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Ana Ha Besado A Otro Abril Zamora 1, 2024 Ediciones B 978846667736

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Me pregunto si será ya un capítulo cerrado o si releeré los versos para nunca olvidar

lo que fui, un día fui algo inevitable.

«Palabra prohibida»,
SAMURAÏ
1

El beso

Tal vez la sonrisa de Ana Luisa parecía una invitación inequívoca para el
chico. O tal vez no. Tal vez su cuerpo estuviera enviando señales para que
él llevara escrito en los ojos el pedir permiso para lanzarse, pero no hizo
falta, porque ella avanzó el micromilímetro que los separaba. Se besaron.
Un pico. Un piquito, como el que le das a tu amiga borracha la noche de fin
de año. Un besito inocente, nada. Si en vez de sus labios se hubieran rozado
los dedos o los codos, no habría tenido más trascendencia, pero el roce de
los labios del muchacho vestido de Britney con los de Ana Luisa Borés fue
como deshacer el lazo que envuelve una de esas tartas caras que venden en
la calle Serrano —tartas que ella nunca había probado—, y se volvieron a
acercar, esta vez jugando mucho más con el tempo, y volvieron a hacerlo.
Besarse. Las manos de él entraron en escena, no malpienses, la derecha bajó
hasta la cintura de ella y la izquierda, más patosa, se enganchó como un
suave imán a la mejilla de la chica, a la que casi le pareció escuchar un clic
de acople, como cuando encajas dos ladrillitos de Lego o como cuando
armas la última pieza de un puzle y todo cobra sentido en un paisaje
perfecto con caballos corriendo en una estampa estática. Qué bucólico todo.
Sí, esas cursiladas. Esas justas, porque Ana, en ese beso real y húmedo con
regusto a cigarrillo de liar y a gin-tonic, sintió que encajaban a la perfección
y se dejó llevar. Y cuando ella se dejaba llevar, las imágenes cursis
asaltaban su cabeza porque había crecido viendo putas películas de Disney
y series que le habían frito el sentido común, como Sensación de vivir, Los
rompecorazones... y cosas así, donde el único objetivo de las chicas era que
el malote de turno cogiera su mejilla con una mano, su cintura con la otra y
las besara largo y tendido, estuviera bien o estuviera mal. ¿A quién le
importa eso cuando tienes a ese chico controlando la situación y acariciando
tus labios con los suyos? Ains... Todo se detiene cuando surgen ese tipo de
besos. Los fortuitos, los que aun esperándose son inesperados y nuevos.
Recordó el primero, lo apresurado del segundo, lo incómodo del tercero,
que fue robado. El quinto, el sexto y los que vinieron después a lo largo de
su historia para llegar a ese momento en el que por mucho que lo intentara
ya había perdido la cuenta del número que ocupaba ese beso fortuito en el
baño de sus amigos en la fiesta de las mil Britneys.
Germán besaba bien. Él lo sabía. Pero ese conocimiento no le restaba
pasión, porque no era soberbio con la boca. Era generoso. Había hecho
varios cursos de interpretación (su talento actuando no era proporcional a su
talento besando, una pena) y sabía que lo básico a la hora de actuar es la
adaptación. Adaptarse a lo que te da el otro y, aunque Ana Luisa parecía
que ofrecía puro nerviosismo y novedad, él se adaptó y la calmó metiendo
su lengua en la boca de ella y haciéndola partícipe de un suave baile, erótico
y tierno.
Siguieron besándose.
Tal vez estuvieron cuarenta segundos, pero fue algo tan bonito, intenso e
inesperado que desbloqueó una casilla eterna en los recuerdos de la chica.
Ese beso. Aquel beso.
Seguro que hay un manual con las reglas de los primeros besos en el que
se prohíbe abrir los ojos. Ver resta dignidad, sobre todo en el primer beso.
Luego, en la confianza, ya da igual, pero el primer beso es tan íntimo y tan
privado que es mejor no mirar al otro directamente y dejar que el secreto
quede en los labios para dotarlo de magia, de mucha magia. Ana Luisa
Borés hizo trampas. Abrió primero un ojo y luego el otro. Estaba tan cerca
de Germán que casi se sintió dentro de él y se separó un chin, muy poco, lo
justo para seguir besándole, pero lo suficiente para verse reflejada en el
espejo del baño. Esa era ella. ¿Se excitó al verse cogida por la cintura con
un tipo con peluca al que acababa de conocer? Totalmente, pero empezó a
analizarse y no se gustó un pelo. Se maldijo a sí misma por ser una patética
heroína de comedia romántica con una calva de plástico de su novio. Y ahí
fue cuando toda la magia, todas las chispas, lo inesperado y, podría decirse,
«lo feliz», se tornó gris, y la escalera mecánica por la que estaba subiendo
en dirección a las sensaciones y al experimento se convirtió en una rampa
fría hacia la sensación de pérdida y desamparo. Para abajo de cabeza, de
sopetón. Algo tan básico y orgánico se volvió malo de pronto cuando entró
el cerebro a joderlo todo. Puto cerebro. Con lo bien que estábamos. Y las
mariposillas luminosas que le hacían cosquillas en la boca del estómago se
convirtieron en pedruscos de hormigón, que facilitaron el descenso a lo más
oscuro, al fondo de todo.
Ana Luisa quería follarse a ese chico ahí mismo. Quería tener esa lengua
trazando un mapa de saliva por su cuerpo, su lengua abriéndose paso por
todos sus secretos y por su coño, sobre todo por su coño. ¿Por qué no? Pues
porque la calva del disfraz de Fétido Adams que la afeaba y le recordaba a
aquel Halloween de 2016 le bajó la libido de doscientos a cero. Pero cero...
CERO. Cerísimo.
Germán pasó a los clásicos besitos en el cuello, los besitos chiquitos, ya
sabes cuáles, los que son como una intermitencia, esos. Microbesitos. La
piel de la chica se erizó; ese era su punto débil y el acople de fichas de
Lego, cuerpo a cuerpo, que antes se notaba placentero y un lugar seguro,
dejó de serlo. Y el hormigón pesó más y más, y se sintió apretada,
acorralada por sí misma.
—Me estoy meando.
—¿Qué?
—Que tengo que mear..., perdona.
Germán desactivó el modo sexy, le quitó las manos de encima y tomó
distancia sin saber muy bien lo que estaba pasando, porque se veía a la
legua que la frase «Me estoy meando» enmascaraba un: «Apártate, déjame
en paz, no quiero seguir besándote, fuera de este baño, que me dejes», etc.
Él obedeció, se retocó la peluca, se acomodó la serpiente de peluche en el
cuello y salió. Ana se llevó la mano al pecho, como si quisiera frenar algo,
como si quisiera enterrar el secreto y que no saliera en forma de suspiro,
pero fue imposible. Empezó a hiperventilar. Se quitó la calva, se abanicó
con ella un par de veces y la lanzó al lavabo. Se bajó las bragas y se puso en
posición de mear, todo por pura inercia, pero recordó que había sido una
excusa, que no tenía ganas, y volvió a toparse con su reflejo: una treintañera
con sudadera y las bragas bajadas, despeinada por haberse quitado la calva
de plástico... que había besado a otro.
2

Una chica típica

Ana Luisa Borés creía que iba a morir.


Ella sabía que no iba a morir. Todavía no. Pero creía que podía morir en
cualquier momento.
El concepto de la muerte en su cabeza tenía lo mismo de tontería como
de intenso pensamiento recurrente.
Pensar que la palmaba, así como de un modo fugaz y poco anunciado, era
para ella un símbolo de madurez, o eso se repetía, porque desde que
cumplió los treinta y cuatro en agosto, hacía cuatro meses escasos, se había
incrementado su miedo. Miedo por llamarlo de alguna manera. Porque a
Ana Luisa Borés no le daba miedo morir, y eso sí que la atormentaba.
Morirme me parece básicamente un marrón, porque no me gusta
improvisar. Me gusta tenerlo todo controlado, y Guille es incapaz de
recordar ponerle la comida a Pistacho, así que si me muero yo, el gato va
detrás, eso fijo.
Ana Luisa Borés sentía que con sus treinta y cuatro estaba un poco en
tierra de nadie a lo que a las crisis existenciales se refería. La de los treinta
la había pasado años atrás, mucho antes de cumplirlos. Sí, ella solía
anticiparse... Como cuando le vino la primera regla en los baños del parque
de atracciones de Madrid con diez añitos, mucho antes que a María Jesús o
a Conchi, sus amiguitas a las que sí que les crecieron las tetas antes que a
ella, eso es así. Ella con las crisis se anticipaba, y eso era un poco lo que
también le estaba pasando con la muerte. Había empezado a pensar un poco
en ella para que no le pillara desprevenida. No le gustaba dejar cabos
sueltos ni improvisar, ya fuera en los espectáculos o en la vida.
A ver, no es que Ana fuera controladora, pero no le gustaban mucho las
sorpresas, el desorden, llamar la atención ni los líos, así en general. Y en la
deliciosa contradicción de querer saber lo que iba a pasar y aburrirse en la
rutina se encontraba la muchacha.
Pero ¿quién era Ana Luisa Borés? Esa chica típica. Suena ofensivo, pero
era su manera de definirse.
Bah, la típica. Que sí, que sí. La típica. Una vez soñé que era una
superheroína, una de esas que dibujan los tíos con mallas y superperas.
Tenía una vida llena de acción y salvaba al mundo de unos villanos
terribles disparando rayos láser (o fuego, no me acuerdo) por los ojos, y
creo que ha sido de las peores pesadillas que he tenido nunca. Con acabar
la jornada en el restaurante vegano en el que curro sin entrar en colapso o
sin llorar del cansancio cuando me quito los zapatos tengo más que
suficiente.
Y es que había aprendido a conformarse con las pequeñas cosas y a no
anhelar otras.
Tal vez ese pensamiento recurrente relacionado con la muerte era su
manera inconsciente de insuflarse un poco de vidilla. Qué curioso. Cuando
se despertaba en medio de la noche porque había estado durmiendo sobre su
brazo derecho y lo notaba entumecido o el hormigueo posterior, pensaba
que ya la estaba palmando. Se miraba desde fuera, tipo viaje astral, y no
despertaba a Guille ni empujaba al gato de entre sus piernas. Solo asumía
que ese era su fin, y sí, claro que le parecía triste, pero no por morir en sí,
sino por morir así. Siendo una camarera del montón, aburrida, sin nada
memorable en su recorrido, que había pasado por la vida como una
figurante cualquiera, esa con la que se cruzaron los protagonistas en un paso
de cebra.
¿Quería cambiar eso? No. ¿Por qué? Porque era vaga.
Ana Luisa tenía cáncer tres o cuatro veces a la semana. Se lo
diagnosticaba ella misma, claro. Se le daba genial. Eran cánceres raros que
se curaban con un paracetamol, un ibuprofeno o un cuarto de libra de
McDonald’s y un poco de descanso, pero a cada rato volvía a caer en el
autodiagnóstico supervisado por el doctor Google, que podía afirmar sin
pestañear que ese leve dolor de cabeza era claramente el efecto de los
tumores que la estaban destruyendo por dentro. Sufría, pero luego se le
olvidaba.
Pero ¿por qué consideraba que era típica? La respuesta era sencilla:
porque nunca se había considerado bonita, guapa o destacable... y se había
acomodado mucho en el montón, tirando a bajo, por decisión propia.
Pensaba que si quedaba relegada a la mediocridad tendría menos problemas
y le gustaba pasar desapercibida. No se sacaba mucho partido (desde que
tenía novio, menos) y su rostro siempre vestía una expresión levemente
apretada, la mueca que tiene cualquiera al pintarse las uñas de la mano
derecha, una mezcla de seguridad, miedo y ganas de enviarlo todo a tomar
por culo.
Sí, esa era Ana Luisa Borés.
3

La noche de las mil Britneys. Antes del beso

Obviamente cuando Ana Luisa Borés se levantó esa mañana, no sabía que
la noche le traería un puñado de quebraderos de cabeza. Mientras servía
Heura como segundo plato del menú, no podía ni siquiera sospecharlo.
Cuando volvía en metro a su casa o caminaba por una de esas calles con
nombre de rey godo (sí, en su barrio todas las calles se llamaban Alarico,
Amalarico, Gesaleico, Sigerico y muchos otros «icos») ni se le pasaba por
la mente que aquel día, ese en el que deseaba llegar a casa, ducharse y
quedarse frita mientras Guille jugaba a la consola, el destino le tenía
preparado un entretenido giro de los acontecimientos. A ver, tampoco te
esperes una abducción o un accidente, lo que le va a pasar es lo del beso.
Para ti es una cosa sencilla, pero para ella, que es la hostia de aburrida, pues
no.
Todo empezó con Bea, su amiga, la que dice que es bisexual, la que tiene
el tono de voz potente como si estuviera dando una charla TED frente a
miles de personas en un auditorio, sí, esa que llamaba a su puerta vestida de
chándal y pintada de amarillo. Ojalá no hubiera abierto la puerta, pensó al
día siguiente, pero Ana era sosa, no vidente.
—¿Qué haces pintada de amarillo? —dijo Guille flipando desde el sofá.
—No, ¿qué coño hace tu puta novia en puto pijama? ¡Pedazo de puta!
Que nos tenemos que ir —contestó Bea a grito pelao.
Sí. Dijo «puta» demasiadas veces, pero Bea era así, excesiva, y pensaba
que ser malhablada la hacía parecer más auténtica y verdadera, un error de
manual de las chicas que han tenido problemas con sus madres y han
querido revelarse a golpe de sinceridad de baratillo. Bah, nada importante.
—Uy, uy, uy... ¿Hepatitis? —musitó Ana desde el sofá.
—No, cariño, soy Britney.
—Britney china —rio Guille.
—No, eso es muy racista. SUPERRACISTA, das asco, Guille. Soy Britney
de Los Simpson, que no tienes cultura televisiva ni tienes nada.
—Ah.
La pareja no parecía reaccionar al torbellino de energía que había entrado
por la puerta y tampoco se adaptaron muy bien cuando Diana entró con el
traje de colegiala de «Baby One More Time», con el que se la veía disfrutar
de lo lindo. Sí, tener cerca de cuarenta no era impedimento para gozárselo
con los calcetines por encima de la rodilla.
—No puede ser. No puede ser. —Otra que flipaba al ver la pachorra de la
pareja.
En ese momento, Ana cayó en la cuenta de que era la fiesta de las mil
Britneys, el cumple temático en el que uno de sus amigos gais obligaría a
todo su entorno a formar parte de una bizarrada extrema y gay, megagay, en
el peor sentido de la palabra. Algo tan horrible como disfrazarse. El año
pasado fue de princesas Disney putillas; este año, más predecible, tocaba la
noche de las mil Britneys, y a Ana, aun habiendo puesto dinero para el
regalo, se le había olvidado, porque era esa clase de chica que silenciaba los
grupos. Bizum hecho, grupo silenciado.
La negativa no era una opción. Los pies, los ojos y sobre todo el hígado
de la chica estaban pidiendo cama a gritos, pero la cama se alejaba a pasos
agigantados con cada uno de los argumentos de sus amigas.
—Dijiste que irías.
—Pusiste para el regalo.
—Cuentan contigo.
—Han comprado Puerto de Indias, que solo te gusta a ti.
—Vas a quedar fatal.
—Vas a quedar fatal.
—Vas a quedar fatal.
Ojalá vivir en un mundo, o en una sociedad, en la que se pueda ser fiel a
los impulsos. ¿No te apetece ir a la fiesta? Pues no vas y nadie se enfada,
pero no. Nos metemos en berenjenales para no decepcionar. «Defraudar» es
el verbo más doloroso de conjugar y Ana no quería que nadie pudiera
asociarlo a su nombre.
—Es que no tengo disfraz.
Ana intentaba quedarse en casa con uñas y dientes.
—Así de andrajosa y con esa sudadera pareces Britney de 2007 —
resolvió Bea.
—¿Tienes un paraguas? —preguntó Diana viendo totalmente claro el
outfit. Sí, ella era la única que sabía un poco de moda del grupo.
Ana no podía creer que lo dijeran en serio y, como si de un programa de
cambio de imagen se tratara, sus amigas le atribuyeron una Britney. Tal vez
la que más pegaba con su personalidad.
—Nadie va a saber que voy de Britney en el 2007. No me voy a rapar la
cabeza.
—A ver...
Guille firmó la sentencia de fiesta cuando de una bolsa que estaba dentro
de otra bolsa que estaba dentro de una caja sacó una calva de cuando se
disfrazaron de Fétido y Miércoles Adams en uno de esos Halloween que se
curraron. Bueno, en el Halloween en el que se lo curraron. No fueron muy
originales, pero ese principio de Diógenes del muchacho por fin había
valido para algo.
—Mira que me has dicho que tirara esta mierda... y ya ves, ahora le vas a
dar un uso. Póntela, venga.
Ana suspiró y no vio alternativa alguna a ponerse la calva de plástico que
más que a Britney de 2007 evocaba a los últimos coletazos de Chiquito de
la Calzada. Y sí. Las tres amigas se marcharon en coche. Una colegiala, una
muchacha amarilla como con problemas hepáticos y una chica con una
calva reciclada.
—Tininin... Oh... Baby, baby...
4

La fiesta

¿Sabes eso que dicen de que la fiesta a la que no quieres ir puede ser la
mejor de tu vida? Pues no. No era el caso.
Chacho y Josué sabían hacer fiestas si lo que entendemos por hacer
fiestas es comprar litros de alcohol barato en Mercadona, encender las
bombillas de colores que compraron hace años por AliExpress (que
sorprendentemente seguían funcionando) e invitar a su piso del centro a un
puñado de gente random y darle al play a una lista de Spotify que ni habían
tenido la decencia de crear ellos mismos. Con lo fácil y divertido que es
eso.
Los anfitriones disfrutaban con dos cosas.
La primera era exhibir su amor. Se querían mucho. Pero mucho. Tanto
que resultaba empalagoso. Sí, eran esa pareja que a la semana de conocerse
ya estaban viviendo juntos, planeaban casarse, ser papás y que servían
como ejemplo de que la chispa del inicio no siempre muta a familia o a
comodidad, sino que hay parejas que viven el amor y la relación como si
siempre fuera un domingo. Y siempre es domingo en la cama de Chacho y
Josué. Ellos no conocían un mal miércoles o una mañana aburrida de
jueves. Ellos se necesitaban y disfrutaban sorprendiéndose, follando y
compartiendo a diario, algo que parecía poco propio ya en su quinto año de
relación, pero ahí estaban y eran felices. Sin embargo, para muchas parejas
ver gente que encaja mejor en el molde que nos vendieron las películas más
que un sentimiento adorable les provoca picores por todo el cuerpo y ganas
de apartar la mirada. Pero ellos no se cortaban. Morreo por aquí, abrazo por
allá y apodos ñoños donde los haya. Apodos tan garrapiñados que hasta me
da vergüenza escribirlos. No, no puedo. No.
La segunda cosa... no, no había una segunda. Ellos eran disfrutones y ya
está. Exhibir su amor era lo que más placer les producía.
¿Quiénes eran? Unos chicos que se querían. Sí, uno trabajaba en Fnac y
el otro, en La Caixa. Claro que tenían entidad propia, pero desde un tiempo
para acá se habían convertido en un simpático duplo donde lo relevante era
su amor y el velcro de sus manos más allá de lo que ellos pudieran
representar individualmente. Todo el mundo pensaba que eso era tóxico;
ellos no, y eso es lo que importaba.
En Madrid hay pisos cutres, zulos, madrigueras y cuartos de escoba con
precios elevados, pero el piso encima del Teatro Lara en el que vivían esos
dos era lo que se llama un «piso de renta antigua» o «la envidia de
cualquiera». No tenían megasueldos, pero Chacho llevaba viviendo allí
desde que llegó a Madrid, y la ancianita que se lo alquilaba estaba
obsesionada con Jorge Javier Vázquez y le hacía gracia que un chico «así»,
como ella decía, viviera en su casa, por lo que nunca le había subido ni un
euro el alquiler —y fíjate, en la pandemia le perdonó la mensualidad varias
veces. Qué maja—. Ellos no lo sabían, pero un par de años después, la
ancianita entrañable fallecería un poco de la nada y su hijo no sería tan
majo y acabaría poniéndolos de patitas en la calle, pero como falta mucho,
centrémonos en esa noche, la de la fiesta.
Ana Luisa Borés no se quitaba la cara de cansancio ni con el chupito de
Thunder Bitch ni con el segundo Puerto de Indias con tónica. Los éxitos de
Britney sonando una vez tras otra y todas las personas intentando ser sexis
con sus cosplays de última hora la estaban empezando a cansar y ya estaba
echando el cálculo de los minutos que tendría que aguantar para no quedar
mal. Ya tenía pensada la excusa, no sería muy original: mañana madrugo y
bla, bla, bla...
De 22.30 a 22.45 no hizo nada más que mandar callar a Diana, que no
paraba de decir «Oh baby, baby...». Es cierto que la cabrona llevaba el
disfraz uno punto uno con el de Britney y que, para rozar los cuarenta, tenía
unas piernas envidiables, y los calcetines, sí, los que se gozaba, le quedaban
de muerte. La faldita de tablas era una victoria para ella. Empezó la
transición de género muchos años atrás y esa prenda icónica que había
estado prohibida para ella en su adolescencia, que era cuando le hubiera
tocado vestirlas, la estaba conectando con eso mismo, con la niñata que
nunca pudo ser pero que tenía superdespierta en su corazón. El disfraz de
Bea se estaba desintegrando. Su pintura amarilla estaba manchando a todo
el mundo y ya había dejado de ser gracioso para convertirse en un puto
asco. La gente se apartaba de ella cuando cruzaba el pasillo en busca de más
hielo, qué pena.
Cerca de las 23.15 una chica llamada Almudena, que había venido
directa del curro y que no llevaba disfraz —chica lista—, ató cabos y
entendió en una banal conversación que Ana Luisa era la profesora de
gimnasia de su abuela y le dijo que todas las yayas del grupo estaban
encantadas con ella, que disfrutaban mucho.
Obviamente la conversación derivó a lo corta que es la vida, a los
abuelitos que viven solos y esos tópicos que Ana escuchaba una vez tras
otra cuando comentaba que su pluriempleo consistía en hacer brincar a un
puñado de viejas en el parque de San Isidro mientras escuchaban a Raphael
o Camilo Sesto.
ABURRIDA (así, en mayúsculas). Ana Luisa Borés decidió hacer una
buena bomba de humo, irse a la francesa y, de conversación tonta en
conversación tonta, fue acercándose a la puerta como una auténtica ninja.
Querer huir podía sacar a relucir todo tipo de habilidades inexploradas,
como por ejemplo el sigilo, aunque Ana pensaba que su único poder era la
invisibilidad y pensaba exprimirlo lo máximo posible para que nadie se
diera cuenta de su ausencia.
Casi podía palpar el pomo de la puerta, qué cerca estaba, pero cometió el
error de girarse para ver cómo dejaba el campo de batalla previo a su fuga.
Y ¡zas! Entre todos esos disfraces cutres de la princesa del pop vio a un
chico que le devolvía la mirada, que le sonreía mientras levantaba la mano
entre un saludo y una despedida. Ana no entendía nada. A ver, el chico
llevaba una peluca, pero no le resultaba nada familiar. Ella levantó la mano
y dejó que sus pies y la inercia hicieran el resto. Cruzó el salón hacia
Germán.
—Joder, tu disfraz es el mejor de todos.
—Gracias. No nos conocemos, ¿no? —dijo ella dudando de verdad.
—No, no, es que he visto que te ibas y quería decirte que mola mucho tu
disfraz y ya está.
—Ah. Guay. Gracias. El tuyo también es genial. No soy muy fan de
Britney, ¿cuál eres?
—Pues soy... la de «I’m a Slave 4 U».
—Ah.
El chico, entre avergonzado y encantador, tuvo que tararear la
cancioncita moviendo el culo como si fuera una stripper de esas adictas al
crack que salen de vez en cuando en Padre de familia, y Ana no pudo hacer
nada más que caer en la risa tonta, en la risa de pava...
—¿Te ibas ya? —preguntó él.
—Sí, es que madrugo mañana. —Mentira.
—¿No te quieres tomar una última? —Él lo estaba intentando.
¿Una última? ¿El chico está intentando ligar conmigo? ¿En serio? ¿Qué
es? ¿Alguna clase de pervertido que se excita con chicas con calvas? A
ver... yo guapa guapa no estoy y con todas las tías zorronas que están
contoneándose con traje de látex rojo me parece totalmente imposible que
alguien se haya fijado en mí. Supongo que eso, ese factor, ha sido el que ha
hecho que me quede, que me haya puesto otra copa y que siga de palique
con él y, sin darme cuenta, supongo que totalmente emocionada porque me
siento especial al ver que un chico con semejantes pectorales intenta
rozarme la mano todo el rato, he caído rendida y le he seguido al baño un
poco sin saber qué coño está pasando ni qué coño estoy haciendo.
5

Lo que Ana Luisa quería ser

Me encantaría decirte que Ana Luisa Borés soñaba con ser escritora o que
tenía un talento innato para la música. Pero ella no era una heroína
aspiracional.
¿No te parece que a veces nos han machacado, casi obligado a tener
objetivos de ese tipo?
Ella nunca supo qué quería ser, y reconocerlo, cuando todo el mundo te
lo pregunta, es más duro de lo que parece.
Una vez, cuando tenía cuatro años, le preguntaron qué quería ser de
mayor y ella lo pensó y dijo:
—Repadtidora de pitsaaas.
—¿Por qué?
—Eh... Podque me guzta la pitsa. Mucho, y van en moto. Bruuum.
Bruuuum.
Todos los adultos se rieron de ella, como si lo que le hacía ilusión a la
niña fuera un trabajo de mierda que no valía la pena. No le gustó que se
rieran y se sintió mal. Esos pequeños gestos hicieron que fuera más
hermética con sus gustos, que no los comentara, algo que traería de cabeza
a los Reyes Magos, que acaban comprando cualquier cosa de la penosa
zona rosa del catálogo de juguetes de El Corte Inglés.
Es una anécdota tonta, irrelevante, pero el temita salía muy a menudo en
sus sesiones de terapia porque para ella tenía mucho significado.
Ana Luisa no tenía hobbies y se sentía mal. Le daba envidia la gente que
se apuntaba a cursos o que tenía aficiones marcadas desde bien pequeña.
Las redes sociales tenían cosas buenas, pero entre las malas estaba el ver a
gente con aficiones y talentos mientras ella intentaba engancharse a modas
y carros ajenos. Aficiones de una tarde que le hacían gastar dinero y
acumular basura en casa como, por ejemplo, un montón de moldes de
silicona para hacer tartas. O lanas y agujas para tejer. O una equipación
completa para apuntarse al curso de twerking, como Henar Álvarez. O las
acuarelas por si se le daba bien la ilustración infantil o los aceites esenciales
para los masajes relajantes... Pero nada. Nada le cuajó. De los bailes latinos
ni hablamos y una vez, no te lo vas a creer, intentó afiliarse a Más Madrid y
cambiar el mundo, pero solo cambió la intención por un paquete de
palomitas para microondas y una temporada de Las Kardashian. Lo intentó
muy fuerte con una movida llamada «needle felting», una cosa de moda en
la que picabas con unas agujas especiales una clase de lana para darle
formitas de simpáticos animales. Ella no consiguió animales, solo un
puñado de pinchazos en las yemas de los dedos para que recordara,
mientras fregaba los platos, que el arte no era lo suyo.
Por eso empezó muy joven a trabajar de cualquier cosa y nunca
encontraba la frustración, como sí hacían el resto de sus amigas, porque no
aspiraba a nada. Si quieres ser actriz y trabajas en una consultoría, te
frustras. Si no quieres ser nada y trabajas de teleoperadora, no te frustras;
maldices igual, pero no te frustras.
Trabajó en el comedor de un colegio, pero le daban asco las condiciones
y le parecía mal servir esa comida a los chiquillos. Dos días duró. Lo
intentó como comercial a puerta fría, pero le dio vergüenza hablar con
desconocidos y joderles la siesta. Una tarde duró. En Dunkin’ Donuts
estuvo varios meses, pero la despidieron porque llegaba tarde y no siempre
era maja con la gente, le venía mal ese curro. En Zara no la cogieron. En
Bershka, tampoco. Su madre tenía una amiga (digo «tenía», porque ya no se
hablan) que la metió en la churrería de su nuera y durante dos años Ana
Luisa Borés fue churrera. No te imaginas cómo olía su ropa, no, no te lo
imaginas. Pero la churrería quebró... Los churros quedaron desbancados por
los brunches y acabó currando en el Malpica un tiempo y en el Circo,
ambos locales del mismo dueño. Luego conoció a un tipo al que le cayó en
gracia (que se enamoró de ella, vamos), le dijo que iba a abrir un
restaurante vegano y que si quería podía currar allí; dijo que sí. Y hasta
ahora. Él se desenamoró de ella, pero ella siguió allí, currando y sirviendo
menús basados en plantas y legumbres.
Cuando le preguntas a una persona de treinta y cuatro años a qué se
dedica en Madrid y te dice que es camarera, la siguiente pregunta es:
—Pero ¿y qué te gustaría hacer?
La respuesta siempre era la misma.
—¿Qué quieres decir?
Claro que ella sabía lo que querían decir, pero le parecía tan ofensivo
como que se rieran de una niña de cuatro años que quería ser repartidora de
Telepizza. No todo el mundo quiere ser el futuro premio planeta, disco de
oro o entrar en un reality. Hay gente que está tranquila haciendo lo que le
ha tocado, y ella intentaba disfrutar de lo que hacía, aunque la gente la
mirara con condescendencia. A tomar por culo esa gente.
—No, no, pero ¿qué te gusta hacer?
—Pues... dormir, comer... Como a todo el mundo.
Es cierto que hay algo de construcción social en los camareros y
camareras, algo así como que se eligen roles. Hay gente dicharachera,
exageradamente atenta o simplemente cordial. Ella era sufridora y
perfeccionista. Pecaba de seca, pero siempre lo pasaba mal si las comandas
se retrasaban en la cocina y le gustaba que todo estuviera perfecto cuando
los clientes se sentaban. Se le daba bien. Era veloz, no siempre sonreía, pero
se ganaba la propina como la que más.
Y su otro trabajo... Sí, daba para más conversaciones. Los martes y los
jueves impartía clases de gimnasia para personas mayores. Un curro que le
llegó de rebote. La gente que se dedicaba a la educación física pondría el
grito en el cielo si viera los ejercicios que planteaba la muchacha. Sus
clases eran para la educación física lo que el surimi para una espectacular
emulsión de bogavante en un restaurante con estrella Michelín, pero
cumplía su cometido, chica. Como decía Guille.
—Lo que tú haces es canguraje de viejas.
Sí, lo era. Las hacía saltar, brincar, caminar, se reían y escuchaban música
que les gustaba a ellas, pero el grueso de la clase era el antes y el después:
la cháchara. Ellas hablaban de todo, hacían corrillos y en el grupo era obvio
que estaban las populares y las betas, como si de una clase de instituto
americano se tratara.
Ana Luisa se planteaba muchas veces el dejar esas mañanas de martes y
jueves, pero luego llegaba allí y se lo pasaba bien, porque era dinero fácil y
porque no tenía abuela y estar con personas mayores la hacía sentir más útil
que explicar lo que llevaba una hamburguesa vegana de Beyond Burger en
el restaurante en el que trabajaba.
Cosas.
6

Un chico con una serpiente en el cuello

Germán no tenía una historia tras su nombre. Sus padres le pusieron ese
nombre porque les gustaba y ya está. Sobre todo le gustaba a su padre.
Germán. Estuvo repitiendo el nombre los últimos tres meses del embarazo,
todo el verano. A veces por lo bajo, casi como un susurro, y a veces
rotundo, dejándolo caer en las conversaciones en el bar o en las partidas de
dominó con sus colegas cual adoquín lanzado sobre la mesa. Germán,
Germán. GERMÁN. Le parecía que era contundente como un apretón de
manos, fuerte y masculino. Pero el chico no fue ni fuerte ni masculino. Era
masculino, pero no como le hubiera gustado a su papá. Era un chico
masculino que había entendido el feminismo y que se consideraba un
aliado. Era un chico masculino que había acompañado a su amiga Elena a
abortar aquel día. Era un chico masculino al que le gustaba planchar las
sábanas, le relajaba. Era tan masculino que cuando su amigo Lope se le
declaró en una fiesta de fin de año, se fundió con él en un abrazo y lo besó
en la mejilla. Era tan masculino que iba a una psicóloga todos los jueves
lloviera o tronara. Era tan masculino que organizó un recital de poetisas
españolas en el Aleatorio, el bar de otro de sus colegas. Era tan masculino
que tuvo que dar un golpe en la mesa (con la rotundidad con la que sonaba
su nombre, sí) cuando su padre dijo que iba a votar a Vox. Y se manchó las
manos de pintura negra haciendo una pancarta en contra de la tauromaquia.
Pero no era el chico masculino que esperaban, era mejor.
Siempre le gustó la interpretación y, aunque trabajó en pequeños cortos
cutres a escondidas de sus padres, no fue hasta los dieciocho, que se
emancipó y empezó a leer a David Mamet, cuando tuvo la gran revelación.
—Soy actor. Voy a ser actor. Sí. Soy ACTOR.
La cara y el cuerpo le abrieron un camino fácil en el mundo de la
publicidad, y pasó de trabajar poniendo copas todos los fines de semana en
la Sala Sol a ser la cara del BBVA en una campaña que intentaba motivar a
los jóvenes a pedir una hipoteca, ideas locas del marketing. De ahí pasó a
un anuncio de Carrefour, y luego a un anuncio megainclusivo y muy
polémico de un centro comercial regentado por señores del Opus, donde
aparecía haciendo de papá joven junto a otro papá. Dos papás. El anuncio se
retiró rápidamente; la gente que compraba los uniformes para sus hijos en
ese centro comercial no entendieron que un niño pudiera tener dos padres y
les pareció adoctrinamiento de género o algo así, pero vamos, eso no detuvo
la carrera de Germán, no. Luego llegó una saga de anuncios de una
gasolinera en la que interpretaba a un guapo cajero sonriente, y el famoso
anuncio de Port Aventura en el que se montó repetidas veces en el Dragon
Khan. Fue ahí, en una de esas vueltas, tal vez la treceava, cuando se dio
cuenta de que tenía que dejar la publicidad, de que no se sentía valorado
como actor y de que solo lo llamaban por su espectacular sonrisa de dientes
blancos alineados y su corte de pelo desaliñado, y no por la capacidad de
meterse en la piel de sus personajes sin texto. Eso sí, se puso a tope. Grabó
varias secuencias en un curso de interpretación ante la cámara por el que
pagó casi quinientos euros simplemente para que lo viera un director de
casting, que nunca le llamó para una prueba, y entró de lleno en el
desagradecido mundo del microteatro, donde todo el mundo tenía cabida.
¿El chico tenía talento? Es lo mismo que preguntar si el cilantro está rico.
Hay gente a la que le gusta y gente que lo odia de un modo genético, pero te
guste o no, sabes que lo que estás comiendo tiene un regusto raro, como
jabonoso. Él, igual.
Es curioso que a un chico tan mono y tan majo como él nunca le hubiera
ido bien en el amor. Los motivos se podían resumir en una palabra:
aburrimiento. No era un chico aburrido, no lo era. Las chicas con las que
había estado se encaprichaban de él valorando su exotismo, altura y sonrisa,
pero a la hora de la verdad, el que tuviera un relleno blandito hacía que sus
seminovias se aburrieran a la larga y buscasen otro tipo de emociones.
Decimos que no, pero el canallismo es un rasgo que atrae y en su hoja de
personaje no aparecía por ningún sitio. Por lo que siempre era el romántico
empedernido, el muchacho atento, el perfecto amante del que aburrirse...
Las moscas siempre acaban yendo a la lámpara luminosa aun sabiendo que
se van a quemar, y él era una luz led de esas que puedes tocar sin ningún
tipo de consecuencia. Los beneficios del led son todos, pero parece que en
algunos momentos estamos programadas para ir directas al peligro. Maldito
Danny Zuko, malditas chupas de cuero, malditas motos robadas. Maldito
Mario Casas. Malditos tres metros sobre el cielo. Mierda.
Ese magnetismo, aunque fuera de pose o efímero, fue lo que atrajo a Ana
Luisa Borés a aquel baño. Supongo que fue eso sumado a la sensación de
sentirse deseada por un chico desconocido con los abdominales más
definidos que había visto en su vida. Saber que podía atraer de un modo real
a un tío con ese cuerpo la hacía sentirse de lo más validada y puede que
fuera lo que ella necesitaba en ese momento.
7

Después del beso. Conversaciones en un portal de


Malasaña

Ana Luisa se colocó de nuevo la calva, como si fuera un elemento


indispensable, como quien se pone unas gafas de buceo antes de bajar a las
profundidades del mar, y salió del baño a toda pastilla.
Miraba al suelo y deseaba no toparse con Germán de cara. Decidió
retomar la bomba de humo donde la había dejado antes de conocer al chico.
Cruzó el salón. Corrió hacia la puerta. Le pareció que alguien gritaba su
nombre, pero no se giró, solo huyó y bajó las escaleras, casi propulsada por
su propia agitación. Si se hubiera caído por la escalera, se habría roto en mil
pedazos.
¿Sabes esos momentos en los que te da la sensación de que vives en una
serie? Si no lo sabes, es porque no estás saliendo de casa a patear las calles
ni exponiéndote al mundo. Ana Luisa conocía a la perfección ese momento,
esa sensación de que solo era una mera espectadora de su existencia, como
si alguien escribiera por ella las situaciones y los diálogos en sus
conversaciones. Como si fuera la protagonista (o la secundaria, tampoco
nos flipemos) de una serie de la tele.
Ana paró en seco, convirtiendo ese portal de Malasaña en un perfecto
interior-noche. Bea trotó escalera abajo como un caballo desbocado al que
poco le importa el descanso de los vecinos.
BEA: ¿Dónde vas?

Cagada.

BEA: ¡Ana!
ANA: ¿Qué?
BEA: Que ¿dónde coño vas?
ANA: Ay, chica, ¿a ti qué te parece? A mi casa, a mi puta casa.
BEA: Pues no me parece bien.
ANA: Y ¿qué quieres que te diga?
BEA: Que te quedes.
ANA: No.

A lo que Diana apareció también. No podía desperdiciar un buen chisme


o que tramaran algo sin ella.

DIANA: No me digáis que os estáis metiendo rayas en el portal de


Chacho.
BEA: Anda, la otra.
ANA: Que me voy.
DIANA: Pero ¿ahora vuelves?
BEA: No.
ANA: No.
DIANA: ¿Por?
BEA: No lo ha dicho.
DIANA: Ana, tía, ¿por qué te vas? Si es por tu disfraz, no vale la pena. Ya
has visto a la peña, menudo cuadro. Si hubiera un concurso, está claro quién
ganaría.
ANA: Sí, tú, cariño, sí. Tú, cariño, tú ganas siempre, tú eres la mejor.
BEA: Anda, vamos para arriba.
ANA: No. Que mañana madrugo... ¡No! No lo quería decir. Que me voy a
casa, porque me duele muchísimo la barriga, no sé qué tengo, algo me ha
sentado mal. Comí sushi y...
DIANA: Vámonos a urgencias, pero ya. ¿Llevas la tarjeta sanitaria?
ANA: No, me voy a casa a descansar y a cagar tranquilamente. Es como
una sensación de gases y tengo que sentarme.
BEA: Por eso has estado tanto rato en el baño.
ANA: Por eso.
DIANA: Tía, vamos a urgencias. ¿Quieres que te quiten un trozo de
intestino? No quieres, ¿a qué no? El anisakis es terrible.
BEA: Lo de...
DIANA: Sí, lo de... Eso. Fatal. Isabel Ordaz, la actriz que hacía de la
Hierbas en La que se avecina...
BEA: En Aquí no hay quien viva.
DIANA: Donde sea, tuvo anisakis y lo pasó fatal, pobrecilla. Cariño, si has
comido sushi y te duele la barriga, vamos a urgencias, pero ya.
ANA: No vamos a ir a urgencias.
BEA: ¿Por qué?
ANA: Porque no es para tanto, porque no, porque vais disfrazadas.
BEA y DIANA: Anda ya.

Y a la mínima empujaron a la chica a un taxi y la llevaron al Gregorio


Marañón.
Ana Luisa, que había olvidado por un momento que llevaba una calva
chunga coronando su cabeza, fue incapaz de impedir que su realidad se
convirtiera en un chiste y se vio a sí misma en un taxi escuchando historias
terribles sobre un parásito que atacaba al intestino o fingiendo un dolor
terrible en la consulta de triaje de urgencias.
Allí estaban las tres amigas en la sala de espera. Disfrazadas, un poco
borrachas y preocupadas por la salud intestinal de una de ellas hasta que la
voz de megafonía llamó a Ana Luisa Borés.

DIANA: Hala, para que luego digan de la sanidad pública, no ha sido tanta
espera, ¿eh? Qué gusto, qué rápido.
ANA: No voy a entrar.
BEA: Ah, vale, perfecto, hemos estropeado la noche por tu capricho y
ahora no quieres entrar.
DIANA: Es algo típico, te duele todo y cuando llegas a urgencias, se te
pasa. Pero no hagas caso a tu cuerpo, hazme caso a mí que soy tu amiga y
sé de esto. Cuando Isabel Ordaz...
ANA: ¡Me da igual Isabel Ordaz! No sé quién coño es...
BEA: La que hacía hierbas en...
ANA: ¡QUE ME HE ENROLLADO CON UN TÍO!
BEA: ¿Y?
ANA: Pues que no os lo quería contar y me quería ir a mi puta casa
porque me siento mal.
DIANA: Guau...
ANA: Diana, no me mires así.
BEA: ¿Qué quiere decir «enrollarse» para ti?
DIANA: Enrollarse es enrollarse.

La voz de megafonía insistió llamando a Ana Luisa de nuevo.

BEA: No, para mí enrollarse es follar y para ti es un beso. ¿Para ti qué es,
Ana?
ANA: Para mí, como para ella. Un beso.
BEA: ¿Un morreo y ya está?
DIANA: Y ¿«ya está»? ¿Te parece poco? Que tiene novio, ¿sabes? Que
tiene un pacto de fidelidad y aunque tú no respetes nada en la vida, ella sí
que lo hace... O lo hacía.
ANA: ¡Diana!
DIANA: ¿Qué vas a hacer? Se lo vas a decir a Guille, entiendo.
BEA: No se lo va a decir.
ANA: No se lo voy a decir.
DIANA: Guau...
BEA: Diana, ¿puedes dejar de comportarte como una puta?
DIANA: ¿Yo? Ah, vale... O sea, yo soy la puta. Perdona, Ana, no te
ofendas, pero entiende que flipo un poco, sobre todo porque Guille también
es mi amigo, o sea, no tanto como tú, pero imagínate la próxima vez que lo
vea. Yo personalmente prefiero que se lo digas.
BEA: Lo que tú prefieras es cosa tuya, cariño.
DIANA: ¿No se lo vas a decir?
ANA: Es que ha sido algo tan insignificante como un beso.
BEA: Claro. Y aunque hubieras follado. La fidelidad es una construcción
social impuesta a las mujeres para que nos portemos bien, es un puto
invento del patriarcado. Que ella quiere a Guille, ¿a que sí?
ANA: Sí.
BEA: Pues ya está. Eso es lo importante. ¿Ha simbolizado algo para ti que
trastoque tu relación?
ANA: No, no, no... Creo que no. No.
BEA: Pues fin.
DIANA: Yo no lo veo así.
BEA: Me alucina que una cuarentona transexual vestida de colegiala
pueda tener un pensamiento tan arcaico de lo que supone un acto tan chorra
como un beso.
DIANA: Guau. Gracias, Bea, por dejarme siempre como la mierda por
tener una manera propia de pensar. Para mí el feminismo no es comportarse
como una fresca, lo siento.
ANA: Oye, oye, oye.
DIANA: Ya me entiendes. Perdona, cariño. Creo que se puede perdonar
una infidelidad, pero no la mentira que conlleva. Vete a tu casa y cuéntale a
tu novio lo que ha pasado. Él, que es majísimo, lo entenderá, y fin.
BEA: No la escuches. No se lo cuentes, porque él no va a saberlo nunca.
La infidelidad es algo tan privado que no tienes ni que contárselo a tu
pareja. Ha sido una tontería.
DIANA: No ha sido una tontería.
BEA: No, ni poco.
DIANA: Ana, hazme caso, haz lo correcto.
BEA: Haz lo correcto. No le hagas caso.

Y con esas dos opciones dándole vueltas en la cabeza, Ana Luisa tomó
un taxi hasta su casa.
Abrió la puerta tras una larga pausa acompañada de un suspiro profundo.
Subió la escalera y se encontró a su novio dormidito, respirando con la boca
abierta, y pensó que estaba más borracha de lo que creía y que por hoy era
mejor apagar el botón de ideas centrifugando de su cabeza. Apagó la luz.
Apagó todo.
8

Como en un videoclip en el que se desmontan las


paredes

Es bien sabido que las resacas cuando pasas de los treinta no son como
eran. Supongo que debe ser una reacción natural. Un warning de tu cuerpo
que te grita que dejes de mezclar y que tu hígado, a prueba de bombas,
dejará de serlo en algún momento. El cuerpo es sabio. Pero esa mañana, la
mañana siguiente, cuando el despertador sonó, Ana Luisa hubiera preferido
tener una resaca espantosa o unas miserables lagunas para poder echar la
culpa al alcohol como la canción aquella de... no sé quién. Lo que no
recuerdas de la borrachera no pasó. Pero ella recordaba a la perfección los
labios de Germán sobre los suyos, el sabor inicial a cigarro de liar dejando
paso a la humedad de la saliva o a la lengua juguetona. Sí, lo recordaba
demasiado bien y, aunque no simbolizaba algo terrible, sabía que conviviría
con ese regusto a infidelidad mientras seguía con su rutina diaria. Una
rutina diaria bastante aburrida, ahora salpicada de chispas y peta zetas, pero
al mismo tiempo de incertidumbre y un sentimiento contradictorio. Ella no
quería permitirse ni la fantasía ni la parte bonita de haberse sentido
atractiva. Ella era más de martirizarse y flagelarse con látigos invisibles que
nadie debía notar.
Se vistió, se calzó sus UGG (de flamante imitación) y se sintió poderosa
lanzándose al mundo. Y mientras caminaba por el barrio en dirección a la
parada de metro Urgel y pensaba que era mala suerte que no lloviera,
decidió sacar su teléfono para ponerse esa lista tontorrona de Spotify con
grandes éxitos como «Kiss me» o «Torn», que la hacían tararear tirando a
pava, escaparse de ser ella misma por un ratito, pero en ese momento el
teléfono le mostró una notificación de Instagram.

GerManMar ha empezado a seguirte.

A tomar por culo Natalie Imbruglia.


Entró en el perfil del chico, al que no conocía en absoluto, para descubrir
a un tipo intenso y guapo (esto último ya lo sabía) que subía selfies con
frases de Borges y que apoyaba todas las causas que olían a injusticia,
aunque fuera de lejos.
Qué fotogénico el cabrón.
Casi se pasa de parada al navegar por el muro y los destacados de
Germán. Pero ya en la calle no pudo hacer otra cosa que sentarse para
explorarlo en condiciones.
¿Con este tío me he besado? Madre mía...
Le hacía ilusión. Ana Luisa siempre había pasado desapercibida y, por
primera vez, la niña con gafas que se sentaba al fondo de la clase se sentía
como si fuera una de las populares. Por el momento no le hizo follow back,
le daba como miedo que eso desencadenara un chat de citas a escondidas y
que toda su vida se fuera al garete. Así que sintiéndose orgullosa por no
haberle dado un like sin querer (algo que le pasaba a menudo cuando se
ponía en modo espía secreta), hizo lo que cualquier adulta en su sano juicio
hubiera hecho: abrir Spoti, buscar «Las Divinas» y darle al play para que su
niña interior se sintiera feliz de este logro. Era una popular a la que un tío
bueno (al que había besado, por cierto) le había dado a seguir en Instagram.
Sí, el mundo de Ana y su felicidad se reducían a eso.
9

Javi

Javi. Javi. Javi era ese nombre que Diana siempre había tenido dando
tumbos en su corazón, en sus fantasías y en su cabeza. Porque representaba
muchas cosas, sobre todo en el diccionario Diana-Español:

Javi. Persona de la que te enamoras en tu puta adolescencia y que se convertirá en el


arquetipo que buscar en todos los hombres con los que te cruces.

No, no era para tanto el muchacho. Para ella, sí. Diana, aunque no
siempre pudo decirlo, era femenina singular, y Javi era MASCULINO en
letras mayúsculas. Ese chico que en cuarto de la ESO la defendía. ¿Por qué?
Nadie lo sabe, pero había algo de héroe en su caminar, y cuando veía que a
ella la llamaban «maricón» o cosas así, afloraba el impulso defensor y
ejercía como tal, y así se hicieron amigos. Hacían pellas juntos, pasaban el
rato... Solo tenían en común una cosa: el cariño que se profesaban. Diana
nunca había tenido amigos chicos y le encantaba, entre otras cosas porque
estaba pillada hasta las trancas por él. Nunca hablaron ni de género ni de
sexualidad. Él siempre pensó que ella era un chico marica, ella siempre
pensó que se casaría con él. Era un imposible, porque él siempre salía con
un puñado de tías al mismo tiempo y fanfarroneaba contando que había
perdido la virginidad con trece, algo que probablemente fuera
biológicamente imposible, pero tenía esa sonrisa que la traía loca.
Ains... Javi.
Diana siempre agradecía haber sido una chica trans por una cosa. Si
hubiera sido una chica cis, se habría embarazado con dieciséis, porque
siempre vivió el amor de un modo tan exageradamente intenso que su
género social la protegía de tipos que le habrían arruinado la vida. Ella era
consciente de eso ahora, desde su estatus de tía cañera, trabajadora,
empoderada y con tacones.
Su amistad duró muchísimo. Compartieron experiencias y primeras
veces, pero no la primera vez que ella hubiera querido y poco a poco se
fueron perdiendo, y cuando la chica decidió enseñar al mundo quién era,
tuvo miedo o vergüenza y lo sacó de su vida, ya que el camino de salida
estaba bien iluminado, y fin.
Y ¿por qué es importante esto ahora?
Porque esa mañana de lunes, mientras Ana intentaba pasar desapercibida
para el mundo, su amiga Diana justificaba su retraso en el trabajo con una
interminable nota de audio diciendo que tenía que atender asuntos
personales, y tan personales, porque en ese momento, justo después de
hacer retumbar toda la calle Claudio Coelho con el sonido de sus tacones,
se encontró con él.
No con el canalla que recordaba de dieciocho años. Se encontró con el de
ahora. Un cuarentón con menos pelo, con uniforme de policía nacional y
con la misma sonrisa de pinturero que ella recordaba. Hacía más de veinte
años que no se veían, que se dice pronto, pero que se dice muy rápido
también, porque Diana se transportó en un segundo a aquellos paseos
mientras se pelaban las clases años atrás. A las partidas de cartas. A la
fantasía y a los buches de licor de manzana de una botella robada. Se
transportó a la ilusión y a las ganas. Al palpitar intenso del corazón que no
la dejaba dormir por las noches. Al Javi escrito con letras con forma de
burbuja con todos los colores de bolígrafo que tenía. Se transportó a la
esperanza del futuro y a la frustración de la realidad. Booom.
¿Cómo podía ser cómoda una situación tan incómoda? Pues yo te lo diré:
porque eran buena gente. Porque se habían querido, fuera de la manera que
fuera, y cuando se reconocieron en esa oficina de correos, podían haber
pasado muchas cosas:
a) Que por vergüenza hubieran mirado hacia otro lado porque él no se
sintiera cómodo hablando con ella ahora que ella era ella para todos los
demás.
b) Que se hubieran saludado como si nada con uno de esos
levantamientos de cabeza que acompañan un «Ey».
c) Que no se hubieran reconocido.
Pero lo que pasó fue una D mayúscula. Él la abrazó con cariño.
Probablemente ya era conocedor de los cambios para mejor de su vida (en
los pueblos todo se sabe), y apuntó su número en uno de esos formularios
de carta certificada. Su número como carta certificada. Tenían tanto que
decirse que no dijeron prácticamente nada, pero sonrieron, eso sí.
Javi. Javi. Javi. Javi levantó la mano para despedirse, pero antes le exigió
con insistencia, casi la obligó, a que quedaran para tomar un café.
—Nos lo debemos.
Se lo debían.
10

Ana Luisa y su madre

—¿Tú estabas enamorada de papá?


—¿Me lo preguntas en serio? Qué gilipollez. Claro que no. El amor...
Menuda chuminada. Yo creo que eres mayorcita para dejar ya de creer en
esas tonterías. Ay, Ana Luisa, tan lista que has sido para unas cosas y tan
pava para otras. El amor es un invento de guionistas con pocos recursos, es
como... ¿Cómo te digo? Como una cárcel para mujeres. No me mires así,
como si fuera un monstruo, porque no te estoy diciendo nada que no sepas.
Lo sabes porque te he visto compartir mierda en Instagram que habla de
esto...
—Pero ¿os queríais?
—Ay, claro, pero ¿qué tiene que ver eso con el amor? ¿Te estás tirando a
otro, Ana? ¿Es eso? ¿Estás con todas las dudas porque no sabes si Guille es
lo que te conviene?
—¿Qué...? Eh... ¿Qué dices, mamá? Anda, anda, anda... Era por hablar.
—Se puede hablar de muchas cosas. ¿Te planteas dejar a Guille? Ni se te
ocurra. Ese es mi consejo de madre. Es aburrido. Sí, es aburrido, pero está
sano y parece que te respeta, y aunque tiene un trabajo que no es un trabajo
ni es nada, tampoco parece que gaste ni que pegue. Confórmate con eso. No
vas a encontrar nada mejor.
—¡Mamá!
—¿Qué? Que igual prefieres estar sola. Yo estoy sola y me va muy bien.
Amargada normalmente, pero no tengo que darle explicaciones a nadie. A
nadie. Como mucho más variado, porque como no quiero cocinar para mí
me paso el día pidiendo comida a domicilio por Glovo, de algo hay que
morir. Sí, es lo peor, soy basura, porque no los tienen dados de alta y eso,
pero qué quieres que te diga. Si me apetece un ceviche, no me voy a poner a
hacer leche de tigre. ¿Me entiendes? Me lo pido y me lo como sola viendo
Sálvame. Digo «viendo» porque no lo escucho. Son solo griteríos y lo
muteo. Lo veo porque me gustan los vestuarios que saca Lydia Lozano, los
colores y las luces del plató, pero prefiero escuchar los coches y las motos,
las motos... Sobre todo cuando he pedido, no sé, comida turca, por ejemplo.
Espero ansiosa a que llegue el glover y me gusta tener la puerta abierta para
sorprenderle y que vea que lo único que tengo que hacer, que es abrir la
puerta, lo hago bien... ¿De qué estábamos hablando?
—De comida turca.
—Ah. Muy rica. Me repite un poco, pero muy rica. Es mucho más que
kebabs. ¿Eso lo sabías? ¡Ah! Lo de quererse. Eso.
—Pero ¿Sálvame no había acabado?
—Hija, hija, es como la mala hierba, nunca muere... Tienes todos los
programas subidos en internet, los puedes ver todas las veces que quieras.
¿Te paso el enlace?
—No, mamá.
—¿Estás segura?
—Sí.
—Ah.
Pausa.
—Sí que quise a tu padre. Claro que lo quise. Pero sabes las palizas que
me daba tu abuelo. Tenía tantas ganas de escaparme de casa que querer a tu
padre o no quererle como imaginé que debería quererle no me impidió...
convencerme de que le quería. Y ya ves tú, que me fui de Guatemala a
Guatepeor. Qué mala suerte he tenido siempre... Eso es genético, ¿sabes?
Dios no lo quiera. Qué pena todo. Si crees que no quieres a Guille, ya le
querrás. Que convivir hace que salga... eh... la querencia, ¿eso existe? El
querer, vamos. Y con tu padre, pues nos quisimos mucho. Cuando él
llegaba ciego como una rata y me cascaba, pues no.
—¡MAMÁ!
—Estoy intentando frivolizar, dice la psicóloga que frivolizar...
—¿Vas a la psicóloga por fin?
—No, una que sigo. Habla en inglés y los subtítulos van muy rápido,
pero creo que una vez dijo que frivolizar estaba bien para sanar. Yo tengo
tanto que sanar que intento reírme de todo.
—Eso está bien.
—¿No te gusta el cocido?
—Sí, te ha quedado muy bien.
—No lo he hecho yo. Lo ha hecho un tal Malacatín a veinticinco o treinta
y cinco minutos de aquí. Si lo vas a dejar, hazlo, pero que no sea para irte
con otro. Si lo vas a dejar, que sea para estar sola. Sola se está bien.
—No lo voy a dejar.
—Mejor. Es una movida ahora en invierno. Si lo vas a dejar, mejor en
verano. Todo es mejor en verano. Menos el cocido.
—Hay gente a la que le gusta.
—Hay gente para todo. ¿La morcilla no te la comes? No te gusta, es
verdad.
—Sí que me gusta.
—No te gusta, trae, anda.
Ella le roba la morcilla a su hija y se la come. Ambas se quedan en
silencio pensando si lo de la mala suerte en la vida es genética o si es una
chorrada. Ambas aciertan. Luego la madre pasa a pensar en cómo es posible
que algo hecho con sangre esté tan bueno y le asaltan un montón de
pensamientos poéticos que se calla, como siempre.
11

La influencia de Benji Price. El primer beso

Podría decirse que Benji Price fue el primer crush de Ana.


¿Por qué? A saber... No era el protagonista de Campeones, la serie de los
niños futbolistas. Ese era Oliver Aton, el que tiene el arco guay, el camino
del héroe y bla, bla, bla...
A todas las chicas de su clase (y probablemente a algunos chicos) les
gustaba Mark Lenders porque era el que parecía peligroso, el chungo con
las mangas de la camiseta arremangadas que sabías que te iba a dar una
mala vida, aunque luego el muchacho era un currante que sacaba a su
familia adelante. ¿Otra vez ese cliché de que a las chicas nos gustan los
peligrosos? Es una mierda, sí, y no es real, pero creo que debe haber algo,
tal vez la influencia materna (si nuestras madres han tenido historias
truculentas, digo) que nos tire un poco hacia los casos perdidos, hacia lo
que huele a problemas, porque eso nos obliga a repetir los patrones de
personas sufridoras que lloran en silencio y que tiran del carro como para
ser santificadas. Eso es de las primeras cosas que tenemos que romper. Y
ella rompió ese estereotipo de género, casi sin saberlo, al enamorarse de
Benji Price. Merecemos respeto, y a la pequeña Ana Luisa le parecía que
Benji Price, el eterno rival, el que no era el prota, vaya, podría respetarla y
no acabar siendo una mártir como había rezado su madre. A ver. El beta en
esa serie era Tom Becker, pero nadie fantasea con el beta con ocho años, ni
con Bruce, que era el típico torpe chistoso al que no puedes sacar a cenar
sin sentir vergüenza. No. A ella le gustaba Benji Price, tal vez porque tenía
un temple como de adulto, y Ana Luisa no tenía padre, o tal vez porque le
gustaba y punto, que tenemos que dar explicación a todo, coño.
Pero lo que más le atraía de Benji era el pantalón rojo de chándal. Ella no
era consciente, pero ese pantalón rojo era clave en su despertar sexual.
Porque por primera vez Ana se imaginó cómo sería una pilila.
Concretamente, cómo sería esa pilila escondida en un pantalón rojo de
chándal. Ella esto no lo recuerda, pero sí recuerda cuando un chaval llegó a
la fiesta de cumpleaños de su amiga Palmira. Era su primo, un niño de trece
años con un chándal bastante parecido al de su crush de animación
japonesa. Un chándal que atraía la mirada y la intención de la niña.
Salva, que así se llamaba el chiquillo, fue su primer amor. Se cruzaban en
la plaza jugando a bote, en la calle mientras ella jugaba a gomas y él comía
pipas con otros de su clase. Ella estaba loca por él. ¿Cómo lo sabía? Muy
fácil, porque escribía su nombre en todas partes: en la pizarra, en los libros
de textos que luego heredó un primo lejano (que no entendió quién era
Salva y por qué era digno de tantos corazoncitos junto a una A, A + S, etc.).
Escribir la inicial de alguien cuando tienes ocho años es símbolo inequívoco
de amor verdadero. Lo hizo Diana con Javi y lo hizo Ana con Salva. Y tú
también lo hiciste y lo sabes.
Pero no, lamentablemente para ella, Salva no fue su primer beso. No. No.
NO.
Era la noche de San Juan. Ella sabía que él estaría con sus amigotes de
octavo de EGB y decidió ponerse sus mejores galas: una camiseta de Los
Fruitis, que le quedaba pequeña a su prima Sonsoles y se la había regalado,
y una falda de flores con una goma en la cintura tan ancha como su ilusión.
Se sentía guapa. Se sentía mayor y eso era algo parecido a la belleza. Ana
no era guapa. Nunca lo había sido. A ver..., lo era, pero no era la guapa.
Nadie la describiría como la guapa hija de la Pili. No, dirían: «Pili, qué
salada es tu hija» o «Nena, qué bien te habla la niña». Porque ella hablaba
muy bien desde bien pequeña. Pues esa noche de San Juan Ana Luisa Borés
ya no era la graciosa. Para el espejo, ese día, era la guapa, ¿vale? Y bajó a la
calle con cien pesetas para chuches y globos de agua, porque sabía que sí o
sí esa noche acababa empapada como el año anterior. Eran otros tiempos,
no te escandalices. Las niñas y los niños bajaban a la plaza del pueblo y
luego sus madres les gritaban desde la ventana. El grito pelao era el Xiaomi
de finales de los noventa.
Sí, hicieron una guerra de globos de agua y sí, él estaba por allí cerca, en
los bancos, pero la intención del chico era empezar a fumar porros y beber
litronas, no besarse a escondidas para cumplir la fantasía de un retaco de
niña, y quedó patente desde el principio, cuando ella se acercó para
saludarle con su falda molona (totalmente tendencia de ese año entre las
niñas de su edad) y vivió en sus carnes la indiferencia más absoluta. Él ni la
miró. No le hizo caso. Y dolió. Eso dolió.
Los adultos siempre frivolizan los problemas de los niños, se ríen de
ellos, se mofan o mencionan la edad del pavo. Pero si el primer amor es
intenso y duro, el primer dolor es espantoso. Ana entendió que las cosas no
siempre son como una fantasea y que el chico con pantalón de Benji Price,
el primo de su amiga Palmira, era un imposible.
Despechada, se unió a una partida del conejo de la suerte y acabó siendo
besada por un chico feo, con demasiados granos y al que no conocía
absolutamente de nada y que, por cierto, no se cortó un pelo a la hora de
meterle la lengua en la boca. Y sí, lo peor de todo es que ella se dejó,
porque había mamado en un montón de series, y en la vida misma, que los
celos son el mejor anzuelo para atraer a alguien que te gusta.
Le dio asco, le dio igual, porque ella estaba mirando de reojo mientras la
besaban para ver si Salva, su Benji Price personal, la veía besarse y hacerse
la mayor y si eso le provocaba algo, celos por ejemplo, como había visto en
la tele. Pero el chico ya no estaba. Así que su primer beso, ese que contará
siempre en borracheras o en sus primeras citas, fue desagradable y con un
chaval del que nunca supo el nombre y del que solo recordaría su acné
exagerado.
Tal vez por eso Ana Luisa se hizo muy selectiva con los chicos y decidió
no regalarles nada que tuviera que ver con su cuerpo a menos que estuviera
enamorada. A ver, decidió eso, pero luego hizo excepciones, como aquel
beso en la piscina pública con su primo Juancar o como cuando perdió la
virginidad en la cama nido de Tomas Bencejo. Experiencias poco
estimulantes que formaban un dibujo de insatisfacciones si unías los puntos
de su recorrido amoroso, pobre.
12

Ana y Guille lo hacían de vez en cuando

A Guille le gustaba comerle el coño a Ana.


Ella no le dejaba siempre. A ella le gustaba, pero le costaba acabar así
porque su cerebro no la dejaba. El cerebro no tendría que formar parte del
sexo, pero el de Ana era un entrometido. Ya lo sabes. Era obvio que él lo
disfrutaba y podía estar muchísimo rato amorrado. Pero ella no se dejaba
llevar, se frenaba y algo tan bonito como que la chuparan se convertía en
algo tipo: «Que pare ya y me la meta». Se lo gozaba mucho, pero le daba
miedo que él lo hiciera por compromiso, aunque por su entrega saltaba a la
vista que no era así. También le solía asaltar un «No estoy lo
suficientemente limpia» que impedía que la cosa fluyera. Ella no lo sabía,
pero le habían inculcado algo, no se sabe quién, por lo que todo lo que tenía
que ver con ser el centro o buscar su propio placer la hacía sentirse mal. No
tenía nada que ver con roles. Había llegado a pensar que no le gustaba. Qué
cosas. A ella le encantaba que le comieran el coño, pero como se volvía
cerebral y sabía que no podía correrse así, se metía en un bucle de
protección hacia Guille, para que no se frustrara si ella no lo conseguía, por
lo que prefería cortar antes. En muchos momentos estaba a punto, pero
nada, no había manera. Por eso tenía una relación tan rara con el
cunnilingus. A veces podía decirte que le gustaba, pero si se paraba a
pensarlo, no lo disfrutaba tanto como para ser rotunda en su respuesta. Un
martes podía decirte: «Me encanta que me coman el coño». Y un jueves
tontorrón, presa de la inseguridad, podría contestarte: «Prefiero que no me
lo hagan y que no me traten el clítoris como quien raya un queso parmesano
en uno de esos rayadores que prácticamente espolvorean el queso,
¿entiendes?».
El sexo había disminuido entre ellos, pero no era un conflicto. A veces a
ella no le apetecía hacerlo, pero se forzaba a sí misma porque pensaba que
si no tomaba la iniciativa de vez en cuando, podía parecer sinónimo de un
conflicto en la pareja, y créeme cuando te digo que Guille pensaba igual.
Guau, llevamos dos semanas sin hacerlo, estamos en el sofá viendo un true
crime que nos está flipando, pero follemos para que no parezca que
tenemos un problema. Y lo hacían y bien.
Era un sexo que estaba bien. Era el sexo que esperaría encontrar alguien
cuando busca porno casero. No había posturas incómodas, no había
posturas. Solo una. Una fácil que les gustaba y que les venía bien, y sabes
cuál es. Lo sabes, no preguntes. La duración de Guille no era... A ver, la
duración de Guille era la que era y eso ya servía. Pero Ana tenía luego que
maniobrar un poco. Ella lo prefería así. Cuando la gente hablaba de polvos
larguísimos, a ella le daba una pereza exagerada.
No tenía conflictos con el sexo, pero había aprendido en los dieciséis
años que llevaba practicándolo que no tenía que impresionar a nadie y
menos a ella misma.
Bea siempre hablaba de la masturbación y a ella le costaba reconocer que
no lo hacía, vamos, que no lo reconocía nunca. Diana y Bea hablaban de
juguetes, del Satisfyer y esas cosas, pero Ana no tenía esa pulsión. Alguna
vez que Guille se iba con sus colegas con la bici lo intentaba, se obligaba a
masturbarse y lo dejaba a medias porque no le llamaba la atención y se
acababa distrayendo pensando en otras cosas. Primero pensó que tenía un
problema, luego entendió que el sexo es una cosa tan personal que es
imposible compararla. A Ana Luisa Borés no le gustaba masturbarse y no
pasa nada. No pasaba nada, ¿no?, se preguntaba mientras cerraba todas las
ventanas de YouPorn que abría por si las moscas.
Y con Guille... Eran compatibles. Si fuera de otra manera, podía pensar
que su chico necesitaba otras cosas, pero si algo tenía claro es que en ese
aspecto eran tal para cual.
Tenían polvos estupendos y memorables, sobre todo algunos al volver a
casa de fiesta, o algunos inesperados que aparecían por sorpresa. Pero las
sorpresas sexuales, cuando llevas siete años con alguien, pasan de
esporádicas a inexistentes y tan ricamente, oye.
¿Después del beso con Germán en aquel baño cambiaron las cosas? No.
Pero notar una lengua diferente, un tempo diferente y fantasear un cuerpo y
un pene diferente hacían que el imaginario de Ana se disparara. Aunque
nunca cuando follaban. No pensaba en Germán cuando se acostaba con su
novio. Pero cuando comparaba el beso, era incomparable. Porque aunque
suene frívolo, si comes siempre bocadillo de jamón, el exotismo de un atún
con aceitunas resulta sugerente o llamativo.
Germán no le gustaba. A ver, si no tuviera novio, le interesaría como
mínimo para la clásica cita de Tinder en los cines Ideal y luego una copa en
la Sala Equis, pero al no existir esa opción no podía visualizarlo de esa
manera. Y casi mejor. Sí, a veces pensaba en él, a veces asaltaba sus
pensamientos cuando menos lo esperaba, cuando fregaba los platos o
cuando caminaba por los pasillos del Mercadona. E incluso una vez soñó
con él, pero no le interesaba. Aunque espiara su perfil de vez en cuando.
¿Ana no tenía fantasías sexuales? Llevaba siete años con su novio,
muchos polvos como para no haber experimentado un poco. Tal vez al
principio fantaseó con que él cambiara de registro y la empotrara o la
obligara a adoptar un rol sumiso, pero lo intentaron y no funcionó. No me
malinterpretes. Ella no quería ser maltratada, pero un rollo de dominación
sexual le habría apetecido. En cambio, cuando lo propuso, él lo intentó sin
dudarlo y quedó tan postizo que acabaron de risa y zanjaron el tema. Es
como... ¿Te imaginas a Jack Black haciendo Titanic? Jack Black puede
hacer comedias locas que encantan a la gente, pero si le hubieran dado ese
papel, habría resultado raro; pues raro es lo que resultó Guille cogiendo por
el cuello a la chica e intentando someterla.
Todo experimento sexual, por lo menos entre ellos, solía acabar en risa.
Una vez Guille animó a Ana a que le orinara encima. Ella intentó no
cuestionarlo y fueron a la ducha, pero solo el momento de salir de la cama
para ponerse a ello cortó lo erótico de la situación.
—Es que ahora no me sale, se me han cortado las ganas...
Carcajadas para esconder que ambos se sentían avergonzados.
Él tenía más fantasías, pero siempre requerían demasiadas cosas de ella.
Él quiere que te disfraces, te tienes que disfrazar; él quiere experimentar
con tu ano, es tu ano el que tiene que estar listo.
Como Diana siempre había mencionado (cuando estaba borracha, pues
normalmente era bastante reservada) que ella disfrutaba del sexo anal, Ana
decidió intentarlo porque sabía que Guille se moría por hacerlo, pero el culo
es un lugar inhóspito. Nunca sabes si va a estar ready para esa clase de
mandanga. El de Ana nunca lo estaba o por digestiones chungas o por falta
de excitación o simplemente porque no. Alguna vez en que los astros del
sexo y la fibra se habían compinchado para facilitar las cosas, ella se
quejaba a la mínima y lo finiquitaba porque le dolía.
Pero nada de esto era un conflicto, solo algo anecdótico para el recorrido
en la historia de la cama de Guille y Ana.
13

Javi 2

Y es que Diana siempre se sintió protegida en los brazos de Javi. Suena


mal, románticamente mal, pero ella estaba programada para ser rescatada.
Cuando jugaba con sus muñecas, solo quería que colgaran de inventados
precipicios y que la ruda mano de un héroe las salvara y las llevara en
brazos bosque a través para fundirse luego en un beso... Uno muy largo.
Mucho. Un beso que se convertiría en un montón de marranadas impropias
de una niña de diez años. Pero aunque Diana estuviera totalmente
hipnotizada por la ñoñería de Disney, también tuvo su despertar sexual y
desnudaba a todos sus muñecos y muñecas y los ponía a retozar en
complejas posturas para que rozaran sus genitales inexistentes. Pero sí, ella
quería ser rescatada, quería estar en apuros, y recordaba siempre los brazos
de Javi sobre su hombro frágil y la sensación de protección que le
transmitía... Con Tito, su novio..., no le pasaba eso. A Tito siempre había
que sacarlo de apuros y debía ser ella la que tirara del carro, la que resolvía
los conflictos, la que gestionaba social y económicamente su vida de pareja.
Por lo que su fascinación hacia Javi la conectaba de una manera
inconsciente con esa niña que soñaba con vestidos blancos y villanos que la
raptaban solo para poder ser rescatada.
—¿Por qué no le dijiste nada? ¿Por qué desapareciste de su vida? —le
preguntó la psicóloga.
Diana no podía responder sin meterse en berenjenales sin salida, porque
ni ella misma podía contestar a eso. ¿Temía el rechazo? Por supuesto. Pero
ella sabía que Javi no era esa clase de chico. Era un poco bruto, no era un
muchacho elocuente o un gran conversador, pero había algo en su sonrisa,
una de esas que achican los ojos y que se expanden iluminando la cara, que
era pura sinceridad y empatía. Era difícil que la rechazara. Pasar por una
transición de género es complejo y fomenta muchísimo la inseguridad, y
aunque ella no se lo reconozca, no quería mostrase incompleta frente a él.
Cuando Diana empezó la hormonación y toda esa parte del proceso, se
sentía un orco el noventa por ciento del tiempo, y si no quieres encontrarte
por sorpresa con la persona que te gusta un domingo por la mañana en el
que no te has puesto máscara de pestañas, imagínate coincidir con él o
hacerle partícipe de tu vida cuando sientes que eres un monstruo casi todo
el día.
Tal vez ella estaba esperando eso, ese momento. Sentirse segura de sí
misma. La eclosión de la mariposa. Tal vez ella sabía que tarde o temprano
él reaparecería. Nunca perdió la esperanza y tal vez, solo tal vez, estuvo
evitando el encuentro hasta que se sintió completa y realizada o segura para
poder mostrar sus flaquezas frente al chico del que siempre había estado
enamorada.
Es cierto que ese sentimiento cursi y hasta tontorrón del amor romántico
como único motor u objetivo en la vida es algo que se supera bastante antes
de los treinta, pero Diana había crecido de golpe. Siempre se comportó
como una persona mayor a su edad, siempre le gustó proyectarse frente a
los demás como una tipa segura, con las riendas siempre en la mano, y eso
le pasaba factura a sus casi cuarenta, cuando notaba que se había saltado a
pasos agigantados algunos peldaños de su propia historia, de su recorrido
vital. Maduras de golpe y te ves desempeñando un rol en tu grupo de
amigas que crees que no te corresponde, aunque tú misma te hayas
encorsetado en él. ¿Entiendes lo que quiero decir? Ella tenía asignaturas
pendientes, un puñado, todas conectadas con su lado infantil, con el lado
alocado, el de permitirse equivocarse, pero se había emperrado en ser doña
Entera, la que no se rompe, la que resuelve, la que reserva la mesa o las
vacaciones, la que siempre tiene la nevera llena o la que tiene todos esos
consejos como verdades lapidarias siempre en la punta de la lengua. Si ella
fuera consciente de esto, disfrutaría tirándose al suelo y haciéndose añicos
(añicos metafóricos, claro) desparramados en la vida de los demás. Ser
recogida y arropada por una vez. Ella no sabía que tenía toda esa mierda
que trabajarse, no, ni se lo imaginaba, pero la mierda, aunque la guardes en
una bolsa preciosa, si la vas aplastando y aplastando, acaba reventando
como una manga pastelera. ¿Suena guarro? Pues es peor.
Y haberse encontrado a Javi podía ser la mano que estruja la manga
pastelera. Un elemento que pondría su vida patas arriba llenándolo todo de
caca.
Era de esos días en los que ni su teléfono la reconocía, no, en serio. Algo
cambiaba en ella, tal vez era puramente su rictus, pero era imposible
desbloquearlo con el reconocimiento facial. Algo así como si su iPhone
entendiera que estaba rara y la obligara, con su desconocimiento, a
plantearse su mera existencia.
Pensó en explicar a sus amigas que se había encontrado con Javi y que
dudaba si tomar ese café. No lo hizo. Como siempre, ocultó sus signos de
flaqueza. Después de las chapas que le había dado a Ana Luisa sobre la
fidelidad, la lealtad y esas polladas, como para exponer que tenía pensado
quedar con un chico que la traía loca desde años atrás. No.
¿Iba a quedar con él? Todavía no lo sabía. ¿Se lo quería follar? Repetidas
veces. ¿Se sentía mal al respecto? Bastante. ¿Se planteaba dejar a su novio
por notar que en el fondo amaba a otro? ¿Cómo? No, no, no, nada de eso.
14

Traición

Obviamente Ana intentaba seguir con su vida con normalidad. Puede que
pienses que le estaba dando demasiada importancia a un besito de cuarenta
y cuatro segundos aproximados, ella también lo creía a veces, pero a cada
rato le asaltaba la imagen de esos dos adultos vestidos cutremente de
Britney reflejados en un espejo de Ikea mientras se morreaban escondidos
en un baño. Era muy difícil seguir con su rutina cuando le aparecía esa
estampa cada dos por tres. ¿Intentó utilizarla eróticamente? O sea,
haciéndose pajas y tal. Sí, pero no pudo. Lo intentó porque pensaba que si
imaginaba el desenlace, su cuerpo y su mente normalizarían aquel beso y
quitarían lo platónico de un polvo jamás realizado, pero no podía. A la
mínima que intentaba pensar cómo sería el sexo con Germán le pesaban
mucho más el sentimiento de culpa y el remordimiento que el disfrute de
sus labios juntos. ¿Cómo puedes disfrutar del sexo, aunque sea imaginario,
si tienes remordimientos? Ana iba de moderna, de avanzada, pero en
realidad arrastraba esos lastres de la educación cristiana que nunca recibió.
Ella no fue a un colegio de monjas, pero se crio en una sociedad en la que
estaba demasiado normalizada la penitencia, sobre todo si eras mujer. Pues
eran justo esas microtorturas cotidianas las que no la dejaban avanzar en su
historia ni aunque fuera de pensamiento.
Entonces ¿por qué, si se sentía mal por lo que había hecho, lo acababa
pagando con Guille?
Llevar un secreto en el bolsillo activaba su inconsciente y atacaba a su
novio por pequeñas cositas diarias para culparlo de que la relación no
funcionara. Creaba pequeñas escenas de conflicto cotidiano que acababan
en un monólogo interno de ella tras zanjarlas.
—Es que si no le das un agua y lo metes en el lavavajillas, pero no lo
pones, se reseca. Es que aunque no te lo creas, el lavavajillas no se enciende
solo. Los Krispies se convierten en cemento. Mira, mira, todo reseco...
¿Tiramos el bol? De verdad, joder, Guille.
Por ejemplo. O:
—Es que si no voy yo a comprar, nos vamos a morir de hambre, porque
sabes que si no hay galletas con avena, yo no desayuno. ¿Quieres que me
muera de hambre? NO, ¿no? O ¿sí? No, ¿no? Pues ten iniciativa y haz algo.
No te equivoques. Guille no la trataba como una loca o le daba largas
cuando ella arremetía contra él. Al revés, creía que tenía razón y esos
pequeños conflictos le iban haciendo mella y potenciaban su inseguridad. Él
sentía que era torpe y descuidado. ¿Lo era? Sí, pero no tanto. Ponía de su
parte y también hacía cosas buenas, pero nunca se le valoraban. Por
ejemplo, se le daba genial la colada. Era casi su pasión diaria. Hacer
lavadoras compulsivamente, tenderlas, recogerlas, doblar la ropita,
colocarla en los armarios... Él sentía que con esa tarea cumplía con sus
obligaciones del hogar, porque todo lo demás no le afectaba directamente.
A Guille nunca le molestaban las pelusas por el suelo, y si la nevera estaba
vacía, era el momento perfecto para darse un homenaje y pedir un KFC, por
lo que no veía la magnitud del desorden ni lo vivía como su novia. Hasta
que ella le echaba en cara que fuera tan dejado, a lo que él tenía que bajar
las orejas porque ella, nuevamente, tenía razón.
Ana Luisa Borés se había planteado muchas veces dejar a su novio. No
siempre pensaba que fueran un buen equipo, pero al mismo tiempo temía
quedarse sola y notaba que llevaba una mochila demasiado cargada como
para que otro tío la aceptara, y cuando dudaba si dejar a Guille o no pesaba
más en la balanza el miedo a la soledad. Suena tristísimo, sí, pero lo cierto
es que sí que hacían un buen equipo. Se reían mucho juntos, por ejemplo. Y
se entendían muy bien. Los roles en la relación estaban un poco
desdibujados porque no sabías dónde acababa la novia y dónde empezaba la
madre o dónde terminaba el colega y empezaba el novio. Pero eran felices.
Viajaban de vez en cuando, no muy lejos ni a destinos paradisiacos, pero
habían ido a Londres, a Portugal y estuvieron a punto de ir a Roma, pero a
Guille tuvieron que operarlo de urgencia por apendicitis y perdieron el
dinero y las ganas.
Pero como en todas las relaciones, las inseparables hermanas
«acostumbrarse» y «no sorprender» podían convertirse en una metástasis
irremediable entre los dos. No es que Ana besara a otro porque estaba
aburrida de su noviazgo y necesitara emoción, aunque tal vez si no
estuviera cansada de sí misma y de la relación, no le habría llamado la
atención aquel aspirante a actor con una serpiente de peluche en el cuello...
15

Cuando Bea le dijo a Ana que era tonta por sentirse


mal

—¡Deja de juzgarme! ¡No me juzgues, Bea, por favor! Te lo cuento


porque eres mi amiga. Ya sé que tú eres de otra manera y ojo, eso me
encanta de ti, pero yo no te digo que no me creo tu bisexualidad o que vas
de guay y en realidad eres una cagona. ¿Te lo digo? No, no te lo digo.
Entiendo que te parezca una gilipollez, pero las cosas tienen la importancia
que les damos y mi cerebro ha decidido darle a esto la hostia de
importancia, así es. Ojalá no fuera así. Ojalá tuviéramos Guille y yo el
estómago para ser una pareja abierta, sería genial, de verdad, pero esa no
sería yo. ¿Entiendes? Yo soy esta. Tu amiga la sosa, tu amiga la que disfruta
cuando las ruedas de las maletas pillan el tramo liso de la calle y todo suena
suave, y esto, aunque te parezca absurdo y una tontería, para mí es
importante, porque yo quiero a Guille y tengo un pacto de puta fidelidad
con él. Y me he comido la boca con un tío y, sinceramente, me encantaría
haber tomado M como haces tú todos los fines de semana para poder
echarle la culpa a la droga, pero no estaba borracha. Me llevé a un tío al
baño, le besé, y me encantó besarle, y ahora me siento la hostia de mal. Y si
me lo hubiera follado, me sentiría igual de mal, porque aunque tú no le des
importancia ni al sexo ni al amor, para mí sí que la tienen. Mucha mucha
importancia tienen, así que si vas a seguir diciendo que soy una tonta,
prefiero que te levantes y que te vayas o que nos pongamos a hablar del
último disco de Aitana o de cómo está cambiando el tiempo en Madrid,
pero que me digas que soy tonta no me ayuda. Sé que para ti ser sincera es
sinónimo de molar, pero esa sinceridad tuya, aparte de ser una pose, es puro
egoísmo donde es más importante lo que proyectas tú al soltar esas mierdas
que lo que siento yo al recibirlas, así que piénsate mucho mejor las cosas
antes de decirlas a menos que se te dé carta blanca. ¿Te he dado carta
blanca? No, pues cállate. Dime obviedades, dime que te sabe mal que esté
así y dime que todo va a ir bien, pero no me digas que soy una tonta. Porque
igual lo soy, pero no mola. No mola.
Y lo que parecía un soliloquio a ritmo de metralleta se convirtió en una
conversación de lo más desagradable para el resto de los clientes de las
Merinas, el bar de moda del barrio.
Bea dejó la taza con un sonoro golpe y se defendió como pudo,
empezando por lo que más le había dolido.
—Es injusto que no te creas mi bisexualidad y que nos desacredites a
todas las personas del colectivo. Sé que no lo piensas, pero que frivolices
con ello es tan ofensivo.
Las camareras miraron a la mesa escandalizadas, por lo que Ana tuvo que
bajar los decibelios.
—Creo en la bisexualidad. Pero nunca te he visto con una chica, ni hablar
de chicas, que te gusten, ni que nada... Creo que te enrollaste con Samantha
cuando tenías dieciséis años y te gustó lo que provocaste y te agarras a eso
porque te parece guay. Eres tú la que está ofendiendo al colectivo... Yo,
después de que fuéramos a lo del Bingo para señoras de Lorena Castell,
fantaseé con que me enrollaba con ella, pero eso no me convierte en bi.
—Bueno... Igual sí, ¿eh?
Ana Luisa miró sin dar crédito a su amiga.
—Ya tengo suficiente con lo que tengo, no me hagas abrir ese melón.
—Abre el melón que quieras, Ana, solo que... No sé, me sabe mal que le
estés dando tanta importancia a una chorrada de beso, no pasa nada...
—Que ya lo sé. Que intento no darle más importancia, pero no me sale, y
cada vez que miro a la cara a Guille me siento como la mierda.
Bea asintió como símbolo de comprensión. Ains... Suspiró.
—Pues díselo, como te dijo Diana. Si no crees que lo puedas superar
porque para ti es algo tan importante, díselo, superadlo juntos, es tu novio.
Es un poco gañán a veces, pero es un buen tío.
—No se lo digo para protegerle, no va a saber gestionarlo.
—Pues bien que arremetes contra él todo lo que puedes. ¿Ahí lo de la
protección da igual?
—Eres una cabrona.
—No, soy muy lista. ¿Quieres otro café?
—No, ¿no ves que estoy histérica?
Qué diferentes eran esas dos y qué bien se complementaban.
16

Un número de teléfono apuntado en un formulario de


carta certificada

Diana había mirado tantas veces ese número que se lo sabía de memoria.
¿Recuerdas cuando te pasaban esas cosas? Ella no lo recordaba. Ahora sí.
Cuando vives el amor como adolescente, eres capaz de memorizar números.
A estas alturas a Diana le costaba recordar cuál era la izquierda o la
derecha, y cuando daba indicaciones a los taxistas, siempre acababa
pensando: «La derecha es la mano con la que escribo». Ella, paranoica,
pensaba que no recordar esas cosas básicas era Alzheimer prematuro, pero
al mismo tiempo sabía que era algo normal.
Mientras doblaba la ropa con suma precisión (a ella sí que la contrataron
en Zara) no dejaba de pensar si debería pasar el número a su agenda de
contactos o si eso era la pequeña bola de nieve que podría convertirse en
una avalancha. No es que tuviera ninguna intención, pero recordaba a la
Diana adolescente que fue, con su pelo de pincho mendigando amor y casi
pidiendo perdón por existir, y le parecía justo que su historia con su amor
adolescente tuviera un cierre, como mínimo, correcto. El chico la
trastocaba. Desde que se lo encontró en aquella oficina de correos no dejaba
de pensar en él. Quería saber tantas cosas. ¿Era policía? ¿Era puto policía?
Pero si siempre había parecido un quinqui. Cuántos capítulos de su vida se
habría perdido para que hubiera una distancia tan grande entre lo que fue y
lo que era, pero lo que fue estaba muy presente en lo que era, y ella,
cansada de responsabilidades y de ser ella misma, sentía tanta nostalgia por
la adolescencia robada que no tuvo, y por su juventud también robada, que
le parecía adecuada esa segunda oportunidad que el destino le estaba
colocando en el camino.
Diana tenía la tonta sensación de que sus pulmones eran más grandes
ahora. Cuando inhalaba el aire, iba lleno de pensamientos y esperanzas, y
eso la hacía llenar la caja torácica en toda su capacidad. Se tumbó en la
cama y simplemente respiró. Respiró notando su pecho y su cuerpo como si
fuera algo nuevo, como si nunca se hubiera parado a pensar en esa acción
tan tonta. Respirar. Claro que intentó buscarlo en Instagram para poder
mirarlo fijamente, sin reciprocidad, fijamente como no se atrevió en la
oficina de correos, pero no lo encontró. Él estaba por encima de eso, claro.
Se juzgó y pensó que estaba siendo una estúpida. Siguió doblando la ropa
y mientras doblaba el pijama de Rick y Morty de su novio pensó que podía
quedar con Javi solo para tomarse el café que él había propuesto, que no
había maldad alguna. Es más, se lo podía decir a Tito... No, no lo entendería
porque nunca le había hablado de él. ¿Las mujeres de treinta y ocho no
tienen derecho a tener un sitio especial en su corazón para el chico que les
despertó la capacidad de amar? No podía ver sus fotos en Insta porque no
tenía, pero podía buscar un puñado de canciones ñoñas que escuchaba
cuando era adolescente y eso hizo. Se desgañitó cantando Laura Pausini
hasta que llegó Tito y la pilló in fraganti.
Ser descubierta rememorando sus hits de adolescencia fue como ser
pillada masturbándose pensando en él. Pero Tito esto no lo entendió. Solo le
dijo que se la escuchaba desde el rellano y que bajara la música. Ella
accedió e hizo la cena. Una socorrida tortilla francesa.
17

La consecuencia del beso en Ana Luisa

Obvio que Ana Luisa sabía que un beso era muy difícil (o literalmente
imposible) que pudiera trasmitir algún tipo de ETS, pero ella era así. Rozaba
la hipocondría y tenía, como siempre, a su queridísimo doctor Google tras
el exhaustivo análisis de síntomas que, por supuesto, acabaría
diagnosticando como un terrible cáncer terminal, metástasis o directamente
SIDA. Algo que preocupaba mucho a la paciente virtual y que le serviría
para torturarse bien durante la jornada laboral, pensar en la muerte, llorar un
poquito encerrada en el baño y hacer balance de su existencia, balance que
nunca era satisfactorio.
Esta vez era diferente.
Buscaba si era posible contraer una enfermedad de transmisión sexual
mediante la saliva. No, eso era imposible, pero ¿y si...? ¿Y si Germán
tuviera gingivitis? ¿Y si ella tenía una yaga? Lo cierto era que últimamente
comía bastante mal y se le podía estar formando alguna heridita de la que
no fuera consciente. Poco a poco el abanico de posibilidades infecciosas y
desastrosas se hacía más amplio y empezaba a dar cobijo a todo tipo de
hipótesis rocambolescas.
—No pienso acompañarte a ninguna clínica a que te receten retrovirales
—dijo Bea sin saber si reírse o simplemente abofetear a su amiga tras la
propuesta absurda—. Tía, no tienes gonorrea. No tienes nada. Mucho
tiempo libre para preocuparte de algo así, eso es lo único que tienes.
A Bea le hubiera gustado llamarla «tonta» nuevamente, pero se censuró
por el rapapolvo de la última vez y fue cuidadosa a la hora de elegir las
palabras. Aun así quiso parecer drástica en su opinión para que Ana Luisa
no le diera más importancia.
—Anita, ¿hay algo que no me estés contando? ¿Pasó algo en el baño que
no me hayas dicho? ¿Se corrió dentro de ti, en tu boca? Porque me parece a
mí que esa es la única causa de infección.
—Que no, Bea. Que te lo habría dicho...
—Pero ¿te enamoraste de él o...?
—¡No!
—Pues, cariña, hazte (y haznos) un favor y olvídate ya, please.
En ese momento irrumpía Diana en la cafetería con sus tacones
innecesarios que la hacían sacar dos cabezas a todos los presentes. Se quitó
la bufanda y el abrigo mientras preguntó:
—¿De qué se tiene que olvidar?
—¿Tú qué crees? —la incluyó Bea.
—¿Lo de...?
A Diana le daba mucho pudor hablar de eso en voz alta y se acercó a sus
amigas como si fueran a compartir un secreto.
—Lo del beso... Yo creo que no te vas a olvidar hasta que le pidas perdón
a Guille. Hasta entonces no te vas a quitar esa sensación, amiga.
Bea negaba con la cabeza.
—Que él no lo sabe, ¿por qué le va a pedir perdón por algo que no sabe?
Es que fíjate qué chorrada.
—Solo estoy dando mi opinión, y si ella se siente mal por algo que para
ti, Bea, es una tontería, pero para mí es la hostia de fuerte, pues... tendrá que
decidir ella.
—Que no follaron, ¿eh? Que fue solo un morreo.
—Fuera lo que fuera.
Diana opinaba con soltura desde su radicalidad ocultando vilmente a sus
amigas que ella se había reencontrado con el amor de su vida, y que eso,
probablemente, tenía más relevancia que un besito en un baño, pero era tan
reservada que no le interesaba sacar a la palestra su propio conflicto y
convertirse en la protagonista del serial. La opinión de las demás le
importaba tirando a poco porque ella se creía capaz de solventar sus
movidas solita sin que trascendieran.
Es que a veces decir las cosas en voz alta las vuelve reales y yo prefiero
que la fantasía sea eso y ya está. Fantasía. O eso era lo que pensaba Diana.
Qué equivocada estaba.
18

Evitar

No es que Guille fuera un chico dejado, no lo era, no, ¿no? ¡No! Pero no se
le podía atribuir una gran iniciativa. Si mirabas por un agujero a un puñado
de tipos como él (ya sabes, barbita, pendiente, pelo desaliñado y camiseta
vieja), costaría un poco que los marcaras con la A de «alfas del grupo». No,
no es un cliché, es solo un pensamiento tontorrón que pasó por la cabeza de
Ana Luisa mientras se restregaba con fuerza la crema hidratante por la cara,
crema que por cierto le parecía demasiado grasa, pero le había costado
veintidós euros y era incapaz de no usarla.
Guille era tirando a lento, pero eso no quiere decir nada. Con el paso del
tiempo, el metrónomo que marcaba sus pasos y sus decisiones o el bombear
de su corazón había pasado de allegro a... a... que iba más lento, vamos. No
siempre fue así, pero tal vez estaba relajado en su relación, acostumbrado, y
había bajado la guardia sin querer. Y Ana, que nunca se planteaba tanto el
análisis de las acciones de su novio, empezó a enfrentarse cara a cara con la
realidad, y la realidad era que Guille no le dejaba mensajes de buenos días o
no la sorprendía con una cita sorpresa. Él no sabía que eso era importante, y
ella lo estaba descubriendo ahora de una manera bastante injusta, porque
necesitaba culpar a alguien que no fuera a sí misma. Estaba cansada de
culparse a sí misma y necesitaba etiquetar las cosas, envasarlas para salir
airosa o incluso para convertirse en la víctima de su historia personal. ¡Qué
cómoda se está siendo la víctima, leñe!
Los días pasaban con normalidad. Hacían lo que solían hacer, solo que la
mochila invisible de Ana se llenaba de muchas más piedras y dudas a
medida que avanzaban las semanas.
Podría haber escrito un manuscrito titulado Catálogo de los defectos de
mi novio. Un listado de cositas que siempre estaban ahí y que podía pasar
por alto, pero que ahora le resultaban irritantes.
Cosita 17: esa respiración demasiado escandalosa mientras veían la tele.
Sí, el chico tenía el tabique desviado, poco, pero eso le hacía respirar más
fuerte de lo normal. ¿Daba igual? Ahora no.
Cosita 34: los memes racistas. Guille no era racista, pero tenía ese
privilegio blanco de poder reírse de un meme racista que le enviaban los
cafres de sus colegas al grupo de WhatsApp de la despedida de soltero de
Charlie. ¿Era eso racista? Sí, lo era. Ana estaba muy concienciada porque
seguía a cuentas como Afrocoletiva y le parecía horrible que se perpetraran
esas actitudes... No había maldad en el novio, pero se reía con esos memes.
Cosita 2: ¿por qué chocaba los dientes contra el tenedor cuando comía?
¿Por qué hacía eso? ¿No se daba cuenta de que era molesto?
Cosita 72: esos pelitos en la ducha. Sí, los de ella eran terribles y creaban
como un nido en el desagüe, pero los pelitos de su barba cuando se la
recortaba también estaban ahí, ¿vale? Y a ella no le gustaban.
Cosita 1: esos pedos cargados por el diablo y esas risitas posteriores.
Rompieron muy pronto la barrera, y esa cosa de casi competición que
tenían de a ver quién lo hacía peor estaba llegando a límites mucho más que
contaminantes. Eso tenía que acabar y la veda se había abierto por él. Todo
era culpa de él.
Y así con un montón de cosas. Y es que tener un catálogo de los defectos
de tu novio y construirlo partiendo de la propia convivencia genera sí o sí
un iceberg de frialdad y distancia entre ambos, y a ella eso le venía de
fábula para culparlo a él porque no era capaz de culparse a sí misma.
Y ¿qué pasa? Pues que acabas evitando a tu novio. Yéndote a dormir
antes, comiendo a deshoras, pidiendo horas extras... Cualquier excusa era
buena para no estar en casa.
Él era consciente de eso, pero tardó en decirlo porque era un tío majo y
no quería presionarla, ya que había aprendido que cuando su novia no
estaba bien o estaba rayada, era mejor no presionarla, pero la soledad de la
cena de un jueves cualquiera hizo que a él se le hincharan los vapores y
acabara por rajar.
—¿Qué te pasa?
—Nada.
—¿Nada?
—No, ¿por?
—¿Quieres hablar de algo? ¿Estás bien, cariño?
—¿Y tú, Guille?
—Yo sí, Ana, pero tú...
—¿Yo qué? ¿Yo qué? No, dime, dime, dime. ¿Qué?
—Nada...
—No, no, ahora dime.
—Nada, Ana, que te veo, no sé... Como si me estuvieras evitando, como
si no estuvieras cómoda o te preocupara algo.
—¿A mí? Igual es a ti, Guille. Igual eres tú el que estás raro y me
intentas culpar a mí, pero yo estoy como siempre. Como siempre. Más
cansada porque trabajo más, ¿sabes? Trabajo y no sé, pero estoy como
siempre. Super como siempre.
—¿Seguro, Ana?
—¿Vas a dejar de atacarme en algún momento?
—Perdona.
—Vale.
—¿Qué?
—Que te perdono, que no pasa nada...
Y ahí, con todo su papo gordo, ella salía airosa con su giro de la tortilla
de primero de manipuladora, dejándolo a él inquieto pero ganando varios
días para seguir con su manual de los defectos.
Un cuadro.
19

Magnitud: nachos con todo

La cosa dio un girito cuando Ana, que empezaba a acostumbrarse a eso de


mirar hacia otro lado aun teniendo un montón de plancha, recibió una
llamada de Chacho, que, por si no te acuerdas, era uno de los gais que
organizaron la fiesta. Corrió al almacén para descolgar, escondida entre las
cajas de vino orgánico sin sulfitos.
¿Una llamada? Cómo es la gente. Ni que estuvieran en 2007. Qué mala
sensación provoca escuchar el tono de llamada «Campanas» de iPhone.
Siempre te sorprende, porque hay tan poca gente que lo utiliza que se te
olvida. Era raro que Chacho llamara.
—Hola, amor.
—Hola, Chacho, ¿qué tal?
—Nada, solo quería ver cómo estabas, tía, que en la fiesta no hablamos
nada, hija. Te pasaste el juego con tu disfraz, tía, todo el mundo estaba
living.
—Pero si era una sudadera y una calva vieja.
—You nailed it.
Ana rio un poco sin saber lo que quería decir ni si eso era bueno o malo.
Pero la conversación le estaba pareciendo un poco vaga y tras una pausa
dijo un «Bueno» fácilmente entendible como un «¿Para qué coño me has
llamado, Chacho?».
—Es que no sé cómo decírtelo.
Booom. No hacía falta que dijera nada para saber que un beso tontorrón
había ganado la relevancia mediática de las movidas de Shakira y Piqué.
—Es que Germán es amigo de...
—Y ¿qué ha dicho? —interrumpió ella locamente subiendo el tono de
voz.
—Nada, nada, nada. Bueno que... A ver, que cuando me lo han dicho, yo
he dicho: «Imposible, mi Ana no. ¿Mi Ana? No». Por eso te he llamado,
porque no mola, ¿no? Me entiendes, ¿no?
—Me di un beso con él.
—¿En serio? Ah. Pues sí. Tenían razón. Vale. Ya está. Perdona la
molestia.
—Chacho, ¿me has llamado por el chisme?
—No, te he llamado para ver si estabas bien, no sé.
La campanita de la cocina que anunciaba un puñado de segundos platos
que había que marchar a las mesas no dejaba de sonar y, por un momento,
Ana Luisa se quedó en pura Babia sin oírla, como cuando escuchas la
alarma tan dentro del sueño que la integras y la bailas como si nada. No
recuerda cómo se despidió, pero colgó y salió del restaurante en busca de
un pitillo. A tomar por culo la campana.
Conseguir un cigarro en Malasaña es tirando a facilito. Ahí estaba ella,
con el ceño fruncido y fumando un Marlboro sin recordar muy bien cómo
se hacía, pero alterada y nerviosa. Pero ese puto gilipollas, ¿quién coño se
cree para ir hablando de mí? ¿QUIÉN? Que no fue nada, coño. A ver, es
cierto que me he confiado y pensaba que eso no tendría relevancia alguna,
que estaba todo enterradito, pero claro... Al igual que yo he rajado y lo he
contado, pues el muchacho tiene una vida e igual se ha hecho ilusiones
conmigo. Normal, me siguió en Instagram y ahora está sufriendo por mi
amor. No, eso pasaría en una canción de Camela; en la vida, no. ¿Qué
hago? ¿Le llamo? ¿Le contacto? ¿Quedo con él y le digo que no se
confunda y que se calle la boca? No, no quiero saber nada de él, no quiero
darle nada, no quiero que tenga material para pillarse o que me ubique
mejor, porque puede que sea uno de esos resentidos que acabe..., ya sabes,
buscando el contacto de Guille y no, eso no tenía que pasar...
—¿Qué coño haces, Ana? —le gritó su jefe desde la puerta.
—Pues sufrir, ¿no lo ves?
Ana entró de vuelta al restaurante pensando en la magnitud del asunto y
se esforzó en ser la camarera más eficiente del mundo para estar ocupada
simplemente en eso y en nada más. A veces se nos olvida que la palabra
«preocuparse» es simplemente eso, pre-ocuparse, ocuparse antes de lo
necesario. Aun así, Ana se pasó todo el viaje de metro hasta Urgel pensando
que su catálogo de defectos de Guille era una tontería, que ese chico era lo
más bonito que le había pasado nunca, que quería protegerle a toda costa y
que no le quería perder.
Llegó a la puerta de su casa, suspiró como siempre antes de meter la
llave, pero esta vez no hubo una pausa al cerrar, simplemente un fuego
interno de amor y cariño traducido en una libido disparada. Guille pulsó el
pause en la consola y no le dio tiempo a preguntar qué tal la jornada,
porque a la mínima ella estaba cabalgando sobre él como una de esas
amazonas que viven en la isla de Wonder Woman. Un polvo fortuito, sucio
y enérgico para abrazar con el alma y con el chocho a algo que temía que
fuera a desaparecer.
Lo miró fijamente en todo momento, algo que pilló por sorpresa al chico
tanto como las lágrimas de ella cuando se corrió. Hacía tanto tiempo que no
lloraba al correrse. No lloraba de pena o de emoción, lloraba como impulso,
como reacción descontrolada, como los espasmos eléctricos que tenía él
cuando acababa. Guille le acarició la cara y la abrazó con cuidado de no
mancharse con la lefa, que estaba en el vientre de ella.
—Te quiero —susurró Ana enjuagándose las lágrimas con las manos y
llenando sus mejillas de máscara de pestañas, sal y un poco de semen.
—Y yo, cariño.
El «te quiero» de dos cuerpos muertos tirados en el sofá.
La calma y la quietud lo ocuparon todo por un segundo y ella lloró flojito
y en silencio. Ya no eran lágrimas por el orgasmo, ahora sí que eran las
lágrimas de una tristeza lejana y mal gestionada.
—Cariño...
Guille la abrazó y enredó los dedos en su pelo haciendo pequeños
ovillitos, un acto casi infantil que sabía que tenían un efecto sanador en
Ana.
—Perdóname por ser así a veces. Sé que estoy dispersa, sé que lo pongo
difícil porque me callo y no cuento lo que me pasa. Nunca pienses que
cuando estoy intensa, son cosas que tengan que ver contigo; son solo mis
movidas, que me siento rara y ya está y no siempre hay que buscar
explicaciones ni dar respuestas.
—Una vez leí en un sobre de azúcar algo así como... ¿Cómo era? Eh...
«Quiéreme cuando menos lo merezca porque será cuando más lo necesite».
Pues eso, aquí estoy.
A ella le pareció una cursilada, pero le gustó.
—¿No te apetece un poke? —le dijo él.
—No me apetece un poke, me apetece algo con queso fundido, Guille,
con mucho mucho queso fundido por encima. Me apetece algo guarro,
aunque sepa que es malísimo. Me apetece glutamato, colesterol, aunque
luego me arrepienta. Me apetecen grasas saturadas.
—Vamos allá.
Guille, desnudo, buscó el teléfono para pedir y Ana lo observó iluminado
por la pantalla parada de cualquier juego del Game Pass, y pensó que era
afortunada de tener a ese tío en bolas en el salón y en su vida.
—¿Qué me miras?
—Nada, que me gustas.
—Anda ya... ¿Nachos con todo?
—Nachos con todo.
Pausa.
—Tráeme papel.
20

Con hielo y sin aliento

Era una de esas cafeterías efímeras de Malasaña. Digo «efímeras» porque


lamentablemente llegas, tienes la cita y cuando quieres volver un tiempo
después, es un Mulaya o una tienda absurda de cigarrillos electrónicos.
Diana estaba temblorosa sentada en la mesita minúscula. No quiso pedir
porque no sabía si él preferiría una caña, un café o una kombucha. No, una
kombucha, no creía; pero había pasado tanto tiempo. A ella le flipaba la
cerveza, pero se le hinchaba la barriga y no le gustaba y no quería pedir
nada que llevara alcohol. Le flipaba el alcohol, pero ya se sentía mal por
estar sentada en esa mesa minúscula como para no tenerlo todo bajo
control. Si se tomaba un café, se pondría más nerviosa y no quería. No
quería. Así que se acogió a la opción de esperar, simplemente esperar.
Estaba intrigada, asustada, pero muy guapa, eso es así. El tutorial para
hacerse ondas no había surtido el efecto deseado, pero estaba mona con un
maquillaje natural y una blusa azul cielo. Era su color. Siempre se lo decían.
No entendía las ganas de la gente por ocupar siempre las mesas al lado
del cristal en las cafeterías modernas. A ella normalmente no le gustaba
sentarse en un escaparate, pero el resto de las personas del centro amaban
hacerse una foto ahí. Ella prefería el segundo plano, casi la sombra de la
última mesa de...
Él llegó. ¿La sangre sube a la cabeza? No lo sé, pero a ella se le fue a las
mejillas (sí, las mejillas que se había inyectado con ácido un par de meses
antes, algo natural, no te pienses).
La física no lo permite, no, pero si le preguntas a ella, te asegurará que
Javi entró a cámara lenta. Muy lenta. Camisa de cuadros cerrada de plexo
para abajo. Camiseta blanca asomando por el cuello, vaqueros straight y
una trenca de paño gris oscuro que se quitó de inmediato. Llevaba reloj, qué
mono, ¿quién lleva reloj? Javi lleva reloj. Ella se levantó, se dieron dos
besos fugaces.
—¿No has pedido?
—No, acabo de llegar —mintió ella, que llevaba veintitrés minutos
exactos en la misma posición.
—¿Una caña?
—Claro...
Ella quería pedir un café descafeinado con bebida de avena con hielo (y
hasta con un chute de oxígeno, porque le costaba respirar cuando lo tenía
delante), pero fue incapaz de decir que no.
Él fue amable con el camarero, algo normal, pero a ella le pareció la
persona con mayores dotes sociales que existía en el mundo. Javi. Javi...
JAVI. Javi estaba también nervioso, se frotaba las manos contra los muslos.
Y sonreía a destiempo. Menuda cruzada le debía estar pasando por la
cabeza al muchacho.
—Estás muy guapa.
Solo con esa frase la normalidad se dejó caer desmayada en la cafetería
hípster y ambos se relajaron, porque utilizar el femenino singular implicaba
dar varios pasos agigantados en los derroteros de la conversación. Y ella
podía quedarse tranquila. Si no has pasado por el periplo del cambio del
DNI, no puedes entender lo que significaba para ella esa «a».
—Tú también.
—Anda ya. Me estoy quedando calvo.
Hablaron de todo y la conversación fluía como todo lo que está bien en la
vida. Ella tuvo que mencionar a Tito. Era demasiado descarado ocultar una
información tan importante. Fue abrir de puntillas el melón y ver cómo Javi
se apoyaba en el respaldo de la silla, alejando su cuerpo del de ella como
una señal de respeto de lo más inconsciente. La alarma sonó dentro de la
chica, que coqueteó con uno de sus mechones de pelo y lo miró fijamente
con una seguridad sexy que no sabía que existiera en su registro de colores.
Y no hizo falta que dijera nada más para que él volviera a apoyar los codos
en la mesa, totalmente regalado.
El silencio fue largo, pero estuvo llenísimo de una pasión mental entre
ambos; se estaban follando con los ojos y él, que se puso nervioso como un
chiquillo, cortó con una sonrisa exagerada, casi una carcajada que le hizo
quitar la mirada de encima de Diana. Javi resopló. Y se frotó la nuca dando
a entender que se estaba poniendo malo. La no-cita se podría definir como
mágica. Todo encajaba. El tiempo que habían estado separados había
magnificado su confianza y la había convertido en esto. Algo así como
saber a ciencia cierta que la persona que tienes delante es la persona con la
que tienes que estar. No, no pensaban en bodas, pensaban en dormir, en
abrazarse y en follar desesperadamente con ganas, pero sin respeto.
Habían cambiado tanto, eran dos desconocidos, pero quedaba el residuo,
algo, de una infancia compartida. ¿Sabes ese momento al final de El viaje
de Chihiro (¡alerta spoiler!) en el que muchacho le dice a la protagonista
que se conocían de antes, que ella se ahogó en él porque él era un río? Pues
así se habría sentido Diana si le hubiera llamado un poquito la animación
japonesa y se hubiera dignado a seguir los consejos de Bea y ver aquella
película, pero no lo consiguió porque, según Diana, las películas de
animación japonesas eran esas «movidas de dibujitos feos con los ojos
grandes como Candy Candy». Qué equivocada estaba con eso y qué
equivocada estaba también al pensar que podría volver a casa con Tito
como si no pasara nada después de haber despertado nuevamente su amor
adolescente con la misma intensidad y exageración con la que lo vivió de
niña. Ella era la propia Candy Candy de la que tanto se había burlado.
Diana odió guardar este encuentro como un secreto. No estaba haciendo
nada malo, pero después de la chapa que le soltó a Ana sobre integridad no
quería rectificar y asumir que le estaban pasando «cosas», y odió su
decisión, porque la habría llamado de camino a Gran Vía para coger el taxi
y le habría contado: Se muerde las uñas, no tiene casi uñas, no, pero no es
desagradable. Sonríe todo el rato. Se casó y tuvo un hijo, pero luego se
separó. Se hizo policía para ayudar a la gente... Eso me ha dicho, sí. Y
también me ha dicho: «Joder, qué ilusión habernos reencontrado, es que
hablamos y es como si no hubiera pasado el tiempo».
Diana siguió atando conceptos en otro de sus monólogos internos de
palabras no dichas, de secretos guardados. No podía compartir esto con una
amiga, no sabía hacerlo. Pensó en escribirle una carta como cuando eran
adolescentes, eso les flipaba, pero no, se conformaba con seguir imaginando
lo que le diría. Y yo me siento así. Siento que esto es lo que tendría que
haber sido. Me mira... Que no es de creída, ¿eh? Pero te juro que me mira
de una manera especial. Ay, tía, es tan guapo. Su madre se murió el año
pasado y lo pasó fatal; dice que va a ponerse a estudiar para que lo
asciendan a oficial, que le da palo, pero que lo quiere hacer porque está
aburrido. Te va a parecer muy chorra, pero noté que se paraba el tiempo y
ni miré el móvil porque me daba miedo tener mensajes de Tito, pero me
hubiera quedado ahí mucho más. Él me dijo de ir a un asiático de esos que
sirven cosas raras como corazones de vaca, que dice que es de lo mejor y
que van chinos y todo a comer, pero me dio miedo y le dije que no. Ella le
dijo que no, que tenía que irse a casa. Aunque una parte de ella sí que se
quedó y fantaseó con esa continuación de la cita donde cenaban, bebían y
acababan bailando abrazados en una sala de fiestas... La imaginación es
libre, ¿vale? Ella había crecido con bailes de primavera y de fin de curso en
todas sus series favoritas y ella imaginaba esas cosas, déjala.
A ella le hubiera gustado hablar de esto, llamar a Ana y contarle que
cuando se despidieron, se abrazaron, él besó su mejilla y que ella no lo
recibió como un beso cordial de despedida, sino como simplemente un
beso. Un beso y ya está. Javi. Javi. Javi... Javi le había besado en la mejilla
y la pequeña Diana de quince años, la que lloraba en silencio llevando ropa
de chico, daba saltos de alegría en algún lugar entre su corazón y su
estómago.
Dijeron que volverían a verse.
Y volvieron a verse.
21

Lo que le gusta (y sobre todo lo que no) a Ana Luisa


Borés

A Ana no le gustan los juegos de mesa. Ella se siente perdedora casi todo el
tiempo, no necesita que el Dixit o el Catán se lo escupan a la cara.
Las patatas fritas hechas por su madre le encantan, es de lo poco que ella
hace que le transmite un sentimiento positivo.
No le gusta que Guille se empeñe en comerle el coño cuando han salido
de fiesta. Ella es de naturaleza meona y bebe cerveza como una vikinga, por
lo que una noche de juerga equivale a diecisiete pipís mal hechos y no se
siente cómoda. Ella sospecha que a él eso le gusta, siempre dice «Me da
igual», pero tiene fijación con bajar a amorrarse cuando vuelven de darlo
todo en Malasaña, por lo que hay una fantasía no asimilada en el acto. A
ella le gusta que le coman el coño cuando sale de la ducha, a veces sí, a
veces no, pero al mismo tiempo no le gusta follar recién salida del baño
porque sabe que hacerlo es sinónimo de tener que volver al agua. Es un
pensamiento ecologista, no de perezosa, no te equivoques. En cualquier
caso, sabes que lo de las comidas de coño es algo que siempre acaba
generándole conflicto sea por el motivo que sea.
A Ana le vuelve loca que en algunos cines puedas pedir palomitas
mixtas. Mitad saladas y mitad dulces. Sabe que el dulce de las palomitas es
como comer petróleo a cucharadas, pero le gusta.
No le gusta ver vídeos de maltrato animal y no le gusta que la gente
animalista los comparta, porque cree que las personas que siguen páginas
de apoyo animal en Instagram son las que no necesitan ver ese maltrato. En
cambio tiene un guilty pleasure terrorífico de redes sociales. Disfruta
llorando cuando ve vídeos de buenas acciones. Gente que regala bolsas de
comida a personas sin hogar. Ella sabe que eso es pura pornografía, pero los
ve y llora, y le gusta llorar viendo la felicidad ajena.
Sí, le gusta el cine español, pero es de esas personas que lo apoyan poco
porque prefiere esperar a que suban las películas a las plataformas.
No le gusta la copa menstrual. No le gusta. No le gusta. Lo intenta. No le
gusta. Ha probado varias tallas, varias marcas, pero nunca se siente segura.
Odia los tampones y las compresas y lo que más odia es tener que pagar por
ellos. Ella sabe que si fuera la presidenta del gobierno, lo primero que haría
sería que esas cosas fueran gratis, porque no son un capricho. Una vez
estuvo a punto de promover una manifestación al respecto... Luego puso
otro capítulo de Bridgerton y se durmió.
No le gusta tener pocas fotos de su padre. Tiene pocos recuerdos con él y
piensa que si tuviera fotos de él, lo sentiría más cerca. No le gusta hablar de
él, porque no sabe muy bien qué decir; por eso odia que, siempre que
empieza con alguna psicóloga nueva, la interroguen acerca de sus padres.
Pasapalabra.
No le gusta Aquí no hay quien viva. Lo ha intentado muchas veces, como
con la copa, pero no hay manera de que entienda el porqué del éxito de esa
serie. En cambio, Malena Alterio le parece una diosa.
A Ana Luisa Borés no le gusta leer. Dice que sí. Miente. No le gusta.
Pero le encanta pasear por las librerías. Ha visto muchas comedias,
demasiadas comedias románticas.
No le gusta que haya una casilla en la declaración de la Renta para
apoyar a la Iglesia. No le gusta y punto.
No le gusta su ropa.
Le gusta Jesús Vázquez, pero le gusta desde siempre. Recuerda tener una
cinta de casete que sacó hace mil años con una canción titulada «A dos
milímetros escasos de tu boca». Ella imaginaba la boca de Jesús a esa
distancia. Luego supo que era gay, pero siguió imaginando la boca de Jesús
a esa distancia.
No le gusta ver stories de recetas saludables que luego no lo son porque
llevan la hostia de queso. No le gusta que le mientan y caer en esos
ganchos.
No le gusta no tener hobbies o no haber tenido una vocación clara. Nunca
la ha tenido y siempre se ha sentido mal por eso. Le daba envidia la niña
que decía que quería ser actriz o astronauta. Probablemente esa niña trabaje
también de camarera, pero como mínimo tuvo un objetivo al que aferrarse.
Ella no.
No le gusta hacer la compra por Amazon, odia Amazon, pero hace la
compra ahí. Mal.
Le gusta enterarse por sorpresa de que hay un día festivo con el que no
contaba.
Ama, pero mucho, que Guille le proponga planes. Eso no pasa nunca,
pero cree que lo amaría si sucediera.
Durum mixto. Sí. Durum mixto gratinado, que es una cosa que hacen en
un sitio cerca de su casa. TOTALMENTE SÍ.
Sushi con huevitos de pescado encima, no.
Le gusta escuchar «Raffaella», de Varry Brava, mientras limpia el baño.
No le gusta limpiar el baño, pero le gusta escuchar esa canción cuando lo
hace.
No le gusta que Guille compre cosas absurdas como una roomba o una
airfryer, que luego no utilizan.
NO LE GUSTA ROSALÍA. No le gusta, así en mayúsculas, no pasa nada.
PERO NO LE GUSTA.
Odia muchísimo esos enlaces engañosos que dicen cosas tipo: «Procura
no reírte cuando veas cómo es ahora la protagonista de Sabrina, cosas de
brujas». Esos.
A Ana Luisa Borés le gusta mucho el liquidillo que queda al final del
Calippo, cuando ya te acabas el polo y queda ese pequeño sorbo que no
esperabas.
22

El láser

Diana se tumbó en la camilla con el ridículo (inútil, poco práctico,


incómodo, vergonzoso y todas las cosas malas que se te ocurran) tanga de
papel. Las camillas le imponían. A todo el mundo le imponen, ella lo sabía
y no se creía especial por sentirse extraña al respecto. Había pasado por
varias cirugías y siempre que la sedaban pensaba que no despertaría o que
tal vez tendría una revelación mística, un mensaje del Más Allá o una
charleta animada con su abuela Ángeles, pero no, siempre se despertaba de
las operaciones aferrándose a la vida, con ganas de no volver a dormir, con
mucha sed y con la boca como si hubiera estado comiendo un puñado de
bombillas...
Exagerada era la muchacha, porque nada tenían que ver su vaginoplastia
o su rinoplastia con una sesión rutinaria de láser Alejandrita en las piernas.
No, ella no había sido nunca muy velluda, pero sí bastante vaga en lo que
a depilación se refiere y, cansada de pasarse la cuchilla, decidió dar el paso
para eliminar el vello por fin. Ella lo llamaba el mal de la pareja fija. Que si
no te haces una depilación extrema en la soltería, cuando tienes novio
estable, uno de esos novios que te han visto vomitar, llorar o sacarte un
moco con disimulo viendo La isla de las tentaciones, ya no lo harías.
Porque... ¿qué son un puñado de pelos en guerrilla en unas piernas
comparados con una tarde de flatulencias tras comer un cocido en el
restaurante El Bola? Nada. Por eso pasó de hacérselo y con una de esas
cuchillas caras de color rosa —que son lo mismo que las de color azul, pero
que le ponen un terrorífico impuesto porque van dirigidas a nosotras,
volviendo cursi una acción tan rutinaria como rasurarse las ingles—, se
esquilaba de vez en cuando y arreando.
Llámalo umbral del dolor de pega o simplemente flojera, pero los
disparos de láser la hacían polvo. Cada uno era más doloroso que el anterior
y los sufría como una penitencia. Como si se convirtiera en la mártir de la
piel suave. No era muy de películas del espacio, pero cada vez que
encendían la máquina del láser no podía evitar tararear para sus adentros la
marcha imperial del Darth Vader ese.
—¿Todo bien, cariño? —preguntó la esteticién al ver la cara apretada de
Diana, como si estuviera comiendo limones.
—Sí, por supuesto, tira, sin problema.
Ella prefirió callar que reconocer que ese aparato del demonio la estaba
destruyendo e intentó cerrar los ojos y relajarse. Relajarse, ja. Es difícil
relajarse cuando sientes pinchazos y quemazón con cuentagotas. Una
tortura. Así que, como era de esperar, empezó a pensar en algo que la
transportara a otro lugar. A ver, no me malinterpretes, no es que su único
motor para desplazarse a un lugar feliz fueran los chicos... No, ella tenía
otras inquietudes, seguro que las tenía, pero en este momento, en ese
capítulo de su vida, en lo único en lo que pensaba antes de meterse en la
cama o al levantarse o cuando elegía el abrigo y los zapatos para enfrentarse
el mundo era en él. No, en su novio, no. En el otro, en el policía de sonrisa
perfecta y pasado en común. Javi.
¡Ojo! Ella tenía un sentimiento muy contradictorio y no siempre se
dejaba llevar por el disfrute de su imaginario. No. Es más, sí pensaba en él
antes de irse a dormir, justo antes de entrar en el estado REM. Pensaba que
era una mala persona y se torturaba por haberle regalado tanto tiempo en su
cabeza. Era natural en ella otorgarle un buen espacio en su corazón, pero
era natural también torturarse por hacerlo. Por eso decidió utilizar el dolor
del láser, para intentar quitárselo de la cabeza. Pensar en todas las cosas
bonitas de Javi y lo que este le provocaba mientras sentía esos disparos
achicharrantes en su piel, algo así como una terapia de choque soft.
La perfecta sonrisa de Javi que le arrugaba toda la carita de pinturero.
DESCARGA. Esa manera tan sexy de mirar fijamente mientras hablaba y de
acercarse a más no poder para hacerse escuchar. DESCARGA. Su olor, ese
olor a una colonia cualquiera, tal vez una Jean Paul Gaultier, Le male, que
le debieron regalar por Navidad. DESCARGA. Esas manos fuertes
cogiéndome por la cintura. Susurros de Javi en mi oreja mientras nos
tumbamos en la cama en la penumbra de una habitación cualquiera de un
hotel cualquiera... Su boca susurrándome que me va a comer el coño hasta
que acabe. Su boca. Sus dedos estrujándome las tetas con suavidad y su
puntito de brutalidad mientras se abre paso entre mis piernas. Javi
empotrándome contra la pared mientras me coge la cara para que pueda
besarle en una postura incómoda pero eficiente y... Las descargas se
perdieron por el camino dejando paso a una excitación puramente estúpida
y adolescente. Y en vez de detestar la imagen del chico con los disparos del
láser o asociarlo, pues, a algo negativo, su sensación de ñoñería y necesidad
se hizo más fuerte y el dolor se convirtió en un suave paseo.
Cuando la chica apagó la máquina y dejó a Diana para que se vistiera,
estaba tan exaltada por sus fantasías y ensoñaciones que decidió hacer algo
poco propio de ella, algo que negaría siempre, aunque la pregunta saliera en
el juego «Yo nunca». ¿Alguna vez te has masturbado tras una sesión de
láser Alejandrita y has tardado tres segundos en tener un orgasmo de lo más
fortuito...? Pues sí, a Diana, contra todo pronóstico, le tocaría beber.
Claro, claro... Cualquier persona no se martirizaría por haberse
masturbado en un lugar como ese; es más, cualquier persona lo habría
utilizado para llamar la atención o hacerse la guay en una conversación de
borrachera, pero ella se sentía muy culpable al respecto. Mucho.
Diana y la masturbación nunca habían ido muy de la mano. De pequeña
detestaba su cuerpo y, aunque era humana y lo exploraba, siempre se sentía
extraña y, cuando ya consiguió tener el cuerpo (y los genitales) con los que
se identificaba, se aburrió de explorarlos porque enfocaba la sexualidad de
un modo... ¿Cómo decirlo? Clásico. Sí. Disfrutaba de su cuerpo, pero lo que
más la hacía disfrutar era frotarse con otro humano. Oler, lamer, besar,
rozar... Esas cosas le resultaban mucho más alentadoras que hacerlo sola. A
veces mentía al respecto. Sabía que había que normalizar la masturbación
femenina, pero ella el Satisfyer, aunque siempre mentía y decía que lo
utilizaba muchísimo, lo tenía muerto de risa en el cajón y no quería decir
que le daba pereza para no quedar como una tonta mojigata, por lo que
prefería mentir y decir que se masturbaba muchas más veces de las que lo
hacía. Exactamente igual que Ana. Las dos amigas mentían en torno a la
masturbación para sentir que encajaban en la conversación. Hay tías que
son superpajeras y hay otras, como ellas dos, que eran pajeras ocasionales.
23

Aquella noche

Aquella noche en un concierto de Muse.


Aquella noche en la que a ella también la arrastraron para salir.

07 / 05 / 2016

Querida Diana:

Te escribo una carta, no sé, porque estoy ñoña o pava, pero me he


acordado de cuando nos las escribíamos en tercero de la ESO y me ha
apetecido. Espero tener bien la dirección de Londres y, bueno, espero
que te llegue y si no, pues nada, me sirve para desahogarme. Sí, tengo
que buscar una psicóloga, es lo que estás pensando. Ya iré.
Yo no quería salir, pero Bea tenía dos entradas para ver a Muse, y
Charo, la tía esa rara de Canarias (es que no sé si la conoces, una
chica que habla muy despacio, mucho) la dejó tirada y me obligó... Me
arrastró al concierto.
No es que Muse no me acabe... A ver, tienen canciones buenas y tal,
pero ir a un concierto con lo meona que soy, que tú lo sabes..., pues me
raya, porque justo acabo meando cuando tocan la única canción que
conozco, me pasa siempre. Intenté no beber cerveza, pero fue imposible.
No sé ni las que me tomé, pero siete como poco, aunque me tiré por
encima un par de ellas porque la gente se pone muy pesada a darlo
todo y a grabar con los móviles intentado conseguir el mejor material
como si fuera una de esas galas de Navidad de la Primera. El caso es
que mientras sonaba «New Born» (no, yo tampoco la conocía), me
viene un tío, ¿vale? Mono y tal, así con barbita, no muy alto y con los
ojitos un poco cerrados, como si se hubiera fumado un porro de maría,
pero en plan bien, ¿eh? Y me dice que si me puede pedir un favor muy
raro. Yo, que ya estoy como una cuba, le digo que sí, yo qué sé... Y me
pide el tío que si le puedo cerrar el pendiente que se le ha caído. Flipa.
Un aro de esos que son la hostia de difíciles de cerrar porque tienes que
meter lo de... ¡Esos! Le digo que vale, sí, con solemnidad, como si me
estuviera pidiendo trescientos euros. Vale.

Ella accedió, se acercó a él e intentó ponérselo y cerrarlo y todo se volvió


a cámara lenta, como si fuera una de esas películas románticas que Ana
negaba ver.

Me acerco. El chico pues olía tope de bien. Como a Fahrenheit, pero no


tan pegajoso... Y no dejaba de sonreír. Clac. Se lo pongo, ¿vale? Me doy
cuenta de que le he pellizcado la piel del lóbulo de la oreja y se pone a
sangrar, tía, sí. Se lo digo y nos reímos, porque no es nada, no sangra
nada, un pellizquito. Él, sin dejar de sonreír, me levanta el pulgar, se
me acerca y me susurra «gracias» al oído. Creo que me susurró
«gracias»... porque no se escuchaba una mierda... Y en ese momento,
tía, me entró como un no sé qué, como una tontería, y estoy segura de
que me puse roja y todo, como si ese clac del pendiente fuera un clic
dentro de mí. Sí, estoy cursi, tía, estoy tope de cursi.

El chico le llevó una cerveza como agradecimiento. Ella no quería beber


más, pero ¿cómo decirle que no a esa sonrisa y esa oreja roja por el
pellizco? Brindaron y bebieron y no se quitaron ojo en lo que duró el
concierto, pero al acabar, la avalancha los separó y ella lo perdió. Y algo se
quebró en el corazón de Ana porque pensó que él era alguien, que iba a ser
alguien en su historia y que no sabía ni su nombre ni su nada y creía que
encontrarlo de nuevo era lo más difícil del mundo.

Es que no sabes la de peña que había, tía. Esto te va a parecer una


chorrada, pero casi me pongo a llorar. Bueno, sin el casi. No sé... Sí,
estaba con la regla, pero con lo rancia que soy, noté... noté cosas, pero
solo cosas malas por haberle perdido y por haber sido tan gilipollas de
no pedirle su número de teléfono. ¿Sabes esa peli en la que la chica de
Laprincesaprometida se reencuentra con un viejo amor en un
supermercado, hablan, pero luego lo pierde y cuando lo va a buscar,
supongo que para pedirle que se fuguen, no lo encuentra? Pues me
sentí igual. FATAL.
Nada, que me salí con Bea al parking pensando que iba a estar sola
toda la vida, que me lo merezco por tonta y mamarracha y que me
tengo que acostumbrar, porque con lo que cuesta que me interese un
tío... Y claro, pillar un taxi o algo iba a ser una odisea.

Y allí, en el parking, el corazón de Ana Luisa Borés empezó a palpitar, y


todas las imágenes románticas con las que había sido programada de bien
pequeña cobraron sentido porque, aunque ella sentía que era todo una
gilipollez extrema, creía en el amor (o en la ansiedad, porque era lo que
estaba sintiendo en ese momento al encontrarse con el chico del pendiente
montándose en un Twingo).

Un Twingo viejísimo de color como turquesa. Él me mira y yo,


paralizada, porque creo que me gusta, levanto la cabeza como gesto de
saludo y él levanta la manita y como estoy puto estática, no hago
nada. Pero Bea, que sabes el morro que tiene, me pregunta si lo conozco
y le digo que de antes, y va la tía y le pide a él y a su colega que nos
lleven, con un par... Me puse roja, vamos, como un tomate cherry,
cariño. Ellos nos dicen que van al centro y que vale, que nos llevan si
los invitamos a una cerveza. Yo, todo el trayecto callada, avergonzada.
Menos mal que Bea no se calla. Me dio un poco de vergüencita porque
contó el chiste aquel del gangoso, el de Arévalo... Un cuadro.
Aparcamos en el parking Luna y fuimos al José Alfredo, pero estaba
petado y acabamos en un karaoke que hay cerca de Gran Vía, uno que
está llenito de filipinos. ¿Tú sabías que en Madrid hay un montón de
filipinos? Yo tampoco.

El chico del pendiente perpetró «Grita», de Jarabe de Palo. Fue un


espanto, pero a ella le pareció la cosa más tierna del mundo y ahí supo que
estaba totalmente perdida y entregada y decidió tomar la iniciativa y hablar
de todas las obviedades que te puedas imaginar. ¿Cuándo llegaste a
Madrid? De series, de música, de mierdas, lo normal. Él estaba viendo una
serie llamada Doctor Who, y ella asintió como si supiera cuál era. Él hizo lo
mismo cuando ella habló de A dos metros bajo tierra. Y bebieron más y
mucho más y en un momento, sus manos se rozaron sin querer. Sí, los
clichés pasan en la vida y se agradecen, porque hacen que te sientas normal,
y eso es una sensación muy reconfortante, por lo menos para Ana Luisa
Borés, que pensaba que ella no se pondría blandita con esas cosas mágicas
que pasan en un karaoke con filipinos una noche de mayo.

Acabamos en la Sala Sol y lo dimos todo, te lo juro. Tomamos un


poco de M, poquísimo, ¿eh? Y bailamos como locos y todo lo demás dio
igual. Una tontería, te lo juro, y, no sé ni cómo, Bea desapareció y el
amigo también, y tampoco sé cómo acabamos besándonos en medio de
la pista como si nos fuera la vida en ello. ¿Sabes cuando tu boca
encaja con otra? Cuando parece que las lenguas hacen una
coreografía. Nada de lenguas duras, ni de rigidez, ni de exceso de
baba. Todo como bonito, ¿sabes?

Y claro que fueron a casa. Y él se excusó porque llevaba unos


calzoncillos grises dados de sí con un agujerito, pero se justificó diciendo
que no tenía pensado enseñárselos a nadie. Les daba corte a ambos, porque
estaban desentrenados y buscaron bromas tontas para acabar tirados en la
cama fingiendo que solo iban a dormir.

Yo le dije que estaba con la regla, pero le dio igual y eso... Pues me
gustó. No te pienses, nada de cohetes ni posturas raras, todo rapidito y
normalito, pero bien. No fue el polvo de mi vida...

... pero fue el polvo de su vida.

Y cuando se estaba vistiendo, me entró otra vez el no sé qué y le dije


que se podía quedar a dormir para que no tuviera que pillar el tren.

Él se quedó dormido rapidísimo, pero el sol entraba ya por la ventana, y


ella estaba despejada y se quedó mirándolo y pensó que se lo había pasado
bien. Y que le gustaría ir al cine con él, por ejemplo, o tomarse un café... Lo
que ella no sabía es que irían a ver un montón de películas, siempre en cines
con palomitas mixtas, o que harían el amor un millón de veces
aproximadamente, o que un día él le diría que se fueran a vivir juntos. Y
que él le cogería la mano en bodas, bautizos y, lamentablemente, un funeral.
Y que bailarían, discutirían poquísimo y se dirían «te quiero» de una
manera sincera muchísimas veces. Y que en ese momento, en el caos que
era su vida, lo único que tenía seguro era que quería estar con él. Con sus
manías, con su respiración rara mientras dormía, con su compra compulsiva
de pequeños electrodomésticos, con la miopía que descubriría unos meses
después, con su bailar torpe y su risa boba viendo memes de gatitos con sus
Karens, con su abanico de inseguridades y frustraciones, con sus llantos en
soledad y su mochila cargada o su pendiente en una oreja de lóbulo
enrojecido.

Se llama Guille. A ver, hemos quedado el martes y no sé si


funcionará la cosa, pero fue tan guay el otro día que solo por eso creo
que ha valido la pena. No sé.
Ojalá estuvieras aquí, Diana. Vuelve pronto, que te tengo ganas, tía.

Muchos besos,

Ana
Aquel martes fueron al cine y, sin darse cuenta, acabaron compartiendo
armario.
24

Paso básico de aeróbic

Ese día las señoras de la clase de gimnasia estaban raras. Ana lo notó de
inmediato, porque estaban poco habladoras, y eso no era lo normal. Las
clases eran, sobre todo, para hablar. Para que ese puñado de abuelas
tuvieran una ocupación y una distracción; no había operaciones bikinis de
por medio ni mucho menos sentadillas. Los ejercicios tontorrones de pierna
derecha y pierna izquierda o ese paso básico de aeróbic de crear un
cuadrado en el suelo con la punta de los pies (derecha delante, izquierda
delante, derecha detrás, izquierda detrás) lejos estaban de una rutina física
real.
Lo que pasó esa mañana lluviosa fue uno más de los puntos absurdos en
la partitura de la vida semanal de Ana.
Sin saber cómo, dos señoras, Matilde y Transi, empezaron a discutir y
hubo un revuelo. Sí, sí, casi llegan a las manos. Si nunca has visto a unas
ancianas gritarse y querer tirarse de los pelos, qué suerte tienes, pero Ana
no era tan afortunada.
Cuando la monitora de pega intentó separarlas, Matilde le dijo que no se
metiera, que era una puta. Sí, dijo «puta». PUTA.
La trifulca empezó cuando Matilde le dijo a Transi que no lo estaba
haciendo bien, que era torpe, que su torpeza distraía y que ocupaba
demasiado espacio con el paso de salsa básico que Ana, inocente de ella,
había traído a la clase para airear los ejercicios repetitivos, y acabaron
echándose cosas en cara del pasado y llamando puta a la profesora.
—¿Me has llamado «puta», Matilde?
—Sí, me ha salido del alma, lo siento, es que...
—Es que... ¿qué?
Transi, que era sin duda la favorita de Ana simplemente porque le
recordaba a su propia abuela, salió a defenderla rápidamente.
—No le hagas caso, que está senil, la pobre, que se viste con esos colores
porque no acepta que es una vieja y...
Y otra vez los gritos y las acusaciones. La vida debe de ser circular,
porque a Ana le pareció que las ancianitas se estaban comportando como
auténticas niñas detrás de la tapia del colegio.
Ni aunque Ana hubiera sido Jessica Fletcher, la protagonista de Se ha
escrito un crimen, habría llegado al quid de la cuestión, pero a la salida,
mientras todas recogían, Transi se le acercó y le dijo:
—A mí me parece muy bien.
—¿El qué? —contestó Ana desde su desconcierto.
—Pues que ahora... Pues que. Si sales por ahí y conoces a alguien, pues...
que nadie se tiene que meter en la vida de los demás. A estas alturas.
Ana no entendía nada y su cara era un poema, pero de pronto se le heló la
sangre y palideció de golpe, algo así como cuando te falta azúcar y vas
corriendo a la máquina de Coca-Cola.
—Que yo no se lo voy a decir a nadie y que tienes mi apoyo. Eres joven
y tienes que divertirte y pasártelo bien y no hacer caso de lo que digan estas
carcas.
La monitora había notado dispersión y cuchicheo en la clase, pero jamás
de los jamases se le habría pasado por la cabeza que tuviera que ver con
eso. Pero en su cabeza todas las fichas cayeron creando ese efecto dominó,
y recordó a aquella tía en la fiesta de las mil Britneys que dijo que era
familia de una de sus viejitas. Pensó que todo el mundo sabía que se había
besado con otro y sintió que unos neones la apuntaban desde el cielo y que
la letra escarlata estaba bordada en su cuerpo para siempre.
Se torturó. Siempre lo hacía, pero esta vez estaba ofendida porque algo
que había guardado como un secreto se podía haber extendido como un
herpes sin su consentimiento. Ella no quería que ese herpes llegara a Guille,
pero sabía que tarde o temprano él lo sabría. Eso le supo mal y le dolió la
barriga como un retortijón fuerte, como si una mano imaginaria le estuviera
estrujando las vísceras.
25

Ana Luisa intenta cambiar el nórdico sola

Pistacho era ese tipo de gato pasota. A veces daba la sensación de que
quería mimos, pero no era cierto. Ana se esforzaba muy al principio,
cuando lo adoptaron, en ser mimosa, en humanizarlo, en hablarle, pero
llegó un momento en el que entendió la indiferencia de Pistacho y lo
respetó como parte de la personalidad de un bicho de cuatro patas que
detesta a los humanos y solo quiere su cuenco con pienso lleno y sin un
círculo vacío en el centro.
Ana pensaba que el carácter de su gato era parecido al de varios novios
que habían pasado por la vida de sus amigas.
Pues Pistacho, que también era ansioso como muchos de esos novios,
comía a toda velocidad y eso trastocaba su digestión. Engullir no está bien
ni en las relaciones ni en el pienso.
Vomitó sobre la funda del nórdico de Zara Home.
Obviamente el gato no disfrutaba con eso, pero su caminar desfilando por
la cama tan pancho, como si estuviera en la pasarela de RuPaul’s Drag
Race, daba a entender lo contrario.
Una de las cosas buenas de tener un novio es poder cambiar el nórdico
juntos. Sí, sueles acabar peleando, pero es mucho mejor que hacerlo sola.
Ana Luisa odiaba hacerlo sola. Era de las pocas personas que todavía
recordaba cómo se hacían las divisiones en cajita, pero era incapaz de poner
la funda limpia ella sola.
Maldijo a Ikea.
Maldijo el invierno.
Maldijo a todas aquellas niñas pequeñas, con nombre y apellido de su
clase en EGB, que le venían siempre a la cabeza cuando fallaba en la vida o
cuando tenía pequeños logros.
Para ella haberse comido la boca en un baño de una fiesta chapucera de
disfraces era un fracaso. Uno gordo. La magnitud del fracaso se medía
fácilmente con la sensación pesada en la boca del estómago. Era un gran
fracaso cuando no pensaba en ello durante un rato, pero de pronto lo
recordaba y tenía esa horrible sensación en el cuerpo de haberte dejado las
llaves una vez cierras la puerta de casa de golpe, ¿sabes a lo que me refiero?
Ese «¡Ay!» que te hiela la sangre. Ella se sentía así por lo de Germán, por el
beso, por ocultárselo a su novio, por saber que había gente que podía
saberlo y por notar que podía ser juzgada o que tenía un expediente abierto.
Imaginó por un momento a todas las niñas repelentes de tercero que la
miraban con desaprobación. Las vio saltando por su cama, riéndose de ella
y llamándola «guarra» mientras hacían peleas de almohada en una fiesta de
pijamas inventada.
Se armó de valor e hizo lo que cualquiera habría hecho: arrinconar a las
niñas criticonas y buscar un buen tutorial de YouTube de cómo cambiar la
funda del nórdico estando sola. La técnica más sencilla consistía en tener la
funda al revés, coger las esquinas, hacer un giro mágico y ¡tacháán! Gladys
María, la muchacha de acento sexy del vídeo, lo hacía a la perfección.
Lo de Ana Luisa no fue nada mágico. Acabó, sin saber cómo, dentro de
la funda, perdida en un desierto nórdico de plumas y acolchamiento sueco,
y se sintió atrapada. Muy atrapada. Y gritó y escuchó reír a las niñas
imaginarias de su clase y cayó al suelo. Se dio por vencida y rompió a
llorar, pero a llorar rollo fuerte, rollo respiración entrecortada, rozando la
ansiedad y la frustración.
¿Por qué?
Porque estaba intentando fingir que todo iba bien, que su vida rutinaria y
cotidiana haría que poco a poco se olvidara del evento del beso, pero se
sentía mal, farsante, mentirosa, y no pudo evitar patalear y llorar dentro de
la funda del nórdico.
Sabía que tarde o temprano se lo diría a Guille e imaginó un mapa de
reacciones posibles. En muchas de las posibilidades, él acababa haciendo la
maleta y pirándose y dejándola sola con un gato que vomitaba
frecuentemente. Cambiando el nórdico siempre sola, y eso la aterró. Sabía
que en algún mundo del metaverso (o el multiverso, no sabía la diferencia)
ella se lo había dicho y ya no estaban juntos, y en ese momento la
frustración que la hacía llorar dejó paso a la pura tristeza que magnificó el
drama.
Ana Luisa Borés era una persona intensa.
Una de las mejores frases de Jessica Rabbit, tal vez la única buena, es esa
famosa cita que dice que no es mala, es que la han dibujado así. Ana Luisa
sabía que no era una persona exagerada, es que la educación, la sociedad, su
madre, Disney y las putas series la habían convertido en esta maraña de
dramas e inseguridades. No está bien echar balones fuera, pero ella
necesitaba tener culpables para hacer autocrítica y empezar a trabajar para
cambiar y ser más como ella creía que debía ser.
Con Mafi, la psicóloga, tenía una relación intermitente. No seguían una
terapia fija, esa manera de trabajar no les funcionaba. Ana la llamaba y
hacían una sesión por Zoom cuando lo necesitaba, por lo que más que una
psicóloga ejercía de una amiga comprensiva a la que llamar cuando estás de
bajón y que sabes que no te va a juzgar (y a la que posteriormente le hacía
un bizum, claro). Ella podía llamar a Diana o a Bea, pero también le sabía
mal pasar su mierda a una mochila ajena y quedarse tan tranquila.
Verse llorando tirada en el suelo, prisionera de una funda nórdica y de un
montón de remordimientos, era suficiente excusa para pedir cita urgente con
Mafi y, como poco, desahogarse. Nunca hacía las sesiones de Zoom en casa
porque le daba pánico que Guille llegara o la pillara criticando que él fuera
dejado en casa o que no tuviera gestos románticos, que era básicamente en
lo que centraba sus conflictos. Pero sabía que Guille tardaría en volver y
decidió contárselo todo.
«He besado a un tío».
«No se lo he dicho a mi novio».
«Me siento como la mierda».
«Quiero decírselo».
«No quiero decírselo».
«Estoy acojonada».
«Me siento mal».
«No me siento mal».
«Me siento un poco mal».
«¿Por qué coño me tengo que sentir mal?».
«Guille es aburrido».
«Guille es el amor de mi vida».
«No quiero hacerle daño a Guille».
«¿Por qué me siento así?».
Un batiburrillo de pensamientos aflorando desordenados esperaban su
turno para convertirse en retahíla de frases soltadas al aire. La boca de Ana
era una metralleta de dudas y sentencias.
Mafi intentó no reír; obviamente le parecía que la chica lo estaba
sobredimensionando todo.
—Ana, ¿es tan importante el beso? No. ¿No?
—No.
—¿Por qué crees que le das tanta importancia?
—Porque estoy programada para...
—Eso es una gilipollez. Eres una persona madura y eso de la
programación es una tontería. No estás programada para nada. Tú tomas tus
decisiones y aprendes de tus actos y las consecuencias de estos; Disney te
influye con ocho años, pero con treinta y cuatro creo que ya eres una
persona con la capacidad de...
— ¡Ya!
Ana no la dejó acabar. Se sentía mal y creía que siempre buscaba razones
para salir de rositas de los conflictos y se paró a pensar: ¿por qué era tan
importante lo del beso si objetivamente parecía una chorrada? Mafi tenía
esa insoportable actitud en plan «Yo lo sé, pero no voy a darte la respuesta,
tienes que llegar tú».
Y llegaría. Otro día, un poco más adelante, pero llegaría.
26

Lo del hotel

Cuando Diana cruzó la puerta de la habitación 301 del Hotel Cualquiera,


llamémoslo así, no sabía quién estaba pilotando los mandos de sus acciones,
pero estaba claro que ella no era, o simplemente no quería admitir que
deseaba estar allí mucho más que la paz en el mundo. Mucho más.
Una habitación estándar. Las paredes se podían adivinar beige con la luz
del sol de la tarde que entraba bajo la persiana a media asta y que lo
inundaba todo como si de un recuerdo se tratara. No era un recuerdo. Estaba
pasando de verdad. Ella lo propuso y Javi accedió. El silencio y el
nerviosismo campaban a sus anchas entre esas cuatro paredes decoradas
hace mucho por alguien con un gusto cuestionable.
Diana se quitó los zapatos y se apoyó en la pared observando cómo el
chico se sentaba en el borde de la cama y la miraba con una expresión que
gritaba «Aquí estamos» o «Parece que lo vamos a hacer».
—¿Pongo... música?
—No —contestó ella con el único atisbo de seguridad que palpitaba tras
su blusa blanca.
—Ven —susurró Javi.
Ella tragó saliva y negó suavemente, esbozando una pequeña sonrisa.
Claro que quería ir y sentarse a su lado, entregarse, dejarse llevar y quitarse
la falda de tubo lo antes posible. Falda poco práctica para un aquí te pillo,
aquí te mato, pero daba igual, porque ellos tenían tiempo, una hora o dos
como mínimo.
Javi se levantó y de un solo paso (la habitación era pequeñita) se colocó
al lado de la mujer que, aun teniendo casi cuarenta años, temblaba como si
fuera una Lolita de quince a punto de ser corrompida por un Humbert que
controlaba la situación.
—No hace falta que...
Ella le interrumpió y mirándolo sonriente dijo que ya lo sabía.
—Mira, yo sí que quiero poner música. Quiero. ¿Te gusta la música
italiana?
—Sí, creo que sí.
—Claro que te gusta. A todo el mundo le gusta la música italiana. Es que
no sé qué tiene ese idioma, pero suena muy bien.
—¿No estás pensando en...? —dijo ella.
Él la miró sin contestar, aunque su silencio gritaba algo así como: «No
estoy pensando nada más que en ti». Sacó su teléfono y puso una lista de
Spotify con tan poca personalidad como la habitación del hotel. Las
mejores baladas en italiano. Javi sacó el paquete de tabaco del bolsillo y se
encendió un cigarro. El humo y la figura del chico se veían totalmente a
contraluz con la luz del atardecer.
—No se puede fumar aquí.
—Yo sí.
Él se rio pícaro y empezó a mover la cadera bailando como si no pudiera
contenerse. Ella se llevó la mano a la cara, atontada perdida pero fascinada
con la gracia del muchacho y por su capacidad de romper el hielo a golpe
de cintura. Javi le ofreció la mano y Diana se sintió Jasmine totalmente; no
pudo rechazarla. Él acercó el cuerpo de la chica al suyo. Muy juntos los
dos. Se miraron por un segundo y ella agradeció el cigarrillo Chesterfield en
la boca de él, porque si no sus labios habrían acabado dejándose llevar por
el deseo sin ningún tipo de remedio. Fumar mata, pero puede salvarte de un
beso robado... Sí, esa chorrada le vino a la cabeza e inmediatamente se
avergonzó, porque era evidente que estaba relegada en una habitación
cualquiera de un hotel cualquiera de un día cualquiera de una semana
cualquiera de aquella chica, que siempre se sentía cualquiera y ahora se
sentía «la chica». No sé si me entiendes.
Empezaron a bailar mientras algún italiano clásico sufría por amor. Sus
cabezas se juntaron y ella notó el olor del desodorante de él más fuerte que
nunca y eso le resultó excitante. El tiempo parecía haberse detenido en esa
habitación casi oscura, ya que el sol se escurría y huía como si le violentara
la intimidad de dos personas que se deseaban bailando como unos
adolescentes que hacen algo prohibido. Y prohibido estaba, porque ella
había puesto unos límites a su existencia.
La pelvis de Diana estaba tan cerca de la de él que no fue complicado
notar la erección que se presentaba. No era ninguna sorpresa, se lo
esperaba. En todas las veces en los que ella había fantaseado con ese
momento, la erección de él tenía un papel fundamental. Le daba igual el
tamaño, era la de él y eso era suficiente.
Diana tomó distancia a su pesar, haciendo caso a un último ramalazo de
sentido común para ocupar el sitio que él dejó vacante en la cama. Javi
cruzó hacia el baño y apagó el cigarro. Ella suspiró fuerte, casi como si se
hubiera quitado un peso de encima o al revés, como si se lo hubieran
cargado en el estómago. Él volvió y se sentó a su lado. Y empezó a
desabrocharle la blusa. Diana se dejó hacer, pero antes de que pudiera
acariciarle los pechos, ella lo abrazó. Un abrazo sincero, casi pidiendo
disculpas porque sentía que era incapaz de hacerlo. Y la verdad de ese
abrazo los tumbó en la cama. Pasaron varios segundos o minutos, a saber. Y
en ese momento ella supo que no podía hacerlo. No hizo falta que lo dijera,
él lo entendió.
No hubo disculpas ni excusas. No hacían falta. Se abrazaron un rato más.
Ella giró su cuerpo ofreciéndole la espalda e hicieron la cucharita. Un acto
sencillo, pero lleno de sentido y que también se merecían. Claro que sí.
Se despidieron cordialmente. Ella sabía que no volverían a verse, y
probablemente era mejor así. Había tomado una decisión y, aunque notara
que era la incorrecta, sabía que en el fondo era la correcta o se convencía
para que lo fuera. Javi se perdió entre las personas abrigadas hasta las cejas
que deambulaban por el barrio de las Letras. Hacía un frío terrible.
El vaho salía de la boca de ella con cada respiración; era como si todas
las cosas no dichas se transformaran en gotas de agua microscópicas, en una
nube llena de secretos, y deseó haber shazameado alguna de esas canciones
italianas para poder torturarse un poco de camino a casa, pero no. Casi
mejor así. No necesitaba ningún tipo de música para sentirse mal. No hizo
falta ninguna canción para que ella se sintiera frágil y llorara. ¿Por qué
lloraba la tonta si había tomado, según ella, el camino correcto? Porque el
corazón es mucho más sabio que los límites que nos pone la educación. Si
hubieran follado como animales, si le hubiera practicado una felación
durante cuarenta y cinco minutos como tenía pensado, ¿se sentiría mejor?
No. El sexo hubiera sido el lacre de una carta que ya estaba escrita, pero
que ella no se atrevía a abrir. Sabía que lo que había sentido era más intenso
que follar...
Caminaba despacio, casi deshaciendo sus pasos, retrasando al máximo el
llegar a casa. No quería llegar, por eso no cogió un taxi, y eso que llevaba
unos zapatos de tacón incomodísimos, pero lo vivía como una penitencia.
Un castigo. Otro más. En el cuento de Andersen, cuando la Sirenita camina
con sus nuevas piernas humanas, siente cristales clavarse en sus pies a cada
paso, algo que le recuerda que está yendo contra natura. Diana se sentía un
poco así. Por eso decidió entrar en un bar y pedirse una copa de vino tinto
sin importarle por primera vez en mucho tiempo lo que proyectaba frente a
los demás. No proyectaba «alcohólica», proyectaba «bohemia», pero en
realidad era una chica de casi cuarenta años con un corazón de niña que
temía volver a su casa porque creía que había metido la pata.
Sonaba «Bachata», de Manuel Turizo, en ese bar. Ella apuró la copa
sintiéndose perdida, sin control. Y en vez de levantarse pidió otra. Miró su
maxibolso de ejecutiva empoderada de Bimba y Lola, que ocupaba otro
taburete en la barra como si fuera un cliente más, y buscó dentro una
pequeña moleskine que siempre llevaba para apuntar cosas por si luego se
le olvidaban, pero la chica era un cerebrito y nunca le hacía falta revisar el
cuaderno. Sacó la libreta, sonrió y empezó a escribir una carta. Reconectar
con la adolescente que fue le había despertado la necesidad de contar sus
secretos a modo de cartita como hacía con Ana, años atrás.

Querida Ana:

Tengo un secreto y creo que si te llamo para quedar, vendrás y me veré


forzada, como siempre, a ser la amiga estricta y maja, la recta, y no te lo diré,
por eso prefiero escribírtelo.
No estoy enamorada de Tito. No lo estoy. Lo he descubierto hoy cuando he
llevado al amor de mi vida a la habitación del hotel. No hemos hecho nada, pero
hemos hecho mucho. Debería sentirme victoriosa por no haber abierto las
piernas, que era lo que más deseaba del mundo, pero me siento francamente
como una mierda, como si fuera una traidora... No por haber estado en la
habitación de un hotel con un hombre al que deseaba o por haber llegado hasta
ahí en piloto automático y siguiendo mi impulso más real. Me siento mal
porque, tumbada en la cama mientras él me hacía la cucharita, me he dado
cuenta de que no amo a Tito y de que tal vez no le he amado nunca. ¿Eso
importa? Siempre he pensado que una pareja es como un equipo, hacer un
equipo, y siempre he pensado que Tito y yo hacemos un equipo de puta madre.
Tal vez cuando llegó a mi vida, me conformé porque me pareció majo y siempre
me he sentido poca cosa. He fingido que creía que era más de lo que soy, pero
entre líneas siempre estaba mi manera inconsciente de pedir perdón por existir.
Creo que siempre he hecho lo que se suponía que tenía que hacer, no sé no
hacerlo, porque estoy acostumbrada a fingir, pero no quiero fingir más. No sé
cómo ser yo misma, aunque parezca la cosa más contradictoria porque soy
trans y eso es una lucha por mostrarte al mundo como eres en realidad. Pero
hoy, cuando iba a salir del circuito que me he marcado, me ha dado miedo y he
preferido esconder la mano. ¿Es eso normal? ¿Le pasa a todo el mundo? Creo
que merecía, aunque fuera una vez, notar algo real. Me merecía el polvazo que
he rechazado y me siento mal por eso, pero me sentiría mucho peor si lo hubiera
hecho... Ana, tengo casi cuarenta años, no sé muy bien quién soy, y me da la
sensación de que ya es tarde para arriesgarme a saberlo, pero siento que me
estoy perdiendo algo importante. Me da vértigo. Tengo miedo. Tengo miedo.
Me siento mala amiga por ser incapaz de contarte cómo me siento, pero no lo
sé hacer mejor... Lo siento.

Te quiere,

Diana

Casi sin terminar su firma, ya estaba arrancando la hoja del cuaderno,


estrujada y depositada en un cenicero sin colillas. Un cenicero sin colillas.
Qué absurdo, pensó. No se puede fumar en los bares desde hace mucho.
Pagó, sonrió a la camarera y volvió a la calle.
Ahora sí que paró un taxi, porque no se puede dar marcha atrás, los
zapatos ya eran insoportables y no merecía eso. Su sensación no mejoraría
ni aunque su casa se alejara con cada uno de sus pasos.
Diana entró en su portal y allí se topó con Tito, que volvía del trabajo. Se
dieron un beso y potenciaron su cansancio en las dos o tres frases que
intercambiaron en el ascensor.
—Me encantan esos zapatos —dijo él.
—Gracias.
Entraron en casa y la puerta se cerró tras ellos.
Ella no dijo nada. Se duchó porque sentía que podía oler a Javi y, aunque
le apenaba tener que quitarse el olor de encima porque era un síntoma de
pérdida definitiva, lo hizo. Y el agua y el gel de vainilla se llevaban por el
desagüe la historia, las ganas, las fantasías... El agua y el gel de vainilla se
lo llevaron todo. Diana salió en pijama, hizo como siempre una tortilla, esta
vez de queso y atún, y vieron otro capítulo de Stranger Things que no les
gustó ni al uno ni a la otra.
27

Infiel

¿Sabías que la palabra «infiel» se utilizaba en el siglo XV para referirse a las


personas no creyentes?
28

Lo de Barcelona

Las amigas de verdad son las que se gritan borrachas, escupiéndose


verdades con perdigones de gin-tonic en medio de la pista de baile, pero por
la mañana se ofrecen agua, churros o ibuprofeno, lo que se necesite para
soportar la resaca. Y ese fin de semana improvisado en Barcelona, Diana y
Ana Luisa marcarían todos esos checks de la verdadera amistad.
El porqué estaban ahí no era importante. Pero sí lo era que se pasaron
todo el viaje en Ouigo con cara de culo. Era gracioso ver a unas amigas con
cara rancia en unos asientos rosa como los de ese tren. Diana quería ir a
Barcelona sola. Ana Luisa ni siquiera quería ir, pero Diana, en contra de lo
que sentía (algo que hacía a menudo, no escucharse a sí misma), pensó que
proponerle a su amiga un viaje exprés para airearse a la Ciudad Condal era
un acierto seguro. No lo era, no lo fue.
A Diana le parecía que Ana Luisa solo hablaba de ella, de ella, de ella, de
ella, de ella.
A Ana Luisa le parecía que Diana se ponía tontorrona cuando se
reencontraba con las catalanas con las que estudió en la ciudad...
No, es en serio. Es que le cambia hasta la voz. Se pone insoportable y
hablan en catalán. Yo no me quejo, porque no hay nada más antiguo que
quejarse de la gente que habla catalán. No es una lengua germánica, del
catalán se pilla casi todo. Vi la temporada uno de Merlí y a veces ni leía los
subtítulos, no es tan complicado. Pero Diana se pone como... esnob, no sé,
como si quisiera aparentar que en Madrid es una prestigiosa abogada de
éxito o una empresaria de la hostia con Manolo Blahniks cuando todas
sabemos que Manolo Blahnik no hace zapatos del cuarenta y cinco, que es
el que ella calza. Por eso me da rabia que mi amiga, que es buena gente y
maja, se ponga con ese tonito burgués tontorrón del estereotipo catalán
cuando sus colegas de la uni no son así. A ver... Es algo imperceptible para
el ojo humano, pero para el ojo de la mejor amiga, no.
¿Por qué la invitó si no quería que fuera? Supongo que la invitó como
salvavidas de emergencia por si no era capaz de callarse lo que había hecho
con Javi (lo de irse a un hotel y tal...) y necesitara contárselo a alguien.
Obviamente a las amigas de Barcelona no les iba a decir ni pío porque no
hablaban de cosas personales. Qué vulgar, ¿no?
No recuerdan muy bien lo que pasó, pero Diana acabó gritando en medio
de la pista, borracha y desinhibida, algo tipo: «¡A veces puedes comerte una
manzana estando tan absorta con tus pensamientos que puedes morder el
gusano sin darte cuenta!».
Ana Luisa no entendió qué quería decir, pero le pareció que era algo que
le estaba diciendo a ella y empezaron a discutir y a echarse cosas en cara.
—¡Es que tú no te has callado desde que hemos llegado!
—Pero ¡es que tú, Diana, te comportas como si fueras una gilipollas
cuando estás con tus amigas catalanas y es que no te reconozco!
—¡No me reconoces porque no miras más allá de tu ombligo, porque
estás metida solo en tus mierdas y pasas de todo menos de ti, Anita!
—¡No me llames Anita, que sabes que no me gusta!
—¡A mí no me gusta que me grites y te estás pasando tres pueblos!
—Pues me voy al hotel, Dianita.
—Pues vete a tomar por culo. Porque yo no quería beber y me has
obligado a tomar esos putos chupitos de tequila rosa que a saber qué mierda
lleva eso, que debe ser puro azúcar, con lo mal que me sienta. Y mírame, en
medio de la calle Consell de Cent gritando como una verdulera.
—¡Qué clasista eres! ¡Las verduleras tienen mucha más clase que tú!
—Eso es verdad, no tengo ninguna clase, Ana. Soy basura, intento fingir
que soy elegante, pero se me ve el plumero... Soy una mierda...
Y Diana se tiró al suelo llorando, dando la batalla por perdida, y su amiga
se abrazó a ella, y las dos, borrachas como cubas, acabaron en el suelo
tumbadas mirando el cielo, como lo habían hecho un puñado de años atrás.
—Diana.
—¿Qué?
—¿Tú te acuerdas de que cuando éramos pequeñas se veían las estrellas?
—Joder, sí.
—¿Dónde están ahora? Es que no las veo. ¿Barcelona no tiene estrellas?
—Barcelona tiene estrellas, tonta, pero no se ven por la contaminación.
—Joder, Diana, ¿cómo hemos podido llegar a esto como sociedad?
¿Cómo hemos podido esconder todo lo bonito detrás de toda la mierda?
¿Esto cuándo va a parar?
—No lo sé, pero nosotras no lo veremos.
—¿No?
—No, Ana, no... Todo se va a la mierda. Nosotras nos vamos a la mierda.
Yo noto que me estoy yendo a la mierda desde hace mucho.
—Pero ¿qué dices? Si eres la mejor, Diana.
—No lo soy. Vamos a levantarnos del suelo, ahí hay una caca de perro.
Merecemos algo mejor que esto.
Ana la cogió de la mano y la obligó a tumbarse en el suelo de nuevo.
—Diana, quedémonos un rato más.
Diana asintió sin decir nada. Y ahí estaban. Dos tías hechas y derechas,
borrachas como ratas tumbadas en una de las superilles de Barcelona entre
una caca de perro, varias colillas y el sonido de una fiesta lejana.
29

Ana Luisa no quiere ser (como su) madre

Ana Luisa soñaba con la maternidad muchas veces. No siempre eran sueños
de paz, bonitos y donde encontraba un cometido esperanzador en su nueva
situación.
Ella se parecía cada vez más a su madre. Ella lo sabía. Antes no era
consciente, y cuando su madre se lo decía para chincharla, Ana no daba
crédito y miraba hacia otro lado, pero cada vez era más difícil ignorar la
realidad. Ana se parecía a su madre. No solo por su mueca agria o su ceño
fruncido, no era algo solo de expresión o de físico, que también, sino algo
que tenía que ver con la música interna, con su manera de reaccionar o por
la carencia de paciencia. No la tenían ni la madre ni la hija. Primero creyó
que no se parecía a su madre. Luego entendió que se parecía a su madre,
luego luchó por no parecerse y luego se entregó, aceptó que iba por el
mismo camino y que sería una versión dos punto cero se pusiera como se
pusiera. La educación había jugado un papel fundamental, claro, pero
también la genética. Sí, la genética te acota los límites de tu expansión
personal y humana.
Por eso Ana no quería ser madre. ¿Para qué iba a crear otra ella si
haciendo balance no podía definirse como alguien feliz o como una persona
que dejara huella en el mundo? ¿Pasaría algo si se parara la cadena de
montaje que creaba el prototipo Ana de generación en generación? No. Eso
la entristecía, porque, aunque era joven, ella creía que ya no lo era y notaba
que se le había hecho tarde para todo. Una desagradable sensación.
Empezó a sentirse mediocre en su adolescencia, sí, pero ahí todavía no
sabía que iba derechita a convertirse en su madre; aún tenía ilusión por ser
alguien, no necesariamente una famosa cantante o la presidenta de los
Estados Unidos, pero sí alguien.
Ana admiraba a la gente que traía hijos al mundo, porque ya estamos tan
concienciadas de que un niño te absorbe la leche, la vida y la energía que no
acababa de entender cuál era el motor real para ser padres. Los padres
envejecen antes, salen menos, gastan más, descansan poco y no pueden ni
cagar solos. ¿Sería una carencia de instinto lo que hacía que ella no viera lo
bueno de la maternidad o simplemente se había pasado el juego y le hacía
una peineta al futuro y a su propia programación biológica? Cada una es
libre de hacer lo que quiera con su vida, pero cobrando tan poco, estando
casi siempre con actitud de lunes y con falta de horas de sueño, le parecía
difícil convertirse en la capitana del barco de una familia. Guille quería ser
padre. Bien por él.
Ay, Dios... Igual no plantearme tener un hijo con él es el neón luminoso
que me está indicando la salida.
Pensó en muchas cosas. Pensó que hipotecar a ese chico en una relación
en la que ella tenía claro que nunca aparecerían los churumbeles era injusto.
Se agarró bien fuerte a ese pensamiento y mientras desayunaban en
silencio, porque ella se había levantado con pocas ganas de socializar y
ningunas ganas de fingir, lo miró pensando que le estaba haciendo un favor
y que él estaba obsesionado con poner lavadoras, pero no sabía si sería
capaz de cambiar un pañal, ya que en muchos momentos había tenido
problemas para desabrochar un sujetador.
Luego, mientras se duchaba, sintió que ese pensamiento era propio de
una harpía y se sintió mal. Tenía que empezar a dejar de odiar a su novio al
que quería. Ella lo quería, pero era cierto que tras el polvo maravilloso del
sofá, aquel en el que se dijeron que se querían y acabaron comiendo nachos
con todo, ella había vuelto otra vez a sus pensamientos destructivos y
recurrentes, porque notaba que no había evolución y que ambos estaban
otra vez en la casilla de salida.
Algo tiene que cambiar. Él. Ellos. Ella. Algo.
30

Diana se siente normal

Cuando Diana encontró una cajita con un anillo con un diamantito (o lo que
fuera) en el cajón de los calzoncillos de Tito, notó que se le encendían las
orejas. Era una reacción común en ella. Era como una señal de alarma de
que algo se desordenaba en su corazón o en su cabeza. Le pasaba también
cuando la temperatura cambiaba de golpe o cuando se iba a poner enferma.
Su cuerpo era sabio y sus orejas eran el termostato de emociones más fiable
que podía tener.
Quiso llorar, pero no lloró. Se llevó la mano a la boca para tapar un
gritito mudo y se sentó observando el anillo durante un buen rato.
El matrimonio no es hoy en día lo que era antes, pero para ella tenía un
montón de connotaciones relevantes. Podía decirse que en el momento en el
que encontró la cajita entre un montón de bóxeres perfectamente doblados y
ordenados por colores, sus inseguridades desaparecieron, haciéndola sentir
una persona totalmente validada o lo que es lo mismo, normal.
Diana siempre se había sentido diferente. No era cosa de ella, la gente
siempre se había encargado de hacerla sentir rara. Ella había aprendido a
vivir con esa amarga sensación, como cuando un taxista le hablaba con un
género que no era el suyo o cuando el hijo pequeño de una amiga
denunciaba la gravedad de su voz, poco propia en una mujer. Diana, polite
como la que más, salía al paso de esas microescenas de discriminación,
pero se sentía insegura y frágil al respecto.
Después de empezar su transición pensó que sería muy difícil conseguir
que alguien la quisiera tanto como para arriesgarse a tener una relación con
ella. Al principio, cuando empezó a salir por ahí mostrándose ella misma,
despertó mucho interés en los chicos, en algunos de ellos, pero descubrió
que un porcentaje muy alto no podían verla más allá del puro fetiche o el
interés de querer estar con una chica «así». Siempre se mentalizó de que eso
podía pasar y de que la soledad iría de su mano hasta que conoció a Tito, y
él le quitó la tonta idea a golpe de besos y cariños. Cada pequeño logro
dentro de la relación hacía que Diana se sintiera especial y que ganara en
seguridad... Sí, está mal dar ese poder a nuestra pareja, pero nadie nace
enseñado y menos en lo que al amor respecta. Validarse frente a los chicos
la hacía sentir segura y empoderada, pobrecilla. Por eso, haber encontrado
ese anillo simbolizaba para ella como una pantalla final. LA pantalla final.
Aunque en todas siempre tienes que luchar contra el final boss, y se temía
que el malo en esta pantalla era ella misma.
31

Macerando

A veces noto que se me queda pequeña la vida. Como un jersey que me


aprieta. Como si mi vida hubiera sido lavada con agua caliente en uno de
esos programas rápidos y al sacarla para ponérmela de nuevo, pareciera
una prenda ajena, algo que yo jamás hubiera comprado, algo que no va
con mi estilo y mucho menos con mi talla, pero soy una persona
perseverante y entro en esa vida por mi coño. Entro, parece mi jersey, pero
no es el mío. Entro y todo me oprime y me pica. Entro. Entro.
Qué ganas de que empiecen las rebajas.
Parece mentira que dentro de la palabra «cáncer» esté la palabra
«nacer». En algunas ocasiones he notado que mi recorrido vital era un
cáncer. Estoy obsesionada, sí. Una metástasis que se expande sin mucha
solución. No quiero que se me caiga el pelo, ni quedarme por el camino.
Pero tampoco creo en los milagros. Hay decisiones que son difíciles de
tomar, porque conllevan tantos cambios que pienso que lo sensato es
dejarse llevar y ver cómo los pequeños tumores corretean a sus anchas por
mis emociones, destruyéndolas y convirtiéndome en una más. Llevo
luchando tanto tiempo contra la mediocridad que, aunque ha sido una
lucha silenciosa, era algo de lo que me avergonzaba porque aceptarla o
decir en voz alta que aspiro a algo más siempre me ha dado vergüenza...
Pero al mismo tiempo creo que merezco algo más. No sé el qué, pero algo
que eleve mi historia a comedia romántica, a lo memorable... y no al
ejecutar una rutina mundana, aburrida y estándar como el resto de las
chicas de mi edad. No quiero ser como las demás.

A Ana le asusta la tormenta. Bueno «la», no, «las». Las tormentas la


conectan con algo infantil, un sentimiento de lo desvalido. Ella es una tía
fuerte, echada para adelante, pero cuando truena es solo una niña que quiere
que la abracen. Una niña que se esconde bajo la cama y que anhela la
seguridad y el resguardo.
La tormenta se estaba volviendo cada vez más fuerte. Pensó que si
existiera un dios, podía haberla favorecido en su día de fiesta y haberle
regalado un sol de esos que se cuelan por todas partes, esos que iluminan
tus ojos de un color que no es el tuyo y te quedan unos selfies perfectos,
pero no. Día de fiesta, día de lluvia. Guille no estaba. ¿Dónde estaba Guille?
Era de esos días tontorrones que aun siendo miércoles olían a domingo, y
quería molestarle, quería arrastrarlo al sofá y hacerse un ovillo junto a su
cuerpo y no pensar cosas feas, solo disfrutar estando a su lado.
Qué majo es Guille. Sí.
Ana Luisa podía enumerar un montón de momentos en los que el amor le
golpeaba en la cara y sentía que estaba en el camino correcto. A ver, no los
podría contar, no los recuerda como situaciones concretas, pero era cierto
que su estómago se inundaba de cosquillitas, de Sidral y efervescencias
eventualmente, cuando el nombre de Guille le venía a la cabeza.
A ella le gustaba que él fuera empático, por ejemplo. O que la mirara con
amor siempre, como si él hubiera encontrado en Ana su pareja ideal. ¿Sabes
esos castores, sí, creo que son castores, que se dan la manita para bajar rio
abajo? La mirada de Guille daba a entender que jamás querría coger otra
mano que no fuera la de su novia. Ella era su castor. Ana pensaba muchas
veces en todo tipo de manos para agarrar, tal vez él también, pero su mirada
trasmitía confianza, aceptación... Como que él había elegido estar ahí, estar
con ella y adaptarse a sus cambios de humor, a sus broncas expansivas por
nada. A que ella estuviera poco en casa, a que no siempre fuera cariñosa,
pero sí fuera demandante de amor cuando creía que lo merecía. ¿Era Ana
una persona irritante? Por supuesto, pero para él no.
Se tumbó sola en el sofá y se perdió naufragando entre los memes.
Intentó dormir tontamente, pero los truenos no la dejaron y se acurrucó
sobre sí misma y pensó que ella no evolucionaba como las demás. Lo de
TikTok, por ejemplo.
¿Por qué Ana Luisa se empeña en tener una actitud disconforme con la
evolución? Porque se siente perdida. En muchas conversaciones aparecen
términos tan de TikTok que ella cree que ha perdido la batalla contra la
modernidad, que se ha quedado atrás y eso la hace sentirse mal, poco
moderna, así que prefiere poner cara de huelepedos y quejarse en vez de
preguntar. Sería más fácil si dijera:
—Bea, ¿qué quiere decir «laqueso»?
O:
—¿Cuándo decís «cringe», os referís a vergüenza ajena o a otra cosa?
Pero ella prefiere criticar, decirles a sus amigas que están perdidas y que
el lenguaje se está yendo a la mierda.
Le pasaba lo mismo con las redes sociales, así en general. En el fondo,
aunque dice que no le importa y que le parece todo una chuminada, odia
tener trescientos cuarenta y siete seguidores y no más. Dice que pasa de
todo y que no cierra la cuenta porque le viene bien ver vídeos de gatitos
para relajarse, pero no es así. Le apena no tener vacaciones que subir, odiar
su cuerpo en bikini o no tomar eternos brunches instagrameables. Ha ido
tan lejos su animadversión que aunque le plantaran uno de esos cafés
japoneses con muñequitos de espuma, no lo fotografiaría para no parecer
una de esas chicas del montón que hacen fotos de todo. Ella cree que su
vida no es interesante. Ella cree que sus días no tienen muchas cosas que
mostrar.
«Es que no viajo, es que no hago nada».
Ana se dio cuenta de que hacía años que no renovaba el pasaporte. Es
más, que no sabía ni dónde diantres lo tenía guardado. Eso la entristeció.
No veía planes de futuro vinculados al ocio, a la exploración de otros países
o simplemente al descanso, piña colada en mano, en un resort en el quinto
pino. ¿Cuándo había perdido el pasaporte? Se levantó del sofá como si le
hubiera picado un bicho y lo buscó como una loca por toda la casa,
revolviendo esos cajones que sirven solo para acumular cachivaches,
tíquets, plásticos y cosas inútiles como un posavasos o un caramelo
pegajoso de a saber qué cabalgata de Reyes... Pero nada. Encontró una
chapa de propaganda, un boli sin capuchón y unas pilas gastadas, pero ni
rastro de ese documento... ¿No tenía ilusiones? ¿No tenía esperanzas? No
encontrarlo o no tenerlo guardado denotaba en ella un jodido sentimiento de
estancamiento y quiso llorar.
Guille entró de recoger la ropa.
—¡Eso no está seco! —le gritó Ana sin mirarlo.
—Ya..., pero es que va a llover. ¿No estás escuchando los truenos? El
iPhone dice que va a llover.
Ana lo miró, devolviendo las pilas con bastante violencia al cajón de la
basura.
—Y ¿qué vas a hacer? Dejarlo ahí tirado..., ¿no? ¿Como lo dejas todo?
Encima de una silla, arrugado para que huela toda la casa a humedad.
Guille quiso contestar, pero estaba tan sorprendido de los machetes
voladores que le estaba lanzando su novia que solo pudo musitar un casi
imperceptible: «¿Qué te pasa?».
—¿QUE NO ENCUENTRO EL PUTO PASAPORTE?
—Ah. Pero ¿vas a viajar?
Ana se rompió, cerró el cajón con fuerza y empezó a llorar como a quien
le pilla la lluvia al salir de la peluquería.
—¡No, Guille! ¡No voy a viajar! ¡Nunca voy a viajar! ¡Nunca!
Ella dijo tres o cuatro palabras totalmente indescifrables y se fue
refunfuñado hasta su cuarto. Sí, parecía que estaba maldiciendo a alguien,
pero solo se estaba maldiciendo a sí misma por haber perdido el pasaporte
y, sobre todo, las ganas.
32

Lo de Jairo

No, Ana Luisa Borés nunca había sido infiel. Aunque todo depende de lo
que tú entiendas por infidelidad. Besarse con otro era la primera vez. Pero si
el deseo contara como infidelidad en el concepto que tú tienes ella, sería
una campeona, la reina de las traidoras, porque su mente inquieta se
disparaba en varias ocasiones creando todo tipo de escenarios ficticios en
los que su unión con Guille se esfumaba. No estaba emparejada nunca más.
Cuando tienes novio, miras a otros y piensas en ellos o piensas en dormir
en diagonal, sola. Cuando no lo tienes, solo te aterra el frío del invierno o
no tener apoyo para ver las películas en el sofá. Y follar, follar también está
bien cuando tienes novio.
Ella tenía novio. Ella quería a su novio, pero durante un tiempito, tres
meses más o menos, también quiso a Jairo (o creyó quererlo). Pero esto fue
hace mucho, dos años antes del beso aproximadamente.
Fue algo instantáneo. Cuando Jairo entró como extra en el restaurante y
empezó a coquetear y a buscarle las cosquillas a Ana, metiéndole puyitas
tontorronas en un idioma que ambos inventaron, ella se conectó
automáticamente con la Ana pizpireta que se había perdido a finales de sus
veinte.
Ella se vestía pensando en si a él le gustaría.
Ella hizo ejercicio pensando que él lo notaría.
Ella se peinó —algo que normalmente... no hacía para verse bien— para
ella, pero sobre todo para él, que no nos engañe.
Si lo piensas, es como que él, sin saberlo, la animaba a ser mejor en todos
los aspectos.
Y amanecía pensando en ese argentino lampiño y se metía en la cama
fantaseando con él.
Una vez soñó que le cogía de la mano delante de una hoguera en una
fiesta del 4 de julio, como si ella celebrara eso... Y se levantó tan boba que
hasta Guille le preguntó por la extraña sonrisa durante el desayuno.
Entendamos por desayuno comer una tostada requemada apoyada en la
encimera, nada de porridge ni coloridas preparaciones de avena y frutas
hechas la noche anterior. Ella era vaga, recuerda.
Pero lo de Jairo, del que estuvo enamorada hasta las trancas durante esos
tres meses, no fue motor suficiente para que la chica diera un golpe en la
mesa en su relación, para que compartiera este sentimiento o para que la
lista de defectos de Guille pesara tanto que la balanza tuviera que
decantarse por la despedida. Y esta vez, que era un besito de cuarenta y
cuatro segundos, sirvió para que ella se sentara, respirara hondo y atrajera la
atención de su novio, obligándole a pausar la consola.
—Necesito tiempo.
—¿Tiempo para qué?
—Pues no sé, pero lo necesito. Supongo que no saber contestar hace que
sea más gráfico que necesito estar sola.
—Ah.
Guille frunció el ceño intentando averiguar en qué se había equivocado
esta vez, pero no le dio tiempo a argumentar o a pedir explicaciones. Ana
había soltado la comadreja debajo de la mesa y se había levantado de un
salto.
¿Estaba Ana Luisa mintiendo? ¿Estaba huyendo realmente por algo tan
simple como un beso? Ella creía que sí. Ella no dejaba de pensar en todo lo
malo que tenía aquella acción tan breve y tan eterna al mismo tiempo.
Cuarenta y cuatro segundos de saliva y experimentación con una boca
diferente, cuarenta y cuatro segundos de una primera vez, cuarenta y cuatro
segundos de conectarse con su ella de antes de Guille... Pero eran tantos
cuarenta y cuatro segundos juntos que se convertían en horas eternas de
pesadumbre y de asuntos por resolver.
La cara de Guille era el mapa de un puñado de muecas fáciles de
catalogar. Parecía que iba a romper en llanto, luego microsonrió, después
retiró la mirada de la de su novia y su tez se tornó de uno de esos blancos
rotos que jamás pondrías en tu pared. Estaba desconcertado, decepcionado
y derrotado, no quería luchar, no quería argumentar, porque sabía que pocos
ejércitos saldrían victoriosos de una retahíla de preguntas al amor de su
vida. Escondió sus reacciones, casi como si le diera pudor sentir, detrás de
sus manos. Se frotó la cara como si borrara un telesketch reseteando su
expresión, asintió con los ojos achicados para sintetizar todo el torbellino de
desolación y de gritos con silenciador y traducir así su corazón hecho
añicos en cuatro únicas letras.
—Vale.
Ana lo vio tan frágil, tan vulnerable que dio marcha atrás de golpe.
—Ana, ¿quieres que lo dejemos?
—No. No. ¿Qué dices?
—Ah, joder, qué susto.
Él respiró tranquilo.
—Es que estoy un poco agobiada por todo, no sé, no estoy bien, pero no
me apetece hablar de ello.
—Vale, pero estoy aquí para lo que necesites. Ven.
Él le abrió los brazos y ella tuvo que ceder y aceptar el abrazo. Había
estado a punto de dejarlo, pero no había sido capaz y ahora se sentía mal
por haber puesto las cartas encima de la mesa, aunque luego fuera todo un
farol.
33

Atracón

No creo en la crisis de los treinta o en la de los cuarenta. Creo que estamos


en crisis permanente, la crisis de la decepción del ser adulto, la de perder
la esperanza, la del conformismo y la pena.
Podría verse como un casi trastorno alimentario, pero eso resultaría
ofensivo lo miraras por donde lo miraras. Ana se daba atracones más de lo
que le gustaría. Cuando estaba bien, lo celebraba comiendo; cuando estaba
mal, se premiaba con la comida y, cuando estaba perdida y devastada,
arrasaba con todo lo que podía, mezclando ingredientes imposibles.
¿Qué importa? Si se van a mezclar en el estómago igualmente...
Podía comerse un par de mordiscos de fuet, así a lo bruto, luego un
yogur, luego un flash de fresa (solo le gustaban los rosas y los azules) o una
bolsa de Apetinas y vuelta a empezar. Ese día pocas cosas con glutamato
había por casa, la compra era algo fácil de postergar.
No quiero pedirla por Amazon, pero luego soy esa huevona incapaz de
salir y acercarme al Día, así que tiro del último recurso: un polvorón de
canela que había quedado solo, apartado y abandonado.
Eso no caduca, pensó.
Un paquete de galletas de la fortuna que trajo un amigo de Guille y los
restos de Nutella. Las galletas de la fortuna no se caracterizaban por su
delicioso sabor, así que mojó las dos partes de cada una de ellas, partidas
como un corazón, y las utilizó a modo de cuchara manchándose los dedos,
las manos y el hocico y sintiéndose desdichada y un poco cerda. La estampa
era un poco triste, sí, una muchacha que pasaba de los treinta, llorando, con
las manos llenas de chocolate y con un mar de mensajes positivos mal
traducidos acumulándose frente a ella.
—La verdadera amistad es azul.
—Si no lo consigues, lo has intentado.
—Una de tus sueñas se ha hecho realidad.
¿Las había escrito un mono? Totalmente. ¿Le importaba a Ana? No, no
se había parado a leerlas.
Guille apareció por detrás.
—¡Cómo te estás poniendo!
—Sí, tengo... antojo, no sé. Tengo hambre, tengo hambre todo el rato,
Guille.
—Oye, lo de ayer... Me quedé rayado, la verdad...
—No te preocupes, está todo bien. Me dio por ahí, es normal... De vez en
cuando me dan, pues yo qué sé.
—Vale.
—No te preocupes, Guille.
Ella dijo eso, pero si Guille fuera mi amigo, yo le habría dicho que sí,
que se preocupara y que dejara de mirar hacia otro lado. Que, le pasara lo
que le pasara a su novia, era obvio que algo le ocurría, pero a veces nos
conformamos con los argumentos que se nos dan y luego... Luego nos
lamentamos por no haber actuado antes, ¿no crees?
34

Diana y Tito

La relación de Tito y Diana no tuvo ese arranque romántico y fogoso que


imaginas. No. Ellos eran muy prácticos y se saltaron esa parte por decisión
propia. Se conocieron en una cena en casa de una amiga en común, fueron
al cine y a la mínima ya estaban viviendo juntos y comportándose con la
cotidianidad de las parejas eternas de ancianos, sin las sonrisas o lo bonito.
Algo así como que se convenían. A los dos les gustaba estar en pareja. Ella
se sentía validada al tener novio. Él no había conseguido superar a su ex
(aunque nunca lo comentara) y quería rehacer su vida como hizo «aquella
puta fría y calculadora», según él. La gente dice «fría» y «calculadora»
como rasgos negativos y creo que es de lo más injusto. Ojalá fuéramos más
frías y calculadoras en momentos en los que nos dejamos llevar por la
pasión y el latir. Cuando él hablaba de su ex, Diana se violentaba no porque
le incomodara su relación anterior, simplemente porque sacaba el lado más
machista del chico y era muy difícil mirar hacia otro lado, pero nunca lo
rebatía porque no quería que él pensara que eran celos. Mal.
Tito era un señor(o). Decía que no era de derechas, ¿cómo iba a serlo
teniendo una novia trans? Pero en el fondo tenía cosas que lo delataban,
aunque era positivo verlo luchar contra su impulso inicial y su educación
clásica. Él había dado un salto mortal al tener una novia como la que tenía,
pero ella no era como las otras chicas trans, decía su madre. Algo muy
ofensivo que daba a entender que las otras trans eran una panda de furcias
chabacanas analfabetas. Ese es el clasismo que divide a las personas LGTB.
Si tienes medios o una carrera, eres digna; si no, eres un maricón de mierda.
HORRIBLE. Pero Diana miraba para otro lado nuevamente porque se
sentía adaptada siendo la novia de Tito, el socialista silencioso.
En eso consistía su amor. En el silencio. En estar juntos cordialmente en
el mismo espacio, en acostarse a veces, en compartir. Y es que eran un
estupendo engranaje de tareas y roles repartidos.
A Diana no le habrían dado el premio a la activista LGTB del año, entre
otras cosas porque prefería callar frente a esas situaciones desagradables
con su suegra en vez de enfrentarse y argumentar un discurso que
probablemente fuera revelador para esa panda de paletos retrógrados
disfrazados de progresistas y que no lo eran en absoluto. Era cierto que ella
se sentía una más de la familia, y eso restaba relevancia al debate, porque
tenía ya tanta confianza que acababa aligerando el conflicto y restándole
importancia. Esa actitud de mierda es la que no nos hace evolucionar como
sociedad, pero ella no quería sentirse responsable. Creía que el hecho de
que la aceptaran era sinónimo de evolución, pero no, solo era un parche en
una piscina de plástico.
Por favor, no veas a Diana como alguien detestable, era una
superviviente, piénsalo así, y había optado por su propia comodidad,
aunque suene egoísta ponerla en riesgo por promover el necesario
activismo. Esto la ofuscaba en muchos momentos, pero luego se olvidaba.
Un día, un viernes o un sábado tal vez, después de que Tito hubiera
hincado la rodilla (metafóricamente hablando, él tenía mucho sentido del
ridículo para hacer eso en un restaurante), Diana escuchó una conversación
privada entre su prometido y la madre de este en la cocina del noventero
chalet adosado de sus suegros. Ella podía haberse apartado, pero le gustaba
el chisme y no pudo evitar quedarse en el último peldaño de la escalera,
como Irma Vep, sigilosa e imperceptible. Una ninja con tacones del
cuarenta y cinco.
—¿Estás seguro, Tito? Tú sabes que ella es importante para nosotros,
mucho, es ya de la familia, le tenemos mucho cariño... Pero tienes que
pensar en tu futuro también, tener la mente fría, ya me entiendes.
—No, no te entiendo, mamá.
—Pues que Diana es maravillosa y sé que os queréis muchísimo, pero tú
tienes que plantearte... todo.
—Ya me lo he planteado.
—Ella no va a poder ser madre, por ejemplo.
Diana recibió esas palabras, que ni siquiera iban directas a ella, como una
patada en toda la cara, como un montón de puñetazos en su barriga y en su
alma y se quedó bloqueada, pensando que era incapaz ni de subir ni de bajar
la escalera en la que estaba y que si Tito decidía salir, la encontraría
paralizada, descompuesta y probablemente llorando.
—¿Eso te lo has planteado? —siguió insistiendo la madre, erre que erre.
La espía no quiso escuchar nada más, pensó que no podía exponerse a
otro golpe o caería KO y prefirió esconderse en uno de los múltiples baños
de la casa. Allí ya dio rienda suelta a la ansiedad silenciosa. ¿Cómo es eso?
Pues es como una crisis de ansiedad, pero el objetivo no está en poder
respirar con normalidad, sino simplemente en que nadie pueda escuchar tu
pánico, tus jadeos y tu dolor. Es algo típico de las madres, pero también de
las personas que decían ser autosuficientes, como Diana.
Un poco más calmada, comprobó que el waterproof de su máscara de
pestañas había hecho su función y celebró haberse gastado aquellos treinta
y cinco euros en Sephora. Se recompuso con toda la dignidad que la
caracterizaba y salió a la cena como si nada. Más seria, más herida, pero
fingiendo a la perfección, como había estado obligada a hacer toda la vida.
Diana se sentó en la mesa y no probó bocado. Tenía tantas dudas, tantas
preguntas. ¿QUÉ COÑO ESTABA HACIENDO EN ESA MESA Y EN ESA CASA?
¿Qué habrá contestado Tito a la presión de su madre? ¿Le dolía no ser
madre o le dolía que eso fuera un motivo, según esa bruja, para que la
dejaran? Tito, que no le quitaba el ojo de encima, le dio un golpecito con el
pie que ella no entendió. No entró al juego y siguió encerrada en sus
pensamientos.
—¡Oye! —le susurró el chico con una sonrisa picarona.
Ella no estaba de humor para tanta tontería. Él se dio cuenta y eso hizo
que arremetiera un poco más y sacara la artillería pesada. Mientras la
familia de Tito seguía arreglando el mundo y hablando de terceros, él cortó
un trozo de pan y se lo tiró a su novia a la cara. Ella no entendió el chiste ni
la actitud infantil y lo miró molesta.
Encima me tira un trozo de pan, el imbécil.
Y empezaron una conversación en la que no emitieron sonidos, en la que
solo se leyeron los labios.
—¿Qué haces, Tito?
—Molestarte.
—Ya te veo, ya. Se te da genial.
—¿Qué te pasa?
—Ene. A. De. A.
Tito cogió otro trozo de pan y esta vez consiguió colarlo en el pelo de su
novia.
— ¡Tito!
—¿Qué te pasa?
—Que no me pasa nada.
—Anda que no, si tienes cara de culo, de haber llorado.
—Es la que tengo, Tito.
Sí, la familia de Tito era de naturaleza ombliguista y ni se percataban de
la conversación muda que estaban teniendo el hijo y la nuera.
—Diana, ¿sabes qué me apetece?
—¿Qué?
—Que nos emborrachemos.
—Vale.
Tito alzó la voz, sin mirar a nadie más que a su novia.
—Nos vamos a ir.
—¿Cómo? —dijo la madre sorprendida.
—Que a mi nov..., a mi prometida y a mí nos apetece irnos a nuestra casa
ya.
La madre no daba crédito, pero no tuvo tiempo de argumentar nada
porque a la mínima Tito y Diana ya estaban en un coche de camino de un
peruano donde hacían los mejores piscos de la ciudad. Tito no podía
imaginar que su novia había escuchado el disparate de su madre, pero él sí
que lo había oído, y le había resultado tan ofensivo que quería protegerla a
toda costa, aunque creyera que ella no era conocedora de esa información.
Diana tampoco se lo dijo, no le pareció que eso fuera a servir para nada.
Pero en la noche y tal vez porque estaba herida, se reencontró con ese chico
como si fuera nuevo, como si fuera otro entre varias rondas de pisco y
rieron más que nunca. Rieron por tonterías y hablaron de los Trolls del
tesoro, de los muñecos de He-Man, de Punky Brewster y de chorradas así.
Ella no sabía lo que había respondido Tito a su madre, pero lo que estaba
claro era que él quería estar ahí con ella y eso podía ser suficiente.
Llegaron a casa, se morrearon como hacía tiempo, intentaron follar, pero
acabaron dormidos, semidesnudos y tirados en la cama como si ambos se
hubieran caído desde un séptimo. Y de algún modo, lo habían hecho.
35

Reencuentro

Era algo que Ana Luisa Borés hacia a menudo. Antes. Antes de sentirse
mayor, antes de sentirse vieja. Antes de que sus rodillas hicieran clac-clac
como si fueran las de una Barbie de imitación, una Barbie falsa, muy falsa
con alambre en las rodillas que hace clac-clac.
Antes lo hacía, antes se permitía el tomarse la tarde para ella. Pasear,
ojear una revista que nunca compraría cuando en Fnac todavía vendían
revistas... Y eso fue lo primero que le llamó la atención cuando entró al
centro comercial. Ya no tienen putas revistas aquí, pensó.
La Ana soltera, la de antes del concierto de Muse, caminaba por los
pasillos de Fnac porque le parecía un lugar perfecto para encontrar el amor.
Sí, ya lo sabes, la programación. Estaba programada para hacer ese tipo de
polladas que empezaban llenas de esperanza para perderla y nadar en la
frustración. Es maravilloso sentirte como la heroína de una comedia
romántica hasta que notas que no pasas el casting para el personaje
principal. A ella le gustaba deambular por esos pasillos llenos de libros,
notando cómo sus pies rozaban la moqueta a cada paso y cómo se creaba
una extraña comunión de paseantes culturetas buscando el amor entre
ediciones a punto de ser descatalogadas de DVD que nadie compraría nunca.
¿Recuerdas que en Fnac podías escuchar los CD antes de comprarlos? Ella
lo recordaba. Y le gustaba recordarse así. Sola, con una gabardina hecha
polvo que tenía los bolsillos rotos por los que siempre se le caían las llaves
o la barra de cacao, con un moño mal hecho, sin maquillar y dudando si
cortarse el pelo como Amélie mientras escuchaba la banda sonora
compuesta por Yann Tiersen. Esa banda sonora nos hizo mucho daño, pero
cuando eres una veinteañera que te proyectas como la protagonista de una
comedia romántica en un centro comercial, te viene como anillo al dedo.
Nunca encontró el amor allí, nunca intercambió recomendaciones literarias
con nadie (habrían sido recomendaciones chapuceras, porque ella de
literatura no sabía nada), y poco a poco ese decorado de ciudad fue
perdiendo su interés. Antes no tenía un duro para comprar nada ahí...
Ahora, podría permitirse tres o cuatro libros en una sola compra, pero ya no
iba... Hasta aquel jueves raro, en el que salió un poco antes, en el que sus
pies la alejaron de la entrada del metro de Callao y la desviaron hacia Fnac
como si ella no los controlara. No había revistas, no había auriculares para
escuchar los CD, aquel sitio ya no era el mismo, ella no era la misma, pero
pudo reconocerse en un puñado de chicas solas que deambulaban buscando
el amor... y pensó:
Qué pena que ya no salga a pasear sola. ¿Por qué dejé de pasear sola?
Se dio rabia. Sí, se dio rabia a sí misma. No se gustó así desaliñada, con
su ropa oliendo a falafel y desencantada, y decidió tomarse la tarde (o un
ratito) para ella...
No le hicieron falta muchos pasos o enzarzarse en debates internos
consigo misma porque, tras bichear un par de escaparates con los que se
quedó embobada, se topó con Germán, el chico de la serpiente de peluche.
GUAU.
BOOM.
Es lo que pasa cuando te sales de tu camino marcado y te saltas la línea
que tú misma trazaste, pues que te topas. Te topas.
Se topó... A ver, bueno, ella lo vio de lejos y se escondió literalmente en
un estanco. Toparse, toparse, tampoco. Ojalá fumara, pensó, pero le dio
igual disimular o no frente a la dependienta que le cambiaba el paquete por
uno de una estupenda marca de cigarros mentolados...
El corazón se le aceleró una cosa mala.
¿Me habrá visto? No, no puede ser.
Él no la había visto, claro que no. No la habría reconocido. Una fugaz
tortura empezó a pico y pila en el corazón de la chica, convenciéndola de
que la había visto, pero se había hecho el longuis porque ella lo había
horrorizado. Ella no estaba en ese día de guapo subido y de pelo gracioso,
no, no era ese día. Se miró reflejada en una vitrina llena de grinders,
cachimbas y cigarrillos electrónicos para confirmar que no estaba mona,
pero tampoco era de sus peores días.
—¿La puedo ayudar en algo?
Ella le hizo un gesto rápido en plan para que se callara. Se llevó la mano
al pecho como si eso pudiera apaciguar su taquicardia, pero no fue así, no
paró. Exhaló por la boca como tantas veces había visto en las películas y
asomó la cabecita hacia la calle. ¿Qué vio?
A Germán. Un chico joven con el pelo como si se acabara de levantar de
una siesta de tres horas en un sofá. De brazos fuertes y chándal. ¿Llevaba
calzoncillos? Probablemente no... Sí, él le despertaba un instinto de lo más
animal y sus ojos se lanzaron como dardos a su entrepierna. Benji Price.
Susurró «Benji Price» frente a la mirada atónita de la dependienta del
estanco. El chico estaba repartiendo flyers frente a la puerta de un teatro en
el barrio de las Letras. No tenía mucha suerte, pero cuando algún peatón se
llevaba el papelito, el muchacho sonreía y un par de hoyuelos como
disparos a traición adornaban su sonrisa.
Qué guapo. ¿Tenía esos hoyuelos? No los recordaba. ¿Qué hago?
El guionista de la vida de Ana había querido crear ese encuentro, por lo
que ella debía ceder y acercarse. Apechugar, vamos, pero ¿qué pasaría? ¿La
cogería con sus fuertes brazos y la metería en la sala para empotrarla
encima de la escenografía barata que probablemente tenía en su obra? ¿La
reconocería? ¿Se arrepentiría de haberla besado? ¿Le echaría en cara que no
le hubiera hecho follow back?
Cámara lenta. Todo se volvió a cámara lenta. Ana se armó de valor y
recordó aquella película asiática, In the mood no sé qué, en la que la
protagonista se cruzaba con el chico que le gustaba mientras llevaba un
táper con fideos o algo así (ella no recordaba muy bien la peli porque se
quedó dormida), pero recordó la banda sonora y la imaginó en su cabeza
mientras caminó frente al chico intentando contener sus temblores
nerviosos para no parecer un chihuahua asustado. El destino quiso que ella
lo viera, pero el mismo destino quiso que él mirara en esa dirección. Por lo
que la poesía urbana reventó completamente y la escena volvió a un ritmo
de lo más normal. Una velocidad tan normal que hacía que todas las
personas pasaran desapercibidas por el barrio de las Letras, incluido
Germán e incluida Ana.
36

Ahora sí que sí

Esa mañana lo tenía claro. Las dudas habían desaparecido del batiburrillo
de ideas y conceptos que naufragaban en el pensamiento de Ana. No te
equivoques, no tenía que ver con el encuentro con Germán o algo así.
Bueno, haberse encontrado con Germán y sentir cosas nuevas y diferentes
era como la cerilla que enciende la mecha del petardo en el que ella se había
convertido. Esa mañana lo tenía claro, sí. Iba a dejar a Guillermo. Y por
mucho que él llorara, no iba a recular como en su último intento.
No necesitó sentarse para hacer de nuevo una estúpida lista, llevaba días
paseando por el jardín de defectos del chico. Notaba cómo la vida se
consumía a toda velocidad, sí, se había despertado tontorrona ese martes y
se imaginaba a sí misma como un cigarrillo que se consume apoyado en un
cenicero sin que nadie lo disfrute, sin que nadie le dé una miserable calada,
y ella no quería eso. Ella no quería ser un cigarrillo.
Esa mañana lo tenía claro. Eran las 9.25, no había pegado ojo y miraba al
chico respirar profundo a su lado con la boca abierta sabiendo que ya, que
ya estaba. Es que él, si ella no se levantaba, podía seguir eternamente en la
cama porque no tenía iniciativa. No tenía iniciativa, era aburrido y se
comportaba como un niño. Sí, la quería.
Sí, me quiere.
Pero ella a él, no. Eso se repetía, que no le quería de la misma manera.
Que sí que le quería, pero menos; sí, bastante menos o diferente. No le
apetecía estar con él. No quería estar con él. Estaba apoyada en esas teorías
místicas facilonas que defienden que si no cierras una puerta, no se abre
otra; que si llevas una luz roja en la cabeza de ocupada en vez de una verde
de disponible, el destino no te pondrá nuevos pasajeros y retos en la
carretera. Sentía que había llegado el momento de estar disponible porque
llevaba tanto tiempo pensando en las posibilidades, en lo que se estaba
perdiendo, en lo cerca que estaban los cuarenta y en lo en coma que estaban
sus mariposas del estómago, que lo más fácil era saltar del barco. Hasta
aquí.
Entró en el baño, se bajó las desgastadísimas braguitas y se sentó en la
taza. Mientras hacía pipí miraba sus bragas viejas y pensó que eso también
era una señal, que si llevaba ese tipo de ropa interior hecha polvo con lo
baratos que eran los packs de tres o cuatro bragas en Women’secret, era
básicamente porque no se respetaba y porque se había echado a perder.
Terminó de orinar, pero no se levantó porque estaba justo en medio de uno
de sus monólogos internos.
Solo tengo una vida. Esta relación... No, es que esta relación no va a ir a
ningún sitio. Es injusto para él y es injusto para mí, porque aunque nos
queremos, querer no es suficiente para mantener una relación, no. Es que
yo necesito otras cosas, es que él no me las puede dar, no me las va a poder
dar nunca.
Y antes de que callara su máquina de pensar tópicos y clichés de las
relaciones, él entró en el baño.
—Buenos días, amor.
Guille, que sí, se estaba rascando las pelotas, se agachó para darle un
beso en la mejilla a su novia, que seguía sentada en la taza. Ella lo recibió y
se enterneció, pero no flaqueó en su intención. Cortó un trozo de papel
demasiado grande, se secó las gotitas de pipí que le quedaban y se subió las
bragas viejas, símbolo de tantas cosas.
—¿Has descansado, Anita?
Anita, ¿por qué me llama Anita? Es que no me gusta que me llame Anita,
no me gusta nada.
—No, no mucho...
—Vaya, lo siento. Yo he soñado unas cosas loquísimas, como que
estábamos, no me acuerdo, en una tienda de animales, creo... Y veía a los...
Como a unos... Como Timón, de Timón y Pumba. Un perro de...
—Un suricato, Timón es un suricato.
—Eso.
Guille se echó pasta de dientes en el cepillo, una cantidad exagerada de
pasta de dientes en el cepillo, algo que ella no podía entender en absoluto, y
antes de que él terminara de lavarse los dientes, ella le dejó. Lo hizo.
Terminó la relación con una sola frase que él entendió a la perfección.
—Guille, que ya.
Él la miró. Y quiso articular un «¿Qué?», pero tenía la boca llena de
espuma con olor a clorofila chorreándole por las comisuras y no pudo.
—Que ya... —insistió ella.
Esa fue la madura conversación que Ana Luisa Borés había estado
maquinando y macerando todo este tiempo, pero supongo que la conexión
de los años que llevaban juntos hizo que él no necesitara más que esas dos
palabras. «Que ya».
Guille, ese chico que coleccionaba muñecos de los Thundercats y que se
reía con las caídas de FailArmy o que disfrutaba de las cosas simples como
un bote de Pringles verdes o dos litros de Coca-Cola Zero, asumió que su
novia lo estaba dejando. No intentó defenderse, no intentó argumentar nada
o convencerla de lo contrario y, al mismo tiempo que se le empapaban los
ojos e intentaba contener el llanto, se le empapaba también la lengua de
palabras que nunca diría. Bueno, sí, a su psicóloga un par de años después.
«Cuando Ana me dijo “Que ya”, pensé que mucho había aguantado y yo
qué sé. ¿Sabes esos concursos en los que pierden, pero se llevan un premio
de consolación? Yo sentí que tenía un premio de consolación, o sea, un
premio. No sé, que yo ya había ganado cuando la enredé la primera vez y
mucho había aguantado. Ella es, cómo te digo esto... Mucho. Es guapa,
inteligente, creativa aunque no lo reconozca, porque es creativa de las cosas
del día a día, que cocina poco, pero cuando lo hace se inventa unas movidas
que igual no están buenas, pero da gusto verla hacerlo. Da gusto verla hacer
cualquier cosa y cuando me lo dijo, pues pensé que merecía algo mejor que
yo. A ver, lloré como un hijo de puta. Intenté no hacerlo, pero lloré y la
quería abrazar, pero no sabía si eso estaba bien, si procedía o si ella lo iba a
interpretar como un intento de agarrarla para que no se fuera. Supongo que
eso es el amor, querer a alguien y querer que sea feliz, que sea mejor y no sé
si yo... ¿Qué le puedo ofrecer yo que no le haya ofrecido ya? Si era, por lo
menos para mí, algo que sabía que tenía que pasar tarde o temprano. Me dio
mucha pena... Mucha pena».
En ese momento, en el de las dos palabras de Ana, el «Que ya», todo se
volvió un poco loco en la casa. Ana diciendo cosas sin sentido,
justificándose y echando balones fuera y Guille intentando no llorar. Un
cuadro, uno borroso, como un mal recuerdo, una coctelera con los
ingredientes equivocados. Pues para complicarlo, Pistacho, el gato gordo al
que nadie acariciaba, entró en escena y empezó a vomitar. Vomitó por toda
la casa, como si quisiera confeccionar un mapa del tesoro a base de esputos.
Cuando un animal enferma, se crea un silencio en el hogar. Nunca sabes
si lo que le pasa es suficiente para ir al veterinario o si, por el contrario,
deberías quedarte en casa y hacerle unos mimitos y darle chuches. Por eso
lo más normal es ver a los dueños observando fijamente a las mascotas
pochas pensando si salen o si no. Si se ponen los zapatos o si encienden
Netflix. Los veterinarios son caros y la pereza siempre tiene falsos
argumentos de peso para quedarse en casa. Pero este no era el caso.
Pistacho estaba enfermo, muy enfermo. Lo observaron un rato y a la
mínima, entendieron que el gato estaba mal, muy mal.
Sin decir nada y demostrando que eran un equipo de puta madre, Guille
empezó a limpiar el reguero de escupitajos y flemas mientras que Ana ponía
a punto el transportín y buscaba la cartilla del animal.
Habían visitado a varios veterinarios en el pasado, pero nunca habían
dado con ninguno que les gustara tanto como el de la Universidad
Complutense. Era un hospital universitario, demasiado barato, pero les
parecía el mejor. Así que se lanzaron a la carretera sin pensar si seguían
siendo novios o si ya no lo eran. Solo hablaban del gato. El gato esto, el
gato lo otro. Que si el pienso, que si le había dado demasiado el sol, que si
había comido algo que no debía o que si tenía cáncer gatuno, que se ve que
existe y es peligrosísimo, y que si al gato de no sé quién le había pasado no
sé cuándo.
¿Quién les iba a decir a esa pareja recién separada que su gato, que tenía
nombre de fruto seco, iba a estar totalmente intoxicado? Así era. Algo tan
bonito como un narciso lo había envenenado lentamente. Por suerte, el
conflicto se resolvió a tiempo, pero eso no quitó que Guille se pusiera a
llorar exageradamente sintiéndose culpable, porque él había visto al gatete
comer plantas del minijardín que tenían y no le había dado más
importancia.
—Yo no sabía que eso era venenoso, yo no sabía que eso era mortal, no
podría perdonarme si le pasara algo...
Por suerte, el gato fue rescatado a tiempo.
Guille no era consciente de la analogía.
Cuando Ana Luisa Borés vio a su novio como un ente sensible con
sentimiento de culpa, quiso pedirle disculpas por haberle escupido a la cara
sus inseguridades a modo de ruptura, pero no lo hizo. Llegaron a casa e
intentaron que el gato durmiera con ellos, pero fue imposible. Pistacho no
era esa clase de mascota y estaba medicado, solo quería estar fresquito en el
suelo. El impulso de querer abrazar fuerte a su casi ex le pareció maternal y
eso le preocupó un poco, así que simplemente le dio la espalda e intentó
rozar el pie del chico con el suyo propio, algo así como si se cogieran las
manos de un modo oculto. Él se dejó rozar y ambos se quedaron dormidos.

A la mañana siguiente, ella preparó una bolsa, hablaron del gato y poco
más, y Guille dejó que se marchara sin intentar convencerla. ¿Qué hubiera
hecho ella si él lo hubiera intentado? ¿Tú qué crees? Yo lo sé, pero me lo
quedo para mí.
37

Un taxi

Cuando Ana Luisa cerró la puerta de aquel taxi, notó que daba un portazo
de mala manera a los años que había pasado con Guille y empezó a sentir
un sentimiento hasta ahora desconocido. Una especie de frío helado en la
boca del estómago sazonado con dudas, remordimientos. UNA MIERDA DE
SENTIMIENTO. ¿Por qué se sentía tan mal si creía que estaba haciendo lo
correcto? Lo normal es que, aunque se sintiera triste, tuviera una sensación
reconfortante de alivio, de juventud, de comienzo. Intentó buscar la
sensación de alivio entre todos los rincones y recovecos de su corazón y ahí
solo había un puñado de recuerdos cotidianos y de planos a cámara lenta de
aquel chico al que le puso el pendiente en un concierto de Muse.
Pero, como ser huevona le venía de su madre y era algo genético, no
podía permitirse el margen de duda, así que intentó perderse entre un
puñado de reels de recetas para ver si dejaba de pensar en él. Imposible. No,
tampoco le entró hambre. Solo más y más pena.
Nunca se había visto en otra escena igual, nunca se había sentido la
heroína de una película del mediodía que se dirige al aeropuerto y espera a
que el galán la socorra tras pasar el control, pero ¿a qué galán esperaba? El
único que podía salvarla era su sentido común, pero no estaba invitado a la
fiesta de las soledades.
El taxista, que no dejaba de mirarla por el retrovisor, le preguntó si estaba
bien y ella, borde y seca, le escupió un: «Prefiero no hablar. Gracias» de lo
más clasista y maleducado. Creía que se lo podía permitir. Ella era la
protagonista del drama y él, un mero figurante metomentodo.
Él siguió conduciendo en silencio.
Ella siguió sufriendo también en silencio.
38

El sofá de Bea

—¿Necesitas algo? El sofá, como es viejo, parece incómodo, pero


precisamente porque es viejo no lo es, ya verás... —dijo Bea mientras se
secaba el pelo con una toalla.
—¿Utilizas albornoz? —preguntó Ana.
—Sí. ¿Tú no?
—Solo en los hoteles.
Ana se tumbó. Estaba triste, eso era evidente, y Bea no era ciega; era
pesada, sí, pero no ciega y se sentó en su sofá, en la esquinita, casi pidiendo
permiso con el cuerpo. No hizo falta que Bea preguntara nada, eran amigas
y se leían más allá de las palabras, así que Ana respondió directamente, y
todo lo que había callado desde que había entrado en el pequeño piso
cercano a San Bernardo se convirtió en un monólogo disparado a
discreción.
—Que estoy bien, no me mires así. Estoy bien... jodida, triste, mal...
Tengo la sensación de que me estoy equivocando y de que soy una
inmadura, pero estoy bien. Muy bien. No sé si estoy haciendo lo correcto,
Bea, no lo sé, pero tampoco sé quedarme quieta y esperar a que todo pase y
a que las cosas se coloquen por sí solas en su sitio. Eso a mí nunca me ha
funcionado, tú lo sabes. Sí que le quiero, quiero a Guille, pero temo todo el
rato estar perdiéndome cosas de la vida, y no me refiero a otros tíos, me
refiero a cosas importantes, a cosas mías que me hagan crecer, coño. Tengo
miedo de perderme esas cosas... No, no sé cuáles son, pero creo que me
sentía apretada y asfixiada, silenciada y mayor. No es que no quiera
responsabilidades, es que... Joder, no sé ni lo que me digo, pero tú ya me
entiendes. Gracias por adoptarme. ¿Sabes? Te veo ahí sentada, con ese
albornoz que te queda grande, cariño, eso es así, y me apetece pedirte
disculpas, Bea... Yo no... No... Siempre he dudado de tu bisexualidad y es
injusto. Me he reído de ello y he sido una mala amiga, no sé cómo he
llevado tan lejos ese pensamiento ridículo. ¿Quién coño soy yo para
cuestionarte? Somos las personas como yo las que os silenciamos
constantemente y no mola un pelo... Pues yo a veces me siento un poco
silenciada en general... Espero que me perdones.
—Yo te quiero pedir perdón por haber minimizado tus problemas y
haberte dicho que eras tonta.
Ana se defendió, pero no desde la acritud, desde la templanza.
—No quiero ser un referente. No quiero representar al resto de las
mujeres, solo quiero representarme a mí. Yo entiendo que lo que hago o
como reacciono a las cosas te ha parecido de ser imbécil, pero es mi vida y
no quería sentirme presionada por vosotras. Entiendo que lo guay y lo
moderno es ser como tú, pero yo no soy así y aunque mis conflictos te
parezcan una gilipollez, son los míos propios y por eso me supo mal.
—Lo entiendo, Ana.
Se abrazaron, rieron, hablaron un poco más del tema y decidieron poner
la primera temporada de The O.C. porque Bea tuvo mucho crush con
Mischa Barton cuando era joven, pero acabaron quedándose dormiditas en
el sofá.
Bea se despertó a eso de las dos de la mañana y, en vez de irse a ocupar
esa cómoda cama que esperaba vacía, prefirió acurrucarse un poco más y
notar el calor y la cercanía de su amiga.
Ana, Diana y Bea eran un interesante trío de amigas y pocas veces hacían
cosas por parejas. Bea no recordaba la última vez que había estado sola con
Ana en una situación tan íntima donde su amiga se abriera, y le pareció que
hasta ella misma modificaba su personalidad en función de si estaba con
una, con la otra o con las dos. Pensó que eso era algo que hacía todo el
mundo... Dudó y durmió.
A la mañana siguiente, se levantaron doloridas como si les hubieran
pegado una paliza mientras dormían. El sofá no era tan cómodo como
prometía su vejez.
39

Sola. Ana Luisa Borés estaba sola

Cuando Ana se vio sola otra vez, muchísimas posibilidades se plantearon


ordenaditas en su mesa del desayuno. Como un bufet de caminos. Primero
se sintió como una mochilera intrépida con ganas de explorarlos todos, pero
luego las sendas se desvanecieron y empezó a llover y las opciones se
embarraron. Pensó en escribir un mensaje tonto al chico de la falsa
serpiente. Algo sutil o algo de lo más explícito, no lo tenía claro, pero ya
que se había sentido tan mal por un simple beso, quería echar un polvo para
que el recuerdo, que ya la iba a atormentar de por vida, como mínimo,
estuviera justificado. No lo hizo, claro que no. Aquel chico no es que no le
interesara, es que literalmente le daba una pereza extrema, pero muchas
veces Ana Luisa se dejaba llevar por la inercia de lo que se suponía que
tenía que hacer. «Ahora estoy soltera = Me follo al de la serpiente». No,
caca. A ver, era lógico, porque ya se había atormentado tanto con la historia
que en su cuchillo ya estaba la muesca hecha a modo de anticipo.
Hay gente que cree que al salir de una relación lo normal es pasar por un
luto, reencontrarte contigo misma, adivinar quién eres sin ser «la pareja
de», pero Ana esos deberes ya los tenía hechos. No muy bien hechos, pero
algo hechos. Nada hechos, no nos engañemos, pero creía que sí.
Cuando era pequeña, en cuarto de primaria, aprendió un truco. Todos los
días tenían que resolver unas operaciones matemáticas en casa y al día
siguiente, un niño o niña salía a la pizarra a resolverlas delante del resto. Uf,
suena estresante solo de pensarlo, ¿verdad? Al llegar a la clase, la maestra,
aquella señora de faldas largas y exceso de complementos, con aquel aliento
que olía a cetona, algo que una niña recordaría siempre, de por vida, se
acercaba pupitre por pupitre para chequear en los cuadernos que las
operaciones estaban hechas. Ana siempre las hacía. Siempre. Pero hacía
trampas. La profesora no chequeaba los resultados, solo que la tarea
estuviera hecha, por lo que la niña, justo antes de dormir, rellenaba las
operaciones con números cualquiera para que la profe viera que estaba todo
hecho. Solo las resolvía realmente, solo se esforzaba, la noche anterior al
día que le tocaba salir a la pizarra. Nunca comentó su secreto, pero siempre
se sintió orgullosa de ello.
Pues con la ruptura de Guille, igual. Ella tenía que sentarse a resolver sus
problemas, a reubicarse, pero hizo un lavado de cara rápido a su vida para
que pareciera que había resuelto las multiplicaciones, las sumas y las restas,
y que estaba todo hecho, pero en realidad era todo fachada y tenía mucha
plancha aún.
—Ana, ¿estás bien? —dijo Bea, mirándola fijamente a los ojos como si le
hubiera pillado una mentira.
—Sí. Me duele un poco la espalda, porque el sofá...
—Que no, que no, que no. Que si estás bien.
—Que sí —contestó Ana, como si fuera evidente.
—No me lo creo, Ana. A mí no me la cuelas. Pero si tú te quieres
engañar y tal, allá tú. Por cierto, aquí te puedes quedar todo el tiempo que
quieras, pero compra algo, cariña, que está la nevera pelada... No sabía que
comías de este modo.
—Es por la ruptura.
—Mi coño moreno.
«Mi coño moreno» era una frase estupenda para dar por finiquitada
cualquier conversación.
40

El sudor sobre ella

A ver, era obvio que Guille y yo nos teníamos que reencontrar porque
literalmente yo me fui de casa con lo puesto, con una mochila con tres
bragas, un cepillo de dientes y un cargador. Es maravillosa la aventura de
empezar y de permitirte comprarte ropa nueva, cosas nuevas para la nueva
tú, o sea, para la nueva yo pero, reconozcámoslo, soy puto pobre. Cuando
le dije de quedar, estuvo pues como era de esperar, tirando a cortante,
¿vale? Lo entiendo. Creo que estos días de separación me había apoyado
totalmente en el anhelo, la expectación y lo nuevo, pero Guille creo que
sigue ahí clavado en el sofá intentando digerir que ya no estoy. Le duele. Le
duele mucho.
Cuando entré con mi llave, porque aún la tengo, lo encontré en la misma
posición que lo dejé, sentado en la esquinita del sofá agarrándose las
manos. El chico necesitaba cariño. Dejé las llaves encima de la cajonera
que siempre odié, esa que no pegaba con nada en esa casa, como yo, y...
Buf, me quedé en silencio. ¿Por qué me siento así? Me había encargado de
enumerar todas las cosas que odiaba de Guille, pero cuando lo vi sentadito,
con su pantalón de pijama viejo lleno de bolitas, lo noté como si él fuera mi
propia casa. ¿Suena raro? Como si nunca me hubiera tenido que ir, vaya...
Y todas las ganas de explorar, de que me pasaran cosas, de empezar se
convirtieron en... No sé.
Yo sí lo sé. Se convirtieron en ganas de abrazarle. En ganas de
acurrucarse sobre él y recuperar la sensación de pertenencia que había
perdido con el portazo. El silencio duró más de lo que se podría aguantar en
cualquier obra de teatro. Mucho. Guille no quería sostenerle la mirada y su
cara volvía a mostrar el catálogo de sus clásicas y representativas
micromuecas que parecían un acto reflejo, muecas involuntarias. Una casi
sonrisa, un pequeño suspirito y las manos frotándose. Suerte que no era
Pinocho; si lo fuera, habría salido ardiendo, te lo juro.
Cuando te subes a la montaña rusa, no puedes bajar hasta que acaba. Es
de las pocas atracciones en los parques temáticos que no se pueden detener
hasta que no finalizan el ciclo. Ana quería finalizar su aventura en busca de
su independencia, quería tirar al suelo su renuncia, abrazar al chico y
pedirle que la perdonara, que su sitio en la vida era en ese sofá, a su lado,
comiendo Gublins y viendo Community, pero el orgullo y la incapacidad
emocional para dar el volantazo adecuado le frenaron el impulso y se
intentó convencer de que las ganas locas que tenía de follarse a ese
muchacho, de abrazarle y de darle besos por toda la cara, la polla y la
espalda no eran más que un espejismo fruto de la necesidad, del vértigo o
del miedo.
—Voy a...
Ana no terminó la frase, no encontró las palabras y decidió finalizarla con
estúpidos gestos que indicaban que subiría la escalera.
Marcel Marceau: 1 – Ana Luisa Borés: 0
Después de subir la escalera, notó que le faltaba el aire y te aseguro que
nada tenían que ver los catorce peldaños que tan bien conocía. Empezó a
moverse de un lado a otro abanicándose con las manos. Quiso sentarse en la
cama, pero pensó que si lo hacía, no podría levantarse nunca de allí. Sacó la
maleta del canapé y empezó a meter cosas dentro de ella como si fuera un
concurso de la tele en el que tienes que coger todas las prendas que puedas
en cinco minutos.
—Esto sí, esto también, esto y esto y esto...
Al ver que la maleta no podía cerrarse por mucho que la apretara, se dio
cuenta de que no había manera de meter todo eso allí a la fuerza y recordó,
fíjate qué tontería, a Pol, el segundo chico con el que tuvo relaciones
sexuales. Un chico catalán que le destrozó el corazón y lo otro en el asiento
de atrás de un Ford Fiesta. Fiesta, poca; dolor, mucho. Ese chico quería
estar dentro de ella sí o sí, y ella le deseaba, pero el cuerpo tiene que
estimularse un poco para que las compuertas se abran. Tú no puedes entrar
en el centro comercial a toda prisa, tienes que esperar a que las puertas
mecánicas te lean, te sientan y entonces, poco a poco, se abren. Pol, el chico
catalán, era un ansioso; intentó derribar las puertas y solo derribó las ganas.
Ana apretó la maleta y pensó que lo había hecho todo mal desde el
principio, desde que metió ese vestido verde de raso que jamás se pondría.
Lo había puesto todo tan mal, anteponiendo lo nuevo y colorido, que lo
básico ahora no le cabía, y a la fuerza ni se puede entrar en una chica en el
asiento de atrás de un Ford Fiesta, por muy enamorada que esté de ti, ni
tampoco se puede cerrar una maleta que no quiere cerrarse.
El crujir de los peldaños de madera avisó a Ana de que Guille estaba
subiendo al dormitorio. Ella no se quiso voltear para verle, pero notó cómo
se apoyaba en el marco de la puerta y la observaba.
—¿Necesitas ayuda?
—Eh... No, no, ya casi está.
La chica sacó algunas cosas absurdas (como la sudadera de Bob Esponja)
que ocupaban tanto espacio y, aunque era de sus favoritas, prefería dejarla
ahí que no conseguir cerrar la maleta para irse.
—¿Quieres... hablar o...?
Guille se había armado de valor para soltar esas tres palabras, y Ana flipó
al ver que por fin el chico había tenido los cojones necesarios para plantear
una conversación.
—No, creo que no —contestó Ana pasando de puntillas por el conflicto,
otra vez.
—No sé, es que no te quiero presionar, pero es para poder superarlo, ¿no?
Tengo que entenderlo y no entiendo qué ha pasado... ¿Qué ha pasado, Ana?
—Pues que ya está.

Ella quería salir del paso, pero era difícil, porque esa estrenada seguridad de
su ex (o lo que quiera Dios que fuera) le daba un aire de lo más... nuevo.
Ana tragó saliva pensando en que tenía unas ganas locas de arrodillarse
frente a él, mirarlo desde abajo y entregarse en cuerpo y saliva, pero pensó
que no se lo podía permitir, que sería raro y oh, Dios, ella no podía dejar de
mirar el paquete que se adivinaba a través del pantalón de pijama. ¿Llevaba
calzoncillos? (Tenía fijación con esto, cada una con lo suyo). No, no
llevaba. Guille se metió las manos en los bolsillos. Ese gesto sencillo
también le resultó de lo más viril y sexy, y pensó que o salía de allí
corriendo o necesitaría que él entrara en ella y no le parecía apropiado,
aunque lo estaba deseando con todas sus fuerzas.
—No me apetece hablar, Guille, no sé cómo explicarlo, no quiero estar
aquí y noto que ya está...
—Pero es que eso es muy abstracto, Ana. ¿He hecho algo o...?
Lágrimas. Él, que había aguantado la compostura como un campeón, no
pudo frenar más y su niño interior afloró desnudo, un niño que solo quería
que lo abrazaran, que le limpiaran las lágrimas, que le sonaran los mocos,
que le acariciaran el pelete y que le dijeran que todo iba a ir bien. Su voz se
quebró y no, no pudo terminar ni la frase ni la conversación.
Ana hizo de tripas corazón y las ganas de abrazarle fueron su motor para
salir a toda prisa de esa casa.

Al llegar al piso de Bea, no se sintió liberada. Al revés, se sintió más


pesada, como si hubiera abusado del bufet libre de un restaurante asiático.
No uno de esos restaurantes asiáticos guais y modernos que hacen hot pot,
no, uno de los de antes, de los de pollo con almendras o arroz tres delicias y
fritanga. Y ya tumbada en el sofá, revivió la escena que había vivido con
Guille con diferentes finales posibles, aunque en su imaginario todos
acababan en un polvo salvaje donde él sudaba sobre ella. A Ana le gustaba
que él sudara sobre ella.
A muchas personas les gusta recibir los fluidos del otro en el sexo. A ella
le gustaba tener a Guille encima (era clásica y un poco vaga) y que él
sudara. Igual esto te parecerá una guarrada, pero tienes que imaginar el
contexto. Ese chico, de pelo desaliñado, nariz cuadradita, barba y pendiente
envistiéndola y cogiéndola con fuerza por la cadera mientras el sudor le
goteaba por la cara hasta la punta de esa nariz tan bonita... Pues eso, que a
ella le gustaba esa estampa y el sudor de Guille. Lo lamía a veces y se
sentía muy guarra; le gustaba sentirse así, desinhibida, con el sabor salado
en la boca.
Ana no recordaba la última vez que se había masturbado pensando en
Guille. Hacía mucho, mucho tiempo y solo recordaba las veces que lo había
hecho delante de él, pero creía que esas no contaban porque sin intimidad y
secretismo las pajas no eran pajas, eran otra cosa, eran la parte de un
conjunto mayor. Masturbarse es un acto íntimo y solitario, nos han educado
de ese modo y hemos aprendido a valorarlo y a disfrutarlo así, en lo oscuro
del secreto. Y aunque ella no era muy de tocarse, no pudo evitarlo en ese
sofá, con ese recuerdo y con esa invención. Humedeció sus dedos con
saliva, los deslizó con cuidado para no mojar la colcha de su amiga y
empezó a tocarse pensando en su ex. No imaginó grandes polvos
memorables, el calor de su imaginario era suficientemente excitante. Él sin
camiseta y sudándole, nada más.
—Amiga, ¿estás bien? —dijo Bea desde la habitación.
Ana se hizo la dormida.
—¿Mmm?
—Que si estás bien. Estás respirando rarísimo —insistió.
Acorralada, Ana alzó la voz y contestó a grito pelado, sinónimo claro del
disimulo:
—Pues... Pues porque estoy triste, Bea, porque lo acabo de dejar con mi
novio al que quiero y con el que llevaba mil años y no sé, creo que eso me
da cierto crédito a respirar como me salga del coño, ¿vale? ¡Duérmete ya!
Bea entendió el disimulo como una invitación inequívoca, se levantó y se
sentó en el sofá, a los pies de su amiga.
—¿Quieres hablar?
—No quiero hablar, Bea. Vuelve a la cama, déjame.
La amiga quería ejercer de lo que era, mientras que Ana solo quería
acabar lo que había empezado. Quería imaginar el sudor de Guille
chorreando sobre sus tetas un poquito más.
—¿Qué te pasa, amiga? Que no estás segura, ¿no? A ver, yo no te he
querido decir nada, te he querido dar tu espacio y tu tiempo, pero creo que
te has precipitado mucho al dejar a Guille, pero mucho mucho.
—Tal vez, pero ahora quiero apechugar, disfrutar un poco de mi soltería,
salir y entrar. Ser yo misma.
—¿Eso qué quiere decir? —preguntó Bea poniendo la mano sobre la
pierna de su amiga, algo que hizo desaparecer la incipiente libido de esta y
que dio por finiquitada la actividad sexual individual.
—Pues mira, Bea, quiere decir que llevo mucho tiempo con Guille, que
nos queremos un montón, pero que querer no es suficiente para mantener
una relación, que yo necesito otra cosa, otras cosas y...
—No será por lo del beso, ¿no? Es que, Ana, de verdad...
—¿Qué beso? ¿Qué dices?
—Ana, no te hagas la tonta, el beso. El beso, el morreo que le pegaste a
aquel chico en el baño de la fiesta de las mil Britneys. Sé que has pensado
en eso porque te conozco y sé que te has torturado, pero bien. Cariño,
aquello fue una soplapollez... No tires por la borda tu relación por no tener
huevos de decirle a Guille que besaste a otro.
Ana se quedó sin palabras. Su amiga tenía toda la razón, pero ahora ¿qué
podía hacer? Uf, qué pereza le estaba dando todo.
—Puta. —Esa fue su manera de darle la razón a su amiga.
Se levantó del sofá, entró en el baño y se encontró consigo misma
nuevamente.
Quiero dejar de sentirme avergonzada de mí misma. Quiero dejar de
cuestionarme y, sobre todo, quiero dejar de esperar a que aparezca el
caballo blanco alado con sus crines de arcoíris para llevarme al puto
mundo de la fantasía. La fantasía solo existe en la paleta de sombras de
Too Faced...
Solo besé unos segundos a otro tío. Cuarenta eternos segundos que se
convirtieron en una tortura diaria fruto de la educación y de la puta
presión social. No quiero decir que odie ser una mujer, porque estaría
mintiendo, pero odio que por el hecho de ser una mujer mi vida, mi
intimidad, mis recuerdos y mis momentos puedan convertirse en algo de
dominio público. No soy una biblioteca. Soy un puto humano. ¿Me
equivoqué? Pues ya no puedo defender esa teoría. Ojalá le hubiera dado la
importancia que tuvo, una pequeña, una sencilla, un cóctel rico que te
tomas y del que se te queda el sabor por un par de minutos y ya...
41

Pequeñas

Cuando Ana y Diana se conocieron en aquel campamento, se dieron cuenta


de que tenían mucho más que tres letras en común. Como mínimo en lo que
a gustos se refiere. A ver..., Diana era de Kevin y Ana, de Nick, algo que las
unía como fans pero que no las hacía rivales, sino aliadas. ¿No trata de eso
la amistad? Querer lo mismo, aunque con intereses opuestos. Cuando Ana y
Diana se miraban en aquel campamento después de que las separasen por
chismosas, empezaban a reír, como si fueran capaces de hablar por
telepatía. A ver..., que ellas pensaban que eran telépatas, porque era la única
manera de explicar esa capacidad de estar en sintonía pasara lo que pasara.
Les dio muy fuerte con Jóvenes y brujas y se sentían capaces de hacer
hechizos, aunque para lo de ligera como una pluma necesitaban más
manos... Sorprendía su diferencia de edad. Diana era un poco más mayor,
pero el haber sido rechazada siempre porque sus compañeros y compañeras
no la entendían la empujó a relacionarse con quien estuviera disponible. El
niño de intercambio que no hablaba ni papa de español, por ejemplo, o Ana,
una pizpireta niña menudita, cuatro años menor, pero que parecía
confeccionada con la misma plantilla que ella.
Sí, eran iguales, pero hacían pipí en baños diferentes, porque Diana no
era leída como la mejor amiga de Ana, era leída como muchas otras cosas
que son bastante desagradables y que no hace falta que ahora escriba,
porque expondría a la tortura del recuerdo a aquella pequeña niña que
lloraba en soledad. Ya te lo imaginas, no hace falta. Ella no se lo merece.
No siempre podían estar juntas, pero encontraron la manera de ir siempre
de la mano en sus vivencias, aunque fuera a modo de carta, email, mensaje
o envío masivo de memes. Siempre habían estado la una para la otra, eso sí,
a la hora de la verdad, eran más reservadas que la madre que las parió (a
cada una la suya, claro).
Siempre habían llevado caminos paralelos. A veces, a conciencia, se
habían empeñado. Esa cosa mágica de la amistad de querer celebrar las
mismas cosas y, en ese momento, sin ser conscientes se encontraban en
momentos paralelos. En ese momento estaban transitando por cosas
parecidas sin saberlo.
Ana, Guille/Germán.
Diana, Tito/Javi.
Diana estaba siguiendo lo establecido, lo que ella había proyectado de lo
que sería su vida cuando llegara a los cuarenta. Ana había peleado por no
convertirse en un estereotipo, y su lucha consigo misma la había llevado a
un punto de partida en el que solo le quedaba una opción: ser sincera. Mirar
lo que había en el reflejo y abrazarlo.
Cuando Diana cruzó el atelier de Victoria Salas para subir a la tarima y
mostrarle a su amiga el vestido, sintió que un check se hacía en su libreta
imaginaria. Era el vestido más bonito del mundo, el de su mundo, sí. Era un
vestido personal pero romántico, con encaje y pequeños detalles por todo el
cuerpo que se abría a partir de la cintura como una flor invertida. Sí, era una
puta princesa, la tía, y sonreía. Puedes decirlo, no pasa nada. Ella estaba
más feliz por vestirse de novia que por casarse, aunque esto no lo sabía,
entre otras cosas porque había dejado de ir a la psicóloga años antes en un
arrebato en el que creyó que podía resolverlo todo sola. Diana era
resolutiva, organizadora y le gustaba que todo fuera perfecto, pero resolver
tus conflictos o ahondar en ellos no es como conseguir una mesa en el
restaurante de moda, no.
Cuando Ana y Diana se miraron, sobraron las palabras. Sonrisas
incontrolables, ojos encharcaditos. Ana se llevó la mano a la boca como si
no pudiera dar crédito a lo radiante que estaba su amiga frente a ella. Es que
estaba guapísima. Diana apartó la vista un momento mirando al suelo.
—¿Qué te pasa? —dijo Ana—. Estás... espectacular. ¿Verdad? —
preguntó a la diseñadora, incluyéndola en la conversación como lanzando
un trozo de cuerda para que no se hundieran ni la una ni la otra.
—¡Está guapísima! Que no está acabado, falta apañarle el bajo, pero...
Victoria, la diseñadora, aireó la falda para darle vuelo mientras Diana
alzó la mirada y lo que era un charco dio paso a la inundación.
—Llevo vestidas a tantas novias y todas lloráis. ¿Por qué? Pues, chica,
cada una tiene lo suyo...
La diseñadora movió un gran espejo con ruedas frente a la futura novia y
le susurró:
—Estás guapísima, hija.
Diana se miró y asintió suavemente, no quería parecer una maldita creída
ni mostrar que se veía espectacular. Dicen que cuando te llega la hora de
morir, te pasan cientos de imágenes de tu vida por delante, pero ella, que era
resiliencia pura, había notado morirse tantas veces en su corazón que fue
entonces, al verse vestida de blanco, cuando empezó la película de su
recorrido como un flash, un microsegundo de fogonazos de fuegos
artificiales. Se recordó a sí misma con un vestido de su madre, bien
pequeña. Se visualizó escondida debajo de su cama mientras su padre
pegaba a su madre. Corriendo bajo la lluvia, huyendo, su primer beso, una
mañana en la que sintió paz, una coreografía de las Spice, un Colajet al sol
y un montón de momentos en los que se sintió hundida, usada, triste o con
ganas de lanzarse al vacío. Vio el mar, la sirenita... y volvió a verse llorando
una vez tras otra. Apretó los ojos con fuerza, buscando recuerdos bonitos o,
como mínimo, en los que estuviera sonriendo de un modo real, no siendo
polite y ya está... Sí, seguramente los hubo, pero quedaron enterrados bajo
un montón de paladas de los otros recuerdos, los feos, los grises o los de
desconsuelo. Los de las putas piedras en su camino.
Era obvio que, aunque le hacía muy feliz estar en Almería con su amiga,
echaba de menos a su madre. ¿Por qué si no tenían relación? Cierto era que
si su madre la viera vestida como una auténtica novia sureña, habría
colapsado o le habría lanzado un bote de pintura roja estropeando el
momento, pero Diana estaba construyendo su cuento perfecto, su relato
soñado y necesitaba esa figura ahí y como no la tenía, sintió que no tenía
nada. Tenía mucho. El respeto de la gente, un trabajo en condiciones, salud
(que parece que no, pero es importante), una amiga llorando frente a ella
que se había pegado un panzón de tren para acompañarla y verla vestida de
blanco, un novio que la aceptaba, unas piernas largas y el don de la
elocuencia. Pero se sentía vacía y que no tenía nada. Porque en los
momentos a los que otorgamos la importancia, la tengan o no, es cuando
nos volvemos vulnerables.
Diana tuvo una figura materna. No era su madre, pero cuando se fue de
casa, antes de ser ella misma frente a los demás, alquiló un piso chiquitín
sin ventanas, solo con una pequeña claraboya en el techo, y allí conoció a
Puri, una trabajadora, madre de tres hijos que sacó sus vidas adelante
regalando la suya para que no les faltara de nada y que, aun estando cansada
y destruida por la tristeza de un pasado oscuro y por pasar mil horas
limpiando, tuvo el tiempo y la bondad para acoger a Diana como una más
de la familia. Cuando los hijos crecieron, le compraron una casa en el
campo, que había sido el sueño de aquella entrañable señora, y perdieron el
contacto, pero sabía que por fin era feliz cuidando de un puñado de gallinas
y recogiendo tomates y flores de calabacín.
Diana pensó en ella y en lo mucho que le hubiera gustado que estuviera
ahí, pero la imaginó disfrutando emocionada de la imagen de esa princesa
de metro ochenta que hacía lo que se suponía que tenía que hacer.
PAUSA.
Ella, que quería ser la protagonista, cortó el grifo del dramatismo y dijo:
—¿Me traes un velo?
Victoria asintió y le colocó un precioso velo con el que ya nadie podría
dudar que ella era ella y se iba a casar.
—No me mires así, Ana, hazme una foto, ¿para qué has venido si no?
Y se hicieron un puñado de fotos que se perderían años más tarde porque
Diana nunca hacía una de esas copias de archivos en la nube.
42

Teatro

¿En qué momento empezó a interesarle? Pero si decía que le daba pereza...
Chica, yo qué sé. El puro aburrimiento o la posibilidad.
La entrada a la obra que representaba Germán costaba dieciséis euros,
por lo que no se podía considerar una propuesta amateur aunque los actores
no dieran pie con bola y la escenografía estuviera (mal) hecha con cajas de
cartón. El contenido era lo de menos. Cuando Ana sacó la entrada, sintió lo
mismo que se debe sentir al robar en El Corte Inglés y pasar después por el
detector. Por muy buena ladrona que seas, siempre se cruza el arco de la
alarma con el pavor y el tembleque generado por la adrenalina. Ella estaba
histérica, le sudaban las manos con las que retorcía el chapucero programa
de mano impreso en el papel con el gramaje más pobre y barato de la
copistería.
Desde la butaca, y dado que la obra era un batiburrillo de ideas
desordenadas sin pies ni cabeza, Ana dejó volar la imaginación... y esa vez
no pensó en interminables listas de la compra o en ponerse las pilas para
buscar una habitación propia y salir del sofá de su amiga o en cómo sacarle
más partido a su ropa con diferentes combinaciones para que pareciera que
estrenaba outfits nuevos... No. Esa vez se perdió en un mundo fantástico de
escenarios inventados en los que, a través de una pequeña ventanita con
forma de corazón, podías ver la idílica vida de ANA siendo la novia de
GERMÁN. Si bien a ella el matrimonio le daba urticaria, solo bastaron treinta
segundos de monólogos declamados en contra de la guerra para aterrizar en
una casa de los años cincuenta en la que él era su esposo y había dejado la
tontería del teatro para ser un flamante ejecutivo encorbatado que llegaba a
casa con un maletín. Vale, fuera corbata, fuera el asado y las vergüenzas,
¿para qué tener la intro en tu mente si eres la única espectadora? Fuera los
clichés y las zonas comunes. En su mente, Ana lo desnudaba y saltaba sobre
él, que la cogía al vuelo, entrando dentro de ella. No, la vagina de Ana no
era una cerradura fácil; en ocasiones a Guille le costaba atinar, como si
fuera un borracho que se equivoca de portal, pero en su fantasía, el pene de
Germán estaba imantado al cuerpo de ella, como dos polos opuestos
lanzados al aire. Después encima de la lavadora, sí, ella tenía esta fantasía
desde que vio a Patrick Wilson y Kate Winslet en Little Children (si no la
has visto te la recomiendo), y luego pasaban a la cama, sudados, fogosos y
eternos en un mundo imaginario donde no existe el tiempo y BOOM, una de
las actrices, que ya estaban en cueros, disparó una pistola con balas de
fogueo, que fue lo único real que sintieron los espectadores, un susto. El
estruendo hizo que Ana aterrizara en lo más profundo del teatro alternativo
e intentó encajar las piezas de la estampa que tenía delante. Germán en el
suelo envuelto en plásticos y una chica desnuda empuñando una pistola con
palabras escritas por todo el cuerpo, como una pobre imitación de Femen.
Las carencias interpretativas de Germán, lejos de bajar la libido de la chica,
la subieron, porque le pareció un chico perdido y descarriado, un niño al
que cuidar, alguien que necesitaba ayuda rápidamente. Lo imaginó como si
fuera la cerillera en un callejón en pleno invierno y se rio a destiempo, algo
que no pasaron por alto los ocho espectadores de la sala ni el objeto de su
deseo. Germán, que no era el actor más experimentado, apartó la mirada de
su compañera para pasar por encima de Ana una microcentésima de
segundo, pero lo suficiente para que la protagonista se diera cuenta de qué
había pasado y como si eso fuera un contrato no verbal, ella sintió que
estaba comprometida a esperarse a la salida del teatro y así lo hizo. Qué
fuerte, la tía.
Con todo el mal gusto que le dejó en la boca la pésima obra, Ana se
esperó en la entrada del espacio convertido en teatro. Estaba nerviosísima.
Era obvio que él la había visto, y esto es lo que hacen las personas cuando
van a ver a un amigo al teatro, esperar en la puerta e incluso tomarse una
cerveza. AY, DIOS MÍO. ¿Qué pensaba decirle? Y lo que era más importante:
¿cómo iba a reaccionar el muchacho? Podría sentirse acosado. Ella recordó
que una vez en Telecinco hablaron de que a una actriz jovencita que
interpretaba a una enfermera en Hospital Central la esperaron a la salida de
un teatro para dispararle una flecha con una ballesta. Muy medieval todo.
¿Se sentiría así Germán? ¿La consideraría una fan loca e inestable?
Esperaba que no... Ana se creía con el derecho, después de la patochada que
había visto, de que nadie pudiera calificarla de loca por haber ido sola al
teatro. Pero ¿qué le iba a decir? Podía mentirle y explicarle que había sido
una mera casualidad, que había leído maravillosas críticas de la obra y que
no quería perderse el evento teatral del año. No colaba eso ni de coña.
Recién duchado, con el pelo mojado y la intensidad tatuada en su
expresión, apareció Germán. Y se encontraron frente a frente POR PRIMERA
VEZ después de haber estado juntos en un baño en la fiesta de las mil
Britneys varios meses atrás.
Ana levantó los hombros en un extraño saludo, apretando una forzada
sonrisa que intentaba evocar a Zooey Deschanel en cualquiera de sus
personajes de pixie girl.
—Hola. Guau... Menudo obrón. Ha sido..., buf. Todavía estoy
emocionada. Dos horas y media, ¿no? Pues no se me ha hecho nada larga...
Menudo aguante tenéis. Qué emocionante. Qué emocionante... Buf...
—Muchísimas gracias —contestó él, que creyó cada una de las palabras
de Ana como si fueran reales.
Movida por su falsa emoción, Ana abrazó a Germán. Un abrazo apretado
e intenso, como si no quisiera que el chico pudiera escapar. Fueron pocos
segundos, pero su oreja pudo rozar el pelo húmedo de él y su olor a
desodorante y a calor la llevaron de nuevo a aquel baño en el que se
besaron.
—No te esperabas que viniera, ¿verdad? Yo tampoco. Ha sido como un
impulso. Pasé por aquí y dije: «Sí, si no apoyamos la cultura...». Antes de
que Ana pudiera terminar de argumentar su tópico, una chica agarró del
brazo a Germán y le susurró algo que Ana no pudo entender. El chico
asintió y volvió a la conversación con Ana, que se tornaba más incómoda a
cada segundo.
—Nos vamos la compañía a celebrar... Estamos muy contentos con la
función de hoy.
—Uf, normal, es para estarlo... Muy guay.
Ambos asintieron durante un instante en el que el silencio se adueñó de la
situación y Ana empezó a sentirse como si fuera la fan loca/acosadora que
había imaginado minutos atrás. Era obvio que él no tenía ni pajolera idea de
quién era ella.
—¿Cómo te llamas?
Ana no pudo contestar. La boca dejó de funcionarle y la psicomotricidad
la abandonó por completo, enrareciendo más si cabe la escena. Gestos,
muecas raras, pero ni rastro de las palabras.
—Bueno, gracias por venir, me alegro de que te haya gustado.
Él se separó de ella y caminó a la puerta, pero antes de salir se giró con
cara de circunstancia para dirigirse a Ana una vez más.
—Oye.
—¿Sí? —contestó ella casi por impulso, como si su cerebro fuera
totalmente en piloto automático.
—Me da un poco de corte decirte esto, pero... Recomiéndanos en Insta o,
bueno... Supongo que tú debes ser de Facebook, ¿no? Donde sea, pero
recomiéndanos, por favor.
—Eso está hecho.
Ana levantó el pulgar y se sintió vieja. Muy vieja. ¿Facebook? ¿Tenía
cara de vieja de Facebook? Guau... Qué dolor más extremo. Clavada en el
suelo y aún con el pulgar levantado, se quedó sola en el hall del casi teatro.
Respiró, con dificultad pero respiró. Entró en el baño, se amorró al grifo y
bebió como si hubiera corrido una larga maratón. Bendita agua de Madrid.
Él no la recordaba. Germán no la recordaba. Si hubiera llevado la calva
que lució aquella noche... No, tampoco la hubiera recordado. Ana se sentó
en la taza del váter y cayó en que todo tenía su lógica. Ella había pensado
tanto en él que podía considerarlo parte directa de su historia. Había
pensado en él y, sobre todo, en el beso que se dieron, algo así como tres o
cuatro veces al día. En cambio, Germán había seguido con su vida y no le
había dado importancia ni al beso ni a la boca ni a la chica en la que se
encontraba dicha boca. Sí, él se había ido de la lengua y probablemente lo
comentó con un amigo que lo comentó con Chacho, el amigo de Ana, pero
luego lo olvidó y entre aquel baño y ese en el que estaba esta chica habrían
pasado varios besos y polvos fortuitos que habían hecho que el tío de la
serpiente se hubiera olvidado por completo de la muchacha de la calva.
Ana intentó sacudirse la indignidad de encima y salió lo más entera que
pudo. Cuando llegó a la calle, corrió casi como si la estuvieran
persiguiendo. Fue la única manera de dejar sus pensamientos en stand by y
poder descansar por un ratito de sí misma.
43

Lo de la app

Aburrida, desconcertada y cada vez más incrustada en el sofá de Bea, Ana


Luisa Borés decidió bajarse una app para ligar. Pasó toda la tarde
haciéndose fotos, retocándolas y eligiéndolas, pero ninguna terminaba de
convencerla. Demasiado guapa, en esta parezco un orco, demasiada teta,
demasiado monja. Fea, fea. FEA. Tiró el teléfono sobre la mesa con un
desprecio inquietantemente orgánico, comió tres o cuatro pepinillos y
volvió a intentarlo. Varias horas decidiendo, ya no solo las fotos, sino
también los intereses. Lo de poner una descripción ya le pareció nivel
avanzado y pensó que si ponía una foto en la que se la viera bien, sexy pero
lista, ingenua pero guapa, así como natural, ya estaría todo hecho. Y antes
de darse cuenta, ya tenía un perfil hecho. Ana L / 34 años.
Sabes que esa app es como el intercambio de cromos de cuando éramos
pequeñas. Sile, nole, tengui, falti... Un rollo. Ella no quería perder el
tiempo, así que decidió pagar para hacer unas buenas trampas, que le
encantaban, y averiguar a qué chicos gustaba para poder crear un match
directo sin perder el tiempo jugando a la ruleta de la suerte. Fue desolador,
porque al principio ninguno mordió el anzuelo. La foto que había tardado
tanto en elegir no estaba surtiendo ningún tipo de efecto, pero al rato ya
había una cola de cientos de muchachos con el teléfono (y algunos con el
pene) en la mano llamando a su puerta virtual. Paseó por sus perfiles como
una directora de casting y se sintió tan poderosa que se sirvió una copa del
vino tinto que llevaba abierto en la nevera de Bea mucho antes de que ella
llegara a instalarse, pero no le pareció tan malo como para no tener su
momento de estar en lo más alto en el pódium del éxito. Se gustó. Por
primera vez en bastante tiempo, Ana Luisa Borés, borracha de éxito al saber
que tenía un público potencial, se gustó y rio como una villana después de
moverse arriba y abajo por la cocina de Bea.
Pero la sensación le duró poco, porque a la mínima que empezó a chatear
con alguno de los muchachos se sintió perdida, como si no hablara el
mismo idioma que todos aquellos tipos que hacían deportes de aventura,
que mostraban la foto que se hicieron en un barco (la única vez que pisaron
uno) o la ternura de sus mascotas.
No tenía nada que ver con ellos. Nada. No supo hablar, no quiso hablar y
pensó que se estaba convirtiendo en una perra.
Me estoy convirtiendo en una perra. Una perra callejera de las que se
acercan a cualquier mano buscando algo que llevarse a la boca o
simplemente amor.
No quiero.
Se borró la app y perdió los quince euros que había pagado para hacer
trampas, pero al menos había sacado una foto muy mona para poder
cambiar su foto de perfil de WhatsApp.
44

Una botella de godello de nueve euros

La vida de soltera de Ana era aburrida. Un puñado de promesas que ella


misma inventaba y que nunca llegaban a materializarse. Los planes que
quería hacer perdían la batalla contra el sofá y lo único que podía asegurar
es que la soltería le había traído poca cosa a parte de un par de kilos que,
por cierto, no le sentaban nada mal.
El sábado por la noche recibió una nota de audio de Diana.
«Hola, amor. A ver, que Tito tiene un colega que nos ha invitado a una
pool party, sí, hija, sí, con los días feos que está haciendo, pero bueno, en
casa de... De... Ay, ¿cómo se llama? Del director este, de uno de películas
españolas. Bueno, que tiene una casa muy bonita y hace una fiesta y nos ha
invitado, y como estás tirada ahí todo el día, que me ha dicho Bea que das
pena, pues he pensado que era de buena amiga decirte que vinieras y te
airearas».
A Ana le daba una pereza extrema relacionarse con humanos. No le
apetecía tirar de personaje social, no se sentía preparada y pensaba que su
mueca de amargura echaría para atrás a la gente, pero ¿sabes?, tenía un
vestido de Asos que no había estrenado porque era demasiado floreado y
colorido como para ir a por una ración de Chicken Tenders de Carl’s Jr. (era
adicta. Le flipaban. Iba y no compraba hamburguesas, solo Chiken Tenders.
Sobre gustos... ya se sabe). Así que estrenó la función de WhatsApp de
dejar notas de audio con vídeo y contestó a su amiga desde el sofá.
—¿Qué te parece mi pinta? Ya, deplorable. Uy, tengo miel y mostaza en
la boca, qué guarra. Estoy guarra, Diana, estoy dejada, pero me gusto así.
Cariño, la fiesta me importa una puta mierda, pero está guay salir y así Bea
puede ventilar un poco esto... Venga, vale, voy. Iré.
Diana, que la invitó por compromiso y esperaba una rotunda negativa, le
confirmó la dirección y la hora.

Al día siguiente, cuando Ana Luisa Borés se plantó a las trece horas como
un reloj con su botella de godello de nueve euros y su vestido nuevo de
Asos, que era más ligero de lo que recordaba, barajó si dar media vuelta y si
lo mejor sería tomarse la botella de vino ella sola, pero ya que estaba allí...
Llamó al telefonillo.
—Hola, soy una amiga de...
El pitido de apertura de la puerta del portal cortó la frase de la chica y
dejó claro que el interlocutor que estaba al otro lado del telefonillo no tenía
ningún interés en conocer la identidad de la muchacha. Ana entró en el
portal y pensó que el sofá que había al lado del ascensor tenía pinta de ser
infinitamente más cómodo que el de casa de Bea en el que llevaba varias
semanas durmiendo.
—Espera.
Alguien gritó. Un chico con el pelo hacia arriba y las manos más grandes
que Ana había visto en su vida y que encajaban a la perfección con el resto
de sus extremidades tamaño XL detuvo con su voz a la chica para que no
subiera en el ascensor sin él.
—Perdona, es que el ascensor es muy bonito, pero es más viejo que la
madre que lo parió y tarda la vida en bajar.
—Sin problema.
—Gracias.
Ambos entraron en el ascensor, y a Ana le sorprendió que alguien en el
año en el que estaban utilizara todavía Fahrenheit, un perfume de padre que
ella pensaba que estaría descatalogado.
—¿Vas a la fiesta? Sí, ¿no? —dijo Mario, que así se llamaba el pedazo de
tío.
—Sí, sí.
—¿Eres amiga de...?
—No, no, no... Soy una amiga de la novia, bueno, la prometida de un
amigo de un amigo o algo así. No sé qué hago aquí, la verdad.
Ana rio nerviosa.
—Ah. Guay.
Pausa.
El ascensor hacía unos ruidos muy raros. Eran como unos retortijones
metálicos y ella pensó que si los ruidos eran retortijones y el ascensor era el
sistema digestivo, pues que ella y el chico cachas estaban relegados a ser la
caca del edificio. Le pareció una chorrada, pero sonrió apavada y él sonrió
como reacción social empática para que ella no pareciera una loca que se ríe
sola.
—He traído vino. —Fue lo primero que se le pasó por la cabeza para
romper el hielo y no parecer esa clase de loca.
—Genial.
—Es godello. Me gusta el godello —dijo Ana.
—Buf... No entiendo mucho de vinos, seguro que está rico. Yo no he
pillado nada, es que acabo de llegar de un viaje de Buenos Aires por curro.
—Hala, qué guay.
Llegaron al octavo. La casa era lo más espectacular que había visto Ana
en su vida. Estaba literalmente abrumada por las vistas, por el espacio, por
la decoración y por los premios. Y sintió que ella había perdido el tren de la
vida. No lo pensó porque en ese momento estuviera viviendo en un puto
sofá que le hacía papilla las cervicales, eso era lo de menos, lo pensó, y eso
era importante y doloroso, al descubrir que nunca, jamás de los jamases
tendría esa casa y, por ende, esa vida. ¿Se entristeció? Mucho. ¿Fingió? Lo
que no estaba escrito. El director, al que ella no conocía, la saludó con
confianza aun sabiendo que no la había visto en su vida y que podía llevar
un martillo en el bolsillo para acabar con él, pero así es la gente de la
farándula, vive al límite y entrega la confianza a la primera de cambio.
—He traído un godello —soltó Ana haciéndose la sumiller, un papel que
le quedaba grandote, la verdad.
—Ah. Pues déjalo en la nevera con el resto de los vinos. Los camareros
aún no han llegado. Así que servíos vosotros mismos.
El director subió la gran escalinata y se perdió entre una de las
exageradas habitaciones. Mario y Ana se quedaron solos en ese extraño
salón-cocina/paraíso mirándose y levantando los hombros sin saber qué
hacer. Menos mal que el chico era menos cortado que ella y se lanzó a la
nevera, sí, una de esas enormes con dos puertas que fabrican sus propios
hielos. ¡Tap! Descorchó un vino, probablemente uno muy caro.
—¡A tomar por culo!
Él, victorioso, sirvió dos copas.
—Quieres vino, ¿no?
—Sí, sí, gracias.
—A ver, yo soy más de birra, pero como que no pega, ¿no? —sonrió
Mario.
Y de la nada empezó a sonar a toda potencia «Nochentera», de Vicco,
creando una escena de lo más bizarra. Dos desconocidos bebiendo vino,
solos en la cocina de un señor que tenía un Óscar.
—¿Era a la una la convocatoria? —musitó Ana por lo bajo.
—Sí.
—Y ¿por qué no hay nadie, Mario?
—¡Eh! ¿Yo no te parezco nadie? Pues... supongo que porque la gente
guay llega tarde porque quiere... No sé... Para llamar la atención y eso... Sí,
¿no?
—Entonces ¿nosotros no somos guais? —le dijo Ana haciéndole
pucheros.
—Nosotros somos educaos, que es mucho mejor que guais. Nos dicen
una hora y pum, llegamos a esa hora... ¡Esta puta canción!
Mario empezó a buscar el equipo de música, pero era una tarea
imposible. Ana, que sentía que ya estaba borracha solo con dos sorbos de
un vino tirando a secote, se unió al chico y buscaron cual Scooby gang
dónde estaba el reproductor.
—Ya, yo también la odio. Es ridícula... Parece que la ha escrito un puto
mono...
—No te pases con los monos. —Le sonrió él—. Como no podemos
detenerla, tendremos que unirnos.
Mario empezó a bailar como si fuera tonto por todo el espacio, cogió un
goya y bailó con él, y a Ana le parecía cada vez más... Cada vez más.
Nunca se habría fijado en un chico tan cachas, tan fuerte y tan rudo, pero
pensó que era lo más alejado de Guille del mundo y ¿por qué no? Si ella no
se había fijado en tíos cachas era por miedo al rechazo o, bueno,
simplemente porque no le llamaban. Siempre había pensado que el culto al
cuerpo era para chicos que querían enmascarar sus carencias afectivas o de
pene, pero carencias. Esa era su teoría, no la mía, ¿vale?
La fiesta siguió casi como si alguien hubiera pulsado el botón de cámara
rápida. Un montón de figurantes de la vida entrando y saliendo, bailando y
bebiendo alrededor de Mario y Ana, que hablaban sin parar en un sofá que
cada vez los hundía más y más hacia sus adentros. La conversación pasó
por Mario haciendo un alegato y defendiendo que no todos los policías
nacionales eran una panda de fachas, por lo repetitivas que son las
aplicaciones de citas y por lo mucho que les gustaba comer a ambos, y
cuando hablaron de comida, sacaron toda la carne para ponerla en el asador
y que se intuyera que estaban hablando de sexo. No sé, un poco patético,
pero la gente cuando bebe vino en casa ajena hace ese tipo de cosas, buscar
puntos en común intentando parecer la hostia de sexis.
«Superbién, el chico era... Guau. No es que nunca me hayan gustado los
tíos así fuertes y tal, es que siempre he pensado que yo no les gustaría a
ellos, por eso no... Por eso los he rechazado en vez de darles la oportunidad,
pero con Mario fue genial. En un momento creamos un lenguaje propio. A
ver, que eso suena a mucho, que hicimos unas pequeñas bromas internas,
¿vale? Para que lo entiendas. Y nos dio igual el resto de la fiesta. Había
canapés, barra libre, camareros que te rellenaban la copa y mucha gente
deseando triunfar, mucho actor desesperado y gente que me sonaba de la
tele pero que tampoco podía ubicar, y tanto Mario como yo, pues nos
vinimos muy bien. Si te digo la verdad, no sé quién le invitó a él ni cómo
llegó hasta allí, pero lo agradecí. Ay, Bea, luego llegó Diana y allí todo se
fue un poco al garete, porque estaba superdemandante y no se daba cuenta
de que me cortaba el rollo con Mario que, a ver, yo tampoco se lo dije, pero
se supone que ella es la lista de las tres. Pues poco honor hizo a su
etiqueta».
Pero bueno, faltaban varias horas para que Ana le soltara la chapa a su
amiga hablando de cómo la hacían sentir los cachas, por el momento ella
seguía explorando si era atracción, capricho o entretenimiento. Mario, al ver
que Ana pasaba un poco de él, se iba conformando con las miraditas que le
echaba la chica desde la otra punta de la sala, pero se cansó de esperar,
porque había notado algo por ella y no sabía si era recíproco, aunque era
obvio que la muchacha estaba totalmente regalada. Pero el tío salía de una
relación larga, algo que no había confesado, y temía que le hicieran daño,
así que prefirió quedarse al margen y pensar en lo que pudo ser y nunca fue.
—Oye, que me voy a ir —le soltó Mario sin anestesia ni nada.
—¿Ya? —contestó ella decepcionada.
—Sí, es que...
—Normal, esta fiesta es un muermo, ¿no? Mucho postureo y poca...
sustancia —interrumpió Diana, incluyéndose en la conversación como si
fuera la protagonista absoluta del evento.
—Vaya... —añadió Ana con una pena más que explícita, algo que Diana
no pasó por alto.
Mario se acercó a Ana y con suavidad le cogió la cabeza con un gesto
firme, pero nada amenazante, y le plantó un beso en la mejilla. Algo que
para otra habría pasado totalmente desapercibido, sin importancia, un
saludo más, pero para Ana, que hacía bastante tiempo que no tenía contacto
con ningún varón, fue de lo más tierno, sexy y memorable.
A veces no necesitamos más que eso. Una mano sujetándonos la cabeza,
un beso en la mejilla con toda la intención. Que sí, follar es genial, pero
Ana necesitaba la validación de notarse en el mercado, de sentirse deseada,
y los labios de Mario en su mejilla eran el signo de la validación que
buscaba.
Piensa que llevaba tropecientos años con Guille, que lo conoció en su
mejor momento, según ella, y que desde unos años para acá notaba que
había perdido toda la gracia y la frescura, lo que era totalmente falso. Ana
tenía mucho más peso ahora y no me refiero a los kilos, que solo había
ganado tres o cuatro en esos años. El peso que la convertía en alguien
interesante y terrenal, pero ella en el espejo solo veía a una mujer de casi
treinta y cinco años desaliñada y echada a perder. Se sentía perdida, sí, por
eso era tan importante que un tipo de la altura y el encanto de Mario la
hubiera deseado de un modo explícito. Y ¿quedó ahí la cosa? Casi... Él, al
marcharse, le hizo unos gestos desde lejos en los que Ana entendió que le
decía que a ver si quedaban un día para tomar algo y le pareció bonito, sí,
simplemente algo bonito, pero automáticamente le vinieron un montón de
claves que imposibilitaban el que se volvieran a encontrar. Ella no sabía ni
su apellido, ni dónde trabajaba, ni de quién era amigo, ni cómo podía
empezar esa búsqueda. Claro, no iba a preguntar a todos los asistentes de la
fiesta, eso le pareció indigno. Así que asumió que en Madrid eso pasa,
cruzarte con uno de los hombres de tu vida (Ana siempre pensaba a lo
grande) y que se perdiera para siempre en el bullicio de la ciudad. ¿Le
importó? No. ¿Por qué? Porque si algo había aprendido es que el mundo
estaba lleno de hombres de su vida.
Ana Luisa Borés se fue poco después. La fiesta para ella ya había
cumplido su cometido fuera cual fuera. Diana estaba superpesada y no le
apetecía entablar una conversación sobre Mercurio retrógrado con unos
actores desconocidos, así que se marchó caminando y odió no haber metido
los airpods de AliExpress en el bolso, porque era una tarde estupenda para
torturarse escuchando un par de canciones tristes de esas que sabía que
nunca fallaban. ¿Por qué estaba triste? No lo sabía.
Yo sí. Porque ella seguía queriendo a Guille y le echaba de menos. Si él
hubiera ido a la fiesta, ahora pasarían por uno de esos sitios de crepes y se
atiborrarían de harinas refinadas, chocolate blanco y helado, llegarían a casa
y se quejarían del dolor de barriga y se pondrían el pijama para acomodarse
en el sofá y ver una peli mala de miedo, que era sin duda uno de sus guilty
pleasures de pareja. Ay, pareja..., pensó Ana, pero en ese momento ya no la
tenía.
45

El amor

Y ¿qué es el amor sino una enfermedad? Un virus que muta de la euforia a


la familiaridad en pocos años y ya una decide si quiere volver a vacunarse,
curarse, contagiarse, como quien se monta de nuevo en la montaña rusa, o
si prefiere seguir explorando el tranquilo camino cogidos de la mano. El
amor no tiene un final. O sí, no lo sé. Eso era lo que se preguntaba Ana
constantemente.
Lo de Germán le había servido para que pensara en ello y sintiera que era
toda una experta del tema. Estaba convencida de que si hubiera estudiado
podría haber escrito una tesis sobre el amor y en lo que se transforma.
Lo básico, vamos. Que si te enamoras, que si mariposas, que si fuego y
luego cuesta abajo... Pero ella no sabía que no todos los amores son iguales.
Algunos empiezan directamente en la calma y el sosiego, y el fuego viene
luego. Otros son tan fugaces que cuesta recordarlos, aunque parecían
eternos... Pero ella se centraba en el suyo.
Ana se había colado por Guille y le parecía que era el mejor compañero
de viaje para empezar la aventura de compartir bien juntitos; se entretenían,
se complementaban y se caían bien, que para ella era lo más importante,
pero las mariposillas y los fuegos artificiales duraron poco. Ella ahora se
quejaba de eso, pero era lo más razonable, y se vivía mucho más tranquila
sin la ansiedad que proporciona el amor de las primeras veces... Aunque
también es cierto que esa efervescencia hace que nos sintamos vivos y
vivas, que le otorguemos la responsabilidad de nuestra existencia y que nos
sintamos cursis, ñoñas y apavadas, como en todas las películas en las que
nos han metido que el amor existe de verdad.
Ana anhelaba eso, pero te aseguro que cuando se enamoró de Guille o de
sus novios anteriores, era de todo menos operativa o capaz de sacar adelante
cualquier quehacer diario. El amor lo eclipsaba todo. Dormía mal, estaba
nerviosa, comía irregular; eso sí, follaba muchísimo, y supongo que el sexo
hace que nos sintamos mejor con nosotras mismas... A ella le pasaba. Las
mejillas sonrosadas postcoitales le hacían parecer una de esas heroínas de
novela pastoril.
Ana echaba de menos el amor.
Ana se echaba de menos a ella estando enamorada.
Ana se sintió mal por ser tan indulgente consigo misma.
Y ¿qué hizo?
No hizo nada.
46

Ventana cerrada no deja pasar el aire

—Ponte las pilas —le dijo Bea mientras terminaba de fregar unas tazas
del desayuno.
—Ah, vale, qué fácil es decirlo —contestó Ana desperezándose e
incorporándose en el sofá.
—No, en serio, tía, es que... Yo creo que ya. Ana, estás en un estado
como de... Estás en un estado como vegetativo, como en modo pausa y, en
serio, a mí no me molesta que tengas ocupado el sofá. Al revés, me gusta
que estés aquí. Pero ya. Ponte las pilas.
—Lo sé —contestó Ana desde un desconocido tono calmado.
—¿Sí?
—Sí.
Bea aprovechó la tranquilidad de su amiga para explicarle lo que pensaba
realmente, sabiendo que no había pistolas cargadas o que no se pondría a la
defensiva. Se sentó a su lado, le puso la mano sobre la rodilla y comenzó su
exposición como si la llevara macerada durante varios días en la punta de la
lengua.
—Amiguita, yo no te lo digo desde el juicio, en serio, te lo digo desde...
Yo qué sé, como una persona objetiva que te ve desde fuera. Estás en stand
by, como esperando que pase algo.
—¿Tú crees? —preguntó Ana después de una pequeña pausa.
—No lo creo. Lo sé. Tú decidiste dejar a Guille. Pero que estés aquí, que
no estés buscando un lugar al que ir, me da a entender que piensas que es
una etapa y que vas a volver con él y que simplemente estás esperando a
que pase algo. Pero Ana, las cosas no pasan así como así. El destino no va a
venir como un repartidor de Uber Eats a la puerta a traerte lo que se te
antoja... Y menos si no haces un pedido, ¿entiendes?
—Pero yo no quiero estar con Guille.
—¿Estás segura?
Ana asintió levemente, casi como con vergüenza.
—Pues si estás segura, pasa página, Ana.
—Sí, tienes razón. Supongo que me estaba acomodando en esta
sensación rara como de duelo, Bea, pero sé que es algo momentáneo... Me
lo quería permitir.
—Y te lo has permitido, así que ahora, si tienes tan claro que no vas a
volver con tu ex y que mi sofá no supone calentar el banquillo hasta que
tengas que volver al partido, es el momento de ponerte las pilas. De bajarte
todas las aplicaciones empezando por la de Idealista y terminando por
Bumble, que Tinder no me gusta. Enséñale a la vida que no llevas una luz
roja encima y que eres libre.
—Vale.
—Vale. Ana...
—¿Qué?
—¿Acabas de eructar? —preguntó Bea con desaprobación.
—Pensaba que no te darías cuenta. Me sentó fatal el kebab ese de ayer.
Bea golpeó a su amiga en el brazo y se levantó rápidamente, como si le
hubiera picado una araña.
—¡TÍA!
—Perdón.
Ambas estallaron en carcajadas y estiraron un eructo silencioso hasta
convertirlo en varios chistes tontorrones mañaneros hasta que Ana se
recompuso, se secó las lágrimas de la risa, miró a su amiga y le dio las
gracias.
—¿Por qué?
—Pues por todo, Bea, gracias así en general.
—OK. Pues de nada.

Un ratito después, mientras Ana se quedaba absorta y empanada sentada en


la taza del váter, mirando un punto fijo en la nada tras su segundo o tercer
pipí de la mañana, pensó en lo que le había dicho Bea. Tal vez sí que estaba
esperando, tal vez sus decisiones eran fake, tal vez, y solo tal vez, estaba
esperando a que el destino moviera ficha. Pensó en Guille y en si él también
estaría sentado en la taza del váter pensando en ella. Pensó en él y se asustó
al verse echándole de menos, imaginándole en acciones random como esa
misma, entrar al baño y encontrárselo en la taza del váter jugando a uno de
esos videojuegos para el móvil.
Ana Luisa Borés echaba de menos la cotidianidad.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo, erizando los pelitos mal depilados de
sus piernas, y pensó que había corriente en el baño destartalado de su
amiga, pero las ventanas estaban cerradas a cal y canto. ¿Por dónde entraba
el aire? ¿Puede una ventana cerrada dejar pasar el aire y generar una
corriente que le provoque escalofríos? No.
Se frotó el cuerpo intentando entrar en calor, pero era difícil.
Ana hizo lo que cualquier chica hubiera hecho en esa situación (la de
notar que echas en falta a tu ex). Escribió un mensaje a Guille, mensaje que
borraría varias veces y que nunca enviaría, para acabar bajándose una app
de ligues, pasando página drásticamente.
Tiró de la cadena. Siguió sintiendo frío, así que se tapó con una manta.
Problema resuelto.
47

Este amor puede contener trazas de relaciones


anteriores

Después de chatear por una aplicación de citas durante varios días, Santi se
atrevió a proponerle tomar una cerveza a Ana Luisa Borés. Ella accedió.
Ella sabía de él que era ingeniero (aunque tampoco tenía claro qué clase
de ingeniero), que le gustaban las primeras películas de Woody Allen, que
llevaba un tatuaje tribal espantoso en el omóplato izquierdo como recuerdo
de un ataque rebelde a los dieciocho, que podría alimentarse a base de
croquetas, que no cometía faltas de ortografía (era de las pocas personas
que aún ponían los símbolos de exclamación e interrogación al principio de
la frase), que los jueves jugaba al fútbol y que los martes se había apuntado
a un taller de pintura, pero se le daba regular, y que lo había dejado con
Clara, su novia de toda la vida, unos meses antes de bajarse la app por la
que conoció a Ana.
Mientras Ana esperaba en el centro de la plaza de la Luna, mirando en
todas las direcciones como si fuera un faro, luchaba contra una sensación
extraña que la quería convencer de que eso estaba mal, de que tener una cita
estaba mal. Se había arreglado poco para no darse (ni darle) importancia.
Un jersey desbocado que mostraba un hombro y el tirante del sujetador, un
vaquero desgastado y esas zapatillas a las que les vendría bien un lavado,
pero se había puesto su abrigo verde, y eso subía cualquier look. Estaba
mona sin quererlo, sí, pero también estaba nerviosa y un poco asustada.
¿Por qué sentía esa extraña sensación de traición si estaba soltera? Si no
tenía novio. Supongo que porque no tener novio no la hacía no tener un
compromiso, y ella tenía un compromiso, una cuerda imaginaria que, con
futuro o sin él, la unía a Guille. Una cuerda imaginaria, y sabía que tenía
que avanzar y pensaba que se enamoraría de otro, pero que ese amor podría
contener trazas de amores anteriores, en este caso de un amor anterior.
Vaya, Santi era más alto que en las fotos, pero ella lo reconoció al
instante, y con cara de bobo, de adulto que se ve a la legua que no está
preparado para las segundas oportunidades. Se acercaron y se dieron dos
torpes besos que ellos mismos denunciaron. Caminaron incómodamente
juntos porque la calle Corredera Baja de San Pablo parecía más estrecha
que nunca, y Ana empezó a agobiarse. Por suerte encontraron un hueco en
una de las terrazas de la plaza de San Ildefonso. Santi pidió un vermut; ella,
lo mismo para no pensar. Luego vinieron un par de vermuts más y luego
unas cervezas mientras compartían un hummus y un bao de algo que
parecía panceta. Hablaron de todo un poco, aunque él no era un chico
especialmente parlanchín; era más bien calladito, pero poco a poco el
alcohol hizo lo suyo y las cosas fluyeron hasta que ambos acabaron
sentados en el sofá de él. Silencio incómodo.
—No suelo... No pienses que vienen muchas chicas a casa.
—No lo estaba pensando —dijo ella para que él se tranquilizara—.
Bueno, pues... Ya estamos aquí.
—Sí. ¿Quieres... algo? —se apresuró él.
—Eh... No...
Ana negó con la cabeza y se acercó un poco más, apartando un cojín con
dibujos de delfines que había entre ellos. Se miraron fijamente. Sí, él
mantuvo su mirada escurridiza en la de ella y dieron paso a paso lo que
debía estar escrito en el manual imaginario de normas de las primeras citas.
Ana besó a otro. A otro más.
No fue un gran beso, al revés. Fue tal vez de los peores besos que había
experimentado la chica. No porque Santi no le pusiera ganas, todo lo
contrario, le puso tantas ganas que demasiadas cosas estaban pasando entre
esas bocas al mismo tiempo. Labios apretados, lenguas rígidas y duras
moviéndose sin intención ni objetivo, exceso de saliva y unos sonidos raros
que provenían de lo más profundo del nerviosismo de él, algo así como
unos microjadeítos desmotivadores. Pero ella, como si nada de esto fuera
importante, tomó las riendas. Tenía tantas ganas de ESTAR, así en
mayúsculas, con alguien que no importó que Santi fuera un besador tirando
a amateur. La iniciativa no era la cosa favorita de Ana Luisa Borés, pero en
ese momento alguien debía tomar el control y no quería perder ni un minuto
más. Los morreos fueron calmándose y tornándose más mediocres y
sencillos. Mejor. Ana dejó todo el peso de su cuerpo sobre el de él y le
pareció notar el palpitar de la erección del chico como si estuviera llamando
a la puerta de su intimidad. Pac, pac, pac. Se sentó sobre las piernas de él,
sí, como una jinete a punto de empezar el trote, se quitó el jersey desbocado
quedándose solo con el sujetador deportivo y, cuando iba a bajar para
volver al ataque de unos besos cada vez menos raros, se vio desde fuera,
algo que solía hacer demasiado a menudo, y su libido pasó de «Pienso darlo
todo con este tío aunque bese mal» a «¿Qué coño estoy haciendo con mi
vida?».
Claro, Guille le pasó por la cabeza.
—Me voy a ir —dijo sin bajarse de encima de él.
—Ah. Claro, sí, perdona... Es que estoy un poco desentrenado y soy muy
torpe.
—No, no es por eso.
—Pero ¿es por mí? —preguntó Santi mostrándose de lo más vulnerable.
—No... Es que...
Ella no quería hablar del tema, pero el chico le había parecido majo y se
forzó a contarle la verdad mientras se ponía de nuevo el jersey.
—Es que me ha pasado por la cabeza mi ex. Nada, una centésima de
segundo, pero ha sido suficiente como para cuestionarme no lo que estamos
haciendo, sino a mí misma...
Santi resopló por el calentón, se frotó la cara un par de veces y se
incorporó sentándose en el borde del sofá.
—Y has pensado que tal vez él esté haciendo lo mismo, ¿verdad?
—Sí. Pero ¿por qué? Me tendría que dar igual, pero me lo he imaginado
en otra casa bajo una chica, besándose como yo estaba haciendo contigo, y
he sentido un golpe, pero fuerte de verdad, aquí en las... Aquí entre las
costillas. No sé... Perdona, Santi.
—¿Perdona? ¿Por qué? Si te soy sincero, yo también estaba pensando en
mi ex... Han sido muchos años y notar otro cuerpo, buf, es raro. Te
entiendo. ¿Por qué lo dejasteis?
La duda apareció en el rostro de Ana, como si el motivo de la ruptura se
hubiera olvidado de camino a ese sofá en el piso de un desconocido.
—No me acuerdo.
—¿Quieres un vaso de agua?
—Por favor.
Santi se levantó, se acomodó el pene metiendo la mano por el bolsillo del
pantalón, algo que pareció menos sutil de lo que él creía, y sirvió un vaso de
agua advirtiendo que, aunque estaba en una botella, la había rellenado del
grifo. Ana cogió el vaso con las dos manos, pareciendo una niña tomándose
un colacao, y suspiró expulsando la congoja que sentía por considerarse
incapaz de follar con otros chicos.
—No te rayes, Ana.
Ana asintió.
—A mí también me suele pasar eso, pero hoy me sentía bastante cómodo
y pensaba que podría, si es que probablemente cinco minutos después lo
habría parado yo...
—Lo dices para que no me sienta mal.
—No, mujer, no. A ver, es diferente porque Clara me dejó y eso supongo
que hace que lo lleve peor, pero por lo que me has contado fuiste tú la que
lo dejó con Guille, ¿no?
—Sí.
—¿Estabas segura?
Ella dejó el vaso en la mesa y se levantó acercándose a él y buscando su
abrigo con los ojos, ya que no recordaba donde lo había dejado.
—Sí, estaba segura, pero ¿y si me equivoqué...?
—Hace invierno, aunque no lo sea. Es más difícil lo de estar solo con
este tiempo y estos días tan grisáceos. Es fácil recordar lo bueno y ya está,
pero hay que tener un poco de confianza.
—¿En qué? —preguntó ella.
—Pues en la Ana del pasado que pensó que era una buena idea dejar a
ese tío.
La Ana del presente asintió.
—¿Quieres ver algo? Creo que me voy a poner La mosca, está en Filmin.
—Vale.
Ana volvió al sofá mientras Santi cogía una mantita para que pudieran
taparse y vieron La mosca acurrucados, fingiendo ser, por una hora y media,
lo que jamás serían.
No hizo falta una gran despedida. Ellos lo entendieron todo. Ya en el
ascensor, mientras Ana eliminaba la app de citas, pensó por primera vez de
un modo sólido y con mucho peso que tal vez su cerebro quería dejar a
Guille, pero su corazón, su chocho y su futuro querían volver con él y
¿quién era ella para cuestionar a sus órganos o a sus esperanzas?
48

La boda

Un tiempo después.
¿Cuánto?
Ni lo sé, el suficiente para que a Ana le doliera el cuerpo del incómodo
sofá de Bea, para que le latieran las ganas de ser abrazada fuertemente o
para que Diana sintiera que la vida se estaba apresurando. Es que así era.
Verse vestida de blanco era un explícito sinónimo de velocidad.
No hay nada más doloroso cuando llevas el vestido más bonito del
mundo que tras de ti, en el reflejo del espejo, no esté tu madre. O eso es lo
que pensaba Diana en ese instante. Hay madres buenas y madres peores,
pero la de Diana era una madre necesaria, a la que se le necesitaba en ese
momento, sobre todo para romper su ausencia, porque nunca había estado.
Le hubiera gustado consolarse en el hombro de su padre, alguien que
siempre siguió llamándola en masculino pero que la aceptó a su manera. No
podía, había fallecido años atrás, ni recordaba cuántos años, porque en su
nueva vida, cuando se expresó frente al mundo como un regalo de
honestidad hacia el universo, el tiempo pasado desapareció más rápido
porque aquella chica no era ella. Ella era esa. La del precioso vestido
blanco, la que apretaba con sus dedos índices los lagrimales para evitar el
caos y la cascada oscura de una máscara de pestañas que no era tan
waterproof como le habían hecho creer a la novia. Tenía que haber utilizado
el suyo propio que sabía que nunca fallaba. Ya pensó en su madre durante la
prueba del vestido y era obvio, aunque fuera a modo de ausencia, que
también estaría presente en ese instante, el de la novia.
La novia.
Ella.
La chica del vestido bonito.
Esas cosas sencillas, esas frases tan obvias eran lo que le servía a Diana
para dar pasitos hacia la puerta de la salita en la que se había refugiado.
Antes de llegar al pomo tuvo que sentarse para tomar aliento y notó que el
corsé le apretaba más que nunca, como si estuviera lleno de restos de
etiquetas cortadas, como si estuviera cosido sobre su piel. Le apretaba tanto
el vestido como la mera existencia.
No se quería casar con Tito, pero casarse simbolizaba el todo para ella, la
aceptación extrema y real y ser por fin una más, una más que pasa
desapercibida y a la que no se le privan las cosas básicas de la vida. Esto
ella no se lo planteaba de este modo. Ella creía que quería casarse y ya.
Tenía dudas, pero no podía abrazar la idea de no querer a Tito. ¿Tito era
perfecto? No. ¿Estaba enamorada fuertemente de otro? Tal vez. Pero eso
ahora ya no tenía ningún valor y ninguna relevancia. Lo importante es que
si hubiera tenido padres que hubieran entrado a impedir esa boda, ella se
hubiera escondido bajo sus faldas y habría salido por patas, pero como no
los tenía no experimentaba la sensación de pertenencia y tenía que seguir
adelante con lo que estaba escrito y pactado. Tenía amigas, eso sí, pero las
había echado un rato antes y les había prohibido el acceso en uno de sus
ramalazos de mujer independiente y empoderada, palabra que por cierto no
le gustaba un pelo. Decía que quería estar sola antes de dar su gran paso.
Era mentira. ¿Quién quiere estar sola antes de casarse? Alguien que notaba
que había estado sola todo el tiempo. Se iba a casar. Pero no podía salir de
esa habitación. El corazón le iba a mil. El vestido le apretaba más y más y
le faltaba el aire. Cada vez que encontraba las fuerzas para acercarse a la
puerta, encontraba también una excusa para dar marcha atrás, para no coger
el pomo, para sentarse o para tumbarse aun arriesgando a que el impoluto
vestido blanco se tornara en el impoluto vestido blanco con pelusas y
trocitos negros, como en aquella canción de Alanis Morissette, pero es que
solo tumbada en el suelo podía sentir que respiraba con normalidad.
¿Daba mala suerte que el novio viera a la novia antes de casarse? No
creo. Lo que podía dar mala suerte era que la novia literalmente no
apareciera y por eso el novio tuvo que salir en su búsqueda. Lo fácil hubiera
sido pensar, al verla en el suelo, que le había dado un vahído o una de esas
bajadas de azúcar que se curan a base de Aquarius o Sugus, pero no, él
entendió que ella estaba aterrada.
—¿Qué te pasa?
Sí, él pronunció solo tres palabras, no era un muchacho muy elocuente.
Diana se incorporó en el suelo y parecía más una imagen pastoril, un
personaje de Jane Austen a punto de empezar un picnic en el campo, que
una novia feliz frente a su boda inminente. Estaba abrumada,
desconcertada, un poco triste y un poco pletórica también, y él leyó el
miedo en su rostro.
—Yo también tengo miedo, pero creo que esto es lo que tengo que hacer,
lo que quiero.
Ella pensó en soltarle lo de Javi y muchas otras cosas, pero su naturaleza
femenina y su programación hizo que se quitara hierro a sí misma y que
fingiera con una de esas sonrisas que le hacían achicar los ojos para
transmitirle a él templanza y tranquilidad y que no cundiera el pánico.
—Tito, ya está. Sabía que esto sería así, que mi boda sería así. Creía que
quería estar sola, uno de esos momentos para estar conmigo misma como
adulta, sin ser social, pero en el fondo... Al verme sola, aunque haya sido
por elección, me he venido abajo. Perdona por esconderme.
—No estás sola —respondió él.
—Un poco sí, pero no pasa nada. Siempre he estado sola y he llegado
hasta aquí.
—Y mira lo guapa que eres.
¿Lo guapa? Ains... Diana entendió que él dijo eso para apoyarla y no lo
culpó por decir semejante tontería. Lo excusó pensando que ella estaba
programada para disimular sus penas y él, para salir airoso de los problemas
con las chicas haciendo alusión a la belleza física, así que entre líneas ella
metió un montón de palabras que él no había dicho, pero que a ella le
hubiera gustado escuchar.
Como Aladdín, Tito le tendió la mano y ella recordó el mismo gesto que
le hizo Javi en el hotel. La tomó y se levantó, se dio unos últimos retoques,
cogió todo el aire que pudo, como si fuera a sumergirse en una prueba de
apnea, y salió. Tito le dio un beso en la mejilla y se adelantó. Sería raro que
llegaran juntos al altar que una carísima empresa había montado con las
flores rosas y blancas que Diana quería. Así que caminó sola por el largo
pasillo pasando del sol a la sombra que proporcionaban los arcos de las
ventanas.
Ana Luisa la esperaba al final. Las dos amigas se abrazaron fuertemente.
—No me digas que estoy guapa porque ya lo sé. Es lo único que tengo
claro en este momento, coño.
Ambas rieron nerviosas.
—Estaba pensando que como no tienes mucha familia y tal, que igual te
apetecía que yo, que soy la familia que has elegido, te lleve al altar.
—No. Gracias, pero no. Quiero hacerlo sola. Todo lo he hecho sola, Ana.
Y a veces me ha dado pena y a veces me he sentido desdichada, pero soy
quien soy gracias a que me he apoyado en mí misma, a que he creído en mí.
Si entrara enganchada de tu brazo o del de otra persona, sería como si
necesitara el apoyo de los demás... Y lo necesito, te necesito, pero he
llegado sola aquí y quiero entrar sola. No necesito que nadie me acompañe
a ningún sitio.
—Pues ole tu coño.
—Sí, ole mi coño. Gracias por estar.
Con esto último, Diana se lanzó a los brazos de su amiga.
—El pelo, puta, si me despeinas te mato —dijo Diana apartándose de
Ana sin ningún tipo de miramiento—. Ale, venga, tira para tu silla, que no
quiero que se vean huecos en las fotos. En ese momento el tiempo se detuvo
por un instante entre ambas, y Ana Luisa sonrió, asintiendo, orgullosa de
aquella niña diferente a las demás que había conocido en un estúpido
campamento religioso, con la que había compartido cartas, chupitos y
confidencias, y se emocionó al ver que se había convertido en una mujer
empoderada, hecha y derecha, e iba a conseguir lo que más ilusión le hacía,
algo tan efímero e irreal como la validación externa. Pero cada una puede
soñar con lo que quiera y ¿quiénes somos nosotras para juzgarla?
49

Cuando llega el calor, los chicos se enamoran

La lista musical de la boda de Diana era... Uf, creo que puedo decirlo. La
lista musical de la boda de Diana era una mierda. Un truño. Si alguien había
cobrado por pinchar esos temas, deberían imponerle la pena de muerte y
condenarlo sin pensar, porque reconozcámoslo, darle al play al Caribe Mix
2003 no te convierte en un puto DJ.
Todas las dudas que había tenido Diana sobre el amor, sobre si estaba
haciendo lo correcto, o incluso su propia sensación de extraña soledad,
todas esas cosas se desvanecieron, aunque fuera por un ratito, cuando se dio
el pistoletazo de salida a la barra libre. Fue maravilloso verla desenfadada
rompiendo su pose de chica formal, divirtiéndose con Tito y sin vergüenza
alguna al emular los pasos de Melody cuando sonó «El baile del gorila».
Nada le importaba más en ese momento que ser ella misma y darlo todo,
como quien baila encerrada en la privacidad de una habitación infantil. Una
vez ya casada, sus miedos quedaron en un segundo plano. Llevaba una
alianza y eso la convertía por primera vez en la protagonista de la película
con la que había fantaseado de niña. Miró a su suegra, que disimulaba la
cara de horror al ver a su reciente nuera, vodka con naranja en mano,
levantarse la falda para hacer los famosos «uh, uh, uh» que hacen los
gorilas. En uno de esos «uh» sus miradas se encontraron y Diana sonrió con
los ojos clavados en la madre de su novio y telepáticamente le gritó:
—No soy la mujer perfecta, no soy la nuera que esperabas, pero soy la
que te ha tocado, así que jódete. JÓ-DE-TE.
No, la suegra no recibió el mensaje. Si las miradas tuvieran dedos, los de
la de Diana se convertirían en una peineta, claramente. No a la suegra, sino
a todos los «NO» que había recibido por el camino, a todos los taxistas que
le habían hablado en masculino o los camareros que la miraron por encima
del hombro como si no fuera suficientemente válida para existir; una
peineta imaginaria que escondía la rabia de quien tiene que triunfar dos
veces para que cuente como una.
Era erróneo buscar la validación personal e individual en un acto tan
cuestionable como una boda, y más cuando la chica tenía tantos asuntos
pendientes por resolver con ella misma, pero en ese momento sintió que
pertenecía al engranaje de la normalidad, y eso le dio la paz suficiente para
desatarse frente al resto, y tras «El baile del gorila» llegó «Dime», de Beth,
y sus caderas se descontrolaron victoriosas y sexis cruzando la pista de
baile para pedir otra copa.
Sí, la barra y ella, por lo menos ese día, lo tenían todo en común.
Y esa boda con peinetas imaginarias, un batiburrillo musical regulero y
trescientas copas inevitables, sí, esa boda de abrazos, de berridos y besos,
esa, esa boda fue la que vivió Diana. La de Ana... Bueno, no es lo mismo
ser la maldita novia en un bodorrio elegante-cañí que una invitada, una
especial, sí, pero una invitada.

Ana había dormido mal, pensaba que estaba incubando la COVID tardía,
pero pensó que eso estaba demasiado pasado de moda como para que
apareciera mágicamente la noche antes del evento. Amaneció sana, pero
nerviosa, y desayunó una bolsa entera de Kinder Schoko-Bons blancos,
algo de lo que se arrepentiría todo el día, pero es que estaba ansiosa y
muchas veces ella confundía la ansiedad con la necesidad de comer
chocolate, llámalo desajuste o llámalo cliché.
¿Sabes ese día en el que tu pelo, sin habértelo lavado, está perfecto,
maravilloso y te sientes bien contigo misma, incluso guapa? A ella le
hubiera gustado tener uno de esos días, pero no. El vestido que había
pillado por internet y que llegó la noche anterior fue decepcionante.
—¿Ese es el vestido, Ana? Buf... No se parece en nada al de las fotos,
devuélvelo, menuda estafa.
—No puedo devolverlo, no tengo otro, Bea.
—Ponte algo mío.
—Es que no...
—¿Qué pasa? ¿No te gusta mi ropa?
Ana no contestó y su silencio fue la respuesta. Pero, lejos de ofenderse,
Bea salió del salón tan tranquila, dejando que su amiga se lanzara por el
precipicio de la incertidumbre estilística. Descartó el vestido y, después de
darle muchas vueltas a las prendas que tan bien conocía, volvió a coger el
extraño vestido verde irregular de tejido barato, le dio un planchado, le
colocó un cinturón dorado y, chica, estaba casi bien si lo mirabas de lejos.
No tenía tiempo de más. Se maquilló y ambas salieron corriendo. El sonido
de sus tacones despertó a todos los vecinos. Uno de ellos gritó alto y claro
desde la cama:
—¿Qué mierda es eso? ¡Putas castañuelas infernales!
Ana rio por el comentario y notó que dejaba en casa de Bea el mal fario,
como si con la risa hubiera reseteado su día.

Cuando Ana vio en la mesa del restaurante que el nombre de Guille estaba a
su lado, pensó en varias opciones. La primera, la fácil y probablemente la
cierta, fue que los nombres estaban puestos desde antes de la ruptura y que
Diana, totalmente estresada con los preparativos de la boda, no lo cambió
porque ni supo dónde colocarlo ni se vio con ánimo de volver a hacer el
encaje de bolillos que era sentar a doscientos invitados (casi todos de la
parte del novio). Ojo, que también existía la posibilidad de que Guille no se
dignara a aparecer. ¿A santo de qué iba a aparecer en una boda que no le
interesaba lo más mínimo si ya no tenía que seguir las indicaciones de su
chica? ¿Crees que algún tío cishetero disfruta encorbatado en un evento así?
Yo creo que no, pero son cosas que hay que hacer cuando se tiene novia...
Sin embargo, al no tenerla, Ana pensó que él preferiría jugar al Call Of
Duty y atiborrarse de Risketos en vez de estar ahí pasando un mal trago
escuchando la pésima selección musical de su amiga o del DJ en el que
había confiado.
Esa opción no fue la correcta.
Guille se saltó la ceremonia, sí, pero se presentó al banquete. Llegó con
la corbata tirando a sueltita y una americana azul que Ana no recordaba y
que le hacía parecer un trasnochado vendedor de Tecnocasa que había
heredado el traje de un hermano mayor. Estaba guapo. Es que Guille
pertenecía a ese selecto grupo de chicos que nada tenían que ver con una
ensalada; cuanto más desaliñados, mejor. Barbita rasposa = Mejor. Pelo
despeinadete que pide a gritos un buen corte = Mejor. Corbata suelta =
Mejor. Ojo, que era un chico limpio, pero de estética desordenada. De
pronto, Ana notó como si se hubiera comido un puñado de pastillas
efervescentes y estuvieran haciéndole cosquillas en la boca de su estómago
(y más abajo también) con miles y miles de burbujitas gaseosas. Estaba
sorprendida, desconcertada, e intentó acomodarse el espantoso vestido de
tejido barato como un acto reflejo. Intentó mirar hacia otro lado, fingiendo
que era partícipe de una conversación de lo más interesante con un par de
primas de Tito, pero no funcionó, ya que fue incluida en el grupito y quedó
de lo más raro, así que se lanzó al vacío de la pausa dramática entre ambos.
El chico con el que había convivido tantos años, con el que había follado
tantas veces, al que había visto llorar y peerse en millones de ocasiones,
aquel que dormía con la boca abierta pero no roncaba, el que tiró el mando
de la play al perder un partida, con el que había compartido un sinfín de
desayunos y tropecientas series que ambos habían olvidado, él, al que había
roto el corazón involuntariamente, se acercó, sonrió y levantó la manita
entre infantil y tontito, y Ana notó que estaba perdida, que su corazón
empezaba a latir a mil por hora como el día en el que lo conoció. Y lo
recordó en aquel concierto de Muse, millones de años atrás, pidiéndole que
le pusiera el pendiente y sintió lo mismo pero mejor, porque a la exaltación
de lo desconocido, la proyección de lo que podrá ser, se le sumaba el peso
de la seguridad que aporta un camino ya recorrido.
Ella cogió aire, como aferrándose a la vida, porque notaba que su mundo
se desvanecía, se le humedecieron descontroladamente los ojos y catalogó
de vacío inmenso lo que sentía dentro de su cuerpo al notar que el de Guille
estaba a cien océanos de distancia aun estando tan cerquita.
Fue solo un segundo, pero ella revivió cada uno de los momentos
positivos que había tenido con ese chico desaliñado y se fustigó por haber
tomado todas las decisiones incorrectas que rompieron los puentes de su
futuro en común. Solo fue un segundo, pero lo exprimió al máximo
sintiéndose tonta y equivocada, pensando que tal vez él había rehecho su
vida, ese lustre en la piel y ese brillo en los ojos es propio de quien es feliz
y se es feliz cuando se ha follado. ¿Quién sería ella? ¿Quién sería la
afortunada que estaba ocupando su sitio en la cama, recibiendo las gotas de
sudor sobre su cuerpo? Alguien mejor, seguro que alguien más guapa,
seguro que alguien que no se presenta en la boda de su mejor amiga con un
vestido cutre, seguro que alguien que no salta del barco a la primera de
cambio. Un segundo, de verdad, solo fue un segundo, en el que pensó que
estaba completamente enamorada de él y que había llevado demasiado lejos
un espejismo caprichoso. Algo tan simple como un beso la había llevado a
ese lugar, y en ese momento se hubiera cortado una mano y la hubiera
lanzado por los aires exponiendo al mundo su locura a cambio de un beso
más de ese chico del que sabía su grupo sanguíneo y su número de pie.
—Estás espectacular.
Vaya, otra vez chicos ensalzando la belleza femenina como principal
recurso. Típico. Pero surtió el efecto deseado. Ella se ruborizó y no supo
cómo contestar a eso.
Piensa, Ana, piensa.
Pensar, pensó poco, le golpeó el brazo con el puñito cerrado rollo bro.
—¡Venga ya! —dijo—. He dormido mal, ayer no me encontraba bien y el
vestido, meh.
Él insistió y se sentó en la silla quitándose la americana y remangándose
los puños de la camisa.
—¿Todo esto van a sacar? —Se sorprendió mientras analizaba la tarjetita
del menú—. Es excesivo, creo —dijo él resoplando como si ya viniera de
comerse un cochinillo.
—Qué me vas a contar, que me he comido una bolsa de Schoko-Bons
blancos esta mañana.
—¿Entera? —preguntó él.
—¿Lo dudas?
Ambos sonrieron, y era obvio que la complicidad estaba ahí, aunque la
hubieran enterrado con tres o cuatro paladas de tierra.
Sí, el menú era excesivo. Las bodas siempre lo son y, al igual que el vino,
tienen ese componente tontorrón que hace que la gente se sienta sexy, como
le pasó a Ana cuando conoció a Mario en la casa de aquel director, y tal vez
fue eso o el empacho y el no tener nada que perder lo que motivó a Guille a
acercarse un poco más a Ana para bromearle sobre el tamaño de la pierna
del cordero o para mostrar su vergüenza ajena cuando Diana y Tito hicieron
una estúpida coreografía delante de todos.
Ana y Guille habían recobrado esa capacidad de hacer que la gente a su
alrededor desapareciera. No era un superpoder, activaban un código propio,
el de las bromas internas, y la gente solía tirar la toalla e ignorarlos al ser un
círculo demasiado personal y cerrado, un círculo que ella admitió como
casa o zona de confort.
El olor de Guille despertaba toda la artillería hormonal de Ana cada vez
que él se le acercaba para comentarle cualquier tontería. Ese olor nublaba
totalmente el recuerdo de los momentos menos positivos por los que habían
pasado. Parece mentira que un perfume barato de imitación pudiera ser
capaz de alterar a una persona y borrar de un plumazo frases enteras de la
memoria de la chica. Pero así fue. Ana ya no recordaba que había dicho que
le parecía aburrido o que era inmaduro sin iniciativa, etc., etc., etc. El olor
de Guille colocaba a la chica en piloto automático, tanto que simplemente
se dejó llevar siguiendo la ruta que marcaban su corazón y su libido.

Tras la tarta, él acabó susurrándole al oído cosas sencillas, cosas difíciles de


entender por la mala acústica, pero que la chica supo adivinar como una
invitación al pasado y a un tiempo mejor y simplemente aceptó dándole una
palmadita en el hombro para acabar dejando su mano apoyada como
símbolo de pacto sellado. Cuando acabara el bodorrio, se irían juntos. Eso
estaba claro. Ana se quitó su mochila de piedras imaginarias y la dejó en el
suelo, disimuló su alivio, eso sí, para no parecer demasiado dependiente,
aunque era obvio que lo era.
Ver a Guille tan majo y tan tranquilo y, sobre todo, facilitándole el
camino despertó en Ana las ganas de abrir la caja de Pandora y ser honesta
y explicarle que si se fue de casa, la culpa solo la tuvo un beso que no supo
gestionar. Que aunque no lo reconociera, se sintió sucia y traidora, y que
probablemente algo tan banal se le había clavado a fuego en su historia a
causa de lo que le habían hecho creer la educación cristiana y los cuentos de
princesas. Pensó todo eso, conclusiones a las que llegó comiendo techo en
el sofá incómodo de su amiga bisexual. Pensó todo eso, pero no lo dijo. Le
dio miedo su propia sinceridad y la consecuencia de esta.
Yo te puedo asegurar que en un universo alternativo, otra Ana diferente,
otra, tomó el camino agridulce de la verdad y le explicó a su exnovio que si
le había dejado era consecuencia directa de un beso de poco más de
cuarenta segundos que creció como una bola de nieve y que explotó en un
catálogo de defectos y miedos. En ese mundo alternativo, el Guille paralelo
se burlaría de ella sin darle más importancia de la que realmente tiene un
beso, la que los dos besadores o besantes le den, que en ese caso era
bastante poca.
Ana, la de aquí, la de esta realidad, no dijo nada. Simplemente lo miró y
levantó los hombros como preguntando «¿Y ahora qué?». Él sonrío y la
fiesta por fin empezó a serlo.
Hicieron lo típico de las bodas, ya sabes, tirar tres o cuatro copas al suelo,
manchar un par de vestidos, vomitar un par de veces, tomar dos chupadas
de M, bailar a saco, bailar lento, seguir la conga y anhelar.
Ana anheló todo, pero sobre todo anheló estar en el sofá acurrucada con
Guille viendo un true crime y compartiendo una milanesa. Qué cosas. Eso
sí, bailó enloquecida todos los éxitos del verano del Caribe Mix 2003 y
acabó exhausta cual niña pequeña a la que tienen que llevar a casa en
brazos. Pero anheló desde la tranquilidad que da el saber que no te vas a ir
sola. Como quien bajo la lluvia sabe que podrá darse un baño de agua
caliente.
—Yo por mí... Ya estaría.
—¿Nos vamos?
No importa quién dijo qué, lo que importa es que Ana Luisa Borés acabó
sentada de nuevo en el asiento de aquel coche escacharrado que conocía tan
y tan bien y al que no había vuelto a subirse desde que llevaron a Pistacho
al veterinario.
Fue bonito que un conflicto que había dado para tanto monólogo interno
se resolviera de un modo tan sumamente sencillo, como si supieran desde el
principio que la ruptura era solo momentánea. Tal vez Diana por eso
decidió sentarlos juntos, facilitando el camino del destino, o tal vez ellos
sabían que Ana necesitaba espacio para echarle de menos o que él
necesitaba perderla de vista para valorarla más, para ponerse las pilas.
50

El silencio

El maquillaje de Ana Luisa Borés no había aguantado tan bien como ella
imaginaba. Algo se temía y dudaba entre bajar el espejito que había sobre el
asiento del copiloto y descubrir si su cara parecía la servilleta manchada de
alguien que ha comido un menú de McDonald’s o quedarse quieta
imaginando que todo seguía en orden. El silencio entre Guille y ella era
tirando a incómodo, sorprendente tras la juerga que se habían pegado, pero
actuaban como si por primera vez la carabina hubiera desaparecido, como
esos adolescentes que delante de todo el mundo solo son ganas, pero
cuando se quedan solos siguen siendo niños y no se atreven a dar ningún
paso. Sí, era raro, así que la chica decidió bajar el espejo como símbolo de
normalidad. En efecto, su cara era un cuadro. La máscara de pestañas se
había desprendido a los párpados inferiores creando un dramático efecto de
panda deprimido, de payaso triste. El corrector había desaparecido y el
pintalabios estaba por zonas como un sarpullido enfermizo. Parezco alguien
a punto de morir, eso pensó... Pero no le importó. Suspiró. Un suspiro lleno
del hartazgo de sí misma. ¿Por qué tenía que machacarse por no estar
perfecta si ella misma sabía que era precisamente su imperfección lo que le
ayudaba a ser estable y casi feliz?
Cuando se disponía a subir el espejito, volvió a encontrarse con sus ojos
y se observó como si hiciera años que no se mirara. Sí que se miraba, pero
se veía poco, y lo que vio le pareció desordenado, frágil, pero auténtico. Tal
vez si la Ana Luisa de quince añitos cogiera una máquina del tiempo para
encontrarse a su ella de treinta y tantos en aquel coche, no le hubiera
gustado la imagen o, como mínimo, le hubiera impactado, pero Ana sabía
que lo hacía lo mejor que podía, y eso era lo más real y verdadero que podía
ofrecerle a aquella niña de quince años que la observaba a través de sus
ojos.
—Eres preciosa, sí, se te ha corrido un poco, pero eres preciosa, estás
preciosa...
Eso le dijo Guille, como si fuera la primera vez en la vida que le decía un
cumplido, como si la confianza entre ellos hubiera desaparecido, creando
una nueva primera vez tímida e inesperada. No fue, de nuevo, una falta de
recursos de un chico cishetero que a la mínima de cambio alaba el físico de
una chica como si ellas solo quisieran escuchar cosas bonitas sobre su cara
o sobre su cuerpo. No. A él le parecía que ella era una tía de puta madre y
su manera de traducirlo en palabras era esa.
—De verdad.
Guille aprovechó el semáforo en rojo en esa carretera desértica para
humedecer con saliva su dedo pulgar e intentar quitar la tristeza de debajo
de los ojos de la chica. No lo consiguió. Pero lo volvió a intentar repitiendo
la acción y, esa vez, esparció los restos de máscara de pestañas de debajo de
los ojos de ella creando un efecto grisáceo, por lo que podría decirse que él
quitó la tristeza a medias de la cara de la chica.
—Ya no pareces un panda deprimido.
—No, ahora parezco un panda y ya está. Mucho mejor.
—¿Hay algo más mono que un panda?
Ana Luisa Borés negó con la cabeza y sonrió, miró a Guille y sintió que
ese asiento de copiloto en esa tartana era el lugar en el que le apetecía estar.
Tal vez se estaba equivocando, tal vez estaba embriagada de él y no quería
estar sola ni volver al sofá de Bea ni a las dudas, o tal vez sí estaba
enamorada realmente de ese chico. ¿Quién sabe? Ella no tenía la respuesta
ni la necesitaba, porque claro que sobrevolaban su cabeza un montón de
escenarios posibles donde nada salía bien, donde él seguía siendo él, pero
prefirió callar las voces y mirar hacia otro lado, confiando.
Sin darle ninguna importancia al acto, puso su mano sobre la de él, que
parecía que la esperaba encima del cambio de marchas. Subió el espejo y
dejó la mirada fija en la carretera. Por primera vez en mucho tiempo, estaba
tranquila. Merecía(n) el silencio y lo cotidiano de estar juntos en ese coche
sin pensar en nada más.
Nada más.
Ana Luisa Borés, poco a poco y sin oponer resistencia, fue cerrando los
ojos y quedándose dormida.
Agradecimientos

Gracias a todos los chicos que, sabiéndolo o no, pulsaron en mí la tecla de


la ñoñería.
Al Willy de mis catorce, que sin esfuerzo se apropió de la parcela más
importante sobre la que edifiqué una casita preciosa y por la que paso a
veces para saludar, solo para saludar, imaginando que soy la adolescente
que nunca pude ser.
A Kenneth Branagh, a Paul Rudd y a Ángel, sí, sobre todo a Ángel de
Buffy Cazavampiros. A aquel Sergio al que le escribí un diario secreto. A
Jordi, que me acompañó de la mano a ser yo misma. A Juan, que siempre
estuvo (y siempre estará), y a Chema, el primero de mis primeras veces, que
me dejó la huella que deja un corazón en 3D.
Gracias.
Esta novela es un puzle de momentos y emociones. Una
historia que nos habla de las relaciones o, lo que es más
importante, del amor.

El amor... Suena interesante, pero ¿de qué va?

Ana Luisa Borés (sí, ella también odia su nombre) tiene treinta y cuatro
años y se siente un poco atascada en su vida. Trabaja como camarera en
Malasaña, vive con Guille, con el que lleva siete años, y...

Venga, al grano, ¿qué va a pasar?

Pues que Ana se besa con un tío en una fiesta y ahí se lía todo.

Vaya..., ¿y ese es el detonante? Pues parece una tontería.

Sí, el detonante es algo tan simple como un beso. Ana se deja llevar, y ese
sencillo beso se convierte en una mochila de piedras cada vez más pesada
que le hará replantearse su vida, su compromiso, su relación...

Entonces lo del beso es la excusa...

Claro, es una excusa para hablar de los sentimientos, de la infidelidad y de


cómo lo que piensan los demás puede alejarnos de nosotros mismos y de
nuestros verdaderos deseos.
Abril Zamora (Barcelona, 1981) es actriz, guionista y directora. Después
de una larga trayectoria en cine, teatro y televisión, alcanzó una gran
popularidad gracias a la serie Vis a vis. Fue cocreadora de Señoras del
(h)AMPA (Telecinco) y guionista de Élite (Netflix), cuyo universo ha
explorado en dos novelas. Además, en 2021 estrenó Todo lo otro (HBO),
serie de la que fue creadora, directora y actriz. En los últimos años ha
formado parte del reparto de diferentes producciones audiovisuales y,
recientemente, Operación Triunfo la ha fichado como profesora de
interpretación.
Primera edición: febrero de 2024

© 2024, Abril Zamora


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Diseño de portada: Penguin Random House Grupo Editorial / Anna Puig


Imagen de portada: © Candela Piñeiro

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ISBN: 978-84-666-7737-0

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Índice

Ana ha besado a otro

1. El beso
2. Una chica típica

3. La noche de las mil Britneys. Antes del beso


4. La fiesta
5. Lo que Ana Luisa quería ser

6. Un chico con una serpiente en el cuello


7. Después del beso. Conversaciones
8. Como en un videoclip

9. Javi
10. Ana Luisa y su madre
11. La influencia de Benji Price. El primer beso

12. Ana y Guille lo hacían de vez en cuando

13. Javi 2
14. Traición

15. Cuando Bea le dijo a Ana que era tonta

16. Un número de teléfono apuntado en un formulario de carta


certificada

17. La consecuencia del beso en Ana Luisa

18. Evitar
19. Magnitud: nachos con todo

20. Con hielo y sin aliento

21. Lo que le gusta (y sobre todo lo que no) a Ana Luisa Borés
22. El láser

23. Aquella noche

24. Paso básico de aeróbic


25. Ana Luisa intenta cambiar el nórdico sola

26. Lo del hotel

27. Infiel
28. Lo de Barcelona

29. Ana Luisa no quiere ser (como su) madre

30. Diana se siente normal

31. Macerando

32. Lo de Jairo
33. Atracón

34. Diana y Tito

35. Reencuentro

36. Ahora sí que sí


37. Un taxi

38. El sofá de Bea

39. Sola. Ana Luisa Borés estaba sola

40. El sudor sobre ella

41. Pequeñas

42. Teatro
43. Lo de la app

44. Una botella de godello de nueve euros

45. El amor

46. Ventana cerrada no deja pasar el aire

47. Este amor puede contener trazas de relaciones anteriores

48. La boda
49. Cuando llega el calor, los chicos se enamoran

50. El silencio

Agradecimientos

Sobre este libro

Sobre Abril Zamora

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