Ana Ha Besado A Otro Abril Zamora 1, 2024 Ediciones B 978846667736
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«Palabra prohibida»,
SAMURAÏ
1
El beso
Tal vez la sonrisa de Ana Luisa parecía una invitación inequívoca para el
chico. O tal vez no. Tal vez su cuerpo estuviera enviando señales para que
él llevara escrito en los ojos el pedir permiso para lanzarse, pero no hizo
falta, porque ella avanzó el micromilímetro que los separaba. Se besaron.
Un pico. Un piquito, como el que le das a tu amiga borracha la noche de fin
de año. Un besito inocente, nada. Si en vez de sus labios se hubieran rozado
los dedos o los codos, no habría tenido más trascendencia, pero el roce de
los labios del muchacho vestido de Britney con los de Ana Luisa Borés fue
como deshacer el lazo que envuelve una de esas tartas caras que venden en
la calle Serrano —tartas que ella nunca había probado—, y se volvieron a
acercar, esta vez jugando mucho más con el tempo, y volvieron a hacerlo.
Besarse. Las manos de él entraron en escena, no malpienses, la derecha bajó
hasta la cintura de ella y la izquierda, más patosa, se enganchó como un
suave imán a la mejilla de la chica, a la que casi le pareció escuchar un clic
de acople, como cuando encajas dos ladrillitos de Lego o como cuando
armas la última pieza de un puzle y todo cobra sentido en un paisaje
perfecto con caballos corriendo en una estampa estática. Qué bucólico todo.
Sí, esas cursiladas. Esas justas, porque Ana, en ese beso real y húmedo con
regusto a cigarrillo de liar y a gin-tonic, sintió que encajaban a la perfección
y se dejó llevar. Y cuando ella se dejaba llevar, las imágenes cursis
asaltaban su cabeza porque había crecido viendo putas películas de Disney
y series que le habían frito el sentido común, como Sensación de vivir, Los
rompecorazones... y cosas así, donde el único objetivo de las chicas era que
el malote de turno cogiera su mejilla con una mano, su cintura con la otra y
las besara largo y tendido, estuviera bien o estuviera mal. ¿A quién le
importa eso cuando tienes a ese chico controlando la situación y acariciando
tus labios con los suyos? Ains... Todo se detiene cuando surgen ese tipo de
besos. Los fortuitos, los que aun esperándose son inesperados y nuevos.
Recordó el primero, lo apresurado del segundo, lo incómodo del tercero,
que fue robado. El quinto, el sexto y los que vinieron después a lo largo de
su historia para llegar a ese momento en el que por mucho que lo intentara
ya había perdido la cuenta del número que ocupaba ese beso fortuito en el
baño de sus amigos en la fiesta de las mil Britneys.
Germán besaba bien. Él lo sabía. Pero ese conocimiento no le restaba
pasión, porque no era soberbio con la boca. Era generoso. Había hecho
varios cursos de interpretación (su talento actuando no era proporcional a su
talento besando, una pena) y sabía que lo básico a la hora de actuar es la
adaptación. Adaptarse a lo que te da el otro y, aunque Ana Luisa parecía
que ofrecía puro nerviosismo y novedad, él se adaptó y la calmó metiendo
su lengua en la boca de ella y haciéndola partícipe de un suave baile, erótico
y tierno.
Siguieron besándose.
Tal vez estuvieron cuarenta segundos, pero fue algo tan bonito, intenso e
inesperado que desbloqueó una casilla eterna en los recuerdos de la chica.
Ese beso. Aquel beso.
Seguro que hay un manual con las reglas de los primeros besos en el que
se prohíbe abrir los ojos. Ver resta dignidad, sobre todo en el primer beso.
Luego, en la confianza, ya da igual, pero el primer beso es tan íntimo y tan
privado que es mejor no mirar al otro directamente y dejar que el secreto
quede en los labios para dotarlo de magia, de mucha magia. Ana Luisa
Borés hizo trampas. Abrió primero un ojo y luego el otro. Estaba tan cerca
de Germán que casi se sintió dentro de él y se separó un chin, muy poco, lo
justo para seguir besándole, pero lo suficiente para verse reflejada en el
espejo del baño. Esa era ella. ¿Se excitó al verse cogida por la cintura con
un tipo con peluca al que acababa de conocer? Totalmente, pero empezó a
analizarse y no se gustó un pelo. Se maldijo a sí misma por ser una patética
heroína de comedia romántica con una calva de plástico de su novio. Y ahí
fue cuando toda la magia, todas las chispas, lo inesperado y, podría decirse,
«lo feliz», se tornó gris, y la escalera mecánica por la que estaba subiendo
en dirección a las sensaciones y al experimento se convirtió en una rampa
fría hacia la sensación de pérdida y desamparo. Para abajo de cabeza, de
sopetón. Algo tan básico y orgánico se volvió malo de pronto cuando entró
el cerebro a joderlo todo. Puto cerebro. Con lo bien que estábamos. Y las
mariposillas luminosas que le hacían cosquillas en la boca del estómago se
convirtieron en pedruscos de hormigón, que facilitaron el descenso a lo más
oscuro, al fondo de todo.
Ana Luisa quería follarse a ese chico ahí mismo. Quería tener esa lengua
trazando un mapa de saliva por su cuerpo, su lengua abriéndose paso por
todos sus secretos y por su coño, sobre todo por su coño. ¿Por qué no? Pues
porque la calva del disfraz de Fétido Adams que la afeaba y le recordaba a
aquel Halloween de 2016 le bajó la libido de doscientos a cero. Pero cero...
CERO. Cerísimo.
Germán pasó a los clásicos besitos en el cuello, los besitos chiquitos, ya
sabes cuáles, los que son como una intermitencia, esos. Microbesitos. La
piel de la chica se erizó; ese era su punto débil y el acople de fichas de
Lego, cuerpo a cuerpo, que antes se notaba placentero y un lugar seguro,
dejó de serlo. Y el hormigón pesó más y más, y se sintió apretada,
acorralada por sí misma.
—Me estoy meando.
—¿Qué?
—Que tengo que mear..., perdona.
Germán desactivó el modo sexy, le quitó las manos de encima y tomó
distancia sin saber muy bien lo que estaba pasando, porque se veía a la
legua que la frase «Me estoy meando» enmascaraba un: «Apártate, déjame
en paz, no quiero seguir besándote, fuera de este baño, que me dejes», etc.
Él obedeció, se retocó la peluca, se acomodó la serpiente de peluche en el
cuello y salió. Ana se llevó la mano al pecho, como si quisiera frenar algo,
como si quisiera enterrar el secreto y que no saliera en forma de suspiro,
pero fue imposible. Empezó a hiperventilar. Se quitó la calva, se abanicó
con ella un par de veces y la lanzó al lavabo. Se bajó las bragas y se puso en
posición de mear, todo por pura inercia, pero recordó que había sido una
excusa, que no tenía ganas, y volvió a toparse con su reflejo: una treintañera
con sudadera y las bragas bajadas, despeinada por haberse quitado la calva
de plástico... que había besado a otro.
2
Obviamente cuando Ana Luisa Borés se levantó esa mañana, no sabía que
la noche le traería un puñado de quebraderos de cabeza. Mientras servía
Heura como segundo plato del menú, no podía ni siquiera sospecharlo.
Cuando volvía en metro a su casa o caminaba por una de esas calles con
nombre de rey godo (sí, en su barrio todas las calles se llamaban Alarico,
Amalarico, Gesaleico, Sigerico y muchos otros «icos») ni se le pasaba por
la mente que aquel día, ese en el que deseaba llegar a casa, ducharse y
quedarse frita mientras Guille jugaba a la consola, el destino le tenía
preparado un entretenido giro de los acontecimientos. A ver, tampoco te
esperes una abducción o un accidente, lo que le va a pasar es lo del beso.
Para ti es una cosa sencilla, pero para ella, que es la hostia de aburrida, pues
no.
Todo empezó con Bea, su amiga, la que dice que es bisexual, la que tiene
el tono de voz potente como si estuviera dando una charla TED frente a
miles de personas en un auditorio, sí, esa que llamaba a su puerta vestida de
chándal y pintada de amarillo. Ojalá no hubiera abierto la puerta, pensó al
día siguiente, pero Ana era sosa, no vidente.
—¿Qué haces pintada de amarillo? —dijo Guille flipando desde el sofá.
—No, ¿qué coño hace tu puta novia en puto pijama? ¡Pedazo de puta!
Que nos tenemos que ir —contestó Bea a grito pelao.
Sí. Dijo «puta» demasiadas veces, pero Bea era así, excesiva, y pensaba
que ser malhablada la hacía parecer más auténtica y verdadera, un error de
manual de las chicas que han tenido problemas con sus madres y han
querido revelarse a golpe de sinceridad de baratillo. Bah, nada importante.
—Uy, uy, uy... ¿Hepatitis? —musitó Ana desde el sofá.
—No, cariño, soy Britney.
—Britney china —rio Guille.
—No, eso es muy racista. SUPERRACISTA, das asco, Guille. Soy Britney
de Los Simpson, que no tienes cultura televisiva ni tienes nada.
—Ah.
La pareja no parecía reaccionar al torbellino de energía que había entrado
por la puerta y tampoco se adaptaron muy bien cuando Diana entró con el
traje de colegiala de «Baby One More Time», con el que se la veía disfrutar
de lo lindo. Sí, tener cerca de cuarenta no era impedimento para gozárselo
con los calcetines por encima de la rodilla.
—No puede ser. No puede ser. —Otra que flipaba al ver la pachorra de la
pareja.
En ese momento, Ana cayó en la cuenta de que era la fiesta de las mil
Britneys, el cumple temático en el que uno de sus amigos gais obligaría a
todo su entorno a formar parte de una bizarrada extrema y gay, megagay, en
el peor sentido de la palabra. Algo tan horrible como disfrazarse. El año
pasado fue de princesas Disney putillas; este año, más predecible, tocaba la
noche de las mil Britneys, y a Ana, aun habiendo puesto dinero para el
regalo, se le había olvidado, porque era esa clase de chica que silenciaba los
grupos. Bizum hecho, grupo silenciado.
La negativa no era una opción. Los pies, los ojos y sobre todo el hígado
de la chica estaban pidiendo cama a gritos, pero la cama se alejaba a pasos
agigantados con cada uno de los argumentos de sus amigas.
—Dijiste que irías.
—Pusiste para el regalo.
—Cuentan contigo.
—Han comprado Puerto de Indias, que solo te gusta a ti.
—Vas a quedar fatal.
—Vas a quedar fatal.
—Vas a quedar fatal.
Ojalá vivir en un mundo, o en una sociedad, en la que se pueda ser fiel a
los impulsos. ¿No te apetece ir a la fiesta? Pues no vas y nadie se enfada,
pero no. Nos metemos en berenjenales para no decepcionar. «Defraudar» es
el verbo más doloroso de conjugar y Ana no quería que nadie pudiera
asociarlo a su nombre.
—Es que no tengo disfraz.
Ana intentaba quedarse en casa con uñas y dientes.
—Así de andrajosa y con esa sudadera pareces Britney de 2007 —
resolvió Bea.
—¿Tienes un paraguas? —preguntó Diana viendo totalmente claro el
outfit. Sí, ella era la única que sabía un poco de moda del grupo.
Ana no podía creer que lo dijeran en serio y, como si de un programa de
cambio de imagen se tratara, sus amigas le atribuyeron una Britney. Tal vez
la que más pegaba con su personalidad.
—Nadie va a saber que voy de Britney en el 2007. No me voy a rapar la
cabeza.
—A ver...
Guille firmó la sentencia de fiesta cuando de una bolsa que estaba dentro
de otra bolsa que estaba dentro de una caja sacó una calva de cuando se
disfrazaron de Fétido y Miércoles Adams en uno de esos Halloween que se
curraron. Bueno, en el Halloween en el que se lo curraron. No fueron muy
originales, pero ese principio de Diógenes del muchacho por fin había
valido para algo.
—Mira que me has dicho que tirara esta mierda... y ya ves, ahora le vas a
dar un uso. Póntela, venga.
Ana suspiró y no vio alternativa alguna a ponerse la calva de plástico que
más que a Britney de 2007 evocaba a los últimos coletazos de Chiquito de
la Calzada. Y sí. Las tres amigas se marcharon en coche. Una colegiala, una
muchacha amarilla como con problemas hepáticos y una chica con una
calva reciclada.
—Tininin... Oh... Baby, baby...
4
La fiesta
¿Sabes eso que dicen de que la fiesta a la que no quieres ir puede ser la
mejor de tu vida? Pues no. No era el caso.
Chacho y Josué sabían hacer fiestas si lo que entendemos por hacer
fiestas es comprar litros de alcohol barato en Mercadona, encender las
bombillas de colores que compraron hace años por AliExpress (que
sorprendentemente seguían funcionando) e invitar a su piso del centro a un
puñado de gente random y darle al play a una lista de Spotify que ni habían
tenido la decencia de crear ellos mismos. Con lo fácil y divertido que es
eso.
Los anfitriones disfrutaban con dos cosas.
La primera era exhibir su amor. Se querían mucho. Pero mucho. Tanto
que resultaba empalagoso. Sí, eran esa pareja que a la semana de conocerse
ya estaban viviendo juntos, planeaban casarse, ser papás y que servían
como ejemplo de que la chispa del inicio no siempre muta a familia o a
comodidad, sino que hay parejas que viven el amor y la relación como si
siempre fuera un domingo. Y siempre es domingo en la cama de Chacho y
Josué. Ellos no conocían un mal miércoles o una mañana aburrida de
jueves. Ellos se necesitaban y disfrutaban sorprendiéndose, follando y
compartiendo a diario, algo que parecía poco propio ya en su quinto año de
relación, pero ahí estaban y eran felices. Sin embargo, para muchas parejas
ver gente que encaja mejor en el molde que nos vendieron las películas más
que un sentimiento adorable les provoca picores por todo el cuerpo y ganas
de apartar la mirada. Pero ellos no se cortaban. Morreo por aquí, abrazo por
allá y apodos ñoños donde los haya. Apodos tan garrapiñados que hasta me
da vergüenza escribirlos. No, no puedo. No.
La segunda cosa... no, no había una segunda. Ellos eran disfrutones y ya
está. Exhibir su amor era lo que más placer les producía.
¿Quiénes eran? Unos chicos que se querían. Sí, uno trabajaba en Fnac y
el otro, en La Caixa. Claro que tenían entidad propia, pero desde un tiempo
para acá se habían convertido en un simpático duplo donde lo relevante era
su amor y el velcro de sus manos más allá de lo que ellos pudieran
representar individualmente. Todo el mundo pensaba que eso era tóxico;
ellos no, y eso es lo que importaba.
En Madrid hay pisos cutres, zulos, madrigueras y cuartos de escoba con
precios elevados, pero el piso encima del Teatro Lara en el que vivían esos
dos era lo que se llama un «piso de renta antigua» o «la envidia de
cualquiera». No tenían megasueldos, pero Chacho llevaba viviendo allí
desde que llegó a Madrid, y la ancianita que se lo alquilaba estaba
obsesionada con Jorge Javier Vázquez y le hacía gracia que un chico «así»,
como ella decía, viviera en su casa, por lo que nunca le había subido ni un
euro el alquiler —y fíjate, en la pandemia le perdonó la mensualidad varias
veces. Qué maja—. Ellos no lo sabían, pero un par de años después, la
ancianita entrañable fallecería un poco de la nada y su hijo no sería tan
majo y acabaría poniéndolos de patitas en la calle, pero como falta mucho,
centrémonos en esa noche, la de la fiesta.
Ana Luisa Borés no se quitaba la cara de cansancio ni con el chupito de
Thunder Bitch ni con el segundo Puerto de Indias con tónica. Los éxitos de
Britney sonando una vez tras otra y todas las personas intentando ser sexis
con sus cosplays de última hora la estaban empezando a cansar y ya estaba
echando el cálculo de los minutos que tendría que aguantar para no quedar
mal. Ya tenía pensada la excusa, no sería muy original: mañana madrugo y
bla, bla, bla...
De 22.30 a 22.45 no hizo nada más que mandar callar a Diana, que no
paraba de decir «Oh baby, baby...». Es cierto que la cabrona llevaba el
disfraz uno punto uno con el de Britney y que, para rozar los cuarenta, tenía
unas piernas envidiables, y los calcetines, sí, los que se gozaba, le quedaban
de muerte. La faldita de tablas era una victoria para ella. Empezó la
transición de género muchos años atrás y esa prenda icónica que había
estado prohibida para ella en su adolescencia, que era cuando le hubiera
tocado vestirlas, la estaba conectando con eso mismo, con la niñata que
nunca pudo ser pero que tenía superdespierta en su corazón. El disfraz de
Bea se estaba desintegrando. Su pintura amarilla estaba manchando a todo
el mundo y ya había dejado de ser gracioso para convertirse en un puto
asco. La gente se apartaba de ella cuando cruzaba el pasillo en busca de más
hielo, qué pena.
Cerca de las 23.15 una chica llamada Almudena, que había venido
directa del curro y que no llevaba disfraz —chica lista—, ató cabos y
entendió en una banal conversación que Ana Luisa era la profesora de
gimnasia de su abuela y le dijo que todas las yayas del grupo estaban
encantadas con ella, que disfrutaban mucho.
Obviamente la conversación derivó a lo corta que es la vida, a los
abuelitos que viven solos y esos tópicos que Ana escuchaba una vez tras
otra cuando comentaba que su pluriempleo consistía en hacer brincar a un
puñado de viejas en el parque de San Isidro mientras escuchaban a Raphael
o Camilo Sesto.
ABURRIDA (así, en mayúsculas). Ana Luisa Borés decidió hacer una
buena bomba de humo, irse a la francesa y, de conversación tonta en
conversación tonta, fue acercándose a la puerta como una auténtica ninja.
Querer huir podía sacar a relucir todo tipo de habilidades inexploradas,
como por ejemplo el sigilo, aunque Ana pensaba que su único poder era la
invisibilidad y pensaba exprimirlo lo máximo posible para que nadie se
diera cuenta de su ausencia.
Casi podía palpar el pomo de la puerta, qué cerca estaba, pero cometió el
error de girarse para ver cómo dejaba el campo de batalla previo a su fuga.
Y ¡zas! Entre todos esos disfraces cutres de la princesa del pop vio a un
chico que le devolvía la mirada, que le sonreía mientras levantaba la mano
entre un saludo y una despedida. Ana no entendía nada. A ver, el chico
llevaba una peluca, pero no le resultaba nada familiar. Ella levantó la mano
y dejó que sus pies y la inercia hicieran el resto. Cruzó el salón hacia
Germán.
—Joder, tu disfraz es el mejor de todos.
—Gracias. No nos conocemos, ¿no? —dijo ella dudando de verdad.
—No, no, es que he visto que te ibas y quería decirte que mola mucho tu
disfraz y ya está.
—Ah. Guay. Gracias. El tuyo también es genial. No soy muy fan de
Britney, ¿cuál eres?
—Pues soy... la de «I’m a Slave 4 U».
—Ah.
El chico, entre avergonzado y encantador, tuvo que tararear la
cancioncita moviendo el culo como si fuera una stripper de esas adictas al
crack que salen de vez en cuando en Padre de familia, y Ana no pudo hacer
nada más que caer en la risa tonta, en la risa de pava...
—¿Te ibas ya? —preguntó él.
—Sí, es que madrugo mañana. —Mentira.
—¿No te quieres tomar una última? —Él lo estaba intentando.
¿Una última? ¿El chico está intentando ligar conmigo? ¿En serio? ¿Qué
es? ¿Alguna clase de pervertido que se excita con chicas con calvas? A
ver... yo guapa guapa no estoy y con todas las tías zorronas que están
contoneándose con traje de látex rojo me parece totalmente imposible que
alguien se haya fijado en mí. Supongo que eso, ese factor, ha sido el que ha
hecho que me quede, que me haya puesto otra copa y que siga de palique
con él y, sin darme cuenta, supongo que totalmente emocionada porque me
siento especial al ver que un chico con semejantes pectorales intenta
rozarme la mano todo el rato, he caído rendida y le he seguido al baño un
poco sin saber qué coño está pasando ni qué coño estoy haciendo.
5
Me encantaría decirte que Ana Luisa Borés soñaba con ser escritora o que
tenía un talento innato para la música. Pero ella no era una heroína
aspiracional.
¿No te parece que a veces nos han machacado, casi obligado a tener
objetivos de ese tipo?
Ella nunca supo qué quería ser, y reconocerlo, cuando todo el mundo te
lo pregunta, es más duro de lo que parece.
Una vez, cuando tenía cuatro años, le preguntaron qué quería ser de
mayor y ella lo pensó y dijo:
—Repadtidora de pitsaaas.
—¿Por qué?
—Eh... Podque me guzta la pitsa. Mucho, y van en moto. Bruuum.
Bruuuum.
Todos los adultos se rieron de ella, como si lo que le hacía ilusión a la
niña fuera un trabajo de mierda que no valía la pena. No le gustó que se
rieran y se sintió mal. Esos pequeños gestos hicieron que fuera más
hermética con sus gustos, que no los comentara, algo que traería de cabeza
a los Reyes Magos, que acaban comprando cualquier cosa de la penosa
zona rosa del catálogo de juguetes de El Corte Inglés.
Es una anécdota tonta, irrelevante, pero el temita salía muy a menudo en
sus sesiones de terapia porque para ella tenía mucho significado.
Ana Luisa no tenía hobbies y se sentía mal. Le daba envidia la gente que
se apuntaba a cursos o que tenía aficiones marcadas desde bien pequeña.
Las redes sociales tenían cosas buenas, pero entre las malas estaba el ver a
gente con aficiones y talentos mientras ella intentaba engancharse a modas
y carros ajenos. Aficiones de una tarde que le hacían gastar dinero y
acumular basura en casa como, por ejemplo, un montón de moldes de
silicona para hacer tartas. O lanas y agujas para tejer. O una equipación
completa para apuntarse al curso de twerking, como Henar Álvarez. O las
acuarelas por si se le daba bien la ilustración infantil o los aceites esenciales
para los masajes relajantes... Pero nada. Nada le cuajó. De los bailes latinos
ni hablamos y una vez, no te lo vas a creer, intentó afiliarse a Más Madrid y
cambiar el mundo, pero solo cambió la intención por un paquete de
palomitas para microondas y una temporada de Las Kardashian. Lo intentó
muy fuerte con una movida llamada «needle felting», una cosa de moda en
la que picabas con unas agujas especiales una clase de lana para darle
formitas de simpáticos animales. Ella no consiguió animales, solo un
puñado de pinchazos en las yemas de los dedos para que recordara,
mientras fregaba los platos, que el arte no era lo suyo.
Por eso empezó muy joven a trabajar de cualquier cosa y nunca
encontraba la frustración, como sí hacían el resto de sus amigas, porque no
aspiraba a nada. Si quieres ser actriz y trabajas en una consultoría, te
frustras. Si no quieres ser nada y trabajas de teleoperadora, no te frustras;
maldices igual, pero no te frustras.
Trabajó en el comedor de un colegio, pero le daban asco las condiciones
y le parecía mal servir esa comida a los chiquillos. Dos días duró. Lo
intentó como comercial a puerta fría, pero le dio vergüenza hablar con
desconocidos y joderles la siesta. Una tarde duró. En Dunkin’ Donuts
estuvo varios meses, pero la despidieron porque llegaba tarde y no siempre
era maja con la gente, le venía mal ese curro. En Zara no la cogieron. En
Bershka, tampoco. Su madre tenía una amiga (digo «tenía», porque ya no se
hablan) que la metió en la churrería de su nuera y durante dos años Ana
Luisa Borés fue churrera. No te imaginas cómo olía su ropa, no, no te lo
imaginas. Pero la churrería quebró... Los churros quedaron desbancados por
los brunches y acabó currando en el Malpica un tiempo y en el Circo,
ambos locales del mismo dueño. Luego conoció a un tipo al que le cayó en
gracia (que se enamoró de ella, vamos), le dijo que iba a abrir un
restaurante vegano y que si quería podía currar allí; dijo que sí. Y hasta
ahora. Él se desenamoró de ella, pero ella siguió allí, currando y sirviendo
menús basados en plantas y legumbres.
Cuando le preguntas a una persona de treinta y cuatro años a qué se
dedica en Madrid y te dice que es camarera, la siguiente pregunta es:
—Pero ¿y qué te gustaría hacer?
La respuesta siempre era la misma.
—¿Qué quieres decir?
Claro que ella sabía lo que querían decir, pero le parecía tan ofensivo
como que se rieran de una niña de cuatro años que quería ser repartidora de
Telepizza. No todo el mundo quiere ser el futuro premio planeta, disco de
oro o entrar en un reality. Hay gente que está tranquila haciendo lo que le
ha tocado, y ella intentaba disfrutar de lo que hacía, aunque la gente la
mirara con condescendencia. A tomar por culo esa gente.
—No, no, pero ¿qué te gusta hacer?
—Pues... dormir, comer... Como a todo el mundo.
Es cierto que hay algo de construcción social en los camareros y
camareras, algo así como que se eligen roles. Hay gente dicharachera,
exageradamente atenta o simplemente cordial. Ella era sufridora y
perfeccionista. Pecaba de seca, pero siempre lo pasaba mal si las comandas
se retrasaban en la cocina y le gustaba que todo estuviera perfecto cuando
los clientes se sentaban. Se le daba bien. Era veloz, no siempre sonreía, pero
se ganaba la propina como la que más.
Y su otro trabajo... Sí, daba para más conversaciones. Los martes y los
jueves impartía clases de gimnasia para personas mayores. Un curro que le
llegó de rebote. La gente que se dedicaba a la educación física pondría el
grito en el cielo si viera los ejercicios que planteaba la muchacha. Sus
clases eran para la educación física lo que el surimi para una espectacular
emulsión de bogavante en un restaurante con estrella Michelín, pero
cumplía su cometido, chica. Como decía Guille.
—Lo que tú haces es canguraje de viejas.
Sí, lo era. Las hacía saltar, brincar, caminar, se reían y escuchaban música
que les gustaba a ellas, pero el grueso de la clase era el antes y el después:
la cháchara. Ellas hablaban de todo, hacían corrillos y en el grupo era obvio
que estaban las populares y las betas, como si de una clase de instituto
americano se tratara.
Ana Luisa se planteaba muchas veces el dejar esas mañanas de martes y
jueves, pero luego llegaba allí y se lo pasaba bien, porque era dinero fácil y
porque no tenía abuela y estar con personas mayores la hacía sentir más útil
que explicar lo que llevaba una hamburguesa vegana de Beyond Burger en
el restaurante en el que trabajaba.
Cosas.
6
Germán no tenía una historia tras su nombre. Sus padres le pusieron ese
nombre porque les gustaba y ya está. Sobre todo le gustaba a su padre.
Germán. Estuvo repitiendo el nombre los últimos tres meses del embarazo,
todo el verano. A veces por lo bajo, casi como un susurro, y a veces
rotundo, dejándolo caer en las conversaciones en el bar o en las partidas de
dominó con sus colegas cual adoquín lanzado sobre la mesa. Germán,
Germán. GERMÁN. Le parecía que era contundente como un apretón de
manos, fuerte y masculino. Pero el chico no fue ni fuerte ni masculino. Era
masculino, pero no como le hubiera gustado a su papá. Era un chico
masculino que había entendido el feminismo y que se consideraba un
aliado. Era un chico masculino que había acompañado a su amiga Elena a
abortar aquel día. Era un chico masculino al que le gustaba planchar las
sábanas, le relajaba. Era tan masculino que cuando su amigo Lope se le
declaró en una fiesta de fin de año, se fundió con él en un abrazo y lo besó
en la mejilla. Era tan masculino que iba a una psicóloga todos los jueves
lloviera o tronara. Era tan masculino que organizó un recital de poetisas
españolas en el Aleatorio, el bar de otro de sus colegas. Era tan masculino
que tuvo que dar un golpe en la mesa (con la rotundidad con la que sonaba
su nombre, sí) cuando su padre dijo que iba a votar a Vox. Y se manchó las
manos de pintura negra haciendo una pancarta en contra de la tauromaquia.
Pero no era el chico masculino que esperaban, era mejor.
Siempre le gustó la interpretación y, aunque trabajó en pequeños cortos
cutres a escondidas de sus padres, no fue hasta los dieciocho, que se
emancipó y empezó a leer a David Mamet, cuando tuvo la gran revelación.
—Soy actor. Voy a ser actor. Sí. Soy ACTOR.
La cara y el cuerpo le abrieron un camino fácil en el mundo de la
publicidad, y pasó de trabajar poniendo copas todos los fines de semana en
la Sala Sol a ser la cara del BBVA en una campaña que intentaba motivar a
los jóvenes a pedir una hipoteca, ideas locas del marketing. De ahí pasó a
un anuncio de Carrefour, y luego a un anuncio megainclusivo y muy
polémico de un centro comercial regentado por señores del Opus, donde
aparecía haciendo de papá joven junto a otro papá. Dos papás. El anuncio se
retiró rápidamente; la gente que compraba los uniformes para sus hijos en
ese centro comercial no entendieron que un niño pudiera tener dos padres y
les pareció adoctrinamiento de género o algo así, pero vamos, eso no detuvo
la carrera de Germán, no. Luego llegó una saga de anuncios de una
gasolinera en la que interpretaba a un guapo cajero sonriente, y el famoso
anuncio de Port Aventura en el que se montó repetidas veces en el Dragon
Khan. Fue ahí, en una de esas vueltas, tal vez la treceava, cuando se dio
cuenta de que tenía que dejar la publicidad, de que no se sentía valorado
como actor y de que solo lo llamaban por su espectacular sonrisa de dientes
blancos alineados y su corte de pelo desaliñado, y no por la capacidad de
meterse en la piel de sus personajes sin texto. Eso sí, se puso a tope. Grabó
varias secuencias en un curso de interpretación ante la cámara por el que
pagó casi quinientos euros simplemente para que lo viera un director de
casting, que nunca le llamó para una prueba, y entró de lleno en el
desagradecido mundo del microteatro, donde todo el mundo tenía cabida.
¿El chico tenía talento? Es lo mismo que preguntar si el cilantro está rico.
Hay gente a la que le gusta y gente que lo odia de un modo genético, pero te
guste o no, sabes que lo que estás comiendo tiene un regusto raro, como
jabonoso. Él, igual.
Es curioso que a un chico tan mono y tan majo como él nunca le hubiera
ido bien en el amor. Los motivos se podían resumir en una palabra:
aburrimiento. No era un chico aburrido, no lo era. Las chicas con las que
había estado se encaprichaban de él valorando su exotismo, altura y sonrisa,
pero a la hora de la verdad, el que tuviera un relleno blandito hacía que sus
seminovias se aburrieran a la larga y buscasen otro tipo de emociones.
Decimos que no, pero el canallismo es un rasgo que atrae y en su hoja de
personaje no aparecía por ningún sitio. Por lo que siempre era el romántico
empedernido, el muchacho atento, el perfecto amante del que aburrirse...
Las moscas siempre acaban yendo a la lámpara luminosa aun sabiendo que
se van a quemar, y él era una luz led de esas que puedes tocar sin ningún
tipo de consecuencia. Los beneficios del led son todos, pero parece que en
algunos momentos estamos programadas para ir directas al peligro. Maldito
Danny Zuko, malditas chupas de cuero, malditas motos robadas. Maldito
Mario Casas. Malditos tres metros sobre el cielo. Mierda.
Ese magnetismo, aunque fuera de pose o efímero, fue lo que atrajo a Ana
Luisa Borés a aquel baño. Supongo que fue eso sumado a la sensación de
sentirse deseada por un chico desconocido con los abdominales más
definidos que había visto en su vida. Saber que podía atraer de un modo real
a un tío con ese cuerpo la hacía sentirse de lo más validada y puede que
fuera lo que ella necesitaba en ese momento.
7
Cagada.
BEA: ¡Ana!
ANA: ¿Qué?
BEA: Que ¿dónde coño vas?
ANA: Ay, chica, ¿a ti qué te parece? A mi casa, a mi puta casa.
BEA: Pues no me parece bien.
ANA: Y ¿qué quieres que te diga?
BEA: Que te quedes.
ANA: No.
DIANA: Hala, para que luego digan de la sanidad pública, no ha sido tanta
espera, ¿eh? Qué gusto, qué rápido.
ANA: No voy a entrar.
BEA: Ah, vale, perfecto, hemos estropeado la noche por tu capricho y
ahora no quieres entrar.
DIANA: Es algo típico, te duele todo y cuando llegas a urgencias, se te
pasa. Pero no hagas caso a tu cuerpo, hazme caso a mí que soy tu amiga y
sé de esto. Cuando Isabel Ordaz...
ANA: ¡Me da igual Isabel Ordaz! No sé quién coño es...
BEA: La que hacía hierbas en...
ANA: ¡QUE ME HE ENROLLADO CON UN TÍO!
BEA: ¿Y?
ANA: Pues que no os lo quería contar y me quería ir a mi puta casa
porque me siento mal.
DIANA: Guau...
ANA: Diana, no me mires así.
BEA: ¿Qué quiere decir «enrollarse» para ti?
DIANA: Enrollarse es enrollarse.
BEA: No, para mí enrollarse es follar y para ti es un beso. ¿Para ti qué es,
Ana?
ANA: Para mí, como para ella. Un beso.
BEA: ¿Un morreo y ya está?
DIANA: Y ¿«ya está»? ¿Te parece poco? Que tiene novio, ¿sabes? Que
tiene un pacto de fidelidad y aunque tú no respetes nada en la vida, ella sí
que lo hace... O lo hacía.
ANA: ¡Diana!
DIANA: ¿Qué vas a hacer? Se lo vas a decir a Guille, entiendo.
BEA: No se lo va a decir.
ANA: No se lo voy a decir.
DIANA: Guau...
BEA: Diana, ¿puedes dejar de comportarte como una puta?
DIANA: ¿Yo? Ah, vale... O sea, yo soy la puta. Perdona, Ana, no te
ofendas, pero entiende que flipo un poco, sobre todo porque Guille también
es mi amigo, o sea, no tanto como tú, pero imagínate la próxima vez que lo
vea. Yo personalmente prefiero que se lo digas.
BEA: Lo que tú prefieras es cosa tuya, cariño.
DIANA: ¿No se lo vas a decir?
ANA: Es que ha sido algo tan insignificante como un beso.
BEA: Claro. Y aunque hubieras follado. La fidelidad es una construcción
social impuesta a las mujeres para que nos portemos bien, es un puto
invento del patriarcado. Que ella quiere a Guille, ¿a que sí?
ANA: Sí.
BEA: Pues ya está. Eso es lo importante. ¿Ha simbolizado algo para ti que
trastoque tu relación?
ANA: No, no, no... Creo que no. No.
BEA: Pues fin.
DIANA: Yo no lo veo así.
BEA: Me alucina que una cuarentona transexual vestida de colegiala
pueda tener un pensamiento tan arcaico de lo que supone un acto tan chorra
como un beso.
DIANA: Guau. Gracias, Bea, por dejarme siempre como la mierda por
tener una manera propia de pensar. Para mí el feminismo no es comportarse
como una fresca, lo siento.
ANA: Oye, oye, oye.
DIANA: Ya me entiendes. Perdona, cariño. Creo que se puede perdonar
una infidelidad, pero no la mentira que conlleva. Vete a tu casa y cuéntale a
tu novio lo que ha pasado. Él, que es majísimo, lo entenderá, y fin.
BEA: No la escuches. No se lo cuentes, porque él no va a saberlo nunca.
La infidelidad es algo tan privado que no tienes ni que contárselo a tu
pareja. Ha sido una tontería.
DIANA: No ha sido una tontería.
BEA: No, ni poco.
DIANA: Ana, hazme caso, haz lo correcto.
BEA: Haz lo correcto. No le hagas caso.
Y con esas dos opciones dándole vueltas en la cabeza, Ana Luisa tomó
un taxi hasta su casa.
Abrió la puerta tras una larga pausa acompañada de un suspiro profundo.
Subió la escalera y se encontró a su novio dormidito, respirando con la boca
abierta, y pensó que estaba más borracha de lo que creía y que por hoy era
mejor apagar el botón de ideas centrifugando de su cabeza. Apagó la luz.
Apagó todo.
8
Es bien sabido que las resacas cuando pasas de los treinta no son como
eran. Supongo que debe ser una reacción natural. Un warning de tu cuerpo
que te grita que dejes de mezclar y que tu hígado, a prueba de bombas,
dejará de serlo en algún momento. El cuerpo es sabio. Pero esa mañana, la
mañana siguiente, cuando el despertador sonó, Ana Luisa hubiera preferido
tener una resaca espantosa o unas miserables lagunas para poder echar la
culpa al alcohol como la canción aquella de... no sé quién. Lo que no
recuerdas de la borrachera no pasó. Pero ella recordaba a la perfección los
labios de Germán sobre los suyos, el sabor inicial a cigarro de liar dejando
paso a la humedad de la saliva o a la lengua juguetona. Sí, lo recordaba
demasiado bien y, aunque no simbolizaba algo terrible, sabía que conviviría
con ese regusto a infidelidad mientras seguía con su rutina diaria. Una
rutina diaria bastante aburrida, ahora salpicada de chispas y peta zetas, pero
al mismo tiempo de incertidumbre y un sentimiento contradictorio. Ella no
quería permitirse ni la fantasía ni la parte bonita de haberse sentido
atractiva. Ella era más de martirizarse y flagelarse con látigos invisibles que
nadie debía notar.
Se vistió, se calzó sus UGG (de flamante imitación) y se sintió poderosa
lanzándose al mundo. Y mientras caminaba por el barrio en dirección a la
parada de metro Urgel y pensaba que era mala suerte que no lloviera,
decidió sacar su teléfono para ponerse esa lista tontorrona de Spotify con
grandes éxitos como «Kiss me» o «Torn», que la hacían tararear tirando a
pava, escaparse de ser ella misma por un ratito, pero en ese momento el
teléfono le mostró una notificación de Instagram.
Javi
Javi. Javi. Javi era ese nombre que Diana siempre había tenido dando
tumbos en su corazón, en sus fantasías y en su cabeza. Porque representaba
muchas cosas, sobre todo en el diccionario Diana-Español:
No, no era para tanto el muchacho. Para ella, sí. Diana, aunque no
siempre pudo decirlo, era femenina singular, y Javi era MASCULINO en
letras mayúsculas. Ese chico que en cuarto de la ESO la defendía. ¿Por qué?
Nadie lo sabe, pero había algo de héroe en su caminar, y cuando veía que a
ella la llamaban «maricón» o cosas así, afloraba el impulso defensor y
ejercía como tal, y así se hicieron amigos. Hacían pellas juntos, pasaban el
rato... Solo tenían en común una cosa: el cariño que se profesaban. Diana
nunca había tenido amigos chicos y le encantaba, entre otras cosas porque
estaba pillada hasta las trancas por él. Nunca hablaron ni de género ni de
sexualidad. Él siempre pensó que ella era un chico marica, ella siempre
pensó que se casaría con él. Era un imposible, porque él siempre salía con
un puñado de tías al mismo tiempo y fanfarroneaba contando que había
perdido la virginidad con trece, algo que probablemente fuera
biológicamente imposible, pero tenía esa sonrisa que la traía loca.
Ains... Javi.
Diana siempre agradecía haber sido una chica trans por una cosa. Si
hubiera sido una chica cis, se habría embarazado con dieciséis, porque
siempre vivió el amor de un modo tan exageradamente intenso que su
género social la protegía de tipos que le habrían arruinado la vida. Ella era
consciente de eso ahora, desde su estatus de tía cañera, trabajadora,
empoderada y con tacones.
Su amistad duró muchísimo. Compartieron experiencias y primeras
veces, pero no la primera vez que ella hubiera querido y poco a poco se
fueron perdiendo, y cuando la chica decidió enseñar al mundo quién era,
tuvo miedo o vergüenza y lo sacó de su vida, ya que el camino de salida
estaba bien iluminado, y fin.
Y ¿por qué es importante esto ahora?
Porque esa mañana de lunes, mientras Ana intentaba pasar desapercibida
para el mundo, su amiga Diana justificaba su retraso en el trabajo con una
interminable nota de audio diciendo que tenía que atender asuntos
personales, y tan personales, porque en ese momento, justo después de
hacer retumbar toda la calle Claudio Coelho con el sonido de sus tacones,
se encontró con él.
No con el canalla que recordaba de dieciocho años. Se encontró con el de
ahora. Un cuarentón con menos pelo, con uniforme de policía nacional y
con la misma sonrisa de pinturero que ella recordaba. Hacía más de veinte
años que no se veían, que se dice pronto, pero que se dice muy rápido
también, porque Diana se transportó en un segundo a aquellos paseos
mientras se pelaban las clases años atrás. A las partidas de cartas. A la
fantasía y a los buches de licor de manzana de una botella robada. Se
transportó a la ilusión y a las ganas. Al palpitar intenso del corazón que no
la dejaba dormir por las noches. Al Javi escrito con letras con forma de
burbuja con todos los colores de bolígrafo que tenía. Se transportó a la
esperanza del futuro y a la frustración de la realidad. Booom.
¿Cómo podía ser cómoda una situación tan incómoda? Pues yo te lo diré:
porque eran buena gente. Porque se habían querido, fuera de la manera que
fuera, y cuando se reconocieron en esa oficina de correos, podían haber
pasado muchas cosas:
a) Que por vergüenza hubieran mirado hacia otro lado porque él no se
sintiera cómodo hablando con ella ahora que ella era ella para todos los
demás.
b) Que se hubieran saludado como si nada con uno de esos
levantamientos de cabeza que acompañan un «Ey».
c) Que no se hubieran reconocido.
Pero lo que pasó fue una D mayúscula. Él la abrazó con cariño.
Probablemente ya era conocedor de los cambios para mejor de su vida (en
los pueblos todo se sabe), y apuntó su número en uno de esos formularios
de carta certificada. Su número como carta certificada. Tenían tanto que
decirse que no dijeron prácticamente nada, pero sonrieron, eso sí.
Javi. Javi. Javi. Javi levantó la mano para despedirse, pero antes le exigió
con insistencia, casi la obligó, a que quedaran para tomar un café.
—Nos lo debemos.
Se lo debían.
10
Javi 2
Traición
Obviamente Ana intentaba seguir con su vida con normalidad. Puede que
pienses que le estaba dando demasiada importancia a un besito de cuarenta
y cuatro segundos aproximados, ella también lo creía a veces, pero a cada
rato le asaltaba la imagen de esos dos adultos vestidos cutremente de
Britney reflejados en un espejo de Ikea mientras se morreaban escondidos
en un baño. Era muy difícil seguir con su rutina cuando le aparecía esa
estampa cada dos por tres. ¿Intentó utilizarla eróticamente? O sea,
haciéndose pajas y tal. Sí, pero no pudo. Lo intentó porque pensaba que si
imaginaba el desenlace, su cuerpo y su mente normalizarían aquel beso y
quitarían lo platónico de un polvo jamás realizado, pero no podía. A la
mínima que intentaba pensar cómo sería el sexo con Germán le pesaban
mucho más el sentimiento de culpa y el remordimiento que el disfrute de
sus labios juntos. ¿Cómo puedes disfrutar del sexo, aunque sea imaginario,
si tienes remordimientos? Ana iba de moderna, de avanzada, pero en
realidad arrastraba esos lastres de la educación cristiana que nunca recibió.
Ella no fue a un colegio de monjas, pero se crio en una sociedad en la que
estaba demasiado normalizada la penitencia, sobre todo si eras mujer. Pues
eran justo esas microtorturas cotidianas las que no la dejaban avanzar en su
historia ni aunque fuera de pensamiento.
Entonces ¿por qué, si se sentía mal por lo que había hecho, lo acababa
pagando con Guille?
Llevar un secreto en el bolsillo activaba su inconsciente y atacaba a su
novio por pequeñas cositas diarias para culparlo de que la relación no
funcionara. Creaba pequeñas escenas de conflicto cotidiano que acababan
en un monólogo interno de ella tras zanjarlas.
—Es que si no le das un agua y lo metes en el lavavajillas, pero no lo
pones, se reseca. Es que aunque no te lo creas, el lavavajillas no se enciende
solo. Los Krispies se convierten en cemento. Mira, mira, todo reseco...
¿Tiramos el bol? De verdad, joder, Guille.
Por ejemplo. O:
—Es que si no voy yo a comprar, nos vamos a morir de hambre, porque
sabes que si no hay galletas con avena, yo no desayuno. ¿Quieres que me
muera de hambre? NO, ¿no? O ¿sí? No, ¿no? Pues ten iniciativa y haz algo.
No te equivoques. Guille no la trataba como una loca o le daba largas
cuando ella arremetía contra él. Al revés, creía que tenía razón y esos
pequeños conflictos le iban haciendo mella y potenciaban su inseguridad. Él
sentía que era torpe y descuidado. ¿Lo era? Sí, pero no tanto. Ponía de su
parte y también hacía cosas buenas, pero nunca se le valoraban. Por
ejemplo, se le daba genial la colada. Era casi su pasión diaria. Hacer
lavadoras compulsivamente, tenderlas, recogerlas, doblar la ropita,
colocarla en los armarios... Él sentía que con esa tarea cumplía con sus
obligaciones del hogar, porque todo lo demás no le afectaba directamente.
A Guille nunca le molestaban las pelusas por el suelo, y si la nevera estaba
vacía, era el momento perfecto para darse un homenaje y pedir un KFC, por
lo que no veía la magnitud del desorden ni lo vivía como su novia. Hasta
que ella le echaba en cara que fuera tan dejado, a lo que él tenía que bajar
las orejas porque ella, nuevamente, tenía razón.
Ana Luisa Borés se había planteado muchas veces dejar a su novio. No
siempre pensaba que fueran un buen equipo, pero al mismo tiempo temía
quedarse sola y notaba que llevaba una mochila demasiado cargada como
para que otro tío la aceptara, y cuando dudaba si dejar a Guille o no pesaba
más en la balanza el miedo a la soledad. Suena tristísimo, sí, pero lo cierto
es que sí que hacían un buen equipo. Se reían mucho juntos, por ejemplo. Y
se entendían muy bien. Los roles en la relación estaban un poco
desdibujados porque no sabías dónde acababa la novia y dónde empezaba la
madre o dónde terminaba el colega y empezaba el novio. Pero eran felices.
Viajaban de vez en cuando, no muy lejos ni a destinos paradisiacos, pero
habían ido a Londres, a Portugal y estuvieron a punto de ir a Roma, pero a
Guille tuvieron que operarlo de urgencia por apendicitis y perdieron el
dinero y las ganas.
Pero como en todas las relaciones, las inseparables hermanas
«acostumbrarse» y «no sorprender» podían convertirse en una metástasis
irremediable entre los dos. No es que Ana besara a otro porque estaba
aburrida de su noviazgo y necesitara emoción, aunque tal vez si no
estuviera cansada de sí misma y de la relación, no le habría llamado la
atención aquel aspirante a actor con una serpiente de peluche en el cuello...
15
Diana había mirado tantas veces ese número que se lo sabía de memoria.
¿Recuerdas cuando te pasaban esas cosas? Ella no lo recordaba. Ahora sí.
Cuando vives el amor como adolescente, eres capaz de memorizar números.
A estas alturas a Diana le costaba recordar cuál era la izquierda o la
derecha, y cuando daba indicaciones a los taxistas, siempre acababa
pensando: «La derecha es la mano con la que escribo». Ella, paranoica,
pensaba que no recordar esas cosas básicas era Alzheimer prematuro, pero
al mismo tiempo sabía que era algo normal.
Mientras doblaba la ropa con suma precisión (a ella sí que la contrataron
en Zara) no dejaba de pensar si debería pasar el número a su agenda de
contactos o si eso era la pequeña bola de nieve que podría convertirse en
una avalancha. No es que tuviera ninguna intención, pero recordaba a la
Diana adolescente que fue, con su pelo de pincho mendigando amor y casi
pidiendo perdón por existir, y le parecía justo que su historia con su amor
adolescente tuviera un cierre, como mínimo, correcto. El chico la
trastocaba. Desde que se lo encontró en aquella oficina de correos no dejaba
de pensar en él. Quería saber tantas cosas. ¿Era policía? ¿Era puto policía?
Pero si siempre había parecido un quinqui. Cuántos capítulos de su vida se
habría perdido para que hubiera una distancia tan grande entre lo que fue y
lo que era, pero lo que fue estaba muy presente en lo que era, y ella,
cansada de responsabilidades y de ser ella misma, sentía tanta nostalgia por
la adolescencia robada que no tuvo, y por su juventud también robada, que
le parecía adecuada esa segunda oportunidad que el destino le estaba
colocando en el camino.
Diana tenía la tonta sensación de que sus pulmones eran más grandes
ahora. Cuando inhalaba el aire, iba lleno de pensamientos y esperanzas, y
eso la hacía llenar la caja torácica en toda su capacidad. Se tumbó en la
cama y simplemente respiró. Respiró notando su pecho y su cuerpo como si
fuera algo nuevo, como si nunca se hubiera parado a pensar en esa acción
tan tonta. Respirar. Claro que intentó buscarlo en Instagram para poder
mirarlo fijamente, sin reciprocidad, fijamente como no se atrevió en la
oficina de correos, pero no lo encontró. Él estaba por encima de eso, claro.
Se juzgó y pensó que estaba siendo una estúpida. Siguió doblando la ropa
y mientras doblaba el pijama de Rick y Morty de su novio pensó que podía
quedar con Javi solo para tomarse el café que él había propuesto, que no
había maldad alguna. Es más, se lo podía decir a Tito... No, no lo entendería
porque nunca le había hablado de él. ¿Las mujeres de treinta y ocho no
tienen derecho a tener un sitio especial en su corazón para el chico que les
despertó la capacidad de amar? No podía ver sus fotos en Insta porque no
tenía, pero podía buscar un puñado de canciones ñoñas que escuchaba
cuando era adolescente y eso hizo. Se desgañitó cantando Laura Pausini
hasta que llegó Tito y la pilló in fraganti.
Ser descubierta rememorando sus hits de adolescencia fue como ser
pillada masturbándose pensando en él. Pero Tito esto no lo entendió. Solo le
dijo que se la escuchaba desde el rellano y que bajara la música. Ella
accedió e hizo la cena. Una socorrida tortilla francesa.
17
Obvio que Ana Luisa sabía que un beso era muy difícil (o literalmente
imposible) que pudiera trasmitir algún tipo de ETS, pero ella era así. Rozaba
la hipocondría y tenía, como siempre, a su queridísimo doctor Google tras
el exhaustivo análisis de síntomas que, por supuesto, acabaría
diagnosticando como un terrible cáncer terminal, metástasis o directamente
SIDA. Algo que preocupaba mucho a la paciente virtual y que le serviría
para torturarse bien durante la jornada laboral, pensar en la muerte, llorar un
poquito encerrada en el baño y hacer balance de su existencia, balance que
nunca era satisfactorio.
Esta vez era diferente.
Buscaba si era posible contraer una enfermedad de transmisión sexual
mediante la saliva. No, eso era imposible, pero ¿y si...? ¿Y si Germán
tuviera gingivitis? ¿Y si ella tenía una yaga? Lo cierto era que últimamente
comía bastante mal y se le podía estar formando alguna heridita de la que
no fuera consciente. Poco a poco el abanico de posibilidades infecciosas y
desastrosas se hacía más amplio y empezaba a dar cobijo a todo tipo de
hipótesis rocambolescas.
—No pienso acompañarte a ninguna clínica a que te receten retrovirales
—dijo Bea sin saber si reírse o simplemente abofetear a su amiga tras la
propuesta absurda—. Tía, no tienes gonorrea. No tienes nada. Mucho
tiempo libre para preocuparte de algo así, eso es lo único que tienes.
A Bea le hubiera gustado llamarla «tonta» nuevamente, pero se censuró
por el rapapolvo de la última vez y fue cuidadosa a la hora de elegir las
palabras. Aun así quiso parecer drástica en su opinión para que Ana Luisa
no le diera más importancia.
—Anita, ¿hay algo que no me estés contando? ¿Pasó algo en el baño que
no me hayas dicho? ¿Se corrió dentro de ti, en tu boca? Porque me parece a
mí que esa es la única causa de infección.
—Que no, Bea. Que te lo habría dicho...
—Pero ¿te enamoraste de él o...?
—¡No!
—Pues, cariña, hazte (y haznos) un favor y olvídate ya, please.
En ese momento irrumpía Diana en la cafetería con sus tacones
innecesarios que la hacían sacar dos cabezas a todos los presentes. Se quitó
la bufanda y el abrigo mientras preguntó:
—¿De qué se tiene que olvidar?
—¿Tú qué crees? —la incluyó Bea.
—¿Lo de...?
A Diana le daba mucho pudor hablar de eso en voz alta y se acercó a sus
amigas como si fueran a compartir un secreto.
—Lo del beso... Yo creo que no te vas a olvidar hasta que le pidas perdón
a Guille. Hasta entonces no te vas a quitar esa sensación, amiga.
Bea negaba con la cabeza.
—Que él no lo sabe, ¿por qué le va a pedir perdón por algo que no sabe?
Es que fíjate qué chorrada.
—Solo estoy dando mi opinión, y si ella se siente mal por algo que para
ti, Bea, es una tontería, pero para mí es la hostia de fuerte, pues... tendrá que
decidir ella.
—Que no follaron, ¿eh? Que fue solo un morreo.
—Fuera lo que fuera.
Diana opinaba con soltura desde su radicalidad ocultando vilmente a sus
amigas que ella se había reencontrado con el amor de su vida, y que eso,
probablemente, tenía más relevancia que un besito en un baño, pero era tan
reservada que no le interesaba sacar a la palestra su propio conflicto y
convertirse en la protagonista del serial. La opinión de las demás le
importaba tirando a poco porque ella se creía capaz de solventar sus
movidas solita sin que trascendieran.
Es que a veces decir las cosas en voz alta las vuelve reales y yo prefiero
que la fantasía sea eso y ya está. Fantasía. O eso era lo que pensaba Diana.
Qué equivocada estaba.
18
Evitar
No es que Guille fuera un chico dejado, no lo era, no, ¿no? ¡No! Pero no se
le podía atribuir una gran iniciativa. Si mirabas por un agujero a un puñado
de tipos como él (ya sabes, barbita, pendiente, pelo desaliñado y camiseta
vieja), costaría un poco que los marcaras con la A de «alfas del grupo». No,
no es un cliché, es solo un pensamiento tontorrón que pasó por la cabeza de
Ana Luisa mientras se restregaba con fuerza la crema hidratante por la cara,
crema que por cierto le parecía demasiado grasa, pero le había costado
veintidós euros y era incapaz de no usarla.
Guille era tirando a lento, pero eso no quiere decir nada. Con el paso del
tiempo, el metrónomo que marcaba sus pasos y sus decisiones o el bombear
de su corazón había pasado de allegro a... a... que iba más lento, vamos. No
siempre fue así, pero tal vez estaba relajado en su relación, acostumbrado, y
había bajado la guardia sin querer. Y Ana, que nunca se planteaba tanto el
análisis de las acciones de su novio, empezó a enfrentarse cara a cara con la
realidad, y la realidad era que Guille no le dejaba mensajes de buenos días o
no la sorprendía con una cita sorpresa. Él no sabía que eso era importante, y
ella lo estaba descubriendo ahora de una manera bastante injusta, porque
necesitaba culpar a alguien que no fuera a sí misma. Estaba cansada de
culparse a sí misma y necesitaba etiquetar las cosas, envasarlas para salir
airosa o incluso para convertirse en la víctima de su historia personal. ¡Qué
cómoda se está siendo la víctima, leñe!
Los días pasaban con normalidad. Hacían lo que solían hacer, solo que la
mochila invisible de Ana se llenaba de muchas más piedras y dudas a
medida que avanzaban las semanas.
Podría haber escrito un manuscrito titulado Catálogo de los defectos de
mi novio. Un listado de cositas que siempre estaban ahí y que podía pasar
por alto, pero que ahora le resultaban irritantes.
Cosita 17: esa respiración demasiado escandalosa mientras veían la tele.
Sí, el chico tenía el tabique desviado, poco, pero eso le hacía respirar más
fuerte de lo normal. ¿Daba igual? Ahora no.
Cosita 34: los memes racistas. Guille no era racista, pero tenía ese
privilegio blanco de poder reírse de un meme racista que le enviaban los
cafres de sus colegas al grupo de WhatsApp de la despedida de soltero de
Charlie. ¿Era eso racista? Sí, lo era. Ana estaba muy concienciada porque
seguía a cuentas como Afrocoletiva y le parecía horrible que se perpetraran
esas actitudes... No había maldad en el novio, pero se reía con esos memes.
Cosita 2: ¿por qué chocaba los dientes contra el tenedor cuando comía?
¿Por qué hacía eso? ¿No se daba cuenta de que era molesto?
Cosita 72: esos pelitos en la ducha. Sí, los de ella eran terribles y creaban
como un nido en el desagüe, pero los pelitos de su barba cuando se la
recortaba también estaban ahí, ¿vale? Y a ella no le gustaban.
Cosita 1: esos pedos cargados por el diablo y esas risitas posteriores.
Rompieron muy pronto la barrera, y esa cosa de casi competición que
tenían de a ver quién lo hacía peor estaba llegando a límites mucho más que
contaminantes. Eso tenía que acabar y la veda se había abierto por él. Todo
era culpa de él.
Y así con un montón de cosas. Y es que tener un catálogo de los defectos
de tu novio y construirlo partiendo de la propia convivencia genera sí o sí
un iceberg de frialdad y distancia entre ambos, y a ella eso le venía de
fábula para culparlo a él porque no era capaz de culparse a sí misma.
Y ¿qué pasa? Pues que acabas evitando a tu novio. Yéndote a dormir
antes, comiendo a deshoras, pidiendo horas extras... Cualquier excusa era
buena para no estar en casa.
Él era consciente de eso, pero tardó en decirlo porque era un tío majo y
no quería presionarla, ya que había aprendido que cuando su novia no
estaba bien o estaba rayada, era mejor no presionarla, pero la soledad de la
cena de un jueves cualquiera hizo que a él se le hincharan los vapores y
acabara por rajar.
—¿Qué te pasa?
—Nada.
—¿Nada?
—No, ¿por?
—¿Quieres hablar de algo? ¿Estás bien, cariño?
—¿Y tú, Guille?
—Yo sí, Ana, pero tú...
—¿Yo qué? ¿Yo qué? No, dime, dime, dime. ¿Qué?
—Nada...
—No, no, ahora dime.
—Nada, Ana, que te veo, no sé... Como si me estuvieras evitando, como
si no estuvieras cómoda o te preocupara algo.
—¿A mí? Igual es a ti, Guille. Igual eres tú el que estás raro y me
intentas culpar a mí, pero yo estoy como siempre. Como siempre. Más
cansada porque trabajo más, ¿sabes? Trabajo y no sé, pero estoy como
siempre. Super como siempre.
—¿Seguro, Ana?
—¿Vas a dejar de atacarme en algún momento?
—Perdona.
—Vale.
—¿Qué?
—Que te perdono, que no pasa nada...
Y ahí, con todo su papo gordo, ella salía airosa con su giro de la tortilla
de primero de manipuladora, dejándolo a él inquieto pero ganando varios
días para seguir con su manual de los defectos.
Un cuadro.
19
A Ana no le gustan los juegos de mesa. Ella se siente perdedora casi todo el
tiempo, no necesita que el Dixit o el Catán se lo escupan a la cara.
Las patatas fritas hechas por su madre le encantan, es de lo poco que ella
hace que le transmite un sentimiento positivo.
No le gusta que Guille se empeñe en comerle el coño cuando han salido
de fiesta. Ella es de naturaleza meona y bebe cerveza como una vikinga, por
lo que una noche de juerga equivale a diecisiete pipís mal hechos y no se
siente cómoda. Ella sospecha que a él eso le gusta, siempre dice «Me da
igual», pero tiene fijación con bajar a amorrarse cuando vuelven de darlo
todo en Malasaña, por lo que hay una fantasía no asimilada en el acto. A
ella le gusta que le coman el coño cuando sale de la ducha, a veces sí, a
veces no, pero al mismo tiempo no le gusta follar recién salida del baño
porque sabe que hacerlo es sinónimo de tener que volver al agua. Es un
pensamiento ecologista, no de perezosa, no te equivoques. En cualquier
caso, sabes que lo de las comidas de coño es algo que siempre acaba
generándole conflicto sea por el motivo que sea.
A Ana le vuelve loca que en algunos cines puedas pedir palomitas
mixtas. Mitad saladas y mitad dulces. Sabe que el dulce de las palomitas es
como comer petróleo a cucharadas, pero le gusta.
No le gusta ver vídeos de maltrato animal y no le gusta que la gente
animalista los comparta, porque cree que las personas que siguen páginas
de apoyo animal en Instagram son las que no necesitan ver ese maltrato. En
cambio tiene un guilty pleasure terrorífico de redes sociales. Disfruta
llorando cuando ve vídeos de buenas acciones. Gente que regala bolsas de
comida a personas sin hogar. Ella sabe que eso es pura pornografía, pero los
ve y llora, y le gusta llorar viendo la felicidad ajena.
Sí, le gusta el cine español, pero es de esas personas que lo apoyan poco
porque prefiere esperar a que suban las películas a las plataformas.
No le gusta la copa menstrual. No le gusta. No le gusta. Lo intenta. No le
gusta. Ha probado varias tallas, varias marcas, pero nunca se siente segura.
Odia los tampones y las compresas y lo que más odia es tener que pagar por
ellos. Ella sabe que si fuera la presidenta del gobierno, lo primero que haría
sería que esas cosas fueran gratis, porque no son un capricho. Una vez
estuvo a punto de promover una manifestación al respecto... Luego puso
otro capítulo de Bridgerton y se durmió.
No le gusta tener pocas fotos de su padre. Tiene pocos recuerdos con él y
piensa que si tuviera fotos de él, lo sentiría más cerca. No le gusta hablar de
él, porque no sabe muy bien qué decir; por eso odia que, siempre que
empieza con alguna psicóloga nueva, la interroguen acerca de sus padres.
Pasapalabra.
No le gusta Aquí no hay quien viva. Lo ha intentado muchas veces, como
con la copa, pero no hay manera de que entienda el porqué del éxito de esa
serie. En cambio, Malena Alterio le parece una diosa.
A Ana Luisa Borés no le gusta leer. Dice que sí. Miente. No le gusta.
Pero le encanta pasear por las librerías. Ha visto muchas comedias,
demasiadas comedias románticas.
No le gusta que haya una casilla en la declaración de la Renta para
apoyar a la Iglesia. No le gusta y punto.
No le gusta su ropa.
Le gusta Jesús Vázquez, pero le gusta desde siempre. Recuerda tener una
cinta de casete que sacó hace mil años con una canción titulada «A dos
milímetros escasos de tu boca». Ella imaginaba la boca de Jesús a esa
distancia. Luego supo que era gay, pero siguió imaginando la boca de Jesús
a esa distancia.
No le gusta ver stories de recetas saludables que luego no lo son porque
llevan la hostia de queso. No le gusta que le mientan y caer en esos
ganchos.
No le gusta no tener hobbies o no haber tenido una vocación clara. Nunca
la ha tenido y siempre se ha sentido mal por eso. Le daba envidia la niña
que decía que quería ser actriz o astronauta. Probablemente esa niña trabaje
también de camarera, pero como mínimo tuvo un objetivo al que aferrarse.
Ella no.
No le gusta hacer la compra por Amazon, odia Amazon, pero hace la
compra ahí. Mal.
Le gusta enterarse por sorpresa de que hay un día festivo con el que no
contaba.
Ama, pero mucho, que Guille le proponga planes. Eso no pasa nunca,
pero cree que lo amaría si sucediera.
Durum mixto. Sí. Durum mixto gratinado, que es una cosa que hacen en
un sitio cerca de su casa. TOTALMENTE SÍ.
Sushi con huevitos de pescado encima, no.
Le gusta escuchar «Raffaella», de Varry Brava, mientras limpia el baño.
No le gusta limpiar el baño, pero le gusta escuchar esa canción cuando lo
hace.
No le gusta que Guille compre cosas absurdas como una roomba o una
airfryer, que luego no utilizan.
NO LE GUSTA ROSALÍA. No le gusta, así en mayúsculas, no pasa nada.
PERO NO LE GUSTA.
Odia muchísimo esos enlaces engañosos que dicen cosas tipo: «Procura
no reírte cuando veas cómo es ahora la protagonista de Sabrina, cosas de
brujas». Esos.
A Ana Luisa Borés le gusta mucho el liquidillo que queda al final del
Calippo, cuando ya te acabas el polo y queda ese pequeño sorbo que no
esperabas.
22
El láser
Aquella noche
07 / 05 / 2016
Querida Diana:
Yo le dije que estaba con la regla, pero le dio igual y eso... Pues me
gustó. No te pienses, nada de cohetes ni posturas raras, todo rapidito y
normalito, pero bien. No fue el polvo de mi vida...
Muchos besos,
Ana
Aquel martes fueron al cine y, sin darse cuenta, acabaron compartiendo
armario.
24
Ese día las señoras de la clase de gimnasia estaban raras. Ana lo notó de
inmediato, porque estaban poco habladoras, y eso no era lo normal. Las
clases eran, sobre todo, para hablar. Para que ese puñado de abuelas
tuvieran una ocupación y una distracción; no había operaciones bikinis de
por medio ni mucho menos sentadillas. Los ejercicios tontorrones de pierna
derecha y pierna izquierda o ese paso básico de aeróbic de crear un
cuadrado en el suelo con la punta de los pies (derecha delante, izquierda
delante, derecha detrás, izquierda detrás) lejos estaban de una rutina física
real.
Lo que pasó esa mañana lluviosa fue uno más de los puntos absurdos en
la partitura de la vida semanal de Ana.
Sin saber cómo, dos señoras, Matilde y Transi, empezaron a discutir y
hubo un revuelo. Sí, sí, casi llegan a las manos. Si nunca has visto a unas
ancianas gritarse y querer tirarse de los pelos, qué suerte tienes, pero Ana
no era tan afortunada.
Cuando la monitora de pega intentó separarlas, Matilde le dijo que no se
metiera, que era una puta. Sí, dijo «puta». PUTA.
La trifulca empezó cuando Matilde le dijo a Transi que no lo estaba
haciendo bien, que era torpe, que su torpeza distraía y que ocupaba
demasiado espacio con el paso de salsa básico que Ana, inocente de ella,
había traído a la clase para airear los ejercicios repetitivos, y acabaron
echándose cosas en cara del pasado y llamando puta a la profesora.
—¿Me has llamado «puta», Matilde?
—Sí, me ha salido del alma, lo siento, es que...
—Es que... ¿qué?
Transi, que era sin duda la favorita de Ana simplemente porque le
recordaba a su propia abuela, salió a defenderla rápidamente.
—No le hagas caso, que está senil, la pobre, que se viste con esos colores
porque no acepta que es una vieja y...
Y otra vez los gritos y las acusaciones. La vida debe de ser circular,
porque a Ana le pareció que las ancianitas se estaban comportando como
auténticas niñas detrás de la tapia del colegio.
Ni aunque Ana hubiera sido Jessica Fletcher, la protagonista de Se ha
escrito un crimen, habría llegado al quid de la cuestión, pero a la salida,
mientras todas recogían, Transi se le acercó y le dijo:
—A mí me parece muy bien.
—¿El qué? —contestó Ana desde su desconcierto.
—Pues que ahora... Pues que. Si sales por ahí y conoces a alguien, pues...
que nadie se tiene que meter en la vida de los demás. A estas alturas.
Ana no entendía nada y su cara era un poema, pero de pronto se le heló la
sangre y palideció de golpe, algo así como cuando te falta azúcar y vas
corriendo a la máquina de Coca-Cola.
—Que yo no se lo voy a decir a nadie y que tienes mi apoyo. Eres joven
y tienes que divertirte y pasártelo bien y no hacer caso de lo que digan estas
carcas.
La monitora había notado dispersión y cuchicheo en la clase, pero jamás
de los jamases se le habría pasado por la cabeza que tuviera que ver con
eso. Pero en su cabeza todas las fichas cayeron creando ese efecto dominó,
y recordó a aquella tía en la fiesta de las mil Britneys que dijo que era
familia de una de sus viejitas. Pensó que todo el mundo sabía que se había
besado con otro y sintió que unos neones la apuntaban desde el cielo y que
la letra escarlata estaba bordada en su cuerpo para siempre.
Se torturó. Siempre lo hacía, pero esta vez estaba ofendida porque algo
que había guardado como un secreto se podía haber extendido como un
herpes sin su consentimiento. Ella no quería que ese herpes llegara a Guille,
pero sabía que tarde o temprano él lo sabría. Eso le supo mal y le dolió la
barriga como un retortijón fuerte, como si una mano imaginaria le estuviera
estrujando las vísceras.
25
Pistacho era ese tipo de gato pasota. A veces daba la sensación de que
quería mimos, pero no era cierto. Ana se esforzaba muy al principio,
cuando lo adoptaron, en ser mimosa, en humanizarlo, en hablarle, pero
llegó un momento en el que entendió la indiferencia de Pistacho y lo
respetó como parte de la personalidad de un bicho de cuatro patas que
detesta a los humanos y solo quiere su cuenco con pienso lleno y sin un
círculo vacío en el centro.
Ana pensaba que el carácter de su gato era parecido al de varios novios
que habían pasado por la vida de sus amigas.
Pues Pistacho, que también era ansioso como muchos de esos novios,
comía a toda velocidad y eso trastocaba su digestión. Engullir no está bien
ni en las relaciones ni en el pienso.
Vomitó sobre la funda del nórdico de Zara Home.
Obviamente el gato no disfrutaba con eso, pero su caminar desfilando por
la cama tan pancho, como si estuviera en la pasarela de RuPaul’s Drag
Race, daba a entender lo contrario.
Una de las cosas buenas de tener un novio es poder cambiar el nórdico
juntos. Sí, sueles acabar peleando, pero es mucho mejor que hacerlo sola.
Ana Luisa odiaba hacerlo sola. Era de las pocas personas que todavía
recordaba cómo se hacían las divisiones en cajita, pero era incapaz de poner
la funda limpia ella sola.
Maldijo a Ikea.
Maldijo el invierno.
Maldijo a todas aquellas niñas pequeñas, con nombre y apellido de su
clase en EGB, que le venían siempre a la cabeza cuando fallaba en la vida o
cuando tenía pequeños logros.
Para ella haberse comido la boca en un baño de una fiesta chapucera de
disfraces era un fracaso. Uno gordo. La magnitud del fracaso se medía
fácilmente con la sensación pesada en la boca del estómago. Era un gran
fracaso cuando no pensaba en ello durante un rato, pero de pronto lo
recordaba y tenía esa horrible sensación en el cuerpo de haberte dejado las
llaves una vez cierras la puerta de casa de golpe, ¿sabes a lo que me refiero?
Ese «¡Ay!» que te hiela la sangre. Ella se sentía así por lo de Germán, por el
beso, por ocultárselo a su novio, por saber que había gente que podía
saberlo y por notar que podía ser juzgada o que tenía un expediente abierto.
Imaginó por un momento a todas las niñas repelentes de tercero que la
miraban con desaprobación. Las vio saltando por su cama, riéndose de ella
y llamándola «guarra» mientras hacían peleas de almohada en una fiesta de
pijamas inventada.
Se armó de valor e hizo lo que cualquiera habría hecho: arrinconar a las
niñas criticonas y buscar un buen tutorial de YouTube de cómo cambiar la
funda del nórdico estando sola. La técnica más sencilla consistía en tener la
funda al revés, coger las esquinas, hacer un giro mágico y ¡tacháán! Gladys
María, la muchacha de acento sexy del vídeo, lo hacía a la perfección.
Lo de Ana Luisa no fue nada mágico. Acabó, sin saber cómo, dentro de
la funda, perdida en un desierto nórdico de plumas y acolchamiento sueco,
y se sintió atrapada. Muy atrapada. Y gritó y escuchó reír a las niñas
imaginarias de su clase y cayó al suelo. Se dio por vencida y rompió a
llorar, pero a llorar rollo fuerte, rollo respiración entrecortada, rozando la
ansiedad y la frustración.
¿Por qué?
Porque estaba intentando fingir que todo iba bien, que su vida rutinaria y
cotidiana haría que poco a poco se olvidara del evento del beso, pero se
sentía mal, farsante, mentirosa, y no pudo evitar patalear y llorar dentro de
la funda del nórdico.
Sabía que tarde o temprano se lo diría a Guille e imaginó un mapa de
reacciones posibles. En muchas de las posibilidades, él acababa haciendo la
maleta y pirándose y dejándola sola con un gato que vomitaba
frecuentemente. Cambiando el nórdico siempre sola, y eso la aterró. Sabía
que en algún mundo del metaverso (o el multiverso, no sabía la diferencia)
ella se lo había dicho y ya no estaban juntos, y en ese momento la
frustración que la hacía llorar dejó paso a la pura tristeza que magnificó el
drama.
Ana Luisa Borés era una persona intensa.
Una de las mejores frases de Jessica Rabbit, tal vez la única buena, es esa
famosa cita que dice que no es mala, es que la han dibujado así. Ana Luisa
sabía que no era una persona exagerada, es que la educación, la sociedad, su
madre, Disney y las putas series la habían convertido en esta maraña de
dramas e inseguridades. No está bien echar balones fuera, pero ella
necesitaba tener culpables para hacer autocrítica y empezar a trabajar para
cambiar y ser más como ella creía que debía ser.
Con Mafi, la psicóloga, tenía una relación intermitente. No seguían una
terapia fija, esa manera de trabajar no les funcionaba. Ana la llamaba y
hacían una sesión por Zoom cuando lo necesitaba, por lo que más que una
psicóloga ejercía de una amiga comprensiva a la que llamar cuando estás de
bajón y que sabes que no te va a juzgar (y a la que posteriormente le hacía
un bizum, claro). Ella podía llamar a Diana o a Bea, pero también le sabía
mal pasar su mierda a una mochila ajena y quedarse tan tranquila.
Verse llorando tirada en el suelo, prisionera de una funda nórdica y de un
montón de remordimientos, era suficiente excusa para pedir cita urgente con
Mafi y, como poco, desahogarse. Nunca hacía las sesiones de Zoom en casa
porque le daba pánico que Guille llegara o la pillara criticando que él fuera
dejado en casa o que no tuviera gestos románticos, que era básicamente en
lo que centraba sus conflictos. Pero sabía que Guille tardaría en volver y
decidió contárselo todo.
«He besado a un tío».
«No se lo he dicho a mi novio».
«Me siento como la mierda».
«Quiero decírselo».
«No quiero decírselo».
«Estoy acojonada».
«Me siento mal».
«No me siento mal».
«Me siento un poco mal».
«¿Por qué coño me tengo que sentir mal?».
«Guille es aburrido».
«Guille es el amor de mi vida».
«No quiero hacerle daño a Guille».
«¿Por qué me siento así?».
Un batiburrillo de pensamientos aflorando desordenados esperaban su
turno para convertirse en retahíla de frases soltadas al aire. La boca de Ana
era una metralleta de dudas y sentencias.
Mafi intentó no reír; obviamente le parecía que la chica lo estaba
sobredimensionando todo.
—Ana, ¿es tan importante el beso? No. ¿No?
—No.
—¿Por qué crees que le das tanta importancia?
—Porque estoy programada para...
—Eso es una gilipollez. Eres una persona madura y eso de la
programación es una tontería. No estás programada para nada. Tú tomas tus
decisiones y aprendes de tus actos y las consecuencias de estos; Disney te
influye con ocho años, pero con treinta y cuatro creo que ya eres una
persona con la capacidad de...
— ¡Ya!
Ana no la dejó acabar. Se sentía mal y creía que siempre buscaba razones
para salir de rositas de los conflictos y se paró a pensar: ¿por qué era tan
importante lo del beso si objetivamente parecía una chorrada? Mafi tenía
esa insoportable actitud en plan «Yo lo sé, pero no voy a darte la respuesta,
tienes que llegar tú».
Y llegaría. Otro día, un poco más adelante, pero llegaría.
26
Lo del hotel
Querida Ana:
Te quiere,
Diana
Infiel
Lo de Barcelona
Ana Luisa soñaba con la maternidad muchas veces. No siempre eran sueños
de paz, bonitos y donde encontraba un cometido esperanzador en su nueva
situación.
Ella se parecía cada vez más a su madre. Ella lo sabía. Antes no era
consciente, y cuando su madre se lo decía para chincharla, Ana no daba
crédito y miraba hacia otro lado, pero cada vez era más difícil ignorar la
realidad. Ana se parecía a su madre. No solo por su mueca agria o su ceño
fruncido, no era algo solo de expresión o de físico, que también, sino algo
que tenía que ver con la música interna, con su manera de reaccionar o por
la carencia de paciencia. No la tenían ni la madre ni la hija. Primero creyó
que no se parecía a su madre. Luego entendió que se parecía a su madre,
luego luchó por no parecerse y luego se entregó, aceptó que iba por el
mismo camino y que sería una versión dos punto cero se pusiera como se
pusiera. La educación había jugado un papel fundamental, claro, pero
también la genética. Sí, la genética te acota los límites de tu expansión
personal y humana.
Por eso Ana no quería ser madre. ¿Para qué iba a crear otra ella si
haciendo balance no podía definirse como alguien feliz o como una persona
que dejara huella en el mundo? ¿Pasaría algo si se parara la cadena de
montaje que creaba el prototipo Ana de generación en generación? No. Eso
la entristecía, porque, aunque era joven, ella creía que ya no lo era y notaba
que se le había hecho tarde para todo. Una desagradable sensación.
Empezó a sentirse mediocre en su adolescencia, sí, pero ahí todavía no
sabía que iba derechita a convertirse en su madre; aún tenía ilusión por ser
alguien, no necesariamente una famosa cantante o la presidenta de los
Estados Unidos, pero sí alguien.
Ana admiraba a la gente que traía hijos al mundo, porque ya estamos tan
concienciadas de que un niño te absorbe la leche, la vida y la energía que no
acababa de entender cuál era el motor real para ser padres. Los padres
envejecen antes, salen menos, gastan más, descansan poco y no pueden ni
cagar solos. ¿Sería una carencia de instinto lo que hacía que ella no viera lo
bueno de la maternidad o simplemente se había pasado el juego y le hacía
una peineta al futuro y a su propia programación biológica? Cada una es
libre de hacer lo que quiera con su vida, pero cobrando tan poco, estando
casi siempre con actitud de lunes y con falta de horas de sueño, le parecía
difícil convertirse en la capitana del barco de una familia. Guille quería ser
padre. Bien por él.
Ay, Dios... Igual no plantearme tener un hijo con él es el neón luminoso
que me está indicando la salida.
Pensó en muchas cosas. Pensó que hipotecar a ese chico en una relación
en la que ella tenía claro que nunca aparecerían los churumbeles era injusto.
Se agarró bien fuerte a ese pensamiento y mientras desayunaban en
silencio, porque ella se había levantado con pocas ganas de socializar y
ningunas ganas de fingir, lo miró pensando que le estaba haciendo un favor
y que él estaba obsesionado con poner lavadoras, pero no sabía si sería
capaz de cambiar un pañal, ya que en muchos momentos había tenido
problemas para desabrochar un sujetador.
Luego, mientras se duchaba, sintió que ese pensamiento era propio de
una harpía y se sintió mal. Tenía que empezar a dejar de odiar a su novio al
que quería. Ella lo quería, pero era cierto que tras el polvo maravilloso del
sofá, aquel en el que se dijeron que se querían y acabaron comiendo nachos
con todo, ella había vuelto otra vez a sus pensamientos destructivos y
recurrentes, porque notaba que no había evolución y que ambos estaban
otra vez en la casilla de salida.
Algo tiene que cambiar. Él. Ellos. Ella. Algo.
30
Cuando Diana encontró una cajita con un anillo con un diamantito (o lo que
fuera) en el cajón de los calzoncillos de Tito, notó que se le encendían las
orejas. Era una reacción común en ella. Era como una señal de alarma de
que algo se desordenaba en su corazón o en su cabeza. Le pasaba también
cuando la temperatura cambiaba de golpe o cuando se iba a poner enferma.
Su cuerpo era sabio y sus orejas eran el termostato de emociones más fiable
que podía tener.
Quiso llorar, pero no lloró. Se llevó la mano a la boca para tapar un
gritito mudo y se sentó observando el anillo durante un buen rato.
El matrimonio no es hoy en día lo que era antes, pero para ella tenía un
montón de connotaciones relevantes. Podía decirse que en el momento en el
que encontró la cajita entre un montón de bóxeres perfectamente doblados y
ordenados por colores, sus inseguridades desaparecieron, haciéndola sentir
una persona totalmente validada o lo que es lo mismo, normal.
Diana siempre se había sentido diferente. No era cosa de ella, la gente
siempre se había encargado de hacerla sentir rara. Ella había aprendido a
vivir con esa amarga sensación, como cuando un taxista le hablaba con un
género que no era el suyo o cuando el hijo pequeño de una amiga
denunciaba la gravedad de su voz, poco propia en una mujer. Diana, polite
como la que más, salía al paso de esas microescenas de discriminación,
pero se sentía insegura y frágil al respecto.
Después de empezar su transición pensó que sería muy difícil conseguir
que alguien la quisiera tanto como para arriesgarse a tener una relación con
ella. Al principio, cuando empezó a salir por ahí mostrándose ella misma,
despertó mucho interés en los chicos, en algunos de ellos, pero descubrió
que un porcentaje muy alto no podían verla más allá del puro fetiche o el
interés de querer estar con una chica «así». Siempre se mentalizó de que eso
podía pasar y de que la soledad iría de su mano hasta que conoció a Tito, y
él le quitó la tonta idea a golpe de besos y cariños. Cada pequeño logro
dentro de la relación hacía que Diana se sintiera especial y que ganara en
seguridad... Sí, está mal dar ese poder a nuestra pareja, pero nadie nace
enseñado y menos en lo que al amor respecta. Validarse frente a los chicos
la hacía sentir segura y empoderada, pobrecilla. Por eso, haber encontrado
ese anillo simbolizaba para ella como una pantalla final. LA pantalla final.
Aunque en todas siempre tienes que luchar contra el final boss, y se temía
que el malo en esta pantalla era ella misma.
31
Macerando
Lo de Jairo
No, Ana Luisa Borés nunca había sido infiel. Aunque todo depende de lo
que tú entiendas por infidelidad. Besarse con otro era la primera vez. Pero si
el deseo contara como infidelidad en el concepto que tú tienes ella, sería
una campeona, la reina de las traidoras, porque su mente inquieta se
disparaba en varias ocasiones creando todo tipo de escenarios ficticios en
los que su unión con Guille se esfumaba. No estaba emparejada nunca más.
Cuando tienes novio, miras a otros y piensas en ellos o piensas en dormir
en diagonal, sola. Cuando no lo tienes, solo te aterra el frío del invierno o
no tener apoyo para ver las películas en el sofá. Y follar, follar también está
bien cuando tienes novio.
Ella tenía novio. Ella quería a su novio, pero durante un tiempito, tres
meses más o menos, también quiso a Jairo (o creyó quererlo). Pero esto fue
hace mucho, dos años antes del beso aproximadamente.
Fue algo instantáneo. Cuando Jairo entró como extra en el restaurante y
empezó a coquetear y a buscarle las cosquillas a Ana, metiéndole puyitas
tontorronas en un idioma que ambos inventaron, ella se conectó
automáticamente con la Ana pizpireta que se había perdido a finales de sus
veinte.
Ella se vestía pensando en si a él le gustaría.
Ella hizo ejercicio pensando que él lo notaría.
Ella se peinó —algo que normalmente... no hacía para verse bien— para
ella, pero sobre todo para él, que no nos engañe.
Si lo piensas, es como que él, sin saberlo, la animaba a ser mejor en todos
los aspectos.
Y amanecía pensando en ese argentino lampiño y se metía en la cama
fantaseando con él.
Una vez soñó que le cogía de la mano delante de una hoguera en una
fiesta del 4 de julio, como si ella celebrara eso... Y se levantó tan boba que
hasta Guille le preguntó por la extraña sonrisa durante el desayuno.
Entendamos por desayuno comer una tostada requemada apoyada en la
encimera, nada de porridge ni coloridas preparaciones de avena y frutas
hechas la noche anterior. Ella era vaga, recuerda.
Pero lo de Jairo, del que estuvo enamorada hasta las trancas durante esos
tres meses, no fue motor suficiente para que la chica diera un golpe en la
mesa en su relación, para que compartiera este sentimiento o para que la
lista de defectos de Guille pesara tanto que la balanza tuviera que
decantarse por la despedida. Y esta vez, que era un besito de cuarenta y
cuatro segundos, sirvió para que ella se sentara, respirara hondo y atrajera la
atención de su novio, obligándole a pausar la consola.
—Necesito tiempo.
—¿Tiempo para qué?
—Pues no sé, pero lo necesito. Supongo que no saber contestar hace que
sea más gráfico que necesito estar sola.
—Ah.
Guille frunció el ceño intentando averiguar en qué se había equivocado
esta vez, pero no le dio tiempo a argumentar o a pedir explicaciones. Ana
había soltado la comadreja debajo de la mesa y se había levantado de un
salto.
¿Estaba Ana Luisa mintiendo? ¿Estaba huyendo realmente por algo tan
simple como un beso? Ella creía que sí. Ella no dejaba de pensar en todo lo
malo que tenía aquella acción tan breve y tan eterna al mismo tiempo.
Cuarenta y cuatro segundos de saliva y experimentación con una boca
diferente, cuarenta y cuatro segundos de una primera vez, cuarenta y cuatro
segundos de conectarse con su ella de antes de Guille... Pero eran tantos
cuarenta y cuatro segundos juntos que se convertían en horas eternas de
pesadumbre y de asuntos por resolver.
La cara de Guille era el mapa de un puñado de muecas fáciles de
catalogar. Parecía que iba a romper en llanto, luego microsonrió, después
retiró la mirada de la de su novia y su tez se tornó de uno de esos blancos
rotos que jamás pondrías en tu pared. Estaba desconcertado, decepcionado
y derrotado, no quería luchar, no quería argumentar, porque sabía que pocos
ejércitos saldrían victoriosos de una retahíla de preguntas al amor de su
vida. Escondió sus reacciones, casi como si le diera pudor sentir, detrás de
sus manos. Se frotó la cara como si borrara un telesketch reseteando su
expresión, asintió con los ojos achicados para sintetizar todo el torbellino de
desolación y de gritos con silenciador y traducir así su corazón hecho
añicos en cuatro únicas letras.
—Vale.
Ana lo vio tan frágil, tan vulnerable que dio marcha atrás de golpe.
—Ana, ¿quieres que lo dejemos?
—No. No. ¿Qué dices?
—Ah, joder, qué susto.
Él respiró tranquilo.
—Es que estoy un poco agobiada por todo, no sé, no estoy bien, pero no
me apetece hablar de ello.
—Vale, pero estoy aquí para lo que necesites. Ven.
Él le abrió los brazos y ella tuvo que ceder y aceptar el abrazo. Había
estado a punto de dejarlo, pero no había sido capaz y ahora se sentía mal
por haber puesto las cartas encima de la mesa, aunque luego fuera todo un
farol.
33
Atracón
Diana y Tito
Reencuentro
Era algo que Ana Luisa Borés hacia a menudo. Antes. Antes de sentirse
mayor, antes de sentirse vieja. Antes de que sus rodillas hicieran clac-clac
como si fueran las de una Barbie de imitación, una Barbie falsa, muy falsa
con alambre en las rodillas que hace clac-clac.
Antes lo hacía, antes se permitía el tomarse la tarde para ella. Pasear,
ojear una revista que nunca compraría cuando en Fnac todavía vendían
revistas... Y eso fue lo primero que le llamó la atención cuando entró al
centro comercial. Ya no tienen putas revistas aquí, pensó.
La Ana soltera, la de antes del concierto de Muse, caminaba por los
pasillos de Fnac porque le parecía un lugar perfecto para encontrar el amor.
Sí, ya lo sabes, la programación. Estaba programada para hacer ese tipo de
polladas que empezaban llenas de esperanza para perderla y nadar en la
frustración. Es maravilloso sentirte como la heroína de una comedia
romántica hasta que notas que no pasas el casting para el personaje
principal. A ella le gustaba deambular por esos pasillos llenos de libros,
notando cómo sus pies rozaban la moqueta a cada paso y cómo se creaba
una extraña comunión de paseantes culturetas buscando el amor entre
ediciones a punto de ser descatalogadas de DVD que nadie compraría nunca.
¿Recuerdas que en Fnac podías escuchar los CD antes de comprarlos? Ella
lo recordaba. Y le gustaba recordarse así. Sola, con una gabardina hecha
polvo que tenía los bolsillos rotos por los que siempre se le caían las llaves
o la barra de cacao, con un moño mal hecho, sin maquillar y dudando si
cortarse el pelo como Amélie mientras escuchaba la banda sonora
compuesta por Yann Tiersen. Esa banda sonora nos hizo mucho daño, pero
cuando eres una veinteañera que te proyectas como la protagonista de una
comedia romántica en un centro comercial, te viene como anillo al dedo.
Nunca encontró el amor allí, nunca intercambió recomendaciones literarias
con nadie (habrían sido recomendaciones chapuceras, porque ella de
literatura no sabía nada), y poco a poco ese decorado de ciudad fue
perdiendo su interés. Antes no tenía un duro para comprar nada ahí...
Ahora, podría permitirse tres o cuatro libros en una sola compra, pero ya no
iba... Hasta aquel jueves raro, en el que salió un poco antes, en el que sus
pies la alejaron de la entrada del metro de Callao y la desviaron hacia Fnac
como si ella no los controlara. No había revistas, no había auriculares para
escuchar los CD, aquel sitio ya no era el mismo, ella no era la misma, pero
pudo reconocerse en un puñado de chicas solas que deambulaban buscando
el amor... y pensó:
Qué pena que ya no salga a pasear sola. ¿Por qué dejé de pasear sola?
Se dio rabia. Sí, se dio rabia a sí misma. No se gustó así desaliñada, con
su ropa oliendo a falafel y desencantada, y decidió tomarse la tarde (o un
ratito) para ella...
No le hicieron falta muchos pasos o enzarzarse en debates internos
consigo misma porque, tras bichear un par de escaparates con los que se
quedó embobada, se topó con Germán, el chico de la serpiente de peluche.
GUAU.
BOOM.
Es lo que pasa cuando te sales de tu camino marcado y te saltas la línea
que tú misma trazaste, pues que te topas. Te topas.
Se topó... A ver, bueno, ella lo vio de lejos y se escondió literalmente en
un estanco. Toparse, toparse, tampoco. Ojalá fumara, pensó, pero le dio
igual disimular o no frente a la dependienta que le cambiaba el paquete por
uno de una estupenda marca de cigarros mentolados...
El corazón se le aceleró una cosa mala.
¿Me habrá visto? No, no puede ser.
Él no la había visto, claro que no. No la habría reconocido. Una fugaz
tortura empezó a pico y pila en el corazón de la chica, convenciéndola de
que la había visto, pero se había hecho el longuis porque ella lo había
horrorizado. Ella no estaba en ese día de guapo subido y de pelo gracioso,
no, no era ese día. Se miró reflejada en una vitrina llena de grinders,
cachimbas y cigarrillos electrónicos para confirmar que no estaba mona,
pero tampoco era de sus peores días.
—¿La puedo ayudar en algo?
Ella le hizo un gesto rápido en plan para que se callara. Se llevó la mano
al pecho como si eso pudiera apaciguar su taquicardia, pero no fue así, no
paró. Exhaló por la boca como tantas veces había visto en las películas y
asomó la cabecita hacia la calle. ¿Qué vio?
A Germán. Un chico joven con el pelo como si se acabara de levantar de
una siesta de tres horas en un sofá. De brazos fuertes y chándal. ¿Llevaba
calzoncillos? Probablemente no... Sí, él le despertaba un instinto de lo más
animal y sus ojos se lanzaron como dardos a su entrepierna. Benji Price.
Susurró «Benji Price» frente a la mirada atónita de la dependienta del
estanco. El chico estaba repartiendo flyers frente a la puerta de un teatro en
el barrio de las Letras. No tenía mucha suerte, pero cuando algún peatón se
llevaba el papelito, el muchacho sonreía y un par de hoyuelos como
disparos a traición adornaban su sonrisa.
Qué guapo. ¿Tenía esos hoyuelos? No los recordaba. ¿Qué hago?
El guionista de la vida de Ana había querido crear ese encuentro, por lo
que ella debía ceder y acercarse. Apechugar, vamos, pero ¿qué pasaría? ¿La
cogería con sus fuertes brazos y la metería en la sala para empotrarla
encima de la escenografía barata que probablemente tenía en su obra? ¿La
reconocería? ¿Se arrepentiría de haberla besado? ¿Le echaría en cara que no
le hubiera hecho follow back?
Cámara lenta. Todo se volvió a cámara lenta. Ana se armó de valor y
recordó aquella película asiática, In the mood no sé qué, en la que la
protagonista se cruzaba con el chico que le gustaba mientras llevaba un
táper con fideos o algo así (ella no recordaba muy bien la peli porque se
quedó dormida), pero recordó la banda sonora y la imaginó en su cabeza
mientras caminó frente al chico intentando contener sus temblores
nerviosos para no parecer un chihuahua asustado. El destino quiso que ella
lo viera, pero el mismo destino quiso que él mirara en esa dirección. Por lo
que la poesía urbana reventó completamente y la escena volvió a un ritmo
de lo más normal. Una velocidad tan normal que hacía que todas las
personas pasaran desapercibidas por el barrio de las Letras, incluido
Germán e incluida Ana.
36
Ahora sí que sí
Esa mañana lo tenía claro. Las dudas habían desaparecido del batiburrillo
de ideas y conceptos que naufragaban en el pensamiento de Ana. No te
equivoques, no tenía que ver con el encuentro con Germán o algo así.
Bueno, haberse encontrado con Germán y sentir cosas nuevas y diferentes
era como la cerilla que enciende la mecha del petardo en el que ella se había
convertido. Esa mañana lo tenía claro, sí. Iba a dejar a Guillermo. Y por
mucho que él llorara, no iba a recular como en su último intento.
No necesitó sentarse para hacer de nuevo una estúpida lista, llevaba días
paseando por el jardín de defectos del chico. Notaba cómo la vida se
consumía a toda velocidad, sí, se había despertado tontorrona ese martes y
se imaginaba a sí misma como un cigarrillo que se consume apoyado en un
cenicero sin que nadie lo disfrute, sin que nadie le dé una miserable calada,
y ella no quería eso. Ella no quería ser un cigarrillo.
Esa mañana lo tenía claro. Eran las 9.25, no había pegado ojo y miraba al
chico respirar profundo a su lado con la boca abierta sabiendo que ya, que
ya estaba. Es que él, si ella no se levantaba, podía seguir eternamente en la
cama porque no tenía iniciativa. No tenía iniciativa, era aburrido y se
comportaba como un niño. Sí, la quería.
Sí, me quiere.
Pero ella a él, no. Eso se repetía, que no le quería de la misma manera.
Que sí que le quería, pero menos; sí, bastante menos o diferente. No le
apetecía estar con él. No quería estar con él. Estaba apoyada en esas teorías
místicas facilonas que defienden que si no cierras una puerta, no se abre
otra; que si llevas una luz roja en la cabeza de ocupada en vez de una verde
de disponible, el destino no te pondrá nuevos pasajeros y retos en la
carretera. Sentía que había llegado el momento de estar disponible porque
llevaba tanto tiempo pensando en las posibilidades, en lo que se estaba
perdiendo, en lo cerca que estaban los cuarenta y en lo en coma que estaban
sus mariposas del estómago, que lo más fácil era saltar del barco. Hasta
aquí.
Entró en el baño, se bajó las desgastadísimas braguitas y se sentó en la
taza. Mientras hacía pipí miraba sus bragas viejas y pensó que eso también
era una señal, que si llevaba ese tipo de ropa interior hecha polvo con lo
baratos que eran los packs de tres o cuatro bragas en Women’secret, era
básicamente porque no se respetaba y porque se había echado a perder.
Terminó de orinar, pero no se levantó porque estaba justo en medio de uno
de sus monólogos internos.
Solo tengo una vida. Esta relación... No, es que esta relación no va a ir a
ningún sitio. Es injusto para él y es injusto para mí, porque aunque nos
queremos, querer no es suficiente para mantener una relación, no. Es que
yo necesito otras cosas, es que él no me las puede dar, no me las va a poder
dar nunca.
Y antes de que callara su máquina de pensar tópicos y clichés de las
relaciones, él entró en el baño.
—Buenos días, amor.
Guille, que sí, se estaba rascando las pelotas, se agachó para darle un
beso en la mejilla a su novia, que seguía sentada en la taza. Ella lo recibió y
se enterneció, pero no flaqueó en su intención. Cortó un trozo de papel
demasiado grande, se secó las gotitas de pipí que le quedaban y se subió las
bragas viejas, símbolo de tantas cosas.
—¿Has descansado, Anita?
Anita, ¿por qué me llama Anita? Es que no me gusta que me llame Anita,
no me gusta nada.
—No, no mucho...
—Vaya, lo siento. Yo he soñado unas cosas loquísimas, como que
estábamos, no me acuerdo, en una tienda de animales, creo... Y veía a los...
Como a unos... Como Timón, de Timón y Pumba. Un perro de...
—Un suricato, Timón es un suricato.
—Eso.
Guille se echó pasta de dientes en el cepillo, una cantidad exagerada de
pasta de dientes en el cepillo, algo que ella no podía entender en absoluto, y
antes de que él terminara de lavarse los dientes, ella le dejó. Lo hizo.
Terminó la relación con una sola frase que él entendió a la perfección.
—Guille, que ya.
Él la miró. Y quiso articular un «¿Qué?», pero tenía la boca llena de
espuma con olor a clorofila chorreándole por las comisuras y no pudo.
—Que ya... —insistió ella.
Esa fue la madura conversación que Ana Luisa Borés había estado
maquinando y macerando todo este tiempo, pero supongo que la conexión
de los años que llevaban juntos hizo que él no necesitara más que esas dos
palabras. «Que ya».
Guille, ese chico que coleccionaba muñecos de los Thundercats y que se
reía con las caídas de FailArmy o que disfrutaba de las cosas simples como
un bote de Pringles verdes o dos litros de Coca-Cola Zero, asumió que su
novia lo estaba dejando. No intentó defenderse, no intentó argumentar nada
o convencerla de lo contrario y, al mismo tiempo que se le empapaban los
ojos e intentaba contener el llanto, se le empapaba también la lengua de
palabras que nunca diría. Bueno, sí, a su psicóloga un par de años después.
«Cuando Ana me dijo “Que ya”, pensé que mucho había aguantado y yo
qué sé. ¿Sabes esos concursos en los que pierden, pero se llevan un premio
de consolación? Yo sentí que tenía un premio de consolación, o sea, un
premio. No sé, que yo ya había ganado cuando la enredé la primera vez y
mucho había aguantado. Ella es, cómo te digo esto... Mucho. Es guapa,
inteligente, creativa aunque no lo reconozca, porque es creativa de las cosas
del día a día, que cocina poco, pero cuando lo hace se inventa unas movidas
que igual no están buenas, pero da gusto verla hacerlo. Da gusto verla hacer
cualquier cosa y cuando me lo dijo, pues pensé que merecía algo mejor que
yo. A ver, lloré como un hijo de puta. Intenté no hacerlo, pero lloré y la
quería abrazar, pero no sabía si eso estaba bien, si procedía o si ella lo iba a
interpretar como un intento de agarrarla para que no se fuera. Supongo que
eso es el amor, querer a alguien y querer que sea feliz, que sea mejor y no sé
si yo... ¿Qué le puedo ofrecer yo que no le haya ofrecido ya? Si era, por lo
menos para mí, algo que sabía que tenía que pasar tarde o temprano. Me dio
mucha pena... Mucha pena».
En ese momento, en el de las dos palabras de Ana, el «Que ya», todo se
volvió un poco loco en la casa. Ana diciendo cosas sin sentido,
justificándose y echando balones fuera y Guille intentando no llorar. Un
cuadro, uno borroso, como un mal recuerdo, una coctelera con los
ingredientes equivocados. Pues para complicarlo, Pistacho, el gato gordo al
que nadie acariciaba, entró en escena y empezó a vomitar. Vomitó por toda
la casa, como si quisiera confeccionar un mapa del tesoro a base de esputos.
Cuando un animal enferma, se crea un silencio en el hogar. Nunca sabes
si lo que le pasa es suficiente para ir al veterinario o si, por el contrario,
deberías quedarte en casa y hacerle unos mimitos y darle chuches. Por eso
lo más normal es ver a los dueños observando fijamente a las mascotas
pochas pensando si salen o si no. Si se ponen los zapatos o si encienden
Netflix. Los veterinarios son caros y la pereza siempre tiene falsos
argumentos de peso para quedarse en casa. Pero este no era el caso.
Pistacho estaba enfermo, muy enfermo. Lo observaron un rato y a la
mínima, entendieron que el gato estaba mal, muy mal.
Sin decir nada y demostrando que eran un equipo de puta madre, Guille
empezó a limpiar el reguero de escupitajos y flemas mientras que Ana ponía
a punto el transportín y buscaba la cartilla del animal.
Habían visitado a varios veterinarios en el pasado, pero nunca habían
dado con ninguno que les gustara tanto como el de la Universidad
Complutense. Era un hospital universitario, demasiado barato, pero les
parecía el mejor. Así que se lanzaron a la carretera sin pensar si seguían
siendo novios o si ya no lo eran. Solo hablaban del gato. El gato esto, el
gato lo otro. Que si el pienso, que si le había dado demasiado el sol, que si
había comido algo que no debía o que si tenía cáncer gatuno, que se ve que
existe y es peligrosísimo, y que si al gato de no sé quién le había pasado no
sé cuándo.
¿Quién les iba a decir a esa pareja recién separada que su gato, que tenía
nombre de fruto seco, iba a estar totalmente intoxicado? Así era. Algo tan
bonito como un narciso lo había envenenado lentamente. Por suerte, el
conflicto se resolvió a tiempo, pero eso no quitó que Guille se pusiera a
llorar exageradamente sintiéndose culpable, porque él había visto al gatete
comer plantas del minijardín que tenían y no le había dado más
importancia.
—Yo no sabía que eso era venenoso, yo no sabía que eso era mortal, no
podría perdonarme si le pasara algo...
Por suerte, el gato fue rescatado a tiempo.
Guille no era consciente de la analogía.
Cuando Ana Luisa Borés vio a su novio como un ente sensible con
sentimiento de culpa, quiso pedirle disculpas por haberle escupido a la cara
sus inseguridades a modo de ruptura, pero no lo hizo. Llegaron a casa e
intentaron que el gato durmiera con ellos, pero fue imposible. Pistacho no
era esa clase de mascota y estaba medicado, solo quería estar fresquito en el
suelo. El impulso de querer abrazar fuerte a su casi ex le pareció maternal y
eso le preocupó un poco, así que simplemente le dio la espalda e intentó
rozar el pie del chico con el suyo propio, algo así como si se cogieran las
manos de un modo oculto. Él se dejó rozar y ambos se quedaron dormidos.
A la mañana siguiente, ella preparó una bolsa, hablaron del gato y poco
más, y Guille dejó que se marchara sin intentar convencerla. ¿Qué hubiera
hecho ella si él lo hubiera intentado? ¿Tú qué crees? Yo lo sé, pero me lo
quedo para mí.
37
Un taxi
Cuando Ana Luisa cerró la puerta de aquel taxi, notó que daba un portazo
de mala manera a los años que había pasado con Guille y empezó a sentir
un sentimiento hasta ahora desconocido. Una especie de frío helado en la
boca del estómago sazonado con dudas, remordimientos. UNA MIERDA DE
SENTIMIENTO. ¿Por qué se sentía tan mal si creía que estaba haciendo lo
correcto? Lo normal es que, aunque se sintiera triste, tuviera una sensación
reconfortante de alivio, de juventud, de comienzo. Intentó buscar la
sensación de alivio entre todos los rincones y recovecos de su corazón y ahí
solo había un puñado de recuerdos cotidianos y de planos a cámara lenta de
aquel chico al que le puso el pendiente en un concierto de Muse.
Pero, como ser huevona le venía de su madre y era algo genético, no
podía permitirse el margen de duda, así que intentó perderse entre un
puñado de reels de recetas para ver si dejaba de pensar en él. Imposible. No,
tampoco le entró hambre. Solo más y más pena.
Nunca se había visto en otra escena igual, nunca se había sentido la
heroína de una película del mediodía que se dirige al aeropuerto y espera a
que el galán la socorra tras pasar el control, pero ¿a qué galán esperaba? El
único que podía salvarla era su sentido común, pero no estaba invitado a la
fiesta de las soledades.
El taxista, que no dejaba de mirarla por el retrovisor, le preguntó si estaba
bien y ella, borde y seca, le escupió un: «Prefiero no hablar. Gracias» de lo
más clasista y maleducado. Creía que se lo podía permitir. Ella era la
protagonista del drama y él, un mero figurante metomentodo.
Él siguió conduciendo en silencio.
Ella siguió sufriendo también en silencio.
38
El sofá de Bea
A ver, era obvio que Guille y yo nos teníamos que reencontrar porque
literalmente yo me fui de casa con lo puesto, con una mochila con tres
bragas, un cepillo de dientes y un cargador. Es maravillosa la aventura de
empezar y de permitirte comprarte ropa nueva, cosas nuevas para la nueva
tú, o sea, para la nueva yo pero, reconozcámoslo, soy puto pobre. Cuando
le dije de quedar, estuvo pues como era de esperar, tirando a cortante,
¿vale? Lo entiendo. Creo que estos días de separación me había apoyado
totalmente en el anhelo, la expectación y lo nuevo, pero Guille creo que
sigue ahí clavado en el sofá intentando digerir que ya no estoy. Le duele. Le
duele mucho.
Cuando entré con mi llave, porque aún la tengo, lo encontré en la misma
posición que lo dejé, sentado en la esquinita del sofá agarrándose las
manos. El chico necesitaba cariño. Dejé las llaves encima de la cajonera
que siempre odié, esa que no pegaba con nada en esa casa, como yo, y...
Buf, me quedé en silencio. ¿Por qué me siento así? Me había encargado de
enumerar todas las cosas que odiaba de Guille, pero cuando lo vi sentadito,
con su pantalón de pijama viejo lleno de bolitas, lo noté como si él fuera mi
propia casa. ¿Suena raro? Como si nunca me hubiera tenido que ir, vaya...
Y todas las ganas de explorar, de que me pasaran cosas, de empezar se
convirtieron en... No sé.
Yo sí lo sé. Se convirtieron en ganas de abrazarle. En ganas de
acurrucarse sobre él y recuperar la sensación de pertenencia que había
perdido con el portazo. El silencio duró más de lo que se podría aguantar en
cualquier obra de teatro. Mucho. Guille no quería sostenerle la mirada y su
cara volvía a mostrar el catálogo de sus clásicas y representativas
micromuecas que parecían un acto reflejo, muecas involuntarias. Una casi
sonrisa, un pequeño suspirito y las manos frotándose. Suerte que no era
Pinocho; si lo fuera, habría salido ardiendo, te lo juro.
Cuando te subes a la montaña rusa, no puedes bajar hasta que acaba. Es
de las pocas atracciones en los parques temáticos que no se pueden detener
hasta que no finalizan el ciclo. Ana quería finalizar su aventura en busca de
su independencia, quería tirar al suelo su renuncia, abrazar al chico y
pedirle que la perdonara, que su sitio en la vida era en ese sofá, a su lado,
comiendo Gublins y viendo Community, pero el orgullo y la incapacidad
emocional para dar el volantazo adecuado le frenaron el impulso y se
intentó convencer de que las ganas locas que tenía de follarse a ese
muchacho, de abrazarle y de darle besos por toda la cara, la polla y la
espalda no eran más que un espejismo fruto de la necesidad, del vértigo o
del miedo.
—Voy a...
Ana no terminó la frase, no encontró las palabras y decidió finalizarla con
estúpidos gestos que indicaban que subiría la escalera.
Marcel Marceau: 1 – Ana Luisa Borés: 0
Después de subir la escalera, notó que le faltaba el aire y te aseguro que
nada tenían que ver los catorce peldaños que tan bien conocía. Empezó a
moverse de un lado a otro abanicándose con las manos. Quiso sentarse en la
cama, pero pensó que si lo hacía, no podría levantarse nunca de allí. Sacó la
maleta del canapé y empezó a meter cosas dentro de ella como si fuera un
concurso de la tele en el que tienes que coger todas las prendas que puedas
en cinco minutos.
—Esto sí, esto también, esto y esto y esto...
Al ver que la maleta no podía cerrarse por mucho que la apretara, se dio
cuenta de que no había manera de meter todo eso allí a la fuerza y recordó,
fíjate qué tontería, a Pol, el segundo chico con el que tuvo relaciones
sexuales. Un chico catalán que le destrozó el corazón y lo otro en el asiento
de atrás de un Ford Fiesta. Fiesta, poca; dolor, mucho. Ese chico quería
estar dentro de ella sí o sí, y ella le deseaba, pero el cuerpo tiene que
estimularse un poco para que las compuertas se abran. Tú no puedes entrar
en el centro comercial a toda prisa, tienes que esperar a que las puertas
mecánicas te lean, te sientan y entonces, poco a poco, se abren. Pol, el chico
catalán, era un ansioso; intentó derribar las puertas y solo derribó las ganas.
Ana apretó la maleta y pensó que lo había hecho todo mal desde el
principio, desde que metió ese vestido verde de raso que jamás se pondría.
Lo había puesto todo tan mal, anteponiendo lo nuevo y colorido, que lo
básico ahora no le cabía, y a la fuerza ni se puede entrar en una chica en el
asiento de atrás de un Ford Fiesta, por muy enamorada que esté de ti, ni
tampoco se puede cerrar una maleta que no quiere cerrarse.
El crujir de los peldaños de madera avisó a Ana de que Guille estaba
subiendo al dormitorio. Ella no se quiso voltear para verle, pero notó cómo
se apoyaba en el marco de la puerta y la observaba.
—¿Necesitas ayuda?
—Eh... No, no, ya casi está.
La chica sacó algunas cosas absurdas (como la sudadera de Bob Esponja)
que ocupaban tanto espacio y, aunque era de sus favoritas, prefería dejarla
ahí que no conseguir cerrar la maleta para irse.
—¿Quieres... hablar o...?
Guille se había armado de valor para soltar esas tres palabras, y Ana flipó
al ver que por fin el chico había tenido los cojones necesarios para plantear
una conversación.
—No, creo que no —contestó Ana pasando de puntillas por el conflicto,
otra vez.
—No sé, es que no te quiero presionar, pero es para poder superarlo, ¿no?
Tengo que entenderlo y no entiendo qué ha pasado... ¿Qué ha pasado, Ana?
—Pues que ya está.
Ella quería salir del paso, pero era difícil, porque esa estrenada seguridad de
su ex (o lo que quiera Dios que fuera) le daba un aire de lo más... nuevo.
Ana tragó saliva pensando en que tenía unas ganas locas de arrodillarse
frente a él, mirarlo desde abajo y entregarse en cuerpo y saliva, pero pensó
que no se lo podía permitir, que sería raro y oh, Dios, ella no podía dejar de
mirar el paquete que se adivinaba a través del pantalón de pijama. ¿Llevaba
calzoncillos? (Tenía fijación con esto, cada una con lo suyo). No, no
llevaba. Guille se metió las manos en los bolsillos. Ese gesto sencillo
también le resultó de lo más viril y sexy, y pensó que o salía de allí
corriendo o necesitaría que él entrara en ella y no le parecía apropiado,
aunque lo estaba deseando con todas sus fuerzas.
—No me apetece hablar, Guille, no sé cómo explicarlo, no quiero estar
aquí y noto que ya está...
—Pero es que eso es muy abstracto, Ana. ¿He hecho algo o...?
Lágrimas. Él, que había aguantado la compostura como un campeón, no
pudo frenar más y su niño interior afloró desnudo, un niño que solo quería
que lo abrazaran, que le limpiaran las lágrimas, que le sonaran los mocos,
que le acariciaran el pelete y que le dijeran que todo iba a ir bien. Su voz se
quebró y no, no pudo terminar ni la frase ni la conversación.
Ana hizo de tripas corazón y las ganas de abrazarle fueron su motor para
salir a toda prisa de esa casa.
Pequeñas
Teatro
¿En qué momento empezó a interesarle? Pero si decía que le daba pereza...
Chica, yo qué sé. El puro aburrimiento o la posibilidad.
La entrada a la obra que representaba Germán costaba dieciséis euros,
por lo que no se podía considerar una propuesta amateur aunque los actores
no dieran pie con bola y la escenografía estuviera (mal) hecha con cajas de
cartón. El contenido era lo de menos. Cuando Ana sacó la entrada, sintió lo
mismo que se debe sentir al robar en El Corte Inglés y pasar después por el
detector. Por muy buena ladrona que seas, siempre se cruza el arco de la
alarma con el pavor y el tembleque generado por la adrenalina. Ella estaba
histérica, le sudaban las manos con las que retorcía el chapucero programa
de mano impreso en el papel con el gramaje más pobre y barato de la
copistería.
Desde la butaca, y dado que la obra era un batiburrillo de ideas
desordenadas sin pies ni cabeza, Ana dejó volar la imaginación... y esa vez
no pensó en interminables listas de la compra o en ponerse las pilas para
buscar una habitación propia y salir del sofá de su amiga o en cómo sacarle
más partido a su ropa con diferentes combinaciones para que pareciera que
estrenaba outfits nuevos... No. Esa vez se perdió en un mundo fantástico de
escenarios inventados en los que, a través de una pequeña ventanita con
forma de corazón, podías ver la idílica vida de ANA siendo la novia de
GERMÁN. Si bien a ella el matrimonio le daba urticaria, solo bastaron treinta
segundos de monólogos declamados en contra de la guerra para aterrizar en
una casa de los años cincuenta en la que él era su esposo y había dejado la
tontería del teatro para ser un flamante ejecutivo encorbatado que llegaba a
casa con un maletín. Vale, fuera corbata, fuera el asado y las vergüenzas,
¿para qué tener la intro en tu mente si eres la única espectadora? Fuera los
clichés y las zonas comunes. En su mente, Ana lo desnudaba y saltaba sobre
él, que la cogía al vuelo, entrando dentro de ella. No, la vagina de Ana no
era una cerradura fácil; en ocasiones a Guille le costaba atinar, como si
fuera un borracho que se equivoca de portal, pero en su fantasía, el pene de
Germán estaba imantado al cuerpo de ella, como dos polos opuestos
lanzados al aire. Después encima de la lavadora, sí, ella tenía esta fantasía
desde que vio a Patrick Wilson y Kate Winslet en Little Children (si no la
has visto te la recomiendo), y luego pasaban a la cama, sudados, fogosos y
eternos en un mundo imaginario donde no existe el tiempo y BOOM, una de
las actrices, que ya estaban en cueros, disparó una pistola con balas de
fogueo, que fue lo único real que sintieron los espectadores, un susto. El
estruendo hizo que Ana aterrizara en lo más profundo del teatro alternativo
e intentó encajar las piezas de la estampa que tenía delante. Germán en el
suelo envuelto en plásticos y una chica desnuda empuñando una pistola con
palabras escritas por todo el cuerpo, como una pobre imitación de Femen.
Las carencias interpretativas de Germán, lejos de bajar la libido de la chica,
la subieron, porque le pareció un chico perdido y descarriado, un niño al
que cuidar, alguien que necesitaba ayuda rápidamente. Lo imaginó como si
fuera la cerillera en un callejón en pleno invierno y se rio a destiempo, algo
que no pasaron por alto los ocho espectadores de la sala ni el objeto de su
deseo. Germán, que no era el actor más experimentado, apartó la mirada de
su compañera para pasar por encima de Ana una microcentésima de
segundo, pero lo suficiente para que la protagonista se diera cuenta de qué
había pasado y como si eso fuera un contrato no verbal, ella sintió que
estaba comprometida a esperarse a la salida del teatro y así lo hizo. Qué
fuerte, la tía.
Con todo el mal gusto que le dejó en la boca la pésima obra, Ana se
esperó en la entrada del espacio convertido en teatro. Estaba nerviosísima.
Era obvio que él la había visto, y esto es lo que hacen las personas cuando
van a ver a un amigo al teatro, esperar en la puerta e incluso tomarse una
cerveza. AY, DIOS MÍO. ¿Qué pensaba decirle? Y lo que era más importante:
¿cómo iba a reaccionar el muchacho? Podría sentirse acosado. Ella recordó
que una vez en Telecinco hablaron de que a una actriz jovencita que
interpretaba a una enfermera en Hospital Central la esperaron a la salida de
un teatro para dispararle una flecha con una ballesta. Muy medieval todo.
¿Se sentiría así Germán? ¿La consideraría una fan loca e inestable?
Esperaba que no... Ana se creía con el derecho, después de la patochada que
había visto, de que nadie pudiera calificarla de loca por haber ido sola al
teatro. Pero ¿qué le iba a decir? Podía mentirle y explicarle que había sido
una mera casualidad, que había leído maravillosas críticas de la obra y que
no quería perderse el evento teatral del año. No colaba eso ni de coña.
Recién duchado, con el pelo mojado y la intensidad tatuada en su
expresión, apareció Germán. Y se encontraron frente a frente POR PRIMERA
VEZ después de haber estado juntos en un baño en la fiesta de las mil
Britneys varios meses atrás.
Ana levantó los hombros en un extraño saludo, apretando una forzada
sonrisa que intentaba evocar a Zooey Deschanel en cualquiera de sus
personajes de pixie girl.
—Hola. Guau... Menudo obrón. Ha sido..., buf. Todavía estoy
emocionada. Dos horas y media, ¿no? Pues no se me ha hecho nada larga...
Menudo aguante tenéis. Qué emocionante. Qué emocionante... Buf...
—Muchísimas gracias —contestó él, que creyó cada una de las palabras
de Ana como si fueran reales.
Movida por su falsa emoción, Ana abrazó a Germán. Un abrazo apretado
e intenso, como si no quisiera que el chico pudiera escapar. Fueron pocos
segundos, pero su oreja pudo rozar el pelo húmedo de él y su olor a
desodorante y a calor la llevaron de nuevo a aquel baño en el que se
besaron.
—No te esperabas que viniera, ¿verdad? Yo tampoco. Ha sido como un
impulso. Pasé por aquí y dije: «Sí, si no apoyamos la cultura...». Antes de
que Ana pudiera terminar de argumentar su tópico, una chica agarró del
brazo a Germán y le susurró algo que Ana no pudo entender. El chico
asintió y volvió a la conversación con Ana, que se tornaba más incómoda a
cada segundo.
—Nos vamos la compañía a celebrar... Estamos muy contentos con la
función de hoy.
—Uf, normal, es para estarlo... Muy guay.
Ambos asintieron durante un instante en el que el silencio se adueñó de la
situación y Ana empezó a sentirse como si fuera la fan loca/acosadora que
había imaginado minutos atrás. Era obvio que él no tenía ni pajolera idea de
quién era ella.
—¿Cómo te llamas?
Ana no pudo contestar. La boca dejó de funcionarle y la psicomotricidad
la abandonó por completo, enrareciendo más si cabe la escena. Gestos,
muecas raras, pero ni rastro de las palabras.
—Bueno, gracias por venir, me alegro de que te haya gustado.
Él se separó de ella y caminó a la puerta, pero antes de salir se giró con
cara de circunstancia para dirigirse a Ana una vez más.
—Oye.
—¿Sí? —contestó ella casi por impulso, como si su cerebro fuera
totalmente en piloto automático.
—Me da un poco de corte decirte esto, pero... Recomiéndanos en Insta o,
bueno... Supongo que tú debes ser de Facebook, ¿no? Donde sea, pero
recomiéndanos, por favor.
—Eso está hecho.
Ana levantó el pulgar y se sintió vieja. Muy vieja. ¿Facebook? ¿Tenía
cara de vieja de Facebook? Guau... Qué dolor más extremo. Clavada en el
suelo y aún con el pulgar levantado, se quedó sola en el hall del casi teatro.
Respiró, con dificultad pero respiró. Entró en el baño, se amorró al grifo y
bebió como si hubiera corrido una larga maratón. Bendita agua de Madrid.
Él no la recordaba. Germán no la recordaba. Si hubiera llevado la calva
que lució aquella noche... No, tampoco la hubiera recordado. Ana se sentó
en la taza del váter y cayó en que todo tenía su lógica. Ella había pensado
tanto en él que podía considerarlo parte directa de su historia. Había
pensado en él y, sobre todo, en el beso que se dieron, algo así como tres o
cuatro veces al día. En cambio, Germán había seguido con su vida y no le
había dado importancia ni al beso ni a la boca ni a la chica en la que se
encontraba dicha boca. Sí, él se había ido de la lengua y probablemente lo
comentó con un amigo que lo comentó con Chacho, el amigo de Ana, pero
luego lo olvidó y entre aquel baño y ese en el que estaba esta chica habrían
pasado varios besos y polvos fortuitos que habían hecho que el tío de la
serpiente se hubiera olvidado por completo de la muchacha de la calva.
Ana intentó sacudirse la indignidad de encima y salió lo más entera que
pudo. Cuando llegó a la calle, corrió casi como si la estuvieran
persiguiendo. Fue la única manera de dejar sus pensamientos en stand by y
poder descansar por un ratito de sí misma.
43
Lo de la app
Al día siguiente, cuando Ana Luisa Borés se plantó a las trece horas como
un reloj con su botella de godello de nueve euros y su vestido nuevo de
Asos, que era más ligero de lo que recordaba, barajó si dar media vuelta y si
lo mejor sería tomarse la botella de vino ella sola, pero ya que estaba allí...
Llamó al telefonillo.
—Hola, soy una amiga de...
El pitido de apertura de la puerta del portal cortó la frase de la chica y
dejó claro que el interlocutor que estaba al otro lado del telefonillo no tenía
ningún interés en conocer la identidad de la muchacha. Ana entró en el
portal y pensó que el sofá que había al lado del ascensor tenía pinta de ser
infinitamente más cómodo que el de casa de Bea en el que llevaba varias
semanas durmiendo.
—Espera.
Alguien gritó. Un chico con el pelo hacia arriba y las manos más grandes
que Ana había visto en su vida y que encajaban a la perfección con el resto
de sus extremidades tamaño XL detuvo con su voz a la chica para que no
subiera en el ascensor sin él.
—Perdona, es que el ascensor es muy bonito, pero es más viejo que la
madre que lo parió y tarda la vida en bajar.
—Sin problema.
—Gracias.
Ambos entraron en el ascensor, y a Ana le sorprendió que alguien en el
año en el que estaban utilizara todavía Fahrenheit, un perfume de padre que
ella pensaba que estaría descatalogado.
—¿Vas a la fiesta? Sí, ¿no? —dijo Mario, que así se llamaba el pedazo de
tío.
—Sí, sí.
—¿Eres amiga de...?
—No, no, no... Soy una amiga de la novia, bueno, la prometida de un
amigo de un amigo o algo así. No sé qué hago aquí, la verdad.
Ana rio nerviosa.
—Ah. Guay.
Pausa.
El ascensor hacía unos ruidos muy raros. Eran como unos retortijones
metálicos y ella pensó que si los ruidos eran retortijones y el ascensor era el
sistema digestivo, pues que ella y el chico cachas estaban relegados a ser la
caca del edificio. Le pareció una chorrada, pero sonrió apavada y él sonrió
como reacción social empática para que ella no pareciera una loca que se ríe
sola.
—He traído vino. —Fue lo primero que se le pasó por la cabeza para
romper el hielo y no parecer esa clase de loca.
—Genial.
—Es godello. Me gusta el godello —dijo Ana.
—Buf... No entiendo mucho de vinos, seguro que está rico. Yo no he
pillado nada, es que acabo de llegar de un viaje de Buenos Aires por curro.
—Hala, qué guay.
Llegaron al octavo. La casa era lo más espectacular que había visto Ana
en su vida. Estaba literalmente abrumada por las vistas, por el espacio, por
la decoración y por los premios. Y sintió que ella había perdido el tren de la
vida. No lo pensó porque en ese momento estuviera viviendo en un puto
sofá que le hacía papilla las cervicales, eso era lo de menos, lo pensó, y eso
era importante y doloroso, al descubrir que nunca, jamás de los jamases
tendría esa casa y, por ende, esa vida. ¿Se entristeció? Mucho. ¿Fingió? Lo
que no estaba escrito. El director, al que ella no conocía, la saludó con
confianza aun sabiendo que no la había visto en su vida y que podía llevar
un martillo en el bolsillo para acabar con él, pero así es la gente de la
farándula, vive al límite y entrega la confianza a la primera de cambio.
—He traído un godello —soltó Ana haciéndose la sumiller, un papel que
le quedaba grandote, la verdad.
—Ah. Pues déjalo en la nevera con el resto de los vinos. Los camareros
aún no han llegado. Así que servíos vosotros mismos.
El director subió la gran escalinata y se perdió entre una de las
exageradas habitaciones. Mario y Ana se quedaron solos en ese extraño
salón-cocina/paraíso mirándose y levantando los hombros sin saber qué
hacer. Menos mal que el chico era menos cortado que ella y se lanzó a la
nevera, sí, una de esas enormes con dos puertas que fabrican sus propios
hielos. ¡Tap! Descorchó un vino, probablemente uno muy caro.
—¡A tomar por culo!
Él, victorioso, sirvió dos copas.
—Quieres vino, ¿no?
—Sí, sí, gracias.
—A ver, yo soy más de birra, pero como que no pega, ¿no? —sonrió
Mario.
Y de la nada empezó a sonar a toda potencia «Nochentera», de Vicco,
creando una escena de lo más bizarra. Dos desconocidos bebiendo vino,
solos en la cocina de un señor que tenía un Óscar.
—¿Era a la una la convocatoria? —musitó Ana por lo bajo.
—Sí.
—Y ¿por qué no hay nadie, Mario?
—¡Eh! ¿Yo no te parezco nadie? Pues... supongo que porque la gente
guay llega tarde porque quiere... No sé... Para llamar la atención y eso... Sí,
¿no?
—Entonces ¿nosotros no somos guais? —le dijo Ana haciéndole
pucheros.
—Nosotros somos educaos, que es mucho mejor que guais. Nos dicen
una hora y pum, llegamos a esa hora... ¡Esta puta canción!
Mario empezó a buscar el equipo de música, pero era una tarea
imposible. Ana, que sentía que ya estaba borracha solo con dos sorbos de
un vino tirando a secote, se unió al chico y buscaron cual Scooby gang
dónde estaba el reproductor.
—Ya, yo también la odio. Es ridícula... Parece que la ha escrito un puto
mono...
—No te pases con los monos. —Le sonrió él—. Como no podemos
detenerla, tendremos que unirnos.
Mario empezó a bailar como si fuera tonto por todo el espacio, cogió un
goya y bailó con él, y a Ana le parecía cada vez más... Cada vez más.
Nunca se habría fijado en un chico tan cachas, tan fuerte y tan rudo, pero
pensó que era lo más alejado de Guille del mundo y ¿por qué no? Si ella no
se había fijado en tíos cachas era por miedo al rechazo o, bueno,
simplemente porque no le llamaban. Siempre había pensado que el culto al
cuerpo era para chicos que querían enmascarar sus carencias afectivas o de
pene, pero carencias. Esa era su teoría, no la mía, ¿vale?
La fiesta siguió casi como si alguien hubiera pulsado el botón de cámara
rápida. Un montón de figurantes de la vida entrando y saliendo, bailando y
bebiendo alrededor de Mario y Ana, que hablaban sin parar en un sofá que
cada vez los hundía más y más hacia sus adentros. La conversación pasó
por Mario haciendo un alegato y defendiendo que no todos los policías
nacionales eran una panda de fachas, por lo repetitivas que son las
aplicaciones de citas y por lo mucho que les gustaba comer a ambos, y
cuando hablaron de comida, sacaron toda la carne para ponerla en el asador
y que se intuyera que estaban hablando de sexo. No sé, un poco patético,
pero la gente cuando bebe vino en casa ajena hace ese tipo de cosas, buscar
puntos en común intentando parecer la hostia de sexis.
«Superbién, el chico era... Guau. No es que nunca me hayan gustado los
tíos así fuertes y tal, es que siempre he pensado que yo no les gustaría a
ellos, por eso no... Por eso los he rechazado en vez de darles la oportunidad,
pero con Mario fue genial. En un momento creamos un lenguaje propio. A
ver, que eso suena a mucho, que hicimos unas pequeñas bromas internas,
¿vale? Para que lo entiendas. Y nos dio igual el resto de la fiesta. Había
canapés, barra libre, camareros que te rellenaban la copa y mucha gente
deseando triunfar, mucho actor desesperado y gente que me sonaba de la
tele pero que tampoco podía ubicar, y tanto Mario como yo, pues nos
vinimos muy bien. Si te digo la verdad, no sé quién le invitó a él ni cómo
llegó hasta allí, pero lo agradecí. Ay, Bea, luego llegó Diana y allí todo se
fue un poco al garete, porque estaba superdemandante y no se daba cuenta
de que me cortaba el rollo con Mario que, a ver, yo tampoco se lo dije, pero
se supone que ella es la lista de las tres. Pues poco honor hizo a su
etiqueta».
Pero bueno, faltaban varias horas para que Ana le soltara la chapa a su
amiga hablando de cómo la hacían sentir los cachas, por el momento ella
seguía explorando si era atracción, capricho o entretenimiento. Mario, al ver
que Ana pasaba un poco de él, se iba conformando con las miraditas que le
echaba la chica desde la otra punta de la sala, pero se cansó de esperar,
porque había notado algo por ella y no sabía si era recíproco, aunque era
obvio que la muchacha estaba totalmente regalada. Pero el tío salía de una
relación larga, algo que no había confesado, y temía que le hicieran daño,
así que prefirió quedarse al margen y pensar en lo que pudo ser y nunca fue.
—Oye, que me voy a ir —le soltó Mario sin anestesia ni nada.
—¿Ya? —contestó ella decepcionada.
—Sí, es que...
—Normal, esta fiesta es un muermo, ¿no? Mucho postureo y poca...
sustancia —interrumpió Diana, incluyéndose en la conversación como si
fuera la protagonista absoluta del evento.
—Vaya... —añadió Ana con una pena más que explícita, algo que Diana
no pasó por alto.
Mario se acercó a Ana y con suavidad le cogió la cabeza con un gesto
firme, pero nada amenazante, y le plantó un beso en la mejilla. Algo que
para otra habría pasado totalmente desapercibido, sin importancia, un
saludo más, pero para Ana, que hacía bastante tiempo que no tenía contacto
con ningún varón, fue de lo más tierno, sexy y memorable.
A veces no necesitamos más que eso. Una mano sujetándonos la cabeza,
un beso en la mejilla con toda la intención. Que sí, follar es genial, pero
Ana necesitaba la validación de notarse en el mercado, de sentirse deseada,
y los labios de Mario en su mejilla eran el signo de la validación que
buscaba.
Piensa que llevaba tropecientos años con Guille, que lo conoció en su
mejor momento, según ella, y que desde unos años para acá notaba que
había perdido toda la gracia y la frescura, lo que era totalmente falso. Ana
tenía mucho más peso ahora y no me refiero a los kilos, que solo había
ganado tres o cuatro en esos años. El peso que la convertía en alguien
interesante y terrenal, pero ella en el espejo solo veía a una mujer de casi
treinta y cinco años desaliñada y echada a perder. Se sentía perdida, sí, por
eso era tan importante que un tipo de la altura y el encanto de Mario la
hubiera deseado de un modo explícito. Y ¿quedó ahí la cosa? Casi... Él, al
marcharse, le hizo unos gestos desde lejos en los que Ana entendió que le
decía que a ver si quedaban un día para tomar algo y le pareció bonito, sí,
simplemente algo bonito, pero automáticamente le vinieron un montón de
claves que imposibilitaban el que se volvieran a encontrar. Ella no sabía ni
su apellido, ni dónde trabajaba, ni de quién era amigo, ni cómo podía
empezar esa búsqueda. Claro, no iba a preguntar a todos los asistentes de la
fiesta, eso le pareció indigno. Así que asumió que en Madrid eso pasa,
cruzarte con uno de los hombres de tu vida (Ana siempre pensaba a lo
grande) y que se perdiera para siempre en el bullicio de la ciudad. ¿Le
importó? No. ¿Por qué? Porque si algo había aprendido es que el mundo
estaba lleno de hombres de su vida.
Ana Luisa Borés se fue poco después. La fiesta para ella ya había
cumplido su cometido fuera cual fuera. Diana estaba superpesada y no le
apetecía entablar una conversación sobre Mercurio retrógrado con unos
actores desconocidos, así que se marchó caminando y odió no haber metido
los airpods de AliExpress en el bolso, porque era una tarde estupenda para
torturarse escuchando un par de canciones tristes de esas que sabía que
nunca fallaban. ¿Por qué estaba triste? No lo sabía.
Yo sí. Porque ella seguía queriendo a Guille y le echaba de menos. Si él
hubiera ido a la fiesta, ahora pasarían por uno de esos sitios de crepes y se
atiborrarían de harinas refinadas, chocolate blanco y helado, llegarían a casa
y se quejarían del dolor de barriga y se pondrían el pijama para acomodarse
en el sofá y ver una peli mala de miedo, que era sin duda uno de sus guilty
pleasures de pareja. Ay, pareja..., pensó Ana, pero en ese momento ya no la
tenía.
45
El amor
—Ponte las pilas —le dijo Bea mientras terminaba de fregar unas tazas
del desayuno.
—Ah, vale, qué fácil es decirlo —contestó Ana desperezándose e
incorporándose en el sofá.
—No, en serio, tía, es que... Yo creo que ya. Ana, estás en un estado
como de... Estás en un estado como vegetativo, como en modo pausa y, en
serio, a mí no me molesta que tengas ocupado el sofá. Al revés, me gusta
que estés aquí. Pero ya. Ponte las pilas.
—Lo sé —contestó Ana desde un desconocido tono calmado.
—¿Sí?
—Sí.
Bea aprovechó la tranquilidad de su amiga para explicarle lo que pensaba
realmente, sabiendo que no había pistolas cargadas o que no se pondría a la
defensiva. Se sentó a su lado, le puso la mano sobre la rodilla y comenzó su
exposición como si la llevara macerada durante varios días en la punta de la
lengua.
—Amiguita, yo no te lo digo desde el juicio, en serio, te lo digo desde...
Yo qué sé, como una persona objetiva que te ve desde fuera. Estás en stand
by, como esperando que pase algo.
—¿Tú crees? —preguntó Ana después de una pequeña pausa.
—No lo creo. Lo sé. Tú decidiste dejar a Guille. Pero que estés aquí, que
no estés buscando un lugar al que ir, me da a entender que piensas que es
una etapa y que vas a volver con él y que simplemente estás esperando a
que pase algo. Pero Ana, las cosas no pasan así como así. El destino no va a
venir como un repartidor de Uber Eats a la puerta a traerte lo que se te
antoja... Y menos si no haces un pedido, ¿entiendes?
—Pero yo no quiero estar con Guille.
—¿Estás segura?
Ana asintió levemente, casi como con vergüenza.
—Pues si estás segura, pasa página, Ana.
—Sí, tienes razón. Supongo que me estaba acomodando en esta
sensación rara como de duelo, Bea, pero sé que es algo momentáneo... Me
lo quería permitir.
—Y te lo has permitido, así que ahora, si tienes tan claro que no vas a
volver con tu ex y que mi sofá no supone calentar el banquillo hasta que
tengas que volver al partido, es el momento de ponerte las pilas. De bajarte
todas las aplicaciones empezando por la de Idealista y terminando por
Bumble, que Tinder no me gusta. Enséñale a la vida que no llevas una luz
roja encima y que eres libre.
—Vale.
—Vale. Ana...
—¿Qué?
—¿Acabas de eructar? —preguntó Bea con desaprobación.
—Pensaba que no te darías cuenta. Me sentó fatal el kebab ese de ayer.
Bea golpeó a su amiga en el brazo y se levantó rápidamente, como si le
hubiera picado una araña.
—¡TÍA!
—Perdón.
Ambas estallaron en carcajadas y estiraron un eructo silencioso hasta
convertirlo en varios chistes tontorrones mañaneros hasta que Ana se
recompuso, se secó las lágrimas de la risa, miró a su amiga y le dio las
gracias.
—¿Por qué?
—Pues por todo, Bea, gracias así en general.
—OK. Pues de nada.
Después de chatear por una aplicación de citas durante varios días, Santi se
atrevió a proponerle tomar una cerveza a Ana Luisa Borés. Ella accedió.
Ella sabía de él que era ingeniero (aunque tampoco tenía claro qué clase
de ingeniero), que le gustaban las primeras películas de Woody Allen, que
llevaba un tatuaje tribal espantoso en el omóplato izquierdo como recuerdo
de un ataque rebelde a los dieciocho, que podría alimentarse a base de
croquetas, que no cometía faltas de ortografía (era de las pocas personas
que aún ponían los símbolos de exclamación e interrogación al principio de
la frase), que los jueves jugaba al fútbol y que los martes se había apuntado
a un taller de pintura, pero se le daba regular, y que lo había dejado con
Clara, su novia de toda la vida, unos meses antes de bajarse la app por la
que conoció a Ana.
Mientras Ana esperaba en el centro de la plaza de la Luna, mirando en
todas las direcciones como si fuera un faro, luchaba contra una sensación
extraña que la quería convencer de que eso estaba mal, de que tener una cita
estaba mal. Se había arreglado poco para no darse (ni darle) importancia.
Un jersey desbocado que mostraba un hombro y el tirante del sujetador, un
vaquero desgastado y esas zapatillas a las que les vendría bien un lavado,
pero se había puesto su abrigo verde, y eso subía cualquier look. Estaba
mona sin quererlo, sí, pero también estaba nerviosa y un poco asustada.
¿Por qué sentía esa extraña sensación de traición si estaba soltera? Si no
tenía novio. Supongo que porque no tener novio no la hacía no tener un
compromiso, y ella tenía un compromiso, una cuerda imaginaria que, con
futuro o sin él, la unía a Guille. Una cuerda imaginaria, y sabía que tenía
que avanzar y pensaba que se enamoraría de otro, pero que ese amor podría
contener trazas de amores anteriores, en este caso de un amor anterior.
Vaya, Santi era más alto que en las fotos, pero ella lo reconoció al
instante, y con cara de bobo, de adulto que se ve a la legua que no está
preparado para las segundas oportunidades. Se acercaron y se dieron dos
torpes besos que ellos mismos denunciaron. Caminaron incómodamente
juntos porque la calle Corredera Baja de San Pablo parecía más estrecha
que nunca, y Ana empezó a agobiarse. Por suerte encontraron un hueco en
una de las terrazas de la plaza de San Ildefonso. Santi pidió un vermut; ella,
lo mismo para no pensar. Luego vinieron un par de vermuts más y luego
unas cervezas mientras compartían un hummus y un bao de algo que
parecía panceta. Hablaron de todo un poco, aunque él no era un chico
especialmente parlanchín; era más bien calladito, pero poco a poco el
alcohol hizo lo suyo y las cosas fluyeron hasta que ambos acabaron
sentados en el sofá de él. Silencio incómodo.
—No suelo... No pienses que vienen muchas chicas a casa.
—No lo estaba pensando —dijo ella para que él se tranquilizara—.
Bueno, pues... Ya estamos aquí.
—Sí. ¿Quieres... algo? —se apresuró él.
—Eh... No...
Ana negó con la cabeza y se acercó un poco más, apartando un cojín con
dibujos de delfines que había entre ellos. Se miraron fijamente. Sí, él
mantuvo su mirada escurridiza en la de ella y dieron paso a paso lo que
debía estar escrito en el manual imaginario de normas de las primeras citas.
Ana besó a otro. A otro más.
No fue un gran beso, al revés. Fue tal vez de los peores besos que había
experimentado la chica. No porque Santi no le pusiera ganas, todo lo
contrario, le puso tantas ganas que demasiadas cosas estaban pasando entre
esas bocas al mismo tiempo. Labios apretados, lenguas rígidas y duras
moviéndose sin intención ni objetivo, exceso de saliva y unos sonidos raros
que provenían de lo más profundo del nerviosismo de él, algo así como
unos microjadeítos desmotivadores. Pero ella, como si nada de esto fuera
importante, tomó las riendas. Tenía tantas ganas de ESTAR, así en
mayúsculas, con alguien que no importó que Santi fuera un besador tirando
a amateur. La iniciativa no era la cosa favorita de Ana Luisa Borés, pero en
ese momento alguien debía tomar el control y no quería perder ni un minuto
más. Los morreos fueron calmándose y tornándose más mediocres y
sencillos. Mejor. Ana dejó todo el peso de su cuerpo sobre el de él y le
pareció notar el palpitar de la erección del chico como si estuviera llamando
a la puerta de su intimidad. Pac, pac, pac. Se sentó sobre las piernas de él,
sí, como una jinete a punto de empezar el trote, se quitó el jersey desbocado
quedándose solo con el sujetador deportivo y, cuando iba a bajar para
volver al ataque de unos besos cada vez menos raros, se vio desde fuera,
algo que solía hacer demasiado a menudo, y su libido pasó de «Pienso darlo
todo con este tío aunque bese mal» a «¿Qué coño estoy haciendo con mi
vida?».
Claro, Guille le pasó por la cabeza.
—Me voy a ir —dijo sin bajarse de encima de él.
—Ah. Claro, sí, perdona... Es que estoy un poco desentrenado y soy muy
torpe.
—No, no es por eso.
—Pero ¿es por mí? —preguntó Santi mostrándose de lo más vulnerable.
—No... Es que...
Ella no quería hablar del tema, pero el chico le había parecido majo y se
forzó a contarle la verdad mientras se ponía de nuevo el jersey.
—Es que me ha pasado por la cabeza mi ex. Nada, una centésima de
segundo, pero ha sido suficiente como para cuestionarme no lo que estamos
haciendo, sino a mí misma...
Santi resopló por el calentón, se frotó la cara un par de veces y se
incorporó sentándose en el borde del sofá.
—Y has pensado que tal vez él esté haciendo lo mismo, ¿verdad?
—Sí. Pero ¿por qué? Me tendría que dar igual, pero me lo he imaginado
en otra casa bajo una chica, besándose como yo estaba haciendo contigo, y
he sentido un golpe, pero fuerte de verdad, aquí en las... Aquí entre las
costillas. No sé... Perdona, Santi.
—¿Perdona? ¿Por qué? Si te soy sincero, yo también estaba pensando en
mi ex... Han sido muchos años y notar otro cuerpo, buf, es raro. Te
entiendo. ¿Por qué lo dejasteis?
La duda apareció en el rostro de Ana, como si el motivo de la ruptura se
hubiera olvidado de camino a ese sofá en el piso de un desconocido.
—No me acuerdo.
—¿Quieres un vaso de agua?
—Por favor.
Santi se levantó, se acomodó el pene metiendo la mano por el bolsillo del
pantalón, algo que pareció menos sutil de lo que él creía, y sirvió un vaso de
agua advirtiendo que, aunque estaba en una botella, la había rellenado del
grifo. Ana cogió el vaso con las dos manos, pareciendo una niña tomándose
un colacao, y suspiró expulsando la congoja que sentía por considerarse
incapaz de follar con otros chicos.
—No te rayes, Ana.
Ana asintió.
—A mí también me suele pasar eso, pero hoy me sentía bastante cómodo
y pensaba que podría, si es que probablemente cinco minutos después lo
habría parado yo...
—Lo dices para que no me sienta mal.
—No, mujer, no. A ver, es diferente porque Clara me dejó y eso supongo
que hace que lo lleve peor, pero por lo que me has contado fuiste tú la que
lo dejó con Guille, ¿no?
—Sí.
—¿Estabas segura?
Ella dejó el vaso en la mesa y se levantó acercándose a él y buscando su
abrigo con los ojos, ya que no recordaba donde lo había dejado.
—Sí, estaba segura, pero ¿y si me equivoqué...?
—Hace invierno, aunque no lo sea. Es más difícil lo de estar solo con
este tiempo y estos días tan grisáceos. Es fácil recordar lo bueno y ya está,
pero hay que tener un poco de confianza.
—¿En qué? —preguntó ella.
—Pues en la Ana del pasado que pensó que era una buena idea dejar a
ese tío.
La Ana del presente asintió.
—¿Quieres ver algo? Creo que me voy a poner La mosca, está en Filmin.
—Vale.
Ana volvió al sofá mientras Santi cogía una mantita para que pudieran
taparse y vieron La mosca acurrucados, fingiendo ser, por una hora y media,
lo que jamás serían.
No hizo falta una gran despedida. Ellos lo entendieron todo. Ya en el
ascensor, mientras Ana eliminaba la app de citas, pensó por primera vez de
un modo sólido y con mucho peso que tal vez su cerebro quería dejar a
Guille, pero su corazón, su chocho y su futuro querían volver con él y
¿quién era ella para cuestionar a sus órganos o a sus esperanzas?
48
La boda
Un tiempo después.
¿Cuánto?
Ni lo sé, el suficiente para que a Ana le doliera el cuerpo del incómodo
sofá de Bea, para que le latieran las ganas de ser abrazada fuertemente o
para que Diana sintiera que la vida se estaba apresurando. Es que así era.
Verse vestida de blanco era un explícito sinónimo de velocidad.
No hay nada más doloroso cuando llevas el vestido más bonito del
mundo que tras de ti, en el reflejo del espejo, no esté tu madre. O eso es lo
que pensaba Diana en ese instante. Hay madres buenas y madres peores,
pero la de Diana era una madre necesaria, a la que se le necesitaba en ese
momento, sobre todo para romper su ausencia, porque nunca había estado.
Le hubiera gustado consolarse en el hombro de su padre, alguien que
siempre siguió llamándola en masculino pero que la aceptó a su manera. No
podía, había fallecido años atrás, ni recordaba cuántos años, porque en su
nueva vida, cuando se expresó frente al mundo como un regalo de
honestidad hacia el universo, el tiempo pasado desapareció más rápido
porque aquella chica no era ella. Ella era esa. La del precioso vestido
blanco, la que apretaba con sus dedos índices los lagrimales para evitar el
caos y la cascada oscura de una máscara de pestañas que no era tan
waterproof como le habían hecho creer a la novia. Tenía que haber utilizado
el suyo propio que sabía que nunca fallaba. Ya pensó en su madre durante la
prueba del vestido y era obvio, aunque fuera a modo de ausencia, que
también estaría presente en ese instante, el de la novia.
La novia.
Ella.
La chica del vestido bonito.
Esas cosas sencillas, esas frases tan obvias eran lo que le servía a Diana
para dar pasitos hacia la puerta de la salita en la que se había refugiado.
Antes de llegar al pomo tuvo que sentarse para tomar aliento y notó que el
corsé le apretaba más que nunca, como si estuviera lleno de restos de
etiquetas cortadas, como si estuviera cosido sobre su piel. Le apretaba tanto
el vestido como la mera existencia.
No se quería casar con Tito, pero casarse simbolizaba el todo para ella, la
aceptación extrema y real y ser por fin una más, una más que pasa
desapercibida y a la que no se le privan las cosas básicas de la vida. Esto
ella no se lo planteaba de este modo. Ella creía que quería casarse y ya.
Tenía dudas, pero no podía abrazar la idea de no querer a Tito. ¿Tito era
perfecto? No. ¿Estaba enamorada fuertemente de otro? Tal vez. Pero eso
ahora ya no tenía ningún valor y ninguna relevancia. Lo importante es que
si hubiera tenido padres que hubieran entrado a impedir esa boda, ella se
hubiera escondido bajo sus faldas y habría salido por patas, pero como no
los tenía no experimentaba la sensación de pertenencia y tenía que seguir
adelante con lo que estaba escrito y pactado. Tenía amigas, eso sí, pero las
había echado un rato antes y les había prohibido el acceso en uno de sus
ramalazos de mujer independiente y empoderada, palabra que por cierto no
le gustaba un pelo. Decía que quería estar sola antes de dar su gran paso.
Era mentira. ¿Quién quiere estar sola antes de casarse? Alguien que notaba
que había estado sola todo el tiempo. Se iba a casar. Pero no podía salir de
esa habitación. El corazón le iba a mil. El vestido le apretaba más y más y
le faltaba el aire. Cada vez que encontraba las fuerzas para acercarse a la
puerta, encontraba también una excusa para dar marcha atrás, para no coger
el pomo, para sentarse o para tumbarse aun arriesgando a que el impoluto
vestido blanco se tornara en el impoluto vestido blanco con pelusas y
trocitos negros, como en aquella canción de Alanis Morissette, pero es que
solo tumbada en el suelo podía sentir que respiraba con normalidad.
¿Daba mala suerte que el novio viera a la novia antes de casarse? No
creo. Lo que podía dar mala suerte era que la novia literalmente no
apareciera y por eso el novio tuvo que salir en su búsqueda. Lo fácil hubiera
sido pensar, al verla en el suelo, que le había dado un vahído o una de esas
bajadas de azúcar que se curan a base de Aquarius o Sugus, pero no, él
entendió que ella estaba aterrada.
—¿Qué te pasa?
Sí, él pronunció solo tres palabras, no era un muchacho muy elocuente.
Diana se incorporó en el suelo y parecía más una imagen pastoril, un
personaje de Jane Austen a punto de empezar un picnic en el campo, que
una novia feliz frente a su boda inminente. Estaba abrumada,
desconcertada, un poco triste y un poco pletórica también, y él leyó el
miedo en su rostro.
—Yo también tengo miedo, pero creo que esto es lo que tengo que hacer,
lo que quiero.
Ella pensó en soltarle lo de Javi y muchas otras cosas, pero su naturaleza
femenina y su programación hizo que se quitara hierro a sí misma y que
fingiera con una de esas sonrisas que le hacían achicar los ojos para
transmitirle a él templanza y tranquilidad y que no cundiera el pánico.
—Tito, ya está. Sabía que esto sería así, que mi boda sería así. Creía que
quería estar sola, uno de esos momentos para estar conmigo misma como
adulta, sin ser social, pero en el fondo... Al verme sola, aunque haya sido
por elección, me he venido abajo. Perdona por esconderme.
—No estás sola —respondió él.
—Un poco sí, pero no pasa nada. Siempre he estado sola y he llegado
hasta aquí.
—Y mira lo guapa que eres.
¿Lo guapa? Ains... Diana entendió que él dijo eso para apoyarla y no lo
culpó por decir semejante tontería. Lo excusó pensando que ella estaba
programada para disimular sus penas y él, para salir airoso de los problemas
con las chicas haciendo alusión a la belleza física, así que entre líneas ella
metió un montón de palabras que él no había dicho, pero que a ella le
hubiera gustado escuchar.
Como Aladdín, Tito le tendió la mano y ella recordó el mismo gesto que
le hizo Javi en el hotel. La tomó y se levantó, se dio unos últimos retoques,
cogió todo el aire que pudo, como si fuera a sumergirse en una prueba de
apnea, y salió. Tito le dio un beso en la mejilla y se adelantó. Sería raro que
llegaran juntos al altar que una carísima empresa había montado con las
flores rosas y blancas que Diana quería. Así que caminó sola por el largo
pasillo pasando del sol a la sombra que proporcionaban los arcos de las
ventanas.
Ana Luisa la esperaba al final. Las dos amigas se abrazaron fuertemente.
—No me digas que estoy guapa porque ya lo sé. Es lo único que tengo
claro en este momento, coño.
Ambas rieron nerviosas.
—Estaba pensando que como no tienes mucha familia y tal, que igual te
apetecía que yo, que soy la familia que has elegido, te lleve al altar.
—No. Gracias, pero no. Quiero hacerlo sola. Todo lo he hecho sola, Ana.
Y a veces me ha dado pena y a veces me he sentido desdichada, pero soy
quien soy gracias a que me he apoyado en mí misma, a que he creído en mí.
Si entrara enganchada de tu brazo o del de otra persona, sería como si
necesitara el apoyo de los demás... Y lo necesito, te necesito, pero he
llegado sola aquí y quiero entrar sola. No necesito que nadie me acompañe
a ningún sitio.
—Pues ole tu coño.
—Sí, ole mi coño. Gracias por estar.
Con esto último, Diana se lanzó a los brazos de su amiga.
—El pelo, puta, si me despeinas te mato —dijo Diana apartándose de
Ana sin ningún tipo de miramiento—. Ale, venga, tira para tu silla, que no
quiero que se vean huecos en las fotos. En ese momento el tiempo se detuvo
por un instante entre ambas, y Ana Luisa sonrió, asintiendo, orgullosa de
aquella niña diferente a las demás que había conocido en un estúpido
campamento religioso, con la que había compartido cartas, chupitos y
confidencias, y se emocionó al ver que se había convertido en una mujer
empoderada, hecha y derecha, e iba a conseguir lo que más ilusión le hacía,
algo tan efímero e irreal como la validación externa. Pero cada una puede
soñar con lo que quiera y ¿quiénes somos nosotras para juzgarla?
49
La lista musical de la boda de Diana era... Uf, creo que puedo decirlo. La
lista musical de la boda de Diana era una mierda. Un truño. Si alguien había
cobrado por pinchar esos temas, deberían imponerle la pena de muerte y
condenarlo sin pensar, porque reconozcámoslo, darle al play al Caribe Mix
2003 no te convierte en un puto DJ.
Todas las dudas que había tenido Diana sobre el amor, sobre si estaba
haciendo lo correcto, o incluso su propia sensación de extraña soledad,
todas esas cosas se desvanecieron, aunque fuera por un ratito, cuando se dio
el pistoletazo de salida a la barra libre. Fue maravilloso verla desenfadada
rompiendo su pose de chica formal, divirtiéndose con Tito y sin vergüenza
alguna al emular los pasos de Melody cuando sonó «El baile del gorila».
Nada le importaba más en ese momento que ser ella misma y darlo todo,
como quien baila encerrada en la privacidad de una habitación infantil. Una
vez ya casada, sus miedos quedaron en un segundo plano. Llevaba una
alianza y eso la convertía por primera vez en la protagonista de la película
con la que había fantaseado de niña. Miró a su suegra, que disimulaba la
cara de horror al ver a su reciente nuera, vodka con naranja en mano,
levantarse la falda para hacer los famosos «uh, uh, uh» que hacen los
gorilas. En uno de esos «uh» sus miradas se encontraron y Diana sonrió con
los ojos clavados en la madre de su novio y telepáticamente le gritó:
—No soy la mujer perfecta, no soy la nuera que esperabas, pero soy la
que te ha tocado, así que jódete. JÓ-DE-TE.
No, la suegra no recibió el mensaje. Si las miradas tuvieran dedos, los de
la de Diana se convertirían en una peineta, claramente. No a la suegra, sino
a todos los «NO» que había recibido por el camino, a todos los taxistas que
le habían hablado en masculino o los camareros que la miraron por encima
del hombro como si no fuera suficientemente válida para existir; una
peineta imaginaria que escondía la rabia de quien tiene que triunfar dos
veces para que cuente como una.
Era erróneo buscar la validación personal e individual en un acto tan
cuestionable como una boda, y más cuando la chica tenía tantos asuntos
pendientes por resolver con ella misma, pero en ese momento sintió que
pertenecía al engranaje de la normalidad, y eso le dio la paz suficiente para
desatarse frente al resto, y tras «El baile del gorila» llegó «Dime», de Beth,
y sus caderas se descontrolaron victoriosas y sexis cruzando la pista de
baile para pedir otra copa.
Sí, la barra y ella, por lo menos ese día, lo tenían todo en común.
Y esa boda con peinetas imaginarias, un batiburrillo musical regulero y
trescientas copas inevitables, sí, esa boda de abrazos, de berridos y besos,
esa, esa boda fue la que vivió Diana. La de Ana... Bueno, no es lo mismo
ser la maldita novia en un bodorrio elegante-cañí que una invitada, una
especial, sí, pero una invitada.
Ana había dormido mal, pensaba que estaba incubando la COVID tardía,
pero pensó que eso estaba demasiado pasado de moda como para que
apareciera mágicamente la noche antes del evento. Amaneció sana, pero
nerviosa, y desayunó una bolsa entera de Kinder Schoko-Bons blancos,
algo de lo que se arrepentiría todo el día, pero es que estaba ansiosa y
muchas veces ella confundía la ansiedad con la necesidad de comer
chocolate, llámalo desajuste o llámalo cliché.
¿Sabes ese día en el que tu pelo, sin habértelo lavado, está perfecto,
maravilloso y te sientes bien contigo misma, incluso guapa? A ella le
hubiera gustado tener uno de esos días, pero no. El vestido que había
pillado por internet y que llegó la noche anterior fue decepcionante.
—¿Ese es el vestido, Ana? Buf... No se parece en nada al de las fotos,
devuélvelo, menuda estafa.
—No puedo devolverlo, no tengo otro, Bea.
—Ponte algo mío.
—Es que no...
—¿Qué pasa? ¿No te gusta mi ropa?
Ana no contestó y su silencio fue la respuesta. Pero, lejos de ofenderse,
Bea salió del salón tan tranquila, dejando que su amiga se lanzara por el
precipicio de la incertidumbre estilística. Descartó el vestido y, después de
darle muchas vueltas a las prendas que tan bien conocía, volvió a coger el
extraño vestido verde irregular de tejido barato, le dio un planchado, le
colocó un cinturón dorado y, chica, estaba casi bien si lo mirabas de lejos.
No tenía tiempo de más. Se maquilló y ambas salieron corriendo. El sonido
de sus tacones despertó a todos los vecinos. Uno de ellos gritó alto y claro
desde la cama:
—¿Qué mierda es eso? ¡Putas castañuelas infernales!
Ana rio por el comentario y notó que dejaba en casa de Bea el mal fario,
como si con la risa hubiera reseteado su día.
Cuando Ana vio en la mesa del restaurante que el nombre de Guille estaba a
su lado, pensó en varias opciones. La primera, la fácil y probablemente la
cierta, fue que los nombres estaban puestos desde antes de la ruptura y que
Diana, totalmente estresada con los preparativos de la boda, no lo cambió
porque ni supo dónde colocarlo ni se vio con ánimo de volver a hacer el
encaje de bolillos que era sentar a doscientos invitados (casi todos de la
parte del novio). Ojo, que también existía la posibilidad de que Guille no se
dignara a aparecer. ¿A santo de qué iba a aparecer en una boda que no le
interesaba lo más mínimo si ya no tenía que seguir las indicaciones de su
chica? ¿Crees que algún tío cishetero disfruta encorbatado en un evento así?
Yo creo que no, pero son cosas que hay que hacer cuando se tiene novia...
Sin embargo, al no tenerla, Ana pensó que él preferiría jugar al Call Of
Duty y atiborrarse de Risketos en vez de estar ahí pasando un mal trago
escuchando la pésima selección musical de su amiga o del DJ en el que
había confiado.
Esa opción no fue la correcta.
Guille se saltó la ceremonia, sí, pero se presentó al banquete. Llegó con
la corbata tirando a sueltita y una americana azul que Ana no recordaba y
que le hacía parecer un trasnochado vendedor de Tecnocasa que había
heredado el traje de un hermano mayor. Estaba guapo. Es que Guille
pertenecía a ese selecto grupo de chicos que nada tenían que ver con una
ensalada; cuanto más desaliñados, mejor. Barbita rasposa = Mejor. Pelo
despeinadete que pide a gritos un buen corte = Mejor. Corbata suelta =
Mejor. Ojo, que era un chico limpio, pero de estética desordenada. De
pronto, Ana notó como si se hubiera comido un puñado de pastillas
efervescentes y estuvieran haciéndole cosquillas en la boca de su estómago
(y más abajo también) con miles y miles de burbujitas gaseosas. Estaba
sorprendida, desconcertada, e intentó acomodarse el espantoso vestido de
tejido barato como un acto reflejo. Intentó mirar hacia otro lado, fingiendo
que era partícipe de una conversación de lo más interesante con un par de
primas de Tito, pero no funcionó, ya que fue incluida en el grupito y quedó
de lo más raro, así que se lanzó al vacío de la pausa dramática entre ambos.
El chico con el que había convivido tantos años, con el que había follado
tantas veces, al que había visto llorar y peerse en millones de ocasiones,
aquel que dormía con la boca abierta pero no roncaba, el que tiró el mando
de la play al perder un partida, con el que había compartido un sinfín de
desayunos y tropecientas series que ambos habían olvidado, él, al que había
roto el corazón involuntariamente, se acercó, sonrió y levantó la manita
entre infantil y tontito, y Ana notó que estaba perdida, que su corazón
empezaba a latir a mil por hora como el día en el que lo conoció. Y lo
recordó en aquel concierto de Muse, millones de años atrás, pidiéndole que
le pusiera el pendiente y sintió lo mismo pero mejor, porque a la exaltación
de lo desconocido, la proyección de lo que podrá ser, se le sumaba el peso
de la seguridad que aporta un camino ya recorrido.
Ella cogió aire, como aferrándose a la vida, porque notaba que su mundo
se desvanecía, se le humedecieron descontroladamente los ojos y catalogó
de vacío inmenso lo que sentía dentro de su cuerpo al notar que el de Guille
estaba a cien océanos de distancia aun estando tan cerquita.
Fue solo un segundo, pero ella revivió cada uno de los momentos
positivos que había tenido con ese chico desaliñado y se fustigó por haber
tomado todas las decisiones incorrectas que rompieron los puentes de su
futuro en común. Solo fue un segundo, pero lo exprimió al máximo
sintiéndose tonta y equivocada, pensando que tal vez él había rehecho su
vida, ese lustre en la piel y ese brillo en los ojos es propio de quien es feliz
y se es feliz cuando se ha follado. ¿Quién sería ella? ¿Quién sería la
afortunada que estaba ocupando su sitio en la cama, recibiendo las gotas de
sudor sobre su cuerpo? Alguien mejor, seguro que alguien más guapa,
seguro que alguien que no se presenta en la boda de su mejor amiga con un
vestido cutre, seguro que alguien que no salta del barco a la primera de
cambio. Un segundo, de verdad, solo fue un segundo, en el que pensó que
estaba completamente enamorada de él y que había llevado demasiado lejos
un espejismo caprichoso. Algo tan simple como un beso la había llevado a
ese lugar, y en ese momento se hubiera cortado una mano y la hubiera
lanzado por los aires exponiendo al mundo su locura a cambio de un beso
más de ese chico del que sabía su grupo sanguíneo y su número de pie.
—Estás espectacular.
Vaya, otra vez chicos ensalzando la belleza femenina como principal
recurso. Típico. Pero surtió el efecto deseado. Ella se ruborizó y no supo
cómo contestar a eso.
Piensa, Ana, piensa.
Pensar, pensó poco, le golpeó el brazo con el puñito cerrado rollo bro.
—¡Venga ya! —dijo—. He dormido mal, ayer no me encontraba bien y el
vestido, meh.
Él insistió y se sentó en la silla quitándose la americana y remangándose
los puños de la camisa.
—¿Todo esto van a sacar? —Se sorprendió mientras analizaba la tarjetita
del menú—. Es excesivo, creo —dijo él resoplando como si ya viniera de
comerse un cochinillo.
—Qué me vas a contar, que me he comido una bolsa de Schoko-Bons
blancos esta mañana.
—¿Entera? —preguntó él.
—¿Lo dudas?
Ambos sonrieron, y era obvio que la complicidad estaba ahí, aunque la
hubieran enterrado con tres o cuatro paladas de tierra.
Sí, el menú era excesivo. Las bodas siempre lo son y, al igual que el vino,
tienen ese componente tontorrón que hace que la gente se sienta sexy, como
le pasó a Ana cuando conoció a Mario en la casa de aquel director, y tal vez
fue eso o el empacho y el no tener nada que perder lo que motivó a Guille a
acercarse un poco más a Ana para bromearle sobre el tamaño de la pierna
del cordero o para mostrar su vergüenza ajena cuando Diana y Tito hicieron
una estúpida coreografía delante de todos.
Ana y Guille habían recobrado esa capacidad de hacer que la gente a su
alrededor desapareciera. No era un superpoder, activaban un código propio,
el de las bromas internas, y la gente solía tirar la toalla e ignorarlos al ser un
círculo demasiado personal y cerrado, un círculo que ella admitió como
casa o zona de confort.
El olor de Guille despertaba toda la artillería hormonal de Ana cada vez
que él se le acercaba para comentarle cualquier tontería. Ese olor nublaba
totalmente el recuerdo de los momentos menos positivos por los que habían
pasado. Parece mentira que un perfume barato de imitación pudiera ser
capaz de alterar a una persona y borrar de un plumazo frases enteras de la
memoria de la chica. Pero así fue. Ana ya no recordaba que había dicho que
le parecía aburrido o que era inmaduro sin iniciativa, etc., etc., etc. El olor
de Guille colocaba a la chica en piloto automático, tanto que simplemente
se dejó llevar siguiendo la ruta que marcaban su corazón y su libido.
El silencio
El maquillaje de Ana Luisa Borés no había aguantado tan bien como ella
imaginaba. Algo se temía y dudaba entre bajar el espejito que había sobre el
asiento del copiloto y descubrir si su cara parecía la servilleta manchada de
alguien que ha comido un menú de McDonald’s o quedarse quieta
imaginando que todo seguía en orden. El silencio entre Guille y ella era
tirando a incómodo, sorprendente tras la juerga que se habían pegado, pero
actuaban como si por primera vez la carabina hubiera desaparecido, como
esos adolescentes que delante de todo el mundo solo son ganas, pero
cuando se quedan solos siguen siendo niños y no se atreven a dar ningún
paso. Sí, era raro, así que la chica decidió bajar el espejo como símbolo de
normalidad. En efecto, su cara era un cuadro. La máscara de pestañas se
había desprendido a los párpados inferiores creando un dramático efecto de
panda deprimido, de payaso triste. El corrector había desaparecido y el
pintalabios estaba por zonas como un sarpullido enfermizo. Parezco alguien
a punto de morir, eso pensó... Pero no le importó. Suspiró. Un suspiro lleno
del hartazgo de sí misma. ¿Por qué tenía que machacarse por no estar
perfecta si ella misma sabía que era precisamente su imperfección lo que le
ayudaba a ser estable y casi feliz?
Cuando se disponía a subir el espejito, volvió a encontrarse con sus ojos
y se observó como si hiciera años que no se mirara. Sí que se miraba, pero
se veía poco, y lo que vio le pareció desordenado, frágil, pero auténtico. Tal
vez si la Ana Luisa de quince añitos cogiera una máquina del tiempo para
encontrarse a su ella de treinta y tantos en aquel coche, no le hubiera
gustado la imagen o, como mínimo, le hubiera impactado, pero Ana sabía
que lo hacía lo mejor que podía, y eso era lo más real y verdadero que podía
ofrecerle a aquella niña de quince años que la observaba a través de sus
ojos.
—Eres preciosa, sí, se te ha corrido un poco, pero eres preciosa, estás
preciosa...
Eso le dijo Guille, como si fuera la primera vez en la vida que le decía un
cumplido, como si la confianza entre ellos hubiera desaparecido, creando
una nueva primera vez tímida e inesperada. No fue, de nuevo, una falta de
recursos de un chico cishetero que a la mínima de cambio alaba el físico de
una chica como si ellas solo quisieran escuchar cosas bonitas sobre su cara
o sobre su cuerpo. No. A él le parecía que ella era una tía de puta madre y
su manera de traducirlo en palabras era esa.
—De verdad.
Guille aprovechó el semáforo en rojo en esa carretera desértica para
humedecer con saliva su dedo pulgar e intentar quitar la tristeza de debajo
de los ojos de la chica. No lo consiguió. Pero lo volvió a intentar repitiendo
la acción y, esa vez, esparció los restos de máscara de pestañas de debajo de
los ojos de ella creando un efecto grisáceo, por lo que podría decirse que él
quitó la tristeza a medias de la cara de la chica.
—Ya no pareces un panda deprimido.
—No, ahora parezco un panda y ya está. Mucho mejor.
—¿Hay algo más mono que un panda?
Ana Luisa Borés negó con la cabeza y sonrió, miró a Guille y sintió que
ese asiento de copiloto en esa tartana era el lugar en el que le apetecía estar.
Tal vez se estaba equivocando, tal vez estaba embriagada de él y no quería
estar sola ni volver al sofá de Bea ni a las dudas, o tal vez sí estaba
enamorada realmente de ese chico. ¿Quién sabe? Ella no tenía la respuesta
ni la necesitaba, porque claro que sobrevolaban su cabeza un montón de
escenarios posibles donde nada salía bien, donde él seguía siendo él, pero
prefirió callar las voces y mirar hacia otro lado, confiando.
Sin darle ninguna importancia al acto, puso su mano sobre la de él, que
parecía que la esperaba encima del cambio de marchas. Subió el espejo y
dejó la mirada fija en la carretera. Por primera vez en mucho tiempo, estaba
tranquila. Merecía(n) el silencio y lo cotidiano de estar juntos en ese coche
sin pensar en nada más.
Nada más.
Ana Luisa Borés, poco a poco y sin oponer resistencia, fue cerrando los
ojos y quedándose dormida.
Agradecimientos
Ana Luisa Borés (sí, ella también odia su nombre) tiene treinta y cuatro
años y se siente un poco atascada en su vida. Trabaja como camarera en
Malasaña, vive con Guille, con el que lleva siete años, y...
Pues que Ana se besa con un tío en una fiesta y ahí se lía todo.
Sí, el detonante es algo tan simple como un beso. Ana se deja llevar, y ese
sencillo beso se convierte en una mochila de piedras cada vez más pesada
que le hará replantearse su vida, su compromiso, su relación...
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Índice
1. El beso
2. Una chica típica
9. Javi
10. Ana Luisa y su madre
11. La influencia de Benji Price. El primer beso
13. Javi 2
14. Traición
18. Evitar
19. Magnitud: nachos con todo
21. Lo que le gusta (y sobre todo lo que no) a Ana Luisa Borés
22. El láser
27. Infiel
28. Lo de Barcelona
31. Macerando
32. Lo de Jairo
33. Atracón
35. Reencuentro
41. Pequeñas
42. Teatro
43. Lo de la app
45. El amor
48. La boda
49. Cuando llega el calor, los chicos se enamoran
50. El silencio
Agradecimientos
Créditos