
vendido bien tanto en inglés como en castellano. Pero quizá parte del
material podría ser útil para la segunda o la tercera sección de
Schwanengesang, al menos lo que refiere a las melodías que provocan el
todestrieb o la locura en el que las escucha. Descarga el PDF de su propio
libro y se pone a ojearlo. Hoy no quiere componer o escucharse,
últimamente necesita al menos un par de copas de vino para empezar, y le
gustaría limpiar su organismo. Al rato apaga el televisor y sube al piso de
arriba, con Mayordomo detrás. Sigue leyendo hasta que lo derrota el sueño.
A las siete ya hay tres parroquianos esperando a que abran el bar sentados
en las mesas de Coca-Cola del porche, entre ellos el primo Luis, que lo mira
con la displicencia acostumbrada. La Camarera Metalera llega diez minutos
después, con una camiseta de cuello vuelto y manga larga y otra de Burzum
por encima que le queda enorme. Sin tener que preguntar a los hombres, les
saca dos o tres vasos de tubo llenos de café y un tapete verde para que
extiendan las cartas.
—Dentro no les dejo —se excusa—. Pero el porche es del Ayuntamiento.
Que hagan lo que quieran. Con tal de que se vayan antes de las doce o una...
A veces pasa la Guardia Civil de ronda por los pueblos.
Thomas deja su lista en la mesa y ella sonríe a medias. Abre y cierra la
boca como un pececillo.
—Te has afeitado. Estás guapo.
—Eh... sí. Ya me cansaba. ¿Y la inglesa?
Ella enrojece y pasa la bayeta por la mesa con brío.
—Ah, un segundo. Qué rabia. Espera un poco, enseguida vendrán las hijas
del pastor a por chuches y les digo que vayan a buscarla. Toma un café, te
invito yo.
Fuera se ha unido otro parroquiano, juegan al rabino. Están el hombre de
los puros, el chico más o menos joven, su primo Luis y otro más, que podría
ser el alcalde, no está seguro. Todos se vuelven con disimulo. Su primo es el
único que agita la cabeza como saludo, otra vez, aunque no parece una
invitación a que se acerque, sino a que se marche. Al menos es agradable
tomar café de máquina.
Las niñas regresan sin la inglesa, pero Thomas prefiere no tener que
volver a hablar con la Camarera ni hacerla salir. No le gusta cómo la tratan
esos hombres, como si ella estuviera a su total servicio. Espera cinco
minutos más. Y entonces la ve llegar a lo lejos.
No parece inglesa. Es el típico ejemplar de hembra americana que saldría
en un programa de televisión sobre cosas que hacen los americanos: brazos
hinchados como el muñeco Michelín, culo y piernas a juego, piel sonrosada
y gruesa, pelo dorado recogido en una coleta, vaqueros azules y deportivas
blancas. Camina con pesadez y tiene que recobrar el aliento al llegar. La
Camarera Metalera sale a señalar a Thomas con el dedo, pero no hacía falta,
porque ya se acerca a él. Se sienta en la silla de enfrente después de tenderle
la mano.
—Spencer.
—Thomas. Thomas Serrano.
—¿Thomas?
—Sí, aunque aquí me llaman «Tomás» a veces —le explica en inglés,
haciendo un gesto hacia los cuatro hombres de la partida.
Spencer ríe demasiado por su tontería y saca un Marlboro largo y un
chicle de fresa de su bolso. Se los mete en la boca casi a la vez. Como
siempre que está nervioso, Thomas llena el silencio: le cuenta que su madre
es americana, aunque él nació en España.
—Mi padre es español, este es el pueblo de mi abuelo. Yo no suelo vivir
aquí, he venido para descansar. Vivo en Madrid.
Spencer asiente con la cabeza mientras masca chicle y humo. Su rostro
está a medio camino entre el algodón de azúcar y el jamón cocido, y en ese
rostro hay unos ojos grisáceos que observan a Thomas demasiado fijamente
para su gusto.
—Bien, dime qué quieres. —Qué incómodo le pone su atención
desmedida. Aunque es gracioso cómo los observan los hombres de la mesa
de al lado: nada podría importunarles más que un elemento tan ajeno como
ellos interrumpiendo su costumbre, un paria y una extranjera, y para colmo
sin poder entender la conversación.
—Es genial tener a alguien con quien charlar —contesta Spencer en su
lugar—. A veces creo que se me va a olvidar cómo hablar cara a cara. Con
la chica del bar... no se puede.
Thomas solo sonríe y ella se lo toma como una invitación a proseguir.
Es cierto que debía de morirse de ganas de hablar, pues una vez que
empieza no para y se aturrulla haciéndolo. Lleva en el pueblo desde finales
de febrero, llegó después de que Thomas lo hiciera, y ha decidido quedarse
ante las dificultades para hacer otra cosa. Es profesora y ha cogido una
excedencia para viajar por España. No es inglesa, sino americana, como él
ya había deducido por su acento.
—¿Y por qué escogiste este pueblo? No hay nada que hacer aquí. No es
bonito.
—Estaba haciendo una ruta alternativa del Camino de Santiago. No
pensaba quedarme muchos días. —Que Thomas sepa, ninguna ruta del
Camino pasa por aquí, pero quizá uno de los clichés más certeros en torno a
los norteamericanos sea su desinterés generalizado por la geografía mundial
—. ¿O te refieres a por qué estaba haciendo eso, en general? No sé. Cumplí
cuarenta el año pasado, y quería hacer algo diferente. Encontrarme a mí
misma, escribir un libro... Sé lo mal que suena.
Vuelve a reír. Aunque se mueve de manera muy masculina, su risa y su voz
son irritantemente agudas. Thomas no pregunta ni por el libro ni por su viaje
de autodescubrimiento.
En el silencio, Spencer le ofrece un cigarro o un chicle y él los rechaza.
Ella toma ambos, y a veces parece que el humo que inhala por una comisura
lo emplea en rellenar la pompa de chicle por la otra, cual locomotora
biológica. Es una versión engordada y despreocupada de Madre, al menos
del estado de Madre que le viene a la cabeza a Thomas cuando piensa
«mamá», la versión rejuvenecida de su niñez y primera adolescencia.
Aunque ella no fumaría, ni llevaría cuarteada la base de maquillaje, ni
parecería tan insegura, inofensiva, blanda. Le da pena su candor, así que
reprime el impulso de pedirle de nuevo la lista, deja que hable.
—Y qué frío hace por las noches, con el calor que pensé que pasaría en
España.
—...
—No sé por qué dices que no es bonito. Tiene encanto. Me gusta que esté
tan aislado.
—...
—¿Tú a qué te dedicas? ¿De dónde era tu madre? ¿Eso está en Delaware?
Yo crecí en Oregón. ¿Has estado alguna vez en América? ¿Por qué estás
pasando aquí una temporada? ¿Tienes coche? Si quisieras, podríamos ir
algún día a buscar comida nosotros mismos, yo no tengo coche, pero me
encanta conducir. ¿A qué te dedicas? ¿Es posible que alguna vez haya
escuchado algo tuyo? ¿Y estás solo? Mi favorito es Debussy, aunque
tampoco sé mucho... ¿Y el tuyo? Yo enseño literatura, pero en un instituto,
así que poco puedo hacer con esos indios. ¿Has leído alguna vez Sonata del
claro de luna? No me gusta leer en e-book, pero he tenido que
acostumbrarme. Ah, sí, no se me olvida. ¿Qué vas a comprar tú?
—Comida para mi perro, legumbre, pasta, alguna cosa así.
Spencer pregunta si «de verdad tiene perro» con cara de ilusión mientras
enciende otro cigarro con su chicle correspondiente. Debe de detectar su
hastío, porque su rostro se desinfla como un suflé y murmura con rapidez
«mantequilla harina de maíz queso cheddar pasta cereales leche pollo
congelado Sprite kétchup yogur» disculpándose con la mirada.
—Vale, genial. Voy dentro a decírselo a la camarera. Encantado de
conocerte.
Spencer se queda quieta y sonríe nerviosa. Su cigarro ahora es pura
ceniza, pero no golpea el dedo para que caiga. Tampoco responde.
—Bueno, ya nos vemos. Te pido todo.
Aunque no había nada excesivamente complicado, Thomas lo traduce a la
Camarera y acepta una corteza de cerdo de regalo para Mayordomo.
—¿Quieres que te invite a algo más? ¿Una cerveza? A lo mejor me tomo
una en un rato. Podemos hacerlo juntos.
—Todavía es lunes —dice Thomas como excusa, como si él no fuera la
clase de persona que es capaz de empercharse una buena loncha cualquier
día de la semana.
—Bueno. —Hace un mohín de disgusto y se empeña en pasar la bayeta
por lo ya limpiado—. Te aviso cuando llegue todo. Si quieres, te lo llevo a
la puerta.
—No hace falta.
Thomas da las gracias y se escabulle. Al salir, Spencer todavía está ahí,
fumando. ¿Lo espera? Sonríe de nuevo sin acercarse o despedirse. Sí, está
esperando a ver qué hace Thomas, y lo que hace Thomas es alejarse. Ya ha
recibido demasiada atención por un día, se siente fresco, quiere revisar el
material que grabó el último fin de semana, quizá ver alguna película
sencilla y lacrimógena para dormir bien de una vez. Antes, pasear a
Mayordomo, aunque en esta ocasión por un camino más plano y concurrido,
el que va al pueblo de al lado. Camina los escasos metros hasta casa y deja
que el perro salga y se coma la corteza en la calle.
—Así que este es el perro —dice Spencer a su espalda, sorprendiéndolo.
A Mayordomo también le sorprende, porque ladra como si fuera una
amenaza y Thomas tiene que cogerle del collar para obligarlo a sentarse. No
es agresivo, pero es una mezcla de galgo y pastor alemán, así que tiene buen
tamaño, y Spencer parece la típica persona capaz de dar grititos y hacer
aspavientos si se acerca.
—Perdona. Me has asustado, y por eso también se ha asustado él. No hace
nada.
Ella dice que no importa, aunque tiene los brazos cruzados e inclina el
cuerpo hacia atrás.
—¿Vas a pasearlo?
—Solo un poco, ya lo he sacado esta mañana.
—¿Por la calle de arriba? —Se frota los brazos, hace frío—. ¿O hacia el
campo?
¿Cuál es la respuesta correcta para que no quiera acompañarlo? El perro
ha dejado de ladrar, pero lo siente intranquilo bajo su mano.
—Por el campo, en un rato. Voy a abrigarme y a darle algo de comer para
que se calme. —No la mira a la cara. Finge que toda su atención está en
sostener a Mayordomo—. ¡Hasta luego!
—Hasta mañana —contesta ella con un gallo.
Cierra la puerta de casa. ¿Cuánto tiene que esperar para que se vaya? Qué
pesada, por favor. Para desgracia de Mayordomo, el paseo se reduce a diez
o quince minutos, no quiere arriesgarse a que caiga la noche. Si bien está
convencido de que fue una paranoia (y, aunque hubiera alguien más con él en
los campos, eso no significa que se tratase de un temible asesino en serie),
recuerda con claridad la revelación de la otra noche: este pueblo está tan
lejos de todo que, si te sales de sus lindes obvios, podría sucederle a uno
cualquier cosa con total impunidad.
Amanece horas después en las eras del norte del pueblo. Le duele la
mandíbula y lo primero que percibe son las zarzas, apretándose contra su
carne, y después el balido de las ovejas, que se arremolinan en la verja junto
a él. ¿Tiene sangre? Sí, hay restos de sangre, aunque no sabría decir de
dónde viene. Tal vez tiene microheridas en la cara, porque nota la barba
densa y pastosa. Se la toca. También le apesta el aliento y tiene el interior de
las mejillas irritado, no sabe por qué. Es de día ya. Está descalzo. ¿Cómo
volver a casa? ¿Alguien lo habrá visto? Si Luis cuenta cómo se lo encontró
anoche y lo ven tirado en el campo, ya puede olvidarse de que se lo
considere simplemente un rarito y cruce la línea a drogadicto o demente. ¿En
qué estado de conciencia tenía que encontrarse para caminar hasta el aprisco
solo con unos calcetines llenos de bolas? Estornuda. Ha cogido frío. Una de
las ovejas bala demasiado cerca.
—Estoy aquí —dice la voz de Spencer a su lado—. Por fin despiertas.
Él se sobresalta, pero ella se inclina a su lado y le acaricia la cabeza
como nunca lo ha hecho su propia madre. Él no la mira, sigue con la vista en
las ovejas, apestosas y sonrientes.
—Me llamaste anoche —prosigue ella—. ¿No te acuerdas? A las cuatro
de la mañana, muchas veces. Anda, te acompaño a casa. Ayer toqué tu
puerta, pero no abriste. Cuando me despertó la llamada, hace un par de
horas, corrí a tu casa, y tampoco me abriste. Llevo más de una hora
buscándote.
Está sudada y jadea como un asmático, pero aun así coge un Marlboro de
su bolsillo y lo prende.
—¿Qué hora es? —A Thomas le tiembla la voz. Está congelado, y
respirar duele con sabor a hierba del campo.
—Las seis y algo de la mañana. ¿Por qué me llamaste anoche? Estaba
preocupadísima. Y no estabas en ningún lado. Suerte que se me ocurrió
mirar por aquí...
Thomas se frota las sienes. Aún no tiene fuerzas para levantarse y Spencer
no le mete prisa, mantiene su gesto maternal y fuma como si suspirase. Al
menos cuando vuelva con ella su paseo matutino no resultará tan extraño.
Podrían ser de esas personas saludables que quedan para hacer jogging, y él
un integrista paleodietético que no cree en el uso de zapatos. Ella dice algo
de que tiene unos cruasanes y puede invitarlo a desayunar, y que le cuente lo
que quiera contarle.
De repente Thomas ve con claridad que Spencer ha ocupado el rol
sintáctico de Julián en su psique. Qué extraño. Siempre necesito un Sancho
Panza. Aún le va rara la cabeza, como si siguiera colocado. Las diferencias
fundamentales son que la conversación durante el desayuno no resultará ni de
cerca igual de estimulante, y que, a cambio, Spencer nunca le juzgaría: para
empezar, ella parece tan dispuesta a fumarse a diario como él, y para seguir,
es consciente de que su relación no es horizontal, y está más que conforme
con ello. Julián es el padre que reprende, ella la madre que reconforta. Al
revés que los suyos. Por fin puede levantarse.
—Anoche tomé ketamina. Quizá más de la cuenta. Puede que hasta dejara
la puerta abierta y se escapase Mayordomo. Un desastre. Tuve unos sueños
horribles. Supongo que por eso te llamé. Me encuentro fatal.
Comienzan a andar ladera abajo. Ella le ofrece el brazo y él esta vez lo
acepta, porque pisar la grava descalzo resulta doloroso, especialmente en la
almohadilla del pie derecho.
—¿La tomaste para componer?
—Más o menos. Paremos un momento. En realidad, no. —Nota que ella
acaricia su codo con suavidad, y recobra fuerzas—. Llevo días sin sacar
nada. Pero no me queda casi marihuana, y estaba un poco alterado. Pensé...
—No está bien que hagas eso.
—Ya.
Se prepara para la reprimenda. Están llegando al pueblo y Spencer lo guía
directamente a su casa.
—Si alguna vez quieres tomar algo así, avísame —continúa—. Puedo
estar al tanto, no me importa compartir el espacio en silencio, sin molestar.
De hecho, eso me gusta. Solía hacerlo con Arthur. Y tengo marihuana de
sobra. No tanto de la que solemos tomar, pero sí índica. Podemos fumar lo
que quieras. Anda, dúchate aquí, te daré alguna camiseta vieja y unas
deportivas para que vuelvas a casa.
La de Spencer está más limpia que la última vez que vino y huele a
lavanda. Ella lo guía hasta el cuarto de baño y trae lo prometido. Se esmera
demasiado en detallar qué jabón y cremas tiene. Él está temblando, se da
cuenta entonces.
—Gracias.
—Pero ¿qué tienes ahí?
Uno de sus calcetines está completamente ensangrentado, y ella lo obliga a
sentarse en la taza, trae gasas y agua oxigenada y se arrodilla para curarle.
Lo observa desde sus pies, algo que por norma entraría en la categoría de
«demasiado íntimo» para Thomas, pero que ahora le resulta indiferente.
Tampoco intenta nada raro, mucho menos conversar.
—Cuando salgas del agua te lo vendo. Estaba preocupada de verdad. Has
desaparecido dos días, y no me contestabas cuando llamaba a la puerta.
—Lo siento, lo siento.
—Da igual. Lo siento yo, si te he agobiado. —Baja sus ojos de cerdito al
suelo—. No quiero agobiarte.
—No me agobias. Gracias.
¿De verdad va a ser tan sencillo? Lo es. Cuando sale del baño, ella lo
espera con las gasas, el café y los cruasanes prometidos, y también con una
bolsita de marihuana sobre la mesa.
—Huele. Es de interior. Te va a flipar. Te pongo una venda enseguida.
Aunque a Thomas no le apetece demasiado, lo hace, y solo con olfatearla
se marea. Spencer ríe y enciende el tercer o cuarto Marlboro de la mañana
después de curar y mimar su pie derecho.
—Con calma. Vamos a desayunar, descansa, y vuelve esta tarde si quieres.
Nos fumamos lo que te apetezca. Y, si quieres componer, podemos ir a la
tuya. No molesto.
¿Tan desesperada está por la compañía? Pero eso hace que se sienta algo
mejor. Al menos su fragilidad se cambia por otra. Casi siente que está
prestando un servicio comunitario.
Quería ser fuerte y descansar, pero no lo consigue: a las siete de la tarde está
en la puerta de Spencer, llamando. Para ser sinceros, esperaba que ella
acudiera antes, como solía, pero la encuentra repantingada en su sofá, de un
inusitado buen humor.
—Tengo un porro a medias —dice—. Adelante.
Se lo pasa. En el televisor hay un vídeo silenciado de un programa del
corazón. La casa está mucho más desordenada que esa misma mañana y
apesta a tabaco, tanto que parece que haya habido más gente ahí, fumando y
revolviéndolo todo. Sobre la mesa baja frente al sofá está el ordenador, que
reproduce un vídeo de National Geographic sobre osos pardos de los
bosques de Minnesota.
—Me encantan los osos cuando estoy fumada. Pruébalo.
Thomas lo hace, y la marihuana es tan fuerte que con solo una calada ya se
siente flotar (que era justo lo que necesitaba, después de un día de mierda
lamentándose por el pésimo padre que es para Mayordomo, que no consentía
que le mirase el ojo herido). Spencer está parlanchina, ahonda sobre la
situación familiar y algunos problemas con su hermana menor, de la que ya
habían hablado alguna vez sin que a él le resultase nada estimulante.
—¿Tú tienes hermanos? Voy a abrir un poco la ventana...
—Sí, uno. Es psicoanalista, como mis padres. Son insoportables.
Ríen pese a que la broma no es para tanto. Thomas ha fumado casi todo lo
que queda de porro sin que Spencer le pida nada, y cuando se lo da y baja la
vista al ordenador, le parece que el oso le está guiñando un ojo antes de
lanzarse contra un pez salvaje.
—¿De verdad esto es solo marihuana?
—Es buena, ¿no?
La alucinación del oso se interrumpe por un aviso de que al ordenador le
queda poca batería. Él le da a «aceptar», pero el vídeo ha quedado en pausa
y no vuelve a activarlo. A Spencer le da igual. En cualquier caso, el oso está
bien cómodo en su bosque americano, mejor que se quede así. Alza la vista.
Spencer está liando la segunda L de la tarde con torpeza, sentada en el borde
del silloncito patrocinado por el Ayuntamiento. Extrañeza, es eso lo que
siente al ver la escena después de la panchedad del oso: la luz enferma de la
bombilla del salón iluminando el cogollo metido en su bolsa, el televisor
silenciado de fondo, la alfombra las pelusas la suciedad la esperanza en los
ojos de Spencer el grinder el frío colándose por dos dedos de ventana; y él
ahí, en medio, revolcándose en la mierda. ¿Qué cara tendré ahora mismo?
Pues probablemente un yonqui ojeroso mal sentado entre el sofá y esta mesa
ridícula. Quizá lo que comentan en el pueblo sin cesar no sea ni su rareza, ni
su elitismo, ni sus visitas a Spencer, sino que es un puto drogadicto (con toda
la razón). Ya basta.
Spencer sonríe como el gato de Cheshire. Le ha adivinado el pensamiento.
Enciende el porro, se lo tiende: Thomas quiere imaginarse que el rojo de la
punta no significa «encendido» sino que es una minúscula señal de Dirección
Prohibida a la que él obedecerá como buen ciudadano que es. Entrecierra
los ojos para mantener la ilusión, pero es como si al puntito rojo le salieran
brazos piernas una falda y todo y se pusiera a bailar un ritmillo latino
dormidero que le dice «¡qué pasa!, ¡qué pasa!» mientras se mueve cada vez
más seductoramente. Lo coge y sorbe. Al aspirar se le desbloquean las
orejas, compuerta de buzo. El ritmillo latino estaba fuera de su cabeza,
Spencer lo acaba de poner en el ordenador. Él le devuelve el porro, ella
fuma, se lo devuelve y él lo tiene que coger de nuevo. ¿Es que no va a dejar
de sonreír como una encantadora de serpientes? Pues no, parece que Spencer
va a seguir sonriendo.
—¿De dónde has sacado esta mierda?
—La compré antes de venir a este pueblo —responde ella, sin más
explicaciones—. Aunque tampoco me queda tanta. Solo un poco de esta, y un
poco de la normal. Pensé que no necesitaría para tanto tiempo, pero vaya. Te
daré de esta. A lo mejor te sirve para componer.
—¿Y qué vas a hacer cuando se acabe?
—¿Tú no tienes nada?
—Sí, pero poco. Quita la música. Me da dolor de cabeza.
En realidad no es así, pero a Thomas le parece que Spencer se ha sentado
demasiado cerca y es una excusa para que tenga que levantarse y él pueda
escurrirse hacia el baño cual lagartija. Tras lavarse la cara y mirarse
fijamente las pupilas diez minutos se le baja un poco el colocón. O eso cree.
Trata de imaginar la voz de Julián prometiéndole que todo estará bien, su
cara superpuesta a la suya en el espejo. No puede.
Al volver, en el ordenador ya no está el oso pancho, sino una web negra
llena de letras blancas, Spencer se acerca mucho para leerlas, pero lo hace
por encima de las gafas, que se le escurren por la nariz. Así que en las
manos de esta sujeta está la educación de la futura América.
—¿Qué haces?
—Ven. Vamos a guardarnos ese medio para mañana. Llevo tiempo
pensando en probar esto.
—Qué.
—Ven, ven.
Se acuclilla junto a ella, teniendo cuidado de que no se rocen sus brazos,
si bien están tan cerca que puede sentir con claridad su aura de calor. Es una
página en inglés. Pone: «iDoser. Binaural Doses for Every Imaginable
Mood».
—¿Qué es esto? ¿Una droga virtual?
—Una droga auditiva. Estuvo de moda hace unos años, cuando aún
éramos adolescentes. Se basa en...
—Sé lo que son los sonidos binaurales. —Está a punto de explicarle que
trabajó con ellos en su último libro, pero seguro que Spencer ya lo sabe.
¿Por eso lo ha elegido? Mejor no preguntar.
Spencer relata a trompicones cómo funciona mientras navega por la
página.
—Esto te da la sensación de ciertas drogas sin tener que tomarlas, solo
con ondas de sonido. Voy a buscar los cascos grandes —dice, y Thomas
sigue investigando, forzando la vista para distinguir las diminutas letras.
Hay una sección con sustancias habituales: absenta, ácido, adrenalina,
marihuana, peyote, LSD. Otra muy siniestra con medicamentos legales o de
creación propia: Ambien, oxicodona, un audio de cuarenta y cinco minutos
para prevenir el alzhéimer. La web clasifica los sonidos según su nivel de
fuerza y, en consecuencia, varía el precio. La típica estupidez que está claro
que no funciona, o que solo puede alterar a alguien que jamás se haya metido
un buen chute. Pero qué más da. Queda poco por hacer, Spencer tiene razón:
hay que dosificar lo que tienen, habida cuenta de la escasez (aunque Thomas
no le ha contado que tiene un ketazo guardado).
—Pago yo —dice Thomas—. Ya me has invitado a mucho. Aunque no
creo que funcione. No hay grandes datos científicos a favor de las ondas
binaurales.
Spencer vuelve, desenrollando unos cascos blancos y enormes con el logo
de SkullCandy y sosteniendo un iPod.
—Entonces ¿por qué quieres probarlo?
—Curiosidad profesional.
Ella le muestra otra sección. Se llama «Love», con emociones románticas,
sexuales o amistosas. Anuncian un audio que simula el efecto de la asfixia
sexual durante cuarenta y cinco minutos. Hay dosis estimulantes, calmantes,
espirituales, otra sección con pistas de audio que emulan drogas ficticias que
aparecen en películas y libros o que te hacen sentir como según qué especie
extraña del World of Warcraft.
—¿Cuál quieres? —pregunta a Spencer.
—Según la dosis, alguien tiene que vigilar. Espera, he sacado el link de
las más interesantes. Pero no tenemos que pagar, tengo una versión pirata.
Ahora me las pongo en el iPod.
De repente, a Thomas se le antoja que Spencer está a) demasiado sobria:
¿no ha fumado igual que él?; b) demasiado preparada para la situación: ¿no
planeará algo raro?, ¿sumisión musical de la virilidad de Thomas? Cállate,
estúpido, no seas paranoico: siempre igual y nunca hay ningún peligro.
Mira los audios seleccionados por Spencer:
Suicidio
Muerte
Puerta de Hades
La Mano de Dios
Puerta del Cielo
Son largos, de una media hora o más, y todos ellos están calificados como
extremos.
—Yo creo que las mejores son La Mano de Dios y Puerta de Hades —
sugiere ella—. Pero con esas hay que tener cuidado: probé una con una
amiga por webcam y fue muy fuerte.
La Mano de Dios promete que «no es apta para el consumo público»,
pues es demasiado poderosa y algunas personas se han visto obligadas a
abandonarla antes de terminar. La experiencia, por resumir lo que dice la
web, es que te toque la mano de Dios. «Parpadeo agitado, clarividencia casi
sobrenatural, anillos de luz y una gran visión, pero también miedo,
descubrimientos sobre uno mismo y el colapso de todos los sentidos».
Puerta de Hades es más breve: «Humo del tormento de los condenados.
Llanto y rechinar de dientes. Muerte. Destrucción. Sin descanso día y noche.
Espere pesadillas, experiencias cercanas a la muerte y pánico. Esta dosis
surge del fracaso de otra, y la ofrecemos solo para aquellos que deseen
experimentar el abismo».
Thomas deja escapar una risa nerviosa.
—Soy un infantil. No puedo evitar que estas cosas me llamen la atención,
aunque luego me sienta ridículo.
—¿El qué, la música siniestra? —Spencer arquea una ceja.
—No. Siniestra secundariamente. La idea de comunión espiritual a través
del sonido. Éxtasis dionisiaco, control musical de fieras, Eleusis. Como si
de repente entrases en la sintonía del cielo y cambiase la escala de tu
existencia.
—Sabía que te gustaría...
Spencer lo mira con ojos de carnero degollado, casi con amor, y luego se
repantinga en el sofá.
—Leí el otro día un libro sobre el tema. Casi pensé que me lo habías
regalado tú. ¿Puedo abrir?
—Sí, sí...
Spencer extiende la mano para tocarlo cuando se aproxima a la ventana y
Thomas se deja, su mano rozándole las piernas como una puerta abatible. La
luna está llena y se escuchan a los perros de los cazadores ladrando en el
horizonte. Respira hondo y casi tiene que agarrarse a la reja para no caerse.
—Eh, que te vas...
—Suelta. ¿Tienes algo de comer? Gracias. —Thomas se sienta en el
suelo, acepta la bolsa de patatas y engulle el primer puñado, y el segundo, y
más hasta que se repone. No sabe qué hace Spencer, porque mantiene los
ojos cerrados.
—¿Y si probamos este a la vez?
Le enseña una web distinta, pero que tiene las dosis para descargar en
mp4. Clica sobre una que se llama Scorpio.
—¿Y esa qué hace?
Thomas se concentra en un bote de crema apretado irregularmente que hay
en uno de los estantes. Mirar a la pantalla lo ha mareado. El bote es rosa y
blanco, parece de una marca barata, y reza en unas letras negras «talones
agrietados», y él no puede evitar imaginarse cómo serán los talones
agrietados de Spencer, las uñas de los pies largas, dos o tres pelos
adornando los pulgares.
—No es de las oficiales. O sea, no está producida por iDoser, solo se
basa en su lógica, pero me parecía que te pegaba probarla. Podemos hacerlo
juntos, cada uno con sus cascos. Tengo un ladrón para poder conectar dos
cascos. ¿Qué te parece?
Thomas vuelve a cerrar los ojos y los imagina tumbados en la cama de
ella, cada uno con sus cascos y la cara tapada, casi el fotograma de una
película indie, y luego sus índices rozándose en la oscuridad.
—Has dicho que hay que vigilar, ¿verdad? Pues mejor tú primero. Quiero
enterarme bien cuando pruebe, y no estoy muy lúcido que se diga... Prueba tú
y otro día lo hacemos juntos.
Spencer no está del todo conforme, pero le explica algunos pormenores
sobre qué debe hacerse para que funcione. Dice que hoy escuchará Puerta
de Hades, prefiere que prueben Scorpio juntos. Thomas no retiene una pizca
de información, aunque le queda claro que ha investigado la cuestión a
fondo. Le pone vídeos en YouTube de personas escuchando Puerta de
Hades, gente grabada en bajísima resolución, con un pañuelo cubriéndoles la
cara a modo de sudario, convulsionando y dando pequeños gritos mientras
sube tanto el volumen de audio que se puede escuchar a través de la cámara.
No hay ningún vídeo de reacciones a Scorpio. Por lo que Thomas puede
intuir, el hit de la grabación es un re menor bajísimo y extremadamente agudo
que se escucha a través de los cascos de los sujetos de pruebas. Spencer
coge el teléfono con la música ya cargada y se lo lleva al cuarto, Thomas
duda. Si el resto de la casa ya le producía extrañeza, el cuarto más: lo único
que ha añadido Spencer a la decoración aséptica del Ayuntamiento son dos o
tres jerséis tirados, varios mandalas y fotografías mal pegadas con celo en la
pared, una pipa de marihuana y una lámpara de lava rosa y azul. Antes de
que Thomas pueda reaccionar, arranca dos fotografías de la pared.
—¿Y eso?
—Recuerdos. No quiero saber que las tengo encima y que me dé mal
viaje.
—¿Las guardo?
—Yo —responde con agresividad (la primera vez que Thomas la ve
mostrar un poco de nervio desde que la conoce). Quizá sí está algo
colocada.
—Vale, vale.
Ella se prepara en su cama, se tapa la cara con un jersey que estaba por
ahí tirado y pone las manos sobre el pecho, como si estuviera muerta.
—No toques mis cosas mientras vigilas —pide. No parece vulnerable,
sino enfadada, su rostro ya no es un suflé redondito, sino una pasa agresiva
—. ¿Prometido?
—Vale, vale.
—Quédate cerca por si me pasa algo. Tampoco toques el ordenador.
Entretente en cualquier cosa. ¿Apagas la luz de este cuarto?
¿Qué coño le ocurre? Como el colocón se le ha bajado bastante, Thomas
abre una de las cervezas de la nevera y se sienta en el salón con su propio
teléfono. Puerta de Hades dura veinticuatro minutos de audio. Si se asoma,
puede distinguir los pies de Spencer con la lámpara del salón. Llevaba
mucho tiempo sin mirar su teléfono para algo diferente a utilizar Spotify o
ver la hora. Decenas de mensajes: progenitores, varios grupos de amigos,
algún mensaje privado que le pregunta cómo está, y todos recordándole que
hace tres días (Thomas no lo recordó entonces, perdió la noción del tiempo)
hizo justo un año del entierro de Ángel.
—Pues sí, se me había olvidado —le dice al techo—. ¿Qué preferirías,
que hubiera estado sufriendo?
Si por Julián fuera, por lo que parece, sí, porque tiene doce notificaciones
acumuladas y las últimas son recriminaciones. ¿Por qué no contesta? ¿Está
bien? ¿No estará abusando? ¿Cuándo piensa coger el teléfono? Teclea una
respuesta con torpeza: «Todo bien. Solo componiendo. Ya te dije el otro día
que estaba mejor», y luego se da cuenta de que son las cuatro de la mañana y
que a lo mejor Julián no se lo cree, así que la borra. Se asoma. Spencer
respira deprisa, pero parece estar bien. Pese a que ha prometido que no lo
haría, coge el ordenador, solo para mirar la página del iDoser. Está abierto
por una ventana de YouTube. La cierra y acaba en la web que Spencer ha
utilizado para descargar ilegalmente los audios, blanca.
El foro se llama Sanctioned Suicide y no es la típica página de descarga
de música o películas. De hecho, el post en el que está publicado ni siquiera
va específicamente de iDoser, sino de algo que Thomas no termina de
comprender por mucho que pase las páginas. Una suerte de teoría de la
conspiración sobre sonidos que pueden hacer que pierdas el conatus para
vivir. El foro, en general, no es antisuicida o un espacio de autoayuda, sino
que parece animar a la muerte. El post que habla del iDoser adulterado,
Scorpio, dice lo siguiente:
Un producto técnico sin precedentes, basado en la afinación de las ondas con la resonancia
Schumann, el sonido que emite el espectro electromagnético de la Tierra. Al poner nuestro cerebro
en concordancia con el ritmo fundamental de nuestro planeta, la conciencia pierde toda noción del
Yo para abandonarse al Todo. La resonancia Schumann tiene una relación muy íntima con nuestra
conciencia del tiempo y con la armonía fundamental de nuestro planeta, como sabréis los que estéis
familiarizados con la teoría de la conspiración del HAARP. Algunos expertos piensan que los
cambios en nuestra ionosfera (que ha pasado de los 7,8 Hz a los 12 Hz de media) son los
responsables de que sintamos que el tiempo pasa cada vez más rápido, ya que la vivencia del
presente ha cambiado de las 24 h a las 16 h, por mucho que no lo registren nuestros relojes (van
más rápido). En cualquier caso, me pareció que podía tener relación con El lamento de Orión.
Quizá el sonido del juego se basaba en estas cuestiones. Además, no os resultará indiferente que el
creador (anónimo) haya decidido titular a este audio Scorpio.
FUERA DENTRO
—Abriré si me cuentas la
verdad. Toda la verdad.
—Venga, abre, estaremos mejor. Crac. Crac. Otro chasquido de
Juntos. cabeza. Vuelvo al suelo. Me muero
por un porro.
—Si descubro que mientes, no
—Vale, vale. abro. Y voy a saberlo.
El espacio se estrecha por la
derecha. Coche diminuto. Estar
lejos de la voz de Spencer es peor.
—¿Cómo lo sabrás, que miento? No quiero levantarme pero quiero
acercarme. Me arrastro.
—Por el Chip Cerebral
Empático.
Crac. Llego al otro lado del
garaje. Madera versus metal.
Los labios de Spencer se Si arrancase el coche en
arquean hacia arriba, pero no marcha contra la puerta exterior,
parece una sonrisa, sino una ¿qué pasaría? Galleta para
mueca involuntaria, un espasmo encoger seta Super Mario. Nos
bucal. colamos bajo la puerta del garaje
—Me hubiese gustado que nos jugamos con el mecano.
conociéramos más. Pero no
quedaba tiempo. Temía que —¿La oportunidad de qué?
sospechases de mí, y que se me
pasase la oportunidad.
Spencer se levanta a
trompicones, pero calmada. Baja —¿Y por qué yo era necesario?
los escalones muy muy ¿Obra de caridad? ¿Qué es ese
lentamente, apoyándose contra la olor?
pared, y entra a la casa. Se nota
que la conoce, por sus Silencio silencio pedí silencio
movimientos. No se para a no se me concedió pedí palabra y
observar el salón, aunque las la loca se calla. Hola??
llamas se extienden por la cómoda
y la mesa de comer. Sube —¿Hola?
escaleras arriba y pasa al cuarto
pequeño, no al de Thomas. Le A lo mejor se ha muerto la
cuesta más hacerlo de lo que cochina muerte por iDoser o a lo
debería, aunque quisiera ser mejor solo está callada me espera
rápida. debería salir empujón si está viva
y la tiro escaleras abajo a saber si
no gana mi cuerpo de meñique
Bajo la cama del cuarto de hola?
invitados, envuelta en una especie
de casulla, está la escopeta del —Mayordomo es un ser
abuelo de Thomas. Ella misma la privilegiado. No sabe lo que es la
dejó ahí. La coge. Camina muerte. He pensado muchas veces
escaleras abajo. Tal vez el fuego en la suya. —Es cierto aunque
haya empeorado en ese lapso de siniestro me imagino tumbado con
tiempo, qué importa, ni se fija. él en la cama no en el veterinario
—. Cómo haría que cuando llegase
el momento se marchase sin
saberlo y sin dolor. Ni de coña voy
Sale al patio interior, qué a condenarlo a arder.
pereza, subir las escaleras del
garaje. Pero debe. Lo acaricio hasta que se va solo
lo hago porque tiene una
enfermedad incurable o algo así
Toc. no por otra cosa.
Un escalón.
Toc. Golpeo.
Otro escalón.
Toc. Golpeo.
W. T. VOLLM ANN
Una tarde toda la familia menos él se fue a una de las exhibiciones de Marta.
Solían obligarlo a acudir, pero esta vez dijo que tenía que estudiar, al fin y al
cabo ya estaba en el instituto. ¿Y si se conectaba? ¿Qué podía pasar? Eso
hizo: se metió en los foros correspondientes y pasó tres horas hablando por
mensajes privados con un tal NightWhite, un chico algo mayor que le dio su
Messenger. Luego consiguió los Messenger de otros miembros, y posteó, y
se metió en un debate anticlerical (él era anticlerical principalmente porque
su madre era una meapilas) que le granjeó muchos mensajes privados.
Su perfil no tenía fotografía, sino una imagen de cómo se imaginaba que
podría ser su personaje en el foro de Bleach. Nadie ponía su propia cara por
aquel entonces, daba miedo la mirada ajena. También se hizo esa tarde una
firma para los foros con una frase de Nietzsche: «El individuo ha luchado
siempre para no ser absorbido por la tribu. Pero ningún precio es demasiado
alto por el privilegio de ser uno mismo». No estaba seguro de si de verdad
luchaba por no ser absorbido por la tribu o más bien la tribu no tenía ningún
interés por absorberlo a él, pero prefería verlo de ese modo (y era cierto que
menospreciaba a sus compañeros de clase, las chicas malas y los brutos que
solo sabían hablar de Zidane o Figo). Tampoco sabía demasiado sobre el
autor de la frase, la había encontrado en la entrada de blog Las ciento diez
mejores frases de Friedrich Nietzsche, que NightWhite le había enviado a
raíz del hilo dedicado al ateísmo sulfurado.
—¡Vi tu nueva firma! Puedo pasarte algún libro de Nietzsche si quieres —
le diría después, tras más de tres días de desconexión—. Me sé todas las
frases de esa web de memoria.
Regresaron tarde. Su madre se disculpó porque no le habían dejado cena y
Manuel dijo que no importaba. Tenía un secreto y lectura pendiente. Un
secreto que se multiplicó durante más y más funciones de Marta y noches en
las que se quedaba despierto hasta bien pasadas las doce. Luego iba con
ojeras al instituto, pero qué más daba. Es más fácil ignorar la estupidez
cuando sigues somnoliento y, por suerte, no era de esos a los que otros
quieren dominar o fustigar físicamente. Lo ignoraban, nunca lo elegían para
nada y a veces se burlaban de su gordura o de lo bajito que era, cosas así,
pero no tenía que estar despabilado para evitar golpes o jugarretas. Solo
esperaba que la factura no reflejase sus conexiones nocturnas.
Fue un gran mes: hablaba con NightWhite cada noche, y también con otros
miembros de los foros, incluso con alguna chica. Pero, para escándalo de su
padre (que no pudo no enterarse), la factura del teléfono fue siete mil pesetas
más alta de lo que debía ser al final del periodo. Jamás olvidaría esa bronca,
ni tampoco los dos meses sin internet en casa ni paga semanal para sufragar
su dispendio; ni los miles de excusas para pasar tiempo en la biblioteca
municipal y así poder atender a sus nuevos amigos de la red.
Lo único bueno de la situación era que cada vez que se conectaba tenía al
menos una docena de mensajes pendientes, algo a lo que no estaba
acostumbrado, a sentirse solicitado, y además por gente a la que respetaba
de verdad, como NightWhite. Ojalá viviera en Terrassa y fuese su mejor
amigo. Por lo demás, todo era deprimente: a uno de los ordenadores de la
biblioteca ni siquiera le funcionaban la Q y la W. En primavera, comenzó a
ir cada tarde, con la excusa de estudiar (aunque no necesitaba hacerlo para
mantener una media de nueve), e incluso se echó una cibernovia a través de
uno de los foros, Lunnaris Ayshell. Era de Salamanca, y fantaseaban con
verse alguna vez a medio camino, quizá en Madrid. Pasaban horas hablando
de libros, cómics y los pocos amigos que tenían en el instituto (sobre todo
ella; él insistía en que tenía dos, exageraba sus cualidades, mitigaba su
impopularidad).
A veces, Lunnaris sugería que podían hacer webcam o intercambiarse
fotos. Él ponía como excusa que no tenía ordenador propio (como si no lo
tuviera, para el caso), porque le daba vergüenza enseñar su cara; prefería ser
una imagen de anime con lágrimas negras bajo los ojos. Lunnaris era un chibi
con el cabello rosa palo. La imaginaba como una de las menos populares,
tímida, delgada, vestida como las chicas emo de Suicide Girls con las que se
había masturbado en alguna ocasión, cuando aún tenía internet en casa.
Probablemente no sería tan guapa, solo tenía doce años. La hermana menor
de una Suicide Girl, pues.
Fue ella la que lo introdujo en el cine y le recomendó que viera películas
como Las posibles vidas de Mr. Nobody, Submarine, El club de la lucha o
Donnie Darko. Él las vio todas en la biblioteca, bajo la atenta mirada de la
encargada, que insistía en revisar que no eran «ninguna guarrada» (aunque le
tenía cariño: era el único adolescente de la zona que parecía aceptar sus
recomendaciones de libros, a veces un poco infantiles para su gusto).
Cuando saltaba el límite de los setenta y dos minutos de la página ilegal, lo
obligaba a dejar su ordenador a otra persona, aunque nunca antes. Le pasó
las películas a NightWhite, que cada vez era más amigo suyo, pero ya las
había visto. Siempre le sacaba ventaja en todo.
En junio, casi a punto de terminarse su castigo, Lunnaris subió una foto a
Fotolog por su cumpleaños. Hacía trece. Estaba nerviosa por hacerlo,
incluso le escribió un mensaje en Messenger advirtiéndole que en la red
estaba su cara, ella con su única amiga en un Telepizza de Salamanca. Él
entró directamente: le había dicho que era bajita (lo prefería, porque no era
probable que él mismo fuera a crecer mucho más), que tenía pecas, y tantas
noches había pasado imaginando dichos atributos.
Su Fotolog era negro con la letra violeta, y siempre ponía de título a sus
publicaciones un montón de emojis de murciélago. Bajo el título estaba la
imagen: dos muchachas detrás de una gigantesca pizza barbacoa, con los
labios mal pintados de negro o violeta muy oscuro; la calidad no era muy
buena. Una de las dos chicas era raquítica, con una nariz enorme y un aparato
de dientes de esos que tenían gomitas de colores. Llevaba una camiseta de
Pesadilla antes de Navidad y un collar de pinchos, y era fea sin discusión
posible. La otra era casi peor, pese a que sus rasgos de partida no eran tan
malos (al menos no tenía una nariz como un sable): su sobrepeso rozaba la
obesidad mórbida y tenía la cara llena de granos amoratados coronados por
volcanes de pus. Iba vestida con un encaje gótico que jamás podría resultar
erótico en su cuerpo.
Leyó la descripción. Lunnaris era la segunda chica. Se parecía a una de
sus compañeras de clase, Ángela, igual de poco agraciada e incluso más
marginada que él; hasta los profesores se reían de ella cuando se dormía
junto al radiador embutida en su sudadera gigantesca. ¿Había pasado tres
meses saliendo con una Ángela? Qué vergüenza. ¿Y qué iba a hacer ahora?
Por aquel entonces dividía a las mujeres en dos tipos: humanos
despreciables, atléticos y depilados, enseñando la cadera por encima de los
technowaves, y otras que, por la pinta que tenían, más les valdría ser un
chico y al menos así tener excusa para abandonarse. Manuel había soñado
con la posibilidad de un estrato intermedio, chicas no tan bellas como las
primeras pero sí pasables, y con un interior sensible y culto como el de
Lunnaris Ayshell (o con la apariencia de una Suicide Girl, las más
afortunadas). Tal vez asiáticas. Pero no le cabía en la cabeza que el objeto
de su deseo pudiera ser una Ángela, y menos una Ángela refea.
Ella debió de darse cuenta de que algo no había funcionado: le escribió
con insistencia, aunque él le dijo que estaba viendo una película y más tarde
puso Messenger en invisible (pero posteó en los foros, y ella lo vio). Le
envió un par de zumbidos y no tuvo más remedio que contestar que estaba
ocupado, estudiando. Al rato, le pidió una fotografía suya como intercambio
y la dirección de su casa para enviarle una carta manuscrita. Él blandió la
excusa archirrepetida de que no tenía webcam. A lo segundo no contestó.
¿Y qué podía esperar?, reflexionó Manuel esa noche, examinándose ante
el espejo del baño. Él también era una Ángela. Pero eso no lo hizo sentir
mejor: compadecerse por ella era compadecerse por sí mismo. Y su padre
había dejado claro muchas veces que eso era de maricones.
Apenas se masturbaba ya, nunca había tenido un impulso sexual
desenfrenado, aunque sí le gustaba fantasear sexual o románticamente para
poder dormir o para entretenerse en clases en las que tenía la certeza de que
pasaría la hora sentado. Más con el cariño disimulado de seducción que con
el acto sexual. Esa noche no pudo hacerlo, ni tampoco dormir: haber visto la
cara de Lunnaris hizo imposible proseguir con esa práctica, lo que conllevó
insomnio agravado y aburrimiento extremo (o angustioso) en las pocas
clases que quedaban. Trató de continuar con sus ensoñaciones con
personajes ficticios de algún libro o anime, como hacía antes de conocerla,
pero le parecía un paso atrás. Ella seguía escribiéndole, aunque apenas
contestaba. ¿La dirección de tu casa, porfa? Ni en broma, ya podía
imaginarse las risas de Marta resonando por la cocina.
Amigos comunes del foro le preguntaron. Lunnaris hizo un post sobre
desamor, y cada respuesta simpatizante la sentía como un ataque personal.
¿Cómo podía ser un hombre malo, si durante toda su vida solo había sido
receptor de la violencia de los hombres y del afilado desdén de las mujeres?
Cree que lo hizo decentemente en su primer polvo. Fue con esa chica de
Twitter en un hostal ruinoso de Poblenou. Había cumplido ya los veinte, así
que ni se le ocurrió reconocer que era virgen. Pasó una semana viendo porno
para estar a la altura. La chica tampoco tenía mucha experiencia: se quitó la
ropa dejándose un sujetador de lencería negra y cutre e hizo la estrella sobre
la cama. Él se imaginó la escena desde fuera y actuó como creía que lo haría
Night cuando follase. Todo salió mejor de lo esperado.
Después, ellos dos pasaron una noche completa hablando de sexo y
mujeres. Night tenía mucha más experiencia. Luego soñó con otro posible
polvo con esa chica de Twitter, pero lo hizo desde la perspectiva de ella
(podía ver sus pechos orondos o las muñecas tatuadas cuando bajaba la
barbilla en el sueño) y quien la penetraba era Night. Así que dejó de hablar
con él sobre esos temas, lo alteraba.
¿Envidiaba a Night o lo deseaba? Prefería no pensar en ello. A esas
alturas, era un experto en represión psíquica. Tampoco era tan importante:
cuando hablaban más seguido, más o menos una vez al mes, tenían muchas
cosas que contarse. Ya estaba en segundo de Historia por aquel entonces, y
Night en cuarto. Aunque sus conversaciones no fuesen tan frecuentes, seguía
siendo su persona favorita para pensar en voz alta.
A Night sí le gustaba pedirle consejos sobre sus enamoramientos
enfermizos. Solía elegir a chicas mucho más estúpidas que él, o que lo
trataban como un calcetín usado (aunque en general eran guapas.
Infinitamente más guapas que las pocas que conseguía Manuel, por mucho
que tratase de imitar el estilo de Night a la hora de escribir o de cortarse el
pelo).
—¿Y por qué no escoges a alguien con quien puedas hablar de más cosas?
—se atrevió a preguntarle una noche. Él tardó en contestar.
—No sé. Tampoco es que lo elija. Simplemente me gusta Ana. Me gusta
mucho.
—Pero es muy complicado. Lleva un año siendo complicado. —Y tanto:
ella era una celosa y una histriónica, y le había sido infiel—. ¿De verdad te
compensa?
—Creo que sí.
Ana era la chica con la que Night estaba saliendo, una compañera de la
universidad que estudiaba Derecho y que no tenía ni dos neuronas, aunque sí
le gustaba el metal. Había sido una adolescente gótica. De aquellos tiempos
le quedaba un pelo rojo Paramore, un eyeliner agresivo, un labret y dos
bolitas en las mejillas que hacían que pareciese que tenía hoyuelos. Por lo
demás, era una pija que no había leído un libro entero en los últimos cinco
años: en aquel momento ya existía Instagram, y lo que ella colgaba eran
vídeos de yoga (una calientapollas, con esos leggins, nada de sano ejercicio
o budismo zen), imágenes de sus perritos o sus amigas igual de pijas que
ella, y selfies en las que dejaba ver sus dos o tres tatuajes de runas nórdicas
(lo que suponía que había atraído a Night).
La detestaba. Detestaba que últimamente Night solo le hablase cuando ella
se lo hacía pasar mal, detestaba que no fuese capaz de comprender y valorar
a un chico como él, detestaba que estuviese buena (mucho más que cualquier
chica que él aspirase a conseguir) y que fuera estúpida. Le hacía recordar
cuánta importancia le había dado Night a que la Falsa Marta bailase. ¿Y si
solo le había gustado por guapa, popular y bailarina, y no por sus infinitas
conversaciones íntimas? Ah, pobre Night: en él se mezclaba un deseo
enorme de compartir la vida, lo sabía, pero también una fascinación zopenca
por las niñas monas que no le habían hecho caso en el instituto. Se lo dijo
una vez, cuando él volvió a hablarle de los problemas con Ana. Night se
enfadó. Discutieron, aunque fueron lo suficientemente elegantes para no
recurrir a su pasado como Marta para insultarse.
Unos años más tarde, Night, ahora @luisasensio, le dio like a una fotografía.
Eso le gustó. Aunque ya no pensaba tanto en él, en cierto modo sí lo hacía:
como no tenía a nadie alrededor cuyo criterio estético o intelectual apreciase
en profundidad, solía imaginarse qué pensaría de esto o aquello, los libros
que subía o las fotografías que sacaba. O de sus dos años matándose en el
gimnasio, para quitarse el resto de gordura infantil y desarrollar los bíceps.
Hasta la fecha, Manuel ya había tenido tres cuerpos diferentes: gordo,
muchacho raquítico y retaco de gimnasio. Le costaba identificarse consigo
mismo en el espejo. Crecer no podía, aunque sí vestirse bien y llevar un
buen corte de pelo. El único problema era que desde que comenzó la
universidad había desarrollado algo de estrabismo; no obstante, eso no
podía apreciarse en Instagram. Él le dio like a otra de vuelta, y así pasó una
semana, en la que se esforzó más que nunca en subir buen contenido.
Continuaba sin tener demasiados amigos, pero casi obligó a salir a los pocos
que tenía para que hubiese una imagen social, aunque seguía sin probar ni el
alcohol ni ninguna sustancia que le recordase a su padre. Ya apenas veía a
sus padres, mucho menos a la Auténtica Marta. También pasó horas en los
perfiles de Night: seguía saliendo con la tal Ana, había cientos de imágenes
felices, puede que incluso vivieran juntos, con un gato negro al que llamaban
Edgar. Sin embargo, la última imagen de Night, un paisaje de montaña, tenía
un pie de foto que reconoció del blog Las ciento diez mejores frases de
Friedrich Nietzsche: «El hombre es lo mismo que el árbol. Cuanto más
quiere elevarse hacia la altura y hacia la luz, tanto más fuertemente tienden
sus raíces hacia la tierra, hacia abajo, hacia lo oscuro, lo profundo, hacia el
mal». Habían hablado de esa frase. Como tampoco tenía mucho que perder,
le abrió conversación por privado y le envió el link de su publicación:
—¿Qué te pasa?
Night contestó enseguida:
—Cómo me conoces. ¿Puedo llamarte? ¿Sigues teniendo el mismo
número?
Vaciló un instante y, como cuando era la Falsa Marta, eso sirvió para
inquietar a Night y hacer que volviese a escribir:
—Siento si me pasé la otra vez. He visto tus fotos este tiempo, me he
acordado de ti. Pero me daba vergüenza hablarte. Creo que fui un exagerado.
—No pasa nada, también fue mi culpa. Es solo que —decidió devolverle
su dosis de vulnerabilidad— jamás nos hemos escuchado las voces. Pero
llámame, claro.
Se fue a un parque a caminar, no sabía si sería capaz de mantenerse
sentado durante la llamada, o antes. Lo primero que hicieron al descolgar fue
reírse. NightWhite mostró que había estado viendo sus posts, se interesó por
cómo iba su vida, su rutina de ejercicio, cada cosa que había colgado.
Después de todo, sí había sido el espectador perfecto para el escenario en el
que había convertido su vida.
—Estás mal por Ana, ¿no? —preguntó, una vez se sintió lo
suficientemente halagado.
—Sí, más o menos. Pero no por lo que creerías.
En esta ocasión, después de tres años de vaivenes, había sido él el infiel,
con una amiga común con la que había coincidido en un bar.
—Siempre me había llamado la atención —dijo Night—. Era muy lista.
Me acordé de lo que me preguntaste una vez... Bueno, al final nos acostamos
una noche en la que Ana no estaba. El viernes pasado. Ella no sabe nada,
claro, aunque no sé si alguien nos vio...
—¿Y esa otra chica te gusta?
—Sí. Pero no es justo para Ana. Ella lleva un año deprimida, con
pastillas y todo, ¿sabes? No se merece que le haga esto. Y a lo mejor lo he
hecho precisamente por eso, porque ella está mal y es muy demandante. He
sido un gilipollas. Ahora Ana está de vacaciones con sus padres todo el mes,
y cuando llama se me parte el corazón. Además, es muy celosa. Seguro que
se da cuenta enseguida. Y teníamos tantos planes...
A partir de ahí se inauguró una correspondencia ininterrumpida entre
ellos, con llamadas cada dos o tres días para discutir la situación de Night,
los pros y contras que tenía la otra chica (que era más inteligente e
interesante, pero más peligrosa) o seguir con Ana (que lo quería y
necesitaba, era buena, y femenina, y suave). Él no sabía si prefería que Night
saliera con una chica con la que pudiese hablar o con una Ana del montón; a
lo mejor, ahora que volvían a ser amigos, podía seguir saliendo con Ana
mientras hablaba con él de las cosas que ella no comprendía, y un nuevo
amor consume demasiado. Entonces le aconsejaba cortar con la otra chica
por lo sano y no decirle nada a Ana.
—¿Y eso no está fatal? ¿Mentir así? ¿A alguien a quien quieres?
Lo reflexionó unos instantes.
—El amor está más allá del Bien y del Mal —dijo, citando otra de las
Ciento diez mejores frases.
La conversación se acabó ahí esa noche. Night no dijo nada, y él no estaba
pensando en la buena de Ana. Luego se sentía culpable y cambiaba de idea.
¿No se merecía su amigo la felicidad? Esos virajes de opinión eran muy
fructíferos, ya que hacían que pasaran horas al teléfono, justo lo que Night
necesitaba y él llevaba años deseando. Y además, en los intermedios
hablaban de otros temas, y todo sin que él tuviese que fingir ser una chica.
Lo único que seguía siendo brusco eran las despedidas. Nada parecido al
lento adiós de su falso idilio adolescente.
—Siento haber pasado tanto de ti, tío —decía el mensaje de Night, seis
meses más tarde—. Arreglar las cosas con Ana y la otra me ha consumido
mucho, lo siento. ¿Me perdonas?
Se hizo el interesante durante unas treinta o cuarenta horas. Como suponía,
Night insistió:
—A cambio, tengo una buena noticia. He visto que ahora vives en
Barcelona, y Ana y yo pasaremos unos días por ahí la semana que viene.
Vamos a mudarnos y tenemos que ver pisos. Si quieres, podemos tomarnos
una cerveza mientras Ana está con sus tías. ¿Qué te parece?
Ahí sí que contestó. Le temblaban los dedos por la excitación al teclear.
Se recortaría el pelo y la barba antes de verse.
—Vale, no pasa nada, casi ni me había dado cuenta de tu ausencia, jajaja.
—Estupendo —dijo Night—. Pues llévame a un sitio guapo.
Y él pasó los tres días que faltaban para la quedada buscando el sitio más
guapo de Barcelona.
La noche anterior, Manuel se fumó dos porros para lograr dormir. Seguía
sin tomar una gota de alcohol, pero una de las chicas lamentables con las que
salió lo había metido en ese asunto hacía ya unos meses. Al menos consiguió
dormir sin sueños.
SØREN KIERKEGAARD ,
O lo uno o lo otro: fragmento de vida
MATTEO MARCUZZI
11 de julio
He perdido el otro cuaderno. Tal vez sea la señal de que debo dejar de
pensar en ello, he escrito demasiado sobre el tema y mañana hará ya seis
meses. Giacomo no se acordará, estoy casi segura; si lo hace, pensará en el
tiempo pasado como un logro, y no como el castigo que ha sido para mí. Ya
hemos superado lo peor, dirá, y cuántas cosas han sucedido desde entonces:
la gran cena por su cumpleaños, a la que asistieron los Sforza, el altercado
con aquel periodista de Corriere della Sera, incluso el Fiat nuevo, que tira
como sesenta caballos de la hacienda de su padre. El calendario es un
hombre, la memoria una mujer.
Me pregunto qué habrá pasado con el cuaderno. En otro momento hubiera
sospechado de Giacomo, pero ahora ni siquiera me escucha cuando hablo,
así que no creo que le interesen mis reflexiones privadas. No he podido
perderlo, apenas salgo de casa. ¿Tal vez la criada? Eso me molestaría. Es
algo más joven que yo. Prefería cuando las sirvientas me sacaban más de una
década y podía pensar en ellas como si se tratase de una madre. La imagino
riéndose de mi diario con sus amigas, criticando mis cremas, mis manías,
mis vestidos. No, no creo que lo haya cogido ella. En el fondo me gusta
tenerla. Sin Lenu, la casa estaría demasiado vacía, un escenario sin
personajes. A veces nos reímos juntas cuando cena conmigo porque no está
Giacomo. ¿Qué más da lo que haya pasado con el cuaderno? Nada importa
ya. A lo mejor lo perdí aposta, y es el primer signo de mi recuperación; a él
le encantaría pensar esto. El primer paso de una vida nueva. No volveré a
escribir sobre el tema.
12 de julio
He tenido que parar de escribir antes porque bajamos ya del coche y quería
deshacer la maleta. Me he mareado, Giacomo conducía muy rápido, como si
llegar fuera sinónimo de volver antes, y yo me he empeñado en escribir
durante todo el trayecto. Ahora está en la ducha. Se tomará más tiempo del
necesario, como siempre, así que puedo continuar.
Todo el mundo calló de golpe, algunos se levantaron de los sillones,
incluidos Giacomo y Bianca, pero no se hizo el silencio, el gramófono
seguía gritando su charlestón. El disparo provenía del pasillo, y varios
hombres se adelantaron en dirección hacia la puerta, haciendo un gesto de
protección ante las hembras que los acompañaban. Yo me adelanté con ellos.
Me resultó fácil esquivarlos para salir, nadie parecía querer abandonar la
sala y hacerse cargo de lo que había sucedido. Me apretujé entre los cuerpos
que trazaban un semicírculo en el corredor de las estatuas. El hechizo se
había roto para entonces: se escuchaban de nuevo gritos y murmullos, aunque
la jovialidad se había visto reemplazada por la urgencia. En el centro del
círculo estaba el barón de San Giuseppe como si fuese un mimo tratando de
interpretar una comedia excéntrica: las manos en la cabeza, la boca abierta,
una pistola en el suelo y los ojos clavados unos metros frente a él. Seguí la
dirección de su mirada y lo primero que vi fue un monóculo en el suelo,
intacto bajo el pedestal de una de las estatuas de Canturelli. Era el Gálata
herido, y en el Gálata se clavaban los ojos del barón, la cabeza de la estatua
mellada por el impacto de una bala. Otro barón hizo levantarse al de San
Giuseppe, parecía sonreír, no era el único que lo hacía. Pero nadie reía en
voz alta.
—Cazzo —dijo el barón de San Giuseppe. Parecía confuso, incapaz de
recoger la pistola del suelo, o su monóculo.
Se oyó un portazo escaleras arriba y todas las cabezas se giraron hacia
allí. El barón se revolvió, nervioso, un cerco de sudor cruzaba su camisa
blanca y se frotaba las manos en los pantalones. Alguien empezó a bajar los
escalones con unos mocasines que repicaban como campanas. Se detuvo
antes de llegar a nuestra altura. Era un hombre alto y trajeado, de unos
cuarenta años, con el pelo tan feroz como el de Giacomo y una nariz
aristocrática, con bigote pero sin sombra de barba. Observó la escena desde
arriba y el barón de San Giuseppe gimoteó una disculpa. Los ojos brillantes
del desconocido recorrieron la sala hasta llegar a la escultura rota, y
entonces sonrió, una media sonrisa astuta y displicente. Todos los invitados
volvían a estar en silencio, alguien había apagado el gramófono y las damas
esbozaban muecas de escándalo. Bajó las escaleras y se situó junto a la
estatua, rozó el hueco de la bala con unos dedos largos y luego recogió el
monóculo del suelo, haciéndolo virar sobre su puño. El barón de San
Giuseppe había vuelto a sentarse y lo observaba con algo que se parecía
mucho al miedo.
El desconocido amplió su sonrisa a ambos lados de la cara.
—¡Por fin alguien lo ha matado! El tiro de gracia, ¿eh? —añadió,
aproximándose al barón y dándole un golpecito en la nariz. Extendió la mano
para ayudarle a levantarse.
Como animado por una fuerza exterior a su cuerpo, el barón de San
Giuseppe empezó a reír de forma excéntrica y mecánica, y su risa se
extendió al resto de la sala, todos vibrando como pajarracos. Canturelli se
acercó de nuevo a la estatua, tocó la cabeza mellada del Gálata y recogió la
bala del suelo, para guardársela en el bolsillo.
—Bueno, que comience la fiesta. Vamos al salón de abajo a jugar a algo
—añadió, y en su boca esa propuesta no sonaba nada infantil.
El círculo a su alrededor se disgregó en todas las direcciones. Canturelli
desapareció de mi vista, también San Giuseppe, no veía a mi marido por
ningún lado. Ya no sonaba jazz, sino la Sinfonía heroica de Beethoven,
tamizada por todas las conversaciones de las que yo no formaba parte: la
precisión anatómica del Gálata herido según el doctor Cotardo; las dudas
de la señora Venturini sobre si quedarse o marcharse, y su marido asintiendo
a su lado, como un perro pachón; unos muchachos con camisas negras
echando pestes de Cavaletti; otro hombre con monóculo que aseguraba que
lo clásico volvería a la pintura italiana en el próximo lustro; una mujer de mi
edad que parecía dispuesta a contarle a todo el mundo cómo una princesa, de
la que no quería decir su nombre aunque al final iba a decirlo, le había
derramado el champán por su toilette. Y ahí estaba, la mancha crema y
olorosa sobre el fondo blanco.
—¿Qué haces aquí tan sola? —me dijo Luigi, cogiéndome por la cintura
con demasiada familiaridad—. Voy a presentarte a Canturelli, vamos.
Me arrastró de la mano por la sala como si fuésemos pareja y yo me dejé,
que lo viera quien quisiese. Al final del corredor estaba Canturelli y los dos
se saludaron como viejos conocidos. Intercambiaron unas frases sobre un
proyecto común, otras sobre la estupidez del barón de San Giuseppe y
Canturelli le palmeó la espalda como a un discípulo aventajado.
—Esta es Margherita —me presentó Luigi—. Una mujer con carácter.
—Estupendo —dijo Canturelli, encendiéndose un cigarro—. Estoy harto
de ninfas asustadas.
Me examinó, pero no como lo hacen la mayoría de los hombres: se centró
solo en mis ojos y volvió a poner esa media sonrisa peligrosa que lucía
cuando entró en la sala, bajo su bigote.
—Es la primera vez que vienes, ¿verdad? No te había visto antes.
—Aquí hay siempre mucha gente —respondí.
—Soy observador. Es la primera vez. ¿Y qué te parece?
—Como todas. Más escandalosa. Algo aburrida, de momento.
Luigi rio y Canturelli lo mandó callar con la mano, como quien apaga un
gramófono.
—Vamos abajo. A ver si allí te diviertes más.
Bajamos las escaleras hasta el primer salón en el que había entrado.
Reinaba un silencio solemne distinto al del resto de la fiesta, denso, saturnal.
Mi marido estaba repantingado en la mesa redonda junto con Scurati,
Fiorella, los D’Alessandro, los Venturini, Cotardo y cinco parejas más.
D’Alessandro estaba sentado entre Bianca y él. Luigi nos hizo un hueco entre
dos hombres que no conocía y Canturelli se sirvió un whisky, sin sentarse,
controlando la sala mientras cambiaba el peso de un pie a otro.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó.
—El otro día comí con Marinetti —dijo uno de los desconocidos— y me
dio una idea estupenda. Sugirió que el único uso serio que se le podía dar a
la Acrópolis hoy en día era el de salón de banquetes, y que la demolería sin
dudar por mil liras, si con eso pudiera ayudar a un camarada en aprietos.
—Encantador —convino Scurati, haciendo gala de su habitual
conformismo y riendo como una hiena.
—Estamos jugando a ver cuánto vale cada quien. Qué estaríamos
dispuestos a quemar por la vida de cada uno de nuestros camaradas. —El
hombre miraba a Canturelli, buscando aprobación, pero este solo exhibía la
mitad de su sonrisa—. Como el barón de San Giuseppe bien vale una
reproducción del Gálata. Del original no estamos tan seguros...
—O Scurati apenas vale el garabato de un niño —añadió D’Alessandro, y
el aludido volvió a reírse con nerviosismo mientras los demás se
carcajeaban.
Canturelli asintió, apuró su whisky apoyado en la pared. Una mujer miró a
Cotardo, que le pasó un sobre por encima de la mesa e hizo un gesto de
invitación al resto.
—Por Cotardo sacrificamos un Miguel Ángel —dijo la dama mientras
vertía la cocaína sobre una de las bandejas de plata—. Al menos para
nosotros. ¡Propongo un brindis!
Luigi intervino entonces y dijo que Fiorella valía un Boccioni, no
exactamente bello, pero decididamente interesante. Ella le contestó que él
valía un Watteau de segundo orden, D’Alessandro gritó que por fin estaban
de acuerdo en algo y sorbió casi en un solo gesto una copa de champán y un
tiro de cocaína. La princesa de Albani valía un Tiépolo, y su marido, apenas
el pomo de la puerta de un baño de Versalles; la duquesa de Sforza, un
diseño de Fortuny, añadió alguien, y su acompañante dijo que eso esperaba,
porque se había gastado en ella mucho más que un Fortuny. Otro de los
presentes dijo que el hombre de su derecha bien valía Las bodas de Fígaro y
todos discreparon: ¿de verdad creía que la humanidad merecía privarse de
Las bodas de Fígaro por la vida de ese sinvergüenza? A partir de ese
momento todos siguieron utilizando obras de arte o comparaciones para
alabarse o insultarse, disparando saliva al gritar; mostraban su virilidad
explicando cómo destrozarían a palos la Victoria de Samotracia por no sé
quién, o cómo arremeterían con un coche contra la Capilla Sixtina si fuese
necesario, o incluso si no lo fuese, porque qué gusto hay en la promesa de
velocidad y violencia contra el viejo orden.
—Y Bianca, ¿qué vale? —dijo Scurati, al que nadie había escuchado en
toda la conversación.
—¿Esta? —D’Alessandro apagó su cigarro fuera del cenicero, con el pie
de la copa de su esposa—. Quizá alguna Visitación de la capilla de un
pueblo perdido.
Ella retiró el cigarro de su marido con desprecio, golpeándolo con el
índice hasta que rodó al centro de la mesa.
—Pues yo creo que la Odalisca de Ingres —dijo Giacomo—. Podría
volver a pintarse con ella de modelo.
—¿Eso crees, camarada? —respondió D’Alessandro con sorna,
volviéndose hacia él y poniéndole una mano en el hombro.
Nadie dijo nada durante unos segundos y Luigi apoyó una mano en mi
rodilla como si se tratase de una casualidad.
—¿Y yo qué valgo, muchachos? —dijo Canturelli. Todo el mundo se
apresuró a amontonar nombres: el Retrato ecuestre de Marco Aurelio, el
Gattamelata, el David de Donatello. Canturelli me miró a mí, que no había
abierto la boca—. ¿Te aburres, Margherita? ¿Vale esta velada un Donatello?
Todos se volvieron hacia mí. Hice un gesto dudoso y asentí, abrumada
ante la atención.
—¡Ah, a Margherita le aburre todo! —dijo la señora Venturini.
—Yo también me aburro —dijo Canturelli—. Os esperaba más
ingeniosos.
—Juguemos a algo más fuerte —propuso D’Alessandro—. Si las señoras
lo permiten. ¿Qué propones, Fabrizio? ¿Luigi? ¿Por qué no sacas algo de lo
tuyo, además de esto? Vamos al salón del piano y tocáis.
—Aún es pronto —dijo Canturelli—. En un rato.
Luigi subió la mano por mi muslo, retirando los pliegues del vestido. Al
levantar la cabeza para fingir que no pasaba nada me encontré con la mirada
de Fiorella. No parecía molesta por mi proximidad con Luigi, solo harta.
—¿Me acompañas a tomar el aire? —le dije, aprovechando que las
conversaciones habían vuelto a brotar a nuestro alrededor.
Ella asintió y me desembaracé de la mano de Luigi: no, no tenía por qué
acompañarme, cosas de mujeres. Esperé a Fiorella en las escaleras y uno de
los mayordomos nos abrió la puerta principal. El aparcacoches estaba
ocupado desalojando algunos vehículos que ya se iban de la fiesta. Me
ofreció un cigarro.
—¿Suelen jugar a cosas así?
—Peores. Es de lo menos cruel que he visto desde que llegué aquí. He
visto prostitutas, juegos con armas, animales, parejas diciéndose de todo por
ganar una partida... Y cosas que es mejor no contar. A Canturelli le gusta
forzar, y al resto les gusta que les fuercen. Haces bien en no venir.
Se sentó en la escalinata y yo la acompañé. Estábamos muy cerca y pude
ver mejor sus dientes enormes, su boca enana, su nariz casi masculina y sus
ojos negros, que brillaban con una extraña luz. No tenía nada bonito y, sin
embargo, era bella. Olía a flores silvestres con un sutil toque de sudor, y
nada parecía importarle.
—¿Y tú por qué lo haces?
—Por Scurati. Se fue del Partido y está un poco perdido, y yo lo metí en
nuestra pequeña sociedad para que se arrimase a otro hombro. D’Alessandro
también se unió, al principio, pero luego hubo disputas de caballeros...
—¿Qué clase de disputas?
—Políticas, ya sabes. D’Alessandro es un hombre de acción y dinero. Le
convence más Mussolini que el Vate, y desde luego no le interesan las
disputaciones filosóficas o artísticas de Luigi o Canturelli —suspiró—. No
era el único que pensaba así.
Una sombra se movió muy deprisa entre la maleza y me sobresalté.
Fiorella me cogió del brazo y me obligó a sentarme de nuevo.
—Tranquila. Será uno de los gatos de Fabrizio.
Sonreía. Me sentí ridícula, una de esas damiselas burguesas de las que
quería diferenciarme.
—¿Y qué haces con Scurati?
—Me conviene. Y me da ternura. Me recuerda a mi hermano mayor, si
hubiese recibido una mejor educación. Murió en la guerra.
—Lo siento —dije al tiempo que aplastaba el cigarro con el tacón.
—Qué va. Ni lo conocías. En todo caso lo sentirías por mí, y tampoco me
conoces. No dejes que Luigi se ponga muy pesado. Siempre está
persiguiendo a mujeres como nosotras, con lo poco que le convienen.
—Piensas mucho en la conveniencia, ¿no?
Ella sonrió y me ofreció una última calada de su cigarro. La acepté sin
asco, raro en mí. La boquilla estaba caliente y húmeda, como un beso.
—Algunas tenemos que hacerlo.
De repente sentí el deseo de preguntarle quién era, por qué decía eso, de
dónde venía, de qué conocía a Luigi, Scurati, Canturelli. Por una vez lo que
me impedía hacer algo era la vergüenza, y no la apatía que me había
acompañado en los últimos meses. Quería que me reconociese como igual,
distinguirme de personas aburridas y banales como los Venturini. Busqué las
palabras, quizá querer saber dónde había nacido y cómo había llegado a
Roma no era demasiado, ¿o era justo lo que querría saber una Giulia
cualquiera? Pero entonces el portón se abrió y entre las dos se sentó
Canturelli.
—Veo que no consigo entretenerte —me dijo—. Al final te vas a escapar
de mi fiesta sin darme ni una sonrisa.
A mi pesar, sonreí.
—Estupendo. Ya puedo acostarme tranquilo. Eres la esposa de Vitale,
¿verdad?
—¿Por qué esta fijación conmigo? Tienes un gran público.
—No quieres hablar de tu marido, por lo que veo.
—Mejor me voy —dijo Fiorella, y en un impulso le cogí la mano para que
se quedase. La suya era casi masculina, tapaba la mía por completo, casi tan
grande como la de Giacomo.
—Nos vamos juntas. Voy a buscar a Giacomo.
—Quedaos unos minutos más. Siguen jugando dentro —nos pidió él, y
Fiorella volvió a sentarse—. Me he cansado por hoy. Quería preguntarte
algo, Margherita. ¿Tienes familia en Piamonte? ¿Algún parentesco con los
Colomo?
Le dije que no, que mi familia siempre había sido romana, y él volvió a
examinarme, esta vez sí, de arriba abajo.
—Te pareces a alguien que conocí —me dijo.
Fiorella le aconsejó que haría bien en no ponerse sentimental. Insistió en
que nos marchásemos y Canturelli me preguntó si volvería la semana
siguiente. O quizá podría convidarnos a una recepción más selecta a ambas,
ya que parecíamos tan amigas.
Me gustó eso. Que pareciésemos amigas.
—¿El ajedrez te gusta? —me preguntó—. Supongo que es más elegante.
También podría enseñaros mi vivero, mi pequeño zoológico. ¿Tú lo has
visto, Fiorella?
Ella hizo un gesto de desagrado y se levantó. La imité.
—¿Por qué haces estas cosas? —respondí—. Los juegos. Son crueles.
Volvió a dedicarme su media sonrisa maliciosa y se levantó con nosotras,
tirando un cigarro a medio consumir al suelo.
—Divertirse es demasiado fácil. Solo divertirse, quiero decir. Los
mejores filósofos han demostrado que la felicidad no es el fin natural del ser
humano. Esperad, os abro la puerta.
Lo hizo con una fuerza inusitada, como si no le costase cargar con el
portón el mismo esfuerzo que a sus mayordomos. Fiorella y yo entramos
demasiado rápido y yo casi corrí al saloncito a buscar a Giacomo. Los
D’Alessandro habían desaparecido y él accedió a marcharse, pero se detuvo
a preguntar por ellos a alguien del servicio. Volvimos a casa sin hablar, nos
desvestimos sin hablar, nos acostamos sin intercambiar palabra.
Dentro de la cama Giacomo se encendió otro cigarrillo, y recordé esos
primeros días, cuando volvíamos de una fiesta y pasábamos las noches
haciendo el amor con un cenicero llenísimo en la mesilla o en medio de la
cama. Él adivinó lo que estaba pensando. Me conoce demasiado bien. Puso
su mano en mi cintura y me besó el cuello, dos, tres veces. Llevábamos casi
seis meses sin hacerlo. Desde hace semanas, ni siquiera siento una erección
contra mi cadera por las mañanas. Le devolví los besos y me senté sobre él,
bajándome el camisón por los hombros. Me quitó las bragas, y casi funciona,
pero yo estaba sequísima, casi tirante.
—Espera. Te hago yo algo.
Él me miró a los ojos y me preguntó si estaba segura. Sabía perfectamente
que no lo estaba, pero no puso problemas cuando le dije que sí, incluso me
sujetó la cabeza con fuerza. Cerré los ojos, pero era peor aún, porque
entonces le veía a él con Bianca en el silloncito, ella riéndose de una de sus
clásicas bromas escandalosas y él aprovechando su gesto al dejar la copa
para acercarse todavía más. Tardó demasiado, yo no lo estaba haciendo
bien. Pero acabó.
Cuando volví del baño ya se había dormido. Yo no pegué ojo, aunque él
no se dio cuenta de que daba vueltas en la cama, leía, fumaba en la cocina.
Estaba despierta a las siete de la mañana, cuando llamó Nicola.
—La Nana ha muerto —me dijo—. Murió anoche. La enterramos mañana.
No puedo seguir escribiendo mucho más. Giacomo ya ha terminado de
ducharse, no oigo correr el agua, se estará secando. Le prometí a Nicola que
vendría, y desperté a Giacomo para contárselo. Él se quejó: tendría que
conducir todo el día, tenía obligaciones en Roma. Pero insistí. Y ahora
estamos aquí.
13 de julio
Sin fecha[7]
A la mañana siguiente desperté con el ruido de un auto pitando cerca de
casa. Pensé que podía ser Giacomo, y como una tonta me levanté, abrí la
ventana: había venido a buscarme, este era el momento para redimirnos.
Pero solo era uno de los jóvenes que viven en la plaza, accionando la bocina
demasiadas veces para presumir de coche con sus amigos.
Corrí las cortinas. No salí de casa en todo el día, no me moví de la cama,
y en algún momento cayó la tarde. Creo que me dormí, porque me
sorprendieron tres golpes en la puerta de abajo, el sonido del timbre cuando
ya anochecía. ¿Sería Giacomo? ¿Habría vuelto, arrepentido? Bajé corriendo
las escaleras, haciendo demasiado ruido, pero algo me detuvo justo a
tiempo. Me asomé a la mirilla. Al otro lado estaba Nicola, con su marido,
que pulsaba el timbre con insistencia.
—¿Margherita? —me llamó, dos, tres veces.
—No está en casa —dijo su marido, y ella negó con la cabeza.
—Creo que he oído ruidos dentro.
Volvieron a golpear la puerta. Ella repitió mi nombre, me senté y me tapé
los oídos con las manos.
—No está en casa —insistió su marido—, no está el coche, se habrán ido
por la mañana.
Nicola no lo creyó:
—Se habría despedido de mí. Anoche me dijo que se quedaría un par de
semanas.
Insistió de nuevo:
—¿Margherita? Sé que estás ahí.
—Quizá han salido a cenar —aventuró su marido—, o a dar un paseo, ya
sabes cómo es Margherita. No se puede contar con ella.
Estuve a punto de hablar. Quejarme o fingir que no había oído nada y
abrir. Pero Nicola suspiró.
—Ya lo sé. Si es que soy tonta.
Y se marcharon por el jardín. Los observé por la mirilla, ella se dio la
vuelta, murmuró unas palabras a su marido, que negó con la cabeza. Quizá
volvería. Saldría entonces. Después se cogieron de la mano y
desaparecieron de mi campo de visión.
Me quedé demasiado tiempo así, sentada junto a la puerta.
Sin fecha
Limpiaría, pero para qué. Leería, pero para qué. Podría salir de casa,
caminar por el campo como nos gustaba hacerlo, meter los pies en la fuente,
comprar chocolate, pan, té; salir al porche cuando anocheciera, abrir un vino
y leer poemas en voz alta, dar un paseo por la calle de la iglesia y
contemplar el pueblo iluminado de noche. Días enteros de silencio en la
cama. Un placer a solas es un placer desperdiciado. Vuelvo a estar como
antes, arrancada del tiempo, del discurrir de las horas, como si el presente
fuese una repetición del mismo instante: Giacomo acercándose un poco más
a Bianca aprovechando que ella cogía otra copa, o aquella noche en casa, y
la sangre. No se puede explicar. Lo intenté con Giacomo entonces, pero no lo
comprendió. La voz va hacia delante, la palabra también, los tiempos
verbales sugieren movimiento. Nunca digo exactamente lo que quería decir.
Aquí puedo tumbarme sobre los minutos como en una pradera monocroma.
Sin fecha
Otra vez el chico de la plaza, su honk, honk, honk, y varias chicas riéndole la
gracia. No era Giacomo, aunque podría haberlo sido. Lo observé desde la
ventana: un hombre alto y moreno, como cualquier otro, un hombre que va a
buscar a una mujer a su casa haciendo demasiado estruendo con el coche.
Apenas hay comida, solo conservas, pero no quiero salir. También alguna
botella de vino en la bodega. Tendrá que ser suficiente hasta que Giacomo
venga a por mí. Quiero que sea él quien lo haga, no tener que arrastrarme por
unas migajas de cariño. Cada vez que tengo que moverme siento miedo. Para
ir al baño, a la cocina, del salón al cuarto. Creo ver sombras acechando
detrás de cada esquina, y me levanto todo el rato de la cama para comprobar
que no hay nadie tras una cortina o escondido tras el quicio de la puerta.
Sin fecha[8]
Sin fecha
Anoche tuve una pesadilla. El gato que teníamos Giacomo y yo cuando nos
mudamos a Roma se escapaba por la ventana, que yo había dejado abierta, y
lo atropellaba un coche, y yo lloraba, porque había sido mi culpa. El coche
le aplastaba una pata y luego él huía renqueando por las calles, sangrando y
aullando como si no fuese un gato, sino un lobo. Giacomo me sujetaba y
decía que no pasaba nada, no tenía sentido buscarlo, probablemente habría
muerto ya o sería imposible encontrarlo. Yo corría en camisón por las calles
de Roma, lo confundía con otros gatos callejeros y rastreaba todos los
rincones hasta que me dolían los pies. Cuando llegaba a casa, esta se había
convertido en una fiesta y yo no podía localizar a Giacomo por ningún lado,
solo a damas vestidas de todos los colores que fumaban demasiado y se
reían con estridencia.
—¿Dónde está Giacomo? ¿Qué hacéis aquí?
Una de las damas se daba la vuelta y me miraba con burla. Era Bianca,
con una barriga enorme, casi caricatura. Llevaba un vestido blanco, como de
novia, y una mancha de champán le cruzaba la pechera.
—Hemos venido al entierro de un gato.
Desperté con tres golpes fuertes en el piso de abajo. ¿Alguien había
llamado a la puerta? Me asomé. Todavía era de noche, la luna rojiza rozando
la línea del horizonte. Bajé las escaleras y me asomé por la mirilla. No
había nadie, o al menos así lo parecía, aunque creí ver una sombra
deslizándose por el jardín. Busqué si Giacomo había dejado algún cigarrillo,
pero solo encontré un paquete húmedo que apenas podía encenderse. Hice
guardia hasta el amanecer y caí rendida en la alfombra junto a la puerta.
Sentía de nuevo que había alguien esperándome cada vez que entraba en una
habitación; abrí y cerré todas las ventanas, aseguraba mi fortaleza, revisé
cada juntura y cada lugar oscuro. Descubrí una cucaracha, solitaria, subiendo
con pereza por un aparador de la cocina. No la maté, no me atrevía. La
vigilé, para que no se fuera lejos, y cuando abrí los ojos ya no estaba allí.
Quizá en mi cuarto, ¿podía ir tan rápido una cucaracha? Me quedaría en el
rellano. Era más seguro.
Desperté más tarde con el pitido del coche de la plaza. El hombrecillo
regresaba, como todos los días del año.
Sin fecha
Sin fecha
Sin fecha
Me despierto con el honk, honk, honk del chico de la plaza y abro la ventana
para verle, porque hacerlo me alegra un poco, al menos es un suceso en este
vacío de horas escupiendo comida que no puedo tragar. Pero no está. No ha
venido. Qué decepción, la mía y la de la vecina de enfrente, o quizá han
huido juntos de aquí y nunca vuelva a escuchar el ruido de su coche. Puede
que se hayan ido a Roma o Milán a vivir una vida seria, la esperanza de una
libertad dudosa.
Sin fecha
Sin fecha
Sin fecha[9]
7 de agosto
8 de agosto
18 de agosto
21 de septiembre
Dejé este cuaderno en casa. No quería que Giacomo leyera lo que había
vivido en la mansión Canturelli, y las vacaciones se extendieron más de lo
necesario. No, no era solo que no quisiera que lo leyese, aunque no era
improbable, porque durante todo el mes Giacomo ha hecho un ejercicio
profundo de análisis y control de conciencia, como si temiese que se le
estuviera escapando algo que podía destrozarnos. Lo que deseaba era
olvidarlo todo, que dejar el cuaderno aquí significase que podía no pensar
en Bianca y las fiestas de Canturelli, como cuando perdí el otro cuaderno y
me obligué a apartar mis pensamientos sobre el aborto. Hemos estado bien,
o eso podía verse desde fuera: viajes en barco subiendo a la proa para que
nos diese el sol, comidas y cenas en los mejores restaurantes discutiendo por
qué íbamos a pedir, comiendo demasiado; días eternos en la playa, cada uno
leyendo su libro y comentando qué habíamos leído mientras caminábamos de
vuelta al hotel.
Giacomo tendía a adelantarse y yo lo observaba unos pasos por detrás, su
pelo salvaje y la espalda quemada. Tardaba unos segundos más de lo
necesario en correr hacia él, lamentarme porque se había quemado y hacerle
prometer que al día siguiente tendría cuidado, que no dejaría que se le
siguiese quemando la nuca, la nariz. Era un buen hotel, el tío de Giacomo
tenía razón. A veces él bajaba a la recepción para usar el teléfono, aunque
no demasiado, como si Roma tampoco le interesase. Jugamos al ajedrez,
comimos marisco, nos acostábamos cada noche, todo lo que hicimos durante
nuestra luna de miel. Pero si alguien se hubiese fijado, se habría dado cuenta
de que nuestros gestos tenían algo de actuación. La edad de oro había
terminado, y era imposible predecir qué vendría después, así que
actuábamos como debía de hacerlo Teodosio cuando intuía que su imperio
estaba a punto de romperse. Al acostarnos yo me esforzaba por ver si algo
había cambiado, si Giacomo tenía nuevas técnicas o manías, fruto de su
experiencia con Bianca. ¿Le gustaba antes que me diese tanto la vuelta?
¿Había mejorado en su manera de tocarme? No era capaz de recordarlo con
certeza, pero a menudo me despersonalizaba; en un afán por fijarme en los
detalles, fingía orgasmos o los tenía de verdad y me sentía desvalida
después. A veces nos quedábamos en silencio en la habitación y uno de los
dos iba corriendo a tratar de congraciarse con el gato, todavía receloso,
como si el silencio resultase insoportable. Dormíamos tanto que nos
perdíamos el sol de la mañana.
Desde el segundo día olíamos a sal. Fumábamos y bebíamos con avidez,
con más desesperación que goce. Y si conseguía abandonarme, como aquella
noche que nos empeñamos en hacer el amor en la playa, después era peor.
Buscamos tanto tiempo el lugar adecuado sin éxito, movidos por una furia
juvenil, que nada me importaba más que llegar a hacerlo, como si esa fuera
la cura precisa para nuestra frialdad. No lo logramos: la playa estaba llena
de veraneantes pese a que era de noche, y septiembre, así que volvimos a la
habitación sin cumplir nuestro propósito, y nada más entrar deseé gritar a
Giacomo, golpearle, como si acabara de enterarme otra vez de todo lo que
había pasado con Bianca.
Compré otro cuaderno y empecé a escribir en clave, con el lenguaje que
Nicola y yo empleábamos cuando éramos niñas. Escribía sobre nosotros,
anotaba algún sueño suelto que tenía con Fiorella, o Canturelli, cada avance
o retroceso en la confianza del gato. No le pusimos nombre. Perdí el
cuaderno en el barco de vuelta a Roma, tal vez otra señal. Lloré cuando
ocurrió, y Giacomo pasó mucho rato discutiendo con los administrativos del
puerto, que no pudieron hacer nada por encontrarlo. Sentía que si lo leía aquí
aprendería algo, pero el qué. Eso fue hace dos noches.
Lenu nos esperaba con la casa limpia y la despensa llena. Cogió al gato de
su cesta, y él parecía más conforme con su abrazo que con el nuestro. Le he
desmigajado pescado, nos dijo, y se esforzó tanto en hacer de nuestra llegada
algo agradable que me parecía que evidenciaba nuestros problemas. ¿Sabía
lo que pasaba? Seguro.
Giacomo pasó la primera tarde en casa. Hoy se ha marchado y he
recuperado esta libreta del fondo de mi arcón de zapatos. Había quedado
con el conde Ciano, me dijo, como si se tratase de un conocido, aunque
jamás había oído hablar de él. Mientras buscaba la libreta, Lenu me
molestaba ofreciéndome ayuda para limpiar la habitación, tal vez sacar ya la
ropa de otoño. Cuando rechacé todas sus propuestas se aclaró la garganta y
me miró con complicidad, como si estuviera a punto de hacer una travesura.
—¿Lo ha visto? No podía dejar de pensar en qué opinarían ustedes. No
me atrevía a preguntarle delante del señor, pero...
—¿El qué? No sé de qué me hablas. —Dejé de buscar en el arcón y me
incorporé—. ¿Qué ha pasado?
—¿No han leído los periódicos?
—No había muchos periódicos italianos en el hotel —mentí. Giacomo y
yo nos habíamos mantenido convenientemente lejos de la prensa. Al menos
yo, no sé qué hacía él cuando hablaba por teléfono—. ¿Qué ha pasado?
—Es sobre el señor Canturelli. Ha habido un escándalo en su casa. Lo
están investigando los carabineros, y dicen que no da fiestas desde hace más
de dos semanas...
—¿Qué clase de escándalo?
Lenu se mordió el labio, incómoda, y apretó con fuerza el plumero.
—Han aparecido unas chicas muertas. Prostitutas. ¡Quién diría que
alguien está pendiente de eso hoy en día, pero lo están!
—¿Asesinadas? ¿Dentro de la casa?
Recordaba a las dos chicas saliendo del cuarto azul de Canturelli, una de
ellas ida, la otra con el labio partido. ¿Quizá alguna de sus fiestas se había
ido de madre, más todavía?
—Dos de ellas sí... Bueno. Parece ser que habían muerto unas cuentas a lo
largo del verano. Unas desaparecían, a otras se las encontraron en el río, a
otra en un contenedor... Algo habíamos leído en el periódico, ¿no se acuerda,
señora? Tampoco se le daba mucha importancia. Las putas son putas.
Ahora que Lenu lo decía, recordaba alguna nota al respecto en La
Tribuna, pero por lo que sabía no había culpables, ni conexión alguna más
allá de la profesión de las mujeres. No me imaginaba qué tenía que ver eso
con Canturelli. Lenu se me adelantó.
—Encontraron a una mujer completamente ida fuera de su casa. No estaba
muerta, pero casi. No se movía, no parpadeaba, parecía que llevaba días sin
comer o beber, estaba sucia y se había aliviado en su propia ropa, sin
quitársela. Cuando trataron de hacerla reaccionar, no consiguieron nada,
pero a la policía se le ocurrió llamar a casa de Canturelli. Buscando
asistencia, supongo. Estaban en medio de una fiesta, así que nadie controló
su entrada al jardín. Bueno, en medio no, porque ya había amanecido, debían
de ser las siete de la mañana. —Lenu repetía el relato sin dudar, clavando en
mí sus ojos. Lo había leído demasiadas veces—. Y, por lo que parece, tirada
a un lado de las escaleras había otra mujer, igual de ida que la primera, pero
ella sí que presentaba signos de violencia. La habían violado, estaba herida
y no reaccionaba. Casi se reía, eso decía la crónica. Y a partir de ahí
comenzó todo.
Cerré el arcón de un golpe y le pregunté si conservaba alguno de los
periódicos.
—No, los tiré casi todos, señora. Creía que podían importunarles. Pero
seguro que aparece algo en La Tribuna de hoy. Llevan semanas sin dejar de
salir noticias...
—¿Avances en la investigación? Tráemelo.
Ella salió de la habitación, obediente, y yo la seguí hasta la entrada de la
casa, donde estaba la mesa de los periódicos.
—No solo eso. Testimonios de gente que alguna vez pasó por sus fiestas,
y las cosas que ahí se hacían, pero no la clase de cosas que una espera ver
en crónicas de sociedad. Otras cosas —enfatizó, elevando las cejas—.
Artículos que trazan un perfil de Canturelli se preguntan de dónde ha salido,
quién era antes de la guerra. Hay una nota sobre el tema en casi cada
número.
Me molestó que Lenu hubiese tirado los periódicos, quería leerlos todos.
No se lo dije, cogí el último ejemplar y me fui con él al salón. Le pedí un
café, aunque no lo quería, solo necesitaba una excusa para leerlo a solas.
Busqué entre las crónicas de sociedad la dedicada a Canturelli, y al fin la
encontré. Tenía un papel secundario, para el ritmo de Roma estos días ya era
una historia vieja. Sin novedades en el caso de las prostitutas muertas, decía,
y describía elípticamente elementos que ya debían de haber sido tratados en
números anteriores: ¿de dónde provenía la fortuna de Canturelli? ¿Era acaso
ese su auténtico apellido? No había registros nobiliarios o burgueses bajo
ese nombre, parecía haber emergido de la nada después de la guerra; algunos
decían recordarlo como invitado en algunas fiestas de Margherita Sarfatti,
allá por 1919, otros afirmaban haberlo visto anteriormente entre las filas de
los futuristas, pese a que esto último no había podido comprobarse. De su
mujer, Aurora, de soltera Colomo, sí que se conocían detalles: pertenecía a
una familia de rancio abolengo del Piamonte. ¿Quizá la fortuna de Canturelli
provenía de los Colomo? Aurora había fallecido en extrañas circunstancias,
insinuaba el periódico, y aunque no tenían por qué resultarme tan obscenas
esas palabras, lo hicieron: recordaba el dolor de los ojos de Canturelli y
Luigi en mi última noche en esa casa. No creía que se mereciera esa
sospecha. Por lo que entendí del resto de la columna, que en el fondo no
contaba nada, la hipótesis más relevante era que se trataba de alguna suerte
de droga o abuso físico que unos nuevos ricos desaprensivos habían
suministrado a las muchachas. Un símbolo más de una Italia desahuciada, sin
valores, rota.
Se mencionaba por encima el zoológico improvisado de Canturelli, pero
solo como una curiosidad, al igual que, con toda la elegancia posible, el
columnista aludía a los aspectos más sórdidos de las fiestas de esa casa.
Quise preguntarle por más detalles a Lenu, ¿seguro que no conservaba
ninguno de los ejemplares anteriores?, y ella me interrumpió con un gritito:
el gato había decidido aposentarse sobre su regazo y dormía entre sus
piernas en uno de los taburetes de la cocina, mientras ella pelaba patatas.
—Parece más tranquilo, señora. ¿Ya le han puesto nombre?
Dije que no. Podía hacerlo ella si quería, Giacomo y yo no terminábamos
de decidirnos. Doblé el periódico y lo dejé debajo de Il Popolo d’Italia y
Corriere della Sera. No quería que lo viese mi marido, aunque mi
preocupación resultó absurda. No llegó hasta después de la cena, agitado, la
camisa desabrochada y sudada bajo las mangas. No parecía borracho, pero
olía a alcohol y a puro.
—Han venido D’Alessandro y Scurati —dijo nada más entrar,
excusándose—. Bianca y los niños no han vuelto todavía de la residencia de
verano. Michelangelo prefiere esperar a que se calmen las aguas. Hemos
quedado para hablar porque Michelangelo también tiene propiedades en
Ferrara. Ya sabes cómo está todo.
En realidad no sabía nada, pero asentí como si así fuese. Él se abanicó
con las manos y dijo que no quería cenar. Me observaba de reojo cuando
creía que no lo miraba, supongo que temía mi reacción. Qué infantil.
—¿Has visto lo de Canturelli en los periódicos? —le pregunté, pese a que
me había prometido a mí misma que renunciaría a la historia en favor de la
concordia. Él asintió, dubitativo—. ¿Desde cuándo? ¿Por qué no me dijiste
nada?
Él suspiró, harto, aunque su nerviosismo se evaporó. Esperaba un
cuestionamiento peor.
—No sé, Marga, tú no querías leer los periódicos ni saber nada de Roma.
Pensaba que era mejor para nosotros. Además, ¿qué importa? No nos atañe.
—Has estado muchas veces en esa casa. ¿Es cierto lo que cuentan? —me
aventuré, como si los hubiese leído.
Él se levantó y se encendió un pitillo, miró por el pasillo para ver si Lenu
estaba a la vista y susurró «¡cotorra!» al ver que no.
—Exageraciones. Lo poco que saben es lo que ya sabían antes, y ahora
solo quieren hacer leña del árbol caído. No es que me importe: Canturelli no
es de fiar, es un alborotador, y a saber qué negocios se trae. La gente quiere
distraerse con estupideces, Marga. Es más sencillo que pensar en todo lo que
está pasando y en el verdadero circo, que está en el Parlamento.
Le recordé que la primera vez que fuimos a su casa me había dicho que
Fabrizio era un tipo con «estilo y profundidad, cosa rara», y él me bufó
como nos bufaba el gato.
—¿Tienes ganas de discutir otra vez, con lo tranquilos que estábamos? —
me gritó.
—No veo el motivo para discutir, solo estamos comentando los cotilleos
de unos conocidos, ¿no?
—Tienes razón. Perdona, me altera ver a Michelangelo. Pero por
desgracia tenemos temas de los que hablar, ineludibles. —Rio sin ganas—.
No sé cómo nos tolera Scurati. Parece que la mujerzuela esa ahora le ignora,
y supongo que quería que lo consoláramos, pero al final hemos hablado de
nuestras cosas. Michelangelo...
Dejó la frase colgando y me miró, esperando aprobación.
—No pretenderás que te consuele...
Tuvo la decencia de no contestar, e incluso comió unos pocos gnocchi en
señal de concordia, sin hablar. Luego nos fuimos a la cama. Me moría por
preguntar por Fiorella, pero no me atreví. En la cama, él me acarició, y
hubiese resultado sencillo ceder, sepultar nuestra casi disputa en la pasión
fingida que llevaba acunándonos un mes. Sin embargo, no lo hice. Dije que
me dolía, de una noche anterior, y él aceptó sin quejarse y se quedó
bocarriba en la cama. No dormía. Yo tampoco.
—¿Hay algo de cierto en lo que publica La Tribuna? —dije—. Sobre lo
de que las chicas habían probado algo extraño. Recuerdo que en nuestra
primera vez allí Michelangelo le pidió a Fabrizio que «sacase lo suyo». Y
en la última fiesta todo el mundo estaba muy descontrolado.
—¿Fabrizio? No sabía que os llamabais por el nombre de pila. —No caí
en la provocación. Esperé su respuesta—. Tonterías. Solo lo de siempre,
aunque a la gente le encanten los cuentos de viejas. Cocaína. Cotardo es un
buen profesional, pero a veces se pasa. La bruja y sus juegos con el
inconsciente, escandalizando a católicos biempensantes. Todo es más vulgar
de lo que lo quieren hacer parecer. Nada que no suceda en cientos de
mansiones de Roma.
—¿Y los juegos?
—Provocaciones absurdas. Como la que viste. Se aburren, Margherita. Si
supieras las cosas que he visto hacer a los Venturini y a parejas calcadas a
ellos...
—¿Y tú participas en todo o qué?
Me giré para verle, aunque habíamos sostenido toda la conversación
mirando al frente. Él frunció los labios y alzó las cejas, su gesto de mentir.
—No. Ya sabes que no soy así.
Quise discutirle, pero no me quedaba energía. La había gastado en nuestro
viaje. Apagué la luz y, con su talento habitual para el sueño, la conciencia de
Giacomo también se apagó enseguida. Me quedé en vela hasta las cuatro de
la madrugada. Sabiendo que no se despertaría, me escabullí al despacho
para buscar en la agenda el número de Canturelli. Tenía la certeza de que
también estaba despierto, casi podía verle paseando por su casa
interminable, haciendo crujir los pasamanos. Cuando estaba en su despacho,
en camisón, rebuscando entre los cajones, sentí que él sabía que quería
llamarle, como si su fantasma estuviera corriendo en círculos a mi alrededor,
proyectándose desde su cuerpo insomne en Monteverde. Por mucho que me
esforcé, no di con la agenda por ningún lado. Desde luego, no estaba donde
la había encontrado la última vez. Mejor así. ¿Qué me importaba a mí lo que
estuviera haciendo Fabrizio? Volví a la cama. Saqué este cuaderno. Me puse
a escribir.
26 de septiembre
Los periódicos continuaron hablando de él. ¿No era cierto que su rechazo a
hacer declaraciones o a abrir la puerta a los periodistas demostraba
culpabilidad? ¿Alguien sabía exactamente dónde estaba durante la guerra y
cómo había muerto su mujer? Los Colomo eran una vía sin salida: estaban
todos muertos, menos una tía de Aurora que vivía en el extranjero y se
negaba a hacer declaraciones. Giacomo siguió ignorando el tema.
Pasábamos los días casi tan juntos como en vacaciones. El gato había
mutado de la apatía a la agresividad. Bufaba a todos los muebles cuando
salía de su escondite. Le pregunté a Giacomo por la agenda y él pasó más de
una hora buscándola. Se resistió a dármela con la excusa de que no aparecía,
pero fui persistente. Probé a llamar a Giulia para hablar de lo que sabía. Me
contestó con evasivas: ¡tenía tantas cosas que preparar! ¿Por qué no iba a su
próximo pique-nique, tal vez el último que permitía el buen tiempo? Iba a ser
su cumpleaños. Me mandaría detalles. Después probé a llamar a Fiorella.
—¿Fiorella? No, no. Ya no tiene aquí la habitación —dijo el hombre que
había contestado las otras veces en medio de la algarabía—. Enfrente, yo
creo.
Le pedí la dirección pero me dijo que no la conocía. No quería dar
muchos detalles. Solo conseguí las señas de la trattoria, aunque no me
servían demasiado. Cuando colgué, Giacomo no me preguntó nada. Me
esperaba una vez más con el brandy y el tablero de ajedrez.
—Me ganas siempre.
—Ah, algún día no —respondió, adelantando un caballo blanco—. Estás
fumando demasiado, Margherita. Tienes que controlarte.
Apagué el cigarrillo a medio consumir en la mesa de mármol. Él fingió no
verlo. Ahora que no salíamos tanto, estaba más feo que nunca: el pelo muy
largo, la barba sin recortar, algo más orondo en la zona de las costillas, con
lo delgado que ha sido siempre. No tenía ante quién lucirse. Jugué mal, sin
interés, la partida era aburridísima. Sonó el teléfono y Giacomo corrió a
responder sin darme oportunidad de hacerlo.
—No era nada —dijo.
—¿Nada o nadie? —insistí yo.
Él se encogió de hombros y siguió jugando. Mate con alfil y reina nada
más empezar, y luego volví a perder, sacrifiqué mi reina como una estúpida.
—¿Otra? —dijo él, dedicándome una sonrisa torcida, y por tanto falsa. Él
no sonríe así—. Hace mucho que no me ganas.
El teléfono volvió a sonar, y a Giacomo no le dio tiempo a llegar. Lo
cogió Lenu.
—Es para usted —le dijo—. El señor D’Alessandro.
Suspiró y se levantó con pesadez. La conversación apenas duró.
—Tengo que marcharme. Van a venir a buscarme enseguida.
No entró al salón. Se quedó en la puerta, esperando mi reacción. No
contesté.
—Tengo que marcharme. Es...
—No me importa. Vete, no pasa nada.
—¿Seguro?
—¿Qué quieres, que me queje?
Cambió el peso de un pie a otro, buscó sus cigarrillos en el bolsillo.
Estaban sobre la mesa. Se los tendí.
—Vete. Me da igual. No me apetecía seguir jugando.
Hizo un mohín, como si en lugar de darle permiso le hubiese exigido que
se quedara. Intentó entablar conversación, yo le respondí lacónica y al final
nos quedamos callados, él todavía sin sentarse, hasta que Lenu vino para
decirnos que el coche había llegado.
—Volveré pronto. De verdad —insistió.
—No me importa, en serio.
—¿Estarás en casa? —quiso saber.
—¿A dónde iba a ir?
Farfulló algo y se marchó. Dejé que el silencio se cerniera a mi alrededor,
dos, tres minutos. Qué sufrimiento más monótono, sin agudos y sin miseria.
Insoportable. Me levanté. Todavía era media tarde.
—Pídeme un coche —le dije a Lenu.
—¿A dónde, señora?
—Ya se lo diré yo. Si llega antes el señor, dile que volveré enseguida.
Pareciera que en el último tiempo los periódicos llegasen más veces, aunque
sin apenas noticias de Canturelli. Recibimos la invitación para un pique-
nique en el jardín de los Venturini. Era el cumpleaños de Giulia, y
aceptamos; era difícil excusarse y tampoco teníamos nada mejor que hacer.
El clima no acompañaba, amenazaba con llover, pero nos engalanamos.
Elegí un abrigo de paño y unos guantes de ante, iba a hacer frío. Era la
primera vez que Giacomo y yo íbamos juntos a un evento desde que
volvimos de vacaciones.
Giacomo se recortó la barba, por fin, y se puso un esmoquin claro
demasiado fino. Sonó el teléfono cuando estábamos a punto de salir.
—No sé si puedo acompañarte. Tengo que reunirme con unos políticos. El
conde...
—¿Qué políticos? ¿Y cómo se supone que voy a ir?
—Te llevo yo y luego me marcho.
—Pero no quiero quedarme demasiado. Ya hace frío. ¿Qué voy a decir
sobre ti? Y...
Era la primera vez en meses que me molestaba una ausencia de Giacomo.
Me imaginaba que Giulia le habría contado a todo el mundo nuestra
conversación, para curarse en salud si yo decidía revelar algo de lo que
había visto en la fiesta. La esposa abandonada, no quería ser eso. Pero quizá
quedarme en casa enviaba el mismo mensaje.
—¿De verdad no puedes ir después? —insistí.
—Es una emergencia.
—¿Por qué?
—No lo entenderías.
Luché durante diez minutos. No, no quería ir sola. No, tampoco quería
quedarme en casa. Lo que quería era que Giacomo renunciase, ¿no decía
estar muy enfocado en nosotros? ¿No quería pensar, aclarar las cosas? Una
batalla perdida: si Giacomo ha decidido hacer algo, es imposible que
cambie de idea por mucho que a una le moleste. O si lo hiciera, estaría todo
el día de mal humor, cabizbajo, casi peor que si no viniera.
—Está bien. Llévame —accedí—. Pero vuelve pronto.
Chispeaba. Cada pocos segundos caía una gota sobre el capó del coche, y
Giacomo intentó entretenerme durante todo el trayecto criticando a los
Venturini, uno de nuestros pasatiempos favoritos. Hablaba tanto, no callaba,
el silencio le hubiera resultado insoportable. Aventuré que quizá estaría allí
Fiorella, y él lo negó con contundencia. Hacía mucho que Scurati no sabía de
ella, más o menos desde que había surgido el escándalo con Canturelli.
Aunque al principio a Giacomo le irritaba el tema, ahora disfrutaba con él,
lo sacaba todo el rato. Le gustaba pensar en Fabrizio como un hombre
derrotado.
—De todas formas, no sé por qué te interesa esa mujer.
—Está fuera de todo. Eso me encanta. Sabes que no soporto a Giulia
demasiado rato. Antes tú eras mi compañero en eso. Pero ahora...
—Ya llegamos. Te dejo aquí, ¿vale? Así no tengo que saludar a nadie.
—Diré que me ha traído el servicio. Y que tú estás ocupadísimo con
asuntos de hombres.
No reaccionó a mi provocación, se quedó con la vista fija en el volante:
iba a llegar tarde, eso era todo lo que le importaba. Intenté explicarle que
Giulia podía pensar algo extraño, que me sentía desvalida yendo sola, pero
él reaccionó con impaciencia, ya lo hablaríamos en casa.
Cerré con un portazo, sin despedirme, y él arrancó enseguida, sin tratar de
suavizar mi ánimo o dedicarme una triste mirada.
Fiorella no estaba. Solo los Venturini, varias parejas idénticas a los
Venturini, Cotardo y Scurati. Qué hastío sentiría Fiorella ante ese panorama,
y quizá para ella yo pertenecía a él: otra esposa aburrida. Cotardo tenía una
sonrisa estúpida ahogada en brandy, parecía incapaz de mantener una
conversación. Scurati estaba más delgado e inquieto, se movía entre las
conversaciones sin llegar a pararse en ninguna. Giulia lamentó la ausencia
de Giacomo, pero no hizo ningún comentario.
—Creía que estarías con Giacomo y Michelangelo —le dije a Scurati.
—¿Qué? Ah. Estoy muy desmarcado de todo últimamente.
Me serví una porción de tarta de cereza, bebí algo de té, dejé que me
sirvieran un campari. Me aburría, no era capaz de integrarme en ninguna
disputa sobre sociedad, telas o dónde comprar según qué artículos de lujo.
Debería haberme quedado en casa. ¿No seré adicta a acudir a fiestas en las
que no quiero estar en realidad? Nadie habló de lo que había sucedido en
casa de Canturelli, y cuando intenté que Giulia o Scurati me diesen su
opinión esquivaron el tema con elegancia. Scurati bebía rápido, así que
quizá pronto cambiaría de idea. Para las seis de la tarde estaba
completamente borracho, y se acercó a mí, atrapada en una discusión entre
Giulia y su prima sobre si merecía o no la pena invertir en arte francés.
Destrocé la tarta, y el bizcocho manchado de rojo, desparramado por todo el
plato, era como los restos de una masacre.
—¿Has sabido algo de Fiorella? —preguntó.
—No. Nada. Estuve de vacaciones y no me ha llamado desde que he
vuelto.
No le conté que yo misma había tratado de contactar con ella. Él hizo un
mohín apenado y se sentó junto a mí.
—No entiendo nada. No sé qué ha pasado. Creo que estábamos bien,
¿recuerdas aquella noche, en el Hotel Monumental? Lo pasamos bien, ¿no? Y
luego se esfumó.
Siguió lamentándose y dándonos pormenores que ninguna de nosotras le
había pedido: cuánto llevaban saliendo, cómo después de aquella noche se
había mostrado fría un par de semanas hasta que desapareció.
—¿No puede tener que ver con lo que ha pasado con Canturelli? —
aventuré.
Supe que había tocado una tecla, porque me miró como quien asiste a un
accidente de tráfico.
—¿Tú también lo crees? Ellas me decían que era una tontería, Giulia y su
prima, me refiero.
Contuve el aliento. Quizá él tenía algo de la información que deseaba.
—¿Por qué lo piensas tú? Yo...
—Por Luigi. ¿Viste algo raro entre ellos? Antes salían. Y en la trattoria
bajo su casa una vez el camarero bromeó con ella diciéndole que cada vez
traía a alguien diferente a cenar, cuando creía que yo no los escuchaba...
Siguió balbuceando, muy borracho, criticando a Luigi y repasando todo lo
que sabía de sus andanzas. Qué decepción. Había visto a Fiorella con Luigi,
era una estupidez pensar que tenían algo. Traté de explicárselo, y poco a
poco la gente a nuestro alrededor fue desapareciendo. Nadie quería hacerse
cargo del pesado de Scurati. Él miró a los lados, comprobó que estábamos
solos.
—¿Alguna vez ha intentado algo raro contigo?
—¿Algo raro como qué?
Bajó la cabeza, sin atreverse a mirarme mientras hablaba.
—Giulia me dijo que había rumores sobre ella. Sobre su relación con sus
amigas —dejó que la frase reposase unos segundos antes de continuar. No
dije nada—. Sodoma y Gomorra, ya sabes.
—¿Qué?
—No quiero insinuar nada sobre ti —se apresuró a decir—. Perdona si te
he ofendido. Ya sé que eres buena. Solo estoy muy nervioso, y pensaba que
erais buenas amigas.
Suspiré. ¿Por qué pensaba que éramos buenas amigas, si apenas nos
habíamos visto y ahora Fiorella me ignoraba?
—Tranquilo, no me ofendes. No somos tan amigas. Y no, no he visto nada
de eso. Giulia es una cotilla, ya sabes. Le gusta confiar secretos para que
todo el mundo se sienta especial a su alrededor.
—Ya.
Scurati parecía abatido, trató de beber de su copa acabada y se sirvió otra
ración del vino más cercano. Me sirvió a mí también y pidió un cigarro.
Comenzaba a chispear y el resto de la fiesta se refugió bajo el porche de los
Venturini, aunque apenas caía agua. Nosotros nos quedamos en el exterior,
mojándonos muy lentamente.
—Siento lo que te pasó —dijo, mirándome de nuevo a los ojos—. Me lo
contó Giulia. A Fiorella también le daba mucha pena. No sé por qué todos
tienen tan mala opinión de ella. Es buena chica. Ya viste que enseguida quiso
acogerte entre nosotros.
Acusé el golpe. Por supuesto que a Fiorella nunca le había interesado
genuinamente. Soy aburrida. Una burguesa acartonada más, solo que esta le
da pena. Saqué otro cigarrillo y le quité importancia negando con la cabeza.
Ni siquiera sabía si se refería a lo de Giacomo o al bebé.
—¿Puedo preguntarte algo, ya que estamos hablando? Tranquilo. No es
nada sobre este asunto.
—Claro, claro. Llevas una hora escuchándome. ¿Qué sucede?
Dudé. ¿Prefería averiguar qué sabía de Canturelli o dónde demonios
estaba ahora mi marido? Tosió. No estaba acostumbrado a fumar.
—¿Sabes qué ha pasado con Canturelli? Sé que vosotros pasabais mucho
tiempo por ahí.
Chasqueó la lengua, como si el mero hecho de mover su cuerpo con
coordinación fuera demasiado costoso. No dijo nada al principio, apenas
balbuceó un par de ideas deslavazadas, condes y marqueses con nombres
largos, noches interminables, la pulsión erótica irrefrenable que sentía por
Fiorella, ni siquiera tan erótica, más bien romántica, aunque quería revestirla
de una masculinidad conquistadora que no le encajaba en absoluto. Insistí, y
sus ojos se clavaron en mí como un estanque turbio. Calló. Silencio. Y dijo:
—No me extraña lo que pasó. Se lo decía a Fiorella: no era el mejor
ambiente. A ella le gustaban esas cosas, Michelangelo y tu marido me lo
advertían. No era una buena mujer. Pero...
Divagó. Yo ya estaba harta de hablar de su pasión por Fiorella. ¿A qué se
refería con que no le extrañaba lo que pasó? Era demasiado, dijo. Las
fiestas, el exceso, la incertidumbre. Cada noche tenía que pasar algo que no
sabíamos cómo acabaría. ¿Prostitutas? Por supuesto. ¿Cocaína? También. Y
luego los juegos absurdos de Luigi y Fabrizio, sobre todo en petit comité. A
él solo lo dejaban entrar en sus reuniones privadas si iba con Fiorella.
¿Quién era Canturelli? Nadie lo sabía. ¿Demasiado jolgorio para una esposa
recién muerta? Todo el mundo lo pensaba. Era el sueño y la pesadilla.
Primero Scurati fue magnánimo: tal vez Fabrizio buscaba un pedazo de vida
entre tanta muerte, entretenerse. Él compartía ese deseo, aunque no se
hubiera quedado sin esposa; Fiorella también, quizá todos los que estaban
ahí lo hacían, como si estuvieran de acuerdo en que, fuera como fuese el
futuro, sería apenas soportable. Seguro que alguien se propasó: era
demasiado, todo era demasiado, apenas aguantable para cualquiera con un
deje de cordura. ¿Muerte? Era la regla. Más aún para todos esos exmilitares
que habían visto morir a sus caballos en cualquier arcén, o para los
políticos, que se alimentan siempre de la desgracia ajena, por eso dejó el
Partido, y no por las estupideces de mi marido y Michelangelo sobre el
futuro de Italia: no había, eso cualquiera podía saberlo. Pero ellos eran
buenos. Michelangelo era bueno. Giacomo era bueno. Fiorella era buena, y
él mismo, y Canturelli. De Canturelli no estaba tan seguro, era cierto, ni de
Cotardo, ¿qué demonios tenía Cotardo con esos absurdos alemanes o con esa
espiritista histriónica? Scorpione, hacían llamar a su sociedad improvisada,
aunque a las fiestas sí estaba invitado todo el mundo, ¿no lo recordaba, en
nuestra última Nochevieja? Las invitaciones a la fiesta de Scorpione que se
repartieron tras el champán, las únicas antes de que todos se arrastraran
hasta ahí por pura inercia. Él no: había conocido a Fiorella en Nochevieja,
solo quería estar donde ella estuviese, ¿de verdad no la recordaba en esa
fiesta? Pero no. No lo hacía. En ese momento estaba borracha de felicidad, y
quién hubiera podido decir entonces todo lo que vendría después.
—Fiorella es buena —repitió—. Solo está dañada. Se acostó muy rápido
conmigo. Algunos me dijeron que era mala señal. Pero es la única forma en
la que ella sabe tener intimidad. Por eso pienso que se acuesta con mujeres,
y con sabe Dios quién.
Busqué nerviosa un cigarrillo. Balbuceé.
—Pero ¿sabíais de alguna muerte?
—Tal vez se trate de una estrategia —concedió tras negar con la cabeza
—. D’Annunzio ha vuelto a aparecer por ahí, y eso no les gusta a los
fascistas, así que quizá quieran tirar a cualquiera que simpatice. Pero
tampoco me extraña. Ah, Luigi y Canturelli, son demasiado.
—Ya. ¿Y qué están haciendo Canturelli y Luigi? No lo entiendo.
—Yo tampoco. Nadie lo entiende. Es un experimento, con música, o
sustancias, yo qué sé. Hacen algo con sonidos, la gente toma brebajes, quién
sabe qué toman, y después todos entran en un estado alterado. En ocasiones
hay violencia, otras lujuria... No sé lo que hacen. Una vez que Luigi estaba
hablador me dijo que trataban de conectar con el inconsciente de la
humanidad. Inconsciente, vaya una palabra. No sucede siempre. Solo en
algunas fiestas. Yo he estado ahí un par de veces, y al día siguiente apenas
recordaba nada y, sinceramente, prefiero no hacerlo. —Se metió las manos
en los bolsillos, miró al horizonte, imposible decir si con rabia o melancolía
—. A Fiorella todo eso le gustaba. Le parecía divertido. Curioso. Luigi se
hacía llamar a sí mismo «la ménade». Si no me ha preocupado demasiado su
antigua relación con Fiorella es porque creo que él también era de Sodoma.
O solo él, espero...
—¿Qué hacéis ahí, mojándoos bajo la lluvia? —intervino el señor
Venturini con su tosca torpeza.
Nos arrastró hacia el porche para tomar el té, y a nuestra espalda cayó un
aguacero bíblico. No hablamos más, no pudimos hacerlo. Si había algún
momento de silencio, Venturini nos arrastraba al grupo con sus ademanes
generosos y viriles. Así les gustaba imaginarse a los Venturini, en el papel
de heroicos salvadores. La gente se fue marchando, incluido Scurati, que se
despidió alzando la barbilla. Casi me quedé sola, con la pareja. Giacomo no
venía a buscarme, y continuaba lloviendo; esperaba mirando fijamente, como
un niño olvidado por su aya. Venturini siguió bebiendo, Giulia no, se
ofrecieron a pedirme un coche. Me negué, Giacomo vendría más pronto que
tarde. Cuando le pregunté a Giulia por Fiorella, se levantó para buscar más
té, o brandy, y el señor Venturini me apretó la rodilla con virulencia, sus
mejillas enrojecidas como si la sangre fuese a escaparse de su piel. La lluvia
seguía, aciaga. Giacomo no llegó hasta las nueve.
Volvimos a casa en silencio. Giacomo no me preguntó cómo había ido la
velada, solo me comunicó que tendría que salir de nuevo después de
dejarme. Algo que tenía que ver con Rávena, y con Michelangelo, y que yo
decidí no escuchar. Como cada vez que no le pedía cuentas, él estaba más
ansioso por explicarse: mi silencio parecía más insoportable que mis
preguntas. Se marchó nada más llegar, no quiso cenar. Lo hice en silencio
con Lenu, y sobró un montón de sopa, la primera del otoño. Después le dije
que tenía que mandar algunas cartas y volví a meterme en el despacho de
Giacomo. Tuvo la delicadeza de no afearlo, se fue a dormir, o eso creo.
Me había quedado pensando en esa frase de Scurati: Giacomo no es malo.
Claro que no lo es, nadie es malo, solo egoísta, o débil, infiel, mentiroso,
cobarde. No he tenido el lujo de conocer a nadie en el que el Mal campe a
sus anchas como si fuese el sobrino del demonio. Todo es vulgar, cotidiano,
casi doméstico, pero conozco el impulso a la maldad de Giacomo. Su
tendencia al desenfreno, a las figuras liminales, justo a punto de redimirse o
de reconocer con una franqueza inusitada que son presas de su deseo. A la
violencia verbal sin ambages. Busqué los periódicos. No había tantos
L’Ordine Nuovo como creía, aunque durante un par de semanas a él le
habían parecido la única respuesta posible al mal endémico del socialismo.
Había muchos Il Popolo d’Italia. Algunos Gerarchia, y yo ni siquiera
conocía ese periódico. La huelga general había sido para los socialistas un
fracaso similar a Caporetto. Se alzó de nuevo la bandera de Fiume en la
Piazza della Scala entre gemidos de placer, pero los fascistas respondieron
con hechos, quemaron otra vez una sede de Avanti! Qué ridículo, en el último
eslabón del desengaño, querer unirse con D’Annunzio a una presunta
hermandad fraterna, humana. Que se hubiese callado a tiempo. ¿Qué era esa
acusación contra Mussolini de ser un «esclavista agrario»? ¿Tal vez la
modernidad exagerada de «el arte por el arte» había hecho que D’Annunzio
se aliase con la más exquisita ideología? Mussolini era diferente. Por
ejemplo, era capaz de batirse en duelo, o dirigirse en marcha sobre Rávena y
Forlì hasta que ardiera la llanura de Roma. «El movimiento socialista se
desmorona. Es un cadáver menos que arrastrar con nosotros hacia el
porvenir». Julio. «El Imperio es la necesidad instintiva de todo individuo
que intenta abrirse camino en la vida, y cuando los pueblos ya no sienten este
aguijonazo dejan de ser carne viva». Y todos queremos estar vivos. Asusta,
la perspectiva de la muerte. Quizá nunca pensé lo suficiente en que el padre
de Giacomo falleció poco antes de que lo hiciera nuestro hijo en mi vientre.
Somos una generación acabada, un fin de raza. Ni pasado ni futuro, solo
existe el ahora, con su tendencia a la brutalidad: «Nos acusan de llevar la
violencia a la vida política. Nosotros somos violentos cada vez que es
necesario serlo. La nuestra debe ser una violencia de masas, inspirada
siempre en criterios y principios ideológicos. Cuando nos topamos con esos
sacerdotes y esos curas rojos, nosotros, que somos enemigos de todas las
iglesias, pese a respetar las religiones profesadas con decencia, penetramos
en ese vil rebaño de ovejas y arramblamos con todo». Leí.
El gato arañaba la puerta del despacho, buscaba a alguien, pero no había
nadie para él, nada que pudiera satisfacerlo. Seres sin madre ni padre, sin
hijos ni futuro, la pura esterilidad. El animal siguió maullando, y luego dejó
de hacerlo. Ni me molesté en guardar los periódicos, los dejé desplegados
sobre la mesa. Fui a buscarlo. Podía ser lo que no tenía, al menos por unos
segundos que parecerían eternos, como lo fui para Giacomo una vez. El
animal no estaba por ninguna parte. Por supuesto, tener hijos lleva tu estirpe
hacia el futuro, pero es apenas una excusa para el recuerdo. El tiempo nos
gasta. ¿Cuánto tardan unos hijos, unos nietos, unos bisnietos en olvidarte?
Nadie fantasea con un bisabuelo, por muy longevo que sea, a menos que a su
nombre lo acompañe alguna clase de gloria. La gloria es mejor, más
económica. Ni bajo la cama, ni en el hueco de las escaleras, ni en el salón:
el gato no aparecía. Me agaché muchas veces. Abrí y cerré armarios. En el
del cuarto había muchas prendas acopladas sobre la madera, sin guardar. Mi
culpa: ni pasado ni futuro, solo hace falta el presente para comprobar que
soy una mala esposa. Rebusqué entre las ropas y encontré su pelaje cálido.
Me bufó. En otras ocasiones me habría contentado con eso, con saber que
vivía, como si fuera un hijo adolescente. Pero me empeñé en sacarlo. Él se
aferró a una pieza de textil con todas sus uñas, y los saqué a ambos. En
cuanto tocó el suelo, corrió a esconderse. Me quedé con la americana de
Fabrizio entre las manos, llena de pelo y arañada. Así que a eso se aferraba.
Giacomo no había vuelto. Puse la americana sobre la cama, di varias
vueltas por la casa y al final dejé de fingir que no sabía qué hacía y busqué
el teléfono. Marqué su número. Sonó varias veces y se cortó. Volví a marcar.
Y alguien descolgó. No dijo nada.
—Hola —empecé yo.
—Hola —respondió Fabrizio, y luego respiró hondo.
—...
—...
—Hola —repetí.
—Hola.
—Hola.
—Hola.
—Tengo tu chaqueta.
—...
Y colgó.
Sin fecha[12]
Mientras miraba a Giacomo cenar en silencio, preso del nerviosismo, y
luego dar vueltas en la cama hasta que le venció el sueño, pensé en mi padre,
o más bien en una idea siniestra que se me cruzó una vez, cuando volvíamos
a casa después de una noche de teatro. Ni siquiera era demasiado viejo,
faltaban diez o quince años para que enfermara y muriese. Él estaba
inquieto: tenía en mente las penurias y gestiones propias de la vida adulta,
cómo administrar el dinero, lograr que me enderezara y casase
adecuadamente, rencillas con sus compañeros, la ausencia de mi madre, yo
qué sé. No recuerdo exactamente de qué se trataba, con seguridad nada
grave, pero pensé: que pase pronto. Ojalá suceda todo tan deprisa que no le
llegue una desgracia tan grande que no logre superar. Ojalá pueda verme
crecer sin que me pase algo que él no sepa encajar, sin que vea una guerra,
una traición de sus amigos; de hecho, que ni tenga que verlos morir, que no
envejezca mal, que llegue rápido al final sin que nada perturbe su relato
parcial de qué es la vida. Pero eso era casi como pensar ya en su muerte,
como se piensa en el final de una fiesta importante sin disfrutarla: quiero que
llegue ya el final, solo para tener la tranquilidad de que ya se ha terminado
sin que se acabe el champán antes de hora, la comida se enfríe o no esté del
gusto de los invitados, o uno de ellos beba demasiado y se ponga pesado, o
que haya silencios incómodos y alguien pueda pensar que soy una pésima
anfitriona. Era una hija pésima por pensar así, como más tarde sería una
esposa pésima.
Mi padre llegó al final sin que sucediese nada grave. No vio ni la guerra.
Y miré a Giacomo, dormido dándome la espalda, y tuve la misma sensación:
ojalá llegues a todas las etapas de la vida antes de que haya otra catástrofe.
Ojalá no me tengas que ver perder otro hijo. Ojalá llegues a la vejez sin
terminar de pelearte con tus hermanos. Ojalá podamos convivir sin
sobresaltos hasta que seamos viejos. Que pase todo muy deprisa.
15 de octubre
Giacomo está fuera casi todos los días. Ayer me empeñé en acompañarlo y
no me lo permitió, pero cuando le molesté aludiendo a que tal vez se trataba
de otra relación extramarital, si no la misma, me gritó a la cara que el amor o
el placer eran la última de sus preocupaciones. Días de silencio. No merecía
la pena discutir, ni escribir sobre ello: ¿qué iba a lograr con otra vuelta a los
mismos temas, repitiendo las mismas palabras que repetíamos siempre?
Ahogarme. Noches en vela y súplicas sin destinatario. Si no estaba dispuesta
a ser radical, no merecía la pena hacer nada. Ni siquiera moverse. Días de
nuevo entre las sábanas. Hasta echo de menos el ajedrez. A cambio, el gato
me ha cogido cariño: si necesitaba que viniera, ponía la americana de
Canturelli sobre las sábanas y en algún momento venía a posarse sobre ella.
Empezó a explorar la casa. Le gustaba Lenu, saltaba por el sofá, y luego
Giacomo se quejaba de los arañazos. Días midiendo lo que como, para no
enfermar, y registrando cada uno de los momentos de mi gato. Lo llamo
Bianchi, pero él nunca usa ese nombre. Pese a su entusiasmo inicial, ha
pasado a ignorarlo. Daba igual, ni a Bianchi le importaba tener un nombre ni
Giacomo jamás estaba en casa. Sin embargo, esta tarde lo agradecí.
—Han llamado al timbre, señora, ¿no lo ha oído? Hay una mujer que
pregunta por usted. La he hecho pasar.
—¿Quién?
—Ha dicho que era amiga suya. Fiorella.
Me levanté. Eran las seis de la tarde, seguía con el pijama puesto, el pelo
como un enjambre a mi alrededor, legañas y los labios resecos con las
comisuras manchadas de café. Preferí entretenerme solo en la cara y el pelo
y ponerme encima una de las batas que me regalaron por la boda, aunque
asomaba el pijama por debajo y era patético.
—¡Dios mío! ¡Estás hecha un desastre! —dijo Fiorella cuando bajé. A
diferencia de ella: fumaba y tenía el gato subido al regazo, una toilette de
otoño y un collar de perlas.
—No esperaba visitas. ¿Café? Lenu, por favor.
—No lo decía como algo malo. Me encantan las mujeres bonitas cuando
están hechas un desastre. Sin tanta parafernalia ni tocados.
Lenu trajo el café, Fiorella no tocó el suyo, ni tampoco se esforzó en
entablar conversación.
—¿Cómo has sabido mi dirección?
—Me la dio Giulia. Quería hablar contigo, hace mucho que no nos vemos.
Quise contarle que había intentado llamarla o buscarla en la trattoria, pero
me callé. Quizá ya lo sabía, y el no decirlo era más ridículo todavía. Sonreía
como si así fuese.
—Has roto con Scurati. Eso me han dicho.
—¡Ah, nunca estuvimos juntos! Tampoco sé si hemos acabado para
siempre. Me agobiaba y tenía mucho que hacer. He ido a la costa con una
amiga... ¿Qué has hecho tú todo este tiempo?
—¿Qué amiga?
—¡Ah, no la conoces, querida! Una buena amiga. ¿Tú qué has hecho?
Magnifiqué mis vacaciones, pero apenas me escuchaba. Le prestaba más
atención al gato.
—Eres buena —me dijo, una de las veces en las que empezó a ronronear
—. ¿Se adapta bien?
—Sí, muy bien.
—Es raro. Debes de tratarlo bien. Los animales de Canturelli están
desquiciados, solo se sienten bien dentro de su casa, se vuelven adictos a las
perrerías que les hacen. Lo estarás cuidando bien. Por cierto, Fabrizio me
dijo que tenías algo suyo.
—¿Vienes a por eso? ¿De su parte?
—No —sonrió. Le divertía mi reacción—. Solo me aburría, y quería
verte. Pero Fabrizio me lo dijo la última vez que nos vimos.
—Fui a verle un día —confesé. Quería molestarla: había ido a verle a él,
no a ella—. No me abrió la puerta. Leí sobre él en el periódico.
—Luigi está destrozado, pero en realidad no sucede nada. Habladurías.
Pasarán. Yo les digo que tienen que volver a celebrar las mismas fiestas que
siempre. Así les callan la boca a todos.
Arrastró ese «todos» y me fijé más en sus ojos, brillantes y agresivos,
¿estaba borracha? Ella se rio. Seguía sin tocar su café.
—¿Quieres otra cosa? ¿Brandy?
Aceptó.
Era incómodo. Parecía divertirse, pero no hablaba. No entendía qué hacía
aquí, y ella no esbozó ningún intento de explicación. Quizá solo se aburría,
como había dicho, y nadie más le hacía caso hoy. Bebió su primera copa de
un trago.
—¿Qué tal tu maridito?
—Bien. Mal. No sé. Supongo que tú sí sabías lo de Bianca. Muy
desagradable. —¿Qué más daba lo que Fiorella pensase? Mejor decir la
verdad—. Pero dice que ahora quiere cambiar. Por eso nos fuimos de
vacaciones. Aunque ahora está fuera todo el día. Asuntos de política, no
quiero enterarme.
—Los fascistas se han puesto muy nerviosos con el discurso de
D’Annunzio y el ministro el próximo 4 de noviembre. Dicen que harán algo
grande antes. ¿Tu marido es de los suyos?
—Yo qué sé. —Me serví un brandy—. Creo que sí. Tiene propiedades en
Ferrara, y allí empezó a hacer negocios con ellos. Y con Michelangelo. Me
da igual. Todo es decepcionante.
Fiorella me dijo que no me daba todo igual, se rio. Traté de sacarle
información sobre Canturelli, Nakamura, Luigi, aunque era una experta en
esquivar mis preguntas. Solo se detuvo en una ocasión para comentar lo
interesante que le resultaría a Nakamura la adaptación del gato y algún
comentario oblicuo sobre Antonia, la espiritista. Emitimos sonidos,
articulamos palabras, pero no hablamos de nada. Casi parecía querer
únicamente una audiencia para sus maneras y su vestido. Me cogió la mano,
yo la retiré. Me contó algún detalle personal de su mudanza a Roma y cómo
había sido su familia. Nada más. Nada ecléctico y vibrante, como la última
vez. Dudaba de si me sentía estúpida por haber querido que una mujer tan
vanidosa a la par que vulgar me admirase y fuese mi amiga, o por el hecho
de que no lo hiciera.
—Tengo que marcharme —dijo una hora después—. Así te dejo
descansar. Vestirte para tu maridito.
—No lo voy a hacer.
—Era una broma. Oye, si hacemos una reinauguración de la casa de
Fabrizio, ¿vendrías? Me pidió que te preguntase. Bueno, no lo hizo. Pero si
vienes quizá le convencemos.
—Ya. —Así que por eso había venido. Sonreía, mostrando sus enormes
dientes de caballo—. Me lo pensaré. Si me aburro...
—Ah, seguro que te aburres. Las chicas siempre estamos aburridas hoy en
día.
Y se marchó, apagando su último cigarro en la copa.
18 de octubre
Días enteros esperando que Giacomo vuelva a casa. Días enteros tentando al
gato con leche y pescado para que sea mi amigo, cogiéndolo en la americana
para sacarlo al jardín. La naturaleza viene bien para curarse. Incluso a los
gatos. Días enteros sin noticias de Fiorella, ni de nadie. Ni de Canturelli en
el periódico: asunto olvidado, Fiorella tenía razón. Algún esfuerzo por ser
una buena esposa. Tratar de cocinar, aunque no sé. Hasta vestirme una noche
y preparar carne, con las correcciones de Lenu, maquillarme esperando a
que volviera. Podíamos cenar pronto y luego ir a la ópera, había visto
buenas críticas de la última obra del Apollo en La Tribuna. Más tarde cenar
y luego salir a algún lado, a pasear o una recepción, era demasiado tarde
para la ópera. Aún más tarde: quizá ya haya cenado fuera, es de noche. Pero
vino y se esforzó en comer la carne gelatinosa. Bebió, sumido en sus
pensamientos y sin apenas mirarme.
—¿Está buena?
—Sí, bien.
—La he hecho yo.
—Ah, vaya.
Eso fue anoche. Al terminar la carne, que tragaba como si fuese medicina,
se bebió su copa de vino de una sentada. No puedo culparlo, no me había
quedado bien. Suspiró. Hasta dos veces. Le pregunté qué le pasaba.
—No te va a gustar, pero tendré que salir de Roma. En dos o tres días, a
Rávena. Quiero ver qué es lo que se está haciendo. Es importante que yo esté
allí.
—¿Por qué?
No contestó. Lenu vino al salón; había estado agazapada en el pasillo,
esperando a que terminásemos la comida. A saber qué demonios pensaba,
cuánto se reiría de mí los domingos que tenía libres con sus amigas. O quizá
le daba pena, eso era peor. Luché un poco, sin ganas: podía ir con él, tal vez
no hacía falta que fuese, y Giacomo solo contestó que estaba agotado, tenía
que dormir. Se marchó al cuarto. Encendí un cigarrillo en la ventana del
salón. Tras la desaparición de Giacomo, el gato salió de debajo del sofá y lo
arañó con avaricia.
—¡Eh! —grité—. ¡Eh!
Quería que Giacomo lo oyese y se levantara. No lo hizo. Bianchi no se dio
por aludido, siguió destrozando la tapicería. El cigarro se acabó y ya no
había más excusas para no subir al cuarto. Pero no quería hacerlo. Me senté
en la mecedora, buscando algo que me rescatase de mi propia mente: ¿leer el
periódico? ¿Un libro? ¿Hablar con Lenu, aunque ella solo me hiciera caso
porque era mi empleada, y resultar patética? Entonces el teléfono sonó.
—¿Quién?
—Soy yo. Fiorella. Este es mi nuevo teléfono, te lo puedo dar si quieres.
—No hace falta. No nos llamamos tanto.
Se rio al otro lado de la línea. En ese momento la detestaba.
—He convencido a Luigi de dar una fiesta el día 22. Será grande. Solo
queda que Fabrizio acceda. ¿Vendrías? Seguro que eso ayudaría. Y nos hace
falta una fiesta. Demasiadas cosas desagradables, ¿no?
Miré a mi alrededor. La tela del sofá, destrozada. Lenu haciendo tiempo
en la cocina hasta que me acostase. Mi salón que de pronto me pareció
pasado de moda, hecho a la medida de mi padre; el gato ignorándome; el frío
colándose por la ventana mal cerrada; mi propio cuerpo como un peso
muerto sobre el mimbre de la mecedora. Por suerte no había un espejo para
que pudiera ver lo ridícula que resultaba, vestida y maquillada para una
carne gelatinosa servida ya fría.
—Dile que sí que iré. Giacomo estará fuera, iré sola. Llámame cuando
sepas los detalles.
Colgué sin que respondiera. Me sentí fuerte diciendo la última palabra, y
acto seguido me levanté como si volver a mi habitación fuese volver a una
vida de la que no me sentía parte. Después no pude dormir. Intenté
abrazarme a Giacomo sin éxito, quería estirarse por la cama. Incluso le
desperté y mentí, diciendo que había tenido una pesadilla. Medio
inconsciente, contestó con una familiaridad largo tiempo desaparecida entre
nosotros.
—¿Quieres contármela?
—No hace falta.
—Ven, que te abrazo. Descansa.
Vi el alba, luego dormí. A la mañana siguiente me esforcé por levantarme,
sentarme con Giacomo en el momento del café y el periódico. Él leía
Gerarchia, yo La Tribuna. Me detuve en una de las páginas. Anunciaba que,
pese a los rumores y a la investigación policial, todavía inconclusa,
Canturelli había avisado a algunos miembros de la société romana de que
celebraría una fiesta el próximo día 22. Lo había confirmado ayer por la
noche, según las fuentes del periódico.
—¿Qué pasa? —dijo Giacomo. Llevaba demasiado rato mirando la
noticia ojiplática, y él me arrebató el periódico—. Menudo sinvergüenza.
—No sé.
—Me alegro de no estar. Ni se te ocurra ir por ahí. ¿Cómo puede ser tan
caradura? ¿El 22?
—¿Qué pasa el 22?
—Da igual. Ese hombre no conoce la decencia. Ya me ha amargado la
mañana.
Se encendió un cigarro para demostrarlo y luego se tragó de pie lo que le
quedaba en la taza. Repetí mi pregunta y él dijo que no con un gesto.
—Yo saldré el 19 o el 20 para Rávena con Michelangelo.
—¿Con Michelangelo?
—Volveré el 23 mismo. Ni se te ocurra ir. —Se le congestionó el gesto y
se le cortó la voz, como si lo que iba a decir fuese muy importante y a la vez
no fuera capaz de enunciarlo—. Ya lo hablaremos. No te acerques a esa
gente cuando no esté. Mejor: no salgas. No sé qué van a hacer los demás...
—¿Qué demás?
—No te preocupes de nada... Pero, Margherita...
—¿Qué? —pregunté. Me cogió la mano y se entretuvo en dibujar el
contorno de mis uñas con las suyas, sin contestarme—. ¿Qué pasa, Giacomo?
¿Va a suceder algo?
Negó con la cabeza, cansado, y me miró a los ojos.
—No, tranquila. Templanza. Todo va a salir bien. Pero no vayas a esa
fiesta. Ya hablaremos de esto.
Y se marchó, dejándome con la palabra en la boca. Durante la tarde
volvimos al mismo régimen de las vacaciones: fingimos. Si le recordaba la
conversación, fingía que no me escuchaba o trataba de distraerme, y yo
fingía caer en su artimaña.
22 de octubre
Giacomo llamó a las cinco de la tarde. Desde que se fue no paró de sonar el
teléfono, pero no contestaba nadie al otro lado de la línea. Solo una vez,
Giulia Venturini, y no saqué nada en claro de nuestra conversación.
—¿Cómo estás? —preguntó Giacomo—. ¿Todo bien por ahí?
—Sí, sí. Aburrida. No he salido desde que te fuiste. ¿Cuándo volverás?
Dijo que lo haría mañana por la noche a más tardar, y después se puso a
contarme pormenores sin importancia de qué había comido, prolongando
inútilmente la conversación. Seguí la charla con monosílabos, y él me
esquivaba si quería preguntarle algo más concreto. Aseguraba que quizá me
llamaría esa noche, ¿estaría en caso de que pudiera?
—Creo que sí. Aunque es posible que esté durmiendo.
—Nunca te acuestas muy pronto.
—Hoy estoy muy cansada.
Suspiró, como si previera mi posible estratagema, y después dijo que
probablemente no podría llamarme. Suspiré, él lo hizo de vuelta.
—Cuando venía hacia aquí por los campos me he acordado de algo —dijo
—. ¿Recuerdas cuando éramos jóvenes y paseábamos en coche de caballos?
—Sí. Justo hace poco pensé en ello.
—¿Te acuerdas de que hacíamos que el cochero diese vueltas y vueltas
para pasar un rato a solas? Cómo era tu padre.
—...
—Algún día tendríamos que coger uno. Aunque no tengamos que
escondernos de tu padre. En fin, Margherita. Tengo que dejarte. Alguien
quiere usar este teléfono.
—¿Me llamarás más tarde entonces? —contesté.
No sé por qué, si lo que quería era librarme de su yugo. De pronto solo
deseaba que me llamase, esperarlo en casa como una buena esposa, recibirle
con los brazos abiertos, perdonarnos y coger un coche de caballos para dar
vueltas por las afueras de Roma. Él suspiró de nuevo, tranquilo.
—No creo que pueda. Pero lo intentaré. Mañana nos vemos, en cualquier
caso. Te quiero.
—Y yo a ti.
—Te quiero.
Colgó. La llamada ni siquiera había durado diez minutos, pero me
perturbó, y pasé la tarde persiguiendo a Bianchi por la casa, buscando su
cariño sin conseguirlo a menos que me tumbase en la cama con la chaqueta
de Canturelli encima. Pasaron más coches que de costumbre, y eso me ponía
nerviosa, como si estuviera a punto de suceder algo. A las ocho sonó el
teléfono de nuevo. Descolgué y nadie dijo nada, pero me pareció distinguir
el aliento contenido de alguien al otro lado de la línea. Incluso me pareció
distinguir el aliento contenido de una mujer.
—¿Fiorella?
Colgó.
Ella llamó una hora más tarde, y a su espalda se escuchaban risas y algo
de jazz.
—Hola, bonita. ¿Te veo en el Hotel Monumental? Estoy aquí con Scurati y
Paolo Renato. Vente e iremos a casa de Canturelli más tarde. ¿Hola? ¿Estás
ahí?
—No estoy segura de si me apetece ir —reconocí, tras un silencio, aunque
en realidad no había tomado ninguna decisión al respecto. Las palabras de
Giacomo me habían enternecido, sí, y también había notado algo enrarecido
en la ciudad y en los periódicos estos últimos días. No sabía si se trataba de
intuición o una superchería absurda por mi parte—. No me encuentro muy
bien, habré cogido frío con la llegada del otoño. Y Giacomo...
—¡Giacomo, Giacomo, Giacomo! ¡Por favor, Margherita! No creía que
fueses esa clase de mujer, atada a los deseos del maridito. —Trató de
picarme con varias frases en la misma dirección. También se puso Paolo
Renato, y me recordó que debía devolverle la chaqueta a Canturelli, invocó
de forma tácita la traición de Bianca. Esperé a que ella se volviera a poner
—. Y te esperábamos... Canturelli se disgustará si...
—Qué más me da lo que penséis tú o Canturelli —respondí con mal
humor—. Sí, soy una mujer aburrida, qué le vamos a hacer.
Me metí crispada en la cama, la chaqueta de Fabrizio sobre mis pies y el
gato encima. No consentí que Lenu me subiera la cena y Giacomo no llamó,
así que pasé las horas fingiendo que leía una novelilla de Conan Doyle en la
que no conseguía concentrarme. A las once dejé de intentarlo y apagué la luz.
Seguían oyéndose coches con sus honk honk corriendo por la carretera, ¿los
estaba imaginando? También creí oír sirenas de policía o bomberos a lo
lejos, muy lejos, tanto que tal vez no eran reales. Lenu vino a las doce a
decirme algo de la radio y la despaché: ¿no veía que estaba dormida? No
quería que hiciera ruido. Ella se quedó en el quicio de la puerta más de lo
necesario. Fingí no verla hasta que dijo buenas noches y se escondió en su
cuarto.
Bajé al salón para fumar y cambiar de ambiente, el gato bufó. Y allí volví
a intentarlo con la novela, me puse a escribir el inicio de este día en el
cuaderno, fumé y paseé en círculos sin saber qué hacer con mi cuerpo.
Entonces una piedra golpeó la ventana.
Al principio tuve la ocurrencia ridícula de que tal vez se tratase de
aquello que hacía moverse a los coches en todas las direcciones, la sombra
que había sentido en la casa del pueblo, acosándome. ¿O había jaleo en las
calles? Se escuchaba ruido. Me levanté y acudí a cerrar las cortinas.
¿Debería despertar a Lenu? Qué más daba. Para este momento, ya debía de
pensar que era una mujer triste, cornuda y loca. Empecé a subir las escaleras
y a medio camino oí tres golpes en la puerta.
Toc, toc, toc.
Me agarré al pasamanos. No habían tocado al timbre, estaban dando
golpes en la puerta. ¿Lenu?, susurré, con un hilo de voz. Nadie dijo nada y la
puerta repitió: toc, toc, toc. Bajé los escalones. Me temblaba la mano. Me
pegué a la madera. No acertaba a correr el cerrojo, y cuando estaba a punto
de hacerlo, ¡toc!, un golpe más fuerte. Por fin conseguí abrir. Y al otro lado
estaba Fiorella.
—Me has asustado —dije mientras abría, otro detalle más que me hacía
parecer una damisela frágil—. ¿Qué haces aquí?
—¡Oh, Margherita!
Me abrazó. Apestaba a alcohol y tenía las pupilas desencajadas. Besó mi
mejilla, muy cerca de la comisura del labio, y cerró con un portazo.
—¿Me invitas a una copa, querida? No soportaba que no vinieras hoy.
—Claro, pasa.
Ebria como estaba, cuando encendí las luces del salón pareció de pronto
muy interesada en repasar cada uno de mis adornos y afiches.
—Ah, detesto la decoración —dijo—. Tan accesoria.
Revolvió mis cajones sin permiso, tocó los cuadros y pasó un dedo por
los muebles sin polvo.
—¿Dónde está el gatito? Quiero verlo —pidió con voz infantil, y volvió a
abrazarme, tirándome contra el sofá y babeándome las mejillas.
—Está arriba. Si quieres...
—No, no, no hace falta. El gatito me es igual, pobre diablo. Quería verte a
ti. Paolo me ha traído en coche, no sé cómo ha podido conducir con todo lo
que llevaba encima. Arréglate, Margherita. Ponte tan guapa como tú sabes —
rio, como si la suya fuese una ocurrencia muy graciosa—. ¡O sírveme algo!
Sírvete algo a ti también, ¿por qué estás tan seria? Scurati también está en el
coche. Me lo encontré con Paolo, ¡qué pesado! Tu maridito y los demás no lo
querían por ahí. ¿No era de fiar? ¿O será su excusa porque es un soberano
cobarde? —Me miró, juguetona, como si fuese la conductora de un
espectáculo de variedades—. ¡Hagan sus apuestas! Nunca lo sabremos.
¿Brandy? ¿Algo más fuerte?
Nos preparé dos copas de Campari mientras ella seguía correteando por
la casa. Según llevaba las bebidas al salón, ella subía hacia el piso de
arriba, los zapatos abandonados en el rellano. Oí cómo abría y cerraba
puertas, y un quejido de Lenu seguido de su risa histérica. Dejé las copas
deprisa y corrí a la habitación. Estaba tumbada en nuestra cama de
matrimonio, con el gato.
—Túmbate con nosotros —me invitó, acariciando con voluptuosidad la
colcha de entretiempo—. ¿Y el brandy?
—Está abajo. Campari.
—¡Dile a tu criadita que lo suba! Para eso sirve ser toda una señora como
eres, ¿no?
Bufé. Intenté buscar complicidad en el gato, pero parecía encantado con
Fiorella.
—Ya las subo yo. Una copa y te vas.
Cuando volví a subir, Fiorella había abandonado la cama y tiraba sobre
esta todos mis vestidos.
—Deberías ponerte este azul, ¿o hará fresco?
—No voy a ir a ninguna parte.
Volvió a reírse, como si se tratara de un chiste.
—Si te bebes la copa más rápido que yo, te dejo en paz.
Comencé a beber con fruición mientras ella hacía lo propio con la suya,
dejando que algunos hilillos se le deslizaran por el escote. Dio igual quién
ganase, porque me tiró hacia ella y caí sobre mis vestidos, en la cama.
—Deja que te maquille. No seas aburrida.
—No.
—Si me ganas bebiendo, te lo perdono. Subiré la botella.
Esta vez ella ganó, dejé unas gotas al fondo del vaso. Procedió a
maquillarme y se lo permití. Luego visité el espejo para quitarme la cantidad
excesiva de rojo y negro que tenía por todas partes, y volví a tenderme sobre
la cama.
—Qué guapa estás —dijo Fiorella—. ¿Puedo besarte? Le dará rabia a
Scurati.
—Yo...
Me besó, metiendo la lengua entre mis dientes sin que pudiese oponer
resistencia. Apestaba, y al mismo tiempo resultaba suculenta, como ella era.
—Está claro. Te vienes con nosotros. Ponte el vestido azul. Es tu color. —
Comenzó a tirar de la manga de mi camisón.
—Ya lo hago yo. Pero no quiero ir.
—Si no vamos, montaré un escándalo. Tendrás que lidiar con una loca
toda la noche.
Me vestí, monté sobre los tacones y me miré al espejo. Mi pelo estaba
hecho un desastre, disparado por todas partes, pero de alguna forma eso
mejoraba mi apariencia. Fiorella aplaudió.
—Está decidido, nos vamos.
—Yo...
Ella le quitó la chaqueta de Canturelli al gato, que bufó e intentó agarrarla
con las uñas.
—Llévala, por si refresca. Así se la devuelves.
Bajamos las escaleras. El gato nos siguió maullando, algo que jamás hace.
Cuando estábamos en la puerta, detuve a Fiorella.
—Espera, voy a dejarle la chaqueta al gato. Cojo cualquier otra cosa.
—Si vuelves a subir, te pierdo. ¡Vámonos!
—Bueno, pues iré sin nada.
Tendí la chaqueta sobre un cojín del salón y Bianchi, tras bufarnos, se
tumbó sobre ella como un dragón guardando su tesoro. Fiorella se carcajeó y
me cogió del brazo.
—Ya no puedes escaquearte. Le robaremos la chaqueta a algún estirado.
Y me arrastró fuera de casa. Hacía frío. Paolo Renato y Scurati nos
esperaban en el coche, fumando, sus rostros igual de desencajados que el de
Fiorella cuando entró.
—Habéis tardado más de una hora —se quejó Scurati—. Vamos a llegar
muy tarde.
—Al menos la has traído —dijo Paolo Renato—. Canturelli se iba a
volver loco si no.
—Lo sé —dijo Fiorella—. Me he esforzado. —Me miró por el retrovisor.
Mi cara debía de resultar poco agradable—. No te quejes, Margherita.
Vamos a pasárnoslo bien.
18 de noviembre
23 de diciembre
Giacomo cree que estoy a punto de tener otra crisis. Se pasa el día
cuidándome, obligándome a comer y beber los alimentos adecuados, al
menos cuando se lo permiten sus labores en el Parlamento. ¿Por qué no estoy
más contenta, si es lo que toca? Solo me ocupo del gato, el gato, y ya está
gordo como un cerdo, ha destrozado todos los muebles. Se acerca la
Navidad, lleva diciendo toda la semana, ¿no me encanta la Navidad?
Mañana vienen a cenar a casa sus hermanos, también dormirán aquí,
invadirán mi casa hasta Año Nuevo; parece que ya han hecho las paces,
Giacomo está pletórico, tanto que decide que vayamos juntos a comprar
regalos para todos, y también algún juguete. Otros años se ha encargado
Lenu.
—Estás demasiado pálida, Margherita, ¿tomas todo lo que debes? —dice
cuando me ayuda a subir al coche. Finjo no escucharle, harta de contestar
siempre a las mismas preguntas.
—Quizá deberíamos ir mañana por la mañana. Va a llover y hace frío.
Él me promete que no lloverá, pero lo hace una hora más tarde, cuando
solo llevamos en el maletero la mitad de los regalos. Primero insiste en que
prosigamos, pero debo de darle pena arrebujada en mi abrigo de armiño.
—Mañana continuamos —asegura.
—Vamos a por el anillo que falta. El resto no corre prisa, podemos
hacerlo después de las fiestas.
Chasquea la lengua, molesto.
—No entiendo por qué no estás más ilusionada —dice—. No va a pasar
nada, Margherita. Todo saldrá bien. ¿Seguro...?
Ante la posibilidad de que discutamos en medio de la calle, asiento y me
muerdo la lengua, camino del coche, y le prometo que mañana volveremos a
por todo. Nos cuesta movernos, tanta agua cae sobre la luna delantera del
coche, y el limpiaparabrisas moviéndose con fiereza, aunque insuficiente. La
lluvia arrecia, y se oye un trueno de fondo. Cuando logramos algo de
visibilidad, arranca, pero antes de que podamos salir del aparcamiento una
mano golpea el cristal junto a Giacomo dos veces. Frena de golpe y murmura
una maldición. Un cuerpo nos bloquea el paso, saludándonos por la luna
delantera a través del agua. Es D’Alessandro, que rodea el coche para
abrirle la puerta a Bianca y luego sentarse detrás de mí.
—¡Vaya lluvia, compañero! ¿Nos puedes acercar a Navona? Hemos
dejado allí el coche.
Sin ver a Giacomo, puedo adivinar cómo su gesto cambia de la pereza al
ánimo impostado, arranca y comienza a criticar a un tal Italo, y Michelangelo
secunda sus exabruptos, dándole la razón. Bianca no dice ni palabra. Ni
siquiera saluda, y yo me resisto a observarla a través del espejo retrovisor.
Cuando terminan con el tal Italo se hace un silencio, y finalmente
Michelangelo dice:
—¡Felicidades, Margherita! Ya me contó Giacomo, no nos habíamos
visto. No sabes cuánto nos alegramos por ti. ¿De cuánto estás?
—Será de finales de noviembre —responde mi marido—. Fue concebido
con el renacimiento de Italia, ¡vaya un granuja!
—Ah, grande, grande, amigo —dice Michelangelo—. El nuestro lleva ya
varios meses en camino. Mayo o junio, tal vez.
Se hace un silencio. Estamos a punto de llegar, y sé que es mi obligación
felicitar a Bianca, darme la vuelta y fingir que estoy genuinamente contenta
porque vaya a tener un tercer o cuarto hijo. No puedo.
—En cualquier caso, ambos nacerán para ver un mundo nuevo —prosigue
D’Alessandro—. Hemos hecho un buen trabajo.
Levanto la mirada, pese a que me he obligado a mantenerla baja, me noto
observada, y allí están los ojos de Bianca, clavados en mí a través del
retrovisor. La aparto muy rápido, sintiéndome descubierta.
—Así es —dice Giacomo—. Ya llegamos, ¿dónde os dejo?
—Allá, por la esquina...
Miro al espejo. Ahora que van a marcharse, no soporto que lo hagan sin
volver a ver a Bianca, examinar su rostro cansado, el vientre que imagino
redondo y pleno, su lunar peludo que tantas noches me ha dejado en vela.
Sus ojos me esperan en el mismo punto, casi sin parpadear. No veo a una
enemiga, solo a una chiquilla asustada, oculta tras la hinchazón y el intento
de un gesto cortés, su boca congelada en una sonrisa tímida y nerviosa, un
lunar no tan enorme y el nacimiento del pelo sucio y mojado; unos ojos muy
abiertos, en busca de algo que no se puede ver sino imaginar. No siento
rabia, ni odio, ni culpa, ni celos. Allí, al otro lado del espejo, sepultada por
las voces masculinas de Giacomo y Michelangelo, no me espera ni un
súcubo ni una femme fatale, solo una mujer exhausta, débil, incomprendida y
rota. Solo una mujer más, tal vez una amiga.
Interludio 2: Todestrieb
Para cuando DJ Benji termina con su house cutre, él ya lleva encima una
pastilla entera de M, no ha sido capaz de esperar tanto como tenía pensado.
Mejor así, las luces tenues y artsy del auditorio lo deslumbran al salir,
aunque eso lo distrae del público, al que prefiere no mirar. Monta con ayuda
de un técnico el Ondes Martenot junto con el teclado y la mesa de mezclas.
De fondo va a proyectarse una especie de película que él mismo editó antes
de que saliera el disco, con trozos de vídeo que no recordaba haber grabado
en el pueblo, fragmentos de archivo de su niñez y de su convivencia con
Ángel, imágenes abstractas y sublimes suspendidas por el espacio que hizo
con el ordenador. Hizo un buen trabajo a la hora de captar su propio
desasosiego. Tanto es así que tampoco quiere mirarlo.
Al acabar de montar, engulle la segunda pastilla de M: a la mierda, hay
muchísima gente; si quiere más, luego puede subir a la habitación del hotel
(sin que se entere Julián, que desde el pueblo no aprueba su consumo) o
escabullirse del resto de la velada. Las luces se encienden, pero solo una
cuarta parte del público le presta atención, el resto está bebiendo, ligando,
haciendo contactos. La música, una excusa. Eso no conviene a su pieza, pero
ya se enterarán.
El escenario se ilumina en rojo y blanco con el tres invertido que dibujó
Spencer en Bajo astral. Espera que la nieta de la autora le diga algo, si es
que está por ahí. Julián y él averiguaron que podía tratarse de una
estetización de la letra épsilon o de un código secreto relativo a una orden
masónica, o Illuminati, no les quedó claro. Eso último parecía aplicarse más
a Spencer y, por supuesto, le hizo pensar en el artículo de la UO, por mucho
que disgustara a Julián:
—Esa tía era una pirada, Thomas —le decía siempre Julián—. No te
dejes liar por sus fantasías. Bastante hizo ya. Ni se te ocurra investigar más
sobre el tema.
Ah, Julián. Esta vez le obedeció. Cualquiera creería que vuelven a estar
juntos. Puede que lo estén: viven en la misma casa desde entonces, apenas se
separan, Mayordomo ya casi prefiere la compañía de Julián, mejor dueño.
Thomas se deja tocar, besar y abrazar. A veces se acuestan, aunque
últimamente muy poco. Nunca le ha contado que ha metido fragmentos del
iDoser especial de Spencer en la música. Tampoco la frasecilla de Ángel.
Ambas cosas le harían daño, ya le molesta el vídeo.
Si no fuese por mi tendencia a lo obsesivo y a la autodestrucción,
seríamos felices.
Solo se atreve a mirar al público cuando la segunda pastilla ya está
arriba. En realidad, le gusta escucharse en directo, abandonarse a la
vibración. Las luces, ahora violetas, iluminan al público a pálpitos mientras
la música truena. Sístole, humanos morados, diástole, oscuridad. No, no está
por ahí Raffaella, o no la distingue. En primera fila está Julián... si bien no
parece muy contento. ¿O habla la paranoia? ¿Se dará cuenta de que voy muy
drogado? ¿Se dará cuenta todo el mundo? ¿Mandibuleo? ¿Qué cara tengo?
Hace un gesto demasiado brusco y el Ondes emite un chillido absurdo y
desagradable: que piensen que estaba preparado, total, aquí el criterio no
abunda en lo que se refiere a lo estrafalario. Las otras dos personas a las que
distingue son DJ Benji y una chica de pelo corto. Él está en primera fila con
sus ojos-abismo-nietzscheano clavados en él y con la boca abierta, babeante.
A saber qué llevará encima, tal vez deberíamos ser amigos. Ya no está con
Marcel ni los otros artistas de poca monta, parece totalmente entregado a La
Música. La segunda es una chica menuda que sostiene una copa de vino de la
que apenas bebe con una réflex en el costado. Ella no parece arrojada en
absoluto, más bien lo examina con el ceño levemente fruncido (eso se lo
imagina, porque no se ve nada: su cara solo aparece a intervalos, como una
ventana emergente). Lo pone nervioso, así que intenta no mirarla más. Tal
vez es una crítica musical.
En los últimos minutos de concierto mete un remix breakcore sobre toda la
composición anterior, la sala se ilumina en un blanco sala de autopsias y las
imágenes proyectadas empiezan a palpitar epilépticamente. Ahora que el
público no lo hace, Thomas puede verlos con claridad: Benji sigue
meneando la cabeza con los ojos cerrados, Julián mira la proyección, la
chica lo observa a él, no al vídeo. Nervioso como está, le hace un gesto con
la barbilla, como un saludo. Tremendo imbécil, eres ridículo, Thomas. Pero
¿por qué lo mira así? Ella ladea la cabeza, no responde al saludo.
Se hace un fundido a negro, la gente aplaude, y solo después de unos
segundos vuelve a iluminarse el auditorio. Más aplausos, se escabulle
rápido. Ni la chica ni Benji están ya. Julián sí, revisando el teléfono.
Probablemente le está escribiendo, y querrá que se marchen cuanto antes.
—Nos vamos, ¿no? —dice Julián en cuanto baja a su lado. Suerte que ya
se había pedido una cerveza, la señala con el dedo—. ¿Te quieres quedar?
No me lo esperaba.
«No me lo esperaba» significa que quiere irse él. Le disgusta todo el rollo
Guggenheim y Raffaella Vitale. Casi lo puede imaginar, contándoselo a otra
persona. ¿Es que no puede renunciar a nada, con todo lo que he hecho por
él? Le aprieta el hombro como una caricia: no suelen tocarse en público,
espera que eso lo aplaque.
—Tengo que hacer acto de presencia, saludar a algunas personas.
Enseguida nos vamos.
Marcel se acerca, su traje blanco refulge en la distancia. No va con Benji,
menos mal.
—Ha estado de puta madre, tío. Muy la Dream House de La Monte Young.
Me ha vibrado todo el cuerpo. ¿Os presento a gente?
Asiente con la cabeza. Duda que ahí esté Raffaella, pero quizá alguien
entretenga a Julián y pueda buscarla con más ahínco. No se habrá ido de la
velada de su inauguración, ¿verdad? En el escenario ahora hay otro DJ y los
tres se alejan al fondo. Marcel los introduce en una panda mixta de
treintañeros con ropa extravagante, pelos de colores y ropa de marquitas
presuntamente independientes. No se queda con ninguno de los nombres,
pero por las caras que traen es seguro que pueden suministrarle MDMA.
También está Benji, al fondo, con la boca semiabierta y los ojos como dos
soles negros.
—¿Se encuentra bien? —pregunta Julián a Marcel, señalando a Benji.
Él se encoge de hombros. Thomas intenta otear el panorama, buscar a un
grupo ¿más distinguido? en el que pudiera estar su objetivo de la noche.
—Se pasa mucho, no os preocupéis. Estamos pendientes —dice Marcel
—. ¿Os traigo otra?
Julián va a decir que no, pero Thomas se ofrece a acompañarlo. Dos por
uno: buscar a Raffaella y preguntarle si tienen MDMA. Marcel dice que sí,
de hecho lo lleva en el bolsillo interior de su americana. Raspa la piedra con
disimulo sobre su copa y se la pasa a él, que la toma directamente del dedo.
—¿Sabes si Raffaella va a venir por aquí? —le grita mientras regresan.
Marcel le dice que ha estado en su concierto, pero que ahora no la ve.
—Creo que la tía sale duro, así que seguro que vuelve. Eso me dijo una
amiga que la conoció una vez. O con un poco de suerte averiguamos qué
hacen, aunque sea para el after.
Pobre Julián, a su vuelta no está con nadie, solo con una cerveza vacía en
la mano, vigilando a Benji. Va a acercarse a él, pero una mano le toca el
hombro. Es la chica de la primera fila. Se queda parada cuando se da la
vuelta, no dice nada.
—¿Eres amiga de Marcel y Benji? —le grita al oído, ante su mutismo.
Ella niega con impaciencia. A lo mejor es una fan, una particularmente
seria.
—No, no. Pero quería preguntarte algo.
Vuelve a quedarse callada. Vaya música más mala están pinchando. Casi
da vergüenza haber compartido el espacio con eso.
—Dime, dime.
Ella suspira.
—¿Por qué has puesto ese tres invertido al inicio de la pieza? ¿Eres del
foro?
—Eh... no sé... Es parte del concepto. No estoy en ningún foro —
balbucea. Ya siente a Julián aproximándose a hacer de carabina—. ¿Qué
foro?
—Por El lamento de Orión. También reconocí el iDoser —continúa,
antes de apurar su copa de vino. Julián se mete literalmente en medio de los
dos, pero ella no lo mira—. Si no es por el foro..., ¿es por la novela de
Raffaella? Perdona, soy una maleducada. Me llamo Sara, encantada.
Tiende una mano con una pulsera de perlas que refleja la luz y Thomas se
la estrecha. Debe de ser una década más joven que él.
—No, no me suena nada de eso. ¿Conoces tú a Raffaella?
—Qué va. En parte he venido aquí para eso...
—Thomas, acompáñame un minuto. Hay que vigilar a tu amigo —dice
Julián. Luego tiende una mano a Sara, que tarda dos segundos más de lo
necesario en estrecharla—. Encantado de conocerte, pero tenemos que
cuidar de alguien. ¡Nos vemos!
Sin darle oportunidad de contestar, coge del hombro a Thomas y vuelven
con el grupo, aunque Benji no está con el resto.
—De menuda loca te he librado —le dice Julián. ¿Está subiendo tan
rápido el M o solo me estoy mareando?—. Anda, vámonos al hotel. Debes
de estar cansado.
—Vamos a acabarnos esto —dice Thomas, girándose—. Total, acabará
muy pronto. ¿Hacía cuánto que no salíamos?
—¿Y desde cuándo a ti te gusta salir?
—Eh...
Difícil contestar. Cada vez que Julián insiste en que cenen o tomen algo
con sus amigos es un muermo total del que quiere marcharse cuanto antes.
Dice que se ha sentido bien tocando, quiere celebrarlo, ¿no le ha parecido
mejor que en otras ocasiones? Vaya equipo de sonido... Nada. Julián
cabecea, no lo convence.
—No te entiendo. Se suponía que íbamos a ir a cenar tranquilos en el
hotel. Me estoy cansando. Ya verás, voy a acabar cuidando de tu amigo...
—Nos lo pasaremos bien —contesta Thomas, y le da un breve beso en los
labios—. No tienes que cuidar de nadie. Solo diviértete. Venga, vamos con
el resto.
Escoge a las dos personas del grupo que cree que más le gustarán a Julián
(parecen buenas y anodinas) y se pone a hablar con ellas sobre música, la
exposición y cuestiones domésticas. Ellas también parecen conformes con
que alguien les preste atención. Cuando ha pasado una media hora, cree
distinguir a Raffaella a lo lejos, hablando con un señor trajeado. Se la
distingue perfectamente, lleva un vestido rojo lleno de tules.
—Voy a pedir otra —susurra a Julián sin quitarle los ojos de encima. Él
sigue la dirección de su mirada y bufa.
—No me apetece, vámonos.
—Ahora vuelvo, en serio.
Avanza hasta la barra sin mirarlo a la cara, no quiere meterse en otra
discusión. Allí lo intercepta la chica de antes.
—¿Vas a ir a hablar con Raffaella? Voy...
Quiere gritarle que le deje en paz, no va a perder esa oportunidad, pero
Sara está en medio de su camino. ¿Cómo puede haber tanta decisión en un
cuerpo tan pequeño?
—Mira, chica, hablamos luego si quieres, pero es mejor que vaya solo.
—En realidad, creo que...
La esquiva al punto de ser descortés hasta que se sitúa entre Raffaella y el
hombre trajeado, ¿uno de los promotores del evento? Carraspea, y él se gira.
—Ah, hola, Thomas. Te presento a Raffaella...
Pero en ese escaso lapso Raffaella ya se ha dado la vuelta para abrazar a
otra persona. Se disuelve entre la multitud, la música terrible y un montón de
imbéciles encocados que luchan por su atención. El hombre se encoge de
hombros y le pregunta si está todo a su gusto. Bah: él también puede
permitirse ser idiota, así que se gira y se va, vuelve al grupo sin nada entre
las manos para justificar su ausencia.
—Tu novio se ha ido —dice una de las chicas buenas y anodinas, con cara
de circunstancias—. Nos ha dicho que te digamos que te espera en el hotel.
Estupendo. Casi puede imaginar la retahíla de mensajes que se estará
acumulando en su teléfono. Nada, Raffaella sigue ocupada, y él no tiene
ningún interés en hablar con esa panda de zopencos. La otra Chica Buena y
Anodina le pregunta si está todo bien y él dice que sí, que va a pedir algo.
En la barra lo aguarda Sara, de brazos cruzados y sin quitarle los ojos de
encima. ¿Y a ti qué te pasa?, le gustaría gritarle. ¿Es Spencer II?
—¿Me acompañas a fumar? —pregunta ella, como para confirmar su
identidad de Spencer II—. Raffaella fuma. Quizá sale. Antes he estado con
ella en la entrada, pero no he podido acercarme. Tú tendrás más suerte.
—No sé...
—Es lo que quieres, ¿no? Hablar con Raffaella. Así te doy una buena
excusa —dice, tendiéndole un cigarro que él rechaza—. Bueno, yo salgo.
Ven si te apetece.
A su pesar, camina tras ella. Si no consigue hablar con Raffaella ahora, tal
vez aproveche y se vaya a casa. La situación no merece más.
Fuera no hay absolutamente nadie, y Sara enciende su cigarrillo con
parsimonia. Es lo bastante lista para no darle conversación. Eso hace que el
que tenga ganas de hablar sea él.
—No quiero problemas —balbucea. Caramba, sí que tengo que estar
volado.
—¿Y quién sí?
Thomas ríe.
—¿La mayoría de la gente?
Ella ríe también y mira en dirección a la puerta.
—Me siento un poco patética —confiesa—. Como una fan de Justin
Bieber esperando a que salga de un concierto o algo así.
Enciende un segundo cigarro. ¿De verdad va a salir Raffaella o ha sido
una excusa para retenerlo?
—¿Tú también estás en esto aunque no conozcas El lamento de Orión? —
dice ella.
—¿Qué es eso?
—¿Conoces el foro de los suicidas?
A su pesar, cree que sabe a qué se refiere, pero eso solo refuerza su
paralelismo con Spencer.
—Te estás confundiendo. Ya estoy harto de esas historias.
—¿Qué historias?
—Historias locas. —Ve que ella alza una ceja, parece divertida con su
comentario—. Es mejor que me marche. Intentaré tener un encuentro con
Raffaella en otro contexto. Que te vaya bien.
Se levanta de la poyata en la que estaba sentado y saca el teléfono. Como
imaginaba, ristra de mensajes de Julián. Sara suspira, no se mueve. ¿En serio
no va a luchar para que se quede con ella y se trague lo que sea que tiene en
mente? Thomas dice «hasta luego» y comienza a caminar para salir del
recinto bordeando el Nervión. No, ella no se mueve a su espalda. De buena
me he librado. Aunque en el fondo no le apetece volver al hotel, discutir con
Julián, aceptar que no ha podido hablar con Raffaella.
Mira fijamente al suelo y no se da cuenta de que está ahí hasta que pasa
casi a su lado y escucha sus jadeos hiperventilantes. Al principio, no sabe
bien de dónde proviene el sonido, si quizá incluso lo imagina. Parece un
espíritu suspendido sobre su propia cabeza, soplándole en el oído. Terror
infantil arcano: que se le queden acúfenos horribles instalados en el tímpano
para siempre, por escuchar tanta música por encima del volumen
recomendado. Casi peor que quedarse sordo, un Beethoven alucinado y
cutre. La avenida de entrada al Guggenheim está vacía y casi no tiene
adornos o vegetación, solo la gigantesca araña de Bourgeois. Y es sobre una
de las patas de Mamá de donde se cuelga DJ Benji, bocabajo, a casi diez
metros de altura, con las rodillas abrazando una de las extremidades de
metal y una sonrisa estúpida en la cara.
—¡Eh! ¿Qué haces? —le grita—. ¡Te puedes caer!
Benji ni se inmuta. No parece que la sonrisa vaya dirigida a él, y sus ojos
están tan huecos como el resto de la velada. ¿Cómo ha conseguido salir de la
sala sin que nadie lo acompañe? Menudos amigos de mierda, y menuda
mierda la que se le viene encima a él ahora.
Grita su nombre de nuevo y Benji sigue sin reaccionar, como si no lo
escuchase. Trata de ponerse en su campo visual, alzar los brazos para que lo
vea, pero quizá Benji ni siquiera tiene campo visual ahora mismo, no fija los
ojos en nada, le babea un poco la comisura del labio y el líquido se desliza
mejilla arriba, hacia sus ojos. Es tentadora la posibilidad de dejarlo ahí,
suspendido, y que sea otra persona la que se encargue de él. Pero Madre le
enseñó mejor.
Regresa de vuelta al auditorio, Sara sigue fumando en la puerta.
—¿Era una estrategia para librarte de mí? —le pregunta ella, aunque no
parece molesta en realidad.
—No. Pero tenemos un problema. Bueno, hay un chico que lo tiene. Vamos
a llamar a seguridad.
MASSIVE ATTACK ,
Paradise Circus
Sé que muchas personas se preguntan por qué he llevado tan lejos mi disputa
con Michael D’Alessandro, quizá más allá de los límites que marca el
sentido común. Por desgracia, que políticos y empresarios se vean envueltos
en escándalos por corrupción es una noticia vieja que no sorprende a nadie.
Incluso los casos en los que se incluyen elementos más sórdidos, como
tráfico de drogas o la muerte de inocentes, no llegan a asombrarnos. Más
bien confirman nuestras sospechas sobre aquellos que ostentan el poder.
Muchos a mi alrededor me han recomendado que deje correr esta historia:
D’Alessandro ha obtenido su castigo (aunque nimio) y hay poco más que
pueda hacerse. Persistir sería insensato, sobre todo después de que el caso
se haya cerrado. Podría meterme en problemas, y desde luego ha metido en
problemas a los que me rodean y ven, día a día, cómo me consumo con esta
historia. ¿Qué puedo lograr, más allá de la frustración, o tal vez dificultades
legales para mí y la organización a la que defendí durante el último lustro?
Nada o casi nada. Lo sé.
Cualquiera que me conozca sabe que confío totalmente en la ley y la
justicia, y a quien me lea sin conocerme así se lo reafirmo: confío en la ley.
Confío en la justicia. Jamás he apoyado prácticas políticas paralegales como
medida de presión, manifestaciones, linchamientos o escraches. Sin
embargo, pese a mi devoción por los organismos que nos gobiernan, soy
capaz de reconocer que el pasado 12 de agosto, cuando el juez falló en
nuestra contra después de estos largos y penosos meses, se alcanzó un límite
externo de la ley. Me tiemblan las manos al escribir: a nadie le extraña (es
sabido) que Michael D’Alessandro lleve más de veinte años saltando entre
una pugna y la siguiente. Todos sabemos que es culpable, ¿cómo es posible
que nuestras instituciones fracasen al reconocerlo? La situación pide que se
jueguen otras cartas, en este caso el poder de la opinión pública. Por eso me
dispongo a contar mi historia con el acusado, que se remonta a mis años de
estudiante en la facultad. Sé a lo que me expongo, pero no me importa. Este
juicio se ha convertido para mí en algo que va más allá de la legalidad. Es
una cuestión de principios. Esperemos que no sea demasiado tarde para
rectificar.
Pasé los siguientes días absorbido por mi propia adversidad. Estaba poco
preparado para el examen, así que me obligué a no ir más al Maryland por
mucho que lo desease, porque solo era capaz de estar pendiente de quién
abría la puerta. Renunciar al Maryland, sí, renunciar al Maryland y a Allison
y estudiar en mi cuarto deprimente. Odiaba la sensación de no tener siquiera
que vestirme, como si no fuera una persona completa a menos que llevase la
ropa adecuada y tuviese un público para el que peinarme. Comida
preparada, papeles arrugados y sábanas con olor a cerrado. Esa era mi vida.
Al acabar, decidí llamar a Babette. Ella me sugirió que lo celebrásemos
cenando fuera de la cantina de la facultad y propuse ir al Maryland, aunque
era una mala idea. Para mí ese sitio era algo totalmente privado, no un lugar
que quisiese compartir con cualquiera. Deseaba volver, creo. Pero no solo.
Llevaba una semana sin pasar por allí.
—Qué limpio tienes siempre el coche.
—Me gustan los detalles.
Fue lo único que Babette dijo en el trayecto de la universidad al
Maryland, y me puse contento, claro, porque le dedicaba varias horas a la
semana y nunca nadie se daba cuenta. Pronto el Maryland se reveló como el
lugar más inadecuado para cenar: no había comida de verdad, estaba lleno
de gente, resultaba algo ruidoso. Acabamos pidiendo patatas fritas dobles,
una ración de tarta de queso y cerveza, e hice la cuenta mentalmente, por si
me tocaba pagarlo todo.
Babette también acababa de terminar los exámenes, estudiaba Educación.
Parloteó sobre los detalles específicos de cada uno de ellos hasta que no
quedaron más patatas. Mi atención estaba dividida entre comprender lo que
me contaba y obligarme a no mirar la puerta del Maryland como un obseso.
Tenía poco que contar sobre las leyes de vivienda y arrendamiento, pero a
ella parecía interesarle, o lo hizo hasta que conseguí cambiar de tema,
probablemente a su hermana: Babette siempre hablaba de su hermana, o de
cosas inocentes y felices como qué regalarle a quién por Navidades.
Hablaba, Babette hablaba mucho, y yo me esforzaba por atenderla y no
evadirme con cualquier estupidez. Una mano me tocó el hombro y, antes de
que pudiese darme la vuelta, dejó un bolígrafo sobre la mesa.
—Te lo devuelvo.
No era el bolígrafo que yo le había dejado, sino uno plateado y cilíndrico.
Pero ella sí era Allison.
Balbuceé, algo así como «no hacía falta». Pero balbuceé poco. Estar junto
a Babette me daba alguna clase de confianza que me permitía fingir
jovialidad, una jovialidad que en parte sentía, porque estaba cenando en el
Maryland y allí estaba Allison, la verdadera, vestida con pantalones negros
y una blusa algo transparente. No llevaba sujetador y en ese punto comenzó a
molestarme la presencia de Babette.
—Qué útil.
—¿Qué tal tus exámenes?
—He acabado hoy. Todo en orden.
—Qué curioso. Tenía la intuición de que vendrías. Quería devolverte el
boli.
¿Significaba eso que había venido al Maryland a lo largo de la semana?
¿Que me estaba esperando? ¿Por el bolígrafo? No podía ser solo por eso.
Quizá llevaba horas esperándome y yo había llegado demasiado tarde y
acompañado, impidiendo que pudiéramos tener una conversación real. O tal
vez acababa de verme y había decidido contar esa historia para
desconcertarme. Sí, podía ser eso: ya entonces veía en Allison cierta
tendencia a la maldad inocente. Quizá mi boli había terminado en manos de
otro hombre en idénticas circunstancias, y Allison había conseguido que
todos los hombres que estudiaban o trabajaban en el Maryland
intercambiaran sus bolígrafos.
—Daba igual, podías quedártelo. ¿Quieres sentarte con nosotros a cenar?
—No puedo. Entro a trabajar ahora. Trabajo en el Lost Woods. Si queréis,
podéis pasar luego.
La última frase se la dirigió a Babette, con su misma mirada coqueta, a
una Babette que la observaba entre el hastío y el aburrimiento. Tan rápido
como la primera vez, Allison salió del Maryland lanzándome un beso y
provocando un estruendo al cerrar la puerta.
—¿Por qué le has dicho que se sentase con nosotros?
Babette me miraba con el ceño fruncido y me defendí: solo estaba siendo
amable. Cuando fui al baño, aunque era imposible que lo olvidase, escribí
en una servilleta «Lost Woods» con el bolígrafo cilíndrico y plateado. Aún
la conservaba cuando dejé mi cuarto en la residencia universitaria.
Esa noche soñé con las chicas y sus habitaciones. Vi a Mathilde Trammer en
un piso más grande que el de Allison, limpísimo y con muebles de pino,
quitando el polvo de una estantería con los cuatro o cinco libros de rigor que
debía haber en cualquier casa seria. Entraba con mis propias llaves y ella no
se sorprendía, pero tampoco se alegraba especialmente de verme. Terminaba
de limpiar con calma mientras yo esperaba en la mesa y después se sentaba a
mi lado y entrecerraba los ojos, dejando ver unas finísimas arrugas. Me
preguntaba cómo había estado yo, encendiéndose un cigarro y sin mirarme
directamente. Aun así, sus ojos no tenían la mirada de vaca de las otras
chicas del Lost Woods, sino la misma vitalidad que los de Allison, incluso
más. Creía haber adivinado en la fotografía que eran claros. Yo le contaba
que había sacado muy buena nota en Derecho de Vivienda, ella me tocaba
una mano y me decía que era un buen chico. De repente estaba otra vez en el
rellano, casi a punto de despertarme, intuyendo a medias mi cuerpo sudoroso
y cubierto de mantas en la residencia, pero abandonándome de nuevo al
sueño, despertándome dentro de él en una cama incómoda y desconocida.
¿Hola?, gritaba, una, dos veces, y entonces se abría la puerta del dormitorio.
—¿Has vuelto a tener una pesadilla?
—Sí.
—Voy a hacer tortitas. Levántate.
Me levantaba, y accedía al salón de una casa enana, con el suelo picado y
las paredes llenas de desconchones que alguien había tratado de disimular
con flores en jarrones. Sookie Hauer estaba de espaldas a mí, tarareando
algo mientras cocinaba. Apenas llevaba ropa, pero la escena no era erótica
en absoluto.
—¿Trabajaste hasta tarde? —pregunté.
—El Scorpio cerró a las siete. Aún no me he acostado. He comprado el
periódico cuando venía, ¿lo quieres?
Yo asentía y ella me daba un periódico doblado en cuya portada estaba su
foto, la de la propia Sookie.
—Aquí dice que has desaparecido —dije.
Ella se encogió de hombros mientras traía las tortitas en un plato agrietado
y sucio. En el sueño tenía hambre, mucha hambre, y devoré cinco tortitas, sin
nata o sirope, dejando solo una, la más pequeña, en una de las esquinas.
—Lo siento. Me lo he comido todo. Esta para ti. Haré más.
Sookie volvió a reír y me pellizcó la mejilla desde el otro lado de la
mesa.
—Si yo nunca como nada, tonto. No tengo hambre. No voy a desayunar.
Acábatela y vístete para ir a clase.
Obedecía y me vestía en la penumbra mientras ella yacía en su cama,
nuestra cama, y se tarareaba canciones para poder dormir, muy bajito. Yo
salía del edificio y estaba justo enfrente del Maryland, buscando mi coche.
No había nadie en la calle y comenzaba a sonar el teléfono de una de las
cabinas. Sonaba. Sonaba. Me dirigí hacia él y desperté al descolgar.
Por ser domingo o por ser por la tarde, el Lost Woods tenía una luz distinta,
tenue, que resaltaba su apagada imperfección. Atravesé la antesala de las
máquinas y me adentré en la sala principal, semivacía, con solo un grupo de
personas al fondo, muy juntas, amontonadas como un único cuerpo. Abrí la
cartera para contar mis billetes mientras esperaba en la barra, pensando en
lo mucho que había gastado en los últimos días, y también en que la cartera o
el dinero despedían mal olor. Helen apareció desde el almacén, ocupando el
espacio iluminado como si fuesen a tomarle una fotografía, y se dirigió a un
hombre que aguardaba a mi lado.
—No nos queda Pacífico.
—Entonces una Dixie.
—Vale. ¡Eh! ¡Cuánto tiempo! ¿Qué te pongo?
Me sorprendió que Helen me recordase y pedí lo mismo que el caballero,
apenas sabía nada de cervezas. Él se dio la vuelta para dejarnos espacio y
ella me dio conversación: el local estaba muerto los domingos, no había de
qué extrañarse; había trabajado mucho este fin de semana, casi no había
tenido vacaciones de Navidad. Le conté un par de anécdotas de mi pueblo y
ella rio. Cuando terminé la cerveza insistió en que tomásemos juntos un
chupito, quiso saber si mi corazón se había arreglado.
—Da igual —dije—. ¿Y el tuyo?
—Tampoco.
Ambos nos reímos y apuramos el chupito de un trago. Era tequila.
—¿Puedo preguntarte algo? —me lancé.
—Lo que quieras.
—He estado leyendo unos artículos en el periódico. Sobre las chicas
muertas, tu compañera. ¿Qué piensas de todo eso?
Ella negó con la cabeza: una pena lo de Mathilde, claro, habían sido más
o menos amigas cuando empezó a trabajar en el Lost Woods, aunque llevaba
distante una temporada. Tenía novio desde hacía poco, eso creía Helen,
porque ya nunca tenía tiempo y a veces aparecía con cosas nuevas que, me
aseguraba, no se podían comprar con un sueldo como el suyo: pendientes,
zapatos, un Royal Oak. Por eso, cuando desapareció unos días nadie se
extrañó demasiado, todos pensaban que se habría ido con él de viaje, o a
ninguna parte, en cualquier caso, que estaba lo bastante ocupada para
trabajar o coger el teléfono. No, Helen no sabía quién era el novio, si es que
era novio. Jamás se la vio en público con él y seguía coqueteando sin
remordimientos para conseguir propinas en la barra. Ahora que lo pensaba,
no sabía tanto sobre ella: si tenía amigas, familia, otro trabajo... Sí que había
intentado trabajar en el Scorpio, pero había sido incapaz de aprender
italiano, aunque en las últimas semanas, justo antes de morir, mareaba un
manual y unas cintas por todas partes. Solo compartían cigarros y cenas
antes o después de entrar al Lost Woods, confidencias sobre lo que tenían y
deseaban tener y, antes de que Mathilde tuviese novio, males de amores de
ambas, generalmente con chicos que trabajaban o iban al Lost Woods,
hombres que, me aclaró Helen, no eran hombres del todo, o al menos no
sabían cómo tratar bien a una mujer. Ella se imaginaba que el nuevo chico de
Mathilde era de otra clase, tal vez mayor o casado. No acudió al entierro,
fue muy poca gente. A Helen le pareció fatal. Fantaseó con que tal vez él la
había matado, si bien eso no era posible, claro, porque Mathilde murió sin
ningún signo de violencia, un paro cardiaco, una apoplejía, algo así. En
cualquier caso, a Helen le parecía difícil, muy difícil, que existiera un
hombre tan perfecto, y menos que estuviese disponible para chicas como
ellas.
—Pero espero encontrar a alguien, claro.
—¿No tienes a nadie?
—Nada serio, ¿y tú?
—Tenía. Ya no.
Helen y yo seguimos coqueteando y hablando de tonterías en la barra,
incluso me sugirió que esperase al cierre, pero era muy tarde y al día
siguiente tenía clase a primera hora. Me despedí, prometí volver pronto y me
alejé lo más rápido posible. El local se había llenado de grupos y parejas,
personajes indistintos y sin cara que se entremezclaban con el suelo y las
luces como fantasmas en la nieve. Había bebido mucho, pero no importaba,
porque así era más sencillo no pensar en Allison, en mi amiga Allison.
Cuando salí, me paré en la puerta con la esperanza de que alguien me
invitase a un cigarro y una figura masculina me gritó desde el umbral. Era
Matt. Me lanzó una mirada desdeñosa, cruzando los brazos para exagerar su
porte, y alzó el cuello en un gesto de desprecio. Escupió sonoramente según
me alejaba. Me metí en mi coche sin volverme y conduje demasiado deprisa
para las copas que llevaba encima.
Jason y Adam estaban callados a pesar de que aún era pronto. Primero lo
consideré una sorpresa agradable, pero después me impidió dormir, tan
acostumbrado como estaba entonces a sus murmullos en lugar de al silencio
sepulcral de la residencia. Tal vez habían discutido por las cucarachas, un
tema de disputa recurrente, aunque no vi ninguna cuando entré al baño, ni
tampoco restos de aplastamiento o limpieza. No dormí, no pude; me sumí en
una semiinconsciencia desagradable en la que las sábanas me apresaban y
me impedían moverme, veía imágenes de la carretera del campus como si
estuviese viva y dispuesta a expulsarme del quitamiedos en un descuido.
Mientras el sudor me atenazaba, fantaseé con que había algo vivo en la
cama, reptando entre mis piernas en el camino al interior de mis orejas u
otros orificios, una cucaracha o algo peor. Cuando llegó el alba tuve un
sueño confuso con el sabor de una masacre callejera en el que aparecía el
dueño del Scorpio, Michael D’Alessandro. Desperté segundos más tarde,
agitado, y sin saber exactamente qué estaba pasando. Recuerdo con claridad
abrir la ventana, contemplar el amanecer mientras me decía que debía
enderezar mi vida: volver a la fijación por la universidad, la obsesión por el
dinero y a las fantasías inocuas; contener mis emociones y olvidarme de todo
aquello. A las siete, salí a la cocina para esperar a que Jason se levantara,
siempre era muy madrugador. No apareció y desayuné solo, Adam se levantó
una hora después.
—La chica esa se ha echado novio.
—¿Quién?
En mi aturdimiento, pensé por un segundo que una suerte de camaradería
masculina le había permitido a Adam imaginarse qué había pasado con
Allison, a pesar de que no sabía quién era o siquiera que había quedado el
día anterior con ella.
—La chica de Jason. Pam. La del Lost Woods. Se lo dijo ayer. El pobre
está jodido.
—Ah.
Desayuné una segunda vez con Adam mientras él me contaba la historia
con todo lujo de detalles innecesarios y un tono de superioridad
condescendiente que podía aplicarse a todas las mujeres y relaciones. Salí a
la vez que él para ir a clase. Jason no se había levantado, y cuando sugerí
que quizá deberíamos despertarle, Adam destacó que era su primer
desengaño amoroso, lo cual probablemente no era cierto, y que debíamos
dejarle disfrutar de él para que se hiciera hombre por completo. Me pareció
que había algo de sabiduría masculina cristalizada en sus palabras y, antes
de entrar a clase, pasé por el quiosco a comprar un paquete de tabaco.
Que Jason estuviese consumido por el desamor hizo las cosas más sencillas,
porque cada vez que hablábamos de Pam sentía que hablábamos de Allison
sin comprometerme; y también porque, si consideraba que su apego por ella
era infantil e insensato, eso hacía que pudiese considerar también infantil e
insensato el mío, y por tanto algo que sin duda podría sobrellevar. Me
prometí no llamarla esa semana y ella tampoco lo hizo. Salí mucho. Fui
amable y dispuesto, como si esperase que, haciendo una ofrenda de paz al
mundo, el mundo me devolvería paz. Hablaba más que nunca solo para no
escuchar el silencio. En los ratos muertos, cavilaba sobre si ella me estaba
poniendo a prueba, viendo cuánto podía estirar mis sentimientos antes de
romperme. Incluso quedé con Babette esa semana, harto como estaba de que
la señora Lovelace siguiera pasándome llamadas suyas con las que me
ilusionaba unos instantes, pensando que podía ser Allison.
Nos vimos en la cantina de la universidad y me pareció vulgar y simple,
muy lejos de la erótica incomprensible de Allison. Sin duda, era una mujer,
pero, quizá por conocerla demasiado, veía en su rostro el fantasma de una
pubertad redondeada, restos en su piel de lo que una vez fueron granos. Pasó
una semana, Allison seguía sin llamar y yo bebía demasiada cerveza, seguía
fumando, apenas pasaba solo unos instantes y me aprovechaba de la
necesidad de consuelo de Jason para divagar sobre las mujeres y las
ilusiones rotas, generando escenarios patéticos en los que podía recuperar a
Pam. Se ve la desesperación en otro, la propia es ciega. La mía me
acompañaba en todas mis clases y se traducía en una obsesión por el orden y
la productividad.
Cuando intenté volver al camino de la soledad, me sorprendí varias
noches mirando el periódico que me había llevado del Maryland por error,
analizando los perfiles de las cuatro chicas muertas hasta que sentí que las
conocía íntimamente. Mathilde Trammer, la compañera de Allison, era la
más guapa de todas, a pesar de que en su fotografía parecía delgadísima,
casi enferma, y de que tenía los pómulos muy marcados y los ojos algo
hundidos, como si en ellos residiera una inteligencia cínica y resignada.
Sookie Hauer llevaba trenzas en su fotografía y tenía una sonrisa muy amplia
que mostraba unas paletas algo separadas. Quizá por el sueño que tuve, la
asocié a cierta estupidez y felicidad, a comida bien hecha y risa fácil, no me
costaba imaginarla siendo una perfecta hija cariñosa o la clase de amiga que
siempre organiza una fiesta de cumpleaños. Gwen Reynolds era la más
diferente, tenía el pelo liso y corto, las cejas muy pobladas, una mirada algo
intimidante que anunciaba sabiduría y calma, y que hacía que resultase
impropio imaginarla bailando sobre una barra. Arlene Harris, la primera en
desaparecer, era la más parecida a Allison, el mismo pelo larguísimo y
rizado, los ojos igualmente redondos y castaños, la misma mueca entre la
malicia y el descaro.
No había fotografía de Michael, pero me esforcé en encontrar algo sobre
él en la hemeroteca de la facultad. Era atractivo, sin duda, su piel era
olivácea y poseía los hombros y el porte que habría deseado para mí. Tenía
esa clase de rostro de los hombres de los que se esperan grandes cosas, que
parecen hechos para salir en televisión o ser concejales. Localicé algunas
noticias sobre él, noticias de apertura de locales, noticias de sociedad en las
que se casaba con la hija de un importante promotor inmobiliario, noticias
sobre redadas no fructíferas y noticias sobre cómo él se había convertido en
un pionero en el negocio de las máquinas de arcade. Allison no llamaba,
¿diez días ya?, y Jason seguía lamentándose a medida que se daba cuenta de
que lo suyo con Pam no era un bache, sino una vía muerta. Este barco se
hunde, le decía Adam, y si lloraba lo llamaba maricón.
Algunos días no fue a clase, no quiso salir el fin de semana, y Adam trató
de hacerle ver que resultaba estúpido sufrir por alguien a quien solo había
visto dos veces y que tampoco había para tanto. Jason, con una infantilidad
emotiva de la que yo mismo era incapaz, declaró que se había pasado todas
las Navidades pensando en ella y haciéndose ilusiones con la posibilidad de
una vida juntos. El fin de semana llegó otra vez sin noticias de Allison:
Adam quería salir y sugirió ir al Lost Woods para ver si Jason conocía a otra
mujer, pues sería el antídoto obvio de su dolor; pero Jason tenía miedo de ir
al Lost Woods y toparse con Pam y su flamante nuevo novio, al cual, como
nos había contado mil veces, ella había conocido en la fiesta de Nochevieja
del Lost Woods a la que él no pudo asistir. Ante la insistencia de que Jason
debía ver a otras mujeres, y no a esas feas de Filología o Educación, me
envalentoné.
—¿Y si vamos a un club de baile?
Adam me miró incrédulo, era algo a lo que me había negado en diversas
ocasiones. Le devolví un gesto ambiguo que trataba de explicar que todo eso
era por Jason.
—¿Al de la salida noroeste?
—Me han hablado muy bien de otro. Warlow’s. Pero tengo que buscar
dónde está.
Me comprometí a informarme mientras Adam cumplía su parte, esto es,
obligar a Jason a ducharse y a vestirse, e informarle de que incluso yo estaba
de acuerdo con el plan. Antes de que saliéramos de casa, abrí el segundo
cajón de la mesilla de noche; ahí estaban el periódico doblado y la servilleta
en la que Allison había escrito «Lost Woods», el bolígrafo de otro hombre
que ella me había devuelto, el tíquet de sus zapatos con su número escrito en
el revés y un paquete de tabaco. Cogí solo esto último.
Ninguno de los tres lo pasó bien esa noche. Jason estuvo todo el rato
mirando en la dirección en la que supuestamente estaba Pam; yo contaba los
minutos hasta el cierre sin atreverme a marcharme antes; Adam no estaba
acostumbrado a no ser el único hombre sin un papel claro a lo largo de una
velada entera. A diferencia de Jason, me obligué a no mirar a Allison en
absoluto. Sí que observé a Michael, que se pasó gran parte de la noche
subido a su trono, a veces acompañado de esa mujer, otras de hombres con
su mismo rostro que le palmeaban la espalda y fumaban puros. Adam intentó
que conociéramos a unas chicas y yo le seguí el juego, solo por si Allison
me observaba, o por si Michael lo hacía y se desbarataba el teatrillo de
Allison sin que yo pudiera sentirme culpable. Tras dos rondas más, a la una
y media, me tocó volver a la barra a pagar la última. Le insistí a una de esas
chicas para que me acompañase y me puse en el mismo extremo de la barra
en el que había visto a Allison.
—¿Vienes mucho por aquí? —me preguntó.
—Es mi primera vez. Suelo ir al Lost Woods.
—Uf, a mí me parece un antro, prefiero mil veces esto.
—Aún no lo había descubierto. ¿Qué bebes?
No me atendió ni Allison ni la camarera morena, solo otra de esas chicas-
vaca idénticas a Allison, que me observó como si supiese quién era. Aunque
ella tomó mi orden, me sirvió Allison, poniendo dos vasos de chupito extra
sobre la mesa, uno para mí, el otro para ella. La chica se quejó y yo alcé una
ceja, pidiendo a Allison que sirviera un tercero, como si esa, y no tantos
otros límites que había traspasado, fuese una barrera que no se podía
transgredir. Con disgusto, Allison accedió, me sonrió coqueta y se bebió el
suyo de un trago.
—¿Me acompañas a tomar el aire? —dijo en mi oído—. Tengo cinco
minutos de descanso.
—También vendrá mi amiga.
—Ah. ¿Cómo se llama? —me preguntó a mí, sabiendo que ella no podía
escucharla con la música. Era increíble la frecuencia con la que me hacía
quedar en ridículo.
Aparqué a la chica con sus amigas y los míos. Salimos sin mediar palabra
y yo le ofrecí uno de mis cigarros.
—Estás enfadado.
—Creo que me has utilizado esta noche.
—Es complicado.
—Yo lo veo muy fácil.
—¿Qué tengo que hacer para que me perdones?
No sé, Ali, pensé, llamándola Ali como la había llamado Matt en el
aparcamiento del Lost Woods: tal vez no solo prestarme atención cuando un
chico te ha dejado, quizá darte cuenta de que me gustas y o bien dejarme en
paz o bien darme una oportunidad; dejar de suponer que cuando llames
estaré dispuesto a cualquier cosa; o al menos dejar de verme como un niño
pequeño, dejar de reírte de mis trajes, de mi coche: tengo veintitrés años,
joder, es normal que no pueda competir contra alguien como Michael.
Y lo dije en voz alta.
Allison calló. Se apoyó contra uno de los coches y sacó sus gafas de sol,
aunque no estaba llorando: a lo mejor solo quería fingir tristeza, y era la
forma que se le ocurría para ello. No me dejé conmover, esperé a que ella
respondiera. Y finalmente lo hizo, balbuceando primero, repitiéndose todo el
rato, diciendo algo así como: es muy difícil para mí, sabes, no estoy
acostumbrada a esto, no estoy acostumbrada a que me traten bien, no estoy
acostumbrada a ser la primera opción de nadie, lo sé, y por eso tengo que
jugar. En realidad no tengo un centavo, vivo de dinero prestado y regalos,
tampoco conocí a mi madre, como tú, y mi padre me detesta por motivos que
no alcanzo a comprender, puede que tenga que ver con que no soy su primera
opción, siempre va por delante mi hermana; no estoy acostumbrada a que
nadie me trate bien sin que yo tenga que ganar un pulso para lograrlo. Incluso
tú estabas tonteando con Helen.
La interrumpí, le dije que estaba jugando de nuevo conmigo, que estaba
diciendo las cosas que sabía que podían conmoverme: pase la mención a la
pobreza, o a mi madre, pero lo de Helen no lo podía aceptar. Aunque en ese
momento ya me había ablandado y ella debía de saberlo. Esperé a que dijera
algo más, pero me pudo la impaciencia, y de algún modo ya había perdido.
—¿Qué ha pasado con Michael?
—Seymour...
—Cuéntamelo. Al menos explícame por qué estoy aquí. ¿Te ha hecho
algo?
Y Allison me contó la verdadera historia de ella, Michael, el Scorpio, o
probablemente una falsa, pero que sonaba más verdadera que la anterior.
Ella lo había conocido por Mathilde, porque Michael había ido algunas
noches a buscarla al Lost Woods. Allison se enamoró de esa promesa, sí, de
ese modo de vida, también, pero sobre todo de él, de cosas que esperaba que
no me doliese escuchar pero que eran ciertas: de cómo tenía una risa muy
sonora que las hacía reír a todas, de la mirada intensa que ponía justo antes
de que se avecinase una broma o un comentario socarrón. Sobre todo de
cómo trataba las cosas, cómo parecía que sus manos tocaban los objetos
dándoles su peso adecuado, fuera leve, fuera intenso, inútil, o la cosa más
preciada, revelando su auténtico valor con su roce; puede que fuese eso, tal
vez fueran las manos de Michael y nada más, esas manos limpias, morenas y
sin callos con las uñas perfectamente cortadas en forma cuadrada. Ella
fantaseó con conocerle, o con trabajar en el Scorpio al menos; habría
intentado trabajar allí aunque Mathilde no hubiera desaparecido del mapa.
Pero cuando ella lo hizo, vio una oportunidad con él.
Y los primeros días fueron maravillosos, ese primer desayuno en el
Audrey’s, alguna cita a media mañana, todavía sin tocarse, unos primeros
besos en el coche y las dificultades de hacer el amor en un deportivo,
algunas promesas a medias: ir a Italia, ir de vacaciones a secas, impresionar
a sus amigos, los amigos de él, con el dominio cada vez más avezado del
italiano. El italiano es una lengua de mierda, juzgué, una lengua de fascistas
y aprovechados, de muertos de hambre. Allison me ignoró. Ya había pasado
un mes y ninguna de esas promesas parecía que fuera a cumplirse, no tenía
claro que fuese ni siquiera su única amante —era un puesto con el que
podría conformarse, la amante única y principal; el vestigio de deseo
irresistible en un matrimonio acabado—. Michael le había dejado claro
recientemente que no iba a dejar a su mujer, el mismo día que ella le
preguntó por qué le había regalado un Royal Oak y no un Cartier, que era el
reloj que llevaba su esposa —por lo demás una persona frígida que no
tendría ninguna clase de gusto ni elegancia si no estuviera podrida de dinero
—. Eso había sido hacía dos días, y cuando ella lloró y pataleó, como
suponía que se esperaba de ella, él se limitó a llevarla a casa y le dijo que
tenía que acostarse temprano, debía madrugar. Después, ni una llamada. Hoy
se presentaba allí con ella, y a Allison le parecía que estaba estirando su
amor, viendo hasta qué punto resistía sin llegar a romperse. Soy una persona
de mierda, concluyó al final. Todo el mundo lo sabe ahora. Incluso tú.
Yo vi ante mis ojos las dos vías: o bien rendirme a Allison, tratar de
comprenderla y atraerla a mi lado; o bien apartarme para siempre y
confirmar que sí, que de hecho era una pésima persona. Ella me miraba
expectante, o al menos creo que eso hacía, porque seguía con las gafas
puestas, pero luego desvió el gesto... Alguien se acercaba, ¿Michael? Me
giré. No. Era la camarera morena, la que me miraba con desprecio desde la
barra.
—Creo que tus amigos se han metido en problemas. Vamos, creo que son
tus amigos.
Allison desapareció en el interior del bar antes de que yo reaccionase.
Cuando crucé el umbral del Scorpio me topé con Matt, que salía y que me
golpeó con un hombro, a pesar de que había espacio de sobra para que
ambos pasásemos sin rozarnos.
—¿Por qué últimamente te veo en todas partes? —preguntó.
Después escupió al suelo de moqueta y desapareció. Me quedé
observando cómo la saliva empapaba el tejido hasta que la camarera morena
volvió a salir para buscarme.
Por suerte, mi hermano y Adam se llevaron tan bien que apenas tuve que
hablar durante las primeras conversaciones: Adam preguntaba por la vida en
el pueblo y mi hermano le hablaba de maquinaria agrícola, escarceos
adolescentes tras los molinos, perros de caza que bebían cerveza; mi
hermano preguntaba por la ciudad y Adam exhibía su anecdotario sobre
mujeres y vida alegre. Le narró en términos esperpénticos e hiperbólicos la
lucha con el novio de Pam y se interesó por cómo había conocido a su mujer,
Rachael. Por lo demás, la visita de mi hermano se me antojó como una carga
similar a acarrear sus noventa kilos de peso sobre la espalda. Me esforcé en
llevarlo a pasear por el campus, visitar unos grandes almacenes, cenar en el
Maryland, soportar las preguntas que me hacía sobre Babette, la carrera,
otras mujeres.
Creo que se lo pasó bien, porque lo pagó todo y decidió alargar su
estancia hasta el miércoles por la mañana. Incluso tonteó con algunas
mujeres de forma torpe y rural, aunque durante la primera noche afirmó que
en cuanto volviera a casa haría las paces con Rachael, que estaba enfadada
con él porque últimamente se quedaba todas las noches en el bar, y además
porque iba a estar un par de meses sin trabajar y cobrar. Yo pensaba todo el
tiempo en qué estaría haciendo Allison y en si podía confiar en su palabra en
lo que a «mantenerse a salvo» respectaba, resistiéndome a llamarla y, en su
lugar, consagrándome a mi hermano, a sus salidas de tono, a su risa
exagerada y a su apático engullir sin tregua.
Durmió en el sofá semidesnudo y yo decidí no ofenderme, si bien supuse
que a Jason le incomodaba. Recordaba que Allison me había dicho que no
trabajaba hasta el fin de semana y la promesa de Andrea de darme
información si me pasaba por allí, aunque se había referido al domingo. La
impaciencia me pudo y decidí llevar a mi hermano al Scorpio la segunda
noche, esperando que Andrea trabajase y que no estuviera Michael, porque
no tenía claro si me recordaría de la noche del sábado. Además, mi hermano
parecía capaz de impresionarse solo por el hecho de ver a un hombre en una
peana. Adam y Jason no quisieron acompañarnos por motivos obvios,
incluso trataron de convencernos de que nos quedásemos en una celebración
universitaria. Me mostré férreo en mi decisión, y qué otra cosa podía hacer
mi hermano sino obedecer.
Conduje yo, mi hermano parecía un completo inválido en la ciudad,
perpetuamente maravillado de todo lo que esta tenía que ofrecerle. Ya verás,
le dije, es un sitio increíble, si bien es cierto que no sabía si sería capaz de
apreciarlo. Mi hermano me preguntó si veríamos a «alguna chica» y le dije
que no. Estos días no son de mujeres, mentí, solo quiero pasarlos con mi
hermano. Él pareció conforme, una expresión de estupidez cruzó su cara y lo
analicé con una claridad cruel: su cuerpo demasiado grande, calloso, su
mejor camisa que no lograba ser elegante, el pelo mal cortado y los dientes
amarillos de tanto fumar. Se relacionaba con esfuerzo con la ciudad, como un
pez de acuario en mar abierto.
—Tenía muchas ganas de venir a verte.
—Lo sé.
—¿Cuándo irás tú por el pueblo?
—Quizá no hasta verano.
Cuando aparqué frente al Scorpio y vio el resto de coches, me dijo que a
lo mejor había estado siempre equivocado y yo sí iba a ser un señorito algún
día.
Su barrio estaba alejado del centro, las calles desiertas y sin comercios.
Aparqué a una manzana de su casa y, según me acercaba a la dirección, me
asaltaron varios pensamientos angustiosos, que iban desde la sensación de
estar perdiendo el tiempo hasta el miedo por el posible robo o desperfecto
de mi coche en calles como esas. Era un quinto sin ascensor y subí las
escaleras con pesadumbre. Abrió una mujer que no era Andrea. Me hizo
pasar a un salón viejo y sin apenas decoración, lleno de mantas arrugadas,
pintaúñas desparramados y otros útiles de belleza. Me senté. El sofá era
incómodo, y tampoco me atrevía a reclinarme demasiado. Andrea tardó unos
minutos en venir, la escuché parlotear en italiano con al menos otras dos
voces femeninas. Apareció ataviada con una bata vieja y con el pelo
recogido en un moño descuidado.
—¿Quieres algo? ¿Una cerveza?
La acepté y trajo una lata de medio litro. Sin vaso. Bebí a sorbos, sin
saber muy bien cómo empezar. Le dije que había hecho el trabajo por la
mañana. Ella asintió y se sentó frente a mí en una silla vieja y deformada por
la humedad. También se abrió una cerveza, pero después ni siquiera la tocó.
—Vivimos cuatro en esta casa. Te ha abierto Marie. También viven aquí
mi hermana Sonia... y Dorothy. Es de ella de quien te voy a hablar. Tienes
que prometerme que no vas a contarle esto a nadie. Mi primo me mataría. Te
lo digo muy en serio.
—Andrea. Estoy aquí. Estoy preocupado. Cuéntame.
Ella se mordió el labio.
—Dorothy llegó al Scorpio hace dos años y pico. Era una chica
demasiado sensible, muy bonita, pero a todas luces inadecuada para trabajar
en el local. Estúpida, podría decirse. También tenía ascendencia europea.
Primero Andrea se preguntó qué hacía ahí, pues al Scorpio solían ir a
trabajar chicas un poco más espabiladas, chicas con algo de modales, cierta
inteligencia, al menos algún conocimiento de la lengua italiana, pues era un
local para italianos expatriados, con cierta clase. La duda se despejó pronto,
una noche en la que Dorothy y ella cerraron: Michael la esperaba para
llevarla a desayunar.
—Era una chica muy bonita —repitió—. Es. Muy muy inocente. Atrevida
en su estupidez. Inocente y curiosa, y por tanto dispuesta a todo, como te dije
que estaban dispuestas a todo Sookie o Arlene.
Encendió un cigarro y prosiguió: entonces Michael no solía pasarse por el
local, pues estaba haciendo los primeros movimientos para meterse en la
industria del arcade; pero venía puntualmente a buscar a Dorothy cuando le
tocaba cerrar. Andrea censuró esa conducta, en aquel momento aún se
llevaba algo con su primo, ya que Michael estaba casado, Dorothy se estaba
ilusionando y, sobre todo, esta apenas había cumplido los veintiún años.
Andrea, que por entonces estaba menos curtida y era más tonta e incauta de
lo que es ahora y creía que de algún modo se podía solucionar el mal en el
mundo, la soledad y la pobreza, quiso apoyar o ayudar a Dorothy en lo
posible. Así descubrió que la chica estaba sola, muy sola en la ciudad, ya
que su padre había fallecido cuando ella solo tenía unos meses y su madre
acababa de hacerlo. Se había mudado aquí desde Jacksonville, tratando de
hacer de su vida algo mejor, y casi no conocía a nadie. Eso era algo en lo
que las chicas también se parecían, estaban muy solas. Intercambiaron
teléfonos y Dorothy le dejó una copia de sus llaves, porque era una chica
despistada y tendía a olvidarlas en cualquier sitio.
Con todo, no pudo sacarle ni media palabra sobre Michael, ni siquiera
cuando su relación era patente para todo el mundo y Dorothy venía al
Scorpio con zapatos bonitos, relojes caros, accesorios que una chica como
ella no se podía permitir; o de repente tenía en su taquilla una de las
primeras máquinas de casete con varias cintas para aprender italiano.
Andrea trató de advertirle de forma sutil pero férrea, y Dorothy se enfadó: le
dijo que era una amargada, que quizá estaba celosa y deseaba a Michael, a
pesar de que se tratase de su primo segundo; que Michael le había prometido
muchas cosas con las que la pobre Andrea no podía ni soñar, entre ellas, que
dejaría a su esposa más pronto que tarde, en cuanto no estuviese liado con el
asunto de las nuevas máquinas de arcade. Discutieron entre dos turnos, y
Dorothy no le dirigió la palabra durante las siguientes horas, ni tampoco al
día siguiente.
—Y después, desapareció.
—¿Desapareció?
—Dejó de venir a trabajar dos días seguidos. Me pregunté si era por mi
culpa, o si habría sucedido algo con Michael. No cogía el teléfono. Les
pregunté a otras chicas, nadie sabía nada, le pregunté a Michael y solo dijo
que ya no trabajaba allí. Quizá debería haberme retirado entonces, como
otras veces he hecho, pero me corroía la culpa por haber sido tan dura.
Dorothy y yo habíamos sido algo parecido a amigas, no podía simplemente
dejarlo estar. Después de llamarla varias veces sin éxito, recordé que tenía
una copia de las llaves de su casa y decidí ir.
No me puedo imaginar lo angustiada que se sintió Andrea en aquel
trámite: conducir hasta allá y abrir una puerta a cuyo timbre nadie respondía.
Menos me podía imaginar lo que sintió al abrir, cuando vio lo que vio.
Dorothy llevaba ya tres días desaparecida, puede que cuatro, era de noche.
Estaba a oscuras, la ventana abierta, entraba frío de la calle. Encendió la luz
y dijo su nombre varias veces. Nada. Recorrió el salón, vio la cama
deshecha, sus ropas desparramadas de tal forma que sugerían que había
llegado tarde y no había tenido ganas de recoger. Andrea ya iba a marcharse
y a dejar su copia de las llaves en un cajón, pero en el último momento
decidió entrar en el baño. No sabía si había sido una cuestión de casualidad
o de intuición, y a menudo había lamentado ese instante de lucidez. Se habría
ahorrado problemas.
—La encontré en la bañera con la ropa puesta, aunque estaba llena de
agua. Miraba al frente, totalmente ida, y pensé que a lo mejor se había
suicidado, pero no había nada de sangre. Me acerqué. La toqué y sí, estaba
viva, viva y caliente, a pesar de que el agua estaba helada. Tenía una
expresión de estupidez total, los labios resecos, la piel como si llevase
varios días sin comer o sin dormir.
No consiguió que reaccionara. Apenas pudo sacarla de la bañera, se
dejaba caer. Solo sonreía, un poco. Así que Andrea tuvo que llamar a Marie
y a Sonia para que acudieran a ayudarla. Juntas la llevaron a su casa y
llamaron a un doctor para que fuese a verla.
—Nos costó un ojo de la cara. El hombre nos dijo que tenía signos de
entumecimiento muscular, de desnutrición y de deshidratación, como si
hubiera hecho alguna clase de ayuno. Nos preguntó si había consumido algo,
y no supimos qué responder. La tapamos. La obligamos a comer y a beber,
con esfuerzo. No sabíamos cómo, sobre todo los primeros días. No se
oponía, pero tampoco deseaba hacerlo. No habla. No reacciona a casi nada.
Andrea encendió un cigarro y trató de sonreírme.
—¿Sigue aquí? —balbuceé.
—Sí, claro, sigue aquí. Por eso te he invitado. Quería que la conocieras.
Andrea hizo pasar a Dorothy al salón. Digo «hizo pasar» en el sentido más
literal del término: la sostenía con ambos brazos, uno en la cintura y el otro
sobre los hombros, caminando con ella, como si fuera incapaz de hacerlo
sola. Tenía un cuerpo pequeño, pero, lejos de ser tan delgado como esperaba
—pues Andrea había dicho que tenía que alimentarla a la fuerza—, tenía
cierta redondez, tal vez el sedentarismo había modificado la forma de sus
músculos. La depositó sobre una mecedora vieja y destartalada. Tenía el
pelo de un rubio apagado, casi blanco, y cejas tupidas. No pareció registrar
mi presencia: miraba al horizonte con los ojos vacíos, una media sonrisa
boba esbozada en sus labios cuarteados.
—Lo más difícil es darle de beber. Acordarse y obligarla —dijo Andrea.
Cuando se cercioró de que Dorothy estaba lo bastante asentada en la
mecedora, le cogió una mano. Alzó su brazo. Lo dejó caer. La chica ni
siquiera parpadeó. Después, Andrea le puso una mano en la cara. Nada. Le
golpeó con un dedo en una mejilla. Tampoco. Me hizo un gesto para que me
acercase y le levantó la bata, mostrándome un muslo de un blanco lechoso.
Lo pellizcó. Aguantó la presión de los dedos unos segundos sin que Dorothy
se moviera, en un intervalo que se me hizo eterno. Moví la mano para
obligarla a detenerse, pero aún insistió un poco más. Al retirar la mano
quedó una marca roja y profunda, en la que se podía distinguir la hendidura
de la uña. Dorothy seguía sin moverse, quizá se había hundido más en la
mecedora por pura inercia. Parecía un artículo de exposición colocado con
descuido.
—Siempre es así. Da pena, lo sé. Aunque te acostumbras.
—...
—En ocasiones hemos probado a no ocuparnos de ella, a estar un día sin
darle de beber o de comer. Nada. No reacciona.
—...
—Ni siquiera se mea. Solo lo hace de vez en cuando, cada muchos días, y
tenemos que moverle el vientre cuando creemos que es el momento de cagar.
Empujar un poco.
Volví a clavar la vista en Dorothy: su rostro de muñeca, inerte, los ojos
más bovinos que los de las chicas-casi-idénticas-a-Allison. Su rostro era
pura complacencia, como si dijera en silencio: quiero depender de ti, ser
usada por ti, hazme lo que quieras, jamás reaccionaré. Traté de encontrar
algo de vida en esos ojos muertos, en los que aún cabía adivinar alguna
clase de paz. Andrea me puso una mano sobre el hombro.
—Tampoco parpadea. Le cerramos los ojos por la noche, si nos
acordamos, y le echamos suero de vez en cuando. Pero no parpadea nunca, la
pobre.
Sostuvimos el resto de la conversación con el cuerpo de Dorothy
franqueando la puerta del salón.
—Es bueno para ella moverse un poco —aseguró Andrea—, y por eso a
veces la sentamos aquí, o le movemos las piernas y los brazos en la cama.
Supongo que te estás preguntando qué pasó, o qué significa esto. La verdad
es que no lo sé. Creo que hice bien en no llamar a la policía, a saber qué
habría sido de ella. Es mejor que Michael piense que ha muerto.
Me contó que él empezó a mostrarse inquieto unos días más tarde. Se lo
notaba en los gestos, en su irritabilidad cuando pasaba por el bar. Diez días
después de encontrar a Dorothy, Andrea fue hasta su casa para buscar algo
de ropa. Por suerte se dio cuenta de que uno de los hombres de Michael
estaba apostado en la puerta, vigilando, y giró rápido con el coche.
—La estaba esperando, creo, o a la persona que la había sacado de ahí.
Nunca se dijo que Dorothy murió, solo que había desaparecido. Como era
una mujer adulta, nadie se preocupó por ello. Tampoco en el Scorpio. Poco
después empezó el gran momento de las máquinas de arcade. Se decía que
Michael iba a comprar un casino o una sala de juegos y todo el mundo estaba
pendiente o de sí mismo o de las nuevas contrataciones.
Pero él estaba nervioso, y si bien Andrea dudó en algún instante si eso
podría atribuirse al amor, enseguida la idea desapareció de su mente:
parecía irritado, sostenía llamadas entre dientes en italiano y en inglés,
dando órdenes a sus hombres de que fueran a tal o cual sitio. Pronto
concluyó que Michael pensaba que Dorothy había escapado, y estuvo a punto
de contarle a su primo y jefe que no, que estaba en su casa. Tal vez
sencillamente habían tomado algo que no debían, Dios sabía qué, y eso era
lo que había dejado a Dorothy así. O no era culpa de su primo. Sin embargo,
la misma lucidez que la llevó a ocultarla al principio le hizo tomar las
riendas, y qué razón tenía sin saberlo.
Un año más tarde salió la noticia de la primera de las chicas, Arlene. No
fue la primera que se lio con Michael después de Dorothy, había estado con
otras tres o cuatro que resultaron indemnes —más allá de los lloros y el
despido—, lo cual hizo que Andrea pensara por un tiempo que quizá el
desastre de Dorothy había sido una mala casualidad. Sin embargo, en cuanto
leyó la descripción de la primera de las muertes en el periódico, supo que
no: había detectado en Arlene esa misma disposición al peligro que tenía
Dorothy, inocente, sola y ansiosa de algo distinto.
—A todas las mujeres nos educan así —dijo Andrea—, pero también nos
enseñan el miedo y el cuidado. Algunas no aprenden el miedo o el cuidado,
tal vez porque no quieren, y eso las hace más sensibles a hombres como
Michael.
Dorothy no se había movido durante toda la conversación, sumida en su
propio mundo estático. Encendí el cuarto o quinto cigarro de aquella tarde.
—Lo que no entiendo es cuál es tu hipótesis. Puedo entender que algunas
de las chicas de Michael acaben de este modo, que eso explica su muerte.
Pero no puedo entender qué crees que les hace, o por qué, o cómo es
posible.
—Yo tampoco.
—¿Nadie sabe que ella está aquí?
—Creo que Michael aún sigue preguntándose dónde está Dorothy. Por qué
no encontraron su cuerpo, como el de las demás. Y, aunque quizá no has
llegado a darte cuenta, Michael no es alguien a quien convenga tener en
contra, o que carezca de medios para hacerte la vida imposible o para que
termines en una cuneta. No sabes lo que se mueve en el Scorpio, ni la de
ojos que tiene Michael. Casi todos sus chicos de confianza son hijos de
compatriotas que le deben favores, como al principio éramos casi todas las
camareras. Pero ya he visto a un par de americanos caer en sus garras, y por
eso temía que tú fueras uno de ellos. Sé que puede sonar a paranoia...
—Para nada —la tranquilicé, señalando a Dorothy con la cabeza—. Y
crees que Allison puede acabar así. Como las demás.
—Tiene el perfil. De hecho, creo que la trajo uno de los chicos de
Michael a una fiesta que dimos hace unos meses. En cuanto vi cómo los
presentaban, lo pensé, y según la he ido conociendo, estoy más convencida.
—...
—No pude con Arlene, ni con Sookie, ni con ninguna de las chicas con las
que Michael salió. Pero te vi a ti y me dije que quizá podrías hacer algo. Al
menos tenía a quien aferrarse.
Recuerdo que pensé que había juzgado mal a Andrea, que estaba muy
lejos de la cínica despreocupación que le había atribuido. No solo la vi
buena, sino asustada. Le prometí que intentaría salvar a Allison. Ella asintió
incómoda y fingió que su atención estaba con Dorothy de nuevo. A mí
también me incomodó.
—¿Siempre es igual? ¿No reacciona nunca a nada, no cambia?
—Hay algunas cosas que le gustan, bueno, creemos que le gustan. Sonríe
un poco, a veces le brillan los ojos o incluso dice alguna palabra suelta. Por
ejemplo, le pasa con algunas canciones de la radio ya algo viejas, como el
«Jive Talkin’» o «Sister Golden Hair», o cuando suenan fuegos artificiales,
o el olor de la canela. A veces le abrimos un bote de canela en su cuarto,
porque creemos que le gusta. Cuando la recogí, también me llevé algunas
cosas de su piso para ver si mejoraba y creo que estuvo bien, porque luego
los chicos de Michael pensaron que se había escapado. Sigue usando uno de
sus cojines, yo creo que es buena idea, y también a veces le pongo su ropa, o
sus cintas de casete. También creo que le gusta que estemos con ella, pero a
saber. A lo mejor una solo quiere sentirse útil.
—¿Las cintas de casete?
—Sí. Tenía una cinta de Queen y algunas para aprender italiano. A veces
se las ponemos, cuando nos acordamos. En general le gusta. Solo que alguna
vez se pone nerviosa. No sé por qué.
Andrea se encogió de hombros y añadió que seguiría intentando cuidarla
mientras se pudiese, aunque a saber cuánto aguantaría. Dijo el «cuánto
aguantaría» sin dejar claro si se refería a sí misma o al cuerpo de la pobre
Dorothy, cuya cabeza había comenzado a deslizarse hacia un lado.
—Pronto habrá que darle de comer —anunció Andrea, y decidí que no
quería quedarme para presenciar aquello.
El asunto me sobrepasaba completamente: quién era Michael, no lo sabía,
qué les había hecho Michael a esas chicas, tampoco. Solo podía pensar en
cómo alejar a Allison de aquello. Me quedaba el heroísmo o la curiosidad
justa para hacer una última pregunta.
—Andrea, sé que resulta extraño, pero ¿puedo ver las cintas?
Eran tres. Estaban numeradas con un rotulador rojo: Italiano 31, Italiano
32, Italiano 33, aunque la última estaba mal escrita, ponía εε. Puse la
primera y comprobé que, efectivamente, una voz femenina me daba
instrucciones en italiano. Puse Italiano 32 y encontré el mismo contenido.
Italiano 33, igual. Le pasé el casete a Andrea para que se lo pusiera a
Dorothy, quería saber si exageraba o no cuando decía que le hacían sonreír.
Pero no. No exageraba: en cuanto su cuerpo asimiló el sonido, pareció que
Dorothy se erguía y sonreía levemente; sus ojos adquirían un ápice de
conciencia. No abrió la boca, pero Andrea dijo que a veces mascullaba
algunos nombres: generalmente el de Michael, también el suyo propio.
—No sabes lo siniestro que resulta escucharla repitiendo
«dorothydorothydorothy». También dice otros, aunque mucho menos, sobre
todo «Audrey» y unas pocas veces «Peter», que quizá sean los de sus padres.
Le quité los cascos a Dorothy y le repetí despacio aquellos nombres.
Michael. Dorothy. Audrey. Peter. Michael. Dorothy. Audrey. Peter. Dorothy
parecía iluminarse con cada uno de ellos, como si le trajesen el recuerdo de
un mundo en el que ella aún se movía, una sombra de nostalgia.
—No vas a conseguir nada —murmuró Andrea.
Acepté la derrota. Permanecimos unos segundos en silencio. Ella me
ofreció otra cerveza que acepté, aunque ya estaba borracho, una borrachera
triste y apagada. También acepté otro cigarro, y otro intento de conversación
de Andrea, que me preguntó a qué me dedicaba o de dónde venía. Yo quise
saber si ella había vuelto a Italia y ella me confesó que jamás había estado.
Empezó a recoger la mesita, a retirar los restos de ceniza que habían caído
fuera del cenicero y a agrupar las latas de cerveza vacías. A nuestro lado,
Dorothy se movió: inclinó los brazos hacia atrás, arqueando la espalda y
apretando los dientes en un gesto ambiguo, entre la fiereza y la sonrisa,
liberando un hilo de baba y abriendo mucho los ojos. Me sobresalté e hice
amago de levantarme, pero Andrea me frenó.
—Le pasa a veces. Se pone nerviosa, se estimula de más. Solo hay que
quitarle el casete y enseguida se tranquiliza.
Procedió a hacerlo con ademanes de una precisión médica, o de domador
de animales. Dejó el reproductor en la mesa y le puso su chaqueta sobre los
muslos, obligándola a relajar los hombros y la cara. Golpeó sus mejillas.
Dorothy balbuceó algo incomprensible. Andrea dijo que era el momento de
tumbarla, lo cual quería decir que también era el momento de que yo me
fuera. Llamó a una de sus compañeras de piso para levantar a Dorothy, sin
valorar mi posible ayuda, y ambas desaparecieron por el pasillo, llevándola
a hombros.
Apagué el cigarro. Miré el reproductor de casete, una máquina que había
aprendido a odiar, los cascos zumbaban. Me acerqué uno de ellos al oído.
De fondo había una vibración que sonaba como un secador de pelo
distorsionado, por el lado derecho entraba un pitido agudo, por el izquierdo
parecía todo el rato que alguien estaba a punto de hablar. Cerré los ojos y
entonces sentí cómo el sonido se metía por mi oreja y atravesaba el cráneo,
hacía crujir mi cerebro. Es muy difícil describirlo, pero aún hoy lo recuerdo
con claridad. Me quité los cascos. El ruido seguía sonando, evolucionaba
en mi cabeza, como si continuara oyéndolo. Grité y Andrea tardó un poco en
volver al salón, molesta e impaciente.
—¿Qué pasa?
Por suerte, con su voz el sonido desapareció de mi cabeza.
—Lo que estaba sonando no era un curso de italiano. Escucha.
Se puso los auriculares que, como yo había comprobado, no contenían la
misma voz femenina que había al inicio de la cinta.
—Cazzo —dijo, quitándoselos de golpe—. Normal que se ponga nerviosa.
Supongo que del uso se habrá gastado la cinta, no sé de estas cosas.
—Se me ocurre algo —afirmé—. Aunque puede que sea una locura.
Dejé el piso de Andrea una hora más tarde, con la cinta de Italiano 33 en el
bolsillo y sin compromiso de devolverla. Habíamos escuchado parte de las
cintas anteriores y no había nada parecido a ese sonido. Mi teoría era que tal
vez fuese ese sonido lo que había dejado a Dorothy en semejante estado, lo
cual también explicaría por qué algunas de las chicas que habían salido con
Michael habían acabado igual. Pero no se me ocurría cuál podía ser su
motivación —¿pura crueldad?, ¿un experimento?—, ni tenía la suficiente
información como para hacer ninguna clase de acusación seria. Puede ser y
puede no ser, había concluido Andrea. Al menos dejó que me llevase la
cinta, porque no iba a ponérsela a Dorothy nunca más, no tenía ninguna
pretensión de seguir investigando y le daba miedo tener algo así en casa. Ni
siquiera quiso saber qué pensaba hacer, si iba a escucharlo o a indagar en
esa línea. Yo tampoco lo sabía, así que agradecí que no preguntase. Solo me
pidió que no hablase con nadie de la chica.
Cuando llegué a mi cuarto de la residencia advertí que no tenía ni idea de
qué hacer. Quizá podía llevar Italiano 33 a la policía, exponer que creía que
en ese casete había algo —qué, no lo sabía— que había convertido a esas
chicas en seres sin voluntad, contarles la historia de Michael. No sabía cómo
hacerlo sin hablar del cuerpo medio vivo de Dorothy. Puede que tuviera
sentido romper mi promesa con Andrea, pero si la investigación no
prosperaba o me tomaban por loco, la estaba exponiendo ante Michael. No
era improbable que tuviera contactos en las fuerzas del orden. Me asustó mi
propio temperamento al pensar en delatarla tan deprisa.
Se me ocurrió llamar a Allison, preguntarle si, por casualidad, Michael
iba entregando esas copias de cinta por números; llamar a la chica del
Warlow’s para recoger las cosas de Gwen y ver si entre ellas estaba la cinta
Italiano 33, o cualquier otro número, pero con el mismo contenido que la que
yo llevaba en el bolsillo. Todo me parecía muy complicado. Solo quería
llamarla y abrazar a una Allison que hoy habría ido al Scorpio a trabajar, y
por la que estaba preocupado. Incluso sin torturarme con los peores
escenarios posibles, temía la galantería de Michael, temía que Allison me
hubiera mentido y no tuviese ninguna intención de dejarlo. Recordé su beso,
su actitud, y decidí que no tenía sentido recrearme en esa clase de
cavilaciones: tenía que confiar en ella. Era la única opción.
Intenté dormirme, me imaginé con Allison, escapando de la ciudad, lejos
de Michael; imaginé que la policía me tomaba en serio y no por un iluso —
en mi mente, yo acompañaba las cintas de una investigación privada que
hacía que los miembros de las fuerzas de seguridad reconocieran mi
inteligencia y valor—; imaginé a la policía deteniendo a Michael, cerrando
el Scorpio, acabando con el ridículo proyecto de las máquinas de arcade y
con tipos como Matt, del que empezaba a sospechar como uno de esos
«chicos de Michael» de los que Andrea me había hablado. Pero no podía.
Cuando se me cerraban los ojos, me asediaban imágenes del cuerpo sin
voluntad de Dorothy, ella repitiéndose a sí misma su propio nombre o el de
Michael en un acto de privado y vergonzoso amor. Imaginé a Audrey y a
Peter como dos padres comprensivos, puede que ya muertos, el único
consuelo en su desvelo que Dorothy podía encontrar; recordaba las notas
distorsionadas que había escuchado en la cinta de Italiano 33, el zumbido. Y,
por supuesto, pensaba en Allison, tonteando en el Scorpio. Di vueltas en la
cama hasta las tres de la mañana, me levanté a por agua o cigarros. Imaginé
que Allison tal vez había vuelto a hablar con Michael, o que estaba celosa
porque Michael estaba hablando con otra chica y decidía disculparse.
Di un salto en mi cama: ella me había dicho varias veces el nombre del
local en el que desayunaba con Michael: Audrey’s.
Salí en dirección al Audrey’s a las seis y media de la mañana. No tenía
ninguna duda de que estaría abierto, porque Allison me había contado que
había ido muchas veces después del cierre del Scorpio. Recordé la mirada
perdida de Dorothy. Quizá no tenía sentido acudir ahí, pero desde luego era
mucho mejor que escuchar aquella cinta que guardaba en la guantera del
coche o limitarme a esperar la llamada de Allison.
No había amanecido del todo y el parking estaba casi vacío, había una
figura de Audrey Hepburn fumando hecha de vinilo sobre la puerta y todo el
local era de un amarillo mostaza que contrastaba con el monocromo gris de
la carretera. En un arrebato, cogí la cinta y la llevé conmigo. Apenas había
nadie, solo unos trabajadores en camisa engullendo unos dónuts en la barra y
una pareja, en apariencia un matrimonio, bebiendo unos zumos de fruta
enormes y rellenando una y otra vez sus tazas de café. Me senté en uno de los
sofás desde los que podía ver la calle, como siempre había hecho en el
Maryland, pedí café y me encendí un cigarro. Examiné el local. No había
nada antinatural en él y su impersonalidad hacía que tampoco pudiese
encontrar en él rastro de Michael, más que la excéntrica costumbre de ir a un
sitio como este muchas mañanas antes de regresar a casa. Traté de figurarme
qué era lo que recordaba Dorothy, qué era lo que le hacía sonreír, tal vez
aquí fue donde pasó más tiempo con Michael, tal vez le hizo alguna promesa
especial, le regaló algo, hicieron planes de futuro y ella sintió que tenía una
excusa, aunque fuese pequeña, para seguir adelante con el curso natural de la
vida. Lo odié, de forma más intensa de la que nunca lo había odiado. Mi
mente estaba abotargada, acunada por el smooth jazz del local, que apenas
atenuaba los ruidos de la cafetera y las cucharillas contra los platos.
Sonaban alto, muy alto. Fantaseé con entregarlo a la policía, la venganza de
los cobardes. Les enseñaría la cinta y un periódico con las fotografías de las
chicas y diría: el culpable, el único culpable, es Michael D’Alessandro,
investíguenle. Quizá tendría que haber empezado por ahí, por llevarle esa
cinta a la policía, pero todavía era joven y estúpido y creía en el amor
salvaje, y en las novelas de detectives, y en la posibilidad de alcanzar la
salvación por mis propios medios.
La puerta se abrió y las campanillas me despertaron de golpe: había
dormido, sí, había dormido un poco, dejando en un lado de la mesa un rastro
de ceniza que me apresuré a limpiar. Me levanté como un zombi para
lavarme la cara. Tenía un aspecto horrible y ojeroso, mi camisa estaba
arrugada como si hubiera dormido con ella. Pero al salir del baño sonaba
Gloria Gaynor, como la primera vez que vi a Allison, y eso me pareció una
señal de que todo iba a salir bien. Pasé junto a la barra, y entonces lo vi,
cogiendo unos gofres en recipientes de poliespán y una bolsa llena de
bebidas para llevar. Era Michael D’Alessandro, jovial y despejado aunque
no hubiera dormido esa noche. Tenía una voz profunda con la que hizo reír a
la camarera.
Me demoré fingiendo buscar algo en el bolsillo para atisbar mejor su
figura, su porte, esas manos que habían encandilado a Allison, averiguar
quién había sido la escogida esa noche. No vi a nadie. Quizá había venido
solo, quizá era su costumbre, al margen de si tenía o no compañía. Me senté
de nuevo en mi mesa mientras él terminaba de recoger sus cosas y pagar.
Observé a través del escaparate el paisaje gris en el que destacaba un
deportivo rojo que debía de ser el suyo. Me levanté también y salí antes que
él del local, entreteniéndome para encender un cigarrillo y ver cómo pasaba
a mi lado. Quizá debería haberle detenido, decirle «sé lo que has hecho», o
al menos quedarme con el número de placa de su vehículo, como intuía que
haría cualquier protagonista de película. Permanecí quieto, congelado. Sentí
su calor al pasar, aunque nos separaba casi medio metro. Se acercó al coche
silbando y meneando la cabeza de forma impropia para su edad, dio tres
golpes en la ventanilla del copiloto y luego se sentó al volante, así que debía
de haber alguien con él. Allison me había comentado que le gustaba ir a la
parte trasera del Audrey’s, para lograr algo de intimidad, lo cual quería
decir que en escasos minutos iba a pasar junto a mí para hacer el giro. Me
asusté. Tenía que marcharme, pero no podía moverme y el breve trayecto del
coche para dar la vuelta se me hizo eterno.
El vehículo pasó a mi lado. Distinguí a Michael gesticulando mientras
conducía con una mano, las gafas de sol puestas. Fui incapaz de disimular o
de apartar la mirada, incapaz siquiera de dar un paso atrás para dejar
espacio a su estúpido deportivo. Ralentizó la marcha, y entonces la vi.
Era ella, Allison, en el asiento del copiloto, riendo detrás de sus gafas y
arrebujada en un fular para ocultar la desnudez de su ropa de trabajo. No me
vio al principio, pero sí cuando iniciaron el cambio de sentido. Se quedó
muy seria, se quitó las gafas para verme mejor, y yo miré fijamente a esos
ojos cansados, veteados de rojo, inundados de estupefacción y estupidez, su
boca curvada en «o». Desvié la mirada. Ella no.
Cuando el coche me dejó atrás, bajó la ventanilla y sacó la cabeza. Temí
que fuese a llamarme, y qué podía decir entonces. Jugué con la idea de gritar,
también con la idea de que quizá todo aquello era subsanable y que podría
hablar con ella esa tarde, hablarle de Dorothy y de las cintas, hacerle entrar
en razón. No la miré de vuelta, no directamente, pero sé que ella continuó
mirándome unos metros, su pelo escapándose del coche y la duda y la
sorpresa irradiando desde la ventanilla. Entonces levanté la mirada. Me
pareció que sonreía, o que, más bien, estaba conteniendo la risa, y me subió
por el esófago una bocanada de indignación. Giraron, dejé de verlos, me
senté en el suelo y me quité la chaqueta. Tenía demasiado calor, no podía
pensar. La cinta se cayó al suelo, no la recogí. Cuánto me arrepiento ahora:
no me queda ninguna prueba que incrimine a D’Alessandro más allá de mi
propio testimonio.
Volví a mi coche, accioné las palancas correctas e hice los giros de
volante necesarios para llegar a mi casa. Automáticamente. Sin sentir nada.
Subí las escaleras, me tumbé en la cama sin taparme y detecté algo de
movimiento en la penumbra, tal vez solo un sueño. No. No lo era. Era una
cucaracha, subiendo por la pared, del tamaño de un pulgar adulto, sin contar
las antenas. Una más. La miré mientras luchaba por encaramarse, en un ritmo
lento y perezoso, aterrador y patético. Entonces el dolor me golpeó. Grité.
Gemí. Lloré. Aplasté a la cucaracha con una zapatilla sin éxito completo, y
ella se quedó en el suelo, luchando torpemente por su vida acabada. No me
atreví a repetir el golpe, me volví en la cama para no verla e intenté dormir.
Pasé las siguientes horas, hasta que Adam y Jason se levantaron, acunado
por la ridícula idea de que el amor era un pecado, y de que esa tristeza me
duraría para siempre.
Interludio 3: Sol negro
Mi nombre es Michaela D’Alessandro, actual CEO de Orion Games. Gracias a Enrique Lavey
he sabido que usted ha aconsejado desistir a Freeman en lo que respecta a la inversión en nuestra
compañía. Entiendo sus reticencias, que solo me muestran que usted es un gran profesional. No
obstante, creo de buena fe que se equivoca en lo que a nosotros se refiere. Me gustaría, en
cualquier caso, que nos visitara y poder convencerle de lo contrario. ¿Por qué no nos reunimos en
nuestra sede el próximo jueves a las 17 h? Después, le invito sin compromiso a una velada en
Inferno, a partir de las 20 h. Puede traer a un acompañante, a su jefe o a quien usted desee.
Espero su respuesta. Sinceramente suya,
MICHAELA D’ALESSANDRO
A partir de octubre falló la excusa de los calores del verano. Hacía frío,
objetivamente, por mucho que se saliera del nórdico cada madrugada. Julián
insistió entonces en que visitara a un profesional. Thomas también detesta a
los profesionales. Valía de poco expresarlo:
—Ya he tenido suficiente de eso.
—Así no podemos estar. No puedes estar. Pero nada de fármacos.
Sabemos cómo eres.
Para entonces la discusión sobre aislar la casa también estaba más que
desechada. Thomas había buscado soluciones: podían construir una pared
falsa, al menos en el dormitorio. La obra duraría menos de una semana y
estaba convencido de poder persuadir al casero de Julián de que aceptase.
Apenas perderían medio metro cuadrado y la llenarían con hueveras u otro
material aislante. Ahí sí había profesionales en los que Thomas confiaba, al
igual que entre los agentes inmobiliarios, que les podían buscar un nuevo
apartamento.
—No creo que ese sea el problema —solía contestar Julián, con una
calma ficticia y condescendiente—. Sí, este vecino es algo más ruidoso que
el resto. Pero los vecinos siempre lo son y nunca habías tenido problemas.
Nada garantiza que un vecino futuro sea más pacífico, y ni te plantees lo de
la obra. Solo necesitas un poco de paciencia, disciplina, buenos hábitos. Y
ayuda. Necesitas ayuda.
Puede que sí que estuviera en la naturaleza del Vecino ser ruidoso. Tal vez
en la naturaleza humana en sí misma: en los últimos meses, ha aprendido a
identificar sus propios sonidos hasta el límite de lo soportable. Experimento
John Cage desbocado. Silbido de pulmones, crujir de tripas, la regularidad
absurda y acelerada del corazón. Dientes al masticar y glotis al tragar, el
tándem más desagradable. Quizá los ruidos del Vecino no importarían si
fuese un auténtico vecino. Vecino viene de vicus, «aldea», una palabra que
evoca Comunión y Fraternidad, no el extrañamiento de que alguien
desarrolle una existencia violenta y ajena a pocos centímetros de la tuya.
Thomas ha tenido muchas horas de Vigilia para investigar sobre el tema.
El tema hoy es la bronca que tuvo anoche con Julián. Después de una
semana insufrible (el Vecino debe de estar de vacaciones, no abandona su
casa ni por la mañana), decidió tomar cartas en el asunto e ir a exponerle lo
desagradable que le resultaba, incluso informarle sobre los decibelios que
quizá propasaba cuando ponía música. Por supuesto, los decibelios no son el
problema. Thomas está tan sensibilizado que lo irrita un tenedor posándose
en un plato, un suspiro, la cisterna, los dedos del Vecino rascándose la
cabeza. En cualquier caso, anoche decidió que no podía más, porque Julián y
él estaban cenando en un silencio incómodo mientras el tío gozaba sin parar
al otro lado del tabique con no sé qué programa de telerrealidad. Pasaban
las diez y media, así que Thomas tocó la pared con el puño y le dijo a Julián
que pensaba plantarse en su puerta si no la apagaba, lo cual desencadenó
gritos amenazas lloriqueos y reproches que acabaron en un Thomas
desesperado diciéndole que llevaba días sin dormir y que sentía que Julián
lo sometía a un clivaje exagerado y emasculante. Él solo contestó a la
primera parte de la explosión, repitiéndole que en realidad muchas noches
dormía a pierna suelta (e incluso introdujo una nueva variable: la
posibilidad de que estuviera conscientemente exagerando). A falta de
mejores palabras, Thomas replicó dándole un puñetazo a la pared que
consiguió que le sangraran los nudillos, que Mayordomo ladrase y que Julián
se retirara al cuarto con una expresión de pánico y desolación, en su caso sí
exagerada.
Hicieron las paces antes de dormir, como siempre (justo antes del polvo o
la paja del Vecino), pero el «acostarse con las paces hechas» había perdido
ya todo su romanticismo. Burocrático, nada de catarsis o ternura. Lo que más
le sobrecoge el corazón es el recuerdo de los ladridos asustados de
Mayordomo, le explica al psicólogo. Es un amo pésimo.
Esa observación no le interesó demasiado al doctor Vallés. Prefiere
conocer otros conflictos o situaciones en los que Thomas se siente coartado
y emasculado, y también si suele tener reacciones violentas. Thomas se
explaya sobre las obligaciones sociales que tiene que acatar, el no consumo
de drogas y otras cuestiones cotidianas, y finalmente llega a Sara.
—Julián prefiere que no pase mucho tiempo con ella. Es la única amiga
que he hecho desde que Ángel murió, y hubo una época en la que nos
veíamos varias veces por semana. Él está convencido de que no me hace
bien. Fue uno de los puntos de su ultimátum.
—¿Por qué crees que sucede eso? ¿Tiene que ver con las drogas?
En parte, musita, pero se ve envuelto en un relato más largo de lo que
habría querido sobre cómo se conocieron y su fijación inicial por Bajo
astral y El lamento de Orión, hace ya tres o cuatro años.
—Pero nuestra relación después fue mucho más allá de todo eso. Hace
más de un año que ni hablamos del tema. Nos hemos ayudado mutuamente en
muchas ocasiones. Es de las pocas personas con las que no me aburro y que
siento que me entienden de verdad. Puede que Julián esté celoso.
Se sorprende a sí mismo al decir eso en voz alta.
—¿Románticamente celoso? —pregunta el doctor.
—No. La prohibición de verla surgió justo cuando Sara conoció a su
novio, con el que sigue ahora, no cuando estaba soltera y podía tener cierto
sentido.
El psicólogo no insiste, pero Madre sí: ¿qué significa ese «podía tener
cierto sentido»? Thomas esquiva la pregunta. Sí, es verdad que en algunos
momentos ha notado que Sara tal vez sentía algo por él, pero le parece
impúdico decirlo en voz alta. Traiciona su confianza. Incluso pensarlo lo
hace sentir mal.
—Pero no has dejado de verla —continúa el psicólogo.
—No. Solo hemos reducido la frecuencia, e intento no hablar con ella
cuando Julián está en casa. También tengo prohibido contarle mis problemas
con él. No sé si ella se ha dado cuenta de que algo ha cambiado.
Lo cual, por cierto, implica ocultarle gran parte de sus problemas de
sueño y casi todo lo esencial de su vida, así que apenas mantienen
conversaciones profundas desde hace siglos. Eso le ha irritado los últimos
meses. ¿De verdad Sara está tan enamorada de ese dinosaurio idiota que no
se ha percatado de que Thomas no es el de siempre?
El doctor Vallés quiere saber qué es eso de El lamento de Orión. Sí,
habían hablado antes de Spencer, pero no de toda la teoría de la
conspiración en la que se vio envuelto.
—Muchas veces la gente cree en conspiraciones o en cuestiones similares
como vía de escape. Es una forma de enfocar la infelicidad.
La terapeuta a la que Sara fue durante un tiempo dijo algo similar. Debe
de estar escrito en algún vademécum psicológico, justo por la «C» de
conspiración. Sin embargo, sí intenta hablarle de la resonancia Schumann a
raíz de Spencer. Intenta describir su alucinación sonora recurrente, lo que
leyó en el foro del iDoser y ha investigado más tarde. El psicólogo intenta
disimular su desconcierto mientras se humedece el dedo para pasar las
páginas de su cuaderno, hábito que repite demasiado para el gusto de
Thomas (llenar sus páginas de babas ¿no es una forma de llenarlo de babas a
él?), y le pide que «centren» lo que queda de charla. Quizá pueden hablar de
los resultados del ejercicio y proponer uno nuevo para las semanas
venideras, y repasar la hoja de protocolos de sueño que le dio hace un mes y
que no ha funcionado en absoluto. Debe de ser uno de sus pacientes menos
favoritos.
Mientras hablan, el pitido vuelve a instalarse en la cabeza de Thomas, y
es tan grave e impertinente que distorsiona la figura de Madre y las pocas
palabras que le quedan por pronunciar al psicólogo. Tiene el estómago
revuelto. Quiere vomitar. Necesita dormir de una vez.
Cuando sale de la consulta se encamina hacia la casa que compartió con
Ángel para ver si sería capaz de entrar. Las llaves siguen colgando de su
llavero. Dos calles antes de llegar tiene que parar y vomitar en un parterre
de geranios mustios. Intenta llamar a Sara. No se lo coge. Dos horas
después, cuando ya ha vuelto a su casa, ella le escribe «lo siento mucho.
Estaba en el cine con Daniel».
Hoy Mayordomo ha muerto. Llevaba cerca de un mes sin ánimo para pasear
al ritmo acostumbrado o jugar a perseguir palos por el parque. Thomas lo
notaba, igual que yo, pero nunca lo comentamos en voz alta. El lunes pasado
me dijo que iba a hospitalizarlo, y tres días más tarde se decidió por la
eutanasia. Podrían haberlo operado, pero el pronóstico no era nada
alentador, y el perro habría sufrido mucho en el proceso.
—Además, todos nos merecemos un poco de clemencia, ¿no es cierto? —
me dijo, por mensaje—. Y también morir con dignidad, no cortados a
cachitos mientras perdemos la cabeza.
Sus palabras me alarmaron. Le pregunté si estaba bien y me dijo que sí,
por supuesto, al menos dentro de las circunstancias. Últimamente Thomas
siempre está «bien». No hay atisbo de la oscuridad que lo rodeaba cuando
nos conocimos. En todo caso, suele estar «cansado», aunque no especifica
por qué. Supongo que ha madurado. Espero que yo también.
—Llevo el coche, ¿vale? —dice Daniel mientras termina de vestirse—.
Hace un frío insoportable. Aparcaré en cualquier sitio. ¿Ya estás lista?
—Sí.
No me he arreglado apenas. O bien vamos a estar a solas con Thomas y
Julián, o bien estarán los palurdos de los amigos de Julián, cuya opinión no
me importa lo más mínimo. Por eso le pedí a Daniel que viniese, para que
haga de escudo humano en el caso de que seamos multitud. Sabe cómo lidiar
con cualquier conversación mientras permanezco callada en una esquina. Es
una de las cosas que más me gustan de salir con un hombre como él. Seguro
que, cuando nos vayamos, las arpías de Sonia y Claudia nos critican hasta la
extenuación: Daniel me saca más de quince años, soy una aprovechada, no
me merezco a un hombre como él. Si rompemos, asegurarán que se venía
venir.
—¿Qué hay en esa cabecita? —dice él, agitando las llaves del coche junto
a la puerta—. No pongas esa cara. Tenemos que salir ya o llegaremos muy
tarde. Si es insufrible nos vamos, tranquila. Pedimos algo para llevar y
vemos una película aquí. Venga, no seas remolona —insiste, y se inclina
para besarme la cabeza—. Levántate. Y sonríe un poco. Llevas unos días
rara. ¿Es por el perro?
Muchas veces Daniel me sorprende, es más perceptivo de lo que una diría
en un primer vistazo. He intentado disimular mi ansiedad creciente las
últimas semanas, pero ha debido de notarla. Aunque no tanto como cree: la
muerte de Mayordomo no ha ayudado, está claro, pero mi primer ataque de
ansiedad fue justo después de las vacaciones de Navidad. Nunca ha
cuestionado que no visite demasiado a mi madre ni que no haya querido
presentársela. Creerá que se debe a su edad. Está bien que piense eso.
Me pongo el abrigo de paño y cojo un pintalabios para aplicármelo en el
coche.
Él se detiene unos segundos de más en un semáforo para que pueda
terminar de hacerlo y luego me dice que estoy preciosa mientras me besa en
la mejilla, para no desdibujarlo. Es el mejor antídoto contra la neurosis.
Como sospechaba, en casa de Thomas no solo están Julián y él, sino sus
nuevos amigos, tres parejas de mediana edad absolutamente conformes con
su rol de parejas de mediana edad. Espero no parecerme a ellos dentro de
cinco o diez años.
Thomas entreabre la puerta cuando llamamos al timbre, como si
Mayordomo aún pudiera escaparse al rellano, y luego suspira al darse cuenta
de su estupidez y la abre por completo. Nos miramos. En un contexto menos
hostil, podría llorar. Me había acostumbrado a la presencia del perro, llevo
cerca de tres años paseando con él casi todos los domingos, aunque
últimamente lo veía menos. Thomas hace una mueca. Quizá va colocado. Me
encantaría darle un abrazo, pero no quiero incomodar. Nunca le ha gustado el
contacto físico, ni siquiera en saludos y despedidas.
—Gracias por venir —dice—. A los dos.
Julián nos planta dos copas de vino en las manos mientras recoge los
abrigos y sus amigos nos hacen un hueco en los sofás. La casa está impoluta,
no el desastre que me figuraba que sería tras haber sentenciado a tu mascota
hace apenas veinticuatro horas. El tema estrella de conversación es el frío:
cuánto hace, ¿verdad? Después, uno de los nuevos amigos de Thomas se
queja de las tonterías que ha tenido que hacer esta semana en el trabajo y
todos ríen alrededor de la mesa, incluido Daniel, que pasa a contar no sé qué
problema en el museo con una subcontrata. Nadie menciona la muerte del
perro y Thomas no hace demasiado esfuerzo por unirse a la plétora de risas
y anécdotas, como yo, pero no me mira y parece escucharlos con atención.
Me cuesta mucho entenderlo últimamente. Desde que fracasó en el intento de
componer el nuevo álbum, su vida parece consagrada a la banalidad más
absoluta. Antes se resistía a los rituales sociales de su novio, ahora los
abraza. Camina como un hombre acabado. Ha renunciado a componer de
momento y sin que parezca que la ausencia de creatividad lo importune
demasiado. No quiere escuchar una palabra sobre El lamento de Orión o
Bajo astral. Eso me molesta, no porque me apetezca seguir hablando sobre
el tema, sino porque es una forma de alejarse de mí.
Al poco llega su hermano Albert. Él sí pregunta por Mayordomo y sus
últimos días, pero eso solo desata la peor de las conversaciones,
capitaneada por Sonia y Arturo, la pareja más insoportable de los amigos.
¿Cuánto duró la agonía de Mayordomo? ¿Fue muy duro? Les da tanta pena...
¿Presenció Thomas la eutanasia? Sonia ha leído que eso tranquiliza a los
animales moribundos, pero no cree que ella misma fuera capaz de
soportarlo. Pues claro que no podría, la vacaburra: pertenece a esa clase de
personas que están convencidas de que son excepcionalmente sensibles, a
diferencia del resto de seres humanos, y que eso les permite ser
excepcionalmente egoístas sin culpa o justificación.
—¿Tenía seguro? —insiste Arturo—. ¿Cuánto costó el veterinario? Es
conveniente hacer un seguro a las mascotas, son tan caros los tratamientos...
Sobre todo si hay que hospitalizarlas. Si al final le compramos un conejo a
nuestra niña, le haremos uno, aunque nos cueste...
La cuestión de la muerte se desliza convenientemente hacia la de los
gastos, en concreto a los de calefacción, con el frío que está haciendo.
Thomas ha dejado de intervenir y mira al suelo. Se está clavando las uñas en
la palma de la mano, como siempre que no puede más.
—¿Me acompañas a fumar? —le digo.
Sonia hace infinitos aspavientos para mostrar que tiene frío cuando
abrimos la terraza.
—¡Daos prisa! ¡Esto es una nevera!
Thomas pone los ojos en blanco. Por fin un gesto cómplice.
—Pensaba leer un discurso, tirar las cenizas, algo así —susurra—. Pero
no creo que sea el mejor ambiente.
—Quizá podríamos hacerlo mañana, en el parque.
—No es mala idea. Tendré que consultarlo con Julián, ya te diré.
¿Consultarlo? Saco un porro del bolso y se lo tiendo, pero niega con la
cabeza, así que lo apoyo en el cenicero de la repisa.
—Ya me he tomado un xanax hace un rato y me ha afectado de más.
Además, estoy intentando dejarlo.
—¿En serio?
No contesta. Si juntáramos todas las horas que hemos pasado fumados
sumarían más de una semana ininterrumpida, aunque es cierto que llevamos
mucho sin hacerlo. ¿Qué demonios le pasa? Termino el cigarro mirando
hacia el salón y Daniel cruza conmigo una mirada: quiere que nos
marchemos, ya se ha terminado su segundo vino.
—Bueno, te lo dejo ahí, por si no tienes y cambias de idea —le digo—.
Voy a entrar ya.
Me trago lo poco que me quedaba en la copa y le doy un agua rápida en el
fregadero, y también a dos platos vacíos de aperitivos. Thomas se va al baño
sin cerrar la puerta de la terraza y Julián se acerca a mí.
—No era necesario, de veras —dice, y mete los platos limpios en un
anaquel. Luego sigue fregando y dándome la espalda—. ¿Estás mejor?
Lo pregunta de tal forma que suena como una recriminación. Sonia vuelve
a quejarse de la cristalera abierta desde el sofá, pero la ignoro.
—Mmm. ¿A qué te refieres?
—Hace más o menos un año estuviste muy mal, ¿no? Antes de conocer a
Daniel. Algo así me contó Thomas, y no nos hemos visto apenas desde
entonces. —Es cierto. Antes no podía evitar toparme con él de vez en
cuando, pero ahora Thomas y yo nos vemos menos y él es cuidadoso, impide
que suceda. Sabe que Julián y yo no nos llevamos bien—. Pasabais mucho
tiempo juntos, decía que lo necesitabas. Ahora estás mejor, ¿no? Tienes un
novio muy guapo. No sé cómo sería el de antes, el que te dejó.
Cierra el grifo y se vuelve. Me sonríe, pero no hay calidez en sus ojos.
Giro la cabeza. Menudo imbécil. Miro cómo Daniel se despide del grupo
mientras Julián me observa. Pese a que les saca casi diez años a todos,
parece más joven. Solo te das cuenta de su edad desde muy cerca, o
hablando con él largo y tendido de según qué asuntos en los que hay un
decalaje generacional. Julián sigue mirándome y yo carraspeo.
—Eh, sí, he tenido mucha suerte. Y Thomas me ayudó mucho entonces,
claro.
Vámonos, le digo a Daniel instantes más tarde, y cojo mi abrigo yo misma,
sin esperar a que me lo den Thomas o Julián. Nunca había interpretado así
los sucesos del pasado año. Sí, tuve un momento tenebroso y pasé mucho
tiempo con Thomas, pero creía que nos hacíamos compañía, no que él se
ocupaba de mí. De hecho, estaba lidiando con el fracaso de su álbum. Ni
llegó a lanzarlo, fue incapaz de seguir componiendo y lo que salía «le daba
ganas de vomitar». Era mi mejor amigo, o eso pensaba. Ahora, en las pocas
ocasiones en las que nos vemos, siento que no me escucha o se pierde en mis
historias. ¿Quizá lo vivió como una carga, y por eso nuestra relación se
enfrió cuando comencé a salir con Daniel? Tal vez no quería dejarme sola
hasta que encontrase otro confidente. Y se supone que la pareja de una debe
serlo.
Me muerdo el interior de las mejillas para intentar mantener una expresión
neutra mientras me despido de esos idiotas. Ni siquiera intento ser amable,
así les doy material para criticarme. Quizá Thomas no los considere tan
desagradables. Les ríe las bromas, Julián y él suelen quedar más con ellos
que conmigo. Puede que solo escuche mis críticas ácidas para simular
camaradería: al fin y al cabo, son personas de su edad que llevan las vidas
propias de la gente de su edad, y puede que esté en paz con eso. Quizá su
forma de estar bien es abandonar la tristeza adolescente que una vez nos
unió. Soy un lastre.
—¿Ya te vas? —pregunta Thomas, que ha salido del baño o de donde
quiera que estuviese. Parece aún más ido que cuando llegué, incluso
vulnerable. Estará intentando dejar los porros, pero algo se ha tomado en el
lavabo—. Quedaos un poco más.
El enfado se desvanece: Thomas nunca te pide que te quedes, así que será
que realmente lo necesita. Puede que lo haya malinterpretado todo.
—Bueno... ¿Dani?
—Lo siento, tenemos que marcharnos —dice Daniel, y le da tres
palmaditas en la espalda que casi lo doblan.
Thomas asiente y desaparece en el interior de la casa sin decirnos adiós.
Me dirige una última mirada perdida, que se asemeja a la expresión que le
he visto tantas veces en privado. Una mezcla de inteligencia y desamparo.
—¿Y si esperamos un rato? —le susurro a Daniel, pero él se niega.
—De eso nada. —Abrocha su abrigo hasta el último botón y abre la
puerta—. Mañana quiero madrugar. Nos hemos quedado más de lo que
pensaba.
Por eso no quería que trajese el coche: preferiría quedarme, pero no tiene
sentido que me vaya por mi cuenta en metro o taxi, ni quiero hacer una
escena delante de Julián y estos petardos.
—¿Por qué tienes que madrugar mañana? —le pregunto mientras arranca.
—Quiero ir al gimnasio pronto. Además, estoy cansado.
—Es sábado, ¿qué más da? Era importante para Thomas.
—Esta semana apenas he podido ir. He tenido mucho trabajo, lo sabes. —
Como siempre que Daniel habla de trabajo, lo hace como si él fuese el único
que tuviera que esforzarse semana tras semana—. Y a tu amigo se le ha
muerto el perro, no el padre.
Así se cierra la discusión. Eso significa, además, que sus ofertas previas
de cenar algo, tomar un cóctel o ver una película quedan abolidas por mucho
que no tenga sueño y me sienta intranquila.
—¿Estás bien? —pregunta Daniel—. Parece que algo te ha disgustado.
No sé si se refiere a ahora mismo o a cuando aún estábamos en la casa. Si
fuera una molestia para Thomas, no me habría pedido que me quedase más
rato. Además, nuestra amistad es sólida. La construimos grano a grano desde
nuestro encuentro en Bilbao. No puede desmoronarse de la noche a la
mañana.
—¿Sara?
—Sí, todo en orden. ¿Seguro que no quieres que tomemos una copa? Me
vendría bien. Mayordomo...
Dice que prefiere que no. No hablamos durante el resto del trayecto.
Imagino que todos sois amigos de Manuel, estabais en su último mensaje. No os conozco a
ninguno. Soy su madre. Manuel se ha suicidado esta mañana, en la universidad. Ha sido una
sorpresa para todos. No haremos velatorio, pero lo enterraremos pasado mañana a las 11.30 en el
cementerio de Montjuic. Pensaba que podríais querer saberlo, ya que escribiros fue, con toda
seguridad, lo último que hizo.
III. Blues de Samantha
A la mañana siguiente tiene varias respuestas. Una tal Clover le pide que
acuda a una reunión improvisada dentro de unos días y le envía un link a un
chat de Habbo y una contraseña por mensaje privado. Samantha la ignora.
¿No es su entusiasmo algo exagerado? ¿Qué pruebas tienen de que Samantha
dice la verdad? Por suerte, la agenda de hoy incluye una cita de Jen Knox:
«Una persona inteligente puede racionalizar cualquier cosa, una persona
sabia ni lo intenta». Jen Knox le pide que sea sabia en diferido, y eso la
convence. Y el recuerdo de Martin. Lo imagina allá donde esté,
contemplando sus esfuerzos con una sonrisa sardónica. Busca la fotografía
de Jen, su imagen le da confianza.
Son las siete de la tarde, y Martin solía salir a las ocho. Samantha pide un
uber como si fuese a ir a buscarlo y espera dentro, aunque vaya a costarle un
dineral. El mundo de Martin la fascinaba, así que buscó en su momento toda
la información posible. Por eso reconoce a Reuben cuando sale junto a
Nicholas, ha visto su fotografía en Facebook. Nicholas haraganea en el
exterior y vuelve a meterse en el edificio. Reuben no: coge una moto roja y
arranca en dirección norte. No le pega nada, tiene la típica pinta de pringado
que Martin le había descrito. Su apariencia es extraña: abrigo de paño y
mejillas redondas asomando por debajo de un casco negro y agresivo, la
corbata ondeando al viento.
—Sígale y le pago lo que sea —le pide al conductor, que no parece
escandalizarse por su petición y arranca con diligencia—. Deje un par de
coches de distancia —le aconseja un poco más adelante, y él obedece sin
discutir.
La tarde en la que Samantha se dirige hacia allí tiene como signo una cita de
Aristóteles, «Los tiranos se rodean de hombres malos porque les gusta ser
adulados, y ningún hombre de espíritu elevado los adulará». Bien, los que la
esperan no parecen dispuestos a adular a nadie. Toca el timbre de un edificio
destartalado y alguien le abre la puerta del tercer piso desde dentro, pero no
gira el pomo o una llave, sino que emplea una ganzúa. Cuando Samantha
entra, la chica que le ha abierto vuelve a echar la cerradura. ¿Eso es que no
puede salir sin que alguien le abra? Mejor no pensar en ello.
Es difícil catalogar en un único grupo social a la decena de individuos
reunidos en el salón: tres o cuatro punkis clásicos con su cresta y sus
Martens, también una señora gorda que no dice nada, solo se queda leyendo
en uno de los sillones un libro infantil, un anciano barbudo, una chica con el
aspecto de una it girl noventera, un hombre con ropas anchas y de lino que
parece que en cualquier momento vaya a hacer el perro bocabajo. Esperaba
algo más impresionante. En internet hablaban de sí mismos como una
«plataforma» u «organización», pero lo cierto es que solo parecen unos
colgados que se han unido por casualidad. Lo que es seguro es que cada uno
de ellos se consideraría de espíritu elevado.
No está cómoda, la atmósfera exuda violencia. Solo faltan un cóctel
molotov y Tyler Durden para que la fantasía se complete. Eso es lo que
siente Samantha mientras espera en una esquina a que la reunión comience:
simulacro. No es una sensación que le resulte extraña, le ha sucedido en los
mejores y peores episodios de su vida, la impresión de que entra en un plató
de televisión in medias res. Cuando llegó a Nueva York. Los atentados del
11-S. Sus primeros pasos en la sede de Vogue. La primera vez que hizo el
amor. La primera vez que vio a alguien esnifar cocaína. ¿Era real o la
repetición de un patrón ajeno a los sujetos que integraban la escena, como
niños jugando a papás y a mamás? Eso mismo le pasa ahí, cuando la chica
altísima vestida como una it girl noventera se levanta para gritar los
argumentos que Samantha ha leído en internet. Pareciera que solo
representan en físico algo que alguien una vez leyó en un foro.
Alza un libro como argumento, un ejemplar delgado y manoseado titulado
Bajo astral. Samantha jamás había oído hablar de él. Agita el volumen y lee:
«Esos que creen que los gobernantes están haciendo lo mejor posible a pesar
de su incompetencia y la burocracia que los rodea». Todos menos la mujer
que lee lo corean. «Esos que no oyen el cinismo insondable que ríe
sarcásticamente detrás de todas las sonoras proclamas de humanismo y bon
sens». Samantha no tiene ni idea de qué significa todo eso, pero le reparten
un fanzine titulado Guía farmacológica para pervertidos y que incluye en la
contraportada un diagrama de cómo construir una bomba casera; «esos que
prefieren olvidar que la eugenesia, la colonización, la domesticación de
poblaciones o la Fundación Rockefeller», a su lado hay una mujer extasiada
con las tetas muy caídas, que a veces le roza el hombro como si necesitase
agarrarse a ella para seguir gritando; «esos que creen sinceramente que cabe
hacer el bien sin imponer una definición de bien sobre la Otredad»; todo el
mundo se está cogiendo, debe de ser parte de un rito que Samantha no
conoce; «esos que prefieren ignorar por orgullo, comodidad, aturdimiento o
frivolidad que la verdad estaba ya socialmente muerta y enterrada en la
segunda década del siglo XX»; y qué calor tiene, más calor que cuando vio
por primera vez el skyline de Manhattan en el horizonte, o no pudo acabarse
el desayuno para ir al colegio cuando cayeron las Torres, o incluso que la
primera vez que folló... Ah, ahí pasó frío, de hecho. Samantha se agobia. En
esta ocasión el simulacro es demasiado real; «a todos esos, lo quieran o no,
los rescataremos». Después se abre turno de palabra. Samantha duda, pero
ha venido para eso. Da un paso al frente.
—Mi nombre es Samantha —dice, y pasa a relatar atropelladamente la
historia de Martin, Orion Games y Reuben con más detalles de los que había
empleado en internet.
Nadie la interrumpe. La primera persona que ha hablado se acerca a ella
cuando termina y la coge por los hombros como muestra de solidaridad.
—No es el primero que desaparece así —le dice—. Lo que es una pena es
que te hayas gastado tanto en taxis. De ahora en adelante, Topanga te
ayudará.
Señala con la cabeza a un hombre con rastas canosas hasta media espalda,
que asiente.
Siento cómo me he puesto antes, Sara. Las mañanas para mí son lamentables, especialmente si no
he dormido. Mi intención no es agobiarte, pero no sé qué va a ser de mí, así que tengo que
decírtelo ahora. Anoche sabía que no dormiría bien a menos que tomase algo, y te imité. Un orfidal
y un porro. Últimamente tengo muy limitados mis espacios de seguridad, que abarcan poco más
que el sofá y los caminos archiconocidos que recorro a diario. Incluso esos se hacen más y más
áridos cada semana. Tener que volver a dar clase está muy lejos de ese perímetro. Por eso me
drogué, y más o menos pude descansar. Ahora he despertado. Por unos instantes mantuve el
ánimo sosegado, algo también inédito. Luego tuve que vestirme para ir a clase. Me costó el doble
de lo normal, iba a llegar tarde. Conoces la sensación. Te enfadas conmigo porque la conoces, no
porque no la entiendas. El futuro se ha perdido. No es que las cosas no puedan mejorar, es que han
desaparecido para siempre. Solo quedan variaciones del presente, una tumba recién cavada. Nada
tiene sentido porque pronto moriré, y da igual si pronto significa dos horas o veinte años. Como te
decía, llegaba tarde. Ya me imaginaba la bronca del director del departamento, las quejas de los
alumnos... Esa fue la primera vez que intenté hablar contigo y no me contestaste. Pedí un taxi,
pero lo hice detenerse justo antes de entrar a la facultad. Sin saber muy bien por qué, compré unas
chucherías, una botella de Sprite y otra de DYC. DYC es lo que bebe mi padre. Siempre lo he
detestado, incluso cuando comencé a tomar alcohol con cierta frecuencia. En cuanto he empezado
a beber, he entendido por qué no me contestas por mucho que insista. Tú también sufres y yo soy
excesiva. A veces un único mensaje tuyo es como una visión de Dios. Eso podría haberte escrito.
Pero no solo habría sido excesivo, sino falso. Nunca habría tenido suficiente.
Ya te dije que hace mucho que no aspiro a grandes cosas. No quiero logros estelares o una vida
repleta de emoción. Prefiero tener aventuras de poca monta, pero en compañía. ¿Recuerdas las
misiones secundarias que a veces tenían algunos videojuegos? Luego los odié y no sé si sigue
pasando, pero de niño me encantaban. Me acuerdo del inicio de Kingdom Hearts II, por ejemplo.
Las misiones eran pegar unos carteles mientras ibas con tu monopatín. Encontrar un objeto robado
que nadie sabía decirte qué era, porque también habían robado la palabra para referirse a él.
Vencer a un macarra local. Reunir dinero para ir con tus amigos a la playa. Me gustaban más esas
escenas que la campaña épica posterior. Eran domésticas, y una siempre estaba rodeada de
amigos. Nos imagino así: cada una en su casa independiente de 8 bytes, sabiendo que podemos ir a
buscarnos cuando nos encarguen la misión diaria. Sin mucho éxtasis ni grandes dramas. Solo la
tranquilidad cotidiana de haber cumplido cada día nuestro cometido. A lo mejor algunas personas
viven así: sus misiones son ir a trabajar o comprar el pan, y por la noche las espera un amigo o
marido dispuesto a compartir el botín y una bonita animación de «logro completado». Quizá
necesitaba órdenes más claras para jugar. O alguien que me acompañase.
Eso quería decirte. Regalarte esa imagen, las dos casas de 8 bytes a la espera de una misión
diminuta pero entretenida, muy vainilla. Después no hablaré más. También quería pedirte perdón.
Por todo lo que te hice y por seguir escribiendo ahora, incluso en un día como hoy.
Volví a Sanctioned Suicide cuando me dejaste de hablar el año pasado. De haber sabido lo que
ocurriría más tarde, jamás habría entrado de nuevo. Todo lo que sucedió después se me antoja
inexorable: ¿podría no haber ido a Nueva York después de conocer a Clover? ¿Podría no haber
acudido esa noche al Inferno?
El foro me sorprendió, había cambiado bastante. Por lo que me enteré, dos menores se unieron a
la web poco antes de la pandemia y después se mataron, así que la página fue investigada. Otra
chica hizo lo mismo en 2020, y Sanctioned Suicide fue capado en su país, Alemania. También en
Nueva Zelanda. Ahora tiene una nueva sección destinada a lavar la cara del foro llamada
«Recovery». Es más triste que la que comparte métodos de suicidio: en teoría, debe favorecer que
la comunidad cuente cómo se ha recuperado de sus intentos y se apoye en la búsqueda de un
porvenir, pero la perspectiva que arrojan es aún más desesperanzadora. Por aquel entonces yo
jamás me había intentado suicidar, como sabes. Mi acercamiento al tema fue estrictamente
intelectual hasta hace poco. Busqué el hilo dedicado a Los Hijos de Orión, y no estaba, pero aun
así me descubrí pasando mucho tiempo en el foro. Fue ahí donde conocí a Clover. Nos
encontramos en un megathread dedicado a personas transgénero. Ella posteaba mucho y me
pareció excepcionalmente inteligente. Cambiamos algunos DM, alguna recomendación de libros o
música, nada demasiado íntimo. Vivía en Nueva York y a mí no me quedaba claro qué demonios
hacía en Sanctioned Suicide: si se había intentado suicidar en el pasado, estaba plenamente
recuperada (algo que les encantará a las almas biempensantes que obligaron a instalar la sección
«Recovery»), porque ni tenía pensamientos depresivos ni hablaba nunca sobre el tema. Intentaba
animar a todos los que posteaban explicándoles por qué sus emociones negativas (o sus intentos de
suicidio) no eran su culpa, sino de un sistema que iba más allá de ellos.
Una noche en la que estaba vagabundeando por «Recovery» me topé con un hilo recién
actualizado dedicado a El lamento de Orión. Me había costado encontrarlo porque apenas
hablaba nadie. Tenía 42 páginas de mensajes, a razón de 10 por página. El primero era de finales
de 2020. El tono había cambiado. Mencionaban a una tal Michaela D’Alessandro (que, por lo que
entendí, es una empresaria americana) y su nueva aventura empresarial, un conjunto de empresas
llamado Sinneslöschen entre las que se halla una pequeña pero innovadora marca de videojuegos,
Orion Games. Ahí entendí la conexión. También había posts dedicados a su exmarido, un tal Luigi,
y a su presunta implicación con la fontanería más oscura del Partido Demócrata estadounidense.
Por último, hablaban de una fundación para la salud mental en Nueva York, Asclepius. Una de las
personas que escribían era Clover, así que le mandé un mensaje privado pidiéndole explicaciones.
Verla fue una señal. De lo contrario, quizá no habría vuelto a obsesionarme con el tema.
Encontrar a Clover fue lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo. Imaginarás que no tengo
demasiadas amigas, y tú acababas de dejar de hablarme. Tener una amiga es importante. Una no
es nada sin una mejor amiga. Más allá de los asuntos ligados a El lamento de Orión, nos hicimos
íntimas a lo largo de los siguientes siete u ocho meses. Nuestras vidas no eran tan diferentes y,
aunque ella no se sentía tan sola como yo, agradecía mi conversación, o a lo mejor se lo tomaba
como una labor social. No me importaba en absoluto, hasta caridad aceptaba. Por eso (y no solo
por Orión, aunque principalmente) fui a visitarla. Tú lo sabes bien, es agradable que cuando miras
el teléfono haya un mensaje esperando respuesta. Durante meses, los suyos fueron los únicos que
recibí, y no parecía sentirse obligada a prestarme atención, como creía que te sucedía a ti. En fin,
ya he dado demasiados detalles sobre una amistad que puedes imaginarte sin problemas. Voy a lo
esencial.
Clover no había entrado en el foro porque quisiera suicidarse, sino por El lamento de Orión. No
es una persona que se deje llevar por la tristeza, más bien se mueve por la pura acción o por la
reacción ante aquello que le resulta intolerable. Es activista desde los catorce años, cuando las
desahuciaron a ella y a su madre de un bloque de edificios para que lo pudiera comprar una
empresa, renovarlo como una casa de apuestas y gentrificar su barrio. En teoría la reconversión
del bloque se hizo por motivos de salubridad (cuestiones de las tuberías o el alambrado eléctrico),
pero ella recuerda perfectamente el acoso y el terror al que las sometieron hasta que abandonaron
su casa. Lo que más odiaba era que llamaran a su timbre en medio de la noche y luego no
respondiese nadie por el portero. Sucedía con frecuencia a las dos o las tres de la mañana, en
ocasiones varias veces por semana, y nunca pudo establecer un patrón que las alertase de que iba
a suceder esa noche. A la Clover adolescente le daba auténtico pavor y, según ella, sigue teniendo
pesadillas con que alguien merodea por su casa. No se trataba solo de que las dejaran tiradas y en
una situación lamentable, es que consideró el proceso tremendamente inmoral. Junto con otros
desahuciados se unieron a un sindicato de inquilinos e intentaron protestar contra la empresa.
Como podrás imaginarte, la empresa pertenecía a los D’Alessandro.
Por aquel entonces (debía de ser 2002 o 2003), los D’Alessandro habían caído en desgracia.
Tuvieron diversas querellas y problemas en Nueva Orleans y Nueva York, habían invertido mal,
vendido mal, y el hijo mayor había fallecido en un accidente de coche. La casa de apuestas era uno
de los primeros intentos de Michaela D’Alessandro, la hija menor, de reflotar la fortuna familiar,
junto con un macroprostíbulo y una productora diminuta de videoclips y anuncios para empresas de
moda. Es de suponer que habían perdido el dinero, pero no los contactos. En aquellos años no
parecían unos enemigos demasiado terroríficos, pero Clover, su madre y el resto del inquilinato no
consiguieron absolutamente nada, más allá de una compensación económica nimia que ya estaba
propuesta desde el inicio.
Pasó el tiempo y Clover siguió politizada más allá del asunto del inquilinato, que, en su caso
personal, daba por perdido. Sus intereses se habían desviado del tema de la vivienda a cuestiones
identitarias casi exclusivamente. No solo se debía a su situación, sino a las dificultades de su madre
(diagnosticada con un leve nivel de autismo) para encontrar empleo o un subsidio que le permitiese
vivir con dignidad. Clover intentaba que admitieran a su madre en un programa de reinserción
social en la infame Fundación Asclepius, aunque entonces no sabía que era infame. Hasta la fecha
había tenido que contentarse con un grupo de apoyo en una biblioteca municipal que ni siquiera era
específico para el TEA, sino para cualquier neurodivergencia. Ahí se reencontró con Pat, una
antigua amiga, que ahora es su compañera de vida. Entonces volvió a aparecer el apellido
D’Alessandro, justo cuando comenzaba a olvidarse del tema, y también (por primera vez, en su
caso) El lamento de Orión. Pat había sido su compañera en el instituto, cuando Clover aún se
llamaba de otra forma. Para su sorpresa, era ella la que más había cambiado. De la niña popular y
alegre que había conocido no quedaba nada, solo una treintañera que había triplicado su peso y
apenas podía hablar o sonreír. Estaba diagnosticada de un TEA que comenzó a manifestarse
tardíamente a los diecisiete años. También tenía ataques ocasionales de pánico y epilepsia. La
madre de Pat, que era la que la llevaba a esas reuniones, estaba convencida de que el origen de los
problemas de esta era un videojuego al que había dedicado demasiadas horas en su primera
adolescencia (ya entonces le provocó algún ataque), hasta que decidió tirarlo, por mucho que su
hija le retirase la palabra durante una semana. El nombre de ese juego, por supuesto, era El
lamento de Orión. Pese a que su trastorno tardó en manifestarse, los ataques epilépticos de su
hija le recordaban a los que había tenido con «ese estúpido videojuego».
La historia de Pat conmovió a Clover (que ya sospechaba de los mecanismos audiovisuales de
control: nunca ha tenido ni un smartphone ni una tele) e hizo el mismo recorrido que tú y yo ya
hicimos una vez: informarse sobre el juego y posteriormente sobre Los Escorpiones. Con una
diferencia: ella ya conocía Sinneslöschen, en su caso como el conglomerado de empresas con las
que ya se había querellado, no como una leyenda urbana de los ochenta. Tardó menos en atar
cabos. A diferencia de ti o de mí, no se arrojó a la desidia o a la tristeza, sino que se tomó su
trabajo más en serio. No se contentó con leer posts en internet sobre el videojuego, como
cualquiera haría, sino que investigó seriamente a Michaela D’Alessandro y trató de organizar a
algunas personas que habían sido damnificadas por su figura.
En cuanto empezó a investigar a Michaela, se dio cuenta de que su biografía no estaba exenta
de sombras. Sinneslöschen se había diversificado desde que desahució a Clover y a su madre:
ahora invertía en I+D (como verás más tarde, no solo para lavar la cara de la empresa), tenía
muchos locales y, entre ellos, uno a las afueras de Nueva York, el Escorpio, en el que se decía que
se celebraban fiestas de lo más salvajes. Cuál fue su sorpresa al descubrir que, dentro de la
expansión de la empresa, Michaela era accionista mayoritaria en la Fundación Asclepius, el centro
especializado en enfermedades mentales graves y neurodegenerativas en el que todo el mundo
(incluida la madre de Pat o la propia Clover) aspiraba a internar a sus familiares incapacitados.
Creemos que lo utilizan como campo de experimentación o para hacer desaparecer a algunas
personas. El mismo Seymour Tyler está ahí, y la lista de pacientes con alzhéimer prematuro
alrededor de los D’Alessandro es amplia. Parece que, si uno se opone o sospecha, está condenado
a la desaparición o a perder la cabeza y ser internado en Asclepius. Ni me imagino lo que les
hacen ahí. Pese a lo célebre que es, casi nadie se recupera después de su internamiento.
Desde que Clover obtuvo toda esta información organizó a parte de su sindicato e investigó más.
Por eso acabó en Sanctioned Suicide, aunque ella y los suyos suelen hablar en un apartado del
olvidado Habbo, y en ocasiones en Reddit. No todo el mundo que escribió o escribe en los hilos de
El lamento de Orión está tan implicado como ellos (muchos ni saben todo esto, se quedan en el
creepypasta), pero son unos cuantos. Algunos de ellos casi consideran el juego un asunto menor.
Cuando llegué a Nueva York, seguían una pista que habían conseguido gracias a la desaparición de
un tal Martin Sacks. Tenían una «misión». Él era uno de los últimos desaparecidos en torno a los
D’Alessandro. Clover se enteró por Samantha, su novia. La excusa oficial sobre su ausencia era
que estaba de viaje por Argentina, pero ella no se lo creía. El jefe directo de Martin, Nicholas, era
el único que parecía preocupado por la renuncia de su trabajador (estaba poniendo problemas
económicos a la relación entre Freeman y los D’Alessandro), y de súbito dejó de hacerlo.
Samantha tuvo una corazonada y comenzó a vigilar los movimientos del jefe y los D’Alessandro
mientras hablaba con Clover y los demás a través de un hilo de Habbo. Y descubrió algo que la
perturbó: el antiguo ayudante de Martin, Reuben Cline, acudía con frecuencia al Inferno y solía
hacer recados para los D’Alessandro. Samantha comenzó a seguirlo a solas, pero pronto Clover y
Los Hijos la ayudaron en sus expediciones. Concretamente, descubrió (gracias a seguirlo a él y
también a Ramona Wanderwall, la esposa de Zayed Nassef, un magnate de la industria
armamentística) que Reuben tenía que entregar algo en el Inferno el 1 de marzo y, de nuevo, el 18.
Esta última entrega era de vital importancia. Nunca supo de qué se trataba, pero Ramona le
imprimió una urgencia especial. Eso fue providencial, porque su jefa (otra circunstancia
sospechosa) decidió enviarla a la Semana de la Moda de París de improviso y después de
mencionar casualmente a Luigi Venturini y su marca, Enoch, una semana antes de que se
produjera esa primera entrega. Por eso te envío los billetes para esa fecha: me gustaría que
ayudases a Clover a ver qué sucede en la segunda.
Cuando llegué, Clover y los suyos estaban investigando a ese hombre aunque Samantha no
estuviera. Su plan era intentar interceptarlo el 1 de marzo. Además, era el hilo más directo que
tenían con los D’Alessandro en mucho tiempo: estaba conectado con ellos, pero era vulnerable y lo
podían vigilar sin problemas. Él se daba cuenta de que lo seguían. Estaba paranoico. Cuando
llegué, alternaban entre el Chevrolet de Clover y misiones solitarias en moto de una muchacha que
se hacía llamar Lazy Tits.
Después de todo lo que pasó, busqué información sobre Reuben. Tenía treinta y dos años, se
había criado en Nantucket y estudiado ingeniería informática. No sé cómo acabó en el mundo de
las finanzas. Tenía o tuvo una novia (al menos hasta el verano pasado, por las últimas fotografías
que vi) y no parecía mala persona, en todo caso algo ansioso por dinero y notoriedad. Le faltaban
agallas, eso estaba claro. Quizá temía tanto fracasar que no informó a los D’Alessandro de que lo
estábamos siguiendo, pero estaba muerto de miedo. No iba directamente a casa, pedía un taxi
hasta un kilómetro de donde vivía, y ahí lo estaba esperando su moto. Cada mañana conducía
desde su vivienda hasta ese punto en moto y luego pedía un taxi. Nos tenía calados.
El 1 de marzo acudimos en el coche de Topanga a la puerta de casa de Reuben, pero no salió en
todo el día, por mucho que esperásemos y que su moto estuviera en la calle. Quizá sabía que
íbamos a seguirlo y tomó precauciones, o no durmió ahí. A las ocho de la tarde, después del
desánimo inicial, acudimos al Inferno y aparcamos de tal forma que podíamos ver la entrada
(aunque Samantha nos había dicho que lo que fuera a suceder, lo haría por la puerta trasera). Allí
mandamos a Lazy Tits a fumarse un cigarro y echar un ojo. Había un desfile de moda o evento
similar en el interior, entraron varias drags y modelos vestidas con trajes extraños e inflados, como
si fueran monstruos mitológicos. Lazy Tits le envió un mensaje a Clover avisándole de que Reuben
acababa de abandonar el Inferno por la puerta trasera y se había montado en una moto distinta a la
habitual después de guardarse algo en el bolsillo interior de la americana y sin que ella pudiera
hacer nada por seguirlo. Me pidieron que saliera a la entrada principal para ver si volvía Reuben y
con quién, ya que yo era la única persona a quien con toda seguridad no había visto antes. El
objetivo era ver el interior, quién estaba dentro y cómo era, recabar información y, a ser posible,
grabarlo, ya que parecía que lo que tenía que entregar ya había sido entregado. Reuben apareció
cuarenta minutos más tarde y caminando, con una mujer muy atractiva que estaba claramente por
encima de sus posibilidades. Me acerqué a ellos haciéndome la tonta, como Clover me había dicho.
«¿Hay una fiesta aquí?», les pregunté, exagerando mi acento español. Reuben se puso nervioso y
no me contestó, la chica me dijo que sí, pero que era un evento privado. «¿Y no podría ir con
vosotros?», supliqué. Nunca me habría comportado así, como imaginarás, pero era importante que
intentase entrar con ellos. De hecho, iba vestida de forma muy exagerada. Estaba dispuesta a
fingir que era una prostituta en el caso de que hiciera falta. Además, sospechaba que solo con
pasar a su lado sería suficiente para que me dejasen entrar. Creía que lo iba a conseguir. Me
acerqué con ellos a la puerta mientras alababa las pestañas postizas de esa mujer. Reuben parecía
muy incómodo y le susurró algo al tipo de la puerta. No me dejó entrar. Quizá podría haber
persistido, intentado ligarme a algún vejestorio que se acercara al local, pero me dio vergüenza.
Clover me mandó un SMS y fui a la parte trasera del Inferno, donde estaba su Chevy. Dentro del
coche estaban su novia Pat (que ni siquiera habla, pero la acompaña siempre), Lazy Tits y
Topanga. «No ha habido suerte, ¿qué hacemos?», le dije. Decidimos esperar. Quizá cuando la
fiesta se desmadrase se presentaría una ocasión más propicia.
Estuvimos aproximadamente dos horas aguardando a que algo sucediera, pero solo salieron
algunos fumadores. Topanga llevaba varios paquetes de botellines de cerveza y eso hicimos,
beberlos. Y entonces Reuben salió, aunque no por su propio pie, más o menos a las cuatro de la
mañana.
En ese momento no había nadie en el exterior y nosotros ya estábamos algo borrachos. Reuben
cayó como un fardo al suelo y tardó unos segundos en levantarse. Parecía que estuviese muerto,
bocabajo con la cara encajada en el suelo. Me puse nerviosa, pero entonces él se incorporó con
torpeza y se sentó. Tendrías que haberle visto la cara, Sara. No era de este mundo. Recordé el
relato de Margherita en Bajo astral, o lo que describió Seymour Tyler en las últimas páginas de su
relato. La mandíbula le colgaba en una sonrisa, los ojos no enfocaban a ninguna parte. Era eso.
Tantos años pensando en ello y ahí estaba, delante de mí, o al menos sus efectos. Tal vez por los
nervios, Topanga se apoyó en el volante e hizo sonar el claxon, y después aún se escuchó más
ruido, porque también se le cayó el botellín de cerveza y dijo varias veces «joder». Reuben nos vio.
Yo no había dejado de mirarle. La boca se le cerró y comenzó a caminar hacia el coche, más
despierto pero todavía en un estado similar al de un zombi. Eso fue lo que nos asustó, y no su
violencia. Se apoyó contra la luna delantera del Chevy, con la boca semiabierta, y empezó a dar
golpes regulares con la mano izquierda en el cristal. Era una imagen horrible. Se le caía la baba.
Vámonos de aquí, dijo alguien, pero no era sencillo, porque Reuben estaba completamente apoyado
contra el coche, imposible maniobrar. «Voy a salir a apartarlo», dijo Clover. No quería que nos
descubriesen. Nos daba miedo la posible reacción de los D’Alessandro. Así que salió.
Al principio parecía que iba a ser una misión sencilla, era mucho más voluminosa que Reuben y
él seguía ido, no era un enemigo imponente. Pero en cuanto Clover le tocó el hombro, Reuben se
lanzó contra ella como jamás he visto lanzarse a un ser humano, más allá de en series de televisión.
Comenzó a atacarla, la tiró al suelo y la pateó, le estaba dando una auténtica paliza. Clover
consiguió levantarse del suelo y entonces él hizo algo horrible que no olvidaré jamás: le mordió el
hombro muy cerca del cuello. En ese momento yo ya estaba fuera, aunque no recuerdo cuándo salí
del coche exactamente. Y le di en la cabeza con el botellín. Todavía sigo escuchando el golpe.
Volvió a caer al suelo tal y como había caído fuera del bar, aunque ahora estaba el cuerpo de
Clover para amortiguarlo. Se lo quitó de encima y se oyó otro golpe de cabeza casi peor que el
anterior. Estaba nerviosa, sangraba, se levantó y aún le dio una última patada. Reuben no
reaccionó. Incluso antes de que Topanga saliera a comprobarlo, lo supe. Estaba muerto.
Quise llamar a una ambulancia, pero todos estaban seguros de que era mala idea. La novia de
Clover, Pat, estaba como loca dentro del coche. Hablar no hablaba, pero sí era capaz de gritar con
una voz agudísima e insoportable. Clover no paraba de sangrar, yo estaba en shock, Topanga
increíblemente fumado y borracho, la única que seguía en sus cabales era Lazy Tits. Cuando me
puse pesada con lo de la ambulancia, me abofeteó y me obligó a entrar en el coche. «Puede salir
alguien en cualquier instante», repetía todo el rato.
El recuerdo del resto de la noche está borroso. Clover no quería ir al hospital, esquivamos el
cuerpo de Reuben y dimos varias vueltas por Nueva York para despistar a un posible seguidor que
no existía. Llegamos a casa de Clover, y Pat y Topanga se quedaron curándole la herida mientras
Lazy Tits y yo lavábamos el exterior del coche a conciencia. Entonces caí en la cuenta de que mis
huellas dactilares y mi saliva debían de estar en el botellín junto a Reuben. Me volví loca. Sabes
que estoy muy en contra de la medicación, pero tuvieron que darme un tranquilizante. Seguía algo
borracha, estaba asustada, quería confesar. Clover me convenció de que no lo hiciera y que
adelantase mi vuelo de regreso a España al día siguiente. Nadie podía conectarme con Reuben, era
imposible, me dijo. Sospecharían antes de cualquiera de la fiesta, o de un borracho anónimo.
Además, cabía incluso la posibilidad de que los D’Alessandro lo cubrieran todo, tal y como había
salido del local.
Te puedes imaginar cómo volví. No voy a extenderme sobre ello. Estaba muerta de miedo, sí,
pero también me sentía culpable. Clover estaba demasiado pendiente de mí, temía que los delatase.
Yo le juré mil y una veces que no iba a hacerlo, pero me sentía menos fuerte a cada instante.
Había perdido a mi única amiga en la vida, de eso también me di cuenta: lejos de unirnos por el
evento traumático que habíamos vivido, Clover dejó de tratarme como una igual. Me controlaba,
me trataba como a una niña voluble. No solo había perdido a mi amiga, sino cualquier propósito
vital razonable. Como decía antes, tenías toda la razón. Me gustaba pensar en Los Escorpiones
porque eran un enemigo amplio e inalcanzable. Irreal en cierto modo. Pero ver de lo que eran
capaces no me tranquilizó. Ver la cara de Reuben antes de morir tampoco, ni a esas ridículas
personas que entraron en la fiesta.
Llevo desde que llegué investigando a ese pobre chaval al que maté e informándome más y más
sobre los D’Alessandro y su empresa. La conclusión a la que llegué es que eran imparables, o que
al menos yo no podía hacer nada para pararlos, pero después de esta introducción encontrarás
todas mis averiguaciones. Por las noches soñaba con volver a Nueva York y confesar, o volver y
hablar con Clover para que se restaurase nuestra amistad, o volver y colarme en el puñetero
Inferno para destrozarlo con una bomba. La última idea era la mejor, pero me sabía absolutamente
incapaz de hacerlo. Entonces sobrevino la solución: si desaparezco de la tierra, no podré delatar a
Clover y no me seguirá atormentando lo que pasó con Reuben. Y total, ¿quién querría vivir en un
mundo como este, después de mirar al horror a la cara? Solo alguien que se atreviese a hacer algo
al respecto, y ese alguien no soy yo.
Si has llegado hasta aquí, me gustaría que hicieras dos cosas: que contactases con Clover y le
explicaras por qué he hecho lo que he hecho. Además, me gustaría que continuaras la
investigación sobre los D’Alessandro, que ayudes a Clover con lo del día 18. Por eso te envié el
billete de avión. Espero que lo cojas. Te adjunto pruebas de todo lo que te he contado aquí, incluida
una esquela de Reuben Cline, para mi pesar. Siempre has sido mucho más valiente que yo. Sabrás
qué hacer.
Uno de los primeros artículos pegados al PDF trata sobre el tal Zayed
Nassef, un artículo sensacionalista de The Daily Mail titulado «Las cinco
fortunas que mueven el mundo, y tú no lo sabías».
Unos golpes en la pared interrumpen mi lectura. Me pongo el albornoz y
salgo goteando. Es Thomas.
—Solo quería comprobar si estabas bien. Como no has contestado...
—¿No has pensado que podía estar durmiendo?
Se mira a los pies, avergonzado. No es necesario que sea tan cruel.
—Bueno, no lo estabas. Te dejo en paz.
—No, no. Lo siento. —Dudo unos instantes—. Pasa. Hay un par de
cervezas en el minibar. Tengo que hablar contigo.
—¿De qué?
Le dejo que lea el mensaje de Fabrizio y su documento mientras me pongo
el pijama en el baño. Tiene las ojeras muy marcadas. Es como si hubiera
envejecido varios años en los últimos meses. Cuando llega al final, tira el
móvil contra el colchón y se levanta.
—¿No te lo crees? —pregunto—. ¿Piensas que se lo ha inventado?
—No es eso. Debería darnos igual. Parece que esté pidiéndote que te
hagas cargo de su investigación y la termines en apenas quince días aunque
él mismo haya renunciado y probablemente sea un delirio. Es injusto.
Saca un Enantyum de su bolsillo trasero, lo aplasta con el mando de la tele
y se lo esnifa.
—Ella misma —le corrijo—. Y no elegimos lo que nos importa y lo que
no. A ti te toca muy de cerca, o te tocó una vez. Spencer...
—No es eso —me interrumpe—. No se trata de que no me apele. Le hice
una promesa a Julián y... En fin, da igual. ¿Qué quieres hacer?
—¿Qué promesa?
—No es relevante.
—Cuéntamelo —insisto—. Últimamente no me cuentas nada. Y no quiero
seguir hablando de Fabrizio. Voy a volverme loca.
—Quizá luego. —Suspira—. Vamos a pedir algo de cena.
Sus palabras me hacen regresar a un estadio anterior en el que aún estoy
sumergida en la bañera. El camarero golpea la puerta y deja una botella de
vino y dos hamburguesas. No las tocamos, pero acabamos el vino.
—Julián me dijo que no aguantaba más —dice entonces—. Después de la
crisis que pasé con el álbum. Me pidió que «espabilase». No aguantaba ni
más drogas, ni más desplantes, ni más tristeza. Me dijo que me daba un mes
para cambiar el chip, ni un día más. Y lo he estado intentando.
—¿También te pidió que no quedases conmigo?
Él se queda callado unos segundos, lo que significa «sí».
—Estar bien pasa por obligarse a estar bien, por lo menos una temporada
—dice, pero lo interrumpo, le digo que no me ha contestado. ¿O es que
considera que hablar conmigo lo aleja de estar bien?—. No me lo pidió
directamente, pero sí quería que pasásemos más tiempo juntos, o con sus
amigos. Y se ponía nervioso cuando tú y yo quedábamos. Pensé que podía
pasar más tiempo con él y que a ti no te importaría, por Daniel. ¿Estás
enfadada?
Lo que estoy es aliviada, pero no quiero decírselo: hay una explicación
razonable a su frialdad, es más que suficiente. A una parte de mí le gustaría
hurgar en si Julián estaba celoso, pero la reprimo.
—No, no estoy enfadada. Supongo que lo entiendo.
—He estado a punto de contártelo muchas veces. ¿Qué quieres hacer con
lo de Fabrizio?
—¿Qué más querías contarme?
Una vez que Thomas abre la boca no cesa: me habla de su insomnio, de un
vecino horrible, de la sensación de que está envejeciendo y de que el mundo
gira cada vez más rápido, de un nuevo (y estúpido) terapeuta. De una
alucinación auditiva que le hacía pensar en el sonido misterioso de El
lamento de Orión.
—En cierto modo he seguido la recomendación de mi terapeuta gracias a
ti. Me dijo que cambiara de aires, que hiciese un viaje. Te resultará
superficial, pero me alegro de haberme movido. Apenas he tenido ningún
zumbido o alucinación desde que supe que iba a marcharme. En fin. Estoy
preocupado por ti. —Apoya la mano en mi hombro—. No me ha gustado el
comentario que has hecho antes sobre Fabrizio y el descanso. ¿No crees
que...?
—Vamos a ver cualquier tontería y mañana hablamos.
Cojo el mando del televisor, manchado de polvo de Enantyum. Thomas no
está harto de mí. Por hoy es más que suficiente. Mañana me arrepentiré de no
haberle cogido el teléfono a Fabrizio.
—¿Quieres... quedarte? —le digo dos horas más tarde.
Thomas está medio dormido en mi almohada. No sé si la pregunta es
inapropiada. Creo que no quiere estar solo. Yo tampoco.
—¿A dormir? —Parece sorprendido, casi alarmado.
—Sí, solo a dormir. Olvídalo. A lo mejor a solas consigues dormir bien.
—No, no. —Se levanta deprisa, coge la botella del suelo—. Hace mucho
que no duermo solo. Voy a por el pijama.
Cuando regresa, su cuerpo ha disminuido de talla. Trae otra manta y su
propia almohada. Hemos pasado muchas horas juntos, pero jamás habíamos
dormido en la misma cama. Se tumba rígido como una estaca y nos tapa a
ambos. Puedo escuchar su respiración, y también la mía. La suya es lenta y
tranquila, mucho más silenciosa que la de Daniel.
Entra algo de luz por las cortinas del hotel. Tengo sed. Últimamente me
sucede cuando bebo demasiado: lejos de permanecer en la cama hasta el
mediodía, me levanto de madrugada, deshidratada y confusa, y no puedo
dormirme después. Me asombra encontrarme a Thomas junto a mí. No me
atrevo a ir a por agua y despertarlo. Uno de sus brazos está sobre mi cintura
y por fin ha conseguido dormir. Me resigno a la falta de agua. Quizá en un
rato.
Entro por primera vez en años en Sanctioned Suicide. La web me dice que
está comprobando mis credenciales y luego me pide que verifique si soy
humana. El foro ya no es blanco y simple, sino de colores. Veo la sección de
«Recovery», pero entro directamente a la macrosección de «Suicidio». Ya
no está separada por subforos, los temas se amontonan. El primero en el que
entro se titula «¿Por qué es tan difícil permanecer hidratado?», y los
miembros contestan de forma literal o metafórica cuestiones sobre el cuerpo
y su decadencia o la dificultad de seguir vivo. Entro en otro que pide ayuda
para colgarse, y los miembros siguen como siempre, a nadie se le ocurre
decir «no lo hagas». También encuentro posts que buscan sodio de nitrato
(algo que no estaba de moda la primera vez que estuve aquí). Encuentro una
despedida, «Odio haber nacido»:
Hounds: Odio haber nacido para ver la pesadilla que es este planeta. Exteriormente el mundo
es bello, pero su esencia es terrible. Odio haber nacido para ver cómo mis congéneres se
aprovechan los unos de los otros. Odio que la gente coma animales y use sus pieles para llevar
vestidos ridículos. Odio comer. Mi corazón duele insoportablemente. Odio que los seres humanos
ejerzan violencia permanentemente, incluso al respirar, odio los coches, odio el dinero, odio los
trabajos, odio los aviones, odio la televisión. Me odio a mí mismo cuando me distraigo del horror del
mundo. Odio a los animales, que también son crueles y se comen los unos a los otros. Odio estar
vivo. Por eso he decidido acabar con todo. He jugado mucho con el destino y ¿para qué? Mi padre
murió. Mi madre está loca. Mi abuela lleva pañales. Esa es toda la muestra que necesito: o la
muerte, o la locura, o los pañales. La próxima semana todo se acabará. Estoy solo en casa, por fin,
y llevo meses informándome con vosotros. No sé si escribiré aquí, pero esto es una despedida.
También os odio a todos. A este foro. Pero, sobre todo, me odio a mí mismo.
Tiene cuarenta y cinco me gustas y diez mensajes de buena suerte. Sigo
leyendo otros posts sobre métodos y quejas. «Ser feo ha sido mi maldición»,
«He estado pensando en salirme de la carretera con el coche». Por fin
encuentro lo que busco, aunque no sabía qué era hasta que aparece.
Clover_thewonderful: Es duro para mí escribir esto hoy. Escribo en nombre de otra persona,
@yunatakahashi, que ya no podrá hacerlo más. La conoceréis, ha estado posteando con
frecuencia en el foro. Se ha ido. Se ha ido para siempre. Sé que muchos pensaréis que es una
buena noticia. Yo no estoy segura. Nunca he querido cuestionar a nadie que quisiera matarse. Este
mundo es una mierda y no soy quién para juzgar. Pero en este caso me siento responsable, porque
Yuna era mi amiga, y yo debía acompañarla en su viaje. Según ella, solo éramos dos: Sara y yo,
una chica de España, y sé que en las últimas semanas no estaba bien, y que Sara no le hacía
mucho caso. Yuna se ha matado. Se ha tirado borracha por la ventana. Es curioso que haya salido
bien, ¿no? Solo era una primera o segunda planta. A veces pienso que es muy fácil morirse por
accidente y muy difícil hacerlo si te lo has propuesto en serio. No es su culpa, pero su muerte
siempre va a pender sobre mi espalda. ¿Qué podía haber hecho? Vosotras me lo diréis, que estáis
aquí, ¿qué puede hacer alguien para que una vida insoportable cobre sentido? Yo no estuve a la
altura. Existir es complicado, y siempre está a mano la tentación de la banalidad: qué hacer, qué me
molesta, qué me duele, los nimios asuntos humanos que a unas nos entretienen pero a otras las
conducen por caminos sin regreso. Las señales estaban ahí, y decidí ignorarlas. Espero que Yuna
esté en alguna parte y lea esto. Pero que esté en un lugar tranquilo, en una apacible mañana sin
resquicio de dolor o culpa. Eso es lo que espero: que allá donde esté, tenga la calma que yo no
supe darle.
Las respuestas son amables. Los mismos usuarios que con seguridad
alaban el suicidio en otros posts le dicen que no tiene la culpa, que el mundo
es complejo, que Yuna tuvo la suerte de tenerla en vida mientras permaneció
aquí. Es extraño lo amables que son. Supongo que cuando se renuncia al
propio futuro es más sencillo ser generoso. Abro otra pestaña y vuelvo a
entrar en la web. Recuerdo mis credenciales, uso la misma contraseña para
todo, venecia14. Busco el post de Clover y abro el panel de mensajes
privados. No me han expulsado, por mucho que lleve años sin postear aquí.
—Hola, Clover. Soy Sara, la amiga de Marta. Vi tu corona de flores en el
entierro —escribo, y lo envío. No llega respuesta, aunque qué esperaba. A
saber qué hora es en Nueva York—. Marta me contó lo que os pasó cuando
te hizo una visita. Yo también lo siento mucho, muchísimo. Tampoco estuve a
la altura. Me escribió esa mañana y no le contesté. No sabía qué iba a hacer,
claro, aunque eso es lo de menos. Me ha dado tus datos de contacto, pero no
he podido evitar contestar a este mensaje. Me has hecho llorar. Es cierto que
es muy fácil ser egoísta. No te mortifiques por eso, estoy segura de que yo lo
fui mucho más que tú. Lo siento. Lo siento tanto. —Y, tras una vacilación,
añado—: Es posible que le haga caso. Es posible que vaya para allí. Me
envió un billete, fue casi lo último que hizo. Tal vez lo último que compró.
Se lo debo.
En cuanto envío el mensaje me deshago del abrazo de Thomas y voy a
beber agua directamente del grifo del lavabo. Son ya las ocho y media. Me
tumbo a su lado y lo obligo a abrazarme por la espalda, como si fuera
Daniel. He descansado al escribir ese mensaje y se escuchan algunos
pajarillos cantando en el patio del hotel. Tal vez pueda dormir de nuevo.
V
El inicio del gameplay de Orion Lost tiene una textura y un filtro que invitan
a la nostalgia, como esos remixes musicales en los que se escucha el tacto de
una aguja de vinilo. Al principio solo hay oscuridad, con el sonido de fondo
de un jadeo regular. La luz aumenta poco a poco, parece que estés montado a
hombros de una figura enorme, mucho más grande que tú, agarrándote de sus
cabellos. Es la figura debajo de ti la que jadea, se mueve exageradamente
mientras camina por un paraje grisáceo iluminado por estrellas y una
majestuosa luna azul. A los lados del camino hay un reguero de animales
muertos, algunos desollados. El único vivo es un perro fantasmal que te
sigue varios metros por debajo. Le recuerda a Mayordomo. El gigante es
muy alto, mirar al suelo da vértigo. Tras unos pasos, se escucha el ulular de
una lechuza en el horizonte y el brazo del gigante se alza para aplastarla con
su índice y el pulgar. Para hacerlo casi deja caer uno de sus ojos, que guarda
en la palma de su mano. Se escucha un rugir en el horizonte y el gigante se
gira para mirar el cielo. El pitido aumenta, y ahora sí se parece un poco al
sonido que alucina Thomas. Entre las estrellas emerge un carro a gran
velocidad y el gigante se da la vuelta y corre en dirección contraria, dejando
la Tierra para adentrarse en las aguas. Aunque él no se hunde, tú sí lo haces:
caes al fondo del mar y una de las manos del gigante te rescata, aplastándote
contra la pupila de su ojo arrancado. Después aparecen los títulos. Thomas
debe ir hacia atrás y ponerse los cascos para apreciar los matices de la
música, casi inexistente, pero que aumenta según avanzas. Más que al pitido
que alucina, le recuerda al audio que le puso Spencer. Tiene que quitarlo. El
vídeo lo pone nervioso, le recuerda al incendio, a la escopeta, al pobre
Mayordomo. Supone que eso es que sí se parece. Termina con un breve clip
en el que muestra a diferentes personas enchufadas a la máquina: jóvenes,
adultos, niños, inválidos, ancianos. Algunos tienen la boca abierta,
abandonados al éxtasis.
Busca información sobre el videojuego. No hay demasiada. El título es
Orion Lost y se centra en un episodio de la vida del gigante y cazador Orión.
Tras enamorarse de Mérope le pidió la mano a su padre, Enopión, que le
exigió que cazase a diversos animales de Kios para probar su valía y
concedérsela. Sin embargo, después de cumplir sus mandatos, Enopión
emborrachó a Orión y le arrancó los ojos mientras dormía. Comienza ahí:
manejas a Orión desde un niño montado a sus hombros, Cedalión. Tu ira
acaba con todos los animales de la isla y viajas hacia levante para recuperar
la vista en la forja de Hefesto mientras huyes de Enopión y Gea, ofendida
porque no tengas miedo de ningún ser de la Tierra. En el texto promocional
dice que «la leyenda de Orión es un relato singular sobre la hybris y cómo
retar y buscar lo divino».
Leyenda de Orión
Orion Games
Michaela D’Alessandro
Estrategias para solucionar conflictos de pareja
Fundación Asclepius
Vuelo Madrid-Nueva York
Es un edificio bajo y blanco, con unas letras azules que rezan «Fundación
Asclepius. Centro especializado en enfermedades neurodegenerativas» sobre
el dintel. Franqueando la puerta hay un asiático con un bigotillo delgado y
algo semejante a un uniforme negro y gris. Fuma. Tal vez es un miembro de
seguridad, aunque me extraña que sea necesaria en una residencia de
enfermos y ancianos. Nos mira cuando cruzamos a su lado y no se aparta
para dejarnos pasar. Resulta hostil. Me pregunto si será así con todo el
mundo o si le parecemos sospechosos por alguna razón.
En cuanto entramos, Thomas se aproxima a la recepcionista y dice que
venimos a visitar a Seymour Tyler. Por suerte el espacio está bien
climatizado, no hace frío en absoluto. Menciona el nombre de su abuelo
estadounidense y dice que les llevó un caso familiar hace años, aunque es
innecesario. La recepcionista confía en él en cuanto dice dos palabras. Va
vestida de enfermera, con una bata azul. Todo Asclepius es blanco y azul
cielo, como el cuarto de un bebé en los noventa. También huele a bebé, a
aceite corporal, talco y productos de limpieza más refinados que la media.
Nos tiende una hoja de visitas para que pongamos nuestro nombre y
firmemos. Thomas se inventa el nombre, «Constant Lambert», y dibuja a su
lado una C y una L amorfas. A mí solo se me ocurre «Sarah Smith», y la
firma falsa me queda como el símbolo de las SS.
—Es por aquí —dice la chica, y preside la marcha con el crujido de sus
Crocs.
Atravesamos un lobby silencioso y sin visitantes. Solo hay un televisor
muy grande, varias mesas con sus butacones azul bebé, un estante con juegos
de mesa infantiles y un anciano, en pie justo en el centro de la sala, su rostro
rugoso como una cicatriz. Dice algo que no comprendo cuando entramos en
su campo de visión, aunque no nos mira, sus ojos negros están clavados en el
suelo como si pudieran ver más allá del linóleo. La chica de las Crocs le
responde con un animado «claro, por supuesto que sí», pero no se detiene.
Nos deja en una sala de visitas privada con butacones y ventanales
orientados a un patio interior lleno de plantas tropicales. Son demasiado
voluptuosas para el espacio, pero tampoco sé qué habría escogido en su
lugar. Fuera sí hay gente, al menos dos externos que están visitando a alguien
y tres ancianas que parecen pasearse solas, o tal vez solo una de ellas es
residente, a las otras se las ve más cabales. Thomas coge el ejemplar del
Financial Times que hay sobre la mesa baja. Yo también me siento, y el
contacto con la tela me produce una leve arcada. Bajo el aroma a
desinfectante y talco habita una sombra de enfermedad, el regusto umami de
la vejez.
—¿Qué demonios vamos a decirle? —me pregunta Thomas.
Me quedo callada. No lo he pensado. Suponía que lo sabría en cuanto
viese a Seymour.
—Siento la espera —nos interrumpe la recepcionista—. El señor Tyler
tiene otra visita ahora mismo.
—No importa, lo veremos más tarde —dice Thomas.
La chica se muerde el labio, dudosa.
—Está con su mujer. Ella dice que pueden pasar a la vez. Sería lo más
conveniente, si no les importa. El horario de visitas termina a las seis; de lo
contrario, tendrán que esperar hasta mañana.
Thomas me mira y yo asiento. Son casi las cinco, y tal vez mañana no
podamos regresar. La chica de las Crocs nos pide que la sigamos. Vamos a
la sala contigua, con unos butacones y una decoración idénticos a la anterior,
aunque sobre la mesa no hay un Financial Times, sino una revista de cocina.
Al fondo hay un hombre negro y cano con la boca abierta en una silla de
ruedas. No reacciona cuando pasamos, pero sí lo hace la mujer a su lado,
que se acerca para estrecharnos la mano. Tendrá unos sesenta y muchos años
y lleva el pelo recién arreglado, un traje de falda.
—Soy Babette —dice—. La esposa de Seymour. ¿Quiénes sois vosotros?
No suele venir nadie.
Thomas se queda paralizado. Es un pésimo mentiroso cuando su
interlocutor le produce lástima, y estoy segura de que esta mujer se la
produce.
—Queríamos hablar con su marido —digo en un inglés pobre—.
Llamamos a su antiguo bufete y nos dieron esta dirección.
La esposa frunce el ceño y vuelve a sentarse.
—¿Fue Jonathan quien lo hizo?
No tengo ni idea de qué contestar. No aparecía ningún «Jonathan» en el
documento de Fabrizio. Miro a Thomas.
—Sí —improvisa él—. Jonathan. Sí, fue él quien nos dio la referencia de
la Fundación. Parece un buen lugar en el que estar.
Finge una sonrisa. ¿Quién querría pasar una temporadita en Asclepius, por
muchas revistas y patios con fuentes que haya por aquí? La mujer recoge una
servilleta de papel con una galleta de una de las mesas blancas. Intenta darle
algunas migas a Seymour, que no reacciona. Después, saca una servilleta de
tela bordada de su bolso y le limpia la baba. Nosotros también nos sentamos.
El silencio se está alargando demasiado.
—Es por D’Alessandro y la demanda colectiva, ¿verdad? Sé que me
habéis llamado varias veces, pero no sabía qué contestar, así que dejé de
coger el teléfono —dice Babette. Acaricia la pierna de su marido cuando
acaba de limpiarle la boca. ¿Quién la habrá llamado? ¿Fabrizio? ¿Clover?
¿O los D’Alessandro? Intento cambiar una mirada con Thomas, pero no me
la devuelve—. Seymour dijo que este día llegaría, que alguien querría
investigar todo lo que pasó. Nunca pensé que fuese tan tarde. De hecho,
pensé que ya deliraba. ¿Leísteis su blog? ¿Venís de parte de la familia de la
chica?
Dejo que Thomas elija qué responder y dice que somos periodistas. Ella
asiente como si tuviera todo el sentido del mundo y se hace el silencio.
—Se quedó así tras ese intento de demanda colectiva. —Es ella quien lo
rompe—. Imagino que Jonathan os lo habrá contado. Los médicos dicen que
es neurológico. Una mezcla de párkinson y alzhéimer. Pero ¿por qué lo
golpeó con solo cincuenta años? Lo exprimieron demasiado.
—Sentimos la molestia —digo—. No era nuestra intención.
—No pasa nada. No recibimos demasiadas visitas. Nunca tuvimos hijos.
Supongo que se alegra, allá donde esté —dice, y le vuelve a limpiar la baba
con la servilleta—. ¿Por qué estáis escribiendo una crónica ahora? La
demanda lleva mucho cerrada. Me extrañó que me llamaran. Ni sé si
seguirán vivos los padres de esa chica... No quiero meterme en problemas.
Esta situación ya nos ha costado bastante.
—Puede dar el testimonio anónimamente —sugiero—. Pondremos las
iniciales.
—Qué estupidez. Cualquiera sabría que se trata de mi marido, después de
las tonterías que publicó en internet. —Se ajusta las gafillas y mira a
Thomas, al que parece conferir más autoridad—. Tampoco había muchos
abogados serios implicados, solo él y Jonathan. ¿Seguro que está de
acuerdo?
Thomas se queda helado. No es capaz de mentir así. Seguro que se está
imaginando a Babette yendo a la peluquería un día a la semana para seguir
manteniendo una imagen respetable, eligiendo un traje que solo verán las
enfermeras. Casi puedo escucharlo echándome la bronca en cuanto salgamos
de aquí.
—Sí —contesto yo—. Jonathan está de acuerdo. Fue él quien nos envió.
Puede preguntarle si quiere. Si no, ¿cómo habríamos conseguido esta
dirección?
Babette limpia otra vez la boca de su marido, que está cada vez más
abierta.
—La organización de damnificados a la que Seymour ayudó me aconsejó
que mantuviera un perfil bajo. Jonathan también, por eso me extraña que
haya cambiado de idea. Después de la historia que publicó mi marido, tanto
ellos como nosotros podíamos tener problemas legales. Y es esa
organización la que me financia todo esto —dice, señalando la Fundación a
través de la ventana. Me encantaría preguntarle por esa organización, pero
entonces se desbarataría nuestra coartada, así que callo. Nos mira, severa de
repente, y aprieta con fuerza la pierna de su marido. El candor desaparece y
regresa en un instante—. Bueno, qué más da. A él le habría gustado que la
lucha continuase. Es la expresión que habría utilizado, «que continúe la
lucha». ¿Qué necesitáis?
—Nos gustaría que contara su versión para el artículo, ya que él no puede.
Sabemos casi todo, pero queremos tener historias más allá de los datos.
—¿También habéis entrevistado a Jonathan?
Ninguno contestamos, pero a Babette parece convencerle el silencio. Se
aclara la garganta, aprieta la pierna de Seymour y suspira.
Todo comenzó hace unos veinte años, poco antes de la crisis, dice Babette.
Seymour trabajaba en un bufete de Nueva Orleans y les iba muy bien. Nunca
pudieron tener hijos, esa era la única pega y, en retrospectiva, lo que explica
que Seymour depositase tanta energía en el trabajo. Fue lo que enamoró a
Babette en la facultad, su impulso heroico por las causas perdidas. Desde
que lo conoció quiso convertirse en abogado de los desamparados. En
cuanto alcanzó la experiencia suficiente, comenzó a tomar casos pro bono en
sus ratos libres. A veces cosas pequeñas, chicos que habían cometido un
error y no podían pagarse un abogado decente; otras más serias, aunque
nunca hubo ninguna como la de Michael D’Alessandro.
Por aquel entonces D’Alessandro tenía varios locales de ocio en Luisiana.
La demanda comenzó por la adquisición dudosa de un terreno a las afueras
de Nueva Orleans para construir un casino. Fue una historia típica: algo
misterioso obliga a los vecinos a abandonar sus viviendas, en este caso un
incendio, y, dos o tres años después, emerge un negocio de la nada sobre las
ruinas. Por aquel entonces Michael era toda una figura en la zona. Una figura
para el Mal. Se le acusaba de básicamente todo: explotación laboral, tráfico
de drogas y mujeres, prevaricación y sobornos a las administraciones y a la
policía, métodos fraudulentos para hacerse con terrenos... Todo lo que uno
imagina que las figuras de poder hacen todo el rato sin que nadie se
cuestione que sea posible plantar cara para detenerlas. Esas cosas siempre
indignaron mucho a Seymour. Nunca se metió directamente en política, pero
no podía desviar la mirada, en especial cuando los delincuentes se
aprovechaban o se compinchaban con las autoridades o las administraciones
públicas. Esa fue la primera razón que lo hizo sumergirse en el asunto
D’Alessandro, la sospecha de corrupción que arrojaba. Trabajaba sin cesar
ordenando las denuncias que había tenido D’Alessandro en los cinco o diez
años anteriores. Aunque eso era habitual en Seymour.
Poco después de que accediese a ayudar en la demanda, una chica
apareció muerta en uno de sus locales, el Wendy’s. La peculiaridad del
asunto fue que, cuando la policía investigó, encontró un alijo de drogas
diversas que no sabía categorizar, incluso anticongelante en viales de un
centilitro. A Seymour le pareció demasiado, la obsesión alcanzó otro nivel:
una cosa era provocar un incendio controlado o contratar trabajadores en
dudosas condiciones (que tampoco estaba bien precisamente) y otra acabar
con la vida de una muchacha o distribuir drogas de diseño. Tan convencido
estaba de que lo que hacía era importante que incluso dejó su trabajo. Al fin
y al cabo, él y Babette tenían ahorros, como suele suceder en los
matrimonios que no tienen hijos y en los que los dos trabajan, y con
seguridad encontraría algo después. ¿Recuerda el nombre de la chica?, la
interrumpe Thomas. Claro que se acuerda: durante meses hubo una fotografía
suya en el despacho, que él insistía en mantener para no olvidar lo que
estaba en juego. Babette solo se la pudo quitar cuando ya había perdido
completamente la cabeza. Allison Hale. No era una jovencita precisamente,
tendría unos cuarenta años en la imagen y no tenía ninguna relación personal
con su marido. Parecía una mujer de la calle.
—¿Queréis que salgamos al patio? —dice Babette—. Me gusta que le dé
el sol al menos una vez al día, cuando hace buen tiempo...
Se mete los restos de galleta en el bolsillo de la chaqueta y empuja la silla
de su marido con dificultad hasta el exterior. No permite que Thomas lo haga
por ella. Apenas quedan visitantes, ya hace frío. Solo hay dos personas en
uno de los bancos: un anciano con el que quizá sea su hijo, de mediana edad.
El hijo se limita a escuchar alguna frase deslavazada que profiere su padre y
a asentir con la cabeza. El padre tiene entre manos una de las hojas
tropicales y la destroza con las uñas metódicamente, arrojando pedacitos
verdes a su regazo.
Babette los saluda al pasar. Comenzamos a caminar en círculos alrededor
de la fuente.
Después de un año trabajando en la demanda consiguieron pillar a
D’Alessandro, dice Babette tras una vuelta completa e intentar alimentar de
nuevo a su marido. Pero no por lo que querían, solo evasión de impuestos.
Cuando alguien evade impuestos generalmente no va a la cárcel, se prefiere
que los pague, así que Michael no la pisó. Sí tenía una condena a sus
espaldas, pero salió bajo fianza y con un aire triunfal de lo más insultante.
Babette lo recuerda porque acompañó a Seymour a ese juicio. Era la única
manera de pasar tiempo con él en aquella época, acompañarlo a juzgados,
asociaciones, periódicos. Jonathan se descolgó entonces del caso, aunque
había sido él quien lo metió en un primer momento. Siempre fue más
prudente. Nunca dejó su trabajo, y eso que tenía relación familiar con una de
las víctimas del incendio (que no había muerto, pero sí había perdido todo lo
que tenía, inclusive a sus dos gatos). Tras el fracaso del juicio, Seymour
siguió ayudando a todas las personas que se sentían decepcionadas por el
resultado, bien proporcionándoles apoyo emocional, bien estudiando
posibilidades e investigando para ellos. Los periodistas debían de odiarlo,
los acosaba en las sedes de los periódicos, y ellos le explicaban, cada vez
con menos paciencia, que el caso había quedado en nada y que difundir
divagaciones no probadas se consideraba difamación. Además, el asunto
había dejado de interesarle a nadie. Era una situación extraña: en el fondo
todos sabían que D’Alessandro era culpable, pero cuando un juzgado dijo lo
contrario y el tema se pasó de moda, a nadie parecía importarle en absoluto.
Seymour también intentó reclutar a otros abogados o bufetes, y Babette
supone que fue su actitud demente la que le impidió conseguir otro trabajo
cuando quiso volver al mundo legal. Estaba asustada: Seymour se conectaba
a diario a internet (algo que nunca había hecho) para hablar con gente de
todos los estados que tenía algo contra los D’Alessandro o problemas
similares. Su pensamiento era casi mágico por aquel entonces: se iba la luz y
tenía que ser culpa de los D’Alessandro. Se fastidiaba una cosecha por
heladas, y también. «Esa gente lo controla todo, Babette», le decía, «nada es
casual, son los que manejan nuestras vidas en la sombra».
Unos meses más tarde tuvo que volver a trabajar, les quedaban pocos
ahorros. Babette agradeció esa decisión, pensaba que lo vincularía al mundo
real, que otros casos más fructíferos enfocarían su anhelo de justicia. Fue un
desastre. Después de todas las escenas que había protagonizado en juzgados,
despachos privados y redacciones, nadie quiso contratarlo. Supone que
explicaba con orgullo en las entrevistas su ausencia laboral durante tres
años, y que a los entrevistadores les parecía simplemente un obseso.
Además, ya eran años difíciles para la economía, sería 2009 o así. Pese a su
experiencia, se puso a trabajar en un diner nocturno a las afueras de la
ciudad, de medianoche a las siete de la mañana. Ni dormía. Se echaba una
siesta de dos horas al regresar y seguía pasando los días con su obsesión.
Todos los implicados se habían desentendido ya, incluso los familiares y
amigos de la chica muerta, pero él persistía: D’Alessandro le parecía el
ejemplo sangrante de todo lo que iba mal en América. Al final su cruzada no
era contra un hombre, sino contra la condición humana en su conjunto.
Entonces comenzó a encontrarse mal. Babette aún recuerda su primera
visita al neurólogo. Primero creían que se trataba de cáncer de cerebro: se
quedaba catatónico en ocasiones, olvidaba cosas, no acertaba a pronunciar
palabra. Hablaba con la Allison de la fotografía como si la conociera. No
fue cáncer. Dijeron que era alzhéimer o párkinson, por los síntomas, pero
nunca se diagnosticó nada concluyente. La degeneración no llegó de golpe, y
en las primeras etapas aún seguía con el asunto de los D’Alessandro. Allison
y Michael fueron dos de los últimos nombres que olvidó, mucho después de
que ya no reconociese a Babette.
Clover los conduce hasta un Chevrolet rojo y viejísimo dos calles más abajo
del Dunkin’, que abre con un manojo de llaves desproporcionadamente
poblado. Thomas y Sara ocupan el espacio trasero.
—¿Puedo fumar aquí? —pregunta Sara.
Clover asiente y arranca con violencia. Pat le pasa una lata de cerveza
vacía que coge del suelo. Ah, el suelo: el coche de Clover es un muestrario
de los elementos constitutivos de su psique. Está repleto de chustas, tíquets
de conciertos, ¿comida de gato?, envoltorios de caramelos y chicles, latas.
Sara baja la ventanilla para fumar y Pat enciende un aparato de radio casi
soviético para sintonizar un canal de música pop a todo volumen.
—Estamos lejos —informa Clover—. Poneos cómodos. Es mejor no
acercarse a Asclepius, ya se lo dije a Marta. Han ocurrido cosas ahí.
—¿Qué clase de cosas? —pregunta Sara.
Revisa su teléfono con la mano que le deja libre el volante, tan
prehistórico como el coche. Casi ni tiene pantalla. Les pide que apaguen los
suyos para hablar con comodidad. A Thomas le parece a todas luces
exagerado, pero obedece sin cuestionarlo.
—Creo que Marta te contó que conocí a Pat en un grupo de apoyo de
personas neurodivergentes —contesta Clover, y enciende su propio pitillo
—. Una compañera consiguió meter ahí a su padre dentro de un programa
experimental benéfico para personas con alzhéimer prematuro. Su padre
empeoró enseguida y falleció poco después. Según ella, le hicieron unas
pruebas extrañas para admitirlo. Una suerte de test de Rorschach, unos
audios perturbadores que le causaron mareos y tinnitus incluso antes de
entrar en la Fundación, y que también le daban pesadillas y aumentaban su
violencia. Le aseguraron que se trataba de algo completamente normal y que
el tratamiento lo haría mejorar pronto. No fue así. —Tira la ceniza al suelo
del coche, junto al embrague—. Su desconexión con la realidad se agravó a
las dos semanas de entrar en Asclepius, y también su agresividad. Seguía
viniendo al grupo de apoyo para hablar justamente de eso, de cómo cada vez
que iba a visitar a su padre él amenazaba con acabar con su vida o la
insultaba de las formas más terribles que una podía imaginar. Su memoria se
había restaurado en parte, eso era cierto: recordaba los detalles más
vergonzantes de su niñez y adolescencia, y todas y cada una de las ocasiones
en las que la había odiado por ser pesada o débil, impedirle tener sexo con
su madre o por cuestiones domésticas como lo mucho que tardó en aprender
a limpiarse el culo.
»Una de las últimas veces que fue a verlo, las asistentas tuvieron que
retenerlo con ayuda de seguridad, porque quiso ahorcarla. A ella se la
llevaron a un piso en el subsuelo para hablar con la médica responsable.
Tuvo que esperar más de lo que le permitían sus nervios, así que comenzó a
dar vueltas por la planta. A través de una de las puertas acristaladas vio a
varias personas de la edad de su padre, o incluso más jóvenes, enchufadas a
unos aparatos extraños. En ese momento yo no lo sabía, claro, pero la escena
se parecía mucho al vídeo promocional sobre el sistema de realidad virtual
que distribuyó Orion Games. Tampoco sabía nada de Los Escorpiones o de
El lamento de Orión, pero ya me dio mala espina. Renuncié a meter ahí a mi
madre. —Tira la colilla por la ventana después de girar a toda velocidad—.
Se planteó sacarlo, pero no tenía dinero para ingresarlo en otro sitio y
obviamente ese hombre ya no podía llevar una vida normal, ni siquiera con
una interna en casa. Cuando me encontré con Pat y me enteré de todo el
asunto, intenté contactar con esa mujer, pero no quiso saber nada del tema.
Consideraba que su padre era insalvable y que había hecho lo mejor optando
al programa experimental y dejándolo morir ahí. Pensar otra cosa era
demasiado duro.
Sube la radio. Aunque conduce como una demente, consigue sacarlos
rápido de Manhattan. Thomas deja que sea Sara la que hable y enciende de
nuevo su teléfono para buscar hotel. Si la casa de Clover se parece en algo a
su coche, quiere permanecer en ella el menor tiempo posible.
Media hora después, Clover da un frenazo y aparca con un solo giro de
volante. Ayuda a salir a Pat y camina apenas dos pasos antes de sacar de
nuevo el juego de llaves superpoblado. El edificio está repleto de grafitis
que podría haber hecho la propia Clover: «Jesús murió por los pecadores.
No dejes que sea en vano», «Que le jodan al Capitalismo» o simplemente
«Percocet». Les abre la puerta de la calle y ella da un salto para
encaramarse a la escalera de incendios.
—Es el tercero a la derecha. Os abro desde dentro. Seguid a Pat.
Thomas siente los ojos de Sara clavados en su nuca mientras arrastran las
maletas por los escalones del interior. Poco después de que lleguen, Clover
les abre desde dentro del piso valiéndose de una herramienta metálica.
—Esperad, ahora conecto la luz —dice Clover—. Pasad.
En cuanto lo hace, el equipo de música se enciende inmediatamente a
mitad de una canción de industrial metal. Clover debe de ser horrible como
vecina. El interior de la casa se abre con unos sillones desparejos y un
mandala gigantesco negro y fucsia, con el típico elefantito neohippie en el
centro.
—¿Dónde está el baño? —pregunta Sara.
Pat señala hacia la derecha, un marco sin puerta, y Sara intercambia una
breve mirada con Thomas. Está muy pálida y lleva el maquillaje cuarteado.
—¿Quieres una benzo? —le ofrece él—. Llevo.
—Creo que necesito un porro —contesta, mientras busca a tientas el
interruptor que enciende la triste bombilla colgante del aseo.
—Tranquila. He localizado un lugar para que nos quedemos a dormir. Y
no nos va a pasar nada. Son inofensivas y hemos perdido a quienquiera que
nos vigilase en el hostal. Además, no creo que tengas problemas para
conseguir un poco de maría aquí —dice, señalando el elefante budista que
preside la pared. Logra que sonría, al menos un poco—. Te espero en el
salón.
Es una versión en miniatura de una casa okupa en la que no hay sofá o
sillas, sino pufs y mantas distribuidas en círculo bajo la barra americana.
Clover está tumbada en uno, Pat ha desaparecido. La única decoración
consiste en unas pesas rosa chillón tiradas por el suelo, un póster de Die
Antwoord en una puerta y otro de los Sex Pistols pegado al techo, desde el
que Johnny Rotten te contempla sacando la lengua.
—¿Queréis café? ¿Cerveza? —dice Clover.
—¿Tienes marihuana? —contesta Sara.
—Buena idea. Voy a por el grinder y hablamos. Pero dejad los teléfonos
apagados.
Thomas aguanta otro resoplido. Clover desaparece por una de las dos
puertas que no conducen ni al baño ni al vestíbulo. Más cosas que odiar: los
punkis zarrapastrosos. No es una novedad, ya lo descubrió durante el
conservatorio, pero lo había olvidado hasta ahora. Imposible empatizar. Su
alma y la de Clover son dos conjuntos sin intersección posible.
La ventana da a unos edificios bajos, grises y depauperados, la pura nada
impersonal. Podría ser cualquier lugar si no fuese por las escaleras de
incendios que adornan algunas viviendas. Ese pensamiento le angustia, como
si él mismo no se encontrase en ninguna parte. Los efectos benéficos de la
noche de sueño titubean, pero Thomas está contento en lo que a ese tema
respecta. Incluso con la extraña visita, ha logrado dormir tres o cuatro horas,
mucho más de lo que conseguía en Madrid.
—No creo que nadie sepa quiénes somos nosotros ni que tenemos algo
que ver con lo de Reuben —dice Clover, después de liar un porro que
mezcla hachís con marihuana y de que los tres den un par de caladas
ceremoniales.
La primera golpea a Thomas como un relámpago, hace que tenga que abrir
y cerrar los ojos varias veces para comprobar si su cara sigue en
funcionamiento. Aun así, acepta una segunda. El colofón del cigarro es un
cartón rojo y mugriento que Thomas no sabe de dónde ha salido ni quiere
averiguarlo. Es increíble la cantidad de agresiones que soporta una boca
humana: saliva ajena, sustancias de dudosa procedencia, comida de baja
calidad, insectos, fluidos desagradables. La abre y la cierra. Sara está tirada
en un puf como si la hubieran noqueado y la voz de Clover llega lenta y
lejana, con un toque oracular:
—No salió ninguna noticia sobre su muerte en los periódicos. Solo una
esquela diminuta en un diario local. Llamamos varias veces a Freeman desde
el móvil de Topanga, que está a nombre de una tía suya ya fallecida. Nos
preguntaban a quién buscábamos y el motivo de nuestra llamada, pero la
secretaria jamás llegaba a ponernos con nadie. Fuimos a su casa. Nadie ha
pasado por ahí. El único cambio significativo es que no ha habido mucho
movimiento en el Inferno. No ha habido una fiesta en condiciones desde
entonces. Supongo que Michaela y los suyos están preocupados. ¿Tenéis
hambre?
Thomas dice que no. Sara está en otra esfera, ni siquiera está seguro de
que se esté enterando de la conversación. Clover se levanta y dice que
cocinará algo, a la espera de que lleguen Samantha y los demás. Ella va a
quedarse aquí unos días. Tiene miedo de regresar a su casa. Ha vuelto con
vida de Europa, lo cual es más de lo que esperaba.
—¿Conocéis su historia? —pregunta.
—Un poco —contesta Sara muy rápido. Está más pendiente de lo que
parece—. Me contó algo Marta. En su carta de despedida.
Clover se da la vuelta y apoya una mano sobre el hombro de Sara, aunque
tiene que agacharse demasiado.
—Me da mucha pena que Marta haya muerto por algo que apenas ha
tenido impacto en el mundo —añade Clover—. Además, fue mi culpa. No
debería haber salido del coche.
—No, no sabemos bien la historia. Cuéntanosla antes de que lleguen los
demás —la interrumpe Thomas. No quiere que Sara recuerde el suicidio de
Marta mientras roza un amarillo. Cada vez que ha salido el tema ha sentido
que está a punto de tirarse ella misma por la ventana.
Dos horas después, Thomas sigue en ese salón. Pat ha vuelto y está en el
suelo con su libro de Enid Blyton, entre Topanga, un hombre de unos sesenta
años, y la mujer joven a la que llaman Lazy Tits; y es cierto que debajo del
jersey se adivinan unas tetas grandes sin sujetador y separadas, cruzando el
plexo solar a su libre albedrío. Por lo que Thomas averigua mientras esperan
a Samantha, Topanga es un comunista de la vieja guardia, uno de esos que
creen que la CIA controla las mentes y los medios de comunicación, que el
11-S fue orquestado por Estados Unidos y que Stalin fue bueno (bueno en el
sentido de bondadoso), y solo ha pasado a la historia como Genio del Mal
por las estratagemas mentirosas de Robert Conquest o William Hearst. Sobre
la llegada a la Luna no se pronuncia, pero Thomas se figura el paquete
completo. Deduce que hay algún motivo psicológico detrás de toda esa
sospecha que tiene que ver con su propia familia y el macartismo. También
conoce a Clover del sindicato de inquilinos y siempre la ha acompañado en
su cruzada contra los D’Alessandro, entre otras cosas. Tits es más difícil de
clasificar. No habla tanto como Topanga o Clover y parece una de esas tías
capaces de amenazar con una escoba a un hombre armado si la ocasión se
presenta.
El timbre suena y Clover abre a una mujer absolutamente normal. No, ni
siquiera normal: tiene la piel luminosa de un anuncio de cosméticos, el pelo
ondulado artificialmente, un traje rosa pastel con alto riesgo de mancharse en
contacto con el suelo. Se parece a algunas de sus compañeras de
conservatorio. Es Samantha.
—Darrell y su novia no van a venir —dice Tits.
—Me da miedo volver al trabajo mañana —dice Samantha después de
presentarse y cambiar unas frases con los demás sobre lo sucedido en su
ausencia—. Sobre todo después de lo que me ha contado Clover. Ahí soy
fácil de encontrar, pero supongo que tengo que hacerlo. Mi jefa me ha dicho
que quiere verme a primera hora. No esperaba que le fuese a pasar nada tan
malo a Reuben.
—¿Y por qué no acudís a la policía? —pregunta Thomas. Clover lo mira
como si la propuesta hubiese sido invocar a Belcebú—. Si hay
desaparecidos, o incluso muertos...
—¿Dirías que Martin está muerto? —pregunta Samantha, horrorizada ante
una posibilidad que, con sinceridad, no es tan improbable si uno se cree la
Gran Conspiración.
—Me refería a Reuben. ¿O a ti no es eso lo que te preocupa?
Samantha baja la cabeza. Avergonzada, se siente avergonzada. Thomas le
sirve de espejo de lo delirante que resulta estar ahí, huyendo de su propia
casa y conspirando con semejantes sujetos.
—Ya lo probé cuando desapareció Martin —musita—. No me hicieron
caso. Y París...
—Llevo tres días sin dormir pensando en eso —la interrumpe Topanga, si
bien parece que solo está a un trago más de cerveza de hacerlo ahora mismo,
tan repantingado como está en la alfombra.
—¿En qué? —dice Clover.
—En todo, en todo... —contesta Topanga.
—¿Qué es todo?
—No he dicho nada.
—No tengo toda la noche —dice Lazy Tits, después de un bufido—. Aún
tengo que pasar por el refugio. ¿Qué ha pasado en París?
Samantha suspira y enciende un cigarrillo.
—Cuando llegué estaba asustadísima. El inicio fue de lo más anodino.
Tenía un pase de prensa y un calendario, un buen hotel... Me daba pena no
ser capaz de disfrutarlo, con toda la historia de Martin en la cabeza. Siempre
había soñado con algo así. Incluso dudé si me había imaginado todo cuando
hubieron pasado un par de días. Y entonces vino el desfile de Enoch.
—Me ha dolido que se hable así del suicidio de Fabrizio —dice Sara
cuando están caminando hacia el metro—. Un evento entre otros tantos, algo
que no tiene importancia. Quizá no la tenga. Recuerdo que cuando pasaba
muchas horas en Sanctioned Suicide ese era un pensamiento recurrente entre
los usuarios: por una parte, temían hacer un gran escándalo con su muerte,
pero por otra les aterrorizaba la irrelevancia. Un dato más. Un número en
una estadística escabrosa.
Thomas suspira. Él también se marea. Le ha subido mucho el porro. No es
el mejor momento para una conversación así, pero es la primera vez que ella
ha decidido sacar el tema.
—Todas lo son: fallecidos en accidente de tráfico, de tal o cual
enfermedad, accidentes laborales, suicidio, cáncer. Una muerte siempre es
un dato. A veces está bien que lo sea. Si no, es demasiado difícil.
Sara no dice nada. Se detiene para encender un cigarrillo justo antes de
entrar a la boca del metro.
—Es lo que decía todo el mundo cuando me sucedió lo que me sucedió en
Zaragoza. O Javier. O incluso con lo de Fabrizio: tienes que superarlo.
Pasan cosas terribles cada día. Hay que seguir hacia delante. Sé que para ti
ella era algo desagradable de lo que por fin me he librado. —Aspira el
cigarro con la misma necesidad con la que una vez lo aspiró Spencer—. No
sé hacerlo. Me parece una traición.
—No creo que puedas traicionar a Fabrizio ahora mismo. En realidad, has
hecho lo contrario: estás aquí. Era una locura, pero has venido. Vamos a
sentarnos. Tranquila.
Ella obedece y se sientan en un banco. Thomas está a punto de decirle que
es mejor que hablen en el hotel. Será un espacio más amable, y quizá tenga
una buena idea de camino. Pero ella saca un segundo cigarrillo, lo enciende
con dificultad. Hace mucho frío. Sus dedos deben de estar helados.
—No se trata de traicionar a Fabrizio. Me traiciono a mí, a... a lo que yo
misma he sentido en otras ocasiones. Incluso esto nos lo estamos tomando
como un juego: hemos venido hasta aquí siguiendo unas pistas dudosas que
no van a devolverle la vida descubramos lo que descubramos. —Thomas
intenta interrumpirla, ¿no están cumpliendo su última voluntad? ¿Qué más
quiere que hagan? Ella no escucha—. Me llamó varias veces la mañana en la
que lo hizo. No se lo cogí. Sabía que era importante, pero no descolgué.
Quería imitarte, estar mejor. No sabes lo que me arrepiento.
Thomas permanece en silencio y la rodea con el brazo con torpeza. Sí
puede imaginarlo, pero no acierta a contestar, y ella sigue:
—Este último año he pensado en ocasiones que yo era para ti lo mismo
que Fabrizio era para mí.
—No es así —dice Thomas, y pone su mano en el hombro de Sara. Ella
parece agradecerlo, así que la deja caer a su rodilla y se la aprieta—. Solo
digo que a Fabrizio no le gustaría que estuvieras así ahora. ¿Qué más da si
para algunos la muerte de Fabrizio es solo un dato?
En realidad, lo duda: ¿no quería justamente eso, con esa carta de
despedida? Sara acaricia la palma de su mano con el pulgar. Lo mira. Sus
pupilas están muy dilatadas. No debería haber fumado tanto.
—No sería eso para ti, ¿verdad? Un dato biográfico. Una carga
desagradable de la que por fin te has librado.
—Pues claro que no —dice Thomas, y la abraza—. En parte, por eso
estoy aquí. Temía que hicieras alguna tontería. No quería dejarte sola.
Sara le devuelve el abrazo apretando la frente contra su hombro. Él le
acaricia la espalda y deja que solloce, pero quiere que termine ya. Ladea la
cabeza para susurrarle que está todo bien, y entonces ella se gira y le da un
breve beso en los labios.
Él se echa para atrás de golpe. Casi la empuja, se levanta y retrocede dos
pasos. Ella lo mira con sorpresa, aturdida, pero Thomas desvía la mirada.
Aunque ha sido él quien ha dado un empujón, se siente agredido. Clava la
vista en sus zapatos.
—Perdón —susurra ella, tan bajo que su voz se pierde.
—No pasa nada —dice Thomas y alza la vista. Ella sigue con expresión
estupefacta, tiene los ojos vidriosos—. Estás drogada.
En cuanto lo dice, Sara saca otro cigarrillo y su cara se recompone hacia
un gesto irreconocible. Jamás le había dirigido una mirada similar, entre la
rabia y el profundo desprecio. Nunca se le habría ocurrido que podría
sonreír así, Crueldad Pura. Thomas sería capaz de hacer cualquier cosa para
que desapareciera esa sonrisa.
—¿Tan ridículo te resulta? —dice ella.
—No quería decir eso. Pero sabes que, en general, no me gustan las
mujeres. Y Daniel...
—Ah, claro, Daniel —dice ella, y se aleja en dirección al metro—.
Vámonos.
—No quería decir eso.
No lo escucha. El trayecto de metro es largo e incómodo. Tienen que
hacer un transbordo y es aún peor. Thomas se ofrece a llevar las dos maletas
en un intento de paliar su ira, pero ella se niega. La arrastra con rudeza y la
golpea contra paredes, escalones, el molinete de acceso. Se adelanta,
haciendo imposible que hablen. Es mejor así, porque Thomas no sabría
cómo continuar, pero cada uno de sus bufidos despreciativos le sienta tan
mal como el intento de beso. El problema es la extrañeza, se le ocurre
cuando están a punto de bajar: que algo que era de una forma se comporte de
otra es violento. Como si un peluche se moviera o a Mayordomo le hubiera
dado por hablar. Llegan al hotel. Mientras Thomas los registra, ella sale a
fumar una vez más, y luego no se atreve a ir a buscarla. Tiene que esperar a
que regrese, y Sara lo hace con la misma mirada de odio. Le arrebata una
copia de la tarjeta de cada habitación y vuelve a golpear su maleta contra las
paredes del pasillo mientras corre hacia su cuarto y cierra de un portazo.
Él se deja caer en su cama, pared con pared. ¿Quizá debería haber
reaccionado de otro modo? Este escenario era imaginable. Cierra los ojos y
en la oscuridad comienza a repasar cada uno de los momentos desde que se
conocieron al presente. Aunque se ahoga en la introspección, abre los ojos y
solo ha pasado un minuto en el reloj despertador. El tiempo ha vuelto a
desarticularse. Podría haberse dejado besar y fingido que no sucedía nada a
la mañana siguiente. La escucha moverse al otro lado de la pared, está
deshaciendo la maleta sin cuidado y ha puesto la televisión del hotel, tan alta
como el Vecino. La imagina iracunda, sacando la cabeza por el ridículo
resquicio que dejan las ventanas de los hoteles para fumar, la noche insomne.
Si tuviera la palabra adecuada, la pronunciaría para deshacerlo todo. Intenta
reproducir algunas de sus conversaciones pasadas en el parque con
Mayordomo, cuando ella se quejaba de tal o cual hombre con el que salía,
pero su memoria se desfonda, es como si de repente lo hubiese olvidado
todo. No, no tiene la palabra adecuada, así que saca el blíster de zolpidem y
coge uno. Quizá esa podría ser una buena ofrenda de paz, regalarle el sueño.
Resopla y llama a su habitación. Sabe que está despierta porque no para
de escuchar cómo se mueve, qué hace. Ella no abre, así que deja las pastillas
en el suelo y regresa a su cama. Un rato después escucha cómo las recoge.
VIII
Unos treinta minutos después, Thomas baja con dificultad del taxi. Ni la
cocaína lo espabila. Durante el trayecto ha tenido que cerrar los ojos para no
marearse con los constantes frenazos del taxista y ha abierto la ventanilla.
Manny lo coge de la cintura.
—Necesita otra raya —le dice a Moloch, que asiente.
—Ahora vamos. Dentro.
Después de una puerta insonorizada, un hombre de dos metros de estatura
lo frena y le pide que deje su teléfono para poder pasar. Thomas decide
fingir que está más borracho de lo que está.
—No pasa nada —dice Manny—. Está con nosotros.
El segurata protesta, pero Manny pronuncia el nombre de Michaela y el
suyo propio y el conflicto desaparece. Suben y descienden unas escaleras
hasta llegar a la sala principal. A Thomas casi lo marean el terciopelo negro,
la decoración y las luces al estilo fumadero de opio del XIX. No hay mucha
gente en la sala, pero Manny se acerca sin dudar a cuatro hombres sentados
frente a una de las mesas redondas del fondo bebiendo champán.
—Enhorabuena —le dice a uno de ellos, y se palmean las espaldas como
orangutanes.
—¿Dónde están los demás? —pregunta Moloch.
—Zayed y Ramona están en uno de los reservados, el único que está
abierto hoy. No ha llegado casi nadie más.
—¿Y Alan? —dice Thomas—. ¿Dónde está Alan?
—¿Quién es Alan? —contesta otro de los tipos.
—No te preocupes —dice Manny—. Aparecerá tarde o temprano. O si no,
te quedas con nosotros. ¿Mol...?
—Mejor dentro —dice Moloch, y detiene a uno de los camareros en mitad
de su trayecto.
Es un individuo bajito como el enano de Carretera perdida, con el cráneo
tatuado y unos cuernos falsos inflando sus sienes. El demonio asiente, y
Moloch se acerca hacia una pared al fondo de la sala, con una cortina negra
y una reproducción de la Melancolía de Durero sobre el dintel.
Pese a que el local le había parecido pequeño desde el exterior, la cortina
arroja una nueva escalera con una luz verdosa al fondo y una sala larga y
húmeda de la que cuelgan bonsáis cabeza abajo. Se marea en el descenso.
Está a punto de eructar. Al fondo efectivamente está Zayed con Ramona, la
chica de látex rojo y algunos de los modelos de la fiesta anterior.
—No me esperaba esto —murmura Thomas—. La puerta...
—Es enorme —contesta Manny—. Hay ocho o nueve salas como esta,
algunas en el subsuelo y otras más arriba. Creo que ni yo mismo lo he visto
entero, y eso que vengo muy a menudo. No siempre están abiertas, claro.
Solo en ocasiones especiales. Hoy esperaba más. Pronto habrá una gorda.
Espera, voy a saludar.
Lo sigue hasta Zayed y Ramona, que beben cócteles rojos y espesos como
la sangre.
—¿Dónde está Alan? —les pregunta, y Zayed saca un purito sin contestar,
mirándolo con desprecio. Ramona sonríe y le tiende la copa.
—Toma, si quieres. Me he bebido parte de la tuya antes.
Thomas no es capaz de reconocer del todo el sabor, quizá lleva ron blanco
y diversos zumos, aunque también tiene un regusto amargo y artificial. De
repente está sentado con esos imbéciles. Pecera, estoy en la pecera. Un
cristal rodea mi cabeza y abomba el mundo. Sonidos amortiguados, hedores
débiles. Falso sofá, falsos sujetos sosteniendo copas. Tanto Moloch como
Manny desaparecidos, Zayed enfrascado en una conversación aburridísima
con un vejestorio vampírico llamado Lavey. Del lado contrario al que ha
utilizado Thomas para entrar emerge Michaela, acompañada del camarero
demonio. Le dedica una mirada a Thomas, bebe champán y contempla la sala
con ojos vacíos. Lavey intenta captar su atención y ella primero le sonríe y
luego lanza un gesto de desprecio al techo cuando ya no está mirando. Al
bajar los ojos, ve a Thomas. Le sonríe y él asiente. Lavey vuelve a insistir.
Si mira la pantalla caerá al suelo. Algunas personas se acercan a Michaela y
Lavey la espera, como si de verdad estuviera interesada en ver su estupidez.
Consigue escapar, pero a cambio de caer en conversaciones igual de banales
con desconocidos. Los saluda y despacha como lo haría Ozymandias. Lamé
dorado y terciopelo negro, Dios Sol. Zayed y los demás sí atienden.
El individuo a su lado coge a Thomas del hombro. Intenta zafarse de él,
incómodo, Michaela lo sigue mirando. Se aleja en el sillón para conseguirlo
y le devuelve la mirada. Michaela se aproxima hacia él, pero alguien la
interrumpe antes de que pueda acercarse.
A partir de ahí, la noche se dispersa sin que Thomas pueda hacer nada. Bebe
más y acepta religiosamente cada pastilla o raya que le ofrecen. Los cuerpos
a su alrededor parecen bailar una compleja coreografía que lo acerca lo
suficiente a Michaela para que cambien una mirada, y luego los aleja hasta
que desaparecen del campo visual del otro. Thomas se convierte en un
monolito, un cliché andante de «estar solo en una multitud». Que alguien me
saque de aquí. Él mismo no puede marcharse. Es una de esas situaciones-
país de las hadas en las que una vez que uno toma un trago no puede
marcharse de una fiesta que detesta. La sensación es familiar, hasta que dejó
de salir de casa por voluntad propia solía vivirla cada poco tiempo. Luego
Ángel murió y la sensación lo hizo con él. Como acostumbra, bebe más y
más para soportar su propia desidia y reparte sonrisas y comentarios
ocasionales que lo mantienen a flote. Habla sin parar en las escasas
ocasiones en que alguien le dirige la palabra. Mecanismo de defensa
contraproducente, cada vez más dentro. Intenta imaginarse cómo será la vida
de los asistentes fuera de esa fiesta. Moloch ha empezado una partida de
póker con algunos de los hombres (a él no lo han invitado, pero está cerca) y
puede verlo en su casa, un apartamento negro de estilo industrial en el que
los únicos adornos son un Picasso menor y diminuto, una mesa de cóctel bien
abastecida y un grinder de marihuana. Manny no juega, ha dejado de ser el
tutor de Thomas para hacerse unos arrumacos demasiado teatrales con Luigi
en uno de los sillones del fondo. Si son sensuales, lo son al estilo del amor
cortés. Thomas lo imagina más joven aún, en una cervecería universitaria,
contándoles a sus compañeros que ha dejado que un ricachón extravagante le
dé por el culo y fingiendo que tiene el control de la situación. Tal vez lo
tiene. Con los demás no puede. Quizá un poco con Luigi, pero no quiere
adentrarse demasiado en ese cúmulo de barro. El resto tienen la consistencia
de hologramas, es difícil creer que existen sin un público. Ramona está
sentada junto a Moloch, que la llama «mi amuleto de la suerte», ignora sin
tapujos a Zayed, que lleva varias rondas perdiendo y se ha desabrochado la
camisa. Trata de visualizar su vuelta a casa, enfurruñados en el coche, la
posible bronca y el sexo de reconciliación, a Ramona levantándose por la
mañana y sacando un smoothie de la nevera. No es capaz. No existen.
Zayed se levanta de la mesa después de perder unos cuantos cientos de
dólares. No dice nada y abandona la sala privada con un puro en la mano,
aunque no es necesario salir de ahí para fumar. ¿Te animas, Thomas?, le
pregunta Moloch, y es una pena que lo haga, porque en el mismo momento en
que Thomas se encoge de hombros y se sienta a la mesa, Michaela pasa por
el punto justo en el que él se encontraba hacía escasos segundos. Ella sí tiene
una presencia más yoica que el resto. Tampoco puede imaginarse su vida,
pero se adivina una inmensidad. No la ve, está de espaldas, aunque la siente.
Siente su mirada en el cogote y todas las células de su cuerpo luchan contra
su psicocracia, quieren volverse. Lo hace, y en el preciso instante en el que
se gira, Michaela descorre la cortina para seguir a Zayed. Sus ojos se cruzan
brevemente, de soslayo, y Thomas ya tiene una mano de cartas. No se le da
mal, aunque no pone mucha voluntad en el asunto. ¿De veras son esto las
fiestas dionisiacas del Inferno? ¿Qué pensaría Sara de estar ahí? ¿Y dónde
estará ahora? Tiene que arreglar lo que sucedió anoche. No sabe cómo. Se le
cruza una imagen en la que comparte con Sara el apartamento de Julián. Ella
lo sustituye. Podría ser divertido, incluso más que con él. O no. Hubo un
tiempo en el que Julián y él también fueron amigos. Sara acabaría hartándose
si lo sustituyera, y hartándolo a él. Acepta un chupito ritual de la mesa. Es
absenta, una absenta especialmente fresca que no duele en la garganta, solo
en el cerebro.
—Te toca —dice el hombre a su derecha—. Vamos.
—Dejadlo. —Moloch tira sus cartas sobre la mesa—. He vuelto a ganar.
Nadie protesta, solo ponen los ojos en blanco y él recoge los billetes de la
mesa con excesivo entusiasmo. Tal vez no es como Thomas lo había
imaginado, el dinero todavía parece excitarle. O le gusta demasiado ganar.
Ramona da un gritito y ambos se levantan de la mesa, igual que todos los que
lo rodean. Thomas se queda solo. A saber cuánto tiempo ha pasado. La
absenta le embarulla aún más el cerebro. Qué deprimente le parecería todo a
un observador invisible tras las cortinas. Quizá por eso a la gente le gusta
creer en dioses, para imaginar qué pensarían en el caso de verlos en la
distancia y tener un compás moral adecuado. La gente buena e interesante,
claro. Él solo consigue sentirse ridículo.
Se levanta dando tumbos y busca a Moloch, necesita otra raya. No lo ve.
Tampoco ha averiguado qué ha sido de Alan. Se acerca a Manny y a Luigi,
que siguen acariciándose mutuamente las mejillas sin rozarse más que con
los dedos. Manny parece contento por la interrupción. Luigi sonríe como un
monigote, pero en su párpado derecho hay un tic nervioso y agresivo.
—No sé dónde está Moloch, aunque igual tú tienes algo, ¿no, amor?
Luigi asiente y saca una bolsita de pastillas de debajo de las chorreras de
su chaqueta. No dice ni palabra. Thomas entiende el mensaje. Coge dos y se
marcha, pero ¿a dónde? Quizá pueda salir del reservado, e incluso irse a
casa. O encontrarse con Michaela. Encontrarse ¿y qué? Se detiene ante la
cortina negra y se mete una de las pastillas en la boca. Busca a su alrededor
un trago para eliminar el sabor, pero no hay nada a la vista. La cortina se
abre y sobre él cae la chica de látex rojo.
—Gilipollas —dice con violencia innecesaria. Thomas ni la mira, adivina
una mirada desencajada. Su aliento le llega hasta la nariz, apesta—. Imbécil.
Desaparece. Vete. No te quiero ver, ¿no me has oído? ¡Que te muevas!
Le da un empujón en el pecho que casi lo hace caer y se dirige al
reservado con el paso firme y decidido de una modelo. Es una suerte que lo
haya golpeado, porque tras ella aparece Zayed, con el porte embravecido de
un toro. La energía que desprende casi termina por tirar a Thomas al suelo,
pese a que ni lo roza. La chica de látex tenía razón. Es hora de marcharse.
Tras la cortina casi no queda nadie. Todos los que vinieron están en el
reservado, y no hay consumidores ajenos más allá de una vieja con una
papada hinchada y vestida con un traje de chaqueta azul, el camarero de los
cuernos limpiando distraídamente la barra y Michaela, sentada a una de las
mesas con dos copas vacías delante. Ella levanta la vista en cuanto Thomas
aparece y de nuevo se sostienen la mirada. Lo hace con tanta intensidad que
él la ve flotar unos centímetros sobre el suelo y el sillón. Cuanto más se
miran, más se eleva, y Thomas tiene que alzar el cuello para seguir
sumergido en sus pupilas.
Michaela ladea la cabeza y se desbarata la ilusión.
—¿Vas a marcharte? Puedo pedirte un coche a donde me digas. Es tarde.
O puedo invitarte a una copa.
Sin esperar respuesta, la mujer llama con un gesto al camarero, que
asiente y se da la vuelta para preparar algo. Se oye un grito desde el
reservado, pero ninguno lo comenta. El camarero regresa con dos copas
amarillas en un recipiente achatado y transparente.
—¿No vas a acercarte?
—Sí, claro, perdona.
Thomas se sienta frente a ella.
—Tus amigos... —murmura.
—¿En qué piensas? —pregunta Michaela al mismo tiempo.
Sonríen. Ella alza la copa para brindar.
—Siento lo de antes —dice Thomas.
Ella niega con la cabeza y le da un trago. Thomas la imita. Hay una hojita
diminuta flotando en el líquido. Cuando toca la bebida con la lengua siente
una pequeña descarga eléctrica.
—Me has caído bien —dice Michaela—. No tiene importancia.
—Manny ha exagerado.
Ahora que están tan cerca le resulta difícil seguir sosteniéndole la mirada.
Se entretiene mirando la hojita negra que flota en su cóctel.
—No me importan las tonterías que me pueda contar nadie. Me has caído
bien porque parecías tan aburrido como yo.
—Estoy algo desorientado... —se descubre diciendo Thomas. Es posible
que Michaela se parezca un poco a Madre, por eso lo hace hablar. Todavía
no le devuelve la mirada. Le está subiendo la pastilla más rápido de lo
acostumbrado.
—¿Jet lag?
—No. Lo mejor de no dormir nada es que no se tiene jet lag.
—Yo también pasé una larga época de insomnio —dice Michaela, y por
alguna razón Thomas no cree que lo diga a la ligera, como lo piensa cada
vez que otra persona se queja de no dormir, incluso Sara.
—¿Se terminó? ¿Hace cuánto?
—Sí. Aprendí. Tú también aprenderás. Murió mi hermano. Fue difícil.
Trabajaba un montón por aquella época y después no podía dormir por las
noches. Hace ya mucho tiempo. Duró bastante, pero no recuerdo nada. Sin el
corte de las noches, todo era un borrón.
—¿No te da la impresión de que el tiempo cada vez pasa más rápido? —
dice Thomas.
Michaela se encoge de hombros.
—En días como hoy, pasa demasiado lento.
—Siento lo de tu hermano. —Por primera vez se atreve a mirarla, pero
ella no parece muy afectada. Al menos tampoco tan aburrida como en la
fiesta—. ¿De qué murió?
En ese momento alguien sale del reservado caminando como un elefante.
Thomas se gira: es Zayed, que murmura algo en un idioma desconocido y tira
al suelo una de las mesitas bajas. El camarero-demonio llega en apenas un
segundo hasta él, se las apaña para cogerlo del cuello de su camisa, pese a
su altura, y encaja un puñetazo de Zayed.
—No aquí —dice el camarero—. Me da igual quién seas.
—Déjalo, Demetrius —interviene Michaela—. Suéltalo. Que se marche.
Instantes después salen varios hombres y sacan a Zayed de la sala. Cuando
Thomas consigue dejar de mirar la escena se encuentra con la sonrisa de
Michaela.
—Se suicidó —dice—. Mi hermano se suicidó. Con el coche.
—Lo siento mucho...
La cortina vuelve a abrirse y Ramona corre tras la chica de látex. Ambas
llevan los tacones en la mano.
—Lo siento mucho —repite Thomas.
Las dos mujeres se paran en la puerta y piden un teléfono. Se abrazan.
Ramona mira hacia el reservado, niega con la cabeza y abandonan el Inferno.
—Mi padre perdió la cabeza después de eso. No es que culpe a mi
hermano, el viejo se merece todo lo que le pase. O casi todo —añade tras
unos segundos de silencio.
—Tuvo que ser difícil, en cualquier caso.
—Sigue siéndolo. He aprendido a distraerme mejor.
—Yo no sé distraerme. O mejor aún, no sé si quiero hacerlo.
Thomas le dice que su marido murió, y luego su perro. Ella asiente con la
cabeza y le roza brevemente el dorso de la mano.
—¿Y antes no te sucedía?
—¿El qué?
—El insomnio, la desesperación. —Sonríe—. Tal vez me equivoque, pero
me resulta difícil creer que son una novedad de los últimos cinco o diez
años. Lo mismo me sucedió cuando murió mi hermano: mi dolor creció y
disminuyó a la vez. Tenía sentido, era más sobrellevable. Pero lo cierto es
que hay personas mucho más capaces de sobrellevar una muerte o cualquier
desgracia. Algunos somos demasiado conscientes de lo que nos falta. Mi
psique estaba hecha a la medida perfecta para que un evento traumático me
diera la excusa para revolcarme en mi propia mierda mientras me decía que
el mundo ante mis ojos era falso y ruin, que había una Verdad Oculta que
solo la tristeza podría desvelar.
—¿Dónde está Ramona? —interrumpe Moloch, que ha aparecido a su
lado—. Tengo que hablar contigo, Michaela. No es lo que piensas. No
quiero líos. Luigi y tú sois como unos padres para mí, y entiendo...
Ella lo despacha negando con la cabeza.
—Tendremos tiempo de sobra para hablar, Moloch. Estás drogado.
Mañana será otro día. Que Demetrius te ayude a conseguir un coche.
Espera a que se aleje sin dejar de observar a Thomas. Cuando
desaparece, se reclina contra el asiento. Está demasiado cerca, pero Thomas
no es capaz de poner distancia. La huele, el mismo perfume que dejó en su
americana y algo más. Algo agrio.
—Hay gente que no tiene esa sospecha. Acepta la realidad tal y como
viene —dice Thomas, señalando a otra comitiva de chicas que abandona el
reservado.
—O quizá han llegado a la conclusión de que la Verdad Oculta es que no
hay ninguna Verdad Oculta, y por fin se han liberado —aventura Michaela, y
le sonríe.
—Es cierto. Soy demasiado elitista.
Tres meses desde el whisky del psicólogo y aún sigue menospreciando a
desconocidos.
—No me malinterpretes: yo suelo menospreciar a casi todo el mundo, y
creo que tengo razón. El humanismo me aburre. Lo que quería decir es que la
existencia bajo los ojos desesperados no entraña ninguna Verdad Oculta. En
realidad es triste: en caso de que así fuera, el dolor serviría para algo. Pero
es un engaño, la clase de engaño contra el que la conciencia debe estar
prevenida, porque no se puede salir de él por pura fuerza de voluntad.
—¿Y no es un engaño todo lo demás? —responde Thomas, y señala a otro
hombre que se dirige a Demetrius para pedirle que le abra una botella de
champán con una chica abrazada a su espalda. Estaba en el reservado, todo
el rato pegado a Lavey, y Thomas cree que ella es otra de las modelos. El
camarero niega con la cabeza y él señala a Thomas y a Michaela.
—¿A qué te refieres?
—Es algo que he pensado mucho en mis noches de insomnio. Cuando todo
funciona automáticamente es difícil estar deprimido. Te enredas en si quieres
o no a alguien, si un amigo es un buen amigo o te engaña, si tienes o no éxito,
si tu perro está o no enfermo, el puro entretenimiento y discurrir de los días.
Hasta que algo lo cuestiona. Nada es importante, y lo peor no es eso, el
hecho de que lo que una vez fue importante haya dejado de serlo, sino que no
eres capaz de distraerte de un dolor psíquico y profundo que hace que
cualquier discusión o malentendido parezca un juego de niños a su lado.
—Es cierto: la depresión o la tristeza nos muestran que todo lo que
creíamos importante no lo es —le interrumpe Michaela—. Desde ahí,
cualquier distracción parece intolerable. Pero eres cobarde. Crees que eres
más valiente y especial que el resto, pero hablas con rodeos.
Pese a sus palabras, su mirada no es dura. Lo contrario a la de Sara.
—Vamos a zambullirnos en esa Verdad Oculta —continúa—. ¿Qué es lo
que hay detrás? ¿Que la vida, la humana o propia, no tiene sentido o valor?
¿Que algún día morirás, o moriremos todos y nada tendrá importancia,
incluso las cosas que una vez parecieron sagradas? ¿Que todo lo que es
considerado universalmente sagrado también desaparecerá, empezando por
la misma idea de futuro? Es posible que en trescientos años nadie recuerde
nada de lo que hoy consideramos trascendente. Es posible que la humanidad
ni exista.
—No voy tan lejos —la interrumpe Thomas—. Hace demasiado que no
me preocupa la posteridad, o lo sagrado. Lo que me importa es lo que yo
mismo pensaré en el futuro de mis actos. Eso sí es algo que me planteo a
menudo. El sufrimiento puede enseñarnos a ser mejores. A mí me ayuda a ser
más compasivo.
—Estás siendo cobarde. Estoy segura de que no hace falta que te lo
explique: necesitas pensar así para que cobre sentido tu dolor, pero no lo
tiene. Aunque digas que no, sí estás haciendo un ejercicio de trascendencia.
Hablas del Thomas de dentro de diez años como podrías hablar de un hijo, o
de amigos que te sobrevivan. Dime una cosa, ¿recuerdas a tu abuelo?
Thomas la mira de nuevo. Claro que recuerda al abuelo. Incluso conserva
alguna de sus prendas, en casa de Julián.
—Sí, claro que lo recuerdo.
—¿Y a tu bisabuelo? O, más bien, ¿crees que tu hijo recordaría a tu
abuelo? Si lo hace, será a través de una anécdota, como para el Thomas de
dentro de diez años será una anécdota lo que para ti es un mundo hoy. Una
anécdota que, para bien o para mal, justificará su presente.
Él calla. No se le ocurre respuesta, a lo mejor porque sigue drogado.
—En el fondo lo sabes —insiste Michaela—, aunque no te atrevas a
llegar hasta sus últimas consecuencias. Lo que te sugiero es que lo aceptes y
te liberes, ya que no eres capaz de olvidarlo. ¿O se te ocurre algo más
horrible que pueda habitar tras el velo? Asúmelo como cierto en toda su
magnitud. Si hay una solución al enigma, es la que yo te he dado. ¿Piensas
que encontrarás otra a base de sufrir? No hay respuesta porque no hay
enigma, Thomas. Ya se ha desvelado la Verdad Oculta. ¿Qué vas a hacer al
respecto? ¿Vivir atormentado para contentar a un Thomas futuro o a una
civilización futura que ni siquiera tienes certeza de que vaya a existir?
—¿Qué vas a hacer tú?
—Yo ya lo he asumido. —Se acaba la copa. A Thomas aún le queda la
mitad—. No quiero dedicar ni un segundo a preocuparme por diatribas
morales absurdas. No quiero buscarle sentido a nada, sino dárselo a lo que a
mí me apetezca.
Zayed aparece entonces, acompañado de Luigi y Manny.
—Llevaba mucho rato sin verte —le dice este último a Thomas, y lo coge
del hombro. Su mano imprime una calidez mucho mayor a la que empleaba
contra la mejilla de Luigi—. Pensaba que te habías marchado. Tienes que
darme tu número.
—Estará ocupado —interrumpe Luigi con su voz de castrato.
Zayed saca otro puro.
—Puede que hoy duerma en la casa vieja —le dice a Michaela—. Espero
que no te importe.
—No me importa, pero hablamos mañana —contesta ella—. Seguro que
lo ves todo con más claridad.
Parece ofenderlo, pero no discute. Thomas no se esperaba verlo
doblegado por una mujer. Ya van dos tótems humillados: él y Moloch. Manny
insiste en conseguir su número o cualquier forma de contacto con Thomas.
—Te lo daré yo —dice Michaela—. Es hora de marcharse.
Le hace un gesto a Demetrius, que los hace desaparecer. Cuando por fin se
alejan, mira a Thomas alzando las cejas. Él le sonríe.
—¿Quieres que vayamos a desayunar? Mi padre solía llevarme a un diner
en Queens cuando nos quedábamos toda la noche despiertos con mi hermano
recién enterrado. Ya no puede acompañarme, pero sigo haciéndolo a solas.
Me gusta conducir después de haber salido.
—¿Qué le sucede?
—Alzhéimer. El primer dinero serio que gané lo invertí en una fundación.
—Asclepius —susurra Thomas.
Es la primera vez que consigue sorprenderla. Se aleja levemente hacia su
lado de la mesa. Al no tenerla pegada, puede por fin respirar hondo. Debería
haberse callado. No puede olvidar que, si se han conocido, ha sido por su
intervención demente con Gideon Hagen.
—¿Cómo lo sabes? ¿Me has investigado?
—No sé, lo he imaginado.
—Mi padre era un imbécil —dice Michaela, que puede que esté más
borracha de lo que deja entrever—. Vámonos.
Afuera ya hay luz. Cogen el coche de Michaela, que Demetrius acerca a la
puerta.
—¿No has bebido demasiado? —pregunta Thomas.
—Si me muero conduciendo, buena suerte. Me encanta hacerlo —dice, y
saca un paquete de American Spirit de la guantera y abre la ventana—. No te
asustes. Era una broma. Es el único que fumo al día desde hace diez años. Y
solo si he pasado la noche fuera. Por desgracia, sucede demasiadas veces.
Tengo que darte algo. Recuérdamelo en el diner.
Thomas reclina la cabeza en el asiento del copiloto y cierra los ojos
buena parte del trayecto. Michaela le cuenta cómo llegó a Nueva York y tuvo
que regentar una sala de juegos mugrienta en Little Italy para recuperar todo
el dinero que había perdido su padre. También le habla de su hermano,
tardes enteras en un lago cuando aún eran adolescentes, o tal vez una playa,
Thomas no se detiene en los detalles. Le dice que le gustaría que probase el
prototipo del videojuego, quizá algún día de la próxima semana.
—Manny ha hecho un trabajo interesante con la banda sonora, pero
querría saber qué piensas. Él parece respetarte.
—Vi el tráiler de Orion Lost —dice Thomas—. Es idea tuya, ¿verdad?
—Más o menos. Gran parte del concepto era de mi hermano, y he querido
recuperarlo. Aunque el sistema de juego es mío. ¿Conoces las Backrooms?
—Asiente cuando Thomas dice que no—. Las Backrooms me dieron la idea.
Es un creepypasta de hará seis o diez años en el que se especulaba con que
la realidad no fuese más que un programa informático y que, cuando salías
de sus límites por la razón que fuese, acababas en la parte trasera del mundo,
un espacio renderizado y sin contenido, similar a lo que pasaba en los
videojuegos antiguos cuando te equivocabas de camino. Hay gente que
realmente cree en ello: la Gran Simulación. Me pareció fascinante. ¿Y si
algunas personas están atrapadas en un loop vital o tecnológico, y por eso se
quedaron así? Piensa en los impedidos, en los enfermos mentales... Sobre
todo la degeneración cognitiva. Ancianos repitiendo los mismos gestos
torpes y compulsivos, como cuando te empeñabas en que un personaje
atravesara una pared. Mi padre. ¿No sería posible crear otro nivel de
realidad en el que esas personas tuvieran salida, o incluso cualquiera, igual
que a veces en los videojuegos pones a un personaje a jugar a un
videojuego? Ese fue el germen. Por aquel entonces él ya comenzaba a
desvariar, así que lo tenía muy presente. No quería ser una vieja aparcada en
la esquina de una residencia, muerta de aburrimiento y sin escapatoria. Ya
me muero de aburrimiento a diario, no quisiera aburrirme más. Esa es otra
posible aplicación, la salida del ennui, del aburrimiento que toda persona
inteligente padece sin concesión y a diario. Ojalá alguien crease esto para
mí. Seguro que también te ha pasado. Es lo primero que me llamó la atención
de ti, cómo te aburrías entre Zayed y los demás, cómo no podías o no querías
ocultarlo.
—¿Por qué escogiste la leyenda de Orión como primer juego?
—Eso sí fue cosa de mi hermano. Mi abuelo formaba parte de un club de
caballeros que tenía al gigante como símbolo. Se supone que uno de los
amigos de la familia conservaba una copia de la Astronomía de Hesíodo,
donde se cuenta su leyenda, aunque en teoría se ha perdido para siempre. La
tengo en casa. Podría enseñártela, si quieres, pero quién sabe si será un
fraude. En cualquier caso, representaba la capacidad de franquear cualquier
límite, moral u ontológico. A mi hermano le encantaban esas cosas.
Aparca junto a un edificio anodino. Quizá estén cerca del aeropuerto, si
Thomas recuerda bien. Entran al establecimiento sin hablar. Es el típico
espacio de película americana random en el que se ofrecen huevos y
pancakes, demasiado iluminado.
—Estos sitios te agobian, ¿verdad? —dice Michaela—. Los adoro. Si por
mí fuera, comería en los Burger King de un centro comercial o en la cafetería
de un hospital. Bien, por fin una sonrisa.
Se sientan. Con esa luz Michaela parece mayor, tan mayor como
probablemente es. Se suelta el pelo y lo recoge en una pinza que ha sacado
de su bolso. Su cuello es delgado, moreno y compacto.
Una camarera se acerca.
—Dos de lo de siempre —dice Michaela—. Espero que no te moleste que
pida por ti. ¿En qué estás pensando?
—En lo que has dicho antes. —A Thomas le cuesta abrir la boca. Llevaba
mucho sin usarla—. En la posibilidad de que el mundo no fuese real, solo un
juego.
—Lo es. O es la mejor forma de tomárselo. Es de lo que te intentaba
convencer antes: hace las cosas más sencillas.
—También terminar la partida.
—La gente sórdida me aburre —dice Michaela, y Thomas baja la mirada,
pero se siente mentalmente estimulado, una emoción ya vieja y olvidada.
—No parece que los demás te den ningún miedo, ¿no? Eso hace del juego
algo aburrido. Demasiado fácil.
—No necesito que los demás me den miedo. —Sonríe como una
vampiresa, y mira por encima del hombro de Thomas—. El Enemigo Final
soy yo.
A la mesa llegan dos cafés americanos y unos gofres con huevos y cuencos
de fruta en almíbar. Es fácil hablar con ella. Es una cuestión de textura. Sus
mentes vibran en la misma frecuencia. Thomas lo ha sentido casi desde el
primer instante, aunque apenas haya tenido un atisbo. O quizá lo han
alimentado el miedo y la droga, como esas personas con las que te vinculas
si las conoces en un accidente o en medio de una situación angustiosa. No,
no es así. Thomas no ha tenido esa sensación tan a menudo, y ha pasado por
las suficientes circunstancias traumáticas. No se trata de similitudes
superficiales: es Comprensión Pura más allá de los atributos concretos que
la acompañen. Incluso se diría que la concreción la entorpece, o la propia
dinámica de la vida. Véanse los casos de Sara o Julián: demasiada
cotidianidad para la pureza. Cuanto más compartes con alguien, más difícil
es esa clase de comunicación. Michaela sonríe como si siguiera su tren de
pensamiento y le roza la mano. Thomas no la aparta, pero sí desvía la mirada
a una de las sienes de ella, para simular que la está mirando a los ojos. Se
escapa un pelo de sus cejas rebeldes. Él abre la boca sin saber todavía qué
va a decir. Entonces a ella le vibra el teléfono.
Contesta en italiano. Si se esforzase podría comprender algo, pero no lo
hace. Ella se levanta y él mira por la cristalera. Una ardilla solitaria corretea
entre los coches. ¿Cómo demonios habrá llegado hasta ahí?
—Tengo que marcharme —dice Michaela, y Thomas se pone en pie—.
Dime a dónde te acerco.
—Déjame en Times Square. Me vendrá bien caminar para espabilarme.
—No me has obedecido —dice Michaela, ya en la puerta del coche, y se
quita un anillo negro del dedo índice—. Te dije que me recordases algo.
Toma. Con esto podrás entrar siempre al Inferno. Enséñalo en la puerta.
Es un anillo negro con una filigrana dorada con forma de constelación.
Pesa. Thomas deja que repose en los dedos y Michaela se lo pone en el
corazón, acercándose demasiado.
—Me gustaría que vinieras el próximo 18. A partir de las nueve, o cuando
quieras. Cae en martes.
Thomas quiere preguntarle por qué, pero entonces Michaela se acerca más
y le da un leve beso en los labios. No siente nada. Ella se separa. O sí, un
golpe como el de un caramelo de mentol. Pero en el sistema límbico.
Hacen el resto del trayecto en silencio. Pese a lo que había dicho,
Michaela se enciende otro cigarro. No llega a ser incómodo. Esta vez ella se
da más prisa, conduce furiosamente, adelantando y tomando calles
secundarias para ahorrarse minutos de tráfico. Aun así, el trayecto es suave.
Conduce bien. Lo deja en Bryant Park, baja el volumen de la música y se
quita las gafas, pero no se acerca a él de nuevo.
—Te veo el martes, quizá.
—Quizá —dice él, y ella sonríe, burlona.
Puede que ahora sí vaya a acercarse. Tiene que salir de ese coche.
Cuando llega a su habitación, Sara está dentro, sentada en la cama con el
televisor puesto. No parece aliviada por verlo, sino furiosa.
—¿Dónde coño has estado?
Thomas cierra los ojos. Madre ha vuelto, sentada en la silla del pequeño
escritorio junto a la cama, justo detrás de Sara.
—Necesito dormir —musita.
—Y yo necesito que me des una explicación. No pienso marcharme hasta
que la tenga —dice Sara, levantándose de la cama. Puede que haya llorado,
tiene los ojos rojos—. Pensaba que no ibas a volver nunca.
Madre también se levanta. Entonces vuelve el pitido a su oído derecho,
alto, muy alto. Thomas se deja caer y Sara se inclina a su lado.
—Thomas, ¿qué pasa?
—Necesito dormir, en serio.
Madre se quita el vestido y se aleja desnuda hacia la ducha. Él escucha el
agua correr. Es lo único que oye sobre el zumbido.
Quedan seis días hasta el 18, pero pasan tan rápido como los momentos de
felicidad automática que Thomas llevaba siglos sin experimentar. Sara y los
demás siguen rastreando a Samantha, que no va al trabajo el resto de la
semana ni tampoco regresa a su casa ni a ninguna parte. Le informa de
cuando en cuando de sus pasos, pero nunca le pide que los acompañe. No se
cruza con Clover, solo una vez con Topanga, en el hall. Es difícil resumir
qué hace, incluso para él mismo. Ondea en torno a dos afirmaciones de
Michaela aquella noche: la ausencia de Verdad Oculta y que ella es el
Enemigo Final. Thomas nunca ha sentido algo como final o definitivo. Solo
su relación con Ángel, y ni siquiera con la virulencia necesaria para que
desapareciera su neurosis, pero la cree. Tal vez se trata de una verdad
parcial que se disolverá con el paso de los días: ahora lo consume. Su olor
no ha desaparecido por completo de la americana. No puede evitar
imaginarse qué estará haciendo Michaela en cada momento. Pasea por la
Quinta Avenida figurándose que ella también lo hace, quizá quiere
comprarse algo para la fiesta del 18. Menuda estupidez: seguro que Luigi le
da algo o que, incluso si lo hiciera, es casi imposible que se encuentren.
Durante una madrugada, le escribe a Julián: pasará a buscar sus cosas
cuando regrese, no quiere seguir viviendo con él. Julián intenta llamarlo, no
lo coge, y él le contesta con un mensaje largo que borra sin leerlo. Puede
imaginar su contenido, le da igual. Vivirá en un hotel mientras busca algo.
Tampoco está preparado para volver a la casa que compartía con Ángel, ¿y
qué importa? ¿Qué demonios probaría regresando? ¿Y ante quién? No
duerme apenas, y si recordara la dirección le apetecería ir al diner de
madrugada, pero enseguida su intención se diluye. ¿Qué haría, dar vueltas al
azar con un taxi, a la espera de que aparezca un edificio idéntico a otros
tantos? ¿Y qué diría si la encontrara? Si Sara le insistiese con la búsqueda,
tal vez los acompañara con la esperanza de recalar en el chalet de Venturini
en Nueva Jersey. Zayed o alguien habló de «dormir en la casa vieja», así que
es posible que aún la compartan. Le gustaría verla, aunque fuese el porche,
tal vez incluso ser lo suficientemente atrevido para adentrarse en el jardín y
mirar por la mirilla. Tal vez así Clover se reconciliaría con él. Thomas tiene
claro que lo odia, más allá de sus sospechas: lo odiaba incluso antes. Bien,
está más que conforme con el hecho de no causar simpatía entre punkis
zarrapastrosas.
Cada vez que ve a Sara está más delgada y sombría que la anterior. Puede
que nunca vuelvan a ser amigos. Conforme pasa el tiempo, más le indigna el
intento de beso. Falsea sus experiencias anteriores. ¿Y si jamás hubo
comunión alguna, solo un fingimiento por parte de Sara para conseguir lo que
quería? No le dedica demasiados pensamientos, si el duelo viene será más
tarde. Y ya imagina cómo la perdonará: se siente magnánimo. Pero no, nada
volverá a ser como antes.
Sara llama a su puerta, como si le adivinara el pensamiento a través de la
pared. Ya es la noche del 17. Thomas se ha duchado dos veces hoy. Cuando
el agua corre es el único momento en el que se desvanece Madre, siempre
dispuesta a cuestionar cualquier cosa que esté haciendo o pensando.
—Topanga ha visto movimiento en el Inferno —dice Sara—. Clover
quiere ir a ver, aún no hemos encontrado a Samantha. Solo podemos ir ella y
yo, el coche estará vacío. ¿Quieres acompañarnos? Tits y Topanga están
asustados. Creen que esta mañana los han visto husmeando, y cuando
huyeron en el coche un vehículo los siguió hasta la casa de Clover.
Thomas acepta. No se le ocurre una circunstancia en la que el Inferno
pueda abrir sin Michaela. Clover ni lo saluda cuando se mete en el coche,
Sara se sienta delante y Thomas detrás.
Se apostan en la salida trasera, la última que atravesó Reuben.
—Esto es una tontería —dice Thomas después de un rato—. Deberíamos
retirarnos y regresar mañana.
—No sé si deberíamos volver mañana —dice Sara—. Yo no voy a
hacerlo.
En ese instante la puerta trasera se abre y sale la chica de látex. Tiene la
mirada desencajada y anda con dificultad subida en sus tacones. Tropieza
con el escalón, pero consigue no caer al suelo. Se apoya contra la pared, se
desliza hasta quedar sentada, desmadejada como una muñeca, y hunde la
cabeza entre las rodillas. Deja caer algo de su regazo que Thomas no
distingue y se quita los tacones con dos golpes. Poco después, abre un bolso
diminuto y saca un paquete de tabaco. Enciende un cigarro, pero deja que se
consuma sin dar ni una calada.
—¿Deberíamos hacer algo? —dice Sara.
Clover niega con la cabeza.
—Que nadie salga del coche.
La chica sigue sosteniendo la torre de ceniza entre los dedos hasta que se
cae, y aun entonces sujeta la colilla. Si Thomas aguza la vista parece que
sonríe, bobalicona, y también que el lado derecho de su cara está hinchado,
sobre todo en la zona del ojo. Se vuelve hacia ellos y mira al coche. Deja
caer la colilla y lleva un dedo a sus labios como quien pide silencio.
—Fuego —susurra, sin dejar de mirarlos—. Fuego.
Una limusina negra pasa por delante y se detiene. El asiático de Asclepius
desciende del asiento del conductor, se la echa al hombro y luego la tira en
la parte trasera. Se agacha para coger algo que también tira al interior del
vehículo, se mete dentro y arranca. Sara desabrocha su cinturón.
—Espera —dice Clover.
—Creo que se ha dejado algo ahí.
—Puede ser, pero voy a acercarme con el coche. Mira desde la ventanilla
y nos vamos.
Gira en lo que con casi toda seguridad es dirección prohibida y conduce
con lentitud y las luces apagadas hasta la trasera del Inferno. Ya desde la
distancia se distinguen los Mary Janes de cuero que llevaba la chica cuando
salió, abandonados, pero hay un bulto más, de unos veinte o treinta
centímetros de largo. Cuando se detienen, Thomas baja la ventanilla y
enciende la linterna del móvil. En el suelo hay un animal que parece un
Pokémon, una especie de lagarto cubierto de pinchos con dos cabezas.
—Es algo así como una iguana —dice Sara—. ¿Lo cojo?
—No deberías tocarlo —responde Thomas, pero ella ya ha abierto la
puerta.
Sara coge uno de los zapatos abandonados y golpea al bicho para ponerlo
panza arriba. Es duro, y su segunda cabeza falsa, una protuberancia de piel.
Al girarlo se retuerce un poco. Está sangrando por los ojos, y da la
impresión de que esos ojos te miran directamente. Escuchan un sonido desde
el interior del Inferno, así que Sara arroja el zapato y se mete de nuevo en el
coche. Clover arranca al instante, aunque nadie sale por la puerta trasera.
Entonces suena el móvil de Clover, con un politono prehistórico. Le pide a
Sara que mire quién es mientras conduce a toda velocidad.
—Pat.
—¿Pat? No puede ser. Nunca llama. Tiene que haber sucedido algo.
Gira de golpe, metiéndose a medias en una acera y provocando un grito
ahogado del único transeúnte de las calles. Arranca el teléfono de las manos
de Sara y sale del coche.
—Era horrible, Thomas —dice—. Ese animal no estaba bien. Quizá no
deberíamos dejarlo ahí.
—Lo he visto. No podemos hacer nada. Cuando estuve ahí no había
animales, aunque creo que solo vi una parte muy pequeña.
—¿Y si llamamos anónimamente a la policía?
Clover regresa entonces. Es la primera vez que no tiene una mueca irónica
en el rostro en toda la velada. Está asustada, o iracunda, deshace con los
dedos una de sus rastas a la altura de la oreja.
—Mi casa ha ardido. Pat está bien, pero en el hospital. Ha sido una
enfermera la que ha llamado. No está claro qué ha pasado. Tengo que
marcharme.
—Te acompañamos —dice Sara, y ella mira a Thomas sin arrancar.
—¿Les has dicho dónde vivo, imbécil? —le recrimina—. Sal de mi coche
ahora mismo.
Thomas abre mucho los ojos y se tensa. No duda de que Clover es capaz
de golpearlo, así que se desabrocha el cinturón para salir.
—Clover, no seas así. Tal vez fue por lo de anoche —dice Sara—. No te
bajes.
—¿Ha sido... provocado? —pregunta Thomas.
—Bajaos del coche ahora mismo —dice Clover, y para subrayar la frase
toca el claxon—. Te llamaré mañana —le dice solo a Sara.
—Estará todo bien. —Sara es comprensiva. A Thomas lo ofende: ¿le da
igual que alguien lo llame mentiroso?—. Llámame en cuanto sepas algo.
—Ten cuidado —dice Clover, y arranca casi antes de que Thomas pueda
cerrar la puerta, obligándolo a dar un traspié.
Baja a recepción diez minutos antes, con la esperanza de que no esté a las
nueve en punto y poder marcharse sin culpa. Pero ella ya está ahí, fumando.
Lleva un vestido diferente al que se puso en la galería, satén rojo, y también
unos tacones, una americana y un bolso negro diminuto.
—He pedido un uber —dice Sara—. Me imaginaba que no querrías
caminar. Llegará en cinco minutos.
Le da tiempo a fumarse un segundo cigarro hasta que llega el coche. Los
deja en la puerta, y Thomas avanza hacia el Inferno con gesto decidido. Hoy
quien está ahí es el camarero de los cuernos. Thomas extiende la mano para
enseñarle el anillo, pero no es necesario.
—Los tuyos están al fondo. Tras la cortina que tiene un cuadro de un
gigante con un niño a hombros. A la derecha de la del otro día.
Thomas asiente. No pone ningún problema en que Sara lo acompañe. Ella
está nerviosa. Le aprieta el codo mientras cruzan la sala, en la que hay unos
cuantos individuos haciéndose una selfie en uno de esos butacones
decimonónicos.
—Creo que esa es una famosa —le susurra Sara.
Él no contesta. Camina directo al fondo y busca el cuadro de Orión en los
dinteles. Corre la cortina negra. Detrás hay una puerta de madera grabada.
Acciona el pomo.
—¿Nombre? —dice una voz, aún en penumbra.
—Thomas —contesta, y le enseña el anillo—. Ella viene conmigo.
—Seguidme.
La voz cierra la puerta tras ellos y enciende una linterna. Es un pasillo
largo y descendente. Caminan unos veinte metros hasta que llegan a un
ascensor.
—Planta menos uno. La única a la que lleva —indica la voz, y pulsa el
botón de apertura.
Es un cubículo diminuto y sin espejo que desciende trabajosamente. Sara
lo mira buscando complicidad. Está asustada. Empatía, de eso se trata.
Thomas puede permitírsela. Desde que salió del hotel está feliz, signifique
lo que signifique.
—Todo saldrá bien —dice cuando se abren las puertas, y le aprieta el
hombro.
La habitación está decorada con una luz parpadeante que proviene de una
proyección de una película expresionista en la pared más grande de la sala.
Suena Diablo Swing Orchestra. Thomas ve a Michaela en cuanto salen. Está
de espaldas a él, con un vestido blanco estilo años cincuenta. En la sala hay
una veintena de personas bebiendo y fumando. Al fondo hay una tarta
enorme, nupcial, de la que faltan un par de pedazos. Michaela se gira, como
si presintiera su presencia, y se acerca a ellos sonriendo. A él le da dos
besos. Luego mira a Sara.
—Es mi hermana pequeña —dice Thomas, incluso antes de pensarlo—,
Sara. Sara, esta es Michaela D’Alessandro. —Ambas se saludan como
procede, aunque Michaela casi no la mira—. ¿Qué se celebra?
—Hoy cumplo cincuenta años. Una edad vergonzosa.
Sonríe y parece infinitamente más joven.
—Una edad muy respetable. No te he traído regalo. No lo sabía.
Sara se revuelve a su lado.
—No tiene importancia. Ya debería estar muerta.
—Exageras —responde él, y Michaela cabecea y dice que no se trata de
una cuestión de años. El ascensor se abre a su espalda.
—Poneos cómodos —dice solo a Thomas, acercándose a su oído—.
Tengo que encargarme de mi propia fiesta.
Se aleja tras rozarle la cadera, separándolo de Sara para pasar. Thomas
distingue a Zayed, Manny y Moloch en los sillones, pero no a Alan, Ramona
o Luigi. Manny también lo ve y le pide que se acerque agitando el brazo. Les
presenta a Sara.
—Hoy vamos a pasarlo bien —dice Manny—. ¿Queréis una bengala?
Todos tenemos. ¿Y cocaína?
Thomas acepta ambas. Sara solo la bengala, y saca un porro ya liado del
bolso.
—Qué bajón —dice Moloch, mirando el porro, y ella sonríe incómoda.
Él se queda parado y mira unos centímetros por encima de Thomas, que se
ha sentado. Sara lo imita, entre Manny y Zayed.
Moloch se vuelve. Ramona se acerca hacia ellos con paso decidido, sola.
Se sienta al lado de Thomas y mete la mano en la americana de Moloch para
sacar una bolsa de cocaína. Se esnifa una raya con un turulo con la cara de
Benjamin Franklin.
—¿Sabíais que una de las leyendas sobre la muerte de Orión es que lo
mató Artemisa por abusar de una chica de su séquito? —dice mirando
directamente a Zayed, que al instante pasa un brazo por encima de los
hombros de Sara. Ella da un respingo, pero Zayed persiste en el contacto—.
Después de que Mol me hablara sobre el tema, investigué un poco por mi
cuenta. Es una historia interesante.
—Desde luego —dice Zayed, y mira a Moloch, que se levanta de golpe y
farfulla algo sobre Michaela y su regalo.
Se aleja. Thomas lo sigue con los ojos y ve que se sienta con el que tal
vez es Gideon Hagen. Luego mira más allá y distingue a Michaela, con el
mismo gesto aburrido que la noche pasada. Se levanta y va hacia ella.
—Pareces aburrida —le dice. Debe de ser la cocaína sin mezclar con
nada más. Nunca ha sido tan audaz.
—Lo menos importante en tu cumpleaños es que te diviertas tú. Tienen
que divertirse los demás, para que se acuerden.
—Juguemos —dice la voz agudísima de Luigi, que ha aparecido por
sorpresa a su lado—. Un juego del libro. Así no te aburrirás.
—Me aburriré, pero al menos el aburrimiento tendrá sentido —contesta
ella, cogiendo a Thomas por el brazo.
Regresan al grupo en el que ha dejado a Sara, que ahora habla con Zayed
con una copa de champán en la mano. Moloch organiza a las personas del
resto del salón para que queden en semicírculo. Luigi saca un librito de su
americana, que tiene en la portada un ε. Le da tres golpes a la cubierta,
luego tres vueltas al libro completo, y lo abre.
—Que alguien diga «Vale» —dice, con su timbre estridente.
—¡Vale! —grita Ramona cuando apenas lleva unas pocas páginas.
—Muy pocas —dice Manny—. Será sencillo.
—Que siga, entonces —interviene una voz desconocida.
—Está bien. Es principio de noche —dice Luigi después de sacar un
monóculo ridículo de su bolsillo para leer—. Hay que elegir. Qué obra de
arte sacrificar. Por alguien de la sala. No solo original. El concepto. Su
recuerdo para la humanidad. Por ejemplo. El Hombre de Vitrubio. Perdido
para siempre.
—Propongo ampliarlo —dice Zayed alzando su copa—. Cualquier
invento en general. Por ejemplo, nuestra anfitriona Michaela bien merece el
olvido de la cocaína.
Ovación generalizada. Michaela responde al brindis, incómoda, y aprieta
el brazo de Thomas. Unos cuantos esnifan en su honor. Thomas no ha visto
cómo la sacan, es como si creciera de los árboles. Sara vuelve a rechazarla
y lo mira, pero Michaela lo distrae:
—No tienes una copa, cariño. Tráenos dos —le dice a alguien a su
espalda—. Y otra para su hermana.
—Luke merece el sacrificio de los ceniceros de cerámica —comenta
alguien. Otro alguien les trae las copas y Michaela tira una pastilla en cada
una de ellas. Quizá M.
—Lavey, el del despertador.
—Manny, el del sintetizador. Lo inventaría de nuevo.
—No estaba mal. Lo de obras de arte —interviene Luigi, muy bajo. Nadie
lo escucha. Las voces se elevan a su alrededor sin mencionar un solo cuadro
o sinfonía, hasta que Zayed vuelve a intervenir.
—Ramona merecería la destrucción de los tampones. Siempre ha estado
muy interesada por la liberación femenina. Sí, ella sería un tampón, o mejor
aún, la píldora del día después.
Ella alza la cabeza, pero justo a su lado Moloch brinda como un estúpido.
Ramona lo mira y se levanta. Abandona el reservado sin que nadie la
detenga. Michaela está al lado de Thomas, demasiado cerca.
—Lo que dijiste sobre tu familia... —dice él—. ¿Tiene que ver con un
libro, Bajo astral?
Ella se ríe. La luz rebota contra sus dientes anchos. Ladea la cabeza y baja
las cejas.
—Así que has estado investigándome... Me equivocaba. Una nunca se
hace vieja.
—No. Ya lo sabía.
—¿Quieres que te enseñe el resto del Inferno? También fue idea de mi
hermano. Te hablé de él. Es bastante sofisticado. Cada fin de semana vienen
aquí cientos de idiotas, y ninguno se da cuenta.
Thomas mira brevemente a Sara, que sigue parapetada entre Zayed y los
demás. Michaela lo capta.
—Puede venir tu dulce hermana, por supuesto. —Le hace un gesto a
Zayed, que se levanta, y también levanta a Sara, Manny y Moloch.
—No te puedes ir sin soplar las velas, Michaela —interviene otro
desconocido, y al instante se apagan las luces y varios de los asistentes
encienden sus bengalas.
Una mano le tiende un mechero a Thomas, que prende la suya. Cuando
todas explotan, un individuo trajeado que a Thomas le suena hunde su cabeza
ceremonialmente en la base de la tarta, destrozándola con la frente. Algunos
aplauden, y el pináculo de la tarta se le cae sobre la calva. Michaela
resopla.
—Vámonos de aquí. Por favor.
Manny me lleva casi hasta la puerta del Inferno cogiéndome del brazo como
si fuéramos pareja. Camina deprisa por la sala principal, aunque no hay
rastro de Luigi ni de nadie que identifique. Bajamos unas escaleras paralelas
a las escaleras de entrada y ahí sí nos encontramos con un puerta, un asiático
larguirucho y musculado, pero que no es el asiático de la Fundación
Asclepius.
—Por aquí no se puede. Además, no hay nadie. Quizá más adelante.
Enseño el anillo en mi pulgar.
—Nos mandan Luigi y Michaela. Quieren que todo esté preparado. ¿No
me reconoces? —dice Manny con insolencia.
El asiático duda. Mira el anillo y luego a él.
—Sé quién eres tú. Quizá debería hacer una llamada —dice.
—Vas a enfadar a Michaela —digo. No sé por qué me siento tan valiente.
Estoy a un tris de golpear a ese individuo en el pecho—. Me lo dio en el
desfile de Enoch justo para esto. Dijo que podría ir a cualquier parte. Soy de
la familia Serrano. Déjanos pasar.
Manny sonríe, impertinente. Es demasiado obvio. El asiático duda, pero
abre la puerta.
—Michaela no suele dejar que nadie entre aquí sin ella. La informaré, en
cualquier caso.
Quizá ese comentario me habría asustado en cualquier otro momento, pero
no ahora. Manny y yo pasamos y la puerta se cierra tras nosotros, después de
que el asiático encienda la luz. Es un espacio pequeño, del tamaño de una
habitación, y en él hay una cama, y estanterías, y pósters, y distintas consolas
retro.
—Es una reconstrucción de la habitación del hermano de Michaela cuando
era adolescente —dice Manny—. Muy raro, si me preguntas. No sé qué hace
aquí. Creo que Michaela vuelve aquí algunas noches. Son sus cosas. Sus
cosas de verdad —me dice, alzando las cejas—. La única vez que estuve
aquí, Luigi me contó que Michaela incluyó incluso su basura o las tonterías
que guardaba en los cajones. Ahí.
Sí, hay una papelera con varias latas de Coca-Cola con un diseño antiguo,
y papeles. Camino hacia una de las estanterías. Hay varias colecciones de
cómics, Bleach y Oyasumi Punpun completos, unos cuantos tomos de
Naruto, además de infinitos libros que desconozco. Al lado hay un estante
con juegos de Game Boy, PS1 y PS2 y Game Boy Advance. Paso los dedos
por el estante mientras examino cada uno de los títulos. Manny avanza por la
sala.
—Una vez un tío me dijo que Michaela estaba enamorada de su hermano.
En lo físico, incluso. Una relación incestuosa. Aunque, claro, la gente cuenta
cada cosa... Mira esto.
Manny me enseña unas gafas de realidad virtual, un par en cada mano.
—El primero es antiguo. Se parecen, ¿verdad? Fue un prototipo fallido de
Nintendo. La tecnología era pobre y no tuvo éxito, pero al hermano de
Michaela le gustaba. No recuerdo cómo se llamaba. Se disgustó mucho
cuando casi no sacaron juegos. Por eso Michaela quiso readaptarlo. —Agita
las segundas gafas—. La única vez que estuve aquí fue cuando jugué a una
versión beta de Orion Lost. Querían que lo viese para que pusiera música,
adecuándome a una melodía que ellos me dieron. Fue raro. Jugué escuchando
esa melodía y, aunque no estaba borracho, no recuerdo nada. Volví a casa
medio colocado y compuse todo en tres días. Me dieron quince mil dólares
en billetes de uno. Fue muy siniestro. Entonces fue cuando pude marcharme
de casa de mis padres. ¿Quieres jugar?
—Un segundo —digo—. Quiero mirar los estantes.
Tengo la mente especialmente lúcida, pese al porro y todo lo que he
bebido, así que no me cuesta mucho encontrar la caja de El lamento de
Orión. La saco de la estantería. La imagen es idéntica a la que vi en internet:
la calavera azul con el tres invertido en la frente. Me cabe justa en el bolso,
si saco el tabaco y el teléfono.
—¿Qué haces? No te lleves nada. No quiero líos.
—No me he llevado nada —miento, y Manny parece contento con la
explicación. Me acerco a él—. ¿A qué quieres que juguemos? ¿A Orion
Lost? ¿O a un juego de la Nintendo?
—Al prototipo de Orion Lost. Va a ser un exitazo. Aunque supongo que
aquí estará la versión sin música... —Trastea con los botones—. O con la
melodía antigua.
Hago un vídeo breve de la habitación. Hay un póster de Atari Games con
un puño alzado, y también varios de Pokémon, Evangelion y diversos
animes. Incluso una imagen enmarcada de un diálogo de Pueblo Lavanda que
dice «Do you believe in ghosts? Hahaha, I guess not? That white hand on
your shoulder it’s not real». Manny me llama con un grito y lo enfoco.
—Es para mi Instagram privado. No te preocupes, solo tengo cincuenta
seguidores.
—Vale, pero no lo mandes a ninguna de esas cuentas de cosas chungas o
teorías de la conspiración.
Bajo el teléfono, aunque quiero sacar más fotos.
—¿Por qué iba a hacer eso?
—No sé. —De nuevo vuelve a parecer infantil. ¿Cuántos años tendrá,
veinte?—. Es algo que una vez me pidió Luigi. ¿Quieres empezar tú? En un
rato me pongo yo el mando.
No sé si quiero, pero me siento a su lado y dejo que él me encasquete esas
gafas en la cabeza, y algo bajo la lengua y en los dedos. ¿Qué podría
pasarme? ¿Que me enloqueciera y arrojase al nirvana?
Bienvenido sea. Ojalá lo hubiese tenido Él, o Javier, o Fabrizio. Soy la
que menos lo merece.
—Le doy al play, ¿vale?
Sin que pueda contestar, las gafas vibran en mis sienes y la pila bajo la
lengua también se agita. Aparezco en medio de un paisaje de estrellas,
volando junto a la constelación de Orión, que he aprendido a reconocer. La
constelación se ilumina y una voz dice, dentro de mi propia cabeza:
«Recordamos a los héroes que han triunfado, pero no a los que han caído».
La voz suena en castellano, aunque no creo que Manny haya hecho nada para
que sea así. «Un día fuiste grande. Un día caíste, pero no pudieron hacerte
desaparecer. He aquí tu historia».
Las luces palpitan tanto que tengo que cerrar los ojos, y luego caigo a
peso muerto por el universo, tan rápido y tan auténtico. Me mareo. Muevo
los dedos y apenas consigo nada, solo que se agite mi cuerpo virtual.
Tampoco lo veo. Es una primera persona. Marea más que la peor montaña
rusa que nunca haya probado. «Nos lo han robado todo. Hasta la
inmortalidad es suya. Pero la recuperaremos». Distingo la nebulosa de la
Vía Láctea y paso cerca del Sol. El calor me quema la piel, y también me
vibra la lengua. Intento agitarme con más ahínco, pero solo empeoro el
vértigo. Vacío. Hay vacío bajo mis pies, por mucho que los mueva y toque el
suelo con mis pies auténticos. Al menos debería tocarlo, no lo siento. Una
vibración se instala en mi cerebro. Me cruje. La Tierra aparece. Veo Europa,
y Asia, y me precipito hacia el mar, aunque parece que voy a una superficie
de tierra, a una isla.
La animación acaba de golpe. Todo está a oscuras y el dispositivo sobre
mi lengua se siente frío y amargo. Me quito las gafas. Manny ya no está a mi
lado. Estoy confusa. Oigo voces, pero no sé lo que dicen. Me giro.
A mi espalda están el asiático de la puerta, el camarero de los cuernos y
Michaela. También Manny, tirado en el suelo. Michaela me mira, pero no
dice nada.
—Cógela —le dice al de los cuernos.
Luego saca una pistola y me apunta.
La crítica ha dicho:
«La novela española (¿o las novelas?) de mayor ambición en los últimos
años. La anhedonia y el escapismo de Barquinero se encuentran aquí con lo
mejor de La broma infinita de David Foster Wallace y las novelas de Don
DeLillo, entrecruzándose con los ecos de 2666 de Roberto Bolaño, Ottessa
Moshfegh, Mariana Enriquez o Michel Houellebecq, y edifican un
monumento a la conspiración, la muerte y la necesidad de sentido».
Elizabeth Duval
«La frase No se puede ser tan joven y escribir tan bien se dice mucho pero
no siempre es cierta. Esta vez sí. Enhorabuena, Sara Barquinero».
Nuria Labari
«Toda una lección sobre cómo dos cosas tan aparentemente distintas como la
obsesión por las vidas ajenas y el desconcierto que a veces nos produce
nuestra propia vida pueden llegar a convertirse en una sola pulsión
indistinguible. Acuérdense bien de este nombre: Sara Barquinero. Porque ha
llegado para quedarse».
Andrés Barba
«Una novela impecable sobre cómo lo que suponemos sobre los demás solo
habla de nosotros mismos».
Elvira Navarro
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[1] El Proyecto Arcoíris, según la Fundación SCP (cuya ficción o realidad problematicé en Siskind,
2015), fue un régimen de acondicionamiento mental desarrollado por investigadores de la Fundación
junto con el Departamento de Parapsicología de la Universidad de Andhra Pradesh en 1975. El
propósito era desarrollar habilidades de visualización remota en individuos expertos en psiconáutica con
fines de recopilación de inteligencia, como parte de las obligaciones contractuales de la Fundación con el
gobierno indio durante la Guerra Fría. En su etapa final de desarrollo, consistía en administrar a un
sujeto una dosis controlada de escopolamina y un derivado sintético de mescalina bajo una combinación
de privación sensorial, terapia electroconvulsiva y exposición de fondo a peligros cognitivos auditivos de
Clase-1. Aunque dicho experimento conllevaba la capacidad de viajar astralmente, también inhibía el
movimiento de los músculos voluntarios y la percepción sensorial. Dependiendo de la experiencia del
sujeto en cuestión con la meditación o las drogas alucinógenas, este podía fallecer, lo que hizo que el
programa se cancelase en 1985. Véase: https://scp-wiki.wikidot.com/scp-2498
[2] Véanse las páginas dedicadas a los hipsistarianos en Athanassiadi, Polymnia; Frede, Michael
(2010), Pagan Monotheism in Late Antiquity, pp. 19 ss. La idea es que ningún ser humano está
preparado para escuchar el nombre de Dios (por eso se utilizan términos eufemísticos, como «el
Altísimo», hypsos) y que, de escucharlo, el sujeto en cuestión entraría en la revelación espiritual o la
catatonia.
[3] Constitución de la Organización Mundial de la Salud, OMS, 22/07/1946.
[4] Entrevista a Sigmund Freud, verano de 1939.
[5] El primer tinte conspiranoico devino de vincular los efectos de El lamento de Orión con otras
leyendas urbanas del mundo del videojuego. Los principales vínculos son los siguientes, de mayor a
menor relevancia para la comunidad: a) Polybius: La empresa desarrolladora es la misma en ambos
casos. Para saber más de Polybius véase Siskind, 2012; b) La tonada maldita de Pueblo Lavanda en
Pokémon: Véase Siskind, 2009, donde realizo una comparativa extensa entre ambos juegos; c) Berzek:
Juego de los ochenta que presuntamente provocaba cuadros de ansiedad y epilepsia, además de la
muerte de tres jugadores. Sin embargo, como señaló Torretti (Torretti, 2016), es imposible que la
empresa desarrolladora sea la misma, pues se trata de Stern Games. Lo mismo sucede con Taboo. The
Sixth Sense (en este caso, desarrollado por Rare), que a veces también se ha intentado vincular con El
lamento de Orión; d) Mr. Mix: Juego de mecanografía para PC que presuntamente contenía un audio
misterioso que ocasionaba pesadillas, roturas de tímpano o incluso daño en los altavoces. Se reportaron
diversos casos de ataques diversos en niños pequeños, y casi ninguno de ellos superó el tercer nivel. Los
que jugaron decían que sonaba como un secador de pelo en una habitación lejana. De acuerdo con la
leyenda de Mr. Mix, de hacerlo, el videojuego copiaba cientos de archivos de imágenes de rostros
desfigurados que destrozaban el disco duro. Dada la oscuridad en torno a su desarrollo, se piensa que
puede haber sido creado por el mismo equipo de Sinneslöschen. Una parte posterior de la conspiración
en torno a Mr. Mix habla de la locura y desaparición de unos hackers que trataron de entrar en su
código y pasar más allá de los niveles habituales; e) Drowned God y Sad Satan son dos juegos que
alimentan la otra versión de la teoría, con tintes más conspiranoicos y que van más allá de la experiencia
personal de El lamento de Orión. El primero, un juego de ciencia ficción de 1996 para Windows 95,
parte de la premisa de que los humanos provienen originariamente de la constelación de Orión (de ahí la
conexión) y han sido insertados en la Tierra por una raza superior. A lo largo del gameplay en primera
persona, el jugador va desentrañando una teoría de la conspiración con tintes illuminati, basados en una
novela de Harry Horse. De Sad Satan ya hablé (Siskind, 2016b), es un videojuego que en teoría
destapa una inmensa red de tráfico de personas e implica, entre otros, a Margaret Thatcher como
culpable. Se ha asociado con El lamento de Orión por su gama cromática (según los escasos vídeos
que se tienen del mismo) y por su posible uso para el control mental masivo.
[6] Nota a la edición en castellano: el manuscrito de la novela podrá verse en la retrospectiva de
Raffaella Vitale para el Museo Guggenheim de Bilbao el próximo septiembre de 2021, junto con otros de
sus trabajos en torno a la memoria familiar y el fascismo italiano. La entrevista con Raffaella, en este
caso, no se encuentra disponible al final del libro, sino en el blog de la editorial
(www.edicioneseljilguero.com).
[7] Se recogen aquí una serie de entradas del diario de Margherita, probablemente entre el 14 de julio
y el 10 de agosto. Entre estas hay bastantes páginas ilegibles de las que no se ha transcrito nada. (Nota
del editor).
[8] Antes y después de esta entrada hay varias páginas ilegibles, de las que solo hemos podido
rescatar estas líneas. (Nota del editor).
[9] Probablemente 6 de agosto. (Nota del editor).
[10] Esta entrada da fin a los fragmentos no fechados. (Nota del editor).
[11] Expresión utilizada frecuentemente por Gabriele D’Annunzio y sus afines, «no me importa».
(Nota de la traductora).
[12] Probablemente entre el 10 y el 14 de octubre. (Nota del editor).
Índice
Los escorpiones
Prólogo
Cambiatuvida.exe
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
El perro mexicano
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Interludio 2: Todestrieb
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Epílogo
Nota de la autora
Notas