De Todo Un Poco
De Todo Un Poco
De Todo Un Poco
DE TODO UN POCO
cuentos
Seudónimo: René
1
ALGUNOS CUENTOS FANTÁSTICOS
Hoy cumplo 45 años y ha sido un día como los demás. Igual que los anteriores durante los últimos
veinte años, mamá llegó temprano de visita. Mi esposo ya no estaba porque tiene su otro amor en la
ciudad, su estudio jurídico, y sale antes que asome el sol, mientras yo aún duermo. Eso ya es muy tem-
prano, hasta para mamá. Ella es madrugadora y a mí, sin embargo, me gusta quedarme un rato remolo-
neando en la cama, o tomando té, o mate. El mate lo adquirí hace años, en Argentina, y lo conservo. Me
gusta. A mamá también y solemos sentarnos a la sombra de los sauces, en verano, cerca del estanque,
o bajo los olmos, a tomar mate bien helado.
O en invierno, junto al fuego, calentito. Te entibia el alma, es el dicho de mamá .
Ella siempre viene de visita. A veces a la mañana me despierto oyendo como riega las plantas del
jardín. En especial le agrada regar un jazmín que plantó bajo las ventanas que dan al sur, para que
recibiera bien el sol, dijo. Yo siempre respeté el gusto de mamá por las plantas. No soy de esas personas
que se pasan la mitad del año replanteando su jardín y la otra mitad plantándolo. Conservo todo como lo
encontré.
Mamá invariablemente me sugiere que ahora que mis hijos están grandes, casados, y yo quedo sola
en esta enorme casa campestre, debería dedicarme a algo que me entrenara más la mente. Algún día le
haré caso y será una sorpresa para ella. Creo que me gustaría escribir relatos de fantasmas... De niña era
buena para eso. Les hacía erizar el pelo a mis primos contándolos alrededor del fuego nocturno en vaca-
ciones. En especial a Pauline. Le encantaba hacerme narrar horrores llenos de sangre y aparecidos fol-
klóricos. Sí, tal vez lo haga. En serio. Pero no le diré nada a nadie y los publicaré con seudónimo. Mien-
tras tanto me quedaré aquí, con mis libros y mi herbario inconcluso. Creo que no lo terminaré nunca,
pues estoy segura que no sabría qué hacer con él si lo finalizara. Mi esposo dice que en verdad solo me
interesan esas pequeñas florecillas como pretexto para pasear sola por los campos. Y creo que tiene
razón. Me conoce bien.
Pero ahora nos sentaremos afuera, en el jardín bajo esos árboles tan verdes y conversaremos acerca
de los hijos y los nietos y también de política internacional. Muchos no me creerían si les contase lo
informada que está mamá. Bueno, en realidad desde que murió papá no tuvo nada que hacer. Era rica y
nosotros grandes.
A mí nunca pudo persuadirme de que me interesara en eso, en lo que pasa en el mundo, quiero decir...
su único triunfo fue convencerme de que debo escribir.
Viene a menudo y últimamente lo hace más seguido. Conversamos mucho.
Yo siempre he sido muy apegada a mamá.
Esta primavera está increíblemente florecida y las plantas antiguas están repletas de flores nuevas
y son hermosas. Es hermoso también sentarse entre y bajo ese gran verde claroscuro y discutir temas
cautivantes. Con mamá puedo hablar de cualquier cosa, es increíble lo actualizada que está, a su edad
uno pensaría que hay temas que ya no le resultarían atrayentes, pero no es así...
Y siempre acierta en sus predicciones: - tal ministro renunciará, le digo yo a mi esposo a la hora de
la cena.
-De dónde lo sacaste? ¿Por qué? -
-Ha cobrado una coima muy grande por el contrato de la nueva petrolera que prospectará la Antár-
tida... ya es de público y notorio… me lo dijo mamá hoy…
Y sale. Al día siguiente renuncia y se le dan ceremoniosamente las gracias por los servicios presta-
dos...
Mamá me cuenta que el té de manzanilla con agua de avena es espléndido para la piel. Y creo que
debe tener razón. Luce muy bien. Hoy lo probaré. Y seguramente que Adrien me dirá:
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-Adivino: hoy estuvo tu madre, a ella únicamente se le pueden ocurrir esos emplastos... Yo le dis-
cutiré: que mamá se ve muy bien para su edad y él se reirá y me asegurará: - ¿A que volvió a podar la
parra? a este paso despediré al jardinero, tu madre arregla el jardín mucho mejor... debería venir más
seguido. Y se reirá de su chiste...
Pero, en realidad, no se sabe cuándo vendrá mamá.
Sus únicos días de visita fijos son para mi cumpleaños y es por eso que prefiero quedarme en casa a
esperarla y no salir por ahí de fiesta o hacer alguna aquí.
A mamá no le gustan mucho las reuniones y se ríe de la gente.
Por otra parte, no creo que se vista de fiesta. Hace años que anda con sus polleras escocesas y su
vieja cazadora de gamuza, en mocasines.
Adrien no me creía que mamá hacía todas esas cosas hasta que la vio haciéndolas y desde entonces,
de vez en cuando, me pide:
-Si viene tu madre dile por favor que me haga un flan...con mucha crema y frutilla y nueces
y.…eso...ella sabe. - Y mamá se lo deja listo.
El vuelve del trabajo, a veces cansado, lo encuentra en la heladera y se alegra mucho.
- ¡Ah, France! ¡Suegras así valen la pena!, dice. A ella misma se lo dice.
Hace dos o tres años, mamá me invitó a salir.
- ¿No quieres venir a mirar vidrieras o a buscar alguna librería de viejo? ¿Y si vamos al pueblo...? -
sugirió. Pero yo sé que en realidad ella prefiere quedarse en casa y conversar, guisar o hacer tortas.
Además, no quiero que me confundan. Si algún conocido nos viese, estoy seguro que se sorprendería
mucho. De verdad. Ella parece mi hermana menor, y tal vez alguien pregunte. No sé. No me gusta la
idea.
Mamá siempre me quiso mucho y es por eso que viene a verme.
Sé que todos pensaron que yo estaba loca cuando nacieron los mellizos, porque no lloré para nada.
Verdaderamente.
Eso fue por culpa de mi hermano, y también de Adrien, que esperaron toda esa noche fumando, - lo
que nunca habían hecho y que les produjo una descompostura terrible - en el hall de la maternidad sin
decírmelo, mientras mamá estaba a mi lado alentándome y asegurándome que el parto iba a salir bien,
hasta que los mellizos nacieron en la madrugada.
Los pobres temían que me pasara algo malo, así, en ese trance.
Ahí recién me dijeron que mamá había tomado un avión cuatro días antes, en Buenos Aires, para
venir a acompañarme en el nacimiento de sus primeros nietos y que el avión había explotado en el aire
a los veinte minutos de vuelo. Sobre el Atlántico helado.
Por supuesto que lo entendí de inmediato y es por eso que no quiero mudarme, por lo mismo tampoco
lloré... Pero, no sé si mamá vendrá a verme si me cambio a otra casa y no se lo puedo preguntar.
Yo creo que sabe que es un fantasma, pero no me atrevo a hablar con ella de esas cosas. Tiene todo
que seguir como si no fuera cierto y no pasara nada. Y así seguirá, porque es mi mamá y yo la extrañaría
mucho si no viniera más. Por otra parte, es muy lindo sentarnos bajo los árboles de la antigua casa como
antaño lo hacían los bisabuelos y hablar de ellos y de los nietos y de las recetas de cocina y de cómo
florecerán las gardenias que plantó tía Béa o de las guerras que no nos tocan, porque así era antes y así
quiero que siga, sabiendo que la vida continúa, más que nunca en primavera. Ya lo dije, soy grande y
empiezo a envejecer, es mi mamá y yo la necesito. Además, nos queremos mucho.
3
El vestido de novia
Cuando Perla decidió casarse con su nuevo novio y, de repente, postergaron seis meses la
fecha de la boda, era verano.
Todos creyeron que la causa de la decisión era el corto tiempo de noviazgo, pero no era así.
Simplemente, Perla había elegido su vestido de novia y era un vestido de invierno. ¿Mas, por qué elegir
un vestido de invierno en pleno verano, a tal punto que obligue a postergar la boda?
En principio, no la entendían y muchos que no ignoraban sus motivaciones pensaron que era
frívola, pero cuando ella explicaba que pensaba llegar a la iglesia sobre una larga alfombra, en una iglesia
llena de flores blancas, con música de órgano y vestida con el vestido de novia de su bisabuela, las
mujeres grandes -emocionadas- la comprendían y las jóvenes la miraban con un dejo de envidia.
¿Acaso alguna de ellas conservaba el traje de novia con que se había casado la madre de, por lo
menos, una de sus abuelas? No. De todos los conocidos, nadie lo poseía.
Tal propósito fue causa de que muchas niñas aún solteras y otras no tanto (ni niñas ni solteras,
entiéndase bien) interrogaran a sus madres, tías y familiares: ¿Dónde estaban los trajes? ¿Qué había sido
de ellos? Algunas sabían: fueron reformados, regalados, teñidos, y en los peores casos vendidos o habían
sido alquilados. Otros fueron transformados en vestidos de comunión para la primera hija en época de
pobreza y el resto lo ignoraba. Nunca lo preguntaron, nunca se lo dijeron. Pero Perla lo tenía y se iba a
casar con él.
No faltó alguna maliciosa que intentara hacer creer que de seguro iba a alquilar en la capital
algún vestido vetusto por puro esnobismo, mas fue desmentida por las fotos antiguas, aún brillantes
después de más de sesenta años, que mostraban la cara sonriente de una novia cuyo rostro ostentaba un
vago parecido con su bisnieta.
-Un aire de familia - dijo una de las viejas tías, enternecida y suspirando.
Yo me enteré de todos estos detalles y comentarios familiares pocos días antes de la ceremonia,
pues vivía algo lejos y decidí tomarme una semana de vacaciones para asistir al casamiento de mi sobrina
favorita
Como la dueña del traje se encontraba en la rama materna del árbol familiar y yo en la paterna,
no conocía bien la historia.
Sentadas en la galería, Perla me mostró las fotos de la feliz novia de antaño y reconocí que se
veía elegante. No tenía perlas, bordados, encajes, nada de nada, solamente unos pequeños azahares en
el cuello y el resto del adorno eran drapeados colocados estratégicamente para realzar la delgada figura...
ni siquiera tenía una larga cola, era mediana... pero estaba bien hecho, era un buen vestido de novia y la
que se lo pusiese luciría suntuosa y recatada, con el cuerpo envuelto ajustadamente en gruesa seda...
- ¿Cómo se te ocurrió? - pregunté.
-Fue gracioso. Estábamos mirando fotos y estaba una de ella saliendo de la iglesia, yo no la
conocí, murió antes de nacer yo, Susana dijo que era un lindo vestido y mamá, que estaba escuchando
dijo "Si, ese vestido te quedaría muy bien”; entonces Susana - siempre profesora ella - corrigió “te habría
quedado... si lo hubieses tenido..." y mamá dijo "No, si está arriba, puedes probártelo si quieres, pero es
de invierno..." Así fue. Siempre lo guardaron, pero a nadie le entraba y no querían reformarlo, parece
que me estaba esperando...
- ¿Y ella, que vida tuvo? -pregunté.
-Una vida feliz, dice mi abuela. ¡Ay tía, yo también voy a ser feliz! Este vestido me traerá
suerte...
-La idea me encanta, Perla, pero no confíes tu suerte a un vestido...
-¡Tía! Me traerá suerte, en serio... - y se rió - me he vuelto supersticiosa.
Después me mostró otras fotos, donde la señora cuyo traje de bodas había retrasado seis meses
el casamiento de su desconocida bisnieta, lucía un rostro amable, sonriente, con grandes ojos claros,
almendrados y misteriosos.
-Eran verdes... dice la abuela- explicó mi sobrina.
Luego me mostró el vestido.
Con esta enagua se podría ir a una fiesta, pensé.
Perla me explicó que tenía tres enaguas, una fina para que se deslizase, otra con encajes por si
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se veía al levantarlo para subir las escaleras y otra de algodón que debía almidonarse duro.
El día antes del casamiento trajo un cuadro con una copia de la foto y lo colgó en el dormitorio.
En el living puso otra copia más pequeña, como al descuido, en un portarretratos de plata, de época, que
consiguió en una casa de antigüedades.
Amaneció con una nevisca fina, pero para la noche el cielo estaba estrellado. La iglesia quedaba
algo lejos, pero ella había pedido, especialmente, casarse en la misma.
No había mucha gente; yo, en el tercer o cuarto banco, estaba con otra parienta, muy joven,
poco conocida. A último momento, segundos antes de entrar la novia, una señora bastante mayor, ele-
gantona, de negro, se sentó a mi lado. Reconozco que no le presté nada de atención pues estaba pendiente
de la entrada de Perla, que avanzó lentamente con una sonrisa de felicidad y al pasar me hizo un guiño
como saludo.
Seguí la ceremonia muy emocionada... ya sé, soy una tonta, no puedo evitar llorar en los casa-
mientos; es algo que no me gusta hacer, no me gusta que me vean llorando, pero... no puedo evitarlo,
ocurre... Metía la mano en la cartera buscando el pañuelo cuando observé que mi vecina hacía lo mismo,
en medio de un suspiro envuelto en fragancia de lilas. Se volvió hacia mí y dijo, con cariño, entre lágri-
mas, mientras se secaba los ojos:
- Está tan linda, ¿verdad? -
Al bajar el pañuelo me miró y, sin sorpresa, contemplé los ojos verdes, ya ancianos, profundos
y alegres, de la dueña del traje.
5
El Indio, mi hermano
Cuando mi hermana Sabrina me contó que se había encontrado con el hada del Arroyo de las
Moras y sentada sobre una piedra, al sol, casi no le creo. El hada del arroyo... ¿al sol ? Era inadmisible,
claro que con las hadas nunca se sabe, pueden ocurrir las cosas más increíbles... más, un hada tostándose,
no era lógico, ellas pueden adquirir el color que desean sin necesidad de estar horas esperando... pero
cuando me confió que le había dicho que quería casarse, llegué a pensar que una de las dos estaba loca.
¡Casarse el hada del Arroyo de las Moras! ¡A quién se le ocurre semejante cosa!
-Dice que se ha enamorado... - agregó Sabrina.
- ¿Enamorado? ¿Y de quién? - pregunté pasmada.
-Del Indio Casimiro...
Entonces comprendí muchas cosas que habían sucedido en los últimos tiempos, como las ma-
riposas azules que nunca vimos antes, las luciérnagas celestes, las flores fuera de estación que poblaban
nuestro jardín y que jamás imaginé aparecerían en estas latitudes.
Casimiro era de hecho nuestro inefable jardinero, hermano la mayoría de las veces, acompa-
ñante otras... y digo inefable porque no existían palabras para describirlo. Le decían Indio desde niño,
pero lo era sólo a medias. Su madre había sido una gringa rubia de cabello ensortijado, que murió al
tenerlo y sin llegar a entender nuestro idioma. Su padre, uno de nuestros peones, un indio alto, taciturno
y altivo, de cuerpo delgado y nudoso color tierra y ojos negro noche sobre pómulos marcados. Un día -
la primera y última vez que lo escuché hablar - trajo a Casimiro de la mano, -cuando él tenía seis años-
y me dijo, afuera, en el jardín, ya que yo era la única que me hallaba allí, en una hamaca:
-Llama a la Señora. - Y no había sido un pedido sino una orden.
No supe qué habló con mamá, pero desapareció de la estancia como si nunca hubiera existido,
dejando allí a Casimiro, bajo la custodia de mis padres, con compromiso de enviarlo a la escuela.
En el aula el niño permanecía silencioso, aprendía lo que se le enseñaba, y el resto del tiempo,
como decía la cocinera, papaba moscas.
-Este chico no sirve para nada- era la opinión expresada a voces de la gorda Felipa, mientras
amasaba panes con sus brazos rotundos.
En parte era cierto. Si se lo enviaba a la laguna a pescar algunas carpas, jamás lo lograba. Tam-
poco armaba bien las trampas para los conejos y liebres, y ni pensar que -ya más grande- le acertase con
la escopeta a algún faisán o pavo silvestre destinado a la olla. Acompañaba sí, a papá en esos trámites,
sin objetar nada. En realidad, durante nuestra infancia, Casimiro fue una presencia permanente e incolora.
Como compañero de juegos era inútil, porque no tenía iniciativa y obedecía dócilmente cualquier orden
que le diera Victoria, nuestra hermana mayor, con lo cual ella tenía un aliado seguro, en todo. Mamá,
confiando en que los conocimientos de campo y supervivencia le vendrían de sus ancestros, lo mandaba
siempre con nosotros de acompañante a todos lados.
-Vayan con Casimiro a traer choclos de lo de don Feliciano... - era común oír en verano.
-Que Casimiro las acompañe a lo de doña Jacinta a ver si hizo quesillos...- y allá nosotras con
el Indio encabezando la marcha por los senderos de las serranías.
Mamá era una mujer prudente y no olvidaba su promesa de cuidar al niño.
Siempre andaba preocupada por los asuntos de la contabilidad de la estancia, los huevos, las
gallinas, los corderos que perdían su madre, los chanchos del verano y los embutidos que, a fin del
otoño, se preparaban para el invierno... pero, cada tanto, era presa de algo así como un ataque de respon-
sabilidad respecto a su educación: lo acosaba a preguntas, lo sentaba a su lado en la mesa mientras cosía
y lo hacía leer libros de cuentos en voz alta, para convencerse de que no le faltaba expresión ni velocidad
en la lectura. También le pedía a menudo que la ayudase con los cálculos.
Cuando tuvo trece años, la cosa cambió de golpe, porque en unos pocos meses se convirtió en
otra persona, sin dejar de ser la misma. De plácido niño regordete pasó a la adolescencia como un joven
espigado, de altos pómulos y piel dorada, con manos finas de largos dedos y ojos rasgados mirando al
infinito. Las muchachitas de los alrededores, que no eran muchas, empezaron a aparecer por la estancia
haciendo mandados para sus madres, por una aguja o unas tijeras en préstamo, que devolvían al día
siguiente para pedir otra cosa.
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Nosotros no nos habíamos percatado del asunto, pero sí lo hizo Felipa, que comentó que el indio
bobo se las traía y que nos estábamos engañando, que no podía ser tan bobo como parecía. Mamá sostenía
que la envidia daba origen a esa maledicencia y era probable. Los hijos de nuestra cocinera le daban
muchos dolores de cabeza y Casimiro, a nuestros padres, ninguno. Nosotras también dimos en crecer y
una tarde descubrimos que ambas amábamos apasionadamente al Indio y que no sabíamos qué hacer con
nuestro amor; era como estar enamoradas de un hermano y como tal él se comportaba. Los más delirantes
proyectos para seducirlo los elaboramos en ese invierno y todos fracasaron miserablemente porque pa-
recía no darse cuenta adónde apuntábamos las dos. Nuestros padres, ocupados siempre con las ovejas,
las nevadas y los pumas, ignoraban todo.
Leímos novelas de amor en inglés, que estaban guardadas desde la época en que nuestros abue-
los vinieron del Reino Unido a establecerse en estas tierras pensando juntar dinero y volver. Claro que
no contaron con las guerras. Cuando pudieron regresar, ninguno quiso hacerlo y tampoco era conve-
niente.
Se quedaron. Ya decididos, construyeron su casa, sólida, bien calefaccionada. Y fueron com-
prando más tierras. "Pero la tierra hay que cuidarla..." decían a menudo. Por esa razón no hicieron como
muchos que, poniendo un administrador, se iban a la capital.
Papá creció en la estancia y a la estancia volvió, recibido de veterinario, y se casó con una mujer
igual que él, criada en el campo. Nosotras nos iríamos también cuando fuese necesario, y como ya lo
había hecho Victoria... mientras tanto íbamos a la ciudad en verano y hacíamos todas las compras para
el invierno, en que nieva mucho y no se puede salir. Pero en verano florecían los notros, las retamas
amarilleaban los bordes del camino y las colinas se cubrían de mosqueta en flor.
El contraste tan marcado entre verano e invierno nos hacía dichosas, era bueno ver renacer al
mundo cada año.
Cansadas e infelices, desistimos al cabo de nuestros intentos, y todo siguió como siempre, aun-
que en el fondo de nuestras almas, algo temblaba y se retorcía cuando Casimiro descubría que lo obser-
vábamos y nos devolvía la mirada con una sólida inocencia.
Envueltas en un halo de electricidad cumplimos 16 años ese enero y lo festejamos en medio de
las flores, con buena comida y fiesta. Por primera vez bailamos de verdad y lo hicimos con papá, con el
capataz, con el Padrino y con el Indio. Esa tarde fue cuando mamá cayó en cuenta de que éramos grandes,
los tres. No temió por nosotras a pesar de que su mente de mujer descifró nuestros corazones, porque
confiaba en Casimiro. Y fue al día siguiente cuando Sabrina me dijo que el hada del Arroyo de las Moras
se quería casar con él.
Permanecimos despiertas toda la noche tratando de encontrar alguna manera de impedirlo, pero
¿cuál? ¿cómo?
A la mañana salimos a buscarlo y le pedimos que nos acompañase a comprar quesillos de cabra.
En el camino nos sentamos sobre un roquedal cercano al mallín de los patos y tratamos de empezar.
Sabrina lo hizo.
-Casimiro, sabes que hay alguien que está enamorada de ti, pero que no te conviene casarte con
ella? -preguntó muy convencida.
-Sí... -dijo él- Ustedes dos, pero son como mis hermanas. Además, no sabría con cuál quedarme
y no puedo hacerlo con las dos... los caciques podían, pero yo no.… ahora no.
Nos quisimos morir en ese instante, pero reaccionamos.
-No, el hada del Arroyo de las Moras... -dije.
- ¿El hada del arroyo? ¿Y por qué no me lo dice ella? ...la veo todos los días cuando voy a
buscar moras... se sienta sobre las piedras, al sol, cada día con un vestido diferente... cada vez más raro
y maravilloso, el de ayer tenía como mil piedras de sol y de luna, era verde musgo y de él brotaban
canciones... Es muy linda, pero nunca hablamos...
Crecimos de golpe y las preguntas surgieron solas.
Podía oír los pensamientos de mi hermana: "¿por qué? ¿por qué?". Sabrina lo agarró de las
manos, lo atrajo hacia sí, lo envolvió con los brazos y lo besó largamente en la boca.
Yo miraba alrededor, no fuera que viniese alguien.
Ella lo seguía besando, las manos de él le recorrían la espalda y yo me alarmé: ¡Qué, para
salvarlo del hada se lo iba a quedar para ella?
7
-Sabrina, escucha...- dije - él tiene razón, no puede ser de las dos...
- ¿Por qué no? - me desafió. Yo lo quiero y tú también, bueno, que sea de las dos... somos
hermanas, lo podemos compartir... ¿o es que lo quieres para ti sola? No te lo permitiré, ¡nunca!
Él intervino antes de que peleáramos, quizá para evitarlo.
-Yo... creo que debo decir algo, no puedo ser de las dos... además, si el hada me quiere para
ella, debe ser así, las hadas siempre obtienen lo que desean... y, es tan hermosa... -agregó con mirada
soñadora.
Sabrina, consternada, lo contempló como si fuese un desconocido y luego se largó a llorar, con
sollozos profundos y largos. Se prendió por él como si no quisiera soltarlo nunca y Casimiro la acarició,
y besándola suavemente en el pelo y en la frente, la tranquilizó.
-Si yo me caso con el hada, a Ustedes nunca les pasará nada malo, ni a sus padres, ni a ninguno
de sus familias... De verdad, se los prometo... Volvamos.
Esa tarde cuando papá y mamá regresaron de la ciudad, Casimiro los aguardaba.
No sé qué les dijo, pero vi que los besaba a ambos, que se miraron desconcertados, y dando
media vuelta caminó seguro y firme, hacia los cerros, alto y dorado a la luz de la tarde, hermoso como
no lo había visto antes, el Indio, mi hermano.
Yo sabía bien a dónde se dirigía, y tampoco ignoraba quién lo estaba esperando.
Nunca lo volvimos a ver. Hasta hoy lo extraño y pese a los mucho que me gustan, no he recogido
más las moras de los árboles que crecen a la vera de aquel arroyo.
Me he casado y he vuelto al hogar. Vivo aquí con mi esposo inglés que administra la estancia y
mis nietas rubias me han venido a visitar este verano. Ayer por la tarde una de ellas trajo una cesta de
pajillas, etérea y resplandeciente, llena de moras... dijo que se la había regalado un señor que estaba
sentado, con su señora, sobre las rocas, junto al arroyo.
A mí me invadió una nostalgia infinita y el campo se me hizo inmenso, inmensa la tarde, y duro
el silencio. Le agradecí la cesta y acabo de terminar el dulce. Pero no me pidan que lo pruebe. No podría
hacerlo.
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Cuentos Incómodos
(algunos feos y otros espantosos)
(Década del 80)
Así de fácil...
Una chica común, poco sofisticada, hija de un empleado del poder público de un Estado, alumna
de un colegio católico gobernado por monjas, colegio para niñas, se enamora. Mal, para su desgracia. En
la realidad de su mundo pobre, con un subdesarrollo inmerecido, no comprende lo que le ocurre, lo
intuye: no debería confundir enamoramiento con amor. Le sucede sin que se dé cuenta.
Es muy joven y las monjas no son duchas en estos sucederes de la vida de las mujeres. El
hombre, como cualquier macho joven, la acepta, pero como un juego. No sabe que ella lo amará con
determinación y constancia y al descubrirlo, se espanta: está casado y no quiere problemas con su esposa,
le costó mucho conseguirla y no desea perderla. Aterrado ante la intensidad de esa pasión y ya harto del
juego, le plantea a los padres de ella el caso: se siente perseguido y -miente- se va a casar con otra. La
vergüenza le impide reconocer que ya lo está.
La chica, nuestra pobre chica, insiste y habla. Habla con sus amigas, con sus compañeras, con
las otras alumnas: ella ama a su "flaco". En su ilusión él va a volver, se va a dar cuenta de que su amor
es inmenso y valioso, y volverá.
Un día, viendo que no aparece, decide ir a la casa de él... para "aclarar las cosas." Y se encuentra
con la esposa. Comprueba que es la esposa por detalles, observados al pasar, que lo revelan, y se percata
del engaño. Se hace pasar por una ratera, explica que vino a robar dinero. No lo hace para protegerlo.
No. Lo dice para no quedar ante la otra como la tonta engañada.
El hombre vuelve y la esposa le refiere: entró una chica joven, la quiso llevar a la comisaría,
pero que se le escapó.
Él sabe sin dudar, de inmediato, quién es la ladrona. A poco la ve esperando un colectivo y ella
le habla, él está furioso, le dice que se vaya a la mierda, que lo deje de molestar, que si lo que quería era
coger ya cogió y larga el embrague y se va.
Ella, dolida, comprende ahora su situación. Él nunca la quiso, ni la querrá. Fue completamente
una estúpida y menos mal que no salió embarazada de esto. Pero es joven y la vida es linda, irán de viaje
de estudios a Bariloche y esa noche hacen un baile para recaudar fondos. La música está tan fuerte que
hay que gritar para hablar y para verse las caras hay que prender el encendedor, pero no le importa, está
en la "joda" y tiene que mirar al futuro.
Después de cobrar las entradas al boliche con sus compañeras de curso, encuentra una pareja
para bailar; lo conoce desde hace muchos años porque de niños jugaron juntos. Con el tiempo, el padre
de él se hizo político y subió en la escala de la sociedad provinciana, sociedad en donde la gente vale por
la cantidad de dinero que ha podido robar del erario público y por la ostentación que hace de él. Pero
ellos se conocían de antes, así que no desconfía de su trato tan amistoso. Ella encuentra a una amiga y él
trae un amigo, también hijo de un político, muy importante, mucho dinero, mucho poder. Un lujo para
mostrarse con esa conquista. Los muchachos las "acaramelan" -como decían nuestras tías las más viejas-
.... Ellos no ven a dos chicas comunes, ven a dos "chinitas" del antiguo imperio inca, dispuestas a servir
a sus amos. No tienen idea, ni la más remota, de que puedan tener derecho a negarse. Sus padres les han
dicho muy bien y repetidas veces quienes son ellos: Ellos son los amos.
Corre un chiste: cuando el peón corta el pasto de la quinta escucha un walkman, pero la cinta
repite interminablemente: "el amito es bueno”.
Uno, el compañero de los juegos de infancia, se levanta y va -dice que al baño- a ver a otros
compinches. Llevarán a los dos pescados a la quinta, porque ellos habían salido "de pesca" y por eso
estaban en ese boliche bailable. Allí no los verían sus amigas, las de su nivel, que frecuentan "discos"
más elegantes. Las chicas están contentas, la noche no está desperdiciada: han ganado dinero para el
viaje y están bailando. Uno de ellos sugiere ir a una fiesta que hay en su casa, le dirán a la madre de él
que son viejas compañeras de escuela, las harán ingresar al partido - a la juventud del partido - y traba-
jarán juntos. Todo parece perfecto.
Pagan y mientras uno las acompaña, el otro pide que esperen afuera... va a buscar el auto, lo
estacionó más allá.
9
Llegando a la puerta recuerda que no tiene cigarrillos - coincidencia oportuna - y pide que vayan
caminando hacia la esquina, que la ya las alcanza. Ellas no desconfían. Lo hacen. Llega el del auto y
suben, dan una vuelta a la manzana y sale el otro, ha explicado a la custodia del amigo que se van juntos,
les dio las llaves de su auto, sugirió que se lo regresen después y que se diviertan un poco. Cuando llegan
a la quinta, al parecer la fiesta ha terminado y los padres no están. Se encuentran solos. Mejor, opina uno
de ellos, y les sirve una bebida a las chicas. "-Sin alcohol-" aclara el compañero de la amiga. Oyen llegar
otro auto. Entran cuatro muchachos de su misma edad, y uno, medio borracho, dice:
-"Conque estas son las gatas..."
- El dueño de casa trata de arreglarlo y replica:
"-Estás confundido..."- Confía en convencerlas, tal vez con un poco de "blanca" si hace falta...
Los otros tres están borrachos, bastante borrachos y quizás drogados, pero se mantienen en pie. Las
chicas han caído en una encerrona... Una se resigna, la otra no: pide que la lleven a su casa. Su antiguo
compañero de juegos le resulta desconocido, la agarra de un brazo y la besa violentamente en la boca.
Ella se zafa. Él le dice:
"-No me vas a hacer creer que te creíste el cuento de la fiesta?”- y se ríe. Otro estalla en carca-
jadas, es el que no está totalmente borracho, sólo alegre. Seguramente era el que manejaba el auto.
-"¿Las trajiste con el cuento de la fiesta? ¿Y se lo creyeron? ¿Se creyó que nosotros las vamos
a invitar a una fiesta? Ahora van a ver lo que es una "fiesta", Ustedes son la fiesta...para nosotros."
Nuestra chica bulle de rabia. Encara al que la trajo, que trata de abrazarla y le pega un feroz
rodillazo entre las piernas. Siente como su rodilla se hunde y da contra el hueso. El muchacho grita,
jadea, y se inclina dolorido, llorando. El medio borracho reacciona, se acerca y la agarra del pelo...
"- Puta de mierda! Mira lo que le has hecho...".
Ella logra arañarlo, pero es un chico fuerte y está descontrolado. Le pega una piña como para
voltear a un boxeador y se la calza perfecta, ella no la esperaba. Del resto de los convidados a la fiesta,
la otra chica llora y su recién conocido compañero, que lo menos que desea son complicaciones, la agarra
de un brazo y la saca de allí, medio a los tirones. Los demás no lo notan. No le gusta cómo va la cosa.
Su padre ocupa el cargo político más alto del estado y no se quiere ver mezclado en un posible escándalo.
La empuja al auto, mientras ella llora e histérica, insiste en volver para rescatar a su amiga.
"-No puedo, son cinco, -le dice él - ¿no viste cómo están? Ella tiene la culpa ¿para qué le pegó?,
vámonos de aquí..."
La chica no hace más que llorar y él, que nunca la había tratado antes, incómodo, no sabe con-
solarla ni qué hacer.
Recomienda silencio y propone ir a ver a su padre. Pero no lo encontrará hasta el amanecer. En
la quinta, la farra sigue. Han tirado a nuestra chica arriba de la mesa y la están violando por turno. Se
defendió, eso sí... Al final, el que pensaba hacerlo en primer término, sentado en un sillón, ha tomado
pastillas del botiquín y le siguen doliendo atrozmente los "huevos". No cree poder llegar a hacer nada.
La cabeza de la chica cuelga del borde de la mesa y la sangre gotea por su pelo, manchando la alfombra.
El poco alcohol que había tomado combinado con los remedios lo tiene atontado, pero sabe, eso sí, que
si su madre llegara a enterarse lo pasaría muy mal. Se pueden forzar "chinitas" pero no manchar una
alfombra tan cara. Intenta pararse y en ese instante uno de sus amigos toma a la chica por las caderas y
los otros le levantan las piernas en alto. Le abre las nalgas mientras dice:
“-Ahora vas a ver lo que te pasa por puta..." La chica gime, tose y escupe, con la cara hinchada
y el pelo lleno de sangre, todo pegoteado... El que está sentado ve que algo cambia en los ojos de ella,
parecen más grandes y su boca sigue abierta. El horror lo recorre. Como puede se acerca a la mesa.
Observa y se siente peor.
"- Chicos, escúchenme, por favor, miren... "
Nadie le hace caso. Se acerca más. En ese momento, el que la está "trabajando" dice:
"-¡Hija de puta, me measte...! "y el alza de la remera.
La cabeza de ella se bambolea hacia atrás y cae.
"-Chicos, ¡pelotudos de mierda, carajo! ¡Escúchenme!, me parece que está muerta...".
Nuestra chica mira el techo, huida para siempre del subdesarrollo, la pobreza y la miseria de su
amor malogrado. Ya no es más una chica tonta, ahora es un problema. Los otros reaccionan lentamente.
El más bajo se acerca y la levanta del pelo, con cuidado para no mancharse...
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"-No, debe haberse desmayado..."
No lo puede creer.
"- ¿Cómo se va a morir así? No es para tanto..." -
"-Tal vez tenía un problema cardíaco...-" aventura el que tiene aspecto de jugador de rugby. Se
agacha y le escucha el corazón. No late. Y no late. Ninguno lo escucha.
"-A ver, un foco-" pide - "quiero verle los ojos." Lo hace. Las inmensas pupilas dilatadas no
responden a la luz. La chica yace flácida sobre la mesa. Se miran. No saben qué hacer. El golpeado,
vuelto a sentar llora sin consuelo.
"-Cállate idiota," -le espeta el más rápido- "tenemos que hacer algo, son las cinco de la mañana,
dentro de un rato se levantarán tus mucamas". (Él dice mucamas porque estudia en Buenos Aires, el resto
llama "chinas" a las sirvientas)
"-Me dijeron que era una minita fácil, que le gustaba la joda...- " los sollozos eran más fuertes.
"-Sí, pero fácil o no fácil, ahora tenemos que pensar qué hacemos...no quiero ir preso por el
resto de mi vida..."
"-Primero hay que limpiar" -dijo otro, pasada la borrachera como por encanto.
"-Sí, pero que hacemos con...”. -no podía decir cadáver- "con... con ella,"- señaló con la cabeza.
"- ¿Y si la escondemos en el baúl de un auto? Y esta noche la tiramos..." -
"-Estás loco, con este calor, sabes cómo va a oler..." -
"-¿No hay un freezer grande? ¿La podemos meter ahí? Los freezers tienen llave... limpiamos, y
decimos que te sangró la nariz, que tropezamos, que sé yo, cualquier cosa..."
"-Si "- contestó el dueño de casa - "hay uno que se usa poco porque es muy grande, se lo deja
para el verano o para medias reses cuando vienen invitados, está desenchufado, pero anda bien..."
"- ¿Dónde está?" -
"-Atrás, en la cochera. Al lado de la parrilla del quincho."
"- ¿Y cómo la llevamos hasta allá? Nos pueden ver...”
"-En el baúl del Falcon, es grande..."
Se organizaron; uno encontró un mantel floreado de hule y otro sacó el Falcon de la cochera y
lo trajo delante de la puerta. Pusieron el cuerpo sobre el mantel y lo levantaron, miraron para todos lados,
apagaron las luces y la metieron en el baúl.
Todavía estaba muy oscuro y no los vieron. Los sirvientes dormían, habituados a la gente que
entraba y salía a cualquier hora. Llevaron el auto a la cochera y cerraron las puertas. Uno ya había abierto
el freezer y lo estaba enchufando. Alzaron con trabajo al mantel con la chica - o con su cuerpo - y se
acercaron al freezer. Volcaron el hule, rodó y quedó boca arriba, en la canasta superior, las piernas esti-
radas, en remera, sin bombacha, la cabeza torcida para un costado. Ninguno se animó a tocarla. El que
traía la ropa la metió también.
"- ¿Y eso para qué?"- inquirió otro...
"- ¿No la vamos a tirar esta noche para que crean que la secuestraron y la violaron por ahí?,
tenemos que dejar la ropa al lado, ¿no?”- Creíase astuto.
"-Ponle frío máximo, y asegúrate que esté bien llaveado... vamos."
Y volvieron. Limpiaron un poco. Dos de ellos, bañados, prepararon café y se lo tomaron. Ama-
necía.
El dueño de casa -de a ratos- lloraba.
"-Papá me va a matar cuando se entere...”. - decía.
"- ¡Qué, si tu viejo las habrá hecho buenas también...!"- acotaron los amigos.
Uno tomó la iniciativa.
"-Esta noche volvemos"-le dijo- "ahora nos vamos a dormir un poco. -No te preocupes, todo
esto se va a solucionar..."
El auto arrancó y al rato entró una de las mucamas.
"-Niño! ¿Qué le ha pasado?"- se asombró. "- ¡Y la alfombra de su mamá!" El, sujeta la cara
con un pañuelo ocultaba que había llorado.
"-Me sangró mucho la nariz, me caí, tropecé con la alfombra, trata de mandarla a la tintorería
antes de que venga mamá y lávame, o mejor tira nomás la ropa que dejé en el baño, está toda manchada
con sangre y si mamá la ve se va a preocupar, ya sabes cómo es..."
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"-Vaya al médico, Niño...capaz necesita vitaminas...”. -opinó la sirvienta-" el que estudia tiene
que tomar vitaminas, lo vi en la tele...”.
"-Ahora después, me voy a recostar un rato..."
Quedó planchado por quince minutos: luego estalló el infierno. No se le ocurrió que su acom-
pañante original, el que no intervino, el que huyó, se lo contaría a su padre. Al de él, al gobernador. Lo
de la joda, las trompadas y la chinita violada, que no sabía muerta. El hombre se puso furioso porque
esas cosas, si se conocen, por más que uno las pueda tapar después, afectan la imagen política. Llamó al
diputado, lo intimó a solucionar el asunto: que le dieran plata para que se callara, que averiguara bien
quién era y todo eso, si la habían lastimado debería hacerla atender, pedir disculpas... ya sabía... y tener
más cuidado... si necesitaba dinero no tenía más que pedirlo.
Y en ese instante era el diputado quién lo cacheteaba para despertarlo, gritándole:
"- ¡Estúpido, infeliz, me rompí el culo para salir del barro y por un pendejo de mierda como
vos puedo perder todo...!"
-"-Papá- sollozó de nuevo-" papá...". - y se sentó en la cama, la cara entre las manos, sin poder
hablar...sólo llorando.
El padre captó que la cosa era distinta. En minutos supo, aterrado, toda la verdad. Si el gober-
nador se enteraba era hombre muerto. Cayó en la cama, al lado de su hijo, jadeando.
¿Qué hacer? De pronto se acordó: había un comisario que le debía la vida... era realmente la
única persona a la que podría recurrir. Mientras tanto pensó: si el tema se complicaba, sería mejor que
su hijo, el muy imbécil, no se hubiera encontrado, a los fines de la ley, en la ciudad. Recordó un docu-
mental norteamericano donde la coartada del hombre que mató a su mujer fue que no había estado en el
pueblo sino muy lejos y lo había probado con el resumen de la tarjeta de crédito. Se prendió por el
teléfono. Un pariente en Buenos Aires lo podría ayudar. Después que habló fue al aeropuerto y se quedó
en el auto, mientras su chofer despachaba un jet-pack, con la tarjeta de crédito y el documento de su hijo.
En Buenos Aires su primo retiró el paquete del mostrador, en Aeroparque, y procedió de acuerdo a las
instrucciones. Se vistió como un ejecutivo, cargó un ataché de calidad con papeles, dinero en efectivo, y
salió. Compró y pagó con la tarjeta que había recibido; la empleada del negocio hizo la averiguación por
teléfono comprobando los datos, todo era normal. Él le pidió, por favor, fecha de ayer, "Si mi mujer
sabe que todavía estoy en Buenos Aires me mata, es muy celosa, ahora me cree en Córdoba..." deslizó
un billete, no mucho para que no desconfiase, pero suficiente para que aceptara. Repitió la maniobra en
varios negocios. Salió bien en todos...Luego, en el aeropuerto sacó un pasaje pos datado a nombre del
dueño de la tarjeta, la metió en un sobre, pagó otro jet-pack. Desde un teléfono público informó sobre
sus gestiones. Su pariente estaría contento. No le interesaban las razones de todo esto, era obvio que el
chango se había mandado una macana allá y querían decir que estaba acá en Buenos Aires, lo tendrían
escondido... Cuando uno ha sido muy pobre y ya no lo es, no se cuestiona moralmente. Aparenta, eso sí,
nada más.
Su hijo, que tenía la edad del chango, usaría días después el pasaje para "regresar a casa". El
diputado suspiró aliviado y sintió que aminoraba la opresión que sentía en el pecho. Supo que debería ir
a un cardiólogo.
Citó al comisario, de civil, a la tarde.
"-Dale, imbécil, cuéntale como fue..."- increpaba a su hijo, que hablaba a los tropezones. El
comisario no era tonto. Ya sabía que había desaparecido una alumna de las monjas, pero siempre se
espera un día o dos... las chicas, con monjas o sin monjas, se suelen pegar escapadas y al cabo vuelven....
y para eso se gastó nafta de la comisaría en la búsqueda y nafta que se gasta es menos combustible para
cargar al auto de uno... y ahora, encima, estaba todo tan restringido...
"-Mañana," - dijo - "a la noche, cuando están cenando. Es la mejor hora. La gente se acuesta
temprano, cena a eso de las diez, mira tele... y nadie se extrañará de ver una camioneta descargando
basura..."
"- ¿Basura? -” preguntó el muchacho sin comprender.
"- Sí, la vamos a tirar al lado del basural, es lo mejor... más fácil...tardarán en identificarla, si
lo hacen... es decir, si los chanchos dejan algo... o los perros vagabundos, hay muchos..."
- El político sintió un golpe sordo en el piso, casi a su lado. Su hijo se había desmayado.
Así que a la noche siguiente volvió, con otro, y fueron con una camioneta a la cochera, al cuarto
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donde estaba el freezer e intentaron quitar el cuerpo de allí. Fue un desastre. El pelo lleno de sangre se
había congelado sobre y entre la rejilla y no se podía sacar sin que a la vez se levantase la canasta, ni
esperar con el freezer abierto a que se descongelara. Había que proceder.
Con un cuchillo cortó como pudo el pelo y una oreja para poder despegar la cabeza. Y entonces
tuvo una idea luminosa: le cortó la otra oreja. Eso lo haría parecer una venganza o un crimen pasional.
De paso tiró cuchilladas entre las piernas, para acrecentar el efecto. No se impresionó pues estaba toda
recubierta de fina escarcha blanca y él era un hombre endurecido. Semejaba un gran pescado congelado,
nada más. Alzó también la ropa y la cargaron en la camioneta, sobre un plástico que ocupaba todo el piso
de la parte trasera. La había elegido especialmente con cúpula y vidrios polarizados por si algún curioso
se acercaba. No llegó a necesitarlos. Como lo pensó, todos estaban cenando. En el basural depositaron
el cuerpo en una zanja, boca abajo por casualidad... Tiró las ropas por ahí y se fue a dormir, seguro de
que había obrado bien, de que no pasaría nada, de que se la comerían los chanchos. Le faltó experiencia.
Nunca tuvo chanchos y no sabía que, en posición de optar, dejan lo congelado para último. En el basural
había cosas que no estaban heladas y tenían mejor sabor. Tampoco en el apuro se había fijado en las
marcas que la rejilla dejó bajo la remera, cuando, recién muerta, empezó a enfriarse.
Así de fácil, boca abajo y bajo la luz de las estrellas, solamente con algo de hojarasca encima,
nuestra chica del subdesarrollo, pobre chica enamorada, entró como un símbolo en la historia de su ciu-
dad... y luego como una bandera en la de su provincia.
Y ahora, permanecerá para siempre en la de su país... como ella nunca deseó y como nunca
tampoco imaginó jamás que eso, pudiera pasarle.
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La línea posible
En la infinita variedad de las circunstancias, hechos y decires que rodean un crimen no resuelto,
una de las posibilidades más seguras es que la gran masa de la población se incline por aceptar que se
inculpe -con o sin lugar a dudas- a alguien odiado, de ser posible poderoso.
En ese caso se sienten hermanados con el amo, si uno de ellos fuese condenado..., si a uno de
ellos se lo declara culpable..., si declara inocente, pero lo condenan, la justicia existe.
Llegado a este punto no importa si el inculpado o sospechoso es inocente o no, se desea que no
lo sea, y cuanto más aberrantes son las características del crimen, mayor es la posibilidad de que no se
dude sobre la segura culpabilidad de su acción.
Los poderosos, salvo en el raro caso en que dediquen su vida al servicio de los pobres, son
detestados por todos y aún entre ellos mismos. Por oposición, aquel que es amado por los menesterosos,
es doblemente odiado por los que detentan el poder, pues su sola existencia representa una amenaza que
pende como una espada sobre sus cabezas.
Por otra parte, ni a los integrantes del grupo de los nobles de la corte, ni al mismo rey, le agrada
que un duque o un conde se enaltezca demasiado. Podría, y no es imposible, ocurrírsele desplazar a su
legítimo soberano, o creerse con derechos que el derecho no le da... pero que la costumbre de la política
corrupta le ha otorgado.
Y las conspiraciones empiezan, pero no las comunes, las de entrecasa, las de los diputados o las
de los concejales de un pequeño municipio. Las otras. Las mayores.
Esas trabajan en silencio... dentro de la logia estudian las líneas posibles, las detectan y cuando
pueden ejecutar una lo hacen. Nadie se entera de ello pues el disfraz ha sido perfecto y las circunstancias
- ejemplificadoras y coincidentes - los han ayudado más de lo pensado.
Para entenderlo un poco imaginemos un crimen conveniente detectado a tiempo y utilizado
como pie y base para una de las líneas posibles ya estudiadas por aquellos que permanecen amparados
en la oscuridad del secreto. Un crimen conveniente. ¿Cómo sería? Por norma la logia no tiene ejecutores,
esos pertenecen a las mafias y no al círculo de los elegidos. Otro es el modo de operar. Se aprovechan
los hechos. Se espera el crimen cometido por otros, con diferente motivo.
Es aquí cuando entran a jugar los miembros ocultos del grupo que se rige por reglas que los
hermanan. En la policía, diligentes, tratan por todos los medios de borrar cualquier prueba que pueda
inculpar al acusado, que siempre es alguien vulnerable, pariente de los encumbrados, pero no uno de
aquellos mismos. Se elige un familiar por la sencilla razón de que en esta forma el resto de la nobleza no
se esforzará mucho en defenderlo, pues no es directamente uno de sus pares, y ocultamente gozará al ver
caer sobre otro la desgracia. Siempre siguiendo la línea posible, alguno de los miembros de la logia
informará en secreto a uno de los obispos y a uno de los sacerdotes más distinguidos por la comunidad
que el muerto fue asesinado por el más joven de los sobrinos del virrey, pero que no diga ni haga nada,
pues es inútil luchar contra el poder de la corona.
Esta información adquiere a través de los días visos de credibilidad: se va comprobando que
todo indicio o pista que podía conducir al esclarecimiento del crimen ha sido sustraída, destruida o bo-
rrada, que los móviles del delito han sido burdamente tratados de disimular y que en definitiva, no hay
muchas cosas que denoten claramente la culpabilidad de aquel que ya, por lo rumores esparcidos por los
miembros de la logia y los iracundos religiosos, es presentado ante el público en general como el autor
material del crimen.
Estos transcendidos empiezan a soliviantar a las masas. El gobernador de la provincia donde
vive el presunto sospechoso ve con sorpresa, ya que no conoce las motivaciones ocultas de la logia ni las
conocerá nunca, como todos los súbditos se empiezan a sublevar y a manifestar en alta voz indignados
agravios.
Ya no hay el cuidadoso temor que conlleva el silencio, todo el mundo opina sobre la corona,
sobre el gobernador, sobre el sobrino del virrey, que si estuvo en la provincia, que si no estuvo, que si es
culpable, que si no lo es...
De esta forma el orden se corrompe.
Los irritados vicarios, cuyo obispo únicamente responde a las razones de la logia, influidos por
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la necesidad del pueblo y su inalcanzable vocación de justicia, empiezan a trabajar a la vista de todos por
lo que consideran una causa noble.
Ya nadie los podrá detener y la bola rodará, crecerá y se convertirá en una gigantesca pelota de
rumores, dichos y acciones, que explotará a los pies del rey. La gente pide justicia, pero no la justicia a
la que están acostumbrados mansamente en su feudo de provincia, piden la justicia de Dios, la justicia
con mayúscula cuyo nombre resplandece con letras de oro en sus recuerdos escolares de infancia, nunca
perimida, no prescrita.
El rey, que ha permanecido esperando, envía instructores de procesos, gente suya de confianza
que le traiga informaciones veraces de lo que está ocurriendo en sus dominios.
Los hombres vuelven e informan que, aunque pasen años, el asunto no se olvidará. Esa convic-
ción le cuesta al gobernador su puesto, y al virrey el exilio.
Sin lograr comprender muy bien lo que pasa, el ex-mandatario y el padre del culpable se sienten
víctimas de la conspiración que aparenta ayudarlos. No entienden como están orquestadas las cosas ni
que mágicos acordes logran obtener las cuerdas cuya existencia desconocen.
El padre llega a sospechar que el hijo realmente es un violador y piensa que la madre es la que
ha comprado a los funcionarios para que destruyan las pruebas que podrían acusarlo, la madre cree que
es su esposo el causante de tanto tapujo... todo el mundo sospecha de todos, y parte de la población,
alentada por los religiosos, marcha en silencio por las calles pidiendo justicia.
A este punto, la imagen de la víctima ha recorrido en mundo y su crimen se cita en los países
vecinos como ejemplo del envilecimiento que impera dentro del aparato judicial y político del reino.
Para tranquilizar los ánimos, el rey habla con los obispos y los sacerdotes son trasladados, pero
el objetivo ya ha sido cumplido. El gobernador ha caído y los lentos engranajes del cambio social han
sido puestos en marcha.
En un espectacular juicio público se ventilan los sucios negociados, se descubren mentiras y
mentirosos y luego de doscientos días de espectáculo, se condena al presunto asesino. Nunca se sabrá
realmente si fue culpable, pero el grueso de la población queda conforme, se han clarificado los hechos,
se ha puesto todo en su lugar. El imputado se siente víctima de una confabulación y protesta por su
inocencia siendo abucheado por el público. El juez, que no está muy convencido, no se halla totalmente
conforme, pero cree haber hecho lo debido. La gente no lo quiere pues cree que trató de quedar bien con
Dios y con el diablo.
El gobernador, ahora un hombre común, corrupto e impotente ante lo que ha desencadenado
advierte desdichado que su feudo real se va convirtiendo en imaginario. Los cargos vacantes van siendo
ocupados por personas que no conoce, las que conoce no le prestan ya atención y morirá viejo y desacre-
ditado, sin comprender que ha sido motivo y origen de la recomposición nacional que no deseó y que
provocó sin saber. Los miembros de la logia, desinteresados en la suerte de aquél que fue condenado se
admiran de saber que murió en prisión, de mala muerte. A nadie, entre todos los que estudiaron el asunto
y profundizaron en el tema, se le ocurrió seguir el desarrollo de las líneas posibles y detenerse a pensar
alguna vez que si no hubiera habido ocultamiento y destrucción de pruebas, hecho que llevó a un hombre
a la cárcel y a sus contemporáneos a una victoria social sin precedentes, ellas podrían haber servido para
demostrar la circunstancia cruel, fatal e inconveniente de su inocencia y que ése fue el motivo de su
desaparición y no otro, pues esa exculpación podría ser un obstáculo en el camino de la línea posible y
su obstrucción no estaba, en modo alguno, considerada siquiera en la determinación inexorable de la
logia.
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De qué se mueren los indios (1982) En una provincia patagónica
En la Argentina los indios se mueren de muchas cosas, pero como nos van a decir que no, vamos
a puntualizar una, sin vuelta de hoja: se mueren de hambre.
Como no somos periodistas vamos a contar solamente una historia, pero no una historia de
mentirijillas, sino una historia real. Si a algunos no les gusta, lo sentimos mucho, pero lo que es, es.
Había una vez una mujer cuyo marido empezó a emborracharse muy seguido. Era amigo de los
jueces y la esposa sabía que jamás lograría obtener una sentencia favorable ni que le pagase alimentos
para sus hijos, pues había visto muchos casos semejantes: engorrosos e interminables trámites judiciales,
dineros anticipados a abogados que después se vendían porque eran machistas y cosas por el estilo. Lo
mejor era irse con sus hijos a otro lado y mantenerlos con su trabajo.
Recordó que en su juventud se había recibido de maestra de escolaridad primaria, buscó el título,
le sacó el polvo, lo fotocopió y lo envió a una provincia del sur del país. Quería irse bien lejos.
Al cabo de unos días recibió un telegrama donde la llamaban para trabajar, en un pueblito cer-
cano a una muy importante ciudad turística.
Su comadre, que hacía años se ganaba el pan trabajando de maestra rural, le advirtió:
-Si nadie del lugar quiere ir es de seguro porque, o se está cayendo a pedazos, el acceso es muy
dificultoso o no hay donde vivir... no lleves los chicos.
La mujer se fue y dejó los chicos en casa de su madre.
En el ventoso y solitario pueblito patagónico los empleados del ferrocarril le indicaron la casa
de la directora de la escuela. Allá fue. Era lastimosa.
La señora la hizo pasar porque estaba cayendo una cellisca fina y le informó que las maestras
se alojaban en la pensión y la acompañó allí. Al día siguiente llegaría otra colega y ella les había reser-
vado una habitación.
La habitación - porque de algún modo hay que llamarla - era la subdivisión de un largo galpón
de carcomidos tablones. Las paredes eran de bolsa de arpillera clavada sobre una parrilla de madera y se
les había pegado encima con engrudo varias capas de papel de diario para hacerla más sólida. Mientras
la directora hablaba con la dueña, la mujer se entretuvo leyendo las noticias de cinco años atrás.
En el centro del cuarto había una lata plana de sesenta centímetros de lado más o menos, clavada
al piso.
- ¿Para qué es eso?
-Para apoyar el calentador de kerosene...-explicó la directora. Y a continuación añadió:
-De aquella canilla pueden sacar el agua y aquella casillita es el baño.
La mujer calculó cincuenta metros a la canilla y setenta al excusado de un metro por un metro,
pero no dijo nada...
La gordita, hechas las presentaciones, se fue y la nueva docente, cansada por dos días arriba del
tren, se acostó y durmió.
Al otro día llegó su compañera y entre las dos buscaron un alojamiento aceptable. No había. El
intendente les dijo que él antes les prestaba una casa del municipio para que viviesen las maestras, pero
que eran todas unas locas, que hacían farras con los gendarmes y lo peor de todo, lo terrible, a su juicio,
era que tiraban las vacías botellas de licor por las ventanas y se enterraban en la nieve, uno no las veía,
las pisaba con el auto y rompía las cubiertas. Y no era grato estar cambiando cubiertas con veinte grados
bajo cero, así que las echó y destinó la casa a otra cosa.
La mujer preguntó:
- ¿Por qué este es el único lugar de la Patagonia donde las clases empiezan en marzo, por qué
no en septiembre como en los otros lugares donde nieva?
-Le explico -contestó el intendente que era un estanciero sociable- acá la cosa se maneja así: Se
traen los chicos al albergue escolar y allí se los aloja, tienen casa, comida, calefacción, ropa, asistencia
médica, maestras de apoyo y se los envía a la escuela. Para eso deben provenir de familias que vivan a
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más de cinco mil metros de la escuela, son los hijos de los puesteros de las estancias... Aunque nosotros
hacemos la vista gorda si viven a menos, no andamos midiendo... pero los que viven acá en el pueblo,
en invierno no tienen qué comer, así que con la escuela funcionando comen en el comedor escolar, por
lo menos, por eso se pidió este régimen... para que coman...
- ¿Tan pobres son?
- ¡Ja! ¡Hay que verlo para creerlo... son pobrísimos! Por acá andaban unas monjas ayudando
pero después se fueron... Vayan a la Delegación del Ministerio de Educación y pidan vivienda, en la
escuela hay dos piezas en buen estado que las están usando como depósito de los bancos viejos... ahora
cambiaron todos los pupitres, dijeron que iban a venir a buscar los viejos, pero eso no lo van a hacer,
díganle que las mandé yo, que les puedo guardar los bancos en un galpón si quieren y que les den esas
piezas para vivir, eran la antigua dirección de la escuela vieja, vayan mañana.
Las mujeres fueron, hablaron y se las dieron. Les extendieron una orden para que la directora
hiciera retirar los bancos viejos y las alojara allí.
Las clases empezaron. A veces nevaba, a veces no, pero siempre hacía frío.
Los chicos venían a la escuela y reunidos alrededor de las estufas a leña y se entibiaban las
manos. Ninguno tenía guantes ni zapatos apropiados. El viento nunca paraba de soplar y silbaba en los
caños del tiraje de las cocinas.
Las dos maestras vivían bien. Las piezas eran cómodas y tenían una salamandra.
Luego comenzó el invierno.
Los chicos llegaban, se calentaban, se sentaban y empezaban a preguntar:
-Señora, ¿Cuánto falta para el recreo de la leche? ¿Falta mucho?
Y así cada dos minutos.
Le preguntaron a la directora:
- ¿Y el comedor escolar? ¿No era que la escuela funciona en invierno para que los chicos co-
man?
-Sí, en teoría es así, pero resulta que como ahora transfirieron las escuelas nacionales a las
provincias, la provincia no tiene plata para el comedor...
-Pero esa transferencia hace años que estaba proyectada, ¿por qué no cambiaron el período de
clases de septiembre a mayo si no les iban a dar de comer? Si se quedaran en sus casas por lo menos no
tendrían que caminar cuadras y cuadras sobre la nieve para venir a estar acá, malcomidos como están...
-No sé, son cosas del Ministerio, a mí no me interesan... - fue la contestación de la directora.
Un día un alumno se desmayó porque tenía el estómago vacío y hubo que llevarlo al hospital.
El médico indignado dijo que él estaba cansado de ver llegar a los chicos solitos a decir que les dolía "la
barriga" y era de hambre... En ese momento llegó el cura, con la noticia de otro caso más o menos
patético. Se sentaron los cuatro, el médico, el cura y las dos maestras, a tratar de arreglar el mundo, en
medio de tazas de café, al calor del fuego.
- ¿Y si conseguimos cosas y les damos de comer? - se le ocurrió a una.
-El Obispo no quiere ollas populares, me sacará a patadas... -dijo el cura.
-En el hospital no hay lugar... la única posibilidad es habilitar el comedor escolar.
-Sí, pero ¿cómo? - preguntaron las maestras.
El médico explicó:
-Yo puedo presionar a los estancieros para que me den ovejas, el veterinario municipal no se va
a negar a inspeccionarlas, la escuela tiene instalaciones adecuadas y cocinera, que se rasca. Ud. Padre,
puede conseguir polenta o porotos cuando va a la ciudad y con eso nos largamos... yo hablaré con la
directora, pondré mi camioneta a disposición de la escuela, pero lo único que quiero es que les den de
comer también a cinco chiquitos de dos o tres años que están de última, las madres los pueden llevar y
ayudar a lavar los platos...
Las mujeres salieron entusiasmadas. La más joven era soltera y recibía las atenciones de un
oficialito a cargo de un destacamento de la gendarmería. Todas las tardes se acercaba a verla y tomaba
un café. Le contaron la historia y al otro día vino con una novedad:
- ¿Saben?, hablé con mi jefe y ellos le van a pedir al supermercado donde se surte toda la guar-
nición que les regalen las bolsas de fideos que se les rompen, o de porotos, garbanzos, polenta, esas
cosas... el lunes viene un camión a traer equipos y ya nos van a tratar de mandar algo...
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Todo andaba bien. A la directora no le gustó mucho la idea, pero estaba de por medio el director
del hospital y el cura. El comedor empezó a funcionar.
A la semana, recién a la semana, la directora, que nunca salía de su oficina porque allí estaba
calentita y no le gustaba el frío, fue a la cocina y vio a las madres lavando platos y a los cinco nenitos
indios sentados en un banco, quietitos, esperando que las mamás terminaran. Vio también que las mujeres
raspaban los platos y las cacerolas, y ponían todo en una ollita que luego se llevarían a sus casas, para la
cena. Volvió furiosa a la dirección y llamó a sus maestras:
- ¿Ustedes permitieron que esas mujeres entren en la cocina a llevarse las sobras?
-No, fue parte del trato con el médico, él trae todos los días una oveja a cambio de que se les dé
de comer a los chiquitos esos que estaban sentados en el banco, las madres colaboran, si se llevan las
sobras ha de ser porque no tienen qué comer...
-Esto no puede seguir así, Uds. han convertido esto en una olla popular y las ollas populares
están prohibidas por la constitución de la provincia. ¡Mañana se termina, al comedor escolar vienen
solamente los escolares y esos chicos no están en edad escolar...!
Las maestras la miraron perplejas. La más joven, que tenía los grados más bajos y estaba más
en contacto con los pequeños, arriesgó:
-Si siguen así no creo que lleguen a la edad escolar...
-Ése no es nuestro problema, a ver si lo entienden de una buena vez, acá a la Patagonia viene
toda la gente como Uds. y pretenden convertirse en redentores, estos indios mugrientos se llenan de hijos
y después andan por ahí dando lástima... se terminó, dije, y acá la directora soy yo, ¿estamos?
Las maestras se miraron y salieron sin decir nada. En el pasillo una le preguntó a la otra:
- ¿Vos entendiste qué quiso decir con “...gente como Uds.?"
-No. Pero mejor ni preguntárselo.
Al rato vieron salir a la portera y un poco después oyeron un griterío que sobrepasaba la puerta
cerrada de la dirección y cinco minutos después el médico furioso dio un portazo que hizo temblar los
vidrios.
Acababa de tocar la campana del recreo y la directora salía de su reducto diciendo:
- ¡Por Dios! ¡Qué hombre tan maleducado! ¡Y con ese hombre fueron a hacer tratos Uds., chi-
cas... pero ya aclaré todo, por suerte!
Por suerte creía ella. Al rato vino la cocinera a preguntar qué preparaba porque el chofer del
doctor había venido a decir que no iban a traer más la oveja diaria para el comedor...
La directora se molestó y ordenó:
-Si no hay carne, haga polenta sola...
Y se hizo polenta sola. Y garbanzos solos, porotos solos, arroz solo.
Los chicos preguntaban:
-Señora ¿por qué no hay carne?
La directora decía:
- ¿Ven?, ¡ahí tienen el resultado, se creen que estamos obligados a darles carne, mañana o pa-
sado va a venir un padre a quejarse, lo único que falta! Si no fuera porque me lo pidió el Padre Antonio,
cortaba todo esto de raíz...
En la charla del café diario con el oficialito, se tocó el tema.
- ¡Qué bárbaro, Ché! ¿Así que están comiendo polenta con sal? ...y les digo una cosa, esta gente
no come más que acá en la escuela, en la casa no tienen nada...
A la mañana siguiente se presentó la camioneta de los gendarmes con un animal que parecía un
ternero, limpio y listo para cocinar.
La directora lo miró y el muchacho explicó:
-Es un guanaco, señora, lo cazamos anoche, el veterinario ya lo revisó. El administrador de la
estancia de los ingleses nos ha dado permiso para que cacemos, no hace falta que lo guarde en la heladera,
cuélguelo en la galería y le durará unos días. Buena carne.
-Ud.… no pretenderá que se les dé guanaco a los alumnos, alférez...le agradezco su buena vo-
luntad, pero lléveselo. El Ministerio de Educación no lo permitiría.
-Señora, por favor... son proteínas, no me venga con esas cosas... lo han comido por miles de
años...
18
-No, no, no.… saque ese animal de acá, y Uds. - ladró a las maestras y de paso a algunos alum-
nos mayores que estaban mirando - no se metan...al aula, al aula. - arreó.
Los gendarmes cargaron el guanaco en la camioneta sin decir nada, con mirada torva. A la
noche hicieron guanaco al horno, con papitas, e invitaron al médico, al cura y a las dos maestras. Uno de
ellos, el chofer, sugería deslizar la camioneta sobre el hielo y atropellar a la gorda, que pasaba todos los
días por el frente.
-Esa gorda hija de puta se cree que porque ella es directora... -decía furioso - No me podrán
decir nada, resbaló...eso será todo, vendrá otra...
-Deja de delirar, -dijo el jefe- acá hay que hacer algo, pero en serio.
Pero no se les ocurrió nada.
Al día siguiente era viernes y las dos maestras subieron al tren y se fueron de fin de semana a
la ciudad turística. Era bueno de vez en cuando ver otras caras, comprar chocolates y disfrutar comodi-
dades. A la noche, en el salón del hotel, el tema salió a relucir. Estaban sentadas en un sofá, con una
columna de la estructura atrás, forrada con espejos. Del otro lado había un señor leyendo el diario, pero
no lo vieron. Era un señor mayor, canoso, de anteojos de marco de carey. Después de oír parte de la
conversación se levantó y se presentó.
-Señoras, -explicó- soy Juez de Cámara... las he estado escuchando. Permítanme que les diga
una cosa: no tienen salida. ...pero pueden apostar el resto a una sola carta: escriban a los diarios.
-Nos echan en dos minutos...-dijo la más joven.
-Nos llevan presas por subversivas...-agregó la otra.
- ¡Pero no.…! ¡Ustedes no me interpretan! Manden una carta anónima.
-No se puede, hay que mandar la fotocopia del Documento de Identidad certificada por la poli-
cía, si no, no la toman en cuenta y menos para publicación...
-Miren, Uds. hagan como yo les digo, escriban al diario " La Prensa " de Buenos Aires como si
fueran un familiar de esos chicos, una india por ej., que le dicta a otro... la tomarán en cuenta, yo sé lo
que les digo, a los diarios ese tema les gusta, defender a los indios está bien, pobres indios, a los perio-
distas les agrada, se sienten buenos haciendo esa clase de revuelos... escuchen...
Y ellas escucharon.
Ese día era veinte de junio, día en que se conmemoraba la muerte del creador de la bandera
nacional, el general Manuel Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano, prócer ilustre e inspirador de algunos
desastres, entre otras cosas. Pero se había preocupado por las escuelas, eso sí, no había duda.
La carta salió perfecta. No fue muy difícil, hacía más de tres meses que estaban en la zona y
conocían el rico lenguaje de los mapuches, como se llaman a sí mismos los araucanos de esos lugares.
El diario la publicó y otros periódicos se hicieron eco.
La leyeron en radios de la capital.
El gobierno de la provincia desmintió todo y presentó por televisión - luego de varios días de
una búsqueda infructuosa de la presunta india verdadera y firmante - a otra india cualquiera a la que
tiraron unos pesos para que se reconociera autora, - total que los indios son todos iguales -, y se le dieron
públicas explicaciones de cómo se estaba solucionando la cosa. Los gendarmes y las maestras, admira-
dos, veían en el programa al Ministro de Salud y al de Educación, hablando, muy serios, con la india que
ellas habían inventado.
Al cabo de unos días todos fueron trasladados. Se dijo que, en castigo, pero se los llevó a sitios
mejores. Al médico a una ciudad del valle frutícola, con un buen puesto. Las maestras a la ciudad del
chocolate, donde consiguieron doble turno y al jefe de los gendarmes, pobre oficialito inocente y bien
intencionado, de jefe de ocho se lo hizo jefe de cuarenta, a pocos kilómetros de la ciudad turística. La
municipalidad organizó un programa de ayuda a los indios, ayudada por el Club de Tigres Caritativos.
Al cura lo llevaron a otra capilla donde no había feligreses tan hambreados y se volvió a la normalidad.
Ese invierno, al menos, todos los alumnos comieron.
Queremos creer que también lo hicieron el siguiente, y los demás. No lo sabemos muy bien
porque todos se fueron, la maestra joven se casó y la casada se hizo periodista, pero sólo escribe artículos
sobre bellezas geográficas. En el pueblito únicamente quedaron la directora, que de seguro no nos dirá
nada, y los indios...cuyos muertos no hablan y cuyos vivos miran al blanco con desconfianza.
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Una muerte en la Argentina...
¿Cómo describir una muerte que nos afecta? ¿De cerca? ¿De lejos? Tal vez sea mejor dejar
pasar algo de tiempo y hacerlo con calma y poniendo distancia en la apreciación de los acontecimientos
que todos provocamos... de esos de los que no queremos sentirnos culpables... Yo, por ejemplo, durante
un tiempo me sentí culpable de haber participado activamente en la campaña del presidente ganador de
las elecciones en la Argentina, en el año 1983. Para el 89, el ejecutivo y su gabinete, como era previsible,
se hallaban en crisis.
Un gobierno soberbio ignora sus limitaciones y es de cajón que los países más poderosos se las
harán ver. Lo lamentable es que las sentimos y sufrimos todos los habitantes. Nunca los políticos. A ellos
no les pasa nada. Como decía mi abuela " los cuervos no se picotean entre ellos..."
En mi caso particular, que es el caso general de los pobres, de los explotados y de los que no
pueden hacer nada para salvarse, fue como sigue, y las aclaraciones, que son para los que ignoran lo que
es vivir en ese subdesarrollo que más que una realidad económica es una actitud mental cuyas conse-
cuencias son inevitables para todos, las iré haciendo a medida que considere necesario.
Como la lluvia o la nieve, el gobierno cayó... pero de a poco. Los signos se empezaron a notar
varios meses antes, con la inflación que siguió al plan económico fracasado.
Para un empleado que cobraba 400 dólares por mes, (y ese era entonces un buen sueldo) diga-
mos en enero, en febrero cobró con quince días de atraso 280, en marzo con 20 días de atraso 179, en
abril ya iba atrasado un mes y le pagaron 130 dólares... en mayo todo explotó. Claro que los precios
subían, no atrás del dólar sino adelante, pues los comerciantes no pierden...
Mi madre estaba enferma de cáncer. Yo supongo que habrá sido cáncer porque se le hinchó
medio cuerpo, el lado izquierdo completo.
En el hospital a dónde la habíamos llevado, porque el dinero no alcanzaba para pagar un sana-
torio de cuarta pese a que regularmente le descontaban para el servicio social desde hacía años, como el
gobierno no pagaba a los médicos éstos se negaban a recibir pacientes de la obra social ( PAMI, para
los jubilados) aduciendo que era perder tiempo, que luego con la inflación no cobrarían nada... en ese
hospital le quisieron hacer una radiografía y como la pobre gritó que el aparato estaba frío, el médico
jefe me dijo que la retirara del nosocomio, pues se hacía lo que cabía con pacientes que deseaban curarse
y era evidente que mi madre, con sus 79 años, no deseaba hacerlo... Tratar de que entrara en razones era
inútil. Hay gente obcecada.
Trajimos a mamá a casa y la acostamos en su cuarto y la empezamos a atender como podíamos.
Yo contraté una mucama para los quehaceres domésticos, a la que pagaba un sueldo miserable, que era
la décima parte del mío... pero por lo menos todos comíamos.
De mi pequeña huerta en el fondo de casa, con la acelga y las borrajas hacía ravioles, con las
zanahorias, ralladas, la salsa; y con orégano, perejil y un poco de pimentón, algo de cebolla de verdeo y
sal le daba el gusto.
En el trabajo por licencia para atención de familiar enfermo me autorizaban solo veinte días de
permiso en el año y se terminaron pronto. Tuve que enfermarme yo y un médico compasivo certificó y
selló que yo me encontraba tan mal que no podía concurrir de ningún modo al trabajo.
Empezó el mes de mayo y las cosas empeoraron. La empresa estatal que nos proveía la luz
eléctrica cobraba el día 6, el gobierno nos pagaba los sueldos a las maestras el 25 o 26 del mes siguiente
y cuando íbamos a abonar la luz, zácate, una multa por pago fuera de término e inútil protestar. Lo mismo
pasaba con el agua.
En ese ínterin el presidente se veía cada vez con ojeras más grandes y bolsas bajo los ojos,
algunos kilos de menos y la voz más cansada. La televisión empezó a mostrar que la gente avanzaba por
las calles y rompía las vidrieras de los supermercados y arrasaba con el contenido de las estanterías. No
eran ladrones, eran empleados municipales, policías de civil, obreros en general, desempleados o no,
pero todos necesitados de comida.
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Si uno cobraba por día, por ej., el lunes le pagaban 7 dólares al cambio oficial, y se podía com-
prar una botella de aceite, un kilo de pan, 1 kilo de arroz y medio de merluza. Al día siguiente con el
mismo dinero, sólo el pan y el arroz, y al tercer día sólo alcanzaba para el pan... y era un día entero de
trabajo. ¿Con qué comprar las otras cosas?
Yo tomé todo lo que tenía de oro, sortijas, aros, pulseras y cadenas: apenas eran 125gramos. En
la capital del país, Buenos Aires, el oro valía el doble que en cualquier lugar del interior. Yo vivía en el
interior, así que tomé un colectivo cuyo pasaje me costó el precio de un gramo y medio y fui y se lo
vendí al Banco de la Ciudad, que era el que pagaba la cotización más correcta. Lo cambié a dólares y
calculé que con suerte y haciendo las economías más espantosas podríamos vivir - toda la familia - tres
meses.
Mamá desde su cama se daba cuenta de que algo que nunca se había visto estaba ocurriendo.
Escuchaba la radio y contemplaba la gente en la TV, marchando por la calle y rompiendo las vidrieras.
Se preocupaba por mi suerte, decía que "menos mal que tienes trabajo, nena, "...porque creía que con
tener trabajo todo estaba solucionado, pobre vieja...
Después se dio cuenta que no era así y dejó de comer.
Había que darle algo o tener a mano algún medicamento, pensaba yo.
¿Qué haré si sufre o empieza a gritar de dolor? ¿Con qué dinero compraré remedios?
Ni sumada la jubilación de ella, la pensión que le pagaban por papá y mi sueldo de maestra de
campo, con un plus de 80% por zona desfavorable se llegaba a sumar en dólares el importe de mi básico
de hacía dos meses...
En la primera semana de abril quiso que la viera un médico. Ya no se podía levantar de la cama.
El médico de años, a una cuadra de casa, no quiso atendernos y salió su esposa y dijo que el doctor por
visitas a domicilio cobraba quince dólares más, adelantados. Volvimos sin doctor y le dijimos que no
estaba. Esa noche mamá habló toda la noche con personas que ella veía, pero nosotros no. Persistió en
su negativa a comer y cuando le tendí la cama observé que se le habían puesto totalmente negros los
dedos de los pies.
En casa vivían mis dos hijos menores de edad y una hija divorciada con sus tres pequeños. Los
más grandes iban ya al preescolar y el más chiquito tenía dos años. La madre estudiaba.
Pasado mediodía tomé a Alvar de la mano y salí con el rumbo a la casa de Malvina.
Alvar era el pequeñito y se llamaba así porque mi hija admiraba a Alvar Núñez Cabeza de Vaca.
Fue un verdadero lío ponerle ese nombre porque no figuraba en la lista de nombres permitidos - como
españoles - en el Registro de las Personas. Debió fundamentar su pedido contando la vida de Alvar
Núñez, y decir que descubrió las Cataratas. En Argentina "las Cataratas" son las del Iguazú, por supuesto,
que en idioma indígena quiere decir "agua grande".
En eso pensaba yo cuando iba a lo de Malvina, una amiga de mi hija que vivía a dos cuadras
de casa. Se llama así por las islas, esas de la guerra que nos dejó en la ruina y cuyos costos todavía
estamos pagando... ¡¿A quién se le ocurre hacer una guerra en el Atlántico Sur, en Abril y con un go-
bierno conservador en Gran Bretaña?! Sólo a nosotros.
Todo eso pensaba yo cuando llegué a la puerta de la casa y golpeé las manos, porque en las
provincias las casas tienen jardín al frente y entonces no hay timbre...
Ella me hizo pasar y yo le dije, lo recuerdo muy bien:
-Malvi, el otro día cuando estuviste con un ataque de nervios, te acuerdas? ...cuando te peleaste
con Juan Cruz, cuando te subió la presión, el médico te dio una tableta entera de Trapax, ¿La tienes
todavía?
Ella me miró y yo expliqué:
-Mamá está muy mal...
-Tomé solo una...-me dijo- ya te traigo...- y entró al dormitorio.
Volvió con la tableta y sabiendo lo que le contestaría igual preguntó, pero yo se lo perdoné
porque era muy joven...:
- ¿Cuántas quieres?
-Toda - contesté yo.
-Ah...-dijo, y me la pasó.
Eran las tres de la tarde, tomamos unos mates y yo volví con Alvar a casa. Los otros chicos
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volverían de la escuela a las cinco.
Fui a la cocina, machaqué todas las tabletas rosadas finamente y las mezclé con leche en una
cuchara. Mamá lo tomó sin decir nada. Le pasé la colonia y se puso por el pelo y por la cara y luego se
recostó.
En ese instante sonó el teléfono. Yo fui a atender y cuando volví a su cuarto ya estaba medio
perdida. Entonces le dije:
-Mamá, mamá, atiéndeme bien, llamó papá por teléfono ...dice que te viene a buscar.
-Eduardo...-dijo ella y esbozó una sonrisa y se durmió...
Yo me agaché, le di un beso y agregué:
-Adiós, mamá...- y salí entornando la puerta suavemente, sin hacer ruido, recordando a papá,
muerto hacía veinte años.
En el comedor tomé el teléfono y llamé a mi consuegra, o mejor dicho a mi ex-consuegra. Ella
atendió y le dije:
-Magdalena, mamá se está muriendo y necesito que me ayude, no quisiera que nuestros nietos
estén aquí cuando eso suceda, ¿podría pasarlos a buscar por la escuela...?
-No te preocupes, lo siento mucho, salgo para allá... - Es una mujer rápida.
Al ratito estaba con el auto en la puerta, le entregué ropas de entrecasa para los chicos, y al
Alvar con varias mudas más.
-Ahora después te llamo...- aclaró Magdalena.
Yo volví adentro y observé a mamá desde la puerta del cuarto. Dormía.
En el consultorio de otro médico, que conocía de vista, entré sin pedir permiso ni pagar consulta,
con una enfermera histérica detrás exigiéndome 10 dólares. Expliqué que mi mamá se estaba muriendo,
que si me podía dar una orden para internarla pues no quería que muriese en casa. No dijo nada y me la
dio. Fui al hospital, pedí la ambulancia y ya de vuelta, me senté a esperarla. Llegó al rato, sólo con el
chofer porque estaban escasos de personal.
La camilla era pesada así que un vecino nos ayudó a alzarla.
Después de dejarla internada llamé a mi hermano que vivía a veinte kilómetros de casa y le dije
lo mismo, que nuestra madre se estaba muriendo, y que si podía venir.
A la media hora llegó y me preguntó dónde estaba mamá. Fuimos al hospital. Está a tres cuadras
de casa.
La habían puesto en la sala general de pobres y menesterosos, porque la Obra Médica Estatal
estaba cortada por falta de pago del Gobierno al Hospital, que también era del Gobierno. Cosas de la
Argentina. Pobre mamá, ella que tenía un apellido patricio, de los fundadores de la Nación, de uno de
los Constituyentes de la vecina provincia de Entre Ríos, que estaba orgullosa de ello. Menos mal que no
podía verlo. Habían puesto un biombo alrededor de la cama.
La enfermera nos preguntó si queríamos quedarnos, nos iba a dejar, pese a no ser hora de visita
y dado el caso...
- A veces se despiertan...- explicó.
Mi hermano se quedó y yo no me animé a decirle que las 39 pastillas de Trapax se lo impedirían.
Aduje que yo hacían dos noches que no dormía, lo cual era cierto, y volví a casa.
Mis hijos ya habían regresado de las escuelas... les expliqué que su abuela estaba muy mal y
que no pasaría de la noche. Me acosté algo más tarde y dormí hasta las seis como una piedra. A esa hora
me despertó el teléfono y era mi hermano. Mamá había muerto sin despertarse, me dijo.
-Está bien, -le contesté- organizaré todo.
Llamé al funebrero y el seguro de sepelio fue reconocido, creo que piadosamente. Trajeron a
mamá ya en el cajón, con una puntilla y tules alrededor, pusieron dos velones eléctricos y una cruz
fluorescente, que yo apagué. Era ridícula. Los amigos de mi hermano vinieron con flores y mi comadre,
a pasar el día conmigo. Almorzamos viendo como la gente seguía saqueando supermercados y almacenes
mientras el presidente aseguraba que iba a adelantar la entrega del poder al sucesor electo, que hubiera
debido asumir en diciembre. Un periodista descolgado de la realidad recordó que era el 25 de Mayo1.
Una vieja que vivía en la esquina se presentó con unas dalias y a pesar de que su única relación
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Importante fecha patria argentina
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con mamá había sido saludarla al pasar, lloró estrepitosamente y enseguida se retiró por falta de acom-
pañamiento.
Como mamá había sido católica mi hermano sugirió llamar a un cura de esa religión. Para darle
el gusto, dijo.
Yo lo hablé por teléfono y al rato llegó un muchacho barbudo, en bicicleta, con pantalón deslu-
cido de jean y camisa leñadora a cuadros rojos y verdes... dijo que era el cura.
Sacó una estola y un libro y oró un rato ante el cajón. Una de las amigas de mamá le contestaba
los rezos. Fue la única que se animó a venir al velorio. Las otras se mandaron disculpar por ser muy
viejas.
Yo sé que mamá hubiese querido que la depositara en un nicho en el cementerio de Buenos
Aires, y que la hiciera colocar al lado de papá. Pero era imposible, en los tiempos que se vivían, hacer
ese gasto. A la tarde la llevamos al camposanto y la pusimos en la tierra, ya que un lugar en el suelo no
se le niega a nadie y el seguro lo cubría. El cura rezó nuevamente y yo me volví a alegrar de que mamá
no pudiera verlo. Pobre mamá, ella jamás hubiera aceptado un sacerdote de tal naturaleza, la palabra
tercermundismo le olía a azufre....
Al mes siguiente el bastón presidencial cambió de mano y yo cobré sólo diez dólares de sueldo.
Al otro, treinta y recién el tercer mes, noventa.
Cuando mamá murió el Gobierno Nacional le debía más de cinco mil dólares de haberes mal
liquidados, tal vez podrían haber servido para que sufriéramos un poco menos todos nosotros, o para que
muriera en Buenos Aires como ella quería. No lo sé.
Hasta ahora les reclamo a mis antepasados patricios que declararon la Independencia, y me
pregunto cuáles habrán sido sus motivaciones secretas... yo experimenté ciento setenta y tres años des-
pués sus efectos y cada vez que debo llenar algún formulario con un renglón punteado de "nacionalidad",
me cuesta obligar a la mano a escribir "argentina".
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OTROS CUENTOS
Cuando María Beatriz vio por primera vez al Nene, (porque esa denominación le quedó para
siempre y así lo conocimos de grande) corrió a contárselo a su hermana María del Socorro, a quien, por
ser la mayor, consideraba más sabia. María del Socorro, que era chismosa de corazón y de alma, acudió
en seguida.
El Nene continuaba sentado en una piedra, a la vera del camino, bajo un talita cercano al euca-
liptal de Don Dionisio. Se encontraba muy ocupado tallando un palo de sauce, con un pequeño cuchillo
de fabricación casera. María Beatriz cuenta con orgullo todos los detalles, pese a que el hecho ocurrió
cuando ella tenía 13 años y ahora orilla los 63. Algo de tiempo.
Yo trato de representarme a mi canoso primo en esas circunstancias, pero no lo logro. Ocupa
un cargo importante en este momento.
El caso fue que entre las dos lo interrogaron y sonsacaron lo que pudieron de sus datos perso-
nales, hasta estar seguras de la exacta localización del rancho "piojoso" (al decir de mamá) que perdido
entre los cerros albergaba a su familia, esto es, a su madre, cinco hermanos, su abuela y tres perros que
él incluyó como parientes.
Una vez sabidos los detalles, corrieron a buscar a su madre, la informaron de la circunstancia
y la trajeron a ver al Nene.
Cuando mi Abuela lo contempló dijo sin vacilar, pero en voz baja, para no alarmarlo.
-Sí, éste es nieto mío.
Regresaron a la casa con la novedad. La Abuela tenía un nieto. Con todos los hijos aún solteros,
la Abuela tenía un nieto. ¡No haberlo sabido antes! Pero, ¿De quién era hijo? Los varones eran muy
parecidos entre sí y el niño, idéntico a todos y a ninguno. Eso habría que averiguarlo, y muy bien, por
supuesto. De los cuatro presuntos malhechores se descartó a papá, el Nene tenía 7 años y papá 17. Un
rápido cálculo hizo eliminar de la lista a Antonio, había estado varios años -justo "esos"- en el exterior.
Quedaban Carlos y Luis José. Luis José se acababa de casar y Carlos no venía al campo desde el verano
pasado, y "en ese entonces ya estaban floreciendo los durazneros", contaba María Beatriz.
Acosado papá, se negó a dar información, pero "se pisó" reconociendo que era uno de sus her-
manos el responsable. No lo culpo. La Abuela podía revelarse terrible cuando se lo proponía. Antonio
llegaba todos los sábados, después de mediodía, pero ¿cómo esperar?
Hizo preparar el breque y salieron, con el hijo de la cocinera, rumbo al rancho.
Allá a las cansadas lo encontraron, cerca del camino, pero bastante lejos de su finca. Se hallaba
al borde de una acequia, rodeado de álamos y maizales incipientes. Una india robusta y gorda las atendió,
sujetando los perros y mandándolos al fondo de un solo chicotazo.
A un grito, fueron saliendo por la puerta del rancho una muchacha embarazada con un niño en
brazos y cuatro criaturas más, que la rodearon asustadas. Todos eran -a la vista y sin dudas- nietos de mi
abuela.
"-Buenas tardes, doña...me han dicho que vende pan casero..." empezó mamá -contaba tía Ma-
ría del Socorro.
"Sí, Señora... así es, pero en este momento no estoy teniendo... esta noche recién voy a amasar...
si gusta mandar buscar mañana por la tarde..." -había contestado la mujer.
Y así, ellas se habían retirado.
Esa noche casi no pudieron dormir conversando sobre el tema. ¿Cómo encarar el asunto?
Al fin de la noche la Abuela se había decidido.
-Hay que tomar al toro por las astas... que enganchen el breque, y también la calesa.
Partieron al amanecer. Llegaron y Abuela se bajó, ya resuelta, y caminó con firmeza los cien
metros de campo que separaban al rancho del camino.
-Ustedes, esperen aquí. -había ordenado a sus hijas.
Nunca se supo qué fue lo que hablaron entre las mujeres, allá sobre el bien barrido patio de
tierra, bajo la higuera, pero cuando regresó, la muchacha encinta iba con ella, cargando al pequeñito, y
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los demás, con ojos grandes, la seguían. La india las acompañó hasta la tranquera y por primera vez, al
despedirse, sonrió.
- ¡A casa! - dijo la Abuela.
La muchacha no había abierto la boca, ni la abrió después. Aceptó todo lo que le dieron, habi-
tación, ropa, cama, mucamita que la ayudó a bañarse, peinarse y vestirse. Pero seguía taciturna.
Los niños se ambientaron con una facilidad de no creer y para el otro día ya conocían todo el
manejo de la casa, iban a la cocina, pedían dulces, pan con manteca, subían las escaleras y saludaban
asomados a las ventanas del piso alto.
Ese mismo día, por la tarde, Abuela, ya repuesta del trajín, se había sentado con la muchacha
en la rosaleda mientras los niños jugaban sobre el césped, a esperar a María del Socorro y Teresa, que
hubieron de ir al poblado cercano a comprar telas, camisetas, zapatos, botones y puntillas. Se había lla-
mado a la costurera y ésta había traído a una ayudante. Para el sábado, día en que tenían que llegar el
Abuelo y el tío Antonio, los niños se encontraban "adecentados", impecables y encantados de vivir en la
casa. Abrazaban a sus tías y repartían acaramelados besos a quien los solicitara. La muchacha, transfor-
mada, parecía una señora.
Abuelo y el tío venían en auto. Un Ford A. Se los escuchaba desde lejos.
-Junten a los chicos, que no se pongan en el camino del auto- gritó desde el jardín la Abuela,
contaba la tía María del Socorro.
Doralisa esperaba a su esposo en el jardín de invierno, galería cerrada en el lado norte de la
casa, con amplios ventanales, donde ponía las macetas con las plantas que "sentían" el frío.
Él entró, la saludó y dicen que aún parado, le preguntó con extrañeza:
-Dora, ¿de quién son esos chicos?
-Siéntese, Juan Manuel, yo se lo voy a decir...-cuando las cosas eran graves lo trataba de Ud.-
esos chicos son... son nuestros nietos.
El Abuelo digirió la noticia tomando un café que le alcanzó la Zunilda, mucama vieja que lo
conocía de joven. Luego llamó a Antonio y allí sentado, lo puso al tanto.
Las tías escuchaban, atisbando. Solamente murmuró:
- ¿Carlos o Luis José?
-No sé... -trató de defenderse Antonio.
- ¡No me digas eso! - había gritado el Abuelo. - Bueno, está bien, que venga... ¿cómo se llama?
-Marina- contestó la Abuela.
-Que venga Marina, ya. - Y cuando el Abuelo decía ya, era YA, no sé si me entienden. Cuando
la vio encinta se dio cuenta que no podría presionarla si seguía empacada en no querer hablar, así que la
hizo sentar, le preguntó si sabía quién era él, le sonrió utilizando todo su encanto, se atusó los bigotes y
luego le preguntó:
- ¿Cuál de mis hijos es el padre de estos niños?, porque es uno de ellos, ¿no?
-Sí, Señor, pero él me pidió que yo no lo diga a naides, y yo no lo voy a decir a naides.
- ¡Cómo que a nadie! -había sorpresivamente bramado el coronel- ¡¡Yo soy su Abuelo!!, ¿en-
tiendes Hija?, ¡¡¡ Su Abuelo!!!
La muchacha no pudo resistirse. Era imposible.
-El niño Carlos... -dijo en voz tan baja que apenas se la oía.
Toda la casa suspiró. El niño Carlos, tunante de veinticinco años, de novio en Buenos Aires, a
punto de recibirse de médico, vacacionando todos los años en el campo, "padre de seis niños y medio",
-como lo calificó la Zunilda-.
-No te preocupes, Hija, que esto lo arreglo yo...- contaban las tías que aclaró el Abuelo, al
tiempo que salía por un mandadero para enviar un telegrama a su hijo pidiéndole que viniese ...sin espe-
cificar el motivo.
El tío había anunciado su llegada con otro telegrama, para que lo esperasen en la estación de
ferrocarril cercana. El Abuelo había preparado todo, dado las instrucciones precisas y sin descuidar nin-
gún aspecto de la cuestión. El tren arribó con algo de atraso, a eso de las seis de la tarde.
Cuando llegaron a la casa y entraron al comedor, estaba toda la servidumbre reunida, de pie
detrás de la Abuela, que se encontraba sentada en un sillón, con Marina a su lado, pálida como una
muerta... En la mesa, en la cabecera, se había sentado el Juez de Paz, con sus libros y dos testigos que no
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eran de la casa. Carlos había atinado a decir, en voz baja...:
- ¡Pero... papá! ¿Podemos hablar? ¡Por Dios! -
-No me venga con Dios, Carlitos, que Ud. ya sabe que yo soy librepensador y ateo, después que
se case, mi hijo, después que se case... se le había olvidado este trámite, pero no es nada, acá el Señor
Juez ha tenido la paciencia de esperarlo, y la Señora Marina también…porque lo que sí, Ud. se me
casa...y ya, porque ningún nieto mío va a andar por el mundo sin su apellido...- había dicho el Abuelo,
desprendiéndose la chaqueta y haciendo ver que tenía calzado el revólver en la cintura.
Después de que por completo estuvieron los papeles y libros firmados, todos sentados en silen-
cio esperaron a que el Juez le entregara a Marina una copia del Acta de Matrimonio.
Entonces la Abuela se había levantado rompiendo el hielo, besando a la nuera, abrazando al
hijo...
-Y ahora, ¡Empecemos la fiesta! - invitó el Abuelo.
Y fue fiesta. Asado de vaca con cuero y baile hasta el amanecer, con el fonógrafo a cuerda.
Doralisa había hecho preparar una mesa para la familia, había avisado temprano a la madre y los herma-
nos de Marina que el breque los iría a buscar, para que estuvieran preparados. Sentó a su consuegra a su
lado y la atendió y conversó con ella y rieron juntas. Los niños venían a cada rato a contarle cosas a sus
abuelas y ambas se sintieron felices, viéndolos contentos.
Toda la gente del paraje fue invitada y se bailó hasta el amanecer. Todos se fueron comentando
lo “recto y bien duro” que había sido el patrón y la estima que le tenían subió hasta el tope. Los hombres,
admirados, se despedían dándole la mano y diciendo “Cuente conmigo para lo que sea, patrón” y eso,
era mucho decir.
Al otro día mi tío Carlos regresó a Buenos Aires, a continuar el estudio. Todas sus hermanas,
que se sentían algo culpables, espiaron la despedida. Pero, por lo visto ya resignado, el esposo besó a su
esposa antes de subir al auto y saludó a los niños alegremente, prometiendo regalos.
Las tías y la Abuela se dedicaron el resto de la primavera y todo el verano a educar a Marina,
enseñarle a leer, a bailar, a sentarse, a hablar en francés y a comer con muchos cubiertos. Cuando regre-
saron a Buenos Aires, era "presentable", como decían antes...
Nunca hubiese imaginado esta historia. Recién la supe ahora, cuando los protagonistas princi-
pales están ya, todos muertos. Por lo que me contaron, jamás hubo malentendidos entre Carlos y Marina
y él le fue siempre metódicamente fiel.
Todas mis historias son cuentos, pero ésta... es verdadera.
26
Un caso policial
Mercedes, Corrientes década del 90
Hay casos policiales sangrientos y otros no, pero claro, por regla general ninguno es lindo.
Yo una vez tuve que llamar a la policía. No comentaré mucho sobre lo que pasó, nada más les
diré lo que yo pensé, del resto quiero que Uds. se formen su propia opinión.
Mi casa es grande, en un pueblito, ya dije, de provincias. Desde la vereda hasta la casa hay unos
veinte metros de patio con plantas. No es un jardín. Es un patio con plantas, porque la sombra es muy
necesaria en el este clima subtropical y tengo un gomero enorme. Así que hay muchas plantas, sin flores.
Las flores aman la luz y yo la sombra. Ellas están atrás de la casa y los helechos en el brocal del aljibe,
a unos diez metros de la vereda. Es un aljibe mentiroso, pues sólo quedó la parte de arriba y el pozo no
está más. Pero está lleno de plantas.
A media cuadra, en la esquina, hay un vivero que vende orquídeas, helechos y árboles frutales.
El dueño, "Bocha", es conocido mío, siempre le estoy comprando las ofertas.
Casualmente hace dos días me hizo una rebaja por un helechito muy lindo cuya maceta tenía
una cascadura en forma de V en el borde. Casi no se veía, pero me advirtió que no la agarrara haciendo
fuerza en esa parte.
Fue con el resto de sus hermanos sobre el brocal.
Esta mañana me despertó el teléfono: era el del vivero.
- María, acá tengo a un tipo queriéndome vender la planta que te vendí anteayer, la conocí por
la maceta... lo entretengo un rato.
- Gracias...-contesté medio dormida todavía. Y me desperté. ¿Qué hago, soy una mujer sola, si
lo dejo este tipo me va a entrar a robar todos los días, no tengo perro (comen), ¡llamo a la policía! - y
llamé sin pensar mucho, porque uno sabe el teléfono de la "poli" de memoria y entonces no se detiene a
analizar si vale o no la pena... llama.
- Enseguida va uno, señora, ¿adónde mismo tiene que ir? Dígame bien...ajá, Belgrano y Salta,
está bien, va para allá... espere cinco minutos.
Yo me vestí y salí rumbo al vivero. El "Bocha" lo estaba entreteniendo a mi ladronzuelo.
Casi junto conmigo llegaba un muchacho en bicicleta, pelo largo, campera y jeans gastados,
pero eso sí, zapatillas caras de tenis, de una de esas marcas extranjeras, "El gallo feliz " o algo así, bueno,
era un gallo... y el chico era el policía.
Entró con la pericia que dan años de mando, copiada a sus superiores, agarró sin preguntar
siquiera al hombrecito y me dijo:
- ¿Dónde queda su casa, señora? ¡A ver, agarra la planta!
El gentecito era lastimoso. La ropa estaba sucia y harapienta, tenía una barba de varios días,
zapatos que habían conocido mejores tiempos y el pantalón, más grande de su talla, sujeto con un hilo
sisal por la cintura, dos vueltas y un moño. Se agachó, tomó la maceta con cuidado y empezó a caminar
hacia mi casa. El policía me preguntó:
- ¿Dónde estaba colocado el plantero?
-En el brocal del aljibe...- me di vuelta y me despedí del Bocha.
Cruzamos la calle y seguimos al delincuente. Nos esperó en la entrada.
-Anda a ponerla en su lugar...- ordenó el muchacho. El hombre obedeció y se dirigió al aljibe y
la colocó exactamente de donde la había sacado. El policía se acercó, lo agarró de la ropa y le dio una
sonora cachetada...
- ¡Andando, vamos! ¡A la Regional...! - y a mí:
- Esta tarde venga a hablar con el comisario, señora, después de las cinco...Hasta luego...
Y se fueron caminando, el policía con la bicicleta al lado.
Yo regué mis plantas y me senté a tomar mate, porque en el apuro lo había olvidado...
A mediodía vino una amiga a almorzar y le conté...
- ¡¿No me digas que acá a la media cuadra la fue a vender?!! ¡Qué estúpido, por favor!
- Si vos lo vieras, es una hilacha, debe tener entre treinta y cuarenta años, pero parece de sesenta,
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camina todo tembleque y tiene los ojos con las venitas rojas, como los borrachos de los dibujitos anima-
dos...
- ¿Y qué le pueden hacer? ¿Procesarlo por hurto? ¿Dejarlo preso?
-No sé… -contesté- esta tarde tengo que ir a hablar con el comisario...
La comisaría estaba recién pintada de amarillo. Toda. Lucía horrible pero limpia y sospeché
que la pintura provenía de una donación... El jefe me atendió en seguida. Me hizo sentar y me ofreció si
quería un vaso de agua. Yo quedé muy sorprendida porque el tono con que lo dijo sugería que era algo
fantástico. ¿Un vaso de agua?
-No gracias...
Se sentó. Miró entre los papeles, abrió uno o dos cajones y acomodó las lapiceras. Por fin,
cuando todo el escritorio estuvo perfecto no tuvo más que hacer y se resolvió a hablar.
-Mire, Señora, yo le voy a decir, este sujeto es un raterillo de cuarta, borrachín, es pensionista
nuestro prácticamente, el año pasado ya lo detuvimos veinte veces...es una forma de decir, creo que
fueron más... la semana pasada lo trajimos con una silleta de Doña Rosita Gonzáles Fraga, estaba sentada
en la vereda, sonó el teléfono y cuando salió resulta que este cristiano la quería vender ahí, a cincuenta
metros, a los chicos de TV Cable que estaban afuera... Y yo le voy a decir, Señora, si yo lo proceso la
jueza me echa, con todas las causas pendientes que tiene, más serias, no le puedo llevar a este gentecito...
ni tenerlo acá porque hay que darle de comer y bien, andan las monjas esas extranjeras y los de los
derechos humanos revisando a ver si está rico el locro de los presos, ¡y el ejecutivo con el asunto de la
economía... no nos manda un peso! Diga que la gente de la cooperadora policial se mueve y se junta un
poco de plata por ahí, en los controles se manguea otro poco a los camiones y a los contrabandistas y que
de vez en cuando algún estanciero nos regala una ovejita, que si nó, no sé qué haríamos, rifa no podemos
vender porque ya lo están haciendo los bomberos y no nos vamos a poner a patearles el tarro, por eso,
Señora, yo le ofrezco lo siguiente: nosotros le damos una buena cacheteadura a este sinvergüenza y le
advertimos que no le vuelva a entrar en su casa y lo largamos...total la semana que viene alguien lo va a
arrimar de nuevo...y él ya sabe... no le conviene jugar con nosotros...¿Qué le parece?
El comisario acababa de tragarse su sapo, como quien dice, y a mí no se me ocurría como
consolarlo, no se llega a Oficial Jefe de la Unidad Regional local para tener que darle a una señora gorda,
ama de casa, este tipo de explicaciones... me puse en su lugar y recordé que hay que ser caritativo con el
prójimo y también que la mano que estrechamos hoy puede ser la que nos ayude mañana, y contesté:
-No se preocupe, comisario, lo entiendo perfectamente, le estoy muy reconocida a la policía,
fueron enseguida que los llamé...muchas gracias.
-De nada, señora, cualquier cosa que necesite ya sabe.
-Gracias, comisario, es una suerte tenerlo aquí...
Y entre cumplido y cumplido, porque somos gente bien educada, me acompañó hasta la puerta
de la comisaría y se despidió con una inclinación de cabeza, muy cortés de su parte.
Al poner la llave en la puerta de casa, recordé a mi amiga, que vendría a tomar mate a eso de
las siete y media y miré la hora: faltaban diez minutos para las siete de la tarde.
¿Le contaría la verdad? Me pareció que sería como traicionar un poco al comisario. Era un
hombre honesto, en un momento y en lugar equivocados y tal vez no sabía cómo salir de allí o temiese
hacerlo.
Le dije que no había pasado nada, que firmé unos papeles y que todo estaba bien.
Tomamos mate y hablamos de plantas.
Están muy lindas mis begonias... y mis helechos, espléndidos.
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La fuerza de la tierra
Provincia argentina de Corrientes, década del 80
Había una vez una mujer que vivía en el campo, pero no el campo desarrollado de los tractores,
cosechadoras y señores con 4x4 sino el campo de la pobreza, ese de las construcciones de adobes, techos
de paja y gente de a caballo…
Se casó luego de tener varios hijos con un paisano que la visitaba y juntos criaron a los niños
y niñas, fueron a la iglesia cuando venía el cura, esquilaron las ovejas, plantaron sus frutales, enterraron
a sus muertos, hicieron el brocal del pozo y ella todas las mañanas se levantaba tempranito y ordeñaba
las diez vacas que tenían. Con la leche hacía quesos y todas las semanas iban al pueblo en un sulky a
venderlos junto con los huevos.
De vez en cuando venían los comerciantes en telas, árabes casi siempre, turcos les dicen en la Argentina
porque, si bien la mayoría eran sirio libaneses, a causas de las guerras entraron con pasaportes turcos.
Uno de los "turcos" era viudo y se novió con una de las hijas y la llevó, puso casa en el pueblo y para
que la esposa se entretuviera y la economía familiar no sufriera, le instaló una verdulería. Vivían bien.
La otra se casó con un paisano, y el hijo varón obtuvo una porción del campo donde construyó su rancho
en una arboleda cercana.
Nuestra pareja envejeció. El hijo debió emplearse en una estancia del paraje aledaño para obte-
ner dinero, ya no se podía vivir de la tierra.
Pasados unos años más, el hombre, ya viejo y gastado, murió.
Y quedó nuestra mujer, ya viejita, seca, dura, arrugada como una pasa de uva, viviendo solita
en su rancho, fumando sus cigarros de hoja y comiendo los huevos de sus gallinitas. La hija pueblera
quiso llevarla con ella, pero no es igual vivir en lo de un hijo que en la casa propia.
-El pueblo no es lo mismo que el campo, en el campo se siente uno vivo...- decía. - La otra hija
le envió un nieto para que la acompañase.
Llegó la primavera, pasó el verano y el campo de al lado fue comprado por un sujeto de la
ciudad. Rápidamente construyó una casita de material, con techo de chapa, y se instaló.
A diferencia de los pobladores del paraje, que se ayudaban entre ellos, no hacía favores a nadie.
Si encontraba en la ruta a una madre caminando con su hijo en brazos, no era capaz de parar la camioneta
y preguntar si necesitaba que la acerque... como haría cualquier hijo de vecino.
Su mujer no sabe andar a caballo y tiene un hijo mayorcito que anda en una moto ruidosa, negra.
Empezó a talar el monte con una motosierra y a vender la leña. Cuando hubo cortado varias
hectáreas trajo unas ovejas.
Nuestra viejita notó que las suyas se apocaron misteriosamente, no quería creer que se las hu-
biesen robado. A veces sucedía que alguno con mucha hambre se llevaba alguna, pero nunca un montón.
Cuando se quiso acordar no tenía más ni una.
Un amanecer sintió muy cerca el característico ruido de la motosierra. El viento venía de otro
lado así que fue a ver qué pasaba. El vecino estaba en su terreno cortando sus árboles con dos peones.
Sus propios árboles, los de ella.
Le dijo que ese era su campo y sus árboles, pero el hombre no le hizo caso y siguió dando
órdenes. Veía como los troncos se apilaban al borde del camino, habían cortado el alambrado para mayor
comodidad. Nuestra viejita se indignó y lo increpó duramente y le estaba por decir que cómo le cortaba
el alambrado que se le iban a escapar las ovejas cuando se acordó que desde hacía unos días no tenía más
ovejas, ...ni los cueros había encontrado, a pesar de que fue hasta el pueblo e hizo la denuncia... Furiosa,
se enfrentó al sujeto y le dijo que salga, que ese era el campo de ella, que siempre lo había sido...
El hombre la miró con sorna y dijo:
- ¿Y qué le hace a Ud., para qué quiere la leña? Deje de molestar, ¿quiere?
Y ordenó a uno de sus hombres:
-Sácame a esta vieja de acá...
El peón -incómodo- se acercó y le dijo:
-Señora, mejor váyase.
Ella se agachó, agarró una rama y se la dio por la cabeza, con toda la fuerza que pudo. El vecino
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se vino al humo, se acercó enfurecido y le pegó una trompada, cuando cayó, la pateó en el suelo y no la
mató porque sus empleados se lo impidieron. Uno de ellos la acompañó hasta el rancho sin decir nada y
como pudo cayó en la cama.
Cuando el nieto volvió de la escuela fue a avisar a la hija y la llevaron al pueblo e hicieron la
denuncia. Empezó un pleito de nunca acabar. La mujer, lentamente se reponía en el hospital. Estuvo un
tiempo en casa del yerno pero quería volver a su hogar, pensaba en sus gallinas, en su perro... La llevaron,
pensando en que, total, la pobre era muy vieja y tal vez le quedaba poca vida.
El rancho estaba cuidado por el nieto, que iba todos los días a regar las plantas.
Llegó la primavera y un vecino le aró la chacra para plantar maíz. Ella dio vuelta, con el nieto
de ayudante, la tierra de la huerta y trasplantó los tomates y enterró los porotos que le darían las chauchas.
Una mañana se levantó a regar y la acequia estaba seca. La habían cavado trabajosamente su
marido cuando joven y otros vecinos, durante el invierno y todo el año que siguió, para traer el agua
desde el río. De acuerdo a las leyes antiguas eran los dueños de esa agua...
Un conocido llegó al rato.
-El vecino hizo palear una zanja hasta su acequia y desviar el agua al campo de él, doña María,
hemos quedado todos sin agua...
Ella sacó, del pozo, un balde. Mateó sentada bajo la higuera y tomó una decisión.
Cuando llegó el nieto lo envió:
-Ve a la casa del vecino y decile que tu abuela quiere vender el campo, que si tiene plata que
venga a verme. Si te pregunta algo explicale que me quiero ir a vivir a la ciudad.
-...pero...
-Andá y decile, te digo...la pucha, hacéle caso a tu agüela!
Y el nieto fue.
-Dice que esta tarde vá a venir con el escribano, que tenga listo el título y que si están pagados
los impuestos...
Del precio ni se había hablado.
Luego sacó un sillón afuera, al patio que miles de veces había barrido, se sentó en otro, le hizo
al nieto que acarreara una mesita y se vistió como para un casamiento. A su lado puso una canasta con
unos ovillos de lana y tejió cuadrados de crochet mientras esperaba. A media tarde llegó la camioneta
del vecino con el escribano.
Hizo sentar al vecino en el sillón, bien enfrente de ella y le gritó al nieto que trajese una silla
para el escribano. Cuando todos estuvieron sentados se agachó a dejar el tejido en la cesta y sacó de allí,
mucho más rápido de lo que nunca creyó que podría, el treinta y ocho de su marido... lo agarró bien con
las dos manos y le bajó al sinvergüenza las balas encima...
El escribano no se atrevió a moverse cuando ella se levantó y le pegó el último tiro a sangre
fría, en la cabeza, al atorrante que estaba pataleando, " para asegurarse ", como declaró después ante el
juez.
Se dio el gusto de darle dos puntapiés al muerto y decirle - lamentando que ya no escuchase -:
-Este campo es para mi nieto y ningún mal nacido se lo va a venir a quitar...- y agregó:
- ¿Oyó bien escribano? Váyase yá de mi casa, ahorita mismo...- y entró al rancho y salió con
una escopeta de dos caños, pesada y negra...
-Está bien señora, por favor, yo no sé nada, tenga cuidado señora, no sé manejar señora...
-Vaya caminando entonces, tanto estudio y no sabe manejar...
A la noche recién llegó la policía.
- ¿Qué pasó, doñita? -dijo uno mientras alzaban al muerto y caía con un ruido a bolsa de papas
en la camioneta de la Autoridad, la “tobiana" como le dicen en el campo, porque es de dos colores...
-Nada, lo que tenía que pasar, nomás...
-Va a tener que acompañarnos, ¿sabe...?
-Sí, ya sé, ¿pero me van a devolver el revólver si les digo dónde está?
El policía pensó un poco.
-Creí que Ud. se olvidó donde lo puso...- aseveró.
-Sí, me olvidé -captó ella - debe ser por la edad, ¿sabe?
Y con una agilidad que creía ya no tener, subió a la camioneta.
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Esa noche durmió en el hospital, el médico policial lo creyó más adecuado.
Al día siguiente se instruyó el sumario y se consideró que fue en legítima defensa y que dada
su edad y bajo la responsabilidad del “turco”, que le aseguró al Juez que su suegra no iba a huir, se la
mandó con la hija, a la casa del yerno, que con contenida admiración, la tomó delicadamente del brazo,
ayudándola a descender los escalones de la entrada del hospital, mientras las enfermeras la besaban al
salir.
El escribano “no sabía nada”.
Y así, todo quedó como al principio. Vecinos comedidos volvieron a su lugar los alambrados,
el agua retornó a la acequia y le hicieron la huerta. El nieto le daba de comer a los animalitos y la casa
del finado fue comprada por una persona aceptable que inclusive le aró una hectárea y le plantó maíz,
“Para que tenga para sus gallinas” explicó a los vecinos, que lo aprobaron y le dieron la bienvenida al
paraje.
. Todos iban a verla y a tomar unos mates bajo la sombra de sus hermosos árboles, las mujeres
a veces le llevaban de regalo un jaboncito “de olor”, los hombres venían a menudo a “ver cómo anda y
si necesita algo pida nomás, ya sabe”, y desde la tranquera ya se sacaban el sombrero. Pero lo que más
la enaltecía y llenaba de orgullo es que cuando “la tobiana” andaba por el paraje “los muchachos” la
visitaban un ratito y le ofrecían “carona” si quería ir al pueblo a visitar a la hija.
Su historia era conocida en leguas a la redonda y cuando se hablaba de ella la conversación solía
empezar así:
-…sí, porque Doña María…
- ¿Cuál Doña María? ¿Esa que…
-Sí. Esa…
-Ah…
Ella sabía que la fuerza de la tierra la había llevado a hacer lo que hizo y que por eso y no por
otra cosa, gozaba ahora del respeto y aprecio de todos sus conocidos y de algunos a los que no conocía.
Sabía también que su nieto viviría en el campo, se casaría y criaría a sus hijos como hicieron
sus abuelos, con más “modernidad” tal vez y mejor futuro.
A veces se sentaba en el patio, en esos días lindos en que los lapachos estaban en flor y la
invadía una paz infinita… entonces desde su sillita matera estiraba la mano y tomaba un terroncito de
tierra y mirándolo, agradecía a Dios la vida que le había dado y a la Virgencita, el haberla bendecido con
el coraje para mantenerla.
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Las cosas que se pagan
Inicio en 1973
¿Todo tiene un precio? ¿Es eso cierto? Parece que sí... aunque algunas cosas no se pagan en
moneda común y corriente. El concepto de pago es muy antiguo y si bien algunos creen que el destino
de cada uno está escrito desde antes de su nacimiento, siempre sabemos que hay un margen de elección
inteligente y ese margen es el que nos salva o condena.
El Doctor. Era un médico con aspecto externo de médico.
Lo conocí hace treinta años en la casa de una amiga cuyo hijo de tres años se encontraba res-
friado. O sea: nene moquiento, llorón por lo incómodo, más incómodo por llorón... Mi amiga llamó
primero a otro médico, no al Doctor. A otro, un buen médico, que vino en 10 minutos, transpirado, con
algo de olor a caballo, en botas de montar -porque estaba jugando al polo- y con la chaquetilla sin prender,
examinó al niño al derecho y al revés, lo hizo reír, toser, sacar la lengua y todo lo que se hace en esos
casos y preguntó:
- ¿Tiene fiebre?
-No, nada, todo el día le he puesto el termómetro.
- ¿Tose?
-No.
-Bueno, Señora, el chico no tiene nada, solamente está resfriado, dele una aspirineta cada ocho
horas y manténgalo adentro (era invierno y hacía frío) Si le sube la temperatura me avisa.
Y empezó a guardar sus cosas.
Mi amiga se desesperó.
- ¿Pero Doctor, no le va a recetar nada? ¿Ningún antibiótico? - la voz se afinaba al subir de
tono...
Supe de inmediato que esa pregunta, a ese médico, era un error.
Yo lo había conocido de niño, cuando tenía buen carácter, y también sabía las circunstancias en
que tuvo que acompañar a su madre una madrugada (por ser el hijo mayor) a despedir -eso les hicieron
creer- a su padre contrarrevolucionario, al que mandaban al sur, a prisión.
En realidad, cuando llegaron estaban sacando a los fusilados en camillas, en un silencio cargado
de locura, y su padre le faltaba la mitad de la cara... (el tiro de gracia, le dijeron). Todo esto y ver a su
madre desmoronarse lentamente lo habían hecho un hombre de muy mal carácter para con las señoras
ansiosas de antibióticos. (Yo conocía a esas señoras porque tenía un primo pediatra que cerró su consul-
torio y se dedicó a la siquiatría, harto de esas madres.)
- ¡No, ¡Se-ño-ra, no le voy a dar ningún antibiótico y si fuera mi hijo, tampoco se lo daría!!-
terminó gritando.
- ¡Ay, por Dios, Doctor! - dijo mi amiga.
- ¡Qué Doctor ni la puta que lo parió...! - protestó el médico saliendo.
Ella lo seguía, sofocada.
-Pero Doctor, dígame por lo menos cuánto es la visita...
La puerta del auto sufrió mientras él gritaba en medio del arranque del motor:
-Después arreglo con su marido...paso por el taller...
Mi amiga entró muy incómoda... además, no le gustaba que le recordasen que su esposo era mecánico.
-Mira cómo está el chico, pobrecito, no da más... este tipo es un animal... yo voy a llamar a otro
que sepa...
Yo sabía que era inútil porque mi primo decía que un resfrío duraba siete días con remedios y
una semana sin ellos, pero yo tenía un primo médico y ella no, además el hijo era de ella y era en vano
explicarle todo eso.
Llamó y otro médico vino: el Doctor.
El Doctor, aspecto pulcro, con la chaquetilla almidonada, la raya del pantalón impecable, los
zapatos bien lustrados y caros. A diferencia de su colega, ni siquiera auscultó al niño, se limitó a decir
que sí.
A todo lo que madre explicaba, el asentía. Luego sacó el recetario y empezó a escribir. Los
remedios debían darse a horario, aclaró, pero no juntos. Escribió también una dieta. Recomendó 7UP en
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vez de agua, cobró por la visita la décima parte de lo que el marido de mi amiga ganaba por mes, dio un
caramelo a cada niño y se despidió amablemente con un caluroso apretón de manos. Mi amiga estaba
fascinada. Yo observé toda la actuación de la misma forma, jurándome que, ninguno de mis hijos pisaría
jamás el consultorio de ese doctor.
Los remedios eran caros y la única farmacia que trabajaba con esos laboratorios era, casual-
mente, la de propiedad de la esposa del doctor, que a los pacientes del marido no vacilaba en abrirles
cuenta para pago a crédito (Hace cincuenta años -créanme- no usábamos tarjetas de plástico para pagar
las deudas)
El Doctor pronto fue socio de un sanatorio, construyó una linda casa, un coqueto consultorio,
una clínica de maternidad enfrente del sanatorio del que era socio. Luego incursionó en política. Los
años pasaron y un día, cuando cruzaba la calle frente al sanatorio del que era socio, una moto lo atropelló,
lo hizo volar por el aire, dar la cabeza contra el cordón de la vereda y morir allí mismo por fractura de
cráneo. El hecho conmocionó a la población.
A mí me trajo el recuerdo de otra muerte, ocurrida más o menos cuarenta años atrás, un día de
sol en que mi marido, mis dos niños y yo veníamos de una chacra en las afueras. Al ir entrando al pueblo
vimos un grupo de gente en la entrada del frigorífico, sobre la ruta.
Un camión del municipio había atropellado a un capataz que salía en bicicleta. Supe que era
capataz por el casco blanco. El chofer del camión lloraba, nadie hacía nada y un hombre se quejaba en
el suelo, en el borde del asfalto, frente al camión. Nuestro auto era un Fiat 600, pequeño por demás. Atrás
venía una camioneta. La detuve con el sencillo método de pararme en medio de la ruta. Era de una
empresa vial, decían las letras pintadas en la puerta.
-Ayúdennos a llevar este hombre al sanatorio o al hospital- expliqué.
-No, imposible, la Empresa no nos permite llevar a nadie… - aclaró el que manejaba.
-Anoto su chapa y los denuncio en los diarios y en la policía por abandono de persona...- ame-
nacé…
-Está bien, por ésta vez, vamos... (¿Por ésta vez? ¡Por Dios! ¿Adónde estamos?)
- ¿Adónde vamos?
Yo pensé antes de contestar: pueblo rural, hospital con guardias pasivas... mediodía, era más
seguro que hubiera médico en el sanatorio, atendían hasta la una.
-Al sanatorio- dije.
Bajamos al hombre desmayado y vi un líquido transparente que se escurría por su oído. ¡Re-
cuerdo que pensé “Oh, ¡no…!”
Lo pusieron en la guardia, entró una enfermera, lo vio y dijo que iba por el doctor.
Yo continuaba allí, con un empleado del frigorífico que nos había acompañado. Mi esposo
había quedado en el auto con los niños.
Entró el Doctor, como siempre: limpio, zapatos lustrados, chaquetilla impecable y almidonada.
El hombre en la camilla, por momentos, se quejaba en medio de su inconsciencia.
El Doctor no lo tocó. Lo observó y me di cuenta que estaba viendo lo que yo había visto.
- ¿Quién trajo a este hombre? ¿Quién es? - inquirió con sequedad.
-Yo lo traje, lo atropellaron, no sé quién es, pero ya fueron a avisar a la familia...
-Este hombre va a morir, tiene fractura de base de cráneo. ¿Tiene Obra Social? Porque si no
tiene Obra Social que lo lleven al hospital ya mismo, ¿sabe? - me dijo, saliendo de la guardia.
La enfermera entró, lista para echarnos de allí si no teníamos quién pague; el hombre estaba de
alpargatas y su ropa, sucia.
Yo sabía lo que me habían dicho, era consciente de ello, pero era de esas cosas que uno no
asimila fácilmente... La enfermera esperaba.
Vi pasar un guardapolvo por la puerta y reconocí al que lo llevaba. Le decían "Tuyá" (viejo, en
guaraní) y era médico. También era uno de los socios del sanatorio. Lo llamé.
- ¿Qué tal? -me preguntó.
-Traje un herido, ¿puedes verlo?
Entró y auscultó al hombre, que se quejaba.
Me llamó a la puerta y me dijo:
-Mira, creo que este hombre se va a morir, tiene fractura de cráneo y está perdiendo líquido por
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el oído... pero bueno, ya que se va a morir, que se muera en paz... Enfermera, póngale tantos centímetros
de esto y tal otra cosa...- y de nuevo a mí- ¿Qué pasó?
-Lo atropelló un camión, yo obligué a unos ingenieros a traerlo desde la ruta...- expliqué.
-Mala cosa... Enfermera, llame al radiólogo y que le saquen... -y anotó- ... de frente y perfil, la
familia lo va a necesitar para el seguro... Che, ¿y el camión de quién?
-Del Municipio, el hombre es un capataz del frigorífico.
-Bueno, alguien se tendrá que hacer responsable con la familia... yo no puedo hacer más nada,
quédate tranquila porque, con los calmantes, no va a sufrir ... a lo mucho tardará una hora o dos...
Me dio una palmadita en el hombro y salió.
El hombre no se quejaba ya. Reflexioné cuán fácil es morir y salí.
Por eso digo, no lamenté la suerte del Doctor y creo que hay una cierta justicia en la forma en
que murió.
Me gustaría contárselo al que lo atropelló para que no se sienta culpable. Que sepa que tal vez
fue una muerte inexorable producto de una decisión impiadosa, escrita desde hacía más de veinte años,
desde el día en que no tocó siquiera al obrero moribundo..., desde ese mediodía en que me dijo que si no
tenía Obra Social que lo llevara al hospital... tal vez ahí, en ese preciso momento, se escribió su muerte,
se lo privó de una vejez feliz, de unos años de paz, tal vez esos años fueron el pago por el lujo del
desprecio...Puede que el conductor de la moto sólo haya sido el mero ejecutor inocente de una suerte ya
echada, un destino sellado, cuyas circunstancias fueron determinadas por una frase terrible, una elección
del mismo Doctor. No lo sé.
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Un “entierro”
Ahora que me preguntas, Teresa, sí, yo recuerdo bien cuando tío Ramón y sus
cuatro hijos sacaron al Santo del Río.
Tía, que era muy de Iglesia, en seguida vendió unos animalitos y le hizo hacer una
capilla. Ese día el sol hervía sobre los campos y el miedo a los incendios nos hacía rezar
rosario tras rosario... el pasto amarilleaba sediento y los pozos se estaban secando. La bajante
era muy grande y nadie recordaba haber visto algo así, por lo que sacaron a la Virgen en
procesión pidiendo lluvia, y a otros Santos, como San Isidro Labrador, que seguramente
sabía bien lo que representaba la seca.
El río estaba tan bajo que se podía cruzar a pie al Brasil... Algunos encontraron
cuentas de vidrio, de collares de los indios, enterradas en el barro... y tío, al Santo. Como
no había cura porque el pueblo era chico, venía uno, cada tanto y a caballo, desde Libres. (se
refiere a Paso de los Libres)
Tío se había ido caminando por los bancos de arena... y cerca de la costa encontró
la imagen, de madera, bien pintada todavía.
Apavorado por el milagro - dijo después- atinó a marcar el lugar con un palo bien
clavado en el suelo y le ató su faja colorada.
Se fue luego a buscar una carreta y a todos sus hijos para que lo ayudaran. Los
gurises ya eran grandes, el más chico tenía quince años y era alto como el padre y sus her-
manos. Para esto la noticia se difundió enseguida y al rato todos estaban en la costa ayudando
a desenterrar al Santo. Lo subieron a la carreta, le echaron agua hasta dejarlo bien limpio y
se lo llevaron entre rezos, que empezó Doña Deolinda. nuestra rezadora oficial. No se perdía
velorio ni acontecimiento donde pudiese mostrar su habilidad, decía mamá, que no la quería.
Rezaba en voz bastante alta y muy bien, en castilla o guaraní, como le pidiesen.
- Reza nada más que para lucirse... - murmuraban mis tías, solidarias con mamá.
Cuando íbamos llegando a la casa, ya habían preparado una mesa con el mejor
mantel de la tía para altar del Santo. Había que acostarlo porque todos nos dimos cuenta que
era el Santo Señor Muerto. Antes de que resucitara.
Primero el tío dijo de llevarlo a la capilla, pero la llave la tenía Don Indalecio y
esa mañana se había ido al campo y en algún lado había que ponerlo... y qué mejor entonces
que la casa del dueño del Santo, porque sobre eso no había duda, el dueño era el hermano de
papá, que seguramente debía de ser un alma buena y limpia, porque si no, no lo hubiera
encontrado. El Santo era para él, y para su familia. A eso de la tardecita, porque nadie salía
de casa antes...con esos calores, fue llegando de vuelta el pueblo entero a lo de tía. Nosotros
ya nos habíamos quedado allí a comer, porque nuestra casa estaba del otro lado de la plaza
y con todo ese tole-tole no quisimos regresar. Además, trajeron un cordero y el olorcito del
asado era muy tentador para toda la gurisada. A la noche seguimos la reunión, porque mata-
ron una vaca y la hicieron con cuero y mandiocas asadas. Todos estuvieron de acuerdo en
que dada la pobreza del tiempo de seca lo único que se podía hacer, era eso. El Santo no
merecía menos... y habrá sido que estuvo conforme porque al otro día nos despertamos todos
tarde y parecía que no había amanecido todavía y era de tan oscuro que estaba un cielo negro
y espeso, con nubes que parecían abolladas a puñetazos, que cubrían todo el pueblo. Al rato
empezó a llover, con una lluvia mansa que no justificaba tanta negrura, pero que cayó y cayó
hasta casi el fin de la tarde, mojando todo el campo, toda la tierra, corriendo por las calles
como un río mientras los gurises saltaban por la plaza, los pozos se llenaban de nuevo, los
árboles bebían y el río empezaba a subir como antes, como debía de ser... como nunca debió
dejar de estar. Cuando paró de llover, la gente empezó a salir de sus casas, a dejar los
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corredores donde había tomado mate toda la tarde mirando caer el agua y empezaron a ir
con las velas a lo del tío... a agradecerle el milagro al Santo.
Ahí fue cuando la tía decidió hacerle una capilla al lado de la casa y le pidió a Don
Melitón que le trajera los ladrillos al día siguiente.
Y allí quedó, por años y años. Cada tanto venía algún doctor o los profesores y
conversaban con los tíos sobre el Santo, pero fotos no, de ninguna manera. Al tío y a la tía,
sí. Al Santo, no.
Habían dicho que la luz de las máquinas de los fotografistas puede hacerle mal al
Santo, que era de los antiguos, de los jesuitas, allá por la época de San Martín, o antes, más
o menos -explicaba el tío-. Nunca nadie lo corrigió, lo respetaban demasiado para hacerle
pasar vergüenza. Ni siquiera los capitalinos se animaban a sonreír siquiera cuando decía así:
fotografistas... ¡Pobre tío! ¡Tan bueno!
Es por eso que tengo tantas fotos de los tíos, los estudiosos se las mandaban des-
pués de sacarlas en los libros. Yo las heredé. Acá están... En las últimas solamente está la tía
y el Cunumí, los demás se habían venido a Buenos Aires hacía años y ya ni se acordaban de
los padres... Y el tío había muerto, dormido en la paz del Señor, como decían todos recor-
dando su buen fin.
El Cunumí cerró la casa y dijeron que sacó pasaje en el tren, que venía a ver a sus
hermanos... pero para acá no vino, yo a los primos los veo seguido...me hubieran contado...
Por lo menos, nadie lo vio. Nadie de la familia, quiero decir. Y ahora vos, Teresa, es-
tás estudiando Historia en la Universidad... ¡Qué cosa grande! Yo apenas hice hasta sexto
grado, pero de los de antes. Lo que sí, Teresa, te lo puedo asegurar, yo me acuerdo muy bien
cuando sacaron al Santo Señor Muerto del río. Era tan pesado que todos creyeron que era de
lapacho macizo. Entre el tío y los cuatro gurises tuvieron que alzarlo en la carreta, ya te
dije... y ahora me venís con que lo has visto allá en Yapeyú, en el museo, adentro de una
caja de vidrio, con una pierna aserrada y un brazo cortado, remendados, así como así y que
los de la Universidad lo alzaron como si nada...
No, Teresa, imposible, el Santo Señor Muerto era todo de una sola pieza... Aunque,
tal vez...no sé... quizás no lo fuera y por eso se perdió el Cunumí, que era un muchacho tan
callado... Quién sabe... Pensándolo bien, Teresa, todos se vinieron para acá a trabajar y él se
quedó allá cuidando a los pobres viejos, viendo como los animales se apocaban y los im-
puestos crecían, hasta que le dijeron que el campo no era de los tíos, que sus hijuelas no
servían, que fueron realengos, que actualmente eran de la provincia y que los había vendido
a un porteño... ¡Una barbaridad! Creo que perderlos fue lo que mató a la tía...
¡Y ahora me cuentas esto! Yo no tengo estudio, Teresa, pero me gusta leer libros,
miro la tele y entiendo las cosas...en fin, si es así, es una cuestión de justicia de Dios... porque
si el entierro estuvo tanto tiempo dentro del Santo y nadie se dio cuenta antes, es porque era
para él, ¿por buen hijo...no te parece?
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Cuentos y relatos sobre mi familia diferente
Divorcio
El primer divorcio del que fuimos testigos fue el de nuestro tío Hervé. Sucedió en el campo y nuestros
primos Claude y Jacques, sus hijos, tenían 6 y 9 años. Habían venido con una de nuestras tías segundas
por matrimonio que los trajo en tren, porque ellos querían viajar en camarote y en tren.
Su madre llegó dos días después en avión. El avión era de Charles (papá) y cerca de la casa se había
construido una pista sólo para su uso. Llegaron Charles, Hervé y su esposa. El avión volvió a la ciudad.
No teníamos donde guardarlo.
Era al principio del verano, ya habían comenzado a cantar las cigarras y de noche veíamos muchos
bichitos de luz, como les decíamos a las luciérnagas. El jardín delantero estaba algo marchito y la mujer
de Hervé lo miró con desprecio.
Claude, que era un niño bastante silencioso, lo observó y sin decir nada procedió como a su mejor
entender debía hacerse para alegrar a su madre. No sabía que el sólo tener que venir al campo, ya era
horroroso para ella. Si se lo hubieran dicho no lo habría comprendido porque estando enamorado de su
prima Blanche, mi hermanita, la estadía anual en la casa de su abuela le parecía lo mejor del año. Esa
noche anduvo por el jardín y luego se acostó, algo tarde ya, y se levantó antes que ninguno. Cuando su
madre apareció, la agarró de la mano y la llevó a la galería a mirar las flores, y al señalárselas sonrió,
para permanecer –como en la escuela– con la carita expectante, esperando un “felicitado”. Las flores
desbordaban de cada uno de los canteros, grandes, pequeñas, en cientos de colores, y el viento las movía
como las olas de un mar, tanto era su número. Los ojos de su madre se abrieron de sorpresa y levantó la
voz: – ...pero ayer, ayer... ¡ayer no había nada...! ¡Nada! – Su tono se volvía despavorido.
–Sí, mamá, ayer ya estaban las plantas ... anoche Yo puse las flores... ¿Te gusta verdad? – La madre
lanzó un grito y soltó la mano de Claude con una sacudida, como si quemara.
–¡¡Hervé, – gritó – Hervé, vení... Vení acá, estoy al frente, en la galería.!!
Y porque su voz tenía una nota de urgencia alarmante, fuimos varios los que, junto con el tío, nos
dirigimos allí. Los chicos nada más mirarnos, entendimos. Era mejor callar y desaparecer.
El tío contempló el jardín, hizo un gesto que significaba ¿Qué le vamos a hacer? Levantó la ceja
izquierda, alzó a Claude y muy serio le dijo:
–Mirá, no tenés que hacer eso porque obligás a las plantas a comer mucho de golpe y se secarán.
Ahora voy a tener que ponerles abono en las hojas a todas. Vení, me ayudarás. Pero está muy lindo tu
jardín, Claude.
La mujer lo miró horrorizada.
–Hervé, estás loco? El chico ¿hace esto? ¿Y lo único que te preocupa es que vas a tener que ponerle
más abono?
El la miró con algo de desconcierto.
–No, en realidad no, perderé toda la tarde y tenía pensado hacer otra cosa, pero no es para tanto, son
cosas de chicos... –se encogió de hombros y empezó a darse vuelta para caminar hacia el garaje.
–¿Cosas de chicos? – y lo agarró de la camisa, con furia. –
–¿Cosas de chicos? ¿Con qué clase de monstruo vivo yo? Estoy...estoy...estoy harta de esto, de tu
familia, de ustedes, de los “chicos”, como los denominás. ¡No son mis hijos!, ¿has entendido? ¡yo no
tengo hijos! ¡Esos son tus hijos, te pertenecen, no–son–mis–hi–jos...! – gritaba totalmente sin control, y
retrocediendo horrorizada....
En ese momento los gritos atrajeron a papá, que trató de mediar y se aproximó a la esposa de su
hermano.
Pero no en balde ha sido escrito que el comedido siempre sale mal...
–Escúchame, Corinne...– dijo interviniendo...
–No me toqués, ¡fuera! Uds. dos son iguales, yo me voy, no quiero verlos nunca más, a ninguno de
Ustedes, son unos monstruos... ¡¡Esto no va a quedar así...!!
37
No supimos que quería significar con su última afirmación, pero nuestro tío sí la entendió, y dema-
siado bien...
Los chicos habían desaparecido en un instante. Hasta Claude se desprendió de los brazos de su padre
y se fue con los demás. En la galería quedamos sólo Geneviève, que se tapaba los oídos con las manos y
me miraba horrorizada, los tres adultos, y yo: Luis Ernesto, sobrino mayor de tío Hervé.
De improviso, tío se acercó a su esposa y ella quedó paralizada.
El bajó la voz y dijo:
–Vamos, decíme qué vas a hacer... hacélo, vamos...
Ella seguía inmóvil.
Papá se arrimó...–Suéltala Hervé– dijo.
Yo observaba con atención porque Corinne estaba parada a más de un metro de tío Hervé, pero no se
movía. Papá repitió:
–¡Hervé, suéltala! ...por favor, ¡suéltala!... Se irá y no hará nada, te lo aseguro. – Su voz tenía un matiz
de desesperación que no le había oído jamás. Tío dio un paso hacia ella y musitó:
–Si hacés algo que nos pueda dañar, por más pequeño que sea, te mataré. Te lo juro. Y sabés, – ahora
sabés muy bien – que puedo hacerlo sin dejar rastros.
Y la soltó de golpe. Me di cuenta porque ella trastabilló, al tiempo que se agarraba la cabeza y lanzaba
un largo aullido de horror antes de salir corriendo.
Después supimos que caminó hasta el almacén y la esposa del italiano, al verla tan alterada, le prestó
unos pesos para tomar el colectivo que pasaba a la tarde hacia la ciudad.
Supongo que los tíos y papá habrán sabido dónde vivía, pero no se habló más del asunto y esa tarde
Hervé, Claude y Jacques, abonaron el jardín con un abono químico foliar que estaba en el garaje, y que
había inventado nuestro abuelo hacía muchos años sin comercializarlo jamás.
Por varios días tuvimos los cuartos de la casa llenos de flores y nuestras primas hicieron ramos y se
los llevaron a las otras parientas, nuestras tías en segundo grado, hijas de un hermano de la abuela, que
estaban de vacaciones en la estancia cercana. A la noche jugaron a las estatuas y todas se pusieron coro-
nas de flores.
Los hijos de Hervé nunca preguntaron por su madre y entre todos los entretuvimos ese verano. La
pasaron muy bien porque hasta la cocinera les preguntaba cuáles eran sus platos favoritos y se los hacía
en exceso.
Papá le regaló a Claude un petiso blanco, que lo llenó de felicidad.
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Amor
Cuando Blanche se enamoró de mi hermano Claude ella tenía cuatro años y él cinco. También tenía
cinco centímetros menos de altura, pero eso con el tiempo se arregló y al cabo de unos meses eran muy
semejantes, hacían las mismas cosas, se miraban a los ojos en silencio y desaparecían misteriosamente
de la casa, sigilosos, para perderse en el jardín tras las plantas. Permanecían sentados en el suelo, tomados
de la mano sin hablar y sus madres no lograban saber qué estaban haciendo, pues si se lo preguntaban,
ambos decían que estaban conversando con los hombrecitos verdes del parque, que eran pequeñitos y,
bueno, que en realidad no eran verdes, sin embargo, como siempre estaban vestidos de verde ellos los
llamaban así y les gustaba escuchar sus historias y relatos de la vida de los árboles, los pájaros y los
ratones de campo. También sabían cuentos de los caballos y chismes acerca de la cocinera y cualquier
cosa que se les preguntara porque andaban por todos lados... Iban de verde debido a que de esa forma
resultaba más fácil esconderse entre los arbustos y matorrales del jardín, o del bosque. Esa fue la expli-
cación que les dieron a sus madres y éstas comentaron acerca de la imaginación de sus hijos y se fueron
a jugar a la canasta.
Las tres madres capitalinas se detestaban entre ellas, pero formaban un frente solidario contra noso-
tros y venían al campo con mucho desagrado, “a descansar “(de los hijos y de los maridos). En el fondo,
pienso que recelaban un poco y eso lo notábamos porque su trato no era afectuoso sino más adecuado a
un temeroso desagrado, pese a que se ocupaban aceptablemente de los detalles materiales. Estábamos
bien cuidados y mejor alimentados. No obstante, su desafecto era visible. Creo que pasaba desapercibido
para los extraños porque recibíamos pocas visitas. Nosotros no echábamos de menos su cariño. Es difícil
notar la carencia de algo que nunca se ha tenido. Al mismo tiempo el afecto nos sobraba por parte de la
familia de nuestro padre: Abuela y nuestros tíos nos querían... y mucho.
Considerando que los dos niños sólo pasaban juntos las vacaciones del verano y que vivían a cientos
de kilómetros uno del otro la persistencia de su amor admiró a la madre de ella, ya que diez años después
seguían viviendo nueve meses pensando en el verano y los otros tres con cara de asombro.
Nuestra prima era tan hermosa que los muchachos la adoraban y las compañeras de escuela la odiaron
con determinación hasta que a los dos meses de clases se dieron cuenta que era imposible seguir detes-
tándola porque los varones no existían para la hija de nuestro tío Charles...
Tenía el cabello tan largo que si se lo soltaba podía sentarse sobre él y en el campo, Luis Ernesto y
Claude jugaban con su espesa melena en el río haciéndole peinados extraños diseñados por Claude y
ejecutados por Luis Ernesto.
Recuerdo que la primera vez ella se despertó a la noche en un charco con olor a rana – decía – porque
los hilos de agua que brillaban como diamantes tallados en la oscuridad y que fascinaban a Claude aquella
noche sin luna en que volvimos caminando del río, se volvieron líquidos de nuevo en cuanto Luis Ernesto
se durmió. Este se disculpó pesaroso a la mañana siguiente, había olvidado advertirle ese pequeño deta-
lle, no podía mantener la cohesión si se dormía...o, mejor dicho, se conservaban así mientras él estuviese
despierto, no debía hacer nada para sujetarlos...
–¡Qué le vamos a hacer! – dijo –¡nadie es perfecto!
Ese día nos reímos mucho.
La llamó siempre con un nombre secreto que los adultos ignoraban y le confeccionaba regalos que
las madres no entendían pues su valía estaba en la intención con que se los preparaba y allí, solamente
allí, residía su valor. Uno de esos presentes casi desencadenó un grave problema, porque Claude le pidió
a Luis Ernesto que le iluminara por dentro un dije que había construido para ella y él lo hizo.
Luis Ernesto era el hermano mayor de Blanche, y le llevaba casi nueve años. Era el único de la familia
que podía iluminar metales. También podía extraerlos –al igual que yo, – de las rocas. El colgante era
redondo como una medalla, y mostraba en relieve un extraño lagarto de larga cola, que formaba como
una letra S. Tenía un significado especial pues habían pasado, durante días, largas y felices horas senta-
dos en la arena de las orillas del río, mirando como el bichito salía y se colocaba sobre la misma roca, en
las mañanas, los días del verano, a tomar sol. Lo había rodeado de delicadas guardas muy viejas y era de
oro, con un pulido satinado que semejaba una pátina antigua.
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El oro lo habían buscado en las piedras al lado del río y juntado la cantidad necesaria y no más. Una
vez fabricado y endurecido, se lo llevó a nuestro primo para que lo encendiese. Luis Ernesto lo hizo, pero
le recomendó que no lo mostraran porque alguien seguramente preguntaría. El ornamento brillaba sua-
vemente en la oscuridad y si se lo arrimaba a una página de diario permitía leer un círculo de 10 cm. de
diámetro, más o menos, según fuera el estado de ánimo de Blanche. Lo usaba bajo la ropa y durante dos
años nadie percibió la diferencia. Pero un día ella se desmayó en la calle y la llevaron a un centro médico.
Nada hubiera sucedido si se lo hubieran robado, pero como parecía una chuchería artesanal se lo
dejaron puesto y esa noche el médico jefe lo vio. El tenue resplandor verde del oro encendido lo fascinó
de inmediato y también comprendió que se acababa de topar con algo tan extraño, que se lo sacó y llevó
al laboratorio. El metal brillaba sin emitir calor y fue pasando de mano en mano hasta que a la mañana
siguiente una fuerte custodia rodeaba el cuarto del hospital y los teléfonos de toda la familia habían sido
intervenidos sin que nadie se diera cuenta.
Claude detectó el problema no bien entró, temprano, al hospital – pues no lo habían dejado quedarse.
Se encerró en el ascensor y pensó una contestación apropiada. Blanche la recibió y cuando el médico le
mostró el dije e inquirió:
–¿Esto es suyo? –Ella se dio cuenta de que su curiosidad sobrepasaba un interés común y contestó:
–Sí, o bueno: No. Lo encontré ayer en el ascensor y me lo puse. Fue un rato antes de sentirme mal...
¿Es lindo, ¿verdad? Yo diría que es una lagartija, ¿no?
Y milagrosamente, y porque eran extraños y por lo tanto influenciables por la familia, le creyeron y
hasta ahora no saben qué hacer con él, a pesar de que para no despertar más aún las sospechas, Luis
Ernesto lo apagó.
Claude no volvió a hacerle el dije, porque cada regalo era único e irrepetible, pero la llevaba al lado
de ocultos estanques de hadas y hacía saltar los pececitos de colores para ella. Uno rojo, pedía Blanche.
Y saltaba uno rojo. Uno naranja y uno de plata, los dos para la derecha....
Así pasaron las tardes del verano y después de un increíble otoño de amor, porque ya eran grandes y
vivían juntos, ella se volvió a desmayar.
Didier, que curaba los gatos moribundos con sólo tocarlos, no podía hacer nada por su prima y por
primera vez lloró, al principio por esa causa, luego con el llanto anticipado de todo bien perdido para
siempre y más tarde se encerró sin ver a nadie durante varias semanas. Ninguna de sus DF funcionaba si
se involucraba emocionalmente. Las DF eran las diferencias de su familia con el resto de la gente. Otros
las llamarían poderes o dirían que eran magos o hechiceros, pero no estaban en nada de eso. Didier sabía
que ella moriría dentro de poco y que nada podría hacerse. Claude, que lo presentía pero que no deseaba
creerlo, aunque la música que la envolvía – y que sólo él escuchaba – había cambiado de tono, tuvo que
decírselo en una mañana fría y lluviosa; y porque ella sabía que él estaba triste y apenado, y porque lo
amaba, sintió más compasión por él que por ella misma y su breve vida inacabada.
Nadie en la familia había visto alguna vez un amor igual al de ellos, por lo que no sabíamos cómo
ayudarlos. Alquilaron una carpa y se fueron a los lagos y a los bosques, la semana en que terminaba el
otoño. Antes de irse visitaron a todos y cada uno de los miembros de la familia y cenaron y rieron y
contaron que se iban de vacaciones. Hicieron regalos y distribuyeron sus cosas favoritas, sus cuadros,
los dibujos, los libros. Trajeron una caja llena de fotografías y la dejaron en un rincón sin decir nada.
Después se fueron a la montaña. La policía le informó al tío Charles que encontró la carpa del otro lado
del lago y que al parecer habían estado viviendo allí unos días, antes de subir a los bosques. Tío dijo que
no los buscaran, pero igual lo hicieron. Nunca los encontraron. Al cabo de un tiempo desistieron diciendo
que la zona de los lagos era muy grande y que tal vez se les averió el bote y se ahogaron. Al año unos
excursionistas encontraron la pequeña embarcación cerca de las grutas.
Tengo guardada dentro de un libro una flor que me regaló mi prima hace mucho tiempo. Si la toco
siento la fragancia del perfume que usaba en los cabellos, me envuelve el aire dulce de los recuerdos, y
a través de los años me llega un aroma perdido de lilas.
Volvemos, ella y yo, y Claude, a ser niños por un instante.
Solamente una vez al año, al comenzar la primavera, me atrevo a abrir el libro donde tengo la flor.
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Fuegos diferentes
Las premoniciones eran comunes en la familia. Recuerdo una particularmente porque me asustó ya
que estaba durmiendo con papá, mamá y mis hermanos, France y Didier.
Yo creo que tenía siete años esa noche que papá me levantó en brazos, y de él pasaron a mi mente
dormida el calor del fuego y el terror de las llamas. Años después le pregunté y le pedí que me explicara
bien qué había sido eso, me lo contó con detalles y recordé más cosas. Estábamos en un hotel en España,
papá se despertó de golpe con el espanto del fuego en el cuerpo y nos agarró – a mí dormida – y salimos,
huyendo vergonzosamente del hotel, en pijamas, a alojarnos en otro a la media cuadra y por la vereda de
enfrente. Desde allí había pedido que un botones le llevara las valijas y la cuenta. Luego se había sentado
en el balcón y a los pocos minutos una explosión sacudió la manzana y vimos a nuestro hotel estallar en
llamas mientras nosotros mirábamos el incendio, a salvo.
Creo que en esa época fue cuando mamá empezó a beber. No entendía por qué no le dijo al conserje
lo que estaba por ocurrir. Al día siguiente los había oído discutir:
-Sabías lo que estaba por pasar, ¿verdad? ¿Por qué, ¿Dios mío, no les avisaste? Todos murieron y se
podrían haber salvado...
-Patricia, no entiendes, era absolutamente inútil y hubiéramos perdido tiempo. Si ya se “sentía” el
calor del incendio, teníamos que salir ... además nadie me hubiera creído, hubieran llamado a la policía
y nos iban a retener allí, ¡la explosión nos hubiera agarrado en el vestíbulo...!
Pero mamá se negaba a entender. Era solo una coqueta mujer de sociedad, linda y elegante, que creía
que su marido era medio brujo. Papá la asustaba y nosotros también. En ese entonces no nos dábamos
cuenta de ello porque nuestros intereses eran de niños y ella hablaba sobre eso lo menos posible, cual si
fuese algo vergonzoso. En consecuencia, estaba muy poco en su casa, y como papá viajaba constante-
mente por sus investigaciones históricas, teníamos bastante libertad.
Mamá a veces se tambaleaba en forma curiosa. Si llegaba temprano iba directo a la cocina y salía
con un vaso de aperitivo en la mano. Se había vuelto alcohólica.
Papá se dio cuenta al regreso de una de sus expediciones y la llevó a muchos médicos sin lograr nada
positivo... luego le puso una dama de compañía, eufemismo para designar a una robusta señora que no
la perdía de vista y le manejaba el auto cuando retornaba a casa con copas de más, de alguna reunión de
señoras elegantes como ella. Un domingo Didier, que tenía doce años, nos despertó más temprano que
de costumbre y cerrando la puerta del dormitorio con llave nos dijo:
–Tenemos que hacer que mamá no salga hoy. Si sale se va a morir. Anoche lo soñé.
–¿Cómo? – preguntó France que ya tenía catorce y podía ser muy inquisitiva. Yo, de ocho, escuchaba.
–Mamá va a salir en auto, esta tarde, a no sé qué cosa con sus amigas. El auto va a pasar una calle
por donde viene un carrito, de esos de panadero, el caballo se asusta y la amiga de mamá también, dobla
el volante de golpe y choca con un camión... y explota. Me desperté llorando. En serio.
-Sí, te creo, desde hace unos días que algo flota en el aire, me da miedo y es desagradable, pero no es
un olor.
-Ahora, te digo que si a mamá le decimos eso no nos va a creer o se va a horrorizar.
No le gusta que soñemos cosas– aseguró France.
–Ya sé que no le gusta, pero se va a morir. No quiero que se muera así que tenemos que hacer algo
urgente...–decidió Didier.
Yo me puse a llorar porque tampoco quería que mamá se muriera. No fue una buena mamá, ahora lo
sé, pero en mi niñez era linda y elegante y era la única que tenía.
–Callate, tonta, no se va morir. Algo se nos ocurrirá para que no salga. – dijo fastidiado mi hermano.
–Mamá va a salir igual, nos llevará a casa del abuelo y encima la abuela nos dará sopa de quáker,
acordate si habremos comido quáker, sopa de quáker, budín de quáker, galletitas de quáker...–aseveró
France.
–¡Basta de quáker, yo también me lo comí! Y no era para tanto... las galletitas eran ricas, claro que
torta, ¡puaj...!, ¿pero por qué la seguimos con el bendito quáker?!! – casi gritó Didier.
La madre de mamá decía que el quáker fortalecía a los niños. (Por si alguien no lo sabe, en la Argen-
tina decir Quáker es sinónimo de avena arrollada, porque durante muchos años fue la única marca para
su comercialización. Recién en los años ochenta aparecieron otras)
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–¡Ya está! –dijo por fin Didier– ¡Se me acaba de ocurrir una idea genial! France, hacele tener fiebre
a Françoise, justo cinco minutos antes de que mamá salga.
–Pero la fiebre se tiene cuando uno está enfermo...
–Justo... ¡y eso es lo genial! ¿Soy fantástico, ¿verdad? Creerá que está muy enferma y cómo es do-
mingo el médico tardará en venir...
–Yo puedo decir que me duele mucho la barriga – sugerí deseosa de cooperar.
–Está bien, pero no te pasés...con la fiebre bastará y un poquito no te hará nada, sólo te lo haremos
para mostrarle a mamá.
Y así fue. Fue feo, porque yo nunca había tenido fiebre y me sentía muy mal y quería parar la actua-
ción, pero pensaba en mamá muerta quemándose en el auto y lloraba muy bien y me agarraba la panza.
Llegó la amiga y como llegó se fue, porque mamá era desamorada pero no al extremo de dejar a su
pequeña hijita llorando a lágrima viva y según le dijo a su madre por teléfono, volando de fiebre. La
representación siguió con intervalos hasta la noche, doctor de por medio. A eso de las nueve o diez, una
de las amigas de mamá la llamó y le contó la “horrible desgracia que le había pasado a Griselda, morir
así, ¡qué horror! ¡Tan joven!, fijate vos, yo creí que estabas con ella porque me dijo que te iba a pasar a
buscar, parece que se le cruzó un carrito o algo así y chocó con un camión, ¡es espantoso!, el auto se
quemó íntegro y ellas no pudieron salir, ninguna de las puertas se pudo abrir...¡Ay, Dios!, mañana le
hacen una misa en la Iglesia Castrense de Nuestra Señora de Luján, antes del entierro… te llamo recién
porque mi marido me acaba de decir que son sólo dos los muertos y yo sabía que iba a ir con vos y con
Patricia, y entonces tendrían que haber sido tres, ¡Ay, es una suerte inmensa que te hayas quedado, ¿por
qué no viniste al té? ¡Mirá vos, si hubieras venido estarías muerta!¡¡Y yo que creía que habías muerto
también!!
France había escuchado toda la conversación o, mejor dicho, el monólogo de la amiga de mamá por
la extensión de la línea del dormitorio de ella, quien estaba abajo en el momento en que sonó el teléfono.
Dijo que la amiga lloraba todo el tiempo mientras hablaba y que era penoso escucharla por lo que no
esperó el fin del llamado y colgó suavemente el tubo. Al rato subió mamá, tenía los ojos hinchados y
rojos, todavía con lágrimas... me tocó la frente y notó que no tenía más fiebre. De hecho, yo ya estaba
aburrida de estar en la cama y leía un libro sobre el conejo Peter y la huerta del tío Gregorio. Mamá nos
miró con sus grandes ojos negros, se pasó los dedos de ambas manos entre los cabellos de su corta
melenita de paje y permaneció en silencio.
–Ya estás bien...– dijo al cabo de un rato. Era una afirmación, no una pregunta.
–Oh, sí. – dije – ¿me puedo levantar?
–No, mejor mañana.
Yo me daba cuenta que quería decir algo, pero no se animaba y que observaba en forma extraña a
mis hermanos mayores, que estaban serios. Pero no juntó coraje. Bajó, se sentó en el living y empezó a
beber una copa de coñac y a tratar de hablar con Huamanga, donde había ido papá, pero fue imposible.
De algún modo, papá algo habrá percibido, porque dijo que sintió el impulso de venir, y el martes a
mediodía llegó. Mamá lloró mucho y no supimos qué le dijo.
Papá subió a nuestro cuarto... y algo serio nos inquirió:
–¿Qué pasó? Su madre está alterada por algo más que la muerte de sus amigas, ¿Qué hicieron Uste-
des?
–Nada, papi, –dijo Didier– sólo cuidamos a mamá, como nos pediste antes de irte.
–Tal vez se puso nerviosa porque ese día, que ella estaba por salir, Françoise tuvo mucha fiebre y
como nosotros nunca estamos enfermos, no sé, capaz que se asustó...
–France, no soy un idiota, soy tu padre... ¡carajo!, ¿qué pasó?
–Fui yo papá, –explicó Didier– lo soñé esa noche y como no sabíamos qué hacer para que mamá no
saliera, enfermamos a Françoise, pero se lo explicamos primero, papi. Lo que pasa es que nunca se lo
hubiéramos podido decir a mamá. No sabíamos que hacer, en serio, nunca nadie nos dijo qué hacer en
estos casos ¿Nos explicarás?
–Sí...–dijo papá, y jamás olvidaré su voz en ese instante– Les explicaré.
42
Mi hermana France tiene un perro
A France le gustaban los animales, de cualquier clase. Eso causaba horror a mamá, ya que tanto daba
un caracol como un murciélago. Nada hubiese ocurrido si no hubiera insistido en llevarlos a su habita-
ción.
El cuarto de France era muy lindo. Dormía en una cama con dosel, se iluminaba con amplios venta-
nales de cortinas con puntillas, poseía objetos antiguos, tapices incaicos y otros raros, libros y revistas
desparramados, jarrones siempre con flores y una planta colgando de una maceta, en la ventana. Daba
flores rojas.
Según mamá era un desastre, pero tenía cosas fascinantes. Inclusive una caja de madera del tamaño
de un cajón de manzanas, pero más resistente, lleno de lajas con improntas de hojas de coihue y ostras,
amonites y alguna que otra piña, petrificadas; fósiles todos que según dijo papá pagaron exceso de equi-
paje, por lo cual eran valiosos.
Al ir al campo el tema empeoraba, hasta que, al cumplir los catorce años, la cosa mejoró. Aparente-
mente. Según contaba tío Louis, en el tiempo en que papá hizo el servicio militar, allá por 1924, abuela
consiguió persuasivamente que fuera enviado a la localidad vecina de Jesús–María.
Los veinticinco kilómetros de caminos de tierra que atravesaban los campos eran recorridos los sába-
dos a mediodía en un destartalado auto que compró a esos efectos y el cual, según supimos después,
junto con la guitarra sirvió para muchas noches de francachela dentro y fuera del cuartel.
En esos tiempos en que no habían sido inventados los grabadores a pila ni las TV, y las victrolas
apenas se conocían, un soldado guitarrista y cantor, con auto añadido, podía pasarla muy bien.
–Súper –dijo Lucien años después.
Pero éstas son acotaciones al margen.
El hecho es que papá empieza con sus idas y venidas y su perro, un foxterrier blanco de pelo duro
que había – no sé cómo – sido retratado en un cuadro por Thérèse, todos los sábados a mediodía se iba
hasta la tranquera del campo, a unos doscientos metros de la casa principal y se echaba bajo la sombra
de una de las acacias a esperar al dueño.
Había más de cuatrocientas acacias plantadas a los costados de la entrada, en fila de cuatro. Daban
flores de un blanco amarillento y sutil fragancia, que servían para hacer tortillas muy sabrosas. A la hora
papá llegaba, bajaba a abrir la tranquera, subía al perro en el asiento delantero y los dos frenaban en el
jardín, muy orondos y tocando la bocina.
Abuela había supuesto que el perro, siempre muy atento a las conversaciones, cuando ella iba a la
cocina a dar las órdenes a la cocinera y decía “mañana viene Arturo, vamos a hacer esto o aquello”, había
establecido la asociación.
Pero tío Louis sostenía que no. El perro “había sabido” cada vez que Arturo “pensaba” en venir y
salía, porque se iba una hora antes por lo menos a esperar. Esa teoría recibió –según nos dijo– su com-
probación un día en que siendo martes el foxterrier se fue a la tranquera.
Uno de los peones que venía a caballo, más sabio, dijo:
–Ahorita nomás va a venir el niño Arturo. El perrito ya lo está esperando. –Para su esquema de
pensamiento cerril, cualquier cosa era posible y nada causaba extrañeza. Eran algo como el viento o la
lluvia, sucede y nada más.
Y así fue. Se había olvidado la guitarra y lo mandaron a buscarla, junto con tres oficiales que tenían
ganas de pasear.
France quedó hechizada con ese relato.
–¡Oh, tío! –dijo– ¡yo quiero un perro así...!
–Diiifiiiícil... – fue la contestación.
El cuadro con el perrito estaba colgado arriba del hogar en su dormitorio y France lo miraba con
adoración.
Dos días después de las lluvias fuimos al bosque a buscar hongos abajo de los pinares. Mientras
recogíamos los boletos marrones y amarillos, France se sentó en un tronco, rodeó sus largas piernas con
los brazos, apoyó el mentón en las rodillas, nos miró soñadora y dijo:
–Chicos, ¿Y si me ayudan a llamarlo?
43
Y supimos a qué se refería y nos dio algo de temor. Nunca habíamos hecho algo así. Pero France nos
convenció.
–¡Sería óptimo! ¿Se imaginan? ¡Mamá no me diría nada!
Y sí. Tenía razón. Su pelo rojo resplandeció y Luis Ernesto le dijo muy serio que parecía el hada de
los conejos. Mi hermana, que eternamente andaba con el asunto de las hadas, no se dio cuenta y dijo
esperanzada:
–¿Sí?...
–¡¡Oh, sí, cualquiera te confundiría con una gran zanahoria...!!
Ella le tiró con unos hongos y él los esquivó riendo.
Empero, como nos había seducido con su idea nos sentamos y la ayudamos a llamar al perro. Creo
que vino enseguida porque un perro no puede andar sin dueño. Además, nosotros éramos de la casa y
nos reconoció de inmediato por el olor.
Dormía arriba de la cama o sobre la alfombra de su cuarto y era perfecto. France no resistió y se lo
dijo a papá. Él se quedó sin habla un momento y luego dijo:
–Mi perro.... ¿dónde está?, –y su voz tenía un anhelo antiguo.
–Acá, conmigo, – dijo ella orgullosa, – ahora es mi perro, pero tiene un buen recuerdo de ti, papi, no
te preocupes....
Papá quedó callado y supimos que estaba sufriendo porque había sido el perro de su juventud y no
podía verlo.
–Ten cuidado con eso... – dijo– y todos comprendimos en el instante qué quería decir...
En verdad fuimos bastante osados e inconscientes al hacer algo así. France se fue a la ciudad, unos
días antes que yo... llevó su perro en el auto y él ladraba alegremente al subir.
Siempre estuvo con ella en todas las casas en que vivió y mientras lo hizo.
Muchos años después, cuando mi hermana murió, simplemente desapareció y ninguno de nosotros,
todos adultos fogueados, se animó a llamarlo. Era el perro de France.
44
La bella historia de amor
Luis Ernesto tenía una increíble habilidad para mejorar cualquier máquina o invento que lo entusias-
mara. De esta forma rediseñó muchísimos aparatos e incluso una vez le hicieron un reportaje sobre ello.
Entonces creó un grupo de investigación y lo transformó en una fundación científica que registraba las
mejoras, para no llamar la atención. Demasiadas patentes resultaban incómodas. Metódico para algunas
cosas, para otras era muy desordenado, no guardaba copia de sus diseños industriales y por toda la casa
tenía libretas con dibujos y anotaciones. Ese desorden fue causa de que se perdiera por un tiempo el
invento que le causó, años después, la muerte. Resultó después que Arnaud tenía una copia de los planos,
que se había olvidado Luis Ernesto en una de sus visitas a su casa. Fue simple: lo mataron por haber
inventado algo muy útil, muy barato, no contaminante y que reemplazaba con ventaja al motor a nafta,
solo que en un tiempo y lugar equivocados. Él lo sabía, pero no podía resistir el deseo de hacerlo. El
plano no había sido registrado todavía y estaba probándose; era un motor cuyo diseño imposible aún
asombra a los que lo examinan.
A nuestro primo – que quién sabe en qué iba pensando que no percibió nada – le metieron varios
balazos en la espalda y quedó sobre la vereda. No portaba documentos y la policía no imaginaba quién
podría ser; estaba en un país extranjero y lo llevaron a la morgue. Nada de lo que le encontraron encima
servía de indicio para algo y una vieja que estaba en un jardín regando las plantas dijo que vio venir al
hombre caminando, que le tiraron desde un automóvil y se fueron. Ella llamó a la policía.
En ese mismo momento France se despertó sobresaltada y lo supo de inmediato. Supo también que
la forma perfecta y amenazante que la acechaba desde el principio de los tiempos la había alcanzado.
Descubrió igualmente –tarde- que ella no había sido la presa, sino él.
Y que ya no sentiría más temor. Nunca.
Luego llamó a Charles desesperada y a toda la familia después. La encontramos llorando a moco
tendido, tirada sobre la cama diciendo a los gritos que lo habían matado a tiros y como nunca nos había
ocurrido algo parecido no sabíamos cómo proceder.
Pero tío Charles llamó a la embajada y un secretario le prometió que averiguaría. Mientras tanto, y
por teléfono, reservó pasajes de avión y al rato se fueron al aeropuerto.
A la policía holandesa –que trabajaba con Gerard Croizet– no le resultó raro que esa llorosa señora
hubiese visto el asesinato de su esposo en un sueño y no hicieron mayores preguntas, además Charles
iba acompañado de un cónsul y el muerto era un inventor muy conocido.
El escándalo duró unos días y luego fue olvidado.
Confortada por la parentela, France se serenó rápidamente, pero el hueco que dejó Luis Ernesto en la
familia era notorio.
Hacía trescientos años que ninguno de nosotros moría en forma violenta y de repente nos dimos
cuenta cuán vulnerable éramos.
France reunió todos los apuntes, diseños y carpetas que encontró y los quemó en el patio. Jacques
preguntó por qué no los entregaba a la fundación y la respuesta fue que era un estúpido. Luego se fue al
campo.
En el campo tenía que encontrar a su esposo nuevamente, pensó. Sabía que el último pensamiento
de él fue para ella.
Según Hervé, durante un mes se sentó, a la tarde y en la galería, enfrente al jardín.
Entraba – porque era invierno – al anochecer. No hacía nada, simplemente conversaba o tomaba
mate.
En agosto empezó a podar los rosales y a salir a caballo a recorrer los campos. El tío se daba cuenta
que su ánimo iba mejorando porque sonreía sin razón, escuchaba música y se sentaba al piano. Una noche
salió al jardín y tocó largo rato la guitarra.
Cuando llegó el verano ella era la misma de siempre o, mejor dicho, la misma de antes. Salía de noche
a caminar por el bosque, y a veces tardaba horas en volver.
Se bañaba en el estanque de la vertiente, pues calentaba el agua con solo desearlo y la oscuridad nunca
fue obstáculo para ella, ya que veía como si fuese de día.
45
También podía, si quería–pero no lo hacía casi nunca–crear pequeñas pelotitas de aire fuertemente
ionizado que iluminaban la oscuridad. El problema según ella, era el anclaje. Las pelotitas flotaban y
descargaban miles de voltios sobre cualquier cosa. Había que mantenerlas ancladas, decía ella, y eso
representaba un trabajo mental continuo e indeseable. Como sabía hacerlas, pero no deshacerlas, también
había que buscar un lugar donde descargar la energía y se volvía muy complicado. De cualquier forma,
no las necesitaba.
Tío estaba seguro de que ella había encontrado a Luis Ernesto nuevamente en los campos y en el
estanque o que tal vez él andaba por la casa, pero sólo para ella, porque él nunca lo vio. Un día contó que
la sensación de su presencia lo había abrumado y que sintió que estaba allí, pero no logró verlo.
–Tal vez se deba a la forma violenta en que murió...– dijo.
Al cabo de unos meses nos acostumbramos a la ausencia de France y de su esposo. Los extrañábamos,
pero no sufríamos. Sabíamos que ella estaba bien, allá en el campo.
Su hija vivía en la casa que en el siglo anterior había sido de la familia, y que Charles había comprado,
en Francia, y se escribían a menudo o hablaban por teléfono si podían.
En esa época uno podía solicitar un llamado a la operadora un lunes y obtenerlo el jueves. El resto
de nosotros andábamos dispersos por el mundo, viajando, sin mucho que hacer.
Didier, entretanto, estudiaba y estudiaba, le era fácil y empezó a obtener reputación como investiga-
dor en genética humana, materia que estaba en pañales, o sin ni siquiera pañales, como decía él.
A poco más de un año de morir Luis Ernesto, la hija de ambos, Claudine, esperaba tener mellizos y
France decidió viajar para estar con ella en el parto. Claudine se había casado con su primo, Adrien, hijo
de Arnaud, y éste era buen chico; de hecho, no había chicos malos en la familia... Claudine tenía varias
de las diferencias de familia, pero no podía comunicarse a distancia.
Su hermano Lucien, el enamorado de la guerra, trabajaba en Francia para el gobierno francés.
–No es mi hijo – decía France cariñosamente – toda la familia pacifista y él metido entre las armas.
Pero tampoco consideraba su actividad como algo extraño.
El avión en que France viajaba explotó – nunca se supo por qué – sobre el Atlántico y no se rescató
más que un asiento, que se ignora hasta hoy cómo hizo para flotar.
Ese verano fui al campo, porque me dolía que tío Hervé estuviera más solo ahora que France no
volvería. Yo siempre iba allá a curarme de mis males de amor, pero tío supo que esta vez no era así y me
lo agradeció.
Pasados unos días me hizo subir al dormitorio que ocupó France y abrió la puerta con cuidado. Era
de noche y estaba oscuro.
Bajo la suave claridad lunar que entraba por las ventanas abiertas, resplandecía en el otro extremo del
cuarto, sobre el marco del espejo de una cómoda, una mariposa de oro, tan fino que era transparente.
El delicado y apacible brillo del oro encendido por Luis Ernesto duraría para siempre. El metal, ahora
más duro que el acero, era eterno.
Una leve brisa cruzó por el ambiente y las alas se agitaron como si estuviera viva. Delicados arabescos
las cubrían. Tenía más o menos veinte centímetros de envergadura. Yo la miraba fascinada y escuché
que tío decía:
–¿Sabes?, vino sólo con una valija, yo estaba con ella en esta pieza cuando desempacó. No trajo ese
objeto. –y agregó:
–¿Lo habías visto?
–No, –dije–, sabía que él podía hacerlo, pero nunca vi éste.
–Está exquisitamente labrado –explicó Hervé, y agregó, poniendo la mano sobre mi hombro:
–Vení, lo dejaremos allí, no nos pertenece.
Y allí quedó. No subí más a esa habitación. Supe que tío la hace limpiar a diario, que la mantiene
linda, y que la Gringa todos los días cambia las flores, pero por alguna razón, cuando llegan visitantes–
y me refiero a gente de nuestra familia– tío simplemente les asigna otra.
Sé que en ocasiones sube y se sienta en la mecedora y mira el jardín por la ventana, o que lee durante
horas o escucha música, pero nunca lo he acompañado ni él me ha invitado a hacerlo, pese a que sigue
siendo el dormitorio de mi hermana. Mi hermana, con su cabello magnífico, iluminado y rojo como una
llama, mi hermana de la infancia, con pecas.
Mi hermana mayor, mi hermana duende, mi hermana que conversaba con las hadas...
46
Cuando haya caído la noche
Final de 1940.
47
Ellas habían asumido el golpe.
La mayor se dedicó a la pintura y a escribir durante diez años o más una obra literaria cuyo tema
nadie conocía, e hizo saber al mundo que no se casaba porque se debía al arte. Como lo repetía a menudo,
Lucile pensaba que era para convencerse de ello. Marthe se dedicó al canto y hacía años que un profesor
venía cada lunes a enseñarle. Tenía buena voz, pero qué incolora... pobrecita. No era dominante, era
impávida por naturaleza.
La que más había sufrido de las tres era la menor, Hélène. Tenía un temperamento fuerte e indepen-
diente y el rencor hacia su familia y sus semejantes la dominaba por entero. Ella sabía por qué, pero nada
pudo hacer para remediarlo.
“Toutes vérités en sont pas bonnes à dire” (*), se dijo.
(*Todas las verdades no son buenas para decir)
Ahora se había puesto a trabajar en una oficina elegante, y de jefa. Debía ser absolutamente insopor-
table para todos. Claro que duraría. Era perfecta para el cargo, eficiente, honesta e insobornable. De
seguro subiría.
Sus hijas. Mientras fueron pequeñas, ella soñaba en sus momentos de ocio y diseñaba los vestidos
que llevarían en sus bodas. Jamás se le ocurrió en esa época que nunca se casarían. Las tres eran muy
bellas. La mayor parecía una escultura griega y tenía unos cabellos hechizantes. Pero sus sueños se dilu-
yeron como una gota de tinta en un estanque.
Un estanque. Sí. Sus vidas siempre incluían estanques. Tenían un estanque en una de las embajadas.
Con peces de color naranja. Pensó que en esa etapa de su vida fue feliz. En tanto que su marido vivió,
sus días transcurrían de manera vertiginosa, pero también apacible. Con los hijos cuidados por institutri-
ces, el tiempo alcanzaba para recorrer ruinas y mirar y remirar las obras de arte almacenadas en los
museos de Europa. Cuántas culturas diferentes.
Y entonces surgió un recuerdo olvidado. Había sido en un otoño que recorría la gama completa de
colores. Al pasar por un parque rodeado por una alta verja, la arrolló la reminiscencia de algo conocido
pero distante, remoto y vuelto a descubrir. Ella conocía esa casa que estaba tras las rejas. Necesitaba
entrar. Comprobarlo. Fue una de las pocas veces que se descontroló.
Su esposo, que nunca la vio tan desesperada, habló con el portero y un sirviente los hizo entrar. El
propietario era un viejo señor. En la casa, enorme, cada detalle era adivinado y corroborado, el jarrón
azul, el Ming, la panoplia, un cuadro que estuvo pero que ya no pertenecía a la familia.
El asombro mutuo los llevó a los límites de la confusión. Se presentaban como una película olvidados
detalles que no podían obtenerse ni sobornando a los criados.
En el invernadero tenía que haber orquídeas exóticas, pero no las había. El dueño los guió a la bi-
blioteca y les mostró viejos libros sobre floricultura. Su abuelo las había cultivado con apasionamiento
tras un viaje a América. El antiguo plano de la vivienda mostraba que sufrió varias alteraciones, pero era
reseñado por Lucile en forma impecable, en un reconocimiento irreal. Los libros, la mano suave sacando
un polvoriento tomo de ciento cincuenta años atrás y dentro del tomo una carta amarillenta, una carta de
amor firmada Pierre.
Louise Marie, una de las tías del dueño. Y una habitación trancada con los retratos de familia y el
viejito pidiendo las llaves. Se abrieron los postigos y las ventanas, y al entrar la luz ella no fue más
Lucile, sino que era Louise, con largos cabellos de cobre en un sillón azul, magnolias y los ojos de agua
verde.
Ya no era Lucile sino la imagen devuelta por el espejo veneciano, era Louise y estaba esperando a
alguien que moría, era Louise con el corazón estrujado por la pena, el vacío... lo irrealizable, el perdido
amor.
Era Lucile, nacida en 1868 al otro lado del mar, que volvía a casa. Recordaba que se desmayó por
varias horas y que luego durmió y soñó sueños que sabía no eran los suyos. Era Lucile, ahora en 1940,
cincuenta y cinco años después, tratando todavía de descifrar los recuerdos de su memoria.
¿Cómo lo había olvidado tanto tiempo? ¿Qué mecanismo traía a su mente ese recuerdo? Sabía ahora,
como había sabido antes, que murió en otro lugar y en otro tiempo, entre otra gente.
¿Era cierto, entonces? ¿Moriría? ¿Volvería a nacer? ¿Hasta cuándo, cuántas veces, cuántas vidas?
Las imágenes se juntaron como en un rompecabezas; el escritor y filósofo ruso que conoció de joven, de
voz grave y encantadora:
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–Señora –decía– lo único que no varía es lo perfecto...
Lo veía como entonces, delicadamente desdeñoso en su elegante displicencia. Algunos decían que se
ocupaba mucho de lo abstracto, que era un hombre peligroso, pero al zar le caía simpático y eran amigos.
También decían que más le valdría cuidar de la vasta heredad que le pertenecía y no pretender que los
siervos debían ser tratados como personas.... pero allí terminaban las murmuraciones.
Era un gran duque y eso resultaba suficiente para disculpar esas excentricidades... por lo menos fue
suficiente por un tiempo.
–Señora.... –le manifestaba sacando de la bandeja una copa de champagne y alcanzándosela con fina
cortesía, –Mire a su alrededor, esto que Ud. ve está destinado a desaparecer, nuestro sistema se vuelve
insostenible, el descontento es total, pero no lo quieren ver, no lo quieren entender, no los educaron para
ello y es más fácil reír y bailar y hablar en francés, que ser ruso. Es difícil para mí porque todos ellos son
mis parientes, pero quisiera no estar aquí el día que esto explote.
Supo después que vivía en España y que su fortuna había salido intacta de Rusia antes de la Revolu-
ción. Sonrió. Filósofo pero previsor al fin. Le habían gustado los rusos, tenían a sus ojos un encanto
particular y eran muy espontáneos. También excesivos. A veces parecían italianos. La pasión que tenían
por usar uniformes en las fiestas y vestirlo a diario fuera del cuartel, la entendía. Muchas veces conferían
a los hombres una dignidad que en ocasiones era ilusoria... pero necesaria casi siempre.
Sus hijas. Hélène, tan hermosa de niña, con sus trenzas color oro antiguo como una corona sobre la
cabeza. ¿Qué falló? Vaya a saber... Tuvieron una educación que muchos envidiarían...
Y los varones... no había sido fácil para ellos. Sus esposas no los entendían y al descubrir “la verdad”,
no se resignaron a que sus hijos fueran distintos.
A pesar de la paciencia y la comprensión, Hervé pasaba más tiempo en casa de su madre que en su
propio hogar. Era mejor, decía.
Charles se casó con una mujercita incolora, inculta, inútil. No le faltaba ninguna “i” . Sonrió.
Arturo era un ser extraño, encerrado en sus libros de historia y sus investigaciones que lo hacían
recorrer el mundo.
Su mujer se sentía inferior–decían– y bebía demasiado.
Y Louis, casado con esa bellísima mujer brasileña, que siempre parecía una reina y no quería hablar
en español... Pobres hijos... pero, ¿pobre Louis? No, él parecía feliz y ella no interfería. Y se veía que lo
amaba...Le gustaba salir y pasear, pero nada más. Al resto de la familia la ignoraba.
Pobre ella, Lucile, con semejantes nueras.
Pero los nietos, ¡ah!, los nietos eran otra cosa. Los nietos eran todo lo que no fueron los padres. Eran
con mucho, muy diferentes, con la diferencia de familia aumentada. Y ella lo había descubierto y no dijo
nada. Sólo los advirtió.
Les enseñó a no mostrarse distintos.
Ni sus madres sabían cómo eran los niños.
Fue suficiente un verano. En el campo, mientras las nueras se iban al casino en la ciudad vecina y los
esposos permanecían en la capital. Los nietos y ella, en la casa de campo, la casa que no vería nunca
más...
Qué término horrible era nunca...
Nunca más pisaría los rojos mosaicos del corredor, ni se volvería a sentar a tocar el piano al lado de
la ventana que daba a la parra. No comería más damascos – albaricoques decían en España, y a ella de
daba risa la palabra…–no competiría con Mecha, Mercedes, en la fabricación de dulce de membrillo, no
se sentaría en la mecedora de mimbre, pintada de verde por Arturo, con Geneviève a sus pies sentada
sobre un almohadón, (cuántas palabras derivan del árabe, no lo tenía en cuenta) pidiéndole explicaciones
de por qué Lucía de Lamermoor tiene que morir...
Alguien se lo explicaría bien algún día. Tal vez Arturo o Hervé.
Oh, por favor, ¿dónde estaba Ernesto?, ¿dónde estaría ella misma dentro de poco? ...por fin, ahora lo
sabría.
Quizá fuese como un gran palacio tailandés, tocarían un gong y la gran cortina se descorrería para
mostrar la imagen de oro macizo de Buda. Irreal. Mágico.
¿Cómo sería?
Recordó a la sirenita. Las hijas del aire flotan en el viento...
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Y apaciblemente tuvo conciencia de lo que había tratado de ocultarse durante los últimos años: Que-
ría morir. Anhelaba de alguna forma volver a encontrar a su esposo, al que amó desde su infancia. En
realidad, hacían tantos años que lo deseaba.... Desde que él murió lo estaba esperando. Cayó en la cuenta
de que ya era de noche, que la oscuridad era completa y que hacía pensar a sus hijas que dormitaba en la
mecedora. Qué suerte... últimamente tenía que controlarse para soportarlas – ...y eran sus hijas...–
Se recogía en sus recuerdos.
Entró Thérèse.
–Mamá, ¿Ud. duerme?
–No, hija, prende la luz, voy a ir al comedor. La cena... ya debe de estar lista... ¿no?
–Sí, mamá, he hecho preparar soufflé de choclo, como a Ud. le gusta...
–Gracias, hija, –dijo levantándose– Uds. se preocupan demasiado por mí. –Y del brazo de Thérèse,
algo aturdida, cruzó lentamente la sala e ingresó en el comedor.
No se sorprendió para nada cuando lo vio a Ernesto sentado en su lugar, en aquella su silla favorita,
con la pipa en la mano y la sonrisa apenas esbozada bajo su bigote pajizo.
Y sonrió, porque lo había estado aguardando tantos y largos años… que era bueno ahora saber, por
fin, que él la esperaba también a ella.
50
Didier ejerce la medicina
1955
Didier fue médico antes de hablar. Era un niño silencioso hasta los dos años más o menos y cuando
su conejito blanco se quebró una patita él lo mantuvo alzado y lo curó. Lo curó simplemente porque hizo
que el hueso soldase con sólo desearlo. Le gustaba el conejito y le agradaba verlo saltar.
En el campo curaba a todo lo que podía y la gente pobre del paraje empezó a venir a pedirle remedios
a su abuela y a Didier que rezara. No lo entendían de otra forma y Didier no podía dejar de curar.
Así, peregrinaba por los ranchos de las serranías, llevando “Geniol”, que era el nombre de fábrica de
una aspirina argentina y que según su propaganda remediaba cualquier dolor.
El Geniol se hizo muy respetado entre la gente que le atribuyó las virtudes curativas que en realidad
poseía Didier.
Si hubiera nacido en otra época posiblemente habría hecho muchos milagros y hubiese sido santifi-
cado a su muerte, o lo tal vez quemado en una hoguera.
Como con ligeras variaciones, las posibilidades continuaban vigentes, Didier estudió medicina en la
Universidad Nacional de Buenos Aires, que en esa década gozaba de gran prestigio. Horrorizado por los
errores de sus colegas, en su juventud se rebeló y decidió ejercer por su cuenta y a su estilo...
Se dejó el pelo largo, y con una mochila de lona llevando instrumental y el mejor microscopio de la
casa Zeiss que pudo adquirir Charles en Alemania, volvió al campo, cerca de la casa de su abuela y se
instaló como curandero.
No puso chapa ni consultorio y recorría los pueblitos curando gente y durmiendo en una carpa. La
gente hacía cola esperando su turno y montaban campamentos a su alrededor.
Posteriormente Didier contó que en un momento se sintió sobrepasado por el volumen de las solici-
tudes. El dinero de la familia le permitía repartir remedios a discreción y rápidamente se hizo muy po-
pular.
Era requerido en toda la provincia y su fama empezó a trascender los límites del estado.
Su padre y sus tíos estaban muy preocupados por la difusión y el cariz que estaba tomando el asunto,
pero luego decidieron que sanadores había habido siempre y que no ocurriría nada.
No obstante, algo sucedió.
Los miembros del Colegio Médico, alarmados ante el auge que el curandero obtenía y viendo sus
consultorios desiertos donde aquel se aposentaba, hicieron la denuncia por ejercicio ilegal de la medicina.
La policía armó una comisión y lo fueron a detener. La cosa no habría pasado a mayores si se hubiera
hecho como es debido, pero entraron a lo prepotente en el campamento, empujando viejas y mujeres, y
antes de que Didier, concentrado como estaba, pudiera reaccionar, le metieron un cachiporrazo en la
cabeza, alzaron las cosas y la carpa en un solo paquete y en medio de las protestas de la gente que casi
los lincha, se llevaron al curandero y lo tiraron en un cuartucho que hacía las veces de calabozo en la
comisaría de campaña.
La gente llegó más tarde y se amontonó enfrente del edificio ocupando toda la ruta y bloqueando el
camino.
Dentro otra era la cosa.
Didier, furioso por primera vez en su vida, protestaba contra el atropello del que había sido objeto
mientras los policías abrían el fardo junto con el director del hospital para clasificar el material y selec-
cionar las pruebas en su contra. En un sobre de papel madera, dentro de dos cartones, apareció el diploma
de médico, la libreta de enrolamiento y el pasaporte de Didier. Como el prolijo joven de la foto, peinado
a la gomina y bien afeitado, no coincidía con el hombre encerrado, uno de ellos le preguntó a quién había
robado aquellos documentos y él, cuya indignación ya había subido si es posible, más puntos, contestó:
–No se los robé a nadie, imbécil, son míos. Yo soy médico, ése es mi título y ése es mi pasaporte y
Ud. no tiene ningún derecho de tenerme encerrado aquí y menos de haberme golpeado. ¡Idiotas! Y si
duda, compare las huellas digitales porque no creerá que me vaya a afeitar y a cortar el pelo para verme
igualito a la foto. Y tenga cuidado con esa caja de madera porque es mi microscopio, y si lo llegan a
estropear ¡les juro que les voy a romper el culo a patadas...!
51
Hasta ahí, no le habían creído, pero mencionó el microscopio y al director del hospital le entró la
duda. Alzó la caja y la abrió. Reconoció de inmediato la calidad y el precio de lo que había adentro. No
cualquiera poseía uno así.... ¿Y si fuera cierto? Se dirigió al preso:
–¿Puede decirme que está haciendo –si es médico– trabajando como curandero?
–Mi tesis –mintió Didier– estudio las condiciones socio-económicas de la masa poblacional del de-
partamento en relación con sus antecedentes raciales y averiguo el porcentaje de la incidencia de los
factores ambientales en la tipología de sus enfermedades. ¿Cómo quiere que lo haga si no trato con ellos?
Esta gente no va a los hospitales... –esto lo dijo dulcificando la voz, por conveniencia y como chico
bueno...
Y la persuasión de la familia funcionó: el médico ni siquiera analizó las posibilidades de verosimilitud
del enunciado contradictorio de Didier, que iba inventando sobre la marcha, con la calidad y cantidad de
personas que esperaban en la calle.
–El asunto era hilvanar palabras que parecieran creíbles y serias– dijo después.
Entretanto, la gente, soliviantada por el calor, empezó a armar alboroto afuera.
–Creo que cometimos un error, –dijo el comisario–, el doctor parece tener los papeles en regla. – y
aunque le costó un poco, agregó
–Va a tener que disculpar a los muchachos, doctor, se apuraron a detenerlo, espero que no le hayan
pegado fuerte, a veces se pasan...
Didier no contestó, juntó sus cosas y exigió que lo llevasen a donde lo habían encontrado. Estuvo allí
unos días más y decidió que la cosa no iba a funcionar. Además, dormía poco, estaba cansado de la falta
de comodidades y se daba cuenta que el río venía creciendo, como dijo luego. Sin decir pío, volvió a la
casa de campo y pasó quince días descansando, afeitado, con el pelo cortito, comiendo fruta de la quinta
y tomando mate y tecitos de piperina. Su madre lo percibió, sin preguntarle nada. Su padre se interesó y
lo reconvino:
–Si te creen pobre te tratan como si tu vida no valiera en absoluto... ahora lo has sufrido en carne
propia. Es mejor mantenerse apartado, no conviene tener vocación de mártir. Los matan a todos. – aclaró.
Didier comprendió que nunca lograría cambiar las cosas y se dedicó a la investigación médica. Habiendo
comprendido que su familia podía sobrepasar las leyes de la física, dejó de respetar las sociales y a partir
de ese momento se concentró en eso y dejó de tratar de salvar a los extraños, que empezaron a ser para
él como parte de la fauna que habitaba la comarca. Les tenía lástima, pero no creía poder modificar nada.
Decidió que había muchos intereses en juego y que por lo visto el dinero era lo más importante en sus
escalas de valores... o el poder que podía comprarse con él. Una sociedad así no merecía ser salvada,
opinó.
Años después su nieta más pequeña aclaró un día a una amiguita:
Ese que está ahí sentado leyendo es abuelito Didier, no le digas nada, es como el Señor Spok, pero
sin las orejas puntudas... habla igualito.
52
Didier se casa
Después de que Didier fracasara en su intento de convertirse en curandero ambulante gratuito, pasó
un tiempo meditando acerca de las realidades que la vida le había ocultado hasta entonces y se decidió a
convertirse en investigador médico.
Eligió por lógica la genética humana, ya que sospechaba que las diferencias que tenían los miembros
de su familia con el resto de los seres humanos que conocía, tal vez estuvieran escritas en los genes. Eso
era todo nuevo, y hasta Haldane creía que el hombre tenía 48 cromosomas, cómo sería... pero él lo había
leído, y en aquellos escritos comprendió el enorme potencial del estudio que se decidía a emprender y el
largo y dificultoso camino que iniciaba.
No se desanimó y habiendo escuchado que un camino de mil millas se iniciaba con un paso, lo dio.
Eso lo llevó con el tiempo a ser uno de los mejores especialistas en el tema a nivel mundial, ya que
teniendo el dinero para ir a las mejores universidades y para comprar los mejor y último que se publicaba
sobre el tema, que no era todavía como para dar ganancia, aunque sí lo fue luego, su estudio no sufrió
altibajos de ninguna naturaleza. Viajaba, eso sí, mucho. Tomó la costumbre de usar siempre anteojos
oscuros, que no le dificultaban para nada la visión, pero dado que solía fijarse en las personas como si
fueran objetos, su mirada incomodaba porque denunciaba el análisis. Eso entorpecía sus relaciones y
escondiéndose tras los vidrios, disimulaba.
De uno de esos viajes, porque en ocasiones se lo invitaba a dar conferencias a lugares imposibles a
los que nadie podía explicarse por qué accedía a ir a pesar de que él se justificaba diciendo que nunca se
sabía con qué se podría uno encontrar, volvió casado.
Eso fue una sorpresa para toda la familia, porque hasta ese momento jamás se lo había visto interesado
en las mujeres, como no sea para conversar de cualquier cosa, pero un real interés como sexo opuesto,
nunca que se diga.
Didier ostentaba el pelo cobrizo de muchos en la familia, su tez era naturalmente de color tostado y
sus ojos maravillosamente verdes...Era lindo y alto, como todos ellos y bastante silencioso. Con eso no
quiero decir que no hablase, sino que no hacía ruido, ni al caminar ni al hacer cosas. Las mujeres solteras
de su círculo primero lo habían perseguido y luego se resignaron a que el doctor fuese inconquistable.
A medida que pasaban los años, se había vuelto cada vez más escéptico y parco, y detestaba a los
extraños cada vez más.
Como se casó con una extraña, mayor fue la sorpresa.
Ella hablaba castellano y aymara, era pequeña y robusta, ciento por ciento india boliviana, coya, de
tez oscura, cabello negro, espeso, lacio y nutrido, de ojos oscuros y bravos... La conoció en un hospital
al que lo llevaron de visita a ver unas muestras de algo. Trabajaba allí de enfermera.
En la América subdesarrollada de esa época, una muchacha entraba a un hospital en esos lugares
dejados de la mano de Dios, como decían algunos, nombrada primero como practicante y haciendo las
faenas más humildes, luego aprendía a poner inyecciones, limpiar heridas y dosificar aspirinas y ya era
ascendida a enfermera.
El personal se admiró de que habiéndola conocido esa mañana durante la inspección al instituto, a la
tarde regresara para invitarla a cenar en uno de los restaurantes más lujosos del lugar y allí, le pidiera
matrimonio. Al día siguiente a la tarde, con un sorprendidísimo director de hospital como padrino de
boda, la enfermera pobre, petisa, regordeta, achinada y cuya voz casi nadie había oído antes, se casaba
con el célebre especialista.
La ceremonia fue una simple formalidad, sin barullo ni fiesta, sólo un brindis con algunos amigos de
ella y su abuela, ya que sus padres habían muerto y esa viejita centenaria era su único pariente.
Como el dinero arregla todo, – “L’argent fait tout” (*) siempre decía Charles...– al día siguiente ella
tuvo todas las formalidades legales listas y salió del país en que había nacido, se había criado y había
vivido hasta entonces, del brazo de su esposo recién adquirido y del cual sabía muy poco, aunque sufi-
ciente. Didier la llevó a la capital de la Argentina, Buenos Aires, ciudad cosmopolita y elegante si las
hay, la acompañó por los mejores lugares donde se podía adquirir ropa, alhajas y sombreros, guantes y
carteras, y la proveyó de lo que consideró necesario para no dar que hablar a las malas lenguas sobre su
esposa. Estaba dispuesto a trompear al que intentara humillarla por ser india.
*(El dinero hace todo)
53
Ella casi nunca conversaba con la gente y se mostraba quizás más callada de lo que era de desear,
pero no con él.
Su tío Charles le preguntó el motivo de ese sorpresivo e inusitado enlace con una extraña. Y Didier
accedió a explicar.
–Entré con el director del hospital e íbamos al laboratorio donde me quería mostrar unos cultivos,
debimos pasar un largo corredor al que daban las salas generales, que me iba enseñando, y en una, junto
a un enfermo, estaba ella.
Me quedé sorprendido y absorto porque era la primera vez en mi vida que veía que desde un extraño
brotaban y se expandían ondas doradas en lentos círculos concéntricos, ella estaba de espaldas a nosotros
y tenía al hombre agarrado de la mano.
Capté la situación de un solo golpe, como un disparo de flash, el hombre era un obrero accidentado e
iba a morir.
Ella, concentrada en lo que hacía, no nos vio. Estaba cambiando el desesperado terror a morir del
hombre en una calmada aceptación por la muerte, que lo inundaba mansamente junto con la gozosa
alegría de haber vivido y una especie de contento tenue y suave por perder el terror. Sabía lo que estaba
haciendo y quería hacerlo, aunque le costaba un poco. Tenía pena y amor por ese hombre que recién
conocía y quería ayudarlo. Esa era la única forma en que podía. Nunca vi algo así entre los extraños y
decidí en ese momento, sin verle todavía la cara, que si tenía que casarme sólo podría hacerlo con alguien
así.
No la interrumpí, pero averigüé un poco y esa tarde regresé, la invité y le propuse que se casara
conmigo. Se sorprendió mucho y dado que yo nunca he sido elocuente como los necesitados en trámite
de amores, tuve que decirle que yo sabía lo que ella hacía con los enfermos, y entonces comprendió y
aceptó. Así fue.
Es gracioso, nadie entendía nada, deben haber pensado que soy un poco loco... faltó así de chiquito
para que me dijeran que era una coyita del campo... Sabés, es muy inteligente...
Ahora quiere estudiar, y lo hará. Será médico en pocos años... y nos queremos mucho, nos entende-
mos tan bien que no necesitamos casi hablar... nunca creí que me casaría, fue una sorpresa, pero estoy
muy contento de que haya sido así, me imaginé que siempre viviría solo y ahora mi vida es más linda
porque está ella... Es tan cálida y agradable cuando está contenta... y yo trataré de que siempre lo esté...
no creo que le dé motivos para que se enoje, soy bastante tranquilo y muy serio... ¿no? ¿Qué te parece?
¿Qué te indica tu experiencia?, porque yo antes nunca estuve enamorado, ¿Estoy enamorado ahora? No
sé, solamente sé que quiero vivir con ella...
Charles suspiró.
–Así que así había sido la cosa... bueno, creo que es de lo mejor que podía pasarte... pero qué raro,
nunca pensé que pudiera darse algo semejante...
La esposa de Didier se llamaba María de la Paz y en el momento en que se supo bien la historia, en
la familia pensaron que era el nombre mejor puesto de todos los nombres que conocían.
Siempre lo acompañó en sus viajes y a pesar de que aceptó por completo lo que él le daba, nunca
permitió, en los lugares donde fueron y donde pudo hacerlo, que nadie más que ella cocinara para él.
Era una de sus formas de demostrarle amor y Didier se divertía mucho viéndola atareada entre las
cacerolas y haciendo cursos de cocina elegante, de cocina regional y de repostería de muchas clases
distintas. En algunas ocasiones él se colgaba un repasador del cinturón y le secaba los platos y cucharas
y corría a la heladera si ella ordenaba: – Perejil, –extendiendo la mano con la palma hacia arriba cual si
fuese un médico operando...
Si alguien entraba en la casa, la mucama decía con cara de circunstancias:
–Los señores están en la cocina.
Y allá tenía que ir el visitante.
54
Tío Charles se compra una estancia en Argentina
1939
Tío Charles sacó la lotería en Europa, en uno de sus viajes diplomáticos, “la vida es dura” opinaba,
pero le encantaba viajar.
Lo hacía siempre solo, pues decía que a su mujer no le gustaban los barcos y menos los aviones. Lo
cierto es que ella prefería quedarse en casa, salir con sus amigas y manejar el auto. Mis tías solteronas,
que vivían las tres juntas antes de morir mi abuela, le sacaban –como decía mamá– el pellejo a tiras.
Todas sospechaban que tenía amantes y era tema de conversación, hasta que un día papá, que recién
acababa de llegar de viaje y quizá maliciando que en su ausencia sería objeto del mismo trato, puso las
cosas en claro.
–¿Y qué? ¡... A ver, díganme, ¿a Uds. qué les importa? ¿Uds. Creen que Charles no sabe lo que pasa
o que le importa algo? Ella no hace nada malo, ni habla, no malgasta dinero, sus amigas son mosquitos...
Y Uds. ¿a Uds. qué les importa? ¿Eh? ¿O tal vez Uds. quisieran ser como ella y no se animan? Tal vez
ustedes quisieran tener amantes...
Esto último era particularmente insultante, por lo cierto, aunque digan que la verdad no ofende.
Y largó el portafolio sobre un sillón y se fue a saludar a su madre, que estaba tomando el té en el
comedorcito de diario con los nietos. Los tres hijos de Charles habían venido a visitarla.
Ese día llamó él por teléfono, desde Alemania, lo que nunca hacía, y le dijo a su madre que se había
sacado la lotería federal del Brasil, el primer premio. Mucho dinero, explicó, tendré que volver a cobrarlo.
La semana próxima estaré allí. Lo había comprado en Europa, en un aeropuerto, por un pálpito, creía. La
persuasión que le era característica y por la cual entró a la diplomacia hacía que lograra casi siempre de
las personas lo que él deseaba.
Utilizándola, retiró el dinero en efectivo, lo convirtió en dólares, sabiendo que no lo asaltarían, y lo
trajo en su maletín, como si tal cosa. En esa época las restricciones para pasar tanta moneda de un país
a otro eran muchas, pero nadie se dio cuenta. Tío era diplomático.
–Me compraré la casa que era de tus padres, le dijo a la abuela. La vi antes de venir y creo que me la
venderán.
La abuela se puso muy contenta.
–Pero, también me compraré una estancia acá. Nuestro campito no da más que para melones, –dijo–
y en este país debemos tener una estancia.
Y se la compró.
Era una estancia vieja en la provincia de Buenos Aires. Nos invitó a conocerla. La vimos grande,
aunque para nosotros estancia era lo que llaman el casco o sea los edificios y casas mayores. Estos eran
antiguos y cubiertos de hiedra. Los pisos eran de ladrillos cuadrados, muy duros, y las ventanas se pro-
tegían con gruesos postigos de madera, empezaban a veinte centímetros del suelo y tenían casi un metro
ochenta de alto, con rejas.
Estaba rodeada la casa por una galería y en el centro del edificio había un segundo piso con tres
habitaciones y un baño. Se notaba que este último era de construcción nueva. Las paredes viejas tenían
por lo menos 45 cm de grosor y los muebles eran muy pesados. El jardín era muy grande y a la quinta
de frutales no le faltaba ninguno....
–¿Y el dueño?, ¿... por qué te la vendió? –pregunté.
–Murió de viejo –dijo el tío– y los hijos quieren dinero. Uno de ellos es conocido mío, uno de estos
días lo invitaré.
Tío se había ubicado en una de las tres habitaciones de arriba. Las otras dos eran un escritorio y una
biblioteca. Cuando llegó el invitado Geneviève lo espió y dijo
–¡Está disfrazado de jugador de polo...!
Y Luis Ernesto discutió que no, que estaba de estanciero.
–¿Por qué? –inquirió Geneviève, –… no tiene más estancia.
Y nos fuimos a ver si podíamos escuchar, mala costumbre adquirida durante años de jugar a los espías.
Ese día hacía algo de frío, así que habían encendido el hogar, y estaban sentados en los sillones de
cuero, tomando café y bebiendo coñac.
–¿Quién ocupaba el dormitorio de arriba? –preguntó el tío.
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–Papá, –contestó el hombre, y se puso a explicar:
–Cuando papá se cayó del caballo, quedó medio paralítico y mudo... pobre viejo, insistía en andar a
caballo recorriendo el campo y no podía ni tenerse en pie... Ahí donde está el escritorio de arriba dormía
la enfermera que trajimos de Buenos Aires. Así él podía ver el parque desde la ventana. Pero... bueno,
qué importa ahora...
–Cuéntame, pidió el tío, que era muy persuasivo.
–Papá le está queriendo preguntar algo, pero no se decide– dijo Geneviève.
–¿Cómo lo sabés? – inquirió Arnaud.
–Siempre tiene ese brillo azulado si está ocultando algo... – fue la repuesta.
–¿Eso significa?
–Sí. Callate. – El hombre proseguía:
–Está bien, te voy a contar, –y se rió diciendo: – total ya me pagaste hasta el último peso y no te
pienso devolver ninguno...
El coñac o el tío lo volvían locuaz.
–El día que murió papá, a la tarde yo estaba fun–di–do. Desde la mañana temprano empezó a venir
gente y hasta que llegaron mis hermanos yo fui el único que se ocupaba de atender a la gente. Creo que
ni almorcé. Aproveché y me escapé un rato del velorio y fui y me tiré en el cuarto de arriba, y me estaba
por dormir, y ¿a que no te no imaginás qué vi...?
–No me lo puedo imaginar, yo también lo vi... –contestó tío.
El hombre se incorporó y se acomodó en el sillón, atento.
–Es una mano, ¿verdad?
–Sí, es una mano que saluda.
–Yo me supuse que algo raro había porque el viejo, pobre, le mandaba bastonazos al piso cada tarde
y señalaba el ropero. La volvió loca a la enfermera, que le mostraba cosa por cosa de lo que había adentro,
esperando que le indicara qué quería...
Es una mano de mujer, la observé bien, tiene un anillo con perlas y un puñito de encaje, sale hasta el
codo, casi...
–Sí, dijo el tío, y saluda. Desde atrás del ropero, en el mismo lugar siempre.
–Quién sabe desde hace cuánto tiempo...esos cuartos no se usaban porque son muy calurosos en ve-
rano. Y nosotros casi nunca veníamos en invierno. Lo pusimos al viejo allí también por eso, porque era
invierno. Da mejor el sol. Se lo podía sacar al balcón. ¿Y la mano? Birr...has comprado una casa con un
fantasma...
–Bueno –dijo el tío– fantasmas hay por todas partes, pero el cuarto de arriba es muy lindo, lo único
era esa mano saludando, una cosa así es capaz de inquietar a cualquiera...pero ya está solucionado.
–¿Solucionado? ¿Qué hiciste? ¿Llamaste al cura?
–Oh, no –se regodeó el tío– corrí el ropero.
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Un Sueño
Cuando la epidemia azotó la provincia, y en especial a la capital, nos mandaron al campo con una de
nuestras abuelas: Mecha, la madre de mamá, una señora que nos quería mucho, divertida y dulcera.
Era viuda y se ofreció para llevarnos, y enterrarse –como decía mamá con asco– en el campo familiar.
Arregló con papá que le pondrían una niñera, cocinera y un peón cuidaría la huerta, la quinta y las galli-
nas. Comeríamos de allí y esperaríamos. A setenta metros más o menos, en la casa que había sido de
nuestra otra abuela, vivía tío Hervé. Tío era de la familia. Era hermano de papá. También estaba la casa
de tío Louis, pero nos visitábamos poco. A veces, en las tardes, Isabela venía a conversar con mi abuela
y traía una torta para tomar el mate. A nosotros nos daban el té y ellas se sentaban en la galería si hacía
calor o frente al hogar si hacía frío.
Mi abuela tenía en muy buen concepto a Isabela. “Es una verdadera dama”, decía. Eso nos admiraba,
pues era la única opinión de un adulto de sexo femenino favorable a la sorprendente esposa de nuestro
tío. Isabela era insólita para ser una extraña, pero lo que quiero decir es que para los extraños era rara y
parecía complacerse en la antipatía de las mujeres de su círculo. Tal vez en su país la gente así fuera
común, he visto ahora una actriz brasileña que parece su hermana melliza, representa a Doña Flor y a la
Gabriela de Jorge Amado.
Nuestra vida transcurría sin sobresaltos ni tropiezos. Abuela era mucho menos restrictiva que mamá
y nos sentíamos felices.
Hacíamos tiendas indias, escuchábamos la radio a batería, teníamos una casita en un árbol, hamacas
donde pasábamos horas, Teresinha venía a jugar y en ocasiones traía a su amigo el indiecito... y el hijo
de la cocinera – de la misma edad que nuestro ausente primo Arnaud – era nuestro fiel admirador.
A veces, de noche, sin decir nada, nos escapábamos con él e íbamos a cazar ranas...que al día si-
guiente le vendía a la abuela por unas monedas. Ella se encantaba y se metía en la cocina a dar instruc-
ciones.
El almuerzo se convertía en una fiesta. Se lo invitaba al tío y esos días almorzábamos con los grandes.
Si mamá lo hubiese sabido se habría horrorizado. Las ranas le daban asco y con sólo saber las amistades
que nos permitía la abuela Mecha, directamente la habría execrado.
Las discusiones eran frecuentes entre madre e hija.
Abuela Mecha provenía de una antigua familia de notables de la colonia y era muy sencilla, pero
mamá fue enviada a un colegio de monjas y eso –según su propia madre– le había llenado la cabeza de
humo.
–¡Otra cosa era cuando las niñas se educaban en su casa! –decía a menudo. Después entendimos a
qué se refería.
Hervé iba cada día hasta la estafeta postal que estaba al lado del único almacén de ramos generales y
que era atendida por la esposa del almacenero, un italiano rapaz pero agradable y que sabía ubicarse. A
nosotros no se animaba –dijo el tío– a “arrancarnos la cabeza” porque no le compraríamos más nada.
Los miércoles nos traía revistas llegadas en el colectivo, que a la mañana pasaba hacia el norte y a la
tardecita volvía. Lo hacía de lunes a sábado. En realidad, fuera del auto del tío, el sulky y los caballos,
estábamos aislados. Solo el italiano tenía otro vehículo, una camioneta Studebaker azul.
La pista para el avión era muy poco usada y de cualquier modo, era algo al parecer remoto. Los
aviones eran una novedad no muy segura, parecía.
Recuerdo que en todas las revistas aparecían a página completa anuncios de propaganda de motores
de avión, Jacobson por ejemplo. Varias páginas por revista, Selecciones o Life siempre los tenían. Ahora
no hay más avisos de fabricantes de aviones o de motores. Solo de aerolíneas.
A nosotros este aislamiento no nos importaba en lo más mínimo y a nuestra abuela le parecía una
maravilla. No nos enfermaríamos. Y no nos enfermamos. No nos hubiéramos enfermado porque no po-
díamos hacerlo, pero ella no lo sabía y era preferible. Comimos durante dos años las verduras de nuestra
huerta, los pollos de nuestro gallinero, bebimos el agua de nuestra vertiente, purificada por un antiguo
filtro de cerámica cuyo mantenimiento venía a hacer el tío todas las semanas y fuimos salvajemente
felices. Evoco especialmente una vez que vino tío Hervé -como todas las mañanas- a ver cómo habíamos
amanecido y le contó a mi abuela un sueño espantoso que había tenido la noche anterior.
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–Soñé, –explicó– que estaba parado en medio de una tormenta, arriba de algo, como a cien metros
de altura sobre el puente del ferrocarril del río Jesús–María y en medio de los relámpagos y de la lluvia
que no me mojaba, vi la nítida línea de luz del faro del tren, que venía hacia el puente. Yo lo veía y sabía
que algo malo estaba por ocurrir, pero no qué... Y le juro, Mercedes, que esa era una sensación horrible.
Mientras seguía vi que la línea de luz se inclinaba y que el tren descarrilado caía al río en medio de la
noche. Lo peor de aquello era que yo comprendía que no podía hacer nada por ayudar a toda esa
gente...Me desperté desesperado, miré la hora y como eran las cinco de la mañana ya no me pude volver
a dormir. Todavía estoy impresionado.
Mi abuela preparó y le dio a tomar un tecito de tilo y se sentaron en la galería a conversar, mientras
nosotros leíamos en el jardín, a la sombra de los pinos, árboles ya viejos y fragantes, que nos protegían
del viento... También crecían otras especies de tronco liso cuyo nombre aún ignoro pero que eran per-
fectas para subirse a sus ramas marrones y fuertes.
El tío se fue y mi abuela quedó preocupada, nos pareció, aunque no notábamos ningún signo visible.
Pero sabíamos que estaba intranquila. Al amanecer, lo que nunca, prendió la radio.
Al rato llegó el tío, como siempre. Abuela lo esperaba para desayunar, sabía que vendría más tem-
prano que cualquier otro día. Hablaron poco, pero captamos que el tren descarriló la noche anterior y
cayó en el río. Hervé había visto –24 horas antes– un futuro cuya fecha ignoraba pero que supo seguro.
Abuela lo consoló.
Es triste y más triste hubiera sido una larga espera por lo inevitable. Nada se podía haber hecho y
nada se podría hacer nunca. Agradecía a Dios la carencia de esos dones, manifestó. Nosotros no la en-
tendimos entonces, pero ahora hay veces en que coincidimos con ella.
58
Como es fácil cometer un crimen
“Il a fait une belle affaire” (*)
Uno de los mayores problemas de la vida son los malos recuerdos, eso lo sabemos todos, aunque no
todos tengamos malos recuerdos.
Yo, por ejemplo, tengo muchos pequeños malos recuerdos, pero no tengo ninguno grande, pero ver-
daderamente grande. Con esto quiero decir grandísimo. Sé que mi hermano Lucien tiene uno, pero yo,
Claudine, nunca hago referencia a eso, porque no deseo molestarlo.
Pero dado que uno tiene que saber cómo es la familia, por esta vez lo contaré, o, mejor dicho, te lo
contaré a ti, Adrien, porque nos amamos y somos iguales.
Estábamos en la escuela y Lucien era un niño tranquilo con pocos amigos y muy buen desempeño
escolar. La directora dijo a papá que era inteligentísimo, las maestras lo adoraban y él quería a todo el
mundo. Tenía una sonrisa plácida y luminosa, que no anticipaba de modo alguno su profesión actual de
diseñador de armas.
O su amor por la guerra. Tal vez sea porque le gusta hacer morir a los extraños o vaya a saber uno
por qué.
Yo prefiero tener poco contacto con los extraños, pero él se mueve entre los fabricantes de armas
como un pez en el agua.
Pienso que puede ser que lo deleita realmente la facilidad con que le sale, o algún propósito secreto
y rotundo que no se atreve a confiarme.... Pero eso no viene al caso. Tú lo conoces bien.
Él tiene un mal recuerdo que en ocasiones lo amarga, porque le recuerda las limitaciones de su auto-
control... sólo por eso.
Lo sé muy bien... y, es más, yo hubiese hecho lo mismo, simplemente no tuve la oportunidad, aunque
él dice que yo quién sabe si lo hubiera hecho.
La cosa, si se puede llamar cosa a un asesinato, fue así: en la escuela, que tenía cuatro pisos, las aulas
daban a una galería abierta, con una baranda... una pared de mampostería de un metro veinte, más o
menos.
Desde allí se miraba el patio grande, donde jugábamos en el recreo largo.
Había un niño gordo, con dientes torcidos y orejas como pantalla, que como no estaba satisfecho con
su figura, odiaba a aquellos a los que hubiera querido parecerse.
Yo le tenía lástima, pero no servía de nada ser amable con él. Nos tiraba las trenzas o nos pellizcaba
el trasero muy fuerte a las niñas, pero no en forma juguetona sino con rabia y maldad.
A Lucien lo había bautizado con el sobrenombre de “sudaca ojos de chino”, cosa que molestaba a mi
hermano que ni era sudaca ni tenía ojos de chino. Claro está que nuestros ojos son diferentes, pero no
era para mofarse de uno en cada recreo y formar barras de idiotas para mortificarte y pegarte cuando
pueden.
Yo no podía intervenir mucho pues era una niña y, además, más chica, pero Lucien empezó a cambiar.
Los demás no lo notaban, pero era mi hermano y yo lo sabía.
Algo pasaba porque ahora Lucien parecía que cuando hablaba con los otros chicos estaba parado en
un escalón más alto. Esa era la impresión que me daba.
Un día, después de varios meses de enojosos recreos, nos olvidamos de bajar nuestro dinero para
comprar algo en la cantina de la escuela. Era invierno y hacía mucho frío. Recuerdo que había nevado la
noche antes. En la cantina vendían cosas calientes. Subimos corriendo los tres pisos y Lucien llegó a los
últimos escalones para salir a la galería de nuestro corredor, pero se detuvo y quedó quieto de golpe.
Yo, que venía atrás, también me frené en seco y alcancé a escuchar la voz del gordito que decía a otro
niño a su lado:
–Escupámosla a aquella... la de una sola trenza...
Los dos se asomaron a la baranda y en ese solo, único y aterrorizante momento, vi los pies del gordito
levantarse del suelo, a su cuerpo hacer un viraje de noventa grados y, ya horizontal en el aire, ser violen-
tamente empujado fuera de la galería, ante el asombro de su compañero.
Eso fue tan rápido que el otro descarado cree hasta hoy que el gordo saltó y se resbaló. Nosotros lo
corroboramos y con esa mentira convalidamos su inocencia.
(*) Hizo un buen trabajo
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Por una milésima de segundo sentí el horror de la mente del chico que veía que el suelo subía hacia
él y luego... sólo desapareció. Ahí me invadió el desbordante arrepentimiento y el dolor de mi hermano,
que siguió el primer impulso de su corazón indisciplinado, como dijo mamá después.
Lo que siguió te lo imaginas, bajamos y era un montón de profesoras desmayadas, de niños ávidos
de horror y un desbarajuste total, el gordo se había reventado el cráneo contra la plancha de cemento del
patio, y estaba allí, deplorable y despatarrado. Había sangre por todos lados, ¡Aaj! Era un asco... Llegó
una ambulancia y el médico dijo que estaba re–muerto, así que la ambulancia se fue y el gordo quedó
enfriándose hasta que llegó la policía y le contamos nuestra versión. Se lo llevaron en una camilla y lo
taparon con una sábana... para eso hasta los del kínder lo habían visto, porque las maestras, impresiona-
das, se olvidaron de controlar a los alumnos.
Además, la directora gritaba totalmente histérica y uno de los celadores le dio una cachetada para
hacerla volver en sí y recién allí se puso a lagrimear....
Lucien anduvo casi un mes como en trance, y un día lo encontré llorando amargamente en el jardín.
–Dos o tres veces quise ser amable con él, – me dijo –, pero no quería a nadie... y yo fui malo, lo
odié, y cuando pude, lo maté. Pero te juro que no lo medité, me nació la acción, ni siquiera vino primero
la idea, y quise sujetarlo, pero ya lo había sacado afuera de un solo golpe...
Nunca había visto llorar así a mi hermano. Ni esperaba una confesión, a pesar de que yo sabía bien
como habían sucedido las cosas...
Para tranquilizarlo dije que si yo hubiera subido adelante de él habría hecho lo mismo porque a mí
también me tenía harta –lo cual era cierto– y que yo, lo habría pensado primero y luego actuado, y eso
sí era peor...
Y creo que sí, que yo lo hubiera hecho. Era niña y lo odiaba.
Lucien se serenó un poco y me dijo:
–¿Sabés por qué lloro? Porque fue muy fácil... y eso me da miedo, no está bien. Era sólo un extraño
que se sentía feo y eso lo volvía malo... no era para tanto...
–Y, supongamos que no, ¿qué podemos hacer ahora? Nada. Otra vez no dejes llegar las cosas tan
lejos que pierdas el control así, tienes que tener más cuidado. –arriesgué.
–Ya no decís más “tenés” – dijo Lucien.
–No –repliqué– estoy muy académica ahora que estudio español en la escuela.
Él sonrió, me dio un beso y me dijo:
–Gracias, nena. Por no haberme dicho nada antes, aunque lo sabías, ¿verdad?... Ustedes las nenas son
buenitas, ¿eh?
–A veces...– respondí.
Yo también tenía las mías, claro que no tan grandes.
60
CONVERSACIONES OCIOSAS
–Luego de que descubrimos que éramos diferentes y que ello ya era tradicional en la familia, que no
debía mostrarse y que no era vergonzoso, algunos de nosotros nos inclinamos a los experimentos para
determinar el alcance de nuestros poderes, porque de alguna forma hay que llamarlos, pese a que el
abuelo Ernesto, al que no conocimos, les decía DF: diferencias de familia.
Eso nos lo contó tío Arturo cuando France tomó conciencia de que podía encender fuego con sólo
desearlo.
Con Arnaud, Didier, ella, y Geneviève, nosotros los más grandes –y algunas veces con el agregado
de Jacques, que se las daba de curioso, – tratábamos de averiguar el alcance de nuestro potencial. Eso
derivaba en interminables conversaciones arriba del tanque de agua o en el río.
Los adultos no ayudaban mucho, no sé por qué. Quizá creyesen que debíamos avanzar solos o que
el mejor conocimiento es el que se adquiere con esfuerzo... vaya uno a saber.
Después de tres meses sabíamos de nosotros lo siguiente:
Yo podía, y Jacques también, extraer oro o plata de las rocas u otros metales, si teníamos una muestra.
Yo era el único que los podía iluminar, encender o como se llame lo que se le hace para que brillen en la
oscuridad, el oro por ejemplo, brilla suavemente verde y la plata, blanco rosado...también me era fácil
darle forma al agua, cualquier forma y mantenerla o mejor dicho se mantenía sola, si yo me encontraba
despierto...pero si me dormía el efecto desaparecía... France podía hablar con las hadas, los hombrecitos
verdes, encender fuego, hacer bolitas de luz, ver en la oscuridad y haciendo un pequeño esfuerzo, entrar
en las mentes y escuchar los pensamientos nuestros o de los extraños– sin que nos diésemos cuenta...
Didier curaba lo que se le ponía en el camino, mientras que no se emocionara, porque ahí, ¡puf!, no podía
hacer más nada... un poco de emoción pasaba, pero más... Geneviève nació averiada, no podía levantar
barreras o su percepción funcionaba muy amplificada, nunca quería estar cerca de los extraños porque
se sentía invadida por pensamientos que ella definía como pegajosos... hasta ahora es así...
Todos nosotros presentíamos el peligro, teníamos extraños sueños en mundos ignotos o en tiempos
pasados, veíamos a los fantasmas –pero muy raras veces y al parecer si ellos lo querían – y algunos como
Claude, hacía florecer las plantas o llamaban a los pájaros como Blanche.
Una tarde hicimos una larga lista de nuestras habilidades y tratamos de agregar algunas nuevas.
Yo recuerdo que les preguntaba a los chicos si se acordaban de algo más cuando Didier me dijo,
medio en serio, medio en broma:
–Ché, esa es mi lapicera nueva, ¿no?
Yo la había agarrado de arriba de un diario donde se veía que alguien la había estado usando para
hacer palabras cruzadas, sin interrogarme acerca de su procedencia o pertenencia.
–Creo que sí...–contesté– y entonces la lapicera se alzó primero temblequeando y luego con más
seguridad y quedó suspendida en el aire...y lentamente se dirigió al bolsillo de la camisa de Didier y se
calzó allí...
–¡Bueno! – recuerdo que dijimos...El la sacó de nuevo y la hizo volar parsimoniosa hasta mi mano.
La agarré en el aire y seguí haciendo la lista.
France acotó:
–Yo también otra cosa que puedo hacer es elevar la temperatura de los líquidos...
–Bien–dijo Geneviève– pero ¿para qué nos sirve poder hacer estas cosas, como no sea para bañarnos
en agua más tibia?, Didier: ¿Podés levantar cosas más pesadas que esa lapicera? ¿Puede alguien hacerlo?
Yo no puedo ni con las livianas, ya lo estoy intentando con las cáscaras de maní y no pasa nada...
Yo me sentí obligado a aclarar:
–Si podemos flotar en el aire tal vez podamos alzar cosas más pesadas... sería cuestión de esforzarse
un poco...
–Bueno, pero para qué... de qué nos sirve... mirá a France, si fuera cocinera encendería el fuego fá-
cilmente, pero no creo que ese sea su futuro...
(*) Con el tiempo los árboles dan su fruto
61
–Hablando de futuro, ¿alguno puede adivinar el futuro… aunque sea el de mañana?
Nadie podía.
Jacques dijo:
–Pero hay cosas muy útiles, ver de noche es una, espantar las víboras, los mosquitos y los otros bichos
también... ver quién está al otro lado del teléfono es muy divertido... a veces atienden cuando se están
bañando...
–¿Cómo? – exclamamos sorprendidos...
–¿Ustedes no pueden ver quién está al otro lado del teléfono? Yo sí, ¡Ja! ¡Les gané...!
Geneviève preguntó:
–¿Todos vemos los colores nuestros y los de los extraños? Yo los veo si quiero, si no, no. Hago como
un parpadeo y ahí están, aunque creo que papá y los tíos se cuidan y los ocultan a veces... de lo que estoy
segura es de que los extraños no los ven ni a palos... puede ser que algunos hayan brillado tan fuerte que
por eso están en las iglesias y les ponen un aro dorado, pero se ve que esos eran extraños especiales hasta
para ellos...
Arnaud había estado silencioso.
–Y vos...– le dije– ¿qué te estás guardando?
–Nada...–contestó–, por lo visto somos muy semejantes, pero quisiera saber por qué somos así... hay
ocasiones en que siento algo, no sé como explicarlo, es como si estuviéramos siguiendo sin saberlo un
rito o un designio complicado y secreto hasta para nosotros, como si fuésemos actores representando una
obra que no estudiamos y sin saber que somos actores... pero es como un pantallazo y se va... no me
incomoda... Lo que me fastidia...
–¿Qué es?, –interrogamos rápidos.
–...No sé, es la gente..., los extraños, es como si funcionaran mal sin saberlo, algo en su cabeza... Te
doy un ejemplo: Abuela le dijo a la cocinera que los huevos duros hay que cocinarlos en agua con sal
para que no se les pegue la cáscara y una vez que se los saca del agua hay que ponerlos de inmediato en
agua fría, para que no se les haga esa parte verde entre la yema y la clara, que es la que huele mal si se
enfrían despacio... bueno, cuando la Abuela vivía la gorda lo hacía siempre, después que la Abuela murió
la mitad de las veces se olvida o no le importa... y así son a menudo, se les explica – mirá si lo habrá
hecho papá – cómo se debe podar un árbol y se les dice por qué, pero no, siguen haciéndolo mal, ni mi
perro es tan idiota... no me explico cómo los soportan Ustedes... yo hay veces que les tengo asco...
–Podemos influir sobre sus pensamientos... –dijo Didier.
–Sí, pero a mí me cuesta un poco, hay que ponerse a hacerlo y ¿vale la pena?... Mirá: mamá le dio
un frasco de remedio para la tos a la lavandera y le dijo que tomara una cucharada a la mañana y otra a
la tarde, nada más, que no fuera a tomar más... ¿sabés que hizo? Se lo tomó entero porque era muy rico,
eso dijo...casi se murió...
–A mí me dan lástima los chiquitos, tienen cada padre...hay adultos a los que yo los arrojaría a un
precipicio, tipo los antiguos...
Aunque no lo creas, Didier podía ser bastante malo...en defensa de los más débiles... claro que te
estoy hablando de cuando éramos niños.
–Para mí –recuerdo que opinaba Geneviève– ellos están casi todos fallados y son muchos porque
tienen hijos y más hijos, también fallados, en cambio nosotros somos menos porque nuestros padres
tienen menos hijos...
–No, –aclaró France,– el Abuelo y la Abuela tuvieron siete hijos, las tías y nuestros padres... aunque
las tías no tenían ninguna de las habilidades que tenemos nosotros, eran como los extraños y por eso se
peleaban siempre con papá y con los otros tíos, por envidia... para mí lo que pasa es que a veces tenemos
hijos con diferencias y otras no, debe ser por herencia, como el mechón de pelo blanco del amigo de
Jorge, que salta de abuelos a nietos, siempre entre la familia... vos Didier tendrías que estudiarlo, si vas
a ser médico como decís...
–Yo lo que digo –aclaró Arnaud– es que los extraños son una cosa y nosotros otra, ya me he dado
muy bien cuenta de eso, y cuanto menos nos mezclemos con ellos, mejor para nosotros, y como dijo la
Abuela, cuanto menos ellos se den cuenta de que somos diferentes, muchísimo mejor para nosotros...Y
esto se lo digo a todos...vivamos entre ellos si no hay más remedio, pero nunca, nunca, ni aunque lo
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intentemos, vamos a poder ser como ellos, de eso estoy seguro...ni vamos a conseguir que nos acepten
si llegan a saber cómo somos...
–Cierto...–se metió France– ellos no razonan lo que hacen, hacen las cosas sin poner cuidado... si no,
fijate en el jardinero, riega y riega por igual, si no fuera por Claude, ya estarían la mitad de las plantas
podridas... él le mete agua nomás...
–¿Y nosotros? ¿por qué somos así? –preguntó Jacques que no se resignaba a no saber... y agregó:
–¿Somos de otra raza, como Ayesha, o qué?
–No séee, ¡qué sé yo! Creo que nadie sabe nada, aunque la Abuela sabía algo... ¿se acuerdan cómo
nos aconsejó hace unos años? Claro que tenía experiencia, era vieja... aunque no se le notaba mucho,
¿no? –contestó Arnaud.
–No, –dijeron – tenés razón...
–Y eso es todo lo que puedo decirte al respecto, recuerdo muy bien la conversación, de hecho, te la
he repetido casi tal cual...pero no logramos sacar más cosas en claro. Tal vez conteste a tu pregunta... Lo
único que te puedo agregar y que me acuerdo ahora, es que Teresa veía los colores mejor que nosotros,
y de eso nos desayunamos porque nos ponía dos hojas de papel que a nosotros nos parecían iguales y
nos decía:
–¿De qué color es ésta?
–Azul...– le contestábamos
–¿Y esta?
–Azul también...
–¿Del mismo azul o de otro azul?
–No, del mismo azul, son idénticas...
–No, los corté de dos revistas distintas y son diferentes, muy diferentes... pero Ustedes no los ven
como yo...–dijo un día.
Otra cosa no recuerdo, tal vez si le preguntaras a tu madre ella se acuerde de otros detalles, ¿qué es
lo quieres saber exactamente?
–Quiero saber todo, todo, qué podemos y qué no, por qué y cómo lo hacemos. Todo. A ti, papá, no
te interesa mucho, pero a mí sí. Me re-contra interesa, y al tío Didier también ¿O por qué te crees que
estudia genética y no deja nunca de estudiar?
–¿Y para qué quieres saber tanto?
–¡Muy simple, Pá! –replicó Lucien– Yo quiero muerte y exterminio, y si no lo sabías, ahora es tu
oportunidad de enterarte; toma nota: muerte y ex–ter–mi–nio...
–Tal vez no debí casarme con France...– se dijo resignado su padre...
–Pero, bueno... ¿qué le vas a hacer...? Lo malo es que este chico siempre consigue lo que quiere...–y
silbó suavemente... mientras Lucien salía del comedor caminando con paso seguro y firme. Ya sabía,
desde hacía unos años, que a su hijo se lo temía por instinto y se lo admiraba por intuición.
Luis Ernesto se sirvió otro café, se sentó en el sofá, miró durante largo rato el fuego encendido del
hogar y decidió que se había puesto algo melancólico hablando de su infancia en las sierras argentinas...
Recordó una zamba que tocaba con la guitarra y cantaba, allá en su juventud de universitario despreo-
cupado, “...nostalgiosa llevo el alma por las calles de la ciudad...” decía la letra.
Tomó el teléfono e hizo una reserva para el primer vuelo a Buenos Aires, esa misma noche. Cada
vez que France viajaba encontraba que la casa era demasiado grande, demasiado vacía, helada...cualquier
cosa, pero el asunto era que se sentía solitario. Necesitaba cambiar de ambiente por unos días.
Lo que empezó como una conversación ociosa con su hijo había concluido con una reveladora afir-
mación. Recordó que nunca había podido desprenderse de la sensación de impotencia y tristeza que lo
invadía al recordar a Claude y a Blanche. Lo acompañaba cada primavera.
Y su hijo se parecía tanto a Claude... nunca pudo retarlo ni enojarse con él...
–Soy un sentimental...–concluyó
. Estaba convencido de ello.
–! ¡Y sí! –reflexionó– Los tiempos cambian...ahora seguro que se va a ver a Didier, Didier lo manda
a hablar con Arturo y Arturo con Arnaud... y Arnaud no está esperando más que eso, le mostrará el
transmisor, la placa, le hablará de los orígenes y el asunto quedará destapado... hacía falta sólo eso, que
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alguien se decida... y éste se decidió, me parece...y -pensándolo bien- nosotros éramos muy inocentes...
éste, éste sabe muy bien que es superior... y es muy inteligente, no se equivocará...
Se levantó, estiró las piernas, se sentó con otro café al lado –esta vez en una taza más grande– y con
toda tranquilidad se puso a leer el diario.
Había aprendido –hacían ya muchos años– a no interferir en las decisiones de los miembros de su
familia.
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Arturo
Lo que se consigue averiguar haciendo amistades...
1978
Arturo era bastante viejo, pero seguía viajando por el mundo. En esos recorreres había establecido
amistades de diversos tipos, pues era muy ubicuo y ya tanto se sentaba sobre un cráneo de vaca como en
una silla fina, tomaba mate con los peones de campo antes de la alborada, o cenaba en las embajadas con
complicados rituales para comer, salpicados de frases, si se daba el caso, en latín. Hablaba varios idiomas
y dos o tres lenguas muertas.
Así, una de las veces que había ido a esquiar al Catedral, un conocido que se había desempeñado
como Comandante en la Gendarmería, le hizo escuchar una serie de grabaciones curiosas. Explicó el
hombre que tenían un puesto o destacamento en las montañas, en el límite argentino–chileno y que allí
durante varias noches se produjo una curiosa iluminación nocturna. Era en un lugar llamado Pampa
Linda, y estaba antes del llamado Paso de las Nubes, por donde se cruzaban los Andes rumbo a Chile...
–Todas las noches pasaba un ovni sobre el destacamento, aclaró, e iluminaba la zona. En la Agrupa-
ción (la jefatura) Bariloche no nos creían, pero un día lo vio el jefe y ahí recién empezó a darnos pelota...
Pero eso no es nada, todas las tardes transitaba por el puesto un paisano (un indio araucano) peón de una
de las estancias vecinas, que volvía de recorrer el campo y mirar por las ovejas.
Le haré oír unas grabaciones que tengo– confesó revolviendo entre los libros, en su pequeño depar-
tamento en la ciudad de Bariloche.
Buscó las cintas y, cuando las encontró, vasos, hielo y whisky.
–Escuche:
“–...y yo entonces les dije a los muchacho’ del avión si querían que les avise a los gendarmes, que
ellos tienen una radio para llamar a Bariloche, para que los vengan a buscar o les traigan lo’ repuesto’,
pero ellos me dijeron que no, que ya lo estaba’ arreglando... y me mostraron como le estaba’ cambiando
los repuesto’ que parecía que algo se les quemó y que por eso ellos habían bajado a arreglarlo... muy
educado’ los muchacho’, le mostraron todo el avión a este paisano viejo...
–Ah... y dígame don Indalecio, ¿qué avión era?
¿Cuántos trip...pilotos tenía?
–Tres. Lindos muchacho’, muy educado’ los muchachos’ de la aeronáutica...
–¿Cómo sabe que eran de la aeronáutica?
–¿Y de ónde iba’a ser?, chileno’ no eran y tenían uniforme...
–¿Y cómo sabe que no eran chilenos? Podían andar bicheando...
–No, yo conozco el habla de lo’ chilenos. No eran chileno’, eran muchacho’ de la aeronáutica, esta-
ban con esa ropa toda entera, como los mecánico’, de color gris y tenían el pelo corto, parecían el hijo
del japonés (así le decían a un gendarme cuya madre era japonesa y tenía algo atenuados los caracterís-
ticos ojos orientales), por los ojos digo, pero eran altos, como el sargento González... (tiene un metro
ochenta, iba aclarando el amigo)
–¿Y dónde estaba el avión? ¿Sobre el camino?
–No, estaba como unos cuantos metros lejos, pero al lado. Eso fue cuando yo iba esta mañana, se ve
que lo habrán arreglado al avión, porque cuando yo volví ya no estaba.
–Y.… dígame, don Indalecio, –¿quiere un mate? – ¿de qué color era el avión?
– Llamá al aeropuerto y pedí hablar con el Mayor, no se reportó ninguna panne hoy y estamos cerca...
–(dijo una voz)
–Gris, pero no estaba pintado, era gris como la hoja de un cuchillo y muy lindo... nuevito, los mucha-
cho’ me lo mostraron por dentro, los tres eran muy educado’ me dieron las gracias porque me ofrecí a
volver... pero no hizo falta...
–¿Y dónde dice que estaba, en el campo al lado del camino? Era un avión chico entonces, ¿con tres?
(acá se preguntaba por tres tripulantes)
–Sí, de esos nuevos, con tres patas...
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–Con tres ruedas.
–No, con tres patas.
–¿Cómo patas? Los aviones no tienen patas, tienen ruedas o esquíes, pero no patas...
–Sí, este sí, ya le dije era un avión nuevo, de esos nuevos que tiene la aeronáutica ahora...
–¿Cuáles?
–Y… de eso’ nuevo’, redondos. Como un plato, con tres patas...Son los nuevo’... me dijeron los
muchacho’, muy buenos los muchacho’... le mostraron todo a este paisano viejo...
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CUENTOS SOBRE GENTE QUE PERDI DE VISTA
No iba a resultar
En honor a la verdad, no sé bien cuándo fue que nos dimos cuenta de que no iba a resultar.
Puede ser que la primera en advertirlo fuese mi abuela materna que se enfadó en grado sumo cuando
supo la noticia del casamiento de mi hermano Rodrigo y hasta discutió con mamá por esa causa y tanto
fue su enojo que no concurrió al Civil ni, menos aún, a la Iglesia.
A mi hermano le dolió porque algo quería a nuestra abuela, pero su flamante esposa se rió y
dijo que no importaba pues era visto que "la vieja estaba caduca". Yo la oí y me molestó pues sabía que
no era cierto, pero qué le íbamos a hacer, más valía callarse y mantener la paz familiar en el día de la
boda.
Mi abuela, al ver que nadie hacía caso de la voz de su experiencia y sabiendo, al igual que yo,
que era un disparate por parte de mamá permitir que esos dos se casaran, adolescentes y primos hermanos
para mayor agravante, hizo despaciosamente, para no olvidarse nada, su maletín de viaje, y se fue a
Todos Los Santos De La Nueva Concordia, a la casa de su hermana menor, la última que le quedaba viva
de las doce que fueron... Sigilosamente salió por la puerta de atrás, llamó un taxi y se dirigió a la estación
de trenes, porque a ella le gustaba viajar en tren. Mamá notó su falta cuando terminaba la fiesta y, para
eso, mi abuela ya estaba a algunos cientos de kilómetros de casa.
Oscuramente yo presentí que mamá sabía que la cosa no iba a resultar, pero se mentía a sí misma
para convencerse de que sí. Aunque posible, era muy raro que las personas cambien y no me parecía que
ni Fernanda ni Rodrigo tuviesen, ni uno solo de ellos, la más mínima intención de cambiar.
Mis tías habían respirado aliviadas cuando se sacaron a la chica de encima, porque como bien
dijeron era demasiado compromiso para ellas ese noviazgo.
La madre de mi prima también respiró con desahogo al dar su consentimiento, pues Fernanda
era una reconvención permanente para ella, viviendo como se había ido a vivir a la casa de sus tías
solteronas, hermanas de su esposo, muerto hacía seis meses apenas.
Todas, las viejas y la hija rebelde, se conjuraban para reprocharle a la pobre mujer, su concubi-
nato con el propietario de la zapatería de la esquina, que al mes nomás de haber desaparecido el dueño
de casa y ante el escándalo de la hija, dormía apaciblemente en la cama que fue de mi tío Adolfo. Pero
hay que comprender que Tío Adolfo murió viejo, que había tenido treinta años más que su mujer, y que
esa diferencia hacía que ella fuera aún fogosa y joven. Mis tías, solteronas pacatas, horrorizadas de la
rapidísima infidelidad de la reciente viuda al sagrado recuerdo de Adolfo, habían recogido solidarias a
la sobrina quejosa.
Allí la había encontrado mi hermano, a los dos meses de la muerte de papá.
Fernanda pronto se percató que había salido de la sartén para caer en el fuego. Las tías eran
insoportables por lo represoras y ella solamente tenía quince años. Así que lo enamoró al idiota, (¿ya dije
que mi hermano es un idiota?), y se convirtió -ceremonia mediante- en mayor de edad. Es probable que
si pensaba un poco tal vez hubiese encontrado una manera más fácil de hacerlo que casándose, pero
como todas las mujeres que tuvo mi hermano después, se engañó con su aparente dulzura. Además, era
muy joven y la juventud nunca ha pensado mucho, actúa.
Mi hermano Rodrigo es igual que mamá, ven la vida a través de una gran lente de aumento y
por ende todo es magnificado: las ofensas, las virtudes, los gastos, los celos o lo que raye, todo es enorme.
Así que su amor por Fernanda también fue inmenso al principio... eso tiene él, gasta el amor de golpe...
y claro, pronto se queda sin nada y ante el asombro de sus mujeres empieza a encontrar todo mal, a salir
de noche con sus amigotes como si fuera soltero y a gastar el dinero común en costosos caprichos per-
sonales, que en definitiva no eran más que juguetes para niños grandes, porque eso es lo que siempre
fue, un chico grande. Pero vaya uno y dígale esto a una esposa joven e inexperta, que además tiene la
confianza que otorgan los años de juegos infantiles, de berrinches y peleas por un caballo o una pelota y
que siempre los obtuvo, al final, porque era la más chica de todas y la más mala a pesar de su inocente
apariencia… a los que se animen les hago un monumento...
Hay gente que no quiere ver las cosas aun cuando las tenga bajo sus propias narices, ven a
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través, como si fueran de vidrio. Los enamorados son así y parece que no se tiende en ningún país a
hacerles saber que eso les ocurre porque están enamorados y no porque sean idiotas. El consenso es
general. Nadie dice nada y luego vienen las consecuencias y los comentarios. Yo el día que tenga un hijo
se lo advertiré bien, pero claro, falta mucho para eso.
El caso es que se casaron, se fueron de viaje y luego a vivir en un departamento de la Avda.
Quintana - comprado con los últimos restos del dinero que había dejado papá - de dos ambientes, bastante
lindo, con balcón a la calle y la posibilidad de cambiarse a otro más grande en el mismo edificio si la
familia crecía.
No creció. Fernanda estaba determinada a no tener hijos hasta que no terminase sus estudios.
Por causa de esos niños que nunca llegaron hubo ásperas discusiones con las dos posibles abuelas, an-
siosas ambas de tener nietos. No entendían que podría darse el caso de que una chica joven no quisiera
hijos. La esposa era intolerante y contestaba mal a su madre y a su suegra-tía. Las señoras se retiraban
unas veces lloriqueando y otras, ofendidísimas.
Fernanda nunca fue paciente ni de chiquita, ¡qué se podía esperar ahora, si nunca le habían
enseñado como lograrlo! Además, no creo que le interesase. Se creía tan perfecta que ni se le pasaba por
la cabeza modificarse en algo. Si a los demás no les gustaba, allá ellos...
Mi abuela, que calaba a la gente con un vistazo como el verdulero a las sandías, dictaminó en
seguida que eso no iba a resultar y después de unos meses, algo reconciliada con mamá, cuando ésta se
refería a la negativa de la nuera a tener hijos, hacía un gesto con la boca fruncida y se encogía de hombros.
Todos sabíamos lo que quería decir: "Solamente a vos se te ocurren esas estupideces!" Pero no lo enun-
ciaba porque era una dama.
Yo estaba segurísima de que el buen sentido de la abuela le hacía ver como una locura más de
mamá el asunto de los nietos... con una nuera que no había terminado la secundaria, con un hijo que
únicamente hacía conseguido un trabajo en un ministerio donde ganaba lo justo para no morirse de ham-
bre él y su mujer, ... ¡y mamá queriendo nietos! En realidad, nadie sabía por qué se le había metido esa
idea en la cabeza, porque que se diga que le venía inculcada de familia, jamás.
Desde el casamiento, que más bien fue el inicio de una larga batalla que duró varios meses, mi
abuela no habló más del tema con mamá. A veces la escuchaba sin replicarle nada, salvo cuando el asunto
del perejil en que se dignó opinar con cara de asco: "No entiendo para qué le llevas perejil..." y mamá
se enojaba y explicaba que cómo no le iba a llevar perejil si ella sabía que la chica no salía casi, porque
estaba estudiando, y ya que ella iba a verlos y tenía la verdulería en la esquina, cómo no comprar un
hermoso y verde ramo de perejil y subírselo hasta el quinto piso, que total poniéndolo en agua le duraba
unos días... claro, ya se sabe, teniendo la precaución de cortarle un poco los tronquitos todos los días y
cambiarle el agua, eso ni decir porque cualquiera lo sabía... y además, tenía mucho hierro.
Fue inútil que Fernanda le dijese que no se molestara. Mamá llegaba con un gran ramillete de
perejil y se lo acomodaba en la cocina, lo cual debo reconocer que le daba un toque de verdor al árido
departamento de mi insolente prima. Pero el manojo languidecía durante varios días hasta que, ya mori-
bundo, comenzaba a oler mal y entonces Fernanda, con infinita cara de asco, lo tomaba envolviéndose
la mano con una bolsa de polietileno, lo arrojaba a la basura y limpiaba todo con lavandina para sacar el
mal olor.
-No sé cómo hacer para que tu madre entienda que yo y tu hermano odiamos el perejil... los
dos odiamos ese yuyo! Si tu madre quiere ver verde en la cocina plantaré una batata, pero ¡Por Dios! que
no me traiga más perejil, le tengo asco...
-Yo ya lo sé- recuerdo haber replicado indignada por el tonito en que me lo dijo. - Me lo dices
a mí como si yo fuera la que te lo traigo... conoces a mamá tan bien como yo, en inútil decirle nada, no
le entra, no lo entiende y si insisto, llorará amargamente diciendo que no la queremos y todo eso...
-Pero es que yo estoy harta de perejil, har-ta!-
- ¿Y por qué no lo tiras no bien ella se va? Así, por lo menos no se pudriría...
-No entiendes. Mi sentido de la economía se resiste a ello así que cuando puedo se lo regalo a
la vecina, pero tengo que acordarme y me atormenta estar pendiente de un ramo de perejil... -dijo algo
más calmada.
-No sé... en realidad, a mí también me daría lástima tirarlo... -dudé contemplando el ramo verde,
lujurioso y desafiante que desbordaba un pote de cerámica negra, sobre la mesada.
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-Además... -dijo ella siguiendo la dirección de mi mirada- ese pote lo compré especialmente
para ponerlo sobre la mesa del comedor con amapolas rojas... y por culpa del dichoso perejil no lo puedo
usar.
-Es triste... -opiné.
- ¡No te burles! - grito Fernanda- estoy cansada de que te burles de mí, siempre te has burlado
de mí, desde que éramos chicas... y todo porque sos más grande, más alta y con menos problemas que
yo! ¡Porque andas mejor a caballo que yo y puedes comer perejil sin hacer arcadas te crees con derecho
a burlarte de mí! - y estalló en llanto.
Yo nunca había visto llorar a mi prima desde que éramos niñas y mi hermano le tiraba de las
trenzas. Me desconcertó verla en ese estado de nervios.
-Bueno, no te pongas así.... al fin y al cabo, es por un ramo de perejil... no le hagas caso!
- ¿Un ramo de perejil? ¿Te crees que es sólo eso? ¡Tu madre viene casi día por medio y al final
estoy pendiente del perejil todo el día! Si lo ve, me pregunta si no cocino, ¡o cree que trato de ahorrarlo
para evitarle gastos y dice que no me haga problemas, que es muy barato y que total ella me está trayendo
uno fresco! ¡Hay días en que me junto con tres ramos de perejil sin usar! ¿Acaso crees que ahora puedo
explicarle que odio el perejil, cuando ya lo he repetido mil veces desde chica... y tu hermano también?
La semana pasada nos regaló una heladera... y ¿qué va a decir tu hermano si discutimos? ¿Qué va a decir
toda la familia si me peleo con tu madre por un ramo de perejil?
-Es cierto. A mamá no le entra bala y cuando le entra hace una cuestión de estado... vos crees
que yo me burlo, pero piensa: ¿cuántas horas se le han dedicado a este asunto del perejil? Mi hermano
siempre lo sacó, escarbando la comida y decoraba todo el borde del plato... mamá jamás se dio cuenta,
no quiso verlo nunca. No entiendo por qué, al fin de cuentas no es una deshonra tener un hijo al que no
le guste comer perejil, aunque debo reconocer que a mí me agrada, crudo, porque cocinado no le siento
el gusto, puede ser que le dé más sabor a la sopa, eso sí...
-Ni lo sueñes! - dijo mi prima con energía.
Ese fue el primer problema matrimonial de Fernanda y no le encontraba solución. El tema la
tenía obsesionada y después de un tiempo andaba hecha una pila de nervios, mirando de reojo hacia la
puerta de la cocina. Yo, a pesar de que sabía que ella, ya de chiquita, era mala y siempre me había
buscado pelea, le tuve lástima y fui con el asunto a la abuela.
Abuela es muy moderna - más que mamá- ve televisión, lee revistas de mujeres y se va a un
club de jubiladas a jugar a la canasta. Se rió hasta que le salieron lágrimas y dijo que arreglaría el asunto
de inmediato, que no nos preocupáramos más, que Fernanda jamás volvería a ver una hoja de perejil en
manos de su suegra.
Y así fue. Ese lunes mamá fue a lo su nuera sin el acostumbrado ramo y en sus posteriores
visitas no volvió a llevarlo. Mi prima temía que se hubiera ofendido, pero mamá no presentaba ninguna
muestra de que el tema la hubiese afectado y yo, conociéndola, empecé a sospechar algo.
Pero me olvidaba de preguntarle a la abuela, hasta que una tarde lo recordé y pedí explicaciones:
-Abuela, ¿qué le dijiste a mamá para que no le lleve más perejil a Fernanda?
- ¿Perejil? Ah... sí, el perejil.... que había visto un programa en donde recomendaban comer
perejil a las mujeres para no quedar embarazadas... Era la única forma, ya sabes que se le ha metido un
nieto en la cabeza... ¿Resultó... verdad? No has vuelto a mencionarlo.
-Oh, sí, claro que resultó...
Cuando se lo conté a Fernanda no lo podía creer.
Pero el matrimonio caminaba hacia el fracaso, porque para esos días mi hermano se había in-
teresado en la fotografía y gastado un montón de dinero en cámaras, una ampliadora, cubetas y demás.
Instaló un laboratorio en el baño y se pasaba allí largas horas, lo que causaba fastidio a su mujer.
Empecé a ver los síntomas mucho antes que los demás, pero no sabía que actitud tomar, él era
mi hermano y ella mi prima. Y los dos eran insoportables. Yo jamás hubiese podido vivir en la misma
casa que mi hermano, sin un gran esfuerzo de mi parte y mucha paciencia, porque era un tipo muy egoísta
y menos aún con Fernanda, porque se creía una diosa últimamente y además me había dicho lo que me
había dicho, pero bueno, que le íbamos a hacer si éramos parientes...
Un día en que fui a verla - yo siempre iba a verla en el horario en que mi hermano no estaba en
casa, cosa de que no me agarraran de árbitro - la encontré con los ojos rojos: había estado llorando y no
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teniendo con quién confesarse lo hizo conmigo: mi hermano era un déspota, era un mandón insufrible,
creía que ella debía ser como una esclava polinesia, quería que estuviera en casa todo el día y para eso
él llegaba quién sabe a qué horas y la vez pasada con manchas de rouge en la camisa, la plata no alcan-
zaba, era celoso, le contestaba mal, no quería que sus hermanos viniesen a visitarla y la había intimado
a que se buscase un trabajo de medio día si quería más dinero... y ahora, hacía dos días que no sabía
dónde estaba.... Todo eso entre lloros e hipidos.
Ya dije, era una mina insoportable, pero era mi prima.
- ¿No lo llamaste al trabajo?
-Sí, traté, pero el teléfono está sin tono desde ayer a la mañana.... tengo que bajar y ha estado
lloviendo, no tuve ganas y a él no le gusta que lo llame a la oficina...
Eso me dio mala espina y como algunos de nuestra familia somos bastante sensitivos, sin decir
mucho, salí prometiendo volver más tarde.
El trabajo del vago estaba a pocas cuadras.
Cuando pedí hablar con él, el recepcionista - que no me conocía - me informó que ese señor no
trabaja más en el Ministerio, así que subí a la oficina, pedí hablar con el jefe y mentí diciendo que venía
de Mendoza y que en el departamento de mi hermano no me atendía nadie.
- ¿No habló con alguien de su familia todavía? - me preguntó-
-No, recién llego y como está a pocas cuadras de aquí....
-Claro, lo que pasa es que este chico pidió la renuncia el mes pasado y quería la liquidación
para anteayer porque se iba a trabajar con unos tíos de Uds. que viven en el Paraguay... ahora cuando
Ud. vaya a ver a su mamá le dirá bien... Encantado de serle útil.
Y bajé. Tíos en el Paraguay, ¿Cómo se le habría ocurrido?
Por las dudas pasé por la compañía telefónica para asegurarme. El servicio había sido cancelado.
Y entonces me entró miedo. Como el hombre es un animal de costumbres, sospechando lo peor fui a la
inmobiliaria donde habían comprado el departamento. En cuanto dije mi nombre un amable señor me
preguntó si ya lo habíamos desocupado y si le traía la llave, o si quería -caso contrario- unos días más de
plazo, porque hasta una semana me podía dar, pero más no. Ya estaba vendido.
Volví sin saber cómo decírselo a Fernanda. Pensé un rato sentada en un bar, dando vueltas a
una tacita de café. Estimé contárselo primero a la tía pero me pareció una deslealtad hacia mi prima. Así
que subí, lo enfrenté como un torero, y la senté en el sofá.
- ¿Tienes dinero? pregunté.
- ¿Dinero? - (¡No entendía, por Dios!... era dura.)
- ¿Dinero, plata... tienes plata?
-Sí, un poco... por qué, ¿necesitas que te preste?
-No - repuse - la que lo va a necesitar sos vos. Fui hasta la oficina donde trabajaba mi hermano
y me dijeron que renunció y cobró la liquidación hace dos días, también hizo cortar el teléfono. Lo peor
de todo es que vendió el departamento.
¡No me mires así! ¡No fui yo la que lo vendió!
-Ay... Dios! - gimió mi prima- ¿...dónde está, no puede vender el departamento y dejarme en la
calle... ¡Dónde está?
-No sé. Y estoy segura de que mamá tampoco, tal vez ... y atiende que digo tal vez lo sepa
Marcelo, pero no lo creo, la hizo bien... ¿Estaban peleados?
A mi prima parecía que le habían dado un garrotazo en la cabeza. La sacudió como queriendo
despejarse.
-Peleados del todo no, pero vos sabés como es tu hermano, en seguida se enoja por cualquier
cosa, discutimos y nos sacamos algunas cosas en cara... tengo que ver un abogado... ¡Sí, acompáñame a
lo del tío Francisco, el me aconsejará qué hacer... Ay Dios! - dijo agarrando la cartera que estaba arriba
de una silla - ¿Esto no puede ser, adónde voy a ir a vivir? ¡No sé adónde ir... quisiera matarlo al hijo de
puta de tu hermano!
Y... - de repente pareció caer en cuenta de algo muy importante y corrió al placar, lo abrió, sacó
unas cajas y las puso sobre la cama. Estaban vacías y por el arranque de rabia que tuvo, tirándolas al
suelo y pateándolas, y por un pequeño folleto que atisbé y que trataba sobre filtros, deduje que eran las
que habían contenido las cámaras que había comprado el atorrante, de la mejor y más costosa marca
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japonesa en plaza.
Mi prima se tiró sobre la cama y pataleando daba golpes a la almohada.
-Lo quiero matar, matar...- gritaba a todo pulmón. Luego se paró, me miró llorosa y volvió a
gritar:
-Donde lo encuentre lo mato a ese hijo de puta...!
-Me imagino- dije.
En ese momento sonó el timbre y Fernanda, por inercia, fue a atender. Fui tras ella.
En la puerta estaba mamá, que venía de visita. Le dio un beso como al descuido a Fernanda, ni
se percató de su estado y pasó directo a la cocina.
Mi prima la siguió algo desconcertada. Oí con consternación que mamá decía:
- ¿A que no adivinas lo que te traje? - y dándose vuelta hacia mí, en voz baja, cómplice, agregó:
-Averigüé que no hace mal- al tiempo que sacaba de su bolsa un ramo de perejil, bien verde,
húmedo, floreciente, y se daba vuelta buscando donde colocarlo.
Mi prima lanzó un largo alarido de horror y salió corriendo, en el living volvió a agarrar la
cartera y con ella en la mano, fue bajando por la escalera mientras no paraba de gritar.
Yo salí corriendo y la alcancé en la vereda, donde sollozando trataba de pegarle con la cartera
al portero, que le había preguntado si le pasaba algo. La agarré de un brazo y la llevaba para la esquina
cuando se soltó de un tirón, abrió la puerta de un taxi y subió llorando a gritos.
No la vi más ni supe qué fue de ella. Tampoco nadie en la familia sabe nada de mi hermano.
A mamá hace seis años que no la veo. Ahora vivo en Tandil, que es precioso. Mi abuela también
se ha mudado aquí, y pese a que no es un asunto para risa, no podemos dejar de reírnos a carcajadas
cuando recordamos la cuestión del perejil.
No he vuelto a Buenos Aires ni pienso hacerlo. Pero cada vez que suena el timbre y voy a abrir,
temo el aparecer de mamá, amorosa y con un verde ramo.
No sé por qué. Ya dije: -A mí, me gusta el perejil.
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Cuestión de peso
Creo que nunca vamos a saber por qué a veces la gente obra siguiendo senderos equivocados.
Por ejemplo, a mi prima Marisol jamás se le hubiese ocurrido aprender a cocinar, como no fuese por las
continuas críticas de su esposo Esteban, cansado de comer porotos y arroz hervido con sardinas, arroz
hervido con mayonesa y huevos duros, arroz hervido con tomates -eso en verano- y muchas variedades
más de arroz hervido.
Ella con los fideos no se animaba porque no les había tomado el punto y se le pasaban casi
siempre, quedando hechos un engrudo. Nunca había cocinado más de eso y le bastaba pues no era muy
exigente; en sus varios años de estudiante de arquitectura, carrera que interrumpió para casarse, se había
alimentado de la obra de sus manos sin sufrir perjuicio...
En su hogar la artista, la maravilla, la Petrona Gandulfo (Cocinera argentina que era famosa
desde los 50 y que lo seguía siendo), era su madre, mi tía Eulalia, docta en grado sumo en esos menes-
teres. Sus platos eran célebres entre la parentela y siempre fueron encomiados con largueza por todos.
Saber hacer comidas es indudablemente algo muy útil y resulta bueno y agradable para la familia, pero
no fue este el caso y es de lamentar que haya terminado en un divorcio, y lo más triste de todo fue que
los niños, ya grandecitos, quisieron ir con el padre pese que confesaron al Juez que amaban mucho más
a su madre. Más aun cuando sus razones fueron convincentes, no se los escuchó.
Marisol, que no entendía ni entendió nunca lo sucedido, transcurrido un tiempo entabló amistad
con el dueño de un restaurante de lujo, se casó con él y misteriosamente - para los que no la conocían, -
el resto de la familia volvió a visitarla como antes de que concurriera a la escuela de cocina.
Recuerdo que el curso duró dos años y muchos ingredientes -y muy diversos- se iban trasla-
dando de su despensa a la escuela. Como los fondos para compra de materiales culinarios -como siempre-
eran escasos, las alumnas llevaban sus cosas; y mi prima, que se encontraba muy deseosa de aprender,
(y de aprender bien) no escatimaba en sus contribuciones. Luego las alumnas llevaban los platos allí
preparados a sus casas, para el almuerzo.
Marisol iba progresando lentamente y el día en que se animó a hornear una pizza amasada por
ella misma, fue tal su alegría que me invitó a cenar. Debe reconocer que estaba exquisita, y que no le
faltaba nada. Todos, chicos y grandes, se chuparon los dedos y a coro, lamentaron que no hubiese hecho
más.
A la semana siguiente se repitió la invitación, pero aun cuando el menú no había cambiado
mucho, sí lo había hecho su variedad. Había pizzas con anchoas, con queso y morrones, con espinacas,
con hongos, de jamón y aceitunas, en fin, que no alcanzaba uno a poder probarlas todas. Marisol relucía
de satisfacción y los invitados comieron a gusto. Los niños devoraron.
Pero claro, los niños no deben comer tanto por más que sea rico, casero y demás. Al otro día
faltaron todos a sus clases, descompuestos por la pizzeada.
La escuela seguía un programa, probablemente copiado de alguno semejante, pero de seguro
europeo, pues los platos de verano, como frescas ensaladas y comidas livianas, se aprendían en los meses
de nuestro invierno, y los suculentos tucos y estofados con salsas al vino, en pleno noviembre. Menos
mal que el 30 de ese mes terminaba el curso lectivo.
El segundo año de aprendizaje Marisol se entusiasmó más. Aprendió a hacer dulces, compotas,
confituras, acaramelados, turrones y mermeladas, como también licores y bombones, que comenzaron a
decorar las alacenas y armarios. Para los bombones compró bomboneras de cerámica, con tapa, que
repartió por toda la casa.
Yo iba poco a verla porque siempre estoy muy ocupada, pero a los tres meses quedé sorpren-
dida. Toda la familia, menos Marisol -que según decía perdía el apetito con sólo mirar tanta comida-
estaba obesa. Los niños desayunaban con galletas de manteca, calentitas y crocantes; con tartas de man-
zanas, duraznos, ricota o frambuesas, y con anchas rebanadas de pan casero untado con mermelada o con
dulce de leche, todo confeccionado -desde la elección de las frutas, por mi ahora industriosa prima. En
el almuerzo se servía sopa, entrada, un plato de carnes y otro de pastas y postre, de dos o tres clases, con
crema. Todos comían felices, pero Esteban me llamó a la oficina al día siguiente y me dijo desesperado
que debíamos hablar. Sorprendida, lo esperé en el café de la esquina.
Luego de los saludos y de pedir un té, suplicó:
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-Beatriz, tienes que ayudarme a parar esto... ¡No doy más!
- Pero, ¡por Dios!, ¿qué es lo que te pasa?
-Es Marisol, no sé cómo hacer para que se detenga, no me atrevo ni a insinuarlo, pero si sigue
cocinando así nos enfermaremos todos, ¿No has visto cómo están los niños? ¿Y yo? Ninguno de mis
trajes me sirve, he tenido que sacar un crédito y comprarme ropa... Si no quiero comer, aunque sea debo
probar, y probar un montón de cosas...
- ¿Pero, por qué no se lo dices? - sugerí.
-Ni soñarlo. ¿No sabes que está haciendo ese curso de cocina porque yo una vez le dije, de muy
mal modo - ya sé, no debí hacerlo - que estaba harto de comer porquerías... La pobre lloró, me pidió
perdón y se fue a anotar a un curso de cocina, ¡pero lo peor es que ahora viene la parte de pastelería de
lujo y de pastas italianas...! ¿Con qué cara le digo que no quiero que me las sirva? Imposible... y, además,
no te imaginas los costos de todo esto, este mes tengo que cambiar las cubiertas y no sé de dónde voy a
sacar la plata... ¿No te animas a hablar con ella?
-No Esteban, la verdad es que no sabría cómo encarar el asunto... Marisol parece tan contenta
y siempre fue una chica muy dulce, no querría crearle un problema, vas a tener que hacerlo vos, me
parece, o ¿por qué no hablas con la madre? La tía es una mujer muy razonable...
-No está acá, andan paseando por el Sur, tienen unos parientes allá que los invitaron a pasar
unos meses... no puedo hacerla venir... en fin, veré que hago... adiós. - Y dándome un beso se despidió.
Lo miré al irse, realmente estaba gordo.
Me quedé un rato en el bar, pensando. Por cierto, la cuestión era complicada. Y la pobre Marisol
se veía tan contenta... sería como romperle el corazón decirle algo. Que lo hiciera otro.
Pasaron unos meses en los que la Agencia me envió al Uruguay y cuando volví me enteré que
Marisol, - sospechando que su esposo tenía una amante, pues ya no se presentaba casi por la casa, no
almorzaba ni cenaba allí y la eludía en forma inexplicable - había pedido el divorcio. Esteban había
llorado, jurando que no había más mujer que ella en su vida, pero eso la enardeció más. "¡Encima, men-
tiroso!", dicen que exclamó furiosa.
Se recibió como la mejor alumna del curso de cocina y entró la bandera de ceremonias a la fiesta
de graduación, bailó con los compañeros y se divirtió hasta el amanecer. Ese curso siempre fue muy
popular entre los varones, y muchos nuevos chefs la solicitaron y llenaron de halagos.
Era encantadora. Se sentía feliz.
Luego del divorcio, para poder pensar, -dijo- envió a los niños de vacaciones con su madre, que
de inmediato los llevó al médico y, del consultorio, a una nutricionista que los puso a régimen riguroso,
no sin escuchar algunas protestas de los más pequeños, pero con alivio para las adolescentes. Los niños,
que en eso son como los perros, privados de comida bajaron de peso rápidamente y, al terminar las
vacaciones, volvieron a la normalidad. La tía Eulalia, prudente, le aconsejó a su hija que los pusiera en
doble escolaridad y que les diese una cena vegetariana, que se lo había recomendado un especialista.
Además, si ella iba a trabajar, era lo mejor; no tendría la preocupación de la comida de los niños al
mediodía. Marisol asintió. Y salió a buscar trabajo.
Lo encontró en un estudio de ingeniería cerca de la casa, a tres cuadras. Con la mensualidad que
le pasaba el desafortunado Esteban y su sueldo, más algo que le daban los tíos, vivía bien.
Para festejar el cumpleaños del más chico decidieron salir a cenar afuera, en el centro, de lujo,
con los abuelos. La invitación fue del abuelo, en esos días había hecho un buen negocio con la lana y no
le importaba gastar.
Cuando el dueño del restaurante vio a Marisol, sufrió un flechazo inmediato y la cosa se con-
cretó en romance y luego en casamiento. Pero, eso sí, Marisol hubo de abandonar a los ingenieros y sus
planos e instalarse junto a él, junto a su esposo, porque ya se sabe que sólo el ojo del amo engorda el
ganado.
De este modo, controlando el ingreso de la mercadería, rechazó proveedores y devolvió muchos
productos, diciendo que no eran de calidad. Luego revisó las recetas, cambió de chef y de jefe de cocina.
Organizó todo de diferente manera y confeccionó un nuevo menú.
El resultado fue que la excelencia de la comida se puso por las nubes y la concurrencia lo notó...
el local se hizo de fama en la ciudad y comenzó a estar siempre lleno. Hubo que ampliarlo y, en breve,
comprar otros. Hoy poseen una cadena, Marisol los visita todos los días y se fija en cada cosa. Los niños
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entran a la escuela a las 7.30 y salen a las 6 de la tarde, son atendidos por una niñera y comen la cena
preparada por una cocinera china, vegetariana. Marisol y su esposo lo hacen en el negocio. Todos son
felices, finos, cultos y delgados.
Nunca supe qué fue del pobre Esteban, supongo que habrá logrado bajar de peso.
Ojalá esté bien.
No era malo.
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CUENTOS MUY CORTITOS
FIN
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