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El detonante Mar Petryk

El detonante / Mar Petryk - 1a ed. - Ciudad Autónoma de

Buenos Aires.

ISBN 978-987-86-2420-4

Reservados todos los derechos. No se per mite la reproducción total o

parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema infor mático, ni su

transmisión en cualquier for ma o por cualquier medio (electrónico, me-

cánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escri-

to de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos pue-

de constituir un delito contra la propiedad intelectual.

Esta es una novela de ficción. Los nombres, lugares y situaciones son

producto de la imaginación de la autora. Cualquier parecido con la rea-

lidad es mera coincidencia.

© 2019, Mar Petryk

Corrección: Mar Petryk

Diseño de portada y diagramación: Natalia López

dg.natalialopez@gmail.com

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El detonante Mar Petryk

DEDICATORIA

Para aquellos cuyas voces fueron silenciadas.

Nunca es demasiado tarde para gritar.

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El detonante Mar Petryk

Se despoja de su vestido como si pudiera arrancarse la

piel.

Corre descalza, las piedras rasgan las plantas de sus

pies.

El frío entumece sus pier nas.

Los árboles se multiplican.

Su corazón está enfurecido.

En su cabeza suena el vacío.

Puede oler el lago.

Está cerca.

La sangre es plomo en sus venas.

No sabe lo que hace, solo sabe que llegó el momento.

La tierra se convierte en agua.

El miedo le acaricia la espalda.

El oleaje la engulle.

El mundo se apaga.

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El detonante Mar Petryk

CAPÍTULO 1

El cielo es casi un manto negro, el frío me come los hue-

sos.

Una llovizna caprichosa humedece la leña que llevo en

la vieja carretilla y dificulta mi descenso. Mi pier na se queja,

cada paso es una punzada que viaja hasta mi columna, re-

cordándome escenas que deseo olvidar. Pero el orgullo pi-

sa más fuerte, por eso salí esta noche, porque tengo algo

que demostrar.

Mis pulmones arden, mi garganta está seca.

Continúo, la linter na y la luna marcan el camino.

El crujir de las ramas detiene mi paso, agudiza mis senti-

dos.

Suelto la carretilla y apunto entre los árboles, los inmen-

sos cipreses que copan la isla. Algo corre camino al lago, y

no es un ciervo, lo sé. Llevo aquí suficiente tiempo como

para distinguir la pisada del animal de la del hombre.

—¡Ey! —El grito áspero retumba en el silencio. Espero

que se trate de otro turista perdido. No sería la primera

vez…

El crujir de las ramas se aleja. Va hacia el lago.

Los músculos de mi pier na se tensan cuando aprieto el

paso, saliendo del laberinto de troncos.

La isla está oscura y silenciosa. Es tarde y nadie se

arriesgaría a quedar varado a la intemperie, no con el in-

vierno asomando la nariz. Nadie, excepto la silueta que co-

rre hacia el lago.

—¡Ey! —Mi linter na apunta a la sombra con curvas de

mujer—. ¡¿Hola?!

No se detiene, sigue corriendo hasta que las olas se co-

men la orilla. Entonces, su cuerpo parece petrificarse de ca-

ra al lago.

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El detonante Mar Petryk

—¡¿Hola?! —grito, mi garganta seca se descascara—.

¡Ey! ¿Estás perdida?

No responde. No se mueve. Sé que no vive en la isla.

Conozco a los pocos que habitan este lugar. Somos, en su

mayoría, hombres y ninguno está tan loco como para correr

por el bosque vistiendo un camisón casi transparente en

una noche helada como esta.

Avanzo sobre la arena, mi linter na apunta en su direc-

ción. El camisolín rojo y pequeño es lo único que cubre su

cuerpo blanco. No se percata de mi presencia, no gira para

enfocar la luz artificial que la alumbra. Solo se limita a ob-

servar el agua, hasta que se mete en ella.

—¡Ey! ¡El lago está helado! ¡¿Qué estás haciendo?!

Mi pier na pierde todo rastro de naturalidad cuando in-

tento correr hacia ella. Los cincuenta metros que nos sepa-

ran arden como balas en la piel.

Camina lago adentro, el agua le llega a la cintura.

—¡Ey! —Mi pecho está en llamas. Aprieto los ojos, in-

tento alejar los recuerdos—. ¡Vas a morir de hipoter mia!

¡Sal del agua!

Mi rodilla falla y caigo sobre la arena gélida.

—¡¿Estás loca?! ¡Tienes que salir!

El agua tapa sus hombros. El lago se la come.

Me pongo de pie, apagando los recuerdos que desfilan

en mi cabeza, ignorando la quemazón en los músculos de

mi pier na, y avanzo. Avanzo con desesperación hasta el la-

go negro que acaba de tragarse a la forastera.

No sé por qué mis gritos no atraen al imbécil del guar-

daparques.

En cuanto el agua gélida toca mi piel, sé que es real. Sé

que estoy cruzando los límites. Mis límites.

El mundo pierde sonido cuando mi cabeza se hunde en

la negrura líquida.

Mi pier na se siente ligera, más hábil, más viva. Nado la-

go adentro con una destreza que creía olvidada. Con mie-

do que creía enterrado.

Mis ojos luchan por cerrarse; su cuerpo, por hundirse.

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El detonante Mar Petryk

Los segundos se sienten años debajo del agua, hasta

que la veo y el tiempo se paraliza. Mi mano logra aferrarse

a la tela de su camisón, que baila a su alrededor. Mi brazo

se enrosca en su cintura y mis pier nas se esfuerzan por sa-

car nos a la superficie.

El oxígeno es el fruto más dulce en mi boca.

—Te tengo —susurro, sabiendo que su cuerpo per ma-

nece lánguido entre mis brazos dor midos.

La oscuridad del lago me reclama, desea engullir me,

devorar me; pero el instinto es visceral y se abre paso, de-

jándonos a ambos sobre la arena.

Suelto su cuerpo mientras mis pulmones luchan por re-

cuperarse. El viento sensibiliza mi piel mojada, activándo-

me.

Su cabello es fuego alrededor de su rostro inconsciente.

Mi mente no tiene voz, porque mi cuerpo sabe exacta-

mente qué hacer. Porque fui programado para reaccionar al

aleteo de una mosca.

Mis manos se juntan sobre el centro de su pecho, los

masajes cardíacos comienzan.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Mi boca se pega a sus la-

bios azules.

Su cuerpo no responde, está helado.

Mi mente sigue en blanco.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Mi boca se pega a sus la-

bios azules.

Su pecho se infla.

La tos vibra en su garganta y es música para mis oídos.

Coloco su cuerpo de costado, dejo que su sistema ex-

pulse el lago mientras intento que la adrenalina me aban-

done.

Cuando su boca se cansa de vomitar agua, los espas-

mos la sacuden.

—¿Estás bien? —Sigo arrodillado a su lado, sintiendo la

piel curtida por el frío. Sus ojos per manecen cerrados—.

¿Qué carajo intentabas hacer? Podrías haber muerto. —Mi

pecho arde. Hablar quema—. Tienes suerte de que sea un

orgulloso de mierda y haya salido a buscar leña. —De re-

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El detonante Mar Petryk

pente, estoy enojado conmigo mismo—. Tienes suerte de

que te haya visto…

Sus ojos se abren lentamente, la noche no me deja ver

qué esconden.

—¿Puedes decir me tu nombre? ¿Puedes… levantarte?

Está en otro mundo.

—Yo… —El temblor también se apoderó de su voz, que

suena dulce y aniñada—. Yo no… no lo recuerdo. Estoy…

mareada y… tengo sueño. ¿Qué…?

—Mierda, es la puta hipoter mia. —Me levanto, el piso

gira debajo de mis pies. Bajo el cierre de mi campera y

desabotono mi saco y mi camisa empapada, dejando mi

pecho húmedo al descubierto—. Voy a ponerte de pie, ¿sí?

Su rostro, pequeño, joven y mojado, me observa desde

abajo.

Su cuerpo es ligero, a pesar de que cae casi muerto so-

bre el mío. Aferro mis manos a sus muslos, intentando que

enrosque sus pier nas en mi cadera y me facilite el maldito

trabajo que implica cargarla cuesta arriba.

—Qué… ¿Qué estás… haciendo? No. —Se queja cuan-

do bajo los tirantes de su camisón y uno su pecho al mío,

intentando compartirle mi calor.

—Tranquila, solo intento que entres en calor. —Mis pies

se entierran en la arena, apenas puedo caminar, mi rodilla

ya no existe—. Estás helada. Tienes hipoter mia, tu cuerpo

debe estar por debajo de los treinta y cuatro grados. Por

eso te sientes confundida. Trata de sostenerte fuerte de mi

cuello, ¿sí?

—Dónde… ¿Dónde estoy? ¿Eres… médico? —susurra.

El viento juega con la arena y la mete en mis ojos.

—Algo así. —Los temblores no la sueltan, aprieto más

su cuerpo helado contra el mío—. Soy Dante. Tranquila,

puedes confiar en mí.

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El detonante Mar Petryk

CAPÍTULO 2

Su aliento cálido escribe sobre la piel de mi cuello.

Su cuerpo no ha dejado de temblar, pero su pecho lo-

gró encenderse junto al mío.

—¡Jeremías! —El grito retumba en las paredes de mi

garganta—. ¡Jeremías! ¡Sal de una puta vez!

Siento cómo mi pier na se deshace. Sé que esto es obra

de un ser superior, de otra manera no explico cómo logré

subir hasta la cabaña.

—¡Jeremías! ¡¿Dónde mierda estás cuando te necesito?!

El silencio suena en la boca de la noche.

El cuerpo de la forastera se desliza por mis brazos, ape-

nas puedo mantener me de pie.

Cinco pasos me separan de la cabaña, del fuego, del

calor, del respiro que mis músculos necesitan. Cinco pasos

que camino casi de rodillas.

Mi hombro furioso se estampa contra la madera, la

puerta se abre.

—¡Jeremías! —Las pier nas de la forastera caen dor mi-

das a los costados de mi cuerpo—. ¡Luz! Alguien que me

ayude.

Mis rodillas acarician la alfombra, mis brazos dan su me-

jor función dejando a la pelirroja al costado de la chimenea.

El fuego crepita, hambriento, creando un juego de luces

sobre el rostro ausente de la muchacha.

No hay una sola parte de mí que no esté temblando.

No hay una sola parte de mí que no esté aferrándose

con uñas y dientes a los vestigios de adrenalina que se

mezclan con mi sangre. A esa sensación vibrante a la que

fui adicto. A la que soy adicto. La que extraño mucho más

de lo que debería.

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El detonante Mar Petryk

Los minutos pasan, el cuerpo es sabio y opera para re-

cuperarse, preparándose para otra batalla.

—Ey, Forastera. —Corro el cabello húmedo de sus meji-

llas. Sus párpados dor midos se mueven como si quisieran

seguir mi voz. Es joven. Es increíblemente joven. ¿Cuántos

años tendrá ese rostro lleno de pecas? ¿Dieciocho? ¿Vein-

te?—. Voy a traerte una manta.

Me aferro al brazo del sillón de cuero y vuelvo a estar

de pie.

Todas las luces de la cabaña están encendidas, la chi-

menea arde, pero no hay rastro de mi her mano ni de Luz.

Entro a mi habitación y revuelvo el ar mario sin encender

la luz. Tomo una toalla y la manta más gruesa antes de vol-

ver a la sala.

El cuerpo semidesnudo de la joven yace al lado del fue-

go. Sus ojos están abiertos. Su mirada es caramelo y me

paraliza.

—Estás… —Quiero acercar me, pero no quiero que se

sienta acechada. Percibo la desconfianza y el pánico que

irradia su expresión—. ¿Estás bien?

Sigo bajo la lupa de su mirada ansiosa.

—¿Quién… eres? ¿Dónde estoy?

—Soy Dante. —Doy un paso al frente, su mirada me in-

cinera—. Estás en la Isla Victoria. —Sus ojos se achinan, su

ceño se frunce ligeramente—. ¿Neuquén? ¿Patagonia Ar-

gentina?

—No… —Mira alrededor, estudiándolo todo—. Yo no…

Me acerco a paso indeciso, sigiloso. Me agacho para

entregarle la toalla y la manta, pero su cuerpo se aleja, es-

tampándose en la pared.

—¡No te acerques! —grita, abrazando sus pier nas.

—Sirena, acabo de salvarte la vida… No soy una ame-

naza.

Una arruga profunda divide su tersa frente.

—¿Sirena?

—O Forastera… Parece que te gustan los deportes ex-

tremos. ¿Qué intentabas hacer?

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El detonante Mar Petryk

Su silencio es abrumador, solo se oye el crepitar del fue-

go.

—¿Vas a decir me tu nombre, por lo menos?

Sus ojos rebotan por cada objeto de la habitación, co-

mo si alguno llevara escrita la respuesta.

—No… —Se aprieta las sienes, cierra los ojos con fuerza

—. No lo recuerdo. Yo… no sé… cómo me llamo. Qué…

El tono de su voz se agudiza y puedo oler las lágrimas

detrás de sus ojos.

—Tranquila —hablo bajo, acercándome con la toalla co-

mo si fuera la bandera de la paz—. Todavía estás confundi-

da, es la hipoter mia. En unas horas todo volverá a la nor-

malidad. —Se abraza a sí misma hasta convertirse en una

bolita—. Voy a dejarte esto aquí. —Apoyo la toalla y la

manta en la alfombra, al lado de sus pies heridos—. Quíta-

te el camisón, sécate y no te alejes del fuego. ¿De acuer-

do? —Me observa, su boca no se mueve—. Yo iré a prepa-

rarte algo caliente para tomar. Debes estar hambrienta, ¿no

es así? —Ahora también es muda—. Te dejo… sola.

Doy media vuelta y me pierdo en la cocina. Enciendo el

fuego, pongo a calentar agua. Busco dos tazas, deposito

un puñado de hierbas en un filtro. Me saco la campera, que

pesa el doble por la cantidad de agua que ha absorbido.

La coloco junto con mi saco en el respaldo de una silla de

madera. También me quito la camisa empapada, le depara

el mismo destino. Siento la humedad en la espalda, pero

mi torso está seco y cálido. Abro la heladera, rebusco entre

los tuppers por algo decente para comer.

«¿Será alérgica a algo?»

Vuelvo sobre mis pasos para preguntarle, pero, cuando

recuerdo que ni siquiera puede decir me su nombre, es de-

masiado tarde.

Mi mirada se pierde en su espalda desnuda. En su cuer-

po desnudo. Pasa la toalla por sus hombros, secándose de

cara al fuego. El camisón es un suave charco rojo a sus pies.

La escena es erótica y roza lo onírico.

Mi garganta se seca. Mi pulso cambia su ritmo.

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El detonante Mar Petryk

Es la primera mujer que veo desnuda en cuatro años, y

no sé si me gusta lo que siento.

Aparto la mirada y obligo a mis pies a desandar el ca-

mino, antes de que se percate de mi presencia.

Mis manos se aferran a la mesada, la pava silba anun-

ciando su punto de hervor. Lucho por alejar la imagen de

sus curvas blancas acariciadas por el fuego, y preparo el

maldito té para seguir con la locura de esta noche.

«Esto no pasa en la isla. Esto no me pasa a mí».

Cuando ter mino de preparar todo, me encargo de ha-

cer algún que otro ruido que anuncie que voy camino a la

sala, solo por las dudas. La bandeja que llevo entre las ma-

nos huele tan bien, que mi apetito se despierta.

La forastera está sentada sobre la alfombra, envuelta en

la manta que le traje, al lado de la chimenea. Su cabello es

del color del fuego, feroz y vibrante, y ha comenzado a se-

carse. El azul casi desapareció de sus labios y sus mejillas

son rosadas y brillantes.

Apoyo la bandeja sobre la mesa ratona, sus ojos la ob-

servan con reticencia.

—Deberías comer. —Señalo el queso, el pan y las frutas,

pero su vista está fija en mi torso desnudo. Olvidé por com-

pleto que me quité la ropa mojada—. No está envenenado.

—Intento bromear, pero su rostro se comprime horrorizado

—. Estoy bromeando —aclaro, sus cejas se alzan—. Quiero

decir… realmente no está envenenado, es solo…

—Gracias. —No hay seguridad en su voz.

—Voy a… cambiar me. —Señalo la puerta de mi habita-

ción—. Come tranquila.

La oscuridad y la quietud de mi habitación invitan a mis

nervios a relajarse. Enciendo un velador, saco del cajón una

camiseta para mí y otra para la forastera. No puede seguir

desnuda mucho tiempo más. Por el bien de todos.

Me visto con calma, intento peinar mi cabello húmedo

con los dedos. Cuando salgo, la pelirroja come con des-

confianza.

—Te traje una camiseta para que puedas cambiarte, así

estarás más co…

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El detonante Mar Petryk

La puerta se abre, la risa de Luz desaparece junto con el

resto de mis palabras.

Los ojos azules de mi her mano están clavados en la mu-

jer de cabello rojo y mirada ausente.

—¿Dante? —dice, esperando una explicación. No se

mueve, ni siquiera cerró la puerta.

—Cierra la puerta —ordeno, pero no lo saco de su estu-

pefacción.

—Papi, ¿quién es ella? —El índice de Luz señala a la in-

trusa.

—Ven aquí. —Me agacho y su pequeño cuerpo viene a

mis brazos—. ¿Cómo está mi princesa? ¿Dónde estaban?

—El tío Jeremías me llevó a la casa de la señora Raquel,

fuimos a llevarle madera y parte de las galletitas que nos

trajo la abuela.

Clavo la vista en mi her mano, que sigue hipnotizado.

—Sabes que no me gusta que te la lleves sin avisar me,

Jeremías, y menos de noche.

—Dante… —me mira por primera vez desde que entró

—, ¿qué significa esto?

Me incorporo, Luz sigue aferrada a mi pier na.

—Amor, ¿puedes ir a tu cuarto? El tío y yo tenemos que

hablar.

La pequeña nos mira durante un instante, antes de ir

saltando hasta su habitación.

—¿Por qué no me avisaste que salías? —La violencia

burbujea en mi voz.

—Me parece más importante saber por qué hay una

mujer… —la señala, la mirada fija en la piel de su clavícula

— prácticamente desnuda en mi sala.

—Estaba ahogándose en el lago. —La historia corta pa-

rece ser la mejor—. La ayudé.

La forastera deja el queso en la bandeja, nos mira fija-

mente.

—¿Ahogándose? —Suena incrédulo—. No hay barcos ni

lanchas después de las diez de la noche, ¿de qué estás ha-

blando?

—No cayó de ningún barco, Jeremías.

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El detonante Mar Petryk

—No estoy entendiendo…

Tiene las manos en la cintura, aún no se ha quitado el

unifor me.

—A ver, guardaparques, ¿no escuchó mis gritos? Me

dejé la garganta llamándote.

Su cara es un poema. Cada vez entiende menos.

—¿Cómo te llamas? ¿Qué haces en la isla? —Se acerca,

la pelirroja se estampa otra vez contra la pared—. ¿Perdiste

el último barco turista?

—Déjala en paz. —Pongo una mano en su pecho, evi-

tando que siga avanzando—. Está confundida.

—¿Confundida? —Echa fuego. Supe desde el momento

en que entré, que esto no iba a gustarle—. ¿Cómo te lla-

mas? —Los ojos de la forastera me suplican mientras su bo-

ca calla—. Tengo que reportarla a Parques Nacionales, no

puede estar en la isla si no es turista o residente.

—¿Puedes calmarte, por favor? —Imprimo en mi voz to-

da esa paz que no siento—. Acompáñame a la cocina un

momento.

No se mueve, su mirada sigue absorta en la muchacha.

—Jeremías —aprieto su hombro—, a la cocina.

Me sigue los pasos con recelo.

—¿Qué mierda significa esto, Dante? ¿Quieres meter me

en problemas? —masculla, pretendiendo hablar en voz ba-

ja, pero fracasa estrepitosamente.

—Si tenemos en cuenta que eres el maldito guardapar-

ques y una muchacha casi se ahoga en tu zona de vigilan-

cia, técnicamente ya estás en problemas. —Observo mi té,

olvidado por completo sobre la mesada—. Deberías agra-

decer me, en lugar de romper me las pelotas.

—¿Agradecerte? ¿Por qué? ¿Por jugar al héroe? ¿Por

alimentar tu ego?

—¿Jugar al héroe? —Lo siento, está en mi sangre y va a

estallar—. ¡Le salvé la puta vida!

—¡Y fallaste a tu promesa!

Los susurros quedan en el olvido.

—¿Qué pretendías que hiciera? —Sueno duro, casi de

roble. Ojalá aún me sintiera así—. ¿Eh?

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El detonante Mar Petryk

—Tengo que avisar. Dame su maldito nombre, ahora.

—No lo sé. —Sus rasgos jóvenes se endurecen—. Ni si-

quiera ella lo sabe. Casi muere de una puta hipoter mia,

¿puedes darle un respiro? Está confundida, necesita des-

cansar. Mañana el panorama será distinto, podrá decir nos

quién y cómo…

—¿Mañana? —Sus ojos se achinan—. ¿Estás sugiriendo

que se quede aquí a pasar la noche?

—No estoy sugiriendo nada. Estoy diciendo que se

quedará aquí.

—Estás loco.

—¿Qué mierda quieres hacer? —No sé dónde dejé la

paciencia—. ¿Echarla? ¿Dejar que pase la noche afuera, ba-

jo la helada?

—Subirla a la maldita lancha y llevarla a la ciudad.

—Jeremías, está asustada y no recuerda nada. Ni siquie-

ra es capaz de decir me cómo llegó al lago.

Sus hombros caen, sé que está bajando la guardia.

—Es una completa desconocida, ¿y vamos a dejar que

duer ma con nosotros? ¿Con Luz?

—Voy a vigilarla toda la noche. Además, ¿la viste? Es

ella quien teme de nosotros.

—Es una completa locura.

—Asegúrate de que Luz se acueste mientras le preparo

el sofá a la forastera.

Una risa suave brota de su boca.

—La forastera… —lo oigo mur murar al salir.

Antes de pisar el living, reconozco esa voz aguda que

intenta susurrar.

—¿Eres amiga de mi papi? —pregunta, manteniendo

una distancia considerable—. Te pareces a Ariel, la sirenita.

¿También eres una sirena? ¿Por eso estabas en el lago? ¿Mi

papi te salvó? ¿Cómo te llamas?

—Luz —da un saltito en el lugar cuando me ve entrar—,

¿qué estás haciendo? Te dije que te quedaras en tu habita-

ción.

—Pero…

14
FIN DEL FRAGMENTO

Sigue leyendo, no te quedes con las ganas


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