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Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

(1) La Familia, el Papa explica el Sínodo Plaza de San Pedro miércoles 10 de


diciembre de 2014

Hemos terminado el ciclo de catequesis sobre la Iglesia. Damos gracias al


Señor que nos ha hecho recorrer ese camino descubriendo la belleza y la
responsabilidad de pertenecer a la Iglesia, de ser Iglesia todos nosotros. Ahora
empezamos una nueva etapa, un nuevo ciclo, cuyo tema será la familia; un
tema que se inserta en este tiempo intermedio entre dos Asambleas sinodales
dedicadas a esa realidad tan importante. Por eso, antes de entrar en el recorrido
de los diversos aspectos de la vida familiar, hoy deseo retomar precisamente la
Asamblea sinodal del pasado mes de octubre, que tenía por tema: Los desafíos
pastorales de la familia en el contexto de la nueva evangelización. Es importante
recordar cómo se desarrolló y qué produjo, cómo fue y qué salió de allí.

Durante el Sínodo los medios han hecho su trabajo −había mucha expectación,
mucha atención−, y se lo agradecemos porque lo han hecho con abundancia.
¡Muchas noticias, tantas! Esto fue posible gracias a la Sala de Prensa, que cada
día daba un resumen. Pero la visión de los medios se parecía un poco a las
crónicas deportivas o políticas: se hablaba mucho de dos equipos −a favor y en
contra; conservadores y progresistas−. Hoy quisiera contar lo que fue el Sínodo.

Ante todo, yo mismo pedí a los Padres sinodales que hablaran con franqueza y
valor, que escuchasen con humildad y que dijeran con valentía todo lo que tenían
en el corazón. En el Sínodo no hubo censura previa, sino que cada uno podía
−es más, debía— decir lo que tenía en el corazón, lo que pensaba sinceramente.
Pero, eso provocará discusión. Es verdad, ya sabemos cómo discutían los
Apóstoles. Dice el texto: surgió una fuerte discusión. Los Apóstoles se gritaban
entre sí, porque buscaban la voluntad de Dios sobre los paganos: si podían o no
entrar en la Iglesia. Era algo nuevo. Siempre, cuando se busca la voluntad de
Dios, en una asamblea sinodal, hay diversos puntos de vista y surge la discusión,
¡y eso no es nada malo!, siempre que se haga con humildad y con ánimo de
servicio a la asamblea de los hermanos. Sería mala la censura previa. No, no:
cada uno tenía que decir lo que pensaba. Después de la Relación inicial del
Cardenal Erdő, hubo un primer momento, fundamental, en el que todos los
Padres pudieron hablar, y todos escucharon. ¡Fue edificante la actitud de
escucha que tenían los Padres! Un momento de gran libertad, en el que cada
uno expuso su pensamiento con parresia y confianza. La base de las
intervenciones era el Instrumento de trabajo, fruto de la consulta previa a toda la
Iglesia. Y aquí tenemos que dar gracias a la Secretaría del Sínodo por el gran
trabajo que hizo antes y durante la Asamblea. ¡De verdad que ha sido muy
buenos!

Ninguna intervención puso en discusión las verdades fundamentales del


Sacramento del Matrimonio, es decir: la indisolubilidad, la unidad, la
fidelidad y la apertura a la vida (cfr. Gaudium et spes, 48; Código de Derecho
Canónico, 1055-1056). Eso no se ha tocado.
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

Todas esas intervenciones se recogieron, y así llegamos al segundo momento,


o sea un borrador llamado Relación tras la discusión. También la hizo el Cardenal
Erdő, dividida en tres puntos: la escucha del contexto y de los desafíos de la
familia; la mirada fija en Cristo y en el Evangelio de la familia; el diálogo con las
perspectivas pastorales.

Sobre esa primera propuesta de síntesis se realizó la discusión en grupos


(Círculos Menores), que fue el tercer momento. Los grupos, como siempre, se
dividían por lenguas, porque es mejor así y se comunica mejor: italiano, inglés,
español y francés. Al final de su trabajo, cada grupo presentó una relación, y
todas esas relaciones de los grupos se publicaron. Todo se entregó, con
trasparencia, para que se supiese lo que pasaba.

En ese punto −es el cuarto momento−, una comisión examinó todas las
sugerencias de los grupos lingüísticos e hizo la Relación final, que mantuvo el
esquema precedente −escucha de la realidad, mirada al Evangelio y
compromiso pastoral−, pero procurando incluir el fruto de las discusiones de los
grupos. Como siempre, se aprobó también un Mensaje final del Sínodo, más
breve y divulgativo respecto a la Relación.

Ese fue el desarrollo de la Asamblea sinodal. Alguno podría preguntarme: ¿Se


han peleado los Padres? Pues no sé si se han peleado, pero que han hablado
fuerte, sí, de verdad. Y esa es la libertad, precisamente la libertad que hay en la
Iglesia. Todo ha sucedido cum Petro et sub Petro, es decir, con la presencia del
Papa, que es garantía para todos de libertad y confianza, y garantía de la
ortodoxia. Y al final, con una intervención mía, hice una lectura sintética de la
experiencia sinodal.

Así pues, los documentos oficiales salidos del Sínodo son tres: el Mensaje final,
la Relación final y el discurso final del Papa. No hay otros.

La Relación final, que fue el punto de llegada de toda la reflexión de las diócesis
hasta ese momento, se publicó ayer y se envió a las Conferencias Episcopales,
que la estudiarán cara a la próxima Asamblea, la Ordinaria, de octubre de 2015.
Digo que ayer se publicó −aunque ya se había publicado−, pero ayer se publicó
con las preguntas dirigidas a las Conferencias Episcopales, que son los
Lineamenta del próximo Sínodo.

Debemos saber que el Sínodo no es un parlamento −viene el representante de


esta Iglesia, de aquella Iglesia, de la otra−. No, no es eso. Viene el representante,
sí, pero la estructura no es parlamentaria, es totalmente distinta. El Sínodo es un
espacio protegido para que el Espíritu Santo pueda actuar. No hubo
enfrentamiento entre facciones −como en un parlamento, donde es lícito−, sino
un diálogo entre Obispos, al que se llegó tras un largo trabajo de preparación,
que ahora seguirá con otro trabajo, para el bien de las familias, de la Iglesia y de
la sociedad. Es un proceso, es el normal camino sinodal. Ahora esa Relatio
vuelve a las Iglesias particulares y allí continúa el trabajo de oración, reflexión y
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

discusión fraterna para preparar la próxima Asamblea. Eso es el Sínodo de


Obispos.

Lo confiamos a la protección de la Virgen nuestra Madre. Que Ella nos ayude a


seguir la voluntad de Dios tomando las decisiones pastorales que ayuden más y
mejor a la familia. Os pido que acompañéis este proceso sinodal hasta el próximo
Sínodo con la oración. Que el Señor nos ilumine, nos haga llegar a la madurez
de lo que, como Sínodo, debemos decir a todas las Iglesias. ¡Y para eso es
importante vuestra oración!
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

(2) El Papa habla de la importancia de la familia Plaza de San Pedro miércoles 17 de


diciembre de 2014

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Sínodo de los Obispos sobre la Familia, apenas celebrado, ha sido la primera


etapa de un camino, que se concluirá el próximo octubre con la celebración de
otra Asamblea sobre el tema Vocación y misión de la familia en la Iglesia y en el
mundo. La oración y la reflexión que deben acompañar este camino involucran
a todo el Pueblo de Dios. Quisiera que también las meditaciones habituales de
las audiencias del miércoles se inserten en este camino común.

Por esto, he decidido reflexionar con ustedes, en este año, precisamente sobre
la familia, sobre este gran don que el Señor hizo al mundo desde el principio,
cuando confirió a Adán y Eva la misión de multiplicarse y de llenar la tierra (cfr
Gen 1,28). Aquel don que Jesús ha confirmado y sellado en su Evangelio.

Y la cercanía de la Navidad enciende sobre este misterio una gran luz. La


encarnación de Hijo de Dios abre un nuevo inicio en la historia universal del
hombre y de la mujer. Y este nuevo inicio acaece en el seno de una familia, en
Nazaret. Jesús nació en una familia. Él podía venir especularmente, o como un
guerrero, un emperador… No, no. Viene como un hijo de familia, en una familia.
Esto es importante: mirar en el pesebre esta escena tan bella.

Dios ha elegido nacer en una familia humana, que ha formado Él mismo. La ha


formado en un apartado pueblo de la periferia del Imperio Romano. No en Roma,
que es la ciudad capital del Imperio, no en una gran ciudad, sino en una periferia
casi invisible, o mejor dicho, más bien de mala fama. Lo recuerdan también los
Evangelios, casi como un modo de decir: “De Nazaret, ¿puede salir alguna vez
algo bueno?” (Jn 1,46). Quizás, en muchas partes del mundo, nosotros mismos
hablamos todavía así, cuando escuchamos el nombre de algún lugar periférico
de una grande ciudad. Pues bien, precisamente de allí, de aquella periferia del
gran Imperio, ¡inició la historia más santa y más buena, aquella de Jesús entre
los hombres! Y allí estaba esta familia.

Jesús permaneció en esa periferia por más de treinta años. El evangelista Lucas
resume este periodo así: “…vivía sujeto a ellos", es decir a María y José. Pero
uno dice: ¿pero este Dios que viene a salvarnos ha perdido treinta años allí, en
aquella periferia de mala fama? ¡Ha perdido treinta años! Y Él ha querido esto.
El camino de Jesús estaba en esa familia. "La madre conservaba todas estas
cosas en su corazón. Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia,
delante de Dios y de los hombres”. (2, 51-52).

No se habla de milagros o curaciones, de predicaciones −no hizo ninguna en


aquel tiempo− no se habla de predicaciones, de muchedumbres que se
aglomeran; en Nazaret todo parece suceder “normalmente”, según las
costumbres de una pía y trabajadora familia israelí: se trabajaba, la mamá
cocinaba, hacía todas las cosas de la casa, planchaba las camisas… todas
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

cosas de mamá. El papá, carpintero, trabajaba, enseñaba al hijo a trabajar.


Treinta años: “¡pero que desperdicio padre!” Pero, nunca se sabe. Los caminos
de Dios son misteriosos. ¡Pero aquello era importante, allí estaba la familia! ¡Y
eso no era un desperdicio, eh! Eran grandes santos: María, la mujer más santa,
inmaculada, y José, el hombre más justo. La familia.

Ciertamente estaríamos enternecidos por el relato de cómo Jesús adolescente


afrontaba los encuentros de la comunidad religiosa y los deberes de la vida
social; en el conocer cómo, cuando era un joven obrero, trabajaba con José; y
luego su modo de participar en la escucha de las Escrituras, en la oración de los
salmos y en tantas otras costumbres de la vida cotidiana. Los Evangelios, en su
sobriedad, no refieren nada acerca de la adolescencia de Jesús y dejan esta
tarea a nuestra afectuosa meditación. El arte, la literatura, la música han
recorrida esta vía de la imaginación.

Ciertamente, ¡no es difícil imaginar cuánto las mamás podrías aprender de los
cuidados de María por el hijo! ¡Y cuánto los papás podrían ganar del ejemplo de
José, hombre justo, que dedicó su vida a sostener y a defender el niño y la
esposa −su familia− en los momentos difíciles! ¡Y no digamos cuánto los jóvenes
podrían ser alentados por Jesús adolescente a comprender la necesidad y la
belleza de cultivar su vocación más profunda y de soñar a la grande! Y Jesús ha
cultivado en aquellos treinta años su vocación por la cual el Padre lo ha enviado,
¿no? El Padre Dios. Jesús jamás en aquel tiempo se desalentó, sino que creció
en coraje para seguir adelante con su misión.

Cada familia cristiana −como hicieron María y José− puede en primer lugar
acoger a Jesús, escucharlo, hablar con Él, custodiarlo, protegerlo, crecer con Él;
y así mejorar el mundo. Hagamos espacio en nuestro corazón y en nuestras
jornadas al Señor. Así hicieron también María y José, y no fue fácil: ¡cuántas
dificultades tuvieron que superar! No era una familia fingida, no era una familia
irreal.

La familia de Nazaret nos compromete a redescubrir la vocación y la misión de


la familia, da toda familia. Y como sucede en aquellos treinta años en Nazaret,
así puede suceder también para nosotros: hacer que se transforme en normal el
amor y no el odio, hacer que se transforme común la mutua ayuda, no la
indiferencia o la enemistad. Entonces, no es casualidad, que Nazaret signifique
“Aquella que custodia”, como María, que −dice el Evangelio “… conservaba estas
cosas y las meditaba en su corazón.” (cfr Lc 2, 19-51)).

Desde entonces, cada vez que hay una familia que custodia este misterio,
aunque esté en la periferia del mundo, el misterio del Hijo de Dios, el misterio de
Jesús que viene a salvarnos, está obrando. Y viene para salvar al mundo. Y ésta
es la grande misión de la familia: hacer lugar a Jesús que viene, recibir a Jesús
en la familia, en la persona de los hijos, del marido, de la esposa, de los abuelos,
porque Jesús está allí. Recibirlo allí, para que crezca espiritualmente en esa
familia. Que el Señor nos de esta gracia en estos últimos días antes de Navidad.
Gracias.
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

(3) Las madres son el antídoto más fuerte ante la difusión del individualismo egoísta
Aula Pablo VI miércoles 7 de enero de 2015

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy continuamos con las catequesis sobre la Iglesia y haremos una reflexión
sobre la Iglesia madre. La Iglesia es madre. Nuestra santa madre Iglesia.

En estos días la liturgia de la Iglesia puso ante nuestros ojos el icono de la Virgen
María Madre de Dios. El primer día del año es la fiesta de la Madre de Dios, a la
que sigue la Epifanía, con el recuerdo de la visita de los Magos. Escribe el
evangelista Mateo: «Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y
cayendo de rodillas lo adoraron» (Mt 2, 11). Es la Madre que, tras haberlo
engendrado, presenta el Hijo al mundo. Ella nos da a Jesús, ella nos muestra a
Jesús, ella nos hace ver a Jesús.

Continuamos con las catequesis sobre la familia y en la familia está la madre.


Toda persona humana debe la vida a una madre, y casi siempre le debe a ella
mucho de la propia existencia sucesiva, de la formación humana y espiritual. La
madre, sin embargo, incluso siendo muy exaltada desde punto de vista simbólico
—muchas poesías, muchas cosas hermosas se dicen poéticamente de la madre—
, se la escucha poco y se le ayuda poco en la vida cotidiana, y es poco considerada
en su papel central en la sociedad. Es más, a menudo se aprovecha de la
disponibilidad de las madres a sacrificarse por los hijos para «ahorrar» en los
gastos sociales.

Sucede que incluso en la comunidad cristiana a la madre no siempre se la tiene


justamente en cuenta, se le escucha poco. Sin embargo, en el centro de la vida
de la Iglesia está la Madre de Jesús. Tal vez las madres, dispuestas a muchos
sacrificios por los propios hijos, y no pocas veces también por los de los demás,
deberían ser más escuchadas. Habría que comprender más su lucha cotidiana
por ser eficientes en el trabajo y atentas y afectuosas en la familia; habría que
comprender mejor a qué aspiran ellas para expresar los mejores y auténticos
frutos de su emancipación. Una madre con los hijos tiene siempre problemas,
siempre trabajo. Recuerdo que en casa, éramos cinco hijos y mientras uno hacía
una travesura, el otro pensaba en hacer otra, y la pobre mamá iba de una parte
a la otra, pero era feliz. Nos dio mucho.

Las madres son el antídoto más fuerte ante la difusión del individualismo egoísta.
«Individuo» quiere decir «que no se puede dividir». Las madres, en cambio, se
«dividen» a partir del momento en el que acogen a un hijo para darlo al mundo
y criarlo. Son ellas, las madres, quienes más odian la guerra, que mata a sus
hijos. Muchas veces he pensado en esas madres al recibir la carta: «Le comunico
que su hijo ha caído en defensa de la patria...». ¡Pobres mujeres! ¡Cómo sufre
una madre! Son ellas quienes testimonian la belleza de la vida. El arzobispo Oscar
Arnulfo Romero decía que las madres viven un «martirio materno». En la homilía
para el funeral de un sacerdote asesinado por los escuadrones de la muerte, él
dijo, evocando el Concilio Vaticano ii: «Todos debemos estar dispuestos a morir
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

por nuestra fe, incluso si el Señor no nos concede este honor... Dar la vida no
significa sólo ser asesinados; dar la vida, tener espíritu de martirio, es entregarla
en el deber, en el silencio, en la oración, en el cumplimiento honesto del deber;
en ese silencio de la vida cotidiana; dar la vida poco a poco. Sí, como la entrega
una madre, que sin temor, con la sencillez del martirio materno, concibe en su
seno a un hijo, lo da a luz, lo amamanta, lo cría y cuida con afecto. Es dar la
vida. Es martirio». Hasta aquí la citación. Sí, ser madre no significa sólo traer un
hijo al mundo, sino que es también una opción de vida. ¿Qué elige una madre?
¿Cuál es la opción de vida de una madre? La opción de vida de una madre es la
opción de dar la vida. Y esto es grande, esto es hermoso.

Una sociedad sin madres sería una sociedad inhumana, porque las madres saben
testimoniar siempre, incluso en los peores momentos, la ternura, la entrega, la
fuerza moral. Las madres transmiten a menudo también el sentido más profundo
de la práctica religiosa: en las primeras oraciones, en los primeros gestos de
devoción que aprende un niño, está inscrito el valor de la fe en la vida de un ser
humano. Es un mensaje que las madres creyentes saben transmitir sin muchas
explicaciones: estas llegarán después, pero la semilla de la fe está en esos
primeros, valiosísimos momentos. Sin las madres, no sólo no habría nuevos fieles,
sino que la fe perdería buena parte de su calor sencillo y profundo. Y la Iglesia
es madre, con todo esto, es nuestra madre. Nosotros no somos huérfanos,
tenemos una madre. La Virgen, la madre Iglesia y nuestra madre. No somos
huérfanos, somos hijos de la Iglesia, somos hijos de la Virgen y somos hijos de
nuestras madres.

Queridísimas mamás, gracias, gracias por lo que sois en la familia y por lo que
dais a la Iglesia y al mundo. Y a ti, amada Iglesia, gracias, gracias por ser madre.
Y a ti, María, madre de Dios, gracias por hacernos ver a Jesús. Y gracias a todas
las mamás aquí presentes: las saludamos con un aplauso.
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

(4) El peligro de los padres “ausentes” Aula Pablo VI miércoles 28 de enero de 2015

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Retomemos el camino de catequesis sobre la familia. Hoy nos dejamos guiar por
la palabra “padre”. Una palabra más querida que cualquier otra por nosotros
cristianos, porque es el nombre con el cual Jesús nos ha enseñado a llamar a
Dios: Padre. El sentido de este nombre ha recibido una nueva profundidad
precisamente a partir del modo en el cual Jesús lo usaba para dirigirse a Dios y
manifestar su especial relación con Él. El misterio bendito de la intimidad de Dios,
Padre, Hijo y Espíritu, rebelado por Jesús, es el corazón de nuestra fe cristiana.

“Padre” es una palabra conocida a todos, una palabra universal. Ella indica una
relación fundamental cuya realidad es antigua cuánto la historia del hombre. No
obstante, hoy se ha llegado a afirmar que nuestra sociedad sería una “sociedad
sin padres”. En otros términos, en particular en la cultura occidental, la figura del
padre estaría simbólicamente ausente, desvanecida, removida. En un primer
momento, la cosa fue percibida como una liberación: liberación del padre-
padrón, del padre como representante de la ley que se impone desde el exterior,
del padre como censor de la felicidad de los hijos y obstáculo a la emancipación
y a la autonomía de los jóvenes.

En efecto, en el pasado algunas veces en nuestras casas reinaba el


autoritarismo, en ciertos casos incluso el atropello: padres que trataban a los
hijos como siervos, no respetando las exigencias personales de su crecimiento;
padres que no los ayudaban a emprender su camino con libertad −pero no es
fácil educar a un hijo en libertad−, padres que no los ayudaban a asumir las
propias responsabilidades para construir su futuro y aquel de la sociedad. Esto
ciertamente es una actitud no buena.

Pero como frecuentemente sucede, se pasa de un extremo al otro. El problema


de nuestros días no parece ser más tanto la presencia invasiva de nuestros
padres, sino más bien su ausencia, su contumacia. Los padres están a veces
tan concentrados en sí mismos y en su propio trabajo y a veces sobre su propia
realización individual, al punto de olvidar también la familia. Y dejan solos a los
niños y a los jóvenes.

Ya como obispo de Buenos Aires advertía el sentido de orfandad que viven hoy
los chicos. Y a menudo les preguntaba a los papás si jugaban con sus hijos, si
tenían el coraje y el amor de perder tiempo con los hijos. Y la respuesta era fea.
En la mayoría de los casos era: “no puedo porque tengo tanto trabajo”. El padre
estaba ausente con ese hijo que crecía y no jugaba con él, no perdía tiempo con
él. Ahora, en este camino común de reflexión sobre la familia, quisiera decir a
todas las comunidades cristianas que debemos estar más atentos: la ausencia
de la figura paterna en la vida de los pequeños y de los jóvenes produce lagunas
y heridas que pueden ser también muy graves.
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

Y en efecto, las desviaciones de los niños y de los adolescentes en buena parte


se pueden atribuir a esta falta, a la carencia de ejemplos y de guías competentes
en su vida de todos los días, a la carencia de cercanía, a la carencia de amor de
parte de los padres. El sentido de orfandad que viven tantos jóvenes es más
profundo de lo que pensamos.

Son huérfanos pero ‘en familia’, porque los padres a menudo están ausentes,
incluso físicamente, de casa, pero sobre todo porque, cuando están, no se
comportan como padres, no dialogan con sus hijos, no cumplen con su tarea
educativa, no dan a los niños con su ejemplo acompañado de las palabras,
aquellos principios, aquellos valores, esas reglas de vida, de las que necesitan
como el pan.

La calidad educativa de la presencia paterna es mucho más necesaria cuanto


más el papá se ve obligado por trabajo a estar lejos de casa. A veces pareciera
que los papás no supieran bien qué lugar ocupar en la familia y cómo educar a
los hijos. Y entonces, ante la duda, se abstienen, se retiran y descuidan sus
responsabilidades, tal vez, refugiándose en una relación improbable “a la par”
con los hijos. Es verdad que debes ser compañero de tu hijo, pero sin olvidar que
tú eres el padre ¿eh? Si solamente te comportas como un compañero ‘a la par’
de tu hijo, esto no le hará bien al muchacho.

Pero esto también lo vemos en la comunidad civil. La comunidad civil con sus
instituciones, tiene una cierta responsabilidad, podemos decir, paterna hacia los
jóvenes. Una responsabilidad que a veces descuida o ejerce mal. También ella
a menudo los deja huérfanos y no les propone una verdad de perspectiva. Los
jóvenes quedan, así, huérfanos de caminos seguros a recorrer, huérfanos de
maestros en los cuales confiarse, huérfanos de ideales que inflamen el corazón,
huérfanos de valores y esperanzas que los sostengan cotidianamente. Son
llenados, tal vez, de ídolos, pero se les roba el corazón; son empujados a soñar
diversiones y placeres, pero no se les da trabajo; son ilusionados con el dios
dinero, y se les niegan las verdaderas riquezas.

Entonces hará bien a todos, a los padres y a los hijos, volver a escuchar la
promesa que Jesús hizo a sus discípulos: “No los dejo huérfanos” (Jn 14:18). Es
Él, de hecho, el camino a recorrer, el Maestro al que escuchar, la Esperanza de
que el mundo puede cambiar, que el amor vence al odio, que puede haber un
futuro de fraternidad y de paz para todos.

Alguno de ustedes podría decirme: “padre, usted hoy ha sido demasiado


negativo; ha hablado sólo de la ausencia de los padres, y de lo que sucede
cuando los padres no están cerca de los hijos”. Es verdad, he querido subrayar
esto porque el próximo miércoles seguiré con esta catequesis, poniendo a la luz
la belleza de la paternidad. Por esto he elegido comenzar de la oscuridad para
llegar a la luz. ue el Señor nos ayude a comprender bien estas cosas. Gracias
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

(5) El aspecto positivo y decisivo de la figura del padre Aula Pablo VI miércoles 04
de febrero de 2015

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy quisiera desarrollar la segunda parte de la reflexión acerca de la figura del


padre en la familia. La última vez hablé del peligro de los padres “ausentes”, hoy
quiero mirar más bien el aspecto positivo. También San José estuvo tentado de
dejar a María, cuando descubrió que estaba embarazada; pero intervino el ángel
del Señor que le reveló el designio de Dios y su misión de padre putativo. Y José,
hombre justo, “llevó a María a su casa” (Mt 1,24) y se transformó en el padre de
la familia de Nazaret.

Toda familia tiene necesidad del padre. Hoy nos detenemos en el valor de su rol
y quisiera comenzar por algunas expresiones que se encuentran en el Libro de
los Proverbios, palabras que un padre dirige al propio hijo, y dice así: “Hijo mío,
si tu corazón es sabio, también se alegrará mi corazón. Mis entrañas se
regocijarán, cuando tus labios hablen con rectitud” (Pr 23,15-16). No se podría
expresar mejor el orgullo y la conmoción de un padre que reconoce de haber
transmitido al hijo lo que de verdad cuenta en la vida, es decir, un corazón sabio.

Este padre no dice: “estoy orgulloso de ti porque eres igual a mí, porque repites
las cosas que digo y que hago yo”. No, no le dice esto. Le dice algo mucho más
importante, que podríamos interpretar así: “seré feliz cada vez que te sentiré
actuar con rectitud. Esto es lo que he querido dejarte, para que se transforme en
una cosa tuya: la actitud de escuchar y actuar, de hablar y juzgar con sabiduría
y rectitud. Y para que tu pudieras ser así te he enseñado cosas que no sabías,
te he corregido errores que no veías. Te he hecho sentir un afecto profundo y a
la vez discreto, que quizás no has reconocido plenamente cuando eras joven e
incierto. Te he dado un testimonio de rigor y de firmeza que a lo mejor no
entendías, cuando hubieras querido solamente complicidad y protección. Yo
mismo he debido, en primer lugar, ponerme a la prueba de la sabiduría del
corazón y vigilar sobre los excesos del sentimiento y del resentimiento, para
llevar el peso de las inevitables incomprensiones y encontrar las palabras justas
para hacerme entender. Ahora −continúa el padre− cuando veo que tratas de ser
así con tus hijos y con todos, me conmuevo. Soy feliz de ser tu padre”. Es esto
lo que dice un padre sabio, un padre maduro.

Un padre sabe bien cuánto cuesta transmitir esta herencia: cuánta cercanía,
cuánta dulzura y cuánta firmeza. ¡Pero cuánta consolación y cuánta recompensa
se recibe cuando los hijos rinden honores a esta herencia! Es una alegría que
redime toda fatiga, que supera toda incomprensión y cura toda herida.

La primera necesidad, entonces, es precisamente ésta: que el padre esté


presente en la familia. Que esté cerca de la esposa, para compartir todo, alegrías
y dolores, fatigas y esperanzas. Y que esté cerca de los hijos en su crecimiento:
cuando juegan y cuando se empeñan, cuando están despreocupados y cuando
están angustiados, cuando se expresan y cuando están taciturnos, cuando osan
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

y cuando tienen miedo, cuando dan un paso equivocado y cuando encuentran el


camino. Padre presente, siempre. Decir presente no quiere decir “controlador”
¡eh! Porque los padres demasiados “controladores” anulan a los hijos, no los
dejan crecer.

El Evangelio habla de la ejemplaridad del Padre que está en los cielos −el único,
dice Jesús, que puede ser llamado realmente “Padre bueno” (cfr Mc 10,18).
Todos conocen aquella extraordinaria parábola llamada del “hijo pródigo” o mejor
dicho del “padre misericordioso”, que se encuentra en el Evangelio de Lucas en
el capítulo 15 (cfr 15, 11-32). ¡Cuánta dignidad y cuánta ternura en la espera de
aquel padre que está en la puerta de casa esperando que el hijo regrese! Los
padres tienen que ser pacientes. Muchas veces no queda más que esperar,
rezar y esperar con paciencia, dulzura, magnanimidad, misericordia.

Un buen padre sabe esperar y sabe perdonar, desde lo profundo del corazón.
Cierto, sabe también corregir con firmeza: no es un padre débil, complaciente,
sentimental. El padre que sabe corregir sin humillar es el mismo que sabe
proteger sin limitarse. Una vez escuché decir a un padre en una reunión de
matrimonio: “Yo algunas veces debo pegarles un poco a los chicos, pero jamás
en la cara, para no humillarlos”. ¡Qué bello! Tiene sentido de dignidad. Debe
castigarlos, lo hace justamente y sigue adelante.

Entonces si hay alguien que puede explicar a fondo la oración del Padrenuestro
enseñada por Jesús, este es quien vive en primera persona la paternidad. Sin la
gracia que viene del Padre que está en los cielos, los padres pierden coraje y
abandonan el campo. Pero los hijos tienen necesidad de encontrar un padre que
los espera cuando vuelven de sus fracasos. Harán de todo para no admitirlo,
para no hacerlo ver, pero lo necesitan; y el no encontrarlo abre en ellos heridas
difíciles de cicatrizar.

La Iglesia, nuestra madre, está comprometida en apoyar con todas sus fuerzas
la presencia buena y generosa de los padres en las familias, porque ellos son
para las nuevas generaciones custodios y mediadores insustituibles de la fe en
la bondad, de la fe en la justicia y de la protección de Dios, como San José.
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

(6) Los hijos Aula Pablo VI miércoles 11 de febrero de 2015

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Después de haber reflexionado sobre las figuras de la madre y del padre, en esta
catequesis sobre la familia quisiera hablar del hijo, o mejor dicho, de los hijos.
Me inspiro en una bella imagen de Isaías. El profeta escribe: «Mira a tu alrededor
y observa: todos se han reunido y vienen hacia ti; tus hijos llegan desde lejos y
tus hijas son llevadas en brazos. Al ver esto, estarás radiante, palpitará y se
ensanchará tu corazón» (60,4-5a). Es una espléndida imagen, una imagen de la
felicidad que se realiza en el encuentro entre padres e hijos, que caminan juntos
hacia un futuro de libertad y paz, después de mucho tiempo de privaciones y
separaciones, como fue, en aquel tiempo, esa historia, cuando estaban lejos de
su patria.

De hecho, hay una estrecha relación entre la esperanza de un pueblo y la


armonía entre generaciones. Esto tenemos que pensarlo bien ¿eh? Hay un
vínculo estrecho entre la esperanza de un pueblo y la armonía entre
generaciones. La alegría de los hijos hace palpitar el corazón de los padres y
vuelve a abrir el futuro. Los hijos son la alegría de la familia y de la sociedad. No
son un problema de biología reproductiva, ni uno de los muchos modos de
realizarse. Y mucho menos son una posesión de los padres... No, no. Los hijos
son un don. Son un regalo: ¿entendido? Los hijos son un don. Cada uno es único
e irrepetible; y al mismo tiempo, inconfundiblemente ligado a sus raíces.

Ser hijo e hija, de hecho, según el designio de Dios, significa llevar en sí la


memoria y la esperanza de un amor que se ha realizado a sí mismo encendiendo
la vida de otro ser humano, original y nuevo. Y para los padres cada hijo es sí
mismo, es diferente, diverso. Permítanme un recuerdo de familia. Recuerdo que
mi mamá decía sobre nosotros, éramos cinco: “Yo tengo cinco hijos”, “¿cuál es
tu preferido?”, le preguntábamos. Y ella: “Yo tengo cinco hijos, como tengo cinco
dedos. Si me golpean éste me hace mal; si me golpean éste me hace mal. Me
hacen mal los cinco, ¡todos son míos! Pero todos diferentes como los dedos de
una mano”. ¡Y así es la familia! La diferencia de los hijos, pero todos hijos.

Un hijo se ama porque es hijo: no porque sea bello, o porque sea así o asá, ¡no!
¡Porque es hijo! No porque piensa como yo, o encarna mis deseos. Un hijo es
un hijo: una vida generada por nosotros, pero destinada a él, a su bien, para el
bien de la familia, de la sociedad, de toda la humanidad.

De ahí viene también la profundidad de la experiencia humana del ser hijo e hija,
que nos permite descubrir la dimensión más gratuita del amor, que nunca deja
de sorprendernos. Es la belleza de ser amados antes: los hijos son amados antes
de que lleguen. Cuántas veces encuentro a las mamás aquí que me hacen ver
la panza y me piden la bendición… porque son amados estos niños antes de
venir al mundo. Y ésto es gratuidad, esto es amor; son amados antes, como el
amor de Dios, que nos ama siempre antes.
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

Son amados antes de haber hecho nada para merecerlo, antes de saber hablar
o pensar, ¡incluso antes de venir al mundo! Ser hijos es la condición fundamental
para conocer el amor de Dios, que es la fuente última de este auténtico milagro.
En el alma de cada hijo, por más vulnerable que sea, Dios pone el sello de este
amor, que está en la base de su dignidad personal, una dignidad que nada ni
nadie podrá destruir.

Hoy en día parece más difícil para los hijos imaginar su futuro. Los padres −como
mencioné en las catequesis anteriores− quizás han dado un paso atrás y los
hijos se han vuelto más inciertos en el dar pasos hacia adelante. Podemos
aprender la buena relación entre generaciones de nuestro Padre Celestial, que
nos deja libres a cada uno de nosotros, pero nunca nos deja solos. Y si nos
equivocamos, Él continúa siguiéndonos con paciencia sin disminuir su amor por
nosotros. El Padre Celestial no da pasos hacia atrás en su amor por nosotros,
¡jamás! Va siempre hacia adelante y si no se puede ir adelante, nos espera, pero
nunca va hacia atrás; quiere que sus hijos sean valientes y den pasos hacia
adelante.

Los hijos, por su parte, no deben tener miedo del compromiso de construir un
mundo nuevo: ¡es justo desear que sea mejor del que han recibido! Pero esto
debe hacerse sin arrogancia, sin presunción. A los hijos hay que saber
reconocerles su valor, y a los padres siempre se los debe honrar.

El cuarto mandamiento pide a los hijos −¡y todos lo somos!− honra a tu padre y
a tu madre (cf. Ex 20:12). Este mandamiento viene inmediatamente después de
los que tienen que ver con Dios mismo; después de los tres mandamientos que
tienen que ver con Dios mismo, viene el cuarto. De hecho contiene algo de
sagrado, algo de divino, algo que está en la raíz de cualquier otro tipo de respeto
entre los hombres.

Y en la formulación bíblica del cuarto mandamiento se añade: «Honra a tu padre


y a tu madre para que tengas una larga vida en la tierra que el Señor, tu Dios, te
da». El vínculo virtuoso entre generaciones es una garantía de futuro, y es
garantía de una historia verdaderamente humana. Una sociedad de hijos que no
honran a sus padres es una sociedad sin honor; ¡cuando no se honran a los
padres se pierde el propio honor! Es una sociedad destinada a llenarse de
jóvenes áridos y ávidos. Pero también una sociedad avara de generaciones, que
no ama rodearse de hijos, que los considera sobre todo una preocupación, un
peso, un riesgo, es una sociedad deprimida.

Pensemos en tantas sociedades que conocemos aquí en Europa: son


sociedades deprimidas porque no quieren hijos, no tienen hijos, el nivel de
nacimientos no llega al uno por ciento. ¿Por qué? Que cada uno piense y se
responda. Si una familia generosa de hijos se ve como si fuera un peso, ¡hay
algo mal!

La concepción de los hijos debe ser responsable, como enseña también la


Encíclica Humanae Vitae del Beato Papa Pablo VI, pero el tener muchos hijos
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

no puede ser visto automáticamente como una elección irresponsable. Es más,


no tener hijos es una elección egoísta. La vida rejuvenece y cobra nuevas
fuerzas multiplicándose: ¡se enriquece, no se empobrece! Los hijos aprenden a
hacerse cargo de su familia, maduran compartiendo sus sacrificios, crecen en la
apreciación de sus dones.

La experiencia alegre de la fraternidad anima el respeto y cuidado de los padres,


a quienes debemos nuestra gratitud. Muchos de ustedes aquí presentes tienen
hijos y todos somos hijos. Hagamos una cosa, un minutito, no nos extenderemos
mucho. Que cada uno de nosotros piense en su corazón en sus hijos, si los tiene,
piense en silencio. Y todos pensemos en nuestros padres y agradezcamos a
Dios por el don de la vida. En silencio, quienes tienen hijos piensen en ellos, y
todos pensemos en nuestros padres. Que el Señor bendiga a nuestros padres y
bendiga a sus hijos.

Que Jesús, el Hijo eterno, hecho hijo en el tiempo, nos ayude a encontrar el
camino de una nueva irradiación de esta experiencia humana tan simple y tan
grande que es ser hijos. En el multiplicarse de las generaciones hay un misterio
de enriquecimiento de la vida de todos, que proviene de Dios mismo. Debemos
redescubrirlo, desafiando los prejuicios; y vivirlo, en la fe, en la perfecta alegría.
Y les digo: ¡Qué hermoso es cuando paso entre ustedes y veo a los papás y a
las mamás que alzan a sus hijos para que sean bendecidos! Es un gesto casi
divino. ¡Gracias por hacerlo!
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

(7) “Hermano” “hermana” Aula Pablo VI miércoles 18 de febrero de 2015

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En nuestro camino de catequesis sobre la familia, después de haber considerado


el papel de la madre, del padre, de los hijos, hoy es el turno de los hermanos.
“Hermano”, “hermana” son palabras que el cristianismo ama mucho. Y gracias a
la experiencia familiar, son palabras que todas las culturas y todas las épocas
comprenden.

El vínculo fraterno ocupa un lugar especial en la historia del pueblo de Dios, que
recibe su revelación en lo vivo de la experiencia humana. El salmista canta la
belleza del vínculo fraterno, y dice así: “¡Qué bueno y agradable es que los
hermanos vivan unidos!” (Sal 132,1). Y esto es verdad, la hermandad es bella.
Jesucristo ha llevado a su plenitud también esta experiencia humana del ser
hermanos y hermanas, asumiéndola en el amor trinitario y potenciándola para
que vaya más allá de los vínculos de parentela y pueda superar todo muro de
ajenidad.

Sabemos que cuando la relación fraterna se arruina, cuando se arruina esta


relación entre hermanos, abre el camino a experiencias dolorosas de conflicto,
de traición, de odio. El relato bíblico de Caín y Abel constituye el ejemplo de este
resultado negativo. Después del asesinato de Abel, Dios pregunta a Caín:
“¿Dónde está tu hermano Abel?” (Gen 4,9 a). Es una pregunta que el Señor
continúa repitiendo a cada generación. Y lamentablemente, en cada generación,
no cesa de repetirse también la dramática respuesta de Caín: “No lo sé. ¿Acaso
soy yo el guardián de mi hermano?” (Gen 4,9 b).

Pero cuando se rompe la unión entre los hermanos, se transforma en una cosa
fea, también mala para la humanidad. Y también en familia, ¡cuántos hermanos
han peleado por pequeñas cosas o por una herencia y luego no se hablan más,
no se saludan más! Pero esto es feo. La fraternidad es algo grande. Pensar que
ambos, todos los hermanos han habitado en el vientre de la misma mamá
durante nueve meses, ¡vienen de la carne de la mamá! Y no se puede romper la
fraternidad.

Pensemos un poco, todos conocemos familias que tienen hermanos divididos,


que han peleado, pensemos un poco y pidamos al Señor por estas familias
−quizás en nuestra familia hay algunos casos− para que el Señor nos ayude a
reunir a los hermanos, a reconstituir la familia. La hermandad no se debe romper
y cuando se rompe sucede lo que acaeció a Caín y Abel, cuando el Señor
pregunta a Caín a dónde estaba su hermano: “No lo sé, no me importa de mi
hermano”. ¡Esto es feo, es una cosa muy, muy dolorosa de escuchar! En
nuestras oraciones recemos siempre por los hermanos que se han dividido.

El vínculo de fraternidad que se forma en familia entre los hijos, si sucede en un


clima de apertura hacia los demás, es la gran escuela de libertad y de paz. En
familia, entre los hermanos se aprende la convivencia humana, cómo se debe
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

convivir en sociedad. Quizás no siempre somos conscientes, ¡pero es


precisamente la familia que introduce la fraternidad en el mundo! A partir de esta
primera experiencia de fraternidad, nutrida por los afectos y por la educación
familiar, el estilo de la fraternidad se irradia como una promesa sobre la sociedad
entera y sobre las relaciones entre los pueblos.

La bendición que Dios, en Jesucristo, derrama sobre este vínculo de fraternidad,


lo dilata en un modo inimaginable, haciéndolo capaz de superar toda diferencia
de nación, de lengua, de cultura e incluso de religión.

Piensen en lo que se convierte el vínculo entre los hombres, aún muy diferentes
entre sí, cuando pueden decir de otro: “¡Él es como un hermano, ella es como
una hermana para mí!” Esto es bello, ¡es bello! La historia ha demostrado
suficientemente, además, que incluso la libertad y la igualdad, sin la fraternidad,
pueden llenarse de individualismo y de conformismo, también de interés.

La fraternidad en la familia brilla de modo especial cuando vemos la atención, la


paciencia, el afecto del cual están rodeados el hermanito o la hermanita más
débil, enfermos o discapacitados. Los hermanos y hermanas que hacen esto son
muchísimos, en todo el mundo, y tal vez no apreciamos lo suficiente su
generosidad. Y cuando los hermanos son muchos en familia −hoy saludé una
familia, allí, que tiene nueve hijos: el mayor, o la mayor, ayuda al papá, a la
mamá, a cuidar a los más pequeños. Y esto es bello, este trabajo de ayuda entre
los hermanos.

Tener un hermano, una hermana que te quiere es una experiencia fuerte,


impagable, insustituible. Lo mismo sucede con la fraternidad cristiana. Los más
pequeños, los más débiles, los más pobres deben enternecernos: tienen
“derecho” a tomarnos el alma y el corazón. Sí, ellos son nuestros hermanos y
como tales debemos amarlos y tratarlos. Cuando sucede esto, cuando los
pobres son como de casa, nuestra propia fraternidad cristiana vuelve a tomar
vida.

Los cristianos, de hecho, van al encuentro de los pobres y de los débiles no para
obedecer a un programa ideológico, sino porque la palabra y el ejemplo del
Señor nos dice todos somos hermanos. Éste es el principio del amor de Dios y
de toda justicia entre los hombres. Les sugiero una cosa: antes de finalizar, me
faltan pocas líneas, en silencio cada uno de nosotros, pensemos en nuestros
hermanos, en nuestras hermanas, pensemos en silencio y en silencio desde el
corazón recemos por ellos. Un instante de silencio.

He aquí, con esta oración hemos traído a todos los hermanos y hermanas, con
el pensamiento, con el corazón, aquí a la plaza para recibir la bendición. Gracias.

Hoy más que nunca es necesario volver a llevar la fraternidad al centro de


nuestra sociedad tecnocrática y burocrática: entonces la libertad y la igualdad
también tomarán su entonación justa. Por eso, no privemos con ligereza a
nuestras familias, por temor o por miedo, de la belleza de una amplia experiencia
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

fraterna de hijos e hijas. Y no perdamos nuestra confianza en la amplitud de


horizonte que la fe es capaz de sacar de esta experiencia, iluminada por la
bendición de Dios. Gracias
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

(8) Respetad a los ancianos, aprended de ellos… miércoles 04 de marzo de 2015

Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!

La catequesis de hoy y la del miércoles próximo están dedicadas a los ancianos


que, en el ámbito de la familia, son los abuelos, tíos abuelos. Hoy reflexionamos
sobre la problemática condición actual de los ancianos y la próxima vez, es decir
el próximo miércoles, más en positivo, sobre la vocación contenida en esta edad
de la vida.

Gracias a los progresos de la medicina la vida se ha prolongado: ¡pero la


sociedad no se ha “prolongado” a la vida! El número de los ancianos se ha
multiplicado, pero nuestras sociedades no se han organizado suficientemente
para hacerles lugar a ellos, con justo respeto y concreta consideración por su
fragilidad y su dignidad. Mientras somos jóvenes, tenemos la tendencia a ignorar
la vejez, como si fuera una enfermedad, una enfermedad que hay que tener lejos;
luego cuando nos volvemos ancianos, especialmente si somos pobres, estamos
enfermos, estamos solos, experimentamos las lagunas de una sociedad
programada sobre la eficacia, que en consecuencia, ignora a los ancianos. Y los
ancianos son una riqueza, no se pueden ignorar.

Benedicto XVI, visitando una casa para ancianos, usó palabras claras y
proféticas, decía así: “La calidad de una sociedad, quisiera decir de una
civilización, se juzga también por cómo se trata a los ancianos y por el lugar que
se les reserva en la vida en común” (12 de noviembre 2012). Es verdad, la
atención a los ancianos hace la diferencia de una civilización. ¿En una
civilización hay atención al anciano? ¿Hay lugar para el anciano? Esta
civilización seguirá adelante porque sabe respetar la sabiduría, la sabiduría de
los ancianos. Una civilización en donde no hay lugar para los ancianos, en la que
son descartados porque crean problemas... es una sociedad que lleva consigo
el virus de la muerte.

En occidente, los estudiosos presentan el siglo actual como el siglo del


envejecimiento: los hijos disminuyen, los viejos aumentan. Este desequilibrio nos
interpela, es más, es un gran desafío para la sociedad contemporánea. Sin
embargo una cierta cultura del provecho insiste en hacer ver a los viejos como
un peso, un “lastre”. No sólo no producen sino que son una carga. En fin, ¿cuál
es el resultado de pensar así? Hay que descartarlos. ¡Es feo ver a los ancianos
descartados, es una cosa fea, es pecado! ¡No nos atrevemos a decirlo
abiertamente, pero se hace! Hay algo vil en este acostumbrarse a la cultura del
descarte. Pero nosotros estamos acostumbrados a descartar a la gente.
Queremos remover nuestro acrecentado miedo a la debilidad y a la
vulnerabilidad; pero de este modo aumentamos en los ancianos la angustia de
ser mal soportados y abandonados.

Ya en mi ministerio en Buenos Aires toqué con la mano esta realidad con sus
problemas: «Los ancianos son abandonados, y no sólo en la precariedad
material. Son abandonados en la egoísta incapacidad de aceptar sus
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

limitaciones que reflejan las nuestras, en los numerosos escollos que hoy deben
superar para sobrevivir en una civilización que no los deja participar, opinar, ni
ser referentes según el modelo consumista de “sólo la juventud es aprovechable
y puede gozar”.

Esos ancianos que deberían ser, para la sociedad toda, la reserva sapiencial de
nuestro pueblo. ¡Los ancianos son la reserva sapiencial de nuestro pueblo! ¡Con
qué facilidad, cuando no hay amor, se adormece la conciencia!» (Sólo el amor
nos puede salvar, Ciudad del Vaticano 2013, p. 83). Y esto sucede. Recuerdo
cuando visitaba las casas de ancianos, hablaba con cada uno de ellos y muchas
veces escuché esto: “Ah, ¿cómo está usted? ¿Y sus hijos? −Bien, bien.
−¿Cuántos tiene? −Muchos. −¿Y vienen a visitarla? −Sí, sí, siempre. Vienen,
vienen. −¿Y cuándo fue la última vez que vinieron?” Y así la anciana, recuerdo
especialmente una que dijo: “Para Navidad”. ¡Y estábamos en agosto! Ocho
meses sin ser visitada por sus hijos, ¡ocho meses abandonada! Esto se llama
pecado mortal, ¿se entiende?

Una vez, siendo niño, la abuela nos contó una historia de un abuelo anciano que
cuando comía se ensuciaba porque no podía llevarse bien la cuchara a la boca,
con la sopa. Y el hijo, es decir, el papá de la familia, tomó la decisión de pasarlo
de la mesa común a una pequeña mesita de la cocina, donde no se veía, para
que comiera solo. Pocos días después, llegó a casa y encontró a su hijo más
pequeño que jugaba con la madera, el martillo y clavos, y hacía algo ahí.
Entonces le pregunta: "Pero, ¿qué cosa haces? −Hago una mesa, papá. −¿Una
mesa para qué? −Para cuando tú te vuelvas anciano, así puedes comer ahí”.
¡Los niños tienen más conciencia que nosotros!

En la tradición de la Iglesia hay un bagaje de sabiduría que siempre ha sostenido


una cultura de cercanía a los ancianos, una disposición al acompañamiento
afectuoso y solidario en esta parte final de la vida. Tal tradición está arraigada
en la Sagrada Escritura, como lo demuestran, por ejemplo, estas expresiones
del libro del Eclesiástico: «No te apartes de la conversación de los ancianos,
porque ellos mismos aprendieron de sus padres: de ellos aprenderás a ser
inteligente y a dar una respuesta en el momento justo» (Ecl 8,9).

La Iglesia no puede y no quiere adecuarse a una mentalidad de intolerancia, y


menos aún de indiferencia y desprecio a los mayores. Debemos despertar el
sentido colectivo de gratitud, de aprecio, de acogida, que haga sentir al anciano
parte viva de su comunidad.

Los ancianos son hombres y mujeres, padres y madres que nos han precedido
en nuestras mismas calles, en nuestra misma casa, en nuestra batalla cotidiana
por una vida digna. Son hombres y mujeres de quienes hemos recibido mucho.
El anciano no es un extraterrestre. El anciano somos nosotros: dentro de poco,
dentro de mucho, inevitablemente de todos modos, aunque no lo pensemos. Y
si nosotros no aprendemos a tratar bien a los ancianos, así nos tratarán a
nosotros.
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

Frágiles, somos un poco todos los viejos. Algunos, sin embargo, son
particularmente débiles, muchos están solos, y marcados por la enfermedad.
Algunos dependen de cuidados indispensables y de la atención de los demás.
¿Haremos por ello un paso atrás? ¿Los abandonaremos a su destino? Una
sociedad sin proximidad, en donde la gratuidad y el afecto sin compensación
−incluso entre extraños− van desapareciendo, es una sociedad perversa. La
Iglesia, fiel a la Palabra de Dios, no puede tolerar estas degeneraciones. Una
comunidad cristiana en la cual la proximidad y gratuidad dejaran de ser
consideradas indispensables, perdería con ellas su alma. Donde no hay honor
para los ancianos, no hay futuro para los jóvenes.
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

(9) Los ancianos tienen una misión en la sociedad miércoles 11 de marzo de 2015

En la catequesis de hoy seguimos la reflexión sobre los abuelos,


considerando el valor y la importancia de su papel en la familia. Lo hago
identificándome con esas personas, porque yo también pertenezco a esa franja
de edad.

Cuando estuve en Filipinas, el pueblo filipino me saludaba diciendo: Lolo Kiko −o


sea, abuelo Francisco−, Lolo Kiko, decían. Una primera cosa es importante
subrayar: es verdad que la sociedad tiende a descartarnos, pero ciertamente no
el Señor. El Señor no nos descarta jamás. Nos llama a seguirle en cualquier
edad de la vida; hasta la ancianidad comporta una gracia y una misión, una
verdadera vocación del Señor. La ancianidad es una vocación. No es todavía el
momento de tirar la toalla.

Este periodo de la vida es distinto a los anteriores, no cabe duda, y por eso casi
debemos “inventárnoslo”, porque la sociedad no está preparada, espiritual ni
moralmente, para dar a ese momento de la vida, su pleno valor. Antes no era tan
normal tener tanto tiempo a disposición; hoy lo es mucho más. También a la
espiritualidad cristiana le ha pillado un poco de sorpresa, y habrá que delinear
una espiritualidad de las personas ancianas. ¡Gracias a Dios, no faltan ejemplos
de santos y santas ancianos!

Me emocioné mucho en la Jornada para los ancianos que hicimos aquí, en la


Plaza de San Pedro el año pasado: ¡estaba llena! Escuche historias de ancianos
que se gastan por los demás, y también historias de esposos que decían:
Cumplimos 50 años de matrimonio; cumplimos los 60 años de casados. Es
importante que lo vean los jóvenes, que se cansan muy pronto; es importante el
ejemplo de la fidelidad de los ancianos. Y en esta plaza había tantos aquel día.
Es una reflexión que hay que seguir, en ámbito tanto eclesial como civil.

El Evangelio sale a nuestro encuentro con una imagen muy bonita, emocionante
y animante. Es la imagen de Simeón y de Ana, de los que nos habla el evangelio
de la infancia de Jesús, compuesto por san Lucas. Eran ciertamente viejos, el
anciano Simeón y la profetisa Anna, que tenía 84 años. No escondía su edad
esta mujer. El Evangelio dice que esperaban la venida de Dios todos los días,
con gran fidelidad, desde hacía muchos años. Querían precisamente verlo aquel
día, comprender las señales, intuir el comienzo.

A lo mejor, ya estaban un poco resignados a morirse antes, pero aquella larga


espera seguía ocupando toda su vida, no tenían nada más importante que hacer
que esto: esperar al Señor y rezar. Pues bien, cuando María y José llegaron al
templo para cumplir las disposiciones de la Ley, Simeón y Ana se movieron
enseguida, animados por el Espíritu Santo (cfr. Lc 2,27). El peso de la edad y de
la espera desapareció en un momento. Reconocieron al Niño, y descubrieron
una nueva fuerza para una nueva tarea: dar gracias y dar ejemplo por esta Señal
de Dios. Simeón improvisó un bellísimo himno de júbilo (cfr. Lc 2,29-32) −parecía
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

un poeta en aquel momento− y Ana fue la primera predicadora de Jesús: hablaba


del niño a cuántos esperaban la redención en Jerusalén (Lc 2,38).

Queridos abuelos, queridos ancianos, ¡sigamos las huellas de estos viejos


extraordinarios! Convirtámonos también nosotros un poco en poetas de la
oración: cojámosle gusto a buscar nuestras propias palabras, y estemos abiertos
a las que nos enseña la Palabra de Dios. ¡Es un gran don para la Iglesia la
oración de los abuelos y de los ancianos! ¡Es una riqueza! Una gran inyección
de sabiduría también para toda la sociedad humana: sobre todo para la que está
demasiado ocupada, muy pillada, demasiado distraída. ¡Quizá alguno debería
cantarles las señales de Dios, proclamar los signos de Dios, rezar por ellos!

Miremos a Benedicto XVI, que decidió pasar en oración y a la escucha de Dios


el último tramo de su vida. ¡Qué bonito es eso! Un gran creyente del siglo pasado,
de tradición ortodoxa, Olivier Clément, decía: Una civilización en la que ya no se
rece es una civilización donde la vejez ya no tiene sentido. Y eso es terrible:
necesitamos sobre todo a los ancianos que rezan, porque la vejez se nos da
para eso. Necesitamos ancianos que recen, porque la vejez se nos ha dado
precisamente para eso. Es una cosa hermosa la oración de los ancianos.

Podemos dar gracias al Señor por los beneficios recibidos, y llenar el vacío de la
ingratitud que le rodea. Podemos interceder por las expectativas de las nuevas
generaciones, y dar dignidad a la memoria y a los sacrificios de las pasadas.
Podemos recordar a los jóvenes ambiciosos que una vida sin amor es una vida
seca. Podemos decir a los jóvenes miedosos que la angustia del futuro puede
ser vencida. Podemos enseñar a los jóvenes demasiado enamorados de sí
mismos que hay más alegría en dar que en recibir. Los abuelos y las abuelas
forman el coro permanente de un gran santuario espiritual, donde la oración de
súplica y el canto de alabanza apoyan a la comunidad que trabaja y lucha en el
campo de la vida.

La oración, finalmente, purifica incesantemente el corazón. La alabanza y la


súplica a Dios evitan el endurecimiento del corazón en el resentimiento y el
egoísmo. ¡Qué feo es el cinismo de un anciano que haya perdido el sentido de
su ejemplo, que desprecia a los jóvenes y no comunica la sabiduría de la vida!
En cambio, ¡qué bonito es el ánimo que el anciano logra trasmitir al joven que
busca el sentido de la fe y de la vida! Es verdaderamente la misión de los
abuelos, la vocación de los ancianos. Las palabras de los abuelos tienen algo
especial para los jóvenes. Y ellos lo saben. Las palabras que mi abuela me
entregó por escrito el día de mi ordenación sacerdotal, todavía las llevo conmigo
siempre en el breviario, las leo con frecuencia y me hacen bien.

¡Cómo me gustaría una Iglesia que desafíe la cultura del descarte con la alegría
desbordante de un nuevo abrazo entre jóvenes y ancianos! Y eso es lo que hoy
pido al Señor, ¡ese abrazo!
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

(10) Los niños miércoles 18 de marzo de 2015

La familia: los niños

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Después de haber analizado las diversas figuras de la vida familiar - madre,


padre, hijos, hermanos, abuelos, - quisiera concluir este primer grupo de
catequesis sobre la familia hablando de los niños. Lo haré en dos momentos:
hoy me detendré sobre el gran don que son los niños para la humanidad
(aplausos). Pero es verdad eh - y gracias por aplaudir - que son el gran don de
la humanidad, pero también son los grandes excluidos, porque ni siquiera los
dejan nacer. Y la próxima semana, me detendré sobre algunas heridas que,
lamentablemente, hacen mal a la infancia. Me vienen a la mente los tantos niños
que he encontrado durante mi último viaje a Asia: llenos de vida, de entusiasmo,
y por otra parte, veo que en el mundo muchos de ellos viven en condiciones no
dignas… En efecto, por como son tratados los niños se puede juzgar la sociedad,
pero no sólo moralmente, también sociológicamente. Si es una sociedad libre o
una sociedad esclava de intereses internacionales.

En primer lugar los niños nos recuerdan que todos, en los primeros años de la
vida, hemos sido totalmente dependientes de los cuidados y de la benevolencia
de los demás. Y el Hijo de Dios no se ha ahorrado este pasaje. Es el misterio
que contemplamos cada año, en Navidad. El Pesebre es el ícono que nos
comunica esta realidad en el mundo más simple y directo.

Es curioso: Dios no tiene dificultad para hacerse entender por los niños, y los
niños no tienen problemas en entender a Dios. No por casualidad en el Evangelio
hay algunas palabras muy bellas y fuertes de Jesús sobre los “pequeños”. Este
término “pequeños” indica a todas las personas que dependen de la ayuda de
los demás, y en particular, a los niños. Por ejemplo Jesús dice: “Te alabo, Padre,
Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los
prudentes y haberlas revelado a los pequeños” (Mt 11, 25). Y todavía: “Cuídense
de despreciar a cualquiera de estos pequeños, porque les aseguro que sus
ángeles en el cielo están constantemente en presencia de mi Padre celestial”
(Mt 18, 10).

Por lo tanto, los niños son en sí mismos una riqueza para la humanidad y también
para la Iglesia, porque nos llaman constantemente a la condición necesaria para
entrar en el Reino de Dios: aquella de no considerarnos autosuficientes sino
necesitados de ayuda, de amor, de perdón. ¡Y todos estamos necesitados de
ayuda, de amor, de perdón! ¡Todos!

Los niños nos recuerdan otra cosa bella; nos recuerdan que somos siempre
hijos. Incluso si uno se convierte en adulto o anciano, aún si se convierte en
padre, si se ocupa un lugar de responsabilidad, por debajo de todo esto
permanece la identidad de hijo. Todos somos hijos. Y eso nos vuelve a llevar
siempre al hecho de que la vida no nos la hemos dado nosotros, sino que la
hemos recibido. El gran don de la vida es el primer regalo que hemos recibido:
la vida. A veces corremos el riesgo de vivir olvidándonos de esto, como si
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

fuéramos nosotros los dueños de nuestra existencia, y en cambio somos


radicalmente dependientes. En realidad, es motivo de gran alegría sentir que en
cada edad de la vida, en cada situación, en cada condición social, somos y
permanecemos hijos. Este es el mensaje principal que los niños nos dan, con su
sola presencia. Solamente con la presencia nos recuerdan que todos nosotros y
cada uno de nosotros somos hijos.

Pero hay tantos dones, tantas riquezas que los niños traen a la humanidad.
Recordaré sólo algunos.

Traen su modo de ver la realidad, con una mirada confiada y pura. El niño tiene
una confianza espontánea en el papá y la mamá; y tiene una confianza
espontánea en Dios, en Jesús, en la Virgen. Al mismo tiempo, su mirada interior
es pura, todavía no está contaminada por la malicia, por los dobleces, por las
“costras” de la vida que endurecen el corazón. Sabemos que también los niños
tienen el pecado original, que tienen sus egoísmos, pero conservan una pureza
y una simplicidad interior.

Pero, los niños no son diplomáticos: dicen lo que sienten, dicen lo que ven,
directamente. Y muchas veces, ponen en dificultad a los padres... Dicen: “esto
no me gusta porque es feo” delante de otras personas… Pero, los niños dicen lo
que piensan, no son personas dobles. Todavía no han aprendido aquella ciencia
del “doblez” que nosotros, los adultos, hemos aprendido.

Los niños además, en su simplicidad interior, traen consigo la capacidad de dar


y recibir ternura. Ternura es tener un corazón “de carne” y no “de piedra”, como
dice la Biblia (cf. Ez 36, 26). La ternura también es poesía; es “sentir” las cosas
y los acontecimientos, no tratarlos como meros objetos, sólo para usarlos porque
sirven...

Los niños tienen la capacidad de sonreír y de llorar. Algunos cuando los tomo
para besarlos, sonríen. Otros, me ven de blanco, creen que soy el médico y que
vengo a hacerles la inyección, ¡y lloran! ¡Espontáneamente! ¡Los niños son así!

Sonreír y llorar, dos cosas que en nosotros los grandes, a menudo se “bloquean”,
ya no somos capaces… Y muchas veces nuestra sonrisa se convierte en una
sonrisa de cartón, una cosa sin vida, una sonrisa que no es vivaz, incluso una
sonrisa artificial, de payaso. Los niños sonríen espontáneamente y lloran
espontáneamente.

Siempre depende del corazón. Y nuestro corazón se bloquea y pierde a menudo


esta capacidad de sonreír y de llorar. Y entonces los niños pueden enseñarnos
de nuevo a sonreír y llorar. Tenemos que preguntarnos nosotros mismos: ¿yo
sonrío espontáneamente, con frescura, con amor? ¿O nuestra sonrisa es
artificial? ¿Yo todavía lloro? ¿O he perdido la capacidad de llorar? Dos preguntas
muy humanas que nos enseñan los niños.

Por todas estas razones, Jesús invita a sus discípulos a “ser como los niños”,
porque «el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos» (cf. Mt 18, 3; Mc
10, 14).
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

Queridos hermanos y hermanas, los niños traen vida, alegría, esperanza. Por
cierto también traen preocupaciones y a veces muchos problemas; pero es mejor
una sociedad con éstas preocupaciones y estos problemas, que una sociedad
triste y gris, porque se ha quedado sin niños. Y cuando vemos que el nivel de
nacimiento de una sociedad apenas llega al uno por ciento podemos decir: “esta
sociedad es triste, es gris, porque se ha quedado sin niños”.
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

(11) 20 años de la Encíclica Evangelium vitae miércoles 25 de marzo de 2015

Queridos hermanos y hermanas:

El 25 de marzo celebramos la fiesta de la Anunciación. El Arcángel Gabriel visita


a la Virgen María y le dice que concebirá y dará a luz al Hijo de Dios. Con este
anuncio, el Señor ilumina y refuerza la fe de María, como lo hará luego con su
esposo José, para que Jesús nazca y sea acogido en el calor de una familia.

Hoy que, en muchos países, se celebra la Jornada por la Vida, se cumplen veinte
años de la Encíclica Evangelium vitae, en la que la familia ocupa un puesto
central. Desde el principio, Dios bendijo al hombre y a la mujer para que
formasen una comunidad de amor para transmitir la vida. En el sacramento del
matrimonio, los esposos cristianos se comprometen con esta bendición durante
toda la vida; y la Iglesia, por su parte, se obliga a no abandonar a la nueva familia,
ni siquiera cuando ésta se aleje o caiga en el pecado, llamándola siempre a la
conversión y a la reconciliación con el Señor.

Para llevar a cabo esta misión, la Iglesia necesita una oración llena de amor por
la familia y por la vida.

Por eso, les propongo rezar insistentemente por el próximo Sínodo de los
Obispos, sobre la familia, para que la Iglesia esté cada vez más comprometida
y más unida en su testimonio del amor y la misericordia de Dios con todas las
familias.

Saludo a los peregrinos de lengua española, en especial a los grupos


provenientes de España, Uruguay, Colombia, Argentina, México y otros países
latinoamericanos. Les pido, por favor, que no falten las oraciones de todos por
el Sínodo. Necesitamos oraciones, no chismes. Que recen también los que se
sienten alejados o no están habituados a rezar. Muchas gracias.

Texto completo de la Catequesis del Papa

ORACIÓN PARA EL SÍNODO SOBRE LA FAMILIA

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! Buenos días pero no una linda
jornada ¿eh?

Hoy la audiencia se lleva a cabo en dos lugares diferentes, como hacemos


cuando llueve: ustedes aquí en la plaza, y muchos enfermos en el Aula Pablo VI
que siguen la audiencia a través de las pantallas gigantes. Ahora, como un gesto
de fraternal cortesía, los saludamos con un aplauso. ¡Y no es fácil aplaudir con
el paraguas en la mano! ¿Eh?

En nuestro camino de catequesis sobre la familia, hoy es una etapa un poco


especial: será una pausa de oración.

El 25 de marzo, de hecho, en la Iglesia celebramos solemnemente la


Anunciación, el inicio del misterio de la Encarnación. El Arcángel Gabriel visita
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

la humilde muchacha de Nazaret y le anuncia que concebirá y dará a luz al Hijo


de Dios. Con este anuncio, el Señor ilumina y fortalece la fe de María, como
luego hará también con su esposo José, para que Jesús pueda nacer en una
familia humana. Esto es muy bello: nos muestra que profundo es el misterio de
la Encarnación, así como Dios lo ha querido, que comprende no solamente la
concepción en el vientre de la madre, sino también la acogida en una verdadera
familia. Hoy me gustaría contemplar con ustedes la belleza de este vínculo. La
belleza de esta condescendencia de Dios; y podemos hacerlo recitando juntos
el Ave María, que en la primera parte retoma precisamente las mismas palabras
del Ángel, aquellas que le dirigió a la Virgen. Oremos juntos:

«Dios te salve María

llena eres de gracia

el Señor es contigo;

bendita tú eres

entre todas las mujeres,

y bendito es el fruto

de tu vientre, Jesús.

Santa María, Madre de Dios,

ruega por nosotros, pecadores,

ahora y en la ahora

de nuestra muerte. Amén»

Y ahora un segundo aspecto: el 25 de marzo, solemnidad de la Anunciación, en


muchos países se celebra la Jornada por la Vida. Por ello, veinte años atrás, San
Juan Pablo II en esta fecha firmó la Encíclica Evangelium vitae. Para
conmemorar este aniversario hoy están presentes en la Plaza muchos
adherentes del Movimiento por la Vida. En la Evangelium Vitae la familia ocupa
un lugar central, en cuanto es el seno de la vida humana. La palabra de mi
venerado Predecesor nos recuerda que la pareja humana ha sido bendecida por
Dios desde el principio para formar una comunidad de amor y de vida, a la que
ha sido confiada la misión de la procreación. Los esposos cristianos, celebrando
el sacramento del matrimonio, se vuelven disponibles para honrar esta
bendición, con la gracia de Cristo, para toda la vida. La Iglesia, por su parte, se
compromete solemnemente a cuidar a la familia que nace, como un don de Dios
para su propia vida, en las buenas y en las malas: el vínculo entre la Iglesia y la
familia es sagrado e inviolable. La Iglesia, como madre, nunca abandona la
familia, aun cuando esta está abatida, herida y mortificada de tantas maneras.
Ni siquiera cuando cae en el pecado, o se aleja de la Iglesia; siempre hará de
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

todo para tratar de curarla y de sanarla, para invitarla a la conversión y para


reconciliarla con el Señor.

Y bien, si esta es la tarea, es claro cuánta oración necesita la Iglesia para ser
capaz, en todo tiempo, de cumplir esta misión. Una oración llena de amor por la
familia y por la vida. Una oración que sabe regocijarse con los que gozan y sufrir
con los que sufren.

He aquí entonces lo que junto con mis colaboradores, hemos pensado


proponerles hoy: renovar la oración para el Sínodo de los Obispos sobre la
familia. Relanzamos este compromiso hasta el próximo octubre, cuando tendrá
lugar la Asamblea sinodal ordinaria dedicada a la familia. Quisiera que esta
oración, al igual que todo el camino sinodal, esté animada por la compasión del
Buen Pastor por su rebaño, especialmente por las personas y familias que por
diversos motivos están «cansadas y abatidas, como ovejas que no tienen
pastor» (Mt 9,36). Así, sostenida y animada por la gracia de Dios, la Iglesia podrá
estar aún más comprometida y más unida, en el testimonio de la verdad del amor
de Dios y de su misericordia por las familias del mundo, ninguna excluida, tanto
dentro como fuera del redil.

Les pido que por favor no hagan faltar su oración. Todos - el Papa, Cardenales,
Obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles laicos - todos estamos
llamados a rezar por el Sínodo. De esto hay necesidad, ¡no de habladurías! Invito
a rezar también a cuantos se sienten alejados, o que ya no están acostumbrados
a hacerlo. Esta oración por el Sínodo sobre la familia es por el bien de todos. Sé
que esta mañana les entregaron una estampita, y que la tienen entre sus manos.
Tal vez estará un poco mojada… Los invito a conservarla y llevarla con ustedes,
para que en los próximos meses puedan recitarla a menudo, con santa
insistencia, como Jesús nos ha pedido. Ahora la rezamos juntos:

Jesús, María y José,

en ustedes contemplamos

el esplendor del amor verdadero,

a ustedes nos dirigimos con fe.

Santa Familia de Nazaret

hagan nuestras familias

lugares de comunión y cenáculos de oración,

auténticas escuelas del Evangelio

y pequeñas Iglesias domésticas.

Santa Familia de Nazaret,


Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

que nunca más en las familias haya

violencia, cerrazón y división:

quienquiera haya sido herido o escandalizado

conozca pronto el consuelo y la sanación.

Santa Familia de Nazaret,

que el próximo Sínodo de los Obispos

pueda volver a despertar en todos la conciencia

del carácter sagrado e inviolable de la familia

de su belleza en el proyecto de Dios.

Jesús, María y José,

escuchen, atiendan nuestra súplica. Amén.


Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

(12) Es vergonzoso que los niños sean rechazados miércoles 8 de abril de 2015

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En las catequesis sobre la familia completamos hoy la reflexión sobre los niños, que son el
fruto más bello de la bendición que el Creador ha dado al hombre y a la mujer. Ya hemos
hablado del gran don que son los niños, hoy lamentablemente debemos hablar de las
“historias de pasión” que viven muchos de ellos.

Tantos niños desde el inicio son rechazados, abandonados, les roban su infancia y su futuro.
Alguien osa decir, casi para justificarse, que ha sido un error hacerlos venir al mundo. ¡Esto
es vergonzoso! ¡No descarguemos sobre los niños nuestras culpas, por favor! Los niños no
son jamás “un error”. Su hambre no es un error, como no lo es su pobreza, su fragilidad, su
abandono, tantos niños abandonados por las calles; y no lo es tampoco su ignorancia o su
incapacidad, tantos niños que no saben qué es una escuela, y no lo es tampoco todo esto. A
lo sumo, estos son motivos para amarlos más, con mayor generosidad. ¿A qué sirven
solemnes declaraciones de los derechos del hombre y de los derechos del niño si luego
punimos a los niños por los errores de los adultos?

Aquellos que tienen el deber de gobernar, de educar, pero, diría, todos los adultos, somos
responsables de los niños y de hacer cada uno lo que pueda para cambiar esta situación. Me
refiero a la pasión de los niños. Cada niño emarginado, abandonado, que vive en la calle
mendigando y con todo tipo de expediente, sin escuela, sin cuidados médicos es un grito que
llega a Dios y que acusa el sistema que nosotros adultos hemos construido. Y
lamentablemente, estos niños son presa de los delincuentes, que los explotan para indignos
tráficos y comercios, o adiestrándolos para la guerra y la violencia.

Pero también en los países llamados ricos tantos niños viven dramas que los marcan
duramente, a causa de la crisis de la familia, de los vacíos educativos y de condiciones de vida
a veces deshumanas. En todo caso son infancias violadas en el cuerpo y en el alma. ¡Pero a
ninguno de estos niños el Padre que está en los cielos lo ha olvidado! ¡Ninguna de sus
lágrimas está perdida! Como tampoco se debe perder nuestra responsabilidad, la
responsabilidad social de las personas, de cada uno de nosotros y de los Países.

Una vez Jesús reprochó a sus discípulos porque alejaban a los niños que los padres le
llevaban, para que los bendijera. Es conmovedora la narración evangélica: Le trajeron entonces
a unos niños para que les impusiera las manos y orara sobre ellos. Los discípulos los reprendieron, pero Jesús
les dijo: “Dejen a los niños, y no les impidan que vengan a mí, porque el Reino de los Cielos pertenece a los
que son como ellos”. Y después de haberles impuesto las manos, se fue de allí (Mt 19,13-5).

¡Qué bella esta confianza de los padres y esta respuesta de Jesús! ¡Cómo quisiera que esta
página se transformara en la historia normal de todos los niños! Es verdad que gracias a Dios
los niños con graves dificultades encuentran muy a menudo padres extraordinarios,
dispuestos a todo sacrificio y a toda generosidad. ¡Pero estos padres no deberían ser dejados
solos! Deberíamos acompañar su fatiga, pero también ofrecerles momentos de alegría
compartida y de alegría despreocupada, para que no estén ocupados sólo por la routine
terapéutica.

Cuando se trata de los niños, en todo caso, no se debería escuchar aquellas fórmulas de
defensa legal de oficio, tipo: “después de todo, nosotros no somos un ente de beneficencia”
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

o también “en el propio privado, cada uno es libre de hacer lo que quiere”; o también: “lo
sentimos, no podemos hacer nada”. Estas palabras no sirven cuando se trata de los niños.

Demasiado a menudo sobre los niños recaen los efectos de vidas desgastadas por un trabajo
precario y mal pagado, por horarios insostenibles, por transportes ineficientes… Pero los
niños pagan también el precio de uniones inmaduras y de separaciones irresponsables, son
las primeras víctimas; sufren los resultados de la cultura de los derechos subjetivos
exasperados, y se transforman luego en los hijos más precoces. A menudo absorben violencia
que no están en condiciones de “digerir” y bajo los ojos de los grandes están obligados a
acostumbrarse a la degradación.

También en esta época nuestra, como en el pasado, la Iglesia pone su maternidad al servicio
de los niños y de sus familias. A los padres y a los hijos de este nuestro mundo lleva la
bendición de Dios, la ternura materna, el reproche firme y la condena decidida. Hermanos y
hermanas, piénsenlo bien: ¡Con los niños no se juega!

Piensen en qué cosa sería una sociedad que decidiera, de una vez por todas, establecer este
principio: “es verdad que no somos perfectos y que cometemos muchos errores. Pero
cuando se trata de los niños que vienen al mundo, ningún sacrificio de los adultos será
juzgado demasiado costoso o demasiado grande, con tal de evitar que un niño piense que es
un error, que no vale nada y que es abandonado a las heridas de la vida y a la prepotencia de
los hombres”. ¡Qué bella sería una sociedad así! Yo digo que a esta sociedad se le perdonaría
mucho, de sus innumerables errores. Mucho, de verdad.

El Señor juzga nuestra vida escuchando aquello que le refieren los ángeles de los niños que
“ven siempre el rostro del Padre que está en los cielos” (cfr. Mt 18,10). Preguntémonos
siempre: ¿Qué le contarían a Dios de nosotros estos “ángeles de los niños”?
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

(13) el gran don que Dios hizo a la humanidad con la creación del hombre y la mujer y con el
sacramento del matrimonio. Miércoles 15 de abril de 2015

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

La catequesis de hoy está dedicada a un aspecto central del tema de la familia: el gran don
que Dios hizo a la humanidad con la creación del hombre y la mujer y con el sacramento del
matrimonio. Esta catequesis y la próxima se refieren a la diferencia y la complementariedad
entre el hombre y la mujer, que están en el vértice de la creación divina; las próximas dos
serán sobre otros temas del matrimonio.

Iniciamos con un breve comentario al primer relato de la creación, en el libro del Génesis.
Allí leemos que Dios, después de crear el universo y todos los seres vivientes, creó la obra
maestra, o sea, el ser humano, que hizo a su imagen: «a imagen de Dios lo creó: varón y mujer
los creó» (Gen 1, 27), así dice el libro del Génesis.

Y como todos sabemos, la diferencia sexual está presente en muchas formas de vida, en la
larga serie de los seres vivos. Pero sólo en el hombre y en la mujer esa diferencia lleva en sí
la imagen y la semejanza de Dios: el texto bíblico lo repite tres veces en dos versículos (26-
27): hombre y mujer son imagen y semejanza de Dios. Esto nos dice que no sólo el hombre
en su individualidad es imagen de Dios, no sólo la mujer en su individualidad es imagen de
Dios, sino también el hombre y la mujer, como pareja, son imagen de Dios. La diferencia
entre hombre y mujer no es para la contraposición, o subordinación, sino para la comunión
y la generación, siempre a imagen y semejanza de Dios.

La experiencia nos lo enseña: para conocerse bien y crecer armónicamente el ser humano
necesita de la reciprocidad entre hombre y mujer. Cuando esto no se da, se ven las
consecuencias. Estamos hechos para escucharnos y ayudarnos mutuamente. Podemos decir
que sin el enriquecimiento recíproco en esta relación —en el pensamiento y en la acción, en
los afectos y en el trabajo, incluso en la fe— los dos no pueden ni siquiera comprender en
profundidad lo que significa ser hombre y mujer.

La cultura moderna y contemporánea ha abierto nuevos espacios, nuevas libertades y nuevas


profundidades para el enriquecimiento de la comprensión de esta diferencia. Pero ha
introducido también muchas dudas y mucho escepticismo. Por ejemplo, yo me pregunto si
la así llamada teoría del gender no sea también expresión de una frustración y de una
resignación, orientada a cancelar la diferencia sexual porque ya no sabe confrontarse con la
misma. Sí, corremos el riesgo de dar un paso hacia atrás. La remoción de la diferencia, en
efecto, es el problema, no la solución. Para resolver sus problemas de relación, el hombre y
la mujer deben en cambio hablar más entre ellos, escucharse más, conocerse más, quererse
más. Deben tratarse con respeto y cooperar con amistad. Con estas bases humanas,
sostenidas por la gracia de Dios, es posible proyectar la unión matrimonial y familiar para
toda la vida. El vínculo matrimonial y familiar es algo serio, y lo es para todos, no sólo para
los creyentes. Quisiera exhortar a los intelectuales a no abandonar este tema, como si hubiese
pasado a ser secundario, por el compromiso en favor de una sociedad más libre y más justa.

Dios ha confiado la tierra a la alianza del hombre y la mujer: su fracaso aridece el mundo de
los afectos y oscurece el cielo de la esperanza. Las señales ya son preocupantes, y las vemos.
Quisiera indicar, entre otros muchos, dos puntos que yo creo que deben comprometernos
con más urgencia.
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

El primero. Es indudable que debemos hacer mucho más en favor de la mujer, si queremos
volver a dar más fuerza a la reciprocidad entre hombres y mujeres. Es necesario, en efecto,
que la mujer no sólo sea más escuchada, sino que su voz tenga un peso real, una autoridad
reconocida, en la sociedad y en la Iglesia. El modo mismo con el que Jesús consideró a la
mujer en un contexto menos favorable que el nuestro, porque en esos tiempos la mujer
estaba precisamente en segundo lugar, y Jesús la trató de una forma que da una luz potente,
que ilumina una senda que conduce lejos, de la cual hemos recorrido sólo un trocito. No
hemos comprendido aún en profundidad cuáles son las cosas que nos puede dar el genio
femenino, las cosas que la mujer puede dar a la sociedad y también a nosotros: la mujer sabe
ver las cosas con otros ojos que completan el pensamiento de los hombres. Es un camino
por recorrer con más creatividad y audacia.

Una segunda reflexión se refiere al tema del hombre y de la mujer creados a imagen de Dios.
Me pregunto si la crisis de confianza colectiva en Dios, que nos hace tanto mal, que hace que
nos enfermemos de resignación ante la incredulidad y el cinismo, no esté también relacionada
con la crisis de la alianza entre hombre y mujer. En efecto, el relato bíblico, con la gran
pintura simbólica sobre el paraíso terrestre y el pecado original, nos dice precisamente que la
comunión con Dios se refleja en la comunión de la pareja humana y la pérdida de la confianza
en el Padre celestial genera división y conflicto entre hombre y mujer.

De aquí viene la gran responsabilidad de la Iglesia, de todos los creyentes, y ante todo de las
familias creyentes, para redescubrir la belleza del designio creador que inscribe la imagen de
Dios también en la alianza entre el hombre y la mujer. La tierra se colma de armonía y de
confianza cuando la alianza entre hombre y mujer se vive bien. Y si el hombre y la mujer la
buscan juntos entre ellos y con Dios, sin lugar a dudas la encontrarán. Jesús nos alienta
explícitamente a testimoniar esta belleza, que es la imagen de Dios.
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

(14) Hombre y mujer son de la misma sustancia y complementarios. Miércoles 22 de abril de


2015

En la anterior catequesis sobre la familia me detuve en el primer relato de la creación del ser
humano, en el primer capítulo del Génesis, donde está escrito: Dios creó al hombre a su imagen:
a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó (1,27). Hoy quisiera completar la reflexión con el
segundo relato, que encontramos en el segundo capítulo. Ahí leemos que el Señor, tras haber
creado el cielo y la tierra, formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue
el hombre un ser viviente (2,7). Es el culmen de la creación. Pero falta algo. Luego Dios pone al
hombre en un bellísimo jardín para que lo cultivase y protegiese (cfr. 2,15).

El Espíritu Santo, que inspiró toda la Biblia, sugiere por un momento la imagen del hombre
solo −le falta algo−, sin la mujer. Y sugiere el pensamiento de Dios, como el sentimiento de
Dios que lo mira, que observa a Adán solo en el jardín: es libre, es señor,… pero está solo.
Y Dios ve que eso no es bueno: es como una falta de comunión, le falta una comunión, una
falta de plenitud. No es bueno que el hombre esté solo −dice Dios, y añade− le haré ayuda idónea para
él (2,18). Entonces Dios presenta al hombre todos los animales; el hombre da a cada uno de
ellos su nombre −y esta otra imagen del señorío del hombre sobre la creación−, pero no
encuentra en ningún animal a nadie semejante a él. El hombre sigue solo.

Cuando finalmente Dios presenta a la mujer, el hombre reconoce exultante que aquella
criatura, y solo ella, es parte de él: hueso de mis huesos, carne de mi carne (2,23). Por fin hay un
reflejo, una reciprocidad. Y cuando una persona −es un ejemplo para entenderlo bien− quiere
dar la mano a otra, debe tener a otro delante: si uno extiende la mano y no hay nadie, la mano
está ahí, pero falta reciprocidad. Así estaba el hombre, le faltaba algo para llegar a su plenitud,
le faltaba reciprocidad. La mujer no es una réplica del hombre; viene directamente del gesto
creador de Dios. La imagen de la costilla no expresa en absoluto inferioridad o
subordinación, sino, al contrario, que hombre y mujer son de la misma sustancia y son
complementarios, y tienen esa reciprocidad. Y el hecho de que −siempre en la parábola−
Dios forme a la mujer mientras el hombre duerme, subraya precisamente que ella no es en
modo alguno una criatura del hombre, sino de Dios. Y también sugiere otra cosa: para
encontrar a la mujer −podemos decir para encontrar el amor en la mujer− el hombre primero
debe soñarla y luego la encuentra.

La confianza de Dios en el hombre y en la mujer, a los que confía la tierra, es generosa,


directa y plena. Se fía de ellos. Pero entonces el maligno introduce en su mente la sospecha,
la incredulidad, la desconfianza. Y finalmente, llega la desobediencia al mandato que les
protegía. Caen en aquel delirio de omnipotencia que contamina todo y destruye la armonía.
También nosotros lo sentimos dentro tantas veces. El pecado engendra desconfianza y
división entre el hombre y la mujer. Su relación se verá socavada de mil formas de
prevaricación y de sometimiento, de seducción engañosa y de prepotencia humillante, hasta
las más dramáticas y violentas.

La historia muestra sus huellas. Pensemos, por ejemplo, en los excesos negativos de las
culturas patriarcales. Pensemos en las múltiples formas de machismo donde la mujer era
considerada de segunda clase. Pensemos en la instrumentalización y mercantilismo del
cuerpo femenino en la actual cultura mediática. Y pensemos también en la reciente epidemia
de desconfianza, de escepticismo, e incluso de hostilidad que se difunde en nuestra cultura
−en particular a partir de una comprensible desconfianza de las mujeres− respecto a una
alianza entre hombre y mujer que sea capaz, al mismo tiempo, de afinar la intimidad de la
comunión y de proteger la dignidad de la diferencia.
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

Si no encontramos una oleada de simpatía para esta alianza, capaz de poner a las nuevas
generaciones al reparo de la desconfianza y la indiferencia, los hijos vendrán al mundo cada
vez más desarraigados de ella desde el seno materno. La devaluación social de la alianza
estable y generativa del hombre y la mujer es ciertamente una pérdida para todos. ¡Debemos
devolver el honor al matrimonio y a la familia! La Biblia dice una cosa bonita: el hombre
encuentra a la mujer, se encuentran… y el hombre debe dejar algo para hallarla plenamente.
Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre para irse con ella. ¡Es bonito! Eso significa
comenzar un camino. El hombre es todo para la mujer y la mujer es toda para el hombre.

La protección de esa alianza del hombre y la mujer, aunque pecadores y heridos, confusos y
humillados, desconfiados e inciertos, es para los creyentes una vocación comprometida y
apasionante, en la condición actual. El mismo relato de la creación y del pecado, al final, nos
deja una imagen bellísima: El Señor Dios hizo al hombre y a su mujer túnicas de piel y los vistió (Gen
3,21). Es una imagen de ternura hacia aquella pareja pecadora que nos deja con la boca
abierta: la ternura de Dios por el hombre y por la mujer. Es una imagen de protección paterna
de la pareja humana. Dios mismo cuida y proteje su obra maestra.
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

(15) el gran don que Dios hizo a la humanidad con la creación del hombre y la mujer y con el
sacramento del matrimonio. Miércoles 15 de abril de 2015

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

La catequesis de hoy está dedicada a un aspecto central del tema de la familia: el gran don que Dios hizo a la
humanidad con la creación del hombre y la mujer y con el sacramento del matrimonio. Esta catequesis y la
próxima se refieren a la diferencia y la complementariedad entre el hombre y la mujer, que están en el vértice
de la creación divina; las próximas dos serán sobre otros temas del matrimonio.

Iniciamos con un breve comentario al primer relato de la creación, en el libro del Génesis. Allí leemos que
Dios, después de crear el universo y todos los seres vivientes, creó la obra maestra, o sea, el ser humano, que
hizo a su imagen: «a imagen de Dios lo creó: varón y mujer los creó» (Gen 1, 27), así dice el libro del Génesis.

Y como todos sabemos, la diferencia sexual está presente en muchas formas de vida, en la larga serie de los
seres vivos. Pero sólo en el hombre y en la mujer esa diferencia lleva en sí la imagen y la semejanza de Dios: el
texto bíblico lo repite tres veces en dos versículos (26-27): hombre y mujer son imagen y semejanza de Dios.
Esto nos dice que no sólo el hombre en su individualidad es imagen de Dios, no sólo la mujer en su
individualidad es imagen de Dios, sino también el hombre y la mujer, como pareja, son imagen de Dios. La
diferencia entre hombre y mujer no es para la contraposición, o subordinación, sino para la comunión y la
generación, siempre a imagen y semejanza de Dios.

La experiencia nos lo enseña: para conocerse bien y crecer armónicamente el ser humano necesita de la
reciprocidad entre hombre y mujer. Cuando esto no se da, se ven las consecuencias. Estamos hechos para
escucharnos y ayudarnos mutuamente. Podemos decir que sin el enriquecimiento recíproco en esta relación —
en el pensamiento y en la acción, en los afectos y en el trabajo, incluso en la fe— los dos no pueden ni siquiera
comprender en profundidad lo que significa ser hombre y mujer.

La cultura moderna y contemporánea ha abierto nuevos espacios, nuevas libertades y nuevas profundidades
para el enriquecimiento de la comprensión de esta diferencia. Pero ha introducido también muchas dudas y
mucho escepticismo. Por ejemplo, yo me pregunto si la así llamada teoría del gender no sea también expresión
de una frustración y de una resignación, orientada a cancelar la diferencia sexual porque ya no sabe confrontarse
con la misma. Sí, corremos el riesgo de dar un paso hacia atrás. La remoción de la diferencia, en efecto, es el
problema, no la solución. Para resolver sus problemas de relación, el hombre y la mujer deben en cambio hablar
más entre ellos, escucharse más, conocerse más, quererse más. Deben tratarse con respeto y cooperar con
amistad. Con estas bases humanas, sostenidas por la gracia de Dios, es posible proyectar la unión matrimonial
y familiar para toda la vida. El vínculo matrimonial y familiar es algo serio, y lo es para todos, no sólo para los
creyentes. Quisiera exhortar a los intelectuales a no abandonar este tema, como si hubiese pasado a ser
secundario, por el compromiso en favor de una sociedad más libre y más justa.

Dios ha confiado la tierra a la alianza del hombre y la mujer: su fracaso aridece el mundo de los afectos y
oscurece el cielo de la esperanza. Las señales ya son preocupantes, y las vemos. Quisiera indicar, entre otros
muchos, dos puntos que yo creo que deben comprometernos con más urgencia.

El primero. Es indudable que debemos hacer mucho más en favor de la mujer, si queremos volver a dar más
fuerza a la reciprocidad entre hombres y mujeres. Es necesario, en efecto, que la mujer no sólo sea más
escuchada, sino que su voz tenga un peso real, una autoridad reconocida, en la sociedad y en la Iglesia. El modo
mismo con el que Jesús consideró a la mujer en un contexto menos favorable que el nuestro, porque en esos
tiempos la mujer estaba precisamente en segundo lugar, y Jesús la trató de una forma que da una luz potente,
que ilumina una senda que conduce lejos, de la cual hemos recorrido sólo un trocito. No hemos comprendido
aún en profundidad cuáles son las cosas que nos puede dar el genio femenino, las cosas que la mujer puede dar
a la sociedad y también a nosotros: la mujer sabe ver las cosas con otros ojos que completan el pensamiento de
los hombres. Es un camino por recorrer con más creatividad y audacia.

Una segunda reflexión se refiere al tema del hombre y de la mujer creados a imagen de Dios. Me pregunto si la
crisis de confianza colectiva en Dios, que nos hace tanto mal, que hace que nos enfermemos de resignación
ante la incredulidad y el cinismo, no esté también relacionada con la crisis de la alianza entre hombre y mujer.
En efecto, el relato bíblico, con la gran pintura simbólica sobre el paraíso terrestre y el pecado original, nos dice
precisamente que la comunión con Dios se refleja en la comunión de la pareja humana y la pérdida de la
confianza en el Padre celestial genera división y conflicto entre hombre y mujer.

De aquí viene la gran responsabilidad de la Iglesia, de todos los creyentes, y ante todo de las familias creyentes,
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

para redescubrir la belleza del designio creador que inscribe la imagen de Dios también en la alianza entre el
hombre y la mujer. La tierra se colma de armonía y de confianza cuando la alianza entre hombre y mujer se
vive bien. Y si el hombre y la mujer la buscan juntos entre ellos y con Dios, sin lugar a dudas la encontrarán.
Jesús nos alienta explícitamente a testimoniar esta belleza, que es la imagen de Dios.
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

(16) Hombre y mujer son de la misma sustancia y complementarios. Miércoles 22 de


abril de 2015

En la anterior catequesis sobre la familia me detuve en el primer relato de la creación del ser
humano, en el primer capítulo del Génesis, donde está escrito: Dios creó al hombre a su imagen:
a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó (1,27). Hoy quisiera completar la reflexión con el
segundo relato, que encontramos en el segundo capítulo. Ahí leemos que el Señor, tras haber
creado el cielo y la tierra, formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue
el hombre un ser viviente (2,7). Es el culmen de la creación. Pero falta algo. Luego Dios pone al
hombre en un bellísimo jardín para que lo cultivase y protegiese (cfr. 2,15).

El Espíritu Santo, que inspiró toda la Biblia, sugiere por un momento la imagen del hombre
solo −le falta algo−, sin la mujer. Y sugiere el pensamiento de Dios, como el sentimiento de
Dios que lo mira, que observa a Adán solo en el jardín: es libre, es señor,… pero está solo.
Y Dios ve que eso no es bueno: es como una falta de comunión, le falta una comunión, una
falta de plenitud. No es bueno que el hombre esté solo −dice Dios, y añade− le haré ayuda idónea para
él (2,18). Entonces Dios presenta al hombre todos los animales; el hombre da a cada uno de
ellos su nombre −y esta otra imagen del señorío del hombre sobre la creación−, pero no
encuentra en ningún animal a nadie semejante a él. El hombre sigue solo.

Cuando finalmente Dios presenta a la mujer, el hombre reconoce exultante que aquella
criatura, y solo ella, es parte de él: hueso de mis huesos, carne de mi carne (2,23). Por fin hay un
reflejo, una reciprocidad. Y cuando una persona −es un ejemplo para entenderlo bien− quiere
dar la mano a otra, debe tener a otro delante: si uno extiende la mano y no hay nadie, la mano
está ahí, pero falta reciprocidad. Así estaba el hombre, le faltaba algo para llegar a su plenitud,
le faltaba reciprocidad. La mujer no es una réplica del hombre; viene directamente del gesto
creador de Dios. La imagen de la costilla no expresa en absoluto inferioridad o
subordinación, sino, al contrario, que hombre y mujer son de la misma sustancia y son
complementarios, y tienen esa reciprocidad. Y el hecho de que −siempre en la parábola−
Dios forme a la mujer mientras el hombre duerme, subraya precisamente que ella no es en
modo alguno una criatura del hombre, sino de Dios. Y también sugiere otra cosa: para
encontrar a la mujer −podemos decir para encontrar el amor en la mujer− el hombre primero
debe soñarla y luego la encuentra.

La confianza de Dios en el hombre y en la mujer, a los que confía la tierra, es generosa,


directa y plena. Se fía de ellos. Pero entonces el maligno introduce en su mente la sospecha,
la incredulidad, la desconfianza. Y finalmente, llega la desobediencia al mandato que les
protegía. Caen en aquel delirio de omnipotencia que contamina todo y destruye la armonía.
También nosotros lo sentimos dentro tantas veces. El pecado engendra desconfianza y
división entre el hombre y la mujer. Su relación se verá socavada de mil formas de
prevaricación y de sometimiento, de seducción engañosa y de prepotencia humillante, hasta
las más dramáticas y violentas.

La historia muestra sus huellas. Pensemos, por ejemplo, en los excesos negativos de las
culturas patriarcales. Pensemos en las múltiples formas de machismo donde la mujer era
considerada de segunda clase. Pensemos en la instrumentalización y mercantilismo del
cuerpo femenino en la actual cultura mediática. Y pensemos también en la reciente epidemia
de desconfianza, de escepticismo, e incluso de hostilidad que se difunde en nuestra cultura
−en particular a partir de una comprensible desconfianza de las mujeres− respecto a una
alianza entre hombre y mujer que sea capaz, al mismo tiempo, de afinar la intimidad de la
comunión y de proteger la dignidad de la diferencia.
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

Si no encontramos una oleada de simpatía para esta alianza, capaz de poner a las nuevas
generaciones al reparo de la desconfianza y la indiferencia, los hijos vendrán al mundo cada
vez más desarraigados de ella desde el seno materno. La devaluación social de la alianza
estable y generativa del hombre y la mujer es ciertamente una pérdida para todos. ¡Debemos
devolver el honor al matrimonio y a la familia! La Biblia dice una cosa bonita: el hombre
encuentra a la mujer, se encuentran… y el hombre debe dejar algo para hallarla plenamente.
Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre para irse con ella. ¡Es bonito! Eso significa
comenzar un camino. El hombre es todo para la mujer y la mujer es toda para el hombre.

La protección de esa alianza del hombre y la mujer, aunque pecadores y heridos, confusos y
humillados, desconfiados e inciertos, es para los creyentes una vocación comprometida y
apasionante, en la condición actual. El mismo relato de la creación y del pecado, al final, nos
deja una imagen bellísima: El Señor Dios hizo al hombre y a su mujer túnicas de piel y los vistió (Gen
3,21). Es una imagen de ternura hacia aquella pareja pecadora que nos deja con la boca
abierta: la ternura de Dios por el hombre y por la mujer. Es una imagen de protección paterna
de la pareja humana. Dios mismo cuida y proteje su obra maestra.
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

(17) La familia: el matrimonio (I). Miércoles 29 de abril de 2015

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Nuestra reflexión sobre el designio originario de Dios sobre la pareja hombre-mujer, después
de haber considerado las dos narraciones del Libro del Génesis, se dirige ahora directamente
a Jesús.

El evangelista Juan, al comienzo de su Evangelio, narra el episodio de las bodas de Caná, en


las cuales estaban presentes la Virgen María y Jesús, con sus primeros discípulos (cfr. Jn 2,
1-11). ¡Jesús no sólo participó en aquel matrimonio, sino que “salvó la fiesta” con el milagro
del vino! Por lo tanto, el primero de sus signos prodigiosos, con el cual Él revela su gloria, lo
cumplió en el contexto de un matrimonio y fue un gesto de gran simpatía por aquella familia
naciente, solicitado por el apremio materno de María. Y esto nos hace recordar el libro del
Génesis, cuando Dios terminó la obra de la creación y hace su obra maestra; la obra maestra
es el hombre y la mujer. Y aquí precisamente Jesús comienza sus milagros, con esta obra
maestra, en un matrimonio, en una fiesta de bodas: un hombre y una mujer. Así Jesús nos
enseña que la obra maestra de la sociedad es la familia: ¡el hombre y la mujer que se aman!
¡Ésta es la obra maestra!

Desde los tiempos de las bodas de Caná, tantas cosas han cambiado, pero aquel “signo” de
Cristo contiene un mensaje siempre válido.

Hoy, no parece fácil hablar del matrimonio como de una fiesta que se renueva en el tiempo,
en las diversas estaciones de la entera vida de los cónyuges. Es un hecho que las personas
que se desposan son siempre menos. Esto es un hecho: los jóvenes no quieren casarse. En
muchos países en cambio aumenta el número de las separaciones, mientras disminuye el
número de los hijos. La dificultad para quedarse juntos – ya sea como pareja que como familia
– lleva siempre a romper los vínculos siempre con mayor frecuencia y rapidez, y precisamente
los hijos son los primeros en pagar las consecuencias. Pero pensemos que las primeras
víctimas, las víctimas más importantes, las víctimas que sufren más en una separación son
los hijos. Si experimentas desde pequeño que el matrimonio es un vínculo “a tiempo
determinado”, inconscientemente para ti será así. En efecto, muchos jóvenes son llevados a
renunciar al proyecto mismo de un vínculo irrevocable y de una familia duradera. Creo que
debemos reflexionar con gran seriedad sobre el porqué tantos jóvenes “no se sienten” de
casarse. Existe esta cultura de lo provisorio…todo es provisorio, parece que no hay algo
definitivo.

Ésta de los jóvenes que no quieren casarse es una de las preocupaciones que surgen en el día
de hoy: ¿por qué los jóvenes no se casan? ¿Por qué a menudo prefieren una convivencia y
tantas veces “a responsabilidad limitada”? ¿Por qué muchos – también entre los bautizados
– tienen poca confianza en el matrimonio y en la familia? Es importante tratar de entender,
si queremos que los jóvenes puedan encontrar el camino justo para recorrer. ¿Por qué no
tienen confianza en la familia?

Las dificultades no son sólo de carácter económico, si bien estas son realmente serias.
Muchos consideran que el cambio sucedido en estos últimos decenios haya sido puesto en
marcha por la emancipación de la mujer. Pero ni siquiera este argumento es válido. ¡Pero ésta
es también una injuria! ¡No, no es verdad! Es una forma de machismo, que siempre quiere
dominar a la mujer. Hacemos el papelón que hizo Adán, cuando Dios le dijo: “¿Pero por qué
has comido la fruta?” Y él: “Ella me la dio”. Es culpa de la mujer. ¡Pobre mujer! ¡Debemos
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

defender a las mujeres, eh! En realidad, casi todos los hombres y las mujeres querrían una
seguridad afectiva estable, un matrimonio sólido y una familia feliz. La familia está en la cima
de todos los índices de agrado entre los jóvenes; pero, por miedo de equivocarse, muchos
no quieren ni siquiera pensar en ella; no obstante son cristianos, no piensan al matrimonio
sacramental, signo único e irrepetible de la alianza, que se transforma en testimonio de la fe.
Quizás, precisamente este miedo de fracasar es el más grande obstáculo para acoger la palabra
de Cristo, que promete su gracia a la unión conyugal y a la familia.

El testimonio más persuasivo de la bendición del matrimonio cristiano es la vida buena de


los esposos cristianos y de la familia. ¡No hay modo mejor para decir la belleza del
sacramento! El matrimonio consagrado por Dios custodia aquel vínculo entre el hombre y
la mujer que Dios ha bendecido desde la creación del mundo; y es fuente de paz y de bien
para la entera vida conyugal y familiar. Por ejemplo, en los primeros tiempos del
Cristianismo, esta gran dignidad del vínculo entre el hombre y la mujer venció un abuso
considerado entonces completamente normal, es decir, el derecho de los maridos de repudiar
a las esposas, también con los motivos más falsos y humillantes. El Evangelio de la familia,
el Evangelio que anuncia precisamente este sacramento ha vencido esta cultura de repudio
habitual.

El germen cristiano de la radical igualdad entre los cónyuges hoy debe traer nuevos frutos.
El testimonio de la dignidad social del matrimonio se hará persuasivo precisamente por este
camino, el camino del testimonio que atrae, el camino de la reciprocidad entre ellos, de la
complementariedad entre ellos.

Por esto, como cristianos, debemos hacernos más exigentes a este respecto. Por ejemplo:
sostener con decisión el derecho a la igual retribución por igual trabajo ¿por qué se da por
cierto que las mujeres deben ganar menos que los hombres? ¡No! ¡El mismo derecho! ¡La
disparidad es un puro escándalo! Al mismo tiempo, reconocer como riqueza siempre válida
la maternidad de las mujeres y la paternidad de los hombres, a beneficio sobre todo de los
niños. Igualmente, la virtud de la hospitalidad de las familias cristianas reviste hoy una
importancia crucial, especialmente en las situaciones de pobreza, de degrado, de violencia
familiar.

Queridos hermanos y hermanas, ¡no tengamos miedo de invitar a Jesús a la fiesta de bodas!
Y no tengamos miedo de invitar a Jesús a nuestra casa, para que esté con nosotros y custodie
la familia. ¡Y también a su madre, María! Los cristianos, cuando se desposan “en el Señor”
son transformados en un signo eficaz del amor de Dios. Los cristianos no se desposan sólo
por sí mismos: se desposan en el Señor en favor de toda la comunidad, de la entera sociedad.

De esta bella vocación del matrimonio cristiano, hablaré en la próxima catequesis. Gracias.
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

(18) La familia: el matrimonio (II). Miércoles 06 de mayo de 2015

En nuestro camino de catequesis sobre la familia tocamos hoy directamente la belleza del
matrimonio cristiano, que no es simplemente una ceremonia que se hace en la iglesia, con las
flores, los vestidos, las fotos… El matrimonio cristiano es un sacramento que sucede en la
Iglesia, y que también hace la Iglesia, dando inicio a una nueva comunidad familiar.

Es lo que el Apóstol Pablo resume en su célebre expresión: Gran misterio es este; lo digo respecto
a Cristo y a la Iglesia (Ef 5,32). Inspirado por el Espíritu Santo, Pablo afirma que el amor entre
los cónyuges es imagen del amor entre Cristo y la Iglesia. ¡Una dignidad impensable! Pero en
realidad está inscrita en el plan creador de Dios y, con la gracia de Cristo, innumerables
parejas cristianas, con sus limitaciones y sus pecados, ¡la han realizado!

San Pablo, hablando de la nueva vida en Cristo, dice que los cristianos −todos− están
llamados a amarse como Cristo les ha amado, es decir, someteos los unos a los otros (Ef 5,21),
que significa al servicio los unos de los otros. Y aquí introduce la analogía entre la pareja
marido-mujer y la de Cristo-Iglesia. Está claro que se trata de una analogía imperfecta, pero
debemos captar el sentido espiritual que es altísimo y revolucionario, y al mismo tiempo
sencillo, al alcance de cada hombre y mujer que se encomiendan a la gracia de Dios.

El marido −dice Pablo− debe amar a la mujer como a su propio cuerpo (Ef 5,28); amarla como
Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella (v. 25). Pero vosotros, maridos que estáis
aquí presentes, ¿entendéis esto? ¿Amar a vuestra mujer como Cristo ama a la Iglesia? ¡No
son bromas, sino cosas serias! El efecto de este radicalismo de la entrega que se le pide al
hombre, por el amor y la dignidad de la mujer, según el ejemplo de Cristo, debió ser enorme,
en la misma comunidad cristiana.

Esta semilla de la novedad evangélica, que restablece la originaria reciprocidad de la entrega


y del respeto, maduró lentamente en la historia, pero al final ha prevalecido.

El sacramento del matrimonio es un gran acto de fe y de amor: manifiesta el valor de creer


en la belleza del acto creador de Dios y de vivir ese amor que empuja a ir siempre más allá,
más allá de sí mismos e incluso más allá de la misma familia. La vocación cristiana para amar
sin reservas y sin medida es, con la gracia de Cristo, lo que está en la base también del libre
consentimiento que constituye el matrimonio.

La Iglesia misma está plenamente implicada en la historia de todo matrimonio cristiano: se


edifica en sus éxitos y padece en sus fracasos. Pero tenemos que preguntarnos con seriedad:
¿aceptamos a fondo, nosotros mismos, como creyentes y como pastores, este vínculo
indisoluble de la historia de Cristo y de la Iglesia con la historia del matrimonio y de la familia
humana? ¿Estamos dispuestos a asumir seriamente esa responsabilidad, o sea, que todo
matrimonio va por el camino del amor que Cristo tiene con la Iglesia? ¡Qué grande e esto!

En esta profundidad del misterio creatural, reconocido y restablecido en su pureza, se abre


un segundo gran horizonte que caracteriza el sacramento del matrimonio. La decisión de
casarse en el Señor contiene también una dimensione misionera, que significa tener en el
corazón la disponibilidad de hacerse portadores de la bendición de Dios y de la gracia del
Señor para todos. De hecho, los esposos cristianos participan en cuanto esposos en la misión
de la Iglesia. ¡Hace falta valor para eso! Por eso, cuando saludo a los recién casados, digo:
“¡Mirad qué valientes!”, porque hace falta valor para amarse como Cristo ama a la Iglesia.
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

La celebración del sacramento no puede dejar fuera esta corresponsabilidad de la vida


familiar respecto a la gran misión de amor de la Iglesia. Así, la vida de la Iglesia se enriquece
cada vez de la belleza de esa alianza esponsal, así como se empobrece cada vez que viene
desfigurada. La Iglesia, para ofrecer a todos los dones de la fe, del amor y de la esperanza,
necesita también la valiente fidelidad de los esposos a la gracia de su sacramento. El pueblo
de Dios necesita de su diario camino en la fe, en el amor y en la esperanza, con todas las
alegrías y fatigas que ese camino comporta en un matrimonio y en una familia.

La ruta queda así marcada para siempre, es la ruta del amor: se ama como ama Dios, para
siempre. Cristo no cesa de cuidar de la Iglesia: la ama siempre, la protege siempre, como a sí
mismo. Cristo no deja de quitar del rostro humano las manchas y las arrugas de todo tipo.
Es emocionante y tan bonita la irradiación de la fuerza y de la ternura de Dios que se trasmite
de pareja a pareja, de familia a familia. Tiene razón san Pablo: ¡esto es precisamente un gran
misterio! ¡Hombres y mujeres, lo bastante valientes como para llevar ese tesoro en los vasos de
barro de nuestra humanidad, son −esos hombres y mujeres tan valientes− un recurso esencial
para la Iglesia, e incluso para todo el mundo! ¡Dios los bendiga mil veces por eso!
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

(19) Que no falte en nuestro corazón, en nuestros hogares y en la convivencia civil las
tres palabras: permiso, perdón y gracias. Miércoles 13 de mayo de 2015

La catequesis de hoy es como la puerta de entrada de una serie de reflexiones sobre la vida
de la familia, su vida real, con sus tiempos y sus acontecimientos. Encima de esta puerta de
entrada hay escritas tres palabras, que ya he utilizado aquí en la Plaza varias veces. Y las tres
palabras son: permiso, gracias, perdón. Estas palabras abren el camino para vivir bien en
la familia, para vivir en paz. Son palabras sencillas, ¡pero no tan fáciles de poner en práctica!
Encierran una gran fuerza: la fuerza de proteger la casa, también en las mil dificultades y
pruebas; en cambio, su falta, poco a poco abre grietas que pueden hacerla incluso venirse
abajo.

Las conocemos normalmente como las palabras de la “buena educación”. Y es así: una
persona bien educada pide permiso, dice gracias o pide perdón si se equivoca. Y eso está
bien, porque la buena educación es muy importante. Un gran obispo, san Francisco de Sales,
solía decir que la buena educación ya es media santidad. Pero, ¡cuidado!, porque en la historia
hemos conocido también un formalismo de las buenas maneras que puede llegar a ser
máscara que esconde la aridez del alma y el desinterés por el otro. Se suele decir: Detrás de tan
buenas maneras se esconden malas costumbres. Ni siquiera la religión está a salvo de este riesgo, que
lleva a la observancia formal a caer en la mundanidad espiritual. El diablo que tienta a Jesús
destila buenas maneras —es todo un señor, un caballero— y cita las Sagradas Escrituras,
parece un teólogo. Su estilo parece correcto, pero su intención es la de desviar de la verdad
del amor de Dios. Nosotros, en cambio, entendemos la buena educación en sus términos
auténticos, donde el estilo de los buenos modales está fuertemente arraigado en el amor del
bien y en el respeto del otro. La familia vive de esta finura del amor.

1. Veamos: la primera palabra es permiso. Cuando nos preocupamos por pedir gentilmente
incluso lo que quizá pensamos poder pretender, ponemos una auténtica fortaleza para el
espíritu de la convivencia matrimonial y familiar. Entrar en la vida del otro, aunque forme
parte de nuestra vida, requiere la delicadeza de una actitud no invasiva, que renueva la
confianza y el respeto. La confianza, en definitiva, no autoriza a darlo todo por descontado.
Y el amor, cuanto más íntimo y profundo, tanto más exige el respeto de la libertad y la
capacidad de esperar a que el otro abra la puerta de su corazón. A este propósito recordemos
aquellas palabras de Jesús en el libro del Apocalipsis: Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno
escucha mi voz y me abre la puerta, entraré, cenaré con él y él conmigo (Ap 3,20). ¡Hasta el Señor pide
permiso para entrar! No los olvidemos. Antes de hacer algo en familia: “Permiso, ¿puedo
hacerlo? ¿Te gusta que lo haga así?”. Ese lenguaje educado pero lleno de amor. Y eso hace
mucho bien en las familias.

2. La segunda palabra es gracias. A veces se nos ocurre que estamos llegando a una
civilización de los malos modales y de las malas palabras, como si fuesen un signo de
emancipación. Las oímos decir tantas veces, hasta públicamente. La gentileza y la capacidad
de agradecer se ven como un signo de debilidad, a veces suscitan incluso desconfianza. Esa
tendencia hay que combatirla en el seno mismo de la familia. Debemos ser intransigentes en
la educación a la gratitud, al reconocimiento: la dignidad de la persona y la justicia social
pasan ambas por aquí. Si la vida familiar descuida ese estilo, también la vida social lo perderá.
La gratitud, además, para un creyente, está en el corazón mismo de la fe: un cristiano que
no sabe agradecer es uno que ha olvidado la lengua de Dios. ¡Qué feo es eso! Recordemos la
pregunta de Jesús, cuando curó a diez leprosos y solo uno de ellos volvió a darle las gracias
(cfr. Lc 17,18). Una vez escuché a una persona anciana, muy sabia, muy buena, sencilla, pero
con esa sabiduría de la piedad, de la vida: La gratitud es una planta que crece solo en la tierra de
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

almas nobles. Esa nobleza del alma, esa gracia de Dios en el alma nos empuja a decir: ¡gracias
por la gratitud! Es la flor de un alma noble. ¡Qué bonito es esto!

3. La tercera palabra es perdón. Palabra difícil, cierto, pero tan necesaria. Cuando falta,
pequeñas grietas se agrandan —incluso sin querer— hasta hacerse zanjas profundos. No por
casualidad, en la oración enseñada por Jesús, el Padrenuestro, que resume todas las peticiones
esenciales para nuestra vida, encontramos esta expresión: Perdona nuestras ofensas como también
nosotros perdonamos a los que nos ofenden (Mt 6,12). Reconocer que hemos faltado, y estar
deseosos de restituir lo que se ha quitado —respeto, sinceridad, amor— hace dignos del
perdón. Y así se para la infección. Si no somos capaces de pedir perdón, quiere decir que
tampoco somos capaces de perdonar. En la casa donde no se pide perdón comienza a faltar
el aire, las aguas se estancan. Muchas heridas de los afectos, muchos roces en las familias
empiezan con la pérdida de esta palabra preciosa: ¡Perdóname! En la vida matrimonial se
pelea muchas veces… hasta “vuelan los platos”, pero os doy un consejo: no terminar nunca
la jornada sin hacer las paces. Oídme bien: ¿os habéis peleado la mujer y el marido? ¿Los
hijos con los padres? ¿Habéis discutido fuerte? No está bien, pero ese no es el problema. El
problema es que ese sentimiento esté aún el día siguiente. Por eso, si habéis peleado, nunca
terminéis la jornada sin hacer las paces en familia. ¿Y cómo hago las paces? ¿Poniéndome de
rodillas? ¡No! Solo un pequeño gesto, una cosita, y la armonía familiar vuelve. Basta una
caricia, sin palabras. No terminéis nunca el día sin hacer las paces. ¿De acuerdo? No es fácil,
pero se debe hacer. Y con eso la vida será más hermosa. Y para eso es suficiente un pequeño
gesto.

Estas tres palabras clave de la familia son palabras sencillas, y quizá en un primer momento
nos hagan sonreír. Pero cuando las olvidamos, no hay nada de qué reírse, ¿verdad? Nuestra
educación, tal vez, las descuida demasiado. Que el Señor nos ayude a volver a ponerlas en su
sitio, en nuestro corazón, en nuestra casa, y también en nuestra convivencia civil. Son las
palabras para entrar precisamente en el amor de la familia.
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

(20) La vocación natural de la familia es la educación de los hijos. Miércoles 20 de


mayo de 2015

Hoy, queridos hermanos y hermanas, quiero daros la bienvenida porque he visto entre
vosotras a tantas familias: ¡buenos días a todas las familias!

Continuamos reflexionando sobre la familia. Hoy nos detendremos a reflexionar sobre


una característica esencial de la familia: su natural vocación a educar a los hijos para que
crezcan en responsabilidad personal y con los demás. Lo que hemos escuchado del
Apóstol Pablo, al comienzo, es tan bonito: Vosotros hijos, obedeced a vuestros padres en
todo; eso agrada al Señor. Vosotros padres, no exasperéis a vuestros hijos, para que no
se desanimen (Col 3,20-21). Es una regla sabia: el hijo educado en escuchar y obedecer
a sus padres, los cuales no deben mandar de manera fea, para no desanimar a sus hijos.

Los hijos deben crecer sin desanimarse, paso a paso. Si los padres decís a los hijos:
Subamos por esa escalera, y los cogéis de la mano, y paso a paso los hacéis subir, las
cosas irán bien. Pero si decís: ¡Venga, sube! −Pero, no puedo −¡Venga!, eso se llama
exasperar a los hijos, pedirles cosas que no son capaces de hacer. Por eso, el trato entre
padres e hijos debe ser de una prudencia, de un equilibrio tan grande. Hijos, obedeced a
vuestros padres, eso agrada a Dios. Y vosotros padres, no exasperéis a los hijos,
pidiéndoles cosas que no puedan hacer. Esto hay que hacerlo para que los hijos crezcan
en responsabilidad.

Parecería una constatación obvia, pero tampoco en nuestros tiempos faltan las
dificultades. Es difícil educar para los padres que ven a los hijos solo por la noche, cuando
vuelven a casa cansados por el trabajo. ¡Los que tienen la suerte de tener trabajo! Es aún
más difícil para los padres separados, que están agobiados por su condición: pobrecillos,
han tenido dificultades, se han separado y muchas veces los hijos se toman como rehenes,
y el padre le habla mal de la madre y la madre le habla mal del padre, ¡y se hace tanto
daño!

Pues yo digo a los padres separados: ¡nunca, jamás toméis a los hijos como rehenes! Os
habéis separados por tantas dificultades y motivos, la vida os ha dado esa prueba, pero
que los hijos no sean los que carguen con el peso de esa separación, que no se usen como
rehenes contra el otro cónyuge, que crezcan sintiendo que mamá habla bien de papá,
aunque no estén juntos, y que papá habla bien de mamá. Para los padres separados esto
es muy importante y muy difícil, pero lo pueden hacer.

Pero, la pregunta fundamental: ¿Cómo educar? ¿Qué tradición tenemos hoy para trasmitir
a nuestros hijos? Intelectuales críticos de todo género han acallado a los padres de mil
modos, para defender a las jóvenes generaciones de los daños −verdaderos o presuntos−
de la educación familiar. La familia ha sido acusada, entre otras cosas, de autoritarismo,
de favoritismo, de conformismo, de represión afectiva que genera conflictos.

De hecho, se ha abierto una fractura entre familia y sociedad, entre familia y escuela, el
pacto educativo se ha roto; y así, la alianza educativa de la sociedad con la familia ha
entrado en crisis porque ha sido minada la confianza recíproca. Los síntomas son muchos.
Por ejemplo, en la escuela se han visto afectadas las relaciones entre padres y profesores.
A veces hay tensiones y desconfianza mutua; y las consecuencias naturalmente recaen en
los hijos.
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

Por otra parte, se han multiplicados los llamados expertos, que han ocupado el papel de
los padres incluso en los aspectos más íntimos de la educación. En la vida afectiva, en la
personalidad y el desarrollo, en los derechos y deberes, los expertos lo saben todo:
objetivos, motivaciones, técnicas. Y los padres sólo pueden escuchar, aprender y
adecuarse. Privados de su papel, se vuelven excesivamente aprensivos y posesivos con
sus hijos, hasta no corregirles nunca: No puedes corregir a tus hijos. Tienden a confiarlos
cada vez más a los expertos, hasta para los aspectos más delicados y personales de su
vida, quedándose solos en un rincón; y así los padres de hoy corren el riesgo de
autoexcluirse de la vida de sus hijos. ¡Y eso es gravísimo! Hoy hay casos de este tipo. No
digo que pase siempre, pero los hay.

La maestra en la escuela regaña al niño y hace una nota a los padres. Recuerdo una
anécdota personal. Una vez, cuando estaba en cuarto de primaria, dije una palabrita a la
maestra y ella, una buena mujer, llamó a mi madre. Vino al día siguiente, hablaron entre
ellas, y luego me llamaron a mí. Y mi madre, delante de la maestra, me explicó que lo
que hice era algo feo, y no había que hacerlo. ¡Mi madre lo hizo con tanta dulzura! Y
luego me dijo que pidiera perdón delante de ella a la maestra. Yo lo hice y después me
quedé contento porque dije: acabó bien la historia.

¡Pero aquello fue el primer capítulo! Cuando volví a casa, comenzó el segundo capítulo…
Imaginaos hoy si la maestra hace algo de ese tipo, al día siguiente se encuentra a los dos
padres o a uno de los dos para regañarla, porque los expertos dicen que no se debe regañar
a los niños. ¡Han cambiado las cosas! Por tanto, los padres no deben autoexcluirse de la
educación de los hijos. Es evidente que esa actitud no es buena: no es armónica, no es
dialógica, y en vez de favorecer la colaboración entre la familia y las demás agencias
educativas, las escuelas, los institutos…, los contrapone.

¿Cómo hemos llegado a este punto? No cabe duda de que los padres, o mejor, ciertos
modelos educativos del pasado, tenían sus límites, no hay duda. Pero también es verdad
que hay errores que solo los padres están autorizados a cometer, porque pueden
compensarlos de un modo que es imposible a cualquier otro. Además, lo sabemos bien,
la vida se ha vuelto avara de tiempo para hablar, reflexionar, charlar.

Muchos padres son secuestrados por el trabajo −padre y madre tienen que trabajar− y por
otras preocupaciones, avergonzados por las nuevas exigencias de los hijos y por la
complejidad de la vida actual −que es así, y hay que aceptarla como es− y se encuentran
como paralizados por el temor a equivocarse. El problema, sin embargo, no es solo hablar.
Es más, un dialogismo superficial no lleva a un verdadero encuentro de la mente y del
corazón. Preguntémonos más bien: ¿Procuramos entender dónde están verdaderamente
los hijos en su camino? ¿Dónde está realmente su alma? ¿Lo sabemos? Y, sobre todo:
¿Lo queremos saber? ¿Estamos convencidos de que, en realidad, no esperan otra cosa?

Las comunidades cristianas están llamadas a ofrecer apoyo a la misión educativa de las
familias, y lo hacen sobre todo con la luz de la Palabra de Dios. El Apóstol Pablo recuerda
la reciprocidad de los deberes entre padres e hijos: Vosotros hijos, obedeced a vuestros
padres en todo; eso agrada al Señor. Vosotros padres, no exasperéis a vuestros hijos,
para que no se desanimen (Col 3,20-21). En la base de todo está el amor, el que Dios nos
da, que no falta el respeto, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor… Todo lo
sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta (1Cor 13,5-6). Hasta en las mejores
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

familias hay que soportarse, ¡y hace falta mucha paciencia para soportarse! ¡Pero la vida
es así! La vida no se hace en un laboratorio, se hace en la realidad.

El mismo Jesús pasó por la educación familiar. Y también en ese caso, la gracia del amor
de Cristo lleva a cumplimiento lo que está inscrito en la naturaleza humana. ¡Cuántos
ejemplos estupendos tenemos de padres cristianos llenos de prudencia humana! Nos
muestran que la buena educación familiar es la columna vertebral del humanismo. Su
irradiación social es el recurso que permite compensar las lagunas, las heridas, los vacíos
de paternidad y maternidad que afectan a los hijos menos afortunados. Esa irradiación
puede hacer auténticos milagros. ¡Y en la Iglesia suceden cada día esos milagros!

Espero que el Señor conceda a las familias cristianas la fe, la libertad y la valentía
necesarias para su misión. Si la educación familiar vuelve a encontrar al orgullo de su
protagonismo, muchas cosas cambiarían para mejor, para los padres inciertos y para los
hijos desilusionados. Es hora de que los padres y las madres vuelvan de su exilio −porque
se han autoexiliado de la educación de sus hijos−, y reasuman plenamente su papel
educativo. Esperemos que el Señor conceda a los padres esta gracia: la de no autoexiliarse
en la educación de los hijos. Y eso solo lo puede hacer el amor, la ternura y la paciencia.
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

(21) El noviazgo es el tiempo en que los novios deben trabajar sobre el amor como
artesano. Miércoles 27 de mayo de 2015

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Continuando con estas catequesis sobre la familia, hoy quisiera hablar del noviazgo. El
noviazgo tiene que ver con la confianza, la familiaridad, la confiabilidad. Confianza con la
vocación que Dios dona, porque el matrimonio es, antes que nada, el descubrimiento de una
llamada de Dios.

Ciertamente es algo bello que hoy los jóvenes puedan elegir casarse sobre la base de un amor
recíproco. Pero la libertad del vínculo requiere una armonía consciente de la decisión, no
sólo un simple entendimiento de la atracción o del sentimiento, de un momento, de un
tiempo breve… requiere un camino.

El noviazgo, en otros términos, es el tiempo en el cual los dos están llamados a realizar un
trabajo bello sobre el amor, un trabajo partícipe y compartido, que va en profundidad. Se
descubre poco a poco el uno al otro, es decir, el hombre ‘aprende’ acerca de la mujer
aprendiendo de esta mujer, su novia; y la mujer ‘aprende’ acerca del hombre de este hombre,
su novio. No subestimemos la importancia de este aprendizaje: es un compromiso bello, y
el mismo amor lo solicita, porque no es solamente una felicidad despreocupada, una emoción
encantada…

La narración bíblica habla de la creación entera como un trabajo bello del amor de Dios; el
libreo de la Génesis dice que: «Dios miró todo lo que había hecho, y vio que era muy bueno.
(Gen 1,31). Solamente al final, Dios ‘descansó’. De esta imagen entendemos que el amor de
Dios, que dio origen al mundo, no fue una decisión improvisada. ¡No! Fue un trabajo bello.
El amor de Dios creó las condiciones concretas de una alianza irrevocable, sólida, destinada
a durar.

La alianza de amor entre el hombre y la mujer, alianza para la vida, no se improvisa, no se


hace de un día al otro. No existe el matrimonio ‘express’ es necesario trabajar sobre el amor,
es necesario caminar. La alianza del amor del hombre y de la mujer se aprende y se refina.
Me permito decir que es una alianza artesanal. Hacer de dos vidas una vida sola, es también
casi un milagro, un milagro de la libertad y del corazón, confiado a la fe.

Debemos quizá comprometernos más sobre este punto, porque nuestras ‘coordinadas
sentimentales’ se han ido un poco en confusión. Quien pretende de querer todo e
inmediatamente, después sede también sobre todo - y de inmediato - en la primera dificultad
(o en la primera ocasión). No hay esperanza para la confianza y la fidelidad de la donación
de sí mismo, si prevalece el hábito a consumir el amor como una especie de ‘suplemento
alimenticio’ del bienestar psico-físico. ¡El amor no es esto!

El noviazgo se centra en la voluntad de cuidar juntos algo que nunca deberá ser comprado
o vendido, traicionado o abandonado, por más tentadora que pueda ser la propuesta. Pero
también Dios, cuando habla de alianza con su pueblo, lo hace algunas veces en términos de
noviazgo. El libro de Jeremías, hablando al pueblo que se había alejado de Él, le recuerda
cuando el pueblo era la ‘novia’ de Dios y dice así: «Me recuerdo de ti, del afecto de tu
juventud, del amor al tiempo de tu noviazgo» (2, 2).
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

Y Dios ha hecho este recorrido del noviazgo; después hace también una promesa: lo hemos
escuchado al inicio de la audiencia, en el libro de Oseas: «Te haré mi esposa para siempre, te
haré mi esposa en la justicia y en el derecho, en el amor y en la benevolencia. Te haré mi
esposa en la fidelidad y tu conocerás al Señor» (2, 21-22). Es una larga vía la que el Señor
recorre con su pueblo en este camino de noviazgo. Al final, Dios se casa con su pueblo en
Jesucristo: esposa de Jesús la Iglesia. El Pueblo de Dios es la esposa de Jesús. ¡Pero cuánto
camino!

Y ustedes italianos, en su literatura tienen una obra de arte sobre el noviazgo. Es necesario
que los jóvenes lo conozcan, que lo lean; es una obra de arte en donde se dice la historia de
los novios que han padecido tanto dolor, han recorrido un camino lleno de tantas dificultades
hasta llegar al final, al matrimonio. No dejen a un lado esta obra de arte sobre el noviazgo
que la literatura italiana les ofrece. Vayan hacia adelante, léanlo y verán la belleza, el
sufrimiento, pero también la fidelidad de los novios.

La Iglesia, en su sabiduría, cuida la distinción entre el ser novios y el ser esposos, - no es lo


mismo - sobre todo en vista de la delicadeza y profundidad de esta evaluación. Estemos
atentos a no despreciar con un corazón ligero esta enseñanza sabia, que se nutre también de
la experiencia del amor conyugal felizmente vivido. Los símbolos fuertes del cuerpo
conservan las claves del alma: no podemos tratar los vínculos de la carne con ligereza, sin
abrir alguna duradera en el espíritu (1 Cor 6, 15-20).

Es verdad, la cultura y la sociedad de hoy se han vuelto, más bien, indiferentes a la delicadeza
y a la seriedad de este paso. Y por otro lado, no se puede decir que sean generosos con los
jóvenes que tienen serias intenciones de formar una familia y a ¡traer al mundo hijos! Es más,
a menudo ponen mil obstáculos, mentales y prácticos. El noviazgo es un camino de vida que
debe madurar como la fruta, es un camino de madurez en el amor, hasta el momento en que
se convierte en matrimonio.

Los cursos prematrimoniales son una expresión especial de la preparación. Y nosotros vemos
tantas parejas, que quizá llegan al curso un poco ‘sin quererlo’, “pero estos sacerdotes que
nos hacen hacer un curso” Pero ¿por qué? ¡No sabemos! Y van a regañadientes. Pero después
están contentos y agradecen, porque de hecho han encontrado allí la ocasión - ¡A menudo la
única! – para reflexionar sobre su experiencia en términos no banales. Sí, muchas parejas
están juntas tanto tiempo, quizá también en la intimidad, a veces conviviendo, pero no se
conocen verdaderamente. Parece extraño, pero la experiencia demuestra que es así. Por eso,
va revaluado el noviazgo como tiempo de conocimiento recíproco y de compartida de un
proyecto.

El camino de preparación al matrimonio viene configurado en esta perspectiva, valiéndose


también del testimonio simple pero intenso de cónyuges cristianos. Y dirigiéndose también
aquí al esencial: la Biblia, de redescubrir juntos, en forma consciente; la oración en su
dimensión litúrgica, pero también en aquella ‘oración doméstica’, para vivir en familia, los
sacramentos, la vida sacramental, la Confesión, en la cual el Señor viene a demorar en los
novios y los prepara para recibirse verdaderamente el uno al otro ‘con la gracia de Cristo’; y
la fraternidad con los pobres, con los necesitados, que nos provocan a la sobriedad y a la
compartida. Los novios que se comprometen en esto crecen los dos y todo esto lleva a
preparar una linda celebración del Matrimonio en forma distinta, ¡No mundano sino en
modo cristiano!
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

Pensemos en estas palabras de Dios que hemos escuchado cuando Él habla a su pueblo
como el novio a la novia: «Yo te desposaré para siempre, te desposaré en la justicia y el
derecho, en el amor y la misericordia; te desposaré en la fidelidad, y tú conocerás al Señor»
(Os 2, 21-22). Cada pareja de novios piense en esto y diga el uno al otro: “Te haré mi esposa,
te haré mi esposa”. Esperaré aquel momento; es un momento, es un recorrido que va
lentamente hacia adelante, pero es un camino de maduración. Las etapas del camino no
deben ser quemadas. La maduración se hace así, paso a paso.

El tiempo del noviazgo puede convertirse de verdad en un tiempo de iniciación, ¿A qué? A


la sorpresa de los dones espirituales con los cuales el Señor, a través de la Iglesia, enriquece
el horizonte de la nueva familia que se dispone a vivir en su bendición. Ahora les invito a
rezar a la Sagrada Familia de Nazaret: Jesús, José y María. Recen para que la familia realice
este camino de preparación; recen por los novios. Recemos a la Virgen todos juntos, un Ave
María para todos los novios, para que puedan entender la belleza de este camino hacia el
Matrimonio. [Ave María….]. Y a los novios que están en la plaza: “¡Buen camino de
noviazgo!”.
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

(22) Oración y acción para que a nadie falte el pan. Miércoles 03 de junio de 2015

En estos miércoles hemos hablado de la familia y seguimos reflexionando sobre el tema. Desde
hoy nuestras catequesis se abren considerando la vulnerabilidad de la familia en las condiciones
de vida que la ponen a prueba. ¡La familia tiene tantos problemas que la ponen a prueba!

Una de esas pruebas es la pobreza. Pensemos en tantas familias que pueblan las periferias de
las megalópolis, y también en las zonas rurales. ¡Cuánta miseria, cuanta degradación! Y luego,
para agravar la situación, a algunos lugares también llega la guerra. La guerra es siempre algo
terrible. Además, golpea especialmente a las poblaciones civiles y a las familias. Ciertamente la
guerra es la madre de todas las pobrezas, la guerra empobrece la familia, es una gran depredadora
de vidas, de almas, y de los afectos más sagrados y más queridos.

A pesar de todo eso, hay muchas familias pobres que, con dignidad, procuran llevar su vida
diaria, confiando abiertamente en la bendición de Dios. Pero esta lección no debe justificar
nuestra indiferencia, sino, en todo caso, aumentar nuestra vergüenza por que haya tanta
pobreza. Es casi un milagro que, hasta en la pobreza, se sigan formando familias, e incluso
conserven −como pueden− la especial humanidad de sus vínculos. Esto irrita a los
planificadores del bienestar que consideran los afectos, la generación, los lazos familiares, como
una variable secundaria de la calidad de vida. ¡No entienden nada! En cambio, nosotros
deberíamos arrodillarnos ante esas familias, que son una verdadera escuela de humanidad que
salva a las sociedades de la barbarie.

¿Qué nos queda si cedemos al chantaje de César y Mammon, de la violencia y del dinero, y
renunciamos incluso a los afectos familiares? Sólo llegará una nueva ética civil cuando los
responsables de la vida pública reorganicen el vínculo social a partir de la lucha a la espiral
perversa entre familia y pobreza, que nos lleva al abismo.

La economía actual se suele especializar en el goce del bienestar individual, pero abusa
ampliamente de los lazos familiares. ¡Es una grave contradicción! ¡El inmenso trabajo de la
familia no se anota en los presupuestos, naturalmente! En efecto, la economía y la política son
avaras en reconocimientos al respecto. Sin embargo, la formación interior de la persona y la
circulación social de los afectos tienen precisamente ahí su pilar. Si lo quitas, todo se viene
abajo.

No es solo cuestión de pan. Hablamos de trabajo, hablamos de educación, hablamos de sanidad.


Es importante entender bien esto. Siempre nos quedamos muy removidos cuando vemos las
imágenes de niños desnutridos y enfermos que se nos muestran en tantas partes del mundo. Al
mismo tiempo, nos conmueve también los ojos brillantes de muchos niños, privados de todo,
que están en escuelas hechas de nada, cuando muestran con orgullo su lápiz y su cuaderno. ¡Y
con mirada de amor al maestro o la maestra! ¡Los niños saben que el hombre no vive solo de
pan! También el cariño familiar; cuando hay miseria los niños sufren, porque ellos quieren el
amor, los lazos familiares.

Los cristianos deberíamos ser siempre más cercanos a las familias que la pobreza pone a prueba.
Pensadlo, todos conocéis a alguien: padre sin trabajo, madre sin trabajo…, y la familia sufre y
los lazos se debilitan. Es feo esto. En efecto, la miseria social golpea a la familia y a veces la
destruye. La falta o la pérdida de trabajo, o su fuerte precariedad, inciden pesadamente en la
vida familiar, poniendo en dura prueba las relaciones. Las condiciones de vida en los barrios
más desfavorecidos, con problemas de vivienda y trasporte, así como la reducción de los
servicios sociales, sanitarios y escolares, causan ulteriores dificultades. A estos factores
materiales se añade el daño causado a la familia por falsos modelos, difundidos por los medios,
basados en el consumismo y el culto de la apariencia, que influyen en los sectores sociales más
pobres e incrementan la disgregación de los lazos familiares. Cuidar a las familias, cuidar el
cariño, cuando la miseria pone la familia a prueba.
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

La Iglesia es madre, y no debe olvidar este drama de sus hijos. También debe ser pobre, para
ser fecunda y responder a tanta miseria. Una Iglesia pobre es una Iglesia que practica una
voluntaria sencillez en su propia vida −en sus mismas instituciones, en el estilo de vida de sus
miembros− para derribar todo muro de separación, sobre todo de los pobres. Hacen falta
oración y acción. Pidamos intensamente al Señor que nos remueva, para hacer a nuestras
familias cristianas protagonistas de esta revolución de la proximidad familiar, que ahora es tan
necesaria. De esa proximidad familiar, desde el principio, está hecha la Iglesia.

Y no olvidemos que el juicio de los menesterosos, de los pequeños y de los pobres anticipa el
juicio de Dios (Mt 25,31-46). No olvidemos esto y hagamos todo lo que podamos para ayudar a
las familias a ir adelante en la prueba de la pobreza y de la miseria que afectan a los afectos y a
los lazos familiares. Quisiera leer otra vez el texto de la Biblia que hemos escuchado al comienzo,
y que cada uno piense en las familias que son probadas por la miseria y por la pobreza. La Biblia
dice así: Hijo mío, no niegues su pan al pobre; no hagas esperar al que te mira con ojos suplicantes. No
apenes al que tiene hambre, ni hagas enojarse a un indigente. No discutas con el desesperado, ni dejes
que el necesitado suspire por tu limosna. No eches al mendigo agobiado por su miseria, ni le des la
espalda al pobre. No des la espalda al que está necesitado, ni des a alguien un motivo para que te
maldiga (Sir 4,1-5a). Porque eso será lo que hará el Señor −lo dice en el Evangelio− si no
hacemos estas cosas.
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

(23) La familia y la prueba de la enfermedad. Miércoles 10 de junio de 2015

«Queridos hermanos y hermanas:

En la catequesis de hoy, sobre los temas de la familia, tratamos el de la enfermedad, que es una experiencia
común en la vida de las familias. En muchas partes del mundo, dónde el hospital es todavía un privilegio para
unos pocos, la familia se considera desde siempre como el «hospital» más cercano, donde gracias a sus cuidados
amorosos, se garantiza al enfermo la atención y la ayuda necesarias».

Prioridad en el cuidado del enfermo y oración

Deteniéndose en el Evangelio de san Marcos que relata los encuentros de Jesucristo con los enfermos, quien
“jamás miró hacia otro lado” ni puso “el tiempo entre medio”, es más, el cuidado del enfermo venía primero
que la ley, (cfr Mc 3,1-6) y pensando asimismo en las grandes ciudades contemporáneas, el Papa se preguntó:
“¿en dónde están las puertas (cfr 1, 32) ante las cuales llevar a los enfermos esperando que sean sanados?”

«Los Evangelios nos narran muchos encuentros de Jesús con enfermos y su voluntad de sanarlos. Cristo lucha
contra la enfermedad y cura al hombre de todos sus males. Ésta es también la misión que ha dado a su Iglesia:
hacerse cargo de los enfermos, hasta sus últimas consecuencias, siguiendo su ejemplo. Por eso, la preocupación,
la asistencia y la oración por los enfermos forman parte fundamental de la vida de la Iglesia y de todo cristiano».

Así, en la Iglesia, la oración por los enfermos jamás debe faltar: “debemos rezar aún más – dijo el Papa Francisco
– sea personalmente que en comunidad”.

La educación a la sensibilidad y a la solidaridad

«En la familia es importante educar a los hijos desde pequeños para que sean sensibles y solidarios ante la
enfermedad».

También porque el tiempo de la enfermedad refuerza los lazos familiares, la educación a la sensibilidad y a la
solidaridad es importante, porque una educación que tiene “al amparo” de la sensibilidad por la enfermedad
humana, aridece el corazón, haciendo así que los chicos se encuentren como “anestesiados” ante el sufrimiento
del prójimo, lo que conlleva a la incapacidad de “confrontarse con el sufrimiento” y de vivir la experiencia del
límite.

No sólo oración

«Asimismo, la comunidad cristiana tiene que acompañar a las familias para que vivan la enfermedad desde una
perspectiva de fe, de oración y de cercanía afectuosa».

La comunidad cristiana sabe bien que la familia en la prueba de la enfermedad “no debe ser dejada sola”, señaló
el Pontífice, y afirmó también que “esta cercanía cristiana es un verdadero tesoro de sabiduría para la parroquia”,
que “ayuda a las familias en los momentos difíciles y hace comprender el Reino de Dios mejor que muchos
discursos”.

«Pidamos al Señor - concluyó el Sucesor de Pedro - para que con su gracia la enfermedad sea una ocasión de
fortalecimiento de los vínculos familiares; y que las familias puedan vivir los momentos difíciles del dolor y del
sufrimiento sostenidas por la cercanía y oración de la comunidad cristiana. Muchas gracias
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

(24) Como afrontar el fallecimiento de un familiar. Miércoles 17 de junio de 2015

En el recorrido de catequesis sobre la familia, hoy tomamos directamente inspiración del episodio narrado
por el evangelista Lucas, que acabamos de escuchar (cfr. Lc 7,11-15). Es una escena muy conmovedora,
que nos muestra la compasión de Jesús por quien sufre −en este caso una viuda que ha perdido a su único
hijo− y nos muestra también el poder de Jesús sobre la muerte.

La muerte es una experiencia que afecta a todas las familias, sin excepción alguna. Forma parte de la vida;
sin embargo, cuando toca los afectos familiares, la muerte nunca nos parece natural. Para los padres,
sobrevivir a los propios hijos es algo particularmente desgarrador, que contradice la naturaleza elemental
de las relaciones que dan sentido a la misma familia. La pérdida de un hijo o de una hija es como si se
parase el tiempo: se abre una vorágine que se traga el pasado e incluso el futuro. La muerte que se lleva a
un hijo pequeño o joven es una bofetada a las promesas, dones y sacrificios de amor gozosamente
entregados a la vida que hemos hecho nacer.

Muchas veces vienen a Misa en Santa Marta padres con la foto de un hijo o una hija, y me dicen: Se ha ido,
se ha ido. Y su mirada es tan dolorosa. La muerte toca, y cuando es un hijo toca profundamente. Toda la
familia se queda como paralizada, muda. Y algo parecido padece también el niño que se queda solo por la
pérdida de un padre o de ambos. Esa pregunta: ¿Dónde está papá? ¿Dónde está mamá?” −“¡Están en el
cielo!” −“¿Y por qué no los veo? Esta pregunta encubre una angustia en el corazón del niño que se queda
solo. El vacío de abandono que se abre dentro de él es mucho más angustioso porque ni siquiera tiene la
experiencia suficiente para “dar un nombre” a lo que ha pasado. ¿Cuándo vuelve papá? ¿Cuándo vuelve
mamá? ¿Qué responder cuando el niño sufre? Así es la muerte en la familia.

En esos casos, la muerte es como un agujero negro que se abre en la vida de las familias y al que no sabemos
dar explicación alguna. Y a veces se llega incluso a echar la culpa a Dios. Cuánta gente −yo los comprendo−
se enfada con Dios, y blasfema: ¿Por qué me ha quitado a mi hijo, a mi hija? ¡Dios no está, Dios no existe!
¿Por qué me ha hecho esto? Tantas veces hemos oído esto. Y esa rabia es solo un poco del gran dolor que
sale del corazón; la pérdida de un hijo o una hija, del padre o la madre, es un gran dolor. Esto pasa
continuamente en las familias.

En estos casos −he dicho−, la muerte es como un agujero. Pero la muerte física tiene cómplices que son
incluso peores que ella, y que se llaman odio, envidia, soberbia, avaricia; en definitiva, el pecado del mundo
que trabaja para la muerte y la hace aún más dolorosa e injusta. Los afectos familiares aparecen como las
víctimas predestinadas e inermes de esas potencias auxiliares de la muerte, que acompañan la historia del
hombre. Pensemos en la absurda normalidad con la que, en ciertos momentos y lugares, los casos que
añaden horror a la muerte son provocados por el odio y la indiferencia de otros seres humanos. ¡Que el
Señor nos libre de acostumbrarnos a esto!

En el pueblo de Dios, con la gracia de su compasión dada en Jesús, tantas familias demuestran con los
hechos que la muerte no tiene la última palabra: esto es un verdadero acto de fe. Todas las veces que la
familia de luto −incluso terrible− encuentra la fuerza de custodiar la fe y el amor que nos unen a los que
amamos, impide ya ahora, que la muerte se lo lleve todo. La oscuridad de la muerte ha de afrentarse con
un trabajo de amor más intenso. ¡Dios mío, dispersa mis tinieblas!, es la invocación de la liturgia de la
noche. A la luz de la Resurrección del Señor, que no abandona a ninguno de los que el Padre le confió,
podemos quitar a la muerte su aguijón, como decía el apóstol Pablo (1Cor 15,55); podemos impedirle que
nos envenene la vida, que haga vanos nuestros afectos, que nos haga caer en el vacío más oscuro.

En esta fe, podemos consolarnos uno al otro, sabiendo que el Señor ha vencido a la muerte de una vez por
todas. Nuestros seres queridos no han desaparecido en la oscuridad de la nada: la esperanza nos asegura
que están en las manos buenas y fuertes de Dios. El amor es más fuerte que la muerte. Por eso, el camino
es hacer crecer el amor, hacerlo más sólido, y el amor nos protegerá hasta el día en que toda lágrima será
enjugada, cuando ya no habrá muerte, ni luto, ni lamento, ni afán (Ap 21,4).

Si nos dejamos sostener por la fe, la experiencia del luto puede generar una más fuerte solidaridad de los
lazos familiares, una nueva apertura al dolor de las demás familias, una nueva fraternidad con las familias
que nacen y renacen en la esperanza. Nacer y renacer en la esperanza, eso nos da la fe. Pero yo quisiera
subrayar la última frase del Evangelio que hemos oído (cfr. Lc 7,11-15). Después de que Jesús devuelve la
vida a este joven, hijo de la madre viuda, dice el Evangelio: Jesús lo devolvió a su madre. ¡Y esa es nuestra
esperanza! Todos los seres queridos que se han ido, el Señor nos los devolverá y nos encontraremos junto
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

a ellos. ¡Esta esperanza no defrauda! Recordemos bien este gesto de Jesús: Y Jesús lo devolvió a su madre.
¡Así hará el Señor con todos los seres queridos de nuestra familia!

Esa fe nos protege de la visión nihilista de la muerte, así como de los falsos consuelos del mundo, de modo
que la verdad cristiana no corra el riesgo de mezclarse con mitologías de distinto género, cediendo a los
ritos de la superstición, antigua o moderna (Benedicto XVI, Ángelus, 2-XI-2008). Hoy es necesario que
los Pastores y todos los cristianos expresen de modo más concreto el sentido de la fe respecto a la
experiencia familiar del luto.

No se debe negar el derecho al llanto −debemos llorar en el luto−: también Jesús se echó a llorar y quedó
profundamente turbado por el grave luto de una familia a la que quería (Jn 11,33-37). Podemos más bien
aprender del testimonio sencillo y fuerte de tantas familias que han sabido captar, en el durísimo paso de la
muerte, también el seguro paso del Señor, crucificado y resucitado, con su irrevocable promesa de
resurrección de los muertos.

El trabajo del amor de Dios es más fuerte que el trabajo de la muerte. ¡De ese amor, precisamente de ese
amor, debemos hacernos cómplices trabajadores con nuestra fe! Y recordemos aquel gesto de Jesús: Jesús
lo devolvió a su madre, así hará con todos nuestros seres queridos y con nosotros cuando nos encontraremos,
cuando la muerte sea definitivamente derrotada en nosotros. Fue derrotada por la cruz de Jesús. ¡Jesús nos
devolverá en familia a todos!
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

(25) Las heridas en la familia. Miércoles 24 de junio de 2015

En las últimas catequesis hemos hablado de la familia que vive hoy la fragilidad de la condición humana,
la pobreza, la enfermedad, la muerte. En cambio, hoy reflexionaremos sobre las heridas que se abren
precisamente en la convivencia familiar. Es decir, cuando en la familia misma se hacen daño. ¡Es lo más
feo!

Sabemos bien que en ninguna historia familiar faltan momentos en que la intimidad de los afectos más
queridos se ve ofendida por el comportamiento de sus miembros. Palabras y acciones (¡y omisiones!) que,
en vez de expresar amor, lo esconden o, peor aún, lo mortifican. Cuando esas heridas, todavía remediables,
se descuidan, se agravan: se trasforman en prepotencia, hostilidad, desprecio. Y en ese punto pueden llegar
a ser heridas profundas, que dividen la marido y a la mujer, y empujan a buscar fuera comprensión, apoyo
y consuelo. Pero frecuentemente esos “apoyos” no están pensando en el bien de la familia.

El vacío del amor conyugal difunde resentimiento en las relaciones. Y a menudo la disgregación “arrolla”
a los hijos. Sí, los hijos. Quisiera detenerme un poco en este punto. A pesar de nuestra sensibilidad
aparentemente evolucionada, y todos nuestros refinados análisis psicológicos, me pregunto si no nos hemos
anestesiado incluso respecto a las heridas del alma de los niños. Cuanto más se busca compensar con regalos
y meriendas, más se pierde el sentido de las heridas −más dolorosas y profundas− del alma.

Hablamos mucho de desórdenes del comportamiento, de salud psíquica, del bienestar de los niños, de la
ansiedad de los padres y de los hijos... ¿Pero sabemos lo que es una herida del alma? ¿Sentimos el peso de
la montaña que aplasta el alma de los niños, en las familias donde se tratan mal y se hacen daño, hasta
romper el vínculo de la fidelidad conyugal? ¡Qué peso tiene en nuestras decisiones −decisiones
equivocadas, por ejemplo−, cuánto peso tiene el alma de los niños? Cuando los adultos pierden la cabeza,
cuando cada uno piensa solo en sí mismo, cuando papá y mamá se hacen daño, el alma de los niños sufre
mucho, experimenta un sentido de desesperación. Y son heridas que dejan marca para toda la vida.

En la familia todo está junto y unido: cuando su alma está herida en algún punto, la infección contagia a
todos. Y cuando un hombre y una mujer, que se han comprometido en ser “una sola carne” y a formar una
familia, piensan obsesivamente en sus propias exigencias de libertad y de gratificación, esa distorsión afecta
profundamente el corazón y la vida de los hijos. Tantas veces los niños se esconden para llorar solos…
¡tantas veces!

Debemos entender bien esto. Marido y mujer son una sola carne. Pero sus criaturas son carne de su carne.
Si pensamos en la dureza con que Jesús advierte a los adultos para no escandalizar a los pequeños −hemos
oído el pasaje del Evangelio (cfr. Mt 18,6)−, podemos comprender mejor también sus palabras sobre la
grave responsabilidad de proteger el vínculo conyugal que da inicio a la familia humana (cfr. Mt 19,6-9).
Cuando el hombre y la mujer son una sola carne, todas las heridas y todos los abandonos del papá y de la
mamá inciden en la carne viva de los hijos.

Es verdad, por otra parte que hay casos en los que la separación es inevitable. A veces puede ser incluso
moralmente necesaria, cuando se trata de proteger al cónyuge más débil, o a los hijos pequeños, de las
heridas más graves causadas por la prepotencia y la violencia, por la humillación y el abuso, por las rarezas
y la indiferencia. No faltan, gracias a Dios, los que, apoyados en la fe y el amor a los hijos, dan testimonio
de su fidelidad a un vínculo en el que han creído, por muy imposible que parezca hacerlo revivir. Pero no
todos los separados sienten esa vocación. No todos reconocen, en la soledad, una llamada del Señor dirigida
a ellos.

A nuestro alrededor encontramos diversas familias en situaciones llamadas irregulares… ¡a mí no me gusta


esa palabra! Y nos hacemos muchas preguntas: ¿Cómo ayudarles? ¿Cómo acompañarles? ¿Cómo
acompañar para que los niños no se conviertan en rehenes del padre o de la madre?

Pidamos al Señor una fe grande, para ver la realidad con la mirada de Dios; y una grande caridad, para
acercarnos a las personas con su corazón misericordioso.
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

(26) Divorciados vueltos a casar. Miércoles 5 de agosto de 2015

Con esta catequesis retomamos nuestra reflexión sobre la familia. Después de hablar, la última vez, de las
familias heridas a causa de la incomprensión de los cónyuges, hoy quisiera centrar nuestra atención en otra
realidad: cómo cuidar de los que, después de un irreversible fracaso de su vínculo matrimonial, han emprendido
una nueva unión.

La Iglesia sabe bien que dicha situación contradice el Sacramento cristiano. Sin embargo, su mirada de maestra
sale siempre de un corazón de madre; un corazón que, animado por el Espíritu Santo, siempre busca el bien y
la salvación de las personas. Por eso siente el deber, «por amor a la verdad», de «discernir bien las situaciones».
Así se expresaba san Juan Pablo II, en la Exhortación apostólica Familiaris consortio (n. 84), señalando, por
ejemplo, la diferencia entre quien ha padecido la separación y quien la ha provocado. Hay que hacer ese
discernimiento.

Además, si miramos esos nuevas uniones con los ojos de los hijos pequeños −¡y los pequeños miran!−, con los
ojos de los niños, veremos aún mejor la urgencia de desarrollar en nuestras comunidades una acogida real con
las personas que viven esas situaciones. Por eso es importante que el estilo de la comunidad, su lenguaje, sus
actitudes, sean siempre atentas a las personas, empezando por los pequeños. Ellos son los que más sufren en
esos casos.

Además, ¿cómo vamos a recomendar a estos padres que hagan todo lo posible por educar a sus hijos en la vida
cristiana, dándoles ejemplo de una fe convencida y practicada, si los mantenemos a distancia de la vida de la
comunidad, como si estuviesen excomulgados? ¡Hay que intentar no añadir más peso al que los hijos, en esas
situaciones, tienen que aguantar! Desgraciadamente, el número de estos niños es muy grande. Es importante
que sientan a la Iglesia como madre atenta a todos, siempre dispuesta a la escucha y al encuentro.

En estos decenios, en realidad, la Iglesia no ha sido ni insensible ni perezosa. Gracias a la profundización


realizada por los Pastores, guiada y confirmada por mis Predecesores, ha crecido mucho la conciencia de que
es necesaria una fraterna y atenta acogida −con amor y de verdad− a los bautizados que han establecido una
nueva convivencia tras el fracaso del matrimonio sacramental; porque esas personas no están en absoluto
excomulgadas: ¡no están excomulgadas!, y no deben ser tratada en absoluto como tales: forman siempre parte
de la Iglesia.

El Papa Benedicto XVI intervino en esta cuestión, solicitando un atento discernimiento y un prudente
acompañamiento pastoral, sabiendo que no existen «simples recetas» (Discurso en el VII Encuentro Mundial
de las Familias, Milán, 2-VI-2012, respuesta n. 5). De ahí la repetida invitación de los Pastores a manifestar
abierta y coherentemente la disponibilidad de la comunidad a acogerles y animarles, para que vivan y realicen
cada vez más su pertenencia a Cristo y a la Iglesia con la oración, con la escucha de la Palabra de Dios, con la
frecuencia a la liturgia, con la educación cristiana de los hijos, con la caridad y el servicio a los pobres, con el
compromiso por la justicia y la paz.

La imagen bíblica del Buen Pastor (Jn 10,11-18) resume la misión que Jesús recibió del Padre: la de dar la vida
por las ovejas. Dicha actitud es modelo también para la Iglesia, que acoge a sus hijos como una madre que da
su vida por ellos. «La Iglesia está llamada a ser siempre la casa abierta del Padre» −¡Nada de puertas cerradas!
¡No puertas cerradas!− «Todos pueden participar de alguna manera en la vida eclesial, todos pueden integrar la
comunidad. La Iglesia […] es la casa paterna donde hay sitio para cada uno con su vida a cuestas» (Evangelii
gaudium, 47).

Del mismo modo, todos los cristianos están llamados a imitar al Buen Pastor. Sobre todo las familias cristianas
pueden colaborar con Él cuidando a las familias heridas, acompañándolas en la vida de fe de la comunidad.
Que cada uno que ponga de su parte asumiendo la actitud del Buen Pastor, que conoce a cada una de sus ovejas
y a ninguna excluye de su infinito amor.
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

(27) Tres dimensiones que maracan el ritmo de la vida familia. La fiesta. Miércoles 12
de agosto de 2015

Abrimos hoy un pequeño recorrido de reflexiones sobre tres dimensiones que marcan,
por así decir, el ritmo de la vida familiar: la fiesta, el trabajo, la oración. Comencemos
por la fiesta.

Hoy hablaremos de la fiesta. Y digamos enseguida que la fiesta es una invención de Dios.
Recordemos la conclusión del relato de la creación, en el Libro del Génesis que hemos
escuchado: Y acabó Dios en el día séptimo la obra que hizo; y reposó el día séptimo de
toda la obra que hizo. Y bendijo Dios al día séptimo, y lo santificó porque en él reposó
de toda la obra que había hecho en la creación (2,2-3). Dios mismo nos enseña la
importancia de dedicar un tiempo a contemplar y a gozar de lo que en el trabajo ha estado
bien hecho. Hablo de trabajo, naturalmente, no solo en el sentido del oficio y de la
profesión, sino en el sentido más amplio: toda acción con la que los hombres y mujeres
podemos colaborar en la obra creadora de Dios.

Así pues, la fiesta no es la pereza de tumbarse en el sofá, o la emoción de una tonta


evasión… No, la fiesta es ante todo una mirada amable y grata al trabajo bien hecho;
celebramos un trabajo. También vosotros, recién casados, estáis celebrando el trabajo de
un buen tiempo de noviazgo: ¡y eso es bonito! Es el tiempo para mirar a los hijos, o a los
nietos, que están creciendo, y pensar: ¡qué hermosura! Es el tiempo para mirar nuestra
casa, a los amigos que alojamos, a la comunidad que nos rodea, y pensar: ¡qué bueno!
Dios lo hizo así cuando creó el mundo. Y continuamente lo hace, porque Dios crea
siempre, ¡también en este momento!

Puede pasar que una fiesta llegue en circunstancias difíciles o dolorosas, y se celebra
quizá ‘con un nudo en la garganta’. Sin embargo, incluso en esos casos, pidamos a Dios
la fuerza de no vaciarla completamente. Vosotros padres y madres lo sabéis bien: cuántas
veces, por amor a los hijos, sois capaces de apartar los disgustos para que ellos disfruten
la fiesta, saboreen el sentido bueno de la vida. ¡Hay tanto amor en esto!

También en el ambiente de trabajo, a veces −¡sin descuidar los deberes!− sabemos


“infiltrar” algún momento festivo: un cumpleaños, una boda, un nacimiento, y también
una despedida, una nueva incorporación… ¡Es importante celebrarlo! Son momentos de
familiaridad en el engranaje de la máquina productiva: ¡nos viene bien!

Pero el verdadero tiempo de la fiesta suspende el trabajo profesional, y es sagrado, porque


recuerda al hombre y a la mujer que están hechos a imagen de Dios, el cual no es esclavo
del trabajo, sino Señor, y por tanto tampoco nosotros podemos ser nunca esclavos del
trabajo, sino “señores”. Hay un mandamiento para esto, un mandamiento que afecta a
todos, ¡nadie excluido! En cambio sabemos que hay millones de hombres y de mujeres,
e incluso niños, ¡esclavos del trabajo! ¡En este tiempo hay esclavos! Son explotados,
esclavos del trabajo, ¡y eso es contra Dios y contra la dignidad de la persona humana! La
obsesión del lucro económico y de la eficiencia de la técnica ponen en riesgo los ritmos
humanos de la vida, porque la vida tiene sus ritmos humanos.

El tiempo de descanso, sobre todo el dominical, está destinado a nosotros para que
podamos gozar de los que no se produce y no se consume, ni se compra ni se vende. En
cambio, vemos que la ideología del lucro y del consumo quiere comerse hasta la fiesta:
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

incluso ésta se reduce a veces a un “negocio”, a un modo para hacer dinero y para gastarlo.
Pero, ¿para eso trabajamos? La codicia del consumo, que comporta el derroche, es un
virus malo que, entre otras cosas, nos lleva a estar más cansados que al principio.
Perjudica al verdadero trabajo, y consume la vida. Los ritmos ingobernables de la fiesta
generan víctimas, generalmente jóvenes.

Finalmente, el tiempo de la fiesta es sagrado porque Dios lo habita de un modo especial.


La Eucaristía dominical lleva a la fiesta toda la gracia de Jesucristo: su presencia, su amor,
su sacrificio, su hacerse comunidad, su estar con nosotros… Y así toda realidad recibe su
sentido pleno: el trabajo, la familia, las alegrías y fatigas de cada día, incluso los
sufrimientos y la muerte; todo se trasforma por la gracia de Cristo.

La familia está dotada de una competencia extraordinaria para comprender, enderezar y


sostener el auténtico valor del tiempo de la fiesta. Pero ¡qué hermosas son las fiestas en
familia, son bellísimas! Y en concreto el domingo. ¡No es casualidad que las fiestas donde
está toda la familia son las que salen mejor!

La misma vida familiar, mirada con los ojos de la fe, nos parece mejor que las fatigas que
nos cuesta. Nos parece como una obra maestra de sencillez, hermosa precisamente porque
no es artificial, no falsa, sino capaz de incorporar en sí todos los aspectos de la vida
verdadera. Nos parece como una cosa “muy buena”, como Dios dijo al término de la
creación del hombre y de la mujer (cfr. Gen 1,31). Así pues, la fiesta es un precioso regalo
de Dios; un precioso regalo que Dios ha hecho a la familia humana: ¡no lo estropeemos!
Gracias.
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

(28) Tres dimensiones que maracan el ritmo de la vida familia. El trabajo. Miércoles
19 de agosto de 2015

«Queridos hermanos y hermanas: en la catequesis de hoy reflexionamos sobre el trabajo y la


familia. Como se puede leer en el libro del Génesis, el trabajo pertenece al proyecto de Dios
en la creación. El mismo Jesús era conocido como el “hijo del carpintero” ».

De una persona seria, honesta, lo más bello que se puede decir: ‘es un trabajador’, dijo el
Papa. San Pablo, el gran pregonero de Jesucristo, decía a los cristianos: “el que no quiera
trabajar, que no coma” (2 Ts 3,10), refiriéndose explícitamente, explicó el Sucesor de Pedro,
a la falsa espiritualidad de algunos que, de hecho, vivían sobre las espaldas de sus hermanos
sin hacer nada (2 Ts 3,11). La falta de trabajo, prosiguió, "daña el espíritu" como la falta de
oración "daña la actividad práctica", y es por eso que oración y trabajo deben estar juntos,
en armonía, “tal como enseñaba san Benito”.

«El trabajo es algo propio de la persona humana, y expresa su dignidad de criatura hecha a
imagen de Dios. Por eso, la gestión del trabajo supone una gran responsabilidad social, que
no se puede dejar a merced de la lógica del beneficio o de un mercado divinizado, en el que
con frecuencia se considera a la familia como un peso o un obstáculo a la productividad».

“¡El trabajo es sagrado, el trabajo da dignidad a una familia!”. “Causar una pérdida de puestos
de trabajo significa causar un grave daño social”.

«Un trabajo que se aparta de la alianza de Dios con el hombre, y no respeta sus cualidades
espirituales, tiene consecuencias negativas que golpean a los más pobres y a las familias. La
misma vida civil y el hábitat natural terminan corrompiéndose».

La moderna organización del trabajo muestra a veces una tendencia peligrosa a considerar a
la familia como un peso para la productividad del trabajo. “Pero preguntémonos: ¿cuál
productividad? ¿Y para quién?” La así llamada “ciudad inteligente”, sin duda “rica en
servicios y organización”, señaló el Obispo de Roma, es a menudo es hostil para con los
niños y los ancianos. “Cuando la organización del trabajo la tiene como rehén, u obstaculiza
su camino, podemos estar seguros que la sociedad humana ha comenzado a trabajar contra
sí misma”.

«En esta coyuntura, las familias cristianas tienen la gran misión de manifestar los aspectos
esenciales de la creación de Dios, como son la identidad y el vínculo del hombre y la mujer,
la generación de los hijos, el trabajo que cuida la tierra y la hace habitable».

“La pérdida de estos aspectos fundamentales es una cosa muy seria y en la casa común ya
hay demasiadas grietas”, y aunque la tarea no es fácil y pueda parecer que se es “como David
frente a Goliat”, “sabemos”, animó el Papa, “cómo terminó aquel desafío”. «Que Dios nos
conceda el recibir con alegría y esperanza su llamada en este momento difícil de nuestra
historia».

«Pidamos a la Virgen María que interceda por todas las familias, y especialmente por las que
sufren a causa del desempleo y la crisis, para que se les ayude a cumplir su importante misión
en la Iglesia y en el mundo. Muchas gracias y que Dios los bendiga».
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

(29) Tres dimensiones que maracan el ritmo de la vida familia. La oración. Miércoles
26 de agosto de 2015

Tras haber reflexionado cómo la familia vive los tiempos de fiesta y de trabajo,
consideremos ahora el tiempo de oración. La queja más frecuente de los cristianos se
refiere precisamente al tiempo: “Tendría que rezar más...; quiero hacerlo, pero a menudo
me falta tiempo”. Lo escuchamos continuamente. El disgusto es sincero, ciertamente,
porque el corazón humano busca siempre la oración, incluso sin saberlo; y si no la
encuentra no tiene paz. Pero para encontrarlo hay que cultivar en el corazón un amor
“cálido” por Dios, un amor afectivo.

Podemos hacernos una pregunta muy sencilla. Es bueno creer en Dios con todo el
corazón; es bueno esperar que nos ayude en las dificultades; y es bueno sentir el deber de
agradecérselo. Todo eso es bueno. Pero, ¿queremos también un poquito al Señor? ¿El
pensamiento de Dios nos conmueve, nos asombra, nos enternece?

Pensemos en la fórmula del gran mandamiento, que sostiene todos los demás: «Amarás
al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6,5;
cfr. Mt 22,37). La fórmula usa el lenguaje intensivo del amor, derramándolo en Dios. El
espíritu de oración habita ante todo aquí. Y si vive aquí, lo hace todo el tiempo y no se va
nunca. ¿Conseguimos pensar en Dios como caricia que nos mantiene en vida, antes de la
cual no hay nada? ¿Una caricia de la que nada, ni siquiera la muerte, nos puede separar?
¿O pensamos en Él solo como el gran Ser, el Omnipotente que lo ha hecho todo, el Juez
que controla toda acción? Todo eso es verdad, naturalmente. Pero solo cuando Dios es el
afecto de todos nuestros afectos, el significado de estas palabras se vuelve pleno.
Entonces nos sentimos felices, y hasta un poco confusos, porque Él piensa en nosotros y
sobre todo ¡nos ama! ¿No es esto impresionante? ¿No es impresionante que Dios nos
acaricie con amor de padre? ¡Qué bonito! Podía simplemente hacerse reconocer como el
Ser supremo, dar sus mandamientos y esperar los resultados. En cambio, Dios ha hecho
y hace infinitamente más que eso. ¡Nos acompaña en el camino de la vida, nos protege,
nos ama!

Si el cariño a Dios no enciende el fuego, el espíritu de oración no calienta el tiempo.


Podemos multiplicar nuestras palabras, “como hacen los paganos”, dice Jesús; o incluso
mostrar nuestros ritos, “como hacen los fariseos” (cfr. Mt 6,5.7). Un corazón habitado
por el cariño a Dios convierte en oración hasta un pensamiento sin palabras, o una
invocación ante una imagen sagrada, o un beso que “tiramos” hacia la iglesia. Es bonito
cuando las madres enseñan a sus hijos pequeños a “tirar” un beso a Jesús o a la Virgen.
¡Cuánta ternura hay en eso! En ese momento el corazón de los niños se trasforma en lugar
de oración. Y es un don del Espíritu Santo. ¡No olvidemos nunca pedir ese don para cada
uno de nosotros! Porque el Espíritu de Dios tiene su modo especial de decir en nuestros
corazones “Abbà”, “Padre”, nos enseña a decir Padre precisamente como lo decía Jesús,
de un modo que nunca podríamos encontrar solos (cfr. Gal 4,6). Ese don del Espíritu se
aprende a pedirlo y a preciarlo en familia. Si lo aprendes con la misma espontaneidad
con la que aprendes a decir papá y mamá, lo aprendes para siempre. Cuando esto sucede,
el tiempo de toda la vida familiar queda envuelto en el seno del amor de Dios, y busca
espontáneamente el tiempo de oración.

El tiempo de la familia, lo sabemos bien, es un tiempo complicado y lleno, ocupado y


preocupado. Siempre es poco, nunca es suficiente: ¡hay tantas cosas que hacer! Quien
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tiene una familia aprende en seguida a resolver una ecuación que ni los grandes
matemáticos saben resolver: ¡en 24 horas consiguen el doble! Hay madres y padres que
podrían ganar el Nobel: ¡de 24 horas hacen 48! No sé cómo lo hacen, ¡pero se mueven y
lo hacen! ¡Hay tanto trabajo en la familia!

El espíritu de oración devuelve el tiempo a Dios, sale de la obsesión de una vida a la que
siempre la falta tiempo, encuentra la paz de las cosas necesarias, y descubre la alegría de
dones inesperados. Buenas maestras de esto son las dos hermanas Marta y María, de las
que habla el Evangelio que hemos escuchado; aprenden de Dios la armonía de los ritmos
familiares: la belleza de la fiesta, la serenidad del trabajo, el espíritu de la oración (cfr. Lc
10,38-42). La visita de Jesús, al que querían mucho, era su fiesta. Un día, sin embargo,
Marta aprendió que el trabajo de la hospitalidad, aunque importante, no lo es todo, sino
que escuchar al Señor, como hacía María, era lo verdaderamente esencial, la “mejor
parte” del tiempo.

La oración surge de la escucha de Jesús, de la lectura del Evangelio. No olvidéis leer


todos los días un pasaje del Evangelio. La oración surge de la confidencia con la Palabra
de Dios. ¿Existe esa confidencia en nuestra familia? ¿Tenemos en casa el Evangelio? ¿Lo
abrimos alguna vez para leerlo juntos? ¿Lo meditamos rezando el Rosario? El Evangelio
leído y meditado en familia es como un pan bueno que nutre el corazón de todos. Por la
mañana y por la noche, y al sentarnos a la mesa, aprendamos a decir juntos una oración,
con sencillez: es Jesús que viene a nosotros, como iba a la familia de Marta, María y
Lázaro.

Una cosa que me preocupa y que he visto por ahí: ¡hay niños que no han aprendido a
hacer la señal de la cruz! Mamá, papá: enseñad al niño a rezar, a hacer la señal de la cruz:
es una bonita tarea de las madres y padres.

En la oración de la familia, en sus momentos fuertes y en sus pasajes difíciles, confiemos


los unos en los otros, para que cada uno de nosotros en familia sea protegido por el amor
de Dios.
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

(30) La familia como trasmisora de la fe. Miércoles 2 de septiembre de 2015

En este último tramo de nuestro camino de catequesis sobre la familia, abrimos la mirada
al modo en que ésta vive la responsabilidad de comunicar la fe, de trasmitir la fe, tanto
dentro como fuera.

En un primer momento, nos pueden venir a la mente algunas expresiones evangélicas que
parecen oponer los lazos de la familia con el seguir a Jesús. Por ejemplo, aquellas palabras
fuertes que todos conocemos y hemos escuchado: Quien ama a su padre o a su madre
más que a mí, no es digno de mí; quien ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es
digno de mí; quien no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí (Mt 10,37-38).

Naturalmente, con esto Jesús no quiere eliminar el cuarto mandamiento, que es el primer
gran mandamiento hacia las personas. Los primeros tres son con relación a Dios; este con
relación a las personas. Y tampoco podemos pensar que el Señor, tras haber realizado el
milagro para los esposos de Caná, después de haber consagrado el vínculo conyugal entre
el hombre y la mujer, y haber restituido hijos e hijas a la vida familiar, ¡nos pida ser
insensibles a estos lazos! Esa no es la explicación. Al contrario, cuando Jesús afirma el
primado de la fe en Dios, no encuentra una comparación más significativa que los afectos
familiares.

Y, por otra parte, esos mismos vínculos familiares, dentro de la experiencia de la fe y del
amor de Dios, se transforman, se “llenan” de un sentido más grande y se vuelven capaces
de ir más allá de sí mismos, para crear una paternidad y una maternidad más amplias, y
para acoger como hermanos y hermanas incluso a los que están a los márgenes de todo
vínculo. Un día, a quien le dijo que fuera estaban su madre y sus hermanos que lo
buscaban, Jesús respondió, señalando a sus discípulos: ¡Estos son mi madre y mis
hermanos! Porque quien hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, y mi hermana y
mi madre (Mc 3,34-35).

La sabiduría de los afectos que no se compran ni se venden es la dote mejor del genio
familiar. Precisamente en familia aprendemos a crecer en esa atmósfera de sabiduría de
los afectos. Su “gramática” se aprende ahí, si no es muy difícil aprenderla. Y ese es
precisamente el lenguaje a través del cual Dios se hace comprender por todos.

La invitación a poner los vínculos familiares en el ámbito de la obediencia de la fe y de


la alianza con el Señor no los mortifica; al contrario, los protege, los desvincula del
egoísmo, los custodia del degrado, los lleva a salvo por la vida que no muere. La
circulación de un estilo familiar en las relaciones humanas es una bendición para los
pueblos: devuelve la esperanza a la tierra. Cuando los afectos familiares se dejan convertir
al testimonio del Evangelio, se vuelven capaces de cosas impensables, que hacen tocar
con la mano las obras de Dios, esas obras que Dios realiza en la historia, como las que
Jesús hizo por los hombres, las mujeres y los niños que encontró.

Una sola sonrisa milagrosamente arrancada a la desesperación de un niño abandonado,


que vuelve a vivir, nos explica el obrar de Dios en el mundo más que mil tratados
teológicos. Un solo hombre y una sola mujer, capaces de arriesgarse y de sacrificarse por
un hijo de otros, y no solo por el suyo, nos explican cosas del amor que muchos científicos
no comprenderán jamás. Y donde hay esos afectos familiares, nacen esos gestos del
corazón que son más elocuentes que las palabras. El gesto del amor. Esto hace pensar.
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

La familia que responde a la llamada de Jesús entrega el gobierno del mundo a la alianza
del hombre y de la mujer con Dios. Pensad en el desarrollo de este testimonio, hoy.
Imaginemos que el timón de la historia (de la sociedad, de la economía, de la política) sea
entregado −¡por fin!− a la alianza del hombre y de la mujer, para que lo gobiernen con la
mirada dirigida a la generación que viene. ¡Los temas de la tierra y de la casa, de la
economía y del trabajo, tocarían una música muy distinta!

Si diéramos protagonismo −empezando por la Iglesia− a la familia que escucha la palabra


de Dios y la pone en práctica, seríamos como el vino bueno de las bodas de Caná,
¡fermentaríamos como la levadura de Dios!

La alianza de la familia con Dios está llamada hoy a contrastar la desertificación


comunitaria de la ciudad moderna. Porque nuestras ciudades se han secado por falta de
amor, por falta de sonrisa. Muchas diversiones, tantas cosas para perder el tiempo, para
hacer reír, ¡pero falta el amor! La sonrisa de una familia es capaz de vencer la
desertificación de nuestras ciudades. Y esa es la victoria del amor de la familia. Ninguna
ingeniería económica ni política es capaz de sustituir esa aportación de las familias. El
proyecto de Babel edifica rascacielos sin vida. El Espíritu de Dios, en cambio, hace
florecer los desiertos (cfr. Is 32,15). Debemos salir de las torres y de las cámaras blindadas
de las élites, para frecuentar de nuevo las casas y los espacios abiertos de las multitudes,
abiertos al amor de la familia.

La comunión de los carismas −los dados al Sacramento del matrimonio y los concedidos
a la consagración por el Reino de Dios− está destinada a trasformar la Iglesia en un lugar
plenamente familiar para el encuentro con Dios. Sigamos adelante por este camino, no
perdamos la esperanza. Donde hay una familia con amor, esa familia es capaz de caldear
el corazón de toda una ciudad con su testimonio de amor.

Rezad por mí, recemos los unos por los otros, para que seamos capaces de reconocer y
mantener las visitas de Dios. El Espíritu traerá alegre revuelo en las familias cristianas,
¡y la ciudad del hombre saldrá de la depresión!
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

(31) La relación entre familia y comunidad cristiana. Miércoles 9 de septiembre de 2015

Hoy quisiera centrar nuestra atención en el vínculo entre la familia y la comunidad


cristiana. Es un vínculo, por así decir, natural, porque la Iglesia es una familia espiritual
y la familia es una pequeña Iglesia (cfr. Lumen gentium, 9).

La Comunidad cristiana es la casa de los que creen en Jesús como fuente de la fraternidad
entre todos los hombres. La Iglesia camina en medio de los pueblos, en la historia de los
hombres y mujeres, de los padres y madres, de los hijos e hijas: esa es la historia que
cuenta para el Señor. Los grandes sucesos de las potencias mundanas se escriben en los
libros de historia, y allí se quedan. Pero la historia de los afectos humanos se escribe
directamente en el corazón de Dios; y esa es la historia que permanece para siempre. Es
ese el lugar de la vida y de la fe. La familia es el lugar de nuestra iniciación −insustituible,
indeleble− en esa historia, historia de vida plena que acabará en la contemplación de Dios
para toda la eternidad en el Cielo, ¡pero que comienza en la familia! Y por eso es tan
importante la familia.

El Hijo de Dios aprendió la historia humana por esa vía, y la recorrió a fondo (cfr. Hb
2,18; 5,8). ¡Es bonito volver a contemplar a Jesús y las señales de ese vínculo! Nació en
una familia y allí aprendió el mundo: un taller, cuatro casas, un pueblecillo de nada. Sin
embargo, viviendo durante treinta años esa experiencia, Jesús asimiló la condición
humana, acogiéndola en su comunión con el Padre y en su misma misión apostólica.
Luego, cuando dejó Nazaret y comenzó la vida pública, Jesús formó en torno a sí una
comunidad, una asamblea, es decir, una con-vocación de personas. Ese es el significado
de la palabra iglesia.

En los Evangelios, la asamblea de Jesús tiene la forma de una familia y de una familia
acogedora, no de una secta exclusiva, cerrada: ahí encontramos a Pedro y a Juan, pero
también al hambriento y al sediento, al extranjero y al perseguido, a la pecadora y al
publicano, a los fariseos y a la muchedumbre. Y Jesús no cesa de acoger y de hablar con
todos, incluso con quien ya no espera encontrar a Dios en su vida. ¡Es una fuerte lección
para la Iglesia! Los mismos discípulos son elegidos para cuidar esa asamblea, esa familia
de los acogidos de Dios.

Para que sea viva hoy esa realidad de la asamblea de Jesús, es indispensable reavivar la
alianza entre la familia y la comunidad cristiana. Podremos decir que la familia y la
parroquia son los dos lugares donde se realiza esa comunión de amor que encuentra su
fuente última en Dios mismo. Una Iglesia de verdad según el Evangelio debe tener la
forma de una casa acogedora, con las puertas abiertas, siempre. Las iglesias, parroquias
e instituciones con las puertas cerradas no se deberían llamar iglesias: ¡se deberían llamar
museos!

Y hoy, esta es una alianza crucial. Contra los centros de poderes ideológicos, financieros
y políticos, ¿vamos a poner nuestras esperanzas en esos centros de poder? ¡No! ¡En los
centros del amor! Nuestra esperanza está en los centros del amor, centros
evangelizadores, llenos de calor humano, basados en la solidaridad y la participación
(Pontificio Consejo para la Familia, Enseñanzas de J.M. Bergoglio−Papa Francisco
sobre la familia y la vida 1999-2014, LEV 2014, 189). También en el perdón entre
nosotros.
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

Reforzar el vínculo entre familia y comunidad cristiana es hoy indispensable y urgente.


Ciertamente, hace falta una fe generosa para encontrar la inteligencia y el valor para
renovar esa alianza. Las familias a veces se echan atrás, diciendo que no están a la altura:
Padre, somos una pobre familia y también un poco destartalada; no somos capaces;
tenemos ya tantos problemas en casa; no tenemos fuerzas... ¡Eso es verdad! ¡Pero
ninguno es digno, nadie está a la altura, ninguno tiene fuerzas! ¡Sin la gracia de Dios, no
podemos hacer nada! Todo nos viene dado, ¡gratuitamente dado! Y el Señor nunca llega
a una nueva familia sin hacer algún milagro. ¡Acordémonos de lo que hizo en las bodas
de Caná! Sí, el Señor, si nos dejamos en sus manos, nos hará hacer milagros −¡los
milagros de cada día!− cuando está Jesús ahí, en esa familia.

Naturalmente, también la comunidad cristiana debe poner de su parte. Por ejemplo,


intentar superar actitudes muy mandonas o demasiado funcionales, favorecer el diálogo
interpersonal y el conocimiento y la estima recíproca. Y que las familias tengan iniciativa
y sientan la responsabilidad de llevar sus preciosos dones a la comunidad. Todos debemos
ser conscientes de que la fe cristiana se juega en el campo abierto de la vida compartida
con todos: la familia y la parroquia deben hacer el milagro de una vida más comunitaria
para toda la sociedad.

En Caná estaba la Madre de Jesús, la Madre del Buen Consejo. Escuchemos sus palabras:
haced lo que Él os diga (cfr. Jn 2,5). Queridas familias, queridas comunidades
parroquiales, dejémonos inspirar por esta Madre, hagamos todo lo que Jesús nos diga y
nos encontraremos ante el milagro, ¡el milagro de cada día! Gracias.
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

(32) Familias fuertes, sociedades fuertes. Miércoles 16 de septiembre de 2015

Esta es nuestra reflexión conclusiva sobre el tema del matrimonio y la familia. Estamos
en vísperas de acontecimientos hermosos y comprometedores, que están directamente
vinculados a este gran tema: el Encuentro Mundial de las Familias en Filadelfia y el
Sínodo de Obispos aquí en Roma. Ambos tienen una repercusión mundial, que
corresponde a la dimensión universal del cristianismo, pero también al alcance universal
de esa comunidad humana fundamental e insustituible que es precisamente la familia.

El paso actual de la civilización parece marcado por los efectos a largo plazo de una
sociedad administrada por la tecnocracia económica. La subordinación de la ética a la
lógica del beneficio dispone de medios ingentes y de apoyo mediático enorme. En este
escenario, una nueva alianza del hombre y de la mujer no solo es necesaria sino incluso
estratégica para la emancipación de los pueblos de la colonización del dinero. Esta
alianza debe volver a orientar la política, la economía y la convivencia civil. Decide la
habitabilidad de la tierra, la trasmisión del sentimiento de la vida, los vínculos de la
memoria y de la esperanza.

De esta alianza, la comunidad conyugal-familiar del hombre y de la mujer es el “abc” de


la generación, el “nudo de oro”, podemos decir. La fe la logra de la sabiduría de la
creación de Dios, que confió a la familia no el cuidado de una intimidad finalizada en sí
misma, sino el emocionante proyecto de “domesticar” el mundo. Precisamente la familia
está en el principio, en la base de esta cultura mundial que nos salva; nos salva de muchos,
tantos ataques, tantas destrucciones, de tantas colonizaciones, como la del dinero o las
ideologías que amenazan tanto al mundo. La familia es la base para defenderse.

Precisamente de la Palabra bíblica de la creación hemos tomado nuestra inspiración


fundamental, en nuestras breves meditaciones de los miércoles sobre la familia. A esa
Palabra podemos y debemos acudir nuevamente con amplitud y profundidad. Es un gran
trabajo el que nos espera, pero también muy ilusionante. La creación de Dios no es una
simple premisa filosófica: ¡es el horizonte universal de la vida y de la fe! No hay un plan
divino distinto para la creación y para su salvación. Es para la salvación de la criatura −de
toda criatura− por lo que Dios se hizo hombre: por nosotros los hombres y por nuestra
salvación, como dice el Credo. Y Jesús resucitado es primogénito de toda criatura (Col
1,15).

El mundo creado está confiado al hombre y a la mujer: lo que pase entre ellos da impronta
a todo. Su rechazo a la bendición de Dios lleva fatalmente a un delirio de omnipotencia
que lo arruina todo. Es lo que llamamos “pecado original”. Y todos venimos al mundo
con la herencia de esa enfermedad.

A pesar de eso, no estamos malditos, ni abandonados a nuestro destino. El antiguo relato


del primer amor de Dios por el hombre y la mujer, ya había escrito páginas con fuego, al
respecto. Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo (Gn 3,15a). Son
las palabras que Dios dirige a la serpiente embustera, embaucadora. Mediante esas
palabras Dios marca a la mujer con una barrera protectora contra el mal, a la que ella
puede acudir −si quiere− para cada generación. Quiere decir que la mujer lleva una
secreta y especial bendición, para defender a su criatura del Maligno. Como la Mujer del
Apocalipsis, que corre a esconder al hijo del Dragón. Y Dios la protege (cfr. Ap 12,6).
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

¡Pensad qué profundidad se abre aquí! Existen muchos lugares comunes, a veces incluso
ofensivos, sobre la mujer tentadora que inspira al mal. Sin embargo, ¡tiene que haber sitio
para una teología de la mujer que esté a la altura de esta bendición de Dios para ella y
para la generación!

La misericordiosa protección de Dios sobre el hombre y la mujer, en todo caso, nunca


decae para ambos. ¡No olvidemos esto! El lenguaje simbólico de la Biblia nos dice que
antes de expulsarles del jardín del Edén, Dios confeccionó para el hombre y la mujer
túnicas de piel y los vistió (cfr. Gn 3, 21). Este gesto de ternura significa que hasta en las
dolorosas consecuencias de nuestro pecado, Dios no quiere que nos quedemos desnudos
ni abandonados a nuestro destino de pecadores. Esta ternura divina, este cuidado por
nosotros, lo vemos encarnado en Jesús de Nazaret, hijo de Dios nacido de mujer (Gal
4,4). Y también san Pablo nos dice: aun siendo pecadores, Cristo murió por nosotros
(Rm 5,8). Cristo, nacido de mujer, de una mujer. Es la caricia de Dios sobre nuestras
llagas, sobre nuestros errores, sobre nuestros pecados. Pero Dios nos ama como somos y
quiere llevarnos adelante con ese proyecto, y la mujer es la más fuerte que lleva adelante
ese proyecto.

La promesa que Dios hace al hombre y a la mujer, en el origen de la historia, incluye a


todo los seres humanos, hasta el final de la historia. Si tenemos fe suficiente, las familias
de los pueblos de la tierra se reconocerán en esa bendición. En todo caso, quien se deje
conmover por esa visión, de cualquier pueblo, nación, religión que pertenezca, que se
ponga en camino con nosotros. Será nuestro hermano y nuestra hermana, sin hacer
proselitismo, no. Caminemos juntos bajo esta bendición y con esa finalidad de Dios de
hacernos a todos hermanos en la vida en un mundo que va adelante y que nace
precisamente de la familia, de la unión del hombre y la mujer.

¡Que Dios os bendiga, familias de todos los rincones de la tierra! ¡Que Dios os bendiga a
todos!
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

(33) La familia es una red que libera de las aguas del abandono. Miércoles 7 de octubre
de 2015

Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!

Hace pocos días ha iniciado el Sínodo de los Obispos con el tema “La vocación y la
misión de la familia en la Iglesia y en el mundo contemporáneo”. La familia que camina
en la vía del Señor es fundamental en el testimonio de amor de Dios y merece toda la
dedicación de la cual la Iglesia es capaz. El Sínodo está llamado a interpretar, para hoy,
este celo y este cuidado de la Iglesia. Acompañamos todo el recorrido sinodal sobre todo
con nuestra oración y nuestra atención. Y en este período las catequesis serán reflexiones
inspiradas por algunos aspectos de la relación -que bien podemos decir indisoluble- entre
la Iglesia y la familia, con el horizonte abierto al bien de la entera comunidad cristiana.

Una mirada atenta a la vida cotidiana de los hombres y de las mujeres de hoy muestra
inmediatamente la necesidad que hay en todas partes de una robusta inyección de espíritu
familiar. De hecho, el estilo de las relaciones -civiles, económicas, jurídicas,
profesionales, de ciudadanía- aparece muy racional, formal, organizado, pero también
muy “deshidratado”, árido, anónimo. Se transforma a veces en insoportable. Aunque
quiere ser inclusivo en sus formas, en la realidad abandona a la soledad y al descarte un
número siempre mayor de personas.

He aquí porqué la familia abre para la entera sociedad una perspectiva mucho más
humana: abre los ojos de los hijos sobre la vida –y no solo la mirada, sino también los
otros sentidos- representando una visión de la relación humana edificada sobre la libre
alianza de amor. La familia introduce a la necesidad de vínculos de fidelidad, sinceridad,
confianza, cooperación, respeto; anima a proyectar un mundo habitable y a creer en las
relaciones de confianza, también en condiciones difíciles; enseña a honrar la palabra dada,
el respeto de las singulares personas, el compartir de los límites personales y de los otros.
Y todos somos conscientes de lo insustituible que es la atención familiar a los miembros
más pequeños, más vulnerables, más heridos y aún los más devastados por las conductas
de su vida. En la sociedad que practica estas actitudes, las ha asimilado por el espíritu
familiar y no de la competición y del deseo de autorealización.

Y bien, aún sabiendo todo esto, no se da a la familia el peso debido -y reconocimiento y


apoyo- en la organización política y económica de la sociedad contemporánea. Quisiera
decir más: la familia no solo no tiene reconocimiento adecuado, sino que ¡no genera más
aprendizaje! A veces se diría que, con toda la ciencia y la técnica, la sociedad moderna
todavía no es capaz de traducir estos conocimientos en formas mejores de convivencia
civil. No solo la organización de la vida común se encalla siempre más, en una burocracia
del todo extraña a los vínculos humanos fundamentales, pero incluso el hábito social y
político muestra a menudo signos de degrado –agresividad, vulgaridad, desprecio…-, que
están muy por debajo del umbral de una educación familiar mínima. En tal coyuntura, los
extremos opuestos de este embrutecimiento de las relaciones -es decir, la torpeza
tecnocrática y el familismo amoral- se conjugan y se alimentan mutuamente. Es en verdad
una paradoja.

La Iglesia distingue hoy, en este punto exacto, el sentido histórico de su misión acerca de
la familia y del auténtico espíritu familiar: comenzando por una atenta revisión de vida,
que se refiere a sí misma. Se podría decir que el “espíritu familiar” es una carta
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

constitucional para la Iglesia: así el cristianismo debe aparecer, y así debe ser. Está escrito
en letras claras: «Ustedes que en un tiempo estaban lejanos -dice san Pablo- […] ustedes
ya no son extranjeros ni huéspedes, sino conciudadanos de los santos y miembros de la
familia de Dios» (Ef 2,19). La Iglesia es y debe ser la familia de Dios.

Jesús, cuando llamó a Pedro a seguirlo, le dijo que lo habría hecho “pescador de
hombres”; y para esto se necesita un nuevo tipo de redes. Podemos decir que hoy las
familias son una de las redes más importantes para la misión de Pedro y de la Iglesia. ¡No
es esta una red que hace prisioneros! Al contrario, libera de las aguas malas del abandono
y de la indiferencia, que ahogan muchos seres humanos en el mar de la soledad y de la
indiferencia. Las familias saben bien qué es la dignidad de sentirse hijos y no esclavos, o
extraños, o sólo un número del documento de identidad.

Desde aquí, de la familia, Jesús recomienza su pasaje entre los seres humanos para
persuadirlos que Dios no los ha olvidado. Desde aquí Pedro toma vigor para su ministerio.
Desde aquí la Iglesia, obedeciendo a la palabra del Maestro, sale a pescar, seguro que, si
esto pasa, la pesca será milagrosa. Que el entusiasmo de los Padres sinodales, animados
por el Espíritu Santo, fomenten el impulso de una Iglesia que abandona las redes viejas y
vuelve a ponerse a pescar confiando en la palabra de su Señor. ¡Rezamos intensamente
por esto! Cristo, además, ha prometido y nos alienta, nos alienta: si los malos padres no
dejan de dar el pan a los hijos hambrientos, figurémonos si Dios no dará el Espíritu a
quienes -aún siendo imperfectos- ¡lo piden con apasionada insistencia! (cfr Lc 11,9-13).
Gracias.
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

(34) No defraudéis a los niños. Miércoles 14 de octubre de 2015

Queridos hermanos y hermanas, hoy como las previsiones del tiempo eran un poco
inseguras y se preveía lluvia, esta audiencia se hace a la vez en dos sitios: nosotros aquí
en la plaza y 700 enfermos en el Aula Pablo VI que siguen la audiencia en la pantalla
gigante. Todos estamos unidos y los saludamos con un aplauso.

La palabra de Jesús es fuerte hoy: Ay del mundo por los escándalos. Jesús es realista y
dice: Es inevitable que vengan los escándalos, pero ¡ay del hombre que causa el
escándalo! Yo quisiera, antes de iniciar la catequesis, en nombre de la Iglesia, pediros
perdón por los escándalos que en estos últimos tiempos han sucedido tanto en Roma como
en el Vaticano; os pido perdón.

Hoy reflexionaremos sobre un tema muy importante: las promesas que hacemos a los
niños. No hablo tanto de esas promesas que les hacemos durante al día para tenerlos
contentos o para que se porten bien (quizá con alguna trampilla inocente: te doy un
caramelo, y promesas parecidas…), para animarles a esforzarse en el colegio o disuadirles
de algún capricho. Hablo de otras promesas, de las promesas más importantes, decisivas
para sus expectativas respecto a la vida, para su confianza con los seres humanos, para su
capacidad de concebir el nombre de Dios como una bendición. Son promesas que le
hacemos.

Los adultos estamos preparados para hablar de los niños como una promesa de la vida.
Todos decimos: los niños son una promesa de la vida. Y también somos propensos a
emocionarnos, diciendo a los jóvenes que son nuestro futuro; es verdad. Pero me
pregunto, a veces, si somos igualmente serios con su futuro, con el futuro de los niños y
con el futuro de los jóvenes. Una pregunta que deberíamos hacernos más a menudo es
esta: ¿somos leales con las promesas que hacemos a los niños, haciéndeles venir a nuestro
mundo? Nosotros los hacemos venir al mundo, y eso es una promesa: ¿qué les
prometemos?

Acogida y cuidados, cercanía y atención, confianza y esperanza, son otras tantas


promesas básicas que se pueden resumir en una sola: amor. Prometemos amor, o sea,
amor que se expresa en la acogida, en los cuidados, en la cercanía, en la atención, en la
confianza y en la esperanza, pero la gran promesa es el amor. Ese es el modo más justo
de acoger a un ser humano que viene al mundo, y todos lo aprendemos, incluso antes de
ser conscientes.

Me gusta mucho cuando veo a los padres y madres, al pasar entre vosotros, traerme a un
niño o una niña pequeños, y les pregunto: ¿Cuánto tiempo tiene? Tres semanas, cuatro
semanas… y le pido la bendición del Señor. También eso se llama amor. El amor es la
promesa que el hombre y la mujer hacen a cada hijo: desde que es concebido en el
pensamiento. Los niños vienen al mundo y esperan ver confirmada esa promesa: lo
esperan de modo total, confiado, indefenso. Basta mirarles: en todas las etnias, en todas
las culturas, en todas las condiciones de vida.

Cuando sucede lo contrario, los niños quedan heridos por un escándalo, por un escándalo
insoportable, tanto más grave en cuanto no tienen los medios para descifrarlo. No pueden
entender lo que pasa. Dios vela sobre esa promesa, desde el primer instante. ¿Os acordáis
de lo que dice Jesús? Los ángeles de los niños reflejan la mirada de Dios, y Dios nunca
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

pierde de vista a los niños (cfr. Mt 18,10). ¡Ay de quienes traicionen su confianza! Su
confiado abandono a nuestra promesa, que nos compromete desde el primer instante, nos
juzga.

Y quisiera añadir otra cosa, con mucho respeto por todos, pero también con mucha
franqueza. Su espontánea confianza en Dios jamás debería ser herida, sobre todo cuando
eso pasa con motivo de una cierta presunción (más o menos inconsciente) de sustituirnos
por Él. El tierno y misterioso trato de Dios con el alma de los niños no debería ser nunca
violado. Es un trato real, que Dios lo quiere y Dios lo protege. El niño está preparado
desde el nacimiento para sentirse amado por Dios, está preparado para eso. En cuanto es
capaz de sentir que es amado por sí mismo, un hijo siente también que hay un Dios que
ama a los niños.

Los niños, recién nacidos, comienzan a recibir en don, junto al alimento y los cuidados,
la confirmación de las cualidades espirituales del amor. Los actos del amor pasan a través
del don del nombre personal, del compartir el lenguaje, las intenciones de las miradas, las
iluminaciones de las sonrisas. Aprenden así que la belleza del vínculo entre los seres
humanos apunta a nuestra alma, busca nuestra libertad, acepta la diversidad del otro, lo
reconoce y lo respeta como interlocutor. Un segundo milagro, una segunda promesa:
¡nosotros −padres y madres− nos entregamos a ti, para darte a ti mismo! Y eso es amor
que lleva una chispa de Dios. Pero vosotros, padres y madres, tenéis esa chispa de Dios
que dais a los niños, vosotros sois instrumento del amor de Dios, ¡y eso es hermoso, bello,
bonito!

Solo si miramos a los niños con los ojos de Jesús, podemos entender de verdad en qué
sentido, ¡defendiendo a la familia, protegemos la humanidad! El punto de vista de los
niños es el punto de vista del Hijo de Dios. La Iglesia misma, en el Bautismo, a los niños
les hace grandes promesas, con las que compromete a los padres y a la comunidad
cristiana.

Que la santa Madre de Jesús −por medio de la que el Hijo de Dios vino a nosotros, amado
y engendrado como un niño− haga a la Iglesia capaz de seguir el camino de su maternidad
y de su fe. Y san José −hombre justo, que lo acogió, protegió y honró valientemente la
bendición y la promesa de Dios− nos haga a todos capaces y dignos de acoger a Jesús en
cada niño que Dios manda a la tierra.
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

(35) Es necesario restituir honor social a la fidelidad del amor que funda la familia.
Miércoles 21 de octubre de 2015

Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!

En la meditación pasada hemos reflexionado sobre las importantes promesas que


los padres hacen a los niños, desde que ellos son pensados en el amor y concebidos
en el vientre.

Podemos agregar que, mirando bien, la entera realidad familiar está fundada sobre
la promesa -pensemos bien esto-, la realidad familiar está fundada sobre la promesa:
se puede decir que la familia vive de la promesa de amor y de fidelidad que el
hombre y la mujer hacen el uno a la otra. Esta implica el compromiso de recibir y
educar a los hijos; pero actúa también en el cuidado de los padres ancianos, en el
proteger y cuidar los miembros más débiles de la familia, en el ayudarse el uno al
otro para realizar las propias cualidades y aceptar los propios límites. Y la promesa
conyugal se amplía al compartir las alegrías y los sufrimientos de todos los padres,
las madres, los niños, con generosa apertura en la humana convivencia y el bien
común. Una familia que se encierra en sí misma es como una contradicción, una
mortificación de la promesa que la ha hecho nacer y la hace vivir. No olviden nunca.
¡La identidad de la familia siempre es una promesa que se alarga y se alarga a toda
la familia y a toda la humanidad!

En nuestros días, el honor a la fidelidad de la promesa de la vida familiar aparece


muy debilitada. Por una parte, por un derecho mal entendido de buscar la propia
satisfacción, a toda costa y en cualquiera relación, es exaltado como un principio no
negociable de la libertad. Por otra parte, porque se confían exclusivamente a la
obligación de la ley los vínculos de la vida de relación y del compromiso por el bien
común. Pero, en realidad, ninguno quiere ser amado solo por sus propios bienes o
por obligación. El amor, como también la amistad, deben su fuerza y su belleza a este
hecho: que generan un vínculo sin quitar la libertad. El amor es libre, la promesa de
la familia es libre, y esta es la belleza. Sin libertad no puede haber amistad, sin
libertad no hay amor, sin libertad no hay matrimonio.

Por lo tanto, libertad y fidelidad no se oponen la una a la otra, más bien se sostienen
mutuamente, sea en las relaciones interpersonales, sea en las sociales. De hecho,
pensamos a los daños que producen, en la civilización de la comunicación global, la
inflación de promesas incumplidas, en varios campos, ¡y la indulgencia por la
infidelidad a la palabra dada y a los compromisos adquiridos!

Si, queridos hermanos y hermanas, la fidelidad es una promesa de compromiso


autocumplida, creciendo en la libre obediencia a la palabra dada. La fidelidad es una
confianza que “quiere” ser realmente compartida, y una esperanza que “quiere” ser
cultivada juntos. Y hablando de fidelidad me viene a la mente aquello que nuestros
ancianos, nuestros abuelos cuentan “ay aquellos tiempos, cuando se hacía un
acuerdo, un apretón de mano, era suficiente", porque había fidelidad a las promesas.
Y esto que es un hecho social también tiene el origen en la familia, en el apretón de
manos del hombre y de la mujer para ir hacia adelante juntos toda la vida.
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

La fidelidad a las promesas son ¡una verdadera obra de arte de humanidad! Si


miramos a su audaz belleza, estamos asustados, pero si despreciamos su valiente
tenacidad, estamos perdidos. Ninguna relación de amor -ninguna amistad, ninguna
forma de querer bien, ninguna felicidad del bien común- alcanza la altura de nuestro
deseo y de nuestra esperanza, si no llega a habitar este milagro del alma. Y digo
“milagro”, porque la fuerza y la persuasión de la fidelidad, a pesar de todo, no
terminan de encantar y de sorprendernos. El honor a la palabra dada, la fidelidad a
la promesa, no se pueden comprar ni vender. No se pueden obligar con la fuerza, y
ni siquiera cuidar sin sacrificio.

Ninguna otra escuela puede enseñar la verdad del amor, si la familia no lo hace.
Ninguna ley puede imponer la belleza y la herencia de este tesoro de la dignidad
humana, si el vínculo personal entre amor y generación no la escribe la verdad del
amor en nuestra carne.

Hermanos y hermanas, es necesario restituir honor social a la fidelidad del amor,


¡restituir honor social a la fidelidad del amor!. Es necesario sustraer de la
clandestinidad el milagro cotidiano de millones de hombres y mujeres que
regeneran su fundamento familiar, del cual cada sociedad vive, sin estar en grado de
garantizarlo en ningún otro modo. No por casualidad, este principio de la fidelidad
a la promesa del amor y de la generación está escrito en la creación de Dios como
una bendición perene, a la cual está confiado el mundo.

Si san Pablo puede afirmar que en el vínculo familiar está misteriosamente revelada
una verdad decisiva también para el vínculo del Señor y de la Iglesia, quiere decir
que la Iglesia misma encuentra aquí una bendición para cuidar y de la cual siempre
aprender, antes de enseñarla y disciplinarla. Nuestra fidelidad a la promesa está aún
siempre confiada a la gracia y a la misericordia de Dios. El amor por la familia
humana, en las buenas y en las malas, ¡es un punto de honor para la Iglesia! Dios nos
conceda estar a la altura de esta promesa. Y rezamos por los padres del Sínodo: el
Señor bendiga su trabajo, realizado con fidelidad creativa, en la confianza que Él en
primer lugar, el Señor, -Él en primer lugar-, es fiel a sus promesas. Gracias.
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

(36) En la familia se aprende y se vive el amor ye el perdón mutuo. Miércoles 4 de


noviembre de 2015

La Asamblea del Sínodo de Obispos, que terminó hace poco, ha reflexionado a fondo
sobre la vocación y la misión de la familia en la vida de la Iglesia y de la sociedad
contemporánea. Ha sido un acontecimiento de gracia. Al final, los Padres sinodales me
han entregado el texto de sus conclusiones. He querido que ese texto fuese publicado para
que todos fuesen partícipes del trabajo que hemos realizado juntos durante dos años. No
es este el momento de examinar dichas conclusiones, sobre las que yo mismo debo
meditar. Pero, mientras, la vida no se detiene, en concreto ¡la vida de las familias no se
para! Vosotras, queridas familias, siempre estáis en camino. Y continuamente escribís ya
en las páginas de la vida concreta la belleza del Evangelio de la familia. En un mundo
que a veces se vuelve seco de vida y amor, vosotros cada día habláis del gran don que son
el matrimonio y la familia.

Hoy quisiera subrayar este aspecto: que la familia es una gran palestra de entrenamiento
para el don y el perdón recíprocos, sin el que ningún amor puede durar; sin darse y sin
perdonarse, el amor no permanece, no dura. En la oración que Él mismo nos enseñó −el
Padrenuestro− Jesús nos hace pedir al Padre: Perdona nuestras ofensas como también
nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Y al final comenta: Porque si perdonáis a
los demás sus culpas, vuestro Padre celestial os perdonará también a vosotros; pero si
no perdonáis a los demás, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras culpas (Mt
6,12.14-15). No se puede vivir sin perdonarse o, al menos, no se puede vivir bien,
especialmente en familia.

Cada día nos hacemos daño uno al otro. Debemos tener en cuenta esos errores, debidos a
nuestra fragilidad y a nuestro egoísmo, porque lo que se nos pide es curar en seguida las
heridas que nos hacemos, recoser inmediatamente los hilos que rompemos en la familia.
Si esperamos mucho, todo se vuelve más difícil. Y hay un secreto sencillo para curar las
heridas y para perdonar las ofensas. Es éste: no dejar que acabe la jornada sin pedirse
perdón, sin hacer las paces entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre hermanos y
hermanas… ¡entre nuera y suegra! Si aprendemos a pedirnos perdón en seguida y a
perdonarnos mutuamente, se curan las heridas, el matrimonio se fortalece y la familia se
vuelve una casa cada vez más sólida, que resiste las sacudidas de nuestras pequeñas y
grandes maldades. Y para eso no es necesario hacer un gran discurso; es suficiente una
caricia; una caricia, y se olvida todo y se recomienza. Pero ¡no acabar el día en guerra!
¿Entendido?

Si aprendemos a vivir así en familia, lo haremos también fuera, donde quiera que nos
encontremos. Es fácil ser escépticos en esto. Muchos −incluso cristianos− piensan que es
una exageración. Se dice: sí, son bonitas palabras, pero es imposible ponerlas en
práctica. Pero, gracias a Dios, no es así. De hecho, es precisamente recibiendo el perdón
de Dios cuando, a nuestra vez, somos capaces de perdonar a los demás. Por eso, Jesús
nos hace repetir esas palabras cada vez que rezamos la oración del Padrenuestro, o sea,
cada día. Y es indispensable que, en una sociedad a veces despiadada, haya lugares, como
la familia, donde aprender a perdonarse unos a otros.

El Sínodo ha reavivado nuestra esperanza también en esto: forma parte de la vocación y


de la misión de la familia la capacidad de perdonar y de perdonarse. La práctica del perdón
no solo salva a las familias de la división, sino que las hace capaces de ayudar a la
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

sociedad a ser menos mala y menos cruel. Sí, cada gesto de perdón repara la casa de las
grietas y refuerza sus paredes. La Iglesia, queridas familias, está siempre a vuestro lado
para ayudaros a construir vuestra casa sobre la roca de la que habló Jesús. Y no olvidemos
estas palabras que preceden inmediatamente a la parábola de la casa: No todo el que dice
Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad del Padre.
Y añade: Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿acaso no profetizamos en tu
nombre y en tu nombre expulsado demonios? Pero yo les diré: No os conozco (Mt 7,21-
23). Son palabras fuertes, no hay duda, que tienen como fin removernos y llamarnos a la
conversión.

Os aseguro, queridas familias, que si sois capaces de caminar cada vez más decididamente
por la senda de las Bienaventuranzas, aprendiendo y enseñando a perdonaros
recíprocamente, en toda la gran familia de la Iglesia crecerá la capacidad de dar
testimonio de la fuerza renovadora del perdón de Dios. De lo contrario, haremos unas
prédicas hermosísimas, y puede que incluso expulsemos algún diablo, pero al final el
Señor no nos reconocerá como discípulos suyos, porque no hemos tenido la capacidad de
perdonar y de hacernos perdonar por los demás.

De verdad que las familias cristianas pueden hacer mucho por la sociedad de hoy, y
también por la Iglesia. Por eso, deseo que en el Jubileo de la Misericordia las familias
vuelvan a descubrir el tesoro del perdón recíproco. Recemos para que las familias sean
cada vez más capaces de vivir y de construir caminos concretos de reconciliación, donde
nadie se sienta abandonado al peso de sus deudas.

Con esta intención, digamos juntos: Padre nuestro, perdona nuestras ofensas como
también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Repitámoslo juntos: Padre nuestro,
perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden.
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

(37) Que la convivencia familiar crezca en el tiempo de gracia del Jubileo. Miércoles
11 de noviembre de 2015

En estos días la Iglesia italiana está celebrando el Congreso nacional en Florencia.


Cardenales, obispos, consagrados, laicos, todos juntos. Os invito a rezar a la Virgen un
Avemaría por ellos [Avemaría].

Hoy reflexionaremos sobre una cualidad característica de la vida familiar que se aprende
desde los primeros años de vida: la convivencia, o sea, la actitud de compartir los bienes
de la vida y de estar felices por poderlo hacer. Compartir y saber compartir es una virtad
preciosa. Su símbolo, su “icono”, es la familia reunida en torno a la mesa. Compartir la
comida −y, más allá que el alimento, también los afectos, los relatos, los
acontecimientos…− es una experiencia fundamental. Cuando hay una fiesta, un
cumpleaños, un aniversario, nos encontramos alrededor de la mesa. En algunas culturas
es costumbre hacerlo incluso en el luto, para estar cerca de quien sufre por la pérdida de
un familiar.

La convivencia es un termómetro seguro para medir la salud de las relaciones: si en una


familia hay algo que no va, o alguna herida escondida, en la mesa se sabe enseguida. Una
familia que no come casi nunca junta, o que no hablan en la mesa sino que ven la
televisión, o el smartphone, es una familia “poco familia”. Cuando los hijos en la mesa
están pegados a la tablet o al móvil, y no se escuchan entre sí, eso no es familia; ¡es una
pensión!

El Cristianismo tiene una especial vocación a la convivencia, todos lo saben. El Señor


Jesús enseñaba con gusto estando a la mesa, y representaba a veces el reino de Dios como
un convite festivo. Jesús eligió la mesa también para entregar a los discípulos su
testamento espiritual −lo hizo en la cena−, condensado en el gesto memorial de su
Sacrificio: don de su Cuerpo y de su Sangre como Comida y Bebida de salvación, que
alimentan el amor verdadero y duradero.

En esta perspectiva, podemos muy bien decir que la familia es “de casa” en la Misa,
precisamente porque lleva a la Eucaristía su propia experiencia de convivencia y la abre
a la gracia de una convivencia universal, del amor de Dios por el mundo. Participando en
la Eucaristía, la familia se purifica de la tentación de cerrarse en sí misma, fortificada por
el amor y la fidelidad, y extiende los confines de la fraternidad según el corazón de Cristo.

En este tiempo nuestro, marcado por tantas clausuras y demasiados muros, la


convivencia, generada por la familia y dilatada por la Eucaristía, se convierte en una
oportunidad crucial. La Eucaristía y las familias alimentadas por ella pueden vencer las
clausuras y construir puentes de acogida y de caridad. Sí, la Eucaristía de una Iglesia de
familias, capaces de restituir a la comunidad el fermento de la convivencia y de la
hospitalidad recíproca, ¡es una escuela de inclusión humana que no teme
enfrentamientos! No hay pequeños, huérfanos, débiles, indefensos, heridos ni
desilusionados, desesperados ni abandonados, que la convivencia eucarística de las
familias no pueda alimentar, reconfortar, proteger y hospedar.

La memoria de las virtudes familiares nos ayuda a entender. Nosotros mismos hemos
conocido, y aún conocemos, qué milagros pueden suceder cuando una madre tiene mirada
y atención, cuidado y esmero por los hijos ajenos, además de los suyos. Hasta ayer,
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

¡bastaba una madre para todos los niños del patio! E incluso sabemos la fuerza que
adquiere un pueblo cuyos padres están dispuestos a moverse para proteger a los hijos de
todos, porque consideran los hijos un bien indiviso, del que son felices y orgullosos de
proteger.

Hoy muchos contextos sociales ponen obstáculos a la convivencia familiar. Es verdad,


hoy no es fácil. Hay que encontrar el modo de recuperarla. En la mesa se habla, en la
mesa se escucha. Nada de silencio, ese silencio que no es el silencio de las monjas, sino
el silencio del egoísmo, donde cada uno va a lo suyo, o a la televisión o al ordenador… y
no se habla. No, ¡nada de silencio! Hay que recuperar esa convivencia familiar, aunque
adaptándola a los tiempos. La convivencia parece haberse convertido en algo que se
compra y se vende; y eso es otra cosa. Entonces, el alimento no es siempre el símbolo del
justo compartir de bienes, capaz de alcanzar a quien no tiene ni pan ni cariño. En los
países ricos se nos empuja a gastar en una alimentación excesiva, y luego lo volvemos a
gastar para remediar el exceso. Y ese “negocio” insensato distrae nuestra atención de la
verdadera hambre del cuerpo y del alma. Cuando no hay convivencia hay egoísmo, cada
uno piensa en sí mismo.Tanto que la publicidad la ha reducido [el problema del hambre]
a una especie de lánguidos aperitivos y tomar dulces. Mientras, tantos, demasiados
hermanos y hermanas se quedan fuera de la mesa. ¡Es un poco vergonzoso!

Miremos el misterio del Convite eucarístico. El Señor parte su Cuerpo y derrama su


Sangre por todos. Ciertamente no hay división que pueda resistir este Sacrificio de
comunión; solo la actitud de falsedad, de complicidad con el mal puede excluir de ello.
Cualquier otra distancia no puede resistir el poder indefenso de ese pan partido y de ese
vino derramado, Sacramento del único Cuerpo del Señor. La alianza viva y vital de las
familias cristianas, que precede, sostiene y abraza en el dinamismo de su hospitalidad las
fatigas y las alegrías diarias, coopera con la gracia de la Eucaristía, que es capaz de crear
comunión siempre nueva con su fuerza que incluye y que salva.

La familia cristiana mostrará precisamente así la amplitud de su verdadero horizonte, que


es el horizonte de la Iglesia Madre de todos los hombres,de todos los abandonados y
excluidos, en todos los pueblos. Pidamos para que esa convivencia familiar pueda crecer
y madurar en el tiempo de gracia del prójimo Jubileo de la Misericordia.
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

(38) ¡Familias abran las puertas de sus casas, sean un pequeño gran signo de la
Misericordia!. Miércoles 18 de noviembre de 2015

Con esta reflexión hemos llegado a umbral del Jubileo. Delante de nosotros se encuentra
la gran puerta de la Misericordia de Dios, que acoge nuestro arrepentimiento ofreciendo
la gracia de su perdón. La puerta es generosamente abierta, pero nosotros debemos
valerosamente cruzar el umbral.

Del Sínodo de los Obispos, que hemos celebrado el pasado mes de octubre, todas las
familias, y la Iglesia entera, han recibido un gran aliento para encontrarse bajo el umbral
de esta puerta. La Iglesia ha sido animada a abrir sus puertas, para salir con el Señor al
encuentro de sus hijos y de sus hijas en camino, a veces inciertos, a veces perdidos, en
estos tiempos difíciles. Las familias cristianas, en particular, han sido animadas a abrir la
puerta al Señor que espera para entrar, trayendo su bendición y su amistad.

El Señor no fuerza jamás la puerta: Él también pide permiso para entrar, como dice el
Libro del Apocalipsis: «Yo estoy junto a la puerta y llamo: si alguien oye mi voz y me
abre, entraré en su casa y cenaremos juntos” (3,20). Y en la última gran visión de este
Libro, así se profetiza de la Ciudad de Dios: «Sus puertas no se cerrarán durante el día»,
lo que significa para siempre, porque «no existirá la noche en ella» (21,25). Existen
lugares en el mundo en los cuales no se cierran las puertas con llave. Pero existen tantos
otros donde las puertas blindadas se han convertido en normales. Esto no nos sorprende;
pero, pensándolo bien, ¡es un signo negativo! No debemos rendirnos a la idea de tener
que aplicar este sistema en toda nuestra vida, en la vida de la familia, de la ciudad, de la
sociedad. Y mucho menos en la vida de la Iglesia. ¡Sería terrible! Una Iglesia inhóspita,
así como una familia cerrada en sí misma, mortifica el Evangelio y marchita el mundo.

La gestión simbólica de las “puertas” – de los umbrales, de los caminos, de las fronteras
– se ha hecho crucial. La puerta debe proteger, cierto, pero rechazar. La puerta no debe
ser forzada, al contrario, se pide permiso, porque la hospitalidad resplandece en la libertad
de la acogida, y se oscurece en la prepotencia de la invasión. La puerta se abre
frecuentemente, para ver si afuera esta alguno que espera, y tal vez no tiene la valentía, o
ni siquiera la fuerza de tocar. La puerta dice muchas cosas de la casa, y también de la
Iglesia. La gestión de la puerta necesita un atento discernimiento y, al mismo tiempo,
debe inspirar gran confianza. Quisiera expresar una palabra de agradecimiento para todos
los vigilantes de las puertas: de nuestros condominios, de las instituciones cívicas, de las
mismas iglesias. Muchas veces la sagacidad y la gentileza de la recepción son capaces de
ofrecer una imagen de humanidad y de acogida de la entera casa, ya desde el ingreso.
¡Hay que aprender de estos hombres y mujeres, que son los guardines de los lugares de
encuentro y de acogida de ciudad del hombre!

En verdad, sabemos bien que nosotros mismos somos los custodios y los siervos de la
Puerta de Dios, que es Jesús. Él nos ilumina en todas las puertas de la vida, incluso aquella
de nuestro nacimiento y de nuestra muerte. Él mismo ha afirmado: «Yo soy la puerta. El
que entra por mí se salvará; podrá entrar y salir, y encontrará su alimento» (Jn 10,9). Jesús
es la puerta que nos hace entrar y salir. ¡Porque el rebaño de Dios es un amparo, no una
prisión! Son los ladrones, aquellos que tratan de evitar la puerta, porque tienen malas
intenciones, y se meten en el rebaño para engañar a las ovejas y aprovecharse de ellas.
Nosotros debemos pasar por la puerta y escuchar la voz de Jesús: si sentimos su tono de
voz, estamos seguros, somos salvados. Podemos entrar sin temor y salir sin peligro. En
Catequesis Papa Francisco – La Familia JMJ

este hermoso discurso de Jesús, se habla también del guardián, que tiene la tarea de abrir
al buen Pastor (Cfr. Jn 10,2). Si el guardián escucha la voz del Pastor, entonces abre, y
hace entrar a todas las ovejas que el Pastor trae, todas, incluso aquellas perdidas en el
bosque, que el buen Pastor ha ido a buscarlas. Las ovejas no los elige el guardián, sino el
buen Pastor. El guardián – también él – obedece a la voz del Pastor. Entonces, podemos
bien decir que nosotros debemos ser como este guardián. La Iglesia es la portera de la
casa del Señor, no la dueña.

La Sagrada Familia de Nazaret sabe bien qué cosa significa una puerta abierta o cerrada,
para quien espera un hijo, para quien no tiene amparo, para quien huye del peligro. Las
familias cristianas hagan del umbral de sus casas un pequeño gran signo de la Puerta de
la misericordia y de la acogida de Dios. Es así que la Iglesia deberá ser reconocida, en
cada rincón de la tierra: como la custodia de un Dios que toca, como la acogida de un
Dios que no te cierra la puerta, con la excusa que no eres de casa.

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