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Manuel Belgrano

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El 20 de junio de 1820, hace 200 años, Manuel Belgrano moría en su casa de Buenos Aires.

Belgrano fue
una de las tantas personas que, en los albores de la Patria, lucharon incansablemente para ponerle fin al
dominio español y alcanzar la libertad en estas tierras.
Los cincuenta años que vivió le bastaron para transformarse en una de las figuras más importantes de
la historia argentina. Nuestro país tiene una inmensa deuda con él: además de su lucha por el triunfo de la
Revolución de Mayo y, posteriormente, por la independencia, fue un hombre que difundió valores de
honradez, compromiso, sacrificio, compasión y solidaridad, que rechazó premios y honores, y que siempre
luchó por el bien común. A lo largo de su vida siempre supo sobreponerse a condiciones adversas, y dejar
de lado el interés personal en beneficio del interés general.
Belgrano ambicionaba para sí una vida ligada al pensamiento y a las acciones cívicas, pero las
circunstancias de la época lo obligaron a convertirse en un militar y empuñar las armas. Sin dudarlo,
asumió el sacrificio que la revolución le reclamaba con un gran compromiso. A pesar de su falta de
formación y su inexperiencia en batalla, siempre condujo a sus hombres con firmeza y protagonizó
numerosos actos de valentía.
Desde joven, Belgrano demostró curiosidad y atracción por los temas más diversos. Formado como
abogado, también estudió economía y desarrolló una
intensa labor como periodista. Además, mostró un gran
interés por el desarrollo del comercio, de las actividades
agrícolas, de las manufacturas y, sobre todo, por la educa-
ción. Era un gran lector: en una época caracterizada por el
surgimiento y la difusión de nuevos conocimientos y nuevas
ideas leía con avidez los libros más novedosos. De hecho,
fue uno de los principales responsables de la difusión en
estas tierras de las nuevas ideas que surgían en Europa y
que tanto influyeron en los revolucionarios de Mayo.
Afortunadamente, también fue un prolífico escritor; gracias
a ello conocemos buena parte de su pensamiento.
Belgrano poseía una intachable integridad y firmes
convicciones patrióticas, y trabajó incansable y
desinteresadamente por el progreso del país. Nunca se
negó a enfrentar situaciones difíciles. Debió transitar el
final de su vida acosado por las enfermedades y las
dificultades económicas, y decepcionado por la ingratitud
de muchos. El legado de Belgrano para todos los argentinos
es inconmensurable y merece ser recordado.
Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano nació en Buenos Aires el
3 de junio de 1770. Su padre fue Domingo Belgrano Peri, un comerciante
originario del norte de Italia, quien se instaló en Buenos Aires hacia 1751. Allí
se dedicó a diversos negocios, como el comercio de cueros, con mucho éxito.
En 1757, Domingo Belgrano se casó con María Josefa González Casero,
una joven nacida en Santiago del Estero en el seno de una tradicional familia
criolla. El matrimonio se instaló en una vivienda ubicada en la calle Santo
Domingo (la actual avenida Belgrano). En ella nacieron sus dieciséis hijos, de
los cuales Manuel fue el octavo.
Manuel recibió sus primeras enseñanzas en la Escuela de Dios y, a los 14
años, ingresó en el Real Colegio de San Carlos. Dos años después, su padre
decidió que él y uno de sus hermanos continuaran su formación en España.
Cursó estudios de Leyes en las universidades de Salamanca y Valladolid.
Durante su estancia en Europa, también recorrió Italia y Francia.
Enterado de que la Corona española planeaba crear en Buenos Aires el Real
Consulado de Comercio, en octubre de 1793 Belgrano le solicitó al rey su
nombramiento como funcionario de esa institución. Sus deseos se vieron
cumplidos y, en mayo de 1794, regresó a Buenos Aires para asumir como
secretario del Consulado
Una vez instalado en la capital virreinal, Belgrano se dedicó de lleno a la organización del Consulado. A
pesar de los problemas de salud que ya comenzaban a aquejarlo y la muerte de su padre, su enorme
fuerza de voluntad y su entusiasmo le permitieron desplegar una intensa actividad que abarcó numerosos
temas.
El Consulado de Comercio tenía numerosas funciones. Entre otras, debía ocuparse del fomento de la
agricultura y el comercio, de las actividades manufactureras, de la navegación y el comercio marítimo.
También actuaba como tribunal en los casos de los juicios entablados entre comerciantes.
Belgrano estaba convencido de que el único camino seguro para alcanzar el progreso era el impulso de la
educación, y de que solo las personas educadas podían intervenir activamente en la vida de la comunidad y
hacer valer sus derechos.
Atribuía muchos de los males que aquejaban al país a la ignorancia y la falta de establecimientos
educativos. Por eso, propuso que se establecieran escuelas primarias en las ciudades y en el campo. En
ellas, la enseñanza debía ser gratuita para quienes no poseyeran recursos suficientes. También reclamó que
los jueces obligaran a los padres a enviar a sus hijos a la escuela.
Para Belgrano, la misión principal de la educación era preparar a las personas para el trabajo. Por eso,
además de la enseñanza elemental, debía ofrecerse la posibilidad de aprender diferentes oficios.
Desde el Consulado, Belgrano propuso la creación de escuelas técnicas de agricultura, de hilado de lana, de
comercio, de dibujo y de náutica. De todas ellas, solo fueron creadas las dos últimas.
Belgrano también se ocupó de la educación de las mujeres, una actitud de avanzada en una época en la
que el tema no merecía la atención de casi nadie. Así, propuso la educación de las niñas en escuelas
gratuitas, en las que se les enseñara a leer y escribir. Además, estaba convencido de que había que enseñar-
les algunas manualidades, como bordar y coser, que les permitieran ganarse la vida de forma provechosa.
Entre las numerosas y diversas actividades que Belgrano desempeñó a lo largo de su vida, el periodismo
ocupó un lugar muy destacado. En ese entonces, el surgimiento de nuevos conocimientos e ideas y la
necesidad de difundirlos favoreció el desarrollo de la prensa en muchos países. El fenómeno también se
produjo en Buenos Aires, que contaba con una imprenta comprada por el virrey Vértiz en 1780. Así, en los
primeros años del siglo XIX, en la capital virreinal aparecieron algunos periódicos, como el Telégrafo Mer-
cantil, el Semanario de Agricultura, Industria y Comercio, el Correo de Comercio y, luego de la
Revolución de Mayo de 1810, la Gazeta de Buenos-Ayres.
Apenas llegado de España, Belgrano se desempeñó como colaborador del Correo Mercantil de España y
sus Indias, que brindaba información sobre las colonias españolas en América. Posteriormente, también
escribió numerosos artículos para el Telégrafo Mercantil y el Semanario de Agricultura. A comienzos de
1810, el virrey Cisneros le propuso a Belgrano la dirección de un nuevo periódico: el Correo de Comercio.
Años después, cuando se desempeñaba como general en el Norte, Belgrano volvió a ejercer su vocación de
periodista: en 1818 creó un periódico que llamó Diario Militar del Ejército Auxiliador del Perú, que
distribuía entre los soldados y los pobladores de las zonas que atravesaba.
En junio de 1806, tropas inglesas comandadas por el general
William Beresford desembarcaron en las cercanías de Buenos Aires
y emprendieron la marcha hacia la ciudad. Por entonces, Belgrano
integraba las milicias urbanas que debían encargarse de la defensa
de la ciudad. En ese momento, Buenos Aires no contaba con fuerzas
suficientes para repeler a los invasores. Entonces, siguiendo los
planes existentes, el virrey Sobremonte partió hacia Córdoba con el
tesoro del virreinato. Ante este panorama, Beresford y sus hombres
ocuparon la capital virreinal sin mayores problemas.
Belgrano intentó convencer a los demás integrantes del
Consulado de poner a salvo los archivos del organismo y marchar
junto con el virrey. Sin embargo, su pedido no tuvo éxito: tal como
lo hizo el resto de las autoridades españolas, juraron fidelidad al rey
de Inglaterra.
Indignado y decidido a no hacer lo mismo, Belgrano se marchó a
la Banda Oriental.
Finalmente, luego de 46 días de ocupación, los ingleses fueron
expulsados por una fuerza proveniente de Montevido, organizada por
el militar Santiago de Liniers, y las milicias de vecinos porteñas.
Ante el temor de una nueva invasión, Liniers dispuso la
reorganización de las milicias. Belgrano se incorporó al Regimiento
de Patricios. Al poco tiempo, fue nombrado sargento mayor. La
desorganización de la defensa en 1806 le había mostrado, según sus
propias palabras, que “no era lo mismo vestir el uniforme militar que
ser un militar”. Por eso, dedicó algún tiempo a la instrucción
castrense.
En junio de 1807, los ingleses volvieron, esta vez con una fuerza
mucho mayor que la de un año antes. Sin embargo, tras encarnizados
combates en las calles de Buenos Aires, las milicias organizadas por
Liniers lograron la rendición de los invasores. Belgrano participó en
la defensa de la ciudad como integrante de los Patricios.
En 1808, el ejército francés invadió España y el rey Fernando VII fue apresado. Ante el cautiverio del monarca,
su hermana, la infanta Carlota Joaquina, reclamó sus derechos sobre los territorios americanos. Un grupo de
criollos, entre los que se hallaba Belgrano, idearon un proyecto que consistía en coronar a Carlota. Sin embargo,
no lograron el apoyo necesario y la idea no prosperó.
En 1809, Baltasar Hidalgo de Cisneros llegó a Buenos Aires para reemplazar al virrey Liniers. Belgrano se
oponía a la designación del nuevo virrey e intentó, sin éxito, convencer a Liniers de que no entregara el mando.
Cuando Cisneros asumió el cargo, Belgrano temió ser arrestado por desleal y decidió marcharse por un tiempo a
la Banda Oriental. Al poco tiempo, cuando sus amigos
lo convencieron de que no corría peligro, regresó a
Buenos Aires. En enero de 1810, el propio Cisneros le
encargó la publicación de un nuevo periódico: el
Correo de Comercio. Luego de aceptar la propuesta,
renunció a su cargo en el Consulado.
Por entonces, Belgrano y otros criollos, como Juan
José Castelli, Antonio Beruti y Juan José Paso,
mantenían reuniones secretas en las que discutían qué
camino seguir frente a la caótica situación en España.
A comienzos de mayo de 1810 llegó a Buenos Aires la
noticia de la caída de la Junta de Sevilla en manos de
los franceses. La noticia tuvo un profundo impacto en
la ciudad: muchos comenzaron a preguntarse si el
virrey debía seguir en su cargo cuando la autoridad
que lo había nombrado ya no existía. Y si no era él,
¿quién debía gobernar? Por esos días, Belgrano se
hallaba fuera de la ciudad, pero volvió rápidamente.
Según sus palabras, “me mandaron llamar mis amigos
de Buenos Aires diciéndome que había llegado la hora de trabajar por la patria para alcanzar la libertad y la
independencia deseada”.
El 19 de mayo, Belgrano y Cornelio Saavedra se presentaron ante las autoridades del Cabildo y exigieron la
reunión de un cabildo abierto que discutiera si el virrey debía permanecer o no en su cargo y eligiera una junta
de gobierno. Luego de negarse terminantemente, Cisneros debió ceder y convocó a la reunión para el día 22.
Durante las discusiones, Belgrano no hizo uso de la palabra, pero a la hora de votar fue uno de los que se inclinó
por la destitución del virrey y el encargo al Cabildo de la designación de un nuevo gobierno. Cuando el 25 de
mayo el Cabildo designó a la Primera Junta, Belgrano fue elegido como uno de sus vocales.
Luego de asumir el poder, la Primera Junta debió enfrentar un gran desafío: lograr que su autoridad fuera
aceptada en todo el territorio que hasta entonces había conformado el
virreinato del Río de la Plata. Así fue como, luego de informarles sobre
los hechos sucedidos en Buenos Aires en mayo de 1810, invitó a las
ciudades del Interior a enviar representantes a Buenos Aires para
discutir los pasos a seguir. Algunas, como Santa Fe, adhirieron
rápidamente a la revolución. Pero la autoridad de la Junta no fue
aceptada en todos lados. Otras zonas, como Córdoba, el Alto Perú, la
Banda Oriental y el Paraguay, la rechazaron y manifestaron su lealtad a
la Corona española. Para someter a esas regiones, que ponían en riesgo
el triunfo de la revolución, la Junta decidió enviar expediciones
armadas.
En septiembre de 1810, la Junta envió a Belgrano a la Banda Oriental
para que pusiera a la región bajo su autoridad. Sin embargo, llegó
entonces a Buenos Aires la información de que tropas realistas
provenientes del Paraguay se habían internado en el territorio de
Misiones. Ante esa situación, la Junta decidió que Belgrano marchara
hacia allá.
Cuando llegó a Santo Tomé, Belgrano pasó revista a sus tropas. El
estado de estas era calamitoso: eran escasas, indisciplinadas y tenían
poco armamento. Según Belgrano “[…] los soldados son todos bisoños
[…]; asimismo las carabinas en la mayor parte son malísimas […], pues
según me aseguran estos jefes a los tres o cuatro tiros quedan inútiles”.
El 1º de octubre, Belgrano entró en Santa Fe. La llegada del general
porteño alteró la calma habitual de la ciudad. La población se volcó a
las calles y le brindó un caluroso recibimiento. Durante su estancia en
Santa Fe, Belgrano desplegó una intensa actividad para poner su ejército en
condiciones antes de emprender la marcha al Paraguay. Los santafesinos
respondieron con generosidad: hombres, armas, ganado, caballos, carretas y
hasta pequeñas embarcaciones engrosaron las tropas.

Conmovido ante la actitud de la población, le concedió a Santa Fe el título de


Noble.
Uno de los casos de desprendimiento más conocidos es el de Gregoria Pérez
Larramendi de Denis, quien puso a disposición de Belgrano todos sus bienes.
El 8 de octubre, Belgrano y sus tropas abandonaron Santa Fe rumbo al pequeño
poblado de la Bajada, del otro lado del Paraná, donde recibió algunos
refuerzos.
Belgrano consideraba muy importante el desarrollo de nuevos poblados en el territorio de la patria que estaba
naciendo.
Por eso, durante la marcha dispuso la fundación de los pueblos de Mandisoví y Curuzú Cuatiá.
A comienzos de 1812, Belgrano volvió a Santa
Fe. En ese entonces, las zonas costeras sobre el
río Paraná sufrían permanentes ataques de los
españoles de la Banda Oriental, que contaban con
una importante fuerza naval. Periódicamente, los
barcos realistas remontaban el Paraná y
atacaban las poblaciones y las estancias
cercanas a sus costas. Con el fin de organizar la
defensa de la zona, en enero de 1812 el Primer
Triunvirato le ordenó a Belgrano que se
trasladara a Rosario.
Una vez allí, dispuso la formación de dos
baterías de cañones. Una de ellas, a la que llamó
Libertad, fue instalada en las barrancas de la
villa.
La otra, a la que bautizó Independencia, se
levantó del otro lado del río, en la isla del
Espinillo.
El 26 de febrero, Belgrano le informó al
Triunvirato sobre el avance en la instalación de
las baterías: “Con la actividad, celo, eficacia y
conocimientos del teniente coronel don Ángel
Monasterio, caminan los principales trabajos de
las baterías a su conclusión; esta tarde se ha pasado un cañón a la batería de la Independencia, la de la isla, y
pienso poder decir mañana a V. E. que quedan los tres colocados, con su dotación, municiones y guarnición. In-
mediatamente se pasará a construir y colocar las explanadas en la batería de la Libertad, la de la barranca, donde
se trabaja con el mayor empeño, para situar cuanto antes los cañones; no se pierde momento, pero la obra es
grande, y no es posible acelerarla tanto como se quisiera […]”.
Belgrano advirtió la necesidad de contar con un emblema para distinguir a sus tropas de las realistas. Por eso, el
13 de febrero le solicitó al Gobierno central que autorizara el uso de una escarapela. Para Belgrano el uso de la
escarapela mostraría “la firme resolución en que estamos de sostener la independencia de América”.
Pocos días después llegó la respuesta del Triunvirato, que ordenaba que las fuerzas patriotas debían usar el
nuevo distintivo: “En acuerdo de hoy se ha resuelto que desde esta fecha en adelante se haga, se reconozca y
use la escarapela nacional de las Provincias Unidas del Río de la Plata, declarándose por tal la de los colores
blanco y azul celeste”.
Entusiasmado por la disposición del Gobierno, Belgrano decidió ir más allá y planteó la necesidad de crear
también una bandera:
“Las banderas de nuestros enemigos son las que hasta ahora hemos usado, pero ya que V. E. ha determinado la
Escarapela Nacional con que nos distinguimos de ellos y de todas las Naciones, me atrevo a decir a V. E. que
también se distinguieran aquellas, y que en estas baterías no se viese tremolar sino las que V. E. designe. Abajo,
Señor Excelentísimo, esas señales exteriores que para nada nos han servido, y con que parece que aún no hemos
roto las cadenas de la esclavitud”.
El 27 de febrero, día previsto para la inauguración de la batería Independencia, el reclamo de Belgrano sobre
la creación de una bandera todavía no había sido respondido. Sin embargo, como el jefe patriota descontaba que
la respuesta sería afirmativa, ordenó izar una bandera con los mismos colores de la escarapela. Bartolomé
Mitre, que años después escribió Historia de Belgrano y de la independencia argentina, así describe la
ceremonia:
“En la tarde del día indicado se formó la división en batalla sobre la barranca del río en presencia del
vecindario congregado por orden del comandante militar. A su frente se extendían las islas floridas del Paraná
que limitaban el horizonte; a sus pies se deslizaban las corrientes del inmenso río, sobre cuya superficie se re -
flejaban las nubes blancas en fondo azul de un cielo de verano, y el sol que se inclinaba al ocaso iluminaba con
sus rayos oblicuos aquel paisaje lleno de grandiosa majestad. En aquel momento, Belgrano, que recorría la línea
a caballo, mandó formar cuadro, y levantando la espada, dirigió a sus tropas estas palabras:
‘Soldados de la Patria: En este punto hemos tenido la gloria de vestir la escarapela nacional que ha designado
nuestro excelentísimo gobierno: en aquel, la batería de la Independencia, nuestras armas aumentarán las suyas.
Juremos vencer a los enemigos Interiores y exteriores, y la América del Sur será el templo de la independencia
y de la libertad. En fe de que así lo juráis, decid conmigo ¡Viva la Patria!’. Los soldados contestaron con un
prolongado: ¡Viva! […] Las tropas ocuparon sus puestos de combate. Eran las seis y media de la tarde, y en
aquel momento se enarboló en ambas baterías la bandera azul y blanca, reflejo del hermoso cielo de la patria, y
su ascensión fue saludada con una salva de artillería. Así se inauguró la bandera argentina”.
Las expectativas de Belgrano respecto de la aprobación de la bandera no se cumplieron. El Triunvirato
consideró que la utilización de la nueva enseña era un paso excesivamente audaz.
Por eso, el 3 de marzo le envió al general una dura reprimenda, en la que le ordenaba ocultarla disimuladamente
y continuar enarbolando la que se usaba hasta entonces, es decir, la roja y amarilla de los españoles. Sin
embargo, cuando la comunicación llegó a Rosario, Belgrano ya había partido a Jujuy para hacerse cargo del
Ejército del Norte.
Cuando todavía se hallaba en Rosario, Belgrano fue designado jefe del Ejército Auxiliador del Alto Perú. El
1º de marzo de 1812 el general emprendió la marcha a Tucumán y, luego, a la Posta de Yatasto, en Salta. Allí,
Juan Martín de Pueyrredón le entregó el mando de los 1.500 hombres que integraban las fuerzas patriotas.
Rápidamente, el nuevo jefe puso manos a la obra para disciplinar, organizar e instruir a sus soldados. El 25 de
mayo de 1812, cuando el ejército se hallaba estacionado en Jujuy, Belgrano ordenó izar y bendecir la bandera
celeste y blanca.
Mientras tanto, un poderoso ejército español había entrado en la ciudad de Chuquisaca, en la actual Bolivia, y
comenzado a marchar hacia el sur. La situación se agravaba para los patriotas. Además del avance de los
realistas desde el norte, una parte de la población de la zona se mostraba hostil hacia la revolución. Esto era así
sobre todo entre algunos comerciantes, cuyas actividades se veían perjudicadas por la guerra.
Belgrano decidió entonces tomar una medida extrema y arriesgada: el ejército y los pobladores debían marchar
a Tucumán y dejar al enemigo solo tierra arrasada, sin recursos que le permitieran abastecerse. Este hecho
heroico fue conocido como el Éxodo Jujeño. Las órdenes del general fueron terminantes: cuando llegaran, los
españoles no debían hallar nada. Además, estableció que aquellos que se negaran a cumplir esas medidas serían
fusilados y sus propiedades, incendiadas.
Finalmente, el 23 de agosto se inició la retirada hacia el sur. Belgrano permaneció en la ciudad hasta la noche
para asegurarse de que nadie se quedara en ella. A pesar de las dificultades que entrañaba la marcha, el
repliegue se realizó en un tiempo muy corto: en solo cinco días lograron recorrer 250 kilómetros y, poco
después, llegar a Tucumán. Cuando los realistas entraron en Jujuy, hallaron una ciudad totalmente
abandonada y desierta.
Los realistas continuaban avanzando hacia el sur y se acercaban a Tucumán. Viendo el peligro que se
avecinaba, el Triunvirato le ordenó a Belgrano retirarse hacia Córdoba. Sin embargo, el general pensaba que
retroceder pondría en grave peligro a la revolución. Por eso, decidió desobedecer las órdenes recibidas, per-
manecer allí y hacer frente al enemigo.
El 24 de septiembre de 1812, el ejército español se hallaba formado en las afueras de la ciudad, listo para la
batalla. Tras un duro enfrentamiento, las fuerzas patriotas obtuvieron un resonante triunfo. Cuando la derrota
era un hecho, los realistas se retiraron hacia Salta.
Luego de la victoria, Belgrano dedicó sus esfuerzos a la reorganización de sus tropas con el objetivo de
perseguir a los realistas. Logró conformar un ejército de cerca de 3.000 hombres y, en enero de 1813,
emprendió la marcha hacia el territorio salteño. El 13 de febrero, a orillas del río Pasaje, Belgrano hizo formar a
las tropas para prestar juramento a la bandera.
Como por entonces el general se hallaba enfermo, ordenó preparar un carruaje para estar presente en la
batalla en el caso de que no pudiera montar su caballo. Sin embargo, su fuerza de voluntad le permitió superar
las debilidades, y durante la lucha se mantuvo al frente de sus hombres. El enfrentamiento se produjo el 20 de
febrero y culminó con una nueva victoria patriota. A
pesar de que combatió a los realistas sin tregua, cuando
la guerra se lo permitió, Belgrano siempre mostró una
actitud de humanidad y compasión hacia los vencidos.
Así lo hizo en Salta: a cambio de que los españoles
entregaran sus armas y juraran que no volverían a luchar
contra los ejércitos revolucionarios, el general permitió
que se retiraran al Alto Perú. A pesar de recibir muchas
críticas por esas concesiones, Belgrano no dudó en dejar
de lado las pasiones violentas y tratar a los enemigos
con justicia. También volvió a dar muestras de su
vocación de servicio por la patria. Para premiarlo por
sus victorias en Tucumán y Salta, la Asamblea Constituyente le
concedió la suma de 40.000 pesos. El general decidió donar el
dinero para la construcción de cuatro escuelas de primeras letras en
el Noroeste.
Luego de las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma, la revolución se hallaba nuevamente en peligro: los realistas
habían logrado establecer su dominio sobre el Alto Perú y amenazaban con una inva sión del noroeste. Belgrano
le solicitó al Triunvirato que lo relevara del mando del Ejército del Norte. En su reemplazo, fue designado el
general José de San Martín. Aunque no se conocían personalmente, ambos próceres habían entablado amistad
por correspondencia. Tras las batallas de Tucumán y Salta, San Martín le escribió a Belgrano desde Buenos
Aires para felicitarlo por las victorias.
El encuentro entre ambos líderes se produjo el 29 de enero de 1814, muy cerca de Yatasto. Luego de pasarle el
mando del ejército, Belgrano se puso a las órdenes de San Martín. Cuando fue llamado a Buenos Aires para
rendir cuentas por las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma, San Martín intentó convencer al Gobierno de que le
permitiera permanecer a su lado. Entre otras razones, el nuevo jefe afirmaba que desconocía el territorio donde
se hallaba y las costumbres de sus pobladores, algo absolutamente necesario para conducir la guerra con éxito, y
que Belgrano podría brindarle esa información.
A pesar de la insistencia de San Martín, Belgrano debió partir hacia Buenos Aires. Fue un viaje muy largo, que
debió realizar en muy mal estado de salud. Mientras se hallaba en una quinta en las afueras de Buenos Aires
tratando de recuperarse, el Director Supremo, Juan Martín de Pueyrredón, decidió que no había ninguna causa
para juzgar a Belgrano por su actuación en el Norte y resolvió absolverlo.
Aquejado por las enfermedades, Belgrano decidió entregar el mando del ejército y se estableció en
Tucumán. Mientras intentaba reponerse, estalló una rebelión contra el gobernador de la provincia. Un grupo
de rebeldes se presentó ante el general y lo tomó como prisionero. Sin embargo, las autoridades intentaron
remediar el agravio y ordenaron su inmediata libertad. En febrero de 1820, Belgrano emprendió el regreso
final a Buenos Aires. Durante el trayecto no recibió hospitalidad alguna de parte de los gobernadores de las
provincias que atravesaba. Cuando llegó a la ciudad, se
estableció en la casa paterna.
Pasó sus últimos días acompañado por sus hermanos y
algunos amigos, y asistido por su médico, a quien le obsequió el
único bien que le quedaba: un reloj de bolsillo de oro y esmalte
que le había regalado el rey Jorge III de Inglaterra.
Belgrano murió el 20 de junio de 1820, a los 50 años. Por
entonces, la provincia de Buenos Aires estaba asolada por la
anarquía y la guerra civil. Tanto era así que el día de su
fallecimiento tuvo tres gobernadores distintos. Su muerte pasó
inadvertida para casi todos los porteños; la noticia solo fue
informada cinco días más tarde por el periódico Despertador
Teofilantrópico. Durante su sepelio, realizado el 27 de junio, solo
concurrieron unas pocas personas. Recién un año después, en
1821, el Gobierno le rindió los homenajes tan merecidos.
Belgrano fue enterrado en el atrio del convento de Santo
Domingo. Su pobreza era tan extrema que para construir la
lápida de su tumba usaron el mármol de una cómoda de la
familia. Mucho después, en 1902, sus restos fueron colocados en el
monumento que se construyó en su homenaje, en el frente del
mismo convento.
BELGRANO Y EL ROL QUE LE DIÓ A LAS
MUJERES

El creador de la bandera tuvo una visión realmente igualitaria para la época. En la librada en la provincia
incorporó a 120 mujeres a las tropas. Además, unos días antes de que se declarara la independencia, llegó con
otra propuesta de gobierno que generó nuevos interrogantes, como también causó adhesiones y rechazos.
Belgrano tuvo una estrecha relación con Tucumán. Y en estas tierras, también aportó su visión sobre la
necesidad de lograr la igualdad en diversos aspectos en términos concretos. En ese sentido, supo pensar a la
mujer de una forma poco común a su época. De hecho, en la batalla que se libró en la provincia, 120 de ellas
estuvieron codo a codo en las tropas.

"En la Batalla de Tucumán tenía un escuadrón de mujeres que también pelearon".


Belgrano, en ese sentido, era de los pocos revolucionarios en correr a la mujer del rol que comúnmente se les
asignaba. El creador de la bandera tenía una marcada formación liberal que, a su vez, estaba influenciada por la
Revolución Francesa. "Él también creía que las mujeres tenían que tener un rol activo en educarse". Asimismo,
recordó que les dio un lugar destacado para "ir al combate y pelear por la Patria". "Confió en la capacidad de
mando", indicó en relación, por ejemplo, del caso de Maria Remedios del Valle, una mujer negra que formó
parte del Ejército del Norte, nombrada capitana y que llegó al rango de Sargento Mayor.

"Vale aclarar que no sólo la tenacidad


y la valentía en ellas marcaron la
diferencia. También fue frecuente que
mujeres de sectores acomodados
realizaran aportes económicos para la
causa; así como mujeres
afrodescendientes, mulatas, mestizas e
indígenas que constituían la mano de
obra esclava pusieran el cuerpo a la
causa revolucionaria. Sin embargo,
durante el periodo de guerras de
independencia, la situación de las
mujeres no fue una preocupación para
la elite dirigente. La excepción fue
Manuel Belgrano, quien se declaró en varias oportunidades a favor de la educación de las mujeres y logró, a su
vez, incorporar en su ejército a 120 mujeres, las cuales lucharon contra las fuerzas realistas en la Batalla de
Tucumán en 1812".
MANUEL BELGRANO
ECOLOGISTA
Manuel Belgrano, como Secretario del Consulado de Buenos Aires, se preocupa del fomento de los recursos
naturales. En sus escritos, expresa:
“Si nuestros antepasados hubieran pensado sensatamente en estas cuestiones otro sería el destino de la misma
España, y otras las posibilidades de nuestras provincias de América para ayudarle. No se crea que al hacer la
pintura de nuestro abandono, intentamos ofender a nuestro gobierno sabio, que desde los principios de la
conquista de estos países se ha esmerado constantemente en dirigirlos a su prosperidad, ni que tratemos de
manchar el honor de alguna corporación, ni de algún otro particular; las declamaciones son contra la general
propensión que existe para destruir y la ninguna idea para conservar, reedificar o aumentar lo que tan
prodigiosamente nos presenta el primer gran la naturaleza”.
Belgrano puede ser definido como el primer gran ecologista argentino pues, como hombre gran conocedor del
país, sostenía:
“Todo se ha dejado a la naturaleza; mas es, aun esta misma se ha tirado ha destruir, si cabe decirlo así por todas
partes que se recorra en sus tres reinos: animal, mineral y vegetal, sólo se ven las huellas de la desolación. Y lo
peor es que se continúa con el mismo, o tal vez mayor furor sin pensar y detenerse a reflexionar sobre las
execraciones que merecemos de la posteridad y que ésta llorará la poca atención que nos debe”.
Se experimentaba la destrucción de muchas especies y ello le hacía temer a Belgrano que pudieran llegar a
extinguirse. Al ver la destrucción de los montes y bosques, siendo utilizadas sus maderas y leñas para hacer
fuego, manifestaba:
“Perecieron los bosques como el inmenso mar respecto de la corta población que teníamos y aún tenemos, si se
atiende a los grandes territorios que poseemos, y sin atención a las consecuencias, no hay estación que sea
reservada para los cortes, éstos se ejecutan a capricho y hemos visto a los Montaraces dar por el pie a un árbol
frondoso, en lo más florido de la primavera, sólo para probar el filo de las hachas”.
Belgrano se preocupaba al observar la muerte indiscriminada de tantos árboles, dado los perjuicios que
produciría a las generaciones venideras el no poner remedio a la depredación. Insistía para que todos los
hombres públicos reglaran “esta materia por demás importante”.
Al referirse a los plantíos afirmaba que debían ser uno de los objetivos principales y protegerlos lo ponía en “el
rango de las virtudes –no teologales- pero sí del nivel de aquellas morales, que hacen a la vida de la sociedad y
con más particularidad a la de todas las provincias que conforman el Virreinato del Río de la Plata, cuyas
llanuras inmensas así lo exigen no menos que las necesidades de la Gran Capital”.
Belgrano afirmaba que “hacer plantíos es sembrar la abundancia en todas partes y dejar una herencia pingüe a la
posteridad”. Este importante objeto fue preocupación de los gobiernos desde la más remota antigüedad:
“Ha habido héroes en este género, como en el arte de la destrucción del género humano, y de las devastaciones
de los países, seguramente con el mejor título a tan digno nombre. De Cyro cuenta la historia que cubrió de
árboles toda el Asia Menor. Qué hermoso es adelantar de este modo la tierra. Llenarla de una variedad de
escenas tan magníficas como las que presentan los árboles majestuosos; es en algún modo acercarse a la
creación. Catón, en su libro sobre la Vida Rústica, dice que para determinarse a edificar se necesita mucho
tiempo, y comúnmente no se ejecuta; pero cuando se trata de plantar, es absurdo detenerse a deliberarlo, debe
plantarse sin dilación…”.
Toma como ejemplo a Virgilio, quien escribió un libro en donde recomendaba plantar tomillo, pinos y otros
árboles aptos para la producción de buena miel.
Juana Azurduy, teniente coronel de Belgrano
ascendida a general
Reivindicar a Juana Azurduy es hacer justicia con el papel de la mujer en los
primeros años de nuestra patria cuando muchas de ellas empuñaron el sable o la lanza para defender sus ideas,
desmintiendo el rol pasivo de donar alhajas o coser banderas que le adjudicó nuestra historiografía machista.
Nacida en 1781 cerca de Chuquisaca, Juana pronto quedaría huérfana de padre y madre. Su vecino de finca era
el joven Manuel Ascencio Padilla, y ambos,
enamorados, compartiendo sus ansias de justicia e
independencia contrajeron matrimonio, y en poco
tiempo más el hogar se completó con los hijos
Manuel, Mariano, Juliana y Mercedes. La vida
cambiaría definitivamente para los esposos el 25
de mayo de 1809, a raíz del levantamiento
revolucionario en el Alto Perú, que entonces
formaba parte de las Provincias Unidas del Río de
la Plata, cuando Juana y Manuel tomaron partido
por la causa de la libertad americana llevando
consigo a sus cuatro pequeños. Juana recorría las
comarcas vecinas reclutando mujeres y hombres
para la guerra de guerrillas y organizó el batallón "Leales", que integraban también amazonas, que comandó en
varias acciones contra la dominación española. Venció a los españoles en la batalla de "El Villar", siendo
premiada por el gobierno de Buenos Aires, por recomendación de Belgrano, con el grado de "Teniente
Coronela", único caso en nuestro ejército. Los realistas se propusieron terminar de una vez por todas con el
matrimonio patriota. Acosada por el fortalecido enemigo Juana se internó en el valle de Segura, ocultándose a
orillas de pantanos infestados de mosquitos. Allí sus cuatro hijos contrajeron la fiebre palúdica y todos
murieron. Pero la tragedia seguiría ensañándose con Juana: una emboscada se abatió sobre los patriotas
guerrilleros y la situación se tornó muy comprometida. Entonces Manuel Ascencio, quien ya había ganado
distancia en su escape, volvió grupas para defender a su amada. Fue entonces alcanzado por un trabucazo que lo
derribó en tierra. El cruel coronel Aguilera, también altoperuano aunque al servicio del rey, decapitó al
derribado Padilla. A partir de entonces Juana Azurduy, ahora viuda de Padilla, buscó protección en Martín
Miguel de Guemes pero tiempo después, como perseguida por un sino siniestro, también el jefe de los gauchos
de Salta se inmolaría en su lucha por la Independencia. Regresada a Chuquisaca, uno de sus pocos momentos de
felicidad fue cuando sorpresivamente Simón Bolívar, acompañado del mariscal Sucre, se presentó en su
humilde casa de adobe y paja para expresar su homenaje a tan gran luchadora, concediéndole una pensión
mensual de 60 pesos. Sin parientes ni amigos, a los 82 años, Juana murió en la más absoluta soledad y pobreza
porque la pensión acordada por Bolívar le fue pagada puntualmente apenas durante dos años. Murió, como no
podía ser de otra manera, un 25 de Mayo. Y esto, un postrer homenaje de la historia, también fue, una vez más,
motivo para el desaire de sus contemporáneos. Cuando alguien se dirigió a las autoridades chuquisaqueñas,
reclamando las honras fúnebres que le hubieran correspondido, el mayor de plaza, un tal Joaquín Taborga, le
respondió, en una involuntaria broma de pésimo gusto, que nada se haría pues estaban todos muy ocupados en
la conmemoración de la fecha patria.

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