Hij 17
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Todavía sostenía a Sami en el aire, su pequeño cuerpo estaba contra la pared, y aún
estaba penetrándola. Pero sentí como si me acabaran de tirar encima un balde de agua helada.
Valu estaba en el umbral de la puerta, y por enésima vez miró por encima de su hombro.
—Termínenla, que mamá está abajo —dijo.
Fue la propia Sami la que se liberó de la verga de la que hasta hacía unos segundos
estaba disfrutando, mientras yo miraba a su hermana, estupefacto, tratando de interpretar lo
que estaba sucediendo.
—Dale, Adri, tenés que irte —dijo Sami.
Sacudí la cabeza, para espabilarme. Mariel está en casa, me dije. ¡Pero si se suponía
que tenía que volver al día siguiente, por la tarde! Una vez más las cosas daban un giro de
ciento ochenta grados, y debía hacer un esfuerzo sobrehumano para acostumbrarme a ello, y
no enloquecer en el proceso. Me vestí rápidamente. Mariel estaba en casa, me repetí una y
otra vez. Mierda. Necesitaba más tiempo para procesar toda la información, pero no lo tenía.
Tendría que ir a recibirla.
Fui al baño a lavarme las manos, la cara, y los genitales. Creo que no hubo día en toda
mi vida en la que me aseé tantas veces como ese domingo. No quería tener ningún olor
sospechoso encima, pero la paranoia no se me iba a ir así como así. Valu, una vez que se
aseguró de que yo me disponía a salir del cuarto de Sami, salió corriendo para su dormitorio.
Ahora lo entendía. El ladrido alegre de Rita, el sonido de la puerta cerrarse, el
murmullo de voces. De seguro Agostina estaba haciendo tiempo, y hablaba fuerte con su
madre a propósito para que llegáramos a escucharla desde arriba y nos percatáramos de los
que estaba sucediendo. Se suponía que ella no sabía lo que estaba haciendo con Sami, pero
quizás lo sospechaba. Suspiré hondo, y bajé las escaleras.
—¿Vos también te quedaste sin batería en el celular? —Fue lo primero que me dijo mi
mujer—. Desde ayer que intento comunicarme con ustedes. Conseguí un vuelo y vine todo lo
rápido que pude. No saben lo preocupada que estaba —agregó, visiblemente enfadada.
Después lanzó una mirada panorámica hacia el cielorraso—. Y por lo visto ahora que ya
regresó la luz no se te ocurrió enchufar el celular.
—Es que, como te dije, volvió hace apenas unos minutos —intervino Agos, apresurada.
Así que ya se lo había dicho, pensé para mí. Entonces Mariel me lo estaba preguntando
solo para saber si iba a mentirle, o si Agos le había mentido. Era increíble lo poco que conocía a
esa mujer con la que convivía desde hacía ya largos meses. Siempre se había mostrado
despreocupada y muy confiada en todo lo relacionado a mi persona, pero ahora entendía que
esa actitud era una máscara, pues tenía a sus hijas de espías, y además, las tres estaban
preparadas para atacar cuando ella se los ordenase. Había tenido muchísima suerte al
aparecer en sus vidas en el momento en que ellas decidieron rebelarse.
—¿Por qué tiraron tanto desodorante de ambiente? —preguntó de repente, y luego
largó un estornudo.
—No sé, creo que fue Valu. Se le pasó la mano, ¿no? —respondió Agos.
Era cierto, se sentía un fuerte olor a lavanda, y yo ya tenía los ojos irritados. Alguna de
las chicas había tenido la inteligencia suficiente como para cubrir los olores que podrían haber
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quedado en el aire después de la orgía que habíamos tenido ahí mismo. Observé la sala de
estar, con disimulo. Por lo visto no había ningún rastro que delatara lo que habíamos hecho,
aunque el sofá grande parecía estar más hundido de lo que debería. Rogué que solo fuera mi
imaginación.
—Te ayudo con la valija —fue lo único que alcancé a decir.
Llevé la valija a nuestra habitación. Mientras tanto, Mariel me hablaba, aunque apenas
la escuchaba, pues estaba ensimismado en pensamientos que no me llevaban a ningún lado.
—Sí, estuvo terrible —fue lo único que atiné a decir, cuando dijo que el avión no había
despegado hasta que estuvieron seguros de que la terrible tormenta que había azotado a
Buenos Aires había terminado.
Ya era de tarde, y faltaba poco para que cayera la noche, pero aun así había contado
con ese tiempo, así como con toda la mañana del lunes, para estar con las chicas, y definir lo
que finalmente íbamos a hacer. Y para colmo Mariel no me dejó solo en ningún momento.
Estaba muy parlanchina. En cualquier otro momento hubiera deducido que se debía a que
recién volvía de un viaje importante y tenía ganas de compartir su experiencia conmigo. Pero
dadas las circunstancias, creía que en realidad era debido a que me había sido infiel. Las
mujeres infieles tendían a mostrarse muy habladoras, de repente. Era como si pretendieran
simular normalidad, dando conversación, pero la exageración con la que lo hacían terminaba
por delatarlas. Eso había aprendido a base de pura observación, sobre todo en mi trabajo
como vigilador nocturno en edificios de propiedades. Pero nunca había imaginado ver esa
actitud en mi propia pareja. Me sentía realmente patético.
Aproveché para dejar el dichoso celular cargando en la pieza. Ahora ya no había
motivos para temer hacerlo. Cenamos los cinco juntos. Fue la cena más tensa que recuerdo
haber tenido en mi vida. El fantasma de la infidelidad y del sexo sobrevolaban sobre nosotros.
Por suerte Agostina y Valu hablaban cada vez que había un silencio peligrosamente largo. Sami
intentaba mostrar normalidad, pero al esforzarse por lograrlo, terminaba generando el efecto
opuesto. Por lo visto había heredado eso de su madre. Se la veía muy nerviosa. Me pregunté
en todo momento si alguna de las chicas se decidiría a lanzar algún comentario con la
intención de desenmascarar a su madre de una vez por todas. Notaba en Valu una hostilidad
contenida, por lo que ponía todas las fichas en que ella iba a ser la que iba a lanzar la primera
piedra. Pero a pesar de todo, hablaba con Mariel de manera cordial, dentro de todo. Por mi
parte no estuve ni mal ni bien. Creo que también se me notaba distinto. Además, tomé más de
la cuenta. Pero no dije nada fuera de lugar. No aún.
A pesar de que estaba involucrado en ese quilombo familiar hasta el tope, entendía
que entre ellas había rencores que se remontaban a muchos años atrás. Suponía que había
muchas cosas que las chicas no me habían contado. La mayoría de ellas serían de cuando ya
eran adolescentes, pero no me extrañaría saber que en sus infancias habían sufrido del mismo
tipo de influencia enfermiza.
—Bueno, ¿Vamos a la cama? —dijo Mariel—. Ya estoy cansada.
—Dale, me tomo un té y voy —le dije.
No pude evitar que mis palabras sonaran tajantes. Normalmente le hubiera dicho, “Me
hago un té y voy, ¿te parece?”. Pero ahora le había perdido el respeto a tal punto, que no me
iba a molestar en esperar su aprobación. Sin embargo, ella no pareció acusar recibo de mi
sequedad. Es más, acercó sus labios gruesos a mi oído, y me susurró:
—No tardes, te voy a estar esperando.
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Tragué saliva. Era una clara invitación sexual. La vi irse a nuestra habitación. Realmente
era una mujer impresionantemente bella. Haberme acostado con tres adolescentes podía
haberme vuelto más exquisito que antes, pero Mariel seguía siendo el estereotipo de una
MILF. Su culo se mantenía firme a sus cuarenta años. Sus tetas eran casi tan grandes como las
de Valu. Y cada paso que daba derrochaba sensualidad, cosa que por lo visto estaba en sus
genes, porque con las chicas pasaba lo mismo. Y en la cama era toda una puta.
Suspiré hondo. El hecho de que Mariel no estuviera a la vista por un rato me generaba
un inusual alivio.
—¿Qué piensan hacer? —pregunté—. Yo estoy harto. Todo esto me estresa mucho.
Creo que mientras antes le diga que sé que me fue infiel, va a ser mejor. Que vuele todo por el
aire y listo. No soporto más esto.
Las chicas se miraron entre ellas, alarmadas.
—Todavía no lo pensamos bien —dijo Agos.
—¡¿Qué no lo pensaron bien?! ¡Pero si tienen planeado esto desde hace mucho
tiempo! —dije, indignado.
—Es que en lo que teníamos planeado no estabas incluido como un aliado, sino como
una pieza, ¿entendés, genio? —dijo la zorra de Valentina.
—Bueno, no nos peleemos ahora —dijo Sami, conciliadora, como siempre—. La verdad
es que ninguno sabía que mami iba a venir tan pronto. Además, todo lo que pasó en las
últimas horas nos impidió crear un plan entre todos —agregó después.
—Hagamos una cosa —dijo Agos—. Nosotras nos quedamos hablando sobre eso. Pero
vos andate con mamá. Si te quedás más tiempo acá, va a sospechar.
—Nosotras te avisamos por mensaje —dijo Valu—. Asegurate de que no vea lo que te
escribimos.
—Esto es una locura —murmuré, sacudiendo la cabeza.
Fui con Mariel. Estaba con un sensual camisón de seda esperándome en la habitación,
recostada en una pose sexy. La verdad era que el polvo interrumpido con Sami podría
haberme dado el impulso necesario para que se me empinara una vez más en ese día. Pero ya
no tenía ningún poco de ganas de coger, y esta vez no era una cuestión meramente física.
Desde que mi esposa llegó a casa la libido se había esfumado. Y aunque en ese momento,
desparramada sobre la cama, era el sueño erótico de cualquier hombre, no había manera de
que esa noche le echara un polvo.
—Disculpá, pero no tengo ganas —dije, con sinceridad.
Primero, me miró sorprendida. La verdad es que desde que estaba con ella no hubo
noche en la que le negué mi verga, por lo que mi respuesta no podía más que descolocarla.
Pero inmediatamente, ese gesto de sorpresa fue reemplazado, al menos por un instante, por
unos ceños fruncidos que evidenciaban su fastidio, para finalmente mostrarme una sonrisa
comprensiva, a todas luces falsa.
—Ah, bueno —dijo, metiéndose en la cama.
¿Cuántas veces había fingido de esa manera, y no me había dado cuenta?, me
pregunté, indignado. Había estado viviendo una mentira desde que la conocí.
—¿Y las chicas cómo se portaron? —preguntó Mariel.
¿Cómo se portaron? Me pregunté yo mismo, rememorando todas las locuras ocurridas
ese fin de semana. Desde la mamada de Sami, por la madrugada, cuando ni siquiera sabía que
se trataba de ella, hasta la orgía en la que habíamos participado todos. Y no nos olvidemos de
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cuando Valu se cogió a su propia hermana con la mano, y mucho menos la intención de
venganza de todos los habitantes de esa casa en contra de la matriarca.
—Bien. Ya están grandes. No necesitan un niñero. Solo me quedé acá para asegurarme
de que no se mataran entre ellas, y por suerte no lo hicieron —respondí.
No quería darle más información que esa. Si hablaba de más, y después alguna de las
chicas daba una versión opuesta de las cosas, quedaría expuesto. Aunque, a decir verdad, cada
vez me importaba menos que ella se enterara de lo sucedido. Quizás fui muy evidente en
relación a esto, porque Mariel, justo cuando se disponía a apagar la lámpara de la mesita de
luz, me preguntó:
—¿Se puede saber qué te pasa?
Respiré hondo. Había llegado el momento. Ya me había tardado mucho, y encima le
iba a dar el gusto de hacerlo cuando ella me lo preguntaba. Pero mejor tarde que nunca. Sentí
que estaba a punto de explotar.
—Me cagaste —largué—. En el viaje, te cogiste a otro tipo.
—¡¿Qué?! —dijo ella, mirándome, anonadada. Si estaba fingiendo el asombro, esta vez
lo hacía muy bien—. ¿De qué carajos estás hablando? —dijo después, ahora con una nota de
indignación en su voz.
Ah no. No se la pienso dejar pasar, me dije a mí mismo. Recordé aquellos mensajes.
Esos que me habían mandado desde un celular desconocido. El contacto estaba registrado
como APAIB. Y aquel tipo le preguntaba si acaso se había arrepentido por lo que había
sucedido. Ella le contestaba que no, que no lo estaba, y luego le recordaba que estaba casada.
No había muchas interpretaciones posibles para el significado que se le pudiera dar a esos
mensajes. Sería un ciego si no lo entendiera. Y ella no se arrepentía… Pero no era una simple
infidelidad. Había metido a sus hijas en el medio. Sus pobres hijas, enfermas por las ideas
perversas de su madre, enredadas en ese juego del cual la infidelidad apenas era la punta del
iceberg.
—¿Cómo se llama ese que te manda mensajes incluso cuando estás conmigo? —dije,
tratando de contener la ira—. ¿APAIB?
Mariel abrió bien grande los ojos. Y luego soltó una carcajada.
—¿Vos estás loco? —dijo—. APAIB no es el nombre de una persona. Es el nombre de
una ONG que tiene un departamento que se encarga de hacer concursos literarios y ese tipo
de cosas. Me parece que estuviste tomando de más. Mejor hablemos mañana, más tranquilos.
Apagó la luz, como dando por terminada la conversación. Pero que se vaya a la mierda,
pensé para mí. No se iba a librar de mí tan fácilmente. Yo tenía un haz bajo la manga. Tenía
una foto con esos mensajes tan comprometedores. ¿Que APAIB no era el nombre de una
persona? Claro que lo sabía. No era tan estúpido. Esa era la sigla con la que camuflaba a su
amante. En la foto salía el teléfono de Mariel. No podía ser tan caradura de negarme la verdad
aún con semejante prueba en su contra. Si me preguntaba de dónde había sacado esa foto, le
diría que la había hecho yo, y punto. Ese sería el final del tiránico reinado de Mariel en ese
hogar.
Ya tenía el celular con bastante carga, así que lo encendí. Tenía notificaciones de
llamadas y mensajes de Mariel, pero nada más. Abrí Whatsapp, ansioso. Me moría de ganas de
ver su cara de derrota cuando le mostrara la verdad irrefutable. Y luego le diría que sabía
perfectamente que esas tres adolescentes habían sufrido tanto bajo su yugo. No pude evitar
fantasear con que echábamos a Mariel, y yo me quedaba con las chicas. Ya habían demostrado
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que no tenían problemas con que me acostara con todas ellas. Incluso Sami, que me había
dicho que me amaba, no se había mostrado resentida cuando estuve con sus hermanas en sus
propias narices.
Pero, ¡Un momento! El mensaje debería estar entre los primeros chats. Es más, solo el
chat de Mariel debería estar encima de él. ¡Pero no estaba! No estaba el mensaje que me
había enviado Valentina desde un número desconocido, con las fotos que demostraban la
infidelidad de mi mujer. ¡¿Qué mierda estaba pasando!?
Mariel. Tenía que ser ella. Había ido a la habitación antes que yo, y había visto el
mensaje, para luego borrarlo por completo. Pero, ¿cómo lo supo? Supuse que había
sospechado algo durante la cena. Mierda.
—Ey, no seas tonto —me dijo ella, abrazándome por detrás—. No sabía que eras tan
inseguro. No estuve con nadie más, te lo juro —agregó después—. Ya estamos grandes para
esas cosas, ¿no? Si algo no funciona, no funciona, y listo. Y hasta hoy siempre tuve la sensación
de que esto estaba funcionando. Ya tuve muchas relaciones tóxicas, creeme. Nunca terminaría
con vos de esa forma. Y estoy muy contenta de que estés conmigo.
Sonaba realmente convincente, y eso me enfurecía más. Estuve a punto de apartarle el
brazo con el que me abrazaba con brusquedad, para gritarle e insultarla. Pero de repente me
iluminé. En ese día había pasado pocas veces, y cuando me había sucedido no terminé de usar
ese conocimiento repentino a mi favor, pero esta vez debía pensar mil veces antes de actuar.
Me pregunté si Mariel realmente había podido eliminar el mensaje. El tiempo que
había tenido en el dormitorio le hubiese alcanzado de sobra para hacerlo, eso era innegable.
Salvo por el hecho de que mi celular tenía un código de desbloqueo. Mariel nunca se había
mostrado intrigada por ese hecho, y jamás la pesqué viéndome de reojo mientras colocaba la
clave. Claro que podía haberlo hecho justo en un momento en el que no le prestaba atención.
Pero sin embargo había otra cosa que no podía omitir. Había alguien a la que sí había visto más
de una vez observándome mientras utilizaba el celular. De hecho, hubo una ocasión en la que
me había hecho una broma al respecto. ¿Qué había dicho? Que parecía un espía ahora que
andaba poniendo clave de seguridad al celular. No recordaba sus palabras exactas, pero
habían sido algo por el estilo.
Valu. Pendeja de mierda.
Hice memoria. Durante la cena había sido la última en sentarse a la mesa. Pero si lo
había hecho ella, ¿con qué intención lo hacía? Para jugar con mi cabeza, me respondí
inmediatamente. Después de todo, era lo que estaban haciendo las tres desde que quedamos
solos en casa.
Y aun así, cabía la posibilidad de que estuviera equivocado. Mariel tenía razón en algo:
ahora que estaba bajo los efectos del alcohol, no podía confiar del todo en mi cabeza. De
hecho ya estaba dudando de esa misma idea que hasta hacía unos segundos me parecía muy
acertada.
De repente sentí que la mano de mi mujer bajaba lentamente, para luego meterse
adentro de mi calzoncillo, y empezar a masajear mi verga.
—No, ahora no —dije, aunque a decir verdad, si seguía haciéndolo, no iba a pasar
mucho tiempo hasta que mi amigo se despertara una vez más—. Mañana hablamos —
agregué.
Mariel suspiró, y retiró la mano, derrotada.
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—Adri, pará, por favor, pará —me decía Agos, pero entre palabra y palabra no podía
evitar largar los gemidos que reflejaban el disfrute que estaba sintiendo.
Y entonces sucedió lo previsible. Mariel abrió la puerta. Yo no la vi, porque estaba boca
abajo penetrando a su hija. Pero sí vi la cara de horror de Agos, cuando la vio entrar. Alcanzó a
pedirme una vez más que parara, pero yo seguí y seguí hasta que acabé, adentro de mi
hijastra.
Ahí fue cuando giré. Esperaba un ataque de furia. Insultos, golpes, locura. Incluso
muerte. Pero Mariel estaba estática, parada en el umbral de la puerta, viendo la escena que se
desarrollaba ante sus ojos. Estaba terriblemente pálida, como si estuviera viendo un fantasma.
Y entonces se desmayó.
Continuará